ADOLPHE GESCHÉ
EL SENTIDO
Dios para pensar VII
EDICIONES SÍGUEME
SALAMANCA
2004
Para Paul y Marie-Madeleine
Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín
Tradujo Xabier Pikaza del original francés Le sens. Dieu pour penser VII
© Les Éditions du Cerf, Paris 2003
© Ediciones Sígueme S.A.U., 2004
C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España
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Depósito legal: S. 368-2004
Fotocomposición Rico Adrados S.L., Burgos
Impreso en España / Unión Europea
Imprime: Gráficas Varona S.A.
Polígono El Montalvo, Salamanca 2004
CONTENIDO
Prólogo. El sentido y la teología, por Olegario González
de Cardedal ..................................................................... 9
EL SENTIDO
Introducción ......................................................................... 19
1. La libertad como invención y creación ........................... 29
2 La identidad como confrontación con Dios .................... 59
3. Un destino que se da ....................................................... 91
4. La esperanza como sabiduría .......................................... 131
5. El imaginario como fiesta del sentido ............................ 157
Índice de nombres ................................................................ 201
Índice general ....................................................................... 205
PRÓLOGO
El sentido y la teología
Olegario González de Cardedal
El hombre es hombre en la medida en que se pone a sí mismo
en cuestión, pregunta por el ser, indaga la verdad, consiente a su
existencia, busca sentido y sondea el futuro. Su «pre-posición» na-
tural en la realidad tiene que ser seguida de una «posición» perso-
nal en la existencia. Al llevar a cabo esta «posición» el hombre crea
las palabras en las que va habitando y con las que va construyendo
el mundo. Creación de palabras, habitación del mundo y donación
de sentido, son para él tareas necesarias, realizaciones contempo-
ráneas y coextensivas.
Sentido y sinsentido
Si tuviéramos que elegir un término común a los intentos filo-
sóficos, religiosos y sociales que han determinado la segunda mi-
tad del siglo XX no habría otra palabra más común que ésta: «sen-
tido». Ella ha desplazado en alguna medida a las clásicas de la
metafísica (ser), de la antropología (verdad), de la teología (salva-
ción), como si lo que el ser humano necesita trascendiera cada uno
de esos campos, por ser algo más fundamental, abarcante, radical.
Y cuando una palabra adquiere estas dimensiones de originalidad,
radicalidad y totalidad, entonces resulta indefinible. Todos sabe-
mos qué nombra y, sin embargo, no podemos hacer otra cosa que
proferirla en alto, describirla, soñarla. Es un concepto-límite. Sen-
tido es lo que crea el ámbito necesario para respirar con holgura,
para existir sin sobresalto, para avanzar confiados hacia el futuro,
para asumir la vida en propia mano, para confiar en que el empe-
ño de nuestros días no será vano ni nuestro amor cenizas.
10 Prólogo
Esta palabra sólo puede surgir en el ámbito del descubrimiento
moderno del sujeto con Kant. A lo que ahora se llama «sentido de
la vida», «sentido de la existencia», correspondía anteriormente la
idea de «finalidad», «ordenación a una meta», «fin» (Skopos y te-
los en griego; Ziel y Zweck en alemán). Del futuro pasa el acento al
presente con la fórmula: «Valor de la vida», usada por primera vez
en l792 por D. F. Schleiermacher (Über den Wert des Lebens, l792-
1793). Con acentuación metafísica, hermenéutica o sociológica, la
palabra recorre toda la filosofía moderna hasta Heidegger, hablan-
do del «sentido del ser», Wittgenstein situándolo como problema
lingüístico y Blondel plantándolo en el pórtico de su obra como el
problema por antonomasia: «¿Sí o no? ¿Tiene la vida humana un
sentido y el hombre un destino?… El problema es inevitable. El
hombre lo resuelve inevitablemente y esta solución, verdadera o
falsa pero voluntaria y al mismo tiempo necesaria, cada uno la lle-
va en sus propias acciones. Ésta es la razón por la que hay que es-
tudiar la acción» (Primera frase de La acción, 1893).
Lo más real, necesario y sagrado, lo reconocemos justamente
en el momento de su desaparición o por su ausencia. Así en el len-
guaje ordinario hablamos de que «ya nada tiene sentido», de que
algo es un «contrasentido» o, lo que es peor, un «sin sentido». Con
ello estamos confesando que la vida tiene unas condiciones de po-
sibilidad para ser bella y gozosa, limpia y libre. Esos cimientos so-
bre los que se apoya o esa humedad de fondo que ofrece a sus raí-
ces vida, nos quedan casi siempre ocultos. Sólo los descubrimos
cuando bajamos al silencio de nuestra conciencia, afrontamos las
últimas decisiones de nuestra libertad y somos confrontados con
situaciones límite; cuando el prójimo nos demanda una entrega in-
condicional o cuando nos sentimos llamados por una Presencia sa-
grada que, profiriendo nuestro nombre, nos confiere una misión
con la consiguiente responsabilidad que hace necesaria la respues-
ta. La pregunta por el sentido se hace entonces inevitable, y sólo se
puede responder con hechos concretos, en el lugar y tiempo con-
cretos, en silencio y oración.
