UNA RELECTURA DE LA CIUDAD DE DIOS
DE SAN AGUSTÍN DESDE LA HISTORIA
A RELECTURE OF ST. AUGUSTINE´S THE CITY OF GOD
FROM A HISTORICAL PERSPECTIVE
Florencio Hubeñak1
Resumen
El trabajo analiza sintéticamente La Ciudad de Dios de San Agus-
tín desde la visión de un historiador. Lo hace en tres etapas: la razón
que lleva al obispo de Hipona a escribir la obra, las ideas claves que
desarrolla y las interpretaciones que se fueron haciendo en los tiempos
posteriores, especialmente el agustinismo político y la secularización.
Palabras Clave
San Agustín - Ciudad de Dios - Agustinismo político - Saqueo de
Roma en el año 410
1. Doctor en Ciencias Políticas (UCA); doctor en Historia (Univ. de Cuyo); Pro-
fesor Emérito (UCA); exdecano de la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas. Correo
electrónico:
[email protected].
Forum, Nº 8, 2019, págs. 73-92 73
Florencio Hubeñák
Abstract
The work analyzes synthetically The City of God of St. Augustin,
from the vision of a historian. It is done in three stages: the reason
that leads the bishop of Hippo to write it, the key ideas he develops
and the interpretations that were made in later times, especially poli-
tical agustinism and secularization.
Keywords
St. Agustin - The City of God - Political agustinism - The sacking
of Rome in the year 410
Introducción
Escribir unas pocas páginas sobre La Ciudad de Dios de san Agustín es
una tarea ímproba no solo por el espacio, sino además por la inmensa canti-
dad de hojas que se han escrito sobre el tema.
Por ello nuestro objetivo se limitará a un enfoque desde la histo-
ria –nuestra especialidad–, dividida en tres partes: contexto, conteni-
do y consecuencias.
El contexto
Recordemos que en el año 410 el rex visigodo Alarico asedió y
finalmente saqueó Roma, la “ciudad eterna”2, lo que provocó no so-
lamente destrucción en la urbe, sino una gran crisis en la intelectuali-
dad romana convencida de la eternidad de Roma. Asimismo, el mie-
do generó una importante corriente migratoria que la abandonó para
trasladarse al norte de África, donde prontamente las elites –dueñas
2. Cfr. Hubeñák, Florencio, Roma. El mito político, Buenos Aires, Ciudad Ar-
gentina, 1997.
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de tierras– cumplieron un papel significativo en la cultura romaniza-
da local3.
El clero africano centrado en el obispo Aurelio de Cartago, pri-
mado del África Proconsular y en Agustín de Hipona, obispo de la
segunda ciudad y puerto de la región, se movilizó ante las noticias
que traían los migrantes.
Un representante joven e importante de esta elite defensora de la
tradición (los mores maiorem) fue Volusiano, de la gens Caeionni, quien
fue prefecto del África a los 32 años4. Fue éste quien inició una corres-
pondencia con el obispo de Hipona para plantearle dudas sobre la
nueva religión impuesta por el emperador Teodosio como oficial por
el edicto de Tesalónica del 379/3805. Agustín aprovechó la circunstan-
cia para inclinarle a favor de la Catholica y tratar de que influyera en
su círculo intelectual.
Es muy probable que los integrantes de este círculo plantearan
a Agustín la necesidad de dar una respuesta al saqueo de Roma y es-
pecialmente al argumento de los refugiados de que la aceptación del
cristianismo como religión oficial había implicado el abandono de la
Ciudad Eterna por parte de sus dioses.
Agustín se enfrentó por primera vez con noticias incompletas del
saqueo de Roma, que le llevaron a pronunciar algunos de sus impor-
tantes sermones, en los que, por ejemplo, advertía a sus fieles sobre
un fin del mundo.
De acuerdo a las cronologías precedentes, Agustín considera-
ba que vivía en una edad postrera del mundo (la sexta. Cfr. Civ. Dei.
XVIII): “En los tiempos cristianos se devasta el mundo, perece el mundo.
¿No te dijo tu Señor que sería devastado el mundo? ¿No te dijo tu Señor
3. Cfr. Hubeñák, Florencio, “El saqueo de Roma y sus implicancias político-
religiosas”; Helmántica, 2019 (en prensa).
4. Chastagnol, André, “Le sénateur Volusien et la conversión d´une familia de
l´aristocratie romaine au Bas-Empire”; Revue des Etudes Anciennes, 58, 3-4, pág. 243.
Volusiano en 417 llegó a ser prefecto de Roma y le sucedió en 418 Aurelius Anicius
Symmachus, hijo del conocido defensor de las tradiciones.
5. Hubeñák, Florencio, “De los edictos de Nicomedia, Milán y Tesalónica y
la cristianización del Imperio”, en Boch, V. – Cardozo, P., Voces en el Mediterráneo
antiguo, Mendoza, SSCC, 2015.
