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La Edad Media - T.ii. El Despertar de Europa, 950-1250

El documento describe el despertar de Europa entre los años 950 y 1250 d.C. Señala que tras un período oscuro en el siglo X, Europa experimentó una expansión demográfica, el establecimiento de núcleos urbanos y el surgimiento del sistema feudal. Al mismo tiempo, la Iglesia guiaba la organización de una sociedad cristiana. Mientras tanto, el mundo islámico se debilitaba por rivalidades internas y Bizancio entraba en decadencia a pesar de su último esplendor cultural. A partir del siglo XII

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La Edad Media - T.ii. El Despertar de Europa, 950-1250

El documento describe el despertar de Europa entre los años 950 y 1250 d.C. Señala que tras un período oscuro en el siglo X, Europa experimentó una expansión demográfica, el establecimiento de núcleos urbanos y el surgimiento del sistema feudal. Al mismo tiempo, la Iglesia guiaba la organización de una sociedad cristiana. Mientras tanto, el mundo islámico se debilitaba por rivalidades internas y Bizancio entraba en decadencia a pesar de su último esplendor cultural. A partir del siglo XII

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Con

el año mil se inicia el despertar de Europa: expansión demográfica, roturación y


organización de los campos, asentamiento de los núcleos urbanos, nacimiento del
sistema feudal, aparición de los estados. Al propio tiempo, y con la eliminación del
pensamiento primitivo, se organiza una sociedad cristiana tutelada intelectualmente
por la Iglesia. Mientras tanto, en Oriente, a pesar del esplendor de su fachada, el
Islam se cuartea por sus rivalidades internas, y los califas ceden la realidad del poder
a los generales turcos, mientras en España se afirma un Estado musulmán autónomo,
que desarrollará una cultura deslumbrante. Bizancio, arruinado por las disensiones
intestinas, la rutina burocrática y la esclerosis económica, ve su cohesión territorial
amputada en la periferia y confirmada la ruptura religiosa respecto del Occidente
cristiano, si bien su civilización brilla con un último esplendor.
A partir del siglo XII la relación de fuerzas ha cambiado definitivamente: la pequeña
Europa refuerza su primacía y el Oriente se debilita. Cada vez más poblado, y
necesitado de nuevas tierras para roturar, el espacio europeo se dilata hacia el este,
hacia el norte o hacia el mar, aunque la aventura de las Cruzadas acabe en un fracaso.
Es un auténtico salto hacia adelante: la explosión de los nuevos cultivos hace
retroceder el hambre, el resurgir comercial se afirma, las ciudades renacen. Una
normalización severa encuadra el mundo de las ideas: la jerarquía eclesiástica se
refuerza y las desviaciones son aplastadas. La unidad engendrará ahora un arte
universal, si bien la uniformidad conducirá al conformismo. Mientras tanto, el Islam
pierde su primacía: si Egipto conserva su prosperidad, el Oriente Próximo, agredido
por los cristianos, se divide en dos y el Magrib comienza una trayectoria
independiente. Bizancio, entregada a los mercenarios, al desorden monetario y a la
avidez de los mercaderes italianos, se debilita, hasta convertirse en una presa
tentadora.

Página 2
Robert Fossier

La Edad Media
2. El despertar de Europa 950-1250

ePub r1.0
Titivillus 12.03.2020

Página 3
Título original: LE MOYEN ÂGEE. 2. L’eveil de l’Europe
Robert Fossier, 1982

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido

Cubierta

La Edad Media

Introducción, por ROBERT FOSSIER

INTRODUCCIÓN
La «auténtica» Edad Media
¿Dónde hallar la causa?
¿El Sol?
Agrupamiento
Dilatación
Estabilidad

Primera parte LA ECLOSIÓN EN EL OESTE

Capítulo 1. LA EUROPA DEL AÑO MIL, por JEAN-PIERRE POLY


NOBLES Y CAMPESINOS
EL GRAN CAMBIO
LA PARTE DEL ALODIO Y LA DEL FEUDO
EL FINAL DEL PENSAMIENTO SALVAJE
LA «REPRODUCCIÓN PRIMITIVA»

Capítulo 2. Nacimiento de una cristiandad, mediados del siglo X — finales del siglo
XI, por ANDRÉ VAUCHEZ
EL PODER DE LA FE
LA IGLESIA GUÍA LA SOCIEDAD
LO ESPIRITUAL EN PRIMER LUGAR
EL «RENACIMIENTO» DEL SIGLO XI

Capítulo 3. Asentamiento de los estados, por ROBERT FOSSIER


LOS MUNDOS DEL NORTE AMARRADOS A EUROPA
AL ESTE, UNA FRONTERA QUE SIGUE ABIERTA
AL SUR, OBERTURA PARA UNA RECONQUISTA
LAS PREOCUPACIONES DEL PODER

Capítulo 4. LA fragmentación del mundo islámico (de finales del siglo IX a finales
del siglo XI), por HENRI BRESC y PIERRE GUICHARD
LA DESCOMPOSICIÓN DE ORIENTE
LA ORGULLOSA SUPERVIVENCIA URBANA
EL PARÉNTESIS ISMÁ‘ILÍ
LA REAPERTURA DE LAS VÍAS Y DEL MAR
EL ESPLENDOR DE AL—ANDALUS

Página 5
NACIMIENTO DE UN ISLAM OCCIDENTAL

Capítulo 5. El último esplendor de bizancio (950-1070), por ALAIN DUCELLIER


¿EL IMPERIO POR FIN ESTABILIZADO?
RESPLANDORES Y TORMENTOS
EL ÚLTIMO CENTELLEO DE LA ANTIGÜEDAD

Segunda parte PRIMACÍA DE LA PEQUEÑA EUROPA

Capítulo 6. La primera expansión europea, por ROBERT FOSSIER


CADA VEZ MÁS HOMBRES
CADA VEZ MENOS SUELOS IMPRODUCTIVOS
LA DILATACIÓN EN EUROPA
La CONQUISTA DEL MAR

Capítulo 7. EL SALTO HACIA ADELANTE, por ROBERT FOSSIER


EL «BOOM» DE LOS PRODUCTOS ALIMENTARIOS
TRANSFORMAR Y DIVERSIFICAR
EL MERCADO
EL ORO Y LA PLATA

Capítulo 8. LAS FORMAS DE VIDA DE LOS HOMBRES Y MUJERES, por


ROBERT FOSSIER
LA FAMILIA Y EL HOGAR
La ALDEA Y EL BARRIO URBANO
LOS PODEROSOS Y LOS DÉBILES

Capítulo 9. Una severa normalización, por ANDRÉ VAUCHEZ


LA JERARQUÍA RESTAURADA
LAS DESVIACIONES APLASTADAS
HACIA EL CONFORMISMO
UNA EXPRESIÓN UNIFORME

Tercera parte EL ORIENTE SE ECLIPSA

Capítulo 10. EL Islam descoronado, por ROBERT MANTRAN


EL ORIENTE ENFERMO Y AGREDIDO
¿HAY MOTIVOS PARA ESPERAR?
EL MAGRIB A LA DERIVA

Capítulo 11. La agonía de Bizancio (1080-1261), por ALAIN DUCELIER


FALSAS APARIENCIAS
HACIA LA AGONÍA
LA MUERTE CERCANA

Cuadro Cronológico

Página 6
BIBLIOGRAFÍA

Sobre el autor

Notas

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INTRODUCCIÓN

«Unos pocos centelleos en la noche», «edad aciaga», «tiempo de terror y


sangre»… el siglo X tiene muy mala fama entre los historiadores de Occidente; en
cuanto se disponen a estudiarlo, se sienten perdidos en él: vacío de textos, ese pan
cotidiano del medievalista. Mirando hacia atrás, aún perciben las luces declinantes
del calvero carolingio; en el horizonte, se insinúa un alba llena de promesas; entre los
dos, un intervalo sombrío, cuyas tinieblas hacen más espeso todavía el resplandor de
los mundos del Islam y de Constantinopla, ambos en su cénit. ¿Cómo no explicarse la
imagen romántica de los «terrores del Año mil», en la que todo un pueblo,
encorvándose hasta el suelo en presencia de un Dios airado, parece esperar el
inevitable fin de los tiempos, del milenario del nacimiento o del suplicio de Jesús?
¿Cómo no sentir, asimismo, la tentación de situar en esta época de oscuridad todo
aquello cuya causa o cuya génesis resultan difíciles de apreciar?
Pero este «intervalo» no puede ser a la vez zona de tinieblas, negativa por
completo, y fuente de un resurgir: hay que escoger. Los coetáneos, miopes como de
costumbre, mostraron una actitud vacilante; quienes escriben son los clérigos, y se
pueden temer prejuicios por su parte; ello no hará sino aumentar el impacto de los
juicios matizados. En efecto, unos escriben: «la proximidad del Juicio», «un mundo
envejecido que se halla cerca de la muerte», «los últimos momentos del género
humano»; pero otros, en cambio: «un radiante amanecer se extiende sobre el mundo»,
«el deleite del género humano», y la célebre frase, que no podemos dejar de citar, del
monje borgoñón Raúl Glaber: «El mundo se sacudió entonces el polvo de sus viejos
indumentos, y la tierra se cubrió de una blanca túnica de iglesias»; el mismo autor, es
cierto, narra en otro pasaje el hambre horrenda de 1033, durante la cual se vio vender
carne humana en Tournus. Hoy en día, el problema está zanjado: si los textos vacilan,
las excavaciones no mienten; si los genealogistas tropiezan con un «muro de olvido»
entre los años 900 y 950, los arqueólogos, por el contrario, localizan en este mismo
período la edificación de castillos, el reagrupamiento de los hombres, la sepultura en
nuevos cementerios, la reconstrucción de los muros y los suburbios de las ciudades,
y, en las turberas sondeadas por los palinólogos, la reanudación, a veces el comienzo,
del crecimiento de plantas útiles para el hombre. Así pues, no era pereza de la mente
suponer hundidas en este pozo negro las raíces de la Europa medieval.

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La «auténtica» Edad Media

Se trata de una convicción reciente, compartida por los historiadores de la


ocupación del suelo, los arqueólogos, los economistas. Sin embargo, está lejos de
lograr la unanimidad, incluso en las zonas —Alemania, Italia, sur de Francia— en
que ha nacido: la causa radica en que hace caso omiso de una continuidad afirmada
por las instituciones privadas, las reacciones espirituales o los órganos políticos, y
que formaba la trama de la historiografía tradicional desde hace más de un siglo;
radica también en que se funda en lo «innoble», la herramienta, el chamizo, la piedra
de construcción, el esqueleto, y no en las guerras de los reyes y la santidad de los
obispos; pero radica, sobre todo, en que reduce a un episodio sin consecuencias el
intento carolingio: congoja para los nostálgicos de «la escuela de Palacio», desgarro
cruel, especialmente en Alemania; las excavaciones de Renania, de Franconia o de
otros lugares relegan a Carlos el Gordo a un plano de escaso relieve.
Se nos plantea, por lo tanto, un primer problema: ¿existe, en Occidente, una
continuidad entre el meritorio esfuerzo de saneamiento y empuje del período 750-850
y el indiscutible «siglo del gran progreso», que se suele situar de 1010/1030 a 1150 y
constituye el preludio al apogeo de la Europa medieval durante los cien años
siguientes? Parece imposible responder con una negativa, empezando por los ámbitos
preferentemente explotados por los medievalistas de antaño, la forma de la expresión
escrita, las reglas del derecho, el mensaje cristiano, el recuerdo de la Antigüedad, el
prestigio del monarca. Por ello, en el volumen precedente, hemos llevado nuestra
exposición hasta mucho más allá del desposeimiento de los carolingios, de la
fundación de Cluny, de las devastaciones normandas o húngaras. Pero incluso allí
donde las novedades saltan a la vista, hay vínculos por los que este período entronca
con la alta Edad Media: encomendación de los hombres, estructuras familiares,
animación mercantil. Con todo, ello no constituye, según la expresión de G. Duby,
más que un «hervor de superficie»: hacer de las exiguas roturaciones del siglo IX las
precursoras del boom alimentario del siglo XII es un abuso de razonamiento; ver en la
«villa» carolingia un antepasado del dominio señorial es un absurdo económico, y
probablemente también jurídico. ¿Vínculos? Sin duda, pues las obras humanas nunca
mueren del todo; ¿origen? no, pues la diferencia de volumen en los esfuerzos exige
que se busque otra causa que no sea un agrandamiento natural.
Por dicho motivo, es preciso cambiar el ritmo de nuestra exposición. Hasta aquí,
pocos factores dejaban prever el nacimiento, y mucho menos el triunfo, de una
«pequeña Europa occidental»; el ojo se sentía atraído hacia Levante, donde se
prolongaba de manera evidente la romanidad, y a continuación se concentraba en el
Islam, el helenismo y el iranismo; en Poniente solo aparecen, a primera vista, ruinas y
mediocridad. Cierto que en este gran cuerpo herido fluye una nueva sangre, y que
ello no se aprecia a primera vista; cierto también que de repente esta Europa se
yergue durante un tiempo; pero en 900 se halla postrada de nuevo. Era necesario,
pues, dirigir nuestras miradas hacia Oriente en primer lugar. Pero a partir de 900, y

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dado que gozamos del privilegio de leer el porvenir de los hombres de este período
oscuro, hay que desviar el curso de nuestra atención. Nos obliga a ello el objetivo
mismo de esta obra: mostrar la progresiva reorganización de los mundos antiguos en
torno a Europa occidental; y hemos llegado al umbral de este proceso. Como es
obvio, Oriente no se queda en sombras de inmediato: Firdusi, Avicena, Averroes o
Ibn Jaldún, sin contar las obras maestras de Ispahán, Granada, Palermo o Delhi, son
posteriores al siglo X, como lo son asimismo, en el extenuado imperio bizantino,
Psellos o Ana Comneno, Mistra o los manuscritos del Athos. Sin embargo, ello no
disminuye en nada la importancia del hecho: en el oeste de Europa brota una chispa
que dará lugar a la expansión; interrumpiendo su dependencia fetal, la cristiandad de
Occidente se anima con vida propia. La «auténtica» Edad Media comienza.

¿Dónde hallar la causa?

Constatar el fenómeno no basta. Al contrario. Si Occidente ocupa poco a poco


una posición privilegiada en la escena, y puesto que el hecho no constituye un efecto
lógico y progresivo de la «alta Edad Media», un hijo tardío de la Romanidad tras el
hijo muerto carolingio, es preciso descubrir la causa —o las causas— de este
nacimiento. He aludido al tema en las primeras páginas de la presente obra; ha
llegado el momento de volver a él.
El talento de los celtas, los germanos y los escandinavos es bien conocido;
bastante nos han hablado de él en tiempos recientes, infligiéndonos, por si fuera poco,
las pruebas de su endeblez. Dejemos de lado esta explicación, digna de
Boulainvilliers o de Rosenberg y, por otro lado, insuficiente para justificar su
manifestación tardía respecto al genio de los griegos, los persas o los indios. La
presión numérica de los hombres, con todo lo que puede fomentar en materia de
espíritu emprendedor, de conquista del suelo o de búsqueda de un «espacio vital»
suficiente, es un hecho innegable; es, incluso, uno de los aspectos más nuevos y
fecundos de este período; pero, evidentemente, solo constituye una causa segunda,
que sitúa un peldaño más atrás el interrogante primario: ¿por qué esta multiplicación
de los nacimientos o este retroceso de la mortalidad? El dominio de los cursos de
agua y el del fuego de las fraguas cimientan, indiscutiblemente, un perfeccionamiento
de las herramientas que permitió la intensificación de la producción, sin contar las
mejoras prácticas introducidas en la tracción animal, o del carro, en las que hacia
1935 se quiso ver, con Lefebvre des Noettes, el origen de la superioridad de Europa.
Pero siempre resulta aleatorio recurrir a simples causas mecanicistas para explicar la
primacía de una cultura sobre las demás; solo el contexto social o económico puede
justificar el éxito de aquella. Por otra parte, la arqueología y un más amplio o más
minucioso estudio de los textos han solventado la cuestión desde entonces: los arados
de vertedera, los medios para reforzar los cascos del caballo y el molino de agua son
antiguos; los testimonios materiales más remotos —herraduras, rejas de arado

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disimétricas, hornos de combustión intensa— datan de los siglos VIII, ix y X, pero han
sido exhumados en Bohemia, en Moravia, en Silesia, regiones en absoluto pioneras
de la expansión económica de la joven Europa; por último, los cómputos minuciosos
de forjas o de molinos posteriores al año 900 muestran una expansión relativamente
tardía, no anterior a 950 o 980 en las regiones más precozmente equipadas, Cataluña,
Auvernia, Borgoña, la llanura padana, y siempre después que se produzcan los
fenómenos sociales y económicos derivados del reagrupamiento de los hombres; de
suerte que los progresos técnicos deben ser incluidos en la esfera de los efectos, no en
la de las causas.
Antes incluso de que se levantara esta hipoteca —hace apenas 10 o 15 años—, los
investigadores, conscientes de que en el mencionado punto reside una cuestión
fundamental de la historia humana, habían vuelto la vista hacia el exterior.
Turiferarios del Mediterráneo «clásico» unos y adeptos de las «influencias orientales»
otros, emitieron la idea del mimetismo: Occidente es hijo de Oriente. Esta hipótesis
carece de seriedad, por mil razones, de las que bastarían tres para invalidarla: al igual
que ocurre con las técnicas, un determinado espíritu emprendedor o una estructura
imitada no se aclimatan así como así en cualquier terreno; en segundo lugar, una
parte de la expansión europea —por ejemplo en el armamento naval, la técnica
metalúrgica o el equilibrio alimentario— no puede achacarse en modo alguno a la
imitación del mundo mediterráneo; en tercer lugar, y para concluir, el contacto con el
legado científico de la Antigüedad, a través del Islam, fue sumamente rudimentario
entre Isidoro de Sevilla, en el siglo VI, y el siglo XII: pocos peregrinos de Occidente,
pocos viajeros orientales y una cultura libresca inaccesible durante mucho tiempo;
antes de los intentos de traducción y adaptación iniciados por Constantino el
Africano, Bernardo de Chartres o Pedro el Venerable entre 1090 y 1130, la enseñanza
occidental se sirvió de un fondo acumulado desde hacía siglos; nada nuevo en este
campo: nada, al menos, que date del siglo X.
Tal vez, ya que no una inspiración, Europa podría haber recibido del exterior un
estímulo económico. Es sabido que Henri Pirenne, al formular la idea, enteramente
nueva en su tiempo, de la repercusión negativa en Europa de la pérdida del
Mediterráneo, creó la noción —perpetua fuente de hipótesis, pero admitida hoy en
día— de una ruptura entre la Antigüedad y la Edad Media; Pirenne, sin embargo,
situaba dicha ruptura en el siglo VIII, y la atribuía a las conquistas del Islam, que
según él había excluido del mar a Occidente, obligándole a buscar en sí mismo los
recursos para su expansión: a la luz de la teoría de Pirenne, Mahoma hizo a
Carlomagno. Si bien hoy se admite la idea de ruptura, no se estima ya válida la
hipótesis «negativa» de Pirenne; existen demasiadas pruebas, tanto de la persistencia
de vínculos con los países del Sur como de la no coincidencia cronológica entre el
«impacto» teórico de la conquista musulmana y los efectos prácticos del resurgir de
Europa occidental. No obstante, Maurice Lombard, invirtiendo la visión de Pirenne
pero conservando la idea de una relación sur-norte, emitió hace treinta años la

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resonante teoría de una expansión europea debida a una «inyección» de oro islámico
que dio a la economía de Europa su impulso inicial; para no quedarse cortos, hubo
quienes incluso llegaron a asignar un papel a las tierras escandinavas y polacas,
etapas nórdica y oriental en las vías por las que afluía el oro musulmán.
Desafortunadamente, dicho oro es extremadamente escaso en el suelo de la
cristiandad occidental, y los textos guardan silencio a este respecto; además, en la
coyuntura económica del período que consideramos, colocar la circulación monetaria
antes que el trabajo de los campos, equivale a construir una casa empezando por el
tejado.
Fuera el que fuese el contexto, más vale pues buscar en Europa misma la chispa
inicial. Hace pocos años, Georges Duby, actuando con prudencia y sin impugnar los
datos utilizables de las teorías precedentes, propuso una explicación razonable y
plausible: existe ruptura, sin duda alguna, y se sitúa a finales del siglo X, pues es
entonces cuando se distingue, con todos los instrumentos de la moderna
investigación, el alba de todas las novedades; pero se trata de una ruptura parcial, ya
que, por un lado, los mundos mediterráneo y escandinavo constituyen las zonas de
atracción permanente, las áreas de incitación, con etapas disponibles en todo
momento, Cataluña, Italia del sur, mar Adriático, eje danubiano, cursos de los ríos
rusos desde el Báltico a Novgorod y a Bizancio; y, por otro lado, no puede pasarse
por alto la experiencia que supone la fase carolingia: la práctica de razzias y los
reagrupamientos de clientela que implica constituyen una especie de acumulación
humana y de acopio de mercancías, metales preciosos a veces, sin los que no se
explicaría la explosión ulterior. Y, para justificar la puesta en marcha —o, más bien,
la aceleración— del proceso de «despegue», Duby considera que hay que valorar
debidamente el establecimiento de un período de calma en Europa, el primero de
larga duración tras los incesantes «trasiegos» de pueblos de los siglos III al x. Cuanto
se ha dicho o se dirá acerca de los mundos orientales —que, a partir del siglo X, van a
sufrir los asaltos y devastaciones de turcos, búlgaros, almorávides, almohades,
pechenegos, sudaneses o «francos»— muestra que estas tormentas generadoras de
bloqueos y de desorden provocaron un lento retroceso de la influencia oriental, y ello
ofrece una prueba a contrario de la pertinencia de la explicación de Duby en lo
referente a Europa.

¿El Sol?

Así pues, la haré mía. Pero es preciso advertir que no resulta del todo
satisfactoria. Primero, porque habría que encontrar el porqué de esta fase de «paz»;
luego, porque las regiones que iniciaron el proceso no fueron, ni mucho menos, las
más tranquilas, caso de la península ibérica, de Italia del norte o del centro, y también
porque la concatenación paz-incremento de la producción-mejora del utillaje-
crecimiento demográfico-expansión comercial resulta más armoniosa por escrito de

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lo que debió ser en el siglo XI, en el que el historiador ve u oye tantas discordancias,
crujidos y contradicciones. Se trata, por consiguiente, de un esquema muy
satisfactorio, mucho más que cualquier otro, pero sobre todo para la mente.
Se me preguntará, entonces, si yo he encontrado uno mejor. En el estado actual de
la investigación histórica, lo cierto es que no. Pero ello no obsta para dejar constancia
de ciertos hechos: la ruta del Atlántico norte, que va desde Escandinavia hasta
Islandia y Groenlandia, está, a fines del siglo IX, libre de hielos, e igualmente, quizás,
la península del Labrador, a juzgar por las sagas que describen la población de
Islandia a partir de 840, los rebaños de ganado vacuno del «país verde» (Groenlandia)
y la expedición hasta «Vinlandia». Y no se trata de fantasías, por cuanto se han
encontrado estelas rúnicas del siglo XI a 72º de latitud, en la costa de la isla de Baffin.
Los glaciares suizos de Altesch, Grindelwald o, en el Tirol, el de Fernau, aplastaron
en el transcurso de su gran avance de los siglos XVI al XIX a coníferas y árboles
frondosos, los cuales ha hecho aparecer en las morrenas abandonadas su retroceso
actual; se calcula que dichos vegetales quedaron sepultados entre los siglos X y XII,
período en el que el bosque alpino había vuelto a ocupar zonas invadidas por el hielo
durante la alta Edad Media. A la licuación de los glaciares de esta época responden,
con un retraso cronológico inevitable, los fenómenos de transgresión marina, es decir,
los avances del mar y el retroceso de las líneas costeras: en Flandes, geógrafos e
historiadores, como A. Verhulst, han ilustrado con alusiones textuales la regresión de
las aguas, sensible en el siglo IX y a principios del X, y las fases de la transgresión
«dunkerquiana III», perceptible en las primeras décadas del siglo XI (en 1037, Emma,
reina de Inglaterra, toma tierra con su navío en la misma Brujas), acentuada en el
siglo XII. y contra la cual luchan los hombres mediante desecaciones y construcción
de diques, pese a súbitas acometidas marinas (zeegang) como la de 1134. ¿Otros
indicios similares? Las actuales excavaciones de poblados en Franconia, en el
Palatinado y en el sur de Inglaterra muestran una variación del nivel de las capas de
agua subterráneas, cuyo descenso, en los siglos VIII-IX, provocó el abandono de estos
emplazamientos de la alta Edad Media, y cuya crecida, en los siglos XI y XII,
corresponde a una etapa de asentamiento de la población. Las excavaciones
palinológicas, hoy numerosas en Bélgica y Alemania, aún insuficientes en Francia,
nos proporcionan asimismo pruebas de los efectos del movimiento, manifestadas
tanto en la variación de las especies arbóreas como en la aparición de los pólenes de
cereales.
Con toda seguridad, el lector prevé ya la observación final: es científicamente
indiscutible que, a partir del siglo X, una oscilación climática bastante duradera
empieza a afectar, por lo menos, al hemisferio norte. En las latitudes medias de
Europa sus efectos parecen ser de tipo positivo: subida del nivel de las aguas,
ablandamiento de los suelos, regularidad de las horas de sol anuales; más al sur, los
efectos tal vez fueran negativos: fenómeno de desertización, expansión de la estepa

Página 13
en el Magrib, en la península ibérica, en Sicilia. Los climatólogos relacionan estas
pulsaciones con las fases de la actividad solar: como es sabido, el Sol tiene períodos
de intensa emisión de electrones y de iones positivos, estas «manchas» y
protuberancias que persisten en su superficie; si los europeos, e incluso los
musulmanes, se mostraron incapaces de observar con regularidad estos accidentes —
en particular, debido a la convicción, aristotélica y religiosa a un tiempo, de la
imposible «corrupción» de los cuerpos «celestes»—, en cambio en Asia, por ejemplo
en el Korynsa coreano, dichas anomalías fueron registradas: así, de las 40 décadas
comprendidas entre 950 y 1350, 29 presentan una actividad solar media inferior a la
normal, mientras que en los tres siglos precedentes, solo 9 décadas de 30
experimentaron el mismo fenómeno; por otro lado, los efectos que, a los ojos del
hombre, producen en la tierra estas descargas en la ionosfera —que él llama «velos
de fuego», «lluvias de sangre», «dragones», etcétera, y no olvida consignar en sus
anales— son menos numerosos en las literaturas históricas de los siglos XI y XII que
en la época carolingia. Hoy se estima que estas variaciones de actividad, provocadas
cuando el Sol (y con él la Tierra) atraviesa «zonas oscuras» del universo, ocasionan
un desplazamiento de las corrientes atmosféricas de gran altitud, y en consecuencia
originan variaciones térmicas y pluviométricas en las capas más próximas a la
superficie terrestre. Indiscutiblemente, la fase de clima regular, suave y relativamente
seco que se extiende de 950 a 1250 favoreció la maduración de las plantas
alimenticias y la utilización, por parte del hombre, de los recursos forestales. Hasta
aquí llegan los geógrafos. Al historiador incumbe, si se atreve a ello, la tarea de
extraer de tales hechos las consecuencias que le permitan explicar toda una etapa de
la aventura humana, y tal es mi intención.
Puesto que se trata, de ahora en adelante, de centrar nuestra atención en Europa,
este «cabo de Asia» que por fin despierta tras un largo sueño fetal, parece oportuno
hacer, al igual que lo he intentado para la Romanía abatida, un inventario de lo que en
ella se ve.

Agrupamiento

La formación de un ambiente vital destinado a durar, mal que bien, cerca de seis
siglos, y que vincula el Antiguo Régimen a la Edad Media, siempre ha sorprendido al
historiador de este período: el señorío rural, y también el urbano, surgen en este
momento. Aun cuando sea evidente o indiscutible, esta novedad resulta tan compleja
en su génesis, tan contrastada según las regiones, y, en definitiva, se conoce tan
imperfectamente, que se hará necesario dedicarle no pocas páginas de este volumen.
Sin embargo, durante décadas los historiadores zanjaron el problema con
desenvoltura; uno invocaba la decadencia del «Estado»; otro, el repliegue de los
hombres en pequeñas unidades territoriales, concebidas como las únicas gobernables
a partir de cierto momento, sin que se supiera por qué; un tercero no vacilaba en

Página 14
estigmatizar la depravación de las costumbres y «la traición de los clérigos». Pero
ninguno de estos argumentos puede satisfacernos. Desde hace una decena de años, las
observaciones arqueológicas realizadas en Europa septentrional y un estudio serio y
exhaustivo de los archivos del sur, a menudo mucho más antiguos que los del norte,
han relegado estas explicaciones al rango de las causas subsidiarias. Lo que hoy nos
llama la atención, lo que justifica el situar en esta etapa la principal cesura en la
historia de Occidente, es el agrupamiento y la fijación geográfica de los hombres.
Al mostrar que los mercados o los fondos de cabaña de Yorkshire, Hampshire,
Turingia, Harz o Westfalia, así como las necrópolis de la alta Edad Media, aisladas a
un extremo del territorio, habían sido abandonados durante los siglos VIII al x, la
arqueología ha suministrado una prueba de la cesura entre un hábitat flotante, frágil,
provisional, y lo que nosotros denominamos un «pueblo» o una «aldea», agrupado en
torno a sus muertos y al lugar del culto, ahora también estable, la «blanca túnica de
iglesias» de Raúl Glaber. Por descontado, la aglomeración pudo formarse en torno a
un lugar que ya era sagrado en la fase precedente, en algunos casos cerca de una ruina
antigua o de una villa carolingia; pero lo que cuenta es el agrupamiento, la
sedentarización. Él obstáculo que representa el topónimo no basta para detenernos: el
nombre dado a un grupo de cabañas itinerante le sigue en sus desplazamientos y se
fija con él, sobre todo si está formado a partir del nombre de un individuo o un tótem
que designa mucho más al grupo que se reconoce en él que al lugar de residencia.
Durante mucho tiempo se pensó que este fenómeno solo era propio de las zonas
«salvajes», «bárbaras», y que en la Romanía ideal que imaginan sus admiradores
imperaba la regularidad; desafortunadamente para estos últimos, bajo el escalpelo de
los excavadores, Bretaña y Galia han pasado al otro campo; y hay más: a falta de
arqueólogos, los espigadores de textos italianos y franceses han mostrado
recientemente que todo el sistema de ocupación y parcelación del suelo en los
primeros tiempos del cristianismo, corti y massae, pieve y oracula de los siglos VI a
VIII, fue trastornado y acabó desapareciendo, en pleno territorio del Occidente
romano.
Creo, sin ideas preconcebidas, que es preciso admitir este total asentamiento y
fijación geográfica de los grupos humanos. Estoy de acuerdo en la suma diversidad
de aspectos que presenta, diversidad que todavía permite a ciertos historiadores
insistir en su idea de una continuidad. En unas zonas, el fenómeno aparece como una
concentración autoritaria con la formación de una aldea en un lugar elevado; es el
incastellamento de Italia central o de Provenza. En otras, la aglomeración celular se
efectúa de manera más espontánea, alrededor de una rocen languedociana o
lombarda, o de un castelion de Italia meridional. También puede tratarse de una
nueva aglomeración que reúne, en algunos casos, a inmigrantes, o, más a menudo, a
los habitantes de una decena de pequeños poblados, caso del castelnau aquitano, la
aldea castellana, el bourg de Normandía o el Poitou, el burh sajón; más al norte, el
agrupamiento se efectúa por cristalización en torno a una curtis, una hof, una villa

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más importante que las demás. Y no tomo en consideración los «palacios» alemanes,
alrededor de los cuales se hacinan talleres y chozas, ni los capmas de Auvernia, que
absorben una parte de la población cercana, y ni siquiera los acampamientos
escandinavos.
Un fenómeno tan diverso, tan capital y tan duradero, ha marcado nuestros campos
hasta las deserciones de hoy en día; ni la corta fase de reajuste del siglo XV ni el
desarrollo, en el siglo XVIII, de un hábitat intercalar individual alterarán
sustancialmente la geografía de los establecimientos humanos. Las fechas, en cambio,
son más inciertas: 900-950 en Italia; una generación más tarde, por lo menos, en
Provenza y en el norte de España; no antes de 1020 o 1050 en todos los países de oc
y en la fachada atlántica de Europa. Pero sin duda antes todavía en Inglaterra y
Renania —en el siglo IX o a principios del X—, y, en mi opinión, entre 950 y 1000 en
el norte de Francia y en la Germania central o en Polonia. Para establecer al mismo
tiempo una cronología más precisa y una tipología más segura, nos haría falta un
mayor número de datos sobre los tres polos evidentes de este agrupamiento: el
cementerio —pero las excavaciones en dicho lugar son tanto más difíciles cuanto que
a menudo aún desempeña esta función en nuestros días, y debido también a que la
costumbre de enterrar los cuerpos en ataúdes de madera o directamente en tierra nos
priva de muchos más restos humanos de este período que de la alta Edad Media—; la
iglesia —sería esencial conocer las grandes campañas de construcción de tales
edificios, pero en un 90 por 100 de los casos, estos han sido borrados o desfigurados
por edificios posteriores—; y la residencia del amo, el castillo, a menudo de madera y
construido sobre una mota de guijarros amontonados, pero que el olvido y la moda,
cuando no la inquietud del rey o la codicia de los campesinos, ha degradado o hecho
desaparecer en demasiadas ocasiones.

Dilatación

Como es sabido, la presión demográfica en Europa no es mesurable hasta muy


larde, generalmente el siglo XIV, salvo algunas excepciones, las cuales, por otra parte,
solo ofrecen puntos de referencia, pero no permiten captar la evolución. Así pues, hay
que reunir testimonios muy dispersos, fragmentos de genealogías, alusiones en las
crónicas, listas de testigos, densidad de las necrópolis, aparición de nuevos núcleos
habitados, para formarse una idea de este movimiento. Más adelante, examinaré la
cuestión a mediados del siglo XI, cuando las cosas comienzan a verse un poco más
claras. Pero en dicho momento el impulso ya ha sido dado en todas partes, y la
prueba principal de este hecho lo constituye el resquebrajamiento de las estructuras
familiares de tipo amplio, cuyas modificaciones no pueden imputarse a la reforma
gregoriana o al derecho romano, que tuvieron una acción mucho más tardía. Da la
impresión de que el movimiento empezó en Europa meridional, hacia 970 o 990, pero
lo cierto es que la escasez de fuentes escritas es tal al norte del Loira y del Danubio

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antes de 1025-1050 que cabe vacilar antes de pronunciarse. Los indicios que nos
proporcionan los archivos de Farfa, de Bobbio, de Santa-Giulia de Brescia, de Saint-
Victor de Marsella, de Cluny, de Saint-Julien de Brioude o de la Seo de Urgel son
netos, pero no se puede decir más.
Además, ignoramos por completo si se trata de un esfuerzo genético de origen y
causas inciertas, o si el retroceso de la mortalidad, efecto de una primera reactivación
de las hambrunas que salpican casi todo el siglo XI, como la generalizada de 1033, o
las epidemias que se añaden a las carencias alimentarias, al tifus o al escorbuto de
1090 en Alemania y Lotaringia, no retroceden de golpe, lo cual parecería probar que
aún no se daba una adaptación entre la producción posible y las necesidades.
He recordado, poco más arriba, el evidente vínculo que existe entre este
incremento del número de hombres y la estructura familiar. Indicaré, asimismo, un
segundo rasgo capital de la historia de los hombres de Europa: las estructuras de
ámbito más extenso, que integran en una gens, un Geschlecth, un clan, a toda una
parentela de la misma sangre y también, en ocasiones, a hombres ligados a ella por
agradecimiento, constituyen una realidad, a la vez jurídica y económica, que
caracteriza toda la alta Edad Media. En el seno de dichas estructuras, la pareja tiene
su lugar e incluso sus derechos propios, tanto más cuanto más bajo se sitúa en la
escala social, es decir, cuanto más lejos se halla de las capas en las que la defensa de
los intereses materiales, o incluso morales, exige el apiñamiento de todos; pero aun
así, se mantiene a la pareja bajo control. La novedad, acelerada esta vez por los
esfuerzos de la Iglesia gregoriana en este sentido, consiste en valorizar la autonomía
de esta pareja, y por lo tanto de la mujer. ¿Nos limitaremos a ver en ello un simple
epifenómeno de la vida social?
Otro de los motivos por los que es legítimo hablar ya de Europa es la evidente
dilatación de su área territorial en esta época. Toda la parte nórdica del continente
queda absorbida en el conjunto; sin duda, las tumbas y los tesoros de Escania o de la
isla de Gotland prueban que una intensa actividad une a Islandia, las islas británicas,
los estrechos daneses y los países bálticos de Rusia durante los siglos IX y X, pero esta
corriente parece no afectar a Alemania ni a los Países Bajos; las factorías implantadas
en las costas bálticas, como Haithabu o Trelleborg, tienen una función más agresiva
que comercial. Ahora bien, entre la conversión de san Olaf, a principios del siglo XI,
y la vinculación de Inglaterra al continente por la conquista del duque normando
Guillermo, en 1066, la península y los mares nórdicos son absorbidos poco a poco
por Europa. También es el momento en que el mundo polaco, que iniciaba
aisladamente un proceso de urbanización y en cuyos gorods empezaba a desarrollarse
un artesanado original, sufre la penetración brutal de los colonos y los señores
alemanes, y queda englobado, de grado o por fuerza, en la zona del Occidente
cristiano. Aunque evidentemente, no es posible hacer cálculos, que resultarían
aleatorios a causa de la misma naturaleza de esta progresión, podemos estimar que en
su dilatación, desde el primer ataque alemán más allá del Elba en torno a 985 hasta la

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reconquista cristiana de Toledo justo cien años más tarde, «Occidente» ganó, a su
alrededor, una extensa franja de territorios nuevos o antiguos que incrementaba su
superficie en un 50 por 100 aproximadamente.

Estabilidad

Al abordar este tercer y último rasgo nuevo del panorama que describo, empleo a
propósito este término, aun admitiendo el atrevimiento que hay en ello. Creo, en
efecto, que ha llegado la hora de impugnar el arraigado tópico de la «anarquía
feudal», a lo que ya aludía en la Introducción a la obra. Se trata de una concepción
«jacobina», con mucha fuerza en Francia, pero en casi ningún otro país del mundo,
que identifica con el desorden y la impotencia todo período en el cual disminuye el
control que realiza el poder de Estado; de ahí el aura —por otra parte, perfectamente
justificada en lo que a este punto se refiere— de Roma o de los carolingios. Esta
actitud equivale a ignorar que una autoridad solo es real si se adapta a las estructuras
sociales, mentales y técnicas sobre las que pretende ejercerse. En un mundo
esencialmente rural, en el que ni siquiera el excedente de producción puede ir muy
lejos, por falta de comunicaciones fáciles, de élites locales capaces de dictar los
derechos de cada individuo, y de garantías superiores accesibles, se imponen, con
toda evidencia, un horizonte modesto y una autoridad local delegada. Y es
precisamente a este ámbito restringido —unos cuantos pueblos— que corresponden
el «señorío», fórmula de encuadramiento muy riguroso de los hombres, y cuya
disolución no tendrá lugar, en la práctica, hasta la restauración de los poderes reales
del Estado. Sería un error representarse estos pequeños grupos humanos replegados
sobre sí mismos, igualados por el temor y la ignorancia: no solo está el hecho de que
se mantienen intensas relaciones con los núcleos cercanos —ya he hecho una breve
referencia a este «movimiento» perpetuo—, ni el de que los hombres, y no
únicamente los intelectuales, perciben el sentido de nociones más vastas —condado,
autoridad del rey, mundo cristiano—, sino que sobre todo, dato capital, los lazos de
asociación horizontal adquieren en esta época su máximo desarrollo, para reforzar los
de dependencia vertical, creados por el miedo, la necesidad o el respeto.
Asociaciones basadas en la piedad, en los vínculos de sangre, pero también en la
vecindad, en la analogía de tipos de vida o en la labor profesional. Nos alejamos de
los tiempos en que el hombre carente de familia o de estatuto reconocido era un paria;
ahora tiene la posibilidad de recibir aliento y ayuda, en el gremio o en la universidad,
en la cofradía o en el «estandarte» del barrio. Ya no es únicamente Fulano, de tal
lugar, hijo de Mengano: también es miembro de la cofradía de san Eloy, está inscrito
en el gremio de los orfebres, es burgués jurado de Laon, cliente de los señores de
Coucy, jefe del barrio Saint-Vincent y, por qué no, también oficial de la ronda,
hermano de un canónigo, poseedor de un feudo, etcétera. Un ejemplo entre mil que se
podrían encontrar más arriba o más abajo de la pirámide social.

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Este gran rigor del encuadramiento humano, mucho más coercitivo que el del
hombre alienado de épocas anteriores o que el del ciudadano de hoy en día, hace que
se tenga en pie, mientras no se tambalea la noción de la reciprocidad de servicios
prestados, una sociedad concebida a partir de conceptos distintos a los actuales. Esta
diferencia es lo que dificulta la aplicación de nuestros criterios de valoración social a
los siglos X al XIII. La noción de «órdenes», de la que se hablará más adelante,
expresa bien esta idea fundamental de un lugar fijado por Dios a cada hombre en la
construcción del mundo, cuyo equilibrio estriba en el feliz desempeño de las tareas
que incumben a cada cual y aprovechan a todos. Por el contrario, con la noción de
«clase» cuesta circunscribir estos grupos tan indiscutiblemente entremezclados pese a
sus orígenes, actividades e intereses dispares; y este hecho permite a demasiados
historiadores, adictos a un vocabulario vetusto y decididos a no ver nada, negar la
existencia de toda «lucha de clases» en esta época. En ninguna parte se encuentran
alusiones a la dictadura del proletariado, constataba R. Morghen, que se creía en
1890. Por ello, el examen de los movimientos, con ribetes heréticos o sin ellos,
ocasionales y sin programa, pero que en su finalidad se pronuncian contra lo
establecido, debe realizarse a la luz de la reivindicación social, ya se trate de un
puñado de intelectuales a quienes se quema vivos o de campesinos que violan a la
hija de un oficial. Evidentemente, cuando el consenso de principio se rompa, pasada
la mitad del siglo XIII, ya no habrá posibilidad de duda en cuanto a la naturaleza de las
«conmociones».
Una última observación resulta indispensable: si esta sociedad se tiene en pie, es
también porque toda ella está impregnada de una moral común; tal vez se pueda
lamentar el poco refinamiento de dicha moral, pero, por otra parte, ¿debe
considerarse bueno que unas herejías como las bizantinas se transformen en secesión
«nacional» o que un rito al estilo musulmán desencadene ajustes de cuentas
sangrientos? Lo que, a partir de este momento, opone a Occidente, con su pujanza en
todos los campos, y los Orientes es una armonía espiritual, que aquel posee y estos
ignoran; incluso en el campo artístico se notarán los efectos de esta unidad, y la
expresión «románica» y, más tarde, la del gótico inicial constituirán las
manifestaciones originales de una Europa moralmente independiente. Por supuesto,
se puede lamentar, en nombre de los progresos del espíritu, que las escasas
manifestaciones «heréticas» no tengan eco en la masa de los fieles y solo las
protagonicen intelectuales aislados, o bien que tengan un contenido más social que
dogmático y que solo lleven el hábito de la desviación doctrinal. No obstante, aunque
la profundidad del conocimiento religioso es mediocre, la del elemento espiritual es
inmensa: desde el juramento, que basta para comprometer a un hombre de la manera
más absoluta, hasta la certidumbre del Juicio Final, pasando por todas las acepciones
del misterio y de lo incognoscible, existe ya una Europa de la que puede decirse, en
efecto, que a pesar de una expresión tradicional no es verdaderamente cristiana, pero
nace y crece en el ambiente de lo sacro.

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Primera parte
LA ECLOSIÓN EN EL OESTE
(mediados del siglo X — finales del
siglo XI)

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Capítulo 1
LA EUROPA DEL AÑO MIL

Lévi-Strauss dijo alguna vez: «Si Occidente produce etnógrafos es porque un


fuerte remordimiento le atormenta, y le obliga a confrontar su imagen con la de
sociedades diferentes». Y así vemos cómo desde hace unos años se perfila «otra Edad
Media», que se revela en el desasosiego de los siglo X y XI, en el mismo momento en
que está desapareciendo.

NOBLES Y CAMPESINOS

A finales del siglo X, el poder en el Imperio de los francos, por dividido que se
halle, aún parece pertenecer a ese grupo social característico de la cultura carolingia
al que se llama la aristocracia del Imperio: algunos centenares de parentelas de origen
franco o suabo, más raramente sajón, primas entre ellas y, por lo menos para las más
poderosas, emparentadas con el linaje real.

El grupo imperial

Esas alianzas principescas se veían multiplicadas por la poligamia de los grandes,


que se practica abiertamente, a pesar de las prohibiciones de la Iglesia. De esta
manera la familia de los Boson, que a finales del siglo IX se harían coronar reyes en la
gran Borgoña, se enorgullecía de haber dado mujeres a la «raza real» durante varias
generaciones y solamente un siglo más tarde un clero que les era totalmente hostil
insistirá sobre el carácter «concubinario» de su genealogía.
Otra característica de las familias de la Reichsaristokratie, que muestran los
«Libros memoriales» de los santuarios germánicos, era que el parentesco se

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desplegaba en una amplia red de primazgo, más que en un linaje en el sentido
medieval y posterior de la palabra, es decir, un parentesco estrictamente organizado
alrededor de la sucesión de varón en varón. Y podemos preguntarnos si la con ciencia
genealógica de esas familias podía remontarse con precisión muy atrás e el tiempo.
Por otra parte, ¿lo deseaban? Sin apoyo escrito, la memoria colectiva llegaba muy
rápido a una época que ya no era la de la historia, o de la seudohistoria, sino la de la
leyenda y el mito. Los Staufen, aun después de su acceso a la dignidad imperial, solo
conocían algunos niveles de su genealogía; poco importaba: un antiguo mausoleo,
además con toda probabilidad romano, en su tierra de Weiblingen les permitía
vincularse a través de un tal Clodius-Hlodio a los legendarios merovingios. De la
misma manera el obispo de Bamberg, Gunther, orgulloso de su nombre y de su
familia, no necesitaba genealogía escrita para jactarse de descender de los reyes
burgundos o francos de los Nibelungos. Obispo-guerrero, no dudó en ponerse a la
cabeza de una peregrinación armada a Tierra Santa, prefiguración de las futuras
cruzadas, que servirían de derivativo para la energía y la violencia de las demasiado
prolíficas casas caballerescas. El valor de Ghunter no hacía sino confirmar a los ojos
de sus contemporáneos lo que proclamaban los nombres preferidos en su familia
durante todo el siglo X: el suyo, que había llevado un jefe burgundo del siglo VI,
desdichado fundador del reino de Worms, y el de Sigfrido, el Waessungo, rey de
Xanten. Soberbia en contradicción con el orgullo del linaje carolingio, en la medida
en que pretendían igualarlo o superarlo. De esta manera, los nombres honorables, con
preferencias según los casos, se compartían entre todas las familias, como un
patrimonio común, según las alianzas.
La cohesión de esta clase tenía, evidentemente, una base material, la misma que
provocaba en su seno duras rivalidades: los cargos del Imperio, el gobierno de una
provincia, el mando de tal frontera, la alta dirección de una abadía real. El juego de
intereses provocado por sus ambiciones competitivas llevaban de esta manera a los
grandes, rodeados de su grupo de parientes y amigos, a dominar en París o en Vienne,
en Baviera o en Borgoña, en Lombardía o en Alsacia, en Auvernia o en Cataluña. Los
anales oficiales u oficiosos redactados en las grandes iglesias del norte limitan la
nobleza a esta única clase social, y en verdad, prácticamente solo hablan de ella.
Nada hay de asombroso en esto, ya que se trata del discurso propio de la realeza
franca, modelado o remodelado por clérigos surgidos de la Reichsaristokrane, que
frecuentan el palacio en torno al cual todos vuelven a encontrarse cada año o casi
cada año. Y la historiografía medieval fue durante mucho tiempo la víctima, a
menudo complaciente, de este egocentrismo carolingio, que imaginaba la historia de
esa época como la de las hazañas y los crímenes de los Robert, Boson, Guillaume y
tres o cuatro Bernard. Detrás de ellos, muy en segundo plano, algunos papeles
secundarios, clientes devotos u oscuros comparsas. No hablemos ya de los
campesinos, considerados por los aristócratas redactores de los anales o por los
capitulares como una multitud anónima de «pobres», que servía para protegerla y

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socorrerla, para hacer valer su generosidad y su caridad y por lo tanto objeto de su
mismo poder. Ceguera y necesidad ideológicas obligan.
Las tormentas del siglo X disiparán la ilusión, o al menos la harán menos
defendible: a medida que se disloca el Imperio y se fragmenta y «regionaliza» la
clase que pretendía dirigirlo, se va acallando la altiva voz de los nobles analistas.
Personajes menores toman su relevo, hagiógrafos o cronistas locales, observadores
menos amplios, pero a menudo más finos, de la realidad social. Los textos que
redactan dan una imagen de la nobleza bastante diferente de la que nos imponían los
anales. Una imagen o más bien varias imágenes.

Rostros de la «nobleza

Ya que las imágenes de la nobleza difieren según las regiones consideradas, es


poco probable que se trate de un «azar histórico». En un país que los textos de la
época llaman Francia, digamos para precisar, a riesgo de alguna inexactitud, entre el
Sena y el Rin, y en la Borgoña «franca», entre Autun, Macón y Langres, viven
muchos nobles menores, ya sean guerreros instalados como guarnición en los
dominios inmunistas de las iglesias principales, clientes de los grandes o dueños de
un alodio que sirven a esos mismos grandes como gobernadores o condes de la
«región» en la que residen. De esta manera, en Saint-Riquier (Ponthieu) el cronista
del siglo XI considera que los vasallos de la abadía, en la época carolingia, formaban
parte de la nobleza y este sentimiento lo compartía la población, ya que la capilla en
la que se reunían se llamaba la capilla de los nobles. En la abadía de Waulsort, en la
diócesis de Lieja, el mismo grupo social tenía su «cementerio de nobles». El autor de
los Miracles de Saint-Bertin, que escribió a comienzos del siglo X, cuando habla de
los que «se encomendaban» a los señores, que entraban en su vasallaje porque no
tenían suficiente tierra familiar a su disposición, engloba los dos niveles sociales en
un solo término, «la nobleza de la región». La misma nobleza menor se encuentra en
Borgoña. Un siervo de la abadía de Fleury, en la región de Orleans, huyó. Prosperó y,
pretendiéndose libre, se casó con una mujer que el redactor de los Miracles de Saint-
Benoît considera «noble». El abad lo reclamó como siervo suyo, y se decidió que el
proceso se resolviera en un duelo judicial. El siervo, mal guerrero, o temeroso de
Dios, que otorga la victoria al justo, trató de recusar al campeón enviado por el
monasterio invirtiendo los papeles, es decir, negándole la calidad de hombre libre,
indispensable en ese caso. El hombre le respondió con indignación: «Soy libre, y
hasta de antigua nobleza. Voy a encargarme de enseñarte cuál es el poder de san
Benito en el corazón de Dios». La frontera entre esa nobleza menor y el campesinado
dependiente era tan tenue que se llegaba a situaciones asombrosas: como la del
caballero que a finales del siglo X estaba en litigio con la abadía de san Benito por un
rico dominio en el Beauvaisis que pretendía haber heredado de un hombre del que se
decía el sucesor «por parentesco y sobre todo porque era su siervo».

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Para muchos, pues, por ese nivel pasaba la frontera social: por un lado todos los
libres, es decir, todos los nobles. La nobleza es la libertad y, como esta, siempre está
amenazada; también en esto se trata de una muy antigua tradición, innegablemente
germánica, que hacía decir al redactor del origen de los lombardos que estos, que
siempre habían sido independientes a pesar de su pequeño número, «se habían batido
por la gloria de la libertad». La nobleza, en ese nivel del «pueblo franco», es menos
una cuestión de pertenencia a la casa real que de valor e independencia; las alianzas
se producen luego, como recompensa al valor.
En el Midi, por el contrario, el círculo de la nobleza parece mucho más
restringido. Cataluña es un ejemplo nítido: allí la nobleza la poseen solo los grandes
castellanos, descendientes de la aristocracia romano-gótica, y miembros de la
asamblea condal. Esa era la tendencia en el sur del Loira, a excepción de aquellos
propietarios medios que aún vivían en la ciudad. Y entre ellos se distinguía, como
establecía el derecho romano, nobleza y libertad. Porque la nobleza en este caso
estaba arraigada en el recuerdo de las grandes familias galo-romanas, las que antaño
habían podido enviar por lo menos a uno de sus miembros a integrar el Senado de
Roma y que por esa razón se las llamaba, aun mucho tiempo después de la caída de la
Ciudad Eterna, las familias senatoriales. En las asambleas de provincia presididas por
el gobernador franco, los descendientes empobrecidos de esta nobleza senatorial
siguieron manteniendo su calidad de «romanos» cualquiera que sea el contenido de
esta palabra. Y cuando en el siglo X el Imperio de los francos se quiebra
definitivamente, puede verse a esos «príncipes de la provincia» retomar los viejos
títulos del protocolo romano, «ilustres» o «clarísimos» y también, pero solo en parte,
los nombres de sus antepasados, Pons, Ithier, Calixte, Maurice, Abellon, para citar
solo a los más venerables.
Esta conciencia nobiliaria está sostenida por la práctica de la escritura, lo que les
da una forma más estricta que en el norte. Por suerte se han conservado esos
fragmentos genealógicos, vueltos a usar en el siglo XI por un falsario de la abadía de
Saint-Irieix, en el Limusín, para autentificar una pretendida donación a su
monasterio. Vemos sucederse con precisión, del siglo V al VII, seis generaciones en las
que casi todos los individuos llevan nombres tradicionales de la aristocracia
senatorial, y se subraya cuidadosamente la calidad de obispo o de mártir de algunos
de ellos. Dos siglos más tarde, un gran propietario de Auvernia, Géraud, señor de
Aurillac, que se consideraba aquitano, contaba entre sus antepasados a dos nobles del
siglo VI, Aries de Limoges y Cesáreo de Arles. Otros indicios, por limitados que sean,
no son menos reveladores. Había en Provenza, a comienzos del siglo X, una gran
familia, con posesiones principalmente al norte de Ventoux, en la región que hoy se
llama las Baronnies, de tierras que pertenecían algunas de ellas a la abadía de Nyons.
Sus descendientes en el siglo XI sacaron de allí los sobrenombres de Mirabel,
Montauban o Mévouillon. También se los llamará príncipes de Orange, porque
mandaban en esa ciudad, y ya conocemos la asombrosa fortuna de ese nombre. En el

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siglo X, a uno de los hijos se le daba regularmente el nombre de Pons. Ese nombre
evoca una abadía muy antigua, fundada sobre las ruinas de la vieja ciudad de Cimiez
y restaurada en el siglo X, donde descansaba el cuerpo de un santo que se llamaba
Pons. María Rusticula, abadesa del monasterio de la abadía de Nyons en el siglo vil,
le profesaba especial devoción y llevó sus reliquias a Arles. Pero hacia arriba en el
curso del Ródano se encuentra el recuerdo en Vienne de un Poncio Pilato legendario,
que habría ido a esa ciudad para, arrepentido, terminar su vida en ella. Se ve
claramente qué podía significar para señores provenzales del siglo X llevar un nombre
tan ilustre.
Esas alusiones fugitivas a un pasado que nada tiene de franco solo se encuentran
en el extremo más meridional. De esta manera, los condes de Anjou, de origen
gatinés, a los que sus nombres y sus ascendientes conocidos vinculan a la nobleza del
Imperio, reivindicaban como antepasado «un habitante», es decir, un noble local, que
oponían a la alta aristocracia del entorno real. El nombre de ese personaje, Tertulie,
evoca una vez más la romanidad gala. También es muy curioso ver los esfuerzos
hechos por fieles de esos condes, instalados por ellos en el castillo de Amboise, por
vincularse, no sin numerosas alteraciones del principio patrilineal, a un Sulpicio «Mil
Escudos» cuya nobleza, en esas regiones del Loira, evocaba irresistiblemente a la
antigua familia senatorial de los Sulpicii de Bourges, y Sulpicio Severo, el muy noble
biógrafo de san Martín de Tours.
Esos antepasados, naturalmente, por históricos que hayan sido, no escapaban
totalmente a la leyenda. Pero el modelo social del que son portadores, y que se
esfuerzan por imitar los mejores de sus descendientes laicos, es el de la regla y la
mesura, y no el de la proeza guerrera. La vida de Géraud de Aurillac o la gesta de los
señores de Amboise desarrollan un discurso muy diferente de los heroicos furores
que son la trama de tantas sagas germánicas o escandinavas. Lo que en esos textos
constituye la santidad o la nobleza es una mezcla de moderación exterior —el sentido
de la mesura y del derecho— y un desprendimiento interior que evoca el estoicismo
de la vieja nobleza romana. Y, sobre todo, esa desconfianza hacia la violencia, ese
asco por la sangre, y al mismo tiempo el interés por las bellas letras que manifiestan
esos personajes típicos de la aristocracia meridional, y que asombra a sus coetáneos
del norte porque no son a sus ojos ni totalmente clérigos, ni totalmente laicos:
Géraud, el fundador de la abadía de Aurillac, que admiraba tanto Odón, el abad de
Cluny, un franco romanizado; o aquel Pedro «clérigo de Auvernia, de familia
clarísima, poderoso en dignidades», que describe con una fascinación idéntica el
scholasticus de Angers Bernard:
Aquel año, cuando volvía de Roma, ese mismo Pedro también volvía, rodeado como de costumbre por
la escolta de sus nobles, que cabalgaban excelentes mulas, con arneses de un lujo real… Era de cabello
rojizo, de talla mediana, ancho de hombros, y todos sus miembros daban una impresión de agilidad. Seguía
la costumbre excesiva de mucha gente de su país, que, aunque sean de hábitos bastantes regulares, llevan
barba y cabellos cortos. Y como era barbudo, no pensé que fuera clérigo.

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Pero muy pronto los conocimientos de Pedro alertan a Bernard: «Le pregunté si
era clérigo: me respondió que era abad. Los llaman así, no porque sean abades de
monjes, sino porque dirigen abadías». La continuación de la historia muestra a la vez
la implicación de Pedro en el mundo laico de su época —manda a numerosos
caballeros, es blanco de ataques frecuentes de enemigos no menos numerosos— y la
distancia en la que se coloca con relación a ese mundo. Aunque valeroso, buen jinete
y «ancho de hombros», prefiere huir de sus enemigos o evitarlos antes que
combatirlos. A este gran señor afable no le gusta combatir. Esa es tarea de personajes
menores. Aquí nos encontramos en las antípodas de un mundo en el que Gunther de
Bamberg, que sin embargo era obispo, prefería oír celebrar las grandes hazañas de
Dietrich el Amalung antes que el salterio.
Mientras se mantiene la oposición de esos modelos culturales, mientras la nobleza
no tiene el mismo sentido para unos que para otros, es difícil hablar de fusión de dos
aristocracias, la que sigue llevando el nombre de franca, cualesquiera que sean sus
orígenes, y la que se obstina en llamarse romana o aquitana. El proceso de fusión, sin
embargo, existía. Recordemos sus elementos antes de tratar de apreciar sus
resultados.

El final de la fusión

Por parte de los nobles meridionales es la «francisación» innegable de sus


nombres. El significado de este fenómeno resulta claro cuando se examina qué
nombres se toman: el aquitano Géraud del que acabamos de hablar llevaba el nombre
de su padre, pero en la generación anterior ese nombre lo había llevado un franco, el
gobernador de Auvernia. Los sucesores de ese Géraud se llaman Bernard y
Guillaume, y esos dos nombres formarán, en la antroponimia de la nobleza
meridional, una masa impresionante. Inversamente, los nombres «romanos» de la alta
aristocracia «franca» o de la pequeña nobleza septentrional son, si no inexistentes —
porque las genealogías nunca son totalmente seguras— al menos extremadamente
raros. El predominio de los nombre «francos» traduce la dominación política de la
aristocracia del Imperio.
¿Significa su primacía cultural? Puede discutirse. Los nombres, en esa época de la
Edad Media, son individuales y generalmente únicos, un poco como nuestros
nombres de pila. El hijo, pues, no lleva necesariamente el nombre del padre, o la hija
el de la madre. Pero esos nombres individuales no se atribuyen al azar. Se lleva
siempre el nombre de un pariente, generalmente no muy lejano. Muchos historiadores
llegaron con lógica a la conclusión de que los nombres francos de la aristocracia local
en el Midi eran resultado de numerosas alianzas matrimoniales con la aristocracia del
Imperio. Esto es posible pero no seguro. En efecto, hay otro parentesco por el cual
puede trasmitirse el nombre, el del bautismo. El gobernador franco de Auvernia podía
ser padrino del vástago de una familia aquitana y darle su nombre. Tal práctica podría
explicar que el predominio de nombre germánicos sea menos pronunciado entre las

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mujeres: esos padrinazgos eran un asunto político y concernían principalmente a los
hombres.
Pero debe observarse que aun para los hombres, este predominio no es total. En
las grandes familias meridionales se siguen poniendo uno o dos nombres «romanos»
o aun galos. Había un Benoît en la familia de Géraud, regularmente un Pons entre los
señores de Orange, un Abellonius entre los Castellane, un Maurice entre los señores
de Montboissier.
Del lado de la aristocracia franca también hay en ciertas casas un esfuerzo inverso
de «romanización». En principio en Palacio, a través de la Iglesia, donde los
meridionales a veces ocupaban puestos clave. Pero también en los gobiernos de las
provincias meridionales. Retomemos el ejemplo de los Guillaume: a finales del
siglo IX, el marqués de Auvernia, Bernard, le hizo a Géraud el honor de enviarle su
hijo y heredero para que fuera educado en su casa. En el entorno de Bernard, algunos
nobles francos habían aprendido derecho romano. El hijo de Bernard trató, en vano,
de casarse con una de las hermanas de Géraud. La tradición filorromana de la familia
era antigua: antaño había favorecido a Benito de Aniane, cuya muerte pedían algunos
en el palacio franco ya que veían en él a un peligroso portavoz de los romano-godos
de la Narbonense. Las simpatías meridionales de esta casa franca están en estrecha
relación con su ambición de dominar el Midi, y con el número impresionante de
«traidores» al poder franco que había en cada generación. Las tentativas de
asimilación no son, pues, un proceso de fusión más o menos «espontáneo» sino una
política muy especial en una parte de la aristocracia del Imperio, justamente
identificada por otros francos como una amenaza para su poder colectivo.
Sin embargo, aun aquellas entre las grandes familias francas que son
protagonistas del proceso de fusión no pueden, durante todo el siglo IX, liberarse de
sus vínculos con «Francia». Cuando, en la segunda mitad del siglo IX, Bernard, del
que acabamos de hablar, cayó en desgracia, se refugió en el norte, en un pequeño
cantón loreno, Ornois, al oeste de Metz, y allí estuvo aparentemente seguro.
Guillermo, su hijo, conde de Auvernia y duque de Aquitania, un casi rey que gozaba
de numerosos bienes públicos en el Midi, conservaba aún a comienzos del siglo X un
dominio en Einville-aux-Jards, en Lorena. Lo abandonó para adquirir la tierra de
Cluny en el Macônnais. Intercambio tal vez más simbólico de lo que parece, en el que
renunciaba al legado de sus antepasados francos, un trozo de la áspera tierra lorena
que aún lo unía a ellos, para fundar una abadía que se convertiría en la verdadera
sucesora de la romanidad gala.
Más o menos en la misma época, el jefe de otra poderosa casa franca rival, que
tenía Rodez, Cahors y Toulouse, y tendía al dominio de toda la provincia de Narbona
—a grandes rasgos el actual Languedoc— tomaba por primera vez un nombre
«romano», el de Pons, que agregaba a su nombre tradicional de Raimond. Un siglo y
medio más tarde, sus descendientes, olvidados de sus orígenes, dirán que son de ley
romana. Así, puede verse cómo se hacía la fusión en las provincias del sur.

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Las cosas también cambiaban en las tierras francas. La red de parentescos de la
alta aristocracia, más o menos integrada a la «gran casa» real, se fragmenta en el
siglo X en linajes que se presentan como surgidos del abolengo real y que los
continúan. De los príncipes, el esquema pasó al de sus fieles que sostienen las
fortalezas públicas y los dominios fiscales. De esta manera el loreno Adalbéron,
obispo de Laon, declaraba que «los linajes de nobles descienden de la sangre de los
reyes», y la máxima expresaba muy bien el sentimiento de los grandes linajes de
«Francia» en los albores del siglo XI. El parentesco de la alta nobleza es en adelante
un calco del linaje real, a medida que se establecen hereditariamente, de manera
definitiva, sobre los bienes públicos, los grandes y sus fieles.
La aristocracia del Imperio deja entonces de existir en tanto que clase social. Sus
descendientes, los príncipes territoriales, se convierten en casi reyes, cuando no
toman su título. Pero, al establecer su propia casa en medio de aquellos a los que
dominan, se separan definitivamente unos de otros. Se ha terminado el Imperio, el
poder del «pueblo franco» y las cabalgadas periódicas que volvían a someter a los
pueblos y los reinos dependientes. El abad de uno de los más famosos monasterios de
«Francia», el de Prüm, no se engañaba cuando escribía en una de las últimas grandes
recopilaciones de Anales: «Ochocientos ochenta y ocho: cada reino decide crearse un
rey sacado de sus propias entrañas». A pesar de su origen franco, los príncipes
autónomos del siglo X fueron creados, procreados, por los reinos al frente de los
cuales se colocan, y esos reinos no son otra cosa que aristocracias locales. Lo que
enmascara la seca constatación del abad de Prüm, lo manifiesta su contemporáneo
Eckhard de Saint-Gall, cuando lamenta el tiempo en que los «galos y aquitanos se
honraban de ser llamados los siervos de los francos».
El final del Imperio, la edificación de los principados independientes fuera de
«Francia» significa, pues, la absorción de las grandes casas francas por los notables
indígenas, y la toma del poder por estos. El sentido de ese poder no tardará en
desvelarse, cuando las viejas instituciones públicas, de las que aún mantienen ciertos
elementos los principados, o al menos la apariencia, se hunden bajo los golpes de una
aristocracia unificada y reforzada, que emprende el dominio definitivo del
campesinado. La dominación señorial invade poco a poco las células más humildes o
las más atrasadas de la vida campesina. La dislocación del antiguo poder que tiene
lugar entonces, no debe enmascarar el hecho de que a través de la crisis se funda uno
nuevo infinitamente más sólido y durable, porque es el más arraigado. Ahora es
necesario que profundicemos en ese nivel, el de la sociabilidad cotidiana de la
mayoría, es decir, del campesinado. En él se jugó, en el ambiente de las aldeas o de
los caseríos, la suerte de la futura sociedad feudal. Allí se cumple, en el espacio de
algunas generaciones, una idéntica y profunda mutación: el fin, en casi toda la tierra
del extremo occidental, de la libertad campesina, y el establecimiento del señorío
jurisdiccional, fundamento del poder de la nobleza feudal.

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Las libres comunidades del sur

Los historiadores del siglo XIX, ya fueran admiradores de Thiers o románticos


enamorados —prudentemente— de la libertad, imaginaban una sociedad medieval,
ya idílica, ya tempestuosa, pero cuya estructura era en lo esencial idéntica. Dos
grandes clases la componían, los nobles y los siervos, o bien tres, si se considera la
Iglesia como una clase autónoma. Sin embargo, todos conocían la existencia de
personajes, que durante mucho tiempo llamaron, no sin una identificación
inconsciente, «los pequeños propietarios libres»; pero los situaban en una especie de
desierto social, en alguna parte entre el brillo aristocrático y los batallones,
supuestamente masivos, del campesinado servil: casos en el fondo aislados,
mencionados como descargo de conciencia, pero no un grupo social digno de
análisis. Al filo de los años, esos libres marginales se revelarán más numerosos de lo
que se creía, y hasta se convirtieron en familiares para ciertos historiadores, sobre
todo españoles, sin por esto perder la etiqueta un poco anacrónica con la que se los
había recubierto. Los estudios recientes ya no permiten seguir manteniendo a los
campesinos libres en ese puesto menor, ni aun, rejuveneciendo sin de verdad
modificar el análisis, ver en ellos una capa intermedia surgida a favor de los
disturbios del siglo X o, por el contrario, una reliquia histórica. Los campesinos libres,
que nuestros textos llaman los «alodiales» (propietarios de un alodio), es decir, que
tienen un «alodio», una tierra ancestral, formaban todavía en los umbrales del período
que abordamos la clase más generalizada del campesinado y, por tanto, de la
sociedad, organizada en una red —sea tupida o ya seriamente en vías de romperse—,
de millares de comunidades aldeanas libres.
Comencemos por establecer este punto, distinguiendo la situación en el norte y en
el Midi, como lo hicimos al examinar las estructuras de la nobleza.
Los rasgos generales de las comunidades alodiales del Midi ya se conocen bien, y
hay numerosos ejemplos desde el Ebro al Tíber. La documentación es
particularmente explícita en la España occidental, donde las circunstancias históricas
les han dado más larga vida y donde el hábito de una escritura jurídica se había
mantenido más que en otras partes.
Los «habitantes» de una aldea, los «residentes», se agrupan en «parentelas» y
tales parentelas a su vez forman un «vecindario». Cuando deben tomarse decisiones
importantes, «todos los vecinos que tienen herencia en la aldea» se reúnen en un
«concejo». Todo el mundo acude: así, por ejemplo, «todos nosotros que somos de la
comunidad del Río de Polos», o bien «en el gran concejo de Agusyn, del más grande
hasta el más pequeño», o también «todos los que somos el concejo de Berbeja,
hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos juntos, nosotros que somos los
habitantes». Hasta sucede que dos o tres aldeas realizan un concejo común. Cuando
los procesos enfrenten a las comunidades de habitantes con los grandes, a propósito
de tierras comunes, pastoreos, bosques, aguas, salinas o molinos, los concejos se
harán representar por «mandatarios».

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Se debe observar que en cierto nivel del proceso, por lo menos, los concejos están
abiertos a los nobles, desde el momento que también ellos son residentes de esa
tierra, y no desdeñan el mezclarse a veces con los habitantes del pueblo, con los
«villanos». Y con razón. Esta apertura de los concejos de aldea será para ellos una
baza maestra, cuando los grandes, laicos o eclesiásticos, estructuraron en esas
regiones como en el resto del Midi, pero tal vez más lentamente, una irresistible
política de expansión.
Continuemos nuestra marcha hacia el este. En Cataluña volvemos a encontrar las
«comunidades de habitantes»; también tienen sus bienes, y compran colectivamente
bosques y pastos o las aguas de un arroyo. Tienen sus mandatarios, y hasta son
capaces de recurrir a falsarios para garantizar sus derechos ante la justicia. Se
distingue mejor entre ellos a los notables que los dirigen, a los que se denomina con
un término idéntico en todo el Midi, los «buenos hombres». En las asambleas
judiciales, son ellos los que juzgan, con la presidencia de un titular de la autoridad
pública o de un delegado enviado por él. Son expertos designados cuando se trata de
apreciar el valor de una tierra, en caso de un intercambio, o para el pago de una multa
o de una deuda. Son testigos privilegiados en los litigios que se refieren a los límites
de las tierras. Son los portavoces y los garantes de la comunidad. Otra información
interesante aportada por el estudio minucioso de los documentos catalanes,
notablemente conservados, es que los dueños de alodios están armados.
Tanto al noreste como al noroeste de la península ibérica, se delinean los mismos
conflictos. Tenemos el texto de 52 asambleas judiciales de un tribunal público, condal
o vizcondal, en Cataluña antes de 1020. En 13 de ellas, las comunidades de aldea
emprendieron el proceso para defender sus bienes. Y vemos que la calificación
jurídica de esos bienes comunes es susceptible de interesantes variaciones, según el
punto de vista donde uno se coloque: cuando los aldeanos de Pallerols, en la Cerdaña,
reivindican tierras de pastoreo, consideran que forma parte de «su alodio», su bien
ancestral común; pero el conde y sus juristas, siguiendo la línea del derecho romano,
consideran que las tierras de este tipo pertenecen al dominio público, y que los
campesinos solo tienen sobre ellas un derecho de uso colectivo, el empriu. Es una
divergencia teórica cargada de consecuencias.

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Arles en el siglo XII

En el siglo X, el punto de vista oficial aún está lejos de prevalecer. Para


convencerse de esto basta leer las franquicias que las comunidades de la frontera
hacen aceptar al conde. Hacen por su propia boca y en su propia defensa asombrosas
declaraciones. Así es como la gente de Cardona, al precisar las condiciones en las que
se hará la defensa militar de la marca, hacen agregar «si la necesidad obliga a hacer
más, vosotros (es decir, los miembros de la comunidad, ya que es el conde el que
debe hablar) ordenaréis según vuestro parecer y como os parezca útil». Un poco más
adelante recuerdan las usurpaciones posibles de las aristocracias vecinas y señalan el
remedio:
Y si algún mal hombre, ahíto de orgullo y ebrio de soberbia, ataca a uno de los que vive aquí, o que
quisiera vivir, y toma sus bienes, que este se cobre tomándole siete veces más, y que todos los habitantes lo
ayuden… Y si algún mal hombre, mal señor o malvado amigo, quiere incrementar un mal censo, que de
ninguna manera pueda hacerlo… Y si algún mal hombre se levanta en cólera contra vosotros para atacaros
y combatiros también vosotros levantaos para hacerle la guerra con todas vuestras fuerzas, y para matarlo.
Y si uno de vosotros no lo hiciera, que por vuestro concejo sea declarado extranjero entre todos vosotros,
los habitantes.

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Pesemos cada una de las palabras de este texto: la gente libre de Cardona sabe
perfectamente cómo se pierde la libertad de las comunidades aldeanas: por la avidez
de los grandes, que despojan a los más débiles de su tierra para restituírsela luego en
aparcería, y de esta manera hacerlos dependientes de quienes, ya sean señores altivos
como amigos zalameros, al fin de cuentas, hacen pagar su protección y su «amistad»
con un incremento de censos; de quienes cuando nada de esto logran, sueltan a sus
matones por las aldeas y las entregan al asalto, o las hostigan con emboscadas
extenuantes. Frente a todo esto, los de Cardona solo tienen una respuesta: la
solidaridad y la lucha armada. También saben que el mantenimiento de esta
solidaridad pasa por el rechazo de una autoridad privilegiada en la comunidad: «Y si
alguien quiere ser persona de más importancia que los otros entre vosotros que se lo
trate como si fuese de menor». Estamos en una época clave. Una generación más y la
balanza se inclinará en favor de los grandes. La viva y clara conciencia de los
pioneros que habían llegado en grupo para repoblar la frontera tal vez estaba fundada
en mortificantes experiencias, vividas en sus antiguas aldeas del interior.
Pasemos los Pirineos. Se encuentran las mismas comunidades alrededor de
Carcasona, de Béziers, de Nîmes, de Arles, en una documentación menos rica, pero a
veces también muy esclarecedora. Se encuentran las casas campesinas agrupadas
alrededor de una amplia «plaza común», a veces de una «plaza comunal». Las
familias envían sus rebaños a los «pastos comunales», recogen madera en las «tierras
comunes», en las «tierras de los libres». También en este caso la comunidad actúa
como una persona moral. La información de un proceso nos hace saber que los
hombres de Costebalen, cerca de Nîmes, habían vendido uno de sus «alodios
comunes» a sus vecinos del pueblo de Quart. Al producirse un cuestionamiento se
reunieron los dos grupos, con los del pueblo de Luc, interesados en el negocio. Por
otra parte, a propósito de los litigios sobre los límites de las tierras conocemos las
comunidades, cuando intervienen los agentes de la autoridad pública, conde o
vizconde. Bajo su presidencia se reúnen «todos los comanentes» de Aspiran, es decir,
todos los que allí viven juntos; una investigación semejante en Bizac nos muestra a
los «circummanentes» en número de 200 personas. También la Narbonense,
alrededor del 900, los nobles no desdeñan mezclarse con la multitud campesina de los
«mediocres», de los «pequeños», con la «plebe numerosa de los campesinos de uno y
otro sexo».
Y se podrían agregar, con algunos textos más pobres para Provenza, los ejemplos
aportados, más allá de los Alpes, por la rica documentación de las iglesias lombardas.
Los propietarios de alodios de Cologna Monzese también han sido objeto de una
monografía detallada. Tantas coincidencias obligan a considerar el gran dominio
meridional como una estructura, si no secundaria, al menos lejos de ser
indiscutiblemente dominante. Ese gran dominio todavía no es continuo, y sus
tenencias se alternan con los alodios de los libres.

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El «feudalismo» rampante del norte

La relativa abundancia de testimonios meridionales no debe inducirnos a error.


Las comunidades del sur probablemente no era más numerosas a comienzos del
siglo IX que las del norte. Pero, en las regiones septentrionales, la práctica mucho
menos generalizada de la escritura las hace más difíciles de conocer y a menudo se
las debe observar «entre líneas». Por ejemplo, cuando una concepción extensiva del
señorío conduce a los administradores de un gran dominio monástico a contabilizar
los dos días anuales de corvea debidos a título de servicio público por los libres que
viven junto a sus tenentes. En la región de Saint-Bertin (Saint-Omer) en el pueblo de
Guiñes, había 40 libres por solo 16 tenentes de la abadía; en Wizernes, se contaban
21 libres por 18 tenentes. Es verdad, y de esto hablaremos un poco más adelante, que
otra categoría de campesinos, ya netamente mayoritaria, poblaba esas dos aldeas.
Pero no nos adelantemos.
La autoridad pública franca tenía la costumbre de exigir a ese grupo de libres, si
era necesario requisándolos, garantes comprometidos por un «juramento de fe», los
fidejussores, considerados responsables con su persona y con sus bienes del
cumplimiento de los servicios públicos. Tenemos un buen ejemplo en Ardin, Poitou,
pero esos fidejussores y las comunidades que representaban debían ser bastante
numerosos, ya que se los menciona de manera regular en los diplomas de inmunidad.
«Tomar los juramentos» era la medida administrativa normal que cumplía el
representante del rey en las tierras donde se hallaban uno o varios grupos de alodiales
y esto mismo indica que se trataba de comunidades libres: los esclavos no prestan
juramento. Cuando el rey depositaba en un establecimiento eclesiástico las funciones
antes ejercidas por el agente público (inmunidad), debía ocuparse de esto su
procurador laico, el advocatus (= avoué). A veces sucedía que la lista de esos
«jurados» se volvía a copiar en los registros del dominio; así sucedía en Saint-
Germain-des-Prés a comienzos del siglo IX.
La situación de los campesinos libres del norte resultó muy pronto tan precaria
como la de sus iguales meridionales. No, por supuesto, para los más ricos de ellos y
para los más agresivos; estos, como ya hemos visto en Saint-Bertin, eran
considerados miembros de «la nobleza del país». El problema se plantea para
aquellos que los clérigos carolingios llaman, con desdeñosa compasión, «los pobres».
A comienzos del siglo IX cierto número de capitulares intentan protegerlos y
sustraerlos de las maniobras de los grandes. Al leer esos textos se percibe que los
mecanismos por los cuales empiezan a dislocarse las comunidades aldeanas son los
mismos del sistema que las unía —«la obra pública»— pero apartados de su fin y
utilizados en contra de ellas. Pasémosles revista rápidamente. El representante del
rey, el conde, estaba encargado de repartir equitativamente las obligaciones del
«servicio público», cargas militares o tasas, entre los diferentes grupos humanos del
condado, grandes dominios o aldeas libres. Le bastaba con falsear voluntariamente su

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distribución para hacer considerablemente más pesada la carga. Podía, a pesar de la
prohibición expresada por los capitulares, tomar regularmente reclutas en el mismo
pueblo, o en la misma explotación, disminuyendo de esta manera el trabajo de la
tierra. Puede ser albergado con su comitiva, como tiene derecho en sus giras de
inspección, siempre en el mismo caserío, poco a poco arruinado por avituallamientos
demasiado frecuentes. Puede falsear deliberadamente los pesos y medidas cuando
exige prestaciones públicas.
¿Se niegan los alodiales a obedecer sus órdenes? Entonces les impone una multa,
de 30 o 60 sueldos, una suma enorme para un pequeño campesino. Si la o las familias
afectadas no pueden pagar la multa, los jueces del pueblo, los scabini, son invitados
por el conde a evaluar y poner en venta los alodios de los que están al descubierto.
¿Quién los comprará? A menudo el noble local, amigo del conde. Para evitar la venta,
los campesinos pueden ir a ver a ese mismo personaje para pedirle prestado, a
menudo con usura, el dinero necesario para el pago de la multa. Pero si la cosecha
siguiente es mala no se lo podrán reembolsar; y habrá que ir otra vez a los scabini
para vender. A veces, es verdad, el benefactor es generoso, no exige intereses. Pero en
compensación de ese «favor» tal vez les pida a los campesinos que le den la
propiedad de su tierra, en seguida o a la muerte del cabeza de familia, para volver a
tomarla de él ya en condición de dependencia. ¿No es el mejor medio de estar en paz,
en adelante, con el conde, su amigo? Naturalmente, las víctimas favoritas de estos
procedimientos eran las familias de viudas y huérfanos, menos preparadas para
resistir a esas benévolas presiones.
A veces la familia campesina no se deja vencer. Reúne a sus parientes y va a
quejarse a la asamblea general de hombres libres, no lejos de las murallas de la
ciudad, cerca de un santuario muy antiguo. El conde se niega a juzgar el caso, como
debería hacerlo si observara los capitulares; lo remite a la asamblea regional, cuya
presidencia permanente se la confió a un «veguer» (vicarius), y este delegado no es
otro que el noble vecino. ¿Insisten los campesinos para mantener el asunto en el nivel
de la «asamblea general»? El conde, burlando la costumbre, cambia la fecha de la
reunión, o bien su lugar; la asamblea está formada por su gente. Cuando los
campesinos pretenden exponer su causa ellos mismos, como lo hicieron a finales del
siglo X, en una asamblea realizada en el palacio del rey de Borgoña, los nobles se
burlan de ellos. La «asamblea general» no es para ellos: ¡que se queden en su región!
De esta manera, los pobres libres se ven reducidos a una sociabilidad restringida,
limitados conscientemente al horizonte de su aldea o de las aldeas vecinas. Las
grandes asambleas no son para ellos. Si van a la ciudad, no será para deliberar sino
para comprar o para vender; y se aprovechará la ocasión para exigirles impuestos.

La presión aumenta

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Algunas de esas maniobras no son nuevas, pero parecen más eficaces en la
segunda mitad del siglo IX, cuando las incursiones normandas golpeaban duramente
los poblados abandonados por los grandes. Los campesinos intentaban defenderse, y
es significativo que los capitulares reales, hasta entonces preocupados por proteger a
los «pobres», ordenan reprimirlos. En 857, una orden real denuncia las milicias
populares, las trustes, organizadas por los campesinos contra «bandidos», no
designados de otra manera. Sin embargo, la empresa parecía loable: en todo caso
estaba de acuerdo con la costumbre franca, consignada en los libros de la ley sálica.
En 859, nos enteramos, por un pasaje elíptico y confuso de los Anales, que los
campesinos entre el Loira y el Sena hicieron reclutamientos para combatir a los
normandos, pero que fueron aplastados… por la caballería real. En 884, una nueva
orden amenaza a los habitantes de los poblados que han formado «lo que
popularmente se llama guildas», es decir, ligas juradas, dentro de la vieja tradición
germánica, «para resistir a los que hacen pillaje».
Frente al fracaso de las resistencias, muchos se desalientan o se derrumban. Ya
que la protección se hace indispensable, se refugian en la de la Iglesia y aceptan
pagar cada año algunas piezas pequeñas por su cabeza, por su caput: se los llamará
chevagiers (= sometidos a la capitación); o deberán entregar una vela para el altar de
su santo patrón, y se los llamará luminarii o cerarii. En una palabra, se habrán
convertido en «tributarios». El fenómeno es conocido. Trataremos de evaluar su
amplitud y su progresión, y para ello consultemos los registros de los dominios. Se
sabe que en las aldeas cercanas a un centro dominical las tenencias de los
dependientes muchas veces estaban al lado de las tierras de los libres y estas de las de
los protegidos. A comienzos del siglo IX vivían en los dominios de Saint-Germain-
des-Prés alrededor de un 7 por 100 de esclavos, un 3 por 100 de libertos
(probablemente los llamados en este caso lètes), un 77,5 por 100 de tenentes
(llamados «colonos», los que cultivan), y solo un 12,5 por 100 de protegidos.
Señalemos la débil proporción de esclavos. En la misma época, si nos fiamos del
registro de los dominios de la abadía marsellesa de San Víctor, el Midi era una tierra
de servidumbre; contaban con un 44 por 100 de esclavos. Pero los protegidos están
ausentes o se los ignora. Una o dos generaciones más tarde, en las tierras de Saint-
Rémy de Reinas, en Champagne, los esclavos siguen siendo minoría, 13 por 100, y el
número relativamente alto de libertos es significativo, 15 por 100. Los tenentes
siguen siendo los más numerosos, 47 por 100, pero los protegidos alcanzan el 28 por
100 de la «familia» de la iglesia de Reims. Más al norte, en la misma época, en
Guiñes y en Wizernes, alcanzan el centenar, para unos veinte tenentes.
Evidentemente, podemos preguntarnos si esas disparidades no significan una
geografía o una cronología social de la dependencia. En la segunda hipótesis vemos
que la categoría social que se desarrolla a partir de mediados del siglo IX es la de los
antiguos alodiales convertidos en «protegidos». Su status al comienzo era ambiguo.
Hasta principios del siglo XI los que estaban colocados bajo la protección de las

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grandes iglesias se consideraban libres, aunque no lo fueran totalmente. Pero los
amos, aun de la Iglesia, tenían tendencia a considerar a todos los que dependían de
ellos, esclavos, tenentes o protegidos, como «sus hombres», sin preocuparse
demasiado por matices, y con razón. De esa manera se forma poco a poco esa clase
numerosa de dependientes, de donde más tarde saldrán los turbulentos ministeriales.
Su volumen nos da una impresionante idea de la presión ejercida entonces en el
campo septentrional. Ya a finales de la época carolingia empieza a establecerse en el
norte, en los dominios públicos, y sobre todo en los dominios de la Iglesia, lo que
será el señorío banal: una tierra en la que todos los campesinos están sometidos a un
señor. En efecto, no hay más «libres» que los «nobles». En el siglo X, la crisis feudal,
que ahora describiremos, estalla en el Midi; en el norte ya no tenía objeto.

EL GRAN CAMBIO

Después de 950 o 980 en Europa del oeste y del sur el sentimiento de la


legitimidad real, aunque muy vivo en el Midi, ya no tiene tanta fuerza. Dentro de la
aristocracia ceden cierto número de apariencias o de barreras mentales. El sur se
convierte en una tierra sin rey. Hasta entonces, a pesar de la independencia de los
príncipes, las instituciones tradicionales —en primer lugar entre ellas las asambleas
públicas— mal que bien habían perdurado. En este momento, la aristocracia pretende
dominarlo todo. El mando legítimo, el ban, largo tiempo justificado más o menos por
las necesidades colectivas, se va a convertir en una coerción cotidiana, y en una cosa
del señor.
Se ha puesto en duda la realidad, e incluso la profundidad de la crisis viendo en
ella a veces un tema de la propaganda monástica. Hay que volver a examinar, pues,
cierto número de documentos, y retomar paso a paso el itinerario que ya hemos
seguido al visitar las comunidades alodiales del Midi. De esta manera surgirán a la
luz las convergencias de los textos.

Del Ebro a los Alpes: la guerra civil

Hasta comienzos del siglo XI, mal que bien se había mantenido la paz interior en
Cataluña, aunque se acentuó el desequilibrio entre los grupos enfrentados, los
grandes, las comunidades, las iglesias. Hacia 1020, las relaciones entre estas y la
aristocracia laica parecieron deteriorarse. A partir de 1035 la situación se hizo
francamente mala. Los grandes colmaron sus casas de guerreros a caballo, acapararon
los mandos de las fortalezas públicas, antaño refugio de las poblaciones vecinas, y en
ellas instalaron guarniciones de saqueadores a sus órdenes. Por otra parte edificaron
nuevos castillos para dominar mejor la campiña. Una vez atrincherados en esas
«rocas», imponían su poder por todas partes, por medio de la amenaza o del terror.
Pero también en este caso el proceso solo aparece cuando los intereses de una iglesia

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o de otro grande están en juego. Se hacen entonces largas listas de agravios en las que
se eternizan por escrito las quejas a las que ningún tribunal podía hacer ya justicia.
Por ejemplo, los «rencores y quejas» de uno de los dos condes de Pallars,
Raimon, hacia el otro: «Cabalgó hasta Tendriu y allí obtuvo su botín, varias veces;
cabalgó hasta Talarn y tomó botín… cabalgó hasta Puigmanyons, mató a varios
hombres con sus propias manos, mató a hombres en Peracalç, en Beranui también
mató hombres… En Santa Coloma robó a los hombres que se habían refugiado al pie
del altar…». El desdichado Raimon también tenía que quejarse de su otro vecino, el
conde de Urgel: «Cabalgó contra mí y mató a mi vizconde y a otros míos; segó o
quemó mis cosechas e hizo pillaje en mis tierras». Al poco tiempo Raimon
restableció la situación. Ya viejo, confesará «el pecado que cometí cuando conduje a
los sarracenos contra los creyentes, que fue causa de la muerte y de la captura de
numerosos creyentes».
De esta manera, esquilmados por las cabalgadas sucesivas, los alodiales, a pesar
de su resistencia, perdieron la libertad. En la región, solo lograron permanecer los
«rústicos» de seis aldeas de montaña, los del valle de Andorra. A pesar de la guerra
que les hizo el conde de Urgel no logró obligarles a pagar tributo. Donó su señorío, o
más bien sus pretensiones, al obispo de la diócesis. Al mismo tiempo, los grandes
castellanos liquidaban las franquicias campesinas en las marcas del sur.
El mismo proceso se cumple en Narbona o en Béziers. Oigamos al vizconde de
Narbona cuando se queja de un arzobispo más interesado por el poder que por loar a
Dios:
El arzobispo de Narbona fue antaño sostenido por mi tío, el arzobispo Ermengaud, y en su época fue
uno de los mejores obispados que hubo desde Roma hasta las marcas de Hispania (a la muerte de este
Ermengaud, uno de sus parientes, de noble familia, Guifré, obtuvo el obispado)… Y se alzó cual diablo…
edificó castillos en contra de mí, vino en mi contra con un gran ejército y me hizo una guerra cruel, en la
que murieron de las dos partes, cerca de mil hombres.

Para dominar, Guifré reclutó todos los jinetes que pudo. Les repartió los bienes de
la Iglesia. Del producto de las multas de paz, más de diez mil sueldos, sacó la paga de
sus mercenarios. Poco importa que el vizconde no haya sido la inocente víctima que
pretende ser: el fondo de su queja lo constituyen acontecimientos demasiado públicos
para ser pura y simplemente inventados.
En los mismos años cruciales, la familia de los condes de Carcasona y de los
vizcondes de Béziers se esforzaba por reducir a los campos situados alrededor del
estanque de Thau. Se había aliado con un temible castellano de la región de Nîmes,
Bernard «el Velludo», señor de Anduze. Sus incursiones lesionaron los intereses que
tenía en la región la abadía de Conques, lo que nos proporciona una descripción sin
disimulos de sus operaciones alrededor de Loupian:
Cierto caballero, Bernard, llamado el Velludo, sitió Loupian con mil jinetes y casi otro tanto de
hombres de a pie. La rodeó con un foso y destruyó con el acero, el fuego y el pillaje, todo lo que se
encontraba alrededor. Los que habían previsto estas desgracias reunieron todos sus bienes al abrigo de las
murallas que rodeaban nuestra iglesia de Pallas, y solo dejaron fuera sus chozas vacías. Los jinetes,

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decepcionadas sus esperanzas de pillaje, recorrieron los lugares cercanos y todo lo que pudieron encontrar
se lo llevaron a su campamento.

Sin embargo, los monjes de Conques no eran hostiles al señor de Anduze al que,
por el contrario, consideraban un hombre justo y recto porque había sido favorable a
ellos durante un proceso. Pero poco importaba el señor cuando era superado por el
ardor de sus fieles; uno de estos no dudó en acosar a los monjes con una tropa de 50
jinetes, para quitarles para siempre el gusto de reivindicar los bienes monásticos en la
región.
La ambición de los señores quebró en seguida la paz en la meseta de Auvernia.
Allí,
… cierto caballero de nombre Amblard (el señor de Nonette) entró en conflicto con sus vecinos que
pretendían igualarlo en poderío y no ceder en nada ante él… Por ambas partes los caballeros se echaban
encima unos de los otros y destruían a hierro y fuego las casas y provisiones de los campesinos. Y como
esto sucedía en varios lugares, los campesinos, que temían el incendio de sus chozas, habían apagado todos
los hogares, para que todos los que querían saquearlos y reducir sus casas a cenizas, no pudieran encontrar
brasas para incendiarlas.

Los caballeros, sin embargo, se dedican a los dominios de la Iglesia solo después
de haber devastado el resto de la campiña, y como causa desesperada. Las quejas de
los clérigos, lejos de ser exageradas, corren el riesgo de ser tardías. De hecho, aunque
no los agredan directamente, le es difícil a la gente de la Iglesia ignorar las desdichas
de sus vecinos, los habitantes de la campiña.

La violencia, día a día

Al favor de las guerras, la inseguridad se volvió cotidiana y casi aceptada. Este es


el testimonio de un personaje cercano a los campesinos, el monje Renaud, que regía
para el monasterio marsellés de Saint-Victor el pequeño priorato provenzal de
Villecroze. Al hacerse viejo, contó al monje que redactaba la biografía de un abad
difunto, Isarn, los problemas que tuvieron él y su abad con el jefe de una noble casa
de la vecindad, Pandulf, señor de Salernes y de Pontevés.
«Existía cierto Pandulf, que dominaba a todos sus vecinos, tanto por su poderío como por todo tipo de
maldades. En su casa del castillo… quebró el cuello al colgarlos a dos hermosos jóvenes que habían ido a
pedirle dinero, e hizo arrojar secretamente sus cuerpos a una vasta caverna. Poco tiempo después, los
monjes que vivían en Villecroze descubrieron el crimen y los cadáveres fueron transportados al monasterio
y enterrados piadosamente… Tiempo después, un hombre volvía de Châteaudouble. Unos canallas de la
banda de Pandulf aparecieron de pronto y lo rodearon, lo bajaron del caballo y se lo robaron… En seguida
el señor abad me mandó a ver a Pandulf, que rondaba por los alrededores para implorarle; él mismo, por su
parte, fue a reclamar el caballo al castillo, a la esposa de Pandulf. Pero pidió la entrevista en vano: esa
harpía, de mal humor como de costumbre —y esto no queda bien en una mujer— se encargó de quitarle
toda esperanza de recuperar el animal. Pandulf, por su parte, al saber que yo lo buscaba, por lo que parece
se ocultó por varios caminos apartados para no encontrarme. Finalmente, más cansado por mi fracaso que
por la fatiga del viaje, volví a mi casa, y me ocupé de ponerle una guardia suficiente a todos nuestros
bienes, en especial la piara de cerdos. Pero contra esos hombres diabólicos o esos diablos humanos, si se
me permite hablar de esta manera, ¿qué guardia podía servir? A lo largo del día, esos ladrones se ocultaron
en el bosque vecino, y cuando estábamos ya tranquilizados salieron bruscamente del bosque y se
apoderaron de nuestra piara de cerdos al amparo de la noche que estaba cercana.

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Da la impresión de que los caballeros se divertían. Pero sus juegos terminaron por
hartar a los campesinos. Renaud recuerda otro caso que estuvo a punto de terminar
mal:
Un poderoso laico, llamado Adalard, soberbio y malvado, tenía la costumbre de inquietar con
incesantes exacciones a los tenentes de la explotación agrícola de Lagnes, que pertenecía al monasterio; les
obligaba a entregarles cerdos, ovejas y todo lo que le convenía. Si esa pobre gente no cumplía, los tomaba a
la fuerza… Una vez, cuando el santo hombre (Isarn) se encontraba allí, llegaron unos mensajeros que
aportaban la nueva de que ese rapaz sacrílego había saqueado un pueblo y que se preparaba a festejar con
los restos del botín. Toda la gente de la casa que estaba alrededor de Isarn se indignó y con grandes gritos
fue a pedir ayuda a la gente de los alrededores. Con lanzas y escudos, todos sintieron el deber de echarse
sobre el enemigo. Pero el hombre de Dios, tembloroso, con las manos extendidas hacia adelante, se opuso a
que salieran y les cuestionó con vehemencia el derecho a ejecutar esa mala acción, diciendo que sería
preciso matarlo allí mismo antes de entregarse a tal cosa… Luego envió a sus guías al bandido, con
mensajes de paz, para que se entrevistara con él.

Entre los campesinos, exasperados, y los saqueadores del castillo se colocó como
mediador ambiguo una Iglesia militante. Volveremos sobre esto. Pero las
exhortaciones al pacifismo no siempre bastan, y los más valerosos a veces se deciden
a pasar a la acción solos. En Rouergue,
en la aldea de Conques, vivía un tal Hugo; por vanidad del veguer del lugar, del que era hermano
bastardo, se pavoneaba en el orgullo de una deshonesta nobleza, odioso a todos. Perseguía con insoportable
odio a un aldeano, un tal Benito, que se resistía obstinadamente a su orgullo; lo agobiaba con numerosas
afrentas, lo acosaba con disputas tan injustas como frecuentes. Este Benito tomó a mal sus insultos y,
finalmente, cediendo a la cólera, lo derribó y lo mató. Luego, por miedo a los parientes del muerto, se
escapó dejando todos sus bienes; su mujer, para no abandonarlo, huyó con él. En la casa solo quedo un hijo
de cinco años que sus padres no podían llevar en la huida.

Los campesinos creían que el niño estaba seguro en el pueblo, mientras ellos se
veían obligados a llevar en el bosque la ruda vida de los proscritos por venganza, los
faïdits. No podían suponer el desprecio y la inhumanidad de los nuevos nobles
advenedizos: la familia del muerto se vengó en el niño y le arrancó los ojos dejándolo
medio muerto. Los hombres de la aldea lo encontraron y lo llevaron a santa Foy, que
le devolvió la vista, «con alegría de todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres».
Pobre victoria de la aldea sobre el castillo.
La resistencia aldeana, sea activa o pasiva, mientras permanece aislada es
impotente para detener la escalada de las violencias. Lo testimonia la recopilación de
los milagros de santa Foy, cuya devoción se extendía en una vasta zona: Agennais,
Périgord, sur de Limusín, Quercy, Rouergue, Albigeois, en el sur de Auvernia y en
las regiones de Nîmes y de Béziers. Si se compara esta recopilación con las obras
anteriores de la misma naturaleza, puede verse en ella claramente la frecuencia de las
agresiones colectivas o de los secuestros. Los dos primeros libros de los Milagros
señalan un 26 por 100 de las intervenciones de la santa con respecto a tales asuntos
en el período 980-1020. Los libros III y IV, que relatan hechos sucedidos entre 1030 y
1076, tienen una proporción superior, un 36 por 100. Pero esos porcentajes son
todavía demasiado bajos. Santa Foy, en efecto, había tenido tantas ocasiones de
realizar el milagro liberador que los monjes habían olvidado el nombre de las

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víctimas más humildes y más numerosas. Pero los collares de hierro, los «erizos»
como se los llamaba, colmaban a tal punto la iglesia que se desprendieron de ellos y
los fundieron para utilizar prosaicamente el metal. Aunque esos collares fueran
imaginarios —lo que es poco probable— no dejan de ser simbólicos de los tormentos
del campesinado de esa época. Cada época tiene los milagros que desea.

El derecho, máscara de la fuerza

Sin embargo, sería falso creer que la rapacidad y la brutalidad estaban basadas
solamente en la fuerza. Cuando los señores y sus hombres roban los caballos, las
mulas, los asnos, los cerdos, los carneros, pretenden ejercer una presión legal: los
caballos o las otras bestias de carga eran las cabalgaduras que podían requisar los
enviados del rey, el viejo sistema romano del cursus publicus, lo que los concilios de
Auvernia de finales del siglo X llamaban todavía «los caballos públicos». El ganado
es el diezmo que pretendía el fisco sobre los pastos públicos: o la alimentación del
enviado real y de su escolta, o los avituallamientos para el ejército, todo lo que se
denominaba con la vieja palabra germánica «el albergue», o si se quiere, «el reposo
de los guerreros». Un término abarca el conjunto de esas prestaciones: exacciones,
palabra que designaba las tasas públicas, y que debió tomar entonces el sentido que
tiene en francés: «exigir más de lo que le es debido a la autoridad, o aun lo que no le
es debido». En efecto, una cosa era proveer casa y comida a un «enviado del señor
rey» y otra soportar las vejaciones regulares de los jinetes del castillo, tragones y
caprichosos.
Pero no importa. El gran propietario local con «todo derecho» pretende ejercer la
«función pública», ya que se ha convertido en «potencia pública» —una vez más
utilizamos el vocabulario de la época— por delegación, por «veguería», del conde,
también él delegado, pero del rey. Y por eso el señor juzga a los mismos que oprime.
Se ha apoderado de la antigua fortaleza donde se refugiaba en caso de peligro la
población de la zona, y donde a veces también se encontraban los lugares de su
devoción y de sus asambleas habituales. Luego el señor y su banda fortificaron otras
alturas, cuadriculando la campiña con una red de torres de guardia.
La inseguridad «feudal» que manifiesta la proliferación de castillos empieza
cuando terminan las grandes invasiones. Después de 1030 se cuadruplica el número
de las fortificaciones en Biterrois o en Provenza. Por cierto, puede sostenerse que
todas esas torres, esas motas, esas empalizadas, esos fosos protegen, igual que en el
pasado, a los «pobres», los «inermes». Pero al mismo tiempo hay que explicar por
qué la inseguridad se ha hecho mucho más grande que cuando los piratas normandos,
húngaros o sarracenos vagaban por el país. La causa es la multiplicación de las
protecciones competitivas: el señor (y sus hombres) defienden a los campesinos que
dependen de él, que viven en lo que se ha convertido en territorio de su señorío, es

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verdad, pero los defiende contra otro señor, su vecino, y la casa de este, igualmente
colmada de valientes expeditivos, que buscan extender el círculo de su poder.
Algunos historiadores, naturalmente, tienen dificultades en renunciar a la
consoladora visión de un siglo XI poblado de buenos señores, pastores firmes y
razonables de un rebaño de campesinos atrasados. Si se les creyera, tantas «capturas»,
«botines», «daños», «violencias», «fuerzas», «reclamaciones», «rapiñas», «colectas»
o «pedidos», en una palabra, todas esas «malas costumbres» a las que a veces
renuncian a entregarse los señores, solo serían invenciones de monjes, celosos de los
poderes dominicales. Un gran bluff histórico, destinado en principio a impresionar a
los poderosos para que renuncien a poderes sin embargo legítimos, y que como
última consecuencia producirían el engaño de los historiadores actuales, o al menos
de los que tienen alguna simpatía por el campesinado de la época. Un conocimiento,
aun mediocre, del latín medieval basta, sin embargo, para ver que la mayor parte de
esas palabras, que invaden los documentos de la época, han pasado de la «lengua
vulgar» al latín monástico y no a la inversa. Que los monjes y los obispos, o al menos
los más inteligentes de ellos, las hayan integrado en su propio discurso, que no era
inocente, es obvio. Pero no las inventaron.

La Iglesia y la paz: una defensa

A finales del siglo X, algunas iglesias parecen alzarse contra la aristocracia laica
con la intención de cortar el camino a la violencia del siglo. Entonces empieza el
movimiento que se llamará la Paz de Dios, y luego, a medida que se extienda y
profundice, la Tregua de Dios. Vale la pena detenerse en esto un momento, a la vez
para precisar la cronología y la geografía de la crisis feudal, y para comprender mejor
el papel esencial representado por la Iglesia en su terminación, aunque después se
deba escrutar su lugar en la propia historia de esta Iglesia.
Desde hacía mucho tiempo los bienes de la Iglesia tentaban a los grandes laicos,
ávidos de tierra para sostener su numerosa casa. Cuando un grupo de explotaciones se
encontraba aislado, lejos de los centros dominicales administrados o vigilados por los
monjes o los canónigos, sucedía que, cediendo a los ruegos o a las presiones de los
grandes, la iglesia propietaria les confiaba la administración, mediante un contrato
denominado commenda. Este contrato no era exclusivo de las relaciones entre los
señores y los clérigos; una viuda, demasiado débil para mantener su tierra, otro gran
propietario, demasiado alejado, debían a veces confiar (commendare) una aldea a un
noble y poderoso vecino. Las parentelas o las mismas comunidades libres podían
autoconfiarse, «encomendarse» a él. A través de este contrato, muchas aldeas pasaron
en el siglo X bajo el cayado —los textos, utilizando la palabra que significaba la
tutela de los menores, dirán en el «bail»— de la aristocracia local. Así podría
explicarse la frecuencia de la «commendise» en los siglos XI y XII en las regiones al
sur del Loira. Una vez que las tierras les habían sido «encomendadas», el señor se

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convertía en intermediario obligado y, aun sin delegación de poderes públicos, sin
«veguerías», pretendía percibir las tasas con el fin de cubrir las prestaciones que él
mismo tenía que pagar a la autoridad pública en su calidad de propietario o, en este
caso, de administrador responsable. A partir de allí, el camino estaba libre. Al
denunciar las exacciones señoriales, un monje de Marmoutiers, cerca de Tours, decía
con exactitud: «Qué sean esas costumbres, no es necesario decirlo, ni enumerarlo,
porque su comienzo es esta encomendación, de la que hemos hablado, y fue en ese
momento cuando proliferaron todas aquellas».
Es probable que la presión señorial sobre las comunidades de habitantes incitara,
durante el siglo X, a bastantes campesinos a refugiarse en torno a la iglesia. Ya hemos
visto que esto era así al norte del Sena, y se tienen ejemplos en Cataluña. Protección
por protección, la de un santo era más honorable y más compatible de entrada con la
libertad. Y además el señorío de la Iglesia era menos arbitrario que el de los laicos;
esto es al menos lo que dirán en el siglo XII los clérigos de las iglesias principales,
cuando sean acusados por los reformadores de la época de haber sacrificado
demasiado a la gestión temporal, y de conducirse como dueños, no como hermanos.
Son los campesinos los que nos eligieron como amos, exclamarán, y tuvimos que
aceptar ese papel.
La coerción de los poderosos sobre los alodiales se trasmite a la Iglesia, ya que
persiguen en las tierras de esta a los hombres y mujeres que pretenden de esa manera
escapar a su presión. Pero ahora ya no se trata de obtener de un abad complaciente
una commenda sobre un dominio periférico, o sobre una tierra dada por la familia. Es
necesario apuntar a lo central, a la masa principal de los dominios eclesiásticos, al
perímetro protegido alrededor de los grandes santuarios. Y esto, las iglesias
meridionales no pueden aceptarlo sin poner en juego su propia existencia. Así se
explica que una corriente formada principalmente por los monjes de Cluny y por
algunos de sus amigos convertidos en obispos, haya decidido, a finales del siglo X,
poner un dique a la agresividad de los caballeros y proponerles ciertos límites.
Convocan grandes asambleas en torno a las reliquias sagradas de los santos
locales, a los cofres preciosos donde están encerradas las osamentas mágicas. Las
sacan de las criptas y las llevan a pleno campo y desencadenan la emoción y el fervor
populares. Algunos grandes, amigos o parientes de los monjes, también acuden. Se
invita a los caballeros a jurar «la paz», es decir, a comprometerse por juramento a
observar algunas interdicciones. En primer lugar, evidentemente, las que protegían
las tierras de la Iglesia y a los clérigos cuando no tienen armas. Pero también la
prohibición de capturar a los campesinos fuera de las tierras dominicales para
pedirles rescate, o «salvo si existe delito», lo que exceptuaba a la justicia de los
«vegueres», Los Milagros de santa Foy nos muestran que esos secuestros eran
frecuentes y que constituían uno de los medios de presión favoritos de los caballeros.
Igualmente la limitación de las prestaciones para el ejército tiene como objetivo
llevar a las «exacciones» a un nivel tolerable. Las asambleas de paz intentan

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regularizar una situación bien concreta, la misma que sobre esos tres puntos
principales describían los textos anteriormente citados.
El movimiento parece haber comenzado en Puy, en un concilio local celebrado
posiblemente en 987. Luego los reformadores lo trataron de extender hacia el oeste,
hacia el Poitou, con un concilio celebrado en Charroux en 989; y hacia el sur al año
siguiente, con un concilio en Narbona: en 994 se realizó un concilio general o que
trató de serlo, que reunido de nuevo en Puy se amplió hacia el oeste, hacia Limoges,
y hacia el este, hasta Anse, en la región de Lyon. Las asambleas de 994 marcan la
zona de influencia verdadera del movimiento, después de las ambiciosas tentativas de
extensión de 989-990:
Es probable que también señalen un giro en el proceso de señorialización
emprendido tal vez desde hace unos años en esas regiones centrales: el comienzo de
su fase radical. Alrededor de 1020 la crisis se profundiza: el movimiento de paz es
retomado entonces abiertamente por Cluny, que trata de extenderlo al norte del Loira,
en la zona de influencia de la realeza capeta, que los cluniacenses deseaban
restablecer en el Midi. Alrededor de 1040, los partidarios de la paz dan un paso más,
sistematizando una medida que ya habían esbozado en 1022-1023: la colocación
«fuera de la violencia» no ya de ciertos espacios, o de ciertas personas, sino de cierto
tiempo, más exactamente en períodos santos consagrados a la celebración anual de
las grandes fiestas religiosas. Protección de una sociabilidad amplia: esas fiestas
reunían en lugares habituales de peregrinación poblaciones enteras y los
desplazamientos pacíficos realizados para acudir a ellas eran una ocasión elegida para
las emboscadas y las capturas. Prohibir las armas durante esos períodos era preservar
lo esencial.

Los campesinos y la paz: una «revolución»

La paz, luego la tregua de Dios, promovidas por la parte más vigorosa de la


Iglesia meridional, son pues sostenidas a la vez por el fervor popular y por ciertos
grandes castellanos, que se sienten aparentemente superados por su propia caballería.
Esta alianza objetiva no deja de tener tiranteces. En Limoges, en 1038, los
campesinos, en principio alentados por un obispo imprudente, forman milicias de
paz, y se lanzan al asalto de los castillos. Tal desborde de los objetivos fijados por la
Iglesia al movimiento es, sin duda, excepcional: pero también muestra el peso que
podía hacer valer el campesinado en las asambleas de paz.
En una zona central, en Auvernia, en Borgoña, en el Viennoise, y en menor grado
en el resto del Midi —salvo en Cataluña y en el oeste, donde se logró edificar
poderosos principados feudales—, los monjes de Cluny y los obispos y señores que
los sostienen se ven obligados a apoyarse en los campesinos. Se ven llevados a
hablarles de cosas que esperan, no solo de la unidad en Cristo del pueblo de Dios,
sino más allá: de la igualdad; deben cantar, para retomar la irónica expresión de un
adversario del movimiento, Adalbéron de Laon, «la canción de nuestros primeros

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padres», la del padre Adán y la madre Eva, la de un época en la que todos trabajaban
y donde no existían genealogías de nobles. Y el obispo de Laon, dolorido, denuncia
los «concilios rurales», las milicias campesinas, a sus ojos grotescas, con sus jinetes a
lomos de asnos: ¡por qué no búfalos o camellos!, se burla. Es el mundo al revés, muy
pronto los obispos deberán colocarse detrás del arado, los guerreros deberán llevar la
cogulla y observar el silencio de los claustros, y se coronará a los campesinos; el
mismo rey, proclamado servidor de los pobres, no es pues más que «un siervo
colocado en el rango de rey». Ironías que dicen mucho sobre las implicaciones
populares del movimiento de paz, sobre los temores de verlo llegar a una expresión
más radical, sobre el sentimiento de que una poderosa subversión podía derrumbar
todo el edificio dominante, nobles o clérigos. Por cierto, puede separarse de esta
profunda agitación la oleada «herética» que sacudió en el mismo momento a
campesinos y ciudadanos. No escasean los argumentos —en seguida lo veremos—
que señalan su dimensión religiosa. Pero, desde los movimientos de 1020-1025 en el
norte de Francia a la gran rebelión «pregregoriana» de los patarinos de Milán
alrededor de 1050, hay demasiadas semejanzas con el movimiento de paz para que no
se vea en ellos otro rostro del mismo.
Cansados de no encontrar límites para sus lágrimas y quejas, en las aldeas de
Francia aparecen profetas campesinos que oponen a los desesperantes rigores de un
siglo malvado el sueño de un mundo sin mal. Tenemos un ejemplo, algunos años
antes del año mil, en la aldea de Vertus, en la región de Châlons. Un campesino
llamado Leutard vivía allí. Se había separado de su mujer, porque lo había iluminado
el Espíritu.
Una vez se encontraba solo en los campos, ocupado en alguna tarea agrícola. Fatigado por su trabajo, se
adormeció; le pareció que un gran enjambre de abejas entraba en su cuerpo por sus salidas secretas, surgía
luego con gran ruido de su boca y lo excitaba con picaduras continuas. Después de haberlo excitado con
sus aguijones mucho y durante largo tiempo, le pareció que le hablaban y le ordenaban que hiciera cosas
imposibles para el hombre.

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Paz de Dios y herejía

Y el monje borgoñón que nos deja un relato indignado de la cuestión describe a


Leutard alzándose durante la misa, arrancando los crucifijos, esa imagen de la miseria
de Dios y de los hombres, destrozándolos a taconazos. Luego toma la palabra, con
facilidad y elocuencia: «su fama muy pronto atrajo a una parte no pequeña del
pueblo». Una generación más tarde, a pesar de la represión, el «maniqueísmo», esa
ascesis dialéctica del bien y del mal, ganó a numerosos grupos de aldeanos de la
región.
Y también allí la palabra rebelde del siglo XI anuncia las tempestades y las
revueltas del XII: el monte Guimer, no lejos de Vertus, será el santuario de los
heréticos del norte cuando su religión llegue al Rin, a las costas de Flandes y a las
llanuras de Picardía, cuando los profetas barbudos, vestidos con un largo traje negro
con capucha, vagabundos infatigables, vayan descalzos a predicar por los caminos y
plazas la gloria intangible del Padre, y el mundo sin mal. Porque la religión de los

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cátaros, aunque ello no plazca a sus turiferarios, fue sin duda en su origen más viva
en el norte que en el Midi.

Los obispos del norte: contra la paz

Pero volvamos al siglo XI. Al dar la palabra a la gente del campo, al ponerse a la
cabeza de sus colonos, los cluniacenses sin duda abrían un camino peligroso para los
dominadores de los que eran, bajo todos los aspectos, la fracción más esclarecida.
Los obispos del norte denunciaban a los que consideraban como innovadores
irresponsables. No fue un azar que el crítico más duro de la vía cluniacense haya sido
un obispo establecido entre el Sena y el Rin, ese Adalbéron que hemos citado, el
descendiente de una gran familia lorena. El lugar de la Iglesia, y de una manera
general la situación social, son muy diferentes en esas regiones. Ya hemos visto que
la crisis en ellas fue tal vez más precoz y más lenta. Sobre todo, desde hacía tiempo,
allí los obispos y los abades eran, para plagiar su propio estilo, las más firmes
columnas del poder real. El contraste con el Midi era particularmente impresionante
en la iglesia monástica. A diferencia de sus hermanas meridionales, consagradas solo
a la oración, las grandes abadías del norte habían sido verdaderas plazas fuertes del
poder carolingio. Sus dominios imponentes formaban territorios compactos donde el
abad, por intermedio de su representante aceptado por el rey, el procurador laico
(anoné), hacía justicia a los hombres libres, hacía los reclutamientos, mantenía una
caballería aguerrida y disciplinada. Esos territorios gozaban del privilegio de
inmunidad, es decir, estaban vinculados directamente al palacio real, y colocados
fuera del control del conde. La inmunidad de Corbie abarcaba, de esta manera, a
finales del siglo IX, una zona de 1700 km2. La de Saint-Riquier tenía la mayor parte
de Ponthieu, la de Saint-Bertin toda la zona detrás de Boulogne; la de Saint-Vaast
d’Arras era tan importante que sustraía la mitad de la diócesis de Cambrai al imperio
germánico, al que sin embargo pertenecía este obispado. Alrededor de París, los
dominios de Saint-Denis dominaban el Vezin, y los de Saint-Germain-des-Prés el sur
del Sena.
En esas regiones, los dominios de la Iglesia no compiten, pues, con los dominios
laicos; simple y llanamente son los dominantes. El problema para las casas nobles no
es el de extender en ellos su poder, sino de conquistarlos para edificar a partir de ellos
un señorío que sin ello sería imposible. La justificación de esta conquista la aportaría
la institución del procurador laico seriamente transformada. Hemos visto que el
procurador (advocatus) era una especie de lugarteniente laico del abad, sometido a él,
y por encima de él, al rey. Elegido entre los nobles locales, le era difícil escapar a esa
sumisión. Pero cuando, en el siglo X, las grandes casas francas se hicieron
independientes, el cargo de advocatus fue acaparado por el conde, y de esta manera
escapó al control del jefe de la comunidad monástica. Y el conde redistribuyó el
cargo, dividiéndolo entre sus fieles, que se convirtieron en subadvocatus. A esta

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partición corresponde la parcelación del dominio en su beneficio. Los alodiales que
vivían en los antiguos territorios de la inmunidad, cuando cometían un delito, eran
llevados ante la justicia abacial por el procurador laico (tançait), que alegaba contra
ellos o, hablando claro, los «increpaba». Se diría entonces que los señores locales,
convertidos en subadvocatus, tienen el tancement de una aldea; este tancement
septentrional es una especie de equivalente de la encomendación meridional. Por una
vía diferente, desembocaba en el mismo resultado.
Pero esta apropiación no provoca los enfrentamientos brutales que provoca en el
sur. Se trata más de un arreglo colectivo de la apropiación aristocrática sobre la masa
de los antiguos dominios públicos que de un cambio de estructura. Y esta
«privatización» corresponde al cambio general de orientación de la nobleza franca,
que termina con sus empresas exteriores. Sobre todo, las grandes iglesias
septentrionales no abandonaron del todo su poder a los castellanos. Los abades, los
obispos sobre todo, con su guardia de vasallos domésticos, sus tradiciones de mando,
su costumbre de considerarse como los representantes por excelencia del poder real,
se sienten bastante fuertes, capaces de mantener la sociedad en sus límites.
Por esa razón, apoyarse en comunidades de alodios, para ellos está desprovisto de
sentido. La sociedad les parecía que estaba totalmente dividida entre las casas nobles
y los siervos, que trabajaban los campos. En Europa occidental es de origen bien
reciente la pretendida división «indo-europea» en tres órdenes, los sacerdotes, los
guerreros y los cultivadores. Para Adalbéron y sus iguales, todos los campesinos son
en adelante siervos, y como tales destinados al sufrimiento, a la labor, al «trabajo», en
el sentido etimológico del término, el del dolor: «esta raza agobiada nada posee sin
sufrimiento. ¿Quién puede medir el esfuerzo de los siervos, sus encargos y sus tareas
innumerables? Proveer a todos de riqueza y vestimenta, eso le toca al siervo». Pero
como Adalbéron es hombre de la Iglesia, juzga oportuno recordar que «un hombre
libre (es decir él y los nobles) no puede vivir sin siervos… El señor es alimentado por
el siervo que se vanagloria de alimentarlo». Un buen administrador dominical debe
recordar esto y cuidar la clase productiva. A través de lo cual el obispo puede
concluir con un tranquilo: «Para las lágrimas y quejas de los siervos, no hay límites».
Recordemos que entre esos pretendidos siervos había muchos antiguos
protegidos, y sobre todo muchos protegidos de la Iglesia. Los obispos del norte no
consideran que deban aliarse con el campesinado, sino solamente que deben hacerse
obedecer por ellos, evidentemente en su propio provecho. Puede comprenderse que
no vean bien las asambleas campesinas, basadas en la custodia, la exposición y
adoración de reliquias que a veces se parecían a ídolos. La tradición cristiana en el
Midi era lo suficientemente fuerte como para permitirlo. Ya veremos que en el norte
era muy diferente, al menos hasta el comienzo del siglo X. ¿Por qué despertar viejos
demonios para reivindicar la dirección de la sociedad? Los obispos del norte ya lo
han hecho de manera no desdeñable. Desgraciadamente para ellos, la «raza agobiada»
a la que invitaban sin demasiados problemas a perseverar en el esfuerzo, desde

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finales del siglo X estaba minada por corrientes subterráneas. El desarrollo brutal del
profetismo de la Champaña iba a mostrar los peligros de su conservadurismo.
Fue en esas condiciones cuando los obispos del norte y ciertos príncipes como los
condes de Flandes o los duques de Normandía en el curso de los años 1060 se
decidieron a adoptar la tregua de Dios, adaptándola a su costumbre: no la protección
de los débiles sino la limitación de las venganzas que diezmaban las parentelas
caballerescas, y amenazaban la cohesión de la nueva «nobleza amplia» y el tipo de
orden social que imponían en su principado.
A fin de cuentas, la paz y la tregua de Dios transformaron menos la sociedad que
lo que manifiestan. Una vez dislocadas las comunidades alodiales, la sociedad
campesina se escindió en dos clases, una de cultivadores sojuzgados, otra de
hidalgüelos orgullosos de aliarse a las viejas casas nobles, que se convirtieron de esta
manera en prolíficas e invasoras. Este movimiento más o menos precoz y más o
menos concluido, sin duda actuaba sordamente desde hacía tiempo antes de llegar al
nivel de los textos. La legislación de paz, cuando toma en consideración el nuevo
vocabulario surgido de la crisis —por ejemplo, la oposición caballero/siervo—,
legitima las categorías sociales que abarca, al mismo tiempo que pretende moralizar
su papel. Las convirtió en estamentos. La cristianización, el ennoblecimiento de la
caballería señorial permite a esta ser otra cosa que un perpetuo bandidaje: una clase
dominante fuerte y jerarquizada, cuyo orden, material o imaginario, está basado en
los vínculos del feudo. El caballero obtiene su feudo del barón, el barón del conde, el
conde del rey. La sociedad se ha convertido en feudal.

LA PARTE DEL ALODIO Y LA DEL FEUDO

La crisis feudal, es una trivialidad decirlo, no implica solamente el


establecimiento de una nueva relación entre los dominantes y los dominados, que
resume y polariza el señorío jurisdiccional. Implica también profundas
transformaciones mentales en la o, más bien, en las conciencias colectivas de los
grupos afectados. Ya se ha subrayado bien el vasto movimiento que en la literatura de
la nueva clase caballeresca hace emerger, transformándolos, elementos legendarios y
hace nacer una nueva cultura, propia de la imaginería feudal. Así, comienza la larga
serie de manipulaciones políticas que se operan en los antiguos temas épicos. Es un
rico ámbito pero que casi no nos concierne en la medida en que, más que aclarar la
transición de los siglos X y xi, anuncia un porvenir ya moderno. Es otro el ámbito, por
desgracia más oscuro, que debemos tratar de aclarar porque es esencial: el de las
creencias, las costumbres y los ritos de las comunidades alodiales cuya declinación
hemos visto en los precedentes desarrollos. Un pensamiento cuya sombra fugitiva
solo podemos entrever en el momento en que aquel se degrada. Paradoja ahora

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familiar a los etnólogos, que saben que no pueden comprender una cultura sino
cuando esta empieza a desintegrarse.
Para captar algo del pensamiento campesino de esos dos siglos de mutación,
prácticamente hay que renunciar a utilizar el material favorito del medievalista, los
textos redactados en latín. No solo porque en general son obra de clérigos hostiles a
priori a ese pensamiento, sino también porque el latín medieval, forjado durante
siglos de esfuerzo para ser una «lengua de lo unívoco y de la categoría», no era
adecuado para expresar las representaciones que se hacía del mundo un campesino
unido a un pasado muy antiguo. El discurso en latín a lo sumo puede transmitirnos
vulgarismos, preciosos como testimonios, pero raramente es capaz por él solo de
mostrarnos el movimiento que los une y los anima. Todo lo contrario ocurre con los
textos en lengua vulgar, mucho más cercanos al sistema conceptual utilizado por el
pensamiento «popular», por lo que los clérigos de la Edad Media llamaban con
desdén «el discurso rústico», «el discurso de los simples», expresado por «iletrados»,
por «idiotas» en el primer sentido del término. Es verdad que raramente ese discurso
se hacía ante ellos y con razón. Cuando, por azar, debían escucharlo, no podían dejar
de aceptar su elocuencia (ya lo hemos visto a propósito de los profetas del siglo XI) y
aceptar la fascinación que ejercía sobre las multitudes campesinas. Ahora trataremos
de restituir algunos elementos de ese discurso negado en dos ámbitos esenciales y
mediadores: el del derecho y el de la religión.

De la diversidad cultural a la oposición de clase

Durante el período carolingio, los grupos nacidos de la mezcolanza étnica


provocada por la decadencia del Imperio Romano habían conservado tradiciones
jurídicas diferentes, surgidas de sus culturas de origen, con la condición de adaptarlas
a las nuevas circunstancias. Cada persona seguía la «ley» de su grupo cultural, y por
eso se consideraba «franca», «burgundia», «goda», o «aquitana», es decir «romana».
El nombre dado por los juristas a ese fenómeno —la personalidad de las leyes— no
debe enmascararnos su carácter colectivo. Y debe observarse que la personalidad de
las leyes no implicaba siempre y en todas partes la diversidad de los usos jurídicos.
Esto dependía de las regiones y sobre todo de los niveles sociales. En los lugares
donde un campesinado mayoritario había absorbido desde hacía mucho tiempo
elementos alógenos poco numerosos, la diversidad de los derechos no tiene mucho
sentido, y los pequeños notables campesinos que «decían el derecho» sabían qué
tenían que hacer tanto en Cambrai como en Narbona: los que estaban sometidos a su
justicia casi no se movían, y tomaban a sus esposas en los caseríos vecinos. Los
problemas de conflicto o de confrontación de derechos diferentes, tal como aún hoy
los conoce el derecho internacional privado, no podían existir en su nivel más que en
zonas de frontera cultural donde residían grupos importantes de poblaciones
heterogéneas.

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Muy diferente era el problema en el nivel de la aristocracia del imperio: en ella
los cálculos políticos, las vastas redes de alianzas matrimoniales, los gobiernos en
zonas lejanas producían una movilidad social sin punto de comparación con la de los
grupos campesinos. Pero, desgraciadamente, la casi totalidad de la documentación
jurídica —fuera de los códigos de «leyes»— solo nos informa sobre las casas nobles.
Esto explica una aparente contradicción de los textos.
Hasta mediados del siglo X, las aristocracias mantuvieron las viejas distinciones
de derechos: en Angoulême, en Clermont, que en el siglo XIII son regiones en las que
no se aplica el derecho romano, aún hay nobles cultivados que lo conocen; en Vienne,
por el contrario, o en Narbona, que más tarde serán países romanistas, una minoría
sigue utilizando la «ley sálica», es decir, la costumbre franca. En 918, cuando se
realiza una gran asamblea judicial en Alzonne, en la región de Toulouse, los
especialistas de los diferentes derechos aún se distinguen cuidadosamente unos de
otros: ocho «jueces» romanos, ocho rachimburgi godos y solo cuatro scabini francos.
Toulouse, en la Aquitania de tradición romana, había sido también la capital del reino
godo, y el marqués que la gobernaba, vástago de una antigua familia franca aún en
933, se remitía a la «ley sálica».
Sin embargo, ya en 864 el rey carolingio no dudaba en hablar de las regiones
meridionales como «esos lugares donde se observa la ley romana». Con esto aludía al
derecho ampliamente mayoritario en la población campesina, A la inversa, en el
norte, el derecho romano tendía a desaparecer, aun en la aristocracia. Cuando se
produjo un proceso entre dos abadías no se encontró en París ningún juez capaz de
aplicar la ley romana como hubiera sido necesario por tratarse de iglesias. Esto nos
muestra que alrededor de una gran ciudad de «Francia» los hombres libres
suficientemente honorables como para dictar el derecho, ya no conocen el derecho
romano «vulgar» de la época, sino solo la costumbre franca. Para poder encontrar
romanistas hubo necesidad, en el caso citado, de celebrar el proceso en Orleans. Y
aun así, los jueces romanos acudieron allí desde una región muy especial, el Gâtinais.
De igual manera, cuando el arzobispo de Lyon, Agobardo, se quejaba en la misma
época de la diversidad de los regímenes jurídicos aplicables a las embrolladas
parentelas de la gente de su ciudad, hay que ver que se trata de un caso limite, que
concierne a la vez a grupos urbanos aristocráticos, a una ciudad de frontera, donde
conviven las tradiciones romana, burgundia, franca y, tal vez, por las comunicaciones
con Italia, lombarda. Nuestro testigo nos muestra bien cómo en la ciudad de Lyon la
diversidad de «leyes» ponía trabas a la unidad del «pueblo de Dios», de hecho
limitada allí a la aristocracia: en absoluto pretende que esa diversidad existiera en el
mismo grado, y con los mismos inconvenientes, en la campiña de la región. Y la
solución que propone es reveladora: sugiere reducir los usos jurídicos a dos
regímenes, uno «franco», el derecho bárbaro más difundido y el de la casa real, el
otro «romano» que es el derecho de la Iglesia y que, como hemos visto, es
mayoritario en el Midi.

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Solo a partir del siglo X se realiza el deseo de Agobardo, probablemente más allá
de lo que él mismo lo había deseado. En esa época, un texto del Poitou habla, por
primera vez, de «la costumbre de la provincia»; en 1095, otro cita «la costumbre de
Burdeos». En 1095 el conde de Toulouse, que indiscutiblemente descendía de
antepasados francos, considera que vive bajo la ley romana. A partir de esta época, ya
no se es de costumbre «romana» o «franca» sino que se pertenece a la costumbre de
su región. El derecho ya no es el de un «pueblo», es decir, el de un grupo étnico y
cultural, o pretendidamente tal, sino el de un país. La costumbre se convierte de
«personal» en «territorial». Entonces se establece una geografía de costumbres que
debe mucho a la geografía política del siglo XI, pero que se basa en el fondo en el
doble sustrato mayoritario revelado en el siglo IX.
Al sur de la línea Saintes-Lausanne se encuentran las regiones llamadas de
«derecho escrito», es decir, de derecho romano: las costumbres locales, ya
romanizantes, se reforzaron a partir del siglo XII por los legistas, especialistas del
derecho al servicio de los príncipes. Estos legistas meridionales, influidos por las
escuelas italianas, introdujeron desde el comienzo del siglo el derecho romano
oriental, el de Justiniano, que se aplicaba en Italia, y sobre todo en los territorios
dependientes de Roma. En el norte, en los países llamados «de costumbre» en sentido
estricto, en los que el sustrato no era romano, los legistas empezaron muy pronto a
redactar las costumbres locales, hasta ese momento orales, y a transformarlas poco a
poco en un vasto corpus de derecho también él «escrito», reelaborado y
obstinadamente puesto al servicio de la idea monárquica, a partir de las costumbres
de París. Esfuerzo que tendía menos a la fijación, para una mejor justicia, del derecho
consuetudinario —cuya movilidad en estado oral no debe ser exagerada— que a
ponerlo bajo el control del poder real y de las capas sociales que lo sostenían,
alienándolo de los grupos que hasta entonces lo habían producido.
Ahora bien, las costumbres redactadas nos muestran que en el norte se realizó y
se manifestó, en el plano del derecho, una división de clase entre los nobles y los
«plebeyos». A partir del siglo XII unos y otros tienen sus costumbres, su «ley»
diferente. ¿Cuál es el contenido de esta distinción?

La sociedad alodial

Cuando, por primera vez, nos referíamos a los alodiales, hablé del anacronismo
inconsciente que los había bautizado como «pequeños propietarios». Ha llegado el
momento de justificar esta crítica. A veces sucede que ciertos escribanos
meridionales del siglo XI utilizan de manera indiferente, cuando redactan un
documento, el término del latín vulgarizado allodium —que en francés antiguo será
alluet— y el latín clásico proprietas. El error de su parte, en esas regiones y en esa
época, era sin duda menos grave que la confusión que hoy produce. Propiedad y
alodio significan, en efecto, rigurosamente lo inverso; uno es el bien propio de un

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individuo, y este tiene según la vieja definición «el uso, el beneficio y el abuso», es
decir, el derecho de alienarlo o de destruirlo; el otro es alleath, «la posesión de
todos», término traído a estas regiones por los inmigrantes germánicos y que terminó
por ganar el Midi.
¿Qué se designa con esta idea de totalidad? Dos grupos asociados. Uno es el de
los muertos, de los antepasados. En los viejos textos de ley bárbara, allöd es
traducido por el latín terra aviatica, la tierra de los antepasados. Cuando uno de los
que participaban en ella por un caso excepcional debía renunciar a la misma, en caso
de multa o de destierro, por ejemplo, debía hacer chene-chruda (un anglosajón
hubiera dicho kin-hredde), «liberarse de su parentesco». En Escandinavia, donde
existía la categoría idéntica del odal, era esa posesión de los parientes muertos lo que
justificaba la posesión actual: en caso de litigio, cada parte enumeraba a aquellos de
sus difuntos que habían residido antaño, «habitado» en la tierra, tratando de recordar
el mayor número posible y los más antiguos. Esta ocupación antigua del alodio estaba
fijada por los nombres de ciertos lugares, como lo muestran las sagas islandesas: una
tierra en la que había vivido el antepasado, un vado donde un antepasado había
muerto con las armas en la mano, un barranco donde otro se había caído; sobre todo
los tumulus de los antepasados, prueba irrefutable que había forjado, en los derechos
escandinavos, la expresión haug-odal, «alodio-de-túmulos». Desde el interior de la
tierra, desde las colinas o las montañas, los muertos, los «elfos negros», seguían
velando sobre la «posesión de todos». Y, a cada muerte, todos los supervivientes
debían tener si parte de ese poder, su parte de esa tierra. Veremos que en el siglo X los
sombrío espíritus de los muertos estaban lejos de haber sido expulsados de los
campos por la prédica cristiana o las correcciones de los obispos.
Pero el señorío, ya lo hemos visto, es enemigo de las comunidades alodiales. Bajo
su presión, los alodios disminuyen. Unas pocas cifras nos muestran los ritmos de esa
decadencia. En Cataluña, el estudio de los testamentos, numerosos en esa región de
tradición romanista, muestra que entre 990 y 1000, el 80 por 100 de los bienes
legados son alodios; luego la curva decrece: 1000-1025, el 65 por 100; 1025-1050, el
55 por 100; 1050-1075, el 35 por 100; 1075-1110, el 25 por 100; 1120-1130, el 10
por 100. En el Bordelais, en el siglo XII, el porcentaje de alodios parece idéntico, el
10 por 100. En la región de Chartres los alodiales dan también, a partir de mediados
del siglo X, trozos de su tierra a la catedral; el hecho en sí, en una región no
romanizante, marca una primera erosión del sistema. El ritmo parece el mismo que en
Cataluña: 940-1030, el 80 por 100; 1030-1060, el 45 por 100; 1060-1090, el 8 por
100. Si nos trasladamos a los límites de Picardía y Flandes la impresión es totalmente
diferente: en la región de Hesdin, que abarca unos 250 km2, en las transacciones
patrimoniales del período 1090-1150 aún se cuenta con el 61 por 100 de alodios; otro
país de la región lleva el significativo nombre de país d’Alleue. En otros lugares,
nombres semejantes solo designan aldeas, como por ejemplo los Allues de Saboya,

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los Alluets del bosque de Yvelines, los Alleuds de las Ardenas, de Anjou o cerca de
Niort, en Poitou.
Pero durante mucho tiempo se había creído que los alodios eran más numerosos
en el Midi que en el norte. De hecho, esta impresión abarca una diferencia a la vez de
estructura y de naturaleza. Las tierras llamadas alodiales, en el norte, quedaron
reunidas en grupos compactos; los alodios son menos frecuentes pero de mayor
extensión y es la lógica del verdadero alodio seguir siendo un territorio colectivo.
Son, pues, regiones enteras o grupos de campesinos libres los que han logrado
mantener su autonomía y sus costumbres. El país del Alleue, del que acabamos de
hablar, en Ternois, o el célebre «reino» de Yvetot son ejemplos asombrosos. Los
alodios meridionales, por el contrario, son pequeños, por lo cual se los encuentra más
a menudo en la documentación jurídica, y esto nos indica que la gente del Midi ha
aplicado el término franco a una realidad diferente, la de los bienes patrimoniales
libres de censo, pero que entran, como lo supone el derecho romano, en el comercio.
Esta diferencia de naturaleza es aún más nítida cuando se examina un mapa de las
familias de derecho consuetudinario en el siglo XIII, hecho a partir de las soluciones
aportadas por cada una de ellas a este problema central: la sucesión a las tierras y la
parte concedida a cada uno de los descendientes en esa sucesión. Ahora solo nos
interesa el norte, porque las costumbres de los campesinos del Midi están
enmascaradas por la segunda difusión del derecho romano. En la otra vertiente
cronológica de la crisis feudal, las supervivencias del sistema alodial son importantes.

Herencias rústicas en discusión

En el mapa esquemáticamente realizado a partir de los trabajos de los


historiadores del derecho consuetudinario, se observan tres zonas donde las
soluciones aportadas por la costumbre al problema de la igualdad entre los herederos
varían.

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Costumbres y supervivencias alodiales

Una primera área de costumbres la encarna Normandía. Allí son estrictamente


igualitarios. A finales del siglo XII, el Très Anden Coutumier de Normandía dispone:
«Si el padre en vida dividió entre sus hijos, y cada uno ha tenido su parte largamente
en vida del padre, después de la muerte de este las partes no serán defendibles». Se
dirá más tarde que después de la muerte del padre «todos los dones en herencia que
haya hecho en favor de un hijo deben ser plenamente revocados para permitir dividir
las partes entre ellos. Ninguno puede, en efecto, por donación, entrega, venta o
cualquier otro medio hacer mejor a uno que a otro de los que esperan después de su
muerte partes iguales de su herencia o a cualquiera surgido de ellos». La voluntad del
difunto nada puede sobre el alodio: pertenece inevitablemente y por partes iguales a
los parientes. Los que habían recibido algo del muerto lo devuelven a la masa común.
Se dirá que la relación es obligatoria. Por supuesto, el mayor podrá elegir la mejor

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explotación, «la principal hébergerie», pero solo con el cargo de compensar la parte
de los menores.
La misma prohibición de hacer un «mejor heredero», un lief kind, un «niño
querido», como se decía en Flandes, se encuentra prácticamente en lodo el norte, pero
con modalidades diferentes. En el oeste —en Anjou, Maine, Turena, Poitou y en
ciertas regiones de Bretaña— la relación es obligatoria, pero está limitada al
excedente, apreciado por prud’hommes. La misma solución se adopta en una gran
parte de Champagne alrededor de Châlons y probablemente en Flandes. En todas esas
regiones, la costumbre ofrece características semejantes: un régimen de parentelas, la
ausencia de repartos por matrimonios, la representación hasta el infinito y la
preocupación por un descenso íntegro de la sucesión.
Este sistema del que se ha dicho que era de un igualitarismo puntilloso es también
un sistema individualista: cada uno dispone de su lote como lo desea. Puede casarse y
establecerse aparte de los otros; puede abandonar su propiedad para irse a correr
aventuras; puede quedarse soltero, en la casa de un hermano o de una hermana. A
menudo los lotes permanecen agrupados y los hijos juntos para explotarlos, como lo
muestra el ejemplo de Escandinavia, donde reina un sistema idéntico. Pero cada uno
tiene su lote y por lo tanto su opinión. Y por eso es un hombre o una mujer libre. Más
que de individualismo, que evoca equivocadamente una fragmentación a menudo
evitada, hay que hablar una vez más de libertad.
Una segunda área parece haberse desarrollado a partir de las dos grandes regiones
consuetudinarias de París y de Orleans. Puede decirse, dejando de lado algunas
vacilaciones al comienzo, que se trata de costumbres de opción: los hijos que han
recibido bienes, generalmente en el momento de su matrimonio, pueden elegir
conservarlos o devolverlos a la masa común con el fin de ser divididos; pueden ser
«herederos o copartícipes» pero no ambas cosas. Esta solución parece haberse
extendido o haber sido la que era utilizada, alrededor de Troyes, en Vermandois, en la
Lorena, en Berry, en Nivernais, y en el ducado de Borgoña. Podría tratarse de una
degradación del primer sistema de igualdad absoluta, y esta impresión se ve reforzada
por la existencia de costumbres intermedias entre los dos, como la amplia franja que
se extiende a partir del derecho consuetudinario de Sens, entre la zona igualitarista de
Châlons y los dos bloques gemelos de Troyes y de Orleans, o bien aun la costumbre
de Reims. Los enclaves recíprocos son igualmente bastante frecuentes, en la Lorena,
Dunois, Noyon. Tal sistema en teoría, podría permitir la mejora de un heredero. Pero
hay que señalar que la costumbre de París, por ejemplo, afirma con fuerza el
principio de igualdad; y a menudo se precisa que si la mejora era «irracional» o
«desmedida» se hará estimar el exceso por «jueces leales» y será devuelto a la masa,
lo que hemos visto era la solución de la mayoría de las costumbres del primer bloque.
Aunque el régimen de opción tienda tal vez, a la larga, a alejarse de la igualdad, no
reniega de su principio. La mantiene además para los hijos no establecidos, los que se
han quedado a vivir juntos en «la sala».

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Existen finalmente zonas no igualitarias. En Ponthieu y en Caux reina la
primogenitura plebeya; en Amiens y en la región de Arras, la costumbre autoriza,
tomada además de su parte por un heredero, la mejora. Alrededor de Lieja o en
Auvernia vuelve a encontrarse la mejora.
La correlación entre estos tres regímenes (de relación igualitaria, de la opción y
de la mejora o de la primogenitura) y el tipo mayoritario de explotación del suelo en
las diferentes zonas, es, en ciertos casos, posible. Las costumbres igualitarias
predominan en las regiones alodiales; es testimonio Normandía, poblada por
escandinavos; la parte noroeste del Artois, la región de Hesdin. A la inversa, en la
parte sudeste, alrededor de Arras, se sabe que los antiguos hombres libres habían sido
reducidos ya en el siglo XI a una categoría de dependientes de la abadía. En el área
del régimen de opción, zona de París, en Beauvaisis, las tierras afectadas son las de
los villani, gente que no son ni siervos ni libres o nobles, y son todo uno en el siglo
XIII. Pero estas tierras ya no se consideran alodios, son «tenecias en villainage». Tal
vez así se comprende mejor el interés de la opción, que incita a los hijos a
permanecer agrupados en torno a la casa, precisamente porque en su origen los bienes
dados para el establecimiento en matrimonio debieron ser menos importantes que las
partes de la herencia. En Orleans, las disposiciones más antiguas apartaban pura y
simplemente a los hijos establecidos, porque ya habían recibido algo. Zona en que el
señorío modifica la costumbre campesina pero sin poder oponerse verdaderamente a
ella. Finalmente el área de las costumbres de primogenitura recuerda sin discusión las
tenencias del régimen dominical clásico; un solo hombre era el responsable; en caso
de vejez o de enfermedad, debía hacerse «relevar» de esa carga, y el nombre de uno
de los hijos, a veces el mayor, a veces el menor, se inscribía en el registro dominical
en vez del suyo. La franja de las zonas no igualitarias del norte representa,
probablemente, un área en la que el gran dominio había sido en verdad
preponderante. En ciertos casos límites, como en Uccle, en Brabante, en la frontera
de las dos zonas, la costumbre distingue expresamente entre dos categorías de
campesinos: los mesniemen, los miembros de una mesnada, de una compañía
doméstica, y los voegtmen, los hombre de avouerie es decir, como recordamos, los
antiguos libres; los primeros tienen un régimen no igualitario, los otros hacen la
colación de bienes.
Basta una mirada sobre la superficie de las dos áreas extremas, aquella en la que
había predominado el sistema alodial, igualitario, y la del sistema no igualitario, en la
que había triunfado el régimen dominical, para poner en duda la generalidad de este
último. A la inversa, el área de predominancia alodial es impresionante. El ejemplo
de Escandinavia, donde generosos textos nos permiten percibir bien las implicaciones
del sistema, muestra que el igualitarismo sucesorio y las asambleas judiciales de los
libres eran partes integrantes de una misma estructura social, poco compatible con
sólidos señoríos. El «individualismo» aparente de este sistema se inserta de hecho en
una red de fuertes hábitos colectivos y asociativos. Dialéctica del equilibrio social, el

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de las parentelas, rivales y solidarias, y el del poder limitado, ilustrado por tantas
sagas nórdicas. Las rebeliones campesinas del siglo XII, al poner como base de sus
reivindicaciones la igualdad en las regiones donde el señorío pretendía hacerse más
opresivo, difundían todavía los restos de un modelo social. No lo soñaban.

Los comienzos del feudo

En la misma época, el mundo de los nobles se había convertido esencialmente en


el de los feudos. Ya hemos visto que muchos caballeros surgidos de los rangos del
campesinado habían engrosado durante los siglos IX y X las casas aristocráticas. Su
tierra se fundió en el gran dominio señorial y se convirtió en una explotación
dependiente, corriendo el riesgo de confundirse con las tenencias y las granjas del
amo. Tener un feudo era una manera, si no de escapar a la dependencia, al menos de
elegir su interpretación más honorable: una fidelidad, no una obediencia. Al igual que
el all-öd implicaba toda una concepción de las relaciones de un grupo humano con la
tierra, su tardía simetría, el feoh-öd, es una verdadera manera de pensar.
Feohu, faihu, de donde surgirá la palabra «feudo», es una noción clave de la
antigua cultura tribal germánica. Designaba la primera de todas las runas, la cabeza
del grupo inicial, antaño sin duda la más prestigiosa, «la familia de Freya». No es una
casualidad que el primer ideograma de una serie conceptual que dominaba la
sociedad haya sido consagrado a la diosa y al don. «Feohu —decía la glosa— es
consuelo para todos los hombres, pero cada uno debe hacer generosamente su
distribución». Hablando materialmente, feohu era un objeto precioso sobre el que se
había pintado (faihan) uno o varios caracteres mágicos, tal vez precisamente la runa
de la diosa Freya. Estas pinturas evidentemente han desaparecido con el tiempo, pero
cuando en el siglo III se graban las runas en metal, sirviéndose depilas en parte como
un alfabeto, se conservó el término «pintar» para designar la operación. Muchas de
esas primeras inscripciones, grabadas en objetos preciosos, los broches de los mantos,
por ejemplo, o las cajas de bronce o de hueso que se llevaban en el cinturón, son
dedicatorias y expresan un lazo afectivo: «Alu ofrece (este don)», «Hariberga da a
Liubo, con amor», «Boso escribió las runas, a ti, Deoyha, y ofrece (este don)»,
«Arogis y Alaguth han hecho (este don) con amor», «Alegría a Godahid».
Esta «pintura» hace del feohu mucho más que un simple presente, que se
designaría con una runa secundaria, gibu. Mediante el signo, feohu se convierte en lo
que los etnólogos llaman un don obligante, más valdría decir un don creador de un
lazo de amistad. Gracias a este «consuelo distribuido generosamente» se mantiene la
sociabilidad pacífica, colocada bajo el signo de la amorosa y generosa Freya. Se hace
la paz ofreciendo una compensación a los clanes adversarios para sus muertos,
queridos para ellos, y consolándolos de esa pérdida. Cuando uno de sus amigos,
Edgetheow, mató al wulfingo Haetolaf, el rey de los daneses, Hrotgar, decidió
intervenir entre las partes: «Yo calmé la queja mediante feohu por esta guerra de

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venganza, envié a los wulfingos nobles y viejos objetos». En Jutlandia, un clan sajón
había sido traidoramente atacado por frisones y jutos, mandados por el rey Finn.
Quemaron el palacio de este. Luego hicieron la paz, y prometieron reconstruir un
Hall, con un alto escaño que tendrían en común con los jutos. Estarían en pie de
igualdad con ellos: «por dar los feohu, el hijo de Folcwalda (el rey Finn) haría
siempre honor a los semi-daneses (los sajones)… y los honraría con los círculos,
preciosos objetos de oro trabajados (los brazaletes que llevaban los guerreros),
exactamente como lo hacía para regocijar a los parientes frisones, en la sala de la
cerveza. Y las dos partes juraron por su fe una sólida alianza de paz». Alianzas
también entre los lombardos: el faderfio, «el don del padre», lo da a la nueva pareja el
padre de la novia; el marido aporta el metfio, el «don del encuentro».
Grandes o pequeños, los feohu mantenían la amistad, o la restablecían;
«consuelan», dicen los escribanos que redactan en latín, es decir, que en el sentido
primero suavizan, tranquilizan. Ayudan al que los otros consideran su jefe a mantener
el equilibrio armonioso del grupo. Nada hay peor para un grande que ser feoh-leas,
sin feudos para donar. Algunos indicios bastante escasos muestran que ese sentido del
presente-que-obliga se mantiene en la sociedad carolingia.
En la misma época se extendía, al servicio de la realeza carolingia, una antigua
institución del Bajo Imperio, el «beneficio a cambio de sueldo» que se utilizaba para
pagar a las bandas guerreras que forman el núcleo del ejército carolingio, y sobre
todo a los jinetes de las grandes iglesias septentrionales. Esta forma de salario tiene el
fin de permitir al hombre cumplir un servicio, y apenas está turbado por
consideraciones afectivas. Un lote de tierra destinado al mantenimiento de un
soldado, es eso y nada más. Uno de los más célebres obispos del siglo IX, Hincmar de
Reims, decía, para explicar y justificar la institución: «Si no se cuida al ternero no se
termina atando el buey al arado». La Iglesia en esto había heredado el clásico
desprecio aristocrático de la nobleza senatorial hacia el soldado, el ganado y los
carniceros a la vez. Los grandes propietarios laicos daban también «beneficios» en
tierras, pero se trataba de otra cosa, de una recompensa, con la que se pagaba a un
doméstico meritorio. A veces el término abarcaba precisamente la ocupación de un
alodio por el poderoso, que lo entregaba «en beneficio» o en generosa tenencia al
antiguo dueño.
Luego, en el siglo X, el término feu, aportado al Midi por las guarniciones francas,
designa allí el «beneficio a cambio de sueldo». Se dirá que una tierra se tiene en feu,
y a esta tierra se la llamará feudum, es decir feoh-öd, «posesión bajo la forma de don-
que-obliga». El neologismo, porque nunca feoh había sido una tierra, está atestiguado
en el norte, en Vermandois y en Hainaut, ya a comienzos del siglo XI. Es posible que
allí sea más antiguo. Los guerreros o los campesinos germanos instalados desde hacía
mucho tiempo en el antiguo imperio de Occidente interpretaban la venta como un don
y un contra-don. El precio era para ellos un feoh, la tierra vendida podía ser para ellos
otro feoh, su contrapartida. Los notarios del norte de Italia, que tenían que tratar con

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esos «bárbaros», se habían visto obligados a aprender sus costumbres, y
valientemente mezclaron sus propios escritos y los viejos rituales bárbaros:
Si el vendedor es un franco, salió o ripuario, si es un godo o un alamán: coloca el documento sobre el
suelo y sobre el documento pon el cuchillo, la vara marcada (con runas), (o) el bastón mágico: pon también
un puñado de tierra y una rama de árbol, y el tintero —en la costumbre alamana existe el wandilanc— y
levanta el documento del suelo. Luego sosteniéndolo recita la fórmula tradicional tal como se ha dicho
antes.

El notario no colocaba todos esos objetos sobre el pergamino; la vara marcada


—festuca notata— era conocida por los francos que usaban también varas en la
renonciatio parentillae, el abandono del alodio: la transferencia se llamaba
antdaelang; los alamanes realizaban la transferencia por medio de la vara mágica,
iraní, era el want-daelang; el puñado de tierra y la rama tomada de un árbol
significaban la tierra; en cuanto al tintero, puede suponerse que representaba la
contribución personal del notario a la ceremonia. Este tipo de ritual, que se mantendrá
durante largo tiempo en el norte, no es necesariamente muy antiguo; hasta puede ser
creación de la sociedad merovingia. Poco importa: en el siglo XII. aún se investía a los
caballeros septentionales de su «feudo» por medio de una vara, de una brizna. Y
cuando querían separarse del señor que se los había dado, la «arrojaban al fuego», un
poco como en la rennonciatio, uno de sus antepasados se separaba de sus parientes
alodiales arrojando varias varas. Permanencia ritual, al mismo tiempo que
adaptaciones y transformaciones.
Porque el feoh-öd, a diferencia del alodio, no puede ser compartido. El alodio
mantenía la igualdad entre los parientes; el feudo, esa tenencia germanizada, organiza
a la familia alrededor de un solo individuo, el que tiene el feudo. Cuando, en el norte,
las únicas familias libres que quedaban se unieron a la aristocracia, cuando sus
alodios, dados a los grandes a condición de ser recuperados se convertirán en feudos,
todo el derecho de los nobles daría la espalda a la vieja costumbre germánica del
reparto igualitario. Normandía, donde los orígenes escandinavos aún se dejan sentir
en el siglo XII, es un eslabón intermedio de la evolución. El reparto igualitario aún se
aplica allí indistintamente a los villani y a los «nobles», si se trata de las tierras
ancestrales —socagia—, definidas como hereditarias entre los soke-men, «los
hombres que frecuentan los procesos», es decir, los que tienen derecho a ir a la
asamblea judicial de los hombres libres. Los feudos no son divisibles. Pero en esa
época en todas partes la distinción se separa de la tierra para ser aplicada a los
hombres: los campesinos dividen, los nobles no, o muy poco. El derecho de sus
feudos se ha extendido al resto de sus bienes. O, más bien, la estructura impuesta a la
familia «noble» por la sociedad señorial ha transformado la relación que tenía con su
patrimonio.
La sucesión noble, a la inversa de la sucesión alodial, crea o agrava la
desigualdad entre los herederos: entre los hijos declarados legítimos e ilegítimos, con
exclusión de los bastardos, y el abandono, para gran alivio de la Iglesia, de los

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matrimonios múltiples, los «matrimonios a la danesa» del siglo IX; entre los hijos y
las hijas, «contentadas» estas con su dote igualmente escasa; entre los mismos hijos,
por la primogenitura o el parage. De esta manera, la sucesión noble aumenta
también,' en los límites del sistema, el poder del jefe del patrimonio sobre los
parientes que viven de él a través del desarrollo de su libertad para dar o legar partes
menores, autorizando, por ejemplo, el establecimiento de un segundón o bien
impidiéndolo.
De esta manera la familia se orienta, se articula alrededor de una «línea» única,
masculina, un linaje en el sentido medieval, donde cada individuo debe, desde su
propio lugar, servir al jefe del linaje y depender de él, sin que su muerte cambie en
nada la situación. Naturalmente, este modelo no se concretó en todas partes con la
misma intensidad. Pero la tendencia general es idéntica en todas partes, tanto en el
norte como en el Midi. Sin embargo, es posible que la frecuencia de los señoríos en
pariage en el Midi —donde caballeros menores se dividen las rentas de una aldea en
fracciones mínimas— sea el signo del menor éxito del modelo en esas regiones.
Por lo tanto, con todo derecho puede llamarse a la nobleza de esa época una
nobleza feudal: en lo sucesivo, por su misma estructura familiar, será profundamente
diferente de la estructura campesina, al menos en donde el campesinado ha
permanecido más o menos libre. En ella, la familia alodial ha cedido el lugar a la
familia feudal. A todos los historiadores que sienten cierto rechazo al empleo de este
adjetivo, en el que ven un efecto tardío de la propaganda revolucionaria del
siglo XVIII, se les podría preguntar cómo nombrarían una sociedad dominada por esa
clase.

Ritos y coerciones

Cualquiera que sea la parte que ha tenido en el desarrollo del «feudalismo» la


política voluntarista de los príncipes o el poderoso movimiento de formación de
clientelas privadas, la Europa cristiana lentamente fue alcanzada por la práctica
vasallática, primero, y feudal después, entre fines del siglo X y comienzos del XII. Es
verdad que en el Midi de Francia, un acuerdo escrito, la convenientia, le da un
carácter contractual rígido, mientras que en la Italia central el elemento personal es
imperceptible detrás del elemento real del feudo, lo que sucede a la inversa en
Alemania. También es verdad que numerosas regiones solo fueron rozadas o
alcanzadas muy tardíamente por el movimiento, como Aquitania o Picardía, mientras
que otras, Normandía, Inglaterra, solo conocieron ese sistema. Pero incluso allí donde
el alodio noble se mantuvo, y donde la parte «feudalizada» de la aristocracia siguió
siendo minoritaria antes de 1200, el contagio de las presiones morales fue bastante
fuerte como para que toda la sociedad noble se viera afectada.
A comienzos del siglo XII, el ritual estaba fijado, hecho con piezas y trozos en
adelante fundidos en un modelo único que se reproduce por todas partes; la sumisión

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del vasallo de rodillas, sin armas, que se reconoce hombre de otro y coloca sus dos
manos unidas entre las de él (immixtio manuum), mientras que el «viejo» levanta al
«joven», el senior a su vassalus, y lo besa en los labios como señal de acuerdo
(osculum pacis, rechazado en Alemania porque establece una igualdad poco deseable
entre los dos hombres): todo ello era el «homenaje», el Mannschaft de los países
germánicos, que se acompaña con una prestación de fidelidad mutua sobre las
reliquias. El aspecto carnal del doble contacto «de boca y de mano» muestra un
parentesco que en adelante obliga a los dos hombres; al vasallo incumben el respeto,
el alojamiento eventual, el socorro en dinero, que muy pronto tratará de limitar a
ciertos «casos», el servicio de consejo por el cual (y ello se olvida a menudo) los
vasallos reunidos en torno a su señor común están en condiciones de influir en sus
sentencias. La ayuda militar no estaba implícita, o puede limitarse a turnos de guardia
en el castillo del señor, esas tristes semanas de estage donde solo se puede jugar al
ajedrez o cortejar a las jóvenes; a veces, por el contrario, el servicio de guerra en
huestes o «cabalgadas», lejos o cerca, es inherente al homenaje, como en Normandía,
en Inglaterra, en Tierra Santa. En cuanto al señor, debe ser un padre para su hombre,
defenderlo, hacerle regalos, recibirlo en su mesa, educar a sus hijos y casar a sus
hijas. Pero dentro de este modelo ideal, el feudo tiende a convertirse, como el antiguo
«beneficio» público, en el salario del servicio feudal, sin que pueda distinguirse ya,
en rigor, entre la tenencia del pequeño caballero y los altos cargos laicos y aun
eclesiásticos. Se es investido de una o de otros por la entrega de un objeto más o
menos apropiado a la naturaleza del feudo, mata de hierba o brizna, vara, estandarte,
cruz abacial o episcopal, biblia, llaves, o aun la cuerda de las campanas de una
iglesia. También estos ritos, que antaño se distinguían unos de otros, están mezclados
en un formalismo cuyo voluntario arcaísmo no debe enmascarar su carácter reciente.
Esta permanencia de la relación feudo-vasallática entre los linajes aristocráticos
está fortalecida por la herencia de los feudos, que satisface a las dos partes. Hemos
visto antes cuán difícil era a partir del siglo IX retomar un feudo, aun a la muerte del
beneficiario. Por supuesto, legalmente las dos partes pueden romper el contrato,
negar la fe jurada («desafío») o el señor puede pronunciar el «comiso» del feudo, y
en la historia pululan los conflictos de este tipo; pero aún se necesita poder ejecutar la
sentencia o impedir el paso del feudo a otras manos. En este plano, y en muchos
otros, la introducción de estas prácticas en el cuerpo de la Iglesia creó situaciones
muy complicadas: una cesión de un feudo a un convento privaba a un señor de una
tierra que en adelante no le prestaría ningún servicio, sin posibilidad de otro remedio
que una indemnización financiera; o bien es imposible exigir de la Iglesia, inmortal
por excelencia, el pago del derecho de sucesión, el relief, a la muerte de un obispo o
de un abad. Esos bienes han «caído en mainmorte». La herencia solo se encuentra
asegurada entre los laicos; es su introducción casi indiscutida después de 1100 la que
explica, sin duda, que un número importante de alodiales no hayan rechazado

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«retomar en feudo» sus alodios cedidos a un señor, seguros como estaban de que
ulteriormente no serían desposeídos de ellos.
La cohesión de la aristocracia unificada a finales del siglo XI implica, sin
embargo, cierto número de contradicciones debidas a la rigidez del sistema. Los
príncipes y de una manera general los señores eminentes rechazaban la división de
los feudos. Es testimonio la monarquía otoniana, que mantuvo firmemente el
principio de la no divisibilidad de las tierras vinculadas a una función pública, las
honores. Sin duda, a una preocupación semejante respondía el desarrollo de la
primogenitura, que aseguraba al señor un fiador único para su feudo. Aquella impone
a los linajes una política de restricción de los casamientos ya que el único
beneficiario era el primogénito varón, poblando las salas de los castillos o los
caminos con los menores a quienes, desheredados y descontentos, no tentaba la vida
monástica o canónica. De ahí la relativa «proletarización» de la nobleza, al mismo
tiempo que un riesgo de extinción del linaje, en caso de insuficiencia del tronco
principal. Los sistemas de tenencia entre varios, bajo la responsabilidad de uno solo,
como el parage frecuente en el oeste, no dejaban de sufrir tensiones o dificultades.
Era el precio con que la nueva aristocracia «feudal» pagaba su fuerza y su
dominación sobre las otras clases de la sociedad.
A menudo ha existido la tentación de reservar el término «feudalidad» al conjunto
de lazos entre nobles, y a la estructura así formada: podría entonces distinguirse la
«feudalidad» del «feudalismo», que serviría para designar las estructuras de dominio
—y de explotación— de los hombres por los «feudales». Distinción cómoda, pero
que no siempre es clara: feudalismo no es, en efecto, en sus orígenes sino el regreso a
nuestra lengua de la forma alemana que traducía, en la historiografía germánica, la
palabra francesa féodalité. Feudalismus fue, pues, utilizado por Marx y Engels,
quienes le imprimieron un carácter más crítico y materialista. De esta manera
empezaron a divergir la «feudalidad», objeto de un enfoque más tradicional y
jurídico, y el «feudalismo» considerado desde el ángulo de las relaciones de
producción.
Se utilice o no la distinción «feudalidad»—feudalismo, resulta claro que el feudo
es también una estructura de gobierno. Matices de la lengua medieval, que a veces
extravían al lector moderno: ese castillo, o esa fortaleza, y la tierra que dependen de
ellos, son para el noble su feudo, que tiene de su señor. Pero para el campesino que
vive en ellas, el señor es ese noble «enfeudado», la tierra, un dominio, nosotros
diríamos un «señorío», aunque este término casi no aparezca en esa época. El señor
de la tierra ejerce sobre los campesinos que allí viven, los manentes, derechos
múltiples derivados de antiguos derechos públicos de mando, pero adaptados a su
uso, es decir, más intensos y más extensos. De esta manera se generaliza al conjunto
del campesinado la renta de la tierra. Gracias a la caballería agrupada alrededor de él,
el dueño del castillo, el dueño del ban, tiene los medios para obligar a los campesinos
a un plustrabajo, del que puede dudarse, al menos al principio, que haya sido bien

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acogido. En este sentido, el feudalismo es el estadio supremo del «dominialismo». Y,
en la medida en que incita al campesinado a producir más, puede verse en él el origen
del despegue económico europeo y, más allá, del «progreso económico», ese
«milagro europeo». Pero no podemos olvidar que sus verdaderos artífices fueron, en
su propia defensa, los campesinos; y los promotores, aquellos que, de entre ellos,
aceptaron hacer el papel del amo a expensas de los otros aldeanos, aquellos oficiales
señoriales codiciosos y orgullosos, siempre deseosos de hacer olvidar sus orígenes
para llegar, también ellos, a la nobleza pero que, a pesar de esa ambición, fueron
burgueses más que feudales.
Pasada la crisis fundadora y sus violencias, el señorío feudal, regularizado por la
Iglesia, se estabiliza y se convierte en consuetudinario. De esta manera tal vez pudo
ser aceptado por el campesinado como un equilibrio relativo y un mal menor. Las
grandes rebeliones campesinas de los siglos posteriores, que lo cuestionan en nombre
de la igualdad y de la libertad primitivas, en los mismos términos con los que había
sido combatido desde sus orígenes, mostrarán los límites de ese consensus social.
Queda el hecho de que pudo establecerse y de que el terror de la caballería no lo
explica todo. Para parodiar un dicho célebre, con las espadas puede hacerse todo,
menos sentarse encima. La dislocación de las comunidades alodiales no es solo un
problema político o militar, es un problema de cultura.

EL FINAL DEL PENSAMIENTO SALVAJE

Al recordar el conjunto de ideas que suponía la noción de alodio, ya hemos


rozado el otro aspecto fundamental de la autonomía campesina en las tierras del
norte: lo que desde ya hacía mucho tiempo se llamaba en el lenguaje vulgar religio
pagana, la religión campesina. Disponemos de un texto excepcional que proyecta una
viva luz sobre el universo religioso de un grupo importante de campesinos
refractarios; el Corrector sive Medicus, del obispo de Worms, Burchard. Texto
emanado de un clérigo, es verdad, pero al que la necesidad llevó un poco más lejos
que a sus pares. Las indicaciones que da permiten establecer un vínculo entre la
cultura pagana, tal como aún se conocía en esa época en el norte de Europa, y el
folklore francés, que en este caso es, en lo esencial, un folklore franco.
La obra de Burchard, que él inserta en su gran colección canónica, alrededor del
año mil, es un penitencial, es decir, un cuestionario detallado acompañado por una
lista de penitencias que debe cumplir el pecador arrepentido, de esta manera
«corregido» y «curado» o supuestamente tal. Este manual, el más completo de su
género, fue compilado por el obispo de una pequeña diócesis, la de Worms, en la
región de las «rojas colinas del Rin». Pero desde el comienzo el texto supera este área
estrecha. Burchard se hizo ayudar por su amigo y vecino el obispo de Spira. Él
mismo era un ex alumno de la abadía de Lobbes, en la diócesis de Lieja, donde tal

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vez encontró uno de los textos de base. Su inmenso trabajo probablemente está
destinado a todos sus colegas de las provincias de Colonia y Maguncia, y a través de
ellos a los sacerdotes de esas regiones, en una época en la que acababa de organizarse
la red de parroquias, y en la que la religión del cura era a veces tan sospechosa como
la de sus parroquianos.
La obra de Burchard es la coronación de un antiguo esfuerzo misionero que se
remontaba a la evangelización de los bárbaros de Gran Bretaña, anglos, jutos y
sajones, por Teodoro de Canterbury (669-690) inspirado a la vez por Roma, que lo
había enviado, y por la iglesia monástica irlandesa, en la que intentaba apoyarse. A él
se remonta uno de los primeros penitenciales. Un poco más tarde retomaron esa
bandera dos ilustres vástagos de la nobleza sajona del país: Egberth, obispo de York
(732-767), y Winfrith que pasó al reino de los francos y con el nombre romano de
Bonifacio se dedicó enérgicamente a restaurar allí la religión cristiana, entonces muy
comprometida y casi ahogada; llegó a ser obispo de Maguncia (746-755). Es probable
que por inspiración de él el rey Carlomán promulgara en 743-744 un capitular, en
gran parte perdido, en Leptines o tal vez las Estinnes, muy cerca de Lobbes; en índice
que subsiste, por el cuidado que pone en detallar las prácticas prohibidas, por las
equivalencias vulgares que da —«del sacrilegio sobre los difuntos, es decir, dad-
sidas» (visión de los muertos)— muestra un serio esfuerzo de información. La tarea
emprendida por Bonifacio sería continuada durante más de un siglo por sus herederos
espirituales, los grandes eclesiásticos carolingios. Halitgaire, obispo de Cambrai
(823-830), Rabano Mauro, arzobispo de Maguncia (847-856), Régino, obispo de
Prüm, que trabajó para el arzobispo de Tréveris, Ratbod, entre 899 y 915. Toda esta
tradición misionera fue retomada y terminada en la obra de Burchard, que revisa,
desarrolla, y a veces innova, en un estilo mucho menos trabajado y alusivo que sus
predecesores.

La magia de las comadronas del Rin

El panorama cultural parcialmente desvelado de esta manera, una vez que se


acercan unos a otros los fragmentos dispersos en la colección, es bastante
extraordinario. Dejemos de lado los asuntos concernientes a echadores de suerte,
adivinos o envenenadores; no nos dicen nada original, y además esos personajes
existen en todas partes y en todas las épocas. Dejemos de lado igualmente los
banquetes y las fiestas licenciosas donde se «hacía el Ciervo y la Vieja». Esos
«carnavales» de diciembre, o de Cuaresma —las «marranadas de febrero»
denunciadas por el concilio de Estinnes—, son prohibidos sin descanso por los viejos
concilios. Más o menos cristianizados en el siglo XII, serán tolerados por la Iglesia.
Otras prácticas colectivas son las que ahora nos interesan, igualmente acosadas por
las preguntas del obispo, y que están igualmente difundidas según su parecer.

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Burchard sabe claramente contra qué lucha: no contra «desviaciones» marginales
y fragmentadas del culto cristiano, sino contra un conjunto religioso completo y
antagonista del suyo. Para combatir el culto de los astros, y principalmente de la luna,
retoma en un largo párrafo las disposiciones de un viejo concilio hispánico que
encontró en la obra de Régino, pero revisa el texto para precisar: «Al menos si
observas estas tradiciones paganas que los padres siempre han legado, como una
herencia, a los hijos y hasta hoy». Esta declaración desengañada precede a la
prohibición del rito de la ayuda a la luna que se oscurece, esa «Victoria a la luna»
prohibida en Estinnes, descrita cien años más tarde por Rabano, que confesaba que en
su diócesis la practicaban mucho y abiertamente.
Herencia, la palabra tiene su justo valor; pero si se considera mejor a Burchard
podemos preguntarnos si es la de los padres o más bien la de las madres. En esa
«tradición pagana», en los ritos colectivos que la expresan y la manifiestan, las
mujeres ocupan el lugar predominante.
Veámoslas en sus actividades cotidianas. Tejiendo, cuando se reúnen en la
penumbra y al calor de los escrennes, esos refugios semienterrados, hacen
encantamientos para que el tejido sea sólido, o al contrario, para deshacer el de sus
enemigas; en la octava de Navidad, donde deben dejar de trabajar para honrar la
futura llegada del Salvador, empiezan por el contrario los trabajos de tejido y de
costura, para que su obra crezca con el año nuevo.
El pan de la familia es también cuestión de ellas: en la casa, la mujer muele el
grano en un molino de mano. Si quiere liberarse de su marido, molerá al revés,
«contra el sol», un grano untado en miel, con la que antes se habrán recubierto el
cuerpo. Si quiere hacerse amar, por el contrario, una amiga amasará la harina en las
nalgas de la interesada. Cuando en año nuevo la familia se interroga sobre su futuro,
las mujeres observan la manera en que han crecido los panes. Y cuando un niño está
afiebrado las mujeres lo pasan por el horno, como a uno de sus panes.
Para comer, las mujeres ponen la mesa. En ciertas épocas del año, probablemente
en otoño, ponen tres cubiertos para las tres Hermanas Fatales, para ganarse sus
buenos oficios. No nos es difícil reconocer a las Normas, y nos recuerdan que son tan
poderosas que pueden conferir a un recién nacido el don de transformarse más tarde
en alguna otra forma, por ejemplo en lobo, «lo que la tontería popular llama un
werwolf», un hombre-lobo. Al oeste del Rin, la palabra pasará a la lengua romance: el
lobizón. En seguida volveremos a encontrar estos lobos brujos. Observemos que una
parte de esta magia cotidiana solo puede ser pública: si los panes de muerto o de
amor pueden ser clandestinos, el niño en el horno o la comida de las Tres Hermanas
ya no pueden disimularse al igual que los encantamientos con telas.
Después de las suertes, los muertos. Se los vela colectivamente, con danzas y
cantos «diabólicos y paganos» en el curso de los cuales se bebe mucho. Sobre el
ataúd, las mujeres han colocado su peine de cardar. Llega el momento de llevarse el
cuerpo: rápido, ellas corren hacia el agua, llenan un cuenco y lo traen para regar la

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tapa del ataúd. Cuando los portadores cruzan el umbral, se preocupan de que lo lleven
bajo, no más alto de las rodillas. Delante de la cabaña, se ha desmontado una carreta,
los portadores deben pasar entre sus dos partes. En la habitación desierta, donde
reposó el cadáver, se queman granos. Sin esos ritos, los vivos estarían amenazados
por los muertos.
Algunos difuntos son más peligrosos que otros, son muertos maléficos porque
están desesperados: el niño nacido muerto, sin nombre, y la madre muerta de parto.
Una mujer los clava al suelo en su tumba con una estaca. Porque los niños nacidos
muertos con seguridad se convierten en bebedores de sangre, en lobizones. Y son los
lobizones los que se comen la luna cuando esta se oscurece en su eclipse: al menos
los diocesanos de Rabano de Maguncia así lo creían.
Y finalmente el tiempo. Son las mujeres de los caseríos las que provocan la lluvia
o el buen tiempo. Reúnen a las jovencitas y eligen una a la que desvisten. El cortejo
se encamina a los campos llevando a la niña en procesión hasta que encuentran una
planta de beleño, «a la que llaman bilse», señala Burchard. De esta manera se revela
ante nosotros un poderoso aliado de las magas francas, una de las temibles solanáceas
con la belladona, el estramonio y la mandrágora. Los sajones las llamaban Henbane
(‘matadora de la gallina’), Nightshade (‘sombra de la noche’), Thornapple (‘manzana
espinosa’), Mandrake (‘hombre-dragón’). La Bilse (‘hierba del tormento’), que se
emplea verde, en una pomada mezclada con arcilla y alumbre para calmar los dolores
del parto. También podía hacer abortar, y Burchard denuncia en otro pasaje las
bebidas abortivas. Pero Bilse puede hacer mucho más: al que la domina le da la
visión; a la que ella domina, le da la muerte. Poder ambiguo en el cual el bien y el
mal están inefablemente mezclados. Volvamos a la ceremonia, al cortejo detenido
delante de la hierba santa. Acercan a la jovencita, esta toma la planta con el dedo
meñique de su mano derecha, luego la enrosca en el dedo pequeño de su pie derecho.
Podemos imaginar qué significan esos pequeños dedos femeninos. Las mujeres
entonces continúan su viaje llevando a la niña; van hasta el río y la sumergen en él.
También ellas entran en el agua, la hacen saltar con sus cayados y rocían a la joven
elegida. Se canta y se hacen encantamientos. Y finalmente vuelven a tomar a la niña
y regresan todas al caserío, siguiendo paso a paso el mismo itinerario por el que
vinieron, para poder seguir teniendo el río al alcance de sus ojos. Todo esto es
patente, público. Los «paganismos» se desarrollan a la luz del día, a unas decenas de
leguas de las catedrales renanas.
Esos cantos, esas danzas, esos cortejos, por escandalosos que sean, no son sino la
parte manifiesta de «la herencia». Hay algo más terrible: el corazón duro del mal, los
hacedores o mejor las hacedoras de esos ritos y de esas culturas. Esas brujas del Rin
son asombrosas chamanes, denunciadas por un capitular carolingio utilizado por
Régino de Prüm, y que retoma Burchard agregando pasajes aún más reveladores.
Escuchémoslo:

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Algunas mujeres afirman tener que hacer, por deber y por orden, lo siguiente: algunas noches, deben
cabalgar un animal, con el grupo de demonios que tienen apariencia de mujeres, y que la tontería popular
llama Molda (las Benévolas), y que forman parte de su compañía… Algunas mujeres depravadas creen y
enseñan que en las horas de la noche cabalgan un animal en compañía de la diosa de los paganos, Diana o
Herodiana, y una multitud innumerable de mujeres, y franquean, en el silencio de las noches serenas,
inmensos espacios de tierra, y obedecen sus órdenes como a un ama, y algunas noches son llamadas a sus
servicios. Y una multitud innumerable engañada por esas falsas opiniones cree que es verdad.

Más adelante veremos qué podía ocultarse tras esa doble y vacilante latinidad.
«Diana o Herodiana» que los textos posteriores «corregirán» para acercarla a la
bíblica Herodías. Queda ya establecido que la cabalgata nocturna de las mujeres es,
en el Rin medio, conducida no por el «Diablo», ese malvado para todo, sino por
espíritus femeninos, y por una «diosa».
Esta compañía volante choca con otras tropas adversas: «Algunas mujeres creen
esto: en el silencio de la noche tranquila, sales a través de las puertas cerradas con
otros miembros de esta compañía diabólica, y te elevas en los aires hasta las nubes, y
allí combates con otras mujeres, ya sea hiriendo, ya sea siendo herida». En los
nubarrones de la noche, las mujeres libran batallas mágicas y sin duda protectoras,
rechazando a las brujas de los pueblos enemigos. Porque el mismo poder que protege
también puede debilitar:
Muchas mujeres creen esto y afirman que es verdad: que en el silencio de la noche tranquila, cuando
estás estirada en tu cama, tu marido acostado junto a ti, puedes, aun cuando tu cuerpo se quede, salir a
través de las puertas cerradas, y puedes franquear inmensos espacios de tierra con otras mujeres… Puedes
matar sin armas visibles, aun a gente bautizada y rescatada por la sangre de Cristo, y puedes comer una
parte de su carne cocida, y luego en el lugar del corazón colocáis una paja o una vara o algo como eso, y
aunque ellos (¿los corazones?) se coman, vosotros (¿la gente?) los hacéis vivir de nuevo, les permitís vivir.

Dos siglos antes, los reyes francos, al introducir manu militari el cristianismo
entre los frisones y sajones, habían condenado allí a muerte «a aquellos o aquellas
que comen carne humana» sin preocuparse en saber qué se comía. Aparentemente, lo
que sobre todo deseaban las magas era el corazón para mantener a sus víctimas en
poder de ellas, como muertos vivientes. El concilio de Estinnes ya había denunciado
«a los que creen que las mujeres hacen juramentos a la luna para poder quitarles el
corazón a los humanos», y el redactor del texto empleaba para designar el vínculo
que unía a esas mujeres con su dueño el mismo término que para los vasallos
consagrados a su señor. Esas ogresas no estaban aisladas «Plazca al Cielo, exclama
Burchard —o su fuente—, que mueran solas en su perfidia y que no atraigan a su
lado a mucha gente en esa enfermedad».
«Una multitud innumerable… muchas mujeres… mucha gente…». No nos
engañemos: el pensamiento que nos entrega el cuestionario de Burchard empieza su
declive en el siglo X. Es verdad que aún permanecen vivas entre las poblaciones
germanófonas del Rin medio, entre los pequeños agricultores libres o semilibres de
Franconia y del Palatinado y entre los vecinos aun más francamente cristianizados de
Sajonia y Frisia. Pero para encontrar un paganismo dominante hay que llegar hasta la
marca de los daneses, hasta las islas del norte del mundo, hasta esa vasta Escania,

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«matriz de pueblos» de donde antaño habían llegado los antepasados de los
campesinos renanos.
Un poco más de dos siglos antes, el paganismo aún prevalecía al oeste del Rin, y
en las mismas ciudades: en Metz, donde las princesas rubias, eran enterradas con su
larga vara de avellano; en Tournai, donde los hombres del mayordomo de palacio
amenazaban al obispo cuando este osaba reprenderlos y se burlaban de él. Los
concilios de la época confiesan el hundimiento de la Iglesia. Luego el imperio
restaurado por los carolingios hizo retroceder el salvajismo, lo acorraló en las plazas
fuertes: las marismas de Frisia donde se encontraba el Upstalboom, ‘el árbol de la alta
sede’; el bosque del Teutoburgerwald, mantenido por los sajones, donde se elevaba el
Irminsul, ‘la columna del vasto’, o sea, el árbol de Odín. Esos lugares santos en los
que se había quebrado el impulso de las legiones romanas, los regía ahora la ley
cristiana de la nueva Roma, al menos en principio. Burchard, ese carolingio
retrasado, es el heredero del gran esfuerzo civilizador: y es también su apogeo. Y
debemos recordar que la fuente que nos entrega esta información, su minucioso
cuestionario, es en principio el instrumento de una represión más eficaz.
Después de él y por causa de él, los ritos aún públicos en ciertos lugares se
volverán clandestinos; todo un sistema mental se oculta poco a poco, se encierra para
sobrevivir. El pensamiento salvaje, cercado, se degrada y se ensombrece.

Geografía de las sombras

Le sucedió a Herodiana y a la tropa de las Holda lo que más al sur le sucedió a


Melusina, poco a poco relegada a un inofensivo folklore. En ese ámbito es donde
debemos buscarla ahora.
Sobre las criaturas que cabalgan de noche, las mentes ilustradas de finales del
siglo XII saben ciertas cosas. Esos «nuevos filósofos» salen poco o nada de los
claustros. Su bajo origen, sus viajes, su deseo de agradar a príncipes golosos de
«curiosidades» introducen en su discurso elementos que habrían rechazado sus
predecesores. Sin embargo, sobre esos temas precisos casi no se detienen, tanto por el
hecho de que sus informaciones siguen siendo imprecisas como porque el tema sigue
siendo peligroso. Uno de ellos, Guillermo de París, una especie de enciclopedista del
XII avant la lettre, orgulloso por desplegar sus conocimientos en todos los campos, se
limita a declarar a su lector: «A propósito de las cabalgatas nocturnas, que en francés
popular se llaman Hellequini, y en España el “ejército viejo”, aún no te he dado una
satisfacción. Porque aún no tengo la intención de decir qué son. Y, en verdad, no
estoy seguro que sean los malos espíritus». El maestro Guillaume no se resignaba a
diabolizar la cabalgata nocturna, pero evitaba extenderse sobre el tema. Sus pares en
las bellas letras, Orderico Vital o Pierre de Blois no son más alusivos cuando hablan
de las Helletini o Herletigni.

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Las formas germánicas que abarcan esos «vulgarismos» son claras: Helle-kin o
Helle-teng, es decir, el parentesco de Melle, la compañía, nos sentiríamos tentados de
traducir el vasallaje de Helle. Más tarde, por una tautología semejante a la que nos
hace hablar del lobizón, se diría la mesnada-Hellequin, empleando el mismo término
—mesnada— que designaba la casa de un noble. Se olvidaba de esta manera a la gran
diosa funeraria de la antigua Alemania, Helle, que reinaba lejos, en el norte, en los
pantanos de Nebelheim, el país de la niebla, rodeada de sus perros, de lobos y de
serpientes. Helle es conocida sobre todo, como casi todo el paganismo germánico,
por los compiladores islandeses del siglo XIII, cristianos que la diabolizaron para
hacerla entrar en su perspectiva en la que un Odín tardío, «Padre de Todo», pareciera
abrir el camino a Nuestro Padre. Pero las sagas siempre cantan los Disir o los Wael-
kur, cornejas devoradoras de cadáveres, lobas que acosan a su caza humana,
amazonas otoñales. A su lado cabalgan en el cielo los muertos peligrosos, los «Alfós
negros» rodeados de nubes sombrías, y los nolis, brujas o brujos capaces de todas las
apariencias. Esta terrible cabalgata aún tiene amigos a los que protege, como en
Worms, combatiendo en lugar de ellos, o atribuyendo a los recién nacidos los dones
que regularán su vida.
Helle y los suyos dominaron varios países del norte: en Escania, en Halland, en
Jutlandia, en el país de Helle, en las Bocas del Rin, en Holanda, y entre los anglos de
Gran Bretaña, en el Holland del golfo del Wash. Pero una investigación toponímica
detallada, como las que han realizado los estudiosos escandinavos, revelaría otras
huellas de sus ritos y de sus moradas, sobre todo en Lorena, y aun muy al oeste del
Rin.
Pero las huellas más asombrosas de Helle se encuentran en el folklore de cierto
numero de regiones del norte de Francia. En Flandes, en Lorena, en Normandía, en
Anjou, en el Maine, y en la baja Bretaña, fielmente transmitido a través de
deformaciones más o menos benevolentes, aún cabalgaba en el siglo XIX la cacería de
Helquin, Heletchien, Herlequin o Hierlekin, Hannequin o Hennequin, o aun en forma
humana (¿Helle-men?) que evocan los perros, el terror.
En Normandía, donde es muy viva su impronta, en muchas regiones se sabía que
la cacería estaba dirigida por un personaje femenino, mere Harpine, alias
Cheserquine, alias Proserpina, es decir, probablemente, una «matadora del ejército»,
«una matadora del ejército de los cadáveres», Here-Beana, Hraes-Here-beana, cuyo
nombre suena muy semejante al de la Herodiana de Burchard de Worms.
Pero en otras regiones de Normandía se tenía una opinión diferente: la caza la
conducía un personaje masculino, Hugbercht, el «Brillante de Hugi», perífrasis
clásica para designar a Odín. Gracias a un santo obispo de Lieja, muerto en 727,
Hubert el cazador pudo ser santificado. La misma divergencia se encuentra en el sur
del país franco, en Turena, Berry, Borgoña, Varais, donde la caza la dirige un
personaje masculino. En Poitou, en la Marche, en el Bourbonnais, en el bajo Maine,
regiones en las que antaño estaban establecidos los suabos, la cacería salvaje cambia

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de nombre. Se ha convertido en Gallry, Galería, Valory, Galiére, Gayére, es decir
Waelhere, el ‘ejército del Osario’; en ella cabalgan a menudo en forma de cornejas, de
inquietantes apariciones, Galopine o Galipote, Waelbeana, o Waelboda, matadoras, o
mensajeras de Odín, el señor del Walhalla. Esta rivalidad por el dominio del ejército
de los muertos, del «ejército viejo» vuelve a encontrarse al este del Rin; mientras que
en Sajonia la cacería era la de una gran bruja, Werre o Hollé, en Alemania del centro
o del sur, a su frente está un cazador. Los señores islandeses, deseosos de mantener a
todo el mundo en paz en su panteón folklórico, explicarán que el señorío de los
muertos lo compartían entre Helle o Freya y Odín. Pero en la práctica sus devotos no
se confundían: el señorío de uno excluía el de la otra.
Excepto esto la cacería presentaba una fisonomía común. Los espíritus cabalgan
por el cielo durante la noche, acompañados por perros o lobos de ojos rojos. Entre
ellos, los espíritus de los muertos, y hasta se insiste en ello, los espíritus de los niños
muertos. A quien los saluda, a quien responde a sus gritos —que son los de la caza,
Hourvari, Hallali, pero también los de los clamores populares, Haro o Charivari— le
arrojan caza. Raramente se osa decir el nombre, porque se trata de carne humana.
Saludar la cacería es declararse su amigo; comer la caza que ella misma ofrece es
unirse a ella. Naturalmente, a partir de ese nudo común, los temas folklóricos ofrecen
muchas variantes que habrá que estudiar por ellas mismas, teniendo en cuenta
evoluciones probables, masculinización y diabolización de los personajes, o
moralización del don infernal bien o mal adquirido… Pero tal como subsiste, la caza
salvaje, cuando utiliza un vocabulario germánico, nos permite entrever el trasfondo
mental de los vuelos, denunciados en el manual de Burchard; también nos autoriza a
generalizar su práctica en un área mucho más vasta que la de la diócesis de Worms: a
todos los países donde cabalgaba Hellequin, la cacería de las mujeres guiada por la
gran maga del norte. Y puede esbozarse una geografía mental de la sociedad de los
muertos, reveladora de la de los vivos, feminizada o masculinizada.
El silencio de las regiones meridionales se explica probablemente por el hecho de
que la religión campesina desde hacía mucho tiempo estaba trabajada por influencias
precristianas, como las religiones mistéricas y el sincretismo solar del Bajo Imperio,
y luego por las diferentes corrientes de la misma religión cristiana. Allí la Iglesia
podía ser más conciliadora con respecto a las tradiciones paganas que, en rigor, eran
asimilables. La tolerancia hacia una representación casi idólatra de los santos era, ya
lo hemos dicho, un rasgo meridional aun a comienzos del siglo XI, y en ese tipo de
cultura se basaba el movimiento de paz. Recordemos también la desconfianza que le
inspiraba a los obispos del norte. A partir del siglo XII, el Diablo se hace
omnipresente, pero también en esto podemos ver que tiene pasados diferentes: en el
norte, Helle o el rey del Wal, en el sur, un Santiago o un Juan un poco dudosos que
miran hacia la Península Ibérica. En la misma época, la resistencia de los ambientes
dirigentes del norte hacia los cultos «populares» cede: la realeza francesa se basa en

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el culto dionisíaco, el emperador germano introduce en Colonia el culto de los Reyes
Magos, llegados de Italia, de Milán y de Pavía.
A comienzos del siglo XI se produce la elección. El rey de Francia dudaba
entonces entre tres influencias: la de la Iglesia septentrional «a lo carolingio»,
encarnada por el obispo de Chartres, Fulberto; la de los cleros ascéticos de Orleans,
ganados por el «maniqueísmo», y la de los cluniacenses, mostradores de ídolos
santos. Fulberto se une a los cluniacenses, y el rey Roberto, bajo su doble influencia,
envía a la hoguera a sus amigos heréticos. En el seno de la crisis feudal, bajo la
presión de las multitudes campesinas, la elección real en el combate de las ideas se
limita, pues, a dos caminos: por un lado un cristianismo poco ortodoxo, que podría
ser considerado como un compromiso «a la meridional» entre una Iglesia monástica
fuerte y un «paganismo» campesino tibio y domesticado; por el otro lado, el
«maniqueísmo medieval», que rechaza violentamente a la vez el culto de los muertos
y de las tumbas, y todo lo que sea carnal y que rompiendo con la mala tierra, se
vuelve hacia la esperanza, que está en alguna parte, de un mundo sin Mal.
El desarrollo del profetismo, curiosamente, se arraiga también en la sociedad
campesina. Los monjes de Chartres o de Borgoña al comienzo habían acusado a esas
asambleas nocturnas de ser sabbats, donde se beberían, para «planear», mezclas
inquietantes, en las que entrarían cenizas de un recién nacido y donde quien más
quien menos fornicaría. Calumnia rápida a falta de algo mejor pero que no era
sostenible. Aunque tome de la antigua cultura «salvaje» algunos de sus símbolos —
como las abejas—, el profetismo maniqueo se aleja fundamentalmente de ella. Tal
vez esta es la razón de su éxito innegable en las ciudades y en el sur. Considerada
desde este punto de vista, la pretensión de los heréticos de ser «los verdaderos
cristianos» no parece extravagante, aunque nieguen la crucifixión. Son como la
vanguardia de una corriente ascética y racional «depurada» de la que antaño había
sido una etapa el cristianismo y, tal vez, la atracción por la herejía que
experimentaban los letrados del siglo XI, o su éxito entre los mercaderes y los
usureros del siglo XIII evocan de manera no superficial otros rigorismos cristianos
ulteriores extendidos también estos entre los intelectuales y los banqueros. Y, sobre
todo, la oposición dramática de esas dos corrientes —el «maniqueísmo» y lo que
podría llamarse «la hagiolatría» monástica— no puede hacernos olvidar que las dos
se desarrollan enfrentadas con el «paganismo»: una lo niega, la otra le quita carácter
y lo desnaturaliza. A partir del siglo X, la religión de las ciudades deja de estar
reducida al núcleo urbano y a los territorios cercanos; invade la campiña y hasta el
desierto. Pero hasta el final del período carolingio —es firme al respecto el
testimonio de Rabano Mauro— fracciones notables, y tal vez mayoritarias, del
campesinado del norte todavía se agrupan alrededor de su cultura antigua.
Para apreciar el verdadero peso de esta mutación hay que volver a la materia: no
ya los cerdos, los corderos y los trigos —la producción y la acumulación primitivas—
sino a lo más fundamental, a lo peor, diría un maniqueo: a la reproducción.

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LA «REPRODUCCIÓN PRIMITIVA»

En la época en la que en Europa del oeste declinan las comunidades alodiales y la


religión campesina, el «desierto» retrocede. Los pioneros, llegados de las viejas
aldeas, desbrozan, «rozan», como se decía entonces, las landas y los bosques, secan
los pantanos. Antaño se imaginaba que las abadías, esos islotes de total sabiduría en
medio de la barbarie medieval, habían impulsado el amplio movimiento que lanzó a
tantos grupos campesinos al asalto de los grandes bosques e hizo del paisaje rural de
esas regiones lo que más o menos siguió siendo hasta hace unos cien años. De hecho,
ahora parece aceptado que las iglesias, lejos de promover los desbroces solo
lentamente se comprometieron en ellos. Tampoco les era favorable la aristocracia, al
menos al comienzo. En los dominios de los reyes carolingios estaba prohibido
desbrozar el bosque; por respeto a una tradición cazadora, tal vez, y también porque
esas pequeñas parcelas ganadas a los espacios silvestres perjudicaban el negocio de
los intendentes dominicales o de los agentes del poder real. Se reconocen aquí las
costumbres de los latifundistas.
¿Cuáles son las razones y qué razones tan fuertes, a pesar de esto, impulsaron a
los campesinos a abandonar la rutina del campo para ir a ganar duramente nuevas
tierras?

Tierras nuevas, tierras libres

La respuesta clásica —la superpoblación del campo— tiene la fuerza de una


evidencia inmediata. Establece una relación de causalidad entre la progresiva
desaparición del espacio silvestre y de los tipos de vida que se vinculaban a él, y el
incremento de la población cuyo desarrollo veremos y cuyas consecuencias se
evaluarán en el capítulo siguiente, y cuyo origen se sitúa en un cambio de la
demografía de las familias campesinas en el siglo X.
Cuando los historiadores modernos volvieron a examinar con mirada más atenta
que sus antecesores la ocupación del suelo en el siglo IX, se impresionaron por
importantes disparidades: por un lado explotaciones muy pobladas y, por el otro,
algunas vacías. Tanto poblaciones que parecían bastante densas, como en Palaiseau o
en Verriéres, en la región parisiense, o alrededor de la abadía de Saint-Bertin, en
Flandes, como aldeas casi vacías. El fenómeno se observa a veces en^el mismo sitio.
A finales del siglo, en un pueblo ardenés perteneciente a la abadía de Prüm, 116
familias estaban instaladas en 34 explotaciones mientras que otras estaban casi
desiertas. Esta situación se explica cuando vemos a algunas familias de Lorena que
prefieren amontonarse en sus tenencias de origen antes que ocupar otras nuevas que
el señor les proponía con el contrato habitual. Para ellos valía más agruparse en los
antiguos campos, con lo que la renta y los servicios debidos al dueño eran más leves
para cada uno. Retomar una explotación que había sido abandonada durante un

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tiempo necesitaba además un trabajo suplementario. En ese marco, la roturación del
espacio dominical no era una ventaja para los campesinos.
Cuando la presión era demasiado fuerte, los tenentes se iban. Los mismos
esclavos no dudaban en hacerlo. Así, en Chalonnais todo un grupo que había
intentado escapar de los monjes de Saint-Rémy fue recapturado y vuelto a someter a
servidumbre en el dominio de Courtisols. Los tenentes, en principio, eran siempre
libres y por lo tanto más difíciles de retener. A comienzos del siglo X, los monjes de
Reims aún se veían obligados a admitir que el hombre libre que cultivaba uno de sus
«mansos» podía dejarlo, con la condición de probar con siete testigos, sus iguales,
que ya no podía sostener la tierra, en razón de su «pobreza». En el Midi, la situación
de los grandes propietarios no era mejor. Algunas instalaciones de la abadía de San
Víctor de Marsella, en la baja Provenza, estaban vacías cuando aldeas vecinas se
hallaban pobladas por alodiales. La explicación de estos vacíos surge cuando el
administrador monástico anota, después de los nombres de ciertas familias, la
mención «buscar».
En Auvernia, los tenentes de un gran propietario, Géraud, fundador de Aurillac,
abandonaban sus tierras con herramientas y bagajes, porque este había colocado a
otro dueño entre él y ellos. Es verdad que los guerreros de la casa de Géraud veían
muy mal esta partida; era un mal ejemplo. Otros no siempre tenían escrúpulos para
obligar a los hombres libres al trabajo dominical. En Chalonnais, una orden real
adscribió la servidumbre en un dominio del fisco a antiguos hombres libres. En
Cambrai, un vasallo del obispo pretendía que toda una familia sufriera la misma
transformación. En el Midi, los herederos de los grandes propietarios intentaban
sobornar a los jueces para que volvieran a poner en esclavitud a los libertos de un
difunto. Despoblamiento y relativo superpoblamiento tienen, pues, la misma causa: la
lucha de los tenentes para mantener el contrato que los une al dueño y la elección que
hacen o irse o, si se quedan, reagruparse en la misma explotación. En el gran dominio
no es la tierra lo que falta, son los hombres. Solo de estos pudo surgir el movimiento.
Desde hacía mucho tiempo se toleraba, en los márgenes de algunos grandes
dominios, que los extranjeros «foráneos» o «huéspedes», como se decía entonces,
desbrozaran pequeñas explotaciones «cultivadas al lado», «pegadas», por así decirlo,
al territorio propiamente dicho. La renta era muy liviana. A medida que avanzamos
hacia el siglo X vemos que aumenta el número de accolae en las diferentes
redacciones del registro dominical de Saint-Rémy de Reims. En la misma época, se
multiplican en Picardía.
Esta manera de roer los márgenes ¿no es acaso el comienzo de las grandes
roturaciones y su parte visible en la documentación de la época? Si se acepta este
análisis, debemos observar que las tierras desbrozadas empiezan en el mismo
momento en que las partes más controladas del espacio agrario están salpicadas de
vacíos significativos. Lo que impulsa al desbroce es más la presión incrementada
ejercida por señores sobre los territorios ya cuadriculados y dominados por ellos que

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lo que nosotros llamamos la «superpoblación» de los mansos, que ya hemos visto que
en el marco dominical jugaba más bien en favor de los campesinos. Se desbrozan las
tierras para seguir siendo libre o para llegar a serlo, no para evitar la superpoblación.
En todo caso esta era la razón que daban los noruegos que se aventuraban a Islandia,
o los campesinos de los Pirineos que volvieron a hacer cultivable el no man's land de
la «frontera» catalana. Era la libertad la que hacía vivir en las rudas soledades de los
Alpes, en el siglo X, a grupos de siervos marrons, que podría traducirse por
‘fanáticos’(enragés). Era la que impulsaba a los campesinos heréticos del siglo XII,
minoritarios en el oeste, a partir a los bosques de Mine o de Anjou, para establecer en
ellos sus bougreries. Y más tarde sigue siendo el cebo que atrae a los habitantes a las
nuevas aldeas, villafrancas y salvitates, cuando los señores, después de cambiar su
fusil de hombro, otorgan cartas favorables, compromiso necesario, en un mundo en el
que los «desiertos» se hacen cada vez más raros. Podemos pensar lo que queramos de
las causas más profundas del movimiento pero, para la gente de la época, lo que
provocaba el «poblamiento» era la «franquicia», la libertad y no a la inversa. Pero
volvamos a la demografía campesina.

