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El Planeta Desconocido - W J Stuart

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El

comandante J. J. Adams lidera una expedición a bordo del crucero C-57-D


de los Planetas Unidos. Excepto Adams para el resto es una misión a ciegas,
los que se embarcan no saben la naturaleza de la misma, recién conocen su
objetivo al llegar a destino.
Se dirigen a Altair 4, planeta del sistema estelar Altair, en misión de
reconocimiento para “Averiguar qué le ha pasado a la misión exploradora
número 83… Partieron en la espacionave E-X-101 “Bellerophon”… La
expedición es la primera que se dirigía a la constelación Alpha Aquilae” todo
esto sucedió dos décadas atrás.

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W. J. Stuart

El planeta desconocido
El planeta prohibido

ePub r1.0
orhi 22.11.17

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: The Fatal Planet
W. J. Stuart, 1952
Traducción: Saúl Ernesto Donghi

Editor digital: orhi


ePub base r1.2

www.lectulandia.com - Página 4
PREFACIO
Extractos de “Este Tercer Milenio”, “Texto abreviado para estudiantes”, por A. G.
Yakimara, tomados de la edición en microfilm, corregida, de fecha 15 de Quatuor del
año 2.600 de la Era Cristiana:
“… De manera que en el año 1995 se había establecido la primera estación
satélite en el espacio, manejada por seres humanos, como punto de partida para la
exploración del sistema solar; y para fines del año 2.100 dicha exploración, y en
algunos casos colonización, había sido cumplida hasta más de la mitad…”

* * *

“… Parecía que la conquista del espacio debía necesariamente limitarse al sistema


solar y en el año 2200, dos siglos después de la completa ocupación de la Luna y
cincuenta años después de la reunión definitiva de la Humanidad, en una Federación
única, el dominio del Espacio Exterior se hizo posible, dejando de ser sólo un sueño
de los hombres de ciencia. Dicha posibilidad se originó en la revolucionaria teoría de
Parvati, que resultó un adelanto tan grande respecto a las leyes de la Relatividad,
como éstas a su vez lo habían sido con relación a la secular superstición de la
gravedad. La teoría de Parvati negó completamente la creencia einsteniana de que “a
la velocidad de la luz, o… más allá de ella, la masa debe volverse infinita” y abrió el
camino a hombres como Gundarscn, Holli y Mussovski para aplicar la teoría a la
realidad. Sus trabajos dieron por resultado, en lo tocante a la exploración del Espacio
Exterior, lo que ahora se conoce como fuerza QG (o Quantum Gravitum)…

* * *

“… A mediados del cuarto siglo de nuestro milenio, los primeros viajes de


exploración más allá de los confines del sistema solar, ya habían sido realizados y el
diseño, construcción y operación de naves espaciales progresaba constantemente…

* * *

… Los primeros tiempos de la penetración en el Espacio Exterior dieron lugar a


muchos acontecimientos que han adquirido, desde entonces, categoría casi
legendaria, siendo, quizás, el principal de todos ellos, el extraordinario relato de las
dos expediciones a Altair, el gran astro de la constelación Alpha Aquilae. La primera
de esas expediciones (a bordo de la espacionave “Bellerophon”) partió, desde la
Tierra, vía la Luna, el día siete de Sextor del año 2351 y la segunda (en el Crucero de

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los Planetas Unidos C-57-D) lo hizo veinte años más tarde…”

* * *

En los anales de la Historia del Espacio conocida por el hombre, no existe


seguramente un relato más extraño que el de lo acontecido a la tripulación del
Crucero C-57-D cuando llegó a su destino, el planeta Altair 4. Como todos los
cruceros enviados en misiones de investigación, llevaba una tripulación menor que la
de las grandes espacionaves, integrada por sólo veintiún individuos. Su Comandante
y Piloto Principal era John Adams. A sus órdenes iban el Teniente J. P. Farman,
Astronavegador, el ingeniero Alonso Quinn, Jefe Diseñador, el Mayor C. X. Ostrow,
médico…

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CAPITULO PRIMERO
RELATO DEL MAYOR C. X. OSTROW, MEDICO

Había pedido con tanta insistencia realizar este viaje, que no me explicaba cómo
me sentía arrepentido de haber iniciado el mismo. El caso es que hubiera deseando
hallarme en cualquier parte que no fuese esta… caja… metálica, que parecía inmóvil
como una montaña, pero que, en realidad, zumbaba a través de la Nada, a mayor
velocidad que la luz.
¡A mayor velocidad que la luz! ¡A más de seiscientos millones de millas terrestres
por hora!
Al comienzo del viaje solía anotar esa cifra con frecuencia: un seis, y a
continuación los ocho ceros bien perfilados. Pero era inútil. Aunque sabía que era
verdad, mi mente no podía imaginarlo.
Para los otros era diferente; estaban habituados… a… esas cifras fabulosas.
Excepto uno o dos viejos trabajadores del espacio, que habían alcanzado la edad de
treinta años, los demás eran niños para mí. Teniendo yo más de cuarenta, no había
sido educado en la idea de la fuerza QG. Cuando yo tenía la edad de ellos, la
velocidad se medía en miles de metros por hora y nunca pensamos que alcanzaríamos
a ver, en nuestras vidas, al hombre escapando del sistema solar.
¡Más de seiscientos millones de millas por hora! Sabía que jamás lograría que mi
cerebro dejara de cavilar ante la sola idea de semejante cosa. Ni tampoco ante algunas
de sus consecuencias.
Tomemos por ejemplo lo que ellos denominan la “compresión del tiempo”. Los
muchachos sabían que, aunque el tiempo parece “absoluto” en estos fantásticos
viajes, su duración es “relativa”. Yo lo ignoraba. No siendo un matemático, no podía
menos de considerarlo como una especie de pensamiento mágico. John Adams me
había dicho (y yo se lo había hecho corroborar a Quinn) que la “compresión” en este
viaje, que duraría cerca de un año para nosotros, era a razón de diez a uno. Yo les
había sonreído cortésmente y agradecido la información; pero mi mente todavía
vacilaba ante el pensamiento de que, si tardábamos veinticuatro meses en ir al lejano
planeta y volver a la Tierra, comprobaríamos, al regresar, que en ésta habían
transcurrido veinte años. Así que, exceptuando a los que en ese lapso habían muerto,
los amigos y familiares más jóvenes que dejamos partir, los encontraríamos más
viejos que nosotros.
Desde luego, que a mí nada me importaba. Nada me había importado mucho
desde la muerte de Carolina. Pero al principio solía tener mis dudas respecto de esos
jovencitos que formaban la tripulación. Pese a su juventud, la mayor parte de ellos
eran experimentados hombres del espacio, y no podía menos de preocuparme por lo

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que serían sus vidas. ¡Imaginémonos que se enamoraran, por ejemplo, y luego
salieran en uno de sus viajes para, al regreso, encontrar a la novia con el cabello cano
y dentadura postiza!
Fué tal modo de pensar el que al fin me hizo comprenderlos. Formaban una clase
nueva, de aventureros separados del resto de la humanidad, como los aventureros a la
antigua usanza, se separaban deliberadamente, seguros de que el resto de la
humanidad agitaría pañuelos húmedos de lágrimas, desde los muelles, al grito de:
“¡Volved pronto!”. En cambio, en el caso de estos muchachos, nadie (en sentido
personal, se entiende) deseaba que regresaran, ni pronto ni nunca. Porque a nadie le
gusta que le recuerden cuán rápido se está aproximando a la tumba, especialmente si
quien se lo recuerda es alguien que debería ser tan viejo como ellos, pero que, por
alguna razón, no lo es…
Así que allí estaban: un puñado de jóvenes que exteriormente eran como
cualesquiera de los que uno puede encontrar en las fuerzas armadas, pero endurecidos
por dentro en mayor grado que el que correspondía a sus años, y que no estaban
atados por lazos emocionales a nadie que no fuera sus propios compañeros y su
trabajo extrahumano…
Sin embargo, me agradaba el aspecto de estos hombres y creo que todos
simpatizaban conmigo, pues aceptaban mis consejos y tratamientos profesionales sin
protestas; en realidad, antes de que hubieran transcurrido tres de nuestros meses en
viaje, un buen número de ellos venía a mí voluntariamente, entre un reconocimiento
obligatorio y otro.
Pero nunca tuve la sensación de haber intimado, ni siquiera con alguno de los
oficiales, con quienes compartía todo mi tiempo libre en la nave, fuera de las horas
que pasaba en mi cabina de seis pies por ocho, que más parecía una jaula.
Si ellos experimentaban los mismos sentimientos hacia mí, lo ignoro. Me inclino
a creer que sí, y que la razón de que existiera esa barrera definitiva entre nosotros,
cual hoja de invisible e impalpable material plástico, era que tanto ellos como yo
sabíamos que pertenecíamos a clases distintas.

II

Es difícil que olvide aquel desayuno, el número trescientos cincuenta y seis del
viaje.
Sabía que era ese número, porque lo había calculado con mi calendario casero,
mientras me afeitaba. Durante mi segunda taza de café, hice notar el hecho, diciendo:
—El cocinero y el personal de servicio deberían recibir una medalla por esto.
Trescientos cincuenta y seis desayunos y jamás un motivo de queja.
Empleé un tono muy sugestivo y como al acaso, porque buscaba informarme y
muy al comienzo del viaje había comprobado que uno de los más severos “tabús” del

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tránsito espacial es aquel que suprime la natural pregunta: ¿cuándo llegaremos?
Pero la manifestación no resultó lo suficiente casual. Por lo menos, para Jerry
Farman. Me miró con su amplia sonrisa y luego guiñó un ojo a Adams.
—¡Ojo, jefe! Está tratando de sonsacarle algo —dijo.
Adams me miró. Como de costumbre, su expresión no lo traicionó.
—Usted debió ensayar esa triquiñuela con Lonny Quinn, doctor. Es más fácil
hacerlo caer —me dijo.
—No sé de qué están hablando —me reí para mostrar que sabía aceptar la broma
—. Y, por otra parte, Quinn está de guardia.
—Y yo —dijo Adams, levantándose de la mesa— voy a relevarlo. —Se dirigió a
la puerta, pero, mientras la abría me miró por sobre el hombro—. No obstante —
continuó— vamos a ver qué opina usted del desayuno trescientos sesenta.
La puerta se cerró tras él. No había habido ninguna inflexión particular en su voz
y no estuve seguro de que me hubiera dicho lo que yo deseaba saber, hasta que noté
la expresión de Jerry Farman. Se había quedado atónito mirando hacia la puerta por la
que sapera Adams.
—¡Caramba, doctor! —Su mirada se dirigía ahora a mí—. Debe usted cotizarse
muy alto. Nunca creí que él soltaría prenda en esa forma.
¡De manera que se me había dicho que sólo nos quedaban tres días más de viaje!
No perdí tiempo en terminar mi desayuno y me dirigí a mi compartimiento. Tenía aún
una hora disponible antes de atender la enfermería y deseaba estar a solas para pensar.
Eché llave a la puerta, me quité la chaquetilla del uniforme y me senté sobre el
borde de la cama. Encendí un cigarrillo y dejé que los pensamientos fueran viniendo
a medida que se me ocurrieran. La mayor parte, los referentes a la finalización de la
expedición, eran buenos. Los demás, los tocantes al misterio qué tendríamos que
afrontar antes de finalizarla, eran malos. Me sorprendí a mí mismo tratando de
efectuar un balance entre la extraña excitación producida por la perspectiva de
descender en un planeta desconocido y mi terror ante la necesidad de tener que pasar
por el tormento de la deceleración, antes de que entráramos en lo que Quinn y los
otros llamaban el FI o campo de influencia del sistema.
En la jerga de la tripulación espacial, el período de “aceleración” se denominaba
“Jig” y el de “deceleración”, “Jag”. Y cuando recordé lo que había sufrido al pasar
por el primero, el solo pensamiento del segundo pareció licuarme los huesos. Sobre
todo porque, según había podido deducir de lo que oyera a los otros, el “Jag” era el
peor de los dos…
El balance estaba resultando negativo y a cada minuto tenía más miedo.
Obedeciendo a un impulso súbito, me levanté de mi asiento, fuí hasta la pared
opuesta y apreté el botón del visor exterior…
Era la segunda vez en un año de viaje que hacía eso. Después de la primera, juré
no intentarlo de nuevo. Por mi voluntad al menos. Porque lo que me había sucedido a
mí, no debería pasarle a un marciano. No era aterrador, como el “Jig”, pero sí

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suficientemente desagradable. Era la náusea, pero con N mayúscula. Era el mareo del
espacio, algo por lo que casi todos los muchachos pasaban al comenzar su carrera,
pero algo que yo no quería ni siquiera tener la oportunidad de superar.
Sin embargo, ahora me causaba tanta alegría la proximidad de la terminación del
viaje y la idea de abandonar el espacio, que el “Jag” me parecía menos temible.
La pantalla del visor se puso borrosa, se obscureció y luego comenzó a palpitar
con ese resplandor interior que presenta a medida que se va calentando… El
resplandor se desvaneció y la pantalla daba la impresión de ser una ventana, como si
el doble casco que había tras ella se hubiera disuelto.
Fuera de la ventana había oscuridad. Una oscuridad renegrida, distinta a la de la
Tierra o cualquier otro planeta. Una oscuridad con la aterradora solidez de la Nada…
Peor aún, era la Nada en movimiento. La impresión de que la nave estaba inmóvil se
hizo mayor, porque la Nada parecía girar, pasar retumbando a increíble velocidad. Sé
que estas palabras carecen de sentido si se las analiza, pero es la única manera de
expresarlo.
Mi cabeza comenzó a dar vueltas, pero me incliné hacia adelante y me aferré a los
bordes biselados de la pantalla. Me obligué a seguir mirando y la sensación de mareo
desapareció… hasta que comenzaron a aparecer las luces. Estaban “fuera” de la
oscuridad, que semejaba ahora un túnel cuyas paredes se hubieran vuelto
repentinamente transparentes. Eran luces inconcebibles, informes y rasgadas, que
dibujaban formas incomprensibles contra la oscuridad.
Y porque sabía que eran estrellas y que era nuestra vertiginosa velocidad, más
ligera que sus rayos luminosos, lo que las deformaba, me encontré de golpe ante la
noción de que era la nave y por lo tanto, yo mismo, lo que se movía… Mi cabeza y
mi estómago se rebelaron. Mareado y tambaleante, consiguiendo apenas vomitar allí
mismo, alcancé a cerrar la llave del visor y volver a la litera…
Aunque me sentía todavía tembloroso, a los pocos minutos me repuse. Pero el
mirar afuera no me había hecho ningún bien. Estaba aún aterrado por la idea del
“Jag”, en cierto modo ilógico más aterrado que antes…

III

Las horas pasaron, veintiséis de ellas. Acababa de terminar mi tarea matutina,


cuando la señal de “Atención todos” se oyó por el intercomunicador, seguida de la
voz de John Adams.
—¡Escuchen ahora! —rogó, siguiendo la antigua fórmula—. Escuchen ahora:
Orden general a todos los tripulantes. Dentro de poco, el campo de gravedad artificial
dejará de funcionar. Aseguren todos los pertrechos, aseguren todos los pertrechos.
Los jefes de sección informen individualmente, una vez cumplida esta orden. Nada
más.

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Habíamos, pues, llegado a la hora H. ¡Dentro de poco sería el minuto M!
En un cuarto de hora guardé todo; ordené a un par de tripulantes asegurar las
abrazaderas en la sala de cirugía y regresé a mi camarote, con la esperanza de que mi
rostro no apareciera tan verdoso como yo lo presumía.
La puerta de mi cabina estaba abierta; adentro encontré al contramaestre,
colocando los interruptores que accionaban las abrazaderas magnéticas. Me agradaba
el contramaestre y a menudo había deseado que, en lugar de ser un suboficial, hubiera
pertenecido a mi jerarquía, o a la de Adams, Quinn o Farman. Quizás era porque se
trataba de un veterano; su edad debía frisar en los treinta y dos años. Siempre nos
habíamos llevado muy bien, especialmente después que lo curé de lo que él creía ser
dispepsia crónica.
Me miró y esbozó un saludo.
—He creído necesario ocuparme personalmente de su camarote, señor —dijo.
—Muchísimas gracias —respondí. Un sudor frío comenzaba a mojarme la frente
y tuve que sacar el pañuelo y enjugármelo. Traté de disimular, sacando cigarrillos y
ofreciéndole uno—. Fume un cigarrillo… y no emplee un tono tan oficial —le dije.
Sonrió y tomó el cigarrillo. Luego, prosiguió:
—No se preocupe, doctor. No es agradable, pero pasa pronto.
Apenado, repuse:
—¿Tengo en realidad tan mal aspecto?
—Los he visto peores —luego se dirigió a la litera y la colocó en la posición
adecuada para el “Jag”; la aseguró y sacó las anchas correas que servirían para atarme
a ella. Me miró otra vez. Ya no sonreía—. Una cosa quiero advertirle, doctor: para un
“Jag” debe usted apretar bien fuerte las correas.
—Lo tomaré en cuenta —le contesté. Ensayé una sonrisa, pero no debo haber
tenido mucho éxito, porque de pronto extendió una mano y me palmeó el hombro.
—Tómelo con calma —dijo—. Tómelo con calma.
Salió, cerrando la puerta tras sí.
Encendí un cigarrillo y fuí y vine por el camarote, dando cuatro pasos en cada
sentido. Me pareció que el tiempo transcurría con lentitud, pero sólo pasaron un par
de minutos antes de que se oyera el agudo silbido de la señal de alerta a toda la
tripulación, a través del intercomunicador.
—Escuchen ahora —dijo nuevamente la voz de Adams—. ¡Todo el mundo a las
posiciones de DC! (deceleración), ¡todo el mundo a las posiciones de DC! Los jefes
de sección comuniquen una vez cumplida la orden. Nada más.
No era sólo mi frente la que sudaba ahora. Me sentía totalmente mojado. Me
recosté en la inclinada litera, apoyé los pies en el descansapiés y comencé a atarme
las piernas. Mis dedos sintieron la frialdad del suave y resbaladizo material plástico
de las correas.
Se abrió la puerta y entró apurado el contramaestre. Yo dije:
—Hola… —y esta vez ni siquiera traté de sonreír.

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—Sólo nos quedan un par de minutos. —Me empujó hasta acostarme del todo
sobre la litera—. No hay tiempo para charlar. —Terminó de atar mis piernas, tan
fuertemente que tuve mis dudas respecto a la circulación. Comenzó a asegurar la
correa correspondiente a la caja torácica y yo refunfuñé y empecé a quejarme. Luego,
lo pensé mejor y me callé.
Cuando hubo terminado de atarme, apenas podía respirar.
—Aférrese bien ahora a esas manivelas. Apriete como si tratara de torcerlas. —
Buscó en su bolsillo y extrajo dos pequeños objetos que no pude identificar—. Esto le
aliviará algo —dijo, e inclinándose sobre mí me colocó uno de aquellos adminículos
en cada oído. Me contempló durante un segundo y sonrió.
Un instante después se había marchado. Transcurrieron unos pocos minutos, o
años, o segundos y oí, débilmente a causa de los tapones auriculares, el silbido del
intercomunicador. Tres toques esta vez y ninguna voz a continuación…
Hubo un momento de calma y luego comenzó el “Jag”…
La primera manifestación fué un sacudón violento que conmovió de tal modo la
estructura íntegra de la nave que la idea de que algo andaba mal, de que alguna pieza
de la infinitamente intrincada máquina había fallado, cruzó como un relámpago por
mi mente.
Pese a la cruel opresión de las correas, mi cuerpo fué forzado hacia adelante,
hasta que creí que el plástico se hundiría en mis carnes.
Luego, se produjo el Ruido. A pesar de los tapones, pareció atravesar mi cabeza
como un escalpelo al rojo blanco. Una especie de apoteosis del sonido, proveniente
del metal torturado, forzado hasta el límite mismo de su resistencia.
Después, todo junto: el Ruido, la vibración que sacudía la nave y las correas que
me lastimaban, todo pareció unificarse y estar dentro de mí. Me sentí como si todo mi
cuerpo, más aún, todo mi ser, estuviera luchando contra una fuerza decidida a lograr
mi desintegración absoluta…
Por fin… nada… Hasta que volví en mí y sentí unas manos que manipulaban las
correas en torno a mis piernas.
Era el contramaestre. Estaba parado normalmente y comprendí que el campo de
gravedad artificial funcionaba de nuevo. Mientras me desataba las correas que me
sujetaban el cuerpo, conseguí mascullar algunas palabras. Probablemente, no las
entendió, pero sabía lo que yo trataba de decirle.
—No se preocupe más, doctor. Ya pasó todo y estamos otra vez como en la
Tierra… —me dijo.

IV

No tardé mucho en quitarme mis ropas ajadas y ponerme otro uniforme, para ir al
comedor. Excepto un dolor de cabeza y una sensación de debilidad en las rodillas, me

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sentía bien. Pero tenía enorme necesidad de beber un trago.
No era el único, pues Farman estaba allí, habiendo consumido ya la mitad de una
poderosa mezcolanza que él denominaba un “Sabueso Aéreo Especial”. Mi corazón
se acongojó cuando lo vi: no me sentía en disposición de que me tomaran el pelo.
Pero no debí haberme preocupado, porque, al menos por esta vez, Jerry Farman
parecía no tener ganas de bromas. Dijo:
—Hola, doctor —y levantó su vaso. Luego prosiguió—: ¡Este sí que fué un “Jag”
bravo, de verdad! —Hinchó las mejillas—. Creí que no iba a volver en mí.
Eso me hizo sentir mejor.
—Lo mismo me ocurrió a mí —dije, sirviéndome una copa y bebiéndome la
mitad de un trago—. Mis piernas son lo que anda peor, las siento flojas.
Farman repuso:
—No es usted, doctor, es la nave. Es la diferencia de velocidad. —Vació su vaso,
lo apoyó sobre la mesa y se dirigió a la salida. Pero al llegar a la puerta se detuvo,
añadiendo—: ¿Le agradaría subir a la cabina de contralor? En este momento es de lo
más emocionante mirar por el observador grande.
Me aferré a la oportunidad que se me presentaba, tan ansioso, que dejé la mitad
de mi bebida y en menos de un minuto seguía a Farman hacia la cabina de contralor.
Adams ocupaba el asiento del piloto. Sus ojos estaban fijos en la pantalla de ocho
pies de lado del gran visor. No se movió cuando entramos, pero Quinn nos vió y se
puso rápidamente de pie. Exclamó:
—¡Ah! —y se pasó la lengua por los labios, en demostración de sentir sed. Me
miró y me dijo—: Siéntese en mi lugar, si le agrada, doctor —y salió rápido de la
cabina.
Adams habló a Farman, sin darse vuelta.
—Ayúdeme, Jerry. Enseguida.
—Comprendido —respondió Farman y se deslizó en su asiento, frente al enorme
astroglobo que se balanceaba gentilmente en su caja transparente.
El asiento de Quinn estaba un poco alejado del puesto del piloto y del
correspondiente al astronavegador, entre los dos pupitres de los calculistas. Me
ubiqué en él, lo hice girar, miré hacia la pantalla del visor y proferí una exclamación
de sorpresa. La sensación de hallarnos detenidos en un Cosmos en movimiento había
desaparecido. ¡Ahora sí podía sentirlo!… La nave se movía, dirigiéndose como una
flecha hacia una única y resplandeciente estrella que pendía en la oscuridad, delante
nuestro…
Altair… una joya inverosímil y brillante, contrastando sobre una cortina del más
inconcebible terciopelo…

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Horas más tarde, cerca de las 18 de nuestro sistema horario, estaba yo
nuevamente en la cabina de contralor. Había ido a la sala de cirugía a preparar la
reglamentaria revisión médica previa a la llegada, pero volví tan pronto como pude.
Quinn se había ido a la sala de relevos, de manera que ocupé otra vez su silla…
Y vi algo que hizo que mi primera contemplación de Altair, que tanto me
impresionara, pareciera casi insignificante. Cuando me senté, la única diferencia que
pude notar fué que el astro parecía más cercano, y por lo tanto más grande; pero,
oportunamente, a medida que observaba, otras estrellas más pequeñas comenzaron a
destacarse en torno a la mayor, sobre el renegrido terciopelo. Y cada una mostrábase,
a mis ojos fascinados, de diferente color.
Era como ver nacer las estrellas. El hecho de que supiera que eran integrantes de
una constelación que había existido desde el comienzo de los tiempos, no disminuía
para mí la exquisita sensación de verlas nacer…
No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, fascinado, pero cuando por fin regresó
Quinn, casi me arrancaron del asiento. Adams y yo abandonamos la cabina de
contralor, tomamos una comida ligera y luego me fui a acostar.
Pero no para dormir. Adams me había dicho que para la mañana siguiente
veríamos los planetas de Altair y eso me había excitado lo bastante como para no
permitirme más que dormitar en forma esporádica.
Me hallaba en la última de esas modorras, cuando fui despertado de golpe por un
agudo silbido del intercomunicador, al que siguió la voz de Adams, llamando a todos
a reunión general.
Me vestí rápidamente y me dirigí al comedor de la tropa, donde se realizaban
todas las reuniones de carácter general. Me ubiqué en primera fila, junto a Farman y a
Quinn. Detrás nuestro estaban el contramaestre y los dos suboficiales. Tras ellos, el
resto de la tripulación. Eramos veinte. John Adams no se hallaba aún allí, de acuerdo
a ese protocolo, no escrito que parece disponer que el comandante haga esperar a los
demás.
Miré en derredor y, por milésima vez pensé cuán jóvenes eran todas esas caras. Es
decir, jóvenes en la carne y en el color, en su tejido celular. Pero, en otro sentido, no
eran en absoluto jóvenes, sino veteranos curtidos por la experiencia. De ahí pasé a mi
viejo pensamiento acerca de la nueva generación que estos muchachos constituían.
Luego, llegó Adams. Se detuvo en el extremo del salón y nos miró. Estaba serio y
calmoso como siempre y se me ocurrió que representaba mejor a la nueva generación
que cualquiera de los otros. Tal vez eso se debía a que pesar de sus hermosos y
definidos rasgos, de edad incierta, parecía tener más sensación de su propia fuerza y
contralor que la que sus probables veintisiete años podrían haberle dado en cualquier
otra actividad de la vida.
—Todos ustedes saben para qué están aquí —dijo por fin—. Para conocer, de
acuerdo a las órdenes en vigor, el motivo de este viaje. Personalmente, opino que este
sistema de no revelar a la tripulación el objeto de la expedición hasta haber llegado a

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destino es… bastante tonto. Anticuado, como la propulsión por medio de cohetes.
Creo que se les debería haber dicho, no sólo dónde vamos, sino por qué. —En este
momento hizo una de sus raras sonrisas—. Pero si cualquiera de ustedes, sabandijas
del espacio, llega a repetir lo que he dicho, lo castigaré por calumniar a un oficial.
Hubo risas y luego prosiguió:
—Nos dirigimos al cuarto planeta de la constelación de Altair, como todos saben.
Si el Teniente Farman es tan buen astronavegador como él dice serlo… —nuevas
risas—, deberemos descender allí dentro de veinticuatro horas. —Hizo una pausa—.
Nada sabemos acerca de este planeta. Vamos en tren de reconocimiento. Objeto:
averiguar qué le ha pasado a la Misión Exploradora Número Ochenta y Tres. Esta
Misión abandonó la base terrestre hace veinte años, del calendario de la Tierra.
Partieron en la espacionave E-X-10Y “Bellerophon”, en la que iba la habitual
tripulación mixta de hombres de ciencia, técnicos y soldados. La expedición era la
primera que se dirigía a la constelación Alpha Aquilae.
Recorrió con la mirada la asamblea y dijo:
—Nadie sabe qué le pasó al “Bellerophon”, o a la expedición. Ni siquiera
sabemos si descendieron en Altair 4, en definitiva. Esto se debe a que cualquier
forma de comunicación por radio, a esta distancia, es casi imposible, aún hoy y el
equipo del “Bellerophon” era veinte años anterior al nuestro… Así, pues, nuestra
tarea consiste en comprobar si el “Bellerophon” llegó, y si lo logró, qué pasó con la
tripulación. No olviden la comprensión del tiempo: si ellos han sobrevivido, nos
espera una visita interesante, porque han pasado veinte años en un planeta que jamás
pisó el hombre.
Y eso fué todo. Adams despachó al personal y se dirigió apresuradamente a la
cabina de contralor, llevando a Farman consigo. La tripulación, en especial los más
viejos de ella, conocía lo poco que le agradaba a Adams dejar la marcha de su nave
librada al contralor automático, sin supervisión personal. Eso les gustaba. Para ellos
era la señal que distinguía a un buen comandante.
Cuando me dirigía a la puerta, encontré a Quinn a mi lado. Me agradaba Alonso
Quinn, pese a su modo preciso, parecido al de una solterona, que, yo empezaba a
creer, provenía de su profesión. Después de todo, un Diseñador “debe” ser exacto y
minucioso para cumplir su función con eficacia.
—Supongo que para ustedes, los veteranos, será diferente, pero para mí es
sumamente excitante todo esto —dije.
Me estudió a través de sus anteojos enormes.
—Perfectamente comprensible, doctor.
—No creo que vaya a dormir mucho esta noche —manifesté—. Demasiadas
cosas en que pensar.
—Permítame que le aconseje contra esas “cavilaciones” —me dijo Quinn—.
Cuanto más predicciones mentales haga, mayores decepciones sufrirá…

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VI

El anuncio de Adams de que en veinticuatro horas llegaríamos al final de nuestro


viaje, resultó exacto. Porque a cierta hora de la madrugada fuí despertado de mi
liviano sueño por el silbato del intercomunicador y escuché, cosa rara, la voz de
Farman, que decía:
—Escuchen: Habla el Teniente Farman en representación del Comandante.
Nuestro objetivo, Altair 4, está a la vista. Todos los tripulantes que no estén en
servicio, repito, los que no estén en servicio, pueden usar los visores de la cubierta Nº
2. El planeta y sus satélites se ven por el lado de babor. Nada más.
Me tiré de la cama y me dirigí a mi visor de un solo salto. Accioné la perilla y
esperé con impaciencia mientras la pantalla se nublaba, resplandecía y finalmente se
aclaraba…
Extraño es decirlo, mi primera impresión fué de desagrado. Parecía muy pequeño,
colgado como un adorno de Navidad en medio de la pantalla. Y no había nada de
extraño en su forma. (Dios sabe qué imágenes se había formado mi mente). Con
excepción de ser un poco más ovalado y comprimido en sus extremos, se parecía
mucho a la Tierra.
Pero luego comencé a apreciar cuán bello era. Y cuán extraño también, con su
atmósfera que expandía un trémulo halo color turquesa y sus dos pequeñas lunas
verdosas, de un tinte como nunca había visto igual…
Debo haberme quedado de pie allí durante una hora, observando cómo nuestra
velocidad nos acercaba más y más al planeta, que se agrandaba hasta llenar la
pantalla por completo…
Me volvió a la realidad una visita del contramaestre.
—Buen día, doctor —dijo—. Saludos del comandante… y, si desea subir a la
cabina de contralor, será bien venido. —Me sonrió mientras yo buscaba apurado mi
ropa—. Se está divirtiendo en grande con todo esto, ¿eh, doctor?
—¿Por qué no habría de hacerlo? —Me puse la chaquetilla y la abotoné
febrilmente—. Si quiere que le diga lo que pienso, esa actitud indiferente que cultivan
ustedes, los veteranos del espacio, no es más que una pose.
Su sonrisa se desvaneció.
—Puede ser —admitió—. Quizás tenemos mucha experiencia. Quizás tratamos
de cubrir nuestro temor.
Había algo en su tono que me hizo alzar la vista de los zapatos que me estaba
poniendo. Pero sólo pude ver su espalda, mientras se dirigía a la puerta…
En el contralor hallé a Adams, Quinn y Farman en sus puestos. Pero el visor
gigante no estaba funcionando. No comprendí por qué lo habían desconectado, hasta
que Adams tomó el micrófono del intercomunicador y dijo:
—Escuchen: Comandante a tripulación. Estamos a punto de entrar en el FI
(campo de influencia) de nuestro objetivo. Todos a los puestos de DC (deceleración).

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Todos a los puestos de DC. Nada más.
Entonces comprendí. Estábamos por pasar lo que ellos llamaban una deceleración
de segundo grado, al penetrar la envoltura atmosférica del planeta. No hice caso, pues
en mi adiestramiento la había experimentado. No se parecía en nada al “Jag”. Farman
y Quina fueron hacia la hilera de enormes lámparas de deceleración que bordeaban la
cabina y yo los seguí, con Adams detrás. Ocupé mi lugar al final de la hilera, sobre la
plataforma debajo de la lámpara. Los otros se colocaron bajo las suyas. Adams, el
último.
Casi al momento la nave se estremeció, las luces pestañearon y luego
disminuyeron: la campana de la nave comenzó a contar en tañidos medidos.
Simultáneamente, los raros rayos Omega de variado color que emitían las lámparas
situadas sobre nuestras cabezas, cayeron sobre nosotros. Experimenté una sensación
de entumecimiento e impotencia en todo el cuerpo y que se me revolvía el estómago.
La campana dejó de tañer. Las luces aumentaron en intensidad y las lámparas de
deceleración se apagaron automáticamente. Descendí de mi plataforma. Mi cuello
estaba rígido y me sentía todavía un poco mareado. Pero nada más.
—Deseo que lleguen a perfeccionar esas lámparas hasta el punto de que sirvan
para un “Jag” —dije, pero nadie prestó atención a mis palabras, Adams y Farman
estaban de nuevo en sus asientos y Quinn pasó junto a mí para ir hasta un aparato que
recordé era el contralor de radio de corta distancia.
En ese momento alguien debe haber conectado de nuevo el visor, porque la
pantalla comenzó a fulgurar y a parpadear, mientras se calentaba.
Y de pronto, Altair 4 llenó la pantalla como un gran mapa en relieve, todo un
hemisferio bañado por la luz de su astro solar, Altair. La luz tenía todavía ese extraño
color verde-azulado, como si filtrara a través de una lámina de turquesa y era
sorprendentemente clara…
Quedé maravillado, toda mi capacidad de conocer parecía estar concentrada en
mis ojos, de manera que todo cuanto mi mente podía hacer era recibir impresiones.
Era como encontrarse bajo un poder hipnótico y no tengo, en absoluto, idea de cuánto
duró ese estado.
Cuando por fin pude volver a pensar, mi primera reacción fué de sorpresa, por la
creciente semejanza del, planeta con la Tierra. Aquí no se veía el desierto gris-
blancuzco, erizado de cráteres, de la Luna; ni la monotonía rojiza, surcada de canales,
de Marte. Había aquí llanuras y océanos, ríos y cordilleras, y ninguna coloración
predominante, sino todos los tonos y gradaciones de tonos imaginables…
Repentinamente quise hablar acerca de ello; a alguien, a cualquiera. Dejé de mirar
a la pantalla por vez primera y enseguida percibí la tensión reinante. Nadie se había
movido, nadie parecía hacer nada, pero había una atmósfera tensa que resultaba casi
tangible.
Adams habló de pronto y casi me hizo dar un salto.
—¿Nada aún, Alonso? —dijo.

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Quinn sacudió la cabeza, sin darse vuelta. Tenía colocados un par de auriculares
de forma rara.
—Nada, jefe. Creí que había algo, hace un momento, pero no era nada más que
ruidos estáticos —dijo. Pude notar su ceño fruncido, tras sus anteojos—. Ruidos
estáticos peculiares, pero nada más…
Farman levantó la vista.
—¿Vamos a virar al otro hemisferio, jefe?
—¿Por qué apurarse? —dijo Adams en tono cortante Miró nuevamente a Quinn
—. Siga probando, Alonso —le dijo y se volvió a sus controles de pilotaje.
Me sentí completamente avergonzado de mí mismo. Había estado en un trance de
excitación causado por mis propias sensaciones, mientras todos los demás pensaban
en los hombres que habíamos venido a buscar.
Ahora no podía pensar en nada más, dirigiendo sólo ocasionales mirarlas a la
pantalla, para ver qué hacía Adams con la nave. Parecía estar descendiendo, muy
lentamente, y al mismo tiempo describiendo amplias espirales.
Transcurrió media hora, quizás una hora. Y aún no habíamos conseguido
resultado alguno. Quinn mostraba el entrecejo más fruncido; Adams, un rictus de
severidad en su boca. Hasta Farman aparecía fatigado y acosado. En una oportunidad
creí que habíamos conseguido algo. Habían conectado el gran altoparlante situado
sobre el asiento del piloto, ahora y, de pronto, habían surgido sonidos del mismo.
Sonidos extraños. Eran como… como nada de que yo tuviera experiencia anterior.
Pero Quinn dijo que eran ruidos estáticos, y él era el experto. Debía tener razón…
El tiempo pasaba lentamente. Las espirales nos hicieron descender, pero muy
despacio. A una orden de Adams, Farman se colocó unas gafas especiales y se paró
bien cerca de la pantalla del visor, estudiándola detenidamente.
—Ni señales de habitación colectiva, jefe. Ni una ciudad, ni un puente, ni una
represa. —Por un momento volvió a su rostro su sonrisa de escolar—. Absolutamente
nada, en realidad. —La sonrisa se desvaneció—. Podrían escapárseme estructuras
aisladas, pero tendrían que ser muy pequeñas.
—Siga observando —gruñó Adams. Creí que iba a decir más, pero no tuvo
oportunidad, porque Quinn interrumpió bruscamente para decir:
—¡Jefe… jefe! Nos están buscando con radar. ¡Secuencia K!
Desde el gran altoparlante surgió un ronco cacareo y el cuerpo de Quinn se puso
por completo en tensión, mientras alargaba una mano para ajustar uno de los diales
con febril cuidado.
El cacareo cesó y en su lugar el parlante emitió una voz resonante, metálica:
—Nos están buscando —decía.
Era como un eco imposible de Quinn, que me hizo levantar de mi asiento. Me
quedé contemplando la boca del altoparlante. Adams y Farman lo miraban también.
Quinn dijo algo, pero ninguno de nosotros lo oyó, jorque de nuevo se escuchó la voz.
Era lenta, baja y mesurada.

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—Espacionave, identifíquese. Los estamos sintonizando… Espacionave,
identifíquese. Los estamos sintonizando…
Adams asió su micrófono.
—Aquí el Crucero C-57-D de los Planetas Unidos, habla el Comandante John
Adams. ¿Quién es usted?
Hubo una larga pausa. Y se produjo un cambio sutil en la voz metálica, cuando
habló de nuevo. Como si sus palabras fueran proferidas con aversión:
—Es Morbius el que habla.
Farman colocó un papel desplegado, sobre el pupitre que Adams tenía ante sí.
Adams le echó una mirada al papel.
—¿Edward Morbius? —preguntó—. ¿Del “Bellerophon”?
—Exacto —respondió la voz, y no dijo más.
Adams y Farman cambiaron miradas entre sí. Estaban tan perplejos como yo. La
reacción de aquel hombre ante este primer contacto con la Tierra, en lo que, para él,
debían haber sido un par de décadas, parecía completamente absurda.
Adams dijo:
—Es grato saber que el “Bellerophon” alcanzó su meta, doctor Morbius. —Estaba
tratando de dar con el tono adecuado.
Se produjo otra pausa. Y luego:
—¿Piensa usted descender, comandante?
Ahora no quedaba duda en cuanto a la frialdad de la voz.
—¿Qué otra cosa habríamos de hacer? —respondió Adams—. Usted parece no
comprender, doctor. Mi misión es exclusivamente hallar la expedición del
“Bellerophon”. Informar sobre su actual estado. Y relevarla, si es necesario.
Esta vez hubo más que una pausa. Fué un silencio tan largo, que Adams miró a
Quinn y le preguntó:
—¿Estamos todavía en comunicación?
Quinn asintió con firmeza y Adams se volvió a su micrófono.
—Escuche, doctor Morbius —solicitó—, ¿se encuentra usted presionado en
alguna forma? Responda “sí” o “no” y yo me encargaré de hablar.
La respuesta fué inmediata.
—No se trata de presión alguna, comandante. —El tono era ahora duro e incisivo
—. No hace falta ayuda de ninguna especie. Es necesario aterrizar. En realidad, no es
aconsejable. —Hizo otra pausa y prosiguió—: Podría, en verdad, resultar desastroso.
Seleccionando sus palabras, Adams contestó:
—Mis órdenes, repito, mis órdenes, son que aterrice en Altair 4 y observe la
situación.
—Un comandante del espacio debe siempre adecuar sus órdenes a su discreción.
—La voz era aún más dura y más alta—. Repito, es innecesario que desciendan, e
insisto también en que podría resultar un desastre.
Adams dijo:

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—Mi discreción sigue la misma línea que mis órdenes. —Su tono era terminante,
deliberado—. Agradecería se me indicaran coordenadas para un aterrizaje. Lo más
cerca posible de ustedes.
Mientras hablaba, garabateó algo sobre un block y se lo pasó a Farman.
Farman se puso de pie con rapidez y alcanzó el block a Quinn. Pude adivinar que
era una orden para que tratara de determinar la ubicación de la otra radio.
—Comandante —dijo la voz—, si usted desciende en este planeta, no podré
responder por la seguridad de su nave o la de su tripulación.
Se notaba un temblor en sus palabras. Podría haber sido enojo o miedo.
Adams respondió:
—Voy a descender, doctor Morbius. ¿De qué naturaleza es ese peligro?
Silencio. Farman pasó presuroso junto a mí y pude vislumbrar otra vez el block.
Quinn había escrito: “Circunscripta a un recuadro de unas 50 millas terrestres de
lado.”
Farman lo depositó frente a Adams. Este lo miró y luego habló por el micrófono:
—Repito, doctor Morbius. ¿De qué naturaleza es el peligro?
Esta vez hubo una respuesta. Fué vacilante:
—No puede… ser descripto… adecuadamente. No hay palabras…
Adams interrumpió:
—Déme, entonces, las coordenadas para descender. Como jefe de la expedición,
usted está obligado a conocerlas.
—¿Comprende usted que yo no aceptaré ninguna responsabilidad? Por nada que
pueda sucederles.
Otra vez se notaba el temblor en su voz. Era esta vez un temblor de rabia.
—Las coordenadas, por favor.
Oímos un sonido que no puede haber sido otra cosa que un suspiro. Y luego:
—Tengo aquí el diario de vuelo y las cifras de nuestro astronavegador…
Adams hizo una seña a Quinn, que se acercó aprisa a su jefe. Farman, block y
lápiz en mano, se agachó aún más. La voz comenzó a dar cifras, entremezcladas con
frases técnicas. No tenían sentido para mí, pero Farman las copiaba y Quinn
estudiaba el block por sobre su hombro.
—Nada más —dijo la voz. Adams dirigió una rápida mirada a Quinn, que ahora
hacía cálculos en su propia libreta, muy apurado.
Adams tomó el micrófono y dijo:
—Voy a confrontar —y comenzó a leer lo escrito en el block. Casi había
concluido cuando Quinn levantó la vista y movió la cabeza en sentido decisivo.
Adams terminó de leer y la voz dijo:
—Perfectamente correcto, comandante.
Nuevamente escuchamos ese inconfundible suspiro. Siguió luego un silencio. Era
un silencio diferente de los otros y Quinn volvió de un salto a sus controles.
Hurgueteó sus diales por un momento, pero luego nos miró y sacudió la cabeza:

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—Cortó —dijo.
Nadie habló durante un rato, hasta que Farman repuso:
—No precisamente muy cordial el recibimiento, ¿verdad?
Adams miró a Quinn.
—Esas coordenadas, ¿coinciden con sus cifras?
—Absolutamente —respondió Quinn, muy seguro—. Casi exactamente en el
medio de mi cuadrado de cincuenta millas.
—¿Qué estaba pensando, jefe? —preguntó Farman—. ¿Que Morbius podría
hacernos aterrizar en un lugar inadecuado?
—O en medio del peligro —respondió Adams. Con gran sorpresa mía, me dirigió
la mirada. Creía que se había olvidado de mi existencia—. ¿Qué le sugirió esa voz,
doctor? ¿No se le ocurrió que Morbius podría estar mal de la cabeza?
—No —respondí—. No se me ocurrió. —Consideré el asunto—. Emotivo…
balanceándose entre el enojo y el temor. Eso es lo que pensé…
—¿Temor? —Adams recalcó la palabra—. ¿Por él?
—No lo creo así —dije, encogiéndome de hombros—. Sólo estoy adivinando, por
supuesto. Me pareció que estaba genuinamente temeroso a causa de ustedes. El enojo
se debía a la negativa a aceptar sus consejos.
Quinn dijo:
—Jefe, ¿qué quiso usted decir cuando le preguntó si lo estaban presionando?
—Pues eso, justamente —respondió Adams—. ¿Por qué no podría haber vida
nativa inteligente allí? —Se echó para atrás, entrecerrando los ojos, sopesando cuanto
había en su mente.
No le llevó mucho tiempo. Se irguió y, dirigiéndose a Jerry Farman, le espetó:
—Trace una ruta de acuerdo a esas cifras. —Y volviéndose a Quinn—: Alonso,
ocúpese de las pruebas de atmósfera y gravedad, a medida que perdemos altura.
Hizo girar su silla, conectó el intercomunicador y tomó su micrófono.
—Comandante a tripulación —ordenó—. Comandante a tripulación. Escuchen:
Vamos a descender. Hasta nueva orden, la nave está en Alerta B. Pepito: desde ahora,
hasta nueva orden, Alerta B. Contramaestre: comunique a la cabina de contralor
cuando se haya cumplido la Alerta. Nada más.
Cerró el intercomunicador y me miró. Farman estaba ya atareado, suministrando
cifras a su calculista, Quinn, concentrado en sus tableros de contralor.
—Alerta B —apuntó Adams—. Eso no le impide realizar su revisión previa al
aterrizaje, Mayor.
Balbucí una excusa y salí prestamente de allí, dirigiéndome a la enfermería. No
había allí visor, pero no importaba. De todas maneras, estaba demasiado ocupado…
Un rato después de haber examinado al último tripulante, vino otra orden de
Adams, y unas migajas de información. Su voz sonaba seca y terminante, por el
intercomunicador:
—Escuchen ahora: La nave estará en Alerta A, desde el momento en que termine

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este mensaje. En Alerta… A… desde el momento en que termine este mensaje. Nos
preparamos para descender. Las pruebas demuestran que éste es un planeta del tipo
de la Tierra. La atmósfera y la gravedad no requieren, repito “no requieren”, trajes o
cascos especiales. La vestimenta será la de Campaña Nº 2, con armas. Contramaestre:
informe a la cabina de contralor cuando se haya cumplido la Alerta A. Nada más.
Me dirigí con rapidez a mi “ocho por seis”, para cambiarme…

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CAPITULO SEGUNDO
RELATO DEL MAYOR C. X. OSTROW, MEDICO
(Continuación)

Ya estábamos abajo. Habíamos descendido en Altair 4…


Estábamos listos para cualquier evento, pero nada parecía ocurrir.
Como un enorme hongo, imposible de concebir, nuestra nave se asentó sobre su
tren de aterrizaje. A la luz de tinte turquesa, que se reflejaba sobre su coraza, parecía
aún más grande y pulida que diez años terrestres atrás, e incontables millones de
millas de distancia al día que la contemplara por primera vez, en la base de partida.
Dentro de la nave había hombres apostados en los cañones de munición explosiva
y de desintegración, en las aberturas que parecían negras bocas en los relucientes
costados. Afuera, el resto de la tripulación, armada, estaba desplegada en un círculo
protector. Un poco más adelante se hallaban los oficiales, entre los cuales, con gran
alegría de mi parte, yo me encontraba. Había temido que, como todavía estábamos en
estado de Alerta A, listos para cualquier emergencia, se me ordenara permanecer en
la enfermería. Pero, gracias a Dios, no había sido así.
Y, gracias a Dios otra vez, nadie se inmiscuía conmigo. Adams, con los
binoculares ante sus ojos, efectuaba una lenta y minuciosa observación del horizonte.
Farman iba y venía, fumando un cigarrillo. Quinn, en cuatro pies, parecía absorto en
el estudio del suelo arenoso. Yo me encontraba librado a mi propio albedrío y muy
contento. Los otros tenían que pensar, pero yo no. Podía dejarlos que se encargaran
de las preocupaciones y entregarme a mis sentidos, tratando de observar todo cuanto
veía de extraño…
Había bastante que mirar y observar. La sensación de semejanza con la Tierra
había desaparecido por completo. Estábamos en un desierto, con el sol cayéndonos a
plomo. Había aire para respirar y arena sobre la cual caminar; panoramas que
nuestros ojos podían ver y además podíamos oír el crujido de nuestro calzado, al
caminar. Pero nada era igual, nada era ni remotamente parecido a la Tierra…
No obstante, yo me sentía espléndidamente. Aspiraba profundas bocanadas del
aire suave y embriagador. Miré al cielo color turquesa y luego a la arena rojiza.
Contemplé a mi alrededor las extrañas agujas estalagmíticas de roca azul-grisácea,
que se alzaban sobre el arenal en montones dispersos al azar, y luego, más allá de
ellas, junto al horizonte, las cadenas de montañas dentadas, gris-verdoso, por un lado
y los declives suaves por el otro, probablemente cubiertos de vegetación, refulgentes
a la luz del día…
Me sobresaltó la voz de Quinn, muy cerca de mí.