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que perecería el mundo? (…) Mira lo que nos dicen los paganos, lo que nos
dicen –y esto es más grave– los malos cristianos…. ¿Te extrañas de que se
derrumbe el mundo? Extráñate de que el mundo haya envejecido. Uno es
hombre: nace, crece, envejece… No te adhieras a este mundo envejecido y an-
hela rejuvenecer en Cristo, que te dice: «El mundo perece, el mundo envejece,
el mundo se viene abajo y respira con dificultad a causa de su vejez. No te-
mas; tu juventud se renovará como la del águila»” (Serm. 81, 8). Pero a su
vez levantaba el ánimo caído de sus conciudadanos al afirmar que la
caída de las murallas no implicaba la caída de los ciudadanos: “Una
ciudad está en sus ciudadanos, no en sus murallas” (De urbis excidio. VI,
6), aclarando que, en todo caso, Roma fue castigada pero no extermi-
nada como Sodoma (ídem. II, 2). De este modo también tranquiliza-
ba a los funcionarios romanos respecto a la continuidad del Imperio
(Epist. 128, 2,9 y 3,17). Finalmente implicaba una primera respuesta a
quienes culpaban al cristianismo por el saqueo (Serm. 296, 9), antici-
pando los argumentos que utilizaría en La Ciudad de Dios.
Sus amigos, especialmente Marcelino, aunque leyeron sus ser-
mones, insistieron en que escribiese una refutación del paganismo
(“no olvido, sino que reclamo tu promesa: te pido que escribas algunos li-
bros que han de aprovechar increíblemente a la Iglesia, especialmente en es-
tos tiempos” (Epist. 136, 3). El desafío era importante, pero atractivo;
debía enfrentar a las elites cultas de la Romanidad6 mostrándoles
una nueva cosmovisión que cuestionara radicalmente las teorías de
su amado Virgilio. Sabemos que Agustín dudó cierto tiempo antes de
comprometerse a escribir un libro (Cfr. Epist. 132), confiado en que
Marcelino hiciera circular sus cartas abiertas por los salones (Epist.
138, 1,1) y que ello resultara suficiente: “[c]omo tu beatitud se digna ad-
mitir conmigo, hay que ofrecer una plena, clara y bien pensada solución a
todos los problemas, puesto que sin duda correrá por muchas manos la res-
puesta que se desea de tu santidad. Especialmente porque, cuando esto se
discutía, estaba presente un eximio potentado y terrateniente de la región de
Hipona, el cual alababa a tu santidad con adulación irónica, pero advirtiendo
que, cuando había preguntado estas cosas, tú no le habías convencido. Yo, a
6. Hubeñák, Florencio, “Algunas consideraciones sobre el pasaje de la
Romanidad a la Cristiandad”, Helmántica, enero-junio de 2015, págs. 213/30.
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todo esto, no olvido, sino que reclamo tu promesa: te pido que escribas algu-
nos libros que han de aprovechar increíblemente a la Iglesia, especialmente
en estos tiempos” (Epist. 136).
Finalmente Agustín se decidió y el resultado fue su obra más im-
portante: De civitate dei, dividida en veintidós libros (capítulos), es-
crita entre el 413 y el 426, y publicada por partes. Se trata de un libro
que supera con creces la calificación de obra histórica, filosófica, po-
lítica, teológica, ya que responde a todos estos enfoques a la vez. “La
idea de una Ciudad de Dios se la sugirió expresamente el Salmo 66, 6:
gloriosa dicta sunt de te, Civitas Dei”7.
Cuando aparecieron los tres primeros libros de La Ciudad de Dios
en el año 413, Agustín prometió una obra monumental, “una obra
magna y ardua, magnus opus et arduum, queridísimo Marcelino” (Civ. Dei.
I, Praef, 8). Trece años más tarde, Agustín acabará esta obra de vein-
tidós volúmenes con una frase contundente que resume el tono de
deliberación macizo en el que había decidido escribir: “Con el auxilio
del Señor creo que he salvado mi deuda en este gigantesco libro” (De civ. dei.
XXII, 30, 6)8. Cuando escribió el último libro tenía setenta y dos años.
El contenido
En la obra afirma que la historia de la humanidad fluye desde la
Creación hasta la Parusía (Segunda Venida de Cristo) con su centro
en Cristo, inaugurando la concepción lineal de la historia, que se con-
figura por la existencia de dos ciudades (la celestial y la terrena).
La idea de las dos ciudades –probablemente la idea eje del li-
bro– ya aparece en el Teeteto de Platón (176 e)9, pero para varios au-
tores Agustín es deudor de su maestro donatista Ticonio10. El obispo
7. Cilleruelo, Lope, La oculta presencia del maniqueísmo en la “Ciudad de Dios”; en
La Ciudad de Dios, 1954-I, pág. 492.
8. Brown, Peter, Biografía de Agustín de Hipona, Madrid, Revista de Occidente,
1970, pág. 411.
9. Chevallier, Jacques, Historia del Pensamiento, Madrid, Aguilar, 1967, t. II,
págs. 88/90.
10. Por ej. Brown, Peter, Biografía de Agustín…, cit., pág. 416.
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de Hipona lo desarrolla por vez primera en su Enarratio in Psalmum:
“Oísteis y sabéis que corren, en el desenvolvimiento de los siglos hasta el fin,
dos ciudades, mezcladas ahora corporalmente entre sí, pero separadas espi-
ritualmente: una para la cual el fin es la vida eterna, y se llama Jerusalén;
otra para la cual todo su gozo es la vida temporal, y se llama Babilonia”
(136,1), y más detalladamente en un sermón del 29 de junio del 404:
“Se devuelve a Babilonia lo que ella hizo. De hecho, es una ciudad impía, que
se extiende sobre toda la tierra, y representa, por así decirlo, el consenso de
la impiedad humana. Es espiritualmente llamada Babilonia en las escrituras.