La Iglesia, la técnica y la alimentación

Una de las consecuencias, la más nefasta que vivieron los historiadores del
siglo XIX, en la precoz cristianización del campo, era la tendencia remanente a
considerar como pasadas a la cultura de los laicos de los siglos IX y X y aún peor, a
los hechos, las prescripciones de la Iglesia en materia de matrimonio, de sexualidad y
de procreación. Transportado sin demasiadas reticencias —al menos expresas— al
ámbito de la demografía histórica, este a priori conduce paradójicamente a una visión
bastante mecanicista del incremento demográfico. Los cánones de la Iglesia, en
efecto, no variaron notablemente en la época que nos interesa. Si, como se suponía,
los campesinos no dejaron de observarlos, el impulso demográfico solo podía
provenir de circunstancias totalmente exteriores a su universo mental. Reducido a su
más simple expresión el análisis será: las parejas campesinas de finales del siglo X y
del siglo XI tienen más hijos vivos porque comen más, comen más porque producen
más y producen más porque tienen mejores técnicas de producción. Como todo ello
coincide con la instalación del señorío jurisdiccional, se acostumbra a dotar al señor
del espíritu de empresa y hacer de esta manera de la feudalidad, o mejor aún del
feudalismo, el motor del progreso social y, a pesar de sus taras, felizmente desveladas
por la época moderna, una etapa «globalmente positiva» en la evolución de la
humanidad. En este campo la carga ideológica es tan patente como cándidamente
ignorada.
No es que deba negarse la importancia de la alimentación, de las técnicas de
producción y, de una manera más general, de todo lo que se califica a falta de otra
forma mejor como material en las relaciones sociales. Lo que se cuestiona es el

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análisis que presenta las técnicas como si intervinieran de manera inmediata y
unívoca en la evolución de esas relaciones. Ya conocemos la desastrosa boutade
«Dadme la collera y el molino de agua…» que condena las invenciones técnicas a
«aparecer» en el curso de la historia como otras tantas deae ex machina.
El análisis de la demografía medieval está viciado por un segundo a priori: más o
menos conscientemente, los más críticos de los historiadores toman prestado del
tercer mundo y de su miseria, a veces atroz, los elementos de una «demografía de las
sociedades preindustriales», de una «demografía primitiva». Pero todos saben que
esas sociedades son muy viejas, y que los imperialismos militares o económicos
deben contar algo en esa miseria. Y puede pensarse que el éxito y los fastos de los
antiguos reinos conquistadores —tan caros a la historia tradicional— no implicaban
necesariamente una mejora general de la suerte de las poblaciones afectadas. En este
sentido, los pueblos felices no tienen historia, o más bien, sin duda, no es aquella a la
que estamos acostumbrados.
En oposición a este análisis, toda una corriente etnológica ha adelantado
recientemente la idea de que la alimentación de los pueblos cazadores y recolectores
era mucho mejor que la de los agricultores del siglo XIX. Edad de piedra, edad de
abundancia. Tal bienestar suponía evidentemente un índice de ocupación del espacio
bastante débil. Esta condición no desapareció totalmente durante la alta Edad Media
antes de las roturaciones. En muchas zonas, el bosque o los pantanos son aún muy
vastos, y la población está dispersada. En las «tierras comunes», en las «tierras de los
libres», recolección y caza todavía pueden practicarse y aportan, con la ganadería
extensiva, un apoyo serio a la agricultura. ¿Qué puede aportar al debate el magro
dossier de los siglos X y XI? Retomemos brevemente los tres elementos: morbilidad,
hambruna, subalimentación.
El período que se extiende del siglo IX al siglo XII no está exento ciertamente de
epidemias; sin embargo, ignora las grandes «pestes» de las épocas que lo preceden y
lo siguen. Por lo que respecta a la morbilidad común, las investigaciones recientes,
basadas en el estudio sistemático de los milagros de curación, en muchos casos
orientan hacia enfermedades que podrían provenir de la mala nutrición; pero la
proporción de esas afecciones en la masa general de la morbilidad registrada por las
compilaciones de milagros es la misma para los siglos IX-X que para los siglos XII-XIII.
Así pues, el «giro histórico» del siglo XI no significa ningún progreso. Puede
esperarse una confirmación o una invalidación de este análisis por la patología
histórica tal como la practican los arqueólogos, aunque las conclusiones hayan sido
recientemente cuestionadas por la prehistoria.
Las investigaciones sobre las hambrunas parecen aportar elementos aún más
sorprendentes. La estadística para Europa occidental, aunque sumaria, sería de 26
años de hambruna para el siglo ix, 10 para el X, 21 para el XI y 32 para el XII.
Paradójicamente, el siglo X marcaría una mejora de la producción mientras que el

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despegue económico estaría acompañado por un agravamiento de la situación
alimentaria.
Tales variaciones nos llevan a preguntarnos si la alimentación de los campesinos
ha sido siempre fatalmente insuficiente. También en esto, estudios recientes aportan
un aclaración preciosa. Suponen niveles de abundancia o de penuria bastante
diferentes entre las familias de tenentes de una misma región. También invitan a
considerar regímenes alimentarios bastante diferentes. Se ha opuesto una
alimentación a la romana, transmitida por los monasterios, y basada en el consumo de
cereales, a una alimentación «bárbara», que utilizaba mucho más la leche y el queso,
la carne y los pescados, y que se observa sobre todo en los códigos anglo-sajones del
siglo VII. Es posible que estos dos modelos perduraran durante el siglo IX. En las
grandes casas eclesiásticas, y tal vez en los dominios reales, se comían grandes
raciones de pan, un verdadero «régimen de cuartel». Esta gran cantidad de trigo se
obtenía por una parte de la producción del mismo dominio, y por otra de las familias
de tenentes que debían entregar una parte de su cosecha, y de las familias libres, que
pagaban la molienda cuando por su voluntad llevaban el grano al molino dominical.
Ahora bien, las superficies cultivables de las tenencias —las colonica— o de los
pequeños alodios parecían poco considerables; para pagar la molienda o el champan,
y alimentarse, los campesinos que vivían en ellos hubieran debido tener rendimientos
sorprendentes para la época. Lo más probable es que su régimen alimentario se haya
basado mucho menos en los cereales que el de los sirvientes de los grandes dominios.
Las razzias de los caballeros sobre las piaras de cerdos y rebaños de corderos que
pacían en las orillas semidesérticas son tal vez más un medio de presión sobre los
libres, para arruinar una de las fuentes de su alimentación y muy concretamente su
libertad económica, que un simple efecto de la glotonería de las casas señoriales. La
misma observación sería válida para la multiplicación de reservas de caza o de pesca,
las «dehesas»; el establecimiento de las mismas fue una de las causas principales del
levantamiento de fines del siglo X de los campesinos normandos que todavía estaban
acostumbrados al característico libre acceso escandinavo. Acosado en el terreno de la
alimentación animal, el campesino, al menos el del norte, también lo estaba en el de
la alimentación cerealera. A partir del siglo XI el señor le obliga, por orden de él, por
un «ban», a que muela en el molino señorial. Lo que en algunos casos era una
comodidad se convertía en una imposición. Los pequeños molinos familiares que
hemos visto en manos de las mujeres renanas fueron prohibidos. El señor, de esta
manera, podía controlar las cosechas y gravar con una exacción suplementaria a las
familias cuyos labradíos, y, por tanto, la producción de trigo, eran débiles ya fuera
por necesidad y pobreza reales, o por elección y modo de vida. El señorío, ya vemos,
en sus comienzos no es el animador ilustrado de la actividad campesina, sino
simplemente un parásito de esta actividad. Y en virtud de esto, incita efectivamente a
producir más, pero en condiciones que no necesariamente aumentan el consumo de
las familias campesinas. Y el número elevado de las hambrunas del siglo XII en este

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caso incita poco al optimismo. En el estado actual de las investigaciones, puede
pensarse que la base alimentaria de la demografía del campo no mejoró durante el
período examinado, si es que no se tambaleó. Vale más buscar en otra parte el origen
del desarrollo.

La creación de una demografía «natural»

Si se examina de cerca la demografía del siglo IX, vemos que ella es tal vez
«tradicional» pero no ciertamente «natural». El estudio detallado de los registros
dominicales ha aportado, a pesar de inevitables incertidumbres, algunos datos
significativos. En principio parece quedar establecido que los siervos se esfuerzan por
casarse fuera de su condición, es decir, con libres o, a lo sumo, con protegidos:
alrededor del 70 por 100 en los dominios de Saint-Germain-des-Prés, un 30 por 100
en los de Saint-Rémy de Reims; pero los que logran hacer un casamiento mixto son
los siervos, los hombres, no las siervas: una sola por cada cuatro hombres.
Proporciones tanto más significativas ya que no se las observa en el caso de
casamientos entre libertos y libres, compartidos en la misma igualdad por hombres y
mujeres. La razón de esta rareza de los matrimonios entre una sierva y un libre es
que, salvo disposición contraria propia del dominio, sus hijos son siervos; a la
inversa, los hijos de un siervo y de una libre son libres, al menos en principio, ya que
el amo siempre al acecho de trabajadores para poblar sus tierras, podía quererlos. Por
otra parte, sabemos por un texto de Lieja del siglo XII que los amos combatían esta
rareza de las uniones entre las siervas forzando a sus siervos a casarse con ellas, con
el fin confeso de tener a los hijos y perpetuar de esta manera una beneficiosa
servidumbre.
El rechazo de una notable parte de los campesinos siervos a trasmitir la «mácula
servil» se prolonga después del matrimonio y esto es lo que nos interesa en este caso.
Parece, en efecto, que los siervos tienen menos hijos que los libres; sobre todo, y en
esto las cifras son más seguras, tienen más hijos varones —menos hijas— que sus
vecinos libres. Puede adoptarse el axioma de que cuanto más libre es una familia más
grande es su tenencia y menos fuerte es la tasa de masculinidad de su progenie,
mientras que su tasa de fecundidad es menos mala que la de los siervos.
Estas variaciones no pueden explicarse por medio de condiciones «naturales».
Significan dos cosas. En el caso de la hipermasculinidad entre los siervos, el
infanticidio de las niñas. A la vieja regla partus sequitur ventrem, «el niño tiene la
condición de aquella cuyo vientre lo ha engendrado», los siervos oponían la estrategia
de la masculinidad. En esto, a corto plazo, su interés coincidía con el de los amos que
querían sobre todo brazos masculinos para sus corveas de labranza. A largo plazo, el
efecto de esta escasez de hijas en la población dominical no podía dejar de ser
desastrosa. En el caso de las diferencias de la tasa de fecundidad, la variación

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significa una restricción de los nacimientos por medio de prácticas sean
anticonceptivas sean abortivas, como las denunciadas por Burchard de Worms.
Pero estas prácticas requieren —aun hoy— cierto saber. ¿Quienes fabricaban las
bebidas abortivas sino las recolectoras de beleño, esas mismas comadronas que
aconsejaban a sus compañeras cuándo había que encantar o envenenar a los hombres,
o que se encargaban, cuando había un mal nacimiento, de hundir la piadosa estaca en
el cuerpo del recién nacido muerto? Mientras este tipo de mujeres dirigieron los
grupos femeninos y, a menudo, a través de esos grupos, los propios caseríos alodiales,
podía existir un verdadero control de nacimientos al igual que un equilibrio entre la
tierra y los humanos que vivían en ella. Pero a partir del momento en que el poder de
las comadronas se quiebra y su saber declina, ese control degenera en una desdichada
chapuza, en un «accidente de cama» que ahoga al niño, o en una brujería furtiva
denunciada al cura de la parroquia. Solo quedaba el «creced y multiplicaos», ya que
otra opción era peligrosa o imposible. Las magas, convertidas en «brujas», tomaban
el camino de los profundos bosques, como los campesinos que refunfuñaban bajo el
yugo del señor. Fue allí, en esos márgenes, donde durante más tiempo se mantuvieron
los restos de su cultura. Fuera de allí, el camino ya estaba libre para una demografía
«natural», o casi.
A pesar de todo, todavía en el siglo XII en ciertos pueblos atrasados no se
resignaban a aceptar a los niños tal como llegaban. Puede verse muy bien en un
asunto que desencadenará en el siglo XIII la acción de la inquisición lionesa y que
tuvo como marco las Dombes, que estaban a medias desbrozadas y a medias eran
boscosas. Allí, como en otras partes, algunos recién nacidos estaban enfermos y eran
insaciables; agotados por las diarreas, se vaciaban y vaciaban a sus madres. Se creía
que en el lugar del pequeño enfermo —¿en el cuerpo?— se había deslizado en el
momento del nacimiento el espíritu de un ser demoníaco, llegado de los bosques, de
las aguas o de la tierra, o el espíritu de un hijo de esos seres. Por lo tanto había que
llamar al espíritu del recién nacido verdadero y devolver a los suyos el del
«cambiado». Para esto, la madre, acompañada por una vieja mujer que sabía la
«manera ritual de actuar», iba a un bosque, en este caso el de san Guinefort. Después
de hacer ofrendas, sobre todo sal, y de clavar un clavo en un árbol, hacían pasar
nueve veces al recién nacido por la horqueta de un árbol. Burchard denuncia un rito
idéntico: se cavaba una angostura debajo de un montículo y se hacía pasar por allí al
recién nacido; llamada a los espíritus de la tierra, idéntica a la que hacían las madres
de Dombes a los del bosque. Luego se exponía el niño entre dos velas, y la mujer se
retiraba después de abjurar a los espíritus para que retomaran «su» niño y le
devolvieran el de ella. Los depredadores, los lobos, por ejemplo, habían ya observado
esas víctimas tentadoras, y visitaban habitualmente el bosque. A veces, además, las
velas incendiaban la paja de la cuna. O el niño debilitado se moría de frío. Después
de dejar pasar un tiempo para que se consumieran las velas, volvían las mujeres. Si el

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niño seguía vivo, lo sometían a una última prueba sumergiéndolo nueve veces en las
aguas frías de un arroyuelo.
El «intercambio» se hacía bajo el patronato de un «santo» poco ortodoxo:
Guinefort, un perro enemigo de las serpientes —¿de los gusanos?— y protector
contra aquellas de los recién nacidos. La invocación que subsistió en el folklore
resume bien la elección radical deseada por las madres: «Saint Guinefort, ou la vie ou
la mort» («San Guinefort o la vida o la muerte»). El recién nacido demasiado
enfermo no resistía probablemente la exposición. El que sobrevivía debía tener, como
lo subraya con acerba ironía el inquisidor Esteban de Bourbon, «las tripas sólidas», lo
que precisamente no era el caso. Para Esteban, que no desea comprender, se trata de
infanticidio. Pero el apasionante estudio consagrado a este caso subraya justamente
que, a los ojos de los campesinos, los niños que morían no eran hombres pequeños,
sino «demonios». Para las madres se trataba tanto de lograr recuperar a su verdadero
hijo como de eliminar un intruso nefasto. Su creencia en el «cambiado» explicaba la
enfermedad y permitía, de una manera o de otra, suprimirla: la selección se vivía
como una salvación, un último recurso. Y no era una alegría: a veces la mujer no
podía llegar hasta el final del rito y volvía a rescatar al niño de las garras de los lobos.
Este notable ejemplo no debe ilusionarnos. Los inquisidores del siglo XIII ya no
tienen frente a ellos una cultura dominante sino solo un remanente empecinado y
pasivo. Los de Lyon pudieron trasladarse sin dificultad a las Dombes para reunir «al
pueblo de esta tierra» para predicarle, talar el bosque sagrado y hacer condenar a los
que iban a él a la confiscación de sus bienes, en la práctica, al destierro. Todo esto sin
problemas gracias al poderoso castellano de la región, el señor de Villars. Estas
medidas draconianas no bastaron, ciertamente, para suprimir completamente la
adoración de Guinefort. Aún a comienzos del siglo XIX, las madres que tenían un niño
«que languidecía» o estaba afiebrado, iban al bosque y hacían dones a un ermitaño
que se había establecido en él. Pero ese «mendicante» había pedido autorización para
el culto al obispo, y la práctica ya no se sentía peligrosa sino un poco molesta: «La
gente de esta región, decía el cura al obispo, es bastante supersticiosa, algunos sobre
un tema, otros sobre algún otro». Ya no hay cultura campesina sino supersticiones
dislocadas.
Pasadas las tempestades de la crisis feudal, el poder de la Iglesia sobre los
habitantes de la campiña se consolidó durante mucho tiempo gracias a los castellanos.
Empezaban los siglos modernos. Cuidémonos de juzgar a la luz de los mismos a los
que los han precedido, de encarecerles las deformaciones infligidas a la cultura
campesina por los textos eclesiásticos, que ocultan de esta manera su condición
natural, su irreductible ajenidad con respecto a nuestra propia cultura. Era un época
poco razonable, en la que aún dominaba en las campiñas del norte no el Señor Jesús o
María llena de gracia, sino el astro ambiguo de la noche. Berta brillante de grandes
pies que dejaba tras ella sus huellas de pájaro de los pantanos, seguida de su cortejo
de fieles brujas «dos corazones», guerreras y amazonas del cielo, con sus largos

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cayados de avellano, sus encantamientos de «huesos humanos, cenizas y carbones
apagados, cabellos, pelos genitales de hombres o de mujeres, hierbas, caracoles,
serpientes, todo entrelazado con cintas de color», con sus brebajes de sueños y con
sus visiones alucinadas. ¿Cómo no invocaros aquí, Talayesva le Hopi, y más salvajes
aún, brujos Yaqui, Tarahumara, Bororo, Aché, Yanomani, videntes drogados y en
trance que combaten contra la tempestad? ¡Cuánta ciencia nos separa de vosotros,
cuántos concilios y clérigos razonadores y aterrorizados, cuánta paciente reducción
del espíritu! La escritura ha inmortalizado las hazañas de Rolando partiendo los
cuerpos en dos, como se parten los cerdos en invierno; ¿qué valen a su lado los
prodigiosos vuelos de las comadronas del Rin? Era un época en la que los trópicos
pasaban por Worms. Aquellos de vosotros que aún sobrevivís, reiréis de estos
descubrimientos.
En el siglo XI termina, en lo esencial, el combate que oponía la cultura
eclesiástica, la cultura de las ciudades, a una cultura campesina autónoma. Los
laureles, los bosques de los lobizones están talados o a punto de serlo. Algunos
islotes, supervivencias, perpetuarán en una forma degradada el pasado salvaje. El
pequeño bosque de san Guinefort, tan apasionante como testimonio, ya no es gran
cosa al lado de esos vastos «países de Helle». ¿Qué queda después del paso de
Esteban de Bourbon y de los señores de Villars? Pero esta victoria de la Iglesia
también implica transformaciones profundas de su parte. El clero de los siglos XI y XII
es evidentemente heredero de una tradición teológica antigua, que podría llamarse
cristianismo imperial. Pero también es, en una flexión del tiempo, creador de formas
religiosas nuevas, mucho más populares y por eso mismo más comprometedoras.

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Capítulo 2
NACIMIENTO DE UNA CRISTIANDAD
(mediados del siglo X — finales del siglo XI)

Entre el final del siglo X y el principio del siglo XII, Occidente, que hasta entonces
no era más que una simple noción geográfica, se convierte en una realidad con el
nacimiento de la cristiandad. Más allá de sus divisiones, los pueblos cuya lengua
litúrgica era el latín toman entonces conciencia de su unidad. Se trata de un momento
crucial, pues, desde la disgregación del Imperio Carolingio, ningún poder político o
espiritual había tenido suficiente influencia para ejercer una autoridad que
sobrepasase las fronteras de los diferentes reinos. El papado, que desde el final del
pontificado de Juan VIII (muerto en 882) dependía de la aristocracia romana,
atravesaba uno de los períodos más sombríos de su historia; ni siquiera el Sacro
Imperio, reconstituido en 962 por Otón I, tenía una extensión o una cohesión
suficientes para llegar a ser el punto de encuentro de los que no se resignaban a la
parcelación feudal. Su influencia solo era considerable en los países germánicos y, en
menor medida, en la Italia septentrional y central. Además, el poder de los
emperadores era discutido, hasta en estas regiones, por medio de sublevaciones y de
disidencias que en la práctica reducían singularmente el alcance de las pretensiones
universalistas de los soberanos y de los clérigos de su entorno, principales paladines
de la ideología de la renovatio imperii. De hecho, la conciencia de pertenecer a una
comunidad cultural que englobaba a pueblos hasta entonces dispersos, renacería en
Occidente sobre otra base, la de la adhesión religiosa.

EL PODER DE LA FE

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Durante la alta Edad Media, la zona de influencia del cristianismo latino no había
cesado de extenderse hacia el norte y hacia el este, a medida que se afirmaba la
preponderancia de los francos sobre las restantes etnias germánicas. En la época de
Carlomagno, se suponía que todos los habitantes del Imperio habían recibido el
bautismo y los que todavía lo rehusaban —los sajones en particular— fueron
obligados por la fuerza a adoptar la fe del soberano. Tras la segunda ola de invasiones
del siglo IX y principios del X, el esfuerzo por incorporar nuevos pueblos externos al
bloque religioso homogéneo que se extendía de Irlanda a Italia y de los Pirineos a
Alemania, prosiguió cada vez más.

En los márgenes de la cristiandad

Los normandos se distinguieron entre los nuevos invasores al adoptar


rápidamente las creencias de sus nuevos súbditos, tanto en Francia como en
Inglaterra. En cierto modo, este era el precio que había que pagar por entrar, al mismo
nivel, en la comunidad de los pueblos «civilizados», cuyo modo de vida y formas de
organización política ejercían una verdadera fascinación sobre quienes habían vivido
hasta entonces fuera. Y lo mismo ocurrió en el caso de los eslavos y de los húngaros.
No fue una casualidad que el cristianismo se impusiera, tanto entre ellos como entre
los escandinavos, al mismo tiempo que las formas de organización estatal, en
particular la institución monárquica. La Iglesia conservó y exaltó el recuerdo de los
jefes de clan, fascinados por el título real y por el prestigio que conllevaba, que
lograron que sus tribus guerreras adoptaran la religión de Occidente: Miesko I en
Polonia, san Esteban en Hungría, san Wenceslao en Bohemia y san Olaf en Noruega
fundaron a la vez Estados nacionales independientes e iglesias locales, con la ayuda
de misioneros enviados por el emperador o por el papado. Pero, al ordenar a todos sus
súbditos que se bautizaran y al defender la nueva fe contra las reacciones paganas,
aceptaron al mismo tiempo que su pueblo se integrara en una comunidad más amplia:
la de los cristianos que celebraban la misa en latín y reconocían una cierta
preponderancia —aún mal definida— al obispo de Roma. Aparecieron así, alrededor
del año mil, nuevas metrópolis eclesiásticas (Praga, Magdeburgo, Gniezno,
Esztergom, Lund, Nidaros, etc.) que fueron también centros de evangelización a
partir de los que el catolicismo alcanzó los confines más remotos a lo largo del siglo
XI.
Esta evolución no careció de tropiezos y dificultades. La conversión de
Escandinavia, por ejemplo, fue una obra llevada a cabo con mucho trabajo.
Emprendida por clérigos alemanes, fue proseguida por monjes llegados de Inglaterra
y Francia, y hasta el siglo XII, Suecia, Islandia y Finlandia no fueron sólidamente
ancladas en la organización eclesiástica romana. Más al este, fue preciso esperar hasta
el siglo XIV para que los lituanos —vecinos septentrionales de los polacos—
adoptaran la religión de Occidente. En los países eslavos, graves conflictos

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enfrentaron a los misioneros latinos con sus homólogos griegos. En Servia y en
Moravia, se fijó, poco a poco, al cabo de muy complejas fluctuaciones y virajes, una
línea divisoria entre las dos cristiandades rivales. Estas querellas sobre ritos y
fronteras sustentaron entre las dos jerarquías eclesiásticas, la de Roma y la de
Constantinopla, una creciente animosidad que no fue ajena a la gran ruptura que
constituyó el cisma de 1054. Tanto antes como después de esta fecha, el papa y el
patriarca se condujeron como rivales, tratando cada uno de atraer a su esfera de
influencia a los pueblos recientemente convertidos. Este fue el caso de los búlgaros,
que se adhirieron finalmente a la causa bizantina y, sobre todo, el de los rusos.
Cuando Vladimir, príncipe de Kiev, recibe el bautismo el año 987 en las aguas del
Dniéper, el destino religioso de Rusia se inclina, de manera definitiva, hacia Oriente.

Las parroquias adultas

En los países más antiguamente cristianizados, la influencia de la Iglesia sobre los


fieles se reforzó con la puesta en marcha de una red parroquial muy densa que, bajo
formas variables según los países, constituyó una de las experiencias más importantes
de los primeros tiempos del feudalismo. Desde el final de la Antigüedad, la Iglesia
estaba organizada sobre la base de las diócesis, reagrupadas en provincias
eclesiásticas calcadas de las estructuras administrativas del Bajo Imperio. Estas
instituciones, amenazadas de disolución al final de la época merovingia, habían
recuperado toda su solidez y estaban incluso reforzadas con los carolingios, que
habían incrementado el poder de los obispos y transformado a los metropolitanos en
arzobispos poseedores de autoridad sobre sus sufragáneos. Pero estas estructuras
jerárquicas afectaban poco a los fieles y a los simples sacerdotes que, fuera de las
ciudades, apenas tenían relaciones con los prelados. Habían pocas parroquias y, en
muchas regiones, los fieles debían acudir, para las ceremonias religiosas y la
recepción de sacramentos, a una iglesia madre (pieve en Italia, minster en Inglaterra)
que era, o bien una antigua fundación episcopal, o bien un antiguo centro de
evangelización monástica.
Entre los siglos VIII y XII se asiste en todo el Occidente a una multiplicación de
las iglesias rurales que gozan de derechos parroquiales. Esta difusión corre pareja con
la afirmación del régimen señorial y del feudalismo. Los amos del suelo, y pronto del
poder, fundaron en sus dominios lugares de culto para controlar mejor a los hombres
colocados bajo su dependencia. No contentos con escoger ellos mismos los curas
párrocos, acabaron por considerar estas iglesias y los patrimonios de los que se les
habían dotado, como de su propiedad plena y absoluta. Esta situación presentaba
muchos inconvenientes para la jerarquía eclesiástica, pues el vínculo entre las
parroquias y el obispo se encontraba debilitado, si no roto, y sus bienes eran a
menudo dilapidados, repartidos o enfeudados por los patrones laicos. Pero el sistema
de la «iglesia propia» (Eigenkirche), como la llaman los juristas y los historiadores,

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no tuvo solo consecuencias negativas. El hecho de que todo el mundo, desde el rey
hasta el simple propietario de tierras pasando por las abadías y los señores
castellanos, pudiera crear y poseer uno o varios santuarios favoreció sin duda alguna
la aparición de ese «blanco manto de iglesias» que cubría Occidente en los
alrededores del año mil. En la misma época, los límites territoriales de las parroquias
se precisan y tienden, en muchas regiones, a coincidir con los señoríos o las tierras de
la aldea. Al igual que la sociedad profana, la Iglesia en el siglo XI se reconstruye a
partir de la célula más modesta.
Todo el esfuerzo de los reformadores de los siglos XI y XII tenderá a sustraer los
lugares de culto, que llegan a ser muy numerosos, del poder de los laicos para
situarlos bajo la autoridad de la jerarquía eclesiástica. Los señores no cedieron
fácilmente. Los clérigos lograron crearles mala conciencia e impresionarles con la
amenaza de sanciones canónicas. Pero a menudo preferían donar sus iglesias a las
comunidades monásticas, de las que esperaban a cambio oraciones eficaces para el
reposo de su alma y la de sus ancestros, más que restituirlas al obispo, como había
deseado el papado. Por lo demás, entre los santuarios fundados o desarrollados por
las familias aristocráticas se encontraban un buen número de establecimientos
religiosos, abadías, prioratos y colegiatas rurales o urbanas. Teóricamente, estas
últimas no tenían vocación pastoral y constituían simplemente centros de oración y
de vida litúrgica. Pero en la práctica, estas comunidades, por modestas que fueran, no
permanecían al margen del mundo que las rodeaba. A través de ellas se multiplicaron
las ocasiones de contacto entre los fieles —señores y campesinos— y la Iglesia. Se
operó así una impregnación más profunda de las mentalidades por la religión, cuyas
modalidades concretas desconocemos en gran parte pero cuya realidad es innegable.

Dios en el mundo

Para los laicos, la iglesia, ya fuera parroquial o monástica, era un lugar


privilegiado, revestido de un prestigio sagrado. Lugar de asilo y, como tal, inviolable
bajo pena de excomunión, se caracterizó, en primer lugar, por la posesión de reliquias
de uno o varios santos que perseguían con su venganza al eventual profanador. Pero,
como veremos, era también el centro de reunión de los hombres y mujeres de la aldea
o del barrio. En caso de invasión o ataque, la población se refugiaba allí; cuando era
preciso tomar decisiones concernientes a la vida de la comunidad local, se celebraba
allí lo que, en algunas regiones de Francia, se llamaría más tarde, la «general» de la
parroquia, es decir, la asamblea de los cabezas de familia. Y era, por último, el lugar
donde se oficiaban los sacramentos, donde se promulgaban las sentencias de
excomunión y de entredicho, y a cuyo alrededor se reunían los despojos de los
muertos, a partir de ahora sepultados en «tierra cristiana», en el cementerio contiguo.
Pero las palabras «cristianización» o «conversión» no están desprovistas de
ambigüedad. A excepción de una minoría de judíos, los habitantes de Occidente, en el

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siglo X, están sin duda bautizados y tienen derecho, por esta razón, al nombre de
cristianos. Sin embargo, el contenido de esta fe no debe ser medido por el rasero de
definiciones teológicas o canónicas demasiado rigurosas. Más que sobre dogmas, mal
conocidos por los fieles e incluso por la mayoría de los clérigos que apenas saben
más que el Pater y el Credo, la creencia religiosa arraiga en algunas certidumbres
fundamentales que impregnan la mentalidad común. Es cosa probada que todo el
mundo cree en la supervivencia, es decir, en la existencia de otras realidades más
importantes, a fin de cuentas, que las de aquí abajo. La Iglesia enseña —y en este
punto su mensaje es perfectamente asimilado— que el destino eterno del hombre se
ventila en la tierra. De lo que se deduce entre los fieles no un miedo a la muerte,
demasiado familiar como para que puedan realmente temerla, sino la preocupación
por morir cristianamente renunciando in articulo mortis a los bienes mal adquiridos o
a una relación escandalosa. Conscientes de llevar una existencia poco moral y aún
menos religiosa, los laicos tratan también de redimir sus faltas multiplicando las
donaciones a la Iglesia y a los pobres a fin de obtener los sufragios de los que tendrán
necesidad para afrontar al Juez celeste. Persuadidos del particular valor de la oración
de los monjes, se esfuerzan por establecer con ellos lazos de «fraternidad» con el
objeto de ser inscritos en el obituario de una comunidad y de gozar duraderamente
del beneficio de su intercesión. Esta conducta no es exclusiva de la aristocracia
feudal. Incluso los usureros, cuando sienten próximo su fin, no dudan en devolver y
en encargar a los clérigos proceder a la restitución de las sumas percibidas
indebidamente.
Para los hombres de esta época, el mundo era un campo de batalla donde se
enfrentaban sin cesar las fuerzas del bien, identificado en Dios, y las del mal,
encarnado por el Demonio. Fundamentalmente dualistas, consideraban tan real a este
último como al primero. No se trata de estimaciones abstractas: Satán actúa en el
seno de la creación y en la vida de todos los días; aparece ante el hombre bajo
apariciones falaces, trata de tentarle, se burla de él y a veces le vapulea si resiste. Pero
Dios no está menos presente: en primer lugar, en los sucesos, que son signos que es
menester saber interpretar correctamente. Las catástrofes naturales y los fenómenos
anormales aparecen como manifestaciones de la cólera divina y advertencias hechas a
los pecadores por Él, que, conocedor de todas las acciones humanas, se identifica con
la justicia inmanente. Pero son también el reflejo y la consecuencia del pecado que
reina en el corazón del hombre, donde los vicios y las virtudes se entregan a un
perpetuo combate —este es el tema de la «psicomaquia» ilustrada en tantos frescos y
miniaturas románicas— del que no se puede salir vencedor más que con la ayuda de
las fuerzas celestiales. Pues Dios no duda en intervenir activamente en favor de
quienes le imploran; se manifiesta a través de milagros cuyo objetivo es el de
restablecer el orden en el cuerpo y el espíritu de los hombres devolviéndoles la salud,
pero también en la sociedad liberando a los cautivos, salvando a los condenados y, en
suma, apartando a los fieles de todas las formas de violencia que les rodean. Los

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espíritus de esta época estaban unánimemente persuadidos de la realidad de tales
milagros o al menos de su posibilidad; cosa que no podía sorprender en un mundo en
que la frontera entre lo sobrenatural y el orden natural no estaba claramente definida
y en que las situaciones sin salida eran tan numerosas que solo el recurso a fuerzas de
otro orden podía permitir a los individuos y a los grupos salir adelante.
¿Pero no era ofender la majestad de Dios pretender hacerlo intervenir cada vez
que uno se veía enfrentado a dificultades insalvables? De hecho, los hombres de este
tiempo preferían dirigirse a intermediarios más accesibles, los santos, a cuyas
reliquias se les atribuía un poder benéfico. Nos cuesta trabajo imaginar qué papel
pudieron desempeñar en la vida de esta época los fragmentos de huesos conservados
en relicarios o cofres preciosos. Sobre estas reliquias se pronunciaban los juramentos
más solemnes; se las llevaba en procesión para apartar las epidemias, obtener buenas
cosechas o alejar al enemigo de una ciudad asediada. Son ellas lo que trataban de ver
y tocar los peregrinos que afluían a los santuarios donde se conservaban y veneraban.
El clero fomentaba esta devoción y multiplicaba los desplazamientos de reliquias,
que daban pie a ceremonias en las que los soberanos no dejaban nunca de participar.
Estos traslados atraían grandes masas humanas y a menudo se producían milagros
con este motivo, lo que no hacía más que acrecentar la fe y el entusiasmo de los
fieles. A partir del final del siglo XI la Iglesia se esforzó por canalizar la piedad
popular y orientarla hacia objetos más dignos a sus ojos. Al lado de los santos locales,
cuyo origen e historia eran a menudo oscuros, se desarrolla el culto de las grandes
figuras de la historia del cristianismo: san Juan Bautista, los apóstoles y, sobre todo,
la Virgen María. Las formas extrañas o aberrantes que pudo revestir esta devoción (la
veneración de una gola de leche de la Virgen o la cabeza de san Juan Bautista que
poseía ya otra iglesia) no deban ocultarnos la importancia de esta evolución, que
trataba de concentrar sobre la persona de Cristo y de sus primeros discípulos un
fervor que tenía tendencia a dispersarse entre innumerables intercesores. El
extraordinario acontecimiento del peregrinaje a Santiago de Compostela, que llegó a
ser en esta época uno de los santuarios más visitados de todo el Occidente, da pruebas
del éxito de esta empresa.

Los signos y los ritos

A excepción de una minoría selecta de monjes y de prelados, la vida religiosa en


esta época apenas era interiorizada y las convicciones se expresaban menos a través
de palabras que de signos visibles y tangibles. Además, la psicología de los hombres
de este tiempo les llevaba a extremar todos los contrastes. La vida moral no se libraba
de este clima paroxístico: en un mismo individuo, las manifestaciones de la más atroz
violencia o de la más absoluta decadencia dan paso, a veces en poco tiempo, a una
espectacular conversión cuyas características más evidentes eran la práctica de un
ascetismo riguroso y la huida de un mundo que despreciaba súbitamente con tanta

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pasión como había gustado precedentemente de sus placeres y valores. Estos brutales
cambios, bajo cuyo efecto numerosos caballeros renunciaron un buen día a los gozos
de los combates temporales para entregarse, hasta el final de su vida, a la celebración
del oficio divino en la paz del claustro, ejercían una gran fascinación en los espíritus.
Esta es una de las razones que explican el incremento del eremitismo, particularmente
sensible en la segunda mitad del siglo XI en numerosas regiones de la cristiandad.
Hombres de orígenes muy diversos acudieron a refugiarse al interior de los bosques y
de los «desiertos», unos hombres que creían que no obtendrían su salvación más que
al precio de una ruptura total con una sociedad que se iba enriqueciendo y con
estructuras eclesiásticas que se reformaban solo lentamente. Esta vuelta voluntaria a
la naturaleza salvaje y a la soledad constituía un signo inequívoco para quienes
entraban en contacto con el hombre de Dios. Y de aquí el prestigio de los eremitas,
pronto rodeados por un tropel de discípulos e incitados, por visitantes cada vez más
numerosos, a realizar milagros en favor de la sufriente humanidad. Si no se negaban
—lo que solía suceder— eran considerados en seguida santos y su influencia se veía
acrecentada a costa de su tranquilidad. Algunos no iban tan lejos en el esfuerzo
ascético y se contentaban con vestir el hábito de penitente o de converso, poniéndose
al servicio de una institución hospitalaria o de una comunidad religiosa bajo el signo
de la caridad fraterna y el trabajo.
No obstante, para la mayoría, la religión seguía siendo asunto de prácticas y
gestos. La distinción entre los sacramentos —cuya lista aún no había establecido
definitivamente la Iglesia— y las restantes ceremonias sagradas no era claramente
percibida. Aunque todos conocían los efectos benéficos del bautismo y de la
penitencia, los de la confirmación o la comunión no parece que fueran evidentes a los
ojos de los fieles, y los clérigos se preguntaban aún sobre la naturaleza del
matrimonio. En cambio, se otorgaba mucha importancia a las bendiciones, a las
aspersiones de agua bendita y a las procesiones expiatorias o suplicantes. El
exorcismo, es decir, el conjunto de ritos a través de los cuales se expulsaba al
demonio, era muy practicado por los obispos. Pero cuando se producían casos de
demencia o de posesión, a menudo parecía más eficaz conducir al enfermo a un
santuario famoso. La propia Iglesia contribuyó a mantener esta ambigüedad tratando
de sacralizar las realidades de la vida profana. Bajo su influencia, ceremonias como la
coronación real o la recepción de las armas por el joven caballero se enriquecieron
con un contenido religioso que no tenían inicialmente, o al menos en el mismo grado.
En lo referente a los fieles, tenían tendencia a privilegiar, en el ámbito de las
conductas religiosas, las más exigentes en el plano del esfuerzo físico (ayunos,
abstinencias, peregrinajes) y a conceder menos importancia a la asiduidad a los
oficios o a la oración. Era normal que fuera así ya que solo los clérigos, al menos
algunos de ellos que sabían latín, podían tener un contacto directo con los textos
sagrados, al oponerse la Iglesia a toda traducción de la Biblia en lengua vernácula,
por temor a que fuera profanada o interpretada incorrectamente.

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Las aspiraciones del año mil

En reacción contra la religión de la mayoría, que mediatizaba lo sagrado y


concretaba lo sobrenatural, a partir del final del siglo X, se desarrollaron en Occidente
toda un serie de focos de agitación religiosa no coordinados, bajo aspectos a menudo
diversos, pero todos caracterizados por un espiritualismo exacerbado. Estas
tendencias se expresaron con una claridad particular en las primeras herejías que
florecen en Francia e Italia en torno al año mil. En Vertus, cerca de Châlons-sur
Marne, un campesino llamado Leutard destruye el crucifijo de su iglesia parroquial e
invita a los fieles a dejar de pagar el diezmo al clero. En Rávena, el gramático
Wilgard enseña a sus atónitos oyentes que las fábulas transmitidas por los autores de
la Antigüedad contienen tantas verdades como los textos de la Revelación cristiana.
En Aquitania hacia 1020, en Orleans en 1022, en Arras en 1025 y en Monforte en
1028 son desenmascaradas y condenadas herejías en las que los cronistas de la época
no quisieron ver más que una reviviscencia del maniqueísmo antiguo. Para estas
sectas radicales, no solamente las obras y las manifestaciones externas de la piedad
son inútiles para alcanzar la salvación eterna, sino que la propia Iglesia no sirve para
nada; algunas llegan incluso a poner en cuestión el papel mediador de Cristo. A
menudo se han presentado estas corrientes como los signos precursores de un
despertar evangélico o como una protesta contra el peso de las estructuras feudales
que estaban formalizándose. Pero, de hecho, se trataba de otra cosa; los hombres y
mujeres que rechazaban todos los aspectos materiales y carnales de la religión y de la
condición humana (ya que condenaban el matrimonio y la procreación) querían
afirmar la posibilidad, para los iniciados, de entrar en relación directa con Dios y de
actuar desde la tierra bajo la inspiración del Espíritu Santo. Este ideal era vivido en el
seno de pequeñas comunidades cerradas en las que eran reconocidos y practicados los
valores negados por la mayoría: la fraternidad (en el castillo de Monforte, señores y
campesinos vivían en pie de igualdad), la pureza y la libertad de actuar conforme a la
inspiración interior. Sin cuestionar abiertamente el orden temporal, estos fervientes
grupos reunían sobre todo a personas que se sentían excluidas de la nueva sociedad
guerrera y materialista: mujeres y campesinos, así como clérigos instruidos que
apartaban la vista de su tiempo con repugnancia y preferían buscar su inspiración en
la vieja cultura mediterránea, la de la Biblia no cabe duda, pero también la de los
evangelios apócrifos y los tratados heréticos de los primeros siglos del cristianismo.
Estas disidencias puntuales fueron pronto sofocadas por la Iglesia y por los
poderes laicos. Conducidos al suicidio o condenados a la hoguera —que aceptaban
con alegría, pues les liberaba de su condición carnal para hacerles acceder a la patria
celeste a la que aspiraban—, los herejes del año mil parece ser que no dejaron
herederos directos. Pero es sorprendente comprobar que entre un cierto número de
sus contemporáneos se abrieron paso aspiraciones y certidumbres cercanas a las de
las víctimas de la represión.

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En el seno del monaquismo fundamentalmente, e incluso entre algunos obispos,
se ve nacer la preocupación por proteger la fe cristiana y la Iglesia de la influencia de
la sociedad, que amenazaba con desnaturalizarlas. De Ratier de Verona a Gerberto
d’Aurillac, papa bajo el nombre de Silvestre II de 997 a 1003, se afirma el deseo de
poner en evidencia para el uso de la razón «lo que Dios no es», a fin de evitar una
identificación, siempre amenazante, con los objetos a través de los que se revela. En
otros predomina la preocupación por liberar las fuerzas espirituales de la influencia
del mundo. Las ideas de un Abbon de Fleury o de un Odón de Cluny sobre la
sexualidad y el matrimonio no están muy alejadas, después de todo, de las de los
heréticos de Arras o de Monforte que rechazaban la generación carnal. Lo mismo
ocurría en el terreno de las relaciones con los poderes públicos. Aunque algunos
religiosos como Helgaud de Fleury, autor de la Vida del rey Roberto, continúan
exaltando la figura del soberano, otros admitían gustosos que el Diablo era el padre y
el señor del poder temporal, bajo cuya influencia se había introducido en la Iglesia la
«herejía simoníaca», como se decía en la época, es decir, la lamentable costumbre de
adquirir y vender con dinero las dignidades eclesiásticas y los sacramentos. No
obstante, lo que separa a los reformadores del siglo XI de los herejes del año mil es su
rechazo del pesimismo de estos últimos, que estaban convencidos del carácter
fundamentalmente perverso del orden social y religioso que les rodeaba. Las figuras
destacadas del nuevo monaquismo —un san Romualdo, un san Pedro Damián, o un
Guillermo de Volpiano— no dirigían, sin duda, una mirada más indulgente sobre su
tiempo, persuadidos de que la salvación del hombre no podía realizarse más que al
precio de una ruptura con el mundo y sus valores dominantes: la violencia guerrera,
la sexualidad y el dinero, triple rechazo de donde partieron todos los movimientos
espirituales de la primera etapa feudal, cualesquiera que fueran sus posteriores
desenlaces. Pero estos hombres de acción no aceptaron vivir en una espera inútil o en
la ilusión de una divinización mítica. Animados por una profunda fe en Cristo y en la
Iglesia, prefirieron trabajar hic et nunc en la construcción del Reino de Dios
instituyendo fervientes monasterios, anticipaciones y testigos de un nuevo orden. La
indispensable relación entre Dios y los hombres sería restablecida, a través del
perfecto culto que se rendiría y a través del sacrificio eucarístico no profanado que se
le habría de ofrecer.

LA IGLESIA GUÍA LA SOCIEDAD

Durante la alta Edad Media, la Iglesia ejerció una profunda influencia en la


sociedad cristiana, pero no intentó ponerse a la cabeza de ella. Por lo demás, los reyes
bárbaros no lo habrían admitido, e incluso los carolingios, tan respetuosos como
habían sido para con el papa y el clero, estaban resueltos a ser los dueños y señores.
Claro es que los dos poderes no se ignoraban e incluso colaboraban estrechamente:

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los soberanos escogían a sus más cercanos consejeros entre los obispos y los monjes,
y el palacio había sido, tanto entre los merovingios como entre los lombardos o los
anglosajones, una cantera de prelados. Tras el restablecimiento del Imperio en 800, la
simbiosis entre la Iglesia y el Estado se hizo cada vez más íntima. Carlomagno reúne
y preside los concilios y promulga los capitulares que reforman el clero o los usos
litúrgicos. Se le pide al papa y a los obispos que apoyen los esfuerzos del soberano y
que recen por el éxito de sus empresas. Esta eclesiología que hace del rey el jefe del
pueblo cristiano —asimilado al pueblo de Dios del Antiguo Testamento dirigido por
los reyes de Judá— conserva todo su vigor en el Sacro Imperio Romano germánico
en la época de los otoñes y de los salios. El apogeo de este sistema fue alcanzado
alrededor del año mil cuando Otón III se estableció en Roma con su amigo y
colaborador Gerberto d’Aurillac, que convirtió en el papa Silvestre II. Siguiendo el
ejemplo del Oriente bizantino, donde el patriarcado de Constantinopla era por regla
general asignado por el emperador a uno de sus fieles, la Iglesia romana en Occidente
hacía el papel de Iglesia propia de los soberanos germánicos que, en la época de
Enrique III, la apartan de la influencia de la aristocracia local y colocan a su cabeza
personajes de una perfecta dignidad.

Las ideologías y las utopías

Pero este paralelismo entre Bizancio y Occidente duró poco y fue más aparente
que real. Desde el final del siglo XI, se hizo evidente que el poder central, sobre todo
en Francia y en Italia, no contaba ya con los medios para hacer reinar el orden en el
seno de la sociedad cristiana. Su incapacidad para asegurar la defensa frente a la
segunda ola de invasiones, la de los normandos, los húngaros y los sarracenos,
provocó una fragmentación del Imperio en principados territoriales cuyos jefes se
consideraron rápidamente como soberanos autónomos. En los siglos X y XI, el
proceso de feudalización de la sociedad condujo, en numerosas regiones, a una
transmisión de la autoridad pública a manos de los señores de los castillos, que pronto
estuvieron en condiciones de transmitir hereditariamente a sus descendientes las
tierras y los honores que pertenecieron antaño al soberano y de disponer de ellos a su
antojo. En Italia, la restauración otomana y las periódicas expediciones de los
soberanos germánicos hacia Roma disimularon durante un tiempo la amplitud de los
cambios. Pero en Francia, donde el advenimiento de la dinastía capeta (987) no
modificó en modo alguno el curso de los acontecimientos, los clérigos, que eran los
únicos que estaban en condiciones de reflexionar sobre las transformaciones de las
que eran testigos, se encontraron enfrentados, alrededor del año mil, a una situación
nueva. No todos reaccionaron de la misma manera. Pero los esquemas ideológicos
que elaboraron entonces tuvieron su importancia, pues marcaron durante mucho
tiempo el espíritu de las clases dirigentes y contribuyeron a orientar la evolución de la
sociedad occidental al proponer una interpretación voluntarista.

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La más célebre de estas «lecturas» de la sociedad feudal es la que, después de
G. Dumézil, se llamó la ideología de las tres funciones. Esta ideología se expresa con
una nitidez particular en algunos textos de origen eclesiástico, de entre los que el más
famoso es el poema que compuso alrededor de 1015 el obispo Adalbéron de Laon en
honor de su amigo el rey Roberto el Piadoso. Adalbéron presenta la sociedad terrestre
como un reflejo degradado del reino de los cielos. Al igual que la Trinidad, la
estructura del mundo es a la vez una y triple. Aunque todos los bautizados
constituyen un solo pueblo, se dividen, de hecho, en tres categorías: los que rezan (los
clérigos), los que hacen la guerra (la aristocracia laica) y los que trabajan (los
campesinos y los artesanos). Entre estos tres grupos existen —o deberían existir,
según Adalbéron— relaciones de subordinación y lazos de solidaridad. Los clérigos
están a la cabeza ya que desempeñan la función más noble, que consiste en interceder
a Dios por los hombres; luego están los señores, que no se entregan a obras viles y
ejercen el poder y la justicia; y finalmente está la masa de los siervos, sometida a los
precedentes y cuya razón de ser es la de asegurar la vida material de la colectividad.
Pero cada categoría desempeña un papel indispensable y ninguna puede subsistir sin
las demás.
Este esquema de los tres órdenes, en el que se encuentra la influencia de un
modelo social presente en diversos pueblos indoeuropeos, es interesante por más de
una razón. En primer lugar, se puede ver en él el reflejo de las transformaciones que
afectaron a Occidente desde la época carolingia. Adalbéron es muy consciente de que
no se puede considerar ya a los laicos como una única categoría, ahora que la
aristocracia constituye una clase militar encargada de la realidad del poder y que la
servidumbre es una condición generalizada en los campos. Pero el reconocimiento de
la especificidad de los trabajadores es también un ardid, o al menos un artificio
tendente a superar las tensiones sociales particularmente vivas en esta época, que ve
la implantación de las estructuras feudales. ¿Dividir la sociedad en tres y poner el
acento en la indispensable solidaridad de los órdenes no era una forma de obviar el
enfrentamiento entre los potentes, es decir, los detentadores del poder, clérigos o
laicos, y los pauperes, las masas trabajadoras desprovistas de medios de acción y de
derechos? Por último, al asignar a cada grupo social una función específica y crear un
orden (ordo), Adalbéron tendía a petrificar las estructuras sociales de su época
sacralizándolas. Si la sociedad tripartita era querida por Dios, se convertía en un
sacrilegio pensar en modificar sus estructuras o su funcionamiento.
Evidentemente, cabe interrogarse sobre la difusión que tuvo esta concepción de
conjunto de las relaciones sociales y sobre la influencia real que pudo ejercer en una
época en que las mentes capaces de manejar los conceptos no eran muy numerosas,
incluso en el seno del clero. Sin duda, los trabajadores manuales encorvados sobre su
arado o su banco, jamás oyeron hablar de esta concepción; para ellos, en la medida en
que fuera posible saberlo, no existían más que dos categorías de personas: los señores
y los otros, entre los que se incluían. Ya fueran clérigos o laicos, los primeros se

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comportaban sensiblemente de la misma manera respecto a los que dependían de
ellos y mostraban el mismo desprecio hacia esta humanidad inferior que debía ganar
el pan, para ellos mismos y para sus amos, con el sudor de su frente. Pero en esta
época lo que pensara la mayoría apenas tenía importancia. Solo contaban las minorías
selectas, que no tardaron en hacer suyo este cómodo esquema, aunque se modificase
la estructura interna, como sucedió en el siglo XII, cuando la caballería se esforzó por
arrebatar el primer lugar al clero en la escala jerárquica. Incuso puede pensarse que la
influencia de esta taxinomía compartimentadora acabó por hacerse sentir más allá de
las clases dirigentes. A pesar de algunas revueltas y de numerosos intentos de
promoción individual, la opinión que prevaleció en la mentalidad común fue que cada
cual debe quedarse en su sitio, sin tratar de salir de su condición. A diferencia de la
sociedad moderna, la de la Edad Media era por principio hostil al cambio. Los que
deseaban, por poco que fuera, modificar las situaciones existentes eran considerados
como ambiciosos sin escrúpulos y espíritus subversivos, en la medida en que
cuestionaban el orden del mundo querido por Dios. Así, las sublevaciones populares,
como las de los campesinos de Normandía al final del siglo X, fueron siempre
reprimidas, con suma energía y sin ninguna mala conciencia, por los señores, que no
querían ver en estos movimientos más que manifestaciones de presunción y de locura
sacrílega.

El monaquismo, sociedad perfecta

En la misma época en que Adalbéron redactaba su célebre poema, otros


eclesiásticos, en particular entre los monjes de Cluny, se esforzaban por su parte por
encontrar un remedio para los males que afligían a su tiempo. Para los hombres del
año mil, no era evidente, como lo ha sido para nosotros con el transcurso del tiempo,
que la anarquía y el clima de violencia que se habían instaurado en la mayor parte de
la cristiandad, pero sobre todo en Francia, señalaban el nacimiento de un nuevo
orden: el «feudalismo», que debía revelarse capaz de asegurar un funcionamiento
relativamente armonioso de la sociedad occidental durante algunos siglos. Los
coetáneos, por su parte, eran más sensibles a la decrepitud de las antiguas estructuras,
a las violaciones de los derechos tradicionalmente reconocidos y a las expoliaciones
de bienes que se multiplicaban a su alrededor. Algunos sacaron conclusiones
pesimistas y quisieron ver en las convulsiones que agitaban el cuerpo social las
primicias de la catástrofe final. Numerosos fueron entonces los clérigos que
compusieron tratados sobre la próxima llegada del Anticristo.
Estos temores y esperanzas —pues el fin del mundo debía ser también una
compensación para los justos— no se expresaban solamente en los escritos. El arte se
hizo eco de la situación y, desde las miniaturas hispánicas del Beatus de Liébana
hasta el tímpano de Moissac, el comentario iconográfico del Apocalipsis sostuvo en
las mentalidades una tensión escatológica que alcanzaría su punto culminante en la

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primera mitad del siglo XI y experimentaría a continuación numerosos rebrotes. Hoy
día no se cree ya en los «terrores del año mil». Pero es preciso admitir que el
espectáculo del mundo dio entonces a un cierto número de personas sencillas la
sensación de vivir «en los tiempos que son los últimos». Huyendo de una sociedad
que parecía incapaz de volver a encontrar su equilibrio, buscaron refugio en el
«desierto» o en comunidades religiosas que observaban con fervor la regla
benedictina. Bajo la influencia de Cluny y de algunas abadías reformadas como
Monte Cassino en Italia, Gorze en Lorrena o Le Bec en Normandía, el monaquismo
experimentó entonces una eflorescencia particularmente brillante y estas «ciudadelas
de la oración» no tardaron en convertirse en importantes centros espirituales de la
cristiandad. Su influencia está en relación con la intensidad de la oración y la calidad
de la liturgia. Como escribía el cronista Raúl Glaber a propósito de Cluny, «se lleva a
cabo allí una celebración tan continua del sacrificio vivificante que no hay día en que
tal celebración no aparte a las almas del dominio del demonio… y se hace con tanta
devoción, pureza y respeto que podría calificarse más como una acción angélica que
humana». Estas últimas palabras son significativas: en los claustros y en las abadías
tiene lugar, de manera sin duda imperfecta pero no obstante tangible, la comunidad
de los espíritus y de los corazones expresada por el unísono del canto llano, el
reinado de la paz trágicamente ausente del mundo profano y la verdadera fraternidad.
No se trata de especulaciones abstractas: en el siglo XI, el monaquismo en plena
expansión ofrece una alternativa a la sociedad temporal. Los grandes abades de la
época, de Odilón de Cluny a Desiderio de Monte Cassino, eran lo suficientemente
sagaces como para no tratar de «monaquizar» el mundo que les rodeaba. Pero
concebían sus monasterios como «arcas de Noé», donde convenía hacer entrar, para
salvarla, a la minoría selecta de la humanidad. Y de aquí sus esfuerzos por hacer
tomar el hábito religioso a todos los que consideraban que poseían los dones del
espíritu y el corazón. En el mismo orden de cosas trataban de extender su influencia y
sus posesiones, con el objeto de que un número creciente de clérigos y de fieles
pudiera gozar de la benéfica influencia de sus comunidades. Así se explica la
constitución, completamente nueva en esta época, de poderosas congregaciones (los
historiadores hablan incluso de «imperios monásticos») como las de Cluny, que se
extendía, al final del siglo XI, de Inglaterra a Lombardía y de España a Hungría. A
través de esta red centralizada de abadías y prioratos, los impulsos religiosos y
morales se comunicaron al conjunto de Occidente contribuyendo poderosamente a la
edificación de una cristiandad homogénea.

De la paz de Dios a la guerra de Dios

Pero ¿para qué reformar los monasterios y restablecer una observancia regular si
todos los esfuerzos eran periódicamente cuestionados por la turbulencia feudal?
Asimismo, se puede ver, en algunas regiones donde el poder central se había

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debilitado precozmente, prelados y monjes que se esfuerzan por restablecer en la
sociedad que les rodea un mínimo de orden y seguridad. Una manera de actuar
absolutamente revolucionaria y percibida claramente como tal por los coetáneos. El
obispo Adalbéron de Laon, que ve aún en el rey de Francia un árbitro entre los tres
órdenes, no dispensa de sus sarcasmos al abad de Cluny —a quien llama el «rey
Odilón»—, que se había puesto a la cabeza de los movimientos de paz en torno al año
mil. Todavía en 1033, otro prelado, Gérard de Cambrai se negaba a aceptar la
introducción en su diócesis de una institución que cuestionaba las prerrogativas de su
soberano, el emperador germánico, y le parecía peligrosa para la Iglesia en la medida
en que tendía a substituir a las autoridades legítimas asumiendo responsabilidades
políticas ajenas a su vocación. Eran estas reacciones de hombres del pasado,
imbuidos de una eclesiología carolingia que veía en el soberano al jefe a la vez
espiritual y temporal del pueblo cristiano. Pero en las regiones situadas entre el Loira
y los Pirineos, donde ningún poder conseguía ya contener la anarquía y la violencia,
algunos clérigos no dudaron en tomar iniciativas concretas de cara al restablecimiento
de un mínimo de orden y de concordia. Con este objeto reunieron, a partir de 989
(como vimos más arriba), asambleas de paz en las que los señores de las regiones en
liza, de Cataluña a Borgoña, fueron conminados a prometer que no atacarían más a
los clérigos y los laicos desarmados. Al colocar bajo su protección a las masas rurales
sin defensa, los peregrinos y los comerciantes, las mujeres y los niños, los religiosos
confirmaban la distinción, a partir de ahora evidente, entre los campesinos y la nueva
aristocracia de milites, de «caballeros»; sin duda, la Iglesia se declaraba a favor de los
pobres, hasta el punto de que algunos obispos, como sucedió en Bourges en 1038,
llegaron incluso al asalto de los castillos para obligar a los agitadores a respetar los
compromisos pactados. Pero, al poner el acento en el carácter sagrado de las personas
y de los bienes eclesiásticos, se protegía al mismo tiempo y aseguraba a sus
miembros un estatuto privilegiado en la sociedad feudal. Saliendo al encuentro del
sentimiento de las poblaciones que espontáneamente buscaban refugio cerca de las
iglesias, los monjes multiplicaron los recintos sagrados balizados por cruces —
llamadas salvitates en la Francia meridional o «atrios» en el norte de Francia. Así
pues, la presencia y poder de los factores espirituales se incluyen hasta en la
organización del espacio y del hábitat.
El éxito alcanzado por el movimiento de paz entre 990 y 1020 en la parte
occidental de la cristiandad animó a los clérigos a ir más lejos. En un primer
momento, sus esfuerzos tendieron a «limitar la violencia en un sector del pueblo
cristiano: el de los hombres que llevaban espada y escudo e iban a caballo»
(G. Duby). Pero la estabilización de la nueva clase dirigente y, sobre todo, el clima de
tensión escatológica que se estableció al acercarse el milenario de la Pasión de Cristo
permitirían a la Iglesia incrementar sus exigencias, proponiendo a los fieles,
atormentados por la perspectiva del Juicio, un ideal de purificación y de ascesis:
sufrir privaciones juntos para librarse de la cólera divina cuyos signos anunciadores

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se multiplicaban, si creemos a los cronistas de la época. A los laicos y, sobre todo, a
los caballeros, la Iglesia les pide abstenerse de lo que les produce mayor placer: la
guerra. A partir de entonces, el objetivo del movimiento de paz se desplaza. Ya no es
un pacto social sino un pacto con Dios, destinado a alejar el pecado del mundo
gracias al fortalecimiento de las prácticas penitenciales. Este es el sentido de la tregua
de Dios, que se codifica definitivamente en los concilios de Arles (1037-1041). En lo
sucesivo, los señores no podrán guerrear del miércoles por la tarde al lunes por la
mañana, del mismo modo que estaba estrictamente prohibido a los clérigos comprar
dignidades eclesiásticas con dinero y tener relaciones sexuales.
Estas nuevas prohibiciones no fueron respetadas completamente ni por unos ni
por otros, aunque tampoco pasaron a ser papel mojado. Convendría interrogarse sobre
las causas del éxito, al menos relativo, de las concentraciones humanas organizadas
por iniciativa de los monjes y de los obispos. Uno de los elementos de la respuesta se
localiza, sin duda, en las estrechas relaciones que se habían establecido entre el
monaquismo reformado y la aristocracia caballeresca. La mayoría de los monjes
procedía, en efecto, de este medio y los abades de Cluny, en particular, trataron muy
pronto de proponerle un ideal religioso adaptado a su género de vida y a sus
capacidades. ¿Acaso no había exaltado Odón de Cluny, ya en el siglo X, la figura de
san Géraud d’Aurillac (muerto en 909), un señor laico que había permanecido en el
mundo y alcanzado un alto grado de perfección por la práctica de virtudes
consideradas hasta entonces como las propias del rey justo: piedad, respeto a los
clérigos, sentido de la equidad y generosidad para con los pobres? Pero la íntima
simbiosis que existía entre el mundo de los monasterios y el de los castillos no basta
para explicarlo todo. Para imponer su ley, los clérigos se apoyaron en la fe de los
fieles respecto al poder de los santos. Sobre sus reliquias se prestaban los juramentos
de paz y los perjuros eran amenazados con su venganza, de la manera más explícita.
En efecto, los monjes no dudaron en proferir contra los violentos irreductibles
maldiciones tan temidas que se solicitaban sus oraciones. A fuerza de amenazas, de
procesiones de cuerpos santos y de sanciones canónicas —la privación de sepultura
cristiana era la puerta del infierno—, consiguieron, mal que bien, regular, vencer las
resistencias y hacer reinar alrededor de ellos el mínimo de tranquilidad y seguridad
que la sociedad necesitaba para vivir.
Pero no bastaba con prohibir o blandir la amenaza de los castigos celestiales. La
violencia feudal momentáneamente contenida corría el peligro de estallar de nuevo si
no encontraba otra manera de emplearse. Cluny y el papado lo comprendieron tan
bien que, desde mediados del siglo X, invitaron a los caballeros cristianos a acudir a
reforzar los ejércitos de los pequeños reinos del norte de Hispania amenazados por el
empuje del Islam. Alejandro II tomó nuevas iniciativas en la década de 1060: no
contento con extender a toda la cristiandad las medidas tomadas localmente en favor
de la Tregua de Dios, pidió a los caballeros no derramar más sangre cristiana, sino
combatir a los enemigos de la fe en el frente más avanzado de la cristiandad. Su

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mensaje fue tomado y ampliado por Urbano II en el concilio de Clermont (1095).
Con la predicación de la cruzada, las perspectivas ofrecidas a los laicos y, muy
especialmente, a la caballería se concretaban: al partir como penitentes y peregrinos a
liberar el sepulcro de Cristo, los guerreros encontrarían un campo de acción a la
medida de su fe y de su dinamismo, y la sociedad occidental sería al mismo tiempo
librada de sus elementos más turbulentos. La Iglesia, actuando de acuerdo con su
proyecto de paz, se puso a la cabeza del movimiento: respondiendo al llamamiento de
los predicadores y los ermitaños, la masa de cruzados se puso en movimiento y
emprendió por vez primera el camino hacia Jerusalén.

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Plano de la abadía de Cluny

Trescientos monjes viven en ella permanentemente, así como centenares de frailes legos y de novicios, sin contar
el personal laico indispensable. Se trata de una verdadera ciudad, cuyo centro es la iglesia; esta pronto quedó
pequeña y hubo que reconstruirla de 1088 a 1121

Los nuevos caminos ele perfección

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Pero no todo el mundo quiere ni puede partir para Jerusalén, o incluso Santiago
de Compostela y, por otro lado, la sangre derramada, en este caso la de los infieles,
repugna a más de uno. ¿No ofrece la vida monástica otras vías para la salvación que
buscan las almas exigentes? La de Cluny, cuyo imperio domina la cristiandad, no
todos la consideran la mejor; el poder de un san Hugo (muerto en 1109), que es abad
durante 60 años, se parece demasiado al de un pontífice: por otra parte, estuvo junto
al papa, en Canossa, cuando se presenta como penitente a Gregorio Vil el emperador,
que es su ahijado. Por supuesto, no se sospecha que los monjes participen
personalmente en el enriquecimiento del convento, ni se discute la dignidad de su
vida: lo que no impide que la inmensa basílica empezada por san Hugo y que será,
hasta la construcción de San Pedro de Roma por Bernini, el mayor edificio religioso
del mundo cristiano, hiciera pensar exageradamente en el reclutamiento
sistemáticamente aristocrático y en la prodigiosa riqueza de los monjes negros. La
exención cluniacense de todo control episcopal y la excesiva concentración de
poderes en manos del abad de Cluny indisponían, por otra parte, a la jerarquía
secular. Incluso un antiguo cluniacense como Urbano II, y más secamente aún
Calixto II, recordaron a los abades que tenían que moderar su vida o su acción
externas; un mal gobierno como el de Pons de Melgueil, a principios del siglo XII,
permitió críticas más severas.
En realidad, Cluny no desmereció en nada. Pero su actividad altamente
intelectual, su convicción de que nada era demasiado bueno para Dios y su
experiencia de que una cierta moderación (la palabra clave de san Benito) en las
privaciones daba más fuerza y alegría a la alabanza que se elevaba hasta Dios no
respondían a la aspiración de cambio cada vez más marcada entre los fieles. Algunas
escuelas monásticas célebres, como las de Fleury, Corbie o Saint-Gall, veían ya
disminuir su audiencia; el reclutamiento se resentía. Ahora bien, la Iglesia establecida
desea que la fe penetre también en las almas, y busca las vías por las que pasará el
ejemplo: pues suscribe la idea de que el monje debe «testimoniar».
Bien están la penitencia y la pobreza; pero ¿hay que predicar y aconsejar, o
contemplar y rezar? Entre 1039 y 1100, uno de los mejores momentos de la
espiritualidad medieval, se produjeron numerosos ensayos. Unos dieron paso al
rechazo del mundo, a la meditación; a veces incluso, al principio, como obra de un
hombre solo, un ermitaño harto de decepciones o un asceta iluminado; pero los
discípulos acuden y la Iglesia, que teme a los solitarios, concede de buen grado
algunos estatutos. La lista es larga: Juan Gualberto la inicia en Vallombrosa, Italia
(1039), seguido en el oeste de Francia por Bernard de Tirón, Vital de Mortain o
Géraud de la Sauve Majeure (1079). Entre ellos, Esteban de Muret, establecido en
Grandmont cerca de Limoges en 1074, ocupa un lugar ambiguo, pues sus «buenos
hombres» se relacionan con la sociedad a menudo y llevan ayuda a los desheredados.
¿Cómo conciliar las virtudes de la pobreza, el aislamiento y la contemplación con la
obediencia y firmeza? San Bruno, con el apoyo de Urbano II, ofrece una solución a

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esta cuadratura del círculo; tras un ensayo en Champaña, se establece en 1084 en los
Prealpes; la «Cartuja» es una «comunidad de hombres recluidos», aislados cada uno
en su cabaña, que solo se encuentran el domingo, ayudados, pero en absoluto
silencio, por «conversos» semilaicos y que viven solamente de su esfuerzo. Un
sacrificio muy duro: en 1200 los cartujos no han creado más que 39 conventos. En lo
referente a la elección de la vía de la predicación, se tropezaba con la competencia de
los obispos, a quienes correspondía esta misión. En 1043, Robert de Turlande, un
antiguo canónigo catedralicio funda en Livradois, en La Chaise-Dieu, una comunidad
de tipo clásico pero que llevará a los campesinos la palabra de Dios: al final del siglo
XII cuenta con 15 abadías, un éxito a medias. Como lo es también, a pesar de la
brillantez de sus comienzos, el extraño intento de Robert d’Arbrissel, místico que
cautiva a las muchedumbres al final del siglo XI. que arrastra tras él viudas, pecadoras
o jovencitas que han abandonado a su familia; este escándalo, que no dejó de desatar
cotilleos, es muy duramente orientado por los obispos hacia la estabilidad; en 1100,
Robert establece a sus penitentes en Fontevrault. Anjou. Pero la sospecha continúa
limitando el éxito de esta original orden femenina.
Tal vez se iba demasiado lejos. ¿Por qué no captar, en sus propias debilidades, las
loables aspiraciones que desechaban la pastoral o la mortificación? El final del
siglo XI es el gran momento de la aparición de cabildos de canónigos regulares:
«canónigos» porque conservan una cierta libertad de acción, una cierta vinculación
con los bienes de este mundo, porque enseñan, hablan y aconsejan; «regulares»
porque viven en «colegiatas» o en «abadías» fijas, y están sujetos a la obediencia, a
los oficios monásticos, a la vida en común; desde el siglo XII, se calificará así a la
mayoría de los que siguen la «regla de san Agustín», aunque el ilustre padre de la
Iglesia no empleara nunca ese término refiriéndose a los amigos y discípulos que le
rodeaban entonces. Un género de vida no demasiado mortificante y una cierta
modestia en la finalidad de los votos eran los puntos que podían tentar a muchas
almas indecisas, particularmente un gran número de personas humildes o de hombres
de la ciudad. Añadamos que fundar y dotar una abadía excedía a menudo los medios
de un linaje aristocrático; muchos nobles, imitando a los reyes y príncipes que tenían
sus necrópolis dinásticas en lugares piadosos, fundaron colegiatas para ilustrar su
nombre. El movimiento, al menos en estado espontáneo, sin impulso laico, empezó
en la Europa mediterránea, en Aviñón, Provenza, España y a lo largo del Garona
hacia 1050-1065; pero se extendió sobre todo al norte del Loira: en Arrouaise,
Picardía (1090), en Marbach, Alemania (1094) y en torno a Guillermo de Champeaux
en Saint-Victor de París (1100). El intento más logrado fue el del canónigo alemán
Norberto de Xanten, antiguo capellán de Enrique V, predicador itinerante hasta 1118,
en que fundó cerca de Laon, en Premontré, una abadía de canónigos cuyo éxito fue
fulgurante.
Era preciso rezar, cantar, copiar y cavar. Un tipo de actividad poco común en el
mundo de los guerreros. ¿No era posible continuar luchando, aunque por una causa

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sagrada, convertirse en un «gendarme cristiano»? San Bernardo, que había sido
militar, lo entendió así; y eso sin contar con el interés, para los estados latinos de
Siria, de una milicia experimentada y estable al servicio del Santo Sepulcro liberado.
En 1119 incitó a Hugues de Payens, natural de Champaña, y en 1120 a Raymund de
Puy, de Auvernia, a constituir milicias de caballeros ordenados, monjes-soldados: los
templarios y los hospitalarios. ¡Una curiosa forma de vida monástica, no muy alejada,
en suma, de los devotos soldados que surgían de los ribats musulmanes de Túnez o
de Egipto! Las «órdenes militares» tuvieron una organización guerrera, caballeros,
sargentos, comendadores, y su eficacia durante casi un siglo fue lo suficientemente
evidente como para que no se planteara ninguna objeción a la compatibilidad de su
papel de combatientes por la fe guerreando en el Líbano, con la posesión de tierras o
de capitales en Europa.

El centelleo cisterciense

Tal vez había demasiados caminos entre los que escoger. Guerrero, trabajador,
asceta, predicador, todas estas virtualidades contienen una parte de las aspiraciones
del final del siglo XI, y los reclutamientos lo muestran claramente. Las almas más
atormentadas, las más exigentes, las siguen buscando.
San Roberto, monje y más tarde abad en Saint-Michel-de-Tonnerre, no llega a
sentirse satisfecho del régimen cluniacense; en 1071 se retira y medita sobre diversos
proyectos; en 1075, crea en Molesme, con algunos discípulos, un nuevo monasterio:
pero es un hombre débil que deja que la comunidad se deslice hacia el laxismo; en
1090, la abandona; tentado por la ascesis, vuelve en 1098, pero sus monjes le
expulsan y se retira con un puñado de ellos a un «desierto» cedido por el duque de
Borgoña, en el bosque de Citeaux; no obstante, el papado le obliga a volver a
Molesme en 1099. Su fundación cisterciense parecía condenada a marchitarse cuando
el inglés Esteban Harding recibe en 1122 el refuerzo decisivo e inesperado del joven
Bernard de Fontaine, acompañado de otros treinta jóvenes a quienes logró convencer
para que abandonaran la sociedad.
El desarrollo de la orden cisterciense, que establece en 1118 una especie de
reglamento interior, la «carta de caridad», no se efectúa al margen de la regla
benedictina; los monjes quieren, por el contrario, restablecer su aplicación al pie de la
letra: extrema pobreza, simplicidad del ambiente, intenso trabajo manual; se trata de
abolir la propia voluntad, de renunciar a todo contacto pernicioso con los hombres, de
practicar la penitencia en el «desierto», de observar la caridad, lo que implica una
consulta regular de cada uno. No hay aquí ningún tipo de clasificación social ni
ninguna alianza con el mundo; inversamente, no hay un orgulloso rechazo del control
por parte de la Iglesia del mundo o del papa, y no hay «imperio», sino un «capítulo
general» que reúne a todos los abades y promulga anualmente directrices. Una
reserva de «conversos» no admitidos en el coro de las iglesias, pero cuadrilla de

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braceros en los campos, acogerá a los más indigentes, a los más analfabetos; pero
todos son recibidos, ya sean hermanos del rey o errabundos. Sin duda alguna, esta vía
despejada más que nueva podía atraer vocaciones, provocar limosnas; pero no hay
que olvidar la extraordinaria actividad de san Bernardo. A él debió la explosión de
fervor de la que la orden sacó provecho a lo largo de una generación. Este hombre,
infatigable defensor de la fe militante y del dogma, sermoneador de príncipes,
predicador de cruzada, adorador de María, filósofo místico, guerrero de Dios,
abrasado por una fiebre persuasiva, desempeñó un papel capital en el despertar de
una vitalidad religiosa aún incierta. Aunque sus sermones fueran más los de un
monje-soldado que los de un pastor caritativo, aunque colmara de reproches el
pensamiento libre de Abelardo, o la bondad de Pedro, el abad de Cluny, aunque a
menudo desencadenara el furor por sus insoportables y brutales intervenciones,
cuando murió en 1153 tanto la opinión pública como el papado no tardaron ni un año
en canonizarlo.
La orden se multiplicó muy deprisa: La Ferté (1113), Pontigny (1114), Morimond
y Claraval (1115), del que san Bernardo llegó a ser abad. A mediados del siglo XII, los
cistercienses contaban con cerca de 400 conventos en toda la cristiandad. Rechazando
los diezmos, los derechos sobre los hombres, las máquinas y adaptando sin ánimo
lucrativo la mejor de las técnicas a su actividad económica, ofrecían un ejemplo de lo
que una organización «consuetudinaria», pero que rechazaba los vicios que habían
llegado a tener las restantes formaciones monásticas, era capaz de realizar. La
generosidad de los fieles estuvo a la altura del ejemplo, y no es una paradoja decir
que la ahogó por esta razón, y que el término de centelleo bastó para caracterizar este
corto momento. La pérdida de favor tardaría aún en llegar: hacia 1300 hay más de
650 abadías cistercienses, tanto masculinas como femeninas; pero desde 1160, las
compras, los intercambios y el trabajo asalariado sustentados por el notable
incremento de las limosnas abren la brecha del beneficio, apartando a la orden de su
misión y entregándola a la «recuperación».

LO ESPIRITUAL EN PRIMER LUGAR

Aunque los monjes fueron de los primeros en aspirar a una reforma de la


sociedad, su deseo de mantenerse alejados del mundo representaba un límite a la
eficacia de su intervención. Desde mediados del siglo XI algunos clérigos,
procedentes a veces del monaquismo pero inclinados a funciones de autoridad en el
seno del clero regular, comprendieron que la Iglesia no podía esperar sobrevivir a la
amenaza de la disolución que hacía pesar sobre ella la sociedad feudal más que
liberándose de la tutela de los soberanos y de los señores. Contra estos últimos, que
disponían a su voluntad de las cosas sagradas, desde las funciones episcopales hasta
las iglesias y los altares, afirmaban la necesidad de volver a hacer una distinción entre

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los poderes y liberar al clero de la sujeción a los laicos. Esta reivindicación figuraba
ya de una manera implícita en el esquema funcional de Adalbéron de Laon que había
situado a los especialistas de la oración (oratores) a la cabeza de los tres órdenes.
Pero con los reformadores que, de Humberto de Moyenmoûtier a Gregorio VII,
lucharon por la «libertad de la Iglesia» adquirió un carácter polémico.

Un clero por reformar

A los ojos de estos hombres, los detentores del poder, comenzando por el
emperador germánico, eran opresores que se habían apropiado indebidamente de los
bienes de la Iglesia y vendían al mejor postor las dignidades eclesiásticas. De lo que
se derivaba la decadencia de un clero en vías de secularización. Una situación que no
solo era escandalosa en el plano moral, sino peligrosa para la salvación de las almas.
Algunos fieles también se sublevaron contra este estado de cosas que empezaba a
sentirse como abusivo y escandaloso. En Milán, la mayor ciudad de la Italia del norte,
un clérigo llamado Arialdo suscitó un vivo entusiasmo en algunos elementos de la
población predicando, a partir de 1057, contra el arzobispo y el clero local, a los que
reprochaba su corrupción y sus costumbres relajadas. Pasando a la acción, la
emprendió, junto a sus partidarios, contra los curas simoniacos, casados o
concubinarios, cuyos oficios fueron boicoteados, y ejerció sobre ellos una viva
presión para conducirles a separarse de sus compañeras. Condenados por el
arzobispo, los patarinos —(de patarii, los bribones), nombre con el que les
designaban sus adversarios— obtuvieron pronto el apoyo del papado, y en particular
de Gregorio VII que puso el movimiento bajo su protección. Otras manifestaciones
del mismo tipo se produjeron en numerosas ciudades de Lombardía así como en
Toscana, donde la lucha contra los clérigos indignos fue conducida por monjes y
ermitaños, de quienes los laicos admiraban su rigor ascético y sus dones
sobrenaturales. ¿Acaso no atravesó uno de ellos, Pedro «ígneo», una hoguera, de la
que salió indemne, para forzar al arzobispo simoniaco de Florencia a dimitir, lo que
se vio obligado a hacer al término de la ordalía?
A través de esta agitación, que revistió diversas formas según las regiones, pero
en la que las preocupaciones éticas desempeñaron siempre un papel determinante, se
perfila una nueva concepción del sacerdocio. Los laicos, que constituían el grueso del
grupo, no trataban en absoluto, al menos en la fase inicial del movimiento, de
suplantar a los sacerdotes que apartaban de los altares. Por el contrario, debido a la
alta idea que tenían de su ministerio, deseaban que su tipo de vida fuera el adecuado
al carácter sagrado de su función. ¿No debían dar ejemplo aquellos a quienes Cristo
había encomendado la tarea de anunciar su palabra y de instruir al pueblo? Para los
partidarios de la reforma, el estatuto de los clérigos no se definía solo en términos
institucionales o canónicos, sino en función de exigencias morales y espirituales. Si
no se sometían a él, los sacramentos que conferían no tenían ningún valor y no
podían producir más que efectos perniciosos sobre los que los recibían.

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En este contexto mental y religioso es donde conviene situar la acción y el éxito
de los predicadores itinerantes que se multiplicaron al final del siglo XI. En Francia,
Alemania e Italia pudieron verse ermitaños e incluso monjes salir de su retiro para ir
a arengar a las muchedumbres y dirigirles ardientes discursos. Su ascetismo personal
infundía respeto y bastaba para dar testimonio de su santidad a los ojos de la mayoría.
En muchos laicos, el encuentro con estos «hombres de Dios» —un Robert
d’Arbrissel, un Pedro el Ermitaño o un Vital de Mortain— suscitó una reacción de
entusiasmo. Por primera vez quizá, se veían frente a una palabra evangélica
anunciada por un hombre que vivía conforme a sus exigencias. A veces también se
volvieron con violencia en contra de los que habrían debido llevarles este mensaje,
los sacerdotes, y cuya vida constituía un flagrante contratestimonio. De manera
aparentemente paradójica, el despertar espiritual de los laicos desembocó en
manifestaciones de virulento anticlericalismo que, en algunos casos, llegó hasta el
cuestionamiento de las propias estructuras eclesiásticas, como sucedió en torno a
Tanchelm en los Países Bajos y a Pedro de Bruys en el Mediodía francés, poco
después de 1100.

La exaltación de los clérigos

Evidentemente, no era esta la vía deseada por el papado para conducir la Iglesia
de cara a hacer triunfar la causa de la reforma. Una vez recuperado su prestigio a
partir del pontificado de León IX (1049-1054) y conseguida su libertad a partir de
1059, cuando se instituyó la libre elección del papa por los cardenales, la Iglesia
romana se consideraba como «la cabeza y el eje de todas las Iglesias» y trataba de
hacer prevalecer su propia visión de las relaciones de lo espiritual con lo temporal.
Esta visión alcanzó una profunda coherencia en el pensamiento y la acción del papa
Gregorio VII (1073-1085) que no dudó en desencadenar un conflicto religioso y
político que conmovió a todo el Occidente para conseguir sus fines.
Para él y para sus partidarios, el poder espiritual, es decir la Iglesia y su jefe, el
papa, debían dirigir la sociedad cristiana. Pues la criatura caída a raíz del pecado está
dominada por Satán y aspira a una conversión que liberará las personas y las cosas
del poder del Maligno. Ya que el mundo, es decir, el pecado, se había introducido en
el seno mismo de la Iglesia, convenía en primer lugar expulsar de ella todo signo
profano, comenzando por la limitación de los poderes temporales. Este es el sentido
profundo de la condena de Gregorio VII en 1075 respecto a la investidura laica, que
permitía al emperador y a los reyes nombrar obispos y abades. Pero, no satisfecha
con rechazar la tradicional influencia de las autoridades civiles, la Iglesia romana
pretendió invertir a su favor la relación de fuerzas. Los papas se arrogaron entonces el
derecho de condenar a los soberanos e incluso de destituirlos, como en el caso del
emperador Enrique IV en 1075, si su acción no estaba de acuerdo con estos
principios. La reivindicación por parte de la Iglesia de la dirección de la cristiandad

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desemboca en un refuerzo de la autoridad pontifical en la sociedad, llamada a
realizar, bajo su dirección, los elevados objetivos que el Creador le había asignado:
instaurar en este mundo un orden cristiano, anticipación del reino de Dios en la tierra.
El sentido escatológico de los gregorianos no está menos desarrollado que el de los
monjes de la generación precedente pero encuentra un campo muy diferente de
aplicación. Ha pasado ya el momento en que bastaba con reunir un puñado de
elegidos en algunas abadías. A partir de ahora es toda la cristiandad la que debe llegar
a ser, en la medida de lo posible, la imagen de la Jerusalén celeste.
En un principio, estas pretensiones absolutamente inauditas suscitaron vivas
reacciones. En numerosas regiones, los obispos, criaturas del poder o, en todo caso,
habituadas a reverenciarlo, se sentían más solidarios del príncipe que de un papa cuyo
autoritarismo temían siempre. En cuanto a los reyes, la mayoría se negaban a
reconocerse vasallos del obispo de Roma. El Imperio germánico en particular se
sintió con razón amenazado en su propia existencia. El soberano germánico, heredero
de los carolingios y de los otonianos no aceptó perder su prestigio sagrado; además le
era vital poder contar con la adhesión de los clérigos, a los que confiaba a menudo
funciones políticas, y continuar controlando el reclutamiento de la jerarquía. El
enfrentamiento entre estas dos visiones del mundo y de la Iglesia, era inevitable. La
interminable querella de las investiduras (1075-1122) puso frente a frente al
sacerdocio y al Imperio. Un trágico conflicto que desgarró la conciencia de los
clérigos, divididos entre sus antiguas fidelidades y las exigencias de la reforma.
Después de años de estéril enfrentamiento en el plano militar y diplomático, marcado
por episodios célebres, como la hábil penitencia del soberano alemán a los pies de
Gregorio en el castillo de Canossa (1077), o la muerte miserable del papa refugiado
entre las tropas normandas de Campania, aliados comprometedores y sacrílegos, fue
preciso transigir.
El emperador Enrique IV le propuso hábilmente en 1111 al papa Pascual II una
solución general que tuvo el mérito de la simplicidad: dado que el objeto concreto del
litigio era la investidura de los obispos y de los abades —es decir, la ceremonia en el
curso de la cual el rey entregaba a su candidato la cruz y el anillo, símbolos de su
poder a la vez temporal y espiritual—, bastaba con que los prelados renunciaran a los
derechos y poderes que el soberano les confería para que se resolviera el problema. Si
ya no tenía bienes, fuentes de riqueza ni delegación de la soberanía de origen público,
el obispo bien podía ser elegido libremente por los clérigos y consagrado por sus
iguales. Seducido durante un breve período por esta propuesta que hacía volver a la
Iglesia a la pobreza evangélica y dejaba al poder laico las manos libres respecto a lo
temporal, Pascual II aceptó en principio el compromiso. Pero pronto debió retractarse
ante las indignadas protestas de la mayoría de los obispos alemanes, y de una buena
parte de los obispos italianos. En opinión de estos últimos, la Iglesia debía poseer
recursos importantes, sobre todo en una época en que la autoridad se fundaba cada
vez más en bases económicas y en que solo el señorío hacendado permitía acceder al

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gobierno de los hombres. Además, uno de los objetivos permanentes de los
reformadores «gregorianos» había sido identificar de la manera más estrecha posible
las funciones religiosas y los derechos efectivos vinculados a estas, de manera que
cualquier transacción sobre las rentas eclesiásticas fuera considerada como
simoníaca. Este rechazo es significativo: a los ojos de la mayoría del clero, la
afirmación de la primacía de lo espiritual no debía conducir a una Iglesia sirviente y
pobre, sino por el contrario, lo suficientemente poderosa como para infundir respeto a
los rebeldes y a los pecadores, y bastante rica como para poder cumplir sus
obligaciones con respecto a los religiosos, los enfermos y los pobres.
Pero como los poderes laicos no querían quedar como perdedores en todos los
terrenos, la Iglesia fue obligada a aceptar un compromiso poco satisfactorio al nivel
de los principios, pero que debía revelarse, con el tiempo, ventajoso para ambas
partes. Los acuerdos concertados con los reyes de Francia y de Inglaterra a principios
del siglo XII y más tarde con el emperador Enrique V, en 1122, se fundaban en la
distinción, banal para nosotros pero nueva para la época, entre lo espiritual y lo
temporal. La Iglesia romana ve reconocida su libertad y la independencia del papa
respecto al emperador. Este último renuncia a la práctica de la investidura previa a la
consagración episcopal: ya no es un laico el que nombra al obispo y le confiere su
autoridad. Pero la libertad de las elecciones no es sin embargo restablecida y, con
modalidades variables según los países, la elección de los prelados sigue estando, en
gran medida, en manos de los soberanos. Como una vieja pareja que después de
haber estado mucho tiempo separada vuelve a descubrir las ventajas de la vida en
común, la Iglesia y los poderes laicos toman nota de su necesaria solidaridad. Los
vínculos que se habían trabado entre ellos eran demasiado estrechos y sutiles como
para poder ser cortados. A ambos les convenía restablecer esta relación de ayuda
recíproca y de colaboración entre sacerdotium y regnum que con altibajos, debía
subsistir hasta el filial del Antiguo Régimen. No obstante, a más corto plazo, ni el
papado ni el Imperio renunciarían a dominar la sociedad cristiana y, en este aspecto,
el concordato de Worms marca solo una tregua en un conflicto que tendrá luego
numerosas repercusiones.
Al mismo tiempo que la reivindicación de la primacía de lo espiritual fracasaba
parcialmente en el plano político, se afirmaba con el mayor éxito en el seno de la
Iglesia. «A los laicos los asuntos del mundo, a los clérigos las cosas del espíritu»,
había afirmado ya Humberto de Moyenmoûtier en la época heroica de la reforma
gregoriana. Esta manifiesta voluntad de encerrar a los fieles en el dominio temporal
disimulaba mal la intención de someterles a la autoridad del clero y de reducirles a un
mero papel de ejecutantes pasivos. Únicamente los reyes y los nobles se libraban en
cierta medida, a causa de su peso en el plano político y social, de la tutela de la
Iglesia. Mientras que Gregorio Vil había admitido que los laicos pudieran erigirse en
jueces de los sacerdotes indignos y obligarles, a veces por la fuerza, a dimitir, sus
sucesores, conscientes de los riesgos de subversión que implicaba este tipo de

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intervención, se esforzaron por librar al clero de las críticas de sus fieles. La Iglesia,
cuya doctrina sobre este punto había sido hasta ahora fluctuante, afirmó claramente, a
partir de los últimos años del siglo XI, que los sacramentos administrados por los
clérigos de costumbres dudosas o incluso escandalosas no perdían nada de su validez,
desde el momento en que estos últimos estaban ordenados regularmente e investidos
de sus funciones conforme a las reglas canónicas. A los que impugnaban estas nuevas
normas, la jerarquía respondió endureciendo las separaciones jerárquicas y
recordando a los fieles sus obligaciones específicas: pagar el diezmo, respetar los
bienes y las personas de la Iglesia y dar limosna. El movimiento de reforma religiosa,
en el que, en numerosas regiones, habían tomado parte activa laicos de todas las
condiciones, desembocaba así en una exaltación de la función y el papel de los
clérigos en la Iglesia y en la sociedad.

EL «RENACIMIENTO» DEL SIGLO XI

Los clérigos, o al menos un cierto número de ellos, eran también superiores a los
laicos en otro terreno, el de la cultura intelectual, cuyo monopolio detentaban, lo que
implicaba el uso de la escritura y el conocimiento de la lengua latina. Esta situación
se explica tanto por la «barbarización» de Occidente, debida a las grandes invasiones
germánicas y escandinavas, como por el declive de la civilización urbana. Pero tiene
relación también con determinadas opciones tomadas por el poder imperial y por la
Iglesia bajo el mandato de los carolingios. En un época en que el propio clero no
tenía más que un superficial conocimiento del latín y en que los tipos de escritura
variaban sensiblemente de una a otra región, Carlomagno y su consejero Alcuino
decidieron promover, no la lengua vulgar, que incluso en los países románicos se
había alejado mucho del latín, sino la de los Padres de la Iglesia.

De la herencia antigua a la cultura eclesiástica

Según estos dos hombres, para ser capaz de leer y comprender las obras de san
Agustín o de san Jerónimo, era preciso formarse en la escuela de los autores
profanos. El estudio de las letras clásicas fue ensalzado desde este punto de vista
utilitarista. Asimismo, la simplificación y la «normalización» de las escrituras
implicaron la difusión, en todos los talleres de copia (los scriptoria de las abadías o
de los obispados), de la minúscula Carolina puesta a punto al final del siglo VIII en la
abadía de Corbie. Se crearon escuelas, sobre todo en las principales ciudades
episcopales, destinadas a formar clérigos instruidos. Pero no parece que las escuelas
parroquiales cuya fundación había sido prevista por determinados capitulares salieran
efectivamente a la luz y, de todos modos, el esfuerzo por elevar el nivel cultural de
Occidente se paró en seco bastante rápidamente tras la caída de las dinastías

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carolingias y la disgregación del Imperio. Por lo que los monjes seguirían siendo
hasta principios del siglo XII los principales depositarios de la cultura intelectual.
La regla de san Benito, impuesta en el siglo IX a todos los monjes de Occidente,
daba, en efecto, una gran importancia a la lectio divina a la que los religiosos y la
comunidad dedicaban cada día varias horas. Además, todos los monasterios contaban
con un cierto número de monjes de coro que sabían leer y a veces escribir. El
conocimiento de la lengua latina y de algunas nociones de literatura constituían para
ellos un medio de acceso a la palabra de Dios y a la regla cuya lectura constituía el
centro de su existencia. En la escuela monástica se enseñaba a los novicios a descifrar
el salterio y a familiarizarse con las reglas de la gramática latina. Más tarde, el
alumno, ya se tratase de un futuro monje en las escuelas internas o de un joven
aristócrata en las escuelas externas de las abadías, estudiaba fragmentos del Antiguo
y del Nuevo Testamento y se adiestraba en el comentario bíblico, una especie de
rumia espiritual de los textos sagrados destinada a elevar el alma a través de la
oración y la meditación. Pues la Escritura no es para el que vive en el claustro un
medio de conocimiento o de información científica sino un instrumento de salvación.
De donde proviene el infinito respeto que la rodea y que se trasluce en la manera de
copiar, de ilustrar y de conservar los libros santos; e igualmente, la actitud
ambivalente de los monjes frente a la cultura antigua, cuyo estudio les planteaba a
veces problemas de conciencia. Odón de Cluny, por ejemplo, un día que quería leer
versos de Virgilio, ve en sueños un magnífico jarrón de donde salían serpientes que lo
rodeaban por todas partes, lo que le condujo a renunciar a su propósito. Otros fueron
más audaces y no vacilaron en sumirse en las obras de Cicerón o de Ovidio. Pero lo
hacían con la certidumbre de orientar la rica herencia de los paganos hacia su
verdadero destino: el culto de Dios en la Iglesia. Así, aun cuando la cultura
eclesiástica de esta época haga gala de un barniz humanístico, responde a una muy
diferente inspiración y vuelve a interpretar a los autores de la Antigüedad a la luz de
la revelación cristiana. Sin embargo, la cultura monástica estuvo profundamente
marcada por la aportación externa que se esforzaba por asimilar, y que le dio su
carácter exclusivamente literario así como el cultivo de la lengua culta y de la
elegancia formal. Como escribía poco antes del año mil Gerberto d’Aurillac, el futuro
papa Silvestre II, «la filosofía no separa la ciencia de las costumbres de las ciencias
de la palabra. Por eso yo he hecho compatible el estudio del bien vivir con el del bien
decir». En los claustros y los scriptoria se elabora una síntesis original de la tradición
clásica y del espíritu cristiano, fundado en la convicción de que si solo la gracia eleva
el alma, la cultura la perfecciona, la hermosea y la prepara para proclamar la gloria de
Dios.

La época de los «maestros de escuela»

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No obstante, sería hacerse una falsa idea de la cultura intelectual en los siglos X y
XI si se pensara que podía acceder a ella un número importante de personas. De
hecho, en muchas regiones, la organización escolar carolingia se había venido abajo
con las crisis y las invasiones del final del siglo IX y principios del X. En Normandía,
por ejemplo, era aún difícil, alrededor del año mil, encontrar clérigos que tuvieran un
conocimiento suficiente del latín. Pero no todo el Occidente es afectado en la misma
medida; algunos centros habían conservado suficiente vitalidad como para servir de
puntos de partida a una reactivación cuando las condiciones generales se hicieron
más favorables. Esto es lo que sucedió en el Imperio y muy particularmente en los
países germánicos, donde el renacimiento cultural fue más precoz que en otras partes.
El latín no estaba contaminado por la lengua vulgar y su expansión se vio favorecida
por la política religiosa de los soberanos otomanos, preocupados por elevar el nivel
moral y religioso del clero. En este contexto hay que situar la composición de breves
comedias latinas, inspiradas en Terencio, por la abadesa Roswitha, de Gandersheim,
en Sajonia, o la redacción de secuencias litúrgicas por el scholasticus de la abadía de
Saint Gall, Notker, que, por otra parte, tradujo al alemán algunos autores clásicos. En
Reichenau y en Tegernsee, en Wissemburgo y en San Emmeran de Ratisbona, se
asiste a principios del siglo XI a una floración de escritos monásticos no desprovistos
de valor, inspirados a menudo por la literatura en lengua vulgar (Wallharius de
Eckhard, Ruodlieb). El movimiento se extendió a Lotaringia. En las escuelas
episcopales de Lieja, Toul y Metz, así como en las abadías de Gembloux, Lobbes y
Stavelot, los clérigos estudiaban gramática y teoría musical; otros, como Sigeberto de
Gembloux, componían crónicas y relatos históricos cuya influencia se hizo sentir
hasta en Italia y en Polonia. Pero aún no se trataba más que de una cultura escolar,
tanto por el fondo como por la forma. Su papel fue esencial en la medida en que
aseguró la transmisión de la herencia carolingia y, a través de esta última, de la
romano-bizantina, que se había conservado allí mejor que en otros lugares. Pero los
impulsos innovadores venían de otros centros y otras regiones.
En efecto, desde finales del siglo X y principios del XI, las corrientes intelectuales
se orientan hacia Francia, donde el monaquismo estaba entonces en auge. No porque
la atmósfera fuera particularmente favorable a los estudios, en esta época en que el
asentamiento de las estructuras feudales se realizaba a menudo con violencia. Pero en
algunas ciudades episcopales como Reims o Chartres o en grandes abadías como
Fleury (Saint-Benoît-sur-Loire) o Saint-Martial de Limoges, se veía renacer, no
obstante, una cierta actividad cultural. En Chartres, por ejemplo, el obispo Fulberto
(muerto en 1029), un italiano educado en Reims, tuvo como alumnos a los que serían
artífices del renacimiento de la teología en la generación siguiente: Adelmán de Lieja,
Beranger de Tours y Lanfranco de Pavía. El caso de estos clérigos «maestros de
escuela» es muy significativo. Gerberto, antes de llegar a ser scholasticus de Reims al
final del siglo X, tuvo que trasladarse a Cataluña, en los confines del mundo
musulmán, para iniciarse en la dialéctica, que no era enseñada en las escuelas

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monásticas, y sobre todo en las ciencias del Quadrivium (aritmética, geometría,
astronomía, teoría musical); igualmente, se iba desde muy lejos a Chartres para
consultar a Fulberto, uno de los pocos hombres de su época que poseía conocimientos
médicos. Añadamos a esto el ejemplo de Abbon de Fleury que, a pesar de haber ido a
Reims a completar los estudios comenzados en un monasterio, no encontró a nadie
capaz de enseñarle música. Como último recurso tuvo que dirigirse a un sacerdote de
Orleans que consintió en iniciarle en gran secreto y a cambio de dinero. Estos casos
ilustran el carácter aún extremamente puntual y precario de las escuelas, cuya
brillantez estaba vinculada a la influencia personal de uno o dos maestros. Más que
de focos culturales habría que hablar de débiles destellos.

La reflexión progresa

Sin embargo, a medida que se avanza en el tiempo, se multiplican los signos de


un renacimiento de la vida cultural. En 1079, el papa Gregorio VII vuelve a poner en
vigor los textos de la época carolingia que obligan a los obispos a mantener una
escuela en la capital de la diócesis para la formación de los clérigos. Sus
exhortaciones no produjeron efecto inmediatamente en todas partes, pero en las
regiones cuyas condiciones económicas y políticas eran favorables, como el norte de
Francia o Italia, se asistió a un desarrollo de las instituciones escolares, que se
acompañó de un esfuerzo por reconstituir archivos y bibliotecas. Bajo la
responsabilidad de un canónigo del cabildo, el canciller, que desempeñaba por lo
general la función de scholasticus, algunos maestros (magistri) comienzan a asegurar
una enseñanza regular, la mayoría de las veces de nivel elemental, en los claustros y
edificios lindantes con la catedral. Junto a los clérigos que piensan dedicarse a una
carrera eclesiástica aparecen otros estudiantes que acuden para instruirse y que gozan
de iguales privilegios y libertades.
No obstante, en el siglo XI son aún los monasterios los que constituyen los centros
de la vida cultural más florecientes. En Italia, la abadía de Monte Cassino vive,
durante el gobierno de Desiderio (1058-1086), un período de brillantez excepcional.
La influencia de la Italia bizantina, muy próxima, e incluso del mundo musulmán, a
través de los puertos de Amalfi y de Salerno, favoreció el desarrollo de un taller de
copia y de iluminación de manuscritos, cuya calidad y originalidad estilística tienen
su mejor ejemplo en los famosos rollos de Exultet. La forma literaria clásica revive en
el scriptorium casiniano, donde el futuro canciller de la Iglesia romana, Juan de
Gaeta, se inició en el noble estilo epistolar, el cursus, que introduciría entre 1089 y
1118 en los documentos procedentes del secretariado pontificio. En la misma época,
Lombardía constituye igualmente una región muy activa en el plano cultural. De allí
proceden maestros como Lanfranco que creó, en 1045, en la abadía de Bec, en
Normandía, una escuela que se consideró como una de las mejores de Occidente.
Lanfranco formó allí hombres que desempeñaron un papel esencial en la vida de su

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época, como san Anselmo (1033-1109), otro italiano, que le sucedió como abad de
Bec antes de llegar a ser arzobispo de Canterbury, o el obispo Yves de Chartres,
eminente canonista. Con estos dos últimos personajes la cultura escolar del siglo XI
da un salto cualitativo: no se trata ya de «maestros de escuela» que transmiten un
saber fosilizado o rarificado, sino de pensadores originales que aplicarán su
inteligencia a la solución de los problemas esenciales de su época. San Anselmo
introduce el uso de la dialéctica, es decir de la lógica formal, en la exploración del
misterio divino. En su opinión, la fe debe estar en la base de la especulación pero esta
puede ayudarle a explicitar su contenido concretando por el razonamiento los datos
de la revelación (fides quaerens intellectum). El problema de la realidad indiscutible
o la elaboración por el hombre de conceptos (llamados en la época universales) tales
como los del Bien, la Verdad y, naturalmente, Dios, opone desde este momento a los
defensores del postulado preconcebido (los realistas), que tienen el apoyo de la
Iglesia, con los que no ven más que una forma, un nomen, que necesita razonamiento
y demostración (los nominalistas). Esta última actitud le parece demasiado peligrosa
a la jerarquía como para no ser condenada, y sus adeptos son conducidos a la hoguera
o a la retractación (Beranger de Tours).
Este nuevo enfoque de las relaciones entre la filosofía y la teología tuvo su
desenlace en el argumento mitológico, primer intento de demostración racional de la
existencia de Dios. Yves de Chartres, por su parte, inició el estudio de la delicada
cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. A él se le debe la distinción
fundamental, que favorecería la solución de la querella de las investiduras, entre lo
temporal y lo espiritual, formulada a propósito de una reflexión sobre la naturaleza y
el origen de la autoridad episcopal, que estaba en el centro del conflicto. En esta
época, en efecto, la cultura es estimulada por los grandes debates que sacuden a la
cristiandad en sus esferas superiores, pero cuyas repercusiones se dejan sentir, de
manera muy concreta, en la base. La polémica entre los partidarios de la reforma de
la Iglesia bajo la dirección del papado y los defensores de la ideología imperial
suscita, por una y otra parte, apasionados libelos sobre cuestiones tan esenciales
como los fundamentos del poder sacerdotal y real, el lugar del papa en la Iglesia o las
relaciones entre clérigos y laicos. La necesidad en que se encuentra el papado de
buscar en la tradición un fundamento sólido para sus nuevas pretensiones provocó
indagaciones sistemáticas en los antiguos libros jurídicos y favoreció la redacción de
colecciones de textos canónigos. Se intentó eliminar los documentos de origen
dudoso, o contaminados por sus añadiduras célticas o germánicas, a fin de no
seleccionar más que los que eran acordes con la tradición romana y contribuían a la
exaltación de la sede apostólica. Este esfuerzo de clasificación y de vuelta a ocuparse
de una herencia compleja, aún poco coherente en sus comienzos, manifiesta de todos
modos que la cultura había dejado de ser una diversión reservada a algunos pedantes,
o un ejercicio escolar, para convertirse en un instrumento de análisis de la realidad
social.

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¿Incultura de los laicos?

La opción tomada por los carolingios en favor del latín como lengua religiosa y,
por tanto cultural, de Occidente, había creado una zanja, que no cesaba de hacerse
más profunda, entre los clérigos y los laicos. En relación con los primeros, los
segundos estaban considerados, al menos hasta el siglo XII, como analfabetos. De
hecho, en torno al año mil, incluso entre los aristócratas de alto rango, solo algunas
mujeres de una minoría selecta, emperatrices, reinas o grandes damas, tienen algunas
nociones de latín aprendidas en un salterio con un clérigo de su círculo social. A lo
largo del siglo XI, la situación comienza a evolucionar y un cierto número de hijos de
nobles, no todos destinados a la clericatura, tienen acceso al conocimiento del latín, al
menos a un nivel elemental, por intermedio de un preceptor o, sobre todo en los
países del Imperio, frecuentando las escuelas externas de los monasterios. Pero se
trataba, en todos los casos, de una ínfima minoría e, incluso entre los caballeros, la
mayoría permanecía totalmente al margen de la cultura intelectual. No obstante,
conviene ir un poco más allá de esta comprobación. La ignorancia del latín o el
rechazo a aprenderlo no constituían un obstáculo insuperable para el desarrollo de
una cultura profana que se expresaba en los textos. La verdadera dificultad estaba al
nivel de la escritura: fuera de algunos lugares como Cataluña o Italia, los laicos eran
incapaces, en el siglo XI, de firmar una carta. Incluso el sobrescrito de la condesa
Matilde de Canossa en un documento de 1106 en favor de una abadía de Pavía es
bastante torpe y anguloso comparado con la nitidez caligráfica del documento
redactado por un clérigo de su círculo. Lejos de constituir un modo de expresión
corriente del pensamiento humano, el documento escrito revestía un carácter
excepcional fuera de los medios eclesiásticos. Inútil para la inmensa mayoría, era
además incomprensible dada su redacción en latín, es decir, en una lengua muerta que
no podía expresar más que de una manera muy lejana las cosas de la vida. Incluso se
ha llegado a hablar, a propósito de esta época, de una reacción contra la escritura,
pues no cabe duda que había perdido toda aplicación práctica. En el ámbito de los
Capetos, por ejemplo, el número de cartas del siglo XI es extremadamente pobre.
Además, apenas eran algo más que prontuarios cuyas cláusulas tenían menos
importancia que los nombres y la calidad de los testigos que garantizaban su
ejecución.
Las nuevas estructuras políticas son sin duda ajenas al declive del documento
escrito. El debilitamiento de la autoridad real o imperial así como la multiplicación de
los centros de poder con la instauración de las estructuras feudales implican la
desaparición de leyes e incluso de esos decretos de aplicación que eran los capitulares
carolingios. A partir de ahora, es la «costumbre» la que determina las relaciones
jurídicas entre los hombres, y su contenido varía según los lugares y las épocas en
función de las relaciones de fuerzas entre los señores y los que dependen de ellos. En
Francia, una vez desaparecidas las asambleas condales, no subsisten ya jurisdicciones

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públicas; los juicios dependen de los señores y el pequeño grupo de amigos o
consejeros que les rodean. Los clérigos denuncian con virulencia las «malas
costumbres» instituidas por la arbitrariedad de los poderosos, tanto más temibles en
cuanto que no suelen consignarse por escrito. Pero, en la propia Iglesia, los textos
canónicos distan mucho de constituir la única fuente del derecho: en lo referente a las
pruebas, se admite cada vez más el recurso al «juicio de Dios» bajo la forma de
ordalías, que dejan al agua y al fuego la decisión de distinguir entre lo verdadero y lo
falso, lo justo y lo injusto.
¿Quiere esto decir que los hombres de esta época, que ignoraban el latín y
recurrían poco a la escritura, eran totalmente incultos? Por supuesto que no, ya que
poseían su propia cultura, distinta de la de los clérigos, pero de la que apenas
sabemos nada pues era esencialmente oral y gestual. En el plano de las relaciones de
hombre a hombre se instaura en estos tiempos todo un ritual simbólico puramente
profano: el del homenaje y el de la investidura. Para ratificar un acuerdo o un pacto,
era indispensable que se hiciera un gesto significativo ante testigos cualificados, ya se
tratase de colocar las manos juntas en las de su señor o de recibir de él una brizna de
paja o un báculo abacial. El documento escrito, si se hallaba presente un clérigo para
hacerlo, no era más que un apoyo que servía para fijar la memoria de ese instante. Lo
mismo ocurría al nivel de los ritos de paso. El principal era el acto de armar caballero
con el gesto de la espada —comunicación de un influjo vital a través de un golpe— y
la prueba del estafermo. Cuando comienza a ser mencionada en los textos, reviste ya
una función social de una cierta importancia que no cesará de incrementarse a medida
que el grupo de los milites, los caballeros al servicio de un señor castellano, imponen
su sistema de valores al conjunto del grupo aristocrático.
Conocemos peor lo que, en el conjunte de las representaciones mentales y de los
comportamientos, hace referencia al ocio. Diversos indicios nos llevan a suponer la
existencia de una cultura folklórica oral muy desarrollada. Desgraciadamente solo
podemos verla a través del prisma deformante de los textos clericales o de
elaboraciones literarias posteriores, canciones de gesta, vidas de santos o colecciones
de milagros, que no nos permiten captar la conexión de hechos o prácticas a los que
solo aluden de pasada.
Para hacer mella en un público que escapaba en gran medida a su influencia, los
clérigos elaboraron una literatura en lengua vulgar. A partir del siglo X aparecen
textos paralitúrgicos en dialecto romance como la Cantilena de santa Eulalia o los
tropos que fueron compuestos en Conques, Saint-Martial de Limoges y Fleury. En el
mismo sentido, se registra en el siglo XI una expansión de la producción hagiográfica.
A partir de una biografía traída de Oriente en 977, un clérigo normando redactó en
1040 el Cantar de san Alejo; hacia 1060 un monje de Conques escribió el Cantar de
santa Foy en versos asonantes. Finalmente, en Borgoña y Aquitania se pusieron por
escrito, en el último cuarto de siglo XI, los primeros cantares de gesta (Cantar de
Rolando, Girard de Vienne, Guillaume au Court Nez) que recuperan las tradiciones

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épicas de la época carolingia dándoles un nuevo sentido: el de una victoria de la fe
cristiana sobre el Islam, asimilado a las fuerzas demoníacas. Esta obras, que tendrían
un inmenso éxito en el siglo XII, proponían modelos de comportamiento y virtudes.
Rolando, el valiente caballero, reza y se confiesa cuando siente que se acerca su fin;
muere fiel a su señor, por oposición a Ganelón, el vasallo traidor. A través de esta
literatura de evasión, obra de clérigos que vivían en contacto con los laicos, la Iglesia
intenta cristianizar la mentalidad de la nueva aristocracia y de sacralizar la orden de
los caballeros proponiéndoles un ideal religioso.

La primera expresión de una sensibilidad occidental

La aparición de un nuevo espíritu en el seno de la cristiandad occidental se


manifiesta igualmente por una eflorescencia de obras de arte y sobre todo de
construcciones, muchas de las cuales dan testimonio aún hoy día del dinamismo
creador de esta época, no obstante tan agitada. Para explicar este fenómeno,
paradójico a primera vista, los historiadores han invocado diversos factores: la
necesidad de la reconstrucción tras la oleada de invasiones de los siglos IX y X, el
desarrollo demográfico, sensible sobre todo en los campos, y la expansión del
monaquismo que implicó una multiplicación de los santuarios. Todos estos elementos
son importantes pero la principal incitación provino, sin duda, de la fragmentación
del poder en el seno de la sociedad feudal. Siguiendo el ejemplo de los grandes
soberanos constructores de iglesias, los nuevos jefes regionales y locales rivalizaron
por elevar a la gloria de Dios edificios religiosos destinados a dar testimonio de su
poder. Así, en Normandía, el desarrollo del arte románico en el plano arquitectónico
está vinculado al de la casa ducal y, de la Trinidad de Fécamp a la abadía de las
Damas de Caen, las fundaciones abaciales jalonan los progresos de la dinastía
reinante. Asimismo, en la España cristiana, mosaico de pequeños reinos colindantes
establecidos en la vertiente meridional de los Pirineos, la fragmentación política
favoreció la construcción de iglesias y de panteones reales: San Salvador de Leyre en
Navarra, San Juan de la Peña en Aragón, San Isidoro en León, etcétera.
Sin embargo, en un primer momento, esta oleada de construcciones religiosas no
fue paralela a la puesta a punto de fórmulas artísticas originales. Entre los años 950 y
1070, en el Sacro Imperio, el arte otoniano se contentó con volver a tomar y
perfeccionar las fórmulas arquitectónicas carolingias. En los países mediterráneos, el
«primer arte románico» constituye una síntesis empírica de elementos tomados del
pasado. Aunque algunos edificios, como las abadías de Ripoll y de Sant Miquel de
Cuixà o la iglesia de Sant’Abbondio de Como en Lombardía, representan auténticos
logros en el plano estético, no hacen más que ilustrar el vigor de la tradición romana,
nunca interrumpida por completo en estas regiones, y el poder de las influencias
orientales, bizantina pero también anatolia y siria. Tanto en el plano del arte como en
el de la cultura, el segundo milenio «no comienza con una revolución sino con un

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rebrote del mundo antiguo» (H. Focillon). Sin embargo, aparecen ya, aquí y allí,
soluciones y técnicas nuevas, destinadas originalmente a perfeccionar un tipo de
iglesia que permanecía invariable pero que introdujeron, al generalizarse en la
arquitectura religiosa de Occidente, un cierto número de cambios esenciales en lo
concerniente a la concepción de conjunto, la estructura y la decoración de los
edificios. Así, la planta de la basílica clásica se enriquece con un crucero saliente,
mientras que en torno al ábside se multiplican las capillas radiales. Un poco por todas
partes se experimentan nuevas soluciones para cubrir bóvedas con piedras labradas y
aparejadas, como en Tournus o en Nevers. De hecho, el arte románico propiamente
dicho nace después de 1070, cuando se ponen de relieve fórmulas originales que
sintetizan la tradición con las experiencias aisladas confiriéndoles una nueva
significación.
Esta tonalidad específica se abre paso incluso en las regiones más retrasadas en
relación a los países mediterráneos y renanos: Normandía, Borgoña, Aquitania,
Pouille. Se construyen allí vastos edificios de tres a cinco naves situadas bajo una
única cobertura de piedra de la misma naturaleza que los muros y se perfilan amplios
deambulatorios prolongados por capillas radiales. Las columnas se convierten en
pilares cuya disposición regular introduce una especie de división rítmica de muros y
sirven de arranque a las vigas maestras asegurando un enlace orgánico entre los
diversos elementos del edificio. Contrariamente a lo que se cree a veces a la vista de
los testimonios que han llegado hasta nosotros, estas experiencias no se hicieron en
modestas iglesias de aldea. El arte románico en su plena expansión irradió, por el
contrario, a partir de grandes santuarios monásticos, de iglesias de peregrinaje cuyo
renombre se extendió lejos, y de catedrales urbanas. Uno de sus lugares más
relevantes fue la abadía de Cluny cuyos constructores supieron integrar fórmulas
romanas, lombardas y bizantinas en un orden superior. Bajo la influencia de los
cluniacenses, el nuevo arte se difundió y expandió por regiones que habían
permanecido hasta entonces al margen de la cristiandad occidental y que seguían
siendo fieles a tradiciones en vías de desaparición, como el sudoeste aquitano y
languedociano o la España del norte: Saint-Sernin de Toulouse y Moissac son
testimonios, aún hoy día, del prodigioso éxito del injerto que, vinculando estas
provincias al resto de Occidente y a Roma, aseguraba en el plano artístico el
nacimiento de la cristiandad.
Por otra parte, en la Italia del sur, en Auvernia o en Périgord, la creación artística
es estimulada por influencias exteriores cuya circulación facilita la reanudación de
intercambios y la creciente movilidad de hombres que no vacilan en dirigirse a
Oriente como peregrinos, comerciantes o cruzados. Se constituyen así estilos
regionales que se difunden, desde los grandes edificios a los pequeños, en el seno de
los principados territoriales pero sin concordar nunca perfectamente con sus límites.
El arte románico procede por «síntesis regional de rasgos internacionales» y cada
unas de las «escuelas» que los historiadores del arte se han complacido en distinguir

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asocia fórmulas nuevas, llegadas de fuera, los elementos vivos de las culturas locales,
su poder de invención y sus tradiciones folklóricas. Contrariamente a la afirmación de
Marc Bloch, no es el simple reflejo de la diversidad feudal y étnica de Occidente y no
es el resultado de una suma de esfuerzos aislados que a la larga llegarían a sobrepasar
un cierto umbral cualitativo a través de un proceso de creación espontánea. Sin duda,
es más exacto ver en él el signo del despertar artístico y espiritual de las diversas
regiones de la nueva cristiandad por sucesivas incorporaciones a algunas de las
grandes corrientes de la cultura internacional. En el arte románico se revelan toda la
fecundidad y el dinamismo creador de la sociedad feudal. Frecuentemente existe la
tendencia a ver en esta última el desenlace de un proceso negativo de división política
y de fragmentación del poder. Pero esta actitud demuestra desconocer que la sociedad
feudal fue el escenario de un activo esfuerzo de reorganización y que permitió la
liberación y la expansión de fuerzas que hasta entonces habían permanecido en la
sombra.
No es sin duda un mero azar que al mismo tiempo reviva la escultura en
Occidente y que la figura humana, abolida desde hacía siglos, haga su aparición. La
Eva de Autun, en su desnudez perversa e ingenua, constituye la expresión más
cumplida de este renacimiento. Con la estatua-columna, el hombre cesa de estar
subordinado a una red de combinaciones geométricas para volver a encontrar su
estatura y su rostro. Al volver a descubrir el valor monumental y plástico del cuerpo,
el arte occidental vuelve la espalda decididamente tanto a las tradiciones bárbaras
como a las influencias de Oriente. Hacia 1100, en este como en otros dominios, la
cristiandad latina se afirma oponiéndose. Contra el Islam y Bizancio, a quien tanto
debe, manifiesta brillantemente su existencia y su especificidad. Diferentes pero
unidos. Así son estos occidentales que, respondiendo al llamamiento del papa, se
pusieron en marcha hacia Oriente en 1096, y que sus adversarios designarían a partir
de ahora con un mismo vocablo: los francos.

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Capítulo 3
ASENTAMIENTO DE LOS ESTADOS

Hasta hace poco, nuestros predecesores, devotos de los marcos formales de la


vida política, atribuían una importancia de primer orden a la historia del Estado, la
historia por antonomasia: dinastías, guerras, tratados, y en el mejor de los casos
estructuras administrativas por entre las que se movían los hombres. Esta concepción
constituye un legado tanto de la monarquía del Antiguo Régimen como de los
nacionalismos del siglo XIX; entre otros estragos, le debemos las deprimentes
retahílas de los reinados que daban su peculiaridad a períodos históricos
supuestamente homogéneos; le debemos asimismo la total falta de interés, por no
decir la aversión, que suscitaba en los niños y en los adultos —¿acaso no dura
todavía?— la historia de una Edad Media llena de ruido, furia y confusión, indigna de
atraer nuestra atención. Así, cuando después del primer cuarto de nuestro siglo los
historiadores empezaron a interesarse por las dimensiones social y económica, la
Edad Media resucitó; a ello se ha ido añadiendo el entusiasmo por la investigación de
las mentalidades colectivas y de la vida material, típica de nuestras sociedades
inquietas, y la Edad Media ha acabado por ocupar un puesto de primera importancia
entre los intereses del público. La «historia-batalla» se desvaneció ante las
«estructuras».
Queda aún tanto por descubrir en estos campos de la investigación histórica que
resulta aventurado creer que pueda producirse un retorno a la situación anterior; sin
embargo, la historia «política», e incluso la historia de la guerra, vuelven a ganar
terreno. Pero ni una ni la otra consisten ya en enumeraciones y cronologías; ambas
han echado raíces en el estudio de los grupos sociales o del pensamiento. Por ello,
hay que invitar al lector a efectuar una pausa, breve pero necesaria, a la altura de los
«acontecimientos», como decían nuestros padres; sin ella, lo que va a seguir con
respecto al impulso capital de la Edad Media central, o lo que precede sobre el

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progresivo emplazamiento de los bastidores del teatro, corre el riesgo de diluirse en
una fastidiosa vaguedad. Por otra parte, en este período Europa no nació solamente en
la aldea o en las conciencias: en su aspecto actual todavía perdura la huella de una
ordenación política perfilada en estos siglos y que poco trastornarían ya los
venideros.

LOS MUNDOS DEL NORTE AMARRADOS A EUROPA

La característica esencial de la geografía política medieval entre 900 y 1100 es la


vinculación al mismo conjunto «señorial y cristiano» de zonas marginales que hasta
entonces constituían áreas aisladas: un mundo de los mares nórdicos más cerca del
Islam o de los griegos que de Alemania; una franja meridional que desde hacía siglos
ocupaban gentes llegadas del exterior, el mismo Islam o los mismos griegos; y una
masa eslava al este, cuya confusa profundidad se oponía al mundo germano-celta que
se estaba esbozando. Como ya hemos dicho al principio de esta obra, su eje principal
lo constituye el agrupamiento, alrededor del núcleo europeo, dé las culturas
marginales, a veces dominantes durante largos períodos, como en el caso del
Mediterráneo, o más generalmente reducidas a la condición de una necesaria
prolongación, como en el caso del este. Por lo tanto, es primordial escudriñar el ritmo
y las etapas iniciales de este movimiento, que entre 1000 y 1200 no hace más que
empezar. Posteriormente, habrá que examinar más de cerca las dimensiones social y
económica; por ahora, se trata únicamente de fijar los personajes.

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Europa en el año 1000

Los secretos de las brumas nórdicas

Para los sacerdotes que se aventuraban hacia Dinamarca o Suecia, como los que,
según hemos visto, enviaban los carolingios o los otónidas, la impresión de penetrar
en una tierra absolutamente extraña u hostil debía de ser comparable a la
experimentada por los navegantes de la Antigüedad. Por añadidura, de estas regiones
austeras y brumosas surgían piratas expeditivos e imprevisibles, fácilmente incluidos
en el rango de las bestias incluso por aquellas de entre sus víctimas —sajones del
archipiélago, frisones o germanos del norte de Alemania— que, con toda
probabilidad, tenían antepasados comunes con ellos.
Pescadores, leñadores, cazadores de focas, ballenas y osos, intrépidos marinos
que se atrevían a enfrentar el potente oleaje sin seguir la costa con la mirada, temibles
guerreros que empuñaban el hacha de guerra, los hombres del Norte parecían
irreductibles a todo contacto pacífico y regular con los territorios cristianos. Además,
eran simples colectividades costeras, sin poderes visibles y seguros. Probablemente,
nadie intentó profundizar en la cuestión y esta pereza constituyó la regla hasta hace
apenas 50 años.
Desde entonces hasta hoy, la arqueología ha renovado nuestros conocimientos de
un modo tan completo, que un mundo inmenso y original ha aparecido ante nuestros
ojos. En las tumbas de Jutlandia o de la isla de Gotland, en las de Uppsala, Oslo,

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Bergen o Tónsberg, de los siglos VIII al X, se han hallado montones de objetos de arte,
monedas de oro y plata, fragmentos de joyas o de monedas procedentes del
Turquestán, de Irak, del mundo griego, a veces de China. Además, en las costas sur y
noroeste del Báltico, los vestigios de factorías como Haithabu (Hedeby) o Birka,
activas desde principios del siglo IX, revelan una actividad y una organización de las
que, manifiestamente, los cristianos de esta época no tuvieron conciencia. En vista de
ello, las sagas, incluso las de los siglos XI y XII, adquieren el carácter de testimonio
histórico sobre los viajes comerciales o las expediciones guerreras, en dirección a
Groenlandia, Bizancio, Laponia o el mar Caspio. Las incursiones vikingas se
inscriben sin esfuerzo en este marco de expansión a todo precio, aun cuando las
causas de la misma, como se ha señalado más arriba, siguen siendo oscuras. Los
pueblos eslavos de Lituania o de Bielorrusia, sin duda porque aceptaron llanamente
cambiar por metales preciosos o pieles el ámbar, los esclavos irlandeses, el hierro o la
madera que les ofrecían los suecos —llamados varegos—, no tuvieron que sufrir las
duras pruebas infligidas a los sajones y a los francos. La instalación de los noruegos
en Irlanda (a partir de 800), Islandia (870), el Danelaw sajón (a partir de 870) y
«Normandía» (a partir de 910) hacía del mar del Norte y del Báltico un mundo
cerrado en el que se difundieron idénticas costumbres náuticas, artesanales e incluso
agrarias; no pocos enigmas, como el de los paisajes de Caux o de Kent, el de la
parcelación en delle o en furlongs de ambas orillas del canal de la Mancha, podrían
ser explicados por este hecho. Y la misma observación sería pertinente respecto a los
tipos de encuadramiento de los hombres y a sus formas de expresión: la leva en masa
danesa (leding) recuerda el fyrd sajón; el althing de los hombres libres escandinavos,
la witenagemot de los ingleses; los jarls noruegos, los earls de Inglaterra; etcétera.
Esta situación persistió durante largo tiempo. Sin duda, se puede considerar que la
lenta, muy lenta, cristianización de los escandinavos —pero también los sajones
habían ofrecido una dura resistencia en tiempos aún recientes— estableció un tenue
vínculo, quizás a través de Hamburgo; pero la fe era la de los príncipes, teñida aún de
creencias mágicas, que los largos inviernos, la bruma y el bosque ayudan a mantener,
hasta tal punto que todavía no han sido desarraigadas. El rey Knut irá a Roma en
1034 para besar la mano del pontífice, pero por otra parte le sorprendemos en
flagrante delito de ensartar niños personalmente. Políticamente, los ajustes de cuentas
entre «reyes» que empiezan a definir los límites de sus zonas de acción no tienen ni
importancia ni transcendencia antes del año mil; su único interés reside en que a
veces se dirimen en el mar, en batallas navales dignas de la Antigüedad. Pero da la
impresión de que a una buena parte de la población, escasa, aislada, poco le importan
tales asuntos.
El punto de llegada se sitúa a principios del siglo XI, cuando el danés Svend, «el
de la barba partida», acomete, a partir de Danelaw[*], la conquista de toda Inglaterra
(1002). Muere sin ver realizada su obra, que culmina su hijo Knut (1014). Dado que
este personaje está en buenas relaciones con el «jarl de Rudhu» —es decir, el duque

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de Ruán, de Normandía—, con el conde de Flandes y con el emperador, y dado
también que ocupa parte de Suecia, la historia le ha otorgado el sobrenombre de «el
Grande». El mundo nórdico, en efecto, parece en este momento estar unificado desde
Londres hasta Novgorod, la factoría en tierras rusas. Y, probablemente, bajo esta
cobertura política se esboza el fenómeno —mucho más importante— de una
definitiva sedentarización campesina; poco sabemos al respecto en lo concerniente a
Dinamarca, pero las excavaciones inglesas, como las de Chalton, demuestran que fue
entre 1000 y 1050 cuando el hábitat se fijó de un modo duradero, a menudo cerca de
los burhs erigidos por el rey sajón Alfredo en el siglo X, en el curso de sus luchas
contra los vikingos.

«1066 y lo que siguió»

Esta fórmula, título de una aguda obra de vulgarización inglesa, caracteriza un


hecho de extrema importancia para Occidente: el principio —¡porque, en cuanto al
fin, todavía no parece hallarse al alcance de la vista!— de la vinculación de Inglaterra
a la Europa continental.
La muerte de Knut, acaecida en 1035, provocó la disgregación de su efímero
imperio: rupturas en el norte, saqueo de Haithabu por los alemanes en el sur,
restauración de las monarquías sajonas al oeste, mientras que en Normandía, un
poder fuerte, ampliamente «afrancesado» ya, se consolidaba bajo la autoridad del
duque Guillermo. Probablemente, entre las dos orillas del canal de la Mancha se fue
perfilando una compenetración a partir de 1030, o tal vez antes: personal eclesiástico,
fundaciones religiosas y servicios de reclutamiento de guerreros mantienen
intercambios mutuos. Los historiadores ingleses están muy divididos en la cuestión
de la parte sajona y la parte normanda en el destino ulterior de su país; para un
continental, se trata más bien de un falso problema, por cuanto las estructuras sociales
no parecen fundamentalmente distintas: hombres libres, la mayoría de ellos
integrados en vínculos de encomendación (vassi, thegns), una jerarquía «noble», o
por lo menos guerrera, bastante fuerte (condes y caris, vizcondes y sheriffs),
costumbres y exigencias militares afines (feonn, firma: guardias personales de los
príncipes, etcétera); burhs y castillos se levantan sincrónicamente. Ello no significa
que todo lo que sucedió fuera previsible, pero al menos su aspecto inopinado solo
pudo sorprender a los ignorantes de la época, los cuales, bien es verdad, eran legión.
El desarrollo de los hechos es conocido: a la muerte del último rey sajón,
Eduardo, tan casto como incapaz, los jefes ingleses designan como monarca a uno de
ellos, Harold, de nombre típicamente danés (1066). Se inicia entonces un inmenso
ajuste de cuentas que durará tres años: el rey de Dinamarca, Harald, efectúa el primer
movimiento y desembarca en Danelaw; pero Harold le hace frente, le derrota y le
mata. Más tarde, en 1069, el rey de Noruega, Svend, intentará una aventura similar,
también infructuosa. Pero entre tanto, lo principal ya ha tenido lugar: retrasado por un

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viento desfavorable, el duque Guillermo ataca el sur de la isla; con sus tropas
cansadas, Harold le presenta batalla en Hastings, donde pierde la vida (14 de octubre
de 1066). Convertido en «el Conquistador», Guillermo toma posesión de su reino, no
sin dificultades ni rebeliones, ya que le costó nueve años y solo lo logró al precio de
expulsiones y deportaciones y, sobre todo, gracias a una verdadera implantación de
normandos, bretones y picardos en la isla. Fue este motivo el que le llevó a reforzar
los vínculos de dependencia, aún poco definidos en Inglaterra, en particular
recortando de un modo drástico los derechos de los ingleses libres y generalizando el
sistema feudal militar sobre el que reposaba su autoridad en Normandía.
El episodio no se reduce únicamente a un desembarco coronado por el éxito, lo
cual ya no estaría nada mal. Debido a la reunión bajo una misma autoridad de las dos
orillas del canal de la Mancha, el archipiélago se vio inducido a volverse hacia el
continente. Si los duques normandos hubieran conservado intacto el recuerdo de su
origen danés, tal vez no se hubiera producido este cambio de orientación. Pero, por
un lado, en la sociedad de Ruán o de Caen no subsistía mucho de las prácticas del
derecho familiar nórdico —el concubinato legal, por ejemplo—, lo cual explica tal
vez que 150 años después de la instalación de Rollón se hubiese producido una fusión
con la población autóctona mayoritaria; y por otro lado, dos generaciones después de
Guillermo, en 1153, la falta de herederos masculinos hizo pasar el reino de Inglaterra
a manos de los condes de Anjou, como veremos más adelante, factor que,
evidentemente, no podía sino favorecer aún más el acercamiento.
El mundo nórdico, sin embargo, no queda roto: los mercaderes ingleses
encontrarán a sus primos daneses en Novgorod a partir de 1100, y, a la inversa, los
navíos bálticos, los de «la gente del Este» (Österlingen, posible etimología de la
palabra sterling), siguen atracando en Londres, si no en Ruán. Pero en cambio, los
Estados escandinavos parecen haber perdido su dinamismo. El desarrollo del poder
monárquico, la cristianización o la organización eclesiástica pasan a manos de los
alemanes, al igual que el comercio y el control de los estrechos. En adelante, son los
mercaderes de la «Hansa» germánica quienes imponen su ley en estas regiones. La
Europa del norte queda ligada al continente.

AL ESTE, UNA FRONTERA QUE SIGUE ABIERTA

El momento de la llegada de los pueblos eslavos occidentales a Europa central es


muy difícil de determinar; posterior, ciertamente, al avance hacia el sur y el sudoeste
—orillas del Danubio y Bohemia—, durante el siglo III y principios del IV, de los
pueblos escandinavos o de las ramas germánicas emparentadas con ellos que eran los
godos y los lombardos. En cambio, la penetración de estos últimos en el valle del Po
parece coincidir con una masiva infiltración de los eslavos en los Balcanes, entre 540
y 620, de la que se ha hablado en el precedente volumen. Las tribus eslavas así

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instaladas desde el Báltico hasta el Adriático —donde aún permanecen sus
descendientes— quedaron, por lo tanto, en contacto con los pueblos germánicos que
se habían asentado allí tras el período de las «invasiones», sajones, turingios, bávaros,
y poco más tarde los dominadores de todos ellos, los francos. Entonces, hacia finales
del siglo VIII, empezó una confrontación tenaz y aparentemente irreductible, que
todavía dura en nuestros días, entre estos dos conjuntos étnicos. La Edad Media no
resolvió en absoluto esta cuestión, como tampoco lo hicieron los siglos siguientes, y
mucho menos el nuestro; pero es preciso indicar cómo surgió.

Una asombrosa precocidad

Recién terminado el último gran conflicto mundial, los historiadores y


arqueólogos de Europa central, en especial los polacos, abandonando el tradicional
estudio de las crónicas y los diplomas, que adolecían de una gran influencia de los
alemanes y, además, se referían a esta minoría dominante, se dedicaron intensamente
a hacer revivir la cultura material de los eslavos antes de la germanización. Los
resultados fueron dignos del esfuerzo; en esta zona que la historiografía occidental
creía inmovilizada en un estadio rudimentario de la evolución, y en todos los campos,
incluido el Drang nach Oslen teutón, han surgido las huellas indiscutibles de una
cultura y una economía sumamente avanzadas, que sin lugar a dudas aventajaban a la
cultura y la economía de los germanos orientales, sus vecinos del oeste.
En efecto, no solo las excavaciones realizadas en las necrópolis de Bohemia,
Moravia o Posnania han puesto de manifiesto los vestigios de una utilización
continua entre los siglos VIII y xi, y tal vez antes, señal de una rápida toma de
posesión del suelo, sino que el estudio de los campos fósiles, como los de
Spicymierz, junto al río Warta, da fe de agrupamientos de viviendas y de terrenos
agrícolas en los siglos IX y X, muy precoces por lo tanto, incluso con relación al
incastellamento italiano. Más aún, en estos mismos lugares se han hallado los hornos
de metales y las rejas de arado más antiguos de Europa, de los siglos VIII al x. Las
excavaciones efectuadas en pueblos, o incluso en algunas de las ciudades de hoy,
como Poznan, Gniezno, Opole, Gdansk, Biskupin o la misma Praga, revelan la
erección de puntos fuertes en torno a los cuales se aglomeraron artesanos del metal,
del cuero o de la peletería, con toda probabilidad al servicio del dominante local, lo
cual indica una jerarquización precoz de la sociedad. Por otra parte, estos centros
comerciales —gorods o grods— nos han legado extraordinarios restos de
empalizadas, calzadas y fachadas de madera del siglo X de los que no se conserva
ningún equivalente en la Europa del oeste.
Es posible que el contacto entre los mundos báltico y balcánico acelerara este
florecimiento. La gran vía fluvial que siguieron en el siglo X multitud de mercaderes
judíos venidos de tierras islámicas, al-Andalus o Iraq, según los casos, parece haber
sido, entre 940 y 975, un eje de comunicación, cuyo control por parte de los

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germano-eslavos duró hasta la instalación en el bajo Danubio de los invasores de la
estepa, los pechenegos; Ibn Ya’qûb, que visitó Praga y Krakow (Cracovia) hacia
945-950, vio circular por estas ciudades plata franca y alemana, oro bizantino y
musulmán, cereales y metales. Desde esta época, en efecto, la doble vocación de los
eslavos del norte parece ser la cosecha de granos —trigo, cebada, mijo…— o la
reventa de los mismos, y el papel de intermediarios entre el Báltico y el Danubio.
Debido a ello, cabe observar que el grupo meridional —servio-croatas, estirios,
etcétera, instalados en la antigua provincia romana de Illyricum— no pudo participar
en el evidente enriquecimiento. Así, su desarrollo fue más lento, sus actividades,
como la piratería en el Adriático, más rudimentarias, y, en el siglo X, su resistencia a
la presión bizantina más débil, en particular en lo concerniente a la cristianización.
Por el contrario, los checos y los polacos, aun fragmentados en una veintena de
tribus que los analistas carolingios, algo miopes, se esfuerzan por caracterizar
artificialmente, presentan desde el siglo IX signos de vitalidad y de sedentarización
que se ha creído poder relacionar con un impulso demográfico. Este doble incentivo,
los hombres y las riquezas, fue probablemente la causa de las continuas incursiones
de los príncipes carolingios al otro lado del Elba, sin preocuparse por cristianizar
estos territorios ni por ocuparlos. Dichas razzias alimentaban el comercio de los
esclavos, y es sabido que el origen de esta palabra lo constituye el término genérico
de eslavo. La vitalidad de los sorabos, lusacianos, wilzos, polanos, obodritas y demás
no parece haber sido afectada por estos periódicos golpes de mano, por cuanto a
finales del siglo IX, aprovechándose del reflujo de los carolingios, numerosos grupos
eslavos lograron instalarse al oeste del Elba, e incluso del Saale, muy cerca del
macizo argentífero del Harz, o más al norte, en Holstein y en Hannover.
Evidentemente, la parte más amenazada de Alemania era Sajonia; por ello, no resulta
extraño que a principios del siglo X el duque Enrique, y más tarde su hijo Otón I, al
subir al trono germano, tomaran medidas defensivas; en 955, el mismo año en que
detenía el avance húngaro, el rey Otón infligió a las bandas eslavas la derrota de
Recknitz y las obligó a traspasar el Elba.

Alemanes y polacos: el comienzo

Mientras la cristianización y el apaciguamiento de los húngaros cortaban


definitivamente en dos partes la masa de los eslavos, dejando a los del sur, más
débiles, a merced de la marca del Este —la futura Austria— y del arzobispo de
Salzburgo, Am, un conflicto milenario comenzaba a plantearse en el norte. El período
anterior a los años 1020 o 1050 ofrece especial interés, porque es, de manera bastante
manifiesta, aquel en el que la superioridad eslava parece evidente. Otón y sus tres
sucesores concebían su misión como emperadores según el principio carolingio —
someter y convertir—, y sin duda por esta razón tomaron la ofensiva en diversas
ocasiones. Pero su éxito estribó, sobre todo, en la penetración de los misioneros,

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enviados por Adalberto, obispo de Praga, o por Pilgrim, obispo de Passau. Las
creaciones de sedes episcopales, desde la de Poznan en 968 hasta la de Cracovia en el
año 1000, constituyen indiscutibles logros germánicos, y ya ha sido señalada en su
momento la conversión del duque Miesko, amicus imperatoris. Pero muy pronto los
obispos titulares de dichas sedes fueron polacos, lo cual limitaba sobremanera la
influencia alemana.
Desde el punto de vista político, en efecto, los germanos apenas se mueven de su
base del Elba. Otón 1 había previsto el establecimiento de una serie de «marcas» a lo
largo de toda la zona de contacto: marca del Norte, marca de Lusacia, etcétera,
abiertas hacia el este en una perspectiva de conquista. Pero su aspecto es más bien
defensivo. Por otra parte, es el momento de fijación de la sociedad eslava: las
comunidades aldeanas, opole (que en latín será traducido como vicinia), muestran
una fuerte estructura campesina. Poco a poco, las diversas tribus se federan, forman
wiec, bajo la dirección de jefes de clan, grandes propietarios de tierras, los supanis.
Cada uno de estos se rodea de una clientela armada, unida a su persona por un
juramento de fidelidad, factor que emparenta a este tipo de organización con los
estadios tempranos del sistema vasallático. Por último, en la cumbre, los jefes de
tribu designan un rey, un kral, cuya etimología parece fundarse en el nombre —Karl
— con el que reinaron tantos carolingios. Esta evolución queda doblemente
sancionada al finalizar el siglo X: en 999, Boleslao Chrobri recibe de manos del
emperador Otón III, en la ciudad de Gniezno, un círculo de oro que le convierte en un
príncipe amigo del soberano, pero no súbdito suyo: este acto, como también el que
tiene lugar por los mismos años con el rey húngaro Esteban, debe considerarse como
una especie de ceremonia de inclusión de estos pueblos en el mundo europeo. No se
trata en absoluto de sumisión a Alemania. Muy al contrario, ya que Boleslao se
aprovechará de las dificultades de Enrique II para ocupar Pomerania, Mazovia, el sur
de Polonia e incluso, durante un breve espacio de tiempo, Bohemia. Al igual que
cualquier soberano de Occidente, Boleslao se forja una ascendencia más o menos
mítica hasta un supuesto Piast, rey-campesino. Polonia acaba de nacer.
Sin embargo, y desgraciadamente para los eslavos, todo ello no constituye un
obstáculo lo bastante fuerte como para contener el empuje alemán, alimentado por la
presión demográfica, la sed de nuevas tierras y el desprecio por el vecino. Tras la
relativa interrupción del siglo IX, el XII es el gran siglo de la ofensiva germánica,
agresión lenta y con pretensiones de definitiva para hacer retroceder poco a poco a
los eslavos hasta el otro lado del Oder, y a continuación aún más lejos. Por haber
representado una etapa esencial en la historia de la población europea, volveremos
sobre este tema más adelante, pero desde aquí mismo podemos señalar ya la
aparición de un rasgo primordial del rostro de la Europa actual.

AL SUR, OBERTURA PARA UNA RECONQUISTA

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A finales del siglo IX, el donaire del califa ‘abbâsí que afirmó que los cristianos
eran incapaces de hacer flotar siquiera una tabla en el Mediterráneo no se encuentra
lejos de la verdad, por lo menos en lo que al oeste se refiere. Desde al-Andalus, desde
Baleares, desde Les Maures (en Provenza) o la isla de Córcega, desde Sicilia
conquistada y sus cabezas de puente en Campania, los sarracenos dominan la costa,
saquean Tarento, Bari, Roma y todo el litoral languedociano. En la Península Ibérica,
contienen a los montañeses insumisos en los altos valles de Asturias o los Pirineos.
Por otro lado, como se ha visto en el volumen precedente, los húngaros llegan
entonces hasta el Apenino o las Cevenas. La situación es desastrosa. Y es
precisamente en esta noche cuando empiezan a brillar las primeras luces, que luego
van haciéndose mayores, de un despertar europeo. El fenómeno requiere una
explicación.

Indomable Hispania

Bloqueados durante el siglo VIII en inaccesibles guaridas pirenaicas, desde


Navarra hasta Cataluña, o adosados a las costas norteñas de Galicia. Asturias y el
País vasco, grupos de campesinos y pastores siguen considerándose cristianos y
luchando por no dejar de serlo. El emir de Córdoba no parece preocuparse en exceso
por estos escarpados reductos. Como mucho, sentirá inquietud por el limitado
esfuerzo carolingio en el norte de Cataluña. Se discute sobre si los musulmanes
evacuaron las poblaciones establecidas que se hallaban en contacto con estos
grupúsculos, creando así un espacio vacío, una zona de amortiguamiento vigilada por
una línea de guarniciones colocadas en lugares elevados o encerradas en qal—‘at; es
probable que, debido a las necesidades de la trashumancia, los rebaños, que no tienen
religión, atravesaran con regularidad este no man’s land, lo cual incita a pensar que
no debía estar enteramente despoblado.
El emir ‘Abd al-Rahmân III, aun cuando dio muestras de estar al corriente de la
historia al proclamarse califa en Córdoba en 929 cuando se enteró de que el fâtimí
‘Ubayd Allâh había hecho lo propio en Ifrîqiya, parece haber sido menos instruido en
materia de geografía. Porque, en caso contrario, él y quienes le rodeaban habrían
comprendido que los cristianos del norte representaban una fuerza real, como el
futuro se encargó muy pronto de probar. Primeramente, y sin que se pueda hablar de
una afluencia de guerreros que no empezaría a manifestarse antes de 1020 o 1050, los
cristianos de «España» tienen a sus espaldas el mundo franco o un mar libre de
piratas sarracenos. Así, pueden confiar en abastecerse de caballos, pescado, cereales;
sus valles, fáciles de defender, tienen pastos abundantes y laderas cubiertas de
bosques; en la zona cristiana se encuentra asimismo la mayor parte del metal ibérico,
especialmente el hierro en Asturias, en el País Vasco, en Cataluña. La vid que
produce va ligada a los contratos de complantatio, tan útiles para reforzar la cohesión
de los agrupamientos campesinos. Estos son sólidos, y la ruda vida montañesa los ha

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hecho aún más coherentes: no está de más recordar que ahí nacerán, en Olorón, en
Jaca, en Pamplona, los primeros «fueros» en los que quedarán reconocidas las
libertades comunitarias. Además, estos puñados de irreductibles lo son todavía más
por su originalidad cultural, lingüística y a veces étnica que por su fe: entre ellos
están los vascos, probables herederos de los iberos, y sus hermanos de Navarra,
godos y suevos bloqueados allí desde el siglo VI. Todos constituyen fraternidades
guerreras cuyo valor ya había experimentado Carlomagno en Roncesvalles. Por
último, también merece la pena indicar que un cimiento jurídico proveniente de los
siglos pasados, la lex gothica, surgida del derecho romano y de las costumbres
visigodas, acerca unos a otros a estos montañeses, pese a sus múltiples diferencias, y
los revela a sí mismos frente al Islam.
Al principio, su progresión es sumamente tímida: cada año, al llegar el buen
tiempo, cuando los animales se encuentran en los pastos de montaña, los hombres,
convocados por orden de un «rey» que a menudo no es más que un jefe de tribu,
efectúan una incursión, una as-sayfa, hacia el sur, llegando hasta Vigo o Sahagún, o
incluso hasta Valladolid y el Duero; al este, las correrías alcanzan el bajo Ebro. Estos
éxitos en la zona ocupada, conseguidos con bastante facilidad, impulsan a algunos
jefes a hacerse nombrar reyes de Asturias, y más tarde de Castilla, en Burgos (884),
de León en Oviedo primero y luego en León (912), de Navarra en Pamplona (925),
mientras que en el este, en territorios catalanes, no se va más allá del título de
«conde» porque, en principio, se trata de una zona carolingia. Estos progresos no
representan un excesivo peligro para el nuevo califato, pero lo inquietan
suficientemente como para que el visir Al-Mansûr (Almanzor), y tras él su hijo,
hagan retroceder brutalmente a los cristianos entre 985 y 1008, tomando Barcelona,
Urgel y Compostela entre otras ciudades. El gran momento de la Reconquista todavía
no ha llegado.
El viraje decisivo tiene lugar entre 1020 y 1060. Por un lado, la resistencia del
Islam se debilita, el califato agoniza y su autoridad acaba estallando en reinos
tribales, los taifas; por el otro, en este mismo período, atraídos por las reliquias de
Santiago, por la posibilidad de apropiarse de tierras o de forjarse un destino,
comienzan a cruzar los Pirineos por Le Perthus, Somport o Roncesvalles, grupos de
peregrinos armados y de segundones llenos de avidez. Son tolosanos, provenzales,
borgoñones e incluso bretones; unos siguen el «camino francés», jalonado de asilos
cluniacenses hasta Compostela; otros se ponen al servicio de un agente público, se
infiltran en el clero o forman «barrios francos» junto a los muros de un castillo
condal. Entre tanto, la situación social de los pequeños Estados hispánicos evoluciona
con rapidez: tras una fuerte crisis, entre 1020 y 1050, la autoridad local se ha
transmitido a estratos bastante bajos; el castellano, alcaide de un castillo, puede
rodearse de familiares armados, los infanzones, poseedores de tierras, y convocar en
nombre del rey la hueste aldeana que combate a caballo, llamada caballería villana,
fenómeno que causaría escándalo allende los Pirineos. Son tropas aguerridas, que

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cuentan con un botín seguro y, en caso de conquista, con una implantación en las
tierras ganadas al enemigo; los de mayor rango social recibirán una tenencia, un
«honor» público del rey o de sus representantes; los otros, la guardia de un qal‘at
arrebatado al infiel. Y todo con la bendición de la Iglesia, que desde el pontificado de
Gregorio VII promete la salvación a quien haya hecho la guerra santa.
Así, la Reconquista adquiere un impulso notable a partir de 1060, y más aún a
partir de 1075, cuando los reyes, tras concentrar de nuevo el poder en sus manos, y
esta vez con firmeza, incrementan su fuerza campaña a campaña tomando para sí —y
exclusivamente para sí— las ciudades, o cobrando las parias, tributos que les pagan
los jefes musulmanes, vencidos, hechos prisioneros o ávidos de mercenarios. Con
ello, el realengo, el dominio real, se convierte en base esencial del poderío de los
monarcas hispánicos; gracias a él podrán multiplicar las concesiones de tierras a los
recién llegados, pagar tropas de guarnición, restaurar los castillos… Además, la
reapertura de los intercambios a partir de 990-1000, sobre todo en Cataluña, provoca
una afluencia de oro musulmán hacia el mundo cristiano, del orden de los 30 kilos
por cada paria anual que recibe el conde de Barcelona. Recaudador de mancusos,
revendedor de esclavos, poblador y bastidor en las tierras reconquistadas, el príncipe
hispánico del siglo XI es, muy probablemente, más rico, más envidiado y más servido
que cualquier otro rey cristiano.
A estos triunfos en mano se une el buen uso de los mismos. Reducida, durante los
años 1009 a 1065, a incursiones profundas, a algaradas hasta Córdoba, la
Reconquista seria comienza con la formación de un reino unido de Castilla y León,
con, a su lado, un reino portugués creado por y para borgoñones, un reino de Navarra
que vacila entre un destino francés y un destino español, y pronto una corona de
Aragón que incluirá el reino de Aragón y los condados catalanes. Coimbra,
Salamanca, Segovia, Soria forman la línea alcanzada antes de 1070; Toledo es
tomada en 1085, en una atmósfera de reencuentro con el pasado romano-godo;
Zaragoza y Tortosa lo serán antes de 1120. La mitad de España es ya cristiana; cierto
que el Islam, como pronto se verá, todavía no ha dicho su última palabra; cierto
también que los problemas planteados por la repoblación de las tierras tomadas son
inmensos, costosos y complejos. Pero la historia ha decidido: la cruz reinará sobre la
península, y ya nadie pone en duda esta verdad al alba del siglo XII.

Inaprensible Italia

Desde los etruscos hasta nuestros días, ¿quién ha podido o puede jactarse de
dominar Italia y, sobre todo, a los italianos, masa móvil, sutil y viva, en la que la
mezcolanza de las culturas había dejado, ya en la Edad Media, lo mejor y lo peor de
cada una? En los persistentes intentos de sus vecinos por imponerles un orden que
ellos no echaban de menos en absoluto, los italianos soportaron desde el siglo X hasta
el XIII, período del que nos ocupamos aquí, los fatigosos esfuerzos teutones. El

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esquema es conocido; el resultado, previsible. Dado que Carlomagno había ido, que
los griegos, en el sur, fingen no olvidar a Justiniano, que solo tras domar al papa será
posible dominar la Iglesia de Alemania, y dado también —¿por qué no?— que Italia
es rica y bella y constituye el ideal reposo del guerrero, los soberanos alemanes,
desde Otón I a partir de 954 hasta la muerte, tres siglos más tarde, de Federico II, se
fijaron como objetivo el de amarrar Italia a Alemania.
Para lograrlo, no le faltan al soberano germánico ni argumentos ni triunfos en
mano. Es en Roma donde debe ser coronado emperador, en Italia donde podrá
afrontar al infiel o negociar con el basileus, en sus puertos donde se dará salida a los
productos de una economía que nace al norte de los Alpes. Además, ante él se abre el
Brenner, el único paso alpino libre de hielo en invierno; puede exigir de sus guerreros
el servicio del Romfahrt, la expedición rumbo a la Urbe, con promesa de botín para
los participantes y con el conjunto de los obispos alemanes agrupados en torno a su
persona.
Las dificultades no tardaron en surgir, previsibles o no: en primer lugar, el coste y
la fatiga de las empresas que es preciso volver a iniciar una y otra vez porque los
italianos conocen demasiado bien el derecho y se doblegan a la llegada del emperador
para, una vez partido este, no respetar en nada los pactos acordados por la fuerza; en
segundo lugar, el doble peligro que constituyen, en Alemania, las rebeliones o las
iniciativas propiciadas por ausencias de meses o incluso de años, y en Italia, las
carencias o las epidemias susceptibles de diezmar unas tropas venidas del norte y
acostumbradas a ritmos de vida muy distintos; en tercer lugar, la resistencia, que
creyó poderse superar mediante la astucia —pero se trataba de una astucia muy
inferior a la de los propios italianos— o mediante la violencia, que no hacía sino
aumentar la voluntad de no ceder: ante todo, y después de los decretos gregorianos, el
papa no tiene intención de dejarse dominar, y ya se han mencionado más arriba los
constantes resurgimientos de este conflicto, con la aparición y posterior estallido,
como efímeras burbujas, de antipapas imperiales, hombres de paja rápidamente
eliminados; en cuarto lugar, las ciudades abundan en este antiguo país romano: no se
trata aquí de las Königsstädte en las que reinan el emperador y su obispo, sino, por el
contrario, de centros en los que los representantes del primero y la persona del
segundo han sido expulsados a menudo cuando no se mostraban dóciles; así, hay que
asediarlas, destruirlas si hace falta; pero en vano, porque si se arrasa Milán,
Alessandria brota como un hongo a poca distancia; y por último, pronto se impone la
necesidad de abandonar el Mezzogiorno a su suerte: en dichas tierras, ya Otón II
había mordido el polvo ante los musulmanes, y más tarde Enrique III ante los
griegos; a partir de 1050-1080, son los normandos quienes llegan, nuevo e
irreductible peligro.
En adelante, los esfuerzos alemanes se repiten y se convierten en una
ininterrumpida serie de fracasos. En general, el soberano consigue abrirse camino
hasta Roma, aunque cada vez con mayores dificultades en el siglo XII, pero los

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vizcondes o podestás que deja tras él en las ciudades le traicionan o huyen. Conrado
II en 1037 y Federico Barbarroja en 1154 comprendieron que era indispensable, para
cimentar su dominio, modificar la estructura social, por lo menos de la llanura
padana; el primero tuvo la idea de vincular directamente los pequeños vasallos a los
príncipes o a él mismo, como para dejar fuera del circuito a la aristocracia media de
los capitanei, la más peligrosa, pero no tuvo éxito en este empeño; el segundo, en
Roncaglia, intentó levantar toda una pirámide social a la alemana que culminara en su
persona; las ciudades, olvidadas por él en este proyecto, le mostraron que sus milicias
no merecían los sarcasmos de los caballeros teutones infligiéndole la derrota de
Legnano (1176). Quedaba una solución: ser italiano; Federico II lo fue, por su
nacimiento, sus aficiones, sus estancias y su inteligencia. Pero con ello solo se daba la
vuelta al problema, porque esta vez fue Alemania la que resultó ingobernable desde
Italia.
Así pues, no es esta serie de episodios inútiles lo que cuenta para la formación de
la Italia moderna, sino dos series de acontecimientos separados: una explosión
urbana, muy previsible, y la instalación de los normandos, perfectamente inesperada.

Plano de Génova

La muralla de 952 protege el puerto de las incursiones de los sarracenos y rodea el castillo y la ciudad episcopal.
La de 1155 rodea el centro económico, que se extiende hacia el norte, y el centro político, alrededor del palacio
del Comune. En los siglos XI y XII, Génova se enriqueció, primero, gracias a las razzias de sus marinos piratas, y
más tarde, con la cruzada, al comercio de sus mercaderes.

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El movimiento de reorganización del hábitat rural, el incastellamento, olvidado
por la historiografía italiana durante largo tiempo, es menos específico que la
expansión urbana en que se forjaron una imagen de la ciudad meridional y un tipo de
vida que aún conocemos. Por otra parte, no hay que ver en ello un signo de
precocidad particular; se puede demostrar, incluso, que muchas estructuras urbanas
septentrionales alcanzaron su madurez antes que las de Italia. Pero en la península, el
movimiento afectó a todos los ámbitos del mundo urbano: el estatuto de los hombres
y el marco del gobierno, la actividad económica y el paisaje. Así se justifica que, para
muchos, «la ciudad» de la Edad Media la encarnen mucho mejor Florencia o Génova
que Brujas o Colonia. La principal particularidad de esta pujanza, que a menudo jugó
contra los alemanes, consiste en que todos los elementos sociales del mundo urbano,
si bien se enzarzaron en feroces luchas por la influencia, contribuyeron sin excepción,
en grados o en momentos distintos, al movimiento de liberación de las ciudades: el
viejo núcleo de los cives, teórico residuo de la ciudad antigua, orgullosos de hacerse
llamar quintes o curiales como en tiempos de Augusto, aun cuando en realidad
provienen más bien de los ministeriales que rodeaban al obispo, el vizconde o el
gastald lombardo; sigue el populus, cuyas presuntas libertades también son
halagadas, pero en cuyo seno existen importantes núcleos activos, artesanos
agrupados en arti o soldados de guarnición que conservan el antiguo nombre de
arimanni, hombres de armas; y por último está la aristocracia y su abundante familia,
rural sobre todo por su origen y su riqueza, pero que se traslada a la ciudad y reside
en ella, edifica torres, erige iglesias gentilicias y contrata a soldados para defender a
los miembros de sus «casas» (case, alberghi, consorterie). Todos estos elementos son
muy homogéneos, están localmente agrupados, y sienten avidez por supervisar la
justicia y el erario. A partir del final del siglo XI, en diversas ciudades del norte de
Italia —Verona, Parma, Génova, Cremona…— aparecen universitates civium que
concentran una serie de órganos de autogestión; pero en términos generales, la
creación de estructuras «consulares» o «comunales» es tardía, y se produce a raíz de
un accidente dinástico (1035, Venecia), de un levantamiento popular (1035, Milán),
de un privilegio otorgado por el príncipe (1081, Génova)… Ahora bien, no hay que
pasar por alto un hecho, y es que la vitalidad urbana no dependió en absoluto de esta
evolución. Más adelante veremos que la contraofensiva cristiana en el mar Tirreno,
obra de Pisa, Luca y Génova, se inicia a partir de 1013, progresa netamente pasado
1050 y alcanza su plenitud a finales del siglo XI. También cabe destacar que los
«mercaderes», que en principio constituyen una figura tan típica de la Italia medieval,
tuvieron un papel muy discreto en el movimiento de emancipación de las ciudades, lo
cual no les impedía en absoluto emprender audaces iniciativas comerciales.

Una aventura normanda

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Si por un lado resulta natural citar la consolidación de Venecia o de Génova como
blasones de los que todavía hoy se enorgullece Italia, por el otro merece nuestra
atención la peculiar situación del Mezzogiorno. Roma no se había mostrado muy
sensible a la especificidad de las zonas meridionales, incluida Sicilia, pese a que
habían recibido la influencia de los griegos antes que ella; el «santuario» que
constituyeron para Aníbal habría debido dar motivo a la reflexión. Sin embargo,
puede que las condiciones climáticas o físicas que tan duramente pesan sobre el
mediodía italiano de hoy no alcanzaran toda su gravedad hasta que terminó el proceso
de desecación de las costas sur del Mediterráneo, fenómeno de larga duración al que
ya se ha aludido. Para ser breves, podemos decir que el Mezzogiorno nació con
Justiniano y sus sucesores cuando la reconquista «romana» se vio rápidamente
circunscrita al sur de la península, sin poder llegar a Roma, debido a la irrupción
lombarda del siglo VI; y ni siquiera todo el sur quedó en poder de Bizancio, puesto
que los lombardos avanzaron hasta Benevento y Troia. Este carácter excéntrico y, por
decirlo así, «orientalizado» del Mezzogiorno no hizo sino aumentar, evidentemente,
con la conquista musulmana de Sicilia y algunos puntos de Calabria y de Campania.
Los griegos guardaron Nápoles y Apulia, pero lo que sabemos —y que veremos más
adelante— sobre el comercio realizado por los habitantes de Amalfi, Gaeta o Salerno
en el siglo X y principios del XI indica que los mercaderes de estas ciudades practican
un comercio triangular, en el que Egipto y Bizancio tienen una importancia
equivalente. Como es natural, tanto antes como después de la reorganización de la
autoridad imperial en estas regiones por parte de la dinastía macedonia hacia el año
mil, las rivalidades entre ciudades son constantes, desde Gaeta hasta Barí. Por ello,
hacen falta hombres, y cuando pasa un grupo de valía por una ciudad, esta no duda en
tomarlo a su servicio: así hicieron los habitantes de Salerno en 1016, cuando tocó su
puerto una nutrida masa de peregrinos normandos que se dirigían hacia Tierra Santa.
Fue un caso típico de accidente histórico «no programado». Los valerosos
guerreros venidos desde la comarca del Bessin, en la costa francesa del canal de la
Mancha, demostraron su prodigiosa efectividad, y fueron tan bien pagados por ello
que señalaron esta mina de beneficios a una plétora de segundones, bastardos e
individuos sin herencia que no tenían porvenir posible en Normandía. Estos no
tardaron en acudir, ya en 1025, y ponerse a sueldo tan pronto de los griegos como de
los italianos. Algunos, más hábiles, obtuvieron tierras y títulos, como los de conde de
Aversa (1030) o duque de Melfi (1043). La familia Hauteville se colocó en cabeza de
este movimiento e hizo lo posible por medrar; su jefe Roberto Guiscardo supo
agenciarse un principado en Apulia, expulsó a los griegos, hizo prisionero al papa
León IX sin ninguna clase de escrúpulos y en 1059 logró ser reconocido como duque
de Calabria y Apulia. Más tarde, y sucesivamente, los normandos pasaron a Sicilia, se
enfrentaron al emperador alemán, desembarcaron en tierras del emperador de
Oriente, y por último, en 1130, Roger II tomó el título de rey de Nápoles y Sicilia;
para legalizar el hecho hubo de proceder como Roberto Guiscardo casi un siglo antes

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y coger en sus redes a un papa. Inocencio II, en 1139. Esta aventura ya es
extraordinaria en sí misma cuando se observa el esfuerzo —logrado— de fusión de
las tres áreas culturales que convergían en la Italia meridional: el Islam, Bizancio y la
Europa poscarolingia; Federico II, nacido en Palermo, biznieto de Roger, encarnó
este cosmopolitismo admirable y, evidentemente, escandaloso. Pero más allá de este
episodio, en definitiva bastante breve, toda la historia posterior del Mezzogiorno fue
consecuencia de la dominación normanda, por cuanto las peculiares estructuras
físicas de la región, así como sus originalidades culturales, resultaron como
petrificadas tras su inserción en un molde político fortuito pero lo suficientemente
duradero para darles una mayor capacidad de resistencia al influjo del Norte. A este
respecto, si se consideran las dificultades por las que ha pasado y sigue pasando el
Mezzogiorno italiano, a través de las sucesivas dominaciones de los normandos, los
Hohenstaufen, los Anjou, los catalano-aragoneses, los españoles, los franceses y la
casa de Borbón hasta la unificación de 1871, se puede afirmar que en 1016 los
habitantes de Salerno tuvieron una idea bien poco inspirada.

LAS PREOCUPACIONES DEL PODER

En el «movimiento de paz» que llega a su apogeo pasado 1030, se elevan voces


disonantes, y no pertenecientes a hombres cualesquiera, sino a prelados de suma
inteligencia e indiscutible virtud. Suspirando por las infamias del siglo, Adalbéron de
Laon apela al ejemplo del rey; otro obispo, Gérad de Cambrai, rehusando la extensión
de las «paces» en su diócesis, invoca al emperador. Para los dos, estas
manifestaciones de autodefensa equivalen a desdeñar lo que constituye la base misma
del mundo cristiano: el papel del príncipe defensor único y natural de la paz, misión
que al ser coronados han jurado observar, ante los obispos el rey y ante el papa el
emperador. Adalbéron y Gérard llevan cincuenta años de retraso o tres siglos de
adelanto; en su época, el poder superior aún no se ha repuesto de la disgregación
carolingia.

El sueño del Imperio

No ha faltado quien atribuyera a la brutalidad germánica una responsabilidad


esencial en el fracaso de los emperadores en Italia. Pero cabe dudar de que los reyes
de Francia o cualquier otro monarca hubiesen logrado mayores éxitos. Y los
carolingios no duraron lo bastante (de 800 a 855, prácticamente) para que podamos
saber si era posible la existencia de un «Imperio» en Europa y con los medios de la
época.
Probablemente haya que buscar la verdadera causa de la inconsistencia del
imperio en la concepción misma del dominium mundi tal como la habían expuesto los
pensadores carolingios y como la repetirán los alemanes, en especial a partir de que el

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derecho justiniano se imponga con renovado vigor. En principio, el soberano supremo
debe recibir la obediencia de los restantes príncipes, los reguli, como
despectivamente dirá Barbarroja, lo cual ya crea un problema, dado que no se trata ya
de hermanos o primos como ocurría en el siglo IX. Sin hablar de «orgullo nacional»,
concepto fuera de lugar aplicado a estos tiempos, era de esperar que monarcas
alejados como los de España o Escandinavia, o convencidos de su originalidad
regional como los de Francia y Polonia, o con pocas ganas de debilitar su poder ante
súbditos turbulentos como el de Inglaterra, se mostraran más que remisos. Y aun
admitiendo que el emperador aceptara contentarse con algunos gestos simbólicos,
ello no le dispensaba, para merecer su título, de reunir los tres elementos de la actio a
la romana: la fuerza material (potestas), la superioridad moral y judicial (auctoritas)
y el supremo mando militar (imperium).

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El Imperio en los siglos X y XI

Varias fueron las vías que se siguieron a partir del momento en que Otón I
confirió a los alemanes la corona imperial por más de ocho siglos. Él mismo inauguró
la práctica de un imperio cristiano a la manera carolingia: los ritos —llamados el ordo
— de su coronación, el modo en que trató a los pontífices, la búsqueda de un apoyo
sistemático en los obispos (el Kirchensystem), la creación a su alrededor de regna —

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territorios supuestamente súbditos—, elementos todos que recuerdan la concepción
de Carlomagno. Proyecto arcaizante, puesto que, pese a su éxito personal y al control
ejercido sobre la Francia occidentalis, carecía del resorte constituido por la
recomendación sistemática, que al menos habría vehiculado su autoridad, su verbum,
hasta la base de la pirámide social. Su segundo sucesor, Otón III, nacido de madre
griega y alumno de Gerberto d’Aurillac, espíritu impetuoso y proclive a los excesos,
intentó sustituir el sueño carolingio por el bizantino y crear, en torno a él y a Gerberto
—a quien hizo nombrar papa—, una renovatio mundi, un universo de síntesis y de
piedad. Para ello se instaló en Roma, en la Aurea Roma, instituyó un senado y
multiplicó los gestos para con los reyes. Su desaparición a los 21 años en 1002
significó la muerte de una idea hermosa pero utópica. Quedaba pues la vía clásica, la
que un feudalismo cada vez más presente insinuaba a todos los príncipes: tener
feudos y castillos, disponer de la fidelidad de obispos y vasallos, poseer hombres de
guerra y dinero, y gracias a todo ello hacerse obedecer y temer. Siendo alemán el
emperador, apoyarse ante todo en este país para, seguidamente, irradiar hacia el
exterior. Los emperadores moderados no se atrevieron a llevar demasiado lejos sus
pretensiones; los obstinados, como Enrique V o Federico Barbarroja, se hicieron
añicos contra las dificultades.
La realización del proyecto implicaba una serie de condiciones previas que los
príncipes alemanes, pese a todos sus esfuerzos, nunca pudieron reunir. En primer
lugar, el peso de Italia gravitaba sobre Alemania, paralizando toda acción continuada
al norte de los Alpes, vaciando los cofres del tesoro y socavando las fidelidades. En
segundo lugar, el emperador nunca logró disponer de una base territorial propia que
le evitara tener que solicitar ayudas que le costaban caras: el Reichsgut comprendía
1500 localidades, pero una cantidad mediocre de castillos o monasterios; en cuanto a
las posesiones territoriales de los obispos en las que Otón había basado su autoridad,
la lucha con los gregorianos, terminada con el concordato de Worms en 1122, se las
arrebata al emperador, y esta gravísima derrota justifica a posteriori el afán de los
soberanos por evitarle tanto como pueden. Por lo que se refiere a las fidelidades
locales, los emperadores multiplicaron las exigencias de servicios militares, pero
tuvieron que pagarlos con abundantes cesiones de diversos derechos, de justicia entre
otros, regalia que tanto codiciaban los señores territoriales de la época. En definitiva,
acuciados por dos fuerzas de sentido opuesto —por un lado las exigencias, sobre todo
italianas, de su misión imperial, y por el otro las mediocres contingencias alemanas
—, los emperadores fracasaron en su empeño de traducir en hechos sus pretensiones
universalistas. Terminemos con una última observación, que tal vez hubiera bastado
desde el principio: otónidas, salios, Hohenstaufen, ninguna de las tres dinastías
sucesivas alcanzó un siglo de duración; al emperador no solo le faltaron medios para
llevar a cabo su obra, también le faltó tiempo.

Inglaterra la mal casada

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Los monarcas sajones y, después de ellos, sus vencedores daneses, habían
dominado, desde el siglo VIII si no antes, sobre un reino poco extenso y poco poblado,
casi exclusivamente rural, original por su cultura y sus actividades. Debido al
desastre de 1066, que acabó con ella, la monarquía sajona interesa poco a los
continentales. Los ingleses, aun los que no abrigan dudas respecto a la
normandización de la isla, son muy conscientes de la extraordinaria solidez de la base
sobre la que se edificó la monarquía ulterior: ante todo, un fuerte bagaje legislativo,
parangonable sin desventaja a los capitulares del continente; asimismo, una
organización monárquica simple y recia, la coronación, un consejo de obispos y
dignatarios cargados de honores, una red de delegados del rey en los «condados» o
shires, los sheriffs; pero también unos derechos públicos regularmente reclamados y
respetados, en especial la leva en masa de los hombres libres (el fyrd) y las exigencias
de albergue y de requisición (el feorm). En cuanto a la pirámide social en la que se
introduce la encomendación, engloba toda una serie de prácticas, probablemente de
orígenes muy diversos, las cuales constituyen las lejanas raíces de los privilegios que
protegen al individuo y de los que con razón se enorgullece hoy en día Inglaterra:
tribunales de centena (hundred), tribunales de manors, etcétera. Más arriba hemos
indicado que no había en todo ello nada que pudiera sorprender a Guillermo el
Conquistador; al contrario, una vez que tuvo a los sajones teóricamente sojuzgados,
añadió a esta soberbia panoplia real un elemento suplementario, el King’s Forest, es
decir, la reserva real, aumentada por todas las expoliaciones, y que representaba
aproximadamente una cuarta parte de Inglaterra para el rey y su familia. Por lo que se
refiere a las principios de encomendación, Guillermo los fomentó al sistematizar los
donaciones de tierras in capite, es decir, directamente dependientes de su persona.

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El Imperio Plantagenêt en el siglo XII

Esta firme construcción tenía el inconveniente del brazo de mar que cortaba en
dos las posesiones de Guillermo, pero aun así, este era considerado al morir, en 1087,
como el más poderoso soberano de su tiempo, protegido de la Iglesia y defensor de la
paz. Su tercer hijo y segundo sucesor, Enrique I, llamado Beauclerc, que reinó a
principios del siglo XII, logró volver a reunir en sus manos todo cuanto Guillermo

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había tenido en las suyas, y se halló en una situación muy comparable. No obstante,
ya empezaban a surgir las primeras sombras en el cuadro: los sajones se estimaban,
con razón, apartados de las responsabilidades; al norte y al oeste, los celtas de
Escocia y de Gales no cesaban de hostilizar a los normandos. Al sur, el rey de Francia
incitaba a sus vasallos de Anjou o de Flandes a oponerse a un rey que no le rendía el
homenaje debido por Normandía, y al que acabó derrotando en campo raso en 1119.
En esta ocasión, otro accidente aceleró la evolución: al no dejar Enrique ningún
heredero directo, estalló una calamitosa guerra de sucesión que duró hasta 1153 y
deterioró la maquinaria monárquica. El vencedor de la contienda no fue ni un sajón ni
un normando, sino el conde de Anjou, Enrique Plantagenêt, casado con la duquesa de
Aquitania, recién repudiada por el soberano francés Luis VII porque no le daba más
que hijas.
Con este matrimonio se produjo un importantísimo hecho medieval, ya que la
situación creada por él debía enfrentar a Francia e Inglaterra por más de tres siglos.
Leonor de Aquitania era perfectamente capaz de tener hijos varones, y lo probó
dando cuatro, uno tras otro, a su segundo marido, con lo que la duración de la dinastía
Plantagenêt quedaba razonablemente asegurada. Así, un solo hombre queda dueño de
toda la fachada atlántica de Europa, desde el Clyde hasta los Pirineos; en su poder
están Londres, Ruán, Tours, Poitiers y Burdeos; y como es rey en Inglaterra, pone mil
dificultades para rendir homenaje al soberano francés. Esta potencia, plasmada en un
mapa, impresiona al lector; tradicionalmente, la historiografía francesa busca este
efecto, y para ello cita, además del vigor de las instituciones inglesas, toda la febril
actividad de Enrique II, sus leyes o assises, los servicios de la corte ya muy
diversificados, como el Échiquier financiero, los baillis, los senescales que recorrían
el «imperio Plantagenêt», sin contar el vino de Burdeos, los tratos con Federico
Barbarroja o la designación de un inglés para ocupar el solio pontificio (caso único en
la historia). Moderemos tanto el temor como el entusiasmo: lo ocurrido en 1153 fue
uno de los acontecimientos más inoportunos que ha habido en la historia de
Inglaterra. ¿Qué relación podía vincular a un vasco con un inglés de York? ¿Qué
interés común podían tener un lord de las marcas galesas y un «repoblador»
(bastidor) del Périgord? Este conjunto heterogéneo, saturado de alodios, que se regía
aquí por la costumbre y allí por el derecho escrito, en el que se hablaba sajón, lengua
de oil, bretón, dialecto del Poitou, occitano y vasco, al margen de los grandes ejes
económicos, y tan dilatado que el rey necesitaba un mes y medio para recorrerlo
entero, con o sin ejército, resultaba ingobernable, y lo cierto es que, en efecto, no fue
gobernado. Añádase a ello el increíble nido de víboras de la familia Plantagenêt, más
la irritación —y nos quedamos cortos— de los sajones, obligados a combatir o a
pagar por culpa de alguna oscura rivalidad dinástica entre los condados de
Angoumois y La Marche. Basta que el rey empiece a flaquear, como le ocurrió a Juan
sin Tierra hacia 1212 o 1213, para que los nobles ingleses le obliguen a aceptar la
«Carta Magna», una concesión «parlamentaria». Así pues, no es una paradoja afirmar

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que, en Bouvines, el monarca francés Felipe Augusto, al dispersar la coalición de los
aliados de Juan (1215) y explotar su triunfo apoderándose de todas las tierras
comprendidas entre el Sena y el Loira, hizo un señalado favor a los ingleses. Porque
de la misma manera que el emperador está como apegado a Italia, Inglaterra lo está
con respecto al continente, y esto la consume.

Grandeza y miserias del rey de Francia

Caído en manos de un vasallo rebelde tras haber sido derrotado por otro (923),
restaurado por voluntad de un tercero (936) antes de caer bajo su férula primero y la
del alemán Otón seguidamente, rechazado o desobedecido de continuo, viendo cómo
no cesan de disminuir las pocas tierras del fisco que quedan entre el Aisne y París, el
rey carolingio del Oeste es una reliquia de tiempos pasados. El área cubierta por los
diplomas de Carlos el Simple o de Lotario se reduce poco a poco; los obispos
comienzan a cansarse y, a partir de 955, Aquitania ya no responde. Y con todo, este
intervalo que separa la desaparición del último carolingio de Alemania, en 911, de la
muerte accidental de Luis V de Francia, en 987, tuvo aspectos positivos, por cuanto
contribuyó, frente al tumulto de los reyezuelos sajones y la conciencia poco limpia de
los otónidas, a hacer del «rey de los francos», incluso después de la instalación en el
trono de Hugo Capeto —descendiente de varios «mayordomos de palacio» a la nueva
moda—, un príncipe excepcional. Por encima de cualquier otro, el soberano francés
es la continuidad, la paz, el recurso, el ungido del Señor. En lo más profundo de su
miseria material o moral, sigue siendo un jefe sagrado, y hasta al sur del Loira se
fechan las actas según el año de su reinado.

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El París de Felipe Augusto

Será el mayor triunfo de la monarquía francesa. Residencia real donde se reúnen,


además de los reyes, los grandes vasallos del reino más rico y más poblado de
Occidente. También es un gran centro de consumo, incluso de producción artesanal,
si no de comercio. Se trata, en definitiva, de una de las capitales intelectuales y
religiosas de la cristiandad, cuya universalidad atrae a sabios y estudiantes de todos
los países: es la única ciudad occidental que presenta estos tres polos de atracción.
A primera vista, no dispone de una sola probabilidad seria de recuperación: el
clero que le apoya es poco seguro, sospechoso de adhesión a la causa imperial; sus
«fieles», que son al mismo tiempo sus vasallos, solo le guardan el respeto debido a

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las grandezas meramente institucionales; por otra parte, también ellos, condes o
duques de Borgoña, Toulouse, Poitou, Anjou, tienen que enfrentarse con el creciente
poder de los castellanos, los viguiers, los vizcondes, y pronto, pasado 1050, de los
más ínfimos señores. Solo el conde de Flandes y el duque de Normandía logran
hacerse obedecer en sus dominios, gracias a las instituciones de paz que han
establecido; esta paz que al rey, su defensor natural, tanto le cuesta hacer respetar a su
alrededor, incluso en los valles de Chevreuse o del Oise, o en la carretera de Orleans,
abarrotados de castillos amenazadores, Coucy, Montlhéry, Houdan, Le Puiset,
Étampes… Pero considerándolo con detenimiento, el rey no está tan desfavorecido
como parece: en primer lugar, su aura le protege, y el papa, acosado por el emperador
alemán, busca y encuentra en el dominio real francés un refugio inviolable; porque el
mismo emperador se lo piensa dos veces antes de provocar a quien ha heredado el
prestigioso título merovingio: en Yvois, en 1023, incluso aceptará salir a su encuentro
para saludarle. Luego, este «dominio», formado por una serie de tierras y derechos
cuya enumeración arranca suspiros desde siempre a los manuales franceses por su
parvedad, es superior, y con mucho, al de la mayor parte de sus vasallos, superior
también al Reichsgut, y se encuentra en el corazón del reino, en la zona más rica, más
poblada y mejor situada; una sucesión de impuestos, guarniciones y monasterios lo
prolongan entre Montreuil y Le Puy, y el rey, aunque sea sin brillantez, «vive de lo
suyo», dispone de hombres, de víveres y de dinero.
Se ha observado, con razón, que a partir del reinado de Roberto el Piadoso, hijo
de Hugo Capeto, el clero se lamenta ante la impotencia material del soberano para
hacer oír su voz a lo lejos; de 1050 en adelante, las únicas fidelidades que le quedan
son las de los pequeños vasallos directos, los amigos y los señores de la región de Ile
de France. Pero siguen obrando en su poder los antiguos órganos del palacio
carolingio: la cancillería, la chambre aux deniers, el oratorio real (capella); el rey
ejerce su función «sagrada», su ministerium religioso con la ayuda de palatini, de
curiales, a veces de origen humilde pero que aseguran la continuidad de la Res
publica. El monarca francés no necesita imaginar sistemas especiales de gobierno
como lo hace el emperador, ni tiene que agotarse como él rompiendo lanzas contra un
poder concurrente, de carácter también universal; tampoco tiene ante sí a un enemigo
de la fe a quien hostigar arrebatándole el país aldea a aldea para ganar el cielo y
vaciar sus cofres, como en España; ni tampoco debe afrontar a un adversario de la
misma raza atento y dispuesto a aprovechar una circunstancia favorable, como ocurre
en el archipiélago. El rey de Francia tiene sus hombres, sus graneros, sus agentes; es
irremplazable, y nadie, ni siquiera el duque normando, sueña con eliminarle; puede
apoyarse en la Iglesia como el alemán, en la leva feudal como el español, en un clan
como el inglés. Solo en un terreno puede temer los rigores del destino: hay que durar.
Y dura; en este solo punto está contenida ya la principal razón de su triunfo
ulterior: hermanos dóciles, hijos en edad de reinar, una longevidad envidiable… lo
suficiente para garantizar 350 años de filiación continua. No hace falta ser genial para

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ir aguantando en espera de que llegue el momento de recoger los frutos de esta
paciencia; los reyes de la dinastía Capeta no gozan de una reputación excelente;
cortos alcances, poca prestancia, ninguna cualidad sobresaliente, ni el más mínimo
fulgor: Roberto el Piadoso parece una persona inactiva, Enrique I tiene el aire como
apagado, Felipe I, maldecido por la Iglesia, no es más que un campesino ávido de
ganancias, Luis VI batalla, pero lo hace mal, Luis VII acumula los pasos en falso.
Dos siglos transcurren así hasta que el matrimonio de Felipe II con una princesa de
sangre carolingia confiere a la dinastía el papel, en adelante indiscutido, de
continuadora: entonces llega el momento de salir del dominio real y hacer oír su voz.
Con Felipe Augusto comienza la monarquía francesa, más provista que ninguna otra
de aquello que le permitirá ser, a breve plazo, la primera de la cristiandad.
Breve panorámica, pero necesaria antes de empezar a examinar detalladamente el
tejido de esta Europa por fin nacida: entre los años 950-1000, período en el que se
desvanecen las últimas humaredas carolingias y se instauran las estructuras señoriales
que durante seis o siete siglos constituirán el marco de vida de los hombres, y a
mediados del siglo XIII, las piezas del mosaico cristiano, disociadas hasta entonces,
forman un ensamblaje; en algunos lugares el ajuste es imperfecto: Italia del sur, la
articulación entre los mundos germánico y eslavo… Pero los ejecutantes interpretan
ahora un mismo concierto en el que están incluidos los reductos celtas, el mundo
nórdico, la masa de los germanos o los galos con sus bordes eslavos o musulmanes,
ibéricos e italianos. ¿Qué falta por hacer para llegar a la Europa moderna?
Simplemente avanzar un poco más hacia el este, hacia el norte o hacia el sur, a falta
de atreverse a hacerlo en dirección al oeste, donde el océano constituye una barrera.
Pero este paso constituye ya una fase de expansión, un «salto hacia delante»
imposible de comprender sin la etapa de asentamiento que precede.

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Capítulo 4
LA FRAGMENTACIÓN DEL MUNDO ISLÁMICO
(de finales del siglo IX a finales del siglo X)[*]

Desde el último cuarto del siglo IX hasta finales del siglo XI el Islam conoce un
inmenso paréntesis ismâ‘îlí al mismo tiempo que un despertar de las economías
mediterráneas adormecidas: el fracaso ideológico de la monarquía islámica,
apreciable ya en 812, su incapacidad para controlar las relaciones entre el poder
central legítimo y el poder de pura fuerza de los generales del ejército, gobernadores
de provincias, abre una brecha por donde resurge el milenarismo de las masas adictas
a la construcción intelectual de los ismâ‘îlíes. Oficiales y soldados, rentistas del
Estado desde siempre, acentúan su presión y aumentan su sangría sobre los ingresos
fiscales; pero sería oponerse al buen criterio querer presentarlos como «feudales» que
hubieran limitado la esfera de acción de una «burguesía urbana». Nada cambia
fundamentalmente en el campo, aunque las dependencias se refuerzan conforme a
una tendencia plurisecular; en la sociedad urbana se produce una readaptación. Bajo
la hegemonía de los militares y de sus secretarios la posición de los intelectuales se
refuerza, conservando firmemente, frente a la fuerza de los emires, un principio de
«disidencia» que les une a las multitudes, en cuestiones morales, religiosas y
políticas. La importancia del movimiento intelectual destaca además por el ascenso y
la acción del partido ismâ‘îlí en búsqueda de una síntesis entre el modelo mediní y la
experiencia de la ciencia helénica. Los equilibrios fundamentales no son ni alterados
ni rotos; solo el lento crecimiento de las zonas occidentales trastorna finalmente —y
tardíamente— la red de rutas comerciales.

LA DESCOMPOSICIÓN DE ORIENTE

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La guerra civil en la época de Al-Ma‘mûn, la malograda experiencia de un
acuerdo con los ‘Shî‘íes y de un gobierno del Imperio desde el Jurâsán han hecho
fracasar las grandes esperanzas de la monarquía islámica; el poder ‘abbâsí,
comprometido en su lucha por imponer la ideología del Estado, es violentamente
contestado en Bagdad y su autoridad se basa de hecho solo en las autonomías que ha
concedido a los gobernadores de provincias.

La cabeza ardiente

Desde Hârûn al-Rashîd, Ifrîqiya, en el oeste, posee su propia dinastía emiral de la


familia aglabí y solo proporciona a Bagdad y a Samarra un tributo anual; en el este,
desde 820, los hijos y nietos de Tâhir son el verdadero soporte de la dinastía ‘abbâsí,
ya que, a pesar de que el propio Tâhir había mostrado cierta independencia en su
inmensa provincia oriental, sus descendientes aseguran la estabilidad y la paz en el
Imperio. Desde Nîshâpûr, su capital, gobiernan el Jurâsán, el Kirmán, las provincias
sudcaspianas y la Transoxiana donde instalan a los gobernadores de la familia
sâmâní: sin embargo, los desórdenes son constantes: los hijos de Tâhir colaboran con
el visir de Bagdad en 822 para someter los altos valles de la Transoxiana,
posteriormente aplastan a los rebeldes jâridjíes en el Sîstán y luchan contra una
rebelión copta o contra las infiltraciones zajdíes en Tabarîstán.
Por su parte, los ‘alíes intentan aprovecharse del rápido proceso de islamización
del Irán para implantar poderes dinásticos sobre las regiones fronterizas desde donde
poder amenazar el centro del Estado califal: en 834, un breve intento en el Jurâsán y
otro, después de 864, se apoyan en las dinastías tradicionales de la montaña
sudcaspiana del Daylam. Allí se agitan fuerzas que sienten la inevitable evolución del
califato hacia poderes descentralizados: Mazyar, un descendiente de los antiguos
«marqueses» del Tabarîstán, se hace musulmán, es recibido por Al-Ma‘mûn, y
formando parte de su clientela regresa como gobernador, convierte a las clases
dirigentes, construye centenares de mezquitas y se asegura todo el poder sobre la
montaña eliminando a las familias rivales y a su propio clan. Denunciado a Al-
Ma‘mûn en 827 a causa de la opresión fiscal a la que es sometida esta región, es, a
pesar de ello, confirmado en su autoridad y aprovecha la ocasión que le proporciona
la acelerada islamización del Irán y la ascensión al poder de los Tâhiríes para romper
en su propio beneficio con el pasado tribal y establecer un emirato de nuevo cuño:
una guardia de 1200 esclavos mercenarios, un tesoro de 96 000 dinares y 18 millones
de dirhemes. El intento, prematuro, fracasa en 839: el ejército capitula sin combate
ante un cuerpo de expedicionarios enviado desde Samarra. Esta empresa no tiene
ninguna relación con una probable tradición mazdeísta o comunista: Mazyar saqueó
en efecto los bienes de varios de sus enemigos, pero no les atacó en absoluto en
cuanto a clase; significó simplemente un ascenso de fuerzas locales.
La confusión también aparece entre los Tâhiríes; el Sîstán debe organizarse por sí
mismo. Esta vez se trata de un poder insurreccional de origen plebeyo e iranio, el

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primero en la historia del Islam en romper escandalosamente con la unidad del
Imperio y con las tradiciones tribales, militares y religiosas de la legitimidad. Reúne
un ejército de voluntarios en torno a Ya‘qûb ibn Layth, quien se proclama emir del
Sîstán en 861, somete a los jâridjíes y los incorpora a su ejército, se lanza sobre
Afganistán, saquea los templos paganos y conquista las grandes minas de plata de
Andaraba. Extiende su poder sobre las provincias tâhiríes (Kirmán, Jurâsán) y paga
generosamente el reconocimiento de sus conquistas por parte del califa Mu’tamid. La
revuelta de los zandjs le permite incluso atacar Bagdad, pero es derrotado en las
puertas de la ciudad por el regente Muwaffaq. Al morir en 878 su sucesión es
asegurada por su hermano ‘Amr, quien consigue una patente oficial para el Fars,
Jurâsán, Kirmán, Sîstán y Sind a cambio de un tributo de un millón de dirhemes al
año, aumentado a 10 millones en 889. Capturado por los sâmâníes en 900, ‘Amr es
enviado a Bagdad donde es ejecutado: este es el final de un poder de pura fuerza,
personal, muy hostil a los ‘abbâsíes, sostenido por un patriotismo iranio. Y el
recuerdo de su buena administración o de la gloria de sus victorias será esencial en el
renacimiento persa que se desarrollará a través de la poesía en la corte sâmâní y
posteriormente en Gazna.
Estos trastornos no implican el restablecimiento de la autoridad ‘abbâsí; la
dinastía carece efectivamente de jefes enérgicos y de generales, con la excepción del
regente Muwffaq, apartado del poder supremo, y de su hijo, que aplastará en 896 las
rebeliones jâridjíes y se enfrentará a los qármatas del Iraq. Muwaffaq había
combatido especialmente la principal revuelta del siglo, la de los zandjs, que
amenazaba al califato en el mismo centro de su poder, en el Iraq. Al igual que los
movimientos persas del siglo precedente, los zandjs expresan las aspiraciones de una
minoría duramente explotada de poner en práctica el modelo mediní en su propio
beneficio. Son negros importados como esclavos desde el siglo vil a las marismas que
separan Kûfa, Wâsit y Basora, y utilizados como peones para romper la capa de
natrón que convierte en yermo las tierras del bajo Iraq. Sus primeras insurrecciones
datan de 689 y su situación, excepcional en el Islam medieval, así como su número
(Tabarî habla de 15 000 esclavos), constituyen una fuerza que canaliza la propaganda
sitia. El debilitamiento de la autoridad califal, enfrentada con las revueltas, permite a
un pretendiente,‘Alí ibn Muhammad, de genealogía cambiante y discutida pero
reconocido por las tribus beduinas, desencadenar una revuelta servil en 869 que
pronto se extiende por toda la región; las ciudades del Ahwâz son ocupadas e
incendiadas y posteriormente Basora es destruida en 871.
El fuerte sentido de solidaridad de los sublevados les permite resistir al ejército
turco de los generales ‘abbâsíes y constituir en las marismas un Estado guerrero,
comunidad militar de los zandjs y de sus aliados los beduinos, en torno a ‘Alí, quien
se proclama mahdî y se rodea de una corte califal, que, sin embargo, no incluye a
ningún zandj. El jefe insurrecto acuña moneda y en sus dirhemes aparecen leyendas
de resonancia jâridjí; construye una capital, Mujtâra, con dîwâns, hipódromo y

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talleres palatinos, mientras que la economía del Estado se basa en el botín y la
tributación de las regiones sometidas, cuya estructura social no se modifica. En 878
es el momento de máximo esplendor: una colaboración de hecho con los sublevados
del Este, contactos no fructíferos con los qármatas y una potencia militar que permite
al «señor de los zandjs» atacar la región de Bagdad y prohibir la peregrinación.
Muwaffaq necesitará cinco años y 5000 hombres para reducir la insurrección; la
participación personal del regente y de su hijo en los combates, en los que son
heridos, es indispensable para abrir brecha en las murallas de Mujtâra en 883. Y sin
embargo, no es la desesperación la que guía a la resistencia encarnizada de los zandjs:
los combatientes que se rinden son integrados en cuerpos particulares y homogéneos
del ejército ‘abbâsí. De esta manera se demuestra el carácter mesiánico de la revuelta,
ya que, aunque la base social sea evidente, no oculta que se ha moldeado totalmente
en el mundo de la comunidad hegiriana y que sus referencias explícitas al ‘Shî‘ísmo
activista anuncian el vasto movimiento ismâ‘îlí de Iraq y de Siria.
Después de la muerte de Mu‘tadid, en 902, la estrecha vigilancia que mantienen
los emires y visires sobre los califas hábilmente escogidos por su juventud, por su
debilidad, no ofrece oportunidades a la dinastía si no es bajo una sumisión aparente.
El califato, único principio de legitimidad en la Dâr al-Islâm, resulta imprescindible
para los poderes transitorios que nacen de la lucha política. Los califas estarán
obligados a jugar la cartas de las rivalidades entre emires; los primeros fracasarán:
Mutaqî, que buscaba el apoyo de los jefes occidentales, será destituido en 944; Ta’i‘,
que persistirá en el intento, será destituido en 991. De 991 a 1031 y de 1031 a 1075
tienen lugar los dos largos reinados de Qâdir y de Qâ‘im: protegidos por la amenaza
fâtimí, que fuerza a los emires buyíes a un acuerdo, se apoyan sistemáticamente en
las ascendentes fuerzas rivales de los grandes emires. Reciben así regales y
homenajes de los gaznawíes y posteriormente de los seldjûqíes y se preocupan
activamente de relacionarse con la opinión tradicional («sunní») en vías de
constitución: de este modo, Qâdir deja condenar al puritanismo mu‘tazilí, hace
maldecir a los ismâ‘îlíes y suscribe una profesión de fe que lo une estrechamente a
los tradicionalistas. Es cierto que alrededor del califa se reúnen puristas y hombres de
religión que sueñan con la restauración de su autoridad, en particular el valiente
Mawardî que protesta en 1038 contra la usurpación del título de «rey de reyes» por el
emir iranio buyí. Qâ’im, fortalecido por este partido, resistirá mucho tiempo a las
pretensiones del turco seldjûqí Tugril para acabar aceptando finalmente un
compromiso con su sucesor, Alp Arslân, a condición de que su dignidad superior y
moral sea salvaguardada. La monarquía islámica, relegada a un papel de árbitro y
desde entonces atenta a la opinión formulada por los predicadores, permanece como
una amenaza y un recurso al mismo tiempo.

Emires y visires: un constante trastorno

Las piezas claves del edificio político de la monarquía islámica siguen siendo el

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visirato, el ejército y la fiscalidad; pero ahora dejan de estar al servicio exclusivo de
la dinastía para convertirse gradualmente en las bases de verdaderos gobiernos
provinciales; sin embargo, estas formaciones políticas no llegan a adquirir el papel de
estados periféricos, jerarquizados y, de alguna manera, federales: con la excepción
del emirato sâmâní, no son más que trampolines para conquistar el poder central y la
responsabilidad del emir supremo. No obstante, muestran la extrema ductilidad del
aparato administrativo y su capacidad para servir eficazmente a las ambiciones de los
generales y de los gobernadores de provincia. Estas provincias no se libran de la
vigilancia y de la fiscalidad de los dîwâns, pero la ya antigua descentralización de
poderes constituye una base financiera y militar que les permite alcanzar el control de
la capital y compartir la autoridad del califa.
En un primer momento, sin embargo, en Bagdad y en Samarra, el visirato se
enfrenta a otras fórmulas de gobierno: por ejemplo, bajo Mu‘tasim el visirato está
sometido de hecho a un «primer ministro», el «gran cadí» Ahmad ibn Abî Du’âd, que
asegura la dirección política e ideológica del Imperio; con Ma’mún, el emir tâhirí,
poderoso en Bagdad, donde conserva las funciones de prefecto de policía y de
gobernador militar, lleva el peso del poder; en el reinado de Mutawakkil, se asiste al
retorno de los visires asociados a la familia califal por un lazo de parentesco
espiritual, particularmente a un príncipe o incluso a un califa. Después del episodio
revolucionario del asesinato del califa y de la guerra civil entre sus hijos, el visirato,
que conoce la intervención de un primer «regente» en la persona del turco Utamish,
queda bajo la autoridad del regente Muwaffaq y recupera después toda su eficacia
durante los conflictos entre emires que marcan la primera mitad del siglo X.
El visirato se introduce profundamente entonces en las rivalidades faccionales,
siendo el propio visirato lo que está en juego en un largo conflicto entre dos partidos
familiares de secretarios: los «escribas nestorianos», pertenecientes a las familias
Banû al-Djarrâh y Banû Majlad, y técnicos financieros ‘Shî‘íes del linaje de los Banû
Furât, cuya adhesión a las sectas extremistas no les impide servir a la monarquía
‘abbâsí ni participar con fuerza en las intrigas a partir de 950.
Los conflictos de visires y las rivalidades entre emires aumentan la inestabilidad
dinástica; impiden una política a largo plazo y agotan la energía de los
administradores y de los jefes militares en un lucha que parece inútil y fastidiosa. Sin
embargo, no hay que olvidar la continuidad de la administración, de los funcionarios
y de las autoridades administrativas. El aparato administrativo sigue siendo un
instrumento sólido, reproducido en los grandes dominios provinciales, en la Bujâra
sâmâní, en Gazna, en Shîrâz, entre los buyíes, que permite mantener un buen
conocimiento de los distritos vigilados —una auténtica piel de zapa a causa del
reparto de las competencias fiscales en iqtâ‘— y de las técnicas matemáticas
necesarias para la fiscalidad: el Kitâb al Hâwi proporciona a los secretarios y a los
geómetras fórmulas para calcular las superficies fiscalmente imponibles, la base del
impuesto territorial, la parte dejada a los cambistas y el precio de las entregas.

