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Wanderlust 2 Mi Novia Es Un Monstruo 505609

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Wanderlust 2 Mi Novia Es Un Monstruo 505609

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Ilustración: Gabri @Zurb0t

Corrección, edición y selección de Sofía Saorín, Esther Martín y


Michel Gallego Guillén

Todos los derechos reservados. Quedan prohibidos, dentro de


los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos
legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico,
otro tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de
cesión de la obra sin autorización previa y por escrito de los titulares
del copyright.
Porque nosotras también merecemos soñar con surcar estrellas y
besar princesas.
ÍNDICE

Prólogo
1. Corinna y la gorgona — Ana G.A.
2. Amor sin sacrificios — Xabier García
3. Vacíos legales — Carmen Sánchez Baeza
4. El latido de las piedras — Raquel S. Cambronero
5. Cómo estresar a tu dragón — Javier Pavía Fernández
6. Las seis campanadas — David Corelli
7. Sin saberlo, mudó de rumbo mi sangre — Eme Martínez
8. Entre besos y escamas — Rebeca García-Cabañas Garrido
9. No busco devorarte — Yaiza Sevillano
10. La sonrisa de la serpiente — Andrea Ruiz Meléndez
11. La mansión es gigantesca — Guadalupe Vázquez
12. Frío cálido — Joana Andreu
13. Lo que se oculta en Alberta — María Coma
14. Maighdean na tuinne — María Castaños
15. Leyendas — Elena Crimental
Prólogo

Sofía Saorín
Cuando la noche cayó, la isla se tiñó de negro.
Poco pensó Shion que el óxido de sus extremidades la fuese a
marchitar, mas decidió resguardarse por si acaso. Así, encontró una
cueva cercana en la que no había restos de vida alguna. Aliviada,
suspiró al hallar descanso. Viajar en el tiempo consumía energía y a
ella no le quedaba mucha; debía volver a casa. Sin embargo, entre
el repiqueteo de las gotas sobre la vegetación, Shion escuchó
murmullos y llamas de hoguera.
—Entonces le dije: «¿y cómo te crees que pagamos el alquiler?
Porque, desde luego, sin mí no hacéis nada».
Allí, en Wanderlust, al caer el sol, cientos de criaturas de
diversas partes del universo convergían con un único propósito:
escuchar.
Pero lo que de verdad sorprendió a Shion no fue el pintoresco
grupo súbitamente reunido en el interior de la cueva, ni tan solo la
belleza sobrehumana de aquella mujer, si no algo más, algo
simétrico…
—¡Ocho patas! —exclamó.
La mujer araña se volteó rápidamente y oteó la entrada hacia la
gruta. Nada.
Con calma, tomó una taza de chocolate caliente y removió las
nubecillas con una de sus patas. A su lado, una fauno se recostaba
contra una cuervo y una precavida gorgona se miraba en un
pequeño espejo de bolsillo.
—Entonces, ¿vas a dejar tu trabajo? —preguntó una Wendigo
con flores hiladas entre sus cuernos. Portaba una chaqueta de
cuero a la que se aferraba pese a no poder retener el viento. La
Jorogumo arrugó la nariz y mordisqueó un mechón de su pelo.
—No. No lo sé, tal vez. O sea- no entiendo por qué Haru me
pediría eso, les pago todos los caprichos.
El bostezo de una sirena hizo eco en la cueva de modo que
hasta Shion sintió cómo sus párpados pesaban. Sin embargo, siguió
adelante. Con sigilo, retomó cuaderno y boli y tomó nota de cada
historia, cada palabra, cada detalle.
Cuando la luna acunó el silencio, solo las cigarras osaron
molestarla.

Shion despertó junto a la calidez de las llamas. Al mirar a su


alrededor, no había rastro de las mujeres sobre las que tanto había
escuchado. Parpadeó, nerviosa. ¿Qué hora sería? ¿Habría caído el
velo? ¿Cuánto tiempo había transcurrido fuera? Miró sus notas; allí
había inscripciones que detallaban encuentros entre mujeres desde
los inicios de Wanderlust hasta la aparición de criaturas
sobrenaturales. Sin embargo, sentía que el aire había cambiado,
que algo más la esperaba ahí fuera.
Aferró su cuaderno con fuerza e inspiró antes de abandonar la
cueva.