Por el contrario, hay una ciudad peregrina en esta tierra, que representa el
consenso de piedad de todas las naciones: se llama Jerusalén. En la actuali-
dad las dos ciudades se mezclan, al final se separarán”11.
El propio Agustín sintetiza el contenido en las Retractaciones que
escribiera casi al final de su vida, donde expone: “[e]n el entretanto
Roma fue destruida por la invasión e ímpetu arrollador de los godos, acau-
dillados por Alarico. Los adoradores de muchos dioses falsos, cuyo nombre,
corriente ya, es el de paganos, empeñados en hacer responsables de dicho aso-
lamiento a la religión cristiana, comenzaron a blasfemar del Dios verdadero
con una acritud y un amargor desusado hasta entonces. Por lo cual yo, ar-
diendo en celo por la casa de Dios, tomé por mi cuenta escribir estos libros
de la Ciudad de Dios contra sus blasfemias o errores. La obra me tuvo ocu-
pado algunos años, porque se me interponían otros mil asuntos que no podía
diferir, y cuya solución me preocupaba primordialmente. Esta gran obra de
la Ciudad de Dios, por fin, quedó concluida en veintidós libros. Los cinco
primeros van dirigidos contra aquellos que pretenden una prosperidad tal
para las cosas humanas, que estiman necesario para ello el culto de los innu-
merables dioses que suelen adorar los paganos. Y sostienen que estos males
surgen y abundan porque se les prohíbe tal culto. Los cinco siguientes son
una réplica a aquellos que defienden que estos males no han faltado ni falta-
rán nunca a los mortales, y que verían entre grandes y pequeños, según los
lugares, los tiempos y las personas. Mas añaden que el culto politeísta es útil
y provechoso por la vida que ha de seguir a la muerte. Estos diez libros refu-
11. Dolbeau, François. Les sermones de saint Augustin découvertes a Mayence. Un
premier bilan; en Comptes rendùs des séances de l´Academia des Inscriptions et Belles Lettres,
137-1, 1993, pág. 165.
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tan esas dos vanas opiniones, contrarias a la religión cristiana. Pero, a fin de
que nadie nos reproche que desbaratamos la postura ajena y no afirmamos la
propia, la segunda parte de esta obra, que comprende doce libros, va encami-
nada a eso. Si bien es cierto que, cuando la necesidad lo exige, también en los
diez primeros afirmamos nuestra postura y en los doce últimos rebatimos la
contraria. Los cuatro primeros libros de esta segunda parte versan sobre los
orígenes de las dos ciudades, de la Ciudad de Dios y de la ciudad del mundo.
Los cuatro siguientes, sobre su proceso o desarrollo, y los cuatro últimos,
sobre sus fines propios y merecidos. Así, los veintidós libros que se ocupan de
las dos ciudades, han recibido el título de la mejor, y se intitulan de la Ciu-
dad de Dios” (II-43).
Para intentar exponer sintéticamente y con claridad la idea clave
del libro nada mejor que elegir algunos párrafos poco citados de la
Ciudad de Dios. Por ejemplo: “[h]e dividido la humanidad en dos gran-
des grupos: uno, el de aquellos que viven según el hombre, y otro, el de los
que viven según Dios”12, que explicita: “[d]e aquí que, siendo tantos y tan
grandes los pueblos diseminados por todo el orbe de la tierra, tan diversos en
ritos y en costumbres y tan variados en lengua, en armas y en vestidos, no
formen más que dos géneros de sociedad humana, que podemos llamar, con-
formándonos con nuestras Escrituras, dos ciudades. Una es la de los hom-
bres que quieren vivir según la carne, y otra la de los que quieren vivir según
el espíritu, cada una en su paz propia. Y la paz de cada una de ellas consiste
en ver colmados sus anhelos” (Civ. Dei. XIV, 1). “Místicamente damos a
estos grupos el nombre de ciudades (civitas), es decir comunidades de hom-
bres” (Civ. Dei. XIV, 1).
Si prestamos atención al texto es necesario subrayar que Agustín
señala que “místicamente” –no sociológica ni políticamente– conside-
ramos esas dos ciudades como civitas (no urbs), o sea “comunidades
de hombres”, una categoría ajena a nuestras habituales interpretacio-
nes temporales.
Asimismo, de una lectura teológica, resulta evidente que aque-
llo que separa a los miembros de la ciudad de Dios de la ciudad de
12. Más allá de los múltiples intentos de explicación racionalista de las causas
que separan ambas ciudades, para san Agustín –que era teólogo y no político– la dife-
rencia radica en la “gracia” (XV, 1, 2).
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los hombres es la gracia, que les permite que vivan mezclados duran-
te su peregrinar por la tierra: “... Cuando las dos ciudades emprendieron
su curso evolutivo, por nacimientos y muertes sucesivas, nació primero el
ciudadano de este mundo y luego el peregrino del siglo, que pertenece a la
Ciudad de Dios. A éste le predestinó la gracia, la gracia le eligió; ella le hizo
peregrino del suelo y ciudadano del cielo” (Civ. Dei. XV, 1, 2).