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El poder emiral imitará también al visirato ‘abbâsí: los sâmâníes culminan su
aparato burocrático con un visir, un tesorero y un jefe de Correos, y conservan
igualmente las instituciones rivales del gran chambelán y del comandante del ejército,
mientras que los gaznawíes duplican el visirato organizando una poderosa «Oficina
de la revista de Soldados» que verifica las listas y la presencia de los combatientes o
paga la soldada. Entre los buyíes, que hacen depender totalmente el visirato del
emirato y que no dejan al visir del califa más que la sombra de un poder
administrativo, una serie de grandes técnicos, como el poderoso Ibn ‘Abbâd en las
provincias persas, llevan a cabo una eficaz gestión. Este último, secretario primero y
después ministro, es también un letrado de cultura universal. Además de sus
Epístolas, manual de cancillería y también de política y gobierno (en el que
manifiesta especialmente su hostilidad hacia los autonomistas urbanos y el activismo
de los «jóvenes», esto es, de la Futuwwa), nos ha dejado numerosas obras de teología
mu‘tazilí, de historia, de lexicografía y de gramática, y un dîwân de poesías. Los
visiratos iranios participan ampliamente no solo en el renacimiento literario persa
sino también en el desarrollo de las ciencias en la Dâr al-Islâm, como Avicena (‘Alí
Husayn, llamado Ibn Sînâ, 980-1037), hijo de un funcionario sâmâní de Bujâra,
filósofo y médico desde su adolescencia, es decir, sabio universal, que escribe sus
libros en los momentos libres que le deja su actividad de consejero y de visir de los
príncipes buyíes de Hamadhán y de Ispahán.
El desarrollo del ejército profesional ha ampliado progresivamente la autonomía
de los oficiales: la revolución ‘abbâsí ha supuesto el fin del dominio tribal, cuyos
equilibrios y conflictos eran regulados por los antiguos modelos del mundo árabe
beduino. La constitución de un ejército de profesionales pagados, es decir de una
corporación militar unida por un derecho dinástico e ideológico, podría desembocar
en un mayor riesgo de conflicto entre los príncipes y el cuerpo de generales
procedentes del Oriente ‘abbâsí. En cambio, el reclutamiento de contingentes
homogéneos permitía jugar con otro «sentido de solidaridad» y prevenir los riesgos
de golpes de Estado a causa de la multiplicación de cuerpos del ejército desunidos y
antagónicos. Los turcos, más seguros, mejores guerreros, lingüísticamente aislados de
los conflictos religiosos, constituyen desde 830 la base de este nuevo ejército así
como su espina dorsal, la caballería pesada, sin tener no obstante la exclusiva en el
reclutamiento: árabes de la Djazîra, kurdos, esclavos negros de Egipto, hindúes de las
fronteras orientales constituyen otros tantos cuerpos, así como los jinetes beduinos y
los soldados de infantería persas armados con el hacha y la jabalina. Los daylamíes,
superiores en los combates en montaña o en terrenos pantanosos, se eclipsan ante los
turcos que introducen nuevas tácticas, como la huida simulada, la infantería montada,
el uso del arco a caballo, y acaban con sus rivales en el siglo XI.
El peso de este ejército (cuyos efectivos son mal conocidos, entre 50 000 y
100 000 hombres) se ve aumentado por la importancia de las pagas. Estas, muy
elevadas (los ingresos de los distritos fiscales distribuidos que corresponden a un

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jinete serán valorados entre 1000 y 1200 dinares, y a un emir entre 1300 y 2000), son
además complementadas mediante asignaciones en especie y donaciones con motivo
de proclamaciones de califas y de acontecimientos extraordinarios, actos que la
presión del ejército hace totalmente obligatorios. En conjunto, en la época de
Mu‘tadid (892-902), el ejército central necesita 5550 dinares por día, 2 millones de
dinares al año, y se puede valorar en 5 millones de dinares el coste total de la paga de
un ejército de 50 000 hombres, es decir, junto con los gastos de armamento y de
mantenimiento, casi la mitad del presupuesto del Imperio, que en el momento de su
apogeo era de 16 millones. La «oficina del ejército» (Dîwân al Djaysh), que llevaba
perfectamente sus registros en los que eran anotados los nombres de los soldados, su
genealogía y sus características físicas, a fin de evitar los «falsos soldados», tendía a
absorber toda la fiscalidad del Estado y a someter a ella las oficinas del fisco; así,
entre los gaznawíes, el jefe de la «oficina de la revista de soldados» se convierte en
uno de los personajes principales del emirato, y, bajo la enérgica dirección de los
emires buyíes, el ejército asume la administración fiscal y territorial, el catastro, la
valoración de los ingresos, y distribuye directamente las competencias fiscales.

La ‘iqtâ‘, especificidad del Islam

El poder emiral responde a las necesidades del ejército, y en particular del ejército
buyí, arbitrando un nuevo tipo de concesión de los ingresos fiscales en la que se ha
querido ver un principio de «feudalismo» islámico. Sin embargo, esta nueva ‘iqtâ‘ no
tiene nada que ver con el modelo feudal occidental; aunque refuerce,
provisionalmente, la autoridad y la influencia de los concesionarios, sobre todo de los
oficiales turcos, nunca merma el carácter público, estatal, del poder, no crea una
propiedad hereditaria ni cambia la naturaleza de las relaciones sociales. Recordemos
que en el siglo IX la ‘iqtâ‘ consistía en la distribución de propiedades sujetas a diezmo
sometidas a la «oficina de los Dominios»; el titular percibía de los campesinos un
impuesto territorial y entregaba un diezmo al Estado; se hacía cargo de los trabajos de
irrigación y mejoramiento e incrementaba la diferencia entre su renta y aquellas
prestaciones. El dominio permanecía sometido al derecho común y su titular solo
podía ampliar su esfera de influencia imponiendo una «protección» tarifada, frente al
bandolerismo y a los abusos del fisco, a las comunidades rurales vecinas que
progresivamente iban entrando en el marco institucional de la aparcería. Los límites
de esta «gran propiedad» son evidentes: incluso estabilizada no permite ejercer el
derecho de justicia; no goza de ningún privilegio en relación a la ley musulmana, y,
sobre todo, no se libra de las reglas de la herencia que la desmiembran imponiendo
una difícil reconstitución.
Otras formas jurídicas de percepción del impuesto territorial son las que ha
propiciado la nueva ‘iqtâ‘: contratos que conceden a jefes militares o a arrendatarios
generales la percepción exclusiva de las tasas —sin intervención ni control de las

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«oficinas»— a cambio del pago de una cantidad fija. Estos contratos, frecuentes
sobre todo en las zonas fronterizas, serán sistematizados por los buyíes en el Iraq y
posteriormente introducidos en el Irán por los seldjûqíes, bajo la forma de ‘iqtâ‘ de
«correspondencia»; el titular, el muqta‘, se hace cargo de la recaudación de un
impuesto que corresponde en teoría a la paga que le debe el Estado. Toda la renta
fiscal del distrito está bajo su responsabilidad y esta competencia escapa del
conocimiento y control del fisco, lo que posibilita una presión fiscal máxima. El
Estado mantiene la vigilancia —minuciosa— del cumplimiento del servicio y no
establece relaciones personales, estables e institucionales, entre un oficial y sus
hombres: cada militar, simple soldado a caballo o emir, es en efecto titular de una
‘iqtâ‘ que corresponde a su paga. El peso del impuesto territorial junto con la usura,
la violencia y la encomendación forzosa, sin duda han contribuido a agravar la
situación de los campesinos, que pasan a la categoría de tenentes o de «clientes»
jurídicamente dependientes. La asimilación frecuente de los cargos de gobernador,
administrador financiero y de muqta‘ en la persona de un oficial o de un visir crea
amplias zonas de autoridad y de explotación de los ingresos fiscales que pueden ser
acompañadas de la creación de grandes propiedades. Estos «señoríos» son, sin
embargo, inestables: sobreexplotadas y arruinadas, las ‘iqtâ‘s son devueltas al fisco y
no duran más que el tiempo del servicio o de la fortuna del titular cerca del príncipe.
Por otra parte, no todo el mundo musulmán conoció esta evolución, que empezó
en el Iraq buyí, donde el pillaje ocasionado aceleró las deserciones e impuso a los
seldjûqíes una rigurosa revisión. Nizâm al-Mulk aplicará la doctrina buyí, pero
reservando la ‘iqtâ‘ para los oficiales y sometiéndolos a un intercambio trienal de su
competencia a fin de evitar la dilapidación del capital fiscal. El Jurâsán sâmâní y el
Irán oriental gaznawí conservan el modo tradicional de pago de la soldada a partir de
los ingresos del Tesoro, alimentado por los impuestos sobre el comercio con los
países turcos y por el botín de la guerra fronteriza. Los seldjûqíes extenderán su
modelo de ‘iqtâ‘ y en términos generales en el Irán se constituirán amplios dominios
concedidos a los jefes de tribus turcómanas y a los príncipes seldjûqíes. En Egipto,
por último, que, con los tûlûníes, aparecía como una inmensa ‘iqtâ‘ de nuevo tipo
combinada con la concesión de la autoridad gubernamental, los fâtimíes concederán a
sus oficiales competencias fiscales sobre las que ejercen una vigilancia constante;
paralelamente, en Siria, utilizarán la concesión de rentas fiscales junto a un dominio
político y militar para controlar el país. La extensión de la ‘iqtâ‘ señala, pues, en el
conjunto del mundo oriental, la preocupación, al mismo tiempo, de efectuar el pago
regular y pacífico de las soldadas militares (y de las pensiones administrativas,
subsidiariamente) y de descentralizar el poder, obsesión de las dinastías califales
primero y emirales después. El ascenso de los militares que se observa en el Estado
buyí no conlleva la creación de uno pirámide estable y sigue estando relacionado con
la suerte de las dinastías, que depende de la autoridad personal y del espíritu de
solidaridad del grupo que la apoya.

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El carácter inestable y revocable del poder de los militares se manifiesta en el
desarrollo y en la extinción de las «protecciones» institucionales multiplicadas en la
época de los buyíes: es decir, la encomendación concedida a los campesinos frente al
impuesto (bajo la forma de una aparcería ficticia, que realmente confiscaba la tierra, o
bien de una simple tasa), al «chantaje» llevado a cabo por los cuerpos de policía a los
tenderos y propietarios de inmuebles, o la protección de rutas, concedida, bajo el
control del Estado, a verdaderas empresas privadas de seguridad pública, que
percibían peajes y tasas. El conjunto de estos ingresos y de las fuerzas que los
aseguraban habían permitido el desarrollo de una red de poderes locales, combinados
con la ‘iqtâ‘ o independientes, más o menos reconocidos por el Estado, que serán
marginados y sustituidos tras la invasión seldjûqí. Muy lejos de desembocar en una
estructura estable y jerarquizada y de ser coronado por el consenso ideológico, el
ascenso de estos poderes choca con la falta de arraigo y con la disidencia de los
intelectuales apegados a modelos distintos, califales o mesiánicos, capaces de
arrastrar y movilizar a las multitudes.

Buena dirección de los dominios periféricos, los califas bajo tutela

La estabilidad, la duración y la paz son las características de las grandes dinastías


periféricas que así aseguran el relevo del poder califal: desde 867, Egipto ha sido
confiado a Ahmad ibn Tûlûn, un oficial turco, hijo de un esclavo mercenario
procedente de Bujâra. En 872 consigue su independencia financiera y no mantiene
otra relación con Samarra que el envío de un tributo de 1.200 000 dinares; resiste al
regente Muwaffaq cuando este obtiene su revocación: Ibn Tûlûn se apoya, contra
este, en el califa Mu‘tamid, a quien propone acoger en 882 en su malograda huida, y
no duda en conquistar Siria y las marcas fronterizas. Ya lo vemos, una buena
administración y la paz interior no son posibles sin intervenciones constantes en la
política califal, que terminan, en el caso de Ibn Tûlûn, con un armisticio: Muwaffaq
le otorga en 884 la investidura por 30 años e impone un tributo de 200 000 dinares,
aumentado a 300 000 dinares al año en 893. Egipto es nuevamente reconquistado en
905 y perdido en 936. Ante la presión fâtimí, Bagdad reconoce el poder del prefecto
de Damasco, un general persa que adopta un nombre principesco, el de Ijshîd, título
de los antiguos reyes de Fargâna.
Aunque necesario localmente, para el califa el poder emiral no es más que un
auxiliar incómodo y que pronto se convierte en peligroso; únicamente los sâmâníes,
Ahmad, sus hijos Nasr y Ismael, el hijo de este último Ahmad, y Nasr II, hijo y
sucesor de Ahmad, cuyo reino, concluido en 943, señala el apogeo de la dinastía, no
parecen haber tenido la ambición de dominar al califa: dirigen desde 900 el conjunto
del dominio iranio (excepto el Fars), que administran por medio de sus propios
gobernadores turcos. Su administración, basada en el modelo de Bagdad, muestra la
facilidad con la que el Imperio crea los órganos de su descentralización: un visir, un
gran chambelán, un tesorero, un jefe de correos y un comandante en jefe del ejército

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con el título persa de sipah-salar, una poderosa burocracia bilingüe que gobierna
enormes ciudades —Samarcanda. Bujâra y Nîshâpûr— y administra los beneficios de
una amplia circulación comercial, pieles de Rusia y de Siberia y sobre todo esclavos
turcos.
Aunque los sâmâníes se han mantenido apartados y no han participado en el
conflicto iraquí, este compromete a tres principales interesados: a los generales turcos
de la guardia califal, a los hamdâníes, árabes de la Djazîra, y a condottieri iranios del
Daylam, el eficaz linaje de los buyíes. Los primeros muestran una extraordinaria
capacidad de asimilación y una gran energía, pero no consiguen controlar de un modo
estable el califato; son simples jefes militares que se entregan a una rabiosa
competencia por el título de «emir de los emires», que constituye desde entonces la
base del poder efectivo, pero que no fundan verdaderas dinastías duraderas y capaces
de transmitir la autoridad.
Únicamente los hamdâníes de la Djazîra, árabes, demuestran una capacidad de
permanencia que durante 60 años, de 930 a 990, les convierte en candidatos serios al
emirato supremo: su integración en el mundo tribal de los beduinos árabes y de los
nómadas kurdos les permite canalizar en beneficio propio las energías del «espíritu
de solidaridad» de los clanes de la región de Mosul. Después de haber participado en
los conflictos de facciones de los años 860-890 en las filas jâridjíes, los hamdâníes
pasan al servicio de los ‘abbâsíes con sus contingentes tribales. Enriquecidos por sus
victorias sobre los kármatas y por el saqueo de Fustât en Egipto, a partir de 930
refuerzan su autoridad en Mosul, antes de recibir el emirato supremo en 942; su jefe
toma el nombre de Nâsir al-Dawla. El ejemplo hamdâní demuestra la fragilidad del
poder militar: Nâsir al-Dawla conservará solo un año la responsabilidad y los
beneficios del poder central del que será expulsado; se retirará a Mosul, aceptando o
rechazando el pago del tributo (de 2 a 7 millones de dirhemes) según la relación de
fuerzas que le oponga a los buyíes. Las rivalidades entre hamdâníes y los violentos
conflictos entre los árabes de Ja Djazîra (algunos de los cuales prefieren la
emigración y la conversión entre los bizantinos que la sumisión a los hamdâníes)
cortan las alas a los intentos de reconquista de Bagdad, mientras que un hermano de
Nâsir, ‘Alí, llamado Sayf al-Dawla, constituye desde Siria a Armenia una amplia
marca fronteriza a la que defiende enérgicamente contra los griegos. De 931 a 967 la
guerra «sayfí» convierte a los hamdâníes en los únicos defensores del Islam frente a
los esfuerzos de la conquista bizantina, mientras que el califa, Ijshîd de Siria, y los
buyíes rechazan cualquier responsabilidad. A la muerte de Sayf queda en Siria un
principado hamdâní, recortado al norte (pérdida de Alepo, provisional, y de
Antioquía, definitiva), que paga tributo a los bizantinos y que dura hasta 1002: es
administrado por los oficiales de los emires, capitanes turcos y chambelanes esclavos
que terminan por hacerse dueños de todo el poder.
El caso de los hamdâníes ilustra admirablemente las características del emirato:
un poder exclusivamente militar que segrega sus propios órganos de gobierno, su

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propio visirato, pero también un poder faccional, cuya supervivencia procede
únicamente del «sentido de solidaridad» tribal y familiar, que ayuda al califato a
neutralizar a sus competidores enfrentándolos. De este modo el califato sobrevive al
emirato, que no posee los medios teóricos para sustituirlo; pero demasiado
comprometidos en los conflictos entre emires, los príncipes de Bagdad pueden ser
asesinados (932), depuestos o cegados (934, 944 y 946). Los buyíes instalados en la
capital oprimen a la dinastía ‘abbâsí, pero, a pesar de sus convicciones ‘Shî‘íes, no se
atreven a anularla, quizás por temor a verla sustituida por un califato alida más
enérgico. Condottieri persas, originarios del Daylam, los tres hijos de Buya, tres
oficiales, cogen las riendas del ejército del noroeste del Irán; dueños del Fars en 935,
entran en Bagdad en 945 y reparten sus fuerzas siguiendo el principio de una
prudente solidaridad. Ahmad recibe del califa un título de regente y lo domina; Hasan
gobierna el Fars, quedando la autoridad suprema en manos del mayor, ‘Alí—‘Imâd
al-Dawla, instalado en Shîrâz. Bagdad pierde entonces importancia: sigue siendo una
gran metrópoli, pero aislada por las guerras qármatas; centros económicos potentes y
rivales se constituyen en Irán, en Rayy, en Nîshâpûr, en Shîrâz, que permiten a los
buyíes imponer su voluntad al emir de Bagdad: una «confederación» en la que la
autoridad familiar pasa de mano en mano. Incluso se ha asistido a una verdadera
restauración del Imperio sasánida: título de «rey de reyes», reaparición de las regalia
persas, trono, corona, indumentaria, signo astrológico de Leo, inscripción pahleví en
las medallas, nombres persas a los príncipes, y en particular, nombres propiciatorios,
y por último teoría del doble poder (la profecía a los árabes y al califa; la realeza a los
persas). Pero hay una especie de doble conciencia: los símbolos persas son destinados
a la corte y al ejército daylamí, mientras que el buyí toma, en las monedas y en la
plegaria, otros títulos destinados a la comunidad musulmana; y cuando su nieto, ya
con menos fuerzas, arrancará al califa el título de shâh-anshâh, en 1027, se producirá
una rebelión.
El gobierno buyí pone fin gradualmente a la anarquía: se hacen frágiles acuerdos
con los hamdâníes, los sâmâníes y sobre todo con los kurdos, cuyo desarrollo tribal y
nómada multiplica las dinastías locales. Se recobra la seguridad a lo largo de la ruta
del Jurâsán y grandes empresas son llevadas a cabo en el Iraq: reconstrucción de
Bagdad, programas de irrigación,Las rivalidades entre príncipes buyíes, cuyos
poderes se han multiplicado, y algunas guerras civiles cortas no comprometen la
suerte de la dinastía emiral hasta 1012. En efecto, los dominios reunidos por ‘Imâd
al-Dîn en 1040 son considerablemente mermados por el avance de los turcos uguz,
guiados por el clan seldjûqí. A la muerte de ‘Imâd al-Dîn, en 1048, su hijo Cosroes
Fîrûz (observemos los dos nombres sasánidas) toma el título casi impío de «Rey
perdonador», al-Malik al-Rahim, pero su poder es una piel de zapa, compartido en
1055 con el seldjûqí Tugril y pronto liquidado por el turco. El califato ha sabido
aprovecharse de la oposición entre buyíes, gaznavíes y seldjûqíes para poder
sobrevivir: ha adoptado una ideología oficial, ampliamente inspirada en el

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hanbalismo, que es la principal forma del sunnismo. La «profesión de fe» del califa
Qâdir, continuada y difundida por su hijo Qâ‘im, es contraria a la opinión popular
shí‘í que habían desarrollado y organizado los buyíes (fiestas en los aniversarios del
martirio de Husayn, hijo de ‘Alí, y de la designación de ‘Alí por el Profeta; gran
mezquita shirí en Bagdad; constitución de una corporación de descendientes de Abû
Tâlib, padre de ‘Alí, etc.). Pero, de hecho, es sobre todo la desaparición progresiva de
los regimientos daylamíes, apartados primero y después sustituidos por contingentes
de esclavos turcos, lo que mina la fuerza militar buyí y pone a la dinastía en las
manos de su ejército.

El Oriente Próximo hacia el año 1000

La entrada en escena de los turcos

El ascenso de los emires turcos en el mundo oriental anuncia, en efecto, un


poderoso empuje migratorio que cambiará la población y la estructura de las
provincias iranias: primero, los gobernadores sâmâníes de Gazna en Afganistán, Alp
Tigîn y Subuktigîn, constituyen un vasto emirato autónomo que prosigue en las
fronteras de la India la guerra santa y las expediciones de saqueo de los templos
paganos. Dividido entre los hijos de Subuktigîn, este dominio, que incluye el Jurâsán,
es reunificado por Mahmûd (998-1030) y gobernado con firmeza por Mas‘ûd
(1030-1040). Empieza entonces una dinastía emiral como cualquiera otra, que conoce
los corrientes problemas de sucesión y cuya fuerza se basa en la capacidad individual
de aquellos grandes generales que lanzan ofensivas masivas sobre la India. No
convierten a nadie; se limitan a arruinar los templos (en particular Somnath en 1026)
y a exigir pesados tributos cuyas rentas, junto con el fruto de los pillajes, les permiten

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comprar el reconocimiento del califa, diplomas de legitimación y títulos honoríficos
que forman parte de la plegaria y figuran en las monedas y en los tejidos del tirâz. Su
administración y su ejército no se diferencian en absoluto de los de los sâmâníes, pero
son turcos puros, que hablan en turco, a pesar de una profunda aculturación en un
medio iranio (en Gazna reciben a poetas persas, entre los cuales está Firdûsî), y su
adhesión incondicional a los ‘abbâsíes refuerza el califato y frena el desarrollo del
extremismo shî‘í, especialmente del ismâ‘îlismo en el Sind. Ellos darán paso al
sunnismo intransigente de los seldjûqíes.
El empuje turco, que sin duda es debido a un rápido crecimiento demográfico de
los pueblos de la estepa, fue durante mucho tiempo frenado, amortiguado, por las
luchas entre tribus y por una inmigración constante y abundante hacia el imperio
musulmán de esclavos capturados por los «combatientes de la fe» o vendidos por las
tribus enemigas. Muqaddasî cifra en 12 000 el número de hombres entregados cada
año por los sâmâníes al poder califal. Incluso si la cifra es excesiva, los ejemplos
individuales confirman la importancia de los grandes mercados de esclavos en
Isfidjâb y en Shâsh (Tashkent), donde Subuktigîn es vendido; el oficio de militar
esperaba a los niños, mientras que las niñas serían destinadas a los harenes,
especialmente el del califa. Sin duda, el cambio se debe a la conversión de las tribus
turcas: constituidas en sociedades musulmanas —no sin amplias zonas de paganismo
y de sólida conservación de tradiciones consuetudinarias— se han dotado de
estructuras políticas más fuertes, emiratos locales y confederaciones tribales. Estos
Estados-ejército, en los que curiosamente encontramos cierta resonancia del modelo
hegiriano, representan una fuerza militar determinante, animada por una ‘sabiyya
tribal y por la bravura, sinceridad y violencia de los tiempos preislámicos. Desde un
principio prohíben a las dinastías emirales el reclutamiento de sus ejércitos de
esclavos y son grandes grupos tribales quienes reemprenden una marcha colectiva
hacia el este, llevando con ellos su modo de vida nómada, cuyos débiles recursos
imponían la actividad militar como complemento o como actividad principal. En
Transoxiana, los qarluq, guiados por îlek jans (los qarajaníes) de Kashgar y de
Khotan invaden Bujâra en 992 y se adueñan de ella; en el Jurâsán, son turcómanos o
turcos uguz, que ya habían estado anteriormente al servicio de los gaznavíes e incluso
de los buyíes, quienes efectúan una penetración decisiva en 1034.
Guiados por el clan seldjûqí, los hermanos Tugril y Tchagri, constituyen un
pueblo numeroso y compacto: en 1040, en la batalla de Dandanqan, cerca de Merv,
que pone fin al Imperio de los gaznawíes, son unos 16 000 combatientes. Una hábil
utilización política del terror (el saqueo de Rayy abre todas las puertas de las
ciudades), unas relaciones establecidas con el califa Qâ’im y el respeto a los deberes
del Islam extienden rápidamente el poder de Tugril. Aunque el califa no se apresura
en absoluto en reconocerlo (espera a 1050 para otorgarle un título honorífico y a 1057
para la primera audiencia), el seldjûqí se proclama su cliente y se aprovecha de la
situación debilitada del califa para justificar su marcha hacia Bagdad, donde en 1055

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entra bajo pretexto de peregrinación. Eliminará sin problemas a todos sus rivales, que
rápidamente se alían a los fâtimíes para encontrar un apoyo contra aquel. En 1057 la
estrella de los seldjûqíes brilla sobre todo el Oriente: Tugril, «Piedra angular de la fe»
y «Poder» (sultán), encabeza un pueblo-ejército cuya instalación, pasado el momento
de choque, contribuye a la prosperidad del Irán; los turcos uguz se implantan en
Transoxiana, en Âdharbaydjan y en las orillas del lago de Van, de donde expulsan a
los armenios. La modificación étnica de estas regiones será definitiva; introduce en
Anatolia un nuevo nomadismo, y la necesidad de pastos junto con el dinamismo de
los turcos ejercerá, desde entonces, una gran presión sobre el Asia Menor. En 1071, el
cerrojo bizantino salta inesperadamente en la batalla de Mantzikert y la penetración
turca se efectúa en masa, sin ningún proyecto preconcebido y en desorden, a través de
la península hasta entonces inviolable.
En el interior del Islam, los seldjûqíes, enfrentados a continuas revueltas de sus
tropas turcómanas, partidarias de una gestión más clásica del poder que el emirato
impide, consolidan su autoridad: título de sultán que refuerza al de «rey», adjetivos
prestigiosos, matrimonios impuestos al califa (que, sin embargo, se resiste y retrasa
sin cesar un reconocimiento que le priva de libertad de maniobra y de influencia
sobre Tugril), campaña en Irán, donde la Transoxiana es reconquistada por Alp
Arslân, hijo de Tchagi, y posteriormente, de 1073 a 1092, en la época de Malik Shâh
(de relevante nombre: «rey» en árabe y en persa), reorganización de la administración
por parte de Nizâm al-Mulk. Este visir iranio, «tutor» y padre espiritual, âtâbeg, del
califa, ha dejado expuestos los principios de su gobierno en su Siyâsat-Nâmeh (Libro
del gobierno), escrito en 1091. En el apogeo de la dinastía seldjûqí, esta colaboración
entre el visir persa y el sultán turco señala la realidad de un renacimiento persa
literario, lingüístico y, hasta cierto punto, «nacional».

La revancha cultural de Irán

Este renacimiento se inscribe, en efecto, en un mundo iranio desde entonces


totalmente islamizado: únicamente permanece vivo un frente de conversión dirigido
por misioneros ‘Shî‘íes, como el ismâ‘îlí Nasîr-i Jusraw, autor del admirable relato de
viajes Safar-Nâmeh, militante, filósofo gnóstico y gran escritor persa a la vez. El
despertar de la literatura persa no significa ningún tipo de separatismo, sino solo la
afirmación de glorias propiamente iranias, con, quizás también, algunas
reivindicaciones de una supremacía que confirme el ascenso de las dinastías emirales
y la iranización cultural de los gaznawíes y de los seldjûqíes. Primero se lleva a cabo
la construcción de una nueva lengua, el neopersa, a partir del dialecto persa común, el
dan (que había sustituido a la antigua lengua literaria pahleví). Esta asimila un gran
componente léxico árabe y somete «el metro silábico iranio a la prosodia cuantitativa
árabe». Algunos poetas, en la corte de los sâmâníes y posteriormente en Gazna, abren
el camino al restaurador de la lengua persa, Firdûsî. Este, nacido en Tüs en 940 de
una familia de juristas, se arruina para poder hacer su obra, reuniendo los anales

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dinásticos y las colecciones de tradiciones orales ya recogidas por el gobernador de
Tûs, que constituirán la base material de un gran poema histórico. Este Libro de los
Reyes (Shâh-Nâmeh) ensalza a los reyes benefactores, a los héroes iranios, entre ellos
a Rustam, y también las virtudes de la aristocracia sasánida (pureza, acción,
abnegación), desarrollando una historia pesimista, en la que la lucha eterna del bien y
del mal evoca la filosofía preislámica, pero acercándose sin embargo al pesimismo
general de un Islam que duda profundamente de su porvenir. De su porvenir, pero no
de su cultura, ya que la semilla sembrada en aquel prerrenacimiento del siglo IX ha
fructificado ahora; las ciencias, maduradas lentamente en las Casas de la Sabiduría,
han alcanzado el nivel de la síntesis; síntesis como las de Abû Bakr al-Râzi (muerto
en 923), el Razés de los Occidentales, y sobre todo de Ibn Sînâ (muerto en 1037),
Avicena, enciclopedias médicas del saber y de la experimentación antigua y persa en
las que Europa basará sus conocimientos sobre la circulación de la sangre, el tejido
óseo, las enfermedades contagiosas y la cirugía, hasta el siglo XIV; la óptica de Ibn al-
Haytham (muerto en 1039) es también una continuación de las investigaciones del
siglo X sobre la luz y constituirá una base que no será modificada hasta Kepler.
Curiosamente, por otra parte —o quizás a causa de los problemas militares que
hacían inseguro el edificio—, la arquitectura religiosa o civil no ha producido
testimonios de una calidad comparable, ya que los dos únicos monumentos
excepcionales de este período, la mezquita de Ibn Tûlûn en Fustât (hacia 878-890) y
la de Malik-Shâh en Ispahán (hacia 1090), dejan precisamente una importante laguna
en la historia del arte. Pero esto sería así si no tuviéramos en cuenta, en cambio, el
desarrollo, que ya no cesará, de las «artes menores», como se las suele llamar
erróneamente sobre todo en el Islam más que en cualquier otra área cultural, ya que el
tejido, el artesonado, las alfombras, no sirven solo para la decoración sino que
también son objeto de intercambio, de obsequio, de ofrenda, y es su número el que
determina la riqueza, más que las casas o los dinares: las maderas esculpidas de
Egipto y de Siria representan pequeñas escenas de la vida profana, caza, danzas,
conciertos, orgías; los tapices y las alfombras son adornados con hileras de pájaros y
de liebres, también como en Egipto, o con motivos antiguos, trenzas, círculos, óvalos,
como en Irán; los tejidos y las sedas llevan dibujos cada vez más complicados,
herméticos y simbólicos; la loza es brillante con un fondo pardo o policromo. Todos
estos objetos son testimonio desde entonces de una originalidad en la que el peso de
Irán y su gusto por lo maravilloso, pero también por el rigor de la coordinación,
triunfan indiscutiblemente. En este sentido, los turcos no han hecho más que reforzar
el peso de Oriente en la Dar al-Islam; fomentan y precipitan las dos fallas que dividen
en tres partes al mundo musulmán: la que abrieron los ismâ‘îlíes y la que les separa
del Oeste.

LA ORGULLOSA SUPERVIVENCIA URBANA

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La crisis del poder califal, desgarrado por las intrigas de los oficiales y de los
príncipes o debilitado por la duda sobre la legitimidad de la dinastía, sacudido por las
revueltas iraquíes y por el surgimiento de nuevos poderes emirales, implica una
merma constante de la base fiscal del imperio 'abbâsí. La renta del Iraq disminuye de
100 millones de dirhemes a principios del siglo IX a una cifra que oscila entre 30 y 40
millones en el siglo X; la renta de las provincias de la Alta Mesopotamia cae de más
de 10 millones antes de 900 a 3 millones en 959 y a 1,2 millones alrededor de 965. El
tesoro califal se ve primero y en mayor medida afectado que la fiscalidad provincial
(no se observa un debilitamiento semejante ni en Siria ni en Irán) a causa de las
distribuciones de ‘iqtâ‘s. El empobrecimiento de la dinastía se manifiesta en el
abandono provisional de la muy elevada tasa de metal precioso de la moneda califal:
los dinares, excelentes con los omeyas, los primeros ‘abbâsíes, en Bagdad y en
Samarra, ven su ley disminuir de un 96-98 por 100 a un 76 por 100 en la época de
Muntasir y se deterioran constantemente con los buyíes, los sâmâníes y los gaznawíes
(entre un 50 por 100 y un 87 por 100, excepto en Nîshâpûr, sin embargo, donde la ley
de la moneda se mantiene), mientras que el sistema de pesos se disloca. El dinar de
oro cae de 4,25 gr a menos de 4 gr. No hay que insistir en la importancia de las
manipulaciones monetarias, punción fiscal suplementaria de las dinastías débiles. Así
pues, parecía que estaban reunidas todas las condiciones para dar nacimiento a una
crisis urbana que afectaría primero a los grandes centros cuyo nivel de consumo
estaba basado en los ingresos fiscales.

Bagdad: un mundo agitado

Sin embargo, la vitalidad del organismo musulmán se manifiesta contrariamente,


al entrar en el siglo X, mediante una diversificación de las actividades urbanas, la
altiva supervivencia de las capitales y la multiplicación de los centros comerciales
enlazados tanto con la red de abastecimiento de las capitales ‘abbâsíes como con la
de circulación de productos. El despertar de la actividad urbana en las costas
mediterráneas y las multiplicaciones de capitales bajo el dominio de los fâtimíes son
un eco de la prosperidad de las ciudades iranias, simbolizadas por Nîshâpûr, a pesar
de las continuas guerras civiles, del viraje insurreccional de 860-950 y de los
conflictos de facciones que lo prolongan. El éxito de Bagdad llama primero la
atención por la incorporación de un organismo económico fuerte y el desarrollo de
una verdadera función municipal sobre la antigua ciudad-campamento de los califas.
En efecto, los mercados de Bagdad desarrollan una producción artesanal de
envergadura: los artesanos, que se han establecido cerca de los lugares de consumo,
tejedores de Tustar, contratistas de obras, estucadores y albañiles de Mosul, Ahwâz e
Ispâhân, contratados por los buyíes. Como en toda producción artesanal, el textil es lo
principal en Bagdad: en 985 un proyecto de fijación de precios calcula en un total de
10 millones de dirhemes la producción de sedas y de telas de algodón de la capital.

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No es, sin duda, extraordinario: según Yâ‘qûb (que escribe en 889), los impuestos
locales proporcionaban 12 millones y la renta esperada en 985 (un millón) es algo
superior a la de los molinos de la ciudad, el impuesto de consumo más clásico. Pero
esto nos muestra que la metrópolis califal ha dejado de ser una mera bomba aspirante:
se construirán varios mercados cubiertos en Karj para albergar la venta de materias
primas textiles; algunos bordadores producen allí tejidos de alta calidad,
especialmente los velos para la cabeza (taylâsâns). La presencia de los buyíes junto al
poder califal multiplica las fundaciones, las construcciones (nuevos mercados, nuevos
hospitales, como el de ‘Âdud al-Dawla en 982, habilitado en el antiguo palacio de
Juld, palacios múltiples) que mantienen la actividad edilicia y los trabajos públicos:
los emires conceden la mayor atención a la restauración de los diques del Tigris que
protegen a la ciudad de las crecidas. Las descripciones de Bagdad muestran, además,
la formidable actividad y el refinamiento de los mercados. En su elogio de la ciudad,
Ibn ‘Âqil recuerda el lujo del mercado de pájaros y del mercado de flores. Insiste
también en el barrio de las librerías, en el que los intelectuales tenían naturalmente su
lugar de reunión y del que conocemos la producción de manuscritos hacia el año
1000 gracias al catálogo de Ibn al-Nadîm, el Fihrist. Si estos comercios muestran la
difusión de modelos culturales muy modernos (la compra de pájaros y de flores es
realmente popular), la presencia de contingentes militares alrededor del palacio
emiral de la Dâr al-Mamlaka estimula el desarrollo de grandes mercados
especializados (zocos de armas, caballos, heno) que confirman la importancia del
consumo del ejército en el crecimiento urbano.
El ensanchamiento hacia el este de la capital continúa, aumentando la superficie
registrada en el catastro de una manera fantástica: en la época de Muqtadir (908-932)
esta supera las 8000 hectáreas, pero con amplias extensiones desocupadas, jardines
(el Harîm de los Tâhiríes, el Zahîr, vergel califal de 32 hectáreas), inmensos
cementerios, campos militares y plazas de armas en la Ciudad Redonda y en
Shammâsiya, y también ruinas de palacios abandonados. El tamaño desmesurado de
la ciudad llama la atención a los coetáneos: se calculan 1500 baños, 869 médicos,
30 000 barcos, en 993; 33 mezquitas y 300 tiendas son destruidas en el incendio del
Karj en 971, pereciendo 17 000 personas. En esta extensión inmensa, las
emigraciones desencadenadas por el hambre o simplemente por el aumento de
precios provocan daños irreparables. El riesgo en Bagdad consistía en quedar
dividida en barrios enfrentados, separados por extensiones abandonadas; estos barrios
se caracterizaban en efecto por un «sentido de solidaridad» popular muy activo, sunní
en Harbiyya, cerca, de la tumba de Ibn Hanbal, en Bâb al Tâq, en la orilla este; y
‘Shî‘í en Karj. Manifestaciones, rebeliones, expediciones de tropas son indicio de
este conflicto faccional permanente. Las dos orillas del Tigris también se oponen:
cada una tiene su cadí y su prefecto de policía. Finalmente, la diarquía califa-emir
enfrenta el centro califal, el Dar al-Jilâfa, y el palacio emiral, el Dâr al-Mamlaka,

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construido por el buyí ‘Adud al-Dawla en 980 en Mujarrim, donde se instalan los
mercados militares, cerca de la plaza de armas de las tropas daylamíes.
A pesar de las violencias que enfrentan a los partidos religiosos y a los barrios (en
1002, 1007, 1015-1016, 1045 y 1051, 1055 y de nuevo en 1072, 1076, 1082, 1089),
en la capital se constituye una conciencia común que forma parte de sus reservas de
fuerza. Un patriotismo bagdadí ya se había manifestado ante los asedios de 812-813 y
de 865; una colaboración política incluso hace desaparecer, provisionalmente, las
oposiciones sectarias y segmentarias en las grandes ocasiones: en 1049 ‘Shî‘íes y
sunníes realizan una peregrinación común hacia los martyria de ‘Alí y de Husayn. Y,
sin que exista verdaderamente un cuerpo municipal, dos medios intelectuales
preservan la continuidad política: junto a los «secretarios», que hasta la invasión
mongol mantienen el eficaz aparato administrativo iraquí, los docentes, los ulemas,
constituyen el armazón político y moral de la ciudad. En general son juristas y
hombres de partido, pero estaría muy lejos de la realidad considerarlos aislados: su
saber y su curiosidad enciclopédicos, demostrado por la extraordinaria diversidad
cultural de un Ibn‘Âqil, les relaciona con medios sociales muy diversos. Desde
Hârûn, ulemas y poetas, por ejemplo, mantenían sus reuniones en el Mercado de las
Librerías, en Shammâsiya. La existencia de partidos, de facciones religiosas y
filosóficas asegura, por otra parte, la circulación de las ideas y de la autoridad entre
los ulemas y los cuerpos de voluntarios que garantizan la lucha contra los símbolos
de la inmoralidad y contra los defensores de la herejía en los barrios. En ausencia de
una representación municipal, los universitarios detentan el papel de una autoridad
política multiforme en contacto con todos los antagonismos urbanos.

Intelectuales, facciones, «jovenes»

En Bagdad los tradicionalistas hanbalíes asumen la autoridad principal luchando


constantemente contra los ‘Shî‘íes y los mu‘tazilíes, antes de que Tugril o Nizâm
al-Mulk instauren nuevas madrasas o casas de ciencia para oponerse a la enseñanza
‘Shî‘í. Los grandes momentos de la historia política de la capital son principalmente
las controversias religiosas y las abjuraciones: la ejecución del disidente Mansür al-
Hallâdj, el «cardador de los corazones», el 26 de marzo de 922; la rebelión de 1031
llevada a cabocontra los buyíes por los voluntarios de la guerra santa que desfilan
antes de su partida hacia el frente bizantino; la capitulación del cadí Saymarî que
renuncia al mu‘tazilismo; la rebelión de 1067 contra el mu‘tazilí Ibn al-Walîd; el
exilio y la posterior retracción de Ibn‘Âqil. La llegada de los turcos no cambia en
absoluto el dinamismo del hanbalismo y no se les podría atribuir más que un
sunnismo somero, militar: Tugril y su visir son tolerantes y Nizâm convierte a la
madrasa Nizâmiya, su fundación privada, en un centro de enseñanza jurídica y
filosófica en Bagdad. La madrasa, en la segunda mitad del siglo XI, desempeña un
papel cada vez más relevante en las ciudades del Islam: empezó siendo hacia 1020,

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en Irán, un centro de acogida para los sabios que llegaban en busca de las tradiciones,
transformándose en un centro de enseñanza, con un cuerpo de profesores retribuidos
(basado en el modelo de las cátedras que existían en las mezquitas), colegios
constituidos en fundaciones privadas por generosos mecenas y estudiantes becarios.
Así pues, la madrasa refuerza la cantidad y el papel social de los intelectuales
profesionales, permite una democratización del reclutamiento y crea, frente al poder,
una clase de árbitros y de censores dispuestos a invocar la ley ante los abusos.
Un autonomismo urbano parecido al de Bagdad se manifiesta en Irán a través de
los conflictos entre facciones. También aquí son los partidos religiosos quienes
asumen frecuentemente la organización y la evolución de la comunidad urbana: en
Nîshâpûr, la escuela shâfi‘í, relacionada con los místicos, se opone a los hanafíes más
próximos al mu‘tazilismo. La lucha entre estas facciones conlleva una alternancia en
el seno del poder local, simbolizada por la elección del cadí: este es hanafí con los
sâmâníes, shâfi‘í con sus gobernadores, nuevamente hanafí con los gaznawíes. La
lucha de facciones, tanto en Nîshâpûr como en Bagdad, es acompañada de alianzas
con las dinastías emirales, las cuales financian la construcción de machaseis, y
persiguen y someten a procesos y retracciones a los jefes de los partidos opuestos;
esta lucha desaparecerá con los seldjûqíes, que pondrán fin provisionalmente a la
rivalidad asegurando el triunfo de los hanafíes y desmantelando los colegios
contrarios. ¿Esta larga rivalidad esconde acaso antagonismos sociales? Los místicos
se han establecido en el barrio pobre de Manashik y quizás hayan canalizado la
hostilidad hacia los poderosos de Hîra, residencia de los comerciantes. Sin embargo,
esta oposición permanece marginal, mientras que predominan las luchas entre
opciones jurídicas y filosóficas hereditarias apoyadas por otros tantos partidos
plurifamiliares.
En Irán, como en todo el mundo musulmán, el desarrollo de múltiples grupos de
facciones va acompañado de la decadencia de la autoridad central: en 897, el califato
prohibió oficialmente las manifestaciones de los «espíritus de solidaridad» urbanos,
que se expresaban mediante conflictos entre ciudades, a nivel provincial (Tustar
contra Susa, en Ahwâz), entre partes de la ciudad (en Nîshâpûr, Manshik contra Hîra)
o entre clientelas familiares. Así, en Qazwîn, en el noroeste de Irán, dos linajes se
repartían el poder local administrando la ciudad, cada uno agrupado en torno a un
ra‘is hereditario. Un tercer poder, el de los grandes propietarios, interviene en su
lucha, mientras que las autoridades administrativas y militares delegadas por el emir
arbitran los conflictos, intentando evitar que no degeneren, respetando el ejercicio
corporativo y múltiple de la autonomía municipal. Estas luchas de facciones
mantienen partidos armados que intentan restablecer el orden público cuando falla la
función de policía. Las milicias de «Jóvenes» (ahdâth) movilizados al servicio de los
ra‘is locales, pasan fácilmente de un estatuto ambiguo de irregulares, medio ladrones
medio vagabundos, al de protectores, que extorsionan a los mercaderes de los zocos y
que se alistan en los cuerpos de seguridad urbana y en los de «voluntarios» que

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acompañan al ejército regular y que incluso pueden sustituirlo. En Qazwîn, hacia 970,
los «pillos» se alzan contra los «nobles» Dja‘farî.
La organización de los «Jóvenes» en la ciudad se presenta como una fuerza
militar y política muy solidaria. Por otra parte, se inserta en un largo movimiento
disidente de «hombres jóvenes», apartados del matrimonio y que viven en
comunidades, sin ataduras, en un compañerismo que inquieta a las autoridades; lo
encontramos en las grandes ciudades desde el siglo VIII y participa en la resistencia de
Bagdad contra Al-Ma‘mûn. Las agrupaciones de «jóvenes» se multiplican en la
segunda mitad del siglo X, en Irán y en Bagdad, pero también en Siria, donde se unen
a la facción antifâtimí, y en Egipto, donde aparecen en el seno de la población copta
de Tinnis, siendo exterminados por las fuerzas califales tras la denuncia de los
notables cristianos. La extensión de grupos de «jóvenes», clase de edad bloqueada
por la concentración de las fortunas en manos de las generaciones establecidas, al
mismo tiempo que comunidad de excluidos y de dependientes en una sociedad en la
que la autoridad se identifica supuestamente con la mayoría de edad y la dependencia
con el aprendizaje, se manifiesta incluso en el seno de religiones minoritarias y, sin
embargo, fuertemente estructuradas: los documentos de la Genizá judía muestran la
inquietud de los notables ante las facciones y los grupos conflictivos que se
constituían en «asociaciones de camaradería», trastornando la autoridad de los
«viejos», de los ancianos. En todas partes son exaltadas las virtudes de los «jóvenes»,
generosidad, fuerza física, heroísmo y solidaridad: en persa, la palabra que los
designa significa «joven héroe». En cambio, la base religiosa de las facciones es
cambiante y constituye solo un emblema, renovado continuamente pero de carácter
general, que cubre los antagonismos urbanos.

EL PARÉNTESIS ISMÁ‘ILÍ

Durante la crisis de confianza que afecta a la dinastía ‘abbâsí, los movimientos


filosóficos y políticos desarrollados a partir del shî‘ísmo original son capaces de
presentar una ideología y un programa. Aunque la ideología es compleja, acumulando
una cosmología, una interpretación de la historia, también un derecho, como en
cualquier movimiento musulmán, y una tradición, una sunna propia, el programa
político aparece como un milenarismo sólidamente anclado en una filosofía de la
historia, guiada por un «Señor del Tiempo», que permite vivir un Apocalipsis de
Salvación y de Victoria.

Profunda crisis ideológica en el Islam

El principal movimiento, el de los ismâ‘îlíes o Bâtiniyya (‘los del secreto’), posee


extraordinarias capacidades de movilización, a pesar de sus incertidumbres teóricas,
sus rupturas internas y, finalmente, de su fracaso práctico. No solo las masas

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(beduinos iraquíes, bereberes del Norte de África, gente de ciudades y del campo de
Iraq y de Yemen) han hecho de sus consignas un símbolo de su indignación contra los
poderes injustos, recuperando la inspiración original de la comunidad mediní, sino
que también hay que destacar la adhesión general de los intelectuales y de los
hombres de ciencia a las concepciones filosóficas e históricas de los ismâ‘îlíes. En
efecto, estos llevan a la perfección lógica la construcción elaborada por los sabios
musulmanes en contacto con el pensamiento helénico. Han integrado al Islam las
especulaciones cosmológicas de los pitagóricos y de los neoplatónicos en una teoría,
no carente de inspiración, que afirma la primacía del saber y de lo racional, pero que
implica también una iniciación progresiva a la verdad, dejando cierto margen a los
errores políticos y reforzando la hegemonía de los intelectuales sobre el «partido» y
posteriormente sobre el Estado.
El «partido ismâ‘îlí» es propiamente la realización combatiente del Islam ‘Shî‘í;
nace en la atmósfera de la revolución ‘abbâsí y de los conflictos interminables que
enfrentan a las camarillas personales de los príncipes ‘alíes, en Bagdad y en Samarra.
La seguridad de contar entre ellos con un imán dotado de capacidades sobrenaturales,
la dificultad de reconocerlo y la esperanza del súbito retorno de un mahdî que
vengará a los perseguidos, divide el movimiento ‘Shî‘í en numerosos grupos. Y la
incertidumbre conduce, finalmente, a la mayoría de sus partidarios a una adhesión
apenas disimulada a los ‘abbâsíes: una teoría de la «ocultación» (gayba) explica la
historia pasada y sitúa la esperanza en un horizonte bastante lejano. Doce imanes
impecables se han sucedido desde el Profeta; su martirio es la prueba de su sucesión
legítima; el decimosegundo, «oculto», invisible, volverá para iniciar la «Era de la
Verdad» que precederá al juicio y que permitirá el ajuste de las cuentas acumuladas.
Sin una adhesión explícita y en una postura altiva y crítica, los shî‘íes desarrollan el
culto a los imanes mártires y a la esperanza del mahdî; dominan el mundo intelectual
y la sensibilidad religiosa, influyen incluso en la dinastía ‘abbâsí, pero apenas actúan.
Los grupos activistas, al contrario, unidos en torno al chiismo político tradicional, se
consagran a la realización inmediata del régimen justo, expansión de la justicia sobre
la tierra y restablecimiento de la legitimidad de la casa de ‘Alí. Pero sus éxitos,
aunque no son despreciables, son marginales: emirato del Tabarîstán, que durará
hasta principios del siglo XII, emirato del Yemen fundado en 897, sólidamente
implantado pero aislado.
El ismailismo, partido de una camarilla personal, la de Ismael ibn Dja‘far y de su
hijo Muhammad, crecido en la atmósfera de constantes revueltas, realizará una
penetración sorprendente mediante una atrevida síntesis: partido combatiente, asume
el rigor del movimiento ‘Shî‘í y atrae a los activistas; movimiento clandestino de
estructura iniciática es capaz de durar, de renacer de sus cenizas, y de proteger,
multiplicando las coberturas, a sus jefes secretos. Sus imanes no son «ocultados»
pero sí bien escondidos, tan bien escondidos que permanece la incertidumbre sobre
sus nombres y su lista, y que desde el siglo XI sus adversarios han denunciado la no

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pertenencia de los fâtimíes del Norte de África a la familia de ‘Alí. El primero de
ellos, ‘Ubayd Allâh el mahdî, sería efectivamente descendiente de otro linaje, el de
Maymûn el Oculista, que ha proporcionado «padres espirituales» a los fâtimíes
clandestinos, representándolos y organizando el partido y los movimientos
revolucionarios. Según una antigua fuente, mahdî sería un imán de este linaje
apócrifo, pero que habría adoptado a Qâ‘im, hijo del imán escondido y ‘Alí realmente
legítimo.
La existencia de estos dos tipos de imanes, los «activos», contingentes y simples
depositarios, y los «silenciosos», permanentes y necesariamente auténticos, ha sido
discutida. Aunque no haya sido verificada, intenta justificar la incertidumbre de su
genealogía, que los fâtimíes de Mahdîya y de El Cairo no aclararán nunca en sus
circulares secretas a sus afiliados, y la importancia del parentesco místico, relación de
educación (la verdadera filiación es la de maestro a discípulo). La designación y la
transmisión del imamato, del secreto, predomina sobre la filiación material,
insignificante y transitoria a fin de cuentas. Y, por esta cuestión, el movimiento se ha
desarticulado, efectivamente, repetidas veces.
La progresiva introducción de especulaciones neoplatónicas aporta un sentido
cosmológico a la historia y a la filosofía política del ‘Shî‘ísmo ismâ‘îlí; su carácter de
totalidad, de «engranaje» necesario, justificaba plenamente la acción revolucionaria,
cumplimiento propiamente de la ley del mundo. Culmina entre 961 y 980 con la
redacción de las Epístolas de los Hermanos de la Pureza, enciclopedia de todas las
ciencias que tiene en cuenta los conocimientos racionales y revelados de la
Antigüedad y los somete a un imanismo generalizado. Sin que los ismâ‘îlíes recurran
verdaderamente a la metempsicosis, se cumple la transmigración de las almas
individuales a lo largo de siete ciclos milenarios, guiado cada uno de ellos por un
profeta, Adán, Noé, Abraham, Moisés, Jesús, Mahoma y Qâ‘im, el «resurgente». La
presencia del imán es, pues, necesaria: está siempre presente y es, entre Dios y los
hombres, el vínculo y el testimonio de la ascensión de las almas.
En esta filosofía unitaria, en la que todo es un símbolo, la acción es esencial:
únicamente el esfuerzo, moral, científico y político a la vez, permite liberar la luz del
alma de la pesadez material, Y este pasa por la iniciación al «secreto» (batín) y a lo
esotérico.
Incluso antes de la proclamación de la nueva ley, la acción política pone en
práctica una organización clandestina y, sin duda, jerárquica, que ha sido comparada,
con acierto, a los grados de la francmasonería y del carbonarismo; en la práctica de la
ciudad espiritual las funciones sociales corresponden a las facultades humanas, a las
virtudes: el imán «divino», los reyes «verídicos», los jueces «virtuosos» y los
artesanos «piadosos y compasivos» encuadran el «pueblo común» que representa a la
razón en potencia. La presencia, real, de trabajadores manuales no significa que esta
sea solo una máscara de la revolución social: movimiento escatológico guiado por

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intelectuales activistas, está únicamente abierto a la presencia y a las aspiraciones de
los medios populares.
Hasta 899 el movimiento clandestino de los ismâ‘îlíes permanece unido bajo una
dirección central situada en Ahwâz, después en Basora, y finalmente en los límites
sirios del desierto, en la ciudad de Salamiyya. Toma la forma de una «resurrección»
parecida a la revolución ‘abbâsí y rápidamente tiende a extenderse por el mundo
musulmán: un misionero implanta el movimiento en Rayy hacia 877, otro instala un
Estado en Yemen en 881 y a partir de allí se extiende a lo largo de las vías
comerciales; la misma familia consigue fundar un principado revolucionario en el
Sind en 883, mientras que Abû‘Abd Allâh el Shî‘í convierte a la tribu beréber de los
kutâma en 893 y una amplia zona de disidencia se establece desde 891 en el bajo
Iraq, donde los rebeldes, constituidos en comunidades rurales, ponen en común el
botín, el ganado y los instrumentos de producción, así como todos los bienes de uso.
Estos éxitos fulminantes hacen prever una violenta ruptura: el jefe de los ismailíes del
Sawâd y de Kûfa, Hamdân Qarmat, heredero de la tradición activista más antigua del
Shî‘ísmo, rompe con el imán clandestino ‘Ubayd Allâh, quien pierde también la
adhesión del Bahrayn. Por su parte, el jefe de los beduinos sirios, unidos al
movimiento, proclama mahdî a un misterioso «amo de la camella» y consigue
asombrosas victorias en Siria en 902 y 903, y después en Iraq, hasta su muerte en
907. También él ha roto con ‘Ubayd Allâh, quien a duras penas se escapa de ser
asesinado al huir hacia el Yemen. A partir de 907 el movimiento continúa en Iraq bajo
la dirección de antiguos lugartenientes de Qarmat, que siguen anunciando la llegada
de un mahdî: una gran tarea política y filosófica llevada a cabo por los «misioneros»
qármatas de Irán consigue reunir las diversas ramas del movimiento en espera del
mahdî.
La constitución en Bahrayn de un foco «qármata», donde la esperanza mesiánica
se combina con la acción militar, trastorna a todo el Oriente: la era mesiánica,
anunciada en 928 según la creencia en las especulaciones astrológicas (conjunción de
Júpiter y Saturno), empieza con una expedición contra La Meca en 930, la masacre
de los peregrinos y el secuestro de la Piedra Negra. En 931 (año 1500 de la era
zoroástrica), convencidos de la cosmología cíclica neoplatónica y contando con
bastantes iranios, reconocen al mahdî en un mago de Ispâhân y proclaman el fin de la
Era Islámica y su superación. Es un fracaso: habrá que matar al mahdî que pretendía
restaurar el culto al fuego. El movimiento qármata, desmoralizado, se divide, unos se
integran en los cuerpos de mercenarios de los ejércitos de los estados emirales, otros
mantienen la esperanza en el mahdî, en Bahrayn, en una colectividad fuertemente
estructurada, pero sin aliarse más tarde a los fâtimíes y rompiendo con el
antinomismo que definía los tiempos mesiánicos de 928-931. Al participar con los
emires y los turcos en la destrucción del imperio califal, el partido qármata limita su
Estado revolucionario a una comunidad de elegidos: hacia 1045, Nasîr-i Jusraw lo
describirá como un Estado colectivamente propietario de 30 000 esclavos negros y

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dirigido colegiadamente por los descendientes de su fundador, un Estado-
Providencia, reflejo del comunismo campesino de finales del siglo IX en el Iraq
rebelde.

El triunfo de los ‘alíes fâtimíes

La explosión de estos movimientos ha modificado, sin retrasarlo, el advenimiento


del imanato fâtimí: el mahdî ‘Ubayd Allâh había preparado su «hégira» al Yemen. La
adhesión de los misioneros yemeníes a los qármatas le obligó a realizar una larga y
peligrosa emigración hacia el foco magrebí, entre los Kutâma: es hecho prisionero en
903 y conducido a Sidjilmâsa, donde sus afiliados le liberarán en 909 después de la
conquista de la capital aglabí del Norte de África, Raqqada. La entrada triunfal del
mahdî en 910 señala la realización de las esperanzas mesiánicas, pero el
advenimiento de los fâtimíes, que toman el nombre de la hija del Profeta, significa la
llegada de una dinastía de legitimidad discutida y obligada a revisiones constantes de
su doctrina: en la clandestinidad los imanes se consideraban únicamente depositarios
del imanato; en 953, Mu‘izz, para recuperar a los grupos disidentes y en particular a
los intelectuales adictos a las doctrinas neoplatónicas, deberá introducir su
cosmología y afirmar que Muhammad ibn Ismael es el Qâ‘im esperado, considerado
como el antepasado de los fâtimíes. Estos problemas teóricos reales explican, tanto
como las constantes disensiones familiares, las terribles crisis escatológicas del
siglo XI.
Es difícil explicar la historia entrecortada de los fâtimíes sin poner en un primer
plano las impulsiones mesiánicas y ante todo la ambición de una monarquía
universal, nunca conseguida sin embargo y posteriormente incluso abandonada. Esta
dinastía parece ser la de la duda. Todo su comportamiento es, en efecto, ilógico: en
909-969, y mientras el orden se mantenga duramente en el Magrib y en Sicilia, todos
sus esfuerzos son dirigidos hacia el este, hacia la conquista de Egipto. En 913 se
realiza una primera expedición, seguida en 919, en 921, en 935. Los propósitos
ismâ‘îlíes son anulados por la resistencia del emir iranio, llamado Ijshid. La capital
instalada en 920 en una península, Mahdîyya, simboliza la próxima ruptura con el
Norte de África y la determinación de llevar la guerra, por tierra y por mar, hacia
Oriente. Una activa propaganda contra los ‘abbâsíes y los omeyas de Al-Andalus
insiste sobre la legitimidad de una familia destinada a un imperialismo universal,
«unida a Dios por un lazo espiritual sólidamente atado»; los fâtimíes se presentan
como los únicos califas auténticos, los adalidades de la moralidad islámica frente a
los emires turcos borrachos y corrompidos; solo tienen una esposa y viven sin ningún
lujo; también aseguran defender los derechos de la religión: en 951 consiguen de los
qármatas la restitución de la Piedra Negra. Cuando en 969 el siciliano Djawhar entra
por fin en Fustât y funda al año siguiente la nueva capital dinástica de El Cairo, la
«Victoriosa», los fâtimíes parecen haberse instalado en su situación de jefes de una

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minoritaria cofradía de iniciación: el aislamiento religioso ismâ‘îlí parece total.
Djawhar se ha comprometido a respetar los ritos y los derechos de los egipcios: una
actitud pragmática y tolerante, muy abierta a las minorías cristianas y judías, que no
aspira a obtener conversaciones si no es mediante la predicación y la enseñanza. Por
otra parte, tras la conquista de Siria frente a los qármatas, el esfuerzo por la guerra
cesa: ningún intento serio se realizará para agredir a los ‘abbâsíes ni desalojar a los
buyíes.
La dinastía vive violentas tensiones internas: Mu‘izz intenta en 985 rectificar la
doctrina y la genealogía fâtimíes para evitar las críticas de los qármatas y reafirmar el
origen ‘alí de la familia. Un conflicto sucesorio marca el fin de su reinado, cuando la
autobiografía de Djawhar muestra la penetración de las esperanzas y de las creencias
populares en el seno de la jerarquía ismâ‘îlí. Exteriormente la dinastía se presenta
como la de todos los musulmanes; y, sin embargo, se vale de buen grado de ministros
cristianos (después de Ibn Killis, de origen judío pero ismâ‘îlí convencido, es el copto
‘Îsa ibn Nastûrus quien gobierna Egipto). Se desgasta por su propio mesianismo y la
necesidad de aplazar siempre para más tarde la realización de las esperanzas
escatológicas en que se basa su éxito. La tensión estalla con Al-Hâkim, «el imán del
año 400». Es proclamado en 996 a la muerte de ‘Azîz; este último es el hijo de una
cristiana y el sobrino de los patriarcas melkíes de Jerusalén, Oreste, y de Alejandría,
Arsenios. Es aún un niño y el poder pronto es destrozado y disputado por el jefe de la
milicia beréber de los kutâma y el eunuco Bardjawan, del cual Al-Hâkim se deshace
asesinándolo en el año 1000. La inminencia del cuarto centenario de la hégira (en
1009) comporta actitudes y decisiones aparentemente incoherentes que reflejan el
conflicto interior que desgarra a Al-Hâkim: de 1003 a 1007 restablece las reglas
morales tradicionales del Islam, prohíbe la promiscuidad, las bebidas alcohólicas, los
gastos inútiles (matanza de bueyes de labranza, por ejemplo, vestidos ostentosos);
restaura las prescripciones indumentarias contra las minorías. A esta obra de
combatiente, de muhtasib, muy popular, se añade en 1005-1007 una violenta
propaganda shî‘í e ismâ‘îlí, a la que responde la proclamación de un antiguo califa
omeya en al-Andalus: inscripciones contra los Compañeros del Profeta, lecciones en
la Casa de la Sabiduría, apertura de la secta a las conversiones. En 1008 empieza la
persecución contra los cristianos y las otras minorías: confiscación de los waqfs, de la
iglesias, y destrucción de los signos externos de las religiones sometidas al Islam, lo
que formaba parte de la tradición del muhtasib, suplicio o conversión forzosa de
varios altos funcionarios, entre ellos el patriarca Arsenios, tío materno del califa;
finalmente, en 400 (1009), destrucción de las iglesias y en particular el Santo
Sepulcro en una atmósfera de apocalipsis. Sin duda, el califa y su entorno esperaban
del nuevo siglo cambios radicales, la culminación mesiánica de la historia en la
abolición de las otras religiones y el retorno a la unidad.
El fracaso de la persecución, que cesa en 1014 y que será parcialmente olvidada
en 1021 (restitución de los bienes, reconstrucción de los edificios, autorización de la

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apostasía de los convertidos a la fuerza), posibilita una reactivación de la propaganda
shí‘í. Nuevos iniciados afirman que Al-Hâkim sí es el Qâ‘im, el «resurgente»
esperado: en un ambiente de rebelión, de 1017 a 1019, y sin que el califa admita el
movimiento ni asuma la posición que aquellos le atribuyen, organizan una secta en el
seno de la da‘wa; la excentricidad del califa, modesto, generoso, imprudente, está sin
duda en relación con la afirmación de su propia confianza en su destino; sus «actos
sin motivo» se sitúan en la perspectiva de un sentido oculto e iniciático, pero su
costumbre de realizar paseos nocturnos solitarios es también una ocasión para hacerlo
desaparecer en 1012. El movimiento ismâ‘îlí y la dinastía fâtimí salen malparados de
este malogrado apocalipsis: la revolución continúa, pero en la periferia, en Irán, en
Yemen, y en la India; en Egipto, los lugartenientes de Hamza prosiguen la
predicación y dan origen a la comunidad de los drusos. Por lo que se refiere a la
dinastía, esta entra en letargo, pero no sin un último cisma en 1094 por el problema
sucesorio que da origen al extraño ismâ‘îlismo nizârí.
La secesión de los misioneros que reconocen como imán legítimo a Nizâr
conduce a la constitución de un Estado-refugio en las montañas del Antilíbano y a la
conjunción del tradicional «disimulo» de los shî‘íes con un espíritu de sacrificio
extraordinario que permite la consolidación de un distrito independiente alrededor de
la fortaleza de Alamût; los ismâ‘îlíes aterrorizan a las filas sunníes mediante
asesinatos teatrales. El linaje del gobernador de Alamût durará hasta 1256. Sus
descendientes dudarán entre varias opciones: continuar con el terrorismo en la
perspectiva apocalíptica (dos califas ‘abbâsíes serán víctimas de ello), constituir un
mini-califato ‘alí proclamándose descendientes de Nizâr (del mismo modo que los
fâtimíes lo habían hecho con Ismâ‘îl) o adoptar la ley sunní y constituir un emirato
periférico. En esta incertidumbre volvemos a encontrar los conflictos entre las
esperanzas mesiánicas y las realidades que habían proporcionado una fuerte
originalidad a los qármatas. Pero estas dudas no han impedido que los nizâríes de
Alamût y de la Siria central continúen perpetrando una serie de asesinatos con tal
desprecio por la muerte que sus enemigos lo atribuían al uso del hachís y los
llamaban los cómplices hashîshiyya, «asesinos». Contribuyen a deshacer el mundo
musulmán, cuya estructura se cristaliza en la personalidad de jefes militares y
políticos y en el que los partidos personales y las fidelidades combatientes e
intelectuales ocupan todo el terreno en política. Vecinos permanentes de los Asesinos,
los cristianos de Tierra Santa comprenderán pronto el interés en buscar apoyo en su
jefe, el «Viejo de la Montaña», naturalmente sin intentar penetrar en su filosofía.

LA REAPERTURA DE LAS VÍAS Y DEL MAR

El auge de un nuevo tipo de gran comercio mantiene la actividad urbana,


dejándonos una gran cantidad de restos arqueológicos y documentales. Es la

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expresión de una nueva función del mundo islámico: en esta geografía que apenas
cambia, con múltiples zonas económicas, se establece un eje mar Rojo-Mediterráneo
orientado hacia Occidente. En efecto, el Occidente —musulmán y cristiano— es a
partir de entonces el motor de una inmensa transformación: en primer lugar, ahora lo
veremos, mutación de al-Andalus, que de una sociedad rural, tribal y militar ve surgir
un mundo urbano completamente nuevo, perfectamente arabizado si no totalmente
islamizado, y que adopta el estilo, las modas y el refinamiento de Bagdad. Así, las
principales relaciones, que conocemos a partir de los archivos de la Genizá de El
Cairo, se establecen con destino a al-Andalus, con escala en Sicilia y en Túnez: los
productos del consumo musulmán tradicional circulan por el eje Fustât-Mazara (o
Mahdîyya)-Almería. Este comercio amplía las estructuras y el área geográfica del
Oriente ‘abbâsí sin cambios ni rupturas. Al mismo tiempo integra la acción de nuevos
intermediarios comerciales que hacen participar al mundo franco en el consumo y
prestigio del Oriente urbanizado y refinado, primero los amalfitanos y posteriormente
los mercaderes de las repúblicas marítimas de la alta Italia.

Reconstrucción de un eje mediterráneo

El desarrollo de este tráfico este-oeste reanima un mar desierto, un mar-frontera


entre potencias navales, empobrecido por el corso que tenía lugar en los períodos de
debilidad musulmana, cuando la actividad militar estaba impedida. Este desarrollo
tardío del Mediterráneo como vía de transporte ha sido propiciado sin duda por el
agotamiento de los dos rivales, califas fâtimíes preocupados por sus problemas
interiores y dispuestos a firmar largas treguas con Bizancio, y emperadores
macedonios satisfechos de la reconquista de las marcas sirias y preocupados
únicamente en conservar su superioridad estratégica. No conocemos que hayan
intentado interrumpir el comercio a lo largo de las costas de la Cirenaica a partir de la
Creta reconquistada, siendo sin embargo esta vía especialmente vulnerable. Pero,
señalemos también que, en el despertar del Mediterráneo, Bizancio y el Islam
continúan constituyendo dos mundos aparte, raramente unidos en expediciones
económicas; y su punto principal de contacto es Trebisonda, en la ruta de Armenia,
como lo atestigua Istajrî en 940: allí los musulmanes van a comprar los brocados y
otros tejidos de origen griego.
La importancia del nuevo comercio mediterráneo es considerable: en el siglo XI se
calcula que hay en Fustât una decena de navíos por temporada, procedentes de
Mazara y del Occidente. Cada uno lleva de 400 a 500 pasajeros, es decir, tantos o
más que la caravana que, en ocasión del hadjdj, recorre paralelamente la ruta de
Sidjilmâsa y Qayrawân hasta Fustât, donde se une con la masa de peregrinos de La
Meca. La escala siciliana y tunecina redistribuye, en primer lugar, los productos de un
intercambio interior entre las dos partes del Mediterráneo musulmán: seda andalusí y
siciliana, productos mineros ibéricos, sobre todo cobre, antimonio (el kuhl), mercurio

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y también azafrán hispánico, plomo, papel de excelente calidad, algodón siciliano y
tunecino a cambio del lino de Egipto, que es muy importado a Occidente y cuyo
precio de producción (de 2,5 a 4 dinares por cien libras) se duplica en el mercado de
Fustât y sube a una media entre 7 y 11 dinares, con máximos de 17,5, en Sicilia y en
Túnez. A estos productos se añaden la cerámica egipcia, el aceite, el arroz, el vidrio y,
pronto, incluso el vidrio roto exportado a las vidrierías italianas que imitarán, con un
retraso técnico considerable, las producciones egipcias utilizando sus desechos. Hay
que añadir también las especias y las drogas de Egipto, de Siria y, evidentemente, los
productos en tránsito del Lejano Oriente: Fustal comercializa las sales amoniacales de
Wâdí Natrûn, la goma adragante del desierto, la nuez moscada, la laca, el brasil y la
pimienta sobre todo, cuyo precio se duplica o triplica entre Fustât y la escala siciliana
y tunecina, de 18 a 34 dinares y hasta 62 dinares por 100 libras, mientras que Trípoli
de Siria exporta el azúcar sirio, la mermelada de rosas o las violetas confitadas. Todos
estos productos son, ya lo vemos, mercancías caras y preciosas, y las enormes
diferencias de precios cubren ampliamente los riesgos del mar y la eventualidad de un
mercado bruscamente saturado. Notaremos la ausencia de productos de masa,
cereales, ganado. El impulso del consumo «occidental» contribuye sin embargo a que
la producción egipcia de azúcar y de papel adquiera un carácter industrial: mientras
que el modo normal de producción artesanal sigue siendo el taller familiar o la
asociación de varios miembros, la refinería es ya un potente organismo cuya
inversión exige un millar de dinares.
El desarrollo del comercio amalfitano da una nueva dimensión a este tráfico:
mientras que en el siglo IX el sur de Italia, afectado por la expansión militar
musulmana y empobrecido, y también ruralizado y poco consumidor, no parece que
haya tenido relaciones comerciales con Egipto ni con la Sicilia hostil, en el siglo X se
observa un desarrollo precoz de la Campania; las roturaciones en la península
amalfitana y la difusión de la moneda de oro musulmana, el tarín de oro, un cuarto de
dinar, de poco peso y de uso cómodo, van a la par con la aventura comercial: en 871,
primer indicio, un amalfitano de Qayrawân advierte al príncipe de Salerno de un
inminente ataque aglabí; en 959, existía en Fustât un mercado de «griegos»; en el
viejo centro de Babilonia, y con el nombre de «griegos» (en árabe Rûm) se denomina
a todos los cristianos extranjeros, y, sin embargo, los bizantinos no están presentes en
Egipto. En 978, un primer contacto confirma la presencia de un amalfitano en El
Cairo, y un texto de Yahya de Antioquía expone que el 5 de mayo de 996, después
del incendio de la flota fâtimí en el Maks de El Cairo, las tropas bereberes se
precipitan sobre «los Rûms amalfitanos», matando a 160; el Dâr Manak, la factoría
italiana, es saqueada, la iglesia melkita y la iglesia nestoriana son incendiadas, 90 000
dinares de mercancías perdidas. De este acontecimiento excepcional varios aspectos
llaman la atención: la confusión, espontánea, de la gente amalfitanos y bizantinos,
que atribuye a los primeros un sabotaje del que evidentemente se benefician los
segundos; la presencia, que parece normal, en Fustât, al sur de la ciudad califal de El

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Cairo, en el corazón de Egipto, pues, de mercancías y de navíos que no son
fondeados en los puertos mediterráneos y cuyo escaso tonelaje les permite atravesar
el delta (sin duda se trata, por otra parte, de crear cerca del palacio califal una factoría
forzosa para poder vigilar a los extranjeros y ejercitar un monopolio de compra
califal, y que es identificado a este Dâr Manak, seguramente el almacén de los
Occidentales); finalmente, el desplazamiento hacia el este de las actividades
comerciales de los amalfitanos, que parecen masivas: 160 muertos significan varias
tripulaciones a la vez. Hay que insistir en la precocidad de estos tráficos y en el
clasicismo de los intereses amalfitanos: especias y drogas a cambio, seguramente de
productos de la agricultura intensiva que se pone en práctica en este momento en la
Campania, avellanas, castañas y vino. Y se podría atribuir a la familiaridad de los
amalfitanos con la Sicilia y el Túnez fâtimí su expansión hacia el este: Djawhar, el
conquistador de Egipto para los fâtimíes, era un converso siciliano, y la difusión del
tarín en Campania fue simultánea a una activa plantación de viñas. La hipótesis de un
comercio de vinos, bien atestiguada en los siglos XIII y xiv, es admisible, por otra
parte. Los amalfitanos llevan a Egipto madera labrada, quesos, miel, vino y ya desde
entonces algunos tejidos de valor (velos, brocados), quizás bizantinos. Ya son lo
suficientemente numerosos como para que el vocabulario italiano empiece a penetrar
en el árabe comercial: desde 1030 «muelle» se dice isqâla (del italiano scala) en
Fustât, y, desde 1010, bala se dice barqalu (del italiano barcalo). Los éxitos de los
amalfitanos serán continuados en el siglo XI por las expediciones de Mauro y de su
hijo Pantaleone. Restaurarán hacia 1070 Santa-María-Latina de Jerusalén, cuyo
hospital pasará a ser el Hospital de San Juan, hogar de la orden militar que luchará
contra el Islam hasta el último soplo del espíritu de cruzada y de corso, en Palestina,
en Rodas, en Malta. Se observa que el renacimiento de Alejandría es lento y tardío: la
penetración de los mercaderes extranjeros hasta El Cairo primero y posteriormente la
competencia de otros puertos en la desembocadura del Nilo, Damieta y Tanis, limitan
su desarrollo. Los fâtimíes no restablecen la Casa de la Moneda hasta 1076 y
Alejandría no volverá a ser escala obligada de los mercaderes italianos hasta finales
del siglo XII con Saladino.

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El comercio del Islam del siglo IX al XI

Esta precoz y profunda abertura de Egipto al tráfico de los amalfitanos, testigos


del crecimiento de la Europa cristiana y del aumento de sus necesidades de productos
de lujo, se acompaña de una verdadera revolución comercial a escala del Antiguo
Mundo, en la cual los fâtimíes has sido, o se han hecho, los protagonistas. Sin duda,
estos han perseguido conscientemente el monopolio de las rutas de Oriente. Ya eran
los amos de las rutas transaharianas: estas se animan en el siglo IX y terminan en el
siglo X constituyendo Estados africanos basados en el tráfico de oro y de esclavos y
en contacto con organismos comerciales y estatales musulmanes en el Sahel (reino de
Gâna y ciudad de Audagost, reino de Kanem-Bornû). Sin duda los fâtimíes también
han intentado apoderarse de las rutas comerciales de Oriente, del mercado eritreo y
del mercado del norte de Siria, reactivado por los hamdâníes. Aunque este aspecto es
más dudoso y aunque un objetivo exclusivamente mercantil evidentemente no es más
que una parte de la compleja política de la dinastía, algo sí es seguro: el desvío del
tráfico comercial, decisivo y definitivo, del océano índico hacia Egipto, la
reactivación del mar Rojo y el abandono del golfo Pérsico.

La ruta de las Indias

El cambio de rutas se efectúa en dos tiempos: ya en 870, los zandjs sublevados


han cortado la ruta de las especias y de la teca entre Basora y Wâsit, y en el siglo X la
decadencia relativa de Iraq, determinada por la ruina de Basora y por las grandes
insurrecciones qármatas, implica la disminución del tráfico comercial en la costa del
Fars; allí, el puerto de Sîrâf abastece la metrópoli de Shîrâz, mientras que Ormuz
trabaja con el Kirwan y el Sîstán. Las excavaciones recientes han revelado que este es

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el momento de prosperidad de Sîrâf. Pero la inseguridad crece en el golfo, donde los
qármatas han instalado un Estado pirata en Bahrayn; Sîrâf tiene que rodearse de
vastas fortificaciones y pronto se producirá una brusca decadencia; alrededor del año
1000 sus habitantes abandonan la ciudad y van a la isla de Qays, y muchos de sus
mercaderes trasladan su actividad a la nueva capital comercial de Aden, dinámica ya
a finales del siglo X: así lo hará el «millonario» Ramisht, muerto en 1140, que cubrirá
la Ka‘ba de sedas chinas como símbolo de su triunfo comercial. Las salidas
comerciales del golfo eran inmensas, pero se basaban en la prosperidad frágil de las
metrópolis ‘abbâsíes y de las capitales emirales, mientras que el estímulo al consumo
que circula por Egipto se añade a las necesidades de la nueva capital califal,
determinando un crecimiento constante y acaparando los productos de la India, del
África Oriental y de la China. Por otra parte, la misma crisis afecta a las rutas
«sâmâníes» de la Europa del Este y de las estepas rusas: en los tesoros del siglo XI las
acuñaciones más tardías son de 1002, 1013 y 1014. Este es el indicio de la
desorganización del comercio de pieles con destino a Samarcanda y a Bujâra, sin
duda debido a la presión turca sobre la Transoxiana y el Jwârizm, quizás también
porque el nuevo centro político, fabulosamente rico, de Irán está ahora en Gazna, en
las fronteras de la India, y porque el área sâmâní durante medio siglo será solo un
gobernorado periférico, que ya no recurrirá a los productos de la taiga. Pero, según
los indicios onomásticos, ya en 970, Nîshâpûr y el Jurâsán habían reducido sus
relaciones a larga distancia y sería posible relacionar esta decadencia precoz con la
animación de las estepas turcas.
Hemos descrito el desarrollo de la ruta egipcia de las especias a partir de la
documentación de los tradicionalistas que coincide con la de la Genizá: entre Adén,
almacén de la pimienta, canela, jengibre, clavo, alcanfor, y el Alto Egipto, un enlace
por ‘Aydhâb, fondeadero mediocre, y el Wâdîl 'Allâkî de los buscadores de oro,
después Asuán, un camino peligroso expuesto a los asaltos de las tribus budja, luego
una ruta ‘Aydhâb-Asúan por el borde del mar, finalmente la reactivación del puerto
de Berenike y la adopción hacia 1060-1070 de un trayecto corto que lleva las
caravanas a Qift (la antigua Coptos) y desemboca en el Nilo, al norte, cerca de Qûs,
metrópoli del Alto Egipto. A partir de aquí los productos en tránsito son transportados
tranquilamente por el río y en grandes barcas (‘ushârîs) hasta Fustât: si los
mercaderes siguen así, subiendo hacia el norte, un trayecto difícil en un mar Rojo
infestado de piratas, evitan los numerosos puntos de conflicto entre Asuán y Luxor,
una zona peligrosa asolada por los grupos tribales árabes, Qaysíes del extremo sur,
Yemeníes de Sa‘îd, y amenazada por las incursiones de los budja. Más tarde, hacia
1360, la apertura del puerto de Qusayr acortará aún más el trayecto por vía terrestre
antes de dar la ventaja decisiva a la península del Sinaí y al camino de Suez a El
Cairo.
Grandes almacenes a cielo abierto jalonan la ruta egipcia hacia Adén y algunos
mercaderes se reúnen en Ajmîn, en Qûs, en Dahlak. Y en la ruta de la India se

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establece una vasta comunidad cuya componente judía y sus técnicas comerciales
conocemos bien gracias a los documentos de la Genizá; este es el principio del gran
comercio karîmí, que culminará con los mamelucos, pero entonces el mar Rojo estará
reservado al monopolio de los mercaderes musulmanes. Con los fâtimíes, que
protegen con atención el tráfico naval y constituyen una flota en el mar Rojo, una
comunidad mercantil une a musulmanes, judíos, cristianos e hindúes en la gestión de
un comercio masivo. Se puede estimar el peso transportado en 3000 balas de especias
y de mercancías preciosas. Desde el siglo XI se constituyen enormes fortunas, las de
los patrones de navíos, los nakhûdas, las de los mercaderes: en el siglo XIII se
valorará la fortuna de uno de ellos en un millón de dinares, entre 30 y 100 veces más
de lo que disponía un mercader cairota, y en la época de los primeros mamelucos se
contará con 200 mercaderes fluviales, cada uno con sus esclavos-factores itinerantes,
mientras que un ra‘is dirige, o mejor preside, una «corporación» informal basada en
los lazos de parentesco que unen a los grandes mercaderes.
Sin embargo, el comercio egipcio con la India no es un sumidero de dinero y de
metales preciosos: Egipto ha sabido multiplicar y diversificar sus exportaciones,
sedas, tejidos de lino y productos químicos (álcali, sales amoniacales); reexporta por
el mar Rojo las telas «rusas», los metales (cobre hispánico, plomo), la vajilla de plata
y el coral siciliano trabajado. Importa de la India madera de brasil para el tinte,
pimienta, almizcle, laca, que paga con mercancías en un 90 por 100 solo y el resto en
oro, según los balances de operaciones realizados en 1097-1098. De esto se puede
deducir que la balanza comercial no es tan favorable para Egipto, aun cuando las
autoridades tenían preocupaciones totalmente opuestas a las concepciones
mercantilistas y que les interesaba sobre todo favorecer el abastecimiento de la
capital. En realidad, la tasación fâtimí no fomenta la exportación: pone una sobretasa
a los excedentes en relación al valor de las mercancías importadas, como lo
demuestra el Minhâdj de Majzûm, tratado fiscal ayyûbí, que utiliza documentación
fâtimí. Impone al tráfico comercial una fiscalidad extremadamente gravosa —20 y 30
por 100 ad valorem— que no desanima sin embargo a los mercaderes, prueba de la
necesidad incoercible de productos de lujo; también va acompañada de un monopolio
de venta del alumbre egipcio a los occidentales que adquirirá mayor importancia a
partir del siglo XII.

Las formas y los fondos

La reanimación del tráfico mediterráneo estaba, por otra parte, favorecida por el
despertar económico de Siria y Palestina; ya en 969 el tratado entre Bizancio y los
habitantes de Alepo, de nuevo bajo protectorado griego, preveía la recaudación de un
diezmo sobre las mercancías procedentes del país de los griegos. Hacia 990, las
revueltas urbanas, particularmente en Tiro, son indicio de una nueva vida,
seguramente del enriquecimiento de un «patriciado» ambicioso. Hacia 1030-1040 la

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Genizá confirma la presencia de numerosos mercaderes «occidentales» (¿judíos de
al-Andalus y del Magrib?) en Tiro, Saydâ o Trípoli; también atestigua el renacimiento
de la actividad marítima en estos puertos, así como en Ascalón, Acre, Latakia
(Lâdhiqiyya), y las relaciones que pronto tendrán lugar con Chipre, Antalya e incluso
con Salónica. Las largas treguas y el protectorado bizantino sobre Alepo, la
proximidad de Antioquía y la autonomía de Trípoli, administrada de 1070 a 1109 por
una familia de cadíes, los Banu ‘Ammâr, una especie de «señorío mercantil» y
familiar, han permitido esta apertura hacia Bizancio y también hacia Occidente en
general: en 1047 Nasíri Jusraw describe Trípoli, los janes de los mercaderes y el
puerto, donde van y vienen navíos de Kûm (¿Bizancio y/o Amalfi?), de la Sicilia
musulmana y del país de los francos (seguramente Italia del Norte). Sin embargo, no
hay que atribuir este despertar de Siria al tráfico procedente del golfo; el sombrío
cuadro que se ha podido trazar de antes de la llegada de los seldjûqíes e incluso de la
segunda mitad del siglo XI excluye que Siria haya vuelto a ser el emporium del
comercio de la India como lo fue bajo el Imperio Romano.
En cambio, es el desarrollo de una nueva agricultura, sobre todo de azúcar, en la
llanura de Trípoli y en las franjas de regadío litorales, lo que suministra las
mercancías embarcadas. Los cargamentos expedidos en 1039 desde Trípoli a
Mahdîya, Túnez, por el mercader Jacob Abû-l-Faradj, contienen mermelada de rosas,
laca, mantos de algodón, goma adragante, y otras expediciones llevan almáciga,
violetas confitadas y azúcar.
El nuevo impulso dado al comercio gracias a la reapertura del istmo egipcio da
una mayor relevancia a las minorías religiosas: estas han participado siempre en los
intercambios, al menos las comunidades ecuménicas, los melkíes, los nestorianos
sobre todo, y los judíos de las dos obediencias rabinitas; los tráficos se amoldan
fácilmente a las relaciones a larga distancia que permiten o imponen la comunión, la
comunidad educativa y la preocupación de conservarlas (especialmente entre los
rabinitas de Iraq y Palestina que mantienen Academias en todas partes) o incluso la
centralización jurisdiccional. El modelo familiar judío conjuga la endogamia local y
de linaje con la búsqueda de alianzas prestigiosas y lejanas. El modelo intelectual
insiste en la necesidad de errar por el mundo para tener una mejor formación y valora
la búsqueda itinerante y el peregrinaje; ambos además concuerdan bien con las
necesidades técnicas de una estructura comercial basada en las relaciones familiares o
de conocidos de toda confianza y que identifica sociedad comercial y linaje, o bien
que adopta de buen grado, en las relaciones entre patronos y empleados, el mismo
estilo del aprendizaje y la educación. En Fustât encontramos al poderoso grupo
familiar de los Banu Tâhartî, de origen magribí (de Tiaret), los hijos de Barhún, y
asimismo los de Tustarí, también judíos pero originarios del Ahwâz, que pasan del
comercio a la administración de los bienes privados de las princesas fâtimíes.
Sin embargo, es un error de estimación pensar que los judíos monopolizaban el
gran comercio dentro del espacio de la Genizá. El mismo error ha llevado a

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sobrevalorar a los famosos «banqueros» judíos del Ahwâz, Yûsuf ibn Fin‘as y Hârún
ibn ‘Imrân, depositarios del visir Ibn al-Furât; se les ha considerado pioneros de la
gran banca, cuando su función era en realidad la de arrendatarios (djahbadhs) del
cambio manual de los recaudadores generales, con posibilidades de hacer grandes
inversiones, seguramente, pero afectados por la indignidad del desprecio que implica
una función subalterna. En El Cairo, o mejor en Fustât, la intervención de las
minorías en la actividad comercial es limitada. Entre sus filas se encuentran algunos
de los grandes mercaderes, como Ibn Awkal (en activo de 1000 a 1038) y Nahray ibn
Nissim, de Qayrawân, pero la mayor parte de sus comerciantes son pobres
desgraciados, corredores, «pies polvorientos». Los ritos religiosos de los judíos
constituyen un grave obstáculo a los viajes largos (descanso del Sabbat y
prohibiciones alimentarias); un límite se impone también de un modo natural: las
minorías no poseen navíos, al menos en el Mediterráneo (en el siglo XIII algunos
judíos los comprarán en el océano Indico) y los desplazamientos de los cristianos son
vigilados, así como los de los italianos, al menos en las rutas de Etiopía, y les está
prohibido, sin duda, al igual que a los cristianos de Occidente, pasar por el mar Rojo.
Por otra parte la fiscalidad fâtimí deja de hacer distinciones entre los mercaderes
musulmanes y los dhimmíes al poner los impuestos sobre las mercancías: si los
fâtimíes no se preocupan expresamente de garantizar a los musulmanes una
hegemonía comercial es porque sin duda el equilibrio está aún a su favor. Incluso
sometidos al diezmo hubieran estado menos gravosamente afectados.
Las estructuras del mundo comercial adquieren mayor complejidad a medida que
se desarrollan los tráficos comerciales: ya no son simples expediciones de compra,
ahora hay que articular los múltiples comercios, administrar a distancia y cubrir los
intervalos de las ausencias. Las «Bolsas» se multiplican: en Fustât son almacenes
(«Casas» del algodón, de la seda, del azúcar, del arroz, etc.) en los que se dispone de
un espacio para las ventas públicas, el «Círculo». Los procuradores que representan a
los mercaderes y administran sus stocks adquieren una función oficial de depositarios
jurados y de árbitros de los intercambios. De simples representantes pasan a ser
magistrados que cobran una comisión y que asumen, también, las funciones de
arrendatarios de impuestos; su dâr al-wakâla (la oquelle = delegación, de las Escalas
de Levante) sirve todavía de Bolsa y de lugar oficial donde levanta actas el notario;
los grandes puertos cuentan con varios de estos notarios y varios procuradores. Los
puertos sirven de domicilio postal y de centro de la actividad mercantil. Así, en Adén,
desde finales del siglo XI hasta finales del XII, la familia judía de Hasan ibn Bundar es
quien detenta la oquelle a donde acuden los mercaderes judíos de la ruta de las Indias.
Su casa es parada obligada y su influencia es hasta tal punto evidente que el hijo de
Hasan será a partir de 1150 el nagîd, jefe oficial de la comunidad de judíos del
Yemen.
La reanudación de las relaciones comerciales de un extremo al otro del
Mediterráneo, al mismo tiempo que el desarrollo de las ciudades y la abundancia de

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oro, permiten considerar, con razón, las últimas décadas del siglo X y las primeras del
XI como el «gran siglo» musulmán. Pero sin la expansión simultánea del Islam
Occidental, estos cien años de omnipotencia no hubieran podido brillar con tal
resplandor. Por lo tanto, ahora hay que volver a tomar el camino del Occidente, en un
sentido inverso del que habían seguido los fâtimíes, y buscar allí las características y
los motivos de este éxito.

EL ESPLENDOR DE AL—ANDALUS

Se tiende a considerar que el siglo X de nuestra era corresponde, en el Occidente


musulmán, a una época de apogeo político en la que los dos califas rivales de
Qayrawân y de Córdoba suplantan con escándalo un califato ‘abbâsí oriental
decadente. El establecimiento del régimen fâtimí en Ifrîqiya corresponde a una
alteración del equilibrio político del Magrib, con la destrucción del emirato de Táhart
y los esfuerzos —finalmente infructuosos— de los califas shî‘íes de Qayrawân para
extender su domino al Magrib occidental. La proclamación de califato en Córdoba
corresponde a una restauración de la autoridad del poder central omeya sobre el
conjunto del territorio andalusí, tras una larga crisis política que agita a al-Andalus en
las últimas décadas del siglo IX y a principios del siglo X, y a la necesidad del emir
‘Abd al-Rahmân III de dotarse, mediante el título califal, de un prestigio igual al de
los califas fâtimíes de nuevo establecidos en Qayrawân (910). La propaganda shî‘í
podía provocar en al-Andalus movimientos peligrosos para el régimen omeya, como
ya se había visto a principios de siglo (901) en un curioso episodio, que en sus
primeras fases había presentado sorprendentes analogías con la aventura de ‘Ubayd
Allâh entre los kutâma. Un agitador político-religioso del mismo género había
arrastrado entonces a las tribus bereberes del centro de la península a una gran
expedición de guerra santa contra la ciudad cristiana de Zamora, en la frontera del
reino de León. La aventura concluyó con un lamentable fracaso por la retirada de los
jefes bereberes quienes, habiéndole seguido primero, empezaron a temer por su
autoridad, pero hubiera podido desembocar en un movimiento político hostil al
régimen.

Al-Andalus se abre

En 929 el emir ‘Abd al-Rahmân III se proclama califa. Dos años antes,
aprovechando las dificultades de los fâtimíes de Qayrawân en el Magrib central y en
el Magrib extremo, ya había ocupado la ciudad de Melilla, en el extremo oriental del
litoral rifeño. En 931 una flota omeya conseguía conquistar Ceuta. Poco tiempo
después el más poderoso jefe tribal bereber de estas reglones. Mûsà ibn Abîl
—‘Âfiya, que hasta entonces había apoyado a los fâtimíes, se alía con los Omeyas.

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La mayor parte del Magrib occidental tendía a convertirse desde entonces en una
especie de «protectorado» del califa de Córdoba, donde sin embargo la influencia y
las posiciones omeyas tuvieron que ser defendidas paso a paso durante todo el siglo
de los ataques fâtimíes y zîríes. El conflicto se extendió por las regiones marítimas.
En 995, una escuadra siciliana ataca el puerto de Almería, destruyendo una parte de
la importante flota de guerra que tenía allí la base. En represalia, al año siguiente una
flota omeya atacó las costas de Ifrîqiya, saqueando Marsà-l-Jaraz (‘La Calle’) y
devastando los alrededores de Susa y de Tabarka. Además de la de Almería, la flota
cordobesa disponía entonces de otra base importante, dotada de un arsenal (cuya
inscripción de fundación, fechada en 944-945, ha sido conservada), en Tortosa, y
escalas en las Baleares, donde se sabe que residía un ‘ámil (gobernador) omeya desde
929 al menos, y a donde Córdoba envía un cadí por primera vez en 937. El muy
importante texto del volumen V del Muqlabas de Ibn Hayyân nos aporta precisiones
capitales sobre la política mediterránea del califato omeya hacia mediados de siglo,
mencionando varios tratados firmados en 940 por el gobierno de Córdoba con varios
príncipes cristianos de la Europa mediterránea, entre ellos el conde de Barcelona y,
probablemente, el rey de Italia Hugo de Provenza (Undjuh).

Los Omeyas en al-Andalus

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Según la misma fuente, este Undjuh habría enviado a Córdoba una embajada para
pedir seguridad para los comerciantes de su país en los viajes hacia al-Andalus. El
tratado que les concedía las garantías solicitadas fue comunicado «al comandante de
Fraxinetum y a los gobernadores de las Baleares y de los puertos costeros de al-
Andalus». En esta época, pues, la colonia sarracena de Provenza, que durante mucho
tiempo parece ser que se desarrolló de una manera totalmente autónoma, había
pasado bajo el control omeya. Estos tratados tuvieron un efecto inmediato, puesto que
en 942 mercaderes amalfitanos fueron a comerciar por primera vez a Córdoba. En el
mismo año, una embajada sarda solicitaba, también, al califa un tratado de paz. En
esta época se multiplican los signos de una reanimación de las relaciones a larga
distancia en la cuenca occidental del Mediterráneo, a partir de centros que han
empezado a desarrollarse desde finales del siglo precedente en las costas
musulmanas. El principal de ellos es el conjunto urbano constituido por las dos
localidades de Pechina (Badjdjana) y Almería, en el extremo sureste de la península.
La ciudad de Pechina había sido fundada en 884 por marineros andalusíes de la costa
oriental en busca de escalas seguras para el comercio que efectuaban con la costa de
la Argelia actual. La ciudad se desarrolló rápidamente como una especie de pequeña
república independiente durante la época de anarquía de finales del siglo IX y
principios del X, y cuando la autoridad omeya fue restablecida en 922 constituía ya un
centro comercial y cultural importante. ‘Abd al-Rahmân III hizo de ella la principal
base de su flota de guerra, y a partir de 955 emprendió considerables trabajos de
acondicionamiento del puerto de Al-Mariyya, situado a pocos kilómetros del núcleo
urbano inicial que se había desarrollado un poco más al interior, a orillas del río
Andarax. La nueva creación urbana adquirió rápidamente mucha mayor importancia
que Pechina, que desde finales de siglo volvió a ser una modesta aldea, mientras que
Almería se convertía en el puerto más activo y en una de las más importantes
ciudades de la península.
Se poseen pocas informaciones precisas sobre las bases económicas del desarrollo
de Pechina-Almería. Al-Râzî, que escribió poco antes de la mitad del siglo X, habla
de construcciones navales y de fabricación de tejidos de seda y de brocados. Pero
cabría preguntarse si uno de los principales factores de la prosperidad de la ciudad no
fue desde un principio el comercio de esclavos capturados por los piratas en las
costas cristianas. Los geógrafos orientales del siglo X mencionan, en efecto, a los
esclavos blancos (saqâliba) como uno de los principales artículos de exportación
andalusí, y uno de ellos, al dar precisiones sobre los métodos de castración de la que
eran víctima algunos de los esclavos, indica que la operación era practicada por
comerciantes judíos en una localidad próxima a Pechina. En este caso se trataba de
esclavos importados por tierra desde los países francos, pero es probable que Pechina,
teniendo en cuenta su situación geográfica, concentrase también el producto de las
correrías sarracenas por la cuenca del Mediterráneo occidental. En la misma época,
las relaciones de Tortosa con el mundo franco son testimonio de algunos hechos,

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entre ellos el viaje a Europa occidental del mercader judío de esta ciudad, Ibráhim ibn
Ya‘qûb, en 965, que dará lugar a un relato escrito. Al mismo tiempo que se
desarrollaba Pechina, otras «factorías» o escalas aparecen en la costa del Magrib,
fundadas también por mercaderes andalusíes, como Tenés (875) y Orán (910). A los
largo de la ruta marítima que va de al-Andalus a Ifrîqiya, el comercio andalusí anima
puertos nuevos en el siglo X, como estos que acaban de ser mencionados, o también
aldeas existentes ya anteriormente pero que no eran conocidas, como Tabarka.

El mar sarraceno

Así pues, parece ser que a partir de los últimos años del siglo IX y a lo largo del
siglo X se reanima la circulación marítima a larga distancia en el Mediterráneo
occidental. Paralelamente, este mar, que había estado durante un siglo y medio
prácticamente abandonado a las empresas anárquicas de los piratas, vuelve a ser un
espacio controlado política y militarmente por flotas oficiales, omeyas o fâtimíes. Sin
duda estos dos hechos están relacionados: los poderes establecidos en las grandes
capitales políticas no podían suprimir de un día al otro estas incursiones lanzadas
desde sus costas, que se situaban en el marco de una guerra santa legítima y que sin
duda también aportaban ingresos al Tesoro público; pero es muy probable que a partir
del momento en que habían alcanzado una cierta talla internacional ya no podían
sentirse satisfechos del desarrollo de actividades incontroladas de este tipo. Quizás
sea significativo el que la base sarracena de Fraxinetum, que es controlada
políticamente por Córdoba desde antes de mediados del siglo X, como acabamos de
ver, desaparezca precisamente en el momento del apogeo del califato omeya,
alrededor de 970, sin que, según parece, este no haya hecho nada por prolongar su
existencia.
La potencia marítima de los fâtimíes, por su parte, fue también considerable. Es
verdad que heredaron una flota importante creada por los aglabíes, el control de
Sicilia y unas relaciones tradicionales mantenidas durante toda la Alta Edad Media en
el Mediterráneo central. Pero, en la época de los fâtimíes, Ifrîqiya se convierte por un
tiempo en el «eje» del comercio mediterráneo. Sin duda, Mahdîyya, fundada en 916
por el primer califa fâtimí, que quería hacer de ella su nueva capital, desempeñó un
papel militar y no suplantó a Qayrawân —a la cual fue asociada la ciudad principesca
de Mansûriyya a partir de mediados del siglo—, pero la elección de un
emplazamiento costero para la primera capital de los fâtimíes no carece de interés.
Significativo también de la intensificación de las relaciones en el mar es el proyecto
previsto por el califa Mu‘izz, antes de su partida hacia Egipto, de un gran canal que
habría unido Mansûriyya a la costa. Este proyecto fue reconsiderado, pero ya sin
continuación, tres cuartos de siglo más tarde, en la época zîrí. La «fundación» de
Argel por el jefe beréber Buluggîn ibn Zîrî, hacia 960, debe corresponder también a
una animación creciente de las localidades situadas en la costa del Magrib central o

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en las proximidades, en relación con el comercio de los andalusíes. A lo largo del
siglo X y a principios del siglo XI se desarrollan a la vez las rutas que unen las
ciudades del interior del Magrib con la costa, las relaciones entre los puertos situados
a lo largo de esta y las ciudades del litoral andalusí y, perpendicularmente al eje de
estos itinerarios meridianos, la gran vía marítima que une Hispania e Ifrîqiya.
La constitución, en la segunda década del siglo XI, de los pequeños reinos de
taifas de Tortosa, Valencia, Denia, Murcia, Almería, en la costa oriental de la
península, no es solo consecuencia de un hecho político negativo (la desaparición del
califato de Córdoba); se corresponde también con un desarrollo previo de centros
urbanos importantes, susceptibles de constituir .capitales políticas, en una región en
la que hasta el siglo X vegetaban insignificantes aldeas. Carecemos de fuentes para
establecer con precisión la importancia de los factores económicos y políticos en el
desarrollo urbano de cada una de estas ciudades, pero globalmente parece ser que la
animación económica precedió a la promoción de la ciudad como centro político.
Denia, por ejemplo, no aparece en las fuentes árabes antes del texto geográfico de
Al-Râzî, que, a mediados del siglo X, se limita a mencionar la ciudad como un «buen
puerto». Hacia 1011, cuando la anarquía política hacía estragos en Córdoba y
paralizaba el poder central, un oficial esclavón se estableció allí y constituyó un
poder independiente. Utilizando sin problemas los medios navales con que contaba
uno de los puertos que habían servido de base de la piratería sarracena de épocas
precedentes, y en el que se habían empezado a desarrollar actividades marítimas más
pacíficas, extiende rápidamente su autoridad sobre las Baleares e intenta incluso, en
1015, apoderarse de Cerdeña, de donde es expulsado por los genoveses y los písanos.
Este Mudjâhid al—‘Âmirî fue uno de los más destacables reyes de las taifas
andalusíes del siglo XI. Practica un mecenazgo ilustrado, fundando en su capital una
escuela de lectura coránica que goza de un gran renombre en todo el mundo
musulmán de la época, y atrayendo a su alrededor a letrados de diversas
especialidades. Los documentos de la Genizá de El Cairo muestran que Denia era
entonces, con Almería y Sevilla, uno de los principales puertos de la península,
directamente unido con Egipto por tráficos marítimos. Por otra parte, los soberanos
de Denia tienen relaciones diplomáticas continuas con los condes de Barcelona,
ciudad en la que las principales monedas de oro musulmanas que circulan, en la
primera mitad de siglo XI son los dinares del principado hammûdí de Ceuta-Málaga y
los de los ‘âmiríes de Denia.
En los siglos X y XI también se desarrollan dos centros políticos y económicos
insulares de diferente importancia, pero cuyo auge es igualmente revelador de la
nueva vitalidad del espacio mediterráneo occidental: Madîna Mayûrqa (Palma de
Mallorca) y Palermo. Integradas en el mundo musulmán a principios del siglo X, las
islas Baleares parece que en un primer momento sirvieron sobre todo de base para las
actividades de piratería contra las costas cristianas. Sin embargo, la misma fuente que

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narra la conquista de las islas indica también que los conquistadores construyeron
inmediatamente mezquitas, albóndigas (fundûqs) y baños, es decir, en una zona hasta
entonces totalmente desurbanizada, los elementos fundamentales que estructuran la
vida religiosa, económica y social de cualquier centro urbano musulmán. Otro indicio
del rápido desarrollo urbano de la nueva capital de las «islas orientales» es el notable
auge que tuvo la vida intelectual. Desde el siglo X, doctores en ciencias jurídicas
mallorquines, los fuqahâ’, aparecen en las colecciones biobibliográficas de sabios. En
la segunda década del siglo XI, Madîna Mayûrca es la sede de una sonora
controversia entre dos de los intelectuales andalusíes más famosos de la época, Ibn
Hazm y Al-Bâdjî. Se ha destacado, con razón, el hecho, significativo por el nivel
cultural elevado del medio insular, de que esta polémica se desarrollara en público.
Constituidas en Estado independiente entre 1070 y 1080, las Baleares son en
1114-1115 el objetivo de una «cruzada» de pisanos y catalanes que termina con el
saqueo de la capital. Los barceloneses deseaban sobre todo dar un golpe decisivo a un
foco molesto de piratería, pero para los pisanos se trataba principalmente de debilitar
o destruir un competidor comercial. Se sabe que la potencia mallorquina renació
algunas décadas más tarde, en la época de la dinastía independiente de los
almorávides Banû Gâniya, en la segunda mitad del siglo XII.
En cuanto al desarrollo considerable de Palermo, este había comenzado con la
incorporación de Sicilia al mundo musulmán por la conquista llevada a cabo por los
aglabíes en el siglo IX. Capital de una provincia dependiente de Qayrawân, la ciudad
se afirmó como capital administrativa y militar al mismo tiempo que se desarrollaba
como escala casi obligatoria de las relaciones tradicionales que unían Sicilia con
Ifrîqiya por una parte, y, por otra, con las ciudades comerciales de la Italia
meridional. En la época fâtimí, Sicilia tiende a adquirir una autonomía creciente con
la dinastía de los gobernadores kalbíes, independientes de hecho tras la partida de los
califas de Qayrawân hacia El Cairo en 973. La descripción detallada de Palermo a
mediados del siglo X, que debemos al geógrafo Ibn Hawqal, nos presenta una de las
mayores ciudades del Occidente musulmán, con zocos animados por una intensa
actividad artesanal y comercial. Los documentos de la Genizá, ya lo hemos visto,
destacan por su parte la importancia de los tráficos que en la primera mitad del siglo
XI unen la capital de Sicilia no solo a los países cristianos y al Magrib, sino también a
al-Andalus y a Egipto. Entre los productos cuyo comercio centraliza Palermo y que
aparecen en las cartas de la Genizá, se pueden citar las importaciones de alheña, añil,
pimienta, lino de Egipto, mientras que las almendras, el algodón, las pieles y sobre
todo la seda son exportados a Ifrîqiya, Egipto y al Oriente Medio en general. Sicilia
por otra parte envía cantidades muy importantes de trigo Qayrawân, Mahdîyya y a los
centros urbanos de la actual Túnez. Sin duda algunos puertos secundarios, como
Mazara en la costa meridional, más orientado hacia Ifrîqiya, tienen una cierta
actividad; pero es característico apreciar que del mismo modo que la actual Palma era
entonces llamada Madîna Mayûrqa, es decir, «la ciudad» por excelencia de las «islas

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orientales», en un territorio insular de otras dimensiones, la ciudad de Palermo
absorbe prácticamente toda la actividad económica de la isla porque ella es la capital;
así, en las cartas de la Genizá el término de Sîqilliya designa a la misma Palermo, que
eclipsa totalmente la vieja capital bizantina de Siracusa, muy raramente mencionada.

Un mundo rural activo y comunitario

La historia económica y social del Occidente rural musulmán se reduce casi a


listas de producciones obtenidas de geógrafos árabes, surtidas de vagas
consideraciones sobre la «prosperidad» de tal o cual región. Sin duda es útil saber que
se producía aceite en cantidad en la región de Sevilla, trigo en la de Bâdja (Ifrîqiya),
algodón en el Sus, y que la especialización de tal o cual región se integraba en una
red general de intercambios entre ciudades y campo, pero nos gustaría poder ir más
allá de la constitución de simples catálogos para conocer la situación de los
productores rurales y hacernos una idea de la propiedad del suelo. Lo que se sabe de
la agronomía andalusí en el siglo XI demuestra el destacable nivel alcanzado en los
métodos de cultivo de la parte musulmana de la península, tanto en lo que respecta al
sector de regadío como a la agricultura de secano. Estas técnicas no eran
radicalmente innovadoras con relación a la tradición antigua, pero sí sacaban un
mejor partido de esta, enriqueciéndola con la experiencia y racionalizándola. Por otra
parte integraban toda una aportación oriental, en particular en lo que se refiere a la
utilización del agua, y obtenían, intensificando las labores de cultivo, el rendimiento
máximo al que se podía llegar en el marco de una agricultura tradicional en el medio
mediterráneo. Apenas es posible avanzar más en el estudio de las técnicas, pero nos
quedamos sin saber lo concerniente a la extensión espacial relativa del sector sobre el
que se aplicaban los preceptos de los agrónomos sevillanos o toledanos. Esta
agricultura intensiva era probablemente la que se tendía a practicar en las huertas
periurbanas y en las grandes propiedades de la aristocracia; pero ¿qué pasaba en otras
partes y, sobre todo, a quién pertenecía la tierra y cuál era la condición
socioeconómica de los que la cultivaban?
Por lo que se refiere a al-Andalus, la mayor parte de los autores admiten implícita
o explícitamente la preponderancia de la gran propiedad y de la pequeña explotación.
En la época de la conquista se habrían constituido grandes dominios pertenecientes al
Estado y a los cuadros árabes, subsistiendo un importante sector de propiedad
aristocrática indígena. Ya en la época visigótica las tierras habían sido explotadas
principalmente por aparceros cuya condición estaba cerca de la servidumbre, y este
modo de explotación se mantendría en conjunto, sin cambios bruscos, en los
dominios territoriales hispanomusulmanes. Al estudiar la sociedad de la época califal,
Lévi-Provençal escribe, por ejemplo;
El campesino, atado de padre a hijos a una tierra que no poseía legítimamente, conservaba sin duda más
o menos la misma condición que en la época visigótica, la de un siervo de la gleba, ligado al amo por un
contrato tácito y permanente de aparcería, en virtud del cual no tenía derecho de conservar más que una

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pequeña parte de la cosecha… el cuarto, el tercio, excepcionalmente la mitad. Pero aunque fuera hombre
libre o considerado como tal, el campesino andalusí no estaba menos obligado, aparte de su trabajo
cotidiano, a las levas, a las requisiciones, sin hablar del diezmo sobre los productos de la tierra debido al
fisco. Podemos suponer que llevaría frecuentemente una existencia mediocre, si no miserable, sin
beneficiarse siempre en contrapartida de una protección real por parte de su amo o de su patrón.

Los estudios más recientes no discuten este esquema general de la propiedad del
suelo y de las formas de explotación, aunque tienden a matizar el carácter pesimista
del juicio precedente en cuanto a la condición concreta de los explotadores. Así,
aunque el colono muwallad no sea propietario de la tierra que cultiva, que pertenece
al Estado, a un soberano o a un gran terrateniente, su situación ha mejorado en
relación a la época visigótica por el hecho de la transformación del régimen de
servidumbre en un sistema de aparcería en el que el colono aparcero recibe una parte
más importante de la cosecha. Por otra parte, aun cuando la exacción fiscal era muy
gravosa en la época califal, la descentralización de la época de las taifas tiende a
aligerar la presión del impuesto y esta coyuntura favorable a la economía rural
contribuye a explicar el considerable desarrollo de la agronomía andalusí en esta
época. «El desarrollo de la agricultura intensiva andalusí… no parece que se hubiera
podido realizar si no es gracias a la descentralización del siglo XI». Asimismo: «El
tipo social predominante en la sociedad rural musulmana (andalusí) era el sharîk
(aparcero o colono aparcero), que ciertos autores han asimilado a una especie de
siervo, pero que en realidad era libre y explotaba una tenencia perpetua por la que
debía un censo fijo».
Las fuentes que mantienen esta última opinión son principalmente documentos
cristianos del siglo XII, posteriores a la reconquista, que efectivamente muestran la
existencia en la España oriental, y sobre todo en el valle del Ebro, de una categoría de
campesinos musulmanes llamados exaricos, cuya situación corresponde a la
anteriormente descrita. Sin embargo, parece peligroso apoyarse en textos de época
cristiana, correspondientes a una estructura sociopolítica en general
fundamentalmente transformada, para reconstituir la sociedad de época musulmana.
Los textos árabes que nos informan sobre la condición de las poblaciones rurales
andalusíes en los siglos X y XI son de hecho escasos. Por una parte se encuentran
contratos agrarios de aparcería conservados en los formularios notariales y, por otra,
algunas indicaciones en las fuentes de la época de las taifas sobre la extensión de las
propiedades territoriales de tal o cual soberano, de los que se dice que poseían el
tercio o la mitad de la tierra de su país, así como recriminaciones referidas a la
abusiva fiscalidad que los gobernantes de la época imponían a sus súbditos.
Particularmente interesante en este sentido es un texto de Ibn Hayyân, autor del siglo
XI, que acusa a los dos primeros soberanos esclavones de la taifa de Valencia, en los
años 1011-1017, de haber sometido a impuestos tan duramente a los habitantes de la
región, que estos vivían miserablemente y se veían obligados a abandonar sus
pueblos o qurà (plural de qarya, que significa ‘localidad rural’). Los gobernantes no
dudaban «en apropiarse entonces de estos pueblos cuyos habitantes habían emigrado

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para convertirlos en dominios privados (day‘a)», a veces volviendo a instalar,
después, a los antiguos habitantes como colonos en las tierras que antes les
pertenecían. Este texto que evoca claramente un proceso de «patrimonialización» de
las tierras detentadas anteriormente por campesinos libres y propietarios del suelo, en
el marco de las comunidades rurales, sugiere que a finales del califato la forma
corriente de propiedad en la región levantina no sería el latifundio sino una pequeña o
mediana propiedad campesina en el marco de las aldeas o qurà. Sin duda se ejercían
presiones para extender el sector patrimonial, pero los repartimientos de Valencia o
de Murcia en la época de la reconquista cristiana parecen indicar que en el siglo XIII
todavía la propiedad campesina independiente de las qurà ocupaba la mayor parte del
suelo cultivado. En la misma región, otros documentos de la misma época muestran
también la importancia de las comunidades rurales o aljamas.
El replanteamiento de la representación tradicional de la sociedad rural al que se
llega a partir del estudio de la documentación valenciana puede ser aplicado a otras
regiones de al-Andalus. Podemos pensar que los huertos y las fincas situadas en los
alrededores inmediatos de las ciudades pertenecían principalmente a las clases
urbanas acomodadas, pero nada nos indica que las numerosas aldeas esparcidas por el
campo andalusí no se correspondieran sobre todo con un sector de la pequeña y
mediana propiedad. En la región levantina y en una gran parte de Andalucía, la
frecuencia de topónimos de tipo gentilicio o «ciánico» sugiere incluso formas de
propiedad colectiva del suelo, aunque es difícil saber sin embargo hasta qué época
estas han sido vigentes o han correspondido efectivamente al patrimonio territorial de
grupos de parientes paternos; las fuentes nos aportan muy poca información en este
sentido. Estas estructuras territoriales de carácter comunitario han marcado sobre
todo la toponimia de las zonas que habían recibido una aportación étnica beréber en
la época de la conquista musulmana, y a veces se encuentran rastros de este origen
magribí en las fuentes más tardías. Así, por ejemplo, la qarya de Banî ‘Uqba (la
actual Beniopa, cerca de la ciudad de Gandía, en el sur de Valencia) es señalada, a
finales del siglo XI, como el lugar de origen de un letrado perteneciente a la tribu
beréber de los Nafza, que parece haber tenido una implantación particularmente
fuerte en la región valenciana. Vestigios de organizaciones tribales degradadas o
simples estructuras comunitarias aldeanas desempeñan sin duda en la vida social del
campo andalusí un papel más importante de lo que podríamos creer leyendo lo que ha
podido ser escrito sobre la vida rural de al-Andalus, donde hasta ahora solo hemos
visto campesinos dependientes y masas de trabajadores sometidos pasivamente a la
arbitrariedad del Estado y de los propietarios del suelo.

El Magrib muy cerca

Sucedía lo mismo con mayor motivo en el Magrib, donde la fuerza y la extensión


de las estructuras tribales o aldeanas era mucho mayor. Allí tampoco las fuentes

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escritas nos permiten apenas estudiar más que las formas de relaciones que se
establecían entre las clases urbanas de poseedores del suelo y los aparceros que, bajo
diversas formas de contratos agrarios, explotaban sus propiedades Pero en el Magrib
central y occidental, sobre todo, las formas de apropiación del suelo por comunidades
de agricultores sedentarios o por ganaderos que practicaban diversas formas de
nomadismo eran seguramente, con mucho, las más extendidas. Así, la descripción
que hace Al-Idrîsî de la «ciudad» que lleva el nombre de los bereberes miknâsa
(Miknâs, Mequínez) muestra una organización primitiva del territorio calcada de la
segmentación ciánica en grupos de parientes paternos, que se corresponde con otras
tantas «tribus» establecidas cada una en su propio territorio: Banu Ziyád, Banu
Tawra, Banu Alush, etc. Estas pequeñas localidades rurales o segmentos de tribus
poseían inicialmente en común un «viejo mercado» (al-sûq al-qadîma) «donde se
reunían todas las tribus de los Banu Miknâs». En la época almorávide este conjunto
estaba en vías de urbanización, con la construcción de una residencia emiral
fortificada, de bazares y de baños, así como de palacios rodeados de jardines,
pertenecientes seguramente a la aristocracia dirigente. Pero aunque las condiciones
primitivas de la propiedad comunitaria del suelo habían sido sin duda alteradas en la
parte central de la «ciudad», en cuanto se alejaba de esta zona se encontraba la
antigua apropiación tribal de la tierra, si seguimos creyendo a Al-Idrîsî, que continúa:
«Allí donde terminan las viviendas de los Banu Atush empiezan los campamentos y
las viviendas de una aldea de los miknâsa llamada Banû Burnûs… Los habitantes
cultivan trigo, viña, muchos olivos y árboles frutales, y los frutos se encuentran a
muy bajo precio».
La extensión del sector de dominios privados era sin duda mucho más
considerable en Ifrîqiya, al menos hasta la invasión hilâlí. Pero la gran propiedad
tampoco había conseguido hacer desaparecer allí las formas tribales o aldeanas de
apropiación del suelo. Tanto respecto a al-Andalus como a Ifrîqiya y las regiones del
Magrib sobre las cuales se extendía la influencia de la economía urbana y monetaria
y la de una organización estatal, se plantean dos problemas a los cuales es
prácticamente imposible, dado el estado actual de los conocimientos, aportar una
respuesta global: el de la naturaleza y las modalidades de la fiscalidad rural, y el de la
existencia e importancia en Occidente de formas de concesiones territoriales o de
alienaciones a particulares del derecho de percibir el impuesto. En al-Andalus y en
Ifrîqiya existe un dominio territorial del Estado, frecuentemente mal diferenciado del
soberano. Algunos dominios pueden ser separados para ser concedidos a particulares.
Por otra parte, el poder central (sultân) también puede conceder en ‘iqtâ‘ tierras
muertas (ard mawât), lo que sin duda ha permitido en cualquier época la extensión
del sector de dominios privados y el cultivo de tierras nuevas por parte de particulares
acomodados.
Parece también que en tiempos de Al-Mansûr, el gobierno de Córdoba abandonó
en manos de elementos militares la percepción directa de ciertos impuestos. Sin duda,

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estas prácticas continuaron en la época de las taifas, al menos en el reino zîri de
Granada, donde los jefes militares recibían no solo dominios propios, sino también,
por lo que parece según las Memorias del rey ‘Abd Allâh, «feudos» (inzâl)
constituidos por pueblos de los que probablemente percibían el impuesto. Falta por
saber a cuánto correspondía exactamente la exacción estatal sobre la producción
agrícola, cuál era la extensión relativa de las tierras sobre las cuales se percibía el
jarâdj territorial y en qué zonas se aplicaba únicamente el diezmo. Podemos avanzar
que la fiscalidad rural, a pesar de los abusos temporales y circunstanciales, tendía a
ser conforme a las normas coránicas, y que las alienaciones de derechos fiscales se
hacían más bien bajo forma de títulos (sidjîll) que concedían a un jefe político o
militar el conjunto de las prerrogativas estatales sobre una región, es decir, una
delegación de gobierno (wilâya), que no afectaba fundamentalmente la naturaleza
misma de las relaciones sociopolíticas. Estas concesiones o delegaciones, así como
los impuestos no coránicos (cuya existencia e impopularidad son, por otra parte,
mejor atestiguados en medio urbano que en medio rural), no tenían de todas formas
más que una existencia precaria y, condenados por el derecho y la opinión pública,
son fuertemente cuestionados en las épocas de restauración de la autoridad del poder
central. El modelo de una organización estatal que solo es representada por los
agentes del sultán y los grupos sociales aldeanos, tribales o urbanos, sin mediación de
ninguna clase «feudal» o «señorial», permanece siempre presente en la mentalidad
colectiva y realizable en la práctica (como, por ejemplo, cuando los almorávides, en
al-Andalus, desposeen a los reyes de taifas, suprimen los impuestos ilegales y
restauran la unidad de la comunidad y el poder del Estado).

NACIMIENTO DE UN ISLAM OCCIDENTAL

En las actividades económicas entre la cuenca occidental del Mediterráneo y la


cuenca oriental evocadas anteriormente, Sicilia y Palermo se sitúan en la
prolongación de un espacio ifrîqí, él mismo ampliamente dominado por la
preponderancia de las capitales, Mahdîyya y sobre todo Qayrawân, desempeñando
los otros centros urbanos como Túnez, Sfax o las ciudades del interior un papel de
punto de parada en las rutas que llevan a aquellas metrópolis. Hacia ellas convergen
principalmente, sobre todo después de la extensión de la autoridad fâtimí en el
Magrib central —e incluso durante un tiempo en el Magrib occidental—, tanto las
caravanas que llevan oro y esclavos del Sudán como los navíos cargados de
mercancías andalusíes destinadas a ser reexportadas hacia Egipto y Siria. A pesar de
la nueva animación de su fachada mediterránea y del desarrollo en sus márgenes de
dos centros económicamente importantes y políticamente autónomos, Palermo, en la
frontera del mundo cristiano, y Sidjilmâsa, en contacto con el Sáhara y el África
negra, el mundo musulmán occidental permanece, hacia principios del siglo XI,

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fuertemente centralizado alrededor de los dos grandes conjuntos urbanos de Córdoba,
por una parte, y de Mahdîyya-Qayrawân por otra, que parecen equilibrarse política y
económicamente, cuando se asiste a una lucha de influencias entre las dos potencias
por dominar la parte occidental del Magrib, caracterizada por una situación confusa
de parcelación política y tribal.

El oro del Sudán

Los conflictos encarnizados que se desarrollan en esta parte del norte de África
situada entre el meridiano de Argel y el Atlántico, en el siglo X y a principios del
siglo XI, y en los que intervienen a la vez los fâtimíes, los zîríes, el califato de
Córdoba, los emires idrîsíes de Marruecos y las grandes confederaciones tribales que
ocupan el Magrib central y occidental, han sido frecuentemente interpretados como
luchas por el control de los puntos de llegada de las grandes rutas saharianas por las
cuales el oro del Sudán era encaminado hacia el Magrib. Maurice Lombard había
desarrollado desde 1947 la idea de que la prosperidad de las finanzas fâtimíes en el
siglo X, base de su éxito militar en Egipto, se explicaba en última instancia por el
hecho de que los califas shî‘íes de Qayrawân habían conseguido, destruyendo el
Estado de Tâhart y extendiendo incluso durante un tiempo su autoridad a Sidjilmâsa,
controlar todas las salidas y todas las rutas del oro del Sudán. A finales de siglo, al
contrario, son los omeyas de Córdoba quienes, por medio de sus aliados zanâta,
dueños de la ruta Nákur-Fez-Sidjilmâsa, habrían desviado hacia al-Andalus una gran
parte del tráfico del oro, hecho que constituiría la principal explicación de la
prosperidad y del poder del califato de Córdoba en la época de la «dictadura» del Al-
Mansûr (hacia 980-1002).
Estas teorías se apoyan en un enfoque muy «monetarista» de la historia
económica y en la idea de que los grandes estados de la Edad Media magribí con base
urbana se habían constituido ante todo a partir del desarrollo de actividades
comerciales a larga distancia poco dependientes del entorno social y económico local:
«Cada Estado posee un poder tanto mayor cuanto mayor es la parte del tráfico del oro
que consiga concentrar, principal factor de fuerza y de importancia económica». Por
este motivo, los califas de Córdoba «se aferran a Ceuta, su cabeza de puente africana,
(y) se esfuerzan en conservar sus relaciones con Sidjilmâsa, mediante la acción
directa o por un sistema de alianzas», mientras que «mediante una serie de grandes
ofensivas sobre Fez, Tremecén, Tâhart, y principalmente sobre Ceuta, los soberanos
fâtimíes, y luego los que les suceden, se esfuerzan por impedir a los califas de
Córdoba ejercer su influencia sobre Sidjilmâsa y controlar de este modo una parte del
tráfico de oro». El dominio del extremo final de la ruta transahariana en el Magrib
proporcionaría así la clave más convincente para explicar el auge de los grandes
imperios que controlan sucesivamente el Magrib, el de los fâtimíes en el siglo X, el de
los almorávides en el siglo XI, el de los almohades en el siglo XII. Contrariamente, la

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extensión de la influencia de los omeyas de Córdoba sobre el Magrib occidental y el
desvío hacia al-Andalus de la mayor parte del oro encaminado por aquella ruta, por
una parte, y por otra la constitución de estados independientes o de «señoríos
militares» autónomos en las marcas occidentales y meridionales del Estado zîri (el
Estado hammâdí y los grandes «feudos» de la Ifrîqiya meridional), contribuirían a
explicar las dificultades económicas y sociales y el debilitamiento del Estado
qayrawâní incluso antes de la llegada de los hilâlíes a mediados del siglo XI. Así, la
gran «crisis financiera» de 1050, que significó la retirada de la moneda fâtimí en
circulación y su sustitución por un nuevo dinar zîri fuertemente devaluado,
correspondería a la necesidad del gobierno de Qayrawân de «sacar el máximo partido
de las reservas de oro que existían en Ifrîqiya, en una época en la que se agota el flujo
de oro sudanés que durante varios siglos había alimentado regularmente y
enriquecido al país», estando la ruta del oro «ahora dominada y cada vez más
deformada ya sea por la conquista omeya, ya sea por el desarrollo de nuevas
potencias djaridíes».

La ciudad, gran rehén del comercio y del dinero

Los historiadores que han defendido estas tesis —en reacción a las explicaciones
generales de la historia del Magrib contemporáneas a la colonización que se basaban
en las oposiciones entre grupos étnicos (bereberes y árabes, zanâtas y sinhâdjas) y
entre nómadas y sedentarios— tenían razón al insistir en el hecho, ya señalado por
F. Braudel, de que en este Occidente musulmán medieval las ciudades
frecuentemente se desarrollan sin relación con el país que las rodea y que viven de la
apertura del país que posteriormente ellas organizan, al contrario de lo que
generalmente ocurre en la Edad Media de Occidente, donde la prosperidad urbana
está más relacionada con el entorno rural, que, por otra parte, es más favorable. El
caso de Almería, evocado más arriba, cuyo desarrollo en una región naturalmente
poco favorecida es debido al comercio, primero, y luego a factores políticos, no es
una excepción. Aún es más destacable el crecimiento de las ciudades de los límites
norte y sur del Sáhara, como Sidjilmâsa o Audagost. En esta última se realizan
cultivos de huerta cuidadosamente labrados y regados a mano, pero no son ni mucho
menos suficientes al consumo urbano, y los productos alimenticios importados de
muy lejos alcanzan precios fabulosos.
Sin duda se trata de casos límites, pero el crecimiento de las grandes ciudades
andalusíes, de las capitales ifrîqíes, de Palermo, de las ciudades del Magrib central,
está basado en gran parte en la existencia de tráficos comerciales preexistentes o
provocados por el mismo desarrollo urbano, sin los cuales estas enormes ciudades —
quizás con centenas de millares de habitantes las más importantes— no habrían sido
capaces de mantenerse. El poder establecido en la ciudad se aprovecha
indirectamente de este comercio gracias a la percepción de derechos de aduana,

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participando además los mismos dirigentes y el soberano directamente en actividades
comerciales sin ningún prejuicio aristocrático. Los ingresos fiscales obtenidos del
comercio y de las actividades artesanales contribuyen ampliamente al mantenimiento
de un aparato administrativo y militar que obliga a los campesinos al pago del
impuesto. Las clases acomodadas de las ciudades y el mismo soberano se apropian,
por medios financieros o a la fuerza, de la mayor parte de las tierras del fahs
(extrarradio rural) que rodean la ciudad y explotan sus dominios mediante
trabajadores agrícolas o colonos aparceros según diversos tipos de contratos de
aparcería. Sin embargo, una gran parte del abastecimiento de la ciudad es importado
de regiones rurales más lejanas gracias a la riqueza obtenida del comercio y del
artesanado (así, Qayrawân importa trigo de la llanura de Bâdja y de Sicilia, higos de
varias regiones, hasta el litoral de Argel, dátiles de Tozeur, nueces de Tebesa, etc.).
Así pues, el desarrollo de las ciudades está simultáneamente relacionado con el
gran comercio y con la capacidad del poder político de mantener instituciones
estatales cuya base económica regional es muy limitada, de aquí el carácter a menudo
frágil de los grandes organismos urbanos. Incluso en el caso de ciudades mucho
menos importantes, a veces notamos en las fuentes la ambigüedad de un crecimiento
urbano sin relación con el entorno rural. Así, el cronista que relata la fundación de
Ashîr por Zîri ibn Manâd en 935-936 explica que fueron a buscar albañiles y
carpinteros de Masîla y de Tubna para edificar la nueva ciudad, y que el califa de
Qayrawân envió a su lugarteniente del Magrib central otros artesanos y materiales, en
particular hierro. La fortaleza, una vez construida, fue ocupada por sabios,
mercaderes y juristas. Pero las precisiones más interesantes atañen a la circulación
monetaria que se estableció en la región por el hecho de la fundación de la ciudad:
hasta entonces las transacciones no se efectuaban en dinero sino en especie, sobre
todo en ganado. Zîrî acuñó moneda e instituyó una paga para sus tropas, y los
ciudadanos dispusieron así de una gran cantidad de dirhemes y de dinares que
circularon desde entonces por la región que rodeaba la nueva capital.
El papel de esta redistribución de moneda a los elementos administrativos y
militares mediante instituciones estatales en los siglos X y XI es un dato importante en
la vida económica y social del Occidente musulmán, que no parece haber conocido, o
al menos muy poco, el desarrollo de las iqlá‘s, las cuales en la misma época están
minando la organización político-administrativa del Oriente ‘abbâsí. En este sentido
hay unos pasajes curiosos en las obras de los juristas, que se preguntan sobre la
licitud de la utilización por particulares de la moneda que procede de la percepción de
impuestos no coránicos, redistribuida por el Estado bajo la forma de pagas a los
soldados y a los funcionarios, e introducida en la economía general mediante las
compras hechas por estos a los productores. Así, Ibn Hazm de Córdoba expone muy
gráficamente que el producto impuro de los tributos ilegales percibidos por los
soberanos de las taifas andalusíes del siglo XI es comparable a un fuego cuyo ardor,
tras el pago de las soldadas a los militares, se multiplica

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… porque (estos últimos) lo utilizan inmediatamente para comprar a comerciantes y artesanos, en las
manos de los cuales se convierte en escorpiones, serpientes o víboras. A su vez, los comerciantes compran
a otros lo que necesitan, de tal manera que las monedas de oro y de plata son en definitiva como ruedas que
circulan en medio del fuego del infierno.

No se podría evocar con mayor claridad la importancia de la circulación


monetaria y el carácter tan «monetarizado» de la vida de estos Estados del Occidente
musulmán en la Edad Media. Entre los hechos importantes de la historia económica
de los siglos X y XI hay que destacar los progresos de la acuñación en oro en al-
Andalus y en el Magrib, razón por la que estos países tienden a alinear sus estructuras
monetarias con las del mundo oriental. En efecto, hasta entonces los talleres
andalusíes y marroquíes habían acuñado solo dirhemes, y parece ser que las monedas
de oro emitidas por los soberanos aglabíes habían servido sobre todo para pagar el
tributo debido al califa de Bagdad, basándose la circulación interior principalmente
en la plata. Con la proclamación del califato, los soberanos omeyas empezarán a
acuñar dinares, que es posible que fueran destinados sobre todo a realzar el prestigio
de la dinastía. El oro, sin embargo, no parece haber sido abundante en al-Andalus al
principio del califato omeya. En efecto, hasta 940 las acuñaciones son poco
frecuentes y se emiten principalmente fracciones de dinar. A lo largo de la década
siguiente las emisiones parecen relativamente más abundantes, lo que quizás está en
relación con las dificultades de los fâtimíes en el Magrib en la época de la gran
revuelta de Abû Yazîd (que causó estragos de 943 a 947), que permitió a las tribus
zanâtas aliadas a los omeyas consolidar su autoridad sobre el Magrib occidental. A
partir de entonces la acuñación del oro se mantuvo a un ritmo que no siempre es fácil
de relacionar con los acontecimientos políticos magribíes, aunque es probable que la
extensión de la influencia cordobesa sobre el norte de Marruecos y las alianzas con
las tribus «zanâtas» de las altas llanuras argelino-marroquíes hayan tenido un papel
importante en la formación de un conjunto económico y monetario «hispanomorisco»
que se esboza claramente en la época de Al-Mansûr y se concretiza en la vida política
y cultural del Occidente musulmán con los grandes imperios almorávide y almohade,
a partir de finales del siglo XI.

Una sola área, del Ebro al Senegal

Es difícil medir exactamente la importancia que hay que otorgar al problema del
«control de las rutas del oro» en la historia del Occidente musulmán. Incluso en el
momento en que se acuñan dinares en mayor abundancia en al-Andalus, la acuñación
en oro no sustituye a la acuñación en plata. De los cinco últimos años del gobierno de
Al-Mansûr, 998-1002, por ejemplo, se conservan solo 92 dinares y 7 fracciones de
dinares omeyas, y alrededor de 1500 dirhemes. Si a partir del número de ejemplares
conocidos de cada una de estas monedas trazamos una curva (que, en ausencia de
otros estudios numismáticos más refinados, puede darnos una idea poco clara de las
variaciones de la producción), constatamos en los 20 últimos años del siglo X un

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considerable paralelismo que nos induce a pensar que la acuñación de los dos metales
era determinada por factores económicos, fiscales o políticos, que se nos escapan
ampliamente pero que constituían un complejo de hechos que influían tanto en la
emisión en oro como en plata. Parece pues ilegítimo, en lo que atañe al oro, otorgar
una importancia primordial a las posibilidades de abastecimiento directo por el
control político de los puntos de llegada y de las rutas del tráfico, mientras que este
factor no afecta a la plata, cuyo ritmo de acuñación no es esencialmente diferente. Por
otra parte, podemos observar que, al menos en las fuentes escritas, los esfuerzos
diplomáticos y militares consentidos por el gobierno de Córdoba para mantener su
dominio en Marruecos se manifiestan sobre todo mediante salidas masivas de
dinares, bajo la forma de pagas al ejército y de regalos y subvenciones a los jefes
bereberes vasallos. Finalmente podemos preguntarnos cómo este «oro del Sudán»
llegaba al tesoro del Estado. En parte quizás por medio de la misma acuñación —pero
en el Magrib esta es relativamente poco abundante—, y más probablemente mediante
la percepción de impuestos sobre las actividades comerciales en el interior del área
dominada por el califato.
Estas relaciones en un sentido meridiano se intensifican ciertamente de manera
importante en la segunda mitad del siglo X y a principios del siglo XI. Dos grandes
rutas comerciales casi paralelas recorren entonces el Magrib extremo: una va a lo
largo del Atlas por el oeste y, por Agmât y Fez, llega al estrecho de Gibraltar; la otra
sigue las altas llanuras situadas en los confines argelino-marroquíes actuales, y desde
Sidjilmâsa conduce a la región de Tremecén y de Wudjda (ciudad fundada en 994 por
el emir beréber Zîrî ibn ‘Atiyya, aliado de los omeyas de Córdoba y escogida por él
como lugar de residencia), y a partir de aquí va hacia los puertos de la costa como
Tabahrit o Arshgûl. El texto de Al-Bakrî, al mencionar los numerosos vínculos que
tenían los puertos del Magrib occidental y central con sus homólogos de la costa
andalusí, muestra la densidad de las relaciones comerciales que en el siglo XI unían
los países situados al oeste de Alger con la península ibérica. El norte de Marruecos y
la Argelia occidental eran entonces países agrícolas prósperos, que proporcionaban
cereales, frutos, ganado, miel, en abundancia, y algunos productos más especializados
como el algodón del Garb o el azúcar del Sus. Ibn Hawqal señala, ya en el siglo X, la
existencia de plantaciones de caña de azúcar, y Al-Bakrî, en el siglo siguiente, insiste
en los bajos precios del azúcar en la misma región a causa de su abundancia. Todos
estos productos tendían a ser cada vez más exportados hacia al-Andalus, sin duda a
cambio de productos industriales, entre los cuales los textiles serían seguramente los
más importantes. En toda la parte oriental de al-Andalus, tanto en los grandes centros
como Valencia, Murcia y sobre todo Almería, como en modestas aldeas como
Bocairente o Chinchilla, se producían en abundancia sedas más o menos lujosas, cuya
mayor parte era exportada hacia Oriente, al Magrib, pero también al África negra a
través de Marruecos, Sidjilmâsa y las rutas del Sahara occidental. Esta producción de
sedas es atestiguada desde mediados del siglo X en Almería y en el sur de la región

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valenciana por Al-Râz, y seguramente Al—‘Udhrí hace alusión al comercio de estos
productos, un siglo más tarde, cuando menciona las relaciones comerciales que unían
en su época una ciudad de la España oriental, como es Játiva, con el bilâd al-Sudán y
con Gana.
Si se postula una relación demasiado estrecha y de alguna manera «mecánica»
entre la prosperidad económica, el abastecimiento de oro y la potencia política de los
Estados de la Edad Media musulmana, se comprende mal la gran ruptura que
constituye la desaparición del califato omeya de Córdoba. Es precisamente en el
momento en que la potencia política de este, que extiende su influencia tanto sobre el
Magrib occidental como sobre la España cristiana, alcanza su apogeo cuando se
produce, con la crisis de los años 1009-1031, el hundimiento del poder centralizado y
la fragmentación de la autoridad política entre las grandes ciudades de las provincias,
promovidas a la categoría de capitales de los «reinos de taifas». Todo el espacio sobre
el que se ejercía hasta entonces el control político del califato omeya se fragmenta
políticamente. A un lado y al otro del estrecho, en Tánger y en Málaga-Algeciras, se
ejerce la autoridad de los hammûdíes, en un principado que constituye un vestigio
limitado de las ambiciones cordobesas sobre Marruecos. Estos antiguos generales del
ejército omeya, de origen idrîsî, acuñan monedas de oro de tipo califal que circulan
en toda la península, y en particular en la España cristiana, donde se las conoce con el
nombre de mancusos ceptinos (es decir, de Ceuta). Estos dinares continuarán siendo
acuñados igualmente en Valencia, Denia y sobre todo Sevilla, en la primera mitad del
siglo XI, y en los otros reinos de taifas (Toledo, Zaragoza, etc.) se acuñarán monedas
de oro más pequeñas. Parece ser que el oro africano sigue penetrando en la península
en esta época: a partir de 1018, y después de 1037 en mayores cantidades, se conoce
en Barcelona la emisión de numerosos mancusos imitando dinares hammûdíes, que
eran acuñados a partir de lingotes importados de Ceuta.
Las curvas de la circulación del oro en Cataluña muestran que tras una fuerte
subida de 980 hasta aproximadamente 1015, las entradas de oro experimentan una
relativa baja entre 1020 y 1050, que podría ser atribuida a razones políticas (debilidad
momentánea del poder condal que provoca un retroceso de la influencia catalana en
al-Andalus), y después se recuperan claramente entre 1050 y 1080 con la política
intervencionista del conde Ramón Berenguer I, que impone gravosos tributos (parias)
a sus vecinos musulmanes. Los últimos años del siglo se corresponden con otra caída
brutal que habría que relacionar con la llegada de los almorávides y la presencia del
Cid en Valencia, deteniendo ambos fenómenos la percepción de parias. Al constatar
los hechos que acaban de ser mencionados, parece difícil poder aceptar la idea
defendida por varios autores de un brusco descenso de las entradas de oro africano en
la península tras la crisis del califato. Por otra parte, el hecho de que esta se produzca
en el mismo momento en que el poder cordobés sobre el Magrib parece estar en su
apogeo impide relacionar demasiado estrechamente el poder de los Estados del
Occidente musulmán con el control de las rutas del oro africano. Hemos recordado

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más arriba la hipótesis según la cual el desvío del oro del Sudán hacia la península
ibérica había sido una de las causas de las dificultades económicas y sociales que
conocía el Magrib oriental desde la primera mitad del siglo XI, incluso antes de la
llegada de los nómadas hilâlíes. Pero esta idea ¿no es acaso contradictoria con el
hecho de que la crisis andalusí se produzca en el mismo momento en el que la
influencia política de Córdoba se ejerce más claramente sobre el Magrib occidental?
No negaremos, sin embargo, que la cantidad de oro en circulación en al-Andalus
de las taifas haya tendido a disminuir después de la época califal y sobre todo en la
segunda mitad del siglo XI, cuando la falta de metal precioso se hace evidente en la
muy mala calidad de la acuñación a finales de la época de las taifas. Por otra parte, la
pobreza de esta contrasta con las descripciones de los textos sobre el lujo desplegado
por las cortes principescas de la España musulmana en esta época, y con la codicia
que la riqueza monetaria de al-Andalus provocaba entre los cristianos del norte. Es
posible que las considerables sangrías que representaban las parias contribuyeran
notablemente a este empobrecimiento, del cual es difícil captar su importancia. La
historia económica y social de las taifas sigue siendo, de hecho, muy mal conocida.
Considerada mucho tiempo como una época de «decadencia», actualmente se tiende
a «rehabilitarla» y a considerar que la regionalización política pudo, al contrario,
favorecer el crecimiento económico y un cierto equilibrio social entre clases urbanas
y productores rurales, aliviados en parte de la fiscalidad gravosamente centralizada de
la época califal. No es tampoco seguro que esta interpretación corresponda a la
realidad, pero debemos reconocer que el desmembramiento del califato no cuestionó
la tendencia a la unificación social que se constata en el siglo X. De hecho, aunque
políticamente dividida, la sociedad andalusí «era cultural y socialmente más
homogénea que con los omeyas». Esta homogeneidad social y la influencia de los
juristas, los fuqahâ’ —especialmente en los medios urbanos—, favorecerían a partir
de 1086 la extensión por la península del poder almorávide, que ya se había impuesto
en Marruecos en el cuarto de siglo precedente. Esta unificación política del Magrib y
de al-Andalus se sitúa en la lógica de la evolución iniciada a finales del siglo X y se
concreta con la constitución de una gran área económica y cultural «hispanomorisca»
que se prolongará en el siglo XII con el Imperio almohade.
La aventura almorávide es una de las más sorprendentes de la historia del Islam.
Los bereberes sinhâdja, nómadas del sur del Atlas e intermediarios entre el país del
oro y de la sal, Audagost o Bambuk, y los oasis del Tual o del Daría, se habían
convertido a finales del siglo IX y habían contribuido a llevar al Islam hasta Níger.
Hacia 1048, un alfaquí marroquí, llamado por los jefes sinhâdja ‘Abd Allah ibn
Yâsîn, fundó en una isla del Senegal un ribât, una comunidad militante; los miembros
de este grupúsculo, los «morabitos», al-murâbitûn (de aquí «almorávides»), se
lanzaron hacia los países sudaneses de Gana por una parte y por otra hacia Sidjilmâsa
y Tâfîlâlet; en el norte, su jefe Yahyâ atravesó el Atlas hacia 1055; su primo Yûsuf
creó el campo de Marrâkish en 1060 y consiguió apoderarse de Fez (1062),

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Tremecén, Oran, Argel (1084). La caída de Toledo en manos de Alfonso de Castilla
le hizo pasar el estrecho: aunque solo pudo detener a los cristianos en Sagrajas
(1086), se deshizo de los emires de las taifas (1090) y tras la muerte del Cid se
apoderó de Valencia (1102), y su hijo de Zaragoza (1110). Esta reunificación de todo
al-Andalus y su integración a la casi totalidad del África del noroeste daba una
dimensión política al área económica en formación.
El cuadro que se puede trazar del estado social y económico de los países
dominados, a finales del siglo XI y primera mitad del XII, por el poder almorávide es
brillante. La sumisión de Marruecos y de al-Andalus se ha realizado, en conjunto, de
una manera pacífica. La fiscalidad del nuevo régimen, al menos en las primeras
décadas, debió ser relativamente poco gravosa y conforme a las exigencias coránicas,
teniendo en cuenta una propaganda política basada precisamente en el respeto a las
normas coránicas en este sentido. El desarrollo urbano continúa y se amplifica, con el
crecimiento de Marrâkish, creada de nuevo, la unificación de Fez, hasta entonces
dividida en dos ciudades distintas, el desarrollo de la actividad comercial de
Sidjilmâsa, de Tremecén, y de las grandes ciudades andalusíes, entre las cuales
Almería, descrita por Al-Idrîsî, nos proporciona un buen ejemplo: la ciudad contaría
en la época almorávide con 800 talleres de tejido de seda y más de 900 almacenes-
hospederías para los viajeros y los comerciantes (alhóndigas). Producía también toda
clase de utensilios de cobre y hierro. Su puerto era frecuentado por navíos
procedentes de Egipto y de Siria, en la ciudad se encontraban las mayores fortunas
privadas de al-Andalus. La unidad económica y el esplendor del Imperio almorávide
están simbolizados por la emisión de una moneda de oro abundante, acuñada en los
principales centros económicos y administrativos (Sidjilmâsa, Agmât, Fez, Tremecén,
Sevilla, Granada, Murcia y Valencia principalmente), y que se introduce en grandes
cantidades en el mundo cristiano mediterráneo, donde es conocida con el nombre de
«marabotines» (de almurâbitûn). Córdoba está entonces en su apogeo: su biblioteca
rivaliza con las de Oriente; su mezquita, a la que el visir Al-Mansûr le dio sus
dimensiones actuales a principios del siglo XI, es testimonio del sincretismo de los
gustos ibérico y árabe en la decoración de su mobiliario; en sus madrasas, cuyo
renombre llega al Occidente cristiano vigilante, se produce lentamente la maduración
filosófica de la que Europa extraerá dentro de poco uno de los más poderosos resortes
de su florecimiento intelectual.

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Capítulo 5
EL ÚLTIMO ESPLENDOR DE BIZANCIO
(950-1070)

Si es cierto que la primera mitad del siglo X tiene poco sentido en la historia
bizantina, no cabe duda que, hacia 960, el imperio adquiere una nueva importancia
internacional. Tras una primera fase de reconquistas entreverada de adversidades e
incluso de desastres, será considerado a partir de ahora, y durante todo un siglo, como
perpetuo vencedor. El período de los grandes emperadores militares que con Nicéforo
II Focas (963-969), Juan I Zimisces (969-976) y Basilio II (976-1025) puede ser
considerado, empleando un término que se ha convertido en clásico, como el de la
«epopeya bizantina».

¿EL IMPERIO POR FIN ESTABILIZADO?

Este término es, sin embargo, engañoso en cuanto sugiere un irresistible impulso
caballeresco que debía conducir idealmente a la reconstitución del viejo Imperio
Romano. Si se observa con más atención, se percibe que se trata de una empresa al
mismo tiempo menos brillante y más meditada. De hecho, los años 960-976 ven
realizarse una política a la que pocas cosas serán después añadidas. Se trata de
establecer delante de las viejas «fronteras naturales» de Bizancio, Taurus en Oriente y
Ródope en Occidente, un glacis destinado a evitar en lo sucesivo el ataque directo a
un territorio imperial ya delimitado por los primeros macedonios.

De Damasco a Sicilia

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En Oriente, la conquista de Creta (961) y posteriormente la de Tarso y Chipre
(965) proporciona a Bizancio una hegemonía marítima que le permite desorganizar
los vínculos musulmanes, en el mismo momento en que el imperio ataca Siria del
norte y en que Nicéforo Focas se apodera de Antioquía (969). Sin duda, Zimisces va
luego más lejos: sus campañas de 974 y 975 le permiten entrar en Damasco y someter
casi toda Palestina, a excepción de Jerusalén. Pero hablar de «cruzada» sería excesivo
y se puede incluso sostener que estos grandes emperadores fueron arrastrados más
allá de los objetivos que se habían fijado. Tras la leyenda, según la cual Nicéforo
Focas había renunciado a llevar a cabo el asalto final a Antioquía porque una
predicción veía el signo anunciador de su muerte, se ocultan sin duda las vacilaciones
de un soberano realista poco dispuesto a conquistas inútiles. Por lo demás, el
aplastamiento del emirato de Alepo se tradujo no en su anexión sino en su
desmembramiento, acompañado de un tratado de servidumbre, y es preciso recordar
que, si Zimisces avanzó tanto en Asia anterior, se debió, en un principio, al ataque
llevado a cabo contra Antioquía en 971 por los nuevos enemigos musulmanes, los
fâtimíes de Egipto, que acabaron de volver a poner en peligro todo el equilibrio de la
región.
En Occidente, Bizancio no pone en marcha tampoco una política de expansión
incontrolada. En Italia, donde el peligro musulmán estaba poco más o menos
conjurado desde 956, Bizancio desea más la solución pacífica que el enfrentamiento
con el nuevo Imperio germánico: cuando Otón el Grande avanza en 968 hasta
Benevento, Nicéforo Focas le envía una embajada encargada de proponerle paz y
alianza. De hecho, en la crisis que desencadena la agresividad alemana hasta 972, la
preocupación de Bizancio consiste, aquí también, en conservar su glacis defensivo, el
de los principados lombardos de Salerno y Benevento. El matrimonio de Otón II con
la princesa Teófano en 972 es la expresión de un profundo deseo de statu quo.
Asimismo, por errónea que fuera la política de Nicéforo en relación a Bulgaria, reino
ortodoxo y protegido por Bizancio, con el que estaba en paz desde hacía 40 años, no
parece que el emperador tuviera nunca la intención de hacerla desaparecer. Sin duda,
encarga al príncipe de Kiev, Svjatoslav, «castigar» a los búlgaros, pero se reconcilia
con estos últimos tan pronto como ve a los rusos instalarse en su país. Y es mucho
más el peligro ruso y pechenego que el deseo de conquista lo que conduce a
Zimisces, tras el aplastamiento de Svjatoslav en 971, a anexionar la mayor parte de
Bulgaria e incorporarla a los marcos administrativos del imperio: allí, Bizancio se
reserva aún un glacis defensivo cuyo límite no podía ser otro que el Danubio. De
hecho, la «epopeya bizantina» ilustra perfectamente la ideología que se desprende de
las colecciones de «tácticas» precedentes de la primera mitad del siglo: es
significativo que León el Diácono escriba del gran conquistador Zimisces que
«apreciaba mucho más la paz que el combate, pues sabía que, mientras la primera
proporcionaba la salvación a los pueblos, el segundo producía su destrucción».

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El más glorioso de los soberanos bizantinos, Basilio II, no fue una excepción: un
estudio a fondo del vocabulario probaría que, en los textos del siglo XI concernientes
al reinado de este emperador que estuvo casi siempre en guerra, los términos con
connotación defensiva son frecuentemente empleados. Siguiendo a Psellos, podemos
decir que pasó su tiempo «rechazando las incursiones de los bárbaros y defendiendo
las fronteras». ¿Acaso no les dice a sus soldados, cansado de la rigurosa disciplina
que les impone: «Bien mirado, podríamos dejar de guerrear»? La disminución, bajo
su reinado, de las operaciones en Oriente da buena prueba de que Basilio apenas
pensaba en otra cosa que no fueran retoques en una frontera casi definitiva: mientras
que las expediciones sirias de 994 y 999 son respuestas a los ataques fâtimíes y
acaban en una larga tregua, las conquistas y anexiones en la Iberia caucasiana y en
Armenia, que finalizan en 1023, tienen como objetivo, sobre todo, reforzar las
defensas imperiales frente a las migraciones, en lo sucesivo amenazadoras, de los
turcos seldjûqíes. Sin embargo, Basilio se ve obligado a guerrear durante casi todo su
reinado en los Balcanes: las conquistas de Zimisces no habían alcanzado los
territorios situados al norte y al oeste de Iskar, y es en estas regiones donde nace,
aprovechando los disturbios provocados por las revueltas del principio del reinado, el
imperio búlgaro-macedonio de Samuel que, en el momento de su mayor expansión,
hacia el año 1000, toma los Balcanes al sesgo y luego el Adriático hasta el mar
Negro, desorganizando el glacis danubiano y cortando las relaciones terrestres de
Bizancio con Occidente, cuyo puerto de Dyrrachium era clave. El imperio lleva a
cabo, pues, una lucha por su supervivencia de 986 a 1018, fecha en la que, tras estas
sangrientas guerras, Bulgaria y Macedonia son finalmente incorporadas al mundo
bizantino, al que servirán de escudo a lo largo de casi dos siglos. Aproximadamente
al mismo tiempo, Basilio realizaba otra obra de consolidación en Italia del sur que,
liberada de las razzias musulmanas merced a la ayuda de Venecia y Pisa, y unificada
en los marcos de un catepanato, da pruebas, en resumidas cuentas, de una verdadera
lealtad en el momento de la sublevación del lombardo Meles, entre 1009 y 1018. El
vencedor de este último, el catepán Basilio Boiohannis, puede constituir entonces el
glacis defensivo de la provincia, en primer lugar asegurándose la sumisión de los
principados lombardos y, sobre todo, edificando en Capitanata, la zona más expuesta,
una línea de fortificaciones cuya eficacia queda de manifiesto cuando el emperador
germánico Enrique II fracasa, en 1021, al intentar asaltar su principal ciudadela,
Troia. Esta obra debía ser completada por una reconquista de Sicilia, efectivamente
comenzada en 1025, pero que se malogra en seguida a raíz de la muerte del
emperador.

Los límites de un equilibrio perfecto

Que la obra llevada a cabo entre 960 y 1025 tendía a una definitiva estabilización
del imperio es un hecho confirmado por las grandes mutaciones administrativas que

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la sostienen y expresan al mismo tiempo. Desde la época de Romano Lecapeno, se
ven aparecer, sobre las franjas nuevamente conquistadas, pequeñas circunscripciones
centradas alrededor de una o varias fortalezas que, aunque llevan también el nombre
de «themas», no se confunden con los «grandes themas romanos», más antiguos:
desempeñan el papel de las viejas kleisourai (‘clisuras’), y tienen por objetivo desde
el reinado de Nicéforo Focas la transformación de las fronteras orientales, tanto en
Oriente como en Occidente, en una verdadera línea fortificada sustraída a las reglas
administrativas comunes y donde se fragua, entre los defensores que son a menudo
destinados allí, un estado de ánimo heroico que no excluye sin embargo la
comprensión e incluso la amistad con el adversario, tal como se puede apreciar en las
«canciones fronterizas» entre las que, la más conocida, la gesta de Digénis Acritas, se
constituye precisamente alrededor de los siglos X y XI. Sin embargo, detrás de estos
glacis protectores, la administración del imperio se adapta a una situación de paz que
se cree firmemente durable: la función del estratega, que expresaba la más sólida
unión de los poderes civiles y militares, se debilitó poco a poco, sin duda en diferente
proporción según las regiones, hasta el punto de que, a finales del siglo XI, el mismo
término de estratega habrá vuelto a tomar su simple sentido original de «comandante
del ejército en campaña». Por el contrario, resurge en las provincias la vieja función
de krités, cuyo titular reagrupa en sus manos todas las responsabilidades jurídicas,
administrativas y fiscales de la jurisdicción; en cuanto a las funciones militares,
corresponden a los duques, jefes de los destacamentos del ejército central o tagmata
que, hasta finales del siglo XI, no son destinados a una unidad administrativa precisa.
Lo esencial es aquí la pujante vuelta de una administración civil que expresa bien el
sentimiento, general en la primera mitad del siglo XI, de que el imperio ha llegado por
fin a este estado de equilibrio perfecto que fue siempre su ideal.
Es cierto que este equilibrio fue mucho más duradero de lo que se ha dicho
normalmente: el imperio mantiene grandes cimientos al menos hasta los años 1060, y
en medio de un estado de ánimo generalmente pacífico que no debe nada al
predominio de una pretendida «nobleza civil». Es muy significativo el hecho de que
es un emperador militar, Isaac I Comneno (1057-1059), quien rehúsa anexionar los
territorios que le eran ofrecidos libremente, subrayando que «para tales anexiones, es
necesario mucho dinero, brazos esforzados y una reserva suficiente, y que cuando no
sucede así, el aumento es la disminución». Se puede decir, pues, que la política de los
sucesores de Basilio II, al menos hasta la extinción de la dinastía «macedonia» en
1056, fue coherente con la línea fijada desde la consolidación de las fronteras. Este es
el sentido de la campaña de Miguel IV contra los sublevados búlgaros en 1041 o el de
la reacción contra la invasión rusa de 1043. Lo mismo ocurre con la campaña
victoriosa de Jorge Maniaqués en la Sicilia oriental, aun cuando es en vano por la
sublevación de este último, o con la anexión del reino armenio de Ani en 1045. En
estos dos últimos casos, se subrayará que se trata de empresas destinadas a concluir el
plan de Basilio II, que quedó incompleto precisamente en estas dos direcciones.

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Una política tan consciente y tan ordenada acabó por modelar una mentalidad a la
vez orgullosa y pacífica fundada en el sentimiento profundo de que el edificio
bizantino es a partir de ahora perfecto e inquebrantable. Es así como las escasas
actitudes ofensivas de algunos soberanos son generalmente reprobadas como
verdaderos atentados contra la moral: cuando Romano III Argiro ataca en 1030 el
emirato de Alepo sin que mediara ninguna provocación y violando los tratados,
Psellos se pone de parte de los musulmanes y no encuentra palabras suficientemente
duras para reprobar la actitud del emperador. Por lo demás, es simbólico ver a este
último «arrepintiéndose de lo que había hecho», y entregarse en lo sucesivo a una
gestión puntillosa de las finanzas públicas. Sin duda, es Ana Comneno quien mejor
expresó este estado de ánimo a principios del siglo XII: «Empujar a los vecinos a la
guerra por su propia acción, cuando las cosas están tranquilas —escribe— es la
característica de los malos príncipes. Pues la paz es el objetivo de la guerra». Ana
Comneno utiliza aquí una fórmula que, sin duda, no habría desaprobado Basilio II.

El Imperio bizantino del siglo IX al XIII

Tal actitud solo era sostenible a condición de que nada cambiara ni en el mundo
ni en el imperio, y es verdad que los bizantinos creían que este supuesto podía ser
realidad. Pero a las mutaciones internas, a las que volveremos a referirnos, se añaden
graves trastornos en casi todas las fronteras, desde mediados de siglo. En Italia, los
normandos, utilizados en un principio como mercenarios por los príncipes lombardos,
están en las fronteras bizantinas desde antes de 1050: en 1053, aplastan a la vez al
duque Argiro y a su aliado, el papa León IX, y el ritmo de los acontecimientos se

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acelera cuando Roma ofrece la toma de posesión de las provincias bizantinas a
Roberto Guiscardo. A pesar de una fuerte resistencia que ilustra el real sentimiento de
pertenencia de estas lejanas zonas al cuerpo del imperio, Calabria es conquistada en
1060 y, con la caída de Barí en 1071, el poder imperial es definitivamente expulsado
de Italia. En cuanto al Danubio, ya atravesado por los pechenegos en 1048, es
francamente rebasado por los oghuzs en 1065 y Constantino X Ducas se ve obligado
a instalar a estos turcos en Macedonia. Por último, en Oriente, la paz con los fâtimíes
no compensa el progreso de los turcos seldjûqíes, que arrasan Armenia desde 1048.
Sin duda, las defensas resisten y los turcos sufren grandes derrotas, pero, tras la toma
de Ani en 1064, sus expediciones les conducen hasta el corazón de Asia Menor. Al
término de un contraataque, marcado por verdaderos éxitos, Romano IV Diógenes
será finalmente aplastado y hecho prisionero en Mantzikiert, Armenia, el 26 de
agosto de 1071.
De 960 a 1071, el imperio no pasa solo del triunfo a las dificultades: conviene
observar que su propio centro de gravedad se desplaza entonces lentamente de sus
provincias orientales, que aún a finales del siglo X desempeñaban un papel
preponderante en sus destinos, hacia sus territorios balcánicos que no son por azar el
teatro esencial de las guerras desde el reinado de Basilio II. En seguida veremos las
causas, pero señalemos ya cuán fundamental es esta mutación de un imperio
básicamente asiático en un Estado cada vez más europeo.
En todo caso, en este año de 1071 en que caen simultáneamente las defensas
orientales y las provincias de Occidente, es posible interrogarse sobre los factores
internos de un equilibrio tan largo y de una caída tan rápida.

Un mayor número de hombres alrededor del Egeo

Es de suponer que el imperio no pudo conocer tal floración sin una demografía
ampliamente positiva, aunque haya una gran carencia de documentos sobre la
materia. No insistimos sobre el papel que pudo desempeñar el aspecto
«poblacionista» de la doctrina cristiana. Sin duda, la gran familia patriarcal, de la que
Job quedó como modelo, es una imaginería corriente que se refleja en las miniaturas
de los manuscritos y en los textos literarios: la epopeya de Digénis Acritas recuerda
que, en la familia del héroe, había «doce tíos y seis primos». Pero los estereotipos son
tan frecuentes en este dominio que no se puede, en realidad, sacar nada en claro. Más
o menos lo mismo puede decirse del papel «incitador» del derecho canónico, que
teóricamente favorece los matrimonios precoces, fijando la nubilidad en los doce
años para las hembras y en los catorce para los varones; todo lo que se puede afirmar
es que tales matrimonios eran frecuentes, como testimonia, en el siglo XI, la decisión
del patriarca Germano recordando que una virgen casada «antes de la edad» y
desflorada debía ser separada de su marido. De hecho, se sabe lo que valen estos
factores doctrinales frente a las necesidades más materiales: tanto entre las clases

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ricas como entre las más pobres, la preocupación por preservar el patrimonio conduce
además tanto a casar a los hombres muy jóvenes como a reducir el número de
herederos, a imagen de la familia imperial, tan poco prolífica durante dos siglos.
Es evidente que hay que atribuir más valor a la seguridad recobrada en el interior
de las fronteras. Desde el principio del siglo X, las incursiones árabes no afectan ya ni
a Asia ni a Europa y en esta última región las incursiones húngaras y eslavas no son
más que un recuerdo. Sin duda hubo pérdidas militares, tanto en las guerras de
Oriente como durante las campañas búlgaras, sin olvidar el episodio de las luchas
civiles (sublevaciones de Escleras y Bardas Focas, entre 976 y 989), pero no se
pueden cifrar y debe tenerse en cuenta que, sin duda, no fueron acompañadas de
graves derramamientos de sangre entre las poblaciones civiles. Estas guerras
raramente se desarrollan sobre el territorio imperial y no tenemos ninguna razón para
creer que la expansión búlgara en la época de Samuel fuera especialmente homicida.
Lo que se puede afirmar, en todo caso, es que las partes asiática y europea del
imperio no conocieron, en la época considerada, una misma evolución demográfica.
Asia Menor, que estaba sin duda en la cresta de la ola a mediados del siglo IX,
debió verosímilmente a la paz un crecimiento que ningún factor externo llegó a
enturbiar hasta alrededor de 1060: la prosecución de la floración urbana, de la que la
multiplicación de sedes episcopales es una prueba, exactamente igual que la
arqueología, es, a este respecto, un importante indicio. Además, conviene recordar
que la prosperidad de las ciudades no implica la de la población de los campos y que
incluso puede ser el signo de un éxodo rural acelerado. Ahora bien, veremos que en
los siglos X y XI, Anatolia es la región, por excelencia, donde se opera más
rápidamente la concentración de la propiedad, lo que prueba desde luego que la
explotación del suelo es cada vez más rentable pero en modo alguno que el mercado
local se incremente mucho, ya que, por el contrario, Asia Menor parece convertirse
en una especie de mercado «colonial» encargado de abastecer al resto del imperio. Es
evidente que este sistema, al desposeer a muchos campesinos, solo pudo acelerar el
éxodo hacia las ciudades locales, y tal vez incluso hacia las provincias europeas. Por
esto debemos ser muy prudentes. Hacia 1060 todavía, Asia Menor debía estar poco
poblada, hecho del que poseemos al menos dos indicios: en primer lugar, la política
de colonización extranjera llevada a cabo, desde finales del siglo X en Anatolia
oriental y central, y luego el panorama del país que nos ofrecen las crónicas en
vísperas de la invasión turca, que da la imagen de una región con amplias extensiones
vacías y sin recursos, solamente puntuadas de plazas fuertes, etapas de los ejércitos
imperiales. Un cuadro inquietante que hace pensar que, una vez rotas las defensas
fronterizas, nada podrá ya oponerse al desencadenamiento de un eventual enemigo:
tanto antes como después de 1071, los seldjûqíes apenas encontraron obstáculos del
Tauro al mar Egeo. Además cabe recordar que Anatolia presenta importantes matices
regionales: al interior deprimido se oponen las costas más resistentes y sin duda
incluso en auge, sobre todo en el litoral egeo, y las zonas orientales de escasa

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población en contraste con las provincias occidentales más densamente ocupadas a
las que los turcos se aferrarán durante cerca de tres siglos.
En Europa la situación es muy diferente. Ciertamente, los progresos de ciudades
como Tesalónica, Serres, Demetria, Corinto, Tebas, Patrás y Esparta, de las que
hablaremos más adelante, no deben ser subestimados: hacia el final del siglo X, la
Vida de Nicón el Metanoita apenas permite ver en Esparta más que una gran aldea,
parapetada detrás de sus murallas. Sin embargo, estos progresos son reales, y Al-
Idrîsî, en el siglo XII, subraya la riqueza del Peloponeso, donde enumera al menos 50
«ciudades» entre las que considera 16 como muy importantes. Además, este
crecimiento tiene lugar en un contexto muy diferente: excepto en Tracia, en Bulgaria
y en la llanura albanesa, los Balcanes son un país cortado, poco favorable a la
constitución de propiedades muy grandes, de manera que el campesinado libre resiste
allí mucho mejor, lo que implica a su vez una mejor ocupación de los campos y una
relativa modestia de las ciudades. La salud demográfica de la población helénica es
particularmente destacable, como atestigua la instalación de numerosos griegos en los
países vecinos o conquistados, sobre todo en Bulgaria. Desde antes de 969, la
helenización es tan fuerte en el reino búlgaro que se pudo ver en ella una de las
causas de su sublevación e incluso de la protesta social de los bogomilos. Tras la
anexión de 1018, se asiste a un movimiento colonizador en Bulgaria que testimonia a
la vez el dinamismo griego y una cierta atonía de las poblaciones búlgaras que
Basilio II se esforzó, por lo demás, en proteger contra esta excesiva expansión.
Subrayemos que es inútil buscar un movimiento semejante de poblaciones griegas
hacia las provincias conquistadas en la misma época, en los confines asiáticos.
Otro matiz distingue zonas europeas y asiáticas. Desde la época de León VI,
Europa apenas ve ya llegar estas colonias extranjeras que los emperadores instalan
allí, sobre todo desde el siglo VIII, a fin de llenar los vacíos. Solo una importante
excepción, el establecimiento de los pechenegos en Bulgaria y Macedonia, después
de 1048 y sobre todo después de 1064, no hace más que confirmar la relativa
debilidad demográfica de los Balcanes septentrionales. Por el contrario. Asia es la
tierra elegida por estas migraciones, voluntarias o provocadas, al menos desde el
reinado de Nicéforo Focas. Se trata en primer lugar de repoblar las regiones
fronterizas, Siria, Cilicia y Mesopotamia, cuya población musulmana habían
deportado sistemáticamente Focas y sus sucesores como medida de seguridad: en
Mesopotamia, y sobre todo en la región de Melitene, el gobierno imperial favorece,
desde 965, la inmigración de los sirios jacobitas de la que da testimonio, entre 963 y
1072, la aparición de 56 monasterios y alrededor de 30 sedes episcopales no
mencionadas hasta entonces. Además, en 1096, Melitene aparece como una ciudad
fundamentalmente siria, tal vez poblada por 70 000 habitantes, mientras que estaba
abandonada en 934. Ciertamente, esta política tuvo la ventaja de reactivar regiones
profundamente deprimidas, pero se ha subrayado con razón que no consiguió su
objetivo, que era el de reforzar la frontera: la instalación de estas comunidades sirias,

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cuyos hermanos continuaban viviendo en tierra islámica, tuvo ante todo por efecto
diluirla y convertirla en una especie de no man’s land. Por razones diferentes, la
colonización armenia, que se acelera sobre todo después de 990, no tuvo mejores
resultados. Los armenios, doctrinalmente menos sospechosos que los sirios,
establecen colonias militares en la Siria reconquistada (Tarsis, Chaizar) y colonias
mercantiles desde Antioquía hasta Atalia, pero su inmigración es masiva sobre todo
en Capadocia, desde Sebaste a Cesárea. Estas migraciones, sin duda provocadas
originariamente por el dinamismo demográfico de Armenia, se acentúan con los
primeros ataques de los turcos, dueños de Drin en 1021, y Basilio II, preocupado por
poblar estas zonas casi desiertas, las favorece con una política de tolerancia religiosa
y de considerables donaciones de tierras a los señores armenios emigrados o
deportados. Aquí todavía, un país abandonado fue revalorizado, pero la amplia
autonomía dejada a los grupos armenios condujo a la reconstitución, en pleno
territorio imperial, de la estructura social, casi feudal, de la Armenia independiente,
lo que hizo de ella una zona aberrante, mal controlable por la administración regular,
sobre todo cuando, tras las grandes expediciones turcas de los años 1070, la
inmigración armenia se transforma en un éxodo masivo. Recordemos, sin embargo,
que la aportación armenia fue benéfica en el resto del imperio. Desde el siglo X,
apenas hay una ciudad bizantina que no tenga su colonia armenia, lo que refuerza la
población y acentúa su dinamismo; la alta administración y el propio trono no son
inaccesibles a estos armenios, cuyo mejor ejemplo lo constituye el emperador Juan
Zimisces.
En un dominio donde subsisten tantas incertidumbres, dos hechos esenciales
pueden, pues, ser considerados seguros. En primer lugar, el saldo demográfico global
del imperio parece positivo al menos hasta mediados del siglo XI. Este hecho se ve
favorecido, además, por la ausencia de cualquier gran epidemia durante el período
considerado; los únicos casos conocidos de «peste» son los de Esparta en 990 y
Constantinopla hacia 1010. Por el contrario, es significativo que se manifieste una
grave epidemia, sobre todo en la capital, en 1053-1054, acrecentando aún más las
dificultades del momento. No puede pasar desapercibido el hecho, registrado en la
misma época, de que el conjunto del mundo musulmán conoce una curva
demográfica descendiente, lo que, fuera de toda expansión masiva de la población
bizantina, basta para hacer inclinar la balanza en favor del imperio. Posteriormente, y
sobre todo, a partir del siglo X, y aún más en el XI, la parte europea del imperio inicia
un avance decisivo sobre sus provincias asiáticas, en lo que se refiere al número de
hombres, lo que tiene como consecuencia la inversión radical de los datos
tradicionales de su geopolítica. Puede añadirse que este movimiento es irreversible.
Todavía en el siglo XII, los territorios asiáticos reconquistados a los turcos continúan
despoblándose regularmente. Por el contrario, Europa experimenta una progresión
moderada, pero el ritmo es regular y duradero, ya que los Balcanes no son alcanzados
por la gran catástrofe de 1071. Además, aprovechan, en una medida imposible de

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determinar, los reflujos provocados por las invasiones turcas y normandas. Hacia
1080, Bizancio parece haberse convertido en un imperio egeo.

RESPLANDORES Y TORMENTOS

Esta población más numerosa vive por lo general en el campo y, como es el caso
por doquier en la Edad Media, sus recursos son los principales cimientos del imperio.

La agricultura continúa siendo vital

Ahora bien, a pesar de la extrema escasez de nuestra documentación en este


terreno, se puede afirmar que la agricultura bizantina es de las más tradicionales: no
hay en Bizancio ninguna huella de la «revolución agrícola» que caracteriza al mundo
musulmán desde el siglo VIII, ni tampoco nada semejante a los grandes movimientos
de roturación que llevan al mundo occidental, en el siglo XI, hacia un decisivo
progreso. Este carácter tradicional explica cómo los Geoponika, colección
agronómica reunida sin duda bajo el reinado del Porfirogénito, pudo convertirse en
uno de los textos más copiados en Bizancio. Aunque urdido a base de fragmentos
tomados de los agrónomos griegos y latinos, debió, sin embargo, estar perfectamente
adaptado a las producciones y las técnicas de los siglos X y XI.
También podemos hacer pronto la lista de los productos de la tierra. Al lado de
los omnipresentes cereales, pueden verse las leguminosas (guisantes, judías de
Europa, arvejas) que suplen frecuentemente a la carne, muy escasa, y los cultivos
arbustivos, entre los que las viñas ocupan en todas partes un lugar preferente, junto a
los manzanos, cerezos, almendros y, sobre todo, higueras. Incluso puede pensarse que
la variedad de los cultivos se ve empobrecida a veces en relación a la Antigüedad: de
una manera muy sorprendente, el olivo está casi ausente de nuestra documentación, y
su cultivo apenas está atestiguado más que en el norte de Siria. A lo sumo puede
pensarse que el cultivo de la morena ha progresado notablemente, en los siglos XI y
XII en Grecia y en el Peloponeso, lo que explica la importancia adquirida por la
industria de la seda, de Esparta a Corintio y Patrás. Pero Bizancio fue impermeable a
los grandes cultivos «industriales» aclimatados en el Mediterráneo por los árabes: la
caña de azúcar, por ejemplo, no penetró en Creta hasta la dominación veneciana, en
el siglo XIV.
En efecto, estos cultivos, como el de numerosas legumbres procedentes de Persia
y de la India, necesitan abundante agua regularmente distribuida a todo lo largo del
año. Sin duda, el mundo bizantino está en general mejor provisto en este sentido, ya
que no tiene casi ninguna región francamente árida y está surcada de abundantes y
permanentes corrientes de agua. Pero no hay nada comparable al Nilo y a
Mesopotamia y, por otra parte, los ríos más caudalosos corren por regiones con clima

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contrastado que hace imposible la sucesión de los ciclos vegetativos a lo largo del
año. También es forzoso admitir que las técnicas apenas han evolucionado, de manera
que, mientras que todos los textos ensalzan los benéficos poderes del agua, los
extensos valles y los estuarios en tierras mal drenadas son más repulsivos que
atrayentes: con mucha frecuencia hay aldeas y explotaciones en las inmediaciones de
una corriente de agua, pero se trata casi siempre de un arroyo o de un riachuelo
absolutamente incapaz de dar lugar a una irrigación continuada. Ciertamente, los
textos, y en primer lugar los tratados de metrología, muestran que las tierras irrigadas
eran las más apreciadas y, en consecuencia, las más gravadas fiscalmente; pero estos
suelos son, todo lo más, huertos que constituyen el corazón mismo de los terrenos y
no suponen ninguna innovación técnica: se trabajan con laryas y su única irrigación
conocida no utiliza más que la fuerza de la gravedad, de manera que no se trata de
ganar para estos cultivos tan rentables los terrenos de las laderas y, aún menos, de las
mesetas. Además, como la ganadería estabulante es muy insuficiente, bueyes, cabras,
carneros e incluso cerdos pacen en los confines no cultivados y forestales de los
terrenos, y como parece ser que los bizantinos no conocieron nunca las técnicas de
los abonos puestas a punto en tierra del Islam, aún se trata menos de ganar para el
cultivo intensivo una parte de las tierras no irrigables. De aquí proviene la división
muy tajante de los terrenos bizantinos en dos tipos, los esothyra, tierras próximas a
las aldeas, dedicadas a la horticultura, a alguna que otra pradera de siega o a algunos
campos de cereales de alto rendimiento, y los exothyra que, más allá, apenas
comprenden otra cosa que cultivos cerealísticos de secano y viñas, todo ello salpicado
por algunos grupos de árboles.
Puede suponerse hasta qué punto una agricultura de estas características era
frágil. Mientras que la abundancia de los cultivos irrigados o semiirrigados permite al
mundo musulmán mitigar mejor el golpe de las calamidades naturales, y sobre todo
de las sequías, el campesino bizantino no puede encontrar nunca en sus pequeños
huertos el medio capaz de compensar el déficit cerealístico de los cultivos de secano
cuando el año es malo. Tal situación tiene al menos dos consecuencias: por un lado,
el Imperio bizantino, relativamente poco urbanizado y sobre todo compuesto de
núcleos rurales que, sea como sea, viven en un estado de autosubsistencia, no dispone
prácticamente nunca de un volumen alimentario suficiente en su propio suelo y, por
otra parte, los cultivos de base, sobre todo cerealísticos, son aún más valorados en
tanto que su producción es más escasa y más aleatoria. De lo que resulta que
Bizancio, en la cumbre de su poder, apenas deja de depender del extranjero, sobre
todo cuando se concreta la progresión demográfica. A este respecto, la amplia llanura
danubiana le es indispensable, y puede afirmarse con toda seguridad que este factor
desempeñó un importante papel en la expansión bizantina hacia Bulgaria donde,
precisamente en el siglo XI, se utiliza el arado de ruedas, única herramienta capaz de
labrar sus pesadas tierras. Además, la rentabilidad de los cultivos cerealísticos explica

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la progresión de la gran propiedad, sobre todo en las zonas que le son más favorables
(Tracia, llanuras albanesas y, sobre todo, Asia Menor).
El equilibrio alimentario es aún más precario en tanto que el Estado bizantino no
tiene ningún objetivo dirigista. Suponiendo que las disposiciones del Libro del
Eparca tuvieran este sentido, no poseemos ninguna prueba de que fueran aplicadas en
la época que estamos considerando. La iniciativa privada es, pues, la regla. Los
propios campesinos, cuando pueden obtener un margen comercializable, llevan sus
productos a los mercados urbanos para venderlos. Pero el hecho solo es
verdaderamente importante en las regiones más ricas: es así cómo Miguel Ataleiatés
nos muestra, en los años 1070, a los campesinos de Tracia vendiendo trigo, desde lo
alto de sus carretas, en el mercado de Rhodosto. Ocurre lo mismo, con más certeza,
en el caso de los grandes propietarios: también en relación con Tracia y en la misma
época, el mismo autor nos hace saber que estos últimos disponían de escalas (skalai)
en la costa, a partir de las que despachaban su producción. En una época en que
progresa, como veremos, el comercio italiano en el imperio, se puede fácilmente
suponer que, incluso en caso de carestía local, no podían vacilar en vender a los
clientes extranjeros o llegados de otras regiones del imperio.

Pero la comunidad aldeana se debilita

Creemos firmemente que son estas condiciones agrícolas específicas las que
explican el creciente desequilibrio social que caracteriza las campiñas bizantinas en el
siglo XI. A este respecto, los años 950-1070 ven indiscutiblemente acelerarse el
proceso de descomposición del viejo sistema de la comunidad rural libre, el chorion,
incluso cuando este último supone, para la Administración, la propia base tributaria,
como aparece claramente, muy al final del siglo XI, en los fragmentos conservados
del «catastro de Tebas». En efecto, hay que recordar que, en los campos, la oposición
entre campesinos libres y dependientes, sobre la que volveremos a tratar, tiene, sin
duda, menos interés que los contrastes de riqueza que, en el propio seno de la
población de los choria, definen niveles de resistencia más o menos grandes. Donde
mejor está reflejada la pirámide social de la aldea es en un documento de 1073: en el
vértice está situado el campesino que posee dos yuntas de bueyes, más abajo el que
solo tiene una, el zeugariate, o sea el campesino medio que puede vivir de su propia
finca; luego vienen los campesinos que solo tienen un buey y, por último, los
indigentes, entre los que algunos pueden aun poseer un asno, aunque la mayoría de
ellos no están en posesión de ningún animal de tiro.
Ahora bien, el viejo sistema comunitario, que se basa en el principio de la
solidaridad del chorion frente al impuesto, se adapta cada vez peor a las nuevas
condiciones económicas y demográficas. Corresponde a una situación de equilibrio
entre el número de hombres, sus necesidades alimentarias y los medios técnicos para
asegurar estas últimas, lo que ya no es así en el siglo X. Se abre un abismo entre los

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explotadores mejor provisto de brazos y de herramientas de cultivo, aunque faltos de
tierra, y los que mal equipados desde un principio, menos prolíficos, víctimas de una
desgracia natural, llegan incluso a no poder pagar su parte de impuesto. Se sabe que
el sistema de segregación (klasma), en relación al chorion, de las tierras abandonadas
por estos campesinos, y la venta de estas últimas por el Estado es uno de los medios
merced a los que los poderosos (dunatoi) redondean sus dominios y acaban por
desorganizar el tejido mismo de las comunidades, ya se trate de grandes propietarios
tradicionales o, sin duda con más frecuencia, de los miembros más activos del
chorion. Por lo demás, incluso cuando huyen, muchos campesinos pobres son
obligados a ceder el usufructo (chresis) de su tierra a sus poderosos vecinos o a
ponerse bajo su protección (prosiasia) mediante el pago de un censo. Hay otros
modos de acaparamiento que aparecen mal definidos en los textos jurídicos y fiscales
más interesados por los modos de posesión que por los modos de explotación del
suelo. Así, los arrendamientos rústicos y aparcerías son hechos frecuentemente por
los campesinos en un pequeño espacio de sus propias tierras, de modo que, al
enriquecerse gracias a estos contratos temporales, acaban, naturalmente, por adquirir
la tierra que han convertido en productiva. Además, el chorion continúa diluyéndose
a consecuencia de donaciones (logisima) hechas por el Estado a propietarios laicos o
eclesiásticos; estos últimos, sobre todo los monasterios, recibían por añadidura,
merced a razones espirituales, numerosas donaciones de particulares.
Frente a esta situación, el Estado prosigue la política puesta en marcha por los
primeros «macedonios», pero parece evidente, desde el final del siglo X, que es una
apuesta perdida. El principio es siempre la protección, a toda costa, del chorion, pero
el gobierno no puede salir de una grave contradicción: incluso cuando dicta medidas
severas para proteger la comunidad rural, base de la contribución, no puede, sin
embargo, tolerar que las tierras klasmáticas, separadas del chorion por abandono, se
conviertan en eriales fiscalmente improductivos, impidiendo, no obstante, que los
poderosos se adueñen de ellos. Este fenómeno explica la implantación en estas tierras
de campesinos «públicos» (demosiarios) que no tienen ya nada que ver con el
chorion y pagan personalmente el impuesto al Estado. Este último contribuyó así a
socavar una institución que pretendía salvar, poblando los campos de campesinos
aislados que, al debilitarse el control, no tuvieron ya el arma de la solidaridad para
resistir el asalto de los más poderosos. Esta contradicción está reflejada en una
novella publicada por Romano II en 962. Ante una situación concreta, la de los
pequeños campesinos que tienen que reembolsar el precio de las tierras que les han
sido ilegalmente compradas, pero carecen de medios, se imponen dos soluciones: o
bien la tierra será desprendida de la comunidad y las dos partes se encontrarán cara a
cara, o bien la comunidad tomará el puesto del vendedor y, en espera de que este
último reembolse su deuda, podrá disfrutar de la tierra en cuestión. En ambos casos,
el resultado no puede ser más que desastroso: o el campesino huye, o el chorion no
tendrá los medios para revalorizar estas tierras suplementarias, o bien, si los tiene, se

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hallará sometido a crecientes obligaciones fiscales, ocasionando todo ello una
extensión de los eriales y nuevas dificultades para la comunidad.
El gobierno imperial, fiel a una constante actitud, consistente en no suprimir
nunca verdaderamente las antiguas estructuras, mientras que se constituyen las
nuevas, no quiso, pues, definir otro estatuto general del campesinado que sustituyera
a la agonizante comunidad, de manera que se puede afirmar que, sin quererlo,
favoreció a los poderosos, que no perdieron la ocasión de aprovecharse de la
diversidad de títulos de ocupación del suelo para obtener dominios cada vez más
vastos.

La resistible ascensión de los poderosos

Al Estado, muy consciente de este peligro, no le quedaba más remedio que tomar
medidas prohibitivas tendentes a congelar la situación, decisión siempre peligrosa e
incluso desesperada en cuanto supone el ejercicio constante de un control riguroso;
como se recordará, tales medidas pudieron ser consideradas como decisivas en un
tiempo en que nadie imaginaba que la máquina imperial, llegada a la perfección,
pudiera un día dejar de funcionar. Así pues, soberanos como Nicéforo Focas y
Basilio II se esfuerzan en fijar estrictos límites a la gran propiedad, tanto laica como
eclesiástica. A través de su novella de 967, que durante mucho tiempo se interpretó
erróneamente como un texto favorecedor de los poderosos, Nicéforo trata en realidad
de estabilizar la situación de una vez por todas: en lo sucesivo, los poderosos no
podrán adquirir más que a los poderosos y los débiles no podrán comprar más que a
los débiles; al mismo tiempo, este supuesto amigo de la aristocracia territorial
esgrime contra ella una inaudita amenaza jurídica puesto que cualquiera que
«sembrara el desconcierto entre los débiles» podía ver confiscados hasta sus bienes
patrimoniales. Por su parte. Basilio II, en 996, reafirma vigorosamente la política que
llevó a cabo Romano Lecapeno: los poderosos no podrán conservar, con pruebas
fehacientes, más que las adquisiciones hechas antes del mandato de este último, sin
poder, en lo sucesivo, invocar ninguna prescripción en favor de sus compras
fraudulentas; una precisión interesante es que el emperador subraya que los
campesinos están amenazados no solo por los poderosos propiamente dichos, sino
también por los «débiles convertidos en poderosos», como el campesino Filocalis,
auténtico tirano aldeano, cuyas construcciones hace derribar. En cuanto a los
poderosos eclesiásticos, también se refiere Nicéforo Focas a la política de Lecapeno
en su célebre novela de 964: al comprobar la «evidente pasión por adquirir» que
domina a los monasterios, el emperador traza un elocuente cuadro de estos dominios
monásticos compuestos «de innumerables arpendes de tierra, de construcciones
dispendiosas, de manadas de caballos, bueyes, camellos, y otros animales en un
número aún mayor», y prohíbe formalmente hacerles a partir de ahora donaciones de
tierras, pues, al no tener los monjes medios para cultivarlas, no conducen más que a
multiplicar los eriales. Solo se autorizan las donaciones en metálico y herramientas de

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cultivo que permitan, por el contrario, revalorizar los dominios monásticos, muy a
menudo sin cultivar. En 996, Basilio II completaba esta medida prohibiendo a los
monasterios sumar a sus posesiones los oratorios piadosos fundados por los
exploradores separados del núcleo comunal. Por último, hacia el año 1000, Basilio no
se contenta ya con este simple statu quo: a través del sistema del allelengyon,
perjudica incluso los intereses adquiridos por los poderosos obligándoles a pagar los
impuestos de los campesinos poco agraciados económicamente.
Nicéforo Focas escribía al final de su novella de 964: «Sé bien que, al promulgar
estos consejos y reglamentos, la mayoría puede pensar que dicto cosas insoportables
y contrarias a su opinión; pero no me preocupo por ellos pues, como Pablo, no es mi
deseo complacer a los hombres, sino a Dios». La oposición debió ser, en efecto, muy
fuerte: así, Zimisces, que había tomado el poder en 969 asesinando a su predecesor,
tuvo que revocar temporalmente las disposiciones de 964. En lo referente a los
poderosos laicos, consiguieron, tras la muerte de Basilio II, que Romano Argiro
suprimiera el allelengyon. Pero esto no significa que la lucha contra los poderosos
cesara, aun cuando no se den ya nuevas disposiciones legales: todavía en 1057-1059,
Isaac Comneno hizo confiscar, para reorganizar el ejército, importantes bienes
monásticos, volviendo a emprender así la lucha contra los monjes que «estaban ebrios
de una rapacidad que había alcanzado el nivel de la pasión». No obstante, la labor no
es ya tan persistente, y largos períodos de abandono permitieron a los grandes
propietarios hacer nuevos progresos. Esto fue sin duda lo que ocurrió entre 1025 y
1056, y con más seguridad aún bajo el reinado de Constantino X Ducas (1059-1067),
«desmesuradamente amigo de los monjes», según Ataleiatés. Se comprueba así la
fragilidad de una política puramente represiva, que admite como un postulado la
indiscutible autoridad del Estado, y que, mientras vejaba a los poderosos, apenas
había dado a los campesinos nuevas defensas.
La población campesina no solo pierde poco a poco el control de una parte del
suelo, sino que, consecuentemente, su estatuto personal aparece ya amenazado, aun
cuando, en estricto sentido jurídico, el campesino bizantino debía ser un hombre libre
hasta los más extremos confines del imperio. Incluso las categorías mejor protegidas,
como la de los stratiotas, tienden a ser eliminadas: desde la época de Nicéforo Focas,
la strateia es definitivamente transformada en una mera obligación fiscal, lo que
implica una creciente confusión entre los stratiotas y los campesinos corrientes, hasta
el punto de que el stratiota posee a la vez, con cierta frecuencia, bienes estratióticos y
tierras de derecho común. Como además el sistema se revela cada vez más ineficaz,
Constantino Monomaco (1042-1055) acabará por autorizar a los stratiotas liberarse
de sus obligaciones mediante la entrega de una suma a tanto alzado. En lo que
respecta a los demosiarios, su apartamiento de la comunidad les hace aún más
vulnerables: desde 974, dos documentos de Zimisces prueban que los poderosos,
ávidos de brazos para cultivar sus dominios en expansión, no dudan en atraerlos a sus
tierras en calidad de parecos. Es fácil suponer, en estas condiciones, la poca

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resistencia que podía oponer a estas tentaciones el simple campesino libre, a quien no
protegía ya la abatida comunidad y que tampoco podía valerse de ningún vínculo
especial con el Estado: forzado a vender o a abandonar su tierra, acribillado de
deudas para con los poderosos vecinos o para con el chorion, no podía más que ver
con buenos ojos la oferta que se le hacía de ir a instalarse en una tierra donde tendría
oportunidad de volver a partir sobre nuevas bases. Por otra parte, el Estado se
preocupa prioritariamente de la defensa de los que dependían directamente de él, los
stratiotas y, sobre todo, los demosiarios; los mencionados documentos de Zimisces
ordenan, en 974, «restituir a los demosiarios en su condición», en el caso de que los
monasterios les hubieran acaparado y, volviendo a hacer uso de un documento del
Porfirogénito, una crisobula de Constantino X prohíbe todavía, en junio de 1060,
transformar en parecos a los «stratiotas, demosiarios y exentos de la posta». En
cuanto a los demás, campesinos que se han quedado sin tierra y a los que en lo
sucesivo se designará como «libres y no sometidos al fisco», todo lo más se puede
tratar de moderar el movimiento que les lleva a instalarse en las grandes propiedades.
De este modo, en 1044, Monomaco limita a 24 el número de parecos de que podrá
proveerse el monasterio de la Nea Moni, en la isla de Quíos y, en el citado documento
1060, Constantino Ducas prohíbe a los monjes de Lavra sobrepasar el número de 100
parecos. Aún en 1079, Nicéforo III Botaniatés concede 100 parecos a Lavra, pero a
condición de que sean escogidos entre la descendencia de los que el monasterio posee
ya.
Estas grandes propiedades que crecen, de manera decisiva, en tierras y en
hombres, sobre todo después de 1025, y en primer lugar los dominios eclesiásticos,
tratan además de obtener exenciones. Hasta el siglo XI, el gobierno lo consiente, pero
son exenciones puramente fiscales y de carácter excepcional. Bajo el mandato de
Constantino Monomaco surge un movimiento más peligroso: en 1045, Constantino
concede a la Nea Moni la exención judicial, prohibiendo a los agentes del Estado
acceder a los bienes del monasterio. En la segunda mitad del siglo, un tipo de
exención más amplio, a la vez fiscal y judicial, toma el nombre de exkusseia, aunque
hay que advertir que no alcanza nunca el dominio administrativo y se considera
siempre como un simple privilegio. Tal es el sentido de la crisobula por la que, en
1079, Nicéforo III garantiza al monasterio de Iviron (Monte Athos) que no dependerá
más que del tribunal del duque de Tesalónica. En la misma época, algunos laicos,
sobre todo cuando acaban de instalar parecos en sus dominios, consiguen obtener
exenciones, pero en muy contadas ocasiones y menos amplias que las que se
dispensan a los monasterios. En cambio, los laicos tienen otra ventaja: a través del
sistema de la charistiké, los bienes de la Iglesia subexplotados y echados a perder
pueden serles confiscados, corriendo a cargo de los laicos el revalorizarlos, lo que el
patriarca Sergio II considera aún en 1016 como muy recomendable. Sin embargo,
desde 1027, se comienza a protestar contra el abuso de la charistiké y, en 1071, un

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sínodo reacciona contra la costumbre adoptada de confiar a los laicos bienes de la
Iglesia realmente productivos.
Si nos situamos hacia 1070, conviene no dejarnos llevar por el catastrofismo: hay
que repetir que el campesinado bizantino sigue estando compuesto de hombres libres,
a excepción de los esclavos, no habituales en los campos, y que los parecos gozan de
un muy amplio derecho de posesión sobre las tierras que cultivan. En ciertos
aspectos, el Estado incluso se dota, a medida que se disgrega el chorion, de medios
de control más directos sobre la tierra y los hombres, en particular gracias a la
institución de los demosiarios. Sea como sea, hasta la segunda mitad del siglo XI este
control sigue siendo efectivo, como lo muestra la reducción del número de parecos.
Pero la sed de tierras y de brazos, continuamente avivada por la creciente rentabilidad
de la agricultura, hace inevitable, a partir de entonces, el triunfo de la gran propiedad
sobre un campesinado privado de los viejos marcos comunitarios, a poco que se
debilite seriamente este control. Esto ocurre en el tiempo, después de 1040. Pero, en
el espacio, era ya muy desigual en el siglo X: en las provincias más alejadas de la
capital, y sobre todo Anatolia era incluso absolutamente teórico. Este hecho explica
la indignación con la que, en 996, Basilio 11 comprueba que grandes familias como
los Focas y los Maleïnoi poseen, desde hace un siglo, bienes mal adquiridos. Las
confiscaciones masivas, como la de las tierras de los Maleïnoi por este mismo
emperador en 1001, solo podían ser llamadas al orden brutales pero sin continuidad.
En resumidas cuentas, es cierto que un grave desequilibrio económico y social se
concreta en el conjunto del imperio, cuya vulnerabilidad general llega a ser
verdaderamente preocupante en su parte asiática.

Un artesanado vivificado

En el contexto rural, el papel de las ciudades ha sido muy a menudo mal


comprendido porque ha sido sobrestimado. Aunque la civilización bizantina es, en
una gran medida, indiscutiblemente urbana, no cabe duda que las ciudades tienen un
peso muy modesto en relación al de los campos.
Si nos atenemos a los textos, incluso sería difícil de definir en Bizancio una
economía específicamente urbana. De hecho, no hay casi ninguna actividad
económica que no se pueda localizar, al mismo tiempo, en la ciudad y en el campo.
Este es el caso de la metalurgia, y especialmente de las herrerías, diseminadas un
poco por todas partes, cerca de las fuentes de metal, siempre modestas pero sin duda
más numerosas que lo que suele pensarse. Por los campos circulan pequeños herreros
ambulantes «corredores de aldeas» (koindromoi), que fabrican y reparan los
instrumentos aratorios. Los grandes dominios, laicos o eclesiásticos, poseían también
un personal de este tipo: la vida de Atanasio de Athos, fundador de Lavra, menciona
la existencia en el monasterio de un monje herrero.

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Por lo demás, se sabe que el Porfirogénito habla de la fabricación de escudos y
lanzas en los themas de Hélade, de Nicópolis y del Peloponeso. Lo mismo se podría
decir de la industria textil, de la cerámica y de la vidriería, pero es evidentemente
imposible determinar la importancia relativa de la ciudad y del campo en estos
diferentes ámbitos. Sin embargo, lo que parece nuevo en los siglos X y XI es una
evidente acentuación del papel manufacturero de las ciudades que, en el mismo
tiempo, tienen también tendencia a especializarse en producciones más definidas. La
arqueología muestra que es la época en que culmina la actividad metalúrgica de
Corinto, donde la producción está entonces muy diversificada: instrumentos aratorios,
equipo marítimo (anclas), cerrajería (llaves de hierro y de bronce), armería (puñales,
puntas de lanzas datables a mediados del siglo XI), pero también un surtido de
instrumentos quirúrgicos de una notable finura. En la misma época, Querson, en
Crimea, produjo un rico conjunto de crisoles que permitían colar garfios, clavos,
pernos, picos, podaderas, anzuelos, agujas, ollas, etc. Sin duda, es evidente en
Pérgamo, que producía principalmente flechas de hierro, aunque la fecha de los
estratos no pueda concretarse exactamente. Tanto en este como en otros terrenos, es
irritante no poder decir nada de Constantinopla, donde cualquier prospección
arqueológica seria es imposible y donde, como se sabe, los reglamentos de seguridad
prohibían el ejercicio de oficios relacionados con el fuego en el interior de las
murallas. Sin embargo, es algo arriesgado pensar que la metalurgia se practicaba en
las afueras de la ciudad. En todo caso, se sabe que en Constantinopla había cerrajeros
ya que, en 969, Zimisces recurrió a ellos para que hicieran el molde en cera de las
llaves de la cámara de Nicéforo Focas, y la capital era evidentemente el mayor centro
de orfebrería del imperio. Su apogeo se sitúa en el siglo XI, en que la técnica del
esmalte tabicado alcanza su perfección, como ponen de manifiesto las piezas
conservadas en el tesoro de San Marcos de Venecia y la Corona Santa de Hungría,
cuyos elementos datan de los reinados de Constantino Monomaco y de Miguel VII.
Una concentración semejante se observa respecto a la cerámica. La extraordinaria
producción en pasta fina, policromada y barnizada, que llega a su apogeo en
Constantinopla en el siglo X, se propaga entonces por todo el imperio, desde Preslav
hasta Atenas y Corinto, sin hacer desaparecer jamás la importante alfarería común, de
tonos ocres, utilizada sobre todo en la cocina, que era muy conocida en Corinto pero
que debía fabricarse en todas partes. Sin embargo, a mediados del siglo X, se observa
una evolución divergente: mientras que la producción constantinopolitana se hace
cada vez más corriente, Corinto fabrica ahora una cerámica de pasta más fina, a base
de arcilla blanca, y adornada de relieves modelados. Progresos parecidos son notables
en Atenas y en Esparta, mientras que Tesalónica se convierte en el principal centro de
la cerámica de arcilla roja, que continúa dominando. En el siglo XII, la cerámica de
Constantinopla experimentará una profunda decadencia y la capital comenzará a
importar cada vez más cerámica provincial. En cuanto a la industria textil, que es en
Bizancio, como en todo el mundo medieval, la industria esencial, experimenta una

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importante mutación en el siglo XI: a las materias conocidas desde la antigüedad
(lana, lino y seda), se añade ahora el algodón, trabajado sobre todo en Dalmacia y en
el Peloponeso. Aunque muchos tejidos se producen en el marco doméstico, las
ciudades se convierten en verdaderos centros industriales. Constantinopla trabaja
sobre todo la seda, tanto en sus talleres imperiales como privados, y esto mismo
ocurre en Grecia, Esparta, Corinto y, principalmente, en Tebas. El textil implica el
desarrollo de la tintorería, que Eustaquio el Romano considera, en el siglo XI, como
un oficio independiente: este sucio oficio es ejercido a menudo por los judíos, como
en el caso de Corinto, donde se encontró el epitafio de un tintorero llamado Eliacino.
Estos datos sugieren un mayor crecimiento urbano en Europa que en Asia, aun
teniendo en cuenta nuestra documentación, mucho menos abundante en relación a
esta última. Cronológicamente, muestran que el impulso decisivo se sitúa entre 960 y
1070, y la función de producción, que constituye un indicio seguro, es también sin
duda más la consecuencia que la causa. En efecto, como veremos, la ciudad bizantina
seguirá siendo siempre y ante todo, y esta es una de sus principales debilidades, un
lugar de intercambio: también es menester ver en el dominio del mar, que Bizancio
vuelve a encontrar a la sazón, una de las principales fuentes de su desarrollo urbano.
Esta creciente importancia del mar desempeñó ciertamente un importante papel al
volver a centrarse el mundo bizantino en la cuenca egea, en el mismo momento en
que el viejo tráfico de las caravanas, que afectaba sobre todo a Anatolia, apenas
parece haberse reactivado, salvo, sin duda en el eje armenio, tras el final de las
invasiones turcas. Sin duda, no se debía solo a razones de mayor proximidad, el
hecho de que los mercaderes italianos, amalfitianos y venecianos se dirigieran
principalmente, en los siglos X y xi, hacia Constantinopla y los puertos tesalios y
epirotas que dan acceso a Grecia.