Prólogo 11
Los lugares del sentido
El libro que prologamos no es una investigación metafísica en la
línea de Heidegger o al estilo de Ferrater Mora, El ser y el sentido
(1967) sino que ofrece una respuesta hermenéutica, con Husserl,
Levinas y Ricoeur en el fondo, describiendo los lugares donde el
sentido es vivido, porque previamente aparece como revelación y
reto, don y pregunta. En lugar, por tanto, de indagar en el a priori
del sentido, bien de carácter racional o dogmático, va analizando
fenomenológicamente las situaciones personales en las que el
hombre se encuentra emplazado con él y a las que no puede esqui-
var porque sin ellas no sería hombre. Estos lugares del sentido,
ejercitado y vivido, son: la libertad (sin la cual no es pensable el
sentido); la identidad (en el silencio o en la vigilia todos nos pre-
guntamos quién somos, para qué estamos, a quién merecemos la
pena, quién nos ama y, como conclusión, qué sentido tiene nuestra
vida); el destino (que aquí no se entiende en el contexto grecolati-
no o pagano de «moira», «fatum», o alemán de Schicksal, lo que
fatalmente pesa sobre mí, sino como el encargo de vida que me es
enviado, Geschick, la tarea que tengo que llevar a cabo, sabiéndo-
me limitado por la naturaleza que me precede y junto a otras liber-
tades que me acompañan); la esperanza (el porvenir como tierra
del cumplimiento de una promesa a la que uno se puede preparar
activa y receptivamente o rechazar como señuelo engañador); lo
imaginario (lugar de lo que nos desborda y no se deja medir por las
reglas de nuestra racionalidad, y donde entran también en juego el
sentimiento y la pasión, lo inalcanzable y lo soñable, lo imposible
como necesario y lo inconquistable como suplicable).
Ante el sentido (lo mismo que ante cada uno de estos lugares de
su revelación) podemos hacernos la siguiente pregunta: ¿es un he-
cho, una conquista o un don? ¿Está ahí a la mano como una cosa
que se puede tocar y apropiarse sin más? ¿Hay que arrebatarlo pro-
meteicamente en lucha contra oponentes y raptarlo de otras manos
para tenerlo en las propias? ¿Es una gracia que se recibe, como el
amor, la amistad, la fidelidad que, adviniendo con la sola luz de su
presencia, nos permiten florecer nuestras mejores flores y frutecer
nuestros mejores frutos? La línea de fondo que dirige este libro es
que se trata de polaridades que se interfecundan: invención y crea-
12 Prólogo
ción, afirmación propia y encuentro con el otro, actividad incesan-
te y atención a lo que adviniéndonos nos despierta, racionalidad
crítica y remisión a un ámbito de metarracionalidad, que no se de-
ja integrar en nuestra lógica tronceadora y divisiva.
El capítulo que dedica a lo imaginario (el literario y el teológi-
co), distinguiendo el sentido negativo (las fantasías que anatemiza
Descartes) del positivo (lo imaginable como supremo universo de la
posibilidad soñable trascrito en la literatura y el arte) es uno de los
más bellos y fecundos del libro. Porque lo racional realizado no
agota toda la realidad que nos está destinada, nos pertenece y ne-
cesitamos. Las grandes creaciones literarias, los relatos, símbolos
y «visiones», nos abren a ella. Aquí radica la verdad, belleza y fe-
cundidad de la Biblia, rica como ningún otro libro de bosques divi-
nos y selvas humanas en los que podemos morar, pensar, soñar, y
como hombres trascendernos hasta la gloria de Dios. Esos relatos
y símbolos son el manadero de toda filosofía y poesía, porque no
dejan de dar que pensar y amar, hacer y esperar.
El autor es un teólogo y parte del principio siguiente: la teolo-
gía presupone otros saberes, quiere compartir racionalidad, len-
guajes y significatividad con ellos pero como tal tiene una palabra
propia y, por ello, tiene derecho a ser convocada a la mesa del sen-
tido. Ella se diferencia de la ciencia (que tiende al saber y desde él
a la técnica, que transformando la materia la pone al servicio del
hombre), de la filosofía (que vela por el sentido, la estructura, los
valores y los fines en un horizonte de inmanencia tal como el hom-
bre se percibe existiendo en el mundo y, por ello, es inevitable-
mente hermenéutica). La teología es más que una aventura intelec-
tual del hombre. Ella habla con términos como gracia, revelación,
salvación; cuenta con la palabra del hombre y con la palabra de
Dios manifiesta. Presupone, además que el hombre no es sólo rea-
lidad sino ex-sistencia; se interesa por su «suerte», le remite al ori-
gen radical y al fin último. Por consiguiente, no sólo pregunta por
el sentido sino por el último sentido, por el pre-venir y el por-venir
absolutos del hombre. Y pregunta desde la convicción de que la
historia es «revelación» de esas instancias preventivas y consuma-
tivas. Vive por ello de sus propias preguntas y, sobre todo, de las
preguntas que le pueden ser hechas por Dios o de respuestas que
no esperaba.
Prólogo 13
La teología pronuncia con humildad y confianza la palabra
«Dios». Y de él dice que es total diferencia respecto del hombre,
pero que no vive respecto de él en «indiferencia» sino todo lo con-
trario: en pasión por él, ocupación con él, espera de él, temor y
temblor ante él porque, al haberlo hecho a su imagen y semejanza,
es libre para todo. Libre para sí mismo y libre contra sí mismo e in-
cluso contra su propio Origen. Dios es todo Diferencia (Heideg-
ger), pero a la vez todo Aferencia (Différance: Derrida); todo tras-
cendencia y todo trans-ascendencia. Por las unas constituye nuestra
alteridad; por las otras nos hace posible, siendo diferentes, trascen-
dernos. Autonomía y heteronomía se incluyen. «Feliz heteronomía
aquella por la que soy arrancado a la ilusión de que yo soy co-
mienzo de mí mismo» (E. Levinas).
