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No Te Fies de Lo Que Ven Tus Ojos - Ager Aguirre

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Índice de contenido

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AGRADECIMIENTOS
OTRAS OBRAS DEL AUTOR
LOS NIETOS DE DIOS
PÓKER DE ASESINATOS/ESCALERA DE CRÍMENES
MOLEMAN-Las aventuras del hombre topo
TRILOGÍA DIATHAN
LA APP
UNA HISTORIA DE HU(A)MOR
Título: No te fíes de lo que ven tus ojos

© 2021, Ager Aguirre

Facebook: Ager Aguirre

Twitter: @AgerGolden

Instagram: @aguirreager

De la maquetación: 2021, Ager Aguirre

Del diseño de la cubierta: 2021, Vero Monroy

Código de registro del libro en Cedro: 2021-06-05T11:38

Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su
incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y
por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito
contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el


conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una
edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni
distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso.
Corría entre los frondosos árboles, huyendo de los extraños sonidos que
procedían del interior del bosque o quizá de las profundidades de la tierra,
ya que resonaban como voces de ultratumba.
La casa, aquella que había alquilado con unos amigos para pasar el fin
de semana, se mostraba iluminada, como un rayo de esperanza, apenas a un
centenar de metros a su alcance si conseguía seguir avanzando. Huía hacia
allí con el corazón en la boca, con la confianza de llegar a tiempo antes de
que los lamentos que había empezado a escuchar en el bosque y que ahora
la perseguían, le dieran alcance. El sol se escondía por el horizonte y el
juego de luces y sombras del anochecer se mezclaba con los oscuros y
amenazantes espectros que parecían rodearla y amenazaban con unir su
alma a las suyas.
Pese a que la casa tampoco le transmitía buenas vibraciones, desde que
habían llegado hacía unos días, al menos podría refugiarse en los brazos de
su novio y sentirse a salvo. No debería haber salido sola tras discutir con él.
Estaba asustada y en peligro y solo deseaba llegar a su lado y pedirle
disculpas.
El vestido de flores estampadas, corto, abierto por la espalda y con
generoso escote, que se había puesto para impresionarlo esa noche antes de
la disputa, se le enganchaba en los arbustos, le dificultaba la carrera y
amenazaba con hacerse jirones con la próxima rama que se interpusiera en
su camino. Hacía un rato que había perdido uno de sus zapatos y su larga
melena se enredaba con las hojas más bajas de los árboles, como si fueran
dedos que intentaban aferrarse a ella y mantenerla alejada de la casa hasta
que los lamentos la alcanzaran.
Los quejidos, que sonaban como jadeos lastimeros y la llamaban por su
nombre, resonaban cada vez más cerca. Apretó el ritmo, aunque sus
doloridas piernas se negaban a obedecerla. Podía ver la última fila de
árboles antes de salir del bosque y llegar al jardín que rodeaba la casa.
Entonces, una fuerza invisible tiró de ella hacia el bosque, lo que le hizo
caer de espaldas y gritar de terror.
—¡Soltadme! ¡Soltadme! —chilló, a la vez que hacía aspavientos con
los brazos intentando golpear y librarse de algo que no podía ver, pero que
parecía mantenerla firmemente agarrada contra el suelo y que amenazaba
con enterrarla viva mientras la tierra se agrietaba a su alrededor—.
¡Socorro! —gritó con el anhelo de que alguno de sus amigos hubiera salido
a fumarse un cigarro y pudiera oírla. No estaba tan lejos de la casa. Ellos
eran su última esperanza.
Los sollozos del bosque resonaron sobre su cabeza. Se la cubrió con las
manos, segura de que había llegado el final, de que se abalanzarían sobre
ella y de que sus gritos de auxilio iban a terminar uniéndose a los gemidos
fantasmales de la espesura para asustar a la próxima víctima de aquel sitio
maldito. Puede que incluso a alguno de sus amigos.
En su lugar, una luz blanca iluminó la oscuridad de la noche por unas
décimas de segundo. Una luz intensa y cegadora que apareció de pronto, de
la nada, a su alrededor, y las sombras, los lamentos retrocedieron asustados.
Dejó de sentir esa invisible fuerza que la mantenía atrapada contra el suelo.
Sin pensarlo dos veces, aprovechando ese momento y sabiendo que esa
extraña luz era su última esperanza de escapar, se puso de pie y echó a
correr hacia la casa, gritando desquiciada al borde de la locura.
El bosque se terminaba, ya podía ver la entrada de la vivienda y las
siluetas de su novio y sus amigos en una de las ventanas iluminadas del
primer piso. Con la inseguridad de enfrentarse a algo que solo podía sentir y
no ver, echó una última mirada a su espalda para asegurarse de seguir
contando con la suficiente ventaja, pero el despiste, ese segundo que tardó
en mirar hacia atrás y no a sus pies, la llevó a tropezar con una de las raíces
salientes del último árbol y caer de bruces al suelo. Los jadeos amenazantes
recuperaron rápidamente el terreno perdido y se abalanzaron sobre ella.
Solo pudo echar un último vistazo hacia atrás antes de gritar, cuando algo
oscuro y siniestro la agarró de los tobillos y la arrastró de nuevo hacia las
sombras.
—¡Corten! —ordenó el director de la película—. Muy bien, cielo, has
estado estupenda, como siempre —felicitó tras dirigirse a la protagonista,
que se levantaba del suelo y se sacudía el polvo de la ropa.
—Es la última vez que grabo una escena en la que se me arrastra por el
suelo. ¿Queda claro? —protestó Ana—. Para eso exigí que contrataran a
una doble.
—Ya te dije que en esta escena era imprescindible que se viera bien tu
cara. Solo tú puedes lucir así de radiante.
—Es la última vez. ¡Qué asco! —exclamó Ana mientras lidiaba con
unas hojas secas que se le habían enredado en el pelo.
—¡Vamos a prepararnos para rodar la escena del pasillo! ¡Os quiero a
todos en el interior en veinte minutos! —gritó el director tras un suspiro.
Tras dar la orden, Salvador se dejó caer en su silla y se frotó las sienes
con ambas manos. Le dolía la cabeza.
—¿Por qué acepto este tipo de trabajos? —se preguntó en voz alta.
—¿Cómo dices, Salva? —inquirió su ayudante, que estaba despistada
terminando de tomar las últimas notas en su cuaderno.
—¡Que por qué acepto trabajar con estos niñatos! No hay ni dos gramos
de talento en todo el puñetero elenco.
—Seguramente, por lo bien que pagan y porque hacía meses que no nos
ofrecían otro trabajo, y de algo hay que vivir. Ana es la actriz con mayor
proyección del país. El sesenta por ciento de los adolescentes quiere
acostarse con ella y al otro cuarenta por ciento les gustaría ser ella. La
película va a ser un éxito.
—La película va a ser una mierda muy vista. ¡Pero si no es capaz ni de
decir bien los diálogos y son solo cuatro mierdas de palabras que lleva
escritas en las lentillas de realidad aumentada! ¡Si ya no necesitan ni
aprendérselos! ¿Te has fijado en su cara mientras corría, mientras pedía
auxilio? No se sabía si estaba asustada, grabando un anuncio de
desodorantes o cortando una zanahoria en juliana. Será muy guapa, pero
tiene menos expresividad que el muñeco de cera que le hicieron a Cristiano
Ronaldo hace unos años —protestó Salvador e hizo considerables esfuerzos
para volverse a poner en pie. Aquel proyecto le agotaba las energías, la
vitalidad y hasta las ganas de vivir.
—Puede, no te voy a decir que no, pero la gente ve todas sus películas
precisamente por esa cara que tiene. Es una fantasía sexual adolescente
andante.
—Vamos adentro. A ver si terminamos de grabar la escena de interiores
y podemos irnos a descansar. Por suerte, en la próxima escena no tiene que
hablar. ¡Que no ha dicho, cuando tocaba, ni el socorro, no me jodas! No te
haces a la idea de las ganas que tengo de terminar esta jodida película. A
ver si después podemos grabar algo con menos presupuesto, pero con algo
más de arte.
—Siempre puedes volver a tu trabajo con los ordenadores —replicó
Lidia—. En esta profesión muchas veces hay que elegir entre comer y el
arte.
—Esto es una mierda...
Director y ayudante se metieron en la casa y buscaron la ubicación
idónea para grabar la última escena que iban a acometer en esa jornada.
Habían alquilado para la ocasión una vieja mansión en las afueras de un
pequeño pueblo en la que un grupo de jóvenes, encabezado por Ana Olivera
y Jon Egizabal, dos de los actores más famosos entre los adolescentes del
país tras el éxito de su anterior película juntos, iban a pasar unos días
jugando a un juego de rol mientras se veían envueltos en la atmósfera
tétrica de la vieja casa en la que, años atrás, una familia había desaparecido
sin dejar rastro y que el pueblo creía maldita. Desde entonces, existía la
leyenda de que allí se oían voces, y los jóvenes, arrogantes e incrédulos,
habían decidido alquilarla porque lo de enfrentarse a fantasmas y misterios
lo encontraban divertido.
—Todo listo en dos minutos. Vamos a ver si sale bien a la primera y nos
podemos ir a descansar todo el mundo —comunicó Lidia, la ayudante de
dirección, al equipo—. ¿Todos listos? Grabamos en tres, dos, uno...
Ana, que ya se había cambiado de ropa y había pasado por peluquería y
maquillaje, salió de una de las habitaciones y cerró la puerta a su espalda
para empezar a andar por el pasillo con sigilo.
—¡Corten! —gritó el director cuando no había dado ni dos pasos—.
Pero ¿qué mierda de camisón es ese? Joder, queremos que a todos los
adolescentes con las hormonas alteradas se les ponga dura al verla, ¡no que
se acuerden de su abuela! ¡Vestuario! Haced el favor de ponerle algo más
sexi —protestó y se dejó caer en su silla desesperado—. No vamos a acabar
nunca, estoy rodeado de incompetentes —musitó.
—Tranquilo —pidió Lidia—. Te dijo el médico que no te venía bien
alterarte.
—¡Pues no haber aceptado esta mierda!
Ana regresó a la habitación desde la que debía salir cuando empezaran a
grabar. Una persona de vestuario le acercó otro camisón, más corto, con
más escote y encajes y con una tela tan fina que transparentaba su figura.
Suspiró antes de ponérselo.
En aquella casa hacía frío, mucho frío, ya que llevaba mucho tiempo
deshabitada, y ni siquiera el calor de las cámaras o los focos habían llegado
a calentarla un poco todavía. Si la seguían obligando a ponerse ese tipo de
vestuario, iba a terminar cogiendo una pulmonía. Como el vestido de
verano que le habían hecho llevar en la escena del bosque, pese a que
estaban en invierno y en la calle hacía un frío del demonio. Encima, si se
decidía a protestar, el director le respondía que, con esas temperaturas, se le
marcaban más los pezones y debía estar agradecida, porque eso contentaría
a sus fans.
«Viejo verde asqueroso».
Se moría de ganas de terminar de grabar, de cumplir el contrato firmado
como le había pedido su mánager y largarse a Estados Unidos, donde
seguro que sabían apreciar mejor su talento y no la consideraban
únicamente un cuerpo bonito al que vestir, por llamarlo de alguna manera,
con aquellas prendas que dejaban ver más de lo que tapaban.
Solo estaba de acuerdo con el director en que la película era una mierda.
Por no tener, no tenía ni buena relación con Jon, su pareja en el filme, desde
el anterior proyecto. Se le revolvían las tripas cada vez que tenían que
besarse y él se empeñaba en sacar a pasear esa lengua babosa y rasposa. No
había ni el más mínimo feeling con él. Si al menos hubieran elegido a
Kilian, otro de sus compañeros de reparto, para ese papel... con él sí que
había cierta química.
Kilian se había mostrado amable, simpático, cercano, desde el primer
día de grabación, y se había ganado su confianza. En un principio, lo vio
como a otro de esos actores babosos que intentaban ligar con ella a la
mínima oportunidad que se les presentaba, esa era su maldición por ser
guapa y famosa, pero pronto se dio cuenta de que Kilian era diferente a los
otros chicos. Había algo en él, algo en su mirada, en su forma de
comportarse, distinto.
—Cuando me vaya a América voy a tener que cambiar de agente —
musitó—. Voy a buscarme a uno con más criterio.
Intentó serenarse cuando escuchó la voz de la ayudante de dirección y
agarró el pomo de la puerta esperando el momento en que gritara acción.
Tenía que salir bien la escena, porque se moría de ganas de irse a su
habitación y tomarse una copa para templar un poco los nervios.
Si había algo bueno en la película, eran los encargados de buscar
localizaciones. Con la casa lo habían bordado. Aquel lugar ponía los pelos
de punta a cualquiera.
Llevaba días sintiendo que algo no iba bien allí. Oía ruidos raros, sentía
frío, aunque se cubriera de ropa hasta las orejas, y le parecía, cada vez que
se preparaba para grabar, que había cosas que se movían solas a su
alrededor o que la vigilaban. Tenía la sensación de estar en peligro
constantemente. Por eso, a la más mínima sensación de que la escena podía
tener algo de riesgo, exigía que su lugar lo ocupara la doble que habían
contratado. Y, aun así, había sufrido un par de incidentes, como cuando se
cayó por las escaleras porque uno de los viejos tablones de madera se
rompió. Había sido un accidente, pero tenía la sensación de que no había
sido casualidad. Antes de pisarlo, el tablón pareció moverse de su sitio y
eso la desequilibró.
—Grabar mis escenas y largarme de aquí cuanto antes —musitó antes de
que Lidia diera la orden de empezar—. Si no fuera por la multa del contrato
por abandonar el proyecto, iba a seguir aquí por mis ovarios...
La escena era bastante sencilla, ni siquiera tenía diálogo. Lo único que
tenía que hacer era salir de su habitación a escondidas y de manera sigilosa,
para que Jon, que se supone que estaba durmiendo con ella en ese
momento, no pudiera escucharla, caminar por el pasillo sin hacer ruido
hasta llegar a la habitación de Kilian. Él debería de estar acostado en su
cama e intentaría despertarlo, pero, en lugar del chico, se encontraría su
cadáver. Ahí se terminaría la escena.
Abrió la puerta, salió al pasillo, la cerró a su espalda fingiendo
cerciorarse de que Jon se encontraba dormido y caminó despacio,
procurando que sus pasos no hicieran sonar demasiado el suelo de madera
de la casa. En realidad, no era necesario que se esforzara tanto, porque
después podían silenciar el ruido en postproducción, pero quería darle un
mayor realismo a la escena.
Estaba a mitad de camino entre su habitación y la de Kilian cuando una
de las puertas se abrió por sorpresa y vio aparecer a Becca, una de las
actrices de reparto que interpretaba el papel de su mejor amiga de la
universidad, aunque en la vida real no podían ser más diferentes y se
soportaban lo justo.
Se sorprendió al verla, porque no debía participar en esa escena, pero se
estaba acostumbrando a los cambios de última hora del director, de los que
no solía avisar para provocarles reacciones verdaderas. Si habían añadido
algún diálogo, solo tenía que esperar a que apareciera en sus lentillas de
realidad aumentada. Estas seguían sin proyectar ningún mensaje, así que se
limitó a quedarse mirando a Becca a la espera de que fuera ella quien
hablara o hiciera algo.
—¿Por qué se detiene ahora? —musitó Salvador—. Le tengo dicho mil
veces que no sobreactúe, que se limite a hacer lo que pone en el guion. ¿Tan
difícil es? Estoy harto de estos actores que quieren dejar su impronta y lo
único que hacen es cagarla. ¿Quién se cree que es? ¿Meryl Streep?
Ana seguía estática en medio del pasillo sin entender por qué Becca la
miraba con una sonrisa cínica en sus labios. Las lentillas seguían sin
proyectar ningún mensaje, así que decidió ignorarla y seguir adelante con la
escena original.
Fue cuando quiso apartar a Becca a un lado cuando esta sacó un cuchillo
que llevaba oculto en su espalda y lo empuñó amenazante con una sonrisa
siniestra en su rostro, una que parecía no pertenecerle, como si alguien la
hubiera poseído. Ana ahogó un grito y dio un paso hacia atrás para alejarse
de ella.
—¿¡Qué haces!? ¿Estás loca? —preguntó, aunque la frase no hubiera
salido en sus lentillas.
—¿Con quién coño habla? —preguntó Lidia al oído del director—.
¿Quieres que mande cortar?
—No. Déjala, a ver qué hace. Es la primera vez que veo una expresión
de miedo de verdad en su cara. Ya editaremos el sonido después si hace
falta. Igual podemos sacar algo aprovechable de aquí.
Ana dio otro paso atrás hasta que su espalda chocó con la pared, con
tanta fuerza que los cuadros que colgaban de la misma se tambalearon. Las
luces del pasillo también tintinearon. Becca, por su parte, avanzaba hacia
ella sin dejar de sonreír.
—¡Ya vale! —gritó—. ¡No tiene ninguna gracia!
Pero, sin mediar palabra, Becca llegó a su lado y hundió el filo del
cuchillo en su cuerpo como una chincheta en una pared de corcho. En un
principio, pensó que solo sería atrezo, porque no sintió ningún dolor, pero
cuando Becca retiró el cuchillo pudo ver y sentir cómo su sangre oscurecía
la tela blanca del provocativo camisón. Cuando la mancha ocupó todo su
pecho, llegó el fuerte dolor, un dolor que parecía clavársele directamente en
el cerebro en lugar de brotar de sus entrañas.
Ana, asustada, se llevó la mano al torso y se sintió desmayar al ver cómo
sus manos se manchaban de sangre. Miró hacia el cámara, que seguía
grabando la escena; echó un vistazo hacia donde estaban sentados el
director y su ayudante. Aquello no era parte de la película, Becca acababa
de apuñalarla y nadie parecía haberse dado cuenta, no parecía que nadie
fuera a hacer nada.
—¿¡Por qué nadie hace nada!? ¡Me estoy desangrando! —gritó pidiendo
auxilio.
Director y ayudante se miraron extrañados. No tenían ni idea de qué
estaba hablando su actriz principal. Aquello debía de ser una broma de mal
gusto y no tenían tiempo que perder. Andaban justos con la grabación como
para ir perdiendo tiempo con los caprichos de una niñata con ínfulas de
estrella.
—¡Corten! No tiene ninguna gracia, Ana. Todos tenemos ganas de
acabar y poder irnos a descansar. No nos hagas perder la paciencia con tus
escenitas de actriz encumbrada.
Pero Ana no respondía. Se le había cortado el aliento y se había quedado
muda. Salvador también tenía un cuchillo en la mano y se acercaba
amenazante y airado hacia ella. Se puso en pie e intentó reunir las fuerzas
suficientes para salir corriendo hacia el otro lado del pasillo. A trompicones,
consiguió dejar atrás a Becca y regresó a la habitación de la que había
salido. El pasillo por aquel lado no tenía otra salida. Cerró la puerta e
intentó trabarla con una silla. Necesitaba llamar a alguien, pero su teléfono
móvil se encontraba en su habitación.
Al otro lado de la puerta se escuchaba la voz molesta y los gritos de
Salvador mientras daba tirones para abrirla. Ana intentó mandar un mensaje
por sus lentillas de realidad aumentada.
—Abrir correo. Buscar madre. Escribir: «¡Mamá! Intentan matarme.
¡Todos se han vuelto locos!».
En ese momento, la puerta cedió. El director, Becca, la ayudante de
dirección, el cámara, incluso Jon, Kilian y el resto del reparto entraron en la
habitación portando cuchillos afilados en sus manos.
—¡Dejadme en paz! —gritó Ana.
—¿Se puede saber qué coño te pasa? —preguntó Salvador al tiempo que
alzaba la mano amenazante—. ¿Quieres tranquilizarte?
—Creo que le ha dado un ataque por la tensión de la grabación. Lleva
unos días muy rara —comentó Jon.
«No hagas caso a nada de lo que dicen. Te tienen envidia y quieren
matarte. Quieren librarse de ti», leyó Ana en sus lentillas.
—¡Socorro! —gritó por la ventana, llevada por la desesperación, con la
esperanza de que alguien pudiera llegar a escucharla. La persona que le
hubiera mandado el mensaje por las lentillas debía de estar cerca, tenía que
oírla. Cada vez estaban más cerca y no tenía escapatoria. Eran muchos,
todos iban armados y ella solo llevaba puesto un minúsculo y ridículo
camisón.
—¿Estás bien, Ana? —preguntó Becca, aún con el cuchillo en la mano,
del que todavía goteaba su sangre al suelo.
—¡Cállate, puta envidiosa! Siempre me has odiado porque a mí me
eligen para los papeles principales y nunca pasas de mera secundaria a la
que dan cuatro frases por lástima —gritó Ana, juntando todas sus fuerzas,
antes de sentir como otra punzada de dolor le hacía doblarse por la mitad
con las manos aferradas a su estómago—. ¡No dejéis que esta zorra se me
acerque! ¡Me ha apuñalado!
—Se le ha ido la cabeza... —musitó Kilian. Pero su rostro no reflejaba
preocupación, sino una siniestra sonrisa mientras se pasaba el filo de su
cuchillo por la sien, como si estuviera pensando en dónde iba a asestarle la
próxima puñalada.
—Kilian, no... Tú no... no puedes hacerme esto. Tú eres mi amigo,
confiaba en ti. Por favor... —sollozó Ana.
—¿Hacerte el qué, Ana? —preguntó Kilian y estiró el brazo para
intentar agarrarla del hombro y calmarla.
Ana gritó al ver el filo del cuchillo que Kilian portaba tan cerca y dio un
par de pasos hacia atrás asustada. A continuación, tropezó contra una
madera levantada, se precipitó al vacío y se golpeó la cabeza contra la
pequeña fuente de piedra que había en ese lado del jardín, unos metros más
abajo.
Kilian se quedó boquiabierto, asomado a la ventana. En un intento por
consolarla, ella había reaccionado asustada y, al ver que se iba a caer por la
ventana, había intentado agarrarla, pero no llegó a tiempo. Todo había
pasado demasiado deprisa. Ana yacía tirada en el jardín con la cabeza en
una extraña posición, vestida con su impoluto camisón blanco marfil.
Las lentillas de realidad aumentada se apagaron al mismo tiempo que su
mirada.
Alberto odiaba las guardias nocturnas por aquellas carreteras en las que lo
más emocionante que llegaba a ocurrir era cruzarse con un conductor
borracho de regreso a casa, pero su superior no había dado su brazo a torcer
y le había amenazado con abrirle un expediente si no cumplía sus órdenes.
Encima, le habían endosado a Arantxa, la peor compañera para la guardia.
—¿Quieres dejar de comer en el coche? —protestó ella, siempre tan
beligerante, ante su continuo masticar que estaba sacándola de quicio.
—Estamos estacionados en una carretera por la que hace más de media
hora que no pasa nadie. Comer es lo más divertido que se puede hacer
contigo en un coche, así que, si no quieres que me corte las venas antes de
regresar al cuartel...
—No me pongas los dientes largos si luego no vas a cumplir tu
palabrería. Al menos, podría estar un rato calentita en la oficina rellenando
el informe de tu muerte.
—Y yo que pensaba que estarías acostumbrada a las bajas temperaturas
—refunfuñó Alberto y se metió otro aperitivo en la boca.
—Que lleve más años destinada en este pueblo o que sea del norte no
tiene por qué significar que me guste el frío.
—No, si lo digo porque todos en el cuartel pensamos que tienes hielo en
las venas en lugar de sangre.
—Nos ha venido gracioso hoy el niñato —recriminó Arantxa y le lanzó
una mirada tan gélida que Alberto estuvo seguro de que iba a congelarlo.
—Es parte de mi encanto natural. Por lo menos, tengo sentido del humor
y no estoy siempre amargado como otras.
—Si quieres hacerme reír, córtate las venas. Te aseguro que me hará
mucha gracia —replicó Arantxa—. Lo único que iba a lamentar es lo mal
que sale la sangre de la tapicería, niñato engreído —masculló por lo bajo.
—Bruja —susurró Alberto, pero con el suficiente tono como para
asegurarse de que su compañera le oía.
La reputación de arisca y rancia precedía a su compañera de guardia
antes incluso de que le asignaran aquel destino tras aprobar las oposiciones.
La primera reacción de sus compañeros al enterarse de dónde iría fue darle
el pésame por tener que aguantarla. Le hablaron de su fama de amargada
con tanta determinación que, cuando se la presentaron, se sorprendió al
verla. Se la había imaginado de muchas formas, sobre todo, como a una
bruja con verruga en la cara, pero nunca hubiera esperado encontrarse con
una mujer atractiva para su edad, ya sobrepasados los cuarenta, con unos
bonitos ojos verdes y una melena negra y lisa que, con seguridad, podría
suavizar sus rasgos marcados si no se empeñara en llevarla siempre atada
en una coleta; alta, delgada y con un apetecible culo al que en las
presentaciones no pudo evitar echar un vistazo.
Pero esa imagen de mujer atractiva se diluyó como un azucarillo en un
estanque en las dos primeras guardias que le tocó hacer con ella. Su fama
no solo era merecida, sino que se quedaba corta, y así llevaban ya dos años.
Sin hacer caso alguno a las protestas de su compañera, se metió otro de
los aperitivos de la bolsa en la boca y sonrió al hacerlo sonar con fuerza al
masticar.
«Sí que hay algo más divertido que hacer contigo en un coche a estas
horas que comer: hacerte perder la paciencia».
Estaba a punto de llevarse otro snack a la boca cuando el sonido de la
radio le sobresaltó e hizo que se le cayera de la mano.
—Inútil —musitó Arantxa antes de atender la llamada—. Aquí la cabo
primero Arenas, ¿qué ocurre?
—Al parecer, ha habido un accidente en la casa encantada. Vuestra
unidad es la más cercana al lugar, ¿podéis pasaros a echar un vistazo?
—Agente Aguilar, sabe que no me gusta que la llame así. La casa de los
Medina nunca ha estado encantada. Son solo habladurías de pueblo.
—Si tú lo dices... ¿Vais o no?
—Vamos, vamos —gritó Alberto desde el otro asiento—. ¿Allí es donde
se está grabando la película esa?
—Exacto. Una de las protagonistas ha sufrido un grave accidente. Es
mejor que vayáis y os lo cuenten ellos. Ya hay una ambulancia en camino.
—En esta unidad mando yo, que para eso soy la que mayor rango
ostento. ¿Entendido?
—Pero si llevas un siglo en el cuerpo y sigues siendo cabo primero. Yo,
en cuanto pueda, me presentaré a las oposiciones para sargento.
—Ya me lo contarás cuando llegue el momento y te enteres bien de las
condiciones laborales. Verás cómo te lo replanteas, pero, hasta entonces,
soy la cabo primero y tú el agente. ¿Entendido?
—Entendido. ¿Vamos a ir entonces a la casa o no? —preguntó Alberto, a
punto de perder la paciencia.
—Claro que vamos a ir, pero porque lo digo yo. Aunque ese puto sitio
está perdido de la mano de Dios y se espera una noche movidita.
—¿Por qué la llaman la casa encantada? Llevo dos años en el pueblo y
siempre he oído que le decían así, pero todavía no sé por qué.
—Eso son majaderías de pueblo que empiezan como un rumor y se
acaban convirtiendo en una bola enorme e imparable de nieve que sigue
creciendo con los años. La verdad es que a los dueños les viene bien la
fama adquirida, porque les permite alquilarla a curiosos e ingenuos —
contestó Arantxa al tiempo que ponía el coche en marcha.
—¿Qué clase de rumores? —inquirió Alberto mientras se ataba el
cinturón de seguridad.
—Mira, los Medina se fueron porque el marido montó un nuevo negocio
en la ciudad y le resultaba más sencillo administrarlo desde allí que desde
un pueblo perdido. Nada más.
—Pero ¿qué dice la gente?
—Los lugareños dicen que los Medina abandonaron la casa con prisas
porque oían voces y ruidos en el bosque que la rodea, que la hija pequeña
vio algo entre las sombras que la volvió medio loca y que huyeron a la
ciudad para que pudiera recuperarse. ¿Te lo puedes creer? Irse a la ciudad
para evitar que alguien se vuelva loco cuando no hay nada que haga perder
más la cabeza de la gente que el estrés y el ruido de una gran ciudad.
—Y, por supuesto, tú no crees nada de esos rumores.
—Mira, chaval, en el tiempo que llevo destinada en este pueblo habré
paseado por ese bosque más de un centenar de veces y te aseguro que los
únicos ruidos que he escuchado son los de los animales típicos de la zona.
Nunca, jamás, he visto nada raro.
—No me extraña. Lo más probable es que los fantasmas o lo que sea
que vive en ese bosque y que hizo huir a los Medina se escondan
acojonados cada vez que te ven entrar —rio Alberto.
—Anda, sigue comiendo y calla. A ver si aclaramos rápido el accidente
y podemos volver pronto. Tengo ganas de terminar esta guardia y librarme
de ti.
—Anda que yo… —replicó Alberto antes de llevarse otro snack a la
boca, acomodarse en el asiento y masticar con fuerza. Tenían un buen
trecho de camino poco transitado hasta la casa y se propuso sacar de quicio
a su compañera antes de llegar. Sonreía solo de escucharla maldecir por lo
bajo, sobre todo, ahora que había empezado a nevar.
La vivienda, ubicada en la parte más alta del pueblo desde donde parecía
vigilar a todos los vecinos como un castillo medieval y a la que solo se
podía acceder por un angosto, empinado y estrecho camino, mostraba más
bullicio cuando llegaron que el que Arantxa recordaba haber visto nunca.
Llevaba siete años trabajando en aquel destino y las habladurías de los
habitantes habían convertido a la casa de los Medina en un lugar con más
leyendas que visitantes. Los lugareños, si era posible, evitaban acercarse y
solo algunos curiosos, chiflados de la parapsicología o, como en este caso,
gente interesada en una ambientación tétrica para sus grabaciones, la
alquilaban. Arantxa no podía negar que el lugar cumplía con todos los
requisitos.
Construida en madera, hacía ya casi un siglo, regalaba a los visitantes
sonidos inquietantes a cada paso que daban en su interior; contaba con tres
plantas y los años habían hecho que su aspecto exterior fuera poco
agradable. Al permanecer gran parte del año vacía, no resultaba nada
acogedora, pues podías ver el vaho del aliento saliendo de tu boca nada más
entrar; la arboleda que la rodeaba, despojada de los cuidados de los
propietarios, se había llenado de maleza y de toda serie de alimañas que por
las noches ponían los pelos de punta con sus zumbidos, aullidos, siseos o
cantos, y el viento de la zona entre los árboles aumentaba los temores de
aquellos que, sugestionados por las historias de fantasmas, se aventuraban a
pasar unas horas en ella.
Nunca había visto a más de una decena de personas por la zona hasta esa
noche en la que un nutrido grupo de gente estaba arremolinada alrededor de
la fuente del patio trasero.
—Buenas noches, ¿alguien puede informarnos de lo que ha ocurrido
aquí? —preguntó mientras se abrochaba la chaqueta de su uniforme tras
estacionar a unos metros del lugar. Su compañero se colocó a su lado unos
instantes después.
La poca luminosidad a esas horas de la noche generaba un ambiente
tétrico y que estuviera nevando no ayudaba a rebajar esa sensación, pero
incluso ante las miradas perdidas de la gente que no se decidía a abrir la
boca, Arantxa se mantuvo firme.
—¿Nadie nos va a decir qué ha ocurrido? —insistió.
Siguieron sin hablar, como si lo que hubiera ocurrido les hubiera dejado
mudos a todos, pero la voz segura de la cabo primero consiguió que
abrieran un pasillo entre ellos para que pudiera enfocar con su linterna la
fuente.
Allí, vestida con camisón y en una extraña postura que revelaba el
macabro final, yacía una joven. Arantxa se acercó al cuerpo. No necesitaba
ni tomarle el pulso para saber que estaba muerta, pero aun así lo hizo por
protocolo. Después, llamó por radio al cuartel.
—Aguilar, vamos a necesitar que despiertes a la forense. Tenemos un
cadáver aquí.
—¿Lo has identificado?
—¿Me podéis decir, al menos, el nombre de la fallecida? —interrogó
Arantxa con la esperanza de, esta vez sí, obtener respuesta.
—¿En serio no la conoces? —preguntó Alberto—. No sé ni por qué me
extraño —añadió ante el gesto negativo de su compañera—. Es Ana
Olivera, la actriz más famosa entre los adolescentes del país.
—¿¡Qué dices!? —La voz de Aguilar sonó al otro lado de la radio—. El
pueblo se va a llenar de prensa. Nos vamos a hacer famosos.
—Espero, por tu bien, que la prensa no se entere de nada de esto por el
momento. Tenemos que descubrir qué ha ocurrido aquí, ¿entendido? —
replicó Arantxa—. Avisa a Candela para que venga a levantar el cuerpo.
¿Quién está al cargo? —Quiso saber en cuanto cerró la comunicación por
radio.
Todos, como autómatas, señalaron hacia la misma persona. En verdad,
parecían estar todos en shock o zombificados.
—Buenas noches, soy la cabo primero Arenas. ¿Puede contarme, por
favor, lo ocurrido?
—Se ha vuelto loca... no lo entiendo... —balbuceó Salvador—.
Estábamos grabando y, de pronto, saltó por la ventana.
—¿Dice que se suicidó?
—Es que no tiene ningún sentido. No sé explicar qué ha ocurrido.
—¿Le parece si entramos dentro de la casa y me lo cuenta desde el
principio? Aquí vamos a pillar una pulmonía —inquirió Arantxa.
—No se crea que dentro es mucho mejor. Si quiere entrar en calor, creo
que deberíamos hablar en mi caravana —ofreció el director y señaló a un
vehículo estacionado al inicio de la arboleda que rodeaba la parte trasera de
la vivienda. Arantxa pidió a Alberto que se quedara junto al cadáver hasta
la llegada de la forense mientras ella se encaminaba a la caravana para
hablar con él.
Al lugar no le faltaba detalle, aunque por fuera parecía una simple
caravana, por dentro venía equipada con todo tipo de lujos. Estaba claro que
el director no se había andado por las ramas con las peticiones para grabar
la película y que contaba con bastante presupuesto.
—¿Quiere un café? —ofreció Salvador tras invitarla a tomar asiento en
un cómodo sillón.
—A estas horas de la noche no debería, porque luego me cuesta horrores
dormir, pero, teniendo en cuenta que creo que no me iré pronto a casa y que
estoy helada, aceptaré gustosa uno con leche y azúcar —respondió—. ¿Su
nombre es?
—Salvador Roca. Soy el director de esta película.
—¿Puede darme más detalles de lo ocurrido? —añadió cuando el
hombre se disponía a llenar dos tazas.
—Como le digo, no me explico qué ha podido ocurrir. Todo parecía
normal y, de pronto, se volvió loca y saltó por la ventana.
—¿Así? ¿Sin más? ¿No vio nada raro en ella antes? ¿Alguna
conversación, algún problema con el resto de compañeros, algún gesto
diferente en ella?
—Ya me gustaría a mí que Ana hubiera mostrado algún gesto diferente,
pero siempre llevaba la misma cara. Al menos hasta esta noche.
—Cuéntemelo todo. No se deje nada, por favor.
—Habíamos terminado de grabar una escena en el bosque de aquí atrás
y nos disponíamos a grabar otra en el pasillo central de la mansión. Una
sencilla para aprovechar la noche antes de ir a descansar, porque mañana
empezábamos a grabar antes del amanecer. Los horarios de grabación en las
películas de terror son horribles, siempre buscando oscuridad y penumbra
para la ambientación, para luego pasarnos las horas iluminando esas
ambientaciones y poder grabar en condiciones con las que el espectador
pueda ver algo. El caso es que queríamos grabar una última escena en el
pasillo antes de irnos a descansar. Una sin diálogo, rápida, sencilla, metida
en el guion solo para el lucimiento personal de la actriz y las fantasías
pajilleras de los adolescentes. Ana tenía que salir de la habitación en la que
supuestamente dormía con su novio, vestida con el camisón que le ha visto
puesto para escabullirse hasta la habitación de otro de los chicos para
coquetear con él y al final se lo encontraba muerto. Un grito y se acabó,
nada más.
—¿Y cómo terminó saltando por la ventana?
—No lo sé. De pronto se volvió loca. En un principio creímos que
estaba improvisando, dándole más dramatismo a la escena. Por primera vez,
desde que empezamos a grabar, vi miedo en su mirada, en su rostro, creí en
los milagros y no quise desaprovechar la ocasión de grabar unas cuantas
secuencias, puede que no nos valieran para esa escena, pero siempre se le
pueden sacar provecho después en postproducción. De repente, se llevó la
mano al pecho y se puso a gritar. Entonces ordené parar la grabación.
Aquello no tenía ningún sentido con la escena que estábamos grabando.
Intentamos acercarnos a ella para ver qué le estaba pasando, pero salió
corriendo y se encerró en la habitación de la que había salido en un
principio.
—¿Qué gritaba? —preguntó Arantxa mientras tomaba notas en un
cuaderno.
—Cosas como que la dejáramos en paz y pedía socorro de forma
continuada. Llamamos a la puerta, pero no abría, así que forzamos la
entrada. Había colocado una silla para que no pudiéramos entrar y estaba
acurrucada cerca de la ventana. Junto a esa que se ve desde aquí —añadió el
director y señaló a una ventana iluminada de la segunda planta de la casa—.
Intentamos calmarla, pero ella seguía insultando a sus compañeros y
pidiendo auxilio. Uno de ellos, Kilian Zatón, intentó acercarse para
tranquilizarla y, entonces, gritó con más fuerza y saltó por la ventana. Nos
quedamos horrorizados al ver que se había golpeado la cabeza contra la
fuente y que estaba muerta. Ahí fue cuando llamamos a la Guardia Civil.
—¿Saltó? ¿Seguro?
—No —anunció Salvador tras un par de segundos meditando la
respuesta—. La habitación, como casi toda la casa, estaba mal iluminada.
Allí dentro no teníamos cámaras en un principio, así que no la habíamos
iluminado. La escena empezaba cuando salía al pasillo. No sé si saltó o si se
asustó tanto que tropezó y cayó.
—Así que puede que haya sido un accidente, no un suicidio.
—Puede... pero estaba como loca. Seré sincero, Ana era una mala actriz,
lo suficientemente mala como para que esté seguro de que algo la estaba
aterrorizando de verdad, pero no sabría decirle el qué. Allí solo estábamos
nosotros.
—Y dice que la persona que estaba más cerca de ella en el momento de
saltar era ese tal Kilian, ¿no es así? —inquirió Arantxa tras repasar sus
notas.
—Sí, así es.
—Creo que debería hablar con él —dijo Arantxa. Terminó la taza de
café de un trago y se puso en pie—. Una cosa más —añadió al llegar a la
puerta—, ha dicho que en esa habitación no había cámaras en un principio.
¿Las había en el momento en el que se cayó por la ventana?
—Sí. El cámara que estaba grabando la escena del pasillo. Aunque había
ordenado cortar, creo que siguió grabando.
—Perfecto. También me gustaría poder hablar con él y ver si tiene esas
imágenes.
Arantxa salió de la caravana y se fue a hablar con Alberto, que estaba
plantado, muy profesional con su metro noventa de altura y su uniforme un
par de tallas más pequeño que el que debería llevar, junto a la fuente
mientras la forense, que ya había llegado junto con una ambulancia que
habrían llamado venir desde el pueblo de al lado, estudiaba el cuerpo.
—¿Ha dicho algo? —le susurró a su compañero.
—Nada que no sepamos. Ha muerto por el golpe en la cabeza al tirarse
por la ventana.
—No es tan seguro eso de que se haya tirado. Puede que solo sea un
desafortunado accidente. ¿Qué le pasa en los ojos?
—¡Ah, sí! Yo también me fijé en que los tenía raros, como nublados. He
preguntado y me han dicho que es por las lentillas que usan para las
grabaciones. Unas lentillas de realidad aumentada.
—¿De qué?
—De realidad aumentada. Es lo que usan aplicaciones como Instagram
con los filtros, Snapchat para ponerte orejas y hocico o el juego ese de cazar
pokémons...
—¿Poké?
—Déjalo... —dijo Alberto sintiéndose incapaz de ponerse a explicar en
ese momento qué eran los pokémons a su compañera—. Las usan para que
los actores no tengan que memorizar todo el guion y para darles consignas
de cuándo o cómo actuar. O eso me ha contado Becca, una de las actrices
del reparto, mientras esperábamos. Al parecer, son una nueva tecnología
con la que están experimentando en este proyecto. Al ritmo que van los
avances tecnológicos, pronto no van a necesitar ni actores para hacer
películas. Me extraña que no tuvieras ni idea de lo que es la realidad
aumentada.
—No tengo cuenta en ninguna de esas aplicaciones que has dicho. Como
red social, solo uso Facebook, y la verdad es que no sé para qué, si apenas
sigo a nadie. Y todas estas cosas me siguen pareciendo de ciencia ficción.
—Facebook... muy de gente de tu edad, sí... Yo, en cambio, tengo miles
de seguidores en Instagram y en Tik Tok.
—¿Y qué hace alguien como tú para que miles de personas le sigan?
¿Qué puedes aportarles tú?
—Fotos sin camiseta o entrenando, mayormente. A las chicas les gusta
deleitarse con este cuerpo entrenado y mi cara de seductor —replicó
Alberto y se pasó las manos por sus pectorales.
—Lo que digo siempre... esta sociedad se va a la mierda.
—¿Nos volvemos al cuartel? Me gustaría subir alguna foto para mis fans
esta noche. Con este frío, tengo todos los músculos contraídos y quiero
enseñarles mis abdominales —se burló Alberto, seguro de que el
comentario iba a irritar a su compañera.
—Ten cuidado, no vayas a enseñarles, por descuido, cómo se te ha
contraído el músculo de entre las piernas y vayas a perder a todas las
seguidoras. Por desgracia, el cerebro ni lo ven ni les importa, y ese sí que lo
tienes contraído... Pero no, no vamos a irnos aún. Antes tengo que hablar
con uno de los compañeros de la chica muerta y ver las imágenes grabadas
por una de las cámaras. Tenemos para un rato todavía. Avisa al cuartel. ¡Y
pide las lentillas esas de realidad no sé qué! Igual podemos sacar algo de
información de ellas —gritó cuando ya se alejaba hacia la casa.
—De acuerdo —repuso Alberto sin muchas ganas—. Aguilar, soy
Verdugo. La «jefa» quiere quedarse un rato más por aquí —anunció tras
llamar por la radio.
—¿Y eso? ¿Ha visto algo raro?
—No creo que pueda haber encontrado nada más raro que ella misma...
Dice que no está segura de que haya sido un suicidio, que puede que haya
sido un accidente. Eso debería darnos un poco igual, pero ya sabes cómo es
la rancia esta, no se queda contenta hasta que todo le encaja a la perfección.
De todos modos, con eso de que la fallecida es famosa y todo el jaleo que
eso va a suponer, no está de más tener toda la información posible para
cuando nos quieran hacer una entrevista en televisión.
—Qué raro, tú pensando en salir en los medios —replicó Aguilar.
—Una cara como la mía no está hecha para esconderla en un pueblo.
Tiene que conocer mundo, y la mía ya lleva aquí dos años. ¿No crees?
—¿Y cuánto vais a tardar? —preguntó Aguilar rehusando responder.
—No lo sé. Depende de lo que nos digan y de lo tiquismiquis que se
ponga la caralmendra, pero seguro que para un rato tenemos y no llego a
casa antes del desayuno, ya verás, como si lo viera.
—¿Caralmendra? —reaccionó Aguilar sin poder contener la risa.
—La almendra es amarga y Arenas siempre está amargada. No me dirás
que no le pega.
—Anda que ya te vale, como te oiga, a ti sí que te va a amargar la noche.
Tened cuidado. Ya ha empezado a nevar y está previsto que esta noche lo
haga con fuerza. No vaya a ser que os quedéis aislados sin poder regresar al
pueblo.
—Seguro que encontramos una cama donde dormir. No te preocupes.
—A ver qué cama eliges para acostarte, no vayas a meterte en un lío con
la caralmendra —dijo Aguilar bajando el tono de voz al no saber si Arantxa
podría escucharla.
—Por eso no te preocupes. Es vasca.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Que se reproducen por esporas. Estoy seguro de que lo más cerca que
estuvo de disfrutar de una noche salvaje fue cuando la admitieron en un
aquelarre en su pueblo.
—Como te oiga… —rio Aguilar al otro lado del teléfono—. De todos
modos, ahí debe de haber unas cuantas actrices, y conociéndote...
—Aguilar, no te pongas celosa. Sabes que lo que pasó entre tú y yo fue
solo una noche de juerga en la que los dos estuvimos de acuerdo con que
pasara.
—No me lo recuerdes. Desde entonces, no he vuelto a probar el alcohol.
—Te mantendré informada cuando regresemos al cuartel.
—Tendrás que informar al agente López. Termino en cinco minutos mi
turno. Que te sea leve. —Aguilar cortó la comunicación en el momento en
el que en los alrededores de la casa empezó a nevar con fuerza.
Alberto pidió a la forense que les pasara las lentillas de la chica y se fue
al interior de la vivienda para protegerse del frío.
Kilian estaba tumbado en un sofá en una de las habitaciones que habían
habilitado para los actores en la planta baja de la casa como área de
descanso. Había pensado en echarse a dormir en su caravana porque se
sentía muy cansado, pero, cada vez que cerraba los ojos, veía a Ana
cayendo al vacío y eso le desvelaba. Lamentaba que todo aquello hubiera
ocurrido, ahora que empezaban a ser amigos.
El resto de los miembros del reparto había preferido reunirse en el salón,
pero él había optado por quedarse solo. No podía dejar de pensar en que, si
se hubiera dado más prisa, si hubiera estirado más rápido el brazo, si no se
hubiera quedado parado asustado por el grito de Ana, la habría podido
agarrar y evitar la caída y su trágico desenlace.
—Podría haberla agarrado —maldijo y golpeó el brazo del sofá con
violencia al recordar que todavía podía sentir el tacto de la tela del camisón
de Ana en la yema de los dedos con los que llegó a rozarla—. ¡Joder, mira
que se lo avisé!
En ese momento, la puerta de la habitación se abrió.
—Buenas noches, ¿se encuentra bien? —le interrogó la mujer que
acababa de abrir y que vestía con el uniforme de la Guardia Civil.
—¿Cómo quiere que me encuentre? Acaba de morir una amiga.
—Zatón, ¿verdad? El director me ha dicho que podría encontrarle aquí.
—No suelo usar el apellido de mi padre. Él nos abandonó a mi madre y
a mí cuando era un crío. Puede llamarme Kilian o Kilian Luengo.
—¿De qué y a quién se lo avisó? —interrogó Arantxa sin perder el
tiempo—. Le he escuchado gritar al entrar —añadió al ver la cara de
incredulidad del chaval.
—Eh... esto... a Ana. La avisé de que tuviera puto cuidado. El de esta
noche no es el primer accidente que sufría últimamente. Hace unos días se
cayó por las escaleras mientras grabábamos una escena.
—¿Me puedes contar algo más de ese otro accidente?
—Simplemente pisó mal y se cayó. Ana llevaba unos días un poco rara,
como despistada. Decía que escuchaba voces y veía objetos moverse, pero
creo que era porque estaba sugestionada con la casa y la película. Creo que
con el estrés se le fue la cabeza... No le veo otro sentido a los gritos que
pegaba y a que se cayera por la ventana cuando fui a ayudarla.
—Me han dicho que eras el que estaba más cerca de ella cuando ocurrió
el accidente.
—La tenía ahí, al alcance de mi mano, pude rozarla con la yema de los
dedos antes de que se asustara, huyera de mí, tropezara y se precipitara —
musitó Kilian—. Si solo hubiera dado un paso más, si la hubiera agarrado
del hombro, Ana estaría viva.
—¿Por qué se asustó? ¿No os llevabais bien?
—¡Claro que nos llevábamos bien! Éramos amigos. ¡No estaba asustada
conmigo! O sí... no lo sé. Dijo algo de que cómo podía hacerle eso siendo
amigos. Pero juro que no estaba haciendo nada. Solo intentaba ayudarla.
Era de las pocas amigas que tengo en el rodaje. Los demás son una banda
de estirados que no dejan de presumir de todas las películas y series que han
grabado y les han llevado a la fama... No tengo ni idea de qué pudo
asustarla. Ella confiaba en mí, nos lo contábamos todo. Y, sin embargo,
antes de caer por la ventana me miraba asustada. Estaba acojonada de
miedo, como si estuviera viendo un fantasma o algo.
—¿Fantasmas? ¿Crees en esas cosas?
—¡Qué va! No creo en esas mierdas, pero dicen que esta casa está puto
encantada, que la habitan los fantasmas de la gente que vivió aquí antes y
Ana tenía cara de estar viendo a uno de ellos. Estaba cagada de miedo de
verdad.
La puerta de la habitación volvió a abrirse. Kilian dio un respingo.
Estaba tan en tensión, tan en shock con lo que le había tocado vivir esa
noche que el más mínimo ruido le tensaba como la cuerda de un arco.
—Jefa, ya tengo las lentillas —anunció Alberto desde el dintel de la
puerta—. ¿Ha terminado de interrogar al chico?
—¿Interrogar? —inquirió Kilian—. No estarán pensando que pude hacer
que Ana se cayera por la ventana, ¿verdad?
—Solo quiero dilucidar si lo ocurrido con tu amiga es un suicidio o un
accidente. Nada más —explicó Arantxa.
—Ana jamás se suicidaría. Eso es una estupidez. Era guapa, famosa...
estaba a punto de marcharse a América para grabar una película. Estaba
entusiasmada con la idea. Iba a ser una estrella.
—Pero el director me ha dicho que se volvió loca de pronto, que empezó
a gritar y hacer cosas raras. ¿Qué crees que pudo pasar?
—No tengo ni idea. Estaba en la habitación en la que tenía que entrar en
esa escena. Cuando escuché los primeros gritos ni me moví de la cama en la
que tenía que hacerme el muerto. Supuse que habían añadido esas líneas de
guion a última hora. Pero después la oí gritarles al director y al cámara y me
levanté a ver qué estaba ocurriendo. Cuando salí del cuarto, estaban todos
junto a la puerta de la habitación intentando abrir. Cuando conseguimos
entrar, Ana estaba pidiendo ayuda por la ventana. No tengo ni idea de qué le
ha podido pasar, aunque sí es verdad que desde el accidente en las escaleras
estaba un poco rara, como huidiza. Solo sé que intenté acercarme a ella para
calmarla, pero eso la asustó aún más. Puede que por mi maquillaje de
muerto, no lo sé. Si no me hubiera acercado, no se habría caído por la
ventana; si me hubiera acercado más, me habría dado tiempo a agarrarla...
es culpa mía que se haya caído. Por mi culpa, Ana está muerta —repuso
Kilian y se tapó la cara con las manos.
—No tienes la culpa de nada, chaval —intentó tranquilizarlo Alberto—.
Ha sido un accidente, trágico, pero solo un accidente que no podías evitar.
—Eso es todo por ahora. Muchas gracias —concluyó Arantxa, y tanto
ella como Alberto salieron de la habitación dejando al chico a solas con su
pena.
—¿Podemos volver ya al pueblo? —inquirió Alberto.
—¿No te parece muy raro que no sea el primer accidente que sufre la
fallecida? Es como si alguien quisiera hacerle daño o asustarla... Dice el
chico que Ana decía escuchar y ver fenómenos extraños en los últimos días
y que se mostraba huidiza.
—No creerás que la ha asustado un fantasma, ¿verdad? —se burló
Alberto.
—El único fantasma que he conocido en mi vida eres tú —remarcó
Arantxa—. Pero aquí hay algo raro. Lo noto. Antes de volver me gustaría
hablar con el cámara que estaba en la habitación y ver las imágenes. Quizás
también podríamos preguntar si es posible ver lo último que vio la chica en
sus lentillas.
—¿Y para qué vamos a hacer todo eso? Está claro que ha sido un
accidente. Aquí no hay nada que investigar y tengo ganas de ir al cuartel,
cambiarme de ropa e irme a casa. Es muy tarde y mi guardia está a punto de
acabar. Además, se ha puesto a nevar con fuerza y no tengo ninguna gana
de quedarme aquí aislado.
—Haz lo que quieras. Yo me voy a quedar. Estoy casi segura de que fue
un accidente, pero... ¿dos accidentes en tan poco tiempo? ¿Y qué era lo que
la asustaba tanto?
—Estaría sugestionada por la casa. Yo qué sé. Este sitio da un miedo de
cojones.
—Menudo mierda de guardia civil... —musitó Arantxa—. Si quieres,
puedes irte a casa con el coche patrulla a esconderte bajo las sábanas de tu
cama con la esperanza de que el hombre del saco te deje dormir esta noche.
Ya pediré a algún miembro del equipo que me lleve a casa cuando termine.
Seguro que alguno es tan amable de acercarme al pueblo.
—Eso es porque no te conocen... Si lo hicieran, nadie sería amable
contigo. Se dejan engañar por la fachada.
—Al menos, en mi caso, tras la fachada hay una cabeza amueblada.
—Con muebles viejos y llenos de carcoma...
Tras localizar al cámara, este no tuvo problema en enseñarles las
imágenes que había grabado durante la escena. En efecto, en ellas se veía
salir a Ana de la habitación con normalidad. Arantxa pensó que Salvador
tenía razón y que la chica no era muy buena actriz, porque se le notaba en
cada movimiento que interpretaba.
De pronto, se detuvo en mitad del pasillo mirando hacia una puerta
cerrada, se asustó, retrocedió varios pasos hasta chocar contra la pared, se
llevó la mano al pecho, gritó de dolor y parecía haber perdido el juicio antes
de salir corriendo y encerrarse en la habitación. Y en todos esos gestos y
gritos sí que no aparentaba estar actuando. Se asustó y gritó de verdad.
En las imágenes se veía cómo el director y varios de los actores
presentes, así como el equipo de grabación, intentaban tirar la puerta abajo
mientras dentro de la habitación se seguían oyendo los gritos de Ana
pidiendo socorro. Al entrar, la chica seguía en pánico, muy cerca de la
ventana. Tras unos minutos de incertidumbre y gritos, Kilian, tal y como le
acababa de contar a la cabo primero, se acercaba a la chica y le hablaba
intentando calmarla, pero Ana parecía no entrar en razón y gritaba hasta que
atemorizada dio dos pasos más hacia atrás, tropezó y cayó al vacío.
—Está claro que nadie la empujó —comentó Alberto al terminar de ver
las imágenes—. Muchas gracias por su amabilidad —agradeció
encaminándose hacia la puerta.
—Aún no hemos terminado —advirtió Arantxa, y eso hizo que Alberto
frenara en seco y maldijera para sus adentros—. ¿Las lentillas de los actores
también graban imágenes?
—Las lentillas no recogen imágenes. Son proyectores. Lo único que
podemos ver es qué se le proyectó a Ana —respondió el técnico.
—¿Qué se le suele proyectar a los actores en esas lentillas?
—Podemos hacer casi de todo —explicó el cámara—. Antes de las
grabaciones podemos emitir imágenes de cómo van a verse con el
vestuario, así ellos pueden elegir si cambiar algo. Peinados, maquillaje...
todo podemos probarlo con la realidad aumentada. Una vez elegida la
imagen del actor y cuándo empezamos a grabar, solemos proyectar las
entradas, las colocaciones y el texto. Muchos de los actores siguen
memorizándolo, pero la proyección en las lentillas les ayuda a recordar si se
les olvida una frase o les da la entrada en el momento exacto.
—Me gustaría saber qué se le proyectó a Ana en esa escena.
—¿Para qué queremos ver eso? —preguntó Alberto.
—Para ver si descubrimos qué era lo que tanto la asustó como para
acabar cayendo por una ventana de la segunda planta.
Pero en las lentillas de Ana no parecía haber nada fuera de lugar. Tras un
corto mensaje escrito para avisarla de que se colocara en posición y un
aviso de que faltaban tres segundos para que tuviera que abrir la puerta, ya
no aparecía ningún otro mensaje ni nada extraño en los seis minutos que
transcurrían entre el inicio de esa emisión y el momento en el que las
lentillas se desconectaban. Solo quedaba medio minuto de grabación y
ninguno de los tres había visto absolutamente nada.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Alberto a apenas veinte segundos de
que terminara.
—¿El qué?
—¿No lo has visto? Ha sido una especie de destello, pero me ha
parecido ver algo en la imagen. ¿Puedes rebobinar?
El cámara tocó unos botones en el ordenador y la imagen volvió hacia
atrás, aunque, si no hubiera sido por los números colocados abajo en la
pantalla no podrían haberlo sabido. Como en el resto, no se veía
absolutamente nada.
—¡Ahí! ¿Lo habéis visto ahora? —exclamó Alberto y señaló un punto
en la pantalla—. Justo aquí.
—¿Puedes retroceder segundo a segundo? —pidió Arantxa.
El cámara hizo lo que la cabo primero le pidió y retrocedió las imágenes
fotograma a fotograma.
—¡Ahí está otra vez! —gritó eufórico Alberto, orgulloso de su
descubrimiento—. ¿Qué es eso?
—Yo diría que parece un cuchillo —comentó el cámara con la mirada
fija en la extraña mancha que había aparecido en una esquina de la imagen.
—¿Quién es el encargado de configurar las lentillas de cada actor? —
inquirió Arantxa, cuando a ella también le pareció distinguir el arma en la
imagen.
—Steve es quien se encarga de eso. Él fue quien nos habló de las
virtudes de este sistema para los rodajes.
—No me lo digas —comentó Alberto—. No nos vamos a ir de aquí
hasta que no hablemos con él.
—Muy perspicaz —replicó Arantxa.
El cámara les comunicó que Steve no se alojaba en la casa. El técnico tenía
su propia caravana en las cercanías del bosque y no solía salir de allí salvo
para bajar al sótano, su lugar de trabajo, o para acudir al comedor. Alberto
vislumbró la imagen del típico informático en la cabeza.
—¿Crees que estas son horas para ir a hablar con un friki a su caravana?
—inquirió mientras intentaba seguir el paso firme de su compañera, que
bajaba decidida las escaleras.
—Es un poco tarde, pero con lo que ha ocurrido esta noche en la casa
dudo que nadie se haya podido dormir todavía.
—No, si lo que me temo es que nos lo encontremos viendo porno en su
ordenador. Estos frikis informáticos suelen ser una banda de salidos.
—Alguien como tú debería de ser bastante reacio a los estereotipos... —
protestó Arantxa.
—¿Por?
—Los que se preocupan por el aspecto de su pelo, los aficionados al
gimnasio y a las fotos luciendo abdominales tenéis fama de cortos de luces.
—Bueno, pero eso son envidias —rio Alberto.
—Yo diría que hay más posibilidades de que tú seas tonto que de que
nos encontremos a Steve viendo porno —repuso Arantxa, con lo que
cambió el gesto de su compañero.
—Puta engreída —musitó.
No tenía ya bastante con aguantarla en las patrullas como para encima
soportarla fuera de su horario laboral. Tendría que estar en su casa y no en
aquel lugar que daba más mal rollo que su compañera. En cuanto pudiera
hablar con su superior en el cuartel, le pediría, le suplicaría si hiciera falta,
no tener que volver a compartir coche patrulla con la cabo primero. Estaba
dispuesto hasta a solicitar un cambio de destino si era necesario.
—¡Joder, qué puto frío! —protestó al salir de la casa.
La nieve ya empezaba a cuajar en los alrededores, seguían cayendo
copos con fuerza y eso no le ayudaba a mejorar su ánimo. En las noches de
invierno como esa, soñaba con un destino en Canarias.
Arantxa, unos pasos por delante, que ni siquiera parecía inmutarse por
las bajas temperaturas, seguía caminando firme hacia la caravana de Steve.
«Cómo cojones va a tener frío si tiene el alma congelada», pensó
mientras se frotaba los brazos con las manos.
Llegó a la altura de Arantxa cuando esta llamaba con los nudillos a la
puerta de la caravana. Solo esperaba encontrarse a Steve con los pantalones
bajados para exclamarle un «¿quién es ahora el tonto?» a su compañera.
Pero cuando la puerta se abrió, toda la imagen que se había hecho de Steve
se fue por el mismo sitio que sus esperanzas de resarcirse.
—¿En qué puedo ayudarles? —interrogó el hombre, más cercano a los
cuarenta que a la imagen de postadolescente que Alberto se había hecho de
él, con un ligero acento extranjero y un físico más acorde a un bombero que
a un sedentario informático.
—Nos han dicho que es el encargado de proyectar las imágenes en las
lentillas de los actores y nos gustaría hablar con usted al respecto —
respondió Arantxa.
—La descripción es un poco imprecisa...
—Acláremela entonces.
—Mi nombre es Steve Cocks, soy de Stamford, Estados Unidos, y no
solo soy el encargado de proyectar las imágenes en las lentillas, sino que
soy el inventor de estas. Es una tecnología única en el mundo que estamos
probando en este proyecto.
—Y siendo de Estados Unidos, ¿por qué no las ha probado en
Hollywood? —inquirió Alberto, todavía molesto por no haber acertado en
su predicción. «Si es que, además de friki, el tío encima se apellida
"pollas"».
—Porque me enamoré de una española en la Universidad. Desde
entonces vivo en España.
—¿Casado? —interrogó Alberto.
—No. Digo que me enamoré de una española, no que ella me
correspondiera eternamente. Solo estuvimos juntos dos años, pero ya decidí
quedarme a vivir aquí. Mejor clima...
«Mis cojones mejor clima», protestó Alberto tiritando de frío.
—Hemos revisado las imágenes de las lentillas de Ana antes de que
sufriera el accidente y hay algo que no termina de encajarnos y nos gustaría
que usted nos lo explicara —comentó Arantxa para retomar el motivo que
les había llevado hasta allí.
—Para mí será un placer ayudarla, agente —repuso Steve dedicándole
una sonrisa llena de dientes blancos.
«Este no tiene ni puñetera idea de dónde se mete», sonrió Alberto al ver
el descarado coqueteo de Steve con su compañera, la cual no pareció darse
por enterada.
—¿Podríamos revisar las imágenes en su caravana?
—Será mejor que lo hagamos en la casa. Es allí donde tengo casi todo el
equipo. Si me acompañan...
«¿Ni siquiera va a coger una chaqueta, el capullo yanqui?», pensó
Alberto, al ver cómo Steve salía de la caravana como si en la calle
estuvieran en pleno mes de agosto cuando a él se le estaba congelando hasta
el mal humor, y le entraron ganas de detenerlo mientras caminaba dos pasos
por detrás de él y de su compañera.
«A ver si acabamos con esta mierda de una vez».
El humor de Alberto no mejoró al regresar a la casa, pese a que allí ya
no le caían copos de nieve encima, porque Steve se encaminó a unas
escaleras que debían de bajar al sótano. Si algo había aprendido Alberto de
las películas de terror americanas, es que nunca, jamás, en la vida, hay que
bajar al sótano. La vivienda daba muy mal rollo, y estaba tentado de decirle
a su compañera que no iba a bajar allí, pero no estaba dispuesto a soportar
sus burlas, así que se armó de valor y bajó tras ellos lo más rápido que
pudo. No quería perderlos de vista.
Steve abrió una puerta y entró en una habitación llena de pantallas
informáticas y cámaras que parecían surgir como setas de todas partes.
—Así que aquí es donde trabaja —comentó Arantxa.
—La mayor parte del día. El resto lo paso en mi caravana.
—¿No se relaciona con la gente? —interrogó Arantxa—. Parece usted
un hombre sociable —añadió, pero esas últimas palabras las pronunció
mirando a su compañero para recordarle su equivocación.
—Siempre tengo mucho trabajo y poco tiempo libre. Suelo relacionarme
con el equipo en el comedor. El resto del tiempo lo paso trabajando o
descansando.
—¿Y en qué consiste su trabajo?
—La realidad aumentada nos da una infinidad de posibilidades dentro
del mundo del cine, pero no es sencillo de explicar... ¿Qué les parece una
demostración?
—¿Como un videojuego de realidad virtual? —Quiso saber Alberto,
entusiasmado con la posibilidad de hacer algo divertido, por fin.
—La realidad aumentada va un poco más allá de la realidad virtual.
—¿Cuál es la diferencia?
—La principal radica en cómo se presenta la información al usuario. En
la realidad virtual se crea todo un mundo, en apariencia real, mientras que
en la realidad aumentada lo que se hace es combinar la realidad con los
elementos virtuales. ¿Alguno de ustedes usa Snapchat?
—Mi compañero seguro... —respondió Arantxa.
—Sí, lo he usado a veces.
—Snapchat usa la realidad aumentada. Usa el entorno y le añade filtros.
Como su nombre indica, la realidad aumentada «aumenta» la realidad.
Mientras que la realidad virtual lo que hace es virtualizar realidades
paralelas.
—¿Y de qué sirve esa tecnología en el cine?
—Colóquense ahí, frente a las videocámaras, y se lo explico —
respondió Steve.
—¿Aquí? —inquirió Alberto, tras darse prisa por colocarse frente a una
de las cámaras. Siempre le había gustado posar.
—Sí, ahí están perfectos. Lo primero que voy a hacer es capturar su
imagen en mi ordenador y proyectarla en esa pantalla de allí. —Señaló
Steve hacia su derecha—. Un segundo.
El informático se puso a teclear a la vez que ambos agentes permanecían
estáticos, pero mientras que Alberto lo hacía entusiasmado y con el
hormigueo de la curiosidad recorriéndole la espalda, Arantxa lo hacía con
cierto hastío. Ella lo que quería saber era por qué habían creído ver un
cuchillo en la proyección de las lentillas de Ana.
—Muy bien. Ya está listo —anunció Steve cuando la imagen de ambos
apareció en la pantalla—. Ahora, con la realidad aumentada, podemos
modificar su vestuario, por ejemplo, para saber cómo le va a quedar la ropa
durante el rodaje. Miren.
La imagen de Alberto cambió y en lugar de con el uniforme se le vio
vestido con un traje de época.
—¡Coño! Me queda bien —exclamó mientras hacía el gesto de ajustarse
el chaleco.
—Y con usted... —dijo Steve mientras volvía a teclear.
La imagen de Arantxa también cambió. Steve le soltó el pelo, que cayó
sobre sus hombros, la maquilló en tonos suaves y le puso un vestido de
diferentes verdes que resaltaba el color de ojos de la agente.
—Impresionante. Si te lo tengo dicho —comentó Alberto—, si te
soltaras el pelo, estarías mucho más guapa.
—No tengo ninguna necesidad de estar guapa para hacer mi trabajo. A
mí estas chorradas me siguen pareciendo absurdas. ¿Qué tal si nos habla de
su invento de las lentillas y nos dejamos de estupideces? —inquirió Arantxa
sin ni siquiera cambiar el rictus de su cara.
—Si, aunque la mona se vista de seda... —musitó Alberto.
—Lo que pueden hacer las lentillas con esta tecnología también es mejor
que se lo muestre con una demostración. Pónganse las lentillas, por favor, y
se lo explico —respondió Steve y les tendió un par de lentillas a cada uno
de los agentes.
Alberto no dudó en ponérselas y se llevó bastante desengaño al no ver
nada diferente a antes de llevarlas puestas. Arantxa, por su parte, fue menos
rauda y observó las lentillas antes de llevárselas a los ojos.
—Vamos, mujer, que no muerden —le espetó su compañero.
—No sé tú, pero yo soy muy precavida con lo que me voy a meter en los
ojos. No quiero quedarme ciega.
—Deberías haber sido más precavida cuando te metieron el palo por el
culo. Desde entonces, no te han vuelto a meter nada en el cuerpo, así estás
amargada todo el día.
—Vete a la mierda —replicó Arantxa tras colocarse la primera lentilla
—. ¿Y bien? —interrogó a Steve, una vez que se puso las dos y tras
comprobar que veía de forma correcta.
—Con estas lentillas podemos darles la bienvenida a la realidad
aumentada —respondió Steve al otro lado de un teclado.
Un mensaje de bienvenida apareció nítido, ante los ojos de Arantxa y
Alberto, escrito sobre las llamas del fuego de la chimenea.
—¡Hostias, qué guapo! ¿Cómo ha escrito eso? —repuso él.
—¿Cuándo ha encendido el fuego? —interrogó, más pragmática,
Arantxa—. Estaba apagado cuando entramos.
—Ni el fuego ni el mensaje son reales. Son simples proyecciones en
vuestras lentillas. También les puedo indicar su diálogo. —Steve tecleo una
serie de comandos y varios mensajes de texto aparecieron reflejados en las
lentillas—. Su entrada o su ubicación. Pero no solo eso. ¿Ven el libro que
hay sobre la chimenea?
—Sí, claro.
—¿Pueden acercarse y leer el título?
—Los crímenes de la casa encantada —leyó Arantxa.
—¿Qué dices? Pone Las vírgenes de la risa encantadora —replicó
Alberto.
—En realidad, no pone ninguna de las dos cosas. El libro ni siquiera
existe. Pueden intentar cogerlo... —Las manos de Alberto y Arantxa
chocaron sobre la repisa de la chimenea en el aire. Ambos se miraron
desconcertados y molestos con el roce—. La realidad aumentada permite
crear distintas realidades para cada uno de los personajes. Pero esto no es
todo... en una casa encantada nos permite meter a los actores en situación.
—¿Cómo? —preguntó curioso Alberto.
—Atentos. Van a alucinar.
Steve tecleó una serie de comandos ante la atenta mirada de los agentes
y después levantó la cabeza esperando sus reacciones.
—Estos fantasmas están un poco mal hechos, ¿no cree? —interrogó
Arantxa al ver aparecer de las paredes unas cuantas sábanas flotantes.
—La verdad es que parecen sacados de una película cutre. Hasta los de
Casper estaban mejor —protestó Alberto.
—Qué exigentes... solo he tecleado un par de comandos para mostraros
un ejemplo de lo que se puede hacer. Pero, si realismo es lo que quieren...
—Steve siguió tecleando y añadiendo efectos.
Tanto Arantxa como Alberto, ahora sí, se quedaron boquiabiertos. De
todas partes de la habitación surgieron imágenes espectrales con ropas
raídas, caras cadavéricas y esqueléticas manos que los miraban con las
cuencas de sus ojos vacías.
—¡Ostras! ¿La ves? —exclamó Alberto y señaló a una de las figuras que
surgió de las llamas de la chimenea.
—Sí, la veo —respondió Arantxa, sin dejar de mirar a una mujer vestida
con ropas de los años cincuenta que bien podría ser una de las moradoras de
aquella casa cuando se construyó. Es más, estaba casi segura de que la
mujer llevaba las mismas ropas que la del cuadro que decoraba la
habitación sobre la chimenea—. ¿Ese cuadro estaba ahí cuando entramos?
—inquirió. Ya no estaba segura de lo que era real o lo que no.
Pero Alberto no podía quitar ojo de la chica que había salido de entre las
llamas. No era como los otros fantasmas que Steve había proyectado. Sus
ropas no estaban raídas ni parecían ser viejas, al contrario, eran un
provocativo y moderno camisón de color rojo esmeralda; Sus manos
tampoco eran esqueléticas ni su rostro cadavérico, sino que sonreía con su
belleza juvenil, le sonreía a él. No solo le sonreía, sino que, mientras
caminaba por el salón, coqueteaba atusándose el pelo y le guiñaba un ojo.
Alberto no podía negar que, en este caso, la proyección no fuera realista.
Era casi perfecta. Tanto que parecía estar escuchando el caminar de sus pies
descalzos sobre la alfombra y la sutil risita traviesa de la joven, antes de que
esta se mordiera el labio inferior y se los humedeciera.
—¿Más realista esta vez? —inquirió Steve.
—Sí, sí, mucho mejor —balbuceó Alberto que, pese a que sabía que
nada de aquello era real, no podía dejar de mirar el pronunciado y generoso
escote de la joven que seguía acercándose a él—. Una pena que la realidad
aumentada no pueda tocarse —comentó sonriente.
—¿Quién te ha dicho que no puedes? —interrogó la joven. Alberto se
quedó petrificado. Steve no les había dicho nada de que las realidades
aumentadas pudieran hablar—. ¿Te gustaría tocarme o que yo te toque? —
interrogó de nuevo la joven con sus labios ya a escasos centímetros de los
de Alberto.
—Tú —musitó Alberto.
«Ya que estamos jugando, vamos a ver hasta dónde nos lleva esto. Yo no
he podido tocar el libro».
La joven sonrió. Se acercó tanto a los labios de Alberto que a este se le
pusieron los pelos de la nuca de punta cuando le pareció sentir su aliento.
En el último instante, la joven cambió su trayectoria y lo que parecía que
iba a convertirse en un beso terminó llevando los labios de la chica a su
cuello.
«Joder...», pensó al sentir cómo lo besaban cerca de su oreja. «Este
invento es la hostia».
Su reacción fue más de asombro cuando la joven, sin andarse con
rodeos, le agarró con firmeza la entrepierna.
«Me cago en la puta con la realidad aumentada», pensó cuando la mano
de la chica le cortó el aliento. Era como si las sensaciones placenteras le
llegaran directamente al cerebro.
Intentaba mantener las formas, porque en la habitación seguían estando
Steve y la caralmendra, aunque ambos parecían estar demasiado ocupados
en sus asuntos como para prestar atención a lo que estaba pasando entre él y
la joven, a la que seguramente Arantxa, como había pasado con los distintos
títulos del libro, no estaría viendo, así que le dejó hacer.
La chica, mientras le masajeaba los huevos con una mano, aumentaba la
intensidad de sus besos en su cuello e incluso llegó a sentir cómo sus
dientes le rozaban y mordían con suavidad.
«Me está poniendo a cien la cabrona...».
En un momento dado, notó que esos mismos dientes no solo le rozaban
el cuello, sino que se clavaban en su piel con intensidad.
«¡Au! No te pases, que ibas muy bien».
Entonces regresó frente a él.
—¡Me cago en la puta! —gritó Alberto y se llevó la mano al cuello. La
joven, que aún seguía con la mano en sus huevos, tenía la boca
ensangrentada—. ¡Hija de puta! —espetó al verse la mano manchada de
sangre.
—¿Qué coño te pasa? —interrogó Arantxa, que se estaba quitando las
lentillas, harta de ver fantasmas revoloteando a su alrededor sin que
ninguno de ellos hiciera nada.
—¡Que la muy zorra me ha mordido! ¿No lo ves? —exclamó Alberto
mientras le enseñaba la mano manchada de sangre.
—Pero ¿de qué coño hablas? ¿Quién cojones te va a morder?
—¡Ella! —volvió a exclamar Alberto y señaló a la joven que, todavía
con la boca manchada y ahora con los ojos inyectados en sangre, retrocedía
hacia la chimenea como si flotara en el aire con una siniestra sonrisa en un
rostro que ya no tenía nada de angelical y ahora sí que se veía cadavérico.
—¿La señora del cuadro? —interrogó Arantxa, que de todos los
fantasmas que había visto proyectados aquel era el único que le había
llamado la atención.
—¡Qué señora ni qué cojones! ¡La chica! ¿No la ves? —La joven
desapareció entre las llamas de la chimenea del mismo modo que había
aparecido—. ¡Me cago en la puta! ¡No dejo de sangrar! —gritó tras verla
desaparecer y comprobar que la sangre ya le manchaba el uniforme.
—¡Alberto! ¿Te quieres calmar? ¡No tienes sangre en ninguna parte!
¡Quítate las puñeteras lentillas!
—¿Cómo? ¿Qué?
Sin entender nada, aún sintiendo el dolor en el cuello y sin atreverse a
usar la mano manchada de sangre para hacerlo, Alberto se las quitó. Al
hacerlo, dejó de ver la sangre en su mano y dejó de sentir dolor. Su
uniforme permanecía impoluto y por muchas veces que se llevó la mano al
cuello no encontró ningún rastro del mordisco.
—¿Cómo coño has hecho eso? —exclamó acercándose a Steve y le
agarró por el pecho, enfurecido.
—¿El qué? ¿Los fantasmas? Son solo proyecciones. Un pequeño truco
de ordenador.
—¡Y una mierda proyecciones! Yo he visto a una puta fantasma que me
ha hablado, me ha agarrado de los huevos y me ha mordido en el cuello.
—¿Cómo dice? Eso no es posible.
—Solo a ti se te ocurre dejar que una fantasma te agarre de los huevos.
—Sonrió Arantxa.
—Tú te callas. A ti no se te acercaría ni un fantasma atrapado durante
quinientos años. Les darías tú más miedo —replicó Alberto, todavía con el
ritmo cardíaco acelerado—. ¿Me vas a explicar cómo coño es posible que el
puñetero fantasma me haya podido tocar y haya sentido el dolor? —
continuó hablando con Steve.
—Es que eso no es posible. Yo solo puedo proyectar imágenes. ¿Cómo
era la chica que ha visto?
—Era guapa, joven, tenía el pelo castaño y los ojos color miel. Iba
vestida con un sugerente camisón rojo carmesí.
—Y te quedaste embobado, como si lo viera... —cuchicheó Arantxa.
—Pelo castaño... guapa... ¿Se parecía a esta? —inquirió Steve y le
mostró una fotografía.
—¡Sí! Es ella.
—Esta es la imagen que usamos para la película. Es la chica que se le
aparece a la protagonista. La joven que fue asesinada hace años en esta casa
y que clama venganza.
—¿Y puedo saber por qué me la has proyectado a mí y cómo es posible
que haya sentido dolor?
—Le juro que no he proyectado su imagen en sus lentillas. Ni siquiera la
tengo configurada en este equipo. Y es imposible que le haya provocado
ningún dolor, las lentillas solo pueden proyectar imágenes.
—Bueno, ya está bien —interrumpió Arantxa—. Da igual si te ha
proyectado o no esa imagen —dijo al ver que Alberto no se tranquilizaba y
amenazaba con seguir acosando al informático—. A lo que hemos venido
es a que nos explique por qué proyectó un cuchillo en las lentillas de Ana
antes de que esta se cayera por la ventana.
—¿Un cuchillo? Yo no hice eso. ¿Por qué iba a hacerlo?
—No lo sé, pero lo hemos visto en las imágenes.
—Déjeme comprobarlo personalmente —replicó Steve.
Terminado el interrogatorio a Steve, Alberto salió de la habitación y
regresó, casi a la carrera, al hall de la casa. No quería permanecer ni un
minuto más en aquel sótano.
—¡Me da igual lo que diga ese cretino! —exclamó en cuanto terminó de
subir el último escalón y se sintió más a salvo en la estancia más iluminada
—. Yo sé lo que he visto y he sentido.
—Nos ha dejado bien claro que su invento no permite experimentar eso
que dices que te ha pasado. Él solo puede proyectar imágenes, mensajes o
distorsionar la realidad, pero no puede hacerte sentir dolor.
—Ya, y tampoco puede explicar el cuchillo que aparece en las lentillas
de la actriz muerta ni puede recuperar el resto de las imágenes que en ellas
se proyectaron, porque, ¿sabes qué?, estoy seguro de que Ana, antes de
caerse por la ventana, experimentó algo parecido a lo que me ha ocurrido a
mí. ¿Viste cómo se miraba las manos durante la grabación, tras llevárselas
al pecho? Es exactamente igual a como me las he mirado yo cuando me las
he visto manchadas de sangre.
—Al menos, nuestra conversación con Steve y su demostración nos han
servido de algo... —repuso Arantxa.
—¿De algo? A mí solo me ha servido para cagarme en los pantalones. Y
no, no me digas que soy un cobarde o un cagón. Puede que no te caiga bien,
pero soy un buen guardia civil y, si tú hubieras experimentado lo que me ha
ocurrido a mí, también te habrías asustado.
—Estoy segura de que no me habría dejado agarrar la entrepierna por
ningún fantasma... pero no lo digo por eso. La conversación con Steve nos
ha servido para que ya no pienses que la muerte de Ana ha sido un
accidente.
—No. Está clarísimo que aquí hay algo más. La chica estaba realmente
asustada antes de caerse por la ventana, y ahora creo saber por qué. Vio
algo que nadie más podía ver, como me ha pasado a mí hace un rato, y eso
fue lo que la asustó hasta el punto de llegar a precipitarse por la ventana de
la segunda planta. Además, hay otra cosa de la que estoy seguro: el yanqui
ese tiene algo que ver.
—¿Tan seguro como de que era un friki consumidor de porno?
—¡Joder, Arenas! Por una puta vez en tu vida deja de burlarte de mí. Se
supone que somos compañeros y, si queremos descubrir qué ha pasado aquí,
vamos a tener que trabajar codo con codo.
—Mientras sea codo con codo y no quieras que te sujete los huevos con
la mano...
—Vete a la mierda... ¡Más quisieras tú!
—Sí, claro. Es mi objetivo en la vida...
—¿Por dónde seguimos investigando? —preguntó Alberto en un intento
por salir del bucle de insultos entre ambos—. ¿A quién vamos a interrogar
ahora?
—Al menos, ya no quieres irte a casa a subir fotos al Instagram ese...
—Tampoco podríamos. ¿Has visto cómo estaba la carretera? ¿Cómo
nevaba? Si ha seguido nevando así, no vamos a poder volver al pueblo,
aunque queramos. Así que tú mandas, jefa... —repuso Alberto. Entrar en
una guerra de idas y venidas de pullas con Arantxa no le iba a llevar a
ninguna parte, por lo que había decidido, mientras tuvieran que estar en la
casa sin poder salir, guardarse las suyas. Puede que así ella también dejara
de atacarle.
—Creo que a estas horas no vamos a poder hablar con mucha más gente.
Casi todo el mundo está en sus habitaciones. Seguramente, nadie esté
durmiendo, pero tampoco creo que nadie de los presentes en el momento en
el que Ana se cayó por la ventana vaya a contarnos nada a estas horas. Lo
mejor será que hablemos con ellos por la mañana.
—Espero que no hayas decidido que vamos a dormir en el coche
patrulla... porque ahí fuera hace un frío del demonio.
—No. Seguro que algún encargado de todo esto puede encontrarnos un
par de habitaciones donde dar una cabezada sin que tengamos que morirnos
de frío.
La casa le seguía dando mal rollo a Alberto. No creía en fantasmas ni en
supersticiones, pero, si Steve decía la verdad y él no había tenido nada que
ver con lo que había sentido y visto en el sótano, en aquel sitio sucedían
eventos inexplicables. No tenía ninguna intención de volverse a encontrar
cara a cara con la morena del camisón rojo. Aun así, y pese a lo que le
incomodaba la vivienda, prefería dormir en una cama en una de aquellas
habitaciones que en el coche.
Se tuvo que aguantar una carcajada cuando uno de los encargados de
producción, al que encontraron somnoliento en la cocina, les dijo que la
única habitación que quedaba libre era la que había dejado Ana.
«Me alegro de no ser el único que va a estar incómodo esta noche»,
pensó al ver la cara que ponía su compañera.
—Dígame que al menos tiene dos camas... —musitó Arantxa.
—Me temo que no.
—Venga, jefa, que hemos compartido muchas horas de coche juntos.
Esto será más o menos lo mismo. Además, habíamos quedado en que
íbamos a descubrir qué había pasado aquí trabajando codo con codo, y
quien trabaja codo con codo puede dormir culo con culo.
—Tú vas a dormir en el suelo.
—¡Mis cojones! —respondió Alberto.
—Tengo un rango superior al tuyo. Es una orden.
—Venga, no me jodas. Eres cabo primero, no teniente.
—Y tú un simple guardia. Elije: el suelo o el coche.
—Zorra... —musitó olvidando la promesa que se había hecho de intentar
conservar la cordialidad con su compañera. Esta no se lo ponía fácil.
Tuvo que acabar aceptando un par de mantas y una sábana a modo de
almohada y se sentó en una butaca a intentar dormir, pero a medianoche,
con el cuello dolorido por la postura y con su compañera ya roncando en la
cama, incapaz de conciliar el sueño, decidió tumbarse y acurrucarse en la
alfombra. Por un momento, estuvo tentado de tumbarse en el hueco libre en
la cama, pero tuvo miedo de que su compañera lo tirara a coces si se
despertaba antes que él y lo veía allí tumbado.
Se puso en pie en cuanto entraron las primeras luces del día en la
habitación. Echó un vistazo por la ventana y observó que la nevada había
sido incluso peor de lo esperado. Iban a tardar días en poder volver al
pueblo y le empezó a dar vueltas a cómo iba a solucionar el problema del
descanso. No pensaba pasar otra noche en el suelo.
Sin despertar a su compañera, así se aseguraba unos minutos más de
tranquilidad sin tener que escucharla, decidió dar una vuelta por la casa y
echar un vistazo. En cuanto abrió la puerta de la habitación, se dio cuenta
de que no iba a poder hacerlo a hurtadillas.
«Madre mía, qué jaleo».
Decenas de personas ya iban y venían por los pasillos y entraban y
salían de las habitaciones.
—¿Qué ocurre? —preguntó a la primera con apariencia de saber qué
estaba pasando que se cruzó con él.
—El director quiere aprovechar que sigue nevando y la tormenta de la
noche anterior para grabar una escena de exteriores en el bosque. Nos ha
puesto en pie a todos de buena mañana.
—¿Me puedes decir dónde puedo encontrarle?
—Claro. Está fuera. Junto a la fuente —respondió el chico, que en
ningún momento había llegado a detenerse. Alberto estaba seguro de que, si
lo hubiera agarrado y levantado por la cabeza, habría seguido moviendo los
pies en el aire.
El guardia civil regresó a la habitación. Si tenía que salir a la calle con
semejante nevada, no iba a hacerlo solo con su ropa de uniforme. Se
aprovisionó de un par de mantas, que se puso por encima, y se dispuso a
salir de la casa.
—¿A dónde coño vas? —inquirió Arantxa desde la cama.
—El director de la película va a grabar una escena en el bosque
aprovechando la nevada. He pensado que será un buen momento para
conocer al resto de la gente del reparto y hablar con él.
—¿Y no sabes avisar?
—Pensé que preferirías seguir haciendo la marmota en la cama.
—Nunca se te ha dado muy bien pensar.
—Mira, deja de hincharme los cojones, ¿de acuerdo? Bastante me duele
la cabeza de no haber podido dormir bien mientras roncabas como un
tractor. Si quieres venir, ya sabes dónde estaremos. —Y sin dar opción a
réplica, salió de la habitación.
El manto blanco de la nieve caída por la noche solo se había visto
mancillado en los alrededores de la casa. En el resto del paisaje continuaba
virgen, impoluta, con los árboles cargados de ese nuevo manto, como si
ellos también hubieran sentido la necesidad de cubrir sus ramas desnudas
del frío del invierno.
Alberto echó un vistazo hacia el grupo de gente que se arremolinaba
alrededor de la fuente donde la noche anterior habían encontrado el cadáver
de Ana, antes de atreverse a hundir sus pies en la nieve.
—¿A qué estás esperando? —criticó Arantxa a su espalda y pasó por su
lado como una exhalación, sin inmutarse. Alberto la siguió.
—Sé que es complicado —decía Salvador cuando llegaron a su altura—,
pero estoy seguro de que Ana querría que el proyecto siguiera adelante.
Debemos hacerlo por ella, porque su último trabajo no quede en el olvido y
vea la luz.
—Pero ¿cómo vamos a sustituirla? Ella hacía el papel principal —
replicó una chica de pelo moreno rizado y ojos azules que por sus rasgos
juveniles apenas tendría veinte años.
—Ana ya tenía casi todas sus escenas grabadas, ya sabéis que estaba
deseando marcharse a Estados Unidos y que en su contrato se exigía ser la
primera en acabar el rodaje. Completaremos las que le faltan con Paula.
—¿Conmigo? —exclamó una chica, de apariencia tímida, a la que todos
se habían girado a mirar.
—Eras su doble en las escenas de riesgo. Es lo lógico, ¿no crees?
—Pero...
—Nada de peros. El resto de pequeños detalles los arreglaremos en
vestuario, maquillaje y lo que no se pueda disimular en postproducción.
Tenemos que seguir trabajando como un equipo. Por Ana.
—¡Por Ana! —gritaron todos a coro.
—Kilian, Jon, vamos a aprovechar la tormenta para grabar en el bosque.
La sangre siempre impresiona sobre la blancura de la nieve.
—¿La persecución? —inquirió Kilian.
—Esa misma. Id donde Steve y que os dé vuestras lentillas. En ellas os
aparecerán las últimas modificaciones en la escena. Los demás, recoged
también las vuestras para que no olvidéis dónde tenéis que estar en cada
momento. Becca —anunció Salvador dirigiéndose a la chica de pelo rizado
—, esta es la escena en la que tienes que lucirte, ¿de acuerdo?
—Lo intentaré.
—No lo intentes. Hazlo. No vamos a tener la oportunidad de repetir la
escena con estas condiciones de nieve. En cuanto la pisemos por primera
vez, ya no será lo mismo. ¿Entendido? —Becca asintió—. ¿Todos tenéis
claro lo que debéis hacer? ¡No sé a qué estáis esperando!
El equipo salió desperdigado en todas direcciones, como bolos arrasados
por la bola grande en una bolera. No quedó nadie alrededor de la fuente
salvo el director, la ayudante y los dos agentes de la Guardia Civil.
—¿Han descubierto algo? —interrogó Salvador a los agentes.
—Que hay algo que no termina de encajarnos. Nos gustaría seguir
hablando con los miembros del equipo.
—Tendrán que esperar a que grabemos las escenas de exteriores. No
quiero congelarme aquí fuera pasando más tiempo del necesario. Quédense
a mi espalda, por favor, no vayan a aparecer en algún encuadre de cámara
por error.
—Solo una pregunta antes de que se ponga a grabar —le interrumpió
Arantxa—. ¿Por qué les miente?
—¿Cómo dice?
—Ha hablado de equipo, de seguir grabando por Ana, como si todos
fueran una familia y tuvieran que seguir adelante, pese a las adversidades
del camino, pero... se nota, de lejos, que usted no soporta a ninguno de
ellos.
—¿Y qué importancia tiene eso?
—Que para usted no son un equipo ni una familia. No son nada. Ni
siquiera está a gusto trabajando con ellos. Si quiere seguir grabando, no es
por Ana, es por poderse largar de aquí cuanto antes.
—Muy bien, tiene razón, espero que mantenga esa perspicacia para
ensamblar esas piezas que no terminan de encajarle y puedan largarse de
aquí cuanto antes. De la misma manera que no me caen bien mis actores, su
presencia en el plató de rodaje tampoco me resulta agradable. Pero
comprenderá que no puedo ser tan franco con ellos como con usted. Puede
que a mí todos ellos me den igual, pero a ellos Ana les importaba. A unos
más que a otros, pero eran amigos. El papel de director a veces también
exige saber actuar.
—Y, además de a usted, ¿sabe de alguien a quien Ana no le cayera
especialmente bien?
—¿Y qué importa a quién le cayera bien o mal? Ana saltó por la ventana
de la segunda planta. Todos lo vimos.
—Si quiere librarse de nosotros, limítese a responder mis preguntas. Yo
decidiré si son o no relevantes. ¿A alguien más del equipo le caía mal Ana?
—No, que yo sepa —repuso el director.
—Tanto como caerle mal no, pero... —comentó la ayudante de dirección
—. Becca siempre tuvo celos de ella.
—¿Y usted es? —inquirió Arantxa.
—Mi nombre es Lidia. Soy la ayudante de dirección.
—¿Y cree que Becca podría tener tantos celos de Ana como para
intentar deshacerse de ella?
—¡Oh, no! No creo que llegara a tanto. A Becca le suelen corresponder
papeles secundarios en las películas en las que Ana es la actriz principal.
Creo que a ella le gustaría estar en su lugar, pero no creo que hasta el punto
de hacerle daño.
—Tendremos que hablar con ella, entonces. Es a la que más insultaba
Ana antes de saltar por la ventana.
—¿Creen que lo de Ana no fue un accidente?
—Hay un par de asuntos que nos gustaría aclarar... ¿Qué saben del
accidente que tuvo Ana en las escaleras?
—¡Oh, sí! ¡Qué susto! Pisó mal y se cayó, por un momento, temimos
que se hubiera roto algo y tener que retrasar la grabación, pero solo fue eso:
un accidente que se quedó en un susto —respondió Lidia.
—¿Y de los ruidos que decía oír?
—En esta casa todos oímos ruidos. Es vieja y la madera cruje como si
fuera a romperse a cada paso. No le dimos importancia.
—Muy bien, aunque puede que la tuviera... ¿Podemos hablar con Becca
ahora?
—Tendrán que esperar a que grabemos la escena. Ya estará en el bosque
con los chicos. Después podrán hablar con ella todo lo que quieran —
repuso Lidia.
Kilian y Jon caminaban por la nieve dando un rodeo antes de llegar al punto
del bosque que las lentillas de realidad aumentada les marcaban como lugar
de inicio de la escena. Lo hacían a paso rápido, porque el frío se les estaba
clavando en los huesos y querían salir de allí cuanto antes.
—Este director es subnormal —protestó Kilian, que además del frío
seguía teniendo el recuerdo de lo ocurrido con Ana la noche anterior metido
en el cuerpo.
—Hace su papel, ya sabes cómo funciona esto —replicó Jon.
—¿Su papel? No me puto jodas. Lo que pasa es que tú, como siempre,
no haces otra cosa que hacerle la pelota. ¿Cómo puede seguir como si no le
hubiera pasado nada a Ana?
—¿Y qué va a hacer? ¿Dejar la película a medias y que el último trabajo
de nuestra compañera no sirva de nada? Si terminamos la película, servirá
como homenaje.
—Pero si estaba harta de esta mierda y no soportaba a Salvador, siempre
más preocupado por desvestirla en las escenas que por su actuación.
—Salvador hace su trabajo. Nada más.
—No hace falta que le hagas la puto pelota hablando conmigo. No está
aquí para escucharte. El cabrón nos ha hecho dar un rodeo de casi dos
kilómetros por la nieve para que no dejemos huellas en la zona de grabación
y con ropa casi de verano. No tiene sentido, es una estupidez. Se pasa el día
cambiando el guion e improvisando y no nos enteramos de nada hasta que
no nos aparece en las puto lentillas.
—Métete en tu papel y deja los detalles al azar para que nos sorprendan.
La improvisación es la mejor manera de conocer el talento de un actor.
—Si es por talento, lo llevas jodido —replicó Kilian.
—Me la suda lo que pienses, ya lo sabes. Soy el protagonista y tú un
pringado de actor secundario para rellenar trama, así que te callas.
—¿Me vas a callar tú, bocazas? —replicó Kilian y se encaró con su
compañero.
—No tendría contigo ni para empezar. Si ni siquiera has dado la talla
como perrito faldero de Ana. Todo el día detrás de ella babeando y
moviendo la cola, y estoy seguro de que saltó por la ventana para no tener
que soportarte.
—¡Imbécil! No soy el perrito faldero de nadie, ¿te enteras, gilipollas? —
arremetió Kilian y agarró a Jon de la chaqueta.
—Venga, que a ti lo que más te jode es que querías tirártela y te has
quedado con las ganas —replicó Jon sin borrar la sonrisa altiva de su cara.
—¡Subnormal! ¡Que se ha muerto! No le llegabas ni a la altura de los
tobillos, para tener los huevos de hablar así de ella.
—Hablo de ella como me da la gana. No me caía bien y lo sabe todo el
mundo. Si tanto te importaba, haberla salvado, que se te escapó de las
manos —arremetió Jon, tras apartarlo de un empujón.
—¡Yo te mato! —exclamó Kilian y saltó sobre él como un tigre contra
su presa, pero Jon era ágil y se apartó con rapidez, lo que provocó que
Kilian cayera de bruces sobre la nieve.
—Anda, levanta, que las lentillas dicen que nos quedan dos minutos
para empezar a grabar. Ya arreglaremos nuestras diferencias luego en la
casa si no quieres salir con un ojo morado —rio Jon al pasar por su lado.
En la escena que tenían que grabar, Becca, que en la película se llamaba
Cris, había salido de la casa a escondidas y se había perdido en el bosque.
Tanto Jon como Kilian habían salido a buscarla preocupados por su
ausencia, pero los ruidos del bosque, esos que llevaban asustándolos desde
que llegaron a la vivienda, iban a salir a su encuentro.
Las lentillas de ambos les anunciaron que la escena se empezaría a
grabar en diez segundos. Kilian se quitó la nieve de los pantalones y se
colocó al lado de Jon.
—Cuando acabe la escena te reviento la cara —anunció.
—Más quisieras...
Ambos respiraron profundo en un intento de serenarse y de dejar de
tiritar de frío, al menos hasta que las cámaras empezaran a grabar, que
entonces quedaría natural en el rodaje y no como un gesto de debilidad.
«Tres, dos, uno... acción», anunciaron las lentillas.
—¿Cris? ¿Dónde estás? Tenemos que volver a casa. ¡Cris! —gritó Jon.
—Esta chica está loca. ¿A quién se le ocurre salir de la casa con este
tiempo? —protestó Kilian. ¿Y cómo ha podido nevar así si estamos en
julio? ¡Este lugar da miedo, joder!
—Tenemos que encontrarla antes de que caiga la noche. No podemos
dejarla sola en el bosque con esos extraños ruidos y este frío. Cris se podría
congelar aquí fuera.
—A mí esta chica me acojona con sus visiones. Desde que llegamos, es
como si no fuera ella. La casa nos está afectando a todos. Deberíamos
habernos largado al primer ruido extraño que escuchamos, o mejor aún: no
deberíamos haber venido.
—Ahora eso ya da igual. No podremos salir de aquí hasta que deje de
nevar. El camino está cerrado. Tenemos que encontrar a Cris y volver a
casa.
—La próxima vez que decidamos pasar unos días juntos, elijo yo. ¡Con
lo bien que estaría en la playa ahora! ¡Cris! ¿Dónde coño te has metido?
—Vamos a separarnos. Cubriremos más terreno —propuso Jon.
—¡Joder, tío! Mira lo que le ha pasado a Cris por separarse de nosotros.
¿En serio piensas que es una buena idea?
—No seas idiota, esto no es una película americana. Tenemos que
encontrar a Cris y llevarla de regreso a casa. No va a pasarnos nada.
—Lo que tú digas, pero que conste que no me hace ni puta gracia
separarnos. Quiero que conste en acta, si nos encontramos a alguien oculto
en el bosque con un cuchillo, que vaya a por ti...
—¡Cagón! —replicó Jon, desviándose hacia uno de los laterales del
bosque mientras que Kilian se quedaba estático en el claro en el que habían
grabado la primera parte de la escena.
Siguiendo las instrucciones de sus lentillas, Jon se dirigió hacia una de
las zonas más arboladas, en la que la nieve le llegaba prácticamente a las
rodillas, sin mirar atrás, seguro de que Kilian terminaría haciendo lo que sus
lentillas le indicaban y que los drones que les sobrevolaban en silencio
grabándolo todo se separarían para hacerlo por separado.
—¿Cris? ¿Dónde estás? Venga, no hagas más el tonto. Tenemos que
volver a la casa. Te prometo que no volveré a burlarme de tus visiones.
Tras decir la última frase que aparecía en las lentillas, se quedó en
silencio, intentando caminar con dificultad por una nieve que cada vez
parecía más profunda en la dirección marcada. Tenía verdaderas
dificultades para avanzar y empezaba a maldecir por lo bajo las ocurrencias
del director, cuando le pareció escuchar una risa traviesa a su espalda.
—¡Ey, colega! ¿Eres tú? —inquirió al pensar que la risa era de Kilian al
verle hundido en la nieve—. Échame una mano, anda —pidió,
improvisando el guion, con la nieve ya a la altura casi de las caderas.
Pero volvió a escuchar la risa, una risa que creyó reconocer, esta vez
frente a él, como única respuesta.
—No... no puede ser... es imposible...
Una sombra acababa de cruzar entre dos árboles corriendo, como si a
ella la nieve no le dificultara andar.
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude a salir de la nieve! —exclamó Jon
—. ¡Se os ha ido de la mano la escena! ¡No puedo moverme!
Al creer reconocer la silueta que había cruzado por delante de él, se le
había parado el corazón. El frío que ahora le congelaba ya no venía de la
nieve, sino que le surgía del interior.
—¿Me echas de menos, Jon? —La voz de Ana, susurrada pero clara, le
llamó por su nombre, no por el del personaje, justo a su espalda.
Giró la cabeza a cámara lenta, con miedo a descubrir con la vista lo que
el resto de sentidos ya le estaban alertando.
—No, no puede ser... Te vi en la fuente... —musitó sin atreverse a
girarse.
Cuando volvió la cabeza hasta el lugar en el que había escuchado la voz,
se encontró frente a Ana. Sonriente, con esa sonrisa pícara que solía ponerle
en las escenas en las que tenía que seducirle, pero con los ojos vidriosos y
blanquecinos, como la última vez que la vio, y con el camisón, antes blanco
como la nieve del bosque, manchado de sangre.
Ana parecía flotar sobre el manto níveo, porque sus pies descalzos no se
hundían, ni dejaba huellas con cada paso que daba hacia él.
No pudo evitarlo. Atrapado en la nieve, sin poder huir, con un grito
ahogado en la garganta, Jon se meó encima. Ana pareció descubrirlo,
porque se llevó la mano, ensangrentada, a la cara y se cubrió la risa. Una
risa siniestra y metálica que resonaba por encima de los fuertes latidos de su
corazón contra su pecho.
—¡Socorro! —consiguió gritar—. ¡Que alguien me ayude, joder!
Ana pasó de cubrirse la risa a taparse los labios con un solo dedo para
mandarle callar.
—Nos juramos amor eterno, ¿recuerdas? —susurró, y a Jon se le
pusieron los pelos de punta.
—¡Pero de qué coño hablas! Tú y yo ni siquiera nos llevábamos bien.
—Ven conmigo... Aquí seremos amigos... amantes... seremos uno.
—¡Y una mierda...! ¡Socorro! ¿Es que no me escucha nadie? —gritó Jon
y buscó sobre su cabeza el dron que debería de estar grabando la escena,
pero no vio nada, solo la nieve, el bosque que le rodeaba y la siniestra cara
de Ana cada vez más cerca.
—Sabes... —susurró de nuevo la actriz—. Aquí me siento sola y tengo
frío. Echo de menos tus besos, tus cálidos abrazos... Ella, la niña que murió
en la casa, la que asustó a la hija de la última familia que vivió aquí, quiere
que le traiga más gente con la que jugar. La pobre llevaba tantos años sola...
Ven con nosotras, Jon... Seremos como una familia feliz.
Ana, el fantasma de Ana o lo que aquello fuera sacó un cuchillo afilado
de su espalda y rio divertida.
—No puedes huir... —canturreó divertida al ver los esfuerzos de Jon por
intentar escapar.
Con el corazón tan acelerado que temía que se le fuera a parar por
colapso, con medio cuerpo atrapado en la nieve sin poder moverse, con Ana
y su cuchillo cada vez más cerca, Jon cerró los ojos, seguro de que iba a
morir y gritó. Gritó con todas sus fuerzas y a la desesperada.
—¡Socorro!
—¿Qué cojones haces ahí? —interrogó Kilian al llegar por el otro lado
del bosque unos pocos segundos más tarde.
Jon se giró al escucharlo e iba a decirle algo sobre Ana y el cuchillo para
alertarlo, pero ya había desaparecido.
—¡Tío, sácame de aquí! ¡He visto a Ana! ¡Te lo juro! ¡Quería matarme!
—¿A Ana? ¿A ti también se te va la olla?
—¡Joder! Te lo juro. ¡Estaba aquí!
—Joder, porque me estoy muriendo de frío aquí fuera y en mis lentillas
hace ya un rato que no aparece nada, como si hubieran dejado de grabar, y
quiero volver a la casa, si no, te dejaba ahí enterrado.
—Vamos, joder, échame una mano.
Kilian ayudó a Jon a salir de la nieve y a llegar a una zona en la que la
profundidad no fuera tan grande.
—Pringao, ¿te has meado encima? —interrogó Kilian al ver los
pantalones empapados de Jon, antes de estallar en una carcajada.
—¡No seas idiota! Me hundí en la nieve —protestó Jon sin querer
reconocer lo que le había ocurrido—. Tenemos que salir de aquí.
—Ya vendrán a buscarnos. No creo que la escena que hemos grabado les
sirva.
—¿Y dónde coño están? Llevo un rato pidiendo auxilio.
—Te escuché, por eso me acerqué. Quería verte sufrir, por bocazas. Esta
escena se grababa con drones, enseguida aparecerá alguien.
—Quiero volver a la casa. Ahora. Te juro que he visto a Ana y daba un
miedo de cojones.
—Ana está muerta. Los dos la vimos en la fuente.
—Por eso me da miedo haberla visto, porque sé que está muerta, y te
juro que estaba ahí, justo ahí, cuando llegaste. Me ha hablado de que tiene
frío y de una niña que está sola y quiere compañía, que murió en la casa
hace la hostia de tiempo.
—Y, como está puto muerta, ¿ha desaparecido como un fantasma? —rio
Kilian.
—Y yo qué sé, pero te juro que estaba ahí. Me habló, la oí reírse, ¡Me
llamó por mi nombre!
—Pero si Ana no te soportaba...
—Claro, estaba coladita por ti, no te jode...
—¿Tú tampoco me echas de menos, Kilian? —La voz de Ana a sus
espaldas les cortó la respiración.
Allí volvía a estar ella. Con su camisón blanco empapado en sangre, con
sus ojos blancos y vidriosos, con su sonrisa siniestra y sangrante.
—¡Me cago en la puta! ——exclamó Kilian al ver cómo el fantasma de
Ana sacaba un cuchillo de debajo de sus ropas y caminaba amenazante
hacia ellos.
—Ambos me deseabais... Juntos por toda la eternidad… ¿No es lo que
queríais? —susurró Ana al tiempo que jugueteaba con el cuchillo entre sus
manos.
—¡Vámonos de aquí! —gritó Jon.
—No. Ana está muerta. Sea lo que sea lo que estamos viendo no puede
hacernos nada.
—¿Cómo que no puede hacernos nada? ¿Tú no has oído hablar de las
posesiones? —inquirió Jon.
—No creo en los fantasmas, aunque, si Ana quiere poseerme, creo que
podríamos llegar a un acuerdo —se burló Kilian.
—Tú eres tonto.
—Seré tonto, pero no pienso salir corriendo como un cobarde. Eso fue lo
que hizo Ana y se cayó por la ventana. No puede hacernos daño, es una
visión, vamos a ver qué pasa...
Ana se acercó a él. Seguía flotando sobre la nieve y sus pies descalzos ni
parecían sentir el frío.
—¿Me echas de menos, Kilian? —interrogó.
—Claro —respondió y se mantuvo firme, pese a que no podía evitar que
la creciente cercanía de Ana le pusiera nervioso. Aunque la lógica le
aseguraba que no podía pasarle nada, su intuición le advertía de que saliera
corriendo—, éramos buenos amigos.
—Y si me echas de menos, ¿por qué no me salvaste? —La sonrisa de
Ana se tornó en una mirada inquisidora.
Jon se alejó un par de pasos en la nieve. Si Kilian quería quedarse a
charlar con una muerta, allá él. Como le decía el antílope al otro antílope en
el anuncio de la televisión al que había puesto voz: En caso de que el
fantasma de Ana les atacara, no necesitaba ser más rápido que él, solo ser
más rápido que Kilian. Y para eso nada mejor que empezar la carrera con
ventaja.
—¡Lo intenté! —protestó Kilian—. Intenté tranquilizarte y ponerte a
salvo, pero no dejabas de gritar. Te avisé después del accidente en las
escaleras. Te dije que tuvieras cuidado, pero no me hiciste caso —añadió.
Sabía que estaba hablando con una especie de proyección, que en realidad
no era Ana, pero se sentía mejor descargando su rabia por no haber podido
salvarla.
—¡Porque me atacaste con un cuchillo! —El grito de Ana resonó en el
bosque como graznidos de cuervo.
—¡Jamás te atacaría! —bramó Kilian.
—Más fácil que me lo pones —rio Ana, que alzó el cuchillo que llevaba
en la mano por encima de la cabeza.
«Es una ilusión, no puede hacerme daño», pensó Kilian, aunque no pudo
evitar cerrar los ojos, décimas de segundo antes de que el cuchillo se le
clavara en el hombro.
Pudo sentir cómo la hoja atravesaba su piel, la carne, e incluso le pareció
escuchar el chasquido del metal chocando con el hueso. Después, llegó el
dolor. Un intenso dolor que le hizo abrir los ojos.
Ana estaba junto a él. Incluso le pareció oler el perfume que usaba. Le
sonreía triunfante.
—Ahora nada ni nadie podrá separarnos. ¿No me quieres? Da igual.
Ahora podremos estar juntos para siempre... como una familia, muerta, pero
familia... —musitó Ana antes de besarle.
Kilian pudo sentir la suavidad de sus labios, el tacto de su lengua,
incluso el ligero sabor a hierro de la sangre que emanaba de su boca.
También percibió el intenso dolor en el hombro cuando Ana, sin dejar de
besarle, empezó a extraer el cuchillo.
—Eres mío... —susurró Ana al tiempo que volvía a empuñar el arma
con la intención de hundirla en el estómago de Kilian. En ese momento, su
rostro de suaves y dulces rasgos mutó en uno de cuencas vacías y huesos
marcados.
Kilian, que había dejado de pensar que aquello era una ilusión cuando
sintió el dolor en el hombro, esquivó la puñalada.
—¡Corre! —le gritó a Jon cuando se dio media vuelta, pero este no
había necesitado esperar a su orden y ya corría dirección a la casa.
Kilian le siguió, corriendo en línea recta entre los árboles. Era una
estupidez intentar desorientar a Ana, su hombro herido goteaba sangre
sobre la nieve y marcaba el camino como las luces de una pista de
aterrizaje. Corría tan rápido y sin mirar atrás que no tardó en dar alcance a
Jon, que, con la cara desencajada, no dejaba de mirar a su espalda para
asegurarse de que Ana no le daba alcance.
Era una carrera ilógica, absurda. Ana se materializó frente a él de pronto.
Sin la respiración agitada, sin despeinarse, sin necesidad de correr. Otra vez
preciosa, con su cara angelical.
Jon, al verla, intentó desviar su carrera, por instinto, y lo hizo tan de
imprevisto que ni siquiera vio la rama del árbol que tenía frente a él. La
rama actuó como un látigo marcándole la mejilla izquierda y haciéndole
caer de espaldas sobre la nieve.
La risa metálica de Ana resonó entre los árboles. Kilian llegó a su altura,
le ayudó a levantarse y juntos siguieron corriendo hacia la casa.
—¡Eh! ¡Idiotas! ¡Que estoy aquí! —gritó Becca subida al árbol que las
lentillas le habían marcado como su ubicación. Allí tenía que esperar a que
los dos chicos aparecieran buscándola y avisarles de que había visto algo en
el bosque. Entonces, la ayudarían a bajar y esa sombra siniestra que había
visto descendería de entre las ramas y simularía una posesión. Desde ese
momento, Becca se encontraría poseída y querría matar a sus amigos. Pero
sus compañeros corrían en otra dirección—. ¡Que estoy aquí! —volvió a
gritar al ver que ambos seguían alejándose hacia la casa.
Kilian y Jon siguieron corriendo hasta que salieron del bosque. Allí, en
los aledaños de la vivienda, se encontraron con el resto del equipo y con el
director, que los miraba con cara de pocos amigos.
—¿Se puede saber qué coño estáis haciendo?
—¿Dónde estabais? —interrogó Kilian—. ¡Casi nos mata, joder!
—¿Que casi os mata quién? —protestó Salvador.
—¡Ana! —exclamaron los dos al unísono.
—Joder, ¿pero es que en este rodaje a todo dios se le va la puta cabeza?
—¡Me ha apuñalado en el hombro! —indicó Kilian y le mostró la sangre
y la herida.
—¡No tienes nada en el hombro! —exclamó Salvador, llevándose las
manos a la cara—. ¡No vamos a acabar nunca!
—¿Cómo que no...? ¡Pero qué hostias pasa aquí! —gritó Kilian al
mirarse el hombro y ver que, efectivamente, no tenía nada. Ni sangre ni
herida alguna, ya ni siquiera sentía el dolor.
—¡Os juro que la hemos visto! —aseguró Jon.
—¿Y este desgraciado qué se ha hecho en la cara? —preguntó Salvador
—. Lo que nos faltaba. Ya ni como guapo nos sirve... ¡¿Quiere alguien ir a
buscar a Becca?! A ver si va a coger un resfriado también ella y vamos a
tener que grabar solo paisajes. ¡Os quiero a todos en la casa en cinco
minutos!
Arantxa y Alberto se acercaron a los chicos. Jon seguía respirando jadeante
y agachado con sus manos apoyadas en las rodillas y Kilian tenía la mirada
perdida, seguía desorientado, como si no llegara a entender qué acababa de
ocurrir.
—¿Cómo estáis? —inquirió Arantxa cuando llegó a su lado.
—Acojonados —respondió Kilian.
—¿Qué ha ocurrido en el bosque?
—Hemos visto a Ana. Los dos. Lo juro —respondió Jon entre jadeos
mientras recuperaba el aliento.
—¿A Ana? ¿A vuestra compañera muerta? ¿Me estáis diciendo que
habéis visto un fantasma en el bosque?
—No creo en fantasmas —repuso Kilian.
—El muy idiota se ha quedado hablando con ella hasta que le ha clavado
un cuchillo en el hombro —replicó Jon.
—¡Era una visión! ¡Se suponía que no podría hacerme daño! —replicó
Kilian encolerizado.
—Bien que gritabas de dolor...
—Te juro que la herida del hombro dolía horrores. Y pude sentir los
labios de Ana cuando me besó. Te lo juro.
—Otro que se deja engatusar por una «fantasma». Los hombres no
tenéis remedio —comentó Arantxa—. ¿Qué más visteis u os dijo Ana?
—Nos ha hablado de la niña que murió en esta casa hace muchos años y
de que se sentía sola. Se ha debido de referir a la de la película y nos ha
hablado de una familia que vivió aquí y que terminó huyendo.
—Esos debieron de ser los Medina —comentó Alberto—. Pero ¿cómo
iba a conocer esa historia Ana?
—La habrá oído en el pueblo —replicó Arantxa—. ¿Algo más?
—Que se sentía sola y que quería que nos quedáramos con ella toda la
eternidad —respondió Jon.
—¿Quería que os quedarais con ella? ¿Los dos? Tengo entendido que no
te llevabas especialmente bien con tu compañera —expuso la guardia civil.
—Tiene entendido bien, pero a lo que hayamos visto en el bosque no
parecía importarle. Me ha propuesto formar una familia con ella y la niña
muerta.
—Está bien. Id a la casa —pidió Arantxa—. Y que te miren esa herida
que te has hecho en la cara, no tiene muy buena pinta. Nosotros vamos a
hablar con vuestra compañera Becca, a ver si ella ha visto algo más.
Alberto y Arantxa se dirigieron al bosque tras los pasos de los ayudantes
que habían ido en su búsqueda. Querían interrogarla desde antes de grabar
la escena y, viendo el cabreo que tenía el director, estaban seguros de que
les iba a poner pegas una vez la actriz hubiera regresado a la casa. Si
querían hablar con ella, la mejor opción era en el camino de regreso.
—Lo que hayan visto estos chicos en el bosque los tiene asustados de
verdad. Tenían la cara desencajada. Creo que es lo mismo que le pasó a Ana
y que me ocurrió a mí en el sótano —comentó Alberto en dirección al
bosque—. Son las putas lentillas del americano. Seguro.
—¿En serio crees que Steve se está dedicando a asustar a los actores?
¿Con qué motivo? Él es el más interesado en que sus lentillas funcionen en
este proyecto y que una de las actrices acabe muerta y otro con un corte en
la cara no creo que le ayude mucho.
—Puede que no fuera su intención y que se le fuera de las manos, pero,
visto lo visto, está claro que eso no le ha hecho cambiar de idea. El único
que se me ocurre que haya podido hacerlo es Steve. Es el inventor de las
lentillas y parece evidente que es con ellas con las que se producen los
incidentes —repuso Alberto.
—Precisamente por eso creo que es el culpable menos probable.
—¿En serio? —protestó Alberto, al que el yanqui no le había caído
demasiado bien.
—Ponte en su piel. Si fueras el responsable de manipular las lentillas
para asustar a los actores, ¿las habrías manipulado para dar un susto al
agente de la Guardia Civil la primera vez que las prueba o te habrías
guardado el secreto de lo que eres capaz de hacer?
—Lo que creo es que es un chulo engreído que no puede contener la
tentación de fardar de invento y que no lo quieres ver porque el tipo te puso
ojitos en su caravana y te puso guapa con sus truquitos de ordenador.
—Y yo que pensaba que no podías ser más idiota, cada vez que abres la
boca, bates el récord... ¿Que me puso ojitos? ¿A mí?
—Solo alguien tan rancia como tú no se habría dado cuenta...
—Tonterías. Y a ver, según tú, ¿cuál sería el motivo de Steve para
boicotear la película en la que le están dejando probar su invento y que, si
funciona, podría introducir en toda la industria del cine?
—El motivo todavía no lo sé...
—Bueno, pues entonces, si no te importa, vamos a seguir interrogando a
los actores a ver si descubrimos algún posible motivo. De Becca dicen que
tenía celos de Ana y la chica la insultaba en la grabación del cámara antes
de caerse por la ventana. Empecemos por ahí.
Becca seguía subida al árbol, enganchada a los arneses de seguridad que
le iban a hacer salir por los aires cuando la sombra oscura la atrapara y
tiritaba de frío.
—¿Se puede saber dónde demonios se han ido esos dos idiotas? —
inquirió cuando los ayudantes de producción llegaron a su lado—. No me
hace ni puta gracia tener que volver a repetir esta escena por la
incompetencia de esos dos imberbes.
—Dicen que vieron a Ana en el bosque y que se asustaron.
—¿A Ana? Pero si todos vimos cómo la forense levantaba su cuerpo de
la fuente.
—Por eso se asustaron. Dicen que vieron su fantasma.
—Niñatos pusilánimes e impresionables. Les metes en una casa con
cuatro maderas que crujen y una historia tétrica y ya se cagan en los
pantalones.
—¿No te asustan los fantasmas? —interrogó Arantxa al llegar para
romper el hielo en cuanto la bajaron del árbol.
—No me puede asustar algo que no existe.
—¿Y qué crees que es lo que está asustando a tus compañeros? Porque
Jon y Kilian han salido corriendo del bosque y Ana se asustó tanto que se
cayó por una ventana...
—No tengo ni idea. Son unos adolescentes impresionables. Nada más.
—¿Tú no? —interrogó Alberto.
—Estoy más cerca de los treinta que de la adolescencia. Para
impresionarme a mí hace falta algo más que cuatro maderas sueltas.
—¿De los treinta? —inquirió Alberto, que al escuchar la edad echó una
ojeada de arriba a abajo a la actriz. La chica, aunque tenía un buen cuerpo,
no aparentaba más de veinte años.
—Estoy harta de que, por culpa de esta cara de niña, me sigan dando
papeles de adolescente en las películas, pero, si quiero pagar las facturas a
final de mes, hay veces que no me queda más remedio que aceptarlos,
aunque por mi edad esté más cerca de ser la madre de alguno de mis
compañeros que su amiga. Pero con mi cara aniñada, mi pelo rizado y este
par de tetas —repuso Becca y se las agarró con las manos— sigo dando el
perfil para estos papeles secundarios en los que importa más el físico que el
talento.
—¿Es por eso por lo que tenías celos de su compañera Ana? —Quiso
saber Arantxa.
—¿Celos? ¿De Ana? Tengo más carisma en cinco minutos de película
que ella en toda su carrera.
—Sin embargo, era a ella a quien le daban los papeles principales y la
que iba a cruzar el charco para lanzar su carrera en Estados Unidos —
insistió Arantxa con intención de echar sal en la herida a ver cuánto escocía.
—¡Pff! —Rio Becca—. El único papel que le hubieran ofrecido a Ana
en Estados Unidos hubiera sido el de maniquí en una tienda de ropa. Hablen
con el director. Su rostro era como una manzana en un frutero: bonito,
apetecible; con hambre, incluso deseable, pero inexpresivo, y cuando le das
un pequeño mordisco y dejas pasar un poco de tiempo, se oxida y se pone
negro. Quizás, un papel de muerta en series como CSI...
—Eso suena a envidia —replicó Arantxa.
—Se equivoca. Si no hubiera fallecido, yo seguiría trabajando cuando
ella llegara a mi edad. Sin embargo, a ella, con casi treinta años, ya no la
contrataría nadie. No necesitaba envidiarla, solo esperar a que el tiempo
pusiera a cada una en su lugar.
—Sin embargo, tengo entendido que esta era la segunda película en la
que trabajabais juntas y, en ambas, ella era la protagonista y tú la amiga
graciosa.
—Era guapa, no lo niego, y la fantasía sexual del país, pero si hasta mi
hermano pequeño tiene un póster suyo en la habitación. En fin, como le
digo, ese era su único talento. Hubiera llegado más lejos como instagramer
que como actriz, y en Estados Unidos, donde las niñas monas como ella
salen de debajo de las piedras, no habría grabado ni un anuncio para las
hemorroides, créanme, llevo más años en este mundo de los que tenía ella.
—Si tú no la envidiabas, ¿podrías decirnos de alguien que sí lo hiciera o
por qué ella te insultaba en la grabación?
—Imagino que los insultos eran porque quien me tenía envidia era ella a
mí o porque se le fue la cabeza, vaya usted a saber. Sin duda alguna, quien
más envidia tenía de Ana es Paula. No es fácil pasarse la vida siendo la
sombra de alguien y llevarte sus golpes y no recibir más que las migajas a
cambio. La muy prepotente no le daba ni las gracias.
—Paula...
—Sí, la doble para las escenas de riesgo de Ana. La que ha puesto cara
de no entender nada cuando le han dicho que va a sustituirla en el resto de
escenas que le quedaban por grabar. Otra adolescente mediocre que no sabe
ni disimular bien. Estaba claro que, tras la muerte de Ana, le iban a dar el
papel. No sé por qué se asombra.
—¿Y crees que tenía celos de Ana?
—Si cuando un personaje tiene que salir arrastrado por un pasillo, la
actriz jalada por los pelos eres tú, pero cuando ese mismo personaje tiene
que besar al chico guapo de la película y que a ti te gusta más que a un
youtuber un click en la campanita, esa actriz es otra, no te suele hacer
mucha gracia. Y menos si tienes que librar de los golpes y de las escenas
desagradables a alguien que ni siquiera te saluda cuando se cruza contigo
por los pasillos, que te ignora y que no valora tu trabajo. Entonces, te entran
ganas de estrangularla.
—O de tirarla por la ventana... —añadió Alberto.
—Nadie tiró a Ana por la ventana. Fue un accidente. Todos lo vimos.
—No estamos tan seguros de eso —replicó Arantxa.
—Si alguien quería dar un escarmiento a Ana, seguro que ese alguien es
Paula. Yo les aseguro que no tuve nada que ver. Para mí toda esta gente
tiene menos interés que una cuenta corriente en el banco.
En la casa les esperaban todos reunidos en la entrada. En cuanto
entraron por la puerta, alguien tendió a Becca una manta por encima de los
hombros y Lidia, la ayudante de dirección, les pidió que guardaran silencio.
Arantxa no quería perder mucho más tiempo para hablar con Paula, pero
estaba claro que, si no quería dormir en la calle, era mejor llevarse bien con
el director, al menos hasta que pudieran regresar. Ya habían tenido un
encontronazo y no deseaba enfadarlo más.
—No nos podemos permitir nuevos retrasos ni malgastar recursos en
escenas inservibles, ¿queda claro? No voy a consentirlo. La muerte de Ana
nos ha dejado tocados a todos. Sí, no voy a mentiros, todos sabemos que no
era santa de mi devoción y que no hacía más que criticarla, pero era nuestra
protagonista y solo quería sacar lo mejor de ella, como quiero hacer con
todos vosotros. Esta película no nos va a dar ningún premio, pero nos puede
hacer ganar dinero, que es por lo que estamos la mayoría aquí, así que
vamos a intentar acabar su rodaje cuanto antes. Sin fallos. ¿Entendido?
—Salvador, te juro que ambos vimos a Ana —replicó Jon.
—Ya está otra vez haciendo la pelota —musitó Kilian.
—Si volvéis a verla, decidle que aún le quedaban unas cuantas escenas
por grabar, incluida la final, y que, si nos hiciera el favor de aparecerse para
grabarla, nos vendría de lujo esta tarde. ¿De acuerdo? Mientras tanto,
ateneos al guion.
—¿Podrían grabar las siguientes escenas sin las lentillas? —interrogó
Arantxa en voz alta para que todos pudieran escucharla.
—Claro, y también podemos probar a grabarlas sin cámaras y sin
iluminación —ironizó Salvador—. Puestos a perder el tiempo...
—Creemos que alguien está asustando a sus actores proyectando una
realidad aumentada en sus lentillas. Si no las usan para grabar, creo que
ninguno tendrá problemas para no salirse del guion —replicó Arantxa.
—Mire, agente —le respondió Salvador tras ponerse en pie y agarrarla
del brazo para separarla del resto de la gente presente y no ser escuchados
—, si esta banda de inútiles fuese capaz de aprenderse sus entradas y sus
diálogos sin necesidad de las lentillas, estaría encantado de que no las
usaran. El problema está en que, sin ellas, no es que se fueran a salir del
guion, es que no iban a conseguir entrar nunca, ¿lo entiende? La mayoría de
ellos ni siquiera se lo ha leído. Esta generación de cristal que vive pegada a
la tecnología se ha acostumbrado al camino fácil, a que se lo den todo
hecho, a no esperar. Si sus páginas de guion ocupan más de dos folios, antes
de leerse la mitad ya están mirando su móvil. Han perdido la capacidad de
concentración. Por eso, las series más vistas son las sitcom, porque sus
capítulos duran veinte minutos y no necesitan concentrarse en la trama.
—Y, sin embargo, la gente joven hace maratones de series toda la noche
y se traga películas de superhéroes de cuatro horas en cuanto salen.
—No es incompatible. Como le he dicho, están acostumbrados al
consumo inmediato sin esfuerzo. No les pida que vean una serie que se
emite los miércoles a las diez de la noche, porque al segundo capítulo se
habrán olvidado de lo que tenían que hacer ese día. Déselo rápido, a ser
posible bien empaquetado y del tirón, y lo consumirán como una bolsa de
patatas fritas, hasta no dejar ni una. Aunque ya me gustaría a mí que
después de uno de esos maratones les preguntaran con qué se han quedado
de la serie, porque mientras la ven, no pueden evitar tuitearlo, streamearlo,
sacarse fotos para que todo el mundo sepa qué serie están viendo en
Instagram o hacer un vídeo, un reels o un tiktok al respecto. Si no usan las
lentillas, se quedarían en silencio en medio de la escena y sacarían sus
teléfonos móviles para mirar su red social favorita. No saben hacer otra
cosa. Incluso para hablar entre ellos, fuera del rodaje, lo hacen por mensaje.
Tendría que verlos, a veces, en el comedor.
—Aún no he tenido oportunidad, pero lo haré. Yo solo le digo que, si
pueden, dejen de usar las lentillas. Creemos que alguien las está
manipulando.
—Lo hablaré con ellos, pero no puedo permitirme más retrasos en la
grabación. Hoy tengo que grabar dos de las escenas en las que debería salir
Ana y todavía no sé cómo voy a hacerlo.
—Vaya, pues nos gustaría hablar con Paula en cuanto fuera posible.
—Tendrán que esperar al descanso para comer. Primero, tenemos que
grabar la escena en la biblioteca. Después, podrán hablar con ella, antes de
grabar la segunda escena en su habitación. Y en esa vamos a necesitar
mucho trabajo de postproducción...
Arantxa se mostró conforme. En la calle no dejaba de nevar y estaba
claro que no iban a poder regresar al pueblo esa noche, así que lo mejor era
seguir manteniendo contento al director y no meterse demasiado por medio.
Así podrían seguir merodeando por el rodaje sin que nadie les pusiera
muchas pegas, les darían de comer en el comedor y les seguirían dejando la
habitación donde dormir. La sola idea de pensar en Alberto durmiendo otra
noche en el suelo, a sus pies, como si fuera una mascota, le alegró la
mañana.
La escena en la biblioteca no tenía especial relevancia. En ella, todos los
miembros del grupo: Jon, Kilian, Becca, Paula en su papel de Ana, otra
chica y otro chico a los que Arantxa y Alberto aún no habían tenido el
placer de conocer se reunían en la biblioteca para rebuscar entre los libros
algo sobre la historia de la casa y los ruidos que todos habían creído
escuchar. Era el momento de poner al público de la película en situación,
como cuando alguien cuenta una historia de terror alrededor de una hoguera
en un campamento de verano.
Arantxa se fijó en cómo la cámara se esforzaba en que todos los planos
de Paula fueran por la espalda y se dio cuenta también de que Becca tenía
más líneas de guion de las habituales en su papel, como si las
correspondientes a Ana hubieran pasado a ella. Paula, al parecer, solo se
parecía a Ana en el físico y por la espalda, porque ni siquiera le dejaron
decir palabra en toda la escena.
—¡Corten! —gritó Salvador—. Nos tomamos un descanso para comer
—. Paula, esta tarde te necesito a tope, ¿de acuerdo? La escena con Jon es
indispensable.
—De acuerdo —musitó la joven y agachó la cabeza—. Estaré
preparada...
Alberto entró en el comedor como un toro en el ruedo. No había probado
bocado desde los snacks que se había comido en el coche la noche anterior
y tenía más hambre que vergüenza. Solo el hecho de dejarle entrar en el
comedor se lo había tomado como una invitación y ya tenía una bandeja en
la mano dispuesto a servirse una buena cantidad de lo que fueran a servir.
Arantxa también se puso en la cola, pese a que no tenía mucha hambre.
Darle vueltas a la cabeza siempre terminaba por quitarle el apetito y no
dejaba de pensar en quién, de todas aquellas personas, podría estar
interesada en boicotear la película en la que trabajaban y qué podría salir
ganando con ello. Por ahora, Paula era su mejor opción, dado que había
pasado de ser la doble de Ana a ocupar su papel, pero había algo que seguía
sin encajarle: si la idea era librarse de Ana, ya lo había conseguido a la
primera, ¿por qué asustar a la Guardia Civil en el sótano o a los chicos
protagonistas en el bosque? No tenía sentido. Tenía que haber algo más que
un simple deseo de ocupar su lugar.
Mientras esperaba en la fila, echó un vistazo al comedor. Si se analizaba
con meticulosidad, aquellos lugares servían como un experimento social.
Da igual si el comedor es uno de empresa, de un colegio o de un plató de
rodaje, siempre se acaban haciendo grupos y, analizarlos, puede dar mucha
información de la gente.
Por ejemplo, que Salvador y Lidia estuvieran solos sentados en una
mesa hablaba bien a las claras de su poca relación con el resto del equipo.
Eran director y ayudante de dirección, pero nada más, al menos con el resto
de la gente, porque, por cómo se miraban, parecía que entre ellos sí que
podía haber algo más que una relación laboral.
Otra de las mesas la ocupaba, al completo, el equipo de sonido, de
iluminación y los cámaras, lo que daba a entender que ellos sí que
trabajaban en grupo. En esa misma mesa estaba sentado Steve, quien, al ver
a Arantxa, se estiró en la mesa para hacerse notar y le sonrió.
«No, si al final el idiota de Alberto va a tener razón y el americano
coquetea conmigo y se pavonea como un pavo real, mostrándome sus
plumas».
En la mesa de al lado estaba el elenco de actores, incluida Becca que,
aunque les había comentado que no encajaba mucho con sus compañeros de
reparto, parecía querer hacerlo, ya que les reía las gracias durante la
comida. Era curioso, porque en el poco tiempo que llevaba allí y tras hablar
solo con un par de ellos, a Arantxa le parecía que entre el reparto no se
llevaban muy bien y, sin embargo, allí estaban todos juntos. Eso también
era algo que un psicólogo podría analizar, puesto que, a veces, la gente no
se junta por afinidad, sino por conveniencia o estatus social. Si eres actor, te
toca relacionarte con actores, aunque solo sea por imagen personal.
La única que no estaba sentada con ellos era Paula. A ella la localizó en
otra mesa, sola.
«Acabas de ganar un centenar de puntos en la clasificación de
sospechosos», pensó Arantxa. Una de las cosas que había aprendido
estudiando conductas criminales era que los asesinos suelen tener tendencia
a ser solitarios.
Con la comida servida, le pidió a Alberto, que caminaba un par de pasos
delante de ella con dificultades para mantener en equilibrio todo lo que
había puesto sobre la bandeja, que se dirigiera hacia la mesa donde comía,
en soledad, Paula.
—¿Nos podemos sentar? —inquirió cuando llegaron. Paula apenas
levantó la cabeza para asentir—. Es que es nuestra primera vez en el
comedor y no me gusta comer sola con mi compañero. No hace más que
tragar...
—A mí sí... —replicó Paula con un tono de voz tan bajo que apenas se
oyó.
—Ah, disculpa, si te molestamos, nos vamos —repuso Arantxa, aunque
en realidad no tenía ninguna intención de marcharse sin interrogarla antes.
—No, ya da igual... Ya casi estoy terminando.
En efecto, la bandeja de Paula estaba casi vacía, solo le quedaba por
comer el postre. Si quería sacarle algo, iba a tener que darse prisa.
—¿No te llevas bien con tus compañeros? —interrogó y miró a la mesa
donde estaban el resto de los actores.
—No son mis compañeros. Ellos son del reparto, yo solo una doble.
—Pero ahora sustituyes a Ana, ya se te puede considerar una actriz.
—No. Solo una sustituta. Hasta me han quitado las líneas de diálogo,
porque el director dice que no le gusta cómo suena mi voz —replicó Paula,
que seguía sin levantar la mirada de su bandeja.
—Es que casi ni suena —remarcó Alberto.
—No seas maleducado. No se habla con la boca llena —le recriminó
Arantxa—. Ya me había dado cuenta de lo de las líneas de diálogo, pero
tengo entendido que esta tarde tienes una escena importante con Jon. ¿No es
así?
—Sí, y estoy bastante nerviosa, la verdad...
—¿Y eso?
—Porque es la escena donde ellos se reconcilian, casi al final de la
película, y se tienen que besar.
—¿Te pone nerviosa besar a Jon?
—Un poco, estoy acostumbrada a llevarme los golpes, no los besos con
el protagonista.
—La verdad es que Jon es guapo... —dejó caer Arantxa.
—Sí... —reconoció Paula, a la que se le enrojeció hasta la raíz del pelo.
—¿Y cómo te sentaba que se tuviera que besar con Ana?
—Que se besaran era parte de la película...
—Ya, pero ¿no te ponía un poco celosa? No sé, cuando a vuestro
personaje la arrastraban por el pasillo eras tú la que acababa por los suelos,
cuando se tenía que caer por las escaleras, eras tú la que se llevaba el golpe,
y resulta que, cuando al personaje le tocaba besar al chico guapo, ahí sí que
se ponía Ana. ¿Eso no te enfadaba?
—El otro día fue ella la que se cayó por las escaleras... —musitó Paula
—. Si lo que quiere saber es si Ana me caía bien, la respuesta es no —
replicó y por primera vez levantó la mirada de su bandeja y elevó el tono de
voz más allá del susurro—, pero entre ella y Jon no había nada. Ni siquiera
se caían bien, así que no me ponía celosa que se besaran...
—¿Por qué no te caía bien Ana?
—Porque era una engreída. Me llevaba los golpes por ella, corría peligro
por ella y ni una sola vez se dignó a mirarme a los ojos ni mucho menos a
decirme un gracias. Se preocupaba más por cómo le quedaba el pelo en la
escena que en si yo me había hecho daño o no tras la caída. ¡Me he pasado
una semana poniéndome hielo en un tobillo por un golpe y ni siquiera me
preguntó cómo estaba!
Entonces, Arantxa vio rabia en la mirada de Paula, así que decidió
agarrarse a ese hilo y tirar de él.
—¡Qué egoísta! Eso tuvo que enfadarte.
—Más que enfadarme me decepcionó. Siempre había visto a Ana como
un ejemplo, como una actriz a la que me hubiera gustado parecerme. Y no
me refiero solo físicamente, que eso no es verdad... me refiero a llegar a ser
una actriz famosa.
—¿Por qué dices que no es verdad? Sois casi dos gotas de agua.
—Más bien como dos copos de nieve, ya sabe que no hay dos iguales,
aunque todos sean agua congelada. Con unas cuantas horas de peluquería y
maquillaje, cualquier chica de dieciocho años acabaría pareciéndose a otra.
Ni siquiera soy castaña clara, mi color natural de pelo es negro y suelo
llevarlo más largo y liso. Para que me dieran el papel de doble de Ana tuve
que teñirme, cortármelo y que me lo peinaran como a ella. A eso le añades
tres o cuatro horas de maquillaje al día y la misma ropa y ya consigo
parecerme lo suficiente a Ana como para salir de espaldas en una escena... y
dentro de poco no va a hacer falta ni eso.
—¿A qué te refieres?
—A que, con la realidad aumentada y los efectos creados por ordenador,
van a poder poner el rostro de quien quieran en el cuerpo de quien les dé la
gana. Que me imagino que es lo que terminarán haciendo en la escena de
esta tarde...
—Con esto de la tecnología ando un poco perdida. Ya es la segunda vez,
desde que llegué, que me hablan de la realidad aumentada y todavía no me
ha quedado claro —comentó Arantxa con la intención de darle un tema del
que hablar a Paula. Con la demostración de las lentillas de Steve había
tenido más que suficiente para entenderla.
—¿No has usado nunca Faceapp? —interrogó incrédula Paula, como si
estuviera mirando a una alienígena o a una película en blanco y negro.
—Ni siquiera sé qué diablos es eso.
—Una aplicación que te permite poner tu cara en el cuerpo de otra
persona, ver cómo te quedaría un peinado u otro o un tipo de maquillaje.
¿No has visto el anuncio de Lola Flores este año?
—¡Ah, sí! Algo he leído al respecto —respondió Arantxa, que solo
había leído sobre la polémica que había levantado dicho anuncio, apenas
veía la televisión.
—Eso mismo harán con mi cara en la escena con Jon. Y, para sustituir
mi voz, usarán palabras de otros diálogos ya grabados de Ana durante la
película y las pegarán. Lo único que voy a hacer es ocupar su espacio en la
escena.
—Y dejar que Jon te bese.
—Y dejar que Jon me bese... —Paula volvió a sonrojarse.
—Tiene que ser duro que no reconozcan tu trabajo.
—Lo es, pero estoy acostumbrada. Es la tercera vez que hago de doble
de Ana en mi carrera, aunque me temo que, tras su muerte, será la última...
—Aun así, seguro que te hubiera apetecido ver cómo Ana tenía que
enfrentarse a una escena dura, de esas que te tocaban grabar a ti.
—Ana jamás se hubiera dejado arrastrar por los tablones de madera de la
casa. La muy cabrona permitió que grabaran con ella la escena en el bosque
solo si le ponían un rail por el que arrastrarla, escondido entre la maleza, y
porque decía que a mí ese vestido me quedaba horrible.
—¿Por eso manipulaste las lentillas? ¿Para que sintiera el terror y el
miedo que solo tú sentías?
—¿Cómo?
—Siempre eras quien grababa las escenas complicadas mientras ella se
limitaba a figurar en el resto y decidiste ponerla a prueba modificando lo
que vio en sus lentillas y asustándola... ¿no es así?
—¿Y por qué iba a hacer eso? —La cara de Paula reflejaba incredulidad
y asombro.
—No digo que quisieras que le pasara algo tan grave como lo que acabó
ocurriendo, pero sí que pretendías darle un susto para que, por una vez,
fuera ella la que se pusiera en tu lugar, para que supiera a lo que te
enfrentabas y reconociera tu trabajo. Claro que tú no esperabas que se
asustara tanto y terminara cayéndose por la ventana, eso no, pero darle un
pequeño susto... ¿verdad?
—¡Ni siquiera sé cómo se podría hacer eso! —exclamó Paula—. En la
mayoría de mis escenas ni me dan unas lentillas de esas. Como no tengo
diálogo y lo único que tengo que hacer es colocarme en un lugar y dejar que
me arrastren o caerme, no lo consideran necesario.
—Pero a tu edad, todos sabéis de tecnología...
—Que sepa usar las lentillas no significa que tenga idea de cómo
manipularlas. ¡Eso es una locura! Es como pensar que, porque sepa usar un
ordenador, voy a ser capaz de lanzar un cohete a la luna. ¡Es ridículo! —
protestó de forma enérgica Paula—. He terminado de comer, tengo que
preparar la escena con Jon y se me hace tarde, ¿puedo irme?
—Sí, puedes irte —respondió Alberto—. ¿Qué? No pensarías que te iba
a confesar su implicación en la muerte de Ana mientras se comía un flan,
¿no? —añadió al ver cómo Arantxa le miraba con asombro una vez que
Paula ya se había marchado.
—Aquí soy yo la superior y la que decide cuándo un interrogado puede
o no marcharse —replicó su compañera—. Ya sé que no iba a confesarme
nada. Ni siquiera creo que sea la culpable, dudo que tenga sangre suficiente
para armarse de valor y hacer algo así, pero, si les tiramos un buen cebo,
alguno acabará picando.
—Protesta lo que quieras, sabes que tengo razón. Sacaremos
información más útil observando sus comportamientos que insinuándoles
que pueden ser culpables.
—Con Steve no tuviste reparos en hacerlo.
—Ese hombre me cae mal desde el momento en el que lo vi, y mi
instinto no suele fallarme. Oculta algo, seguro.

