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1-2 Bajo El Mundo Hay Un Planeta Sergio RojasÑÑ

1) La 58a Bienal de Venecia presenta obras de arte que reflexionan sobre temas políticos y sociales como la representación de la mujer, la migración forzada y el cambio climático. 2) Dos instalaciones en particular atraen la atención: "Barca Nostra", que presenta un barco hundido con refugiados, y otra que muestra vidrios con carteles de mujeres desaparecidas en México. 3) Estas obras traen objetos del "no-mundo" a la Bienal para hacer visibles
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1-2 Bajo El Mundo Hay Un Planeta Sergio RojasÑÑ

1) La 58a Bienal de Venecia presenta obras de arte que reflexionan sobre temas políticos y sociales como la representación de la mujer, la migración forzada y el cambio climático. 2) Dos instalaciones en particular atraen la atención: "Barca Nostra", que presenta un barco hundido con refugiados, y otra que muestra vidrios con carteles de mujeres desaparecidas en México. 3) Estas obras traen objetos del "no-mundo" a la Bienal para hacer visibles
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1

Bajo el mundo hay un planeta1


Sergio Rojas2

“La Biennale es como una reunión


de excompañeros de la secundaria,
donde a todos les fue bien en la vida.
No es el mundo real”

David Teiger, coleccionista de arte

“Arte y política”, dos términos cuya relación ha llegado a ser familiar. La


conjunción señala aquí un límite, una distancia por cubrir, como si desde las artes se
reconociera bajo el nombre de “política” un territorio distante y ajeno y, por ello mismo,
exigente. De una parte, la preocupación por el presente desde las prácticas artísticas hace de
la convulsionada realidad política un asunto gravitante para la reflexión que desde las artes
intenta trascender su “sobreprotegida” institucionalidad. Por otra parte, la actual crisis del
marco categorial de la modernidad, que permitía pensar la política en torno a la figura del
Estado como forma reconocible y soberana del poder, demanda la elaboración de nuevos
conceptos convocando formas transdisciplinares de pensamiento. Así, no sólo no nos
sorprende que las artes visuales se ocupen de la política, sino que esta parece ser hoy un
campo natural de interés temático y exigencia formal para los artistas.

La 58° edición de la Bienal de Venecia que se desarrolla por estos días nos
introduce de un golpe en la cuestión recién señalada. Su curador, el neoyorkino Ralph
Rugoff, convocó a 79 artistas bajo el lema “Que vivas en tiempos interesantes” (May you
live in interesting times). Se trata, según explica Rugoff, de una invitación a pensar el
mundo en lugar de considerarlo simplemente como una realidad terrible. Sin duda que la
Biennale nos permite examinar las formas en que, desde las artes, precisamente desde una
voluntad de contemporaneidad, se reflexiona el mundo, abordando temas como: la
representación de la mujer, el anonimato en las grandes urbes, la migración forzada, el
cambio climático, entre otros. Pero un evento de esta magnitud y relevancia genera también

1
Revista (Cuatrotreitaitrés) número 2 (pp. 36-47), Departamento de Artes Visuales, Facultad de Artes,
Universidad de Chile, 2019.
2
Filósofo, Profesor Titular, Universidad de Chile
2

la expectativa de poder pensar precisamente la condición política de este encuentro de arte


en tanto evento de estatura mundial. No me refiero sólo a que el arte pueda concitar durante
varias semanas la atención internacional, sino al hecho mismo de que la realidad ha
devenido mundo, que sea posible decir que se trata de uno de los eventos más importantes a
nivel mundial. En efecto, me parece que una cuestión de máxima relevancia política en el
presente para el pensamiento queda señalada en la pregunta ¿qué es (el) mundo? O, acaso
más precisamente, ¿qué es lo mundial? Entonces, me pregunto, ¿pueden reflexionar las
artes su concreto lugar de enunciación? ¿Qué implica el hecho de no sólo poder decir o
mostrar algo “al mundo”, sino poder hacerlo realmente, es decir, instalado en el mundo (en
una vitrina mundial)?