Agustín es claro al destacar el sentido ecumenista amplio de sus
ciudades, como también el “peregrinar” mezcladas por esta tierra ha-
cia la ciudad eterna, meta de la ciudad divina13: “Entonces, a lo largo de
su peregrinaje, la ciudad celeste recoge a los ciudadanos de todas las nacio-
nes; constituye y reúne a una sociedad de peregrinos de todas las lenguas: no
le preocupa saber si se diferencian por sus costumbres, por sus leyes, por sus
instituciones; no se preocupa de que a unos les falte la paz de la tierra y que
la posean los demás. No suprime nada, no destruye ninguno de sus usos; por
el contrario, conserva y observa todo lo que, aunque sea distinto en las di-
versas naciones se dirige hacia un solo y mismo fin: la paz terrestre, siempre
que no se oponga en nada a la religión del único Dios, supremo y verdadero.
Durante este peregrinaje, la ciudad celeste se apoya en la paz terrestre; utili-
za todo lo que conviene a la naturaleza mortal de los hombres y a la compo-
sición de las voluntades humanas, en la medida en que lo permite, lo protege
y lo desea la piedad o la religión; sin embargo, transfiere la paz terrestre a la
paz celestial. Esta es la única paz verdadera, porque es la que llena las condi-
ciones de la paz entre criaturas racionales” (Civ. Dei. XIX-17).
En otro párrafo poco citado el hiponense se refiere a los medios
que las diferencian en la tierra, destacando la prioridad que otorga
a la paz: “Los hombres que no viven de la fe buscan la paz terrena en los
bienes y comodidades de esta vida. En cambio, los hombres que viven de la
fe esperan en los bienes futuros y eternos, según la promesa. Y usan de los
bienes terrenos y temporales como viajeros. Estos no los prenden ni desvían
del camino que lleva a Dios, sino que los sustentan para tolerar con más fa-
cilidad y no aumentar las cargas del cuerpo corruptible que apesga al alma.
13. Francisco Conde llegó a la conclusión de que las ciudades son realmente
cuatro: la terrena y la divina en el paso por la tierra y la divina o eterna y la terrestre (o
de los condenados) en el más allá, con la diferencia que la mezcla en la tierra conlleva
la separación definitiva en el más allá.
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Por tanto, el uso de los bienes necesarios a esta vida mortal es común
a las dos clases de hombres y a las dos casas; pero, en el uso, cada uno tiene
un fin propio y un pensar muy diverso del otro. Así, la ciudad terrena, que
no vive de la fe, apetece también la paz, pero fija la concordia entre los ciu-
dadanos que mandan y los que obedecen en que sus amores estén acordes de
algún modo en lo concerniente a la vida mortal.
Empero, la ciudad celestial, o mejor, la parte de ella que peregrina en
este valle y vive de la fe, usa de esta paz por necesidad, hasta que pase la
mortalidad, que precisa de tal paz. Y por eso, mientras que ella está como
viajero cautivo en la ciudad terrena, donde ha recibido la promesa de su re-
dención y el don espiritual como prenda de ella, no duda en obedecer estas le-
yes que reglamentan las cosas necesarias y el mantenimiento de la vida mor-
tal. Y como ésta es común, entre las dos ciudades hay concordia con relación
a esas cosas.
Pero resulta que la ciudad terrena tuvo ciertos sabios condenados por la
doctrina de Dios, que, por sospechas o por engaño de los demonios, dijeron
que debían amistar muchos dioses con las cosas humanas. Y encomendaron
a su tutela diversos seres, a uno el cuerpo, a otro el alma; y en el mismo
cuerpo, a uno la cabeza y a otro la cerviz; y de las demás partes, a cada uno
la suya. Y de igual modo en el agua: a uno encomendaron el ingenio, a otro
la doctrina, a otro la ira, a otro la concupiscencia; y en las cosas necesarias a
la vida, a uno el ganado, a otro el trigo, a otro el vino, a otro el aceite, a otro
las selvas, a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras y las vic-
torias, a otro los matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y a otro los
seres.
La ciudad celestial, en cambio, conoce a un solo Dios, único al que se
debe el culto y esa servidumbre que no se debe más que a Dios. Estas diferen-
cias han motivado el que esta ciudad no pueda tener comunes con la ciudad
terrena las leyes religiosas. Y por éstas se ve en la precisión de disentir de
ella y ser una carga para los que sentían en contra y soportar sus iras, sus
odios y sus violentas persecuciones, a menos de refrenar alguna vez los áni-
mos de sus enemigos con el terror de su multitud, y siempre con la ayuda de
Dios. La ciudad celestial, durante su peregrinación, va llamando ciudadanos
por todas las naciones y formando de todas las lenguas una sociedad viajera.