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—Mire esto, doctor —dijo y al volverme vi que me alargaba un trozo de la roca
azul-grisácea—. Una formación extraordinaria —comentó—. Más dura que el
granito, pero más liviana que la piedra pómez.
Extendí la mano para tomarla, pero no llegué a hacerlo, porque detrás de mí se
oyó la voz de Adams que gritaba:
—¡Contramaestre! ¡Alerta!… ¡Al frente, a su izquierda!
Me di vuelta y vi que Adams señalaba a la distancia, a través del rojo desierto.
Millas más lejos se veía remolinear en dirección a nosotros una oscura nube de arena,
a velocidad tremenda. Pensé que sería efecto del viento, como las trombas que se
producen en Arizona, pero algo me decía que no era eso.
Oí al contramaestre dando órdenes y vi que cuatro, de los tripulantes se colocaban
junto a Adams. Después de eso, ninguno de nosotros se movió ni habló.
La nube arenosa siguió remolineando, directamente hacia nosotros y, dentro, o
quizás delante de ella, percibí algo a lo que la luz hacía despedir destellos metálicos.
La velocidad era tan grande que, en contados segundos, aquello, fuera lo que
fuere, estuvo casi sobre nosotros y se detuvo tan bruscamente que hizo elevar aún
más la polvareda. Quedó detenido a unas veinte yardas de donde estábamos y uno de
los tripulantes, a la derecha de Adams, se llevó el arma al hombro. El contramaestre
le gritó y el hombre bajó el arma a la posición de alerta, con un movimiento
convulsivo. No pude menos que compadecerlo, sin embargo; había habido algo, lo
había aún, en aquella súbita llegada, que me hizo poner tensos todos los músculos del
estómago.
El polvo se aplacó y nos encontramos ante lo que, evidentemente, era un
vehículo. Tenía ruedas raras, de aspecto frágil y parecía estar hecho de metal y
material plástico. De unos quince pies de largo, tenía una forma fea, tosca. Al frente,
coronando el resto, había una masa amorfa, de metal, que emitía rayos luminosos en
forma intermitente. Tras era masa se veían, en la chata carrocería, semejante a la de
un trineo, cuatro asientos, protegidos por parabrisas cónicos. Pero los asientos
estaban desocupados. Delante mío, Farman murmuró:
—¡El aparato está completamente vacío!
Me sorprendí diciendo en voz alta:
—Eso del frente debe de ser… el motor. Pero, ¿dónde está el conductor?
—Cállese y observe —me dijo bruscamente Adams.
Toda aquella masa amorfa que coronaba el frente del vehículo, que yo había
tomado por el motor, la fuente de energía, se movía. Se alzaba, se hacía más alta…
Y… y descendió del vehículo, dejando sólo la plataforma chata. Al parecer, la
fuente de energía era también el manipulador de la misma…
Era una forma erecta, bulbosa, de unos siete pies de altura, que recordaba un
dibujo de un hombre hecho por un niño. Debajo del cuerpo se veían dos piernas
regordetas y cortas, como pilotes y, proyectándose de la parte superior, a la altura de
los hombros, dos prolongaciones semejantes a brazos. La cabeza era una excrecencia

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en forma de cúpula de donde partían los rayos luminosos…
Aquello dió vuelta y comenzó, lenta y pesadamente, a caminar hacia nosotros. El
contramaestre se arrimó más a Adams y le dijo algo, a lo que éste respondió:
—¡No! —en forma decidida—. No veo que tenga ningún arma.
Jerry Farman añadió:
—Podría ser un arma, jefe —pero Adams sólo hizo un gesto demandando
silencio.
Nos quedamos quietos, observando cómo aquello se iba acercando. Tenía un
andar curioso, ondulante y las especies de piernas estaban articuladas.
Se detuvo enfrente nuestro, a unos quince pies. La parte delantera de la cabeza
presentaba aberturas, de las que se veían salir luces, más brillantes y formadas ahora.
Del interior de la estructura metálica surgió un ruido áspero…
Y el objeto habló. Con sonidos monótonos, pero habló.
Yo quedé tan atónito que perdí las primeras dos o tres palabras. Pero le oí decir:
—… Bien venidos. Debe llevar al comandante y a los oficiales adonde está el
doctor Morbius.
Al llegar a la última palabra, todo se detuvo. Las luces se cortaron y también la
voz y el chirrido que la acompañara.
Fué como si aquel objeto hubiera muerto. Ahora estaba simplemente allí, parado,
un montón de oscuro metal inanimado, de tosca forma.
Quinn inició un excitado parloteo, mientras tomaba a Adams de un brazo.
Alcancé a entender las palabras: “Robot… control remoto…” y luego calló.
Fascinado, soltó el brazo del jefe y avanzó.
Pero Adams lo sujetó por un hombro y lo hizo retroceder bruscamente. Se
tambaleó y luego se quedó muy tieso, dedicándole a Adams una mirada funesta, de la
cual nunca lo hubiera creído capaz.
Farman hablaba ahora.
—¡Robot! —decía con desprecio—, ¿quién vió jamás uno como éste? Excepto en
alguna historieta infantil, por televisión.
Yo sabía que él pensaba cuán diferente era ésta, de las innúmeras máquinas robot,
pulidas y en forma de cajones, que se estaban utilizando en la Tierra. Pero en el fondo
de mi mente se agitaba un recuerdo que no podía precisar. Algo relacionado con
Robots. No con el aparato, sino con la palabra en sí…
Las luces colocadas tras las aberturas comenzaron a funcionar de nuevo. Y se
repitió el sonido áspero, al que siguió luego la voz.
—Debo informarles —tañó—, que estoy radiocontrolado para reaccionar ante la
palabra “Robby”.
Y nuevamente quedó como muerto. Ni luces, ni sonidos.
—¿Oyó eso, Alonso? —Adams miró a Quinn—. ¿Quiere hacer algunas pruebas?
—Después de usted, señor. —Nuestro Jefe Diseñador e Ingeniero se mostraba
resentido.

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Adams se encogió de hombros. Avanzó un paso y, mirando fijamente el montón
de metal, dijo lentamente:
—Robby, ¿puede usted entenderme?
Hubo un guiño de las luces.
—Sí.
Después de esta respuesta monosilábica, la voz calló. Pero esta vez, algunas de
las luces quedaron encendidas, fijas ahora, sin guiños ni cambios.
Adams volvió a hablar.
—¿Debo usar la palabra monitora cada vez que le hablo?
—No. —Las luces variaban de nuevo.
—Usted es —Adams vaciló—, usted es… ¿una máquina Robot?
—Sí. La palabra Robby es una abreviatura.
—¿Está usted bajo el contralor del doctor Morbius?
—Sí. —Ante la palabra “Morbius”, el cambio de luces se hizo muy ligero—.
Tengo que conducir al Comandante y a los Oficiales ante el doctor Morbius.
Siguió un silencio y en medio de él, hablé.
—Escuchen —dije—. ¡Piensa! ¿Se dan cuenta todos de eso? ¡Piensa!
Quinn dijo:
—No lo sabemos, doctor. Todavía no lo sabemos, —su enojo, si persistía, se
había circunscripto a Adams—. Todo cuanto hemos podido observar es reacción y
selectividad. Desde una batería básica.
Sus ojos estaban fijos en el Robot, con la llameante curiosidad del experto.
—¡Menuda batería! —exclamó Farman—. Hágale otra pregunta, Jefe.
Adams, perdido en sus pensamientos, refunfuñó algo así como: “Pregúntele usted
mismo…” Farman me miró y me dijo:
—Pruebe usted, doctor No se me ocurre nada.
Me adelanté, sin perder de vista a Adams. Pero ésta no me prestaba atención.
Miré al Robot y dije:
—Robby… —y recién me di cuenta de que no había pensado tampoco lo que le
iba a decir.
Las luces de la máquina se apagaron por un instante y se volvieron a encender.
Adiviné que estaba haciendo el distingo entre Adams y yo.
—Robby —repetí—, la atmósfera en este planeta… debe… ser… muy rica en
oxígeno… —y me quedé callado.
—El contenido de oxígeno del aire —respondió la voz metálica—, es 4.7 mayor
que el de la Tierra.
—¡Caramba! —Farman me tomó del brazo—. ¡Pavada de preguntita la que le ha
hecho usted…! —Se puso delante de mí, mirando al Robot y alzó la voz—: ¡Eh,
Robby!… —y otra vez noté que las luces se apagaban y se volvían a encender de
inmediato—. ¿Cómo debemos llamarlo a usted: “señor” o “señora”?
Se produjo una risita general entre la tripulación. Farman era así, todo lo tomaba a

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broma. Lo miré y lo mismo hizo Quinn, que gruñó:
—Si usted cree que le va a responder a eso… —y se detuvo de golpe, dejando la
frase inconclusa.
—Pregunta poco inteligible —dijo la voz mecánica—. Referencias al sexo
resultan inaplicables.
Hubo una pausa, interrumpida por una risotada general.
—¡Eso se llama responderle! —exclamó una voz anónima de entre los soldados
que cuidaban los flancos y Farman se sonrió.
—Volvió a dirigirse al Robot, diciéndole:
—Muy bien, de manera que es usted listo. Contésteme esta otra…
Tragó sus últimas palabras, pues Adams volvió de golpe de su ensimismamiento.
—Déjese de tonterías, teniente —ordenó—. Y vuelva atrás.
Farman se atragantó y, avergonzado, dijo:
—Sí, señor —y regresó a su sitio, guardando silencio.
Los hombres estaban en silencio también. Habíase notado algo en el tono del jefe
y repentinamente tuve conciencia otra vez de la situación en que nos hallábamos. Y
de sus desagradables perspectivas.
Adams se aproximó aún más al Robot.
—Robby —le dijo—, ese peligro de que habló el doctor Morbius, ¿en qué
consiste?
La respuesta tardó en llegar notablemente, más que cualquiera de las anteriores, y
otra vez percibí un rapidísimo cambio y recambio en la intensidad de las luces.
—Pregunta no comprendida —expresó al fin la voz metálica—. Haga el favor de
formularla nuevamente.
Muy lentamente, Adams dijo:
—¿Cuál es el peligro al que se refirió el doctor Morbius?
La reacción que siguió a esto fué sorprendente. El chirrido que siempre parecía
acompañar a las palabras del Robot, aumentó hasta convertirse en agudo quejido y las
luces relampaguearon con fuerza. Y luego, al mismo tiempo que el sonido, cesó de
golpe. El aparato quedó silencioso e inmóvil una vez más.
Farman musitó:
—¿Qué le pasó?… ¿Se le quemó un fusible?
Y entonces, antes que ningún otro hablara, se encendieron de nuevo las luces en
la cabeza en forma de bulbo. Me pareció que tenían la misma intensidad moderada
que al principio, pero no me sentí seguro de ello.
El Robot dijo:
—Debo conducir al comandante y a los oficiales ante el doctor Morbius. —
Exactamente como la primera vez.
Adams le volvió la espalda. Se alejó unos pasos, haciéndonos señas a Farman, a
Quinn y a mí para que nos acercáramos. Lo seguimos y cuando estuvimos junto a él,
nos dijo:

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—Dos de nosotros iremos. Jerry y yo. Usted, Alonso, quedará a cargo del mando
aquí. Una vez que hayamos partido, vuelva a la nave y manténgase en contacto
permanente conmigo.
—Coloque centinelas afuera. Mantenga atendidos por sus artilleros los dos
cañones grandes y tenga listo el tractor para salir enseguida, en caso de que tenga que
venir a buscarnos.
—Bien —dijo Quinn y Adams preguntó—: ¿Alguna duda? —y nos miró por
turno.
Farman y Quinn sacudieron negativamente sus cabezas, pero yo dije:
—Disculpe, jefe, pero usted ignora con qué pueden encontrarse los dos, ¿verdad?
—Su presentimiento es tan bueno como el mío, doctor —me respondió Adams.
Agregué:
—¿Y entonces?
—Entonces opino que tres es mejor número que dos. Y no soy un individuo
decrépito. Tengo muy buena puntería con éste —dije tocándome la pistolera— y no
es mucho lo que yo podría ayudar a Alonso en la nave…
No tuve necesidad de terminar, porque Adams me dedicó una de sus fugaces
sonrisas.
—Muy bien. ¡Muy bien! —la sonrisa se borró pronto y volvió a mirar a Quinn—.
Esto es todo, entonces.
—Perfecto —dijo Quinn y agregó—: ¡Buena suerte! marchándose de inmediato.
Le oí gritarle órdenes al contramaestre, mientras seguía a Adams y a Farman hasta
donde se hallaba el Robot.
Los alcancé en el momento que Adams se detenía y le decía:
—Bobby —y las luces se volvieron a encender con la intensidad de la primera
vez—, estamos prontos para ir a ver al doctor Morbius.
—Gracias —respondió la voz metálica—. Hagan el favor de seguirme.
El Robot dió media vuelta y empezó a caminar, con su paso de sonámbulo, hacia
su vehículo.
Mientras íbamos tras él, me volví y miré hacia atrás. Con excepción de tres
centinelas, no se veía a nadie. La brillante nave yacía como algo extraño sobre la
arena roja, con la luz verde-azulado reflejándose sobre su caparazón y los pináculos
de roca azul-grisácea sirviéndole de marco alrededor. Todo estaba allí… todo era
real… y todo resultaba completamente inverosímil.
Y, colmando las improbabilidades, aquí estaba yo Charles Xavier Ostrow, a punto
de viajar por el fantástico desierto, en un absurdo tílburi, piloteado por una caricatura
mecánica de un ser humano, acompañado de dos jóvenes osados y en procura de
algo, alguien, algún sitio o situación de la cual ninguno de nosotros conocía nada…

II

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Fué todo un viaje. Por nuestros relojes, empleamos menos de un cuarto de hora,
pero pareció mucho más largo. Tal vez porque mantuve los ojos cerrados la mitad del
tiempo.
Partimos con una aceleración tremenda, que me hizo dar gracias a Dios por los
cinturones que halláramos en los asientos, dirigiéndonos hacia las montañas,
directamente a través del desierto. Pero éste, según pudimos pronto comprobar, no
era tan llano como pareciera desde nuestra nave. Lo que habíamos contemplado era
una depresión que ocultaba una gran grieta, de media milla de ancho y diez veces esa
medida en profundidad, que corría paralela a la ruta que estábamos siguiendo. Esto
fué lo que primero me hizo cerrar los ojos, porque el Robot conducía sin aminorar en
lo más mínimo la terrible velocidad, directamente a lo largo del borde de la
hendedura, lo que hacía parecer que no hubiera más de seis pulgadas entre nuestras
ruedas y la muerte…
Cuando abrí los ojos, con precaución, vi que habíamos pasado la grieta y nos
encaminábamos a una especie da roca escarpada, que se alzaba abrupta sobre la
superficie rojiza, entre nosotros y las montañas. La lámina de roca azul-grisácea
parecía extenderse por millas hacia cada lado, elevándose quizás unos cien pies sobre
el desierto. No había en ella abertura alguna que pudiera yo ver, y sin embargo
íbamos disparando en línea recta hacia ella. A una velocidad cuya sola idea detestaba.
Cerré de nuevo los ojos.
Hubo un breve intervalo; luego, una leve disminución de la velocidad, seguida de
la aguda inclinación de una curva. Oí que uno de los otros decía algo. Parecía una
exclamación; arriesgué otra mirada furtiva, y también proferí una exclamación.
Debe haber existido una abertura en la pared de piedra, porque ahora nos
encontrábamos del otro lado de ella y avanzábamos mucho más lentamente,
descendiendo una suave pendiente, en dirección a un valle, que tenía la roca por un
lado y el pie de una montaña por el otro. Y podríamos haber estado a mil millas de
cualquier desierto, porque aquí, hasta donde podía alcanzar nuestra vista, había
árboles, arbustos y pastos y basta se veía correr plácidamente un angosto río…
Otra vez mi primera impresión, como sucediera cuando vi el planeta desde el aire,
fué de semejanza con la Tierra. Pero, en cuanto llegamos al término de la pendiente,
el valle se pudo observar más de cerca y toda similitud se disipó. Los árboles, que a
primera vista podrían haber parecido especies terrestres de zona tropical, no se
parecían en realidad a ningún vegetal de la Tierra. Ni en el tronco, ni en el follaje o
aún la forma. Y el pasto era de un color dorado suave y el río de un azul tan profundo
como el del Mediterráneo…
No hablábamos. Nuestros ojos estaban demasiado ocupados. Aminorando la
marcha hasta no más de cuarenta millas terrestres por hora, nos deslizamos por entre
un bosquecillo de árboles raros, sobre una huella de tierra dura y lisa, que no era roja
como la arena del desierto, sino casi del mismo azul-grisáceo de la roca. Los árboles
eran muy espesos a ambos lados de nosotros y cuando vi a Adams y a Farman con las

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manos, sobre las culatas de sus pistolas reglamentarias, seguí su ejemplo, ya no tan
ansioso de contemplar el paisaje…
Los árboles comenzaron a espaciarse y la huella describió una curva. Dejamos el
bosquecillo atrás. Pareció que nos dirigíamos a una especie de torre de roca que
sobresalía del lado de la montaña. Adams y Farman se mostraron aliviados, quitando
la mano de la culata. El Robot conducía verdaderamente ahora despacio y había
tiempo suficiente para que observáramos nuestros nuevos alrededores.
Eran hermosos, pero tan diferentes de la zona que acabábamos de pasar, como
ella lo había sido del desierto. Me di cuenta qué era lo que producía la diferencia y
me disponía a hablar, cuando Adams se me adelantó.
—Paisaje artificial —dijo.
Tenía razón. Había algo en el conjunto, que se extendía quizás por un cuarto de
milla terrestre, a cada lado de la masa rocosa, que anunciaba a gritos que había sido
planeado. La forma en que los pequeños espacios de césped dorado se transformaban
en matorrales de árboles y arbustos, la manera en que el arroyo azul oscuro describía
una graciosa curva, el modo en que el paisaje entero desaparecía gradualmente en las
montañas del frente y en la llanura salvaje de los costados…
—Acertó, jefe —dije—. Esto ha sido hecho artificialmente.
—Tendría que verse algún edificio —dijo Adams—. O varios.
—Pero no los hay. Ninguna construcción —comentó Farman.
Pero yo había visto algo.
—Sí que hay —dije señalando—. Miren esa pileta.
Estaba a nuestra izquierda, con la carretera pasando entre ella y la saliente de la
roca. Estaba rodeada de árboles y de un cerco con flores de un rojo blancuzco y hojas
azuladas. Era alimentada por el arroyo de aguas azules y podría haber sido un
pequeño lago natural, si no hubiese sido por lo que yo había visto en su extremo más
alejado.
Farman dijo:
—Usted está mal de la cabeza, doctor. No es más que una laguna.
Volví a señalar.
—¿Y ese embaldosado? ¡Igual que el pavimento de fantasía en la Tierra! ¡No me
diga que eso es natural!
Pero ya no miraban más a la pileta. Lo hacían fijamente hada el otro lado.
Habíamos pasado la saliente y estábamos casi a su sombra. Y entonces vi algo que
me asombró más que todo cuanto había visto antes.
Adams dijo:
—¡Sabía que tenía que haber una casa!
Farman exclamó:
—¡Miren eso! ¡Surgido de la roca misma!
Yo no dije nada. Estaba demasiado absorto tratando de creer lo que veía. Se
trataba de un patio embaldosado, con flores de colores extraños, reunidas en torno a

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una fuente de la consabida agua azul y, detrás, el maderamen y las ventanas del frente
de una casa que no tenía otra construcción detrás, sino la roca en la cual el frente,
largo y bajo, estaba encajado. Mediante una labor hercúlea, se había conseguido
vaciar en la piedra un hueco suficiente para servir de vivienda y luego se lo había
cerrado con un frente que denotaba, sin lugar a dudas, que lo había diseñado el
hombre…
Nos detuvimos a la orilla del patio, a pocas yardas, de una puerta maciza, que
parecía de roble, pero cuyo color era gris amatista.
—Fin del recorrido —dijo Farman y se desprendió el cinturón de seguridad.
El Robot habló y yo me sobresaltó violentamente. Casi me había olvidado de que
podía hacerlo.
—Hagan el favor de descender —dijo.
Lo hicimos. Yo el último y en el momento en que mis pies tocaban el suelo, la
puerta se abrió y salió por ella un hombre, que se quedó mirándonos. La mano de
Farman se dirigió instintivamente a la cintura, pero Adams le aplicó un fuerte codazo,
haciendo que dejara caer el brazo al costado.
El hombre avanzó hacia nosotros.
—De manera que han llegado, caballeros —dijo—. Permítanme que me presente,
soy Morbius —su voz era profunda, pero curiosamente desafinada y opaca.
Nos quedamos mirándolo. Era un hombre grande, impresionante, de cabello
oscuro que comenzaba a encanecer y barba pulcra, bifurcada, que le daba a su rostro
un aspecto en parte oriental y en parte satánico.
Adams se presentó:
—John Adams, comandante. —Con un mismo gesto nos incluyó a Farman y a mí
—. El Teniente Farman, mi astronavegador y el Mayor Ostrow, nuestro médico
militar.
Morbius se adelantó y nos estrechó la mano. Su apretón de mano recordaba en
mucho al de un joven. Se oyó un tañido detrás nuestro y el Robot bajó del vehículo,
pasó junto a nosotros con su lento andar y, deteniéndose ante la puerta, se colocó a un
costado de ella. Pude ver brillar una sola luz detrás de los agujeros de la cabeza.
Morbius se sonrió.
—Sus modales son siempre mejores que los míos —dijo—. Tengan la bondad de
pasar, caballeros.
Nos guió a través de la puerta y, después que la hubimos traspuesto, el Robot la
cerró.
Nos encontramos en un pequeño recibidor, fresco y débilmente iluminado.
Depositamos nuestras gorras en algo parecido a una gran cómoda y seguimos a
Morbius, pasando por una arcada a un gran salón, con ventanales a todo lo largo. El
cristal de los mismos era sobrenaturalmente claro, de suerte que cuando miré el patio,
los árboles y la piscina, me parecieron resaltar más que cuando los viera desde fuera.
Nos quedamos de pie, juntos, formando un trío de aspecto tieso y contemplando a

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nuestro anfitrión. Este, en cambio, parecía estar tan cómodo como nosotros lo
contrario.
—Por favor, tomen asiento, caballeros —dijo—. Pónganse cómodos. —Se notó
un ligero temblor en un ángulo de su boca y estuve seguro de que le causábamos
gracia.
Farman y Adams se sentaron en un sofá. Yo escogí una silla frente a ellos.
Morbius se quedó de pie y, por vez primera, me fijé en sus ropas: túnica y pantalones
de una tela oscura y suave, que tenía un curioso brillo interior.
Dijo:
—Espero que se den cuenta, caballeros, de que son mis primeros visitantes. Es
ésta por lo tanto una ocasión y, como tal, hay que celebrarla. —Sonrió—. De manera
que, si me perdonan por un momento…
Atravesó la habitación y desapareció por una puerta interior. Adams y Farman
iniciaron un cuchicheo en voz baja y yo miré en torno, con ávida curiosidad el salón
principal de esta casa extraordinaria.
Lo más extraordinario de ella es que no lo parecía en absoluto. La habitación
misma y cuanto en ella había, estaba tan bien diseñado, tan bien balanceado, que
después que empecé a analizarlo, me di cuenta cuán fuera de lo usual era todo. Tan
poco corriente, en material, forma y diseño, que yo no podía entender por qué la
impresión general no era extravagante hasta el punto de resultar fantástica.
No obstante, no lo era. Todo, el cuadro de conjunto, era agradable, confortable,
con aire de lujo medido. Me causaba confusión, pero no podía explicármelo de otra
forma y estaba observando que la tela que constituía el tapizado de casi todos los
muebles, poseía el mismo raro brillo interior que la túnica de Morbius, cuando éste
regresó al salón.
Venía seguido por el Robot, que en uno de sus rechonchos brazos de metal
llevaba una bandeja con copas y una jarra. Colocó la bandeja sobre una mesita baja,
cerca de Adams y de Farman y luego, sin que mediara palabra o seña alguna de
Morbius, dió media vuelta y dirigiéndose a la puerta se retiró.
Morbius tomó la jarra, que era como un sólido triángulo de cristal brillante, llena
de un líquido pálido, color paja, y nos miró.
—Caballeros —dijo—, éste es un vino que yo elaboro de un curioso fruto que
tenemos aquí, parecido a la uva, pero procedente de un árbol, no de un arbusto como
la vid. —Quitó la tapa de la jarra y comenzó a llenar las copas—. Mis primeros
experimentos no fueron muy halagüeños, pero en estos últimos años he sido mucho
más afortunado.
Nos entregó una copa a cada uno, pero no tomó la suya.
—Hasta el perfume, verán ustedes, es excelente.
Estaba levantando mi copa, cuando noté una mirada de Adams. Ni él ni Farman
las habían alzado. Adams, dirigiéndose a Morbius, le dijo:
—¿No nos acompaña, doctor? —sin inflexión alguna en su voz.

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—Pero cómo no… —Morbius tomó su copa y nuevamente dudé si una sonrisa
estaba jugueteando en un extremo de su boca—. ¡A vuestra salud, caballeros! —dijo
y bebió.
Adams y Farman se tomaron el suyo de un trago, pero yo, después del primer
sorbo, saboreé el mío con lentitud y respeto. El vino era exquisito, siendo su primera
impresión como la de un etéreo Niersteiner de la mejor cosecha, pero con una
profundidad y sutileza en el sabor, que ninguna uva cultivada en la Tierra podría
jamás igualar.
—¿Cuál es vuestra opinión? —inquirió Morbius, respondiendo Adams con un —
Muy bueno—, y Farman —Magnífico, magnífico.
Yo dije que no tenían más paladar que un par de marcianos y le expresé a
Morbius lo que “yo” opinaba al respecto, extendiéndome un tanto.
Sentí la desaprobación de Adams, pero continué lo mismo. Este hombre,
Morbius, me estaba fascinando desde el punto de vista profesional, y quería observar
su reacción ante el elogio sin reservas, aún en un asunto tan trivial como el del vino.
Fué como yo había esperado, pero en tan alto grado que me causó asombro Tomó el
elogio como merecido. Era fácil darse cuenta de que cuanto mayor era la
ponderación, más le agradaba. Comenzó a explicarme todo su proceso de vinificación
y pude notar que aunque Adams se mantenía impasible como de costumbre, Farman
se impacientaba cada vez más. Morbius debió notarlo también, porque se interrumpió
de golpe, se disculpó en forma correcta, aunque un tanto sardónica, y nos pidió
nuevamente que lo excusáramos por un instante; esta vez para “ocuparse del
almuerzo”.
La puerta apenas se había cerrado tras él, cuando Farman se volvió hacia Adams.
Habló en voz baja, pero sus rubias cejas estaban juntas, en actitud de enojo.
—¿Qué pasa aquí? —dijo—. ¿Es ésta una reunión mundana, o estamos
cumpliendo una misión?
Adams lo miró.
—Suficiente, Jerry —dijo—. Tómelo con calma.
Pero Farman estaba demasiado indignado para callarse. Siguió diciendo:
—¡No lo interpreto! Tenemos órdenes de averiguar qué pasó con la expedición
del “Bellerophon” y antes de que aterricemos siquiera, este Morbius nos dice por
radio que no nos acerquemos, ¡que no nos necesitan! Dice que él está bien, pero que
puede resultarnos perjudicial si descendemos. Aterrizamos lo mismo. No va a
recibirnos, sino que nos manda a un asqueroso hombre mecánico, en un más
asqueroso carretón. ¿Qué hacemos nosotros entonces? ¿Lo apuramos para tratar de
saber qué demonios pasa? ¡Ah, no! Nos sentamos a Deber su repugnante vino,
contestando “Sí, señor” y “No, señor” mientras el doctor le halaga el oído…
—¡Basta, teniente! —Adams también se estaba poniendo furioso ahora. Miró a
Farman con ojos que denotaban firmeza y frialdad—. Yo comando esta misión —dijo
—. Si usted desea quejarse de la forma en que lo hago, presente un formulario G-3

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cuando regresemos. Hasta entonces, usted hará lo que yo diga. No le formulará
pregunta alguna a Morbius. Yo me encargaré de eso, cuando me sienta pronto y
dispuesto. —Transfirió su glacial mirada a mí—. Esto vale para usted también,
doctor.
Asentí con la cabeza y Jerry Farman dijo secamente:
—Muy bien, comandante.
Adams se calmó un poco.
—Quizás yo desee que él inicie el tema… —comenzó a decir. Pero no pudo
continuar, porque se abrió la puerta y Morbius entró en la sala.
Se acercó a nosotros con su paso largo y ágil y, sonriéndonos, dijo:
—Robby me comunica, caballeros, que el almuerzo está listo…

III

Comimos en una mesa maciza, en un ángulo semidividido del resto del gran salón
por un tabique de bloques plásticos transparentes. La comida, como el vino, fué
deliciosa e igualmente diferente de cuanto yo había probado jamás. Pero no le presté
en realidad la atención que merecía; me preocupaba demasiado el tener conciencia de
lo extraño de todo lo demás. De hallarme en Altair 4; de estar en esta casa increíble,
cortada en la roca; de asombrarme a causa de este extraordinario individuo, Morbius,
mientras fingía escuchar la conversación de cumplido que él mantenía con Adams; de
tratar de adivinar de dónde venían las copas de cristal y la porcelana; de que me
sirviera esta excelente comida una máquina de siete pies, que presumiblemente la
había también preparado…
Fué una discusión acerca de la máquina, el Robot (yo me hallaba a punto de
empezar a pensar en la misma como “él” o “Robby”) lo que me hizo salir de mis
cavilaciones. Porque de pronto oí que Adams decía:
—¿Quiere usted decir que todo lo que hemos comido era “sintético”, “hecho” por
el Ro… por Robby?
La boca de Morbius tembló de nuevo y esta vez estuve seguro de que reprimía
una sonrisa de desprecio.
—Sí, así es —dijo—. Posee, ¿cómo podría explicarle?… una capacidad de origen
para producir sustancias por síntesis.
Se interrumpió, mirando hacia donde el Robot estaba parado, como un inmóvil
mayordomo.
—Robby, ven acá —le dijo y el aparato obedeció instantáneamente, con tres de
sus pesados pasos. Se detuvo junto a la silla de Morbius, quien la hizo girar y golpeó
la estructura metálica en el lugar donde habría estado el abdomen en un cuerpo
humano, diciendo—: Aquí abajo se encuentra el equivalente de un diminuto pero
excelente laboratorio químico. Echándole una muestra de casi cualquier sustancia, o

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compuesto de sustancias, por esta ranura… —ahora su dedo señaló una abertura
ubicada más o menos a la altura del tórax— uno hace que el laboratorio comience a
analizar. Esto se completa casi simultáneamente con la introducción de la muestra y
Robby puede entonces producir una estructura molecular idéntica…
Efectuó una pausa, para dejar que tan notable afirmación produjera efecto.
Después continuó:
—En cualquier cantidad, diría yo. Si se requiere poca, puede completar la
reproducción dentro de su propia estructura. Si hace falta una cantidad grande, utiliza
un taller que le he preparado.
Se volvió de nuevo hacia la mesa, diciendo:
—Está bien, Robby —y el artefacto giró y regresó a su posición de mayordomo
expectante.
Farman dijo:
—El sueño del hombre de ciencia, ¿eh? —Sonreía con una sonrisa incrédula,
desagradable—. Y la delicia del ama de casa.
—También —dijo Morbius— el perfecto factótum. —Parecía divertirse con el
descreimiento de Farman—. Agréguele obediencia absoluta e impersonal,
acompañada de un fenomenal poder, y tendrá… —sonrió—, tendrá usted a Robby.
Adams preguntó:
—¿Poder fenomenal?
—Verdaderamente, sí —respondió Morbius, enfáticamente—. Una característica
útil en un instrumento de esta clase, ¿no lo cree usted?
—Puede ser —dijo Adams—. Podría, sin embargo, resultar peligroso.
—¿Peligroso? —Morbius lo estudió, arqueando las cejas.
—Supóngase que el contralor cayera en manos inconvenientes —aclaró Adams.
Cada vez parecía más inexpresivo.
Morbius se rió.
—Confío que no me habrán asignado el gastado papel de “científico loco”,
comandante. —Rió nuevamente y no me gustó su risa—. Pero aunque lo fuera —dijo
—, le aseguro que Robby jamás podría ser una amenaza para otros seres humanos. —
Guiñó irónicamente un ojo a Adams.
—¿Por qué no podría serlo? —interrogó Adams—. Obedece órdenes.
Morbius suspiró.
—Permítame demostrarle, comandante —dijo en tono fatigado—. Robby, abre la
ventana.
La gran figura de metal pasó junto a la mesa y se encaminó a la ventana existente
en esta sección del salón. Oprimió un botón en el marco y el cristal se deslizó hacia
abajo, dentro del alféizar.
—Ven aquí, Robby —llamó Morbius, y una vez que el Robot estuvo a su lado, se
volvió hacia Adams—. ¿Quiere prestarme esa formidable arma que lleva en la
cintura, comandante?

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Adams extrajo la pistola reglamentaria de su cartuchera y se la alcanzó a través de
la mesa, con la culata hacia adelante. Vi que Farman, sin tomarse la molestia de
ocultar el movimiento, llevaba su mano a la empuñadura de la suya.
Morbius entregó el arma de Adams al Robot y una especie de garra, que no había
notado antes, surgió de dentro del brazo metálico y aferró la pistola.
—Apunta esto —le dijo Morbius—, a aquella rama de la derecha.
Señaló a la ventana, al otro lado de la cual un arbusto extendía una elegante rama,
a través de un tercio del espacio abierto.
El Robot levantó la pistola. De un modo extraño, al ejecutar esa acción, parecía
más que nunca la parodia de un hombre.
—Oprime el gatillo —ordenó Morbius.
Se produjo el disparo, viéndose el brillo azulado del fogonazo que siempre
acompaña el tiro en estas pistolas. Y la rama dejó de existir. Fué un tiro tan correcto y
a tan corta distancia, como lo podría haber ejecutado un tirador de primera clase.
—¿Comprendes ahora el mecanismo? —interrogó Morbius.
—Sí —respondió el Robot.
—Apúntale al comandante Adams.
—Qué demonios… —empezó a decir Farman, poniéndose en pie de un salto y
con la pistola a medio sacar de su cartuchera. Pero Adams le hizo seña de que se
estuviera quieto, mientras mantenía los ojos fijos en el Robot.
El brazo metálico levantó de nuevo el arma, con la boca apuntando, firme como
una roca, al pecho de Adams.
Mi mano, en un movimiento instintivo, se posó en mi propia pistola. La
empuñadura me devolvió la sensación de seguridad.
Morbius volvió a ordenarle:
—Oprime el gatillo, Robby. —Sus ojos miraban a Adams, a quien no se le había
movido un músculo.
Un sonido extraordinario, una especie de quejido vibrante, salió de adentro del
Robot. Tras los agujeros de la cabeza, las luces despidieron destellos furiosos,
irregulares. Tal vez haya sido mi imaginación, pero me pareció que la totalidad de la
enorme estructura temblaba. La pistola siguió apuntando, pero el dedo artificial no
oprimió, no pudo oprimir el disparador.
—Orden cancelada —dijo Morbius y la misteriosa agitación que acometiera al
Robot, cesó tan rápidamente como había empezado.
Bajó el brazo derecho y Morbius retiró la pistola de entre la garra metálica,
pasándosela a Adams.
—¿Se da usted cuenta? —dijo—. “No pudo” ejecutar esa orden. Sencillamente, al
construyo, se incluyó en él una “inhibición básica”, que le impide causar daño a
ningún ser humano.
Adams recogió la pistola y la colocó nuevamente en la cartuchera. Farman hizo lo
mismo con la suya. La tensión debió aliviarse, pero sin embargo no fué así. Adams

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estaba enojado, aunque su expresión no lo denotara. Yo lo conocía lo bastante para
darme cuenta de ello.
—Muy interesante, doctor —dijo. Su voz era glacial, cortante—. Y ahora es ya
tiempo de que cumpla mi cometido. —Evidentemente, le había soltado a Morbius
toda la cuerda que estaba dispuesto a soltarle—. Primero —dijo—, debo entrevistar a
los otros miembros de la expedición. Y luego…
Se detuvo abruptamente, mirando a Morbius con fijeza. El hombre no había
hablado, pero su expresión era suficiente. Resultaba obvio que sufría y por primera
vez comprobé que había humanidad en él. Su rostro estaba blanco y arrugado y, de
pronto, parecía diez años más viejo.
—Por fin llegamos a eso —dijo lentamente—. Supongo que habrá juzgado
extraña mi conducta, comandante… tal vez incomprensible. Pero la trágica respuesta
a su pregunta, es también la razón de la advertencia que le formulé de no descender
con su nave en este planeta…
Calló y me di cuenta de que estaba escogiendo sus palabras. Pero Adams insistió:
—Una cosa por vez —dijo—. ¿Qué quiere usted decir con lo de “trágica
respuesta”? ¿Dónde están los otros?
Morbius le mantuvo firmemente la mirada.
—Han muerto, comandante.
Siguió un silencio, que Adams quebró.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cuándo?
—Antes de finalizar el primer año de nuestra estada en este planeta. —La voz de
Morbius era ahora pesada, fatigada—. Fueron… destruidos —dijo—. Por… por una
Fuerza inexplicable… —Estaba de nuevo buscando las palabras y hallándolas
inadecuadas. Su frente relucía de transpiración—. Una fuerza superior a toda
experiencia, humana. Invisible, impalpable… —Hizo un gesto de desesperación—.
Era… incontrolada… elemental… —Su voz se fué apagando.
—Incontrolada —repitió Adams con lentitud—. Lo cual implica que no hay
forma nativa de vida inteligente en este planeta.
—Exactamente. Si la hubiera, sería natural presumir que ella estaría controlando
la… la Fuerza.
Morbius se inclinaba ahora hacia adelante, sus ojos fijos en los de Adams.
—“Pero” —continuó con deliberado énfasis—, no hay aquí vida de la clase a que
usted se refiere. No hay vida nativa en absoluto, excepto las plantas y unas pocas
formas de vida animal inferior… Le doy mi palabra al respecto. Exploramos este
extraño lugar muy a fondo y quedamos completamente satisfechos. —Su rostro se
ensombreció—. Eso fué en los primeros meses, por supuesto. Antes… antes del
holocausto…
—Usted dijo que esa gente fué “destruida”. ¿Qué significa eso? ¿Cómo
murieron? —Había en la voz de Adams una objetiva frialdad, que rayaba en los
límites de la brutalidad.

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Morbius cerró los ojos.
—Fueron… ¡fueron “despedazados”!… ¡Deshechos! —Su voz se apagó—.
¡Como… como muñecos de trapo hechos trizas sangrientas por una maligna criatura!
Se llevó por un momento una mano a la cabeza; luego, se irguió y nos miró otra
vez. El sudor corría por sus sienes.
—Vengan conmigo —dijo.
Se paró y nos condujo basta la ventana abierta.
—Miren allá —señaló—. A través del patio, hacia la pileta. Luego, más allá,
aquel claro entre los árboles.
Vimos un claro, en efecto, y en él una hilera de montículos cubiertos de césped.
Sus lápidas azul-grisáceo decían en forma inequívoca lo que eran.
En voz muy baja, Morbius dijo:
—Hicimos lo que pudimos, mi esposa y yo…
Se volvió bruscamente, regresó a la mesa y se echó en su silla.
Lo seguimos. Después de un momento, Adams preguntó:
—¿Su esposa, doctor? —muy quedamente y luego, cuando Morbius asintió—:
No figuraba en los registros del “Bellerophon”.
—En la columna de “Bioquímicos”, hallará usted el nombre de Julia Marsin. —
La voz de Morbius era apenas algo más que un susurro—. Nos casamos durante el
viaje, ante el comandante de la nave…
Adams siguió adelante, forzando el paso.
—Los otros fueron muertos, pero usted y su esposa quedaron ilesos, ¿verdad?
¿Cómo explica usted eso?
—No sé. No… no puedo.
La voz de aquel hombre era más fuerte ahora.
—La única teoría que he podido elaborar es que nosotros dos sentíamos amor por
este nuevo mundo. De manera que ni siquiera alguno de nuestros pensamientos le era
hostil…
—¿Qué opina su esposa? ¿Está de acuerdo? —Yo observaba a Adams mientras
hablaba, pero no pude discernir si se había equivocado a propósito.
Morbius titubeó.
—Mi esposa “opinaba” exactamente como yo… Murió un año después. ¡Dios
mío!… Su muerte se debió a… causas naturales…
Adams no cedió todavía.
—Temo que debo seguir —dijo—. ¿Qué sucedió con el “Bellerophon”… con la
propia espacionave?
—Voló… en pedazos… casi diría que se “vaporizó”. —El rostro de Morbius
había recuperado algo su color—. Verá usted, cuando todos, menos cinco de nosotros,
hubieron perecido víctimas de… de la Fuerza, los tres restantes determinaron hacer
despegar la nave. Carecían por completo de adiestramiento como pilotos o
ingenieros, pero no me quisieron escuchar cuando les dije que no tenían posibilidad

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alguna. Prefirieron afrontar el peligro conocido…
Se detuvo, sacando un pañuelo y enjugándose la cara.
—Consiguieron hacer elevar la nave —continuó—. Pero no habían llegado a más
de mil pies cuando se produjo una tremenda explosión y un relámpago
enceguecedor… Y el “Bellerophon” desapareció, se desintegró… —Suspiró, sacudió
la cabeza—. Nunca he podido determinar si el desastre se debió a su ignorancia… o a
otra emanación de la Fuerza…
Adams preguntó:
—Y, desde que usted quedó solo, ¿no ha tenido inconvenientes con esa “Fuerza”?
¿Ni siquiera ha sido amenazado por ella? —Yo me preguntaba qué parte, si alguna,
creía Adams de la historia de Morbius.
Morbius frunció el ceño.
—Ya le he dicho que parezco inmune a ella, comandante —repuso secamente—.
Pero he tomado las precauciones a mi alcance. Para el caso en que… eh… en que mi
situación cambiara. —Ensayó una sonrisa, pero sin éxito.
—¿Precauciones?
—Seguridades puramente físicas, comandante… Esta es una de ellas… —
Extendió la mano y apretó un botón en la pared…
Y en menos de un segundo y en silencio, el día pareció convertirse en noche. Si
no se hubieran encendido luces en una concavidad del cielo raso, hubiésemos
quedado en la oscuridad más completa.
Farman volvió a echar mano de su pistola. Adams gruñó:
—¿Qué demon…?
En ese momento me di cuenta que unas cortinas metálicas, embutidas en la pared,
se habían deslizado sobre las ventanas. El metal era de aspecto raro, una especie de
gris-castaño, de tono opaco.
Y vi que Morbius ostentaba otra vez su sonrisa irónica. La demostración, y su
efecto en nosotros, lo habían devuelto a su anterior modo.
—Lamento haberlos asustado —dijo—, pero, por lo menos, ustedes ven,
caballeros, qué es lo que quiero significar cuando hablo de “precauciones físicas”.
Todo el frente de esta casa está ahora blindado.
Volvió a oprimir el botón, las persianas se embutieron y la luz del día inundó de
nuevo el ambiente.
Adams miró a la ventana.
—¿Qué metal es ése? —preguntó.
Morbius vaciló. Tal vez se dió cuenta adónde llevaba la pregunta. Lentamente
respondió:
—Es una aleación, comandante. Un compuesto de minerales nativos.
Maravillosamente denso, tremendamente fuerte y extremadamente liviano.
—¿“Minerales nativos”? —inquirió incisivo Adams—. ¿Quién los descubrió? Y,
lo que es más importante, ¿quién los trabajó?