Una de las obras que desde Venecia ha acaparado la atención de los medios es la
instalación “Barca Nostra”, realizada por el artista suizo-irlandés Christoph Büchel. Este
trasladó a la Bienal un barco pesquero hundido en el 2015 en el mar Mediterráneo mientras
trasladaba refugiados que intentaban llegar a las costas de Italia desde Libia. En el pesquero
iban entre 700 y 1100 personas, y volcó luego de estrellarse contra un barco de carga
portugués. Murieron aproximadamente 800 personas. De sus vidas no sabemos nada, sólo
sabemos de sus muertes, es lo que “Barca Nostra” ha traído a la Bienal. El barco, reflotado
por el gobierno italiano, es el fragmento material de una catástrofe humana en la que al dato
esencia parece ser de carácter cuantitativo. En otra instalación, la artista mexicana Teresa
Margolles trae, provenientes desde tiendas en Ciudad Juárez, unos enormes vidrios sobre
los cuales se han pegado carteles de búsqueda de mujeres desaparecidas; junto a los
3

ventanales hay un muro de hormigón con una alambrada y huellas de balas. Como en la
instalación de Büchel, tampoco se trata aquí de una representación, sino de significantes
cuya materialidad nos remite a hechos de muerte. En el caso de las instalaciones de
Margolles, se trata de una violencia que ha tomado cuerpo en lo cotidiano.

Los artistas han traído “objetos” desde otro lugar para disponerlos en este encuentro
mundial de arte, ofreciéndolos a la mirada de un público internacional. ¿Qué clase de lugar
es el arte? Los artistas traen “objetos” desde el no-mundo para hacerlos comparecer en el
mundo. La diferencia entre ambos “lugares” -mundo y no-mundo- no es sólo geográfica.
Aquellos objetos operan como presencias que horadan el escenario de las artes, fragmentos
de la catástrofe que hacen de la sofisticada institucionalidad del arte un marco de
inquietante recomendación sobre esas piezas que provienen desde lo in-mundo del planeta.

La globalización de la economía financiera y la trama planetaria que constituyen las


redes digitales de información parecen generan en el presente una realidad sin afuera para
la totalidad de los seres humanos. Denominamos a esa realidad “el mundo”. Pero si la
realidad ha devenido una vasta exterioridad del tamaño del planeta, ¿no sería más adecuado
pensar que sólo ha quedado el afuera? Acaso el mundo no sea un territorio común a los
seres humanos, sino más bien de la negación del territorio. ¿Puede el hogar tener el tamaño
del planeta? La cuestión está de alguna manera contenida en el título de la 27° Bienal de
Sao Paulo, en 2006: “Cómo vivir juntos” (tomado, como se sabe, de un curso que Roland
Barthes dictó en el College de France en 1977). El territorio es siempre tierra firme. Por el
contrario, lo que hoy se comprende como globalización implica la constante movilidad de
bienes y capitales. Es como si el coeficiente de realidad de aquella trama global de
relaciones económicas y digitales se superpusiera sobre los territorios que a partir de ella se
relacionan. Señala Bauman citando a Vincent Cable: “En un mundo donde el capital no
tiene domicilio establecido y los movimientos financieros en gran medida están fuera del
control de los gobiernos nacionales, muchas palancas de la política económica ya no
funcionan” (Bauman, 77). El Estado ha sido desbordado como figura que servía a la
representación del habitar humano. Entonces ¿cómo representarnos esta nueva condición?
Kant escribió en su Metafísica de las costumbres: “La naturaleza ha encerrado a
todos los hombres juntos por medio de a forma redonda que ha dado a su domicilio común en
4