Teología del don
La respuesta está enfocada desde dos perspectivas: la «antropo-
logía del sentido» y «la teología del don». La primera es una reac-
ción contra lo que al comienzo de la modernidad Descartes y Kant
han introducido como supremo gozne de lo humano: la racionali-
dad, la autonomía, la autarquía del individuo, la inmanencia, la
conquista del todo y de sí mismo por sí mismo. El siglo XX nos ha
ofrecido una visión mucho más rica y compleja del hombre con
Husserl, Buber, Rosenzweig, Marcel, Bloch, Laín, Levinas, Ricoeur,
Derrida, Marion, Chrétien… A ella pertenecen como constituyen-
tes la alteridad, la intersubjetividad, la memoria, el deseo, el amor,
el encuentro, el diálogo, la pasión (como apasionamiento a la vez
que como pasividad y receptividad), la donación, el futuro, el pró-
jimo como encargo y carga hasta el límite de la sustitución. No hay
conocimiento ni realización de sí mismo sin el ministerio de la al-
teridad. Alteridad que nada tiene que ver con alienación. El hombre
se conoce, logra y salva teniendo cuatro referencias fundamentales:
ante sí mismo (Nosce teipsum); ante el cosmos (Tu autem, por ser
él un microcosmos); ante el prójimo (Ubi frates tuus, que por el
amor habita su soledad y le despierta a su responsabilidad, en la
que reside su verdad); ante Dios (Coram Deo como don, presencia
y palabra antes que como poder y exigencia).
14 Prólogo
La teología no es una alternativa a esta hermenéutica ni a ningún
otro saber sobre el hombre. Ella tiene una palabra propia, proferida
desde la gratuidad de Dios manifestado en la historia, como oferta
al hombre, en amor, exceso, don. Dios no se ofrece a la razón hu-
mana con el poder de la evidencia, sino a la libertad con la pobreza
de su amor encarnado, pasivo y compasivo. En la encarnación se
manifiesta al máximo lo que el poeta John Keats llamaba «negati-
ve capability», la capacidad de descendimiento, condescendencia, y
proexistencia, en las que el hombre llega a su posibilidad máxima y
riqueza suprema.
«La teología es un acceso a la realidad como otros muchos que
hay, un acceso específico, que juega un papel antropológico. Aquí,
descubriendo el sentido como don», señala A. Gesché. Dios no es
«el» sentido, ni el «gestor-gerente» del sentido, como una necesi-
dad absoluta para que las empresas del hombre funcionen, y sobre
todo para que la empresa de ser hombre se logre de tal forma que
sin él nada tuviera sentido. Éste puede y debe ser vivido en cada
uno de los órdenes sin recurrir automáticamente a Dios como un
instrumento que, insertándose desde fuera, supliera a la realidad y
despejase incógnitas que debe despejar el hombre.
El exceso de Dios
Situándolo bajo el título general de la serie a la que este libro da
término «Dios para pensar», la intención del autor es justamente no
instrumentalizar a Dios, sino pensar al hombre a la luz de sus fines
y confines, ante sus extensiones posibles y desde sus reales límites.
Unos los descubre él en su realización y otros se los impone la his-
toria. Pero sobre todo quiere iluminar la existencia poniéndola ba-
jo el signo del Infinito que es exceso de gracia, a la luz de un Dios
que no es poder frente al hombre sino pasión con el hombre y por
el hombre. Dios defiende siempre al hombre aun cuando éste sea
un criminal fratricida (Génesis 4); y no se defiende nunca contra el
hombre, ni siquiera cuando éste levante la mano contra su Hijo
amado, el supremo inocente de la historia: Jesucristo (Rom 8, 32).
Así se explica la pasión de Dios en Cristo con nosotros y por nos-
otros. La teología clásica entendía el excesus Dei como trascen-
Prólogo 15
dencia, santidad y lejanía respecto del hombre; la teología actual lo
entiende como capacidad para darse en la historia, tiempo y muer-
te al hombre. De esta forma no sólo no se pierde, sino que se gana
a sí mismo como el verdadero Dios divino.
Desde estas categorías de alteridad, don, gratuidad, exceso, se
iluminan las honduras de la vida humana. Aparecen una libertad,
identidad, destino y esperanza teologales, posibles al hombre por la
revelación del Eterno en el tiempo, del Trascendente en la carne,
del Impasible en la pasión. Esa gracia y exceso no se proponen a
una mera razón que ha fijado desde sí y ante sí los propios límites,
sino a una libertad abierta, preguntándole si está dispuesta a vivir
en actitud de gratuidad, don, trascendimiento, exceso. Desde aquí
la palabra «sentido» es oíble con sonoridad nueva. Dios no es el
sultán solo con su majestad. Lo más esencial del cristianismo es la
Trinidad (Dios no es retención en sí mismo, sino comunicación
personal en otro) y la Encarnación (Dios no es retención frente a
las criaturas sino Don reduplicado hasta el límite como Per-Don).
Las palabras creación, revelación, encarnación y redención son
hontanares de un sentido nuevo para la existencia concebida como
gracia y misión, pasividad en suprema forma de actividad, don co-
mo máxima realización del derecho, servicio como única verdad
de la autonomía. Dios no es alternativa a sus creaturas sino que las
crea porque las «quiere» y quiere que sean ellas de suyo y por sí.
Como la luz otorga a las cosas la realidad así él les otorga la posi-
bilidad fundamental de que aparezcan en el mundo con toda la be-
lleza de su propia figura y actúen con el gozo de su propia libertad.
Al terminar sus páginas el lector de este libro se queda recla-
mando una continuación que analice las razones y lugares del sin
sentido (esclavitud, fracaso, soledad, desamor, muerte, desesperan-
za). Conocemos completa la medalla de la vida humana viendo su
anverso y su reverso.
* * *
La muerte del autor ha sellado estas páginas, que no encontra-
rán continuación. Con ellas se cierra esa pequeña y moderna «Su-
ma teológica» en la que el profesor de Lovaina nos ha ido ofre-
ciendo los grandes temas que son a la vez capítulos de teología y
16 Prólogo
materias de antropología. Sumaba en ellas sus muchos saberes de
patrólogo e historiador en el más clásico sentido, con una sensibi-
lidad a flor de piel para la literatura, el psicoanálisis, la metafísica,
la hermenéutica. Sondeos para las nuevas travesías que la teología
tiene que hacer en este comienzo de siglo.