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—Yo los descubrí. —La voz de Morbius era ahora punzante—. Robby y yo los
“trabajamos”, como usted dice.
—¿Quién construyó esta casa? ¿O quién la excavó? —preguntó Adams.
—El trabajo fué realizado casi en su totalidad per Robby, comandante. Y
permítame decirle…
—Enseguida. Pero primero, ¿quién fabricó el Robot?
Ahí estaba: la pregunta que había estado importunándome desde que el
extraordinario vehículo llegara del desierto. Adams había empleado el camino más
largo para llegar a ella, pero me daba cuenta de sus motivos.
Morbius quedó sin hablar por un tiempo bastante largo. Ni él ni Adams se
movieron. A mi lado, Farman se movió inquieto en su silla y sacó un cigarrillo, lo
encendió y se puso a fumar.
Por fin Morbius dijo fríamente:
—Cuando me interrumpió, comandante, estaba por decirle que no me agradaba su
tono. Ni su actitud.
—Lo siento, doctor. —Adams hablaba con cuidadosa precisión—. Sólo trato de
cumplir mis obligaciones. ¿Podría usted decirme, por favor, quién diseñó y construyó
el Robot?
—Creo que la respuesta es obvia, comandante. “Yo” diseñé y construí el Robot.
—Morbius estaba de pie, ahora, apoyando sus manos sobre la mesa. Parecía que su
capacidad de controlarse estuviera tocando a su fin y me pregunté qué sucedería si así
ocurriera.
Adams se puso de pie también; eran casi de la misma estatura. Adams dijo:
—Por el registro del “Bellerophon”, sé que no es usted lo que llaman un
“científico práctico”. Es usted un filólogo. Se ocupa de palabras y comunicaciones.
Habladas, escritas o de cualquier otra forma. ¿Correcto?
—Por completo.
—Por lo tanto, me pregunto —continuó Adams—, ¿de dónde sacó usted los
conocimientos para hacer lo que ha hecho? ¿O las herramientas?
—En cuanto a los conocimientos, comandante, usted quizás olvida la vieja
verdad: “La necesidad es la madre de todos los inventos”. —Morbius enrojeció
intensamente; luego, la sangre se retiró de su rostro, dejándolo asombrosamente
blanco, en contraste con su negra barba.
Adams dijo:
—¿Quiere usted decir que eso vale para las herramientas, también? —Por primera
vez había deliberada agresividad en su voz.
—¿Herramientas? —preguntó Morbius—. Hay una sola “herramienta” esencial,
comandante, y ésa es el cerebro. —La sonrisa amarga y despreciativa apareció de
nuevo.
—Eso suena muy hábil, doctor —dijo Adams—, pero ignoro lo que significa. —
Su voz era aún más cortante—. Quizás sería mejor que usted…

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No pudo terminar, porque se produjo una interrupción.
Provino de Farman y no tenía nada que ver con Adams ni con Morbius. Fué una
exclamación sin palabras, pero más significativa de asombro que lo que pudieran
haberlo sido éstas.
Se había puesto de pie de un salto y miraba hacia la parte más amplia del salón.
Volví la cabeza… y me encontré contemplando, incrédulo, a la Dificultad…

IV

La Dificultad estaba encarnada, como sucede a menudo, en una mujer. O mejor,


debiera haber dicho una muchacha…
Estaba allí, parada, muy en su ambiente en esta casa imposible, y contemplaba a
los cuatro varones. Tendría tal vez unos diecinueve años. Su cabello era color trigo
maduro y sus ojos tan azules como el arroyo que corría afuera. Ni baja ni alta, sino de
la exacta estatura para acompañar las líneas perfectas de su cuerpo. Lo cual, según la
antigua frase, era un espectáculo para ojos doloridos, cada deliciosa línea y curva del
mismo, cubierta y sin embargo revelada por el vestido que llevaba. Era distinto a
todos los vestidos que yo había visto, pero era tan adecuado para ella como el extraño
mobiliario lo era para aquella casa. Consistía en una sola pieza, y, aunque era suelto,
sus líneas eran las de la que lo vestía; no una hábil imitación, sino las mismas líneas.
Y el suave, hermoso género, poseía el mismo fulgor interior de todas las otras telas,
que había contemplado allí…
Sólo pudo haber transcurrido un segundo, o algo así, pero pareció que
hubiésemos estado inmóviles mucho más tiempo, como una vista de televisión
apiñada en un solo cuadro, hasta que Morbius puso las cosas en movimiento otra vez.
Miró, ceñudo, a la muchacha y se dirigió hacia ella.
—¡Altaira! —le dijo—. Te pedí que no nos interrumpieras…
Pese al entrecejo fruncido y al tono áspero, era otro hombre. Había calor y
sentimiento humanos en todo él, en cada sílaba que pronunciaba.
Ella apoyó una mano en su brazo. En el meñique llevaba un anillo que emitía
destellos rojo-sangre, como los de rubí. Levantó su mirada hacia él e hizo desaparecer
instantáneamente todo vestigio de enojo. Y no hay que asombrarse de que fuera así.
Era una mirada que podida haber lanzado mil espacionaves, para no hablar de las
galeras troyanas.
—Pero, papá —dijo—, creí que sólo te referías al almuerzo… —Parecía no
mirarnos, pero yo sabía que lo hacía.
—Mi querida criatura —comenzó a decir Morbius—, tú sabes perfectamente
bien…
—Desde luego que lo sé —replicó ella—. Pero… simplemente, no pude
mantenerme alejada. ¡Cómo podría haberlo hecho! —Su voz era rara y

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deliciosamente profunda.
Morbius le sonrió. Con una sonrisa bien diferente de cuantas habíamos visto en su
cara.
—No… supongo que era esperar demasiado —dijo.
Ahora nos estaba mirando abiertamente. El color de su rostro se encendía y se
atenuaba y su respiración era rápida.
Morbius se volvió a nosotros, manejando delicadamente lo que para él debió ser
una situación embarazosa.
—Permítanme que les presente a mi hija Altaira, caballeros… El Comandante
Adams, el Mayor Ostrow, el Teniente Farman.
Nos inclinamos. No sé cómo lo hice yo, pero Jerry Farman estuvo admirable. En
fuerte contraste con Adams, que apenas hizo un movimiento de cabeza. Parecía estar
tratando de reprimir un gesto de disgusto y su cara había empalidecido.
Yo dije:
—¿Cómo está usted?
Farman contestó:
—Encantado de conocerla —quedándose, palpablemente, corto en lo que deseaba
expresar.
Adams no dijo nada.
Morbius añadió:
—Se darán ustedes cuenta, caballeros, que ésta es una experiencia extraordinaria
para mi hija. Jamás ha conocido a otro ser humano que yo.
Farman miró a la muchacha. Sonreía y recordé todos los relatos que había oído
acerca de él. Sus inclinaciones de Don Juan eran comentario corriente, aun entre los
navegantes del espacio, que son, por naturaleza, tenorios.
—¿Qué impresión le causamos? —le preguntó.
Ella tomó la pregunta gravemente, quitando su mano del brazo de Morbius, como
para asegurarse de que su juicio no sería influenciado.
Por fin dijo:
—Creo que son todos hermosos.
Debió resultar ridículo, pero no fué así. La única sonrisa que causó fué una muy
breve, de desconcierto, por parte de Morbius. No sé lo que pensó Adams; su cara no
dejó traslucir nada. Pero sí sé que sentí una súbita y tremenda simpatía hacia la
muchacha. Farman, por supuesto, capitalizó la respuesta y muy cortésmente.
—Después de eso —dijo—, debo hacer algo para mostrar nuestro
agradecimiento. —Miró atrás, a la mesa del almuerzo—. ¿Puedo servirle algo? ¿Una
copa de ese maravilloso vino, quizás?
Sonreía de nuevo ahora y la muchacha le devolvía la sonrisa. Su boca era tan
bonita como todo el resto de ella.
—Creo que me agradaría un poco de vino. Tengo sed.
Debo reconocer que la técnica de Farman era soberbia. Sin ninguna exhibición

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táctica, la había separado repentinamente del resto de nosotros, llevándosela al
extremo más alejado del comedor.
Vi que Morbius los miraba. Su cara se puso rígida y en sus ojos apareció un
destello que no me gustó.
Pero el pensamiento de Adams estaba, aparentemente, lejos de mujeres o de
Farman.
—¿Qué le parece si continuamos nuestra conversación, doctor? —dijo y se
encaminó al otro extremo del salón, hacia donde nos habíamos sentado cuando recién
llegamos. Pero no llegó allí, porque Morbius señaló sillas en un lugar más cercano y,
aunque dijo—: Cómo no, comandante —estaba claro que no quería alejarse del
comedor.
Adams se encogió de hombros y se sentó. Morbius eligió la silla más cerca de él y
yo me quedé de pie. Del comedor venía la voz de Farman y luego se oyó una cascada
de risa de Altaira. Morbius arrugó la frente. Yo encendí un cigarrillo.
Adams no perdió tiempo; pero, por otra parte, cuando habló, resultó evidente, por
su tono, que no pensaba mantener la tensión.
—Hay una pregunta que pensaba hacerle, antes de que nos interrumpieran: ¿Por
qué trató usted de disuadirnos del propósito de aterrizar? ¿Por qué no quería que lo
hiciéramos?
—Si en aquel momento no se lo dije, comandante —dijo Morbius—, impliqué,
ciertamente, la respuesta. —Su tono era suave, como el de Adams, pero mi oído
captó un matiz que podía haber sido de cautela.
—¿Tenía usted miedo de que pudiéramos correr peligro? ¿Temía que fuéramos
víctimas de esa “Fuerza” de que habla usted? —interrogó Adams.
Y en ese momento, antes de que Morbius pudiera responder, la joven salió del
comedor, con Farman a su lado. Estaba radiante; todo rastro de timidez que podría
haber habido en ella había desaparecido. Me sonrió y luego se le borró
momentáneamente la sonrisa al mirar a Adams. El y yo hicimos el intento de
ponernos de pie, pero ella nos hizo señas de permanecer en nuestras sillas, con todo el
aplomo de una gran dama y, siempre con Farman a su lado, pasaba ya junto a
nosotros cuando Morbius le preguntó:
—¿Adónde vas, Alta?
Se detuvo y se volvió, haciendo Farman lo mismo.
—Afuera, por un rato. El teniente Farman piensa que debo sentirme sola aquí y
yo le he explicado que tengo mis amigos. Desea conocerlos.
Reinició la marcha y Farman también. Morbius medio se levantó de su asiento,
pero luego se volvió a hundir en él, frunciendo el ceño. Oímos abrirse y cerrarse la
gran puerta y Morbius no pudo reprimir una involuntaria mirada hacia la misma. Era
el tipo de mirada que yo podía imaginarme a Farman sintiendo, aunque no la pudiera
ver. Miré a Adams y luego la entrada y aquél me hizo un gesto de asentimiento
apenas perceptible.

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—¿Amigos? —pregunté, mirando a Morbius, con lo que yo esperaba ser la
expresión adecuada. De todas maneras, sentía curiosidad—. ¿Qué quiso decir su hija,
doctor? —continué, e hice un movimiento como si deseara levantarme e ir a ver.
La estratagema resultó bien. La expresión ceñuda de Morbius se disipó y me dijo:
—¿Por qué no los acompaña, doctor? —Sonrió—. Creo que le resultaría
entretenido. E interesante, además.
—Gracias —repliqué—. Estoy seguro de que será así.
Me encaminé rápidamente a la salida, abrí la puerta y salí al patio.
Farman y la muchacha no estaban allí, sino del otro lado, caminando sobre el
césped de raro tinte, en dirección a la pileta. Volví a oír la risa de ella.
No me oyeron hasta que estuve casi junto a ellos. Entonces Farman giró
prestamente la cabeza y me dedicó una mirada que superaba la que Morbius le di
rigiera. Pero Altaira se volvió también y entonces la cambió por una sonrisa.
—¡Hola, doctor! —dijo, y yo respondí—: ¡Hola! —y mirando a la joven,
pregunté—: ¿Puedo yo también conocer a esos amigos suyos?
—Por supuesto que sí —respondió ella—. ¿Le provocan mis amigos tanta
curiosidad como al teniente?
Farman dijo:
—Apuesto que sí. ¿No es cierto, doctor? —En cierto modo, ellos constituían una
pareja; yo era un tercero inoportuno.
Altaira extrajo algo de un bolsillo de su túnica. Brilló a la luz color turquesa y me
pareció un tubito dorado.
—Ahora los dos deben quedarse aquí y no moverse ni decir nada…
Se encaminó hacia los árboles situados a la derecha de la piscina. Mirándola
alejarse, Farman me habló sin volver la cabeza.
—¡Doctor! ¿Qué idea es esta de estropearme un buen momento?
Señalé con la cabeza hacia la casa.
—No le agradaría tener a Morbius detrás, ¿verdad? ¡Y con algo peor que una
escopeta de labrador en la mano!
Continuaba mirando a la muchacha. Esta se había detenido ahora, a mitad de
camino entre nosotros y los árboles. Había un gran arbusto delante de ella y se
agachaba sobre él, metiendo el brazo entre el follaje.
Farman la observaba y dijo:
—¡El papá puede ir y sentarse sobre un cohete! ¡Hace falta más que él, o que esa
“Fuerza” suya, para apartarme de esto!
—Es mejor que vaya despacio, amigo. Al jefe tampoco le va a gustar —le
conteste.
—¡John Adams! —exclamó—. ¡Jah! —Me di cuenta que podía haberme ahorrado
las palabras.
Altaira se había erguido ahora, sosteniendo algo en la mano. Con la otra llevó el
tubito a sus labios. No se produjo ningún sonido, pero experimenté una aguda

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sensación punzante en los oídos. Era un silbato supersónico, como los que se usan
para perros en la Tierra, pero de mucha mayor intensidad.
Farman pensó lo mismo que yo.
—¿Qué vamos a ver? —gruñó—. ¿Chihuahuas altairianos?
Pero lo que vimos fué más asombroso que cualquier perro. Yo los divisé primero,
formas oscuras arrojándose al suelo a la sombra de los árboles, luego, corriendo hacia
la luz con terribles saltos.
—Monos —dijo Farman—. ¿Qué más veremos después?
Eran ocho. Vinieron saltando y brincando y con galopes y trotes como los de los
perros; pero, cuando llegaron a la expectante figura de la muchacha, se colocaron
ante ella en semicírculo. Produjeron una gran algarabía y entre ella pudimos escuchar
la voz de Altaira, riendo y llamándolos.
—¡Monos! —murmuró de nuevo Farman—. ¡Qué gana de perder tiempo!
Sonriendo, le dije:
—Tiene usted una mente completamente unilateral. ¿No le resulta ni siquiera
ligeramente interesante hallarlos aquí?
Ahora sí me miró, por un instante.
—¡Caramba! ¡Eso sí que tiene gracia! —exclamó. Luego, encogiéndose de
hombros—. ¡Bah! ¿Qué es un mono, después de todo? —Su mirada se dirigió
nuevamente a Altaira.
Contemplé impresionado el semicírculo, mientras uno por uno de sus miembros
acudía al llamado de la joven, tomaba lo que ella le daba —algún alimento— y volvía
a su sitio, para sentarse a mordisquear. Cada minuto me encontraba más atónito.
Porque cada uno era de una clase diferente. No había siquiera dos iguales. Comencé a
nombrarlos para mí: había un gibón, un capuchino, un chimpancé, un aullador, un
macaco, un tití y un durukulí…
En ningún lugar de la Tierra, excepto un jardín zoológico, tal colección hubiera
tenido sentido. Y aún en un zoológico hubiera sido menester tenerlos separados. Pero
aquí, donde siquiera una sola clase parecía imposible, esta pacífica colectividad era
suficiente para enloquecer a un zoólogo…
El último en acercarse a Altana fué el pequeño tití. Ella le alargó un pedacito,
bien alto, y él saltó hasta la altura de su hombro y lo atrapó. Oímos su risa otra vez, y
luego, obedeciendo a una orden, el monito corrió a ocupar su puesto en el
semicírculo.
Altaira se llevó de nuevo el silbato a los labios. Esta vez fueron dos los pinchazos
en mis oídos y de entre los árboles salieron trotando un par de ciervos. Ambos eran
hembras, de la especie de Virginia, y hasta cierto punto resultaban más inverosímiles
aquí que los monos. Vinieron directamente hacia la muchacha y se arrimaron a ella,
acariciándola con sus hocicos. Ella pasó un brazo en torno al cuello de cada animal y
caminó con ellos hasta el arbusto, del cual extrajo nuevamente algo que les dió a
comer. Me di cuenta de que debía tener allí un escondite. Los monos, observándola

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atentamente, seguían sentados en semicírculo.
En ese momento, Altaira se separó de las ciervas y golpeó las manos.
Los dos animales se alejaron trotando, de vuelta a los árboles, y un momento
después los monos se dispersaban.
Farman dijo:
—Parece que terminó el circo, ¿verdad, doctor? —Comenzó a acercarse a la
joven; luego, se detuvo al ver que ella se llevaba el silbato a los labios—. ¡Espere!
dijo. —Falto yo en el espectáculo.
Esta vez fueron tres las punzadas en mis oídos. Me pregunté qué vendría ahora y
observé que la muchacha miraba fijamente hacia la derecha, haciéndose sombra en
los ojos mientras tanto.
—¡Uuy! —exclamó Farman de pronto. Giré sobre mis talones y lo vi echar mano
a su pistola. También vi, más allá, hacia la izquierda, lo que lo había asustado. De
atrás del florido cerco que ocultaba la piscina, salía otro animal. Un animal muy
distinto.
Un tigre de Bengala, leonado, a rayas azabache. Una magnífica bestia, joven,
macho, y que pesaría unas setecientas libras por lo menos. Marchaba a un trote lento
y crispado, hasta que, al olfatearnos de pronto, se detuvo de golpe, agachó su gran
cabeza y lanzó un rugido como para helar la sangre.
Y todo pareció suceder a la vez. Farman apuntó con su pistola, desde la casa, atrás
nuestro, se oyó la voz de Morbius que gritó:
—¡No tire! —y Altaira giró sobre sus pasos y corrió hacia el tigre, a la vez que
nos gritaba—: ¡No es nada! ¡No es nada!
Farman enfundó su arma.
—¡Cielos! —exclamó—. ¡Mire eso!
El tigre abandonó su amenazadora posición, al acercarse Altaira. Luego, se sentó
y comenzó a tirarle pequeños zarpazos juguetones. Ella lo acarició, tirándole las
orejas y el animal apoyó su cabezota contra ella.
Volví la mirada hacia la casa y vi a Morbius y a Adams asomados a una ventana.
—Altaira, es mejor que te vengas adentro ahora —dijo Morbius y ella asintió con
un movimiento de cabeza, despachando al tigre con una palabra y un gesto, como si
fuera un gato casero.
Le salimos al encuentro cuando ella emprendió el regreso. La brisa agitaba sus
cabellos y ceñía aún más a su cuerpo la tela del vestido. Junto a mí, oí a Farman
contener el aliento.
—¿Han visto? Kahn es realmente mi mejor amigo. Debí prevenirles antes. —Sus
ojos se agrandaron horrorizados.
—¿Lo hubiera usted muerto realmente?
Farman estuvo oportunísimo en su respuesta.
—No, a menos que hubiese visto que “usted” estaba en peligro —le dijo. Su
perfil aparecía reciamente masculino; su mandíbula, bien pronunciada.

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Ella le dirigió una mirada que, por primera vez, me preocupó verdaderamente.
Farman iba demasiado rápido.
Intervine, tratando de llevar la conversación a un plano menos peligroso.
—Me fascinaron todos sus animalitos —le dije y ella, quizás con cierto desgano,
se volvió para mirarme.
Proseguí:
—Lo que no puedo comprender es la presencia de tres tipos de animales terrestres
aquí, ni siquiera me explicaría la de uno solo…
Caminábamos en dirección a la casa y Farman se pasó al otro lado de Altaira,
dejándola entre medio de los dos. No creí que me iba a responder, de manera que
continué.
—¿Hay algunos otros? —pregunté, y ella arrugó ligeramente la frente, con aire de
extrañeza.
—No… no lo sé —respondió—. Aquí… —señaló con un gesto—, sólo hay los
que ustedes han visto… Cuando yo era pequeñita, no… no creo que estuvieran aquí.
Pero luego… bueno, vinieron.
Nos encontrábamos ya en el patio, ahora. De repente, la muchacha se nos
adelantó corriendo y abrió la gran puerta. Farman iba a sólo un paso de ella y yo los
seguí al salón. Oí la voz de Adams antes de verlo. Había algo raro en sus inflexiones
y Altaira, que iba delante, se paró, de golpe, sorprendida.
Penetré más en el salón y vi a Morbius y a Adams todavía delante de la ventana
abierta. Adams estaba sentado en el brazo de un sillón y en la mane tenía su
radiotelevisor miniatura, que había desprendido del cinturón.
Estaba en comunicación con nuestra nave. En ese momento dejó de hablar y
movió el pequeño cilindro en derredor, para que pudiera captar la escena en torno
suyo. Me imaginé a Alonso Quinn frente a la gran pantalla, con todos los de la
tripulación que no estuvieran de guardia agolpándose detrás suyo para ver.
Adams acercó el diminuto aparato a su boca.
—Ahí tiene —dijo—. ¿Se da cuenta de que estamos bien?
La voz de Quinn llegó débil y metálica, pero completamente audible.
—Así parece, jefe —contestó, con un dejo de sorpresa. Se me ocurrió que Adams,
a propósito o no, había omitido incluir a Altaira en la escena que acababa de captar el
receptor.
—La situación existente aquí, hace necesario que yo me comunique con nuestra
base… —dijo Adams y su manera formal de hablar me hizo dar cuenta de cuán
cautelosamente estaba procediendo.
Hubo una pausa. Pude imaginar la expresión del rostro de Quinn.
—Pero, jefe —dijo su vocecita—, no estamos equipados…
—Lo sé… lo sé —lo interrumpió Adams—. Lo que quiero averiguar es si podría
usted improvisar algo…
Otra pausa, más breve esta vez. Luego, la respuesta:

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—Puedo probar. —La añeja respuesta de todos los radiotécnicos que he conocido,
a la también añeja pregunta—: ¿Podría usted improvisarlo?
Adams esperó. Conocía a su hombre. Después de un momento, la voz de Alonso
prosiguió:
—Implicaría quitar uno de los núcleos e inmovilizar la nave mientras el mismo no
fuese repuesto. ¿Se da cuenta de eso?
—Y eso, ¿qué importa? —dijo Adams y a continuación se vió acosado por una
lluvia de tecnicismos. Desde mis tinieblas, miré a Morbius y observé que escuchaba
con una débil sonrisa de completa, y hasta condescendiente, comprensión. Busqué a
Farman y comprobé que él y Altaira estaban en el otro extremo del salón, sumidos en
conversaciones. O mejor, Farman lo estaba y la muchacha era toda oídos,
escuchándolo.
—Bien —dijo Adams—. Muy bien, Alonso. Volveremos muy pronto. —Cerró el
receptor y lo repuso en cinturón. Luego, mirando a Morbius, dijo—. Ya lo oyó,
doctor. Va a improvisar un transmisor, o por lo menos, tratará de hacerlo.
—Sí —concedió Morbius—. Sí… ¿Hizo él algún cálculo del tiempo que le
llevará?
Adams sacudió negativamente la cabeza.
—Nunca lo haría. Pero mi opinión es que será una semana… o más. —Su tono,
como el de Morbius, evidenciaba que ya no estaban en actitud beligerante, el uno
respecto al otro. Yo me pregunté a qué se debía tal cambio.
Morbius me miró.
—El Mayor Ostrow parece un tanto perplejo —dijo—. Lo mismo podría…
Estarnos en un extraño “impasse” aquí, Mayor. El Comandante entiende que su deber
es… en fin… rescatarme. No obstante, yo no deseo ser “rescatado”. En realidad,
consideraría cualquier tentativa para sacarme a mí y a los míos de este planeta, como
un secuestro por la fuerza.
Hablaba con deliberada suavidad, pero no quedaba lugar a dudas acerca de la
sinceridad de sus palabras. Continuó mirándome.
—Estoy seguro de que “usted” me comprenderá, doctor —dijo—. Usted ha visto
mi casa, sus alrededores, la forma de vida que he construido para mí aquí. ¿Puede
usted concebir a hombre alguno en sus cabales que desee dejar todo esto para volver
a la tensión y el alboroto de ese pequeño planeta gastado que es la Tierra?
Adams replicó:
—Obedezco órdenes. Tendremos que esperar.
Morbius asintió:
—Exacto —pero me siguió mirando.
Yo no quería decirlo, pero se me escapó.
—Si fuese sólo cuestión de usted, doctor Morbius… —dije y dejé la frase
inconclusa.
Su sonrisa desapareció. Dirigió la vista al otro lado del salón y frunció el ceño.

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—¡Altaira! —llamó, con voz fuerte y severa.
La joven miró; luego, vino hacia él, con Farman a corta distancia. No sé qué le
iba a decir Morbius a su hija, porque Adams, afortunadamente, lo impidió,
poniéndose de pie y diciendo:
—Vamos a emprender el regreso, doctor. —Nos miré a Farman y a mí, pero no a
la muchacha. En verdad, se comportó como si ella no estuviera allí. Altaira lo
contemplaba con el entrecejo ligeramente arrugado.
—Bueno, si es necesario, comandante… —La voz de Morbius no denotaba nada
que no fuera amabilidad—. Llamaré a Robby —dijo.
No hizo nada, ni dijo nada más. Pero a los pocos segundos se abrió una puerta en
el extremo más alejado de la habitación y el Robot penetró en ella. Comprobé
entonces que, cuanto más se lo veía, mayor resultaba su semejanza con un hombre. Y
mientras avanzaba hacia su amo y se detenía frente a él, la huidiza reminiscencia que
se había estado asomando a mi memoria, acerca de la palabra Robot, se aclaró de
golpe.
—¡El Robot Universal de Rossum! —exclamé, sin darme cuenta de que hablaba,
hasta que noté que todos me miraban.
—Disculpen —dije—, acabo de recordar algo. —Sentí que había quedado como
un tonto, pero Morbius se mostró genuinamente interesado.
—¿Qué fué lo que le hizo decir eso? —preguntó.
—Un viejo libro que recuerdo haber leído —dijo—. Una obra teatral, creo, escrita
hace tres o cuatro siglos, por un tal… Carroll, o algo así. En el prefacio se explica que
el autor creó la palabra Robot…
—Completamente exacto, Mayor —asintió Morbius—. Excepto en lo que se
refiere al nombre del autor. Era Capek, Karel Capek. Y la obra se titulaba “R. U. R.”
Capek inventó, en efecto, la palabra, que no tiene otro origen que su imaginación.
Quedó incorporada al idioma para designar toda máquina que ejecute el trabajo de un
hombre, mucho antes de que tales máquinas se inventaran. Ahora el vocablo es usado
por toda la humanidad; pero, ¿cuántos son los que siquiera han oído hablar de su
creador?
Fué algo curioso: de pronto descubrí que aquel hombre me agradaba; que deseaba
conversar más con él; que encontraba en él más afinidad que en cualquiera de mis
acompañantes.
—A esos tiempos los denominan “La Segunda Edad Media” —dije—, pero no se
puede negar que en la época de Capek hubo algunos grandes genios.
—Especialmente entre los escritores —agregó Morbius—. Piense en Herbert,
George Wells. Luego, retroceda aún más en la bruma del tiempo y recuerde al francés
Verne…
Se detuvo abruptamente, volviéndose para mirar a su hija. Mientras
conversábamos, nos habíamos retirado un tanto y Altaira y mis dos compañeros
estaban ahora cerca de la ventana abierta. La muchacha miraba a Adams, no a

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Farman que se hallaba a su lado, y nuevamente noté la diferencia en su expresión.
Decía en ese momento:
—… ¿Así que no se asustaron cuando vieron a Kahn? ¿Es eso lo que quiere usted
decir, comandante?
Había una nota de desafío, de amenaza en su voz.
Adams le contestó:
—Me figuré que era otro de sus amigos. La estaba mirando, pero por su
expresión, o carencia de ella, podría muy bien haber estado contemplando una silla.
—De todos modos, comandante, usted tenía la mano en la empuñadura de su
pistola cuando yo le grité al teniente —dijo Morbius, riendo, con una risa que no era
del todo legítima. Dejó de reír—. Pero debo decirle que, excepto en lo que concierne
a Altaira, esa bestia es un animal salvaje y peligroso. —Su tono era normal, objetivo.
—Pero, ¿cómo sabe que no va a resultar peligroso para Alt… para su hija, alguna
vez? —terció Farman, dedicando a Altaira una mirada de pesar que dió en el blanco.
—Kahn es mi amigo —dijo—. Nunca me haría daño.
—¡Vamos, teniente! —aclaró Morbius—. Usted vió cuán mansa fué la actitud de
la bestia hacia ella. Ejerce un perfecto contralor…
—Lo sé, señor —dijo Farman. Estaba tratando de endulzar al padre, ahora—.
Pero lo mismo… bueno; no puedo dejar de pensar que podría pasar algo. Esta clase
de bichos son traicioneros.
Aquí estaba mi oportunidad de interrogar a Morbius acerca de los animales y su
historia. Pero, antes de que pudiera abrir la boca, Farman tomó la palabra de nuevo,
dirigiéndose a Altaira esta vez.
—Es maravilloso cómo maneja usted al tigre —dijo, con los ojos dilatados de
admiración—. ¿Cómo empezó? ¿Cuál es el secreto?
—La vieja rutina del Unicornio, tal vez. —Me oí decirlo y experimenté el deseo
de haberme quedado callado.
Porque Morbius me echó una mirada. No parecía enojado, pero había
comprendido lo que quise decir, lo cual es más de lo que hicieron los otros. Creí que
iba a hablar y me sentí cordialmente agradecido cuando Adams interrumpió:
—Lo siento, doctor, pero debemos ponernos en marcha… Vamos, doctor, Jerry.
Morbius dijo algo al Robot, que fué hasta la puerta y la abrió. Nos despedimos y
salimos, acompañándonos Morbius hasta afuera. Por su modo, cualquiera hubiera
dicho que éramos visitas de tarde, en cualquier barrio suburbano de alguna ciudad
terrestre.
Nos ubicarnos en el vehículo; el Robot trepó adelante y pasó a formar parte del
mismo. Farman sonrió y dijo a Morbius:
—Dígale que vaya despacio, señor. —Morbius rió e impartió órdenes al Robot, en
el mismo tono que si se tratara de un viejo sirviente de familia.
Todo resultaba tan sencillo y corriente, y por lo mismo más absurdo.
—Hasta pronto, doctor —saludó Adams y Morbius respondió—: Cuanto más

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pronto, mejor —y luego tuvo unas palabras para mí—. Por favor, no pierda ocasión
de visitarnos, Mayor Ostrow. Para decirle la verdad, todavía añoro la conversación
con personas de espíritu tan selecto como el suyo…
No me dió tiempo a contestarle, sino que se hizo atrás y dijo:
—Listo, Robby —y partimos, esta vez a la decorosa velocidad de treinta y cinco
millas por hora.
Adams, desde su asiento, miraba directamente al frente, pero Farman y yo nos
volvimos para mirar atrás. Morbius seguía parado donde lo dejáramos, al costado del
patio, haciéndose sombra con la mano mientras nos veía alejarnos. En la ventana
abierta se hallaba Altaira. Farman se puso de pie y la saludó con la mano, a lo que
ella respondió en la misma forma.
—¡Farman! —rugió Adams—. ¡Siéntese!
Y en ese momento llegamos a la curva del camino, encaminándonos al grupo de
árboles raros otra vez. Las figuras y la casa habían desaparecido.
Nuestra velocidad aumentó levemente. Atravesamos el bosquecillo y subimos la
pendiente, dirigiéndose hacia la muralla de roca y su puerta al desierto.
Miré a Farman. Estaba recostado en su asiento, los brazos cruzados y
entrecerrados los ojos.
Luego, miré a Adams. Estaba sentado exactamente como al principio, mirando
fijamente hacia adelante, con ojos que no decían nada. Se hallaba perdido en sus
pensamientos y me pregunté cuáles serían…

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CAPITULO TERCERO
RELATO DEL COMANDANTE J. J. ADAMS

Tenía mucho en que pensar. ¡Muchísimo! Durante el viaje de regreso de aquella


extraña casa en la roca, traté de ordenar mis ideas.
Todo quedó reducido a considerar el derecho de Morbius. Y eso era más fácil
decirlo que hacerlo. Deseaba que no me hubiera correspondido la responsabilidad.
Hubiera querido cambiar de puesto, con Farman, o con el doctor. Todo cuanto Jerry
estaba pensando en ese momento, todo cuanto tenía para pensar, podía resumirse en
una sola palabra muy breve. Y el doctor se encontraba tan feliz como él, quizás más
feliz. Probablemente estaba preocupado pensando en quién escribió algún antiguo
libro, o cómo animales terrestres podían hallarse en Altair 4.
¡Pero yo, tenía a Morbius! El hombre que nos había prevenido que nos
mantuviéramos alejados del planeta, si es que sabíamos qué era lo que convenía a
nuestra salud. El hombre que no nos dijo, hasta que no se vió en la obligación de
hacerlo, que él era el único sobreviviente de la expedición. El hombre que había dado
una explicación bastante rara acerca de la forma en que murieron los otros y de lo que
aconteció a la espacionave.
Un pez curioso. Con muchas cosas que no me gustaban en él. Particularmente, la
sensación que daba de creerse digno de valer por dos de nosotros. Para no decir nada
de su hija. Ese era otro dolor de cabeza. Compadeced al pobre jefe, con semejante
golosina a bordo y veinte perros del espacio, sexualmente hambrientos, con la lengua
afuera…
Pero tenía que olvidarme de ella. Debía concentrarme en la pregunta fundamental.
¿Cómo se había convertido este filólogo en un científico práctico? ¡Y en un genio
técnico superior a todos los de la Tierra y de cualquier otro lugar conocido! ¡Así que
su Robot había realizado la mayor parte del trabajo! ¡Así que él había hecho el Robot,
el más inverosímil de todos los trabajos, primero que todo!
Dejando a un lado el asunto de los conocimientos, ¿cómo había obtenido las
herramientas? ¿Y los materiales?
¿Y por qué había dicho que existía “una sola herramienta esencial, el cerebro”?
¿Creía él que eso tenía sentido?
Y, ¿lo tenía?
Yo sabía, cuál era para mí la respuesta. En el viaje de vuelta la estaba
confrontando conmigo mismo pero la confrontación no modificó las cosas. Seguí
opinando de la misma manera, pero con más fuerza.
Se lo dije al doctor, a Jerry y a Quinn, después de cenar. Nos quedamos de
sobremesa y despaché al resto de la tripulación, asegurándome que no hubiera nadie

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cerca que pudiera oír. Quinn quería volver enseguida a su trabajo, pero no lo dejé.
Deseaba una conferencia con todos los oficiales.
Primero, describí el escenario. Le pedí al doctor y a Farman que se fijaran si
omitía algo, o si me equivocaba en alguna de mis impresiones. Pero debo haberle
hecho bien, porque ninguno de ellos tuvo nada que corregir.
Quinn me contempló a través de sus grandes anteojos. Lo primero que preguntó
fué:
—Esa muchacha… ¿cómo es?
Quinn. Alonso Quinn. El preguntó eso. Era una prueba, si es que yo la necesitaba,
de lo que podía causar un año en el espacio, aún en un individuo poco mujeriego
como mi Jefe Diseñador…
—Ah, nada más que una muchacha —le contesté—. De unos diecinueve años.
Nunca conoció otro ser humano que su padre. Parece un poquito impresionada,
quizás.
No miré a Jerry ni al doctor mientras lo decía.
—El problema es Morbius —proseguí, haciéndoles un resumen de lo que opinaba
de él—. No tiene sentido que haya podido convertirse de la noche a la mañana en un
genio de la técnica y construir una máquina como ese Robot —dije. Miré a Quinn,
que sacudió la cabeza en sentido negativo.
—Es imposible —exclamó—. Aún por lo que pude ver del aparato. ¡Imposible!
Eso me retrotrajo al punto crítico de la cuestión.
—Entonces, —argüí— estaba mintiendo cuando dijo que no había vida racional
en este planeta. Tiene que haber…
El doctor me interrumpió.
—No sé —dijo lentamente—; pero, en cierto modo, el hombre no me impresionó
como un mentiroso.
—¡Pero tiene que serlo! —insinué. El doctor me sorprendía. Habitualmente, su
opinión me merecía respeto, pero esta vez andaba descaminado—. ¿No se da cuenta?
Alguien, algo, tiene que proveerlo de materiales y herramientas.
—Y de conocimientos —apuntó Quinn—. De conocimientos.
—Eso es cierto —dijo Jerry Farman. Trataba de aparecer interesado, pero sin
mucho éxito. Había otro tema que llenaba su cabeza.
—Por supuesto que es cierto —apoyé y miré al doctor.
—Sí… —dijo con lentitud—. Es lógico, supongo…
—Es inevitable, también —insistí—. De manera que hay vida racional aquí y
Morbius está en contacto con ella. En estrecho contacto.
Los había pescado a todos ahora, aún a Jerry.
—O se halla en buenos términos con quienquiera que encarne esa vida
inteligente, o bien es dominado por ella —dije—. Y él no quiere, o no le permiten
decírnoslo.
Jerry Farman adujo:

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—Mi idea es que está en buenos términos. Apuesto un año de sueldo a que decía
la pura verdad cuando manifestó que no deseaba volver a la Tierra.
—Jefe —preguntó el doctor—, ¿por qué lo apuró usted tanto al principio y luego
aflojó de golpe?
—Técnica —contesté—. Asustarlas, pero no demasiado. Ayuda a aclarar las
cosas.
Quinn dijo:
—Debemos ponernos fin contacto con esta… esta “inteligencia”. Es obvio que
podríamos aprender mucho.
El doctor levantó una ceja, en esa forma peculiar que tiene de hacerlo.
—No se olviden de lo que pasó al resto de la tripulación del “Bellerophon” —
acotó.
Quinn preguntó:
—¿Cómo reaccionó Morbius, jefe, cuando usted le dijo que íbamos a tratar de
comunicarnos con la base?
Miré a los otros dos. Jerry se encogió de hombros y el doctor dijo:
—No demostró nada, en ningún sentido.
—De manera que la situación es curiosa —afirmé—. Debo tratar de obtener
instrucciones para resolverla. Pero si nosotros conseguimos por fin comunicarnos con
nuestra base, imagino cuáles van a ser las órdenes. “Trate de averiguar más, si puede.
Tráigalo para acá, pueda o no pueda.”
—Si él no bromea acerca de esa “Fuerza” que liquidó a sus camaradas, podemos
vérnoslas muy mal cuando tratemos de llevarlo contra su voluntad.
Quinn dijo:
—De todas maneras, nos veremos en dificultades, me imagino. Así como usted
presume cuáles serán las órdenes, jefe, lo mismo lo presumirá Morbius. —Me miró,
parpadeando a través de sus anteojos—. Se me ocurre que “alguien”, quizás debiera
decir “algo”, puede oponerse a que nosotros improvisemos un transmisor. —
Parpadeó de nuevo—. También se me ocurre preguntar por qué tuvo usted que
hacerle saber a Morbius lo que iba a hacer.
Ese era Alonso Quinn ciento por ciento. Derecho al grano, antes que ninguno. Le
sonreí, diciendo:
—Otra vez técnica. Podría hacer afluir algo a la superficie.
Alonso se limitó a asentir. Pero el doctor inquirió:
—Buscando guerra, ¿no es cierto?
—Es la única forma que encuentro de averiguar qué es lo que actúa por aquí —le
contesté—. Y cuando lo sepa, puede que desee hablar a la base lo mismo. En esta
forma estaremos, por lo menos, preparados para cualquier eventualidad. Eso me hace
acordar… —Los miré a los tres—. Desde este momento, estamos en Alerta de
Ocupación… y no lo olviden…
Y con eso finalizamos la conferencia. Tenía ya centinelas apostados afuera, así

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que todo cuanto tuve que hacer fué mandar a buscar al contramaestre y comunicarle
el estado de Alerta de Ocupación. Quinn se fué a trabajar otra vez con sus
cuidadosamente escogidos colaboradores y Jerry dijo que, como le tocaba el tercer
turno de guardia, se iba a su camarote a descansar.
El doctor lo miró alejarse y sacudió la cabeza.
—A dormir, tal vez a soñar —dijo, en la forma que le hace notar a uno que está
citando palabras escritas a lo mejor hace mil años.
—¿Se refiere a esa chica? —pregunté y él me respondió—: ¿A qué otra cosa? —
Luego, continúo—: Da la impresión de que ella lo preocupara, jefe.
Yo le contesté:
—Está usted en lo cierto. Me preocupa. Todo esto que nos rodea es ya
suficientemente fuera de lo común, para que aparezca una hermosa nena a cumplir las
cosas. —Me hubiera gustado que hablara de otro tema.
Pero prosiguió:
—Supongo que usted espera que la tripulación no se entere de que ella está aquí.
—Jugueteaba con un cigarrillo, sin mirarme.
—No se enterará, por todo lo que sé —dije—. Alonso no hablará. Le previne que
no lo hiciera. Y Jerry no abrirá la boca. Por lo menos, mientras haya una posibilidad
de pasar el rato con ella.
El doctor quitó la cápsula de ignición de su cigarrillo, comenzó a fumar y luego
preguntó:
—¿Se lo va a permitir?
—¡No, señor! —exclamé—. No es esa la clase de dificultad que estoy buscando.
—Estaba alzando demasiado la voz, por lo que bajé el tono—. Además, recuerde el
Reglamento General, Artículo IV, inciso 22. —Logré esbozar una sonrisa.
—¡Bien! —aprobó el doctor y continuó fumando. No dije nada más.
Bebimos un trago. Cuando terminamos, era hora de que yo fuera a controlar los
centinelas. Le pregunté al doctor si le agradaría dar un paseíto y aceptó.
Ninguno de los cinco puestos de guardia tenía novedad. Los hombres estaban
todos bien alerta. Eran un magnífico grupo.
En lugar de volver directamente a la nave, el doctor y yo nos internamos un poco
en el desierto. No tenía ganas de dormir y el doctor tampoco. No fuimos muy lejos.
Nada más que hasta un montón de rocas de las que sobresalían de la arena. El doctor
dijo que parecían estalagmitas. Encontramos un banco natural en una de ellas y nos
sentamos a fumar un cigarrillo. Había dos lunas verdes en el cielo y su luz hacía
parecer casi negra la rojiza arena. Todo a nuestro derredor, hasta donde alcanzaba a
ver un hombre: Arena negra y rocas de un azul enfermizo. Lunas verdes. Y nuestra
nave plantada allí, como un gran hongo ajeno al paisaje.
Inspiré profundamente y el doctor dijo:
—Sí. Es un aire magnífico, ¿verdad?
Yo le respondí:

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—El aire está muy bien, pero el paisaje se lo regalo.
Se dió vuelta para mirarme.
—Estaba pensando en este momento que yo podría querer con facilidad este
mundo, quizás desearía vivir en él, como Morbius —dijo.
—Tal vez tengo demasiado en mi cabeza… —alegué.
—Les dan a ustedes, muchachos, una enorme responsabilidad. —Hablaba con
lentitud, en la forma que suele hacerlo a veces—. Demasiado, diría yo. —Continuó
mirándome—. Parecen ignorar… en fin, algunos de los más importantes factores
humanes…
No estaba seguro de saber de qué me estaba hablando. Pero lo dejé correr. Con el
doctor, uno nunca está seguro de ello, pero casi siempre sus palabras significan algo
más.
Arrojé mi cigarrillo en la arena y me quedé contemplando cómo se apagaba la
brasa. Había algo que deseaba preguntarle al doctor, pero no lo iba a hacer. No tenía
más importancia que una cerilla en el espacio.
Pero, al fin, se me escapó la pregunta.
—¿Qué era ese asunto acerca de un Unicornio?
No contestó nada de inmediato, pero sentí que me miraba de nuevo. Creí que no
se acordaba. Por eso, aclaré:
—Cuando Jerry se refirió al tigre, al contralor que ella ejercía sobre él…
—Lo sé —dijo el doctor—. Podría repetir mis propias palabras. Dije: “La vieja
leyenda del Unicornio”. Y desearía no haberlo dicho.
—¿Qué quiso usted decir? —pregunté.
El doctor comenzó a explicarme:
—El Unicornio, como usted sabrá, o no, era un animal fabuloso…
—¿Como un caballo? —le interrumpí—. Un caballo blanco… ¿con un cuerno en
la frente?
Asintió.
—La leyenda decía que sólo una clase de ser humano podría jamás atrapar o
domesticar uno. Ese ser humano tenía que ser una mujer… y no cualquier mujer.
Tenía que ser joven… y virgen. Debía ir a un lugar, en un bosque, donde se
encontraría el Unicornio. Allí se sentaría a esperar. Eso era cuanto tenía que hacer. No
debía moverse, simplemente, sentarse y esperar… Oportunamente se aproximaría por
entre los árboles el Unicornio, trotando delicadamente, temeroso pero
irresistiblemente atraído. Con las orejas tiesas, los orificios nasales llameantes,
seguiría acercándose, cada vez más despacio… Y la muchacha debería quedarse
siempre quieta y sentada… Y el bosque estaría en silencio, sin cantos de pájaros ni
movimiento de criatura silvestre alguna. Sólo se oiría el ruido de los cascos del
Unicornio al pisotear la alfombra de hojas, a medida que se iba acercando, tanto que
su sombra se interpondría entre la joven y los rayos solares que se filtraban entre los
árboles… De forma que, al arrodillarse por fin delante de ella, con su hermoso y

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reluciente cuerpo temblando, podría apoyar su cabeza en la falda de la doncella…
La voz del doctor se fué extinguiendo. Siguió mirando la arena. Algo, en aquella
vieja fábula, me conquistó. O quizás fuera la forma de relatarla, o el tono, o no sé
qué. De cualquier manera, sentí algo en mi garganta, como si tuviera en ella un
engranaje. Eso me enfadó.
—Así qué usted recorrió toda la vía láctea pura decir que ella era virgen, ¿eh?
Tiene que serlo, ¿no es cierto? A menos que… en fin, ¡olvidémoslo!
—Por supuesto que lo es, John. —Era la primera vez que el doctor me llamaba de
otra forma que no fuera “jefe”. Continuó—: Fué, sencillamente, algo que me vino a la
mente. Lo dije sin pensar. No quise significar nada en particular. Y tampoco fué muy
buena la analogía…
—¿Por qué deseó usted no haberlo dicho?
—Porque pensé después que tal vez Morbius captara la alusión. A lo mejor…
bueno, podría no haberle gustado.
Eso tenía lógica. Lo dije así y saqué cigarrillos. Los encendimos y nos quedamos
allí, sentados. Fumando sin hablar. Hasta que el doctor, desde la penumbra,
manifestó:
—En la forma que usted miraba a la muchacha, debe haber pensado que detestaba
hasta su imagen. —Lo dijo en tono casual, como al pasar.
—Bueno, parecía presagiar dificultades. Especialmente con Jerry Farman a su
lado —repliqué.
—Puede ser que ella pensara que usted buscaba dificultades también. Al menos,
ella parecía pensar así. En la forma que esos ojos grises le dirigían miradas
llameantes a usted…
—Son azules… —corregí, tratando de detener las palabras a medida que iban
saliendo.
Pero no resultó. El doctor soltó una carcajada…

II

Nada ocurrió al día siguiente. Quiero decir, nada, excepto lo que nosotros
hacíamos. Nada que demostrara que alguien o algo se preocupaba por nosotros. Antes
de ponerse a trabajar en el transmisor, Alonso instaló una rudimentaria pantalla de
radar y dejó a uno de los cadetes para que la atendiera. Y le enseñó a Jerry a operar su
radio-explorador, para que pudiéramos buscar y ubicar la estación de Morbius.
Y no sucedió nada. Ni pareció suceder. Yo vagabundeé dentro y fuera de la nave,
cerciorándome de que cada uno estaba en lo suyo. Estaba furioso. Detesto esperar. En
especial, cuando uno no sabe qué es lo que espera.
El radar no mostró nada. Jerry no logró nada con la radio. No había más que la
nave. Y nosotros. Y el desierto rojizo y las rocas. Podríamos haber estado solos en el

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maldito planeta.
Quinn y sus muchachos consiguieron sacar el núcleo, por fin. Una tarea
desagradable, pero ninguno de ellos se quemó. Tuvimos todos que dar una mano para
llevar la pieza hasta el apareje provisional que él había preparado.
Eso fué a media tarde. Cuando el trabajo estuvo terminado y todos volvieron a sus
puestos, tuve que seguir esperando. Fui hasta el tractor. Estaba todavía donde Alonso
y los muchachos lo dejaran el día anterior, al desembarcarlo. Lo revisé. Todo andaba
bien, pero se me ocurrió hacer un viaje de prueba. Por hacer algo.
Estaba trepando al tractor cuando vi al doctor, por primera vez desde el desayuno.
El resto del día lo había pasado en su enfermería, controlando supongo, su provisión
de medicamentos. No me sentí muy feliz de verlo. Imaginé que podría reiniciar el
tema que habíamos tratado la noche anterior y bastante trabajo me daba apartar mi
mente de eso.
Pero, cuando quiso acompañarme en el paseo, no pude negarme. Le hice
observar, no obstante, que no llevaba su pistola reglamentaria, sabiendo que nos
hallábamos en estado de alerta y esto lo obligó a volver a buscarla.
Al final, no hicimos el viaje de prueba, porque, justamente cuando el doctor
regresó, corriendo, Quinn envió a un hombre para avisarme que necesitaba hablar
conmigo.
Me dirigí enseguida adonde estaba el aparejo. Alonso se rascaba la cabeza,
preocupado. Estaba sudando y cubierto de grasa negra.
—Tenemos dificultad para aflojar adecuadamente esto, jefe. No sé cómo voy a
encontrar algo con la densidad adecuada —dijo.
Entonces se me ocurrió la gran idea. Le pregunte qué pediría si estuviera en el
depósito de la base.
—Chapa de plomo de dos pulgadas; trescientos pies cuadrados de ella —me
contestó.
—¿Podrá usted seguir adelante con cualquier otro problema que presente esto? —
pregunté.
Sus anteojos se deslizaron por su nariz y los empujó hacia atrás. Ahora sí estaba
seguro de que yo estaba loco. Pero respondió que sí.
—¡Siga adelante, entonces! —le dije, y me llevé conmigo al doctor.
Cuando nos hubimos alejado lo suficiente, le aconsejé:
—Es mejor que se acicale, doctor. Vamos de visita —y volví con él a la nave. Me
di cuenta de que me miraba, pero no le di oportunidad de decir nada.
Cuando llegamos a la cabina de contralor, el doctor siguió en dirección a su
camarote y yo dije a Jerry que dejara la radio y se emperifollara también. No hubiera
querido llevarlo, pero no me quedaba otro remedio. Teníamos que ser tres por lo
menos, y no podía distraer a ningún otro.
Cuando Jerry supo adónde íbamos, se puso tan contentó que su sonrisa se podría
haber divisado a una milla de distancia. Salía como un cohete, cuando lo detuve para

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advertirle:
—Despacio. Hay algo que le conviene recordar. Deje en paz a la muchacha.
—Por supuesto, jefe, por supuesto —me contestó. Para el caso, me hubiera
resultado lo mismo que me hubiera dado un toque de sirena de alarma.

III

Salimos al atardecer. Jerry condujo y lo hizo con celeridad. Todavía había luz
cuando atravesamos las rocas y penetramos en el valle. Dije a Jerry que fuera más
despacio y recorrimos el resto del camino a unas diez millas terrestres por hora.
Esta vez estudié realmente la comarca y dije al doctor que tuviera los ojos bien
abiertos también. No sé qué era lo que buscábamos, le aclaré, pero cualquier cosa que
pasáramos por alto podía ser de importancia. Especialmente todo aquello que
proporcionara algún indicio de que había alguna otra forma de vida distinta de lo que
ya habíamos visto.
Era todo sumamente vago, y no nos condujo a ninguna parte, como yo me lo
esperaba. Pasábamos por el bosque cercano a la casa, cuando el doctor no pudo más y
abrió el fuego. Yo no les había informado, ni a él ni a Jerry, acerca de mi propósito,
pero ellos sabían que algo había en el horno. A Jerry no le importaba, con tal de ver
otra vez a la chica. Pero el doctor no aguantó más. De pronto, me preguntó:
—¿A qué se debe este viaje, jefe? Es mejor que nos lo diga, para evitar cometer
desatinos.
Tenía razón, de manera que les dije de qué se trataba.
—¡Bien pensado! —aprobó el doctor—. Puede no resultar, desde luego. Pero
merece la prueba.
Jerry nada dijo; se limitó a mover la cabeza en señal de asentimiento.
Salimos del bosquecillo e iniciamos la curva hacia la roca. No habíamos visto ni
la cola de alguno de los animales de Altaira. Pero cuando llegamos frente a la casa,
allí estaba Morbius, en el patio, esperando.
Jerry frenó y cerró el contacto. A propósito, el motor es del tipo Q 6 silencioso, de
manera que, a no ser por alguna instalación de radar oculta en alguna parte, no
parecía existir ningún medio por el que Morbius pudiera haber conocido con
anticipación nuestra llega, da. Pero no cabía duda de que su actitud era de
expectativa.
Nos apeamos y vino a nuestro encuentro. Vestía la misma clase de ropa que el día
anterior, pero gris, en lugar de azul. En cierto modo parecía más viejo. Su rostro
estaba blanco y debajo de sus ojos se notaban círculos negros.
Expresó su placer de vernos. No ostentaba la sonrisa de superioridad que tanto me
indignara. Le dije que necesitaba ayuda y quizás él pudiera brindármela. Respondió
que lo haría con sumo gusto, pero nos invitó a pasar a la casa, antes de entrar en

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materia.
Entramos. No se advertía seña del Robot, ni de Altaira.
—He aquí el problema, doctor —comencé a decirle—, mi Jefe Diseñador necesita
un albergue para el transmisor. Tienen que ser chapas de plomo de dos pulgadas.
Carecemos de ellas… y pensé que posiblemente usted podría auxiliarnos con
trescientos pies cuadrados de ese material.
Ahora sonrió de veras.
—¿Así que usted cree en lo que le dije ayer, comandante? Desea que… que
utilice las habilidades de Robby en su beneficio, ¿no es cierto?
Hice lo posible por aparecer desconcertado.
—¿Por qué no habría yo de creerle, señor? —Saqué una muestra de plomo que
había traído del taller de Alonso—. Sé que hace falta una muestra. ¿Servirá esto?
Tomó el trozo de metal, pero no lo miró. Continuó mirándome a mí.
—Estoy seguro de que servirá, comandante —dilo y comenzó a hacer preguntas
acerca del trabajo de Quinn.
Le dije lo que sabía. Que era una cuestión de energía en bruto; de cómo afectar
temporariamente la mitad del equipo electrónico que poseíamos; de cómo reducir el
circuito del “continuum” a otro nivel; de bajar de la nave el núcleo auxiliar para
disponer de suficiente corriente.
Pareció comprenderlo todo, mucho más que yo. Hizo un par de preguntas que me
vi obligado a manifestarle que tendría que formulárselas a Quinn… Pensó un instante
y luego dijo:
—Muy bien, comandante, pondré a Robby a trabajar esta noche. Tendrán ustedes
sus planchas mañana temprano.
Así pasamos la primera fase.
Yo quería ir de inmediato a la segunda. Pero oí un rápido movimiento y me di
vuelta a mirar, viendo a Jerry a mitad de camino de la puerta de entrada y al doctor
que se levantaba de su silla.
Altaira estaba parada en el umbral. Tenía puesto una especie de vestido amarillo
oro, con algo de azul. No era muy escotado y creo que de mangas largas. De manera
que no tenía por qué resultar más peligroso que el del día anterior, que era más bajo
de cuello y cacería por completo de mangas.
No debió ser… pero, no obstante, era así. Quizás fuera el color; tal vez el género
que se adhería. No es que pareciese como si estuviera destinado a adherirse al cuerpo.
Uno la miraba y se daba cuenta de que no era así.
Me imaginé el sobresalto que estaría experimentando Jerry. Y eso me enfureció.
Me indigné con él. Me indigné contra todo y contra todos. Contra ella inclusive.
Por eso no le pude sonreír en la forma que hubiese deseado. Dijo algo acerca del
placer de vernos, pero su tono no pareció incluir a J. J. Adams…
De manera que volví a prestar atención a Morbius y a la segunda fase de nuestra
misión. Lo llevé a un lado y le pregunté si podría ver a Robby trabajando.

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Como lo esperaba, la petición me fué denegada. Por un momento, adoptó la
actitud que observara el día anterior, enojado y pedante a la vez.
—Completamente imposible —dijo. Pero luego me dirigió una mirada
calculadora y deliberadamente perdió altura—. Temo que no sería factible,
comandante —expresó—. Ni yo mismo puedo permanecer en el taller de Robby. —
Se extendió en tecnicismos, acerca de temperaturas y radiaciones y unas cuantas
cosas de las que jamás había oído hablar.
Le contesté que comprendía perfectamente y que lo importante era obtener el
plomo lo más rápidamente posible. Pareció que todo quedaba bien arreglado. Si
pensaba algo de mí, no lo mostraba, por cierto.

IV

Fué una noche difícil. Todo salió bien, pero pasar por ello fué otra cosa.
Estuvimos más de cinco horas en la casa, aunque me parecieron cinco días. Nos
invitaron a cenar. Lo cual vino de perilla para la tercera fase de mi campaña, pero no
así en otros aspectos. No soy gran cosa como actor y, sin embargo, eso era lo que
necesitaba ser. Vigilando a Jerry con un ojo y con el otro a Morbius, siendo sociable
en todo momento. El doctor me ayudó respecto a Jerry; pero, de todos modos, no
podía dejárselo por completo a él. El Astronavegador de Primera Clase, Teniente
Gerald Farman, es un hábil operador. Deseé que las cosas fueran de otro modo.
Altaira, por ejemplo. Quizás así no hubiera tenido yo que luchar constantemente para
evitar enfurecerme. No podía comprender mis propios sentimientos y eso no me
ayudaba. Traté de ser atento con ella, por lo menos; pero, cada vez que lo intentaba,
ella estaba distraída en otra cosa, o Jerry le estaba dispensando alguna atención.
La mayor parte del tiempo no resultaba posible concebir que no hubiera conocido
otro ser humano que su padre. Ella parecía tan… tan equilibrada. Pero, de pronto,
decía algo, o reaccionaba en una forma que demostraba que tenía que ser cierto. No
quiero decir que resultara infantil. Todo al contrario; sabía mucho más que la mayoría
de las muchachas de su edad en la Tierra. Era… bueno, no lo sé. El doctor tal vez lo
hubiera expresado en los términos exactos, pero yo no.
“Sincera” era la palabra que me daba vueltas en la cabeza, pero no me parecía dar
la idea exacta de lo que yo quería significar. La muchacha aparentaba ser incapaz de
ningún… “subterfugio” podría ser el término adecuado…
En una oportunidad, durante la cena, ella acababa de formular una pregunta o no
sé qué, y me sorprendió mirándola. Su rostro se puso serio y, dirigiéndose a mí, dijo:
—No debe usted olvidar, comandante Adams, que, socialmente, soy una criatura.
No fueron solamente las palabras. Fué la forma como las dijo, y la mirada con
que las acompañó. Todo cuanto necesité en ese momento era un agujero donde
meterme.

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Jerry pareció reprimir una sonrisa de circunstancias, Morbius aparentó no haber
oído; Pero el buen doctor vino en mi auxilio. Hizo como si nada hubiera pasado y se
las compuso para desviar la conversación. Sin mayor esfuerzo y con toda naturalidad.
Se refirió de nuevo a los animales de Altaira y dirigió a Morbius una pregunta.
¿Cómo era posible que esos ejemplares de tipo terrestre se hallaran en Altair 4?
Resultó graciosa la forma en que la pregunta afectó a Morbius. Lo afectó mucho
más que mi demanda de ver trabajar a Robby. No es que se enfadara, ni adoptara una
actitud de superioridad, como lo hizo conmigo. Pero, mucho más curioso aún, se
turbó. Más todavía, pareció asustado.
Pero eso sólo duró una fracción de segundo. Enseguida recobró el aplomo.
—Ese, mayor, es uno de los misterios que espero resolver uno de estos días —
dijo. Pareció querer dejar el asunto allí, pero el doctor insistió.
¿Eran los animales que habíamos visto las únicas especies? ¿Había algunas otras?
¿No demostraba su existencia que Altair 4 debía haber pasado por un proceso
evolutivo similar al de la Tierra? ¿Y no era extraordinario que el mimetismo hubiera
perdido su sentido, ya que los animales tenían los mismos colores que en la Tierra, en
lugar de haberse adaptado a las condiciones que prevalecían en Altair 4?
A esta altura de la conversación, yo mismo me sentía muy interesado en la
misma, pero Morbius le puso punto final, diciendo:
—En realidad, mayor Ostrow, ha acertado usted con o] mismísimo asunto sobre
el cual me encuentro trabajando en la actualidad. Pero, mis investigaciones, sin
embargo, no están todavía concluidas.
Por el tono empleado, podría lo mismo haberle dicho al doctor que se callara la
boca y se retirase.
Toqué al doctor con el pie, por debajo de la mesa. Calló y volvimos a las
sociabilidades. De todos modos; la cena estaba terminada y antes de que pudiera uno
decir “quanto gravitum”, ya nos habíamos levantado de la mesa.
Me hubiese gustado partir en ese mismo momento. Pero a Morbius podría haberle
llamado la atención tanta prisa. De manera que tuvimos que permanecer un rato más.
A mí me tocó la peor parte, también. Porque Morbius y el doctor se retiraron a un
rincón, a jugar al ajedrez y Altaira nos mostró a Jerry y a mí un juego que ella y su
padre habían inventado. Por lo menos, se lo enseñó a Jerry y yo permanecí mirando.
Era un juego para dos, así que me entretuve en matar el tiempo, yendo de ellos a los
otros dos, para observar cómo iba el juego.
Resultaba aburrido. Pero pasó, por fin, y me preparé a partir, justo a tiempo para
malograr una idea de Jerry, de ir, con Altaira, a ver los animales a la luz de la luna.
Morbius volvió a mostrarse contento de que hubiéramos venido: me dijo que no me
preocupara por las chapas de plomo, que él las iba a mandar con Robby a nuestra
nave, al día siguiente por la mañana. Salió afuera, a despedirnos…
Esta vez conduje yo. Apuré la marcha y mantuve el vehículo a alta velocidad
hasta que hubimos pasado la arboleda y estuvimos a una buena milla terrestre, en la

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pendiente eme conducía al desierto. Entonces disminuí la velocidad y hallé el sitio
que escogiera en el camino de ida. A poca distancia del sendero, detrás de un grupo
de aquellos raros árboles.
Cerré el contacto del motor y me deslicé hacia allí. Cuando nos apeamos y
salimos del grupo de árboles, miramos hacia atrás y apenas pudimos distinguir el
tractor. Y estaba sólo a unos pocos pies de distancia. Era lo mejor que podíamos
hacer para ocultarlo, de todas maneras. Yo seguía pensando en la forma en que él se
había enterado de antemano de nuestra llegada. Pero tenía que correr el albur. Si él
nos estaba controlando con algo similar al radar, podría suceder que dicho aparato no
nos denunciara. Y a menos que lo hubiera empezado a utilizar desde el mismo
momento de nuestra partida, nunca conseguiría localizar el tractor.
Fuimos hasta la otra orilla del camino y miramos el valle, hacia abajo. Todo
estaba en calma. Demasiado en silencio. Con una sensación de “carencia absoluta de
sonido” que le hacía a uno temer que nunca regresaría a casa. Y si lo lograba, creería
que había llegado el fin del mundo…
Pero la verdosa luz lunar mostraba todo lo que yo quería. Escogí un par de
lugares; luego, instruí a los otros dos. Les dije:
—El objeto es “observar”. Y seguir observando. No se muevan de sus sitios; pero,
si ven “algo”, recuérdenlo. Nada más. —Sincronizamos nuestros relojes; eran las
once justas. Yo agregué—: Muy bien. Vuelvan aquí a las tres y media. Será mejor que
para el alba nos hayamos marchado. ¿Alguna pregunta?
El doctor no hizo ninguna. Pero Jerry sí. En realidad, no había escuchado cuando
o expliqué, de manera que tuve que volver a hacerlo, después de llamarlo al orden.
—Quedemos en claro esta vez —le dije—. Morbius afirmó que va a hacer que el
Robot fabrique los trescientos pies cuadrados de lámina. Apostaría mis sueldos de un
año a que cumplirá. Pero también apuesto uno contra cinco a que el Robot no es
quien los fabricará. Ni en su miserable vientre, ni en su laboratorio de utilería, donde
nadie puede entrar a mirar…
Jerry me interrumpió. Estaba molesto por la forma en que yo me expresaba.
—No hace falta hablar como si yo fuera un retardado —dijo.
—¿Usted imagina ene Morbius se pondrá en contacto con esos altairianos, de los
que usted está tan seguro que existan, y que ellos le suministrarán el material? ¿Y
usted imagina uno veremos algo después que se haya comunicado con ellos? Ya sea
cuando ellos va van hacia él, o él se dirija adonde están ellos, ¿no es así?
—Exacto —respondí—. Así “tiene” que ser. A menos que usted crea en la historia
acerca del Robot.
Jerry dijo:
—Sí. Me parece que usted está en lo cierto.
El doctor sugirió:
—Supóngase que tengan alguna forma de comunicarse por dentro de la roca.
Me puse furioso. Estábamos todos muy quisquillosos.

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—Entonces —le dije— son espíritus y no los veremos. ¡Nos habremos perdido un
par de horas de sueño!
—Está bien, jefe —asintió el doctor, en la forma que le hablarla a un niño.
Iba a llamarle la atención al respecto, cuando se produjo un ruido detrás nuestro,
entre los árboles, cerca del tractor. La forma en que nos volvimos debe haber sido
digna de verse. Jerry y yo con las amas en la mano. Hasta el doctor estaba sacando la
suya.
Era solamente uno de los monos. El doctor dijo después que se trataba del tití.
Salió al camino y se alejó saltando, mirándonos por sobre el hombro.
Enfundé mi pistola y volví nuevamente a terminar de mostrar a los otros lo que
quería; al doctor, primero. Tenía que ubicarse a una media milla, derecho en dirección
al valle, en una mancha de vegetación, cerca del río, parecida a unos sauces. Desde
allí, suponía yo que podría vigilar toda la parte posterior de la saliente de la roca. Lo
despaché, recomendándole:
—Recuerde… nada más que “observar”. Si se ve en dificultades, haga tres
disparos con su pistola. ¡Pero me refiero a dificultades de veras! No se vengan a mí si
aparezco. Ustedes están en puntos fijos, yo voy a recorrer.
Se limitó a asentir con la cabeza y se puso en marcha. El bueno y viejo doctor.
Por un instante, no pude menos que pensar a cuántos otros médicos militares les
hubiera confiado yo una misión como aquélla. Luego, dijo Jerry:
—¿Qué pasa conmigo? —y le expliqué. Tenía que ir hacia atrás, derecho, por el
camino. Luego, internarse entre los árboles del bosquecillo hasta dar con un lugar
desde donde se podía ver el frente de la casa. Y las mismas instrucciones que al
doctor.
Me sonrió.
—¿Cómo debo considerar al tigre? —preguntó—. ¿Cómo “verdadera” dificultad?
Tuve que sonreír a mi vez. Había algo en él, después de todo, que lo justificaba.
—¡Oh, no! —le contesté—. Déle un terrón de azúcar. Rásquele las orejas.
—Hipnotizarlo, ¿eh? —dijo y echó a andar.
Lo observé cómo aprovechaba las sombras que encontraba para ocultarse. Y no se
le hubiese oído ni con un auriscopio: era hombre adecuado para tener con uno, en
esta clase de emergencia.
Esperé hasta no ver indicie alguno de él ni del doctor. Luego, esperé un poco más,
hasta estar seguro de que ya estarían colocados en sus puestos de observación.
Entonces, me fuí junto a los árboles que ocultaban el tractor y trepé al más bajo de
ellos. Cerca de la parte superior, hallé una rama conveniente y me instalé en ella.
Miré detenidamente el valle.
No vi nada, excepto lo que ya sabía que había allí siempre. Nada se movía. Ni
siquiera las hojas. El aire contenía tanto oxígeno, que daba la permanente sensación
de sentir una brisa marítima, o algo así. Pero no había tal. La falta de movimiento era
igual a la de sonidos.

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El silencio empezaba a sobrecogerme. Me deslicé del árbol. Tenía que hacer algo,
ir a alguna parte. Me encaminé hacia el vallé; primero, a la saliente de la roca. Me
acerqué adonde debía estar el doctor.
En efecto, allí estaba.
—No había visto nada, ni oído el menor ruido hasta que oí su voz. —Y luego
agregó—: Está todo demasiado en silencio. ¡Está todo muerto!
—Nosotros no lo estamos —le dije—. Tómelo con calma. —Y me volví, a campo
traviesa, hacia el camino, manteniendo los ojos bien abiertos. No vi nada.
Esas dos lunas horribles. Con su luz verde que confería a todas las cosas aspecto
de cobre atacado de verdín. Y la expresión del doctor:
—¡Está todo muerto!
No me gustaba nada aquello. Cuanto más avanzaba, menos me gustaba. Solía
opinar que Venus era bastante desagradable, pero hubiera cambiado esto por la jungla
venusiana en cualquier momento. Y dado algo encima en el canje.
Corté hacia el bosque. Mi reloj marcaba la una y cinco. Pensé encontrar a Jerry,
recibir sus novedades y permanecer, tal vez, las otras dos horas por este lado. Si iba a
haber algo para ver, el frente era el lugar más probable.
Caminé por entre los árboles, manteniéndome en la sombra y fuera del camino.
La tierra se sentía floja bajo los zapatos. No había hojas secas ni ramitas. Nada más
que tierra. Yo no producía el menor ruido, al igual que todo lo demás.
Oí a Jerry antes de verlo. Su voz no sonaba muy alta y tampoco muy cercana. No
podía percibir las palabras, sólo la entonación. Lo cual debía haberme prevenido
acerca de lo que iba a encontrar. Pero no fué así.
La voz calló. Pero, en el silencio, dejó una especie de marca en el aire. Cambié de
rumbo y fui hacia donde se oyera la voz, entre los árboles. Pude entrever un claro
delante de mí y en ese momento oí otra voz: la de Altaira…
Me detuve, paralizado, como si me hubiera atacado un tic nervioso. Lo primero
que experimenté fué sorpresa. Cuando pasó, me enfurecí. Tan enfurecido, que ni veía.
No me daba cuenta de que me movía, pero me encontré cerca del último árbol, y
todavía en la sombra, sin hacer el menor ruido.
Pude verlos. Había una roca, cubierta de helechos. Estaban junto a la roca; Jerry,
apoyado en ella. Altaira, enfrente de él. Muy cerca. Tenía puesta una bata o vestido
blanco, que se adhería tanto como el vestido que luciera por la noche Era escotado y
sin mancas. La mano de Jerry estaba apoyada en la cintura de ella, como si la hubiera
estado abrazando.
No soy gran cosa como espión, pero no me moví. Quizás estaba
momentáneamente inmovilizado por la ira. Tal vez quería averiguar qué pasaba con
Altaira. Quizás… ¡oh por qué no olvidarlo!
Ella decía:
—No, no me importa; me pareció… muy agradable.
No podía verle la cara, pero hubiera jurado lo estaba mirando a los ojos. Su voz

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era más profunda que de costumbre. Sonaba… no pude decidir cómo sonaba.
Primero, me pareció que era calmosa. Luego, pensé que quizás fuera sólo un
disimulo.
Jerry exclamó:
—¡Agradable! —Se apartó de la roca y la rodeó con sus brazos.
No quise permanecer allí. Pero Dios es testigo de que me quedé como congelado.
No podía moverme. No podía abrir la boca. La estaba besando. En la forma en que la
apretaba, no parecía que ella pudiera respirar. Y ella no se resistía.
Hice un gran esfuerzo y me alejé del árbol. No sé qué era lo que pensaba hacer.
Tal vez iba a saltar sobre ellos. Quizás me iba a marchar, simplemente. No lo sé.
Debo haberme alejado, sin embargo. Porque, cuando volví a oír la voz de Altaira,
tuve que mirar en torno mío para verlos. No sé lo que ella dijo. A lo mejor ni siquiera
fueron palabras. Pero el sonido fué suficiente. Estaba medio asustada, medio
indignada. Y trataba de escapar…
Pude moverme ahora. Hice ruido al arrastrar los pies y salí de entre las sombras,
al claro. Como si recién llegara. Me sentía… Dios sabe cómo.
Me miraron. Y yo los miré. Jerry soltó a la muchacha y ésta se hizo atrás.
—Teniente Farman… —dije, traduciendo en mi voz todo el enojo de que estaba
poseído. Me quedé donde estaba y él se me acercó. No miré a Altaira, que
permaneció junto a la roca. Encaré a Jerry y, bajando la voz para que ella no oyera
mis palabras, le pregunté—: ¿Arregló esta cita hoy temprano? —Me juró que no y se
mostró tan sorprendido por la pregunta, que le creí. Comenzó a explicarme cómo
había notado algo que se movía entre los árboles, descubriendo que era Altaira, pero
lo interrumpí—. Eso no hace diferencia alguna. Lo mismo ha incurrido usted en
abandono de servicio. —Trató de excusarse de tal falta, pero le demostré que, desde
aquel claro, ni siquiera podía ver el frente de la casa. Se dió por vencido—.
Considérese arrestado. Vuelva enseguida al tractor y espere a que el doctor y yo
lleguemos allí —le ordené.
Por un instante creí que se iba a volver contra mí. Casi lo hubiera deseado. Pero
recobró la compostura. Hasta hizo el saludo militar antes de marcharse. No lo miré
alejarse. Quería olvidarme de él. De lo que había hecho esa noche, quiero decir. Y
tampoco me sentía muy feliz respecto a mí mismo. El abandono de servicio era
bastante grave, desde luego. Pero no era la única razón de mi enojo.
Altaira se había ido. No sé si eso me gustó o no. Me pareció que era mejor. Inicié
la marcha por entre los árboles, en una dirección que debía llevarme a un punto desde
donde podría observar la casa.
Sólo había andado unas pocas yardas, cuando vi algo blanco frente a mí. Me
detuve y allí estaba Altaira. Vino y se quedó quieta delante de mí. Su rostro estaba
sombrío. Muy despacio, dijo:
—¿Qué le dijo usted a él? ¿Adónde fué?
—De regreso al tractor, a esperarme —le respondí.

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Recordé que no le había preguntado a Jerry cómo había explicado el hecho de que
anduviéramos dando vueltas por allí, dos horas después de haber partido. A lo mejor
no había explicado nada. Quizás no había surgido la pregunta. Me pregunté si ella le
diría a Morbius. Y cómo reaccionaría él, si ella lo hacía. Era una situación bastante
complicada.
Altaira parecía esperar que yo dijera algo r as. No dije nada, de manera que tuvo
que hacerlo ella. No podía distinguir muy bien su rostro.
—¿Qué le dijo usted? —preguntó—. ¿Se enojó usted? ¿Fué porque él no estaba
buscando ese equipo que perdieron?
¡Así que Jerry había inventado una excusa! Yo contesté:
—Sí. Lo suponía cumpliendo con su obligación.
—No… no fué culpa de él que estaba hablando conmigo… —adujo ella.
—¡Hablándole! ¡Ja, ja! —exclamé. De pronto, me enfurecí tanto, que no me pude
controlar.
Altaira se enojó también. Retrocedió un poco y pude ver mejor su cara. Estaba
más hermosa que nunca.
—¡No hable en esa forma! —rogó. Y luego continuó ligerito—: Dijo un montón
de cosas y preguntó si me podía besar. Y yo la dejé. Me gustó, ¡se lo confieso!
Hasta… hasta que… —No pudo continuar. Respiró hondo—. Y de todas maneras —
añadió—, ¿qué le interesa a usted lo que hago?
—Nada —respondí—. Pero lo que hacen mis oficiales o mis soldados, sí. —No
dijo nada y yo proseguí—. No quise hacerlo. Sencillamente, se me escapó. Existen
órdenes bien definidas respecto a las mujeres. Fueron dictadas por gente que conoce
el problema. ¡Dios mío! ¿Qué cree usted que pasaría con la disciplina, si todos estos
hombres estuvieran en libertad, de andar merodeando…? —Me contuve justo a
tiempo—… si estuvieran en libertad de andar rondando en torno a cuanta cosa con
forma de mujer se les presentara. ¡Ya resulta bastante difícil con ejemplares como los
marcianos! Y cuando se trata de chicas humanas bonitas, que se pasean con vestidos
como los suyos…
—¡Vestidos! ¡Mis vestidos! —exclamó ella—. ¿Qué quiere usted decir?… —
Estaba tan enfurecida que parecía que de sus ojos fueran a salir chispas.
Yo quería mantener mi boca cerrada. Pero no pude. Le dije:
—Son caza-hombres. Mírese usted ahora. ¡Recuerde cómo estaba anoche… y
ayer! Manténgase apartada de mi tripulación, o vístase con decencia…
Fué cuanto pude decir. Se me aproximó bien y vi su mano derecha en el aire.
Intenté asirle la muñeca y mis dedos se cenaron sobre su antebrazo…
Nos quedamos así. Ella, con el brazo en alto y mis dedos apretándoselo.
Parecíamos incapaces de movernos. Por lo menos yo no lo hice, y ella ni siquiera
trató de retirar el brazo. Fué distinto a cuanto sintiera antes. Me pareció como si una
especie de corriente me hubiera sido conectada en el momento en que la toqué. Su
piel era firme y suave al contacto de mi mano: fresca en la superficie y tibia por

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debajo. Lo sentía por todo mi ser.
Simplemente, nos quedamos allí. Creo que dije algo. No lo sé. Surgió un gracioso
ruidito de su garganta y de pronto retiró el brazo. Su cara se arrugó como la de un
niño y comenzó a llorar. Dió media vuelta y huyó por entre los árboles.
Me quedé contemplándola. Mis dedos todavía hormigueaban, en la parte con que
la había tocado.

Eran las tres y treinta y siete cuando volví al tractor. Me sentía muy mal, y,
además, litigado. Había pasado las dos últimas horas, o algo más, echado boca abajo
en el suelo, espiando, por entre los árboles, el frente de la casa. Y había visto lo que
debía haber esperado ver desde un principio. Nada. Absolutamente nada.
El doctor había regresado hada cinco minutos. Estaba apoyado en el capot del
tractor, fumando, con el cigarrillo oculto por la mano ahuecada. Jerry estaba subido al
tractor, tirado sobre uno de los asientos traseros. El doctor me dijo:
—Sin novedad, jefe. ¿Tuvo usted suerte?
Sacudí la cabeza, subimos y él se sentó a mi lado, adelante. No miré a Jerry y él
no dijo nada. Observé que el doctor estaba tratando de darse cuenta de lo que sucedía.
Puse el motor en marcha, lo dejé andar un poco y luego salí de entre los árboles,
marcha atrás. Con todo lo que había pasado, yo debía estar, bastante nervioso. No
obstante, maniobré mucho más rápido de lo que suelo hacerlo normalmente y, en el
momento en que las ruedas traseras tocaron la huella, sentí un ligero estremecimiento
en el volante. Y se oyó un agudo chillido. Como cuando se lastima un niño.
Frené y corté el contacto. El doctor preguntó:
—¿Qué fué eso? —y se apeó de un salto. Jerry, desde atrás, dijo:
—Hay algo bajo las ruedas.
Me bajé, pero el doctor ya estaba a un costado, arrodillado junto a un pequeño
montón en el suelo.
—Pobrecito —exclamó y se puso de pie con algo en sus brazos—. Por lo menos,
no sufrió —comentó luego.
Era el tití. El doctor lo subió al tractor, lo colocó sobre el piso y lo cubrió con un
pedazo de arpillera.
—Pescuezo roto —diagnosticó y se sentó nuevamente a mi lado.
Así que ahora yo le había matado a uno de sus amigos. ¡Gran noche aquélla!

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CAPITULO CUARTO
RELATO DEL COMANDANTE J. J. ADAMS
(Continuación)

Eran las ocho y treinta y dos, de la mañana siguiente, cuando el cadete de guardia
en el radar me llamó por medio de la chicharra. Al mismo tiempo, uno de los
centinelas vió algo que se aproximaba rápidamente por el desierto.
Era el trineo de Morbius.
El Robot llegó con él cas hasta el costado de la nave. Para cuando se hubo
disipado la polvareda, ya había descendido y me estaba hablando. Se me acercó hasta
el pie de la planchada de acceso.
—Buenos días —dijo—. Saludos del doctor Morbius. Aquí están las chapas para
usted. —Se volvió para señalar el trineo y vi una masa de material apilado en la parte
posterior.
Tuve la rara sensación de que el Robot era un viejo amigo, o algo así.
—Muchas gracias, Robby —le dije, sin pensar que era una forma bien tonta de
hablarle a una máquina. En realidad, yo no pensaba en aquello como tal, sino como
en un ser, pese a las luces, a los zumbidos y todo lo demás.
—¿Dónde hace falta el material? —preguntó. Le señalé el lugar donde trabajaba
Quinn y el autómata se volvió a su vehículo.
Todos lo estaban observando. Alonso y su gente, los centinelas, hasta el
contramaestre. El doctor bajó por la planchada y se paró a mi lado.
Robby se agachó sobre la carga y en un minuto vino de vuelta. En cada uno de
sus brazos rechonchón llevaba media docena de enormes cuadrados metal. Pasó por
delante nuestro, en dirección a las instalaciones de Quinn y el doctor y yo lo
seguimos. Yo esperaba que le iba a preguntar a Alonso dónde debía descargar, pero se
limitó a quedarse parado, con sólo una luz brillando a través de los agujeros.
Quinn recordó la clave. ¡No podía fallar!
—Robby —le ordenó—, póngalo allí.
Robby volvió a la vida y depositó su carga en el lugar que le señalara Quinn.
Cómo lo hizo con tanta perfección, no lo sé; pero en un momento el metal estuvo
correctamente apilado sobre la arena. Alonso se inclinó a mirarlo, pasando el dedo
sobre la chapa.
—¿Qué es esto? —preguntó—. Yo quería plomo puro.
Robby dijo:
—Este material es superior. Mayor densidad… Isótopo 217.
Alonso comenzó a dar muestras de excitación. Y sus hombres miraban con

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curiosidad a Robby y cuchicheaban entre ellos. Di un corte a la situación, solicitando:
—Robby… dígale al doctor Morbius que le estamos muy agradecidos. —Dió
media vuelta y se fué hacia su trineo.
Pensé que Quinn podría estar resentido. Era la segunda vez que lo interrumpía,
impidiéndole seguir hablando con Robby. Pero no debí haberme preocupado. Estaba
de nuevo agachado sobre las planchas. Sacó un cortaplumas y comenzó a rascar la
superficie, mascullando algo para sí. Me le acerqué y le dije:
—Le apuesto lo que quiera a que sirve.
Levantó la vista y me miró.
—¡Por supuesto que sí! Pero, ¿qué es?
El doctor y yo emprendimos el regreso a la nave y noté que otra vez había
olvidado su pistola reglamentaria.
—¡Doctor! —exclamé—, ¿cuántas veces tendré que decírselo? —Esta vez lo
llamé de veras al orden. De todos modos, estaba de mal humor. Había pasado una
noche desgraciada y dormido no más de media hora. Y todavía tenía que decidir
respecto a Jerry.
El doctor se disculpó y siguió adelante. Yo fui caminando más despacio y dando
puntapiés a la arena. Comenzaba a subir la planchada, cuando se me ocurrió mirar al
trineo. Uno de los centinelas estaba parado junto al vehículo, hablándole a Robby.
Lancé un grito que atravesó al hombre como un puñal y tuvo, al mismo tiempo, el
efecto de atraer al contramaestre. Robby trepó a su trineo y se alejó, envuelto en la
habitual nube de polvo, mientras el centinela venía hasta mí y ejecutaba el saludo
militar. Era el cocinero, que efectuaba su turno de guardia en virtud de la alerta en
vigor. Era un buen cocinero y buena persona. Pero lo mismo lo reprendí. Le apliqué
una suspensión en sus haberes y ordené al contramaestre que lo anotara en el diario
de vuelo.
—Usted podrá creerse privilegiado, pero eso no llega hasta el abandono de un
puesto de guardia —le recriminé, y luego agregué—: ¿Qué le estaba diciendo al
autómata, de todos modos? —Sentía curiosidad por saberlo.
El cocinero explicó:
—Nada importante, señor. Usted sabe, hemos estado figurándonos, o discutiendo
más bien, si él “piensa” o no. Por eso estaba tratando de ponerlo a prueba, podría
decirse.
Le corté la charla y lo mandé de vuelta a su puesto. Tuve que hacerlo, porque
sentía deseos de reírme. Subí a la nave y reí con ganas. Eso me hizo sentir mucho
mejor y enseguida decidí lo que iba a hacer con Jerry. Estaba en su camarote,
cumpliendo arresto. Yo había hecho correr el rumor de que estaba enfermo y no podía
hacer guardia. Entré y cerré la puerta. Se hallaba echado en su litera, fumando. Me
miró, pero no dijo nada.
—Déjese de tonterías —le dije y se sentó. Debió haber algo en mi voz, porque me
dedicó una semisonrisa enfermiza—. No puedo darme el lujo de tenerlo arrestado —

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le manifesté—. Estamos escasos de personal. De manera que olvidaremos el asunto,
desde este momento. —Me acerqué a la cama y mirándolo, continué—: Pero, si
comete usted otro desatino, hermano, le voy a dar motivos para que se acuerde de mí,
por largo tiempo.
Estiré la mano y me serví un cigarrillo del paquete que tenía sobre la almohada.
—Bueno —replicó. Otra vez lucía su sonrisa—. Pero téngame apartado de la
familia del doctor Morbius, ¿eh?
No me gustó su forma de mirarme. Quité la cápsula de ignición al cigarrillo y me
quedé callado.
Se puso de pie. Luego, suplicó:
—Olvídelo, jefe. Usted es un buen tipo. Pese a todo el esfuerzo que realiza para
no serlo.

II

Hasta el momento en que arreglé el asunto con Jerry, el día había sido bastante
movido, sucediéndose las cosas una tras otra. Poro después fué diferente, Alonso y
sus muchachos armaron las tres cuartas partes del transmisor; no huno otra novedad.
No pasó verdaderamente nada. Tan absolutamente nada, que todo lo que pude hacer
fué rumiar el embrollo que tenía en mi cerebro, sin pensar en Altaira.
Lo cual resultó imposible. De manera que llegué a un estado tal que necesitaba
hablar con alguien, pues, de lo contrario, hubiera estallado. Naturalmente, elegí al
doctor. Salimos a dar un paseo por la arena, hasta las rocas. Ese día hacía calor;
mucho más que el anterior. Nos sentamos en la misma piedra en que lo hiciéramos la
noche que me narró el mito del Unicornio.
Eso tampoco me hizo mucho bien.
Conversamos durante una hora y concluímos en el mismo punto del que partimos.
Morbius había entregado el plomo, o algo mejor. Yo dije que debía haberse
comunicado, Dios sabe cómo, con sus camaradas o amos altairianos. El doctor no
estuvo de acuerdo, aunque admitió que mi suposición era lógica. Pero insistió en que
no podía concebir a Morbius como un embustero tan grande. Entonces yo me puse a
imaginar otra forma de lograr que Morbius nos descubriera su secreto y el doctor
alegó que eso no le parecía posible, a juzgar por lo que había observado del
personaje. Agregó que, después de todo, quizás sería mejor hablar con la base y pedir
órdenes. En esa forma, yo descargaría mi responsabilidad. Le dije que tal vez tuviera
razón y ésa fué la conclusión a que arribamos. O lo que es lo mismo, a nada. No
mencionamos a Altaira. Creo que el doctor estuvo a punto de hacerlo, un par de
veces, pero me las arreglé para desviarlo.
Cada vez hacía más calor, un calor denso, pesado, y decidimos volver a la nave.
En el camino, el doctor tocó un punto que no habíamos tratado, aunque a lo mejor los

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dos habíamos pensado en ello.
—Usted sabe, jefe —me dijo—; si consigue que le impartan órdenes, ellas serán
que se lleve a Morbius de vuelta. Y yo me pregunto cómo… —Se detuvo de golpe,
como si se hubiera sorprendido a sí mismo.
—Usted quiere decir que se está preguntando, cómo lo tomarían los altairianos —
dije, sonriéndole—. Pero usted no cree que existan, doctor. ¿Recuerda?
Se rió.
—Tal vez quise referirme a esa “Fuerza” —aclaró. Y dejó de reír.
Estábamos ya casi llegando a la espacionave. Pasamos junto al tractor y tuve un
mal pensamiento.
—¡Caramba! —exclamé—. ¿Qué hacemos con ese mono? Si alguno de los
muchachos lo ve, empezará a hacer demasiadas preguntas…
El doctor me tranquilizó.
—Está todo arreglado. Ya me ocupé de eso —y en ese momento apareció el
contramaestre y me dijo que quería hablarme respecto a las guardias nocturnas…
Y eso fué todo. En el resto del día no ocurrió nada. Y siguió aumentando el calor.
Refrescó un poco cuando oscureció, pero no tanto como las noches anteriores. Y
siempre esa quietud de muerte mucho mayor, si era posible, que la noche precedente.
Jerry dijo que tal vez se preparara una tormenta, si es que las había en Altair 4…
Pensé que una tormenta no me importaría. Siempre sería algo distinto.
“¡Si yo lo hubiera sabido!”, como siempre suelen decir en el tercer episodio de los
folletines televisados. Si yo hubiera sabido lo que venía, podría haber cambiado mi
manera de pensar.