Paula pidió sus lentillas a producción tras salir del comedor y, después de
pasar por vestuario para usar parte de la ropa que iba a ponerse en la escena,
se fue a la habitación en la que se iba a rodar. Aprovecharía que en las
lentillas estaban marcadas las localizaciones y el diálogo para memorizarlos
y así poder lucir más natural mientras grababan unas horas más tarde. Se
sentía entusiasmada por poder probar, por fin, la tecnología de las lentillas,
pero quería estar segura de utilizarla bien. Sabía que sus diálogos acabarían
siendo sustituidos por la voz de Ana, al igual que pasaría con su rostro,
pero, al menos, quería conocerlos bien para que Jon lo tuviera más fácil a la
hora de grabar su parte. Si ella no se equivocaba, él tendría mejor pie para
sus entradas y seguro que sí sabría agradecérselo. Además, a quien vería
Jon cuando la besara sería a ella.
Sabía que era una tontería, que solo era un beso de película, que Jon no
sentía nada por ella, pero, aun así, le hacía ilusión y le ponía nerviosa. Era
de las primeras veces que iban a grabar juntos, la primera vez que iban a
compartir diálogo y escena, y nunca se sabe cuándo va a surgir la chispa
entre dos actores. No en vano, se enamoró de él el primer día de rodaje,
cuando ni siquiera sabía que iba a ser el protagonista de la película, al
coincidir en vestuario.
Casi se muere de vergüenza cuando no tuvo reparo en desnudarse
delante de ella para cambiarse de ropa y más cuando se quedó embobada
mirando su torso desnudo y se dio cuenta.
—Me gusta ir al gimnasio —le dijo.
—Perdón... —fue lo único capaz de contestar.
—Tranquila, no pasa nada. Suele ocurrirme. —Sonrió el chico—. Mi
nombre es Jon y voy a ser el protagonista de la película, ¿y tú?
—Yo me llamo Paula... soy la doble de riesgo de Ana Olivera.
—¡Ah! Pareces más simpática que ella.
—Gracias —había respondido sonrojándose como una colegiala.
—Nos vemos en plató —se despidió Jon antes de guiñarle un ojo y salir
del vestuario.
Desde entonces, solo habían hablado, y no más de dos frases, un par de
veces, pero Paula se seguía quedando embobada mirando cada escena que
Jon grababa. Si les tocaba compartir rodaje, aunque solo fuera un momento,
como cuando una fuerza invisible arrancaba a Ana de los brazos de Jon y la
arrastraba por el pasillo en donde Paula tuvo que sustituirla, justo después
de que ambos se besaran y agarrarle de las manos, se ponía nerviosa y
empezaba a sudar.
Ahora estaba histérica, no solo iba a compartir un par de fotogramas con
él, iban a grabar una escena entera y temía que los nervios le hicieran
tartamudear o quedarse en blanco. Si era necesario, la repetiría cien veces
antes de tener que grabarla, aunque solo fuera para que Jon no pensara mal
de ella.
Se colocó en el lugar marcado en las lentillas y pronunció las palabras
«iniciar ensayo», eso le permitía reproducir lo programado tantas veces
como quisiera. Si quería dar por concluida la escena, solo tenía que
pronunciar «terminar ensayo» y volver al inicio.
Estaba repitiendo la escena por tercera vez cuando alguien llamó a la
puerta.
—¡Ensayando! —gritó con la esperanza de que quien estuviera al otro
lado la dejara tranquila. Necesitaba repetir la escena unas cuantas veces
más, porque las tres primeras lo había hecho de pena.
—Podemos ensayar juntos si quieres —respondieron al otro lado de la
puerta.
Paula sintió cómo todo el vello del cuerpo se le erizaba. Quien llamaba,
quien quería ensayar con ella era Jon.
—Pa… pasa —respondió y se enfadó consigo misma por tartamudear.
Jon entró en la habitación con la misma sonrisa del primer día. Por
fortuna para ella, esta vez estaba completamente vestido, porque de otro
modo habría empezado a sudar.
—Me han dicho en producción que estabas aquí y he pensado que sería
buena idea que ensayemos la escena juntos.
—¿Ensayar? ¿Juntos? —repitió Paula como una cotorra. En cuanto
consiguió que su boca dejara de hablar, se clavó las uñas en las palmas de
las manos para ver si espabilaba. Cada segundo se sentía más ridícula.
—Sí, si algo he aprendido de mis rodajes, es que el primer beso entre
dos actores es mucho mejor no dárselo frente a las cámaras. Resulta muy
incómodo no saber cómo va a comportarse la otra persona y puede provocar
situaciones embarazosas, como que los dos giremos la cabeza hacia el
mismo lado o que terminen chocándose nuestras narices o, peor aún,
nuestros dientes. Por eso, siempre que voy a besar por primera vez a una
actriz, me gusta haberlo ensayado antes.
Paula sintió que todo su cuerpo se tensaba y le empezaban a sudar las
manos. Se estaba haciendo a la idea de tener que besar a Jon una vez, pero
no se le había pasado por la cabeza que él quisiera ensayarlo antes, a solas,
sin cámaras grabando.
—Me... me parece bien —volvió a balbucear, no se podía quitar de la
cabeza preguntas como cuántas veces estaría dispuesto Jon a besarla o si
podría soportar sentir sus labios más de una vez sin que le acabaran
temblando las piernas.
—¿Por dónde ibas?
—Mejor empezamos desde el principio, ¿te parece?
—Muy bien, me tumbo y entras en la habitación —replicó Jon y se dejó
caer sobre la vieja cama.
Paula se colocó junto a la puerta y respiró profundo antes de decir su
primera frase.
—¿Estás dormido? —interrogó sin ni siquiera atreverse a mirar hacia la
cama.
—¿Qué haces en mi habitación? Me dejaste muy claro que ya no
estábamos juntos —dijo Jon para darle la réplica.
—Lo sé. Fue una chiquillada. Es esta casa que me está volviendo loca.
Las voces, los ruidos, ya no sé lo que es fruto de mi imaginación o lo que es
verdad. Estoy hecha un lío.
—Sé que están siendo unos días complicados para todos, pero pensé
que, si de algo no llegarías a dudar nunca, es de lo que siento por ti —
repuso Jon y se puso de pie junto a la cama.
Paula, titubeante, mucho más de lo que exigía el guion, se acercó un par
de pasos hacia él.
—Por eso me he colado en tu habitación, porque quería decirte que te
echo de menos...
Las últimas palabras casi se le quedaron en la garganta. Sabía que
después Jon la agarraría de la cintura, la acercaría a él, le apartaría el pelo
de la cara con suavidad y la besaría. Paula temblaba como una bicicleta
descendiendo por una carretera empedrada.
—Yo a ti también. Odio estar enfadado contigo.
Jon se acercó a ella como decía el guion. Paula entreabrió los labios. Jon
la besó. Sus narices no chocaron, sus dientes no se rozaron, Paula sintió una
descarga de electricidad que brotó de su lengua, cuando la punta de la de
Jon la rozó, y le cruzó la columna vertebral. Se alegraba de poder quedarse
anclada en aquel beso sin nadie a su alrededor que gritara «corten»
estropeando tan bonito momento. Al menos, hasta que sintió las manos de
Jon aferradas a su culo.
—¿Qué haces? —cuestionó tras apartarse—. Eso no está en la escena.
—Perdona —se disculpó Jon—, me he dejado llevar. Besas muchísimo
mejor que Ana.
—¿Cómo?
—Que no parece que estés actuando. En tus besos hay sentimiento, hay
verdad. Es como si desearas besarme y no como hacía Ana, que era fría
como el hielo. Me gusta como besas, entre nosotros dos parece que hay
química.
—A mí también me ha gustado cómo besas... —Se sonrojó Paula al
sentirse adulada.
—¿Repetimos?
—Vale, pero cuidado con dónde pones las manos —recriminó ella.
Volvieron a repetir la escena hasta el momento del beso y esta vez Jon
mantuvo sus manos aferradas a la cintura de Paula, lo que hizo que el beso
se prolongara en el tiempo. Sin nada que la sacara del embrujo de los labios
de Jon calentando los suyos, Paula era incapaz de poner punto final a la
escena. Nadie les pedía que pararan y ella no quería parar. Y Jon tampoco
parecía tener intención de detenerse. Lo que era un beso de unos segundos
se alargó en el tiempo hasta que Paula sintió que el calor de sus labios hizo
arder todo su cuerpo.
Solo cuando el aire parecía escasear en sus pulmones, sus bocas se
separaron. Paula se quedó con los ojos cerrados y la boca entreabierta para
recuperar el aliento, pero sin querer despertar, sin querer romper la magia
del momento. Jon decidió seguir besándola en el cuello.
—¿Qué haces? —interrogó—. Esto no está en la escena... —añadió,
pero en esta ocasión no fue una recriminación, no se apartó. Las caricias de
los labios de Jon le estaban gustando y la transportaban a un lugar de
sensaciones placenteras muy adictivo.
—Dime que no te apetece y paro —le susurró Jon al oído antes de
continuar mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
—No deberíamos... —Fue la única protesta que Paula pudo pronunciar
entre suspiros placenteros.
—Pero no quieres que pare...
—No, no quiero... —respondió en medio de un suspiro.
Un suave mordisco de Jon le sacó un gemido e hizo que casi perdiera la
cordura con la que normalmente se comportaba.
—Van a venir a grabar la escena y nos van a descubrir —advirtió como
última barrera de la razón a sus deseos.
—Tenemos más de una hora hasta que vengan.
—¿Estás seguro? —interrogó Paula tras agarrar a Jon por las mejillas y
ponerlo frente a ella, pero no se refería al tiempo del que disponían, sino a
lo que estaba a punto de ocurrir entre los dos.
—Completamente —respondió Jon entendiendo a lo que se refería.
Paula volvió a arremeter contra la boca de Jon y, esta vez, no le importó
que sus manos bajaran de su cintura. Deseosa, le empujó sobre la cama que
a duras penas resistió la brusca caída de ambos cuerpos sobre ella. Ellos
eran jóvenes y apasionados y la cama vieja.
Decidida, con la timidez huyendo por las grietas abiertas en sus miedos
por las caricias de Jon, se colocó a horcajadas sobre su pecho y continuó
besándolo hasta que él decidió recuperar el control y se puso sobre ella.
Aprovechando que Paula iba vestida con la ropa de noche que exigía la
escena, Jon no tuvo problema para deslizar las manos por sus muslos,
agarrar su ropa interior y quitársela. Paula colaboró arqueando su espalda.
Estaba nerviosa, no se podía creer que aquello fuera a pasar de verdad. Con
el chico que le hacía suspirar, tumbada en la cama y él con sus bragas en la
mano mientras se desabrochaba los pantalones. Cuando Jon se desnudó de
cintura para abajo, se mordió el labio inferior.
«¡Dios! Va a ocurrir», pensó y sintió cómo las piernas se le separaban
ansiosas.
Los ojos se le cerraron al mismo ritmo que se le abrió la boca cuando
sintió la llegada de Jon entre sus piernas. La vergüenza, la timidez la
abandonaron del todo al tiempo que el joven ocupaba dentro de ella ese
espacio y la hacía jadear. Más excitada y lujuriosa de lo que se había
sentido en la vida, no pudo contenerse las ganas de volver a ver el pecho
desnudo de Jon como lo hizo aquella vez en el vestuario y, esta vez, no
perder la oportunidad de besarlo, lamerlo, morderlo si era necesario.
Llevada por las ganas, le rompió los botones de la camisa.
Su gesto de excitación cambió a uno de asombro.
—¡No eres Jon! ¡Jon no tiene tatuajes! —gritó.
—¿Cómo coño sabes eso? Bueno, tú tampoco eres Ana, pero es lo que
hay... —replicó quien fuera el que estaba sobre ella sin dejar de mover
rítmicamente las caderas, aferrándola de los hombros para que no pudiera
levantarse.
—¡No! ¡Para! ¡Quítate de encima, cerdo!
—Venga, no grites, que te estaba gustando —insistió sin detenerse.
—¡Que te quites, cabrón! —protestó Paula y le golpeó el pecho con
todas sus fuerzas.
—¡Que te calles! Que nos van a oír... —Y, para evitar que sus gritos
fueran escuchados, agarró la almohada de la cama y le tapó la cara.
Paula siguió protestando, pero el chico era mucho más corpulento que
ella y, aunque intentó apartarlo y consiguió arañarle el pecho, seguía
moviéndose sobre ella cada vez a mayor ritmo, como si su resistencia
encima le estuviera excitando más. Y cuanto más lo intentaba, cuanto más
luchaba por zafarse de él, más fuerte le apretaba la cara con la almohada y
más sentía que le faltaba el aire.
El corazón se le aceleró en el pecho. Se estaba ahogando. No podía
respirar y él no se quitaba de encima. Intentó gritar que se ahogaba, pero
sus palabras, cada vez más débiles, murieron debilitadas contra la tela de la
almohada que no le permitía respirar.
Lo último que percibió, antes de que todo se fundiera a negro, fue cómo
las lentillas dejaban de proyectarle el rostro de Jon en aquel cuerpo y pudo
ver la verdadera cara de su violador y asesino durante el segundo que
transcurrió entre su último aliento y morir.
A Esteban le pasaba lo mismo que cuando te sientes mal y tienes que ir al
médico: sabes que tienes que hacerlo, que es por tu bien, que tampoco
supone mucho esfuerzo, pero lo retrasas todo lo que puedes, porque te
apetece menos que que se te caiga un piano de cola encima de un pie o te
atropelle un autobús.
Sabía que tenía que ir a preparar la habitación donde se iba a desarrollar
la escena, para algo era su trabajo, tenía que coordinar a los cámaras, a los
de sonido y a los de iluminación para que todo quedara grabado a la
perfección y, a ser posible, a la primera, pero después de comer no tenía
ninguna gana. Subía las escaleras hacia la primera planta como si fueran el
ascenso al cadalso.
«Venga, va, a ponerse las pilas, que cuanto antes acabes con esto antes
podrás descansar», se decía a cada escalón que lograba subir, pero no
conseguía animarse. Pues, por mucho que lo intentara, lo que le apetecía era
descansar en ese momento, echarse una buena siesta y procrastinar todo lo
que estuviera en los escritos. Estaba tan cansado que abrió la puerta de la
habitación elegida en medio de un bostezo.
«¡Joder, qué cabrona! Eso quiero hacer yo», pensó al ver a una joven, a
la que en un principio no reconoció, en medio de la oscuridad del cuarto,
tumbada en la cama mirando hacia arriba, con la boca abierta, seguro que a
punto de que se le cayera la baba o de echarse a roncar.
—¡Venga, niña, arriba! Que tenemos que grabar y no tenemos todo el
día para hacer el vago —protestó airado, más llevado por la envidia que por
otro motivo—. ¿No me has oído? ¡Arriba! —insistió y zarandeó a la joven
de un hombro mientras buscaba dónde se encendía la luz.
La cabeza de la chica se ladeó, inerte, hacia su lado, y sus ojos vacíos de
vida parecieron mirarlo, con lo que le dio un susto de los gordos.
—¡Me cago en la puta! —exclamó.
Después del susto inicial, llegaron el asombro, el miedo, las dudas de no
saber qué hacer, cómo reaccionar. Al final, se puso a gritar.
—¡Socorro! ¡Que venga alguien! ¡Socorro! ¡Paula está muerta! —
exclamó, caído de culo en el suelo, tras reconocer el rostro que no dejaba de
observarlo desde la cama.
La tranquila habitación se convirtió de pronto en un hervidero de gente
que llegó corriendo de todas partes, como si hubieran estado escondidos
tras cada esquina, esperando el momento oportuno para entrar en escena.
—¡Guardia Civil! —gritó Arantxa cuando llegó a la puerta de la
habitación y el gentío le impedía el paso—. ¡Por favor, apártense!
El grito autoritario causó efecto y la gente, que intentaba observar lo
ocurrido desde la puerta como si fueran unos vampiros sin invitación para
entrar en la estancia, se hizo a un lado para que tanto Arantxa como Alberto
pudieran entrar a investigar lo ocurrido.
Dentro de la habitación estaban Salvador, su inseparable Lidia y un
hombre que todavía no les habían presentado y que, por su estado de
nerviosismo, bien podría ser el asesino o quien había descubierto el cuerpo.
O ambos.
Sobre la cama, la joven Paula, vestida y peinada como Ana, les produjo
a ambos un déjà vu en el que volvían a encontrarse con el cuerpo inerte de
la protagonista junto a la fuente.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Arantxa.
—No lo sabemos. Esteban se ha encontrado a la pobre Paula así cuando
ha venido a preparar la habitación para el rodaje.
—¿Ha tocado el cadáver? —interrogó Arantxa al hombre que aún
permanecía sentado en el suelo.
—No, claro que no... ¡Oh, Dios! Sí, la zarandeé del hombro porque creí
que estaba dormida. Estaba mirando al techo con la boca abierta cuando
entré en la habitación.
—¿Nada más?
—No. Nada más. Cuando se le giró la cabeza y le vi los ojos me dio un
susto de muerte. Al entrar, creí que dormía... —fueron las últimas palabras
del hombre antes de enterrar la cabeza entre las piernas y empezar a
sollozar. Parecía claro que aquello le había afectado bastante.
Arantxa se acercó a examinar el cuerpo. Le habría gustado poder llamar
a Candela para que hiciera su trabajo, pero, tal y como estaban las carreteras
y como seguía nevando, era imposible que la forense pudiera acercarse a la
casa esa tarde. Por no funcionar, no funcionaban ni los teléfonos, que se
habían quedado sin cobertura. La única forma de comunicar el segundo
fallecimiento era por radio.
—Alberto, vete al coche y llama por radio al cuartel, que te pongan en
contacto con Candela. Ella nos dirá a qué debemos prestar más atención al
examinar el cuerpo. No podemos hacer mucho más por ahora.
—De acuerdo. Me pongo a ello.
Mientras Alberto se dirigía al coche para comunicar la segunda muerte
en extrañas circunstancias en la casa, Arantxa se quedó en la habitación
interrogando al pobre hombre que temblaba como si ver el cuerpo de la
chica le hubiera congelado las entrañas.
—Cuénteme todo lo que ocurrió al llegar a la habitación, cualquier
detalle puede ser importante.
—Vine a cerciorarme de que todo se organizaba como el director
deseaba para grabar la escena —respondió Esteban entre sollozos—. Abrí la
puerta y me pareció ver a Paula echándose una siesta. Le dije que se le
había acabado el tiempo y que tenía que levantarse, pero no me respondió...
Pobre, cómo iba a responderme si estaba muerta... El caso es que insistí y,
como le he dicho, la zarandeé del hombro para despertarla. En ese
momento, su cabeza se ha caído hacia mi lado y he visto sus ojos, se me ha
helado la sangre y me he puesto a gritar pidiendo ayuda.
—¿No había nadie más en la habitación? ¿Recuerda haberse cruzado
con alguien cuando subía?
—No. A nadie. Y la habitación estaba prácticamente a oscuras cuando
entré, por eso, en un principio, no distinguí quién era la chica que estaba en
la cama y creí que dormía.
—Hablé con Paula en el comedor hace algo más de una hora, su
intención era ensayar la escena que tenía que grabar esta tarde con Jon.
¿Sabéis si utilizó sus lentillas para los ensayos? —interrogó Arantxa, esta
vez mirando a Lidia.
—No lo sé. Habría que preguntárselo a Steve o al equipo de producción.
Son los que se encargan de esos temas.
—Sí, Paula pidió sus lentillas programadas para el ensayo. —Se escuchó
la voz de Steve desde la puerta.
—¿Y dónde están? —interrogó Arantxa al observar que los ojos de
Paula, aunque sin vida, no presentaban el color blanquecino que tanto le
sorprendió cuando vio por primera vez los de Ana en la fuente.
—Se las habría quitado... —musitó Steve.
—O se las quitó quien la haya matado para que no podamos revisar las
imágenes como hicimos con las de Ana.
—¿Cree que a Paula la han asesinado? —exclamó Salvador.
—No puedo estar segura hasta que no examine el cuerpo, pero cada vez
tengo más claro que aquí está pasando algo y que las lentillas de realidad
aumentada que utilizan tienen algo que ver. Y no soy forense, pero diría que
a Paula la han estrangulado.
—No lo entiendo. ¿Quién iba a querer matar a Paula? Su nombre casi ni
aparecía en los créditos, apenas se relacionaba con nadie del equipo, ¿por
qué iban a querer hacerle daño? —preguntó Lidia.
—No lo sé, pero le aseguro que acabaré por descubrirlo. Usted parecía
conocerla, ¿no es así? Se le ve muy afectado —interrogó Arantxa mirando a
Esteban, que seguía sollozando en el suelo.
—Claro. Era parte del equipo. No era muy habladora y la mayoría del
tiempo lo pasaba sola, pero era de las pocas que te saludaba por los pasillos
si te veía. Era una buena chica. No entiendo quién ha podido hacerle esto...
Pobre niña.
La voz de Alberto por los pasillos alertó a los que estaban en la puerta,
que se apartaron para dejarle entrar.
—Que sí, Aguilar, como te lo cuento... —venía diciendo por un walkie
—, te paso con la jefa —Arantxa se le quedó mirando. Los walkies no
tenían alcance suficiente como para comunicarse con el cuartel—. Candela
quería hablar directamente contigo y no quise hacerte bajar al coche. He
dejado la radio abierta y he puesto el otro walkie en el coche junto a ella.
Soy brillante. —Sonrió Alberto al ver la cara de incredulidad de su
compañera.
—¿Agente Aguilar? —inquirió Arantxa en cuanto Alberto le tendió el
aparato—. ¿Dónde está Candela?
—La tengo aquí a mi lado, cabo primero Arenas, le paso con ella.
—Candela, ¿qué sabemos de la muerte de Ana Olivera? —preguntó
Arantxa casi sin dar tiempo a la forense a ponerse al otro lado de la radio.
—Lo que ya supusimos al ver el cuerpo en la casa. La muerte se produjo
por la ruptura del cuello tras caerse por la ventana. No hay en el cuerpo
ninguna señal de forcejeo o defensa de la víctima. En la caída se rompió
también dos costillas y varios huesos de la pierna derecha, pero, sin duda, la
muerte se produjo por la lesión del cuello. ¿Qué tenemos esta vez? ¿Otro
accidente?
—Me temo que no. La chica que sustituía a la anterior víctima en las
escenas peligrosas ha aparecido muerta en una cama.
—¿Motivo?
—Diría que asfixia —respondió Arantxa—, pero aquí la forense eres tú.
—¿Presenta ciamosis o petequias conjuntivales?
—Ambas, de ahí mi apreciación.
—En cuanto sea posible, acudiré a por el cuerpo para certificarlo en el
laboratorio.
—Me temo que eso no va a ser posible, al menos, en las próximas horas
—replicó Arantxa.
—Te recomiendo que analices si la víctima se defendió. Mira a ver si
presenta restos en las uñas. Y en una chica joven y por el lugar en el que ha
aparecido...
—¿Crees que ha podido ser violada?
—O un juego sexual que se les ha ido de las manos.
—No me cuadra con el perfil de la víctima —replicó Arantxa—. Era
bastante tímida y retraída.
—De todos modos, deberías comprobarlo.
—Puede que tengas razón... —musitó Arantxa al levantar el vestido de
Paula y comprobar que la joven no llevaba puesta la ropa interior—.
Revisaré también sus uñas.
—Deberías comprobar la temperatura corporal para dictaminar la hora
de la muerte.
—Eso no será necesario. Estuve con la víctima apenas una hora antes de
que encontraran su cadáver. La hora de la muerte la tenemos clara.
—Saca todas las fotos que te sea posible con tu móvil e intenta coger
muestras de la zona vaginal de la víctima. Si ha mantenido relaciones
sexuales, consentidas o no, antes de la muerte, deberías poder coger
muestras que se perderían si no lo haces antes de que yo pueda acudir.
—Haré lo posible. Muchas gracias, Candela.
Arantxa se dispuso a llevar a cabo los consejos de la forense, pero había
algo a lo que no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Por mucho que
pudiera recoger muestras o pruebas del cadáver de Paula, de nada le
servirían hasta que pudieran analizarlas y, por cómo evolucionaba el
temporal, eso podría llevarle días. Días en los que se podrían producir más
muertes. Algo le decía que todo aquello no se iba a terminar tan pronto.

Cianosis: Coloración azul o lívida de la piel que se presenta a causa de una


oxigenación deficiente de la sangre.
Terminadas de recoger las muestras, sacadas las fotos y guardada en bolsas
toda la ropa de cama y la poca que llevaba encima la víctima, procedieron a
trasladar el cadáver a un lugar en el que se conservase mejor ante la
imposibilidad de que la forense pudiera pasar a examinarlo.
—No sé si me va a apetecer tanto venir a comer mañana —comentó
Alberto tras dejar el cuerpo de Paula en la cámara frigorífica del comedor.
—No podíamos dejarlo donde estaba...
—Lo sé, pero aun así. No voy a ver la comida que sirvan mañana de la
misma manera —replicó Alberto—. No me explico quién ha podido hacerle
algo así a una chica como Paula. No lo entiendo.
—Yo tampoco, es como si alguien odiara tanto a Ana que no se hubiera
quedado conforme con su muerte y también ha tenido que asesinar a quien
se parecía a ella, aunque casi todo el parecido fuera fruto del vestuario y el
maquillaje.
—Odio u obsesión. Lo que parece evidente es que todo lo que ocurre en
esta casa tiene que ver con las lentillas de realidad aumentada. El asesino se
dio cuenta de su error al dejarlas en el cadáver de Ana y se ha llevado las de
Paula para que no podamos ver las imágenes. Cuando descubrimos la
imagen del cuchillo en las primeras, tuvo que enterarse de que las
proyecciones dejan rastro, por mucho que se empeñe en eliminarlas, y no ha
querido correr de nuevo el riesgo en esta ocasión. Algo debieron de
proyectarle a Paula antes de asesinarla. Cada vez tengo más claro que el
culpable de todo esto es Steve.
—¿De veras piensas que Steve podría tener interés en mantener
relaciones sexuales con Paula?
—La gente que está mal de la cabeza, los violadores, los asesinos no
necesitan una razón lógica para llevar a cabo sus crímenes. Puede que
estuviera obsesionado de algún modo con Ana y que su muerte le haya
llevado a dar un paso más allá con quien la sustituía, con quien iba vestida y
peinada como ella.
—Podría ser —replicó Arantxa—, pero hay algo que sigue sin
encajarme. Si estaba obsesionado con Ana, ¿por qué asustarte a ti la
primera vez que probaste las lentillas? ¿Por qué asustar a Jon y Kilian en el
bosque? No encaja con alguien obsesionado con esa chica. Aquí hay algo
más que no vemos por ahora.
—Como te he dicho, los criminales no siempre actúan con lógica. No
todos los asesinos y violadores son mentes brillantes que se enfrentan a la
policía con su intelecto al estilo de John Doe en Seven. La mayoría, al
contrario, es gente vulgar y corriente a la que siempre acabamos atrapando
por algún absurdo error. Puede que mostrarme qué era capaz de hacer con
su invento fuera su error.
—Por el momento, no tenemos pruebas. Tendremos que esperar a que
Candela pueda analizar las muestras encontradas, a ver si nos aportan algo
de luz. Mientras tanto, debemos seguir investigando. Voy a interrogar al
resto del reparto a ver si alguien me puede contar algo más de Paula y Ana
y de su relación con ellos. Por tu parte, podrías intentar averiguar dónde han
ido a parar las lentillas que Paula pidió para los ensayos o su ropa interior.
—¿Quieres que rebusque en todas las habitaciones y caravanas del
personal de la película buscando unas bragas y unas lentillas? —protestó
Alberto.
—¿Tienes algo mejor que hacer? ¿Alguna idea mejor?
Alberto sentía la necesidad de protestar, de rebatir la orden de Arantxa,
de dejarle claro que era tan útil en la investigación como ella e igual de
capaz de interrogar al resto de adolescentes del reparto y no un perro policía
al que le dan un pañuelo con el olor de la víctima para que rastree su rastro,
pero la verdad era que no tenía una idea mejor y tenía bastante claro por
dónde empezar a buscar las lentillas. Estaba seguro de que podría
encontrarlas en el sótano donde trabajaba Steve y, si las hallaba, podría dar
en los morros a Arantxa con ellas. Nada en el mundo le haría una mayor
ilusión, ni siquiera mil likes en una de sus fotografías.
—Muy bien. Buscaré las lentillas mientras interrogas a los chavales y,
esta noche, en la habitación, nos pondremos al día de nuestros avances. Si
es que te da tiempo a contarme algo, antes de empezar a roncar.
—Depende de si tus «avances» me aburren o no —respondió Arantxa
con una sonrisa que a Alberto le asustaba más que resultarle simpática,
antes de salir de la enorme caravana que hacía las funciones de cocina y
comedor, camino hacia la casa.
Alberto hizo lo mismo. No tenía intención de quedarse mucho tiempo a
la intemperie y no le hacía ninguna gracia que los zapatos se le hundieran a
cada paso en la nieve, le habían costado medio salario. Regresó a la
vivienda con la intención de bajar directamente al sótano.
—Buenas tardes, agente. —La voz de Becca, oculta tras una de las
columnas que recargaban la entrada de la casa, le hizo dar un respingo.
—Buenas tardes —respondió—. ¿Qué haces aquí que no estás con el
resto de tus compañeros?
—Quería hablar con usted...
—¿Conmigo? ¿Por qué?
—Estoy muy asustada. Tengo miedo de poder ser la próxima víctima —
respondió Becca y se acercó a Alberto.
La chica le miraba con verdadero temor reflejado en sus enormes ojos
azules.
—¿Por qué crees que puedes estar en peligro?
—Las dos víctimas han sido chicas, compañeras de reparto. Por lo que
se rumorea por los pasillos, a Paula han podido violarla, lo que reduce la
lista de posibles culpables a los hombres que se encuentran en la casa. Yo
soy otra de las chicas del reparto... ¿Y si el asesino viene ahora a por mí?
Estoy asustada, agente...
—Alberto, puedes llamarme Alberto.
—Estoy asustada, Alberto. Por eso quería hablar contigo, para saber si
habéis descubierto algo del culpable y no sentirme tan atemorizada. Voy por
la casa dándome sustos cada vez que me cruzo con alguien en una esquina.
Si sigo así, me va a dar un ataque al corazón —se lamentó Becca y se llevó
la mano al pecho.
—Mi compañera y yo haremos todo lo posible para que ninguna persona
más salga herida. Te lo aseguro —replicó Alberto, que se sintió turbado al
desviar su mirada al abultado, y bien marcado, pecho de Becca, siguiendo
su mano y no poder evitar quedarse más tiempo del adecuado observándolo
—. Ahora iba a inspeccionar la casa a ver si podemos encontrar las lentillas
que tenía Paula y que han desaparecido.
—¿Puedo acompañarte?
—No sé si es conveniente... —respondió Alberto todavía turbado.
—No quiero quedarme a solas con ninguno de los que participan en la
película. Contigo me sentiría más segura. Además, si encontramos las
lentillas, estaremos más cerca de descubrir quién es el culpable y estaré
muy agradecida...
A Alberto las palabras de Becca le sonaron a insinuación, pero no quiso
darle demasiada importancia, tenía que centrarse en el trabajo si no quería
regresar a la habitación por la noche sin nada que contar a Arantxa y
aguantar su más que segura bronca. Además, si se dejaba acompañar por
Becca, podría interrogarla, cosa que pretendía hacer Arantxa y que no iba a
poder.
—Cuatro ojos siempre ven más que dos... —respondió. En realidad,
tampoco le hacía ninguna gracia tener que volver al sótano solo. Aún tenía
el desagradable recuerdo de la chica fantasma aferrada a sus pelotas y,
aunque esta vez no tenía ninguna intención de volver a ponerse las lentillas,
el lugar seguía poniéndole los pelos de punta—. Si quieres ayudarme,
seguro que conoces mejor que yo todos los rincones de la casa.
—Será un placer acompañarte —dijo Becca poniéndose a su lado—.
¿Por dónde empezamos?
—Por el sótano. Quiero revisar el lugar de trabajo de Steve. No me da
buena espina.
—¿Steve? Pero si es encantador. Siempre está sonriente.
—¿Conoces a alguien, que no esté mal de la cabeza, que siempre sonría?
¿Verdad que no? Pues eso. Os parece encantador, porque es guapo...
—Entonces, tú también me parecerás encantador —comentó, sin
sonrojarse, Becca.
Alberto volvió a ignorar el comentario, aunque no pudo evitar sentirse
halagado. Aunque Becca seguía teniendo rasgos juveniles, había otros
detalles, como su seguridad, que delataban que no era una cría y que sabía
lo que quería. Si les había dicho la verdad con respecto a su edad, incluso
era algo mayor que él.
Sin responderle, Alberto forcejeó con la puerta del lugar de trabajo de
Steve, pero no se abrió. El técnico parecía querer guardar sus secretos bajo
llave.
—Tendremos que pedirle que nos abra la puerta —dedujo Becca.
—No es necesario. De la misma manera que en las películas tenéis
trucos de cámara o efectos especiales, la Guardia Civil también tiene sus
trucos —replicó Alberto y sacó un estuche del bolsillo de la chaqueta. Tras
unos segundos de forcejeo con la cerradura, acabó por ceder—. Adelante...
—invitó a Becca a entrar con una sonrisa triunfante.
—No sé yo si saber que se pueden abrir tan fácil estas puertas me va a
ayudar a dormir tranquila en mi habitación. Voy a tener que cruzar algún
mueble si quiero pegar ojo esta noche —repuso ella, tras animarse a cruzar
el umbral.
Alberto no perdió el tiempo y se puso a rebuscar entre papeles y cajones.
No tardó en encontrar varias lentillas, todas ellas etiquetadas con los
nombres de los actores que iban a llevarlas, pero no vio ninguna con el
nombre de Paula.
—Esto es como buscar una aguja entre un millón de agujas. Todas las
lentillas son iguales, ¿cómo voy a saber cuáles son las que llevaba puestas
Paula en el momento de su muerte? Lo más probable es que ya las haya
reconfigurado y asignado a otro actor —protestó.
—Ninguna de esas son las de Paula —explicó Becca.
—¿Cómo lo sabes?
—Todas esas lentillas están limpias y secas.
—¿Y?
—Que Paula murió hace menos de un par de horas. Si estaba usando sus
lentillas, el asesino tendría que haberlas limpiado, porque una vez usadas se
nota y, si lo ha hecho, no le habrá dado tiempo a que se sequen. No son
sencillas de limpiar y el proceso lleva su tiempo. Esas lentillas del cajón
llevan sin utilizarse, por lo menos, desde el rodaje de esta mañana.
—Anda, eso no lo sabía.
—¿Ves cómo que te acompañara era una buena idea? —Sonrió Becca.
Entre los dos pusieron la habitación patas arriba buscando alguna
prueba, algún rastro, algo que ratificara lo que Alberto ya tenía claro, pero
que necesitaba probar para que su compañera no le pusiera pegas.
—Si no están aquí, tienen que estar en su caravana —maldijo cuando no
encontraron nada en el registro.
—¿Nos vamos a colar también en su caravana? —inquirió Becca. Vio la
figura de Steve junto a la puerta, dio un respingo y corrió a protegerse tras
las espaldas de Alberto por instinto.
—¿Qué hacéis aquí? —interrogó Steve al ver toda la estancia revuelta
con su particular acento.
—¿Dónde las has guardado? —preguntó Alberto sin andarse con rodeos.
—¿Dónde he guardado el qué? ¿¡Se puede saber por qué revolvéis mis
pertenencias!? Como hayáis estropeado el equipo, presentaré demanda.
¡Habéis forzado la puerta para entrar!
—Deja de hacerte la víctima y dinos dónde tienes las lentillas que
llevaba puestas Paula cuando la asesinaste.
—¡Yo no he matado a nadie! Y menos a la pobre Paula. ¡Eso es ridículo!
—Ridícula es tu forma de intentar ocultarlo. ¡Eres el inventor de las
lentillas! ¡El único que sabe manejarlas! ¡Tienes que ser el culpable! —gritó
Alberto a punto de perder la paciencia—. Dime dónde las has guardado y
acabemos de una vez con todo esto.
—No sé qué me ofende más: que me crea capaz de hacerle algo tan
horrible a una chica como Paula o que me considere tan idiota como para,
en caso de hacerlo, esconder pruebas en mi propio despacho.
—Mira tú por dónde, por una vez vas a tener razón. Algo tan íntimo
como la ropa interior de tu víctima seguro que se merece un lugar de honor
en tu caravana. ¿Qué te parece si le hacemos una visita?
—No tendría por qué, pero para demostrar lo ridículas que son tus
acusaciones no tengo ningún problema en invitaros a tomar un café en mi
caravana. Pero, por favor, no revolver más mi lugar de trabajo —replicó
Steve y les invitó a salir.
Becca salió la primera y, cuando su mirada se cruzó con la de Steve,
había en ella un aire de disculpa. En cambio, cuando Alberto salió de la
habitación, miró a Steve con desprecio.
Estaba rabioso. Tenía la seguridad de que encontraría lo que buscaba
entre las pertenencias del americano, pero se le veía tan seguro de sí mismo
que estaba pensando en qué otro lugar podría haberlas escondido. La idea
de que no fuera el culpable ni siquiera se le pasó por la cabeza.
Pese a ser todavía media tarde, el frío en la calle era intenso y el cielo se
mostraba oscuro, como si ya estuviera anocheciendo un par de horas antes
de lo que tocaba. Seguía nevando, aunque con menor intensidad, pero
amenazaba con que, por la noche, el temporal iba a retomar fuerza.
«¡Puta nieve de los cojones!», pensó Alberto cuando, al pisar en la calle,
el pie se le hundió hasta la altura del gemelo. «En cuanto salgamos de aquí,
voy a tener que tirar los zapatos a la basura».
Estaba cabreado con el mundo y la llegada de Steve había sido como
echar gasolina al fuego, su sola presencia le hervía la sangre, pero es que
encima, desde su entrada en la habitación, Becca había dejado de prestarle
toda su atención y ahora caminaba por delante de él, al lado del extranjero,
como si su presencia le hiciera sentir más segura que la de un guardia civil
uniformado y armado. No eran celos lo que sentía, pero sí se sentía
menospreciado y, para eso, ya tenía suficiente con los comentarios hirientes
de su compañera.
—¿Cómo quiere el café, agente? —preguntó Steve cuando los tres
entraron en la caravana.
En un principio, Alberto ni contestó. Se limitó a escrutar con la mirada
cada rincón del lugar en busca de una pista, de algo fuera de lugar con lo
que pudiera apretar las tuercas al técnico, aunque no fuera lo que estaba
buscando. ¿Alguna droga quizás? Pero se dio cuenta de que no iba a
encontrar nada si Steve se había mostrado tan dispuesto a dejarle entrar allí.
—Solo estará bien —respondió finalmente.
—Para ti un café bombón, ¿verdad, Becca?
—Veo que todavía te acuerdas —replicó ella con una sonrisa.
—La asociación de ideas es muy fácil en tu caso —respondió Steve.
Alberto se sintió como si estuviera masticando un algodón en la feria.
«Pero ¿es que este tipo coquetea con todas las mujeres que se encuentra
o directamente tiene hiperglucemia?».
Por suerte, el café que le sirvió Steve estaba bastante cargado y amargo y
eso contrarrestó la labia del técnico, que amenazaba con empalagarlo.
—Como puede ver, aquí tampoco hay nada —habló Steve tras servir el
café a Becca y dejarse caer sobre el sofá plegable que por las noches hacía
la función de cama—. ¿Va a dejar de atosigarme y buscar al verdadero
culpable?
—¿Algún consejo de por dónde empezar? —preguntó Alberto con
sorna. Estaba claro que, si quería atrapar a Steve, iba a tener que ser
paciente y ser como los pescadores cuando quieren atrapar una buena pieza:
primero, tendría que darle cuerda para que se tragara el anzuelo.
—¿Sabe? Le he dado vueltas. Creo que Paula solo ha sido víctima
colateral...
—Explícate.
—La única actriz que tenía doble para las escenas de riesgo era Ana. Los
demás, como Becca, graban ellos todas sus escenas. Ya ha visto lo que ha
ocurrido esta mañana en el bosque, por ejemplo. Paula apenas se
relacionaba con nadie. Era tímida, introvertida, no era considerada como
parte del reparto y tampoco tenía otros dobles con los que hablar. Comía
sola todos los días.
—¿Y qué me quiere decir con eso?
—¿Por qué querer hacerle daño? No la conocíamos.
—No lo sé. ¿Alguna idea? —inquirió Alberto dispuesto a escuchar
mientras daba otro sorbo largo al café caliente. Necesitaba entrar en calor.
—El único motivo que se me ocurre es porque se parecía a Ana.