un espacio determinado”. Esta situación límite, el hecho de que llegue un momento en que
ya no exista ningún lugar donde no quepa encontrarse con otros seres humanos, conduciría
a estos, según Kant, a la necesidad de establecer la paz sobre acuerdos que implicarían a
una cantidad de individuos cada vez mayor hasta encontrar su cumplimiento en una
federación internacional de naciones. De hecho, en el presente, por primera vez en la
historia, se tiende hacia un consenso mundial respecto al valor universal de la democracia y
la vida humana. Sin embargo, era la idea política de Estado-Nación -como forma del poder-
lo que hacía posible concebir al planeta como una totalidad habitable por los seres
humanos, o sea, era lo que permitía imaginar que el mundo pudiese llegar a ser el desenlace
del planeta. “El mundo -escribe Bauman a propósito de la “guerra fría”- era una totalidad,
en la medida en que nada en él podía escapar a su función; es decir, nada era indiferente desde
el punto de vista del equilibrio entre las dos potencias que se apropiaban de una buena parte
del mundo y relegaban al resto a la sombra de esa apropiación” (Bauman, 79). La disputa en
torno al “orden global de las cosas” operaba ella misma como orden global. El mundo se
dividía ideológicamente entre Este y Oeste, comprendido como totalidad justamente a partir
de todo lo que esa división implicaba. Era esa misma forma de comprender el poder lo que
hacía posible pensar la construcción de un orden mundial con arreglo al valor la vida
humana. Dicho de otra manera, la figura del Estado permitía concebir el hecho de que la
lucha en torno a la dignidad del ser humano hubiese alcanzado una escala global. “La idea
de ‘universalización’ -escribe Baumann- transmitía la esperanza, la intención y la resolución de
crear el orden; (…) significaba un orden universal: la creación de orden en una escala universal,
verdaderamente global” (Bauman, 80-81). El valor de la vida humana llegaría a ser una
realidad para todos los seres humanos o simplemente no sería en absoluto una realidad. He
aquí la voluntad de poder del humanismo.
Hoy el Estado como representación del poder está en crisis, sin que haya aparecido
todavía una forma de comprender la inédita escala global de la realidad. Durante el siglo
XX la política fue el territorio de una disputa en torno a la construcción de un orden
totalizante en nombre de determinadas representaciones (del ser humano, del sujeto de la
historia, del desenlace del tiempo, etc.). En este sentido, el pasado siglo fue rotulado como
“el siglo de las ideologías”. Hoy es precisamente el régimen de la representación lo que
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parece haberse agotado políticamente subsumido en un orden global de carácter


esencialmente económico y aparentemente autónomo respecto a la política. Según Didier
Fassin en la actualidad las expresiones más evidentes de aquello que Max Weber denominó
“el desencantamiento del mundo” ya no se encuentran por el lado de la religión, sino de la
política, cuando la democracia parece ser, paradójicamente, la salida desde lo político
(Fassin, 14). No poder pensar un mundo alternativo es no poder pensar el mundo.
Carecemos de un lugar desde donde pensar la realidad en la misma medida (¡?) en que no
existe un lugar desde donde proponerse imaginarla y construirla. Por lo tanto, en la relación
entre arte y política de lo que se trataría es precisamente de franquear desde las artes el
límite de la representación, hacia las prácticas y territorios donde los seres humanos
intentan encontrar un lugar (un mundo) en el planeta.
Timothy Morton ha elaborad el concepto de hiperobjeto para dar cuenta de lo que
denomina el “fin del mundo”. El mundo, según Merton, es un efecto estético y consiste en
que los seres humanos, ignorando el poder de despliegue totalizante de los objetos,
proyectan sobre estos el sentido, creyendo posible habitar humanamente la totalidad como
“mundo”. “La época de los hiperobjetos es la época en la que nos descubrimos entro de
algunos objetos más grandes (es decir, más grandes que nosotros): la Tierra, el calentamiento
global, la evolución” (Morton, 201). En efecto, podría decirse que la globalización es el fin
del mundo como horizonte de sentido. Sn embargo, es necesario atender al hecho de que
ese sentido del mundo -en la acepción de Morton- sigue estando referido a lo mundial: una
red de relaciones de significación que, en tanto materializada en relaciones internacionales,
está tramada por el capital sin identificarse con éste. Con todo, es un hecho que el mundo
no se encuentra en todas partes.
En el presente la dinámica de desigualdad que parece ser inherente a un régimen de
competencia generalizada que envía permanentemente a millones de seres humanos hacia
“afuera”, hacia una exterioridad desterritorializada, sin una ubicación geográfica fija en el
globo. La regla es la competencia y en este marco la condición de acreditación es la
competitividad, en tanto esta rige sobre la existencia de las naciones (concebidas como
“mercados nacionales”), de las empresas, de las instituciones del saber y hasta de los
mismos individuos.
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La cuestión podría representase de la siguiente manera. Existe “el mundo” como