III

Pasé otra mala noche. El doctor me estuvo observando durante toda la cena y
cuando hube cumplido mi turno de guardia y me preparaba a retirarme, insistió en
administrarme un sedante. Pero la maldita droga no pareció actuar bien. Me hizo
dormir, es cierto, pero tuve las pesadillas más horribles: Una tras otra. Me despertaba,
transpirando de terror, pero no podía recordar qué era lo que me había asustado así.
Había algo que me perseguía, eso era cuanto restaba en mi mente. Algo a lo que yo
no podía dar nombre, ni forma… De lo único que parecía estar seguro era de un
sonido. Lo cual era curioso en sí; uno, habitualmente, no recuerda sonidos después de
una pesadilla. Podía oírlo, jadeando sobre mi cabeza, minutos después de haberme
despertado. Era algo muy suave, pero grande. Demasiado grande. Había algo
impropio en ello. Como si fuera imposible, pero seguía existiendo lo mismo.
En una oportunidad, a eso de las cuatro de la madrugada, me sentí tan inquieto
una de las veces que me desperté, que fui hasta la planchada y me quedé allí,
observando. Pero todo estaba en orden. Los centinelas, en sus puestos, o recorriendo

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sus sectores. No había el menor ruido o… indicio… de que algo anduviera mal. Volví
a mi cabina.
Y me quedé dormido. Esta vez no hubo pesadilla. Dormí una hora y media hasta
que oí, por el intercomunicador, la llamada de zafarrancho general.
Estaba a medio vestir, cuando sonó en mi puerta, un golpe que denotaba
agitación. Era el contramaestre. Respiraba con dificultad y se lo veía afligido. Me dió
su mensaje. Quinn me rogaba que fuera hasta el emplazamiento del transmisor, lo
más pronto posible, o más rápido todavía. Había algo en su voz que hizo que pusiera
una camisa y saliese corriendo, acomodándomela en los pantalones mientras lo hacía.
Un grupo de hombres estaba en torno al lugar del transmisor. Me apuré más y, al
verme, el grupo se disolvió, encontrándome frente a Alonso.
Tenía una mezcla de plástico y metal en la mano y estaba tan furibundo que casi
lloraba. Comenzó a gritarme, explicándome, entre tartamudeos e imprecaciones, que
algún necio, estúpido, imbécil, había destruido la única pieza irreemplazable…
Tuve que gritarle, a mi vez, para calmarlo. Y mientras se calmaba, dirigí mi vista
al aparejo. Y no creí lo que veía.
Alguien… algo… había destrozado el albergue que los muchachos de Quinn
habían tardado horas en armar. Alguien… algo… se había abierto paso entra dos
barrotes de acero, torciéndolo como si fuera de pasta. Y luego había extraído el
modulador de frecuencia klistrón, dejándolo convertido en el despojo sobre el cual
lloraba Jerry. Alguien… o algo debía haber hecho uso de una fuerza incalculable…
¡Y, quienquiera que fuese, lo había hecho sin que los centinelas vieran ni oyeran
nada! ¡Y hasta había reunido luego los restos del destrozo y nuevamente los había
cubierto con la envoltura alquitranada!
Cuando pensé en ello, me enfurecí tanto como Quinn. Ordené al contramaestre
que arrestara a toda la guardia nocturna, para presentarla a una encuesta. Alejé a
Alonso del desastre, lo arrastré a bordo y le hice tragar una taza de café. Luego, le
pregunté:
—Ese modulador klistrón. ¿Dijo usted que era irreemplazable?
Quinn me respondió:
—Estaba envuelto en boro líquido, en un campo de gravedad suspendido. Con
nuestros limitados medios, no es posible reconstruirlo. —Ya no tartamudeaba ni
maldecía.
—Así que es imposible —argüí—. ¿Cuánto tiempo haría falta?
No le pareció graciosa mi salida. Se rascó la barbilla y dijo:
—No sé, jefe. ¿Qué le parece si empiezo ahora mismo y después hablamos?
Yo contesté:
—Es usted un gran muchacho, Alonso —y lo invité a que se desayunara. Pero él
manifestó que comería un sándwiche en el mismo taller, y salió disparando.
Iba a llamar al contramaestre, para iniciar la encuesta, cuando entró el doctor.
Estaba traspirando y resoplaba. Dijo que Jerry quería saber si yo deseaba salir a ver

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algo que hablan hallado.
Fuí. Sólo estaban afuera los centinelas. Los muchachos de Alonso estarían de
nuevo en el taller, supuse, Jerry hallábase parado, del otro lado del transmisor, a unas
pocas yardas. Miraba algo en la arena. Cuando el doctor y yo nos acercamos, señaló
hacia allí, sin decir nada.
Era un agujero. Quizás de unos tres pies de diámetro y un pie de profundidad.
Pero no se podía en realidad establecer la profundidad, porque la arena estaba tan
floja que caía desde los bordes. No me pareció nada sensacional y así lo expresé.
Jerry me contestó:
—Espere —y señaló hacia adelante. Unos quince pies más allá había otro
agujero, casi idéntico.
Y seguía en esa forma, una verdadera cadena de agujeros, en un trecho de
trescientas yardas, casi hasta el grupo de rocas más cercano. Fuimos siguiendo los
agujeros, sin hablar. A unos cincuenta pies de las rocas, se terminaban. No habla más.
Por ninguna parte.
Tenían que ser pisadas. Pero, ¿de qué? Y le que las había producido, ¿dónde se
había ido? O, ¿de dónde había venido?
Nos hallábamos junto al último de la serie. Miré a Jerry; luego, al doctor.
—¿El Robot? —inquirí.
—No deja huellas tan grandes, ni tan profundas, ni tan separadas —adujo Jerry.
—Y tampoco se mueve sin ruido —agregó el doctor.
—¿Cómo sabemos si no puede ser modificado? —pregunté. Estaba pensando en
la potencia. Las chapas soldadas, rasgadas como papel. Las barras retorcidas copio
masilla.
Jerry sacudió la cabeza.
—Por mi honor, tiene que haber sido un altairiano.
El doctor dijo:
—O la “Fuerza”. —No estaba bromeando…
Realicé la encuesta en la sala de contralor. El contramaestre presentó a ella dos
relevos: Seis hombres en total. Les hablé, machacando bastante sobre el tema, pero
nada habían visto ni oído. Como primer oficial de guardia, Jerry había recorrido dos
veces los puestos. El contramaestre, sustituyendo a Quinn en el segundo turno, había
efectuado tres recorridas. Ninguno de ellos había visto u oído nada.
Pasé a analizar la cuestión de los sectores, y cómo cada hombre había recorrido el
suyo. Una vez que lo hubimos desembrollado, resultó que podría haber habido tres
oportunidades, o cuatro cuando más, en las cuales los aparejos para el transmisor
habían estado fuera de la vista de algún centinela, o no había habido nano de ellos
dentro de una distancia de cincuenta yardas. Pero el tiempo máximo que las cosas
pudieron permanecer en tales condiciones, no fué de más de un par de minutos; tal
vez menor.
Un par de minutos, o lo que fuera, para destrozar todo y cubrirlo otra vez. ¿Y

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alejarse con esos trancos de quince pies? ¿Pisando sobre las mismas huellas dejadas
al venir?
Por ese lado no íbamos a llegar a ninguna parte. Por eso volví a la cuestión ruido.
¿Alguien había oído “algo”?
Uno de los hombres pareció como si fuera a hablar; luego, cambió de idea. Era
uno de los cadetes, un joven llamado Grey.
—Usted iba a decir algo —le espeté—, veamos de qué se trata.
Estaba nervioso y no quería hablar, pero al fin conseguí que lo hiciera. No había
comentado con nadie lo que oyera. Había creído que todo era producto de su
imaginación, nada más. Había supuesto que los otros muchachos lo iban a creer loco.
—Apúrese, hombre —le urgí—, ¿qué fué lo que oyó?
Y el muchacho respondió:
—Bueno… era como… como algo que respirara cerca de mí, señor.
Eso me estremeció y pareció poner aún más nervioso al muchacho, el sólo
recordarlo. Prosiguió:
—Algo tremendamente grande… —Su rostro estaba blanco ahora—. Pero…
¡pero allí no había “nada”, señor! ¡No había nada en ninguna parte!
No dijo más, y consideré que era suficiente para hacerme dar por finalizaba la
encuesta. No quería que los hombres pensaran demasiado, que especularan, de
manera que pretendí no dar el menor crédito a las palabras del joven. Dije al
contramaestre que la encuesta quedaba postergada, debiendo asentarse el asunto en el
diario como “pendiente de investigación”. Lo mismo manifesté a los seis integrantes
de la guardia.
Salieron y llamé al doctor por el intercomunicados Mientras lo aguardaba, dije a
Jerry que quedaba a cargo del mando; yo iba a ver a Morbius. Luego, le indiqué:
—Saque enseguida a Alonso del transmisor y ordénele que se ponga a construir
un perímetro defensivo, de acuerdo a la Norma 1, con cerco y todo lo demás.
En eso entró el doctor, apurado. No perdí tiempo en explicaciones, lo llevé al
tractor a la carrera.
Recorrí velozmente la parte del desierto. Tanto, que el doctor se iba sujetando al
asiento. No pudimos hablar hasta que llegué a las rocas y aminoré para tomar la curva
de entrada al valle. No hacía aquí tanto calor y al marchar se producía una brisa
fresca y agradable. Me desabroché el cuello de la camisa y dije al doctor que íbamos
a tratar de sacarle “algo” a Morbius.
—Una cosa es segura —afirmé—, y es que él sabe más acerca de este asunto que
nosotros.
El doctor preguntó:
—¿Todavía piensa usted que pudo ser el Robot? —y yo respondí:
—¿Cómo puedo saberlo? —Le conté lo de mi pesadilla y lo que dijera Grey
acerca de la respiración que había sentido.
—Eso deja a Robby fuera del cuadro, por completo —replicó Ostrow. Me pareció

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que lo decía con alivio y, por alguna razón eso me fastidió.
—¿Cómo sabemos que no respira? Quizás tenga algún juego de válvulas que usa
a veces. Quizás necesita lubricación o tiene alguna pieza gastada. Y puede ser que la
pantomima que representó con mi pistola y su incapacidad para dañar a nadie, no
fuera más que un montón de éter.
Pero el doctor no se daba por convencido.
—No sé, jefe —contestó—; la lógica parece estar de… su… parte, pero yo no veo
a Morbius en la misma forma que usted.
Lo miré. Tenía el ceño fruncido y se estaba mordiendo el labio.
—Así que estamos de vuelta en el círculo vicioso —le dije—. Usted opina que
fué un altairiano, pero no cree en la existencia de los mismos y eso no le deja otra
explicación que esa “Tuerza” misteriosa. ¿No es cierto?
Este diálogo duró todo el trecho a través del bosque y basta llegar al frente de la
casa. Morbius no nos estaba esperando esta vez, en el patio. Ni siquiera el Robot.
Hacía mucho calor de nuevo, y todo permanecía muy silencioso. La gran puerta
estaba abierta, pero no se veía a nadie adentro. Y el trineo no se hallaba por ningún
lado.
Frené y bajamos. Buscamos por todos lados, pero no vimos señales de vida. Ni
siquiera uno de los animales de Altaira. Al pensar en ellos, pasé un mal momento, al
recordar el tití y preguntarme si ella lo habría echado de menos.
Me encogí de hombros, crucé el patio y, abriendo más la puerta, miré dentro.
—¿No hay nadie aquí? —pregunté un par de veces, sin resultado.
Entré, el doctor pisándome los talones. No había nadie en el vestíbulo, ni en la
sala. Sobre la silla veíase un pañuelo de Altaira y sobre la mesa del comedor dos
tazas que habían sido usadas. Nos quedamos parados, escuchando un momento más.
Ni un ruido. Parecía estar más silencioso adentro que afuera.
Empezaba a dirigirme hacia la puerta, cuando el doctor me detuvo. Señaló hacia
el frente del salón, en la parte más alejada de la entrada. Preguntó:
—¿Qué es eso? —y, al mirar, vi algo que no había estado allí otras veces.
Parecía una grieta en la pared, por la que entraba luz. Pero, al acercamos, resultó
ser una puerta corrediza, no del todo cerrada. Una puerta corrediza que ajustaba tan
bien, que no la habíamos notado en las visitas precedentes.
La corrí del todo, dejándola abierta. Daba a una habitación de mediano tamaño,
que debía ser el estudio de Morbius. Muy sencillamente amueblado. Un gran
escritorio, un par de sillas. Las paredes, cubiertas de estantes, llenos de papeles y de
carretes con libros filmados. Una pantalla de lectura en un rincón, con una butaca
enfrente. Papeles sobre la mesa y la silla detrás de ella algo retirada, como si alguien
hubiese estado trabajando poco antes.
Entramos. Y vimos algo que no resultaba visible desde afuera. Un anexo a la
habitación, extendiéndose hacia atrás. Y en el fondo del anexo, la sólida superficie de
la roca, pulida, pero no pintada. Tenía el mismo color azul-grisáceo de todas las

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piedras de aquí, el mismo color de las montañas.
En el medio había una puerta. Debía ser así. Una puerta sobre la piedra. El doctor
y yo nos miramos. No dijimos nada. Nos aproximamos a ella. Estaba recuadrada por
una especie de albañilería, en forma de triángulo, con el vértice hacia arriba, pero no
terminado cala forma que el ojo humano lo esperaría, es decir, usando el piso como
base. La altura del triángulo sería de unos cinco pies y medio y en su mayor ancho
tendría diez pies.
—Es como un rombo convencional —dijo el doctor— al que se le hubieran
cercenado los dos tercios de abaje.
Era una forma horrible, disparatada. El mirarla no más me causó una sensación de
miedo. La verdadera puerta que enmarcaba tenía el mismo color neutro la
mampostería, pero al tocarla comprobamos que era metálica. No la pudimos mover y
tampoco encontramos controlador alguno para hacerlo, por ningún lado.
Nos acercamos hasta el escritorio. Volvimos la vista a la puerta y el doctor dijo:
—Una vez que la consigamos trasponer, hallaremos probablemente la respuesta a
todos nuestros interrogantes.
—¿Mis altairianos? ¿O su “Fuerza”? —pregunté yo, tratando de hacer un chiste,
pero el doctor no me dedicó ni siquiera una sonrisa.
—Quizás ambas cosas —admitió—. Y mucho más. Muchísimo más.
Sacó un lápiz del bolsillo y, de una pila que había en la mesa, tomó una hoja de
papel en blanco. Me pregunté para qué demonios sería.
Comenzó a bosquejar algo. Primero, una puerta común; luego, un hombre
entrando por ella.
—Las puertas son funcionales —comentó—. Tienen que serlo, por más que uno
las disfrace. —Dibujó después la puerta triangular, bien al lado de la otra—. ¿A qué
ser está destinada esta forma? —se preguntó, y comenzó a diseñar algo.
Cambió de posición mientras lo hacía y no pude ver. Me moví para lograrlo, pero
súbitamente apretujó el papel en la mano.
—No —protestó—. No. ¡Dejémoslo!
No me importó. Tuve el presentimiento de que, de todos modos, no quería ver.
Empecé a hojear los papeles encima de la mesa. Y encontré algo.
Lo levanté y mostrándoselo al doctor, le dije:
—¡Mire esto!
Era una hoja de algo que parecía papel, hasta que uno lo tocaba y se daba cuenta
de que era metálico. Tenía un color amarillo-grisáceo y, al igual que el papel, se podía
plegar. Pero no era posible rasgarlo. Estaba cubierto con una especie de escritura, o
cifras, en caracteres negros, muy negros.
Me parecieron jeroglíficos. Lo expresé así, pero el doctor sacudió negativamente
la cabeza. Tomó la lámina y la estudió, acercándose a la ventana. Luego, dijo:
—Si usted quiere significar “jeroglíficos”, en el exacto sentido de la palabra, no.
Estos signos no se parecen a nada que jamás haya venido de la Tierra. Como diría

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Quinn, no tienen forma terrestre…
No concluyó. Lo interrumpió la voz de Morbius.
—Buenos días, caballeros… —dijo, y nos volvimos rápidamente, para
encontrarlo parado, bien cerca nuestro. Debía haber entrado por la puerta hecha en la
roca, pero estaba nuevamente cerrada. No había hecho el menor ruido.
Su rostro estaba pálido como un cadáver y bus ojos parecían despedir llamas. Su
boca torcíase hacia un lado, en un gesto de desprecio.
—Usé la palabra “caballeros” en sentido puramente satírico —aclaró—. ¿Puedo
preguntarles si han estado en el resto de la casa? Tal vez les agradaría que les
mostrara el lugar donde mi hija guarda sus alhajas…
No lo dejé continuar. No era él el único que podía encolerizarse.
—Estamos aquí en acto de servicio, doctor Morbius —le dije—. Anoche, alguien,
o algo, burló a nuestros centinelas. Vinimos aquí a averiguar qué sabe usted al
respecto…
No pudo seguir. Su cara se puso aún más blanca y hubiera caído, si no se hubiese
tomado del borde de la mesa.
El doctor lo sostuvo y lo acomodó en una silla. Quedó desplomado en ella. Tenía
los ojos cerrados; pero, cuando el doctor le recogió la manga para tomarle el pulso, se
irguió y retiró el brazo.
—Cuénteme qué pasó. Todo lo que pasó —dijo.
Se lo narré. Se cubrió los ojos con la mano y murmuró algo así como: “Así que
empieza de nuevo”…
Luego, me miró.
—… ¿Y… usted sospecha de mí? —interrogó—. ¿Por eso están aquí?
—Escuche, doctor Morbius —la dije—. Todo lo que hemos visto desde que
aterrizamos en este planeta, tiende a probar que usted está en contacto con cierta
inteligencia nativa del mismo. O bien está usted en términos amistosos con ella, o en
su defecto ella lo domina a usted. Resulta por ello razonable suponer que usted debe
saber algo de lo que pasó anoche.
—Su lógica es defectuosa, comandante —replicó Morbius—. Yo no sé nada de
ese asalto… No obstante, cuando usted dice que yo estoy en contacto con… lo… que
usted denomina “inteligencia nativa”, está usted en… lo… cierto.
Lo dijo tan rápido, que no pude creer que lo había oído. Miró al doctor y vi que
estaba boquiabierto, como un niño en una base de lanzamiento.
Morbius puso las manos sobre los brazos de la silla y se levantó. Estaba un tanto
agachada, pero parecía repuesto. Se inclinó sobre la mesa y recogió la hoja metálica.
—Esto —dijo— y la escritura que contiene fué hecho por los habitantes de este
planeta. —Lo depositó sobre la mesa otra vez. Muy cuidadosamente. Podría haber
estado manipulando un trozo de cristalita lunar.
Luego, prosiguió:
—¿La fecha? Hace más de dos mil siglos de los nuestros.

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Esperó un minuto, para que su afirmación surtiera efecto. Su rostro todavía estaba
blanco como el de un muñeco de cera. Pero permanecía nuevamente erguido. Parecía
más alto de lo que yo había calculado. Su cara mostraba la más rara expresión…

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CAPITULO QUINTO
RELATO DE EDWARD MORBIUS

Tenía que explicarles… y mostrarles…


Quizás había esperado demasiado, pero ahora me veía obligado. Sus sospechas,
su razonamiento pueril, el giro de los acontecimientos, todo hizo imperativa la
revelación.
Mi mente retenía aún resabios de infantilidades que, ahora que el momento
temido había llegado, me posibilitaron el regocijarme con su estupefacción, su terror
primitivo, el inevitable reconocimiento de su abismal inferioridad, que tiene que
haber surgido en ellos.
Los observaba tratando de absorber, de comprender, todo lo que una de mis
exposiciones implicaba. El joven Adams mantenía su aire de beligerancia militarista,
pero detrás de ella yo percibía la mente poco evolucionada, luchando por ajustar
ideas preconcebidas a lo que oía. En cuanto a Ostrow, no estoy seguro. Tras su
máscara de comprensión, se notaba el esfuerzo de adaptarse, pero parecía aceptar la
necesidad del mismo. Con una calma que, por lo menos, hablaba de autocontrol, me
dijo:
—Usted nos va a explicar —en una forma que no constituía ni pregunta ni
afirmación.
Ordené mis pensamientos. No era tarea sencilla transmitir en pocas palabras, a
esos espíritus limitados, una idea siquiera de tan tremenda historia.
Por fin, dije:
—Este planeta fué cuna y morada de una raza de seres que se denominaron a sí
mismos “Krell” A través de la interminable telaraña del tiempo, evolucionaron hasta
un punto en el cual, ética y tecnológicamente y en verdad en todo aspecto concebible
e inconcebible, se hallaban a incontables eones por delante del hombre, tal como éste
se encuentra hoy. Y ese punto lo habían alcanzado hace doscientos mil años…
“Habiéndonos despojado de la concepción humana de lo que se denomina
civilización, habiendo desterrado de sus vidas toda bajeza, los Krell vivían por y para
la adquisición de conocimientos. Extrovertiéndose, buscaron desentrañar, no sólo los
secretos del Universo, sino de la Naturaleza misma. Hay toda clase de razones para
creer que, en busca del gran secreto, viajaron a través del espacio hasta otros mundos,
aun hasta el sistema solar y ese pequeño planeta llamado Tierra, antes de que el
Hombre hubiese siquiera comenzado a salir de la bestialidad…
Me detuve, interrumpido por Adams. Incapaz de asimilar el concepto total, se
había aferrado como un niño, a un punto infinitesimal que tenía algún sentido para él.
No se dirigió a mí, sino a Ostrow.

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—Quizás eso explica los animales —dijo—. Tal vez los trajeron de regreso…
—O sus predecesores —apuntó Ostrow. Me miraba a mí—. Ellos… los Krell, no
estaban interesados, supongo, en nada tan primitivo como el pitecántropo, ¿verdad?
Proseguí, como si no hubieran hablado.
—Terminadas sus exploraciones, los Krell parecen haber alcanzado los
mismísimos pináculos del saber, quedándoles sólo el último pico por escalar y
conquistar. Pero entonces, —mi voz tembló sin que pudiera evitarlo—, pero entonces,
en este punto culminante de su grande y verdaderamente milagrosa historia, esta raza
divina fué destruida. En una noche de desastre desconocido e inimaginable, fueron
borrados del planeta…
Los había captado ahora. Sus miradas estaban fijas en mi cara; no hicieron ningún
movimiento ni produjeron ningún sonido. Continué:
—Y a lo largo de los interminables siglos transcurridos desde aquel horrible
desastre, toda traza de las Krell y de sus obras se ha desvanecido de la faz de este
planeta. Aun las ciudades, con sus torres de reluciente metal traslúcido que horadaban
las nubes, se han desmenuzado y mezclado con el polvo. Ningún resto de esa
poderosa civilización queda en pie…
Esperé. Yo sabía lo que tenía que decir a continuación y lo que tenía que hacer.
Había ido demasiado lejos para retroceder. Pero me sentía incapaz de obligarme a dar
el paso inevitable. Hasta que vi formarse interrogantes tras los dos rostros
expectantes; interrogantes pueriles, demoledores como el tiempo.
Me volví hacia la puerta hecha en la roca.
—Pero debajo del suelo, caballeros —dije—, esculpido en el mismo corazón de
las montañas, ha quedado lo mejor de esos magníficos trabajos…
Me siguieron hasta la puerta; Adams, ansioso, Ostrow, más lentamente. Noté en
él cierta repugnancia y de nuevo me di cuenta de que me estaba estudiando. Se me
ocurrió que tal vez yo no había sabido colocarme suficientemente al nivel de ellos, e
hice un esfuerzo para remediarlo, tratando de dar a mi tono y maneras, más carácter
de explicación amistosa.
Corrí la puerta, mostrándoles el metal de que estaba hecha y haciéndoles notar su
durabilidad infinita y casi increíble densidad molecular. Les hice trasponer la entrada
y expliqué cómo la puerta podía asegurarse mediante la cerradura accionada con
rayos Rho, contra toda tentativa de abrirla. Los conduje por el estrecho corredor y
observé en sus caras el alborear de una aturdida e incrédula admiración.
Oyendo el eco de nuestros pasos, llegamos a la segunda arcada. Agachándome,
les mostré el camino. Luego, me quedé a un lado, contemplándolos en su primera
visión del laboratorio.
Miraron en derredor, sin creer, enmudecidos como niños que, por vez primera,
enfrentan las maravillas de la vida.
—Este es uno de los laboratorios de los Krell —les expliqué—. No es el más
grande de todos, según muestran mis investigaciones, pero sí es el más importante…

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Una vez más, Adams me interrumpió:
—¡No es el más grande! —repitió—. Pero es… ¡es tremendo! —Nuevamente la
mente infantil había hecho hincapié en lo trivial, para afirmarse.
Tuve paciencia con él.
—El “tamaño”, comandante —dije— es algo puramente relativo, solamente
cuestión de escala. Usted no ha reajustado aún sus ideas.
Le tocó el turno a Ostrow.
—¿Dijo usted un laboratorio Krell? —me preguntó—. Pero, este equipo… la
iluminación… todo… ¡parece nuevo! Como si sólo tuviera unos pocos años de
existencia…
Se detuvo al ver mi expresión. Con toda la deliberación de que fuí capaz, le
expliqué:
—Todo lo que usted ve aquí, mayor Ostrow, todo lo que va a ver, cada
instrumento, cada invención, ha permanecido intacto desde que fué construido. —
Trató de sonreírle—. Es un caso de lo que los ingenieros humanos, con su
nomenclatura poco imaginativa, llaman “automantenimiento”. Preservado aquí contra
toda elemental destrucción, todo ha existido en perfecto estado durante estos dos mil
siglos.
No hubo respuesta. Ambos estaban demasiado ocupados en usar su sentido
visual, para ejercer la facultad de la palabra. Observándolos, traté de rememorar mis
propias impresiones cuando vi aquello por primera vez. Pero esas impresiones
resultaban vagas, nebulosas.
Por fin, dije:
—Dentro de un momento, caballeros, cuando se hayan repuesto del primer golpe
de asombro, cuando vuestras mentes acepten lo que vuestros ojos están viendo,
entonces tendrán una nueva causa para maravillarse, estoy seguro. Se darán cuenta de
eme mucho de lo que ven, no deja de serles familiar. —Para ilustrar mis palabras,
señalé—. Aunque no diseñados para uso humano, muchos elementos del equipo
deben ser conocidos a los ojos de quien haya alguna vez estado en un laboratorio de
electro-física. Especialmente, esos macizos bancos de reíais, con sus destellos
repetidos e infinitos…
Tuve que hacer otra pausa. Todavía estaban boquiabiertos. Vi a Adams —otra vez
su mente infantil estaba a la pesca de cosas familiares sin importancia— migrar hacia
arriba, al techo de roca abovedado.
—Sí, comandante —dije—, la iluminación es indirecta “y” desde arriba.
También, y ése sería e] único punió inexplicable, aun para vuestro Jefe Diseñador es
permanente. —Vi que Ostrow me dirigió una rápida mirada y me di cuenta de que,
particularmente con Adams, debía cuidar mi tono.
Agregué de inmediato:
—Hay, por supuesto, algunos inventos que no resultarán en nada familiares. Y
ésos con los signos exteriores de la superioridad de los Krell…

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Esta vez la interrupción provino de Ostrow.
—Eso, por ejemplo. ¿Qué es? —inquirió, a la vez que señalaba.
Me resultó menos difícil sonreírle ahora.
—Tal vez el mayor de los tesoros encerrados aquí. Sin él, yo no sabría nada
acerca de los Krell, ni siquiera lo poco que les he narrado —le respondí.
Me aproximé al aparato, seguido por ellos dos. Mientras hablaba, les iba
mostrando.
—La parte superior de esta saliente en forma de escritorio, es una pantalla. Sobre
ella se puede proyectar una reseña escrita del saber total de la raza, desde sus
primitivos orígenes, hasta la tremenda altura alcanzaba en el momento de su
destrucción. Una biblioteca, en realidad; un depósito de conocimientos como la
Creación no contempló jamás igual…
Les hice ver la gran mesa de contralor, de forma de consola.
—Estos son los contactos que, una vez aprendido su uso adecuado, sirven de
llave de la biblioteca… —dije, mientras manipulaba una combinación y la pantalla se
animaba, exhibiendo una página de los caracteres más simples, similares anotaciones
de un diagrama geométrico—. Fué de este teorema —continué— del que comencé a
deducir el vasto pero lógico alfabeto Krell. De esto hace casi dos décadas y todos los
días, durante esos años, he venido aquí. Mi único objeto: aprender, ¡aprender!
Acumular conocimientos.
Mis manos jugaban con los contactos mientras hablaba, proyectando nuevas
páginas en la pantalla.
—Y todavía me siento como un salvaje iletrado que vaga aturdido por alguna
estupenda institución científica, sin comprender ni una milésima parte de sus
portentos… Pasaron meses antes de que descubriera uno de los objetivos básicos de
los Krell; pero, cuando lo hubo conseguido, empecé a dominar las técnicas básicas y
las apliqué. Mi primer experimento fué la construcción del Robot que… —no pude
resistir la tentación de echar una mirada a Adams— al parecer, los ha impresionado a
ustedes. Permítanme asegurarles que eso sólo fué un juego de niños. Desde entonces,
cada hora, de cada día, de cada año, la he pasado en este cofre de tesoros de la
sabiduría, he aprendido nuevos conceptos, nuevas técnicas…
Fuí interrumpido. Primero, por Adams, que dijo:
—Esto es demasiado grande. No puede valorarse de una vez…
Y luego, por Ostrow, que pareció dirigir una mirada de advertencia al más joven,
antes de hablar.
—Usted se refirió al “objetivo básico” de los Krell, doctor Morbius. ¿En qué
consistía?
Me estaba observando, estudiándome. Consideré la respuesta durante un lapso
prolongado. Para su poca evolución, el hombre tenía inteligencia. Con todo cuidado,
le expliqué:
—Mis palabras exactas, mayor, fueron “uno de los objetivos básicos”. Me estaba

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refiriendo a la finalidad perseguida por los Krell de amenguar, y eventualmente
eliminar, toda dependencia de los instrumentos físicos.
Arrugó el entrecejo, mientras su cerebro trataba de asir el concepto. Adams, y por
una vez estuve complacido de su presencia, intervino otra vez. Cosa sorprendente, lo
que dijo mostró cierta captación de lo esencial.
—Veinte años no parecen mucho, doctor —dijo—. No en relación con… —hizo
un gesto— con todo esto. —Buscando a tientas las palabras, no estuvo tan atrevido
como de costumbre. Continuó—: No puedo comprender cómo pudo usted… cómo
pudo absorber tanta física. Quiero decir, que usted no se hallaba preparado en ese
aspecto de la ciencia…
—Agudo pensamiento, comandante —admití. Un poco de halago no podía causar
otra cosa que beneficio—. Sin embargo, si ustedes quieren seguirme, les mostraré la
respuesta al problema…
Eché a andar mientras decía esto, conduciéndolos al centro de la cámara. No nos
hablamos acercado a él todavía y dudo hasta de si habían notado el islote sumergido,
rodeado por una baranda, y lo que contenía. Me detuve junto a uno de los bajos y
amplios asientos —que tan a las claras denotaban no haber sido diseñados para uso
humano— y me volví, a observar sus reacciones a medida que se aproximaban.
Más miradas fijas. Más enmudecimientos. Más expresiones infantiles de
incomprensión. Y, lo más seguro, renovado reconocimiento de su falta de
adecuación…
Los dejé mirar un rato antes de hablar. Y, cuando lo hice, tuve cuidado de
mantener el mismo tono de exposición normal y amistosa.
—Lo que están contemplando ahora, caballeros —expliqué—, toda esta sección
íntegra y los inventos que contiene, representan para mí el punto focal, el resumen
final, de todo lo que han visto aquí, de todo lo que verán cuando los conduzca aún
más adentro del corazón de la montaña, de todo el saber contenido en aquella
biblioteca…
Me contuve. En los ojos de los dos sólo había expectativa, no brillaba, en ellos la
luz de la comprensión.
—Quizás estoy yendo demasiado rápido, simplificando por demás —dije y miré a
Adams—. Atacaremos el asunto desde otro punto, comandante, explicándoles que
“este” aparato… —Me incliné sobre la baranda y quité la cubierta de la parte
principal y la levanté—, este aparato contestará vuestra pregunta acerca de cómo mi
mente no ejercitada pudo asimilar experimentos da física tan avanzados, tan
ultrahumanos…
Se acercaron más y les señalé asientos junto a mí. Tenían ahora algo nuevo para
sorprenderse. La cabeza del aparato, con sus tres electrodos fulgurantes en los
extremos de sus brazos flexibles.
—Este instrumento —proseguí— está representado en los escritos de los Krell
con símbolos que significan, más o menos, algo así como “La Entrada”. —Me lo

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coloqué en la cabeza, ajustando los brazos—. Tiene muchas aplicaciones; pero, por el
momento, vamos a considerar sólo una de ellas. Y ésta es, resulta extraño decirlo, la
menos importante…
Señalé los interruptores.
—Vamos a tomar primero el más débil. Sirve simplemente para medir el poder de
la mente. Consideren estas palabras, señores. Contienen más de lo que su sencillez
podría inducirlos a creer.
Adams preguntó:
—¿Quiere usted decir que es una especie de “supertest” para medir la
inteligencia?
—Exacto, comandante. —Descubrí que ahora hasta podía sonreírle. Oprimí el
primer interruptor—. Si ustedes miran aquel panel, a la izquierda…
Lo miraron. Yo proseguí:
—Verán que aproximadamente un tercio del mismo está brillando. Entre los Krell
eso me hubiera colocado, imagino, apenas un poco más arriba de un retardado.
En los ojos de Ostrow se leía especulación.
—¿Puedo probar? —inquirió.
Cerré la llave y me quité el aparato.
—Cómo no —respondí, colocándoselo. Adams reprimió un movimiento; sentí
que albergaba sospechas respecto a mí—. No hay peligro, comandante —dije
tranquilizador. No lo miré. Apreté el botón y sólo brillaron unas pocas pulgadas, en la
parte baja del panel.
Ostrow exclamó:
—¡Y mi test oficial de inteligencia arroja una cifra de ciento sesenta y uno! —
Sonrió, apenado, mirando al panel.
—¿Querría el comandante molestarse en realizar una prueba? —pregunté,
dirigiéndome a Adams.
Por primera vez vi una sonrisa en su cara. Iba dirigida a Ostrow, no a mí.
—No tengo interés. Quiero dejarlos en la duda… —agregó.
Me dijo algo, pero no alcancé a oírlo. Porque vi que Ostrow, todavía con los
electrodos en la cabeza, se inclinaba sobre la baranda y escudriñaba los otros botones.
Alargó una mano hacia ellos y preguntó:
—¿Para qué son esos otros contactos? ¿Qué efecto producen? ¿Para qué es este
blanco?
Pensé que podía tocarlo. Lo tomé por la muñeca y retiré su mano, diciéndole:
—Tenga cuidado, Mayor. ¡Mucho cuidado! —Quité el aparato de su cabeza. Me
incliné y cerré el primer contacto.
Nuevamente se quedaron mirándome. Estaba empezando a cansarme de aquellas
miradas en blanco, semisospechosas.
—Tienen que disculpar mi nerviosidad, pero están ustedes jugando con peligros
que no pueden apreciar. ¡Aquel botón blanco —señalé— deja libre una fuerza que

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causa la muerte! —Noté que mis manos temblaban—. Resultó fatal al comandante de
nuestra expedición y yo mismo experimenté…
Adams intervino, diciendo:
—Usted nos manifestó que “todos” fueron aniquilados por una “Fuerza”. —Hizo
un gesto—. ¿Es todo esto lo que usted denomina “Fuerza”?
Ahogándome de indignación, contesté:
—No; en el momento en que usted creyó oportuno interrogarme, me di cuenta de
que sería… —Cambié la forma de expresar lo que pensaba—. Me di cuenta de que,
recién llegados a un mundo extraño como lo eran ustedes, no se encontraban en
condiciones de asimilar tantos y tan variados conceptos.
Los ojos de Adams brillaban de sospecha. Pero, antes de que pudiera hablar
nuevamente, Ostrow se interpuso. Dirigió a Adams una mirada y luego me dijo:
—Usted iba a decir algo más, doctor. Acerca de usted y de esta… de esta
máquina…
Le agradecí la interrupción.
—Yo también la experimenté —asentí—. Fué en los días en que mi esposa y yo
estábamos solos. Antes de que mi casa fuera edificada sobre la boca de esta grasa;
excavación…
“En aquella época, mi capacidad cerebral, medida en ese panel, sólo acusaba una
fracción de lo que es hoy. Pero un día conecté el circuito que controla el botón;
blanco, liberando todo su poder… —Vacilé, a punto de narrarles esas primeras
sensaciones de mágica expansión, de hallarme en el umbral de la comprensión. Pero
reprimí mi urgencia y continué—: Me sometí… a… la potencia total del dispositivo
por un tiempo demasiado prolongado. Afortunadamente, tuve el necesario sentido de
conservación como para arrancarme el aparato de la cabeza, antes de desvanecerme.
Pero permanecí inconsciente durante un día y una noche, y tuve que ser atendido
hasta recobrar la salud…
—Pero no lo mató —terció Adams. Había vuelto a su franca brutalidad—.
Resultó usted “inmune” otra vez. Lo mismo que sucedió con esa otra “Fuerza”…
Una vez más noté que Ostrow le dirigía una mirada de advertencia. Luego, dijo:
—No había usted concluido, doctor Morbius. Creo que iba usted a detallarnos
algunos otros efectos, aparte de su enfermedad.
—Exacto —respondí—. Cuando usé nuevamente el indicador, descubrí que mi
capacidad mental se había más que duplicado.
—Y volvió usted a emplear el botón blanco —agregó Ostrow. Como en otra
observación anterior, el tono empleado no era de afirmación ni de pregunta, sino algo
intermedio entre ambos.
—Por supuesto —concedí—. Pero con la mayor precaución. —Me volví a Adams
—. Ahí tiene usted la respuesta completa a su pregunta acerca de cómo mi cerebro
fué capaz de asimilar…
Me di cuenta de que no me estaba escuchando. Estaba mirando más allá, al pilar

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que sostenía el medidor central. Señalándolo, preguntó:
—¿Qué registra eso? Ha estado en actividad todo el tiempo que estamos aquí.
Pero pareció aumentar la marca cuando usted usaba ese aparato en la cabeza.
Me sorprendió la agudeza de esa observación. A los ojos de la mayoría de los
profanos, el pilar hubiera parecido puramente arquitectónico.
—Por la primera vez, de las que probablemente van a ser muchas, comandante,
no puedo contestar categóricamente su pregunta —le dije.
Avancé hasta donde pudiéramos ver con mayor claridad y ellos me siguieron.
—Sé, desde luego, que es un medidor —aclaré y proseguí—: Y sé que registra la
presencia, la presencia sobre este planeta, de vida y energía: “energía mental”. Por
ejemplo, su registro básico se ha elevado muchas unidades, desde que ustedes y sus
compañeros llegaron. Pero por qué el uso del aparato en la cabeza tiene que producir
un registro adicional, eso no lo sé todavía, aunque la actual orientación de mis
estudios debe, inevitablemente, conducirme muy pronto a la respuesta.
Contemplaron atentamente el medidor, haciendo notas Ostrow sus divisiones y
Adams volvió a sorprenderse. Le dijo:
—Seguro. Están en series decimales; cada cuadrante registra diez veces el
anterior. —Me miró y preguntó—: ¿Exacto?
—Precisamente —contesté.
Ostrow inquirió:
—Pero, ¿cuáles son las unidades, doctor?
—¿Por qué no denominarlas amperes, Mayor? —le dije.
—O voltios, por otro nombre —añadió, sonriendo.
—¡Terminen con eso! —Adams no se mostraba nada divertido.
Miró de nuevo al medidor; luego, a mí, diciendo:
—Ese es un medidor sumamente poderoso, con calibraciones muy pequeñas. La
potencia total debe ser… —Frunció el ceño—. Debe tender al infinito. —Su ceño se
arrugó aún más, con el esfuerzo que hacía él por representarse lo impensable.
Ostrow dijo:
—Dios sabe que no soy un investigador científico, ni un matemático, pero hay
algo que deseo saber…
Hizo una pausa y luego formuló la pregunta que yo había estado esperando o
temiendo. No sé si una cosa o la otra.
—Doctor Morbius, ¿cuál es la fuente de energía?
Otra vez me estaban obligando. Tendría que mostrárselo ahora. Empecé a sentir
una feroz alegría al pensar que iba a contemplar sus reacciones.
—Les mostraré de dónde proviene —dije.
Deben haber visto algo en mi cara que les anticipó que estaba al borde de una
nueva experiencia. Porque, sin decir nada, se concretaron a seguirme, medio
expectantes, medio prevenidos.
Los conduje a lo largo de toda la cámara, hasta la puerta situada en el ángulo más

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alejado del frente interior de la roca. Interrumpí los rayos Rho con la mano y la puerta
se deslizó, revelando la vagoneta que esperaba allí, estacionada. Levanté la capota
transparente y, haciéndome a un lado, los invité a subir. Titubearon y Adams se
adelantó y miró a lo largo del túnel tubular, en el cual las luces arrancaban reflejos al
riel único, en una disminución interminable.
Ostrow ascendió primero al coche y le indiqué el asiento del lado opuesto a la
puerta. Me ubiqué en el medio, frente a los controles y, un momento después, Adams
se sentó a mi derecha. Apreté un botón y la cubierta transparente se deslizó sobre
nuestras cabezas, ocupando su lugar.
—Nuestra velocidad será elevadísima, caballeros —les previne—, pero apenas
habrá sensación del movimiento. —Con gran esfuerzo mantuve el tono de mi voz
normal. Pero di un vistazo a sus caras y noté en ellas lo que esperaba.
Hice funcionar el contacto de arranque. Se produjo ese instante de impulsión, en
que se siente uno arrojado de espaldas contra el asiento, como si lo empujara una
gran mano invisible; luego, vino el alivio y el suave y arrullador balanceo del viaje…
Ninguno de ellos habló, pero podía observarlos, a Adams sobre todo, mirando
continuamente a los costados del túnel. No podían, por supuesto, ver más una
sucesión de luces borrosas. Pero yo sabía que estaban calculando, consciente o
inconscientemente; tiempo y distancia, tiempo y velocidad, tiempo, velocidad y
distancia…
Ajusté el dial del contralor para que paráramos en el primer gran transversal. El
arrullo de la marcha cambió, haciéndose más profundo. El impulso comenzó a
disminuir, de forma que las luces ya no fueron una cadena borrosa, sino unidades que
se iban haciendo da vez más distintas, separándose cada vez más. La suave superficie
de la roca emitía un brillo opaco en torno a ellas…
Salimos del túnel, las ruedas de la vagoneta apenas moviéndose, y nos detuvimos
junto al borde del primer pozo. Solté la capota y ésta se corrió hacia atrás.
Y los contemplé mientras sus ojos, enturbiados por el contraste de lo que veían, se
iban aclarando lentamente. Aclarándose sólo para fijarse otra vez, en absorta, pero
medio rechazada admiración.
Miraron la boca de este primer vasto pozo y luego hacia abajo, dentro de él.
Después, miraron el segundo, por encima del delgado puente que atravesaba el
abismo, al parecer infinito. Y por todas partes, arriba abajo y enfrente, sus ojos no
hallaron otra cosa que aquella interminable, monstruosa y bella monotonía. La casi
infinita repetición de las unidades, encerradas en sus fulgurantes vainas metálicas, de
lado a lado, de pie a cabeza, tan lejos o más de lo que ojo humano alguno podría
alcanzar…
Y cada unidad con su resplandeciente relai, parpadeando en un continuo encender
y apagar una luz de intensidad siempre cambiante y, no obstante, siempre la misma…
Estiré el brazo, más allá de Adams, y abrí la puerta del coche. Me miró con
sobresalto, casi como si lo hubiera despertado de un sueño. No dijimos nada.