John Doe: es el personaje de ficción, encarnado por Kevin Spacey, que


protagoniza la película Seven y que asesina a personas que cree que han
cometido uno de los siete pecados capitales: gula, soberbia, avaricia,
pereza, lujuria, ira y envidia. Un asesino muy inteligente que trae de cabeza
a los detectives David Mills (Brad Pitt) y William Somerset (Morgan
Freeman).
Arantxa se frotaba la frente. Empezaba a dolerle fuertemente la cabeza. No
podía quitarse la idea de que algo más estaba a punto de ocurrir y le sacaba
de quicio no tener ni idea de cómo evitarlo. No podía analizar las pruebas,
lo que retrasaría la investigación, y no soportaba tener que quedarse sin
hacer nada.
Había mandado a su compañero a buscar indicios por la casa para
quedarse un rato sola en la habitación en la que les habían dejado pasar la
noche. En la misma que antes dormía Ana. Estaba segura de que quien
hubiera asesinado tanto a Ana como a Paula, porque estaba segura de que la
muerte de Ana había sido provocada, no iba a ser tan idiota como para
conservar las pruebas en su poder. Lo más probable era que las lentillas
estuvieran enterradas bajo el grueso manto de nieve y que hubiera quemado
la ropa interior de la chica. No esperaba menos de alguien capaz de
manipular la percepción de la realidad de la gente con unas lentes de
contacto.
Pero no pensaba quedarse de brazos cruzados esperando a que el asesino
volviera a actuar, a ver si en la siguiente ocasión cometía un error que le
dejara al descubierto. Tenía que aprovechar el tiempo, hacer algo para que
esa sensación que le revolvía el estómago y le anunciaba que algo
desagradable iba a ocurrir se quedara solo en eso, en una sensación. No
podía permitir que volviera a ocurrirle lo mismo que en su primer destino
cuando solo era una agente inexperta recién ingresada en el cuerpo.
Podía recordarlo como si fuera ayer. Aunque habían pasado muchos
años, casi veinte, porque muchas noches seguía teniendo pesadillas con
aquella jornada, con el primer día que sintió esas punzadas en el estómago y
esa migraña que ahora la atormentaban.
No había sido fácil querer ser guardia civil en el País Vasco. Su familia
habría entendido que se metiera a ertzaina, pero no comprendían por qué
había elegido el traje verde. No quería limitar su campo de actuación a
Euskadi, quería poder ayudar en otros lugares, servir al cuerpo en otros
destinos, salir del ambiente enrarecido que se respiraba en las calles de su
pueblo.
Llevaba unos meses haciendo labores de oficina y controles de tráfico
aleatorios cuando le asignaron como agente de apoyo en una operación
antidroga. Varios compañeros llevaban meses de investigación y
seguimiento de un grupo de traficantes que estaban distribuyendo hachís y
cocaína por la zona. Entre ellos, Aketxa, otro de esos rara avis que había
elegido el cuerpo de la Guardia Civil, aun siendo más vasco que el
Aurresku y del que se enamoró en cuanto él fijó sus misteriosos ojos negros
en los suyos. Llevaban dos meses saliendo juntos antes de aquel fatídico
día.
Habían conseguido identificar a los cabecillas y se disponían a
detenerlos en una entrega que se iba a realizar esa noche. Esperaban,
además de detener a los responsables, incautar un buen alijo de drogas para
que no terminara en las calles. Reclutaron a varios agentes dispuestos a
llevar a cabo la operación y Arantxa no dudó en ofrecerse. Aketxa, que
llevaba mucho más tiempo en el cuerpo, intercedió por ella. Estaban
deseando trabajar juntos.
Todo parecía ir bien. Tal y como sus compañeros habían averiguado, la
entrega se llevó a cabo con todos aquellos a los que querían detener
presentes. Ninguno de ellos parecía esperar la llegada de la Guardia Civil y,
cuando entraron en la nave, se vieron sorprendidos y se rindieron de
inmediato, colocando las manos en la nuca y arrodillándose en el suelo.
Parecía que la redada había salido a pedir de boca y centenares de kilos de
droga se sacaron de la calle, pero entonces, cuando esposaba a uno de los
cabecillas y lo llevaba al furgón, sintió esa sensación en el estómago y una
punzada en el cerebro.
No le dio importancia. Lo atribuyó a los nervios de su primera operación
antidroga, se limitó a respirar profundo e ignorarlo. Fue un error, un
tremendo y doloroso error que jamás pudo olvidar.
Varios miembros de los traficantes, los menos valiosos, los aprendices,
se encontraban apostados en lo alto de la nave y les apuntaban con sus
armas, esperando el momento. Cuando Arantxa metió al detenido en el
furgón, una bala pasó tan cerca de su cabeza que estuvo escuchando el
silbido durante días. Aún lo oía en sus pesadillas.
La bala no le alcanzó, pero sí lo hizo con el compañero que venía justo
detrás. Algo más alto, con las espaldas más anchas, con tanta certeza que de
nada sirvió el chaleco antibalas ni el resto de las protecciones, ya que le
entró por el cuello y lo mató al instante. Ese compañero era Aketxa.
Arantxa se arrojó al suelo, entre las ruedas del furgón, mientras decenas
de balas silbaron sobre su cabeza al tiempo, provenientes de todos los
rincones del pabellón, dejándola con la única capacidad de temblar como un
cervatillo asustado mientras observaba cómo el charco de sangre que
rodeaba a su novio seguía creciendo.
Cuatro agentes y un sargento fallecieron esa tarde noche. Por suerte, o
por desgracia —si no hubiera sido así, las pesadillas se hubieran terminado
entonces—, los refuerzos no tardaron en llegar y el resto pudieron salir de
allí, pero Arantxa, que estuvo varios días sin poder articular palabra, en
shock, aprendió tres lecciones que no olvidó con los años: que por muy bien
que creas que va algo siempre puede torcerse, que tenía que hacer caso a su
intuición, a esos dolores de cabeza y a ese malestar en la tripa, y que jamás
debía enamorarse de un compañero. Aquella bala, que iba destinada a ella,
no solo atravesó el cuello de Aketxa, también acabó hiriendo de muerte a su
corazón.
No habían sido pocas las veces en las que esa intuición la había sacado
de algún problema. Fue esa misma intuición la que la alejó del País Vasco
días antes de un atentado en su cuartel y la que, poco a poco, le hizo
cerrarse a la gente, porque siempre que abría las puertas y dejaba que
alguien se acercara, un nudo en el estómago y una fuerte migraña la
alertaban de que algo podría torcerse, y prefería poner tierra de por medio.
Hasta que ya no necesitó hacerlo.
Había cerrado, con paciencia y muchas soldaduras, todas las posibles
grietas de su fuerte coraza, alrededor de sus sentimientos. No iba a dejar
que ninguna bala, ni real ni ficticia, volviera a atravesarla, aunque para ello
tuviera que ser de piedra. Desagradable incluso, si hacía falta.
El asesinato de Paula clarificaba que el de Ana no había sido solo un
fatal accidente y que el sospechoso al que se enfrentaba era un hombre, y
había muchos por interrogar todavía. Había dos personas, compañeros de
reparto de Ana, con los que no había hablado todavía. Un chico y una chica
que había visto en el rodaje de la escena de la biblioteca, pero de los que no
tenía más datos. Debía hablar con ellos para ver si sacaba algo más en claro.
Los que se encuentran en un segundo plano son aquellos que más campo de
visión suelen tener, si son buenos observadores.
Salió de la habitación y se fue a buscar a Lidia para ver si podía
comunicarle el lugar donde se encontraban los dos chavales con los que
quería hablar. Estaba segura de que ella era la mejor informada de la
ubicación de todo el mundo en cada momento. No tardó en darse cuenta de
que, si quería localizar a Lidia, a quien debía buscar era a Salvador. Lidia y
él eran como un cuerpo y su sombra en un soleado día de verano:
inseparables.
En efecto, los encontró en la caravana de Salvador. Estaban discutiendo
y Arantxa se quedó en la puerta, sin llamar, para escucharlos.
—¡No tiene sentido seguir! —oyó exclamar al director al llegar.
—Lo que no tiene sentido es rendirse. ¿Qué piensas hacer en los
próximos días hasta que podamos salir de aquí? ¿Quedarte mirando al techo
de tu caravana? —recriminó Lidia.
—¡No es mala idea! Eso y beberme una o dos botellas de vodka hasta
que el alcohol me haga olvidarme de esta mierda.
—No creo que en el alcohol encuentres la solución.
—¡Esto no tiene solución! El proyecto se ha ido a la mierda. ¡No
podemos grabar sin protagonista! ¿No entiendes que tendríamos que
empezar de cero y que eso es imposible? Antes me corto el cuello que tener
que volver a empezar a grabar con esta banda de niñatos sin talento, con
esta batalla de egos y de estupidez.
—Podemos aprovechar para grabar todas las escenas en las que no
salían ni Ana ni Paula —propuso Lidia en un tono de voz mucho más
calmado.
—¿Y eso de qué nos serviría?
—Para tener adelantado el proyecto y, cuando la nieve se derrita y
podamos movernos, yo me encargo de llamar a alguna agencia de actrices o
modelos para que nos mande a alguien que pueda suplir a Ana. O si no,
siempre se puede hacer trabajo de postproducción por ordenador. Es tu
especialidad. ¿No aparecía la Princesa Leia en todas las películas de Star
Wars? Pues eso.
—¿Te crees que tenemos el mismo presupuesto que Star Wars? ¡Estás
fatal de la cabeza! —Salvador parecía realmente enojado.
—Estaré fatal de la cabeza, pero no me rindo. Si no fuera por mí, hace
años que no dirigirías ni un anuncio de papel higiénico —recriminó Lidia.
—Mejor eso que esta mierda de película.
—Acuérdate de lo que dices cuando te lleguen las facturas. Quisiste ser
director, encabezar un proyecto. ¡Pues esto es lo que hay! —gritó por
primera vez la ayudante del director, sacando un carácter que sorprendió a
Arantxa—. Si quieres seguir grabando, ya sabes dónde estoy. No pienso
quedarme aquí a ver cómo te compadeces de ti mismo o cómo te
emborrachas.
Cuando Lidia abrió la puerta de la caravana, casi se dio de bruces con
Arantxa que seguía sigilosa junto a la puerta.
—Disculpe, ¿venía a hablar con Salvador? —inquirió al ver a la agente
allí parada.
—En realidad, con quien quiero hablar es con usted.
—Usted dirá...
—Hay dos chicos en el reparto, a los que he visto esta mañana grabando
la escena de la biblioteca, con los que todavía no he tenido la oportunidad
de hablar. ¿Sabe dónde están?
—Adrián y Ene… si no recuerdo mal, podrá encontrarlos junto al resto
de sus compañeros en maquillaje. Les envié allí para que estuvieran
ocupados y no le dieran muchas vueltas a lo ocurrido con Paula y para que
estuvieran preparados, aunque parece que este cabezota —dijo y echó un
vistazo de reojo al interior de la caravana— no tiene intención de ponerse a
trabajar. Seguro que se están haciendo infinidad de preguntas y, si les dejo
hablar entre ellos, me vendrían con decenas de teorías absurdas. Están sin
cobertura en los móviles y son como adictos a los que les falta su droga.
—No me vendría mal conocer sus teorías... por muy absurdas que le
parezcan. La verdad es como un paquete frágil, para sacar su contenido,
primero tienes que apartar mucho papel de envoltorio. ¿Dónde está
maquillaje?
—La caravana de la izquierda del comedor.
—Muchas gracias.
Caminando sobre la nieve, no tardó en llegar y llamar a la puerta. Una
chica con el pelo morado le abrió.
—Buenas tardes. ¿Adrián y Ene?
—Sí, están aquí.
—¿Puede decirles que salgan?
La idea de interrogarlos a la intemperie le pareció interesante. Así,
ninguno de los dos jóvenes se sentiría cómodo, porque la incomodidad hace
que la gente verbalice pensamientos que no quiere soltar.
Poco después, un chico más largo que un día sin chocolate y con cara de
estar enfermo y una chica bajita y a medio peinar se asomaron a la puerta.
—Buenas tardes, soy la cabo primero Arenas de la Guardia Civil, pero
podéis llamarme Arantxa —añadió al ver como el rango hacía que el gesto
de ambos se tensara—. Os he visto esta mañana en la escena que habéis
grabado en la biblioteca y creo que sois las dos únicas personas del reparto
con las que todavía no he hablado y me interesa vuestra opinión sobre lo
que está pasando en el rodaje...
—Creo que es la primera vez que alguien se interesa por mi opinión en
este lugar —comentó el chico.
—¿Tú eres? —inquirió Arantxa. Aunque Lidia ya le había dicho cómo
se llamaban los dos jóvenes, quería que fueran ellos quienes se presentaran.
Si algo había aprendido durante sus años de servicio, era que introducir
preguntas fáciles durante el interrogatorio ayuda a que el interrogado gane
confianza.
—Me llamo Adrián, Adrián Soler.
—Tengo entendido que Jon y Ana son los protagonistas de la película.
¿Cuál es tu papel? —Otra pregunta sencilla que a Adrián no le supusiera
problema responder. Ya habría tiempo para empezar con las complicadas.
—Mi papel es el de ornitorrinco.
—¿Cómo? —inquirió Arantxa sin llegar a entender.
—En todo grupo de adolescentes, sobre todo, en las películas, hay un
miembro que no llega a encajar con el resto: el empollón que no encaja con
los populares, la fea que no lo hace con las animadoras, el gordo amigo del
capitán del equipo de baloncesto, el cobarde en un grupo de intrépidos
valientes... como si el grupo tuviera que cubrir una cuota de frikismo
mínima para ser aceptado como tal. Entre nosotros, lo llamamos el
ornitorrinco, porque nadie sabe cómo es posible que exista ni qué demonios
hace ahí. Es el bicho raro, y no hay nada más raro que un ornitorrinco, ¿no
cree?
—Así que tú eres el bicho raro.
—Exacto. El que no encaja y que encima se termina enamorando de la
chica más guapa del mundo y que esta ignora completamente y de la que se
tiene que conformar con un casto beso en la mejilla cuando le salva la vida.
—¿Estabas enamorado de Ana?
—Yo no, mi personaje —replicó Adrián.
—En la vida real, casi nadie soportaba a Ana —apostilló la chica
tomando la palabra.
—¿Y tú eres?
—Todo el mundo me conoce como Ene.
—Ya, pero no creo que ese sea tu nombre completo, ¿no es así?
—No. En realidad, me llamo Nadia Contreras, pero me cansé de las
bromitas de «Nadia no es nadie» que me hacían otras niñas en mis primeros
años de castings. Ene impone más y suena mucho más misterioso.
—Te entiendo. En mi caso, también impone mucho más cabo primero
Arenas que Arantxa. ¿Y cuál es tu papel en la película?
—Uy, el mío es casi peor que el de Adrián.
—¿Peor que el de ornitorrinco? —inquirió Arantxa sin comprender
cómo podría haber un papel peor que el de bicho raro.
—Eso me temo. Yo soy la ghostgirl.
—¿La chica fantasma?
—Exacto. La amiga de la infancia de la protagonista que no ha tenido la
misma suerte con la genética y el paso de los años y se ha quedado en tierra
de nadie. No es ni la ornitorrinca del grupo ni tendrá opciones nunca de ser
la popular. Está en el grupo por derecho de antigüedad, y ser amiga de la
protagonista es lo único que la mantiene en él. Para colmo, se termina
enamorando del ornitorrinco por empatía y este la ignora, porque solo tiene
ojos para la prota y como un asno con anteojeras es incapaz de ver más allá.
Aunque en esta película el ornitorrinco acaba abriendo los ojos. En todo
grupo cinematográfico hay una ghostgirl.
—Así que tú estás enamorada de Adrián.
—En la película... —musitó Ene, aunque Arantxa percibió una duda en
su tono de voz. Si la chica estuviera atada a un detector de mentiras, habrían
saltado las alertas con seguridad.
—Y dices que casi nadie soportaba a Ana —retomó Arantxa, al ver que
ese camino de conversación podría incomodar a Ene, al menos delante de
Adrián.
—Era una egocéntrica, y no solo por su papel en la película —respondió
ella recuperando la seguridad en su voz—. Hacía el papel de creída, estirada
e insoportable y lo hacía bien, porque cuando se apagaban las cámaras era
exactamente igual. Nos miraba a todos los demás por encima del hombro.
—Incluso a mí, que no me llegaba ni al sobaco... —ironizó Adrián y
arrancó una risita a Ene—. Hasta se atrevió a ponerme mote.
—Así que, si nadie soportaba a Ana, son muchas las personas, incluidos
vosotros, que podrían querer matarla, ¿no es así? —Con la pregunta, la
sonrisa de ambos rostros se borró.
—¡Eh, eh! Yo no quería decir eso. Puede que no aguantáramos a Ana,
pero solo teníamos que soportarla unos cuantos días más en el rodaje y
luego se iba a largar a Estados Unidos. ¿Qué íbamos a ganar nosotros
matándola sin acabar el rodaje? —protestó Ene.
—El caso es que alguien la mató, así que sí que hay alguien que ganaba
algo al hacerlo.
—Pensaba que a la que habían asesinado era a Paula, que lo de Ana
había sido un accidente… —replicó Adrián—. Yo estaba en la caravana de
los chicos cuando se cayó por la ventana. Todos hablan de que se asustó,
tropezó y acabó cayendo por accidente. ¿También la mataron? ¿Cómo?
—No puedo daros detalles de la investigación, pero sospechamos que su
muerte no fue del todo accidental.
—¿Quiere decir que alguien está asesinando a las chicas del elenco? —
inquirió Ene con cara de verdadero miedo—. ¿Estoy en peligro? ¿Puedo ser
la siguiente víctima?
—No tiene por qué. Personalmente, creo que el asesino estaba
obsesionado con Ana por algún motivo y que la muerte de Paula fue un
efecto secundario por su parecido con ella. —Pese a sus sospechas, esa
sensación en el estómago de que algo iba mal y su dolor de cabeza hicieron
que Arantxa no hablara muy convencida. En esa teoría no le encajaba la
visión sufrida por Jon y Kilian en el bosque ni que su compañero hubiera
visto lo que vio en el despacho de Steve, pero seguía siendo la mejor teoría
que tenía. Era esa o acabaría creyendo en fantasmas, y por ahí todavía no
estaba dispuesta a pasar.
—¡Ah! Si el sospechoso es alguien obsesionado con Ana, tiene que ser
Kilian —repuso Ene tras bajar la voz. Su compañero estaba también en la
caravana de maquillaje.