—Bienvenida.
Ana G.A. (@poisonedthorns en Twitter) nació en Cartagena
(Murcia) y desde bien pequeñita se interesó por los libros gracias a
su abuelo. Pronto comenzó a escribir sus propios cuentos y con los
años se especializó en Publicidad en la Universidad de Murcia y en
Escritura creativa en la Universidad Complutense de Madrid. Podéis
leerla en la Antología Érase otra vez y en Cambios irreversibles,
ambas en Lektu.
Corinna y la gorgona
-Relato ganador-

Ana G.A.
La armadura le pesaba, pero era consciente de que era más seguro
así: cabalgar envuelto en una jaula de metal que ocultaba cada
centímetro de su ancho cuerpo para evitar que ella lo convirtiese en
piedra. Sabía que lo importante en realidad eran los ojos, que
mientras los llevase bien cerrados ella no podría convertirlo en una
de esas estatuas que había ido encontrando a lo largo de su
recorrido por el bosque, pero temía a la criatura lo suficiente como
para pensar en que toda precaución era poca.
Además, decían que también atacaba con sus garras a aquellos
que ponían un solo pie en sus dominios. Y si tenía que combatir con
los ojos cerrados, lo mejor era protegerse lo máximo posible.
—Ya podría la más alta torre de la dichosa princesa no estar en
el nido de una maldita gorgona —bufaba el caballero mientras
espoleaba a su caballo para que fuese más veloz—. Siempre tiene
que haber una criatura fuera. Un dragón, una esfinge, un…
Un crujido a su derecha lo puso alerta y no llegó a continuar
enumerando los monstruos a los que caballeros como él o su
hermana se habían enfrentado con la intención de obtener la mano
de princesas y príncipes. Todavía no habían logrado vencer a
ninguno y habían escapado con vida de milagro, al contrario que
muchos otros. Esperaba que con la mujer serpiente la suerte le
sonriera de nuevo. Bajo él, su inquieta montura se había detenido y
resollaba por la carrera y los nervios. El caballero empuñó su
espada y cerró los ojos, afinando los oídos para tratar de adivinar
por dónde llegaría el ataque…
Pero no hubo ataque.
Solo una vocecita chillona y definitivamente humana.
—¡Alto ahí, canalla! ¿Cómo te atreves a poner un solo pie en el
territorio de una criatura en peligro de extinción? ¿Es que no te da
vergüenza?
El caballero abrió primero un ojo y luego otro. Buscó el origen de
aquella voz y no tardó en localizarlo frente a su caballo a pesar de
que el vestido verde y floreado de la propietaria se fundía con el
verde de los arbustos del bosque. Era minúscula, como un duende,
y con una melena rizada y naranja que le hacía ganar varios
centímetros. Unas gafas enormes y redondas de montura dorada
servían de ventanales para sus ojos castaños teñidos de furia. Un
río de pecas le cruzaba de una mejilla a otra y muchas de ellas se
habían derramado también por su cuello y brazos. El caballero la
observó sin decir nada, su cerebro tratando de procesar lo que
estaba sucediendo.
La chica menuda chasqueó los deditos para espabilarlo y se
acercó, enérgica, hasta situarse a su lado. El caballero se fijó
también en que llevaba una especie de bandolera al hombro, de
cuero. Y fue de ahí de donde la chica sacó el trozo de papel que le
plantó en la cara.
—¡Por orden de la Sagrada Orden de Hechiceros, atacar a esta
gorgona está completamente prohibido! —exclamó la chica mientras
le señalaba el sello oficial de la Orden con un dedo pálido. Cuando
retiró la hoja del rostro del caballero, puso los brazos en jarras—. La
sentencia es dura, caballero. Te recomiendo que te marches antes
de que tenga que informar a mis superiores de tus actividades
ilegales.
Un brillo de triunfo prendió los ojos de la chica. El caballero,
sorprendido, se alzó el visor para poder verla bien. Aquello tenía que
ser, sin duda, una broma.
—Vengo como parte de la misión de rescatar a la princesa
cautiva y romper la maldición del sueño que la aqueja. No estoy
haciendo nada ilegal; sus propias madres, las reinas de Merintia,
han convocado a los caballeros y caballeras de cada rincón —
replicó, comenzando a ofenderse hacia el final. Encima de que
arriesgaba su vida, se topaba con aquella chica molesta.
—Pues informaré a mis superiores de que las reinas de Merintia
están yendo en contra de las órdenes de los hechiceros y veremos
qué pasa. No sé si sabes que lo que diga la Orden…
—… es sagrado, sí —contestó él, agotado ya de la discusión y
de la energía explosiva de la chica—. Pero ya os digo que hay una
princesa en peligro…
—La princesa está durmiendo plácidamente en esa torre, no