La ciudad inmóvil

Sin embargo, este desarrollo urbano no revoluciona en absoluto las estructuras del
imperio. En primer lugar, el tejido urbano sigue siendo notablemente estable.
Numerosas causas, y principalmente el desplazamiento de determinados ejes
comerciales y estratégicos, pueden explicar la desaparición de las ciudades o el
desarrollo de nuevos centros, pero tanto lo uno como lo otro es poco frecuente. Es así
como Filipópolis, en Macedonia, decae después de 965, fecha en la que Nicéforo
Focas fortifica la ciudad por última vez, mientras que en Albania la ciudad de
Deabolis se desarrolla en la nueva ruta de Macedonia, incluso cuando declinan las
etapas de la vieja Vía Egnatia. Sin embargo, en general, la red urbana del siglo XI es
casi la misma que la del siglo V. Observemos, no obstante, que nuestra época se
caracteriza por una mutación de la importancia relativa de las ciudades: sin duda, es
imposible decir si la reforma del sistema themático es la causa o la consecuencia de
esta mutación, pero es cierto que acompaña a los movimientos de desarrollo o de

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reflujo urbanos. En particular, el fraccionamiento de los grandes themas puede
implicar una pérdida de importancia de sus antiguas capitales, mientras que otros
centros, incluso antiguos, que vivían a su sombra, cobran una nueva importancia y
hasta pueden destacar sobre ellas. Esta redistribución de las funciones urbanas es
general en el imperio pero, mientras que la catástrofe de 1071 le impone un freno en
Asia, prosigue en Europa hasta finales del siglo XIII.
La estabilidad global se ve acentuada por las dimensiones generalmente modestas
de las ciudades bizantinas. De hecho, la curva demográfica ascendente no debe
ocultar que el imperio solo cuenta con una ciudad muy grande, Constantinopla, y
además parece ser cierto que, incluso en el siglo XI, la capital no contó nunca con más
de 400 000 habitantes. Por otra parte, ciudades como Tesalónica o Melitene, que
pudieron haber sobrepasado los 60 000 habitantes, estaban consideradas como
centros muy grandes, y algunos miles de hombres podían bastar para dar el nombre
de ciudad a lo que nosotros consideraríamos como una villa grande. Mientras que la
remisión de las epidemias permite a las ciudades asegurarse un cierto crecimiento
natural, mientras que el éxodo rural se intensifica indiscutiblemente, la existencia de
un número muy grande de centros urbanos rivales explica, sin duda, la modestia
general de su crecimiento. Esta mediocridad es, por otra parte, generadora de una
gran fuerza, pues es una prueba de la mejor armonía entre las ciudades y los campos,
en el mismo momento en que el mundo musulmán vecino contempla el desarrollo de
enormes metrópolis que acaban con las otras ciudades y los distritos rurales.
Ciertamente, esto no quiere decir que no hubiera mutaciones en las relaciones entre
las ciudades y los campos. La seguridad, vuelta a encontrar a partir del siglo IX, había
incitado a los grandes propietarios de tierras a establecer su residencia en la ciudad,
aunque conservando un estrecho contacto con sus dominios. Las ciudades bizantinas,
integradas por habitantes que, incluso intramuros, vivían principalmente de los
recursos de la tierra, a las órdenes de una clase superior profundamente rural, estaban
más determinadas por sus campos que viceversa. En los siglos X y XI, se esboza, con
toda seguridad, un movimiento inverso: mientras que la vieja aristocracia ha
adquirido definitivamente una mentalidad urbana y se ha vigorizado por el ejercicio
de las funciones del Estado, una nueva capa social, que debe todo a estos últimos y
no tiene al principio ningún dominio sobre la tierra, se desarrolla tanto en la capital
como en la provincia. Estos dos elementos, que el juego de las alianzas y la
complicidad social unen ya íntimamente en el siglo XI, son a partir de ahora el
principal medio de acción por el que la ciudad trata de imponerse al medio rural. Hay
todavía allí un germen de desequilibrio que, por el momento, la multiplicidad de los
centros urbanos impide que se agrave demasiado, en la medida en que las zonas de
influencia de cada uno están necesariamente muy unidas, al menos en Europa y en el
contorno egeo. La red menos densa de las ciudades anatolias les permite, sin
embargo, dominar distritos más amplios y, por tanto, la posibilidad de obtener
dominios más grandes.

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No obstante, las ciudades bizantinas siguen siendo solo los puntos de aplicación
locales del cuerpo central, laico y eclesiástico; no son la sede de ninguna institución
autónoma que pueda transformarse en municipio o ser confiscada por los ciudadanos
más poderosos. El ejercicio de las funciones del Estado da a algunos un gran peso
social, pero están tan diversificadas y son tan rivales, sobre todo después de la
renivelación llevada a cabo en favor de las funciones civiles, que nadie puede
verdaderamente asegurarse una posición hegemónica en un centro urbano. Sin
embargo, las riquezas territoriales y las funciones públicas son buenos medios para
reunir alrededor de sí clientelas difusas que esperan fundamentalmente de los
poderosos una protección (prostasia) contra las exigencias fiscales del Estado, que se
hacen cada vez más apremiantes, sobre todo a partir del reinado de Constantino X,
que generaliza el sistema de impuestos arrendados. Alrededor de las notabilidades
locales (tal es el sentido, muy vago, del término archonte) se organizan grupos de
«servidores» (hyperetai) que los poderosos llegan incluso a llamar sus «hombres» y
que les da, según los términos de Kekaumenos, una gran «influencia sobre la
población de la provincia». La autoridad del Estado no es, en verdad, repudiada
nunca, pero en lugar de aplicarse directamente al conjunto de la población está cada
vez más mediatizada por los grupos que hacen de pantalla. El riesgo de verles
transformarse en organismos de autodefensa e incluso de autogestión es grande, ante
la creciente incapacidad del poder para velar por la administración y la seguridad.
Los gérmenes de tal evolución se inscriben en el propio tejido urbano: las iglesias
y los ricos, a través de las fundaciones privadas, que se hacen muy numerosas en el
siglo XI y a cuyo alrededor se organizan barrios de tiendas, talleres, hospitales,
edificios de viviendas, todo ello frecuentemente dotado de exenciones, despojan a las
ciudades de lo que les quedaba de la antigua unidad y las transforman en cuerpos
polinucleares en que cada elemento goza de un estatuto diferente y puede
corresponder al punto de reagrupamiento de una clientela, lo que hace la
administración general de la ciudad muy problemática. Ciertamente, esta evolución,
que se basa en el crecimiento demográfico, contribuye a la reconquista de espacios
urbanos a menudo abandonados desde la Baja Antigüedad: así, el ágora de Corinto es
vuelta a ocupar, entre los siglos IX y XII, por un conjunto de capillas y monasterios a
cuyo alrededor gravitan casas y tenderetes. ¿Pero cómo no ver que estos núcleos
habitados, fijadores de los patrimonios territoriales, tan atractivos por la frecuente
presencia de instituciones asistenciales, amenazan con hacer al Estado incapaz de
dominar el espacio urbano, en el mismo momento en que pierde el control del
campo?
Hacia 1070, la dominación de la aristocracia sobre las ciudades no es una
fatalidad, ya que ha nacido una clase mercantil cuyo fracaso no está tampoco inscrito
en los hechos. Pero, aquí todavía, todo puede dislocarse si la capacidad de
intervención del Estado se debilita de una manera decisiva.

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Circulación del oro y rentas pagadas por el Estado

A menudo se han apreciado mal las actividades «terciarias» en Bizancio. El uso


poco crítico de fuentes literarias que emanan casi siempre de las clases superiores y
de la Iglesia establecida impone, en general, la imagen de una sociedad donde, a
excepción del trabajo de la tierra y del ejercicio de las funciones eclesiásticas o de
Estado, nadie puede ganar dinero sin ensuciarse. En efecto, es de buen tono
menospreciar los «oficios técnicos» y un Psellos, en el siglo XI, mira con altivez lo
que él llama «la gente del ágora». Un poco después. Kekaumenos llega incluso a
desaconsejar formalmente prestar dinero para una inversión comercial, subrayando
que es el mejor medio para hacerse enemigos de sus amigos y arriesgarse
peligrosamente, además, a no recuperarlo nunca. Sin embargo, más allá de estas
actitudes de principio, la legitimidad del trabajo y de su justa retribución apenas es
puesta en duda. El Libro del Eparca ya prohibía a determinados patrones ligar a sus
obreros por contratos demasiado largos que les impidieran encontrar un empleo
mejor, y reconocía a los obreros abocados al desempleo el derecho de romper el
contrato pendiente. El mismo Psellos, en su Vida de san Auxence, pone en escena a
obreros que, «al llegar el tiempo del paro, cerraron sus talleres», hecho en sí
escandaloso ya que el santo, conmovido, se dedica por sí mismo a volverles a dar
trabajo. Por su parte, la emperatriz Irene Ducaina, madre de Ana Comneno,
aconsejaba a los pobres buscar trabajo.
No obstante, el negocio no es un trabajo como los demás, ya que, visto de una
manera superficial, consiste en ganar dinero por el único cauce del dinero, lo que
lleva a menudo a confundirlo con la usura, que la religión cristiana condena
inapelablemente. Ahora bien, se comprueba que, en la práctica, el préstamo con
interés debía estar muy generalizado: Kekaumenos no aconsejaría evitarlo de una
manera tan insistente si no hubiera sido una actividad común e incluso codiciada. Por
lo demás, el propio derecho la autorizaba. El código justinianeo, cuyas disposiciones
sobre la materia no parecen haber sido abrogadas, fijaba las tasas de interés en un 4
por 100 para los «ilustres», en un 6 por 100 para los simples particulares, en un 8 por
100 para los comerciantes y en un 12 por 100 para los contratos de préstamo
marítimo, particularmente arriesgados. Estas inversiones quedan reflejadas, en el
siglo XI, en el tratado de jurisprudencia de Eustaquio el Romano, la Peira, que
muestra que, cuando se dispone de dinero líquido, no se invierte solo en la tierra:
frecuentemente, se invierte también en bienes inmuebles (edificios de viviendas,
tiendas, talleres), en el comercio, y en empresas marítimas que, en contrapartida al
riesgo corrido, tienen un gran rendimiento. El hecho es tanto más normal en cuanto
que el propio Estado, a través del sistema de la venalidad de los cargos y los honores,
favorece, en su provecho, las inversiones de los capitales privados. En efecto, todas
las dignidades y todos los oficios pueden comprarse, mediante sumas que están en
proporción con su importancia, y su detentación da derecho a una renta (rhoga) anual
y vitalicia, a su vez proporcional a la inversión. La Peira nos informa de que el tipo

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de interés normal de inversión era, en relación a una libra (72 nomismata) de capital,
de 6 nomismata al año, o sea un 8,33 por 100, pero el futuro rentista podía invertir
siempre una suma superior a la que necesitaba su cargo, lo que le permitía obtener
una renta mayor, ya que el capital supernumerario implicaba un interés más elevado:
una libra puede entonces proporcionar hasta 7 nomismata, o sea 9,72 por 100. Más
allá del aspecto honorífico de las dignidades, tras el ejercicio, frecuentemente teórico,
de funciones a veces fantasmas, la institución de los rhogai da cuenta, pues, de la
existencia de una auténtica renta pagada por el Estado, sutilmente incitativa, ya que,
para absorber los capitales privados, recurre tanto a la sed de vanagloria como al
deseo de invertir el dinero en las mejores condiciones de seguridad. Ahora bien, es
cierto que el poderoso imperio del siglo XI daba, a este respecto, todas las seguridades
deseables. Por otra parte, es este factor de seguridad el que permitía al Estado
absorber el ahorro al no permitir más que intereses relativamente moderados: entre
personas privadas los tipos de intereses aplicados debían ser más elevados, pero los
riesgos, al ser mayores, a menudo inclinaban a preferir estas «inversiones de padre de
familia» que constituían las rentas del Estado. En todo caso, es cierto que la
ignorancia de este sistema impide comprender la opulencia de un tesoro que, a pesar
de decenios de guerras continuadas, podía ser evaluado, a la muerte de Basilio II, en
1025, en la enorme suma de 200 000 libras. Pero no es menos evidente que, al
cimentarse totalmente en la confianza de los ahorradores, todo el edificio se puede
derrumbar si se ponen en duda los destinos del imperio.
La existencia de la renta pagada por el Estado y la avidez con la que se trata de
asegurársela prueban, en todo caso, que los capitales son abundantes y que el dinero
circula. Según parece, la acumulación de riquezas nunca fue más escasa que en el
siglo XI. Algunos textos, y sobre todo la hagiografía, prueban, por otra parte, que la
circulación monetaria alcanzaba provincias a veces muy lejanas, que los campesinos
podían ser retribuidos en moneda para llevar a cabo determinados trabajos (acarreos,
construcción de edificios), que sus mujeres hilaban y tejían para incrementar los
recursos familiares, y sobre todo que, en los mercados de las ciudades, los productos
del campo se intercambiaban, ya sea por dinero, ya sea por mercancías
manufacturadas. En los mismos campos, la existencia de ferias rurales da buena
prueba de que el campesinado participa en determinadas actividades comerciales.
Kekaumenos aconseja a los funcionarios locales organizar estas ferias en lugares
apartados de las ciudades, y Ana Comneno menciona las celebradas a final del siglo
en los parajes de Dyrrachium y Aulón. Los monasterios debían ser lugares predilectos
para este tipo de mercados donde afluía la muchedumbre de peregrinos: este es el
caso, a finales del siglo XI, del monasterio de Backovo, en Bulgaria. Por otra parte,
estas ferias no solo veían concentrarse pequeños productores locales, sino
negociantes procedentes «de todas las regiones», en busca de mejores precios, que
llevaban a veces consigo considerables sumas de dinero que podían alcanzar hasta los
1000 nomismata. Este era el caso de aquellos comerciantes que, según el Libro del

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Eparca, penetraban profundamente en Asia Menor para comprar ganado. En lo
referente a las grandes ferias urbanas, las de Efeso y sobre todo las de Tesalónica, no
solo veían afluir comerciantes griegos llegados de todas las provincias imperiales,
desde el sur del Peloponeso (Monenvasia) hasta la Anatolia oriental (Cilicia), sino
que atraían también una gran multitud de negociantes extranjeros, lo que se hará
notar todavía en el siglo XII: en el mundo cristiano de esta época, son las únicas ferias
de nivel internacional. Toda esta jerarquía de mercados prueba, pues, que una
economía de intercambios irriga el conjunto del imperio, con importantes rasgos
locales, por supuesto, y que estos circuitos interiores, muy lejos de estar cerrados
sobre sí mismos, están relativamente bien comunicados con el mercado internacional,
ya sea a través de las ferias, ya sea merced al eminente papel que desempeña la plaza
de Constantinopla. Esta comprobación debe permitir rectificar, en favor de los
intercambios internos, la imagen clásica de un imperio donde las actividades
comerciales al por mayor se resumirían en los grandes intercambios internacionales.

Los espectros de la desvalorización

La historia monetaria de los siglos X-XI confirma, por otra parte, esta notable
floración de intercambios. A decir verdad, hasta una época reciente, la tesis
comúnmente sostenida era la de una grave crisis que habría comenzado bajo el
mandato de Nicéforo Focas, se habría precisado en los años 1040 y habría
desembocado en una verdadera catástrofe en la segunda mitad del siglo XI: en un
centenar de años, la moneda bizantina, hasta entonces patrón del mundo
mediterráneo, habría perdido a la vez peso y ley, dando así testimonio de dificultades
de tesorería cada vez más graves. Este esquema es menester ponerlo completamente
en cuestión hoy en día.
Skylitzés y Zonaras cuentan cómo Nicéforo Focas habría «inventado» una nueva
moneda, el tetarteron, menos fuerte que el nomisma, y que habría querido imponerla
en lugar de este último, innovación que conducía incluso a un auténtico robo
organizado, ya que el emperador, aunque efectuaba los pagos del Estado en moneda
devaluada, continuaba exigiendo el pago del impuesto en moneda fuerte. De hecho,
resulta ahora que no se trataba en absoluto de establecer una doble circulación de las
monedas de oro. Nicéforo tenía como objetivo, aunque parezca imposible, la
completa sustitución de los nomismas antiguos (hexagia, histamena) por nuevos
sueldos cuya ley no era, por otra parte, más que ligeramente más baja (22 quilates en
lugar de 24). En primer lugar, esta reforma se inscribe en un contexto internacional
preciso: mientras que se aceleran en gran medida los intercambios, el extremado peso
del nomisma, sobre todo en relación al dinar, tenía como consecuencia un intolerable
encarecimiento de los productos bizantinos; no es pues un azar el hecho de que la
reforma de Focas creara una moneda comparable en peso al dinar fâtimí. Pero fue
sobre todo la preocupación por el mercado interior lo que sin duda inspiró al

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emperador: frente a una creciente aceleración de los intercambios, en tanto que los
recursos mineros del imperio apenas bastaban para compensar las pérdidas por
desgaste y mientras que, en esta economía abierta, las ventajas sobre el extranjero no
sobrepasaban sin duda la huida más allá de las fronteras de monedas superapreciadas,
toda la maquinaria estaba en peligro de agarrotarse por falta de metales preciosos.
Ciertamente, el oro no es una moneda comercial en sí misma, pero, en este sistema
bimetalista donde cada nomisma vale 12 miliaresion de plata, es a fin de cuentas el
número de monedas de oro el que determina el de las monedas de plata que son la
base de las transacciones internas y externas. En consecuencia, poner en circulación
monedas de oro de menor peso, aunque conservando el mismo valor nominal,
equivale a acrecentar considerablemente la circulación de dinero sin aumentar el
volumen de oro amonedado, lo que debe dar, a medio plazo, una nueva agilidad a los
intercambios. Desgraciadamente, la reforma de Focas fue incomprendida o
saboteada: en lugar de intercambiar la moneda, se atesoran las monedas antiguas, lo
que implica una disminución de la actividad comercial, una escasez de mercancías,
un alza de los precios interiores y un descontento general que no fue en verdad ajeno
a la brutal caída del emperador en 969. Esta frustrada reforma dejó además huellas
duramente negativas, pues los sucesores de Focas dejaron subsistir la doble
circulación de nomismata y de tetartera, considerados desde principios del siglo XI
como sueldos depreciados, lo que permite todo tipo de combinaciones y de
privilegios. De este modo, ya en el reino de Romano Argiro, el monasterio de Iviron
en el Monte Athos logra pagar sus contribuciones, mitad en histamena, mitad en
tetartera. Subsistían así todos los males que la reforma debía hacer desaparecer: falta
de dinero en metálico, carestía de la vida, mala competitividad y evasión del oro, a
los que se añadía ahora un desorden en el mercado monetario.
Estas dificultades explican la nueva política monetaria puesta en práctica en los
años 1040, bajo el reinado de Constantino IX Monomaco. Esta vez, no se trata ya de
alterar el peso de las monedas; es su proporción de metal precioso lo que disminuirá
progresivamente. Qué duda cabe de que no era una novedad, pues algunas monedas
de Basilio II habían rebajado su proporción al 87 por 100, pero, a partir de ahora, es
un procedimiento constante y sistemático: desde el final del mandato de Monomaco,
las proporciones giran en torno al 81 por 100. Además, mientras que la aleación solo
constaba en principio de plata, se tiene cada vez más la tendencia a añadirle cobre: de
este modo algunos tetartera no contienen más que un 72 por 100 de oro, mientras que
el resto está constituido por un 24 por 100 de plata y un 4 por 100 de cobre. Por
último, esta devaluación del oro va esta vez acompañada de una devaluación de la
plata, ciertamente más lenta, pero que, sin duda alguna, estaba destinada a mantener
la relación entre los dos metales, y también a restringir la salida de esta moneda hacia
el extranjero, especialmente hacia el mundo musulmán donde el déficit de plata se
hizo endémico desde el siglo X.

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Ahora bien, hay que subrayar que esta devaluación no corresponde a una crisis de
tesorería, que no estará verdaderamente atestiguada hasta después de 1070, bajo el
mandato de Miguel VII y sobre todo de Nicéforo III Botaniatés. Ya que el volumen
de sueldos en circulación parece ser que permaneció estable, los precios no daban la
impresión de haber aumentado notablemente y la rapidez de circulación apenas había
sido modificada, la pérdida del 20 por 100 del peso en oro no puede explicarse más
que por un aumento del volumen de las transacciones que sería, por término medio,
del 0,5 por 100 al año. La prueba de lo que decimos puede hallarse en la creciente
producción y circulación de moneda fraccionaria, los pholleis; no solo se comprueba
que su circulación es diez veces más importante, en Corinto, en el siglo XI que en el
IX, sino que se observa que la demanda de pholleis precede a la devaluación del oro,
lo que prueba claramente que la activación de los intercambios en la base provocó
una creciente necesidad de oro que engendró por sí misma la devaluación. Es
evidente, pues, que esta última, lejos de ser el testimonio de una crisis, refleja más
bien prosperidad y expansión, a las que la moneda se adaptó y luego contribuyó a
sostener: frente a la expansión de los intercambios, querer mantener la ley de la
moneda de oro y de la plata no habría podido más que acentuar la carestía de
monedas y, en consecuencia, yugular la prosperidad económica. Estas
comprobaciones permiten volver a poner en cuestión al menos dos ideas tópicas:
lejos de mostrar un olímpico menosprecio por las contingencias, el Estado bizantino
sabe dar prueba de un notable pragmatismo y adaptar su acción a los cambios que se
experimentan con toda claridad.
Además, Bizancio no es un mundo cerrado y su evolución económica se inscribe,
en líneas generales, en los marcos globales de la historia mediterránea: devalúa en el
momento en que, por razones semejantes, se deprecian también los denarios de la
Italia del norte y las monedas musulmanas.

El comercio y los «nuevos ricos»

La expansión de los intercambios es, pues, indudable entre 950 y 1060, y es


preciso comprender quiénes son los responsables: los comerciantes y los empresarios.
De hecho, se puede sostener que, si se oye tan poco hablar de ellos, es porque
constituyen precisamente una clase en pleno avance, dinámica e incluso agresiva,
cuya expansión no puede llevarse a cabo más que en detrimento de la vieja clase
dominante cuyo fundamento es el vínculo, en lo sucesivo indisoluble, entre la fortuna
territorial y el ejercicio de funciones remuneradoras. Ahora bien, son los miembros
de esta clase quienes dominan la cultura y nos han, pues, transmitido casi todos los
textos escritos de esta época. Aparte de las recriminaciones, no se puede esperar nada
de ellos que ilustre la composición social y el grado de evolución de los que merman
gravemente sus privilegios.

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Sin embargo, las mismas invectivas de los textos permiten captar la naturaleza de
los nuevos medios de promoción. Al describir el curso de la vida del padre del
emperador Miguel V, Psellos nos hace saber que este campesino anatolio, tras haber
sido artesano calafateador, se convirtió en empresario naval, lo que, de paso, deja
adivinar la gran rentabilidad del tráfico marítimo. En cuanto a Kekaumenos, la misma
violencia con la que desaconseja la carrera de arrendador de impuestos indica que
esta era una manera generalizada de enriquecerse. En líneas generales, el negocio,
bajo todas sus formas, es el que engendra esta nueva clase, sin duda numerosa y muy
diversificada. Su vigor queda de manifiesto por la importancia otorgada al cuerpo de
notarios, que tiene precisamente como misión redactar y validar todas las escrituras
referentes a asuntos de dinero. La vigilancia de la que los notarios son objeto por
parte del Estado, la tarificación de sus escrituras, la existencia de escuelas especiales
destinadas a su formación y los honores que se le rinden son pruebas suplementarias
de la preocupación que el poder tiene por asegurar a estas personas una buena gestión
de sus intereses financieros.
Era natural que esta nueva clase aspirara a introducirse en los engranajes del
Estado, monopolizados por la vieja clase dirigente. Desde el reinado de León VI,
puede verse un viejo chantre de Santa Sofía, enriquecido no se sabe bien cómo, que
consiguió comprar por 60 libras el cargo de protoespatario. Es evidente, pues, que el
sistema de la venalidad de los cargos y de la renta del Estado no podía más que
favorecer la integración de los «nuevos ricos» en el mismo aparato del poder y, en
consecuencia, en ese verdadero grupo privilegiado que es la clase senatorial.
Recordemos que, según la Peira, la dignidad de protoespatario es precisamente el
punto de partida de una carrera senatorial. En efecto, se ven pocas posibilidades de
que el Estado hubiera podido rechazar el dinero de estos nuevos ricos que no pedían
más que confiárselo. Puede pensarse, pues, que desde el siglo X, un cierto número de
elementos «burgueses» se hubiera dedicado a poblar el cuerpo de funcionarios.
Al siglo siguiente, este último, convertido en el medio esencial de promoción,
ejerce un empuje tan fuerte hacia arriba que se hace imposible mantener el
estancamiento de la clase senatorial. Es muy probable que, desde antes de 1040, los
burgueses estén ya integrados: cuando Psellos felicita a Miguel IV por no haber
destituido a unos senadores para sustituirlos por otros, revela una práctica corriente y
antigua que debió permitir a los burgueses alcanzar a veces esta última promoción.
Sin embargo, es Constantino Monomaco (1042-1055) quien da forma definitiva a lo
que se puede considerar como una revolución a la vez social y política: abrió
bruscamente el senado al conjunto de hijos de comerciantes y pequeño-burgueses
provinciales que, convertidos en funcionarios, constituyeron desde entonces la
burguesía de Constantinopla. Esto es lo que hay que comprender cuando Psellos
escribe que «abrió las puertas del Senado a casi toda la turba del mercado y de los
vagabundos». Y también Psellos subraya involuntariamente que este gesto era
ardientemente esperado por la burguesía, como un acto de pura justicia, ya que

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confiesa que, a continuación de este ascenso, «toda la capital pensó que un príncipe
muy liberal estaba al frente de los asuntos públicos».
Desde entonces, se comprenden mejor las luchas por el poder que caracterizan la
segunda mitad del siglo. De hecho, la oposición no se sitúa entre las presuntas
noblezas civil y militar cuyos intereses estaban estrechamente mezclados en el seno
de la vieja clase senatorial. Pone frente a frente lo que Psellos llama el «cuerpo
ciudadano» (politikos genos) y la vieja clase senatorial (synkletikos genos) sostenida
por sus aliados militares (stratiotikos genos). Ahora bien, en la línea trazada por
Monomaco, el poder se sustenta cada vez más claramente sobre la nueva clase. Con
Miguel VI el Stratiota (1056-1057), él mismo alto funcionario, se recluta a los altos
funcionarios en los despachos, es decir, entre los burgueses constantinopolitanos. El
golpe de Estado que, en 1057, lleva al poder al general Isaac Comneno es una
reacción desesperada de la vieja clase dirigente: cuando el nuevo basileus comienza a
reducir a la nada la obra de sus predecesores, Psellos señala que se enajena en
seguida e irremediablemente «la muchedumbre del pueblo» (demotikon plethos). La
caída de Isaac, en 1059, vuelve a poner la burguesía al mando. Es también Psellos
quien subraya que «toda la muchedumbre se inclinaba» por Constantino Ducas, que
accede entonces al trono y lleva la obra a cabo, acabando de integrar los burgueses a
la jerarquía de los honores y los cargos y haciendo caer definitivamente el muro que
aún separaba el «pueblo» y la vieja clase senatorial cuya «separación transformó en
amalgama». Esta integración de la burguesía en el Estado no es en verdad ajena al
éxito financiero del reinado, que experimenta una nueva prosperidad del Tesoro. Y si
esta política, constantemente seguida hasta 1081, se viene abajo ante un nuevo asalto
de los militares, es menester decir que la dominación de la «burguesía de los
negocios», poco sensible a los problemas de defensa, fue en parte responsable: esta
gestión pacífica, indispensable para la expansión de los negocios, suponía que las
fronteras imperiales permanecerían indefinidamente indiscutibles, lo que la invasión
turca, sobre todo a partir de 1067, vuelve a poner completamente en cuestión. Sin
embargo, la catástrofe exterior revela por sí misma la solidez del nuevo sistema
sociopolítico. Se recurre a un emperador militar. Romano IV Diógenes, en 1067, pero
este ni siquiera considera la posibilidad de apoyar el esfuerzo bélico con una reforma
del sistema político, lo que Isaac Comneno había intentado aún en 1057. Su caída,
acontecida en 1071, mucho más que la consecuencia de su fracaso militar, es el
resultado de una coalición de intereses civiles que dominan después hasta 1081,
incluso bajo el mandato de ese emperador de la alta nobleza que era Nicéforo
Botaniatés. A continuación corresponderá a los Comnenos comprender que una
verdadera política de defensa pasaba por una modificación fundamental de las
estructuras administrativas y sociales.
El análisis del comercio exterior del imperio ilustra bien el carácter, a partir de
ahora primordial, de los negocios. En el siglo X, el sistema aduanero, interno y
externo, está definitivamente a punto y revela la presencia, bien conocida merced a la

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abundancia de sellos que nos dejaron, de los agentes del Estado, los comerciarios,
encargados de recaudar el impuesto aduanero (kommerkion) en todos los territorios y
todas las fronteras del imperio. Este último, sólidamente situado en la encrucijada de
las grandes vías de intercambios que convergen en los estrechos, prueba, durante más
de un siglo, que posee los medios capaces de controlar y asegurarse la regulación.
Los intereses económicos están cada vez más presentes en las cláusulas de los
tratados concertados con el extranjero: en 969, el acuerdo con el emirato de Alepo
prevee en sus pormenores la circulación de comerciantes griegos que se dirigen allí
desde Antioquía. En cuanto a los tratados con los rusos, y sobre todo el de 971,
reglamentan minuciosamente el tráfico que mantienen con Constantinopla: los
numerosos ataques rusos a la ciudad, hasta 1043, dan buena prueba de que el cerrojo
de los estrechos estaba rigurosamente sostenido por el imperio; por lo demás, la crisis
de 1043 es muy significativa, ya que su origen se encuentra en una riña entre
mercaderes griegos y rusos en Constantinopla, en el curso de la cual un comerciante
de Novgorod había sido matado.
También por el flanco occidental Bizancio sabe imponerse. En primer lugar, el
tráfico de sus puertos italianos, sobre todo el de Bari, está lejos de ser desdeñable: los
comerciantes de Apulia, miembros del imperio hasta 1071, se dirigen a
Constantinopla y hasta Asia Menor; además, las primeras repúblicas marítimas
italianas, Amalfi y Venecia, están oficialmente sometidas al imperio y hasta el final
del siglo X las colonias que poseen están sometidas a las mismas reglas aduaneras que
el resto de los comerciantes del reino. Ahora bien, la administración aduanera, segura
de su fuerza, apenas les hace concesiones: antes de 992, los venecianos, entre la
entrada y la salida, pagaban hasta 30 nomismata por cargamento. Sin duda, en esta
fecha, Venecia obtiene de Basilio II su primer privilegio que reduce la tasa de entrada
a 2 nomismata y la de salida a 15, y es la base de su futura expansión, pero las tasas
son aún suficientemente elevadas para prohibir cualquier dominación del mercado
bizantino por los occidentales. Qué duda cabe que es inquietante ver tantos
extranjeros afluir al imperio, mientras que los comerciantes bizantinos, según parece,
rara vez atraviesan sus fronteras. De hecho, es algo normal: de igual modo que había
puesto en práctica una política exterior de equilibrio y había provocado una
revolución sociopolítica en el interior, la idea de un imperio definitivamente dueño de
sus destinos, confirmada por la prosperidad general, incitaba a la clase mercantil
griega a esperar al cliente antes de ir a buscarlo. El imperio, dueño de los principales
circuitos comerciales del Norte y de Oriente, está en una posición de casi-monopolio.
Desde su punto de vista, es ya un gran privilegio autorizar a los extranjeros a ir a
gastar su dinero en sus mercados. Esta mentalidad pasiva se convertirá, no obstante,
en un grave peligro a partir del momento en que el imperio no detente ya todas las
llaves del gran comercio. Sin duda, es falso decir que la prosperidad de los
intercambios no engendró en Bizancio un verdadero espíritu mercantil. Es más
acertado pensar que, contrariamente a la idea tópica, fue la circulación interior, que

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siempre destacó sobre los intercambios internacionales, la que originó una clase
mercantil activa pero de cortas miras, que ni por su índole ni por sus técnicas
(pensemos que Bizancio no conocerá nunca un verdadero sistema bancario) podrá
competir con los negociantes italianos, mucho más emprendedores.

EL ÚLTIMO CENTELLEO DE LA ANTIGÜEDAD

Psellos confiesa su perplejidad a propósito del reinado de Basilio II. El


emperador, escribe,
… no prestaba atención ni siquiera a los sabios: mostraba un absoluto desprecio por este tipo de gente,
los sabios: por esto, no deja de sorprenderme el hecho de que, a pesar de que el emperador menospreciara
hasta tal punto el cultivo de las letras, hubiera en esta época una abundante floración de filósofos y de
oradores.

A principios del siglo XII, Ana Comneno alude también a esta aparentemente
insoluble paradoja.

Un esfuerzo de aculturación

En general, recordemos que conviene evitar la sobrestimación de la cultura de los


bizantinos. Por superior que sea a la de Occidente en esta época, en realidad está
centrada en una capa relativamente delgada de la sociedad. La enseñanza media, tal
como aparece hacia mediados del siglo X, es una enseñanza tradicionalmente privada
y de pago, que solo se destina a una determinada élite social constituida sobre todo
por los parientes de los funcionarios y dignatarios de la corte y de la Iglesia; además,
este tipo de escuelas se encuentra sobre todo en la capital, mientras que la provincia
está completamente privada de ellas. Hacia 940, Abraamio, el futuro Atanasio de
Athos, debe abandonar Trebisonda para ir a educarse a Constantinopla. Aunque
puedan parecer muy bajas, las cifras que se calculan que alcanzaba la población
escolar de Constantinopla, de 200 a 300 alumnos hacia 920-930, nos hacen
comprender que eran muy pocos los que podían superar el nivel de los simples
rudimentos. Sin embargo, el número de escuelas aumenta, sin duda, hacia mediados
del siglo, bajo el reinado del Porfirogénito, y el Estado, sensibilizado por este nuevo
fenómeno, experimenta la necesidad de establecer sobre ellas un mínimo de control.
Sin duda alguna, las escuelas siguen siendo instituciones privadas, pero se ve
aparecer la función de «encargado de las escuelas», que parece haber estado dotada
de poderes disciplinarios, mientras que el consentimiento imperial parece haber sido
de nuevo necesario para todo nuevo profesor. Tal evolución se explica fácilmente. En
una época en que el funcionariado se convierte en el medio principal de promoción,
las escuelas medias son las canteras de donde el Estado saca sus futuros agentes, y es
natural que se asegure ciertas garantías sobre la enseñanza que les es dispensada.

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Prácticamente no hay ningún dato sobre las escuelas en la segunda mitad del
siglo X. A principios del siglo siguiente, se comprueba que su número ha aumentado
sensiblemente y que la provincia parece estar ahora mejor provista. Pero,
contrariamente a lo que se habría podido suponer, su control por el Estado se ha
reducido notablemente. Las escuelas de Constantinopla, las mejor conocidas, son un
heterogéneo conjunto de instituciones siempre privadas y de pago, pero cuyos
estatutos pueden ser muy diferentes: la escuela de San Pablo es una fundación del
Estado financiada por este último, pero los maestros de las escuelas de San Pedro y
de la Diakonisa son nombrados por el patriarca. Además, la escuelas están lejos de
tener todas el mismo nivel: mientras que la escuela de San Pedro lleva a sus alumnos
hasta una enseñanza de tipo universitario, la mayor parte apenas alcanza más allá de
la enseñanza de la retórica y de la filosofía, y algunas no dispensan más que cursos de
ortografía y gramática. Hay también un hecho inquietante: la escuela de San Pedro, la
más prestigiosa, que depende directamente de la Iglesia, no demuestra que el Estado
tenga un interés muy grande por la enseñanza.
Este desinterés queda de manifiesto también al nivel de lo que se podría llamar la
enseñanza superior: el mismo Porfirogénito había intentado volver a dar brillo a una
Universidad que se había adormecido a principios del siglo X. Pero esta enseñanza
superior de filosofía, retórica, geometría y astronomía, que tenía más de cenáculo
palatino que de Universidad, no tarda en volver a sumirse en su oscuridad, hasta el
punto de que se puede incluso pensar que desaparece en la segunda mitad del siglo:
cuando Matías de Edesa, fuente ya poco segura, habla de los «filósofos y de los
sabios de Constantinopla» bajo el mandato de Zimisces, nada permite afirmar que
haga alusión a una enseñanza superior de tipo público. De hecho, tal como hemos
mostrado con el ejemplo de la escuela de San Pedro, es probable que sea en
establecimientos privados donde las personas cultivadas del siglo XI hicieran sus
estudios. Este tipo de escuelas podía abrirse ahora con toda libertad, y precisamente
esto es lo que hace, en 1028, el futuro obispo de Euchaita, Juan Mavropus, uno de los
hombres más instruidos de su tiempo: ayudado por diversos maestros (didaskaloi)
que estaban bajo sus órdenes, dispensaba una enseñanza principalmente oral y
destinada a estudiantes avanzados, a menudo incluso ya formando parte de la función
pública, y que podían participar a su vez en la enseñanza de los principiantes. Esto es
lo que hacía Psellos, sin duda el más brillante alumno de esta escuela de donde
salieron también muchos otros grandes nombres de la época como Constantino
Licudis, Juan Xifilin o Nicetas de Bizancio. Puede creerse, pues, a Psellos cuando
dice, en su elogio fúnebre del patriarca Juan Xifilin, que su época tenía retóricos,
juristas y filósofos, pero sin auditorio y sin jefe. Hemos visto hasta qué punto la
enseñanza superior estaba desorganizada, pero hay que pensar también que apenas
suponía más que un happy few, pues la mayor parte de los alumnos apenas iban más
allá de la enseñanza media y, por otra parte, contaban con poco estímulo ya que, si
hemos de creer a Psellos, los soberanos no mostraban mucho interés por reclutar

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personas dotadas de una «cultura completa» y, en consecuencia, menos fáciles de
manejar.
La «reforma» atribuida a Constantino Monomaco debe ser, en estas condiciones,
vuelta a situar en su justa proporción. Las más recientes investigaciones prueban, en
primer lugar, que Monomaco nunca creó la alta escuela de filosofía de la que Psellos
había sido decano. El título de «cónsul de los filósofos» que ostenta desde los años
1050 hasta alrededor de 1075 le dio tal vez un vago derecho de fiscalización sobre las
escuelas de filosofía ya existentes, pero es más probable que se tratase de una
distinción honorífica y absolutamente personal. En lo referente a la historia de la
escuela de derecho bajo el mandato de Monomaco, es más interesante, pues es la
historia de un fracaso. En el siglo X y a principios del XI, las ciencias jurídicas solo
dependían del cuerpo de notarios, que tenía mucha influencia sobre las escuelas
donde eran enseñadas; no se sabe siquiera si los profesores, elegidos por los notarios,
eran todavía confirmados por el eparca de Constantinopla. En todo caso, el Estado no
tenía ningún medio para controlar ni el contenido ni el nivel de la enseñanza
dispensada a los que constituían cada vez más su propio armazón, los hijos de la
burguesía constantinopolitana. Era esta una situación intolerable y contra la que el
emperador quiso reaccionar por medio de una novela, sin duda promulgada en 1047.
En lo sucesivo, un «guardián de las leyes» (nomophylax), en este caso Juan Xifilin,
estaría encargado de enseñar el derecho y de controlar los conocimientos de los
estudiantes, a condición de tener un conocimiento teórico y práctico de esta
disciplina, pero también de conocer las lenguas griega y latina, y de estar iniciado en
otras disciplinas, lo que debía impedir a los juristas caer «en la pura sofística». A
partir de ahora, los notarios tienen la obligación de haber seguido esta enseñanza y el
nomofilax debe certificar, en el momento de su entrada en los colegios, sus
capacidades jurídicas y literarias: quienquiera que contraviniera esta obligación sería
expulsado. La reforma tiene, pues, mucho el sentido de un restablecimiento de la
situación de las profesiones jurídicas más implicadas en los asuntos y la gestión del
Estado. Por esta razón, el emperador promete a los alumnos de la nueva escuela
ponerles a la cabeza de las provincias imperiales donde, como se sabe, las funciones
civiles precisamente acaban de recobrar un nuevo esplendor. Pero esta reforma estaba
abocada al fracaso: no solo el nomofilax es el único que enseña en esto que
difícilmente podría llamarse una Facultad, sino que los textos no nos proporcionan
ningún dato significativo sobre su acción, sin duda porque chocó en seguida con la
oposición de los notarios y juristas en activo cuyo saber, en esta época de expansión
económica, contaba menos que la eficacia y la experiencia.
Un Estado no puede desinteresarse en este punto de la enseñanza más que si le
sustituyen otros en quienes pueda depositar toda la confianza. Conviene recordar que
las escuelas privadas eran tradicionalmente laicas en Bizancio y ni siquiera
dispensaban enseñanza religiosa, de manera que, al menos hasta mediados del
siglo XI, el emperador no teme que la Iglesia, cuya doctrina política bizantina

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circunscribe celosamente su campo de acción, influya sobre la naturaleza del saber
inculcado a sus agentes, y por tanto, a medio plazo, sobre su propia concepción del
poder. Sin embargo, el peligro es grande de cara al futuro. Desde el siglo X,
numerosos dignatarios eclesiásticos toman escuelas bajo su protección y las
subvencionan, y sabemos que en el siglo XI, la escuela de San Pedro, la principal de
Constantinopla, depende directamente del patriarcado. Sin duda alguna, el riesgo de
clericalización de la cultura y de la administración es aún débil, pues la expansión de
la clase media deja a los clérigos pocas oportunidades de ocupar el terreno, aunque
cualquier pérdida de dinamismo de la nueva clase dirigente puede dar al clero los
medios para infiltrarse en los engranajes del Estado y para imponer allí otra
mentalidad.
Además, no se puede comprender el papel que desempeñan las escuelas privadas
si no se tienen en cuenta las últimas experiencias del enciclopedismo del siglo X. La
obra del Porfirogénito había tenido ya como resultado poner al alcance de todos una
serie de síntesis «prácticas» de las que un espíritu medianamente inteligente y
cultivado podía hacer un uso casi exclusivo a fin de extraer lecciones de un nivel más
que suficiente; su existencia explica sin ninguna duda, al cabo de dos siglos, la
multiplicación de escuelas donde maestros apurados, sin una cualificación especial,
podían destilar, a partir de ahora, un saber fácilmente accesible. Estas síntesis eran
todavía abundantes e incómodas de manejar. En el siglo XI, la situación será diferente
cuando se llegue a la conclusión de que todos los conocimientos considerados como
necesarios pueden muy bien estar sintetizados en un solo gran manual donde se
presentarán por orden alfabético: esto es precisamente la Suda, «compilación de
compilaciones», donde el orden del diccionario ofrece a los lectores tanto
definiciones sumarias como detalles gramaticales o datos biográficos. En lo sucesivo,
bastará saber leer y hablar para hacer de profesor, provisto de este único manual que
representa el grado cero de una cultura, es decir, la que podía ser provechosa tanto
para los negociantes como para los empleados de las oficinas.
El Estado y el público tenían, pues, igualmente interés en este tipo de enseñanza,
que las escuelas públicas debían dispensar con suficiente competencia para hacer
inútil cualquier intervención oficial en la educación. Por otra parte, la gran masa de
padres y alumnos no pedían más. Psellos, que probablemente fue profesor en la
escuela de San Pedro, comprueba que la mayor parte de sus estudiantes no tratan más
que de adquirir los conocimientos necesarios para desempeñar una profesión. Por lo
demás, si se exceptúa una iniciación, sin duda sumaria, en el quadrivium científico, se
trataba de una cultura esencialmente literaria, a base de ortografía, gramática, derecho
y, sobre todo, retórica, en resumidas cuentas, una cultura de escriba. La mejor
expresión de esta cultura desecada es sin duda la «esquedografía», disciplina
puramente técnica consistente en ampliar un determinado número de temas oratorios
(los topo) esforzándose por utilizar el mayor número posible de palabras conocidas.
La apertura del concurso de esquedografía entre las diversas escuelas de la capital y

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la aparición de manuales destinados a su enseñanza dan una buena prueba de que la
posesión de esta «ciencia» era indispensable para quien quisiera abrirse camino en el
mundo. Se puede, como Psellos, que la enseñó en sus principios, menospreciar esta
huera técnica, pero no se deben olvidar sus aspectos positivos: esta «nueva retórica»
no solo contribuyó a mejorar la lengua escrita, que llegó a ser excelente a finales del
siglo XI, sino que esta mediocre cultura atañe ahora a capas mucho más amplias de la
población. Ahora bien, ser capaz de leer bien, de escribir bien, de expresar de una
manera perfectamente clara las nociones más complejas, todo esto es esencial tanto
para una buena administración (cuyas directrices tienen la oportunidad de ser
convenientemente reflejadas y comprendidas desde las oficinas de la capital hasta el
más modesto de los ejecutantes), como para los negociantes y los que manejan dinero
o bienes, porque la claridad y la precisión de la expresión son, en sí, las garantías de
un buen contrato. Estos notables instrumentos, forjados en el siglo XI, confirieron a la
administración bizantina una eficacia innegable, incluso cuando el poder central
empieza a tambalearse. Al hacerse más habituales, permitieron también a la nueva
burguesía dar consistencia a sus posiciones sociales y llevar mejor sus negocios.
En el siglo X, en que la cultura era más escasa pero de un mejor nivel general, la
propia escasez de personas cultivadas hacía que casi nadie estudiara de una manera
desinteresada, pues el Estado, que tenía una gran necesidad de ellos, aseguraba una
casi segura promoción a las personas instruidas. En el siglo siguiente, en que se
dispone de un vasto vivero provisto de una cultura elemental, es solo la vocación
personal la que impulsa a determinadas personas a querer acceder a una cultura
verdaderamente superior. Esta élite, que pudo estar necesitada en su juventud —como
es el caso tanto de Mavropus como de Psellos—, se lanza, una vez tiene su fortuna
asegurada, generalmente por el ejercicio de cargos del Estado, a una profundización
de la cultura antigua que no puede compararse con lo que había conocido el siglo
precedente. Se explica así una vuelta real a la filosofía antigua, y sobre todo
platónica, que Focio había hecho compatible con la religión cristiana al precio del
sacrificio de su sentimiento profundo. Psellos, aunque siguió siendo sin duda un
cristiano auténtico y sincero, aunque tendió a ver a Platón a través de los
neoplatónicos, Plotino, Porfirio, Jamblico y, sobre todo, Proclo, llegó a tener una real
complicidad con el espíritu de la filosofía antigua. Al actuar así, corría el riesgo de
hacer de nuevo sensible la incompatibilidad de este último con la doctrina cristiana.
Se perfila, pues, una crisis en el horizonte, en el mismo momento en que la Iglesia
tiende a definir, para sus miembros, una cultura cada vez más específica. A mediados
del siglo XI se organiza, por primera vez en Bizancio, una verdadera enseñanza
eclesiástica que se fundamenta en las «tres didascalias» (Salterio, Hechos de los
Apóstoles, Evangelios) y solo se admiten, como textos filosóficos, los libros de
Aristóteles, los más compatibles con el cristianismo. Es evidente que a lo largo de
esta crisis los sucesores de Psellos no pudieron influir nunca en una opinión pública

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poco preocupada por los problemas especulativos y siempre dispuesta a alinearse tras
la autoridad eclesiástica.

Una Iglesia segura de sí misma

Aunque, en su conjunto, la Iglesia del siglo XI apenas experimenta ninguna


renovación, ni en su papel político ni en su doctrina, existe sin embargo una
evolución, aún subterránea, en su seno. Su preocupación esencial es la de preservar y
aumentar su patrimonio, lo que no puede hacer más que adoptando una actitud
generalmente sumisa respecto al poder imperial. Los patriarcas son, la mayoría de las
veces, personalidades mediocres y, cuando se trata de personajes prestigiosos, son
siempre antiguos altos funcionarios, como Constantino Licudis o Juan Xifilin. No hay
que esperar, pues, a ver a estos pontífices disociarse del poder establecido, aunque
fuese solo en nombre de la moral. El silencio de Xifilin, cuando Romano Diógenes es
traidoramente capturado y cegado en 1071, es muy elocuente a este respecto. Miguel
Cerulario, patriarca de 1042 a 1058 es, de hecho, la excepción que confirma la regla:
este ambicioso incontenible, que abrazó el estado religioso a raíz de una conspiración
fallida, desempeñó efectivamente un papel político a menudo determinante, a veces
incluso, como en 1054, en contradicción con los intereses del imperio, pero no
consiguió jamás reunir tras él al conjunto de la Iglesia, y el pueblo no vio nunca en él
la encarnación de esta última; por esta razón fue destituido por Isaac Comneno en
1058, sin que se esbozara siquiera un movimiento en su favor.
Además, la teología sigue siendo muy tradicional: los patriarcas, cuando no son
juristas, como Licudis o Xifilin, son pietistas sin relieve, como Alejo el Estudita. La
observación es importante cuando se aborda la historia del presunto cisma de 1054.
Insistamos en que, en esta fecha, Roma y Bizancio están tan poco dispuestas a
romper que se dedican a organizar una alianza antinormanda para la defensa de la
Italia del sur. Precisamente es esta alianza con Roma la que Cerulario no quiere a
ningún precio, pues supone concesiones al papa y le impedirá obtener aquello con lo
que sueña desde siempre: el reconocimiento de la igualdad de las dos sedes, la de
Roma y la de Constantinopla. Es, pues, del círculo de Cerulario de donde proceden,
sin duda alguna, los textos que, de una manera completamente inesperada, relanzan, a
partir de 1053, la vieja discordia entre las dos Iglesias que, por otra parte, se sitúa en
el plano ritual (ácimos, ayuno del sábado, y sobre todo celibato de los sacerdotes).
Esta provocación tiene sin duda como objeto recordar hasta qué punto se había hecho
profunda la zanja entre la ortodoxia y la romanidad, pero los gestos dramáticos del 15
y 20 de julio de 1054, la bula de excomunión pontificial fulminada por los legados y
el anatema lanzado después por Cerulario contra sus redactores, no comprometen
verdaderamente el destino de sus relaciones. No solo estos gestos no tenían valor, ya
que León IX había muerto en esta fecha, sino que los contemporáneos no vieron en
ellos muchos más que una peripecia. Mientras que las fuentes bizantinas guardan

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silencio, Roma no pierde nunca la esperanza de lograr un acuerdo. Aún en 1058, el
papa Esteban IX enviaba a Desiderio de Monte Casino en misión a Bizancio, aunque
por un mero oportunismo político el gran abad, enterado de la muerte del papa,
renuncia a dirigirse a Constantinopla. Por otra parte, se sabe que el propio Gregorio
VII creyó durante mucho tiempo en la posibilidad de un acuerdo con Bizancio. A
finales del siglo XI, las dos cristiandades se miran sin duda con ojos cada vez más
recelosos, pero nadie pronuncia la palabra cisma.
Lo que ocurre en los extremos de las dos cristiandades es lo que muestra mejor
que, a los ojos de los contemporáneos, no son esencialmente diferentes. El caso de la
Italia del sur es bien conocido. Se sabe que los monjes griegos, como Nilo de
Rossano, son recibidos y honrados por los príncipes y los clérigos latinos. El mismo
Nilo canta el oficio en griego en Monte Casino y mantiene excelentes relaciones con
Roma, donde proliferan los monjes griegos. Los problemas de obediencia, que
emponzoñan las relaciones entre el papa y el patriarca, solo tienen un eco muy
apagado en esta zona de población mixta donde los dos ritos coexisten y saben
respetarse. En el otro extremo de la cristiandad, en Rusia, se observa un fenómeno de
coexistencia. Sabemos ahora que la conversión de los rusos había sido emprendida
por un clérigo latino procedente de Europa central, de Escandinavia y de Alemania,
que estaba, sin duda, en Kiev hacia 987, y que el príncipe Vladimir recibió el
bautismo. Su matrimonio con la porfirogénita Anna en 989 no puede ser considerado
como una «conversión a la ortodoxia», aunque fuera seguido, como era normal, por
la progresiva implantación de un clero griego. El vigor del clero local, de tradición
occidental, está, por otra parte, atestado por la lentitud con la que la iglesia rusa se
desliza en el marco de la iglesia bizantina: hasta 1037 no es enviado a Kiev un obispo
griego y esta sede no es considerada como metrópolis dependiente de Constantinopla
más que en una reseña que data de la época del reinado de Alejo Comneno
(1081-1118). Por lo demás, como se recordará, aunque su destino religioso debía ser
exactamente inverso, Hungría da, en ese mismo momento, otro testimonio del
carácter aún poco diferenciado de las dos iglesias: Esteban I, paladín de Roma,
favoreció sin embargo, durante todo su mandato, los monasterios establecidos
antiguamente, de entre los que destacaba el de Veszpremvölgy; más tarde se crearon
otros, sobre todo bajo el reinado de Andrés I, y el monaquismo griego no desapareció
del país hasta el siglo XIII.
La iglesia bizantina del siglo XI es, en el fondo, un fiel reflejo del imperio, al igual
que la cultura e incluso la economía de Bizancio: a través de la ausencia de
agresividad y la lentitud de los cambios, debido a la pretensión de alcanzar en todo el
justo medio, se desprende una impresión de éxito y de misión cumplida que tardará
mucho tiempo en disiparse.

El arte en su plenitud

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El período «macedonio» no ocupa el primer lugar en la obra artística de Bizancio
porque nos legará más manuscritos o mosaicos que cualquier otra. Florece allí una
expresión artística que ha alcanzado su madurez. Tal vez como una justificación de la
tormenta iconoclasta. Haciendo tabla rasa, o casi, de lo antiguo, los emperadores del
siglo VIII abrieron el camino al sincretismo que frenó bruscamente la inmutable
reverencia de los artistas para con la inspiración antigua que, sin embargo, no
desapareció por completo: el helenismo surge en los drapeados de los vestidos, la
musculatura de los atletas, el gusto por la perspectiva y el empleo de símbolos. Pero
aunque las experiencias artísticas del siglo X hunden sus raíces tan lejos, tienen ahora
influencia, tanto en el propio Estado como, por otra parte, en Armenia, Capadocia y
el mundo búlgaro. A algunos cables de su naufragio, nace un arte verdaderamente
original. Y como en el mismo momento se ponen de relieve en Occidente los
primeros lineamientos de lo que será la «novela», la división entre las dos partes del
mundo cristiano no es más que una división política.
No es la arquitectura, decididamente punto flaco del arte de Oriente, quien atrae
nuestra mirada: las pequeñas iglesias trazadas sobre perfectas cruces griegas, que
crecen en el siglo XI por todo el imperio, hacen un modesto papel al lado de los
gigantes del siglo VI. Al menos permiten al fiel abarcar de una ojeada todo el
programa iconográfico del edificio, e incluso se ha llegado a pensar que este era sin
duda el objeto de este «concentrado» doctrinal: presentar toda la jerarquía celeste y su
doblete humano en un solo ciclo donde no desentonara ya la propia figura imperial.
Vemos así al Cristo Pantocrátor, terrible pero bendiciendo, que domina en la cúpula
central, o la Virgen consoladora en la bóveda del ábside. Sobre los fondos de oro de
los mosaicos de la Nea Moni de Quíos, de Dafni, de San Lucas de Fócida, las figuras
se destacan con un poder expansivo y una virtuosidad de los tonos escogidos que
sobrepasan el estereotipo de Ravena o de Santa Sofía. Los artistas búlgaros o rusos,
los de Palermo o Torcello de los siglos posteriores, no tuvieron más que tomar de allí
la expresión de la majestad y de la serenidad.
La sociedad monástica o urbana está ávida de obras de lujo. Los talleres de
pintura de la capital o los menos célebres del Athos, del monte Olimpo de Bitinia o
de Patmos nos han dejado manuscritos ilustrados que pueden situarse entre las obras
maestras del arte: figurillas animadas y llenas de detalles de los tratados de medicina
o de agronomía, suntuosas páginas llenas de los evangelios, escenas de las
colecciones de sermones de Crisóstomo o de Gregorio Nacianceno, de los salterios o
de los sacramentarios donde el artista utilizó una técnica de degradado en los colores,
matices imperceptibles en los tonos claros, el rosa, el beige, aplicados en tan finas
pinceladas que se ha podido decir que el impresionismo nació en Bizancio entre 1020
y 1080.
Naturalmente estas obras excepcionales están reservadas para el uso de la élite.
No obstante, cuesta trabajo creer, a la vista del esmero y la calidad de la
ornamentación en los escritos de uso cotidiano, que no hubiera podido haber una

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comente común a todas las capas sociales. Tal vez el historiador que sabe que está
cerca de la desgracia, podría conmoverse hasta tal punto por este último resplandor
que tendría ganas de exclamar: «¡Demasiado tarde!»; sin embargo, hay que celebrar
esta última lección dada por Bizancio al borde de su ruina.

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Primera parte
PRIMACÍA DE LA PEQUEÑA
EUROPA
(siglo XII — mediados del siglo XIII)

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Capítulo 6
LA PRIMERA EXPANSIÓN EUROPEA

El impulso creador ya se ha iniciado: los oyentes de Yves de Chartres, los


constructores de Cluny, los conquistadores de Toledo, los cruzados que se aventuran
a ir a Tierra Santa, todos los hombres que viven entre 1075 y 1100 son herederos;
herederos de quienes en el año mil llevaron a cabo una esforzada tarea, los primeros
europeos. Porque ahora Europa ya existe; no estamos solo ante islotes, escuelas o
cortes guerreras, pobres hábitats dispersos, intercalados entre armazones de ruinas
antiguas y abrumados por el poder y el prestigio de las gentes del Sur (Bizancio o el
Islam); también, junto a esta realidad, divisamos otra, la de aldeanos y mercaderes,
caballeros, «burgueses» que se sacuden la vieja tutela mediterránea. Cambio radical y
de primera importancia, que poco a poco da la primacía a las regiones habitadas por
celtas y germanos. No hay que ver en ello una derrota de España, de Italia o de las
tierras de la Europa eslava; en efecto, hacia 1260 o 1270 se encuentran hombres
venidos de Occidente en El Cairo, China, Bagdad, Caffa, el Rif o en plena Rusia, y
no se trata forzosamente de franceses o alemanes. Pero ahí reside precisamente la
articulación capital: Buenaventura es italiano, Raimon Llull ibérico, Roger Bacon
inglés, Alberto Magno alemán, Adam de la Halle francés; Marco Polo es veneciano,
Jean Boinebroke es de Douai, Alfonso el Sabio reina en Castilla, san Luis en Francia,
pero Carlos de Anjou en Nápoles y los Courtenay en Constantinopla. Esta expansión
fuera de Europa y, en su interior, esta mezcolanza de todos los grupos aislados hasta
entonces son los factores que dan fe de que se ha producido un cambio decisivo.
Entre 1080 y 1280, entre las obras para la construcción de la basílica de Vézélay y las
de la catedral de Colonia, entre los frescos de Saint-Savin y los de Giotto, entre san
Anselmo y santo Tomás de Aquino, entre la Chanson de Roland y Rutebeuf, entre un
fuero catalán y un weistum silesio, entre la guilda de Saint-Omer y los estatutos
florentinos del Arte della Lana, entre los mancusos catalanes y los ducados

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venecianos, no hay un cambio cualitativo, sino cuantitativo. Durante estos dos siglos
ha tenido lugar el arranque económico y político de Europa, su take off, como
preferiría llamarlo un afecto al economicismo. Y, a pesar de lo artificial que resulta
una presentación desarticulada de lo que se hallaba unido, deberemos examinar
sucesivamente los aspectos principales de este impulso europeo, aunque en
determinados momentos volvamos a remontarnos, para una mejor comprensión, hasta
sus raíces del año mil.
Se ocupan tierras vírgenes, grupos enteros se establecen en ultramar, hay pueblo y
aldeas que crecen y se desdoblan, ciudades que deben construir nuevos y más
amplios perímetros amurallados. Estos fenómenos no se compensan con fenómenos
contrarios, son concomitantes y no pueden tener más que un factor común: un
incremento de la población, prolongado, regular, cuyos efectos son atribuibles mucho
más a su duración que a su violencia, el más largo y potente que conoció Europa
antes de finales del siglo XVIII. El problema de este boom (y pocas veces este
americanismo se habrá aplicado con menos propiedad que aquí) se halla lejos de
poder considerarse resuelto, y es el primero que abordaremos.

CADA VEZ MÁS HOMBRES

La demografía medieval para los años anteriores a 1350 o 1400 tiene mala
reputación; quienes se ocupan de estadísticas actuales sonríen sarcásticamente, los
«modernistas» adoptan aires de descontento; solo se dispone para este o aquel
momento y este o aquel lugar de un leve vislumbre, de un dato suelto, de una
«estimación». Y, sin embargo, nada se puede hacer sin contar los hombres. Lo cierto
es que existen más medios de evaluación de lo que generalmente se cree:
composición de las familias en una biografía del siglo XII, listas de testigos en todos
los siglos, superficie de las ciudades, extensión de los terrenos de labranza, y, para el
siglo XIII, inventarios de censos (censiers) y de tierras (terriers), registros de la talla
en que se enumera a los ocupantes de las tenencias. Un roman courtois, un cantar de
gesta, un coutumier desvelarán el trasfondo individual que incluso las fuentes más
tardías ignoran a menudo: la edad de casamiento, la fecundidad, la sexualidad, la
longevidad. Y si las necrópolis de esta época no tienen la riqueza de las necrópolis de
la alta Edad Media, porque en muchos casos estos muertos se mezclan aún con los de
los siglos de sedentarización, por lo menos las herramientas, los muebles y la
iconografía constituyen un importante substitutivo.

Contar

Así pues, hay que agrupar los resultados. Los historiadores norteamericanos son
los únicos que se han atrevido a aventurar cifras globales para el conjunto de Europa,
si bien difieren unos de otros: Russell calcula unos 23 millones de habitantes en 950,

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32 millones hacia 1100 y más de 50 millones antes de 1300; Bennett, mucho más
preciso, 42 millones en el año 1000, 46 millones en 1050, 48 millones en 1100, 50
millones en 1150, 61 millones en 1200, 69 millones en 1250. En cuanto a los totales
regionales, existen muchas suposiciones y un dato seguro, relativo a Inglaterra, el
cual, junto al carácter precoz de las cuentas de administración, tanto reales como
manoriales, explica el lugar privilegiado que ocupa este país en los estudios
económicos medievales, lugar que ninguna otra razón justificaría. Se trata de la
encuesta pueblo por pueblo que ordenó llevar a cabo, poco antes de su muerte,
Guillermo de Normandía, conquistador de la isla; la Información reunida se reveló
tan precisa y solemne que recibió, casi desde el primer momento, el nombre con que
todavía hoy es conocida: The Domesday Book, «El libro del juicio final». Este arroja
una cifra de 1.300 000 ingleses, normandos, daneses y bretones en el año 1085 para
un territorio que comprende la casi totalidad de Inglaterra stricto sensu. A decir
verdad, esta cifra representa el único punto firme de nuestra documentación regional,
y solo mediante extrapolaciones y suposiciones puede el historiador italiano Cario
Cipolla atribuir, en el mismo momento, 5 millones de habitantes a la península, y el
alemán Wilhelm Abel 6.200 000 al reino de Francia.
Desgraciadamente, para volver a encontrar datos valederos a una escala semejante
hay que penetrar ya en el siglo XIV. Pero sin punto de llegada resultaría imposible
lograr una aproximación de la cuestión principal: el ritmo y el volumen de
crecimiento de la población. Para antes de 1350 se han podido hacer evaluaciones
basadas en documentos globales como el État des feux, referido a parte del reino de
Francia en 1328, o bien a partir de informaciones que afectan a áreas
geográficamente más reducidas, como por ejemplo a este o aquel contado italiano, o
en textos redactados para una finalidad específica —generalmente de naturaleza
fiscal— en Inglaterra. España, Francia; dichas estimaciones permiten suponer una
población de 3.500 000 habitantes en el archipiélago británico, entre 12 y 16 millones
en el reino de Francia, y entre 8 y 10 millones en Italia. En realidad, lo que
verdaderamente importa es la diferencia que aparece en dos siglos, en tres si
consideramos que los comienzos del movimiento se sitúan en el año 1000, como es
muy probable: en estos doscientos o trescientos años, una comparación de los
comportamientos demográficos de las distintas zonas da como resultado que la
población de Italia se multiplicó aproximadamente por dos, la de Francia por dos y
medio y la de Inglaterra por tres, y los escasos datos dispersos de los que disponemos
para Alemania o los países eslavos parecen indicar que los aumentos más
substanciales se produjeron en las áreas más alejadas del Mediterráneo. Poco importa
que, en un primer tiempo, el número de hombres fuese inferior en estas regiones, o
que más tarde la fecundidad alcanzara allí cotas más altas; el resultado que hemos
consignado más arriba es clamoroso: el norte de Europa colma su retraso
demográfico y cobra ventaja con respecto al sur. El hecho es tanto más inapelable
cuanto que, examinando de cerca las variaciones microcronológicas, el crecimiento

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de la población prosigue en Alemania o Escandinavia hasta mucho después de 1250,
mientras que más al oeste y al sur de estas zonas parece haberse detenido hacia esta
fecha.
Aún es posible circunscribir más rigurosamente la realidad; por ejemplo,
contando, a través de documentos de tipo judicial —meticulosamente seleccionados,
seriados, criticados—, el número medio de hijos por pareja, la proporción de parejas
estériles, o de parejas cuyos hijos han muerto, o bien la proporción de personas
solteras. Las cifras suministradas por Russell para toda Europa del noroeste parecen
excesivamente altas; atengámonos más bien a las estimaciones de Slicher van Bath,
de W. Abel, de L. Génicot, de R. Fossier y de A. Chédeville para el territorio
comprendido entre los ríos Loira y Rin, que arrojan las siguientes gamas de valores
en lo concerniente al número medio de hijos por pareja fecunda:

1050-1100 1100-1150 1150-1200 1200-1250 1250-1300

4,2-5,7 4,8-5,3 4,3-5,2 5,3-5,4 5,2-5,75

Si evaluamos en un tercio escaso de la población la masa de hombres y mujeres


sin descendencia, el ritmo medio de crecimiento demográfico anual, sin hacer
distinción entre clases sociales —lo cual plantea ciertamente un problema—, queda
fijado, para el siglo XII, en un 0,46 por 100 para Inglaterra, un 0,48 por 100 para
Alemania del oeste, un 0,44 por 100 para las regiones bañadas por el Mosa, un 0,34
por 100 para Picardía; como se puede observar, se trata de un incremento muy
inferior, por término medio, al de extensas áreas del tercer mundo actual, pero su
excepcional duración hizo que, en dos siglos o algo más, el número de los hombres se
doblara o, en algunos casos, se triplicara.
Queda un último campo, y no el menos importante, en el que es posible realizar
una estimación cifrada: el de la longevidad. Russell, sirviéndose de criterios de
«esperanza de vida», cuya poca relación con la realidad es notoria, señala —y no deja
de ser significativo— que aquella debió pasar de 22 a 35 años entre 1100 y 1275.
Dado que nuestros conocimientos acerca de la edad de defunción de los grandes de
este mundo durante el mismo lapso temporal revelan una gran regularidad en los
casos de muerte natural —entre 48 y 56 años para los monarcas, más aún para los
hombres de la Iglesia—, y dado asimismo que hay pocas razones para pensar que no
ocurriera lo mismo en las demás clases sociales, solo un fenómeno parece capaz de
explicar dicho aumento: el retroceso de la mortalidad. Por un lado, la de los niños
menores de 10 años, que todavía en pleno siglo XII suponen del 20 al 40 por 100 de
los esqueletos en los cementerios de Suecia, Polonia y Hungría; por el otro, la de las
parturientas, más difícil de captar si no es a través de las genealogías nobiliarias, pero
que, en cambio, podemos rastrear mejor siguiendo los pasos de los médicos y

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estudiosos que exploran el saber de los especialistas en obstetricia árabes o antiguos,
en Salerno, en Palermo o en Valencia, desde antes del 1100.
Esta última alusión nos encamina hacia una dirección fundamental de
investigación, una vía apenas esbozada y para la que no estamos pertrechados: la
mortalidad femenina adulta, más cuantiosa que la masculina —fenómeno típico de
una sociedad sin profilaxis—, compensa tal vez una mayor mortalidad masculina en
la edad infantil, fenómeno propio de cualquier época, al menos en Europa. Ahora
bien, la relación de edad entre los cónyuges, o simplemente la relación numérica
entre los dos sexos en el momento del matrimonio, es un rasgo capital de toda
sociedad: las mujeres jóvenes, más numerosas que los hombres, se casarán a edad
tempranísima, apenas núbiles, y las desdeñadas poblarán los monasterios; los
hombres, en número más escaso mientras no se produzca un retroceso de la
mortalidad puerperal —es decir, durante todo el período aquí considerado—, esperan
y escogen; existe un nutrido contingente de solteros no asentados todavía, juvenes de
casi treinta años, guerreros, artesanos o mozos de labranza, poco importa, los cuales
forman, tanto en la ciudad como en el campo, una verdadera «clase», impaciente,
emancipada, sin lazos y sin freno. Pero cuando finalmente se deciden a «sentar
cabeza», no es raro que tengan diez o quince años más que la elegida para esposa.
Este «modelo» matrimonial origina multitud de consecuencias sociales, afectivas e
incluso económicas, de temas literarios, religiosos o jurídicos. Resulta imposible no
percatarse, e imposible también no distinguir en ello una oposición capital entre
aquellos tiempos y los nuestros en lo que se refiere a relaciones entre esposos, entre
los hijos y el padre, entre los hijos y el tío materno.

¿Tenemos una explicación?

En casi todas partes, el mayor aumento de la población se produce entre 1050 y


1250; calibrar su magnitud es difícil; determinar su origen o su causa lo resulta
mucho más. ¿Por qué a partir del año mil, o un poco antes, el número de los hombres
empezó a aumentar en Europa, aun cuando el primer aspecto de este fenómeno fuera
el retroceso de la edad de defunción y no un baby-boom como pretenden algunos?
Digamos, ante todo, que en el estado actual de la investigación todas las hipótesis
emitidas son serias y verosímiles, y que no se excluyen mutuamente; solo cabe
rechazar la que invocaban los contemporáneos, la mano de Dios colocada sobre su
pueblo. Además, estos hombres que transitan por los caminos o que se desplazan en
busca de suelos vírgenes son campesinos y proceden de todas las regiones; en cuanto
a la ciudad, también suministra su cupo de pioneros, y hay que renunciar a buscar una
causa local. El mejor estado de los esqueletos, el progreso indiscutible del utillaje y el
incremento del volumen de cereales dan fe de que en el siglo XII se verificó un
retroceso de la escasez permanente de siglos anteriores. Y se ha querido atribuir una
causa técnica a la mejora de la situación alimentaria, a la nueva potencia genética.

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Pero ¿y en los primeros tiempos?, ¿y las etapas de este proceso?, ¿y el motor del
mismo?
Por otra parte, no debemos dejarnos llevar por el optimismo. En 1005-1006,
1031-1033, 1050 y 1090 toda Europa conoció graves crisis de subsistencias. Tras las
señales de alerta de la primera mitad del siglo XI, el hambre no hace más que aflojar
su presión: 1123-1125, 1144, 1160, 1172, 1195-1197, 1202-1204, 1221-1224,
1232-1234, 1240, 1246-1248, 1256 y 1272 son temporadas malas, sin que se puedan
calificar de catastróficas; pero como la penuria solo afecta a regiones aisladas, esta
lúgubre letanía prueba solo la persistencia de una eficaz compartimentación del
mundo rural, sin reservas negociables, sin contrapesos.
También se ha invocado la interrupción de la serie de convulsiones y asaltos
violentos que desde el siglo III al x trastornaron a Europa; exceptuando la efímera
alarma mongola del siglo XIII y la posterior expansión turca, cuyos límites
geográficos son bien conocidos, habrá que esperar hasta nuestro tiempo para volver a
ver a Europa inundada, de manera lenta y pacífica, por mediterráneos del noroeste y
africanos. Esta pax christiana pudo crear un contexto favorable; pero entonces, ¿por
qué tuvo lugar el hundimiento del siglo XIV, mucho antes de que dejaran sentir sus
efectos las «calamidades» tradicionales? ¿Habrá que imputarlo a las estructuras? La
organización y la explotación de los hombres en el marco señorial es contemporáneo
del impulso demográfico, ¿debemos pensar que constituye la causa del mismo?, ¿el
efecto, tal vez? ¿O acaso, simplemente, debemos pensar que el destino de los
hombres está ligado a los caprichos del astro que nos arrastra con él a través del
infinito, atravesando zonas donde se desarrollan elementos de actividad cuya
naturaleza puede llegar a influir muy directamente en la vida terrestre, en la
temperatura, la higrometría, la proliferación de los seres vivos? En medio de este
amplio espectro de posibilidades, de las cuales la última al menos escapa actualmente
a toda estimación razonable, algunos historiadores, más modestos, han establecido —
sin atribuirles más que un papel complementario— ciertos datos concretos que
merecen nuestra atención.
Uno de ellos es la pomposamente denominada «revolución de las nodrizas»,
perceptible ya en el siglo XIII, y tal, vez antes: al confiar a un pecho mercenario —el
de una madre cuyo hijo ha muerto poco después de nacer— el propio niño lactante, y
sirviéndose a continuación de medios diversos para cortarse la leche, muchas mujeres
se hallaron en condiciones de ser fecundadas de nuevo sin tener que esperar el largo
intervalo que suponía una crianza prolongada, en ocasiones, hasta 18 meses; con ello,
aumentaron las posibilidades de nacimientos más cercanos en el tiempo.
El segundo se refiere al infanticidio o a los simples procedimientos contraceptivos
o abortivos, cuya historia no tiene cabida en estas páginas, pero cuyo retroceso en el
siglo XIII es notorio; en particular, disminuyó notablemente el infanticidio de niñas, y
se ha llegado a afirmar que en dicho factor residía una de las causas del
estancamiento demográfico de la alta Edad Media. Al innegable papel que

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desempeñó la Iglesia en la extinción de esta práctica hay que añadir, sin duda, una
valorización del sexo femenino del que más adelante destacaremos numerosos otros
ejemplos. En estas circunstancias, las segundas nupcias de los viudos, que a partir de
finales del siglo XII atestan multitud de genealogías nobles, permitían procreaciones
más abundantes gracias a uniones sucesivas, aunque estas fueran cada vez menos
armoniosas.

Una movilidad desconcertante

Hace 40 años Marc Bloch ya percibió el «movimiento browniano» que animaba a


esta masa de hombres, y que nosotros, hombres de una época inquieta, podemos
comprender y admitir mejor que nuestros padres, raza de «estables» desde el
«Renacimiento». Las causas de esta incesante agitación no son más claras que las de
la expansión numérica: la incertidumbre del mañana, el miedo a la penuria, la
inseguridad de todos los estados y situaciones, de la que no están a salvo ni los
guerreros provistos de un feudo, siempre con la amenaza de la confiscación del
mismo (commissio o commissum) pendiendo sobre sus cabezas, son factores que hay
que añadir a las deficientes condiciones de vida, al hambre, a la fragilidad de los
apegos a la tierra, al sentimiento de un simple «tránsito» por este mundo antes de la
verdadera vida, la que vendrá una vez concluido el juicio final. Pero más
recientemente se ha puesto de relieve —aunque con referencia a períodos más tardíos
— hasta qué punto el sistema señorial trituraba a los más débiles, eliminaba y lanzaba
a los caminos a los marginados, los pobres, los «proscritos», y que, en buena parte,
esta movilidad era inherente a la estructura misma de la sociedad o de la familia.
Sobre lo que no cabe ninguna duda es respecto a los efectos que se derivaron de este
«sistema», el cual favoreció, segregó los dos venenos que le harían perecer: una
proletarización de gentes sin ataduras y sin especialidad, y una circulación de
numerario que substituiría el servicio por el mercado.
Por las vías de comunicación romanas, más o menos degradadas pero que aún se
utilizaban, por la caprichosa red de caminos cuyos itinerarios datan a veces de la más
remota antigüedad, se cruzaban sin cesar segundones de la nobleza en busca de
aventuras, bandas de jóvenes guerreros que acudían a un torneo, caravanas de
mercaderes, monjes escapados del convento, estudiantes rumbo a sus escuelas,
príncipes con sus séquitos agotados por los viajes a que les constreñía la obligación
de ser vistos y oídos, errantes y peregrinos, misioneros y dignatarios de la Iglesia en
marcha hacia los sectores en que la fe está en peligro o hacia las sedes que les esperan
a cien leguas de su país natal. Son estampas que encontramos en toda Europa, y
pocos son los poemas, novelas, «gestas», crónicas y miniaturas de la época que no lo
testifiquen. Pero al historiador le cuesta más captar lo esencial: el desplazamiento de
pueblo en pueblo. En este o aquel lugar, una lista de testigos revelará de dónde
proceden los «extranjeros», los «huéspedes», los «forasteros», los «foráneos», es

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decir, simplemente, los venidos de cualquier otra parte, aunque solo sea de una
distancia de una legua. Y es este movimiento interno el que resulta fundamental y
explica en gran parte lo que va a seguir: la ocupación completa de los intersticios
cultivables, la ampliación de los claros destinados a la agricultura, el contacto entre
los grupos aldeanos hasta entonces aislados entre sí. Pero estos desplazamientos de
cinco, diez, treinta kilómetros se efectúan individualmente, a lo largo de senderos,
trochas, caminos vecinales, acaso no de manera inmediata y definitiva, y sin que en
ningún caso sea posible aventurar cifras globales. En 1247, en una aldea de la región
inglesa de Fens, de un total de 47 vecinos (cabezas de familia), 3 han llegado
recientemente de lugares situados a más de 10 kilómetros; en cuanto a los hijos de
sexo masculino de estas 47 familias, 12 han ingresado en el seno de la Iglesia, 7 han
partido rumbo a la ciudad, 24 se han alejado de la aldea para buscar fortuna y solo 23
se han quedado, esperando el momento de casarse; respecto a las hijas, 27 se han
casado con hombres no pertenecientes a la aldea y se han ido con ellos. Cifras
creíbles, parecidas a las que para épocas algo más tardías se podrían señalar en
Picardía o Beauvaisis.

CADA VEZ MENOS SUELOS IMPRODUCTIVOS

La dominación del suelo por parte del hombre, iniciada con fuerza alrededor d el
año mil si no antes, alcanza su fase culminante entre 1100-1125 y 1250-1275 para la
mayor parte del noroeste europeo, prosigue hasta 1300 en los territorios de allende el
Rin, disminuye a partir de 1200 en el área mediterránea. Nueva dificultad para la
investigación: si bien no nos faltan «documentos de roturación» (uno de cada tres que
se conservan para Picardía entre 1150 y 1180 lo es), las formas más frecuentes de la
misma, así como, al parecer, las más precoces y también las más tardías, consistieron
en iniciativas individuales, o, por lo menos, en operaciones modestas para las que no
se precisaba un documento escrito. Así pues, hay que recurrir a la toponimia, a
aquella toponimia indiscutiblemente ligada a la lucha contra la vegetación o el agua
—ried, rod, schlag germánicos, hurst, shot sajones, sart y rupt de lengua de oil,
artiga de lengua de oc, etcétera—, o bien, pese a la eventual existencia de un período
ulterior de lucha contra el bosque, al examen de los suelos o de la vegetación
degradada de los terrenos limítrofes con zonas forestales, que hace medio siglo ya
llamó la atención de Gaston Roupnel. Por último, se pueden fundar razonables
esperanzas en las aportaciones de la palinología, que mediante el estudio de la
proporción de los pólenes procedentes de árboles, hierbas o cereales ha permitido
llegar a conclusiones indiscutibles en las turberas de Hesse, las Ardenas, Lüneburg,
Kent o el Valais. Pero, a pesar de tales esperanzas y certidumbres, hemos de
reconocer que prácticamente para ninguna zona estamos en condiciones de
proporcionar la cifra que exprese la ganancia global de nuevos suelos entre 1100 y

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1250: ¿quizá entre un 10 por 100 en las zonas ya muy ocupadas de la Europa celta o
en las regiones mediterráneas, con abundancia de suelos inutilizables, y un 40 por
100 o más en las áreas germánica o escandinava, gracias a los terrenos arrebatados a
los extensos bosques nórdicos? Se trata de una «impresión» y nada más. También
será discutible el significado del aumento, en nuestros fondos archivísticos, de los
tipos de documentos de mejora del patrimonio que son los intercambios de tierras.

El hombre y la tierra virgen

Ante todo, hay que comprender bien en qué consiste la contradicción, durante
mucho tiempo combatida con diversos paliativos, pero inherente al sistema
productivo medieval. La tierra «vana», como se la llama, la que rodea al conjunto de
los labrantíos más o menos dominados por el hombre, no solo constituye una
frontera, una zona pública (haya) eventualmente transformada en refugio, sino que
también es un elemento de base de la economía: allí pacen los ganados bovino y
porcino, los hombres cazan —todos, aunque a distintos niveles y con distintos medios
—, recogen frutos silvestres, arrancan las raíces comestibles o las bayas y las hojas, y
se proveen de madera, materia prima fundamental de la época. Hacer retroceder el
bosque ante el arado significa destruir estos recursos naturales para ganar trigo; pero
el caso es que la presión demográfica precisa tanto de aquellos como de este. Por esta
razón, durante los dos o tres siglos de mayor expansión, la economía medieval guardó
un equilibrio precario, y por otra parte geográficamente desigual. Mientras fue
posible conciliar la necessitas, las exigencias alimentarias mínimas de los habitantes,
y las exigencias suplementarias del señor, como contrapartida de su protección, su
justicia y su poder «noble», el sistema, mal que bien, funcionó; la ruptura de dicho
equilibrio es precisamente lo que marca el término de la fase cronológica que
examinamos.
El hambre de tierra fue el primer factor que dejó marcas positivas. No hace falta
insistir en las informaciones que nos aportan los contratos relativos a bienes raíces del
siglo XI: que en regiones totalmente dispares (Cataluña, Lombardía, Sabina, Baviera,
Flandes, Auvernia, Provenza) veamos cómo se reorganizan sobre bases más rentables
—y, a veces, incluso geográficamente distintas— los patrimonios de la Iglesia y los
raros bienes laicos que se dejan entrever, no bastaría sin duda como prueba de una
ganancia de nuevos suelos, ya que puede interpretarse como un ansia de lucro de la
cual no sabemos si considerarla como una causa o como un efecto. Pero el hecho de
que el número de pequeñas propiedades campesinas libres, los «alodios», crezca en
los documentos a medida que nos acercamos al año 1100 constituye una señal de que
se crean nuevas parcelas, puesto que, desde un punto de vista social, nos encontramos
precisamente en una fase de creciente sujeción de todos los hombres en los viejos
labrantíos. Cuando no se trata de alodios, se trata, como en Italia, de condiciones de
tenencia bastante liberales, o en todo caso estipuladas para largos plazos, como el

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livello, de 30 años. Estas señales que nos dejan ver los textos son casi todas de la
primera fase de conquista, todavía tímida, a veces individual, y los sedimentos
polínicos anteriores a 1100 parecen indicar, en efecto, el retroceso forestal en
beneficio de los cereales.
Pero la certidumbre y la precisión nacen a partir de 1100, porque los documentos
escritos aportan entonces nociones suficientes para arrojar luz sobre este movimiento:
litigios entre señores acerca de la percepción de un diezmo sobre el rendimiento de
un suelo improductivo hasta entonces (diezmo «noval») en Francia, en la Alemania
renana; disminución del número de animales que pacen en el bosque en la Inglaterra
del Domesday book; reivindicaciones referentes a usos consuetudinarios por parte de
campesinos privados de boscs que se han convertido en plains, confines, ahora
cultivados, de las tierras parceladas en Italia central; por último, y en todas partes,
aunque en momentos distintos, contratos de roturación o de desecación de terrenos
pantanosos permiten esbozar la fisonomía de la lucha. El asalto a los suelos grasos,
hasta entonces abandonados a menudo a los árboles por falta de instrumentos capaces
de removerlos, constituye el hecho esencial, por cuanto estos limos arcillosos sobre
plataforma calcárea, estas margas, constituyen hoy en día nuestras mejores tierras.
Pero la relativa precocidad del asalto, tal vez anterior a la aparición de los progresos
técnicos necesarios, ha sugerido a los historiadores que quizá una fase previa de
busca de zonas pastoriles fértiles precedió a la siembra. ¿Hay que esperar, entonces,
hasta 1140 o 1160 para que retrocedan las malezas y luego el monte bajo más espeso
de las regiones de Brioude o de Thouars, de la Bouconne tolosana, de las silvae del
Perche, de Picardía, del Harz, de la Alemania renana? Se siembra trigo, pero en
Baviera se plantará la vid, y en las regiones inglesas de Weald o Sussex los dens
abiertos siguen siendo, en buena parte, terrenos dedicados a la ganadería. Esta mezcla
de una conquista agrícola y un margen de reserva pastoril es ventajosa para las zonas
desecadas: así entramos en la fase esencial de la contención de las aguas, turcies del
Loira entre 1160 y 1270, diques de Aunis, de Brière; canalizaciones de desagüe,
waterstraat desde la Charente hasta Frisia, así como en la región de Fens, en el este
de Inglaterra, en las inmediaciones de Ely o en Marshland. Se arremete contra el
curso bajo del Ródano en la Camarga, en las lagunas del Languedoc, entre 1080 y
1160, y contra las zonas pantanosas a orillas del Po algo más tarde. Demasiado a
menudo se pasa por alto la ingrata, interminable, agotadora conquista de los valles y
las pendientes, obra típicamente mediterránea de acondicionamiento de pedregales
irregularmente empapados por la lluvia y de laderas abruptas y quebradas: los
bonifachi de la llanura lombarda, los gradoni de Umbría, los orts de Provenza, las
huertas ibéricas, obras todas ellas prácticamente imposibles de datar pero «titánicas»,
en las que fue preciso llevar la tierra en cuévanos y sacar las piedras una a una. Una
conquista que aprovechó más al olivo a la vid o a los castaños que al trigo, cuyas
endebles raíces no habrían podido fijar el suelo.

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Aspectos y efectos de la conquista

En un mismo lugar nada se hizo en una sola década o de una sola manera. Si
consideráramos de poco peso los azares y caprichos de nuestras fuentes —postulado,
por otra parte, bien poco creíble—, observaríamos que las zonas meridionales fueron
las primeras en animarse, a veces incluso antes del año mil, en todo caso antes de
1040, en el valle del Po, Cataluña, Provenza, Auvernia; habría que esperar hasta
mediados de siglo o hasta 1100 para Poitou. Aquitania, Normandía, Flandes. El
siglo XII sería el de la llanura parisiense. Baviera, la zona lorenesa, Inglaterra central;
a finales del siglo XII y en el XIII llegaría el momento de las Midlands, Sajonia y
Franconia. En todas partes el avance parece hacerse en dos oleadas separadas por tres
o cuatro décadas, necesarias sin duda para la reorganización exigida por el primer
esfuerzo; cada una de estas oleadas tiene una duración de dos o tres generaciones. ¿Es
posible que en algunos lugares fueran precedidas por un esfuerzo individual de
pioneros, aislados o excluidos del grupo y de los que no ha quedado ningún recuerdo
en los textos, y que en otros fueran seguidas de una tenaz y prolongada rapiña de lo
que quedaba del bosque señorial, como parece inferirse de la profusión de procesos
del siglo XIII? Es posible y aun probable, pero en ambos casos nuestras fuentes son
mudas. Como las regiones que parecen ser las últimas en animarse constituyen hoy
en día las mejores tierras productoras de trigo y, ya en la época, eran zonas con una
Importante densidad de población, hay que admitir que el ataque a los encinares o al
monte bajo, que exigía hombres y medios, solo tuvo lugar cuando estuvo bien
asegurado el dominio de los antiguos claros.
En definitiva, pues, lo que parece más importante en este esfuerzo de conquista de
nuevos suelos no es tanto su volumen como sus efectos sociales, que resulta
imprescindible examinar. En primer lugar, ya fuera por su iniciativa ilegal o bien
porque se les hubiera requerido para esta tarea, los sartores, los essarteurs
(rozadores), los leñadores, los «huéspedes» como se les llamará en numerosas
regiones, enfrentados a una larga y dura labor que, razonablemente, no produciría
frutos —ni, por lo tanto, originaría censo alguno— antes de tres, cinco o incluso diez
años, gozaron de tipos de contrato ventajosos, concedidos por los señores o
impuestos por aquellos como condición previa; consecuencia de ello fue que no pudo
evitarse el contagio de estas nuevas condiciones a los viejos labrantíos: reducción o
desaparición de los días de «servicio», con o sin animales de labor, desarrollo de las
tenencias cuya renta consistía en una parte de la cosecha —champan (campi pars),
terrage (terraticum), agrière (agrarium)—, sin que ello signifique que la aparcería,
en sentido estricto, esto es, la tarifa de una mitad de la cosecha (ad medietatem,
mezzadria) sea la más corriente; incluso en las zonas como Italia o Aquitania, donde
se halla implantada con bastante fuerza, lo está menos que la estipulación de un
cuarto, o incluso un sexto, de la cosecha para el señor. Este sistema debió parecer,
antes de 1200, ventajoso a ambas partes, puesto que en pocas generaciones nació y se

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propagó por todo Occidente; no es de extrañar, por lo tanto, que en casi todas las
regiones se acompañara de la libertad individual, y de nuevo debemos constatar que
las «manumisiones» colectivas otorgadas por los señores a aquellos de sus hombres
que todavía eran siervos son sincrónicas de sus proyectos de roturación.
Porque, evidentemente, es a los señores a quienes vemos en los documentos; hay
que esperar hasta mediados del siglo XIII —un poco antes en Inglaterra— para
disponer de documentos referentes a tierras de labranza que permiten, si no medir con
exactitud la parte ocupada por los más humildes en la extensión del suelo arable,
entrever al menos los efectos en el fortalecimiento de la pequeña explotación
campesina. Nos encontramos aquí en la frontera de lo económico y lo social. Las
condiciones prácticas del desbrozo o del drenaje, en los lugares donde un «contrato»
nos las deja entrever, ponen al descubierto dos fenómenos capitales. Ante todo, una
división del trabajo, no según la especialización —fenómeno urbano, sobre todo—,
sino según la responsabilidad y los provechos obtenidos: proveedor de fondos —
demasiado a menudo es la Iglesia, para la cual solamente disponemos, o casi, de
fuentes eclesiásticas— que percibe el diezmo; arrendador (locator) laico, cuya figura
va del señor y amo del ban local hasta el campesino enriquecido, y que percibe las
cargas de justicia y a menudo, directamente, las rentas del suelo; tenente que
conserva lo esencial de la cosecha; peón cuyas prestaciones se remuneran mediante
un salario, rasgo este por el que vemos la intrusión del dinero en la aldea. De este
modo pueden formarse, en los bordes de las viejas tierras de labranza, y con mayor
motivo en medio de los eriales o de los bosques, explotaciones de talla media
reunidas en lotes, a menudo cultivadas directamente o por medio de jornaleros,
unidades de producción que no tardan en ser imitadas en las viejas tierras.
Naturalmente, estos nuevos mas, estos albergues, como se les llamaba en territorio de
oc, estos hébergements o heriberg, según su denominación al norte del Loira, estos
maneria, estos censes normandos o picardos, estas bercariae o vaccariae de las zonas
costeras arrebatadas al mar, pueden ser islotes señoriales: cistercienses y
premostratenses, por ejemplo, se aislaron de propósito, llegando incluso a
incomunicarse. Pero también puede tratarse de tierras campesinas más modestas: así,
en el Lacio, se ha demostrado que a finales del siglo XII las parcelas de extensión
mediana limitan con otros labrantíos cuyos tenentes o propietarios hacen fructificar
explotaciones de dimensiones comparables. No solo los intersticios han dejado de
existir y el espacio está cerrado, sino que la estructura parcelaria muestra la
multiplicación de las pequeñas porciones de tierra en manos de los campesinos. Este
fenómeno explica que durante años se haya esperado —particularmente en Alemania
— que un estudio de las dimensiones y la forma de las parcelas permitiría localizar
las tierras nuevas y cifrar su extensión total; de hecho, la Siedlungsgeschichte no ha
aportado, para épocas anteriores a 1200 o 1250, más que resultados referentes al
hábitat, sobre los cuales volveremos más adelante.

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Los límites

Movidos por el empeño de hacer retroceder en lo más posible en el tiempo las


primeras manifestaciones de lo que —bien deberían saberlo ellos— estuvo en
constante movimiento, los eruditos han encontrado, para antes de 1100, señales de
una oposición a las roturaciones: protección de los robles, procesos contra abusos,
reservas de caza son indicios que aparecen desde el Poitou al Lacio. En realidad, esta
reacción contra los excesos debe ser imputada, más que nada, al afán de organizar las
tierras de cultivo, afán del que hablaremos en breve. Son otros indicios mucho más
tardíos los que nos revelan los límites del movimiento. Pasemos por alto los procesos
que oponen a las comunidades de habitantes al amo de un bosque que se inquieta por
el uso abusivo del mismo: las limitaciones de los derechos de pasto, recolección de
frutos o recogida de ramas muertas podrían ser debidas más a la fiscalidad señorial
que a la protección de los arbolados; aun así, cabe destacar el súbito incremento de
dichos procesos en nuestras fuentes a partir de 1225-1230, coincidiendo tal vez con el
momento en que el desbrozo individual a escondidas substituyó poco a poco a la
empresa colectiva. En cambio, existen otros tres indicios más netos; el primero lo
constituye la lenta pero indiscutible alza del precio de la tierra arable, perceptible
desde principios del siglo XIII. En Alemania, pese a lo tardíamente que empezaron las
roturaciones y a la abundancia del suelo disponible, el coste de la tierra pasa, entre
1200 y 1250, del índice 100 al 175; en el norte de Francia, el precio del journal
progresa de 2 a 4,5 libras; en Inglaterra, el quartier se tasa en 2,5 sueldos en 1200 y
en 4,5 sueldos en 1230. La desvalorización de la moneda de cuenta en que están
expresados estos precios deforma, evidentemente, el encarecimiento real de la tierra;
si lo tradujéramos en términos de plata, el alza media habida en Europa del noroeste
se acercaría mucho más al índice alemán. Pero hay que incorporar un elemento de
apreciación suplementario: las tierras reclamadas se van a destinar a menudo a la
viña, a praderas o a plantas tintóreas; así pues, lo que nos resulta más sorprendente es
el alza del precio del trigo, más rápida que la del coste de la tierra, lo cual indica la
existencia de una necesidad, debida a las exigencias alimentarias vitales o a la
búsqueda de un provecho comercial; se ha podido establecer para Inglaterra, y esta
vez en términos de plata, un crecimiento caracterizado por una gran lentitud en un
primer tiempo, con un ligero retroceso incluso entre 1220 y 1240, al que sigue un
brusco estirón:

1180-1199 1200-1219 1220-1239 1240-1259 1260-1279

100 108 104 114 190

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Así pues, hay que situar entre 1240 y 1280 el tránsito de una situación de
búsqueda de tierras agrícolas a otra de rentabilidad de las mismas.
El tercer indicio parece imputable, de entrada, a una voluntad de organización: la
mise en défens, el acotamiento, la aforestatio, que en zona mediterránea afecta
también a la aureola de cultivos de forrajes y hortalizas (ferragina) y que consiste en
prohibir a los animales y a los hombres ciertas zonas, reservándolas para un solo uso;
los motivos pueden no ser exclusivamente ecológicos; en Thiérache, por ejemplo, así
como en numerosos bosques señoriales de Champaña hacia 1245-1250, en Francia
central más tarde o en el patrimonio forestal del rey en torno a 1290, esta medida
obedece al deseo de facilitar la regeneración de las especies y poner orden en las
talas. Los cistercienses dieron a menudo el ejemplo en este campo, y se les debe el
origen de los primeros reglamentos forestales, que los monarcas franceses adoptarán
a su vez en 1317. En cambio, la prohibición de penetrar en cotos reservados para la
caza mayor (à la grosse bête) del señor, o para sus ejercicios deportivos o guerreros,
resulta más difícil de justificar. Hacia 1270, el consumo de carne aumenta en las
ciudades; afectar que se prefiere la carne de venado a la de las reses domésticas y,
basándose en ello, cerrar los propios bosques al ganado bovino es una reacción de
clase, que indiscutiblemente perjudica al campesinado, por cuanto lo obliga a
transportar sus animales a los yermos. Cuando no se trata de acotar los bosques para
la caza, como en aquellos casos en que el propietario es la Iglesia, se trata de hacerlo
para obtener beneficios de la venta de madera o de las multas a los cazadores
furtivos: entre 1240 y 1280, en la abadía de Saint-Denis, los ingresos provenientes del
aprovechamiento de los bosques pasaron del 5 por 100 del total al 9 por 100. Es más,
no solo se puede prohibir la tala de árboles en el bosque y la recogida de leña, e
incluso bloquear a veces la actividad ganadera, sino que el amo puede intentar una
contraofensiva para retirar a la agricultura tierras ya ocupadas por ella, tierras en
gagnage, como expresivamente se dice en Lorena. A mediados del siglo XIII este
problema no hace sino empezar; numerosos señores habían tolerado, y hasta
fomentado, el desarrollo de communia —que, en aras a la simplicidad, si no a la
exactitud, traduciremos por «terrenos comunales»—, generalmente en los linderos de
los labrantíos, claros poco extensos al principio, suelos cedidos a la comunidad o a la
cofradía del lugar. Muchas de las cartas de franquicia redactadas en Picardía, en
Hainaut, en Lorena, en Franconia, entre 1210 y 1240 revelan la preocupación de dejar
bien precisados los derechos de las partes. Y es que estos derechos se contestan ya; a
los procesos hay que añadir las coacciones señoriales mediante la violencia: en 1235,
en Merton, el rey de Inglaterra debe promulgar una orden proscribiendo la
incautación de los communia por parte de los señores y, con mayor motivo, su
vallado; esta decisión constituye, por así decirlo, la partida de nacimiento de este
problema crucial en el archipiélago.
Todos estos elementos dispersos permiten distinguir un rasgo característico: la
fragilidad del sistema agropecuario medieval que ya mencionábamos en páginas

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anteriores; con todo, dicho sistema, estructurado antes de 1100, no empieza a flaquear
hasta pasado 1240. La causa reside en que, durante este lapso de tiempo, diversos
paliativos han compensado esta fragilidad: mejor organización interna de las
estructuras productivas, incremento de esta producción, apertura de un sector de
intercambios. Pero antes de examinar estos puntos que hacen del siglo XII el «gran»
siglo medieval, hay que hacer entrever otra solución, en definitiva mucho más simple
y adoptada en todas las épocas: la de ir a tomar a casa del vecino lo que no se tiene en
la propia.

LA DILATACIÓN EN EUROPA

El primer núcleo de Europa —Francia, Germania, Italia nórdica y central— se


constituyó gracias a la conquista, acompañada de una cristianización más o menos
brutal. A su alrededor, permanecían como ajenas a esta construcción tanto la Italia
griega como al-Andalus, los archipiélagos celta y sajón, los núcleos eslavos aún
dispersos o el magma escandinavo. Cuando comienza el siglo XII, ya las cosas han
cambiado en buena parte: la cristianización de Polonia y Hungría, las relaciones
políticas y comerciales que unen estas regiones al Imperio bizantino, las han incluido
en el mundo europeo, lo cual no se puede decir de los territorios rusos o lituanos,
donde a veces ni siquiera pueden llegar los misioneros cristianos. Al norte, los
pueblos escandinavos desempeñan una función idéntica, desde Islandia hasta
Novgorod o Kiev, y una vez relativamente estabilizado su destino político, se
integran en la Europa cristiana. Sobre todo, hecho capital, la conquista de Inglaterra
por el normando Guillermo amarra la isla al continente, al tiempo que las de Sicilia y
el sur de Italia por los normandos que acompañan a Roberto Guiscardo y su hermano
Roger desgajan de Oriente estos pontones antiguos. Por último, en España la suerte se
ha pronunciado de manera durable en favor de los cristianos, y las líneas del Tajo y
del Ebro resisten con solidez el renovado embate de los magrebíes. Europa central y
del norte, meseta ibérica, mezzogiorno italiano: zonas donde puede encontrar tierras
quien está de más en la aldea, si no teme a la aventura.

«Drang nach Oslen»

Desde hace mil años, germanos y eslavos se enfrentan por la posesión de los
limos trigueros de Sajonia, de Silesia, de Bohemia, de Posnania, por las costas y la
pesca del Báltico, la madera y las pieles de Pomerania y Prusia, las rutas que llevan al
Danubio y al mar Negro. Toda la fase anterior a 1100 se ha limitado a una
cristianización, menos ardua a fin de cuentas que la de los sajones de antaño, y a un
vaivén de avances y conquistas alternos. El principal efecto de dichos avances
consiste, por una parte, en el surgir, hacia el año mil, de la conciencia unitaria polaca,
que llevará a sus reyes, como Boleslao Chrobri, hasta el Elba o frente a Praga

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alrededor de 1005, y, por la otra, en la constitución, en el lado alemán, de un sólido
cojinete de «marcas», territorios militares sin fronteras en el este, en los que todas las
posibilidades se ofrecen a los guerreros y a los pioneros: Nordmark o marca de
Billungs, marca Soraba, Nordgau frente a Bohemia, Ostmark en la región donde más
tarde nacerá Austria. Esta situación es tanto más inestable cuanto que, según ha
revelado en los últimos 30 años la arqueología polaca, en pleno auge, los grupos
polacos se hallaban en un período de gran vitalidad urbana, artesanal y militar, y
decididos a no dejarse llevar sin luchar más allá del estadio de occidentalización que
suponen el cristianismo y la redacción en latín de las actas de los príncipes.
El ataque decisivo se inicia a principios del siglo XII. Durará dos siglos, pero su
primera mitad es la más espectacular. En primer lugar porque se trata prácticamente
del único ejemplo de racismo patente que se manifiesta en la Edad Media. No solo, y
ya a partir de 1100, se atrae al eventual inmigrante alemán, flamenco o frisón
mediante la promesa de una substancial ganancia en tierras y en dinero gracias a la
expoliación de los «paganos» —los cuales, sin embargo, habían sido cristianizados
—, sino que se le incita al desprecio y al odio describiendo a tales paganos, y
particularmente a los polacos, como «bestias repugnantes». ¿Propaganda excesiva?
Más que eso, pues san Bernardo no vacila en prometer el cielo a quien libre al
Imperio de estos odiosos vecinos. En segundo lugar, porque los campesinos gozan de
apoyo militar, lo cual conduce a una extensión política del Imperio y a relegar más al
este a los grupos eslavos. Y finalmente, porque toda la actividad comercial y
artesanal de las llanuras del Oder o del Vístula, desviada ahora hacia el Báltico y el
Elba, servirá de hinterland para que lo explote la Hansa de los puertos germánicos del
norte, con lo que resultarán muy mermadas las relaciones entre los mundos bizantino
y mediterráneo en general y el norte del continente.
Podemos seguir con bastante facilidad la progresión alemana, regular e irresistible
a lo largo de todo el siglo XII, apoyada en príncipes llenos de ambición y de codicia:
Alberto el Oso, que se instala en el Brandeburgo hacia 1130-1135; Enrique el León,
que funda la ciudad de Lübeck en el norte (1143-1161) y ocupa Lusacia en el sur
(1158); posteriormente, son absorbidas Silesia (1160) y Pomerania (1180). Si la
autoridad de los príncipes polacos se mantiene, con mayor o menor dificultad,
alrededor de Poznan o de Cracovia, el derecho de las ciudades alemanas invade toda
la Gran Polonia y, en el siglo XIII, se extiende hasta Mazovia y Galizia. Prosiguen la
labor de germanización los monjes soldados, caballeros teutónicos y caballeros
portaespadas, que privan a Polonia de sus accesos al mar al iniciar su expansión
armada, a partir de 1208 y sobre todo de 1231, por la región de Gdansk (Danzig),
Prusia, Curlandia y Estonia hasta el lago Peipus, donde en 1242 fueron frenados por
el príncipe de Novgorod, Alejandro Nevski.
Más difícil resulta representarse las condiciones materiales del despojo de que
fueron víctimas los polacos. Para atraer a campesinos alemanes se concedieron
diversas reducciones de las cargas con las que normalmente eran gravados en

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Alemania central: las parcelas distribuidas eran vastas, los cánones se fijaban en gran
parte en términos de dinero y no de porción de la cosecha, las comunidades
disfrutaban de una considerable autonomía, el derecho y la protección estaban más
garantizados que en el oeste; y la toponimia muestra la multiplicación de lugares
habitados surgidos con los recién llegados, o rebautizados en alemán. Esto plantea un
problema de difícil solución: la coherencia y el notable nivel técnico alcanzado por
las poblaciones polacas hacen poco admisible la idea de una asimilación rápida y
pacífica, pero los textos no se refieren para nada a violencias. La presencia de Kietze,
especie de reservas o zonas de reagrupamiento en Lusacia y Brandeburgo, así como
la persistencia de términos eslavos, e incluso de la lengua polaca en Silesia, ilustran
sin duda la subsistencia de una parte de la población local, evacuada y reagrupada;
pero el resto probablemente desapareció, masacrado o expulsado hacia el este.

Hacia el círculo polar

La aventura escandinava, de la que ya nos hemos ocupado ampliamente, es, sin


lugar a dudas, uno de los hechos más espectaculares de los siglos IX, X y XI. Desde
Groenlandia hasta Siria del norte, desde Londres hasta Palermo, los normandos
desempeñaron un papel capital en los más variados campos: contactos comerciales,
rutas fluviales y marítimas, técnicas de navegación, expulsión de los griegos hacia el
este, vinculación de la zona báltica y del archipiélago sajón al mundo franco. Sin
embargo, en 1100 lo esencial de esta epopeya ha terminado ya. Lo que queda por
hacer no es, empero, menos importante: implantarse, explotar.
Aquí, la situación es fundamentalmente distinta: nadie vive en los hielos, las
morrenas, las cenizas volcánicas o en medio de los bosques de Groenlandia, Islandia
y Escandinavia del norte; unos cuantos lapones a la altura de las islas Lofoten, los
primeros esquimales instalados entre la Tierra de Baffin y el norte de Groenlandia, ni
un alma en Islandia cuando desembarcan los noruegos en el siglo X; en la misma
Escandinavia no hay —salvo en Dinamarca y sus inmediaciones, con mayor densidad
de población— más que grupos dispersos de pescadores y cazadores alrededor de los
fiordos y en las islas cercanas a la costa noruega, asentamientos más compactos
alrededor de Birka y Uppsala, en Suecia, pero ningún grupo humano, o casi, más allá
de los 65º de latitud norte, la latitud de Islandia; tampoco la cristianización, por otra
parte, ha llegado más lejos. Es en los siglos XII y XIII cuando, ávido de tierra o de
minerales, un excedente demográfico penetra en los bosques interiores y avanza hacia
el norte, viviendo en aldeas estacionales en un primer tiempo y más tarde en grupos
autónomos asentados en pueblos; allí, la fuerza de las obligaciones colectivas no tiene
parangón con ningún otro lugar del continente: los peligros del mar y los incendios
forestales son elementos de cohesión local lo suficientemente poderosos como para
que los poderes de Estado se limitaran a los servicios guerreros, los cuales, por otra
parte, fueron esencialmente defensivos a partir de 1100.

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Es casi imposible señalar etapas en esta conquista: las «sagas» narran los viajes
lejanos, no la lucha cotidiana, hacha en mano; una estela rúnica del siglo XIII en la
costa oeste de Groenlandia, a 72º de latitud norte, constituye el testimonio más
septentrional del avance escandinavo en el norte del Atlántico; en Islandia, hacia
1200, hay unos 40 000 habitantes, y la agricultura se ha apoderado de todas las
franjas de aluviones arables; en Escandinavia, incluso la costa sur de Finlandia, está
poblada de suecos a partir de 1150, al igual que las riberas del lago Ladoga; una serie
de implantaciones eclesiásticas al norte de Oslo y en la región de Jämtland, al norte
de Uppsala, atestiguan una penetración interior muy lenta y sumamente tenue. Pero
da la impresión de que ni las orillas del golfo de Botnia ni las del norte de Noruega
tuvieron pobladores permanentes antes del siglo XV. Por otro lado, las servidumbres
tan particulares que implicaba el asentamiento humano en aquellas condiciones
geográficas tampoco hacían posible la absorción de una masa considerable de
inmigrantes. Este es uno de los argumentos que gustan de emplear los historiadores
ingleses para quienes la implantación danesa del siglo XI en el nordeste de Gran
Bretaña —aun sin sobreestimar sus vestigios toponímicos y onomásticos—
constituye una forma de expansión demográfica, al igual que lo será, un poco más
tarde, la oleada posterior de los guerreros normandos, que afectará una vez más a
Inglaterra, así como a Sicilia. Pero todo esto son realidades del siglo XI. De 1100 en
adelante, solo a Italia meridional y a Sicilia llegan unos pocos colonos normandos en
tiempos del «rey» Roger II y se les instala en torno a Catania y Amalfi. Minucias:
aparte de los jefes, en este sector del Mediterráneo no hay más que latinos, griegos,
lombardos y beréberes.

La Reconquista

Los polacos son masacrados o expulsados, los escandinavos no encuentran alma


viviente en las glaciales desolaciones que exploran, pero hay un tercer tipo de
expansión cuyo modelo lo ofrece la península ibérica. Porque si la Reconquista va
acompañada de una repoblación que se nutre tanto de inmigrantes venidos de allende
los Pirineos como de los excedentes demográficos asturiano o catalán, ello no
significa que haya aquí tierras vacías o una población diezmada. Es de extrañar que
una obra tan duraderamente juiciosa, humana, e incluso liberal, de fusión entre
distintas etnias y confesiones, una obra que tanto honra a los hombres del medioevo
español y portugués, haya sido presentada de manera persistente por la historiografía
ibérica como una expulsión vengadora o como una reconversión del todo natural, y
que haya sido preciso esperar hasta las últimas décadas para que los eruditos
españoles y portugueses sigan —al menos en su mayoría— los caminos trazados por
historiadores extranjeros, esencialmente franceses, desde hace medio siglo: sí, la
Reconquista es también una victoria de la Cruz, así como una realización política,
«nacional», pero es ante todo una obra de compenetración y de síntesis que aún hoy,

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pese a los errores de los siglos XVI y XVII, confiere a la península el sello de la
originalidad.
En el momento que nos ocupa, las bases de partida, abruptos desfiladeros
pirenaicos y refugios cantábricos, ya han sido dejadas muy atrás: Santarem, Toledo,
Guadalajara, Zaragoza y Tarragona señalan, hacia 1118-1128, los límites territoriales
extremos de las cuatro coronas: la de Portugal, que en 1147 toma por capital a
Lisboa; la de Castilla y León, que puede escoger entre las ciudades «reales» de León,
Burgos, Salamanca, Valladolid o Toledo; la de Aragón y Cataluña, fruto de una
reciente unión dinástica; la de Navarra, privada ya de todo contacto con el Islam. En
el siglo XIII tiene lugar el embate decisivo, después de que una nueva acometida
magribí, la de los almohades, amenazara con poner fin a la progresión de los reinos
cristianos: la batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212, deja expedito el camino de
Andalucía, y en una generación son conquistadas la Mancha y Levante, los valles del
Guadiana y el Guadalquivir, el Algarbe y las Baleares. Mallorca y Badajoz caen en
1230, Córdoba en 1236, Valencia en 1238, Murcia en 1243, Sevilla en 1248, Cádiz en
1265. En la banda costera meridional, alrededor de Almería, Málaga y Granada, un
reino musulmán residual, feudatario de Castilla, empieza a expirar lentamente.

La Reconquista

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Este ritmo rápido y decisivo que era preciso evocar aquí coloca al historiador ante
múltiples problemas de difícil solución. No cabe duda que durante mucho tiempo se
ha minimizado la solidez del hinterland pirenaico y cantábrico: sus recursos en
madera, hierro, carne, cereales, la fuerte cohesión de las comunidades montañesas y
guerreras, fáciles de congregar para conducirlas a la conquista del botín, así como el
contacto, que hacia el fin del milenio se hace cada vez más intenso, con el numerario
musulmán, elementos todos que constituyeron una solidísima plataforma sobre la que
erigir una construcción más ambiciosa. Pero fueron necesarios hombres venidos de
otras tierras, y en los siglos XI y XII se ven llegar contingentes desde Borgoña,
Languedoc y Aquitania, que contribuyen a reforzar tanto el empuje económico frente
al Islam como la autonomía de los grupos de campesinos conquistadores. No puede
deberse simplemente al azar de las fuentes el que en España aparezcan, antes que en
ninguna otra región, los privilegios, las franquicias, los fueros concedidos a ciudades
y pueblos, que encomiendan a los habitantes la defensa armada de sus casas, a veces
incluso a caballo aunque se trate de campesinos (el fenómeno de la llamada caballería
villana es un ejemplo único en todo el Occidente medieval); las zonas ocupadas, entre
tanto, se iban equipando de molinos y de forjas. Tal vez en una primera fase, en el
siglo XI, las tierras «reconquistadas» formaban una «frontera», permeable a los
mercaderes y a los rebaños trashumantes, y cuyo aprovechamiento exigía una
aportación demográfica; algunos historiadores españoles siguen convencidos de que
había ahí una zona vacía de hombres.
En cambio, el avance posterior a 1150, que no fue acompañado de ninguna
masacre ni de expulsiones, no se efectuó por terreno deshabitado; ciudades y pueblos
eran ricos y tenían una nutrida población; tras la ocupación siguieron creciendo, sin
que ello perturbara una reconquista que tan rápidamente progresaba. Fue así porque
se produjo una lenta amalgama: los príncipes, y también la nobleza, tuvieron la
sensatez, incluso cuando agrupaban las diversas confesiones en barrios o en pueblos
diferentes, de no forzar las conciencias y dejar subsistir los derechos y justicias
precedentes. Esta actitud ha movido a algunos a creer que durante la fase de
dominación musulmana la «arabización» de España fue muy superficial, y que hubo
en todo momento una fuerte proporción de cristianos mozárabes en los territorios
sometidos al Islam. Ahora bien, aparte de la escasa verosimilitud de que cinco siglos
de poder musulmán (¡más de lo que duró el dominio de Roma sobre la Galia!) no
dejaran más huella que una simple pátina, está el hecho de que la yuxtaposición, en la
ciudad, de los barrios francos, mudéjares, judíos o ibéricos, así como la toponimia en
el campo, muestra la variedad de la población que coexistía en dichos lugares y el
tiento que se precisó para evitar rebeliones entre los vencidos. Todavía quedan
muchos estudios por hacer para examinar si realmente las condiciones de tenencia
eran más favorables en las aldeas cristianas que en las alquerías musulmanas.
En total, se puede estimar que en el espacio de dos siglos —los correspondientes
al gran impulso demográfico de Europa—, la superficie ganada por el Occidente

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cristiano, ya a la naturaleza hasta entonces virgen, ya a expensas, total o
parcialmente, de pueblos situados en sus márgenes o fuera de ellos, debió de suponer
un aumento en tierras cultivables del 15 al 40 por 100 en el interior del núcleo
original, y una ampliación que grosso modo alcanza el millón de kilómetros
cuadrados, al norte, al sur y al este de dicho núcleo, lo cual equivale a doblar su
extensión. Con todo, este prodigioso ensanchamiento territorial se revela insuficiente
para absorber toda la vitalidad que Europa irradia desde el siglo XI, ya que a esta
dilatación por el continente se añade la expansión hacia ultramar.

La CONQUISTA DEL MAR

La abundancia en peces de los grandes ríos de Europa septentrional y un relieve


sin obstáculos notables a lo largo del gran creciente fértil que va desde el País Vasco
hasta Prusia hicieron de la mayor parte de los germanos y celtas hombres de tierra
firme, que vivían de espaldas al mar. Hace falta la aspereza de los suelos hercinianos
o caledonianos para empujar a la pesca de altura y al cabotaje, en rías y fiordos, a las
poblaciones de Armórica, Gales o Escandinavia. Pero aunque el estaño de
Cornualles, las riquezas de Thule y el ámbar del Báltico extrañaban a los hombres de
la antigüedad, y aunque la flota de los vénetos de Bretaña había puesto en aprietos a
Julio César, lo cierto es que los mares fríos no juegan en el noroeste de Europa el
mismo papel que el «mar latino» al sur; en este último sector, ciudades y poblaciones
costeras solo viven de él, y de él dependen también el comercio y los
desplazamientos humanos. Rechazada hacia el interior y «sin poder hacer flotar
siquiera una tabla», según se burlaban en Ifrîqiya, la cristiandad se hallaba privada de
su base tradicional de riqueza, condenada al azadón y al pastoreo. Bizancio, como
hemos tenido ocasión de ver, había podido superar en parte esta situación, recuperar
hasta cierto punto el dominio de la ruta desde Bari hasta Chipre, o incluso hasta
Antioquía; pero más al oeste, los sarracenos de La Garde-Freinet, del delta del Ebro,
de las Baleares y de todas las demás islas, «trepan como cabras» por el Apenino, los
Alpes, y a veces hasta por los Pirineos; y Henri Pirenne, como es sabido, veía en este
fenómeno una decisiva ruptura con la Antigüedad.

La vida en los mares fríos

Al oeste, el océano: una extensión ilimitada, de potente oleaje, barrida por lluvias
y borrascas que nadie afrontará antes de que pase mucho tiempo. Porque si bien los
mancusos ibéricos encontrados en Inglaterra o los marineros vascos de cuya
presencia en Irlanda, por ejemplo, nos han llegado noticias, indican travesías desde la
península hasta las islas británicas cortando por el golfo de Gascuña, difícilmente se
puede calificar a tales viajes como de alta mar. Asimismo, los pescadores de Asturias,
de Oporto, de Bayona, y con mayor razón aún los de Bretaña, se abstenían de alejarse

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de las costas. En cuanto al comercio, tanto el de la sal de Bourgneuf, que los
mercaderes vienen a buscar desde Alemania, como el del vino de La Rochela a partir
de 1115, o de Burdeos a partir de 1172, con dirección a Inglaterra, se realizan con
barcos que practican la navegación de cabotaje.
Como es habitual en este campo, solo los escandinavos afrontan los peligros
atlánticos y, a partir del siglo IX, lanzan un ataque en la costa marroquí, cerca del
wadi Sebou, y cruzan el estrecho de Gibraltar; más tarde, los que se dirigirán a Sicilia
tomarán el mismo camino, y también los que en 1147 contribuirán a expulsar a los
musulmanes de Lisboa. Pero se ignora la ruta exacta que siguieron y, de todos modos,
antes del establecimiento de una línea Italia-Flandes, ya muy entrado el siglo XIII, no
puede hablarse más que de casos aislados. El Atlántico sigue siendo una zona que
repele.

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Plano de Lübeck

El centro de la ciudad comprende el mercado, enteramente en manos de los mercaderes, tiendas y calles ocupadas
por comerciantes y artesanos especializados. En esta ciudad de reciente colonización, desprovista de monasterios
antiguos, franciscanos y dominicos se instalaron tempranamente, a partir de 1225.

Por el contrario, sus mares anejos se convirtieron, antes incluso de 1100, en zonas
familiares del ámbito marino. Los frisones de los terpen, desde hacía tal vez mil años
o más, los yutos y los sajones, y sobre todo los escandinavos, surcaban el canal de la
Mancha, el mar del Norte y el de Irlanda, el Báltico y el Ártico hasta donde estaba

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libre de hielos. Las fuertes desigualdades de temperatura, de color, de salinidad que
presentan las aguas marinas en estas regiones, así como, durante mucho tiempo, la
ausencia de hostilidad por parte de las poblaciones ribereñas, posibilitaron la lenta
maduración de una técnica para la navegación de altura y la pesca lejana, junto con
un arte de la construcción naval, elementos que hacen de esta parte del mundo uno de
los principales focos de interés de la historia de la marina, en el que hay que buscar el
origen de los progresos náuticos realizados por la Europa medieval. Los especialistas
señalan la importancia del desdoblamiento del modelo de barco nórdico en tipos
distintos, fenómeno que sitúan en torno a 1100. El knörr sueco, la snekkja danesa,
largas embarcaciones de veinte remeros por banda, podían afrontar sin duda los
grandes espacios vacíos de los mares del norte: son los navíos de los normandos,
aquellos cuyas hazañas aparecen en las sagas, los que fueron a conquistar Islandia,
que echaron el ancla en Groenlandia, que llevaron a sus tripulaciones hasta Labrador.
Pero al ser navíos de combate o de pesca, sin puente y más rápidos que estables,
resultaban poco aptos para el transporte de la sal de Vendée, del vino gascón o del
trigo y la madera polacos; permitían, todo lo más, el de pieles, arenques o porciones
de ballena, que, en efecto, a partir del siglo X acarreaban desde Ruán hasta
Pomerania. Poco a poco, reemplazan a las anteriores unas embarcaciones de un
nuevo tipo, semejantes a grandes barcas, casi tan altas como largas, con un arqueo de
300 a 500 toneladas, provistas de un castillo de popa y un puesto de vigía, y capaces
de recorrer, a vela, de 180 a 200 kilómetros por día; es la hogge o kogge báltica, el
navío mercantil por excelencia, antecesor de la nave y de la posterior carabela.
Cuando, a principios del siglo XI, el danés Knut el Grande y el noruego Olaf el Santo
dirimen en una batalla naval su rivalidad marítima (1026), el único modelo de
embarcación de que disponen es la snekkja, caso asimismo de Guillermo el
Conquistador en el momento de su ataque a Inglaterra (1066). La destrucción de la
factoría danesa de Hedeby por los alemanes ese mismo año es como una señal de
que, en los mares nórdicos, la superioridad ha cambiado de campo; y serán los
koggen los bastimentos de que se van a servir los mercaderes alemanes desde
principios del siglo XII, cuando hacen acto de presencia en Bergen, en Lund, cerca de
Sigtuna (1104-1110). A partir de entonces, el Báltico empieza a ser zona alemana,
como también, poco más tarde, lo será el mar del Norte.
Obviamente, no fue una empresa que se lograra en un día. Resulta cómodo, y es
sin duda bastante justo, conceder una importancia simbólica a la fundación de
Lübeck, entre 1158 y 1161, gracias a los esfuerzos, primero rivales y más tarde
conjuntos, de los dos «grandes marqueses» de la germanización al este del Elba, el
León Enrique de Sajonia y el Oso Alberto de Brandeburgo. La creación de la Hansa
universal de los mercaderes alemanes, desde Gdansk hasta Bremen, y la libre travesía
de los estrechos daneses hicieron posible un control de los Österlingen en todo el
espacio comprendido entre la desembocadura del Támesis y Riga (1200), e incluso
Novgorod. El comercio del arenque salado y los productos lácteos, la pez y los

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cereales, llevados hacia Flandes y Londres a partir de 1210, y, en sentido contrario, el
de la lana, el estaño y el vino, transportados hacia los países eslavos, pasaron a manos
de los mercaderes de Hamburgo y de Lübeck, y más tarde, a partir de 1236, lo
asumieron en Lituania los caballeros teutónicos, aquellos templarios de la Europa
oriental cuyo tiempos se repartía hábilmente entre los negocios y la conversión por la
espada. En este aspecto, solo se puede hablar de expansión o de evolución en un
campo de actividad existente desde tiempo inmemoriales. Han hecho falta los
excesos del siglo XX para que los bancos de arenques del mar del Norte lleguen a
agotarse; en la Edad Media, sin embargo, constituyeron un artículo que sustentó la
vida cotidiana de una parte de Europa, y aunque su pesca goce de un prestigio menor
al del comercio de las especias, yo la tengo por más interesante.

Contraataque en el Mediterráneo occidental

La intolerable presión ejercida por los musulmanes en el flanco sur de la Europa


cristiana no era, ciertamente, un fenómeno reciente a fines del primer milenio; el
contrabando de madera, esclavos o armas realizado por venecianos y catalanes pese a
las tajantes condenas pontificales de 970, 992 y 1005, o el ligero comercio
establecido desde 992, con algunas ventajas aduaneras, entre Bizancio y Venecia, no
podían bastar para dar curso libre al tráfico de los productos europeos hacia el sur o el
este, o siquiera facilitarlo en grado apreciable. Por lo que se refiere al este, la vía
danubiana, abierta de nuevo hacia el año mil gracias a la conversión de los húngaros
al cristianismo, habría podido servir de paliativo, y en efecto, un puñado de
mercaderes alemanes se servía de ella. Pero según el testimonio de los judíos
radanitas y comerciantes bizantinos, se trataba de un itinerario penoso, incierto y
peligroso, tanto en el río mismo como en las orillas. Además, la hostilidad de los
búlgaros en el tramo final y en la parte más delicada del trayecto, en las Puertas de
Hierro y los Balcanes, complicaba el esfuerzo del mercader, cuando no le ponía fin;
sin contar el inconveniente suplementario que representaron, pasado 1050, las
incursiones de los pechenegos en las zonas subdanubianas. Añádase a todo ello que,
para un provenzal o un italiano, este camino parecía inaccesible. De modo que no
podía caber duda alguna: era preciso abrir una ventana y abrirla en el sur.
Ahora bien, la realización de este empeño implica superar dos obstáculos
capitales. Por un lado, los progresos del arte de navegar son, en el Mediterráneo,
todavía mediocres. Se siguen construyendo, según técnicas antiguas, rápidas galeras
de dos palos, más aptas para la piratería que para el comercio, y dromon con dos
hileras de 25 remeros, de 40 a 50 metros de longitud, que si bien pueden servir como
embarcaciones de carga adaptadas al oleaje poco embravecido del Mediterráneo,
resultan lentos y tienen un aforo reducido (apenas 300 toneladas de arqueo). En este
campo, no se ha efectuado ningún avance con respecto a la época romana; más bien
cabría indicar un retroceso. Por otra parte, los barcos de Bizancio y los del Islam

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magribí u oriental son idénticos, sin que los occidentales gocen de ninguna
superioridad, muy al contrario, puesto que los astilleros —Barcelona, Saint-Gilles,
Génova, Gaeta…— están bajo la perpetua amenaza de un golpe de mano venido de
Córcega, las Baleares o Sicilia. Solo los venecianos en el Adriático y los griegos en
Barí logran trabajar sin demasiado peligro; los piratas eslavos de la costa iliria o
albanesa son menos temibles que los sarracenos. El segundo obstáculo se debe a la
dispersión, hasta finales del siglo XI, de los puntos de partida de un posible
contraataque cristiano. Las potencias políticas y militares parecen enfrascadas en
otros asuntos, o, por lo menos, partidarias de otros métodos. En 975, el emperador
sajón ayuda a destruir el nido de víboras que desde hacía varias décadas suponía para
la cristiandad el enclave musulmán de Le Freinet, en el sur de Francia, pero en
cambio fracasa en Italia, e incluso sufre un serio revés junto al cabo Colonna (982);
en lo sucesivo se guarda de toda tentación marítima, en tanto que el emperador de
Bizancio se limita a conservar sus cabezas de puente de Nápoles y Tarento. En
Provenza, en Languedoc, en Lombardía, nada; en Cataluña, el conde de Barcelona
desarrolla sus actividades —que son a escala modesta— por tierra firme. Hay en
Valencia una potencia marítima semicristiana, la de Rodrigo Díaz de Vivar, pero el
Cid está al servicio de los musulmanes cuando no trabaja en su propio beneficio.
Alfonso VI de Castilla lo reducirá a la obediencia hacia 1092, pero atacándolo desde
el interior. En tales condiciones, el contraataque cristiano solo puede provenir de
iniciativas individuales y urbanas, y, en un primer tiempo, debe ceñirse a combatir la
piratería.
La reconquista del mar Tirreno es un acontecimiento capital de la historia de la
Europa medieval y, al mismo tiempo, uno de los peor conocidos y de los menos
estudiados. Los puntos de referencia no faltan, pero los motivos, los métodos y la
evolución siguen, en gran parte, en la sombra. Lo que mejor se distingue es el marco
casi institucional de los acontecimientos: tras las invasiones hilâlíes en Ifrîqiya en
1045 y 1058, y pese a algunos esfuerzos por coordinar sus acciones los zîríes de
Qayrawân y de Mahdya dieron rienda suelta a los jefes locales de Sicilia y Cerdeña, y
desencadenaron asimismo una serie de incursiones piadosas con bases en los ribats
fortificados de la costa norte, cerca de Bujía; pasado 1014, los hammûdíes de Tâhart
están más ocupados en su proyecto de penetración en el Sahara que en fomentar la
piratería. Simultáneamente, la fragmentación, en 1031, del califato cordobés en una
quincena de reinos de taifas rivales anula el peligro de los musulmanes ibéricos en el
mar, con la excepción del que sigue representando la taifa de las Baleares, dominada
por la estirpe de los Banu Muchahid. Y estos hechos coinciden con el momento en
que tiene lugar el despertar de las comunidades urbanas de Italia, no solo las de zonas
bizantinas como Amalfi, Salerno o Gaeta, que siempre habían tenido contacto con las
rutas de Oriente, sino las del norte, Pisa, Génova, Luca. Con todo, no distinguimos
una organización coherente de los poderes locales hasta después de 1035, lo que deja
suponer que las primeras manifestaciones agresivas venidas de dichas ciudades

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debieron de ser obra de corsarios que actuaban por su cuenta. Los pisanos fueron los
primeros en manifestarse, y hacia 1013-1015 se les encuentra ya en Córcega y en
Cerdeña, y en Bona en 1034; siguen los genoveses, que empiezan a establecerse a lo
largo de toda la costa ligur. Pero el esfuerzo principal no llega hasta la segunda mitad
del siglo XI, y cuando se produce resulta grandemente favorecido por la aventura de
aquellos normandos que, según hemos visto en páginas precedentes, habían
desembarcado de manera fortuita en Salerno en 1016 y cuyo número se había ido
incrementando en Italia meridional entre 1016 y 1030. Estos peregrinos, convertidos
primero en mercenarios y más tarde en conquistadores en beneficio propio,
eliminaron poco a poco a los capitanes griegos y a los potentados locales de Aversa
(1038), Apulia (1042-1060), Calabria y Campania (1060-1070), Gaeta (1073) y
Salerno (1077), y se hicieron con el control indirecto de Amalfi y Nápoles antes de
proceder a su anexión (1127-1130). Un paso decisivo ha sido dado entre tanto: la
reincorporación al mundo cristiano de Sicilia, cerrojo del Mediterráneo. Conquista
difícil, tanto a causa del escaso número de guerreros normandos e italianos que
ayudan a Roger y Roberto Guiscardo en su empresa como por la viva resistencia que
oponen los fuertemente islamizados cabecillas locales: Messina cae en 1061, Palermo
en 1072, Trápani en 1078, Siracusa en 1086. Malta es conquistada en 1090. La
muerte del Cid, el incendio en 1087 del gran puerto tunecino de Mahdya, debido a un
audaz golpe de mano de los genoveses, y el desbaratamiento momentáneo en 1114 de
la dominación musulmana en las Baleares gracias a los esfuerzos conjuntos de
pisanos, genoveses, catalanes y provenzales (operación que habrá que acometer de
nuevo en 1229, por cuanto la llegada de los almorávides en 1115 devuelve el
archipiélago al Islam) son diversas etapas de un movimiento por el que, en menos de
cien años, se derrumba una superioridad naval musulmana que duraba desde hacía
cuatro siglos. Es más: la situación se invierte, puesto que el normando Roger II, ahora
«rey» de Sicilia, lanza a sus hombres al ataque contra las mismas tierras islámicas y
allí las mantiene durante varios años, en Sfax, Djerba y Trípoli en 1148, en Mahdya
en 1156, cortando así la ruta marítima Almería-Damiette, eje del comercio musulmán
en Occidente. El mundo islámico ha perdido uno de sus triunfos esenciales: el
dominio del mar en el oeste mediterráneo.

El tránsito hacia el Este

El mar Tirreno, convertido de nuevo en un lago cristiano cuyas puertas, desde


Malta hasta Otranto, están ahora exclusivamente en manos occidentales, resulta
insuficiente para una Europa en expansión. Es cierto que el oro de África negra, el
coral y los aceites del Magrib, y la lana y las pieles de al-Andalus han dejado de ser
espejismos inaccesibles. Pero la demanda de la aristocracia, a la que pronto se suma
la de las diversas burguesías, exige un acceso a Oriente. Ello supone una aventura de
magnitud mucho mayor, ya que el cabotaje resulta más difícil a lo largo de riberas

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hostiles y que el alejamiento multiplica los riesgos; y, por último, porque ni Bizancio,
ni los fâtimíes de Egipto, ni los hamdâníes y más tarde los seldjûqíes de Siria y
Anatolia son adversarios que carezcan de fuerzas, organización y experiencia. Es
necesario obrar con tiento.
Los peregrinos nunca habían dejado de acudir a los santos lugares, y al no poder
utilizar la vía marítima desde el siglo X en adelante, hacían el viaje en barcos griegos
o, en el mejor de los casos, venecianos. Por el camino, santuarios como los de Monte
Cassino, San Miguel de Gargano o San Nicolás de Bari retenían las limosnas. A
excepción de un breve período, a principios del siglo XI, marcado por el fanatismo de
Al-Hakim, quien destruyó el Santo Sepulcro, los peregrinos viajaban solos y gozaban
de cierta seguridad, pero sobre todo, al parecer, cuando pertenecían a las clases
pudientes de la sociedad. El rebrote de piedad que precedió a la reforma de la Iglesia
fomentó la peregrinación a Jerusalén —y todas las demás peregrinaciones—, y las
que tuvieron lugar en 1033, con motivo del milésimo aniversario de la Pasión,
llevaron a Oriente a verdaderas multitudes de ambos sexos y de todas las
condiciones, lo cual constituía una ganga para quienes habían hecho una profesión
del transporte de peregrinos. En efecto, los que fletaban navíos expresamente para
efectuar esta travesía, como los normandos que se detuvieron en Campania,
constituían una excepción. La tradición historiográfica occidental hace mucho caso
de las pretendidas trabas que oponían a este viaje los seldjûqíes, una vez consolidado
su dominio sobre el Cercano Oriente. Durante mucho tiempo se ha visto en su actitud
la chispa que debía inflamar la fe armada de los cristianos, pero se trata de un factor
totalmente inventado: como mucho, los seldjûqíes hicieron a los viajeros víctimas de
molestias administrativas, o tal vez de una exacción fiscal, vejámenes abultados a su
regreso por viajeros descontentos como Pedro el Ermitaño; de hecho, la ocupación de
Jerusalén por los turcos fue de corta duración (1070-1089), y la gran atracción que
por dicha ciudad sentían los europeos era muy anterior, e iba a sobrevivir al
transitorio dominio de los seldjûqíes.
Una dificultad particular provenía, evidentemente, de la presencia bizantina en el
camino, y aún complicaba la situación el aserto del Imperio según el cual Bizancio
conservaba derechos históricos sobre las tierras de Oriente perdidas desde el siglo VII.
En el Oeste predominaba la opinión de que correspondía a los «romanos» —es decir,
a los griegos— proteger a los peregrinos, y de que a ellos incumbía asimismo la
misión de hacerse de nuevo con el control de Oriente. Ni los emperadores sajones del
siglo X ni la dinastía Salía de la centuria siguiente les disputaron esta función de
escudo y espada de la cristiandad. Ni siquiera cuando, en 1054, se consumó la ruptura
oficial entre las sedes de Roma y de Constantinopla, la Iglesia occidental invocó el
cisma para despojar a los griegos de esta misión; lo más que se puede afirmar es que
la ignorancia mutua y el sentimiento creciente de una gran disparidad de nivel
económico y de conceptos morales entre las dos partes de la antigua Romanía no
creaban precisamente las mejores condiciones para lograr una aproximación frente a

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un enemigo común, al que, por otra parte, unos y otros juzgaban de manera muy
distinta. El brusco retroceso de los griegos hasta los estrechos por obra de los embates
turcos y el asalto imprevisto de los pechenegos por el norte no causaron un gran
revuelo en Occidente. Solo los normandos de Sicilia y de Apulia vieron en ello una
ocasión de la que aprovecharse: en 1071 Roberto Guiscardo arma una flota en el
Adriático, y solo el matrimonio de su hija con un vástago del basileus Miguel IV le
hace mantenerse a la expectativa. Pero en cuanto desaparece su consuegro, y
creyendo oportuno para actuar el momento en que la dinastía de los Comneno se
instala con dificultades en el trono, Roberto Guiscardo desembarca en Durazzo con la
bendición del papa (1084), avanza por Epiro y llega hasta Tesalia. Pero la resistencia
local, la comparecencia de Alejo Comneno en la zona y las amenazas de los
venecianos, interesados en el mantenimiento del statu quo desde la firma de su nuevo
tratado con Bizancio (1082), le obligan a regresar a sus bases. Por este lado, pues,
parece muy dudoso que el emperador griego solicitara una ayuda que, además, hacia
1090 ya no le sirve para nada y solo puede acarrearle problemas; Occidente, por su
parte, parecía poco sensibilizado a los infortunios de Bizancio.
Es preciso, por consiguiente, enfocar la vista en otras direcciones. No cabe duda
que, desde el siglo X, hay comerciantes italianos que enlazan Europa del oeste con
Oriente. A partir de 980 se encuentran numerosos venecianos en Constantinopla y
amalfitanos en El Cairo y Alejandría. Sabemos que obtuvieron, aquí y allá,
desgravaciones fiscales y en algunos casos una lonja propia; la fortuna de los célebres
Pantaleone de Amalfi, que en torno a 1060-1070 fundan un hospicio en Jerusalén y
practican un comercio triangular entre Italia, el Egeo y el delta del Nilo, da fe de la
relativa seguridad de los transportes, así como de un lento pero seguro renacer de la
vía comercial marítima, tanto tiempo inutilizada, entre el Cercano Oriente musulmán
y el Occidente cristiano. Además, las manipulaciones monetarias a las que Alexis
Comneno se vio obligado a partir de 1088-1090 y que provocaron una devaluación
del nomisma equivalente a los dos tercios de su valor precedente redundaron, a la
larga, en beneficio de Occidente, por cuanto hacían más accesibles —y, por ende,
más tentadores— los productos orientales. Como, además, la fiscalidad imperial se
resignó a eximir total o parcialmente del pago de derechos el kommerkion, los
artículos vendidos a un extranjero, exonerado a su vez, se puede decir que, a finales
del siglo XI, un potente fenómeno de atracción económica lleva hacia el este a los
negociantes de Europa. La reanudación de los contactos se revela como un fin cada
vez más deseable y posible. Pero, por supuesto, nadie ignora que el mantenimiento
del statu quo político, del que los venecianos son los adalides, constituye la condición
básica de esta reapertura, de este desbloqueo. En el sector levantino del Mediterráneo,
la piratería no es, como en el occidental, un mal endémico, y por otra parte, los
convoyes venidos de Europa del oeste, en especial los muda venecianos, van
escoltados por galeras de guerra, práctica que, si bien no está documentada hasta
1100, es sin duda más antigua. Así pues, todo hace esperar una evolución positiva;

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lenta pero, en cualquier caso, pacífica. Tal opinan los peregrinos, los mercaderes, y
también los griegos y los musulmanes. Y bruscamente, como en un estallido, ocurre
todo lo contrario.

La aventura en Tierra Santa

Aún hoy la cruzada no ha cesado de tener existencia en los sueños de los


cristianos y en las pesadillas de los musulmanes. Esta gran aventura que, durante dos
siglos, sirvió como decorado de fondo a los fantasmas de Europa ha dejado en nuestra
memoria colectiva un abundante poso de recuerdos, lamentables o gloriosos, de
anécdotas pintorescas, y también de esperanzas, más o menos confesables. Un
espíritu realista estigmatizará de un plumazo el fracaso final, en casi todos los
campos, de esta penetración europea en pleno corazón del Islam; se ha llegado a
escribir incluso, en son de burla, que en cuanto a resultados, las cruzadas aportaron
bien poco más que la introducción del albaricoque en Europa. Y, en definitiva, una
vez quebrantado el comercio, perdidas las «escalas», dispersadas las misiones, lo que
Europa obtuvo del contacto con el Islam parece haberle llegado más por el conducto
de España o del Magrib que a través de Irak o de Egipto. Pero poco importa la
realidad de cuanto antecede: pese a todo ello, y por encima del indiscutible derroche
de vidas humanas, de esfuerzos y de dinero que provocó, la cruzada fue un gran
momento de la historia, al menos psicológica, de Europa, y legó un gran recuerdo a
las generaciones futuras; con toda seguridad, san Luis, al morir en Túnez, no fue el
único caso del agonizante que, como postrera palabra, pronunció: «Jerusalén».
La investigación histórica, tras haber rechazado por simplista la explicación
tradicional de la fórmula «Dios lo quiere», que supuestamente habría provocado una
avalancha de pobres, desharrapados y descalzos, en dirección a los santos lugares, ha
fracasado en su búsqueda de causas susceptibles de satisfacer a los eruditos, y el caso
es que, como he señalado poco más arriba, la expedición armada a Oriente no tenía
ninguna razón de ser. Hoy en día, nos vemos reducidos a repetir, con los historiadores
de 1920, que la cruzada es una pulsión inexplicable y sin justificación. De las
investigaciones fallidas sobre el tema subsiste, por lo menos, una lección: un esfuerzo
de dos siglos no puede atribuirse únicamente a la prédica vehemente de un pontífice
—y un pontífice, por si fuera poco, contestado a la sazón por media Europa—. La
noción de guerra santa, o, más exactamente, de propagación de la fe mediante el uso
de la fuerza, que tan destacado lugar ocupa en el pensamiento musulmán, no es ajena
al psiquismo cristiano: dicha noción está subyacente, por ejemplo, en las numerosas
conversiones efectuadas a sangre y fuego en la época carolingia, y sirvió asimismo
para proporcionar a los alemanes el pretexto que necesitaban y que esgrimieron al
incautarse de las apetecibles tierras polacas y lituanas. En cierta medida, por
consiguiente, cabría esperar que el mismo espíritu animara a la Reconquista ibérica.
Pero ya he dicho más arriba que el combate por el que los cristianos de la península
fueron desalojando y rechazando hacia el sur a los musulmanes, sin estar exento de

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un hálito religioso, recibe su impulso de las preocupaciones económicas tanto como
de la devoción; lo prueba con creces la actitud hacia los vencidos de los príncipes
españoles desprovista de rigor antes de los años 1250-1300. Esta falta de intolerancia
recuerda, evidentemente, la que también caracterizaba a los bizantinos al otro
extremo del Mediterráneo; así, la vecindad parece empujar a la comprensión.
Subrayemos que este tipo de visión no era forzosamente compartido por los restantes
pueblos del mundo cristiano. Los barones borgoñones o languedocianos que entre
1063 y 1085 encontramos en Barbastro o en Toledo al servicio de los aragoneses o
los castellanos se indignan de la clemencia de estos y claman por un mayor
ensañamiento; al fin y al cabo, los papas Alejandro 11 y, tras él, Gregorio VII les han
prometido gracias especiales y el estatuto de protegidos de san Pedro si combaten por
la Cruz; ¿acaso no son, por excelencia, combatientes, bellatores, caballeros, milites,
milites Christi?
En este aspecto reside la explicación fundamental. Si para salvarse bastara con ir
a Palestina en barco y, en el caso del guerrero, con «hacer entrar la espada en el
vientre de los infieles tanto como quepa», según las caritativas palabras de san Luis,
lo cual puede hacerse, por ejemplo, en Sicilia o en España, la cruzada —es decir, la
explosión armada de gentes de todas las condiciones— no tendría ninguna razón de
ser. Tuvo que intervenir, más allá de las ventajas prometidas al cruzado, una presión
psicológica general que constituye uno de los elementos de toma de conciencia de la
Europa románica. El simultáneo despertar de la piedad y de la producción se
acompaña del agrupamiento de los hombres en el señorío y la fijación, al menos
teórica, de una sociedad regulada por Dios. El más claro testimonio de esto lo ofrecen
al historiador actual los «movimientos de paz»; no se puede dejar al Dios de los
ejércitos, al Dios vengador en cuyas manos está el castigo, toda la tarea de defender a
su pueblo y guiarlo hacia la salvación. Puesto que los reyes incumplen esta misión —
ninguno irá a Jerusalén, porque todos están, por entonces, o excomulgados u
ocupados en otra parte—, serán los mismos fieles quienes se ocupen personalmente
de su propia salvación; los guerreros, por descontado, mediante el ejercicio de las
armas; los clérigos mediante sus rezos; los trabajadores, mediante su sudor. Se
concibe la «paz» como el mantenimiento, por la fuerza si es preciso, del reino de
Dios; y entre las «instituciones de paz», la peregrinación armada ocupa un lugar
destacado. Esto no lo había previsto Urbano II en 1095, cuando en Clermont incitó a
los barones occitanos a cumplir su deber con las armas en la mano. El papa contaba
con lograr la formación de un cuerpo expedicionario tolosano o provenzal, que tal
vez, de paso, le salvara de las garras del emperador Enrique IV (pero se suele correr
un tupido velo sobre las probables segundas intenciones del pontífice que no tuvieron
ocasión de revelarse). En cambio, lo que se produce es un levantamiento general que
escapa por completo a su control. De todas partes —Normandía, Flandes, Île-de-
France, Renania, Borgoña, Aquitania, Lombardía, Sicilia—, excitados por ermitaños,
acuden iluminados y aventureros, sin que falten los ambiciosos, los marginados ni los

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segundones; hombres de guerra y campesinos que creen comprender que se les ofrece
una vía privilegiada hacia el juicio final, la paz y la salvación mediante el sudor y la
sangre, y ello bajo la atónita mirada de los mercaderes y los clérigos, por no hablar de
los judíos, que fueron los primeros en pagar por la sencilla razón de que estaban a
mano, a lo largo del Rin y del Danubio, y de los habitantes del Este, que poco
esperaban un movimiento de tales proporciones.
Durante tiempo se habló de 100 000 hombres; las estimaciones actuales giran más
bien en torno a los 4000 o 5000 caballeros y unos 60 000 infantes, con las mujeres y
los niños. Estas cifras, que pueden parecer modestas a nuestros ojos, llenaron de
asombro y de temor a los contemporáneos, temor al que contribuían sobre todo
ciertas bandas campesinas con una sólida reputación de dedicarse al pillaje por el
camino. No me corresponde aquí seguir a los cruzados en su marcha y en sus
acciones, desde la partida de los primeros en la primavera de 1096 hasta la sangrienta
toma de Jerusalén el 15 de julio de 1099. Pero sí que importa, para la historia de
Occidente, señalar varios puntos. Tres de ellos, antes incluso de 1099, saltan a la vista
de inmediato: en primer lugar, la imposibilidad de obtener un movimiento compacto
dotado de un único impulsor. La autoridad del legado Aimar de Monteil pronto es
rebasada; el jefe teórico, Raimundo de Toulouse, es contestado; el más alto barón,
Godofredo de Bouillon, duque de la baja Lorena, no da la talla; la actitud de los
cruzados frente al emperador griego resulta incoherente; se siguen caminos distintos;
y lo que es peor, las motivaciones políticas inconfesadas de cada dirigente estallan a
las primeras de cambio. Para los normandos de Sicilia, Bohemundo de Tarento y
Tancredo, ha llegado la ocasión de reanudar los proyectos de Roberto Guiscardo en
los Balcanes; para Balduino de Boulogne o Raimundo de Saint-Gilles, la de hacerse
con feudos en Tierra Santa. Así pues, desde el primer momento, el trasfondo político
y su imbricación con las ambiciones dinásticas de Europa vician la razón de ser de la
empresa. En segundo lugar, inmediatamente resultó evidente la imposibilidad de
confiar una tarea de esta índole a quienes no fuesen guerreros de profesión: ni
siquiera estos tardaron mucho tiempo en sentir los sufrimientos causados por un
clima, unas tácticas de combate, unas costumbres y unos hábitos alimentarios que les
eran extraños. El calor, la sed, la lepra, el hostigamiento de arqueros fuera de su
alcance pronto hicieron más estragos que los asedios o las cargas. En cuanto a los
combatientes de a pie, el primer contacto con los turcos al otro lado del Bósforo
significó su masacre. En estas condiciones, cabe distinguir dos hilos conductores
cuyas diferencias no suelen destacarse con la suficiente nitidez: por un lado, «las
cruzadas», las que llevan a cabo los príncipes cuando un acontecimiento capital exige
un esfuerzo militar de excepción; y por el otro, «la» cruzada, las idas y venidas
anuales que efectúan peregrinos, mercaderes y aventureros en las estaciones propicias
para embarcarse. Porque la tercera observación enlaza con la que precede: la vía
terrestre, la que corre paralela al Danubio y que tomaron la infantería de 10 %, los
refuerzos de 1100 y, más tarde, príncipes como Luis VII, Conrado III y por último

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Federico Barbarroja, se reveló como un camino tan largo y peligroso que el principal
efecto de las expediciones consistió en asignar al mar un papel prioritario en el
transporte de los hombres, los animales y el material. En este aspecto, la aventura de
Tierra Santa constituye una etapa fundamental en la reconquista del Mediterráneo
oriental por parte de los cristianos.

Europa y la cruzada en el siglo XII

Notable por el continuo esfuerzo militar que exigió, la primera cruzada resulta
todavía más sorprendente por sus prolongados efectos. Como es sabido, en dos
décadas logró arrebatar al Islam todos sus accesos al mar, desde Cilicia hasta el delta
del Nilo, e incluso permitió que, entre 1153 y 1169, el valle del bajo Nilo quedara
sometido al control de los griegos y los francos. Si se considera, además, que hasta
1146 los cristianos —armenios y francos— conservaron, gracias a la posesión de
Edessa, el dominio sobre los pasos del Taurus y el alto Éufrates, y que hasta 1185
ejercieron una supremacía absoluta en el golfo de Akaba —zona de tránsito de las
peregrinaciones a la Meca—, se tendrá una visión del extraordinario peligro corrido
por el Islam. Pero, como contrapartida, hay que tener en cuenta otros dos hechos: en
primer lugar, que los «Estados» agrupados alrededor del rey de Jerusalén nunca
llegaron a enseñorearse de la ruta interior del Creciente fértil (Mosul-Alepo-
Damasco-Petra), lo cual equivalía en la práctica, con la sola excepción de Jerusalén, a
confinarse en la costa; en segundo lugar, que estos «Estados» plantearon problemas
de intendencia de índole muy «colonial». Una vez tomada la ciudad santa, y cuando
los cruzados hubieron regresado a sus tierras de origen, los «reyes» y príncipes
francos de Tierra Santa se quedaron con un número de combatientes que no pasaba de
los dos mil, presencia que exigía un constante ir y venir de caballos de remonta,
armaduras y refuerzos, incluso tras la creación de las órdenes de monjes soldados que
se instalaron allí (templarios, hospitalarios a partir de 1110 o 1120) o la erección de
enormes fortalezas para refugio, los kraks, que aún hoy en día causan la admiración
de los arquitectos. Esta necesidad que vinculaba las «escalas» a Occidente solo
disponía de una solución de recambio: la fusión con los sirios o los armenios que
poblaban aquellos territorios, ancha puerta del mestizaje que hubiera podido dejar
paso a la asimilación. Dicho recurso provoca discordancias e incomprensión entre los
cristianos instalados en Antioquía o en san Juan de Acre, casados con nativas,
acostumbrados al atuendo local y deseosos de mantener buenas relaciones con la
población autóctona, y el peregrino entusiasta que llega con la intención de matar
infieles y acaba volviendo a su punto de partida (si es que puede) lleno de
indignación y con la bolsa saqueada.
Así, se puede decir que el efecto indirecto de la creación de los Estados francos
benefició sobre todo a los italianos, armadores de navíos de transporte o mercaderes.
Los genoveses fueron los primeros en comprender las ventajas que podían reportarles
las cruzadas, ya que tenían un pie en Siria desde 1065. Prestaron los navíos y, en

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1097, se hicieron conceder muelles, lonjas y recaudaciones aduaneras en Antioquía,
Arsuf, Cesárea, Acre y Trípoli. Pisa, que en un primer tiempo se vio adelantada por
su rival, no tardó en recuperarse; en 1099 consiguió colocar un patriarca en Jerusalén,
se asentó en Jaffa y en Latakia y mantuvo sus antiguas relaciones con Egipto. Los
venecianos, ganados por la mano, se adaptaron, como siempre: entre 1101 y 1110
obtuvieron una tercera parte de las ciudades de Haifa, Sidón, Tiro y Beirut, con las
rentas correspondientes. Pero siguieron llegando nuevos competidores, de Marsella,
Montpellier, Saint-Gilles, Barcelona antes de 1136, cuando los normandos de Sicilia
atacaron Túnez. En su conjunto, esta densa trama de enlaces que pone en manos de
los occidentales el comercio marítimo levantino precisa de la neutralidad o el apoyo
de los griegos, y corresponde a los emperadores de la dinastía Comneno el mérito de
haberlo comprendido así. Por mediación del control que ejercen sobre Antioquía,
aceptan dar cabida a factorías italianas en su misma capital: Venecia ya está instalada
en ella desde el siglo XI; Pisa y Génova obtienen idénticas ventajas, en 1111 la
primera y en 1155 la república ligur. La complicidad entre griegos e italianos explica
la penetración en Egipto de mediados del siglo XII. Esta connivencia resulta afectada
por tormentas pasajeras. Por una parte, los peregrinos que van y vienen censuran cada
vez con mayor dureza las características de esta colusión, denuncian el
envilecimiento de la Tierra Santa y la duplicidad de los griegos. Por la otra, de vez en
cuando se producen acontecimientos que deterioran las relaciones; así, por ejemplo,
cuando tras la pérdida de Edessa —al fin y al cabo no tan importante—, el miedo
empieza a cundir en Occidente a partir de 1147; escuchando la llamada de san
Bernardo, el rey francés Luis Vil y el emperador germánico Conrado III toman la
cruz; rechazan, tras haber estado a punto de aceptarlas, las hipócritas proposiciones
del normando Roger II de Sicilia, que sueña con ocupar Bizancio, y se ponen en
marcha. Esta segunda cruzada se embarca lastimosamente en una sucesión de errores
militares y psicológicos; por su lado, Roger tiene que evacuar la isla de Corfú y la
región de Beocia después de haber logrado ocuparlas durante un breve lapso de
tiempo (1148-1149), pero en el oeste estos hechos crean animadversión hacia los
griegos. Se produce una nueva alerta cuando el tercer Comneno, Manuel, acaricia la
posibilidad de llevar el poder bizantino hasta Italia y desembarca en Ancona (1155).
Es un acto que equivale a inquietar a Occidente para nada. Y, para complicar el
cuadro, el Islam, abrumado e impotente hasta entonces, parece despertar de su
letargo: el curdo Salâh ad-Din (Saladino) destruye el cisma fâtimí y se apodera de
Egipto, con lo que en 1171 las premisas políticas de la situación quedan bruscamente
alteradas en las tierras orientales, en el mismo momento en que, al oeste, los
almohades fundan un imperio que se extiende desde el Senegal hasta el Tajo.
A partir de entonces, en Oriente, la atención se concentra o bien en el sur —
Egipto—, o bien en el norte —Bizancio—. En efecto, toda la actividad relativa a los
intercambios, bloqueada en Mesopotamia y más allá de ella, se desvía ahora hacia El
Cairo, Alejandría y Damiette, cambio que ya había empezado a perfilarse desde 1150;

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para los italianos resulta en adelante mucho más ventajoso ir a los nuevos emporios
en busca de plantas aromáticas, alumbre, especias o piedras preciosas. A partir de
1154, y más tarde en 1172-1173, se abren factorías para mercaderes de Pisa, Génova,
Salerno y Palermo, y Venecia pacta una pax firmissima con Saladino, el hombre que
domina las rutas del Chad, de Abisinia, del océano índico y del golfo Pérsico. Las
relaciones son buenas, aun cuando todos los navíos cristianos deben ser desarbolados
al entrar en el puerto; se habla de 3000 mercaderes latinos en Alejandría. ¿Por qué
inquietarse demasiado por una obra de reconquista piadosa con Palestina como
objetivo? Cuando Saladino, después de haber desalojado de cristianos el mar Rojo y
la ruta de las peregrinaciones, captura al ejército franco en Hattîn y recupera
Jerusalén para el Islam (1187), la emoción no sobrecoge a Italia. Más al norte, la
noticia causa mayor impresión. La tercera cruzada, que resulta de ello y cuyo objetivo
se cifra en redimir de nuevo el Sepulcro, constituye una expedición prestigiosa, en la
que participan el emperador Federico Barbarroja, el rey de Francia Felipe Augusto y
el de Inglaterra Ricardo, de la casa Plantagenêt, quien ganará frente a los musulmanes
su sobrenombre de Corazón de León. Pero sus frutos son irrisorios; Federico se ahoga
por el camino (1190), Felipe se limita a consolidar Acre y, acto seguido, reembarca
para volver a su reino, y Ricardo avanza sin convicción hacia la ciudad santa y, al
llegar a sus proximidades, evita atacarla. Cuando también él emprende el regreso
(1192-1193), los francos tienen en su poder una línea continua de ciudades costeras
que prácticamente se encuentran en manos de los italianos, con un vano título de
«rey» en San Juan de Acre, título que se disputan alemanes y franceses. La situación
resulta clara: la «cruzada» solo puede ser un asunto de mercaderes.
Poca ha sido la ayuda que han proporcionado los griegos, y para la psicología
occidental su política sutil es, lisa y llanamente, traición. En realidad el Imperio, que
debe hacer frente a nuevas convulsiones en Asia Menor, pierde terreno
paulatinamente: tan pronto multiplica las concesiones como la represión, deja que la
piratería italiana se instale en el Egeo, pero excita a la multitud contra los latinos de la
capital, cuyo número se eleva a 50 000 según Eustaquio de Tesalónica. A los celos y
la desconfianza de los occidentales responde el odio de los griegos, confinados en el
mediocre comercio local por los exorbitantes privilegios concedidos a los italianos,
heridos en su orgullo por las incesantes embajadas latinas, hambrientos y víctimas de
psicosis de asedio. Con lo que se suceden los accesos de violencia: en 1171 tiene
lugar el encarcelamiento de los venecianos, y en 1182 la masacre de todos los latinos
de Constantinopla; en 1185, los normandos emprenden un ataque contra las islas del
Adriático y a continuación toman e incendian Tesalónica. La desaparición de la
dinastía de los Comneno crea una situación de anarquía, y el emperador germánico
Enrique VI. hijo de Federico Barbarroja, da a entender que no puede permitirse que el
caos se prolongue.
¿Pero dónde están «las llaves de Jerusalén»? ¿En El Cairo o en Bizancio? ¿Obran
en poder de los descendientes de Saladino, moderados amigos de los italianos pero

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infieles? ¿O acaso se encuentran en aquella tierra cristiana de Oriente de donde,
durante tanto tiempo, vino la ley?

El atasco y el hundimiento

Cuando el papa Inocencio III clama por que se efectúe un nuevo esfuerzo dirigido
hacia Oriente, la ambigüedad de los proyectos occidentales se hace manifiesta; los
soberanos declinan la responsabilidad, alegando que apenas acaban de volver de
aquellas tierras; algunos príncipes, como Balduino de Flandes o el conde de
Champaña, aceptan, pero dan largas. En cuanto a los italianos, la idea de atacar
Egipto, o incluso la Palestina ayyûbí, les tienta poco: preferirían que se despejaran de
peligros las rutas de Asia Menor, del mar Negro o del norte de Mesopotamia, que no
logran controlar pese a sus implantaciones en Creta, Chipre y Cilicia. ¿Contenía la
petición de ayuda por parte del futuro y efímero Alejo IV, hijo del basileus
destronado, una súplica expresa para que los latinos efectuaran una larga estancia en
Constantinopla? Tal es el argumento que esgrimen los venecianos que alquilan sus
barcos; ¿puede hablarse de «cambio de ruta»? Al fin y al cabo, la reafirmación del
orden veneciano en Zara y en el Adriático podía legitimarse; además, si el objetivo
primero es Anatolia, la escala en Bizancio se impone. Lo que sigue es sobradamente
conocido. Con un fondo de total incomprensión, de circunstancias e intereses
oportunos, y de una gran desigualdad de medios, los incidentes que oponen a griegos
y latinos degeneran. El 13 de abril de 1204 los cruzados emprenden el asalto final
contra Constantinopla y, por primera vez en su historia, la ciudad es tomada. Los
italianos dirigen, de la manera más conveniente para ellos, un saqueo completo y que
resulta prodigiosamente lucrativo: solo para Venecia, cinco toneladas de oro. El
crimen es patente, y los agresores hubieran podido contentarse con él, pero van más
lejos: proclaman la desaparición del Imperio griego, coronan como emperador latino
de Constantinopla al conde de Flandes y reparten los territorios y las islas entre los
venecianos y los cruzados franceses.
Era una solución, pero la peor de todas, ya que significaba doblar los refuerzos
que habría que enviar periódicamente al Egeo, agudizaba las rivalidades entre
italianos (Génova, sobre todo, consideraba lesionados sus intereses), no aportaba
ninguna solución al problema de Anatolia y, por si fuera poco, pecaba de incompleta,
dado que quedaba un Imperio griego replegado sobre Nicea, otro en Trebisonda y un
«despotado» en Epiro, y que las poblaciones de Acaya, Tesalia y Tracia se mostraban
poco acordes con el yugo que les era impuesto. Añadamos a ello el empuje de los
búlgaros al norte y la presión de los egipcios en un mar donde ya no navegaban
barcos griegos, y tendremos el cuadro completo de la increíble calamidad que
representó la «solución bizantina».
¿Podía haber sido más provechosa la «solución egipcia»? Tal es la carta que
Inocencio III, en su decepción, pretende jugar. Pero nadie le secunda; los italianos se
muestran francamente hostiles a esta idea; el resto de los occidentales se declaran

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fatigados; es preciso recurrir a los cristianos de Oriente. La expedición que el legado
Pelago y Juan de Brienne, «rey de Jerusalén», dirigen hacia el delta del Nilo se
resuelve en un fiasco (1215-1219). Se prueban, entonces, las vías de la negociación:
el emperador Federico II, más atento al mundo musulmán que los restantes príncipes
de su tiempo, y seducido, según él mismo decía, «por la llamada del almuecín en la
noche», transige con el sultán de Egipto. Un sorprendente tratado firmado por ambos,
en 1229, estipula la retrocesión formal de Jerusalén a la cristiandad; Federico visitará
la ciudad santa —en un momento en que, por otra parte, está excomulgado— y se
hará coronar «rey» de la misma gracias a un subterfugio dinástico poco confesable.
Desafortunadamente, esta solución era precaria por cuanto estaba supeditada al
mantenimiento del statu quo oriental; los trastornos que la presión mongola provocó
en este determinaron una nueva evacuación cristiana en 1244. De nuevo la
expedición armada constituyó la única solución que se podía plantear; y, quizá por
primera vez, hubo un pensamiento preciso y una voluntad directora para coordinar el
esfuerzo. Luis IX, arrastrado por su piedad, pero captando al mismo tiempo el
espasmo militar que agita por entonces al mundo de los humildes, los errantes, los
«niños», los «zagales» en busca de una nueva vía que les lleve a la salvación, dirige
una segunda expedición contra Egipto (1249), que concluye en un fracaso más, con
dos consecuencias de signo totalmente distinto. Por una parte, un golpe de estado
militar entrega Egipto a la ambición agresiva de los guardias mamelucos, lo cual hace
mucho más aleatorio cualquier intento futuro de intervención; por la otra, la «pasión»
del rey, durante su breve cautiverio, erige uno de los pilares de su futura «santidad».
Vista la dificultad que presenta un desembarco, tal vez se podría llegar hasta el delta
del Nilo desde Túnez. San Luis se deja convencer de que vale la pena intentar esta
locura por su hermano Carlos, quien ha substituido en Nápoles y Sicilia a los antiguos
amos alemanes (los cuales, a su vez, habían sucedido a los normandos), y a quien por
ello le interesa un Mediterráneo central inaccesible para los musulmanes. El lúgubre
desenlace de este último empeño, con el rey muriendo frente a Túnez, víctima de la
peste y corroído por la duda (1270), es un episodio célebre. Después de esto, el
asunto ya está zanjado; solo queda a los mamelucos el quehacer de irse apoderando
de las ciudades y fortalezas de Palestina y el Líbano, al que ponen fin en 1291 con la
toma de Acre. Cuando esto ocurre, hace ya 30 años que Constantinopla, defendida
exclusivamente por Venecia, ha vuelto a manos de los griegos. Los occidentales, sin
embargo, conservan sus puestos avanzados en el mar Negro, en el Egeo, en Creta.
Chipre, Morea. Ni en las «escalas» de Levante ni en el mismo Egipto, sus derechos
sufren menoscabo alguno. En resumen, siguen teniendo el dominio del mar, pero toda
idea de reconquistar la costa pertenece ya al ámbito de las esperanzas quiméricas, si
bien estas pervivirán aún durante más de 100 años, como un tenaz recuerdo, una
creencia nunca sofocada en la posibilidad de volver a ver una Jerusalén cristiana.
Hubo un momento —y por muy terrenal que sea, esta solución debe ser
mencionada aquí— en que se encaró en Europa la eventualidad de una más amplia

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política: sorprender al Islam oriental por la espalda. Probablemente, la constitución
del gran Imperio mongol en Asia no fue ni conocida ni comprendida en el oeste hasta
bastante más tarde de que se produjera. Pero los relatos transmitidos por los
peregrinos que volvían de Tierra Santa y por los escasos mercaderes que se
aventuraban hasta las cercanías del desierto de Gobi, así como determinados hechos
precisos —por ejemplo, las incursiones antimusulmanas realizadas por los mongoles
en los años 1220-1223 en Irán, Georgia y Ucrania—, hicieron surgir la idea de una
posible colusión con los khanes tártaros. Se contaba que los nestorianos
desempeñaban un papel esencial en Karakorum, la capital de los mongoles, y se
citaban casos de príncipes bautizados. ¿Acaso no podía pensarse que se trataba de las
tropas del «preste Juan», que acudiría en socorro de la Cruz? Los franciscanos se
convencieron de ello con mayor rapidez que los mercaderes, quienes habían oído
rumores de otro tipo, sobre las abominables e imparciales matanzas perpetradas por
las hordas. También san Luis creyó, sin duda, aquella versión, y a partir de 1232 o
1235 empezaron a partir misiones hacia Asia. Sin embargo, pronto se evidenció el
error. La gran incursión de 1238-1239 contra los principados rusos, que llevó a los
mongoles hasta Iaroslav en el norte y hasta Kiev en el sur, ponía de manifiesto su
total indiferencia hacia las consideraciones religiosas. Más aún, en 1241-1242, los
jinetes de la Horda de oro saquean Cracovia, Olmütz y la región de Servia antes de
regresar a sus bases; el rey de Hungría, Bela IV, vencido, aterrorizado, advierte de la
llegada de un nuevo peligro huno. Pero el rey de Francia se obstina. ¿No acaban de
someter los mongoles a los turcos de Anatolia (1242)? Más tarde saquean Bagdad,
destruyen el viejo califato ‘abbâsí (1258), avanzan por Siria (1256) y contienen a los
mamelucos (1260). El monarca Capeto les delega nuevos misioneros, Juan de Plano
Carpino (1245-1247) y Guillermo de Rubruck (1252-1255); fortalece sus esperanzas
la relativa facilidad con que se efectúan los viajes mercantiles en la vasta área
comercial reconstituida por los mongoles desde Asia Menor hasta China. Hasta
nosotros ha llegado vivo el recuerdo de los largos periplos realizados por los tres
Polo, los hermanos Niccolò y Maneo y el hijo del primero, Marco, que durante más
de 30 años (1260-1295) recorrieron las tierras de Asia, Pero el soberano francés se
ilusiona en vano: los mongoles no comprenden en absoluto los deseos de los
europeos ni su mentalidad. Son nómadas que viven del producto de sus incursiones,
dan poca importancia a la religión de Estado y no tienen inconveniente en adoptar,
sobre un fondo de animismo, cualquier creencia. En cuanto a la alianza, para ellos
esta solo tiene el sentido de una sumisión. Por otra parte, y sin internarnos en el
campo de lo hipotético, cuesta imaginar qué ayuda efectiva habrían podido aportar
los mongoles en zonas tan alejadas de sus bases y tan poco propicias, por su clima o
sus costumbres, a dejarse imponer una sólida sujeción.
El episodio de las cruzadas marcó profundamente la psicología de la Europa
medieval, polarizó numerosas corrientes milenaristas y transfirió el fenómeno del
peregrinaje al plano del martirio; pero todos estos son efectos morales que, de

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momento, vamos a dejar de lado. En cambio, es importante darse cuenta de que tuvo
profundas repercusiones —positivas en un primer tiempo— en la Iglesia cristiana.
Durante por lo menos 100 años, el papado y la jerarquía secular, aunque no siempre
lograran arrastrar tras de sí a todos cuantos hubieran deseado atraerse, ejercieron una
considerable influencia sobre los poderes laicos y absorbieron en gran parte,
empleándola a su servicio, la fuerza guerrera de la aristocracia. Mucho episodios
fratricidas de la vida política europea debieron a la cruzada la atenuación de su
virulencia, y a veces hasta su desvanecimiento, y es indudable que el prestigio de la
sede de Roma aumentó con ello, al menos hasta 1204. Por otro lado, las expediciones
armadas o simplemente el traslado de los peregrinos implicaban gastos que llevaron a
una verdadera transferencia de riquezas cuyo beneficiario fue la Iglesia: la
pignoración, para procurarse liquidez, de bienes raíces que después no pudieron ser
recuperados enriqueció al mundo eclesiástico, pero en esta ocasión sobre todo al clero
regular, los frailes, bastante ajenos a la organización de las expediciones, pero únicos
poseedores del indispensable numerario. Sin embargo, a estos aspectos positivos para
la Iglesia hay que contraponer los negativos, que no cesaron de incrementarse a lo
largo del siglo XIII: la colusión de los intereses materiales o políticos del papado con
los de los príncipes redundó en un relativo descrédito de las acciones militares
emprendidas por la cristiandad en Oriente. A partir, sobre todo, de los años
1245-1250, resultó manifiesto que la ambición de los príncipes angevinos de Sicilia o
las presiones ejercidas sobre los pontífices tan pronto por Génova como por Venecia
no guardaban relación alguna con los intereses de la fe. A este respecto, el punto
culminante se produjo cuando el emperador Federico II, pese a hallarse excomulgado
por sus rencillas con Gregorio IX en Italia, no tuvo empacho en entrar en Jerusalén
(1229), circunstancia que obligó al papa a decretar el interdicto contra Tierra Santa. A
este tipo de absurdos se sumaba, por la misma época, la tenaz impresión de que se
había producido un enriquecimiento anormal de la Iglesia. Fue ganando terreno la
idea de que esta se dedicaba más a sus préstamos y a la acumulación de bienes
terrenales que a la acción y al socorro de los menesterosos, y llegaría un momento en
que los templarios pagaran con su vida este desajuste.
La aristocracia guerrera regó en abundancia con su sangre los campos de batalla
de Oriente; sin que se pueda decir que quedó diezmada, tampoco cabe subestimar las
pérdidas, por muerte o por cautividades que serían perpetuas, sufridas por la juventud
de Francia, sobre todo, en el siglo XII, y por la de Alemania, de manera especial, en el
siglo XIII. También los simples peregrinos armados, que aprovechaban su viaje a
Oriente para combatir, dejaron a menudo su vida en el empeño. La temeridad y la
falta de experiencia tuvieron en las cruzadas un papel del que carecían en los
enfrentamientos entre adversarios europeos. Evidentemente, ninguna estimación
cifrada resulta posible, pero el estudio de las genealogías nobiliarias da fe de una
mortandad sin equivalentes en los combates del Oeste. En agosto de 1119, en
Brémule, donde los oponentes son nada menos que los reyes de Francia e Inglaterra,

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Luis VI y Enrique I, solo perecen cinco combatientes, mientras que dos meses antes
más de 500 normandos habían perecido a poca distancia de Alepo, en el Ager
sanguinis. Parece poco probable, en cambio, que se produjera un trasiego de
población. Varios linajes establecieron a uno de sus segundones en Tierra Santa, pero
hay que excluir por completo la idea de una «colonia de población». Esta aristocracia,
castigada en las personas y las vidas de sus miembros, lo fue también, y con una
dureza por lo menos igual, en su fortuna. Aparte de las cesiones de bienes, que de
provisionales se convirtieron en definitivas, disponemos de abundantes pruebas de lo
muy dispendioso que resultaba el viaje a Oriente. Las sumas variaban, por supuesto,
según el rango del peregrino y la distancia que debía recorrer; a principios del siglo
XIII estaban comprendidas entre unos valores mínimo y máximo de 20 y de 200 libras
tornesas (equivalentes al coste de 10 y 100 hectáreas de buena tierra), lo cual supone,
en el caso del viaje más barato, un precio muy superior al capital representado por la
superficie agrícola necesaria para proporcionar el mínimo vital a una pareja de
campesinos de la época, superficie generalmente estimada entre 3 y 5 hectáreas.
En cambio, no cabe ninguna duda de que el movimiento de la cruzada, aun
cuando resultó un fracaso territorial y militar, dio un impulso económico capital a
Occidente. He hablado sobre todo de los italianos, pero si este estudio se prolongara
hasta principios del siglo XIV veríamos surgir junto a ellos a provenzales y catalanes.
Y, de todo modos, lo esencial no reside en los protagonistas del comercio que se
reanudó con Oriente, sino en el contenido del mismo. Contemplando el panorama de
1150, y con mayor claridad aún el de 1200, podemos ver que el doble freno que
bloqueaba la expansión económica europea ha dejado de actuar: la piratería
musulmana ya no existe, y las trabas arancelarias bizantinas han desaparecido. Es
inútil interrogarse sobre cómo habría sido el «despegue» de Europa si la situación
hubiese evolucionado en otro sentido. Se ha llegado a sostener que la expansión
nórdica no debe nada a este proceso, que al fin y al cabo la rica Europa del siglo XVI
solo domina a medias el mar latino. Poco importa eso: la reconquista de dicho mar se
inscribe como un elemento fundamental de la expansión, y es la expansión misma lo
que de inmediato debemos escrutar más de cerca.

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Capítulo 7
EL SALTO HACIA ADELANTE

El progresivo asentamiento de un nuevo marco en el que transcurre la existencia


de los hombres justifica tal vez que sigamos sus etapas a lo largo de las décadas.
Cada etapa anuncia y justifica el progreso que caracteriza a la siguiente. Cuando llega
el momento en que el árbol va a dar sus frutos, habría que poder ver cómo todos
surgen a un tiempo, pues todos salen de un mismo tronco; pero el ojo es tan incapaz
de esta hazaña como la pluma de la de describirlos a la vez. Por consiguiente, me veo
forzado a una dislocación racional, impuesta por la necesidad de ordenar los datos
pero que encubre la unidad, a un desglose por sectores de lo que solo tiene sentido
dentro del conjunto. No queda otro remedio que proceder así, y el orden adoptado no
se debe más que a la comodidad de presentación. Es evidente que la penetración de
los hombres en zonas por desbrozar, el peligro afrontado en el mar, el incremento
demográfico y la evolución de las conciencias, la expansión de la producción de
alimentos o el crecimiento urbano son hechos que solo se explican unos en relación
con otros. Ahora bien, todos ellos —y esta es la síntesis que el lector debería ser
capaz de realizar— progresan de manera concertada en una misma dirección: el
crecimiento. Durante un siglo y medio, Europa, por fin provista de sus medios de
acción, se desvió del destino al que su pasado parecía impulsarla; para expresarlo en
la terminología de los economistas actuales, Europa «despegó», y este gran «salto
hacia adelante» constituye la principal etapa de su historia medieval.

EL «BOOM» DE LOS PRODUCTOS ALIMENTARIOS

La escasez de los documentos de detalle cuando se produce un fenómeno de este


tipo es una de las paradojas a las que el medievalista debe hacer frente de continuo, y

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ya hemos tenido ocasión de comprobarlo al tratar sobre el incremento demográfico.
Ahora, lo que escapa a nuestro saber son los progresos realizados en la producción de
comestibles: deplorable laguna en un momento en que una serie de indicios no solo
nos permiten discernir los efectos plausibles de tales progresos, sino que nos dan la
certidumbre de que estos fueron una realidad. Uno de dichos indicios lo tenemos en
el interés que los responsables empiezan a mostrar por el aprovechamiento y
explotación de los suelos. A mediados del siglo XII, san Bernardo aconseja fundar una
abadía «allí donde el grano rinde a razón de ciento por uno», lo cual, tomado al pie de
la letra, equivaldría a aplazar todo proyecto de esta índole hasta un tiempo todavía
por venir. Suger busca y encuentra buenas vigas para la armazón de Saint-Denis;
vemos a propietarios alemanes que atraen a los hombres necesarios para roturar sus
tierras agrestes en Silesia mediante el señuelo de pingües cosechas y con la promesa,
además, de la salvación eterna; Felipe de Alsacia, conde de Flandes, vigila la
construcción de Gravelines, y las remontas del sire de Rollan se convierten en un
próspero negocio en una época en que los guerreros montan buenos caballos. Otro
indicio, aunque algo más tardío, lo ofrece el hecho de que se empiecen a redactar
manuales de agricultura, y como la mayoría de ellos son ingleses (la Fleta de Walter
of Henley, la Housebondrie), se suele dar crédito a la idea, totalmente imaginaria, de
que el archipiélago está más adelantado que el continente en este campo. Pero no
existen cifras para períodos anteriores a mediados del siglo XIII, solo unos pocos datos
sueltos referentes a Cluny, a Flandes, a Ramsey o Winchester en Inglaterra, a Baviera
y a regiones cercanas al Mediterráneo pero cuyas condiciones naturales son poco
representativas. Es preciso extraer las informaciones de los documentos de venta, las
limosnas, los primeros inventarios de censos que detallan los cánones y permiten, a
veces, efectuar un primer cálculo de los rendimientos. En cuanto a la arqueología, tan
prometedora en lo que respecta a la alta Edad Media, enmudece de repente, mientras
que la iconografía, por su parte, no cesa de copiar. Y sin embargo, el trigo, que en el
siglo IX producía dos granos por uno sembrado en las tierras del patrimonio real de
Annapes, produce cuatro por uno en 1155 en Cluny, siete por uno hacia 1225 en
Picardía, y cien años después, en Artois, se llegará a once por uno, muy poco menos
que en la Francia de 1900. Y todos los hechos van a la par: hombres, superficie y
producción se extienden y aumentan. Es «el siglo del gran progreso», que abarca el
período 1090-1220. Pese a la satisfacción que representan para el historiador estas
palmarias constataciones arrancadas de los archivos manoriales de Inglaterra o de
otras partes, no puede ignorar una serie de embarazosos interrogantes que siguen en
pie. Aventurémonos a plantearlos.

Dominar las fuerzas naturales

Procurarse una mayor cantidad de grano cuando hay un número mayor de


hombres podría ser un problema de espacio; y, en efecto, como ya hemos visto más

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arriba, la superficie cultivada se dilata. ¿Pero no se corre entonces el peligro de que
los animales se queden sin bosque? Por otra parte, se trata más de un problema de
rendimiento que de un problema de volumen. Arrinconemos entre las antiguallas de
los siglos XVIII y xix la idea de un gran esfuerzo cristiano realizado gracias al piadoso
celo de los fieles. El fervor de los creyentes no alarga las horas del día, y levantar el
corazón no siempre da más fuerza en los lomos. Dejemos también en la categoría de
pruebas eventuales, cuya certidumbre solo podrá aportamos el futuro, la de un clima
óptimo que hubiera fertilizado el suelo y vigorizado las especies vivientes. Y, por el
momento, contentémonos con examinar los progresos de las técnicas.
Partir de las técnicas no es una solución obvia ni convincente. En primer lugar
porque se puede aducir con toda la razón que, como prueban las sucesivas guerras,
los inventos son más a menudo consecuencias que causas de los fenómenos; en
segundo lugar porque una técnica solo es operativa dentro de un modo particular de
producción, y puede que ni siquiera siempre. Así, tenemos el molino de agua descrito
en las páginas de Virgilio y el arado de vertedera en las de Plinio, pero el sistema
esclavista prestó bien poca atención al uno y al otro. El caballo es, sin ninguna duda,
mejor que el buey para labrar la tierra, porque su musculatura de animal saltador le
permite, en las tierras grasas, hacer avanzar la reja del arado cuando se embarranca;
pero en cambio es nervioso, frágil y caro. Para utilizar la fuerza de dos o cuatro
caballos a la vez hace falta disponer de estos animales en abundancia, con lo cual
Inglaterra, Baviera y Borgoña, por ejemplo, permanecerán fieles al buey hasta 1225 o
1250, tal vez incluso 1275. Si a ello añadimos que los escribanos medievales traducen
al latín como pueden los términos usuales en la lengua hablada, o que a veces se
empeñan en hacer gala de un estilo florido, se comprenderá fácilmente que el
historiador, desconcertado, avance con una prudencia extrema. Sin embargo, existe
una certeza: con la excepción de algunos mecanismos como el árbol de levas y el
tornillo sin fin, de los cuales no hallamos mención en el mundo antiguo —aunque tal
vez por falta de fuentes—, todo lo que contribuyó al esfuerzo de la producción
medieval proviene del mundo grecorromano o de Extremo Oriente, India sobre todo,
China tal vez. En primer lugar porque del primero proceden los tratados técnicos de
Vitrubio, Catón, Columela y Plinio; en segundo, porque los ávaros, los moravos o los
jazares de Europa oriental parecen haber transmitido al Oeste métodos y
procedimientos que, probablemente, ellos habían aprendido de sus vecinos asiáticos.
No es un desdoro para la Edad Media despojarla del prestigio de la investigación
fundamental y de primera línea, puesto que le corresponde, como contrapartida, otro
mucho más útil para la especie humana, el de la adaptación práctica y la
vulgarización. La Europa del noroeste, mundo de la madera, del agua abundante y del
hierro, se hallaba en condiciones idóneas para traducir de la teoría a la realización
concreta los «inventos» de Heráclito o de Arquímedes en tres campos:
—substituir el esfuerzo de un esclavo que trata de economizar sus bríos por el
trabajo de un animal domesticado es una idea que se remonta al neolítico. Pero

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cuando los esclavos comienzan a escasear, como ocurre en Europa a partir del año
1000, no queda otro recurso que el de utilizar al máximo la fuerza de los animales.
Cierto que en las tarifas fijadas para los peajes en el siglo XIII seguimos encontrando a
hombres cargados con sacos o cuévanos, sosteniendo unas parihuelas o empujando
una carretilla, pero el resto de los transportes se efectúa en carros, enganchados a los
bueyes mediante el yugo frontal y a los mulos y caballos mediante la collera; los
animales están siempre dispuestos en fila para sumar las fuerzas de tracción y llevan
herraduras para protegerles las pezuñas y dar mayor vigor a sus patas. Esto último es
probable en Escandinavia y en Tréveris en el siglo X, en Grenoble, en Épinal y
también en los países eslavos cincuenta años después, pero era ya una realidad,
asimismo, en las caravanas que atravesaban el desierto de Gobi y en los tratados de
Plinio el Viejo. ¿Cuándo se generalizó la costumbre? ¿Por qué conductos? Seguimos
en la ignorancia. En Inglaterra, en tiempos de Guillermo el Conquistador, un condado
ha de forjar 120 herraduras por año, lo cual es bastante poco, y un peaje angevino de
1082 estipula tarifa doble para los caballos herrados. Pero hacia 1175 la evolución
parece haber llegado ya a su fin;
—substituir el animal por la máquina representa un adelanto considerable, tanto
que Marx vio en ello el surgimiento de un nuevo modo de producción, a causa de las
muy distintas relaciones que a partir de este hecho se establecían entre los hombres.
El esquema es simple y conocido: la fuerza motriz del agua, o eventualmente la del
viento, puede ser captada por el hombre para mover una maquinaria sin que sus
músculos ni los de sus animales tengan que fatigarse. También este descubrimiento lo
habían hecho ya los antiguos; Vitrubio conoce a la perfección el mecanismo del
molino instalado en un curso de agua controlado, del mismo modo que en el Asia
Menor bizantina o en Persia no se ignoraba el de los molinos de viento. Pero la
irregularidad de estas fuerzas naturales en el área mediterránea, junto con la
abundancia de esclavos en unos sectores y de camellos o bóvidos en otros, relegaron
la captura de esta energía al estado de simple prototipo y al ámbito de la reflexión
teórica. Como había ocurrido con los arreos de los animales de tiro y de labranza, la
Edad Media recuperó y generalizó este saber; a diferencia del Islam y, en algunos
aspectos, de todo el flanco sur de Europa, que guardaron una fidelidad arcaica a los
viejos procedimientos, porque desde España hasta Siria las norias, triturado de los
granos con los pies de los hombres o de animales y las corveas de agua o de molienda
manual bloqueaban todo progreso —y en algunos casos la situación se ha prolongado
hasta nuestros días—, la Europa del noroeste, zona con abundancia de ríos, se equipó
de molinos de agua instalados en las corrientes rápidas, bajo los arcos de los puentes,
en tramos donde se habían dispuesto compuertas. La conversión de la rotación en
plano vertical provocada por el caudal del río o por el viento en un movimiento de
rotación en plano horizontal permitía la molienda de cereales, cortezas, nueces o
aceitunas, pero también podía dar lugar a un movimiento de vaivén que posibilitaba
su acoplamiento a una sierra para madera o piedra, a un mazo para trabajar el hierro o

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abatanar los paños, o que facilitaba el vertido del agua a un canal de riego. Imposible
no ver la extraordinaria variedad de utilización de los molinos, variedad que ha dado
pie a la afirmación, sobradamente justificada, de que el primer mecanismo de la
historia es medieval y habrá que esperar hasta la aparición de la caldera de vapor para
que venga otro a reemplazarlo. Tenemos indicios, escasos pero indiscutibles, de la
existencia de tales máquinas en el siglo IX y a mediados del X, pero es a partir de
1125 cuando se erigen en Picardía, Poitou, Berry, en Inglaterra, en las regiones
renanas, y lo mismo en la ciudad (como los cuarenta molinos de Tolosa) que en el
campo. No está al alcance de todos la adquisición de los troncos de roble y de olmo
necesarios para el eje y las aspas, el plomo para los engranajes, los bloques de piedra
para las muelas y el hierro para las llantas, sin contar con el salario de los
montadores, la posesión del agua y los gastos de transporte. Se trata de una obra que
solo pueden acometer los ricos. Cuando el precio de un molino ha llegado hasta
nosotros, como ocurre con uno de Amiens alrededor de 1200, constatamos que
equivale al de veinte hectáreas de buena tierra. ¿Quién hay susceptible de emprender
una aventura tal sino el señor del lugar? ¿Y cómo evitar que trate de resarcirse del
gasto atrayendo a los posibles usuarios con el señuelo del ahorro de tiempo y de
esfuerzo que representa? Por descontado, la utilización del molino cuesta dinero a los
campesinos, pero solo de 1175 o 1200 en adelante los señores toman el partido de
declararla obligatoria, hasta llegar al extremo de excluir del grupo de los hombres
dignos de este nombre a quienes no puedan pagar la tarifa establecida por el
molinero, execrable agente del señor. Nos hallamos, con toda evidencia, frente a una
modificación no menos social que económica;
— la historia de los hombres empezó cuando estos dominaron el fuego y, a
continuación, aprendieron a trabajar los metales con su ayuda. Pero las cualidades del
arma, la herramienta o el adorno dependen de las del metal o del fraguado. En este
aspecto, el caso del hierro resulta fundamental; ya se ha mencionado la superioridad
de los filones metálicos de Germania y de Bretaña, la cual explica a la vez la calidad
de las armas «bárbaras» y la excelencia de su fraguado, y quizá también —así lo
afirmaba E. Salín— el desplazamiento de la superioridad militar, y más tarde
artesanal, del Sur al Norte. Pero en este campo no hay ninguna certeza absoluta para
antes de mediados del siglo X, cuando de repente la metalurgia irrumpe con fuerza en
Europa entre 950 y 1075. En Cataluña, cerca del Harz, en los alrededores de Milán,
en las Ardenas, en Yorkshire, en Baviera, y tal vez aún antes en Bohemia y en
Moravia, se abren filones, se instalan forjas junto a los bosques, en las proximidades
de los ríos, y poco después también en los pueblos y en las ciudades. Mutación
técnica esencial sin la que no se podrían comprender ni las roturaciones ni los
molinos. El hombre que trabaja con el fuego, aun habiendo perdido parcialmente la
mágica aureola de su antepasado de la época de los nibelungos, sigue siendo el eje de
la comunidad; a su forja acuden tanto los aldeanos como el señor, para consultar al
herrero, al fevre, al fabre, al ferrario, o, como le ha llamado G. Duby, al «mecánico»,

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a llevarle un arma para que la enderece, un hacha para que la trabaje a martillazos,
una rueda para que la calce a un carro o un caballo para que lo hierre. Este personaje
no es objeto de rencores como el molinero; junto con el cura, el maréchal ferrant
será, hasta principios del siglo XX, el cabecilla del pueblo. Cuando a la forja se añade
el molino para batir el hierro, no constituye un abuso de lenguaje hablar de un equipo
preindustrial, existente ya a principios del siglo XI en Alemania central, y a principios
del XII en la vasta zona comprendida entre Le Mans y los Pirineos, así como la llanura
padana, desde Asti hasta Verona. Entre 1030 y 1160, las tarifas impositivas para las
mercancías proporcionan al historiador los preciosos índices de los progresos de estos
bienes de equipo: los ve extenderse a Cambrai, a Poitiers, a León o a Visé, en la
región bañada por el Mosa; comprueba la producción de barras de hierro en el siglo
XI, de herramientas aún poco pulidas en el XII, y observa que en el siglo XIII ya se
venden en el mercado cuchillos, clavos y abrazaderas de metal.
Sin embargo, este sector primordial sigue marcado por una circunstancia básica:
la exigüidad del mercado. En el preciso momento en que la Europa cristiana parece
haber alcanzado el nivel de una artesanía de orden superior, los textos musulmanes
dejan de evocar el prestigio de las armas «francas», y la arqueología no nos revela, de
este período, más que restos inservibles. La razón estriba en que la producción se
concentra ahora por entero en las necesidades locales, que apenas consigue satisfacer,
sin que pueda plantearse siquiera la exportación. En otras palabras, el paso de una
producción de lujo a una producción para el consumo utilitario —cambio que
aparece, a nuestros ojos, cargado de futuro— provoca, como efecto inicial, una
contracción de la fabricación y el empleo al ámbito local. Solo a partir de 1250 se
podrá encontrar achier engloe (acero inglés) en Arrás o armas milanesas en Colonia;
de momento, el metal fabricado en determinado lugar no sale de él, o todo lo más
circula por la región circundante, y los que lo trabajan no se hallan muy lejos, en la
ciudad, de verse dominados por quien les emplea, como lo está, en la aldea, el
campesino que lleva su grano a moler.
No obstante, en este retablo de alienación puede señalarse una excepción. La
orden cisterciense, que medra al margen de la sociedad establecida, en la orgullosa
soledad de los «desiertos», dentro o fuera de los bosques, no tardó en especializarse
en el trabajo del metal. Tal vez la abundancia de documentos legados por los frailes
del hábito blanco induzca a error, pero entre 1140 y 1190 tiene lugar una verdadera
multiplicación de las forjas en los dominios de Citeaux, desde el Languedoc hasta
Renania y desde Yorkshire hasta Borgoña, y la venta de esta producción en las ferias
señala indiscutiblemente el comienzo de una comercialización con un extenso radio
de acción.