Aurresku: Danza tradicional vasca que se baila a modo de reverencia. Muy


popular en bodas, homenajes o actos públicos.
Arantxa dejó a los dos jóvenes regresar a la caravana tras alejarlos de la
entrada, después de que Ene le explicara por qué decía que Kilian estaba
obsesionado con Ana.
La joven le contó que, desde el primer día de rodaje, había notado que
Kilian no le quitaba los ojos de encima si grababa una escena en la que él
no participaba, siempre estaba detrás de las cámaras observando, si tenían
que grabar una juntos, la devoraba con la mirada e incluso alguna vez el
director había tenido que detener la grabación, porque se propasaba al
hacerlo. Fuera del rodaje, Kilian era como la sombra de Ana: a donde fuera,
allí estaba él como un perro faldero. Aunque, curiosamente, lo que para
todos los demás era un claro síntoma de acoso u obsesión, para Ana era
algo tierno y acabó llevándose bien con él.
Cuando Adrián y Ene regresaron a la caravana de maquillaje, y para
evitar que Kilian, que se encontraba dentro, relacionara esa conversación
con un nuevo interrogatorio —Arantxa no quería sentirse culpable en caso
de que aquello que fuera a ocurrir involucrara a alguno de esos dos chavales
—, regresó a la casa. Antes de volver a interrogarlo y mientras no pudiera
enviar a analizar las pruebas encontradas en el cuerpo de Paula, prefería
observar a Kilian, sin que llegara a imaginar que sospechaba de él. Los
asesinos no suelen delatarse en los interrogatorios, pero sí cometen errores
cuando se creen a salvo.
Al entrar en la vivienda se reencontró con Alberto, que estaba sentado
descalzo frente a la chimenea encendida.
—¿Ya has encontrado las lentillas? —preguntó cuando llegó a su lado.
—Sabes tan bien como yo que lo más probable es que el asesino se haya
desecho de ellas —respondió Alberto sin ni siquiera mirar a su compañera.
—Al menos podrías estar haciendo algo que ayude en la investigación
en lugar de estar aquí sentado perdiendo el tiempo —protestó Arantxa.
—Mira, tía, déjame en paz. He intentado firmar una tregua contigo
mientras tuviéramos que estar aquí encerrados sin poder regresar al cuartel,
pero, sinceramente, me tienes hasta la polla. Me haces dormir en el sofá o
en el suelo por no querer compartir un trozo de cama, cuando a ti no te
tocaría ni con un palo, me tienes de chico de los recados con tus «Alberto,
ve al coche a llamar por radio; Alberto, ve a buscar las lentillas», solo te
falta pedirme que te traiga el café, y encima tengo que aguantar siempre tu
cara de amargada, tus indirectas o directamente tus ofensas. Sé que no te
caigo bien, tú a mí tampoco, pero al menos déjame en paz.
—No estamos aquí para hacernos amigos. Estamos aquí para descubrir
quién y por qué ha asesinado a dos jóvenes durante el rodaje de una película
en nuestro pueblo.
—Y ni siquiera me has preguntado si he descubierto algo o si estoy bien
o en donde me he pasado las horas buscando las puñeteras lentillas para
tener que haber puesto los zapatos junto al fuego, porque se me han mojado
hasta los huevos en la nieve y, si sigo así, voy a tener que continuar la
investigación descalzo.
—¿Has descubierto algo?
—No.
—Lo que me imaginaba...
—Fui a buscar las lentillas al sótano de Steve. Sigo convencido de que
es el único de todos los que se encuentran en la casa capaz de manipularlas.
En la muerte de Ana no tuvo tiempo de quitárselas, porque todos vieron
cómo se caía por la ventana y descubrimos la pista de la imagen del
cuchillo. Por eso, al asesinar a Paula, se encargó de llevárselas y deshacerse
de ellas. No las he encontrado ni en el sótano ni en su caravana.
—¿Has estado en su caravana?
—No, si quieres me he metido en la nieve para ir del sótano al salón de
la casa... He estado en su caravana y con nosotros estaba Becca. Por cierto,
que sepas que tu caballero inglés no solo coquetea contigo. Tengo la
seguridad de que ha tenido algo con la chica.
—¿Y eso qué nos aporta a la investigación de los asesinatos?
—Nada. ¿Acaso has descubierto algo tú?
—He interrogado a Adrián y Ene, los otros dos adolescentes del reparto.
Parece ser que hay uno de sus compañeros que estaba obsesionado con Ana.
—¿Jon?
—Kilian. No das una.
—¿Y has vuelto a interrogarlo?
—He pensado que es mejor darle un poco de cuerda y ver si es él mismo
quien pica en el anzuelo. Si le asustamos, puede que se nos escape antes de
que lo pesquemos. —Alberto no pudo evitar una sonora carcajada—. ¿De
qué te ríes?
—De que he usado el mismo símil. También he pensado en no atosigar
más a Steve, en dejar que piense que ya no lo considero sospechoso para
ver si comete un error. Me ha hecho gracia, porque pensaba que no
podríamos tener nunca nada en común y, mira tú por dónde, usamos las
mismas comparaciones —respondió Alberto mientras recogía sus zapatos,
ya casi secos de la chimenea y volvía a ponérselos—. ¿A dónde vamos
ahora?
—A enterarnos de dónde van a estar Kilian y sus compañeros el resto de
la tarde. Me temo que la película va a dejar de grabarse...
—¿Y dónde vamos a averiguar eso?
—Hablando con Lidia. Es la que controla los horarios de todo el mundo.
Estará en la caravana de Salvador.
—No me jodas que vamos a tener que volver a salir de la casa —
protestó Alberto y miró sus zapatos. Esta vez, la que dejó escapar una
carcajada fue Arantxa—. No sé si me das más miedo seria o cuando te ríes.
Para sorpresa de Arantxa, no encontraron a Lidia en la caravana, ni
siquiera encontraron a Salvador, así que preguntaron a la primera persona
que se cruzaron por el camino.
—Salvador ha decidido continuar con el rodaje y retomar la escena en el
bosque que no se pudo rodar por la mañana. Dice que la cercanía de la
caída de la noche le dará un nuevo enfoque y que ayudará a que la cicatriz
que se ha hecho Jon en la cara se note menos.
Uno de los protagonistas de esa escena era Kilian, así que, si querían
mantenerlo vigilado, iban a tener que acercarse a la grabación. Alberto, por
su parte, pensó lo mismo con Steve: si iban a grabar la escena del bosque,
volverían a usar las lentillas, y estaría presente.
Se acercaron de manera apresurada al lugar del rodaje para no perderse
nada. Allí estaban Lidia y Salvador, este último dando gritos en todas
direcciones y a todas las personas con las que se cruzaba, incluso con quien
solo le traía el café. Al parecer, había dejado atrás las reticencias de seguir
con el rodaje y se había dejado contagiar por el entusiasmo de Lidia.
También se encontraba Steve con su ordenador. Alberto se colocó a la
suficiente distancia como para que el técnico no se sintiera observado, pero
desde la que poder ver la pantalla del ordenador y lo que este hacía en ella.
Por su parte, Arantxa hizo lo propio cerca de Salvador y Lidia.
—Joder, qué puto frío —protestó Jon, camino del punto de inicio.
—Y que lo digas. Vamos a terminar todos con una pulmonía —concordó
Kilian—. ¿No te vas a poner las lentillas? —interrogó al ver cómo su
compañero no las llevaba.
—Ni de coña, no me vuelvo a poner esa mierda ni loco. Me he
aprendido la escena y pienso rodar todo lo que me quede de película sin
volver a usar esas cosas. No quiero volver a ver a Ana aparecérseme.
—¿En serio piensas que fue cosa de las lentillas lo que nos pasó esta
mañana?
—Si te digo la verdad, prefiero que sea así a imaginar que lo que vimos
esta mañana ocurrió de verdad. Lo de las lentillas me parece una
explicación más lógica, como sean cosas de fantasmas, me cago encima.
—¿Como te measte esta mañana? —rio Kilian.
—¡Vete a la mierda! Ya te dije que había sido la nieve.
—La nieve no huele, puto cerdo.
—¡Déjame en paz!
—Yo pienso seguir usándolas —anunció Kilian cuando ya estaban
llegando al punto de inicio de grabación—. No me veo capaz de
aprenderme los guiones, y menos con la manía que tiene Salva de
cambiarlos cada día.
—Normal, no tienes ningún talento. Me sorprende que seas capaz de
atarte solo las zapatillas. Allá tú si vuelves a verla. Te las apañas solo. Yo ya
he tenido suficientes sustos para todo el rodaje. No quiero volver a herirme
la cara con ninguna rama ni terminar cayéndome por una ventana como le
pasó a Ana.
—Eso, preocúpate por tu cara, que es por lo único que te contratan en las
películas. Como esa herida te deje cicatriz, no te van a querer ni para hacer
el antes de los anuncios de una crema.
—Al menos yo no necesito que me vayan dictando todo el diálogo para
no tartamudear en una escena. Ojalá vuelvas a verla y te vea salir corriendo
como una lagartija por la nieve —maldijo Jon.
—¿Y si la vemos los dos, aunque no lleves lentillas? —inquirió Kilian.
—Te juro que no paro de correr hasta llegar al aeropuerto más cercano y
largarme lo más lejos que pueda de aquí —reconoció Jon—. ¿Cuánto queda
para empezar a grabar la escena? Se me están congelando las pelotas.
—Cómo se te van a congelar si no tienes, cagón.
—Lo que quieras, pero paso de estas mierdas de fantasmas y casas
encantadas. Si me apunté a grabar esta película, fue porque no creía en esas
cosas y quiero seguir sin hacerlo cuando me largue de aquí. Además, tú
también saliste corriendo.
—Joder, me clavó un cuchillo en el hombro.
—¿Cuánto queda? —preguntó de nuevo Jon, que se moría de ganas por
salir de allí. No soportaba ni la noche ni el frío ni que se le hundieran los
pies en la nieve ni a su compañero.
—Haberte puesto las lentillas... Diez, nueve, ocho... ¡Joder!
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué pasa? —inquirió Jon, sin dejar de mirar a todas
partes después del grito de Kilian.
—No pasa nada, idiota. Te estoy tomando el pelo. Si es que eres bobo…
—rio Kilian.
—Cabrón.
—Imbécil. Tres, dos, uno... —anunció Kilian, queriendo ser el que había
soltado el último insulto, cuando vio la cuenta atrás en las lentillas.
La escena se grabó sin inconvenientes en esta ocasión. No hubo
apariciones ni sustos e incluso las poleas que sujetaban a Becca en el árbol
funcionaron a la primera. Salvador quedó, casi por primera vez en el rodaje,
satisfecho. Haber decidido grabarla al anochecer había sido todo un acierto.
—¡Enhorabuena, equipo! Ha quedado perfecta. Ahora todo el mundo a
cenar. ¡Nos lo hemos ganado! Pero recordad que después vamos a grabar la
escena del balcón, os quiero a todos allí dentro de dos horas. —Salvador
parecía haber recuperado la energía después de la bronca con Lidia.
—¿Has visto algo raro? —interrogó Arantxa a Alberto cuando se
juntaron.
—Nada. Steve no ha hecho absolutamente nada en toda la escena. Creo
que por eso no ha pasado nada. Se ha debido de dar cuenta de que le estaba
observando.
—Si mantenerlo vigilado nos libra de nuevas desagradables sorpresas,
bienvenido sea —repuso Arantxa, aunque seguía con las malas vibraciones
en el estómago y el dolor de cabeza, y aquello no era buena señal—. ¿No
vamos a cenar? —sugirió, quería comer algo y ver si podían darle una
aspirina.
—Ni de coña vuelvo al comedor mientras el cuerpo de Paula esté en la
nevera. Prefiero cenar alguna mierda que encuentre en la máquina del área
de descanso —repuso Alberto e hizo un gesto de desagrado.
—Como veas. Me voy al comedor. Nos vemos en la casa cuando vayan
a grabar la escena del balcón. A ver si conseguimos terminar el día sin
sobresaltos.
Mientras Alberto regresaba a la casa, volvía a colocar los zapatos frente a la
chimenea y sacaba un paquete de frutos secos de la máquina, Arantxa
entraba en el comedor, se servía una pequeña ración de salmón y patatas
fritas y aprovechaba para pedirle a la encargada de la cocina si le podía dar
una aspirina o algo para el dolor de cabeza. Aquella molesta sensación no
se iba y le había quitado casi el apetito.
Camino del comedor, se le pasó por la cabeza la idea de charlar un poco
con Kilian. Era cierto que la primera vez que había hablado con él le había
visto muy afectado por la muerte de Ana y quería seguir indagando en esa
obsesión por ella de la que le había hablado Ene. Sin embargo, descartó la
opción al entrar en el comedor y ver a todos los jóvenes sentados en la
misma mesa como la vez anterior. Quedaba un hueco libre, el que dejaba la
ausencia de Ana, pero no consideró sentarse con ellos. Era mejor limitarse a
observarlos, incluso, si se sentaba en la mesa de al lado, escuchar alguna de
sus conversaciones.
Jon era el que no tenía nadie en frente. Becca estaba sentada frente a
Kilian y Adrián lo hacía frente a Ene. Arantxa no tardó en observar que
había algo en la manera de mirar de Ene a Adrián que delataba su interés
por él, pero el chaval no parecía darse cuenta, era como si sus papeles se
mantuvieran en la vida real.
Solo con mirar qué estaban cenando se notaba enseguida que Becca era
la mayor de todos ellos y que no terminaba de encajar, como esa figura del
belén navideño que desentona del resto por el tamaño, ese niño Jesús más
grande que la Virgen María. Mientras que el resto devoraba hamburguesas o
pizza y saciaba su sed con refrescos, ella cenaba ligero y bebía agua.
Arantxa los observaba con atención, al menos al principio, pero se
aburrió enseguida, porque no hablaban de otra cosa que no fuera la película,
lo bien que había salido la escena de la tarde y las que les quedaban por
grabar, así que decidió observar también al resto de los presentes.
Todos parecían haber olvidado lo ocurrido durante el rodaje, como si un
mentalista los hubiera hipnotizado y les hubiera borrado los malos
recuerdos. Nadie hablaba de las dos chicas fallecidas. No podían hacer ya
nada por Ana y Paula y, por eso, solo parecían preocupados por la siguiente
escena, por la siguiente jornada de trabajo. Es una manera muy común de
poder seguir adelante con sus vidas, olvidar cuanto antes, ya que, si te
anclas en los recuerdos, el barco se termina por hundir.
Arantxa les entendía, aunque ella fuera incapaz de comportarse así. A
ella cada muerte, cada suceso, se le grababa en el alma y era un recuerdo
imborrable, como quien se tatúa la piel, para toda la vida. Si hubiera podido
olvidar la muerte de Aketxa, es probable que ni siquiera hubiera terminado
en aquel pueblo… pero no podía. Cada muerte era una nueva capa de
cemento armado a la coraza de sus sentimientos. Si no te encariñabas con
nadie, sus muertes deberían afectarte menos. Pero nunca le había
funcionado.
Y, sin embargo, parecía que al resto del mundo le resultaba sencillo. Allí
estaban Salvador y Lidia preparando la siguiente escena, técnicos y cámaras
hablando de iluminación y de lugares adecuados para colocar los aparatos
en interiores, risas y bromas entre los chavales por a quién les faltaba
besarse en escena; al parecer, Ene y Adrián iban a besarse esa noche. Y fue
entonces cuando Becca las mencionó.
—¿Ha dicho antes el director que vamos a grabar la escena del balcón?
—preguntó.
—Sí, eso ha dicho —respondió Ene.
—¿Y cómo lo va a hacer? Según el guion, en esa escena los que se
quedaban encerrados en el balcón son Jon y Ana, y sin ni Ana ni Paula...
—¡Ostras! Es verdad. ¿Nos cambiará el guion otra vez? —protestó
Kilian— ¡Joder, así no hay manera de aprenderlo!
—Tú no protestes que ni lo intentas —replicó Becca.
—Ya sabéis que lo hace continuamente, pero, en esta ocasión, me temo
que lo va a hacer con motivo —repuso Jon.
—Ya está otra vez el pelota justificándolo —remarcó Kilian.
—Luego protesta, porque dice que se nos nota mucho que estamos
leyendo las lentillas cuando actuamos —criticó Adrián—, pero no sé qué
espera si no podemos ensayar antes y nos cambia las líneas diez minutos
antes de grabar la escena.
—Yo no me pienso volver a poner esas lentillas ni loco —dijo Jon.
—¿Sigues con tu paranoia? —preguntó Kilian.
—Te lo dije en el bosque, puedes llamarme lo que te dé la gana, pero sé
cómo lo viví y lo que le pasó a Ana. No pienso dejar que mis propios ojos
vuelvan a engañarme y acabar teniendo un accidente más grave. Bastante
me he hecho ya en la cara, un poco más y me termino sacando un ojo. Estoy
convencido de que Paula también vio algo en las lentillas que le hizo
terminar muerta, por eso han desaparecido. Así que ya puede cambiar el
guion lo que quiera el director que no me vuelvo a poner esa mierda en los
ojos. Se ponga como se ponga.
—¿Quién creéis que ha podido hacerle eso a Paula? —interrogó Becca
y, para ello, bajó el tono de su voz. Arantxa dejó hasta de masticar para
prestar atención.
—Paula, al contrario que Ana, no se llevaba mal con nadie —comentó
Ene—. No tiene sentido.
—He estado esta tarde con el agente de la Guardia Civil y sospecha de
Steve —susurró Becca.
—¿Steve? —inquirió Adrián, lo que ayudó a Arantxa a entender el
nombre que había pronunciado Becca.
—Tiene sentido. Es el que ha inventado las lentillas y el único que sabe
manejarlas —repuso Jon—. Ya os digo que no me las vuelvo a poner y, a
ser posible, no vuelvo a acercarme a ese friki.
—¿Tú qué piensas, Becca? —interrogó Kilian.
—¿Yo?
—Mujer, te lo has tirado, algo sabrás de él —remarcó.
—Aparte de que tiene una lengua mucho más hábil que la tuya, poco
más, que solo hemos follado una vez, no me he sacado un máster sobre su
vida —recriminó Becca.
—¡Zasca! —exclamó Jon—. Así que Kilian es de los que no sabe usar la
lengua.
—Tú cállate que estás más guapo.
—¿Y por qué me tengo que callar, bocazas?
—Porque les puedo contar a todos lo que opinaba Ana de tu forma de
besar...
—A ver, qué opinaba, listillo.
—Que te falta habilidad y te sobran babas.
—¿Me estás llamando baboso? —gritó Jon.
—Yo no… Ana —replicó Kilian y volvió a encararse con su compañero.
—¡Ey! ¡Ey, chicos! Haya paz —intermedió Ene, al ver como Jon iba a
ponerse en pie y se encaraba con Kilian—. Todos sabemos que no es lo
mismo besar por ganas que por exigencias del guion delante de una cámara.
Seguro que los dos besáis genial fuera del plató.
—Mira la mosquita muerta cómo intenta ganar puntos para que la besen
a ella —rio Becca—. ¿No tienes bastante con que en la escena del balcón te
vaya a besar el paloselfie?
—¡Oye! Que a mí me da igual. Solo quiero que nos llevemos bien hasta
que terminemos el rodaje. Lo que ha pasado con Ana y Paula nos tiene a
todos de los nervios, aunque intentemos disimular y, en esa situación, a la
mínima acabamos diciendo cosas que no pensamos.
—Ene tiene razón —añadió Adrián—. Ya tenemos bastante con lo que
ha pasado como para pelearnos entre nosotros. Es ahora cuando deberíamos
estar más unidos e incluso vigilantes para que no nos vuelva a pasar nada a
ninguno. Deberíamos apoyarnos en lugar de lanzarnos hachazos.
—Pero qué bonita pareja hacéis ambos... —volvió a reír Becca—.
Ornitorrinco y Ghostgirl, ya os veo en las revistas. Vosotros, machotes,
haced caso a la pareja de tortolitos. Lo mejor que podemos hacer para evitar
nuevos accidentes desagradables es protegernos entre nosotros.
—A mí como si este idiota termina colgado de los huevos —replicó Jon.
—A ver si el que va a acabar colgado, del balcón, vas a ser tú en la
escena de esta noche —replicó Kilian.
—Seguro que no serás tú quien me cuelgue. —La tensión entre ambos
seguía creciendo.
—Espero que no acabéis colgados ninguno de los dos, porque el otro
pasaría al puesto número uno en mi lista de sospechosos —intervino
Arantxa.
La voz autoritaria de la cabo primero de la Guardia Civil actuó como un
extractor: les bajó los humos de inmediato y todos volvieron a guardar
silencio y centrarse en terminar de cenar con las cabezas agachadas y sus
miradas fijas en las bandejas, aunque sin dejar de refunfuñar.
«A ver si vuelve pronto Internet y pueden volver a centrarse en sus
móviles. Como dijo Lidia, son como adictos sin su dosis y pueden terminar
haciéndose daño», pensó Arantxa mientras daba vueltas a un trozo de
salmón en la boca al que ya le había sacado todo el sabor.
Según fueron terminando, uno a uno, se levantaron de la mesa y fueron
marchándose a la casa, sin siquiera despedirse del resto de sus compañeros.
Arantxa fue de las últimas en abandonar la caravana comedor. Quería
quedarse observando a todo el equipo y tampoco tenía apetito para
terminarse la poca cena que había cogido. Sabía que Kilian y los demás
habrían ido directos a la caravana de maquillaje para prepararse para grabar.
Quien también tardó en abandonar el lugar fue Steve.
Arantxa se le quedó mirando. Había algo en él que le provocaba una
extraña mezcla de sensaciones, como un cuadro abstracto en un museo que
no terminas de saber si es una obra de arte o una mierda muy sobrevalorada.
Había algo en Steve que le resultaba atrayente y, al mismo tiempo, le
producía rechazo. Una especie de imán que invierte su polaridad como una
veleta cuando cambia la dirección del aire. Lo veía, a su vez, como el más
posible culpable de las muertes y como el único de los allí presentes capaz
de deshacer su hielo interior. Aunque, para evitar esto último, iba a poner
todas las trabas que estuvieran en su mano. Steve era como el cigarrillo que
le ofrecen en una fiesta a alguien que ha dejado de fumar, y ella no pensaba
caer de nuevo. Sabía que todo lo relacionado con las relaciones personales,
como el tabaco, solo podía acabar perjudicándola.
Se frotó los ojos para dejar de mirarlo, recogió la bandeja y salió de la
caravana comedor con prisas.
Se alegró de que la primera persona que se encontró al entrar en la casa
fuera Alberto. Si había alguien capaz de mantener su libido al mínimo, era
su compañero.
—¿Has cenado bien? —le interrogó al verle con un envoltorio de frutos
secos medio vacío en la mesa.
—Bien no, pero al menos no se me ha revuelto el estómago al ver la
carne... —respondió Alberto y fingió una arcada.
—Por eso, yo he cenado pescado. Estaba bastante bueno, la verdad. —
Apenas había probado bocado, lo suficiente para tomarse el medicamento y
que no le sentara mal al estómago, pero le encantaba hurgar en la herida de
su compañero y hacerlo rabiar.
—¿Y has descubierto algo?
—Los actores no son un grupo de amigos precisamente. Se soportan por
exigencias del guion, pero fuera de cámaras no se esfuerzan ni en
disimularlo.
—¿Crees que alguno de esos críos puede ser el culpable?
—Podría ser, aunque todavía no sé cómo. No les veo capaces ni de
manejar sus hormonas como para hackear una tecnología como la de las
lentillas de realidad aumentada. Habrá que seguir manteniéndolos
observados.
—Muy bien. ¿Qué toca ahora?
—Vigilar la escena en el piso de arriba.
—¡Genial! Sin tener que salir de la casa. ¡Vamos allá!
El piso más alto de la casa era un hervidero de gente yendo y viniendo.
Entre cámaras, equipo de sonido, técnicos, equipo de dirección y actores era
difícil encontrar un hueco en el que colocarse sin molestar. Era tanta la
gente acumulada en tan poco espacio que Arantxa llegó a agobiarse. Esa
sensación de que algo iba a ocurrir le martilleaba el cerebro y le roía el
estómago con tanta fuerza que, por un momento, llegó a pensar, por la
intensidad de la molestia, que la casa se vendría abajo con todos los
presentes.
—¿Es necesario que haya tanta gente aquí? —le preguntó a Alberto en
un susurro.
—No lo sé. Nunca he estado en la grabación de una película. Imagino
que cada uno de ellos tendrá su función y será necesario de algún modo.
Creo que los únicos que sobramos somos tú y yo...
—Puede que tengas razón. Me da muy mala espina el rodaje de esta
escena. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que algo va a ocurrir, y
que haya tanta gente aquí me agobia. ¿Parte de la escena se graba en el
balcón?
—Sí. Eso tengo entendido, sí.
—¿Y qué te parece si vigilamos la grabación desde la calle? Aquí me
estoy mareando.
—¿En la calle? ¿A estas horas? ¿Nevando y con temperaturas bajo cero?
Tú estás loca si piensas que voy a salir ahí fuera con este frío.
—Vale, perfecto. Uno de los dos se tenía que quedar a observar la
escena desde dentro de todos modos. No quites ojo a Kilian, sobre todo. Yo
estaré fuera...
—Muy bien, pero esta noche en la habitación no me pidas que te haga
entrar en calor —bromeó Alberto.
—Antes prefiero que me amputen los dedos por congelación —replicó
Arantxa, que ya se alejaba por el pasillo sin ningún ápice de broma en su
tono de voz.
—Caralmendra —musitó Alberto cuando su compañera se alejó.
En cuanto salió de la casa, Arantxa sintió cómo la angustia y la opresión
en el pecho se aliviaban. Pese al frío que hacía, respiró una fuerte bocanada
en cuanto se vio a solas y notó que el aire, que tanto le faltaba en la
vivienda, le llegaba a los pulmones.
—¡Salga de ahí, por favor! —gritó alguien escondido entre los árboles.
—¡Perdón! ¿Dónde me pongo mientras dure el rodaje?
—Venga aquí conmigo. A mi espalda nos aseguraremos de que no salga
en ninguna toma.
Arantxa no tardó en descubrir a un cámara entre los árboles con el
mando de un dron entre las manos. Fue hacia él, porque, si algo no quería,
era que la escena se tuviera que repetir por su culpa. Cuanto antes saliera
toda aquella gente del piso de arriba, más tranquila se sentiría.
—¿Aquí estoy bien?
—Perfecta.
—¿Le ha tocado a usted pasar frío? —preguntó en un intento de entablar
conversación.
—Es lo que tiene ser el único cámara que sabe manejar este cacharro —
replicó señalando al dron que descansaba en el suelo—. Con él puedo
grabar imágenes de la casa desde fuera y toda la escena de Jon y Becca en
el balcón.
—Tenía entendido que esta escena era para Jon y Ana.
—Sí, pero, sin la protagonista, a Salvador se le ha ocurrido un cambio de
última hora. Ahora, por favor, guarde silencio. Van a empezar a grabar y
tengo que estar atento a los mensajes de mis lentillas.
—Seré una tumba.
En la última planta todos guardaban silencio y contenían el aliento,
esperando que la escena se pudiera grabar bien a la primera, mientras
Salvador daba las últimas instrucciones.
—¿Han quedado claros los cambios en la escena? —preguntó y se
quedó esperando a que todos respondieran afirmativamente—. Becca,
tienes que estar espectacular, como en el bosque, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Salva...
—Jon, ¿lo tienes claro? Recuerda que es muy importante que hagas todo
lo que te he dicho. Los cambios en tu escena son los más importantes y
tiene que quedar natural.
—Sí, tranquilo. Lo tengo todo claro.
—¿Seguro? Creo que deberías ponerte las lentillas.
—Por encima de mi cadáver.
—Tú sabrás lo que haces, pero como la cagues, te voy a echar tal bronca
que las de tu madre cuando le pisabas lo fregado te van a parecer cariñosas.
¿Entendido?
—Que sí. ¿Grabamos ya o qué? —protestó Jon, que tenía ganas de
acabar pronto y de irse a su caravana.
—Venga, todos a sus puestos. Recordad: Marta, el personaje que
interpretaba Ana, ha desaparecido y todos estáis preocupados. Que se os
vea la preocupación en la cara. La última vez que fue vista estaba en esta
habitación, así que estáis buscando cualquier pista. ¡Todos a su posición!
Grabamos en diez, nueve...
El grupo de actores terminó de colocarse en su sitio en el pasillo. Las
lentillas y Lidia con sus dedos contaron los últimos segundos. Tres, dos,
uno...
—¿Estáis seguros de querer entrar ahí? —interrogó Adrián, que se había
colocado el penúltimo del grupo. Por detrás de él, en el pasillo, solo estaba
Ene, que se agarraba a su cintura atemorizada.
—¡Tenemos que encontrar a Marta! —replicó Kilian.
—Pero es que no ha podido salir de esta habitación sola... —insistió
Adrián.
—¿Y qué quieres decir con eso? —interrogó Jon.
—Que, si no ha podido salir sola y ninguno de nosotros la ha visto...
¿Quién se la ha llevado? Y lo peor, ¿y si ese alguien sigue en la habitación?
—Eres un cagón —bramó Kilian—. Marta es nuestra amiga y, si le ha
pasado algo, tenemos que descubrirlo.
—Venga, no te pases con Paloselfie —replicó Becca usando el mote que
le había puesto Ana al personaje de Adrián por ser muy largo y delgado y
que al director le había encantado. Ahora le llamaban así hasta fuera del
rodaje—. En realidad, estás igual de asustado. Todos lo estamos —añadió y
dio un suave golpe en el pecho de Kilian.
—¡Au! —se quejó este. Becca se le quedó mirando, esa exclamación no
estaba en el guion y el golpe no había sido para tanto.
—¿Entramos o qué? —inquirió Jon—. Quiero encontrar a mi novia.
—Venga, abre —le animó Kilian.
Jon intentó abrir la puerta de la habitación, pero esta parecía no ceder,
pese a los esfuerzos del chaval. Al otro lado, uno de los miembros del
equipo sujetaba el pomo para darle más realismo.
—¡No puedo abrirla! —gritó Jon.
En ese momento, el miembro del equipo se quitó y se ocultó tras un gran
ventilador que habían instalado en un extremo de la estancia.
—Déjame a mí —replicó Kilian y apartó a un lado a Jon.
—¿Se puede saber qué coño haces? ¿Acaso piensas que eres más fuerte
que yo?
—Al menos, más hábil. —Sonrió Kilian al girar el pomo y poder abrir la
puerta sin esfuerzo.
—¡Te juro que estaba cerrada! —protestó Jon.
—Lo que tú digas, chaval —dijo Kilian y cruzó al otro lado.
Una fuerte ráfaga de viento lo tiró nada más poner los pies dentro de la
habitación.
—¡Hugo! —gritó Becca, usando el nombre de su amigo en la película, y
entró tras él.
El fuerte viento también le hizo perder el equilibrio. Jon fue el siguiente
en atreverse a entrar y consiguió mantenerse en pie enfrentándose al
vendaval, mientras que sus dos amigos eran una madeja de brazos y piernas
contra la pared contraria.
—¡Dónde está Marta! —gritó al aire como si este pudiera responderle,
pero la única respuesta que recibió fue el golpe de la almohada de la cama,
que salió volando arrojada por el técnico del equipo desde detrás del
ventilador y la cámara.
—¡Bruno! —gritó Ene desde la puerta e intentó entrar al ver como Jon
caía de espaldas.
—¡No! ¡No entres! —exclamó Adrián y agarró del brazo a Ene en el
último momento.
—¡Tenemos que ayudarles! —protestó Ene.
—¡No! No tenemos que hacer nada y lo sabes. ¡Si entramos en la
habitación, acabará con todos a la vez!
—¡Por una vez en tu vida, échale huevos y haz algo! —replicó Ene.
—Es lo que estoy haciendo. Eres de todos ellos la que más me importa,
la única que me importa en realidad. No pienso dejar que te pase algo a ti
también —replicó Adrián y arrastró a Ene hacia él para besarla.
En ese momento, cuando las cámaras y los focos enfocaban el
apasionado beso, el viento cesó dentro de la habitación. Su no tan
inesperado cese hizo que Jon, que luchaba contra el viento inclinado para
no ser arrastrado, cayera de bruces al suelo, pero colocando las manos en la
caída.
—¿Estáis bien? —preguntó Ene, al sentir que el viento se detenía, aún
sin recuperarse del asombro del beso.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió Becca mientras intentaba ponerse en pie
y colocarse bien la ropa.
—Me ha arrastrado como si fuera de papel —protestó Kilian
—Creo que venía de la cama —anunció Jon—. Vamos a revisarla.
—¡Mis cojones! —gritó Kilian—. Yo me largo de aquí.
—¿No eras tú el que tanto insistía en encontrar a Marta? No me digas
que el viento te ha encogido los huevos —replicó Adrián tras entrar en la
habitación.
—Tú te callas, Paloselfie. Yo, al menos, le he echado cojones para
entrar.
Adrián y Ene, aprovechando la aparente calma en la que se encontraba la
estancia, se decidieron a pasar. Ene lo hizo agarrada a la mano de Adrián,
como le habían indicado las lentillas que hiciera. Llevaban un rato en el
cuarto revisando entre los armarios y los muebles cuando las puertas del
balcón se abrieron solas, tras un tirón del hilo por parte del técnico
escondido tras el ventilador.
—¡Joder! —exclamó Adrián.
—Me voy a mear en las bragas como sigan dándome sustos —protestó
Becca—. ¿Quién tuvo la idea de venir a esta casa de fin de semana?
—Fue Marta —respondió Ene—. Le gustaban estas historias de misterio
y fantasmas desde que éramos niñas.
—¿Por qué hablas de ella en pasado? —recriminó Jon—. ¡La vamos a
encontrar!
—La vamos a encontrar y le voy a decir cuatro cositas sobre elegir las
vacaciones —añadió Becca.
En la calle, el cámara que se encontraba junto a Arantxa puso en marcha
el dron y subió con él hasta la altura del balcón para quedarse sobrevolando
a corta distancia.
—¿Adónde vas, Bruno? —interrogó Becca dirigiéndose a Jon.
—Me ha parecido ver a alguien fuera... —musitó el chico, metido en su
papel.
—¿Qué dices? —interrogó Becca y se acercó a él.
Los dos acabaron asomándose al balcón. Becca lo hizo agarrada a la
cintura de Jon. Cuando los dos estuvieron fuera y miraban hacia el bosque,
las puertas del balcón se cerraron tras ellos y los dejó atrapados fuera,
empujada por dos de los propios compañeros desde detrás para no ser
enfocados por la cámara del dron.
Becca y Jon fingieron forcejear con la puerta del mismo modo que
Kilian, Adrián y Ene lo hicieron desde el otro lado. Aparentaban que las
puertas de madera antigua y, en apariencia podrida, eran fuertes como el
cemento y no cedían.
—¡Vamos a buscar algo con que romperlas! —gritó Kilian a los dos
compañeros que se habían quedado encerrados fuera—. No os mováis de
ahí.
—¿Y dónde coño íbamos a ir? —protestó Becca.
—Algo se nos ocurrirá. Igual encontramos algo en la cocina —propuso
Kilian.
—¡Vamos! Hay que darse prisa —pidió Adrián—. Aquí ocurren cosas
muy raras.
Toda la algarabía de dentro de la casa se detuvo cuando los tres salieron
de la habitación, regresaron al pasillo y la escena se centró en grabar a
Becca y Jon con la cámara dron desde fuera.
—Aquí no hay nadie —comentó Becca.
—Te juro que me ha parecido ver a alguien allí. Entre las ramas de los
árboles —repuso Jon y señaló hacia el lugar en el que sobrevolaba el dron.
Otra cámara, fijada en el tejado de la casa, filmó una zona de árboles en
la que el viento movía las hojas.
—No deberías angustiarte tanto por ella —aconsejó Becca, apoyada en
el balcón con la mirada perdida en el bosque.
—Es mi novia y ha desaparecido, ¿cómo no me voy a agobiar?
—Es cierto que ha desaparecido, pero...
—¿Qué insinúas?
—Que iba a dejarte —confesó Becca y se giró, dramática, a mirar a Jon
a los ojos.
—¿Qué?
—Lo sabes tan bien como yo. Ya no te quería como antes. Intentas
negártelo a ti mismo, pero sabes que se estaba enamorando de Hugo y te iba
a dejar por él.
—¡Eso es mentira! —protestó Jon y se alejó a uno de los extremos del
balcón.
—No, no lo es. Ella era mi mejor amiga, nos lo contábamos todo —
repuso Becca y se giró hacia el otro lado del balcón.
—¿Y te dijo que estaba enamorada de ese gilipollas?
—Sí, del mismo modo que yo le confesé lo que sentía por ti.
En esta ocasión, se giró de manera dramática para quedar frente a frente
con Jon.
—¿De qué hablas, Cris?
—No puedo evitarlo, me siento atraída por ti. No he dicho y hecho nada
hasta ahora, porque Marta es mi mejor amiga y no quería meterme entre
vosotros dos, pero, desde que me confesó sus sentimientos por Hugo, no he
podido sacarte de mi cabeza. Lo que quiero decir es que te quiero, tonto...
—Becca se arrojó a los brazos de Jon que, aturdido, no supo apartarse y
terminó por besarle.
—¿Qué haces? —interrogó él cuando ella se apartó para ver su reacción
—. No sé qué te habrá dicho Marta, pero la sigo queriendo y voy a
encontrarla —replicó y, visiblemente enojado, se puso a forcejear con la
puerta del balcón que se había cerrado—. Y, cuando lo haga, aclararé lo
nuestro. Es esta casa, lo que dice ver y oír, lo que la tiene aturdida, pero
estoy seguro de que me sigue queriendo.
—Perdona, no pretendía que... —La voz de Becca se le ahogó en la
garganta.
Atravesando la puerta del balcón y el cuerpo de Jon sin que este se
inmutara, vio aparecer a Ana, que se colocó frente a ella y le sonrió. Que
tuviera los ojos en blanco, vacíos, es lo que dejó sin aire a Becca.
—Está aquí... —musitó, pero Jon no pareció escucharla y seguía
forcejeando con la puerta como exigía la escena—. ¡Que está aquí! —gritó.
—¿Quién está aquí? —preguntó Jon, aunque esa línea no viniera en el
guion que había leído antes de empezar. Si Salvador había hecho un nuevo
cambio, tendría que improvisar.
—¡Ana! —gritó Becca, que no podía dejar de mirar como el fantasma de
su compañera se acercaba levitando, con su sonrisa siniestra, sus ojos
vacíos de vida, su camisón ensangrentado y las manos en la espalda.
—No me jodas... ¿Dónde? —preguntó Jon, a quien el hecho de que
Becca hubiera mencionado a Ana y no a Marta le hizo intuir que su frase no
era parte del guion y que a lo que se estaba enfrentando su compañera era a
la misma imagen contra la que lo había hecho él en el bosque.
—¡Aquí! ¡En el balcón!
—Aquí no hay nadie, Becca —replicó Jon—. Estamos tú y yo solos.
—¿Por qué te asustas, Becca? ¿No somos amigas? —La voz de Ana
resonó en la cabeza de Becca como disparos de escopeta.
—Tú, tú... ¡tú estás muerta!
—¿Y por qué tenía que morir? ¿Tú lo entiendes? Yo no... Me siento tan
sola aquí... La niña que vivía en la casa solo llora y quiere volver con sus
padres. Quiero estar con vosotros, mis amigos. ¿Quieres venir conmigo,
Becca?
—¡No te acerques más! —gritó Becca, apoyada en el extremo del
balcón, hasta el que había retrocedido—. Tú y yo no éramos amigas. ¡Nadie
era tu amigo! ¡Déjanos en paz!
—¡Becca, no es real! —gritó Jon y se encaró con su compañera—. Son
solo imágenes proyectadas por tus lentillas. ¡Quítatelas!
Pero Becca solo podía ver a Ana y cómo esta sacaba un cuchillo
ensangrentado de detrás de su camisón.
—¡Ven conmigo, Becca! Aquí lo pasaremos muy bien juntas... ¿O
piensas que voy a quedarme sin hacer nada viendo cómo intentas ligarte a
mi novio?
—¡Él no es tu novio! ¡Y tú estás muerta! ¡Muerta! ¡Muerta! —gritó
Becca y, en un intento por zafarse de Ana que, con los ojos ahora
inyectados en sangre, la amenazaba con el cuchillo, decidió tomar la
iniciativa. Ser ella quien la atacara. No iba a acobardarse como había hecho
Ana. Ella plantaría batalla.
Se abalanzó sobre Ana con la intención de empujarla fuera del balcón,
de arrojarla al vacío antes de que pudiera clavarle el cuchillo, sin pensar en
que Ana mantenía sus pies flotando en el aire, en que era etérea, que allí no
había nada ni nadie a quien derribar. Cuando Becca llegó a su altura,
cuando sus manos se disponían a empujarla por los hombros, Ana se
desvaneció y Becca chocó contra Jon, que se había acercado para intentar
calmarla, y lo empujó con todas sus fuerzas.
La madera de la barandilla de la terraza cedió bajo el peso del joven que,
haciendo aspavientos, se precipitó al vacío al mismo tiempo que alguien
abría la puerta de la terraza y se escuchaba la voz de Salvador maldiciendo.
Arantxa sintió cómo el nudo del estómago que llevaba acompañándola
todo el día se apretaba más en su interior y amenazaba con asfixiarla y que
la cabeza le iba a estallar cuando vio el cuerpo de Jon precipitarse al vacío.
Gritar y salir corriendo de entre los árboles en un intento pueril de evitar
lo inevitable fue lo único que pudo hacer.
Sin importarle el frío ni la nieve que cubrían los escalones que daban acceso
a la casa, Arantxa se dejó caer sobre ellos para intentar recuperar el aliento.
Le temblaban las piernas y el corazón seguía latiéndole contra el pecho,
pese a que hacía ya más de cinco minutos que Jon, que se había atado a un
arnés en cuanto salió al balcón, como mandaba el nuevo guion, y que se
había quedado colgado en el aire como un jamón, había sido descolgado y
ya descansaba en el interior de la casa.
Alberto, que se había quedado en la última planta durante ese tiempo
intentando consolar a una todavía asustada Becca, llegó a su lado, pero se
quedó de pie junto a la puerta, donde la nieve no llegaba.
—¿Todo bien, jefa?
—Creí que se mataba...
—Yo también, pude verlo en los monitores en los que seguía la escena el
director. Cuando Becca se puso a gritar que Ana estaba en el balcón,
enseguida mandó cortar, pero ocurrió todo tan rápido que, para cuando
abrieron las puertas del balcón, el chico estaba colgando del arnés. Menudo
susto te has tenido que llevar al verlo caer.
—No te haces una idea. Todavía tengo el corazón en la boca. ¿Está bien?
—Un poco dolorido por el tirón que le ha dado el arnés al caer, pero
estaba mentalizado para la caída. Lo que no esperaba era que le empujara
Becca. Nos pasa por no leernos los guiones antes de cada escena para saber
qué va a ocurrir.
—Los gritos de Becca y que empujara a Jon por el balcón no estaban en
el guion —replicó Arantxa.
—Pero sí que lo estaba que Jon se cayera, por eso, el balcón cedió tan
fácil ante su peso. Por muy fuerte que le hubiera empujado Becca, no podría
haberlo tirado si el balcón no hubiera estado preparado.
—¿Cómo está Becca?
—Asegura que a quien ella quiso empujar era a Ana. Sabía que el balcón
estaba preparado y solo quería deshacerse de ella, porque la estaba
amenazando con un cuchillo y no dejaba de decirle que quería que fuera
con ella al mundo de los muertos o algo así.
—En el balcón no había nadie más que ellos dos... Lo vi todo desde aquí
abajo.
—Nosotros también fuimos testigos de todo por la cámara dron. Jon
tampoco vio nada ni a nadie. Está claro que la única que la vio fue Becca,
porque es la única que llevaba las lentillas.
—¿Sigues pensando que Steve es el responsable de las visiones?
—Te voy a ser sincero —inició Alberto tras unos segundos de silencio
en los que se quedó pensativo—. Hay algo en ese tipo que no me gusta,
algo turbio. Desde el primer momento, creo que es el único capaz de
manipular esa realidad aumentada de sus lentillas para asustar a quien las
lleva puestas, pero...
—¿Hay un pero?
—O es mejor actor que todos los del reparto o se asustó de verdad
cuando vio a Becca empujar a Jon por el balcón. No tenía ni idea de lo que
Becca estaba viendo. Estaba tan sorprendido como los demás y en su
ordenador no se veía nada extraño, solo las frases y anotaciones de los
actores.
—Así que para ti ya no es el principal sospechoso.
—No he dicho eso, digo que su reacción me ha hecho dudar, nada más.
Lo mejor que podemos hacer es irnos a dormir, seguro que mañana estamos
más lúcidos para intentar desenredar todo este embrollo. Todo el mundo se
está yendo a descansar y, hasta que no arreglen el balcón, no van a volver a
grabar la escena, y a ti se te va a quedar el culo frío, ahí sentada. —Sonrió
Alberto.
—De mi culo ya me preocupo yo —replicó Arantxa, se puso en pie y se
sacudió la nieve—. La verdad es que aquí no podemos hacer mucho más,
todos se están yendo a sus habitaciones. Haríamos bien en hacer lo mismo.
—¿Esta noche me dejarás compartir la cama? Ayer apenas pude
descansar...
—Sigue soñando.
—Venga, rancia, que a ese culo helado le vendría bien que alguien le
hiciera la cucharita —bromeó Alberto.
—Sigue por ese camino y, no solo no vas a dormir en la cama, sino que
vas a acabar en el pasillo. ¿Entendido?
—¿Te han dicho alguna vez que, si te sacas el palo del culo, igual le caes
bien a alguien?
—No tengo ningún interés en caerle bien a nadie.
—Dios, qué ganas de poder volver a casa... —refunfuñó Alberto.
Cuando la puerta de la habitación de ambos agentes se cerró, una al
fondo del mismo pasillo se abrió sigilosamente. La cabeza de Becca asomó
para cerciorarse de que no había nadie y poder salir sin ser vista.
Seguía llevando el escotado y provocador vestido que había usado para
grabar la escena del balcón, pero se había cambiado el maquillaje por uno
más acorde a su edad y que no le hiciera lucir como una choni adolescente,
sino como una mujer decidida.
Llegó hasta la puerta de la casa sin cruzarse con nadie y no le importó
que en la calle hiciera frío. Si sus planes salían bien, y estaba segura de que
así sería, porque nadie podía resistirse a sus encantos, se lo iban a quitar
enseguida.
Fue directa a la caravana de Steve, llamó a la puerta y utilizó sus dotes
para la actuación para poner su mejor cara de afligida.
—¿Qué haces aquí? —le interrogó Steve a medio vestir, porque ya se
disponía a meterse en su cama.
—No consigo que se me pase el susto y no podía dormir —musitó
Becca, sin levantar su mirada del suelo por miedo a que, si lo hacía, su
coartada se le fuera al garete al encontrarse con los músculos delineados de
Steve.
—Anda, pasa, que te vas a congelar si no. —Steve la invitó a entrar.
—Gracias —respondió Becca y esbozó una tímida sonrisa.
—¿Quieres un café para entrar en calor?
—¿Un café? ¿A estas horas? Eso solo me pondría más nerviosa. ¿No
tienes otra cosa? ¿Vodka? ¿Tequila?
—Tequila.
—Ponme dos de esos a ver si me sereno un poco... La vi, ¿sabes?
—¿A quién?
—A Ana.
—Sabes que eso no es posible —replicó Steve mientras servía dos vasos
de tequila y le tendía uno a Becca.
—Lo sé. Ana está muerta, vi cómo se la llevaban en la ambulancia, pero
era tan real...
—¿Qué es lo que viste?
—Antes de eso... ¿me prometes que no tienes nada que ver? —interrogó
Becca y se bebió de un trago el vaso de tequila.
—Nada que ver con qué.
—Con lo que vi. No solo fueron imágenes proyectadas en mis lentillas,
también escuché su voz, sentí su frío aliento tan cerca de mí... Dime que eso
no lo hiciste con tu invento —dijo Becca y le quitó a Steve el segundo vaso
de tequila de su mano.
—Te lo juro. Yo no proyecté la imagen de Ana en tus lentillas.
—Fue tan real. Era como si Ana estuviera justo ahí —explicó Becca y
levantó la mano en el aire—, mirándome con sus ojos vidriosos, y sin vida,
y esa sonrisa que helaba la sangre mientras me amenazaba con un cuchillo y
me decía que se sentía sola y que quería que la acompañara toda la
eternidad.
—Pero sabes que eso no era real. Los fantasmas no existen.
—Lo sé ahora que mi cerebro funciona con claridad, pero cuando tus
propios ojos te engañan, cuando la adrenalina corre por tus venas y nubla tu
cerebro, todo parece real y no sabes qué creer. Te juro que Ana me habló,
era su voz y daba tanto miedo...
—Por suerte, no te ha pasado nada —dijo Steve y le pasó un brazo por
los hombros, intentando consolarla.
—Pero podría. Menos mal que Jon se había puesto el arnés... ¿te
imaginas que le hubiera tirado por el balcón? ¿Cómo hubiera podido vivir
con eso?
—No pienses en ello, no ha pasado nada. Lo que debes hacer es volver a
tu cuarto e intentar descansar.
—No puedo... Todavía tengo el susto y la adrenalina en el cuerpo... y, si
me aseguras que no has tenido nada que ver... contigo me siento más
protegida que sola en mi habitación. —La mirada de Becca cambió de una
asustadiza a una decidida—. Además, en la escena tuve que besar a Jon, y
ese chico besa fatal, me ha dejado un muy mal sabor de boca...
—¿Cómo?
—Venga, Stevi... no te hagas el tonto conmigo. Sabes que tus besos me
gustan mucho más y que los echo de menos. Y has sido tú el que ha
tonteado conmigo esta tarde cuando he venido con el guardia civil. ¿O no
me has llamado bombón?
—El agente me pone nervioso, y cuando estoy alterado digo tonterías.
—No te hagas el duro conmigo —replicó Becca y puso su mano entre
los muslos de Steve—. La última vez los dos lo pasamos muy bien.
—Pero ahora no es el momento... Ana... Paula... —Steve tartamudeaba
al sentir el tacto de la mano de Becca entre sus piernas.
—Gracias a ellas deberíamos aprender que la vida es demasiado corta
como para perder el tiempo y dejar de hacer las cosas que nos apetecen. Lo
de esta noche en el balcón me ha recordado que no debo desaprovechar el
mío, porque no sé cuánto me queda.
—Mujer, todavía eres muy joven.
—Más jóvenes eran Ana y Paula, y mira... Me apetece mucho pasar
contigo esta noche... —La mano de Becca dejó de acariciar los muslos de
Steve y lo agarró directamente de los huevos—. ¿Me ayudas a que se me
pase el susto?
—Vale... —suspiró Steve sin poder cerrar la boca.
—¿Me vas a quitar el mal sabor de mis labios? —inquirió Becca. Steve
se limitó a asentir.
Becca no se entretuvo más tiempo y lamió los labios de Steve para
humedecerlos antes de posar los suyos encima. Intensificó su beso y sus
caricias hasta que el sexo de Steve se endureció entre los dedos. Se afanó en
desabrocharle la cremallera del pantalón.
Aprovechó su torso desnudo para deslizar sus labios por su cuello y sus
pectorales mientras se ayudaba con las manos para terminar de desnudarlo.
Cuando los pantalones y la ropa interior de Steve acabaron en el suelo,
Becca regresó a sus labios.
—Creo que tu polla me desea más que tú —comentó Becca al sentir
cómo sus caricias hacían escapar los primeros flujos del sexo de Steve, que
humedecían sus dedos.
—Eso no es verdad...
—¿También me deseas?
—Mucho —replicó Steve y se mordió el labio ante las sensaciones
provocadas por las placenteras y hábiles caricias de Becca.
—No se te nota... ¿me lo vas a demostrar? —susurró Becca a su oído.
—Sí —musitó Steve, al que se le entrecortaba la respiración con cada
intensa caricia.
—¿Y a qué esperas? Ya sabes lo que me gusta...
Steve aprovechó su fuerza bruta para elevar el ligero cuerpo de Becca y
obligarla a arrodillarse entre sus piernas, al borde de la cama. La agarró del
pelo y la obligó a colocar su boca sobre su sexo, que palpitó en el aire al
sentir el calor de los labios de la joven.
Becca se esmeró en complacer los deseos de Steve, que en realidad eran
los suyos propios, y disfrutó del sabor que destilaba el miembro erecto del
técnico ante cada una de sus lamidas y succiones. No se detuvo hasta que
sintió cada vena latir dentro de su garganta. Solo cuando Steve ya aullaba
de placer lo abandonó, dejándolo completamente erecto y empapado.
—No, no te pares ahora —suplicó Steve.
—Yo también estoy cachonda, cariño... Lo necesito en otros labios que
también están empapados y calientes... —replicó Becca mientras se subía
como un felino sobre la cama.
Steve no puso pegas. Conocía las intenciones de Becca y también su
carácter, sabía que, aunque le gustaba que su pareja demostrara su fuerza,
era siempre ella la que tenía el control, que no se iba a dejar dominar y que,
si él se intentaba rebelar, saldría mal parado. Si quería terminar, si no quería
quedarse con un tremendo dolor de huevos toda la noche, sería del modo
que quisiera.
Ella no se demoró, se sentó sobre sus caderas y continuó lubricando su
sexo, pero esta vez entre sus piernas, y los jadeos de ambos se mezclaron
dentro de la caravana. Esta vez, quien aulló fue Becca cuando el sexo de
Steve se abrió paso dentro de ella.
—¡Dios! Cómo lo echaba de menos —jadeó sin dejar de mover las
caderas.
Steve no pudo responder, solo pudo abrir la boca y gemir de placer ante
el cadencioso ritmo de las caderas de Becca, que lo exprimía con maestría.
Todo el cuerpo de Steve se tensó, su espalda se arqueó sobre la cama
mientras gemía como un tren a vapor aferrado a las sábanas. Becca lo
sintió, sentía cada latido del miembro de Steve dentro de ella, casi podía
sentir cómo la lava ardiente subía por la chimenea del volcán, al borde de
un intenso orgasmo. Le hizo sufrir un poco más antes de exprimirlo del todo
y hacerlo erupcionar.
—¡Joder! —gritó Becca.
—¡Ahhh! —exclamó Steve al llegar al orgasmo al mismo tiempo que las
uñas de Becca le marcaban el pecho como una gata en celo subiéndose por
las paredes—. Me has hecho daño —protestó mientras intentaba recuperar
la respiración.
—Lo siento. Cuando me pongo muy cachonda no me controlo.
—Deberías tener cuidado, puede que algún otro no soporte tu efusividad
—replicó Steve y se hizo a un lado, aprovechando su corpulencia.
—Pero tú sí y te encanta... —replicó Becca—. ¿A dónde te crees que
vas? —interrogó al ver como Steve se sentaba en el borde de la cama y se
disponía a levantarse.
—A mirarme la herida. No quiero que se infecte. Debería curármela, ¿no
crees?
—Antes hay algo que tienes que acabar, que yo también quiero
correrme... —repuso Becca al tiempo que abría sus piernas sobre la cama.
Steve sabía cuál era su papel en todo aquello. Obedeció y cumplió.
—¿No te quedas a dormir? —interrogó Steve unos minutos más tarde
desde el pequeño botiquín de su caravana, en donde se estaba curando los
arañazos, al ver que Becca volvía a ponerse su ropa interior y su vestido,
tras recuperar el aliento.
—No, cariño, la cama de tu caravana es suficiente para un buen polvo,
pero demasiado pequeña para que descansemos los dos. Prefiero la cama de
mi habitación. Ha sido un día intenso con un final feliz y necesito
descansar. Aunque tener sexo me abre el apetito, voy a ver si encuentro algo
en el comedor —respondió Becca y le guiñó un ojo antes de salir de la
caravana y escabullirse sin ser vista.
Alberto maldijo entre dientes al despertar tras darse un golpe contra una de
las patas de la cama donde descansaba Arantxa. Por segunda noche
consecutiva, había dormido en el suelo, sobre la alfombra, ya que el sillón
era lo más incómodo del mundo y su compañera se había vuelto a negar en
redondo, incluso llegando a amenazarlo con su arma reglamentaria, a que
pusiera el culo sobre el colchón. Esta vez, al menos, le había dejado una
almohada.
Se había colocado sobre la alfombra, tapado con una manta y la cabeza
apoyada en ella, pero los continuos ronquidos de su compañera no le habían
dejado conciliar el sueño. Desesperado, había dado cientos de vueltas y
parecía que al final el sueño había sido más fuerte y se había quedado
dormido, pero con la almohada en los pies. La cabeza había terminado
golpeándose contra la pata metálica de la cama al oír gritar a su compañera.
—¿¡Qué ocurre!? —exclamó tras ponerse en pie.
—Nada, no pasa nada. Ha sido una de mis pesadillas. Lo que está
ocurriendo en esta casa, el dolor de cabeza, las sensaciones en el estómago
me han recordado a... Qué coño, que no tengo que darte explicaciones.
Vuelve a dormir —dijo Arantxa.
—¿Quién es Aketxa? No dejas de nombrarlo en sueños.
—¡Y a ti qué coño te importa! —exclamó Arantxa enfadada consigo
misma por no poder controlar sus pesadillas y haber revelado una parte muy
íntima de su vida—. Haz el favor de volver a dormirte.
—Sí, claro, como dormir en el suelo es tan fácil... no te jode —protestó
Alberto y se frotó la frente en donde se había dado el golpe.
—¿Quieres dejar de mirarme así? Ni que nunca hubieras visto a una
mujer en ropa de cama —protestó Arantxa mientras terminaba de cubrirse
con las sábanas.
—Claro que las he visto, y bastante más interesantes, la verdad —
replicó Alberto y se volvió a tumbar en el suelo.
—En tu vida vas a conocer a una mujer más interesante que yo.
—Interesante no sé, más estirada y engreída seguro que no. Buenas
noches, si vas a tener otra pesadilla, grita en bajito.
—Gritaré como me dé la gana.
—Haz lo que quieras...
Estaba claro que su compañera podría sufrir pesadillas por las noches,
pero que no tenía problemas para volver a quedarse dormida. Antes de que
pudiera encontrar una postura agradable, volvió a escuchar sus ronquidos.
El resto de la noche se la pasó en duermevela y, cuando las luces de un
nuevo día entraron por la ventana, se levantó de inmediato. Iba a tardar
horas, si no días, en conseguir descontracturar el cuello y en estirar la
espalda.
—La última noche. Mañana, como si me pega un tiro, al menos
descansaré —musitó al ponerse en pie, en medio de un bostezo que
amenazó con desencajarle la mandíbula, antes de maldecir a su compañera,
a la que hizo el gesto de ir a estrangular mientras seguía roncando.
Tentado estuvo de dar un portazo al salir de la habitación para
despertarla, pero la sola idea de tener que aguantarla de mal humor durante
el desayuno le hizo cambiar de idea. Prefería desayunar solo, tranquilo, sin
escuchar su voz. Bastante dolor de cabeza le daban sus ronquidos y el no
poder dormir.
Pensar en ir al comedor a por el desayuno le seguía sin agradar, le
revolvía el estómago y le quitaba las ganas de llevarse nada a la boca, pero
necesitaba tomar un café, o dos, para conseguir abrir los ojos, porque,
después de dos noches sin conciliar bien el sueño, sin descansar, se
asemejaba más a un despojo que a una persona.
Se debatía entre sus deseos y sus necesidades cuando Becca apareció en
lo alto de la escalera.
—Buenos días, agente. —Le sonrió al verle—. ¿Qué le he pasado en la
frente?
—Buenos días, Becca. Un golpe tonto sin importancia —respondió. La
voz demasiado alegre de la joven a esas horas de la mañana le sentó a su
cerebro como el ruido de un taladro en una mañana de resaca—. Se te ve
muy contenta.
—La verdad es que ayer me fui a la cama bastante cansada y he dormido
como un ángel.
—Pensé que después del susto durante la grabación te costaría conciliar
el sueño —cuestionó Alberto.
—Sí, yo también lo pensé, pero de adolescente, durante los nervios de
los exámenes, pasé varias noches sin dormir y terminé encontrando un
remedio que me hace olvidar todos los problemas y caer rendida.
—¿Somníferos?
—Sexo, agente, siempre sexo. Mínimo un orgasmo, si son más, mejor, y
el estrés, los problemas, se desvanecen y Morfeo te recibe en sus brazos en
alfombra roja. Debería probarlo, tiene mala cara.
—No es mala idea, pero me temo que no es factible.
—¿No? Tengo entendido que duerme con la otra agente en la antigua
habitación de Ana y allí solo hay una cama. Su compañera es bastante
atractiva... —comentó Becca.
—Mi compañera, joder, sabe joderme, pero no en ese sentido, y no me
recuerdes que solo hay una cama. Llevo dos noches durmiendo en el suelo.
—Pobre... —le consoló Becca poniéndole una mano en el hombro—,
siempre puede hacerse una paja en el baño, le ayudará a descansar... ¿Viene
a desayunar? —interrogó al ver la cara de asombro de Alberto.
—¿Sabes de algún sitio en el que pueda conseguir un café que no sea el
comedor?
—Le puedes pedir a Steve que te haga uno —respondió Becca camino
de la puerta con una sonrisa pícara en los labios—. No ponga esa cara,
agente, también puede encontrar una máquina en el área de descanso.
Ninguna de las dos soluciones le terminó de convencer. No tenía la más
mínima intención de ir a la caravana de Steve y ya había probado la comida
de una de aquellas máquinas la noche anterior. Casi prefería ayunar.
Estaba maldiciendo entre dientes cuando Arantxa apareció en las
escaleras.
—¿Qué haces ahí?
—Alejarme de tus ronquidos.
—¿Ya has desayunado? —inquirió ella tras ignorar el comentario.
—No, todavía no —respondió Alberto, al que solo escuchar la palabra
desayunar le había provocado que le sonaran las tripas.
—Tenemos que informarnos de cuál va a ser el horario de grabación de
hoy. Me gustaría hablar con Kilian antes de que empiecen con todo ese lío
de las escenas —comentó Arantxa—. ¿Te enteras de los horarios y yo te
traigo un café?
—¡Hecho! —exclamó Alberto, que encontró la salida a su problema de
la persona que menos esperaba—. Que sea solo y bien cargado... —Iba a
añadir un comentario sobre el motivo de esa necesidad, pero no lo
consideró oportuno ante la posibilidad de que Arantxa se echara atrás en su
ofrecimiento.
—Busca a Lidia. Yo traigo el café. A ver si hoy avanzamos algo en este
caso. Lo ocurrido ayer en el balcón no me ha quitado el nudo del estómago
que me dice que algo no va a ir bien y me sigue doliendo la cabeza. —
Alberto volvió a morderse la lengua.
Encontrar a Lidia sin tener que salir de la casa mejoró su ánimo
mañanero y la taza de café caliente que le trajo Arantxa lo consolidó.
Terminado el café, y al contrario que su compañera, que insistía en que algo
malo iba a ocurrir, se sentía entusiasmado con la idea de poder avanzar ese
día en el caso. Mirar por una de las ventanas y observar que había dejado de
nevar también ayudó. Se acercaba el día de poder regresar a casa y tener
que dejar de dormir en el suelo como un perro.
—Kilian tiene toda la mañana libre. Me ha dicho Lidia que no van a
poder grabar ninguna escena en interiores hasta que anochezca y que van a
dedicar la mañana a grabar paisajes y localizaciones —anunció.
—Estupendo. Le he visto en el desayuno junto con sus compañeros.
Seguro que en unos minutos regresa a la casa. Le esperaremos aquí.
—¿Qué es lo que quieres hablar con él?
—El primer día parecía muy afectado por la muerte de Ana. Una de sus
compañeras, Ene, me habló de que creía que estaba obsesionado con ella.
Me gustaría preguntarle por esa obsesión, a ver si hay algo de verdad o es
solo una exageración de adolescente ignorada.
—Este caso me trae de cabeza. Quien tiene conocimientos para llevar a
cabo las proyecciones parece estar tan sorprendido como nosotros y quien
parece tener motivos para llevarlas a cabo no creo que tenga la capacidad.
—Por eso vamos a hablar con él, a ver qué sacamos. Mira, ahí viene.
Kilian, ¿tienes un minuto? —inquirió Arantxa al joven que entraba por la
puerta seguido de sus compañeros de reparto Jon, Becca, Ene y Adrián.
—Sí, claro. ¿Para qué?
—Me gustaría preguntarte por tu relación con Ana.
—Más quisiera haber tenido alguna «relación» con Ana —matizó Jon
con ironía.
—Al menos, le caía bien, no como tú —replicó de inmediato Kilian.
—Vale, gallos del gallinero, no hace falta que saquéis vuestros
espolones. Lo único que vais a conseguir es que piense que uno de vosotros
le hizo algo a Ana y a Paula —intercedió Arantxa y se colocó entre ambos
jóvenes.
—Yo no le he hecho nada a nadie —protestó Kilian.
—Y si no llega a ser por el arnés, la siguiente víctima habría sido yo,
que esta loca me tiró por el balcón.
—¡Que fue sin querer! —protestó Becca.
—Calma todo el mundo —gritó Arantxa—. Sé que estáis todos un poco
alterados con este tema, pero no vais a solucionarlo peleándoos entre
vosotros.
—Si es que alguno no sabe tener la boca cerrada —dijo Kilian y miró a
Jon.
Este fue a responder, pero un gesto de la mano de Arantxa fue suficiente
para darle a entender que no era una buena idea. Mascullando para sus
adentros, se fue con Becca, Ene y Adrián hacia el área de descanso.
—Siéntate y cuéntame cómo os llevabais Ana y tú —ordenó Arantxa a
Kilian al tiempo que le mostraba un sillón cercano a la chimenea de la
entrada.
—Nos llevábamos bien. Creo que era con quien mejor se llevaba del
reparto.
—¿Os conocíais de antes? ¿Del rodaje de alguna otra película?
—Eh... no. Soy bastante nuevo en esto del mundo de la actuación. Esta
era mi primera película con ella.
—¿Y te cayó bien desde un primer momento?
—Sí, ¿por qué lo pregunta?
—No sé, alguno de tus compañeros y varias personas de producción me
han dicho que Ana era bastante insoportable, que siempre les miraba por
encima del hombro y que tenía los aires bastante subidos —apuntó Arantxa.
En realidad, Kilian era la única persona que le había hablado bien de Ana
en algún momento y de verdad parecía afectado por su muerte.
—Eso es porque le tenían envidia y porque no la conocían bien.
—¿Tú sí la conocías bien?
—Lo intenté y creo que lo estaba consiguiendo, pero no tuve el tiempo
suficiente. Ana, en los primeros días de rodaje, se mostró distante, pero
imagino que eso es algo normal en alguien que tiene que estar soportando
cada día las miradas de los demás. Se dicen tantas cosas de ti que al final
acabas ignorándolas y no sabes si la gente se te acerca por cordialidad o por
interés.
—Así que Ana también fue borde contigo —comentó Alberto.
—Solo al principio. Cuando se dio cuenta de cuáles eran mis
intenciones, se quitó la coraza de chica inaccesible.
—¿Y cuáles eran tus intenciones? —inquirió Alberto. Solo se le ocurría
un motivo por el que un adolescente hasta arriba de hormonas se acercara a
una chica guapa y famosa.
—Quería hacerme su amigo...
—¿En serio? Eso no se lo cree ni la rancia de mi compañera —rio
Alberto—, y mira que a ella le debieron de matar la libido en alguna
persecución.
—No comprendo...
—Que mira que me jode darle la razón al bocazas de mi compañero,
pero no nos creemos que un chico de tu edad se acerque a una chica como
Ana con la única intención de ser su amigo —comentó Arantxa y se acercó
a Kilian para que se sintiera más presionado.
—Vale, ya sé a dónde quieren llegar. Ana era muy guapa y no voy a
negar que me atraía mucho físicamente. Si acepté el papel en la película,
fue porque me dijeron que iba a ser la protagonista y no voy a negar que,
antes de conocerla, y como casi todos los chicos del país, fantaseaba con
ella, pero, si quería tener alguna posibilidad, no podía comportarme como la
mayoría de los chicos que ella conocía.
—Así que, en lugar de la baza del chico engreído y un poco cabroncete
que suele dar morbo a las chicas, usaste la del sensible y comprensivo para
intentar ligar, porque viste que Ana estaba harta del otro tipo —comentó
Alberto, que en tema de tácticas de seducción se las conocía todas.
—Algo así, pero les aseguro que quería ser su amigo.
—Querías tirártela, como todos, y solo buscabas el punto débil en su
armadura por el que colarte en su cama —recriminó Alberto.
—¿Y qué importa si quería o no tener sexo con ella? El caso es que se
cayó por una ventana antes de que eso ocurriera porque alguien la asustó
proyectando unas imágenes en sus lentillas. ¿Qué motivo iba a tener yo para
hacer eso?
—Puede que lo que querías era que se asustara y acudir a su rescate
como un caballero que rescata a la princesa del dragón, esperando que
luego esta le recompense con un beso, pero resulta que se te fue de las
manos, asustaste demasiado a la princesa y no llegaste a tiempo de
rescatarla. Por eso, estabas tan abatido el día de su muerte —explicó
Arantxa sin apartar la mirada de los ojos del chico para ver su reacción. Hay
veces que nuestros gestos y miradas revelan cosas que nuestro cerebro
quiere ocultar.
—¡Eso es una tontería!
—Está bien, te creo —concedió Arantxa en un intento de que el chico se
relajara. Se le veía muy alterado y estaba claro que no iba a arrancarle una
confesión presionándolo. Era mejor darle un poco más de cuerda a la correa
que le habían puesto alrededor del cuello—. ¿Y quién crees que podía tener
algo en contra de Ana para asustarla de ese modo?
—No lo sé, cualquiera. Como le he dicho, todo el mundo tenía envidia o
celos de ella. Jon, por ejemplo, estoy seguro de que ella no le soportaba, y
eso a su enorme ego le sentaría fatal; o Adrián, fue Ana quien le puso el
mote de Paloselfie y creo que no le hace ninguna gracia; Ene también la
estaba todo el día criticando por la espalda; Steve, el técnico, no dejaba de
agobiarla con su sonrisa falsa y sus continuos halagos, ¡incluso Paula tenía
más motivos que yo para hacer daño a Ana! —replicó Kilian, que no pudo
seguir sentado y caminaba nervioso por el hall de la entrada a la casa.
—¿Becca no? —interrogó Alberto, al ver que era el único nombre que
Kilian no mencionaba.
—Sí... Becca también. La envidiaba, porque siempre le daban los
papeles protagonistas a Ana, siendo ella mayor.
—¿Y quién tendría motivos, de todos ellos, para hacer daño a Paula? —
interrogó Arantxa.
Kilian se detuvo en seco y se quedó un rato en silencio sin saber qué
responder.
—La verdad es que nadie... Nadie tenía motivos para hacer daño a
Paula, para todos era prácticamente invisible...
—Y, sin embargo, alguien la mató, ahogándola mientras mantenían
relaciones sexuales —matizó Alberto.
—Al único que Paula dejaría acercarse de ese modo es a Jon... Estaba
enamorada de él.
Arantxa y Alberto se quedaron pensando en las últimas palabras de Kilian.
Jon se sumaba a la lista de posibles sospechosos, ya que parecía que Ana no
se llevaba bien con él, motivo más que suficiente para asustarla y, al
parecer, era al único al que Paula habría dejado acercarse.
Kilian aprovechó el momentáneo despiste de los agentes para pedir
permiso para irse a ensayar las escenas de la tarde. Ninguno de los dos puso
inconveniente. No iban a sacar nada más de él.
—Que conste que Kilian también ha mencionado a Steve. Ese hombre le
tira los tejos a todo lo que no lleva nada colgando entre las piernas... —
comentó Alberto.
—Ana era mayor de edad y una mujer muy atractiva, veo lógico que un
hombre soltero intente coquetear con ella.
—Venga, pero si el técnico ese te ha tirado los tejos hasta a ti. Es un
pervertido mental.
—¡Oye! Que yo también tengo mi público, aunque no le haga caso.
—Te creo, hay gente muy rara, como los que se enamoran de alguien
que está en la cárcel. Encriptofilia creo que lo llaman. Tu público sufrirá
alguna filia rara de esas... no tiene otra explicación.
—Tú eres tonto.
—Si alguien te tira los tejos a ti, paso a considerarlo un psicópata en
potencia y, si encima es el inventor de las lentillas que creemos
relacionadas...
—Tú sigue así y...
—¿Y qué? ¿Me vas a hacer dormir en el suelo una noche más? Qué
novedad.
—En el suelo no, en la puta calle.
—Uy, qué miedo... —se burló Alberto y movió las manos en el aire.
—Deberíamos hablar con Jon antes de que empiecen las grabaciones —
comentó Arantxa sin hacer caso de las provocaciones de su compañero,
empezando a caminar hacia el lugar por el que se habían marchado los
cuatro chicos.
—¿Crees que vamos a sacar algo de él?
—No, pero tampoco perdemos nada y podemos intentar ponerle algo
nervioso, a ver si nos cuenta algo útil.
Jon, Becca, Adrián y Ene estaban sentados alrededor de una mesa en el
área de descanso. El tiempo, aunque había dejado de nevar, frío y
desapacible, y no tener ninguna escena que grabar hasta la tarde les dejaba
un tiempo libre con el que no sabían qué hacer. Ni siquiera podían
conectarse a sus redes sociales, porque las conexiones a Internet seguían sin
funcionar en aquella casa perdida de la mano de Dios. Estaban sentados
unos frente a otros sin saber tampoco qué decirse. Eran compañeros de
trabajo, habían intentado llevarse bien, pero no lo habían conseguido. Si
estaban juntos, era porque no tenían otro sitio mejor al que ir y tampoco
querían quedarse solos. Tenían miedo de poder ser el siguiente que sufriera
un ataque o accidente.
—¿Qué creéis que le estará preguntado la Guardia Civil a Kilian? —
comentó Ene para intentar romper el silencio.
—No creo que tarden mucho —respondió Jon.
—¿Y eso?
—Querían preguntarle por su relación con Ana, y eso no da para mucho
tiempo hablando.
—Kilian y Ana eran amigos —comentó Adrián.
—Ana no tenía amigos. Si dejaba que Kilian se acercara a ella, era
porque era una egocéntrica a la que le encantaba que le regalaran los oídos.
Kilian, más que su amigo, era su mascota, una de la que se iba a cansar
enseguida.
—¿Como hizo contigo? —recriminó Ene.
—¿Qué hizo conmigo? —protestó Jon.
—Vamos, tío, no jodas, que todo el mundo sabemos lo que pasó entre
vosotros en la anterior película que grabasteis. Salió en todas las revistas —
comentó Adrián.
—¿Todavía os creéis lo que sale en las revistas? Entre Ana y yo nunca
hubo nada. La productora decidió que era una buena publicidad para la
película que se nos viera saliendo juntos en unas cuantas fotografías y que
acudiéramos a unos cuantos actos promocionales. Dejamos que la gente
pensara que éramos pareja, porque eso hacía que fuera a ver la película en
la que supuestamente surgió el amor entre nosotros, nada más.
—Y yo que pensaba que la tensión entre vosotros dos era porque habíais
roto y no os hacía ninguna gracia tener que besaros... —comentó Ene.
—Nunca nos ha hecho ninguna gracia. Lo único que teníamos en común
era que ninguno de los dos nos caíamos bien.
—¿Y qué sentisteis al volver a verla en el bosque o en el balcón? —
inquirió Adrián mirando a Jon y Becca.
—A ver, no te lo voy a negar. Me meé en los pantalones. Y ojo, como
esto salga de aquí o llegue a oídos de Kilian, el responsable será el próximo
que sufra un accidente. ¿Entendido? No sabía que lo que estaba viendo lo
proyectaban las lentillas que llevaba puestas, fue tan real e inesperado que