corre ningún peligro. Aquí la única que está en peligro es la
gorgona. ¿Sabías que es la última de su especie? La caza contra
las suyas ha hecho que desaparezcan y les es tan complicado
reproducirse que…
El caballero valoró seriamente darle un espadazo en la cabeza
para que cerrase aquella bocaza por la que no cesaba de manar
información que nadie había pedido, pero se mantuvo sobre su
caballo.
—… y tiene muchas propiedades curativas. Seguro que
trabajaría con nosotros si fuésemos más amables —finalizó la chica,
sin que el caballero hubiera prestado atención a la mitad de la
conversación.
Tampoco le hubiera servido para nada.
El siseo llegó, repentino, e hizo que el caballo pegase las orejas
a la cabeza y se encabritase sin previo aviso, casi lanzándolo al
suelo. El caballero se aferró con fuerza a las riendas para no caer,
pero aquello le hizo bajar la guardia lo suficiente como para que ella,
el temido monstruo, emergiera de la frondosidad del bosque que los
rodeaba.
Fue como un tirón dentro de su alma. Aunque la mente del
caballero le gritaba que no mirase, que ni se le ocurriera mirar, su
cabeza se movió sola y sus pupilas redondas se encontraron con
unos ojos de un amarillo encendido en un rostro de pesadilla
enmarcado por docenas de serpientes que abrían la boca
mostrando sus colmillos, amenazantes. Esa fue la última imagen
que se llevó del mundo antes de que su corazón quedase petrificado
para siempre.
El caballo echó a correr, todavía con su jinete convertido en
piedra sobre el lomo. La gorgona los vio marchar, las serpientes
danzando alrededor de su rostro, su cola larguísima y escamosa
manchada del barro que se le había adherido al cuerpo mientras
acudía a expulsar al invasor. Sonrió, terrible, con aquellos ojos de
pesadilla, con aquellos colmillos largos de serpiente, con aquella piel
verdosa y los labios negros, podridos de veneno, por los que
asomaba una lengua bífida de forma intermitente.
Y luego, con calma, la gorgona se volvió hacia Corinna, la
hechicera.
—Todavía sigues aquí —dijo entre los siseos que adornaban su
habla, con sorpresa en la voz y con algo más de fondo. Algo que
Corinna no supo identificar del todo, pero que no le hizo sentir miedo
—. No voy a darte mi sangre para que la estudies.
Corinna, que había cerrado los ojos al oírla llegar, se quedó muy
quieta. La gorgona no la había atacado el primer día, cuando ella le
explicó atropelladamente y sin mirarla a qué había venido, la cola de
la bestia enroscándose en su cuerpo porque tenía hambre, mucha
hambre, y Corinna le recordaba a un conejito indefenso. En algún
punto, mientras Corinna le aseguraba que llevaba toda su vida
deseando poder estudiar a las gorgonas, que los Hechiceros
Mayores le habían regalado la oportunidad y de que ella solo quería
demostrarles que las gorgonas no eran tan monstruosas, la gorgona
se cansó de ella y la liberó. Corinna tosió mientras recuperaba la
respiración y la movilidad de su cuerpo. La gorgona soltó una risita
divertida que le puso el vello de punta.
—Te me vas a indigestar, parlanchina —declaró la mujer
serpiente—. Si no vienes a matarme, no me importa que rondes por
aquí, pero no te ayudaré. No soy un animal para que me analices —
dijo, alejándose de ella—. Tendrás que limitarte a seguirme por ahí,
si es que puedes. ¡Ah! Y si no quieres que te añada a mi jardín de
estatuas, consigue un espejo; podrás mirarme a través de él sin
problemas. Si no estás muerta de miedo ya y decides largarte.
Lo cierto es que la gorgona esperaba que la hechicera se
marchase, pero la encontró de nuevo en el bosque al día siguiente,
acampando y con una pequeña hoguera entre sus manos mientras
calentaba la comida que había traído. Frente a ella, un espejito por
el que la hechicera de cabello naranja vio su reflejo. Y le sonrió. La
hechicera le sonrió, sin temor, con la ilusión destellando en sus
pupilas.
Aquel día, la gorgona supo que la chica se llamaba Corinna y
que había venido a investigar tanto las propiedades tóxicas de la
sangre de gorgona como las curativas. Y a protegerla porque, al
parecer, era la única que quedaba ya.
—A protegerme. Tú —se burló la gorgona, observándola con
curiosidad a través del espejo. Corinna asintió y las gafas resbalaron
hasta la punta de su nariz, donde las dejó—. Qué cosas. ¿Y me vas
a dejar comer humanos y convertirlos en piedra en paz?
—Bueno, lo haces en defensa propia —la justificó Corinna—.
Seguro que cuando no vengan a por tu cabeza ni a por la princesa,
no tendrás que hacerlo más —añadió con entusiasmo—. ¡Ya verás!