Personalmente me despido con estas líneas del amigo, que nos
acompañó en los Cursos de teología de El Escorial (Universidad
Complutense, Madrid), recordando aquellos paseos y conversacio-
nes por la lonja ante el Monasterio, donde Platón y san Juan evan-
gelista, Ricoeur y J. Kristeva, san Juan de la Cruz y Hölderlin, nos
acompañaban como si fueran profesores o alumnos del curso que
estábamos dando. Una vida entregada y una obra bien hecha son
siempre un don de Dios para quienes hemos podido contemplarla y
acompañarla. Don, propuesta, exigencia.
EL SENTIDO
INTRODUCCIÓN
Nuestra intención con este libro no es hacer de Dios el funciona-
rio del sentido, como si sólo Dios fuera la última y única clave del
sentido. El sentido puede existir, puede ser reconocido y vivido, sin
que debamos recurrir necesariamente a Dios, bien sea porque pro-
venga de las mismas cosas de la vida, bien sea porque nosotros lo
creemos e introduzcamos en el mundo. Corremos un gran riesgo de
instrumentalizar a Dios, el riesgo de convertirle en algo que nos sea
útil, de ponerle al servicio del sentido o, quizás, a remolque suyo.
Afirmar sin más que Dios es el sentido del sentido implica despre-
ciar la consistencia del sentido. No conviene «acaparar el cielo» (Sal
72, 9a). Cuando existe y está ahí, el sentido posee su autonomía y no
tiene necesidad de la sanción de Dios para revelarse como valioso.
Dios no es el sentido de las cosas, como si todo lo que se pudiera
decir del sentido se hallara sólo en Dios. Pero el sentido tampoco
es Dios, como si la búsqueda del sentido equivaliera a la búsqueda
de Dios. El sentido no sustituye a Dios y Dios tampoco sustituye al
sentido. En un caso y en otro se perjudicaría al sentido, corriendo el
riesgo de alienarlo, y se perjudicaría a Dios, reduciéndole a una fun-
ción. Al mismo tiempo, y en ambos casos, se dañaría al hombre.
¿Significa esto que la teología, que es una lectura de Dios, no
puede ser una lectura del sentido? Al continuar escribiendo esta se-
rie de libros (pertenecientes a la serie Dios para pensar*), he conti-
* La serie Dios para pensar se compone de siete títulos que forman una pe-
culiar dogmática cristiana, aunque pueden ser leídos como ensayos independientes
entre sí. Por orden de aparición según la edición original, son los siguientes: El mal
(1993), El hombre (1993), Dios (1994), El cosmos (1994), El destino (1995), Je-
sucristo (2001), El sentido (2003). Todos ellos han ido apareciendo sucesivamen-
te en la colección de teología «Verdad e Imagen», perteneciente a Ediciones Sí-
gueme, Salamanca [Nota del editor].
20 Introducción
nuado creyendo que la fe en Dios o, más simplemente, la idea de
Dios, puede contribuir con una iluminación peculiar –que brota de
la actualización de un exceso– al pensamiento del sentido. A nuestro
juicio, el sentido, como tantos otros temas ya abordados (el hombre,
el destino, el cosmos, el mal, etc.), puede salir ganando si lo situa-
mos en relación con los confines. Todo pensamiento gana cuando lo
pensamos hasta el fondo, cuando percibimos la posibilidad que ten-
dría de ser pensado en Dios. Este Dios ya no aparece como el ma-
gistrado o juez del sentido, sino como aquel cuya idea (y cuya rea-
lidad para el creyente), cuando adviene al hombre, le permite dirigirse
hacia dimensiones que le esclarecen sobre aquello que él sabía ya y
le abren hacia perspectivas sobre las cuales él aún no había pensado
que se podía pensar. La teología ofrece aquí su colaboración, que no
consiste en ser el árbitro del sentido –¿quién la soportaría o la que-
rría, si así fuera?–, sino la de ofrecer un lugar donde también es po-
sible que el sentido se produzca. En definitiva, el sentido se vive allí
donde se vive. No necesita ninguna otra justificación.
Por eso, en vez de discurrir sin fin sobre aquello que el sentido
puede ser, intentaremos descubrirlo precisamente allí donde él se
vive, es decir, en aquellos que yo llamo los lugares del sentido: la li-
bertad, la esperanza, la identidad, el destino, lo imaginario (estos te-
mas formarán sucesivamente el objeto de los capítulos de nuestro li-
bro). Sobre dichos lugares, en los que se juega el sentido, queremos
construir nuestra reflexión. Actuaremos así de un modo casi feno-
menológico, pues lo importante es descubrir y comprender el sen-
tido allí donde él se manifiesta, en vez de buscarlo en algún a prio-
ri, sea de tipo racional o dogmático. Es preciso dejar el sentido en
manos del sentido. Es preciso dejar que el sentido aparezca. Que se
muestre por sí mismo, sin deber nada a otra cosa, sino sólo a sí mis-
mo. Allí donde él mismo se anuncia, no donde otros decretan su
existencia. En ese aspecto, la teología puede constituir, entre otras
aproximaciones, un lugar, e incluso un lugar verdaderamente exis-
tencial, donde el sentido encuentra una de sus vías de manifesta-
ción. Después, sólo después, podrá haber siempre tiempo para di-
sertar en torno a él y para determinar aquello que lo constituye.