una red de relaciones de intereses culturales, científicos, deportivos, turísticos, etc. En el
mundo así representado se encuentran, por ejemplo, las “capitales culturales”, acontecen los
congresos, las Bienales de Arte, los hitos literarios a los que una maquinaria de traducción
asigna estatura mundial, los centros mundiales de investigación (entre los que se cuentan
las universidades), los encuentros deportivos en que se establecen marcas mundiales, etc.
Se trata de sitios desde donde se ve el mundo y hacia donde mira “todo el mundo”, una
especie de totalidad todavía a “escala humana”. Esto constituye la realidad de lo
internacional, un régimen de lo real que se define por la circulación. No se trata de que la
realidad esté siempre “en otra parte”, sino de que sólo es real aquello que existe
desplazándose entre puntos de un circuito. “Los artistas jóvenes –escribe Raymond Moulin-
se desplazan para realizar su aprendizaje del arte, de los mundos y del mercado del arte,
tratando de obtener de lugar en lugar, y de beca en beca, la calificación de artista
internacional”. (Moulin, 74). La circunstancia que “acredita” al artista internacional es,
pues, el desplazamiento. Sin embargo, esta trama en la que toma cuerpo lo mundial existe
sobre otra dimensión de lo real, que se encuentra más allá de la representación. En el caso
de las migraciones forzadas, por ejemplo, estas personas no vivían en un lugar del mundo
que de pronto decidieron libremente abandonar, sino que en cierto modo se encontraban ya
en un no-mundo debido a que, producto de guerras, hambrunas, de persecuciones raciales o
religiosas o simplemente por la absoluta imposibilidad de ingresar a un mercado laboral
demasiado restringido, ya habían sido expulsadas. “Millones de personas en el mundo -
escribe el curador Gerardo Mosquera- proyectan su vida hacia la posibilidad de emigrar, en
muchos casos impracticable. Más vasta aún que el éxodo es la diáspora mental” (Mosquera,
125). El afuera está donde los migrantes se hayan, la exterioridad absoluta acontece allí en
donde un ser humano ha sido empujado contra el cuerpo como su único lugar, el propio
cuerpo como salvaje exterioridad. Entonces el migrante “indocumentado” lleva consigo la
exterioridad, la intemperie. Se habla de “papeles mojados”, señalando así que la irregular
documentación que estas personas portan consigo se debe a que no vienen desde otro lugar
en el mundo, sino desde la exterioridad misma. La búsqueda de condiciones dignas de
existencia las empuja a buscar el mundo a través del planeta. Una dramática representación
7

de la migración forzada es, por ejemplo, la instalación titulada “La valla de la vergüenza”
que en mayo del 2018 realizó el escultor español Eduardo Cuadrado frente a la fachada de
San Pablo, en la ciudad de Valladolid. Muñecos vestidos con poliéster, armados con
alambres y cubiertos con polvo de hierro y bronce, cuelgan de una valla de 18 metros de
largo y 4 de alto, remitiéndonos de alguna manera al concepto de nuda vida de Giorgio
Agamben. Montada la escena frente a una imponente arquitectura religiosa, lo que el artista
reflexiona es ante todo la indiferencia del mundo.

La noción de frontera se asocia espontáneamente al establecimiento de un límite que


localiza visual y administrativamente la separación entre lo mismo y lo otro, como una
zona de control de los desplazamientos humanos. Pero una frontera no comienza
necesariamente siendo una línea, puede consistir originariamente en un territorio donde
distintos sistemas de referencia y parámetros culturales se tocan, se confrontan y se
superponen. Una frontera sería, pues, ante todo, una zona de contacto. La noción de “trazo
mutable” en el título a la exposición que en enero de 2018 realizó el artista Máximo
Corvalán-Pincheira en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo en Santiago de Chile,
hace referencia justamente al carácter siempre relativo de ese límite que pretende separar lo
mismo y lo otro, nosotros y ellos, los de acá y los de allá. La experiencia concreta y
cotidiana de la frontera impone una prepotente diferencia interior/exterior (no entre
“interiores”): alguien desea ingresar al mundo desde un lugar que en más de un sentido
8