salí corriendo todo lo rápido que pude, sin mirar atrás, y casi me saco un ojo
con una rama de un árbol. No pienso volver a ponerme esas lentillas en la
vida. Lo juro.
—¿Y tú, Becca? —interrogó Ene.
—No llegué a mearme en las bragas, pero casi. Os juro que parecía que
estaba ahí. La escuchaba hablar, podía oler hasta ese perfume empalagoso
que siempre utilizaba. Iba vestida con el mismo camisón con el que se cayó
por la ventana, pero lo llevaba manchado de sangre y no hacía más que
pedirme que me fuera con ella al otro lado, porque se sentía sola mientras
me amenazaba con un cuchillo. Fue horroroso.
—Tanto que me acabaste empujando por el balcón —protestó Jon.
—Ya te he pedido perdón un millón de veces. Te juro que creía que a
quien empujaba era a Ana. Estábamos encerrados en el balcón y no tenía
escapatoria, solo quería librarme de su mirada.
—Te dije que no te pusieras las lentillas, pero no me hiciste ni caso.
—Sabes que sin ellas me olvido de los diálogos...
—Deberías estudiar más.
—¿Y quién creéis que lo ha hecho? —interrogó Ene.
—Si no hubiera sido la primera víctima, la única persona tan retorcida
como para hacer algo así era la propia Ana —comentó Jon—. Si no fuera
porque vi cómo levantaba su cuerpo una forense y se la llevaban en una
ambulancia, hasta pondría en duda que estuviera muerta y que lo de caerse
por la ventana no fuera otra de sus maneras de llamar la atención.
—Pero Ana está muerta, y la muerte de Paula... es imposible que ella la
llevara a cabo. Ha tenido que ser un chico —comentó Adrián.
—Ha tenido que ser Steve, solo él sabe cómo manejar las lentillas —
comentó Ene.
—¿Tú qué piensas de eso, Becca? —interrogó Jon.
—¿Y por qué debería pensar algo?
—Mujer, porque ayer a la noche te vi desde la ventana de nuestra
caravana salir de la casa y meterte en la de Steve, y por cómo se movía, no
creo que fueras a hablar con él —comentó Jon—. ¿Crees que puede tener
algo que ver con todo esto?
—¿Crees que si pensara que podría haber asesinado a Ana y Paula me
hubiera quedado a solas con él en su caravana? ¿Tan estúpida me crees? Te
recuerdo que las dos víctimas han sido dos chicas del reparto, y no tengo
ninguna intención de ser la tercera.
—Y yo te recuerdo que Kilian y yo también hemos visto a Ana en las
lentillas y que bien podríamos haber sufrido un accidente en el bosque.
Aquí los únicos que todavía no han visto a Ana han sido Ene y Adrián.
—Oye, en las películas de terror el asesino siempre acaba resultando
aquel del que menos se sospecha... —comentó Becca y se apartó de Adrián,
que estaba sentado a su lado.
—¡Oye! Que yo no le he hecho daño a nadie en mi vida.
—Por si acaso, no te acerques mucho a mí, Paloselfie, ¿entendido? —
advirtió Becca.
—¿Quién no debe acercarse a quién? —La voz de Arantxa les hizo dar a
todos un respingo en sus asientos.
—Nadie. Estábamos elucubrando sobre lo que ha pasado estos días y
estamos un poco nerviosos todos —se excusó, Ene intercediendo por
Adrián.
—La verdad es que sí, pero intentad tranquilizaros. Ha dejado de nevar
y, en un par de días, las pruebas que encontramos en el caso de Paula
podrán ser analizadas, y seguimos buscando las lentillas que llevaba.
Resolveremos esto antes de que nadie más salga herido —dijo Arantxa,
aunque al mencionar las últimas palabras sintió una punzada en la tripa.
Otra vez su maldito instinto avisándola de que no debería hacer promesas
que no estaba segura de poder cumplir—. ¿Podemos hablar un minuto
contigo, Jon?
—¿Conmigo? ¿Qué les ha dicho el idiota ese de Kilian para que quieran
hablar conmigo ahora? —replicó poniéndose en pie como si el asiento en el
que estaba sentado le hubiera empezado a quemar el culo.
—Queremos saber cuál era tu relación con Ana. Nada más. ¿Podéis
dejarnos solos un minuto? —preguntó al resto de jóvenes. Estos se
levantaron y abandonaron el área de descanso.
—Nos conocíamos de haber trabajado juntos en otra película —
respondió Jon cuando se quedó a solas con los dos agentes.
—¿Fuisteis pareja? Me pareció veros en las revistas —interrogó Alberto.
—Y dale con las revistas. Que eso fue solo marketing de la película.
Ana y yo no hemos sido nunca pareja, ni siquiera amigos. Solo coincidimos
en que ambos somos guapos y con un montón de fans. En todo lo demás
nos parecíamos como un huevo a una castaña. No creo que deba ocultar que
no nos llevábamos bien.
—¿Y cuál era tu relación con Paula?
—¿Con la doble? Ninguna. Coincidimos en un par de escenas, poco
más.
—Tengo entendido que ella se sentía atraída por ti.
—Como muchas otras chicas, pero nunca me dijo nada ni despertó
ningún interés por mi parte. Puede que fuera una buena chica y que se
mereciera un mejor trato por nuestra parte, pero el simple hecho de que se
pareciera físicamente a Ana me echaba para atrás, lo siento.
—¿Tanto odiabas a Ana?
—No era odio, era más bien rechazo. Como dos imanes... Se supone que
estábamos predestinados a atraernos, pero era como si nos hubieran
colocado los polos al revés. Aunque nunca le hubiera hecho daño, si es lo
que están pensando.
En ese momento, entró Lidia en el área de descanso.
—Perdón, no quería interrumpir —se disculpó y se quedó en silencio
esperando que los agentes le dieran el permiso para continuar—. Jon, ¿has
visto a Kilian?
—No, desde la hora de la comida. Se quedó con los agentes cuando
llegamos a la casa. No lo he visto desde entonces, ¿por qué?
—Porque no aparece por ningún lado. Llevo media hora buscándolo,
porque Salvador ha pedido que le localice para grabar unas tomas en
exteriores, y no le encuentro en ninguna parte.
El revuelo y los miedos no tardaron en apoderarse de la casa y de todos los
presentes. Kilian seguía sin aparecer y todos tenían una mala sensación. El
último en verlo había sido Steve, y eso aumentaba los temores de los dos
agentes.
—Vino a pedirme sus lentillas para ensayar la próxima escena. Estaba
nervioso, pero no vi nada raro. Siempre ha sido un chico un poco
hiperactivo.
—¿Las lentillas? Le ha pasado algo fijo… —comentó Jon.
—Las lentillas no son peligrosas. Solo proyectan texto e imágenes —
replicó Steve.
—¡Y una mierda! Sé perfectamente lo que proyectan tus putas lentillas y
no son solo texto e imágenes. ¡Yo sentí a Ana!
—¿Sabes dónde iba después de pedirte las lentillas? —inquirió Arantxa
para cortar de raíz aquel conato de discusión que no les iba a llevar a
ninguna parte. La prioridad ahora era encontrar a Kilian, su intuición la
seguía alertando.
—Creo que iba a la habitación de rodaje en la segunda planta. Allí es
donde se iba a grabar la siguiente escena.
—Esa habitación es el primer lugar donde he mirado y allí no había
nadie —puntualizó Lidia.
—Deberíamos organizar una búsqueda —comentó Arantxa—. Será
mucho más efectiva que andar todos como pollos sin cabeza buscando en
sitios en donde otros ya hayan mirado antes.
—Y podríamos usar mis lentillas... —musitó Steve—. Desde lo ocurrido
con Paula, he estado pensando en cómo podría mejorar mi invento y les he
agregado un software de localización y de grabación.
—¿Quieres decir que las lentillas de Kilian pueden ser localizadas y
estamos aquí perdiendo el tiempo? —protestó Alberto.
—No. Digo que las lentillas ahora pueden detectar cuando otras lentillas
están cerca y que pueden grabar lo que quien las lleva puestas vea.
—Vamos que, si todos nos ponemos tu invento, grabaremos la búsqueda
y, si nos acercamos a alguien que también las lleve, nos avisarán de que hay
alguien cerca que también las usa —remarcó Arantxa.
—Exacto.
—Ya nos estás dando un par de lentillas a todo el mundo para que
iniciemos la búsqueda de inmediato —ordenó la cabo primero.
—¡Yo no me pongo una de esas lentillas ni de coña! —gritó Jon—.
Buscaré a Kilian del modo tradicional. Con esa mierda de realidad
aumentada cualquier rostro me podría parecer el de Kilian si a ese majara
de Steve se le ocurre mostrarme la imagen.
—Yo solo quiero ayudar —replicó Steve.
—Está bien, quien quiera ponerse las lentillas que se las ponga y quien
no que no lo haga, pero que tampoco estorbe. Tenemos que encontrar a
Kilian, y esperemos que esté bien cuando lo hagamos. —Arantxa volvía a
sentir cómo sus tripas revoloteaban, pero no como mariposas, sino como
buitres alrededor de un cadáver. Eso y el intenso dolor de cabeza la tenían
preocupada.
—No tengo lentillas para todos. Solo traje pares para el equipo de
reparto y grabación y algunos más para reemplazar algún posible fallo,
pero, entre las que se ha llevado Kilian, las que se perdieron con la muerte
de Paula y las que tiene la Guardia Civil del caso de Ana... —comentó
Steve.
—Muy bien. Haremos lo siguiente. Que cada miembro del reparto coja
las suyas. Como Jon no quiere llevar su par de lentillas, las llevará mi
compañero y yo me pondré uno de los pares de lentillas de repuesto. Mi
compañero Alberto se encargará de la búsqueda en exteriores con todos
aquellos que no tengan lentillas y los que entremos en la casa nos
dividiremos por plantas para cubrir más rápido la búsqueda y poder unirnos
al grupo de exteriores con rapidez. Quiero encontrar a Kilian cuanto antes
—ordenó Arantxa, segura de que, esta vez sí, su intuición le avisaba de que
algo grave estaba a punto de pasar si no encontraban rápido al chico. La
cabeza le iba a estallar.
—¿Estás segura de que es buena idea separarnos por plantas? —inquirió
Ene.
—Es la manera más rápida de cubrir la casa entera.
—En las películas de terror siempre se separan y nunca resulta ser una
buena idea —replicó Adrián.
—Pero esto no es una película de terror.
—Esto... sí, sí que lo es —matizó Ene.
—¡No estamos grabando la película! La desaparición de Kilian es real y
no vamos a encontrar fantasmas que nos lancen almohadas desde detrás de
una cámara —intervino Alberto que, si de algo tenía ganas, era de acabar
pronto con aquello. No le había hecho ninguna gracia que le asignaran la
búsqueda en exteriores. Seguía haciendo un frío de mil demonios.
—Becca, Adrián, Ene y yo entraremos en la casa. Los demás revisad las
caravanas, los alrededores y el bosque. Alberto y yo nos mantendremos en
contacto por los walkies para coordinar la búsqueda. ¿Entendido?
Todos estuvieron de acuerdo y Alberto se encargó de dividir al grupo de
técnicos y demás personal para la búsqueda en el exterior; el bosque que
rodeaba la casa era extenso y había muchos lugares en los que mirar. Los
demás regresaron al interior de la casa.
—Somos cuatro y son cuatro plantas incluyendo el sótano. Cada uno de
nosotros va a cubrir una. Yo bajaré al sótano. Tú, Becca, cubrirás la planta
baja de la casa; Ene, tú la primera y Adrián subirá a la última. Aseguraos de
revisar bien cada una de las habitaciones que os encontréis y, si veis alguna
cerrada en la que no podáis entrar, os acercáis a ella cuando terminéis de
revisar y esperáis allí a que yo llegue. ¿Entendido?
—Si terminamos de revisar nuestra planta sin encontrar nada, ¿podemos
ir a otra a ayudar? —preguntó Ene.
—Si terminas tu planta y no has encontrado nada, puedes ir a otra a
ayudar si lo consideras necesario. El caso es que todos nos reuniremos en la
tercera al terminar.
—Mi planta es la más amplia. Voy a ser la que más tarde —comentó
Becca—. Y no me hace ninguna gracia quedarme sola...
—Tu planta es la más amplia, pero también la que menos puertas y
rincones tiene. La biblioteca o el área de descanso son diáfanas. Tardarás
menos en revisarlas. Y, en cuanto termine en el sótano, subiré a ayudarte —
explicó Arantxa—. Vamos, cuanto antes empecemos, antes nos juntaremos
al grupo de fuera.
—Esta casa cada vez me da más mal rollo —comentó Adrián.
—Esta casa es como todas las demás, puede que un poco más vieja, pero
nada más —replicó Arantxa.
Con todo organizado, se dirigió a las escaleras que bajaban al sótano. Se
había autoasignado esa zona, porque allí estaba el despacho de Steve y se
había asegurado de que él se quedara fuera. No le daría la razón nunca a su
compañero, pero estaba claro que, si alguien conocía el funcionamiento de
las lentillas, ese era el técnico extranjero. No perdía nada por echar una
ojeada en solitario a su despacho. En cuanto se alejó de los tres chicos, las
lentillas dejaron de señalizar la presencia de otras cerca. Parecía que el
nuevo invento de Steve funcionaba. Si Kilian estaba cerca, lo descubriría
antes de verlo.
Becca se despidió de sus compañeros antes de encaminarse hacia la
biblioteca, mientras que Ene y Adrián subieron a la primera planta de la
casa.
—Ten cuidado, ¿vale? —le pidió Ene a Adrián cuando llegaron al final
del tramo de escaleras.
—Lo mismo digo. No me hace ninguna gracia dejarte sola. Hasta ahora,
las dos víctimas mortales han sido chicas...
—Pero ahora el desaparecido es Kilian, y Jon y Becca también tuvieron
visiones con Ana. Termina rápido en tu planta, que la segunda es la más
pequeña, y baja a ayudarme en la mía.
—De acuerdo. Eso haré —aseguró Adrián antes de despedirse con un
abrazo de Ene. Un abrazo que a esta le erizó la piel y le dibujó una sonrisa.
—Nos vemos enseguida. —Sonrió y se dispuso a entrar en la primera de
las habitaciones de su planta.
Cuando Ene se perdió dentro de la habitación, Adrián subió a su planta
casi a la carrera. Quería parecer un caballero y no dejar mucho tiempo sola
a Ene, pero, en realidad, tampoco tenía ninguna gana de quedarse solo.
Seguía pensando que aquello de separarse era una malísima idea y, dijera lo
que dijera la agente de la Guardia Civil, aquella casa no era como la suya.
En la tranquilidad de su vivienda, con sus padres, nadie había saltado nunca
por una ventana ni habían encontrado a una chica muerta en una cama. Solo
con pensar que entre aquellas paredes habían muerto dos compañeras ya se
le ponían los pelos de punta, teniendo que caminar a solas por los
semioscuros pasillos.
Había visto decenas, cientos de películas del género, y en todas ellas
siempre criticaba a los guionistas por lo mismo. ¿Por qué siempre se
separaban? No creía en fantasmas, pero sí en asesinos, y estaba claro que en
la casa tenían uno. ¿Por qué empeñarse en ponérselo más fácil separándose?
Por suerte, su planta, junto con el sótano, era la más pequeña de la casa.
Allí solo había tres habitaciones y en una de ellas era en donde habían
estado grabando la tarde anterior, la del balcón, la que estaba al fondo del
pasillo.
Entró en la primera de las habitaciones y la revisó concienzudamente,
mirando en cualquier parte en la que pudiera caber el cuerpo de Kilian,
tanto voluntaria como involuntariamente. Miró bajo la cama, en los
armarios, detrás de las viejas cortinas, incluso se detuvo a mirar por la
ventana por si desde allí alguien pudiera haber accedido al tejado. Seguro
de que allí no había nada ni nadie y comprobando que las lentillas no le
avisaban de ninguna presencia en aquella estancia, dejó la puerta abierta y
se fue a la habitación de enfrente.
Llevó a cabo el mismo procedimiento hasta cerciorarse de que no había
nadie y que desde allí nadie se podía haber subido al tejado, salvo que
fueran Spiderman o Catwoman.
Con dos de las tres habitaciones ya revisadas, se encaminó hacia la del
fondo. En el mismo lugar del pasillo en el que iniciaba a grabar la escena,
sintió un escalofrío recorriéndole todo el cuerpo. Aquella era, en la película,
la habitación más encantada de la casa, el lugar en el que la familia que la
habitaba con anterioridad a su llegada había fallecido, donde la hija se había
vuelto loca por los ruidos y los sucesos paranormales que en ella sucedían,
el sitio donde Ana, en su papel de Marta, desaparecía.
—Es todo inventado. En esta casa no ha muerto nunca nadie —se dijo
para autoconvencerse de que nada raro iba a ocurrir al otro lado de la puerta
—. Al menos… no antes de nuestra llegada... —musitó al acordarse de
Paula y Ana—. Los fantasmas no existen.
Decidido, agarró el pomo para entrar en la habitación, pero esta vez no
cedió bajo sus dedos.
—¿Qué coño...? —se quejó, seguro de que esa puerta nunca estaba
cerrada—. ¿La habrán cerrado hasta arreglar el balcón? —se
autoconvenció.
No tenía ninguna gana de tener que quedarse allí, delante de la puerta,
esperando a que la agente de la Guardia Civil subiera. Quería terminar de
revisar la habitación y bajar al piso de abajo con Ene, así que no se lo pensó
dos veces y arremetió contra la puerta con todas sus fuerzas después de
coger carrerilla por el pasillo.
Lo hizo con tanto ímpetu que la puerta cedió a su empuje y acabó
rodando por el suelo. Aturdido por el golpe, fue a ponerse en pie cuando las
lentillas empezaron a mandarle señales parpadeantes, avisándole de que
había alguien cerca que las llevaba.
—¿Ene? ¿Eres tú? —interrogó al ver como las lentillas no dejaban de
parpadear, pero no recibió respuesta—. ¿Kilian? ¿Estás aquí? ¡Todo el
mundo te está buscando!
Pero otra vez recibió el silencio como única respuesta. Un silencio frío
que le hizo temblar. Aquella habitación siempre estaba helada.
Decidido a salir de allí cuanto antes, se dispuso a hacer lo mismo que
había hecho en el resto de las habitaciones de la planta: revisarla de arriba a
abajo hasta asegurarse de que allí no había nadie.
—¡No tiene ninguna gracia! —exclamó a quien estuviera llevando las
lentillas y no quisiera manifestarse.
La habitación, al contrario que las otras, estaba llena de cables, cámaras
y demás enseres de la grabación e incluso buscó detrás del enorme
ventilador que les arrastraba cuando entraban haciendo las veces de fuerza
del más allá. Miró también debajo de la cama y, al no encontrar a nadie,
decidió hacer lo mismo en el balcón.
Abrió las viejas puertas de madera y salió a la terraza con cuidado. Tras
la caída de Jon, no habían terminado de reparar los desperfectos y no
llevaba enganchado el arnés. El balcón no parecía muy seguro y no quería
acabar estampado contra la nieve del suelo, por mucho que pudiera
amortiguar su caída. Torció el gesto al comprobar que desde allí, y usando
como punto de apoyo los anclajes de las poleas que permitieron a Jon salvar
la vida, si se era ágil, se podía subir al tejado. Como él no lo era y nadie le
había pedido que revisara aquella parte de la casa, regresó al interior y se
dispuso a abrir los dos armarios contra los que Becca y Kilian terminaban
hechos un nudo en la escena.
Las lentillas seguían parpadeando, y eso hacía que su corazón latiera
cada vez con mayor rapidez. No dejaban de indicarle que allí había alguien
más que las llevaba y, o estaba en el tejado sobre su cabeza o detrás de
aquellos dos pares de puertas.
Respiró profundo antes de abrir el primero, pero no le sirvió para calmar
los latidos de su corazón.
—Kilian, ¿estás ahí? —interrogó, seguro de que, si su compañero estaba
vivo, le respondería. La idea de poder encontrarse dentro del armario el
cadáver de Kilian con las lentillas puestas le puso más nervioso.
Abrió las puertas del armario de golpe como quien se arranca una tirita
con la esperanza de que duela menos y tuvo que recuperar el aire, que había
dejado de entrarle en los pulmones, al ver que dentro del primer armario no
había nada ni nadie.
—Joder, me va a dar un infarto...
Las lentillas seguían destellando. Adrián echó un vistazo al pasillo para
asegurarse de que ninguna de sus compañeras o la Guardia Civil hubiera
subido a su planta. La suya era la más pequeña, era imposible que hubieran
terminado. Deseoso de salir de allí cuanto antes y bajar, corriendo si hacía
falta, hasta la planta de abajo donde estaría Ene, abrió el segundo armario.
Al hacerlo, se cayó de culo al suelo.
—Estoy escondida —susurró Ana desde dentro con un dedo manchado
de sangre sobre sus labios, mandándole guardar silencio.
—No eres real. Estás muerta. Te vi muerta...
—Claro que estoy muerta, tonto... ¿No ves toda la sangre que he
perdido? —respondió Ana y le mostró el camisón ensangrentado—.
¿Quieres que te enseñe la puñalada que me mató, Paloselfie?
—Te mataste al caer por una ventana. Nadie te…te apu… puñaló —
tartamudeó Adrián. En los labios de Ana, aquel absurdo mote que ella
misma le había puesto sonaba aterrador. Sonaba como si la propia Ana le
estuviera insultando desde el infierno.
—¡Eso es mentira! Me clavaron un cuchillo. ¡Mira! —exclamó Ana y se
subió el camisón por encima del pecho para que Adrián viera la herida,
todavía sangrante, que tenía por debajo de las costillas.
Adrián se quedó boquiabierto mientras gateaba, tembloroso, hacia atrás.
—Cochino —rio Ana con una risa estridente y siniestra que en nada se
parecía a la que tenía cuando estaba viva—. No va el muy guarro y se
queda mirándome las bragas... Siempre has querido verme las bragas,
¿verdad, Adrián?
—No me asustas. No eres real —se empeñaba en repetir más para
autoconvencerse que para que Ana dejara de asustarlo con su presencia.
—No me digas que la mancha de tus pantalones no es que te has meado
encima... ¿Tanto me deseas, guapo? —se burló Ana, y su risa sonó como
una caja de alfileres golpeando un suelo de mármol—. Te propongo un
trato: me dejas asesinarte y, a cambio, te enseñaré mis bragas durante toda
la eternidad. ¿Qué te parece? Es que aquí estoy tan sola... y la niña no deja
de insistirme con que venga más gente a jugar con nosotras.
—No eres real —insistió Adrián y cerró los ojos—. Solo tengo que
quitarme las lentillas y dejaré de verte. No existes. Eres una proyección de
mis lentillas.
—Ah, ¿no? Prueba... —retó Ana, desafiante.
Su voz sonó susurrada, tan cerca de su oreja, que hasta pudo sentir el
frío aliento congelándole la sangre. Por instinto, con los ojos cerrados para
no verla, retrocedió en el suelo a gatas hasta que su espalda chocó contra la
cama. La risita divertida de Ana le puso los pelos de punta.
—Si tan seguro estás de que quitándote las lentillas vas a dejar de
verme, ¿a qué esperas? ¿O es que te resulta tentadora la idea de verme las
bragas eternamente? Mira, guapo... abre los ojos... te las estoy enseñando
otra vez...
—¡Calla! ¡No quiero oírte! —gritó Adrián, al que una arcada le
atragantó solo de pensar en la herida abierta, por la que a Ana se le salían
las tripas, que había visto antes.
Deseoso de librarse de aquella pesadilla, hizo el ademán de irse a quitar
las lentillas, pero al intentarlo, sintió dos pinchazos en las sienes que le
hicieron retorcerse de dolor.
—¿Por qué eliges sufrir, tonto? Podrías venirte conmigo y yo te haría
retorcerte, pero de placer —volvió a susurrar Ana cerca de su oído. Incluso,
pudo sentir la suavidad de la yema de sus dedos acariciándole la cara.
—No te tengo miedo, no te tengo miedo —se mentía repetidamente
Adrián—. No puedes hacerme daño. Solo tengo que esperar a que alguien
venga.
—Pobre Paloselfie, siempre tan ingenuo, siempre en segunda fila,
incapaz de atreverse a dar el paso para destacar. ¿No ves que a las chicas
nos gustan los chicos decididos? Si no te muestras, las chicas guapas nunca
podremos fijarnos en ti.
—¡Deja de llamarme así! No quiero que las chicas como tú se fijen en
mí. ¡No te aguantaba nadie! ¡Eras insoportable!
—Ah, ¿sí? —La voz de Ana dejó de sonar dulce—. Esta chica
insoportable te va a enseñar un par de cosas en las que estás equivocado...
La primera es eso que dices de que no puedo hacerte daño. Puede que a mí
no me tengas miedo, pero ¿qué me dices de a las arañas?
Fue escuchar la palabra y a Adrián se le abrieron los ojos como platos.
Si algo no soportaba en el mundo, era a ese asqueroso bicho. Les tenía tanto
terror, tanto pánico, que cuando el cuerpo de Ana se desvaneció en el aire y
de su camisón caído al suelo comenzaron a salir decenas, cientos de esos
repugnantes animales, quiso gritar, pero el miedo le había dejado sin voz.
Las arañas comenzaron a rodearlo. Para evitarlas, se puso en pie y corrió
hacia el balcón, porque los arácnidos le cerraban el paso hacia la puerta de
la habitación. Sin quitarles la vista de encima, y todavía con un halo de
cordura que le avisaba de que todo aquello no podía ser real, volvió a
intentar quitarse las lentillas. Una vez más, el punzante dolor en las sienes
le hizo caer de rodillas.
—No me pueden hacer nada… ¡no me pueden hacer nada! No son
reales. Tengo que mantener la calma —se repitió, pero le resultaba
complicado hacerlo con las peludas y enormes arañas, que ahora también
salían de debajo de la cama y del armario abierto y bajaban por las paredes
de la habitación, llegando a sus pies.
—No son reales, no son reales.
—Te equivocas... —La voz de Ana volvió a resonar en la habitación
como un eco.
Adrián la buscó por todos lados, pero solo cuando se fijó en las arañas y
pudo ver que sus ojos estaban igual de vacíos que los de ella, comprendió
que habían sido ellos, aquellos asquerosos bichos, quienes le habían
hablado y quiso gritar. Por segunda vez, no le salió la voz.
Todo el cuerpo se le paralizó de miedo cuando sintió a los arácnidos
subirle por las piernas. Seguía intentando convencerse de que no eran
reales, de que no podían herirle, pero podía sentir sus patas peludas
aferrándose a sus pantalones y escalando por sus piernas.
Cerró de nuevo los ojos. No quería verlas, pero las sentía.
—Vas a comprobar que sí puedo hacerte daño. Te vas a arrepentir de no
haber querido venir conmigo. Lo podríamos haber pasado tan bien juntos...
—La voz de Ana sonaba dura, enojada, rabiosa, no había ningún ápice de
dulzura en ella—. Veremos quién no soporta a quién en este lado. Voy a
hacer que todos vengáis aquí conmigo. ¡Todos!
—Mucho hablas, pero no... —intentó replicar Adrián, juntando todo el
valor que le quedaba, pero la frase se le cortó en la garganta cuando uno de
aquellos animales le clavó sus quelíceros en el cuello.
El intenso dolor le subió directo al cerebro, como una droga paralizante,
y entonces sí, como si el veneno de la araña le hubiera privado del control
de su cuerpo, se meó en los pantalones.
—Guarro... —La risa maléfica y traviesa de Ana resonó en sus oídos—.
¿No quieres hacer cochinadas conmigo? Mírame...
Adrián no abrió los ojos. El resto de las arañas empezó a morderle en
todo el cuerpo. Podía sentir sus colmillos hundiéndosele en la piel; notaba
el veneno circulando por su sangre, pudriéndolo por dentro; sentía dolor,
uno tan intenso que le mareaba.
—¡Adrián, aquí! —Escuchó una voz que le hablaba desde el tejado.
Miró hacia arriba. Allí estaba la razón por la que sus lentillas no habían
dejado de parpadear. Ene estaba subida allí arriba.
—¡Póntelo en el cuello! Yo te subiré —le gritó su amiga y compañera.
La única que siempre le había tratado con cariño y sin desprecio. La única
que le llamaba por su nombre y no por aquel absurdo mote que tanto le
ofendía.
Le hizo caso. No pensó. El miedo no le dejaba hacerlo. Solo quería salir
de allí. Ni siquiera se planteó cómo su amiga podría haber llegado hasta el
tejado, cuando tendría que estar una planta por debajo. Simplemente, quiso
salir de allí, librarse de los mordiscos de las arañas, de aquel horror. Ene era
su amiga, si le pedía que hiciera algo, tenía que hacerlo. El veneno de las
arañas amenazaba con desmayarlo, tenía que darse prisa. Tenía que dejar de
cuestionarse todo, como le había dicho Ana, y actuar, dar el paso. No le
quedaba tiempo.
—¡Salta! ¡Yo te subo! —le gritó Ene.
No pensó. Obedeció.
Su cuerpo quedó colgando de la cuerda, con el cuello partido.
Un ruido en la ventana de la última habitación que le quedaba por revisar
sobresaltó a Ene. Sus lentillas se pusieron a destellar como hicieron cuando
había estado con los otros en la entrada de la casa. Alguien que también las
llevaba puestas estaba cerca. Pero ¿cómo iba a estar alguien al otro lado de
la ventana de la primera planta?
Nerviosa, confusa, con el corazón en la boca y las piernas temblorosas,
se acercó a la cortina que cubría las ventanas de la habitación y las abrió.
Su grito, al ver el cuerpo de Adrián colgado, balanceándose en el aire y
golpeando rítmicamente la ventana, hizo temblar las paredes de la casa.
Becca no tardó en aparecer. El grito de Ene había sido tan espeluznante
que le había puesto los pelos de punta. La encontró de rodillas, en el suelo,
frente a la ventana, llorando. Vio el cuerpo de Adrián colgando y se abrazó
a ella.
Así estaban las dos, abrazadas en el suelo, cuando llegó Arantxa desde el
sótano. Incluso desde allí había escuchado el grito de Ene.
—¡Ayudadme a bajarlo! —gritó al ver a Adrián al otro lado.
Solo Becca reaccionó al verla abrir la ventana e introducir el cuerpo del
chico dentro de la habitación.
—Busca algo con lo que cortar la cuerda —le ordenó Arantxa. No había
prisa. Adrián hacía tiempo que había dejado de respirar.
—Llevo una navaja multiusos encima —replicó Becca—. ¿Vale?
—Tendrá que valer.
No sin esfuerzo, consiguieron cortar la cuerda y, entre las dos, dejaron el
cuerpo del joven sobre la cama. En ese momento, Arantxa llamó a Alberto
por radio.
—Tenemos otra víctima —le anunció.
—¿Habéis encontrado a Kilian? —preguntó él.
—No. La víctima es Adrián.
—¿Qué coño ha ocurrido?
—No lo sé, pero será mejor que regreses a la casa —respondió Arantxa
apesadumbrada. La muerte de Paula la sintió como responsabilidad suya
por haber ocurrido con ella en la casa, pero la de Adrián fue aún peor, como
una puñalada en el corazón. Una vez más, su dolor de cabeza y su instinto
habían intentado avisarla de que algo iba a ocurrir y, como el día de Aketxa,
no había sido capaz de evitarlo. Tantos años de supuesta experiencia, tanto
encerrarse en sí misma, para nada. Seguía llegando tarde. Seguía sin poder
salvar a nadie. Seguía siendo una inútil por mucha coraza que quisiera
ponerse.
—Entendido —respondió Alberto—. Estoy ahí en cinco minutos.
Mientras su compañero regresaba y tras intentar consolar a Ene y pedirle
a Becca que se la llevara a otro sitio, sacó fotos y tomó pruebas del cuerpo
de Adrián. Al contrario que el de Paula, no presentaba heridas defensivas ni
rastros en sus uñas. Era como si el chico hubiera saltado voluntariamente al
vacío. Pero, como en el caso de Ana, estaba segura de que no había sido así,
de que algo le había obligado a hacerlo.
Cuando Alberto llegó a la casa, ya había terminado el trabajo de
recogida de pruebas y, como hicieron con el cuerpo de Paula, llevaron el de
Adrián también al lugar de conservación de alimentos de la caravana-
comedor. Necesitaba mantenerse ocupada, trabajar, o se vendría
definitivamente abajo.
—Ahora sí que no vuelvo a entrar en este sitio —comentó Alberto, tras
haber visto el cuerpo de Paula allí, como si fuera una muñeca congelada.
—Esperemos no tener la necesidad. Lo más probable es que mañana o
pasado ya se pueda abrir una vía en la nieve que nos permita salir de aquí y
llevar las pruebas y los cuerpos a analizar.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé. Es como si el chico hubiera saltado voluntariamente, pero
eso no es posible. No tenía ningún motivo para hacerlo.
—Puede que haya visto algo en las lentillas que le haya llevado a
hacerlo, como le ocurrió a Ana.
—Por eso, lo primero que vamos a hacer es ver qué grabaron sus
lentillas. Vamos a buscar a Steve —replicó Arantxa.
Estaban saliendo de la caravana-comedor, dirección a la del técnico,
cuando se empezaron a escuchar gritos cerca del bosque.
—¿Qué coño ocurre ahora? —inquirió Alberto.
Los dos corrieron sobre la nieve siguiendo los gritos. Varias personas
que estaban realizando la búsqueda en exteriores se arremolinaban en las
cercanías del bosque.
—¿Qué ocurre? —interrogó Arantxa en cuanto llegaron. La chica a la
que preguntó se limitó a alzar la mano señalando un lugar entre los árboles.
Allí, un chico corría, caía y volvía a levantarse para seguir corriendo
entre la nieve.
—¡Es Kilian! —gritó Arantxa y, tanto ella como Alberto salieron a la
carrera hacia el chico.
Pese a que estaba a unos cuantos metros de ellos, que no dejara de
tropezar y caer en la nieve les permitió recortar con rapidez el terreno.
—¡Dejadme en paz! ¡Marchaos! ¡Ni loco iría con vosotros! —gritaba
Kilian, que tropezó una vez más y cayó de bruces en la nieve.
Cuando consiguió ponerse en pie, fue Alberto, quien llegó por detrás, el
que le hizo caer.
—¡Socorro! —gritó Kilian y propinó un puñetazo a Alberto en la cara
para intentar zafarse.
—¡¿Qué coño haces, chaval?! —gritó él y le agarró de ambas manos
para evitar nuevos golpes—. Soy el agente Verdugo de la Guardia Civil.
Déjame ayudarte.
—No me vais a llevar con vosotros. ¡Soltadme! —gritó Kilian mientras
pataleaba bajo el cuerpo de Alberto.
—Sujétalo bien, Alberto, voy a quitarle las lentillas —pidió Arantxa
cuando llegó a su lado.
—¡No te acerques, zorra! ¡Tú los has matado a todos! —gritó Kilian,
que se defendía con una fuerza superior a la que correspondía por su
complexión, aumentada por el miedo y la adrenalina.
—¡No puedo con él! —protestó Alberto, que veía cómo el chico se le
zafaba una y otra vez y seguía propinándole golpes.
—Tantas horas de hacer pesas para ser un blando —replicó Arantxa, que
aferró a Kilian de una de las manos y le colocó las esposas. Después, se las
ató a la espalda.
—¡Socorro! ¡Me quieren matar! ¡Socorro! —gritaba mientras seguía
defendiéndose con tanta fuerza que la nieve empezó a teñirse del rojo de la
sangre que goteaba de las heridas que se estaba haciendo en las muñecas.
—¿Te quieres estar quieto, chaval? Nosotros no queremos hacerte nada.
—Hay que quitarle las lentillas —advirtió Arantxa—. No sé qué estará
viendo, pero se va a acabar haciendo daño si no se las quitamos ya.
No era una tarea sencilla. Pese a que el chico estaba esposado, no había
forma humana de que tuviera la cabeza quieta ni de que dejara de
defenderse a mordiscos. Corrían el riesgo de que, en un mal movimiento, en
el momento más inoportuno, les llevara a dañarle un ojo.
—¡Hay que hacer algo! —gritó Arantxa, incapaz de quitarle las lentillas,
ya que cada vez que se acercaban a su ojo gritaba como si le estuvieran
clavando agujas al rojo vivo en el cerebro.
—¿Cualquier cosa? —inquirió Alberto.
—Sí.
—Luego no me lo eches en cara... —avisó Alberto antes de propinarle
un fuerte guantazo a Kilian que le hizo perder el sentido—. ¿Qué? Dijiste
cualquier cosa. Pues ya está hecho. Ahora puedes quitarle las lentillas.
Arantxa lo hizo sin dejar de negar con la cabeza. Tras ello, quitó las
esposas al chico, segura de que, cuando despertara, ya no se mostraría
agresivo, sino desorientado.
—Vamos a llevarlo a la casa.
—Para esto sí que te vienen bien mis horas de pesas y ejercicio —
protestó Alberto tras agarrarlo en brazos y cargar con él.
—Podría hacerlo yo, pero has sido tú quien le ha dejado grogui.
—Dijiste cualquier cosa y que no me lo ibas a echar en cara.
—Eso último lo dijiste tú —replicó Arantxa, que caminaba un par de
pasos por delante hacia la casa—. Buen trabajo —añadió unos metros más
adelante tras girarse hacia su compañero y seguir caminando.
Alberto sonrió. Era la primera vez en dos años que su compañera le
alababa por algo. Una pequeña grieta en su muro de ranciedad y antipatía.
Kilian no tardó mucho en recuperar la consciencia, pero, para cuando lo
hizo, tenía las muñecas vendadas y estaba tumbado en un sofá. Se despertó
sobresaltado, aún con el recuerdo de las imágenes que le habían hecho
correr por el bosque.
—Tranquilo, estás a salvo —anunció Arantxa sentada a su lado.
—¿Adrián está muerto? —preguntó Kilian entre balbuceos nerviosos.
—¿Cómo sabes eso? Estabas desaparecido cuando ocurrió.
—Porque los vi. A los tres. A Ana, a Paula y a Adrián. Los tres me
perseguían y querían que me fuera con ellos.
—¿Los tres? Hasta ahora todos los que decíais tener alguna visión solo
habíais visto a Ana.
—Esta vez, vi a los tres... ¿Cómo ha muerto?
—¿Adrián? Colgado...
—¡Oh, Dios! Y quieren que sea el próximo… —exclamó Kilian,
poniéndose en pie.
—Deberías contarnos todo lo que ha ocurrido desde que hablamos
contigo a la hora de comer.
Alberto estaba sentado en el sofá de enfrente. El chico los miró a los dos
con inseguridad.
—Qué coño, no creo que penséis que estoy loco después de todo lo que
está pasando... Cuando acabé de hablar con vosotros, estaba nervioso. No
me gustaron nada las insinuaciones de que pudiera tener algo que ver con la
muerte de Ana, así que pensé en ensayar la siguiente escena para no darle
demasiadas vueltas.
»Fui a la caravana de Steve y le pedí mis lentillas, subí a la habitación
donde se iba a grabar para memorizar localizaciones y texto. Estaba
diciendo en voz alta mi diálogo cuando entró Adrián.
—¿Adrián? Eso no es posible. Estaba con el resto del reparto en el área
de descanso, cuando fuimos a hablar con Jon, y luego participó en tu
búsqueda.
—Juro que lo vi. Estaba paliducho, pero no me llamó la atención,
porque siempre tenía pinta de estar un poco enfermo, la verdad. Le pregunté
qué quería y me dijo que a ver si podíamos ensayar la escena juntos.
—Adrián, a esas alturas, todavía estaba vivo y nunca entró en la
habitación...
—¡Pero yo creía que sí! Era tan puto real —exclamó Kilian todavía
visiblemente nervioso—. Era como la anterior visión con Ana, pero, en esta
ocasión, no había sangre, ni amenazas, ni insinuaciones. Era Adrián
haciendo «adrianadas», como siempre. Al principio.
—¿Qué pasó después?
—Cuando acabamos de ensayar la escena, Adrián o quien fuera al que
estaba viendo propuso continuar los ensayos en el bosque antes de que se
hiciera de noche. Faltan un par de escenas por grabar allí y me pareció
buena idea aprovechar el tiempo que nos quedaba. Allí aparecieron ellas
dos.
—¿Paula y Ana?
—Sí. Me asusté y le pregunté a Adrián si también las estaba viendo,
pero la mirada de Adrián también cambió. Sus ojos se tiñeron de sangre,
como los de Paula, mientras que los de Ana permanecían blancos como la
nieve.
—Ya sabías que esas visiones las provocan las lentillas. ¿Por qué no te
las quitaste?
—¡No pude! Cada vez que iba a quitármelas sentía un dolor tan fuerte
en la cabeza que creía que me iba a desmayar.
—Explícate —pidió Alberto.
—¿Sabes esos pinchazos que te dan cuando tienes dolor de muelas? Lo
mismo pero multiplicado por mil y en el cerebro. Era lo puto peor. Si
intentaba quitarme las lentillas, me explotaba la cabeza, si no me las
quitaba, veía a Ana, Paula y Adrián riéndose de mí. Así que me puse a
correr en dirección al bosque, pero daba igual lo rápido que intentara correr.
Siempre que me giraba estaban a mi espalda, riendo, burlándose, así que
decidí detenerme y plantarles cara.
—¿Y qué ocurrió?
—Que llegaron las amenazas. Sabía que nada de aquello era cierto,
pero...
—Pero ¿qué?
—La vez anterior, cuando vi a Ana en el bosque durante la escena con
Jon, me clavó un cuchillo en el hombro. Lo sentí, sentí el dolor intenso.
Sentí cada milímetro de cuchillo atravesándome la piel, la sangre brotando,
incluso su olor metálico y su tacto pringoso en mis dedos. Creí que me
desangraba de verdad. No quería volver a vivir esa misma sensación y, sin
poder quitarme las lentillas, temí que fuera aún peor.
—¿Qué te dijeron?
—Ana seguía coqueteando e insinuándose mientras me enseñaba el
cuchillo que llevaba en la mano. No dejaba de repetir que éramos amigos y
que los amigos no se separan, que debía ir con ella, que me echaba de
menos, que lo único que tenía que hacer era dejar de correr y unirme a ella,
como habían hecho Paula y Adrián. Mientras Paula me miraba como la puta
niña del pozo, con el pelo cubriéndole la cara, casi sin levantar la cabeza.
Era como ver dos copias macabras de la misma persona. No sé cuál de las
dos daba más miedo. Y Adrián... Adrián no sabía que estaba muerto. No
entendía qué hacía allí, acababa de estar con él en el comedor hacía menos
de un par de horas. Y se reía, no dejaba de reírse. Le decía a Ana que no
merecía la pena, que si quería divertirse con un chico ya le tenía a él, que yo
era un puto pringado que gemía como un conejo asustado. Se comportaba
con una confianza en sí mismo que no le había visto nunca y se reía de mí.
—¿Por qué me golpeaste cuando intenté retenerte? —inquirió Alberto, al
que el puñetazo de Kilian le había dejado un moratón en la mandíbula.
—¿Eso te lo hice yo? Te juro que creía que quien había saltado sobre mí
era Adrián.
—¿Y por qué me insultaste y me dijiste que les había matado a todos?
—interrogó Arantxa.
—Porque eras Ana... Yo veía a Ana, ensangrentada, me había cortado
con el cuchillo las muñecas y... —Kilian se quedó en silencio al ver sus
muñecas vendadas—. ¿Eso fue real?
—No. Te hiciste heridas con las esposas, porque no dejabas de moverte.
Nadie te cortó con un cuchillo.
—¡Joder! Creí que me desangraba, que me estaba muriendo y que me
iba a pasar la puta eternidad con esos tres rondando por el bosque. Me jode
darle la razón a Jon, pero no me vuelvo a poner esas lentillas en mi puta
vida. Sentía los cortes por todo mi cuerpo, que me faltaba el aire, creí que
me moría. Hasta perdí el conocimiento.
—Creo que eso fue cosa mía —replicó Alberto—. Tuve que golpearte
para poder quitarte las lentillas y que dejaras de alucinar.
—Ahora lo que debemos hacer es ir a hablar con Steve y que nos
muestre las imágenes de las lentillas de Adrián y de Kilian.
—¿Imágenes? —inquirió Kilian sin entender.
—Sí, desde la muerte de Paula, Steve le ha añadido un software a sus
lentillas que ahora les permite grabar imágenes y que te muestra con señales
visuales cuando otra persona con las lentillas puestas se encuentra cerca.
—Por eso no dejaban de brillar las mías, entonces... ¿Qué le ha ocurrido
a Adrián?
—Quedó colgado de una cuerda desde el balcón por el que cayó Jon
ayer.
—Quien esté haciendo esto nos está eliminando uno a uno. Y no quiero
ser el próximo —repuso Kilian y, asustado, se marchó de la habitación.
—Vamos con Steve, a ver qué puede enseñarnos.
—A ver si se le escapa algo y me puedo permitir el gustazo de detenerlo
de una vez —añadió Alberto.
Steve estaba en su caravana pensativo, nervioso, cuando Arantxa y Alberto
llamaron a la puerta. Estaba tan abatido que tardó en levantarse y abrir.
—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó con la cabeza agachada.
—Esperemos que sí. Nos gustaría ver las imágenes que tus lentillas
grabaron tanto en el caso de Adrián como en el de Kilian —anunció
Alberto.
—Iremos a mi oficina en el sótano... —dijo Steve sin cambiar un ápice
su pensativo semblante—. Sigo sin entenderlo, ¿saben? —confesó cuando
caminaba por la nieve.
—¿Qué es lo que no entiende? —interrogó Arantxa.
—El reflejo del cuchillo que vimos en las lentillas de Ana, lo que
contaron Jon y Kilian que vieron en el bosque, lo que narró Becca que
ocurrió en el balcón, lo que acaba de ocurrirle a Kilian... no lo entiendo. Ni
siquiera lo que le pasó a usted en mi despacho.
—Todo son sucesos que ocurrieron con tus lentillas puestas —remarcó
Alberto.
—Por eso no lo entiendo. Vale, la realidad aumentada permite grandes
avances en la tecnología: que puedas ver cómo te queda un traje sin
necesidad de ponértelo, probar distintos maquillajes al minuto, cazar
pokémons por la calle, poner tu rostro en otro cuerpo y verte en vídeos
siendo Superman o grabar anuncios con famosos ya fallecidos; incluso,
habilita la opción de ver cómo los juguetes de tus hijos, sacados de un
huevo de chocolate, cobran vida. La realidad aumentada permite añadir
capas de información visual sobre el mundo real... y eso es lo que no
entiendo.
—En las experiencias narradas por los chicos no solo incluyen
información visual... —comentó Arantxa, que intentaba comprender a
dónde quería llegar el técnico.
—Eso es... Usted, agente, cuando probó las lentillas en mi sótano, dijo
que la chica que vio le tocó, le mordió, pudo sentir el dolor del mordisco y
su aroma... ¡Y eso es imposible! No con mis lentillas… no todavía. No lo
entiendo.
—Pues ocurrió. Yo pude sentirlo.
—Mis lentillas no lo permiten. Es imposible. Para sentir algo parecido,
debería estar embutido en un traje de realidad virtual con sensores por todo
el cuerpo que emitieran señales a su cerebro para reproducir esas
sensaciones. Y eso mis lentillas, se lo juro, no lo pueden hacer. Ya me
gustaría haber llegado tan lejos con mi invento, puede que dentro de unos
años, y si la tecnología sigue evolucionando, pero no todavía... aunque
ahora, viendo las posibles consecuencias, casi que me alegro de no haberlo
hecho.
—Pero ¿se podría hacer?
—Imaginativamente todo es posible. La tecnología evoluciona a pasos
agigantados. La realidad virtual, la realidad aumentada y demás avances
están todavía en pañales. Hace menos de medio siglo que se lanzó al
mercado el primer teléfono móvil y era un ladrillo y, en ese escaso margen
de tiempo, hemos pasado a una tecnología con la que entonces ni
soñábamos. Si lo extrapolamos a otros ámbitos fuera de la tecnología, es
como si el hombre hubiera pasado, en cincuenta años, de descubrir la rueda
a conducir un Ferrari. No tengo ni idea de adónde podremos llegar con la
realidad aumentada dentro de cincuenta años, ni siquiera dentro de dos,
pero no es imposible que a algo parecido a lo que narran los chicos o a lo
que vio usted, agente. Y la verdad es que eso me asusta.
—Para asustarte, no tuviste reparo en inventar las lentillas —replicó
Alberto cuando ya entraban en la casa y se encaminaban hacia el sótano.
—Todo descubrimiento es susceptible de ser usado de diferente modo.
Quien descubrió la energía nuclear nunca imaginó una bomba atómica
siendo arrojada sobre Hiroshima. ¿Lo entiende? La realidad aumentada
tiene muchas ventajas, puede ser muy útil. Mis lentillas permiten ahorrar
decenas de miles de euros en tiempos de rodaje. Los actores no tienen que
aprenderse un guion, se pueden hacer modificaciones al instante y ni
siquiera son visibles para el público, pero... ¿y si alguien usa la realidad
aumentada para modificar las imágenes de una grabación en la que se
comete un asesinato del mismo modo que pueden ponerle tu rostro al
personaje de una película? ¿Y si llega el momento en el que no te puedes
fiar ni de lo que ven tus ojos? ¿Y si ocurre lo que les ha pasado a estos
chicos? —reflexionó Steve, visiblemente abatido.
—Ahora no podemos hacer otra cosa que ver las imágenes que grabaron
sus lentillas, a ver si descubrimos algo de por qué Adrián acabó colgado por
el cuello —dijo Arantxa.
—Haré todo lo posible por ayudarles.
Steve encendió todos los ordenadores del sótano, decenas de
instrumentos se pusieron a pitar y a zumbar mientras se ponían en marcha.
—Por favor, colóquelas sobre ese aparato —pidió Steve y señaló una
especie de cajita para guardar las lentillas de contacto, pero con un cable
que iba enchufado a un ordenador.
Arantxa extrajo las lentillas que había recuperado del cadáver de Adrián
y que había guardado en un pañuelo y las colocó en los dos espacios que
había en la caja. Una vez hecho, Steve la cerró y se puso a teclear.
—Aquí están las imágenes... —anunció pasados unos segundos.
—¿Puede adelantarlas? En ese momento, Adrián estaba conmigo, con
Becca y con Ene. Ahí sé que no ocurrió nada.
—Dígame usted dónde paro —respondió Steve mientras avanzaba las
imágenes a cámara rápida.
—¡Ahí! —señaló Arantxa cuando el chico subió a la primera planta
junto a Ene.
Escucharon cómo los dos chicos se despedían de forma afectuosa y
vieron a Adrián subir solo a la segunda planta. Revisó la primera y la
segunda habitación sin sobresaltos, tal y como le había pedido Arantxa,
pero la tercera puerta se le resistió.
—Les dije que, si no podían abrir una puerta, me esperaran. Si lo
hubiera hecho, ahora estaría vivo —comentó Arantxa al ver como Adrián,
tras no poder abrir la puerta, decidía entrar en la habitación por la fuerza.
Le vieron levantarse del suelo y cómo se ponía a rebuscar tras alguno de
los muebles y se asomaba al balcón. En ese momento, la grabación de las
lentillas mostró que estas se ponían a palpitar.
—¿Qué es eso? —inquirió Alberto.
—Esa es la señal visual que instalé en el software para avisar de la
proximidad de otra persona que las lleva puestas. Todos tuvieron que verla
cuando entraron en la casa.
—Es cierto, yo también la vi, pero se supone que ahora ninguna de
nosotras estábamos cerca de él.
—Alguien con las lentillas puestas debía de estarlo —remarcó Steve.
—Sigamos observando, a ver si vemos quién fue.
Adrián volvía a entrar dentro de la casa y llamaba a gritos a sus
compañeras, sobre todo a Ene, pero nadie le respondía. Después, con temor,
se acercaba a abrir las puertas de los armarios. Se le veía tenso, asustado,
pero, tras abrir la primera puerta y no encontrar nada, soltó un exabrupto.
—Por lo que parece, estaba asustado, porque creía que iba a encontrar a
Kilian dentro de uno de los armarios —comentó Steve.
—Pero Kilian ya había salido de la casa... —matizó Alberto—. ¿Qué
cojones vio el chico para acabar colgado del balcón?
Las imágenes mostraron el momento en el que Adrián abría el segundo
armario y cómo, al hacerlo, se caía de culo al suelo y empezaba a gritar
asustado.
—¿Por qué grita? En el armario no hay nada.
—Creo que él sí está viendo algo. Estad atentos, puede que se vea algún
destello, algo, como ocurrió con el cuchillo de la grabación de Ana. Hay
que buscar alguna imagen que no debería estar ahí.
—¡No me das miedo! ¡No puedes hacerme daño! ¡No eres real! ¡Estás
muerta! —gritaba Adrián a la nada en la pantalla.
—Está viendo a Ana —comentó Arantxa.
—¿Y por qué no se quita las lentillas? —inquirió Alberto.
En ese momento, como si lo hubiera escuchado, Adrián hizo un intento
por deshacerse de ellas, pero en ese mismo instante se revolvió de dolor.
—Es como lo que nos ha contado Kilian. Si intentaba quitárselas, sentía
un dolor intenso en la cabeza.
—Os juro que mis lentillas no pueden hacer eso —comentó Steve—. Es
imposible.
—Pues parece que lo hacen —replicó Alberto.
Las imágenes siguieron mostrando a un Adrián asustado que reptaba por
el suelo huyendo de una Ana imaginaria. Se le veía acorralado hasta el
punto de que se fue acercando al balcón. Huía de algo, pero no podían ver
el qué.
—¿Se acaba de mear en los pantalones? —interrogó Alberto al ver cómo
el pobre chico gritaba de dolor y, al mirar hacia abajo, se le oscurecían los
pantalones.
Después, Adrián salía al balcón.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó alguien en la primera planta de la casa
llamando su atención, y Steve detuvo las imágenes.
—¿Qué coño ocurre ahora? —protestó Arantxa—. ¿Es que toda la puta
casa se ha vuelto loca de repente y no podemos tener cinco minutos de
tranquilidad?
—¡La biblioteca está ardiendo! —gritaron desde arriba como respuesta.
—¿Alguien lleva todavía puestas tus lentillas? —interrogó Alberto.
—No. Tras la búsqueda me devolvieron todas.
—Vale, el incendio tiene que ser real. Vamos a ver —gritó Arantxa y los
tres salieron corriendo hacia la primera planta.
La biblioteca estaba ardiendo. El humo negro llenaba toda la entrada y
Becca, que era la que había dado la voz de alarma, seguía gritando desde la
puerta de la casa intentando captar la atención de la gente que estaba fuera.
Cuando vio subir a Steve, Alberto y Arantxa del sótano se sorprendió.
—¡Tenéis que salir! —les incitó desde la puerta.
—No vamos a dejar que toda la casa arda —replicó Arantxa, que salió a
la calle, humedeció un trozo de tela en la nieve con el que cubrirse la cara y
regresó al interior para perderse entre el humo.
—Es una cabezota. —Le sonrió Alberto a Becca, pero hizo lo mismo
que su compañera y se fue tras ella.
Salvador, Lidia y varios cámaras y técnicos no tardaron en llegar a la
puerta. Lidia fue la primera en reaccionar.
—¡Usemos la nieve! —gritó.
No sabían si iba a ser suficiente, pero todos se pusieron a buscar objetos
con los que poder trasladar la nieve hasta la biblioteca y arrojarla sobre las
llamas mientras que Alberto y Arantxa se esforzaban en mantenerlas
controladas alejando del fuego las cortinas y todo aquello que pudiera
propagarlo por la casa con rapidez, porque sí, los libros y la madera arden,
pero no tan rápido como las cortinas o alfombras que extenderían las llamas
por la vivienda.
Fueron varios los angustiosos minutos en los que parecía que las llamas
iban a acabar por hacerse con la victoria, pero finalmente, y con la ayuda de
todos los miembros del equipo, consiguieron extinguirlas antes de que se
apoderaran del resto de las estancias.
—Está claro que la biblioteca queda descartada como lugar de grabación
—soltó Salvador tras dejarse caer al suelo exhausto, con el último cubo con
nieve aún en la mano.
El comentario hizo que todos los presentes soltaran una carcajada. Una
que Arantxa no tardó en silenciar.
—¿Cómo se ha iniciado el fuego? —inquirió mientras intentaba
recuperar el aliento. Todos se miraron unos a otros y se encogieron de
hombros—. Becca, tú fuiste la primera en dar la voz de alarma. ¿Qué viste?
—Nada. Había ido a la caravana de Steve para hablar con él y, al no
verle, imaginé que estaría en el sótano, así que vine a la casa. Cuando entré
por la puerta, me pareció oler a humo, aunque en un principio no lo
relacioné con un incendio, pensé que alguien estaría fumando en la
biblioteca o algo así. Me acerqué, porque sé que Steve fuma y pensé que
podría ser él, entonces llegué a la biblioteca y vi las llamas.
—¿No viste a nadie más?
—No.
—¿Y qué hiciste?
—En un primer momento, intenté sofocar el fuego, pero no fui capaz.
Me puse nerviosa y el humo empezó a afectarme, así que salí corriendo,
dando gritos esperando que alguien fuera de la casa me oyera. No sabía que
estabais con Steve en el sótano. Si no, hubiera ido a avisaros directamente.
—Los enchufes no muestran señales de cortocircuito —comentó
Arantxa, que mientras escuchaba a Becca dar explicaciones se había puesto
a dar vueltas por la habitación—. Y, por lo que sé de propagación de
incendios, diría que esta V invertida situada entre las dos librerías es el
punto de origen del incendio, lo cual me indica que ha sido provocado. No
hay nada en esa zona que haya podido arder de repente —comentó—.
¿Estás segura de que no has visto a nadie más en la casa? —repitió mirando
a Becca.
—Segurísima. No había nadie en la biblioteca cuando llegué.
—En ese caso, o quien provocó el incendio se dio prisa en esconderse
cuando llegaste o quien lo provocó fuiste tú —sentenció Arantxa.
—¿Yo? ¿Y por qué iba a provocar un incendio en la casa? Todas mis
cosas están en mi habitación, en la primera planta.
—Todavía no lo sé. Lo que sí sé es que, normalmente, el primer testigo
suele ser el principal sospechoso. Lo investigaré... Ahora regresemos al
sótano a seguir revisando las imágenes de las lentillas —contestó e invitó a
su compañero y a Steve a seguirla—. Los demás aseguraos de que el fuego
está bien sofocado antes de ir a cenar.
La sensación de su estómago no se había aliviado tras la muerte de
Adrián y tampoco tras el incendio en la biblioteca. Algo más iba a ocurrir y
no estaba dispuesta a permitirlo. Ya habían muerto tres jóvenes delante de
sus narices y no podía permitir que nadie más saliera herido. Iba a revisar
las imágenes de los dos pares de lentillas hasta dar con una pista lo
suficientemente fuerte como para acabar de una vez por todas con todo
aquello.
—¡No están! —exclamó Steve al sentarse tras su mesa del despacho.
—¿Cómo? —inquirió Arantxa, que venía tan absorta en sus
pensamientos que no había llegado a entender lo que el técnico quería decir.
—Las lentillas de Adrián que estábamos revisando, ¡han desaparecido!
—exclamó Steve al tiempo que señalaba los huecos vacíos en el aparato
que estaban utilizando.
—¿Y las de Kilian? —preguntó Alberto.
—¡Tampoco! —exclamó Steve tras rebuscar en el cajón en el que las
había dejado.
—Dime dónde las has puesto —ordenó Alberto.
—¿Yo? No tengo ni idea de dónde están —protestó Steve.
—Has tenido que ser tú. Fuiste el último en salir de la habitación cuando
fuimos a sofocar el incendio y nadie más ha bajado aquí desde entonces.
—¡Yo no he hecho nada!
—Steve tiene razón —comentó Arantxa—. Él no ha sido.
—¿Cómo estás tan segura? —replicó Alberto. Estaba seguro de que su
teoría era buena.
—Porque es imposible que Steve haya provocado el incendio de la
biblioteca. Ha estado con nosotros todo el tiempo desde que fuimos a
buscarle a su caravana. Y creo que quien lo ha provocado lo ha hecho para
sacarnos del sótano y poder entrar a llevarse las lentillas.
—¿Quién crees que ha sido? —preguntó Alberto, tras no poder evitar
reconocer que la deducción de su compañera tenía cierta lógica.
—Mi intuición me dice que ha sido Becca.
—Becca no pudo asesinar a Paula —repuso Alberto.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Entonces, tendremos que seguir investigando. ¿Hiciste copia de las
imágenes extraídas de las lentillas de Adrián? —preguntó a Steve.
—No me dio tiempo. Solo me preocupé de descargarlas y de verlas, no
pensé que fuéramos a necesitar una copia.
—Qué oportuno, ¿no crees? —recriminó Alberto.
—Piense lo que quiera, agente. Yo no he hecho nada.
—Vamos a hablar con Becca y con el resto de los que han ayudado en el
incendio. Hay algo que me gustaría aclarar —dijo Arantxa y salió de la
habitación, segura de que Alberto y Steve iban a seguirla.
Encontraron a todos en el mismo sitio en el que los habían dejado,
ordenando la biblioteca. Becca seguía allí, apilando varios libros que no se
habían visto afectados por las llamas ni por la nieve, al otro lado de la
estancia.
—¿Por qué lo has hecho, Becca? —disparó Arantxa a quemarropa
cuando llegó a su lado.
—¿Hacer el qué? —replicó Becca sin entender nada.
—Quemar la biblioteca.
—Yo no he sido. Cuando entré en la casa, ya estaba ardiendo.
—¿Dónde has estado durante el tiempo que hemos estado sofocando el
incendio? —interrogó, sin rebajar la dureza de su tono.
—Ayudando. Todo el mundo me ha visto. He estado todo el tiempo
llevando y trayendo nieve.
—¿¡Alguien me puede confirmar que ha visto a Becca durante el
incendio!? —gritó en voz alta para que todos la oyeran, segura de que nadie
iba a responder.
—¡Yo! —exclamó Lidia alzando la mano—. Yo he estado con ella.
—¿Todo el tiempo? —inquirió Arantxa sorprendida.
—Desde que la vimos en la puerta pegando gritos. Fuimos juntas a
buscar unas palas al cobertizo y luego estuvimos juntas cargando y
transportando cubos con la nieve.
—¿No os separasteis en ningún momento? —insistió Arantxa, a la que
su instinto le seguía diciendo que Becca había tenido algo que ver.
—En ninguno. Se lo juro. Desde la entrada, hasta que ustedes regresaron
al sótano, estuvimos juntas —remarcó Lidia.
—Se lo dije —musitó Becca—. No he tenido nada que ver con el
incendio. No sé por qué insiste en acusarme.
—Si no fuiste tú, ¿quién fue? —inquirió Arantxa en voz alta, aunque la
pregunta no buscaba respuesta.
Steve había estado todo el tiempo con ellos, Becca parecía no haberse
separado de Lidia, lo que les daba una coartada a ambos; Jon, Kilian, Ene y
el resto de los miembros del equipo habían estado ayudando en las labores
de extinción del incendio. ¿Quién de todos ellos se había ausentado el
tiempo suficiente como para bajar al sótano y robar las lentillas?
—Quiero hablar con cada uno de ustedes a solas —anunció—. Alberto,
haz un listado de todos los presentes y ve mandándomelos uno a uno al área
de descanso.
—¿Qué pretendes descubrir?
—Alguien, no sé quién, se ha tenido que ausentar. Quiero ver quién de
todos ellos no ha sido visto por los demás —susurró Arantxa al oído de
Alberto—. Mándame a Salvador el primero...
Hablar con todos ellos no le sirvió de mucho. Entre todos los presentes,
los que no habían visto a uno habían visto a los demás y siempre había
alguien que confirmaba haber visto a quien el otro no recordaba. O era
como Fuenteovejuna y todos se cubrían entre sí, cosa que no tenía mucho
sentido, teniendo en cuenta que la mitad de ellos no se soportaban y que
había un asesino y nadie sabía quién podría ser la próxima víctima, o
alguien mentía. Lo que ocurría era que Arantxa no podía saber quién. Lo
único que sacó de hablar con todos y cada uno de los presentes, además de
una larga lista de nombres tachados, fue un tremendo dolor de cabeza que
amenazaba con ir a más.
—Me voy directa a la cama. No aguanto más —anunció, sintiendo que
la culpa y el agotamiento estaban terminando con sus fuerzas—. No voy a
sacar nada en limpio de la jornada de hoy. Esperemos que mañana sea un
mejor día.
—Este asunto cada vez pinta peor —repuso Alberto.
—Me conformo con que mañana no muera nadie. No creo que el tema
de la nieve dure mucho más —replicó Arantxa mientras se frotaba las
sienes con ambas manos—. ¿Te vienes? —preguntó.
—Para dormir en el suelo siempre tengo tiempo. ¿O has cambiado de
idea? —preguntó después de ver la pequeña debilidad de su compañera en
el bosque.
—Por mucho que insistas, la respuesta va a ser siempre la misma. No
voy a compartir mi cama ni contigo ni con nadie. Y hoy no tengo ni ganas
de discutir contigo, Alberto.
—Entonces, voy a ver si ceno algo antes. Que no he comido nada
decente en todo el día —replicó Alberto—. Subiré más tarde.
La idea de volver a tener que dormir en el suelo, incómodo y
escuchando los ronquidos de Arantxa le apetecía menos que que le cortaran
un dedo. Tampoco es que tuviera mucha hambre y seguía sin tener ninguna
intención de acercarse a la caravana comedor, pero prefería sentarse en el
área de descanso y estar en silencio que acompañar a su compañera al
cuarto que les tocaba compartir. Prefería esperar a que Lidia regresara del
comedor y preguntarle si Adrián había dejado su habitación libre tras su
trágica muerte. Con un poco de suerte, dispondría de una cama para él solo
y descansaría lo que no había podido en las noches anteriores.
Se sentó en solitario en el área de descanso y esperó mientras
jugueteaba, más que comía, con un sándwich que sacó de la máquina
expendedora.
Estaba tan cansado que estuvo a punto de quedarse dormido en la silla,
apoyando la cabeza contra la mesa, si no llega a ser porque, cuando estaba a
punto de hacerlo, escuchó voces entrando en la casa de regreso. Entre ellas
la particular voz de la ayudante de dirección.
—Buenas noches, Lidia. ¿Puedo hablar un momento con usted? —
preguntó tras casi salir a la carrera a su encuentro y encontrársela al borde
de las escaleras.
—Estoy bastante cansada. He acompañado a los chicos hasta aquí, pero
me volvía a mi caravana —respondió la ayudante con la peor cara que
Alberto le recordaba.
—Solo será una pregunta. ¿Sabe si Adrián tenía habitación propia en la
casa?
—Me temo que no. Las únicas que tienen habitación propia son Ana,
Becca y Ene, y la de Ana ya la ocupan usted y su compañera ahora. Adrián
compartía caravana con Jon y Kilian.
—¿Y de veras no hay ninguna cama libre en toda la casa? —maldijo
Alberto.
—Hay dos habitaciones con cama: en donde encontraron muerta a Paula
y la habitación de la última planta, donde se rodaba la escena del balcón en
el que ha fallecido Adrián. Pero las camas no están preparadas...
—No, no se preocupe... tampoco dormiría en esas habitaciones.
—¿Cree usted en fantasmas? —interrogó Lidia.
—Ni mucho menos, pero eso no quita que me revuelva las tripas pensar
que en el lugar que voy a dormir haya fallecido alguien unas horas antes.
—No puedo ayudarle. Si me disculpa, yo sí que me voy a dormir.
Alberto se quedó mirando, triste, cómo Lidia salía de la casa y se
esfumaba su posibilidad de poder pasar una noche en una cama. Necesitaba,
con urgencia, descansar.
—Si quieres, puedes dormir en mi habitación... —La voz de Becca a su
espalda le sobresaltó.
—¡Joder, qué susto! ¿Siempre apareces por la espalda?
—Perdona —se disculpó ella, aunque se le veía que contenía la risa—,
no quería asustarte. He oído tu conversación con Lidia y me he acordado de
que me contaste que tu compañera te hacía dormir en el suelo. Por eso, te he
ofrecido mi habitación, yo no tengo problema en compartir mi cama
contigo... —se insinuó Becca.
—No creo que sea muy conveniente que duerma con una de las
sospechosas, ¿no crees? —replicó Alberto.
—Solo soy sospechosa para tu compañera. Tú y yo sabemos que no
pude ser quien asesinó a Paula y que también he sufrido las alucinaciones
con Ana producidas por las lentillas. Y por eso estoy asustada. Ana, Paula y
Adrián están muertos; Jon sufrió una herida en la cara en el bosque y acabó
cayendo por un balcón por mi culpa; Kilian casi se vuelve loco con sus
visiones esta noche. Tengo miedo de ser la próxima. Está entre Ene o yo...
—No debes tener ningún miedo mientras no te vuelvas a poner las
lentillas.
—Pero lo tengo. No sé, es una sensación extraña. Venga, no te hagas el
duro conmigo, agente. Los dos salimos ganando con mi idea. Dormirás
cómodo en una cama y yo me sentiré más segura teniéndote a mi lado por la
noche. ¿Qué me dice?
Alberto se quedó pensativo. La sola idea de la bronca que le podía echar
su compañera por meterse en la cama de una sospechosa ya le echaba para
atrás, pero también era verdad que la culpa era suya por esa insistencia de
no querer compartir cama con él, cuando le había asegurado por activa y
por pasiva que no se iba a acercar a ella de ningún modo. Arantxa hacía un
rato que se había ido a la habitación y seguramente estaría roncando como
un oso hibernando, si iba a la habitación y la despertaba, se iba a llevar la
bronca igual. Podía irse a dormir a la habitación de Becca, que tan
amablemente se había ofrecido, y levantarse por la mañana temprano sin
que Arantxa se diera cuenta de que no había dormido en el cuarto.
—Está bien, acepto —respondió—. Y te prometo que me estaré quieto
en mi rincón de la cama sin molestar.
—Eso ya lo veremos... —musitó Becca para sí misma mientras subía por
las escaleras.
Alberto la acompañó hasta su habitación. Su cuarto se parecía bastante
al que hasta esa noche había compartido con Arantxa, solo que no tenía una
alfombra en el suelo, pero sí una cama del mismo tamaño y el sillón en uno
de los rincones.
—Ponte cómodo. No te irás a meter a la cama con todo el uniforme,
¿verdad? —interrogó Becca al ver que Alberto se quedaba estático junto a
la puerta.
—Sigo pensando que no sé si es lo adecuado. Lo lamento, me siento un
poco incómodo.
—Venga, agente, que una ya tiene una edad, aunque conserve esta cara
de niña buena, y estoy segura de que no va a enseñarme nada que no haya
visto —rio Becca—. Y seguro que tampoco puedo mostrarte nada que un
hombre como tú no haya visto —añadió mientras se quitaba la blusa y se
quedaba en ropa interior.
—Tienes razón. Tampoco podría descansar bien así vestido... —replicó
Alberto, pero apartó la mirada de la provocadora Becca y le dio la espalda
para dirigirse al sillón.
Dejó la chaqueta, el arma y, tras unos segundos de meditarlo con la
esperanza de que Becca ya se hubiera cambiado de ropa y metido en la
cama, los pantalones.
—¿Ya está? —inquirió Becca, que lo observaba divertida desde el borde
de la cama, vestida con un provocativo camisón de seda rojo fuego.
—Sí, así será suficiente, muchas gracias —balbuceó Alberto volviendo a
apartar la mirada, dirigiéndose al lado contrario de la cama.
Sin decir nada más, se acostó en el borde de su lado, dándole la espalda
y cerró los ojos. Sintió el peso de la chica acostándose al otro lado y eso
hizo que se tensara. La incomodidad iba a más y sus pensamientos vagaban
a la deriva por unos derroteros que prefería mantener alejados.
—¿Crees que atraparéis al culpable? —La voz de Becca sonó a su
espalda como un susurro, sintió su cálido aliento y le erizó los pelos de la
nuca.
—Estoy seguro —respondió—. Descansa tranquila. Esta noche no va a
ocurrirte nada —añadió mientras seguía luchando por mantener a raya sus
pensamientos y la sensual imagen de Becca antes de acostarse.
—Buenas noches, agente —musitó ella a su espalda y pudo sentir el
suave roce de la tela del camisón cuando se dio la vuelta.
—Buenas noches —respondió con cierto alivio, mientras intentaba
mantener a raya el ritmo de su respiración. Si quería descansar, debía
calmarse y quitarse los absurdos pensamientos de la cabeza.
Estaba consiguiéndolo cuando Becca volvió a hablar.
—Agente... no puedo dormir —gimoteó a su espalda de nuevo,
haciéndole sentir su aliento en la nuca.
—Cuenta ovejitas... —replicó.
—Eso nunca me ha funcionado. Ya sabe que solo he encontrado una
forma que me ayude a descansar...
Alberto volvió a tensarse. Recordaba, a la perfección, las palabras de la
chica por la mañana.
—Becca, ha sido un día muy duro y de verdad que necesito descansar.
—Venga, agente, si no hace falta que hagas nada. Solo necesito que me
prestes una de tus grandes manos y yo me encargo del resto. Será solo un
momento... —insistió Becca, juguetona, pasando una de sus frías y suaves
manos por su espalda.
—Estate quieta o tendré que recoger mis cosas e irme a mi anterior
habitación —cortó tajante Alberto. No quería caer en la trampa de la chica,
aunque algo se había imaginado antes de aceptar su invitación.
—¿Con la rancia de tu compañera? ¡Aguafiestas! —protestó Becca, que
volvió a darle la espalda.
Tras unos instantes de silencio en los que Alberto creyó haberse salido
con la suya, Becca empezó a moverse inquieta a su espalda.
—¿Se puede saber qué haces ahora? —protestó.
—Si no piensas ayudarme, tendré que hacerlo yo sola —recriminó
Becca—. Si no, no voy a poder dormir...
Alberto pensó en levantarse de un salto de la cama y escapar de las
tentadoras insinuaciones, pero algo, seguramente la curiosidad morbosa de
saber que a su lado había una mujer atractiva acariciándose y querer saber
hasta dónde iba a ser capaz de llegar, le retuvo. Se limitó a quedarse quieto,
junto a la esquina del lado de su cama y a escuchar.
Becca seguía moviéndose inquieta a su lado, quizás buscando la postura
más cómoda para sus intenciones. Su respiración era profunda, a cada
segundo más intensa, hasta convertirse en agitada y entrecortada.
Alberto intentó pensar en otra cosa, no escuchar, dejar de prestar
atención, pero algo en su subconsciente le impedía desconectar. Los
gemidos, jadeos y suspiros de Becca eran adictivos, pervertidamente
sugerentes y su sonido era hipnotizador, como el de la flauta de Hamelín. Se
sentía irremediablemente atraído.
—Dios, qué bueno —musitó Becca y sus palabras fueron descargas de
electricidad directas a la libido de Alberto y a su cada vez más notoria e
incontrolable erección.
Aunque no quería, podía sentir la excitación de Becca a su lado, cada
contorsión de su cuerpo acercándose al orgasmo, su fragancia invadiendo el
aire de la habitación y entrando por sus fosas nasales. Cuando volvió a
gritar de placer, sintió cómo su sexo le latía incomprendido e impaciente.
—¡Joder! ¡Joder! —exclamó Becca al borde del éxtasis y derribando
cualquier barrera de cordura que Alberto intentara conservar.
Se aferró al colchón en un intento desesperado de contener sus primarios
instintos, de aferrarlos a algo para mantenerlos a raya y que no se le
desbocaran como un caballo salvaje, pero el prolongado grito de placer de
Becca al correrse fue demasiado para él.
—¡Está bien! ¡Tú ganas! ¿Quieres sexo? Sexo vas a tener —exclamó
tras darse la vuelta como un felino y colocarse sobre el cuerpo de la chica.
—Mmm… por fin —respondió Becca, tras morderse satisfecha el labio
inferior.