Poco a poco conseguiremos que entiendan que nadie es un
monstruo hasta que le obligan a serlo.
La gorgona no respondió. Continuó mirando a Corinna a través
del espejo mientras ella calentaba su sopa con las manos envueltas
en pequeñas llamas. En la pupila vertical de la bestia se adivinaba
un débil destello de ternura y sorpresa. Y también unas ganas
inmensas de alargar la mano y colocarle bien las gafas a aquella
hechicera cabezota y demasiado inocente para este mundo. La
mirada encendida de la gorgona se deslizó también por las pecas,
por la barbilla minúscula de la hechicera…
Pero qué estúpida. La hechicera y ella.
—Puedes llamarme Gorgo. Ya que soy la última, es lo apropiado.
Y tampoco sabrías pronunciar el nombre que me dio mi madre —fue
lo último que le dijo aquel día, antes de desaparecer con la
vergüenza picoteándole las mejillas hasta hacerlas enrojecer.
Regresó al día siguiente, sin embargo. Y al otro. Y al otro. Y
todos los demás.
Corinna siempre seguía allí, pese a sus negativas por darle un
poco de su sangre. Y le hacía mil preguntas que Gorgo respondía
sin poder evitarlo. Y cada día le sorprendía que siguiera todavía allí
después de verla cazar personas, animales, convertir en piedra a
sus enemigos… Como al caballero al que acababa de petrificar.
—Te dije que te protegería y lo he hecho —declaró Corinna, las
pestañas paliduchas descansando sobre sus mejillas. La Gorgona
sabía que luchaba contra la tentación de mirarla directamente al
rostro a cada segundo; la atracción fatal que había sido parte de la
maldición de todas las de su especie y que invadía a cada humano
con el que se cruzaba. Corinna tenía mucha fuerza de voluntad, la
muy terca—. Aunque creo que…
Gorgo la vio morderse el labio, como si dudase entre dar voz a lo
que le rondaba por la cabeza o no. Las gafas habían vuelto a
resbalársele hasta la punta de la nariz, donde corrían peligro de caer
al suelo. Gorgo alzó un brazo y sus uñas larguísimas, afiladas y
oscuras como sus labios, empujaron con delicadeza la montura de
las gafas para volver a colocárselas correctamente. La mandíbula
de Corinna cayó ligeramente, haciéndole entreabrir los labios. Gorgo
los miró, los miró. Los miró.
Corinna no era la única que estaba peleando contra la tentación
que la embargaba. Gorgo suspiró, las serpientes que colgaban de
su cabeza emitiendo unos siseos escandalosos y entrecortados que
no eran otra cosa que carcajadas. Las mejillas de la bestia se
encendieron y se alegró de que Corinna continuase con los ojos
cerrados y no pudiera verla. Se sentiría ridícula. La terrible gorgona,
bebiendo los vientos por una criatura humana que parecía la mezcla
entre un hada y un conejo, que había venido a estudiarla como si
fuese un bicho de feria. Pero la falta de miedo de Corinna y la
admiración en su voz le habían intrigado desde el primer momento,
así que no había podido evitar acudir una y otra vez. Por interés y
por necesidad de compañía más allá de sus serpientes, todo sea
dicho.
Aquel era el estúpido resultado de todo ello: un
encaprichamiento del que no sabía cómo desprenderse. No lo
conseguía ni gruñéndole, ni mofándose de ella cuando lanzaba
grititos emocionados porque avistaba un duende, un púca o
cualquier otra criatura que hubiera estudiado en todos aquellos
libros polvorientos de la Orden. Daba igual lo que hiciera porque
siempre terminaba accediendo a su petición de llevarla a buscar a
un ser u a otro, de contarle cosas sobre ellos cuando Corinna
estaba a punto de caer dormida, Gorgo suavizando la voz para que
le fuese más fácil al sueño vencer la tozudez de la muchacha.
Después le quitaba las gafas, la cubría con la manta, y se
aseguraba de que ningún monstruo como ella se acercase a
devorarla.
Tenía que parar, pero no sabía cuándo. Ni cómo.
—¿Aunque crees que…? —la invitó a continuar.
—Creo que, si utilizases las propiedades curativas de tu sangre
para liberar a la princesa de la torre, dejarán de molestarte. ¿Cuánto
lleva allí? ¿Veinte? ¿Treinta años? Sus madres tienen que echarla
mucho de menos y todos salimos ganando si la ayudas, Gorgo —
propuso Corinna. Se había agarrado el vestido mientras hablaba y
retorcía la tela entre sus dedos, inquieta.
Gorgo lanzó un siseo airado al aire, pero Corinna se mantuvo en
el sitio, todavía nerviosa pero sin bajar la cabeza, los párpados
fuertemente cerrados.
—Y serás tú quien lleve la sangre hasta la princesa, ¿me
equivoco? —preguntó, aproximándose hasta la chica. Las
serpientes de su cabeza se irguieron y mostraron los colmillos a