¿Qué es lo que aporta específicamente la experiencia teológica
a la manifestación del sentido? Aporta esto: que el universo y el ré-
gimen constitutivo de la fe cristiana es el don, la donación. Que la fe
Introducción 21
cristiana es un universo de gratuidad y gracia, donde todo aquello
que vivimos lo vivimos en principio como don. Así lo hemos apren-
dido de un modo fulminante con san Pablo. Sus infinitas exclama-
ciones y protestas contra aquellos que pretenden considerar las rea-
lidades de la fe como cosas calculables (los méritos por medio de
los cuales pretendemos entrar en el Reino, como indican de un mo-
do especial las cartas a los Gálatas y a los Romanos) han fundado el
sentido de la fe y de la religión cristianas sobre la idea del don. No
se trata aquí de un proceso infantilizante, como si estuviéramos an-
te una experiencia infantil, según la cual sólo tenemos que esperar
para que nos den todas las cosas hechas, de manera que vivamos en
situación de perpetua dependencia, llenos de reconocimiento. San
Pablo sabe muy bien que nosotros no somos niños y que no tene-
mos que vivir como tales, aunque sea preciso poner de relieve un
cierto don de infancia (véase 1 Cor 14, 20; Ef 4, 14). Lo que dice
san Pablo –y por otra parte también san Juan y san Agustín, por no
citar aquí a Jesús– es que, en el dominio de la fe, todo –lo que viene
de Dios a nosotros y también lo que va de nosotros a Dios y de no-
sotros a otros hombres– debe ser vivido en la libertad gozosa de
aquello que está por encima de todos los condicionamientos. Todo
es gracia, incluso aquello que es útil y necesario. Todo debe ser re-
cibido en gesto de loca gratuidad, incluso allí donde existen contra-
tos y obligaciones. La vida es don, no es más que eso.
Lo que nosotros intentamos es que se comprenda todo lo que
esta teología del don puede aportar a la antropología del sentido.
Hablar del don significa aproximar el sentido hacia aquello que
constituye su secreto más profundo, lo que mejor le define. De lo
que se trata es casi de una transformación de todas las cosas, de
algo que ofrece un rostro totalmente nuevo a la vida de aquel que
quiera aceptar su invitación. Estamos ante la apertura de una li-
bertad creadora que consiste en apelar, en todo y desde todo, a la
«donación de sentido» (Levinas). No todo se encuentra ya hecho,
codificado o sancionado, cifrado o descifrado; al contrario, aquí op-
tamos por la apertura y la invención. Las cosas encuentran aquí un
estatuto totalmente nuevo: ellas se dan. No hay quizá nada tan sig-
nificativo como este hecho lingüístico propio del idioma alemán
cuando afirma es gibt, «algo se da», mientras que nosotros decimos
prosaicamente «tal cosa existe». Según eso, no debemos admirar-
22 Introducción
nos por el hecho de que Heidegger, buscando la expresión clave,
«aquella que lleva consigo de manera decisiva todo el movimiento
de las cosas», haya dicho que, a su juicio, dicha expresión maestra
es la de «es gibt». Como ha comentado Ricoeur, sólo así se expli-
ca el hecho de que para Heidegger «el ser se reconoce en su reser-
va y en su generosidad, en su retención y en su gratuidad», de ma-
nera que «el don es la figura del destino» (La Métaphore vive, 397).
No es por tanto nada extraño si hoy se habla de «la antropología
del don» y se pone incluso ese nombre al título de un libro y de un
coloquio (Alain Caillé, Anthropologie du Don, Paris 2000 y «Co-
lloque et forum civique», Louvain-la-Neuve, 8 de noviembre de
2001). Con M. Mauss (en su libro Essai sur le don, 1924) descu-
brimos que el don es, al mismo tiempo, libre y obligatorio. Si fue-
ra puramente libre, sería paternalista y no respetaría al otro. Si
fuera totalmente obligatorio, perdería su sentido. Como hemos vis-
to anteriormente, necesidad y gratuidad pueden vivirse de un mo-
do unitario, de manera que el régimen del don se extienda por to-
das partes. Mauss ha identificado de un modo memorable este
rasgo casi mágico del don en su estudio sobre la realidad social en
la que influye: especialmente en el cálculo y el interés, pero tam-
bién en «la espontaneidad, la amistad y la solidaridad, o sea, el
don» (presentación del Coloquio por J.-P. Cornélis). El don viene a
presentarse como paradigma de las alianzas, pues el don «las se-
lla, las simboliza, las garantiza y les da vida». Esta regla simbóli-
ca trasciende, según esto, los actos sociales del hombre; ella cons-
tituye un verdadero «cambio de referencia» en la evaluación y
construcción de la vida del hombre con los otros.
«Cambio de referencia». ¿Faltaremos a la modestia y a la ver-
dad si insistimos en la aportación mayor de la lógica cristiana a la
emergencia del sentido? ¿Qué otra cosa son las bienaventuranzas,
sino esta inversión, este cambio de referencia en la medida de las
cosas? ¿Qué es el perdón de las deudas, sino una locura de dona-
ción? ¿Qué es el per-dón sino un don, como el mismo nombre lo di-
ce, un don que se reduplica: «per-donar», donar más allá (de lo de-
bido)? Ciertamente, y nosotros lo sabemos bien, no se trata aquí,
en todos los casos y en todas las circunstancias, de comportamien-
tos que se deban aplicar siempre al pie de la letra, aunque tampo-
co deben encontrarse sin cesar excusas para no aplicarlos. Lo que
Introducción 23
nosotros encontramos aquí, en estas nociones del don y del perdón,
es todavía una vez más aquello que hemos destacado tan a menu-
do, a saber, el principio del exceso. Esta es una de las claves del
mensaje cristiano. Hablar de Dios, de la caridad, de la fe, es actuar
de manera que cada cosa pueda comprenderse, aunque sólo sea por
un instante, desde la perspectiva del exceso, de la inversión del or-
den de las cosas, de la conversión de las miradas, de la trasgresión
de la regla de lo simplemente debido.