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Descendió y se quedó parado en la plataforma, junto al monorriel. Yo lo seguí y
Ostrow bajó, casi pisándome los talones.
Ninguno de nosotros habló, todavía. Abrí la marcha hasta el puente. Nos paramos
en el medio y ellos se aferraron a la barandilla y siguieron utilizando sus ojos,
forzando sus mentes para creer lo que veían. Adams miró hacia abajo, se estremeció
y cerró los ojos por un instante. Ostrow musitó algo entre dientes.
—Está mirando una profundidad de veinte millas, comandante —dije. Mi voz
provocó un eco sobrenatural. Luego, señaló hacia arriba y continué—: Y estamos a
veinte millas de la superficie.
Me di vuelta, extendiendo un brazo para señalar a través del puente.
—Otras veinte millas… Estamos en el pozo exterior. Hay cuatrocientos en total,
todos idénticos a este… —les expliqué.
Ostrow exclamó:
—¡Es imposible pensarlo!… Una máquina inmensa… ¡ocupando un cubo de
veinte millas! —Su voz era apagada y los ecos que despertaban eran aún más
extraños que los de la mía.
Adams exclamó:
—Sí que es grande. Pero esto no es lo que vinimos a ver. —Me miraba fijamente.
—Esta, comandante, es una simple parada en el camino —le aclaré—. Me
encontraba sorprendido por la amabilidad de mis sentimientos hacia él, por no
avergonzarme de experimentar placer ante su falta de compostura.
Los llevé de vuelta a la vagoneta. Nos ubicamos en ella como antes. Cerré la
capota y les previne, diciéndoles:
—Desde aquí, la pendiente es mucho más abrupta. Pueden sentirse… incómodos.
Sin esperar a que respondieran, arranqué y llevé la palanca de aceleración a la
posición de máxima velocidad. Pasamos el transversal como un rayo y entramos
nuevamente en el tubo abierto en la roca, descendiendo a una velocidad que convertía
el anterior arrollo de la marcha en algo casi a la altura de un chillido. El vehículo no
se balanceaba agradablemente ahora, sino que nos sentíamos horriblemente tiesos, al
ser nuestros cuerpos empujados, prácticamente pegados al respaldo del asiento…
Nunca había osado alcanzar esta velocidad, anteriormente. Empecé a temer que
nos pasáramos de nuestro objetivo, y fuí llevando la palanca más y más hacia atrás.
Comenzamos a disminuir la velocidad. El chillido volvió a ser arrullo. La presión
sobre mi cuerpo se alivié y sentí otra vez el suave balanceo.
Paramos, apenas a una yarda, o cosa así, de mi lugar habitual. Allí estaba el
gabinete, excavado en la pared rocosa, con su luz brillando a través de la puerta de
tejido metálico.
Respiré hondo. No miré a ninguno de mis dos pasajeros, mientras decía:
—Estamos aquí a tanta profundidad, caballeros, que el calor y las variaciones de
presión pueden causarles molestias. Pero no deben alarmarse, pues no son efectos
duraderos.

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Hice deslizar la capota y Adams abrió la puerta que tenía a su lado. Descendimos
sobro la angosta plataforma. No había nada para ver allí; sólo el túnel interminable,
con sus paredes reflejando la luz de las lámparas.
—Nos hallamos ahora a unas cincuenta millas bajo la superficie del planeta —
dije, y oí a Ostrow contener la respiración y a Adams murmurar algo ininteligible.
Sus rostros relucían por la transpiración y la respiración era fuerte y rápida.
Corté los rayos que aseguraban la cerradura y empujé la puerta. Entré en el
gabinete, invitándolos a hacer lo mismo.
Miraron con sorpresa la bulbosa excrecencia ubicada sobre una de las paredes y la
boca de la especie de embudo, que se alzaba del suelo para enfrentarla.
—A más millas debajo de nosotros… —dijo señalando la roca bajo nuestros pies
—, se encuentra la respuesta del Mayor Ostrow que nos trajo aquí: la fuente de
energía. —Alcé la tapa del gran espejo y lo hice girar sobre sus soportes, hasta que
éstos calzaron—. Miren a ese espejo y a ningún otra lado —les indiqué—. ¡A ningún
otro lado!
Me miraron, con estupor, y Ostrow murmuró:
—No puedes mirar al rostro de la Gorgona y continuar vivo —y tomó del brazo a
Adams, haciéndolo enfrentar el espejo.
Parado detrás de ellos, toqué el botón que hacía correr la tapa que cubría la boca
del embudo, colocado en el suelo, a espaldas nuestras…
Este era el momento esperado por mí; el momento en que, mientras miraban al
espejo, yo podría observar sus caras. Pero no lo hice. No pude hacerlo. Debía haber
sabido que la fascinación de aquella terrible, horrorosa visión, me haría olvidar de
toda otra cosa, como había sucedido ya antes, como siempre sucedería…
El mar de serpenteantes llamas, emitidas en todos los colores del espectro… La
boca del infierno… o la entrada a la divinidad…
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero por fin yo tendí la mano hacia el
interruptor y lo cerré, oyendo la tapa que se corría sobre el embudo.
El espejo quedó de nuevo en blanco y yo me sentí libre. Miré ahora las caras;
estaban pálidas y cubiertas de sudor; los ojos, muy abiertos. Cuando hablé, pude
notar el esfuerzo que les costó enfocar, no sólo los ojos sino los cerebros que estaban
tras ellos.
—¿Responde eso la pregunta? —inquirí—. Energía igual a la de diez mil
reactores nucleares apareados… La fuerza de una estrella al explotar… Energía
cósmica…
Se miraron el uno al otro. Luego, a mí. No hablaron aún. Salimos del gabinete y
cerré la puerta metálica. Al volverme a la vagoneta, trastabillé, dándome cuenta, de
pronto, de que había alcanzado un peligroso estado; de fatiga y me hallaba casi
exhausto.
Ostrow alargó una mano, como para ayudarme, pero la rechacé.
Me incliné sobre el coche y di vuelta los asientos, teniendo para ello que

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apoyarme con una mano sobre la puerta. Con gran esfuerzo, me erguí e hice seña a
Ostrow para que subiera.
Lo hizo, sin una palabra; pero, mientras ocupaba mi asiento central, junto a él, vi
que me estaba estudiando nuevamente. Y ahora, con ojo profesional, apreciando mi
estado físico.
Yo estaba decidido a no mostrar debilidad alguna. Neutralicé con lentitud los
controles que había usado en el descenso; luego, más lentamente aún, conecté los que
debía usar para regresar a la superficie.
—Volvemos a la superficie —dije, cuidando que voz mantuviera su tono anterior
—. La alteración de la presión puede provocar algunos trastornos y la temperatura.
Oprimí el botón de la capota y, una vez que estuvimos cubiertos, puse el vehículo
en marcha…
Durante todo el viaje tuve noción de los ojos de Ostrow, fijos en mí,
vigilándome…

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CAPITULO VI
NUEVO RELATO DEL MAYOR C. X. OSTROW

Sentía ansiedad por Morbius. Parecía enfermo y yo no podía dejar de


preguntarme qué iba a ser de nosotros si él se desmayaba antes de que alcanzáramos
de nuevo la superficie…
Pero no se desvaneció. En realidad, pareció mejorar en el momento en que
comenzamos a ascender y la temperatura y la presión fueron aligerándose. Y cuando
la vagoneta se detuvo y nos hallamos otra vez en la puerta del laboratorio, pareció
estar por lo menos tan bien como cuando iniciamos aquel viaje increíble.
Entró en el laboratorio, continuando a través de éste hasta su estudio, y de ahí al
salón. El Robot estaba parado, junto a la puerta trasera y, en cierto modo, el verlo, el
ver a “eso”, fué sorprendente. Morbius nos señaló sillas y él también se sentó, en una
butaca.
—Robby, vino —ordenó y, al volverse aquella máquina para salir de la
habitación, me di cuenta de que era la primera vez que uno de nosotros hablaba,
desde que partiéramos del lugar de aquella indescriptible visión, cincuenta millas
debajo de nuestros pies.
Y ninguno nosotros habló ahora. El Robot volvió, con una garrafa con vino y
copas, sobre una bandeja. Para mí, todavía resultaba una cualidad misteriosa su
eficiencia como mayordomo. Llenó las copas y nos sirvió. Apoyó la garrafa en una
mesa, cerca de Morbius… y… se marchó de nuevo.
Adams vació su copa y se echó hacia adelante en su asiento. Me pregunté qué iría
a decir.
Dirigiéndose a Morbius, preguntó:
—El objetivo de los Krell era valerse sin necesidad de instrumentes físicos,
¿verdad?
—Correcto, comandante —asintió Morbius.
—Eso que usted nos ha estado mostrando, es un gran instrumento —observó
Adams.
Morbius enrojeció. Su rostro tomó un tono rojo oscuro, casi púrpura, que no me
agradó nada. No habló.
Dirigí a Adams una mirada de advertencia. Luego, dije:
—Quizás necesitaban tenerlo. Para aprender a manejarse sin él.
Morbius se quedó mirándome. El sonrojo se desvaneció rápidamente de su cara y
me espetó:
—Usted percibe vislumbres de la verdad, Mayor.
El rostro de Adams estaba impávido, sin expresión.

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—No debiéramos perder tiempo —prosiguió— tratando de comunicarnos con la
base. Esto es algo demasiado grande. Hay que informar al respecto, detalladamente y
enseguida. —Tenía la vista fija en Morbius—. Usted debe saber eso, señor. Nadie
puede monopolizar un gran descubrimiento en esa forma.
Morbius se puso de pie, con un movimiento convulsivo.
—He estado esperando eso de usted, comandante, desde el momento en que me vi
forzado a mostrarle algo de los trabajos de los Krell. —Hasta sus labios estaban
blancos—. ¿Qué es lo que intenta usted hacer? ¿Tratar de llevarme de regreso,
quiéralo yo o no? ¿Para que desperdicie años explicando lo inexplicable a los tontos?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Adams—. ¿Informar que está usted
investigando los secretos del Universo? ¿Y que “tal vez” revele la fórmula, cuando le
dé la gana?
Morbius comenzó a pasearse, con los puños apretados. Estaba haciendo un
esfuerzo tremendo para controlarse.
Por fin, expresó:
—Durante casi veinte años, comandante, desde que empecé a estudiar la sabiduría
de los Krell, he discutido este asunto conmigo mismo. Desapasionadamente, creo, y
examinando cada aspecto del problema.
Hizo una pausa, escudriñando el rostro de Adams, como para leer sus
pensamientos. Lenta y deliberadamente, dijo:
—He llegado a la inevitable e inalterable conclusión, de que el Hombre no está
todavía en condiciones, no está preparado, para recibir tales conocimientos. —Se
detuvo abruptamente, siempre manteniendo los ojos fijos en Adams.
—La humanidad no está preparada, ¿eh? —preguntó éste—. Pero el gran doctor
Morbius sí lo está, ¿no es cierto?
La sangre volvió a afluir a la cara de Morbius quien se dió vuelta, con un gesto
violento. Vi que todo su cuerpo se estremecía.
Rápido, tercié:
—Quizás el doctor Morbius posee condiciones especiales —y le disparé a Adams
otra mirada de prevención.
Pero, si la vió, pareció ignorarla, porque se puso de pie para enfrentar a Morbius.
—Volvamos un poco atrás —le dijo—. A lo que me trajo aquí: el sabotaje de
anoche. ¿Todavía sostiene usted que no tuvo nada que ver en él? ¿No sabe nada
acerca de eso? ¿No puede siquiera adivinar?
La cara de Morbius empalideció de nuevo, quedándole sólo una fea mancha roja
en cada mejilla.
—¡Pedazo de tonto! —gritó de repente—. Se lo previne, ¿verdad? Antes de que
aterrizara con su espacio-nave, le advertí…
—¿Se refiere a su misteriosa “Fuerza”? —preguntó Adams—. ¿Quiere usted
significar que anda otra vez suelta?
Fué el tono más que las palabras, lo que colmó la copa. Morbius alzó sus puños

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apretados sobre la cabeza y, por un instante, creí que iba a descargarlos sobre la cara
de Adams.
—Usted… usted… —empezó a decir, pero el furor pareció ahogarlo y de pronto
se tambaleó…
Lo alcancé justo a tiempo. Lo sujeté y lo conduje hasta su sofá, sentándolo en él.
—¿Qué dem… —protestó Adams, detrás de mí y yo le dije salvajemente que se
callara la boca, mientras toe inclinaba sobre Morbius.
Tenía los ojos cerrados y la respiración era demasiado rápida y muy débil.
Desabrochó el cuello de su túnica y le tomé el pulso. Era fuerte e irregular.
—Traiga el equipo de emergencia del tractor. Rápido —ordené a Adams.
Apenas había salido de la habitación, cuando Morbius comenzó a tratar de
incorporarse. Abrió los ojos y murmuraba algo. Oí que decía: “…tan cansado… tan
cansado…”
Con suavidad, lo volví a recostar sobre los almohadones, diciéndole:
—Está bien… cálmese…
Desprendí otro botón de la túnica y le levanté las piernas hasta que quedó
estirado. Me observaba mientras yo hacía todo eso. Sus ojos estaban evidentemente
sanos, pero había en ellos un velo que hizo confirmar el diagnóstico relámpago que
mi mente había ya formulado.
—Cansado… —balbució de nuevo— demasiado cansado…
Ese era el remate. Hasta que viniera otro médico, mi paciente sufría de
agotamiento total, nervioso y de todo lo demás.
Volvió Adams con el botiquín de emergencia y, tan pronto como lo vió, Morbius
empezó a quererse sentar.
—Comandante —dijo—, insisto… si usted duda de mi palabra…
Hice una seña a Adams y éste se retiró de la vista, del otro. Recosté nuevamente a
Adams y le pedí:
—No se aflija ahora… Haga lo que yo le aconsejo y se pondrá bien…
Quiso hablar, pero el esfuerzo fué demasiado grande y no pudo. Cerró los ojos.
Me alejé quedamente del sofá y fui a reunirme con Adams. Estaba parado junto a
la ventana, mirando para afuera, pero se volvió rápidamente al acercarme yo. En voz
muy baja, le dije:
—Estoy yo a cargo, por el momento. Váyase afuera mientras lo acuesto.
—¿Qué le pasa? —Su tono era igual al mío.
—Parece agotamiento —contesté—. Sea lo que fuere, usted no está ayudándolo
mucho con su actitud…
—¿Está seguro de que no es una comedia, doctor?
—No sea tonto, ¡haga lo que le digo! —Lo tomé del brazo—. Piense cuál sería su
situación, si le diera un ataque y se nos muriese.
Eso lo convenció. Me dispensó una de sus sonrisas súbitas y dijo:
—Está bien, doctor… está bien.

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Salió al vestíbulo y enseguida oí el golpe de la puerta principal, al cerrarse.
Regresé a mi paciente. Estaba tratando de incorporarse otra vez. La tranquilicé y
abrí el vademécum dándole la espalda para que no viera qué hacía.
Mientras llenaba la jeringa, empezó a hablar, con voz gruesa y poco clara.
—Doctor… doctor… no quiero dormirme… ¡no quiero dormirme!
No tenía objeto en discutir con él. Suavemente, le dije:
—¿Quién quiere hacerlo dormir?… Deseamos que se despeje bien. —Le mostré
la jeringa—. ¡Y con esto lo lograremos!
Me dirigió una ojeada de sospecha, pero permitió que le levantara la manga de la
túnica. Hizo un gesto al clavarle la aguja.
En menos de un minuto estuvo dormido. Tan profundamente, que ni siquiera un
Krell lo hubiera podida despertar.
Me enderecé y guardé la jeringa en el valijín. Encendí un cigarrillo, miré al
hombre dormido y pensé que debería estar en cama. Me pregunté dónde estaría
Altaira. Había que informarle acerca del estado de su padre, a quien había que dejar
tranquilo por lo menos doce horas, y además yo necesitaba saber dónde quedaba el
dormitorio.
Consideré la posibilidad de buscar a Robby y hacer que me ayudara. Pero se me
ocurrió que tendría que “activarlo” y la idea no me sedujo mucho…
Salí en busca de Adams. Estaba seguro de que estaría en el patio, pero no era así.
Fui hasta el tractor, estacionado sobre la ruta azul-grisácea y di la vuelta en torno al
vehículo.
En ese momento me afectó el silencio. Era demasiado absoluto. Me hizo
comprobar cuán terrible podría resultar el adjetivo “sobrenatural”.
Miré inquieto hacia la casa, cuyas ventanas me devolvieron la mirada. Atravesé
con la vista el tramo cubierto de césped, donde contempláramos a Altaira jugando
con sus animales. Pero no había nada más que el césped. De pronto, me di cuenta de
que no me agradaba su color. Deseaba que fuera verde, en lugar de dorado. Quería
que el cielo fuera azul y el ardiente sol, amarillo…
Me encaminé hacia la arboleda situada junto al camino, pero, a los pocos pasos,
cambié de idea, sin motivo, y crucé hasta la piscina.
Me sorprendí corriendo y me forcé a parar. Me encontraba exactamente en el
lugar donde Altaira se detuviera a dar de comer a sus animales, cuando se me ocurrió
que podía gritar. En aquel silencio, mi voz se oiría a millas de distancia.
Me estaba acomodando las manos junto a la boca, en forma de bocina, y llenando
bien los pulmones, cuando, repentinamente, lo vi.
Estaba a menos de cien yardas, paseándose lentamente por la senda embaldosada,
en el extremo más alejado de la pileta y apareciendo y desapareciendo tras la cortina
de arbustos. Llevaba las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Estaba tan absorto
en sus pensamientos, que dudé si sabría dónde se hallaba.
El verlo hizo que todo me pareciera muy distinto. Me alegré de no haber gritado

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y, en lugar de pensar en mí mismo, me puse a pensar en él. No era para asombrarse de
que se paseara preocupado. Ayer no más había tenido en su cabeza lo suficiente para
intimidar a un Mariscal, ¡qué no decir de un joven comandante! ¡Y véase lo que le
había traído el día de hoy! ¡La nueva, incalculable responsabilidad de descubrir que
Morbius era el único depositario de conocimientos que “debían” comunicarse a la
Humanidad!
Y Morbius estaba enfermo. Y Morbius iba a luchar para no compartir su saber. Y
no había nadie que decidiera cómo había que tratarlo; nadie, excepto el Comandante
John Justin Adams…
Y, a menos que yo equivocara mis mejores cálculos, John Justin Adams estaba
enamorado de la hija de Morbius.
Comencé a aproximarme a la piscina. Pero sólo había dado un paso o dos, cuando
me detuve de golpe. Como si mi evocación la hubiera hecho aparecer, a manera de un
conjuro, allí estaba Altaira, cara a cara con Adams, en el momento en que él aparecía
de nuevo ante mi campo visual. Ella había salido de entre los árboles, detrás de la
pileta, y tenía los brazos llenos de flores que había estado recogiendo. Eran grandes
capullos rojo sangre, con largos tallos blancos y ella los estaba admirando.
Ninguno de los dos vió al otro, hasta que hubieron casi chocado. Estaban a un
solo paso uno de otro, cuando se detuvieron, alzaron sus cabezas y se miraron,
quedando inmóviles.
Había algo en aquel pequeño cuadro, una tensión exquisita, un puro drama natural
de línea y color, que me mantuvo tan quieto como lo estaban ellos. No me habían
visto y no era probable que me vieran. Así que resultaba obvio que yo tenía que irme
de allí o llamar su atención.
Pero no me moví. Seguí contemplándolos.
No sé cuánto tiempo permanecieron allí, extasiados, mirándose. Pero estoy seguro
de que no hablaron. Aunque estaban demasiado lejos para que yo pudiese oír, o aún
ver bien, estoy seguro de eso. Había algo de desafío en la forma de mirarse; algún
detalle en la posición que me dió a entender, especialmente respecto a Altaira, que
allí había conflicto; conflicto del que yo nada sabía…
De pronto, todo aquel cuadro estático se puso en movimiento. Ella habló y,
mientras lo hacía, comenzó a darse vuelta para alejarse…
Adams se movió entonces por primera vez. Extendió la mano y la tomó del
hombro. Ella lo volvió a mirar de frente, con la cabeza echada para atrás, como en
señal de protesta…
Y luego sus brazos se abrieron, las flores cayeron a sus pies. Los brazos de él la
rodearon y ella pasó los suyos alrededor de sus hombros; quedaron ligados en un
beso…
Volví en mí. Giré rápidamente sobre mis talones y emprendí el retomo a la caga.
Mis pies no produjeron ningún ruido sobre el césped, pero lo mismo me encontré
caminando de puntillas…

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Había llegado casi adonde estaba el tractor, cuando miré para atrás. No pude
evitarlo.
Alcancé a verlos entre los arbustos. Se alejaban, despacio, de la pileta, y Adams
la llevaba rodeada con un brazo mientras caminaban.
Desaparecieron entre los árboles…

II

Entré en la casa. No me asustaba tanto la idea de Robby ahora, así que empecé a
buscarlo. Estaba parado, con sorprendente aspecto de cosa muerta, justo detrás de la
puerta trasera del salón. Lo puse en acción llamándolo por su nombre y, no sólo me
mostró el dormitorio de Morbius, sino que lo llevó hasta allí.
Era una habitación pequeña, de aspecto monacal, que daba al corredor que partía
de la sala. Una vez que tuvimos a mi todavía dormido paciente en cama, despaché a
Robby y controlé el corazón y la respiración del durmiente y le tomé la presión de la
sangre. Eran mucho mejores de lo que yo esperaba y, cuando estuvo seguro de que se
hallaba cómodo, abandoné yo también el dormitorio.
Y me hallé frente a un problema que no había previsto. Robby se hallaba en
actividad; ¿cómo se hacía para que dejara de estarlo?
La respuesta era simple, pero sólo di con ella después de haber estado ocupado
ideando órdenes para impartirle. No sé por qué motivo, comprobé que me causaba
más inquietud “vivo” y esperando, que como objeto inanimado, arrumbado en un
rincón.
El mismo me dió la respuesta, porque yo se la pregunté.
—Robby —le dije—, ¿cómo se hace para desconectarte? —y él me lo explicó,
entre zumbidos y chasquidos. Era bien sencillo.
—Eso es todo, por ahora… —y ya estuvo. Se quedó allí, convertido otra vez en
un montón de metal, sin vida.
Me senté junto a la ventana, mirando al patio y fumando un cigarrillo tras otro,
mientras trataba de mantenerme despierto, diciéndome que ése no era momento para
sentirme fatigado…
Estaba en mi segundo o tercer cigarrillo, cuando me pareció oír un distante
disparo de pistola, de las reglamentarias que teníamos nosotros. Me puse en pie de un
salto y, corriendo hacia la puerta de entrada, la abrí de golpe…
Me paré en el umbral, dudando si no habría oído el disparo en sueños. Era tan
absoluto el silencio, que me costaba imaginarme que se había roto, y, cuanto más lo
pensaba, más inseguro estaba de haberlo oído…
Pero en ese momento vi a Adams y a Altaira. Venían hacia la casa, cruzando el
cantero de hierba dorada. Marchaban muy juntos.
No me habían visto, por lo que retrocedí, cerré la puerta y, después y muy quedo,

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me fuí al fondo del salón y me senté en una butaca.
Llegaron, instantes después, más pronto de lo que yo pensaba. Hice muy bien el
papel de no haberlos oído hasta que estuvieron dentro de la habitación y luego salté y
dije que no me había percatado de su llegada.
No estaban muy juntos ahora, por supuesto, pero no había forma de equivocarse,
en cuanto a las nuevas relaciones que existían entre ambos. Había entre ellos un
crepitar como el de las ondas electromagnéticas que produciría el cerco defensivo
que, a estas horas, Quinn y Farman debían haber levantado en torno a la nave.
Pero entonces vi que Altaira había llorado, pues en sus ojos habla lágrimas
todavía. No entraban en el cuadro sentimental que yo me había forjado mentalmente
y exclamé:
—¿Qué pasó? —antes de darme cuenta de que eso era posiblemente lo peor que
se podía decir.
Sin embargo, ella me sonrió y dijo:
—Le ruego me perdone. Sé que me estoy portando como una tonta… —y ahogó
un sollozo. Luego, miró a Adams y le pidió—: Por favor… cuéntele usted… por
favor…
Adams explicó:
—Fué Kahn… ese tigre que ella tenía. Nosotros… habíamos estado… estábamos
saliendo del bosquecillo, allí atrás, cuando quiso saltar sobre ella. Estaba dispuesto a
matar. Por fortuna, lo vi a tiempo…
Parecía haberse enredado, por lo que salí en su ayuda, diciendo:
—¡Así que yo oí de veras un disparo de pistola! Creí haberlo soñado…
—No pude evitarlo —disculpóse Adams—. Tuve que hacerlo… ¡Tenía que
hacerlo! —Se dirigía a mí, pero miraba a la muchacha.
Ella le dedicó una sonrisa que me convenció de que la imagen que me había
estado pintando para mí, era acertada, después de todo.
—Claro que hizo bien, J… —Comenzó a pronunciar el nombre de pila de él, pero
se contuvo. Me miró y preguntó—: ¿Cómo está mi padre, Mayor Ostrow?
No supe qué decir. No esperaba la pregunta y dudé acerca de cuánto le habría
dicho Adams.
Antes de que yo pudiera responder, Adams intervino, diciendo rápidamente:
—Le conté lo de la revisión a que usted lo sometió, doctor. Y que lo encontró
excesivamente fatigado…
Pobre John Justin Adams, pensé. Veía muy bien el lío en que se había encontrado
envuelto. Primero, olvidándose de Morbius por completo; luego, acordándose de
golpe y pensando qué le parecería a ella que él se hubiese olvidado; por fin, no
queriendo asustarla, pero sabiendo que tenía que decirle “algo”…
—Su padre está bien, Altaira —le respondí—. Está en cama, dormido. Y es mejor
que siga durmiendo por lo menos durante doce horas. Le apliqué una inyección. Me
pareció que había estado trabajando por demás, no descansando lo suficiente…

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—Oh, ¡estoy tan contenta! —exclamó Altaira—. Sé que no duerme lo bastante…
Repetidamente he tratado de conseguir que lo hiciera. —Se aproximó más a mí y me
apoyó la mano en el brazo, preguntándome—: ¿Podría ir nada más que a verlo un
instante? No lo despertaré…
—Claro que puede ir, hija mía —contesté. Me sentí viejo y en el papel de tío.
Me brindó otra sonrisa y se marchó, evitando cuidadosamente mirar a John Justin
Adams…
John Justin me asió del brazo con dedos que parecía que me iban a dejar marcas
indelebles.
—Tuve que solucionar así lo de Morb… lo de su padre, doctor —me dijo.
—Por supuesto que sí —le respondí sonriendo, porque recién acababa de darme
cuenta de lo joven que era.
Quizás no debí sonreír. No pareció agradarle.
—¿Qué quiere decir usted con eso de “por supuesto”? —inquirió y me fué
imposible dejar de sonreír de nuevo.
Me miró enojado. Luego, cambió repentinamente la mirada de enfado por una
sonrisa de timidez.
—¿Resulta tan evidente? —me preguntó.
—En fin —dije—, sucede que soy un experimentado observador de seres
humanos.
Volvió a tomarme del brazo. No sonreía ahora, ni con timidez ni sin ella.
—Doctor, vea… —manifestó—, yo no sé lo que usted está pensando. Pero en
caso de que haya pensado mal, es mejor que le aclare las cosas. ¡Y pronto! —Los
dedos se me hundían cada vez más en mi carne. Continuó—: Usted no me conoce
muy bien, pero se dará cuenta de que no soy… bueno, que no soy un Jerry Farman
con las mujeres. Yo… bueno, yo siempre tuve la idea de que, si alguna vez
encontraba la candidata adecuada, dejaría este asunto de viajar por el espacio. Quiero
decir, para poder casarnos y tener una familia y estar juntos, como están destinados a
estar los seres humanos…
Calló en forma tan abrupta como había empezado a hablar. Estaba sumamente
turbado, no a causa mía, sino de sí mismo.
Y luego, antes que yo atinara a decir nada, me soltó el brazo, se pasó la mano por
la frente y, en una voz apagada, que casi era un susurro, dijo:
—¡Oh, doctor… aquel tigre! Si llego a atrasarme una fracción de segundo en
disparar ese tiro… —Cerró los ojos un instante, tratando de excluir de ellos una
visión.
Después preguntó:
—¿Por qué habrá querido matar a Altaira?
Sin pensarlo, le contesté:
—John, ¿dónde está su memoria? ¿Para qué le conté la historia del Unicornio?
Un lento sonrojo se fué apoderando de su cara y yo de buena gana me hubiera

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cortado la lengua. El inconveniente era que, de pronto, me había dado cuenta de
cuánto me gustaba este muchacho y el descubrimiento me había sorprendido hasta
volverme completamente falto de tacto.
El sonrojo se disipó.
—Ya veo lo que me quiere decir —dijo y su rostro volvió a su habitual aspecto
impasible y enigmático.
Fué hasta la ventana del medio y permaneció mirando por ella un momento.
Había algo en la postura de sus hombros; el muchacho había desaparecido y era otra
vez el Comandante Adams. El Comandante Adams luchando otra vez con los
problemas del servicio…

III

Anochecía casi cuando nos marchamos. Adams conducía.


Cuando tomamos la curva para entrar en el bosque, me volví en mi asiento y vi a
Altaira todavía en el patio, mirándonos.
Se lo comuniqué a Adams y asintió, con un movimiento de cabeza. Su expresión
era dura y pensé que parecía diez años mayor.
Habíamos recorrido dos tercios de la pendiente que llevaba al desierto, sin que
ninguno de los dos hubiera hablado de nuevo. Hasta que, de repente, Adams dijo:
—Qué día, doctor. ¿Eh? ¿Cómo se siente?
—Irreal —contesté—. ¡Y espantosamente cansado! —Hubiera deseado que no
me preguntara; me hizo sentir peor.
Siguió un nuevo silencio. Duró hasta que traspusimos la abertura en las rocas.
Estaba semidormido cuando me preguntó, en el mismo tono que si hubiéramos estado
conversando todo el viaje:
—¿Y el viaje en esa especie de patín? Supongo que en realidad lo hicimos…
¡Esos infinitos millones de reíais! ¡La ventana al infierno en el espejo!… No estamos
soñando, ¿verdad?
—Quisiera que lo estuviéramos —afirmé.
Deseaba dejarlo así, pero no me lo permitió. Siguió diciendo:
—¡Ese tremendo poder! ¿Qué es, doctor?
—No lo sé. No soy un sabio —le respondí. Pero entonces un recuerdo vino a mi
mente—. ¿Recuerda lo que él dijo allá abajo? “Fuerza cósmica”. ¿Cree usted que
manifestó la verdad?
El tractor se desvió, mientras Adams me miraba asombrado.
—Yo me pregunto… —dijo.
Quedamos otra vez callados, pero ya no volví a dormitar. Mi cerebro se había
puesto a trabajar nuevamente. Repasé cada minuto de tan extraordinario día y de la
revisión salí con un inmenso “por qué”…

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¿Por qué ese tremendo instrumentalismo? ¿Por qué el dispositivo para medir
intelectos con una mano y para agigantarlos con la otra? ¿Por qué el exterminio, en lo
que Morbius denominó “una sola noche”, de toda la raza de seres superiores de los
Krell? ¿Por qué ese temor de Morbius de ser obligado a explicar sus
descubrimientos? ¿Por qué los animales de tipo terrestre? ¿Y por qué, por qué y por
qué, en su evolución no habían adoptado el mimetismo correspondiente?
Dejé allí mismo los “porqués” pues el último de ellos era el único que yo, al
parecer, podía hacer algo por responder. Y una respuesta, en este laberinto de
enigmas, era mejor que ninguna y hasta podría proporcionar la clave para las otras.
Media hora de trabajo en mi consultorio, una hora a lo más, y tal vez sacara alguna
conclusión. Sólo podía intentar. Me hice el propósito de comenzar, ni bien estuviera a
bordo, o por lo menos enseguida de comer…
Miré en mi derredor. Adams llevaba el tractor a bastante velocidad, aunque ya
estaba del todo oscuro ahora. Pero habíamos pasado el abismo, de manera que no
había nada que temer. Me puse a pensar en Farman y en los demás. Me pregunté si
habrían ocurrido nuevos hechos misteriosos, hasta que caí en la cuenta de que, de
haber sido así, Jerry se hubiera comunicado con nosotros por medio del radiotelevisor
portátil de Adams.
Las luces de la nave se veían cada vez más claras. Se agregaba a ellas un
resplandor que calculé que provendría de la iluminación colocada en el lugar de
trabajo de Quinn. Y eso me hizo pensar que debiera en realidad haber sido a él, a
quien Morbius le mostrara la fuente de energía de los Krell…
Desde la oscuridad, Adams dijo:
—Alonso tiene que ver eso de allá, bajo tierra —y yo me reí, señalando el hecho
de que uno de nosotros debía ser un telépata.
Las lunas estaban ascendiendo en el firmamento. Su fulgor verde grisáceo iba
modificando las luces de la espacionave, dándoles un tinte amarillo que no encajaba
en el paisaje altairiano. Curioso. Me hizo sentir, de pronto y por vez primera, que,
después de todo, nosotros éramos unos intrusos.
—La cerca está colocada —observó Adams, y yo miré hacia adelante y vi los
postes metálicos, a intervalos de cuarenta pies, rodeando todo el perímetro, como
centinelas inanimados.
Tenían un aspecto inocuo, hasta, si se quiere, ligeramente tonto. Pero cuando
estuvimos a veinte yardas de distancia, cobraron vida y empezaron a crujir. Entre
ellos, grandes chorros azul-blanquecino de veinte pies de largo, se unían unos con
otros, dando la impresión de alambres luminosos. Primero, se produjeron en el sector
más próximo a nosotros; pero, casi enseguida, se extendieron hasta delinear todo el
perímetro. Dentro del mismo, los centinelas vinieron a la carrera, convergiendo al
punto en que el cercado se activó primero. Pude oír la voz del contramaestre gritando
órdenes, y el haz de luz de un buscahuellas de la nave recortó una ancha cinta en la
oscuridad, que fué barriendo en semicírculo, hasta dar con nosotros, dejando el

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tractor bañado por tan brillante luminosidad.
—¡Bien! —aprobó Adams, moviendo la cabeza afirmativamente, para sí.
Hubo nuevas órdenes desde adentro y en pocos segundos la cerca dejó de
funcionar, volviendo a ser otra vez una serie de postes metálicos. El reflector se
apagó también y Adams traspuso lentamente el límite y fué a estacionarse junto a la
espacionave.
Cuando nos estábamos apeando, salió Farman y gritó:
—¡Conectar cerca! —en dirección a la oscuridad oí el ruido característico de un
enorme interruptor.
Lo miró a Adams y dijo:
—¡Hola, jefe! —y luego, en tono más formal—. Cerca instalada. Sin novedad.
—Perfecto —exclamó Adams y luego preguntó—: ¿Cómo le va a Alonso con ese
modulador?
—Ha estado encerrado en su taller todo el día —respondió Farman—. Y ustedes,
¿consiguieron algo de Morbius?
Adams no contestó; empezó a caminar hacia la planchada y Jerry y yo lo
seguimos…
Era el turno de guardia del cocinero, así que comimos una cena fría, servida por
uno de los ayudantes. Adams y yo estábamos hambrientos; pero, entre bocado y
bocado, contamos a Farman y a Quinn todo lo que habíamos visto. Quinn se había
negado a abandonar su taller y había sido necesaria una visita personal para decidirlo
a venir al comedor. Pero ahora estaba contento de haber venido. En realidad, estaba
fascinado y nos acosaba a preguntas, tan rápido como un desintegrador Colt-Vickers.
Su rostro tenía manchas de grasa, el cabello se le había alborotado y los ojos le
brillaban tras los lentes.
Muchas de las preguntas estaban fuera de nuestro alcance, pero hicimos lo que
pudimos. Y también le formulamos preguntas. Acerca de la fuente de energía y de
aquellas llamas infernales, a setenta millas de la superficie.
Cuando las hubimos descripto, haciendo yo casi todo el relato y Adams
interviniendo sólo con una palabra oportuna de vez en cuando, yo utilicé la palabra
“cósmica”, que empleara Morbius, y le expliqué que no sabíamos si lo había hecho
como mera figura literaria o si en realidad había querido significar verdaderamente
eso.
Creí que Quinn iba a saltar de su silla. Quedó sin habla por un momento, pero
luego inició otra descarga de preguntas, con un fuego tan rápido, que no podíamos
comprender más de una palabra, de cada tres.
Adams intervino, interrumpiéndolo.
—Calma, Alonso… ¡Calma! En la primera oportunidad que se presente, haremos
que vea aquello personalmente.
Y así concluyó la comida. Quinn salió disparando para su taller, abajo, en las
entrañas de la nave. Farman se fué a su camarote, a dormir unas horas antes de su

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guardia nocturna. Adams se hizo cargo del mando y se fué a recorrer con el
contramaestre y yo me fuí a mi enfermería.
Me encerré y me puse un mameluco. Armé mi mesa de operaciones, arreglé las
luces y luego, dirigiéndome a la gaveta al vacío, retiré de ella el cadáver del tití…

IV

Debe haber sido una media hora más tarde, mientras yo contemplaba, pálido y
atontado, al sujeto abierto sobre mi mesa, cuando comenzó a funcionar la cerca
electro-magnética. Según me explicó después Adams, él estaba parado entre la
planchada y la instalación para el transmisor, hablándole al contramaestre, cuando se
produjo. El sector de postes situado justo detrás del transmisor, empezó a funcionar
violentamente, despidiendo sus chorros de fuego eléctrico, dirigidos a unirse unos
con otros. Esto significaba, o debía significar, que algo o alguien se aproximaba
desde fuera del perímetro cercado.
Pero la arena desierta, casi negra a la luz lunar, se podía ver a varias millas. Y no
había nada sobre ella. Nada quieto o en movimiento.
—¿Qué pasa ahora? —inquirió Adams y el contramaestre llamó a un tripulante
llamado Nevski, que era el colaborador de mayor confianza de Quinn y tenía a su
cargo el dispositivo defensivo.
Nevski se acercó corriendo y entretanto la cerca continuó en actividad. Solamente
que ahora lo hacía en forma diferente, pues las llamaradas no alcanzaban a unirse,
sino que cada vez eran más cortas.
Y el resto de la cerca, que debió ponerse en actividad sincrónicamente,
permanecía muerto.
A Adams no le gustó, ni tampoco al contramaestre, que empezó a gritar en
demanda de más personal, pero impartió contraorden cuando Nevski, un individuo
flemático, se rascó la barbilla y dijo simplemente:
—Esa basura de continuador debe estar haciendo cortocircuito otra vez —y se
marchó hacia el mecanismo de contralor del cercado, al otro lado del transmisor.
Adams y el contramaestre fueron tras él, quizás, como calculamos más tarde,
salvando sus vidas al proceder así.
Observaron, mientras bajaba refunfuñando al foso que servía de alojamiento a la
máquina y comenzaba a hurgar. Después de unos minutos, Adams le preguntó si no le
parecía necesario mandar buscar a Quinn, pero Nevski, con esa tozuda independencia
típica de todos los ayudantes de ingenieros, se limitó a escupir en la arena y
preguntar:
—¿Qué puede hacer él que no pueda hacer yo?
Entonces se acercó corriendo a Adams el cadete Grey. Estaba jadeante y casi dejó
caer su fusil al saludar.

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—Novedad en mi puesto, señor… —dijo y a continuación siguió toda la fórmula
militar—. Lo oí de nuevo, señor. ¡La respiración! ¡Pasó junto a mí! ¡Pero no hay nada
allí! ¡No hay nada! —Su voz se iba elevando demasiado.
Adams rugió:
—¿Dónde? ¿Dónde está su puesto? Apúrese, hombre.
Pero el muchacho no iba a responder. Porque, por encima de sus palabras, se oyó
el alarido…
Vino del lado de la nave y, cuantos estaban fuera de ella, centinelas, mecánicos,
Adams y el contramaestre, todos lo oyeron.
Fué el alarido terrible de un hombre aterrorizado y agonizante. Quedó suspendido
en el aire silencioso durante un instante intolerable, y luego se extinguió. Después, el
silencio pareció aún mayor que antes.
Era Alonso Quinn quien había gritado y fué Adams quien halló lo que quedaba de
él…
Lo vi sólo minutos más tarde, después que Grey vino a golpear a la puerta de la
enfermería.
El cadete estaba en tal estado, que apenas podía articular, y fué sólo sabiendo que
Quinn estaba muerto cuando salí corriendo de la nave y di la vuelta hasta la pequeña
tronera de su taller. Sobre mi cabeza aullaba la sirena de alarma del
intercomunicador, seguida de una voz que daba órdenes. Y el reflector se encendió a
todo su poder, comenzando a pasear su haz luminoso por el desierto.
No había nadie con los restos de Alonso Quinn cuando llegué a ellos y, cirujano
avezado y todo, tuve dificultad para resistir una terrible necesidad de vomitar.
Había sido, literalmente, deshecho en pedazos. Peor aún, primero había sido
pasado a través de la tronera, cuya abertura era sumamente chica para forzar su
cuerpo por ella, excepto mediante el ejercicio de una fuerza casi inconcebible. Había
pruebas horrendas de ello en el borde de la abertura, y el resto, mucho peor, estaba
desparramado por la arena. Ninguna extremidad quedaba adherida al tronco y hasta
éste había sido rasgado en dos… Y la cabeza… bueno, yacía cara abajo, ¡gracias a
Dios!
En mi cerebro ge repetían las palabras de Morbius: “…como muñecos de trapo…
desgarrados por una criatura maligna…”

Era pasada la medianoche cuando Adams nos llamó a Farman y a mí, para
conferenciar en el salón comedor. Una guardia reforzada al máximo rodeaba todavía
la nave y la cerca, por lo que los diseñadores manifestaban, funcionaba nuevamente.
El reflector proseguía incansablemente, pero no había descubierto nada ni a nadie.
Excepto…

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Otra hilera de grandes huellas amorfas. Aparecieron primero afuera del cercado,
exactamente donde Adams y el contramaestre habían estado parados cuando se
produjo el pseudo cortocircuito. Y llevaban directamente hasta la nave, dando vuelta
en su tomo hasta llegar a la tronera del taller de Quinn.
Allí se retenían. Aquello que las hubiera producido, tenía que haber pasado a no
más de seis pies de Adams, atravesado entre dos centinelas que patrullaban
constantemente y cruzado todo el campo visual del artillero apostado en el cañón de
retaguardia.
Pero no se había visto nada; y las huellas habían surgido de la nada, se habían
disuelto en la nada…
Y ahora, los tres oficiales sobrevivientes del Crucero C-57-D, de Planetas Unidos,
se miraban unos a otros, a través de la desnuda mesa del comedor.
Adams dijo:
—Me he decidido. Nos vamos. Está claro que mi obligación es llevar a Morbius
de vuelta. En cuanto amanezca, comenzaremos la tarea de colocar ese núcleo en la
nave, otra vez. Ahora que no está Alonso, va a llevar… —se detuvo para calcular—
tal vez, doce horas. Pero podríamos ser atacados de nuevo mientras estamos
trabajando. ¿Alguna sugestión? —preguntó.
Se oyó un urgente llamado a la puerta y entró el contramaestre. Se notaba a las
claras que era portador de más noticias desagradables, pero su porte era muy militar y
muy correcto.
Saludó a Adams y expresó:
—Vengo a comunicar la falta de un hombre, señor. Cero dos cuatro ocho seis tres,
Especialista de Primera Categoría, Dirocco, James.
Adams se paró de un salto; luego, se volvió a sentar.
—Es el cocinero —exclamó y el contramaestre confirmó:
—Sí, señor. Se ha ido, señor.
Adams le hizo preguntas, pero no consiguió mucho. La historia completa era que,
cuando, hacía un rato, el contramaestre había efectuado una recorrida, verificando si
cada hombre estaba en su puesto, el cocinero faltaba. Había realizado una búsqueda a
fondo, incluso a bordo, y no quedaba duda en cuanto a su ausencia. Los hombres
habían dado versiones contradictorias en lo tocante a cuándo se lo había visto por
última vez, pero quedaba en pie el hecho de su desaparición.
—La tripulación estaba preguntando, señor —dijo el contramaestre—, si
enviaríamos una comisión de búsqueda…
No pudo decir más. Adams gritó:
—¡No! —y golpeó el puño sobre la mesa.
—Sí, señor. Muy bien, señor.
El contramaestre volvió a saludar militarmente y se marchó.
Y una vez más los oficiales sobrevivientes del Crucero C-57-D se miraron.
Adams dijo pesadamente:

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—Ahora son dos…
—Parece que Morbius no estaba bromeando, respecto a esa “Fuerza” —comentó
Farman.
—Una cosa sabemos ahora —expresé— y es que la “Fuerza” no tiene nada que
ver con él. La inyección que le apliqué, lo durmió.
—¿Qué, es, entonces? —preguntó Adams—. Algún… ¿algún Krell que ha
sobrevivido?
Hubo un silencio, que yo quebré, diciendo:
—Hay demasiadas cosas que no comprendemos. Si obtuviéramos la respuesta a
una de ellas, las restantes tal vez se explicarían…
Me miraron, confundidos. Bien podían estarlo, porque yo mismo no estaba muy
seguro de lo que decía. Pero continué lo mismo.
—Tomemos, por ejemplo, el caso de ese mono, él tití… —dije y les expliqué
cómo había guardado su cadáver para efectuar la disección—. Me sentía curioso
acerca de los animales en general. No tenía idea de lo que iba a hallar. O de lo que
“no” iba a hallar…
La forma en que me miraron me hizo dar cuenta de que tenía que trasmitirles algo
de lo que había experimentado allá abajo, en la enfermería.
Adams inquirió:
—Bueno, veamos, ¿de qué está usted hablando?
—No estoy seguro de saberlo —repliqué—, pero, en fin, aquel mono no era
posible. No debió vivir. De acuerdo con mi ciencia, ni siquiera vivió. Y, sin embargo,
lo vimos vivir. ¡En rigor de verdad, lo matamos y lo oímos morir!
—¿Qué está tratando de hacer? ¿No puede hablar inglés? —preguntó Farman,
casi gritando. Supongo que nuestros nervios estaban llegando a su máxima tensión.
—Muy bien —admití—. En palabras sencillas, para el profano, el tití carecía de
los órganos necesarios para vivir. Por dentro, era una pesadilla para un biólogo. Un
corazón y sólo dos arterias principales. No tenía estómago, ni intestinos; nada más
que un conducto único. No había sistema venoso. Una cavidad torácica, pero sin
pulmones. —Me di cuenta de que estaba golpeando la mesa—. Y nada de sistema
glandular. ¿Se dan cuenta? ¡No tenía glándulas!… ¡Y todo acolchado, rellenado, con
una masa de tejido fibroso, sin más utilidad que un relleno de algodón!
No sé cuánto de mi propio horror conseguí transmitirles, pero, por lo menos, me
escuchaban. Y hasta pensaban. Porque Farman me preguntó:
—¿Y el cerebro?
—No sé —le contesté—. No había empezado con la cabeza. —Lo pensé y luego
continué—: No estoy seguro de tener ganas de hacerlo.
Siguió un silencio prolongado, hasta que Adams dijo:
—Muy bien, doctor, así que es un misterio. Y puede que usted tenga razón acerca
de que la clave del mismo puede ayudar a responder a todo lo demás. Pero no
tenemos ninguna respuesta. Por lo tanto, yo ahora me ocupo de otro problema:

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Morbius. Tiene que tener algo que ver con nuestras desdichas, con o sin inyección, o
no lo tiene. Y si no tiene que ver, puede hallarse en dificultades él mismo. Puede ser
que esa inmunidad de que habló, esté fallando. —Evitaba cuidadosamente mencionar
a Altaira, pero yo sabía que debía estar pensando en ella. Prosiguió—: De cualquier
modo, tiene que estar vigilado. Para protegerlo a él, o para protegemos nosotros.
Porque, tan pronto como esta nave esté lista, partirá. Con él a bordo.
Farman dijo:
—La nave también necesita custodia, jefe. Y “toda” la gente para volver a colocar
el núcleo.
Adams asintió:
—Ese es el problema, Jerry. Cómo ahorrar hombres. Uno siquiera.
—¿Por qué no ser yo? —pregunté—. Se quedarían sin médico, pero mi enfermero
es tan competente como si lo fuera.
Adams me miró enseguida. Casi me sonrió.
—¡Esa es una idea, doctor! ¡Toda una idea!