No se preocupa de la diversidad de leyes, de costumbres ni de institutos, que
resquebrajan o mantienen la paz terrena. Ella no suprime ni destruye nada,
antes bien lo conserva y acepta, y ese conjunto, aunque diverso en las dife-
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rentes naciones, se flecha, con todo, a un único y mismo fin, la paz, terrena,
si no impide la religión que enseña que debe ser adorado el Dios único, sumo
y verdadero. La ciudad celestial usa también en su viaje de la paz terrena y
de las cosas necesariamente relacionadas con la condición actual de los hom-
bres. Protege y desea el acuerdo de afectos entre los hombres cuanto es posi-
ble, dejando a salvo la piedad y la religión, y supedita la paz terrena a la paz
celestial. Esta última es la paz verdadera, la única digna de ser y de decirse
paz de la criatura racional, a saber, la unión ordenadísima y concordísima
para gozar de Dios y a la vez en Dios. En llegando a esta meta, la vida ya
no será mortal, sino plenamente vital. Y el cuerpo ya no será animal, que,
mientras se corrompe, apesga al alma, sino espiritual, sin ninguna necesi-
dad, sometido de lleno a la voluntad. Posee esta paz aquí por la fe y de esta fe
vive justamente cuando refiere a la consecución de la paz verdadera todas las
buena sobras que hace para con Dios y con el prójimo, porque la vida de la
ciudad es una vida social” (Civ. Dei. XIX, 17).
El mismo autor nos advierte que estas dos “ciudades” –que re-
presentan la bondad de Dios y la maldad del espíritu del mal– viven
“mezcladas” –en constante “lucha”– usando los mismos bienes tem-
porales y afligidas por iguales males, hasta el fin de los tiempos.
Solo al llegar estos La Ciudad de Dios triunfará definitivamente sobre
la <ciudad terrena>. Agustín es claro –frente a los gnósticos– en el sen-
tido de que no hay una ciudad del espíritu <buena> y una ciudad de la
carne <mala>. “No existe un Estado de buenos y un Estado de malvados
en radical y completa contraposición (...) es una mescolanza”14.
Más allá del análisis del desarrollo “histórico salvífico” que se
aprecia en toda la obra, podemos concluir en términos de Agustin:
“Es hora ya de poner fin a este libro, en el que he hecho ver, a mi parecer,
bastante el desarrollo mortal de las dos ciudades, la celestial y la terrena,
mezcladas aquí hasta el fin del mundo.
La terrena se forjó sus dioses falsos a capricho, de hombres o de otros
seres, y a ellos servía y ofrecía sacrificios, y la celestial, peregrina en la tierra,
no se forja dioses falsos, sino que ella es hechura del Dios verdadero y su ver-
dadero sacrificio.
14. Cotta, Sergio, La cittá politica di Sant´Agostino, Milano, Ediz. de la Comunitá,
1960, pág. 74.
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Las dos usan por igual de los bienes temporales o son afligidas con
iguales males, pero su fe, su esperanza y su caridad son diferentes hasta que
sean separadas en el juicio final y llegue cada una a su fin, que no tendrá
fin” (Civ. Dei. XVIII, 54,2).
Este párrafo es importante porque se opone claramente al pre-
sunto “maniqueísmo” de San Agustín, dejando en manos de Dios la
tarea de separar a los buenos de los malos en el juicio final (Civ. Dei.
XX), cuando la Ciudad de Dios triunfará definitivamente sobre la
<ciudad terrena> cuando el “Segador” separe la “cizaña” del “trigo”
(Cfr. Mateo XIII, 24/30), asegurando la eterna felicidad de los santos,
fin último de la Ciudad de Dios, o sea un fin extratemporal.
Las consecuencias
Para Étienne Gilson –como señalamos precedentemente y re-
calcando la importancia de la gracia– “en lo que respecta San Agus-
tín, todo es claro. La Ciudad de Dios y la Ciudad terrena son dos
ciudades místicas, a punto tal que sus ciudadanos están en ella dis-
tribuidos por la predestinación divina. Sus respectivos pueblos son el
de los elegidos y el de los condenados. No podría, pues, estarse más
lejos de cualquier consideración política en el sentido temporal del
término”15, pero el pensamiento agustiniano fue muchas veces inter-
pretado y deformado a través de la historia.
Como sabemos, a partir de la promulgación del edicto Cunctos
populos, por el emperador Teodosio en Tesalónica en 379/380, el cris-
tianismo se convirtió en la religión oficial del imperio16 y la Iglesia
quedó directamente vinculada con las estructuras imperiales, entran-
do a participar en la dinámica del poder17.
15. Gilson, Étienne, Las metamorfosis de la Ciudad de Dios, Buenos Aires, Troquel,
1954, pág. 83.
16. Hubeñák, Florencio, “Teodosio y la cristianización del Imperio”, Hispania
Sacra. LI, nº 103, enero-junio de 1999.
17. Hubeñák, Florencio, “Algunas consideraciones sobre el pasaje de la
Romanidad a la Cristiandad”, Helmántica, enero-junio de 2015, págs. 213/30.
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Fueron los poco estudiados teólogos del renacimiento carolingio
los primeros que especularon sobre la posibilidad de construir la Ciu-
dad de Dios en la tierra, y su pensamiento político –basado en gran
medida en la tendencia espiritualista de San Agustín– influyó en Car-
lomagno y sus continuadores. Un ejemplo claro de ello fue el citado
monarca, como nos lo explica su cronista Eginardo: “Cuando cenaba
se distraía con juglares y música o bien hacía que se le leyeran libros. Le
leían textos de historia y las grandes gestas de los antiguos. Le agradaban,
sobre todo, las obras de san Agustín, principalmente la titulada De civitate
Dei...”18.