Servir al suelo

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He dicho, unas páginas más arriba, que no resulta fácil encontrar pruebas de una
teoría de la agricultura anterior a los manuales ingleses del siglo XIII. Pero esta
interesante meditación de ricos siguió siendo, sin duda, inaccesible para el labrador. A
este le cuadran más el empirismo y la experiencia. Una de las más útiles
observaciones que ha permitido el estudio de la conquista de los suelos —aun el más
tradicional, textos en mano— reside en haber puesto de manifiesto el nexo entre las
posibilidades del campesino y sus esperanzas. Antes de 1250, son pocas las
roturaciones intentadas en un suelo mediocre, pocos los cultivos no apropiados a las
exigencias de la tierra, y pocas las iniciativas aleatorias para dedicarse a
monocultivos con riesgo de quedarse sin salida. El campesino «siente» el suelo, y lo
sirve. Le hemos visto esforzándose, en una obra titánica y agotadora, por adaptar el
suelo a sus necesidades. Durante dos siglos, el labriego intentó modelarlo con su
esfuerzo.
No cabe duda que se suele conceder demasiada poca importancia al trabajo de la
tierra en sí mismo. Sin embargo, las agriculturas todavía rudimentarias que el
etnólogo del siglo XX encuentra en diversos lugares muestran que en dicho trabajo
radica, la mayoría de las veces, el éxito o el fracaso en la lucha por la dominación del
suelo. Ahora bien, a través de las corveas exigidas por los señores, pero también con
el examen de modestas representaciones iconográficas, o, mejor aún, mediante el
estudio de los suelos fósiles —como en Wharram Percy, en Inglaterra—, se logran
detectar los progresos realizados en el abono y mulla de los labrantíos: el verbo
tertiare, que significa remover la tierra por tercera vez después de haber cavado y
binado, aparece a partir de 1120 o 1130 aplicado a las tierras grasas que por entonces
se disputan al bosque; sabemos que en Artois, algo más de cien años después, incluso
se realizaba una cuarta labor antes de proceder a la siembra.
Resulta asombroso que hayan transcurrido más de cuarenta años entre el
momento en que Marc Bloch formuló sus hipótesis acerca de las condiciones de la
labranza y el reciente resurgir de los estudios sobre este fundamental tema de la
investigación histórica. Cierto que dificultan la tarea numerosos escollos: las palabras
imprecisas y el silencio, o tal vez la ignorancia, del escribano eclesiástico. Se trata,
pese a todo, de un problema capital, puesto que de su resolución depende sin duda —
al menos en parte— el desciframiento de los irritantes enigmas del plano parcelario.
Los especialistas se convencen cada vez más de que las antiguas labores «cruzadas»,
es decir, con surcos perpendiculares unos a otros cuadriculando el campo, tan
propicias al surgimiento de parcelas compactas —quaderni de Italia, atole de las
regiones occitanas—, dejaron paso progresivamente a la labor «en tablas», con largos
surcos paralelos. ¿Cabe imputar el cambio al tipo de arado utilizado, como creía Marc
Bloch? En parte quizá sí cuando se trabaja con arado de vertedera, pero sin duda
mayor responsabilidad incumbe al animal, porque el buey, lento y pesado, con el que
se puede arar transversalmente un terreno ya removido, es substituido por el caballo,
más difícil de guiar en estas circunstancias. ¿Puede pensarse también que el cambio

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se debe al modo de reparto de las tierras? Pero en tal caso, ¿por qué haberlas
repartido de manera que los campos adquieran una incómoda forma longitudinal? ¿Se
trata tal vez de individualismo? Pero si así fuera, se cercarían las parcelas compactas,
lo cual no ocurre, o por lo menos no en todas partes. Nos encontramos, en definitiva,
frente a uno de los problemas todavía no resueltos de la historia agraria.
Las certidumbres son apenas mayores cuando nos planteamos la cuestión de la
herramienta de labranza. ¿Aratrum antiguo, simple cono de madera guarnecido de
hierro, que se puede inclinar, como recomendaba Plinio, pero sin más perspectivas
que la de arañar el suelo? ¿Arado con reja disimétrica y vertedera para voltear la
tierra levantada por aquella, tanto más efectiva cuanto que una cuchilla le abre
camino? Dos herramientas con cualidades absolutamente distintas y no
intercambiables, porque el arado de vertedera es ineficaz en los suelos pulverulentos
del Sur, donde no produciría ningún efecto. En consonancia con ello, su origen parece
ser germánico, o tal vez eslavo a juzgar por las más antiguas rejas exhumadas, de los
siglos IX o X. Puede ocurrir también que los dos instrumentos coexistan, como en
Poitou y Lombardía hasta 1130. También en este campo la pedantería de un escribano
para quien todo lo que ara se llama aratrum, o la imprecisión de otro que llama
carruca (arado de vertedera, charrue) a una carretilla, impiden llegar a conclusiones
inequívocas. Solo a partir de 1125-1150, y no antes, salimos de dudas: el arado de
vertedera triunfa sobre el aratrum al norte del Loira y del Danubio; a veces lleva
ruedas para poderlo guiar más fácilmente y otras no, pero este detalle importa poco.
Tiran de él seis u ocho bueyes, o bien dos o cuatro caballos, según las usanzas del
lugar, y permite romper los suelos densos y húmedos recién ganados al bosque. Las
servidumbres que ocasiona un aparato pesado y completo, con el que resulta difícil
dar la vuelta, que precisa al menos dos hombres para gobernarlo, y cuya pérdida
representa una catástrofe, son compensadas por una profunda penetración de la
simiente en la tierra, que así la protege de las heladas y de la putrefacción. Esta tierra
bien removida no recibe, por supuesto, ningún abono químico, pero al menos las
prácticas del enmargado, el encalado obligatorio y el esparcimiento del estiércol
doméstico a intervalos regulares están expresamente mencionadas a partir de 1210 o
1220 en los contratos de arriendo de Île-de-France y Flandes. Y en los suelos de
Wharram Percy se han hallado vestigios de basuras cuidadosamente diseminadas por
encinta de la tierra labrada. Todas estas prácticas son probables también en la Beauce,
en Picardía y en la llanura de Londres a partir de los años 1170-1180.
A este enriquecimiento del suelo se debe sin duda la multiplicación, todavía lenta,
de las siembras tupidas, que serían imposibles de efectuar en una tierra que se agotara
demasiado de prisa. Por lo que podemos apreciar, en el siglo IX los trigos blancos se
sembraban en cantidades muy inferiores a los 0,7 hectolitros por hectárea; en cambio,
las estimaciones basadas en la contabilidad cluniacense desde finales del siglo XII en
adelante y en los estados de cuentas del siglo XIII de los manors o señoríos de
Inglaterra. Île-de-France o Picardía, elevan el número de hectolitros por hectárea a 2-

Página 282
2.5 para los territorios al norte del Somme. 3-3,6 en Winchester, 4 en los alrededores
de París, hacia finales del siglo XIII.
En principio, es natural imaginar que, sin los medios modernos para regenerar los
elementos químicos que garantizan la fertilidad del humus, las prácticas agrícolas
medievales habían de extenuar la tierra, especialmente si se cultivaba trigo u otros
cereales que agotan con rapidez sus posibilidades. Por tal motivo, un último elemento
se fue imponiendo poco a poco: el descanso regular del suelo. Insisto en el adjetivo,
porque aparte de la costumbre de los cultivos itinerantes, impuesta en los tiempos
antiguos por el agotamiento de suelos tratados sin cuidado alguno, y que no podemos
incluir en la categoría de los usos racionales, tampoco admito que se considere como
un ejemplo de planificación hecha a conciencia la práctica de las dobles siembras que
atestiguan los documentos carolingios, propia de ricos y llevada a cabo sin
regularidad. El descanso de la tierra durante períodos duraderos preconizado por
Varón o Columela, solo existe realmente, en un ciclo agrícola bien controlado,
cuando se combina una siembra de invierno, otra de primavera, y un barbecho arado
y abonado con estiércol; o, como mínimo, la siembra de invierno y el barbecho. Ello
implica una repartición del terreno agrícola en dos o tres porciones —compactas o
fragmentadas, no importa— y una rotación regular entre ellas. Todo lo que difiera de
este esquema es empirismo gratuito. Hoy en día distinguimos claramente que el
metódico control del suelo que supone tal proceder no tiene nada que ver con los
balbuceos del siglo IX; la rotación de los cultivos se impuso con lentitud, solo a
mediados del siglo XII aparecen los primeros tanteos en Picardía o alrededor de
Cluny, pero las primeras adopciones sistemáticas que conocemos del esquema —
aunque no afectan a la totalidad del suelo agrícola— tienen lugar en Île-de-France
entre 1248 y 1255 (Vaulerent, Tremblay); siguen Picardía y Flandes, dos décadas más
tarde como mínimo.
Así pues, de 1100 a 1250, y aun después de esta última fecha, todo el período del
«salto hacia delante» está apuntalado por una acumulación de esfuerzos repetidos.
¿Puede decirse que estos trajeron sus frutos? La pregunta plantea el difícil problema
del rendimiento. Difícil, en primer lugar, porque las fuentes de que disponemos solo
excepcionalmente permiten establecer una relación entre la siembra y la cosecha; solo
la Inglaterra del siglo XIII, en los alrededores de Ely, Winchester, Ramsey,
Glastonbury, etcétera, proporciona certezas anteriores a 1250. De las demás zonas de
Europa. Baviera, Artois, «Francia», región de Toulouse, Mâconnais o Lombardía,
solo tenemos algunas vislumbres ocasionales. Difícil, en segundo lugar, porque a
menudo ignoramos las superficies exactas que fueron sembradas, o bien la calidad de
la espiga, lo cual hace que toda comparación con los quintales por hectárea de hoy
resulte aleatoria. Por ello, se suele expresar el rendimiento mediante la relación entre
cosecha y sementera, es decir, calculando el número de granos obtenidos por cada
grano sembrado. A reserva de las inevitables diferencias regionales, podemos trazar
una curva de conjunto ascendente. De los increíblemente bajos rendimientos de la

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época carolingia —dos por uno, tres por uno—, que incluso en los países más
atrasados de hoy en día representarían una calamidad, y la aparición de un hambre
crónica, se pasa, a mediados del siglo XII, a cuatro o cinco por uno, proporción muy
mediocre que según algunos historiadores constituye el promedio de los años 1175 a
1200 con el que se aleja el fantasma de la carestía. Pero en las tierras limosas de las
llanuras suabia, parisiense y londinense, esta proporción es mayor, de siete u ocho por
uno; a finales del siglo XIII y a principios del XIV, en Île-de-France, en Picardía o en
Brabante se alcanzan valores de once y doce por uno, cercanos al nivel de
rendimiento de la Francia rural de 1900. Por supuesto, solo logran relaciones tan
proficuas zonas excepcionalmente favorecidas; con las precauciones ya mencionadas,
podemos estimar en ellas un rendimiento plausible de trece a quince quintales por
hectárea. En regiones menos afortunadas, es decir, en casi toda Europa, es más
prudente atenernos a una proporción de seis a siete por uno en el momento del auge
de la producción cerealista medieval. Dicho promedio significaría, para nuestras
especies actuales de trigo blanco, que una hectárea permitiría obtener 600 kilos de
harina. Si contamos que de este volumen hay que restar la parte del señor, el diezmo,
la cantidad que es preciso vender a fin de procurarse el numerario indispensable para
hacer frente a diversos gastos, y, claro está, la simiente del próximo año, estos 600
kilos quedan reducidos a la mitad. Tomando como base una ración diaria de pan de
400 gramos, una cosecha de una hectárea, teóricamente, daría de comer a un
campesino durante tres años. Pero bastará con que nuestro hombre esté casado y con,
por ejemplo, tres hijos para que necesite explotar anualmente, como mínimo, una
hectárea y media; menos, equivale a pasar hambre; y explotar una hectárea y media
supone disponer de una superficie aproximadamente tres veces mayor, para no agotar
la tierra, poder entenderse con sus vecinos para la rotación de cultivos, y mantener
unas cuantas reses. Si la extensión de sus tierras es menor, tendrá que recurrir a la
recolección de productos silvestres, o bien deberá optar por plantas más prolíficas
pero menos nutritivas.

La recolección de alimentos

Aunque hiciéramos el esfuerzo de inventariar y reunir todos los testimonios,


todavía visibles cerca de nosotros, de una producción «tradicional» de vegetales
alimenticios, como dicen los geógrafos sin comprometerse, seguiría faltándonos un
elemento fundamental del sistema de producción medieval, y aun antiguo; la
asociación a partes iguales del bosque y el campo, del bosc y el plain, de la
«montaña» y la «llanura», del saltus y el ager, del outfield y el intfield, como se ha
dicho según los tiempos, los lugares y las lenguas. Economía bipolar de la que nos
resulta difícil hacernos una idea. Primero, porque en nuestros días ya nadie se
tropieza con ganado pastando en un bosque para alimentarse de brotes, hayucos y
bellotas. Segundo, porque los más pobres de entre nosotros no pueden albergar

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muchas esperanzas de llegar a vivir con la recolección de bayas, frutos sin dueño o
legumbre silvestres (acaso sí, excepcionalmente, con castañas, moras o avellanas). Y
por último, porque hoy la caza está reglamentada, incluso en sus modalidades con
reclamo o con red. En cambio, el hombre del siglo XII podía recurrir a todos estos
expedientes, y no solo cuando las circunstancias le obligaban a buscar refugio en el
bosque. También en este aspecto las espesuras del norte, sus hayedos, castañares y
encinares favorecían al hombre de los climas septentrionales en mayor medida que a
los de latitudes mediterráneas sus carrascales y su monte bajo, tal vez formaciones
residuales de una explotación inconsiderada en tiempos más antiguos. Únicamente las
coníferas, que matan cualquier otro tipo de vegetación, daban albergue solo a
leñadores; pero habrá que esperar hasta el siglo XIV para que el señuelo del lucro en la
ciudad provoque su multiplicación por regiones en donde hoy su presencia es
ostensible, desde el Lacio hasta los Vosgos; la irrupción de estos intrusos que han
llegado a parecernos aborígenes —pinos, abetos— expulsará a hombres y animales
del bosque, lugar antaño nutricio. Como hemos indicado más arriba, en ningún
momento de la Edad Media central es posible determinar la extensión del outfield,
pero este se halla en todas partes, como un círculo en torno al calvero en que está
situada la aldea, como un erial en espera de ser utilizado, bosque para aprovechar en
beneficio del hombre, gran reserva de materias primas, cada vez menos temido, cada
vez objeto de mayores apetencias. Y no hay acta consuetudinaria de los siglos XII y
XIII que no describa con asombrosa minuciosidad las condiciones establecidas para
su utilización, ya que a fin de cuentas es el recurso menos incierto que ofrece la
naturaleza a los grupos humanos todavía medrosos y mal equipados.
Así pues, no hay que extrañarse del desarrollo paralelo de dos iniciativas a
primera vista contradictorias: el asalto a la espesura y la protección de la misma. Ya a
principios del siglo XII se manifiestan señales evidentes de un empeño por preservar
el bosque de talas abusivas, punto sobre el que ya he dicho dos palabras. A partir de
1135-1180, macizos franceses tan importantes con los de Orleans, Marchenoir, Lyons
e Yvelines son «acotados» provisionalmente, queda «proscrita su explotación» y se
llega a declararlos zona prohibida al tiempo que se levantan cercados a su alrededor;
se trata de propiciar una regeneración de las especies vegetales y animales, pero
también de no perder el control de esta riqueza de reserva, en la que eventualmente se
podrán otorgar concesiones a quienes se hayan distinguido por sus servicios. En este
campo, el máximo exponente lo constituye el king’s forest inglés: varios millones de
hectáreas retirados del circuito económico, bosques, cotos de caza y landas que el
monarca se reserva para sí, donde ejerce su justicia. Los abusos, en forma de
expropiaciones o, lisa y llanamente, de expoliaciones, deterioraron de manera grave
el clima social, ya que en la isla, al igual que en el continente, el libre acceso a los
bosques es una de las reivindicaciones más encarnizadamente repetidas del
campesinado. El cuidado de hacer vigilar las zonas vedadas —los breuils, los plouys,
los plessis del norte y oeste de Francia— por los forestarii, custodes, gruarii,

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etcétera, no se generalizó hasta bastante tarde; no antes de 1300 o 1320, por ejemplo,
en el patrimonio real de los Capetos. Por otra parte, hay que hacer una distinción
entre la política de miras estrechas de muchos señores preocupados por conservar
intacto un patrimonio que no hacen nada por mantener en buen estado, y la dictada
por un legítimo deseo de regenerar y seleccionar los vegetales, esbozo de una futura
legislación forestal. Antes de mediados del siglo XIII, los cistercienses fueron
prácticamente los únicos que concibieron y aplicaron una política de este segundo
tipo, con talas cada cinco o siete años, limpia de la maleza y replantaciones; pero su
economía, hábil y próspera, estaba celosamente cerrada sobre sí misma y no suscitó
imitaciones.
Regresemos ahora al terreno cultivado. De nuevo habrá que prescindir de
demasiados matices regionales, porque cabe señalar dos rasgos comunes a toda
Europa, aun cuando se muestren de un modo más acusado en unas zonas que en otras.
a) En primer lugar, los cultivos cerealistas predominan sobre todos los demás,
debido a que los glúcidos —pan, gachas, bizcocho, sopas de harina— constituyen la
base de la alimentación; el resto no es más que acompañamiento, el companaticum.
Las raciones, que oscilan entre 400 gramos y 1 o 2 kilos por persona y día que
conocíamos para el siglo IX, tanto entre los monjes como entre sus servidores, se
mantienen en plena mitad del siglo XIII, cuando reaparecen algunos datos
alimentarios. El pan, por sí solo, aportará de 1800 a 2400 calorías, total
excesivamente alto y no compensado por una consumición de prótidos, pero respecto
al cual es conveniente recordar que se mantuvo en Francia hasta 1900, y que aún se
observa en Sicilia, por no decir en toda Italia. Aparte de esta característica referente
al consumo, tan contraria a la costumbre francesa actual, costaría descubrir
oposiciones notables entre esta época y el siglo XX en cuanto a la cobertura cerealista.
Toda la gama de granos que conocemos hoy ya está presente, aunque es probable
que haya habido variaciones botánicas; no el arroz, ni tampoco el maíz, ambos de
aclimatación más reciente, pero sí todos los cereales «panificables» incluidos en el
término genérico bladum, que designa a todas las espigas: el trigo de cascarilla fina,
que desde Cataluña hasta Namur elimina poco a poco, entre 1100 y 1150, a los trigos
blancos de tipo antiguo —escanda, triticum—, con cascarilla gruesa y tallo corto, más
rústicos y apenas más prolíficos. Sin lugar a dudas, el cereal rey, el que proporciona
la harina más blanca, más fina, más nutritiva, no crece en cualquier sitio, y sobre todo
es reacio a los suelos poco nitrogenados o demasiado secos. Pero contrariamente a lo
que pretende una tradición poco fundada, no es privativo de la mesa señorial gracias a
su supuesta total absorción por los cobros en especie: en el mercado del pueblo, el
trigo siempre hallará comprador, y el campesino no lo siembra con la exclusiva
finalidad de dar satisfacción a su señor. Para su propio consumo guardará el cereal del
pobre, el rústico centeno, que echa raíces en cualquier parte, en los suelos áridos de
Italia, Castilla o el Poitou, en las tierras frías de Auvernia, Bretaña o Renania, en las
morrenas de Baviera, pero también crece al lado del trigo, a veces mezclado con él.

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Su paja es corta, su harina amarga, y en ocasiones puede transmitir el cornezuelo, su
hongo parásito, que a partir de 1090 provoca fulminantes crisis alucinógenas en lodo
el sur de Europa, pero a cambio de ello tiene un elevado rendimiento y una
conservación garantizada. En lo que respecta a la cebada, el trigo del faraón, el cereal
del mundo antiguo, Italia le permanece fiel, pero en las demás regiones de Europa se
tiende a reservarla a los animales más que a las personas. La principal diferencia en
relación con épocas anteriores estriba en el cultivo de la avena, poco apreciada por
los antiguos. La primera razón hay que buscarla en el hecho de que se reveló como el
mejor alimento para el caballo, con lo que su expansión al norte de la línea La
Rochela-Venecia es paralela, entre 1040 y 1150, al incremento de la cría caballar. La
segunda, en que como cereal de primavera cunde más que la cebada en la siembra de
«marzo», elemento primordial de la rotación de cultivos. Y no debe olvidarse que
también la consumen los hombres, en gachas o en sopa —el porridge sajón, el
gaumel picardo—, ni que se emplea para fabricar la cervoise. cerveza celta preferida
durante mucho tiempo a la goudale hecha con cebada. Su introducción en las
regiones donde se practicaba la rotación de cultivos, y por lo tanto la siembra de
primavera, es incuestionable ya antes de 1200, e incluso hay ejemplos en Baviera de
labrantíos que le dedican las dos terceras partes de su superficie.
b) Sin embargo, esta importancia de los cereales no debe encubrir la otra faz de
una agricultura que, hasta el siglo XIV, estuvo más preocupada por la subsistencia que
por el comercio: la de un policultivo sistemático, con la finalidad de llegar a un
estado de autarquía alimentaria, sin necesidad de intercambios con el exterior, ideal
de las sociedades aisladas o medrosas. Aun en el período de su gran expansión del
siglo XIII, Europa no pudo eludir esta tendencia.
En primer lugar, hace falta un complemento al trigo, sobre todo a orillas del
Mediterráneo, donde crece poco y mal. Dicho complemento lo suministran otras
gramíneas, como el mijo o el sorgo, detectados en Castilla, en Sicilia, en Toscana, en
Rouergue y hasta en la región de Orleans antes de 1190, pero también habas,
algarrobas, guisantes y lentejas, cuyos zarcillos se agarran a los tallos de los cereales
o, más raramente, a los rodrigones expresamente dispuestos para ello en un huerto.
Estos feculentos, pienso para el ganado y «potajes» para los hombres, son ricos en
calorías, y proporcionan un buen ejemplo de los apuros de la agricultura medieval:
esta carece de un lugar especial que asignarles, y en consecuencia es preciso
sembrarlos en el mismo campo en que ya se ha sembrado un cereal; para
preservarlos, en el momento de la siega, hay que cortar muy arriba las cañas en que
se apoyan. De este modo, habrá que esperar a la segunda siega, después de la cosecha
de guisantes, para esparcir la paja en el establo o cambiar la de los tejados; entre
tanto, habrán retoñado unas cuantas espigas, abandonadas a los pobres de la aldea.
Técnicas y necesidades, fines utilitarios y fines sociales se asocian íntimamente.
Este policultivo modeló en gran manera la fisonomía de los campos, y aún es
perceptible: como los frutos y raíces ya no se van a buscar al bosque, como los

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guisantes, habas o lentejas exigen cuidados específicos, y como las coles, cebollas,
puerros y demás verduras son imposibles de obtener de la naturaleza silvestre en
cantidades suficientes, se hace indispensable reservar una parte del suelo para estos
cultivos complementarios. Pero, por un lado, su recolección es un trabajo de mujeres,
y por el otro, el terreno que ocupan constituye una zona que hay que abonar más que
otras con las deyecciones de las palomas del señor o con excremento humano. Solo
en superficies reducidas, cerca de las casas, en pleno pueblo —o incluso en la ciudad
—, se reunirán las condiciones idóneas; ferraginalia y orticelli de Italia, rivages y
viridaria del Langucdoc, horts de Provenza, huertas del Levante español, hardines y
hortillons del norte de Francia, todas estas tierras fértiles, las primeras en ser
irrigadas, objeto de una severa vigilancia, a veces sometidas a un gravamen fiscal,
forman una aureola, un pourpris, en torno a la aglomeración. Su surgimiento es, sin
duda alguna, anterior a 1080 o 1100 en Europa meridional, y un poco más tardío en el
norte.
Y llegamos a la vid. Ningún producto de la tierra ha suscitado una literatura
histórica tan abundante, y tampoco ninguno ha sido presentado con tanto énfasis
imprudente. El prestigio del vino, especialmente en la Europa cristiana, es imputable,
sin duda, a su condición de especie eucarística, pero también a su superioridad con
respecto a aguas contaminadas, a una cerveza acre e indigesta y a sidras y peradas
agrias y sin la debida fermentación. Sin embargo, después de la síntesis realizada por
Roger Dion, demasiados historiadores persiguen la quimera de una producción y un
comercio de vino superiores en volumen a los de cualquier otro producto relacionado
con la alimentación. En realidad, el cultivo de la vid es un trabajo pesado, aleatorio,
plagado de desilusiones; la implantación de la vid, todavía en el siglo XIII, en latitudes
aberrantes como el norte de Inglaterra y Dinamarca, hace suponer una recolección de
mediocre calidad. El vino medieval apenas aguanta un año sin avinagrarse, y si las
mujeres y los frailes tanto como los campesinos beben dos litros por día, ello se debe,
sin duda, a su baja graduación alcohólica. Por otra parte, es patente que antes de los
«vinos fuertes» del siglo XIV no se buscó convertir la vid en un cultivo rentable: se
plantaban cepas hasta en los gastes, junto a las murallas de las ciudades o los
castillos, cerca de un curso de agua que facilitara el transporte de los toneles, pero sin
preocuparse de escoger buenos suelos o condiciones óptimas de soleamiento. Beber
el propio vino constituye un honor, y si la viña no es demasiado vasta, producirlo es
un trabajo individual. Pero yo me inclino por pensar que el éxito de la vid en la Edad
Media, advenido a partir de 1020-1050 en Europa meridional y hacia 1150-1180 más
al norte, proviene de las condiciones de su cultivo. Casi en todas partes, la vid se
encuentra en complantatio o en promiscua, es decir, combinada con otra producción,
en especial con el olivo mediterráneo, oylata de Provenza o del Languedoc, y suele
ocupar entre el 10 y 20 por 100 del suelo, a veces la tercera parte en Cataluña. Y
ocurre que el contrato de complantatio, que implica un largo período inicial libre de
cánones mientras se trabaja sin fruto y que llega hasta establecer el reparto de la

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propiedad del suelo entre el amo y el arrendatario el día del vencimiento, tentó a
muchos campesinos deseosos de hacerse con una tierra libre, aunque hubieran de
esperar treinta años. Así, la complantatio es con frecuencia uno de los aspectos
esenciales de la obtención de nuevas tierras o del renuevo de la antigua distribución
parcelaria del terreno.

Animales y campos

La falta de proteínas animales en la alimentación provoca carencias en los tejidos


musculares y nerviosos y altera el equilibrio de la composición de la sangre. Si bien
el hombre es omnívoro, al principio fue, y sigue siendo, por excelencia, carnívoro.
Solo que procurarse la carne necesaria no resulta tan sencillo.
Los problemas planteados por la ganadería —mejor conocidos, como es habitual,
para finales del período— se nos presentan a través de textos, curiosamente, muy
preciosos: cantidad de cerdos que puede alimentar determinado bosque, impuestos
según el número de bovinos, tarifas de peaje graduadas según el animal de tiro de un
carruaje y, en el mejor de los casos, hasta el total de reses criadas en un manor inglés.
Sobre el animal, su alimentación y el uso que se le da, nada, o casi nada, como si, al
igual que en las anárquicas reseñas del Domesday Book inglés, se concediera poca
importancia a estas cuestiones. Sin embargo, sabemos que ya en 1130 san Bernardo
andaba a vueltas con el cruce de razas, que en Rosellón, el Perche y el Vendômois
había remontas, y que el site de Rohan iba a España para adquirir a peso de oro
sementales ligeros. Si la arqueología, al exhumar abundantes esqueletos de animales
domésticos o salvajes en los emplazamientos de aldeas alemanas junto al mar Báltico,
ha proyectado una luz sobre la alimentación, esta luz afecta a períodos anteriores al
que estudiamos aquí. Tratemos, por el momento, de enumerar algunos puntos
esenciales.
El prestigio del guerrero que combate a caballo y las cualidades que se atribuyen
a este cuadrúpedo parecen asignarle el primer puesto como montura, como animal de
labor en Europa del norte y como animal de tiro un poco por doquier. En realidad, no
sabemos gran cosa acerca de las razas, las posibilidades y la utilización del caballo.
El único dato seguro, pero esencial, consiste en el creciente valor que se le atribuye,
según nos consta por las tarifas comerciales y los precios de venta. Si a partir de los
años 1100-1125 las razzias y los tributos pagaderos en caballos se hacen algo más
raros es, sin duda, porque a estas alturas ya escasean menos tales animales. Con todo,
en Inglaterra —algo reacia a admitirlos, también es verdad— se cuentan siete bóvidos
por cada caballo en 1197. En Picardía, en la región de Chartres, en Baviera, los
caballos abundan a partir de 1180, y no es excepcional encontrar cuatro en un
modesto establo. Sin embargo, entre esta fecha y 1250 su precio se triplica y alcanza
la suma de cinco a seis libras, equivalente al coste de una hectárea de buena tierra.
Pero, probablemente, se produce entonces una neta diferenciación entre el rocín o el
perdieron, para tirar o cargar con albardas, y el caballo de guerra, mucho mejor

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cuidado; también el hecho de llevar o no herraduras puede constituir un elemento de
desigualdad de valor. El caballo sin herrar se cansa y se echa a perder mucho antes;
una vez convertido en un animal inútil, ¿qué se obtiene de él, aparte del cuero? Pese a
una tenaz y casi mística afirmación de lo contrario, la arqueología ha probado que se
consumía su carne, al menos en el noroeste de Europa.
Las certidumbres no son mayores en lo que respecta al ganado vacuno, todavía lo
bastante numeroso en Sajonia, Escocia y el Bessin hacia 1125 para servir de objeto de
trueque, pero que también parece orientarse hacia especializaciones distintas según
las regiones: obtención de leche y derivados en los suelos hercinianos y en los
macizos de los Alpes, y tiro en las restantes zonas. La ganadería especulativa del
siglo XIV, no obstante, aún está muy lejos. Por otra parte, bueyes y vacas todavía
proporcionan poca carne, y su valor no crece al mismo ritmo que el del caballo: el
precio de una res bovina se dobla entre 1180 y 1250, pero en términos absolutos solo
es de seis a diez sueldos. El animal que, con su carne y su grasa, contribuye a la
alimentación de todos es el cerdo. Dejados sueltos en los bosques, donde las hembras
se aparean a veces con jabalíes, su aspecto, probablemente, difiere bastante del que
nosotros conocemos. Ya en el siglo XIII surgen reglamentaciones minuciosas relativas
a su pacedura, pero nada sabemos en cuanto al número de dichos animales. Sí vemos,
en cambio, que en diciembre se les degüella y sala, y que uno solo basta para
alimentar a un hogar durante toda la estación fría.
Diez ovejas por cada buey en Inglaterra, veinte en Poitou, treinta y cinco en el
Languedoc… El ganado lanar, cuya carne no se come, compone la cabaña más
abundante. Pero no juega ningún papel en la alimentación, y son más bien las
particulares condiciones de su cría las que lo hacen figurar aquí. El paso de un rebaño
de ovejas —al que se suman unas cuantas cabras— representa una calamidad para la
vegetación, y por ello se les prohíbe el acceso a los bosques; al pastar en un suelo
antes de la siembra, las ovejas ayudan, no cabe duda, a fertilizarlo, pero es preciso
desplazarlas sin cesar, porque su glotonería deja cualquier lugar limpio de hierbas con
una celeridad pasmosa. Las landas y el monte bajo tampoco bastan para alimentarlas,
así que se imponen los desplazamientos para, cuando llega el buen tiempo, ir en
busca de pastos frescos. Con ello, la trashumancia —incluso en sus formas modestas,
como los simples traslados de uno a otro pastizal de montaña— se convierte en un
problema que afecta a la agricultura, porque los rebaños vagan por los cultivos y
estacionan en cualquier parte, y porque los pastores itinerantes son hombres de
espacios libres y sin leyes, que no respetan a los campesinos. Las manades o bacades,
como se las llama desde los Pirineos hasta Provenza, siguen, en principio, itinerarios
fijos: drailles de Gascuña, cañadas de la península ibérica, tratturi de Lombardía.
Pero cualquier tierra donde crezca hierba les sirve: frosts, herms, causses de Francia
central, que a menudo son tierras comunales de los sedentarios. Las reglamentaciones
son precoces: a partir de los años 1090-1120 en Saboya, el Delfinado y Apulia, más
tarde en España, donde se desarrollan paralelamente a los progresos de la

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Reconquista; también los conflictos debieron presentarse pronto, si bien los archivos
son poco prolijos a este respecto. Pero cuando los ganaderos se agrupan en
asociaciones con poderosos apoyos políticos, como la Mesta castellana entre 1254 y
1273 o los escarterons del Briançonnais, y los campesinos responden cerrando el
paso a los rebaños en las cañadas y maltratando a los animales, renace una rivalidad
bien conocida en el mundo antiguo y que se había aplacado en los últimos siglos.
Para el ganado mayor, que en un primer tiempo vemos trashumar con las ovejas,
había otras posibilidades, y hubo que recurrir a ellas, dada la progresiva merma de los
pastos forestales. Desde hacía tiempo existían los prados junto a los cursos de agua,
en suelos que no admitían cereales; a partir de 1125 se levantan cercos alrededor de
los mismos, y su coste se incrementa. Pero darles mayor extensión significaría
exponerse a hacerlo en menoscabo de los cultivos. Este peligro empieza a ser una
realidad hacia 1225 en las regiones de Brie, Bresse y Maine, hacia 1235 en Inglaterra,
hacia 1240 en el Beaujolais, y poco más tarde en la llanura de París; frente a ello, los
príncipes se ven obligados a limitar estos «parques» arrebatados a suelos agrícolas,
aunque no son insensibles al aliciente de una ganadería fuera de los bosques, en
pastizales vigilados. Los cistercienses, y en primer lugar los de Inglaterra, dan el
ejemplo —pero esta vez el malo— a partir de 1260 o 1280. Durante un tiempo, las
vaccariae, las bercariae de los grandes poseedores de espacio parecen no perjudicar
en nada al ecosistema alimentario; estas explotaciones regias o condales están
situadas en las dunas, en la orilla del mar, en cotos de caza, en matorrales pedregosos.
Pero la tentación de dedicar a pastizales la propia tierra agrícola es poderosa. La
dehesa y su cercado se ciernen como una amenaza sobre la aldea.
El remedio de la estabulación —la stabbiatura italiana— no resultaba apropiado
ni para el ganado lanar ni para el vacuno; en cambio, el encierro de los cerdos en la
pocilga, además de las repercusiones que tuvo en la especie misma, modificó
notablemente el paisaje forestal y la economía doméstica. Su engorde a domicilio se
hizo con los residuos alimentarios de los hombres, más el salvado y la montanera de
septiembre. En adelante, el signo de desahogo económico será tener un cerdo en casa;
ello supone que se podrá pasar el invierno sin sufrir el asalto del hambre.

TRANSFORMAR Y DIVERSIFICAR

Si hubiera encabezado las páginas que van a seguir con el título «Nacimiento de
la artesanía», habría escandalizado, probablemente, a más de uno. Pero se trata de una
simple cuestión de palabras, como ocurría con la rotación de cultivos unas páginas
más atrás. Llamo «artesanía» al estadio de producción de un objeto transformado
según técnicas, reglas y un ritmo que dan a este sector económico una vida autónoma,
una actividad sin interrupciones y una salida al mercado. Por consiguiente, excluyo el
encargo ocasional, en un marco doméstico, y efectuado por un no especialista, es

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decir, precisamente, toda forma de fabricación durante el período esclavista. Cierto
que las joyas, los barcos o los vestidos antiguos resisten la comparación con sus
homólogos medievales, pero no surgieron de un sector obrero, y aun en el caso de un
porvenir de un importante taller público, dicho taller no da salida en el mercado a un
excedente trabajado. En cambio, esto es lo que va surgiendo poco a poco en la
Europa medieval, y más concretamente en la época de que me ocupo.

Del «fondo de cabaña» al taller

Con una gran generosidad de vocabulario, los textos carolingios multiplican las
alusiones a las dependencias del señorío donde trabajan mujeres y esclavos; las
palabras con que son designadas no parecen utilizarse de manera caprichosa, y dan la
impresión de referirse a un obrador de hilado en tal caso, un lagar o una pequeña forja
en tal o cual otro. Pero, aferrándonos al plano ideal de Saint-Gall, nosotros
imaginábamos estos anexos bien ordenados, especializados, «funcionales», formando
«calles» en las que vivían los obreros de determinado oficio, como Hariulf cuando
describe el Saint-Riquier del siglo IX. También en este campo la arqueología ha
disipado un espejismo: tanto en lugares insignes y palacios imperiales —Tilleda o
Werra, por ejemplo— como, lo que es más importante, en modestos pueblos de
Inglaterra, Renania o Turingia, ha puesto al descubierto la estructura de los genicia,
spicaria y camerae de que hablaban los textos. Su apariencia y lo profundamente que
se hundían en el suelo han valido a estas construcciones de una decena de metros
cuadrados en las que se trabajaba la designación de «fondos de cabaña» por parte de
los arqueólogos; el mobiliario prueba una gran polivalencia de empleo de estas
chozas, y una ocupación bastante breve, uno o dos siglos. La disposición de los
locales no guarda ningún orden, pero todos se hallan en el interior del cercado que
rodea la residencia del señor; su origen de apéndice de la hacienda y el destino de su
producción resultan claros. Se trata de una artesanía puramente doméstica.
Sin embargo, estos mismos textos permanecen mudos en lo referente a ciertos
tipos de actividad, como el trabajo del metal o, en el ámbito relacionado con la
alimentación, la molienda. Por supuesto, se podría argumentar que ciertas actividades
están supeditadas a circunstancias externas: cercanía del combustible, del yacimiento
de metal, del río. Pero una caldera para la elaboración de cerveza también está
supeditada a circunstancias parecidas, y casi nunca falta en los inventarios. Así pues,
determinadas actividades escapan (¿pero desde cuándo?) al control del señor; el
hombre que fabrica un producto fuera de este mundo dominado goza, por este hecho,
de una reputación que sin duda se debe más a su libertad que a su arte. Este es el caso
del forjador de armas, cuya destreza parece relacionarse con la magia, inseparable del
fuego; las espadas que para los héroes labra en su fragua no pueden provenir de
manos serviles. ¿Puede tratarse del recuerdo —realidad aún en Venecia o en el Milán
del siglo X— de un control público sobre ciertos oficios considerados esenciales —

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fabricación de armas, panadería, acuñación de moneda— que el Estado antiguo se
negaba a abandonar a los grandes propietarios? De ser así, un sector del trabajo
artesano libre habría tomado el relevo de un servicio público.
De este modo, a lo largo de los siglos X y XI coexisten dos formas de trabajo de la
materia prima. La primera, doméstica o de subsistencia, provee a las necesidades del
señor o de los aldeanos; como muestran las escasas excavaciones referidas al siglo XI,
siempre se ejerce en apéndices del señorío o de la casa campesina; a veces, en este
último caso, al aire libre. La otra es asunto de artesanos aislados —o, a lo sumo, de
pequeños grupos—, dueños de sus herramientas y dedicados siempre a un mismo tipo
de trabajo. A menudo viven en los bosques, o por lo menos lejos de las
aglomeraciones. Por ello, hay que ver en el fuerte movimiento «eremítico» del siglo
XI, como en Bizancio, el desarrollo de una artesanía «salvaje», rival de la que se lleva
a cabo en el dominio y destinada a la venta: cestería, carpintería, cristalería,
productos de la forja y alfarería. Que dicho movimiento tenga también una dimensión
moral de rechazo del mundo no modifica su aspecto económico.
Como siempre, el viraje decisivo queda oculto. Algunos indicios arrojan una
pálida luz sobre el problema. En primer lugar, la Iglesia deja de denigrar el trabajo
manual; mantiene en pie la exigencia del sacrum otium reservado para las almas de
élite, pero ello no impide que los cistercienses, los cartujos y hasta parte del clero
regular empuñen con sus propias manos las herramientas entre 1080 y 1120. ¿Se trata
acaso de «recuperar» los movimientos de eremitas trabajadores? ¿De impedir el paso
a la contestación o a la herejía, que tan fácilmente brotan entre los miserables? ¿O
bien, simplemente, es que la desaparición de la esclavitud pone fin a la ecuación
trabajar = envilecerse? El mundo laico parece haber experimentado la misma
evolución: en el oeste de Francia, antes de 1100, algunas actividades, como las
inherentes a forjas y tejares, eran consideradas como poco dignas, aun ejercidas en el
interior de la «casa» de un señor. La arqueología tiende a confirmar estas
observaciones, puesto que los «fondos de cabaña» se hacen cada vez más raros y
acaban desapareciendo a finales del siglo XI. Es el momento en que los hombres se
juntan, y se ha observado en Italia y en el Languedoc que se forma un primer núcleo
sedentario de artesanos inmigrados alrededor de un montículo o en una rocca; y el
mismo fenómeno se produce entre 1070 y 1100 en los caminos de la reconquista
ibérica.
El siglo XII, en consecuencia, será el de la implantación de los artesanos en la
aldea. Subsistirán muchas reliquias del antiguo estado de cosas: en el bosque, los
«carboneros» y los alfareros prosiguen su labor, pero tienen mala fama y se les reputa
de herejes. A la inversa, en el castillo, las mujeres hilan y bordan para la familia del
señor; este todavía exige algunas prestaciones consistentes en objetos como estacas,
rodrigones o mantas de lana de tosca calidad, las keutes del norte de Francia, pero
solo excepcionalmente dispone ya de trabajadores domésticos. En la misma aldea se
instalan actividades específicas, cuyos materiales de base compran los artesanos en la

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ciudad o a mercaderes de paso: «haces» de hierros —mencionados en las tarifas de
peaje—, leña, lingotes de plomo, madejas de lana hilada, etcétera. Si la instauración
del señorío dominante o el elevado coste de las máquinas no los hubieran convertido
en exclusiva del señor —que pronto se hará con el monopolio de los mismos—, no
cabe duda que también el molino y la prensa habrían ido a parar a manos de hombres
de la aldea. Quienes ponen herraduras a los animales, reparan carros, sierran tablas de
madera o tejen rústicos mantos son gente de la aldea; también trabajan la tierra como
campesinos, pero compaginan ambas actividades. Se les localiza sobre todo en las
listas de testigos de los documentos posteriores a 1100, que permiten observar cómo
poco a poco ascienden en la escala social, pisan los talones al párroco y al caballero y
toman la palabra en nombre de los demás. Ya he dicho que, en este aspecto, el herrero
está en primera fila, ya que ha heredado el prestigio de los hombres que tratan con el
fuego. Pero los destinos tanto del herrero como del carpintero, el almadreñero, el
tejedor y hasta el carnicero, que ahúma, sala y corta la carne, están vinculados a los
progresos de las técnicas. La aparición de tales personajes coincide con los avances
técnicos realizados entre 1070 y 1140 en la mayor parte del noroeste de Europa, con
los matices que, como veremos, solo la ciudad permite introducir en esta cronología
aproximada.
Esta fase capital del equipamiento económico contribuyó, de un modo natural, a
la concentración y fijación de los hombres del campo mencionados en el párrafo
anterior, y no excluye la prolongación de una actividad paralela en el marco del
señorío, en particular en aquellos sectores en los que el trabajo precisa una
diversificación en múltiples tareas sucesivas, susceptibles de ser repartidas por el
señor entre el personal doméstico de su mesnie; a ello se presta, más que ninguna
otra, la actividad textil, y en efecto, existen pruebas de que en Alemania y en
Champaña, hasta los años 1130-1150, la producción de paños o telas de lana o de lino
se lleva a cabo, en gran parte, en los dominios señoriales, y después de todo, el
célebre cuadro en el que Yvain encuentra el obrador donde hilan cien doncellas tiene
un castillo por escenario. Cabe estimar que esta forma de actividad, raramente
acompañada de venta al exterior, declinó a lo largo del siglo XII, no solo como
consecuencia de la contracción general de la «casa» del señor, sino porque la calidad
del trabajo efectuado en el taller de la aldea, así como su bajo precio, hicieron
superflua la dedicación del castillo a estas tareas. Este momento llegó cuando el
artesano rural se entregó por entero a su trabajo de transformación, contrató a un
ayudante, perfeccionó su instrumental y amplió la gama de productos fabricados.
También en esta fase las listas de testigos tienen para nosotros un valor inestimable,
ya que nos muestran que a partir de mediados de siglo un número cada vez mayor de
herreros, alfareros o carniceros de aldea son forasteros, ajenos a la población local en
el momento de instalarse. ¿Origen urbano, lo cual constituiría el primer signo de una
inversión del antiguo estado de cosas en que el campo sostenía a la ciudad? ¿O bien
especialistas formados en una región bien equipada y que se afincaban en otra para

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probar fortuna? Sea cual fuere la respuesta, tanto en uno como en otro caso, para
procurarse la materia prima o contratar a un ayudante, el mercado urbano juega un
papel esencial. Por consiguiente, fijemos nuestra atención en la ciudad.

La organización del trabajo

En un primer estadio y, si se me permite decirlo, casi por definición, la situación


es distinta en las ciudades. No desde un punto de vista cualitativo, o por lo menos no
solamente; cierto que en la ciudad uno puede adquirir el objeto raro y costoso que
nunca llegará a la aldea, ya sea cuero repujado, sederías, oro labrado con cincel o
maderas exóticas. Pero la mayor parte de estas mercancías vienen de lejos, incumben
al comercio, no al trabajo artesanal realizado en la ciudad misma. Aparte de este
sector, la artesanía urbana presenta notables similitudes con la rural: trabajo en el
marco señorial en torno a las figuras del obispo o del conde, y en una fase posterior,
apertura de talleres propios a los que el cliente acude para hacer sus encargos y
vigilar la realización de los mismos. Pero pronto dos rasgos singularizaron a la
ciudad. En primer lugar, la afluencia de hombres nuevos adoptó a menudo el aspecto
de una agrupación de parientes o vecinos respaldándose unos a otros y con tendencia
a darse trabajo mutuamente. Ello dio lugar a cierta homogeneidad del tejido
profesional urbano, en función, por un lado, del lugar de implantación inicial de cada
oficio —cerca del agua los curtidores, de las murallas los carniceros, de los palacios
los orfebres…—, y por el otro, de la puerta por la que entraron en la ciudad los
primeros en llegar de cada grupo, que a continuación incitaron a parientes y vecinos
de su lugar de origen a reunirse con ellos. Fisonomía bien conocida, no siempre
respetada, es verdad, pero de la que aún quedan reminiscencias en nuestras
metrópolis mecanizadas. De este modo, en tal calle no se encontrará a un herrero, un
tejedor o un jubonero, sino a varios. Este hecho no implica en absoluto un clima de
competencia que vaya a redundar en beneficio o en detrimento del cliente: el prurito
de fabricar «buena mercancía», cuyo ambiguo origen ya ha sido tratado, mantiene, al
menos en los precios, una igualdad que anula las posibles consecuencias de esta
proximidad. En cambio, la presencia de artesanos, que además emplean a varios
asalariados, hace surgir entre ellos una necesidad de acercamiento, de asociación, de
ayuda mutua, sin ningún equivalente en la zona rural.
Más adelante me referiré de nuevo a este aspecto esencial del tejido social. Pero
es preciso evocar sin dilación algunos de sus rasgos. Antes que nada se impone, por
descontado, asignar a estos hombres un lugar y un papel definidos en la sociedad
urbana. Los hombres de los gremios tienen una importancia nada desdeñable en los
movimientos urbanos de los siglos XI y XII, y no solo porque son económicamente
necesarios: su influencia sobre el poder local o la casta aristocrática condiciona a
menudo la evolución de la ciudad administrada o su orientación política. Sin
embargo, ya he dicho más arriba que también el herrero de la aldea, aunque esté

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aislado, desempeña un papel que no es el de los labradores. Pero en el seno del taller
urbano se esboza el fenómeno de la división del trabajo, que constituye el motor
esencial de la evolución en un modo de producción. Como siempre, nos faltan
referencias precisas para antes de 1080. ¿Cuándo se instauró el tipo de organización
patrono-obreros? ¿Cuándo empieza a darse la contratación temporal? ¿En qué
momento aparecen los aprendices? ¿Cuándo se establece una barrera entre el
trabajador de un gremio y el patrono que le emplea? Solo disponemos de unos pocos,
dispersos e imprecisos elementos de respuesta a estos interrogantes sobre un tema
fundamental: los textos más antiguos que regulan las relaciones sociales en los
gremios —llamados métiers en Francia, arti en Italia, Handwerk o Geselle en
Alemania— datan de los últimos años del siglo XI o principios del XIII. En ellos, los
gremios todavía presentan el aspecto de reuniones de caridad o de peñas de amigos,
con banquete anual, la potacio, y cotización para cubrir los gastos; pero aparece ya
una élite formada por los propietarios de locales y una masa compuesta por quienes
alquilan sus servicios. Estos últimos pueden ser simples operarios sin ninguna
especialización, contratados para realizar trabajos que no exigen competencias
específicas, o, por el contrario, individuos que dominan determinada técnica y poseen
sus propias herramientas, con el suficiente prestigio como para que los patronos
soliciten sus servicios y pacten con ellos la cuestión del salario. Si están inscritos en
un gremio, el contrato durará lo que dure el trabajo encargado, pero una vez
terminado este, se renovará; de este modo, el patrono no tiene ya que ir a la place de
Grève en París, al Ponte Vecchio en Florencia, o enfrente de San Marcos en Venecia,
a buscar trabajadores. Solo recurrirá a este expediente cuando tenga necesidad de
refuerzos, y en tal caso escogerá entre los numerosos candidatos, mal pertrechados y
no muy de fiar, que esperan su oportunidad, y cuyos descontento e inquietud no
requieren comentarios. ¿Sistema «precapitalista»? No, porque una vez contratado, el
mozo (Knecht, puer, serviens) recibe alojamiento y comida de su patrono, quien le
paga a menudo en especie y le proporciona la materia prima para trabajar, pero no las
herramientas, que el obrero posee ya. Este, si logra ahorrar, y con el acuerdo de los
patronos, podrá presentar, a la larga, una «obra maestra» de su oficio y así elevarse
hasta la categoría de maestro, lo cual le permitirá instalarse por su cuenta como un
nuevo patrono. Pero no hay huellas de este tipo de posible promoción antes del siglo
XIII. En cambio, la presencia de adolescentes, niños a veces de edades comprendidas
entre los seis y los catorce años, colocados en el taller de un patrono para aprender el
oficio, no es sin duda un fenómeno nuevo; al menos, eso sugiere el sentido común;
los padres pagan al patrono para que acepte tomar al muchacho como aprendiz, y
cuando hay acuerdo, aquel se sirve de este como chico para todo. La relación que se
establece está siempre impregnada de un efluvio hogareño, máxime si el aprendiz es
hijo del maestro y su probable sucesor.
Esta organización conservadora y bastante rígida es anterior a los textos que la
mencionan. Cuando los obreros, los mozos, se unen a los mendigos de Milán hacia

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1045-1050, o se manifiestan en Toulouse paseando una lanzadera gigante por la
ciudad, podemos pensar que ya tienen tras ellos una «historia social». En tales
condiciones, resulta plausible admitir un último rasgo específico del artesanado
urbano. Contrariamente a lo que por esas mismas fechas ocurre en la aldea, donde el
herrero o el almadreñero disponen de entera libertad para decidir acerca de qué
fabrica, en qué cantidades y para quién, en la ciudad existe el «reglamento» de cada
oficio, que fija las condiciones materiales del trabajo y también de la producción: su
volumen, su calidad y su coste están previstos de antemano, y la autoridad, que vela
por el orden público, se preocupará de hacerlos respetar, aunque para ello haya que
entregar al fuego un paño demasiado corto o arrojar al río el pan mal cocido.
Así pues, las condiciones laborales solo experimentarán tres modificaciones
posibles a lo largo del período relativamente estable que tratamos aquí: efectos
demográficos sobre la contratación de trabajadores, variaciones de los costes de
fabricación y estado del mercado. El alcance del primer problema se capta sin
dificultad. La constante afluencia a la ciudad de nuevos inmigrantes sin
especialización alguna, salvo en algunas actividades de tipo rural como el trabajo de
la madera, la confección de tejidos o diversas tareas agropecuarias, encauza hacia el
mercado de trabajo a una mano de obra barata que, además, se suma al excedente
natural que produce el crecimiento demográfico propio de la ciudad misma. De 1100
a 1250 esta conjunción de causalidades persiste y hace el caldo gordo a los patronos,
que pueden, por un lado, aumentar el precio exigido para formar parte de un gremio,
especialmente si es un gremio «jurado» —es decir, provisto de garantías de
contratación y fabricación (aproximadamente uno de cada tres en París hacia 1255)
—, con lo cual incrementan el sector de trabajadores no gremiales y carentes de toda
seguridad, y por el otro, al mismo tiempo, negarse a conceder fuertes aumentos
salariales. Con respecto a este último punto, nuestras fuentes, incluso para épocas
posteriores a 1200, son aleatorias, ya que, en su mayoría, ignoramos la índole exacta
de provechos en especie que obtenía el trabajador y también las divergencias
atribuibles a su mayor o menor especialización técnica. Calculando entre ocho y doce
dineros al día el abanico de salarios de los años 1140-1150, podemos observar que
estas cifras tardarán más de un siglo en multiplicarse por dos; por otra parte, el salario
de un obrero especializado es el doble del que cobra un simple mozo, es decir, uno de
esos hombres mal pertrechados y de escasa competencia que se contratan como
personal suplementario.
Si esta continua demanda de trabajo por parte de una masa laboral en aumento
llega a ser satisfecha casi por completo, ello se debe a que los costes de fabricación
no se han incrementado ostensiblemente. Allí donde el producto que hay que
transformar no llega en cantidades suficientes, ya sea debido a perturbaciones
coyunturales, ya a una inesperada ampliación de la demanda —como, por ejemplo, en
los momentos de los grandes suministros para la cruzada—, e incluso allí donde
cunde el temor de que esto ocurra, la ciudad no tarda en decidirse a obtener por

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cualquier medio el género que necesita. Cuando Venecia se implanta en «tierra firme»
en el siglo XI, cuando Arras disminuye las tarifas de peaje que pagan ciertos
productos en el XII, o cuando Siena emprende una serie de razzias contra su contado
en el XIII, lo hacen para controlar la llegada de la madera, el hierro, la sal o la lana, y
también, como todas las ciudades, toman medidas equivalentes en época de carestía,
para resistir hasta la próxima buena cosecha. En tales condiciones, los precios no
suelen experimentar las bruscas convulsiones que más tarde caracterizarán a una
economía efervescente. Evidentemente, solo vemos a las clases más acomodadas: la
Iglesia que reincorpora al circuito comercial el dinero obtenido con la venta de los
bienes pignorados y no recuperados por sus propietarios, la aristocracia a la que en el
siglo XIII las apremiantes modas de diferenciación social obligan a derrochar para
comportarse de acuerdo con su rango, y la élite urbana, mercantil o intelectual, que
empieza a imitar a la nobleza. En ello reside sin duda la divergencia, todavía ligera,
que se manifiesta entre el ritmo de incremento de los precios y el de los salarios.

Bienes de equipo y diversificación

Hay pocas actividades artesanales cuyos progresos, tanto en el volumen de


producción como en el perfeccionamiento de las técnicas, no hayan acusado, en
cualquier época, los efectos de una mayor diversificación de los bienes de equipo o
de una multiplicación de las fuentes de abastecimiento de materias primas. Examinar
esta diversificación y esta multiplicación constituye, pues, el medio más indicado
para distinguir las etapas del progreso preindustrial. Desafortunadamente, solo la
ciudad es permeable a nuestra mirada, cuando sabemos que, en buena parte, las
primeras novedades se implantan en las zonas rurales.
Así ocurre, por descontado, con todas aquellas que precisan de combustible para
su funcionamiento. Y hablar de combustible significa, evidentemente, hablar de
madera, porque si bien entre 1177 y 1206 encontramos en Yorkshire, Languedoc y
Hainaut las primeras menciones de utilización de la hulla, hay que rechazar toda
tentación de ver en este hecho ni siquiera el despuntar de una competencia; los
hornos de las alfarerías y los tejares, así como las primeras forjas, están situados en
los linderos de los bosques o en la vertiente más suave de una loma. A este respecto,
la arqueología nos ha revelado en la Alemania renana, en Cataluña, en Borgoña, en
Saintonge, verdaderas baterías de hornos, que podemos datar como de principios del
siglo XI. Pero, más allá de las menciones formales de derechos de peaje, la
certidumbre de vender se encuentra en la ciudad: Paderborn, Mersebourg, Colonia,
Lieja, Barcelona, Milán, Brescia, Bérgamo. Y lo mismo se puede decir con respecto
al metal. Por descontado, los yacimientos están en el campo; por descontado, son
textos de origen rural (y eclesiástico) los que en fechas como 1120 o 1135 hablan de
galerías derruidas y mineros sepultados bajo los escombros en el Delfinado, en
Suabia o en las Ardenas, pero de la ciudad provienen los primeros indicios llegados

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hasta nosotros de una organización de la extracción y del comercio, en forma de
«códigos mineros», los más célebres y completos de los cuales —aunque no los
primeros— son los de Massa Marítima en Italia e Iglau en Alemania del sur, de
mediados del siglo XIII.
Más arriba, he tratado de la expansión de los molinos. Esta vez la competencia es
reñida: el molino, que hasta finales del siglo XII es molino de agua, puede estar en la
ciudad o en un bosque. El problema consiste en averiguar cuándo y dónde se adapta
su mecanismo a una diversificación del trabajo. El sistema biela-manivela y el árbol
de levas, gracias a los cuales se logra un movimiento de vaivén, horizontal en el caso
del telar y vertical en el del martillo pilón para triturar, consta en documentos de
hacia 1080 o 1100. Cuando se ve la multiplicidad de los aparatos descritos y
dibujados a finales del siglo XII por Herrade de Landsberg en su Hortus deliciarum,
especie de gran enciclopedia de la época, cabe suponer que ciertas técnicas estaban
muy difundidas: sabemos de la existencia de molinos para batir el hierro en
Alemania, tal vez ya entre 987 y 1010, y en Le Mans en 1085, pero sobre todo lo
vemos aparecer a partir del siglo XII (1104 en Cataluña, 1116 en Issoudun), y, algo
más tarde, propagarse por Champaña, Auvernia, Delfinado y a orillas del Rin entre
1203 y 1237; los testimonios sobre molinos para triturar la corteza de encina —que,
una vez pulverizada, se usa para curtir pieles— son a menudo anteriores (hacia
1140-1160 en Lombardía, Île-de-France y Normandía); en cuanto a los batanes, para
enfurtir paños, los primeros podrían remontarse al siglo XI, y en cualquier caso son,
con certeza, anteriores a 1170. Este último ejemplo es el más interesante, porque el
trabajo de un batán equivale al de cuarenta hombres, cuarenta trabajadores sin
especialización alguna cuyo cometido consistía únicamente en pisar la lana tejida
dentro de una cuba llena de mordiente. ¿Qué harán, en adelante, estos hombres?
¿Emigrar a la ciudad, o, si ya están en ella, dada su nula especialización, buscar un
patrono que acepte tomarlos a su servicio a bajo precio y engrosar la masa de los
marginados urbanos? ¿O bien, como en Inglaterra a partir de 1235-1240, organizarse
en bandas y destruir los batanes, exponiéndose a sanciones y a multas imposibles de
pagar? Lo mismo sucede en otras fases del trabajo de fabricación de los paños: no
existe ninguna certidumbre acerca de la utilización del torno para hilar en Picardía
antes de 1280 o 1285; en cambio, los telares de pedal, que permiten fabricar paños de
quince metros de longitud, surgen probablemente a principios del siglo XIII. Pero lo
que nos interesa no es la importancia de la producción, sino que con ello aumenta la
descalificación de la mano de obra vulgar. Es cierto que el torno para hilar ata a la
mujer a su casa y, en cierto modo, representa para ella una alienación, pero como
consecuencia de este hecho, las labores campestres en las que participaba, siega del
heno y espigueo, serán ahora exclusivamente realizadas por los pobres, los incapaces
o los miembros de la familia que no han podido encontrar otra actividad, y se
convertirán en tareas humillantes. También es cierto que la aparición del telar, aunque
generó paro, permitió una extraordinaria diversificación de los tipos y calidades de

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paños presentes en los diversos mercados, fenómeno perceptible a partir de 1150:
brunetes, écarlates, roussetes, vairs, bruels, hauberges, volins se distinguen unos de
otros por el tinte y la trama, así como por la finura y el precio (de dos a dieciocho
libras el paño de dos metros por diez en Génova hacia 1200).
Todos estos ejemplos son tomados de la pañería porque, como he indicado, es la
única modalidad un poco «industrial» del trabajo medieval, y el primer ámbito en el
que son discernibles las tensiones sociales. Pero resultaría fácil encontrar fenómenos
idénticos en otros campos, como por ejemplo en el del trabajo de la madera. La sierra
hidráulica, conocida en el Jura hacia 1268, facilita el quehacer de cortar en pedazos
los troncos. Se ha relacionado este perfeccionamiento con el de las construcciones
navales, y, en efecto, antes de 1300, tanto en el Mediterráneo como en el Báltico,
aumenta el número de barcos, si bien los arqueos permanecen invariables. Cuando se
piensa que la construcción de una galera de 400 toneladas capaz de navegar durante
ocho o diez años exigía la tala de veinte robles, cuarenta hayas y veinte pinos para los
diversos elementos de la carena, el puente, los palos o los remos, se echa de ver el
peso que tuvieron los sucesivos perfeccionamientos técnicos en el «despegue»
europeo.

Los cuatro polos de Europa

Este somero análisis sería incompleto si no mencionáramos —y poco importa


considerar la causa o efecto— el fenómeno de la concentración regional que, en una
centuria, la comprendida entre 1125 y 1225 aproximadamente, trazó en el mapa
económico de Europa el contorno de una serie de zonas de producción y otras de
evacuación de los productos, fenómeno que resulta indispensable determinar antes de
estudiar las corrientes de intercambios. Hasta cierto punto, esta concentración
regional sirve también de base para el desarrollo urbano, e incluso apuntala los
designios políticos.
Resulta prácticamente incontestable que el primero de estos conglomerados
regionales es el que se extiende por ambos lados del paso de Calais: planicie de
Londres, Picardía, Flandes, cuenca del Mosa, Lorena, Renania central. Esta zona
engloba regiones de gran productividad agrícola, superior, no cabe duda, a las del
resto de la Europa medieval. En ella se encuentran materias primas fundamentales:
hierro en Der, en Argonne, en Bessin y en el macizo del Harz, cobre en las Ardenas,
estaño en Cornualles, sal en Picardía y en Lorena; la madera abunda, y también los
cueros y la lana de calidad; el lino y el cáñamo crecen en todas partes con facilidad;
las pesquerías inglesas y normandas son las más activas de los mares fríos. Por si
fuera poco, esta zona tiene una industria textil de primer orden, gracias a las lanas,
finas o bastas, de Inglaterra y Picardía, a los telares de Flandes, Artois y Reims, al
glasto de Picardía y a la ceniza de las Ardenas. Nada tiene de sorprendente, pues, que
la densidad urbana sea elevada y la población numerosa, y que el movimiento de
emancipación de los hombres empiece antes aquí que en otras regiones. Pero esta

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zona se halla dividida entre potencias políticas rivales, las cuales fácilmente
disputarán entre sí por la primacía. Además, pese a un relieve que en conjunto no
presenta grandes dificultades para los desplazamientos, los ejes naturales de
circulación —los ríos Rin, Escalda, Mosa y Somme— siguen todos una trayectoria
sur-norte o sudeste-noroeste, lo cual obliga a cargar y descargar varias veces, con la
pérdida de tiempo y el aumento de costes consiguientes, los productos que viajan en
otras direcciones. Por último, esta zona cuantiosamente poblada y aprovechada, con
20 de las 65 ciudades que probablemente contaban con más de 10 000 habitantes en
la Europa de antes de 1300, es totalmente capaz, por un lado, de consumir la mayor
parte de cuanto produce, y por el otro, de autoabastecerse sin necesidad de recurrir al
exterior para procurarse productos alimenticios o de otro tipo, excepto unos pocos, de
todos modos relativamente secundarios: aceite, seda, pieles o condimentos. La ceniza
substituye al alumbre; el vino de producción propia es mediocre pero se puede beber,
y si no, está la cerveza; la cerámica es rudimentaria, pero se puede suplir con hierro o
con madera. Así pues, llegamos a una conclusión fundamental y que a menudo no se
destaca lo suficiente, sobre todo a partir de que, en el siglo XIII, empieza el
florecimiento de París: pocas cosas de las producidas en Europa del noroeste salen
fuera de ella. Unas cuantas telas y paños que toman el camino del sur, pero en
cantidades mucho menores de lo que evidenciaban Saint-Gilles o Génova hacia 1125,
hierros trabajados, un poco de sal. Son las otras regiones las que llevan artículos a
esta.
También en el norte, aunque bastante lejos, encontramos hacia 1250 una segunda
zona importante: el litoral sur del Báltico, con Hamburgo al oeste y Novgorod al este,
una larga franja costera que durante tiempo fue el frente de contacto entre los
escandinavos de los siglos IX y X y la Alemania naciente. Aquí la situación es muy
distinta a la de la desembocadura del Escalda. Se trata, simplemente, de un territorio
de tránsito, una especie de ribera colonial, con «escalas» al estilo de las levantinas,
modestas, dotadas de barrios bien diferenciados, pero de las que quizá solo una,
Lübeck, tiene más de 10 000 habitantes. Las demás no son más que puntos donde se
concentran los productos del interior, los cientos de miles de pieles de zorro, de
ardilla, de marta cebellina, de armiño y de visón procedentes de Rusia, la pesca y las
maderas resinosas de Escandinavia, el lino y la pez de Pomerania, el trigo de Polonia.
Todo está en manos de los alemanes. Son los dóminos de la Hansa germánica o de los
caballeros teutónicos de Prusia. Imposible, en este sector, vivir de la propia
producción. Hay que exportar, en dirección a Londres, Brujas, Ruán, Duisburg o,
también, a los principados eslavos de Europa central, y traer de vuelta sal y vino del
Poitou, o paños para revenderlos a los rusos; tráfico intenso, vital, frágil.
En el sur, Italia del norte es el área que inmediatamente atrae la atención. Ofrece
evidentes analogías con el noroeste de Europa pero, al mismo tiempo, hay una serie
de disparidades manifiestas entre una y otra. Por un lado, el mismo dinamismo, la
misma diversidad y la misma densidad demográfica, acompañada, en el caso italiano,

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de una antigua tradición urbana que se traduce en más de 20 ciudades de 10 000
almas entre el Amo y la región de Friuli. Por el otro, sin embargo, tampoco aquí el
autoconsumo es viable: la madera de Istria, Iliria o los Alpes, así como el hierro de
Novara o de la isla de Elba, se dan en cantidades suficientes, y la piedra es buena,
pero falta cuero y escasea la lana. La sal del Lacio o de Venecia, el vino, el aceite, y
en último extremo incluso los productos lácteos, podrían alcanzar para las
necesidades, pero la penuria de cereales es trágicamente endémica y había constituido
ya uno de los grandes problemas «romanos»; la mayoría de las ciudades no disponen
siquiera, en su contado, de víveres para seis meses, a pesar de un envidiable
desarrollo técnico. Además, una gran cadena de montañas, sumamente fastidiosa,
separa las dos regiones contiguas de Lombardía y Toscana y agrava los problemas.
Así, la naturaleza impulsa a los italianos a tomar el camino del mar o el de los
desfiladeros, para vender lo que ahora ellos, y solo ellos, pueden comprar en Oriente
(seda, alumbre, azúcar, algodón) y asimismo sus excedentes de aceite y de paños
ligeros, pero reteniendo en su poder el trigo que transita por sus circuitos comerciales.
En el siglo XII irán a pie hasta Champaña, y en el XIII en barco hasta Flandes, para
adquirir, a cambio de las riquezas musulmanas y griegas (lana bruta o paños burdos),
la sal y las pieles de que carecen. De ahí a establecer agentes fijos en dichos lugares y
a progresar en las técnicas de la asociación comercial media un paso, que los italianos
supieron dar y que les permitió obtener cierto avance técnico con respecto a los
restantes europeos.
No hay, en Italia del norte, otro poder político real ni otra preocupación
económica que los de las ciudades, poseedoras todas ellas de su territorio rural
propio, sin exceptuar a Venecia, que tiene su «tierra firme» tras ella. De este modo, en
Italia del norte, el Estado es la ciudad. Al oeste de los Alpes, el decorado vuelve a
cambiar, y nos hallamos ante la cuarta de las grandes zonas económicas, con su
originalidad peculiar, más difusa, más sutil. Abarca el valle del Ródano, Provenza
inferior, las regiones de Velay y les Causses, Languedoc y Cataluña, un conjunto
semicostero y semicontinental, una extensión políticamente fragmentada, en la que
gobiernan una decena de príncipes, sin soberanos descollantes, sin ciudades
esenciales (menos de diez que superen los 10 000 habitantes), y cuyas características
podríamos considerar a medio camino entre las de Italia del norte y las del noroeste
de Europa. Como esta última, goza de una moderada autosuficiencia en cuanto a
materias primas y productos alimentarios: la madera de las montañas, el hierro de los
Pirineos, la sal de Languedoc y Provenza, la lana y las pieles del ganado mayor
trashumante, glasto, azafrán, vino, aceite, cereales. Pero en cambio, al igual que
Italia, tiene el inconveniente de malas comunicaciones y siente la tentación del
comercio: coral, brocados y cueros españoles, oro y lana africanos, y también la ruta
de Oriente, para la que no resulta apta una parte de sus poco hospitalarias costas, pero
que pueden emprender ciudades portuarias como Barcelona, Aigues-Mortes o
Marsella.

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No cabe duda que existen otras áreas importantes de la economía europea del
siglo XIII; por ejemplo, Poitou y la región de Burdeos, donde la pesca, la sal, el vino y
la plata son riquezas que se dan a poca distancia unas de otras; o Alemania central y
Bohemia, con sus telas, su cristalería, sus maderas preciosas y sus minas de hierro y
de plata. Pero todas estas regiones y otras que se podrían mencionar no presentan una
concentración de hombres, de bienes y de actividad comparables a las de los cuatro
polos principales. Lo cual implica diversas observaciones: ¿hasta qué punto se puede
considerar que la falta de una base económica de esa magnitud constituyó una traba
para las construcciones políticas y que la existencia y solidez de la misma las
potenció? Es importante observar que el frágil agregado territorial de los Plantagenêt
se redujo a mediados del siglo XIII hasta no comprender sino Inglaterra y la región de
Burdeos, es decir, las dos únicas zonas activas de entre las que lo integraban. Por otra
parte, ¿acaso, a partir de 1250, no periclitó por el mismo motivo el Imperio
Germánico, dividida su atención entre la orilla del Báltico, la franja del Rin y el
espejismo italiano, pero económicamente débil en su centro? Y esta decadencia
coincide, precisamente, con el momento en que Milán, Venecia, Génova, el conde de
Barcelona y rey de Aragón, el monarca Capelo, el conde de Tolosa y los príncipes de
los Países Bajos no cesan de medrar. Y este desplazamiento de las principales zonas
de actividad, productoras o consumidoras, provocó —sea cual sea la importancia que
se atribuya a la voluntad humana en dicho fenómeno— una evidente ruptura con los
tiempos antiguos: la división en compartimientos estancos solo atravesados por algún
que otro buhonero o trotamundos ya no puede mantenerse. Se puede decir, por
consiguiente, que si la evolución interna de la célula señorial orientaba a la sociedad
hacia una economía de mercado, al advenimiento de esta fue acelerado por la
fragmentación económica de Europa.

EL MERCADO

La historiografía burguesa de finales del siglo XIX, afecta a las libertades urbanas,
escrutó laboriosamente el resurgir de los intercambios comerciales, considerados
como un signo general de progreso. Más tarde se pasó a la investigación sobre las
causas, y desde que Pirenne emitió sus hipótesis, hace más de cincuenta años, los
historiadores glosan el tema sin descanso, a favor o en contra del origen extranjero de
los mercaderes, los «pies polvorientos» (pieds poudreux) del erudito belga, o bien
intentan delimitar las etapas y los itinerarios de los intercambios internacionales con
la ayuda de los tesoros monetarios conservados, las tumbas de jefes o las alusiones de
los viajeros judíos o árabes. De este modo, se ha logrado esbozar, para el siglo X y
principios del XI, un cuadro de la situación que distingue una serie de matices: en el
norte de Europa, una gran corriente de intercambios dominada por los escandinavos y
cuyos puntos extremos son Irlanda y el mar Caspio; en el sur, un Mediterráneo

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infestado por la piratería pero, ya en la primera mitad del siglo XI, y posiblemente
antes en Cataluña, tráficos comerciales terrestres y marítimos al sur del Ebro, o a
través de Sicilia, Alejandría, Bizancio; unas cuantas plazas célebres, como Amalfi,
admirada en 977 por Ibn Hawqal; mercaderes alemanes que se aventuran en Praga, en
Cracovia o incluso en Kiev. Pero en definitiva, entre los dos brazos de esta vasta
elipse, nada. Solo buhoneros, trotamundos y agentes de los poderosos de la ciudad.
En cambio, los caminos y los ríos, y más tarde el mar, empiezan a animarse de
1060-1080 en adelante, se intensifica el tránsito de mercancías, se reactiva el
comercio, el numerario circula; pasado 1100, en Europa se practican ya, no solo
transacciones interregionales, sino también internacionales. Tal es el panorama
clásico, que sin embargo se nos antoja ilógico.
Nuestros contemporáneos, y antes que ellos nuestros padres, absortos en las cifras
o imbuidos de visiones sintéticas, cometieron, al trazar el fresco que antecede, el
mismo error de método que Pirenne: ver el comercio a través de la circulación de las
especias y de su venta en la ciudad, sin preocuparse por la cesta de huevos que un
miércoles cualquiera una campesina ofrece a los posibles compradores a la puerta de
una iglesia rural, operación tan comercial como la anterior. Por supuesto, es fácil
explicar esta omisión: el historiador encuentra poco que decir acerca del comercio
más humilde porque, a menudo, ni siquiera está reglamentado, y porque no posee
estimaciones cifradas a su respecto. No obstante, constituye la base de todas las
demás actividades.

Ante todo, circular

Todo el mundo atribuye a los romanos el mérito de haber dotado las zonas de
Europa sometidas a su poder de una importante red de vías de circulación
pavimentadas con piedras; a continuación, se suele lamentar su degradación ulterior,
en la que se distingue uno de los rasgos propios de la barbarie medieval. Para
empezar, pasemos por alto los sufrimientos que hubieron de sorportar galos, iberos o
bretones para construir, para el uso exclusivo de sus amos, estas «obras de romanos».
Luego, conviene rectificar el prejuicio según el cual dichas vías quedaron fuera de
uso con el fin del Imperio de Occidente, pues aún se conservan en el siglo VII, y los
escribanos posteriores se equivocan raramente al referirse a una de ellas; las palabras
con que la designan son muy distintas a las habitualmente utilizadas para los otros
caminos: via publica, ferrala, calceaw, strata. Por otra parte, la mayoría de los
grandes enfrentamientos militares, forzosamente precedidos de considerables
convoyes, tienen lugar junto a una de tales vías, circunstancia que se verifica en
Cassel, en Legnano, en Bouvines, en Crécy, en Poitiers; también siguen hollándolas
muchos de quienes emprenden largos viajes, incluso en fechas tan tardías como el
siglo XIV. Dicho esto, no cabe negar que el conjunto de la red se disloca y, en buena
parte, desaparece; el motivo radica en que había sido concebido con intenciones muy

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precisas. Se trataba, ante todo, de unir los puntos estratégicos o las ciudades
siguiendo una línea lo más recta posible, lo cual significa, en Europa del oeste,
atenerse sobre todo a dos orientaciones ortogonales que un geógrafo calificaría de
herciniana y varisca: Italia-Bretaña y limes renano-Mediterráneo. Cuando, durante la
Edad Media, en determinadas zonas estas direcciones coincidieron con las de un
tráfico particularmente intenso, las vías fueron conservadas; de lo contrario, ¿para
qué conservarlas en buen estado? Hay que considerar, además, que para los romanos
estas «calzadas» no tenían ninguna función económica; sus trazados, sus desniveles y
sus revestimientos no las hacían apropiadas ni para el transporte mercantil ni para los
viajes regulares; resultaban prácticas para peatones o jinetes, es decir, para
mensajeros o soldados, pero no para los campesinos o vendedores ambulantes. De ahí
mi observación precedente: durante la Edad Media prevalece la aldea, no la ciudad, y
la tracción cobra nuevo impulso, con lo que resulta casi imposible servirse de las
antiguas vías romanas, excepto, precisamente, para los ejércitos. Así pues, dejemos
de lado esas reliquias inadaptadas a las necesidades de la época y mencionemos
simplemente que los hombres del siglo XII tienen una mentalidad lo bastante práctica
como para evitar los tramos inútiles y utilizar las «calzadas» solo en los lugares
donde seguirlas significa aprovechar un vado o un puente, o bien en aquellas zonas
montañosas donde la construcción de las vías fue objeto de un esmero especial; a
veces, su única utilidad consiste en servir de línea de demarcación entre dos
parroquias contiguas.
En muchos casos, los ingenieros romanos habían utilizado itinerarios anteriores y
construido sus vías sobre los mismos o paralelamente a ellos. Tales caminos antiguos
son los que resurgen ahora, junto con todos los que irradian de cada aldea tras la
concentración de los labrantíos. Esta vez, se trata de una red verdaderamente
adaptada al objetivo esencial y preciso que es la comunicación de cada núcleo
habitado con sus campos y de los diversos claros cultivados entre sí, a través de los
espacios agrestes. En su mayoría, estas vías de tránsito son todavía las nuestras, y la
obra de la Edad Media en este sentido es fundamental. Resulta imposible determinar
cuándo y cómo fueron apareciendo tales caminos, y por otra parte, allí donde se han
realizado estudios sobre esta cuestión ha podido comprobarse que raramente había un
trazado fijo, sino que se trataba, más bien, de un conjunto de sendas que seguían la
misma dirección; según el estado del suelo, la índole del convoy, el interés de cada
viajero o el empeño en eludir el pago de un peaje, se pasaría por una o por otra. Este
entrecruzamiento de lugares de paso ofrecía sin duda un aspecto tan errátil que, por
ejemplo, en Flandes, en el siglo XIV, tras la primera maduración de los granos, se
invitaba a los campesinos cuyos labrantíos lindaban con los senderos a vallarlos para
evitar que sufrieran daños, igual que se hacía en otras zonas de Europa para prevenir
los desperfectos del ganado trashumante. Por descontado, en ciertos puntos, el relieve
o la hidrografía obligaban a tomar un camino único. Pero da la impresión de que
incluso en tales casos la construcción de un puente fijo en lugar de una balsa

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transbordadora o de un puente móvil de barcas no suele producirse inmediatamente;
tales puentes, por otra parte, fueron de madera durante mucho tiempo, lo cual se
traducía en frecuentes incendios (el de Angers ardió seis veces entre 1032 y 1206).
Los puentes de piedra suponían un esfuerzo y un gasto de tal magnitud que los
grandes ríos tardaron mucho en tener algunos; el de Le Mans, construido en 1034,
parece ser uno de los más antiguos, pero la mayoría de los demás son bastante
posteriores, y en el oeste y el sur de Francia no es raro que daten de entre 1130 y
1170. La empresa podía deberse a cofradías de voluntarios, como los «pontífices» o
«constructores de puentes» (pontifes) de Aviñón, de Pont-Saint-Esprit o de Cavaillon.
En según que sitios, la construcción requería los servicios de eminentes ingenieros.
Así, la del San Gotardo, en 1237, tiene una importancia comparable a la de la
apertura de los túneles que en épocas posteriores han atravesado los Alpes: el efecto
fue comercialmente idéntico. En cuanto a los vados, mucho más abundantes que en
nuestros días, en que a menudo el curso de los ríos ha sido encorsetado, ofrecían, en
no pocas ocasiones, la posibilidad de elegir por dónde cruzar.
Indiscutiblemente, la mediocridad de las «carreteras» medievales ha velado en
parte los progresos técnicos efectuados por el transporte durante la Edad Media. Las
tarifas de peaje que se suceden desde 982 hasta más allá del siglo XIII permiten
forjarse ideas bastante precisas acerca de las condiciones de circulación, aunque no
hay que perder de vista la posibilidad, en algunos casos, de simple transcripción
mecánica de los términos de la tarifa anterior. Sabemos que el transporte a cuestas (à
col), es decir, en alforjas o en un balancín de tipo asiático, es el más frecuente; el
cuévano, las parihuelas y la carretilla constan en los documentos desde antes de 1200
o 1220; los animales con albardas se emplean también, como se han empleado
siempre. Pero lo que nos importa es el tipo de carro, de uno o dos ejes, sin duda ya
conocido por los antiguos (biga, quadriga), pero cuya eficacia resulta aumentada
gracias a los perfeccionamientos de los aparejos de tiro: varales para sujetar al primer
animal, una barra transversal y cuerdas más fuertes para enganchar a los animales en
fila, con lo que se suman las fuerzas de tracción en lugar de dispersarse como en el
antiguo enganche de frente (esta innovación, sin embargo, no es anterior a 1275).
Asimismo, la collera rígida para el caballo y el yugo frontal para el buey, colocado en
la parte superior de la cabeza y no en el cuello, lo cual limitaría su capacidad de
arrastre, aparecen tal vez ya en el siglo X en Renania, y hacia 1100 en España y
Normandía, a juzgar por el tapiz de Gerona y el de Bayeux; el juego delantero móvil
que permite un manejo más cómodo del carro es una novedad de finales del siglo XIII;
por último, la Edad Media ve el nacimiento de la famosa herradura, sobre la cual,
como hemos visto más arriba, los eruditos no se ponen de acuerdo.
Lo esencial consiste en hacer una estimación de los resultados. Se han calculado
las ventajas que podía representar, para la rapidez y la eficacia del transporte, la
substitución del buey, el asno o el hombre por el caballo. Cuatro caballos, herrados y
correctamente dispuestos en fila, podían tirar de un carro cargado con treinta «sacos»

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de lana inglesa —equivalentes a cuatro toneladas y media— a una velocidad de cinco
kilómetros por hora. Para lograr lo mismo, habrían hecho falta 8 bueyes, 16 asnos o
130 hombres; por otra parte, enganchados como en la alta Edad Media, los animales
solo habrían podido mover la sexta parte de esta carga. Por lo tanto, nos encontramos
ante una verdadera revolución del transporte.
Con todo, parece ser que las vías fluviales seguían gozando de la preferencia de
muchos viajeros, pese a su mayor lentitud y a la necesidad de que las embarcaciones
fueran remolcadas por caballos o bueyes, operación que el aspecto incierto de las
orillas dificultaba a menudo. Añadamos que resultaba más fácil acechar el paso de
una barca e imponerle un derecho de peaje que hacer lo propio con un carro, y que
por añadidura los obstáculos —hierbas, molinos o transbordadores funiculares—
implicaban pérdidas de tiempo u obligaban a efectuar un rodeo. Por ello, esta
preferencia por las vías fluviales solo puede imputarse a dos factores: el primero, la
seguridad del trasporte, porque el terreno presenta menos peligros que por vía
terrestre (desfiladeros, bosques), y también porque el traqueteo de los carros en
caminos llenos de baches hace que ciertos productos como el vino, la sal o el aceite,
se salgan de los toneles por entre las duelas mal unidas o resquebrajadas. El segundo
factor estriba en la cantidad de mercancías que se pueden transportar en un solo viaje.
Cierto que las sandalae, las almadías (barges), los lambi o los chalani que sabemos
navegaban por el Sena, el Rin o el Tíber por lo menos desde el siglo XI no tenían un
arqueo superior a las 30 o, como mucho, 50 salmas, pero es una capacidad mucho
mayor que la de cualquier carro. De este modo, a partir de los años 1095-1100 se
multiplican los muelles y desembarcaderos que facilitan la carga y descarga, en la
ciudad, o en los puntos de encuentro, de un itinerario fluvial con otro terrestre.
Determinadas ferias y grandes mercados surgieron alrededor de estas encrucijadas.
En Flandes, hasta se llegaron a construir esclusas provistas de varios compartimientos
estancos en cursos de agua un poco rápidos, perfeccionamiento que parece ser
bastante excepcional (1150-1190).
Quedaba el mar. Ya he señalado en páginas anteriores los progresos,
esencialmente nórdicos, realizados antes de 1250 en la navegación de altura. Es
evidente que solo se podía recurrir a este medio de transporte en ocasiones
extraordinarias; la vía marítima no atañe para nada al comercio local, ni siquiera en
zonas como Italia, donde el cabotaje habría podido paliar la mediocridad de las
comunicaciones terrestres. Aunque la carga de un navío medieval nos parezca hoy en
día insignificante (se ha calculado que hacia 1300 el aforo total de la flota veneciana
no llegaba a las 100 000 salinas, lo que corresponde a un pequeño petrolero actual),
sobrepasaba ampliamente la actividad de una región. El tráfico marítimo precisa
productos que hayan de recorrer grandes distancias, muy pesados o muy costosos, de
los que se ocupa en exclusiva el «gran comercio»; intentar la aventura implicaba
riesgos, los llamados «peligros del mar», tempestades y piratería, lo que a la postre
dejaba este tipo de negocio fuera de las posibilidades de la casi totalidad de los

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mercaderes, aun de los italianos. Cierto que se podía transportar en un día un
cargamento de 300 salmas a 180 kilómetros de distancia, cuando por tierra ello
hubiera requerido el empleo de 100 carros y un tiempo de dos meses, a un ritmo de
desplazamiento, normal para la época, de 20 a 25 kilómetros por día. Pero esta
extraordinaria diferencia que deslumbra a tantos medievalistas no debe ofuscarnos:
no todos los barcos llegan a su destino, y aun en el caso de que lo hicieran, en mi
opinión el volumen total de los artículos que viajan en ellos es muy inferior al de los
que transportan los miles de carros, de mulos y de porteadores que recorren los
caminos terrestres.

Vender y comprar en la propia región

La parte que el señor reclama a sus hombres sobre el producto de su trabajo y que
constituye el motor principal del «feudalismo» y la justificación de la protección y la
justicia del señor es objeto de estimaciones muy diversas según los historiadores,
tanto en lo que se refiere a las entregas en especie como a los pagos en metálico. Más
adelante nos ocuparemos de estas divergencias; por ahora, baste con subrayar que,
tras el surgimiento y consolidación de las células señoriales, en este acopio de
recursos tiene su origen la economía de mercado. Una vez que ha satisfecho sus
necesidades y distribuido sus dones, el señor da salida al remanente. Huelga decir
que, según el número de allegados y servidores que tenga en casa, la índole de sus
gustos y su nivel social le sobrará vino, grano, aves de corral o reses en cantidades
variables; pero no cabe duda sobre el mecanismo, atestiguado ya en relatos
hagiográficos del siglo X en las Ardenas, codificado en el reino de León en el siglo XI,
generalizado en el siglo XII. El señor hace proceder a la venta en la aldea, o incluso en
el mismo baile, el patio interior de su castillo. La del vino tiene la prioridad, pero casi
siempre la acompaña la de los productos agrarios. Es el mercadal español, que por lo
general tiene lugar una vez por semana. Según las cuentas del obispado de
Winchester, en todo el año 1208 el prelado dio salida de este modo al 48,5 por 100
del trigo, el 28 por 100 de la cebada y el 17 por 100 de la avena total de que disponía
entre las cosechas de sus tierras y lo obtenido a través de sus rentas indirectas. Si se
piensa en que una pareja de campesinos, una vez, separadas las partes
correspondientes a su consumo, al grano para la próxima siembra, a la talla, a los
alquileres y a las eventuales multas, necesitaba poder cultivar un mínimo de entre
cuatro y seis hectáreas de buena tierra para conseguir un remanente negociable, y si
se piensa asimismo en que, por lo que podemos calcular, no más de una tercera parte
de la población campesina se hallaba en este caso, se puede comprobar que la
«pompa» de los intercambios la inicia esencialmente, en el siglo XII, el señor. Una
serie de documentos ibéricos nos informan de que a menudo son los animales vivos
lo primero que se vende, antes que los víveres y el utillaje, e indican unas
proporciones de 44, 23 y 12 por 100 respectivamente para estos tres «capítulos», lo

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cual constituye un interesante testimonio sobre las bases de la riqueza. En este sector
económico hay que destacar el papel muy particular que desempeñaron los
cistercienses, que ofrecían la imagen de un tipo de explotación directa, sin punción
señorial. En su caso, se trataba pues de vender el excedente de producción. Al no
estar limitados por las usanzas que yugulaban en parte la arbitrariedad de los laicos,
los monjes blancos, que no debían rendir cuentas a nadie en este campo de su
actividad, se encontraron a menudo en la situación de desempeñar un papel
determinante en los mercados locales y de influir en los precios almacenando
determinados géneros o, por el contrario, inundando la plaza con ellos; así ocurrió a
menudo con los tres productos esenciales que controlaban: la lana, el vino y el hierro.
El dinero que podían gastar los campesinos nunca era muy abundante, a no ser
que ellos mismos acabaran de vender algo. De modo que, en el mercado de aldea, las
transacciones alcanzan un volumen poco considerable, y sus protagonistas son los
diversos especímenes de las clases acomodadas o bien sus agentes. En cambio, la
ciudad vecina, además de tener sus propias necesidades en materia de alimentación,
era el lugar donde el señor, una vez vendido el vino o los animales que le sobraban,
podía con mayor seguridad encontrar lo que buscaba y comprarlo: vestiduras caras,
adornos, un caballo bien adiestrado o, simplemente, un artesano especializado a quien
confiar, mediante retribución, un trabajo determinado. En tales condiciones, el foro
urbano está íntimamente vinculado al mercadal campesino. Es posible que, en un
primer tiempo, los mercaderes de la ciudad se desplazaran hasta la aldea, pero parece
que, antes de 1250, debían limitarse a ofrecer cuatro baratijas a los campesinos. Los
asuntos serios se tratan en los centros urbanos. De manera que, por una progresión
natural, muchos campesinos, no demasiado distantes de la ciudad, irán directamente a
ella para vender sus remanentes. El célebre fresco de Lorenzetti en Siena, aunque de
fecha más tardía, muestra como un símbolo del «buen gobierno» esta afluencia de
rústicos a la ciudad, cargados de huevos, cabras, telas, leña o leche. Porque la ciudad
carece de todo, y, salvo en Italia, donde su control económico y sus requisiciones se
extienden por el contado que depende de ella, se ve obligada a efectuar compras al
por menor o a recurrir a los revendedores profesionales de carne o de cereales.
El mercado urbano, por otra parte, no se parece en nada a los nuestros. Tiene
lugar en una plaza, a veces formada por el simple cruce de dos calles, o en un espacio
cerrado (foro cluso) vigilado por la milicia urbana, con un emplazamiento reservado
para las transacciones, una balanza pública y una oficina para dirimir los litigios que
puedan surgir. Pero en la mayoría de los casos la venta se efectúa en tiendas, en los
bajos de las casas en las que campea un rótulo; desde la calle, las existencias o el
obrero entregado al trabajo son visibles para el cliente; las mismas planchas de
madera que sirven para cerrar la tienda se utilizan, durante las horas de apertura, unas
como mesa para exponer las mercancías en el exterior, otras como tejadillo para
resguardarlas, a la manera de un toldo. Parece probable que, hasta mediados del
siglo XIII, se produjera, al igual que en las ciudades del mundo musulmán, cierta

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especialización por calles de un mismo tipo de comercios, fruto a la vez del
acercamiento topográfico de «cofrades» dedicados a negociar con el mismo género
—sin hacerse la competencia en lo referente a los precios, ya que está prohibido— y
de la presencia en determinado lugar de las condiciones indispensables para la
fabricación de lo que se quiere vender o para el acarreo de materias primas pesadas;
así, curtidores y zurradores tenderán a agruparse en sitios donde abunde el agua, y
almadreñeros y ebanistas en las proximidades de arenales donde resulte fácil
descargar la madera transportada por vía fluvial. Nuestras calles y barrios actuales
han guardado a menudo en el nombre el recuerdo de esta antigua especialización, sin
que no siempre sea posible adquirir la certeza de que esta denominación fuera debida
a un verdadero monopolio. Además, el establecimiento de esa trama mercantil interna
es difícil de situar en el tiempo. En Italia, se conoce la especialización de los burgos
suburbanos desde 1080 o 1100, y también la localización de las calles comerciales
dentro del recinto amurallado, merceria de Venecia, inferno de Milán para la
quincalla y la armería; las fechas son algo más tardías para las rues que describe
Hariulf en Saint-Riquier (1125) o los alrededores de las plazas-mercados de Europa
central, «Grosse Ring» de Lübeck, o «Rynek» de Cracovia.

La feria, emblema de la Edad Media

El campesino que lleva su grano o el revendedor que encamina a la ciudad un


rebaño para entregarlo a los carniceros son «mercaderes»; sin embargo, cuando se
alude a este tipo social, se suele pensar en aquellos que circulan por los caminos o
navegan por los ríos, en los «pies polvorientos» portadores de alforjas o caballeros a
lomos de un mulo, y también en los negociantes más ricos que acompañan, a caballo,
una hilera de carros. Estos se dirigen a otra parte: a la feria; y este lugar privilegiado
de contactos comerciales en la Edad Media merece que detengamos en él nuestra
atención.
La organización de encuentros de revendedores que ofrecen productos de
procedencias lejanas, menos a los habitantes del lugar que a otros revendedores, es
una forma del «gran comercio» que prácticamente se encontraría en cualquier época.
Sin embargo, Occidente la perfeccionó. Respecto al origen de estas feriae, de estas
nundinae periódicas, carecemos de certezas absolutas; la elección de los lugares
donde se celebran ¿tiene tal vez un fundamento religioso, como las fiestas de san
Juan en el caso de la feria llamada «de Lendit», celebrada frente a la abadía de Saint-
Denis desde, por lo menos, el siglo X, o como las de la Semana Santa en Pavía? ¿Se
trata, simplemente, de una contingencia geográfica, del hecho de que el lugar
escogido constituye un punto obligado de transbordo de la carga, como los portus o
los wiks poscarolingios de la zona del Mosa o de la Europa nórdica, o bien una
encrucijada de itinerarios, como Chappes en Champaña y Visé, Thurout o Huy en el
área belga? ¿O acaso se debe a una iniciativa de un príncipe que, con miras a los

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beneficios fiscales, ofrece facilidades a los mercaderes de paso, caso del duque de
Brabante o del obispo de Lieja en los territorios ribereños del Mosa? En ocasiones,
disponemos de documentos que prueban que esta voluntad se impuso a una geografía
refractaria; así, los tractoria o los conductus expedidos a partir de 1137 por los
condes de Champaña a los mercaderes deseosos de dirigirse a una ciudad-mercado, a
quienes hacían escoltar por hombres armados, pudieron provocar o favorecer una
convergencia que nada permitía prever hasta entonces.
El principio de la feria medieval consiste en organizar, fuera de la ciudad, pero
bajo la responsabilidad y la «custodia» de esta, una concentración de hombres y
mercancías por un largo período de tiempo, generalmente entre dos y cinco semanas,
durante el cual se garantiza la protección de los bienes y la seguridad de las
operaciones. La reunión tiene lugar en tiendas, o más raramente en grandes recintos
cubiertos, junto a una oficina o un châtelet ocupados por los vigilantes encargados de
velar por que, una vez finalizada la feria, se liquiden todas las cuentas pendientes.
Porque durante todo el tiempo que dura la feria, se trata más de exposición que de
venta, y lo que sobre todo se lleva a cabo son promesas de transacciones recíprocas
antes del clearing final. No es de extrañar que, poco a poco, los comerciantes más
ricos consigan el derecho de tener mansión y almacenes en la ciudad, ni tampoco que
la prohibición, por parte del concejo municipal, de vender ciertos productos en las
tiendas en período de feria induzca a la población urbana a acudir a las nundinae. Sin
embargo, ninguno de los elementos inherentes a las ferias —proclamación o
«pregón» (cri) del valor de las monedas que se van a usar, reglamentación de la venta
de bebidas, examen de la calidad de los productos— se impuso de inmediato; durante
mucho tiempo la situación fue precaria: en 1127, en Brujas, el anuncio del asesinato
de Charles, conde de Flandes, hace que los mercaderes recojan sus cosas y
emprendan la huida. La progresión es lenta y, a veces, va acompañada de una
especialización: la lana en Inglaterra (Northampton, Winchester, Stamford, Saint-
Yves. Boston); el paño en Flandes (Ypres, Thurout, Messines); el ganado en
Languedoc (Montpellier) o en España (Medina del Campo); los metales en Milán,
Francfort, Novara y Nuremberg; las telas ligeras y la quincalla en Saint-Denis,
Reims, Pavía y Saint-Gilles. Así, entre la aparición de la feria de Visé (982) y los
primeros años del siglo XII surgen diversos centros animados por la presencia de
mercaderes y no siempre idénticamente frecuentados, ya que en algunos casos —
como Metz, Toul, Lieja, Verdón, Colonia o Génova, entre 1010 y 1080—, resulta
difícil distinguir el mercado urbano, fluvial o marítimo, de una verdadera feria.
El caso de las ferias de Champaña es excepcional, por cuanto, como ya se ha
dicho más arriba, el camino más lógico para unir el norte de Italia y la zona de los
mares fríos consistiría en seguir el curso del Rin o bien en llegar al Saona por el Mosa
o por el Oise y el Yonne, pero de ninguna manera en cortar por la región de
Champaña, que bien poco tiene que ofrecer. Se han conservado vestigios de
intercambios habidos en Provins a partir de 999, y en Troyes a partir de 1100; pero

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los italianos que encontramos al norte de los Alpes, en Brujas en 1127, en París en
1140, vienen de otras partes, y solo hacia 1170 se constata su presencia regular en
Champaña. A estas alturas, ya los condes han favorecido la apertura de ferias en
Troyes, Provins, Lagny y Barsur-Aube, entre 1145 y 1160. La originalidad de estas
reuniones mercantiles de Champaña reside en que, con una cadencia de dos por año
en cada ciudad —una «feria fría» y una «feria cálida»—, se establece un ciclo
ininterrumpido de encuentros comerciales en un área poco extensa y
permanentemente protegida. Esta circunstancia, que nunca se había producido hasta
entonces, debía atraer, de un modo bastante artificial, los itinerarios hacia el sur y el
suroeste de Champaña, y debía asimismo incitar a los mercaderes de origen lejano a
pensar en una implantación fija y regular, con agentes y cónsules, con graneros para
las reservas, con el desarrollo de procedimientos contables más refinados y menos
aleatorios que el pago en efectivo. Dicho estadio no sería alcanzado por los sieneses,
placentinos o catalanes hasta los años 1245-1270, pero hay que subrayar el papel
motor que, por este conducto, pudieron desempeñar las ferias de Champaña en el
comercio del dinero.
En cambio, mayores dificultades presenta la determinación, para la fase posterior
a 1200, del efecto que tuvieron las ferias sobre el desarrollo de los mercados urbanos
tradicionales. La celebración regular de aquellas grandes reuniones mercantiles,
especialmente en las regiones con una producción local no desdeñable, tuvo sin lugar
a dudas, como primera consecuencia, la de incrementar los ingresos fiscales del
príncipe o de la ciudad que les daba asilo: los impuestos percibidos sobre los hombres
y las cosas, y en particular las cantidades cobradas en concepto de salvoconductos
que garantizaban la protección de personas y bienes durante el período de la feria,
dieron lugar a un bloqueo de la actividad mercantil en las épocas feriales. En Italia
incluso se llegó al divieto, es decir, a la prohibición, por lo menos formal, de exportar
al contado, en tiempos de feria, los productos de fabricación local. Por consiguiente,
es probable que muchos mercados urbanos de origen más modesto se ampliaran hasta
convertirse en ferias, aunque tuvieran que celebrarse en el interior del recinto
amurallado, donde se aislaban con una empalizada o por cualquier otro medio, como
en Lieja. A partir de dicho momento, la multiplicación, en la propia ciudad, de
cobertizos o fundaco reservados a este o aquel grupo extranjero, tiende a modificar el
tejido urbano, y al final del período que estudiamos el hecho es del todo evidente,
especialmente en lo que se refiere a los comerciantes alemanes de la Hansa, tanto en
Londres como en Venecia, pero también a comerciantes de otras procedencias en
lugares tan diversos como Lübeck, Ginebra, Douai, Barcelona, Lérida, Montpellier,
Metz, y hasta en las propias ciudades de Champaña, lo mismo en Troyes que en
Provins.

La aparición del mercader

El concepto de una «burguesía en ascenso», cuya interminable progresión se

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observa tanto en el mundo griego antiguo como en el siglo XIX, es una idea trillada
pero imposible de desarraigar. En cambio, el personaje del mercader profesional es
una figura poco perceptible en la Antigüedad y, por el contrario, muy característica de
la Edad Media; aludo al mercader integrado en la sociedad local, elemento de la
comunidad, engranaje permanente de la economía, y no al syrius del siglo VII o al
mercator errante del IX, y ni siquiera al pied poudreux del xi, buhonero sin raíces,
perseguido o explotado. Este tipo social es el primero que se encuentra antes del gran
impulso del siglo XI, y ello por dos razones: ante todo, porque el comercio de
productos lejanos (cueros de Córdoba, seda de Oriente, cristalería checa, perfumes,
púrpura…) tiene un volumen y una clientela limitados, razón por la cual los grandes
de este mundo tienen que tratar con esta categoría modesta cuyas visitas son
esperadas con ansia; y en segundo lugar porque tales extranjeros, aunque a veces se
les designe con el título de amicus, como hace en 1021 el conde de Bérgamo, se
hallan sin defensa, con lo que se les puede amenazar, atropellar y expulsar sin correr
grandes riesgos, como hacen los obispos o arzobispos de Turín, Cremona, Cambrai,
Worms y Colonia entre 900 y 1010. Este pequeño grupo de extranjeros sin raíces
sólidas, ni siquiera en lugares lejanos, subsistirá en épocas posteriores. Después de
1150, apenas se les mencionará ya; en Génova, el último «extranjero» dedicado el
comercio es un sirio. Ribaldo di Saraphia, que muere en 1175.
Para entonces, ya hace más de cien años que se ha perfilado el tipo social del
mercader urbano. ¿Puede tratarse de individuos que eran, en un primer tiempo,
agentes del obispo o del conde, o bien representantes, afincados en la ciudad, de los
grandes señores rurales, en particular eclesiásticos? Probablemente. Tal vez entre
ellos haya también inmigrantes, como Godrich de Finchal y otros a quienes Pirenne
atribuía un papel político primordial.
Podemos seguir bastante bien las fases de la formación del grupo
«socioprofesional», en vocabulario de nuestros días, que componen. Muchos se han
instalado en los barrios nuevos de las ciudades, los burgi que empiezan a extenderse
fuera de las murallas a partir de 1010-1040, o en nuevos emplazamientos, portas o
wiks del norte de Europa. Pero sus principales características consisten, en primer
lugar, en que son los primeros que sienten el impulso de agruparse, de asociarse entre
sí, sin duda porque saben que su tipo de actividad hace de ellos una categoría
especialmente amenazada. Las primeras asociaciones no exclusivamente piadosas de
las que tenemos noticias las forman los mercaderes: carités, fraternae, keures,
compagna en Europa del norte o en Italia, en Tiel, Saint-Omer, Aire, Colonia,
Wurtzburgo, Londres, Barcelona, Génova, Venecia y Plasencia entre 1027 y 1090. No
se trata, bien es verdad, más que de asociaciones de socorro mutuo. Pero otras surgen
simultáneamente, ya con finalidades económicas. Ya se trate de una práctica tomada
del Islam —lo cual, sin embargo, es dudoso antes de 1100— o, más posiblemente, de
una imitación de usos bizantinos, a partir de 950-980 en Venecia y bastante más tarde
en Toscana, o incluso en Italia meridional y en la Sicilia normanda, comienzan a

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proliferar los contratos de asociación en que intervienen los intereses de varios
mercaderes: rogata, simple pacto, quizás meramente verbal, de ayuda recíproca con
ocasión de viajes realizados en común; fraterna o societas, que conservan un regusto
familiar pero consisten en aunar los esfuerzos y el dinero; colleganza y commanda,
más precisas, que establecen la proporción de beneficios (o de pérdidas) que toca a
cada participante, o bien a prorrateo del capital aportado, o bien tomando en cuenta
también los riesgos corridos por unos y otros. Por regla general, uno de los asociados,
el que solo ha podido aportar una cantidad modesta, afrontará los peligros del viaje,
mientras que el otro, el comanditario principal, se quedará en su casa, pero se
embolsará los dos tercios o los tres cuartos de las ganancias. ¿Contrato leonino? Tal
vez, pero no hay que olvidar que armar un barco o equipar una recua de mulos para
un largo desplazamiento supone una inversión considerable, cuya pérdida constituye
un enorme riesgo que legitima, como contrapartida, la perspectiva de sustanciosos
beneficios si la operación se realiza con éxito. Y, a la inversa, un posesor de escasos
bienes vegetaría como asalariado si no pudiera entrar en un sistema de esta índole.
Con razón, Yves Renouard veía en esta práctica, notable por su flexibilidad, la base y
la justificación de la perdurable supremacía económica italiana.
Todavía queda otro paso por dar. A partir de 1109 en Venecia y de 1143 en
Génova, las societates maris se convierten en «compañías», término antiguo que
designaba las agrupaciones encargadas de equipar una flota cada año, como, por
ejemplo, sucedía en Génova desde 1090. Esta vez, el contrato, que tiene una
dimensión familiar y una duración fija (de uno a seis años, si bien es renovable),
consiste en reunir el capital de base, el corpo familiar, cuyo aporte convierte a cada
participante —consors— en corresponsable de la empresa en todas sus facetas. Pero
también se admite un sopracorpo, aportes individuales de «accionistas» que
participan así en la empresa (se les concede un locum) y obtendrán un provecho,
pagado con los beneficios, que normalmente oscila entre un 8 y un 12 por 100, lo
cual representa una inversión bastante lucrativa, superior al rendimiento medio del
capital transformado en bienes raíces y equivalente a la percepción de un diezmo,
algo que no está a la disposición de cualquiera.
Todas estas prácticas tardaron mucho en extenderse a Europa del norte, donde se
prefirió recurrir a la ayuda recíproca en el extranjero y al socorro mutuo en la ciudad
de origen: las «guildas» sajonas y normandas, de las que se formaba parte mediante el
pago de una cuota (el término geld —dinero— es la etimología probable de esta
palabra escandinava), y más tarde las «hansas» germánicas y de los países latinos del
continente no superan el estadio de las cofradías profanas, con cotización, banquete,
caja común, cónsules para ocuparse de los miembros en apuros, dimensión moral de
caridad recíproca, control de los mercados y del monopolio de venta. Y aun así no se
difunden por Londres, Lincoln, Winchester, Lieja, Huy, Colonia, Ruán, y París hasta
pasado 1140 o 1160, al mismo tiempo que se constituyen agrupaciones de tipo casi
«nacional», como la gran hansa báltica a finales del siglo XII, o la hansa «de las

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dieciocho ciudades», que controla la venta de los paños de los Países Bajos en las
ferias de Champaña.
Cada vez es mayor el convencimiento, por parte de los historiadores, de que estas
asociaciones espontáneas son anteriores a la intervención de los mercaderes en la
vida pública, cuando durante mucho tiempo se creyó que el jus mercatorum, el
Kaufleutegerichte, había provocado, por voluntad del príncipe —especialmente en
Alemania—, dicho fenómeno. En realidad, no tenemos pruebas definitivas de que
existiera una protección reglamentaria específica para los mercaderes o un derecho,
privado o público, aplicable a ellos en exclusiva, antes del período 1135-1165; al
menos, las persecuciones de que aún fueron víctimas a finales del siglo XI dan fe de la
ineficacia de una eventual legislación particular. Las exenciones del pago de ciertos
derechos, como en Gante o en Tours hacia 1045 o 1050, al igual que la concesión de
salvoconductos a lo largo del Mosa, alrededor de Arrás, en Pisa hacia 1130, son
ventajas o facilidades revocables, que dependen de la voluntad del príncipe. En
cambio, cuando el siglo XII entra en su segunda mitad, la influencia del grupo
mercantil en la ciudad parece un hecho indiscutible, aun cuando su acción, en muchos
casos, se manifiesta sobre todo fuera de los muros de la misma, en los burgos o allí
donde se celebra la feria. Los mercaderes suelen estar representados en los cabildos
municipales que se constituyen en esa época, si bien, como veremos más adelante, el
peso de esta representación varía según la coyuntura local. Tienen, de todos modos,
su propia organización: cónsules cuya misión específica estriba en velar por sus
asuntos o un preboste en quien la autoridad pública —en Flandes o en Cataluña el
conde; en Lieja, en Milán o en Colonia el obispo; en París y en Londres el mismo rey
— ha delegado la administración de la justicia comercial (entre otros ejemplos,
tenemos los de Arrás en 1111, Génova en 1122, Pisa en 1161 y Milán en 1185).
Todavía no ha llegado el momento en que la figura del capitaine royal tome bajo su
protección a todos los mercaderes de Francia, pero cuando así ocurra, a partir de
1288, ello no será sino el coronamiento lógico de una evolución.
Por supuesto, este creciente influjo del grupo mercantil resultaría difícil de
explicar si no añadiéramos que si bien los riesgos comerciales, y en especial los
marítimos, son ingentes, también los beneficios pueden ser cuantiosos. Las fortunas
erigidas gracias al comercio asombran a los contemporáneos por su magnitud y por la
rapidez con que han sido amasadas: ya en el siglo XI, los Pantaleone, de Amalfi,
pueden ofrecer puertas de bronce con adornos a la catedral de su ciudad, así como a
la basílica de San Pablo Extramuros en Roma y a la iglesia de San Miguel del monte
Gargano; en el siglo XII, el genovés Iñigo della Volta y el veneciano Romano
Mairano, cada uno por su lado, logran multiplicar por cuatro sus capitales iniciales en
sendos lapsos de cinco años, lo cual no obsta para que tanto el uno como el otro
hagan bancarrota poco tiempo después; en el siglo XIII, los prestamistas y hombres de
negocios florentinos, como los Bardi o los Peruzzi, alcanzan un volumen de negocios
anual de varios cientos de miles de florines. Se trata, por otro lado, de realizar una

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gestión hábil, y nuestros datos acerca de la distribución de los capitales evidencian
una prudente diversificación de las inversiones. Así, cuando en 1268 muere Ziano,
dux de Venecia, el 48 por 100 de la fortuna que deja se halla invertido en contratos
marítimos o de armamento naval —con participación nada menos que en 132
negocios—, el 25 por 100 en inmuebles y el 18 por 100 en préstamos a interés; solo
el 8 por 100 lo lega en efectivo.

El poder y los negocios

¿Persecución o protección? ¿Elemento de progreso o simple objeto de imposición


fiscal? ¿Cabe afirmar que el mercader, personaje sobrante en el esquema de una
sociedad en la que imperaba la ideología de los tres órdenes, logró ajustar sus
relaciones con el poder, garante de una repartición social de origen divino? No puede
darse a este problema una respuesta única y valedera para un período de dos siglos;
hubo, evidentemente, una evolución que, como se habrá adivinado por algunas de las
observaciones hechas hasta aquí, redundó en beneficio del mercader. Pero fue un
proceso lento.
En primer lugar, porque lo frenó un obstáculo formidable: la Iglesia, basándose en
los libros santos, no podía dar su aprobación a la actividad mercantil. Tanto si la
ganancia consistía en la cantidad suplementaria que, además del precio inicial más los
gastos, se hacía pagar al indefenso comprador con el pretexto del esfuerzo realizado
por el comerciante para procurarse el artículo, como —y con mayor motivo— si
consistía en el cobro de intereses por un préstamo, dicha ganancia tenía su
fundamento en el transcurso del tiempo, que es algo divino por esencia; podía
tolerarse que el marino, puesto que parte para afrontar un riesgo, realizara cierto
beneficio, pero no que hiciera lo propio el mercader que no se ha movido de su
domicilio. No se trata de examinar aquí las causas —por otra parte bastante fáciles de
adivinar en su conjunto— de la progresiva evolución de la Iglesia hacia posturas más
comprensivas. Ya en 1074 el papa Gregorio VII dirige sus protestas al rey de Francia
Felipe I por haber permitido que se expoliara a unos mercaderes; en 1110, según el
autor de los Hechos de los obispos de Cambrai, el mercader Werimbold, que ha
multiplicado las obras pías, muere en dicha ciudad en medio de la aflicción general.
Además, está el hecho de que los legados a la Iglesia efectuados en el lecho de
muerte o las tomas de hábitos in extremis, aunque demuestran la existencia de un
sentimiento de culpabilidad en el mercader, constituían un factor susceptible de
atemperar la hostilidad de una jerarquía que no desdeñaba —y menos aún lo
desdeñaban los frailes— dedicarse a los negocios. Cuando, en 1198 se canonice a
Homo bonus, anónimo mercader de Cremona, se habrá dado un paso decisivo.
Este sentimiento de hallarse, pese a todo, al margen de la verdadera sociedad
cristiana, pudo mover a los mercaderes a establecer una solidaridad entre ellos y a
organizarse para mejor resistir a las presiones de quienes encarnaban la autoridad
oficial; los medios para ello fueron, evidentemente, las asociaciones más arriba

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citadas, pero también lo lograron preparándose para ejercer sus actividades sin fiarlo
todo al método empírico. En este aspecto, la aparición de escuelas comerciales
reservadas para los hijos de familias de mercaderes representa no solo un momento
capital en la historia de la enseñanza, sino también un signo de la voluntad de
progreso y emancipación que animaba a los mercaderes. Entre dichas escuelas,
podemos citar las de Gante y Brujas, surgidas durante la primera mitad del siglo XIII,
y las de Lübeck, Breslau y Erfurt fundadas algo más tarde, de 1252 a 1269.
Al esbozar, unas páginas más atrás, cómo en la Edad Media central se perfilaban
en Europa diversas zonas económicas esenciales, he dejado entrever cuáles eran los
grandes itinerarios recorridos por el comercio a largas distancias; solo recordaré aquí
los principales. Entre los marítimos, hay que destacar tres grandes orientaciones. La
primera parte de Venecia, Génova, Pisa, Marsella, Palermo hacia Levante, Egipto o el
mar Negro; es la ruta de la madera, las armas, el hierro y los paños en el viaje de ida,
y del alumbre, la seda, el algodón, el trigo, el azúcar y las especias en el de vuelta;
entre 1113 y 1153, las ciudades de Liguria, mediante pactos comerciales, se
adueñaron de toda la costa del Tirreno hasta Narbona, con lo que pudieron, por un
lado, obtener en esta región los productos necesarios para llevar a Levante, y por el
otro, aprovisionarla de los que traían de allí. Además, en esta misma zona se
encontraba el punto extremo de la segunda ruta, la que unía el Magrib con las
Baleares, Barcelona, Montpellier, Nápoles y Sicilia, y en la que el comercio se
efectuaba casi exclusivamente en sentido único; esta es la ruta de las pieles y el oro,
artículos a los que se añadían, a su paso por España, el cuero, la lana y el coral; en
este flanco marítimo, era necesario un intermediario —generalmente los judíos—
para los contactos comerciales entre el Islam y la cristiandad. Un punto difícil de
determinar es el que se refiere a los géneros que los europeos podían ofrecer a cambio
de los que importaban: azafrán, telas ligeras, cristalería, tal vez plata. El tercer
itinerario marítimo enlaza Burdeos con Riga a través del canal de la Mancha y el
Báltico; por él circula el vino (700 000 hectolitros anuales en dirección a Inglaterra
en el siglo XIII, pero asimismo otros 200 000 con destino a las riberas del Báltico en
1255) y también sal, pescados y más tarde paños transportados hasta Novgorod; en
sentido inverso, las koggen navegan cargadas de madera (el primer barco que volvió
con madera de Noruega llegó a Grimsby en 1230), pieles, grano y de nuevo, sal (en
1205, la ciudad alemana de Lüneburg extrae anualmente 500 000 quintales de sus
salinas); los alemanes controlan el Báltico desde 1104-1110 y el mar del Norte desde
1165-1170. En realidad, existe aún otro itinerario marítimo, pero sumamente corto,
que une las dos costas del canal de la Mancha y por el que el continente se abastece
de lana inglesa (30 000 «sacos» de más de 160 kilos cada uno hacia 1220), acero,
estaño y pescados, y envía a Inglaterra glasto, hierro, paños y cobre.

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Los movimientos comerciales en Europa del siglo XI al XIII

En cuanto a los itinerarios terrestres o fluviales, se pueden señalar cuatro


especialmente importantes, cada uno de ellos con diversas ramificaciones. El primero
es el del Mosa, que penetra luego en Alemania hasta Paderborn y Leipzig, ruta del
cobre, los paños y la sal en una dirección, y del hierro, la plata y el trigo en la
contraria. El segundo es el que atraviesa la Champaña y tiene sus extremos norte y
sur, respectivamente, en el Somme y el Mont-Cenis o el Simplón: por él se acarrean,
sobre todo, telas y artículos primorosos. El tercero es el de Baviera, que pasa por el
Brenner o el San Gotardo y permite llevar hasta Alemania los productos de Oriente,
el hierro italiano y los paños, para ser cambiados por plata, objetos de cristal o pieles.
Por último, el cuarto itinerario, el occidental, sigue parcialmente el curso del Loira,
bordea el Poitou y, a continuación, un ramal toma la llamada voie regordane hasta el
Languedoc y desde allí penetra en España, mientras que otro apunta directamente a
los Pirineos y entra en la península por el oeste; es el «camino francés», que
comunica Roncesvalles con Santiago de Compostela o Le Perthus con Valencia, ruta
de peregrinaciones, pero también del comercio de telas, encajes, paños y sal en
dirección al sur, y del de cobre, pescados, vino y tal vez oro en dirección al norte.

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Esta esquemática reseña tiene por objeto mostrar cuáles son los ejes en los que se
oponen el comercio de gran radio de acción, obligado a seguir determinadas vías para
unir las zonas de producción de un artículo con las zonas necesitadas del mismo, y el
poder político, deseoso, no de prohibirlo, sino de captar para sí los beneficios a que
da lugar. A menudo se ha insistido en que los impuestos medievales resultaban
onerosos y paralizantes y tenían un efecto disuasorio para el afianzamiento de una
mentalidad emprendedora. Sin embargo, aun en los momentos en que la fiscalidad de
los príncipes se hace más gravosa, a principios del siglo XIV, esta raramente supera el
13 por 100 del precio de fabricación del producto, lo cual la sitúa en los mismos
niveles que nuestro actual impuesto al valor añadido. Pero los hombres de los siglos
XI, XII y XIII, poco acostumbrados a la noción del impuesto, se dejan llevar fácilmente
por la tendencia a protestar contra los diversos peajes —tonlieux, vinages, rouages,
portages, montages…— que en las encrucijadas, en los puntos de descarga, en los
vados, puentes y puertos de montaña, les exigía el amo de un castillo o el agente de
un príncipe, con el pretexto de brindarles escolta (conduit) o protección (sauvement).
Es difícil calcular el número de dichos lugares de pago, y prácticamente solo
conocemos aquellos cuyas tarifas han llegado hasta nosotros, proporcionándonos con
ello una fuente inestimable para el conocimiento de los tráficos medievales, pese a
los inevitables arcaísmos y, en no pocas ocasiones, a la ignorancia en que nos dejan
acerca del total anual de las sumas así recaudadas. Sea como fuere, este entramado de
puestos donde se efectúa el control y la cobranza del impuesto de pasaje existe desde
la formación de las células señoriales. Conocemos numerosos de ellos anteriores al
período 1035-1080 y situados a lo largo del Mosela, el Po, el Ródano, o de diversos
itinerarios de Flandes, Picardía y Poitou. Parece que a partir de 1150 y hasta
1200-1210 debió de producirse un reajuste —es decir, por supuesto, un alza— de las
tarifas; disponemos de los nuevos baremos que, en dicho lapso de tiempo, entraron en
aplicación en Carcassonne, Nîmes, Montpellier, Bapaume, Arrás y Saint-Omer, así
como en Milán, Novara y Bérgamo. La importancia de los peajes, a la vez financiera
y, sin ninguna duda, también política —control de la circulación, tanto de hombres
como de mercancías—, se puede apreciar si consideramos el interés que rápidamente
mostraron por ellos los poderes territoriales, en especial las ciudades-Estado de Italia
y, fuera de ella, los soberanos del siglo XIII. En este sentido, llanta la atención el
hecho de que, según se va extendiendo el dominio real, en Normandía, Picardía o
Anjou, el monarca francés Felipe Augusto se apresura tanto en apropiarse de estos
puntos de recaudación como de las fortalezas. Por su lado, en 1205, el inglés Juan sin
Tierra, de la casa Plantagenet, para hacer frente a sus apuros financieros, pretendió
imponer una fiscalidad general sobre el importante comercio de la lana,
especialmente en los puertos donde esta era embarcada —Hull, Southampton,
Ipswich. Dover—, empeño en el que no tuvo demasiado éxito. Pero la idea de que la
lana constituía una fuente de ingresos mucho más segura que las ayudas ocasionales,
los diezmos exigidos a la Iglesia —difíciles de percibir— o las entradas procedentes

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del dominio real, se fue abriendo camino. Así, en la actividad comercial se
encuentran los cimientos de la fiscalidad pública.
Sin embargo, los mercaderes hicieron todo lo posible por eludirla. Mediante
exenciones y privilegios, sobre todo en el mundo mediterráneo, pero también
mediante el fraude. Evidentemente, para el comercio marítimo este resultaba menos
asequible, aunque tenemos pruebas de desembarcos clandestinos y contrabando con
las poblaciones costeras en Bretaña, en el País Vasco, en Pomerania, en Picardía. En
cambio, la circulación terrestre ofrecía mejores condiciones; ya se ha señalado más
arriba la imprecisión del trazado de las vías, que siempre hace posible tratar de
desplazarse por otro itinerario, dar un rodeo para evitar un peaje o buscar un vado sin
vigilancia. Ahora bien, un río como el Ródano no se cruza así como así en un punto
cualquiera de su curso, y lo mismo ocurre con los Alpes, e incluso con los taludes de
la meseta borgoñona; además, hay que contar con la existencia de cuadrillas
montadas que patrullan una vasta zona alrededor del puesto aduanero para descubrir a
los eventuales infractores. Siempre ignoraremos el número de los afortunados que
lograron pasar a través de las mallas.

EL ORO Y LA PLATA

Por escaso que sea el numerario, y aunque no resulte fácil controlar su acuñación,
es inseparable de una economía de mercado como la que está tomando cuerpo en
Europa durante la segunda mitad del siglo XII, y más de una vez hemos visto ya
aparecer la moneda en el presente estudio. A lo largo de la alta Edad Media, la
principal deficiencia del Occidente cristiano con respecto a los mundos bizantino y
musulmán parece haber sido la falta del instrumento monetario, que motivó una
economía limitada al trueque y al atesoramiento, formas, desde luego, poco
apropiadas para promover y sustentar un mayor desarrollo. De este modo, los
esfuerzos de los carolingios, tan a menudo invocados, se nos presentan más como un
intento de clarificación y de adaptación a los sistemas vecinos que como una etapa en
el camino hacia un progreso cuantitativo; con todo, hay que reconocerles el mérito de
haber creado dos elementos fundamentales, todavía vigentes en el siglo XII, el
monometalismo de la plata y una escala de cuenta, producto conjugado de las usanzas
romana, lombarda y tal vez anglosajona, por la que una libra de 491 gramos de metal
se subdividía en 20 sueldos, y cada sueldo en 12 dineros; solo estos últimos fueron
realmente acuñados como piezas de moneda, las únicas que la modestia de los
intercambios permitía usar. Por otra parte, se considera que esta relación 1 libra = 20
sueldos = 240 dineros no se impuso definitivamente hasta bastante tarde —tal vez,
por ejemplo, hacia 1015 en Alemania— y que, una vez generalizada, se prefirió como
unidad para la talla de la moneda, no ya la libra, sino su mitad, el marco. Todos los
autores están de acuerdo hoy en día en que el problema del numerario y las

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soluciones que se le buscaron constituyen un elemento crucial del impulso de la
economía europea. Maurice Lombard llegó a hablar, incluso, de una «inyección de
oro musulmán» en Europa para explicar el arranque del progreso. Aunque hoy ya no
se admite esta teoría, salvo para algunas zonas limítrofes con el Islam —Cataluña,
por ejemplo, pero no Campania— y sin efectos exteriores, al menos los historiadores
convienen en que romper el cerco monetario del dirham, el besante y el dinar era una
condición primordial para la reactivación comercial.

El despertar de la plata

Al principio, en torno a los años 1010-1050, cuando se perciben los primeros


síntomas de reanimación, la situación está lejos de ser brillante. En primer lugar,
Europa no se halla sino mediocremente provista de filones argentíferos: Asturias,
macizo del Canigó, región de Melle, Normandía, y sobre todo Rammelsberg y el
Harz en Alemania, y el rendimiento no supera los 400 gramos de plata por tonelada
de mineral. Así, se puede decir que solo los progresos técnicos, prospección
sistemática y perfeccionamiento de los métodos de extracción, permitieron vencer
este obstáculo. Ahora bien, dichos progresos fueron tardíos; se realizaron entre 1130
y 1170, época en que los filones de Carintia y Estiria, y también los de Escocia,
alcanzan un rendimiento de un kilogramo de plata por tonelada de mineral. Cierto
que se necesitan 500 metros cúbicos de leña para separar la ganga y obtener una
tonelada de plata de calidad aceptable, pero, con todo, el adelanto es capital: mientras
que hacia 1050-1080 se acuñaban en Pavía alrededor de 25 000 dineros, equivalentes
a unos 30 kilogramos de plata, un siglo más tarde la abadía de Cluny puede exigir a
sus hombres cerca de 400 000, y en Inglaterra se baten treinta toneladas de moneda
de plata.
Hay un segundo factor que frena el progreso en este campo. Los carolingios
habían reafirmado el monopolio real, en lo referente a la acuñación de moneda, pero
ellos mismos habían iniciado un proceso de delegación de este derecho en otras
manos y de abandono de sus prerrogativas, que, hacia 1020, se traducía en la
existencia de centenares de centros de acuñación (por ejemplo, 20 en Picardía, 14 en
Berry, etcétera), tanto reales como condales, episcopales, abaciales, municipales y
señoriales. El desorden se extendió al peso atribuido al marco de base, que oscila
entre 230 y 255 gramos, e incluso a las escalas monetarias de referencia, puesto que,
según la calidad de las piezas emitidas, se adopta el uso de, por ejemplo, aceptar la
moneda anglo-hanseática —la esterlina, palabra tal vez derivada de Österlingen,
gente del Este— por un valor de cuatro veces el de la moneda de Tours, esta por 4/5
del valor de la moneda de París pero, en cambio, 5/4 del de la acuñada en Vienne,
etcétera.
A la competencia que de este modo se establece entre las diferentes monedas va
unida una necesidad cada vez mayor de disponer de numerario: para las compras al
exterior de productos cuya penuria se hace sentir, como vino o grano, y asimismo,

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con mayor motivo, para la adquisición de artículos de lujo, pero también para
abastecerse de máquinas —hay que comprar los materiales y pagar los salarios de los
trabajadores—, para efectuar peregrinajes, proveerse de avíos para la guerra o la
agricultura, pagar los rescates y sufragar las construcciones militares, civiles o
religiosas. Este último capítulo de gastos parece especialmente abrumador; en 1187,
absorbe nada menos que el 32 por 100 de las cantidades desembolsadas por el conde
de Flandes. Por otra parte, las enajenaciones de los bienes raíces, el paso de
propiedades territoriales de unas a otras manos —fenómeno vinculado al de la
creación de las estructuras señoriales— suponen desembolsos de sumas considerables
en compras y transacciones: 1000 libras en 20 años para Cluny y 4000 en 50 para
Saint-Amand a mediados del siglo XII. Evidentemente, la demanda proviene sobre
todo de los señores y de las corporaciones municipales de las ciudades. Unos y otras
proceden a aumentar sus exigencias fiscales, ofrecen redenciones de corveas
mediante el pago de cierta cantidad y tratan de encarecer el precio del alquiler de la
tierra. Ahora bien, para hacer frente a estas nuevas exigencias, a estas novedades
—noveltés— que consideran escandalosas, malos usos —malae consuetudines—,
tanto los campesinos como los habitantes de las ciudades deben disponer, a su vez, de
dinero, un dinero que mal les pueden aportar sus exiguas ventas en el mercado local.
Para romper este círculo vicioso, existen tres vías: el aumento de la extracción, ya
mencionado más arriba, la puesta en circulación por parte de la Iglesia o de los
particulares del metal precioso todavía inmovilizado en los tesoros privados, y la
intensificación del comercio con los países donde abundan el oro y la plata. De ello
resulta tanto el fenómeno de la oleada germánica hacia territorio eslavo, con el
consiguiente pillaje de los tesoros polacos y la apropiación de las minas de Bohemia
y Silesia, como el de la expansión por el Báltico, que da acceso a los tesoros
acumulados por los vikingos, el de las incursiones ibéricas en zona musulmana, que
proporcionan sustanciosos botines y rescates o bien dan lugar al pago de tributo —las
parias— con objeto de evitarlas, y el de la reconquista del mar, desde Génova o
Gaeta hasta Palermo o Mahdya en un primer tiempo, y en el Mediterráneo oriental a
continuación. Todos estos efectos están relacionados entre sí, y podemos datar
aproximadamente cada uno de ellos.
El oro de las parias, pagado en moneda musulmana o en lingotes, afluye a
Castilla, a partir de 970-980 a un ritmo de cerca de 40 kilos por año, gracias a lo cual
el rey Alfonso VI podrá satisfacer a Cluny una renta de 1000 dinares anuales, más
tarde convertidos en 2000. Las operaciones en el Mediterráneo, como ya hemos visto,
son algo más tardías: 1040-1090 en lo que al mar Tirreno respecta y 1100-1150 para
la parte oriental; en dicho momento, los alemanes ya han ocupado el Báltico y
llegado por tierra hasta el Oder. Por otra parte, se pueden observar estas etapas «en
negativo», es decir, fijándonos en la penetración del numerario en las clases
inferiores: A partir de 1040, y sobre todo de 1100, en los cánones debidos por los
campesinos de Picardía, la parte que han de pagar en metálico supera a la que han de

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saldar en especie. De este modo, en 1080 Cluny recauda 200 libras de sus
campesinos, y, como ya hemos visto más arriba, 2000 en 1155. En 1020, Farfa, en
Italia, percibe en efectivo el 20 por 100 de sus ingresos totales; dos generaciones más
tarde, el 60 por 100. En Cataluña, las transacciones en metálico —aquí, el metal es el
oro— suponen un 30 por 100 del total en el año 1000, y saltan a un 53 por 100 en
1030 y a un 77 por 100 en 1080. La situación es idéntica en la ciudad, ya se trate del
pago de los impuestos mercantiles o de un gravamen extraordinario en razón de un
armamento o una construcción imprevistos. Así, la contrata de los derechos derivados
del comercio en Lincoln pasa de 30 libras en 1060 a 100 en 1090, 140 en 1130 y 180
en 1180; en Venecia, se abandona en 1139 el sistema de los empréstitos en especie
—annonario— por el de los empréstitos —imprestedi— en numerario, que en
principio son reembolsables; lo mismo harán Pisa en 1162, Siena en 1168 y Luca en
1182.
No cabe duda que en la segunda mitad y sobre todo en el último cuarto del
siglo XII se ha entrado en una nueva etapa. La importancia de las disponibilidades,
atestiguada ya por los préstamos concedidos a los cruzados, se manifiesta en el
volumen de los negocios tratados y pagados al contado en una plaza de comercio
(6000 libras llevadas a Génova por los pañeros de Arrás hacia 1180; 30 000 reunidas
por los milaneses para armarse antes de la batalla de Legnano en 1176), o en el de las
cantidades satisfechas por los tenentes rurales, como las 2000 libras de Cluny en
1155, citadas en el párrafo anterior.

De la plata al oro

Es fácil imaginar que las grandes alteraciones habidas en la economía en el curso


de cien años no solo tuvieron efectos positivos. A la sed de plata se podía responder
utilizando los medios más arriba indicados. También cabía la posibilidad de
adentrarse, acaso involuntariamente, en la vía de la devaluación intrínseca de la
moneda. Para la época anterior a 1200 el fenómeno nos es poco conocido, en primer
lugar porque carecemos del suficiente número de monedas para proceder a una
estimación fiable de su peso y ley, y en segundo lugar porque la multiplicidad de los
sistemas y el hecho de que en una misma área geográfica circularan simultáneamente
piezas de distinta acuñación impiden, cuando no disponemos de una voluntad
claramente expresada por el príncipe en este sentido, emitir juicios seguros sobre los
efectos o las causas de una manipulación. Por ello, nos vemos obligados a juzgar la
situación partiendo de determinados casos de los que tenemos mayor conocimiento:
cuando en Roma se acuñan dineros de Provins, cuya calidad está justificada por el
auge de las ferias de Champaña, ello significa que los dineros de Pavía solo se
consideran apropiados para servir de moneda fraccionaria, lo cual introduce un
sistema de doble circulación: los dineros valiosos, que son los nuevos, y los febles,
que corresponden a los antiguos, llamados brunetti por la alta proporción de metal

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innoble que contiene. De 1180 en adelante, asistimos en Italia central a una
progresiva desaparición de las mejores acuñaciones, que son atesoradas, lo cual
constituye un esbozo precoz de los principios de Gresham: la mala moneda provoca
el eclipsamiento de la buena. Fenómenos comparables se dan asimismo en otras
zonas: en Languedoc, los brunos, las nigras de Mauguio resisten al raymondin de
Toulouse, que solo se recuperará tras sufrir una alteración. Cuando ha llegado hasta
nosotros la suficiente cantidad de monedas, podemos seguir más de cerca el ritmo de
desvalorización de las mismas; así, la ceca real de París emite dineros de 1,36 gramos
de peso hacia 1100, de 1,28 gramos en 1170, de 1,17 gramos en 1192 y de 1,02
gramos en 1220. Se puede alegar, por supuesto, que una pérdida intrínseca de
aproximadamente el 20 por 100 en 50 años no representa una «devaluación»
desmesurada. Con lodo, prueba un crecimiento de la demanda y muestra la necesidad
de revisar el antiguo sistema.
La iniciativa partió, evidentemente, de Italia. No es difícil discernir que el pago
de sumas cada vez mayores con monedas de un valor insignificante paralizaba los
intercambios. Cuando, por ejemplo, un caballo de guerra costaba 5 libras, abonar este
importe suponía entregar 1200 piezas de un dinero; naturalmente, y sobre todo en los
estados de Levante, adquirir el preciado cargamento de una caravana presentaba
enormes dificultades. En 1192, el dux Enrico Dándolo, que acababa de doblar el cabo
Matapán, en Morea, bautizó con este mismo nombre, matapán, la pieza cuya emisión
se decidió entonces y que debía equivaler a 2 sueldos, es decir, a 24 dineros
venecianos. Este ejemplo, seguido por Verona en 1203, no tuvo más imitadores en los
años inmediatos. Pero unas décadas más tarde, Florencia en 1237, Luca en 1242 y
casi todo el resto de Italia entre 1250 y 1260 emitieron grossi, de un valor de 12
dineros o, lo que es lo mismo, 1 sueldo. Este movimiento llegó al otro lado de los
Alpes con cierto retraso; en 1266, Luis IX hizo acuñar gruesos torneses —gros
tournois— de 4,22 gramos, el peso —aunque en plata— del sueldo de oro de
Constantino o del besante teórico. El éxito alcanzado por esta moneda fue
considerable, hasta tal punto que hizo desaparecer los grossi italianos e infligió un
severo golpe a las cecas señoriales, a las que se prohibió batirla; se ha observado que,
hacia 1295, el 40 por 100 de los cánones satisfechos a la Santa Sede lo fueron en
gruesos torneses. Imitaron al monarca francés el rey de Aragón con el croat, acuñado
en Montpellier en 1273 y en Barcelona a partir de 1285; el conde de Flandes con el
groat (1275); el rey de Inglaterra con el great (1279); Wenceslao de Bohemia (1278)
y Polonia (1300) con el groschen; y hasta las cecas imperiales con el grossen (1285).
Una innovación particularmente digna de atención fue el gros royal, cuya corona
exterior la formaban doce flores de lis, intento de reintroducir una noción de valor
cifrado en la pieza, compromiso o esperanza de disponer, para en adelante, de un
múltiplo monetario estable y fiable. Este desbloqueo de la moneda va acompañado de
la fijación de los tipos y de la progresiva eliminación de las emisiones marginales,
pero hasta 1310 o 1315 no se puede hablar de resultados efectivos en este campo.

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Aún quedaba una puerta abierta para la expansión de los intercambios y el pago
de las adquisiciones muy onerosas: el recurso al oro, cuyo valor oscilaba entre siete y
doce veces el de la plata, según los lugares, en las zonas de bimetalismo como el
Islam. También en lo que al metal amarillo respecta la situación de Europa era, de
buenas a primeras, poco brillante. El viejo continente carecía casi por entero de
filones o de arenas auríferas, y hacía ya siglos que, durante la baja Edad Media, se
había amonedado la mayor parte del oro conservado en forma de objetos artísticos
tras los pillajes romanos en Oriente. Como mucho, llegaba un poco de oro
suplementario gracias a las transacciones comerciales sin cargamento de vuelta
realizadas, por ejemplo, en zona escandinava, en Italia del sur o entre Inglaterra y
España, o bien por vía de incautación forzosa. Se sabe de la acuñación de algunas
piezas de oro en Inglaterra hacia 1016, y en Sicilia y Nápoles en el momento de la
llegada de los normandos; consta la presencia y circulación de besantes griegos en
Florencia, Hainaut y Coire (Suiza)'antes de 1100. España, lógicamente, constituye un
área natural de circulación de este metal precioso, y ya hemos señalado, a este
respecto, el efecto de las parias, pagadas en dinares desde alrededor del año 1000.
Dichos dinares circulan en los estados cristianos de la península, y el movimiento se
extiende a las costas del Tirreno. A principios del siglo XII, y sobre todo unas décadas
más tarde, bajo el reinado de Roger II. los normandos de Sicilia acuñan tarinos,
imitación de los taris musulmanes batidos en Kufa; de manera semejante, en 1139 en
Portugal y en 1175 en Castilla —durante el reinado de Alfonso VIII—, surgen los
maravedíes de oro o morabetines (denominación que tal vez evoca a los almorávides,
dueños del Magrib y de la España musulmana hasta mediados del siglo XII), de los
que se encuentran ejemplares en el condado de Provenza a partir de 1160 y en
Marsella hacia 1220. Por otra parte, los estados francos de Siria, situados en plena
zona de circulación del oro, también habían tenido que acuñar besantes, como
hicieron entre 1135 y 1150 en Ascalón. Antioquía y Jaffa, hecho que causó tales
trastornos al Imperio Bizantino que los Comnenos, imposibilitados de prohibir el
curso de dichas piezas, hubieron de resignarse a desvalorizar la ley del sueldo de
Bizancio y fijarlo en 18 quilates de oro, es decir, 75 por 100 de pureza. La hostilidad,
por no decir más, entre griegos y latinos, que no cesa de aumentar a partir de 1170, se
debe en gran parte a esta lenta asfixia del comercio griego. Así, el saqueo de
Constantinopla de 1204 se inscribe perfectamente en el contexto de la «guerra
monetaria» instaurada en Oriente. Al llevarse a su ciudad 60 000 marcos de oro —
unas quince toneladas—, los venecianos se resarcían de golpe de un siglo de déficit
comercial en su comercio con Bizancio y podían prever la acuñación de varios
millones de besantes.
Sin embargo, todo lo que antecede no son más que paliativos o aprovechamientos
de una coyuntura favorable. En el interior de la cristiandad de Occidente, el oro
propiamente cristiano ni abunda ni es acuñado. Hasta la época que tratamos, las
posibles fuentes de un abastecimiento regular eran los filones de Etiopía —el «oro de

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Saba»— o las pepitas senegalesas del país de Bambuk, en tierra de los soninké, cerca
de Bamako —el «oro de Ghana»—. El acceso directo por el Nilo, así como el que
pasaba antes por el Chad, se hallaba en manos de Egipto, y la larga fase de hostilidad
que enfrentó a este país con los cristianos, desde Saladino hasta 1250 y aun más
tarde, cerraba esta vía. En cambio, por el Oeste, las caravanas beréberes, como las de
los hermanos Makkari, que iban del Senegal a Aoudaghost y de ahí a Sidjilmasa,
desde donde llegaban hasta Marruecos y España, podían ser esperadas en sus puntos
de destino; tal vez el objetivo de los golpes de mano del normando Roger II en la
costa magribí fuera, precisamente, apoderarse de los cargamentos de dichas
caravanas. Por su parte, los judíos de Argelia, Ceuta, Almería, Barcelona, las
Baleares o Palermo podían muy bien actuar como «pasadores». Cuando se constituyó
el Imperio Almorávide a finales del siglo XI, y sobre todo cuando lo reemplazó el de
los almohades 50 años más tarde, toda la zona de África occidental y del Magrib,
desde Gao hasta Bujía, incluyendo Marruecos y la mitad meridional de España,
quedó unificada bajo un mismo poder, circunstancia que dio un nuevo impulso a los
comercios del oro y de la sal: para finales del siglo XIII se calcula en 30 toneladas la
cantidad de oro que llegaba anualmente a las orillas del Mediterráneo. Con o sin la
mediación de los judíos de Mallorca, se podía ir a comprarlo a territorio musulmán, y
tenemos pruebas de que así se hacía, a partir de 1120, en Mers-el-Kebir. La escasez
de plata implicaba, en Marruecos, una valoración mucho mayor de este metal, con lo
que resultaba relativamente accesible y ventajoso viajar hasta allí para efectuar el
trueque; así, en Palma se encuentra oro senegalés desde 1225, y en Palermo desde
1232, año en el que Federico 11 sella con hermosas medallas conocidas como
augustales o bulas de oro algunas actas, a la manera de un basileus. En 1226 Marsella
obtuvo el derecho de acuñar oro, pero al parecer no se decidió a correr el riesgo. De
nuevo tuvo que ser Italia la que empezara: Luca en 1246, con un grosso de oro;
Génova en 1252, con el genovino, equivalente a 240 dineros, es decir, a una libra. El
fiorino d'oro de Florencia apareció en 1254, con un peso de 3,56 gramos, una ley de
24 quilates (o sea, una pureza de un 100 por 100), un valor de 240 dineros de plata, al
igual que el genovino, y una relación plata-oro de 1 a 9,2 o 9,5, entonces corriente en
el mundo occidental. Este florín sería imitado por el ambrosino de Milán en 1265, el
saneso de Siena en años posteriores y por el ducato de Venecia en 1284, fecha
curiosamente tardía; este último, acuñado en la zecca de Rialto, se popularizó a la
larga con el nombre de zecchino o cequí. Como ya había ocurrido con los «gruesos»
de plata, el movimiento tardó en propagarse al otro lado de los Alpes: el penique de
oro inglés de 1257 y el escudo de Luis IX, creado en 1266, no tuvieron éxito y pronto
fueron retirados de la circulación ante los progresos del florín. Hay que esperar a los
años 1290-1310 antes de que las acuñaciones de monedas de oro —la couronne o el
roya/ en Francia, el noble en Inglaterra, la chaise en el Imperio, el real en Castilla—
den fe de la vulgarización del bimetalismo. Sin embargo, es fácil comprender que el
nuevo sistema, como contrapartida a la comodidad que representaba, también

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imponía ciertas exigencias, que al hacerse cada vez más perentorias y no poder ser
afrontadas puntualmente dieron lugar a las dificultades que empezaron a anunciarse
hacia 1270-1280: para mantener el valor de las monedas de plata y oro así como una
relación constante entre los dos metales hacía falta, por un lado, un
aprovisionamiento regular de los mismos que respondiera a una demanda creciente, y,
por el otro, una estabilidad económica y social en la que los individuos no se viesen
agobiados de impuestos y los poderes públicos se abstuvieran de gastos por encima
de sus posibilidades. Así pues, la etapa del bimetalismo estable duró poco, no más de
medio siglo —de 1240 a 1290—, antes de que las llegadas del oro africano
comenzaran a hacerse raras, debido a las rivalidades tribales en Mali o a la captación
por los mamelucos de Egipto de parte del tráfico que antes se dirigía al norte, y de
que el mismo afianzamiento de la autoridad real o municipal desviara una gran masa
de numerario hacia la población asalariada urbana, los gastos de administración y la
fiscalidad señorial. En el mercado, el precio del marco de oro no para de crecer; el del
marco de plata, fijado en 54 sueldos torneses en 1266, sube a 55,5 en 1285, 58 en
1289 y 61 en 1295. El contrabando de plata se instala en Languedoc y en Venecia,
donde se aprovecha la fuerte demanda de Oriente, que procede de los mongoles e
incluso de los mamelucos. Nuestras fuentes nos hablan de 400 000 marcos de plata
«evaporados» por tal motivo en Beaucaire en 1310. En cuanto al oro, pese a los
esfuerzos de los venecianos y lombardos que se encuentran en Alejandría entre 1305
y 1311, donde lo compran a un precio asequible, su alza es aún más pronunciada: el
marco pasa de 28 libras en 1285 —lo cual arroja una relación oro/plata de 9 a 1— a
cerca de 40 libras hacia 1295, con una relación de más de 12 a 1 entre los dos metales
nobles. Tenemos, pues, que en 1290 vuelve a manifestarse en Europa el «hambre»
monetaria, pero ahora no existen ya los paliativos de cien años atrás. Habrá que
manipular la moneda o desencadenar guerras con la esperanza de que resulten
fructuosas… o bien ir a Asia o a África a buscar el metal directamente donde se
encuentra.

Los efectos del crecimiento

Mientras la situación se encamina hacia el estrangulamiento, el efecto conjugado


de las necesidades y de cierta estrechez del mercado explica que en nuestras fuentes
surjan con toda claridad los problemas de sociedad disimulados hasta entonces por la
atonía de los intercambios. Ante todo, un alza de los precios de la que solo podemos
apreciar el valor nominal por cuanto ignoramos las características exactas de las
monedas con que se efectuaban los pagos. Inglaterra es el país que nos proporciona
más datos sobre este problema y el que nos servirá de modelo para el esquema de
conjunto, sin perder de vista que otras zonas revelarían, inevitablemente, ciertos
contrates e incluso oposiciones. Tanto si el problema estriba en la abundancia de
numerario como en su degradación o en la escasez de lo producido en relación con
las necesidades, se inicia una tendencia al alza a partir de 1140, momento de

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indiscutible auge general; el precio de un acre de tierra, para la que sigue habiendo
demanda, aumenta en un 30 por 100 durante el medio siglo siguiente y en un 50 por
100 a lo largo de los 50 años posteriores. En cambio, queda estancado a continuación,
fenómeno que en el continente no se da hasta bastante más tarde, hacia 1260-1280.
Los costes del grano, el ganado y la lana, por su parte, no parecen variar mucho hasta
finales del siglo XII, pero a partir de entonces empieza la subida, que alcanza el 75 por
100 entre 1180 y 1230; ulteriormente, cabe distinguir entre los productos
alimentarios, cuyos precios se incrementan en un 60 por 100 hasta 1300, y las
materias primas, que en el mismo lapso de tiempo solo se encarecen un 25 por 100.
Observamos, pues, que entre 1180 y 1230 se manifiesta un primer movimiento
ascendente de los precios, más acusado y más regular que el segundo, iniciado en
1270, pero que el ritmo general, si se considera la totalidad del período, no deja de ser
modesto, entre 200 y 265 por 100 de aumento, según los productos, en un siglo y
medio. No puede calificarse de alza vertiginosa la que indican estos porcentajes, ni
siquiera tomando en consideración las mutaciones monetarias habidas entre tanto.
Tampoco hay que olvidar que estas impresiones globales solo adquieren sentido si
se las compara con los medios de que disponen los compradores. La población
asalariada constituye el «termómetro» que nos es más accesible. Pero la relación
salarial está aún en sus comienzos. Son numerosos los cottiers ingleses, los
manouvriers franceses y los pequeños livellarii italianos que buscan un complemento
a sus ingresos participando en trabajos campestres estacionales,'como el serrado, la
siega del heno o la vendimia, y, evidentemente, no podemos fundarnos en lo que no
constituye sino una ganancia adicional para ellos. Tampoco la ciudad nos deparará
una información mucho mayor, ya que los beneficios en especie que recibe el obrero
—alojamiento y comida en casa del amo, préstamo de las herramientas, etcétera—
dificultan una estimación exacta del nivel de vida. Digamos, simplemente, que el alza
de los salarios es indudable: en Flandes, un obrero no especializado, por ejemplo, un
peón que trabaje en una carpintería o en un batán, tiene un remuneración de 12
dineros por día en 1210, 24 en 1240 y 36 en 1300; en el campo inglés, un segador
percibe 3 dineros en 1230, 6 en 1260 y 9 en 1290, progresión semejante a la anterior.
Destaca, por supuesto, la gran diferencia de salarios entre la ciudad y el campo, que
actúa como potente incentivo de la inmigración rural hacia los centros urbanos. No
obstante, si bien a primera vista el alza de los salarios parece compensar la de los
precios, esta visión optimista debe ser corregida con datos que la matizan: se ha
calculado que cuando una familia vive, en esta época, con un salario de 36 dineros
por día, la mitad de esta suma tiene que ser destinada a gastos de alimentación, lo
cual deja muy poco margen para destinar una parte de los ingresos a la adquisición,
por ejemplo, de los enseres domésticos o de un herramental de calidad para el trabajo.
Los asalariados, exceptuando la pequeña franja de quienes poseen sus propias
herramientas y son contratados por su dominio de una especialidad (orfebres,
tejedores, ebanistas), siguen siendo físicamente hombres ajenos a la ciudad; y en el

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campo, como la retribución salarial solo constituye un complemento a ingresos de
otra índole, continúan estando supeditados a los altibajos de la producción y
sometidos a la fiscalidad señorial, aun en los casos de individuos especializados en
determinadas actividades —labores de la viña, serrado…— y que, por ello, pueden
esperar que les encomienden trabajos de larga duración.
Porque la contrapartida de este acrecentamiento de los ingresos es el paralelo
acrecentamiento, que ya hemos mencionado, de las exigencias fiscales del señor, la
ciudad o el príncipe. En el campo, donde no se produjeron aumentos sustanciales en
los alquileres de la tierra, la presión fiscal se tradujo en el establecimiento de
onerosos derechos de transmisión; en el siglo XIII, los obispos de Ely fijan el importe
de los mismos en un 20 por 100 del valor de los bienes transmitidos, y después de
1265 Alphonse de Poiters asienta el principio de la amortización, cantidad que deberá
abonarse al señor territorial cuando un bien pase a manos de la Iglesia. Otra forma de
imposición fiscal que surge son los derechos de justicia que inevitablemente deben
satisfacer las comunidades campesinas con ocasión de sus reivindicaciones. En
cuanto a la ciudad, se orientó más bien hacia los impuestos a los individuos. Las
sumas obtenidas parecen enormes: la recaudación total pasó, en Pisa, de 2400 libras
en 1230 a 40 000 en 1280, y las colectas de la taille —talla o derrama— en París
alcanzaban a finales del siglo XIII cerca de un millón de libras. Un detalle a través del
cual podemos advertir este renovado peso de la fiscalidad es el gran número de
ciudades francesas que de 1256 en adelante tuvieron que renunciar a su autogestión
financiera por un excesivo endeudamiento.
Por consiguiente, la «prosperidad» acaba desembocando, de manera natural, en el
comercio del dinero. La extrema variedad de las monedas ya contenía en sí misma la
necesidad de manipular los cambios en las diversas plazas comerciales. Así, el
«cambista» se convierte en un elemento inseparable de la economía medieval. Se
trata de una actividad bastante mal considerada, que no se puede ejercer sin antes
depositar una cuantiosa fianza (5000 libras en Lila hacia 1300) y cuya práctica no es,
en sí misma, sino mediocremente lucrativa, puesto que la comisión asciende tan solo,
según se ha estimado, a un 4 o un 5 por 100. En su bancho, tavola, taula, loggia o
casana, según los términos utilizados, antes que en ninguna otra parte, en las costas
del mar Tirreno, el profesional del cambio no es, durante mucho tiempo, más que un
manipulador de monedas, o en el mejor de los casos un agente, un corredor que opera
por cuenta de terceros, como Fremault de Tenremonde en Flandes o Thibaud de Heu
en Metz a principios del siglo XIII. Por otra parte, en 1206, en las ferias de Champaña
se fija en 12 000 libras el importe total de las operaciones que cada uno de ellos está
autorizado a realizar. Pero, como muestran los libros del notario Scriba, ya a
mediados de ese siglo se pasa del simple cambio manual a la redacción de cartas de
pago (lettere di pagamento) acompañadas de un contrato de cambio (instrumentum
camba). En adelante, el cambista podrá recibir sumas, que conservará mientras espera

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poder cambiarlas con la obtención de cierta ventaja: se convierte en un banchiero,
como ocurre en Génova.
En lo sucesivo, este personaje se dedica más y más a la especulación. En efecto,
el depósito de sumas destinadas a fructificar, principio ya incluido en los contratos
mercantiles, puede desbordar los límites del comercio puro: a partir de 1260, los
Arrighi en Siena, los Tolomei en Génova y a veces fuera de su ciudad, así como
diversos hombres de negocios de Plasencia instalados en Champaña, reciben
cantidades de dinero destinadas no solo a saldar operaciones mercantiles, sino a ser
«invertidas». La ganancia puede llegar a situarse entre el 9 y el 17 por 100 para
quienes confían su dinero a los Peruzzi y a los Alberti de Florencia, y los también
florentinos Frescobaldi, en un momento dado, tienen en sus manos 122 000 libras de
capitales ajenos. Estos «bancos», generalmente concentrados en un determinado
barrio de la ciudad, la Halle de L’Eau en Brujas, Or-San-Michele en Florencia, Rialto
en Venecia o la piazza Bianchi en Génova, no actúan aisladamente. Todos ellos están
estrechamente vinculados a las operaciones de cambio, ya que ofrecen a sus clientes
ocuparse por su cuenta de operaciones en otras plazas y en otras monedas, primera
condición de la futura letra de cambio. También asumen el papel de comanditarios de
viajes comerciales a largas distancias; y, por último, se dedican a la concesión de
créditos.
En efecto, el endeudamiento es la otra cara de la expansión económica. A unos,
esta alza del nivel de vida de la que hemos hablado hasta aquí no les llega; a otros, les
emborracha. No es fácil determinar la frontera entre la pobreza y el relativo desahogo
económico; para el campo, se ha señalado como límite por debajo del cual empieza la
penuria la explotación de entre cuatro y seis hectáreas de terreno por familia, pero se
da la circunstancia de que, hacia 1300, las dos terceras partes de los campesinos que
viven en las proximidades de Saint-Bertin disponen de una superficie inferior a esta.
Para la población urbana, la divisoria se sitúa en torno a unos ingresos de 2 sueldos
por día, más de lo que gana el 70 por 100 de los obreros parisienses. ¿Hemos de
pensar, entonces, que viven sumidos en la miseria? Tal vez no, si recurren a
actividades suplementarias, como la recolección de vegetales silvestres o la caza
furtiva en la zona rural circundante, o como el trabajo clandestino en la ciudad
misma. Sin embargo, muchos se ven reducidos a pedir prestado, igual que, por otra
parte, hacen los señores cuando deben hacer frente a un gasto imprevisto. Así,
también el préstamo se convierte en un oficio, para disgusto de una Iglesia que truena
contra dicha ocupación pero que nunca se decide a descargar sus rayos contra quienes
la ejercen. Puede tratarse de préstamos sobre el mobiliario o, para los más ricos, con
la garantía de sus tierras; como prestamistas actúan judíos —que suelen operar a
corto plazo, con devolución al cabo de una o varias semanas—, italianos de Asti, del
Piamonte, Susa o Lombardía, franceses del Sudoeste —los Cahorsins— y también
cambistas como Colín le Gronnais en Metz o Guillaume Cade en Arras antes de
1200. Los banqueros, a partir de 1250, preferirán fijar como garantía de los créditos

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que conceden la cosecha futura de la tierra del solicitante, o bien la percepción de
determinado impuesto cuando se trata de un préstamo a los poderes públicos; de este
modo, en ciertas épocas encontramos a banqueros de Plasencia embolsándose las
recaudaciones de los peajes ingleses, o a colegas suyos alemanes percibiendo en
Colonia, Nuremberg y Lübeck los impuestos que dichas ciudades les han cedido. Por
lo general, el cobro de los intereses se efectúa por vías indirectas, con el fin de evitar
las sanciones de la Iglesia. Por ejemplo, el tipo de préstamo llamado mort-gage,
todavía condenado en 1163 por el papa Alejandro III, estipula la restitución exacta de
la cantidad suministrada, pero el lucro consiste en que, entre tanto, la persona que ha
adelantado la suma se apropia de los productos y rentas de la tierra empeñada como
garantía. La venta a remere es una argucia gracias a la cual la posterior recompra, a
un precio superior, del terreno ficticiamente enajenado permite disimular el interés.
Otro subterfugio, especialmente habitual cuando se trata de préstamos sobre piezas de
mobiliario, consiste en tasar el objeto dejado en prenda muy por debajo de su valor
real —los dos tercios o, a veces, tan solo el cuarto—, lo que deja un sustancioso
margen de beneficio en caso de que el cliente no acuda a desempeñarlo. Todas estas
prácticas empiezan muy temprano, en el mismo momento en que el despertar
económico plantea a muchos la necesidad de un anticipo de dinero para invertirlo en
herramientas, en simiente o en construcción. El 30 por 100 de los testamentos
catalanes anteriores a 1025 y el 60 por 100 de los redactados a 10 largo de los
siguientes 25 años mencionan préstamos cuya cobranza se encomienda a los
herederos. El movimiento aún se desarrolló más durante el siglo XII, con las cruzadas,
y se extendió a la aristocracia. En el siglo XIII. los mismos monarcas están
endeudados hasta tal punto que prácticamente no les queda ninguna esperanza de
poder recuperar las parcelas fiscales abandonadas a los prestamistas: Enrique 11
Plantagenêt recibe prestadas 12 000 libras de Aaron de Lincoln, y otras 6000 de
Guillermo Cade en 1185; san Luis debe 100 000 libras a los sieneses, y su hermano
Carlos de Anjou 250 000; Felipe III, a su vez, contraerá deudas por valor de 200 000
libras en 1276. Estas sumas exceden a los medios ordinarios de los soberanos: los
provechos que arrojan los prebostazgos reales no superan las 100 000 libras en 1250.
Por lo tanto, los únicos recursos posibles en esta coyuntura son la manipulación
monetaria, la expoliación o la guerra.
El siglo XIII, iniciado bajo la euforia de un «despegue» económico incontestable y
considerado durante mucho tiempo como un «momento privilegiado» de la época
medieval, se revela lleno de sombras y de peligros. Es el siglo de las catedrales y de
las universidades, pero las primeras no se acaban y las segundas se dividen. Los
«buenos tiempos del señor san Luis» que más tarde evocarán, enternecidos, los
contemporáneos de los últimos Capetas o de los Valois, nos presentan un semblante
engañoso; no es un vano juego de palabras calificar este período de «belle époque».

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Capítulo 8
LAS FORMAS DE VIDA DE LOS HOMBRES Y
MUJERES

En varias ocasiones y al margen incluso de esta obra, he denunciado el tópico,


viejo pero muy resistente, de la anarquía medieval. Sin embargo, pocos períodos
como este, y concretamente los siglos a los que nos estamos refiriendo, han
multiplicado tanto los vínculos entre los hombres. La característica esencial de los
siglos XII y xiii, es que a las antiguas y siempre sólidas dependencias, que ponen en
práctica entre sí los fuertes y los débiles, se añade ahora, como para rematar el tejido
social de la Europa adolescente, una trama horizontal de obligaciones mutuas. Una
trama que afecta a todos los niveles, sea cual sea la edad, el oficio o el marco habitual
de la vida cotidiana o del pensamiento. Pero, aunque haya que dar prioridad en este
«encelulamiento» a los motivos dirimentes, tales como la necesidad de protección, de
ayuda mutua y de subsistencia que exige una sociedad dura y mal equipada, o más
aún al miedo de estar solo en el ámbito de unas estructuras sociales que no reservan
un lugar al individuo aislado y no dan oportunidades al destino solitario, o a un
oneroso conservadurismo, no se puede pasar por alto la vigorosa aspiración mental
que arrastra a los hombres, unos hacia otros, en una koiné, un conjunto, cuyos
elementos de unidad se perciben perfectamente. La dimensión espiritual, sobre todo
la que inspira el deseo de salvación, sustenta estos empeños pues, como dice el poeta
de Garin le Lorrain: «El corazón de un hombre vale todo el oro del mundo».

LA FAMILIA Y EL HOGAR

En la formación social de la Europa medieval se encuentran las poderosas


corrientes procedentes de las costumbres tribales, familiares y de linaje de los

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mundos greco-romano, céltico, germánico y escandinavo; en unos lugares se
fusionaron y en otros se opusieron. Ahora bien, la familia es el marco principal,
fundamental, donde se refugian los individuos, donde se confrontan los sexos donde
se sientan las bases de la actividad económica primaria. Es, pues, importante seguir
sus profundas modificaciones, precisamente típicas de la Edad Media «clásica»,
cuando se consuma la síntesis entre las tendencias divergentes y las cargas comunes
que la atormentaban hasta entonces.

La regresión del linaje

Como se sabe, nada hay más impreciso que la familia medieval, el grupo de gente
de la misma sangre, los cognati, los «primos», que se hace extensivo a los que
pueden invocar a un mismo antepasado, los cognati, pero también a los próximos
(proximi), los amigos llamados «carnales» para subrayar la existencia de un lazo
físico, todos los que frecuentaban la casa familiar, la mesnie, los «familiares», los
vicini, vasto magma en los inciertos límites que pueden ir de la tribu (iSippe en
alemán) al linaje más auténticamente emparentado (Geschlecht), y al restringido
grupo de los que gravitan en torno a la pareja (Haas). Y aun así el derecho romano o
las leyes «bárbaras», glosadores juristas y notarios de las costumbres introdujeron en
estos parentescos, desde el siglo XI, los esquemas teóricos de la ascendencia patriarcal
(agnáticos) o de obligaciones colaterales (cognáticos), confundiendo los rastros so
pretexto de iluminarlos.
Es una trivialidad recordar que una estructura familiar es el reflejo de una
situación de la sociedad o de una fase económica; y también lo es, aunque menos
evidentemente, recordar la desigualdad de la evolución de los grupos sociales en
función del papel que desempeñan en la producción y en la autoridad. Lo más sensato
es admitir que la fragmentación de los enormes dominios de la alta Edad Media, la
disolución de las viejas unidades de explotación en común, mansos u otras, la
instalación de pioneros en zonas roturadas o los progresos de unos aperos que
permiten una superpoblación de las viejas tierras favorecieron el retroceso de las
interdependencias familiares, como consecuencia de la rigidez del grupo de linaje.
Pero, por otro lado, estos fenómenos se repiten con un reagrupamiento de los
hombres en la aldea, por las buenas o por las malas, según los lugares o los tiempos, e
incluso con las trabas que se oponen a las uniones matrimoniales lejanas. Los dueños
de la tierra y de los hombres, por su parte, solo consiguieron su libertad de acción
reaccionando contra la tutela de un padre o un hermano; pero a menos que intenten la
aventura en Oriente —lo que hacen muchos, en efecto— necesitaban tierra. Ahora
bien, dividir la tierra es minar el poder; más vale, pues, estrechar los lazos del linaje
que se quisieran aflojar y no prever más que un único heredero para evitar las
particiones, aunque a riesgo, igualmente adverso, de perderlo por accidente y acabar
de golpe con el linaje. Estas observaciones persiguen dos objetivos: subrayar que la

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historia de la familia no se limita, en ninguna época, a un esquema simple de
evolución y que está cargada de paradas, vueltas atrás y contrastes, lo que no facilita
la tarea del historiador; y, en segundo lugar, hacer comprender que la puesta a punto
de las células señoriales en el siglo XI, paralela al desarrollo urbano y a la fijación
aldeana, acontecimientos que establecen un nueva estructura de vida, edificó e hizo
más decisivas las oposiciones a las que se veían abocados los linajes.
A primera vista, es válido pensar que la casi totalidad de la evolución económica
o social impulsaba a la disolución de la familia «amplia», y lo que se sabe de los
movimientos de la población, a los que me he referido brevemente, concierne a los
individuos aislados o en pareja. El procedimiento metodológico utilizado con más
frecuencia para juzgar la regresión de las manifestaciones del linaje se funda en las
prácticas jurídicas, constantes en el siglo XII, de la laudatio parentum, es decir, de la
aprobación, inmediata o después de una indemnización, lo que importa aquí, por
parte de los descendientes, ascendientes o colaterales, de una operación inmobiliaria,
por ejemplo, una donación o una venta a la Iglesia. Ya que es precisamente este tipo
de documento el que hemos conservado sobre todo, nuestro equipaje no es demasiado
ligero; es cierto que se refiere a los poseedores de bienes y no a los más humildes;
pero es entre los ricos, entre los amos, donde la resistencia del linaje tenía
oportunidad de ser fuerte. La evolución apenas admite discusión; el porcentaje de las
aprobaciones o de las impugnaciones y de los procesos —ambos, según nuestras
investigaciones, testimonios de la sensibilidad del grupo— descienden claramente.
En el curso de los siglos XI y Xii, en el Lacio, pasa, cada 50 años, entre 1000 y 1200,
del 46 por 100 al 25 por 100, 20 por 100 y 15 por 100; en Picardía del 36 por 100 al
21 por 100, 23 por 100 y 15 por 100; en la zona de Mácom del 49 por 100 al 70 por
100, 50 por 100 y 25 por 100. Pueden observarse oposiciones debidas a diferentes
ritmos de reagrupamiento de hombres o de tierras, y resultados igualmente variables;
pero esta apreciación pertenece al terreno de la erudición. La tendencia es clara:
después de 1150-1180, y aún con más claridad en el siglo XIII (8 por 100 y 2 por 100
en Picardía, 3 familias de cada 47 en el área de Namur en 1247, y además un 45 por
100 en torno a Saint-Bavon de Gante en 1212), el consorzio familiare, el large house
hold, de la alta Edad Media se bate en retirada.
Pero no zanjemos tan pronto el problema. En primer lugar, nuestra base de
razonamiento no toma en cuenta, ya que finalmente no dejaron rastros en los
documentos, las donaciones o ventas sin efecto, especialmente aquellas que el
«derecho de recuperación», entonces en plena vigencia, permitía a la familia hacer
anular en nombre del interés patrimonial del grupo. Asimismo, hay que exceptuar
determinadas tierras que, dada su naturaleza, no eran susceptibles de ser amputadas o
divididas: los honores, como se seguía diciendo desde el siglo XI, los ducados, los
condados, etcétera, que solo pueden ser poseídos una manu. Esta costumbre, sensible
desde 1100 en Anjou, pero sobre todo entre los normandos o en Tierra Santa, se
convierte en regla imperial en tiempos de Barbarroja, hacia 1153-1159; si bien es

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cierto que en este caso prevalecía el interés del príncipe sobre el de la familia. De
todas formas, solo nos referimos aquí, por supuesto, a una minoría. En cambio, tres
polos de resistencia impiden el naufragio total de la noción de linaje.
En primer lugar, en el siglo XII se individualiza la noción de nobleza, de
caballería, mientras se desarrolla la de vasallaje, como vimos más arriba. Este
movimiento suscitó en la aristocracia una religión de la familia, del tronco familiar,
de la stirps. ¿Se trataba de una imitación de la tendencia de los reyes del siglo XII a
buscar su legitimidad remontándose hasta los desaparecidos carolingios, o de una
reacción «nobiliaria» de la pureza de sangre, que justificaba la dominación sobre los
demás? ¿O incluso de una reverencia más pronunciada por los antepasados y su
necrópolis familiar? Sea lo que fuere, se desarrolla una muy poderosa corriente
literaria y política para demostrar la antigüedad, la pureza y la gloria de las familias
dominantes. De esta «literatura genealógica» que redactan capellanes a sueldo (como
Lamberto de Ardres o Anselmo de Bisato, a finales del siglo XII), anónimos o
príncipes (por ejemplo, el mismo Foulques le Rechin, conde de Anjou) se desprenden
muchos hechos instructivos. En primer lugar, la imposibilidad de remontarse en la
memoria familiar más allá de un cierto umbral, 875-925 según el nivel social, que
demuestra que es en este momento, sin duda, cuando se deshizo el marco tribal de
donde surgieron los linajes. En segundo término, la voluntad, con la ayuda de
invenciones y leyendas, de valorizar a través de un tótem mágico, animalista o
heroico, una ascendencia carólida o «troyana», la intervención de una hada como
Melusina, o cualquier otro origen fabuloso, la época familiar, cuyos últimos
eslabones santifica, en el mismo momento, el santuario donde reposan los miembros
del linaje. A esta misma preocupación responde sin duda la práctica del sobrenombre,
del apodo que caracteriza a los miembros del grupo y se transmite, «Plantagenêt»
después de «Capeto», en lo alto del orden social, y muchos otros, hasta los más
modestos, como «Campos de avena» o «Despierta perro». Es cierto que todo este
movimiento se limita al grupo dominante, que tiene muchos otros motivos para
desear caracterizar y consolidar el tronco y sus ramas —reyes, condes de Flandes o
Anjou, señores de Amboise o de Guiñes— y probablemente también a otros más
modestos, que fundan colegiatas con la esperanza de que les digan misas de
aniversario tanto a ellos como a sus antepasados.
En cambio, una segunda característica no se reduce a esta élite. La referente al
desarrollo, paralelo al retroceso general de los grupos amplios, de prácticas inversas
pero vinculadas a determinadas coyunturas concretas: en primer lugar, el interés
común que producirá acercamientos de tipo económico (trashumancias, empresas de
desecación o de roturación) o militar (vigilancia de los puertos de montaña, defensa
de las fronteras) de los miembros de familias aristocráticas y a veces más modestas.
Aparecen así las faides flamencas, los bandos de Vizcaya, las hermandades
castellanas o las parçonneries de la Francia central. Posteriormente, la evolución de
las herencias implicó, esta vez en diversas clases de la sociedad, posesiones en

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indiviso, frairie, fraterne, y ahora sobre varias generaciones, si es posible, el
principio de una explotación en común de los patrimonios. Una solución, por otra
parte, execrable en razón de las inevitables rivalidades desencadenadas en el grupo
entre mujeres o hijos de hermanos, siendo la red de parentesco la única forma
aparentemente viable de estos acercamientos de linaje, red que tendía —esta vez solo
para la aristocracia— sobre amplias regiones estrechos lazos de parentesco: de esta
forma, hacia 1215-1220, cinco linajes dominan más de 80 señoríos en Picardía.
La tercera característica del linaje tiene una importancia muy diferente, que
volveremos a encontrar más tarde, al menos en la ciudad: se trata del progresivo
deslizamiento de los vínculos de sangre o de amistad al más humilde nivel de los
vínculos de clientela. Sin duda, estos últimos habían existido siempre pero estaban
cubiertos con el velo del afecto recíproco. En esta ocasión, la familia no es más que
un grupo de agradecidos en torno a una o varias ramas de la misma sangre. Es difícil
fechar el momento en que se distienden los lazos afectivos en la mesnie;
probablemente ocurrió antes de 1150. Tras el asesinato del conde Carlos de Flandes
en 1127 se acosa a más de 260 miembros de la familia de los Erlembaut, los
homicidas; son ya, en parte, sin duda, simples clientes. Estos parentes minores, como
se dice en España, estos seguiti italianos, Dienstmannen alemanes, o los llamados
portadores de liveries and badges en Inglaterra, tienen más de servidores que de
primos sin dinero. Pero se valen de la recomendación de la familia que los emplea y
los alimenta: no son Doria sino degli Doria; esto supone una forma degradada del
parentesco amplio, al que finalmente, a falta de pedirle afecto o dinero, se le exigirá
un homicidio o la percepción de una talla.

La instalación de la pareja

«Y el hombre dejará a su padre y a su madre para hacer con la mujer una sola
carne». ¿Puede realizarse al fin la vieja prescripción bíblica? Sobre esta fundamental
cuestión de la estructura social los historiadores siguen divididos; no sobre la
poligamia poco a poco eliminada desde el siglo X, ni sobre la existencia de parejas
que viven aparentemente fuera del control de los padres, en este caso desde la alta
Edad Media, sino sobre las etapas y condiciones de instalación del «modelo
conyugal» como célula esencial de la vida de los hombres. No se trata, en efecto, de
la simple imagen negativa de las observaciones precedentes: el problema del
matrimonio continúa planteado. A principios del siglo XII, hacia 1125-1150, en la
época en que Hildebert de Lavardin, san Bernardo, el canonista Graciano o el papa
Alejandro III lanzan una ofensiva general en favor de la sacralización del
matrimonio, la situación parece ser insoluble:
— por un lado, a la vez reliquia de una sociedad tribal, garantía de una
transmisión pura y segura de los bienes materiales, y más lance amoroso que de
razón, unas uniones consanguíneas, «endogámicas», al menos hasta los límites de los

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tabúes incestuosos, inquebrantables desde la prehistoria, padre-hija, hermano-
hermana; una unión que exige una negociación entre los padres, garantías financieras
o inmobiliarias, fiestas que pongan de manifiesto el carácter solemne y público de la
unión que liga a las familias, y cuyo objetivo es la procreación. La voluntad de los
futuros esposos no cuenta, y la esterilidad conlleva el repudio del contrato;
— por otro, la idea de un consensus, de una dilectio espontáneos, de un
compromiso bajo juramento ante testigos, un sacerdote si es preciso, pero sin
publicidad ni contrato; sin que sea tampoco necesaria la cópula, ya que esta última no
se considera más que un remedio para salir al paso de la lujuria. La única exigencia es
la ausencia de cualquier parentesco hasta el séptimo grado canónico; la unión es
indisoluble;
— en frente, la negación de todo compromiso, público o no; el vivo movimiento
antimatrimonial del siglo XI se alimenta, por lo demás, ya sea desdeñando la carne
con sus resabios heréticos, ya sea, por el contrario, con los placeres de la unión libre
acompañada de contracepción; ambas actitudes coinciden en un cierto desprecio del
mundo presente y futuro.
Es evidente que la aristocracia, preocupada por perdurar y estrechar filas, está a
favor de la primera opción, que la Iglesia se inclina por la segunda y que la tercera no
conduce a ninguna parte. El vulgo sigue la costumbre local más corriente, la mos
patriae, la consuetudo civitatis, sin preocuparse mucho de los principios: aquí, con un
notario que consigna por escrito una dote a la romana y una donatio propter nuptias,
forma romanizada en el ocaso de la vida del Morgengab germánico, primer paso de la
futura viudedad; allí, con el intercambio de palabras, de beso y de anillos ante
algunos parientes; en otras partes, sin preocupación por las formas o el derecho, hasta
llegar a la generalización del concubinato, como en Normandía, more danico, «a la
danesa». La Iglesia acabó venciendo, no sin concesiones, pero este viraje decisivo en
la historia de los hombres es fundamental, hasta el punto de que aún hoy día sigue
ejerciendo influencia.
Sin duda, fueron los gregorianos del siglo XI quienes iniciaron el movimiento, por
ejemplo valorizando el aspecto de societas del matrimonio con intercambio de
fórmulas rituales, a menudo de origen pagano, pero cuya ruptura se asimilaba al falso
juramento (1096), Sin embargo, la segunda mitad del siglo XII y el principio del XIII
marcarán la etapa primordial, entre el Decreto de Graciano y la obra de Gregorio IX
(1145-1235).
El consensus es necesario, lo que limita las posibilidades de repudio; y asimismo
la copulación, a fin de salir al paso de la tendencia antiprocreativa del siglo XI que
reanudarán los cátaros. La publicación del matrimonio («amonestaciones») es
indispensable con el objeto de denunciar los vínculos de parentesco, aunque la
prohibición por consanguinidad solo llega en 1214 al cuarto grado (primos
segundos). Las segundas nupcias pueden tener lugar tras la muerte de uno de los
cónyuges. La presencia de un sacerdote es deseable, pero los esposos siguen siendo

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los ministros de su mutuo sacramento, razón por la cual la Iglesia lo sitúa lejos, tras el
bautismo, la penitencia o la confirmación. Al adoptar así una solución de
compromiso, pero favoreciendo a los individuos en detrimento del grupo, la Iglesia
obró positivamente y asestó un golpe decisivo a la tutela del clan, no sin
innumerables y repetidos conflictos con la aristocracia, sin duda. Por esta razón, la
guerra de los esposos ha sido considerada algunas veces como un simple episodio de
la lucha de influencias en el seno de la clase dominante, al desquitarse la Iglesia de
los guerreros que la habían domesticado en el siglo X. Por lo demás, no se cambian
por una decretal siglos de costumbre: el consentimiento de los padres siguió siendo
necesario en la región de Tolosa y en Provenza. La exclusión de toda herencia de las
hijas dotadas, iniciada en Normandía, acabó, hacia 1180-1190, por extenderse incluso
en tierras de derecho romano. Es decir, que solo tuvo un impulso: pero fue decisivo.
Además, reforzó una estructura matrimonial bastante diferente de la nuestra. El
«modelo» puesto de manifiesto por los demógrafos antes del siglo XIV estaba
fundado, en efecto, en la célula conyugal que unía a una muchacha, «colocada» tan
pronto como era posible, aunque fuese por debajo de su condición social, a fin de
favorecer numerosas maternidades —modelo «natalista» que se considera a menudo
como una de las causas del crecimiento de la población de estos siglos—, y a un
hombre a la espera de una «posición», soltero a veces hasta los 30 años, lo que
evidentemente plantea los problemas de los reguladores sociales y fisiológicos de la
prostitución, el adulterio o la homosexualidad. En todo caso, una pareja sacramental,
pero cuyos cónyuges tienen al menos diez años de diferencia de edad, una menguada
duración de la unión (20 años como mucho), maternidades rápidas y repetidas, una
viudez muy precoz y difícil de abandonar, la ausencia de abuelos por el lado paterno,
el papel, desde entonces, del tío materno, de una edad más apropiada que la del padre
en las relaciones afectivas con sus sobrinos, y por último, en torno a la joven esposa,
cansada de un vejacón, la ronda codiciosa y tentadora de los juvenes aún no casados.
Si a esta estructura conyugal tan diferente de nuestra concepción, como de los
tipos de afectividad que nos son familiares, se añaden los tres componentes
suplementarios de una gran mortalidad infantil, amenazante hasta la edad de 5 o 6
años, de la precoz entrada en la vida activa —nubilidad muy temprana en el caso de
la muchacha, la edad de 14 o 15 años como adecuada para convertirse en guerrero,
oficial de taller o mozo de labranza—, y, por último, la casi general ausencia de
abuelos, se obtiene como conclusión la reducción de la «infancia» a una corta franja
de diez años. Demasiado poco tiempo para que la personalidad juvenil pueda
desarrollarse, o intervenir en la célula matrimonial, entre el momento en que escapa
de las garras de la muerte y aquel en que, siendo aún adolescente, es atrapado por la
actividad de los adultos. Además, como hemos visto, la palabra juvenis no hace
ninguna alusión a la edad, sino solamente a un valor social, el del individuo aún no
«establecido». El reducido espacio dejado así a la juventud del hombre en el sentido
moderno, y la desaparición de la generación-árbitro superior le amputan,

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evidentemente, a la vida familiar dos elementos fundamentales de su equilibrio
natural: las relaciones entre esposos y entre adultos y adolescentes solo podrán ser
duras, ásperas y breves. La Iglesia consigue poner las bases de la célula que nos sirve
aún de marco afectivo, aunque con muchos aspectos diferentes.

El reino de la mujer

Casada a los 16 años con un hombre de 30 que casi podría ser su padre y que a
menudo actúa como tal, no cesando de amamantar más que para tener un nuevo
parto, «comprada» en el mundo de la aristocracia por la familia de su futuro marido
(o consintiendo, pero sin estar en posesión de todo su juicio en los otros casos),
condenada al convento o a la humillación si actúa por su cuenta, amenazada con ver
su dote dilapidada durante su matrimonio y su viudedad impugnada por sus propios
hijos cuando queda viuda, perseguida por la Iglesia con mayor rigor que el hombre si
cae en el adulterio o la homosexualidad, apartada de las funciones religiosas,
estrictamente mantenida a raya si alcanza una responsabilidad política, maltratada
siendo niña, empujada lo antes posible al matrimonio, amenazada si está viuda o
soltera por la lubricidad masculina, sin poder o no atreviéndose a expresar por medio
del arte o la pluma su sexualidad, sus fantasmas, su afectividad, su dinamismo, la
mujer de estos tiempos, ¿forma parte activa de la sociedad? Puede ponerse en duda
tras la enumeración precedente, que no es en absoluto exhaustiva ya que no hemos
hecho alusión a la opinión de los clérigos para quienes la mujer, responsable de la
caída, es el tabernáculo del mal, el compendio de las tentaciones de la carne y del
dinero que envilecen a la criatura; es débil, envidiosa, desobediente, pendenciera,
cruel, manirrota y símbolo de la lujuria, el trato con ella no es más que fuente de
pecados y supone un muy lamentable «error» de la Creación.
Estatuas yacentes de piedra que se cogen de la mano, vírgenes sonrientes con el
niño en brazos en el entrepaño de las catedrales, caballeros lanzados a inverosímiles
proezas deportivas o ascéticas a cambio de un beso, trobadors que dan vía libre a su
sentimiento para conseguir gézir sons la couverture, lais de María de Francia,
canciones de telar, salas de damas en el castillo, reinas madres o reinantes, y condesas
de férrea autoridad, mujeres de banqueros que llevan las cuentas, segadoras,
hilanderas, bordadoras, vendimiadoras de los campos y ciudades, matronas que pegan
a sus maridos, jóvenes esposas que les engañan con ardor; objetos femeninos que
atestiguan los depósitos de las excavaciones, esqueletos de los dos sexos mezclados
en las necrópolis, transmisión per ventrem tanto de la nobleza como de la
servidumbre, invasión de nombres del linaje materno; no, decididamente la mujer no
es ni un objeto ni una mártir. Es a mujeres a quienes Jesús se muestra primero, una
vez resucitado: a la Samaritana, a la Magdalena y a María a quien habló mucho
tiempo; y la cohorte de mujeres fuertes de la Biblia borra la desafiante misoginia de
san Pablo.
Desde hace casi cien años, con mayor razón desde hace una generación, la

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posición social o moral de la mujer en los siglos pasados preocupa a los historiadores,
que aportan hoy la pasión de sus reacciones modernas. Sin embargo, la Frauenfrage
puede recibir en los siglos XII y XIII respuestas claras, sea cual sea la interpretación
que se quiera dar. En primer lugar, es preciso hacer dos observaciones generales:
considerar el progreso o el hundimiento de un grupo social solo tiene sentido en
comparación con otro contexto; el interés que por un problema de esta naturaleza
mostraron quienes fueron sus contemporáneos, manifiesta una toma de conciencia
que hace evolucionar la cuestión. La duda sobre el primer punto apenas parece lícita:
la mujer de 1220 no tiene ni los derechos ni el papel de la de 1980; no obstante, su
situación es no solamente muy superior a la de los siglos medievales anteriores, sino
también a la que tendrá desde el siglo XV y hasta 1900, sea cual sea su clase social.
En cuanto al segundo punto, además de la posibilidad que tienen las mujeres de
expresarse, lo que apenas había ocurrido hasta entonces, de Herrade de Landsberg a
Eloísa o María de Francia, se observa un notable florecimiento de tomas de postura
radicales sobre el lugar y el papel de la mujer, corriente «feminista» que alimentan
Robert de Blois, Rupert de Dentz, san Bernardo o Felipe de Novara, o bien la
misoginia de la Iglesia o del clero, la de Abelardo, Beaumanoir o Jacques de Vitry.
En mi opinión, tres ámbitos dan prueba de lo que yo no dudo en calificar de fase
matriarcal en la historia de Europa. El primero es de naturaleza jurídica. Las garantías
ofrecidas a la mujer por las nuevas condiciones del matrimonio, al que acabamos de
referirnos, por el habitual reasentamiento de las viudedades mermadas (para las que
la Iglesia dicta una regla en el siglo XIII), por la protección que se normaliza y se
refuerza respecto a su parte de herencia (la «parte reservada» asciende, de 1140-1145
a mediados del siglo XIII, hasta el tercio, la tercia italiana), por la persistencia de sus
derechos de curatela sobre sus hijos, y por último, por la solidez del linaje femenino
en las genealogías ya que la mujer, conquistada en el matrimonio por un solo hombre
menos afortunado, es muy a menudo el origen de una promoción social, y a veces de
un ascenso a la nobleza, que conviene aprovechar. Se opondrá, sin duda, a todo este
arsenal normativo —como a cualquier otro, por lo demás— su carácter teórico e
intencional. O bien se subrayará que la preponderancia masculina en el gobierno de
los bienes del hogar, máxime en la transmisión de dignidades de carácter militar,
tiene muchas oportunidades de recortar estas garantías. Sin embargo, no se podrá
negar la construcción de una muralla jurídica, cuyo franqueo, siempre posible pero
desde ahora ilícito, expone a sanciones no solamente morales de la Iglesia, sino a la
de las justicia pública, e incluso a la venganza del linaje perjudicado.
La posición económica y social de la mujer, más difícil de delimitar pero, en
cambio, mucho más cerca de la realidad, parece mejorar. Ya hemos dicho que el
hombre sigue siendo el señor del hogar. Añadiremos ahora que las actividades que
ocupan mayor lugar en nuestros documentos de archivos son masculinas por tradición
o por necesidad: la guerra, los trabajos agrarios o artesanales pesados, los largos
viajes. Pero además, la evidencia de sectores en su mayoría femeninos desde este

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momento (el textil, el espigueo, la horticultura), tal como testimonian la arqueología,
la iconografía y la literatura hagiográfica o novelesca —desde obras escritas por la
monja Roswitha hasta las hilanderas de «Yvain», que se quejan de sus bajos salarios
—, hace pensar, a pesar de una tradición, ya antigua, de denigración, en el lugar
esencial de los trabajos domésticos en una sociedad donde alimentar al grupo es el
centro de toda actividad. No hay nada de servil ni de humillante en ser la «señora» de
la casa, el núcleo de esta célula primitiva de la sociedad. Dejemos de menospreciar,
como los burgueses del siglo XIX y principios del XX, el horno y la fresquera. Por otra
parte, no hagamos intervenir en este asunto, ya que su estudio exhaustivo no se ha
abordado aún, la propiedad del suelo, la transmisión del feudo, los títulos
aristocráticos e incluso la toponimia, donde se ve la importancia de la manus
femenina.
En mi opinión, el tercer ámbito, aunque lo reduzca a algunas frases, es más
revelador aún. Sospechosa a los ojos de la Iglesia de ser más accesible que el hombre
a las tentaciones de la carne, e incitada a conservar la castidad o, al menos, una
continencia decente, la mujer es arrastrada en los siglos XII y XIII por un torbellino de
liberación sexual que el historiador tiene mucha dificultad en seguir y explicar. En
primer lugar, le ensordecen las vociferaciones de los clérigos que fustigan y
condenan; y más tarde, el súbito silencio de la Iglesia, que se limita a recordar
algunos límites que no deben ser franqueados, le asombra aún más. Ahora bien, para
enfrentarnos a este delicado ámbito, velado por el pudor, la legislación penitencial y
la preocupación por la paz social, no tenemos antes de 1300 más que algunas obras
literarias o normativas. Pero al menos son bastante numerosas y concordantes como
para permitirnos hacer algunas observaciones. Entre la larga lista de desviaciones o
excesos sexuales redactada por el obispo de Worms, Burchard, a principios del siglo
XI, y el éxito de las traducciones de Ovidio, del Liber Gomorrhinos o simplemente de
las proezas amorosas de Lancelot, ¡cuánto camino recorrido! Las relaciones sexuales
siguen estando sin duda reservadas en principio a la procreación. Pero desde
mediados del siglo XII Pedro Lombardo y Graciano enumeran las prácticas y
posiciones que se utilizaban para evitarla; las condenan, aunque sin duda en vano, ya
que a partir de 1220 y 1265 se introducen por Montpellier y Salerno los tratados
musulmanes sobre la anticoncepción, el aborto provocado y las prácticas onanistas.
Alberto Magno y Raimundo de Peñafort se limitan (estamos en 1250,
aproximadamente) a considerar motivos de salud, de pobreza o de violencia sufrida,
no para admitirlos sino para explicarlos. Estos doctos pensadores, y Tomás de Aquino
con ellos, se ven obligados a aconsejar, no una heroica templanza como predicaba san
Bernardo cien años antes, sino posturas o precauciones destinadas a matar el placer,
al menos en el caso de la mujer. Y, si se desencadena a pesar de lodo, será preciso
confesarse y purificarse. Tal vez la toma de conciencia de una sexualidad que trastoca
las costumbres, y asimismo de un erotismo —masculino en todo caso— del que la
iconografía pintada o esculpida da cuenta en el mismo momento, sea el origen de una

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indiscutible complacencia hacia la prostitución. La multiplicación en las ciudades del
siglo XIII de prostibula publica, bordelages, «salas de niñas», «castillos alegres»,
etcétera, incluso próximos a edificios religiosos, no es fortuita: las «mezquinas», las
meretrices, que la Iglesia, pasado un tiempo, recuperará como criadas, enfermeras e
incluso monjas, tienen un papel social y regulador que aporta el «modelo
matrimonial», sobre todo el de limitar las violaciones cometidas por bandas, signo
externo y masculino de la pulsión sexual de la época. Pero no solo existen las
manifestaciones, aunque fueran abusivamente repetidas, de las uniones sexuales
regulares o mercenarias. El siglo XII parece disputarse con los últimos años del siglo
XIX el dudoso prestigio de ser el campeón del adulterio: en esta ocasión también la
estructura conyugal tiene su parte de responsabilidad. Pero lo más sorprendente es el
extraordinario florecimiento de escritos novelados o líricos que, de los trobadors de
Oc a las narraciones de la Mesa Redonda, exaltan la conquista, nada menos que
platónica, no lo olvidemos, de la mujer casada; la «cortesía» puede darse aires de
vasallaje al servicio del sexo, pero besar y acariciar no bastan desde luego al juvenis o
al caballero errante para alcanzar la joy. Y, por un Perceval o un Tristán, ¡cuántos
Lancelots y Jaufré Rudel hay! Ahora bien, la Iglesia continúa muda ante esta
apología del adulterio: ¿se muestra indulgente como Jesús con la pecadora o la
Magdalena? ¿Pero, por qué solamente en los siglos XII y xiii?
Los castigos materiales pertenecen más bien al ámbito de la humillación pública,
excepto en casos graves como el de las nueras del rey Felipe el Bello; asimismo, hay
penitencias prolongadas. Pero se tiene la impresión de que la Iglesia, desbordada y
enfrentada además a la ascesis herética de los cátaros, abrió la mano. Eva perdió a la
especie tentando al hombre; la «nueva Eva», María, salvará la obra del Creador, decía
san Bernardo, entre dos sermones sobre el cuerpo femenino.

¿Dónde se vive?

Mientras el hábitat, esencialmente rural, seguía siendo inestable e incluso


itinerante, la arqueología podía instruirnos, gracias a los fondos de cabaña, vertederos
o grandes «hangares» exhumados, sobre la vida cotidiana o la estructura del grupo. Y
de nuevo pudo hacerlo cuando, del siglo XIV al XVI, fueron abandonados numerosos
parajes, dejando las ruinas o los cimientos lejos de las aldeas reforzadas.
Desgraciadamente, nos encontramos entre ambos puntos, sin inventario de ajuar, sin
herramientas recuperables, sin iconografía realista y, tanto en la ciudad como en el
campo, ante viviendas que datan como mucho de los siglos XIV y XV, levantadas
sobre las que nos interesan y que se derribaron, cuando convino. Evidentemente,
podríamos, como hacen tantos manuales, conformarnos con el castillo, la morada del
señor: es un hábitat de naturaleza colectiva, pero indiscutiblemente esencial en el
paisaje edificado, y que nos dejó muchas y expresivas muestras. Pero es un edificio
igualmente militar con funciones concretas, cuya disposición obedece a obligaciones

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que provienen de sus múltiples papeles y de su continente. Nos referiremos a él
brevemente aunque sin comprometernos en un estudio técnico de los elementos
defensivos, lo cual no es mi intención. En primer lugar, fue un alojamiento antes de
ser un instrumento de guerra: su implantación es a menudo poco razonable desde este
punto de vista. Es el símbolo, signum, de poder, judicial más que militar, económico
más que político. La famosa descripción del castillo de Ardres es un testimonio de lo
que decimos: sótanos, bodegas, silos, cilleros y cocinas ciegas enterradas en un
bloque de tierra y guijarral; encima, la sala, el aula, el solier, a veces de casi 200 m2,
como en Loches, lugar de reunión de la familia donde duermen, sobre jergones, los
primos, los criados y los vasallos en estage; la camera, la habitación por excelencia,
en donde duerme la pareja, donde se perpetúa el linaje y donde está, bajo el lecho con
cortina, el baúl en que se conservan los trajes guarnecidos, los pergaminos, los
adornos, los sacos de dinero; al lado, el secretarium, donde hay fuego, porque es ahí
donde reposan los niños o los enfermos, donde las damas pueden retirarse a hilar,
escuchar la zanfoña y el salterio, e incluso al trovero de paso o, si se les admite, a los
antiguos combatientes, vejetes inofensivos que, como Joinville, acuden allí a referir
sus hazañas pasadas. Accesible a través de escaleras de madera que se cortarán en
caso de asalto, está el solarium, la planta que contiene el dormitorio común de los
muchachos, y las habitaciones de las chicas, riqueza esencial que es preciso, por el
contrario, emparedar y vigilar; más arriba aún está la guarnición y, si no se ha
instalado aparte, la capilla. Como puede verse se trata de una casa, prolongada por los
elementos necesarios para la vida del grupo que se concentra en el interior de una
muralla más lejana, en el corral, el baile: algunas casas de artesanos o criados,
sótanos reservados que continuamos llamando «mazmorras», caballerizas, un huerto
y un vivero si es posible, o si es obligado como en Tierra Santa.
Todos los especialistas en arquitectura militar han observado la progresiva
evolución a lo largo de dos siglos de la casa señorial hacia una complejidad que se
vincula más a las actividades civiles que a la acción guerrera. Pasado 1100 o 1120
estas casas de señor son de piedra; se encaminan de la forma cuadrada a la circular
(de Loches, Colchester, Londres o Laugeais a Dover, Gisors, Houdan, Etampes o
Conisborough), pero sobre todo se extienden en superficie para absorber la totalidad
de las estructuras anexas. A finales del siglo XII, al igual que en Tierra Santa, donde la
concentración de las poblaciones aldeanas se llevaba a cabo forzosamente en el
momento de un golpe de mano musulmán, una doble muralla flanqueada de torres
cierra el conjunto, y la parte de vivienda parece agruparse en torno a un patio interior,
a fin de dar un paso adelante en cuanto a iluminación y comodidad. Este era ya el
caso del Château-Gaillard hacia 1195, de Angers, de La Fère y de Carcasona antes de
1240, y más tarde de construcciones marcadas por las costumbres locales como
Castel del Monte en Apulia y Conway o Herlech en Inglaterra. Se llegó así al tipo de
«palacio fortificado», como lo era sin duda el primer Louvre en París y lo es aún el
castillo condal de Gante, de estilo austero y, sobre todo, Yèvre, Coucy o Bothwell

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(1230 a 1280), todas ellas construcciones que marcan el apogeo de la concepción de
una casa para la residencia principesca adornada con tapicerías y artesonados, muy
compleja en sus subdivisiones internas, pero cuyo papel militar, en definitiva, no
debe engañar si se juzga por la relativa facilidad con la que tantas de ellas fueron
sorprendidas o tomadas en el curso de las guerras baroniales del siglo XIII.
Pero dejemos el castillo, que es la clara excepción, en provecho de las casas en las
que habita la gran mayoría, en grupos más o menos compactos. ¿Qué puede decirse
de ellas a pesar de la escasez de nuestros documentos? En primer lugar que entre la
ciudad y el campo se produce paulatinamente una divergencia de estructura que nos
parece hoy día natural, pero que solo se remonta a esta época; y esto mismo ocurre en
las zonas mediterráneas, en que la aldea de piedra con casas unidas por los bordes
parece imitar la cercana ciudad. Si dirigimos la mirada en primer lugar al campo, a la
aldea, no es solo porque allí vive la mayor parte de los hombres, sino también porque
las novedades son allí clamorosas. El agrupamiento en torno a la iglesia o el castillo
que señala la fase capital de la toma de posesión del suelo en Occidente asestó un
golpe fatal a los tipos de hábitat de la alta Edad Media: los últimos fondos de cabaña
de Hodenrode son de los albores del siglo XII, al igual que las chozas redondas de
Pen-er-Malo en Morbihan. Todavía pueden observarse en determinados parajes
ingleses como Chalton o Hangleton, e incluso en Hausmeer en Alemania, grandes
«hangares» de madera, sustentados por pilares que los dividen en naves; pero estas
estructuras, testigos de una fase familiar y social superada, no son más que reliquias.
Desde ahora la casa rural aparece reducida, tiene como mucho unos 50 m2, y fija: en
Wharram Percy, yacimiento inglés modelo, se superponen ocho viviendas, de
orientación o cimientos ligeramente diferentes, sobre los mismos lugares de
implantación entre 1150 y 1500. En conjunto, se generaliza la evolución hacia una
subdivisión interna del hábitat campesino: se ha podido observar tanto en Inglaterra
como en Rougiers, en el Var. Por una parte, la separación entre sala y establo es a
partir de ahora casi total, pues desde el momento en que el hogar vuelve a la casa, el
calor animal ya no es necesario. La sala es el lugar de cocción, de reunión, de velada,
el lugar donde se exponen los muertos, donde se amamanta a los recién nacidos y
donde se montan los caballetes y los bancos. Sin embargo, no existen pruebas, antes
del siglo XIII y en Borgoña, de un hogar cubierto con una campana de chimenea,
muestra de un fuego a base de leños, más eficaz y menos humeante. Las bodegas y
silos dan a la sala, ya que por lo general no hay cimientos bajo el suelo en tierra
apisonada: unas cuantas losas delimitan el contorno del hogar. El piso aparece a
mediados del siglo XIII ocupado por las habitaciones y algunas valiosas reservas: el
grano o los vestidos de fiesta. Pero el mobiliario se reduce a baúles trasteros, la cama
constituye de por sí un objeto de mucho valor dado que acoge a veces a tres o cuatro
durmientes, algunos niños, y es preciso acumular pieles y mantas, aunque no es
seguro que las camas cerradas con cortinas y paneles de madera sean de esta época.

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El tipo de materiales empleados plantea más de un problema. Sin duda, su
elección está muy en función de las posibilidades locales: se ha calculado que hacia
1250 en Inglaterra (concretamente en el condado de York), en el precio de
construcción de una casa de piedra, el coste de los materiales representaba el 60 por
100 del conjunto. Por el contrario, en otras partes, sobre todo en el área mediterránea,
el escaso desarrollo de las especies arbóreas liará preferir la piedra seca sin mortero.
Sin embargo, la impresión general es la de una preponderancia de la madera: a este
respecto, los notables progresos técnicos de la trabazón con espigas y muescas o a
tingladillo, en parte tal vez tomados de la construcción naval, no pudieron más que
fomentar la Stabbau, la Holzbau, la edificación a base de tablones, e incluso de palos
enclavijados o apilados. Los riesgos de incendio eran evidentes, pero el aislamiento
térmico era notable. A pesar de todo, el uso del adobe (paja y barro) o del tapial
(gravilla, barro y serrín), sostenido el conjunto con encañados y entramados que
descansan sobre una «solería» de piedra a lo largo del perímetro de la casa, compite
en gran medida con la madera. Por el contrario, la piedra solo se impone muy
lentamente y, más bien, al norte del continente al menos, como signo de desahogo, a
la vista de su precio. En Wharram Percy se tiene también la prueba de que se
renunció a este procedimiento a finales del siglo XIII en algunas cosas. En cambio, la
cubierta apenas se modifica: caña, y si falta este material, tejas o «lauzes»; los
ejemplos de tablillas son más escasos. Por otra parte, sea cual sea el material utilizado
o la ligereza de la techumbre, sorprende la rareza y la estrechez de los huecos, puertas
y ventanas. ¿Dificultad para cerrarlas? ¿Precaución para preservarse de las
variaciones térmicas exteriores?, o ¿mayor importancia concedida a la vida al aire
libre? La respuesta no es fácil. Se observará que, aunque se lleva a cabo un capital
progreso en el campo de la fijación de un hábitat campesino en torno a un «hogar» o,
como dicen los textos de la época, al «hogar y al puchero», la disposición material del
hábitat no ha cubierto aún las etapas, ni mucho menos, que le separan de eso que los
geógrafos llaman la «casa rural tradicional».
En cambio, los progresos parecen más claros en la ciudad. Sin duda, la tradición
urbana aquí o el menor peso de las antiguas estructuras sociales allí permitieron una
rápida evolución. Ciertamente, la casa del siglo XIII en la ciudad no es la nuestra; pero
lo esencial de su estructura sí. Así sucede, en primer lugar, respecto a su carácter
colectivo. Existen, sin duda alguna, «palacetes» que pertenecen a un solo hombre,
aunque aloja a servidores o inquilinos además de su familia. Desde este punto de
vista, el cálculo del «hogar» urbano, en el momento en que aparecen los documentos
fiscales, plantea al historiador problemas más fáciles de solucionar en el campo. Por
esto, la disposición interna de la casa urbana presenta mayor rigidez. Ocupa una
superficie por lo general rectangular, uno de cuyos lados más cortos corresponde a la
calle, de un centenar de metros cuadrados como máximo, abierta a la calzada y consta
de sala en la planta baja, taller, cuarto trastero y tienda que ilumina un vano cuyos
postigos se levantan como un tejadillo y se bajan para formar un puesto; en la planta

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superior, o mejor dicho, las plantas, pues a menudo son dos, hay una sala y
dormitorios. El hogar calienta la planta baja, pero el conducto atraviesa los pisos, en
cuyas paredes se cuelgan, si es posible, tejidos de lana o tapices aislantes. Existen
techos sobre las vigas sostenidas por los pilares de la sala inferior, de manera que el
proscrito, condenado al «derribo de la casa», puede presenciar, si se cortan, el
derrumbamiento de su morada. Antes del siglo XIV no hay cristales ni vidrieras. Se
cuenta con cubetas para lavarse, si el agua de los pozos no está demasiado lejos; las
letrinas son externas, de cara al patio, a la calle… o a la casa vecina; en la parte
posterior existe un espacio vacío u ocupado por hortalizas y cercado de dependencias,
dos elementos que a veces representan la mitad de la parcela. Los materiales
empleados, al igual que en el campo, son la madera, el tapial y el adobe. Pero aquí,
los riesgos de incendio son tan grandes (Ruán ardió seis veces en el siglo XIII) que el
uso de la piedra se difunde con más rapidez que en la aldea: en todo caso, es la regla
en Italia a partir del siglo X. Al mismo tiempo, a fin de ganar superficie en altura, y
dado que los materiales se pandean, las casas son barrigudas y necesitan a veces una
hilera de pilares externos para sostener los pisos, pero sin llegar, salvo alguna
excepción, a la tradicional imagen de las casas frente a frente que, oscureciendo la
calle, se tocan por arriba. Una imagen muy «tradicional» que necesita ser revisada:
cuando comenzamos a disponer de un mínimo de documentos fiscales urbanos, la
diferenciación de calidad, contenido y continente de estas casas salta a la vista; lo que
explica, entre otras causas, el florecimiento de monografías urbanas sobre los siglos
XIV y XV. Por supuesto que, entre una casa tasada en 10 libras y un palacete burgués
de 130 libras, se encuentra el mobiliario, baldosas barnizadas o útiles domésticos con
los que justificar y acrecentar las diferencias ya introducidas por la construcción:
casas de piedra con ajimeces, pórtico esculpido y pilares decorados del palacete, y a
su lado, una casucha con enseña. A este respecto, las casas construidas sobre los
puentes, unas sesenta en el puente de Notre-Dame de París, son las más sórdidas y las
menos sólidas; pero cada cosa tiene su ventaja: ¡la evacuación de desperdicios de
todo tipo no plantea ningún problema!
Así pues, en tanto que en la aldea la mole del castillo es el más evidente signo de
diferenciación social, y cuando se ha podido calcular que el valor de las casas
campesinas se mantenía, hacia 1300, entre 1 y 5, la ciudad ofrece ya las oposiciones
de estructura y de valor comercial que conocemos. En este marco de agrupamiento,
las oposiciones socioprofesionales pudieron madurar fácilmente, y nacer las luchas
sociales, como pronto veremos.