Resulta indispensable para el hombre la existencia de proposi-
ciones excesivas (o parcialmente excesivas), para que aprenda en
todo caso, como aquí decimos, que la vida no adquiere su sentido
si se encuentra clausurada al don. Resulta indispensable que haya
espacios, lugares y momentos en los que este exceso se tome al pie
de la letra. Momentos en que el don venga a ponerse sobre todas
las cosas, como unas alas de paz, sepultando todos nuestros resen-
timientos, borrando todas nuestras justas razones. «Cuando las alas
de la paloma se cubren de plata y sus plumas se vuelven llamas de
fuego» (cf. Sal 67, 14 b). Aquí se expresa una visión de Dios. En
todo caso él, Dios, sólo ve sus relaciones con nosotros bajo la for-
ma de don. Y nos pide que nosotros nos inspiremos en él, llevando
si queremos «una vida tranquila y paciente» (1 Tim 2, 2). Todo
don, todo sentido, es un exceso.
Porque, como dice Alain Badiou, «lo que fundamenta a un suje-
to no puede ser aquello que se le debe» (A. Badiou, Saint Paul. La
fondation de l’universalisme, 81). Precisamente apoyándose en san
Pablo, este joven filósofo (no es teólogo) ha intentado destacar el
valor universal de esta dialéctica del don, por oposición a la dialéc-
tica que actúa en el plano de la deuda. Al oponer el reino de la fe
(confianza, don, libertad) al de la ley, incluso cuando esta resulte
necesaria (obligación, deuda, servidumbre), san Pablo ha puesto de
relieve una dimensión insospechada del hombre: que todo se puede
llamar don, charisma, «carisma», gracia, y que esa dimensión se
encuentra en el origen de toda vida posible y soportable. «Ya no hay
diferencia (entre los hombres), pues todos han sido justificados gra-
tuitamente (dôrean) por gracia» (Rom 3, 24). Y Badiou insiste en
esta palabra dôrean, una palabra fuerte que, a su juicio, significa
«por puro don», «sin causa»; nosotros añadiríamos «en exceso».
«Sólo aquello que es, por tanto, absolutamente sin causa (es gracia),
24 Introducción
mantiene esta potencia de sentido por encima de la ley, desbordan-
do así todas las diferencias establecidas» (p. 82). Excluyendo una
ley en la que sólo importa aquello que es debido (el deber), para ins-
taurar la del don, san Pablo ha establecido definitivamente otra ima-
gen del mundo (véase Rom 7, 31). Él lo ha hecho partiendo de una
teología en la que se trazan las relaciones entre Dios y el hombre.
De esa forma ha introducido en el mundo una idea, la idea del don,
que puede dar sentido «a todo hombre que viene a este mundo». Yo
nunca lo podré decir de una manera demasiado fuerte: la teología es
una aproximación entre otras a la realidad, pero es una aproxima-
ción específica, que realiza su función en el campo de la antropolo-
gía. Ella lo hace aquí descubriendo el sentido como don.
Existe en este campo otra palabra del vocabulario teológico
que, a condición de ser bien entendida, aporta toda su fuerza a la
emergencia del sentido: es la palabra «revelación». Todos nosotros
sabemos lo que queremos indicar cuando decimos que esto o aque-
llo fue para nosotros una revelación. Bruscamente hemos sido sor-
prendidos por un sentido que no sospechábamos, y que venía de
fuera, sin que aparentemente hayamos influido nada en ello. Descu-
brimos así que somos seres visitados, «pasivos», y no meramente ac-
tivos y productores. La fenomenología insiste mucho en este tema,
como empezó a mostrarlo Husserl cuando hablaba de sus famosas
«síntesis pasivas». Al comienzo, antes de que nuestra conciencia y
sus intencionalidades actúen sobre ellas, existen unas «impresiones
originarias» (Ur-Impression) que chocan con nosotros y que influyen
en la construcción de nuestro ser, de manera que podemos hablar de
ellas como de donaciones que, en cierto sentido, nos preceden y que
nosotros no hemos buscado. «Ninguna impresión se produce en sí,
por sí misma [...]; ella es, de principio a fin, revelación» (M. Henry,
Incarnation, 89-90*). Revelación, es decir, advenimiento de sentido,
proceso en el que nosotros no aportamos nada y, sin embargo, rendi-
mos testimonio de aquello que nos ha sido dado (cf. Mt 16, 17: la
Confesión de fe de Pedro en Cesarea). No hay en esto ninguna alie-
nación, sino descubrimiento de la alteridad; de la alteridad de un don
y de un sentido, en los que yo me descubro sin haberlos buscado.
* Puede consultarse la versión cast.: M. Henry, Encarnación. Una filosofía de
la carne, Sígueme, Salamanca 2001.
Introducción 25
Pero este advenimiento no es algo que puede mostrarse sola-
mente «al comienzo». Este carácter originario de una revelación
puede sorprendernos en cada momento de nuestra vida, cada vez
que descubrimos y aceptamos el hecho de que no nos encontramos
solos, sino que existe una alteridad y por tanto la posibilidad de
una visitación. ¿No es esto mismo exactamente aquello que ha in-
tuido la Escritura judeo-cristiana cuando habla de revelación e ins-
piración? La idea de revelación implica en este contexto que el
sentido, un poco como una estrella errante que viniera de la cons-
telación de Perseo, aporta consigo algo que le sobrepasa. El senti-
do (Sinn) no se repliega sobre sí mismo, como si lo fuera todo, si-
no que se hace signo de otra cosa; el sentido designa, significa
(Bedeutung). Hemos visto que el sentido se manifiesta por sí mis-
mo, sin necesidad de una justificación exterior que le preceda. De-
bemos añadir, al mismo tiempo, que aporta algo distinto de sí mis-
mo: él revela. El sentido habla y de esa forma se muestra como
anunciador de algo que es distinto de sí mismo. Su manifestación
(fenomenología) es al mismo tiempo una revelación (teología).