Como bien lo expresa García Pelayo: “El Imperio de Carlomag-
no trata de convertir en realidad sociológica la idea de la Ciudad de
Dios peregrina en la tierra, formulada por San Agustín”19, pero ello
implicaba para el monarca franco devenido en emperador que su rei-
no fuera el brazo secular de la Iglesia.
Pero el imperio carolingio planteó prontamente un problema: las
relaciones entre el imperio y la Iglesia. Y uno de los textos claves que
fue sobredimensionado en busca de una respuesta fue la carta del 495
que el papa Gelasio dirigió al basileus Anastasio de la pars orientis del
imperio, con sede en Constantinopla, en la que le señalaba: “Existen
dos organismos, Augusto emperador, a través de los cuales se gobierna sobe-
ranamente este mundo: la autoridad sagrada de los pontífices y el poder real.
Pero el poder de los sacerdotes es tan grande que en el juicio final, tendrán
que dar cuenta al Señor de los propios reyes. En verdad, hijo muy clemen-
te, sabes muy bien que gobiernas al género humano por tu dignidad, pero
que tienes que agachar la cabeza con respeto ante los prelados de las cosas
divinas; al recibir los sacramentos divinos esperas de ellos los medios de tu
salvación y aunque dispones de sacerdotes, sabes que en lugar de dirigirlos
tienes que someterlos al orden religioso. Sabes también, entre otras cosas,
que dependes de su juicio y que no debes tratar de reducirlos a tu voluntad.
Si para todo aquello que se relaciona con ello el orden público, los prelados
de la religión admiten el imperio que se te ha otorgado por una disposición
18. Eginardo, Vida de Carlomagno, 24.
19. García Pelayo, Manuel, Reino de Dios, arquetipo político. Madrid, Rev. de
Occidente, 1959, pág. 44.
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sobrenatural, y obedecen tus leyes, ¡con cuanta afección debes obedecerles tú,
a ellos, que comunican los misterios divinos”, dejando claro que el poder
temporal quedaba subordinado al poder espiritual en las cuestiones
referidas a la moral20.
Para los teólogos carolingios quedaba clara la existencia de la
res publica (regnum) y la ecclesia (sacerdotium), que para ellos aún con-
formaba una unidad (la Cristiandad)21: “Nosotros somos un solo cuerpo
de Cristo, según el Apóstol (...) Quizo Dios todopoderoso que bajo un solo
rey muy piadoso, todos los hombres fuesen gobernados por una sola ley: ésta
aprovecha grandemente a la concordia de la Ciudad de Dios y a la equidad
entre todos los pueblos”22.
Pero en esta concepción no quedaban claras las competencias de
cada uno de ellos y la propia dinámica política llevó a cada uno al
intento de fortalecer su propio poder. Pero –como bien advierte Wal-
ter Ullman– “en un medio por completo cristocéntrico, lo que se
planteaba era saber cuáles eran los criterios que permitirían separar
lo temporal de lo espiritual” y, sobre todo, “quien debía trazar la línea
de demarcación”23. A resolver este problema se dedicaron los pensa-
dores de la época y la concepción de San Agustín fue una figura clave
en sus reflexiones.
Los integrantes del llamado “renacimiento carolingio” también
analizaron –sobre la base de la experiencia y en su contexto histórico–
la relación entre la Iglesia y el imperio. Por otra parte, el estudio de
los textos agustinianos y de otros Padres de la Iglesia, en el ambien-
te monástico, fortaleció una percepción excesivamente espiritualista,
que marcó la historia de la Cristiandad hasta el siglo XII, minusva-
lorando la importancia –y autonomía– de lo temporal. A esta inter-
pretación del pensamiento del obispo de Hipona se la conoce como
20. Es importante observar que durante la mal llamada Edad Media la mayoría
de los asuntos temporales estaban vinculados con la moral.
21. Hubeñák, Florencio, “Christianitas ¿un período histórico?”, Helmántica,
Universidad Pontificia de Salamanca, enero-abril 2009.
22. Agobardo, Liber adversus legem Gundobaldi, en: P.L. t. CIV, col. 113/126.
23. Ullman, Walter, Historia del pensamiento político en la Edad Media, Barcelona,
Ariel, 1983, pág. 133.
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Florencio Hubeñák
“agustinismo político”24 y se observa ya en Jonás de Orleáns, cuan-
do en el siglo IX escribió: “Todos los fieles deben saber que la Iglesia uni-
versal es el cuerpo de Cristo; que su cabeza es Cristo y que, en esta Iglesia,
existen dos principales personajes: el que representa el Sacerdocio y el que
representa la realeza (...) El primero es tanto más importante como que debe-
rá rendir cuenta a Dios de los reyes mismos”25. Según Arquilliere, para
estos autores, “en suma, el poder secular no es más que una prolon-
gación necesaria de la autoridad eclesiástica. Es su brazo secular”26 y
“la política es una aplicación de la moral cristiana”27. De esta manera
se van colocando las bases de la llamada teocracia papal, asentadas
también en una reelaboración de la teoría de Gelasio, conocida en-
tonces como teoría de las dos espadas28. Uno de sus exponentes más
importantes fue el abad Bernardo de Claraval, quien en una de sus
epístolas expuso: “[u]na y otra espada pertenecen a la Iglesia, a saber la
espada espiritual y la espada material. Pero ésta debe ser sacada para la Igle-
sia, aquélla por la Iglesia; la primera por la mano del sacerdote, la segunda
por la del caballero, pero desde luego por orden del sacerdote y al mando del
emperador”29.