La ALDEA Y EL BARRIO URBANO

La casa es la célula económica de base. En el campo la producción sigue siendo


«familiar», aun cuando cabría dar a este término un sentido más amplio. Sin duda, es

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preciso ver ahí una de las razones de la ausencia de especialización del trabajo,
característica de la economía de subsistencia, una vez aislados, evidentemente, los
contrastes de edad y de sexo. En la ciudad, las cosas suceden de otra manera ya que
las etapas del artesanado se suceden hasta el final de la transformación de un
producto y que es necesario, por tanto, insertarse en un determinado nivel de la escala
de producción. No obstante, el taller conserva una dimensión «familiar» de la misma
forma que la casa comercial: ¿no se dice acaso «compañero», «compañía»,
«cofrade»? El primer marco de agrupamiento es, pues, la familia y el hogar. Pero las
condiciones materiales de la vida cotidiana, incómodas y mediocres, incluso para el
señor o el burgués de alto copete, dejan lugar a otras formas de vida social, de
convivialidad, que toman cuerpo precisamente en el momento al que me estoy
refiriendo, y que no han desaparecido aún totalmente de nuestra vista.

¿Dónde reunirse en la aldea?

Es natural buscar los primeros lugares de sociabilidad aldeana en las cercanías de


los puntos de anclaje de la sedentariedad campesina. No me referiré a estos lugares,
al menos directamente, bajo el aspecto más evidente, y en el papel que es su razón de
ser: la liturgia parroquial y sus oficios en el caso de la iglesia, los ritos funerarios en
el del cementerio, los trabajos y las tareas de defensa en el del castillo, sino que me
situaré en el segundo plano de estas actividades, bien fáciles de comprender cuando
se desarrollan allí otras formas de vida en común.
Es cierto que la misa dominical —si es seguida, cosa de la que muchos
predicadores dudan— y las procesiones litúrgicas son caminos de encuentro. Pero la
iglesia, por lo demás en algunos casos fortificada como en Auvernia, Lorena y los
Alpes, es también sala comunal, lugar de reunión para las decisiones importantes de
la vida agraria, centro de la «paz» de la aldea desde el siglo XI y, por tanto, lugar
donde se presta el juramento aldeano ante los paziers, los judices pacis, como se dice
a partir de 1170 o 1200 en Rouergue y en el Languedoc. La desaparición de las
grandes parroquias de la alta Edad Media, las plebes, rodeadas de oracula o de cellae,
dando origen a una red con mallas más densas, preservó de aldea en aldea un vínculo
de devoción común y a veces un mismo santo patrón cuya fiesta reúne en cortejos y
festejos comunes a los campesinos de un territorio más amplio. Sin duda, la fe parece
ser la base de estos acercamientos. Pero cuando se ven, a mediados del siglo XII en
Picardía y en Alemania, las armas tomadas y mantenidas por los habitantes de aldeas
colocadas bajo un mismo patrocinio, o la misma «paz» imperial (Landfrieden),
extenderse a grupos campesinos dispersos, se ha de percibir una dimensión profana
más allá del ritual.
El cementerio participa de los mismos papeles, pero está en relación más
concretamente con el más allá. Además, su fijación —la arqueología se esfuerza en
multiplicar pruebas de ello— precedió a la erección de la iglesia: los muertos obligan

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a los vivos a establecerse. Pero, al llamarles así en torno a ellos, les tienen más
estrechamente ligados a su recuerdo, a su influencia totémica, a su eventual retorno.
En esta ocasión la religión cristiana cede paso a los intermediarios paganos:
fantasmas, vampiros, duendes que se aparecen en las necrópolis, y que saben
consultar los adivinos, los idiotas o las brujas. El mundo sobrenatural de los difuntos
es el doble de la aldea de los vivos, y el atrium, el aître, es el lugar de encuentro de
ambos. En Alemania, en Italia y en las tierras célticas, el cementerio no es solo la
noche, el dominio de los espíritus y los aparecidos, sino el día, la tierra de silo y de
reunión donde se mantendrá trato y conversación con el señor, uno de esos raros
lugares en que los dos sexos pueden encontrarse públicamente, en igualdad.
En los fosos del castillo que hay que limpiar o en las cuadrillas de acecho que
patrullan los linderos del bosque, conducidas por un sargento desengañado que no
cree en su eficacia, se encuentran hombres solos. Lo mismo ocurre respecto a las
mujeres que hacen cola ante el molino del señor, obligadas a oír las hermosas
palabras de algún hermano mendicante enviado por su orden a edificar a las
comadres, método de predicación forzada vivamente recomendado a partir de 1250.
En ambos casos, son las recriminaciones, sin duda, las que crean un vínculo entre los
participantes. Pero la presencia del poder señorial no solo suscita este aspecto
negativo y hostil. La justicia administrada por el señor es otra ocasión de agrupación.
Se sabe que la forma característica de la implantación de su poder es la erección de
una gran pila de tierra y piedras, la mota, el dunio, al menos hasta alrededor de 1180,
fecha a partir de la cual la pulverización de la autoridad judicial a un modesto nivel
redujo la firmitas, la munitio y el Hauptburg al nivel de una simple «casa fortificada».
Estos centros de mando, cuya relación detallada está en marcha, poseen una
característica que interesa aquí: ya fuera levantado a través de corveas o a través de
un salario, la «mota» representa el centro de la autoridad señorial. Es construida aun
cuando una aspereza natural (pech, podium, colli, rocca, como se dice en el área
mediterránea) podría dispensar al señor de ello. Desempeña, por tanto, un papel tan
simbólico como militar. En efecto, aún en el siglo XVIII podrá verse al señor de una
casa neoclásica subir a lo alto de una «mota» descoronada por sus antepasados para
pronunciar una sentencia, ya que es el emblema de la justicia. Estas «motas» son
abundantes: se han contabilizado 300 en Suabia, un centenar en la región de Caux o
alrededor de Agen por poner ejemplos dispersos, y de todos los tamaños. Es allí
donde el señor reúne su placitum y resuelve litigios, sentado en una piedra, su
«escalinata». La justicia señorial es particularmente mal conocida ya que no daba
lugar, fuera de Italia o España, a la redacción de un texto. Pero se puede considerar
como probable que estas reuniones de todos los hombres de la aldea, con el herrero y
el cura a la cabeza, representan uno de los más sólidos hitos en la historia de las
comunidades campesinas; allí, aunque se va luego a prestar juramento al cementerio,
se establece el acuerdo de los derechos y deberes de cada uno.

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Oraciones en común, fantasmas, cotilleos, sentencias, he ahí unos motivos para
reunirse que pueden parecer bastante austeros. Pero no faltan ejemplos más risueños,
a pesar de que los ritos lúdicos del campo permanecen tan profundamente anclados
en un pasado pagano que la Iglesia desconfía de ellos o denuncia sus restos de magia.
En el siglo XIII, los predicadores itinerantes, muchos de ellos dominicos, como
Esteban de Borbón, redactaron el edificante catálogo de las «desviaciones» que
trataban de recuperar. Sería salirme demasiado de nuestro tema detenerme aquí,
particularmente descifrando su significado mágico, pero, al menos, es menester
recordar que la fiesta participa de la vida comunitaria, que es la expresión de la
unidad del cuerpo social, que las danzas que se ejecutan tienen el valor de comunión
física, que los hogares encendidos purifican a todo el grupo y afirman su seguridad y
fecundidad. Ya se tratase de mais, símbolo del rebrote del campo, con sus cortejos de
jóvenes disfrazados de dioses silvestres, sus nuevas plantaciones, sus imprecaciones y
sus aspersiones de los campos de las que la Iglesia extrae el rito de las rogativas, o de
antorchas destinadas a expulsar a los malos espíritus, las hogueras de san Juan, de
Pascua, de otoño o el hecho de saltar sobre brasas, todos son signos de
desacralización. Y los corros en la era donde se trillará es un rito de fecundación que
a menudo va acompañado, en efecto, de copulaciones ilícitas; todas estas
irreprimibles manifestaciones, que desbordan a la Iglesia o la obligan a transigir, ¿no
son al mismo tiempo el signo de un persistente dinamismo rural y la ocasión de una
comunión?
Estas prácticas, que la etnología contemporánea o el estudio serio —¡ya era hora!
— del folklore nos hacen conocer cada vez mejor, no parecen tener en absoluto en
cuenta niveles sociales o particularidades de la situación jurídica de los que se
entregan a ellas; solo la edad y el sexo están en juego. Sin embargo, existen ocasiones
de encuentro propias de determinados grupos: conocemos bien aquellas en las que
participan los guerreros, sobre todo los juvenes. Son los torneamenta, esos «torneos»
de los que la Francia del noroeste parece haber sido cuna, y donde, por equipos,
pagados en función de las presas que hacen, los jóvenes guerreros, puestos bajo el
mando de un paladín, se enfrentan a las cuadrillas adversarias llevando a cabo
auténticas «maniobras», de castillo en castillo, durante la primavera. Los torneos dan
pie a buenos golpes y capturas ventajosas, ejercicios de iniciación a la guerra,
distracciones en que la mujer y el dinero ocupan el primer lugar, donde también corre
la sangre, lo que explica las condenas categóricas pero inútiles de la Iglesia (concilio
de Letrán, 1179). Son asimismo motivo de borracheras, de desbordamientos sexuales,
de violencias, que apenas autoriza la lúgubre estage del vasallo durante varias
semanas en el castillo de su señor. ¡Y qué fuente de ingresos para el hombre hábil!
Guillermo el Mariscal, figura de renombre, pudo así, a mediados del siglo XII, contar
en tres meses con 203 presas y 1000 libras de beneficio.
Sería interesante saber otro tanto sobre las entretelas de la aldea, las que no se
recogen en ningún tipo de texto: los pastores que llevan los rebaños a la montaña en

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verano, aislados en los pastos, donde reproducen la estructura social y la jerarquía
aldeanas, o los habitantes de las aldeas subterráneas, ese desdoblamiento que apenas
empieza a descubrirse de las casas en la superficie con una serie de galerías,
cavidades y reservados donde se desarrolla una parte de la vida campesina, hasta el
siglo XI con toda seguridad, y cuya prospección arqueológica muestra que su
reputación de refugio ocasional no basta para justificar la abundancia de huellas de
ocupación permanente que se encuentran.

¿Y en la ciudad?

A pesar de los anacronismos y de la contaminación del puro espectáculo sobre su


significante, muchas ciudades, sobre todo de Italia pero también del mundo
germánico, nos ofrecen aún hoy la visión de desfiles y festejos populares; reflejo
empañado de una parte esencial de la sociabilidad urbana, mejor conocida, por
supuesto, a través de los documentos urbanos de los siglos XIV y XV, aunque también
muy antigua ya que Gregorio de Tours nos dejó su recuerdo en el siglo VI. Esta
relativa abundancia documental permite a la vez un estudio más lógico de los
fenómenos de reagrupamiento y un examen más profundo que autoriza apreciaciones
sociológicas que siguen siendo vagas en lo referente al campo.
En primer lugar, dejemos de lado el papel de la iglesia, sea o no catedral.
Volveríamos a encontrar allí una imagen rural ampliada: edificios capaces de
contener más de la población entera de la ciudad, que abruman por su mole, como en
Chartres, Reims, o Beauvais, lugar de reunión y también de espectáculos que ofrecen
los propios clérigos en las fiestas «recuperadas», con danzas y pantomimas bastante
alejadas de lo que cabría esperar de dignos canónigos. Dejemos también los
«palacios» y las «torres» donde mil cubiertos, como en Florencia en 1268, aguardan a
los invitados a las festividades del linaje, matrimonios, entierros o fiestas totémicas, y
donde el despliegue insolente de banderolas, de colgaduras de colores en las
ventanas, de arreos de animales o de literas y de cabalgatas en las calles suscitaron en
la Italia del siglo XIV medidas de restricción suntuaria; son estos fenómenos
familiares que volveremos a encontrar más adelante. En contraposición, pero
descendiendo bastante en la escala social, hay dos centros de reunión: en primer lugar
la taberna donde, por lo demás, se juega a los dados más que se bebe, punto de
encuentro masculino en el que se contratan hombres de acción, se reúnen los
mendigos y los parados y se relata con qué agriar todos los disgustos. Una zona
peligrosa por la que los ediles se preocupan y cuyo número crece: en el siglo XIV se
contabilizarán más de 200 en Londres, y en Francia san Luis habrá de dictar
ordenanzas contra los juegos de dinero, origen de riñas, y para hacer desalojar las
tabernas si se producen alborotos. Se sabe poco sobre los baños antes de 1330 o
1350. Sin embargo, constituyen un rasgo muy original de la ciudad medieval que
ignora, o casi, los cuidados del cuerpo en el propio hogar. Respecto a si tienen o no

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relación con las termas antiguas, probablemente no; en todo caso son, como ellas,
lugar de reunión y de discusión a falta de ejercicios deportivos. Estos baños públicos,
en que la promiscuidad de los sexos podía ser motivo de cotilleos, tuvieron en
seguida mala reputación: se les asimiló —y en Aviñón, en efecto, contarán con más
camas que tinas— a casas de citas, «abadías» y demás burdeles que pululan no lejos
de allí, al borde de los muelles, cerca de los puentes o los lavaderos. A este respecto
es menester subrayar que el «modelo matrimonial», al que me refiero más arriba,
hace de la prostitución un regulador social, lo que explica la elevada cifra de
«mujeres comunes» (1,5 por 100 de la población de Dijon en el siglo XV), la
protección municipal de la que gozan, y la resignada complacencia de la Iglesia que,
con la esperanza de una «recuperación» siempre posible en el plazo de unos años, no
duda en adquirir, reagrupar y vigilar las casas de citas. Aunque no sorprende este
rasgo social, propio de todas las civilizaciones, merece figurar en medio de estas
observaciones porque —como en la Antigüedad, la griega al menos e, incluso, más
cerca de nosotros en el tiempo, la «Belle Époque»— se encuentra allí una jerarquía
del placer tarifado, que eleva al nivel del «salón» y de «cortesanas de lujo» a algunos
de estos lugares de placer.
Pero es la plaza o la calle las que, incluso allí donde el rigor del clima podría
desanimar al ciudadano, ofrecen el escenario natural de los encuentros urbanos. Se ha
dicho que la «cultura popular» nació allí y volveremos sobre este tema más tarde. Los
juegos que tienen lugar allí, así como los cortejos y los desfiles que las llenan, son de
una asombrosa variedad: en 1210-1225 aparecen en el norte de Francia y la
Lotaringia espectáculos de inspiración religiosa, cuadros animados sacados de los
libros santos o de la hagiografía, antepasados de los «misterios» del siglo XV, y que
Inocencio IV intentará reglamentar en 1264. Esta rudimentaria forma de teatro,
urbano como en la Antigüedad, se desarrolla ante la iglesia, a veces en el interior o en
el atrio vecino. Pero los sainetes bufos, los behourds burgueses de Flandes en que se
remedan los torneos nobles, las justas o la soule, esa especie de fútbol medieval,
tienen necesidad de espacio: se instalan entonces en los prata, la zona non
aedificandi que, en principio, separa la muralla, en Londres, Salerno, Pisa o París. Por
otra parte, no es difícil distinguir bajo estas distracciones colectivas las rivalidades
entre barrios o entre parroquianos, raíz asimismo de posturas políticas. En cambio, las
calles son de todos y los espectáculos que se ofrecen allí las recorren, mezclados o
alternándose los diferentes barrios. Se trata de los Mais o las rogativas trasladadas a
la ciudad, y también del grand hutin, ese carnaval, hoy día debilitado, frenado
bruscamente por la Iglesia la víspera de Cuaresma, y que es como el eco de las
antiguas saturnales: liberación sexual y alteración pasajera del orden social. Motivos
de preocupación para los clérigos y los regidores inquietos ya por las danzas
populares, las lúbricas «moriscas» y las rondas báquicas, o los plays, como se dice en
York, es decir, desfiles de «locos», jóvenes disfrazados, encaramados en carros que se
burlan de los poderes de la época. Cuántas ocasiones de regocijo, aun cuando la cosa

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fuese ruinosa, representaban las «entradas» principescas, ocasión de borracheras, de
costosos decorados, de generosas limosnas, pero donde, al menos, se conjugan nobles
motivos: sumisión a la autoridad, a veces a la hospitalidad a la antigua y acción de
gracias al orden establecido.

Nacimiento de la comunidad aldeana

Los historiadores del siglo XIX y muchos del XX, con la vista fija en la ciudad,
creyendo encontrar en las comunidades urbanas las raíces de la democracia, olvidan
el movimiento de emancipación campesino; en el mejor de los casos ven en él un
reflejo del de las ciudades, una imitación. No se tienen en cuenta las diferencias
cronológicas ni, sobre todo, la diferente naturaleza de los fenómenos: aunque
pacífica, la «comuna» es insurreccional, pues se define bruscamente y contra la
situación preexistente. Da una personalidad moral a un cuerpo social hasta entonces
excluido de los esquemas de los intelectuales. Por el contrario, las magistraturas
rurales siguen inscritas en el marco señorial; es el fruto de una evolución lenta y
larga. Y si, en efecto, aquí y allí se ha aceptado un texto urbano que considera al
rústico como «burgués», es al mismo tiempo porque no hay necesidad de escribir otra
cosa si las ventajas deseadas son comparables, y porque las oposiciones entre la
ciudad y el campo no aparecen tan evidentes a los hombres de la época como a
nosotros. Por el contrario, los historiadores marxistas descubren de buen grado en la
puesta en marcha de estos agrupamientos una articulación importante en la oposición
entre dominantes y dominados y, más que en las oligarquías de sangre o de dinero
que reinan sobre las comunas, observan ahí un capital progreso social.
La dificultad —¿pero, no será tal vez la causa de un amplio desinterés?—
proviene de una incómoda aproximación documental. Las deliberaciones de los
grupos aldeanos, y con mayor razón su contabilidad, no aparecen, por ejemplo en
Hainaut, más que muy al final del siglo XIII. Las «leyes», las assises, las cartas de
franquicias, o simplemente, las enumeraciones de derechos respectivos establecidos
con el señor local, «registros de costumbres» del Mosa, «relaciones de derechos»
loreneses, Weistümer germánicos, firma burgui de las aldeas normandas o del Maine,
etcétera, son bastante abundantes entre 1160 y 1220, pero atañen al estado
consumado de la emancipación, no a casos comunes. Estos últimos, en tanto que
primeras etapas de estos procesos, y al igual que sucede en otras partes, permanecen
en la sombra, por lo que es más el sentido común que la prueba lo que puedo aportar
aquí. Intentemos extraer lo esencial.
El acercamiento de los campesinos, una vez alcanzado el nivel de
sedentarización, pasa evidentemente por la parroquia: la casa de Dios, el atrio que la
acompaña, es el lugar de reunión y también de fiesta, como acabamos de decir y
volveremos a decirlo. En cambio, conviene sin duda insistir sobre la toma de
conciencia, exclusivamente profana, de una residencia fija, de la completa

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pertenencia al grupo aldeano. El manant, el villanus es la parte de un todo por
excelencia, y este vínculo excluye ya al extranjero, el que está de paso, pero en
absoluto al párroco, al artesano o incluso al señor. Materialmente se puede relacionar
el nacimiento de este sentimiento con el que en la ciudad vincula a las gentes de un
mismo barrio, de una misma calle: los agrupamientos de casas, linea, row o coron
según las regiones, ibérica, sajona, picarda, no son tal vez de un tejido tan sólido
como una consorteria urbana, pero su personalidad aparece, por ejemplo en
Inglaterra, con motivo de las investigaciones que lleva a cabo en la aldea el
administrador del «manor», el reeve. Desde este punto de vista, el establecimiento de
un cercado, simple empalizada (etter). más allá de la cual son rechazados los
«huéspedes», o en algunos casos un muro o un dique de tierra, aumenta la impresión
de unidad. En las regiones mediterráneas, donde el fenómeno del agrupamiento de los
siglos X y XI va acompañado frecuentemente de un hábitat encaramado sobre una
montaña, el castro es ceñido por un muro de piedra (circuitus castri) al que se adosan
las casas.
No se sabe a ciencia cierta hasta qué punto este primer esfuerzo, en conjunto
anterior a 1020 o 1050, recibió un nuevo empuje en el momento de la gran fase de
expansión de los lugares habitados o de transformación de su entramado que
acompaña las roturaciones y la ampliación de las tierras: las nuevas aldeas en un
claro del bosque, incluso de estructura filiforme (Strassendorf, Waldhufendorf), las
sauvetés gasconas o las villafranca italianas edificadas según una planta geométrica,
circular o cuadrada, pero siempre amuralladas, y las aldeas cristianas de Castilla
representan conjuntos coherentes a los que la concesión de privilegios no debía
plantear más problemas que en la ciudad. Es en esta fase, de 1075 a 1160 en término
generales, cuando se introducen matices por lo general importantes y duraderos. El
más sobresaliente es la marcada oposición entre la aldea nueva y la vieja, cuya
concentración se lleva a cabo bajo el control de un castillo que suele constituir un
núcleo rival del de la iglesia y el del cementerio. Estos burgos cástrales de todo el
oeste francés, los castelnaus del sudoeste, tienen sus réplicas en toda Europa: los
castro flanqueados de una rocca fortificada en la Italia central y del norte, el castilion
del sur de Italia, el qala‘at de las tierras ibéricas reconquistadas, el burgo de Aragón,
el opole polaco, el Hofburg alemán, el burh o borough anglosajón. Siempre existe
algo de autoritario en el desarrollo de este tipo aldeano, un aspecto más militar que
jurídico: el terruño, el destret, el salvament, es concebido más bien como una zona
protegida que como una zona explotada. En estas condiciones, el peso del señor es
extremo y el desarrollo de los elementos comunitarios reducido: ahora bien, la
proporción correspondiente a estos pueblos es grande en numerosas regiones, de un
65 a un 70 por 100 en Normandía, en el Maine y en Inglaterra, más o menos de la
mitad en Poitou, Gasconia, oeste de Alemania e Italia peninsular. Si, por añadidura,
se considera que se está en zona de repoblación, el señor bastidor puede alegar la
absoluta necesidad de una muralla y una guarnición que sean suyas, como en el caso

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de las bastidas construidas abundantemente a partir de 1200 e incluso en 1250 en los
límites de las tierras de los Capetos y de las de los Plantagenct de Aquitania.
En cambio, los burgos solamente «rurales» y la mayoría de los centros más
antiguos parecen menos coaccionados: el simple Dorf o Wohnburg alemán, las
poblaciones de Castilla la Vieja, las aldeas cristianas y alquerías mozárabes de la
Mancha, de Levante, de Castilla la Nueva, el pazo asturiano y el castro, «ciudad» del
norte y este de Francia, todos tienen como característica el haber tendido lentamente
hacia una actividad artesanal y de intercambios diversificados cuando la acción
productora en el primer grupo parecía esencialmente dirigida a la satisfacción de las
necesidades del castillo. Aquí, los carpinteros, los herreros, los carniceros, los
carreteros y los merceros tienen básicamente como clientes a los campesinos; incluso
en el siglo XIII se podrán ver, en Namur y en Hainaut, mercatores bladorum,
vendedores de grano, intermediarios urbanos. Lo que hemos dicho más arriba del
mercadal local, del mercado semanal, se aplica particularmente a estos pueblos: se
encuentran allí pieles, ovillos de lino, lana cardada y calderería. Es cierto que su radio
de acción no sobrepasa como mucho algunos kilómetros; pero el dinero que circula
ofrecerá a los hombres con qué redimir ante el señor, si procede, muchas cargas.
Parece, pues, bastante normal que se desarrollen allí preferentemente elementos de
reagrupamiento de naturaleza económica: equipos encargados de asegurar en
Escandinavia o en la Alemania herciniana la vigilancia de los bosques y la detección
del fuego, o en Flandes y Frisia, wateringen que controlan el estado de los diques.
Las regiones pastoriles, tanto las de simples trashumancias estacionales en la
montaña (Navarra o Saboya), como las de trashumancias más amplias (Delfinado,
alta Provenza, meseta ibérica, Bearn y Causses) estuvieron especialmente impulsadas
hacia los reagrupamientos que imponía evidentemente el interés de una concentración
en bacades, manades, etcétera, de todos los rebaños: los escarterons de Briançon, los
fruitières del Jura y más tarde la mesta castellana representan formas evolucionadas
de una organización de pastores. En la medida en que el peso del señor es menos
gravoso, le reemplaza una cierta actividad militar autónoma: aquí y allí se autoriza la
tenencia de armas, en Picardía o en Renania hacia 1145 o 1155, evidentemente so
capa de milicias de paz. En los Apeninos, donde las estructuras familiares amplias
son muy sólidas, en la Garfargnana por ejemplo, se tienen noticias de verdaderas
asociaciones de grupos campesinos armados, commune militum, aunque a las órdenes
de nobles.
Dos elementos consolidaron también las bases de una autogestión aldeana. Uno
es, de entrada, de naturaleza espiritual: nos referimos a las agrupaciones piadosas, las
«cofradías», asociación de devoción y de ayuda mutua, pero progresivamente, a
través de las cotizaciones de sus miembros inscritos en un registro, una matrícula
(matriculari = mayordomos), al frente de capitales que les permitían la compra de
tierras comunes, terrae francorum, Allmende, communia, y de aperos de labranza que
podían prestar o alquilar. Sin duda, a partir de 1250 y tal vez antes, los más

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destacados de los aldeanos son los que, por este medio, habían llegado a ejercer un
control económico, por no decir una tutela, sobre los cofrades menos afortunados, e
incluso sobre los campesinos no inscritos, alquilándoles las herramientas muy caras y
demasiado tarde. Pero no es la historia de esta ruptura en la clase campesina lo que
nos importa aquí. Lo que cuenta en el momento en que nacen estas cofradías
(¿cuándo?, ¿principio o final del siglo XI?), es que dotaron a la población de un bien
común, las «tierras del Santo Salvador», del «Cuerpo de Cristo», etcétera, es decir, de
una personalidad económica, y que, al apartar en primer lugar al señor y más tarde a
los extranjeros, los «huéspedes», los Gaste, los Landsassen y otros «foráneos»,
probablemente también los hombres no libres, la cofradía se convirtió en la «cosa» de
los aldeanos, en el marco de encuentro de los campesinos. Es sorprendente, a este
respecto, que en las aldeas de intensa actividad agrícola y en regiones de openfield/,
la cofradía fuera el primer organismo donde se desarrollaron las nociones de
responsabilidad colectiva sobre el terruño, es decir, la preocupación por no dejar
parcelas en situación de desherencia o que cayeran en manos de extranjeros (adjectio
sterlium, como se decía en la Antigüedad cuando la atribución, entonces autoritaria,
de las parcelas sin cultivar constituía un fermento de unión muy poderoso); por otra
parte, el mutuo acuerdo de los labradores a fin de establecer una coherente y aceptada
rotación de los cultivos del terruño, al principio solo referido a los communia, fue
adoptado igualmente por la cofradía. No obstante, de los primeros de estos hechos no
tenemos datos fiables hasta bastante tarde, 1162-1193, en Picardía por ejemplo, y de
los segundos más tarde aún, la segunda mitad del siglo XIII.
El segundo elemento nos pone ya frente a un rudimento de organización interna:
se refiere, en efecto, a la justicia delegada, lo que implica llegar a un acuerdo con el
señor. No se sabe con seguridad el origen de estos derechos a juzgar otorgados a los
meliores y prudentes homines, hombres buenos, notables. ¿Se trata de una
prolongación de las audiencias «dominicales», lo que podría hacer creer en los
primeros tiempos la presencia del agente del señor, al frente de ellas (dinge en los
Países Bajos, Hofrat en Alemania) y la limitación de las competencias en los asuntos
relativos a las haciendas, cognitio fundi, como dicen los juristas? ¿O bien es una
delegación «banal», es decir, un abandono negociado de la justicia pública,
reservándose el señor solo las causas importantes? En esta ocasión también, los
términos de écoutètes (scultetus) y échevins (scabini) que designan a los campesinos
que celebran sesiones, y asimismo las tarifas de multas por pequeños delitos penales,
golpes, injurias, hurtos, pueden hacer pensar en ello. De todas maneras, esta etapa es
esencial: 1120, 1130 en el norte de Francia y el oeste de Alemania, apenas antes,
1160-1185, en Europa central y ¿tal vez, por el contrario, mucho antes en las zonas
pirenaicas e ibéricas (1070-1100) en Bearn y en Aragón?
El paso al nivel superior, es decir, al reconocimiento oficial por el señor de una
organización propia de la aldea, comienza por lo general después de 1130; no hemos
conservado ningún fuero campesino ibérico anterior a esta época, aunque

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posiblemente los hubiera; a partir de 1120 algunas «leyes» son concedidas en el norte
de Francia y el este de los Países Bajos (Florennes, 1121; Brogne, 1131; Cavron,
1141, etcétera). Algunos textos que enumeraban más concretamente las ventajas o las
cargas de los habitantes gozaron de un éxito que sobrepasaba la localidad a la que se
referían: así, la de Lorris-en-Gâtinais dada por Luis VII (1155), y que adoptaron 90
localidades, la del conde de Hainaut para Prisches (1158), y sobre todo la carta del
arzobispo de Reims, Guillermo, dirigida a Beaumont-en-Argonne (1182) que inspiró
a cerca de 500 comunidades en la antigua Lotaringia. En el conjunto de toda esta
zona, la fase esencial de expansión de los municipios rurales con justicia tarifada,
usos confirmados, limitación de tributos, rescate de prestaciones personales y
supresión de las exigencias arbitrarias —por referirnos solo a lo esencial— tuvo lugar
entre 1170 y 1220 con un contingente muy grande de copia de cartas urbanas
contemporáneas. Por otra parte, es muy probable que la casi totalidad de los señoríos
delegaran así un cierto margen de poder en los campesinos, no siempre, sin duda, a
través de la redacción de documentos, sino a cambio de dinero: tanto las ciudades
batiches de Hainaut, como los bans de Lorena o las universités de Normandía y de
Berry se contentaron con privilegios jurídicos. Pero hubo bastantes intentos de ir más
allá: así, los agrupamientos en ligas, hacia 1174, de las «comunas» aldeanas del
Laonnois; o entre 1219 y 1229, en Picardía, intentos de acciones armadas. En todos
los casos, la aristocracia militar acabó con estas veleidades. No tenía intención de ir
más allá de concesiones menores a cambio de dinero: conservar el control militar, el
de la alta justicia y el de las máquinas, era fundamental; y en el campo no tenía nada
que temer de un enfrentamiento violento: los campesinos descontentos de Ponthieu.
Bray o Normandía que blandieron sus hachas y sus horquillas en 1226, 1249 y 1256,
por citar algunos ejemplos, no estaban animados por el espíritu revolucionario de sus
antepasados del siglo XI; y no eran milicias urbanas capaces de derrotar en combate a
la caballería.
El caso del área mediterránea de Europa, a excepción de la España de los fueros,
presenta un menor interés; la anemia del movimiento campesino, o más bien su
atrofia a nivel de las preocupaciones económicas —ya nos hemos referido a las
agrupaciones de pastores— se explica bastante mal, a causa de la paralela deficiencia
de la autoridad señorial al final del siglo XII, y de la ausencia del Estado. Por otra
parte, aunque en Italia, e incluso en Provenza o en Languedoc, el control urbano
sobre el contado podía yugular las veleidades campesinas, esta observación no es
válida en el caso de la Francia central o Aquitania. En mi opinión, este hecho hay que
atribuirlo a un menor dinamismo campesino a causa de cultivos dominantes de
carácter más «individualista», viñas, olivares, ferragina, etcétera, y tal vez también a
la escasez de pueblos de mediana dimensión, pues se ven, en efecto, pocos ejemplos
de aldeas compactas que no sean pequeñas ciudades después del incastellamento. La
concesión de textos, de statuti, en Italia, en el Vivarais, Tolosa y Lyon es, por lo
general, bastante tardía, entrado el siglo XIII, y en algunos casos muy rápidamente

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puesta en cuestión, a partir del siglo XIV; el término de regidor es aquí sustituido por
el de «síndico», y este rasgo semántico tiene su importancia ya que elude en gran
medida la responsabilidad judicial en favor de una simple representación de los
intereses económicos. Entre 1247 y 1252 tuvo lugar, sobre todo en el valle del
Ródano, un movimiento por ir más allá y obtener, entre otras concesiones, la de la
tenencia de armas; pero este esfuerzo es más bien artificial en la medida en que posee
una dimensión absolutamente coyuntural, el deseo del emperador Federico II de crear
una diversión «social» por el lado capeto, mientras que él está en dificultades en
Italia; por otra parte, el movimiento se extinguió por sí mismo sin producir frutos.

Aspectos de la ciudad

Al iniciar mi relato en los últimos decenios del siglo XI me encuentro en gran


parte aliviado del irritante problema de la continuidad urbana en Europa a partir de la
Antigüedad; pues, pasado con creces el año mil, la reanudación de la actividad urbana
no admite discusión, aunque no se inscriba fácilmente en los esquemas soñados por
los intelectuales. No obstante, es necesario, para captar mejor las etapas y la variedad
de las formas de agrupamiento en la ciudad, intentar hacer una clasificación en el
momento del «despegue».
El primer hecho esencial es la inmigración hacia los centros urbanos antiguos o
recientes. En la actualidad está suficientemente avanzado el estudio prosopográfico
de la ciudad como para descubrir la procedencia y los vínculos preservados con el
campo de muchas familias «burguesas»; en efecto, el crecimiento demográfico
natural del núcleo de oficiales o de artesanos de ascendencia muy antigua y que rodea
al obispo o al conde no puede bastar para dar cuenta del desarrollo. Fue precisa una
aportación externa: trabajadores de la tierra cuyas ligazones cortó la fragmentación
del viejo sistema dominical o, sin duda, jóvenes campesinos que habían abandonado
a su tolerante familia, a partir de 1200, menos seguros que antaño de encontrar
parcelas para hacerlas fructificar, pero también, gentes que confían en obtener en la
ciudad un estatuto jurídico o un nivel social mejor que en el campo. Como el señor
perjudicado tenía la posibilidad de ir a ella a recuperar un siervo fugitivo, al menos en
un cierto plazo (un año, por lo general), la ciudad tal vez no fue ese atractivo hogar de
libertad que encarna la célebre frase alemana: Stadtsluft macht frei (‘el aire de la
ciudad hace libre’); no al menos antes del siglo XIII; y aún en este momento, en Italia,
en Asís, por ejemplo, en 1210 y en Bolonia en 1257 a los no-libres acogidos en la
ciudad se les fijan elevados impuestos. Sin embargo, las ilusiones son tenaces y es
posible que el derecho urbano, el Stadtgerichte, se considerara como una garantía;
solo la España de la Reconquista, tema al que volveré a referirme, vistas las
circunstancias, no se mostraba demasiado estricta respecto al pasado de los recién
llegados. Los campesinos que llegaban a la ciudad, generalmente jóvenes, sin
herramientas, sin especialización, lo hacían desde lugares cercanos: en Arras se ha

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podido calcular que, hacia 1150, el 72 por 100 llegaban de distancias no superiores a
los 10 kilómetros. Un radio de acción tan corto explica probablemente la solidez de
los vínculos que se mantienen entre el nuevo ciudadano y su aldea de origen. Si sale
adelante, el inmigrado no dejará de extender sus inversiones a su lugar de
procedencia familiar. Esto explica la relativa facilidad que existe en el siglo XIV para
la vuelta al campo de la propiedad «burguesa»: los Hucquedieu, Louchard o Wagón
de Arras tienen muchas posesiones, a partir de 1220, en las aldeas de donde partieron
sus antepasados. Y con mayor razón si el linaje, de aristocracia terrateniente,
conserva a una considerable parte de su grupo en el distretto, es decir en el territorio
próximo a la ciudad: en Venecia los Foscari, los Contarini, los Orseolo, los Ziani o
los Morosini extraen básicamente su fortuna de sus dominios en Tierra Firme, como
los Guidi o los Alberti en Florencia, los Fieschi y los Grimaldi, dueños de una parte
de Génova suelen estar implantados en los Apeninos; y es habitual encontrar a los
Orsini, los Colonna, los Frangipani o los Caetani más en sus castelli del Lacio que en
Roma. Por otra parte, es conveniente subrayar que debía transcurrir un tiempo previo
de estancia más allá de las murallas antes de ser admitido en la ciudad, y a veces la
espera duró siglos: los serranos que bajaban de la montaña pirenaica al Ebro, los
indigentes (panosi, pattari) atraídos hacia Milán o Novara a mediados del siglo XI por
la esperanza de un trabajo pagado se apiñaban en los márgenes de las ciudades, una
masa totalmente presta para los movimientos revolucionarios del siglo XI.
Conviene, no obstante, introducir ante todo una distinción muy clara entre al
menos dos tipos de ciudades cuyas reacciones de cara a los agrupamientos urbanos
fueron muy diferentes. Unas, las de la antigua Romania, tenían un pasado a veces
lejano, que se mantuvo intacto o revitalizado en los períodos anteriores al año mil. Su
núcleo, el palacio condal y la sede episcopal, por regla general, forma la cité, ceñida
por murallas que datan en su mayoría de las refacciones del siglo X; los habitantes
son fundamentalmente agentes, ministeriales del poder público o religioso,
representantes de las familias aristocráticas, artesanos y soldados de guarnición; se
jactan, generalmente sin motivo alguno, de una antigua ascendencia, hacen alarde de
antiguos títulos, cives, curiales, quirites y aparentan respetar lo que queda de la
antigua vida municipal, un modelo revisado en la época carolingia: palazzo, tribunal
público, asamblea de los habitantes, etc. Aunque la discontinuidad con respecto a los
tiempos antiguos es evidente, como en Provenza o en el Languedoc, la coloración
parece más «feudal»; las familias se llaman «caballerescas», boni homines, castellani,
pero el espíritu es el mismo: un rechazo de los recién llegados. De forma que es junto
a las murallas, y a veces lejos de ellas, donde nacen las protuberancias que acogerán a
los inmigrados: borghi italianos, barri del Languedoc, bordaria de Aquitania, barrios
ibéricos, bourgs de Poitiers o de la cuenca parisiense y burgum renano; la aparición
de este fenómeno (980-1060, por lo general) se efectúa en torno a un monasterio
suburbano, de una encrucijada o de una torre de defensa. Este movimiento afecta
tanto a Colonia y Ratisbona como a Soissons, Cambrai y Chartres, Poitiers, Tolosa o

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Narbona, Barcelona, Segovia o Sepúlveda, Florencia, Génova o Milán. Una parte
esencial de su importancia se debe a la instalación concomitante de elementos
mercantiles en esas aglomeraciones satélites; por lo general, es menester esperar a
mediados del siglo XII para que las viejas ciudades absorban a las nuevas células en
una muralla común: 1132 en Pisa, 1152 en Génova, 1176 en Florencia, 1145 en
Tolosa, 1157 en Aviñón, 1180 en Beauvais, 1192 en Amiens, 1200 en París o Lieja,
1175 en Ratisbona y 1180 en Colonia. En ese momento llevaron a cabo una unidad
que el segundo tipo urbano había, en principio, alcanzado desde sus orígenes.

Plano de Colonia

Se trata, en efecto, de creaciones que presentan, una vez más, una variedad y una
amplitud que no se valora demasiado en Europa, con riesgo de extasiarse con las del
Islam. O bien, se trata de antiguas aglomeraciones, privadas de su población,
voluntariamente o no, y repobladas de forma autoritaria: este caso de repoblación
acompañado de un reparto de lotes entre los ocupantes («repartimiento de suertes»)
es típico de la España de la Reconquista; algunas ciudades eran antiguas como
Salamanca, Tarragona, Valencia, Córdoba, Sevilla y otras formadas en la alta Edad
Media: Úbeda, Jaén y Baeza. O bien se trata de creaciones reales (Burgos, Oviedo,
Vic, León) o eclesiásticas (Jaca, Urgell, Lérida, Estella, Sahagún) si nos referimos al
norte de España. En ambos casos, la implantación en medio de un territorio agrario,
calculado en función de una superficie suficiente para la alimentación de los
habitantes, el alfoz, va acompañada de la atribución de barrios especiales, ya sea por
su contenido étnico y religioso (judíos, mudéjares), o por su actividad mercantil

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(francos, genoveses); además, los barrios de los caballeros. se oponen a los de los
peones; estas prácticas autoritarias persistieron hasta el final de la Reconquista en
Murcia, Sevilla y Valencia, por ejemplo, entre 1232 y 1243. Si me detengo tanto en el
caso ibérico es porque ofrece un ejemplo particularmente claro de ciudades que
experimentaron un intenso control público, el cual, aunque concediese algunas
franquicias momentáneas, tuvo sumo cuidado en conservar su vigilancia sobre ellas.
Una situación bastante similar, después de todo, a la de las aldeas de la zona
mediterránea.
Esta situación de población y repoblación no es monopolio de España, pues en la
zona germánica de Polonia se encuentran ejemplos de la misma naturaleza: después
de todo, las ciudades hanseáticas como Lübeck (1158-1161) presentan idéntica
estructura. Sin embargo, la situación es más compleja sobre todo en el flanco norte de
Europa. Por una parte, a partir de la época del gran comercio eslavo-escandinavo de
los siglos IX y x, aparecen factorías cercadas, armadas, enquistadas al principio en un
tejido étnico diferente, wik, hampton o gorod, y más tarde portus y emporium como
Hedeby (Haithabu), Birka, Bardowik, Quentovic y Duurtede. La desaparición de la
actividad escandinava implicó, por lo general, la total ruina de estos núcleos. No
obstante, una segunda generación prosiguió este cometido, a veces en un
emplazamiento a algunas decenas de kilómetros, pero bajo el control alemán,
flamenco o lotaringio, como Hamburgo, Lübeck, Bremen, Brujas, Huy, Tiel,
Maastricht y Lila, e incluso en emplazamientos de ocupación más antigua, como
Amberes, Bruselas, Caen, Gante y Douai. Este florecimiento tiene lugar en el siglo X
o principios del XI, y no excluye en absoluto el desarrollo de «burgos» adventicios,
como en Gante o Douai, aunque estas ciudades presentan una homogeneidad de
contenido social ligada a su origen casi exclusivamente comercial. Por el contrario,
en el interior del continente, en la parte no romanizada del Imperio, al otro lado del
Rin y del Danubio, se trata de creaciones voluntaristas, como en España, pero por
otros motivos: los soberanos sajones, y después los salios a partir de los siglos X y XI,
deseosos de sustentar su autoridad en la Iglesia secular (Kirchensystem) y en su
propiedad (Reichsgut), crearon ciudades de nueva planta: en teoría, y según
clasificaciones a las que los historiadores alemanes son muy aficionados. 40 ciudades
de obispos, 20 ciudades de monasterios, 12 ciudades palatinas y 48 ciudades
principescas. Estas fundaciones solo fueron posibles con una llamada sistemática a la
inmigración, una designación de emplazamiento y facilidades jurídicas. Pero no
existió el rigor de la organización española. En cambio, tanto en estas ciudades como
en las que provenían de una factoría mercantil, el término de burgenses, en rigor viri
hereditarii, predominó antes de alcanzar los viejos núcleos romanos como Colonia a
partir del final del siglo XI.

La acogida en la ciudad

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Esta visión de conjunto encierra alguna imprudencia: en tanto que destinada a
subrayar la variedad de las estructuras urbanas, desmiente de antemano, por lo
menos, en principio, las observaciones que siguen y que quieren ser generales. El
lector juzgará, así lo espero, que sigan siendo válidas.
En efecto, sea cual sea su origen, la ciudad de los siglos XII y XIII vive abocada
hacia el exterior, como la de la Antigüedad. Lo que he dicho más arriba respecto a las
condiciones del hábitat lo explica ya. Tenemos una cierta dificultad en medir la
importancia de esta vida al aire libre, en medio de nuestras ciudades mecanizadas
donde la calle no es más que un eje de circulación; sin embargo, en el flanco sur de
Europa, España más que Italia, nos ofrece, cuando cede el calor, un espectáculo
medieval, un espectáculo que se dan a sí mismos los ciudadanos; en Francia, hay que
ir a un burgo para encontrar en las placitas provenzales o del Languedoc un poco de
esta vida exterior; baste con recordar los espectáculos de todo tipo que tenían en la
calle medieval su marco normal. A este respecto, es menester señalar, por otra parte,
que antes de la apertura, en el siglo XIV por lo general, de plazas geométricas, esas
piazza magiore, grosse Ring, grand place, plaza mayor, situadas ante el edificio de la
«señoría», el ayuntamiento o el Rathaus, fue necesaria una cierta constancia de
nuestros antepasados para acomodarse al estado de las calles urbanas: generalmente,
se trataba de un camino de tierra hendido por un reguero en el centro, lleno de baches
por el paso de los carruajes, salpicado de restos de herramientas, de basuras, de
animales reventados, amenazado por el vertido de las letrinas privadas, entorpecido
por aves de corral, toneles vacíos, haces de leña y, sobre todo, bandadas de cerdos,
que se supone harían desaparecer todo lo que de comestible apareciera a su paso,
motivo de cientos de anécdotas como la que se cuenta del accidente mortal sufrido en
París por el hijo mayor de Luis VI el Gordo. Los ediles multiplican las invitaciones
en relación al vecindario; Felipe Augusto se siente asqueado por la hediondez de las
calles de la ciudad y hace pavimentar algunos centenares de metros, según se dice; un
ejemplo seguido por algunas ciudades del norte, Ypres, Calais, y por algunas del este,
Troyes, Reims, Colonia y Nuremberg antes de 1270, pero bastante ampliamente
practicado en Italia, donde la vialidad romana dejó muchos modelos y tramos. En lo
que se refiere al alcantarillado, habrá que esperar.
Sin embargo, la calle no es solo el lugar de encuentros, discursos o espectáculos.
Reúne a los hombres de un mismo oficio. Al menos así sucede hasta el final del
siglo XII, durante la fase principal de la afluencia a la ciudad, que atrae normalmente
al inmigrado que se dirige a la casa de un compatriota que tal vez le pueda encontrar
trabajo a su lado. Más tarde, una transformación de la estructura profesional de las
calles perjudicó esta relativa unidad, cuyo recuerdo conservan aún hoy día las
ciudades musulmanas o algunos nombres de calles en nuestras ciudades. Al hablar
más arriba del artesanado, nos referimos al origen y el desarrollo de las agrupaciones
profesionales. Como en el caso de las concentraciones campesinas, se han buscado
las primeras etapas de estas estructuras de convivialidad: se ha recordado el papel de

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las cofradías, particularmente la importancia de los convivia, las potaciones o los
drykkia, dicho de otra forma, de las reuniones para beber, que provoca la vuelta de la
fiesta del santo patrón del oficio; el lugar de reunión, a menudo un sótano en la calle
donde están los artesanos (Keller, Stube), puede convertirse así en un local común y,
hacia 1150, contamos, en efecto, con ejemplos de Morgensprach, reuniones
profesionales que tienen lugar allí. No poseemos, salvo en el caso especial de los
comerciantes, textos sobre este tema anteriores a 1127-1130 (Wurtzburgo,
Estrasburgo), aunque luego son más abundantes (Zaragoza, Colonia, Oxford,
Winchester, Ruán, Tolosa). No obstante, se considera que la mayoría de estas
agrupaciones existen desde 1030 o 1060 en Italia, una cincuentena de años más tarde
en el norte de la península. Es posible que el progresivo endurecimiento de la
organización interna del artesanado fuera el origen de su fragmentación geográfica.
Al elevar el derecho de entrada en el gremio, especialmente para aquellos cuya
creación era tardía (no antes de 1212 en Génova en el caso de los carniceros y 1244
en el de los laneros; en absoluto antes de 1181 en Tolosa), o al reducir el número de
aprendices, sobre todo haciendo más difícil la obra maestra que abre paso hacia la
maestría, los responsables de los gremios no hicieron más que seguir la política
tradicional de anticompetencia y de conservadurismo que les parecía indispensable
para mantener el orden social; su acción tuvo dos efectos importantes para el estudio
de los agolpamientos de los hombres en la ciudad: por una parte, eliminaron una
notable proporción de mano de obra cualificada, empujándola hacia el trabajo
sumergido, a domicilio, o conduciéndola al paro, lo que originó profundos disturbios
que sacudieron violentamente las ciudades a partir de 1245-1250; por otra parte,
implicaron una creciente especialización urbana a través de la evicción de aquellas
fabricaciones que no tenían salida en el lugar: en Inglaterra se trabajaron más las
pieles y la tela que la lana o el metal, en la Alemania renana el cuero y el hierro más
que los paños, y en Italia, el paño, la piel y los productos de Oriente más que el metal
o el vidrio. Esta «especialización» apenas nos choca, y no era perjudicial, en
principio, para el acercamiento de los hombres; pero socialmente hablando
incrementaba, en cualquier ciudad, la masa de los trabajadores que solo tenían un
reducido número de salidas profesionales, y a falta de poder proporcionarles un
empleo, pues la economía medieval no tenía la soltura necesaria, les condujo a
reunirse en formaciones clandestinas y de oposición, proscritas y perseguidas,
compagnonnages o consortia, cuyos primeros ejemplos localizados aparecen en
1255-1260 en el valle del Ródano, que constituyen una nueva fisura en el cuerpo
social urbano.
Las ciudades medievales son pequeñas. Como ya dije, hacia 1300 no se contaba,
sin duda, con muchas más de 60 que hubieran sobrepasado los 10 000 habitantes, y
tan solo cinco o seis habrían alcanzado los 50 000 (París, Milán, Florencia, Génova.
Venecia y Palermo), aunque estas cifras aún son motivo de discusión. No obstante, a
pesar de su modestia, vivían con mucha más intensidad que nosotros el marco del

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«barrio». Más sin duda que la calle, el barrio ofrece un sólido marco para una toma
de conciencia de grupo. Ciertamente, muchos de ellos, las consorterie italianas o los
paraiges de Lorena, obtienen su unidad más bien de su pertenencia a una maison, una
casa, un albergo que posee allí casas, que le ha dotado de una iglesia gentilicia y ha
levantado allí un palacio familiar. Pero, aun bajo esta tutela mercantil o nobiliaria, la
unidad se lleva a cabo: los clientes o agradecidos a la familia y los sicarii armados
para defender las «torres» nobles que dominan el barrio son solidarios entre sí;
además, la homogeneidad social es allí viva: se ha observado, en efecto, que a causa,
sin duda, del deseo de tener a mano un máximo número de artesanos o de simples
«burgueses», los linajes mantuvieron bajos los alquileres de la mayor parte de las
casas, apenas un 3 o un 6 por 100 del salario de un obrero parisiense a principios del
siglo XIV; esta política tal vez alcanzó el objetivo deseado, pero, como puede
comprobarse aún hoy día, la caída o el estancamiento del valor del arrendamiento
implica, más o menos rápidamente, una desvaloración, en primer lugar de la calidad
material del inmueble y, más tarde, de su contenido social. Es preciso confesar que no
tenemos noticias de este tipo de deslizamientos sociológicos antes de 1300; pero no
es arriesgado suponerlos. Otras agrupaciones deben su unidad a una actividad
profesional preponderante: la Socherie (fábrica de zuecos) de Metz, la Merceria de
Venecia, el Mezel (carnicería) de Chambéry, el Inferno (talleres metalúrgicos) de
Milán, la Fusterie (carpintería) de Ginebra, etc. Lo importante en estos diversos casos
es que la elección del oficio dominante está vinculada a menudo a obligaciones
materiales impuestas por la técnica: agua para la curtiduría, la peletería, el enfurtido,
acceso a la materia prima de procedencia fluvial para la madera, aislamiento de los
mataderos de animales, etc. Estas contingencias se complicaron con las que la
potencial clientela pudo añadir: el palacio atrajo hacia sí a los orfebres y los legistas,
los conventos célebres o los claustros catedralicios a los escolares, los vendedores de
piel o los taberneros, lo que contribuye a mezclar gentes de actividades diversas. Para
volver a encontrar la homogeneidad es preciso dirigirse a los barrios «reservados» a
los que me referí en el caso de España, y especialmente a las juderías.
Este reparto por manzanas de casas que no cuadran con la red parroquial urbana
se traduce materialmente en signos externos muy visibles: cadenas que interceptan las
calles, emblemas del oficio o de la familia preponderantes o agrupamientos de los
centinelas a las órdenes de un capitán burgués. Los nombres con los que se designará
a estos conjuntos humanos, por ejemplo con motivo de un desfile o una procesión,
recubren la totalidad o parte de estos papeles: «bannières» (París), «gonfalonieri»
(Florencia), «enseignes» (Lyon), «connetablies» (Países Bajos, Alemania), etc. Es
una realidad social, pero igualmente política: la tumultuosa vida interior de las
ciudades italianas lo mostrará claramente en los siglos XIV y xv. Pero, en el momento
en que me detengo, no ha cuajado aún ninguna organización oficial, quartiers (París),
terciers (Génova) o sestieri (Venecia).

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Dejaríamos incompleto este rápido examen de los lugares o formas de encuentro
de la ciudad si no hiciéramos mención de la muralla. En primer lugar, porque es,
financieramente hablando, el gran problema de la ciudad, el que concierne a todo el
mundo y puede absorber, en el caso de que haya que rehacerla, las finanzas de varios
años; además, porque es el símbolo de la ciudad, el cercado de su mundo particular;
y, por último, dado que es su defensa, la de las puertas esencialmente, ya que son
muy vulnerables, es un asunto propio de los «ciudadanos». La guarnición, de haberla,
se ocupa del castillo; es el burgués el que asegura la custodia del lado de muralla que
linda con su calle, y esta carga no parece haber provocado protestas. Pero la muralla y
sus inmediaciones es también un microcosmos de la ciudad, donde se concentran
como en una caricatura las aguas contaminadas, la suciedad de las calles, las letrinas
públicas, los truhanes, las rameras, las tabernas, los exhibidores de osos y los
malabaristas; es allí donde se llevan a cabo fiestas y juegos; y en sus proximidades se
instalará la feria. Algunas aldeas también tienen murallas, es cierto, al sur de Europa;
pero este cercado no es a menudo más que la parte de atrás amurallada de una casa:
se ríen de él en la ciudad. Pues el hombre de la ciudad, que sin duda no ha cambiado,
desprecia al del campo: es su talante el que le hace diferente. San Agustín lo había
sentido así, en el siglo V, cuando afirmaba que lo que caracterizaba a la ciudad no era
la muralla sino la mentalidad: non muri sed mentes. Muy recientemente un
historiador inglés acaba de aportar al dossier de este viejo conflicto la comparación
entre las criminalidades rural y urbana a partir de 1250 en Inglaterra a través de los
registros de los tribunales, cosa imposible de hacer hasta cien años más tarde en el
continente. Se observa que si bien los delitos de agresión ocasional son más
numerosos en la ciudad, lo que ocurre en todas las épocas, el asesinato no es allí más
temible, y que sus móviles se deben más bien a nociones de honor que se ha de
vengar que de codicia, a atentados solitarios que a complots, y que en lo tocante a los
insultos, el hombre del campo desea manifestar el rechazo de un miembro fuera del
grupo tratándole de «pagano», «judío» o «sarraceno», en tanto que en la ciudad es el
deseo de humillar en el interior del grupo más que el de excluir el que se lleva la
palma, a través de injurias que ponen de manifiesto una «fijación anal» o una
«obsesión sexual» de las que el vocabulario de nuestros contemporáneos nos puede
ofrecer un exacto reflejo.

Hacia el municipio

«Comuna, palabra nueva y detestable», exclama hacia 1125 Guiberto de Nogent,


canónigo de Laon, testigo de los violentos acontecimientos de los que su ciudad
acababa de ser escenario. Conviene desconfiar de los testigos oculares: por lo
general, no han comprendido nada. Guiberto no es la excepción, aunque su prestigio
ha seguido siendo tan grande, hasta este siglo que comienza a olvidarlo, que el
movimiento comunal se ve aún como él lo vio, con el obispo de Laon asesinado en un

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tonel. Además de que este prelado bien lo merecía, es casi el único episodio
sangriento de todo este período. Como ya he dicho, la emancipación urbana fue
insurreccional. Lo que no quiere decir explosiva y violenta; fue, sobre todo,
extremadamente versátil en sus manifestaciones, y la explicación proviene de la
situación de los elementos activos de la ciudad, variables en su poder y determinación
según los lugares. Conviene pues, examinarlos.
La aristocracia terrateniente, e incluso la aristocracia surgida de las funciones
ejercidas en la ciudad en torno al conde o el obispo, representa el primer elemento ya
que es, antes de 1100 e incluso en 1150, la más rica y la más fuerte. Se trata de los
magnati, los «ricos hombres» o los hommes héritables, como se dice en Italia, España
o los Países Bajos; a esta fracción —y solo a ella— se le podría aplicar la poco
afortunada expresión de «patricios», sacada de la Antigüedad y que, al hacer
referencia a una gens, a una familia, no es adecuada para los banqueros. Esta herencia
«pirenniana» debe ser rechazada. En sí mismos, estos hombres no son muy
numerosos y, al citar a las familias italianas, indiqué que residen a menudo en el
campo. Pero sus case, sus albergi se prolongan en la ciudad donde tienen sus clientes,
sus amigos, sus parientes; las cifras son en este caso importantes: 300 Degli Doria y
400 Degli Spinola en Génova; en Pisa, según un censo de 1228, hay 2250 individuos
de un total de 4270 que dependen de las consorlerie, consorzio familiare, como se les
llama, sobre todo en Italia; pero, en otros lugares también: en Lieja, a partir del
siglo XI, la familia del obispo contaba con 4000 personas; en Metz, los paraiges
reúnen de 1500 a 2000 y en Burdeos, los oustaus, algunos centenares. Estas familias
poseen el suelo urbano: ¿restos del erario público usurpados con motivo de una
función pública olvidada? ¿Porción de temporales eclesiásticos apropiada en el siglo
X bajo pretexto de procuraduría laica (avouerie) o de abaciado laico? ¿O simples
compras? Por lo general, en tanto que «señores», pretenden exigir impuestos y
confiscan eventualmente las partes no edificadas del suelo urbano; además, su
formación militar les proporciona, casi por derecho, el castillo y la guarnición, ya se
trate de una auténtica delegación como vizcondes —así sucede en el caso de los
ilustres Visconti, de los Buonsignori en Siena, los Este en Ferrara y los Malaspina en
Parma—, o de una confiscación —los Embriaci en Génova, los Guidi en Florencia,
los Utenhove en Gante, los Zoru en Estrasburgo, los Luskirchen en Colonia, etc. A
menudo nombran a los párrocos de sus parroquias gentilicias, e incluso a los
canónigos: en York, Southampton, Colonia y Lübeck, en Laon o en Jaca.
Materialmente, su peso en la ciudad se mide por las torres que se elevan sobre sus
casas, como signo más de poder que de peligro. Se han calculado 135 en Florencia
hacia 1180, 300 en Aviñón en 1226 y 80 en Ratisbona; existen testimonios de ellas en
todas partes, Basilea, Frankfurt, Tréveris, Metz, e incluso en lugares donde apenas
queda algo de ellas como en Bolonia o en San Gimignano. O bien se hacen dueños de
puntos claves como la muralla de Tolosa o los antiguos anfiteatros de Nîmes y Arles.
Las preocupaciones de esta aristocracia son simples: desea conservar el control

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militar y judicial de la ciudad; el resto no le importa; es, en efecto, dueña de tierras en
el campo, tiene vasallos, domina rocce o pueblos, está infiltrada en las cofradías y
presta a participar en una expansión económica que nutrirá con la venta de los
productos de sus dominios. Esto es sin duda lo que explica el carácter decididamente
abierto de esta clase: hasta mediados del siglo XIII aceptará la ascensión a su nivel,
por ejemplo, a través del matrimonio, de recién llegados de origen rústico o
ministerial, como los Dándolo y Barbarigo en Venecia, los Spinola y los Doria en
Génova y los Albizzi y los Pazzi en Florencia. El «libro de oro» de las case, vecchie e
nuove no se cerrará en Venecia hasta 1286; y los agrupamientos afianzan la influencia
«noble»: 180 familias en Venecia, 46 en Lübeck. 95 en Arles y 25 en Barcelona hacia
1230. Así pues, su presión se ejerce sobre el contado, e incluso el distreno más
estrecho que rodea la ciudad, la pourchainte como se dice en el norte de Francia, o
también la quintaine, la septaine, es decir, el número de leguas de radio de esta zona;
y a través de capitanei o miembros asociados del consorzio vigilan lo esencial de la
ciudad, sin perjuicio de su influencia sobre determinadas actividades de control,
notariado o investigaciones contables.
La situación de la aristocracia religiosa es muy diferente. Aunque los vínculos
familiares entre los linajes guerreros y el episcopado alcanzaran en el siglo XI una
densidad tal, por ejemplo en el Languedoc y Provenza, que fue necesaria una larga
lucha para romperlos, la Iglesia no posee los medios de acción de la nobleza
terrateniente. Sus dominios son, sin duda, tan vastos como los de esta última;
dispone, por añadidura, y sobre todo en las viejas ciudades romanas, de derechos
condales o su equivalente. En Pisa, Milán, Pavía y Colonia, el prelado posee, además,
una gran parte del suelo; reúne en torno a él hombres armados, como sucede en
Narbona, Cremona, Milán y Lieja, los llamados milites majores en contraposición a
los milites castri de la nobleza local. Pero estos medios son frecuentemente
contrarrestados, e incluso combatidos, en el momento de la fase de las «paces de
Dios», por los de la nobleza: los vicomtes languedocianos, los gastaldi o los capitanei
de Lombardía, los advocad o los Vogt de Lotaringia y de Alemania se le escapan a la
Iglesia. A principios del siglo XII la situación de los obispos en la ciudad es precaria,
y la de los monasterios en los burgos es compartimentada por los progresos de los
gremios y los comerciantes. Ahora bien, para conservar un control material sobre los
hombres, la Iglesia se ve obligada a rechazar toda concesión en materia
administrativa y judicial; los problemas militares se le van de las manos, y la
economía es una simple zona de encuentro. Si la reivindicación popular afecta a
aquellos sensibles ámbitos, no puede más que rechazarla y actuar con rigor,
resintiéndose con ello su papel pastoral.
Lo popular en cuestión, minores, popolo minuto, populares, commun peuple, está
constituido por los demás, la mayoría evidentemente; una mayoría dividida, en
primer lugar entre señores y criados, luego entre trabajadores de los gremios y
obreros no inscritos, más tarde entre gremios con buena renta (o sea, los de clientela

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rica como los de la lana, la seda, el oro, la plata) y el resto, y finalmente entre
artesanos y comerciantes, estos últimos marginales, dinámicos, pronto agrupados,
peligrosos. La masa popular tiene algunos derechos: los de participar en grandes
reuniones regulares, Banding, balia, arengo, mallas, donde manifiesta con gritos una
opinión que apenas importa a quienes le «consultan»; solo existe a través de las
asociaciones caritativas, de barrio o de oficio a las que ya hice referencia, todas con
finalidades limitadas, y en principio sin medios fijos de acción.
A veces, en Renania, por ejemplo, en el siglo XI, o en Colonia, en 1103, las
parroquias tienen un Burmeister que se puede poner el frente de un cuerpo de tropa;
en 1066 en Huy, el obispo de Lieja confía el castrum al cuidado de los burguenses; en
1063 en Palermo, se les pide a los habitantes participar en la campaña militar, y en
España, por supuesto, parece ser un hecho muy natural. Esta masa que se denomina
cives en zona romana, y burguenses en otros lugares, no está totalmente
desorganizada: desde 1014 se nos habla en Florencia de capitanei plebium, en Pavía
en 1020 de universitas civium, y asimismo en Luca y en Cremona; con mayor razón
en España donde la «caballería» y los «peones» forman, en el momento de las
expediciones militares, una communa.
Esta palabra se pone de moda y se mantiene durante mucho tiempo con diferente
sentido: communa militum de los aldeanos de los Apeninos (principios del siglo XII),
communa commercialis de los comerciantes de Cardona en Cataluña (1102),
communio de los campesinos rebeldes en torno a Le Mans (1070) o compagna
communis de los armadores genoveses (1099). Una palabra que simplemente
significa «unión», aunque pronto encarnó la idea de una agrupación urbana. Y es allí
donde se conjugan los esfuerzos de los diferentes elementos a los que me he referido
más arriba. En mi opinión, será más oportuno hacer un examen general de la
situación desde el punto de vista geográfico que una síntesis falaz; pero también
conviene subrayar, en el umbral del camino, que al seguir las etapas de esta puesta en
marcha de los municipios salta a la vista en seguida un rasgo común, durante mucho
tiempo desdeñado por los historiadores en nombre de las «democracias urbanas»: la
aristocracia es la clave del movimiento; fue ella quien lo inició, de una manera
desigual sin duda, pero en todas partes; estamos lejos de los «pies polvorientos» de
Pirenne, y lejos también, creo yo, del núcleo de cives clientes del obispo o de
aldeanos inmigrados que nos han presentado y que aún se nos presentan como motor
principal de la emancipación.

Los consulados…

Italia ilustra claramente esta observación. Son las consorterie de linaje,


interesadas por la expansión marítima o el control del campo, las que tomarán la
iniciativa: el acercamiento de todos los curiales y boni homines de sus clientelas a un
puñado de oficiales episcopales que abandonan la causa de su señor es el origen de la

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aparición de los tribunales de justicia dominados por ellos y que dirigen consules
primores en Cremona (1030), Venecia (1035), Milán (1045), Plasencia (1070),
Verona, Parma o Pisa (1080), Génova (1099) y Bolonia (1105). Es cierto que este
movimiento provocó, aquí y allá, una reagrupación de naturaleza económica, e
incluso comercial en el caso de las ciudades marítimas. Así, la compagna communis
genovesa de 1100 es una prolongación del consulado del año precedente, pero sus
conductores son los mismos jefes de consorterie convertidos en armadores. En
determinados casos, como en Venecia, evidentemente excepcional como de ordinario,
la evicción de todo poder local hereditario o permanente, el del dux en este caso, hizo
desaparecer cualquier otra fuerza que no fuera la de los magnati. La influencia sobre
los diversos órganos de presión política o de organización económica siguió a esta
primera etapa, acompañada a menudo, como en el caso de Génova en 1156 o Pisa en
1162, de privilegios imperiales que ratificaban el hecho consumado: consejo consular
que constituía la verdadera «señoría» y elementos artesanales o mercantiles de las
arti, de los gremios principales, de las «artes mayores», a las que hicimos referencia,
representados por los delegados, conocidos por el nombre de priores en Florencia.
Por otro lado, distribuido por barrios, que representan los gonfalonieri,
abanderados, está el pueblo y su «capitán», que conserva en principio un derecho de
fiscalización sobre la cooptación de los priores o los cónsules, que se reúne en
asamblea general, la balia, que grita mucho y regresa a su casa. ¿Dónde está aquí la
«democracia»? Solo hay un intento aunque, evidentemente, abortado: en Roma,
aprovechando la ausencia de los papas y de los alemanes, la «dictadura popular» de
Arnaldo de Brescia, que soñaba con devolver a la ciudad su antiguo esplendor,
volviendo a poner en pie un Senado, lanzando sobre los palacios de los nobles al
popolo de los rione, de los barrios de la ciudad (1144-1145). El tribuno iluminado
tuvo su momento de triunfo, pero la versatilidad del populus romanus, la acción de
los nobles bajo mano y, más tarde, la llegada de Barbarroja restablecieron el antiguo
orden; Arnaldo fue capturado y ejecutado (1155). La organización municipal tardó
mucho tiempo, en realidad, en consumarse en algunas ciudades dinámicas,
desgarradas por intereses a menudo divergentes y sin control superior a partir de la
desaparición imperial del siglo XIII. Este período, de una inverosímil confusión en la
historia de la península, estuvo marcado sobre todo por las guerras intestinas que
oponían frente a frente a los linajes, los unos de antiguo origen terrateniente y los
otros edificados sobre la fortuna naval; no vale la pena detallar los sobresaltos;
recordemos dos características: por una parte, una fase de recurso al control y al
arbitraje de un agente exterior, teórico representante del Imperio, el podestat, por lo
general extraño a la ciudad, incluso a Italia, que tiene su palacio y su guarnición
aunque se mantiene más bien al margen. Los escasos ejemplos de dominio dictatorial,
los de Boccanegra en Génova (1256-1262), Della Torre en Milán (1266) o Ugolino
Della Gheradesca en Pisa (1282-1284), se vinieron abajo en medio de una revuelta.
La segunda característica proviene de la máscara política con la que rápidamente se

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cubren las facciones de los linajes al enfrentarse por el control de la economía. Unos
se dicen adversarios de los alemanes y se unen al papa o a los príncipes del sur de
Italia: son los «güelfos» (viejo recuerdo de los Welf de Baviera que, en el siglo XI,
lucharon contra los teutones); otros, en consecuencia, se llamarán «gibelinos» (de
Weibelingen, un dominio patrimonial de los emperadores suabos). Por lo general, no
aspiran más que a un poco más de orden, pero la preferencia por los alemanes les
pierde: todo el mundo se autodenominará güelfo a partir de 1250. Estos conflictos
existen en todas partes, desde 1216 en Florencia, desde 1217 en Génova; sus
repercusiones no solo son políticas, pues los sobresaltos llevan poco a poco a la
ampliación de la representación de los gremios y a la desposesión de las familias más
antiguas; los motines de 1223, 1237 y 1250 en Florencia, de 1217, 1241 y 1262 en
Génova, de 1254 y 1270 en Pisa y de 1214, 1266 y 1277 en Milán preparan un
movimiento de acceso de las «artes menores» donde no se encuentran comerciantes
ni aristócratas al rango de los «priores», e incluso de los «cónsules». Florencia tomará
una decisión en 1293: las «ordenanzas de justicia» que se adoptan allí excluyen a 147
antiguas familias, Guidi, Alberti, etcétera, obligan a todos los habitantes a inscribirse
en un oficio (¡Dante escogerá el de abacero!) y dan acceso a la señoría a 21 oficios.
Este empuje, por otra parte reducido aquí a un muy burdo esquema, es general en la
península: Siena, Viterbo y Bolonia ya en 1281, más tarde Génova, en 1309 y Milán
en 1311 toman el mismo camino. Todo esto no concluirá en la anarquía sino, por el
contrario, en la búsqueda, penosa y confusa, de un nivel capital en la historia urbana
tal como la «ciudad antigua» lo había intentado alcanzar antaño: el de la ciudad-
Estado, señora de su contado, de su economía, libre de toda soberanía. El siglo XV
tratará de hacer realidad este sueño, pero a través de la persona de un príncipe urbano,
lo que no es lo mismo. Tampoco existe más impotencia que anarquía: en primer
lugar, es la gran fase del enriquecimiento italiano; posteriormente, estos «burgueses»
—que cuentan en gran medida con guerreros— son soldados. Barbarroja, que había
padecido ya, como sus predecesores, la obstinación de los romanos por defender su
ciudad, se dio cuenta en Legnano (1176) que las milicias de las ciudades lombardas
no tenían nada que ver con los zafios peones de más acá de los Alpes: allí fue vencido
su ejército de jinetes teutones.
La historia de las ciudades italianas de la Edad Media es cautivadora y
sorprendente: se encuentran en ellas, como en una especie de laboratorio, los
gérmenes de los partidos políticos, del papel de la opinión, de las interferencias de «la
mercancía» sobre el «público», un problema obrero y los riesgos del régimen
representativo. El fértil ingenio italiano, diestro en los malabarismos del derecho y la
libertad de la que goza un país tan codiciado que las ambiciones extranjeras se anulan
allí, explican esta particularidad. Pues es solo una: en otras partes las cosas son más
simples, por lo que seré breve. El litoral tirreno tiene su originalidad. En primer
término, el desorden político y la impotencia económica lo mantuvieron en la
postración hasta el año mil y aun más allá; posteriormente, el control de las ciudades

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mercantiles italianas y la implantación de poderes señoriales localmente enérgicos
con una vigorosa exigencia en la ciudad de tributos o de albergue frenaron la
evolución. En cambio, una parte de la aristocracia, aquí de tipo más militar que
terrateniente, es, como en Italia, sólidamente dueña de las fuerzas armadas y del
suelo: por otra parte, la penetración de las costumbres escritas, desde Turín, Génova o
Lombardía lleva a imitar a la península: los notarios, los causidici y los jurisperti se
introducen a partir de 1085 o 1060 en Provenza, en Languedoc e incluso en Poitou;
desarrollan los centros jurídicos cuya aparición es casi siempre sincrónica con la de
los órganos administrativos: 1192 en Montpellier, 1138 en Arles, 1175 en Tolosa y
1190 en Limoges. Estos órganos se ponen en acción más rápidamente que allende los
Alpes, pero también menos libremente: los condes o vizcondes locales conservaron
un cierto control sobre los milites, los cabalarii instalados en la ciudad; por otra
parte, los comerciantes, a menudo judíos o italianos, son más activos que los
artesanos (ya he observado el retraso del desarrollo de los gremios): su communitas,
como se dice en Montpellier desde 1110, está absolutamente dispuesta a un arreglo
amistoso. El electo de esta situación más simple es que la aparición de los
«consulados» meridionales se nos presenta tardía y equilibrada: un número a menudo
igual de cónsules nobles y «populares», comerciantes en su mayoría, un control
público, por lo general no discutido, y fechas tardías, 1129 (Aviñón), 1138 (Arles),
1141 (Montpellier), 1144 (Nîmes), 1152 (Tolosa), 1178 (Marsella) y 1189 (Agen).
Las dos principales ciudades del Languedoc, aquellas sobre las que la autoridad
condal era más intensa, ya fuese la casa de Saint-Gilles o la de Barcelona, persisten
en intentar dos veces sus pretensiones, sobre todo militares, siendo muy rápidamente
anuladas, de manera que a las fechas precedentes cabría añadir: Tolosa (1189) y
Montpellier (1204). En cambio, a falta de una dimensión armada a la manera
lombarda, las ciudades de Oc obtuvieron un control no desdeñable sobre su contado,
por ejemplo la extensión de la legislación comercial urbana (Tolosa, 1182-1189). La
poca resistencia de las comunidades aldeanas allí lo explica sin duda. También se
puede deducir del mismo hecho el origen de una cierta atonía en la vida interna de las
ciudades: mientras que Italia es agitada por incesantes sobresaltos, el Languedoc, a
excepción de breves manifestaciones de obreros del textil en Montpellier hacia 1175,
solo es testigo de una rebelión en 1248 en Tolosa, el resto se sitúan en el primer tercio
del siglo XIV. Es cierto que aquí el fenómeno cátaro y la larga represión que siguió a
su fracaso (de 1215 a 1270 aproximadamente) mantuvo un severo control extranjero
sobre esta zona progresivamente convertida en real.
Pasados los Pirineos se revelan los mismos rasgos pero las fechas se remontan en
el tiempo. Aquí se está en guerra permanentemente, el oro circula, los inmigrados van
y vienen. La aristocracia militar está en manos del conde o del rey, tras algunos
intentos de emancipación anteriores a 1070 o 1080. Por otra parte, en el campo se es
también caballero; aquí no existe una distinción tan categórica como en otras partes.
Además, en una ciudad vuelta a tomar es preciso concretar en seguida su estatuto.

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Los fueros otorgados por el príncipe ofrecen a este respecto tanto disposiciones de
orden privado como de organización administrativa; los usatges de Barcelona, cuyo
núcleo original tal vez se remonta a 1064 o 1077, inspiraron un gran número de estas
cartas; Jaca desde 1080 (?), Cardona (1102), Sepúlveda (1104), Compostela (1136),
Tortosa (1149) y Teruel (1179) son dotadas de concejos que designan los jueces
(alcaldes) y organizan las milicias. La participación de los diferentes elementos
sociales varía pero, como más tarde al norte, la proporción de los nobles es allí, por lo
general, igual a la del «pueblo». ¿Es motivo de atonía la mano de hierro que domina
las ciudades, algo parecido a lo que sucedió en el Languedoc? Parece ser que al
contrario, esta etapa corresponde más bien a la fase de expansión económica que
acompaña a la Reconquista. De forma que es menester esperar a que esta se detenga a
los pies de la sierra de Granada hacia 1260-1265 para que se anime el clima social
ibérico. Pero entonces lo hará violentamente. La insurrección de Berenguer Ollier en
Barcelona el año 1285 y la terrible represión que la siguió ponen de manifiesto, como
ocurrirá en el siglo XIV, el carácter demasiado largamente contenido de las exigencias
sociales catalanas. En su perpetua agitación, y casi en el mismo momento, Florencia
supo evitar esta adversidad.

… y los comunas

Es realmente un mundo muy diferente al del norte del Loira y los Alpes: una
tierra con una fuerte implantación aldeana, de tradición urbana más ligera, con
soberanos más próximos si no más poderosos y una actividad artesanal sólidamente
anclada en la producción local. La aristocracia está allí más acostumbrada a transigir,
a compartir: Venecia no es posible aquí. Los comerciantes son extranjeros, gente
modesta, un poco al margen durante mucho tiempo: tampoco es Génova. Por el
contrario, la Iglesia es fuerte, afianzada por el apoyo real, aferrada a sus escasas
armas jurídicas: tampoco es Milán. Pero esto no implica la uniformidad o el
sincronismo, y tres conjuntos aparecen bastante perfilados.
En primer lugar, la «cuna» de las comunas se sitúa entre el Sena y el Rin con su
gran núcleo, en el centro, de ciudades nuevas o antiguas instaladas sobre tierras ricas,
zonas del Artois, de Flandes, del Mosa y de Amiens a Lieja. Es aquí donde se
manifiestan más precozmente las asociaciones profesionales; en cambio, la relativa
debilidad de los marcos de vecindad revela una implantación de los linajes más débil
que en el sur de Europa. Allí también la aparición de los burgos, de los portus y la
concentración de un elemento mercantil en su seno son las más densas, las más
regulares. Ahora bien, las eventuales reivindicaciones de estos elementos sociales no
pueden realmente perjudicar el orden público: no existen exigencias militares, ni
incluso judiciales, sino la aspiración a simples garantías de protección y de libertades
económicas. El movimiento será, pues, lento, pero comenzará pronto, en resumidas
cuentas a partir del desarrollo de los burgos o la concesión de los primeros textos de

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cofradías o de gremios: nuestra investigación llega hasta el siglo X, e incluso el
principio del XI, en Lieja (1002), Gante (1013), Saint-Omer (1027) y Bruselas (1047).
Una oligarquía de burgenses apoyada en una aristocracia que permanece en el campo
emprende negociaciones a fin de obtener un derecho de fiscalización sobre la
tasación, sobre los mercados. Estas demandas se ponen de manifiesto en el marco
parroquial en Worms en 1073, en Colonia en 1074 y en Cambrai en 1077. Pero como
son prematuras, fracasan. En primer lugar, porque están dirigidas a obispos, y si bien
el de Lieja accede a confiar el castrum de Huy a los burgueses (1066), es debido a
que este asunto no le perjudica; en cambio, el de Cambrai no puede admitir que se le
imponga un «consejo»: solo abandona la ciudad para volver a ella en pie de guerra.
En segundo lugar, porque algunos de los elementos populares más radicales
participan en el movimiento, desean despertar en uno de sus hogares de antaño el
soplo revolucionario anterior a 1050 y cometen abusos que provocan el celo de los
bien situados. El fracaso da lugar a la idea de una unión más estrecha de los
burgenses: un conjuramento de ayuda mutua, una conjurado; evidentemente, esto
supone una inadmisible iniciativa a los ojos de la Iglesia para la que todo juramento
está bajo su control, y es además religioso y sagrado (sacramentum, juramento).
Desde entonces, el esquema es simple: juramento de los burgenses y de la
aristocracia local, negociación (o compra) de las condiciones de autogestión y, tal
vez, redacción de un texto. Los habitantes tendrán materialmente su palacio, su hotel,
su torre como los nobles, el beffroi, su campana como la Iglesia y su sello;
jurídicamente «designarán» —los notables evidentemente— regidores (scabini) y un
alcalde (maior), mezcla evidente de términos jurídicos y señoriales, encargados de las
obras públicas, de la derrama de los impuestos y de la justicia baja y media. Por lo
general, las fuerzas armadas y el castillo pertenecen todavía al señor junto con la
justicia de sangre y diversas tasas. Esto es para él lo esencial ya que es un hombre de
campo, más aún que en Italia; y si llega a confiar la protección de las murallas y el
derecho de patrulla y de milicia a los burgueses es porque no le representa un grave
peligro; antes del siglo XIV los que iban a pie desempeñaron un modesto papel en las
líneas de combate. Si el señor es príncipe territorial el asunto se zanja muy
rápidamente: Saint-Quentin (1090), Arras (1108), Valenciennes (1114), Amiens
(1119), Gante (1124), Brujas (1128), etc. Si es el rey, personaje casi sagrado, se
mantiene más bien a un nivel de franquicias vigiladas; el Capeto alienta la
emancipación en el seno del vecino, no en el suyo, y París conserva un preboste real
careciendo de comuna. Si el príncipe lo es de la Iglesia pero de gran poder, actúa de
la misma manera, conservando el control de lo esencial, en Lieja, en Reims y en
Metz. Pero si se trata de un obispo más modesto tienen lugar reticencias, marrullerías,
demoras (Estrasburgo, 1105; Noyon, 1109; Colonia, 1112; Worms, 1115; Beauvais,
1125) y a veces el drama (Laon, 1112).
Lo que sin duda sorprenderá en una lista que dista mucho de ser exhaustiva es el
muy breve espacio de tiempo en que se produce este desarrollo, 1090-1130, apenas

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más de una generación, mucho menos que en Italia o en el país de Oc; pero, como
espero se haya comprendido, esta «explosión» es en realidad el resultado de los
anteriores reagrupamientos. Así se explica que la ulterior historia de estas ciudades,
sin llegar a la complejidad, sobre todo institucional, de las ciudades italianas, sea tan
rica en movimientos jurídicos o sociales. Las rivalidades de linajes se ven mal allí
porque, como ya he dicho, la influencia aristocrática es más ligera, y se tiene la
sensación de que hasta el principio del siglo XIV son siempre un poco las mismas
familias las que se reparten la autoridad y los beneficios. Por otra parte, la etapa de la
podestaría no existe, pero en cierta medida la autoridad real puede suplirla. Las
intervenciones de los Capetos, particularmente en materia de derecho privado o
comercial, se multiplican a partir de 1224-1239: ordenanzas sobre el orden público, la
venta de bebidas o las obligaciones de vigilancia; revisión de los estatutos de los
gremios, como hace Esteban Boileau en París en 1246; reducción a causa de un
fraude, en París sobre todo, de los privilegios de exenciones, etc. Incluso en 1256, en
un cierto número de ciudades del dominio real, Luis IX impondrá un control de las
finanzas urbanas por el baile local, lo que reducía gravemente la autonomía de las
comunas. La primera mitad del siglo XIII es, además, el momento en que, como en
todas partes, las dificultades económicas y las tensiones en el seno mismo de las
clases sociales hacen nacer reivindicaciones que tienen por blanco las alzas de
precios, que llegan a ser sensibles, la subida de los derechos de entrada en los
gremios, las dificultades de contratación, etc., y lo que hoy día llamaríamos las
«cadencias». Las regiones septentrionales son esencialmente el escenario de esta
situación, como Arras en 1225, 1253 y 1260, y Lieja sobre todo, donde, en
1253-1255, un cabecilla popular, ductor populi, Enrique de Dinant, preconiza la
incautación de los bienes nobles de la Iglesia según una consigna que volverá a tomar
en Brujas el año 1302 el flamenco Pedro De Koninc: «Todos deben tener, tanto unos
como otros». El episodio de Lieja es sangriento como, aquí y allá, las explosiones
menores (el alcalde de Pontoise asesinado en 1267), aunque hasta 1280 y, sobre todo,
1302 las reivindicaciones no estallaron en todas partes. Pero esto es, como en el caso
de Italia, otra parte de la historia urbana.
Pasado el Rin se tiene un poco la sensación experimentada, hace un instante, al
pasar los Pirineos: el aspecto voluntarista, público, del movimiento se distingue bien,
y las ventajas otorgadas son menores. El emperador y los príncipes tienden cada vez
más a reintegrar las ciudades. A mediados del siglo XII es lo que hace Barbarroja, así
como los Zahringen de Suabia, los Wittenberg de Baviera o los Babenberg de
Austria. Únicamente, tal vez, las ciudades bálticas se libran de esta fuerte presencia.
Por otra parte, el desarrollo de las nuevas ciudades, con sus barrios determinados y
sus centros de reagrupamiento, el Dom, el Markt, el Ring, el Pfalz y su control sobre
el Burg o el Münz, es decir, la catedral, el barrio comercial, la plaza mayor, el palacio
del príncipe, la fortaleza y el taller monetario, va acompañado normal y
pacíficamente de la concesión de órganos de autogestión, aunque casi exclusivamente

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económicos, control de peajes, exenciones, salvoconductos de los comerciantes, e
incluso jurídicos, derecho de los comerciantes y libertad a los recién llegados. Toda
una jerarquía contribuye a cuajar los derechos y los deberes, los del príncipe, los del
conde o los de un procurador laico (Vogt), los de los señores de los barrios
(Burmeister, Schultheiss), los de los burgenses, es decir, los descendientes de los
oficiales del tribunal local, los comerciantes y los maestros de los gremios, pues el
pueblo, la pestilens multitudo, los Muntmannen son mantenidos al margen. Se pone
en marcha un Rat, esto es, un consejo, pero sin conjuratio, formado por los prebostes
que representan a grupos topográficos más que profesionales. El movimiento, como
suele ocurrir en Alemania, se retrasa en el tiempo, excepto en Friburgo (1120), hasta
después de mediado el siglo: Ratisbona (1156), Augsburgo (1157), Lübeck (1159) y
Hamburgo (1189). En tales condiciones no hay ninguna conmoción social a la vista
antes del siglo XIV, por no decir más tarde; pero sí, en cambio, una ordenación,
siempre un poco formal, según el grado de emancipación concedida: cuanto más al
oeste, hacia la zona de las comunas, la ciudad es más «libre». Así, a lo largo del Rin,
a lo largo de la Pfaffensirasse, la calle de los sacerdotes, Colonia, Maguncia, Worms,
Espira, Aix, Frankfurt, Estrasburgo, Basilea y Constanza se consideran como
«ciudades libres», autoadministradas. Pero ¡ojo!, prestan juramento al emperador,
cosa a la que Estrasburgo intentó en vano negarse en 1273, y deben pagar el
Heerfahrt, el servicio de guerra, y el impuesto de albergue, Steuer. El resto no serán
más que «ciudades del imperio», es decir, sometidas a la presencia de un conde o de
un jefe de guarnición, como es el caso de Ratisbona, Nuremberg, Augsburgo, Lübeck
y Goslar.
Estas ventajas parecen moderadas al lado de las de las comunas. Sin embargo,
¡cuánto satisfarían a los burgueses de Inglaterra, Normandía y Aquitania! Hay aquí
un vacío si no sorprendente al menos inquietante, pues confirma el retraso económico
de la costa atlántica y desempeña su papel en el fracaso de la construcción de los
Plantagenêt. Lo que sorprende no es el caso anglo-normando. En lo que a él
concierne, además de la conmoción de la conquista de 1066 en la isla, nos las
tenemos que ver con los más vigorosos de los poderes reales de la Europa del norte;
los sheriffs o los vizcondes se instalan en las ciudades, por otra parte pequeñas y
escasas; la voluntad del príncipe de apoyar las agrupaciones de oficio es cierta, la de
los angevinos fundamentalmente, y las ghildas inglesas son prósperas. Pero el rey-
duque juzga inoportuna la concesión de ventajas jurídicas u otras que pudieran causar
un mal efecto sobre las ciudades lejanas de un imperio frágil y abigarrado. Incluso
cuando, a la vista de las circunstancias políticas, Ricardo Corazón de León conceda a
Ruán (¡en 1195!) unos Établissements, no se alcanza ni siquiera el mismo nivel que el
de las ciudades de franquicias capetas. Sorprende aún más el retraso aquitano, zona
que estuvo durante mucho tiempo sin demasiada autoridad pública, ¿un signo, tal vez,
de la anemia económica? No obstante, la sal, el vino y, por otra parte, el paso de los
peregrinos o de los caballeros que iban a España, debieron permitir una gran

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implantación mercantil; algunas ciudades, como Poitiers o Burdeos, poseían una
tradición urbana. Sin embargo, algo despuntó: aplicación de los «Établissements de
Ruán» a Burdeos (1206) y a La Rochelle (1214); escasa cosecha, confirmada por la
ulterior historia de las ciudades, que sirve de ejemplo, casi inexplicable, para mostrar
la futilidad de una visión sintética de la ciudad medieval.

LOS PODEROSOS Y LOS DÉBILES

Al ir de la aldea a la ciudad o viceversa el historiador de la «Edad Media clásica»


se encuentra con estructuras en las formas de vida, con contactos sociales que le
llevan de nuevo, más allá de todos los matices posibles, a esta noción de base: el
«señorío» es el marco de las relaciones humanas; él pone frente a frente a dominantes
y dominados, poderosos y débiles. Los historiadores de ortodoxia marxista utilizan el
término de «feudalismo» —que yo me obstino en rechazar como poco afortunado, e
incluso erróneo— para caracterizar la naturaleza de las relaciones de
interdependencia típica del período comprendido entre los siglos X y XV. Intentemos
caracterizar los diferentes grupos sociales.

Riqueza

Para dominar a los hombres se requiere poseer una esencia excepcional y


disponer de indiscutibles medios materiales; los demás elementos del poder, el
derecho y la fuerza, no son nada sin esto y de ellos se derivan. Por otra parte, se trata
aquí de un ámbito fundamental de la investigación histórica. En lo que concierne a la
riqueza, son pocas las discordias o las oscuridades: ya se trate de un patrimonio
heredado, de una tierra recibida como feudo, de compras o de diversos bienes
gananciales obtenidos a través del matrimonio o de un buen negocio, esta riqueza es
en primer lugar inmobiliaria, suelo e inmuebles. Ya me he referido ampliamente al
desarrollo de las fortunas fundadas en la fructificación de capitales no inmobiliarios
en la Italia de finales del siglo XIII. Todos ellos son casos excepcionales, urbanos,
mercantiles y minoritarios. La maximización o, si se prefiere, las concentraciones de
tierras en manos de las familias de la aristocracia guerrera o de la Iglesia pasaron por
fases cronológicas bastante caracterizadas: la primera mitad del siglo XI, en el
momento de las agrupaciones de hombres, de la transformación del hábitat y de la
instalación de la célula señorial; el período comprendido entre 1125 y 1175, que
coincide con el de la penetración masiva del dinero en el campo y con una fase de
extensión de los suelos arables o de expansión de la cristiandad, parece constituir otra
etapa: aquella en que en nuestra documentación la proporción de documentos de
naturaleza venal, intercambios y ventas alcanzan del 35 al 40 por 100; además, la
materia de estos contratos, molinos, derechos de uso, pesquerías, herrerías, peajes, da
prueba del creciente interés por las operaciones que podríamos calificar de

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«rentables»; en cuanto a las tierras, no es extraño que la transacción se refiera a
superficies de gran extensión, 100 a 150 hectáreas, por ejemplo. La tercera etapa,
hacia 1220-1230 y hasta 1270 o 1280, presenta otro aspecto: o bien se trata de
recuperación de tenencias por un retorno a la explotación directa, como en Lorena o
en el norte de Francia, «reacción señorial» en respuesta a la mediocridad del alquiler
de la tierra; o bien se trata de embargos operados sobre las tierras de pastoreo (en
España, por ejemplo, hacia 1240 en el momento en que los Sidonia o los Sotomayor
comienzan a sentar las bases de ese vasto monopolio de la trashumancia que será la
Mesta en 1273), o sobre las tierras «comunes», que en Inglaterra se esfuerza en
prohibir el estatuto de Merton (1235), primer hito de una larga serie de medidas
contra los «cercados». Las numerosas adquisiciones de la Iglesia, sobre todo a raíz de
las hipotecas de tierras para partir a la cruzada, pueden incluirse dentro de esta misma
fase. Uno de los efectos fiscales consiste, como dije más arriba, en conducir a los
príncipes a poner en pie un sistema de imposiciones globales sobre la mutación, la
amortización (1265), generalizada en Francia en tiempos de Felipe el Hermoso, que
va acompañada de una lista obligatoria de las adquisiciones recientes (1295-1300),
pan bendito para el historiador de los bienes temporales de la Iglesia.
No tenemos ningún medio para estimar, antes de 1300, la superficie de la
propiedad de los ricos, sean o no clérigos. Los pocos ejemplos dispersos que los
inventarios laicos de censos y de tierras podrían aportar están en relación con una
muy amplia «horquilla» de 100 a 4000 o 5000 hectáreas. En un término de unas 2000
a 3000 hectáreas se tiene la sensación de que alrededor de un tercio del suelo
pertenece al señor directamente; frecuentemente este tercio corresponde a los
bosques, las aguas, los cotos y los cercados, a partir del momento en que casi no se
puede ya disponer, a través de corveas, de mano de obra gratuita. Por otra parte, la
estructura interna o el equilibrio de estos grandes dominios no son siempre
comparables entre sí. En unos lugares, la dispersión de las parcelas o de los lotes
entorpece la concesión en arrendamiento; en otros, las rentas no pueden reunirse a
causa de la distancia; y en un tercer caso, al estar los gastos apenas compensados por
los ingresos, las reinversiones se hacen inviables, y se carece de liquidez, lo que
paraliza la tesorería. Estas dificultades del régimen señorial no son ni generales ni
evidentes en el momento en que interrumpo mi relato. Pero son perceptibles y
fundamentales para explicar los períodos siguientes.
Es cierto que el sueño del historiador de esta época consiste en intentar una
aproximación a la valoración de la «detracción feudal», es decir, de la punción
impuesta a sus hombres por el señor. Un sueño, en efecto, ya que carecemos de la
otra hoja del díptico: la producción campesina. Intentemos situar algunos jalones.
Pongámonos en el lugar, frecuente si no «clásico», de un dominus provisto de
derechos públicos, que ejerce solo sobre un señorío de unas 4000 hectáreas ocupadas
por unos sesenta «fuegos», lo que puede suponer una aldea de unas 250 a 300 almas,
una cifra habitual. La parte de terreno que posee, que sus antepasados más bien

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poseyeron, y que él ha «dado a censo», no tiene ya en el siglo XIII un interés
económico considerable. El cens, el alquiler de la tierra, bloqueado por la costumbre,
se desvaloriza con el alza de los precios; se ha calculado que el rendimiento de las
tenencias debió debilitarse, a partir de 1210 a 1220, hasta alcanzar un coeficiente muy
mediocre, un 5 a un 7 por 100; la interrupción bastante brutal de las restituciones de
diezmos a las iglesias muestra que se considera que estas últimas (con una renta del 9
al 12 por 100 como mínimo) obtienen un mejor rendimiento; en Italia el desarrollo y
el éxito de los loca a un 8 por 100 en los negocios comerciales puede situarse en el
mismo orden de cosas. Evidentemente, los ingresos producidos por esta vía están en
función de la superficie dada a censo del territorio, pero en Saint-Denis, en 1230, el
total no alcanza más que un 1 por 100 de todos los ingresos; en otros lugares, pueden
obtenerse proporciones del 6 al 10 o 12 por 100, lo que sigue siendo muy poco. En
cambio, es posible contar con los derechos de mutación, un quinto para los suelos
dados en feudo (1239), laudemio para los suelos dados en tenencia, con un valor del
8,33 por 100 en Île-de-France, un 12,5 por 100 en el área de Burdeos y hasta un 25
por 100 en el área de Lyon. En conjunto, la media de la «desposesión-posesión» sube
por valor de un sueldo o un sueldo y medio por parcela hacia 1225-1230. No
obstante, el aumento es tan fuerte que se repiten las protestas del siglo XI contra estas
noveltés, contra estos nuevos «malsusos», como se dice en Castilla. Jacques de Vitry
echa pestes desde el púlpito contra «los lobos devoradores». Pero estas indignaciones
son excesivas: en primer lugar, a partir de 1225-1230, al haberse convertido la
«tenencia a censo» en consuetudinariamente hereditaria, la evasión fiscal es enorme,
y más tarde, las ocasiones de percepción no son tan frecuentes; a pesar de todo, las
estimaciones llevan fácilmente los simples derechos de mutación al nivel de los
ingresos por las tenencias, de un 8 a un 13 por 100. Como, por otra parte, los
productos del dominio directo, al menos lo que no es consumido sino vendido,
cereales, vino, aves de corral, madera, no parece que sobrepasen el mismo nivel,
puede verse que lo esencial de las ganancias señoriales se encuentra en tres elementos
que son, por otra parte, la razón de ser de su superioridad: los derechos de protección
o de justicia y el control de la producción.
El primero se resume en el importe de una tasa exigida, en principio, a cambio del
papel de garante de la paz que es, por excelencia, la tarea del guerrero: questa, tolla,
tallia, tonsio, bede, Steuer, el vocabulario es inmenso. Lo fundamental es observar
que uno de los principales aspectos de la formación de las comunidades aldeanas es
obtener una fijación de esta talla, movimiento general entre 1150 y 1180 en todo el
noroeste de Europa, un poco más tardío en el sur, y a veces, en el siglo XIII, solamente
en las zonas de intensa servidumbre (Île-de-France y Champaña hacia 1220-1250).
Además, el importe de este impuesto presenta desgraciadamente enormes variantes:
40 sueldos por hombre en Cluny a mediados del siglo XII, de 5 a 8 sueldos en Poitou
hacia 1200, la mitad en Picardía a mediados de siglo, y una cantidad insignificante en
Italia. El resultado es, en el caso tipo recordado más arriba, una renta regular de al

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menos 15 a 20 libras al año, y para el campesinado de cuatro a cinco veces su censo.
En lo que se refiere a la justicia, magnum emolumentum, pero muy estricta obligación
moral para el señor, ¿quién no vería que es evidentemente la puerta de la riqueza?
Pues si la costumbre bloquea el censo, si un acuerdo fija la talla, las multas pueden
proliferar. Un gran señor inglés obtenía hacia 1270, 4300 libras al año, el valor de
70 000 jornadas de trabajo; el obispo de Ely, su contemporáneo, consiguió en un siglo
hacer pasar de un 28 a un 62 por 100 el total de sus ingresos. Todavía hemos de
añadir las tasas exigidas por el molino, por el horno, como reembolso de corveas
«banales» o del derecho de albergue, todos ellos derechos señoriales que en el norte
de Francia hacia 1277 se pueden cifrar en una cantidad que oscila entre los 6 y los 24
dineros en el caso de las corveas, varios sueldos para el resto, es decir, una renta de
alrededor de un 15 a un 20 por 100 de todas las del señor.
Estas observaciones nos llevan a dos conclusiones: las exigencias señoriales son
múltiples; solo son abrumadoras para el campesino mal equipado, y con mayor razón
para el que ha sido excluido de los acuerdos aldeanos; se está pues en situación de
descubrir en la masa campesina una cesura, económica en un primer momento, pero
que podría llegar a ser jurídica, entre un grupo susceptible de hacer frente a la
punción señorial, y otra cuya pauperización es amenazante. Por otro lado, el
equilibrio de la riqueza señorial solo estará asegurado, y fundamentalmente para el
más rico, a través de una creciente presión en el ámbito de las exigencias jurídicas y
«banales». Si ya solo puede contar con ellas, en el mismo momento en que el papel
que estas justifican, controlar y juzgar, pasa poco a poco a manos del rey, cabe temer,
más para el hidalgüelo que para el gran señor, un rechazo por parte de un
campesinado que podrá considerar el «contrato feudal» roto.

Nobleza

Ahora bien, el señor debe no solamente vivir, sino vivir bien, derrochar, gastar,
aparentar y distribuir, so pena de no completar el otro aspecto de su papel: llevar una
«vida noble». Tanto en la ciudad como en el campo, la opinión pública asimila ambas
nociones: los rikes homes, los divites, los ricos hombres, los viri hereditarii son al
mismo tiempo los magnati, los proceres, los nobiles, los optimates.
A principios del siglo XII la confusa situación de los orígenes se aclara, como ya
apuntamos: la nobleza no es siempre una categoría jurídica bien determinada, sino
una clase social cuya riqueza es el denominador común y donde convergen las
diversas corrientes sobre cuya anterioridad se enfrentan entre sí los historiadores. La
libertad, la herencia de sangre, la pertenencia a un linaje excepcional, el derecho
«banal» y el valor militar, todo esto aparece mezclado, lo que justifica la poderosa
corriente de investigaciones genealógicas. Sin duda, esta fusión no acaba en todas
partes en el mismo momento: caballería y nobleza son aún cosas distintas hacia
1170-1180 en Picardía, Brabanté y Namurois, y con mayor razón en el caso de los

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caballeros-siervos de Alemania, hacia 1250-1260, en Île-de-France o en Aragón,
mientras que la confusión existe al sur, desde 1100 como mucho en Italia, y más
pronto, tal vez, en la región de Oc. Por esta razón, el abandono del apodo en favor de
un nombre de alodio o de castillo se convierte en moda y más tarde en regla. La
transmisión de esta dignidad, que sigue siendo abstracta y eminente, tiende
igualmente a ser masculina, siempre a causa de la creciente preponderancia de las
actividades militares en el grupo.
No obstante, un problema continúa estando poco claro. El de la relación con los
vínculos feudo-vasalláticos. Nadie duda, evidentemente, de la extrema proximidad de
los dos tipos de estructuras. Aunque no están mezcladas de derecho. Personalmente
yo sigo estando convencido de que el mundo propiamente feudal, es decir, el que está
sometido a todas esas reglas, a todos esos ritos de los que se ha hablado más arriba,
solo representa a una minoría de ricos, a una fracción de la nobleza, a los
«propietarios de alodios» ya que son los más numerosos. Es cierto que en nuestra
documentación el número de casos, o incluso simplemente el empleo del vocabulario
feudal, aumenta indiscutiblemente: incluso en una región durante mucho tiempo
rebelde a las costumbres feudales como Picardía, el porcentaje pasa de un 4 por 100
entre 1050 y 1100 a un 9 y más tarde un 12,5 por 100 en la primera y segunda mitad
respectivamente del siglo XII, para descender ligeramente después; hacia 1100-1125
en la Canche, de un total de 100 documentos, solo el 25 por 100 se refieren a feudos
frente a un 35 por 100 referidos a alodios, y se trata de una zona feudalizada en gran
medida. A principios del siglo XIII o finales del XII, hay 60 vasallos en 500 km2 en
torno a Ailly, en Picardía; 2800 en 30 000 km2 en Normandía; 2000 en 10 000 km2 en
Champaña y 20 000 en los 500 000 km2 del imperio; el conde de Flandes, que
promete una ayuda feudal de 100 vasallos, no puede reunir más que 50, etc. Todas
estas cifras no son reducibles a una misma fracción, es cierto. Tan pronto la cifra es
baja (Alemania 4 en 100 km2), como es media, de 9 a 12 a lo largo de la Mancha, o
elevada, en el caso de Champaña. Pero en todos estos casos me parece que estamos
por debajo de la proporción de «nobles» estimada ordinariamente como plausible
antes de 1200, poco más o menos el 4 o 5 por 100 de la población. Es cierto, en
cambio, que la evolución del mundo feudal ofrece en gran medida la posibilidad de
acceder a la nobleza a quien no es auténticamente noble hasta llegar a convertirla en
un hecho normal: por una parte, a causa de la multiplicación de tipos de feudos sin
tierra, y por tanto sin servicios, sobre todo familiares, que prestar. Se trata de los
«feudos-rentas» aparecidos en Fulda en 1048, en Inglaterra después de la conquista, a
partir de 1079, y en Normandía y Flandes en 1087, que tienen importancia, sin duda,
para los miembros de la guarnición, pero también para los hombres de la ciudad,
Burgmannen, que no tienen la intención de tomar un arma. Por otra parte, se ofrece
entonces a los auténticos feudales la comodidad de descargarse de los pesados gastos
del servicio armado (hacia 1135 un equipo militar sale por 20 libras, ¡el valor de 150
hectáreas de tierra!) a cambio del pago de una tasa, adjutorium, adoha, écuage,

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pagable anualmente, con la que los reyes, pues son ellos quienes darán ejemplo, sobre
todo los Plantagenêt después de 1153, cuentan servirse para mantener mercenarios
también eficaces y más manejables. A finales del siglo XII la práctica llega a hacerse
habitual: aparece el rocín, caballo de albarda, llevado en cabeza, equipado y cargado,
en lugar del combatiente hasta la hueste señorial. Es fácil de imaginar también el
peligro de una progresión de las costumbres de los homenajes múltiples (de los que
se encuentran ejemplos en el área de Vendôme hacia 1046, en Cataluña en 1077, y
hasta inverosímiles casos en Alemania, como el de un señor que, en 1229, rinde ¡48
homenajes!). Barbarroja intentó en Roncaglía el año 1154 controlar el conjunto a
través de un homenaje «ligio» preferencial a su persona, pero no dio resultado ni
siquiera en Alemania.
A lo largo del siglo XIII la nobleza experimentó un fenómeno de retracción y
readaptación debido a diversas causas: una parte de los linajes resistieron mal las
condiciones económicas de las que he hablado más arriba; un cierto número de
elementos que marcaban su superioridad social fueron alterados, e incluso
abandonados, por ejemplo la vivienda en el castillo, sustituido entonces por un
sencillo manor; los gastos de la ceremonia de armar caballero, en primer lugar
reducidos a un solo hijo, el mayor, y que más tarde llegaron a estar fuera de su
alcance, obligaron al noble a contentarse con la situación de escudero; en el propio
seno del grupo feudalizado las exigencias financieras impuestas cada vez más por el
señor, e incluso el soberano, llegaron a ser insoportables: en 1133 en Normandía, y
después en otras partes, la fijación de los «casos» de tasación por el señor, la ayuda,
esto es, casamiento de la hija, armadura del hijo, rescate y partida a la cruzada,
experimentaron la introducción del caso de compra de tierras, sin contar el ruinoso
Romfahrt reservado a los vasallos germánicos y que se intentó tan claramente eludir
que, para no bajar solo a Italia, el emperador Barbarroja tuvo que modificarlo (1156).
Sobre todo las cargas del relief (=cambio del posesor del feudo) resultaron
abrumadoras: la tradición fijaba el Verlief, el koop como se decía en Alemania y en
los Países Bajos, al valor de un año de rentas del feudo que había que confirmar; pero
a esto se añadió el precio de los castillos susceptibles de ser devueltos (1170), o bien
se fijó el importe al capricho del señor si la sucesión al feudo era discutible y
codiciada. A este respecto, Felipe Augusto llenó sus arcas con 50 000 marcos
impuestos a Balduino de Hainaut, pretendiente de Flandes (1192), y sobre todo los
20 000 marcos esterlinos arrancados a Juan sin Tierra, discutido heredero de su
hermano Ricardo Corazón de León (1200). Es cierto que para recuperarse, Juan sin
Tierra convirtió en fijo el heriot, en Inglaterra, entre dos límites, de 100 a 250 libras
esterlinas, en 1214. Debe añadirse también que la desastrosa política «malthusiana»
practicada por la nobleza en materia matrimonial, un solo heredero casado,
contribuyó también, sin duda, a la extinción biológica de numerosas ramas: hacia
1230-1240 en Picardía, alrededor del 30 por 100 de los linajes son nuevos.

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Esta renovación fue acompañada de concentraciones y, por tanto, de una
reducción en número. Así se ha podido calcular que los 120 linajes de Westfalia de
1150 no son ya más que 98 en 1200 y 64 en 1250, siendo las cifras alcanzadas en
Picardía, en las mismas fechas, de 100, 98 y 42. La caída económica, el propio
naufragio de determinados linajes o la ascensión, por el contrario, a veces por nuevas
vías (ennoblecimientos reales a partir de 1250), contribuyeron a introducir
distinciones y una jerarquía no relacionada ya con el origen sino con el nivel social.
El imperio se complació en una exagerada preocupación teórica: ya en el siglo XII el
Heerschild, así como los «espejos» (especula) redactados por los juristas o por
mentes sistemáticas, como Wolfram von Eichenbach y su «Espejo de los Sajones»
(Sachsenspiegel de 1225), determinaron grados, desde los príncipes del imperio hasta
los caballeros siervos, los Dienstmannen, algunos de los cuales hicieron, por lo
demás, una brillante carrera. El ejemplo fue imitado, por ejemplo en Francia, por
Felipe de Novara. Pero más que categorías, es en realidad el état, el «brazo», como se
dice en España, del noble lo que le separa de los demás: unos son caballeros, otros
escuderos; unos son domini, señores, otros domicelli, donceles; unos son «tenentes
principales», vasallos directos, otros «valvasores», vassi vassorum; unos son «pares»
en los Países Bajos, otros simplemente «hombres». En sí misma, esta pulverización
no es fundamental; sin embargo, se apoya en un elemento esencial: la posesión del
poder sobre los demás.

El poder

El ejercicio de la autoridad, a pesar de oposiciones que parecen evidentes, no es


en los siglos XII y XIII diferente en el fondo del que nosotros conocemos: sus
instrumentos predilectos son siempre el derecho, la fuerza y la clientela; sus bases
materiales son económicas, aun cuando los ingresos son durante mucho tiempo
partida personal del príncipe. No ocurre lo mismo en el caso del aura o carisma que
acompañan al rey sagrado de los que no encontramos huellas hoy día. Dicho esto, no
negaré las diferencias: en primer lugar, en la época en la que nos situamos, la noción
misma de cosa pública, de «Estado», está en período de gestación; la res publica es,
como lo quiere la etimología, el «bien común», especie de consentimiento colectivo
respecto al orden, concepción eminentemente conservadora. Además, los reyes sacan
sus ejemplos con mayor gusto de la Biblia que de la Antigüedad, comprendido el que
se hace llamar César. Hay pues una curiosa mezcla de preocupación religiosa —llevar
a la salvación, mantener el reino de Dios a través de la professio real pronunciada en
el momento de la «consagración» sobre los santos objetos— y preocupación pública
por una función, un ministerium que hay que desempeñar. Por esta razón, la
influencia real tendrá dos facetas: ya que el rey pertenece al cuerpo de los ministros
de la divinidad, todo lo que sostienen su autoridad, la integridad de su persona, los
símbolos de su poder, lo que se llaman las regalia, son intocables; y dado que ha de

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conducir al pueblo cristiano, ha de dictar leyes y dotarse de los medios necesarios
para vigilar la obediencia a su palabra, verbum regis. En estas condiciones, el sueño
de un dominium mundi, el empleo de la fuerza para constreñir a la Iglesia y a su jefe
romano exceden los límites del papel que le corresponde al rey: ni los canonistas, ni
incluso los juristas romanos podían admitir esta visión; los soberanos alemanes se las
ingeniaron de muchas maneras para imponer este punto de vista, pero todos
fracasaron.
No se trata de bosquejar un cuadro de las especificidades monárquicas de la
Europa de los siglos XII y XIII ni, con mayor razón, de narrar los episodios de su
historia política. Pero el poder real, como otros muchos elementos sociales, se adapta
a la coyuntura, y me parece necesario dar una ojeada sobre sus diversos aspectos. El
poder real es en primer lugar un grupo familiar, una «casa», un linaje, una stirps,
como cualquier otra formación nobiliaria. Es el más noble de los nobles, sin más. Sin
embargo, la vida de su clan, el uso que puede hacer de sus miembros para extender su
autoridad es, evidentemente, más importante. Conocemos bastante mal a los
soberanos medievales; no podemos juzgarlos a través de los biógrafos oficiales, ni
aun a través del examen de sus actos que, a veces, en su mismo fracaso, podrían
mostrar la amplitud de sus propósitos. Los siglos XII y xiii no vieron personalidades
de una dimensión que excediera la normal. Algunos, por lo que se sabe de su carácter,
de su sentido político, honraron su clan, aunque por lo general alguna que otra
sombra se proyectara sobre su recuerdo: el capeto Felipe Augusto, el Plantagenêt
Enrique II, el suabo Federico Barbarroja, los tres coetáneos; antes de ellos, el
normando Roger II de Sicilia, después de ellos, el castellano Alfonso X, el emperador
Federico II y Felipe el Hermoso, al final de este período. Pero Luis VIII o Enrique VI
de Alemania vivieron muy poco, y Enrique V y san Luis demasiado. Sin duda, es más
importante valorar la siguiente característica: estos príncipes contaron con sus
esposas, sus hermanos y sus hijos para ayudarles a durar; no dudaron en divorciarse,
como Luis VII, con la esperanza de tener un heredero varón, en distribuir
peligrosamente «infantazgos» a sus hermanos, como Luis IX, o en asociar a su hijo
mayor al poder, como hicieron la mayoría; pero entre todos estos clanes solo uno
consigue sus objetivos sin dramas, el de los Capetos; mientras que los Plantagenêt se
desgarran en interminables disputas —marido que encarcela a su mujer, hijos
rebelados contra el padre, hermanos enemigos, tíos asesinos—, en la familia de
Francia reina una calma completa que le permite incluso sufrir dos minorías de edad
sin conmoción dinástica. Cuestión de suerte, sin duda, con hijos mayores dispuestos a
reinar sin enredos, activos regentes y obedientes tíos. En este nivel, sin embargo, no
se trata ya de azar, sino de habilidad.
Para reinar, el rey necesita la Iglesia. Allí encuentra al mismo tiempo su garantía
y su relevo: el Capeto, una vez rechazada la tentación de traficar con sedes
episcopales, puede contar con 26 obispos sumisos y 67 monasterios reales; cobra
derechos de «regalía» de las sedes vacantes, protege a los clérigos, puede obtener una

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ayuda pecuniaria, las «décimas», y se rodea de prelados y más tarde de los
franciscanos. Aun cuando lleve una vida privada discutible que le valga
excomuniones, Roma confía en él, y los pontífices expulsados se acercan a él para
solicitarle apoyo y refugio. Al mismo tiempo, el normando primero y el Plantagenêt
después dan prueba de gran fuerza multiplicando las agresiones contra los prelados
juzgados indóciles, rebeldes al impuesto. Para dominarlos, Enrique II les impone a su
amigo Thomas Becket, que cambia en seguida su postura. Las consecuencias de este
gesto son conocidas, exilio en Francia, perdón, vuelta, asesinato, penitencia pública,
conmoción del orden real (1159-1172). El caso del imperio es diferente: el soberano
hace mucho caso de la Iglesia; incluso practica, como se dice, el Kirchensystem, el
apoyo en las sedes donde nombra sólidos aliados; perder este soporte es perderse a sí
mismo en el atolladero principesco de la enorme Germania, de donde procede la
obstinación de los emperadores salios en rechazar toda intervención del papa en las
nominaciones, en las «investiduras»; cuando Enrique V debe transigir en Worms en
1122, los alemanes no han renunciado, y Barbarroja proseguirá la misma política
atacando a la Iglesia frontalmente para hacerla ceder; es vencido, por otra parte, más
por las milicias lombardas que por el papa Alejandro III al que, sin embargo, en
Venecia (1177) ayuda humildemente. Para triunfar allí donde su abuelo había
fracasado, Federico II habría necesitado tiempo, dinero y amigos, pero tuvo lugar un
nuevo fracaso.
¿Se podría contar con los «fieles», los amigos y los vasallos, en caso de que la
Iglesia, cuyos puntos de vista son a veces extraños, se mantuviera al margen? En el
siglo XII, en su comienzo al menos, esta visión «feudal» se mantiene. Los príncipes
territoriales son delegados del soberano; su mentalidad vasallática les retiene en el
camino de la traición y, en efecto, no hubo nadie que pensara en sustituir al monarca;
luchan contra él porque consideran sinceramente haber sido engañados. Las
situaciones son, sin embargo, delicadas. En Francia se puede contar con el flamenco,
el de Champaña, el borgoñés, el tolosano y personajes menores. Evidentemente, se
producen algunas oposiciones, sucesiones discutidas en Flandes (1071, 1127 y 1191),
discordias familiares en Champaña y, más tarde, la aventura albigense que arrastra,
un poco a su pesar, al rey y a sus hermanos a inmiscuirse en el Languedoc. Pero
prácticamente, hacia 1270, la situación es de las más seguras, salvo en el oeste, una
zona aparte tal vez, aunque representa una buena mitad del reino. Ya el normando
Guillermo, y más tarde su hijo Enrique, duques en el reino y reyes en Inglaterra
hostigaban un poco; sin embargo, no son más que escaramuzas, pues se puede contar
con Flandes, Anjou y la masa aquitana. Pero cuando el mismo hombre, Enrique
Plantagenêt, reúne el archipiélago, el ducado, el valle del Loira, Bretaña y todo el
sudoeste, de Poitiers a Bearn (1151-1154), ya que por añadidura es rey y está poco
dispuesto al vasallaje, todo cambia. Lo que salvó, o más bien lo que preservó al rey
(pues los angevinos no quisieron nunca reemplazarlo aunque habrían podido hacerlo)
fueron, sin duda, las discordias de los príncipes, la abulia de Juan sin Tierra, el

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fracaso de sus aliados en Boubines (1214), las rebeliones inglesas, la audacia de
Felipe Augusto y la moderación de san Luis, pero también la extrema fragilidad del
«imperio» Plantagenêt y la incompatibilidad entre una Inglaterra fuerte y posesiones
continentales indefendibles. Paralizada en 1259, la situación se degradará de nuevo
pero ¿se trata de una rivalidad entre el rey y el príncipe?
Esto es lo que ocurre en el imperio, en cambio, donde una evolución más lenta
que en otras partes había labrado grandes «ducados», Stämme, a la vez étnicos,
consuetudinarios y fiscales, en Sajonia, Baviera, Lotaringia, Franconia, Alemania y
Suabia, y «marcas» creadas al este durante la germanización. Brandenburgo, Lusacia,
Misnia y Austria. La política alemana siguió dos vías divergentes. La primera
consistió en unir estrechamente los Reichsfiirsten, los principales potentes, a la
persona o a la familia del rey de Germania, llegando si era preciso hasta consolidar
heredades o ceder regalia: Barbarroja pensaba aún afianzar así la jerarquía feudal.
Desgraciadamente las dinastías imperiales duran poco; es preciso rehacer sin cesar las
promesas, las investiduras; por otra parte, algunos príncipes, en lugar de quedarse en
su ducado, se dispersan y tienden tentáculos por todas partes, el de Lorena hasta en
Italia, así como los Welfs de Baviera en el siglo XI, el sajón Enrique el León de
Lübeck a Leipzig, en Alsacia y en Suiza. Por tanto, se necesita otra política,
vencerlos por la fuerza, lo que Barbarroja realiza contra el León, no sin esfuerzo, y
que, Federico II, muy a menudo en Italia, no conseguirá realizar.
Decididamente, más vale rodearse de servidores a sueldo. El gobierno familiar, la
jerarquía feudal son positivos, los agentes y consejos de expertos también. En esta
ocasión es Inglaterra la que proporciona el modelo. Guillermo generalizo el sistema
de los sheriffs (shirereeve, intendente del condado) sajones; en torno a él se esboza, y
los angevinos lo proseguirán, el agrupamiento de una curia, tal vez imitada de
círculos flamencos, formada por vasallos directos y clérigos, con un servicio contable
(el echiquier) y un canciller (1129); desde 1106 un «justiciero» deambula por el reino
y un vice-rey se encarga de suplir al príncipe del lado del mar, donde él está ausente.
Pero esto no basta, es preciso legislar y calcular. Desde 1130 la realeza cuenta con
una relación de gastos e ingresos; a partir de entonces reúne assises de feudales y
clérigos, en Claredon (1166), en Northampton (1176), assises de las armas y del
bosque (1181, 1184); desde la curia se expiden las órdenes reales, los writs. Todo
esto requiere hasta 2000 personas en 1177. Sin embargo, este tipo de gobierno tiene
demasiada tendencia a contar con técnicos del derecho o de las finanzas, como
Ramnulf Glenville y Gautier Map, a menudo continentales. Cuando las exigencias
fiscales se incrementan, la pequeña nobleza —no hay príncipes aquí— pide ser
consultada; inmediatamente después de sus desengaños en 1214 Juan sin Tierra debe
resignarse a ello. La «Carta Magna» de 1215 prevé que los barones y los clérigos
sean convocados cuando sea preciso recaudar un impuesto; tendrán un parlamentum.
La sinceridad del rey no es forzosamente hereditaria: Enrique III orienta más bien el
«parlamento» hacia un papel de justicia del que se cuidan sus oficiales; él mismo se

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constituye un consejo personal, el «guardarropa». Igual política produce iguales
efectos: algunos abusos fiscales, la preponderancia de los extranjeros, los provenzales
que rodean a su mujer, fracasos militares y una nueva rebelión en 1258, muy grave,
ya que posee un cabecilla, Simón de Montfort, conde de Leicester, nieto del vencedor
de Tolosa. Se piden consejos, un control por parte de la pequeña nobleza, el
desarrollo de tribunales condales y una severa depuración. Enrique III cede, se
retracta, consulta a Luis IX que está de acuerdo con él (1264) y, con esta garantía, se
dedica al violento aplastamiento de los barones, a matar y despedazar en trozos al jefe
rebelde. Simón había sido expeditivo, demasiado, pero el impulso estaba dado, el
Parlamento se reunió, los expedientes subsistieron. Inglaterra poseyó una sólida
administración.
En ese momento es la única, pues la Francia capeta no ofrece más que un pálido
reflejo de estas innovaciones: la curia existe, así como el hotel, heredero del
«palacio» carolingio. Los príncipes solo parecen preocuparse de su propio dominio
patrimonial. Es Felipe Augusto quien, tras haber dejado sin titular los dos cargos
palatinos a su juicio más peligrosos, el de canciller (1187) y el de senescal (1191),
desarrolla el principio de los jueces itinerantes, más tarde fijos, los bailes pagados
con un sueldo y cuyo papel generalizará Luis IX a partir de 1254. Pero la
especialización de la curia, de donde arranca un germen de tribunal de apelación
hacia 1257, el parlamento, y más tarde una sección contable, está lejos de igualar la
de la curia inglesa. Prácticamente será menester esperar a Felipe el Hermoso para que
el más rico y más poderoso de los reinos de Occidente ya no se gobierne con un
puñado de clérigos y pequeños nobles. Desde luego que no faltan las agitaciones,
pero los movimientos «baroniales» de la minoría de Luis IX (1229-1243) son
epifenómenos epidérmicos. En estas demandas de la nobleza, egoístas y puntuales, no
había ningún proyecto. En otros lugares, o bien triunfa el arcaísmo, como en
Alemania, donde Federico II no solo no consigue imponer la organización feudal ni
el establecimiento de agentes ministeriales, sino ni siquiera logra la reunión de un
Reichstag, concebido entre 1235 y 1242; o bien, por el contrario, se hace todo de
golpe, pero en un clima de guerra e influencias extranjeras, como en España, donde
los reyes restablecen una curia y un fisco a partir del siglo XII y, sobre todo, como en
la Sicilia de Roger II que, poderoso en todas partes, pone en pie durante veinte años
oficinas fiscales dirigidas por un «logoteta», tribunales presididos por un «arconte» y
un ejército a las órdenes de un «emir».
El fracaso de los alemanes, el éxito de los ingleses y la resistencia de los Capetos
tienen un mismo origen. El poder medieval tiene, en efecto, una base primordial: las
rentas. Si estas faltan, cualquier esfuerzo que cuente con los hombres, clérigos,
parientes, príncipes, agentes, corre el riesgo de ser en vano; ahora bien, estas rentas
apenas pueden ser el impuesto, pues hace mucho tiempo que Europa está
deshabituada a él; cuando Federico II lo intentó en la ciudad en 1232 fracasó
totalmente. No, la riqueza es el dominio, lo que permite al rey «vivir de lo suyo»,

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prevenir. Sin embargo, el alemán no tiene esta base. Existe el Reichsgut. Al
advenimiento de Barbarroja representa 14 palacios. 35 castillos, 50 explotaciones
rurales y bienes o derechos en 1400 localidades; a esto se añaden los ingresos de la
familia que reina. Pero es del todo insuficiente. Ahora bien, la práctica de la
reinfeudación automática (Leihezwang) impuesta a los salios prohíbe confiar en las
desherencias: hay que limitarse a un poco. Por el contrario, en Francia el Capeto
dispone, además, del fisco carolingio, compra, cambia, hereda y se abre camino. No
es seguro que en 1179 el dominio directo del rey le proporcionara 228 000 libras y
438 000 en 1223, como refiere Conon de Lausana, sino que, en todo caso, en 1125
hay 24 «prebostazgos», es decir, centros de justicia y de fiscalidad del Estado, 56 en
1202 y 106 al final del siglo XIII. La estructura del dominio inglés es un poco
diferente pues su origen es la confiscación, al apropiarse Guillermo de un 16 a un 18
por 100, aproximadamente, del suelo de la isla, esencialmente las zonas sin poblar,
las tierras de paso, lo que se llamará el «bosque» sin que este término implique una
extensión de arbolado. Más tarde, hacia 1180, Enrique II y luego Enrique III,
aumentan la superficie por medio de un writ fechado en 1244; aquí no se trata tanto
de procurarse ingresos, a causa de la naturaleza del bosque, como de constituir una
reserva de tierras para infeudar, o un elemento de separación entre dos dominios
señoriales convertidos en peligrosos; en este mismo orden de cosas cabe decir que el
dominio sirve al Plantagenêt para gobernar y al Capeto para comer. ¿No son estas,
por lo demás, las dos direcciones por las que avanzan los poderosos?

¿Existe una libertad jurídica?

Entre los débiles se introduce una preocupación suplementaria, la de la libertad.


Y, en primer lugar, de la libertad jurídica, la que se define no solamente por el
derecho de ir y de venir, de tomar esposa o de legar, sino también de ocupar un
escaño en la asamblea dominical, de disponer de sus herramientas, de ser llamado
para combatir, de pagar la talla, símbolo de la protección que solo se otorga a los
hombres dignos de este nombre. Tal vez no se hace bastante hincapié sobre el aspecto
moral y psicológico, quizás más sentido entonces: no ser azotado en público,
rehusado en su solicitud de matrimonio, rechazado por la Iglesia o atrapado por los
perros. Para ocultar estas humillaciones, muchos hombres no dudaron en abandonarlo
todo para dirigirse a un lugar donde su «mácula», la que su madre les transmitió, no
fuera conocida.
El problema de la importancia de la no-libertad suscitó interminables debates que
permanecen abiertos. No obstante, hay un primer punto de acuerdo, algo marginal: la
esclavitud sin límite, la de la Antigüedad, no desapareció de Europa; en las franjas
norte y sur del continente la trata floreció siempre, con destino al Islam en el caso de
irlandeses o noruegos, para uso de los cristianos cuando se trata del Tirreno,
especialmente de España y Provenza. Entre 1240 y 1280, el precio de los esclavos, de

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los negros sobre todo, asciende en Barcelona de 3 a 10 libras, mucho más que los
musulmanes empleados por las órdenes religiosas de Aragón. Marsella parece ser que
fue otro centro, aunque se desarrollará más tarde. Es este un fenómeno secundario,
evidentemente, digno de interés, sin embargo. El segundo punto de acuerdo es más
importante: la vieja teoría de Marc Bloch, que causa estupor leer aún hoy día en los
manuales, casi 50 años después, y según la cual, todos los campesinos son siervos, es
abandonada; es muy lamentable que muchos historiadores occidentales utilicen esta
expresión, al igual que la de feudalismo, a la manera marxista, sin haber concretado
lo que sin embargo saben bien, que se trata de un abuso de sentido, ya que se
sobreentiende alienación económica, mientras que no es esta la cuestión en la Edad
Media, antes de, al menos, 1300, sino la de la alienación jurídica, y nada más.
Admitidas estas nociones, surgen algunas divergencias. ¿Existen «cargas
específicas» de la servidumbre? En el norte y este de Francia, en el imperio, el
embargo de una gran parte de la herencia de un «hombre de cuerpo», de un «hombre
propio», de un quotidianus, Tageschalk, Leibeigen, no se puede negar aún a mediados
del siglo XIII. El «mejor animal», el Besthaupt o el Buteil consiste en mobiliario,
ganado, dinero y muebles. Pero estas prácticas se aplican algunas veces a
determinados hombres que no presentan otros signos de servidumbre, en Champaña o
en Berry. Solo el embargo total de la herencia, el echoite, podría significar la
alienación; además de su rareza se ve su peligro, que hace retroceder a más de un
señor: ¿para qué trabajar si todo se pierde luego? Por eso se procede al olvido de tales
exigencias. Hacia 1250, la Iglesia consiguió introducir en el derecho consuetudinario
la idea de una parte transmisible, por ejemplo un tercio de los muebles, un quinto del
terreno. La traba a la libertad del matrimonio (for-mariage) se presenta también como
un impuesto que pagan los hombres libres, por ejemplo en Artois. Solo queda la
capitación, el chevage o la guerra del sur tolosano, aún considerable hacia 1210-1220,
«a discreción» (= «à merci») incluso en el norte de Francia, o questa limitada en
España, y que sería un reconocimiento de servidumbre. Sin embargo, se ha valorado
que su importe inicial de 4 dineros por cabeza se parecía mucho a la tasa de
manumisión de la Antigüedad. Tampoco faltan categorías de hombres cuya situación
particularmente deprimida inclina a alinearlos con los siervos, los censuales de
Alemania por ejemplo, o todavía más, la mayoría de los villeins ingleses. Pero, al
menos, estos últimos aparecen en el tribunal del señor y son sujetos de la common
law\ en mi opinión, es un error llamarlos siervos. Personalmente me inclino a
considerar que la servidumbre es extremadamente residual, siempre desigual en sus
manifestaciones y da más pruebas de arcaísmo que de estatus. Las muy numerosas
«manumisiones» individuales o colectivas que aparecen en Île-de-France y en el
dominio real a partir de 1230 y, sobre todo, a 1250, concurrieron sin duda a relegar la
servidumbre jurídica a áreas de poca extensión, Berry, Nivernais, Franco-Condado,
Flandes, Thiérache, Vermandois y Languedoc, limitándonos al reino de Francia, es
decir, apenas un 8 o un 9 por 100 de la población.

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Otro problema erudito apasionadamente debatido es si la libertad se refiere a los
hombres o a las tierras. El alodio, la tierra sin otro dueño que el que la explota, sobre
la que no pesan impuestos ni servicios, puede ser noble o campesino. El primero,
probablemente muy difundido antes del año mil, fue ampliamente mermado por las
costumbres feudales: su «conversión» en feudo se generaliza en toda Europa. En
cuanto al segundo, podía pensarse naturalmente en el mismo mecanismo, la
conversión en tenencia. El problema consiste en seguir los destinos de las tierras y de
los alodiales, sus dueños, que resistieron a esta evolución. La investigación es, por
definición, difícil ya que se trata precisamente de tierras que permanecieron al
margen ya sea de la Iglesia o de los feudales, fuentes de nuestra documentación. No
obstante, cada vez más prevalece la opinión de que subsistieron muchos más alodios
de lo que durante mucho tiempo se creyó. Tras la importante reducción del siglo XI,
las creaciones de calveros fruto de las roturaciones, las fundaciones de pueblos
nuevos y la desaparición de determinados poderes señoriales debió implicar una
recuperación. A principios del siglo XII, el número de documentos que mencionan
esta categoría de tierra libre o sus propietarios desciende en Picardía del 17 al 3 por
100, pero en Champaña, hacia 1150, se mantiene en una proporción de 1/6 y en el
país de Chartres en una de 1/3; la cifra sube un poco antes de 1200, pero parece ser de
que disminuye después. Sin embargo, el final del período es testigo de la
multiplicación de signos de resistencia. Jurídicamente, el derecho romano los
favoreció en la Europa meridional; al igual que, por otra parte, ciertos tipos de
contratos, la aprisio catalana, por ejemplo, que prevé la transferencia del derecho
eminente al labrador al término del contrato; en el plano judicial, en Hainaut y
Alemania, algunos «tribunales de alodiales» y asambleas condales donde se hallan
los Gemeienfreien, ponen de manifiesto la realidad de este grupo social. No hay
muchas posibilidades de medir su influencia; pero es muy importante que un sector
de explotación libre, aunque atacado por todas partes, pudiera mantenerse hasta la
víspera de los trastornos de la propiedad al final de la Edad Media, particularmente al
nivel de la explotación campesina.

¿Y la libertad económica?

En realidad, lo que más importa, sin duda alguna, a los hombres de la época es
saber en qué medida pueden disponer de su producción. Y se puede sostener, en
efecto, que las formas de vida señoriales y las contribuciones pagadas al señor
representan obligaciones que excluyen la idea de «libertad»; pero esto no es más que
un juego de palabras pues, en este caso, nadie es libre excepto el errante por el
bosque.
Ni que decir tiene que los elementos que permiten decir de un campesino que es
«libre» económicamente, una vez instalado el decorado «señorial», presentan
matices, ya que no todos pueden ufanarse de poseerlos por completo. En cambio, se

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comprende, creo yo, que los siervos auténticos puedan ser libres, en este caso. Las
condiciones de la tenencia desempeñan, en primer lugar, un papel esencial. Durante
mucho tiempo se pensó que el censo, a causa de su origen consuetudinario que le
pone a cubierto de un alza, salvo que haya un «aumento de censo» escandaloso, debía
estar bien considerado por los campesinos; su importe no es elevado, es cierto, pero
las irregularidades son extraordinarias y difíciles de explicar: en Île-de-France, hacia
1260, de 2 a 12 dineros el arpente de campo y de 4 a 60 el de viña. Y los intentos de
uniformización en relación a la superficie, como en Chaource, en Champaña, el año
1276, un sueldo o una medida de avena por «huerto», apenas tuvieron éxito. Se puede
admitir, pues, muy bien, sobre todo en las tierras nuevas, que el «terrage», a parte
proporcional de la cosecha, desde el momento que preserva a ambas partes de toda
sorpresa, buena o mala, haya tentado a más de uno: agrière y tasca de Oc referidos a
la cuarta o quinta parte del producto de la tierra, canon y mezzadria italianas que
llegaban hasta la mitad y champan del norte de Francia que podía descender hasta la
octava parte. Lo que sorprende sobre todo, una vez alcanzado 1220 o 1230, es la
búsqueda de contratos a varias vidas o de arrendamientos rústicos. Se han estudiado
sus inicios en Île-de-France, Inglaterra y Flandes entre 1235 y 1260; el interés de los
dos arrendadores, en un principio al menos, parece cierto, pero la empresa exigía una
cierta resistencia campesina; se puede, pues, decir que el arrendamiento rústico corría
peligro de incrementar la diferencia de libertad económica entre el arrendatario y el
aparcero, e incluso el posesor de una tenencia a censo. Antes del final del siglo XIII
apenas había signos de hostilidad en el campo a este respecto, pero la distorsión es
segura.
La desaparición de las corveas en la reserva señorial, con la consiguiente pérdida
de tiempo y fatiga en los malos momentos y sin provecho importante para el señor, es
evidentemente un elemento de esta libertad. En términos generales, su retroceso bajo
forma de rescate es evidente: hacia 1234 se reducen a la siega del heno, dos días al
año, en Picardía; en Provenza pasan de seis a tres y más tarde desaparecen, entre
1198, 1260 y 1277. En realidad, existe paralelamente una corriente señorial contraria:
algunos señores, a menudo eclesiásticos, desean revalorizar el trabajo manual en su
beneficio e intentan exigir jornadas «libres», por ejemplo los de Saint-Bavon de
Gante hacia 1210 y los de Saint-Denis hacia 1240; en las áreas de Lyon, Burdeos,
Sologne y Champaña, en Île-de-France, no cabe duda que tiene lugar un
recrudecimiento; y también en Inglaterra, donde el obispo de Ely los incrementa entre
1221 y 1251. Esta resistencia señorial se topa con la inercia en unos casos y en otros
con la mala voluntad. Entre 1250 y 1257 en Saint-Denis y en Peronne, las corveas
son saboteadas deliberadamente. La famosa queja de los campesinos de Verson en
Normandía, que pertenece a esta época, muestra a las claras la acritud de las
relaciones entre los sujetos a prestación personal y los intendentes. De manera que,
pasada la década de 1250-1260, hacia 1251-1256 en los Países Bajos y 1280 en
Luxemburgo, se generalizan los rescates de corveas. Los campesinos, al menos los

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más ricos, los únicos capaces de invertir grandes sumas compensatorias, ganaron
tiempo, más preciado que el dinero.
Se comprende que, allí donde se pudieron aumentar las ventajas, la constitución
de explotaciones campesinas masivas fuera perceptible. Sobre todo hacia 1300 es
posible, a través de los inventarios señoriales, intentar examinar esta repartición; no
obstante, antes incluso de esta fecha, se constituyen arriendos o tierras a censo de 100
a 150 hectáreas en manos de los «labriegos» en Toscana, Sabina, Baviera, Cataluña,
Picardía y cerca de Winchester o de Ely. La relativa descompresión del mercado de la
tierra puede ser la causa de ello, pero igualmente puede serlo la ruptura en la masa
campesina que arroja y acumula en exiguas e insuficientes parcelas a las personas que
quedan al margen del progreso, en tanto que unos cuantos acaparan a los demás. El
ejemplo de la zona de Namur o el de la cercana Picardía, hacia 1259 o 1280, puede
servir de espejo: es posible observar que de un 35 a un 60 por 100 de los labradores
(excepto aquellos que no poseen otras parcelas en un terreno próximo) explota menos
de 1,5 a 2 hectáreas, una cifra cercana a menos de la mitad de lo que se considera
como un mínimo vital en las tierras buenas; de un 25 a un 40 por 100 explota de 3 a
10 hectáreas, situando la cota de la supervivencia más o menos en medio del grupo;
el resto explota más de 10 hectáreas y hasta 60 hectáreas. De manera que,
simplificando, podría repetir, como lo hice un poco más arriba, que, en consideración
a las exigencias del señor, cuatro de cada diez campesinos están en apuros o en la
miseria, cuatro viven modestamente, pero con una cierta seguridad, y dos gozan de
una buena posición.

Los excluidos

Hay más desgraciados. No obstante, no es solo la miseria material lo que excluye


a un hombre, sino la idea de que no forma parte del grupo, de que está aislado, de que
es vulnerable; la debilidad es sentida más jurídica que económicamente. Sin duda, los
mendigos no faltan y su situación se ve degradada a partir del momento en que
desaparece la noción de hospitalidad debida al que, tal vez, Dios envía. En las
porterías de las abadías se siguen distribuyendo panes, anguilas y cerveza, y un
monasterio de Cambrai dedica aún, hacia 1275, del 6 al 8 por 100 de sus gastos a este
fin. Pero los mendigos se convierten cada vez más en «profesionales»; en Italia son
los immatriculati, inscritos en un registro; en Nantes, París y Lila, a finales del
siglo XIII, algunos son considerados practicantes de un «gremio», con derecho de
entrada, signos de reconocimiento y emplazamientos reservados. O bien se les reúne
en las casas de Dios, conocidas en el sudeste de Francia e Italia desde el siglo X, y
que se multiplican a partir de 1171-1185, como en la diócesis de París donde su
número pasa de 4 en 1150 a 29 en 1200 y a 83 en 1250. En efecto, cuando son
errantes son rápidamente sospechosos de propagar la herejía; y es cierto que muchos
siguen a algún iluminado, como el «maestro de Hungría», o los «pastoureaux» que

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llenaron los campos entre 1235 y 1250, sin que se pueda saber bien si eran o no
portadores de un mensaje social. Por otra parte aparecen fácilmente mezclados pobres
voluntarios, como los umiliati lombardos, tras las prédicas de Pedro Valdo hacia
1170, o los discípulos de Pedro de Verana a partir de 1245 y los laudesi de Florencia
que cantan y mendigan; ¿no era este, por otra parte, el ideal franciscano? Cuando su
presión crece demasiado se les encierra en un barrio o se les enrola a la fuerza en las
obras de construcción, como sucede en Poitiers. Sería deseable poder evaluar su
número: se nos dice que había 3000 en Toledo, 6000 en Milán y en Montpellier y
5000 en Gante entre 1239 y 1265, pero los pannosi, los pordioseros excluidos de los
oficios y de la tierra, ¿no serían más bien parados, braceros eventuales, e incluso
como en Languedoc, campesinos de reciente inmigración, que no habían sido
admitidos en la ciudad, gentes de la tosca, del monte bajo, los tuchins del siglo XIV?
Al ser rechazados, muchos se hacen salteadores. Se encuentran con los
«carboneros» refugiados en el bosque, siervos fugitivos, ciudadanos desterrados o
mercenarios desmovilizados; se ponen entonces en condiciones de exclusión jurídica.
Los coquillards, houliers, ribots y caymans forman bandas de truhanes, que se les
encierra por la noche en la ciudad en un barrio luego vigilado, que se buscan en el
campo y se cuelgan sin proceso a la primera ocasión. Antes de 1300 no son más que
algunas bandas sin demasiada importancia que, en cada «espanto» (ieffroi), en cada
«emoción», revientan como pompas fétidas en la superficie de la sobresaltada
sociedad. Pero si se les alista o se les engatusa esta franja social puede convertirse en
una «clase peligrosa».
No es este el caso de los «muertos-vivientes», esos leprosos sustraídos del
contacto con los demás y cuyo número crece en el siglo XIII en inquietantes
proporciones —en la diócesis de París hay 8 leproserías (la primera data de 1106) en
1150, 20 en 1200 y 53 en 1250—, tan inquietantes que incluso son sospechosas: se
habla, con toda seguridad, del contacto con Oriente donde la enfermedad es
endémica. Pero la presencia de innumerables leprosos testimoniando y siendo
consultados, puede hacer pensar en formas de lesiones epidérmicas no contagiosas
como eczema o impétigo, que bastaron para dar crédito a la idea de la lepra.
A posteriori, la brusca desaparición de la plaga —en Francia la última mención es
de 1317— podía justificar esta visión, pues la profilaxis no existe, y la tuberculosis,
que sustituye a la lepra, no comienza su reinado hasta después de 1350.
Apartados de la gente por su enfermedad o por su acción, el leproso o el truhán
viven una exclusión voluntaria. Los demás no cuentan, ya que son simplemente «los
otros». Son los locos, los idiotas, los inocentes, a través de quienes Dios puede
expresarse, y se es lo suficientemente clarividente como para no encerrarlos. Pero
están también los «mudéjares», esos musulmanes enquistados en tierra cristiana,
clavados al suelo (los «exáricos» de España), puestos aparte (Teruel, 1176), sin duda
no maltratados pero irremediablemente separados por su fe, cuando incluso podrían
probar una ascendencia goda o ibera; ahora bien, en el siglo XII, son muy numerosos

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incluso en las tierras ocupadas desde hacía tiempo al Islam, según nos dicen eran un
35 por 100 en el norte del Ebro en 1125.
Irreductibles, numerosos, apartados sin esperanza por su raza, su fe, su derecho y
sus costumbres, los judíos acumulan todos los inconvenientes; y también, en cierto
sentido, todas las ventajas, pues solo dependen del príncipe («mis judíos», dice Felipe
Augusto), son elementos del fisco y están protegidos como él; sin duda, pagan esta
«libertad» con el desprecio con el que, en principio, los cristianos los agobian, pero
quién pensaría, independientemente de su utilidad material, en proscribir al pueblo
deicida cuya presencia en el centro del Nuevo Testamento declara a favor del
Antiguo, y ofrece la imagen del réprobo que conforta al creyente en su fe. Las
comunidades judías, una antigua herencia, se implantan sobre todo a orillas del
Tirreno: en el siglo XI se calculó que había 500 familias en Nápoles; Benjamín de
Tudela encontró más de 400 en Narbona, Lunel y Montpellier; en el momento de la
reconquista de Toledo en 1085, Alfonso VI de Castilla tuvo 3000 a su lado; pero hay
noticias sobre ellos en Arles, Viena, Lyon, Macón, Maguncia e incluso en Bruselas o
Ratisbona. La historiografía tradicional los presenta como prestamistas o médicos.
Antes de 1150 aran, vendimian, riegan los campos y combaten; en el Languedoc
controlan el comercio de la sal, del cuero y de los esclavos; en Baleares, sirven de
enlace con el África del oro o Sicilia. Su situación es muy estable: aunque mezclados
con los cristianos, son gobernados por su rabino, son juzgados según su ley y
practican abiertamente su culto; entre 1090 y 1140, en España, en la zona de Tolosa y
en el Languedoc se tienen noticias de sus recaudadores de contribuciones, tesoreros,
castellanos e incluso un visir (en Valencia está comprobado). Como proporcionan a
los príncipes muy abundantes y regulares fuentes de ingresos, a partir de todas sus
operaciones económicas, no se les persigue; en las fiestas agrarias o urbanas se les
insulta o se les hacen burlas y todos los domingos el sacerdote fustiga a los «pérfidos
judíos», pero estos intermediarios natos soportan sin duda estas miserias, pues no se
les ve huir ni apostatar. A través de ellos el pensamiento antiguo o el del Islam, el oro
de África o las hierbas de Oriente llegan a Salerno. Barcelona. Palermo o
Montpellier. Se les mantiene apartados de toda fusión, sea familiar o económica, es
cierto, pero una tolerancia de seis a siete siglos parece protegerles.
Desgraciadamente, la intransigencia religiosa que acompaña a la renovada fe
cristiana a partir de los gregorianos señalaba a los judíos para una inextinguible
venganza. Algunos ignorantes iluminados, como Pedro el Ermitaño, lanzan a las
bandas rústicas contra los judíos. En 1095 en Colonia y Maguncia (pero no en Worms
ni en Frankfurt), se les quema en sus sinagogas. En el mismo momento —¿es acaso
un efecto de esta acción?— una paralela rigidez dogmática petrifica al mundo
rabínico: a los sefardíes de España se oponen los askhenazi de Alemania, rigoristas y
devotos. Los judíos se recogen en sí mismos, se concentran, y se les ayuda en este
proceso, en barrios reservados, los ghettos que se cercan (chancel de los judíos, cerca
de la Bretonnerie en París, Giudecca de Venecia, etc.). En la iconografía cristiana el

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tipo físico del judío se resalta y se caricaturiza: estatura reducida, nariz aguileña,
barba en papillote, ojos negros. A los judíos se les excluye del ejército, incluso de la
«caballería villana» española; se les quitan las tierras, se les niega el acceso a los
oficios, no dejándoles, pero solo a partir de 1130 o 1150, más que una vía, la del
comercio de dinero y préstamos, origen del odio que les tienen los humildes. Una
primera ola de expulsiones o de expoliaciones caracteriza el período comprendido
entre 1144 y 1145 en Francia y en Inglaterra, y más tarde, el de 1175 a 1182 en toda
Europa occidental, incluso en Castilla. En este momento, muchas de las comunidades
retroceden hacia la Europa central, Pomerania, Silesia, o los extremos del mundo
cristiano, como Venecia, Sicilia o Levante. En 1215 el concilio de Letrán confirma
las prohibiciones y les obliga a ostentar el bonete y la «rodela», así como el signo de
la estrella de David en la ropa; el culto solo podrá ser clandestino. En 1237, san Luis,
llevado por su devoto celo, deja asesinar a los judíos en París, generaliza el infamante
traje, hace destruir el Talmud, provoca «milagros», solicita vigorosamente las
conversiones y expolia y expulsa a los rebeldes en 1240 y 1244, postura imitada por
el débil Enrique III de Inglaterra. Se constituye así en el Languedoc y en Italia el
curioso grupo de los «marranos», judíos que hacen alarde de una conversión que les
permite ejercer la medicina, la farmacopea o la astrología, pero que continúan
practicando su fe en secreto, no sin riesgo de subir a la hoguera. Solo España sigue
siendo un hogar de asilo; las nuevas expoliaciones y expulsiones de 1290 y 1306
hicieron que afluyeran allí muchos grupos de exiliados, particularmente a Andalucía
y Levante, que se convierten, junto con Polonia, en una tierra prometida.
Como se ha subrayado, la primera mitad del siglo XIII, en la mayoría de los
sectores recorridos, representa una pausa, y a veces un repliegue: se adquieren
técnicas, se conquistan mercados y se asientan estructuras. La expansión territorial o
comercial llega a su fin, el mar y el tiempo son conquistados. Sin embargo, es
también el momento en que las perspectivas cambian. Los fracasos parecen posibles,
y algunos son evidentes. El papel disolvente del dinero socava poco a poco un
sistema productivo que se ahoga, en el momento en que el Estado, por el contrario, y
la ciudad, por necesidad, parecen dispuestos a hacerse cargo, a volver a hacerse cargo
de la dirección de un mundo desde hacía nueve siglos profundamente rural. Pero lo
que más sorprende al observador es una ruptura en el orden social. Las formas de
convivencia o solamente las costumbres introducen ya una inmensa distancia entre
dominantes y dominados; los que podían franquearla, los comerciantes con espuelas
y los burgueses que beben su vino solo son admitidos confundiendo sus intereses con
los de la «nobleza», en tanto que el poder de esta última aparece cada vez menos
como el prestigio del juez o del guerrero, y cada vez más como el abuso de la fuerza
o de la fiscalidad. Incluso en la masa de los trabajadores aparecen rupturas: maestros
contra oficiales, oficiales contra parados, comerciantes contra maestros y labradores
contra braceros, tallables con su talla fijada o a discreción. Estas tensiones siguen
siendo aún disimuladas bajo la prosecución del crecimiento de la población, el

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enriquecimiento general, la dignidad restaurada de los reyes y el triunfo de la
ortodoxia. La primera mitad del siglo XIII es una época importante de la historia de
Europa. La comunidad de espíritu, de fe y de expresión aún en alza, tiende el manto
de Noé. Es ahora en esta koiné en la que hay que entrar. Hemos hablado de Europa;
hablemos ahora de cristiandad. Luego será necesario examinar las heridas.

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Capítulo 9
UNA SEVERA NORMALIZACIÓN

Los siglos X y XI habían sido para la cristiandad occidental una época de


efervescencia, de discusión y de innovación. En medio de los sufrimientos y las
lágrimas había nacido una nueva organización de los poderes: la sociedad feudal. La
Iglesia romana se había propuesto liberarse de la tutela del imperio y se había puesto
a la cabeza de un movimiento de reforma que trataba de sustraer lo espiritual de la
influencia de lo temporal. En los siglos XII y XIII, esta impetuosa oleada tiende a
calmarse. No es que esta época fuera menos agitada que la precedente, sino que las
cosas evolucionaban en todos los terrenos hacia una cierta estabilización y los
acontecimientos que se producen señalan el final o la prolongación de opciones
decisivas tomadas antes de 1120.

LA JERARQUÍA RESTAURADA

Esto es particularmente evidente para la Iglesia que, como hemos visto, concierta
una serie de pactos con los poderes civiles a principios del siglo XII con objeto de
poner término a los conflictos que la enfrentaban a estos últimos desde hacía varios
decenios, y que al alargarse amenazaban con poner en cuestión los fundamentos del
orden social y favorecer las tendencias anárquicas. Ahora bien, los clérigos más
vinculados a los principios gregorianos y a los ideales reformadores no eran menos
hostiles a todo lo que podía turbar, en mayor o menor medida, el orden establecido.
En ellos, como en la mayor parte de los hombres de su época, predominaba el
sentimiento muy intenso de que existía un orden fijado por la Providencia divina,
tanto en la sociedad como en el universo físico, y que cada individuo pertenecía a un
grupo estable, que tenía sus derechos y sus deberes, situado en una estructura

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jerarquizada que no debía cuestionar. ¿Socavar la sociedad terrena no era, según
decía Guillermo de Auvernia (muerto en 1248), atacar al propio cielo? La invocación
de modelos trascendentes obró por lo general, en la Edad Media, en el sentido del
inmovilismo. A diferencia de nuestra sociedad, orientada hacia el cambio y
encaminada hacia un futuro que se espera mejor, la de los siglos XII y XIII exaltaba la
estabilidad y consideraba la mutabilidad de las cosas humanas como una
consecuencia del pecado. El tema de la Rueda de la Fortuna, tan frecuentemente
representado en la iconografía de esta época, no ilustra la fecundidad del devenir
histórico sino la debilidad de los hombres, juguetes de sus pasiones y de sus
ambiciones. El único progreso posible, a los ojos de los clérigos de este tiempo,
consistía en restaurar en la Iglesia y la sociedad cristiana la perfección primitiva, ese
antiguo esplendor de los orígenes cuya nostalgia había aguijoneado a tantos
reformadores.

El orden y la ley de Dios

Pero una vez solucionados, al menos al nivel más elemental, los grandes
problemas que habían sido el origen de la querella de las investiduras, la Iglesia no
podía más que unirse a los poderes contra los que acababa de rebelarse. Esta
tendencia fue más o menos marcada según los países. Con el imperio, que no había
renunciado a sus pretensiones universalistas, las relaciones continuaron siendo
durante mucho tiempo bastante difíciles y tuvieron lugar nuevos enfrentamientos
durante los reinados de Federico Barbarroja y Federico II. Sin embargo, las cosas
sucedieron de muy distinto modo en el caso de las relaciones con las monarquías
nacionales, como se ve en Francia, donde el abad de Saint-Denis, Suger, fue el
principal consejero de Luis VI y Luis VII. En todas partes los reyes se rodean de
prelados y monjes, que son sus más fieles colaboradores y a veces sus historiógrafos
más entusiastas. A pesar de conflictos locales, como el que en Inglaterra condujo al
asesinato del arzobispo de Canterbury, Thomas Becket (muerto en 1170), la tendencia
que triunfa es la de una asociación cada vez más estrecha del trono y del altar por la
que Yves de Chartres, hacia 1100, había ya formulado votos y que sería uno de los
rasgos característicos de la sociedad del Antiguo Régimen.
Una de las causas de este acercamiento entre las dos jerarquías, aún más sensible
a nivel local, fue sin duda alguna el temor de ver a las masas cuestionar su situación
de dependencia y de subordinación frente a las clases dirigentes. Desde los primeros
decenios del siglo XII, la Iglesia prohibió a los laicos erigirse en jueces de sus
pastores. Si algunos sacerdotes se comportan de una manera indigna de su condición,
es a los obispos y solo a ellos a quienes corresponderá a partir de ahora castigarlos.
En contra de las tesis que habían prevalecido en tiempos de Gregorio VII y que
habían sido retomadas y amplificadas por algunos movimientos religiosos populares,
se afirma solemnemente que la validez de los sacramentos no está vinculada a la

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integridad moral de quienes los celebran, a partir del momento en que estos han sido
ordenados y consagrados legítimamente. El clero, inquieto por el éxito alcanzado por
predicadores heterodoxos como Pedro de Bruys o Eon de l’Étoile, cierra las filas y se
une a la aristocracia señorial, cuyo favor y generosidad le son indispensables.
En numerosas regiones, y particularmente en la Francia del norte y en Italia,
comienza el movimiento comunal, que muy a menudo se afirma en detrimento del
poder de los obispos. Se conocen las invectivas del monje Guibert de Nogent, en el
momento de la insurrección de Laon, contra las «conjuraciones» populares y las
acciones de los comerciantes y artesanos urbanos. Ahora bien, estos movimientos
subsistían: tanto en las ciudades como en los campos se desarrolla una aspiración a la
libertad que a menudo va acompañada de una hostilidad muy marcada respecto a un
clero dominador y poco edificante. Este momento crucial es más patente en Roma
que en ningún otro lugar; allí, el papa Eugenio 111 es expulsado en 1146 por una
revuelta que trataba de asegurar la autonomía de la ciudad en relación a la Santa
Sede. Es un clérigo, Arnaldo de Brescia, quien se pone a la cabeza del movimiento y
logra un gran éxito al pedir que la Iglesia renuncie en todas partes al poder temporal y
a la riqueza. El papado recurre contra él al nuevo emperador Federico Barbarroja, que
reprime el movimiento comunal romano y provoca la huida, y más tarde la muerte del
tribuno reformador. Una significativa alianza entre dos poderes —el papado y el
imperio— que se enfrentarán a continuación a lo largo de varias décadas, pero que
oponen un frente común a la escalada de la subversión.
Sin embargo, la Iglesia, aunque atenúa algunas de sus demandas y se muestra más
complaciente respecto al poder civil, no rompe con el espíritu de la reforma
gregoriana. En el siglo XI había luchado por recobrar su libertad y desembarazarse, al
menos a sus niveles superiores, de la influencia de los laicos. En los siglos XII y XIII,
puso más bien el acento en la preponderancia de lo espiritual en relación a lo
temporal y trató de reforzar su influencia en la sociedad. En efecto, desde Gregorio
VII, el objetivo que perseguían los clérigos más conscientes no era ya tanto la
constitución de algunas comunidades fervientes que aseguraran con sus oraciones la
salvación de sus bienhechores como la realización hic et nunc de una sociedad
cristiana, verdadera anticipación del reino de Dios sobre la tierra. Ciertamente, el
monaquismo permaneció a todo lo largo del siglo XII activo y floreciente, como lo
prueba el espectacular desarrollo de la orden cisterciense que en algunos decenios se
propagó por todo el Occidente bajo el impulso de san Bernardo. Pero la nueva
característica del período es el renacimiento de la Iglesia secular, en conexión con la
nueva concepción de la vida religiosa. Para plagiar —adaptándola— una fórmula
célebre, diríamos que no se trataba de interpretar el mundo sino de transformarlo. La
acción gana por la mano a la contemplación aunque, por supuesto, sin eliminarla. En
esta perspectiva, el monaquismo no es ya el único modelo de la vida religiosa.
Volviendo a sus orígenes, este último se va distanciando cada vez más, en sus formas
renovadas, de la sociedad. Los cenobitas, instalados a partir de ahora en el «desierto»,

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es decir, en el corazón de bosques y ciénagas, le dan mayor importancia a la ascesis
personal y a la huida del mundo que a la acción pastoral. Esta es llevada a cabo
progresivamente por los canónigos regulares, cuya expansión fue favorecida por
Urbano II y sus sucesores, y sobre todo por el episcopado que, librado de sus
elementos más dudosos, vuelve al primer plano tras un largo eclipse. Entre los
concilios de Letrán I (1123) y Letrán II (1215), la Iglesia latina cambia de rostro. Tras
la muerte de san Bernardo en 1153, los monjes dejan de desempeñar un papel
protagonista, en tanto que se concretan y refuerzan las prerrogativas de los obispos.
La jerarquía diocesana, dislocada en muchas regiones por el proceso de
feudalización, empieza a encontrar una cierta coherencia gracias al movimiento de
restitución de iglesias y de diezmos por parte de los laicos. Un poco por todas partes,
a partir de 1150, se establecen estructuras ambientales más sólidas que permiten al
clero controlar mejor la vida religiosa de los fieles.
Esta renovación de las estructuras e instituciones eclesiásticas es particularmente
sensible en la cúspide de la jerarquía. La reforma gregoriana había conducido a la
exaltación de las funciones y prerrogativas del papa. Provisto de las insignias del
poder en el momento de su coronación, en que recibe la tiara (dos, y más tarde tres
coronas superpuestas que simbolizan la dominación sobre la Iglesia y sobre el
mundo), el papa actúa cada vez más como un soberano a la vez temporal y espiritual.
El papado, vinculando su causa a la de la reforma, se convierte verdaderamente,
según las propias palabras de Gregorio VII, en «la cabeza y el eje» de la Iglesia
universal. Sus legados tienen precedencia sobre los arzobispos; pueden reunir y
presidir los concilios regionales o nacionales, obligar a los obispos a dimitir y
excomulgar a los soberanos cuyo comportamiento moral no responda a sus leyes.
En efecto, la Iglesia se provee en esta época de códigos normativos cada vez más
precisos, que tienen un alcance universal. Entre 1125 y 1140, un monje de Bolonia,
Graciano, elabora una colección canónica, es decir, una recopilación sistemática del
derecho de la Iglesia, conocida bajo el nombre de Decreto, que impondrá
rápidamente su autoridad. Este texto, que se sitúa en la línea del derecho del
movimiento gregoriano, define a los clérigos como seres a la vez separados de la
masa de los fieles y superiores a ellos a causa de su misión sobrenatural. Además,
hace hincapié en la autonomía de la justicia de la Iglesia —es la época en que se
desarrollan en las diócesis los tribunales de provisorato, que juzgan a los clérigos y a
los laicos por delitos de orden moral o religioso— y su poder coercitivo por la vía de
sanciones canónicas (negativa de sepultura cristiana, excomunión e interdicto). Su
concepción de la Iglesia es la de una monarquía centralizada en la que los obispos
están sometidos al papa y donde los metropolitanos u otros primados no gozan más
que de poderes limitados de presidencia y control. En esta obra se ha podido ver con
razón la síntesis del antiguo derecho (los cánones de los grandes concilios del primer
milenario) y del nuevo derecho, constituido por las decisiones de los sumos pontífices
más recientes. Esta evolución se intensifica bajo el pontificado del papa

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Alejandro III, un jurista formado en Bolonia que da fuerza de ley a las decretales
pontificias, es decir, a las decisiones tomadas por él mismo y sus predecesores
inmediatos respecto a un problema concreto que se les había planteado. Estos textos,
reunidos en colecciones oficiales a partir de 1234 por iniciativa de Gregorio IX,
tuvieron en lo sucesivo autoridad, y el nuevo derecho, emanación de la voluntad del
papa, prevaleció sobre las tradiciones y las costumbres locales, que los canonistas se
esforzaron por desacreditar. Así, mucho antes que la sociedad civil, la Iglesia se dota
de un derecho unificado puesto que ya no habrá en su seno más que una única
autoridad que legisle en última instancia y que tenga el poder de conceder exenciones
a las reglas que ella misma haya fijado.
En la práctica, las pretensiones de los papas a la autoridad universal se
enfrentaron, sin embargo, a serias resistencias. Aunque los clérigos en conjunto se
sometieron bastante rápidamente al nuevo derecho que incrementaba sus
prerrogativas, los emperadores germánicos y sus partidarios en Alemania e Italia se
opusieron con todas sus fuerzas al establecimiento de este poder teocrático. Federico
Barbarroja (1153-1190) y sobre todo Federico II (1208-1250) trataron también de
reforzar los fundamentos ideológicos de su autoridad volviendo a tomar por su cuenta
las concepciones universalistas del derecho romano, que exaltaba el papel del
príncipe como fuente de toda legislación. Además, otros poderes como los
municipios en Italia, o las monarquías nacionales en otros lugares, no deseaban
someterse en todo a la voluntad del pontífice. Esta actitud se puso de manifiesto en
1201 cuando Inocencio III intentó intervenir, a través de la decretal Novit, en el
conflicto que enfrentaba a Felipe Augusto con su adversario, el rey de Inglaterra y
duque de Normandía, Juan sin Tierra. Mientras que el sumo pontífice afirmaba su
derecho de intervenir en los asuntos de los príncipes «a causa del pecado», el rey de
Francia rechazó esta pretensión y afirmó su autonomía absoluta en el dominio
temporal. Pero los fracasos de la política pontificia no deben velarnos la influencia
que la Santa Sede ejerció al nivel de las formas de gobierno. Desde el primer tercio
del siglo XII, el papa se rodeó de una auténtica corte, la curia, y tuvo a su disposición
servicios perfeccionados como la Cancillería o la Cámara apostólica (finanzas), cuya
eficacia fue pronto temida. Esta evolución de la Iglesia romana tan solo comenzaba
en el siglo XII, pero estaba ya lo suficientemente avanzada como para suscitar las
críticas de un hombre tan respetuoso de las instituciones eclesiásticas como san
Bernardo, quien, en un tratado dirigido a su antiguo discípulo el papa Eugenio III. se
indignaba, en la década de los cincuenta del siglo XII, al ver al sucesor de Pedro vivir
como un soberano rodado de administradores y cortesanos. Anticipándose a la
mayoría de los Estados, el reino de Sicilia y tal vez Inglaterra, la Iglesia les
proporcionó un modelo, el de una monarquía administrativa centralizada, que
intentaron luego imitar.

Una cultura común a los dominantes

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Frente a la presión de los clérigos, que acentúan su avance en el dominio de la
cultura intelectual y el derecho, el otro grupo dirigente, la aristocracia laica, reaccionó
dotándose de un sistema de valores y de representaciones homogéneo que se vio
aparecer en las últimas décadas del siglo XI y que se desarrolló entre 1100 y 1250,
aproximadamente, extendiéndose a la casi totalidad de la cristiandad. Esta evolución
no fue obra de los soberanos, ni de los príncipes influyentes. Las cortes reales, como
las de Hohenstaufen o los Capetos, por ejemplo, siguieron siendo focos de cultura
tradicional con una preponderante influencia de la Iglesia. Se desarrollan allí
actividades de orden litúrgico y musical, en el marco de la capilla real, así como los
géneros literarios eruditos: hagiografía, historiografía, poesía latina, etc. De hecho,
las iniciativas innovadoras proceden de la base, es decir, del mundo de los milites
(caballeros) y de los vasallos, que constituyen el grupo más numeroso en el seno de la
aristocracia, pero cuya situación seguirá siendo precaria durante mucho tiempo. Pues,
contrariamente a lo que creyó Marc Bloch, sabemos ahora que, salvo en casos
excepcionales como el de Normandía o el de Inglaterra después de 1066, la vieja
nobleza carolingia no desapareció durante el «siglo de hierro» que enmarca el año
mil. Las familias ducales o condales que en el siglo XI estaban en posesión del poder
no se confundían con el grupo de los vasallos militares, esos hombres libres que
tenían los medios para combatir a caballo, ni con los aventureros que, por su
excelencia en el oficio de las armas y una hábil política matrimonial, habían
conseguido asegurar su dominio sobre una torre que dominaba una o varias aldeas.
Pero, a medida que su poder de hecho se hacía hereditario y que la concesión de
feudos por los poderosos a cambio de su fidelidad incrementaba su poder, estos
caballeros tendían a fundirse en el grupo aristocrático. Se crea una clase señorial que
trata de distinguirse de los restantes grupos sociales estableciendo barreras que hagan
imposible tanto la degradación que hubiera supuesto una vuelta a la tierra y al trabajo
manual como la entrada en la clase dominante de nuevos elementos: nuevos ricos y
burgueses, «hombres armados» saqueadores y soldados mercenarios. A lo largo del
siglo XII se establece una nueva nobleza a la que no se puede pertenecer más que si se
practica un género de vida caracterizado por un cierto número de ritos y signos
distintivos que son el fundamento de la ideología caballeresca.
Esta cultura común está constituida por un doble proceso. El primero es la
extensión al conjunto de la clase señorial de costumbres y concepciones que eran al
principio las de una reducida minoría. Así, el «modelo real», que los príncipes
alemanes o franceses habían hecho suyo en el siglo X, continúa luego difundiéndose
en las capas inferiores de la aristocracia: el sentimiento dinástico, el sentido de la
sucesión o la veneración que se profesaba a los antepasados varones eran
característicos, alrededor del año mil, más que de un número muy limitado de
grandes familias. En el siglo XII, estas concepciones se vulgarizan y marcan
profundamente todos los clanes señoriales, que tratan de organizarse sobre una base
dinástica a medida que se intensifica el proceso de «descenso» de la autoridad hasta

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el nivel más bajo: el del señorío territorial. A partir de entonces se puede definir como
nobles al conjunto de hombres que comparten los privilegios y las costumbres
propias del rey algunos siglos antes.
Pero la evolución no se efectúa solamente de arriba a abajo. Se puede comprobar,
por ejemplo, a propósito de la difusión de la ceremonia de armar caballero. Este rito
de paso que señalaba simplemente la entrada en la edad adulta era habitual entre los
milites, pero la alta aristocracia parece ser que lo ignoró durante mucho tiempo. Por
el contrario, hacia mediados del siglo XII, casi no hay hijo de príncipe o incluso de rey
que no se haga armar, pues esta ceremonia se había convertido en un atributo de
nobleza y en un codiciado honor. De hecho, la nueva cultura aristocrática se
constituye en torno a los valores guerreros particularmente apreciados por los
caballeros. Esta cultura se pone de manifiesto sobre todo con motivo de las grandes
concentraciones humanas a que dan lugar las fiestas y los torneos. A medida que la
paz de Dios limita las posibilidades de las guerras privadas, estos encuentros
extremadamente sangrientos, en que unos campeones se enfrentan en un palenque
ante un público de entendidos, fueron cada vez más apreciados. Lo mismo se puede
decir respecto de las reuniones de la corte señorial en que se creaban figuras
ejemplares que respondían a las aspiraciones de los caballeros, particularmente de los
«jóvenes», es decir de los «bachilleres» y jinetes solteros que tascaban el freno bajo
la autoridad de un padre o un hermano mayor y que esperaban de la aventura un
ascenso.
Aunque el marco en el que nació la nueva literatura aristocrática en lengua vulgar
fue casi el mismo en todas partes, sus expresiones variarán sensiblemente según las
regiones. En la Francia del norte, de Normandía a Anjou y a Champaña, son sobre
todo clérigos que viven con los castellanos los que elaboran los poemas que son
luego recitados por los «juglares» ante públicos atentos, e incluso apasionados, pero
pasivos. Los cantares de gesta o las novelas de caballería abordan problemas muy
expresivos para la audiencia, como los casos de conciencia suscitados por la
pluralidad de los compromisos de los vasallos o la venganza frente a la felonía. Al
término de un proceso de sublimación basado en la evocación de un pasado más o
menos mítico (la época de Carlomagno) y de un espacio real, a menudo mediterráneo
(de Roncesvalles a los Alyscampos, pasando por Narbona y Orange), la exaltación de
la función militar desemboca en el servicio del Señor Dios. En cambio, en el
Mediodía, es decir, al sur del Loira, la nueva literatura se encarna más en lo concreto
de la existencia, pues el contexto cultural de la creación y de la representación es
bastante diferente. Los autores de cantares en lengua vulgar son sobre todo laicos,
que hablan de ellos mismos en primera persona e intervienen igualmente al nivel de
la ejecución de sus obras. El auditorio, más limitado y del que están excluidos los
clérigos, no permanece inactivo, sino que cada uno de sus miembros interviene
sucesivamente para desempeñar un papel creador y expresar directamente si no una
sensibilidad original, al menos una auténtica cultura. Los textos meridionales son,

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pues, más cortos, menos militares, más líricos, y se apoyan en una métrica refinada y
una melodía compleja. Se canta sobre todo al amor, al fin amor, aunque la guerra y la
aventura no están ausentes. En la poesía de los trobadors se expresa una aristocracia
más civil, urbana y profana que la del norte. La diferencia se debe al pasado de estos
conjuntos de regiones, pero sobre todo a las relaciones que mantienen allí los clérigos
y los laicos. En las tierras que van de Lemosín a Provenza, la reforma gregoriana se
había traducido, sobre todo, en un renacimiento del monaquismo, y el clero regular,
poco afectado por el movimiento, apenas trató, según parece, de actuar sobre la
sociedad en la que vivía para cristianizarla. De lo que se derivó una separación más
clara que en otras partes entre lo sagrado, identificado con la huida del mundo, y lo
profano, dominio de la alegría de vivir y la fiesta.
El mensaje que se desprende de los cantares en lengua de oc es, en efecto, muy
evidente. Los hombres aparecen como iguales ante el amor (al menos en el seno del
grupo de los caballeros), pero la nobleza de espíritu se encuentra entre los pequeños
señores y los «jóvenes» que solo viven de esperanza, más que entre los ricos y los
poderosos que cultivan de buen grado la avaricia y se contentan con un amor
puramente sensual —unión conyugal en el marco del matrimonio legítimo o
ayuntamientos ancilares— que no implica ninguna búsqueda del mérito. El amor
cortés no excluye la posesión, pero los que la celebran saben que es muy difícil de
llevar a la práctica. Apiñados en la corte del señor, los caballeros codician sin duda a
sus hijas o sueñan en cometer adulterio con su domina. Pero los pretendientes, a los
que los trobadors llaman los lauzengiers, son tan numerosos que se hacen daño
mutuamente y ninguno de ellos, por afortunado que sea, puede pretender reinar
exclusivamente en el corazón de su dama. Lo que el hombre cortés puede esperar
conseguir de su amor y de los esfuerzos realizados es, ante todo, el honor. Ahora
bien, este es otorgado por las mujeres, que pueden así elevar por encima de su rango
a un pobre caballero o a un joven jinete valeroso.
Se han hecho muchas preguntas sobre los orígenes de la poesía cortesana.
Algunos han descubierto influencias cristianas (el culto a la dama sería el reflejo
laicizado de la devoción mariana), árabes o latinas. Ninguna de estas hipótesis se ha
de excluir, pues es cierto que la poesía latina, con el redescubrimiento de Ovidio,
produjo en el siglo XII obras en que se expresa una concepción del amor bastante
próxima en algunos aspectos a la de los trovadores. Pero esto no es lo esencial. Como
bien se ha señalado, el nacimiento de esta literatura profana en el país de Oc y el
éxito que experimentó a continuación en Francia, Italia y en el mundo germánico, no
son ajenos al estado de tensión permanente entre la baja nobleza y la alta feudalidad
en su vida común en la corte, y a la necesidad histórica de neutralizar por un ideal
común las divergencias reinantes en el plano existencial entre los intereses de los
grupos. ¿La paradoja amorosa que está en la base del sistema cortés —renunciar al
goce inmediato para adquirir más mérito a los ojos de la dama que se quiere
conquistar—, no es la proyección sublimada de las aspiraciones de los pequeños

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vasallos que, al no disponer de feudos ni de dinero, tratan de afirmarse a través del
valor y la seducción?
Cabe preguntarse por qué esta literatura, que se había formado en el medio social
de los pequeños señores occitanos, fue tenida en cuenta por los más grandes, como el
duque de Aquitania, Guillermo IX, el más antiguo poeta cortesano conocido y uno de
los más originales. ¿Qué interés tenía la alta nobleza en hacer suyas las aspiraciones y
los fantasmas de un grupo de advenedizos o, en todo caso, de inferiores? Sin duda,
había comprendido que era necesario reforzar la fidelidad debida por el vasallo, a
causa de su compromiso personal, a través de otros vínculos más sutiles. El amor y la
lealtad figuraban entre los valores caballerescos. ¿No era oportuno exaltarlos para
que se convirtieran en los fundamentos de un consenso ideológico en el seno de la
aristocracia? Se ha señalado con mucha razón que la gran época de la literatura de los
trovadores correspondió a la segunda época feudal: aquella en que los vínculos reales
pierden su preponderancia en las relaciones feudo-vasalláticas y en que las relaciones
en el seno de la aristocracia se fundan sobre todo en contratos personales. El señor ya
no tiene sin duda tierras que ofrecer. Pero al mantener en su corte a los hijos de sus
vasallos, al reforzar por la convivencia y los frecuentes regalos los tenues lazos que
les unían a estos últimos y, finalmente, al exaltar los valores de la camaradería,
contribuía a establecer un orden original, fundado a la vez en el «amor» y en el
respeto de las distancias, que constituía un poderoso factor de integración social. Así,
en la cançó, las tensiones internas de la aristocracia se trocan en tensiones estéticas, y
la alegría de la forma bella hace olvidar las decepciones de la existencia, así como el
carácter irreversible de la evolución que profundiza cada día más la zanja que separa
a los grandes y los pequeños señores. Tanto en el norte como en el sur, el contenido
temático de la obras cortesanas se hace pronto convencional: al final del siglo XII, el
rey de Francia no trataba ya a sus vasallos como el rey Arturo a sus comensales, los
caballeros de la Mesa Redonda. Al sur del Loira, bajo la influencia del derecho
romano, el contrato del vasallo llega a ser cada vez más exigente y el juramento
sustituye a la palabra dada. En cuanto a la «aventura» exaltada por Chrétien de
Troyes bajo los rasgos de Lancelot, Perceval o Yvain, se revela cada vez más ilusoria
o decepcionante. Pero la boga de la literatura cortesana no disminuye sin embargo, y
durante mucho tiempo aún la caballería quedará fascinada por estas obras que la
consuelan de la dureza de la época, recreando un mundo imaginario en el que la
comunidad entre las diversas capas de la nobleza parece aún realizable.
La emergencia de esta literatura aristocrática es un acontecimiento importante en
la historia del Occidente medieval. Por primera vez se constituye una cultura en
lengua vulgar fundada en un rechazo de los valores religiosos y morales del
cristianismo. Al matrimonio monogámico e indisoluble, que el alto clero y los monjes
tratan de hacer prevalecer entre los laicos a partir del final del siglo XI, la nobleza
opone su propia concepción del amor fundada en una poligamia de hecho y en el
desprecio del vínculo matrimonial. Al culto mariano, entonces en su apogeo,

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responde con la devoción por la dama, objeto y centro de una verdadera liturgia.
Junto a la concepción tradicional de la mujer procreadora y respetable en tanto que
madre, es decir, origen de un linaje, se afirma la idea de que el verdadero envite de la
relación entre el hombre y la mujer es el placer.
Se trataba sin duda de un juego y tal vez hay que ver ahí la simple inversión de
una realidad infinitamente menos bella. No obstante, al tomárselo en serio toda una
sociedad, se reconoce en esta visión idealizada y se complace en sus expresiones
artísticas. La literatura cortesana se convirtió pronto en un verdadero código de
comportamiento para todas las minorías selectas de la cristiandad occidental.
Alrededor del año 1200, el hijo de un rico comerciante de Asís que aspiraba a vivir
como un caballero, san Francisco, ¿no cantaba poemas de amor en francés? E incluso
después de haberse consagrado al servicio de la Dama Pobreza, ¿no continuó
sintiendo una gran estima por valores aristocráticos como la liberalidad y la
magnanimidad? Vivir cortesanamente era también una manera de distanciarse
respecto a los grupos sociales inferiores, burgueses y campesinos, incapaces de
alejarse del deseo y del dinero. Pues, más allá de todas las divergencias internas del
grupo señorial, la cortesía se presenta ante todo como un rechazo de todas las formas
de vilennie, es decir, en definitiva, de la cultura y del comportamiento de las clases
subalternas.

Triunfo de lo escrito, extinción de otras culturas

En el plano lingüístico, el hecho más destacado de los siglos XII y XIII es la


entrada en escena de las lenguas vulgares y su ascenso a la dignidad de vehículos de
una cultura literaria escrita. El fenómeno, más precoz en los países germánicos y
complicado en Inglaterra por los traumatismos que siguieron a la conquista
normanda, se verifica sobre todo en Francia, y más tardíamente en Italia, Cataluña y
España. La Iglesia pierde su monopolio cultural, y el latín, aunque conservando
fuertes posiciones, apenas será ya, después de 1250, más que la lengua técnica del
pensamiento abstracto (teología, filosofía, derecho). No es seguro, sin embargo, que
se pueda hablar de una promoción generalizada de la cultura de los laicos. En una
sociedad tan compartimentada como la de la Edad Media, estos estaban lejos de
constituir un grupo homogéneo. Aunque los caballeros se mostraban preocupados por
liberarse de la tutela de los clérigos, sufrían no obstante su influencia y se sentían más
próximos a ellos que a los campesinos o los artesanos. Además, a partir del final del
siglo XI, en muchas de las regiones de Occidente la aristocracia laica tuvo el cuidado
de hacer dar a sus hijos, o al menos a algunos de ellos, un mínimo de instrucción,
como lo muestran los ejemplos de Aberlado o de Guibert de Nogent. Por lo que
pronlo se ve a la nobleza sobrepasar la simple búsqueda de la proeza física y de la
hazaña guerrera para aspirar a la «probidad», es decir, a un equilibrio entre la valentía
y una cierta sabiduría aprendida en los libros o al menos en los textos leídos. Esta

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evolución contribuyó a alejarlos progresivamente de lo que se ha acordado llamar la
cultura folklórica, que siguió siendo atributo de los rústicos.
Esta cultura profana esencialmente campesina había sido combatida y
neutralizada por la Iglesia desde la alta Edad Media, época en la que apenas tenemos
noticias de ella más que a través de condenas conciliares, de penitenciales o de relatos
hagiográficos de origen clerical. Aun cuando algunos autores transmiten algunas de
sus facetas, lo hacen casi siempre desnaturalizando sus elementos constitutivos para
hacerlos inofensivos. A partir del siglo XI, las manipulaciones de este folklore llegan
a ser más frecuentes o, más exactamente, la presión que ejercía sobre la cultura
intelectual se hace sentir más, como queda bien de manifiesto en los desarrollos que
experimentaron entonces el culto a los muertos, la multiplicación de las fórmulas de
bendición y de maldición y el uso generalizado de las ordalías.
La literatura caballeresca hizo en el siglo XII un cierto número de préstamos a
estas tradiciones orales, en particular en Alemania y en Inglaterra, antes de que el
éxito del género cortés llegara a sumergir estas supervivencias y a unificar en función
de su temática propia las expresiones de la cultura aristocrática. Así, en los
Nibelungos, un poema épico alemán puesto por escrito al final del siglo XII por
clérigos bávaros, reina una atmósfera de violencia sanguinaria y de profundo
pesimismo que se relaciona con las tradiciones heroicas primitivas de los pueblos
germánicos y de la mitología escandinava. En estos relatos, inspirados en las
rivalidades familiares entre los merovingios y en las vicisitudes del reino burgundio
de Worms, aparecen algunas concepciones paganas: el carácter inextinguible de la
venganza, la superioridad de la mujer sobre el hombre, o la ausencia de toda
sentimentalidad son rasgos que atestiguan la supervivencia en plena Edad Media de
una psicología y una escala de valores completamente ajenas al cristianismo. Lo
mismo, o casi, se podría decir a propósito de la Materia de Bretaña, ese conjunto de
fábulas y de relatos de origen céltico donde prolifera todo un maravilloso folklore del
que los autores de novelas de caballería del siglo XII se sirvieron ampliamente. Se ha
puesto de relieve el papel de Melusina, el hada que proporciona a la caballería tierras,
castillos y linaje, y que acaba por convertirse en la encarnación simbólica y mágica
de sus ambiciones. El estudio de Yvain o el caballero del león de Chrétien de Troyes
(hacia 1180) muestra igualmente la importancia, en esta obra que obtuvo tanto éxito,
del tema del bosque, ese mundo de la marginalidad y el desorden donde proliferan
seres extraños, fantasmas y hombres salvajes, encarnaciones de la creencia popular en
una continuidad entre el hombre y el reino animal, incluso vegetal, que la Iglesia
combate oponiéndole la idea del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿En
su Vida de Merlín, el clérigo inglés Geoffroy de Monmouth no presenta al hombre
salvaje como el fruto de la unión entre un mortal y un demonio íncubo? Otros autores
anglosajones del siglo XII, como Gervais de Tilbury o Gautier Map, se hicieron
igualmente eco de tradiciones populares que la Iglesia no había aún ocultado y que
continuaban una vida subterránea. Pero también a este nivel el desarrollo de la cultura

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cortesana fue, a fin de cuentas, más perjudicial que benéfica para la de las clases
subalternas. Al dar nacimiento a una cultura escrita, contribuyó a sumir en la
oscuridad y en la marginalidad todo un conjunto de tradiciones orales que no
volvieron a surgir ya más que en la boca de las víctimas de la Inquisición. Otro tanto
puede decirse con respecto al nacimiento de una literatura «burguesa» que empieza a
desarrollarse a finales del siglo XII en las grandes ciudades del norte de Francia,
particularmente en Atrás, y de la Italia centroseptentrional. Aunque la sátira de los
clérigos no está ausente y aunque el mundo de los señores es objeto de parodias más
o menos irrespetuosas, es aún el campesino tonto y grosero quien constituye el blanco
favorito de estos autores tanto más preocupados por desmarcarse de los gañanes en
cuanto que a menudo ellos mismos acaban de salir del mundo rural.
No obstante, siguen existiendo puentes entre los diferentes medios que hemos
distinguido, y el paisaje cultural, en la realidad vivida, estaba menos
compartimentado de lo que llegará a estarlo más tarde. En ciertos terrenos, se puede
incluso volver a encontrar un fondo común de actitudes mentales que trascienden las
divergencias socioculturales. Así, entre los clérigos de la época, se manifiesta por
ejemplo un sentido de lo concreto y una credulidad que no difieren mucho de las del
pueblo. A todos los niveles, solo se cree lo que se ve o se vive: pero se cree todo lo
que se ve, y la actitud de la Iglesia respecto al milagro evoluciona muy lentamente y
únicamente en las esferas superiores. Las abstracciones apenas hacen mella en los
espíritus. Así, la santidad, antes de ser concebida como un conjunto de cualidades
morales, es generalmente percibida como un poder eficaz y una influencia benéfica.
La propia literalidad impregna tanto el ideal ascético de los ermitaños o la aspiración
a la pobreza de los movimientos evangélicos como los esfuerzos de los gramáticos
por hallar las realidades que están detrás de las palabras a través de sus etimologías y
sus radicales. Además, algunos grupos intermediarios garantizan una relación entre el
mundo de las escuelas y el de las calles y los bosques. Así, los goliardos, un grupo
mal definido de poetas no conformistas, logran fundir en sus obras poéticas
elementos de la cultura antigua, la herencia de su formación clerical y tradiciones
aldeanas como el mito de Jauja, donde el placer de los sentidos, la abundancia y la
juventud son eternos, versión pagana de la edad de oro. Incluso es posible que el
redescubrimiento del paganismo antiguo, ya sea directamente o por intermedio de los
árabes, condujera a algunos ilustrados a una mejor comprensión de la cultura
folklórica, como parece atestiguar el éxito de los bestiarios, lapidarios y tratados de
astrología. Pero es sobre todo en los dominios donde la Iglesia no había definido aún
claramente su doctrina donde las concepciones tradicionales continúan aflorando. La
principal es la de las postrimerías. La imprecisión del dogma a este respecto, que se
prolongará hasta el siglo XIV, favoreció la manifestación de creencias y de
comportamientos que, so capa de textos sagrados como el Apocalipsis y doctas
especulaciones sobre el fin del mundo, expresan la supervivencia de los sueños
milenaristas y de las aspiraciones mesiánicas. Los mismos problemas se plantean a

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propósito del más allá, ese mundo oscuro poblado de espectros que el pueblo cree que
vuelven a apesadumbrar a los vivos y que pronto habrá que encerrar en el purgatorio.
Y, por último, está la cuestión de la existencia de los demonios, que los clérigos
evocan tan a menudo en el marco de su combate contra la usura y todas las formas de
inmoralidad, pero con los que numerosos laicos no vacilan en concertar pactos, con
riesgo, como en el caso de Teófilo, de comprometer la salvación de su alma.
Sin embargo, las mayores tensiones entre clérigos y laicos a nivel cultural
tuvieron lugar en el ámbito religioso. Un bloqueo particularmente tenaz se había
establecido en torno a las Escrituras, y el clero, lejos de favorecer su divulgación,
velaba celosamente por este tesoro, que consideraba como su patrimonio. Las
traducciones de la Biblia en lengua vernácula estaban prohibidas, por temor a que los
laicos interpretaran incorrectamente los pasajes difíciles de los textos sagrados y se
deslizaran hacia la herejía. El riesgo no era imaginario, como lo muestra, al final del
siglo XII, el éxito alcanzado por los perfectos cátaros, que dan al evangelio una
interpretación dualista y gnóstica. De esta situación se derivó una dicotomía entre la
reflexión teológica, patrimonio de un pequeño número de especialistas surgido de los
medios universitarios, y las expresiones espontáneas del sentimiento religioso
popular, que se hacen cada vez más numerosas a medida que se avanza en el siglo
XIII. De Flandes a Lieja y de Renania a Sajonia nace entonces la literatura mística,
obra de mujeres, a menudo procedentes de medios modestos, que exploran las vías de
unión con Dios empleando las palabras de la vida cotidiana. En 1232-1233 la monja
cisterciense Beatriz de Nazareth compone en lengua ciosia, el flamenco de la Edad
Media, una autobiografía como colofón de un pequeño tratado. De los siete grados
del amor, primer escrito místico femenino en lengua vulgar. Algunos años más tarde,
una beguina de Amberes, Hadewych, compone en su idioma nativo una obra muy
variada que alcanza las más altas cotas de la poesía lírica religiosa. Este movimiento
que se amplifica, sobre todo en los países germánicos, no deja de suscitar la inquietud
del clero, que ve con malos ojos esta escalada del misticismo popular que apenas
controla. Este es el sentimiento que expresa muy claramente un franciscano alemán,
Lamprecht de Ratisbona, cuando escribe:

Este arte nació ayer


entre las mujeres de Brabante y Baviera.
¿Qué arte es este, Dios mío,
en que una mujer destaca más
que un hombre docto y sabio?

Además, la Iglesia procuró limitar la difusión de estos textos y los sometió a la


censura de los clérigos, antes de condenar a las beguinas, a principios del siglo XIV,
con el pretexto de que estaban contaminadas por las influencias heréticas. Se

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extinguía así una de las más fecundas e innovadoras corrientes de la cultura medieval
ya que concernía sobre todo a los laicos y las mujeres.

Progreso del derecho erudito

Desde la alta Edad Media, Occidente no tema una legislación civil que se
impusiera uniformemente a todos los súbditos de un príncipe. Tras las invasiones
bárbaras prevaleció el sistema de la personalidad de las leyes, que variaban según la
pertenencia étnica y el rango social de las personas. Luego, con la desaparición de
toda justicia estatal y centralizada, la diversidad se incrementó. Una vez establecido
el orden señorial y feudal, la noción de ley desaparece y cede el lugar a la costumbre,
por lo general no escrita. «Había casi tantas leyes como casas», dirá un jurista
boloñés del siglo XII al evocar el período inmediatamente anterior. Y sin embargo,
Italia era sin duda en toda la cristiandad el foco donde la noción de derecho había
sido menos olvidada. Las ciudades continuaban siendo, más que otros lugares, los
centros administrativos de las regiones vecinas, y de los jueces que dictaban
sentencias según el derecho lombardo, muy impregnado de influencias romanas.
Además, en el siglo XI, las regiones septentrionales y centrales de la península
pertenecían al imperio y, a pesar de las dificultades que experimentaban los soberanos
germánicos para hacerse obedecer, la idea de una autoridad pública superior
sobrevivía allí mejor que en otras partes. Lo mismo ocurría en Roma, donde el poder
pontificio seguía siendo indiscutible. Esto es lo que explica la existencia, atestiguada
muy pronto en estas regiones, de notarios que levantaban actas en virtud de la
autoridad imperial o pontificia, y ante los cuales se debían registra las escrituras para
que fueran válidas. Para formar a estos escribanos funcionaban escuelas de notariado,
bien atestiguadas en Parma y en Rávena, donde se podían adquirir algunas nociones
jurídicas. A partir de este modesto substrato tiene lugar, desde finales del siglo XI y
sobre todo en el siglo XII, un renacimiento del derecho civil y de los estudios jurídicos
cuyo centro fue la ciudad de Bolonia. Su principal artífice fue un maestro de escuela
de esta ciudad, Irnerio, cuyo mérito esencial fue hacer del derecho civil una disciplina
autónoma, distinta del orden de las artes liberales y dotada de técnicas propias, en
particular la glosa. Bajo su influencia y la de sus alumnos se operó, en el curso del
siglo XII, un notable renacimiento de los estudios jurídicos que se pone de manifiesto
por un redescubrimiento progresivo de textos auténticos del derecho romano
imperial, en particular el Digesto de Justiniano, que solo se conocía a través de
compilaciones fragmentarias y cargadas de interpolaciones posteriores.
Conviene preguntarse sobre las razones de este recurso a fuentes dispersas u
olvidadas. Se debe sin duda, por una parte, a la voluntad de retorno a la Antigüedad y
a tradiciones más fiables que caracterizan, en todos los ámbitos, al siglo XII. Pero es
sobre todo el renacimiento, más precoz en Italia que en otras partes, de la actividad
económica de los intercambios y de las ciudades lo que favoreció la búsqueda de un

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derecho, particularmente en materia de contratos, que sobrepasará los particularismos
locales y la diversidad de las costumbres. A esto se añade la voluntad de un cierto
número de intelectuales idealistas, apasionados de la lógica, que aspiraban a una
autoridad única haciendo aplicar una ley común. Hacia mediados del siglo XII, los
profesores de derecho de Bolonia creen haber encontrado su paladín en la persona de
Federico Barbarroja, que procuraba a la sazón restablecer en Italia la autoridad
imperial. A cambio del apoyo que prestaron a sus pretensiones al afirmar que la ley
no tiene otra fuente que la voluntad del príncipe, recibieron de él en 1158 numerosos
privilegios que contribuyeron a reforzar su prestigio y su influencia. Pero este tardío
redescubrimento del derecho romano no podía desembocar en un puro y simple
retorno a la legislación de Justiniano. No se podían olvidar los siglos de historia
trascurridos y, por lo demás, las vicisitudes dei reinado de Barbarroja, en particular su
fracaso final contra las ciudades de la liga lombarda, bastaban para ilustrar el carácter
anacrónico de esta restauración. Con la paz de Constanza, en 1183, las comunidades
italianas ven reconocer su derecho a hacer por sí mismas sus leyes, y un poco más
tarde comienza la redacción de estatutos comunales cuyo contenido difería
sensiblemente de una a otra ciudad. El derecho romano conserva todo su prestigio y
está por encima de otros derechos, aunque no consigue eliminarlos. Hasta el final de
la Edad Media, la situación jurídica de Italia se caracterizará por la coexistencia del
derecho común (ius commune) con el derecho de las diversas comunidades (ius
propium). Pero hay que subrayar que los estatutos comunales como los que fueron
puestos por escrito en el siglo XIII no son simples reglas prácticas o empíricas, como
podían serlo las costumbres de un señorío incluso cuando eran consignadas por
escrito, sino una verdadera legislación municipal sancionada y ratificada por los
organismos políticos.
La difusión del derecho romano fue igualmente muy precoz y rápida en la Francia
meridional. En estas regiones, el derecho consuetudinario había permanecido bastante
vigente y el uso del acta escrita no había desaparecido nunca. Toulouse y Montpellier
acogieron desde la década de los cuarenta del siglo XII escuelas de derecho donde se
formaron «legistas» influyentes en los consulados y en las cortes de los señores más
poderosos. Fueron ellos los que, con gran escándalo de los trobadors, introdujeron al
sur del Loira la práctica del juramento prestado sobre los Evangelios o sobre
reliquias, que sustituyó a la antigua promesa en las relaciones feudo-vasalláticas y las
costumbres judiciales: ¿no debían ser creídos los nobles por su palabra y sus
relaciones reguladas por la convenientia? Jurar o dar pruebas solo era oportuno para
los comerciantes o los campesinos. Pero, a pesar de las recriminaciones de un Peire
Cardenal, los vínculos contractuales se transforman a todos los niveles y se rodean de
garantías jurídicas. De manera indirecta y difusa, el derecho romano influencia las
costumbres locales y las hace evolucionar en un sentido más racional, volviendo a
valorar nociones olvidadas como la de la equidad. En Italia, su huella se hace sentir
incluso en los numerosos libri feudorum que fueron entonces redactados. Más que un

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conjunto de textos se trata de una herramienta conceptual que permite un nuevo
enfoque de los problemas jurídicos y sociales y de un lenguaje que pronto se
convertiría en patrimonio de una categoría de escribanos.
En el norte de Francia, el derecho romano no experimentó la misma fortuna. Los
Capetos, que veían con desconfianza estos textos que exaltaban la preponderancia del
emperador, prohibieron su enseñanza en París, lo que no impidió que se estudiara en
Orleans a partir del final del siglo XII. Pero las regiones septentrionales no quedaron
al margen del movimiento de renacimiento jurídico. La redacción de las costumbres
orales se inicia primeramente en el oeste (Coutumes normandes de Ramnulf, Assises
del conde Geoffroy de Bretaña), y luego se extiende al centro de Francia (Usages
d’Amiens, 1249; Enseignements de Pedro de Fontaine, 1254; Libro de justicia, 1265).
En Alemania, el movimiento es idéntico cuando Eike von Repgow compila el
Sachsenspiegel (El espejo de los sajones), hacia 1221-1224. Como en el caso de
Flandes, se ve aparecer entonces en estas regiones un derecho penal de un nuevo tipo
que tendía a quitar a los delitos criminales el carácter privado que teman en el
derecho germánico y feudal. Para legitimar la intervención activa de las autoridades
públicas en los asuntos de sangre, los clérigos del círculo condal debieron volver a
poner en vigor la noción de un orden público del que el poder era el garante. De este
modo, los crímenes se convertían en principio en transgresiones de la autoridad
condal, que estaba habilitada para castigarlos, y la represión en un servicio público.
Los municipios hicieron lo mismo por su parte. La paz jurada entre los burgueses
prohibía las faides o venganzas privadas y los litigios debían someterse al obligatorio
arbitraje de los faideurs municipales, lo que los convertía en delitos de derecho
público. El proceso deja de ser progresivamente un combate entre particulares, en que
las autoridades solo desempeñan el papel de testigos, para transformarse en debates
entre un individuo y un representante de los poderes públicos, que se ponen en el
lugar de la parte perjudicada. Asimismo, el antiguo procedimiento acusatorio es
reemplazado al final del siglo XII y principios del XIII por un procedimiento
inquisitorio. Una querella privada basta para poner en marcha las diligencias de oficio
por parte del baile condal, asistido más tarde por las cortes feudales de derecho
común. La aparición de este «ministerio público» anticipadamente, encargado de
entablar diligencias por su propia iniciativa contra los criminales, es una de las
creaciones maestras de la Edad Media. Y lo mismo se puede decir de la evolución del
sistema de las pruebas. Al sistema germánico de las ordalías por el fuego, el agua o el
duelo judicial, reemplaza en la segunda mitad del siglo XII un sistema más racional y
objetivo en el que los jueces desempeñan un papel activo ya que es a una comisión de
regidores a quien corresponde investigar y escuchar a los testigos capaces de aportar
la prueba legal. Lo mismo ocurre en la Iglesia, donde el recurso a las ordalías es
prohibido en 1215 por el IV Concilio de Letrán. Todo este movimiento de
racionalización de la justicia y de desarrollo del derecho dará sus frutos sobre todo en
el siglo XIII. Directa o indirectamente, procede de la creciente influencia ejercida por

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el derecho erudito —derecho romano y derecho canónico que, por otra parte, hace
numerosos préstamos al primero.
Sus repercusiones sobre la ética política no son menos importantes, en la medida
en que contribuye al renacimiento de la idea de res publica. Para Juan de Salisbury,
un gran letrado inglés convertido en obispo de Chartres, que desarrolla una reflexión
sobre los problemas políticos de su tiempo, el príncipe es «persona pública y poder
público». En Francia y en Inglaterra se empieza a emplear la expresión «la corona»,
que implica una continuidad trascendente más allá de la sucesión de los soberanos. El
rey pasa a ser del justiciero que era ante todo, a legislador. En Francia es san Luis
quien innovará, tras una interrupción de varios siglos, legislando a través de
ordenanzas válidas para todo el reino. El marco sigue siendo feudal y el soberano no
decide nada sin haber pedido consejo a sus pares. Pero el orden monárquico se perfila
en el horizonte y no transcurrirá mucho tiempo antes de que los legistas de los
Capetos afirmen que «el rey de Francia es emperador en su reino».