Si acabo de recurrir a la palabra «teología», no lo hago para de-
cir que este proceso de revelación no se encontraba aún presente en
la aventura profana del sentido. Todos nosotros hacemos la expe-
riencia de que el sentido aporta algo que es distinto de sí mismo,
que él nos hace entrever una realidad que hasta ese momento se
nos escapaba. Si yo recurro a la teología, es porque, una vez más,
su discurso dice de manera más explícita que los otros discursos
aquello que viene a revelarse aquí en la aventura del sentido. La
teología habla, con más audacia que cualquier otro discurso, de una
alteridad que se dirige a nosotros y ciertamente ella corre sus ries-
gos y peligros al hacerlo. Esto significa, en otras palabras, que la
teología pone el sentido bajo el signo del infinito, afirmando que
tras él adviene todavía otra cosa. Sobre el sentido, así comprendido
por la teología, se podría decir aquello que Wittgenstein afirmaba
de la filosofía: «Los problemas filosóficos aparecen cuando el len-
guaje celebra un día de fiesta» (L. Wittgenstein, Investigations phi-
losophiques [1961], 166). Tengamos pues la audacia de afirmar
que el lenguaje teológico ofrece a la reflexión común ese día festi-
vo (día de exceso) que permite que dicha reflexión se ponga en
fiesta.
26 Introducción
Heidegger había comprendido sin duda que el sentido dice algo
que es superior a sí mismo y que anuncia por tanto una cosa a par-
tir de algo más grande, cuando escribía: «El límite interior de cada
pensador se encuentra en esto: el pensador no puede decir jamás
por sí mismo aquello que tiene de más propio, porque la palabra
decible [la palabra que él logra decir] recibe su determinación a
partir de la indecible» (M. Heidegger, Nietzsche II [1971], 394).
Estamos siempre ante la idea de un exceso, de un excedente de
sentido, y para mostrarlo debemos citar una vez más a Wittgen-
stein: «Los resultados de la filosofía consisten en el descubrimien-
to de las heridas que el entendimiento se ha hecho corriendo al
asalto de las fronteras del lenguaje» (Investigations philosophi-
ques, 165). La idea de revelación implica precisamente esta idea de
trasgresión de fronteras. Cerrado en su inmanencia, el sentido se
achata, y cuando se le obliga a mantenerse en una inmanencia, pa-
ra la que no está hecho, termina por no ser ya sentido.
Este es el riesgo de una fenomenología que, como nos alertaba
Françoise Dastur, «buscaría el significado de lo finito en lo finito»,
dejando de estar «animada por algún tipo de nostalgia» (cf. en E.
Levinas y otros, Positivité et Trascendence, 132), de manera que
sólo presenta «una vida que ya no desborda sus límites», como
afirma Levinas (E. Levinas, En découvrant l’existence, 97). Y una
vida que no desborda sus límites, incluso si una cierta sabiduría
nos impone no desbordarlos, es una vida que ya no habla ni vive.
Lo que pasa en la experiencia de Cesarea de Filipo es todo lo con-
trario. A Pedro, que confiesa con su propia boca que Jesús es el
Cristo, le responde Jesús diciendo: eres bienaventurado, porque «ni
la carne ni la sangre te lo han revelado, sino el Padre que está en
los cielos» (Mt 16, 16-17). No es que Pedro no haya hablado por sí
mismo, pues él se ha mostrado bien comprometido al decir lo que
ha dicho. Ciertamente, ha sido él quien ha hablado, pero Jesús le ha
respondido que su palabra ha llevado consigo, al mismo tiempo, el
testimonio de una alteridad. «Alteridad total, irreducible a la in-
terioridad y que, sin embargo, no violenta en modo alguno la inte-
rioridad» (E. Levinas, Totalité et Infini [edición de 1979], 233*).
* Puede consultarse la versión cast.: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la ex-
terioridad, Sígueme, Salamanca 62002.
Introducción 27
Como hemos dicho al comienzo de estas páginas, el sentido
se sostiene por sí mismo y no tiene necesidad de justificaciones
exteriores. Pero –y esto es lo que hemos querido ir mostrando en
lo anteriormente dicho– el sentido no deja de testimoniar al mis-
mo tiempo una cosa diferente. Volvemos así a encontrar aquí la
idea fundamental del don. El sentido, según eso, implica dona-
ción, pues nos hace formar parte de una alteridad. El sentido ha-
bla, es una revelación, pues se sobrepasa a sí mismo. Pero al mis-
mo tiempo ocupa un lugar único en nuestra experiencia: nos hace
descubrir espacios que resultan de otra forma insospechados. El
sentido es portador de un universo que desborda nuestra concien-
cia inmediata (como muestra el tema del exceso) y nos permite
hacernos creadores, inventores. Abrir el sentido es abrir una po-
sibilidad, es contar una aventura posible que de otra manera re-
sultaría inimaginable. El sentido habla de un Reino, de un hori-
zonte. En cuanto portador y revelador de otra cosa, en cuanto
manifestación súbita de una realidad que se encuentra «más allá»
de la pura inmanencia, el sentido es aquello que «en la misma in-
manencia del mundo abre un lugar para lo posible, para lo impre-
visto, para la respiración» (F. Makowski, Cahiers philosophiques
de Strasbourg VI, 194).