pesar de que Corinna no podía verlas. Algunas se lanzaron hacia
adelante, en un ataque que no se produjo, únicamente con la
intención de amedrentarla; no harían nada sin el permiso de Gorgo
—. Solo que esa sangre jamás llegará.
La hechicera estaba negando con la cabeza antes de que Gorgo
terminase de hablar. Frunció el ceño y la ofensa le hizo arrugar la
nariz, más conejo que nunca. La mujer serpiente mandó callar a las
suyas con una sacudida de su enorme cola color musgo, que atizó
el suelo y sobresaltó tanto a las serpientes de su cabeza como a
Corinna.
—¡Pero cómo te atreves a acusarme de algo así, Gorgo! —
reprochó la hechicera—. Podría haber utilizado mi magia para
reducirte y robarte la sangre, pero no lo he hecho porque soy una
persona decente. —Todavía sin abrir los ojos, Corinna se había ido
aproximando hacia Gorgo, salvando la poca distancia que las
separaba. A pesar de que la gorgona le sacaba al menos una
cabeza de altura y de que era un ser capaz de desgarrarla de pies a
cabeza o convertirla en piedra sin mucho esfuerzo, la hechicera no
se achantó en ningún momento, como venía a ser costumbre en
ella. Se puso de puntillas, guiándose a ciegas por la respiración de
Gorgo para saber a qué altura quedaba su rostro, más o menos—.
Tienes que dejar de ser tan mezquina conmigo, ¿sabes? Duele. Y
sé que te caigo bien, si no me habrías hecho lo mismo que a toda
esa gente que se ha metido en tu bosque a darte caza. Yo no he
venido a hacerte daño.
El tono de Corinna se había ido convirtiendo en seda hacia el
final, al tiempo que su enfado se disipaba como nubes algodonosas
al llegar el buen tiempo. Corinna nunca pasaba demasiado rato
molesta, ni siquiera durante las discusiones. Y Gorgo sabía que
decía la verdad. Podía confiar en Corinna. ¿Cierto?
Pero le daba tanto miedo. ¿Cómo se confiaba ciegamente en
alguien? ¿Cómo podía Corinna situarse frente a ella con los ojos
cerrados así, sin temor? Después de tanto tiempo sin nadie a su
lado, desde que era una cría y cazaron a su madre, Gorgo se había
cuidado las espaldas sola. Lo de la princesa encerrada en la torre
había sido un verdadero fastidio, pero había aprendido a convivir
con ello y, además, de cuando en cuando eso le servía para atraer a
presas más suculentas que los cervatillos, los conejos o los zorros.
Liberar a la princesa suponía mucho más esfuerzo del que había
hecho nunca por nadie y, sin embargo, era consciente de que
Corinna tenía razón: aquello detendría el goteo de heroínas y
héroes que acudían a rescatar a la princesa de Merintia, hecho que
reduciría enormemente el riesgo de acabar como su madre y las
otras gorgonas de su especie. Muertas. Sin cabeza. Utilizadas para
el beneficio ajeno sin permiso.
La carne humana no era la base de su dieta y podía pasar sin
ella, eso estaba claro. Además, solo le gustaba de verdad si tenía
que cazarla para conseguirla.
Y en el fondo (y no tan al fondo) la parte más miedosa de la
gorgona quería comprobar qué haría Corinna al tener la oportunidad
de obtener su sangre. ¿La atacaría, finalmente? ¿Se la robaría y
desaparecería del bosque para no volverla a ver jamás? Gorgo
quería saber si existía alguna posibilidad de que…
«No seas ridícula».
«No va a corresponderte, se intente llevar la sangre o no».
La mano de Corinna en su mejilla la distrajo. Su piel se erizó y se
calentó al mismo tiempo bajo el tacto de la hechicera, que tras un
instante de vacilación apoyó la frente contra sus labios. Le olía el
cabello a bosque, a humedad. Gorgo cerró los ojos. Nunca la habían
tocado así, de forma tan íntima, sin miedo. Corinna alzó la otra
mano, buscando su otra mejilla, hasta que por fin pudo acunarle el
rostro con las dos manos de dedos largos y finos.
—Por favor, Gorgo —rogó—. No eres invencible. Las otras no lo
fueron. Y cuando me vaya, quiero saber que estarás bien.
El corazón de la gorgona se aceleró y se estrelló contra su
pecho, convirtiéndose en un millar de añicos pulsantes. Iba a
marcharse, eso era algo que ella ya tenía en mente, pero esperaba
que ese día jamás llegase. Ojalá nunca llegase.
Pero le importaba a Corinna. De verdad. O eso parecía. Gorgo
exhaló un largo suspiro contra la frente de la chica mientras alzaba
los brazos para rodearla con ellos. Un abrazo. Podía permitirse un
abrazo. Uno que le juntase los pedazos rotos que vibraban bajo su
piel.
—Iré a ayudar a la dichosa princesa y tú la devolverás a Merintia.
Le contarás a todos que yo ayudé y que deben dejarme en paz
como favor.
El chillido de emoción de la hechicera le sacó una sonrisa.