LAS DESVIACIONES APLASTADAS

A partir de 1120, se multiplican en Occidente movimientos religiosos populares


que ponen en cuestión el poder y la riqueza de la Iglesia. Esta, en efecto, había salido
reforzada y enriquecida de la querella de las investiduras. Los señores, grandes y
pequeños, conmovidos por las amenazas y las sanciones económicas, comenzaron a
restituir las porciones de los bienes temporales eclesiásticos de los que se habían
apoderado en los siglos precedentes: iglesias, diezmos y diversas prestaciones
volvieron poco a poco a manos del clero y, en particular, de los monjes, que son los
principales beneficiarios de las generosidades otorgadas, frecuentemente, in articulo
mortis.

Movimientos populares entre la oposición y la herejía

Ahora bien, en la misma época los mejores cristianos, tanto clérigos como laicos,
experimentan la influencia del ideal de la vida apostólica, caracterizado por el deseo
de una vuelta a la vida en común y por la renuncia a la propiedad privada. Para
realizar plenamente estas aspiraciones, algunos laicos se asocian a los religiosos
según diversas modalidades, como los campesinos del sur de Alemania que, si hemos
de creer a Bernold de Constanza, acudieron en gran número a ponerse a las órdenes
de los monjes de Hirsau y se asociaron como conversos, es decir, como servidores y
labradores, a sus comunidades. Pero muchos, que tenían pocas esperanzas en la
institución eclesiástica y estaban convencidos de que nunca cambiaría, se apartaron
de ella y entablaron violentas polémicas contra el clero, incitando a los fieles a no
pagar el diezmo y a rechazar los sacramentos, en particular el bautismo y el
matrimonio. Con Pedro de Bruys y Enrique de Lausanne, se llega a la negación de la

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propia Iglesia y de sus ritos, manteniéndose como única exigencia una fe puramente
espiritual.
Aun sin llegar a estos extremos, muchos fieles esperan que la Iglesia se acomode,
hasta en su apariencia externa, a la pobreza de Cristo y sus apóstoles. En nombre de
este ideal, Arnaldo de Brescia pide a la Iglesia romana que renuncie a su poder
temporal y a sus riquezas (1151-1155). Su fracaso y su trágico fin refuerzan a sus
partidarios en la idea de que la jerarquía obstaculiza la difusión del Evangelio.
Además, numerosos laicos, dado el tipo de vida pobre y ascético que adoptan, se
consideran habilitados para ejercer libremente la función de la predicación. Pero la
Iglesia hace de ella una tarea reservada únicamente a los clérigos.
Por todas estas razones, el clima de entendimiento y de colaboración que se había
creado en el siglo XI entre la minoría reformadora del clero, agrupada en torno al
papado, y los movimientos religiosos populares no es más que un recuerdo a
mediados del siglo XII. Reforzando los privilegios de los clérigos y acentuando su
separación del mundo profano, los gregorianos habían preparado a sus sucesores un
difícil futuro. Se colocan toda una serie de obstáculos entre una Iglesia que
desarrollaba sus estructuras y reforzaba su armadura jurídica y las corrientes
evangélicas que tendían a deslizarse hacia un espiritualismo exacerbado. Son
precisamente estas tensiones las que pone en evidencia la historia de Valdo y los
valdenses.
Según las fuentes contemporáneas y los manuales de la Inquisición del siglo XIII,
la secta de los valdenses, o Pobres de Lyon, había sido creada por un rico ciudadano
lionés llamado Valdo. Este, una vez convertido, abandonó todos sus bienes y se
propuso observar la pobreza y la perfección evangélica, a la manera de los apóstoles.
Se hizo traducir en lengua vulgar los Evangelios, algunos libros del Antiguo
Testamento y algunos pasajes de los Padres de la Iglesia. Habiendo adquirido así un
conocimiento directo de la palabra de Dios, se puso a predicar en las calles y las
plazas públicas, arrastrando tras de sí a muchos hombres y mujeres que envió a su
vez en misión a las ciudades y pueblos. El episodio inicial se ha de situar alrededor de
1170-1176. En marzo de 1179, una delegación de la pequeña comunidad se dirige a
Roma, conducida por el propio Valdo, que quería que el papa Alejandro III y el III
Concilio de Letrán aprobaran su género de vida. A partir de entonces, tienen
problemas con el clero lionés que les exige respetar la regla canónica que prohíbe la
predicación a los laicos, sobre todo cuando no tenían, como en su caso, residencia
fija. Tenemos la suerte de haber conservado la reacción de un curialista inglés,
Gautier Map, que asistía al cardenal penitenciario encargado de examinar su
demanda:
Hemos visto —nos dice— a los valdenses, gentes sencillas e iletradas, así llamados a partir del nombre
de su jefe, un ciudadano de Lyon-sur-le-Rhône… Pedían insistentemente que se les confirmara la
autorización para predicar, pues se consideraban instruidos, mientras que apenas eran mínimamente cultos
... ¿No sería como echar margaritas a los puercos, dar la Palabra a unos simples que estamos seguros que
son incapaces de recibirla y aún más de transmitir lo que han recibido? Es inviable y hay que impedirlo ...

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Estas gentes no tienen domicilio fijo en ningún sitio; van de dos en dos, descalzos, visten ropas de lana y
no poseen nada siguiendo en todo el ejemplo de los Apóstoles; siguen desnudos al Cristo desnudo.
Comienzan muy humildemente, porque aún no se han asentado. Si los dejamos actuar, nos echarán a
nosotros.

Es una actitud característica la de este clérigo cargado de altivez y suficiencia,


que humilla con su desprecio la incultura de los laicos y se siente amenazado en su
monopolio como intermediario obligado entre la palabra de Dios y los hombres.
Sin embargo, en un primer momento, la reacción del papa Alejandro III fue más
clarividente que la de sus colaboradores: Valdo recibió una confirmación oral del tipo
de vida religiosa que se proponía observar, así como una autorización, tal vez
simplemente personal, para predicar siempre que estuviera de acuerdo con ello el
párroco del lugar. Pero no tardaron en producirse dificultades en la práctica. El nuevo
arzobispo de Lyon, Juan de Bellesmains, trató sin duda de poner el movimiento bajo
su control. Al no conseguirlo, retiró a Valdo y a sus compañeros el permiso para
predicar. Estos últimos no se sometieron y le respondieron que «hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres». Lo que no significaba que los valdenses rechazaran la
jerarquía o la consideraran inútil: simplemente juzgaban imposible renunciar a su
misión, que consistía en anunciar a los hombres el Evangelio. Por esta razón fueron
expulsados de Lyon y excomulgados, primero por el arzobispo en 1182-1183, y luego
por el papa Lucio III en 1184. Esto no impidió, sino todo lo contrario, la difusión del
movimiento que se extendió en una primera etapa al Languedoc y Lombardía, y más
tarde a otras regiones de Francia y de Italia en los últimos años del siglo XII. Por lo
demás, es menester no sobreestimar el alcance de la excomunión de 1184. Incluso allí
donde se conoció, muchos clérigos y laicos continuaron teniendo a los valdenses por
buenos cristianos: ¿acaso no vivían pobremente, según el Evangelio, y no predicaban
una doctrina ortodoxa? Además, compartían con la Iglesia católica su adversión
frente al catarismo, contra el que no polemizaban menos airadamente que los
apologistas católicos. Los discípulos de Valdo pertenecían en su mayoría a la
burguesía y las clases populares. Estaban pues raramente en contacto con la jerarquía
eclesiástica y continuaban frecuentando las iglesias, en tanto que no se les expulsaba
de las comunidades parroquiales. Esta situación pudo verse en Metz el año 1199, en
que el papa Inocencio III debió intervenir, a petición del obispo, para condenar las
maniobras de grupos de valdenses que incitaban a los fieles contra un clero al que
reprochaban sus insuficiencias: «Algunos de ellos —dice el papa— solo sienten
desprecio por la sencillez de sus sacerdotes; cuando estos les ofrecen la palabra de
salvación, murmuran en secreto que encuentran en los libros una doctrina mejor y
que son capaces de formularla mejor que ellos». Como puede verse, el debate gira
siempre en torno a los mismos problemas: los laicos, a causa de su inferioridad
cultural, real o supuesta, ¿no debían tener contacto con la palabra de Dios más que a
través de los clérigos debidamente delegados por la jerarquía? En todo caso, la Iglesia
afirma que, aunque los sacerdotes no estén a la altura de su tarea, los fieles no han de

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juzgarlos ni constituir sectas o conventículos clandestinos que destruirían la unidad
de la parroquia. Por último, estaba prohibido que los laicos se arrogaran el derecho a
predicar, ya que era una función específica de los laicos en la Iglesia.
En la misma época, en esa Lombardía que era a la vez el dominio predilecto de
los comunes y el «receptáculo de todas las herejías», por utilizar la expresión de un
autor ortodoxo, se desarrolla el movimiento de los humillados. Estos aparecen en
Milán hacia 1175 y se dispersan rápidamente por todas las grandes ciudades de la
llanura del Po. La Crónica de Laon (hacia 1220) los presenta como «ciudadanos que,
aunque permanecían en sus hogares con sus familias, habían escogido una cierta
forma de vida religiosa: evitaban la mentira y el juicio, se contentaban con un vestido
sencillo y se comprometían a luchar por la fe católica». Pero este texto, por
interesante que sea, no nos informa sobre los orígenes del movimiento, que debió
nacer en los medios artesanos deseosos de acceder a la práctica de la vida evangélica.
Como los valdenses, rechazaban el juramento y, sobre todo, reclamaban el derecho a
la predicación. De entrada, en efecto, se ponen a anunciar la palabra de dios en la
plaza pública, en el estilo directo propio de las asambleas urbanas. Esta audacia les
valió ser englobados en la condena que, en 1184, afectó a todos los movimientos
religiosos populares, a causa de su negativa a someterse a la autoridad de la jerarquía.
El carácter específico de los humillados radica en su modo de vida y en la
importancia que atribuyen al trabajo. Muchos de los que se les unían estaban casados.
Los esposos se prometían continencia y algunos de ellos se reagrupaban en casas
donde coexistían comunidades distintas de hombres y mujeres entregados al trabajo y
la oración, mientras que otros permanecían en sus casas. Originariamente, el trabajo
manual era una necesidad, pues la mayoría de los adeptos del movimiento
pertenecían a medios modestos. Como puede verse, no existía nada herético en sus
prácticas; pero la afirmación de que los laicos podían, aun permaneciendo cu la
sociedad, llevar una existencia religiosa y dar un testimonio evangélico les parecía
escandaloso a los clérigos, inclinados a englobar en una reprobación común todos los
movimientos populares.

Un peligro mortal: el catarismo

Mucho más peligrosa para la Iglesia que estos movimientos espiritualistas, que se
fijaban a sus estructuras sin poner en cuestión lo esencial de la doctrina, fue la oleada
del catarismo. Durante mucho tiempo se ha discutido sin saber si este conjunto de
creencias fue introducido en Occidente por orientales o tenían un origen indígena. El
debate ya no apasiona hoy día a los historiadores: aunque está prácticamente
establecido que algunos bogomilos, es decir, maniqueos procedentes de la actual
Yugoslavia, participaron en la primera reunión que concentró en 1164, en San Félix
de Caraman, a los responsables de las comunidades cataras occitanas, es cierto, por
otra parte, que el transplante no hubiera arraigado si las mentalidades no hubieran
estado dispuestas a recibir el mensaje. Ahora bien, este último se presentaba como un

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esfuerzo por alcanzar la realización plena y total de la vida cristiana tal como se
desprende del Nuevo Testamento. La Iglesia católica es acusada de haber disimulado
la verdad revolucionaria del Evangelio, que reside en el siguiente dualismo: Dios,
asimilado al Bien y al Espíritu, opuesto desde siempre a Satanás, príncipe del Mal y
señor de la Materia. El Diablo, en el que la teología oficial no veía más que un ángel
caído, peligroso y falaz sin duda, pero no al creador del mundo material, se convierte
entre los cátaros en una potencia divina. Entre estas dos realidades antitéticas se libra
un combate cuyo desenlace es incierto y que cada uno vive en sí mismo, pues los
hombres no son otra cosa que parcelas de espíritu ensarzadas en la materia.
Consecuentemente, el objeto de la vida religiosa pasa a ser un ascenso, un esfuerzo
del hombre para liberarse de la corrupción bajo todas sus formas: vida carnal,
sociedad e instituciones, trabajo, etc. Para conseguirlo, es menester seguir el ejemplo
de Cristo, que no es para los cátaros una persona de la Trinidad, sino el mayor de los
ángeles —o el mejor de los humanos— del que Dios ha hecho su hijo. Todo lo que
dice de él la Iglesia es falso: su cuerpo y su muerte no fueron más que apariencias y
no es su Pasión lo que salva sino su enseñanza tal como se puede encontrar en los
Evangelios y, sobre todo, en san Juan. Ciertamente, en el seno del catarismo existían
muchas tendencias y, junto al dualismo absoluto que acabamos de presentar, se halla
también un dualismo mitigado, que insiste más en el papel de Jesús-ángel enviado
por Dios para revelar al hombre lo que hay de recto en él y ofrecerle una posibilidad
de salvación a través de la ascesis y de un ritual de unión con Dios, la imposición de
manos o consolamentum efectuado en el umbral de la muerte. En cambio, para los
dualistas absolutos, la liberación de los vínculos de la materia no podrá consumarse
más que al cabo de un proceso de reencarnación, cuando el alma de los que hicieron
el bien cuando estaban vivos pase por metempsicosis a las especies superiores.
No es cierto que los adeptos del catarismo, que pronto fueron muy numerosos en
el sudoeste de Francia y en Italia, conocieran y comprendieran todas las sutilezas del
dogma cátaro. La fuerza de este último consistía en presentarse como un sincretismo
cuyos aspectos gnósticos satisfacían a los espíritus exigentes o sutiles. Su obsesión
por la carne se relacionaba con viejas tradiciones de la cultura folklórica
mediterránea. Sobre todo, era percibido como un movimiento evangélico ya que
rechazaba por completo el Antiguo Testamento, obra del Dios malvado, y exaltaba
los valores espirituales. Su moral era rigorista, pero la distinción entre los
«perfectos», cuyo ascetismo provocaba la admiración de las muchedumbres, y los
simples creyentes, que no estaban obligados a renunciar a la vida sexual y al trabajo,
permitía a todos adherirse a diferente escala. Finalmente, el catarismo era portador de
un virulento anticlericalismo que agradaba a muchos laicos. En una época en que la
Iglesia les imponía a los caballeros una apremiante moral sexual, en que los
comerciantes eran objeto de sanciones económicas en materia de usura y en que las
mujeres no podían esperar desempeñar un papel activo en las comunidades cristianas,
se comprende que un movimiento que rechazaba la mediación del sacerdocio

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institucional fuera acogido con simpatía en amplios círculos sociales. Liturgia,
iglesia, diezmos, todo esto no valía para otra cosa que para mantener a un clero
católico sin prestigio, retoño corrompido de una comunidad inicialmente pura cuya
doctrina era falsa y sus sacramentos desprovistos de eficacia.
Por primera vez en la historia de la Edad Media se constituye en ciertas regiones
de Occidente, como la Francia meridional o las grandes ciudades de Lombardía y
Toscana, una verdadera Iglesia al margen de la Iglesia oficial, con su jerarquía y sus
estructuras. De Tolosa a Cremona y de Béziers a Florencia, los cátaros o sus
simpatizantes están en el candelero y no dudan en desafiar a los católicos con motivo
de controversias públicas en que no faltan argumentos para denunciar las
insuficiencias del clero y su ignorancia, así como la riqueza de los monjes y de los
prelados, oponiéndoles el riguroso ascetismo y la santidad de la vida de los perfectos.
En el propio seno de la cristiandad nace una contra-sociedad que se desarrolla hasta
el punto de poner en cuestión los fundamentos del orden existente e incluso la base
del dogma, la Encarnación.
La Iglesia católica fue conducida a tomar conciencia de esta situación. Durante
mucho tiempo, los cátaros, cuya doctrina era en parte secreta, no se distinguieron
claramente de otros movimientos religiosos disidentes que pululaban a la sazón. Fue
preciso esperar los últimos decenios del siglo XII para ver aparecer tratados (llamados
generalmente manifestatio) que ponían en evidencia, para uso de sacerdotes y fieles,
los aspectos de sus creencias más opuestos a la doctrina católica, y hay que esperar
hasta el siglo XIII para que algunos clérigos comiencen a refutarlos sistemáticamente.
La única fuerza que la jerarquía encontró para enfrentarse a ellos, en un primer
momento, provino de los cistercienses que se establecieron cerca de las ciudades (en
el norte de Italia) a donde acudían a predicar, como san Bernardo lo hizo algunas
décadas antes contra los «maniqueos» de Aquitania. Pero la eficacia de estas
misiones fue limitada, pues los monjes procedentes del mundo rural apenas estaban
preparados para enfrentarse a auditorios urbanos y contradictores tan belicosos como
sutiles. Las primeras condenas de las sectas heréticas falladas en 1184, en Verona, por
el papa Lucio III, fueron poco eficaces. Además, manifiestan un mediocre
conocimiento de los fenómenos heréticos pues iban dirigidas indistintamente a varios
movimientos conocidos, como los valdenses o los humillados, cuya doctrina no
difería en lo esencial de la de la Iglesia, y otros, como los cataros, que no tenían gran
cosa que ver con el cristianismo.

Recuperación

Frente a esta situación que se degradaba rápidamente y ponía en tela de juicio el


dominio ideológico de la Iglesia sobre la cristiandad occidental, el papa Inocencio III
(1190-1216), una de las más sólidas personalidades de su época, opuso una doble
reacción: por un lado, se esforzó por reintegrar al seno del catolicismo los

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movimientos religiosos populares que no ponían en entredicho los fundamentos
doctrinales del cristianismo; por otro, emprendió una encarnizada lucha contra los
cátaros, a la que se esforzó por adherir a los poderes públicos para conferirle el
máximo de eficacia.
Inocencio III tuvo pues la inteligencia de discernir lo que podía haber de válido y
de positivo en las aspiraciones religiosas de numerosos agrupamientos laicos que los
obispos o los sacerdotes tendían a menudo a confundir con los cátaros y a perseguir
indiscriminadamente. En 1201 reconoció la legitimidad de los humillados de
Lombardía concediéndoles una regla que consagraba la mayoría de las costumbres
que practicaban desde hacía algunas décadas, integrándolos en un orden canónico
tradicional. La fraternidad primitiva dio origen a tres órdenes religiosas: la primera
estaba formada por hermanos y hermanas consagrados a Dios, que llevaban una vida
conventual, y la segunda por laicos, hombres y mujeres, que vivían en comunidades
dobles. La tercera, con mucho la más original, reunía a los que continuaban viviendo
en sus casas en familia, según una regla de vida, o propositum, centrada en la
penitencia y el trabajo. Para incorporar a la Iglesia a los humillados, Inocencio III
debió ceder sobre dos puntos: por una parte, reconoció la legitimidad del rechazo del
juramento, al que estaban muy apegados. Y, sobre todo, les concedió el derecho de
predicar en cualquier lugar, excepto en las iglesias. Sus homilías debían, no obstante,
limitarse al ámbito moral y no inmiscuirse en la predicación dogmática, reservada al
clero. Esta distinción se basa en la idea de que en las Sagradas Escrituras existen dos
tipos de textos: por un lado los aperta, consigna de vida y de acción directamente
comprensibles por todos; y, por otro, los profunda, es decir, los pasajes que necesitan
una exégesis que solo pueden hacerla los clérigos con una cultura y formación
teológicas. Al actuar de este modo, el papa desbloqueaba una situación que se hacía
explosiva y abría el camino a nuevas experiencias como la de san Francisco y sus
compañeros. Los humillados no tardaron en sacar partido de las posibilidades
ofrecidas. El cardenal Jacques de Vitry, de paso por Milán el año 1216, escribía a este
respecto: «Estos, que han abandonado todo por Cristo, se reúnen en diversos lugares,
viven del trabajo de sus manos, predican frecuentemente la palabra de Dios y la
escuchan de buen grado. Su fe es tan profunda como sólida y su acción eficaz».
Esta política de apertura del papado, que se esforzaba por reintegrar a su seno los
elementos heterodoxos de los movimientos religiosos populares, tuvo menos éxito en
el caso de los valdenses. En 1207, al final de un «coloquio» mantenido en Pamiers en
presencia del obispo castellano Diego de Osma y probablemente de santo Domingo,
uno de los dirigentes del movimiento valdense, Duran de Huesca, se convirtió con
unos cuantos de sus discípulos. Inocencio III les recibió en Roma en 1208 y los puso
bajo su protección. Bajo el nombre de Pobres Católicos, continuaron su existencia de
predicadores itinerantes, polemizando contra los cátalos y predicando el Evangelio.
También a ellos se les otorgó el derecho de practicar el ministerio de la predicación y
de vivir en el pobreza. En cambio, se sometían a la autoridad de la jerarquía

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eclesiástica local y de la Iglesia romana. El alcance de estas adhesiones fue, no
obstante, limitado: la mayoría de los valdenses no siguieron el ejemplo de Duran, al
no estar realmente convencidos de que la Iglesia católica reconocería su vocación
apostólica y respetaría su derecho a la predicación. Razón por la que se organizaron
para resistir. Con éxito, ya que, a pesar de las persecuciones que se abatieron sobre
ella a lo largo de los siglos, la Iglesia valdense existe aún hoy día, sobre todo en
Italia.

El pobre de Asís

Mucho más cargada de consecuencias estuvo la aprobación dada por Inocencio III
a un grupo de penitentes de Asís conducidos por el hijo de un comerciante, Francisco,
que fue a verlo a Roma en 1210. Esta hermandad no tenía aún muchos miembros.
Pero llamaban la atención de sus contemporáneos por su deseo de vivir el Evangelio
al pie de la letra. Esta aspiración había ya animado en el siglo XII diversas corrientes
religiosas, que acabaron en la disidencia o en la herejía. Sin embargo, Inocencio III
supo discernir la profunda ortodoxia de san Francisco, su voluntad de someterse a la
Iglesia, y en particular a la de Roma, así como su celo por la salvación de las almas.
Asimismo tuvo confianza en él y aprobó oralmente la regla —simple colección de
perícopas evangélicas— que se le presentó. Algunos años más tarde, en 1223, su
sucesor Honorio III aprobó solemnemente una nueva regla que regiría lo que se había
convertido entretanto en la orden de los hermanos menores.
Resulta sorprendente, tanto como lo fue para sus contemporáneos, la originalidad
de esta organización de un nuevo tipo. Incluso el nombre escogido por el fundador
era significativo: minores (menores) designa en los textos de la época las categorías
sociales más bajas, en particular el pueblo humilde de las ciudades, el mundo de los
trabajadores explotados y apartados del ejercicio del poder. Al referirse a un grupo
social deprimido y a la virtud de la humildad en la denominación de la nueva
comunidad, san Francisco rompía ya, sin estrépito pero en profundidad, el vínculo
existente entre el estado religioso y la condición señorial. Los monjes de su tiempo,
incluso los que como los cistercienses se declaraban deseosos de huir del mundo,
eran, en efecto, grandes propietarios de tierras. Los monasterios constituían una
especie de señoríos colectivos que administraban, defendían e incrementaban un
patrimonio mobiliario e inmobiliario considerable. A los ojos de los laicos y sobre
todo de los humildes, pertenecían al mundo aristocrático, aun cuando se encontraran
entre ellos individuos de una gran santidad que practicaban en gran medida la
pobreza o al menos lo intentaban.
La orden franciscana se caracterizaba, por el contrario, siguiendo la línea trazada
por su fundador, por un completo rechazo de la riqueza e incluso de cualquier forma
de posesión. San Francisco detestaba el dinero, y su comportamiento respecto a los
bienes materiales estuvo siempre impregnado de desconfianza y de repulsa.

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Asimismo, prohibía a sus compañeros y a sus discípulos poseerlos; los hermanos
menores debían estar en un pie de igualdad con los hombres más pobres: como los
miserables y, a semejanza de Cristo, «que no tenía donde descansar ja cabeza», no
debían tener reservas ni provisiones y permanecer completamente al margen del
mundo de la compra y de la venta. Para procurarse su sustento, tanto él como sus
primeros compañeros confiaban en la Providencia y trabajaban con las manos; el
recurso a la mendicidad no se consideraba más que como un complemento, en el caso
de que fuera imposible poder vivir de una actividad laboriosa. En la misma
perspectiva, el poverello impedía que pudieran poseer alguna cosa, no solo
individualmente —lo que estaba ya prohibido a los monjes— sino incluso
colectivamente. En efecto, toda apropiación implicaba a su entender una negativa a
compartir y exponía al hombre al pecado de avaricia. Por otra parte, era consciente
del hecho de que las comunidades religiosas que aceptaban bienes entraban en
seguida en el engranaje de la violencia: «Si poseyéramos bienes, tendríamos que
defenderlos», le respondió un día al obispo de Asís que se asombraba de su
indigencia. La idea de propiedad era, a sus ojos, el origen de discordias y odios.
Quien deseaba vivir conforme al Evangelio debía pues rechazarla.
La nueva hermandad se distinguía igualmente de las órdenes religiosas anteriores
por sus estructuras y por su modo de vida. Los primeros hermanos menores se
presentaban como predicadores, sin domicilio, y no vivían en conventos o
monasterios. Cuando se detenían en un lugar, vivían en simples cabañas o en casas
modestas puestas a su disposición por clérigos o laicos para su estancia entre dos
campañas de evangelización. Incluso cuando comenzaron a establecerse, por ejemplo
en Bolonia en 1220, en residencias permanentes, salían a menudo para ir a predicar o
mendigar al exterior y no llevaban una existencia enclaustrada.
Más revolucionario aún para la época era el hecho de que en el seno de la orden
se hallaban reunidos, en un pie de igualdad, clérigos y laicos. Esta concepción rompía
claramente con las formas de organización monásticas, muy marcadas por el espíritu
jerárquico feudal: entre los cistercienses, por ejemplo, monjes y conversos vivían en
el mismo monasterio pero constituían dos grupos distintos, cada uno con su vida
propia, los primeros consagrados al oficio divino, y los segundos a las tareas
materiales. La barrera que los separaba era de orden cultural y social: los monjes de
coro, procedentes de la aristocracia, sabían leer el latín; los conversos, reclutados por
lo general entre los campesinos, eran incultos. San Francisco quiso superar estas
separaciones dando a todos los miembros de la hermandad los mismos derechos y los
mismos deberes ya que, a su entender, lo esencial era la práctica común y sin límites
de la pobreza. Él mismo, por razones de orden canónico, debió someterse a la tonsura
qué hizo de él un clérigo. Pero procuró hacérsela lo más pequeña posible para no
distinguirse de los simples hermanos y no recibió nunca más que las órdenes
menores. En efecto, tenía una gran preocupación por abolir en el seno de la orden
todo tipo de distinción fundada en la cultura o en el rango social. La única diferencia

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que admitía entre los clérigos y los laicos era que los primeros debían leer cada día el
oficio, en tanto que los segundos se contentaban con recitar el Raler. Muy promo, el
éxito de esta fórmula de vida fue inmenso y, desde 1230, la orden contaba con varios
millares de miembros y algunos centenares de establecimientos. Algunas décadas
más tarde, se había implantado sólidamente en toda la cristiandad, ejerciendo una
considerable influencia en todos los medios.
En la misma época, pero en un contexto muy distinto, nació y se desarrolló otra
orden religiosa en la que el papado se apoyaría mucho en su lucha contra la herejía y
la reconquista de la sociedad: la de los hermanos predicadores, instituida en 1216 por
santo Domingo, un canónigo español. Esta vez no se trataba de un grupo de laicos
sino de sacerdotes, o más exactamente de canónigos regulares, como los existentes
desde finales del siglo XI. Pero la novedad de la fundación de santo Domingo reside
en sus objetivos apostólicos: a diferencia de los canónigos o de los monjes, los
nuevos religiosos no se encerrarán en los claustros. Aunque llevan una vida
conventual, tratan sobre todo de llegar a los hombres circulando y desplazándose para
ir a anunciar la palabra de Dios. Santo Domingo y sus compañeros se establecieron
en primer lugar en Languedoc y trataron de combatir a los cátaros en su propio
terreno. Asimismo, decidieron vivir pobremente y no poseer nada colectivamente,
contrariamente a las órdenes monásticas. En tanto hombres poseedores de una
doctrina, no dudaron en enfrentarse a sus adversarios en controversias públicas, para
las que se necesitaba un sólido conocimiento de las Sagradas Escrituras, y
consiguieron algunos éxitos. Pero esta confrontación pacífica apenas tuvo tiempo de
desarrollarse en Languedoc, pues Inocencio III, desesperado por el asesinato de su
legado, Pedro de Castelnau, emprendió en estas regiones la cruzada llamada de los
«albigenses».
La naciente orden se replegó entonces en los principales centros universitarios de
la época. París y Bolonia, donde consiguió numerosas adhesiones. Su fundador había
comprendido que la ignorancia del clero en materia religiosa era una de las causas del
éxito de las herejías. Asimismo, puso el acento en la formación teológica para dotar a
la Iglesia de un cuerpo de predicadores especializados de alto nivel. Esta iniciativa
respondía plenamente a los deseos del papado, que apoyó sus esfuerzos. A partir de
1220, la orden de los hermanos predicadores comienza a implantarse sólidamente en
las grandes ciudades, y en primer lugar en Italia, proporcionando a la Iglesia un
valioso apoyo en la defensa de la ortodoxia.

Represión

El otro aspecto de la política religiosa de Inocencio III, así como de sus sucesores,
fue la lucha armada contra la herejía que simultaneó con la «recuperación» de los
movimientos religiosos populares. Persuadido de que no obtendría nada del conde de
Tolosa o de los señores del Mediodía, muchos de los cuales eran abierta o

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secretamente cátaros, se decidió por la vía de la cruzada en 1208. Esta elección
tendría graves consecuencias. Implicaba, en efecto, que regiones enteras de la
cristiandad habían llegado a ser tan ajenas a la fe como las tierras de paganos o de
musulmanes. Pero el papa no dudó, convencido de que era preciso destruir la «contra-
iglesia» de los cátaros antes de que pudiera más que la otra. Para conseguir sus
objetivos en Languedoc, se apoyó en los señores del Norte, como Simón de Montfort
o el duque de Borgoña, atraídos al Mediodía nada menos que por motivos religiosos.
La «cruzada de los albigenses» tuvo muy mala prensa. Es indiscutible que las
despiadadas matanzas perpetradas por los barones de Oíl en el país de Oc, en Béziers.
Carcasona y Tolosa en 1209 a 1212, y más tarde el aplastamiento en Muret el año
1213 del rey de Aragón, Pedro II, también él tentado por otros conductos, enfrentaron
a las gentes del sur contra las del norte, y supusieron un duro golpe para la
originalidad de las estructuras y la cultura occitana. Sin embargo, la intervención de
los Capetos tras la muerte de Simón (1218) facilitó una transición que les valió la
adhesión de una gran parte de la aristocracia y de los burgueses; y sería excesivo no
ver aquí más que una manifestación de conquista e imperialismo real haciendo
avanzar su poder hasta el Mediterráneo. En 1229, el conde de Tolosa debió ceder y
prometer cooperar lealmente en la extirpación de la herejía. Los últimos castillos
cátaros, como el de Montsegur, fueron reducidos bajo el reinado de san Luis. Pero
poco se había conseguido ya que esta herejía conservaba localmente intactas sus
redes y sus apoyos. A través de una eficaz política de intimidación y de sanciones, los
tribunales de la Inquisición (1233), en los que los dominicos desempeñaron un papel
muy activo, acorralaron pacientemente a los faydits, y al final del siglo XIII el
catarismo solo subsistirá ya en alejados valles rodeados de montañas y bajo formas
populares en que los mitos dualistas se asociaban a creencias folklóricas, como se
puede comprobar en Montaillou a principios del siglo XIV.
En Italia, la represión revistió otras formas, teniendo en cuenta que el contexto
político y social era diferente. La autonomía de la que gozaban los municipios hacía
ineficaces las medidas generales, como las constituciones imperiales contra la herejía
que Federico II promulgó en 1224 a petición de la Santa Sede. Además, los conflictos
de poder y competencia que existían en numerosas ciudades entre las autoridades
municipales y los obispos creaban un clima favorable para los heréticos, que
disfrutaban por añadidura de la protección de los gibelinos, hostiles al poder temporal
de la Iglesia. El papado procuró, pues, hacer incluir estas constituciones, ciudad por
ciudad, en la legislación. Para conseguirlo se valió de las órdenes mendicantes. Su
extrema popularidad les supuso que, en ciertas regiones, se les confiaran plenos
poderes para reformar los estatutos municipales en un sentido hostil a los heréticos.
Así ocurrió en Bolonia y en Verana en 1233, donde el dominico Juan de Vicence hizo
quemar a numerosos cátaros una vez dotado de plenos poderes, o incluso en
Lombardía, donde los franciscanos actuaron del mismo modo. Pero estos episodios
no tuvieron continuidad y la popularidad de estos religiosos-divos no tardó en venirse

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abajo al cabo de unos meses. Las órdenes mendicantes se propusieron entonces, con
el apoyo del papado, crear agrupaciones de laicos piadosos, a la vez asociaciones
católicas y milicias clericales, que no solo harían frente a los partidarios de la herejía
y a los gibelinos, sino que tratarían de conquistar el poder en el plano municipal para
que la represión se hiciera efectiva. El ejemplo más significativo a este respecto es el
del dominico san Pedro Mártir, gran predicador e inquisidor, que creó en 1247 en
Florencia la Sociedad de la Fe y acabó siendo asesinado por los que había combatido.
Al canonizarlo en 1253, un año después de su muerte, el papado señalaba claramente
el sentido en el que debía ejercerse la acción de los defensores de la fe, tanto clérigos
como laicos. El resultado de todos estos esfuerzos fue satisfactorio. Tras la caída de
Federico II en 1250 y la eliminación de sus descendientes, el triunfo político del papa
fue acompañado de una liquidación completa y definitiva de la herejía, que sucumbió
bajo el peso de una Inquisición de la que los malpensantes no podrían librarse en lo
sucesivo.

HACIA EL CONFORMISMO

A partir del último tercio del siglo XII, la Iglesia romana, una vez que hizo
reconocer su primacía, se pudo entregar a la realización del segundo punto de su
programa de reforma, que trataba de asegurar el triunfo de la religión no solamente en
la cumbre de la pirámide social sino en la base, en cada uno de sus elementos.
Efectivamente, las condiciones habían cambiado mucho desde el siglo XI y no
bastaba con que el pueblo fuera gobernado por jefes cristianos y obligado a pagar el
diezmo al clero. Las masas comenzaban a salir de su pasividad en todos los terrenos
como atestigua el éxito alcanzado por los movimientos heréticos. En el corazón
mismo de la cristiandad se abre un frente pionero: el de la reconquista interior, cuyo
primer testigo y animador fue san Bernardo. Este combate pasó pronto a primer plano
y requirió más energías y medios que la lucha armada contra los infieles. Los
progresos del catarismo en particular obligaron al papado a reaccionar rápidamente,
so pena de una subversión generalizada. En consecuencia, se hizo un gran esfuerzo,
iniciado en el III Concilio de Letrán (1179) y que alcanzó su apogeo en el IV (1215),
para conformar las creencias y las prácticas de los fieles con las exigencias de la
Iglesia.

La ofensiva de los pastores

Este decisivo viraje pastoral, que conduce a los clérigos a interesarse más atún
por la vida religiosa, no se puede reducir, como se ha hecho a menudo, a una simple
reorganización de las estructuras eclesiásticas. Se trata más bien de una mutación
fundamental de la catequesis fundada en la valoración de la palabra como
instrumento de mediación y seducción. Más que adherir a los laicos a su cultura

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escrita, la Iglesia prefirió adaptarse a su cultura esencialmente oral. De lo que se
derivó un extraordinario desarrollo de la predicación. Esto puede parecer trivial para
un hombre del siglo XX habituado a ver el sermón asociado al culto. Pero era, de
hecho, un profundo cambio pues, a lo largo de la alta Edad Media, la religión vivida y
practicada por la inmensa mayoría de los bautizados se reducía a un conjunto de
signos y de gestos rituales. La lengua litúrgica, incluso en las regiones de lengua
romance, se había hecho ininteligible para los fieles. Los obispos por su parte tenían
otras preocupaciones aparte de su manera de hablar de Dios. Aun cuando se tomaban
la molestia de predicar, no siempre eran comprendidos por sus fíeles, que les pedían
sobre todo que les protegiera del hambre en caso de carestía y que realizaran
exorcismos o milagros. Pero, poco a poco, se incrementaban las exigencias religiosas
de las masas. El clero secular no había estado nunca capacitado para satisfacer sus
expectativas, lo que explica, entre otras cosas, el éxito de los movimientos
heterodoxos. La jerarquía y los clérigos más conscientes de los problemas de su
tiempo comprendieron que, para volverlos a ganar, era preciso hablar un lenguaje
adaptado a su situación concreta. Ahora bien, entre los campesinos, que constituían la
mayor parte de la población de Occidente, subsistían, como hemos visto, importantes
restos de una cultura «folklórica» que la Iglesia no había conseguido eliminar.
Algunos religiosos, en particular cistercienses y monjes mendicantes, lo
comprendieron muy bien e intentaron «amansar» a su público utilizando en sus
sermones temas o relatos profanos. De ahí proviene la boga de los exempla, breves
relatos llenos de imágenes tomadas de los cuentos o las leyendas que desembocaban
en una «moraleja», que no tenían implícita, pero que el predicador se las arreglaba
para que así fuera. Por otra parte, los clérigos que se preocupaban por catequizar a los
medios urbanos tomaron conciencia del hecho de que el «pueblo cristiano», como se
decía entonces, no era ya uno de la misma manera que la sociedad no era tripartita.
La vieja distinción entre los guerreros, los hombres entregados a la oración y los
trabajadores no correspondía ya a la realidad social, mucho más diversificada. Era
menester, pues, si se quería llegar al conjunto de los grupos y de los medios sociales,
acercarse a ellos en sus centros de interés específicos. Con este objeto, la Iglesia
introdujo, a finales del siglo XII, una pastoral de estados de vida, o más exactamente,
extendió al mundo de los trabajadores el esfuerzo de adaptación que había
emprendido desde hacía casi un siglo con respecto a la clase caballeresca. Junto a los
santos militares, exaltados por la predicación y la iconografía religiosa del siglo XII,
hicieron su aparición santos artesanos o comerciantes, protectores de los «oficios»,
que se multiplicaban en las ciudades. Inocencio III ratificó esta evolución llevando a
los altares en 1199 a san Homebon, un pañero de Cremona muerto dos años antes. Y
en 1261 el arzobispo de Pisa, Federico Visconti, no dudó en decir en un sermón
pronunciado para la asociación de comerciantes: «¡Debería ser grato para los
comerciantes saber que su colega san Francisco fue también un comerciante que se
santificó en nuestro tiempo!». La misma tendencia a privilegiar el oficio y la

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condición de las personas se encuentra en los manuales de los confesores que
florecieron en esta época y en los cuales se pone de manifiesto un gran esfuerzo por
cristianizar la noción de trabajo y la ética profesional.
Estos intentos por acercar la religión a la vida no fueron coronados siempre por el
éxito a causa de la incompatibilidad existente entre la cultura clerical y la de los
laicos. Aun cuando no poseían más que un barniz de cultura latina, los sacerdotes y
los religiosos estaban convencidos de su superioridad con respecto a los fieles.
Incluso al predicar en el idioma local, el mensaje que transmitían conservaba un
talante abrumador. Evidentemente, sus oyentes, a diferencia de lo que ocurre en la
actualidad, no disponían de los instrumentos necesarios para remontarse a las fuentes
de esta enseñanza y controlarla. Asimismo, los discursos de los clérigos, cargados de
referencias bíblicas o literarias, suscitaban menos la adhesión de los espíritus que
reacciones apasionadas que iban, según el caso, del entusiasmo delirante a las
protestas vehementes. Del mismo modo, la atención manifestada por los clérigos
respecto a los problemas de la vida social responde frecuentemente más a razones
estratégicas que a un cambio de actitud con relación a las realidades profanas y del
trabajo. La cultura eclesiástica continúa privilegiando fundamentalmente los valores
rurales, e incluso, a mediados del siglo XIII, un gran predicador dominico como
Humberto de Romans opondrá aún los campesinos, que por su condición se
encuentran excluidos del universo de la violencia y del dinero y redimen sus faltas a
través del trabajo manual, a los burgueses y a los artesanos de las ciudades, que
tienen muchas probabilidades de ser corrompidos, pues no viven de los productos
naturales sino del intercambio de bienes y riquezas.
Para comprender al mismo tiempo la amplitud y los limites de la ofensiva pastoral
del siglo XIII, conviene interrogarse sobre los objetivos que trataba de alcanzar. El fin
perseguido por las órdenes mendicantes y por los clérigos que se consagraban al
cuidado de las almas, a la cura animarum, no era tanto la lucha contra la
incredulidad, entonces excepcional y limitada a algunos espíritus fuertes, como la
erradicación de las falsas creencias. En suma, se trataba sobre todo de hacer creer y
actuar correctamente. Numerosos fíeles habían experimentado la influencia de los
movimientos heterodoxos; y otros seguían apegados a prácticas que los clérigos
procedentes de escuelas o universidades calificaban fácilmente como mágicas o
diabólicas. Entre la herejía y la superstición, los predicadores trataron de definir para
uso de sus oyentes un camino intermedio, transmitiéndoles algunas nociones
doctrinales esenciales y, sobre todo, imponiéndoles prácticas de devoción y de piedad
idénticas en todas partes. Entre estas últimas, la Iglesia privilegió la práctica
sacramental y especialmente la confesión. De donde procede la importancia del
famoso canon XXI del IV Concilio de Letrán (1215) que obligaba a todos los fieles a
confesarse y comulgar al menos una vez al año. De hecho, la mayoría de los
sermones de la época que iban dirigidos al pueblo eran pronunciados durante la
cuaresma, que era el tiempo más apropiado a la vez para la predicación y la

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penitencia. Se blandían terribles amenazas contra los que eludían sus deberes
religiosos y ya se sabe todo el partido que la iconografía medieval sacó del tema de la
muerte de los pecadores no arrepentidos, de los avaros y de los lujuriosos,
frecuentemente representados en la estatuaria de las catedrales.
Los efectos de esta insistente orquestación fueron a la larga excelentes. La
práctica religiosa se uniformizó. La devoción a la Virgen y a la humanidad de Cristo
se convirtió en el lenguaje universal de la cristiandad romana. La propia liturgia ganó
en homogeneidad, pues las nuevas órdenes difundieron por toda Europa las
costumbres y el calendario de la curia romana. Hasta que surgió el problema de las
últimas penas que se convirtió, bajo el efecto de la nueva catequesis, en una de las
principales preocupaciones de todos los fieles. Desde el siglo XII, algunos clérigos
habían afirmado la existencia de un lugar donde las penas corporales debidas al
pecado serían expiadas después de la muerte. Es sabida la importancia que no tardaría
en alcanzar, tanto en los sermones como en la conciencia occidental, el tema del
purgatorio, que tendría su ilustración literaria con Dante en la Divina Comedia.
Intentar medir la eficacia de este esfuerzo de fijación y de homogeneización de
las creencias religiosas es una difícil empresa. Para apreciar el impacto de la nueva
catequesis, sería absolutamente erróneo fiarse tanto de las lamentaciones que abundan
en los textos normativos de la época como en las manifestaciones de notable vitalidad
espiritual que se observan en determinados grupos fervientes de penitentes o de
beguinas. No obstante, se debe advertir que en el siglo XIII comenzó a constituirse, a
través de las hermandades y las órdenes terceras, una minoría devota no reclutada
únicamente entre las filas de la alta aristocracia. Algunos laicos, entre los que las
mujeres eran las más numerosas, se mostraron capaces de sostener no solo un diálogo
de igual a igual con los clérigos, sino incluso de imponérseles espiritualmente, como
se ve en el caso de una santa, Isabel de Hungría, o de un san Luis de Francia. Pero no
se trata más que de una minoría, y la masa, aparte de algunos movimientos de
entusiasmo pasajeros, parece ser que se mantuvo relativamente indiferente al
programa religioso que le proponían los clérigos, que no hacía más que desfigurar las
prácticas y la espiritualidad de estos últimos. Efectivamente, es como si el objetivo
final de la ofensiva pastoral consistiera en la clericalización del laicado y no en su
promoción. Esta inadecuación es consecuencia de una situación cultural. Los
pastores, cada vez más influidos por la escolástica, pretenden ser los únicos que saben
lo que es el verdadero cristianismo y tienen tendencia a considerar el espíritu de sus
fieles como una cera blanda en la que les basta dejar su huella. Es la época en que la
Iglesia define de manera cada vez más concreta el campo de lo creíble y en que la
ignorancia comienza a ser asimilada al error. El desarrollo de la predicación es
contemporáneo al de la Inquisición. A fuerza de querer imponer un modelo religioso
que implicara la adhesión a una cultura y a un sistema de valores que fuera el suyo,
los clérigos acabaron por marginar a una buena parte de los fieles y por provocar la

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desesperación de muchos otros, que no eran menos cristianos que ellos, sino que
aspiraban a serlo a su manera.

Muerte de la tolerancia

El período que va desde el principio del siglo XII a mediados del siglo XIII se
caracteriza igualmente por una disminución del sentido de la tolerancia y por una
agravación de la suerte de las minorías étnicas y religiosas. La evolución fue sensible
sobre todo en Italia, donde la conquista normanda había asociado bajo una misma
dominación poblaciones de lengua y rito griegos, árabes y judíos, así como en España
donde la Reconquista se desarrolla tras la victoria de Navas de Tolosa en 1212.
A decir verdad, la relativa tolerancia que reinaba en estas regiones y que, entre
mediados del siglo XI y mediados del XII, hizo de ellas un crisol de culturas y de
civilizaciones era un fenómeno excepcional resultante más de un equilibrio de las
fuerzas existentes que de una alternativa ideológica. Así, en el sur de Italia y en
Sicilia, los soberanos normandos, particularmente Roger I y Roger II, debieron
apoyarse, para imponer su autoridad, en fuerzas muy diversas y garantizar los
privilegios y el respeto a las costumbres de las poblaciones locales. Además, habían
comprendido todo el interés que podían obtener, con fines políticos, del apoyo del
clero griego no sometido al papa e inclinado por principio a venerar el poder del
monarca. En cuanto a los musulmanes, eran muy numerosos en Sicilia y había que
contar con ellos. Además, su aportación en el plano cultural, así como la de los
judíos, era considerable y la corte de Palermo les debía una gran parte de su
brillantez.
En España, la situación era un poco diferente, pero el hecho de que numerosos
cristianos mozárabes vivieran en los emiratos musulmanes del sur obligó durante
mucho tiempo a los artífices de la Reconquista a tratar con tacto a aquellos de sus
nuevos súbditos que seguían siendo fieles al Islam. No obstante, a partir de 1150,
estos sutiles equilibrios se degradan y se multiplican las medidas vejatorias para con
las minorías. Las cruzadas no son ajenas a ello. Al llevar a las masas cristianas a ver
en los musulmanes los enemigos del Dios verdadero y en los judíos a los asesinos de
Cristo, crearon y mantuvieron un clima de creciente hostilidad respecto a ellos. La
reanudación a gran escala de las hostilidades en Tierra Santa a finales del siglo XII
impresionó profundamente la conciencia de los occidentales, que no pensaban más
que en «vengar el honor de Dios» y para quienes toda tolerancia de cara al Islam no
era más que debilidad o traición. San Luis participó de las estrechas miras de esta
nueva actitud al afirmar que no se debía discutir con esas gentes sino perseguirlas…
Respecto a los cristianos que no pertenecían a la Iglesia romana, la evolución no fue
más favorable. La desconfiada, por no decir hostil, acogida reservada a los cruzados
por los bizantinos, particularmente en el momento de la segunda cruzada, produjo en
los occidentales profundos rencores que, hábilmente explotados por los venecianos,

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condujeron a la toma de Constantinopla en 1204. Más que en la época del cisma de
1054, se abre entonces una zanja de desconfianza, y a veces de odio, entre los latinos
y los griegos que duraría siglos.
Ya anteriormente, el refuerzo de las estructuras jerárquicas en el seno de la Iglesia
romana había conducido a proceder a una latinización del clero y de la liturgia. Este
proceso, comenzado en Cerdeña, donde el monaquismo griego había sido importante
en el siglo X, se desarrolló en el sur de Italia en la segunda mitad del siglo XII. En
Sicilia se vio favorecido por una considerable inmigración de población italiana. El
equilibrio entre las comunidades étnicas se rompió y durante el reinado de los últimos
reyes normandos, Guillermo I y Guillermo II, griegos y musulmanes perdieron la
situación relativamente favorable que tenían. Los primeros consiguieron mantenerse
en algunas regiones donde eran suficientemente numerosos para formar un bloque;
los segundos acabaron por rebelarse a principios del reinado de Federico II. Vencidos
y diezmados, perdieron su tradicional autonomía y debieron fundirse en la masa de la
población cristiana. Lo mismo sucederá en España en una época más tardía.
Este fenómeno de cierre y rechazo se vuelve a encontrar con mayor claridad aún a
nivel de las relaciones entre judíos y cristianos. Ciertamente, el estatuto legal de los
judíos les había puesto, desde la alta Edad Media, al margen de la sociedad. Pero
aparte de determinados períodos de tensión, breves y localizados, en la época
merovingia y carolingia, la situación de hecho de los judíos de Occidente no era
entonces particularmente desfavorable. Puestos bajo la protección de los obispos, a
los que rendían importantes servicios en el plano económico y financiero, gozaban de
una cierta autonomía y podían practicar su religión sin trabas; más arriba nos hemos
referido al lugar económico o político que podían pretender. Por otra parte, antes del
siglo XII, no todos vivían en ciudades y se les encontraba en los campos, donde
algunos de ellos se dedicaban a tareas agrícolas. Pero el desarrollo del comercio y el
renacimiento de los intercambios implicaron su concentración en el medio urbano.
Formaron comunidades, a menudo numerosas y autónomas, gobernadas por sus
propios jefes y que disponían de una o varias sinagogas así como de escuelas
rabínicas, como se puede comprobar en Roma y en París o en las grandes ciudades
episcopales del valle del Rin. Estaban vinculadas entre ellas a través de constantes
intercambios de viajeros y correspondencia. Comerciantes y sabios judíos
procedentes de la España musulmana e incluso de Oriente visitaban a menudo a sus
correligionarios de Occidente y merced a estos intercambios económicos y culturales
subsistieron los lazos entre las dos riberas del Mediterráneo en los siglos X y XI.
En esta época, judíos y cristianos, a pesar de ser muy diferentes, mantenían
algunas relaciones. En las ciudades, el barrio judío se parecía más a una parroquia
concentrada en torno a la sinagoga que a un ghetto. Se establecieron influencias
mutuas, particularmente en el plano religioso y cultural. Además, los judíos servían
de intérpretes, particularmente en las relaciones con el mundo musulmán, y los
exégetas monásticos, en particular los cistercienses, no vacilaban en consultar a los

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rabinos para conocer el verdadero texto de la Biblia y tratar de aclarar las oscuridades
de la Vulgata gracias a la veritas hebraica. Por otra parte, es significativo que
Abelardo se considerara como un intelectual judío —encarnación de la sabiduría
rabínica y del apego a la luz— en su famoso Diálogo entre un filósofo, un judío y un
cristiano, en 1140-1142. Por último, es conocida la influencia intelectual de los judíos
en la transmisión a Occidente de obras de la Antigüedad y, en particular, de las de
Aristóteles. Todo esto implica intercambios muy intensos, al menos a nivel de las
minorías cultivadas. Pero esta situación, que sin ser idílica permitía, no obstante, a los
judíos vivir en una relativa tranquilidad, no tardó en deteriorarse. Las cruzadas
seguían marcando aquí un viraje decisivo y, como hemos señalado más arriba, la
aparición de pogromos o de expulsiones, origen del exilio y del replegamiento de las
comunidades.
Frente a estas explosiones de violencia, los poderes adoptaron una actitud no
desprovista de ambigüedad. La jerarquía eclesiástica y el papado defendían a los
judíos, afirmando que era a Dios, y no a los hombres, a quien correspondía, si era
necesario, vengar las ofensas inflingidas a su Hijo. Los judíos, dice san Bernardo, son
en medio de nosotros testigos de la pasión de Cristo y su presencia es útil para los
cristianos. Pero la protección que les otorgan los obispos se hace cada vez más
sospechosa. Al final del siglo XII, se intenta reducir sus contactos con los cristianos;
se prohíbe su proselitismo bajo cualquier forma y, por el contrario, se toman medidas
para favorecer el paso al cristianismo de quienes deseen abrazarlo. En cuanto a los
poderes laicos, tratan sobre todo de aprovechar la situación, sirviéndose de la
hostilidad popular para vender a alto precio su protección y dictando periódicamente
medidas de expulsión contra los judíos, sobre todo en Francia a partir de Felipe
Augusto, pronto seguidas de períodos de tolerancia cuya institución debía ser pagada
cada vez a un precio exorbitante por los jefes de la comunidad hebraica. Pero la
inseguridad seguía creciendo; en Inglaterra y más tarde en Francia comienzan a
aparecer acusaciones de crímenes rituales (asesinato de un niño cristiano a manos de
judíos) que, junto con las profanaciones de hostias del siglo XIII, se les atribuyen
(piénsese en el milagro de Billettes, en París, en que la hostia profanada sangra); esta
situación conducirá a rodear a los judíos de un halo de sospecha y a hacer de ellos las
víctimas de todas las violencias, procedentes de la muchedumbre desenfrenada o de
las autoridades, satisfechas por poder convertirlos en chivos expiatorios.
Entre 1100 y 1250, desaparecen progresivamente las manifestaciones de
desviación y el derecho a la diferencia en el ámbito religioso. Al término de este
proceso, la cristiandad romana se convierte en un espacio cultural homogéneo donde
las minorías y los disidentes son obligados a vivir en la sombra. En el interior, la
Inquisición acosa a la herejía en sus últimos refugios. En el exterior, el Occidente en
plena expansión trata de imponer sus ritos y creencias por doquier. En Oriente, la
Iglesia instaura, en tantas partes como puede, una jerarquía latina. Solo concibe, por
otra parte, la unidad de los cristianos —como se advierte en el I y II Concilio de Lyon

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(1274)— bajo la forma de una absoluta sumisión de los «cismáticos» a todas las
exigencias del papado.

UNA EXPRESIÓN UNIFORME

Al cabo de mucho tiempo se ha denunciado la ficción de un siglo XIII estable, una


especie de edad de oro, la «época de monseñor san Luis», la época de las
universidades y de las catedrales. En primer lugar, conviene prescindir de las últimas
décadas en que los signos anunciadores de una crisis de crecimiento se multiplican a
porfía; por otra parte, toda la primera mitad de siglo, como vimos, está transida de
centelleos y violentas agitaciones. No obstante, solo hay errores en la angélica visión
de una comunidad reunida en torno a la oración y el estudio. Lo esencial de lo que ha
llegado hasta nosotros del siglo cuyo centro es el año 1200, habla de paz y de luz:
quedan en el olvido las guerras, la usura, la represión espiritual, quedan borrados el
aplastamiento de la cultura popular, el triunfo de los ricos, el orgullo de una Iglesia
cegada. Tal vez la memoria de la gente al sacar a la luz esta hez fue más justa que los
historiadores de oficio; es preciso, pues, acabar presentando un panorama del
universalismo cristiano, un balance de esta adolescencia madura.

La explosión escolar

Una de las grandes innovaciones del siglo XII en el plano de la cultura es el


desarrollo de las escuelas urbanas. Lo que no quiere decir que las de los monasterios
hubieran desaparecido súbitamente: en los países del imperio, en Inglaterra y en
Italia, vivieron aún un cierto esplendor hasta la época de las universidades. Pero ya
no es allí donde se elaboran las nuevas formas de un saber cuya influencia desborda
el medio eclesiástico para tomar contacto con grupos sociales cada vez más amplios.
Su éxito, no cabe duda, está relacionado con el desarrollo de las ciudades, cuya
extensión y población están entonces en pleno auge. Y se fundamenta también en el
desarrollo de los campos, que proporciona a los cabildos y a los obispos medios
materiales no solo para construir hermosas catedrales, sino también para mantener
algunos profesores de manera permanente. El papado alienta el movimiento con la
esperanza de elevar el nivel cultural del clero. Desde 1079, se obliga a los cabildos
catedralicios a abrir y tener a su cargo una escuela.
Un siglo más tarde, Alejandro 111 pide a los obispos que paguen los servicios de
un maestro teólogo que pueda entregarse por completo al estudio y a la explicación
de la palabra de Dios. Pues estas escuelas siguen siendo instituciones de la Iglesia.
Están colocadas bajo la dirección de un canónigo del cabildo, el scholasticus o
canciller, que a veces enseña él mismo o, lo que es más frecuente, confía esta tarea a
otros, los magistri (maestros), que se especializan en este sentido. En los mejores
centros escolares, pronto será una práctica habitual llamar a clérigos de fuera de la

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ciudad o la región pero famosos por su ciencia. Los alumnos gozaban del estatuto
jurídico y de los privilegios de los clérigos. Había entre ellos futuros sacerdotes, pero
la mayoría no aspiraban a la tonsura ni incluso a las órdenes menores. Al considerarse
la enseñanza como un ministerio de la Iglesia, los profesores estaban obligados al
celibato, lo que permite comprender el rechazo de Eloísa a Abelardo cuando este
propone a su alumna desposarla para reparar el daño que le ha hecho. Como ella le
ama sinceramente, no quiere que el matrimonio destruya la brillante carrera que le
aguarda a Abelardo. Junto a estas escuelas episcopales se desarrollan en el siglo XII
las de los canónigos regulares, de entre las que destacan las de San Víctor y la de
Santa Genoveva, ambas en París.
A medida que avanza el siglo XII se va aflojando el lazo que unía las escuelas a las
estructuras eclesiásticas locales. La afluencia de estudiantes obligó a los scholastici,
en los principales centros, a dar autorización para enseñar a un creciente número de
maestros sobre los que apenas ejercieron algún control. La enseñanza no se laiciza sin
embargo, pero los maestros gozan de más libertad de expresión, tanto mayor en
cuanto que supieron utilizar hábilmente en su provecho la diversidad de las
instituciones eclesiásticas. Así, en París, una buena parte de ellos se instaló en la
orilla izquierda del Sena, que dependía de los canónigos de Santa Genoveva y de los
monjes de Saint-Germain-des-Prés por lo que estaban exentos de la autoridad
episcopal. Allí se desarrolló lo que a partir del siglo XIII se llamaría el barrio Latino.
Frente a la reticencia de algunos prelados, el papa Alejandro III reglamentó en un
sentido liberal la concesión de la licencia de enseñanza (licentia docendi) que
permitía abrir una escuela. El scholasticus debía otorgarla gratuitamente y no podía
negársela a un clérigo que había dado pruebas de su competencia y de su aptitud para
enseñar. Estas medidas permitieron multiplicar el número de maestros y hacer frente
a una verdadera «explosión escolar» que al final del siglo XII afectó a todos los
medios sociales. La demanda de enseñanza era en todas partes extremadamente
intensa: junto a escuelas de fama universal como las de París o Bolonia, muchas
ciudades medianas crearon en esta época instituciones escolares que difundieron una
enseñanza de nivel elemental. En Italia y en Flandes se abren incluso escuelas
independientes de la Iglesia, donde se forman los notarios y los comerciantes. El latín
sigue estando en la base de la enseñanza, lo que permite comprender que laicos como
Francisco de Asís fueran capaces de comprender y escribir esta lengua; pero las
escuelas dan también nociones prácticas en lengua vulgar, útiles para los negociantes
y los campesinos acomodados. En Inglaterra, a mediados del siglo XIII, un cierto
número de «vilains» eran perfectamente capaces de llevar libros de cuentas o de
redactar contratos de arrendamiento rurales.
A excepción de las pequeñas escuelas especializadas (a las que hoy día
llamaríamos técnicas), cuyo funcionamiento es mal conocido, el contenido de la
enseñanza y el programa de estudios eran en principio iguales en todas partes. La
organización escolar, que se remontaba a la época carolingia, se inspiraba al mismo

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tiempo en la concepción del saber cristiano, tal como la había definido san Agustín, y
en la clasificación de las siete artes liberales heredada de la Antigüedad tardía. Las
materias enseñadas, consideradas como auxiliares de la sacra doctrina (la ciencia de
las Escrituras y de la Revolución cristiana), se dividían en quadrivium (aritmética,
geometría, astronomía, música) y trivium (gramática, retórica, dialéctica). Pero se
trataba más bien de una clasificación teórica que de un programa de estudios
obligatorio. Aparte de en algunos centros como Chartres o Sevilla, el estudio del
quadrivium fue descuidado casi en todas partes. Incluso una gran mente como la de
Abelardo no prestó ningún interés a las matemáticas y a las ciencias de la naturaleza.
Es cierto que en la Antigüedad estas últimas tampoco habían gozado de estima y que
conservaron durante mucho tiempo un aspecto fantástico, si no mágico (herbarios,
lapidarios, etc.). En el mejor de los casos, la interpretación del mundo material apenas
va más allá de las teorías cosmológicas inspiradas por el Génesis o por Platón y
Aristóteles, para quienes, como es sabido, la distinción moderna entre filosofía y
ciencias positivas no existía. Solo algunos espíritus curiosos como los del inglés
Adelardo de Bath o Daniel de Morley manifestaron un interés particular por las
ciencias. Incluso abordaron el estudio de las ciencias de la naturaleza en un sentido
empírico y técnico.
La cultura dispensada en las escuelas medievales fue, pues, esencialmente
literaria y muy influida por los modelos antiguos. La enseñanza fue también el objeto
de textos, desde el salterio donde se aprendía a leer hasta autores latinos como
Cicerón, Ovidio o Boecio, o griegos traducidos al latín, como Platón o Aristóteles,
que se vuelve a descubrir progresivamente en esta época. El maestro no es más que el
intérprete de estas auctoritates, pero en el siglo XII su comentario se amplía y acaba
por constituir un texto autónomo que se escribirá al margen del otro. Ya no basta con
explicar las palabras difíciles. Se trata de extraer el sentido profundo del texto o su
contenido doctrinal. Los maestros más osados no dudan en adoptar una actitud crítica
respecto a los grandes pensadores de la Antigüedad y los doctores de la Iglesia
primitiva.

Ser dueño de su «pensamiento»

Aunque la Iglesia fijara tan duramente y guardara tan celosamente los bastidores
de un teatro más allá de los cuales solo había condenables tinieblas, no apartó de la
escena el conocimiento y la meditación. Por el contrario, son eclesiásticos, y no poco
ilustres, quienes se preocuparon por extender el conocimiento, el proveniente de los
«gentiles», de los antiguos, pero también el de los musulmanes, que pueden transmitir
el mensaje enriquecido de sus propias reflexiones. No honró a espíritus tan
estrictamente religiosos y militantes como san Bernardo haber predicado, por
principio, «la santa ignorancia» y vilipendiado a Pedro, el abad de Cluny, que pensó
en hacer traducir el Corán. Otros imaginaban, más que evaluaban realmente, lo que

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ganaría la fe en una confrontación con el saber de los demás; a principios del
siglo XII, la Biblia Guiot, reflejo parisiense de las aspiraciones de los clérigos,
maldice los tiempos «horribles e insoportables» del aislamiento, y Honorius
Augustodunensis declara: «El exilio del hombre es la ignorancia».
Hugo de San Víctor, Yves de Chartres o Pedro el Venerable, son algunos de los
ilustres prelados o abades que se entregaron al nuevo estudio de Platón, de
Aristóteles, de Séneca, de Pitágoras o de Ovidio; en el siglo XIII, los dominicos,
siguiendo prudentemente estos ejemplos, se aseguraron con maestros laicos, pero
también con heréticos, el arma decisiva de un conocimiento comparado de los
dogmas y los sistemas metafísicos. Es el momento —en pleno período de
«cruzadas»— en que la cristiandad se abre a las lecciones musulmanas: un raudal de
tratados «árabes» llega a la Sicilia de Roger 11, a Cataluña. Languedoc y Provenza,
Campania o Venecia. Se traducen, se leen las obras matemáticas de al-Khwarizmi, los
tratados médicos de Avicena, de Rasis, al-Battani; a partir de 1220 o 1230 los
comentarios de Averroes sobre Aristóteles o las reflexiones de Maimónides
conmovieron más allá de los Pirineos. Lejos de sucumbir al desprecio o a la
adulación, ambos signos de subdesarrollo, los pensadores, los médicos o los
geómetras de Palermo, Salerno o Montpellier, escrutan, critican, seleccionan. La
antorcha del razonamiento se aviva.
El uso de la razón, el método dialéctico, forman parte de las «artes liberales»
enseñadas en las escuelas de las catedrales; a principios del siglo XII, un Guillermo de
Champeaux, en París, se valía de él para criticar al «filósofo» por excelencia,
Aristóteles. Pero se temía demasiado el efecto corrosivo sobre la fe y el dogma de sus
escritos sobre física o metafísica, en que la materia se olvidaba de la divinidad; y en
París, aún en el año 1210, su enseñanza seguía estando teóricamente prohibida. Sin
embargo, hacía mucho tiempo que se había ido más lejos: el hombre de 1130 o 1150
se siente ya un artífice con plena responsabilidad en la Creación, un obrero del
mundo, un homo faber a imagen de Dios: su curiosidad es insaciable. En sus
manifestaciones enredadoras y provocadoras, los goliardos, al atacar todo orden
establecido, manifiestan a su manera una aspiración a librarse de la tutela del dogma.
Algunos hombres darían más tarde ejemplo de esta rebelión del pensamiento. En
Francia lo hizo Pedro Abelardo, el primer «profesor» de la Historia. Este clérigo
bretón, indiferente a las inútiles sutilidades de una lectura inequívoca de las
Escrituras, fue el primero en romper con la tradicional enseñanza de los claustros. En
abierta rebeldía, a partir de 1120, contra el obispo de París, al llevar al «barrio
Latino» discípulos subyugados, acabó mal, como se sabe, perseguido en su vida
privada por los envidiosos y, en su fe, por los místicos; la hostilidad de san Bernardo
le obligó a retirarse a Cluny donde, hasta su muerte acaecida en 1142, el abad Pedro
le dio pruebas de su estima y caridad.
Ahora bien, en una de sus obras maestras titulada Sic et non («Sí y no»), Abelardo
experimenta un método que permite superar las contradicciones existentes entre las

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autoridades. Refiriéndose a Alain de Lille, llegará a escribir que «la autoridad tiene
una nariz de cera», es decir, que apenas es ya más que una referencia obligada tras la
que se expresa un pensamiento original. Sin duda, entre los numerosos avances del
renacimiento intelectual y cultural del siglo XII, uno de los más importantes a nivel de
la cultura general y de la evolución de las mentalidades, es el desarrollo de la lógica.
Mientras que la cultura monástica valoró sobre todo la retórica, arte del lenguaje y el
discurso, los grandes maestros de escuela del siglo XIII hicieron hincapié en la
dialéctica, que se puede definir someramente como el arte y la manera de juzgar todo
en el plano de la inteligencia y de la verdad. El primero que aplicó sistemáticamente
este método fue el propio Abelardo, que no hacía más que responder a la expectativa
de sus oyentes:
Mis estudiantes pedían razones humanas y filosóficas y necesitaban explicaciones inteligibles más que
afirmaciones. Decían que es inútil hablar si no hay inteligencia en las palabras, que no se puede creer si no
se ha comprendido antes y que es irrisorio enseñar a los demás lo que ni uno mismo ni los que enseñan
pueden comprender (Historia de mis infortunios, capítulo 9).

Bajo la presión de sus discípulos, el «caballero de la dialéctica» no dudó en


lanzarse a una especulación racional sobre lo revelado a fin de constituir una
«teología», palabra nueva que escandalizó a los tradicionalistas, como san Bernardo,
que consideró una impertinencia la elaboración intelectual consistente en aplicar al
mundo divino las categorías del espíritu humano. Sin embargo, sería erróneo reducir
el conflicto que enfrentó al maestro parisiense y el abad de Clairvaux a una simple
oposición entre racionalismo y espiritualismo. El primero nunca afirmó que sus
comparaciones fueran equivalentes exactos de la realidad del dogma y pudieran
agotar la profundidad del misterio de Dios. Se trataba más bien de un choque entre
dos tipos de cultura: la exégesis monástica, literaria y escripturaria, orientada hacia la
oración y la contemplación, y la filosofía escolástica deseosa de poner al servicio de
la fe la curiosidad activa y el poder investigador de la razón. Abelardo, condenado en
1140 por el Concilio de Sens, estuvo considerado al principio como un vencido. Pero,
de hecho, fue él el verdadero vencedor pues su método, liberado de su optimismo a
veces pretencioso, será la base de la cultura escolástica medieval. Con él aparece
además un nuevo tipo de hombre culto: el intelectual, que pronto se podrá llamar
universitario. Es cierto que las épocas anteriores habían tenido hombres de letras y
pensadores de un alto nivel como Beda o san Anselmo, pero su actividad era ante
todo hermenéutica. En el seno de la sociedad eclesiástica su papel consistía en
consagrarse al análisis de los textos sagrados, a estudiar las palabras, a buscar sus
sentidos ocultos, más verdaderos que el sentido literal. Pero a pesar de sus esfuerzos,
no podían esperar descubrir la clave que permite comprender y explicar la historia y
la sociedad. Estos clérigos hagiógrafos, cronistas, autores de comentarios bíblicos,
tenían una visión unitaria y global del saber y de la vida que trataban de transmitir sin
tropiezos a las siguientes generaciones. Con Abelardo, esta visión global y esta
sosegada certeza desaparecen. El campo del saber se fracciona, se introduce la

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especialización y la actitud crítica se convierte en la regla. París se considera la nueva
Jerusalén. Los intelectuales, salidos del regazo de la Iglesia y de su visión
totalizadora, se ven obligados a adoptar nuevas formas de solidaridad para poder
ejercer libremente una actividad que se separa del magisterio religioso para acercarse
a otras profesiones.

La naciente universidad: ¿un humanismo?

En algunos centros escolares más importantes que otros, llamados al principio


studium generale, aparecen, en efecto, universidades entre 1180 y 1230. Se trata de
asociaciones profesionales (la palabra universitas hace alusión a todo tipo de oficio
organizado, en los textos latinos de la época) que agrupan a los maestros y a los
estudiantes. Su formación no fue la misma en todas partes: en París, surge de
iniciativas de maestros seculares, que llegaron a ser muy numerosos, y tratan de

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liberarse de la tutela del canciller. Asimismo, se reagrupan con sus estudiantes para
defender sus derechos corporativos contra el poder civil y la autoridad de la Iglesia
local. En Bolonia, en cambio, donde se enseñaba sobre todo derecho, son los
estudiantes procedentes de todos los países para iniciarse en las nuevas disciplinas los
que formarán una asociación, o guilda, dictarán la ley y negociarán con el municipio
a fin de obtener para ellos y para sus profesores un estatuto privilegiado. Sus
esfuerzos fueron apoyados por el emperador Federico Barbarroja, que en 1159 los
puso bajo su protección. Por su parte, los universitarios parisienses recibieron el
apoyo del papado, que veía en esta nueva institución un medio precisamente para
superar los particularismos locales y nacionales y para formar a los clérigos,
especialmente teólogos, capaces de exponer y defender la doctrina cristiana contra
sus detractores. También contaron con el apoyo del rey, a quien no le disgustaba la
idea de limitar el poder del obispo: concesión por Celestino III en 1194 a los maestros
parisienses, aval del rey en 1200, protección personal de Inocencio III en 1205 y, por
último, estatutos concedidos en 1215 por el legado Roberto de Courgon, ratificados
en 1229 por la regente Blanca de Castilla. A principios del siglo XIII se crearon otras
universidades en Orleans (estudios literarios, derecho civil), de 1227 a 1268, así
como en Montpellier (medicina, derecho), de 1225 a 1256, y en Oxford (1214-1240).
Se trataba, en efecto, de centros especializados a donde se iba desde muy lejos
para formarse. Al igual que las órdenes mendicantes, la universidad reúne hombres
de todas las capas sociales y de todos los países de Occidente. Posee su legislación
autónoma, sus estatutos, garantizados por las más altas autoridades civiles y
religiosas, y da origen a un nuevo grupo social, la ordo scholasticus, que trasciende
las tradicionales distinciones entre clérigos y laicos. Pues, aunque los universitarios
gozan de los privilegios de los clérigos, no son tonsurados y solo una pequeña parte
de ellos hace una carrera eclesiástica. La mayoría de los que frecuentan la
universidad buscan una cualificación superior que les permita acceder a altas
funciones en el Estado o en la sociedad. La universidad, surgida de un agrupamiento
espontáneo de trabajadores intelectuales y no solo de la voluntad de un príncipe o de
un papa, tuvo de entrada una alta conciencia de sí misma. Desde el siglo XIII, circulan
en París leyendas según las cuales Carlomagno habría transferido la enseñanza de
alto nivel (translatio studii) de Roma a París, y el año 1229 se descubre en Bolonia
un falso documento, tenido entonces por auténtico, según el cual la creación de sus
escuelas jurídicas se remontaría a uno de los últimos emperadores romanos, Teodosio
II. No eran más que patrañas, pero la universidad, que tiene conciencia de haberse
formado sola, se afirma ya como un tercer poder basado en el saber y la ciencia, al
lado de la Iglesia y el Estado. Por otra parte, desde el siglo XIII, los profesores de
derecho de Bolonia piden ser llamados domini y reivindicar la caballería, alabando
las ciencias que hacen de ellos, según las palabras de Ceno de Pistoia, «los padres y
los hermanos de los príncipes».

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A cambio de su reconocimiento por los poderes establecidos, religiosos y laicos,
los universitarios debieron aceptar una disciplina común, desde las disposiciones que
reglamentaban el vestuario, las ceremonias y los ritos comunitarios hasta la
organización de los estudios según un programa coherente (ratioo studiorum) que, en
París, se fija a principios del siglo XIII. La época en que los maestros enseñaban
independientemente los unos de los otros ante estudiantes que les abandonaban
cuando creían que sabían suficiente ha pasado. Los profesores se agrupan en
facultades (arte, teología, decreto, es decir, derecho canónico, derecho civil,
medicina, etc.). Las artes constituyen una especie de propedéutica que es preciso
haber seguido (¿de los 15 a los 20 años?) para acceder, llegado el caso, a otras
facultades. Se prescribe una duración mínima para los estudios: ocho años para la
teología y el derecho civil, seis para el derecho canónico. Las etapas de la carrera
universitaria, jalonada por una serie de grados, se concretan. Se empieza por ser
bachiller antes de acceder al doctorado y a la licenciatura, lo que permite ejercer las
funciones de maestro regente, es decir, de profesor. En cada ocasión, es preciso pasar
exámenes y, sobre todo, demostrar capacidad para dominar un tema con motivo de
una exposición oral y una «disputa» (quaestio disputata). En presencia de maestros
de la universidad, se recurría al método dialéctico para superar las contradicciones
entre los autores o las tesis que se comentaban. Desde el final del siglo XII se
manifiesta la preocupación por organizar en un cuerpo doctrinal las diferentes
quaestiones discutidas en las escuelas. Este esfuerzo conduce a obras como el Libro
de Sentencias de Pedro Lombardo, que recorre los grandes problemas de la teología e
indica las soluciones propuestas por el maestro parisiense. En el ámbito del derecho
aparecen las obras maestras de los glosadores, como la glosa ordinaria sintetizada por
Juan el Teutónico o la Summa Codicis de Azzon (hacia 1230-1240) que servirá de
base a la enseñanza del derecho civil hasta el final de la Edad Media.
Bajo la influencia de estas estructuras de enseñanza y de estas «sumas» se
desarrolla en las universidades una mentalidad común a todos los que la frecuentan,
aunque se les clasifique por «naciones». Esta nueva cultura erudita se funda en un
amplio uso de los textos, ya que la enseñanza tiene como punto de partida el
comentario de autores que son autoridades en la materia de que se trate. Como los
libros eran caros, los estudiantes que no tenían medios que les permitieran comprarlos
los volvían a copiar página por página en la librería de la universidad donde estaba
depositado el ejemplar que daba fe del original. Poco a poco el libro pierde su
carácter sagrado o prestigioso para convertirse en un instrumento de trabajo. La
escritura gótica corriente se hace cursiva y se uniformiza; las abreviaciones se
multiplican, se está lejos de la caligrafía suntuosa de los scriptoria monásticos. Los
manuscritos universitarios del siglo XIII se parecen entre sí y apenas incluyen ya letras
floridas delicadamente decoradas o miniaturas policromas. La propia originalidad de
la enseñanza tenderá a atenuarse a partir de los años 1250-1270. La curiosidad
universal y la audacia intelectual de la época precedente se debilitan; los maestros se

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esfuerzan sobre todo por organizar los conocimientos y sintetizarlos en sumas que
presentan una visión coherente y unitaria de todo un campo del saber. Las ambiciones
enciclopédicas, la aproximación intelectual y libresca a los problemas y el deseo de
racionalidad son los rasgos característicos de la cultura erudita que se desarrolla en
las universidades, la «escolástica», muy diferente de la que floreció en los
monasterios e incluso en las escuelas de las catedrales en los siglos XI y XII.
Lo esencial de esta enseñanza no reside en una finalidad profesional, como en el
caso de las otras formas contemporáneas de agrupamiento: el escolar llegará acaso a
ser maestro a su vez, pero su finalidad no es esa; sencillamente, se instruye, refina su
espíritu; no paga ninguna cuota; no recibe tampoco ningún salario; no hay un local
concreto para la enseñanza, ni biblioteca; el escolar sigue al maestro que le atrae, allí
donde le plazca comentar. Las ventajas de esta absoluta libertad saltan a la vista tanto
como sus inconvenientes, pues o bien el escolar ha de ser rico, lo que establece una
desgraciada selección, o bien su pobreza le lleva a mendigar un beneficio, un trabajo,
una plaza en uno de los «colegios» donde le alojará un mecenas, como el de Roberto
de Sorbon en París. En cuanto al maestro, también él debe pedir una remuneración y,
desde 1220, la competencia de los hermanos predicadores, por definición fuera de
estas necesidades seculares, amenaza con quitarle oyentes ya que al dominico no se le
ha de pagar nada.

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El Occidente románico y gótico

Lo que no impide que, durante las décadas que van de 1220 a 1270, la
universidad aparezca como el crisol ideal de un primer «humanismo», el surgido
como una síntesis frágil y delicada, de la fe y la razón. París, que se impone poco a
poco como capital de la cristiandad, ve afluir maestros extranjeros deseosos de
aportar su piedra al edificio: los ingleses. Alejandro de Hales (muerto en 1245) y el
que fue durante un tiempo obispo de Lincoln. Robert Grossetête (muerto en 1253),
defensores de la experimentación; el italiano Buenaventura (muerto en 1274); y el
alemán Alberto de Colonia (muerto en 1280), cuyas lecciones, a mediados del
siglo XIII, sirvieron de fundamento a la Summa teologica de santo Tomás de Aquino
(muerto en 1274), un italiano también y, como el precedente, dominico. Con todo,

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este punto culminante de la reflexión metafísica cristiana se alcanza en medio de
serias dificultades, las que provoca la rivalidad entre los hermanos y los maestros
seculares, la privatización de los escolares pobres o la inquietud del poder. Por esta
razón se puede decir que la fase ideal de la historia de las universidades fue muy
breve, lo que, por lo demás, no le quita en absoluto su valor de ejemplo.
Rápidamente, bajo la influencia de los universitarios, el discurso sobre Dios tiende a
hacerse ininteligible para los no especialistas. La exclamación de san Bernardo en
1140, según la cual «se discute sobre la Santísima Trinidad en todas las encrucijadas
y los simples pretenden tener acceso a los misterios más secretos de la fe», apenas
tendrá ya sentido un siglo más tarde pues la especulación teológica se convierte en un
examen de escuela que se desarrolla en un lenguaje cifrado.
Por eso, desde principios del siglo XIII, se inicia un cambio en el seno del mundo
universitario. Aunque los teólogos continúan desempeñando un papel eminente, sobre
todo en París, sufren una fuerte competencia por parte de los juristas, cuya influencia
se extiende no solo en la Iglesia sino en toda la sociedad. Desde el final del siglo XII
en Italia, el derecho canónico, es decir, eclesiástico, se separa de la teología y recibe
la influencia del derecho civil. En Bolonia, en tiempos de Bazian, el primer doctor
utriusque juris, desde Azzon y Accursio, se forma un derecho canónico que tendrá
una amplia difusión. Esta convergencia no era evidente y, del Concilio de Tours
(1163) a Honorio III (1219), la Iglesia trató ampliamente de prohibir a los monjes y a
los clérigos que tenían almas a su cargo, el aprendizaje y la enseñanza del derecho
civil. Pero los canonistas eran sensibles a la precisión del lenguaje jurídico romano e
hicieron un uso generalizado de él entre 1190 y 1215. Y lo que es más, el papado
encontró en él una confirmación de su derecho a promulgar leyes. En una época en
que hacía del papa su emperador, la Iglesia romana no podía a la larga mostrarse
insensible a los textos que presentaban al príncipe como por encima de las leyes
(legibus solutus) y legislador soberano. Al mismo tiempo, el derecho romano se abre
a la influencia de la moral cristiana y las constituciones laicas no se libran de su
marca. Sabios eclesiásticos y legistas hablarán en lo sucesivo el mismo lenguaje,
fundado en el Digesto y el Decreto de Graciano, y confluirán en la Iglesia y en el
Estado.
En el siglo XIII un nuevo lenguaje, el de los juristas, se impone a todos y excluye a
todos los que, ya sean fundadores, burgueses o campesinos, no penetran en sus
arcanos.

Un arte del número y de la luz

No hay nada de artificial en aproximar la expresión artística al pensamiento


filosófico: no son más que dos aspectos de un mismo dominio y de una misma
necesidad. El arte románico, nacido casi espontáneamente en regiones diversas, entre
1060 y 1130, extrajo su poderosa originalidad de lo que es la primera forma

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verdaderamente independiente del sentimiento europeo. Como se ha dicho más
arriba, sus principales características expresan ampliamente la afectividad del
momento: vuelta a la forma humana pero conservando un segundo plano «folklórico»
o mágico; majestuosos proyectos ejecutados según planes madurados; predominio de
las masas, equilibradas en una especie de fuerza contenida dispuesta a elevarse al
cielo. Estas aspiraciones sobrepasan la mitad del siglo XII, no solo en Provenza o en
Italia, e incluso en el mundo germánico, ambas áreas todavía rebeldes, sino también
en Borgoña, en Auvernia y en Poitou. Numerosos edificios, sobre todo monásticos,
tales como Vezelay, Saint-Savin o La Caridad, son acabados y decorados a partir de
1150.
En este momento ha nacido ya una nueva forma de expresión, tan absurdamente
calificada de «gótica» o de «bárbara» por los neófitos de la Antigüedad renaciente.
Este arte tiene una cuna, Île-de-France, por lo que se le conocerá en la Edad Media
como opus francigenum, «trabajo francés». Es un arte real, vinculado a los comienzos
del triunfo capetiano, pero concebido también como tal en Inglaterra, Castilla y la
Alemania central. Es un arte urbano, tal vez porque a partir de 1175 o 1200 es en la
ciudad donde se hace más intensa la necesidad de construir o de reconstruir. No
demuestra particularmente su especificidad en la arquitectura, contrariamente a las
innovaciones romanas: las plantas son idénticas, las dimensiones a menudo son
similares. Algunas de las características que el profano distingue, los anillos de ojiva
bajo las bóvedas, las tribunas o el arco apuntado eran conocidos y empleados aquí y
allá desde 1100; incluso el arbotante no es más que un artificio de sostén que permite
coger más arriba los empujes de la bóveda. En cambio, es precisamente la
preocupación por la amplitud, evidentemente progresiva de los muros a los huecos de
vidrio de la Santa Capilla o de San Urbano de Troyes, lo que corta con el románico, y
no solo las cifras en sí (48 m es el récord de elevación en Beauvais; pero no era tanto
comparado con los alcanzados en Oriente). Sin olvidar la preocupación por el
equilibrio matemático, difícil de calcular, y por la claridad. En esta transformación
del arte cristiano hay una dimensión metafísica próxima a la reflexión de los filósofos
de la época.
A este mismo nivel se sitúa otra característica: las decoraciones —las esculturas
que flanquean todo el exterior del edificio, pero también los frescos, las vidrieras, e
incluso las miniaturas de los pergaminos— renuncian a lo fantástico o a lo simbólico
tan apreciados por el arte románico; se respetan las proporciones, las figuras,
humanas se encaminan hacia el naturalismo, tanto las yacentes como los rostros de
escenas extraídas de las Escrituras. La sonrisa surge en las expresiones; al humor a
veces vengativo y suficiente del románico sucede la escena sosegada, los temas
cotidianos y profanos. En otras palabras, la gloria de Cristo, y más tarde la de la
Virgen, cuyo culto se incrementa a la sazón, deben ser, sin duda, magnificados; pero
también está presente el hombre con sus trabajos, sus oficios, sus devociones locales.

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La época de los Capetos fue testigo de los primeros talleres de construcción,
ámbito en el que el arte románico no había destacado especialmente: la iglesia abacial
de Saint-Denis abre en 1135 una serie en que algunos eruditos suponen estarían Sens
o Durham hacia 1128, cosa que no es demasiado importante. En círculos concéntricos
al creciente radio, se elevan poco a poco los más consumados de estos edificios:
Chartres, Laon y Noyon antes de 1155; París, Canterbury y Lincoln antes de 1175;
Chartres de nuevo, Bourges y Le Maris hacia 1200; Amiens (1220); Reims y
Beauvais (1225); Salisbury, Dijon. Estrasburgo, Angers y más tarde, lejos del área
inicial. Burgos o Toledo antes de 1225; Bamberg, Magdeburgo o Naumburgo, etc.
Italia sigue en la brecha, de San Marcos de Venecia y Torcello a Anagni y Espoleto.
Se esboza allí una forma original que será más tarde apreciada al norte. Por el
momento, este arte es tributario, según los casos, de Bizancio, el Magrib o la vieja
Roma: no es en absoluto «gótico».
Tal vez nunca alcanzó la Europa cristiana un nivel de unidad comparable al que
se pone de manifiesto entre 1225 y 1250; esta generación apenas experimentó la
carestía, solo pequeños conflictos; la sobrecarga demográfica no la amenaza aún,
pues el comercio está lleno de vitalidad y hay todavía tierras disponibles. Al sofocar
pulsiones que habrían podido ser fecundas, la Iglesia mantuvo un orden social en que
el lugar de uno podía ser envidiado por otro pero sin que se considerara fruto de la
injusticia o del terror. Un pensamiento, una lengua, una expresión común hacen que
se reconozcan entre ellos los miembros de una Europa nacida al fin. La misma
generación que vio doblegarse, retroceder, humillarse las dos orgullosas
civilizaciones de Oriente que dominaban entonces la escena, y cuyo hundimiento
señala un corte radical en la historia del mundo.

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Tercera parte
EL ORIENTE SE ECLIPSA
(del siglo XII a mediados del
siglo XIII)

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Capítulo 10
EL ISLAM DESCORONADO[*]

La implantación de los fâtimíes en Egipto y en Siria a finales del siglo X había


trastornado profundamente la situación del mundo musulmán en el Próximo Oriente:
la división y la rivalidad sucedieron a la aparente unidad política y religiosa del
califato ‘abbâsí. Además, el dominio económico de los califas de Bagdad había
retrocedido ante los fâtimíes porque estos ocuparon las salidas sirias y egipcias al
Mediterráneo. Considerándose los únicos herederos legítimos del Profeta por su
filiación directa con Fátima y ‘Alí, los fâtimíes habían intentado eliminar al califa
‘abbâsí: la conquista momentánea de Bagdad, en 1059, fue una ocasión para
conseguirlo; pero la intervención de los turcos seldjûqíes de Tugril a favor del califa
invirtió la situación: el éxito de los seldjûqíes restableció al califa ‘abbâsí en Bagdad
y redujo a los fâtimíes a sus bases de Siria, de donde serían desalojados poco a poco
por los seldjûqíes, aunque sin expulsarlos definitivamente de Palestina.

EL ORIENTE ENFERMO Y AGREDIDO

Los combates que se sucedieron en esta región tuvieron sus consecuencias, ya que
los cristianos de Occidente encontraron en ello un motivo para acudir a liberar la
Tierra Santa de sus belicosos ocupantes. La llegada de los seldjûqíes al Próximo
Oriente reforzaría, en el aspecto religioso, la posición del Islam sunní frente al Islam
shî‘í de los fâtimíes, y acentuaría en el aspecto político la evolución del papel del
califa ‘abbâsí hacia un estado de jefe espiritual de la comunidad musulmana, en
detrimento de su papel de jefe temporal; esta trasposición ya se había llevado a cabo
por los visires buyíes a finales del siglo X y principios del XI.

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En el campo de las relaciones internacionales, la expansión seldjûqí hacia el
Oeste, orientada primero con éxito hacia Siria y después hacia Egipto, se dirigió
posteriormente hacia Armenia, lo que significaba un enfrentamiento con el
emperador bizantino. La batalla de Mantzikiert, en 1071, en la que el emperador
bizantino fue vencido y hecho prisionero, además de iniciar un período de diez años
de conflictos internos en el imperio griego, permitía a las tribus turcas el acceso al
Asia Menor, hecho que algunas de ellas aprovecharían sin demora. Desde entonces el
destino del Próximo Oriente se transformó y los turcos desempeñarían un papel
primordial durante muchos siglos. Estas transformaciones afectaron no solo el
aspecto político sino también el humano, social, religioso y económico. Del mismo
modo que en el norte de África el dominio árabe ha cedido su lugar al dominio de los
soberanos bereberes, en el Próximo Oriente desaparece progresivamente en beneficio
de los sultanes turcos; sin embargo, la civilización árabe musulmana no desaparecerá:
asimilada por los recién llegados, conocerá aún días de gloria y mostrará su
dinamismo en la literatura, en las ciencias y en el arte. Y respecto a las cruzadas, que
finalmente fracasaron en el aspecto político y religioso, fomentaron un desarrollo de
las relaciones económicas ya establecidas anteriormente, en el que las ciudades
comerciales italianas, Venecia y Génova especialmente, supieron aprovechar los
éxitos y los reveses de la presencia franca en Oriente.

Dos dominios inconciliables

Al nacer el siglo XII dos potencias dominan el mundo musulmán del Próximo y
del Medio Oriente: el califato fâtimí de Egipto y el sultanato seldjûqí que controla
Jurâsán, Irán, Iraq, Siria, y se extiende hacia al Asia Menor. Potencias orientales por
sus orígenes, por su concepto y ejercicio del poder, por sus instituciones internas, por
sus opciones religiosas y por su papel económico, se oponen ya sea directamente o
bien a través de los Estados latinos de Siria y Palestina; cuando, en el siglo XII, el
relevo seldjûqí de estas provincias sea tomado por los zengíes y más tarde por los
ayyûbíes, se tratará aún de una continuación del empuje turco pero bajo una fachada
kurda arabizada que se extenderá por Egipto y proporcionará a una parte del Próximo
Oriente una cierta unidad política y religiosa.
Aunque la autoridad fâtimí fuera discutida localmente, en la primera mitad del
siglo XI la dinastía, instalada desde entonces en El Cairo, controla todo el litoral
mediterráneo, directa o indirectamente, desde Marruecos hasta el norte de Siria.
Política y económicamente representa una fuerza considerable, pero su dominio
político suscita, ya lo hemos visto, resistencias por parte de tribus bereberes del
Magrib y de emires sirios hostiles a cualquier poder externo; la disparidad religiosa
no atrae tampoco a favor de los fâtimíes la simpatía de la población, que a veces ha
sido perseguida; y por último, el poder ejerce su autoridad por medio de un ejército
en el cual los mercenarios de origen sudanés, turco, armenio, circasiano, son cada vez

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más numerosos y desde la segunda mitad del siglo XI tienden a desempeñar un papel
político. Sin embargo, la potencia fâtimí está lejos de ser vulnerada a finales de este
siglo y su posición privilegiada en la costa mediterránea le proporciona enormes
ventajas económicas por ser mediadora entre los países del océano Índico y los de la
Europa mediterránea.
Por otra parte, en menos de un siglo la parte principal de los territorios que
constituían el dominio ‘abbâsí en Oriente pasan a ser controlados directamente por
jefes seldjûqíes que toman el título de sultán, es decir, se consideran prácticamente
detentores del poder temporal, dejando al califa de Bagdad únicamente la función de
jefe religioso de la comunidad musulmana, y en nombre del cual, como fieles
sunníes, se oponen a los fâtimíes shî‘íes. El poder que los seldjûqíes instauran en el
Jurâsán, Irán, Iraq y en el Asia Menor oriental, es un herencia de las tradiciones
tribales turcas, del sistema administrativo del Jurâsán y de la cultura política árabe e
irania; su manifestación práctica es el Siyâsat Nâmeh («Libro del Gobierno») de
Nizâm al-Mulk, visir de los sultanes Alp Arslân (1063-1073) y Malik Shâh
(1073-1092). La llegada de los seldjûqíes y posteriormente de otras tribus turcas o
turcomanas al Próximo Oriente modifica no solo la situación política de esta región,
sino que además introduce un factor humano y social totalmente nuevo, un
comportamiento religioso dinámico que se expresa a través de cofradías «ofensivas»
como la de los gâzîs, y que afecta a toda una zona económica importante por sus
producciones y por su situación de intermediaria entre Europa, India y China. El
dominio de los puertos de Siria y Palestina es uno de los aspectos que están en juego
en el enfrentamiento que opone a seldjûqíes y fâtimíes; pero el episodio de las
cruzadas y sus consecuencias contrarrestará esta evolución por mucho tiempo.
Por su propia naturaleza el régimen fâtimí era de esencia divina y su jefe tenía
que ser obligatoriamente descendiente del Profeta: era imâm (guía) y, al estar limitado
el imanato a la familia del Profeta, cada imán era nombrado por su predecesor sin que
necesariamente fuera designado como tal el hijo mayor del imán en el cargo. Esta
sucesión se realizó sin ningún problema en la dinastía fâtimí hasta finales del siglo XI;
tras la muerte del califa Al-Mustansir empezaron las discusiones acerca de la
designación del imán, polémica originada por la familia del califa, por personajes
importantes de la corte, especialmente el visir, o bien, y cada vez más, por la guardia
califal, de reclutamiento heterogéneo, para la cual el símbolo sagrado del imanato no
significaba nada. La incapacidad de los califas fâtimíes para unir bajo su autoridad a
los musulmanes contra los cruzados o de oponerse a ellos con sus fuerzas significó un
descrédito para los califas y el califato, descrédito que se vio acentuado en la segunda
mitad del siglo XII cuando los fâtimíes establecieron un pacto de alianza con el rey
latino de Jerusalén y este avanzó hasta El Cairo. No es sorprendente que Saladino
eliminara la dinastía, posteriormente, sin suscitar una gran oposición en Egipto.
Ya anteriormente, el poder califal había soportado fuertes ataques de los visires,
que en un primer momento habían sido los ejecutores de la política de los califas;

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pero en la segunda mitad del siglo XI, bajo el califato de Al-Mustansir, la llegada al
visirato de Badr al-Djamâlî transformó las condiciones del ejercicio de esta función.
En efecto, debido a las circunstancias, Badr al-Djamâlî fue dotado de plenos poderes:
de simple jefe de los ejércitos fâtimíes (amîr al-djuyûsh) pasó a ser jefe de la
administración civil, judicial y religiosa. Los visires que le sucedieron se beneficiaron
de la misma autoridad, que a menudo imponían al califa reinante a la fuerza si era
preciso; pero, a consecuencia de la disolución del poder califal y de las rivalidades
que se produjeron en la corte y en el seno del gobierno fâtimí, el destino de los visires
fue a menudo trágico, y a medida que transcurría el siglo XII la inestabilidad de los
visires prevaleció al mismo tiempo que crecía la anarquía del régimen. Hecho
destacable en un Estado tan marcado en sus orígenes por el Islam, varios de los
visires fueron cristianos o antiguos cristianos (particularmente armenios) convertidos
al Islam. Hay que ver en esto, en los primeros años de la dinastía en Egipto, una
prueba de apertura hacia categorías de la población egipcia más capaces que los
musulmanes sunníes de cooperar con las autoridades gubernamentales. Estas se
apoyaban en una administración muy centralizada, jerarquizada, dependiente, según
los períodos, del califa o del visir, y que, rival de la administración ‘abbâsí, ha podido
ser considerada como un modelo en su género. Los cristianos y los judíos estaban
ampliamente representados en ella y manifestaban una gran lealtad hacia un régimen
que les aportaba satisfacciones materiales y morales.
Asimismo, los califas fâtimíes recurrieron a mercenarios no árabes para constituir
su guardia personal e incluso una parte de su ejército, que fue un privilegiado del
Estado fâtimí. Pero, en el siglo XII, dándose cuenta de su importancia, este ejército
ejerció una presión cada vez más fuerte sobre el califa, el visir o las diversas
delegaciones de la administración; más tarde los diferentes elementos de este ejército
(bereberes, turcos, sudaneses) se enfrentaron unos contra otros para poder asegurarse
el control del régimen, que no lo resistiría.
Los seldjûqíes representan un sistema totalmente diferente. Aunque son
musulmanes y aplican en su Estado los principios de la sharî‘a (la ley musulmana),
son, sobre todo, herederos de las tradiciones turcas a las que se han superpuesto
elementos iranios y árabes. El rasgo dominante de la dinastía es la concentración de
los poderes militares y civiles en manos de miembros de la familia: esta reconoce
como jefe al primogénito, a quien corresponde el título de sultán y la labor de
dirección general de los asuntos del Estado; pero atribuye las funciones importantes
del ejército y de la administración civil a sus hermanos, tíos, sobrinos. Este sistema
prevalecería si a la cabeza de la familia se encontraba una personalidad de
envergadura que diera pruebas de autoridad y de dinamismo ofensivo: las conquistas
permitían satisfacer los apetitos eventuales de los parientes próximos o lejanos
concediéndoles una parcela de poder sin que la unidad del Estado se viera
amenazada; se trataba de una especie de «infantazgos» (apanages) familiares que
contenía en sí misma los gérmenes de la destrucción del Estado seldjûqí. En efecto,

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desde finales del siglo XI vemos cómo se multiplican los pequeños principados en el
Alto Iraq, en Djazîra y en el norte de Siria. Sometidos en principio a la autoridad de
un príncipe seldjûqí, están de hecho gobernados por los âtâbegs, preceptores de los
jóvenes príncipes, que poco a poco se van atribuyendo el poder real: la disolución del
sultanato seldjûqí del Irán, Iraq y del norte de Siria sería consecuencia de este
fenómeno. Sin embargo, el sultanato seldjûqí del Asia Menor se libraría de esta
desintegración, aunque a finales del siglo XII el sultán Qilidj Arslân II al dividir el
Estado entre sus hijos estuvo a punto de provocarla.

El Próximo Oriente partido en dos

Por otra parte, los seldjûqíes son musulmanes sunníes: los problemas teológicos
apenas les preocupan, pero conciben la religión como un elemento fundamental del
Estado, elemento de gobierno, elemento de orden, elemento de moralidad; solo
reconocían el Islam ortodoxo y combatieron enérgicamente el shî‘ismo ismâ‘îlí. Su
ortodoxia procede del Islam iranio, y particularmente de la «definición» de Ghazâlî,
pensador, filósofo, teólogo, que supo conciliar fe y razón presentándola de modo que
satisficiera a los turcos seldjûqíes. Al igual que sus vecinos y rivales fâtimíes, fueron
muy tolerantes con los no musulmanes, cristianos o judíos.
Otras características diferencian a fâtimíes y seldjûqíes. El poder de los primeros,
sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XI, se ejerce sobre poblaciones
esencialmente árabes, y secundariamente sobre minorías no árabes o no musulmanas;
a partir de principios del siglo XI y sobre todo a partir de mediados de este siglo, el
Magrib se les va prácticamente de las manos y pasa, en su mayor parte, a estar bajo el
control de dinastías bereberes, a pesar de la invasión de unas tribus árabes, llamadas
hilâlíes, procedentes de Egipto. Los seldjûqíes, al contrario, dominan diversos
pueblos, turco, iranio, kurdo, árabe, y más tarde armenio y griego; estos pueblos son
mayoritariamente musulmanes sunníes y por lo tanto no hay oposición entre los
dirigentes y las poblaciones sunníes. Aunque existen algunos grupos no sunníes,
como los nizâríes, los hashîshiyya, los «asesinos», que son despiadadamente
perseguidos, y cristianos, muy minoritarios, hasta el momento en el que los seldjûqíes
ocupan el Asia Menor, las poblaciones musulmanas en conjunto reconocen como jefe
al califa ‘abbâsí. Este, única autoridad legítima, delega oficialmente una parte de su
poder en el sultán seldjûqí y por consiguiente le confiere, mediante investidura, un
carácter de legitimidad que le permite ejercer una parte de poder: limitado primero a
las cuestiones militares y administrativas, este poder se extiende a los aspectos
jurídicos y religiosos, aprovechándose de la lucha contra los fâtimíes. La definición
de las reglas seldjûqíes que aparece en el Siyâsat Nâmeh está basada tanto en el
carácter temporal del poder seldjûqí como en su carácter religioso que le ha sido
cedido por el califa. El peligro, que aparece a finales del siglo XI y más aún en el siglo
XII, reside en el sistema de repartición de responsabilidades entre los seldjûqíes: este,

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al disminuir la autoridad del sultán, «gran seldjûqí» de Iraq, permite la aparición de
otros sultanes en Asia Menor, en el Jurâsán, que, aunque reconocen de manera oficial
—pero teórica— al califa ‘abbâsí como jefe religioso y al sultán de Bagdad como jefe
de la familia seldjûqí, utilizan estos argumentos para mostrarse como los
representantes legítimos de aquellas dos personalidades, y en consecuencia atribuirse
localmente todos los poderes: político, administrativo, jurídico y religioso. También
es posible que la diversidad étnica de los territorios dominados por los seldjûqíes
haya facilitado una división del poder político y la creación de estos sultanatos: la
unidad religiosa no era suficiente para mantener la unidad política.
Entre los fâtimíes, el hecho de que el califa no sea el jefe espiritual de la inmensa
mayoría de los habitantes, y que no haya conseguido atraerse la adhesión de estos,
favoreció el desarrollo de la autoridad de los visires, detentores de un poder político
muy material, lejos de implicaciones religiosas. Los excesos de ciertos visires y de
sus agentes efectivos, los mercenarios, su laxismo ante los cruzados, facilitaron en el
último tercio del siglo XII la recuperación del sunnismo en el plano político y
religioso y la reconciliación entre la autoridad dirigente y la población. Al contrario
que en el mundo seldjûqí, se asiste a una reunificación del dominio sirio-egipcio con
Saladino. Pero sería por poco tiempo.
El mundo mediterráneo y el Próximo Oriente conocieron en la segunda mitad del
siglo XI modificaciones comerciales importantes, cuyas causas son varias. Causas
políticas: implantación de los fâtimíes en Egipto y en Siria, reconquista del norte de
Siria por los bizantinos, principio de la fragmentación del califato ‘abbâsí, y
trastornos que son consecuencia de la nueva presencia de los seldjûqíes y de otras
tribus en las orillas del mar Negro hasta las del mar de Aral. Causas propiamente
comerciales: aparición de mercaderes italianos —presentes ya en Ifrîqiya— en Egipto
y pronto en las costas de Palestina y de Siria; entre fâtimíes y amalfitanos, seguidos
inmediatamente por písanos, por genoveses y por venecianos, se establecen corrientes
comerciales que pronto darán lugar a una presencia europea permanente en el
Oriente; intensificación también del papel de los mercaderes judíos de Ifrîqiya y de
Egipto, y, por último, control por parte de los fâtimíes del comercio efectuado con
Sudán y el África Oriental. Causas accidentales: ruina del puerto de Sîrâf, en el golfo
Pérsico, destruido por un terremoto, cuando este puerto era una escala hacia Basora y
Bagdad y desempeñaba un importante papel en las relaciones marítimas entre la India
e Iraq; su destrucción y la aparición de piratas en el golfo obligó, como hemos dicho
anteriormente, a desviar una gran parte del tráfico comercial hacia el mar Rojo y
Egipto. Los problemas en el Oriente ‘abbâsí y la instauración de un régimen fuerte y
estable en Egipto también influyeron de alguna manera en estas transformaciones.
En el otro lado, en la parte septentrional del Próximo Oriente, desde el Asia
Menor hasta el Jurâsán, seguían las luchas, bien internas como las de los griegos, o
bien por el poder o el dominio de una región; además, la llegada de las tribus turcas y
turcomanas transformó la vida cotidiana de las poblaciones locales: cambios étnicos,

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modificaciones parciales de las actividades económicas tradicionales, menor
importancia de la capital del califato… Y todo esto repercutió en contra de la ruta del
golfo Pérsico-Irán-Iraq, aun cuando una parte del comercio caravanero seguía
efectuándose a través de ella.
Sin afirmarlo de un modo absoluto, es posible que los sultanes seldjûqíes
hubieran previsto el restablecimiento del tráfico comercial en los territorios que ellos
controlaban hasta las salidas al Mediterráneo y al mar Negro: esto explicaría, además
de los motivos políticos y religiosos, sus ataques contra los fâtimíes en Siria e incluso
en Palestina, y contra los bizantinos en el Asia Menor oriental. Pero la llegada de los
cruzados y su establecimiento en los límites sirios y palestinos y en una parte de las
tierras interiores frustraron las intenciones de los seldjûqíes.
Cuando a finales del siglo XII los cruzados, vencidos, abandonaron la mayor parte
de sus posiciones, se restableció aparentemente la unidad musulmana: aunque
Saladino y, posteriormente, los ayyûbíes controlaron el poder en Siria y en Egipto,
Iraq y sobre todo Asia Menor se les escapan de las manos: durante medio siglo
cambió la situación del Próximo Oriente musulmán hasta la irrupción de los
mongoles, que de nuevo trastornó la situación. Las características de los siglos X y XI
se reproducen: la zona norte y la zona sur están separadas, e incluso, a veces, en
abierto conflicto, y esta situación durará hasta principios del siglo XVI, cuando los
sultanes otomanos restablecerán la unidad en el Próximo Oriente musulmán.

La agresión cristiana

Cuando los cruzados llegan al Próximo Oriente bizantino y musulmán, este vive
divisiones y luchas internas: en Asia Menor, la estabilidad del poder al acceder al
trono Alejo I Comneno termina con la anarquía de los años 1071-1081; pero este ha
tenido que permitir la instalación de tribus turcas en la meseta de Anatolia, e incluso
en la región costera del mar de Mármara: de este modo los seldjûqíes de Sulaymân
ibn Qutulmish, y posteriormente de Qilidj Arslân I, ocupan las principales ciudades
de la ruta Nicea (Iznik)-Iconion (Qonya); los dânishmandíes, el triángulo Sivas-
Kayseri-Malay; los artuqíes y los saltuqíes, el Asia Menor oriental y sudoriental.
Estas tribus llegaron tras la victoria de Alp Arslân en Mantzikiert (Malâzgird), en
1071, frente al basileus Romano Diógenes; por etapas van avanzando hacia el centro
e incluso hacia el oeste, aprovechándose de la lucha por el trono que hace estragos
entre los griegos, apoyando, como lo hacen los seldjûqíes, a uno de los candidatos, o
instalando, como los dânishmandíes, su autoridad en sustitución de los griegos.
Después de la toma de poder de Alejo I, estas tribus se benefician de circunstancias
favorables: el basileus se encarga de la restauración del poder imperial, de la
reorganización administrativa y militar del imperio y de la lucha contra los intentos
de invasión por el oeste de los normandos del sur de Italia.

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Las disputas entre los turcos contribuyen al debilitamiento de la potencia
bizantina. Sulaymân ibn Qutulmish quiere asegurarse la supremacía sobre todos los
seldjûqíes y lucha sin éxito contra su primo del Iraq; tras él, Qilidj Arslân renuncia a
la expansión hacia el este, pero se opone violentamente a sus vecinos y rivales
dânishmandíes, que, por otra parte, están en conflicto permanente con las dinastías
armenias de la región del alto Éufrates. Así se comprende el hecho de que los
cruzados al desembarcar en Asia Menor no encontraran una verdadera oposición y
que su paso por Nicea, Dorilea, Qonya, hasta las Puertas de Cilicia, se efectuara en
buenas condiciones.
La conquista de los cruzados de las principales ciudades de la costa siriopalestina,
habiendo penetrado en Siria tras el largo cerco de Antioquía (1098), se debe también
a las rivalidades que, poco antes, habían enfrentado a seldjûqíes y fâtimíes en esta
región (los fâtimíes habían recuperado Jerusalén ante los turcos menos de un año
antes de que los francos se apoderaran de ella), lo que de hecho impidió cualquier
alianza frente a los invasores. Los fâtimíes enviaron incluso una embajada a los
francos en el momento del cerco de Antioquía, y una embajada franca se presentó en
El Cairo. En este sentido, se ha hablado de un proyecto que habría concedido Siria a
los francos y Palestina a los fâtimíes, proyecto poco probable dado que la finalidad de
los cruzados era otra y, por otra parte, que los fâtimíes acudían a suplicar y no a
exigir. El éxito conseguido hasta entonces por los cruzados no les habría llevado a tal
avenencia; de cualquier modo, poco después de esta embajada los fâtimíes se
apoderaron de Jerusalén (agosto de 1098) e intentaron ocupar todo el norte de
Palestina, con la esperanza de mantener la amenaza franca lo más lejos posible, al
igual que la seldjûqí, siempre presente. Este intento fracasó ya que en julio de 1099
los cruzados se apoderaron brutalmente de Jerusalén, y un poco más tarde ocuparon
los puertos de la costa hasta Jaffa, entre 1100 y 1120. La falta de unión entre los
musulmanes en el Asia Menor, en Siria y en Palestina favoreció a los francos. Pero en
Asia Menor encontraron también aliados, voluntarios o forzosos, en los Estados
armenios de Cilicia y del Taurus, cuyos soberanos se alían o se someten a ellos: el
príncipe armenio Thoros, soberano de Edesa, acude a Balduino de Boulogne para
deshacerse de los turcos; pero, finalmente, quien desaparece es él y Balduino funda
entonces el primer Estado cruzado de Oriente, el condado de Edesa (marzo de 1098).
Así pues, los cruzados penetran en un Próximo Oriente profundamente dividido a
finales del siglo XI. Pero conviene destacar que los musulmanes, por su parte, no
fueron conscientes, al iniciarse esta expedición franca, de la importancia de este tipo
de invasiones: para ellos se trataba de un ataque de los cristianos del Norte, a lo que
ya estaban acostumbrados sobre todo desde el siglo X, más aún cuando entre los
cristianos se hallaban los bizantinos, ya sea del Asia Menor o de Antioquía. En un
primer momento creyeron que era una ofensiva pasajera y limitada frente a la cual
siempre se podrían concertar alianzas. Ante la perseverancia de los sitiadores en el
cerco de Antioquía, y sobre todo tras la invasión de Siria y de Palestina y la posterior

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creación del reino de Jerusalén, descubrieron la realidad. Pero ya era muy tarde para
poder alejar el peligro franco.
Sin embargo, desde los primeros años del siglo XII aparece una forma clara de
resistencia cuyas consecuencias a largo tiempo son irrefutables. Primero, frente a la
segunda oleada de cruzados en Asia Menor, se unen seldjûqíes y dânishmandíes para
impedirles atravesar este país. De hecho, en agosto de 1101, los lombardos son
vencidos cerca de Amasia, un poco más tarde las tropas del conde de Nevers son
aplastadas cerca de Eregli, y lo mismo ocurre con los contingentes de Aquitania y de
Baviera. La meseta central de Anatolia está defendida por los turcos, y desde
entonces los refuerzos hacia Tierra Santa solo pueden llegar por mar.
Simultáneamente, los âtâbegs de Djazîra y los seldjûqíes del Iraq se sienten menos
amenazados, mientras que el conde de Edesa, contra el cual sus vecinos
dânishmandíes llevan a cabo un continuo hostigamiento del que es víctima
Bohemundo de Antioquía, no puede esperar otro apoyo y refuerzo que el que le den
los estados cruzados de Tierra Santa. De este modo, en el Asia Menor, los turcos
musulmanes han hecho un frente común contra el invasor; pero, una vez superado
este peligro, emprenden de nuevo la lucha por establecer su hegemonía en la meseta
de Anatolia.
Por otra parte, en Siria, tras los primeros fracasos, los príncipes locales, seldjûqíes
o âtâbegs de Alepo, Hamâ, Homs (Hims) y Damasco, resisten cualquier ataque de los
francos. El largo cerco de Antioquía les ha demostrado que estos no eran tan
invencibles como creían, y según las circunstancias, aliándose entre ellos
temporalmente frente a un ataque de los cruzados o, si era preciso, estableciendo un
pacto con ellos, consiguen preservar las principales ciudades del interior de Siria,
proteger la ruta Alepo-Damasco-La Meca, y acudir, llegado el caso, a Mosul y a
Bagdad. Sin embargo, se trata más de una política local oportunista que de un
movimiento general de oposición a los cruzados: la idea de guerra santa está ausente
de sus espíritus y cuando la ocasión se presenta se restablecen relaciones de carácter
comercial, sobre todo, entre musulmanes y mercaderes francos.
Más al sur, los fâtimíes han perdido Jerusalén y la mayor parte de Palestina, pero
finalmente se acomodan a la presencia de los latinos en esta región y a la creación de
los Estados de Tierra Santa. En efecto, por una parte estos desvían la atención de los
seldjûqíes, y por otra constituyen una barrera entre turcos y fâtimíes. Estos últimos lo
prefieren, ya que la situación interior de Egipto se ha degradado sensiblemente y no
desean en absoluto combatir con ningún adversario: de aquí el interés en mantener el
statu quo con los francos. Además, al poseer una de las vías de acceso al océano
índico, ofrecen a los mercaderes italianos condiciones de comercio más beneficiosas,
más directas y menos aleatorias que las que pueden encontrar a través de Siria e Iraq.

La aventura de los latinos en Oriente

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El episodio de la implantación latina en Palestina y en Siria sigue suscitando
interés en Occidente, aunque en la historia del Islam se reduce a un «paréntesis»,
cuyos efectos, a largo plazo, fueron prácticamente nulos. El interés de los
historiadores europeos, más allá de todo problema teórico («la cruz contra la media
luna», una primera «colonización», etc.), es debido al carácter tan original de la
experiencia (imponer un tipo social a una población que lo ignora) y a la riqueza del
bagaje reglamentario que procede de ella: «importada» en estado puro, la sociedad
aristocrática de Occidente permaneció allí con su estructura inicial (sin las
alteraciones experimentadas de un modo natural en el oeste), de manera que la
naturaleza exacta de los vínculos vasalláticos, de las prerrogativas reales, de los
procedimientos judiciales, se perciben mejor en el Livre du roi, las Assises de
Jérusalem, la Assise de la cour aux bourgeois, el Libro de Juan de Ibelín o la Assise
sur la ligesse que en la mayoría de libros sobre costumbres de Europa.
El primer aspecto, y el principal, concierne al número de hombres. El retorno de
la mayor parte de los cruzados a sus casas, las pérdidas inevitables de la conquista
hasta 1120, los fracasos de las expediciones de ayuda y también la escasa presencia
de elementos femeninos cristianos hicieron difícil el dominio franco sin los paliativos
que se fueron imponiendo poco a poco. En primer lugar la dificultad era de orden
militar: lo que se conoce sobre los efectivos guerreros instalados en el lugar nos
indica que habían 1500-2000 miembros de caballería pesada y 12 000-15 000
«sargentos». Estas tropas, efectivo irrisorio para controlar cerca de 80 000 km2,
recibían el apoyo anual de peregrinos armados que acudían en cumplimiento de su
promesa, pero estos generalmente estaban poco habituados a las tácticas locales y
pasaban mucha sed y calor en sus armaduras de hierro bajo el sol. El desarrollo de
cuerpos asalariados de indígenas armados, los «turcoples», palió de alguna manera la
«oligantropía», la escasez de hombres, pero era un sistema que estaba expuesto a las
traiciones. La implantación de órdenes de monjes-soldados (hospitalarios y
templarios), a partir de 1112-1120, proporcionó guerreros de élite, siempre
disponibles, pero implacables hasta la obstinación y la arrogancia. El mestizaje con
los armenios, los griegos e incluso los sirios solo se podía producir en las ciudades, y
en Occidente pronto despreciaron a estos «poulains» (= partidarios de la coexistencia
con los musulmanes) que llevaban túnica y turbante y que eran más propensos a
adaptarse a las circunstancias que a cargar. En definitiva, toda esta obra se basaba en
la superioridad militar: esas embestidas espantosas a las que los orientales estaban
poco acostumbrados, esos soldados-caparazón a los que las flechas no herían, esas
enormes fortalezas capaces de albergar, de buen o mal grado, a todos los aldeanos
reunidos, y cuyas ruinas extraordinarias nos muestran aún su poder: Krak de los
Caballeros. Saona, Beaufort, Montreal, Chastelblanc, etc. Aunque las remontas de
caballos no fueran posibles, las cisternas estuvieran vacías, o el calor les obligara a
quitarse la cota de mallas… los francos resistieron porque dominaban totalmente el
mar protegiendo a su retaguardia y porque los segundones enviados a Siria para

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intentar la aventura se revelaron a menudo como excepcionales capitanes, como el
normando Tancredo y Balduino I, antes de 1120, Foulques de Anjou y Raimundo de
Trípoli más adelante.
El peligro no residía solo en el escaso número de efectivos, sino también en la
agresividad de estos hombres rapaces a los que la Iglesia les aseguraba su salvación.
Aunque solo fue creado un «reino» en Jerusalén, en 1100, los «príncipes» normandos
de Antioquía o de Edesa, los «condes» tolosanos de Trípoli, posteriormente los de
Poitiers o los de Provenza, y en el siglo XIII los alemanes o los de la Champaña, se
entregaron a incesantes rivalidades que, al ser expulsados hacia la costa en el siglo
XIII, transfirieron a la ciudad. Allí, en los puertos en los que las ciudades comerciales
habían conseguido, como se ha dicho anteriormente, privilegios y mercados (fundûg,
fondaco), se trasladaron también las querellas italianas o catalanas. La intransigencia
de unos y otros no solo se ejercía entre ellos mismos sino también respecto a otras
minorías cristianas.
Sin embargo, hay que señalar que los francos no encontraron en las poblaciones
cristianas de Siria y Palestina toda la ayuda y simpatía que esperaban; estas
poblaciones eran en su mayoría de rito ortodoxo, sobre todo en el norte de Siria, y no
estaban muy de acuerdo con el control sobre amplios dominios, espirituales y
materiales, que ejercía la Iglesia latina. La intolerancia de prelados y señores de
Occidente fomentó aún más esta antipatía y, en consecuencia, las alianzas fueron
poco frecuentes, salvo con los maronitas, y tuvieron un carácter temporal o incluso
simplemente individual. De cualquier manera, aunque episódicas, estas relaciones
entre francos y cristianos de Oriente tuvieron para estos últimos dolorosas
consecuencias, ya que, tras la partida de los francos, los dirigentes musulmanes
castigaron a toda la comunidad cristiana por aquello que solo habían cometido unos
cuantos.
Estos sombríos aspectos no cesarán de ampliarse. Pero no hay que negar el gran
esfuerzo de aclimatación iniciado al menos en el siglo XII. Convencidos pronto de que
no serían más que un puñado de jefes y, por otra parte, muy preocupados por las
«costumbres» como lo estaban en sus lugares de origen, los francos se limitaron a
cobrar los impuestos territoriales o públicos del régimen musulmán, el diezmo
(zakât), las tasas de aduana (dogana), los alquileres de la tierra; llamaron a las aldeas
«casales», pero dejaron que gobernara y juzgara el ra’ís y el cadí, como antes. Y se
cree que, en el campo, sus relaciones fueron muy superficiales y por lo tanto poco
agresivas con el campesinado. No intentaron nunca la conversión ni la sustitución de
derechos; solo trasplantaron allí, y para su propio uso, feudo, homenaje, servicios
diversos, con el rigor de las exigencias que justificaba el clima guerrero, y una
jerarquía feudal a la alemana o a la española, como se quiera, en la que cada uno —
rey, príncipe, conde, par, barón, vizconde, castellano, señor territorial— ocupaba su
lugar. Situación conservadora, es verdad, pero de hecho también conservatoria. La
organización solo fue profundamente alterada en la ciudad, lo que explica que en el

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siglo XIII el «reino de Acre», casi exclusivamente urbano, tuviera bastantes
problemas. En este sentido, fueron los italianos, sobre todo, quienes introdujeron su
experiencia de administración ciudadana en los establecimientos comerciales, la
administración local por barrios (ruga, vicus), la designación de «cónsules» o de
«bailes» para cada comunidad, tribunales comerciales especializados (fonde),
etcétera.
No hay que exagerar, ya lo hemos dicho, la importancia de este injerto extranjero
en el cuerpo del Islam. Ciertamente para Europa significa la seguridad de un acceso
regular y prioritario al comercio oriental. Pero da la impresión de ser una simple
«boca de ventilación», de que lo esencial se fragua en Egipto o en Asia Menor. Muy
pronto, y bastante antes de la época de Saladino, las posesiones territoriales, que por
otra parte son poco importantes para poder desempeñar un papel militar decisivo en
Oriente, pasarán a ser secundarias dentro de las preocupaciones de los mercaderes. Y
esta será, sobre todo, la causa del fracaso final de la conquista latina.

¿Salvó Saladino al Islam?

Los primeros intentos de resistencia ante la presencia de los francos en Siria son
debidos a problemas locales y a rivalidades entre territorios colindantes de cristianos
y musulmanes; Edesa, Antioquía, Alepo, Mosul, Mârdín y Damasco: no se trata en
absoluto de guerra santa, sino de querellas entre príncipes en las que no se tiene en
cuenta el origen ni la religión del eventual aliado. En los años veinte del siglo XII todo
el norte de Siria fue sacudido por ataques francos contra las principales ciudades y,
también, por las acciones violentas de los bâtiníes, musulmanes heterodoxos
ismâ‘îlíes, en Alepo y Damasco. A pesar de fracasos a veces sangrientos, como la
famosa masacre del Ager sanguinis entre Alepo y Antioquía en 1119, los francos
consiguen asegurarse el control del golfo, desde Alejandreta hasta el Sinaí: en esta
península instalan bases, a lo largo del golfo de Eilat, y también en Cisjordania, como
el famoso Krak de Moab. Caravanas de mercaderes o de peregrinos están siempre a
su merced. Y ¿qué decir de la botadura de barcos corsarios en el mar Rojo, a partir de
1160, que llegan a atacar Djiddah, el puerto de La Meca?
El emir de Mosul, ‘Imâd al-Dîn Zengî, se propuso desde 1128 una doble acción:
reconquistar a los francos los territorios del norte de Siria y hacer prevalecer la
ortodoxia sunní sobre el shî‘ismo en esta región. Recuperando el honor de la lucha
contra los enemigos de la verdadera fe, Zengî revitalizó el concepto de djihâd
(‘guerra santa’), sin que, sin embargo, este concepto haya conocido nunca, mientras
él vivió, una repercusión muy clara en las conciencias musulmanas: esto es debido a
que las acciones de Zengî fueron muy diversas y dispersas, y a que sus
contemporáneos no pudieron descubrir en él una linea de conducta bien definida. La
eliminación de los shî‘íes y de los bâtiníes de Alepo, e indirectamente de Damasco, le
aseguró la adhesión de numerosos musulmanes, pero su rigor a veces excesivo le

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impidió aliarse a los de Damasco, que, al contrario, se acercaron más a los francos de
Jerusalén. Por otra parte, la recuperación de Edesa en diciembre de 1144 fue
considerada, en el mundo musulmán, como un primer paso verdaderamente
importante en la lucha contra los latinos. Recíprocamente, la caída de Edesa demostró
a los latinos la fragilidad de su establecimiento en Oriente, fragilidad debida a una
implantación de hombres muy restringida y, también, al entorno hostil, griego o
árabe, que, tras la sorpresa inicial, contraatacó enérgicamente. Era necesario un
refuerzo para los cruzados de Oriente: la Europa cristiana debía mostrar su fuerza y
su voluntad. Por este motivo en la segunda cruzada predicada por san Bernardo de
Clairvaux participan reyes. Al djihâd musulmán los cristianos responden con la
guerra santa: pero esta guerra (1147-1149) no tuvo el mismo éxito que la primera
cruzada y sus resultados fueron apenas destacables.
Así, una nueva situación aparece en Oriente, donde, desde entonces, los francos
están a la defensiva en el norte y en el centro de Siria, y donde los musulmanes, bajo
el impulso de Nûr al-Dîn, hijo y sucesor de Zengî, se unirán poco a poco desde Mosul
a Damasco: tarea minuciosa en la que Nûr al-Dîn prosigue la obra de su padre,
combatiendo a la vez a los heréticos musulmanes y a los cristianos latinos y
obligando a los emires turcos, kurdos o árabes de Djazîra y de Siria a reconocer su
autoridad. Desde 1146, fecha de su acceso al poder, hasta 1174, fecha de su muerte,
Nûr al-Dîn representó al creyente musulmán por excelencia, no solo porque supo
desarrollar y hacer efectivo el espíritu de djihâd contra los francos, sino también
porque su acción contribuyó, por una parte, a aniquilar el shî‘ismo en Siria y reforzar
el sunnismo, sobre todo promoviendo centros de reflexión y de difusión de la
ortodoxia musulmana y, por otra, a marginar y aislar a los fâtimíes de Egipto, por
haber concluido una alianza con los latinos de Jerusalén. Nûr al-Dîn fue reconocido
como el jefe y el protector de los musulmanes, lo que tuvo como consecuencia
inmediata la unión de estos bajo su autoridad y como consecuencias más lejanas la
eliminación de los fâtimíes y por tanto la reinserción de Egipto en el conjunto de los
países musulmanes ortodoxos del Próximo Oriente, y, por último, la destrucción del
reino franco de Jerusalén. El artífice de estas últimas empresas fue Salâh al-Dîn ben
Ayyûb, el Saladillo de la historiografía occidental.

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Las conquistas de Saladino

A mediados del siglo XII Egipto aparece, efectivamente, como uno de los
elementos esenciales del Próximo Oriente: a las tentativas, infructuosas, del visir
Talâ’î contra el reino de Jerusalén suceden negociaciones con enviados de Nûr

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al-Dîn, del basileus Manuel I, del rey Balduino III. En realidad, fue la degradación de
la situación política interna de Egipto lo que favoreció el proceso final: las querellas
entre visires, las intervenciones anárquicas de diversos elementos del ejército, los
conflictos, las revueltas en varias provincias, llevan a Nûr al-Dîn y al nuevo rey de
Jerusalén Amaury I a pretender incluir Egipto en sus áreas respectivas. A dos
expediciones de Amaury en 1161 y 1162, sin éxito, sigue un ataque llevado a cabo
por el emir kurdo Shîrkûh en 1164, actuando en nombre de Nûr al-Dîn a petición de
un antiguo visir, Shâwar, refugiado en Damasco, Este, una vez restablecido en su
puesto, se niega a cumplir las promesas hechas a Nûr al-Din y pide ayuda a Amaury.
Tras una primera intervención en julio de 1164, tiene lugar una segunda intervención
en 1167 con ayuda de los griegos, consecuencia de la invasión de las tropas de
Shîrkûh; pero, finalmente, los dos adversarios se retiran. Un nuevo ataque de Amaury
en 1168 provoca la reacción de Nûr al-Din y de Shîrkûh; a pesar de una inteligente
política de equilibrio y de promesas, Shâwar es eliminado en beneficio de Shîrkûh,
quien anteriormente había obligado a los francos a retirarse en enero de 1169. El
nuevo visir se une al califa fâtimí, pero poco después su muerte permitió a su sobrino
Salâh al-Din (Saladino) el acceso al visirato y al mando del ejército. Este resistió dos
ataques de Amaury y finalmente, tras la muerte del califa fâtimí Al—‘Âdid,
restableció en El Cairo la ortodoxia sunní y la jutba fue pronunciada en nombre del
califa ‘abbâsí en septiembre de 1171. Hasta la muerte de Nûr al-Din (1174), las
relaciones entre él y Saladino, primero correctas, se enconaron ya que este último
quería independizarse en Egipto y en las regiones que bordean el mar Rojo: las
preocupaciones económicas le llevaron a seguir esta política.
La muerte de Nûr al-Din y las querellas sucesorias favorecen la intervención de
Saladino en Siria y en Djazîra, pero hasta finales de 1180 no recibe del califa la
investidura oficial y se convierte, no sin oposiciones locales, en el verdadero jefe del
Próximo Oriente, consiguiendo así la unión deseada por Nûr al-Din. Por otra parte, la
situación de los latinos se ha degradado profundamente: a las insubordinaciones de
tal o cual belicoso «barón» se añaden la impotencia del rey de Jerusalén Balduino IV,
impedido por enfermedad, las agudas envidias entre familias guerreras y el doble
juego de los emperadores bizantinos, prácticamente reinstalados en Antioquía y en.
Cilicia desde 1137-1159, que codician Egipto y mantienen con los armenios o los
turcos sutiles intrigas, provocando a la vez a los italianos que, por sus ambiciones,
están muy preocupados en Occidente. En 1187, tras derrotar en Hattîn al ejército
franco, Saladino recupera Jerusalén y la costa, salvo algunos puntos como Antioquía,
Tiro o Ascalón.
La unión se completa con la incorporación de Palestina al territorio ayyûbí. Una
tercera cruzada (1190-1192) permite a los francos recuperar una parte de la costa
palestina, desde Tiro a Jaffa, pero en realidad consagra el triunfo de Saladino, el fin
prácticamente del reino de Tierra Santa y la realidad del reino ayyûbí que se extiende
por la Alta Mesopotamia, Siria, Palestina y Egipto, que constituye una unidad política

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reforzada por la unidad religiosa, habiendo el sunnismo suplantado definitivamente al
shî‘ísmo. Esta unidad no ha sido obra de los árabes, sino de los turcos y de los
kurdos, que han estado al frente del combate militar, político y religioso: el poder
propiamente «árabe» desaparece de este modo por varios siglos en el Próximo
Oriente.
La captura de Jerusalén, la desaparición del cisma del Islam oriental, la liberación
del mar Rojo, la recuperación de las entradas de oro y esclavos por el Mediterráneo y
de los vínculos con África del Norte son un balance destacable de la acción de
Saladino. Y, sin embargo, en el momento de su muerte, en 1193, se pone en duda la
continuidad de estos éxitos: el califa ha roto con el sultán de Egipto, las salidas
marítimas permanecen en manos de los cristianos, los turcos no se han unido, y se
esbozan ya vías de tránsito desde Extremo Oriente a Europa, a través de Anatolia y el
Turkestán, que marginan a Egipto.
En efecto, en un primer momento se constituye otra unidad musulmana, en el
Asia Menor, en detrimento del Imperio bizantino, del emirato dânishmandí y de las
tribus turcomanas, y en beneficio de los turcos seldjûqíes: el sultán Qilidj Arslân II
triunfa sobre su rival dânishmandí (1164-1174) y sobre todo inflige la dura derrota de
Myriokefalón al basileus Manuel en noviembre de 1176. Esta repetición de la batalla
de Mantzikiert anula toda esperanza de reconquista de territorios en el Asia Menor
por parte de los bizantinos, reafirma la autoridad del seldjûkí en toda la meseta
central y consagra la instauración del poder político y religioso del sultanato seldjûqí
de Qonya. La obra turca es ya una realidad hasta tal punto que un cronista de la
tercera cruzada dio el nombre de «Turchia» al Asia Menor seldjûqí. De este modo, a
finales del siglo XII, el Próximo Oriente musulmán conoce una evolución irreversible
y consagra el desarrollo y la victoria de nuevos pueblos.

¿HAY MOTIVOS PARA ESPERAR?

El fracaso en la conquista de Bagdad y en el derrocamiento del califato ‘abbâsí


tuvo consecuencias políticas y económicas directas. En principio, el califa fâtimí, Al-
Mustansir, vio su autoridad fuertemente reducida y tuvo que recurrir a un hombre
fuerte, el visir Badr al-Djamâlî, para restaurar el prestigio del Estado: esta medida
inauguró un período en el que el poder efectivo estaba en manos de los visires,
situación comparable a la del régimen ‘abbâsí un siglo antes. Posteriormente, para
poder emprender la expedición al Iraq, Al-Mustansir vació las arcas del tesoro, al
mismo tiempo que el ejército soportaba querellas internas y sublevaciones entre las
tropas turcas y sudanesas y que una espantosa carestía se abatía sobre Egipto durante
varios años.

Un Egipto próspero, pivote del comercio oriental en el siglo XII

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Badr al-Djamâlî, que además del título de visir posee el de Amîir al-Djuyûsh
(«comandante del ejército»), introduce en el Estado fâtimí nuevas ideas, en primer
lugar porque la personalidad del visir suplanta a la del califa y concentra los poderes
militar, civil e incluso religioso. Además, al-Djamâlî, de origen armenio y antiguo
esclavo de un emir sirio, constituye para sí mismo una guardia armenia (cristiana)
que le permite afirmar su autoridad, sobre todo frente a varios elementos del ejército,
eliminando a los más conflictivos (sudaneses o turcos) o enviándolos de nuevo a
Ifrîqiya (bereberes); mientras, el califa es prácticamente encerrado en el palacio real y
no sale de él más que en ocasión de ceremonias de gran pompa.
La centralización del poder, que ya era evidente con los primeros califas fâtimíes
de El Cairo, se acentúa pues con Badr al-Djamâlî y sus sucesores: los gobiernos
provinciales dependen estrechamente de El Cairo, donde los dîwâns gestionan la vida
administrativa y financiera del país desde el palacio del visir o del califa, y los
agentes civiles o militares son alineados en una determinada jerarquía, cuya categoría
se manifiesta en la paga, las insignias indumentarias y el lugar que ocupan en las
ceremonias. Estos funcionarios, que en su mayoría residen en El Cairo, son a la vez
un apoyo y un peligro interno para el gobierno fâtimí, ya que las rivalidades a veces
son feroces y la aspiración a cargos importantes y bien pagados o a la protección del
visir provoca envidia y conflictos. Sin embargo, tanto con Badr al-Djamâlî como con
sus sucesores Al-Afdal y Al-Ma‘mûn, la autoridad del visir no fue discutida, sino
reforzada, ya que la vida social y económica conoció un período eufórico.
Si con el califa Al-Hâkim, a principios del siglo XI, y un poco más tarde bajo el
visirato de Yâzûrî, los cristianos fueron objeto de vejaciones, a partir de Badr al-
Djamâlî las condiciones de los no musulmanes vuelven a ser normales. Y no solo los
cristianos son empleados como funcionarios del gobierno, algunos de los cuales
consiguen funciones importantes (como el monje copto Abû Nadjâh que en 1129 es
consejero del califa Al-Âmir, el cual había eliminado al califa Al-Ma‘mûn) y se sabe
que otros visires fueron cristianos; también parece que algunos judíos nombrados
visires se convirtieron al Islam. Cristianos y judíos participaron activamente en el
renacer económico, y, por su parte, el gobierno, sobre todo durante los visiratos de
Al-Afdal y Al-Ma‘mûn que favorecieron la celebración de fiestas religiosas e
instituyeron ceremonias, consagró créditos oficiales para fiestas cristianas y para la
restauración o construcción de iglesias y monasterios. Esta política liberal con los
cristianos implica una lenta asimilación, y en esta época, en los siglos XI-XII, se
perciben progresos sensibles en la arabización, debido a que los árabes son
probablemente mayoritarios en la población, y la regresión de la lengua copta que
tiende a convertirse esencialmente en una lengua litúrgica.
Si hubo, a mediados del siglo XI, una reacción anticristiana, en la época del visir
Ridwân ibn Walajashî, en la que se tomaron medidas severas (expulsión de la
administración, confiscación de bienes e incluso ejecuciones), esta política no fue
duradera y hasta el final de la dinastía la comunidad cristiana y la comunidad judía no

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sufrieron directamente graves perjuicios: aunque sí hubo dificultades como
consecuencia del desorden político que afectó a El Cairo y que llevó finalmente a
Saladino a tomar el poder.
Aunque la situación de la vida económica de Egipto, antes de la llegada de Badr
al-Djamâlî, no era muy buena, las medidas tomadas por el visir contribuyeron a
mejorarla rápidamente. No solo restauró el orden, sino que también se ganó la
confianza de los campesinos rebajándoles los impuestos durante tres años y pidiendo
prestado a los comerciantes —no confiscando— cantidades de dinero que se
comprometió a devolver. La recuperación de la seguridad favoreció a la producción y
al comercio, y también al rendimiento de los impuestos y tasas, y, como
consecuencia, posibilitó un gran esfuerzo de construcción y un gran esfuerzo artístico
que se manifestó sobre todo en la nueva ciudad de El Cairo. Hay que señalar que la
degradación política del siglo XII no perturbó sensiblemente el desarrollo económico,
ni siquiera cuando circunstancias externas llevaron a la ruina a manufacturas de
tejidos de Tanis y de Damieta, en el delta del Nilo, que luego fueron trasladadas a
Fustât y a El Cairo. En relación al régimen de las tierras disponemos de poca
documentación. Podemos, sin embargo, señalar que el régimen de los impuestos
tradicionales (jarâdj, diezmo) de los ‘abbâsíes permaneció vigente con los fâtimíes.
Es posible que las fundaciones piadosas (waqf) se hayan generalizado más que antes,
ya que se han creado instituciones y edificios religiosos a los que se dedican los
ingresos de estas fundaciones: pero estos ingresos proceden esencialmente de
recursos urbanos (tiendas, mercados, baños, etc.). El régimen de la ‘iqtâ‘ está
establecido bajo un estricto control del Estado.
En el aspecto agrario, Egipto no parece haber conocido otra catástrofe natural
como la de los años 1062-1069, y a partir de entonces la producción agrícola fue
regular y abundante, permitiendo un abastecimiento suficiente para los habitantes y
los talleres y proporcionando al gobierno, a través de los impuestos y otras
exacciones, importantes recursos. Los principales productos obtenidos son el trigo, la
cebada, las legumbres (sobre todo habas), la caña de azúcar, forraje, y, entre las
plantas industriales, el lino y el algodón. La madera es escasa y de mala calidad, y por
lo tanto había que importarla de Occidente por mediación de las ciudades comerciales
italianas, sobre todo para poder construir navíos. Otra fuente de riqueza es el oro
procedente de Nubia que los buscadores llevan a Fustât, a la casa de la moneda, que
en 1122 será sustituida por la casa de la moneda de El Cairo: de este modo, la
moneda egipcia ha conservado una garantía de valor que se ha mantenido con los
ayyûbíes cuando Saladino activó las relaciones con Abisinia o el Chad.
El gobierno ejerce un estricto control sobre los gremios, como se hace evidente en
los talleres textiles: percibe tasas importantes sobre los productos destinados a la
exportación. Según Muqaddasî:
Las tasas son especialmente gravosas en Tanis y en Damieta. Ningún copto puede tejer una pieza de
tela en Shata sin que sea sellada por el gobierno, no puede ser vendida si no es por agentes reconocidos por

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el Estado, uno de los cuales lleva el registro de las piezas vendidas. Cada pieza es confiada a un empleado
que la enrolla, otro que la sujeta con fibra de palmera, un tercero que la pone en una caja, y por último, otro
que ata la caja, y cada uno de estos empleados percibe un tributo. A la salida hay que pagar otra tasa. Todas
esas tasas están controladas por la firma de cada uno de estos empleados sobre la caja y son verificadas por
inspectores a bordo de los navíos que están a punto de salir.

Otros productos de la industria egipcia fâtimí adquirieron una gran reputación:


objetos de marfil, de cristal de roca, de alfarería, de cuero, dieron lugar a un comercio
de exportación.
Los fâtimíes ya habían mantenido buenas relaciones comerciales con varios
puertos y ciudades italianas cuando estaban establecidos en Ifrîqiya; estas se
conservaron tras el traslado a Egipto y es muy probable que los mercaderes y
artesanos judíos colaboraran en estas actividades comerciales como muestra
claramente la documentación de la Genizá depositada en la sinagoga de los Palestinos
de El Cairo, recientemente descubierta y estudiada. Estos documentos muestran el
papel desempeñado por los judíos magrebíes introducidos desde finales del siglo X en
el comercio mediterráneo occidental de El Cairo, y también el papel desempeñado
por los musulmanes magrebíes que extendieron las relaciones egipcias hacia Arabia y
la India a partir del siglo XI.
Esta expansión del comercio hacia el océano Indico está en relación con la
política anti‘abbâsí de los fâtimíes y con la política de desarrollo agrícola e industrial
que fue llevada a cabo en esta época, con la construcción de una flota destinada a
recorrer el mar Rojo y las costas del África oriental. Poco a poco el comercio por el
mar Rojo va sustituyendo al del golfo Pérsico, sobre todo teniendo en cuenta que el
mundo ‘abbâsí sufre bastantes trastornos. En ‘Aydhâb y Qusayr se crean puertos
comerciales, el control del Yemen permite la utilización de las facultades y de las
relaciones yemeníes en materia de navegación, y, como ya lo hemos visto, Egipto se
convierte en un mercado y un depósito comercial entre el mundo del océano índico y
el del Mediterráneo. En el último cuarto del siglo XII aparece por primera vez el
nombre de los mercaderes karîmíes, especialistas en el comercio por el mar Rojo y
por el océano índico occidental, cuyo apogeo tiene lugar con los ayyûbíes.
Esta política de expansión comercial afecta las costas del África oriental y pronto
también las del Sind, Gudejerat, Beluchistán, la India, y adquiere la forma de una
política de expansión religiosa ya que algunos mercaderes musulmanes egipcios
también son misioneros y propagandistas del shî‘ismo o recorren los países del
océano índico acompañados de misioneros shî‘íes. Esta instalación de mercaderes
árabes en las costas del océano índico benefició, en primer lugar, a los fâtimíes que
convirtieron Egipto en la base más importante entre Oriente y Occidente: percibían
por las mercancías, que generalmente son caras, gravosas tasas, tanto al entrar como
al salir. La salida de productos se efectuaba sobre todo en Alejandría, desde donde los
mercaderes italianos, amalfitanos, venecianos, písanos, se encaminaban hacia
Oriente: a cambio de azúcar, telas, especias, productos de África y de la India,
proporcionaban madera, hierro, e incluso trigo, según la demanda. Este comercio

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empezó a desarrollarse en el reinado del califa Al-Mustansir y esto explica los gastos
fastuosos, las construcciones que el califa promovió y que fueron la admiración de
los viajeros de aquella época, sobre todo del persa Nasîr-i Jusraw.
De hecho, El Cairo y Fustât rebosan de riquezas en este momento, enriqueciendo
a los califas, pero también a un gran número de funcionarios, mercaderes y artesanos
de todas clases. Las construcciones se multiplican: El Cairo se convierte en una
verdadera capital y eclipsa a Bagdad y las ciudades de Siria; el afán de lujo de los
califas hace desarrollar todo lo que se relaciona con el arte y lo que ha sido
denominado arte fâtimí se extendió por todo el mundo musulmán. La construcción de
las mezquitas de Al-Hâkim y de Al-Azhar es una muestra de la particular evolución
que se manifiesta tanto en el arte monumental como en la decoración. Por una parte,
los fâtimíes recurrieron al arte ‘abbâsí del período de Samarra, como por ejemplo en
la utilización de alminares circulares con pisos degradados. Por otra parte, también se
sirvieron ampliamente del fondo artístico local, especialmente del de los coptos: a
estos hay que atribuir la adopción de una iconografía figurativa, cortejos de animales,
de personajes, escenas de caza, de orgías, de danzas. Los paneles de madera o de
marfil, lo que se sabe de las telas, de la cerámica, de los bronces, muestran un alto
desarrollo en la técnica y son, también, el símbolo de una prosperidad que admiraba a
los viajeros musulmanes.
Esta abundancia de riquezas exigía un gobierno fuerte y constante en el ejercicio
de su poder; pero la debilidad o la incapacidad de los califas del siglo XII y las
rivalidades entre visires dieron paso a los conflictos internos, a las reivindicaciones y
a las exigencias de los mercenarios. La lucha por el poder beneficiará a Saladino y a
sus sucesores, aunque su interés por mantener la unidad no evitará que el Egipto
ayyûbí se diferencie claramente de Siria y que sea una evidente continuación del
Egipto fâtimí.

Egipto se detiene: los ayyûbíes en dificultad

Sucesores de los zengíes y, más remotamente, de los seldjûqíes, Saladino y los


soberanos que le sucedieron en Siria y en Egipto aportaron a estos dos países
sensibles cambios políticos, sociales y económicos. El principal fue, sin duda, el tipo
de régimen instituido por Saladino, que introdujo un sistema hereditario, concepción
familiar del poder, bajo la autoridad de uno de los miembros de esta familia
reconocido como emir supremo y a veces con el título de sultán. Esta concepción
podía llevar a la disgregación de los territorios unidos por Saladino; sin embargo, un
sentimiento de solidaridad prevalecía y, aunque estallaron querellas de poca
importancia, siempre había un miembro de la familia ayyûbí (Al-Malik al—‘Âdil, Al-
Malik al-Kâmil, Al-Ayyûb, por ejemplo) que restauraba la unidad familiar. Y, sin
embargo, este sistema hereditario que concedió varias provincias del Estado a
parientes próximos, también significó la creación de otros pequeños sistemas

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hereditarios de privilegios, y posteriormente, al constituirse el ejército en la fuerza de
apoyo de los príncipes ayyûbíes, se concedieron ‘iqtâ‘s a militares. No obstante, este
sistema no sería aplicado en Egipto.
Los seldjûqíes habían desarrollado especialmente la concesión de ‘iqtâ‘s
mediante la asignación de los ingresos que produce una tierra a un concesionario
(imuqta‘), generalmente un militar. La necesidad de asegurarse la fidelidad del
ejército hizo que, sobre todo a finales de la dinastía, se multiplicaran las ‘iqtâ‘s o
incluso que aumentaran, del tal manera que era difícil distinguirlas del sistema de
privilegios hereditarios; más adelante, los zengíes, aunque sin proclamarlo
oficialmente, admitieron el derecho a la transmisión hereditaria de los ostentadores de
‘iqtâ‘s, cuando en teoría solo eran concedidas a título personal y vitalicio. El sistema
de la ‘iqtâ‘ se fue extendiendo porque la situación en Siria, a causa de la presencia de
los francos, obligaba a los ayyûbíes a mantener un ejército fuerte. Sin embargo, este
sistema permaneció bajo el control del dîwân al-djuyûsh. (oficina del ejército), tanto
en lo que se refiere a las concesiones como a la percepción de los ingresos en
metálico y en especie que debía el muqta‘; unos funcionarios de este dîwân se
encargaban expresamente del catastro necesario para determinar las ‘iqtâ‘s. Además,
el concesionario debía mantener a cuenta de los ingresos de su ‘iqtâ‘, y según su
importancia, un cierto número de soldados (10, 20, 100, etc.). En Egipto este sistema,
que existía ya con los fâtimíes aunque de un modo muy flexible, no tuvo la misma
importancia que en Siria y fue sometido a un estricto control administrativo y
financiero del Estado que, sin embargo, conservaba la propiedad de más de la mitad
del territorio.
Este control exigía un considerable personal administrativo: fueron los coptos
quienes ocuparon la mayoría de los cargos en todos los niveles de la jerarquía,
mientras que los armenios perdían el papel preeminente que tuvieron con los fâtimíes,
Los gobiernos de los príncipes ayyûbíes fueron tolerantes con las poblaciones no
musulmanas, cristianas y judías, tanto en Siria como en Egipto; en esta última
provincia el shî‘ismo desapareció prácticamente con el último califa fâtimí y se
reintegraron en la comunidad sunní. El mismo Saladillo era muy piadoso y
respetuoso con las leyes musulmanas tradicionales: hizo derogar todas las
disposiciones consideradas contrarias al derecho musulmán, lo que le aportó algunos
problemas. Bajo su reinado y en el de sus sucesores, se fomentó el desarrollo de las
madrasas, es decir de los establecimientos de enseñanza religiosa y jurídica en los
que se formaba el personal jurídico-religioso y administrativo; este desarrollo fue
muy importante en Siria y en Djazîra, pero no tanto en Egipto. En cuanto al ejército,
compuesto sobre todo por turcos y kurdos, carecía de unidad, lo que agravó aún más
la rivalidad entre príncipes: poco a poco este ejército adquiere caracteres turcos, sobre
todo en Egipto donde Al-Malik al-Kâmil realizó reclutamientos masivos de esclavos
de origen turco (los mamelucos) que en 1249 se adueñarán del poder y colocarán a la

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cabeza a uno de ellos, ‘Izz al-dîn Aybeg, iniciando de este modo el régimen conocido
con el nombre de sultanato de los mamelucos que gobernará Egipto hasta 1517.
Esta desaparición casi accidental, o en todo caso rápida, de la dinastía es una
muestra de la relativa esclerosis que afectaba Egipto a principios del siglo XIII.
Ciertamente también hay que tener en cuenta las dificultades militares que
concentraban la atención y los recursos de los sultanes. Ya hemos dicho
anteriormente que el hecho de que las posesiones latinas se redujeran a unas cuantas
escalas —aunque pronto apoyadas por Chipre y por las posesiones del Egeo— no
solucionaba de una vez para siempre el problema militar de la presencia franca. Al
contrario, desde entonces Egipto es el punto de mira de los occidentales. Y esto no lo
ignoran en El Cairo, donde la política que prevalece es la de la condescendencia y el
entendimiento. Los beneficios obtenidos del comercio, cuya importancia ya veremos
más adelante, compensaban los sacrificios; las treguas y los tratados comerciales se
multiplicaron en 1198, 1203, 1215. Cuando los cristianos del «rey de Jerusalén», es
decir, de San Juan de Acre, Juan de Brienne, atacaron Damieta en 1217, Al-Kâmil
propuso la restitución de la Ciudad Santa; pero se libró de este compromiso porque el
ofuscamiento de los cruzados los lanzó al Nilo en plena crecida (1221). La oferta fue,
sin embargo, aceptada en 1229 por el alemán Federico II, emperador islamófilo y
arabófono por otra parte. Esta concesión exorbitante está también motivada por el
constante peligro en Siria, no solo por las querellas entre príncipes ayyûbíes o por los
ataques francos, por ejemplo entre 1239-1241, sino también por la presión de las
bandas jwarizmíes que piratean el litoral y saquean Jerusalén en 1244. El asalto
llevado a cabo por Luis IX desde Chipre hacia el delta en 1248 amenazó más
gravemente a Egipto. Sin duda, de nuevo, la imprudencia de los cruzados termina en
Mansûra, en diciembre de 1249, con un fracaso agravado por la captura del rey. Es
evidente que los sultanes han dejado actuar a sus mercenarios, entre ellos a Baybars,
que inició una brillante carrera que le llevaría más tarde (1260) al sultanato y a la
reconquista de Palestina y Antioquía. En una coyuntura de alerta constante no es
extraño que los mamelucos se hicieran con el poder.
Esto no significa en absoluto que el prestigio personal de los sultanes se haya
visto afectado. Siguen estando ampliamente apoyados por la opinión pública egipcia,
pacifista de buen grado. Los ayyubíes fomentan el movimiento religioso sûfí
(especialmente en Siria y en el Alto Egipto) que induce a un misticismo de
aislamiento y de sumisión. Surgen numerosos conventos (khânaqâh), lejano eco del
monaquismo oriental en sus primeros siglos. Por otra parte, el desarrollo de las
madrasas prosigue: Alepo, Damasco, más que El Cairo, sustituyen a Bagdad como
foco de cultura. En este sentido se continúa el movimiento ‘abbâsí, pero el arte
decorativo se relaciona más con la tradición fâtimí: escenas de animales, numerosas
inscripciones kúficas, proliferación de la decoración floral.

Una estabilidad económica que se mantiene

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En el aspecto económico, el Egipto ayyûbí parece haber conservado ampliamente
las costumbres de la época fâtimí, y quizás incluso anteriores, en lo que se refiere a la
fiscalidad interna: el texto del Minhâdj de Al-Majzûmí es característico en este
sentido. El impuesto sobre los no musulmanes (djawâlî o djizya) distingue, según la
SharPa, tres categorías de contribuyentes según su fortuna: ricos, medios y pobres.
En Egipto, a finales del siglo XII, la primera categoría es poco importante mientras
que la mayoría de los sujetos imponibles pertenecen a la tercera; sin embargo, en El
Fayyûm se hace un cálculo uniforme de dos dinares por cabeza, lo que parece
excepcional. Todas las operaciones relativas a la base tributaria y a la percepción del
impuesto están realizadas por funcionarios especializados (hushshâr, adillâ’, hussâb,
etc.). Cada diez días, cada mes y a finales del año se preparan relaciones detalladas.
El zakât, el impuesto legal pagado por los musulmanes, se aplica sobre los
granos, los animales y el producto del gran comercio (importaciones y
exportaciones). Sus beneficiarios son el ‘âmil (recaudador), los indigentes, los
voluntarios de la guerra santa no inscritos en el dîwân y alguna otra categoría menor.
El jarâdj, el impuesto territorial, es determinado según la naturaleza y el rendimiento
de los cultivos (tierras inundables y no inundables), lo que supone la existencia de un
catastro detallado; además, los cereales, habas, guisantes, lentejas, etc., son
imponibles en especie, y los árboles frutales y algunos cultivos industriales (lino,
algodón, caña) y de huerta lo son en metálico. A esto se añaden prestaciones varias,
tasas… Los inmuebles del Estado, los locales de viviendas, las tiendas, etc., pagaban
alquileres (ribà). Los impuestos abonados en metálico son cobrados por el djahbadh,
y los que son entregados en especie son recogidos en los graneros y almacenes del
Estado.
Todo este sistema fiscal es llevado por un personal numeroso y según las
provincias se pueden introducir modificaciones. No tiene un carácter excepcional,
sino que conserva la herencia de un pasado a veces lejano. Y, por último, aunque no
es conveniente extender automáticamente a Siria estas disposiciones propias de
Egipto, algunas de ellas sí las encontraremos.
No es probable que Egipto conociera un desarrollo económico en la época de los
ayyûbíes: las causas de este estancamiento habría que buscarlas en las consecuencias
de la presencia de los cruzados en el Próximo Oriente, en las guerras y las invasiones.
Pero tampoco se trata de una decadencia, puesto que las condiciones favorables se
mantienen. Las buenas relaciones con los francos favorecen la recuperación y el
desarrollo de las relaciones comerciales ya no solo con los mercaderes italianos, sino
también con los franceses del sur y con los catalanes, y los puertos de Alejandría,
Damieta, de Latakia (Lâdhiqiyya) (salida al mar de Damasco y de Alepo) se
benefician de ello. Estas buenas relaciones se mantienen hasta mediados del
siglo XIII; la actividad del gran comercio internacional es innegable: el texto del
Minhâdj, ya mencionado, muestra cómo Egipto constituye, dentro del mundo ayyûbí,
el punto fuerte de este comercio. Damieta exporta lino, algodón, pieles, pescado,

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especias, azúcar, alumbre, granos, sal, tejidos de lujo; Tinnts exporta oro, plata, seda,
telas, almáciga, madera, hierro, pez, etc. Y el hecho de que el acceso al mar Rojo esté
prohibido a los francos —sobre todo a los italianos— y que los ayyûbíes controlen el
Yemen contribuye a centralizar el comercio en Egipto. En esta época progresan los
mercaderes karîmíes (nombre sobre cuyo origen se han formulado muchas hipótesis),
que monopolizan prácticamente el comercio en el mar Rojo, en detrimento de los
mercaderes no musulmanes (aunque hay algún judío entre ellos). Los karîmíes no son
solo mercaderes, negociantes o armadores, son también banqueros que forman grupos
comerciales, una de cuyas características es la familiaridad; controlan sobre todo el
comercio de los productos procedentes de la India y de los países del océano índico, y
están establecidos en Arabia, en Yemen, en Alejandría, Damieta, El Cairo, y en Siria,
donde permanecen en contacto con los mercaderes francos.
Los karîmíes son seguramente los que mayores ingresos proporcionan a las
aduanas: no tienen problemas con los ayyûbíes y sus actividades continuarán bajo el
régimen de los mamelucos. Su función de intermediarios bien implantada en la ruta
comercial Oriente-Occidente les hace adquirir una importancia que ellos saben
utilizar, tanto en beneficio del sultán como en el suyo propio. A mediados del
siglo XIII, ni la amenaza mongol ni las nuevas cruzadas ponen en peligro su
hegemonía económica.
En Siria y Palestina, la implantación de colonias comerciales italianas en las
ciudades de la costa y las relaciones políticas poco belicosas facilitan los
intercambios comerciales: hay mercaderes italianos incluso en Alepo y Damasco. Ya
que, si la vía comercial de Egipto da acceso a los países del océano índico, la de Siria
pone en contacto con el Iraq, Irán y los países del Asia central. La ausencia de
conflictos en el norte de Siria y en Djazîra, al menos hasta la llegada de los
jwârizmíes, favorece las exportaciones de productos del Oriente Medio (seda, pieles,
etc.). Hay que señalar que en el primer tercio del siglo XIII la presencia de los
mercaderes francos en Oriente aumentó. Ya no solo están en Constantinopla y de allí
van a los países del mar Negro, sino que además penetran en el Asia Menor seldjûqí y
en la Siria y el Egipto ayyûbíes. Incluso irán más lejos: mercaderes y misioneros
franciscanos y dominicos se esfuerzan por llegar al mundo mongol: lo conseguirán a
finales de siglo. Pero, es probable que el período ayyûbí, así como el de los seldjûqíes
de Asia Menor, haya facilitado este progreso. El advenimiento del régimen de los
mamelucos en Egipto y en Siria no frenó el dinamismo occidental, del que se
beneficiarían desde entonces los nuevos amos de estas regiones.

Nacimiento de «Turquía»

La fragmentación política y social que sufrieron los seldjûqíes del Irán y del Iraq
no afectó, sin embargo, a los seldjûqíes del Asia Menor, a pesar de que a finales del

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siglo XII atravesaron por un mal momento, en los últimos años del reinado de Qilidj
Arelan II (1154-1192) y durante los primeros años posteriores a su muerte.
Esta rama de la familia seldjûqí, instalada en Asia Menor después de la batalla de
Mantzikiert, lleva el nombre de seldjûqíes de Anatolia (según Anadolu,
denominación turca del Asia Menor) o de Rûm (de la palabra «romano», calificativo
aplicado al Imperio bizantino, que reivindicaba la herencia del antiguo Imperio
romano). Estos seldjûqíes conservaron su unidad durante la mayor parte del siglo XII
gracias, por una parte, a la lucha religiosa y política que les enfrentaba a los
bizantinos, y, por otra parte, a la rivalidad local y a la lucha por el dominio de la
meseta Anatolia que les enfrentó a los dânishmandíes. La victoria sobre estos en 1173
y sobre los bizantinos en 1176 señala el triunfo de los seldjûqíes; pero, apenas
conseguido, Qilidj Arslân instaura en su Estado el sistema de privilegios familiares y
concede a cada uno de sus doce hijos el mando de una región. Durante más de quince
años Anatolia conoce una situación comparable a la de los otros sultanatos seljûqíes,
pero finalmente Rukn al-Dîn Sulaymân (1196-1204) y Kay Jusraw I (1204-1210)
restablecen la unidad de la dinastía y del poder. El primer tercio del siglo XIII es un
período particularmente próspero y brillante para el Estado seldjûqí de Anatolia.
El debilitamiento de los bizantinos, momentáneamente reducidos al imperio de
Nicea (que mantiene buenas relaciones con los turcos) y al imperio de Trebisonda
(que se ve obligado a ceder el puerto de Sinope), facilita la consolidación del
sultanato de Qonya, ciudad en la que los seldjûqíes han fijado la sede de su gobierno,
tanto interiormente como en sus fronteras. En las fronteras del sur, armenios y
francos de Chipre deben abandonar las fortalezas del Taurus cilicio y los puertos de
Pamfilia, Antalya (Adalia) y Alanya (Alaya-Kalonoros); en el este, el territorio
seldjûqí se extiende hasta Erzurum, pero el Kurdistán, conquistado temporalmente,
no puede ser finalmente integrado al sultanato. Estas conquistas y este refuerzo,
llevados a cabo sobre todo por los sultanes KayKâ’ûs I (1210-1219) y Kayqubâdh I
(1219-1237), tuvieron dos consecuencias. Una fue prohibir momentáneamente la
entrada en territorio seldjûqí a las tribus turcomanas expulsadas hacia el oeste por el
avance mongol; la otra fue favorecer, gracias a la paz y a la seguridad que reinaban
en el sultanato seldjûqí y a la prosperidad resultante, los contactos con los mercaderes
italianos, venecianos sobre todo, que desde entonces pudieron atravesar el Asia
Menor sin grandes riesgos y que establecieron con los seldjûqíes acuerdos
comerciales.
En el interior, de la situación también se consolida. Los seldjûqíes supieron
constituir un Estado bien organizado política y administrativamente, en el cual la
convivencia de los pueblos de origen y religión diversos se efectuaba sin problemas.
El resultado fue un desarrollo de la vida urbana y de la vida rural importante y un
notable progreso en los dominios cultural y artístico.
El sultán de Rûm afirma su autoridad sobre los miembros de su familia, a la que
delega un poder teórico en las provincias, asistido estrechamente por los jefes del

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ejército, los beys, que dependen directamente de él, y por los administradores, los
wâlîs, representantes del sâhib-i dîwân o visir, responsable de la administración civil
que a su vez depende del sultán. Existe, pues, una cierta centralización del poder. Las
influencias que habían determinado este Estado han sido discutidas: bizantinas,
iranias, árabes, o incluso turcas. En realidad, aunque estas influencias tuvieron su
importancia, no hay que olvidar que el sultanato seldjûqí no tiene un origen turco,
sino turcomano: las tradiciones tribales se conservan, especialmente en el papel
preeminente de la familia y en los vínculos personales con otros jefes. Desde la
eliminación de los dânishmandíes no hubo conflictos en Asia Menor con otros grupos
turcos hasta la llegada hacia 1235-1240 de las bandas turcómanas. El Estado seldjûqí
es también un Estado musulmán y, en este sentido, mantiene las reglas vigentes en un
Estado musulmán, es decir la sharî‘a, la ley coránica. Pero, debido al escaso número
de funcionarios cualificados entre los turcos, los sultanes tuvieron que recurrir a los
iranios y a los árabes, de aquí la importancia, en el campo administrativo, de la
lengua árabe (todos los textos oficiales, todas las inscripciones están en árabe), y en
el campo cultural, del árabe y del persa. Sin embargo la lengua turca no es
abandonada: permanece como la lengua corriente, la lengua de comunicación
cotidiana, y se expresa sobre todo en la literatura popular, aunque es una lengua
esencialmente oral. También son importantes las influencias bizantinas manifestadas
en forma de adaptaciones locales de la jurisdicción y en los contactos humanos y
religiosos, ya que los griegos eran numerosos en el Asia Menor y constituían
probablemente la mayoría de la población.
La penetración turca de finales del siglo XI se caracteriza por dos aspectos. Por
una parte, el número de individuos que entraron no era muy grande, pero estaban
agrupados y en cada grupo la solidaridad era la regla principal, como en cualquier
grupo minoritario. Por otra parte, ya estaban presentes en algunos puntos del Asia
Menor, incluso en el Asia Menor occidental, debido a las luchas que les oponían a los
bizantinos y al recurso que algunos bizantinos hicieron de los turcos. Asimismo, las
luchas entre bizantinos y armenios y entre los mismos armenios facilitaron la
penetración y la implantación de los turcos en varias regiones centrales y orientales:
por ejemplo, de dânishmandíes, saltuqíes, mangudjkíes. Podríamos decir incluso que
el establecimiento de los turcos en Asia Menor se efectuó menos por su propia
voluntad que por las oportunidades que les proporcionaron los soberanos locales. El
resultado fue que la población no fue sometida a trastornos políticos ni a los cambios
consecuentes a las guerras. Se sabe, pues, que estas poblaciones griegas o armenias
permanecieron en su lugar de origen, tanto en las ciudades como en el campo: los
únicos que partieron fueron los terratenientes y algunos altos funcionarios bizantinos,
civiles o religiosos, que se dirigieron a territorios del Imperio griego. Las presiones
que habían ejercido sobre la población hicieron que su partida no fuera deplorada, y
la fiscalidad seldjûqí no fue, seguramente, superior a la de los bizantinos. Tampoco
hubo problemas religiosos: los turcos permitieron el libre ejercicio a la jerarquía

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religiosa ortodoxa que permaneció en su lugar, los monofisitas griegos o armenios,
libres de la autoridad de los patriarcas ortodoxos, acogieron a los recién llegados, a
los cuales concedieron la libertad religiosa.
La turquización y la islamización del país, muy lentas, son el resultado humano
de la ocupación de las poblaciones turcas y turcomanas de una parte del país
«abierto», su posterior sedentarización y relación con el campesinado indígena: los
matrimonios mixtos, cuya importancia numérica es imposible de calcular,
favorecieron la evolución turca y musulmana. Parece ser que en las ciudades un
cierto número de cristianos griegos y armenios se convirtieron al Islam
voluntariamente con la intención de conservar las ventajas que habían adquirido
anteriormente o, debido a su posición social e intelectual, para ocupar los cargos
administrativos. Aunque no podemos valorar la importancia de estas conversiones,
que tampoco hay que exagerar, un hecho es indiscutible: a finales del siglo XII, Asia
Menor posee una marcado carácter turco puesto que los occidentales que la
atraviesan le dan el nombre de «Turchia» (mientras que los autores musulmanes
continúan llamándola «País de Rûm»), Por lo que se refiere al carácter musulmán,
aparece sobre todo en las cofradías propiamente religiosas o relacionadas con medios
específicos (artesanos, diversas corporaciones, militares), o incluso como un reflejo,
en las tribus turcomanas, de una asimilación superficial del Islam a las viejas
tradiciones procedentes del Asia Central y cuyos jefes espirituales o babas serán
seguramente, en el siglo XIV, los que dirigirán los movimientos de oposición al poder
oficial civil o religioso. La islamización también se manifiesta en la multiplicación de
mezquitas y de otros edificios de carácter religioso: madrasas, tumbas, hospitales,
algunos de los cuales son exponentes de un arte original.
La fiscalidad seldjûqí no ofrece ninguna particularidad respecto a la de los otros
Estados musulmanes: quizás la ‘iqtâ‘ estaba menos extendida y mejor controlada por
el gobierno y solo en la segunda mitad del siglo XIII adquirirá mayor importancia, al
disgregarse el poder central. El Estado seldjûqí mantiene bajo su directa
administración una gran parte de las tierras conquistadas, cuyos impuestos, tasas e
ingresos diversos son recaudados localmente por funcionarios de las finanzas
dependientes del sâhib-i dîwân. En las ciudades los habitantes son sometidos a los
impuestos tradicionales y el comercio está sujeto a derechos de entrada y salida, a
impuestos de mercado, a impuestos de transacción, etc.
Las ciudades son un importante elemento de la vida social y económica del
sultanato seldjûqí: primero porque en ellas conviven militares, funcionarios,
religiosos y artistas turcos, funcionarios iranios o árabes (en las ciudades más
importantes), comerciantes y artesanos griegos, armenios y judíos. Existen gremios
en los que posiblemente, entre los artesanos, habría turcos y no turcos, aunque las
informaciones en este sentido y para este período son escasas y solo podemos
confirmarlo en épocas más tardías: la futuwwa (en turco fütüvvet) seguramente existe,
al igual que la cofradía religiosa de los akhîs, muy relacionada con los artesanos, pero

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tanto una como otra no se manifiestan realmente hasta el siglo XIV. Entre
personalidades religiosas musulmanas y cristianas se establecen relaciones y
encontraremos la prueba de ello posteriormente en la repercusión de las obras del
místico turco Mevlana Djalál al-Dîn Rûmî.
La vida económica, ciertamente limitada y muy compartimentada durante todo el
siglo XII debido a las luchas y a los problemas que reinaban en el Asia Menor, recibe
un gran impulso a partir de finales de siglo al establecerse la unidad política y una
mayor seguridad. La producción local (agricultura, ganadería, madera, tapicería, miel,
alumbre, plata, cobre) se desarrolla sensiblemente y sirve para la exportación
favorecida por el hecho de que los seldjûqíes, en el primer cuarto del siglo XIII.
controlan las salidas al mar Negro (Sínope, Samsún) y al mar Mediterráneo (Alanya,
Antalya). Mercaderes italianos abordan en los puertos mediterráneos, mercaderes
griegos trafican en los puertos del mar Negro, mercaderes armenios comercian con
Iraq y sobre todo con Irán, los bizantinos de Nicea, en la época de Vatatzés, realizan
intercambios comerciales con los turcos. El Asia Menor estaba entonces atravesada
por rutas caravaneras a lo largo de las cuales había relevos de etapas, los
caravanserrallos o jans, que también encontramos en las ciudades importantes. Las
rutas principales comunicaban los puertos de Antalya y de Alanya, en el
Mediterráneo, con las ciudades del interior: Qonya, Akchehir, Anqara, Aksaray,
Kayseri, Sivas. Erzurum (ruta de tránsito hacia Irán). Este comercio de intercambio y
de tránsito era especialmente beneficioso para los seldjûqíes que percibían derechos
de aduana, peajes, impuestos de entrada y de salida.
La vida intelectual del Asia Menor seldjûqí es poco conocida, aparte de la vida
religiosa y mística cuyo maestro fue Mevlana Djalâl al-Din Rûmî (1207-1273), autor
de obras místicas escritas en persa y en árabe, excepcionalmente en turco, cuyo hijo,
Sultán Veled, y sus discípulos fundarán en su honor y memoria la cofradía de los
derviches mevleníes o derviches «danzantes». Las obras literarias son escasas y están
escritas en árabe y en persa: habrá que esperar el siglo XIV para notar un sensible
progreso.
Por otra parte, la vida artística es rica y original. Los turcos llevaron a Anatolia un
arte específico, de origen iranio o árabe pero adaptado a las condiciones locales
geográficas y humanas, en las que las influencias bizantinas y armenias eran
perceptibles (se conoce el nombre de arquitectos griegos de mezquitas seldjûqíes).
Este arte se manifestó en las mezquitas (mezquita de ‘Ala‘al-Dîn en Qonya, mediados
del siglo XII-principios del XIII; mezquita de ‘Alâ‘ al-Dîn en Nigde en 1224; gran
mezquita de Divrigi en 1229; gran mezquita de Malatya en 1247), madrasa o
medresés (en Qonya, Kayseri, Erzurum), tumbas poligonales o circulares (en Divrigi,
Niksar, Qonya, Kayseri, Sivas), palacios, de los que por desgracia solo se conserva su
recuerdo prácticamente, y numerosos caravanserrallos, cuyos vestigios se pueden ver
aún en las antiguas rutas caravaneras. Estas construcciones son el testimonio de la
prosperidad del país, de la voluntad de sus promotores de asentarse en el país y no

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solo en el sentido religioso. Hay que añadir su sentido de la decoración, ya sea en
pórticos y fachadas exteriores, con motivos geométricos, florales o epigráficos, o bien
en el interior con azulejos azules, blancos y negros. No es un arte grandilocuente,
pero está hecho a escala humana y expresa un gusto sencillo y directo.
Los otomanos, que más adelante continuarán y ampliarán la obra de los
seldjûqíes, encontraron en ellos un modelo que supieron utilizar y desarrollar. La
importancia de los turcos en el mundo musulmán del Próximo Oriente se debe más a
los seldjûqíes del Asia Menor que a los del Irán o del Iraq.

El último destello de Persia

El poder que los seldjûqíes de Iraq habían establecido en el conjunto del Oriente
Medio, desde Asia Menor al Jurâsán, no se libró de las luchas intestinas que llevaron
a cabo los herederos del sultán Malik Shâh poco después de la muerte de este en
1092. La bella unidad familiar instaurada por los grandes seldjûqíes estalló por las
envidias de los príncipes, y las de sus preceptores y gobernadores, los âtâbegs: cada
uno intenta asegurarse el dominio de una parte del sultanato y así se forman
principados, a veces muy pequeños, cuyos jefes parecen no tener otro objetivo que
combatir unos contra otros. Esta fragmentación, acentuada en Siria por la llegada de
los cruzados, es debida en gran parte al sistema de privilegios familiares de los
seldjûqíes y a las rivalidades que surgieron en el centro mismo del Estado desde antes
de la muerte de Malik Shâh. También es probable que los detentores de privilegios
familiares hubieran, a su vez, multiplicado las concesiones de ‘iqtâ‘s para asegurarse
la ayuda de los elementos militares, pero la debilidad creciente de los príncipes
favoreció la transformación de estas concesiones temporales y vitalicias en bienes
personales hereditarios. Por otra parte, algunos âtâbegs se apoyaron en las
poblaciones locales, irania, árabe o kurda, según las regiones, para constituir un
dominio propio. Además, algunas tribus, que hasta entonces habían soportado la
autoridad seldjûqí, rechazaron esta tutela y adquirieron prácticamente su
independencia.
En Bagdad el califa Al-Nâsir (que reinó de 1180 a 1245), aprovechándose de la
desintegración del sultanato seldjûqí, consolidó su presencia y su papel de califa,
intentando reunir a su alrededor a los diversos componentes del mundo musulmán,
incluidos los shî‘íes, y apoyándose en grupos políticos, gremiales, sociales o
culturales, como la futuwwa, a la que convirtió en el soporte del califato, sobre todo
en Bagdad, y la cual, desde entonces, constituye el elemento dominante de la ciudad,
controlada por medios burgueses y militares adictos al califa.
En una situación política confusa y en una economía debilitada progresivamente a
causa del desvío de las principales vías comerciales hacia el norte o hacia el sur de la
meseta irania, sorprende ver cómo se conserva —e incluso diríamos que está en su
apogeo— un refinamiento intelectual y artístico que no tiene nada que envidiar al de

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finales del siglo X o al del siglo XI. Pero ha habido un desplazamiento hacia el este,
dejando poco a poco Bagdad, para afirmarse en Shîrâz, Ispâhân, Herât. Conforme se
va produciendo esta «orientalización», las tendencias iranias, bactrianas, incluso
hindúes, invaden el arte persa dándole un segundo impulso: no se trata de algo
superficial ya que esta influencia se nota incluso en la planta de los edificios para el
culto, en los que se introduce un patio central rodeado por cuatro iwâns, cuatro
recámaras inmensas destinadas a la plegaria, cada una con dos alminares filiformes,
nueva tipología de las mezquitas «turcas» o «hindúes», que imitaba claramente las
plantas de los palacios sasánidas o aqueménidas. La influencia asiática se manifiesta
también en la decoración de los siglos XII y XIII: cerámicas con decoraciones
narrativas con escenas separadas, azulejos polícromos con decoración floral o
fantástica, arte del que se encuentran ejemplares incluso en Extremo Oriente.
Las madrasas del siglo XI promovieron un desarrollo intelectual sin equivalencia
en el oeste. Los siglos XII y XIII muestran a la vez el activo y el pasivo de la
situación, Ghazâlî, muerto en 1111, representa la vertiente pesimista del pensamiento
persa: su libro Incoherencia lie los filósofos es una aniquilación en regla de los
innumerables sistemas de pensamiento heredados desde la Antigüedad hasta los
primeros tiempos musulmanes. Su preocupación por recuperar una vida pura, de
aislamiento y de fe, como exigían los sûfíes desde hacía cien años, nos permite
considerarlo como un precursor musulmán del gran movimiento de renunciación que
afectará cien años más tarde a la cristiandad de san Francisco. Pero la esperanza de
una renovación espiritual viene representada por la vertiente optimista de la filosofía
persa: a Ghazâlî se opone Suhrawardî (muerto en 1191), quien, dejando a un lado las
escorias de las sectas que estaban siempre en pugna, intenta formular un mensaje
sincrético, casi neoplatónico, en el que predomina la idea de una sabiduría universal
que asimila las aportaciones de la Antigüedad. La expresión literaria, por su parte,
adquiere también el aspecto de «fin de siglo»: la «sesión», la maqâma que, mediante
sainetes picantes, feroces o líricos, esboza la vida cotidiana, es el género de moda en
el siglo XIII: nos ha proporcionado miniaturas ricas en detalles pintorescos, ejercicios
de virtuosismo lingüístico, testimonios de una sociedad expectante. Pocas obras de
valor universal destacan, pero en el preciso momento en que una tormenta mortal
amenaza este refinamiento, es emocionante ver cómo el más ilustre de los poetas de
corte y de ciudad, Sa‘di de Shîrâz (muerto casi centenario en 1290), consagra sus más
bellas obras a la descripción de las rosas.
De este modo, después de haber soportado violentas luchas internas entre los
partidarios y los supuestos defensores del califato ‘abbâsí o del califato fâtimí, tras
los enfrentamientos con los francos de Palestina y de Siria, el mundo musulmán
oriental recuperó una aparente unidad ya que solo había un califa, el de Bagdad, y
que el sunnismo había triunfado, al haber sido vencidos o eliminados los defensores
del shî‘ismo o de las religiones heterodoxas. Unidad aparente, puesto que en realidad
asistimos al nacimiento de nuevos estados, con el nombre de sultanatos, establecidos

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en regiones bien delimitadas geográfica o políticamente: Asia Menor, Siria-Palestina,
Egipto, Iraq, Irán, sin contar zonas más lejanas en las que despuntan otras dinastías
como la de los jwârizm-shâhs o las nuevas oleadas de turcómanos que se dirigen
hacia el oeste.
Por otra parte, el poder había pasado, desde entonces, de manos árabes o persas a
manos de representantes de otras etnias hasta aquel momento dominadas, los kurdos,
los turcos, que adoptaron el Islam y se adaptaron más o menos a la situación del
medio: aquí, mantuvieron la cultura y las tradiciones árabes sin dificultad; allí, el
sustrato persa o la nueva aportación turca impusieron adaptaciones que contribuyeron
a diferenciar unas y otras regiones.
Hay que destacar que a mediados del siglo XIII los Estados musulmanes del
Próximo Oriente parecen haber conseguido superar sus múltiples dificultades e
instaurado regímenes aparentemente sólidos y bien administrados. Por otra parte, los
estrechos contactos con los francos favorecieron el desarrollo de las relaciones
comerciales y de la vida económica en general, aunque, en algún lugar, las estructuras
tradicionales pudieran haber sido trastornadas con la llegada de tribus nómadas o
seminómadas, hecho que únicamente la disgregación del poder central, en Asia
Menor, en el Irán occidental por ejemplo, colocaría en un primer plano.
La característica principal hacia 1230-1250 es, pues, la fragmentación del mundo
musulmán oriental, en el que, con diferentes aspectos (religión, poder, literatura,
ciencia, arte), la civilización árabe y la civilización persa siguen siendo ampliamente
dominantes y unen las partes de un conjunto dispuesto a dislocarse.

La catástrofe mongola

Más allá de las bases musulmanas más orientales, al norte de la ruta de las
caravanas que va de Samarcanda o de Bujâra al norte de China, la forma tradicional
de vida es el nomadismo. Los clanes hunos, ávaros, turcos y magiares habían huido
de este «crisol» estepario en busca de pastos verdes hacia China o hacia el Volga, e
incluso el Irán. El Islam había llegado hasta la franja oeste, esencialmente blanca, la
de los turcos uigures, y de este modo había provocado en el siglo IX, si no antes, un
doble movimiento: el aflujo de mercenarios hasta Iraq, el fuerte empuje seldjûqí y las
infiltraciones turcomanas; y, en un sentido inverso, la penetración de mercaderes y,
también, la de fugitivos, cristianos nestorianos o mazdeístas persas refugiados, hasta
el lago Baikal. Un fenómeno similar se había producido en el norte de China, donde
los tártaros y los kitán de raza amarilla se habían instalado en Pekín, recibiendo a
cambio sinización y budismo. Los viajeros y peregrinos fueron muy duros al hablar
de las tribus de pastores que seguían practicando el nomadismo entre el Gobi y la
taiga siberiana. Y sin embargo, lo que se conoce de su arte funerario, de su buena
organización militar, muestra un grado de evolución alentador; por otra parte, el

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animismo, o el simple culto de Tengri, el cielo, les hacía indiferentes a las religiones
monoteístas de sus vecinos sedentarios.
En las últimas décadas del siglo XII, los clanes propiamente mongoles o turco-
mongoles instalados entre el lago Baikal y el curso superior del Amur organizaron
unas federaciones, a cuya cabeza estaba ocasionalmente un qagan, un gran jefe, un
«jân» supremo. Quizás se trataba de un principio de reagrupamiento previo a un
desplazamiento hacia China más bien que hacia el oeste, donde los turcos jwârizmíes
(uigures) y kitai, islamizados, parecían poco dispuestos a ceder su sitio. El clan de
Yesugai, procedente de los alrededores de Qaraqorum, al sudeste del lago Baikal,
consiguió esbozar una de estas uniones basándose en juramentos «fraternales» y en
alianzas matrimoniales. El hijo de Yesugai, Temujin, seguramente reconocido como
qagan hacia 1195, supo dotar a su tribu de una organización militar y de una
disciplina que, puesta al servicio de incursiones de saqueo, le aseguraron durante una
decena de años la superioridad sobre los pueblos del este (tártaros, merkit del norte de
China) y sobre los pueblos del sur (los kereit y los naimán), y acabó finalmente, hacia
1212, con los uigures y los qarluqs instalados en tierras islámicas.
Fue entonces cuando tomó el título real de Cingîs-qan (Gengis-Jân) y puso en pie
un sistema de organización de las tierras dominadas muy original para un imperio en
el que la base era una estepa sin ciudades: reunión periódica de una dieta (quriltai) de
jefes de tribus, jerarquía militar con un sistema regular de promoción y de atribución
de funciones precisas, designación de gobernadores encargados de recaudar el tributo
(daruqachi) en las zonas ocupadas por sedentarios… El mando general permanece en
manos del Jan, pero su familia puede recibir una delegación (ulus) de poder en las
tierras conquistadas o por conquistar. Un eficaz sistema de correos permitía a Gengis-
Jân estar al corriente de cualquier eventual insubordinación de un hijo o de un
«hermano», es decir de otro jefe de tribu.
Es casi imposible conocer los motivos que llevaron al Jan, y tras su muerte, en
1227, a sus hijos Ügedei, Chagatâi, a su nieto Güyük y a su sobrino Möngke, que
ocuparon el poder supremo hasta 1250 —en medio de continuos arreglos de cuentas
familiares, por otra parte—, a dirigirse más allá de las zonas del nomadismo
tradicional de los turcomongoles. Indiferentes ante la cuestión religiosa, sin
competencias burocráticas ni fiscales durante largo tiempo, sin entender la vida
urbana ni el interés por la agricultura, los mongoles de mediados del siglo XIII
parecen haber actuado como los hunos antaño: saquear para abastecerse de víveres o
de caballos de remonte, destruir para evitar un ataque como réplica, ocupar para
oprimir mejor. Una concepción tan rudimentaria del «gobierno» evidentemente
duraría solo mientras los mongoles dispusieran de guerreros en cantidad suficiente,
seguramente menos de 150 000 jinetes para enviar en todas direcciones, pero jinetes
ligeros, móviles, excelentes arqueros, acostumbrados a las astucias de los cazadores,
y mientras utilizaran el terror, sabiamente mantenido mediante represalias feroces.
Desde entonces —y como anteriormente los hunos-como cualquier resistencia y

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ataque sorpresa implicaba una masacre sistemática de la población capturada y la
exposición de trofeos de cadáveres, el anuncio de una incursión mongol provocaba
una oleada de pánico y de sumisiones inmediatas. Pero el desorden que provocaron
en los dominios sedentarios no significó únicamente un trastorno psicológico o la
muerte de algunos hombres: los mongoles, incendiando ciudades, cegando canales,
arrasando residencias rurales, destrozaron la actividad económica de regiones enteras,
dispersaron las poblaciones, aniquilaron las élites y dificultaron el culto.
El Islam oriental resultó muy afectado. Ya en 1220-1223 una incursión desastrosa
significó la ruina de Bujâra, Samarcanda, Kabul, Balj, Gazna, Nîshâpûr, Rayy, antes
de alcanzar Ucrania y Crimea. Otra, conducida por un destacado táctico, Subotei,
entre 1233 y 1241, puso a fuego y a sangre todo Irán, al país kurdo, a Armenia, antes
de llegar a los armenios de Cilicia y al sultanato de Rûm, que se salvaron al
reconocerse súbditos de los mongoles. Subotei atravesó a continuación el Cáucaso,
avasalló los qipchaq del Volga, y posteriormente los principados rusos de Vladimir,
de Kiev, de Moscú; incendió Novgorod cerca del Ladoga, antes de lanzarse sobre
Polonia, Hungría, la región de Viena y después volverse hacia el Adriático en un
clima de apocalipsis alimentado en Europa por los terroríficos relatos de los
cristianos eslavos o danubianos. Una tercera incursión confiada a Hûlâgû, un sobrino
de Gengis-Jân, se dirigió hacia Iraq y Siria en 1254; en 1258, Bagdad fue tomada y el
califa ‘abbâsí fue metido en un saco y lanzado a los pies de los caballos, triste fin de
la dinastía. Únicamente los mamelucos de Baybars consiguieron frenar a la horda en
1260 cuando intentaba dirigirse hacia el Sinaí. Si añadimos que bandas errantes de
turcomanos y de jwârizmíes, huyendo desesperadamente de la exterminación o de la
servidumbre, contribuyeron a trastornar la vida del Próximo Oriente (por ejemplo,
cuando saquearon Jerusalén en 1244), comprenderemos el espantoso e imprevisible
desastre que afectó al Islam en una sola generación.
Pero el culto no fue prohibido, los santos lugares no fueron profanados, el Egipto
kurdo resultó ileso, y, aunque dominados, los turcos de Anatolia constituían una
fuerza viva; y ya veremos que, después de todo, la pax mongolica tuvo su lado bueno
para los mercaderes o los misioneros. Pero los brillantes focos de la cultura
musulmana desde hacía cinco siglos, este crisol en el que la herencia antigua, irania,
hindú, helenística, convergían para hacer progresar el espíritu humano, ya no eran
más que cenizas. Habrá que esperar hasta nuestra época para ver despertar —¡pero de
que manera!— al Islam sirio, mesopotámico o persa.

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Las invasiones mongolas de 1219 a 1250

EL MAGRIB A LA DERIVA

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El esplendor del imperio almorávide no hace olvidar, sin embargo, que los
siglos XI y XII se corresponden globalmente con una época de retroceso territorial del
Islam occidental, bajo la presión de ciudades, estados, economías y sociedades
cristianas en expansión que demuestran, en conjunto, un mayor dinamismo. Las
crónicas que relatan la historia de las dinastías hispanomagribíes narran los esfuerzos
constantes, y no siempre coronados por el éxito, para contener, mediante la
movilización difícil y costosa de grandes ejércitos, el progreso en España de un
enemigo cuya organización sociopolítica, feudalizada parcialmente, favorece la
expansión en detrimento de una sociedad musulmana, tanto urbana como rural,
organizada sobre bases distintas, poco militarizada e incapaz de generar por sí misma
las fuerzas susceptibles de defenderla.
Hay que señalar que estos síntomas de inferioridad del Islam respecto a la
cristiandad empiezan a aparecer en la primera mitad del siglo XI. Esta época se
corresponde con la crisis del califato de Córdoba, que facilita la intervención de los
guerreros castellanos y catalanes en los asuntos internos de al-Andalus y que
empezarán a traer de sus expediciones dirhemes y dinares que desde entonces serán el
sueño de los aventureros del mundo cristiano. Pero para percibir los primeros signos
de esta decadencia relativa del Islam occidental tendríamos que remontamos a finales
del siglo X, en la época en la que la piratería andalusí decae, cuando la base de
Fraxinetum es destruida y cuando un número considerable de mercenarios cristianos
empieza a ser reclutado para el ejército califal.
La fragmentación política de las taifas no sería seguramente por sí misma una
muestra de debilidad para los estados cristianos del norte de la península. Estos
estaban también divididos, y difícilmente se podía prever que en las primeras décadas
del siglo XI el poderoso reino de Toledo sería absorbido por el conjunto castellano-
leonés, o con mayor motivo, que el minúsculo y pobre Aragón, confinado en sus
montañas, se apoderaría finalmente del vasto y rico valle del Ebro, con sus prósperas
ciudades, sus cultivos de regadío, su economía y su vida cultural infinitamente
superiores. Las rivalidades entre soberanos musulmanes solo serían uno de los
motivos de inferioridad de los reinos de taifas respecto a sus adversarios cristianos,
inferioridad que se hace evidente con la dependencia económica y política a la que se
ven sometidos los primeros en la segunda mitad del siglo mediante el pago de las
parias. Sin duda hay otras causas más profundas y mal conocidas que explicarían
también la división y posterior hundimiento de Sicilia ante los normandos de la Italia
meridional. Tanto en Sicilia como en al-Andalus la desorganización política y el
debilitamiento militar son notables antes de mediados del siglo XI. Los bizantinos se
asientan de nuevo en la isla desde 1038-1040, en el mismo momento en que se
desorganiza el Estado unificado de los kalbíes de Palermo. Entre 1061-1091, los
normandos ocupan la isla, mientras que en España empieza el avance territorial de los
cristianos que ya no se limitan a aprovecharse de la subordinación política de los
estados musulmanes imponiéndoles un tributo. Las primeras conquistas fueron

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llevadas a cabo por el rey Fernando I de Castilla-León, a expensas del reino de
Badajoz, en el norte del actual Portugal (Lamego y Viseu en 1057-1058, Coimbra en
1064). En 1085, su sucesor, Alfonso VI, entró en Toledo y, en la misma época, en
Valencia, se asentó durante cerca de dos décadas un poderoso ejército cristiano. En el
este, los aragoneses consiguieron apoderarse de Huesca en 1096. Y en el
Mediterráneo lo que atrae la atención es sobre todo el fuerte crecimiento de las
ciudades italianas.
Estos hechos, considerándolos globalmente, muestran indiscutiblemente que el
Islam occidental decae militarmente a lo largo del siglo XI frente a la potencia y al
dinamismo creciente de los cristianos. Podríamos preguntarnos cuáles eran las causas
internas de esta decadencia. Algunos documentos de la Genizá de El Cairo parecen
indicar que en la Ifrîqiya zîrí de la primera mitad del siglo XI la situación era difícil:
una carta escrita hacia 1040 por un judío tunecino felicita a quien va dirigida por su
intención de establecerse en Egipto, porque «el Occidente entero ya no vale nada».
Esta observación confirmaría las tesis formuladas respecto a la existencia de una
crisis económica y social anterior a la llegada de los hilâlíes al Magrib.

Los hilâlíes: ¿una catástrofe?

Ya conocemos las fuertes controversias que hay en torno a este problema. La


historiografía de la época colonial consideraba la «catástrofe hilâlí» como el
momento más decisivo de la historia medieval magribí. Estos nómadas árabes,
enviados por los califas de El Cairo para «reconquistar» la Ifrîqiya zîrí que se había
distanciado de la obediencia fâtimí, habrían provocado desde el momento de su
aparición en 1051-1052 una fatal ruptura del equilibrio en una civilización urbana y
sedentaria de tradición romana, muy frágil a causa de las condiciones ecológicas del
país. La derrota de las tropas zîríes en Haydarân, en 1052, señala el principio de la
decadencia del Estado de Qayrawân. Desde 1057 la dinastía zîrí se ve obligada a
replegarse en Mahdîyya, dejando que los beduinos destruyan el interior del país. Lo
mismo sucede un poco más tarde en el Estado de los Banû Hammâd, cuando el emir
Al-Nâsir, en 1068-1069, debe abandonar la capital de la Qal‘a, demasiado expuesta a
los hilâlíes, y se establece en la costa, en la ciudad de Bujía nuevamente fundada.
Desde entonces el nomadismo se desarrolla en la mayor parte del Magrib oriental y
central a expensas de la agricultura sedentaria y de las ciudades prósperas en otro
tiempo y que ahora sobreviven con más o menos dificultades adaptándose a la
evolución del campo cuyo control se les escapa. Políticamente el país se divide en
una multitud de dominios locales autónomos de naturaleza diversa: oligarquías
urbanas, caudillajes tribales árabes, pequeños principados locales, en manos de un
qâ’id que actúa como un señor independiente, se constituyen espontáneamente en
medio de una anarquía que contrasta con la buena organización de los grandes
estados centralizados del período precedente.

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Algunos elementos de la evolución global que acaba de ser esbozada han de ser,
razonablemente, discutidos. La división política de la segunda mitad del siglo XI es
incuestionable, así como el creciente dominio de los beduinos en el campo. La
situación del Magrib central en la primera mitad del siglo XII que Al-Idrîsî describe es
suficiente para acabar de convencernos. El contraste entre la prosperidad de Bujía y
las llanuras que la rodean y las dificultades de las localidades situadas más el interior,
más allá de la montaña de los Bibanes, «hasta donde se extienden las depredaciones
de los árabes» es sorprendente. En la región de la Qal‘a, por ejemplo, «los habitantes
viven con los árabes en un estado de tregua que no impide que entre ellos haya
conflictos en los cuales la ventaja siempre está de parte de estos últimos». En el este,
a cuatro jornadas de viaje, está Mila, una «bella ciudad, bien regada, cuyos
alrededores están plantados de árboles y producen muchos frutos. Está habitada por
bereberes de diferentes tribus, pero los árabes son los amos del campo». Este último
ejemplo parece indicar, sin embargo, que no hay que exagerar la importancia de las
«devastaciones» cometidas por las tribus procedentes de Egipto a mediados del siglo
XI. En muchos lugares se estableció un equilibrio entre los árabes y los indígenas,
ciudadanos o rurales, como ocurrió en Constantina, «ciudad poblada y comercial,
cuyos habitantes son ricos, mantienen tratos ventajosos con los árabes y se asocian
con ellos para cultivar las tierras y conservar las cosechas».
La difusión de un nuevo elemento étnico procedente de Oriente en amplias
regiones del Magrib tuvo varias consecuencias, cuya importancia es difícil de
calcular. En primer lugar se ha atribuido a la invasión hilâlí «la desaparición de
muchas ciudades nacidas en la Antigüedad o de formación reciente, como las
pasajeras capitales de Qal‘a de los Banû Hammâd, Arshîr, Tâhart, así como la
aniquilación de muchos pueblos, o también la penuria y la desolación de muchas
tierras fértiles». Sin dejar de lado estas «destrucciones» en las zonas interiores, hay
estudios que insisten en los efectos de la llegada de los hilâlíes sobre la economía
monetaria:
Por una parte, la invasión hilâlí acabó con el aflujo de oro sudanés, y por otra la anarquía es tal que
Ifrîqiya se ve obligada, más que nunca, a comprar grano en Sicilia. Al exigir los normandos ser pagados en
oro, se asiste a una verdadera hemorragia de metal amarillo. Resultado en Mahdîyya: penuria de oro,
obligación de conseguirlo para comprar trigo, y necesidad de realizar correrías (captura de mercancías
preciosas, de monedas de oro y de cristianos por los que se pedirá un rescate en oro).