Como bien sintetiza el mismo Gilson: “A partir de este momen-
to, el problema de las dos ciudades ha llegado a ser el de los dos po-
deres, el espiritual, de los papas, y el temporal, de los Estados o de
los príncipes. Pero, puesto que para la Iglesia, aun lo espiritual está
presente en lo temporal, el conflicto de las dos ciudades ha descendi-
do de la eternidad al tiempo. Al mismo tiempo, la sociedad universal
de los hombres descendía del cielo a la tierra, y pues una sociedad no
podría tener dos jefes, se planteaba el problema de saber cuál de los
poderes ejercía sobre ella la jurisdicción suprema: la historia de este
24. La expresión pertenece a H.X.L. Arquilliere en su libro así titulado
(L´augustinisme politique, París, Vrin, 1972).
25. Jonás. cit. Reviron, Jean. Les idées politico-religieuses d´un évéque du IX siecle,
Jonas d´Orleáns, París, Vrin, 1930, pág. 134.
26. Arquilliere, H.X., L´augustinisme politique, París, Vrin, 1972, pág. 150.
27. Ibídem, pág. 151.
28. Hubeñák, Florencio, “Raíces y desarrollo de la teoría de las dos espadas”;
Prudentia Iuris, Nº 78, 2014.
29. De Claraval, Bernardo, Epístola 256, en P. L., t. CLXXXII, col. 464.
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problema será la del conflicto, permanente en la Edad Media, entre el
sacerdocio y el imperio”30.
A estas reflexiones teológicas se agregó el renacimiento del de-
recho romano y su relación con el desarrollo del derecho canónico31.
“La tendencia agustiniana de absorber el derecho natural del estado
en el derecho eclesiástico se convirtió en una doctrina”32.
Así se fue construyendo la teocracia papal o defensa de la pleni-
tud del poder eclesiástico del papa (plenitudo ecclesiasticae potestatis)
–cabeza de la Iglesia (caput Ecclesiae)– en desmedro de los funciona-
rios eclesiásticos locales y de los señores feudales, y se fue ampliando
hasta abarcar –primero sutilmente y luego de manera clara– la esfera
estrictamente temporal, lo cual convirtió al papa en el supremo go-
bernante (imperium) en cualquier decisión que afectase a la Christiani-
tas. Ello se nota claramente con respecto a la Ciudad de Dios que mu-
chos integrantes de la Cristiandad intentaron construir en esta tierra,
llegando –al acrecentar el papel de la Iglesia y su misión– a identifi-
carla con dicha ciudad, relegando al imperio a la ciudad terrena. En
su desarrollo cumplió un papel fundamental la reforma (gregoriana)
emprendida por el papa Gregorio VII y que trató de imponerse en la
querella de las investiduras. Cabe observar, como bien señala Walter
Ullmann sobre la situación de conflicto entre el sacerdotium y el reg-
num, que este “se daba dentro de un único y mismo conjunto, dentro
de una única y misma sociedad de cristianos, y no entre dos cuerpos
autónomos e independientes, la Iglesia y el Estado”33.
En nuestra opinión, este giro radical realizado por Gregorio VII,
aun contra el programa originario de los cluniacenses, obedeció al
convencimiento sobre el fracaso de la política destinada a convencer
a los monarcas carolingios (siglo IX-XI) sobre la edificación de la Ciu-
30. Gilson, Étienne, La metamorfosis de la Ciudad de Dios, Buenos Aires, Troquel,
1954, pág. 84.
31. Cfr. Hubeñák, Florencio, Ventura, Eduardo, Ranieri de Cechini,
Débora, Formación del pensamiento jurídico-político. Buenos Aires, EDUCA, 2012, I,
págs. 169/86.
32. Arquilliere, H.X., op. cit., pág. 152.
33. Ullmann, Walter, Historia del pensamiento político en la Edad Media.
Barcelona, Ariel, 1983, pág. 18/9.
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Florencio Hubeñák
dad de Dios en el imperio y, en consecuencia, a su intención de asu-
mir directamente esa tarea.
Contra este conflicto que llevaba a un enfrentamiento cada vez
mayor el canonista Yvo de Chartres –patrono de los abogados– re-
cordaba al propio papa Pascual II que “cuando el Imperio y el Sacerdocio
viven en plena armonía, el mundo está bien gobernado y la Iglesia florece y
fructifica. Pero cuando surge entre ellos la discordia, no sólo no crecen los
pequeños brotes, sino que incluso las mismas grandes instituciones perecen
miserablemente”34.
La teocracia se fue fortaleciendo con el aporte de sucesivos pa-
pas como Inocencio III e Inocencio IV, hasta su última manifestación
con Bonifacio VIII. Estos teólogos-juristas afirmaban que “junto al
gobierno directo, Dios ejercía un gobierno indirecto a través de sus
vicarios en la tierra, es decir, de las autoridades de la civitas Dei o Igle-
sia”35. Queda claro cómo “la ciudad terrenal tendía a confundirse con
la ciudad de Dios”36.