VI

En menos de media hora estuve en el tractor y en marcha, con uno de los cadetes
mayores en el volante. Tenía puesto el cinturón que me había dado Adams, con el
radiotelevisor. Para que me mantuviera en contacto, había dicho Adams.
Era por cierto un pensamiento consolador. Pero todavía, ahora que ya estaba en
camino, habiendo volado los puentes tras de mí, no estaba tan contento conmigo
mismo como lo estuve cuando me ofrecí como voluntario.
El desierto parecía más negro que nunca, ahora que las lunas estaban altas. Y mi
conductor me hizo pasar diez minutos de zozobra, a lo largo del borde del precipicio.
Era un muchacho taciturno, de nombre Randall, y parecía no hallarse conmovido por
este viaje a través de una región que no había visto antes; región que podía muy bien
albergar al aterrador, aparentemente invisible enemigo, que había ya reducido a un
hombre a pedazos sangrientos y hecho desaparecer a otro.
Traté de hablarle, pero sin mucho éxito. Sus camaradas lo llamaban Gabby[1] y
comprendí por qué. No puedo decir que su aparente despreocupación me hiciera
sentir mejor; tenía más de una sospecha de que fuera fingida, para encubrir la misma
clase de temores que yo estaba experimentando.
Pasamos por entre las rocas y descendimos al valle. Por vez primera, Gabby se
sintió movido a hablar. Miró el panorama, plácido a la luz de la luna y dijo:
—Bastante lindo —y después de ese esfuerzo recayó en un silencio que duró
hasta que nos detuvimos en el patio.
No había luz alguna tras la ventana; ningún signo de vida. Y ningún sonido
proveniente de parte alguna.

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Le dije que esperara un minuto, me bajé y crucé el patio en dirección a la puerta.
Al llegar a ella, me pareció que veía algo moverse entre los arbustos que bordeaban la
carretera. Reprimí un violento sobresalto, miré atentamente y llegué a la conclusión
de que mis ojos —y mis nervios— me habían jugado una mala pasada.
Probé la puerta y encontré que estaba abierta. No quería hacer ningún ruido y
correr el riesgo de asustar a Altaira, de manera que volví al tractor y le hablé a Gabby
en voz baja.
—Todo anda bien —le dije—. Puede regresar. Gracias.
Movió la cabeza en señal de asentimiento, extrajo su pistola de la funda y la
colocó en el asiento. Luego, estiró la mano y probó el seguro de la Colt-Vickers
manual, colgada en el respaldo. Miró el frente de la casa con ojo apreciativo.
—Quedaría bien con las luces encendidas —opinó.
Esbozó un gesto, mitad despedida, mitad saludo militar, y se fué…
Me quedé observando mientras el bulto oscuro del tractor desaparecía en el
bosque. No le envidié al muchacho el solitario viaje de regreso. Me sentí, de pronto,
extraordinariamente solo yo también.
Me di vuelta para regresar a la casa y, al mirar las ventanas a oscuras, me
pregunté si al entrar no encontraría que la casa había sido visitada por el mismo
horror que había visitado nuestra nave…
Llevé la mano al cinturón, al de Adams, y busqué el botón del radiotelevisor. Pero
después abandoné la idea. Adams tenía bastantes preocupaciones, sin que yo me
comunicara con él a cada cinco minutos, nada más que porque tenía los pies fríos.
Sobre todo, antes de haber comprobado siquiera si Altaira estaba bien…
Rápidamente me aproximé a la puerta, la abrí y entré en la casa. Cerré la puerta
tras de mí y me hallé en la oscuridad más absoluta.
Buscando una linterna en el bolsillo de mi chaquetilla, avancé un paso…
Y me di un tropezón doloroso, contra algo enorme, duro e inmóvil. Retrocedí, con
la cabeza aturdida y el corazón en la boca. Encendí la linterna… y vi la masa muerta
del Robot, parado allí, en medio de la entrada…
Tragué saliva un par de veces. Sentía la lengua hinchada y torpe. Pero por fin
pude hablar y dije:
—Robby…
El destello único se encendió, tras los orificios de su cabeza. Fué como
encontrarse de pronto a un amigo, estando perdido en una selva…
Hice que encendiera luces. Entré en la sala, él detrás mío y le pregunté cómo
estaban Morbius y Altaira.
Me hizo algunos guiños y parpadeos, rechinó y crujió. Luego, respondió:
—El doctor Morbius estaba dormido. La señorita Altaira estaba dormida.
Aquel tiempo pasado sonaba extraño, pero me di cuenta de que su uso era
inevitable después de un período de inactividad.
—Vaya y vea cómo están ahora —ordené y se volvió, encaminándose con sus

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pasos pesados hacia la puerta posterior.
Estaba todavía yo en medio de la habitación, acomodando mi mochila en una
silla, cuando, al abrir el Robot la puerta, oí, desde el pasillo, un grito ahogado,
proferido por Morbius…
En dos saltos atravesé la habitación, acordándome a tiempo de gritarle a Robby
que saliera de mi camino. Al hacerse él a un lado, colocándose contra la pared, vi que
la puerta del dormitorio de Morbius estaba abierta.
Llegué allí en tres zancadas, pero no sin antes haber oído la voz de Altaira. No
percibí las palabras, pero el tono era bajo, más bien desesperado, suavizante. Luego,
Morbius volvió a proferir incoherencias y, cuando alcancé la puerta, lo vi luchando
con Altaira.
Me vió, dejando a su hija, vino hacia mí, moviendo desacompasadamente las
manos. Gritaba algo así como: “No quiero dormir… no quiero dormir…” Sus
movimientos eran espasmódicos y mal coordinados y sus ojos mostraban que estaba
todavía bajo la influencia de la droga; tanto era así, que resultaba sorprendente que
pudiera estar en pie.
Altaira se sobresaltó al verme, mirándome como si yo fuera una visión. Pero no
tuve tiempo de hablarle. Estaba demasiado ocupado con su padre. Esquivé el
encontronazo y le tomé las muñecas en la forma que uno aprende cuando practicante
y no se olvida jamás.
Luchó con fuerza. Pero, narcotizado como estaba, no tenía gran energía y no me
costó mucho llevarlo hasta la cama y sentarlo al borde de la misma.
Se cerraron sus ojos y la cabeza cayó hacia un lado; pero, cuando lo acomodé
bien sobre las almohadas y empecé a levantarle los pies, lo sacudió una especie de
temblor convulsivo y se irguió de nuevo, peleando conmigo y profiriendo una Babel
de palabras, de las cuales sólo pude distinguir “no” y “dormir”.
Altaira vino en mi auxilio. Estaba temblando y tenía el rostro mojado por las
lágrimas. Pero estaba lo suficientemente serena como para ejecutar mis indicaciones,
y, antes de mucho, lo tuvimos medio sentado, medio acostado, de través en la cama.
Su cabeza descansaba contra la pared y, aunque estaba inmóvil, tenía los ojos
abiertos. Era curioso cuando no estaba del todo echado, parecía más tranquilo. Quizás
fuera porque, de esa manera, mediante algún esfuerzo sobrehumano, podía evitar el
quedarse otra vez dormido.
Me puse de pie, despacio y con mucho cuidado. No se movió. En voz muy baja,
le dije a Altaira:
—Quédese donde está. No tardaré un minuto…
Sus ojos azules me miraron en agónica súplica y yo le sonreí, tratando de
devolverle la confianza. Al salir al corredor, encontré a Robby donde lo dejara. Lo
mandé a traerme mi mochila.
Volví y me quedé parado en la puerta del dormitorio de Morbius, de manera que
Altaira me viera. Su padre no se había movido; pero sus ojos continuaban abiertos.

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Robby regresó y le tomé el bolsón, del cual saqué mi botiquín de emergencia y
cargué una jeringa con un centímetro cúbico de Hesperidol.
Oculté la jeringa en la palma de la mano y entré de nuevo en la habitación,
observando los ojos de Morbius a medida que me acercaba a él. Hubo una ligera
contracción de las pupilas, pero nada más. Me senté junto a él otra vez y nuevamente
murmuró algo acerca de no dormir. Tomé su muñeca, y, cuando me dejó levantarla y
retirarle la manga, tuve la convicción de que todo iba bien. Cuando la aguja lo
pinchó, parpadeó y sus ojos se volvieron hacia mí. Pero no se movió. No creo que
pudiera: la lucha que había desarrollado contra el soporífero había agotado toda
reserva de energía en él, excepto la terrible determinación de quedarse despierto.
Retiré, delicadamente, la aguja y dije:
—No se aflija, no volverá a dormirse. —Me quedé observando su rostro.
En pocos segundos la tensión de los músculos comenzó a relajarse. En unos más
lucía la sonrisa feliz, como la de un Buda, que el Hesperidol parece siempre producir.
Hice seña a Altaira de que saliera y ella lo hizo despacio, mirando constantemente
hacia atrás, a su padre. Le acomodó las almohadas y lo dejé, todavía sonriendo, los
ojos bien abiertos.
Me reuní con Altaira en el pasillo. Llevaba ella una larga bata de entrecasa y su
cabello caía suelto sobre los hombros. Parecía una hermosa, pero muy atemorizada
criatura. Puse mi mano sobre su brazo y se lo oprimí, con intención de reconfortarla,
al tiempo que le explicaba que, lo que acababa de aplicar a su padre, era uno de los
más recientes hipnóticos.
—Va a permanecer en la forma que lo vió, por varias horas. Muy feliz y “sin
dormir” —le manifesté.
Ella me sonrió, pero sus labios temblaban y no pudo hablar. Le apreté el brazo
otra vez y la conduje a la sala, después de ordenar a Robby que permaneciera en la
puerta de Morbius y nos avisara si trataba de levantarse.
Cerré la puerta de la sala e instalé a Altaira en un sillón. Luego, fui hasta el
comedor y encontré una jarra con vino, del que serví una copa para ella y otra para
mí.
Acerqué otra silla y me senté frente a la joven, pidiéndole que me narrara lo
ocurrido. Estaba tan agradecida de mi presencia allí, que todavía no se le había
ocurrido preguntar el porqué de la misma.
Comenzó diciendo:
—Estuvo bastante tiempo durmiendo. Durante horas. Justo hasta un momento
antes de que usted viniera. Me iba a acostar, cuando le oí que empezaba a gritar. No
pude entender lo que trataba de decir y corrí a su habitación… y… y… —su voz se
ahogó, pero se rehízo y pudo seguir—. Yo… yo tenía miedo. No me conocía. Seguía
gritando… tenía temor de dormir, a causa de las horribles pesadillas que soñaba. Lo
odiaba a usted… repetía su nombre una y otra vez. Y el de John… —un ligero rubor
comenzó a subir desde su cuello…— ¡y no sabía quién era yo! —repitió—. ¡No sabía

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quién era yo! Quiso… quiso pegarme…
Calló. Creí que iba a romper a llorar, pero se contuvo y me agradó aún más por
ello. Alzó su copa y tomó un sorbo de vino.
Y me miró. Vi que la pregunta que no temía aparecía en sus ojos. Estaba
mezclada con su miedo.
Al fin preguntó:
—Pero… pero usted no sabía. ¿Por qué vino? ¿Le ha… le ha pasado algo a John?
—Tranquilícese, Altaira —le respondí—. Nada le ha pasado; está lo más bien. He
venido para cuidar a usted y a su padre.
—Pero, ¿por qué ahora? —inquirió—. ¿Por qué en medio de la noche? ¡Algo
tiene que haber pasado!
No tuve otro remedio que decirle. No di detalles, excepto que la nave había sido
atacada y un hombre había resultado muerto. Dije que no habíamos visto a los
atacantes y no sabíamos quién o qué eran, pero nos imaginábamos que, ya que había
algún enemigo misterioso merodeando, y como su padre estaba enfermo, alguien
tenía que permanecer aquí, en la casa. Adams había querido venir, le dije, pero no
pudo abandonar el mando.
Me escuchó con gravedad. Sentada, allí, con sus ojos clavados en los míos. No
sólo eran ojos bellos, sino también inteligentes en alto grado, pensé.
Cuando terminé, no dijo nada. Parecía estar considerando todo lo que yo había
dicho. Además, no parecía ya más una niña, sino una mujer madura y concienzuda.
No sé por qué razón, no me gustó ese silencio. Le hice, entonces, una pregunta
que me había estado constantemente dando vuelta en la cabeza.
—Altaira —le pregunté—, ¿ha mencionado alguna vez su padre un posible
peligro para usted? Proveniente de… de… —No pude hallar las palabras adecuadas y
me callé.
Altaira dijo:
—El me ha contado las cosas tremendas que sucedieron cuando fueron muertos
todos los demás. Los que vinieron de la Tierra, con él y mi madre. Agregó que fué
ésa la causa por la cual él y Robby colocaron los postigos de seguridad. Dijo que
había “Algo” que odiaba, a todo el que quisiera marcharse y contar acerca del este
planeta. —Se detuvo un momento—. Pero dijo también que ese “Algo” no lo odiaba
a él ni a mi madre porque ellos no querían marcharse…
Quedé asombrado: Morbius, a quien yo jamás sospeché de mentiroso, por más
que las circunstancias parecieran demostrarlo así, había contado a su hija el mismo
relato que a nosotros.
De repente, Altaira se irguió en su silla, como accionada por un resorte,
llevándose una mano a la boca y con los ojos ensombrecidos de terror.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Cree usted… supone… que podría ser culpa mía?
¿Porque… porque yo no deseo estar más aquí? ¿Porque me quiero ir con John?
Rápidamente le dije:

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—Desde luego, que no. Si fuera culpa suya, usted sería la que… la que andaría en
dificultades. ¿No se da cuenta de eso, criatura? —Me pregunté si decía la verdad o
no. Pensé que a lo mejor la estaba diciendo.
Sea como fuere, causó efecto. La mirada de horror desapareció de su carita y, de
pronto, dijo:
—Creo que usted es bueno. Me… me gusta usted. Siente lo mismo que papá…
pero no exactamente lo mismo.
No comenté nada, pero le sonreí. Me sentía, tal vez tontamente,
extraordinariamente orgulloso.
Luego, en un tono enteramente distinto, ella inquirió:
—Usted… usted es amigo de John, ¿no es cierto? —cuando yo asentí con la
cabeza, continuó—: ¿Así que usted comprende? ¿Lo… lo que nos ha pasado a
nosotros? ¿A John y a mí?
—Sí, Altaira. Lo comprendo —respondí.
Ella dijo:
—Es tan… tan extraño. Ya no me pertenezco más. Ni pertenezco a papá. No lo
comprendo. Es hermoso, pero a la vez duele. Y da un poco de miedo….
De nuevo había en su rostro algo de la criatura, mientras me miraba con sus ojos
azules imperturbables.
—¿Conocen todos ese sentimiento? —preguntó—. ¿Lo conoce usted?
—La gente feliz lo conoce, Altaira. Yo también. Quizás demasiado bien —le
contesté. Tuve una fugaz sensación de asombro, causada por tener que hablarle de
Carolina a esa criatura—. Pero mi razón para que yo experimentara ese sentimiento,
bueno… ya no pertenece al mundo de los vivos —concluí.
No creo haber hecho la afirmación con nostalgia; me parece haberlo dicho con
toda naturalidad. Pero los ojos azules se llenaron repentinamente de piedad e,
inclinándose hacia adelante, ella puso por un instante su mano sobre la mía, que
estaba apoyada en el descansabrazos de la butaca.
—Lo lamento tanto… tanto… —dijo.
Yo me quedé estudiándola, sin decir nada. Me pregunté si John Justin Adams se
la merecía, y llegué a conclusión de que sí.
—En retribución, permítame decirle que usted me gusta. Mucho. De verdad.
Le sonreí y recién entonces pensé en algo que debía habérseme ocurrido mucho
antes.
Llevé mi mano al cinturón de Adams y busqué el botón del radiotelevisor, lo
apreté y saqué el proyector, con su largo y brillante cordón.
—¿Le gustaría hablar con John? ¿Y verlo también, quizás? —le pregunté.
No contestó, pero no hacía falta. Una mirada a ella era suficiente.
Me acerqué el transmisor a la boca y dije:
—Ostrow llamando al Comandante —y casi enseguida respondió la voz de
Adams. Yo le informé, entonces—. Todo seguro y sin novedad, jefe. ¿Cómo van las

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cosas allí?
—Nada nuevo, doctor. El tractor regresó sin tropiezos.
Su voz sonaba fina, alejada y metálica, pero absolutamente clara.
—Morbius luchó contra la droga, tratando de no dormirse, pero le apliqué
Hesperidol y ahora está lo más bien. Lo mismo está todo lo demás… y todos. —Hice
una pausa—. ¿Quiere verlo por sí mismo?
Creo que me llevaba la delantera, porque respondió:
—Sí —y me dejó hacer el resto.
—Espere un momento… —le dije y, abriendo el visor lo sostuve de manera que
captara la figura de Altaira, por un instante. Me desabroché el cinturón y se lo
coloqué a ella en la cintura, la empujé hacia atrás, en su asiento y le hice que tomara
el transmisor, explicándole cómo se usaba.
—Voy a dar una mirada al enfermo —dije y, mientras salía, oí la débil voz
metálica de Adams. Cerré la puerta y me encaminé al aposento de Morbius. A su
entrada estaba Robby, inmóvil, pero con el destello único, en señal de que
permanecía en actividad.
Morbius continuaba sentado como yo lo dejara. Movió los ojos al verme y sonrió
contento. Entré y le hablé, preguntándole:
—¿Se siente bien, doctor Morbius? —y él asintió, más parecido a un Buda
barbudo que nunca. Pudo haber hablado, yo lo sabía, pero simplemente no vió la
necesidad.
Una vez en el corredor, de nuevo, miré mi reloj. Calculé que sería bastante más
allá del alba cuando saliera de su euforia. Emprendí el regreso a la sala y sólo había
andado un trecho por el pasillo, cuando una idea me hizo detener, quedándome
clavado en el sitio…
Fué uno de esos pensamientos que se presentan completos, tan rápidos y
luminosos como un relámpago. Me asustó, pero era tan excitante y tan evidentemente
justo, que me convencí de que derrotaría mi temor…
Volví a consultar mi reloj. Tenía por lo menos cuatro horas, y eso era lo
suficiente. Todo lo que tenía que hacer era sacar a Altaira del medio, mandándola a
dormir. Luego, podía llevar adelante mi proyecto.
Decidí dejar la contingencia librada a sí misma, por el momento, y continué hacia
el salón. Altaira había terminado su conversación con Adams. El cinturón estaba
colgado sobre el brazo del sillón y ella estaba recostada en el mismo, con la vista
perdida en el vacío, contemplando el misterioso futuro.
No tuve ningún inconveniente con ella. Estaba tan perdida en sus pensamientos
que, cuando le dije que su padre iba a estar perfectamente bien durante las próximas
cinco o seis horas, y que ella debía acostarse, no opuso ningún reparo. Me sonrió y
me deseó buenas noches; luego, salió tranquilamente; tan tranquilamente como si
fuera una colegiala y yo fuera el tío Francisco, que había venido a pasar el fin de
semana. Su cerebro estaba tan repleto de todas las nuevas maravillas, que sus

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reacciones hacia mí eran puramente automáticas, lo cual no me sorprendió. Pobre
chica. ¡Diecinueve años de pacífico desarrollo y de pronto, esta súbita y pasmosa
confrontación con las experiencias de la vida!
Una vez que se hubo ido, esperé diez minutos, por mi reloj. Estaba tan ansioso
por emprender la marcha, que me parecieron larguísimos. Pero pasaron, por fin, y me
dirigí, por el extremo más alejado de la casa, al estudio de Morbius.
Y a mitad de camino me volví rápidamente, dirigiéndome al comedor, donde
busqué en la pared el interruptor con el cual Morbius había accionado las persianas
blindadas, cuando nos hiciera la demostración.
Lo hallé, lo oprimí y en un segundo y sin ruido alguno, las ventanas se
oscurecieron, dejando fuera la pálida luz verdosa de la luna.
Satisfecho conmigo mismo por la precaución adoptada, la olvidé pronto y volví a
atravesar la habitación. Cuando empecé a caminar, casi corría, pero reduje mucho la
marcha al acercarme al estudio. Tenía miedo, un miedo de doble filo. Temía que lo
imprevisto me impidiera hacer lo planeado, y temía por el plan en sí.
Corrí la puerta y, al hacerlo, se encendieron las luces. Respiré hondo y entré,
dirigiéndome al pabellón anexo al estudio.
Lo imprevisto no estaba en contra de mí. La puerta de los Krell estaba abierta, tal
como la dejara Morbius cuando nos trajo de vuelta…
Llené de nuevo los pulmones. Me parecía tener dificultad para respirar y mi
corazón latía en forma incómoda.
Traspuse la extraña puerta, agachando un poco la cabeza y caminé por el corredor
de roca. Mis pasos despertaban un eco suave, vacío.
Al final del corredor, llegué al gran óvalo del laboratorio. Me detuve… y el
silencio que reinó al apagarse el ruido de mis pisadas, fué como un golpe; fué como si
yo hubiera chocado contra alguna barrera acolchada e invisible.
Me acerqué despacio al islote circundado por la barandilla, en el medio del
laboratorio.
Me senté donde lo hiciera Morbius y extendí la mano para tomar el aparato de
colocar en la cabeza, del dispositivo que los Krell habían llamado “La entrada”.
Coloqué el artefacto en mi cabeza, ajustando los brazos plegadizos, hasta que los
electrodos estuvieron como los acomodara Morbius, uno sobre cada sien; el tercero,
sobre el cráneo.
Traté de mantenerme calmo, pero mi corazón todavía latía demasiado rápido.
Repasé “in mente” todo lo dicho por Morbius y deseé que hubiera dicho más.
Inclinándome hacia adelante, apreté el primer botón y miré al panel, viendo el
patético insignificante relumbrar de mi registro intelectual.
El botón blanco estaba al alcance de mi mano. Sólo tenía que mover mis dedos
una pulgada, o algo así, hacia la derecha.
Por un instante, pensé en John Adams y me pregunta qué diría, si pudiera verme y
qué estaría haciendo ahora…

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CAPITULO SEPTIMO
NUEVO RELATO DEL COMANDANTE J. J. ADAMS

Fué una noche mala. No había nada que yo pudiera hacer. No había nada que
nadie pudiera hacer. Excepto mantener una guardia estrecha y esperar.
No me atreví a iniciar los trabajos de reposición del núcleo hasta que amaneciera,
por temor a otro ataque. De manera que anduve errante, dentro y fuera de la nave,
cerciorándome de que todo el mundo estaba alerta.
Lo estaban. ¿Quién no lo hubiera estado, después de ver lo que le pasó a Quinn?
¿Y con la duda de si a Dirocco no le había ido aún peor?
Yo seguía pensando en el doctor. No podía evitarlo, porque, cada vez que pensaba
en Altaira, tenía que acordarme de él también. Un tipo maravilloso. Hacía falta coraje
para irse solo allá. Especialmente después de juntar los despojos del pobre Alonso, en
la arena, sabiendo que lo que le pasó a aquél, podía pasarle también a él.
Estaba entretenido recogiendo todos los objetos personales de Quinn, cuando el
hombre a cargo del radar me llamó. Corrí al contralor y lo hallé rascándose la cabeza.
En el primer ataque no había registrado nada, pero ahora había notado un parpadeo
que no podía interpretar. No encuadraba en ninguna de las marcas standard, pero me
aclaró que había sido bien definido.
Observé junto con él, pero no logramos nada. Me mostró el sector donde había
notado el parpadeo. Era el mismo de donde había provenido el ataque.
Por lo tanto, salí y llamé al contramaestre. Nos dirigíamos al sector en cuestión,
cuando en otro se pusieron en actividad los postes electromagnéticos, a cierta
distancia hacia la derecha.
Esta vez la cerca funcionó. Todos los otros sectores reaccionaron y todo el
sistema se puso en actividad. El reflector empezó a girar siguiéndome al punto de
contacto, mientras el contramaestre, detrás de mí, organizaba una concentración de
fuego.
Pude oír algo que se movía, más allá de la cerca, arrastrándose en la arena, y
respirando. No como aquella otra respiración. Más débil, menor.
El reflector viró a uno y otro lado, pero sin descubrir lo que producía el ruido. Sin
embargo, yo lo seguía oyendo sin interrupción. Había una gran mancha de sombra,
allá, afuera, proveniente de una duna. Podría ser allí, pensé. O podría no ser visible.
Como en el primer caso.
Saqué la pistola. Estaba por ensayar uno o dos tiros al manchón de sombra,
cuando la luz del faro ubicó algo. Una especie de bulto oscuro, sobre la arena. Como
si, fuera lo que fuese, se asombrara y escondiera, alternativamente.
El contramaestre lanzó una voz de:

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“¡Listos!” a los artilleros. Pero el bulto se movió de nuevo y vi lo que era. Aullé
un: “¡Alto el fuego!” y aquello se paró y vino tambaleándose hacia la cerca.
Parecía un hombre cubierto de arena.
Lo era. Era el cocinero, Dirocco.
Tenía muy mal aspecto. Caminaba agachado, manteniendo un brazo sobre la cara.
Alguien desconectó el cerco defensivo y yo corrí a su encuentro. Cayó a mis pies y
quedó allí. Se quejaba. El contramaestre vino junto a mí y ambos nos arrodillamos y
lo dimos vuelta.
El olor hirió nuestras narices en cuanto respiró. El contramaestre exclamó:
—¡Qué diablos…! —y yo dije:
—¡Whisky!

II

Me lo trajeron a la cabina de contralor, alrededor de una hora después. Afuera


empezaba a aclarar. El contramaestre lo había puesto bajo arresto Nº 1. Si no hubiera
resultado tan malamente engañado, me hubiera reído. El cocinero, el hombre serio de
la nave, con una borrachera espantosa.
Lo lavaron y le pusieron un mameluco limpio. El enfermero le había hecho un
lavaje de estómago. Estaba hecho un pobre hombrecillo. Tomó la posición de firme
con tanta rigidez, que temblaba.
Pregunté al contramaestre:
—¿Controló la ración de bebida de la tropa?
—Sí, señor —me respondió—. Todo estaba bien. Y, por otra parte, no entra
whisky en ella, señor.
Miré al cocinero.
—¿Dónde lo consiguió? ¿Y cómo logró pasar la cerca?
Estaba tan deprimido que casi lloraba. Le dije que guardara compostura, e hizo lo
que pudo.
Comenzó diciendo algo que me hizo saltar de la silla.
—Fué el Robby ese, el que empezó la cosa, señor… el Robot…
Cuando me calmé, continuó y contó el mayor disparate. Tan increíble, que tenía
que ser verdad. Me recordó que él había estado hablando con Robby, ayer, y yo lo
había castigado por abandono de puesto. Dijo que lo que habían estado hablando era
de bebida. No sé de dónde le surgió la idea de que el Robot podía manufacturar
cualquier cosa sintéticamente.
Por eso, le había deslizado un resto de whisky, de su provisión privada, diciéndole
que elaborara diez galones y se los entregara a cierta hora, hoy, sin que nadie supiera.
Hasta había elegido un lugar para escondite; detrás de las rocas hasta las que el doctor
y yo habíamos caminado un par de veces.

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Esa era la esencia del asunto. Porque Robby “había” entregado la mercadería, y
sin que nadie supiera. Y el cocinero se había deslizado a través del cerco defensivo,
cuando éste fué desconectado para que el doctor y yo pasáramos con el tractor.
Miré al individuo. Todavía podría haberme reído, pero ahora no me sentía
solamente burlado. Estaba furioso. Cuando pensé lo que había sucedido mientras este
estúpido se embriagaba hasta quedar atontado, trescientas yardas más allá, lo hubiera
estrangulado.
Pero no lo hice. Le apliqué la sanción más severa para esa falta. Y le dije al
contramaestre que se lo llevara y no lo perdiera de vista, jamás.
Di otra vuelta por afuera, y conversé con Jerry por un instante. Luego, volví y
reinicié la tarea de reunir las pertenencias de Alonso.
Cuando todo estuvo en mi caja fuerte, mande buscar al contramaestre y fijé la
hora del sepelio para las siete de la mañana. Eso le daría tiempo para que un pelotón
de castigo cavara una fosa en cuanto hubiera luz diurna.
Me tenía muy afectado lo de Quinn. Lo peor de todo me parecía ser el hecho de
que no hubiera podido ver las instalaciones subterráneas de los Krell. Eso me
mortificaba. De repente, experimenté la necesidad de hablar con el doctor y con
Altaira, acerca de eso. Pero después recordé que ella no conocía a Alonso, no había
jamás posado sus ojos en él…

III

A las siete se efectuó la ceremonia fúnebre, de acuerdo con la Versión Abreviada


para Servicio Activo de Emergencia. Mientras leía el oficio, sentí descomponérseme
el estómago. Lo cual fué curioso. Antes me había parecido que aquellas palabras eran
acertadísimas.
Farman y el contramaestre bajaron el saco conteniendo los despojos, a la tumba y
yo impartí la orden para una doble salva de artillería.
Y todo terminó. Alonso Quinn se acabó.
Hice que el contramaestre y dos hombres rellenaran la fosa con arena y colocaran
la lápida, mientras Jerry mantenía al resto en formación, frente a la planchada, para
que yo les hablara.
Subí y los recorrí con la mirada. Tenían buen aspecto. Tenían ese aire recio que
adoptan los buenos veteranos del espacio cuando se encuentran en dificultades y
dispuestos a pelear frente a ellas.
Les hablé bien claro. Les dije bastante de lo que estaba sucediendo y de cómo
nuestra tarea consistía es llevar de retorno a los sobrevivientes de la expedición del
“Bellerophon”. Pero, no podíamos partir hasta que el núcleo auxiliar estuviera otra
vez en la espacionave. Y ésa iba a ser una pesada faena. Particularmente ahora que no
contábamos con el señor Quinn. Sin embargo, cuanto antes lo lográramos, más pronto

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partiríamos.
—Todos estarnos indignadísimos con lo sucedido al señor Quinn. Pero éste no es
momento de quedarnos a hacer los héroes y pelear contra algo que no podemos ver…
—les dije.
Y luego agregué:
—Y si alguien dice que huimos… bueno, ¡tiene razón!
Conseguí la risa que buscaba, y los puse a trabajar…

IV

Se hicieron casi las once, antes de que tuviera oportunidad de comunicarme con
el doctor, sin que nadie estuviera cerca. No utilicé el visor gigante de la cabina de
contralor, porque estaba allí el hombre a cargo del radar. Usé, en cambio, el equipo
pequeño instalado en mi camarote.
Pasé cinco minutos de bastante angustia, que fueron los que tardé en conseguir
contestación por parte de él. Y cinco minutos es un tiempo largo.
Pero di con él. Dijo:
—Ostrow respondiendo llamada —pero no enfoque de su cámara.
—¿Qué pasa? —le pregunté y me contestó:
—Nada.
Le hice notar entonces cuánto me había costado comunicarme con él y le ordené:
—Abra su enfoque.
—Lo hizo, pero tardó demasiado.
Lo que vi, fué un primer plano. O él quiso que lo fuera. Pero no tenía suficiente
práctica en el manejo del aparato y me mostró más de lo que deseaba. Pude apreciar
que estaba en el laboratorio. Y alcancé a ver dónde se hallaba sentado.
—Todo anda bien aquí —le dije—. ¿Y de ese lado?
—Muy bien —respondió—. Morbius no ha salido de su euforia… y Altaira
duerme aún. Ninguna incursión, ninguna alarma. —Su tono era raro, más bien de
nerviosidad.
—¿Y se puede saber qué está haciendo usted en ese laboratorio? —le pregunté de
improviso.
Se sorprendió. Comenzó a tartamudear algo, pero lo interrumpí.
—Está payaseando con ese elevador cerebral. ¡Idiota! —le dije.
Su excitación culminó.
—¡Escuche, John! —rogó—. ¡Esto es maravillosa! Una pequeña prueba más y
tendré “todas” las respuestas para usted…
—Tenga cuidado, hombre, ¡puede usted matarse! —le advertí.
Ocupaba ahora un verdadero primer plano en mi pantalla, y noté que su aspecto
no era muy bueno. Parecía más viejo y hasta más delgado. Pero no estaba muy

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seguro.
—John, ¡estoy perfectamente! —dijo—. Pongo gran cuidado, sólo pruebo unos
pocos minutos por vez…
Iba a continuar, pero tuve que impedírselo. Mi intercomunicador llamaba y me di
cuenta de que iba a tener que salir. Se lo dije al doctor, recomendándole:
—Escuche, ¡cuídese mucho! Lo llamaré más tarde.
Desconecté y fui al intercomunicador. Me necesitaban afuera. Algo acerca de la
forma rápida o lenta de alzar el núcleo…

Los hombres trabajaron de veras. Yo había calculado que no podríamos siquiera


levantar el núcleo hasta la cámara superior, antes de que la oscuridad nos obligara a
suspender la labor y volver a las guardias reforzadas, otra vez. Pero consiguieron
ponerlo dentro de la cámara antes de las seis de la tarde. Una vez hecho eso, el
trabajo podía continuarse, estuviera o no oscuro afuera.
Dispuse un alto para comer. El primero, hasta ahora, pues sólo habían tomado
café y raciones de campaña, servidas en el lugar de trabajo…
Farman arregló los relevos, mitad de guardia, mitad comiendo. Se quedó afuera
con la primera guardia.
Eran las seis y media cuando el primer grupo empezó a cenar. Afuera estaba
oscureciendo y las lunas no habían aparecido aún.
A las seis y treinta y cinco se produjo la primera alarma. Desde el radar. El cadete
que estaba a cargo del mismo, se levantó de un salto y gritó:
—¡Comandante!… ¡Comandante!
En dos trancos estuve junto a él. Me señaló su visor y noté un montón de
parpadeos. Débiles, sin nitidez. Parecían estar todos alrededor del perímetro ocupado
por nosotros y a larga distancia de éste.
—¿Cuál es la distancia? —pregunté y el cadete dijo:
—Un par de millas, señor. Tal vez más. —Estaba nervioso—. Pero ésa no es una
reacción normal… allí en la pantalla. No… no sé lo que es…
Le ordené que siguiera observando. Tomé el micrófono y grité:
—¡Todo el mundo a su puesto! ¡Posible ataque!
Descolgué un Colt-Vickers manual, de la pared, tomé un cinturón radiotelevisor
de repuesto y salí corriendo de la nave. Afuera, la oscuridad era absoluta. Hasta que
se encendió el reflector y empezó su búsqueda. Esperé hasta que el contramaestre
informó:
—Todos en sus puestos —y entonces le ordené que controlara a los artilleros de
la nave y permaneciera en el contralor de cañones, manteniendo en funcionamiento el
audiotelevisor instalado allí, para que yo pudiera dirigir las operaciones desde mi

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equipo portátil.
Me pregunté si el cadete del radar habría tenido el buen sentido de conectar el
suyo. Probé y pude verificar que sí.
—¿Todavía siguen los parpadeos? —le inquirí. Su voz respondió con claridad:
—Sí, señor. Cada vez, más. Todo alrededor. Más cerca. Una milla, quizás.
Corté y me comuniqué con el contralor de cañones. Ya estaba el contramaestre
allí. Había hecho rápido.
—Orden de fuego —le dije—. Atraviese todo el perímetro, tres andanadas por
segundo. Distancia, una milla y menos.
Me respondió con un:
—Comprendido —y quince segundos después, los dos cañones pesados
diseminaban fuego por todo el círculo.
Iluminaron todo el desierto, con una banda de llamas en zigzag de cien yardas de
profundidad.
Pero las llamaradas de los disparos no mostraron nada. Ni tampoco el reflector. Oí
murmurar a los hombres.
Llamé de nuevo al radar y el muchacho me informó:
—Todavía alrededor, señor. Moviéndose hacia aquí. —Alcancé a oír que tragaba
saliva—. Esos disparos debieron contenerlos. Pero parece que no lo lograron…
—¿Cuál es la distancia ahora? —le pregunté y me contestó:
—Casi inedia milla, señor…
Sin esperar que terminara, corté y establecí contacto con el contramaestre,
diciéndole:
—Orden de fuego. Reduzcan a media distancia por tres andanadas. Luego,
disminuyan a un cuarto y repitan.
Manifestó haber comprendido y, un par de segundos después, los dos cañones
entraron de nuevo en actividad.
Esta vez lo hacían en una órbita tras otra, sin pausa entre medio. Las llamaradas
en zigzag formaban, una corriente constante. Superaron al reflector y abarcaron el
amplio círculo de desierto, y cada grano de aquella asquerosa arena roja.
Nada se veía aún.
En ese momento, el radar me llamó. La voz del cadete era cada vez más alta.
—Señor… señor… —dijo—, ahora se ve una sola señal. Bien grande. ¡Las otras
han desaparecido! ¡Pero ésta es grande! Y brillante…
—¿A qué distancia? ¿Y dónde? —pregunté.
—Cerca, señor. ¡No más de cien yardas! —Me dió un indicio.
Era justo sobre el sector de cercado por donde el ataque se produjera la vez
anterior.
Cerré el transmisor y grité a Farman que hiciera retroceder a los hombres. Contra
la nave.
Lo hizo en tiempo mínimo. Los cañones habían dejado de disparar y nos rodeaba

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la oscuridad. Excepto la cuchillada de luz que producía el reflector.
Estaba llamando al contralor de cañones, cuando la cerca reaccionó ante algo.
En la misma forma en que lo hiciera cuando creímos que se había producido un
cortocircuito. Los chorros electromagnéticos eran débiles, no se alcanzaban a juntar.
Y los otros sectores no entraban en actividad.
Oí la voz del contramaestre en mi receptor y le ordené:
—Los dos cañones sobre ese sector de la cerca que está funcionando.
Mientras yo hablaba, el sector se apagó y uno de los postes se curvó, fundiéndose.
Proferí un aullido, destinado a Jerry, para que hiciera fuego con todo lo que
tuviera disponible. Sobre el mismo objetivo.
Yo estaba parado en mitad de la planchada. El reflector enfocaba ya el sector del
cercado afectado, iluminando un recuadro de unas veinte yardas de lado. Y los
cañones empezaron a disparar. Y tras ellos las ametralladoras, las Colt-Vickers de
mano y las pistolas. Todos convergiendo sobre aquel sector.
Toda la zona de blanco se iluminó como si fuera el tercer círculo del infierno. Si
una chinche hubiera estado allí, tendríamos que haberla visto.
Pero vimos lo que yo esperaba. Nada.
Hasta que uno de los hombres, a la derecha de la planchada, dejó de hacer fuego.
Era el joven Grey. No sé cómo alcancé a oírlo, en medio de aquel ruido infernal,
pero lo oí.
—¡Las huellas! —gritó—. ¡Las huellas! ¡Mírelas!
Las vi mientras el muchacho estaba gritando aún. Eran como las otras. Sólo que
esta vez, las estábamos viendo imprimirse. Y no podíamos ver lo que las causaba. La
primera estaba justo al pasar la cerca. La arena se hundió, se hizo el agujero y luego
comenzó a filtrarse arena dentro.
La segunda pisada se marcó unos veinte pies más cerca.
Jerry Farman debe haberla visto. Lo oí gritar y luego lo vi. Corría como un
murciélago disparando del infierno, directamente hacia “aquello”. Llevaba en sus
manos uno de los soldadores nucleares de los técnicos, sujetándolo como si fuera un
antiguo lanza-llamas. Lanzaba una llamarada azul a veinte pies delante de él. Debe
haberse figurado que si las bombas no tocaban a “aquello”, quizás si se lo atacaba
con lo que ellos llaman hidrofuego, podría resultar.
Le grité, pero no se paró. Bajé corriendo de la planchada y traté de ir tras él. Pero
no tuve tiempo.
Unos diez pies antes de llegar a la segunda pisada, pareció detenerse. Fué algo de
lo más espantoso. El soldador cayó de sus manos. Su cuerpo cayó hacia atrás y sus
pies se levantaron del suelo. Subió, subió, agitando pies y manos.
Luego, su cuerpo comenzó a doblarse y balancearse en el aire. A veinte pies sobre
nuestras cabezas. Parecía un muñeco desarticulado, al que alguien sacudía.
Recordó la expresión de Morbius, “Como muñecos de trapo…” y luego algo
acerca de una criatura malvada.

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Creo que no duró más de un segundo.
Se levantó más arriba, su cabeza, brazos y piernas sacudiéndose. Y después fué
arrojado, junto ni costado de la nave. Sobre el centro de la línea de hombres
apostados allí.
Se aplastó, literalmente, contra la chapa. El impacto hizo temblar la planchada,
bajo mis pies.
Lo que quedó de su cuerpo produjo un golpe sordo en la arena, como una bolsa a
medio llenar.
Los hombres se desparramaron. Sólo quedaba una cosa por hacer. Les grité que se
refugiaran en la nave. El fuego había cesado y casi todos me oyeron. Los que no
alcanzaron a oírme, me vieron las señas que les hice desde la planchada.
Empezaron a correr. Me adelanté para tratar de cubrirlos. Todavía tenía mi Colt-
Vickers. Hasta disparé una ráfaga, aunque ignoraba el beneficio que ello produciría.
Casi todos alcanzaron la nave, excepto una par de rezagados. Debieron asustarse
y alejarse demasiado cuando el cuerpo de Jerry Farman golpeó contra el costado de la
nave. Uno de ellos era Grey. Pasó disparando a mi lado y casi tenía un pie en la
planchada, cuando se produjo el desastre.
Otra de aquellas pisadas se marcó, más cerca de la espacionave. Entre ella y yo.
Grey gritó y cayó, de cara sobre la arena. Y un enorme peso invisible, pisoteó su
espalda. El cuerpo del muchacho fué empujado, estampado dentro de la arena, que lo
cubrió. Con excepción de una pierna, que quedó fuera como una rama muerta.
El otro retrasado llegó a la planchada. Estaba a mitad de ella cuando fué
alcanzado.
Y gritó. Fué un alarido peor que el de Grey. Fué levantado en vilo. Más alto que
Farman. Quedó colgando flojamente en el aire.
Nunca se borrará de mi mente. Nunca. A veinte, treinta pies de altura, en el aire,
fué desgarrado en pedazos…
Luego, arrojado a un lado.
“Muñecos de trapo…”
Me gritaban desde la nave. El contramaestre apareció sobre la planchada y abrió
fuego.
Me encontré retrocediendo. Hasta que estuve contra el costado de la nave. No
quedaba otra cosa que hacer. Excepto correr. ¿Y hacia dónde? Hubo otra pisada. Y
otra. Aquello se estaba volviendo desde la planchada. Hacia mí. De pronto, volví a
sentir la respiración.
El contramaestre bajó aún más por la planchada. Le grité que se volviera. Pero se
quedó allí, disparando ráfaga tras ráfaga. Inútilmente. Yo disparé también.
Inútilmente.
Entonces, algo sucedió a mis ojos. El rayo luminoso del reflector brillaba entre
donde yo estaba y la planchada. Y donde el borde de la luz se unía con la tiniebla, vi
algo. O creí verlo.

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Una forma. Titilante y nebulosa. No sabía cuánto estaba viendo y cuánto era lo
que mi imaginación suplía.
Estaba allí. Casi encima mío. Tan grande que lo cubría todo. Todo menos a mí.
No me pude mover. No sé si de miedo o por haber ya superado el miedo. Pero no
me pude mover.
Luego, mis ojos se aclararon. Por lo menos, tuve esa sensación. Ahora sólo veía
la luz del reflector. No había nada entre ella y yo. Nada.
Ni siquiera algo invisible.
Y no se produjeron más pisadas.
Pero yo sabía que lo que las había originado se había ido. No sé cómo lo sabía.
Pero lo sabía. No había duda alguna.
Supongo que lo “sentí” irse. El doctor lo hubiera descripto bien.
Pero los hombres también se habían dado cuenta. El contramaestre bajó de la
planchada y se acercó a mí. Yo estaba apoyado contra la nave. Mis piernas se
doblegaban.
Algunos otros de los hombres comenzaron a bajar. Pero hice que el contramaestre
les ordenara volverse. Me erguí y marché hacia la planchada. Mi paso era algo
inseguro y el contramaestre trató de ayudarme.
Lo rechacé. Me recobré y llegué a la planchada y la subí por mis propios
medios…

VI

No sé cuánto tiempo llevó normalizar a la tripulación. Tal vez una hora. Tal vez
más. Levantada la planchada y herméticamente cerrada la nave, se sintieron mejor.
Pero aflojaron. Los más veteranos mostraban más presencia de ánimo que los
novatos. Pero eso no era mucho.
Mandé servir doble ración de bebidas alcohólicas a los más templados e hice que
el enfermero, que se encontraba muy bien, examinara los casos peores y los dopara
con píldoras o inyecciones. Conseguí calmar al cocinero y lo puse a preparar café en
cantidad.
Tan pronto como pude, me fui a mi camarote. Me encerré y traté de comunicarme
con el doctor.
No obtuve respuesta.
Insistí diez minutos más, con el mismo resultado.
¿Los habrían atacado también? Cuando pensé en Alta ira, casi me enloquecí.
Eso no cambió lo que tenía decidido hacer. Lo hizo mil veces más urgente.
Recuperé el contralor de mí mismo y fuí a buscar al contramaestre. Ya había
puesto a Nevski y a dos técnicos más, a trabajar en el núcleo, en la cámara superior.
Le ordené que reuniera a todos los demás, en la cabina de comando.