***

No tardaron muchos días en prepararse. Gorgo siempre estaba lista,


no necesitaba más que su misma presencia para protegerse. De
normal llevaba el pecho cubierto con una vieja armadura de cuero
que había robado a una de sus víctimas, aunque no era muy
efectiva. La habían alcanzado en alguna ocasión, pero la gorgona
era más rápida, incluso con la envergadura de su cola y todo el peso
que arrastraba. Y estaban sus ojos y el magnetismo que hacía que
la mayoría acabase por rendirse y mirarla directamente. Pero como
Corinna le había recordado, no era invencible, así que Gorgo se
ajustó bien la armadura por si en la torre de la princesa se
encontraba con alguna sorpresa desagradable.
Corinna llevaba su bandolera a cuestas, donde cargaba con
todos sus cuadernos y libros. Le había hablado de que la Orden no
invertía mucho en los estudiantes y que muchas cosas tenían que
pagarlas ellos de sus bolsillos, cumpliendo con pequeños encargos
mágicos en las ciudades. Que la instrucción era maravillosa, pero
los Hechiceros creían en el esfuerzo y el sacrificio, lo cual era un
problema si venías de familia humilde, como ella.
—Cuando sea una Hechicera con todas las de la ley, voy a
pelear para que existan becas en la Orden de aquí, como las hay en
otros países —le había dicho a Gorgo una noche, mirándola a
través del espejo mientras se trenzaba la melena naranja—. ¡Van a
quedar tan impresionados con mi trabajo sobre las gorgonas que no
van a poder decir que no! —rio, guiñándole un ojo, cosa que hizo
que Gorgo casi se desmayase allí mismo, aunque solo se limitase a
sonreírle, desdeñosa.
El día en que partieron a por la princesa, Corinna también lucía
una trenza. Había meditado durante buena parte del tiempo, había
hablado con los elementos y les había entregado ofrendas que
Gorgo no pudo ver; Corinna insistió en que aquellas cosas eran solo
para hechiceras, así que Gorgo esperó a que estuviera lista para
ponerse en marcha. La torre no quedaba lejos y Corinna siempre
avanzaba delante, el espejo en una mano para poder ver a la
gorgona que la seguía a poca distancia.
—Cuando la princesa despierte, quizás no deberías estar
delante por si te mira y la petrificas —le decía a Gorgo, pensativa—.
¿No crees?
—Lo creo —contestó Gorgo—. Por eso serás tú quien le dé esto
—alzó la mano derecha y una de sus serpientes la mordió con
violencia hasta que la sangre le resbaló por el antebrazo hasta el
codo— en uno de tus viales. Sangre del lado derecho de mi cuerpo,
la que cura. Capaz de resucitar a un muerto, dicen —comentó,
burlona. Jamás lo había comprobado, pero estaba segura de que
era verdad. Su especie había sido poderosa. Eso le había contado
su madre, pero Gorgo no había conocido a ninguna más y por eso
tampoco podía acusar su ausencia.
Corinna observó, gracias al espejo, cómo la sangre negra de la
gorgona se deslizaba por su piel. Un brillito ambicioso danzó en sus
pupilas cuando se detuvo, extrajo un vial de su bandolera y se lo
tendió sin volverse hacia Gorgo para que recogiera la sangre. A la
mujer serpiente le faltaba el aliento; había visto el ansia en los ojos
de Corinna. La había visto.
Y por eso, tenía que llegar hasta el final.
Sin la amenaza de la gorgona que custodiaba aquel pedazo de
bosque, Corinna no lo tuvo complicado para irrumpir en la torre.
Gorgo aguardaba abajo, la sangre todavía goteando de su brazo, la
mirada fija en la ventana altísma. Diez angustiosos minutos
después, Corinna salió por la puerta por la que había entrado, pero
no lo hizo sola. Junto a ella, caminando con torpeza, la incorruptible
princesa de Merintia, cuya maldición del sueño había preservado su
juventud a través de los años. Gorgo la había visto al llegar cuando
la bruja la trajo, con el mismo cabello rizado, la misma piel oscura
que contrastaba con el blanco angelical de su vestido, los mismos
labios delicados y el mismo cuello fino. Corinna le había vendado los
ojos para guiarla al exterior, la hechicera avanzando de espaldas
con una mano entre las de la princesa y otra sujetando el espejo. La
princesa de Merintia se lo agradecía sin parar.
—¡Mil gracias por romper la maldición, Corinna! Y mil gracias
también a tu amiga gorgona —repetía con una voz que era como
una caricia—. Si mis madres siguen vivas, como decís, os
premiarán como os merecéis.
—Voy a llevarte con ellas ahora, ¿de acuerdo? Agárrate bien
fuerte, princesa Layda —dijo Corinna. Sus ojos castaños se
desviaron de la princesa de Merintia al espejo, donde se topó con la
mirada de Gorgo. Corinna le guiñó un ojo—. ¡Nos vemos pronto!
Con un destello, hechicera y princesa desaparecieron.
Y la bestia se quedó sola.