V invertida: Una llama tiene la base más ancha, la que contacta con el
combustible que la origina, que el vértice, como consecuencia de la
ascensión de los gases calientes, lo que hace que las llamas suelan tener una
forma piramidal. Esto hace que su rastro en una pared deje una forma de V
invertida, dado que los humos no se posan donde hay llama persistente.
Al mismo tiempo que Alberto se dejaba seducir por la provocadora Becca,
Kilian llamaba a la puerta de la cabo primero Arenas, pero, viendo que
nadie respondía, se decidió a entrar en la habitación.
—Agente, agente... —la llamó Kilian, sin atreverse a acercarse
demasiado a la cama, pero viendo que no se despertaba, decidió
aproximarse—. Agente —insistió y la zarandeó con suavidad del hombro.
Arantxa se despertó y su instinto la llevó a hacerlo de manera
apresurada. Agarró la muñeca de Kilian y le retorció el brazo para tirarlo de
bruces sobre la cama. Solo cuando le tuvo reducido se fijó en quién era.
—Kilian, ¿qué coño haces en mi habitación?
El chico solo pudo balbucear unos cuantos sonidos ininteligibles contra
el colchón hasta que Arantxa disminuyó la presión.
—Solo quería hablar con usted —repitió Kilian mientras se frotaba la
dolorida muñeca.
—¿Y no sabes llamar a la puerta en lugar de entrar así en mi cuarto?
Podría haberte pegado un tiro.
—¡Ya he llamado! —replicó Kilian—. Pero nadie me respondía. Ya me
he fijado en que tiene un horroroso despertar.
—Deja de fijarte y date la vuelta —dijo Arantxa, que dormía solo con la
ropa interior puesta y no le había dado tiempo a cubrirse tras el apresurado
despertar—. ¿Qué querías?
—No me puedo quitar la imagen de mis tres compañeros muertos
amenazándome —respondió Kilian, que pese a la advertencia de la cabo
primero echó una mirada furtiva al cuerpo semidesnudo de Arantxa,
mientras se cubría con la ropa de cama.
—Y, como no podías dormir, ¿has pensado que sería una buena idea que
tampoco pudiéramos hacerlo los demás? —inquirió Arantxa tras terminar
de hacerse un nudo con la sábana. El poco rato que la habían dejado dormir
no le había servido para recuperar el ánimo.
—Solo quería desahogarme con ustedes. Por cierto, ¿dónde está su
compañero? Creí que dormían en la misma habitación.
—Eso me gustaría saber a mí... ¿Y cómo querías desahogarte? ¿Has
recordado algo más que pueda ayudarnos a descubrir al culpable?
—No lo sé, es todo tan confuso... Desde lo que me ha ocurrido esta
tarde, hay momentos en los que dudo de lo que ven mis ojos. No llevo
puestas las lentillas y, sin embargo, cada vez que la cortina de la caravana
en la que duermo se mueve por el viento o que Jon hace un ruido en la cama
me parece volver a ver a Ana amenazante a mi lado. No soy ningún
cobarde, pero estoy asustado. Es lo peor, creo que me estoy volviendo puto
loco. ¡Si hasta me parece ver a Adrián en la caravana!
—No tienes por qué justificarte, cualquiera en tu posición lo estaría.
Eres el único que ha sufrido dos de esas visiones y sigue aquí para contarlo.
—¿Y si no es así después de la tercera? —preguntó Kilian y se dejó caer
al borde de la cama.
—Por lo que sabemos hasta ahora, solo se tienen las visiones cuando se
llevan puestas las lentillas. No vuelvas a ponértelas y estarás tranquilo.
—Buff, voy a tener que estudiarme los guiones para las escenas que me
faltan por grabar.
—Tú decides, chaval —replicó Arantxa tras sentarse a su lado en la
cama—. O aprenderte los guiones o volver a ver a Ana muerta.
—Los guiones, sin duda los guiones —asintió Kilian—. Tengo unas
ganas de terminar de grabar de una vez y salir de aquí. No sé si esta casa
estará encantada o no, pero me pone los pelos de punta.
—¿Es solo por la casa?
—Es por todo. No me llevo bien con el que se supone que es mi mejor
amigo en la película. Jon me parece bastante capullo, la verdad, y tampoco
soporto a Salvador, siempre con ese aire de estar perdonándonos la vida
cuando, si no llega a ser por nosotros, estaría muriéndose de hambre
grabando «buen cine» de ese que no ve ni Dios y por el que nadie le pagaría
el pastizal que gana por hacer esta película. Es un hipócrita de mierda que
se pasa el día criticándonos como actores, pero que no duda en venir
corriendo si el productor le pone un par de ceros más en el cheque. Un
calzonazos que quiere mostrar su autoridad con los demás, cuando siempre
hace lo que Lidia le pide.
—¿No te llevas bien con nadie del rodaje? —interrogó Arantxa.
—Ya ha visto que entre nosotros no hay muy buen rollo. Siempre
estamos porculeando a los demás a ver por dónde saltan. Creo que todos
tenemos demasiado ego de actor, pero sobre todo Jon, que se cree el puto
amo por haber grabado dos o tres películas más que los otros.
—Y de todos ellos, con lo mal que te caen, ¿de veras no hay nadie que
creas que puede ser el culpable de todo esto?
—Joder, si fuera por lo que pienso de ellos, el culpable sería Jon o
Salvador, pero es que Jon también tuvo la visión de Ana en el bosque y casi
se destroza la cara y acabó cayendo por un balcón empujado por Becca, y
Salvador no sé qué ganaría con todo esto... Como le digo, si no fuera por
Lidia y por esta película, se estaría muriendo de hambre.
—Está bien, intenta no pensar en lo que te ha ocurrido esta tarde y vete a
dormir. Creo que a todos nos vendría muy bien relajarnos esta noche —
aconsejó Arantxa y pasó un brazo por la espalda del chico, invitándolo a
levantarse de su cama.
—Sí, me vendría bien relajarme... —respondió Kilian y ante el pequeño
gesto de acercamiento de Arantxa se lanzó a besarla, llegando incluso a
rozarle los labios ante su sorpresa.
—¡¿Pero se puede saber qué coño haces, niñato?! —exclamó Arantxa y
se puso en pie tan rápido que la sábana amenazó con caérsele y tuvo que
hacer gala de sus reflejos para evitarlo.
—Los dos necesitamos relajarnos, aliviar tensiones de un duro día y
pensé que podríamos hacerlo juntos —repuso Kilian, que no pudo evitar
echar otra mirada al cuerpo de Arantxa mientras volvía a cubrirse.
—Te puedo asegurar que no ha sido, ni por asomo, tu idea más brillante.
—Perdona, pensé que a los dos nos apetecía...
—Pero ¿qué te ha hecho pensar que puede llegar a apetecerme besar a
un crío?
—¡Oye! ¡Que tengo veintitrés años, que de crío no tengo nada! —
remarcó Kilian.
—Y yo más de cuarenta, podría ser tu madre, espabilao.
—Ya quisiera mi madre estar tan buena... —musitó Kilian.
—Anda, saco de hormonas con patas, lárgate de aquí antes de que me
cabree y te eche a patadas. Y mantén tus instintos adolescentes a raya
conmigo si no quieres que termine por detenerte —amenazó Arantxa
mientras le indicaba la puerta.
—Está bien, ya me voy. Tampoco es para ponerse así, porque la haya
intentado besar, debería sentirse halagada por resultar atractiva a un chico al
que casi dobla la edad.
—Lo que te puedo doblar es otra vez el brazo como no te largues de
inmediato.
—Vale, vale... —dijo Kilian, levantando los brazos en señal de rendición
y salió de la habitación.
Arantxa se sentía encolerizada. No entendía en qué momento había
podido ese chico interpretar que podía intentar besarla. Solo quería dormir,
esperar que, al día siguiente, la nieve permitiera subir al coche de la
forense, terminar con aquel caso y volver a su casa con sus libros y su
bendita soledad. No entendía por qué la gente se empeñaba siempre en
complicarle la vida. Procuraba no inmiscuirse en la de los demás y ellos se
empeñaban en invadir su espacio. Solo pedía eso: espacio vital para estar
sola. No creía en los fantasmas ni en las casas encantadas, pero empezaba a
pensar que, en aquel lugar, estaban todos mal de la cabeza.
Estaba tan enojada que no le importó que Alberto no hubiera regresado
todavía a la habitación. Otro al que la cabeza le funcionaba solo a veces. Si
a esas horas no había ido a dormir, como si se quedaba en el coche, lo que
no iba a permitir es que volvieran a interrumpirle el sueño entrando en su
cuarto. Cerró la puerta con llave antes de regresar a la cama, colocó la
sábana de nuevo en su lugar e intentó recuperar el sueño del que la habían
desvelado.
No había terminado de encontrar una buena postura cuando llamaron a
la puerta con agresividad e insistencia.
—¡Mira, chaval, o te largas de una vez o te juro que te pego un tiro! —
vociferó crispada de los nervios.
—Señorita Arenas, soy Steve, ¿podemos hablar?
—Pero qué coño le pasa a la gente esta noche con las ganas de hablar y
por qué todo Dios quiere hacerlo conmigo... —musitó antes de salir de la
cama—. ¡Dos minutos! Tengo que vestirme.
No estaba dispuesta a volver a recibir a nadie en su habitación en ropa
interior, si querían hablar con ella, tendrían que esperar a que se vistiera.
Abrió la puerta una vez que terminó de atarse los botones de la blusa y
con los pantalones del uniforme puestos. Steve tenía mala cara y miraba a
ambos lados del pasillo como si temiera que fuera a aparecer algún
fantasma.
—¿Qué ocurre? —inquirió.
—¿Puedo pasar?
—Pasa, anda, pasa... —dijo—. Está visto que esta noche va a costar que
me dejen dormir... ¿Y bien? —interrogó cuando Steve entró en la
habitación y fue directo a sentarse en el sillón vacío.
—He estado dándole vueltas a algo que no puedo quitarme de la cabeza
—comenzó Steve con la cabeza agachada, como si estuviera hablando
consigo mismo o confesando un pecado.
—¿El qué?
—¿Quién más podría programar mis lentillas?
—Sí, es una pregunta que mi compañero y yo también nos hemos hecho.
Para mi compañero, eso le coloca como principal sospechoso, ya lo sabe.
—Sí, lo sé, por eso tampoco he dejado de preguntármelo, porque no he
hecho nada, y si yo no he sido, ¿quién ha podido ser?
—¿Y ha llegado a alguna conclusión?
—Salvador.
—¿El director?
—Sí. ¿Sabe que además de director de cine es informático? Bueno, en
realidad, se dedicaba a crear CGI.
—¿Qué es eso?
—Computer Generated Imagery o, en castellano, imágenes generadas
por ordenador, que después son añadidas a las películas, porque son mucho
más económicas que los efectos especiales. Salvador es un experto en CGI.
—¿Y crees que lo que ven los chicos en tus lentillas son imágenes
generadas por un ordenador?
—No tengo ni idea de lo que ven los chicos en mis lentillas. Con el CGI
pasa lo mismo que con la realidad aumentada, que son solo imágenes, no se
pueden tocar ni oler ni sentir... Lo que digo es que Salvador es el único al
que veo capaz de generar unas imágenes para mis lentillas.
—¿Y esto no podía habérmelo contado mañana por la mañana? —
replicó Arantxa que, pese a los dos sobresaltos nocturnos, sentía cómo la
boca se le abría y los ojos se le cerraban.
—No podía dormir y pensé que ustedes tampoco. ¿Dónde está su
compañero?
—¡Y yo qué sé! No soy su dueña ni es mi sombra. Ya es mayorcito.
—Pensé que dormían juntos... —mencionó Steve y se acercó un par de
pasos a la cabo primero.
—No vayas por ahí que ya he tenido suficiente ración de babosos por
esta noche —replicó Arantxa frenando sus supuestas intenciones,
colocándole una mano en el pecho al técnico. Este soltó una exclamación de
dolor—. Espera... quítate la camisa.
—¿Cómo? ¿No va un poco rápido, agente?
—No sea imbécil. Se ha quejado de que le ponga la mano en el pecho y
quiero ver por qué.
—¡Ah, eso! Es por la fogosidad de mi última amante... —contestó Steve
mientras se desabrochaba la camisa y mostraba los arañazos en el pecho.
—¿Fogosidad o defensa? —inquirió Arantxa mientras retrocedía hasta
donde tenía el arma.
—¡Ey! ¿No estará pensando que...? ¡Eso es una locura!
—Ya veremos si es una locura cuando podamos analizar los restos
encontrados en las uñas de Paula.
—Le juro que no he tocado a Paula en mi vida.
—¿Quién le hizo esos arañazos?
—Un caballero no va hablando de las mujeres con las que se acuesta —
replicó Steve, al que los nervios le hicieron exagerar su acento inglés.
—Muy bien, me temo que el caballero va a tener que pasarse el resto de
la noche esposado y retenido. ¿Qué le parece? —inquirió Arantxa
recogiendo las esposas y su arma—. Dese la vuelta.
—Le juro que no le he hecho nada a los chicos.
—¿Me va a decir quién le ha hecho los arañazos o prefiere pasar la
noche encerrado en el coche patrulla?
—¿Va a dejarme en la calle con el frío que hace? —protestó Steve
mientras Arantxa le esposaba.
—Es decisión suya, no mía...
—¡Está bien! Fue Becca.
—Muy bien, vamos a hablar con ella para que nos lo confirme. Seguro
que a estas horas la encontramos en su habitación —repuso Arantxa y dio
un empujón a Steve para que se pusiera en marcha.
Cuando llegaron a la habitación de Becca, Arantxa llamó a la puerta,
pero ni siquiera dio tiempo a responder antes de abrir. Cuando entró,
Alberto casi se cayó de la cama y Becca se esmeró en cubrir su cuerpo
desnudo con las sábanas.
—Ni siquiera voy a preguntar qué coño estás haciendo, Verdugo.
—¿Quién le ha dado permiso para entrar así en mi habitación? —
protestó Becca, que aún conservaba el rubor en la cara y el pelo revuelto.
—Digamos que soy una agente de la Guardia Civil en medio de una
investigación por tres posibles asesinatos y eso me da el permiso que
considere necesario para interrogar a los sospechosos que me dé la gana
cuando me dé la gana, ¿entendido? —replicó Arantxa—. ¿¡Quiere hacer el
favor de ponerse al menos los calzoncillos, agente Verdugo!? —gritó a su
compañero, al que siempre trataba por el cargo cuando se enojaba.
—¿Y qué quiere preguntarme a estas horas? —protestó Becca.
—El señor Steve Cocks —empezó Arantxa e introdujo en la habitación
al técnico de un tirón en sus esposas— asegura que los arañazos en el pecho
que presenta se los hizo usted. ¿Es eso verdad?
—¿Y cómo has descubierto esos arañazos? —inquirió Alberto mientras
se afanaba en ponerse los pantalones.
—Tú te callas. Mis métodos no incluyen meterse en la cama desnudo
con un sospechoso.
—Ni con nadie —musitó Alberto antes de trastabillar con los bajos del
pantalón del uniforme y estar a punto de caer.
—¿Y bien, señorita? ¿Son suyos esos arañazos?
—Yo no soy de esas. En la cama soy más delicada, ¿verdad, Alber? —
respondió Becca.
—¿¡Cómo!? —protestó Steve—. ¡Claro que fuiste tú! Te pusiste en plan
salvaje en mi caravana.
—Agente, no voy a negar que es cierto que Steve y yo hemos tenido
sexo en un par de ocasiones, pero, como puede confirmarle su compañero,
soy más del tipo de chica que le gusta que la posean que de las que va
arañando a sus parejas —insistió Becca.
—¡Está mintiendo! ¿Por qué no dices la verdad, Becca? —gritó Steve
revolviéndose.
—No sé quién de los dos miente, pero ya empiezo a estar harta de todo
esto. Que me despierten me crispa mucho los nervios y me pone de muy
mal humor...
—Tú siempre estás de mal humor —volvió a musitar Alberto, ya
vestido.
—¡Que te calles! —recriminó de nuevo Arantxa—. Como vuelvas a
interrumpirme te detengo a ti también. Lo más probable es que Candela, la
forense, pueda acercarse mañana a recoger las pruebas. No voy a permitir
que nadie más salga herido o muerto, hasta que me confirme a quién
pertenecen las muestras encontradas, así que mientras tanto voy a detener a
todo aquel que me huela mínimamente a sospechoso. Así que Becca, haga
el favor de vestirse, queda detenida.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque sigo convencida de que has tenido algo que ver con el
incendio de la biblioteca, por eso.
—No puede detenerme por una sospecha infundada. Ya le dijeron que
permanecí en todo momento junto a Lidia.
—Pudiste provocar el incendio para permitir que Steve se deshiciera de
las lentillas. Puede que estéis compinchados. Lo averiguaré. Además, te
equivocas, claro que puedo, y lo voy a hacer. Tú decides: o te pones algo de
ropa o pasas el resto de la noche desnuda y esposada en el coche patrulla
junto a Steve. ¿Qué eliges?
Becca, viendo que la cabo primero iba completamente en serio con sus
amenazas, recogió su ropa interior del suelo y comenzó a vestirse. Segura
de que nadie la iba a librar de pasar la noche en el coche, en la calle, se
puso ropa de abrigo.
—Usa tus esposas —ordenó Arantxa a Alberto—. ¿Por qué me miras
así? ¿No ha dicho que es de las que les gusta ser sumisa? Seguro que está
encantada con que las esposes tú.
Alberto, que siempre había visto a su compañera seria, cariacontecida,
rancia como ella sola, pero jamás la había visto tan enfadada como esa
noche, obedeció sin rechistar. Entre los dos trasladaron a Steve y Becca al
vehículo policial. Aprovechando la separación con la mampara de
policarbonato que les protegía en caso de tener que llevar a algún detenido a
comisaría, Arantxa ordenó a Becca sentarse en los asientos traseros y a
Steve hacer lo mismo en el asiento del copiloto.
—Así se estarán quietecitos hasta mañana...
—Se van a congelar de frío aquí fuera —replicó Alberto atreviéndose a
abrir la boca por primera vez desde que salieron de la habitación.
—Échales por encima un par de mantas del maletero —replicó Arantxa
—. Ahora tenemos que ir a hablar con Salvador.
—¿A estas horas? Seguro que estará durmiendo —comentó Alberto
mientras abría la parte trasera del coche para buscar las mantas.
—Y es lo que debería estar haciendo yo, pero, si se empeñan en que no
duerma, aquí no duerme ni Dios —protestó Arantxa—. ¿Cómo se te ocurre
acostarte con una cría? —recriminó a su compañero cuando cerró las
puertas del coche.
—¡Oye! Que tiene casi treinta años, que no es ninguna cría, que es hasta
algo más mayor que yo. Y la culpa es tuya.
—¿Mía? —exclamó Arantxa—. ¿Te he empujado a su cama o qué?
—Casi. Lo que me ha empujado a su cama ha sido tu absurda insistencia
en no compartir la de nuestra habitación. Si me hubieras dejado dormir en
algo más cómodo que la alfombra a los pies de la cama, como a un perro,
no habría terminado en la cama de Becca esta noche.
—Claro, y una vez que te dejó dormir en un lado de su cama, acabó
debajo de ti por casualidad. ¿No es así?
—No tengo por qué darte explicaciones de lo que ha pasado —replicó
Alberto—, por tu culpa, me van a estar doliendo los huevos toda la noche.
—Te jodes, por capullo. ¿Ves cómo tenía razón en no dejarte dormir en
la misma cama que yo? Eres incapaz de controlar tus instintos y, si lo
hubieras intentado conmigo, el dolor de huevos iba a ser tu menor
preocupación.
—No lo intentaría contigo ni aunque fueras la última mujer del planeta,
ni aunque la extinción de la raza humana dependiera de ello. A ver si te
enteras de una vez. ¿Puedo saber qué es lo que le vamos a preguntar a
Salvador a estas horas?
—Steve me ha dicho que es el único con conocimientos para haber
añadido imágenes a sus lentillas —respondió Arantxa ignorando el
comentario de su compañero.
—¿Y te fías de Steve?
—No me fío ni de lo que ven mis ojos en este puñetero lugar, pero voy a
averiguarlo sin esperar a que amanezca.
—Espero que Salvador tenga mejor despertar que tú...
Pero Salvador no estaba durmiendo mientras los dos agentes se acercaban a
su caravana, al contrario, estaba muy despierto, con el corazón acelerado y
sudoroso.
Todo había empezado como una cena ligera con su ayudante de
dirección, Lidia, para repasar y estudiar los próximos pasos que realizar y
terminar la película de una vez por todas. Las muertes de Ana, Paula y
Adrián lo habían complicado todo, habían tenido que eliminar varias
páginas de guion y muchas de las escenas iban a tener que ser añadidas por
ordenador. En eso era un especialista, y su incansable compañera se había
encargado de recordárselo.
Si no hubiera sido por ella, habría abandonado el proyecto al primer
contratiempo, pero Lidia siempre había estado dispuesta a continuar,
inasequible al desaliento. Pese a lo poco que el proyecto le entusiasmaba,
los problemas, las muertes, ella siempre estaba ahí para animarle a dar un
paso más y terminar la película. Esa noche había decidido que, en lugar de
hablar de la película en el comedor, lo harían en su caravana, con una cena
preparada especialmente para los dos.
No se trataba de seducirla, eso ya había ocurrido hace tiempo, en
realidad, fue ella quien lo hizo, pero sí de recompensarla por su incansable
apoyo. Demostrarle que, pese a que no siempre era todo lo amable y
cariñoso con ella que se merecía, sí que valoraba lo mucho que hacía por él
y que la quería.
Lidia había agradecido el detalle y se había presentado en la caravana
con su vestido más provocador. Habían hablado y reído, habían bebido vino
hasta perder la timidez y se habían dejado llevar por las locas ideas y
fantasías que ella tenía en ocasiones.
—¡Oh, Brad, no pares! —gimió Lidia ante el empuje de Salvador, al
borde del clímax.
—Te he dicho muchas veces que no me gusta que me llames por el
nombre de otros, que me corta el rollo —protestó Salvador.
—Venga, tonto, que a ti también te gusta esto de usar las lentillas de
realidad aumentada para verme con el cuerpo y la cara de Salma Hayek, no
digas que no.
—Sí, tiene su morbo, pero cuando voy a correrme no grito su nombre.
¿Me entiendes?
—Vale, sí, pero no pares ahora, joder... —recriminó Lidia, incapaz de
dejar de mover sus caderas.
—Está bien... Ya voy... —accedió Salvador justo antes de que alguien
aporreara con violencia la puerta de su caravana—. ¿¡Quién coño es a estas
horas!? —gritó.
—Agentes Arenas y Verdugo. Abra la puerta ahora mismo —respondió
Arantxa alzando aún más la voz.
—Mierda, joder... —protestó Salvador—. Hablando de cosas que me
cortan el rollo —añadió y se levantó de la cama buscando algo de ropa que
ponerse encima—. ¿Qué coño quieren ahora? —inquirió tras abrir la puerta.
—Pero ¿qué cojones les pasa a todos hoy? ¿Hay luna llena especial esta
noche que dispara las hormonas y no me he enterado? —inquirió Arantxa al
ver a Salvador a medio vestir y a Lidia cubriendo sus vergüenzas
pudorosamente en la cama.
—Las tuyas están muertas... —masculló Alberto a su espalda.
—¿Qué quieren?
—Nos hemos enterado de que usted es experto en CGI y que no nos
había dicho nada al respecto.
—¿Y qué tiene eso que ver para que vengan a molestarme a estas horas?
—Que es usted el único con conocimientos para añadir imágenes a la
proyección de las lentillas, y eso le coloca como principal sospechoso de los
accidentes ocurridos.
—¡Eso es una gilipollez!
—Puede, pero me gustaría hablarlo con usted, si es posible. ¿Me
acompaña?
Salvador maldijo y masculló improperios mientras buscaba algo más de
ropa que ponerse antes de salir de la caravana.
Arantxa regresó al coche patrulla. Iba por delante y Alberto y Salvador
se limitaban a seguirla sin tener muy claro qué era lo que la cabo primero
pretendía. Alberto, después de su desliz, no se atrevía ni a preguntar, se
limitó a custodiar a Salvador mientras Arantxa llegaba al coche.
—Venga conmigo —ordenó Arantxa tras abrir la puerta delantera y
sacar a Steve casi de los pelos, porque no dejaba de discutir con Becca a
través del cristal.
—¿Qué quiere ahora de mí? —protestó cuando la agente le puso los dos
pies fuera del vehículo.
—Que nos abra su oficina en el sótano. Vamos a ver de qué son capaces
ustedes dos con unas lentillas y un ordenador.
—Con las manos atadas a la espalda no voy a ser capaz ni de
encenderlo, ya se lo digo desde ahora.
—No se haga el gracioso —replicó Arantxa que, desde que la habían
levantado de la cama, trataba a todo el mundo de usted—. Le soltaré las
esposas cuando lo considere necesario. Mientras tanto, manténgase en
silencio.
—¿Van a tenerme aquí toda la noche? —protestó Becca desde el asiento
trasero.
—Lo que considere necesario —respondió Arantxa y cerró la puerta del
coche.
—Zorra —musitó Becca que, si no hubiera tenido las manos esposadas,
le habría hecho un corte de mangas.
Arantxa le soltó las esposas a Steve cuando llegaron a la puerta del
sótano. Este sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta. De inmediato,
empezó a pulsar botones para encender el equipo informático.
—¿Se puede saber qué demonios hago aquí a estas horas? —protestó
Salvador.
—Steve nos ha dicho que usted es uno de los mayores expertos en CGI y
quiero ver de lo que es capaz.
—Dije que se dedicaba a ello, no que fuera experto —matizó Steve.
—¿Y qué pretende con ello? —inquirió Salvador sin llegar a entender,
tras echar una mirada inquisidora a Steve. Por su culpa, la Guardia Civil
había interrumpido una velada que hasta el momento estaba siendo perfecta.
—¿Sinceramente? No lo sé, pero toda esta mierda de realidades
aumentadas, realidades virtuales e imágenes creadas por ordenador se
escapa de mis conocimientos y, como todo el mundo esta noche se
empeñaba en no dejarme dormir, he decidido que no lo iba a hacer nadie. O
me aclaran lo que son capaces de hacer con esas puñeteras lentillas o los
detengo.
—No puede hacer eso. No puede venir a mi caravana y detenerme así,
sin más, sin ninguna prueba.
—Créame que puedo. Cuando toda esta mierda acabe, puede ir al cuartel
y presentar una denuncia contra mí si le apetece, dudo que le sirva de algo,
pero, mientras tanto, le tendré esposado y aislado si lo considero necesario.
¿Entendido?
A Arantxa se le veía el enfado en los ojos, tanto que a Salvador no le
quedó ninguna duda de que era muy capaz de cumplir su amenaza.
—Está bien, le demostraré lo que sé hacer con un ordenador, porque no
tengo nada que ocultar y porque, la verdad, usted me da un poco de miedo,
pero, ya le digo, desde ahora, que no le va a servir de nada, porque no he
hecho nada y porque nada de lo que pueda hacer en un ordenador ha podido
provocar lo que los chicos cuentan haber visto.
—Eso mismo le he dicho yo —remarcó Steve.
—Pónganse a trabajar. Ya decidiré si me sirve de algo o no.
Tanto Salvador como Steve se pusieron a teclear en dos de los
ordenadores mientras movían el ratón de un lado al otro y abrían y cerraban
carpetas. Alberto y Arantxa les observaban con atención, aunque no
entendían nada de lo que estaban haciendo.
—Sabes que no vamos a sacar nada claro de esto que estás haciendo,
¿verdad? —susurró Alberto a Arantxa pasados diez minutos, con la
esperanza de que fuera tiempo suficiente como para que ella no se lanzara a
la yugular a morderle.
—Eso me temo —respondió su compañera—. Pero la cabeza me va a
cien por hora y, si no puedo tranquilizarme, al menos tengo que hacer
partícipes a los demás de mi propio caos. No sé, si tengo a los demás
haciendo algo, puede que acabe viendo lo que hasta ahora se me escapa en
este caso. Hay algo que no termino de entender.
—Yo, sinceramente, no entiendo nada desde el día en que llegamos.
—Porque tú tienes la sangre acumulada en la polla y no puedes pensar
—replicó Arantxa.
—Oye, ya está bien. Que no tengas sangre en las venas, que estés muerta
por dentro o que parezcas más un robot que una mujer no significa que los
demás no estemos centrados en nuestro trabajo, aunque tengamos una
debilidad. Igual, si te relajases un poco, en lugar de estar siempre amargada,
podrías ordenar ese caos que dices tener.
—¿Eso crees? ¿Crees que si hubiera dejado a Kilian que, después de
besarme, se metiera en mi cama y me follara como tú a Becca, iba a
resolver el caso?
—¿Que Kilian te ha besado? ¿Cuándo?
—Entró esta noche en la habitación y me lo encontré junto a la cama
zarandeándome del hombro.
—Qué valiente —comentó Alberto, que se podía imaginar a su
compañera reaccionando como una leona enjaulada.
—Lo reduje contra el colchón.
—Me lo temía.
—Me dijo que no podía dormir, porque no dejaba de ver imágenes en su
cabeza de sus tres compañeros y, de pronto, va el crío y se lanza a besarme
en los morros.
—¿Y no le has matado? —rio Alberto.
—Tentada estuve, no te creas. No sé qué demonios se le pasó por la
cabeza para pensar que podía intentarlo siquiera.
—¿Dormías como las dos noches anteriores?
—¿Qué quieres decir?
—Que si dormías en ropa interior.
—Claro, cómo quieres que duerma, ¿vestida de uniforme?
—Mujer, el chico te vería de reojo y le descontrolarías los instintos. Ya
te tengo dicho que, para alguien que no conoce tu forma de ser, podrías
llegar a resultar hasta atractiva.
—Como alguien vuelva a intentar propasarse conmigo, le pego un tiro
en los huevos para que no vuelva a tener problemas para controlar sus
instintos.
—Tranquila, creo que todo el mundo por aquí empieza a conocer tu
carácter y saben que eres como el laurel de montaña: bonita pero venenosa.
—Que se mantengan a una distancia prudencial si no quieren ver los
efectos de mi veneno —replicó Arantxa—. ¿Cómo van? —inquirió a
Salvador y Steve.
—Esto es una pérdida absoluta de tiempo. Debería estar en mi caravana
—protestó Salvador.
—Deje que eso lo decida yo.
—Mire, esto es lo más parecido que podemos conseguir con nuestro
equipo a lo que los chicos dicen ver —replicó Steve.
En la pantalla del ordenador estaba Ana vestida con el mismo camisón
que la noche que la encontraron junto a la fuente, pero manchado de sangre.
Se movía, sonreía con malicia y portaba un cuchillo ensangrentado en su
mano.
—¿Quieren venir conmigo? —interrogó Ana en la pantalla
amenazándolos con el cuchillo.
Arantxa y Alberto sintieron cómo, al escuchar la voz de la chica, se les
paraba el corazón unos segundos.
—¿No me dijeron que las lentillas solo proyectaban imágenes? —
preguntó Arantxa.
—Y así es —respondió Steve—. Mis lentillas solo proyectan imágenes,
no sonido, y ahora pueden grabar y ser localizadas, pero siguen sin
proyectar sonido. Lo que acaban de ver es una imagen de Ana creada por
ordenador, una CGI. Hemos cogido grabaciones de Ana durante la película
y trozos de sus diálogos para conformar esa imagen y su voz. Le hemos
añadido la sangre y el cuchillo.
—A mí me acojona. Si viera esto en mis lentillas, creo que saldría
corriendo —replicó Alberto.
—Es lo más probable —dijo Salvador—. Pero nunca, jamás, es
imposible, podrían sentir el dolor de la cuchillada, en caso de que cumpliera
su amenaza. Nunca, jamás, podrían oler la sangre de su herida o el perfume
de Ana. Nunca. ¿Lo entienden? Eso no se puede hacer con un ordenador.
Ojalá, pero no es posible.
—Algo se me escapa. Piensa, Arantxa, piensa...