constituye el afuera. Entonces las fronteras que visan el ingreso, marcando la diferencia
entre el adentro y el afuera, se proyectan mucho más allá de los pasos fronterizos. Las
fronteras en un mundo económicamente globalizado no se edifican animadas por el odio
ideológico, sino más bien por una desesperada indiferencia; el otro, el extraño que desde el
otro lado quiere ingresar, no es visto como un “enemigo”, sino como alguien de cuya
existencia “los establecidos” necesitan no saber.
En las zonas “civilizadas” se presiente la catástrofe que por doquier se reproduce,
una sensación de incertidumbre socaba solapadamente la confianza de “los establecidos” en
el concreto y el neón sobre los que han edificado su situación. Así, el racismo que imprime
una mácula de origen en el cuerpo del otro esconde el miedo que acecha al régimen de lo
establecido. Frente al sujeto cuya atesorada intimidad coincide con los límites de la
propiedad privada, el cuerpo del otro exhibe como una amenaza su carencia, su condición
de necesitado y, por lo tanto, la inquietante situación de urgencia en la que se encuentra. El
otro ha traído su cuerpo hasta acá, viene desde la intemperie y es la prueba en carne viva
de que el afuera existe y está en todos lados; qué duda cabe, las migraciones forzadas
constituyen un retrato negativo de la globalización.
La necesidad de imaginar un muro es también expresión del miedo a perder el
horizonte de una supuesta referencia identitaria (social, cultural, racial) en un mundo
“planetarizado”. Existe un régimen estético en la acción de marginar: se hace coincidir al
otro con una representación en que su manera de sentir y de pensar han quedado capturadas
en un territorio de sobrevivencia del que no podrá salir, aunque ahora camine lejos del lugar
donde inició el viaje. Se lo representa entonces como sumido en la fatalidad de los apetitos
y de las ganas, cerca de la naturaleza. Al “nosotros” que ejerce su carta de ciudadanía
comienza a molestarle incluso las formas en que los foráneos, los que “no son de aquí”,
expresan sus alegrías y organizan sus placeres. Se les atribuye entonces la naturaleza misma
como una forma de “identidad” domiciliada en lo simplemente común. Un supuesto peso
del territorio de origen (paisaje, costumbres, relatos “ancestrales”) priva al que “ha llegado”
de la posibilidad de experiencias y nuevos saberes, dado que -en el prejuicio de su
representación- nunca podría abandonar su lejano lugar de proveniencia.
No existe una continuidad de sentido entre la historia que queda atrás y el futuro
incierto que con ese acto de sobrevivencia se inicia. Mientras se está en medio de la
9

travesía, el anhelado nuevo inicio aún no existe, el viaje no es todavía el comienzo porque
esto es precisamente lo que se busca, la posibilidad de inaugurar un tiempo otro donde
poder comenzar. Navegando en frágiles embarcaciones, cruzando de a pie territorios
alambrados, escondidos en vagones de carga, detenidos y apartados en terminales de buses
o aeropuertos, los migrantes indocumentados carecen de identidad ciudadana, no residen en
ninguna parte; en la época de la igualdad universal, no son sujetos de derechos. Vendiendo
cualquier cosa en las esquinas, hacinados en espacios inhabitables, esperando en largas filas
los papeles que legalicen su estadía, los migrantes están todavía en pleno viaje. Como
precisa Bauman, los refugiados están literalmente fuera de la ley en cuanto tal.
En junio de 2018 el fotógrafo John Moore registró la imagen de una pequeña niña
hondureña llorando mientras su madre era registrada por un agente uniformado después de
que habían cruzado ilegalmente la frontera entre México y Estados Unidos. En ese
momento la imagen dio la vuelta al mundo. En junio del 2019, con el título “Niña llorando
en la frontera”, la fotografía de Moore ganó el premio de la World Press Photo a “la mejor
foto del año” (según el jurado, la fotografía muestra “una violencia de otro tipo, que es
psicológica”).

Luego que de la fotografía llamara la atención mundial acerca de la humana precariedad de


los sujetos que intentaban cruzar la frontera, las autoridades estadounidenses precisaron en
declaraciones oficiales que la niña, Yanela, y su madre, Sandra Sánchez, no se encuentran
entre los miles de inmigrantes que han sido separados de sus hijos cuando han ingresado a
E.E.U.U. La fotografía de Moore ha registrado el ejercicio del poder por parte del gobierno
de la nación más poderosa del planeta contra una mujer y su hija (en la fotografía sólo la
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pequeña llorando aparece de cuerpo completo, no así la madre ni el policía), que en el