***

Pasaron siete días.


Corinna no volvió.
Al octavo día, las serpientes que habitaban los bosques le
contaron que la princesa de Merintia contraería matrimonio con su
salvadora.
Gorgo se hizo un ovillo en su agujero y lloró amargamente por
primera vez en años.

***

Al décimo día, cuando salió en busca de alimento, escuchó su voz y


creyó que se había vuelto loca, pero no era así. Corinna estaba
sentada en su sitio de siempre, con la fogata entre las manos
calentándose un cuenco de sopa. Junto al espejito, el vial que
contenía una pequeña parte de la sangre de la gorgona. La
hechicera llevaba un vestido nuevo y limpio, canturreaba alguna
canción que la gorgona desconocía y daba sorbitos ocasionales.
Cuando la percibió por el rabillo del ojo, la hechicera clavó los ojos
castaños en el espejo y sonrió, las mil pecas derramadas sobre su
piel extendiéndose por sus mejillas como si se hubieran
multiplicado.
—¡Hola! Perdona la tardanza. Querían casarme —puso los ojos
en blanco y resopló—, pero la princesa y yo nos negamos en
rotundo. Te caería bien, es muy divertida y tiene un carácter infernal,
que esa voz no te engañe —bromeó tras darle un trago a su sopa—.
En cuanto su familia anunció la boda sin preguntarle, armó un
escándalo en palacio y tuvieron que retirar la noticia. En lugar de la
mano de la princesa me han dado mucho, mucho dinero. Para mis
investigaciones. Bendita Layda.
Gorgo no cabía en sí de asombro. Había llorado y había
maldecido a aquella muchacha todas las noches pasadas. El rencor
había anidado en su pecho y ahora nada tenía sentido. O quizás lo
tenía más que nunca. Las serpientes de su cabeza le acariciaron las
mejillas y se impulsaron hacia adelante para que avanzase, para
que fuese hacia Corinna.
La hechicera se puso en pie y cerró los ojos antes de volverse
hacia la gorgona, las manos alzadas buscando su rostro. Gorgo
cerró los ojos también y luchó para que una lágrima traicionera no le
bajase por la mejilla.
—Creía que te habías ido con mi sangre y con la recompensa.
—Siempre tan desconfiada —murmuró Corinna, negando con la
cabeza—. Te habría devuelto la sangre incluso si no… Bueno. —Se
puso colorada como una amapola—. Imagino que ya lo sabes
porque se me ve todo en la cara, qué vergüenza más grande.
Gorgo esperó a que añadiese algo más, pero Corinna solo se
ponía más y más roja cada vez. Las serpientes negaron y sisearon,
explicándole a Gorgo lo que Corinna quería decir. Un fueguito, como
el que Corinna encendía para calentar su comida, se prendió dentro
de su pecho, donde pensaba que ya solo existía el vacío.
—¿Te gusto? —preguntó, sorprendida como nunca.
—Oye, si te vas a recochinear… —gruñó Corinna, las mejillas
ardiendo. Y las orejas. Había mutado a tomate—. Pero sí. Creo que
era bastante evidente, me iba a dar un tic de tanto guiñarte el ojo,
me iba a hacer un esguince de perseguirte preguntándote cosas que
no tenían absolutamente nada que ver con mi investigación. No sé.
—Gorgo la veía agobiarse por momentos—. Solo quería decírtelo,
para que lo supieras, pero no tienes que hacer nada con esta
información si no quieres. Layda ha prometido que nadie te
molestará más. —Sonrió con tristeza—. Y eso me incluye a mí, si
así lo prefieres.
Hubo una pausa en la que ninguna de las dos habló. Hasta las