Los autores «anticolonialistas», por otro lado, han señalado que los signos de un
malestar económico y social eran ya perceptibles en el Magrib occidental antes de la
llegada de los hilâlíes y que estos solo aceleraron una degradación empezada antes
que ellos. Estos autores dan mucha importancia a las dificultades derivadas del desvío
de las rutas comerciales hacia España y de la creciente potencia de los cristianos en el
Mediterráneo. Para algunos autores magribíes, la llegada de los hilâlíes tuvo incluso
efectos positivos: «porque transformó y regeneró el Magrib, propagó el árabe en las
zonas rurales y aceleró la unidad lingüística. Instituyó relaciones frecuentemente

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pacíficas y fructuosas entre la ciudad y el campo, dotó al país de una base militar
eficaz e impidió que la cristiandad medieval ocupara el norte de África».
En realidad, la historiografía de este período no ha conseguido librarse de los
prejuicios en uno y otro sentido ni de los juicios de valor. Carecemos de estudios
precisos que permitan apreciar las modalidades y el ritmo de la desurbanización que
afectó las zonas interiores únicamente, mientras que en las zonas costeras subsistían
las ciudades-estado de Mahdîyya, Bujía, Túnez, y otros centros secundarios más o
menos independientes. ¿Es posible considerar que, en el resto, las ciudades se
convirtieron en una especie de «zonas cerradas y aisladas en medio de un campo
despoblado»? Al menos sí podemos constatar que ni los progresos de los árabes en el
interior ni el auge militar y comercial de los cristianos en el Mediterráneo impidieron
la prosperidad de las grandes ciudades marítimas, en torno a las cuales se
mantuvieron estructuras estatales. A partir de uno de estos centros, Túnez, se
reorganizará, tras el paréntesis almohade, el Estado ifrîqí de los hafsíes, que
conseguirá restaurar de una manera bastante flexible y realista la unidad política del
Magrib oriental, basándose en una amplia autonomía de las tribus árabes, de los
bereberes de las zonas montañosas y, en las épocas de debilitamiento de la dinastía,
de muchas ciudades y territorios del sur y del oeste, de donde no había desaparecido
el dinamismo y la fuerza constructiva estatal, si nos atenemos al hecho de que aún en
el siglo XIV, por tercera vez, «el jefe del Estado constantinés disidente restablece por
la fuerza, apoderándose de Túnez, la unidad hafsí».

El paréntesis almohade

El despertar beréber se manifiesta por primera vez de un modo tan sorprendente


como el de los almorávides en el siglo XI y es igual de breve. Ibn Tûmart el Defensor
de la unicidad de Dios (al-muwahhid, de aquí el nombre de almohade), beréber de la
tribu Masmûda del Atlas marroquí, discípulo celoso de Ghazâlî en Oriente y, como
él, convencido de la necesidad de volver a las fuentes, hacia 1120 empieza en
Marrâkish a atacar a los juristas, los fuqahâ, a los judíos, a los impíos, a todos
aquellos, entre los almorávides, sospechosos de laxismo y de doblez. Hacia 1125,
obligado a refugiarse en Tinmâl, en la montaña, funda una comunidad militante, se
hace reconocer mahdî y lanza a sus discípulos hacia la llanura antes de morir en 1130.
En el espacio de cincuenta años los almohades se apoderan de todo el Magrib, ya sea
mediante asaltos individuales, o bien, después de 1145, mediante cuerpos del ejército
constituidos por tribus bereberes aliadas. Fez (1160), Marrâkish (1147), Bujía (1152),
Qayrawân (1160) cayeron en su poder en medio de un clima digno de la eclosión
fâtimí del siglo X, pero del que algunas mentes más serenas, como el normando
Roger II de Sicilia, se aprovecharon multiplicando tanto los desembarcos como las
incursiones entre Túnez y Mahdîyya. A partir de 1145 los almohades entran en al-
Andalus: Córdoba (1148), Sevilla (1149), Granada (1154), Valencia (1171) fueron

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ocupadas. Ya‘qûb, Yûsuf, nieto del mahdî, y después Yûsuf al-Ya‘qûb, su bisnieto,
concluyeron la ocupación de al-Andalus almorávide, y frenaron a los inquietos
castellanos en Alarcos (1196).
El dominio almohade es rico en contrastes. Por una parte, estos «reformadores»
austeros cuyo arte, en efecto, era sistemáticamente severo y sin decoración historiada,
empezaron pronto a realizar gastos suntuosos en sus palacios y sus mezquitas. De su
época son algunos de los más bellos alminares que aún se conservan en el Islam
occidental: la torre Hassân en Rabat, la Kutubiyya de Marrâkish, la Giralda de
Sevilla. Por otra parte, estos espíritus sistemáticos, hostiles a la filosofía pagana, a la
gnosis y a los judíos, a los que persiguieron, conocieron el desarrollo de los tres más
sólidos pensamientos originales del Magrib de aquellos tiempos. El de Ibn Bâdjdja
(Avempace para los cristianos), médico en Fez y en Sevilla (muerto en 1138), primer
comentador de la Metafísica y de las Categorías de Aristóteles, maestro de Ibn Rushd
(1126-1198), el célebre Averroes de los cristianos, su guía filosófico del siglo XIII.
Hostil a Ghazâlî, convencido de la necesidad de un razonamiento dialéctico para
afirmar el dogma, Averroes fue un eslabón fundamental en la introducción del
racionalismo en el pensamiento europeo. Y finalmente, Maimónides (muerto en
1204), judío perseguido, puede ser considerado como uno de los más activos
propagadores del aristotelismo, pero en el interior de la comunidad judía para la que
escribía y de la que conocemos su papel de mediadora entre el Islam y el mundo
cristiano.

El derrumbamiento

En el verano de 1212, atravesando Sierra Morena, los tres reyes cristianos,


Alfonso VIII de Castilla, Sancho de Navarra y Pedro II de Aragón, derrotaron
duramente a los almohades en Las Navas de Tolosa. El dominio beréber en la
Mancha ya había sido alterado por las insubordinaciones de los jefes de bandas. Entre
1235 y 1265 los cristianos van eliminando de al-Andalus las guarniciones
musulmanas: los portugueses están en Beja en 1235, los aragoneses en Valencia en
1238 y en las Baleares en 1222, los castellanos en Córdoba (1236), Murcia (1243),
Cartagena (1244), Sevilla (1248), Cádiz (1265). El Islam ibérico se hunde brutal e
irremediablemente; solo subsistirán, como un pedazo arrancado. Almería, Málaga y
Granada, reducto del arte musulmán que brillará hasta las postrimerías del siglo XV.
La extensión del desastre es grande: en Ifrîqiya, los hafsíes, apoyándose a partir
de 1226 en los piratas de las Baleares, se instalan en Túnez, y los ziyâníes en el Atlas
central a partir de 1236. En el mismo Marruecos las revueltas bereberes se
multiplican, sobre todo entre los zanâta, y el clan de los Banu Marín (los mariníes)
ocupa la llanura y en 1269 se instala en Marrâkish. La unidad del Magrib queda
dividida en tres partes, y el efímero y superficial dominio otomano de la época
moderna no lo remediará tampoco.

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Al igual que el hundimiento del Islam oriental, el del Islam occidental no tiene
solo aspectos negativos. Reagrupará en áreas reducidas, en Marruecos sobre todo,
fuerzas vitales cuyos cimientos históricos y geográficos son indiscutibles, como en
Egipto. Despejará las rutas comerciales del oro de Sudán, que desde entonces llegan
al Mediterráneo sin obstáculos de dominios universalistas o místicos, y las rutas
saharianas, puertas del África negra, se abrirán al comercio como fueron abiertas bajo
el control mongol las de Anatolia y las de las orillas del mar Caspio. Y sin embargo,
ateniéndonos a lo inmediato, el balance es desastroso. Mientras que a finales del
siglo XI los musulmanes estaban a punto de recuperar Toledo y de conquistar
Constantinopla, a mediados del siglo XIII son totalmente expulsados del mar, y se les
amputan tanto al este como al oeste territorios esenciales para su dominio; y los que
más adelante hablarán en voz alta ya no tendrán nada que ver con los «pueblos
fundadores». El Islam permanecerá dormido durante siete siglos, más tiempo del que
había vivido hasta entonces.

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Capítulo 11
LA AGONÍA DE BIZANCIO
(1080-1261)

El gran fracaso de 1071 ante los turcos no implica una mutación brusca del
imperio. Sus puntos flacos, hasta entonces ocultos, se ponen de manifiesto
paulatinamente y, como se ha subrayado acertadamente, un viaje por la tierra
bizantina a finales del siglo XII habría revelado más bien una extraordinaria
permanencia de la vida de los hombres, sobre todo en los campos. Esto es cierto
también en lo referente a la propia estructura del imperio: si bien es seguro que se
encamina hacia un repliegue en sus territorios europeos, es dudoso que los
contemporáneos tuvieran conciencia de ello y, al menos hasta el final del reinado de
Manuel Comneno, en 1180, el restablecimiento de la situación en Asia Menor es un
elemento esencial del programa imperial.
La pérdida de Anatolia no es, en efecto, fatal inmediatamente después de
Mantzikiert. El vencedor, el sultán Alp-Arslân, no tuvo en absoluto la intención de
establecerse allí, pues el verdadero objetivo de este soberano muy ortodoxo era hacer
desaparecer el califato herético de los fâtimíes de Egipto. De hecho, las convulsiones
internas del imperio combinadas con un grave error de apreciación del peligro turco
consolidaron el destino de Asia.

FALSAS APARIENCIAS

La muerte de Romano Diógenes en 1071 fue seguida, bajo el reinado de


Miguel VII Ducas (1071-1078), de una serie de levantamientos militares en Asia
cuyos protagonistas, ya fueran griegos o normandos, se apoyaban regularmente en las

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bandas turcas que atravesaban el país, en tanto que el gobierno, que veía
erróneamente en el sultán el peligro esencial, introdujo estas mismas bandas hasta la
región de los estrechos. El nuevo sultán seldjûqí, Malik Shâh, intentará en vano un
acuerdo con Bizancio. Este no cree en su sinceridad y toma, por el contrario, a su
servicio a uno de los primos del sultán, Sulaymân, que bajo la apariencia de trabajar
para él, controla ya, hacia 1080, las orillas de la Propóntide y se lanza, contra Malik
Shâh, a la conquista de la Anatolia oriental. El imperio es igualmente ciego en el
flanco occidental: al rechazar las iniciativas de Gregorio VII, arroja al papa en brazos
de los normandos, impulsándole así a dar su aprobación a la ofensiva en Albania en
1081-1085.

Bizancio condenado a Europa

Sin embargo, la autoridad central recobra su estabilidad en 1081 con el golpe de


Estado que lleva al poder a Alejo I Comneno. A pesar de su talento, el nuevo
emperador demuestra claramente que Bizancio es a partir de ahora incapaz de
combatir en varios frentes. Ahora bien, el peligro más grave es el que pesa sobre los
Balcanes. Primeramente tiene lugar el ataque de Guiscardo en Albania, que es
conjurado en 1085 gracias al apoyo de la flota veneciana; después, el
desencadenamiento de los pechenegos más allá del Danubio, de 1086 a 1091, que los
bizantinos contienen prácticamente solos pero que acosa hasta tal punto a
Constantinopla que, por primera vez, el emperador fue obligado a pedir ayuda a un
señor latino, el conde de Flandes, Roberto el Frisón. Durante este tiempo, la actividad
de los ejércitos bizantinos es casi nula en Asia. Solo intervienen, aunque a destiempo,
para repeler a Malik Shâh que, tratando de eliminar a sus primos sublevados,
beneficiaba de hecho al imperio en el mismo momento en que, no satisfechos con
atacar plazas como Nicomedia, los emires locales se dotan de flotas que piratean en el
mar Egeo. Sin embargo, en 1092, el emperador parece que finalmente comprende la
situación y acepta la alianza del gran sultán, cuya muerte, el mismo año, permitirá a
los descendientes de Sulaymân rehacerse lentamente. En este momento, el imperio ya
solo controla en Asia Menor las regiones situadas al nordeste de una transversal que
va del sur de Efeso al este de Trebisonda.
La gran empresa del reinado de Alejo, la primera cruzada, esclarece bastante bien
los medios y los fines del imperio. Hacia 1095, está en paz por primera vez desde
hace treinta años, pero las recientes adversidades le han debilitado hasta tal punto que
ya no tiene sentido lanzar, con sus únicas fuerzas, una ofensiva en Asia. Aunque ya
no podía llamar a los latinos en su ayuda, cosa que la situación no permitía, Bizancio
podía pensar en tomarlos a su servicio en calidad de mercenarios, lo que, por lo
demás, realizaba desde hacía más de medio siglo. Esto es probablemente lo que
debieron pedir los enviados bizantinos en el concilio de Piacenza en 1095. Se sabe
que los occidentales, y en particular Bohemundo, viejo adversario de Bizancio, no
tenían la intención de limitarse a una obra de reconquista por cuenta del emperador;

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también la cruzada da origen a unidades políticas erigidas en territorios antiguamente
bizantinos, sobre todo en Edesa y en Antioquía, que dan pie a las luchas que oponen,
hasta 1104, a los latinos y los griegos y que, bajo el impulso de Bohemundo, son el
pretexto para todo un programa propagandístico tendente, por primera vez, a hacer
aparecer a los griegos como traidores e incluso aliados de los turcos. Bohemundo, de
vuelta en Occidente, aprovecha esto para llevar la lucha a los Balcanes. La segunda
expedición normanda de Albania, que tiene lugar en 1107, acaba con una derrota que
le obliga a reconocerse vasallo ligio de Alejo en relación a su principado de
Antioquía, pero muere en 1111 y sus sucesores repudian este estatuto de vasallaje. En
resumidas cuentas, la cruzada no hace más que complicar la posición bizantina en
Asia, añadiendo adversarios latinos al viejo enemigo musulmán. Desde el punto de
vista de los griegos, que ven pocas posibilidades de que retarde los ataques
normandos, la cruzada hace pesar una constante amenaza sobre sus fronteras
occidentales, cosa hasta entonces desconocida y que, conjugada con los empujes
nómadas en el Danubio y el nacimiento de nuevos estados eslavos, como Rascia y
Zeta, incita al imperio a emplear lo esencial de sus fuerzas más excepcionales para la
protección de sus territorios balcánicos. Este es, por lo demás, el rasgo dominante del
reinado del hijo de Alejo, Juan II (1118-1143) que, hasta 1135, defiende sus fronteras
occidentales contra pechenegos, servios y húngaros y, ante la amenaza normanda
reaparecida con el acceso de Roger II de Sicilia al título real, en 1130, se integra cada
vez más en el sistema político latino estrechando sus lazos con Venecia y Pisa, e
incluso aliándose al Imperio germánico. Hasta 1137 no puede hacer reconocer su
soberanía al príncipe de Antioquía, que la repudia a partir de 1142; el emperador
muere en abril de 1143 en el curso de una expedición destinada a reducir
definitivamente a los latinos de Oriente.

El «hombre enfermo»

Sin duda, la atonía del mundo turco oculta el carácter fundamentalmente


occidental de la obra de Juan II, y lo mismo ocurre durante la mayor parte del reinado
de su hijo, Manuel I (1143-1180). Las grandes empresas de este último en Occidente
pueden aparecer como las de un imperio nuevamente conquistador y seguro de sus
fronteras orientales, pero testimonian, de hecho, la vuelta a centrarse de este último
sobre sus territorios balcánicos y, sin duda, su profunda necesidad de controlar de
nuevo el Adriático y el mar Jónico. El peligro siciliano, más que la segunda cruzada
que, aunque le priva de Francia, deja casi intacta la alianza germánica, es, en efecto,
el que marca el principio del reinado. En 1147, Roger II se ha apoderado de Corfú y
ha realizado una razzia en Grecia, y se ha llevado con él la mayor parte de los obreros
que trabajaban la seda de Tebas y Corinto. Esta orientación hacia el Adriático explica
también, en la misma época, el control cada vez más fuerte que Bizancio ejerce sobre
Servia y sobre Hungría, que se sublevan en 1149. Venecia, que es el punto sensible
del Adriático, se da perfectamente cuenta: ayuda mucho a Manuel a volver a tomar

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Corfú ese mismo año, pero el sitio de la ciudad es la ocasión para un primer
desacuerdo, bien significativo, entre griegos y venecianos. Estos ven confirmados sus
temores cuando Manuel, aprovechando la muerte de Roger en 1154, se adentra en
Italia y somete las Marcas y Apulia; es expulsado de allí en 1156 y se ve obligado a
firmar un tratado dos años más tarde, lo que marca el final de las pretensiones
bizantinas en Italia, pero no de sus objetivos en el Adriático. En 1161, Manuel
impone su voluntad en la sucesión al trono de Hungría y aprovecha la circunstancia
para someter Croacia, Bosnia y, sobre todo, Dalmacia. Cuando en 1172, el emperador
obtiene además la sumisión del gran jupán de Servia, Esteban Nemania, Bizancio, de
nuevo dueña de su litoral marítimo occidental, se convierte en una amenaza muy
próxima tanto para Venecia como para el emperador germánico, Federico Barbarroja,
el rey de Sicilia e incluso el papa y las repúblicas marítimas del Tirreno, Génova y
Pisa. Asimismo, mientras que Manuel confisca los bienes venecianos en el imperio
en 1171, una vasta coalición que reagrupa todas estas potencias se pone en pie entre
1169 y 1177.
Ahora bien, la calma en las fronteras de Oriente no debe ocultar, en la misma
época, el renacimiento del poder turco. El sultanato de Anatolia, o sultanato de Rûm,
centrado en Qonya, la antigua Iconio, había sido ya irritado en 1159 por una de las
extrañas actitudes adoptadas por Manuel en Oriente: su reafirmación como soberano
de Antioquía y el reconocimiento tácito de su supremacía por el reino de Jerusalén.
Por lo demás, incluso aquí la influencia occidental no está ausente, ya que es
probable que la diplomacia de Barbarroja no fuera ajena a la ruptura del tratado
pactado entre el sultán Qilidj Arslân y el emperador en 1162. Desde 1175, esta
ruptura está consumada y en el curso de la campaña que se lleva a cabo como
resultado Manuel es aplastado, el 17 de septiembre de 1176, en Miriocefalón.
De 1180, fecha de la muerte de Manuel, a la caída de Constantinopla en 1204,
Asia Menor, aún bizantina más allá de una línea Mileto-Amastris, apenas da motivo
para que se hable de ella, pero es el momento en que un cierto número de nobles
militares consiguen dominios casi independientes, lo que aumenta su
desorganización. Todo lo que tiene importancia ocurre en Europa y supone una serie
de catástrofes para Bizancio. La historia política interna es una sucesión de golpes de
Estado: toma del poder por Andrónico I, primo de Manuel, en 1182; caída de
Andrónico, y por esta razón caída de la dinastía, en 1185; después débiles reinados de
la dinastía Angel, en primer lugar Isaac II, y después Alejo III, su hermano, que hace
cegar y encarcelar a Isaac en 1195. En estas condiciones, el imperio no puede impedir
la disgregación del imperio balcánico: en 1181-1183, los servios y húngaros
sublevados arrasan Macedonia y Bulgaria que, en 1185-1187, vuelve a encontrar,
bajo el impulso de los hermanos Asen, una independencia perdida desde hacía casi
dos siglos. A partir de ahora, Bizancio no tiene otro acceso al Adriático que por la
costa de Albania, cuyos príncipes, desde entonces autónomos, mantienen su
juramento de fidelidad por temor a la expansión servia. Existe incluso el riesgo de

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una retirada cultural de Bizancio que podría afectar estas regiones. En 1202, Vukán
de Servia reconoce la primacía romana y, en 1204, Kaloján de Bulgaria hasta recibe
la corona real de Inocencio III. En lo sucesivo, el imperio verá pesar sobre sus
fronteras dos poderes eslavos que le infligen derrota tras derrota y corren el riesgo, en
caso de un nuevo ataque latino, de tener que pactar con ellos. Ahora bien, ya en 1185
los normandos de Sicilia vuelven a la carga y consiguen incluso tomar y saquear
Tesalónica, la segunda ciudad del imperio. Son, sin duda, rechazados, pero son
rápidamente relevados, en 1189-1190, por la tercera cruzada, en cuyo curso
Barbarroja, cerciorado del apoyo de los servios y los búlgaros, estuvo a dos pasos de
atacar la misma capital. En definitiva, Bizancio no perdió más que Chipre,
conquistada por los ingleses al mando de Ricardo Corazón de León, pero el hijo de
Barbarroja, Enrique VI, heredero por matrimonio de Sicilia y de su hostil tradición,
puso a punto un verdadero plan de conquista del imperio que, sin embargo, fue
aplazado a causa de su brutal muerte en 1197. El proyecto quedó desde entonces bien
aferrado en Occidente, y corresponderá a los cruzados de 1204 eliminar
definitivamente a ese «hombre enfermo» que es el Imperio bizantino.
La vuelta a centrarse del imperio en los Balcanes es, pues, un fracaso. Habida
cuenta del cambio de sus estructuras y de sus mentalidades era, sin embargo, la única
posibilidad de renovación y, por otra parte, los Láscaris y Paleólogos basarán en el
siglo XIII su intento de restauración sobre los mismos principios. Por lo demás, si los
Comneno han fracasado, no se debe a no haber sentido la necesidad de profundas
reformas internas, que se suelen juzgar injustamente. En efecto, no se puede impedir
la comprobación de que el verdadero equilibrio no se manifiesta hasta mediados del
siglo XII, es decir, en el momento en que Manuel I rompe con la tradición defensiva
del imperio para lanzarse a una política militar agresiva inadaptada a una estructura
política aún sólida pero con recursos, no obstante, muy menguados.

Los mercenarios, señores de la guerra

En efecto, es perfectamente falso no ver, en la época de los Comnenos, más que el


triunfo de una casta militar a la que se habrían subordinado todos los recursos del
Estado.
Ciertamente, es un golpe de Estado militar el que conduce a Alejo Comneno al
trono en 1081, y su principal respaldo es la vieja clase dirigente, militar y
terrateniente y, más exactamente, con pleno dominio en Asia, de manera que su toma
de poder tuvo, al fin y al cabo, el sentido de una revancha de esta última contra la
nueva capa dominante, administrativa y burguesa. Pero la personalidad de Alejo
indica ya que apenas es portador de una ideología nueva. Aunque así lo sostenga la
hagiografía filial; Ana Comneno, su hija, que escribía en una época en que el
recuerdo de su padre estaba aún vivo, no puede ser completamente mentirosa cuando
le alaba por haber «solucionado pacíficamente asuntos que son naturalmente

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solucionados por la guerra y el hierro» ni cuando recuerda que el mejor éxito es el
que se obtiene «sin sangre ni lucha». Sin duda traduce, aún más profundamente, la
mentalidad de su época cuando recuerda que los jóvenes son brutales por «no haber
experimentado la miseria de las guerras». Tampoco es este su único prejuicio contra
Manuel Comneno que provoca los comentarios de Nicetas Koniata, cuando reprocha
duramente al emperador haber respondido a la pacífica aproximación de la segunda
cruzada con medidas abiertamente hostiles. En la época de Manuel, debe incluso
pensarse que la vieja mentalidad pacífica se halló confrontada con la política
constantemente guerrera del emperador, tanto más cuanto que la mayoría de sus
campañas se dirigieron contra pueblos cristianos, lo que la fidelidad al cristianismo
consideraba un verdadero escándalo. Ana Comneno recordaba que el orden divino
quería que se perdonara todo entre los cristianos, y el propio Alejo había puesto fin a
la guerra contra el príncipe servio de Dioclea, a fin de evitar una «guerra civil». En
cuanto a Nicetas, alaba a Juan II que renuncia a entrar por la fuerza en Antioquía
porque «estaba totalmente opuesto a una guerra entre cristianos». La aversión de los
bizantinos a ir a la guerra es sensible en muchas ocasiones: en 1158, con motivo de
una expedición a Armenia, Manuel convoca a las tropas del thema de Seleucia, pero
no acude nadie. Por otra parte, el hecho de que la época de los Comneno vea el
apogeo del mercenariado apenas permite sostener la idea de un imperio militarizado.
En la época del primer ataque normando sobre Albania, se encuentran en el ejército
imperial eslavos macedónicos, turcos, sarracenos, varegos rusos y contingentes
normandos, y se sabe que la propia guardia contaba también con alemanes y
anglosajones que habían huido de su país cuando la conquista de 1066. Alejo y Juan
Comneno continuaron reclutando mercenarios entre estos pueblos, pero fue Manuel
quien hizo un uso sistemático de ellos: su ejército no solo comprende franceses,
alemanes, anglosajones, normandos de Sicilia y alanos del Cáucaso, sino que sus
estados vasallos de Occidente le envían contingentes de servios, húngaros y valacos,
en tanto que los estados francos del Levante le proporcionan armenios, turcos y
caballeros franceses. Es evidente que esta práctica traduce las grandes dificultades
existentes para procurarse soldados por vías normales. Asimismo, podemos
preguntarnos si las reformas del régimen agrario y fiscal que caracterizan esta época
no tenían como objeto, mucho más que reclutar soldados «nacionales», asegurar
mejor y más rápidamente el sueldo de las tropas reclutadas en el extranjero.
Puede admitirse que al final del siglo X, el viejo sistema «estratiótico», en virtud
del cual determinadas tierras estaban sujetas a la obligación de proporcionar soldados
o su equivalente en oro, había desaparecido por completo. Los fragmentos del
catastro de Tebas no mencionan ya en esta época las tierras «estratióticas». El Estado,
sin duda impulsado por la necesidad de reclutar un creciente número de mercenarios,
había hecho de la strateia —en su origen una tasa sustitutiva para quien no podía o
no quería servir personalmente— un impuesto que afectaba al conjunto de la
población. En los documentos de Miguel VII y de Nicéforo Botaniatés, está integrada

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en las largas listas de contribuciones, cuya exención se pide. Es decir que, a la
manera de determinados impuestos contemporáneos, el producto de la «estrateia»
apenas debía tener ya una aplicación específicamente militar y no era más que un
sustento, entre otros, del Tesoro general. Sin embargo, su importancia seguía siendo
grande y las cartas de exención, que deben ser consideradas siempre como
excepcionales, no puede ocultar el cuidado con el que el Estado asegura su
recaudación. A este respecto, la época de los Comneno, al menos hasta el reinado de
Juan II, no aporta ninguna innovación: un documento de Alejo para Patmos, fechado
en abril de 1089, muestra al emperador confirmando la exención de los nuevos
habitantes de la isla, repoblada por Cristodulos, pero sometiendo a los campesinos de
las tierras que el santo poseía anteriormente en Quíos y de las que había, en cambio,
hecho retrocesión al fisco. Las dificultades de reclutamiento, al menos hasta
alrededor de 1130, prueban al mismo tiempo la inadecuación del viejo sistema y la
lentitud con la que los Comneno comprenden la necesidad de sustituirlo. La
instalación, durante todo el siglo XII, de colonias militares extranjeras en el imperio,
pechenegos, húngaros, servios, práctica también tradicional, no podía ser más que un
paliativo muy insuficiente.

Irrupción de las alienaciones militares

La verdadera reforma, que data del reinado de Juan 11 y cuyo promotor fue, sin
duda, el ministro Juan de Putza, solo es, por otra parte, la codificación y la
generalización de costumbres corrientes desde hacía mucho tiempo. No puede
comprenderse más que teniendo en cuenta el grado de evolución de las estructuras
rurales y la existencia de modelos jurídicos cuyo campo de aplicación era, al
principio, muy limitado.
Los Comneno no quisieron la desaparición de la comunidad rural. Sabemos que
estaba ya en muy mala situación antes de 1080, y los textos prueban que continúa
existiendo después, pero su decadencia llegó a ser irremediable. Ciertamente, se
habla aún del chorion y de sus habitantes (choritai). pero la última mención de la
comunidad rural data de 1098 y es muy probable que las dos palabras debieran
después traducirse simplemente por «aldeas» y «aldeanos». Estas aldeas de las que,
bajo el mandato de Alejo III, los atenienses tratan de apropiarse en los alrededores de
su ciudad y, sin ningún género de duda, hay que entender de la misma manera la
existencia de choria en Creta, aproximadamente en la misma época. Los poderosos,
palabra por la que hay ahora que entender no solo los grandes terratenientes y los
dignatarios, sino también los habitantes enriquecidos de las ciudades, son en gran
parte responsables de tal decadencia, pero esta proviene sobre todo, a nuestra manera
de ver, de una política conscientemente seguida y que se sitúa también en una línea
fijada desde hace al menos un siglo. Como se sabe, esta línea consiste en instalar a
los campesinos en tierras pertenecientes al fisco, que se convierten así en los

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demosiarios que dependen a partir de ahora directamente del Estado. Los Comneno
no inventaron aquí nada, pero amplificaron y sistematizaron este procedimiento de
manera que, ya a mediados del siglo XII, los demosiarios debían ser muchos, tal vez la
mayoría de los habitantes de los campos. En efecto, es menester observar que el
Estado continúa limitando rigurosamente la instalación de campesinos en los
dominios privados, especialmente en los de los monasterios. En 1175, Manuel obliga
a los monjes a restituir campesinos instalados indebidamente, y el débil Isaac II lo
hace también en 1186. Por lo demás, Manuel había tomado, en 1158, una medida
general que recogía la legislación de Nicéforo Focas, por medio de la que garantizaba
los bienes poseídos por los monasterios pero les prohibía incrementarlos o aumentar
el número de campesinos vinculados a ellos.
La situación de los campos en el siglo XII era, pues, muy diferente a como se
suele imaginar. Al controlar cada vez con más rigor la tierra y los hombres, limitando
las veleidades de expansión de los propietarios privados, el Estado se arriesgaba a
bloquear toda posibilidad de inversión en los bienes raíces, en el momento en que,
como veremos, la innegable prosperidad de los negocios no basta para absorber los
capitales acumulados en la ciudad. Este bloqueo debía ser tanto más irritante cuanto
que la dinastía hubo de recompensar, sobre todo en sus principios, a la vieja
aristocracia a la que debía su ascenso, y colocar príncipes, princesas y aliados de la
familia, en el marco de una política que ponía las principales funciones del Estado en
manos de sus parientes. Al igual que sus predecesores, los Comneno distribuyen,
pues, sus donaciones cada vez más importantes, que implican la cesión hereditaria de
las tierras y las rentas producidas por los que las cultivan, lo que, evidentemente, no
puede aplicarse a las tierras del fisco. Este sistema, que no aporta ninguna novedad
jurídica, no hace más que aumentar la extensión de la gran propiedad laica y reducir a
un cierto número de demosiarios a la condición de «parecos» privados. Sin embargo,
los Comneno van más lejos, sin duda, para no menguar demasiado el patrimonio
fiscal. Desde 1084, Alejo regala a su hermano Adriano, a título de propiedad
absoluta, un cierto número de tierras del Estado en la península de Casandra, así
como la renta fiscal de otras tierras de la península que están en manos de
propietarios privados, entre los que el más notable es el monasterio de Lavra en el
Monte Athos. En este último caso, el beneficiario no se convierte ciertamente en el
propietario de las tierras cuya renta se le concede, simplemente sustituye, en la acción
de la recaudación de impuestos, al propio Estado, y el estatuto de los propietarios
contribuyentes no es alterado en absoluto. No obstante, lo que demuestra claramente
que en este caso hay alguna novedad, sentida como un peligro, es que estos
propietarios reaccionan y piden al Estado especificar bien que sus derechos no son
reducidos. Esto es lo que hacen los monjes de Lavra en 1084. En efecto, el nuevo
beneficiario instala a partir de ahora su propia administración fiscal en su
circunscripción. Este es el caso de Adriano Comneno y también, por ejemplo, el de
una hija de Juan II, María Zusmené que, en la segunda mitad del siglo, posee sus

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propios recaudadores de impuestos (energuntes) en la región de Hierisos. ¿Cómo no
ver que este nuevo sistema modifica completamente las relaciones entre
administración y administrados ya que, entre ambos, se interpone ahora la pantalla
del concesionario? Aunque este último no tenga más que derechos fiscales —pues no
se trata de concederle otros derechos de regalía, en particular los de justicia—, tiende
a comportarse como un verdadero propietario, mientras que los pequeños y medianos
contribuyentes no tienen, evidentemente, los medios para conjurar sus abusos como
lo hace el poderoso monasterio de Lavra.
Sin duda, no hay que exagerar la amplitud de estas grandes donaciones, pero es
menester ver que constituyeron un modelo jurídico sobre el que se iba a edificar un
nuevo sistema de gestión, el de la pronoia militar que tiene dos objetivos
indisociables: mejorar el reclutamiento de tropas y drenar, a este efecto, los capitales
no empleados, vengan de donde vengan. Una vez admitido que los más antiguos usos
del término pronoia hacen referencia, de hecho, a concesiones más o menos
dependientes del sistema de la charistiké, es sorprendente observar que las primeras
menciones seguras de esta institución corresponden al reinado de Juan II. Un texto de
Lavra, fechado en 1162, menciona un pronoiario cuyos antepasados eran ya
estratiotas, término que no tiene ahora nada que ver con el viejo sistema estratiótico y
que designa precisamente a los detentadores de pronoias.
Sabemos ya que la strateia, un impuesto entre otros, había dado pruebas de su
ineficacia. Sin duda, su producto era, sin embargo, conservado todavía, al menos
parcialmente, por las administraciones locales encargadas del reclutamiento y el
mantenimiento de los ejércitos. El resultado debía ser extremadamente
decepcionante, pero la obra de reforma fue muy progresiva. Parece ser que fue
Juan II el que tomó la decisión de transferir al Tesoro el producto de una parte de este
impuesto, el que recaía sobre las provincias marítimas y que estaba destinado a la
construcción y al armamento de la flota. Pero correspondió a Manuel Comneno, si
hemos de creer a Nicetas, concentrar todo el producto de la strateia en las cajas
centrales. Por supuesto, era indispensable un medio de sustitución. Ahora bien, estaba
al alcance de la mano a partir del momento en que una gran parte del campesinado,
los demosiarios, pasó a depender del Estado, en tanto que poco a poco se definía, en
el marco de las grandes dotaciones imperiales, un sistema de concesión de rentas que
no implicaba ningún derecho de propiedad. En estas condiciones, la pronoia militar
no es otra cosa que la concesión de un cierto número de rentas, normalmente
recaudadas por los agentes del Estado, a personajes que, a cambio, prestan el servicio
armado y son llamados, por este motivo, «soldados» (stratiotes). Insistimos en que no
se trataba de donaciones de tierras: los textos hablan de «donaciones de parecos»,
que, evidentemente, no pueden ser más que los demosiarios, cuyo producto fiscal, y
no por supuesto la persona, es entregado al concesionario. Estos campesinos, que
pagan a partir de ahora el impuesto al estratiota, y también las aldeas que habitan, se
considerarán en lo sucesivo como «sumisos al ejército» (estrateumenoi), lo que no

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quiere decir que ellos mismos sean soldados sino que las contribuciones que pagan se
destinan a mantener a su estratiota.
Se ha exagerado mucho la importancia de la pronoia y, sobre lodo, se ha visto en
ella la prueba de una profunda aristocratización del imperio. Ahora bien, parece claro
que la pronoia, bajo el mandato de los Comneno, no poseyó nunca una extensión
muy grande: en 1152, en la lista de dominios que el sebastocrator Isaac Comneno
entrega a un monasterio de Tracia, solo aparecen dos aldeas «sumisas al ejército»,
junto a 15 dominios (proasteia) y 13 aldeas de tipo clásico. Además, el conjunto de
los textos del siglo XII no sugiere que los estratiotas sean señores poderosos. Los
documentos de Lavra, espaciados entre 1162 y 1196, trazan más bien el retrato de
personajes inquietos, agresivos, pero de reducidos medios, puesto que se les ve
alquilar tierras al monasterio, con riesgo de situaciones enojosas, más tarde, en el
momento de hacer la retrocesión. Además, la pronoia es una concesión, como
máximo vitalicia, que el Estado puede reclamar cuando quiera al concesionario. En
estas condiciones, la pronoia apenas podía ser atrayente para los grandes
terratenientes o para los poderosos funcionarios, lo que nos dice Nicetas cuando, en el
momento en que el sistema está definitivamente puesto a punto por Manuel, hace la
lista de las gentes que se abalanzan sobre las «donaciones de parecos»: son «las
gentes que se ganaban dolorosa y penosamente la vida cosiendo, otros a los que la
fortuna había convertido en mozos de cuadra, así como otros que sacudían de su
cuerpo el polvo de las fábricas de ladrillos o el hollín de la forja». En otras palabras,
la pronoia tenía teóricamente la doble ventaja de reforzar el ejército y de
proporcionar un exutorio a las clases modestas, sobre todo urbanas, que poseían
algún capital pero que, sin embargo, no era lo suficiente para comprar la tierra.
Incluso parece ser que cuando Nicetas hace la relación de cantidades de plata que los
futuros estratiotas abonaban a los reclutadores para obtener pronoias, se trataba, más
que de un soborno, de un impuesto completamente normal que había que pagar para
entrar en posesión de las «cartas imperiales» que conferían los derechos fiscales,
práctica muy acorde con las tradiciones bizantinas. Así, el sistema tenía además la
ventaja de hacer entrar sumas no despreciables en las cajas del Estado.
De ello se deduce que, en sí mismo, el sistema de la pronoia no tuvo, sin duda,
más que una débil influencia en el reclutamiento del ejército. En primer lugar, no
tendió en absoluto a la restauración de un «ejército nacional» destinado a contrapesar
un mercenariado siempre creciente, puesto que un estratiota podía ser muy bien un
extranjero instalado, como los estratiotas cumanos mencionados en los documentos
del Monte Athos a finales del siglo XII; además, estas mismas actas de los usos
muestran la extrema dificultad que había para hacer respetar sus obligaciones a los
titulares. Benjamín de Tudela apenas exagera, sin duda, cuando, al visitar el imperio
en 1167, observa que los griegos no tienen ya ninguna actividad militar. No cabe
duda de que Juan y Manuel Comneno transfirieron sobre todo un interés fiscal, el de
concentrar en las cajas del Estado sumas que habían sido hasta entonces poco o mal

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empleadas en las provincias y a las que se añadían los pagos de los estratiotas en el
momento de su reclutamiento. En este sentido, la pronoia pudo tener una incidencia
militar, pues hizo disponibles, para sueldo de los mercenarios, sumas antes
inmovilizadas que daban al menos una apariencia de ejército griego. No obstante, el
balance es negativo a largo plazo: sin duda, los recursos suplementarios permitieron
al Estado mantener mucho más tiempo su potencial militar en una época de guerras
incesantes, pero el sistema está lleno de peligros para la población de los campos,
expuesta ya al abuso de los grandes y de los monjes, y ahora sometida a pequeños
tiranos tanto más duros en la opresión cuanto que no son precisamente ricos. Puede
pensarse que hasta la muerte de Manuel Comneno, el Estado seguía siendo
suficientemente fuerte como para atajar estos peligros; es incluso probable, como lo
prueban, muy a finales del siglo, documentos que hacen mención de los estratiotas
abusivos, que la administración seguía cumpliendo bien su cometido incluso cuando
el gobierno central, bajo el mandato de los Angel, experimenta un profundo
debilitamiento. Pero todo está preparado para que, aprovechando el caos de 1204,
grandes concesionarios y pequeños estratiotas olviden el origen de sus títulos y traten
de hacer pasar sus prerrogativas por auténticos derechos de propiedad, ocasionando
así al campesinado una nueva degradación de su estatuto.
Aunque el imperio de los Comneno está puesto cada vez más al servicio de la
guerra, sobre todo a partir de mediados del siglo XII, no lo está en el sentido en que se
entiende normalmente. No se observa ningún verdadero síntoma de militarización de
la sociedad bizantina, pero las necesidades del ejército mercenario implican una
creciente punción de las fuerzas vivas del Estado, y como esta punción se lleva a
cabo, cada vez más, a través de intermediarios, recaudadores de impuestos, príncipes
posesionados y estratiotas, existe el riesgo de ver el imperio disolverse, al menor
repliegue de la autoridad, en innumerables organismos autonómos de diversos
tamaños que no coordina ninguna jerarquía, pues Bizancio no tendrá nunca un
sistema propiamente feudal.

HACIA LA AGONÍA

El recurso al mercenariado, la concesión de parecos a los propietarios privados y


a las Iglesias, el sistema de la pronoia y la instalación de extranjeros en el territorio
imperial, son cosas que no hablan mucho en favor de una demografía floreciente.
Cada vez más, el hombre llega a ser más escaso que la tierra y, en el gran movimiento
de acaparamiento del campesinado, el deseo de controlar su fuerza de trabajo cuenta
al menos tanto como la preocupación por recaudar el producto fiscal.

El campo se depaupera

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El imperio de los Comneno es necesariamente un Estado menos poblado ya que le
falta una buena parte del Asia Menor. Probablemente hubo allí repliegues de
población desde los territorios ocupados por los turcos, pero no hay que exagerar su
amplitud pues el campesino no abandona su tierra más que a condición de que su
suerte sea verdaderamente insoportable, lo que no ocurría en el sultanato de Qonya.
No solo Kinnamos señala que las poblaciones griegas continuaron viviendo bajo la
dominación turca, sino que Nicetas nos revela que los griegos que vivían en territorio
imperial fueron voluntariamente a instalarse en el sultanato, atraídos por la tolerancia
y las promesas del soberano musulmán. Además, la caída de las provincias italianas
no implica más que la emigración de algunos pocos elementos de las clases
superiores. Por último, al limitarse la instalación de extranjeros en el imperio a un
número restringido de colonos militares, la población bizantina se reduce a su
aumento natural, lo que, en las condiciones medievales, significa, en el mejor de los
casos, estancamiento, y más seguramente, regresión. Las catástrofes naturales
tuvieron allí escasa importancia. Las pestes y los seísmos parece ser que no
abundaron en el Erizando del siglo XII, en el mismo momento en que Italia, Sicilia y,
sobre todo, los territorios francos y musulmanes de Siria son duramente azotados. La
historia de las hambres y de las carestías aún no está hecha, pero se tiene la impresión
de que tampoco fueron ni frecuentes ni graves bajo los Comneno. A nuestro entender,
el origen de este innegable ocaso hay que buscarlo en la guerra. Las más graves,
desde el punto de vista demográfico, fueron sin duda las del período inicial, entre
1081 y 1118, y la del final del siglo, entre 1180 y 1204, pues, contrariamente a las
campañas de la época macedónica, alcanzaron directamente el territorio imperial: las
razzias turcas en Asia, los pechenegos y los cumanes en Europa, las expediciones
normandas, las cruzadas devastadoras, las rebeliones búlgaras y servias se traducen
en pillajes, matanzas y retiradas de poblaciones. Por el contrario, el período
conquistador, que corresponde al reinado de Manuel I, lleva de nuevo la guerra a las
fronteras, al menos hasta 1176, y al estar en marcha gracias sobre todo a las tropas
mercenarias, no implicó, sin duda, una sangría considerable de las poblaciones
imperiales. Pero, una aparente paradoja es que este período de casi medio siglo,
vivido como un tiempo de paz, fue una especie de «entre dos guerras» en que se
intentó gozar, lo mejor posible, de una tranquilidad interior que se quería creer como
definitiva, una situación que nunca es favorable para el desarrollo de la natalidad.
Ana Comneno, que escribió hacia 1130, no pierde ninguna ocasión de criticar a sus
contemporáneos que «al no haber conocido los combates», solo saben entregarse a las
ocupaciones más fútiles.
Es prácticamente imposible leer en el mapa las consecuencias de esta regresión.
Sin embargo, es verdad que fueron sobre todo los campos los que pagaron los gastos
puesto que, agobiados ya por el abuso de una fiscalidad que se aparta cada vez más
del control del Estado y expuestos a perder hasta su condición de hombres libres, los
campesinos son, además, las primeras víctimas de las guerras y de las invasiones. Es

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seguro que la lucha a que se entregan el Estado y los grandes propietarios laicos y
eclesiásticos por el control de la mano de obra explica al mismo tiempo la débil
natalidad en los campos y un movimiento de huida de los campesinos. La escasa
densidad de los campos tiene además resultados inquietantes, pues la población
propiamente griega se concentra sobre todo en las regiones más cultivables, dejando
el campo libre en las zonas menos productivas, y sobre todo en las montañas, a
poblaciones alógenas, frecuentemente pastoriles, mal controladas por el Estado y que,
en caso de invasión, pueden o sublevarse o incluso ayudar al invasor. Es así como los
valacos tuvieron, sin duda, un papel determinante en la rebelión búlgara de 1186. En
Asia Menor, en las provincias donde el poder bizantino fue restaurado bajo los dos
primeros Comneno, el movimiento de la reconquista expulsa a los turcos de las
llanuras y de los valles, pero no los elimina y los deja reagruparse en las zonas de
mesetas, donde constituyen a veces núcleos muy densos, inasimilables, que debían
hacer más fácil la futura dislocación de la Asia bizantina. Por último, en las regiones
donde el elemento griego había sido siempre minoritario, su falta de dinamismo
favorece la expansión de las poblaciones alógenas hasta entonces estabilizadas. Así
ocurre en Iliria, donde los albaneses vuelven a ocupar las llanuras de las que habían
sido más o menos expulsados, y lo mismo sucede en Macedonia y en Bulgaria. Este
hecho es grave, pues son zonas fronterizas donde la población griega o helenizada se
reagrupa cada vez más en las ciudades, que aparecen como islotes mal conectados
entre sí y sin grandes medios para imponerse en su territorio.
El antiguo desequilibrio entre Europa y Asia no hace más que agravarse en el
curso del siglo XII, como atestiguan los esfuerzos de repoblación, evidentes sobre
todo bajo el mandato de Juan y Manuel Comneno. Cuando Juan deporta prisioneros
servios a Asia Menor, se trata ante todo de revalorizar tierras abandonadas y de
obtener recursos fiscales, y lo mismo ocurre, por ejemplo, en el caso de la instalación
en Pilae, Bitinia, de los cristianos de Filomelión liberados por Manuel. No es
sorprendente que este país cada vez más vacío dé origen, a finales del siglo, a grandes
unidades territoriales en las que altos dignatarios actúan con una completa
independencia.

La moneda se deprecia

Este segundo aspecto tan inquietante no ha sido, por lo general, suficientemente


resaltado porque muy a menudo se ha tenido tendencia a ver la época de los
Comneno solo a través de su civilización urbana. Ahora bien, esta parece testimoniar
una notable brillantez y vitalidad. La prueba está en la gran abundancia de monedas
de cobre (pholleis) que circulan entonces: las excavaciones de Corinto y Atenas han
permitido extraer una enorme cantidad, de la época del reinado de Alejo I y, sobre
todo, de la de Manuel; asimismo se han hecho importantes hallazgos en Argólida,
Macedonia, Bulgaria, Iliria y en el conjunto del contorno egeo tanto continental como

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insular (Thasos). Tal vez, sin embargo, no hay que apresurarse a ver ahí un signo de
gran prosperidad. Esta abundancia de moneda fraccionaria indica claramente que
existía un comercio local muy activo, pero parece ser que sus horizontes eran cada
vez más limitados. La inusitada multiplicidad de tipos de pholleis bajo el mandato de
los Comneno tiende, a este respecto, a sugerir la existencia de zonas de intercambio
que, sin ser herméticas, funcionarían cada vez más de manera autónoma. Es así como
la gran mayoría de los pholleis de Atenas y de Corinto son producto de la acuñación
local. Asimismo, la acuñación de moneda de plata de Alejo Comneno parece haber
sido destinada, básicamente, a Trebisonda, a Transcaucasia y, en menor medida, a las
costas pónticas, y no haber alcanzado más que excepcionalmente las regiones
balcánicas. Todo esto refleja sin ninguna duda una disminución de las relaciones
interregionales, una «provincialización» de la actividad comercial, que contribuyó en
gran medida a reforzar los autonomismos, sobre todo después de 1180. Además,
aunque este fenómeno puede explicarse parcialmente por el hecho de que la mayoría
de las excavaciones se han llevado a cabo en los Balcanes, las monedas del siglo XII
parecen ser en su mayor parte europeas, lo que confirma el aún relativamente
importante crecimiento de las regiones occidentales. Como se recordará, la reforma
monetaria de Alejo Comneno, en los años 1096-1098, se tradujo en el
establecimiento de cuatro talleres de acuñación para la moneda de oro,
Constantinopla, Nicea, Trebisonda y, sin duda, Corinto. Ahora bien, este último taller,
el más tardío pues parece ser que no empezó a producir en firme hasta 1105-1106,
emitió probablemente al menos la mitad de las piezas del nuevo tipo.
Por lo demás, el gran comercio interior no podía más que ser perturbado por el
desorden que caracterizaba, sobre todo desde 1071, a las monedas de referencia, oro
y plata. Contrariamente a las reformas de Monomaco, los ajustes monetarios de los
reinados de Miguel VII y de Nicéforo Botaniatés habían implicado una grave
degradación de los pesos y de la ley de estas monedas, revelando esta vez una
evidente crisis de tesorería. Mientras que los contemporáneos de Monómaco apenas
parecen haber sido sensibles a las mutaciones de la moneda, los textos comienzan a
reflejar las quejas de la población, desde el final del siglo XI, en que tiene lugar una
crisis de confianza y un atesoramiento de monedas valiosas que no podía más que
acentuarse con las guerras, las revueltas o las invasiones. A la llegada al poder de los
Comneno la confusión era, pues, extrema y parece ser que, al menos durante los 15
primeros años de su reinado, Alejo I, agobiado por las necesidades militares, apenas
tuvo tiempo para llevar a cabo una reforma. Fue este el período de los recursos
extremos, no solo con las confiscaciones llevadas a cabo tanto sobre las iglesias como
sobre los laicos opuestos al nuevo emperador, sino también con la generalización de
antiguas prácticas, como la consistente en exigir el impuesto en moneda valiosa y en
asegurar los pagos con el dinero devaluado. No solo los contribuyentes fueron
abrumados, sino que la administración fiscal llegó a no saber ya qué criterios seguir
para el cobro de las tasas. La reforma de Alejo, a finales del siglo XI, tuvo dos

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objetivos: reconocer claramente la devaluación de la moneda, ya que la moneda de
oro contiene a partir de ahora dos tercios de plata, y establecer una nueva paridad
entre los dos metales, puesto que el nomisma equivale ahora a cuatro milaresia de
plata.
Sin embargo, las circunstancias no permitieron conseguir la deseada
estabilización. Por una parte, la «sed de plata» que azota a todo el Oriente de esta
época implica la desaparición del miliaresion y su sustitución por una especie de
vellón perfeccionado cuya aleación no comprende más que un 6 por 100 de metal
blanco; por otra parte, los tipos de monedas se multiplican, estando destinados cada
uno a una determinada función; desde 1136, la carta de fundación (typikon) del
monasterio del Pantocrator en Constantinopla, creado por Juan II y su mujer Irene,
detalla un considerable número de monedas, cada una de las cuales ha de ser
empleada en circunstancias muy concretas: los altos dignatarios del monasterio serán
pagados en «nomismatas de oro» y los subalternos en «nomismatas nuevos»,
mientras que los «nomismatas de traquita blanca», que corresponden sin duda al
nuevo vellón (skyphatos), serán empleados para los gastos corrientes y las limosnas.
Sea como sea, todo esto se traduce en una situación financiera malsana, que conduce
a los comerciantes, y sobre todo a los extranjeros, a desconfiar cada vez más de la
moneda imperial y a especificar cuidadosamente en los contratos la modalidad
monetaria concreta con la que se han de saldar las transacciones. Es evidente que
estos desórdenes monetarios complicaban considerablemente las operaciones
comerciales internas, desde el momento en que sobrepasaban el nivel de los pequeños
intercambios locales para los que bastaba la moneda de vellón, convertida en
puramente fiduciaria. Ahora bien, estamos en la época en que los extranjeros, y sobre
todo los italianos, se imponen cada vez más como socios comerciales. La penuria y el
desorden en la moneda invitan naturalmente a venderles más y más productos a fin de
embolsarse monedas poco comunes, mientras que cada vez se es menos capaz de
comprarles mercancías a cambio. Los venecianos lo saben tan bien que, en el siglo
XII, se llevan consigo sus pequeños denarios, no obstante depreciados, antes que los
productos que habrían debido malvender. En la misma época, tratan de arrastrar hacia
Occidente las buenas monedas de oro que circulan aún en el imperio, y los contratos,
sobre todo los firmados en el Epiro, tienen como principal objetivo la compra de estas
monedas por medio de los pequeños denarios de Venecia. Es ahí, a nivel monetario,
donde se encuentra la prueba de que la economía imperial se encamina hacia una
condición cada vez más «colonial» que los privilegios concedidos a los italianos no
hacen más que acentuar hasta el final del siglo XII.

El comercio en almoneda

El punto de partida es el privilegio que Alejo Comneno, sin duda en 1084, otorga
a Venecia para recompensarla por su intervención en el momento del ataque

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normando en Albania. Entre sus disposiciones más importantes se observa sobre todo
la exención de todos los impuestos comerciales, y en particular del kommerkion, la
libertad de comerciar sobre la mayor parte del territorio imperial, a excepción del mar
Negro y las grandes islas (Creta y Chipre), y la concesión de un barrio en
Constantinopla con iglesia, obras de construcción y muelles de carga. Ciertamente
conviene evitar exagerar la importancia inmediata de este privilegio. Venecia, en este
final del siglo XI, no puede aún entregarse más que a un tráfico modesto, pues su flota
sigue siendo poco importante y no depende solo de la iniciativa privada (el arsenal no
se crea hasta 1104) y sus medios financieros también siguen siendo muy limitados.
La fortuna veneciana es a la sazón ante todo territorial y el negocio no es más que un
complemento, al menos hasta mediados del siglo XII. Por tanto, solo progresivamente
la ciudad de las lagunas estará en condiciones de explotar a fondo las extraordinarias
ventajas que le han sido otorgadas. Por lo demás, los contemporáneos permanecen
mucho tiempo insensibles a los peligros que entrañan; hay que pensar, por el
contrario, que los comerciantes bizantinos sacaron provecho en primer lugar, puesto
que los venecianos, que no pagaban ya la aduana, podían a partir de ahora ofrecerles
mejores precios por sus productos, y lo mismo ocurría con los grandes terratenientes
a quienes Venecia compraba su trigo y su aceite.
En todo caso, Venecia considera en seguida al imperio como un coto vedado.
Desde 1106, se ve a los venecianos capturar písanos cerca de Rodas y no liberarlos
más que mediante promesas de no ir al mar Egeo a comerciar. Tal vez el gobierno
imperial había comprendido ya el peligro que corría al dejar establecerse un
monopolio veneciano. El privilegio, más modesto, que otorga a Pisa en 1111, por el
que concede a esta ciudad la reducción del 10 al 4 por 100 de los derechos de aduana,
pudo haber tenido por objetivo crear un rival a Venecia. Este mismo texto prueba
además que el emperador trata de proteger a sus propios comerciantes, puesto que
concreta que los písanos, si compran mercancías en una provincia imperial para
volverlas a vender en otra, serán sometidos a los mismo impuestos que los propios
griegos, es decir, sobre todo al kommerkion.
Este papel de contrapeso atribuido a Pisa se precisa, por otra parte, cuando se
toma verdaderamente conciencia del progreso veneciano, que se produce a principios
del reinado de Juan II. Cuando este último intenta evitar la renovación del privilegio
de 1084, Venecia pone en marcha una operación de pillaje en las islas egeas, de
manera que el emperador es obligado, en 1126, a reconocer las ventajas adquiridas e
incluso a añadir el acceso a las grandes islas, hasta entonces excluidas. Tal vez Juan II
creyó, no obstante, tener aún los medios para proteger sus intereses. El acta de 1126
prevé la exención del kommerkion para los comerciantes griegos que vendieran a los
venecianos. De hecho, es una disposición muy peligrosa: invita a vender
preferentemente a Venecia, con el riesgo de hacer pasar hambre a los consumidores
bizantinos y, sobre todo, de poner en una mala situación a los comerciantes griegos,
pequeños y medios, cuya decadencia es a partir de ahora ineluctable. Pronto, los

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únicos que podrán subsistir son los grandes productores que prefieren comercializar
directamente su mercancía, mientras toda la clase mercantil bizantina cae en un
progresivo letargo. Los progresos italianos tienen, pues, al menos, dos graves
consecuencias: en lugar de una clase mercantil próspera y relativamente homogénea,
engendran un conjunto incoherente de pequeños negociantes locales y de muy
grandes exportadores que, para asegurar sus rentas, se esfuerzan sin cesar por
redondear su dominación territorial, de manera que es menester buscar ahí también
una de las causas del crecimiento de la gran propiedad y la servidumbre de las clases
rurales.

La pendiente del desastre

A partir de 1130 se manifiesta, pues, un general descontento contra los latinos. A


los comerciantes arruinados se añaden el campesinado y la población de las ciudades,
inquieta por su subsistencia. Aunque Venecia es la más peligrosa, la rabia hostiga a
todos los comerciantes italianos. Ahora bien, el gobierno no tiene más recurso que
oponer entre sí a las ciudades italianas. Aunque el emperador se haga a menudo de
rogar y trate en vano de obtener de ella compromisos contra el imperio de Occidente,
los privilegios de Pisa son renovados en 1136 y en 1170, en tanto que Génova
obtiene, en 1155, las mismas ventajas que Pisa y las hace renovar, también, en 1170.
Pero los latinos han llegado a ser cada vez más arrogantes. Ya en 1149, mientras
ayudaban a Bizancio a reconquistar Corfú a los normandos, los venecianos no
recelaron en parodiar burdamente los ritos imperiales y, cuando ven llegar los
primeros genoveses a Constantinopla, poco después de 1155, písanos y venecianos se
sublevan, en 1162, y se dirigen a saquear el barrio ocupado por sus rivales. Es
interesante, en este último caso, ver participar en el pillaje a un cierto número de
griegos, felices de librarse de los latinos, aunque fuese al lado de otros latinos aún
más detestados.
En estas condiciones, el gobierno intenta encontrar nuevas armas. A los písanos y
los genoveses, familiarizados con el sistema feudal, se les podían aplicar los vínculos
del vasallaje, como lo había hecho Alejo I con los señores cruzados. Pero con
Venecia, que sigue siendo refractaria a la feudalidad, no se podía ni siquiera pretender
tal juramento de fidelidad, ya de por sí muy aleatorio. Desde antes de 1150, los
venecianos residentes en Constantinopla han desbordado con creces su barrio y han
llegado a ser completamente incontrolables, de manera que Manuel les confiere la
condición burguesa, que implica la obligación de prestar un juramento de fidelidad
vitalicio al imperio. Un sistema, por otra parte, muy imperfecto, ya que no alcanza
más que a los venecianos residentes en tierra imperial, dejando escapar a los
negociantes de paso, a menudo más ricos, que solo están ligados por las disposiciones
de 1084.-En cuanto a los fuertes impuestos que el ministro judío Astaforte hace
recaudar entre los latinos, después de 1166, solo afectan, asimismo, a los

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comerciantes instalados en el imperio e irritan a las repúblicas italianas aunque no
reducen seriamente sus medios.
Quedaba por emplear la fuerza. Ahora bien, desde comienzos de 1171 Venecia
desafía de nuevo a la autoridad imperial al saquear el barrio que los genoveses acaban
de volver a ocupar. El 2 de marzo, Manuel hace detener a todos los comerciantes
venecianos presentes en el imperio y confiscar la totalidad de sus haberes. La pérdida,
estimada en 400 000 nomismata, es enorme para Venecia, que deja allí la totalidad de
los capitales que había tenido la costumbre de concentrar en Constantinopla para
invertirlos en su comercio de Oriente. Además, la comunidad, expulsada del imperio,
se ve forzada a readaptar su red comercial hacia el Levante latino y musulmán, donde
sus rivales, Pisa y sobre todo Génova, tenían una indiscutible preeminencia desde la
primera cruzada. Sin embargo, el emperador debe convencerse rápidamente, en el
momento en que Barbarroja empieza a serle cada vez más hostil, de que no puede
permitirse seguir en malas relaciones con Venecia. Desde 1171, Venecia había
efectuado una correría en las islas egeas y después, al año siguiente, había
participado, junto a los alemanes, en el sitio de Ancona, último soporte de los griegos
en Italia, antes de ligarse por un tratado, firmado en 1175, con los peores enemigos de
Bizancio, los normandos de Sicilia. Además, romper con Venecia no resolvía el
problema latino; Pisa y Génova aprovechan la ausencia veneciana para desarrollar sus
empresas en el imperio, hasta el punto de que, hacia 1180, Eustaquio de Tesalónica
estima en 60 000 el número de latinos en Constanlinopla. Asimismo, parece ser que
Manuel consintió, poco antes de su muerte, en firmar un nuevo tratado con Venecia
que preveía una fuerte indemnización por las pérdidas sufridas en 1171.
La tutela de la economía bizantina por los latinos no hace, pues, más que
agravarse con el debilitamiento del poder que sigue a la muerte de Manuel. Guillermo
de Tiro llega incluso a escribir que el período de regencia de la emperatriz latina
María de Antioquía, entre septiembre de 1180 y abril de 1182, fue la edad de oro de
lo que él llama «nuestra facción». La regencia se apoya, en efecto, en dos fuerzas
cuyos intereses están desde hace mucho tiempo estrechamente ligados, los latinos y
los «poderosos» terratenientes, es decir, sobre la combinación productores-
compradores que cortocircuita las clases urbanas, y sobre todo la de los comerciantes
griegos. Se comprende, pues, cómo, en abril de 1182, la caída de la regencia y la
toma del poder por el primo de Manuel, Andrónico 1 Comneno, se traduce en la
matanza de los latinos de Constantinopla, que el nuevo emperador no había, sin
embargo, deseado. No obstante, no se puede prescindir de los comerciantes
occidentales; también Andrónico se veía forzado a aproximarse a los únicos latinos
que no habían sido víctimas de la matanza: los venecianos, ausentes del imperio
desde 1171 y que vuelven a instalarse en él a partir de ahora. Esta aproximación,
combinada con el ataque normando de 1185, no es evidentemente ajena al fracaso de
Andrónico que, al hacer esto, se desmarcaba del partido antilatino que le había
llevado al poder.

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La dinastía Angel, entre 1185 y 1204, no tuvo otro remedio que volver a
emprender la política de precario equilibrio entre las diferentes comunidades. Venecia
obtiene nuevos privilegios de Isaac II en 1187, reduciendo a písanos y genoveses a la
defensiva; después son estos últimos los que reciben nuevas ventajas en 1192,
convirtiéndose los písanos en el principal apoyo de Alejo III después de 1195, hasta
el momento en que, en 1198, Venecia consigue de este último una crisobula que le da
acceso al imperio, de Albania a Bulgaria y la Cilicia y otorga a sus ciudadanos
inauditos privilegios judiciales que les permiten, en gran parte, librarse de la justicia
imperial.
Tal situación no podía más que implicar una catástrofe. Los griegos se exasperan,
ya que no cosechan más que las migajas de su propio comercio y ven, además, con
rabia, comportarse a los latinos en su tierra como en un país conquistado; en 1192, los
genoveses llegan incluso a comprometer las relaciones exteriores del imperio al
capturar una galera veneciana que se dirigía de Egipto a Constantinopla llevando a
bordo a los embajadores de Saladino; en cuanto a los písanos, emboscan sus naves en
Abidos, a la entrada de los Dardanelos, para saquear todos los barcos rivales que se
dirigen hacia los estrechos. Estos excesos hacen resaltar, por otra parte, el malhumor
de los propios latinos que, sometidos a los constantes vaivenes de una política
caprichosa, aspiran a controlar aún más estrechamente Constantinopla, aunque no
tengan en absoluto la intención de confiscarla políticamente. En los primeros años del
siglo xra, se abre paso la idea, sobre todo en Venecia, de situar en el trono a un
emperador que, como criatura de Occidente, no pueda ya negarle nada.

Un botín tentador

La invasión económica italiana explica los aspectos paradójicos de la vida urbana


en Bizancio en el siglo XII. Aparentemente la prosperidad continúa e incluso parece
culminar bajo el reinado de Manuel Comneno. En efecto, los italianos penetran cada
vez más lejos en el país, en busca de productos locales, lo que activa los antiguos
mercados y hace nacer otros nuevos. Por ejemplo, los venecianos continúan
dirigiéndose sobre todo a Grecia para comprar seda de Tebas, aceite de Esparta, frutas
y vinos de Modon; pero el privilegio de 1198 muestra que, a partir de ahora,
extienden su red a zonas continentales donde los extranjeros se aventuraban poco o
nada hasta entonces. En Macedonia se les encuentra en Nis, Escoplia, Pelagonia y
Prilepo; en Tracia, en Didimoteico y Andrinópolis; en Bulgaria, en Filipopolis donde
compran vinos, granos y productos de la ganadería; y lo mismo ocurre en Epiro
(Castoria) y en Asia Menor (Nicomedia). Hay allí una actividad artificial, un tráfico
comercial del que, en general, solo se ven los aspectos brillantes, pero que
desorganiza gravemente las estructuras vigentes. Por ejemplo, ahora que los italianos
pueden llegar a las fuentes del comercio macedonio o epirota, cortocircuitan a la
clase mercantil de los grandes puertos que son sus exutorios y les provocan una

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decadencia que los reducirá pronto al simple papel de embarcaderos: este es el caso
de Tesalónica y de Dirraquio. La propia Constantinopla no es ya verdaderamente
dueña del comercio de Tracia y los estrechos no son ya el único acceso al mercado
búlgaro, que los italianos alcanzan a partir de sus posiciones egeas. Por lo demás, la
propia configuración de las ciudades refleja ahora una situación de inseguridad y de
relativa retracción: a la antigua aglomeración, generalmente amurallada (kastron), se
superpone un reducto fortificado con vocación puramente militar (akropolis),
claramente separado del resto por una muralla intermedia (diateichisma). Así
aparecen a los conquistadores franceses, después de 1205, ciudades como Corinto,
Argos, Patras y Nauplia. Sin embargo, no se debe exagerar este movimiento de
fortificación que está lejos de su generalización a principios del siglo XIII. La Crónica
de Morea nos hace saber que la mayor parte de las ciudades peloponesas, desde
Patras a Modon, eran ciudades de llanura, entre las que algunas, como Andravida o
Nicli, ni siquiera estaban fortificadas. Sin embargo, hay allí un proceso en pleno
desarrollo y que completa la edificación, en los lugares estratégicos, de fuertes
desprovistos de cualquier función urbana, como los que dominan los desfiladeros de
Escorta, en el centro del Peloponeso. Estas plazas fuertes y estos castillos son
naturalmente los puntos de anclaje de las dinastías locales que, a finales del siglo XII,
desafían cada vez más la autoridad legal, como los León Esguros en Corinto, los
Doxopatris en Escorta, Teodoro Mancafas en Filadelfia e incluso Teodoro Lascaris en
Nicea. Aunque subsisten en estas ciudades proveedores griegos que prosperan gracias
a sus clientes italianos, el resto de la población, pequeños y medianos comerciantes,
así como artesanos, pierden allí progresivamente sus medios de existencia
tradicionales. Son estas clases en peligro de extinción las que, sobre todo bajo el
mandato de Manuel Comneno, parten en busca de los recursos fiscales que les
asegura el sistema de la pronoia.
Las empresas militares y económicas de los extranjeros provocaron, pues, un
profundo traumatismo, que repercutió incluso en la cultura. Sin lugar a dudas, a pesar
de la repulsa general. Occidente se convierte a veces en un modelo; no obstante, el
gusto por los torneos, por las costumbres caballerescas, incluso de la novelesca
cortesana, apenas va más allá del reducido círculo de la corte. Pero, en general, la
cultura se cierra más bien a las influencias externas y parece querer mantener
desesperadamente, en su forma y en su contenido, el legado de la gran época pasada,
llegando incluso a eliminar los elementos que, por ser auténticamente griegos, no
perturban sin embargo el excelente equilibrio del helenismo cristiano. Es significativo
que el reinado de Alejo Comneno esté marcado, desde su inicio, por la condena del
más brillante discípulo de Psellos. Juan Italo. Con él, el platonismo zozobra durante
dos siglos y deja lugar a un aristotelismo oficial y anémico, de manera que lo que se
entiende por helenismo en esta época tiene poco que ver con el pensamiento antiguo:
se trata, ante todo, de un apasionado esfuerzo por volver a encontrar una lengua cada
vez más pura, y es cierto que es en Bizancio, en el siglo XII, donde se escribe el

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griego más perfecto. Al leer a historiadores como Nicetas Koniàta o a retóricos como
los Torniqués, Miguel Itálico o Nicéforo Basilaqués, no se puede dejar de pensar que
esta lengua arcaizante y cargada de pedantería apenas era accesible más que a una
restringida élite, en el mismo momento en que el pueblo habla una lengua cada vez
más evolucionada. Es, en efecto, en el siglo XII cuando empiezan a fijarse, en todos
los rincones del imperio, los numerosos dialectos neogriegos que triunfaron dos
siglos después: muy al final del siglo. Miguel Koniàta, arzobispo de Atenas, da
ejemplos, que considera lamentables, de formas dialectales corrientes en Ática. Sin
embargo, el siglo de los Comneno fue a veces sensible a la riqueza de la lengua
vulgar o demótica: escritores como Manganeio, Miguel Glicas y, sobre todo, Teodoro
Prodromo la utilizan en largos poemas, frecuentemente satíricos y desbordantes de
detalles vividos llenos de sabor. También se debe subrayar que la lengua de estos
poemas es, sin duda, más bien un remedo de la lengua popular, que el propio pueblo
apenas debía comprender mejor que la lengua arcaizante. Por lo demás, estas obras
están dirigidas al emperador y a su círculo y son tan auténticamente populares como
la jerga de los campesinos de Molière. Cuando se piensa que, por su parte, la Iglesia
acaba la transcripción en lengua culta (metaphrase) de todo lo que, en la liturgia,
conservaba aún un sabor popular, no se puede ser más que bastante escéptico respecto
a la extensión de la cultura a capas más amplias, proceso, por lo general, digno de
crédito en la época de los Comneno. Ciertamente, esto no quiere decir que la obra
llevada a cabo sea despreciable: aunque fue hermética para la gran mayoría del
pueblo, el siglo XII llevó a su perfección, sin embargo, un notable instrumento
cultural, forjado como reacción contra todo lo extranjero, y que los siglos posteriores,
tras insuflarle un nuevo vigor, supieron utilizar cabalmente para afirmar la fuerza y la
vitalidad de los valores helénicos.

LA MUERTE CERCANA

El último decenio del siglo XII había visto acelerarse el proceso de dislocación
interna del imperio. Todo sucedía al mismo tiempo: la dispersión de los recursos
fiscales, las exenciones, la concesión de tierras a los parientes y aliados de los
soberanos, la provincialización de la economía y de la cultura. Desde antes de 1204,
se puso de manifiesto claramente que regiones enteras del imperio estaban en
proceso, más o menos avanzado, de escisión, tanto en Asia como en Europa: un
Mancafas en Filadelfia o un Esguros en Corinto y Argos actúan como auténticos
reyes. Algo que jamás se había puesto seriamente en cuestión en Bizancio, la sagrada
unidad del poder político, se difuminaba así progresivamente en la mente del pueblo,
pues los nuevos soberanos no tienen ya nada que ver con los pretendientes al trono de
los siglos pasados. Mientras que un Bardas Escleros se fundamentaba en su poder

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para conquistar la suprema autoridad, un Esguro no tenía otra pretensión que obtener
un «principado» autónomo en la Grecia central.

1204

A partir de 1198 se inicia una nueva expedición latina contra Egipto,


ardientemente deseada por Inocencio III después que la muerte de Saladino hizo
esperar un mejor provecho de la mediocre «tercera cruzada», un momento incluso
tenido en cuenta por el hijo de Barbarroja, Enrique VI, heredero, por añadidura, de
las pretensiones normandas de Sicilia. Era menester intentarla por mar ya que el
estado del imperio griego excluía cualquier ayuda: la caída de los Comneno, las
rivalidades entre Isaac Angel, llevado al poder por la muchedumbre, y su hermano
Alejo, que sería pronto su sucesor, los sobresaltos de la población constantinopolitana
contra los comerciantes latinos y la insubordinación de tantos jefes locales
aconsejaban, sin lugar a dudas, apartarse de los Balcanes. Pero una fuerte corriente
inversa atraía allí a los occidentales: Felipe de Suabia, hermano de Enrique VI,
aunque ocupado en disputar a un rival la corona de Germania, se acordaba de haberse
casado con la hija de Isaac; por su parte, los Montferrato de Italia y San Juan de Acre
que pleiteaban para obtener garantías en el mar Egeo, no hacían caso de la creciente
hostilidad de los occidentales hacia la «perfidia» de los griegos.
El llamamiento a la cruzada, hecho público a partir de 1199, no provocó mucho
entusiasmo: muchos príncipes regresaban de Tierra Santa. El conde de Champaña,
designado como jefe, murió prematuramente y, por otra parte, era forzoso pasar por
los venecianos, cuyo dux, Enrico Dándolo, puso un muy alto precio a su ayuda en
1201: 85 000 marcos por transportar a Bonifacio de Montferrato, convertido en jefe
de los cruzados, y, como pago aplazado, la promesa de conquistar de paso Zara, que
Venecia acababa de perder. ¿El viaje del hijo de Isaac junto a los cruzados, de Felipe
de Suabia y del dux tuvo alguna influencia, tras la partida de la flota en septiembre de
1202, en la decisión que se tomó de hacer escala en Bizancio? ¿Tenían los venecianos
la secreta intención de ajustarle las cuentas al agonizante imperio de Oriente?
¿Intervinieron en la empresa italianos y alemanes? Todavía, casi ocho siglos después,
siguen estas preguntas en el aire. Los latinos, mal acogidos por la población
bizantina, debieron llevar a cabo una demostración militar ante la ciudad para hacer
huir a Alejo Angel en agosto de 1203 y entronizar a su homónimo y sobrino. La
primera etapa dejaba prever la continuación: una penosa invernada para los cruzados,
un creciente desacuerdo con los griegos, una sedición en la ciudad y el victorioso
asalto, el 12 de abril de 1204, de las murallas, hasta entonces invioladas, de la Nueva
Roma.
El incendio y el pillaje de la ciudad estuvieron a la altura de la admiración y el
odio que había suscitado: robos, brutalidades, sacrilegios, violaciones y
profanaciones acompañaron un estudiado saqueo en que la sagacidad de los
venecianos hizo maravillas. Junto a las telas, los iconos, los libros o los objetos de

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marfil destruidos o repartidos en trozos, estos extraños cristianos, ellos mismos
asombrados de la enormidad del botín, se repartieron lo que se considera que tenía un
valor equivalente a cerca de 300 toneladas de oro y plata. Después, cuando todo el
poder parecía haberse desvanecido, los cruzados, no sin antes llevar a cabo laboriosos
tratos, decidieron que Balduino, conde de Flandes, se coronara como emperador,
apartando así al marqués de Montferrato que recibió, como compensación, toda la
parte norte de la península. Otros cruzados, de Champaña como los Villehardouin,
borgoñones como los La Roche, partieron para instalarse en el Peloponeso o en
Atenas. Venecia se quedó con lo restante: las islas, incluida Creta, los castillos
costeros y casi la mitad de la capital.

El estallido y el encarne

La partitio Romaniae era un proyecto espiritual. Más allá incluso de las


rivalidades entre barones francos, los peligros exteriores acechaban: en 1205
Balduino era derrotado y capturado por los búlgaros.
Aunque Tracia y la mayor parte de la Grecia insular y peninsular están,
efectivamente, bajo el control latino, los restos desmembrados del imperio se
reagruparán, entre 1204 y 1205, alrededor de tres polos de desigual importancia: el
pequeño imperio de Trebisonda, donde los Comneno estaban instalados desde antes
de la caída de Bizancio; el Estado de Nicea, cuyo soberano, Teodoro Lascaris, se hizo
proclamar emperador en 1205, en el momento en que el soberano legítimo, Alejo III
Angel, acababa de ser capturado por el marqués de Montferrato; y, por último, el
Estado epirota donde se impone, ese mismo año, Miguel Angel Ducas. En este
complejo juego en que intervienen además los búlgaros del rey Kaloján y los turcos
de Rûm, las dos principales fuerzas bizantinas, Nicea y el Epiro, tienen un objetivo
común, expulsar a los latinos y asegurarse, con Constantinopla, el trono imperial.
Para llevarlo a cabo, Nicea es por definición la mejor situada geográficamente, al
alcance de los estrechos. Al principio, esta situación la expone directamente a los
ataques latinos, y en dos ocasiones, en 1205 y 1207, no es más que el ataque búlgaro
sobre su retaguardia lo que obliga a los latinos a evacuar los territorios asiáticos. Poco
importan las causas, los latinos retroceden y el sentimiento de confianza en el
porvenir se expresa bien, en 1208, cuando Teodoro se hace coronar solemnemente en
Nicea por el patriarca de Constantinopla, que acaba de volver a ser instalado allí.
Además, entre 1211 y 1215, una vez rechazados los turcos y anexionada una parte del
imperio de Trebisonda, Teodoro puede investirse como legítimo emperador y su
prestigio es visible hasta en los Balcanes puesto que, en 1219, Sava, primer arzobispo
autocéfalo de Servia, solicita su consagración al patriarca de Nicea.

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Oriente en 1214

No obstante, el Epiro, que bajo el mandato de Miguel I se había contentado con


unificar y organizar los territorios que iban de Dyrrachium al golfo de Corinto, se
erige como un verdadero rival con la llegada al poder, en 1215, del ambicioso
príncipe Teodoro, que lanza una fulgurante ofensiva contra los latinos y se apodera,
en 1224, de Tesalónica, donde, poco después, se hace coronar emperador; en ese
mismo momento, Teodoro Lascaris acaba de morir, en 1222, dejando el poder a su
yerno, Juan III Vatatzés, contra quien se sublevan los hermanos del difunto soberano.
A partir de ahora, los dos rivales están en Constantinopla, donde el poder latino ya no
es más que una sombra. Desde 1225, Vatatzés consigue el dominio de varias de las
grandes islas egeas y de una parte de Tracia, Andrinópolis. Sin embargo, Teodoro de
Epiro se había aliado contra él, con los búlgaros, pero quiso ir demasiado deprisa y, al
verse ya señor de la capital, cometió el error de romper de improviso esta alianza: en
1230, se enfrenta a las tropas de Asen II en Clocotnitsa, donde es vencido y hecho
prisionero. El Epiro subsistirá como Estado independiente pero sus soberanos, al
admitir, hacia mediados de siglo, no tener más que el simple título de despotas,
reconocerán implícitamente que el único poder legítimo está en Nicea.
La instalación de los barones latinos sobre una débil parte del imperio no debe ser
considerada, sin embargo, como un epifenómeno sin mayor importancia. Es cierto
que, en la parte septentrional, el permanente peligro que el zar búlgaro Kaloján hace
pender sobre las mismas afueras de Constantinopla conducía a los occidentales a una
perpetua actitud defensiva: el hermano y sucesor de Balduino, Enrique de Hainaut,
agotó auténticas cualidades guerreras o administrativas para defenderse contra Nicea,
contra Bulgaria y contra Bonifacio y sus sucesores en Tesalia. Pero cuando

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desaparece en 1217, la dominación latina se reduce a la costa, de Bizancio a
Termópilas, mientras los venecianos fortifican en su propio beneficio las escalas que
conducen de los estrechos a Corfú sin preocuparse mucho de la tierra firme. Este
egoísmo redoblado por una sistemática hostilidad con respecto a cualquier otra
potencia italiana, fundamentalmente la de los genoveses, tuvo el más desastroso
efecto sobre los destinos del imperio latino: arrojó en los brazos de Nicea todas las
fuerzas hostiles a la república. La llegada al poder de la familia Courtenay en
Bizancio, sin autoridad y sin respaldo, allanaba desde entonces el camino de los
príncipes griegos.
Pero a esta mediocridad de los resultados en el norte se opone el muy
sorprendente y muy duradero triunfo de los barones que partieron hacia Atenas y
Tebas, convertidas en redes de principados y ducados, y hacia Argos. Patrás, Nauplia
y Corinto, puntos fuertes de Morea (1205-1212). Una política de alianzas
matrimoniales, sobre todo entre los Ducas y los Villehardouin; la vigilante presencia
de las guarniciones venecianas sobre el contorno del Peloponeso, como en Modon y
Coron; y el carácter completamente teórico de su dependencia respecto a los
príncipes latinos de Tesalia o Tracia, dieron a la Morea franca una seguridad
desconocida más al norte. En realidad, la presencia bizantina no desaparece, puesto
que entre la pérdida de Monemvasia en 1248, su último punto fuerte, y los
acontecimientos de 1261, de los que hablaremos, transcurre muy poco tiempo. Pero la
implantación latina, numéricamente muy poco importante, llega a arraigar gracias a
una hábil —¿inevitable?— política de apoyo a la aristocracia griega local. Sea como
sea, estas preocupaciones mantenían a los francos alejados de cualquier intervención
directa sobre las zonas amenazadas de los estrechos y hacían posible la reconquista
de los soberanos de Nicea.
Vatatzés (1222-1254), uno de los últimos grande soberanos bizantinos, pudo,
pues, llevar a cabo pacientemente su obra en Europa, a pesar de los desengaños que
sufrió por parte de los búlgaros, que pasaron muchas veces de la alianza griega a la
latina. La muerte de Asen II en 1241 eliminó este problema, pero pronto llegaría la
invasión mongola de Asia y Europa. Bulgaria fue definitivamente debilitada y el
sultanato de Rûm fue obligado a someterse a los conquistadores, lo que benefició
ampliamente a Bizancio, cuyos territorios no fueron alcanzados. Vatatzés, una vez en
posesión de Tesalónica y Macedonia en 1246, hace retroceder a los epirotas cada vez
más al oeste y obliga al déspota Miguel II, en 1252, a enviar a su hijo y heredero
Nicéforo a la corte de Nicea. A su muerte, en 1254, Vatatzés deja a su hijo, Teodoro
II, un imperio bastante poderoso como para rechazar victoriosamente a los búlgaros y
seguir avanzando en Epiro. Esta última, cuya situación parece desesperada, no ve
entonces otra solución que arrojarse en los brazos de los latinos preparando una
cuádruple alianza con Venecia, el rey de Sicilia, Manfredo, y el príncipe de Morea,
Guillermo de Villehardouin. Tras la muerte prematura del emperador en 1258 y la
usurpación de Miguel Paleólogo, corresponderá a la vez a este último destruir la

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alianza en Pelagonia el año 1259 y volver a introducirse por fin en Constantinopla,
con la ayuda de los genoveses, en julio de 1261. Este mismo año, Miguel obliga a
firmar a Guillermo de Villehardouin, su prisionero desde Pelagonia, un acuerdo que
le reconocía la posesión de cuatro ciudades de Morea, entre ellas la fortaleza de
Mitra, llave de toda la Laconia, a partir de las cuales comienza una reconquista de
Grecia que requerirá, sin embargo, casi dos siglos.

Movimientos de población

El hecho de que Bizancio se hubiera convertido en un Estado europeo se


transparentaba en la conducta de los francos en el momento de su conquista; hasta
finales de 1204, es decir, muy tarde, no emprenden la conquista del Asia Menor.
Ahora bien, en el último tercio del siglo XII, se observa allí un muy notable refuerzo
de la presencia bizantina. Sin duda, las regiones fronterizas del este estaban cada vez
más desiertas. En el momento de la campana de Miriocefalón, en 1176, Manuel
encuentra la región de Filomelión desierta e improductiva. De hecho, es una vasta
zona que abarca desde Dorilea, al norte, hasta Atalia, en la costa sur, que se halla
despoblada por las razzias turcas pero también por la política de los Comneno,
consistente en transferir las poblaciones griegas de estos confines hacia las provincias
occidentales. Esta práctica tenía dos ventajas: ponía en dificultades a los invasores,
que no encontraban ninguna posibilidad de avituallamiento en la zona desierta, e
implicaba un constante aumento de la población griega en el oeste, donde también
afluían importantes contingentes helénicos procedentes de las islas egeas. En esta
región bien controlada, los Comneno habían llevado a cabo una importante obra de
fortificaciones urbanas que permitían a los campesinos protegerse en caso de razzia,
obra que ni siquiera fue interrumpida bajo el mandato de los Ángel y que fue
rigurosamente proseguida por los Lascaris, sobre todo bajo el reinado de Vatatzés.
Una obra, sin embargo, insuficiente ya que dejaba los campos sin defensa e incluso
favorecía el éxodo. Por esta razón, Manuel Comneno, que sin duda se preocupa más
de Asia de lo que se suele creer, la completa dotando a las aldeas de obras
fortificadas, lo que trajo consigo una mejor seguridad y una mayor estabilidad de las
clases rurales y, en consecuencia, una cierta vuelta a la prosperidad, tanto de los
campos como de las ciudades. Vatatzés prosigue esta obra cuando, como nos cuenta
Escutariotés, fortifica las aglomeraciones que «a causa de su pequeñez y su
oscuridad, son llamadas precisamente fortalezas y no ciudades». Debe suponerse un
cierto aumento de la población griega de Asia desde antes de la caída de
Constantinopla. Ahora bien, esta arrojó sobre los caminos y los mares a la población
de la capital, una buena parte de la cual halló refugio más allá del Bósforo, razón por
la que se produjo un nuevo y, sin duda, importante refuerzo del elemento helénico,
sin el que la obra de restauración de los Lascaris sería incomprensible. Por lo demás,
al mantenerse su capital en Nicea, incluso después de la reconquista de Tracia y

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Macedonia, dejaban bien claro que las provincias asiáticas seguían siendo el corazón
vivo de su imperio.
En Europa, la situación es más compleja y apenas invita al optimismo. Además de
la deserción de Constantinopla, la conquista franca fue allí, sin duda, sangrienta: en el
Peloponeso, la Crónica de Morea hace referencia repetidas veces a los desastres que
implicó allí la guerra y especialmente la falta de hombres, que reducía a numerosas
mujeres al celibato o a la viudedad. En los países griegos del norte, la situación es
aún peor, pues es allí donde tiene lugar el enfrentamiento entre latinos, epirotas y
búlgaros. Estos últimos, sobre lodo a lo largo de las campañas de 1205, 1230 y 1237,
provocaron terribles daños en Tracia, y no sin razón Kaloján hizo alarde del título de
«matador de romanos». En lo referente al enfrentamiento entre el Epiro y Nicea,
transformó Tesalia, Macedonia y el Epiro en un permanente campo de batalla entre
1225 y 1260, siendo algunas regiones tomadas y vueltas a tomar hasta tres o cuatro
veces por uno u otro de los adversarios. Aunque no ocurre así en las ciudades
amuralladas, la población griega de Macedonia y Tesalia está indiscutiblemente
retraída, en provecho de los eslavos u otras etnias. Es significativo que Tesalia sea
conocida, a partir del siglo XIII, bajo el nombre de «Gran Valaquia» a raíz de una
inmigración valaca que llegó a ser incontrolable. Sin embargo, el Epiro parece haber
constituido una excepción. No solo se ve afluir allí una buena parte de los refugiados
de Constantinopla, sino que las brutalidades francas y búlgaras hacen retroceder
también a numerosos griegos de Macedonia, sobre todo a partir de 1205, de manera
que se llegó a una rehelenización de las provincias de Acarnania y Etolia, e incluso,
sin duda, a un aumento de su población. Debe observarse también que la distribución
de esta población es muy desigual: como atestigua Juan Apocaucos, obispo de
Naupacto, las costas del golfo de Corinto, expuestas a las sangrientas razzias de los
francos de Morea, están terriblemente abandonadas desde los años 1220-1230, lo que
implica una emigración, que afecta tanto a los mandos como al pueblo de los campos,
hacia las zonas interiores con un relieve protector. De ello se deduce un notable
crecimiento de los centros habitados, hasta entonces muy modestos, como es el caso
de Ioanina, «aldea» (polidion) antes de 1204. Miguel I de Epiro la convierte en una
plaza fuerte destinada a recoger los refugiados, y su afluencia debió ser considerable,
puesto que desencadenó un movimiento de rechazo por parte de las gentes del país,
que se consideraban expropiados. Sin embargo, seamos prudentes. La dislocación de
1204 favoreció también la expansión de los pueblos alógenos. Los príncipes de Epiro
fueron así forzados a admitir la existencia del núcleo albanés, que les impidió
controlar la Iliria central y septentrional al norte de Berat, y la expansión búlgara en
Macedonia oriental «barbarizó» terriblemente la región de Ochrida en el momento en
que, después de 1215, los epirotas prosiguen la conquista. En resumidas cuentas, los
soberanos de Nicea recuperan a partir de 1225 regiones demográficamente muy
dañadas, donde el elemento helénico está a la defensiva. No se puede dejar de pensar
que ahí está una de las razones del fracaso de los paleólogos que, llegados a

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Constantinopla en 1261, quisieron rehacer a partir de estas provincias dispares y
debilitadas el corazón de un nuevo imperio.

El triunfo de la aristocracia

Por otra parte, la sociedad y la economía son también más coherentes y más sanas
en Asia. Ciertamente hay rasgos comunes; uno de los más importantes es el paso
acelerado de las clases rurales bajo el control de los «poderosos». El gran éxodo que
sigue a 1204 desplazó tanto hacia Asia como hacia el Epiro a numerosos campesinos
desprovistos de todo, en el mismo momento en que emigraba también una
aristocracia expropiada. Este es el caso, concretamente, de los grandes propietarios de
Tracia, maltratados al mismo tiempo por los latinos y los búlgaros. Quisieran o no,
los soberanos de Nicea y del Epiro fueron obligados a buscar apoyo en las grandes
familias, lo que no podía hacerse más que mediante un creciente abandono del
control del Estado sobre los campesinos; asimismo fueron obligados a soltar lastre
frente a los detentadores de pronoiai. Es cierto que los Lascaris, de acuerdo con la
tradición, conservaban una hostilidad de principio hacia la gran propiedad
patrimonial; por lo que las cesiones de tierras en total propiedad siguieron siendo
escasísimas, como lo serán todavía bajo el mandato de los primeros Paleólogos. Pero
hay una característica nueva y esencial: los desórdenes de los años 1180-1205
provocaron el hundimiento de la mediana propiedad, mientras que los poderosos,
durante mucho tiempo incontrolados, se engrandecen a través de adquisiciones poco
costosas. Asimismo, se vela por hacer respetar los eminentes derechos del Estado
sobre las tierras afectadas por la pronoia. En 1233, Vatatzés reitera la prohibición de
vender estas tierras recordando que «los territorios dados en pronoia están siempre
bajo el control del Estado». Sin embargo, las actas del gran monasterio de la
Lembiotisa, cerca de Esmirna, prueban que, desde antes de 1261, algunos titulares
habían conseguido transmitir sus derechos a su descendencia. Las recuperaciones de
pronoias por el Estado serán aún frecuentes después de 1261, pero el movimiento
está en marcha y no se detendrá. Pero el control del Estado sigue siendo aún más
eficaz en el imperio de Nicea, que incluso intenta reconstituir un campesinado medio
resucitando el viejo sistema estratiótico de la época macedónica; por lo demás,
incluso convertidos en parecos, los campesinos siguen siendo conscientes de sus
derechos y no dudan en intentar acciones ante los tribunales públicos contra los que
difícilmente se podrían llamar todavía sus «señores». A pesar de la escasez de
nuestras fuentes, debe pensarse que la aristocratización fue mucho más rápida y
brutal en el Estado epirota. Desde los años 1230, la pronoia, en principio puramente
fiscal, parece haberse territorializado e incluso señorializado allí. Juan Apocaucos nos
habla de una pronoia «compuesta de parecos, campos y bosques de robles», así como
pronoiarios que reclaman prestaciones en especie a los campesinos y no dudan en
matarlos si se quejan.
De cara al futuro, es importante subrayar que una aristocratización aún más

Página 510
profunda marca las regiones que pasaron bajo el control latino y que volverán más
tarde a estar bajo el dominio bizantino. En Morea, los francos no habían transigido
con lo que la Crónica de Morea llama los «grandes hombres» (megaloi anthropoi)
como Esguros, que se sintieron eliminados, pero que habían acogido bien —pues
eran muy poco numerosos para controlar el país sin su ayuda— al conjunto de
notables, o archontes, que, en su gran mayoría, habían escogido colaborar con ellos.
Sobre todo, lo que hay aquí de grave es que, contrariamente a las reglas del derecho
bizantino que consideraba a todos los hombres libres como iguales entre sí, aunque
les separaron de hecho enormes distancias económicas y sociales, la práctica
occidental tuvo como resultado levantar una infranqueable barrera jurídica entre el
arcontado, que tiende a integrarse en la clase feudal, y el conjunto del vulgo (koinon)
rebajado a la condición de «villanos». Así, los arcontes griegos, por lo general
mantenidos en sus tierras, tienen sobre estas y sobre los hombres que las pueblan un
derecho de disposición mucho más considerable que en tierra bizantina. En el
momento de la reconquista, los paleólogos debieron tener en cuenta y garantizar las
situaciones adquiridas. Hay que pensar también que, aprovechando la ignorancia de
los francos de la condición real de las tierras, en un país donde todos los textos
administrativos, y en particular el catastro, estaban en griego y no podían ser, pues,
manejados más que por los indígenas, muchos detentadores de pronoiai consiguieron
hacer pasar las concesiones precarias por bienes patrimoniales. Así pues, la estructura
social de Morea se distingue mucho, a partir de ahora, de la del resto del imperio: no
es ajena a la génesis, en el siglo XIV, del «despotado» griego de Morea.

Lo que queda

La economía refleja también la preeminencia de Asia. En el oeste, tanto en las


regiones latinas como en las griegas, la presencia italiana se impone cada vez más y
acentúa los aspectos coloniales de la economía. En Morea, las colonias mercantiles
de Patrás y Clarentza proporcionan todo lo necesario a la corte del príncipe y a la de
los barones, reduciendo sensiblemente el papel del artesanado local. En Epiro, el
nacimiento de un Estado griego autónomo tiene consecuencias económicas más
graves: rompe las relaciones terrestres tradicionales que, partiendo de Dyrrachium,
conducían a Macedonia, Constantinopla y Grecia. En este sentido, los privilegios
concedidos a Ragusa por Asen II de Bulgaria en 1230 y por Manuel Angel de
Tesalónica en 1234, son más incitaciones a venir a comerciar que testimonios de
actividad real. Es significativo que Venecia no trata siquiera de obtener un privilegio
de los príncipes de Epiro. Los escasos comerciantes venecianos que toman contacto
entonces con Dyrrachium solo comercian en relación al trigo local. Este es también el
caso de los ragusianos que obtienen privilegios desde el reinado de Miguel I y los
hacen renovar y ampliar en 1237 y en 1251. Los productos locales, trigo, sal, lana,
son los únicos objetos de su comercio. Esto significa que el comercio marítimo,

Página 511
únicamente basado en productos sin elaborar, sustituyó definitivamente el viejo
tráfico de mercancías de Oriente que los occidentales encontraban directamente en
Constantinopla y en sus posesiones egeas. Nace entonces una clase mercantil local,
que actúa como intermediaria entre los grandes propietarios proveedores y los
comerciantes extranjeros, pero es una clase parasitaria que no hace más que acentuar
el carácter de tráfico colonial que se encuentra tanto en Dyrrachium como en Arta.
En Asia todo es diferente. Teodoro Lascaris, que se había apresurado a separar los
intereses venecianos de los de los otros latinos, concedió a Venecia en 1219 un
privilegio que le confirmaba todas las ventajas obtenidas en 1198. Pero este acto, con
más motivaciones políticas que económicas, no supuso, sin duda, una invasión
veneciana, hasta el punto de que, en una fecha mal definida, Vatatzés adoptó una serie
de medidas tendentes a hacerlo casi inoperante. Tratando de crear las condiciones
para una verdadera independencia económica de su imperio, prohibió formalmente la
importación de productos de lujo procedentes de Oriente o de Italia, de manera que
todo el mundo se contentara con «lo que el suelo romano produce y lo que fabrican
las manos romanas». Para conseguirlo, el basileus se entregó a una obra de
restauración de la agricultura que favorecía la seguridad vuelta a encontrar, una
demografía relativamente elevada y la aún gran libertad de las clases rurales.
Nicéforo Gregoras muestra cómo el emperador hizo de sus dominios auténticas
granjas modelo cuyo ejemplo cundió entre los demás campos. Ahora bien, el imperio
tenía a sus puertas un cliente natural, el sultanato turco de Qonya. Desde principios
del siglo XIII el tráfico interanatoliano se activa notablemente, como atestigua la muy
densa red de caravanserrallos (khans) que se constituye a la sazón y por la que
circulan caravanas a las que la decadencia del litoral levantino y el creciente papel del
reino ciliciano de la Pequeña Armenia incitan a adoptar el itinerario anatolio. Los
turcos de Rûm, que padecen casi crónicamente de un déficit alimentario, se dirigen,
pues, a entregarles su oro y sus productos a cambio de víveres bizantinos, lo que llega
a ser una de las mayores bazas de la economía niceana, sobre todo cuando, tras su
derrota en Kose-Dagh, el año 1242, los turcos son atenazados por la invasión
mongola. En estas circunstancias, no puede sorprender que las finanzas de Nicea
fueran tan saneadas y que la moneda de Lascaris fuera incomparablemente mejor que
la de sus predecesores o la de sus rivales de Epiro. Sin estos recursos, Vatatzés
hubiera sido incapaz de llevar a cabo sus victoriosas campañas y reunir tanto en
Magnesia como en Lidia el dinero, las armas y los costosos productos que nos detalla
Escutariotés.
La prosperidad de Nicea explica, por último, que pudiera convertirse en la reserva
del pensamiento y la cultura bizantina. Es allí donde se refugiarán los representantes
de la alta cultura, como Nicetas Koniatas, y donde se forma una generación digna de
ellos, cuyo más ilustre representante es el historiador Jorge Acropolitas. Los textos
subrayan el apoyo prestado a los intelectuales por Vatatzés y el cuidado que puso en
reunir en su capital un número cada vez mayor de manuscritos. En el oeste, hubo

Página 512
también una emigración de personas cultivadas, cuyo más notable representante fue
el arzobispo de Ocrida, Demetrio Comatiano: él y otros pudieron suscitar en su
entorno una cierta emulación cultural, pero los modestos destinos del helenismo
occidental prohíben compararla con el movimiento de Nicea. De todas maneras, tanto
aquí como allí, se trataba de una cultura defensiva, probablemente transmitida de
boca a oído en el seno de una restringida élite, ya que los más entusiastas cantores del
imperio de Nicea se ven obligados a reconocer que la organización escolar era allí
casi inexistente.
Sin embargo, la herencia estaba preservada. Más aún, la crisis de 1204 fue como
un ensayo general de la gran diáspora que sobrevendría en 1453, pues un número sin
duda no despreciable de intelectuales, artistas y artesanos decidieron a la sazón
refugiarse en los países eslavos, y sobre todo en Bulgaria que, entre 1204 y 1206,
pudo aparecer como el único verdadero recurso ortodoxo. Se produce allí un hecho
doblemente importante. No solo implica una nueva difusión del arte bizantino entre
los eslavos, cuyas huellas se reconocen, por ejemplo, en los frescos de Bojana, cerca
de Sofía, fechados en 1258-1259, sino que testimonia sobre todo, a pesar de los
sangrientos choques entre griegos y eslavos, la formación de un verdadero «frente
ortodoxo» para quien el principal enemigo procede del oeste, ya que, más aún que
político, lo es cultural.

Página 513
CUADRO CRONOLÓGICO

Página 514
OCCIDENTE CRISTIANO

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

950

955 Los húngaros son Flodoardo


aplastados en Lechfeld 958 Revuelta en Cambrai 958 Liutprando de Cremona
Los eslavos se ven Asociaciones de oficios 959 Reforma de Gorze
obligados a retirarse hasta en el norte de Italia 960 Sainte-Foy de Conques:
Recknitz estatua y Libro de los
Organización de milagros
962 Otón I, emperador Kirchensystem en 962 Abacial de Gernode
Bruno de Colonia, regente Alemania Arzobispado de
en Francia Magdeburgo
Se abren de nuevo las
965 Historia de los sajones de
minas de plata del Harz
Widukind
Minas de hierro en 966 Conversación de Miesko de
Cataluña Polonia
Primer auge de los
972 Liberación de La Garde-
molinos de agua 972 Arzobispado en Praga
Freinet
974 St. Miquel de Cuxà

975

Incastellamento Escuelas de Reims


Aparición de las Vidrieras de Reims
exactiones Miniaturas de Winchester
980 Irrupción del oro Miniaturas de Hildesheim
cordobés en Cataluña Apocalipsis de Gerona
Ábaco de Gerberto
981 Abacial Cluny II
982 Derrota de Otón II en el sur 982 1008 Notger de Lieja
de Italia 982 Tarifa de peaje de Visé Richer
Peaje de Londres Escuelas de Toul
985 Ofensiva musulmana en
Barcelona

987 Subida al poder de Hugo 988-990 Guilda de Londres


Capeto Revueltas campesinas en
Normandía
990 Concilio de paz en
991 Los daneses vuelven a 994 Torreón de Langeais
Charroux
ocupar el Danelaw 992 Colleganza en Venecia
Tratado veneto-bizantino
996 Los amalfitanos son
asesinados en El Cairo 997 Martirio de Adalberto en
997 al-MansQr (Almanzor) Prusia
saquea Santiago de 999 Conversión de Waik de
Compostela Hungría (San Esteban)

Página 515
EL MUNDO BIZANTINO Y MUSULMÁN

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

950

950 Muerte de Al-Farabí


Emisión de tetartera
desvalorizados
959 Muerte de Constantino VII
Avance de los jazares hacia
el Volga
Los cumanos alcanzan el
960 Se añaden naves a la
Dniéper
mezquita de Córdoba
961 Muerte de ‘Abd al-Rahmân 963 Nicéforo Focas controla
III a los estratiotas Tratado de Cosmas contra
961-969 Ofensiva bizantina en Bogomilo
Siria. Toma de Creta (961),
Chipre (965), Antioquía 966 Tratado greco-ruso Palacio y biblioteca de
(969), Alepo (962) 969 Fundación de El Cairo Medina al-Zahra
965-971 Ofensiva fâtimí en el
Oriente Medio: Egipto Reorganización del
(969), Damasco (970), La kommerkion griego
Meca (971) Rastros de enfiteusis en
Los turcomanos en Gazna el Islam

975

969-1014 Samuel, zar de


Bulgaria Reorganización de los
972-1015 Vladimir, príncipe de themas
Kiev Desarrollo de las tierras
976-1025 Basilio II el klasmáticas
Bulgaróctono 979 Mezquita de Al-Azhar
977 Los gaznawíes se apoderan Amalfitanos en El Cairo
del sur de Irán y en Constantinopla
980 Ataque de los griegos a los
hamdâníes de
Mesopotámica
982 Los griegos reorganizan el 988 Madrasa de El Cairo 989 Bautismo de Vladimir de
sur de Italia Kiev
987 Revuelta de los bereberes 992 Tratado veneto-bizantino
Rechazo de la autoridad 996 Allelegyon griego
fâtimí 996 Matanza de amalfitanos
Los zîríes en El Cairo
Al-Mansûr (Almanzor),
visir de Córdoba
(976-1002)
Mahmüd, sultán de Gazna
(998-1030)

Página 516
OCCIDENTE CRISTIANO

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1000

Dieta de Gniezno ¿Alcanzado el Vinland? Gerberto, papa Silvestre II


1003 Muerte de Otón III Prosperidad de Hedeby
1005 Batallas navales dano- 1005-1017 Hambrunas 1005 Muerte de S. Nil
noruegas Comerciantes suecos y 1006 S. Filiberto de Tournus
daneses en Novgorod y 1007 S. Pantaleón de Colonia
Kiev 1009 S. Martín de Canigó
Desarrollo de la 1010 Herejías de Champaña
institución del Abbon de Fleury
procurador laico Aelfric el gramático
1012 Svend de Dinamarca (advocatus) Guillermo de Volpiano
ataca Inglaterra ¿Período de erección de Escuela de medicina en
1014 Derrota de los irlandeses las motas? Salerno
en Clontarf 1013 Verdum-sur-le-Doubs 1014 St. Germain des Prés
1015 Knut el Grande, rey de
Dinamarca y de Inglaterra
1016 Los normandos 1015 Los pisanos liberan el
abandonan Salerno Tirreno (Cerdeña)
1018 Ripoll
1020 Decreto de Bunckard de
Worms
1020 Honorantiae de Pavia. 1021-1024 Herejías de Arras
1023 Guido de Arezzo: la
1023 Concilio de paz de polifonía
Beauvais 1024 S. Juan de la Peña

1025

Boleslas, rey de Polonia y 1025-1026 Los «tres órdenes Adalbéron de Laon


Bohemia Gérard de Cambrai
Raúl Glaber
Adhémar de Chabannes
El Apocalipsis de St. Sever
La Biblia de Roda
Las Miniaturas de
Echternach
1025 St. Savin-sur-Gartempe
1028 Knut ocupa una parte de 1026 St. Benoît-sur-Loire
Noruega 1027 La Tregua de Dios
1029 Los normandos, en el sur 1029-1035 Ataques de los
de Italia pisanos y genoveses
hasta Bona 1031 Herejía de Monforte
1032 Derrota de Eudes de Blois
Fundación de Vallombrosa
en Lotaringia
Wanderprädiger
1033 Fin del reino de Borgoña
1033-1035 Hambrunas
1035 Muerte de Knut
1035 Movimiento
Formación de los reinos
«precomunal» en
españoles (Navarra y
Venecia y Cremona
Castilla)
1036 Pillaje de Hedeby
1037 Edicto de Conrado II
sobre los feudos

Página 517
1038 Las milicias de Bourges
1040-1048 Los normandos se Se inicia de nuevo la
instalan en Apulia, germanización en el este
Calabria y Campania 1043-1045 Hambrunas
Tentativas de los Güelfos 1044 Inicio de la Pataria
en la Italia del Po 1046 Aparición del homenaje
Matilde de Toscana ligio
1038 Finaliza la conversión de
los húngaros

1049 Primera emancipación


pontificia (León IX)

Página 518
EL MUNDO BIZANTINO Y MUSULMÁN

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1000

1001 Basilio 11 ataca Bulgaria


El califa fâtimí Hâkim
(996-1021) Acuñación de monedas 1004 Fundación de la gran
1009 Los gaznawíes en la India rusas de imitación griega lavra de Athos
1009 Destrucción del Santo
Sepulcro por Hâkim
1015 Revuelta de los zîríes y
Formación de milicias
los hammüdíes en el
urbanas musulmanas
Magrib
(ahdath)
1014-1018 Derrota de los
búlgaros
1020 Los griegos someten 1020 Muerte de Firdusi
Armenia Mezquita de Al-Hâkim en
1021-1025 Formación del El Cairo
grupo seldjûqí
1024-1025 Hambrunas

1025

1029 Los seldjûqíes en Irán


1031 Fin del califato de
Córdoba
1033 Los gaznawíes en
Cachemira
1037 Muerte de Avicena
1039 Los seldjûqíes en
Mesopotámica (Tugril- 1040 Sta. Sofía de Kiev
beg)
1042 Inicio de la predicación
almorávide en el Atlas
1043 Los rusos atacan
Constantinopla
1048 Los pechenegos alcanzan 1048 Muerte de Al-Biruni
el Danubio Movimiento rigorista de
los almorávides en el
Magrib

Página 519
EL MUNDO BIZANTINO Y MUSULMÁN

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1100

1100-1115 Instalación de los 1100 Desarrollo del Mezquitas almorávides


Estados de la Siria latina establecimiento Qarawiyyin de Fez,
veneciano en Bizancio Kutubiyya de Marrâkish,
1104-1108 Fracasos de Tremecén
Bohemundo contra
Bizancio
1105? Muerte de Ghazâlí
1111 Establecimiento pisano Nicetas Koniata
en Bizancio Mosaicos de Ispâhân
1118 Los gaznawíes en Pendjab
1118 Muerte de Alexis Desarrollo de la pronoia
Comneno
1120 Ataques cruzados en el Desarrollo de la
Sinaí charistiké
Los griegos someten
Despertar de la
Servia
economía de Anatolia
1122 Eclosión del movimiento
almohade en el Magrib
(Ibn Tumart)
1123 Muerte de Omar Jayam

1125

1125-1135 Los almorávides se


hacen dueños del Magrib 1126 Alianza Bizancio Pisa
1128 Juan Comneno detiene a
los húngaros Renovación del tratado
1128 Los zengíes se instalan en con Venecia
Mosul
Refuerzo de la autoridad
de los doukas griegos
1130 El mahdîsmo de Ibn
1135-1137 Juan Comneno en
Alza máxima de los Tumart
Cilicia y más tarde en
Antioquía precios en Irak
1141 Invasión de los mongoles
Organización de los
kitaï en Transoxiana
tribunales comerciales
1143 Muerte de Juan Comneno
francos
1144 Zengí se apodera de
Creación de tribunales
Edesa
religiosos en Irak
1146 Nûr al-Din en Alepo
1147-1149
Cruzada frustada.
Corfú pasa a los
1147-1148 Deportación de
occidentales.
obreros griegos a Sicilia

Página 520
OCCIDENTE CRISTIANO

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1050

Berenguer de Tours
Pedro Damián
Lanfranco de Bec
1052 Los normandos atacan 1050 Morienval
Sicilia 1050 Catedral de Spira
1054-1055 La Pataria 1054 Concilio de Narbona
1054-1070 Los primeros
fueros (Oloron, Jaca) 1058 Constantino el Áfricano
1059 Coronación de Felipe I 1059 Reforma romana de la
1059 Roberto Guiscardo, duque elección pontificia
de Apulia 1049-1109 San Hugo, abad de
1060 Ataque de Palermo Cluny
1060-1065 Commenda en
Italia
1063 Toma de Barbastro (inicio Inicio de una fusión 1063 St. Miniato (Florencia)
de la Reconquista) entre caballeros y
nobleza
1066 Hastings 1066 Carta de Huy 1066 Puertas de bronce
1066-1074 Guillermo conquista amalfitanas
Inglaterra 1067 Jumièges
1068 Se acaba St. Benoît-sur-
Loire
1070 La conjuratio de Le
Gregorio VII (1073-1087)
Mans
1071 Toma de Bari: los griegos
son expulsados de Italia
1071 Derrota de Felipe I en
Flandes-Hainaut
1073 Ruptura entre Gregorio
VIII y Enrique IV 1073 Los normandos
destruyen Amalfi
Generalización del auge
demográfico y agrícola

1075

1075-1085 El Domesday 1075 Dictatus papae


book S. Anselmo de Canterbury
Irnerio: el derecho romano
1075-1095 Los cantares de
gesta. Poesías en lengua de
1077 Revuelta de Cambrai y
1077 Canossa oc
Colonia
Ataques normandos a Frescos de Berzé
Usatges de Barcelona
Epiro 1079 Hirschau
1080 Guilda de S. Omer 1080 Torre de Houdan
«Amistad» de Aire St. Étienne de Caen
Consulado de Pisa St. Semin de Toulouse
1082 Privilegio general de Santiago de Compostela
Venecia en Oriente Vézelay

Página 521
Hacia 1088 Molinos de 1083? Ojivas en Durham
1085 Alfonso VI conquista glasto, de hierro, de
Toledo batán 1084 La gran Cartuja
1087 Muerte de Guillermo el 1085-1095 Consulados en Movimiento eremítico
Conquistador Italia
1078-1087 Pisa y Génova en Comuna de St. Quentin
Mahdîya 1088-1103 Cluny III
Liga de las ciudades
1091 Acaba la ocupación de los lombardas
guiscardos en Sicilia 1090-1095 Hambrunas
1094 El Cid en Valencia Pogroms en Renania
1095 Predicación de Clermont
1095-1098 Marcha de los
cruzados 1095 Concilio de Clermont
1097 Creación de «Portugal»
1096 Fontevrault

1098 Fundación de Citeaux


1099 Contratos de compagna 1099 Muerte de Urbano II
(Génova) Contratos de
cambio (Roma)

Página 522
EL MUNDO BIZANTINO Y MUSULMÁN

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1050

1052-1055 Invasiones hilâlíes

1055 Los seldjûqíes en Bagdad 1054-1055 Hambrunas 1054 Cisma de Miguel


Cerulario
1057 En el norte de Siria 1050-1075 Psellos
1057 Los pechenegos en Tracia
1054-1062 Expansión
almorávide en el Magrib
1058 Estatuto de los
1063-1073 Alp Arslân, sultán gobernadores en Iraq de
1064 Los seldjûqíes en Al-Mawarq
Armenia 1060 Sultanato de Tugril
1062 Fundación de Marrâkish

1065-1072 Hambrunas 1064 Muerte de Ibn Hazm en


1067 Fundación de Bujia Córdoba
1071 Derrota griega de La Sisayat Namé de 1067 La Nizamya en Bagdad
Mantzikiert Nizam La Escuela de St. Pierre en
Los turcos ocupan Asia Desarrollo de las iqtâ‘s Bizancio
Menor 1071 Monopolio de los
cereales en Tracia
1074 Badr al-Djamâlî, visir en
El Cairo

1075

1076 Los turcos en Jerusalén


1078 En el Bósforo

1080 En el sur de Siria


Movimiento súfí
1081 Toma el poder Alexix
Comneno Ibn Yubair refuta el
Mercenarios normandos en cristianismo
Asia Menor

1085 Guiscardo es detenido en 1082 Privilegio general


Mosaicos de Daphni
Tesalia veneciano
1085 Los almorávides entran en Desarrollo de los jans
Fundación del sultanato
España sufíes
de Rûm
1086 Derrota de Alfonso VI en
Zalaca Ana Comneno
Revaluación del
1087-1091 Derrota de los monaquismo griego y,
pechenegos más tarde, devaluación
1091 Reconquista parcial de
España Sistema de los âtâbegs
1092 Muerte del sultán Malik
Establecimiento de
caravanas regulares

Página 523
transaharianas

1097 Llegada de los cruzados a


Constantinopla
1098 Toma de Antioquía
1099 Toma de Jerusalén

Página 524
OCCIDENTE CRISTIANO

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1100

1101 Roger II, rey de Sicilia Moissac


1102-1125 Comunas del La Charité-sur-Loire
norte de Francia y Países Tavant
Bajos Winchester
1103 Guillermo de Champeaux
Honorio de Antun
1104 Reunificación del Estado Abelardo «sic et non»
anglo-normando
1105 Derrota y muerte de
Enrique IV (1105-1125) 1108 Fuentes de Renier de Huy
Puertas de S. Zenón de
Verona
Segundo ciclo de los
cantares de gesta
1112 Drama de Laon Las «cortes» de Aquitania
e Italia
Carta de las libertades Ivo de Chartres
inglesas 1117 Muerte de Anselmo de
Zapateros de Ruán Laon
Tejedores de Maguncia
1118 Ataques de Roger II a Peleteros de Colonia,
etc. 1119 Regla del Temple
Túnez
1119 Derrota de Luis VI en Luis VI y los señores de
Brémule Île-de-France
Formación de Champaña

1123 Concordato de Worms 1124-1126 Hambrunas

1125

Pogroms 1115-1153 S. Bernardo, abad de


Fueros españoles Claraval
1122-1157 Pedro el Venerable,
abad de Cluny
Condena de Abelardo
1127 Sucesión de Flandes 1128 Orden de los
Hospitalarios
1130 Exchequer de Londres

1131 Tratado de Mignano 1135-1155 Movimiento de


los consulados de
1135 Muerte de Enrique
Provenza y Languedoc 1139 Concilio de Letrán II
Beauclerc
1142 Revuelta en Montpellier 1140 Decreto de Graciano
1143-1155 Arnaldo de 1142 Sentencias de Pedro
Brescia en Roma Lombardo
Pogroms Traducción de:
1143 Humillación del
Tolomeo 1140
emperador Lotario
el Corán 1141
1144-1146 Hambrunas Aristóteles 1142

Página 525
Alberto el Oso, marqués Al-Juwarizm 1145
Enrique el León, 1144 Los cátaros en Renania
marqués Fontenay 1130
1148 Lübeck St. Front de Périgueux
St. Gilles de Gard
1147 Toma de Lisboa Martorana de Palermo
Coro de S. Denis 1144
Cefalu 1148

Página 526
OCCIDENTE CRISTIANO

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1150

1152 Toma el poder Federico Registros de derechos en Pórtico de Chartres, 1150;


Barbarroja el norte de Francia Sens, Noyon, Senlis, 1153;
1152-1154 Formación del París, Laon, 1160-1163
«imperio» de Enrique II Jaufré Rudel
Wace
Guillermo el Mariscal
Geoffroy de Monmouth
1154 Los goliardos

1153 Scutagium

1155 Ofensiva griega en 1155-1158 Carta de Lorris


Ancona 1156 Dieta de Roncaglia
Germanización

1158 Privilegio de los escolares


1158 Ladislao, rey de Bohemia
de Bolonia
1159 Luis VII en Tolosa
1160-1165 Conquista del norte 1162 Milán es arrasado
de Italia y de Roma por Hambruna
Barbarroja Exclusión de la hijas con
dote 1167 Primer «concilio» cátaro
1168-1171 Tomás Becket Assises de Clarendon 1170 Pedro Valdo
Chrétien de Troyes (1160-
Alejandro III reúne a las 1174 Primeros «guardias de 1180)
ciudades lombardas ferias» de Champaña Román de Renart
1175 Commenda en Génova Tristán e Isolda
S. TróFimo de Arles, 1170;
Monreale, 1172
Canterbury
Vidrieras de S. Denis

1175

Bertrand de Bornton
Herrade de Landsberg
1176 Legnano 1176 Assises de Northamp- 1176 Predicación de Valdo
1177 Paz de Venecia Reinfeudación
1179 Subida al poder de Felipe automática en Alemania
Augusto
1180 Condena de Enrique el 1180 Las puertas de Pisa
León 1182 Perceval
1184 El puente de Aviñón
1183 Paz de Constanza

1184 Los alemanes se aseguran 1184 Condena de Valdo


la herencia siciliana Se tolera a los umiliati
1185 Assises del conde
1185-1191 Los almohades en Geoffroy
España 1185-1190 Bourges
1186-1191 El dominio de los Santiago de Compostela II
Capeto se extiende hasta 1187 Ramnulf de Glanville
Flandes

Página 527
1189 Muerte de Enrique II
1190 La brújula en el
1190 Muerte de Barbarroja Mediterráneo 1190 Joachim de Flore y el
Ricardo Corazón de León Molinos de viento milenarismo
(1189-1199) 1192 El matapan veneciano 1194 Chartres II
1192-1194 Château-Gaillard
1195 Caballeros teutones
1197 Canonización de un
comerciante de Cremona
1197 Muerte de Enrique IV

Página 528
EL MUNDO BIZANTINO Y MUSULMÁN

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1150

1153 Los oghuz en Irán


1154 Manuel Comneno en 1154 Tratado Pisa-Egipto
Antioquía 1155 Privilegio griego en
Génova
1158 Nûr al-Din en Damasco 1158 Tratado Venecia-Egipto
1155-1161 Alianza greco- Organización de las
húngara contra los servios aduanas latinas
1161-1169 Expediciones Apogeo de la aduana de
franco-griegas a Egipto Alejandría
Ataques francos en el mar 1166 Muerte de Al-Idrîsî
Rojo
Expansión almohade de
Níger a Argelia
1171 Saladino, sultán de Egipto
1173 Esteban Nemaya de 1171 Matanza de latinos en 1170 La Giralda de Sevilla
Servia, vasallo de los Bizancio Fin del Cisma shfa'
griegos
1174 Muerte de Nûr al-Din

1174 Límites imperiales a los


detentores de parecos

1175

1176 Derrota griega en 1175 Pax firmissima,


Myriokephalon Venecia, Egipto
1181-1183 Revueltas servia y
búlgara 1182 Matanza de latinos en
1185 Ataques de Guillermo de Bizancio
Sicilia a los Balcanes
1187 Nuevo imperio búlgaro ‘Iqtâ‘s hereditarias
1180-1192 Los jwârizmíes
Reapertura de la ruta
dueños de Irán y de
Chad-Nilo
Bagdad
Saladino lleva a cabo la
unificación de Siria
1187 Saladino reconquista
Jerusalén
1185-1191 Los almohades en
Los karîmíes en el
España
océano índico
1189-1193 Cruzada frustrada
Caravanas
Chipre occidental
trasanatolianas
1190-1195 Guerra civil en
Unificación de la zona
Bizancio
Níger-Tajo por los
1193 Muerte de Saladino
almohades.
1197 Gengis Jân unifica las
tribus mongoles

Página 529
1198 Muerte de Averroes

Página 530
OCCIDENTE CRISTIANO

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1200

1202 Confiscación de los Inocencio III (1198-1215)


feudos de Juan sin Tierra
1204 Felipe Augusto toma Desarrollo del sistema de
Normandía los podestats
1206 Domingo de Osma
1205-1212 y el valle del Loira
1209 Francisco de Asís
1209 Predicación de la cruzada
contra los cátaros
1210-1218 «Cruzada de los
albigenses»
1211 Reims
1212 Las Navas de Tolosa
1214 Bolonia, Oxford
1213 Muret
1208-1215 Universidad de
1214 Bouvines
París (Robert de Courçon)
1215 Carta Magna 1215 Cuarto Concilio de Letrán
1216 S. Francisco es aceptado.
Las Beguinas
1217 Le Mans

1219 Condena de Averroes


1217-1218 Hambrunas
1218 Federico II, emperador
Se aíslan las
1218 Muerte de Simón de
comunidades judías
Montfort
Redacción de 1224 Nápoles
1223 Muerte de Felipe Augusto
costumbres Los Minnesänger
1225 Luis VIII ocupa el Poitou
1222 Bula de oro de Andrés Villehardouin
II Villard de Honnecourt
1224 Reforma de Provins Eike von Repgow
1225 Revueltas campesinas

1225

1230 Hansa Lübeck- 1225 Amiens


Hamburgo 1225 Lancelot
1226 Muerte de S. Francisco
1229 Tratado de París 1229 Universidades de
1231-1235 Federico II renuncia Montpellier y Toulouse
1231 Constituciones de Melfi
al dominio de los feudos 1233 La Inquisición
alemanes 1229-1233 Escisiones
1229-1240 Movimientos de los universitarias
«barones» en Francia 1230-1235 Robert Grossetête
Guillermo de Lorris
Raimundo de Peñafort
1235-1250 Esculturas de Reims
Sta. Chapelle de París
1236 Estatutos de Merton Beauvais, Colonia
contra los cercados
1237 Cortenuova: Federico II, (enclosures)
dueño de Italia Ciudades libres de
Alemania 1240 Castel del Monte
1238 Toma de Sevilla

Página 531
1238-1240 Movimientos
campesinos (niños,
1245-1258 Alberto el Grande
1242 Taillebourg pastoureaux)
1242 Timón de codaste en el 1248-1255 S. Buenaventura
Mediterráneo
1246 Carlos de Anjou, conde 1245 Huelga en Douai Pérotin el Grande
de Provenza Reorganización de la
1248 Toma de Valencia curia regis

Página 532
EL MUNDO BIZANTINO Y MUSULMÁN

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1200

1204 Los latinos toman 1200 Muerte de Maimónides


Constantinopla. Reparto. Las Assises de Tierra
1204-1209 Gengis Jân en China Santa
1204-1210 Conquista de Grecia
1206-1218 Los búlgaros frente Establecimiento de las
a Constantinopla «escalas» de Levante
1218-1222 Derrota cruzada en
«Repúblicas» italianas
Egipto
de la costa
1218-1223 Gengis Jân somete a
los kitaï y el Irán
1221-1223 Ataques mongoles
en Irak y Ucrania 1220 Persecuciones
1224 Despotado de Epiro hasta anticristianas en
el Egeo Marruecos

1225

1227 Muerte de Gengis Jân


Conquistas mongoles en el
este
1228-1230 Juan Vatatzés
reconquista la costa jónica
1229 Federico II obtiene la
restitución de Jerusalén
1230 Klokonitsa: los búlgaros
someten el Epiro
1240-1242 Los griegos vuelven
a tomar el Peloponeso 1230-1235 La Alhambra de
1242 Alejandro Nevski Granada
1240-1243 Ataques mongoles:
Sometimiento de Kiev.
Ataque de Hungría. 1240 Uso del papel-moneda
Derrota de los turcos de entre los mongoles
Rûm
1244 Los jwârizmíes toman de
nuevo Jerusalén

1249 Luis IX en Egipto.


Derrota

1246 Descripción de Plano


Carpino

Página 533
Página 534
OCCIDENTE CRISTIANO

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1260

Muerte de Federico II Liga de las ciudades del


1250-1273 «Gran interregno» Rin 1250 Bracton
en Alemania 1252 El florín El gran «Libro de
1253-1270 Reinado personal de costumbres» de
Luis IX Normandía
1252-1284 Alfonso X de Vicente de Beauvais
Castilla 1252-1259 Santo Tomás de
Aquino
1254-1260 Ordonnances de Guillaume de Saint-Amour
san Luis Brunetto Latini
Las Seis Partidas 1255 La leyenda dorada
1256 Teobaldo de Champaña
1258-1265 Revuelta de los
barones ingleses
1258 Provisiones de Oxford
1259 Tratado de París 1260 Rutebeuf
1256-1266 Carlos de Anjou,
rey de Sicilia y Nápoles 1265 La Suma de S. Tomás
1266 El escudo
El gros

Página 535
EL MUNDO BIZANTINO Y MUSULMÁN

Datos políticos Hechos económicos Expresión cultural


y sociales

1250

1250 Los mamelucos


1253-1256 Guillermo de
Rubruck en Mongolia
1256 Ataques de Hülágü 1256 Los «Asesinos»
(hashShâshîn) eliminados

1258 Fin del califato

1259 Pelagonia: Miguel VIII


derrota a los latinos 1260 Partida de los hermana
1260 Los mamelucos en Siria nos Polo hacia China
1261 Ayn Yjalud: se frena a los
mongoles
1261 Los griegos toman de
nuevo Constantinopla

Página 536
GLOSARIO

En principio, este glosario no introduce, salvo en caso de necesidad, más que los
términos técnicos que designan una institución o un fenómeno que no habían
aparecido en el primer volumen; el lector puede, llegado el caso, recurrir a las
definiciones que se han dado anteriormente; dentro del mismo espíritu, se han
descartado todo los términos, generalmente franceses, cuya definición queda
aclarada, sobre todo después de su empleo, a lo largo del texto, o que por tener un uso
demasiado común figuran en diccionarios no especializados.

accola: tierra puesta en cultivo por un tenente, además de su manso, porque había
sido especialmente instalado en ella; se trataba entonces de un fragmento de la
«reserva».
aceifa: campaña anual de los musulmanes en tierra cristiana (en al-Andalus).
ácimo: pan sin levadura y no fermentado; utilizado por las comunidades judías
durante la Pascua.
adjectio sterilium: atribución autoritaria de las tierras no cultivadas; práctica
antigua, mantenida en Bizancio (epibolé:), mediante la cual el Estado se esforzaba
en mantener intacta la substancia fiscal; en Occidente, ese uso se debilitó pero
subsistía mediante la forma de atribución de las tierras sin herederos a los vecinos
si ningún heredero legítimo se presentaba.
adjutorium, adoha: tasa de mutación exigida en las tierras de la aristocracia
cargadas con servicios.
advocatus, Vogt, avoué: señor laico encargado de representar a un eclesiástico en el
cumplimiento de tareas contrarias a su función pastoral.
aforestatio, afforestatio: acción de proteger, de «adehesar», una zona boscosa o
simplemente no cultivada; ya fuese en el marco de una política regia de ocupación
de tierras, ya fuese por simples motivos locales de regeneración de los bosques o
de reserva de caza.
agrarium, agrière: tributo en especie, en el sur de Francia; en principio, designaba
un alquiler del suelo, pero, después, pudo aplicarse a exigencias de tipo banal o
jurisdiccional.
aiole: parcelas reunidas de forma cuadrangular (zona mediterránea).
alberga, albergagium, herberge: derecho de albergue del señor, o de requisición
(zona mediterránea).
alberghi: «casas» en la Italia media y ligur, en el sentido de agrupamiento familiar.
alcalde (de al-qâdî): en los reinos hispánicos, oficial público que aseguraba la
justicia en las ciudades; por extensión, pudo designar a un miembro de un cuerpo
municipal.
aldea: poblado cristiano en tierra reconquistada (reinos hispánicos).
alfoz: territorio que dependía para su explotación y seguridad de una aldea.

Página 537
algarada: campaña de la caballería de los reinos hispánicos en tierra musulmana.
alquerías: aldeas de población predominantemente musulmana en las tierras
reconquistadas (reinos hispánicos).
allelengyon: pago, por parte de los dunatoi, de los impuestos de los más pobres en
Bizancio.
allimende: tierras comunales de los aldeanos o zonas de pastos habitualmente
usadas.
ambrosino: moneda de oro emitida en Milán en el siglo XIII (de san Ambrosio,
patrón de la ciudad).
amici: los clientes, emparentados por lazos de sangre o de interés, con un jefe de
linaje.
aparcería (fr.mclayage; it. mezzadria): ad medietatem, tenencia entregada mediante
el pago de la mitad de la producción.
aratrum: instrumento de labranza simétrico, sin vertedera, de tipo antiguo.
arconte: después del siglo X, notable local en las aldeas bizantinas.
arengo: asamblea del pueblo en las ciudades italianas del norte.
arti: los oficios o gremios (término empleado en Italia y en Francia meridional).
ashkenazi: a partir del siglo XI, designa a los judíos de Renania y de Europa central
que adoptaron una actitud específica en materia de comentario y de observancia de
la Ley.
aubains: extraños a la aldea o a la ciudad.
auctoritas: uno de los aspectos del poder real o señorial; se basaba más en la
influencia moral o el carisma que en el poder material.
aula: en principio, sala de recepción del soberano, donde también ejerce justicia;
podía designar también una sala común.
bacade: rebaño trashumante en las regiones pirenaicas; a menudo, de distintas
especies mezcladas.
baile: parte del recinto castral que rodea a la mota, «patio»; servía de abrigo a los
aldeanos refugiados; incluía, a veces, las casas de los guerreros de la guarnición.
baila: la asamblea del pueblo en las ciudades toscanas.
banco: puesto de madera instalado en la plaza pública y ocupado por los cambistas y,
después, por los prestamistas.
bandera: por extensión del sentido inicial, designaba un barrio urbano controlado
por un linaje o un oficio; la propia bandera simbolizaba el territorio urbano.
barri, barrio: burgo exterior a una ciudad (en las regiones mediterráneas).
Bede: en Alemania, término que designaba a la talla, o, en general, un impuesto de
tipo banal o jurisdiccional.
beguinos, beguinas (etimología discutida): agrupamientos de hombres o de mujeres
laicos, generalmente de origen social acomodado, y que se habían retirado de la
actividad cotidiana para dedicarse a obras piadosas o a la meditación.

Página 538
bercaria (fr. bergerie): aprisco, majada; su sentido se extiende a otras explotaciones
agrícolas condales en Francia.
besante: el sueldo bizantino, para los occidentales.
Besthaupt: «la mejor cabeza», sobreentendiéndose, «de ganado»: parte que percibía
el amo sobre la herencia de los siervos, algunas veces, también de los hombres
libres, en el Imperio germánico y en algunas otras regiones.
bestiarios: libros, con frecuencia ilustrados, que recogían los conocimientos
zoológicos del momento.
bey, beg: título turco aplicado al gobernador provincial; eventualmente, príncipe
cliente.
bill: formalización jurídica de una decisión real en Inglaterra; véase writ.
bonifachi: tierras acondicionadas, generalmente drenadas, o contenidas por bancales,
si estaban en la montaña (en Italia septentrional).
bourgage: forma de tenencia campesina (Normandía, Francia occidental, Inglaterra).
brazo: «estamento» social en los reinos hispánicos; no implicaba ni un orden, ni una
clase, sino más bien un estatuto jurídico.
brunetti, brunos: designaba, en los reinos hispánicos y en Italia, a las monedas
desvalorizadas, en las cuales la plata se hallaba fuertemente alterada mediante
aleación.
Buteil: parte de la herencia (mobiliaria o no) que se reservaba el amo de los bienes de
un siervo, a veces, también de ciertos hombres libres; podía representar la totalidad
de la herencia si no había heredero directo (Imperio).
caballeros, caballería villana: campesinos a caballos, en Castilla, particularmente
responsables de la defensa de la aldea; servían a caballo en el ejército real.
camera: la «cámara» y, en primer lugar, la del soberano; así pues, designa al servicio
doméstico de su persona y en especial a aquel que estaba al frente de la gestión de
su fortuna.
canzó: forma de poesía lírica occitana o italiana.
cañadas: caminos para el ganado trashumante en la Península Ibérica.
capitación (de capitatio): tasa por cabeza, recognitiva de la alienación del cuerpo,
aunque aparezca como la heredera de la tasa de liberación de la Antigüedad.
capitanei: señores territoriales de la Italia septentrional, vasallos de condes y
obispos, en principio, responsables de una fortaleza pública.
caridad: asociación piadosa de socorro mutua, «cofradía» (Francia del norte).
carruca: término de la baja latinidad que designaba a un carro; se aplicó después al
instrumento de labranza disimétrico con reja, cuchilla y vertedera (a lo largo del
siglo XII).
casane: casas de comercio, oficinas de préstamo y de cambio (Piamonte).
castelnau: pueblo nuevo elevado en tomo o en las proximidades de un castillo
(Gascuña).

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castlà: jefe del castillo en Cataluña; en general, se parece mucho al castellano de la
Europa septentrional por su relativa dependencia respecto al soberano.
catel: bien mueble (Francia septentrional y Países Bajos); «mejor catel» (véase
Besthaupt).
causidici: juristas profesionales, asociados a la administración de un señorío o de una
ciudad.
cella: vivienda aislada de un monje o de un pequeño grupo de monjes; podía designar
a una comunidad secundaria dependiente de un obispo o de un monasterio.
cense: gran explotación agrícola; a menudo, en arriendo (Francia septentrional,
Países Bajos).
censuales: hombres de una iglesia; tenentes, en principio, libres pero con frecuencia
sometidos a tasas particulares de dependencia; véase santeros; a veces,
«cerocensuales».
cequino( it. zecchino): moneda de oro veneciana, el ducado; toma su nombre de la
Zecca, taller monetario y arsenal de la ciudad.
colleganza: contrato de asociación mercantil, donde el comanditario aportaba los 2/3
del capital; no participaba en las operaciones pero, al final, recibía una parte de los
beneficios (de los 2/3 a los 3/4).
commenda: contrato de asociación mercantil, donde el comanditario proporcionaba
la totalidad del capital y dejaba al mercader una parte de los beneficios (entre el
1/8 y el 1/3). La palabra designaba también la encomendación de un hombre o de
una tierra eclesiástica a un poderoso.
communia: ¿tierras explotadas por el grupo de aldeanos?, ¿o simplemente zonas de
pastos? (véase allmende).
compagna: asociación mercantil o de otro tipo, que reunía a los miembros de una
misma familia y extranjeros a ella, cada uno de los cuales aportaba una parte de
dinero (véase corpo, sors) para un negocio preciso y una corta duración;
renovable.
conduit: acompañamiento de una caravana de mercaderes o de simples viajantes por
parte de hombres de armas durante la travesía de un territorio; tasa que, con tal
ocasión, percibía el amo de dichos territorios; se percibía sobre todo cuando se
celebraban ferias.
consolamentum: en las costumbres cátaras, reconciliación administrada por un
«perfecto» a un moribundo que le lavaba de sus pecados siempre que muriese en
abstinencia.
consorterie: asociaciones familiares, en sentido amplio, en las ciudades italianas;
adquiere una dimensión topográfica y profesional. Consorzio y consortia tenían
sentidos parecidos.
cónsules: ciudadanos encargados de la administración de las ciudades de la zona
mediterránea; véase échevins.
contado: término italiano que designaba el territorio del comitatus.

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corpo: capital de base, generalmente de origen familiar, en una compañía.
cottereau: soldado mercenario a pie; en general, se aplicaba a los que estaban al
margen de las routes, regularmente asoldadas.
cursus diplomático: costumbres de cancillería, especialmente en todo lo que
respecta a la disposición de las palabras en las frases destinadas a obtener una
imitación de la prosodia latina.
chambelán: obrero que trabajaba «en cámara», es decir, clandestinamente, fuera del
gremio.
charistiké: atribución de bienes eclesiásticos por parte del emperador bizantino con
la finalidad de ponerlos en explotación.
chorion: la comuna rural libre en Bizancio, base de la imposición territorial.
chresis: en Bizancio, tenencia en usufructo.
decretales: textos pontificios que reglamentaban artículos del dogma; la compilación
de Graciano, hacia 1160, es la primera cronológicamente hablando; falsas
decretales: colección ficticia y fraudulenta de documentos presumiblemente
pontificios y ubicados por los falsarios del siglo X al principio de la era cristiana.
dehesa: protección de una zona de pastos, generalmente arbolada.
delle: trozo de tierra sometido a un ritmo regular de cultivo: solé, roye, etc.
demosiario: en Bizancio, campesino público instalado en tierras klasmaticas y que
pagaba directamente el impuesto al Tesoro.
dens: calvero o territorio rodeado de bosque y reservado al pastoreo de cerdos
(expresión sajona).
derviche: hombre piadoso, persa o turco, en ocasiones miembro de una comunidad
fija, pero con mayor frecuencia itinerante y que vivía de las limosnas de los fieles.
desafío: rechazo de la fidelidad prestada; se acompañaba con el lanzamiento del
objeto que simbolizaba dicha fidelidad (guante, brizna de paja, etc.).
didascalia: colección de Salmos y de las Epístolas (de san Pablo, sobre todo) que
formaban la base de la cultura eclesiástica en Bizancio.
digesto: colección de las disposiciones normativas y de jurisprudencia, en principio,
justinianeas.
disputatio: ejercicio escolástico que oponía a dos maestros o a un maestro y a sus
oyentes sobre un texto o un tema estudiados previamente.
districtus, distretto, détroit, destret: el poder de constreñir y de juzgar; y el propio
territorio donde se ejercía dicho poder.
divietto: medida urbana consistente en la prohibición de vender cereales al campo
mientras no hubiese transcurrido, en la ciudad, el período crítico comprendido
entre las dos cosechas (Italia, siglo XIII).
djahbadh: agente de percepción de los impuestos en especie (Egipto).
djawâlî: equivalente en Egipto a la yizya (impuesto de capitación sobre los no
convertidos al Islam).

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domicelli, donzeaux: en su origen, joven aristócrata que todavía no había sido
armado caballero; después del siglo XIII, designaba al pequeño señor territorial.
draille: camino de trashumancia, «cañada» (Pirineos).
drykkia: formas de asociación escandinavas, con carácter religioso y, después,
profesional.
ducato: moneda de oro veneciana; véase cequino.
dunio (etimología discutida): o bien la mota, o bien la torre elevada encima;
torreón.
ecuage: tasa de reemplazo del servicio de hueste para los feudales (Inglaterra,
Normandía).
échevin: después del siglo X, ya no designaba sino al notable encargado en Ja ciudad
o en la aldea de la administración local y de las sentencias de la baja justicia; véase
cónsul.
echiquier: por extensión, a partir del tapete de cuadros necesario para el juego del
ajedrez, designaba a la mesa; después, a la habitación; después al servicio; y
después al ejercicio anual, donde se rendían las cuentas (Normandía, Inglaterra).
echoite: percepción, por parte del amo, de toda la herencia del siervo fallecido sin
heredero directo.
eigenkirche: iglesia propia, ya fuese fundada por un amo laico el cual designaba al
sacerdote y se embolsaba las rentas, comprendido el diezmo; ya fuese la iglesia
parroquial apropiada ilegalmente a un señor local en los siglos X y XI.
emporium: puerto de descarga; eventualmente, tasas percibidas sobre las mercancías
desembarcadas.
empriu: derecho de uso colectivo de los aldeanos (Pirineos).
encomendación: reconocimiento por un hombre, de cualquier nivel social pero
generalmente alodial, a un poderoso de una cierta dependencia sin servicios
precisos; no siempre se acompañaba de una transformación del alodio en feudo o
en tenencia a censo.
enseña: a partir del propio emblema o «bandera», agrupamiento de hombres de la
misma actividad profesional y que se alojaban en la misma calle o en el mismo
barrio; puede designar también al propio barrio.
entredicho: suspensión de todo sacramento y de toda liturgia en un territorio dado;
no se debe confundir con la excomunión, que concierne a un solo individuo.
escarteron: asociación de pastores trashumantes en los Alpes del sur.
escolástica: el conjunto de los métodos pedagógicos; fue en el siglo XV, y no antes,
cuando el término tomó el sentido peyorativo que le atribuimos de ordinario.
escudo: moneda de oro emitida por san Luis y regularmente después de 1290.
esnèque: navío escandinavo de transporte de guerreros.
esothyra: zona de huertos y de padros de siega en torno a la aldea bizantina, estage:
servicio de guardia en el castillo del señor.

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estima: inventario de bienes o de rentas; tasas percibidas sobre esos bienes,
ocasionalmente.
etier: canal de drenaje y elevación de la tierra que lo bordea en los pantanos del
Poitou.
Etter: empalizada que rodea la aldea (Imperio), y que, a veces, limita las franquicias
de aquella.
exactio: cualquier exigencia fiscal del señor, sobre todo, la talla, que acompañaba al
establecimiento de las células señoriales.
exaricos: esclavos musulmanes, sobre todo, en Aragón.
exempla: relatos o fábulas de tinte moralizador, destinados a facilitar la comprensión
del dogma o de la moral cristiana entre los fieles; base de los sermones populares.
exkusseia: exención fiscal y judicial en Bizancio.
exothyra: en Bizancio, prácticas de cultivo según el sistema de dry farming; cultivo
de la viña.
exultet: himno pascual; rollo donde figuraba ese texto, adornado con miniaturas
didácticas.
faderfio (del alemán Valer, padre): elementos del patrimonio paterno que un hombre
constituye, además de la dote, a su hija en el momento de su matrimonio (derecho
lombardo).
feria: el día de la semana; por extensión, el día en que se celebra una reunión
excepcional, de ahí el sentido de «feria» como reunión de mercaderes.
ferragina: zona de huertos, de prados y de árboles frutales en torno a las aldeas del
Languedoc o de Italia.
ferrata via: calzada romana.
festuca: la brizna de paja que simbolizaba la entrega de una tierra a un hombre,
generalmente un vasallo; la defestucatio era el acto de arrojar la brizna; véase
desafío.
fiorino: moneda de oro florentina, que llevaba el emblema de la ciudad (un lirio).
firma burgi: texto que concedía a una aldea (en Francia occidental e Inglaterra)
franquicias colectivas, sobre todo el derecho de bourgage (véase).
fonde: tribunal comercial en Tierra Santa.
foráneos: extraños a la aldea o a la ciudad; véase aubains.
forest: En Inglaterra, sin que se refiera específicamente a bosque, designa cualquier
territorio no cultivado que el rey se apropiaba y explotaba y, a veces, enfeudaba;
especie de «fisco» anglo-normando.
formariage: tasa pagada, en caso de matrimonio contraído fuera del marco señorial,
por un siervo; a veces, también era abonada por ciertos hombres libres.
fraterna, frairies, frérages, frêrèches: cualquier forma de asociación que agrupaba
a hermanos herederos o cofrades reunidos para una obra piadosa: podía
corresponder a tenencias de tierra en indiviso, a agolpamientos piadosos, a
asociaciones políticas o topográficas estrechas; véase consorterie.

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fruitières: asociaciones campesinas constituidas para la explotación de terrenos en
común; a veces, se aplica también para la economía pastoril (zona del Jura).
furlong: parcela labrada, frecuentemente de forma alargada; por extensión, conjunto
de parcelas de este tipo contiguas.
gagnage: tierra «ganada» a costa del bosque o la roza; hostise.
garde-robe: servicio doméstico del rey; por extensión, «secretariado» particular del
soberano y los elementos financieros con él relacionados.
gäste: huéspedes instalados en tierras nuevas; puede designar una categoría
deprimida del campesinado.
gâzîs: cofradías musulmanas que tenían como tarea convertir mediante el ejemplo o
la fuerza.
Gemeinenfrei: alodiales (Imperio).
genicia: talleres reservados al trabajo de las mujeres: tejido, hilado, etc.
genovino: moneda de oro genovesa.
geoponika: colección de extractos de tratados agronómicos bizantinos.
Geschelecht: agrupamiento familiar amplio, tipo tribu, con tótem original común.
gibelinos: «partido» político italiano, favorable al establecimiento de una autoridad
centralizadora en Italia, eventualmente, la de los alemanes (la voz procede de
Weiblingen, feudo de los Hohenstaufen).
goliardos: agolpamientos contestarios de intelectuales adultos (en el siglo XII)
(etimología discutida).
gonfalonnieri: jefes de barrios en las ciudades de Italia: más tarde, responsables del
orden público en el interior de las ciudades italianas.
gradoni: bancales de tierra sostenidos por muretes en las pendientes roturadas
(Italía).
gros: moneda de plata del valor de 12 denarios (en principio).
gruarii: agentes dominicales, después públicos, responsables del mantenimiento y de
la explotación de los bosques; delegación de justicia.
güelfos: «partido» político italiano favorable a la autonomía local y al dominio
pontificio (el nombre procede de Welf, familia bávara enfrentada, en el siglo XII, a
la intervención imperial alemana en Italia).
Handwerk: «gremio» organizado (Alemania).
hansa: agrupamiento mercantil; en su origen, estaba reservado a los mercaderes
baltos, alemanes e ingleses que traficaban por mar; después se aplicó a otras
formas de agrupamientos profesionales.
hardines: huertos situados en las orillas o en las tierras sumergibles de un río.
hashshâshîn: «Asesinos», secta shî‘í implantada en el Líbano, violentamente
partidaria de la acción directa, sobre todo contra los ‘abbâsíes sunníes; el término
«asesinos» parece proceder de la práctica sistemática del asesinato político
perpetrado por esta secta tras previa ingestión de hashîsh.

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hebergement: al principio, tasa de albergue (véase); en el oeste de Francia designa a
las tenencias nuevas, de estatuto bastante liberal.
Heerschild: jerarquía nobiliaria en Alemania; estructura muy artificial imaginada por
los juristas para clasificar los diversos niveles de la aristocracia germánica;
derechos públicos o privados estimados en función del nivel reconocido en el
Heerschild (es decir, el «escudo»).
hereditarii (Francia septentrional y Países Bajos) : tenentes hereditarios.
heriot: tasa de mutación, en principio para una tenencia, equivalente al relief de los
feudos.
herm: forma vulgar del griego eremos, lugar no cultivado, «desierto», como decían
los cistercienses.
holzbau: construcción de madera.
hort, hortillon, huerta: huertas mediterráneas, generalmente en bancales (véase
hardines).
hyperetai: en Bizancio, servidores ciudadanos unidos al amo por un vínculo de
clientela.
inmatriculati: pobres inscritos en un registro de socorro público.
infanzones: en los reinos hispánicos, familiares del soberano, de elevado nacimiento,
generalmente armados y dotados de tierras.
interpolación: introducción subrepticia, fraudulenta o accidental de un fragmento no
original en un documento.
îwân: construcción que, en Persia, flanquea los patios centrales de las mezquitas y
que, en general, se abre con un arco triunfal que da al patio; sala de oración o de
recepción.
joculator: «juglar», expresión que va más allá de los ejercicios de destreza
practicados por especialistas en las fiestas nobles; designaba a cualquier individuo
errante, al margen de la sociedad.
joy: término occitano, de traducción difícil, pero que implica el placer físico, la
felicidad espiritual y el cumplimiento de todos los deseos.
jurisperiti: juristas profesionales; en general, eran distintos de los notarios.
juvenes: designaba a aquellos hombres que aún no se habían establecido, fuese cual
fuese su edad.
karfar: navío de aparato de los soberanos escandinavos que, a menudo, les servía de
sepultura.
karîmí: mercader egipcio, a veces, judío; la etimología es dudosa.
kastron: ciudad bizantina amurallada.
katepan: gobernador bizantino de provincia (sobre todo, en Occidente).
keller: «bodega», lugar de reunión de las cofradías profesionales; por extensión,
«gremio» (Imperio).
keures: fraternidades (Francia septentrional y Países Bajos): agrupamientos de ayuda
mutua.

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keutes: mantas de lana basta exigidas como derecho de albergue.
kleisurai: en Bizancio, pequeñas unidades territoriales inferiores al thema.
knecht: criado, oficial de taller, obrero, kommerkion: tasa aduanera en Bizancio.
koop: derecho de mutación, «rescate».
kral (¿de Carolus?): soberano eslavo.
krites: en Bizancio, designaba, en principio, una circunscripción de justicia, área de
punción fiscal.
lai: o bien el adjetivo «laico» que acompañaba al nombre de un miembro no
ordenado de una comunidad religiosa; o bien, composición literaria del siglo XIII
(de origen dudoso), formada por estrofas asonantes irregulares, que trataban de
temas épicos o domésticos.
lambi: barcas de fondo plano para el tráfico fluvial.
Landfrieden: documentos de paz concedidos por el emperador y que aseguraban el
orden público bajo amenaza de sanciones no exclusivamente eclesiásticas.
Landsassen: campesinos alemanes libres para explotar su tenencia.
lapidarios: colección de conocimientos empíricos sobre la naturaleza y la virtud de
las piedras.
Iaudatio parentium: práctica jurídica y consuetudinaria que permitía a los parientes
próximos de un donante intervenir en pro o en contra de la donación prevista; en
caso de aprobación, su intervención quedaba consignada en el documento
redactado a tal fin.
laudemios: derechos de mutación en el momento de una trasferencia entre vivos; por
extensión, cualquier derecho de mutación, incluso por sucesión natural.
laudesi: en un principio, designaba a los pobres errabundos; después, una vez
constituidos en sectas mendicantes, se aplicaba a los grupos generalmente de
campesinos que recorrían los campos ofreciendo ocasionalmente la fuerza de sus
brazos.
leding: leva en masa sajona o escandinava para armar una flota.
Leibeigen: hombre cuyo estatuto se desliza hacia la servidumbre; su cuerpo ya no le
pertenecía.
Leihezwang: costumbre de reinfeudación inmediata (Imperio) de un feudo sin
herederos.
ligio (¿de Ledig?): vínculo preferente de un vasallo hacia uno de sus señores.
livello: en Italia, tipo de tenencia trentenaria, casi sin servicios personales, pero
gravada con fuertes derechos de mutación.
liveries: signos distintivos (por ejemplo, vestimentas) que permitían identificar a los
hombres de una misma casa (Inglaterra, Italia).
loca: participaciones proporcionadas por un ahorrador a una asociación que le daban
derecho a recibir una parte de los beneficios de la empresa.
locator: empresario de roturación, responsable del reclutamiento de los huéspedes.

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logisima: práctica bizantina de donación de tierras por el Estado a propietarios ya
con cierto nivel de fortuna, por ejemplo, la Iglesia.
madrasa, medersa: hogar de cultura coránica; a medio camino entre la universidad
de Occidente y la escuela monástica; ampliamente abierta hacia los problemas de
la vida cotidiana.
mals usos: término catalán que designaba a las innovaciones señoriales del siglo XI.
manadas: rebaños trashumantes en los que se suelen mezclar diversas especies
(véase bacadé).
Mannschaft: «homenaje» (Imperio).
manumisión: liberación del individuo que estaba sub manu.
manus: autoridad según el derecho romano, la del marido, la del padre, la del amo
sobre el esclavo, etc.
maqâma: etimológicamente, «sesión», género literario oriental que consistía en
poner en escena diversos tipos sociales opuestos y cuyas relaciones permitían a los
oyentes extraer normas de moral simple.
marabotín, maravedí (de almorávide): moneda de oro, en principio, acuñada en los
reinos hispánicos a imitación de los dinares del Magrib y que circulaban por el
Mediterráneo.
marco: unidad de peso (alrededor de 250 gr) esencialmente (pero no únicamente)
utilizada para la talla de los metales preciosos; podía ser empleada para estimar un
valor precioso en peso.
marranos: judíos de la cuenca mediterránea, en principio convertidos al
cristianismo, pero que continuaban practicando su culto en secreto.
medersa: véase madrasa.
meretrices, meskines: mujeres de «mala vida», para la Iglesia.
mesnada: conjunto de parientes, de familiares, de clientes y de servidores de un
soberano o de un linaje.
mesta: asociación de ganaderos trashumantes (Castilla).
milenarismo: actitud escatológica que preveía, en principio hacia el año 1000 o
1033, el fin del mundo; después, designó a la corriente espiritual que se esforzaba
en preparar a los hombres en la penitencia y la reflexión apocalíptica ante el
inevitable fin.
morabotín: véase marabotín.
more dánico: «a la manera de los daneses»; prácticas consuetudinarias normandas,
particularmente en lo que concierne a la vida privada, sobre todo, al concubinato
legalizado.
morgengab: «don de la mañana»; constitución de una pensión por parte del marido a
la mujer al día siguiente de las bodas.
mota: pequeña masa de césped; por extensión, eminencia artificial que servía de
soporte a una construcción aristocrática; la rocca (véase) implica una eminencia
natural previa. La munido no incluye forzosamente una mota troncocónica.

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mudae: flota mercantil veneciana (dos por año en principio) escoltada por barcos de
guerra.
muntmannen: los «hombres de poco», los mendigos, los pobres no asistidos.
munz: la moneda y, por extensión, el derecho de acuñación y el taller monetario;
moneta.
nizâríes: secta shffi extremista egipcia que, después de haber roto con los fâtimíes,
encontró refugio en el Líbano; véase hashshâshin.
nominalistas: corriente filosófica y metafísica cristiana que considera a las ideas
universales, a los conceptos, como un simple nomen, una palabra, lo que implica la
necesidad de demostrarlas; como, por ejemplo, el concepto de «Dios». Véase
realistas.
noveltés: cualquier innovación o exigencia señorial; véase mals usos.
nundinae: las ferias.
obituario: registro sobre el cual una comunidad (monástica generalmente) escribe la
lista de los «óbitos», es decir, las misas de aniversario por los difuntos que le han
sido encargadas.
odal: alodio.
oficial: canónigo especialmente encargado de dirimir los procesos que enfrentan
entre sí a los eclesiásticos, más tarde, encargado también de intervenir en los
asuntos que afectan a las materias religiosas y, más tarde, a todo lo que concierne a
la Iglesia; por fin, designa a la oficina de escrituras donde los laicos se dirigen para
dar más valor a sus contratos, incluso aunque sean profanos.
ojiva: bocel de piedra (¿funcional?) que resalta las aristas de una bóveda.
opole: asociación de vecindad en los países eslavos; por extensión, el territorio donde
dicha asociación tiene lugar.
oracula: capillas aisladas, sucursales que dependen de una parroquia principal
(plebs).
ordalía: prueba impuesta o reclamada por un sospechoso para probar su inocencia;
este «juicio de Dios» irracional consiste en una serie de sacrificios físicos (hierro al
rojo vivo, agua hirviendo, etc.).
ordo: texto que sirve de soporte a una ceremonia ritual, consagración real, imperial,
episcopal, etc.
orts, orticelli: véase hort.
osculum: beso en la boca, llamado «beso (u ósculo) de paz», intercambiado entre
señor y vasallo.
Österlingen: quizás los «hombres del Este», es decir, los mercaderes alemanes del
Báltico tal y como se les llamaba en Londres; la moneda inglesa sterling estaba
probablemente ajustada a la suya (cuatro veces el valor de la del continente).
oylata: tenencias en régimen de complantatio para plantación de olivos.
palonnier («barra de carga»): cilindro de madera colocado entre los varales o los
ronzales de un tiro (de bueyes o caballos) para encuadrarlo en fila e impedir la

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dispersión de los esfuerzos de tracción.
panni: paños de gran tamaño.
parage, paraige: asociación entre iguales; se dice, en primer lugar, de las
asociaciones entre señores, sean parientes o extraños entre sí, para administrar y
explotar bienes; podía designar simplemente un acuerdo comercial.
parecos: en Bizancio, campesinos libres caídos bajo el control fiscal y económico de
los poderosos.
parias: tributos impuestos por los soberanos hispánicos a los musulmanes a cambio
de una protección o de una suspensión de las hostilidades.
patarii: «andrajosos», mendigos; en principio, fue el insulto dirigido a los revoltosos
milaneses; después, se aplicó a todos los marginados, ortodoxos (umiliati) o no
(cátaros).
paziers (pahers en Cataluña): hombres de la aldea encargados por sus compatriotas
de asegurar el mantenimiento de la «paz» local y de percibir, si ha lugar, las multas
o los derechos correspondientes.
peones: en los reinos hispánicos, aldeanos que combatían a pie.
perpiaño: arco de sostén de la bóveda, románica o gótica, al cual corresponde, en el
exterior del edificio, un contrafuerte o un arbotante.
perron: piedra o escalones donde se instalaba el señor para pronunciar una sentencia.
Pfaffenstrasse: la «calle de los curas», es decir, el Rin, por alusión a la abundancia
de ciudades episcopales y de monasterios que bordeaban sus orillas.
pholleis: en Bizancio, moneda fraccionaria de cobre (follis latino).
plesis, ploicum, plouy: en principio, recinto rodeado de setos muertos o de una
empalizada; designó también, poco a poco, una tierra de carácter alodial y cercada.
poblaciones: creación o repoblación de aldeas en los reinos hispánicos; por
extensión, las cartas de franquicia concedidas a sus habitantes.
podestat: agente imperial en Italia, alemán primero, después italiano, y más tarde de
cualquier origen, encargado de custodiar el castro en las ciudades de franquicia.
pogrom: matanza de judíos.
polidion: aldehuela griega.
pontifes: asociación de laicos que se encargaban de tender puentes, contentándose
con limosnas y considerando esta obra como exclusivamente piadosa.
potacio: el banquete anual de una asociación piadosa o profesional.
potaje: lo que acompaña al pan, con excepción de la carne.
priores: en Italia, representantes de los gremios en la signoria urbana; para no
confundirlos con los dignatarios religiosos, se les llamaba «priores de las artes».
proasteia: ámbito de lo civil en Bizancio.
pronoia: en Bizancio, tierra, rentas y hombres cedidos a título provisional, en
general, a un poderoso o a un jefe militar.
prostasia: ejercicio de un patronato sobre los campesinos, mediante el pago de una
tasa.

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psicomaquia: «el combate de los vicios y de las virtudes»; a partir de la obra de
Prudencio (siglo V), tema literario e iconográfico muy gustado en la Edad Media,
que opone conceptos con finalidad moralizadora: el Román de la Rose es un
ejemplo tardío de ello.
qal‘at: en el mundo musulmán, punto fortificado generalmente sobre una altura.
quaderni: parcelización del terreno formado por parcelas más o menos cuadradas
(Italia).
quadrivium: las «artes liberales», es decir, las disciplinas básicas de tenor científico.
questa: tasa recognoscitiva de la protección; más al norte, es llamada talla: podía
designar otras exigencias señoriales de carácter banal o jurisdiccional.
quinto: la quinta parte; equivalía a lo que se pagaba consuetudinariamente como
derecho de mutación.
quotidiani: esclavos domésticos o, en todo caso, siervos sometidos a un estrecho
control.
rapports de droits, records de coutumes, Weistiimer: textos sinalagmáticos
redactados entre una comunidad aldeana y su señor, y que fijaban los limites y
obligaciones respectivas.
Rat, Rathaus: consejo urbano y casa del municipio (Imperio).
realengum, realengo: tierras reales en los reinos hispánicos.
realistas: por oposición a los nominalistas (véase esta palabra), pensadores cristianos
que estimaban a los conceptos como «reales», preexistentes al hombre y a su
razonamiento.
records de coutumes: véase rapports.
regalía: el conjunto de derechos y rentas que formaban la base de la autoridad real.
Reichsgut: la tierra imperial.
Relief, Verlief, Koop: derechos de mutación sucesorios, particularmente por lo que
respecta a las tierras feudales.
representation: posibilidad para un descendiente de reclamar los derechos de su
abuelo; en el derecho feudal, el problema era el de un intermediario femenino
como eslabón entre el antepasado y el pretendiente.
reprise: se dice de un alodio, que se convierte en feudo, o en tenencia a censo,
cuando esta tierra pasa al derecho eminente de un tercero, por ejemplo, a
consecuencia de una situación económica adversa.
ribà: alquiler de un inmueble, en el derecho musulmán.
ribât: comunidades musulmanas piadosas, formadas por hombres reunidos en una
especie de convento fortificado, desde donde podían llevar a cabo expediciones de
predicación o de guerra santa.
rivage: zona de huertos en la periferia de las ciudades mediterráneas.
rocca: eminencia natural coronada por una torre; véase mota.
rocín: caballo de carga exigido como servicio de guerra en los casos de rescate de las
obligaciones de hueste; «rocín de servicio».

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rogata: exigencias de un señor banal o jurisdiccional.
Romfahrt: exigencia de servicio militar por el emperador germánico con ocasión de
sus viajes a Italia.
runas: signos mágicos, de origen escandinavo, cargados de significación simbólica,
y utilizados por una minoría de iniciados para expresar nociones piadosas o
guerreras.
saga: poemas épicos escandinavos que relatan las hazañas de los navegantes y de los
guerreros vikingos, pero que no databan de esa época.
Sake and Soke: designaba en Inglaterra a los hombres libres, que podían atestiguar
ante la justicia y reunirse en grupos: Sokmen que tienen en Socagium.
salvamentum, sauvement: protección señorial; territorio sobre el cual se ejercía.
santeros: tenentes de la Iglesia, de un estatuto relativamente libre; véase censuales.
scultetus, schultheiss: agente señorial, en países germánicos; «empresario» de
explotación de las tierras nuevas; véase locator.
scriptorium: oficina de escritura; en su origen, locutorio de los monjes de una
comunidad en el momento en que se reunían para la copia de manuscritos.
scholasticus: canónigo especialmente encargado de la escuela catedralicia.
sefarad, sefardí: comunidades judías hispánicas, cuya interpretación de los textos
sagrados es menos rigorista que la de los ashkenazi (véase esta palabra).
serranos: designaba a los hombres procedentes de los Pirineos o a cualquier
extranjero venido del norte de la Península Ibérica para poblar las tierras
reconquistadas.
sharFa: la regla religiosa transmitida por el Profeta para el comportamiento de los
fíeles.
sherifs (de shire-reeve): intendente del condado; por extensión, en la época
normanda y después, el representante de la autoridad real al lado del conde local.
sicarii: hombres de mano, en Italia.
síndicos: en la zona mediterránea, aldeanos designados para ejercer el control de las
franquicias judiciales o fiscales concedidas por el señor.
skalaï: plazas de comercio griegas, en principio, reservadas sobre todo a la venta de
cereales.
sopracorpo: parte del capital de una sociedad comercial formada por las
aportaciones no familiares.
sors: parte del capital aportado por un «accionista» en un contrato comercial.
spicaria: graneros públicos; puede limitarse a designar una reserva de cereal de tipo
familiar (fondo de cabaña).
stabbau: tipo de construcción en planchas.
strateïa: cargas del stratiota griego, pero que se transformaron en una pura
obligación fiscal, bajo la forma de una tasa de reemplazo de los servicios armados.
stube: el lugar de reunión de los cofrades o de los obreros de los gremios con ocasión
del banquete anual.

Página 551
studium general: designaba, antes de las universidades, a las escuelas de gran
prestigio donde los escolares eran conducidos, más allá del estudio de las artes
liberales, a proseguir el estudio del derecho y de la teología.
sûfíes: místicos musulmanes, de naturaleza muy diversa, unos retirados del mundo,
otros haciendo un proselitismo ardiente (de sûf, «sayal’).
supanis: en territorio eslavo, jefes de clan y grandes propietarios terratenientes.
tagesschalk: siervo doméstico sujeto a corveas cotidianas.
tari, tarinos: monedas de plata, a veces de oro, emitidas en el Mediterráneo
occidental por los musulmanes y, después, imitadas por los normandos de Sicilia y
algunos soberanos hispánicos, tasca: exigencia banal (Midi de Francia): podía
englobar varios tipos de tasas.
tavola: mesa o banco del cambista.
terciar: práctica agraria consistente en realizar una tercera labor previa a la siembra.
tetartera: moneda divisionaria o desvalorizada del nomisma, es decir, del sueldo
griego.
theow: esclavo sajón o escandinavo.
trivium: las disciplinas «literarias» básicas en las artes liberales.
trovador, troubadour, trouvère: poeta, pero sobre todo intérprete y músico que
recitaba y mimaba los cantos líricos o épicos escritos en lengua de oc.
truste: liga jurada; podía referirse a un grupo urbano, a un oficio o a un linaje.
typikon: en Bizancio, diplomas de fundación de un monasterio.
Verlief: véase Relief.
viridaria: huertos que rodeaban a las ciudades mediterráneas.
wâlî: gobernador provincial en al-Andalus.
wasserburg: dícese de una construcción aristocrática de tamaño modesto, ceñida de
fosos, pero no forzosamente elevada sobre una mota.
watcringen: asociaciones aldeanas encargadas de vigilar el estado de diques y de
tierras ganadas al mar (en los Países Bajos).
Weistümer: véase rapports de droits.
wiec: federación de tribus eslavas.
writ: puesta por escrito de una decisión real inglesa.
zecca: véase cequino.
zeugariate: campesino bizantino que solo poseía un tiro de bueyes.

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BIBLIOGRAFÍA

Salvo excepción, no se ha indicado más que las obras particularmente importantes


para el conocimiento del período cronológico estudiado. Se invita al lector a acudir a
la bibliografía del volumen I para los manuales y obras de síntesis que cubren cada
una de las áreas de civilización.

EL OCCIDENTE CRISTIANO

PRESENTACIÓN DE CONJUNTO DE PROBLEMAS Y ESTUDIOS GLOBALES

1.º Trabajos de síntesis

Abel, W., Agrarkrisen und Agrarkunjunktur.1966.


Bautier, R. H., Histoire économique et sociale, t. 3: Le Moyen Âge (Coll. Civilis.,
peuples et mondes), 1967.
Boutruche, R., Seigneurie et féodalité, 2 vols., 1968-1970; hay trad. cast.: Señorío y
feudalismo, Siglo XXI, Madrid, 1979-1980, 2 vols.
Brooke, C. N., A History of Europe from 911 to 1198, 19603; hay trad. cast.: Europa
en el centro de la Edad Media, Aguilar, Madrid, 1973.
Cipolla, C. M., The Middle Ages (Fontana economic history), 1972; hay trad. cast.:
Historia económica de Europa. 1. La Edad Media, Ariel, Barcelona, 1981.
Contamine, P., La guerre au Moyen Âge (Nouv. Clio, n.º 24), 1980; hay trad. cast.: La
guerra en la Edad Media, Labor (Nueva Clío), Barcelona, 1984.
Duby, G., Guerriers et paysans, 1973; hay trad. cast.: Guerreros y campesinos,
Siglo XXI, Madrid, 1983.
Fossier, R., L’enfance de l’Europe (Nouv. Clio, n.º 17), 1982, 2 vols; hay trad. cast.:
La infancia de Europa. Aspectos económicos y sociales, Labor, Barcelona, 1984.
Génicot, L., Le XIII siècle européen (Nouv. Clio, n.º 18), 1968; hay trad. cast.: Europa
en el siglo XIII, Labor, Barcelona, 19762.
Kula, W., Théorie économique du système féodal, 1970 (trad. fr); hay trad. cast.:
Problemas y métodos de la historia económica, Península, Barcelona, 1973.
Le Goff, J., La civilisation de l’Occident médiéval (Coll. Les grandes civilisations),
1964; hay trad. cast.: La civilización del Occidente medieval. Juventud,
Barcelona, 1969.
López, R. S., East and West in the early Middle Ages. Economic relations, Florencia,
1955.
Mundy, J. H., Europa in the high Middle Ages, 1150-1309, 1973.

Página 553
Poly, J. P. y E. Bournazel, La mutation féodale (Nouv. Clio, n.º 16), 1981; hay trad.
cast.: El cambio feudal, Labor (Nueva Clío), Barcelona, 1983.

2.° Estudios generales sobre la economía y la sociedad

Duby, G., L’économie rurale et la vie des campagnes dans l’Occident médiéval, 1962,
2 vols.; hay trad. cast: Economía rural y vida campesina en el Occidente
medieval, Península, Barcelona, 1973.
Gille, B., Le Moyen Âge en Occident, en Histoire générale des techniques, t. 1, 1962.
Koebner, R., The settlement and colonization of Europe (Cambridge Econ. History),
19662.
Latouche, R., Les origines de l’économie occidentale, 1956; hay trad. cast. en
UTEHA, México, 1957.
Lombard, M., Les métaux dans Tancien monde, 1974.
Pounds, N. J., An economic history of medieval Europe, 1974; hay trad. cast.: Historia
económica de la Europa medieval, Crítica, Barcelona, 1981.
Singer, C., A History of Technology, t. 2, 1956.
Slicher van Bath, B. M., The agrarian History of Western Europe AD 500-1850,
1963; hay trad. cast.: Historia agraria de Europa occidental. Península,
Barcelona, 1974.

EL MARCO COTIDIANO

1.º Hombres y climas

Alexandre, P., «Histoire du climat et sources narratives…», en Le Moyen Âge (1974).


Cipolla, C. M., Economic History of World Population, 1962; hay trad. cast.: Historia
económica de la población mundial, Crítica, Barcelona, 1983.
Duby, G., L’Europe des cathédrales, 1140-1280 (Arts, idées, histoire), 1966; hay trad.
cast.: Tiempo de catedrales, Argot, Barcelona, 1983.
—, Les trois ordres ou l’imaginaire du féodalisme, 1978; hay trad. cast.: Los tres
órdenes o lo imaginario del feudalismo, Petrel, Barcelona, 1979.
Génicot, L., «Sur les témoignages d’accroissement de la population en Occident…»,
en Cahiers d’hist. mond. (1953).
Le Roy-Ladurie, E., Histoire du climat depuis l’an mil, 1967.
Olagüe, I., «Les changements de climat dans l’histoire», en Cali, d’hist. mond. (1963).
Russell, J., Late ancient and medieval Population, 1958.
—, Population in Europe, 500-1500 (Fontana econ. history), 1969.

2.° El derecho y el grupo familiar

Página 554
Caenegem, R. C., The Birth of the english Law, 1973.
Dauviller, J., Le mariage dans le droit classique de l’Eglise…, 1933.
Droege, G., Landrecht und Lehnrecht in hohen Mittelalter, 1969.
Duby, G., Le chevalier, la femme et le prète, 1981; hay trad. cast.: El caballero, la
mujer y el cura, Taurus, Madrid, 1982.
Famille et parenté dans l’Occident médiéval (Coloquio 1974), 1977.
La femme dans les civilisations des Xe et XIIe s. (Coloquio 1976), Cah. de CIV. méd.,
1977.
Heers, J., Le clan familial au Moyen Âge, 1974; hay trad. cast.: El clan familiar en la
Edad Media, Labor, Barcelona, 1978.
Leicht, P., Storia del diritto italiano, 19503.
Noonan, J. T. Contraception et mariage, 1969 (trad. fr.).
Olivier-Martin, F., Histoire du droit frangais des origines à la Révolution, 1951.
Power, E., Medieval woman; hay trad. cast.: Mujeres medievales, Encuentro, Madrid,
1979.
Yver, J., «Les caractéres originaux du groupe de coutumes de l’ouest de la France»,
en Rev. hist. de droit fr. et étr. (1959).

LA ECONOMÍA Y LA SOCIEDAD

1.º Algunas «monografías»

Abel, W., Geschichte der deutschen Landwirtschafts…, 1962.


Allgemeine Geschiedenis der Nederlanden, 1949-1950, 2 vols.
Arnaldi, G. y C. Violante, Storia d’Italia, t. 2, 1959.
Bloch, M., Les caractéres originaux de l’histoire rurale française, 195212 345; hay
trad. cast.: La historia rural francesa, Crítica, Barcelona, 1978.
Bonnassie, P., La Catalogue du milieu du Xe à la fin du XIIe s., 1975-1976, 2 vols.; hay
trad. cat.: Catalunya mil anys entera, Edicions 62, Barcelona, 1979, 2 vols.
The Cambridge economic History. Vol. 1: The agrarian life…, 1966.
Cuvillier, J. P., L'Allemagne médiévale. Naissance d’un État, 1979.
Darby, H. C., Domesday England, 1977.
Dollinger, P., L’évolution des classes rurales en Bavière…, 1949.
Duby, G., La société aux XIe et XIIe s dans la région mâconnaise, 1953.
Fossier, R., La terre et les hommes en Picardie…, 1968, 2 vols.
Fournier, G., Le peuplement rural en basse Auvergne, 1962.
Franz, G., Geschichte der Bauernstandes…, 1970.
Gautier-Dalché, J. y C. E. Dufourcq, Histoire économique et sociale de l’Espagne
chrétienne au Moyen Âge (Coll. «U»), 1976; hay trad. cast.: Historia económica y
social de la España cristiana medieval. El Albir, Barcelona, 1983.

Página 555
Hensel, W., La naissance de la Pologne, 1966.
Lennard, R. V., Rural England, 1086-1135, 1959;
Musset, L., Les peuples scandinaves au Moyen Âge, 1951.
Poly, J. P., La Provence et la société féodale, 879-1166, 1976.
Soldevila, F. Historia de España, Ariel, Barcelona, 1952.
Toubert, P., Les structures du Latium médiéval…, 1973, 2 vols.
Wilkinson, B., The high Middle Ages in England, 1154-1377, 1978.

4.º Los grupos sociales: la aristocracia

Bloch, M., La société féodale, 1939, 2 vols.; hay trad. cast.: La sociedad feudal,
UTEHA, México, 1958, 2 vols.
Bonenfant, P., «La noblesse en Brabant aux XII et XIIIe s.», en Le Moyen Âge (1958).
Duby, G., Le dimanche de Bouvines, 1973.
—, «Lignage, noblesse et chevalerie au XIIes.», en Annales ESC (1972).
Ganshof, F. L., Qu’est-ce que la féodalité?, 1964; hay trad. cast.: El feudalismo, Ariel,
Barcelona, 1963.
Mayer, T., Adel und Bauern im deutschen Staat…, 1943.
Mitteis, H., Lehnrecht und Staatsgewalt, 1933.
La noblesse au Moyen Âge (Études R. Boutruche), 1976.
Structures féodales et féodalisme dans l’Occident méditerranéen (Coloquio Roma,
1978), 1980; hay trad. cast.: Estructuras feudales y feudalismo en el mundo
mediterráneo (siglos X-XIII), Crítica, Barcelona, 1984.
Les structures sociales de l’Aquitaine, du Languedoc et de l’Espagne (Coloquio
Toulouse, 1968), 1969.
Verriest, L., Noblesse, chevalerie, lignage, 1959.

3.º Los grupos sociales: los demás

Bader, K. S., Studien zur Rechtsgeschichte des Mittelalters Dorfes…, 1957-1962, 2


vols.
Blumenkranz, B., Histoire des juifs en Frunce, 1972.
Cam, H. M., Liberties and Communities in medieval England, 1954.
Fossier, R., Charles de coutume en Picardie…, 1975.
Fourquin, G., Les soulévements populaires au Moyen Âge, 1972; hay trad. cast.: Los
levantamientos populares en la Edad Media, Edaf, Madrid, 1976.
Hilton, R. H., Siervos liberados. Los movimientos campesinos medievales y la leva.
Siglo XXI, Madrid, 19854 (trad. cast.).
Leicht, P., Operai, artigiani, agricoltori in Italia…, 1946.
Perrin, C. E., «Le servage en France et en Allemagne», Congreso intern., Roma,
1955.

Página 556
Saint-Jacob, P. de, «Etudes sur l’ancienne communauté rurale en Bourgogne», en
Annales de Bourgogne, 43, 46, 53, (1941).
Verlinden, C., L’esclavage dans l’Europe médiévale…, 1955-1977.
Werner, E., Paupers Christi, 1956.

4.° El campo

Beresford, M. y J. G. Hurst, Deserted medieval Villages, 1971.


Chapelot, J. y R. Fossier, Le village et la maison au Moyen Âge, 1980.
Dion, R., Histoire de la vigne et du vin en France, 1965.
Fino, J. F., Forteresses de la France médiévale, 1970.
Fournier, G., Le cháteau dans la France médiévale, 1978.
Hensel, W., Méthodes et perspectives de recherche sur les centres ruraux et urbains
chez les Slaves, 1962.
Higounet, C., Paysages et villages neufs, 1977.
Histoire de la France rurale, t. 1 y 2, 1975.
Lindemans, P., Geschiedenis van de Landbow in Belgïe, 1952, 2 vols.
Roupnel, G., Histoire de la campagne française, 19552.
Slicher van Bath, B. M., Yields ratios, 810-1820, 1963.
Titow, J. Z., Winchester yields…, 1972.
Verhulst, A., «L’agriculture médiévale et ses problèmes», en Studi medievali (1962).
White, L., Medieval Technology and social Changes, 1962.

5.º La ciudad

Barel, Y., La ville médiévale…, 1977; hay trad. cast.: La ciudad medieval, Instituto de
Estudios de la Administración Local, Madrid, 1981.
Beveridge, W., Prices and Wages in England…, 1939.
Bloch, M., Esquisse d’une histoire monétaire de l’Europe, 1951.
Boussard, J., Nouvelle histoire de Paris, t. 1, 1976.
Carus-Wilson, E. M., Medieval Merchants Venturers, 1954.
Chapin, E., Les villes de foire de Champagne, 1937.
Dollinger, P., La Hanse, 1964.
Ennen, E., «Les différents types de formation des villes européennes», en Le Moyen
Âge (1956).
Gimpel, J., La révolution industrielle du Moyen Âge, 1975; hay trad. cast. en Taurus,
Madrid, 1982.
Gouron, A., La réglementation des métiers en Languedoc au Moyen Âge, 1958.
Herlihy, D., Pisa in the early Renaissance…, 1958.
Heyd, W., Histoire du commerce du Levant au Moyen Âge, 1959 (trad, fr.).
Histoire de la France urbaine, t. 2, 1980.
Joris, A., La ville de Huy au Moyen Âge, 1959.

Página 557
Le Goff, J., Marchands et banquiers au Moyen Âge (Que sais-je?), 19622; hay trad.
cast. en EUDEBA, Buenos Aires, 1975.
López, R. S., La revolución comercial en la Europa medieval, Ediciones El Albir,
Barcelona, 1981.
Miskimin, H., The medieval City, 1978.
Petit-Dutaillis, C., Les communes françaises…, 1947; hay trad. cast. en UTEHA,
México, 1959.
Platt, C., The english medieval Town, 1976.
Renouard, Y., Les hommes d’affaire italiens au Moyen Âge, 19682.
—, Les villes d’Italie de la fin du Xe au début du XIVe s., 1969, 2 vols.
Roslanowski, T., Recherches sur la vie urbaine… dans les villes de la moyenne
Rhénanie, 1964.
Strait, P., Cologne in the XII th century, 1974.
Wolff, P., Histoire de Toulouse, 1958.
—, L’âge de l’artisanat (Ve-XVIIIes.) (Hist. générale du travail), 1960; hay trad. cast.
en Grijalbo, México, 1965.
EL PENSAMIENTO, EL PODER Y LA EXPRESIÓN

1.º Los poderes

Boumazel, E., Le gouvernement capétien au XIIe s., 1975.


Bur, M., La formation du comté de Champagne, 1977.
David, M., La souveraineté et les limites du pouvoir monarchique, 1947.
Dhondt, J., Études sur la naissance des principautés territoriales en France, 1946.
Folz, R., L’idée d’Empire en Occident du Ve au XIVe s., 1953.
Lemarignier, J. F., Le gouvernement royal aux premiers temps capétiens, 1965.
Le Patourel, J., The Norman Empire, 1976.
Lot, F. y R. Fawtier, Histoire des institutions françaises au Moyen Âge, 1957-1962, 3
vols.
Mitteis, H., Der Staat des hohen Mittelalters, 19688.
Pacaut, M., Frédéric Barberousse, 1967.
Les principautés au Moyen Âge, 1979.
Schramm, P. E., Kaiser, Rom und Renovado, 1929.

2.º La fe y la jerarquía de la Iglesia

Alphandéry, P. y A. Dupront, La chrétienté et l’idée de croisade, 1954-1959, 2 vols;


hay trad. cast.: UTEHA, México, 1959-1962, 2 vols.
Becquet, J., «La paroisse en France aux XIe et XIIe s.», en Semaine de La Mendola
(1977).

Página 558
Bligny, B., L’Église et les ordres religieux dans le royaume de Bourgogne aux XIe et
XIIe s., 1960.
Berthold-Mahn, J., L’ordre cistercien et son gouvernement, 1945.
Cohn, N., The Pursuit of the Millenium, 19702; hay trad. cast.: En pos del Milenio,
Barral, Barcelona, 1972.
Cracco, G., «Reforma e eresie in… cultura europea tra X e XI s.», en Riv. di stor. e
let. (1970).
Chienu, M. D., La théologie au XIIe s., 1957.
Delaruelle, E., La piété populaire au Moyen Âge, 1975.
—, L’idée de croisade au Moyen Âge, 1980 reedición.
Dobiache-Rojdesvenski, O., La vie paroissiale en France au XIIIe s., 1911.
Duby, G., L'an mil, 1967.
Emery, R. W., The Friars in medieval France, 1961.
Études sur l’histoire de la pauvreté au Moyen Âge (M. Mollat, ed.), 1974, 2 vols.
Fliche, A., La reforme grégorienne et la reconquête chrétienne…, 1950.
Hérésies et sociétés dans l’Europe préindustrielle (XIe—XVIIIe s.) (Coloquio 1962),
1968; hay trad. cast.: Herejías y sociedades en la Europa preindustrial (siglos XI-
XVIII), Siglo XXI, Madrid, 1987.
Histoire des diocèses de France (B. Plongeron y A. Vauchez, eds.), 1975-1981, 17
vols.
Imbart de la Tour, P., Les origines religieuses de la France, 19792.
Lubac, H. de, Exégése médiévale, 1959-1964, 5 vols.
Magnou-Nortier, ELa société laíque et l’Église dans la province ecclésiastique de
Narbontie de la fin du VIIIe à la fin du XIe s., 1974.
Manselli, R., Studi sulle eresie del secolo XII, 1975.
Manteuffel, T., Naissance d’une hérésie; les adeptes de la pauvreté volontaire, 1970.
Modalités de la diffusion et de la réception des messages religieux du XIIe au XVe s.
(A. Vauchez ed.), 1981.
Mollat, M., Les pauvres au Moyen Âge, 1978.
Morghen, R., Medioevo cristiano, 1978.
Nelli, R., Le phénoméne cathare, 1954.
Rousset, P., La notion de chrétienté aux XV-XIV s., en Le Moyen Âge (1963).
Tellenbach, G., Nene Forschungen iiber Cluny und des Cluniacenser, 1959.
Thouzellier, C., Catharisme et Valdéisme en Languedoc du XIe au début du XIIIe s.,
1965.
Valous, G., Le monachisme clunisien des origines au XVe s., 19702.
Vauchez, A., La spiritualité du Moyen Âge occidental (VIIIe—XIVe ), 1975; hay trad.
cast.: La espiritualidad del Occidente medieval. Cátedra, Madrid, 1985.
—, Religión et société dans l’Occident médiéval, 1981.

Página 559
Violante, C., Studi sulla cristianità medioevale, 1972.

3.º Algunas formas de expresión

Berger, S., La Bible française au Moyen Âge, 1884.


Berger, R., Littérature et société arrageoise au XIIIe s., 1981.
Bolgar, R., The classical Heritage and its Beneficiarles, 1958.
Crombie, A., Histoire des Sciences de saint Augustin à Galilée, 1959; hay trad. cast.:
Historia de la Ciencia. De San Agustín a Galileo, Alianza, Madrid, 19792, 2 vols.
Chaillet, J., La musique médiévale, 1951.
Francastel, P., L’humanisme roman, 1947.
Frings, T., Minnesinger und Troubadours, 1949.
Grundmann, H., La genesi dell’Università nel Medioevo, 1958.
Guenée, B., Histoire et culture historique dans l’Occident médiéval, 1981.
Hajnal, I., L’enseignement de l’écriture aux universités médiévales, 1959.
Knowles, D., The Evolution of medieval Thought, 1962.
Kohler, E., «Observations historiques et sociologiques sur la pensée des troubadours»,
en Cah. de CIV. méd. (1964).
Leclercq, dom J., L’amour des lettres et le désir de Dieu, 1957.
Le Goff, J., Les intellectuels au Moyen Âge, 1957; hay trad. cast.: Los intelectuales en
la Edad Media, Gedisa, Barcelona, 1986.
Mohrmann, C., «Le latín médiéval», en Cah. de CIV. méd. (1958).
Nelli, R., L'érotique des troubadours, 1975.
Nykrog, K., Les fabliaux. Étude d’histoire littéraire, 1957.
Paré, G., A. Brunet y P. Tremblay, La renaissance du XIIe s., les écoles et
l’enseignemcnt.
Riché, P., «Recherches sur l’instruction des laïcs du IXe au XIIe s.», en Cah. de CIV.
méd. (1962).
Rouche, M., Histoire générale de l’enseignemcnt et de Véducation en France, 1981.
Thompson, J. W., The Literacy of the Laity in the Middle Ages, 1963.
Steinen, W. von den, Der kosmos des Mittelalters…, 1959.

4.° El arte

Además de los volúmenes de la colección «Univers des formes» o los de las


ediciones de Skira sobre la pintura románica o gótica:
Aubert, M., L’art roman en France, 1961.
—, La sculpture française au Moyen Âge, 1946.
—, Le gothique à son apogée, 1964.
Crozet, R., L’art roman, 1962.

Página 560
Demians d’Archimbaud, G., Histoire artistique de l’Occident médiéval (Coll. «U»),
1968.
Duby, G., L’adolescence de la Chrétienté occidentale, 1967.
—, L’Europe des cathédrales, 1966.
Focillon, H., L’art d’Occident, 19652, 2 vols.
Grodecki, L., L’architecture ottonienne, 1958.
Jullian, R., La sculpture gothique, 1965.
Male, E., L’art religieux du XIIIe s., 19582.
Salet, F., L’art gothique, 1963.

EL MUNDO BIZANTINO

PRESENTACIÓN DE CONJUNTO Y ELEMENTOS DE LA VIDA POLÍTICA

Acudir en primer lugar a los trabajos de síntesis concernientes al tema y que figuran
en la bibliografía del volumen I. Completar con:
Angold, M., A Byzantine Governement in Exile, 1974.
Ahrweiler, H., Études sur les structures administratives et sociales de Byzance
(Variorum Reprints, 1971).
Chalandon, F., Histoire de la domination normande en Sicile et en Italie, 1907.
—, Les Comnénes…, 1958.
Gay, J., L’Italie méridionale et l’Empire byzantin, 867-1071, 1904.
Grégoire, H., La dynastie macédonienne…, 1950.
Guilland, R., Étude sur l’histoire administrative de l’Empire byzantin, 1957.
Obolenski, D., The byzantine Commonwealth, 1971.
Oikonomidés, N., Les listes de préséance byzantines des IXe et Xe s., 1972.
Portal, R., Les Slaves: peules et nations (VIIe—XXe), 1965.
Runciman, S., A history of the first bulgarian Empire, 1930.
—, The Emperor Romanus Lécapene and his Reign, 1929.
Scblumberger, G., L’épopée byzantine à la fin du Xe s., 1938, 3 vols.
—, Un empereur byzantin au Xe s.: Nicéphore Phocas, 1896.
Stiernon L., «Les origines du despotat d’Épire», en Rev. des ét. byz. (1959).

PROBLEMAS ECONÓMICOS Y SOCIALES


De la bibliografía del volumen I se consultarán las obras indicadas bajo el título
Cuestiones económicas y sociales, y, particularmente para los estudios sociales, las de
Charanis, Jacoby, Ostrogorsky y Stars; para un estudio de las ciudades y campos las

Página 561
de Antoniadis-Bibicou, Ahrweiler, Boulnois-Grierson, Lemerle, López, Morrisson,
Svoronos. Completar con:
Borsari, S., «IL commercio veneziano nell’Impero bizantino nel sec. XII», en Riv. ist.
ital. (1964).
Bratianu, G., Le commerce génois dans la mer Noire, 1929.
Jacoby, DLa féodalité en Gréce médiévale, 1971.
Kirsten, E., «Die byzantinische Stadt», en Étud. byz. (1958).
López, R. S., «Silk industry in the byzantine Empire», en Speculum (1965).
Macri, C. M., L’organisation de l’économie urbaine dans Byzance sous la dynastie
macédonienne, 1925.
Morrisson, C., «La dévaluation de la monnaie à Byzance au Xe s.: une
réinterprétation», en Travaux et mém… (1976).
Ostrogorsky, G., «La commune rurale byzantine», en Byzantion (1962).
—, Pour l’histoire de la féodalité byzantine, 1954.
—, «Recherches sur le régime agraire à Byzance», en Cah. de CIV. méd. (1959).
Svoronos, N., «Remarques sur les structures économiques de l’Empire byzantin au XIe
s.», en Travaux et mém. (1976).
—, «Société et organisation intérieure dans l’empire byzantin au XIe s.», en Travaux et
mém. (1976).
—, «Sur quelques formes de la vie rurale à Byzance», en Annales ESC (1956).
(Los Travaux et Mémoires du Centre de recherche d’histoire byzantine de París
publican numerosos artículos sobre estas cuestiones; sobre todo en 1976 y 1979.)

Los problemas surgidos por la cruzada

Antoniadis-Bibicou, H., «Notes sur les relations de Byzance avec Venise», en


Thesaurismata (1962).
Balard, M., La Romanie génoise, 1978, 2 vols.
Daly, W. M., «Christian fraternity: the Crusaders and the Security of Constantinople,
1097-1204», en Med. Studies.
Longnon, J., L’empire latin de Constantinople et la principauté de Morée, 1949.
Lemerle, P., Byzance et la croisade (Xe congreso internacional, Roma, 1955), 1955.
Stiernon, L., «Les origines du despotat d’Épire», en Rev. des ét. byz. (1959).
Thiriet, J., La Romanie vénitienne, 1963, 2 vols.

CULTURA Y RELIGIÓN

Además de las obras de historia artística citadas en el volumen I, ver:


Darrouzes, J., «Les documents byzantins du XIIe s. sur la primauté romaine», en Rev.
des ét. byz. (1965).

Página 562
Dvornik, F., Byzance et la primauté romaine, 1964.
—, Byzantines Missions among the Slaves, 1970.
—, Le schisme de Photius, 1950.
Every, G., The Byzantine Patriarchate, 451-1204, 1962.
Hussry, J. M., Church and Learning in the byzantine Empire, 867-1185, 1937.
Lugie, M., Le schisme byzantin, 1941.
Lemerle, P., «Professeurs et éléves à Constantinople au Xe s.», en C. r. AIBL (1970).
Millénaire du Mont-Athos. Études et mélanges, 1963, 2 vols.
Oeconomos, L., La vie religieuse dans l’Empire byzantin au temps des Comnénes et
des Anges, 1918.

EL ISLAM
A las obras generales citadas en el volumen I, añadir:
Histoire générale des civilisations, III, Le Moyen Âge, 1961.
Spuler, B., Geschichte der islamischen Länder, t. 1, 1953.

PROBLEMAS REGIONALES

1.° Oriente Próximo, zonas turca y mongola

Cahen, C., Pre-ottoman Turkey, 1968.


Grousset, R., L’Empire des steppes, 1939.
—, L’Empire mongol, 1941.
Hitti, P. K., History of Syria…, 1951.
Khoury, A. T., Polémique byzantine contre l’Islam (VIIIe—XIIIe), 1973.
Laurant, J., Byzance et les origines du sultanat seldjoukide de Roum, 1930.
Lemercier-Quelquejay, C., La paix mongole, 1970.
Turan, O., «Le droit terrien sous les Seldjoukides de Turquie», en Rev. des ét. isl.
(1948).
—, «L’islamisation dans la Turquie du Moyen Âge», en Studia Islámica (1959).
Vryonis, S., The decline of medieval hellenism in Asia minor…, 1971.
Wiet, G., Histoire de la nation égyptienne, t. 4: 642-1517, 1937.

2.° El Oeste

Amin, S., Sobre el desarrollo de las formaciones sociales, Anagrama, Barcelona,


19762.
Bolens, L., Les méthodes culturales au Moyen Âge d’aprés les traités d’agronomie
andalous: traditions et techniques, 1974.

Página 563
Bonnassie, P., La Catalogue du milieu du Xe à la fin du XIe siérrele, croissance et
mutations d’une société, 1975, 2 vols.
Cahen, CL., «Quelques notes sur les Hilaliens et le nomadisme», en Journal of the
Social and Economic History of the Orient (1968).
Courtois, Ch., «Remarques sur le commerce maritime en Afrique au XIe siérrele», en
Mélanges d’histoire et d’archéologie de l’Occident musulman (1957).
Goitein, S. D., «La Tunisie du XIe siécle à la lumière des documents de la Geniza du
Caire», en Études d’orientalisme dédiées à la mémoire de Lévi-Provençal (1968).
Golwin, L., Le Maghreb central à l’epoque des Zirides, 1957.
Guichard, P., «Animation maritime et développement urbain des cotes de l’Espagne
oriéntale et du Languedoc au Xe siècle», en Occident et Orient au Xe siècle
(Congreso, Dijon, 1978), 1979.
Idris, H. R., La Berbérie oriéntale sous les Ziridies, Xe—XIIe siècles, 1959, 2 vols.
Lacoste, Y., Ibn Khaldoun, naissance de l’histoire, passé du tiersmonde, París, 1966;
hay trad. cast.: El nacimiento del Tercer Mundo, Ibn Jaldum, Edicions 62,
Barcelona.
Milles, G., The Coinage of the Umayyads of Spain, 1950.
Poncet, J., «Le mythe de la catastrophe hilalienne», en Annales ESC (1967).
Prieto y Vives, A., Los reyes de taifas, estudio histórico-numismático de los
musulmanes españoles en el siglo V de la Hégira (XI de J.-C.), 1926.
Urvoy, D., Le monde des ulémans andalous du Ve au VIIe—XIIIe siècles, étude
sociologique, 1978.

3.º Las cruzadas

Atiya, A. S., Crusade, Commerce and Culture, 1962.


—, The Crusade. Historiography…, 1962.
Byrne, E. H., «Genoese colonies in Syria», en Mel. Munro (1928).
Cahen, C., La Syrie du nord à l’époque des croisades…, 1940.
—, «Le régime rural syrien aux premiers temps de la domination franque», en Bull.
fac. lett. de Strasb. (1951).
—, L’Islam et la croisade (X Congreso intern. Roma 1955), 1955.
—, «Notes sur l’histoire de l’Orient latin», en Bull. Fac. lett. de Strasb. (1950-1951).
Canard, M. «La guerre sainte dans le monde islamique et dans le monde chrétien», en
Rev. afric. (1936).
Deschamps. P. La défense du royaume de Jérusalem, 1939.
Ehrehkreuz, A. S., Saladin, 1972.
Elisseeff, N., Nûr-ad-Dîn, un grand prince musulman…, 1967, 3 vols.
Grousset, R., Histoire des croisades, 1936-1938, 3 vols.
—. L'empire du Levant, 1946.

Página 564
Prawer, J., «Étude sur quelques problèmes agraires et sociaux d’une seigneurie
croisée».
en Byzantion (1952-1953).
—, The Venetians and the Venetians Colonies in the Crusader’s Kingdom, 1968.
Richard, J., Le royaume latin de Jérusalem, 1953.
Runciman, S., A history of the Crusades, 1951-1955, 3 vols.; hay trad. cast.: Historia
de las cruzadas, Alianza, Madrid, 1973, 3 vols.
Setton, K. M., A history of the Crusades, 1962, 2 vols.
Sivan, E., L’Islam et la croisade. Idéologie et propagande…, 1968.

PROBLEMAS ECONÓMICOS Y SOCIALES

1.° Ciudades y campos

Ashtor, E., Histoire des prix et des salaires dans l’Orient médiéval, 1969.
Balard, M., Gênes et l’Outre-mer…, 1978.
Bratianu, G., Le commerce génois dans la mer Noire au XIIIe s., 1929.
Cahen, C., «Douanes et commerce dans les ports méditerranées de l’Égypte
médiévale», en Jour. ec. et soc. hist. Orient. (1964).
—, «L’alun avant Phocée», en Rev. d’hist. écon. et soc. (1963).
—, «L’évolution de l’iqta du IXe au XIIIe s.», en Annales ESC (1953).
—, «Mouvements populaires et autonomismes urbains dans l’Asie musulmane du
Moyen Âge», en Arábica (1958-1959).
Fahd, T., «Les corps de métier au Xe s. à Bagdad», en Journ. éc. and soc. hist. Orient.
(1965).
Goitein, S. D., The jewish Community of the arab World…, 1967-1971, 2 vols.
—, «The rise of the neareastem bourgeoisie», en Cah. hist. mond. (1957).
Heyd, W., Histoire du commerce du Levant au Moyen Âge, 19672, 2 vols.
Hourani, A. y S. M. Stern, The islamic City, 1970.
Labib, S., Handelgeschichte Aegyptens in Splitmittelalter, 1965.
Turan, O., «Le droit terrien sous les Seldjoukides de Turquie», en Rev. des ét. isl.
(1948).

2.º Pensamiento y expresión

Gabriel, A., Monuments turcs d’Anatolie, 1931-32.


—, Voy ages archéologiques dans la Turquie oriéntale, 1956.
Hodgson, M. G., The Ordre of the Assassins, 1955.
Laoust, H., Les schismes dans l’Islam, 1965.
Lecomte, G., Ibn Qutayba, 1965.

Página 565
Paret, R., «Contribution à l’étude des milieux culturéis dans le Proche-Orient
médiéval» en Rev. hist. (1966).
Sourdel-Thomine, J. y B. Spuler, Die Kunst des Islam, 1973.

Página 566
ROBERT FOSSIER (Le Vésinet, Francia, 1927 - Meudon, Francia, 2012). Fue un
historiador francés dedicado a la Edad Media. Fue uno de los medievalistas más
importante del siglo XX, muy influido por la Escuela de los Annales, pero sin alcanzar
tanta fama como Georges Duby y Jacques Le Goff. Amplió el conocimiento de la
Edad Media en los campos de la historia social y económica.
Fue uno de los difusores de la teoría del incastellamento junto con Pierre Toubert.
Contribuyó a desmitificar muchos conceptos que se tenían sobre la Edad Media. En
una de sus entrevistas declaró «estoy convencido de que los hombres de la Edad
Media somos nosotros».

Página 567
Notas

Página 568
[*] Nombre que reciben los territorios conquistados por los daneses durante el siglo IX

en el norte y este de Inglaterra, que incluían los antiguos reinos sajones de East-
Anglia y Essex, y parte de los de Mercia y Lindsey. (N. del t.). <<

Página 569
[*] La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio

Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona. <<

Página 570
[*] La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio

Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona. <<

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