Lidia esperaba sentada sobre la cama, solo cubierta con el edredón, a que
Salvador regresara. La interrupción de los Guardia Civiles no había podido
ser más inoportuna y, pese a la frustración del momento, estaba segura de
que, si Salvador regresaba pronto, podrían retomar su pasional encuentro en
donde lo habían dejado. Aún sentía las llamas de la pasión encendida
quemándola por dentro.
La cena, el vino y el morbo de descubrir los traviesos usos de las
lentillas, la mantenían morbosamente excitada, pese a la intromisión. Solo
esperaba que Salvador no tardara mucho o iba a tener que retozar por la
nieve para calmar el calentón.
Se había enamorado de Salvador en la primera película en la que
trabajaron juntos. Esa capacidad suya de imaginar lo que los demás todavía
eran incapaces de ver, de saber cómo iba a quedar una escena, pese a que el
resto de la gente solo pudiera ver un croma verde tras los personajes, la
había seducido. Siempre le habían atraído las personas con una imaginación
desbordante.
Desde ese momento, no se había separado de su lado, sabiendo que
alguien como Salvador podía llegar muy lejos y que, solo con mantenerse a
su sombra, ella también lo haría. En el cine era mejor ser cola de león que
cabeza de ratón. Los ratones solo aspiran a comer queso. Había conseguido
que él también se fijara en ella y, desde entonces, eran inseparables, almas
gemelas que se habían encontrado en el mundo. Lidia estaba segura de que
Salvador era su hilo rojo de la leyenda. Compañeros, cómplices, amigos y
amantes.
Suspiró aliviada al escuchar cómo llamaban a la puerta de la caravana.
Seguro que era él de vuelta, que se habría olvidado las llaves con las prisas
y que ya estaba de regreso para continuar la noche. Sin andarse con
preámbulos, todavía con las emociones a flor de piel y el calor
recorriéndole el cuerpo, dejó el edredón sobre la cama y fue a abrir la puerta
completamente desnuda.
—¡Oh, Dios! —exclamó avergonzada cuando vio que al otro lado de la
puerta no estaba Salvador—. ¿Qué haces tú aquí? —inquirió cubriéndose
con las manos.
Quien había llamado a la puerta no le dio tiempo ni a gritar.
Aprovechando su pudor, se coló dentro de la caravana, le tapó la boca con
una mano y le clavó un cuchillo en el estómago con la otra.
A Arantxa se le habían templado los nervios y el mal humor mientras
esperaba a que Steve y Salvador realizaran la demostración en el ordenador.
El resultado había sido el esperado: era espectacular lo que se podía llegar a
conseguir con un par de programas informáticos y conocimientos, pero aún
quedaba muy lejos de aquello que insistían en decir que habían
experimentado todos aquellos que habían sentido lo que veían en sus
lentillas.
—Está bien, puede regresar a su caravana —se limitó a anunciar cuando
asumió que nada de eso le iba a servir para nada.
—Esto se lo podría haber mostrado por la mañana, en lugar de
interrumpirme —protestó Salvador.
—No me provoque que aún sigo cabreada. Si no quiere acabar la noche
como Steve, esposado en el coche patrulla y pasando frío, haría bien en
quedarse callado y marcharse sin decir nada más —replicó Arantxa.
—¿Está diciendo que voy a tener que volver al coche? —interrogó
Steve, que esperaba que tras la demostración pudiera regresar a su caravana.
—Sigue siendo sospechoso por los arañazos del pecho. Va a seguir
retenido hasta que la forense confirme si las muestras encontradas en las
uñas de Paula son suyas o no —replicó Arantxa.
—¡Que yo no le hice nada a Paula! Que estos arañazos me los hizo
Becca.
—Pero ella lo niega.
—¡Miente!
—Sí, yo también lo creo. Becca miente en algo, aunque todavía no tengo
muy claro en qué, por eso está también retenida en el coche. Y ahora
vamos, me gustaría poder dormir, aunque solo sea un par de horas.
Estaban llegando a la altura del coche patrulla cuando Salvador, que se
había adelantado a ellos ansioso por regresar a la caravana junto a Lidia,
gritó con el alma desgarrada.
—¿Qué ocurre ahora? —inquirió Alberto, que dejado atrás el subidón de
adrenalina de su encuentro con Becca, estaba cayendo en un estado de
sopor que amenazaba con hacerle dormirse de pie.
—No lo sé, pero vamos a tener que ir a averiguarlo —replicó Arantxa,
que metió a Steve de nuevo en el coche y cerró la puerta.
No se habían separado dos pasos del vehículo cuando dentro regresaron
las discusiones.
—¡Estaos calladitos! —gritó Arantxa y zarandeó el coche para calmar
los ánimos del interior—. Bastantes problemas tenéis como para buscaros
otro.
Cuando Alberto y Arantxa llegaron a la caravana de Salvador le
encontraron sollozando, como un enorme bebe, junto a las escaleras.
—¡La han matado por su culpa! Si no me hubieran sacado de la
caravana, estaría viva —gritó y amenazó con golpear a Alberto cuando
llegó a su lado—. La han matado por su culpa...
Arantxa entró en la caravana y se encontró el cuerpo desnudo de Lidia
inerte en el suelo con varias puñaladas, profundas y letales, en su cuerpo.
Unas puñaladas que tenían una pauta. Escribían un nombre: ANA.
—¿No te parece que hay algo raro en todo esto? —preguntó Arantxa a
Alberto cuando llegó a su lado.
—Si te digo la verdad, no veo nada normal. Todo me parece raro:
realidad alternativa, visiones, fantasmas...
—Me refiero a algo raro en las muertes. Hay algo que no me cuadra —
replicó Arantxa.
—Te escucho.
—Los asesinos en serie suelen tener un patrón, una lógica, aunque solo
esté en su cabeza. Suelen ser metódicos y tienden a matar del mismo modo.
Un asesino en serie que mata a cuchilladas no comete su siguiente asesinato
con un fusil, no sé si me explico.
—Sí, suelen evolucionar, perfeccionar su método, pero no suelen
cambiarlo. ¿Por qué lo dices?
—Porque en este caso han muerto cuatro personas: dos sin violencia;
Ana se cayó por una ventana delante de todos sin que nadie la llegara a
tocar y Adrián apareció colgado del cuello, pero sin marcas de señales
defensivas, como si el asesino no hubiera tenido tampoco que acercarse a
él, y otras dos muy violentas; Paula, violada y asfixiada y Lidia... —
Arantxa no terminó la frase, se limitó a señalar el cuerpo sobre el charco de
sangre y las heridas en el pecho.
—Es como si hubiera dos asesinos con métodos distintos.
—Exacto. Ya sospechaba que todo esto no era obra de una sola persona,
pero este último asesinato me ha descolocado por completo.
—¿Compartes conmigo tu teoría o me vas a dejar fuera como siempre?
—Mis principales sospechosos eran Steve y Becca: él es el inventor de
las lentillas y ella ya sabemos que mantiene una relación física con él y
estoy convencida de que nos miente en algo, pero Lidia y otros de los
presentes en el incendio aseguran que no se ausentó en ningún momento
durante el incendio y Steve estuvo siempre a nuestro lado.
—Pero pudo coger las lentillas antes de salir...
—También lo pensé, por eso, este último asesinato me desconcierta.
Steve estaba con nosotros y Salvador en el sótano y Becca estaba esposada
dentro del coche. Es imposible que a Lidia la haya asesinado ninguno de los
dos. Mi otro sospechoso era Salvador y su aversión a este proyecto y, en
consecuencia, Lidia como cómplice, pero es evidente que también estaba
equivocada.
—¿Quién nos queda entonces?
—No lo sé. Puede que no sea ninguno de ellos y nuestros sospechosos
sean Jon, Ene, Kilian o algún técnico del que no tengamos conocimiento
aún, puede que sí, que Steve o Becca tengan algo que ver, pero que me haya
equivocado en sus cómplices. Es posible que el cómplice de Salvador se
haya vengado por un desacuerdo y haya asesinado a Lidia, puede que esté
equivocada en todo y que ni siquiera sean dos los asesinos, hasta es posible
que lleve puestas, sin saberlo y desde que visitamos el sótano de Steve por
primera vez, uno de esos pares de lentillas y todo esto no sea más que una
realidad virtual y aumentada de la que no hemos salido desde entonces.
—Yo tendría que llevar puesto otro par y esto sería una especie de
Matrix.
—Es posible, pero, como no pueda salir de aquí pronto, creo que voy a
acabar por volverme loca.
—Seguro que mañana pueden abrir la carretera de acceso a la casa y
Candela podrá subir a recoger las muestras. Resolveremos este lío y
podremos irnos a casa.
—Ojalá. Tenemos que recoger más muestras y llevar el cuerpo de Lidia
al comedor.
—Vamos a ello, porque está claro que esta noche ninguno de los dos
vamos a dormir.
—Yo empiezo con la recogida de muestras en la caravana, tú saca a
Steve y Becca del coche, está claro que ellos no han podido ser esta vez, e
intenta consolar a Salvador.

Becca se frotó las doloridas muñecas cuando Alberto le quitó las esposas y
la sacó del coche.
—Puedes volver a tu habitación —le anunció.
—¿Qué ha ocurrido para que me liberéis?
—Han asesinado a Lidia —respondió Alberto a quemarropa, sin poner
paños calientes.
—¿A Lidia? ¡Oh, Dios mío! Pero si era un encanto de mujer...
—Ni siquiera las mujeres encantadoras están a salvo en esta locura —
resopló Alberto y se encogió de hombros.
—¿Vas a volver conmigo a la habitación? —preguntó Becca—. Te
prometo que esta vez no voy a acosarte, de verdad que estoy asustada y me
siento más segura contigo a mi lado. Lo de antes fue un momento de
debilidad y del estrés acumulado por esta situación.
—Me temo que no importa cuál haya sido tu motivación. No voy a
poder dormir ni en tu cama ni en ninguna parte. Tengo que ayudar a mi
compañera con la recogida de pruebas.
—¿Puedo quedarme con vosotros? No quiero quedarme sola.
—¿En serio quieres quedarte cerca de Arantxa? No tiene un buen
concepto de ti, como tenga que soportarte quince minutos, es capaz de
volverte a esposar y dejarte en el coche.
—También es verdad. Me iré a mi habitación y cerraré la puerta con
llave.
—Es lo que debes hacer. Mañana abrirán los caminos de acceso a la casa
y estaremos más cerca de poder poner punto final a todo esto.
—Buenas noches, Alber...
—Buenas noches.
Becca se alejó del coche hacia la casa. Cuando llegó a la entrada, echó
una mirada a su espalda para asegurarse de que Alberto seguía en las
cercanías de la caravana de Salvador. Segura de que nadie merodeaba por
los alrededores, no se fue directa a su habitación. En cuanto se despidió del
agente de la Guardia Civil, su rostro dejó de mostrarse dulce y preocupado
y cambió al de enojada. Sus dotes de actriz le habían servido para mantener
la entereza. La muerte de Lidia no podía ser más inoportuna e iba a tener
que buscarle remedio.
Antes de regresar a su cuarto, tenía que hablar con alguien que acababa
de cometer un grave error que podría costarles muy caro y que sabía dónde
podía encontrar.
—¿Tú eres imbécil? —exclamó cuando llegó al área de descanso de la
casa y se lo encontró sentado en una silla tomando un café.
—¿Por qué me insultas? —replicó Kilian, que todavía tenía la mirada
perdida.
—¿Por qué has matado a Lidia? Lo tenía todo controlado, joder.
—Subí a la habitación de la agente como me dijiste que hiciera y la muy
zorra me hizo la cobra. ¡Ya sabes cómo me pongo cuando me rechazan!
Sabes que no llevo bien lo del control de la ira, el psiquiatra dice que es por
el abandono de mi padre o una puto mierda de esas. Tenía que desahogarme
y, cuando estaba saliendo de la casa y regresando a mi caravana, vi como
los agentes se llevaban a Salvador. Me escondí y aproveché que se había
quedado sola. La mosquita muerta me recibió en pelotas.
—¿Y tenías que hacerlo cuando Steve estaba retenido en el coche
patrulla?
—¿Y yo qué sabía? Además, ¿qué más da? Mañana, cuando abran las
carreteras, podrán analizar la piel encontrada bajo las uñas de Paula y
sabrán que fui yo quien la mató. Tenía que aprovechar el último día y Lidia
estaba en el lugar adecuado en el momento preciso.
—Joder, Kilian. Te dije la última vez que lo tenía todo controlado. Me di
cuenta de tu arañazo en el pecho cuando grabábamos la escena de la
habitación, te di un suave golpe y protestaste. Esa misma noche me colé en
la caravana de Steve y me encargué de sustituir esas muestras por las de su
piel, que le arranqué con mis propias uñas. La agente lo había detenido
porque había descubierto los arañazos que le hice. Cuando hicieran las
pruebas y comprobaran que la piel encontrada era de él lo habrían detenido
y nos habríamos salvado, pero ahora saben que Steve no ha podido asesinar
a Lidia y buscarán otro culpable. Pensarán que son dos los asesinos.
—De eso ya me he encargado yo. Podemos culpar a Jon.
—¿A Jon? ¿Y cómo vamos a hacer eso si puede saberse?
—Ya sabes que no soporto a ese idiota. Confía en mí. La Guardia Civil
le acusará a él.
—Vale, lo más probable es que mañana abran las carreteras y ya queda
poco para que esto termine. A ver si esta vez conseguimos que no nos
atrapen.
—Está siendo la hostia de emocionante. Lástima que no haya tenido
tiempo de aprovecharme también de Lidia, desnuda estaba más buena que
con la ropa que suele llevar, pero no sabía cuánto tiempo iba a estar
Salvador con los agentes y me he tenido que dar prisa. No he podido ser
muy creativo y mi prioridad era desahogar mi ira.
—Ha sido una pena que no hayas conseguido ligarte a la rancia de la
agente y me haya interrumpido a mí con su compañero. Sabes lo mucho que
odio que me dejen a medias. Vas a tener que hacer algo...
—¿Tú y yo? ¿Aquí?
—No haberla cagado esta noche. No puedo dormir bien si antes no me
relajo, y necesitamos descansar. Mañana va a ser un día apasionante.
Las primeras luces del día asomaron por el horizonte cuando Alberto y
Arantxa regresaban de almacenar un nuevo cuerpo en el comedor caravana.
Se habían pasado el resto de la noche recogiendo pruebas e intentando
calmar a un Salvador que no dejaba de culparles de la muerte de Lidia. Se
había puesto tan pesado, había perdido tanto los nervios, que le habían
tenido que encerrar en la parte trasera del coche patrulla, donde con
seguridad seguiría llorando la pérdida.
—¿Qué hora es? —inquirió Arantxa al ver salir el sol.
—Las ocho y media.
—¿Crees que Candela estará en su despacho?
—No lo sé, pero si quieres podemos llamar desde la radio del coche a
comisaría a ver qué nos cuentan y de paso informamos de cómo van por
aquí las cosas.
—Me parece bien.
Como sospechaban, Salvador seguía sollozando en el coche sentado con
la cabeza entre las piernas. Estaba más calmado, pero, aun así, cuando vio a
los agentes acercarse, volvió a insistir en que la culpa era de ellos, aunque,
esta vez, lo hizo con un tono de voz apagado.
Alberto entró en el coche y cogió la radio.
—Aquí Verdugo, ¿quién está por ahí? —preguntó tras abrir la línea.
—Aquí la agente Aguilar, ¿cómo van las cosas por ahí, guapo?
—Gracias por el piropo, pero, si me vieras ahora mismo, después de tres
noches sin apenas dormir y llevando la misma ropa del primer día, te
aseguro que cambiarías de idea. Las cosas por aquí no pueden ir peor.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Aguilar, a quien, tras la respuesta de
Alberto, se le había cambiado la voz y había pasado de un tono coqueto a
uno más profesional.
—A las muertes de Ana Olivera y Paula Hierro les hemos añadido, en
las últimas horas, las de Adrián Soler y Lidia Pineda, la ayudante de
dirección.
Al escuchar su nombre, Salvador volvió a sollozar en el asiento trasero
del vehículo y a golpear con la cabeza el cristal que le separaba del asiento
delantero mientras repetía, una y otra vez como un loco, que la culpa había
sido de ellos.
—Pero ¿qué coño está ocurriendo en esa casa? —preguntó Aguilar sin
temor a perder las formas.
—Eso nos gustaría saber a nosotros. ¿Sabes si la forense ha llegado ya?
—Me parece que la he visto pasar hace unos minutos. ¿Quieres que vaya
a comprobarlo?
—Si me haces el favor, te lo agradecería, y de paso habla también con
los quitanieves, a ver si ahora que el clima se ha calmado pueden abrir la
carretera.
—Hablaré con ellos. Dame cinco minutos —anunció Aguilar.
—¿Qué te ha dicho? —interrogó Arantxa cuando vio salir a Alberto del
coche.
—Ha ido a buscar a Candela, que creía haberla visto, y va a hablar con
el quitanieves. Tarda cinco minutos y me vuelve a llamar.
—Perfecto. Ya contesto yo, que quiero hablar con Candela en primera
persona.
Alberto le cedió el asiento del coche y se quedó fuera. No habían pasado
ni dos minutos y a Arantxa ya le dolía la cabeza de escuchar los continuos
lamentos de Salvador. Sus límites de paciencia estaban agotados hacía
tiempo, sobre todo, después de pasar una noche en vela, y no se cortó a la
hora de golpear con la palma de la mano el cristal y mandar callar al pobre
director. Este se sobresaltó por el golpe y retrocedió de un salto al fondo de
su asiento. Allí se quedó sollozando.
—¿Sigues ahí, guapo? —resonó por la radio pasados cinco minutos.
—Agente Aguilar, soy la cabo primero Arenas. Si quiere coquetear con
mi compañero, haga el favor de hacerlo fuera de su horario de trabajo.
¿Entendido?
—Perdón, cabo primero. Tengo a mi lado a la forense —respondió
Aguilar a punto de ponerse firme al otro lado de la comunicación.
—Haga el favor de ponerme con ella en lugar de estar haciéndome
perder mi tiempo y mi paciencia.
—Hola, Arantxa. ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Candela.
—Espero que en mucho, porque me estoy volviendo loca. —A la
forense era a la única persona del pueblo que le permitía que la tuteara de
manera cordial. Candela siempre se mostraba profesional y seria en su
trabajo y nunca se había intentado meter en sus asuntos. La respetaba como
profesional y agradecía sobremanera que la dejara en paz hablando siempre
lo justo—. Necesito que vengas aquí cuanto antes. Ya son tres los cadáveres
que se me acumulan en el congelador y sigo perdida. Necesito que analices
las pruebas ya.
—Me han comunicado que van a despejar la carretera en un rato, así que
podré estar ahí a media tarde. Llevaré todo lo necesario para analizar tus
pruebas. ¿Has tomado muestras de ADN de los sospechosos?
—¡No tengo sospechosos! Bueno, en realidad todos lo son y no lo son al
mismo tiempo. Cuando sospecho de alguien, ocurre algo que me hace
cambiar de idea. Es como si ninguno de ellos pudiera haber cometido todos
los crímenes y, sin embargo, todos fueran sospechosos de haber cometido al
menos uno de ellos.
—Si quieres que el análisis de las muestras recogidas sirva de algo, me
tendrás que dar unas muestras con las que compararlas. Si todos son
sospechosos, tendrás que recoger muestras de ADN de todos.
—No tengo bastoncillos para recoger todas las muestras de saliva...
—¿Tienes bolsitas de plástico?
—Sí, de esas me quedan suficientes en el coche.
—No hace falta que todas las muestras sean de saliva. También puedes
conseguirme algún pelo, a ser posible con la raíz, sangre, etc. Así estarás
entretenida hasta que pueda llegar por la tarde.
—Y los tendré a todos entretenidos para que no se sigan matando entre
ellos. A este ritmo, voy a acabar descubriendo quién está cometiendo los
crímenes cuando nos quedemos a solas con él en la casa. Si es que no nos
mata a nosotros antes.
—Esperemos que no. Nos vemos esta tarde y a ver si podemos aclarar el
asunto de una vez por todas.
—Tenemos que reunirlos a todos en la casa. Vamos a extraer muestras
de ADN de todos los presentes antes de que llegue Candela esta tarde —
comunicó a Alberto cuando salió del coche.
Casi todos los presentes no pusieron pegas en acudir al área de descanso
para dar su muestra de ADN. Estaban asustados, confusos y deseaban como
el que más descubrir qué estaba pasando en la casa. Empezaban a hablar de
que la vivienda estaba maldita y que los que más tiempo pasaban dentro de
ella acababan volviéndose locos. Otros, simplemente, estaban seguros de no
haber hecho nada y solo querían que la Guardia Civil descubriera al
culpable cuanto antes y los descartaran.
Pero no todos actuaron de la misma forma. Alguno se negó a que le
tomaran muestras.
—¿Acaso tienes algo que ocultar, Jon? —inquirió Alberto, al ver que el
chico se negaba a darle una muestra.
—No tengo nada que ocultar, pero también conozco mis derechos y sé
que no se me puede tomar una muestra biológica si no es en presencia de mi
abogado o con una orden judicial.
—¿Y dónde has aprendido eso?
—En la grabación de mi última serie —respondió, ufano, Jon.
—¿Y en esa serie aprendiste que quien se niega a dar una muestra se
convierte en el principal sospechoso?
—Puedo convertirme en lo que usted quiera. Yo no he hecho nada.
—Eso ya lo veremos. No hay cosa que me cabree más que un chulo que
se las da de listo —replicó Alberto.
—Para ese papel ya sueles estar tú —replicó a su espalda Arantxa, que
se esmeraba en tomar las muestras de Becca y Ene.
Alberto no se molestó ni en contestar, pese a las risitas malintencionadas
de las dos chicas ante el comentario de su compañera.
Kilian estaba nervioso. En cuanto el agente acabara de hablar con Jon,
sería su turno de recogida de muestras y no estaba seguro de querer darlas.
Si un capullo como Jon podía negarse, él también podría hacerlo, aunque
Becca le hubiera insistido en que lo mejor era no oponer resistencia. Claro
que después de haber tenido sexo con ella le habría convencido casi de
cualquier cosa.
Le había asegurado que había cambiado las muestras de las uñas de
Paula por la piel que le había arrancado a Steve, pero no se fiaba de que,
después de obtenidas sus muestras de ADN, no aparecieran en el asesinato
de Lidia o en próximas muertes. Porque, si algo tenía claro, era que no
quería que le pillaran para poder seguir matando a aquellos insignificantes
seres.
Había, al menos, dos personas más a las que se moría de ganas por
asesinar: Jon, con su petulante forma de comportarse, siempre creyéndose
superior y el más guapo, al que quería demostrar quién de los dos era mejor
y dejarle irreconocible para que perdiera la belleza, su único valor; y la
cabo primero Arenas, siempre estirada como el pelo de su coleta, siempre
malhumorada, siempre reacia al contacto humano. Si no podía follársela,
iba a disfrutar muchísimo matándola, pero tenía que buscar el momento, le
había quedado claro que en reflejos y fuerza física no iba a poder hacer
nada contra ella y siempre solía ir armada.
El juego no había terminado, no lo haría mientras no les descubrieran, y
tanto él como Becca todavía tenían emociones por experimentar. Solo debía
posponer lo máximo posible que les descubrieran.
—Kilian Zatón, por favor —le llamó el agente Verdugo—. ¿También
vas a negarte a darme una muestra de ADN?
—Les dije que no uso el apellido de mi padre. Mi nombre es Kilian
Luengo o Kilian a secas y no, señor, para nada pienso negarme. No tengo
nada que ocultar. Puede tomar todas las muestras que desee —respondió al
fin, tras ver la mirada airada que Becca le dedicaba desde la puerta.
Si algo tenía claro en todo aquello, era que la que mandaba era ella. Si
quería seguir disfrutando de aquellas sensaciones placenteras, tenía que
asumir que la inteligente era su amiga. Solo había que ver lo bien que se lo
había montado para asesinar, de sutil modo, a Ana y a Adrián sin ni siquiera
tener que rozarles un pelo y cómo, la muy cabrona, les había dado un buen
susto a Jon y a él en el bosque, pese a que su presencia solo fuera para
quitarle de una posible lista de sospechosos y pasarle a la de víctimas. Lo
mismo que habían hecho con ella en el balcón. Era la segunda vez que
Becca intentaba asesinar a Jon y la segunda vez que se quedaba con las
ganas. A la tercera, el engreído se llevaría su merecido, pero esta vez a su
manera, nada de accidentes.
Porque a él le gustaba más su método, el agresivo, el violento, el de
poder sentir cómo se le escapa el último aliento a la víctima entre sus
manos. Había disfrutado mucho de ver cómo se apagaba la vida de Paula
entre sus dedos, mientras todavía sentía su calor entre las piernas y, aunque
la muerte de Lidia había sido más apresurada, el olor de su sangre brotando
de su cuerpo al ritmo de los latidos de su cada vez más apagado corazón
había satisfecho también sus obsesiones.
Lo principal era librarse de la detención y, para ello, necesitaba
culpabilizar a Jon. Como le había dicho Becca, tras su error al asesinar a
Lidia con Steve retenido, necesitaban un segundo sospechoso.
—Creo que Jon tiene algo que ver con las muertes —susurró al oído del
agente cuando le estaba tomando las muestras—. Por eso, no ha querido
que le cojan las muestras.
—¿Y por qué crees eso?
—Dormimos juntos en la caravana y le he estado observando. Hay un
cajón de su mesilla que guarda con especial recelo. Creo que oculta algo.
—¿Y por qué no nos lo has dicho antes?
—No me había dado cuenta hasta la pasada noche... —se inventó Kilian.
Estaba claro que lo de planificar se le daba mejor a Becca.
—Lo revisaremos.
Habían terminado de recoger muestras y permitido a los presentes ir a
comer cuando el sonido de un motor a máxima potencia les sorprendió a
todos. Era el quitanieves que había podido acercarse hasta la entrada de la
casa.
—¡Al fin! —exclamó Alberto—. Puede que esta noche pueda dormir en
mi cama.
—Primero, tendremos que resolver el caso —comentó Arantxa,
mitigando el entusiasmo de su compañero.
—Como no encontremos al culpable antes de esta noche, me cojo el
coche y me voy a mi casa a darme una ducha y dormir. No pienso quedarme
aquí para acabar otra noche en el suelo.
—¿Me vas a dejar aquí sola con dos posibles asesinos sueltos? —
protestó Arantxa.
—Estoy seguro de que te tienen más miedo ellos a ti. Sobrevivirás.
Tras el quitanieves, llegó el coche de Candela haciendo sonar el claxon.
Para Arantxa, aquel sonido estridente fue música celestial. Seguro que la
presencia de la forense era mucho más útil que la de su compañero.
—¿Tenéis las muestras? —inquirió Candela en cuanto estacionó el
vehículo junto a la puerta.
—Están con los cuerpos en la caravana comedor. También hemos
recogido muestras de ADN de todos los miembros del equipo —respondió
Arantxa con un entusiasmo en la voz que hacía días no mostraba. Estaba
segura de que no quedaba mucho para descubrir a los culpables y la
sensación de malestar en su estómago casi había desaparecido, aunque
seguía teniendo unas migrañas que se negaban a abandonarla.
—Vamos allá —proclamó Candela tras sacar el maletín con sus
materiales.
Candela tenía un arduo trabajo por delante. Hubiera sido más rápido hacerlo
en su laboratorio, pero Arantxa se había empeñado en analizar in situ las
pruebas. No quería salir de la casa sin llevarse, por lo menos, al culpable de
la muerte de Paula, la única en la que habían podido recoger muestras,
detenido.
Por ese motivo, la forense se centró en ese caso. Pese a los días
transcurridos, analizó el cuerpo de la víctima y las muestras obtenidas de
sus uñas y, tras extraer el ADN y amplificarlo mediante una termocicladora
con el fin de conseguir más material, se dispuso a compararlos, mediante
electroforesis en gel, con las muestras obtenidas de los posibles
sospechosos.
En la primera comparativa no obtuvo resultados coincidentes. El aparato
solo le permitía comparar tres muestras con la principal y por eso había
tenido que amplificar el ADN obtenido de las uñas por miedo a quedarse
sin material genético con el que comparar. Eran muchas las muestras
cosechadas por sus compañeros de la Guardia Civil.
En la segunda comparativa, cuando introdujo las muestras marcadas con
los nombres de Salvador, Kilian y Steve, sí que obtuvo un resultado
concluyente.
—¡Chicos, tengo a vuestro culpable!
Cuando Candela les comunicó los resultados, Alberto se mostró
eufórico.
—¡Te lo dije desde el principio! El tío ese no me daba buena espina.
—Estaba en el bosque contigo cuando asesinaron a Adrián en la casa y
estoy segura de que no le perdiste de vista en todo el tiempo —replicó
Arantxa con cierto retintín en la voz—. Además, fui yo quien le retuvo
cuando descubrí los arañazos en su pecho, pero asegura que se los hizo tu
amiguita.
—¿Me lo vas a recordar mucho tiempo?
—Eternamente.
—¿Y qué hacemos ahora? —interrogó Alberto en un intento de cambiar
de tema.
—Lo único que podemos hacer: volver a detener a Steve y llevarle a
comisaría para ponerlo a disposición judicial.
—Al final, me vas a tener que dar la razón. —Sonrió Alberto.
—Hay muchas cosas que me siguen sin cuadrar, pero soy de las que se
atiene, por ahora, a las pruebas. Si el ADN dice que a la persona que arañó
Paula fue Steve, tendremos que retenerlo.
—Tiene que haber otro asesino... —musitó Alberto tras quedarse unos
segundos pensativo mientras escuchaba a Arantxa.
—Exacto. Puede que Steve fuera quien asesinó a Paula, pero ¿quién
asesinó a Lidia mientras Steve estaba con nosotros?
—Solo hay una persona que se ha negado a que le tomáramos las
muestras y uno de los chicos me ha dicho que últimamente se está
comportando de manera extraña. Deberíamos registrar la caravana donde
duerme.
—Para eso necesitamos una orden judicial. Te propongo lo siguiente:
vamos a detener a Steve y te lo llevas a comisaría, tanto si es nuestro
asesino como si no, allí estará más seguro, y vamos a pedir una orden
judicial para poder registrar las pertenencias de Jon. Cuando tengas la
orden, regresas.
—¿Voy a tener que llevarle yo? —protestó Alberto—. Eres la superior,
deberías ser tú quien traslade al culpable.
—¿Prefieres quedarte solo en la casa con un posible segundo asesino
suelto?
—Tienes razón, mejor lo llevo yo.
Un par de ambulancias se habían acercado hasta la casa llamadas por
Candela para trasladar los cuerpos de las últimas víctimas hasta el
laboratorio donde poder realizarles la autopsia. Ella también se encargaría
de comunicar a los familiares los recientes fallecimientos.
Steve se encontraba en su despacho en el sótano, revisando imágenes en
sus ordenadores cuando los dos agentes de la Guardia Civil entraron sin
llamar.
—Steve Cocks, queda detenido por el asesinato de Paula Hierro.
—¿Cómo?
—El análisis de ADN confirma que las muestras obtenidas de las uñas
de la víctima coinciden con usted —respondió Arantxa, ante la incredulidad
del técnico.
—Es imposible —respondió abatido—. Le juro que los arañazos me los
hizo Becca. Nunca he tocado un pelo a Paula, era prácticamente una niña...
—Es lo que dicen las pruebas, aunque puede estar seguro de que no voy
a descansar hasta que no quede ningún cabo suelto. Mírelo por el lado
bueno, si usted no ha tenido nada que ver con ninguna de las muertes, estará
más a salvo en comisaría que aquí —le dijo Arantxa—. Si el asesino está
intentando culpabilizarle, lo más probable es que intente matarle si su plan
no le sale bien y ya no le resulta útil. Lo mejor para usted, de cualquier
modo, es que se vaya con mi compañero.
Steve ni siquiera la había escuchado. Se había visto sorprendido por la
acusación y no había sido capaz de reaccionar. Se mostraba abatido, con la
mirada perdida, y no mostró resistencia alguna cuando Alberto se acercó a
ponerle las esposas. Solo era capaz de balbucear que nunca haría daño a
nadie.
Alberto le metió en el coche ante la atenta mirada del resto de los
miembros del rodaje, entre los que se escuchaban murmullos de «ya te lo
decía yo» o «nunca me ha dado buena espina ese chico», y salió de la casa
hacia la comisaría al mismo tiempo que el coche de Candela y las dos
ambulancias que trasladaban los cuerpos.
Mientras tanto, Arantxa se quedó a solas en la casa, tentada de
encerrarse en la habitación con llave hasta que Alberto regresara con la
orden, por un lado, y dispuesta a no perder detalle de todo lo que ocurría en
la casa, ahora que habían practicado una detención, por otro.
Si Steve había cometido alguno de los asesinatos, era seguro que no lo
había hecho solo, así que habría alguien en la casa que se tendría que estar
poniendo muy nervioso por si su compañero le delataba y podría cometer
un error o intentar huir. Y si, por el contrario, Steve no tenía nada que ver,
como él aseguraba, y los asesinos creían haberse salido con la suya,
deberían de estar celebrándolo y podrían descuidarse.
En el segundo de los casos, no creía que se fueran a cometer más
asesinatos, dado que sería delatarse, lo prudente sería dejar pasar un tiempo;
pero en el primero, si el cómplice se ponía nervioso, entonces sí que podría
haber más muertes. Por mucho que le apeteciera encerrarse en la habitación
y cerrar los ojos para descansar todo lo que no había podido hacer por la
noche, no le quedaba más remedio que mantenerse alerta y cerca de los
sospechosos. Por fortuna, no faltaba mucho para la hora de cenar y esa tarea
iba a resultar sencilla.
Una sensación de angustia la invadió cuando entró en la caravana
comedor. Cada vez había menos gente en aquel lugar. A las ausencias ya
conocidas, ahora había que añadir la de Steve, que ya no observaba a todas
las chicas del rodaje desde su sitio levantando la cabeza cada vez que una
entraba por la puerta, y la de Salvador, que desde que le habían sacado del
coche patrulla se había encerrado en su caravana y no había vuelto a salir de
allí. El resto estaban más callados que de costumbre, no había gritos ni risas
ni aspavientos y el único tema de conversación, siempre entre susurros
como si hablarlo en alto fuera pecado, era la detención de Steve. Solo hubo
algo que le llamó la atención a Arantxa durante la comida: los cuatro chicos
que quedaban del rodaje, Jon, Kilian, Ene y Becca, no estaban comiendo
juntos en la misma mesa. Jon estaba sentado a solas con Ene y ninguno de
los dos levantaba la mirada de su bandeja, mientras que Kilian y Becca
comían en otra. Arantxa se acercó a ellos.
—Hola, chicos, ¿puedo sentarme? —les preguntó cuando llegó a su lado
—. Mi compañero se ha tenido que llevar al técnico a comisaría y no me
gusta nada comer sola —mintió.
—Por supuesto —respondió Becca con su misma sonrisa jovial de
siempre—. Es increíble que Steve haya podido hacer algo así, ¿verdad?
—No lo sé, tengo entendido que le conocías mejor que yo, ¿no?
—A ver, el chico era mono y tuve un par de encuentros íntimos con él,
pero tampoco diría que nos conocíamos mucho. Éramos compatibles en la
cama. Nada más.
—Cuando se intima hasta ese punto con alguien, aunque solo sea en
plan físico, algo se tiene que saber...
—Steve es bastante efusivo en la cama, le gusta llevar el control en todo
momento, sentirse dominante, pero nunca imaginé que hasta el punto de
llegar a violar a la pobre Paula. Jamás me hubiera acercado a un hombre
así. Solo de pensar que me he acostado con un violador y asesino me pone
los pelos de punta. Voy a tener que ducharme durante horas para quitarme
este mal cuerpo.
—Y tú, Kilian, ¿qué opinas de él?
—¿Cómo? ¿Yo? —respondió Kilian, que pareció regresar de un viaje en
globo por sus pensamientos. Arantxa se había dado cuenta de que, desde
que se había sentado en la mesa, el chico no había probado bocado—.
Apenas he tratado con él. No tengo ninguna opinión. Sus lentillas me
parecían una pasada al principio, me apasiona todo lo que tenga que ver con
la tecnología, pero después de lo que me ocurrió en el bosque, no voy a
acercarme a ellas nunca más en mi vida. Un tío capaz de inventar algo tan
macabro como lo que experimenté, le veo muy capaz de violar y asesinar.
Tiene que estar puto mal de la cabeza.
—Tengo entendido que sospechabas de otra persona, ¿no es así?
—Eh... sí —respondió Kilian y se puso más en tensión de lo que estaba.
—¿Y crees que esa persona y Steve podrían trabajar juntos? —inquirió
Arantxa.
—No lo sé. Es posible... ¿Cree que lo que ha pasado lo han cometido
más de una persona? —preguntó Kilian.
—¿Tú no lo crees? Steve no pudo asesinar a Lidia, estaba con nosotros
cuando Becca se encontraba retenida en el coche, ¿verdad, Becca?
—Sí, es verdad —respondió ella algo menos risueña—. ¿Por eso se ha
quedado usted en la casa? ¿Seguimos en peligro?
—Es posible. Yo de vosotros mantenía los ojos bien abiertos.
—Lo haremos, se lo aseguro —respondió Becca.
—Os dejo terminar de comer tranquilos. Voy a asegurarme de que
Salvador no hace ninguna tontería en su caravana. Si veis algo que os llame
la atención, no dudéis en comunicármelo, cualquier cosa, por pequeña que
os parezca, ¿de acuerdo? No pienso dejar que le pase algo a nadie más en
esta casa.
—Lo haremos. Descuide.