La teología no es la única que habla de este exceso del sentido
sobre sí mismo, exceso que indica su vocación en la aventura del
ser, pero su cercanía respecto de aquello que es locura (1 Cor 1–3),
respecto de «aquello que ni el ojo ha visto, ni el oído ha escuchado,
ni ha subido siquiera al corazón del hombre» (1 Cor 2, 9), le da el
derecho de hablar de ese exceso. Lo que ahora nos queda por hacer
es explicitar lo que se muestra en esos lugares de sentido, como
nosotros los hemos llamado más arriba, es decir, en los lugares
donde el sentido se ejerce y se vive: la libertad (¿se puede imaginar
la aparición del sentido sin que exista libertad?); la identidad
(¿quién soy yo?, ¿tengo sentido?); la esperanza (¿al final de la vida
se encuentra el sentido o la esperanza es sólo la última ilusión de la
caja de Pandora?); en fin, lo imaginario (lugar de leyendas, de mi-
tos y ficciones, fuente casi inagotable donde intentamos renovar el
sentido). La libertad, la identidad, etc., ¿encuentran en su inter-
cambio con la teología ese cielo de don y de exceso que, incluso si
no se acepta por fe, nos ayuda a pensarlas más a fondo?
28 Introducción
De esa forma, a lo largo de los capítulos en los que iremos vi-
sitando los lugares del sentido a la luz de la teología, hablaremos
de la libertad como invención y creación (insistiendo, al fin, en lo
«irracional», entrevisto incluso en el mismo Dios); hablaremos
también de la identidad como confrontación con el otro, y espe-
cialmente con Dios; del destino como de aquello que él mismo se
da a sí mismo como sentido de su existencia; de la esperanza como
de aquello que nos concede aliento de vida; del reino de lo imagi-
nario como de aquello que nos hace vivir en fiesta, en fiesta fas-
tuosa de sentido y gracia, en la que sabemos que Dios no nos ha
abandonado todavía.
El capítulo primero y el segundo recogen lo esencial de dos artículos
que han aparecido en la Revue théologique de Louvain, en 1997 y 1998
respectivamente. El capítulo tercero y el cuarto recogen, con grandes mo-
dificaciones, dos capítulos que han aparecido en A. Gesché y P. Scolas
(eds.), Destin, Destinée et Prédestination (cap. VII) y también en Id., La
Sagesse, une chance pour l’espérance? (cap. VII), Éditions du Cerf, en
1995 y 1998 respectivamente. El capítulo quinto es prácticamente nuevo,
aunque su parte literaria ha sido parcialmente retomada en La Théologie
dans le temps de l’homme, Cerf, 1995. Por lo demás, todos esos artículos
han sido remodelados en función de la investigación sobre el sentido y los
lugares del sentido, que constituyen los temas de este libro.
Por otra parte, este libro se puede completar con otros trabajos: «Essai
d’interprétation dialectique de la sécularisation», aparecido en la Revue
théologique de Louvain (1970); «Un approche du sacré à partir de la théo-
logie de l’espérance», aparecido en Studia Instituti Anthropos, Bonn
(1995); «Littérature et Théologie», en La Foi et le Temps (1994); «Scien-
ce et destinée», aparecido en Pourquoi la science?, Seyssel, 1997; «Dieu
connaît-il notre avenir?», aparecido en Louvain (1996); «Théologie de la
vérité», en Revue théologique de Louvain: 18 (1987) 187-211, y «Minis-
tère et mémorial de la vérité», en Revue théologique de Louvain: 23
(1992) 3-22.
Quiero terminar expresando mi gratitud hacia Agnès van Haeperen-
Porbaix, que ha fijado el índice, y a Jean-Pierre Gérard, que ha preparado
el manuscrito de este libro para su impresión.
ÍNDICE GENERAL
Prólogo. El sentido y la teología, por Olegario González
de Cardedal .............................................................................. 9
EL SENTIDO
Introducción ................................................................................... 19
1. La libertad como invención y creación .................................... 29
1. La invención no cristiana de la libertad, o la libertad como
conquista, como esencia y como existencia ....................... 29
2. La invención cristiana de la libertad o la libertad como
creación .............................................................................. 31
3. El desvelamiento cristiano de la libertad ........................... 34
4. El desvelamiento de un irracional de fundación ................ 49
2. La libertad como confrontación con Dios ............................. 59
1. Crisis de la identidad ante Dios ......................................... 60
2. Antropología de la identidad .............................................. 63
3. Teología de la identidad. .................................................... 70
a) Alteridad de trascendencia ........................................... 71
b) Alteridad del Tercero .................................................... 74
c) Alteridad de Dios ......................................................... 79
d) Alteridad de kénosis ..................................................... 82
e) Alteridad de don ........................................................... 86
3. Un destino que se da ................................................................ 91
1. ¿Qué desea el hombre? ...................................................... 95
2. ¿Qué teme el hombre? ........................................................ 99
a) Tomar en cuenta la fascinación de la fatalidad ............ 101
b) Las ventajas de dejarse llevar por «aquello que llega» 103
c) El trabajo sobre los comportamientos de resignación .. 105
206 Índice general
3. ¿A qué debe atreverse el hombre? ..................................... 107
4. ¿Qué le ofrecen al hombre ? .............................................. 119
a) Este destino teologal es afirmado ................................ 120
b) Este destino teologal se ofrece ..................................... 123
c) Esta antropología teologal tiene una dimensión ética .. 126
4. La esperanza como sabiduría ................................................... 131
1. Erosión de la esperanza ...................................................... 132
2. Petición de la sabiduría ...................................................... 137
a) Una hipótesis: salir de un encerramiento ..................... 137
b) Un análisis: la sabiduría y la identidad de la esperanza 139
c) Una proposición: la paganidad indispensable .............. 143
5. El imaginario como fiesta del sentido ........................................ 157
1. El imaginario literario ........................................................ 160
2. El imaginario teológico ...................................................... 170
a) La teología como antropología de la revelación .......... 177
b) La teología como antropología teologal ....................... 186
1. Dios como un enigma para el hombre ................... 188
2. El hombre como enigma para Dios ........................ 191
Índice de nombres .......................................................................... 201