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Eran nada más que doce, contándolo a él.
Les impartí rápidas instrucciones. Les expliqué que teníamos dos objetivos: Poner
la nave en condiciones de vuelo e ir a buscar al Mayor Ostrow y a la gente del
“Bellerophon”.
Les dije:
—Somos ahora cuatro menos y todos ustedes tienen tareas esenciales. Por lo
tanto, dejo al contramaestre a cargo del mando, mientras yo voy en el tractor a buscar
al Mayor Ostrow y a los demás.
Lo había decidido. Era la única solución. Conocía la ruta, conocía a Morbius. Y
además, tenía jerarquía y autoridad para tratar con él, si es que había algo por tratar.
Si no iba yo, tendría que mandar más de un hombre. Lo cual demoraría todo.
Terminé diciéndoles:
—Eso es todo. Recuerden que están mejor aquí dentro que afuera. Y no olviden
que, cuanto antes esté la nave en condiciones de volar, más pronto nos iremos.
Dejé pasar un minuto y luego pregunté si alguien tenía algo que comentar.
Nadie dijo nada. No hubo ni un murmullo. Revisé mi equipo y me llevé al
contramaestre a la salida, diciéndole:
—La nave tiene que estar lista en un par de horas. Si pasa más de ese tiempo sin
que yo llame, me llamará usted. Si se produce otro ataque antes de que esté colocado
el núcleo… —me encogí de hombros— manténgase dentro de la nave y utilice su
sano raciocinio. Si se produce “después” que estén en condiciones de volar,
despegue. Elévese tanto como desee, navegue y trate de comunicarse conmigo. Use al
cadete Starza como piloto y a Levin como astronavegador. Si todo va mal y se ve en
la necesidad de realizar el viaje de regreso sin mí, utilice a esos dos. Todo el viaje.
Son buenos. Y a Nevski como Jefe Diseñador. Creo que eso es todo —dije para
terminar.
—Comprendido, señor —respondió el contramaestre. Corrió la gran barra que
aseguraba la puerta, la abrió y miró alrededor.
Lo hice a un lado y me asomé.
Me deseó buena suerte y bajé la planchada hacia el tractor…

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CAPITULO OCTAVO
NUEVO RELATO DEL COMANDANTE J. J. ADAMS
(Conclusión)

Conduje el tractor desanimadamente todo el camino. Las lunas estaban ahora


altas y no tuve necesidad de las luces.
Cuanto más rápido iba y más cerca me encontraba, peor me sentía. No podía
desechar el pensamiento de que si yo hubiera llamado antes al doctor, podría haber
regresado a la nave con Altaira, quizás hasta con Morbius, empleando el Robot y
aquella especie de trineo.
Pero después pensé que podrían haber ido “hacia” el peligro, en lugar de huir de
él…
Pasé ligero junto al abismo y a través de la muralla de roca, por la abertura que
había en ella. Descendí al valle tan rápido que el tractor parecía no tocar el suelo.
Tuve que frenar cuando tomé la curva hacia el bosque. Pero igual la tomé
demasiado ligero y el tractor se inclinó pronunciadamente, pese a los estabilizadores.
Por un instante, creí que volcaba, pero enseguida aquéllos cumplieron su función y
recuperé el equilibrio. El sacudón me asustó y disminuí la velocidad. Me hallaba tan
cerca de la casa, que casi me dominó una sensación de malestar en el estómago.
Salí del bosque y di vuelta al extremo de las rocas. Se veían luces en las ventanas.
Se reflejaban sobre el patio.
Frené tan de golpe que las ruedas rechinaron. Salté del tractor y crucé el patio
corriendo, en dirección a la puerta. No había otro ruido que el que producían mis
zapatos sobre las baldosas.
Estaba empujando la puerta, cuando ésta se abrió.
Y allí estaba Altaira.
Se encontraba perfectamente.
No pude hablar. La rodeé con mis brazos y la mantuve entre ellos.
Estaba encantadora. Era encantadora.
No comprendía qué era lo que me pasaba. Sabía que yo había pasado zozobra por
ella. Pero ignoraba por qué.
No podía decírselo. No había tiempo para ello. La impulsé hacia adentro y cerré
la puerta tras de mí. Y comencé a abrumarla o preguntas.
—¿Dónde está el doctor? ¿Dónde está tu padre? ¿Cómo se encuentra? ¿Ha
pasado algo? —Ahora que yo había comprobado que ella estaba bien, todas las otras
ideas se me agolpaban.
Altaira no se aturdió.

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—Papá está muy bien —me dijo—. Está mucho mejor. Durmió unas dos horas y
luego se despertó. Está en su cuarto.
—¿Y el doctor? —le pregunté.
Frunció el ceño. Pareció preocupada.
—Yo… yo creo que está en el laboratorio. He estado allí varias veces. Papá se
enojaría mucho si supiera… —dijo.
Tuve que hacerle otra pregunta, que nada tenía que ver con los problemas
actuales. Pero tuve que hacérsela.
—Altaira, ¿cuánto sabes tú acerca de ese laboratorio? ¿Qué sucede en él?
—Sólo sé lo que mi padre me ha contado. —Parecía más preocupada que antes—.
Que fueron los Krell quienes lo construyeron… y que ahora él trabaja allí. Tratando
de averiguar acerca de ellos, de su civilización. —Se estremeció—. No me gusta. No
me gusta que nadie entre allí.
Puse mi brazo alrededor de ella, diciéndole:
—Ni tampoco me gusta a mí… Vamos a sacar de allí al doctor.
Fuimos por el salón hasta el estudio. La puerta en la roca estaba abierta.
—Espera, querida —le dije a Altaira y me adelanté hacia la abertura.
—Déjame ir contigo —solicitó ella con una graciosa vocecita.
En ese momento oí a alguien que caminaba por el túnel. Me acordé del eco que
habían producido nuestros pasos. Igual que éste.
Me asomé a la puerta… y era el doctor.
Retrocedí y le dejé paso. Entró y yo comencé a decir algo, pero ahogué mis
palabras cuando lo contemplé a la luz.
Su aspecto era terrible. Encorvado, tembloroso, y… diez años más viejo. Y había
manchas oscuras en la piel de alrededor de sus sienes. Rojo negruzcas, como
moretones. O quemaduras.
Me sonrió. Pero su sonrisa no era normal. No era él.
—Hola, John —dijo—. Sabía que venía… —Su voz causaba la misma impresión
que él.
Avanzó un poco más en la habitación. Y sus piernas cedieron. Conseguí sujetarlo
antes de que cayera.
Resultaba… liviano. Lo levanté y lo llevé hasta un sofá, junto a la pared. Altaira
corrió a la sala y volvió, trayendo un almohadón. Yo le dije:
—¡Doctor! Le recomendé que tuviera cuidado… —Observaba las marcas sobre
sus sienes. Correspondían exactamente a los lugares donde debían ir colocados los
electrodos de aquella máquina de los Krell.
No habló nada hasta después que lo hubimos acostado.
Entonces dijo:
—Lo siento, John… —Su voz todavía no sonaba natural.
Era demasiado vieja. Demasiado cansada. Pero hizo un ensayo mejor de sonrisa
que la primera vez.

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—Es gracioso… —afirmó—. Usted tuvo razón desde el primer momento… —Se
detuvo. Parecía estar mirando a Altaira.
Yo ignoraba de qué estaba hablando. Me encontraba alarmadísimo por su estado.
Pedí a Altaira que le trajera algo para tomar. Vino… cualquier cosa.
Partió de inmediato. Me senté en el borde del sofá y él me tomó de un brazo.
—Pronto —exclamó—, antes de que ella vuelva. Lo que quise decirle antes…
Usted tenía razón acerca de Morbius… Pero… pero él no lo sabe… —Intentó
sentarse, pero su cabeza volvió a caer sobre la almohada.
Tenía los ojos cerrados y la cara color gris ceniza. La respiración era agitada y
débil.
—No queda mucho tiempo… —susurró, con voz tan apagada, que tuve que
acercar la cabeza para oírlo—. Esta vez me quedé demasiado… Sabía que me estaba
pasando, pero no lo pude evitar…
Trató nuevamente de sentarse, pero lo obligué a permanecer acostado. Entonces
me dijo:
—John… lo sé todo… todas aquellas respuestas… las anoté… por si acaso…
Aún ahora mismo…
Sus ojos volvieron a cerrarse. Su rostro parecía de cera y las marcas sobre las
sienes, negras.
Altaira volvió. Se arrodilló junto al sofá y le pasó el brazo bajo la cabeza. Tenía
una copa en la otra mano. Me puse de pie, para no estorbar.
Le levantó la cabeza.
—Trate de beber esto. ¡Por favor! —rogó.
Abrió los ojos. Le sonrió. Esta sí fué una de sus legítimas sonrisas.
—… no hay tiempo, querida… —balbució. La sonrisa se disipó y movió los ojos
para mirarme.
Me acerqué y me incliné. El doctor explicó:
—John… John… sobre la mesa junto… junto…
Su voz se apagó. Se movían sus labios. Pero no emitían sonido alguno. Cerró otra
vez los ojos y respiró profundamente. Su respiración tenía algo de ronquido.
—¡Doctor… doctor! —le dije, sin darme cuenta de que lo hacía.
Su cara se contorsionó, los ojos siempre cerrados. Hizo un tremendo esfuerzo
final.
—Junto a la entrada… a la entrada de los Krell… —alcanzó a decir.
El ronquido en la respiración se oyó de nuevo y todo su cuerpo se retorció. Creí
que había expirado.
Pero en ese momento abrió los ojos. No miraban a Altaira. Ni a mí. Miraban algo,
alguien, que nosotros no podíamos ver.
Sonrió. Fué de lo más raro, pero, mientras sonreía, pareció rejuvenecer.
—¡Carolina! —dijo.
Su voz sonó alta. Y también juvenil.

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Volvió a estremecerse y la cabeza cayó hacia atrás.
Esta vez, todo había terminado. Probé a ver si el corazón latía aún, pero sabiendo
que no era así.
Me erguí. Lentamente. Tomé a Altaira por los codos y la levanté. Había lágrimas
en sus ojos.
He visto morir a muchos hombres. Muchos de ellos eran amigos. Aquel mismo
día había perdido a otros dos que eran casi amigos.
Pero nunca sentí lo que por el doctor. Tal vez no lo sentiré nunca más.
Pasó un buen rato antes de que pudiera decir nada. Por fin, dije:
—Cúbrelo. Busca algo y cúbrelo. —Me sorprendí al oírme diciendo eso.
Altaira no habló. Pero me puso las manos a los lados de la cara y me besó.
Luego, salió del estudio.
No pude mirar al doctor por más tiempo. Me fui al otro extremo de la habitación.
Y traté de sobreponerme. ¿Qué había dicho él acerca de la entrada?
“La entrada de los Krell”, era lo que había dicho. Había estado tratando de
explicarme acerca de algo que había escrito… “Todas las respuestas”, había dicho…
De pronto, recordé. Volví a oír, en mi mente, la voz de Morbius: —… símbolos…
escritos de los Krell…
Di media vuelta y me encaminé hacia la puerta en la roca. Me agaché para pasar
por ella y corrí por el túnel.
Llegué al espacioso laboratorio. Me dirigí al centro y me detuve junto a la silla
que ocupara Morbius mientras nos mostraba la maldita máquina.
La silla estaba dada vuelta, mirando hacia afuera. Tal como debía haberla dejado
el doctor.
No me gustó el ambiente de aquel terrible lugar. En torno mío, las luces de las
cajas de reíais pestañeaban. Y lo que Morbius llamara “la biblioteca”, estaba allí
como un órgano dorado. Y la silla en esa forma… como mirándome a mí.
El dispositivo para la cabeza, de la famosa “Entrada”, estaba colgado en su
horquilla, detrás de la baranda. Los brazos extensibles estaban doblados y los
electrodos me hicieron pensar en las marcas sobre las sienes del doctor.
Mi cinturón con el audiotelevisor colgaba de la barandilla.
Y en el asiento próximo al del doctor, había algo. Una caja cuadrada, con algo
parecido a un libro encima.
Lo tomé. Era el anotador de servicio del doctor y, sobre el cuero de la tapa, tenía
grabada la inscripción “C. X. Ostrow”.
Lo abrí. La mitad de las páginas habían sido arrancadas, para dejar libres aquellas
sin usar. La primera de las que habían sido dejadas, llevaba la clara escritura del
doctor. “Para el Comandante J. J. Adams”, comenzaba. Y debajo, “Querido John”,
como en una carta.
Había más páginas escritas, Eché el anotador al bolsillo. Quería salir de allí para
leerlo.

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Ya me iba, cuando de golpe me acordé de la caja. Me volví y la recogí. Era de
plástico oscuro, de unas seis pulgadas de lado y ocho de profundidad. Debía haber
pertenecido al equipo profesional del doctor. Pesaba.
La abrí y vi que contenía una pila de algo que parecían delgadas placas del metal
de los Krell. Eran muchas. Encima había un trozo de papel, escrito por el doctor.
Decía: “John… Si algo me sucede, ¡CONSERVE ESTO! Creo que son
grabaciones referentes a un increíble sistema de microondas cerebrales: NO LO
PIERDA.
Tomé la caja. Y salí del lugar más rápido que lo que había venido. El eco de mis
pies sonaba demasiado fuerte. Más que a la venida.
Me agaché para trasponer nuevamente el arco de la extraña puerta, y me encontré
de regreso en el estudio. Eso me hizo sentir mejor.
Altaira estaba junto al sofá. Estaba desplegando algo que parecía una colcha. Pero
suave y liviana. Y la tela tenía una especie de fulgor.
Me miró y yo saqué del bolsillo el anotador y se lo mostré.
—El doctor me dejó una carta. Aquí —le dije.
—Debes leerla —me respondió ella.
Extendió delicadamente la tela sobre el cuerpo del doctor, cubriéndole el rostro.
Fui hasta el escritorio y me senté a un costado del mismo. Abrí el anotador y
empecé a leer…

II

“Querido John” leí. “Esta carta puede no resultar necesaria. La escribo para el
caso de que cometa un error y me deje estar demasiado en la “Entrada”.
“Debe usted comprender que no he estado, ni estaré, tratando de adquirir nada del
saber de los Krell. No hay tiempo, por fascinante que ello resulte. Lo que sí estoy
haciendo, es ampliar mi capacidad intelectual. Parece literalmente milagroso el efecto
que esta máquina produce en uno. Aún después de las breves (aunque repetidas)
sesiones que he efectuado, mi comprensión, mi captación de los asuntos, se ha
multiplicado mil veces. ¡Problemas que parecían antes insolubles, me resultan tan
simples como el alfabeto!
“He aquí una analogía física para usted: utilizar la “Entrada” es para la mente,
como emplear algún ejercitador mágico para el cuerpo, que aumente la fuerza
muscular tanto (y tan rápido) que uno halle que su capacidad para levantar pesos se
multiplica cien veces, cada minuto que se hace uso del aparato. Antes de usarlo, cien
libras parecían pesadas. Después, resulta una simple pluma, que uno puede manipular
con un dedo.
“El ejemplo no es muy bueno, pero tendrá que servir. Porque puede que no
dispongamos de mucho de lo que nosotros llamamos “tiempo”.

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“Ahora a nuestros problemas… “sus” problemas.
“Morbius, de quien dije que no me impresionaba como un mentiroso, le dijo a
usted una sola mentira. Pero de proporciones épicas. Afirmó, categóricamente, “que
ignoraba el objetivo final de los Krell.”
“Y lo conocía. Y era también el suyo. Porque él se considera (como megalómano
que es) su justo y señalado sucesor.
“Este objetivo es simple de exponer, pero de concepción tan amplia, que es
necesaria la contemplación para apreciarlo.
“Consiste en crear la vida”.
“No en “reproducir” la vida mediante la función biológica, sino en “crearla”. No
en tubos de ensayo, ni en invernáculos, sino básicamente: “Mediante el poder del
cerebro.”
“¿Ha captado eso, John?
“Los Krell tenían la excusa de una larga y brillante (y por tanto, decadente)
historia, tras de sí. Estaban tendiendo a alcanzar lo que yo llamaría “últimos mundos”
para conquistar…
“Pero Morbius no tiene otra excusa que su enfermedad. Es un hombre enfermo.
Enfermo de la mente. Y esta enfermedad es la peor, la más mortal de todas. Cuanto
mayor la inteligencia, peor la enfermedad.
“Piense, John. “Piense”.
“Crear la vida, la vida en cualquiera de sus variadas formas, mediante el poder del
pensamiento.”
“Si ése es el objetivo (¡y lo es!), es un objetivo que consiste en usurpar la
prerrogativa del Poder Supremo… del Creador del Universo.
¡De Dios!…
“Usted no va a querer creer que Morbius está trabajando en pos de este pasmoso
fin. Pero usted ha podido apreciar una prueba concreta, positiva…
“Los animales. Los animales de Altaira, que, según ella puede recordar, no
estaban aquí cuando ella era una niñita, pero que después “vinieron, simplemente”.
“Fueron experimentos de Morbius. Experimentos que sirvieron al propósito
secundario de proveer compañía y entretenimiento a su hija.
“Mi autopsia del pequeño tití, debió demostrármelo. No “podía” haber vivido.
Pero vivió.
“Vivió por el poder mental de Morbius. Que lo había creado como imagen
externa de su pensamiento, de su memoria.
“Con mi nueva capacidad de comprender, sé que no hay dos divisiones en cada
mente, como mantienen nuestros psicólogos, sino “tres”. Cuando ellos hablan de
“consciente” y de “subconsciente”, están omitiendo lo que yo llamaría “mente-
media”.
“Es esa “mente-media” la que, por así expresarlo, se ocupa de cuestiones
atendidas antes por la “mente consciente”, que entonces (deliberadamente o no) los

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echa atrás, ya para “olvidarlos” o bien para hacer lugar para otros nuevos y más
absorbentes.
“Piense en eso. Le dará la respuesta a muchas preguntas que usted ha archivado,
en su “mente-media”. Por ejemplo: ¿Por qué los animales tenían las características de
mimetismo adecuado a un medio ambiente terrestre y no altairiano? ¿Y por qué el
tigre atacó a Altaira después que usted le hubo declarado su amor…?
“Ha leído usted ahora los fundamentos, así que, volviendo a lo PRACTICO, que
usted tanto prefiere…
“Pero, antes, vaya este preámbulo:
“Los Krell, en la insolencia de su éxito, trataron de usurpar el poder de Dios. Y
fueron destruidos.
“Morbius, en la insolencia creada por su megalomanía, ha estado, y está,
trabajando hacia el mismo fin. No ha alcanzado todavía el punto en el cual será
inevitablemente destruido, pero se encuentra cerca.
“No existen pruebas, no puede haberlas, acerca de “cómo” fué aniquilada la raza
toda de los Krell. Pero creo saberlo.
“Si el poder de la mente “consciente” se eleva a tal altura que llega a posibilitar la
creación por ella, el poder potencial de la mente “subconsciente” no debe ser
ignorado.
“Pero los Krell, estoy seguro, lo ignoraron. Fué su única debilidad. No contaron
con lo que nuestros psicólogos denominan “Id”, y la posibilidad de que una creación,
totalmente inversa de lo que la creación “consciente” pudiera ser, apareciera de
repente sin el conocimiento de la mente “consciente”, ni de la “mente-media”.
“El diccionario nos dice que el “Id” es “la masa fundamental de las tendencias
vitales, de la cual surgen el “ego” y las tendencias de la “libido”. Lo que puede
significar, y en el sentido actual que le asigno lo significa, la masa de impulsos
informes, bestiales, enteramente egocentrados, que forman parte de la base de toda
criatura pensante…
“Ahora, supongamos que las mentes “conscientes” colectivas de una raza han
evolucionado hasta un punto en el cual la creación prohibida es un hecho establecido
(o a punto de establecerse). ¿Qué más lógico supones que, al mismo tiempo, la mente
“subconsciente”, el “Id”, se ha desarrollado hasta llegar a la autogénesis?
“¿El resultado? ¡La liberación de una horda de terribles e insensibles monstruos,
frente a una confiada e indefensa especie de seres! ¡Los monstruos más temibles de
todos, las bajezas de sus propias naturalezas, concretadas en realidades! ¡Monstruos
concretos y sin embargo impalpables! ¡Monstruos con poder físico ilimitado para
vencer y destruir, pero sin verdadera existencia física para poder ser rendidos o
destruidos a su vez!
“Un pensamiento aterrador, John. Pero que, estoy ya persuadido, es la verdadera
respuesta al interrogante de la extinción de los Krell. Y que explica, también, los
puntos oscuros de la vida de Morbius en este planeta…

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“Veré más, sabré más, cuando haya sido capaz de arriesgar otra sesión en la
“Entrada”… ”

III

El escrito terminaba allí, a mitad de página. Lo di vuelta y vi que había más. Pero
la escritura ya no era legible. Eran garabatos, cada vez menos comprensibles.
Sentí una mano sobre el hombro. Me sobresalté. Miré para arriba y vi que era
Altaira.
Traté de sonreírle, pero no creo haberlo logrado.
El doctor me había hecho entender perfectamente. Por la forma de comprender,
era como si yo mismo me hubiera efectuado una aplicación de aquella máquina
inconcebible. Me llevé la mano a la frente y la encontré cubierta de transpiración.
—¿Qué era, John? —preguntó Altaira. Miró el anotador—. ¿Qué te dice?
Me agradó la forma de preguntarlo. No. “¿Qué te escribió?” sino “¿Qué te dice?”
Pero parecía asustado. Lo estaba.
Le pasé el brazo en torno a su cintura.
Y entró Morbius.
Al vernos, se detuvo. Su cara estaba… cambiada. Con arrugas. Y la piel abolsada
bajo los ojos. Y el cabello… hubiera jurado que había el doble de blanco en él. Los
ojos eran lo único que en su cabeza parecía con vida, con demasiada vida.
—¡Padre! —exclamó Altaira.
Me apresté a retirar mi brazo. Pero ella no me dejó.
Morbius miró al sofá. Frunció la boca, se acercó y retiró la manta que cubría la
cara del doctor.
Lo contempló. Extendió una mano y tocó las sienes, en el lugar de las marcas.
Luego dijo:
—¡Estúpido! ¡Estúpido y ciego! ¡Jugando con cosas demasiado grandes para él!
Altaira se alejó algo de mí. Sabía lo que yo iba a hacer.
Me paré. Caminé hasta el sofá. Al pasar, rocé con el hombro de Morbius. Volví a
cubrir el rostro del doctor.
Me di vuelta y miré a Morbius, sin decir nada.
—¿Y por qué está usted aquí, comandante? —preguntó.
—Para llevarlo a usted de vuelta a la Tierra —respondí, manteniendo mi vista fija
en la suya—. Quiéralo o no.
—¿Y Altaira?
—Ella viene conmigo. Lo haría, en cualquier caso. —Subrayé “cualquier”.
Entonces se movió. Fue hasta el escritorio y se detuvo al lado de ella. Iba a irme
tras él. Pero lo pensé mejor y me quedé donde estaba.
Morbius miró a su hija y le dijo:

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—Altaira, ¿te irías con este… este hombre?
—Sí, padre —respondió ella.
—¿Aún si yo me negara a ir con él? ¿Me dejarías solo? ¿Aquí?
Ella pensó un instante sobre eso, pero sin dejar de mirarlo. Por fin, dijo:
—Sí, padre. Tendría que ir.
El estaba dándome el perfil, pero, aún así, pude notar que se operaba un cambio
en su cara. Algo “detrás” de su cara.
Sentí también que sucedía algo. Algo… exterior. Exterior a él. Exterior a todo
aquel lugar. Pero… pero “perteneciente” a él, fuera lo que fuese.
Era una sensación mala. Me aproximé a él y le toqué el hombro, a la vez que le
preguntaba:
—¿Está listo? ¿Para venir a la nave?
Se volvió como si le hubiera pegado. Altaira se retrajo. El preguntó, a su turno:
—¿Cree usted que puede hacerme ir? —Señaló al sofá—. ¿No ha aprendido
todavía lo que le pasa a los entrometidos? ¡Mire a ese tonto allí… o lo que queda de
él!
—Ese tonto descubrió su juego, doctor Morbius. —Era todo cuanto podía hacer
para no pegarle.
Tras él vi a Altaira que se volvía repentinamente y miraba a la ventana. Pero no
tuve tiempo de pensar en cuál sería la razón.
Seguí con Morbius.
—“El” descubrió qué fué lo que destruyó a los Krell. “El” descubrió qué era lo
que buscaban. ¡Y lo que buscaba usted! ¡Y que usted mentía acerca de ello!
Tomé el anotador del doctor, de encima del escritorio y lo abrí. Hubiera deseado
que Altaira no estuviera allí.
Morbius trató de impedirme que leyera, pero lo aparté de un empujón. Le leí lo
que quería que oyera. No todo. Pero suficiente.
Temblaba como si tuviera fiebre.
—¡Es… es una locura! ¡Insania! —exclamó.
No me gustaban sus ojos. Volví a experimentar aquel sentimiento de “algo
exterior”.
—Y tenía más, que no he podido leer todavía… —dije.
Altaira profirió un grito.
Estaba mirando a la ventana, otra vez. De dos saltos, estuve junto a ella. Señaló
hacia el bosque.
—Hay… hay algo en los árboles… —dijo. Se dió vuelta y escondió la cara contra
mi hombro. Temblaba de pies a cabeza.
Miré a través del cristal. No vi nada.
Entonces, uno de los árboles más grandes, se quebró.
Fué talado a un par de pies del suelo.
Cayó en dirección a la casa. Como si hubiera soplado un huracán desde atrás.

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Pero ni una hoja se movía en los demás árboles. Este había estado en el camino… de
algo. Tenía treinta pies de altura y por lo menos, seis de diámetro. Y se había roto
como un fósforo.
Pero había algo más que ver. Que “ver”…
Yo sabía lo que era. Creía saber lo que era. Tenía que estar seguro. Abrí otra vez
el anotador y busqué las páginas garabateadas del final.
Oí que Altaira decía:
—¡Los postigos! ¡Los postigos! —Susurraba. Hablaba para sí. Salió corriendo de
la habitación. La oí llamar—: Robby… ¡Robby, los postigos!
Yo sabía que Morbius no se había movido para ir detrás de ella. Sabía que me
estaba mirando a mí. Concentrándose sobre mí.
Empecé a leer. No era mucho. La escritura era tan grande…
La luz parpadeó. Un simple guiño y alcé la vista.
Los postigos de metal Krell cubrían las ventanas, aislándonos de todo.
Dejé caer el anotador sobre el escritorio. Morbius me seguía mirando fijamente.
No se había movido. Ahora que sabía, sentí revolvérseme el estómago. No estaba
sorprendido… pero es diferente cuando uno sabe.
Señalé al libro.
—Allí está toda la historia, Morbius. El doctor la descubrió. Se mató para
legrarlo, pero lo logró. Aquel primer choque que se dió usted en el aparato, eso liberó
algo en usted. Usted no lo supo entonces, pero había absorbido la mitad del “efecto”
del saber de los Krell, pero sin su preparación… Usted y su esposa no querían volver
a la Tierra. Pero el resto de sus compañeros sí. Usted sabía que, si ellos regresaban,
no podría quedarse aquí y estudiar por su cuenta. Deseó que murieran todos…
—¡Basta! ¡Basta! —dijo, casi gritando.
Continué:
—Usted deseó que murieran… ¡Y murieron! Usted los mató. Su “Id” los mató.
Los despedazó. Los hizo trizas, como si fueran muñecos de trapo, Morbius. Como lo
hizo con mi frente, esta noche…
—¡Basta! —gritó otra vez.
—Usted no lo sabía, entonces. Pero siguió estudiando. Morbius. Y supo. Entonces
ya no estuvo más en su subconsciente. Estaba en su conciencia. Pero usted lo
desechó, lo rechazó. Y lo encerró en lo que el doctor llama “mente-media”. Donde
uno manda lo que desea olvidar, pero no quiere enterrarlo tan hondo que no pueda
usarlo, si lo necesita…
Permaneció allí, parado, mirándome fijamente.
Altaira entró corriendo. Lo vio… y se detuvo. Se llevó las manos a la cara.
Siempre dirigiéndome a Morbius, proseguí:
—Usted me odia, porque le quito a su hija. Odia a su hija, porque me ha elegido a
mí, en lugar de usted…
Desde fuera, se oyó un ruido. No puedo describirlo. No era una voz. Pero

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tampoco era otra cosa.
Altaira suspiró. Estaba blanca como un papel. Se vino hacia mí de una carrera. La
abracé. Sentí que estaba temblando.
Oí de nuevo el sonido desde afuera. Más cerca esta vez.
Me acordé de pronto de aquel sueño que había tenido en la nave, en el que algo
grande y suave respiraba constantemente. Luego, pensé en el joven Grey, que había
oído: —¡algo que respiraba, señor!… ¡algo tremendamente grande! —Lo recordé
gritando, antes de ser aplastado sobre la arena…
El sonido se oía justo al otro lado de la ventana. Y de los postigos, también.
“Gracias a Dios por los postigos”, pensé…
Me obligué a mirar a Morbius. Tenía que mirarlo. Tenía que sujetarlo.
—Ese es “usted”, allí afuera, Morbius… —le dije.
Ahora el sonido era más fuerte. No era el mismo, pero era ocasionado por lo
mismo. Ya no respiraba. Estaba… estaba husmeando…
Morbius se llevó las manos a la cabeza. Los dedos parecían hundirse en el cráneo.
Podía ver su cara.
Hubo un retumbante ruido metálico. Vibrante. Todo el frente de la casa pareció
sacudirse…
—¡Ese es “usted”, Morbius! —volví a decirle.
Y continué:
—Usted mató a sus amigos. Mató a mis amigos. Ahora quiere matamos a mí y a
su hija. ¡Y a su hija, Morbius!
La vibración de la casa cesó. No se oía sonido alguno. Era peor que el jadeo de la
respiración aquella.
—¡No! ¡No! —clamó Morbius.
Yo sabía que tenía que seguir, que nuestra única oportunidad era hacerlo
“admitir”. Admitir ante sí mismo. Admitir ante su conciencia.
—Estaba en su mente… en su “mente-media”. Usted lo “olvidó”. Por eso tenía
que estar dormido para liberarlo nuevamente. Pero usted lo sabía. No estaba muy
profundo dentro de su subconsciente. ¡Usted sabía! Si no hubiese sido así, no hubiera
luchado contra el sueño como lo hizo.
Hubo otro retumbar de metales y otro sacudón. Vino de más lejos. De junto a la
puerta grande.
De repente, Morbius corrió hacia la sala. Y luego se detuvo. Con el cuerpo
doblegado. Se retorcía. Como un hombre que trata… no sé… como un hombre que
lucha para librarse de algo que lo tiene atado.
Fuí detrás de él. Tenía que hacerlo. Retiré mi brazo de la cintura de Altaira y en
un instante estuve en el salón.
Pero ella estuvo enseguida a mi lado. Sentí su mano en mi muñeca y descubrí que
tenía la pistola empuñada.
—John… —dijo ella, y guardé la pistola.

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Nueva sacudida. Toda la casa se estremeció. Los postigos emitieron un tañido
anunciador de que estaban cediendo. Los estaban… “desgarrando”.
El chirrido metálico cesó. Y algo hizo impacto en la gran puerta de entrada. La
madera crujió.
Me fuí en pos de Morbius, y me detuve cuando vi a Altaira que atravesaba la
habitación, tras de él. Iba en busca del Robot. Estaba parado junto al comedor. Ella le
habló y la cabeza del autómata se ilumino.
Hubo otro golpe contra la puerta y un ruido de madera astillada. Me pareció que
Morbius iba a caer y lo sujeté. Le grité algo… no recuerdo qué.
Todo sucedió al unísono. Altaira señalaba a la puerta, mientras le ordenaba al
Robot:
—¡Páralo! ¡No dejes que entre! —Morbius luchaba por desasirse de mí. Pude ver
al Robot por sobre su hombro…
El armatoste se resistía, luchaba contra una orden imposible.
Sus luces centelleaban alocadamente y de adentro salía como un quejido. Igual
que cuando no pudo disparar sobre mí la pistola, el primer día.
Se oyó otro golpe más contra la puerta. Retumbó como un trueno.
Le dije a Morbius:
—¡Usted puede pararlo! ¡Usted es el único! ¡Admita para sí lo que sea! ¡Admita
que es “usted”!
—¡No!… ¡No! —volvió a gritar, en tono agudo, como una mujer.
El Robot era un estático lingote de metal. Altaira se me acercó corriendo.
—Atrás… al estudio… —aullé y empecé a arrastrar a Morbius.
Y la puerta cedió. No la vimos, pero no había forma de equivocarse por el ruido.
Morbius se me resistía. Pero Altaira lo tomó del brazo y aflojó. Lo entramos al
estudio. No miré detrás de mí, pero podía oír el jadeo.
Solté a Morbius y corrí la puerta, asegurando el cerrojo. Las cosas fútiles que uno
hace.
Crujió la puerta, la madera se rajó. El jadeo era fuerte.
Altaira trataba de llevar a Morbius hacia la arcada abierta en la roca.
Se le iba para atrás. Corrí y, pasándole mi brazo alrededor, lo forcé a trasponer la
arcada. Se me doblegó, flojamente.
—John… ¿cómo la cerramos?… tenemos que cerrarla… —clamó Altaira.
Detrás de nosotros, a través del pabellón, oí derrumbarse la puerta del estudio.
Y yo no sabía cómo cerrar esta otra.
Pero Morbius se irguió. Hizo una especie de pase en el aire, con la mano. Y luego
volvió a desplomarse contra mí.
La hoja de metal se deslizó en el marco. Cubriendo la abertura.
Creí ver algo del otro lado, justo mientras se cerraba. Una sombra. Algo…
Y oí algo. No era una voz. Pero tampoco era otra cosa.
Me saqué de encima a Morbius y fuí hacia Altaira. Estaba apoyada contra la

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pared rocosa, temblaba como atacada por la fiebre. No dijo nada, se limitó a esconder
su cara en mi hombro.
Se produjo un choque contra la puerta de metal. Como si un bólido la hubiera
llevado por delante.
Pero aguantó. Ni siquiera vibró.
De pronto, Morbius se puso en movimiento, a lo largo del corredor, hacia el
laboratorio. Trataba de correr y se tambaleaba.
Dejé a Altaira y fuí tras él. Pero ella no se me despegaba.
Lo alcancé al entrar a la cámara. El amplio recinto estaba en calma. Como si nada
pasara. Como si nunca hubiera pasado.
Estaba silencioso, también. Completamente silencioso. Ningún ruido venía desde
la arcada, detrás nuestro. Eso era peor que cualquier ruido.
Sujeté a Morbius por el brazo. Trató de escapar, pero lo atraje más aún.
—Huir no servirá de nada… —le dije.
Su cara era horrible. No podía mirarlo.
—¡Debe usted “admitir” lo que es, hombre! —insistí.
—¡No! —respondió. Su voz era una especie de áspero murmullo—. ¡Hay que
huir! —decía—. ¡Hay que huir!
Miré a lo largo del corredor de roca. No se oía nada…
Pero el metal de la puerta estaba cambiando de color. Ya no era gris. Se había
vuelto rosa subido. Refulgía. Y mientras la observaba, se puso rojo.
Una ráfaga de aire, mucho más caliente que el resto, me rozó la cara.
—No, Morbius —dije—. No se trata de huir. ¡Mire eso!
Traté de forzarlo a que volviera la cabeza. Luchó, pero lo hice mirar.
Y vi algo más. Todas las luces de la cámara —todos los relais, todas las hileras de
la gran columnata central del “islote”— habían enloquecido. Se apagaban y
encendían, guiñando y parpadeando sin cesar. Semejando una danza alocada…
Hice mirar a Morbius.
—¡Mire la energía! ¡Está afluyendo toda hacia eso de ahí afuera! ¡A usted!…
¡Usted puede hacer cualquier cosa! ¡Nada puede impedírselo!
Se volvió repentinamente fuerte. Más fuerte que yo. Me echó a un lado, como si
fuera una criatura.
—Usted dijo que yo “sabía”. ¡Pues no lo sabía! ¡No lo sé! —exclamó.
El aire era ahora más caliente. Una fuerte corriente, que llenaba la cámara. Miré
al corredor.
El metal de la puerta estaba al rojo-blanco, fundiéndose. Arroyuelos de metal
burbujeante, comenzaron a correr por el túnel. Había un agujero en el medio de la
puerta. Cada vez más grande.
—La última oportunidad, Morbius —le recalqué—. ¡Admita, hombre, admita!
Se quedó allí. No sé si me oyó siquiera. Estaba inmóvil, ahora. Su cuerpo y su
mente…

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Volví a dirigir la mirada al corredor, por una fracción de segundo. El agujero en la
puerta ya no era tal, casi llenaba el marco. Algo se movía del otro lado.
Sabía que tenía que hacerlo. Hacerlo “ahora”… Sólo me quedaba esperar en Dios
que Altaira comprendiera…
Puse la mano en la culata de mi pistola. Empecé a sacarla. Fijé mi vista en un
punto entre sus hombros…
Y Altaira se interpuso entre nosotros, como si yo no, estuviera allí.
Se paró frente a él.
—John tiene razón, padre. ¡Debes creerlo! —le dijo.
Se irguió lo más que pudo y llevó sus manos a la cara: de él. Y lo besó en la
mejilla.
El jadeo se oía ya en el corredor. Bien cerca.
Algo le ocurrió a Morbius. No miró a Altair. Ni a mí. Nos hizo señas de que
retrocediéramos. Fué hacia la entrada del túnel…
Abracé a Altaira, haciéndola dar vuelta, para que no viera…
Pero yo sí vi… O quizás no “vi”… Tal vez “sentí”…
Todo lo que sé es que allí estaba. Algo, allí. Enmarcado en la roca. Enfrentando a
Morbius. Enorme, impasible. Vislumbrándose en torno a él, alrededor de él.
Morbius se quedó inmóvil como la roca misma. Su cabeza estaba inclinada,
mirando hacia arriba…
Mis ojos no funcionaban. Mi cabeza daba vueltas. Me sentía como se sentiría uno
si su mente fuera su estómago…
Sentí como si mi cerebro estuviera… estuviera vomitando…
Los brazos de Altaira rodearon mi cuello. Alcancé a oír que murmuraba:
—¡No mires, querido… no mires!
Volví la cabeza para otro lado…
Esperamos…
No había sonido alguno… ¿O había? No lo sé…
Luego, hubo una sensación. Una sensación de… de alivio…
Me di cuenta de que mi cabeza se volvía, para que yo pudiera mirar…
Pero todavía, no sé lo que vi. O no miré sino que lo sentí.
Pero “supe”.
Supe que aquello que había enfrentado a Morbius se iba disipando…
Y después se fué del todo.
El hombre seguía parado, de espaldas a nosotros.
Su cabeza se hundió. Noté que sus fuerzas lo abandonaban…
Se volvió… lentamente. Y trastabilló. Y se acercó despacio adonde estábamos.
Altaira se separó de mí. Se detuvo delante de él y exclamó:
—¡Papá… Papá! —Lo miraba en la cara—. ¿Estás bien, papá?
Me aproximé más a ellos. Morbius dijo:
—Sí, Altaira. Sí. —Y agregó—. No hay ningún peligro para ustedes ahora.

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Se tambaleó. Creí que iba a desplomarse.
Pude ver su rostro ahora. Apenas lo reconocí. Era… era un rostro bondadoso.
Pero estaba agotado. Extenuado. No había vida detrás de sus pupilas.
Miró a Altaira… inclinó la cabeza y la besó.
—Perdóname, querida… perdóname…
Ella lo abrazó. Murmuró algo que no pude oír.
—Déjame, Altaira —dijo, suavemente pero con cierta energía.
Me miró. Mis sentimientos hacia él parecían haber cambiado.
Debió saber lo que yo pensaba, porque me dijo:
—Venga conmigo un momento, John —y me sonrió.
Se dirigió despacio al centro de la cámara. Cada paso parecía quitarle todas sus
fuerzas. Lo tomé del brazo, para ayudarle.
Se detuvo. Me pregunté por qué, pues allí no había nada. Pero señaló el piso de
piedra, diciéndome:
—John, si usted quisiera levantar eso…
Miré hacia abajo y vi una losa calzada en la roca.
Me agaché y conseguí insertar mis dedos en el borde. La levanté y vi algo
parecido a una gran llave de émbolo, sellada por encima.
Le pregunté qué era. Pero no contestó. Se arrodilló, lenta y cuidadosamente.
—Algo que debo hacer… —dijo, y tanteó aquello.
Verificó la llave y luego me miró.
—John, ¿su nave está lista para partir? —me preguntó.
Yo no sabía cuál era su propósito al preguntar eso. Tuve una sensación rara. Pero
le respondí, diciéndole:
—Sí, señor. O lo estará dentro de una hora más o menos.
No dijo nada. Se limitó a sonreírme. Rompió el sello que custodiaba aquella
válvula.
Puso su mano en ella y se apoyó con todo su peso.
La válvula se hundió.
Arrodillado todavía, me miró. Luego a Altaira.
—Dentro de veinticuatro horas —dijo—, no habrá más planeta Altair 4… John,
antes de ese término, debe estar usted a diez billones de millas lejos de aquí, en el
espacio…
Comenzó a ponerse de pie… se tambaleó y cayó.
Altaira cayó a su lado, levantándole la cabeza y apoyándosela en su falda.
—¡Padre… Padre!… —exclamó, y luego calló.
Creí que había muerto, pero sus ojos volvieron a abrirse y miró a su hija.
Susurró:
—Estoy contento de que sea así, Alta… Que seas feliz, querida. Sé feliz en la
Tierra… y olvida las estrellas…

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POSDATA

Extractos de “Este Tercer Milenio —Texto abreviado para estudiantes”, por A. G.


Yakimara, tomados de la edición en microfilm, corregida, de fecha 15 de Quatuor del
año 2600 de la Era Cristiana:

… Esta espantosa explosión de fuerza cósmica, que dió por resultado la completa
desintegración del planeta Altair 4, fué visible para todos los astrónomos del sistema
solar. La aterradora, terrible belleza del espectáculo, será inolvidable para aquellos
que lo presenciaron…
Fué, por supuesto, considerada un fenómeno natural, hasta el retorno, el 20 de
Sexter del año 2391, del Crucero C-57-D, fecha en que su comandante, J. J. Adams,
hizo por primera vez su épico relato.

* * *

… Hay buenas razones para pensar que, al principio, el informe del Comandante
Adams, acerca de la supremacía de esta antigua y desaparecida raza, no fué del todo
creído. No obstante, cuando exhibió e hizo funcionar la máquina antropomorfa
construida por el doctor Morbius, las dudas fueron cediendo…

* * *

… Una gran frustración produjeron los llamados “discos de microondas


cerebrales”, traídos por el Comandante Adams. Y fué sólo sesenta años más tarde
cuando se analizaron e interpretaron esas notables maravillas. Resultaron de la mayor
importancia, siendo los primeros ejemplos de la posibilidad de lo que ahora llamamos
Transmisión Mnemono-Verbal, o sea la transmisión, mediante onda-memoria
instantánea, de un registro de cualquier experimento, “en las mismas palabras que
hubiera usado el memorizador”.
El contenido de las grabaciones, sin embargo, resultó de poco valor científico.
Comprendían las impresiones del Mayor Ostrow, sobre su estada en Altair 4 y varios
“experimentos” del doctor Morbius. Estos últimos podrían haber sido de incalculable
valor, excepto por el hecho del uso de los términos de referencia de los Krell, que
nunca han podido ser completamente descifrados. La única grabación que ha sido
compactamente traducida se refiere al “viaje de inspección” de la fuente de energía
subterránea de los Krell, que realizó en compañía del. Comandante Adams y del
Mayor Ostrow…

* * *

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… Es fácil comprender por qué la odisea del C-57-D ha adquirido tal aureola
romántica. Tomemos, por ejemplo, el casamiento del Comandante Adams con la hija
de Edward Morbius. Fué celebrado en las profundidades del espacio, en el viaje de
regreso del planeta desaparecido. Y para que la ceremonia tuviera valor legal, el
Comandante Adams se vió obligado a delegar el mando (¡por un cuarto de hora!) en
su contramaestre, Zachary Todd…

* * *

… Considerada como una gran tragedia por muchos hombres de ciencia, la


autodestrucción de Altair 4 fué, en otro sentido, celebrada por la Iglesia y la mayoría
de los hombres y mujeres sensatos.

F I N

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Notas

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[1] En inglés “gaby” significa tonto, necio, y Gabby es diminutivo de Gabriel. <<

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