—¿De quién les has dicho que sospechas? —inquirió Becca a Kilian en
cuanto la cabo primero abandonó el comedor.
—Ya te lo dije, de Jon. Ya que no has podido asesinarlo todavía, pese a
que lo has intentado dos veces, he pensado que estaría bien acusarle de
alguno de los asesinatos. Te dije que confiaras en mí. Le dije al agente
Verdugo que sospechaba de él.
—¿Y cómo se supone que vas a incriminarlo?
—Vas a alucinar. He metido, entre sus cosas, la ropa interior que le quité
a Paula.
—¡Tú eres imbécil! —exclamó Becca con las venas marcadas en el
cuello, pero intentando no subir la voz para que no le escuchara nadie más
en el comedor.
—¡A mí no me insultes!, ¡¿eh?! Cuando la Guardia Civil la encuentre,
pensarán que Jon está implicado en los asesinatos, le detendrán y estaremos
a salvo. Ya tendrán a sus dos sospechosos y nosotros podremos seguir con
nuestro plan.
—¿Y me puedes explicar cómo va a tener las bragas Jon si quien tiene
los arañazos en el pecho y al que han detenido por violarla y asesinarla es a
Steve? ¿Me lo puedes explicar, pedazo de mendrugo?
—¡Joder! No he caído en eso. Solo pensé en que teníamos que inculpar a
otro, y sabes lo mal que me cae Jon. Creí que era una buena opción.
—Siempre la cagas. Qué demonios vería en ti para aliarme contigo. A
ver cómo diablos arreglo ahora esto.
Arantxa llamó a la puerta de la caravana de Salvador con la esperanza de
que le abriera con prontitud. Que llevara tanto tiempo encerrado en el
mismo lugar en el que habían encontrado asesinada a su novia no le daba
buena espina. Para su tranquilidad, la voz del director no tardó en
escucharse al otro lado de la puerta.
—¿Quién es?
—Señor Roca, soy la cabo primero Arenas, ¿cómo se encuentra?
—Y a usted qué cojones le importa.
—La verdad es que me importa, porque no me gustaría tener que añadir
un nuevo cuerpo a la lista de muertos en esta casa y, dado su estado
anímico, no sé si es aconsejable dejarle solo.
—No me pienso suicidar si es lo que está insinuando. Antes tengo que
descubrir quién asesinó a mi Lidi y asegurarme de que lo paga caro.
—Imagino que sabrá que hemos detenido a Steve Cocks por la muerte
de Paula Hierro.
—Sí, lo sé, pero no pudo asesinar a Lidia. Deje de preocuparse por mí y
haga su trabajo. Encuentre a quien asesinó a mi novia, mientras tanto, no
vuelva a molestarme.
Arantxa no estaba segura de dejar en paz a Salvador, porque no sabía de
qué podía ser capaz el director, pero el sonido del motor de un coche
llegando a la casa le hizo darse la vuelta. Alberto volvía de regreso y
esperaba que trajera la orden judicial para poder revisar la caravana donde
dormían los chicos. Aprovecharía para echar una ojeada no solo a las cosas
de Jon, sino también a las de Kilian. Había algo en ese chico, desde antes
incluso de que intentara besarla, que no le gustaba, algo en sus ojos.
—¿Traes la orden? —inquirió a su compañero a modo de saludo.
—Claro. A buenas horas iba a volver a esta casa si no. Nunca pensé que
pudiera echar tanto de menos mi minúsculo apartamento.
—Vamos a echar una ojeada a la caravana.
Cuando llegaron la puerta, estaba cerrada y tuvieron que llamar. Jon, que
hacía unos minutos que había salido del comedor dejando allí sola a Ene, se
había encerrado en ella y estaba tumbado en la cama.
—¡Búscate otro sitio donde pasar la tarde y déjame en paz! —gritó.
—Jon Helguera, somos el agente Verdugo y la cabo primero Arenas,
abra la puerta de inmediato.
Dentro de la caravana se escuchó cómo alguien parecía caerse o
trastabillaba antes de llegar a la puerta.
—Disculpen, pensaba que era Kilian que venía a tocarme los cojones,
como hace siempre.
—¿Te hemos interrumpido en algo? —inquirió Alberto mientras echaba
un vistazo dentro de la caravana.
—No, ¿por qué lo dice?
—Nos ha parecido escuchar que tropezabas antes de abrir la puerta...
—Ah, sí. Mis compañeros no son muy ordenados y van dejando las
cosas por el suelo. Estaba tumbado en la cama intentando descansar y he
tropezado. Aún están las cosas de Adrián por aquí...
—¿Y te acuestas vestido? —interrogó Arantxa.
—Sí, en esta película solemos grabar de noche y nunca se sabe cuándo
van a llamarte. Tampoco es que me fuera a acostar todavía, solo quería
cerrar un momento los ojos y pensar. Solo me quito los zapatos y el
cinturón, para ahorrar tiempo.
—¿Podemos pasar? Queremos revisar vuestras pertenencias.
—¿Revisar? ¿Por qué? ¿No han detenido a Steve?
—Estamos seguros de que no trabajaba solo. Queremos asegurarnos de
que ninguno de vosotros tiene nada que ver.
—Si quieren revisar las cosas de Kilian o de Adrián, por mí adelante, no
puedo impedírselo, pero, como les he dicho antes, para la toma de muestras
de ADN conozco mis derechos y no pienso dejar que revisen las mías si no
es con una orden judicial.
—¿Una como esta? —replicó Alberto y movió el papel en el aire—.
Está bien que la gente joven conozca sus derechos, pero a ver si también se
va aprendiendo algo de principios. Colaborar con la Guardia Civil cuando
está investigando la muerte de cuatro compañeros puede que no sea una
obligación legal, pero, éticamente, debería ser una obligación moral. Así
que ahora, si no te importa, vamos a entrar en tu caravana y la vamos a
poner patas arriba quieras o no, porque, si te niegas, ahora puedo detenerte.
¿Entendido?
—Entendido... —repuso Jon mientras leía por encima la orden judicial y
se hacía a un lado—. ¿Puedo quedarme mientras revisan mis cosas?
—Mientras no molestes... —replicó Arantxa, que ya estaba dentro de la
caravana.
Mientras que Alberto fue directo a la parte de la caravana en la que
descansaba Jon, Arantxa prefirió acercarse a la zona en la que guardaba sus
cosas Kilian, algo le decía que era a él a quien debía investigar. Jon podía
dar la imagen del típico guaperas, chulito y engreído, pero era solo un papel
en el que se había acostumbrado a actuar. Sin embargo, Kilian era el
verdadero gallo del corral, alguien con la determinación y la inconsciencia
suficientes como para intentar meterse en la cama de una cabo primero de la
Guardia Civil a la primera oportunidad. Alguien caótico y desordenado, que
tenía tan desperdigada la ropa sobre la cama como las ideas en su cabeza.
Pero, pese a lo que le decía su intuición, no encontró nada.
—¿Has invitado a alguna de las chicas a la caravana? —inquirió Alberto
a Jon pasados unos minutos.
—¿Aquí? ¿Con Kilian y el pobre Adrián entrando y saliendo a todas
horas? Tendría más intimidad en un concierto de Rosalía —replicó Jon
desde la puerta.
—¿Eres de los que practica el crosdresing? —insistió Alberto.
—¿Cros qué? —Jon no entendía nada de lo que el agente le estaba
diciendo.
—Vaya, pensé que ahora, con esa tendencia que tenéis los adolescentes
de ponerle a todo nombre en inglés, lo entenderías. Que si eres de esos que
se pone ropa interior femenina.
—¿Yo? ¿Qué está insinuando, que soy gay?
—No, lo único que quiero saber es qué hacen estas bragas de chica entre
tus pertenencias. Nada más —respondió Alberto y mostró unas bragas de
color negro.
—¡Ey! Eso no es mío —exclamó Jon.
—No, tienes razón, tienen más pinta de ser las que le quitaron a Paula
cuando la violaron —comentó Alberto y se puso en pie encarando al chico.
—¡No tengo ni idea de cómo ha podido llegar eso a estar entre mis
cosas! —gritó Jon poniéndose a la defensiva.
—Muy bien, pero, mientras lo descubrimos, voy a detenerte. ¿Me
recuerdas tus derechos, listillo? —replicó Alberto.
Arantxa no dijo nada mientras su compañero detuvo a Jon y le metió en
el coche patrulla. Se limitó a quedarse pensativa y seguirles de cerca.
—Él no ha sido —dijo cuando Alberto terminó.
—¿Y por qué no? Cuando Candela analice la prueba encontrada,
certificará que es de Paula. Estoy seguro.
—¿Guardarías las bragas de la chica que has violado entre tus cosas
sabiendo que hay dos guardias civiles investigando y viviendo en la casa?
—No, no lo haría. Las hubiera quemado o escondido en un lugar que no
me involucrara, pero yo no soy un violador.
—Jon puede que sea engreído y chulesco en su papel de actor famoso y
deseado, pero no es tonto. Si tú no lo harías, él tampoco.
—¿Estás insinuando que soy más tonto que el chico?
—Solo he dicho que ninguno de los dos lo sois lo suficiente como para
guardar la ropa robada entre vuestras cosas. —Sonrió Arantxa. Le divertía
que su compañero le pillara las ironías al vuelo. No solía ocurrir muy a
menudo—. No tiene sentido.
—¿El qué?
—Hemos detenido a Steve por el asesinato de Paula, ¿recuerdas? La piel
encontrada en las uñas de la chica era de él. Si Steve es el asesino de Paula,
¿qué hacen sus bragas en poder de Jon?
—Igual lo hicieron juntos.
—Lo que encontramos en la habitación nos dice que Paula se metió en
la cama voluntariamente con su asesino y que después cambió de idea.
¿Crees que una chica como Paula aceptaría acostarse con dos chicos al
mismo tiempo?
—No, pero puede que sí aceptara meterse en la cama con Jon, que era el
chico que le gustaba, y después cambiara de idea cuando Steve entró en
escena. Jon se quedó con las bragas de la chica como trofeo y ella arañó a
Steve cuando este ocupó su lugar.
—Como teoría no está mal, pero te equivocas. Pero vamos a ver qué nos
dice Candela. Si Jon fue quien le quitó la ropa interior a Paula, sus huellas
deben de estar en la tela.
—Como sean las suyas, te vas a tragar tus palabras —replicó Alberto.
—En dos años que llevamos juntos todavía no ha llegado el día en que
no tenga la razón.
—Eso solo significa una cosa: que queda menos para que ocurra.
Pero la extracción de huellas dactilares de prendas textiles no es tan
sencilla como la de un cristal o una hoja de papel y necesitaba unos
aparatos con los que poder realizar el vacío y de los que Candela solo
disponía en su laboratorio.
—Puedo acercarme a tu laboratorio y llevarte la prueba —se ofreció
Alberto, tras ponerse en contacto con Candela por radio, ansioso por
demostrar que su compañera se equivocaba esta vez. Si no te importa
quedarte a trabajar unas horas extra por la noche.
—Muy bien, pero tendrás que traerme también las huellas del
sospechoso para compararlas.
—Te las llevaré. Está detenido y no va a poder negarse.
Mientras Alberto hablaba con Candela, Arantxa hacía lo mismo con Jon.
—Sé que no has hecho nada, pero créeme, si estoy en lo cierto, estarás
más seguro en comisaría que aquí. En cuanto la forense analice la ropa,
quedarás libre, pero no opongas resistencia. porque mi compañero podría
acusarte de obstrucción a la justicia. ¿De acuerdo?
Jon, más cabizbajo que enojado, asintió. Después de lo vivido en los
últimos días, incluido el susto en el bosque y que le tiraran por un balcón, la
verdad es que se moría de ganas de salir de aquella grabación y de las
cercanías de la casa. Él también había estado cavilando sobre el posible
culpable y. ahora que los agentes le habían comunicado que sospechaban
que podían ser dos, solo deseaba alejarse de allí lo más posible antes de ser
la siguiente víctima. Si es que no había estado a punto de serlo antes.
Cuando Alberto regresó al coche y le pidió las huellas dactilares. no
puso ninguna pega, ni siquiera abrió la boca cuando el coche se puso en
marcha para trasladarlo a comisaría. Lo único que pidió, por miedo, es que
no le pusieran en la misma celda que Steve. Sabía que él no había hecho
nada, pero no pondría la mano en el fuego por el técnico que había
implementado aquellas lentillas en el rodaje. Aquellas con las que había
visto y sentido a una compañera muerta.
Cuando Alberto le metió en otra celda, se limitó a quedarse sentado con
la cabeza agachada, esperando a que todo terminara y regresaran a sacarlo.
Ni siquiera había visto aquellas bragas que le acusaban de haber robado
antes.
Alberto llevó la ropa interior y las huellas de Jon al laboratorio donde
Candela le esperaba. Se impacientó mucho cuando la forense le dijo que el
resultado no iba a ser inmediato, porque se moría de ganas de restregarle el
resultado por la cara a su compañera, pero los asuntos de palacio van
despacio, cuando se quieren hacer bien, y Candela era de las mejores y más
metódicas. No había nada que no hiciera siguiendo escrupulosamente todos
los pasos.
—¿Vas a tardar mucho? —inquirió cuando temía que se le fuera a gastar
la suela de los zapatos de dar vueltas por el laboratorio.
—Lo justo y necesario. Si esto fuera fácil, podría hacerlo cualquiera, ¿no
crees? —le dijo Candela y le guiñó un ojo buscando su comprensión y,
sobre todo, su paciencia.
—No quiero que se me haga muy tarde antes de tener que regresar. No
sabes las ganas que tengo de acabar con este caso y de irme a mi casa —
resopló Alberto.
—Tranquilo, ya casi está.
En ese momento, entró Aguilar en el laboratorio y se quedó mirando a
Alberto de arriba a abajo.
—Vas a tener razón de que estabas hecho un asco. ¿Qué te ha pasado?
—Por cómo me encuentro, diría que un tren por encima —respondió
Alberto—, pero es que llevo tres días sin dormir y aguantando a la
caralmendra —susurró al oído de Aguilar para que Candela no le
escuchara. Sabía que la forense era lo más parecido a una amiga que
Arantxa tenía—. ¿Alguna novedad o solo querías meterte conmigo?
—Novedades. Cuando trajisteis detenido al señor Cocks (que apellido
tan peculiar) metimos sus huellas en la base de datos para ver si le
encontrábamos antecedentes. ¿Sabes que ni siquiera se llama Steve Cocks?
—Ah, ¿no?
—No. Su nombre real es George Mcintosh y huyó de Estados Unidos a
España por delitos fiscales.
—Si ya decía yo que este tipo me daba mala espina, pero… ¿delitos
fiscales? No es el perfil de alguien que termina convirtiéndose en un
asesino en serie —musitó Alberto.
—No. La verdad es que no, pero cosas más raras hemos visto.
—Creo que desde que estoy en el cuerpo solo me faltan por ver dos
cosas: ovnis y que caralmendra sonría.
—Qué tonto eres. —Sonrió Aguilar.
—A ver si todo esto termina pronto y lo celebramos cenando. ¿Qué te
parece?
—Que te vas a tener que esforzar un poco más para volver a seducirme.
Al menos, tendrás que darte una ducha —replicó Aguilar y le guiñó un ojo
antes de volver a su puesto de trabajo.
Pasados treinta minutos más, Alberto tenía ganas de decirle a Candela
que tenía que revisar su concepto del casi, pero se mantuvo en silencio para
no desconcentrarla. Solo esperaba que el resultado final obtenido fuera el
que deseaba.
—Mmm —musitó Candela.
—¿Qué ocurre?
—Las huellas no coinciden.
—¿Estás segura?
—Completamente. Las huellas encontradas en la ropa interior no solo no
pertenecen al chico que has traído ahora, sino que tampoco coinciden con
las del señor Cocks.
—¡Mierda! —maldijo solo de pensar en la cara de superioridad de su
compañera.

Crosdresing: Nombre con el que se asigna a la fantasía sexual en la que un


hombre utiliza, de forma habitual, ropa interior femenina.
Aunque se habían reestablecido las comunicaciones con la casa, no llamó
para comunicarle el resultado de la prueba. Quería ganar un poco de tiempo
antes de perder la esperanza de salirse con la suya. Un milagro en forma de
llamada de Candela diciendo que se había equivocado en el primer análisis
o algo así, aunque sabía que la forense era una gran profesional, y eso no
iba a llegar a ocurrir. Meditó sufrir un pequeño accidente con el coche
aprovechando la oscuridad de la noche para evitar llegar a la casa y
reconocer que su compañera tenía razón. Seguro que, cuando llegara y le
dijera que las huellas de Jon no coincidían con las encontradas en la ropa
interior de Paula, le soltaría un «ya te lo dije». Con las ganas que él tenía,
cada vez mayores, de poderle callar la boca, aunque solo fuera una vez.
Resopló al llegar a la entrada de la casa y encontrarse a Arantxa, como
suponía, esperándole como un espantapájaros. Estática, hierática, en el
mismo sitio en el que la había dejado unas horas antes.
«Esta es capaz de no haberse movido de ahí», pensó mientras
estacionaba el coche y se armaba de valor para enfrentarse a ella. Las
primeras veces que la vio así en el trabajo le había infundido respeto, ahora,
ya conociéndola, le daba miedo. Iluminada por las luces del coche con los
reflejos en la nieve y rodeada de las tinieblas de aquel solitario lugar le dio
más miedo que nunca.
—¿Y bien? —interrogó Arantxa y Alberto lamentó que no se hubiera
convertido en piedra.
—No es necesario que te lo diga, ya lo sabes —replicó pasando por su
lado camino de la casa.
—Si hubiera sido Jon, hubieras salido del coche dando saltos y hubieras
venido corriendo a restregármelo por la cara.
—Y bien que te lo habrías merecido... —musitó Alberto—. Las huellas
tampoco coinciden con las de Steve, que por cierto, en eso sí que acerté.
—¿En qué?
—En que Steve o George, como se llama en realidad, me daba mala
espina. No se marchó de Estados Unidos por amor como nos dijo, sino
porque lo buscan por delitos fiscales.
—Eso es como encontrar una baratija en la playa cuando lo que andas
buscando son monedas enterradas en la arena.
—Por lo menos, tengo una baratija. Tú todavía no has descubierto
quiénes son los asesinos, y tendremos que recoger huellas dactilares de
todos los presentes para compararlas con las encontradas en la ropa de la
chica.
—No creo que sea necesario... —replicó Arantxa tras colocarse a su
lado.
—No me digas que ya sabes quiénes han sido.
—Tengo una idea y creo que voy a poder demostrarla sin necesidad de
recoger huellas y así conseguir mis monedas en la arena.
—¿Y vas a compartir esa idea conmigo antes de que vuelva a quedar
como un imbécil?
—Se te da tan bien...
—Vete a la mierda, anda. No tengo ganas de aguantar tus gilipolleces.
¿Me lo vas a decir o no? —recriminó Alberto, que sentía cómo, si su
compañera seguía haciéndose la interesante, se le iba a terminar la noche
sin poder irse a su casa.
—¿Quién te dijo que buscaras la ropa de Paula entre las cosas de Jon?
—Kilian.
—Que compartía caravana con él y pudo ocultar la ropa sin que su
compañero se diera cuenta.
—Pero Kilian intentó calmar a Ana antes de que se cayera por la
ventana.
—Es que la muerte de Ana no fue cosa suya.
—¿Entonces?
—Sigo pensando que todo esto es cosa de dos personas. Una metódica,
inteligente, perspicaz, que disfruta de planificar sus actos; y otra impulsiva,
salvaje, cruel, que mata por impulsos, por instinto, sin grandilocuentes
planes ni método. Creo que a Ana y a Adrián les asesinó la primera persona
y a Paula y a Lidia, la segunda.
—Pero, si son dos los hombres culpables, y descartados Salvador, Steve
y Jon, ¿quiénes nos quedan? ¿Kilian y quién más?
—En ningún momento he dicho que sean dos hombres, y creo que a una
de ellas la conoces íntimamente.
—¿Becca? Eso es imposible.
—¿Conoces a alguien más inteligente que a una mujer capaz de
influenciar a otras personas con una mirada y una sonrisa? No, ¿verdad?
Becca es guapa, inteligente y su cara de niña buena enmascara una mujer
carismática y decidida. Es la persuasiva, la metódica, la capaz de elaborar
un plan para embaucar a un agente de la Guardia Civil y acostarse con él.
Yo no lo veo tan imposible, pero lo comprobaremos enseguida. ¿Te
apuestas algo a que, cuando entremos en la casa, nos los encontramos
juntos?
—¿A Kilian y a Becca? Eso no tiene ningún mérito. Siempre están
juntos.
—Exacto —replicó Arantxa y franqueó la puerta.
Ahora que Lidia no estaba para ponerse al mando de la organización y
los horarios y que Salvador no ejercía las labores de dirección y se limitaba
a quedarse encerrado en su caravana, la casa era un caos de idas y venidas
de gente de un lado a otro sin ninguna razón ni motivo. Nadie tenía nada
que hacer, pero tampoco nadie quería quedarse quieto. Estaban a la espera
de noticias sobre lo que iba a ocurrir con la película y se limitaban a
deambular sin rumbo, con la esperanza de no llamar la atención hasta que la
Guardia Civil se hubiera marchado de la casa y hubiera dado por cerrado el
caso.
Tampoco ninguno quería quedarse solo. La presencia de los agentes,
ahora que habían detenido a Steve y a Jon, les resultaba incómoda, como un
recordatorio de que aquella pesadilla no había terminado, como una película
americana de terror en la que al asesino siempre hay que matarlo dos veces
para que no te dé un último susto. Ninguno de ellos quería ser el
protagonista de ese sobresalto final.
No había señal de la presencia de Kilian ni de Becca ni en la biblioteca
medio calcinada, ni en el área de descanso en la que encontraron a una
solitaria y abatida Ene.
—¿Dónde están tus compañeros? —inquirió Arantxa frente a ella.
—¿Los vivos o los muertos? —respondió Ene sin levantar la cabeza.
—Los vivos —respondió Arantxa sin detenerse a analizar la respuesta
de la joven, que debía de estar pasando por un amargo momento tras la
muerte de tres de sus compañeros y la detención de uno de ellos—.
Queremos saber dónde están Kilian y Becca.
—No tengo ni la más remota idea. No los veo desde esta mañana en la
recogida de pruebas de ADN.
—Qué raro, ¿no? Los actores del reparto siempre solíais estar juntos —
repuso Arantxa y tomó asiento frente a la chica para mirarla a los ojos.
—Más raro es que mueran cuatro personas durante el rodaje de una
película y haber estado encerrada en esta casa sin poder salir por la nieve.
He llamado a un taxi y, en cuanto me venga a recoger, voy a salir de aquí lo
más rápido que pueda hasta el aeropuerto más cercano.
—Me temo que vas a tener que decirle al taxista que se dé media vuelta
—replicó Arantxa. Ene levantó la cabeza para mirarla con cierta rabia—.
No puedo dejar que nadie se vaya de aquí hasta no esclarecer el caso.
—Pero ¿no han detenido a Steve y a Jon? ¿Qué más quiere esclarecer?
¿Me está diciendo que he estado conviviendo con más de dos asesinos estos
días? ¿Que el asesino de Adrián todavía no ha sido atrapado? ¿Quiere que
me dé un infarto? ¡Yo me largo de aquí!
—Vas a tener que aguantar un poco más. Espero que puedas irte pronto,
pero por ahora tendrás que permanecer en la casa. Para aclarar este asunto
tengo que hablar con Kilian y Becca.
—No puedo ayudarle. No tengo ni idea de dónde están. ¿Ha probado en
la habitación de Becca?
—Aún no, pero iremos allí para localizarlos. Por tu parte, te recomiendo
que hagas lo mismo y te encierres en tu habitación para estar segura.
—¿Estar segura? ¿Cree que puedo estar en peligro?
—Todos lo estamos hasta que esto no acabe. Hazme caso —dijo Arantxa
y le dio una palmada en el hombro—. Vamos a la habitación de Becca —
ordenó a su compañero.
Se escuchaban voces gritando dentro de la habitación de la chica cuando
los dos agentes llegaron a la puerta. Parecía que Kilian y Becca estaban
discutiendo.
Alberto, que parecía haber aceptado que Kilian podía ser uno de los
culpables, pero al que no le entraba en la cabeza que Becca pudiera estar
involucrada, empezó a golpear la puerta.
—Agentes de la Guardia Civil. ¡Abran la puerta! —Si Becca estaba en
peligro, quería que Kilian se diera cuenta de que no iba a poder escapar—.
¡Abran la puerta de inmediato o la tiro abajo! —advirtió.
—¡Ya va! ¡Ya va! —respondió Becca—. ¿Qué quieren?
—¿Qué estaba ocurriendo aquí? —inquirió Alberto al entrar.
—¿¡Y a ti qué te importa!? —replicó Kilian.
—Cuidadito, chaval...
—En realidad, es a ti a quien estaba buscando —dijo Arantxa—.
¿Puedes levantarte la camiseta?
—¿Para eso no necesitan una orden o algo así? —replicó Kilian.
—Vaya, ¿ya no te muestras tan colaborativo como esta mañana? —le
espetó Alberto.
—Una cosa es que me pidan una muestra de saliva y otra que me exijan
que me desnude. No pienso hacerlo.
—Está bien, no es necesario. ¿Sabes para qué no necesitamos una
orden? —anunció Arantxa—. Para cachearte.
—¡Ey! Para eso también necesitan una orden.
—No, chaval —replicó Alberto—. Necesitaríamos una orden para
hacerte un registro, para un cacheo no nos hace falta, siempre que el cacheo
lo realice una persona del mismo sexo, que se haga en un sitio reservado y
que se eviten posturas o situaciones degradantes.
—No, si la teoría mi compañero se la sabe genial, es lo que tienen los
guardia civiles de academia más que de vocación. —Arantxa se acercó a
Alberto y le susurró al oído—. Dado que gracias a tu demostración teórica
no voy a poder ser yo quien le cachee, haz el favor de palparle con fuerza el
pecho. Si, como creo, presenta los arañazos de Paula, aún deberían de
dolerle.
—De acuerdo.
—¿Me pongo contra la pared? —preguntó Kilian y se acercó a la que
estaba más cerca de la puerta.
—No será necesario —repuso Alberto, pero Kilian ya se había situado
cerca de la única escapatoria que le daba la habitación si no quería tener que
saltar por la ventana.
Alberto le mandó levantar los brazos y no se anduvo con rodeos. En
cuanto el chico alzó las manos golpeó con cierta fuerza su pecho mientras le
agarraba por la cintura.
Tras un claro gesto de dolor, porque las heridas en el pecho todavía no
habían cicatrizado, pero aprovechando la cercanía del agente, Kilian le
propinó un rodillazo en los huevos y salió corriendo por la puerta.
—¡Hijo de puta! —exclamó, casi sin voz, Alberto antes de caer
arrodillado en el suelo.
—Se puede ser más inútil... —masculló Arantxa antes de salir corriendo
tras el chico.
Becca salió detrás de ellos, si detenían a Kilian, era importante que
estuviera presente. Había estado discutiendo con él sobre cuál era la mejor
forma de librarse de las acusaciones, en caso de ser descubiertos tras su
metedura de pata, pero no habían llegado a ninguna solución antes de que
los agentes se plantaran frente a su puerta.
Ella siempre había sido la de las ideas, pero no le había dado tiempo a
que se le ocurriera ninguna brillante y el tiempo se les estaba acabando.
Tendría que darse prisa en pensar mientras corría tras la cabo primero.
Kilian siempre había sido el impulsivo y, para él, la única solución era
asesinarlos a todos de forma indiscriminada mientras fuera posible. Si no
iban a poder librarse, al menos, terminar con las botas puestas, o
poniéndose las botas. Tanto monta, monta tanto.
Hacían una buena pareja, se complementaban bien, pero les costaba
mucho ponerse de acuerdo, por eso habían terminado allí, buscando una
solución a sus problemas.
Por un momento, había estado tentada de hacer caso a Kilian y liarse a
matar así, sin más. Cogerle el arma al agente que estaba arrodillado en el
suelo intentando recuperar el resuello y liarse a tiros con todo aquel que se
cruzara por el pasillo, pero ese no era su estilo.
Kilian bajaba por las escaleras de la casa cuando se cruzó con Ene, que
subía a su habitación como le había dicho que hiciera Arantxa. Una subía
tan distraída y el otro bajaba tan acelerado que ninguno de los dos se vio y
acabaron chocando y cayendo escaleras abajo.
—¡Quieto ahí! —gritó Arantxa desde arriba de las escaleras al verlos
caer.
Kilian iba a levantarse, pese al dolor que sintió en la pierna, y seguir
corriendo, pero una idea mejor se le pasó por la cabeza.
—¡Ven aquí! —exclamó y agarró a Ene del pelo para ponerla de pie a su
lado.
—¡Qué haces, loco! —gritó Ene mientras intentaba soltarse con temor a
que le arrancara la cabellera.
Kilian la agarró por la cintura, la apretó contra su pecho y le colocó el
cuchillo con el que había asesinado a Lidia y que siempre llevaba encima
desde entonces en el cuello. Ene se limitó a gritar asustada.
Al ver cómo Kilian amenazaba a la chica, Arantxa desenfundó su arma y
le apuntó.
—Chaval, no te metas en más líos de los que ya estás. ¡Suéltala!
—De eso nada. O me dejas largarme de aquí o me la llevo por delante.
No tengo nada que perder y me encantaría sentir como la sangre le baña las
tetas tras rajarle el cuello.
—¡Está loco! —gritó Ene e intentó zafarse, pero lo único que consiguió
fue que le apretara con más fuerza y sentir el filo del cuchillo más oprimido
contra su piel.
—Suel...
Arantxa iba a volver a pedir que la soltara cuando sintió que alguien se
acercaba a la carrera por su espalda. En un alarde de reflejos, evitó en el
último momento que Becca la empujara escaleras abajo y, con una sola
mano, agarró a la chica de la muñeca y evitó que se precipitara, aunque no
pudo evitar que, con el golpe, se la saliera el hombro.
Becca se quedó en el suelo gritando de dolor, pero Kilian aprovechó el
descuido de Arantxa para alejarse unos metros arrastrando a Ene hasta
desaparecer del ángulo de visión de la cabo primero.
—¡Verdugo! —gritó Arantxa, que como siempre que se ponía de mal
humor se olvidaba de formalismos y llamaba a su compañero por el
apellido—. ¡Haz algo útil, joder! —Alberto venía por el pasillo todavía
encorvado por el dolor que el rodillazo le había provocado, pero ya había
recuperado parte del aliento—. Que no se te escape esta también. Ha
intentado tirarme por las escaleras —dijo y señaló a Becca.
Cuando se aseguró de que su compañero se hacía cargo de la chica, se
lanzó escaleras abajo para perseguir a Kilian, que había llegado al área de
descanso y había provocado que varios de los técnicos empezaran a pegar
gritos asustados y a salir corriendo en todas direcciones. Que alguno se
cruzara con el arma que empuñaba Arantxa no ayudaba a tranquilizar sus
ánimos.
—¡Kilian, suéltala!
—Oblígame... —desafió chulesco y con una sonrisa sádica—. Me sigue
apeteciendo sentir su sangre.
—¿Por qué lo haces, Kilian? —inquirió Arantxa. Si algo había
aprendido en sus años de profesión, era que a los psicópatas les encanta
hablar de ellos mismos. Solo tenía que ganar tiempo y buscar un descuido
del chico para encontrar un espacio por el que poder pegarle un tiro sin
llegar a herir a Ene.
—Porque puedo, porque me provoca placer, porque me relaja, porque
calma mis demonios, aunque esto último cada vez dura menos tiempo...
Joder, porque arrebatar una vida me hace sentir poderoso —replicó Kilian y
apretó tanto el afilado cuchillo contra el cuello de Ene que de este empezó a
brotar una fina línea sanguinolenta.
—Pero Ene no te ha hecho nada. Es una chica inocente.
—¿Y qué? ¿Crees que eso me resulta importante? Es cierto que si
tuviera que elegir mi próxima víctima hubiera preferido que fuera Jon, haría
un favor al mundo si lo librara de gente como él; o tú, me encantaría rajarte
la boca con mi cuchillo a ver si así consigo que sonrías. Pero, si tiene que
ser Ene, que así sea, una vida siempre es una vida, y arrebatarla me da un
subidón que lo puto flipas.
—Nadie más tiene por qué resultar herido —insistió Arantxa, que no
llegaba a encontrar el momento de debilidad de Kilian. El chico estaba
parapetado tras el cuerpo de Ene a la perfección y no le dejaba ángulo de
tiro.
—¿Y dónde estaría la gracia? Si no quiere que la mate, baje el arma y
deje que me marche —replicó Kilian.
—Si la matas, nada me impedirá pegarte un tiro, ¿lo entiendes? —dijo
Arantxa en el momento en el que Alberto llegó al área de descanso con
Becca detenida.
—¡Ni se os ocurra hacerle daño! —gritó Kilian al ver a Becca esposada
y con gestos de dolor—. Si le hacéis daño, juro que os mato a todos.
—Dile que baje el cuchillo —se dirigió Arantxa a Becca—. No tenéis
escapatoria y a ti te hará caso.
Tenía claro que Kilian era el eslabón débil, que si Becca le pedía que
bajara el arma obedecería, que ella era la reflexiva y se habría dado cuenta
de que no había escapatoria posible, que su locura acababa en ese momento.
—No le hagas caso, Kilian. ¡Mátala! —gritó Becca, en quien, por
primera vez, Arantxa vio también la locura reflejada en su mirada—. Sabes
que, pase lo que pase, te sacaré de aquí.
—No. Todavía podemos escapar —replicó Kilian—. Puedo arreglarlo.
Ya verás. Confía en mí. Esta vez soy yo el que tiene un plan. ¡Soltadla y
bajad las armas o la mato!
—No te atreverás —replicó Alberto que también apuntaba a Kilian con
su arma. Arantxa le miró encolerizada.
—¿Que no me atreveré? ¿¡Quieres comprobarlo, puto madero!? —gritó
Kilian y hundió más el cuchillo en el cuello de Ene. Esta exhaló un grito
ahogado por la presión y el miedo.
—¡Socorro! Que me mata... —susurró Ene al sentir un hilo de sangre
descendiendo por su garganta.
—Solo a ti se te ocurre retar a un loco... —musitó Arantxa a su
compañero—. Escúchame, Kilian, voy a bajar mi arma, pero tú vas a
prometerme que vas a soltar a Ene. ¿De acuerdo?
—Pero ¿crees que soy imbécil? Si suelto a Ene, soy hombre muerto.
Vais a hacer lo siguiente. Vais a soltar a Becca y vais a dejar las armas en el
suelo los dos o seréis testigos de cómo Ene se desangra entre mis brazos. Os
aseguro que el olor de su sangre me está poniendo a cien. ¿Queda puto
claro?
—Vale, vale —aceptó Arantxa al ver que Kilian se disponía a cumplir su
amenaza. No iba a permitir que ese pirado cargara sobre su ya saturada
conciencia con la muerte de esa chica. Estaba en su mano evitarlo. Podía
hacer algo, no como el día en el que mataron a Aketxa—. Alberto, suelta a
Becca y baja el arma —ordenó.
—¿Estás loca? —replicó su compañero.
—¿¡Quieres obedecer una orden sin rechistar por una puñetera vez en tu
vida!?
Alberto, sin llegar a entender qué pretendía su compañera, obedeció.
Quitó a Becca las esposas y dejó su arma en el suelo. Arantxa hizo lo
mismo.
—Ya está, ahora suelta a Ene —pidió Arantxa.
—Becca, coge las pistolas y ponles las esposas.
Becca, con el hombro muy maltrecho, aunque Alberto había vuelto a
encajárselo en su sitio antes de esposarla, tuvo dificultades para atar las
esposas de Alberto a la silla mientras que, con la mano sana, intentaba
sostener una de las armas.
Kilian, viendo que Alberto ya estaba inmovilizado y que Becca tenía una
de las armas en su poder, con Arantxa sentada en otra de las sillas
esperando a que la esposaran, se apresuró en hacerse con la otra pistola.
Tenía claro que, en cuanto tuviera el arma en su poder y los dos agentes de
la Guardia Civil estuvieran esposados, degollaría a Ene delante de ellos,
pero todavía no había decidido si después les pegaría un tiro a cada uno o
disfrutaría de asesinarlos con sus propias manos. La idea de comprobar
cuánta resistencia ponía la obstinada agente a sus libidinosos deseos, ahora
que iba a tener las manos atadas a la espalda le resultaba tentadora. A ver si
tenía agallas de volver a hacerle la cobra.
Arantxa tenía otro plan en mente. Intuía que Kilian no se iba a poder
resistir a la tentación de hacerse con un arma y, por eso, había arrojado la
suya a sus pies. Como agente de la Guardia Civil bien entrenada que era,
además de la pistola reglamentaria, llevaba otra arma oculta bajo sus
pantalones, a la altura de la bota. Solo esperaba el momento en el que
Kilian soltara a Ene para dispararle.
Su movimiento fue tan rápido y el tiro tan certero que Kilian cayó de
espaldas al suelo con un balazo en el hombro. Sus gritos de dolor resonaron
por toda la casa.
—¿¡Qué haces, loca!? —gritó Becca, que apuntó a Arantxa con su arma,
pero con la mano temblorosa.
—No eres capaz de asesinar a sangre fría. No es tu estilo. Y, antes de
que pudieras apretar el gatillo, te habría metido una bala entre ceja y ceja —
replicó Arantxa que, tras disparar a Kilian, había apuntado su arma hacia
Becca. Las dos estaban armadas y se apuntaban mutuamente.
—¡Joder, cómo duele! —gritó Kilian en el suelo—. ¡Joder! ¡Joder!
¡Becca, páralo!
—¡No! —replicó ella—. Puedo hacerlo. Puedo ser más rápida que ella y
sacarte de aquí.
—No, no puedes —repuso Arantxa—. Estoy entrenada, tengo los dos
brazos en perfectas condiciones y estoy mucho más capacitada para pegar
un tiro a otra persona cuando me hinchan los ovarios. Baja el arma, Becca,
si no quieres acabar como tu amigo.
—¡Becca, páralo! ¡Joder! ¡Voy a desmayarme de dolor! —gritó Kilian,
que veía como la sangre que le salía del hombro le teñía ya de rojo todo la
camiseta.
—¡Siempre tan quejica! —protestó Becca con el arma todavía
temblorosa en el aire—. A mí me han sacado el hombro, me lo han vuelto a
meter de un tirón y no he gritado ni la mitad que tú, nenaza.
—¡Que lo pares, me cago en la puta! ¡Que esto duele mucho!
—¿Que pares el qué, Becca? —inquirió Arantxa—. No tenéis
escapatoria. Lo único que puedes hacer es bajar el arma y entregarte. Si no,
vais a acabar los dos muertos.
—¡No tienes ni puta idea de nada! —replicó Becca—. ¡Está bien! Ya lo
paro, pero que quede claro que esta vez ha sido culpa tuya. —Becca
necesitaba usar su mano sana para contentar al llorica de Kilian, pero para
eso tenía que soltar el arma—. ¡A tomar por culo! —exclamó justo antes de
apretar su gatillo.
Dos detonaciones se escucharon casi al mismo tiempo. La que salió del
arma de Becca, que apuntaba a la cabeza de la agente, le dio de lleno. La
que disparó Arantxa, que no apuntaba a matar, sino a desarmar a la asesina,
alcanzó a Becca en su hombro dolorido.
—¡Joder! ¡Sí que duele! —exclamó ella.
—¡No podréis escapar! ¡Estáis locos! —gritó Alberto, al ver a su
compañera muerta y temer ser el siguiente sin poder soltarse las esposas. Le
había costado dos años tener la razón en algo con su compañera y, viéndola
con un agujero sangrante en la frente, deseaba haber tardado otros dos años
en tenerla. Haberse equivocado esta vez le había costado demasiado caro.
—Anda, ¡cállate! Si no fuera porque estás bueno, te habría matado hace
tiempo, pero tenía otras prioridades contigo. Aunque ya me da igual, esto se
acaba aquí —exclamó Becca antes de volver a disparar su arma contra
Alberto.
Ene gritó enloquecida al ver como la sangre del Guardia Civil salpicaba
las paredes, segura de que ella iba a ser la próxima víctima en mano de
aquellos dos locos.
Becca dejó caer el arma y se llevó la mano a la sien derecha.
—Por esta vez, te vas a salvar —dijo y sonrió a Ene—. Ya disfruté lo
suficiente viendo la cara que ponías cuando me cargué al Paloselfie.
¡Detener simulación! —gritó.
Kilian seguía retorciéndose de dolor en el suelo, pese a que hacía más de un
minuto que Becca había dado por concluida la simulación. Ella, mientras
tanto, se mantenía de pie en medio de la habitación, aunque el hombro le
dolía horrores. Había experimentado más veces esa sensación y sabía que,
tarde o temprano, acababa por mitigar, solo debía tener paciencia. Además,
al mismo tiempo que el dolor, sentía una extraña sensación placentera.
—¡Podías haberme avisado! —gritó Kilian cuando el dolor que
experimentaba le dejó articular palabra.
—¿Y haberte privado de esa sensación? La primera vez que te pegan un
tiro es inigualable. —Sonrió Becca mientras se despojaba de los sensores
que cubrían su cuerpo.
—¿Inigualable? Estás como un cencerro. Ha sido insoportable, creí que
me moría.
—Te recuerdo que nos conocimos en la consulta de un psiquiatra. Los
dos estamos como un cencerro. Por eso, te he dejado compartir esta terapia
conmigo.
—¡Eh! Que lo mío, según el psiquiatra, es una forma de expresar mi
frustración por el abandono de mi padre.
—Ya tenías esos instintos asesinos de antes, a mí no me engañas. Estoy
segura de que tu padre te abandonó por miedo. Me dirás que no lo has
pasado bien.
—He de reconocer que, hasta el tiro, ha sido una pasada. No me lo
imaginaba así cuando me propusiste compartir sesión.
—El psiquiatra dice que sufres brotes violentos y psicóticos y a mí me
ha diagnosticado hiperactividad, adicción al sexo y bipolaridad. Si no
canalizamos nuestras patologías en una realidad aumentada, virtual o
paralela, acabaremos encerrados en la cárcel o, peor aún, muertos. Me
pareció una buena idea compartir esta experiencia contigo. Desde que te vi
en la sala de espera, y cuando no te da por matar sin pensar, eres mono.
—Todos te parecemos monos. Te puede el vicio.
—También tienes razón —rio Becca—. Pero de ti me atrae algo más que
el placer sexual que puedas darme.
—Ah, ¿sí? ¿El qué? Si puede saberse.
—Esa pasión, esa confianza en lo que haces, que nada te detenga. Si
conseguimos controlar esa manía tuya de cagarla por no pensar, podrías ser
el compañero perfecto.
—¡Oye! Que también la has cagado esta vez. Has intentado matar a Jon
dos veces y no lo has conseguido.
—Sabes que a mí no me obsesiona tanto matar como la forma de
hacerlo. A la hora de asesinar, como en el sexo, disfruto más de los
preparativos, de los preliminares. Tener que planificar una tercera forma de
matar a Jon me hubiera producido más placer que eliminarle a la primera.
—¡Joder! —gritó Kilian tras quitarse los sensores del pecho—. Este
moratón no se me va a quitar en semanas. Estos sensores se pasan de
sensibles. Lo del dolor es lo puto peor, ¿no se podría quitar de la
simulación?
—¿Y perderte el resto de emociones? No se puede quitar una emoción
sin afectar al resto. ¿Acaso quieres perderte las sensaciones de placer que te
produjo asesinar a Paula?
—¡No! ¡Eso no! Fue brutal. Sentir cómo la vida se le escapaba, cómo
sus ojos se le apagaban mientras su cuerpo se mantenía caliente. Si hubiera
podido verla sangrar... —se lamentó Kilian mientras se frotaba las manos.
—¿Y las que experimentaste al hundir tu cuchillo afilado en la suave
piel de Lidia?
—No, esas tampoco... aunque no pude disfrutarlas tanto. Fue tan
rápido...
—Tendrás que aprender a soportar el dolor, es parte del juego. Por
cierto, una de las partes más divertidas y excitantes.
—Lo dicho, a ti se te va la olla. ¿Cómo puedes disfrutar del dolor?
—Eso dice nuestro psiquiatra, que lo del dolor en mis experiencias
sexuales se me estaba yendo de las manos. Él insiste en recetarme
medicamentos y terapia, teme que acabe hiriéndome a mí misma solo por
vivir esa sensación, pero creo que he encontrado una solución mejor que
estar todo el día drogada o hablando de mi infancia. No es lo mismo, pero
no está mal.
—¿Cómo se te ocurrió crear este juego?
—Más que juego yo lo llamo terapia reconductiva. El dolor en todas sus
variantes es mi obsesión desde niña. Lo he estudiado en profundidad. Leí
estudios sobre que el nervio óptico es como un «cable» por el que, además
de los estímulos visuales, se puede transmitir también el dolor u otro tipo de
información como los olores. Al fin y al cabo, son un conjunto de fibras
nerviosas. Entonces, decidí crear un sistema de realidad aumentada en el
que poder experimentar mis filias y mis fobias y dar rienda suelta a mis
instintos. Cuando te conocí en la consulta, me pareció una buena idea
probar mi invento con otras patologías. Tus instintos asesinos son perfectos
para mis estudios. Introducir nuevas experiencias le añade emoción al juego
y me permite disfrutarlo como si fuera la primera vez.
—Y, si tú has creado el juego, ¿por qué las lentillas de Steve no podían
hacer lo que tú sí has conseguido con tu invento?
—Creé esta simulación hace unos años. No he querido introducirle todos
los cambios en la programación, porque así me permite probar cosas una
vez dentro. Le añade emoción. Ver cómo me las apaño para llevar a cabo
mis planes es lo que le añade emoción a la simulación. Si supiera todo lo
que va a ocurrir antes de entrar, ¿dónde estaría la gracia?
—¿Y cómo lo hiciste para que las lentillas funcionaran como tú querías?
—Solo tuve que meterme en el ordenador de Steve, después de robarle
la llave de su despacho la primera vez que me acosté con él, y añadir a la
programación de las lentillas unas líneas de código que hiciera que, además
de la información visual, enviaran también esos otros estímulos que me
permitieran controlarlas desde mi teléfono móvil. Desde allí, enviaba la
programación a las lentillas y observaba la escena.
—¡Bua! Se nota que eres la lista, yo soy lo puto peor para la informática.
—La próxima vez que juguemos deja de improvisar y lo planifico yo. Si
se te ocurre alguna brillante idea, háblala conmigo antes de llevarla a cabo.
Nos ahorraremos disgustos innecesarios. Ya te lo dijo el psiquiatra: soy la
del coeficiente intelectual por encima de la media.
—¡Ah! ¿Vas a querer volver a jugar conmigo?
—Claro, tonto, ¿no te he dicho que eres mono? Para un apurillo como el
que me dejó a medias el agente de la Guardia Civil, me vienes de lujo en el
programa —rio de nuevo Becca.
—¡Jo! Yo también quería haberme follado a la cabo primero. Estaba
buena, pero era demasiado estirada. Eso o matarla. Me habrían valido las
dos cosas.
—Los dos nos hemos quedado con las ganas. Otra vez será.
—Vale, pero la próxima vez, no te cargues la primera a la actriz
principal y a la más guapa.
—¡Eh! La más guapa soy yo.
—Sí, sí, pero ya me entiendes. Déjame que también pueda disfrutar un
poco —protestó Kilian.
—No te andes con tantos rodeos de intentar ser su amigo y haz como
con Paula. La engañas y te la tiras. Para una idea buena que tuviste
haciéndote pasar por Jon en su realidad aumentada y aprovecharte de sus
sentimientos, vas y la cagas por llevar tatuajes y no saber que Jon no los
tenía. Esos son los detalles que te faltan para cometer crímenes casi
perfectos como los míos.
—La maté por eso, porque no dejaba de llamarme Jon, y ese tipo me
crispaba los nervios, pero era la única forma de acostarme con alguien
parecido a Ana. Además, tú también la cagaste varias veces, sobre todo, con
Jon.
—En el bosque tendríais que haber venido hacia mi árbol, mira que te lo
dije: corred hacia mí y yo me encargo. Tenía la trampa perfecta oculta entre
la nieve. Pero os cagasteis los dos de miedo y corristeis para el otro lado.
—¡Joder, es que te pasaste de realismo y no me esperaba que la puñalada
en el hombro doliera de esa manera!
—Estás avisado para la próxima. En el balcón, cuando quisimos que yo
tuviera también una coartada, no sabía que, entre los cambios del guion,
estuviera que Jon se fuera a caer por el balcón. Es lo que tiene querer que el
juego también pueda sorprenderte y no manipularlo todo. Si llego a saber
que tiene un arnés atado, no le empujo. En fin, todo me sirve para aprender.
—¿Y la cagada de dejar que se viera el cuchillo en las lentillas de Ana?
¿Esa no la cuentas?
—Eso no fue una cagada. Fue premeditado. El juego genera los
personajes de forma aleatoria recogiendo información de redes sociales.
Eso hace que yo no sepa con quién me voy a encontrar una vez me conecto.
Cuando vi llegar a los agentes, y lo bueno que estaba Alberto, decidí que
tenía que follármelo. Si hubiera limpiado del todo las lentillas desde mi
móvil antes de que las revisaran, hubieran pensado que la muerte de Ana
había sido un simple accidente y se habrían marchado. Por eso, dejé el
rastro del cuchillo. Sabía que lo verían y que se quedarían.
—¿Por eso lo asustaste la primera vez que se puso las lentillas? ¿Para
que se quedaran? —preguntó Kilian mientras hacía ejercicios con su
hombro para aliviar el dolor.
—Fue muy gracioso —rio Becca—. En realidad, lo hice para ver cuán
dispuesto estaba a dejarse seducir. Cuando vi que mi recreación de la chica
que usaban para el guion de la película no tenía problemas para besarlo y
agarrarlo por los huevos, supe que no se iba a poder resistir a mis encantos.
Y mira que se hizo el duro el cabrón conmigo.
—¿Y lo de Adrián? ¿Cómo lo hiciste?
—Solo tuve que descubrir sus mayores miedos cuando hablábamos en el
comedor y ver quién era en quien más confiaba para hacerme pasar por ella.
Cuando me dejaron sola en la entrada, esperé a que tanto Ene como Adrián
se metieran en las habitaciones y me subí al tejado por la trampilla de la
segunda planta sin que nadie me viera y controlé lo que veía Adrián hasta
que lo tuve donde quería. Fue fácil. El pobre Paloselfie era muy
manipulable.
—Joder, lo planificas todo.
—Por eso, me salen tan bien y nos acaban pillando por tu culpa. A ver si
te esmeras más la próxima vez.
—¿Y cuándo va a ser esa próxima vez? Creo que ya me están entrando
ganas de matar gente, que solo he podido matar a dos y tú te has cargado a
cuatro —recriminó Kilian haciendo el gesto de clavar un cuchillo en el aire
—. Ha sido brutal lo de los disparos a quemarropa a los agentes de la
Guardia Civil. Si no hubiera sido por el dolor que sentía, creo que habría
tenido una erección al ver cómo se esparcían sus sesos.
—Sabes que no es mi estilo. Lo habría hecho de otro modo. Pero ya que
no dejabas de lloriquear con que querías que detuviera la simulación, había
que salir de la misma por todo lo alto. Ya no tenía que preocuparme por no
dejar rastros.
—Estoy deseando volver a empezar. ¿Tú no?
—Después de cenar y de que cumplas también fuera de la realidad
aumentada. Que esto de matar gente me abre toda serie de apetitos y el
dolor del hombro me ha puesto como una moto.
—Venga, vale, acepto, pero no perdamos tiempo —respondió Kilian
saliendo de la habitación de la casa y bajando hacia el comedor—. ¿Vamos
a volver a jugar al mismo?
—Te dejo elegir: casa encantada y ser parte del reparto de la película o
adaptamos el lugar a campamento de verano y mezclarnos entre los
campistas.
—¡Campamento! ¡Campamento! Siempre he querido ser como Jason en
Viernes 13.
—Vale, campamento… pero de los profesores me encargo yo —replicó
Becca y se mordió el labio sin dejar de mirar el culo de Kilian—. ¡Y no
vuelvas a cagarla! O me dará igual que seas mono.
AGRADECIMIENTOS
Una vez llegados a este punto en el que mi décimosegunda novela sale a la
luz, quiero dar las gracias a las personas que novela tras novela confían en
mi trabajo. Vosotros y vosotras sabéis quienes sois porque seguro que
también habéis llegado al final de esta historia. Muchas gracias, de verdad,
sois el motivo por el que sigo escribiendo.

Gracias como siempre a mi madre y a mi hermana por estar siempre a


mi lado. Sin vosotras, no podría hacer esto de contar historias que tanto me
gusta.

Y gracias a ti, que acabas de llegar al final de este libro. No sé si es el


primero que lees mío, o el segundo, o el tercero… sea como sea, gracias. Si
te ha gustado No te fíes de lo que ven tus ojos te invito a enviarme un email
a [email protected] contándome tu experiencia con este libro y te
ofreceré la oportunidad de leer alguno de mis otros libros de forma digital
completamente gratis. Espero tu mensaje.

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Un abrazo.
OTRAS OBRAS DEL AUTOR
Los nietos de Dios
Aventuras/Ficción

Tras vivir el terremoto de San Francisco de abril de 1906, el empresario José Calderón encuentra una
misteriosa piedra y descubre que su hallazgo puede cambiar el destino de la humanidad y todas las
creencias sobre su origen. La difícil situación de España y un revés personal le obligan a posponer su
investigación.

Cien años más tarde el escritor Gaizka Juaresti y la bróker Naiara Salazar retoman una búsqueda
que cambiará sus vidas y puede que las nuestras.

¿Descubrirán el misterio que se oculta tras la piedra? ¿Por qué somos los nietos y no los
hijos de Dios? ¿Estamos a tiempo de evitar nuestro destino?
Póker de asesinatos/Escalera de crímenes
Thriller/ finalista Premio Literario Amazon 2018

“Todos los asesinos en serie quieren ser atrapados. Por eso dejan mensajes. Su objetivo no es
escapar sin ser descubierto. Su meta es jugar con la policía todo el tiempo que les sea posible. A más
tiempo, mayor es la fama alcanzada y más cerca estará el asesino de convertirse en leyenda.”

Dos thrillers policíacos: En el primero es importante el quién, en el segundo el cómo y el por


qué.

En póker de asesinatos un criminal deja ases de la baraja de póker en sus víctimas.

¿Conseguirán atraparlo antes de que complete su póker de asesinatos?

En el segundo, cuando el caso parece ya resuelto, alguien se empeña en reabrirlo.

¿Será el regreso de Killer Cards?

NOTA: Escalera de crímenes no es aconsejable leerlo sin haber leído antes Póker de
asesinatos. Sería como empezar una serie por la segunda temporada.
.

Moleman-Las aventuras del hombre topo


Thriller juvenil/Aventuras

Álex es joven, guapo, popular, capitán del equipo de baloncesto y sale con la chica más guapa. Tiene
la vida que todo joven desea, pero un día todo cambia. En una cita con su novia, algo le muerde en un
pie... y la suerte que tenía hasta ese momento desaparece. La mordedura no le concede superpoderes
como la araña a Spiderman. El animal es un topo estrellado que le otorga «superdesgracias». Se
vuelve feo, miope y muy torpe. No se reconoce en el espejo, no puede jugar al baloncesto, no puede
ni ver la pantalla de su móvil.

Para colmo de desgracias, su novia y el padre de ella, un reputado genetista que parece ser el
único que puede ayudarle, desaparecen al día siguiente de su cambio genético. Alba, una vecina y
compañera de clase en la que nadie se fija ni recuerda su nombre, es la única quese preocupa por él y
le anima a enfrentarse a sus cambios e investigar las desapariciones.

¿Podrá Álex, con la ayuda de Alba, encontrarles pese a no ver más allá de sus narices?
¿Convertirse en topo son todo desgracias o tendrá alguna ventaja? ¿La transformación será
definitiva?

Moleman-Las aventuras del hombre topo es una novela de superhéroes de la vida cotidiana. Una
visión diferente de nuestros cómics favoritos.
Trilogía Diathan-En el mundo de los Dioses
ASLING-En el mundo de los
sueñoss; GRAWELL-En el mundo de las
brujas; MARBHREILIG-En el mundo de los
muertos
Romántica fantasía

Triz, además de doctora y madre de dos hijas, es la heredera de la magia de su familia. Es una bruja
wicanna de sangre. Lo malo de su poder es que tiene sueños premonitorios y no suelen ser muy
agradables. Ya le avisaron de la última guerra y de la tormenta solar que asoló el planeta, pero ahora
le avisan del fin de todos los mundos. De la destrucción total.

Y para salvar los mundos tiene que encontrar a Gare, un amigo de la infancia al que tiene
perdida la pista desde hace años.

Gare nunca ha olvidado del todo a Triz ni sus sentimientos hacia ella, unos sentimientos que
vuelven a crecer cuando ella reaparece en su vida.

Aisling, Grawell y Marbhreilig son la historia completa de Triz y Gare en busca de salvar los
mundos y de un amor que nunca llegó a florecer del todo en la adolescencia, pero al que parecen
dispuestos a dar una segunda oportunidad.

¿Conseguirán que los sueños de Triz no se hagan realidad? ¿Tendrán tiempo para reabrir
recuerdos entre ellos y darse una oportunidad?
LA APP
TECNO-THRILLER

Vivimos en la cultura de la inmediatez. Lo queremos todo ya, ahora, cuanto antes, (Comida rápida,
series completas para hacer maratones...) y no nos paramos a leer los detalles.

¿Por qué no leemos las condiciones de uso de las aplicaciones que nos instalamos?

LA APP es un Tecno-Thriller que lleva al extremo (¿o no?) lo que podría llegar a ocurrirnos por
instalar una aplicación sin leer la letra pequeña. Algo que, a menor escala, ya está ocurriendo. Solo
tienes que preguntarte: ¿cómo saben que has estado hablando con una amiga de irte a Roma y ahora
no dejan de salirte anuncios?

INSTRUCCIONES

Al descargar LA APP acepta establecer sus preferencias de consentimiento y determinar cómo desea
que se utilicen sus datos según se detalla a continuación:

—Toda su información será clasificada y mantenida a salvo en nuestros archivos. Prestamos


mucha atención a su privacidad. Vivimos y nos lucramos de ella.

—El tratamiento de información será personalizado. Normalmente se usará para deducir sus
intereses, pero nos reservamos el derecho de usarla para el chantaje.

—Esta recogida de información incluye sus gustos, sus publicaciones, sus conversaciones, sus
fotos, su agenda de correo y teléfono así como cualquier otra actividad que realice con su terminal.
—Le agradecemos su desidia a la hora de comprobar las normas de uso de LA APP ya que, de
ahora en adelante, tendremos acceso a la información que ya está almacenada en su dispositivo,
identificadores de publicidad, historial de navegación, etc. y podremos grabarle en audio, vídeo u
obtener fotografías de su terminal con la intención de extorsionarle y conseguir de usted lo que
nosotros necesitemos.

—Usaremos la recogida de dicha información para saber dónde, cómo y con quién se encuentra
en todo momento y nos aprovecharemos de ello.

—De nada vale ya que borre las cookies o que desinstale la aplicación de ETOA, ni siquiera
que apague su terminal, dado que ya estamos en posesión de su intimidad. Haga lo que le pedimos y
le dejaremos en paz. No lo haga y le amargaremos la vida sin importarnos las consecuencias. No es
un juego, ni una broma. Si no obedece haremos que se arrepienta de haber instalado una APP de
citas.
UNA HISTORIA DE HU(A)MOR
COMEDIA ROMÁNTICA

¿Cuántas veces has soñado con ser protagonista de una comedia romántica?

¿Cuántas veces has deseado sentirte como Meg Ryan en cuando Harry encontró a Sally, en
Algo para recordar o en Kate y Leopold? ¿Vivir una historia como la de Sandra Bullock en
Mientras dormías o como la de Kate Hudson en Cómo perder a un chico en 10 días?

¿Quién de vosotras no ha soñado con ser Julia Roberts en Pretty Woman? Vale, este no es
un buen ejemplo... ¿Con ser Julia Roberts en Notting Hill o en La boda de mi mejor amigo?

Y cuando lees un libro... ¿Quién no ha deseado ser Sara en No culpes al Karma de lo que te
pasa por gilipollas? ¿O Bridget en su diario? ¿O Anastasia en 50...? Perdón, otro mal ejemplo.

Pues en Una historia de Hu(A)mor podéis ser las protagonistas, pues cada decisión a la que os
tengáis que enfrentar será vuestra la elección a tomar y solo de ella dependerá la continuación de la
historia. Bueno, de vuestra decisión y de la pérfida mente que ha escrito las opciones.

Una historia de Hu(A)mor es una alocada idea que espera llenaros las horas de risas, situaciones
descabelladas, amores imposibles, historias surrealistas, clichés dados la vuelta como un calcetín y
amor. Porque el amor es como esa llave que pierdes y no puedes encontrar: Aparece cuando ya no lo
estás buscando.

Una historia de Hu(A)mor es una historia romántica con principio y final, pero con miles de
caminos por recorrer hasta vivirla. (Tantos como más de 37000), así que una vez que llegues al final
te invito a que borres la historia de tu cabeza y vuelvas a vivir un nuevo camino. Uno nuevo en el que
volverás a ser la protagonista de una comedia romántica.

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