marco de este incidente estético-policial “recuperaron” sus nombres propios. El historiador
Eric Hobsbawm señalaba en una entrevista que “la experiencia de una madre corresponde
aún a todo lo que le ha sucedido a la especie humana durante el siglo XX” (Hobsbawm, 212).
Llama la atención el veredicto del jurado de la World Press Photo al otorgar el premio. El
comentario acerca de la imagen da la impresión de que es precisamente esa violencia
psicológica la que permite reconocer una subjetividad en estas personas en circunstancia de
ilegalidad. Sucede como si la condición del humanismo, en tanto reconocimiento de una
universal dignidad en la vida de estos individuos, fuese en casos como éste el
humanitarismo, como reconocimiento de una particular degradación de esa dignidad
universal. Se trataría, pues, de vidas “precarizadas”, aquí por la práctica del poder policial.
Sin embargo, lo que esa imagen ha registrado es la operación misma del poder. Me refiero a
que el poder ejercido por la policía en la frontera se aplica sobre subjetividades y cuerpos
que en cierto modo ya se encuentran abandonados, expuestos, es decir, que ya son de
alguna manera blancos del poder.
¿Es el subalterno sujeto de su propia experiencia? La intemperie es un padecimiento
físico y moral, y poder procesarlo como experiencia implica la subjetivación de lo
padecido, su incorporación como la memoria de un sujeto que puede contar su historia.
¿Puede hablar el subalterno? se preguntaba Spivak en un célebre artículo de 1988.
¿Podemos acaso acceder a la naturaleza del sufrimiento en la voz de quienes padecen? Esta
supuesta “inmediatez” invisibiliza la operación de subalternidad en que se le da la palabra
a alguien para que hable de una realidad concreta que ejerce su negación como sujeto,
como si nuestra expectativa fuese la de escuchar una voz que viene desde el cuerpo, desde
la intemperie. Spivak cuestiona lo que señala como “la benevolente apropiación y
reinscripción, por parte del Primer Mundo, del Tercer Mundo como un Otro”. El
intelectual, el artista, el humanitarista que habla en nombre de los que luchan por su vida,
finalmente solo se representa a sí mismo. Darle la palabra al otro podría corresponder al
paradójico propósito de escuchar al que no tiene voz, es decir, escuchar la voz de un no-
sujeto. Tras este gesto aparentemente horizontal y dialógico opera la jerarquía sujeto/objeto
11

que reduce al inmigrante a la condición de recurso o insumo teorético para la


deconstrucción filosófica del sujeto occidental.
La subversión de aquella ingenua violencia epistémica implica, ante todo, poner en
cuestión la representación del otro como alguien que requiere ser asistido para arribar a la
condición de sujeto o que es festejado como una especie de embajador cultural de “la
diferencia”. Por el contrario, lo que vemos y oímos en la exposición “Trazo mutable”, de
Máximo Corvalán-Pincheria, es la forma en que estas personas han elaborado el dolor,
manteniéndose, incluso en mitad del viaje, no solo entre las cosas, sino también, y, ante
todo, en el ámbito del sentido.

La instalación “Aziz” consiste en un vídeo y un espejo de agua que, conectado a un


mecanismo electromagnético, vibra con el audio de relato de Aziz Faye, un inmigrante de
Senegal que, después de cuatro intentos, logra ingresar ilegalmente a la ciudad de
Barcelona. Aziz ha llegado a ser uno de los líderes el movimiento que lucha por la
regularización de permisos de residencia que permita a los migrantes acceder a un trabajo
digno. La voz de Aziz haciendo vibrar el agua produce en la sala, más allá incluso del
contenido del relato, un efecto de presencia.
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En el salón chileno de la Bienal de Venecia de 2017 Bernardo Oyarzún expuso la


instalación “Werkén”: mil quinientas máscaras mapuches (kollong), producidas
artesanalmente generan un poderoso efecto de presencia, haciendo ingresar al espectador en
un orden de sentido. En letreros led ubicados en los muros fluyen digitalmente 6.907
apellidos mapuche.