Coincidentemente, Honorio Augustodunensis (siglo XII) escri-
bía: “De la misma manera que lo espiritual precede a lo secular, que el clero
precede, por su orden, al pueblo, el sacerdocio supera al poder regio en dig-
nidad. Los reyes y jueces están establecidos únicamente para castigar a los
malvados (...) Es, en efecto, preciso que el poder real obligue con la espada
material a los que, rebeldes a la ley divina, no han podido ser corregidos por
el ministerio sacerdotal (...) El rey es el ministro de Dios, el juez de su cólera
contra el que obra mal… El rey es el ministro de la Iglesia para castigar a los
rebeldes (...) En consecuencia, así como el alma tiene una dignidad superior
a la del cuerpo, al que da la vida y lo espiritual, superior a lo temporal, a lo
que da el derecho, así el sacerdocio tiene dignidad superior al reino (…) El
rey debe ser instituido por los sacerdotes de Cristo, que son los verdaderos
príncipes de la Iglesia (...) El emperador romano, debe ser elegido por el papa
e instituido con el consentimiento de los príncipes y la aclamación del pue-
blo. Debe ser consagrado y coronado por el Papa”.
34. De Chartres, Yvo, Epístola 238, en: P.L. 162, 146.
35. García-Pelayo, Manuel, El Reino de Dios, arquetipo político, Madrid, Rev. de
Occidente, 1959, págs. 91/92.
36. Fédou, René, El estado en la edad media, Madrid, EDAF, 1977, pág. 101.
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Pero el extremismo de algunos escritores canonistas llegó a su
límite con la afirmación de que el papa “es el verdadero o virtual em-
perador”. Tal expresión la encontramos usada en dos Summae del si-
glo XIII: Papa verus Imperator est (Summa Parisiesis 1160-1170), proposi-
ción a la cual Enrique de Cremona en el siglo XIII da un tour de force,
tratando de derivarla de la civitas Dei de San Agustín, y afirmando
que el papa es rector de la Respublica Christiana, aun en asuntos tem-
porales (Cfr. C.D. II, 21,4)37.
“Cristo –había escrito Inocencio IV a mediados del siglo XIII– no
fundó solamente un dominio sacerdotal sino también una soberanía monár-
quica y confió a San Pedro y a sus sucesores ambos reinos, el temporal y el
espiritual”38.
A su vez, desde el punto de vista histórico en su Crónica, el
cisterciense Otón de Fresing comprobaba, hacia el año 1150, que el
Imperio romano duraba todavía y anunciaba su perennidad hasta el
juicio final. A lo cual agregaba, en el prólogo del libro V, que “puesto
que (desde Constantino) no sólo todos los pueblos, sino también todos los
emperadores, excepto un pequeño número, han sido católicos y han perma-
necido sujetos a la ortodoxia, me parece haber escrito la historia, no de dos
ciudades, sino virtualmente de una sola. Porque aunque los elegidos y los ré-
probos se hallan en la misma casa, no puedo yo decir que esas ciudades sean
dos, como lo dije precedentemente: debo decir que no forman propiamente
más que una sola, aunque el grano esté en ella mezclado con la paja”. Otón
reafirma esta tesis en el prólogo del libro VII, y después en el del libro
VIII. En su espíritu la identificación de la Ciudad de Dios con el pueblo
de la Iglesia es en adelante un hecho consumado39.
En el siglo XIV, con la severa crisis de las instituciones medieva-
les (Imperio e Iglesia), retornó la concepción del poder terrenal, pero
ahora no imperial sino republicana y en paralelo con el resurgimiento
del aristotelismo en oposición al agustinismo político, abriendo el ca-
37. Weckmann, Luis, El pensamiento político medieval y los orígenes del derecho
internacional, México, FCE, 1993, pág. 104.
38. cit. Pardo, Isaac, Fuegos bajo el agua. La invención de Utopía, Caracas, Biblioteca
Ayacucho, 1990, pág. 509.
39. Gilson, Étienne, Las metamorfosis de la Ciudad de Dios, Buenos Aires, Troquel,
1954, pág. 116.
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mino hacia el secularismo. Su primer representante significativo fue
Marsilio de Padua en su Defensor pacis. De allí en más el secularismo
fue avanzando e inclusive reemplazando al clericalismo de la teocra-
cia. Ello dio origen a múltiples proyectos de elaborar una ciudad per-
fecta –la ciudad de Dios en la tierra–, cuyos modelos describe Gilson
lúcidamente en La metamorfosis de la Ciudad de Dios, y a los cuales el
espacio del que disponemos nos impide referirnos.
II. Me parece que no podemos concluir estas líneas sin una última re-
flexión sobre los epígonos del tema en nuestra época, más allá de las utopías
de la metamorfosis secularista.
Sin lugar a dudas el interrogante más importante que subsiste
con respecto al papel de la Iglesia en el mundo actual se refiere a su
derecho a intervenir en el ámbito moral, aun cuando –y especialmen-
te– el poder político olvide su función en relación con el bien común.
Casi nadie abogaría hoy por un poder terrenal (teocrático) de la Igle-
sia, pero tampoco nos parece se le pueda prohibir opinar –y presio-
nar– en las cuestiones referentes a “lo político” en su sentido prístino,
o sea, evangelizar el peregrinar hacia la Ciudad eterna prefigurada
por San Agustín.
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