Mi hipótesis es que “Werkén” no trata de “lo mapuche”, sino que el artista encuentra en
aspectos esenciales de su patrimonio inmaterial un recurso para reflexionar la crisis de la
sociedad moderna y el agotamiento de Occidente como horizonte de sentido. La instalación
no propone simplemente una diferencia respecto de Occidente, mucho menos un relevo,
como si fuese posible señalar en formas culturales supuestamente “no occidentales” la
persistencia de una incólume reserva de sentido frente al régimen de la racionalidad técnica.
Más bien esta obra exige pensar la forma en que lo mapuche se ha definido como no-
occidental y el modo en que, a partir justamente de esa condición, ha sido representado
desde Occidente. Esto implica reflexionar el hecho mismo de encontrarse “lo mapuche” en
la Bienal de Venecia, poner en cuestión la condición exhibitiva que parece recomendar a
“Werken” como una forma otra de sentir, de percibir y de creer. Porque lo occidental es
también esta forma de acercarse a aquellos sujetos que fueron colonizados y, producto de
ello, definidos e inventariados como “culturas no occidentales”. Occidente no puede
13

concebirse a sí mismo si no es identificando su otro, aquella diferencia con la cual se


relaciona desde la soberanía del sujeto.

Las experiencias y concepciones de mundo del sujeto subalterno son puestas en


valor como un “conjunto de creencias” que persisten en el individuo como su “identidad”,
justamente en un contexto en el que aquellas “creencias” ya no hacen realidad. Entonces el
lugar de la “identidad” es esa memoria. En una ocasión hacia fines de los ‘90,
encontrándose en Chile, el filósofo Ernst Tugendhat compartía la siguiente reflexión: “¿Por
qué en Latinoamérica es tan importante la cuestión de la identidad? En Europa toda marcha
contra el fascismo es, en cierto modo, una marcha contra la identidad”. A partir de esta
observación de Tugendhat, comencé a pensar que la discusión en torno a la identidad en
América Latina es ante todo una cuestión política. Quien dice “tengo una identidad”, dice:
“tengo memoria de mi identidad”, y lo que así expresa es una memoria de la violencia.

Oyarzún no fue a Venecia para hacer de la Bienal, centro mundial de las artes, una
plataforma de visibilidad para un sujeto marginado en el Sur del mundo. Es inherente a la
condición objetualizada del subalterno su sobre-exposición con propósitos humanitarios,
para hacer “audible” el discurso de indignación que brota desde el cuerpo. El subalterno es
ingresado en la representación como cuerpo del dolor que define objetualmente su desnuda
condición. Me interesan las prácticas artísticas que se proponen reflexionar críticamente la
matriz occidental sujeto/objeto, poniendo en cuestión la operación de representar al otro
14

desde la carencia, exhibiendo en vitrina el cuerpo de su diferencia. Lo que en cambio hace


la instalación “Werken” no es un discurso de denuncia y reivindicación política, sino
nombrar lo mapuche generando el cuerpo de una presencia.

El rendimiento político de la presencia, como lo propongo a partir de la cuestión


abordada en este texto, consiste en que horada el plano de la representación. Pone en
cuestión la eficiente subordinación significante/significado que es interna al signo, no por
una insubordinación del significante, sino por la emergencia de la materialidad del
significante. Bajo el mundo hay un planeta. El trabajo crítico de las artes en el presente,
después del agotamiento de los manifiestos y sus ismos, que libraron sus batallas en el
campo de la representación, se dirige hacia la puesta en obra de la presencia. En el tiempo
de la globalización del capital y las carreteras digitales de información, el planeta no deja
de estrellarse contra el mundo.

Bibliografía:

Bauman, Zigmunt: La globalización. Consecuencias humanas, Buenos Aires, Fondo de


Cultura Económica, 2008

Fassin, Didier: Por una repolitización del mundo, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018

Hobsbawm, Eric: Entrevista sobre el siglo XXI, Barcelona, Crítica, 2000

Morton, Timothy: Hiperobjetos. Filosofía y ecología después del fin del mundo, Buenos
Aires, Adriana Hidalgo, 2018

Mosquera, Gerardo: “Desde aquí: arte contemporáneo, cultura e internacionalización”, en:


Moderno / Contemporáneo: un debate de horizontes (pp. 111-133), Medellín, La Carreta
editores / Universidad de Antioquía, 2008.

Moulin, Raymond: El mercado del arte. Mundialización y nuevas tecnologías, Buenos


Aires, La Marca, 2012

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