serpientes permanecían en silencio, a la espera de que alguien
diese el siguiente paso. Gorgo rompió la quietud para decir, con voz
temblorosa:
—No quiero que dejes de molestarme, Corinna. —Seguía sin
creérselo. No salía de su asombro. No podía ser cierto. Era un
monstruo, un monstruo—. ¿Pero y la Orden? Tampoco podrás
mirarme directamente nunca a los ojos —le recordó con pena.
—Puedo venir aquí en mis días libres. Hay una torre enorme y
vacía en la que me puedo instalar, ahora que tengo todo este dinero.
Y en cuanto a no poder mirarte directamente —casi parecía
ofendida porque Gorgo hubiera sacado aquel tema a colación—, ¿te
crees que me va a importar o algo? Si no lo hace ahora, no lo hará
después. Y quizás podamos encontrar una solución más adelante.
Ya sabes lo mucho que me gusta investigar —dijo, más animada—.
Solo quiero pasar más tiempo contigo. Gorgo. Todo el que pueda.
La gorgona se debatió consigo misma, con todo lo que podía
salir mal, con las consecuencias, pero al final algo dentro de ella
cedió. Prefería disfrutar del presente y lidiar con el futuro cuando
llegase.
Gorgo se agachó un poco para atrapar los labios de Corinna con
los suyos y besarla con todas las ganas que había estado
escondiendo debajo de cada escama, de cada hoja caída en el
bosque. Y Corinna, haciendo gala de su entusiasmo habitual, le
echó los brazos al cuello, ansiosa, y le devolvió el beso con tal
fiereza que le robó el aliento de los pulmones. Cuando se
separaron, entre risas, Gorgo le colocó bien las gafas, torcidas
después de tanto ímpetu.
—Ve, hechicera. Utiliza mi sangre, conviértete en la mejor y
vuelve aquí cada vez que quieras. Mi bosque es tu bosque.
La risa alegre de Corinna se sumó a los siseos emocionados de
las serpientes que coronaban a la gorgona y a la propia risa que
acabó por escapársele a Gorgo.
Reirían juntas muchas más veces.
Tantas, que Gorgo llegaría a olvidar lo que era estar sola.
Xabier García (@RedFate_ en Twitter) nació en las postrimerías de
la primavera en Puerto de Sagunto (Valencia). Comenzó a estudiar
Historia, pero lo abandonó por Derecho, ambas cosas por
desgracia. Sus gustos como lector, jugador y escritor se inclinan por
el grimdark, la fantasía, la ciencia ficción, la crítica social, el
costumbrismo y personajes infames como él mismo. Suele escribir
ensayos breves sobre obras de ese estilo, además de participar en
podcasts.
Amor sin sacrificios

Xabier García
“Love will have its sacrifices. No sacrifice without blood."
Carmilla, Sheridan Le Fanu

Maldigo a los topógrafos, a los telegramas, a la civilización, al


progreso, a la desruralización, a…
La guardia arcana Enara se hallaba perdida. Habían recibido un
telegrama urgente desde la diputación sobre el asesinato de una
muchacha y la nueva mas poco engrasada maquinaria burocrática
se había puesto en marcha. Con poco más que un topónimo y la
obvia sospecha de una criatura mágica detrás del crimen, había
partido a uña de caballo hacía ya tres días y los mapas, tanto
nuevos como viejos, la habían conducido allí. Sabía que la tal
Villaverde de las Fuentes no se encontraba lejos, aunque se le
resistía. Ahora ya sólo le quedaba un camino posible. Si erraba, lo
más probable es que el ser responsable de la muerte ya estuviera
fuera de su alcance.
Antaño, las guardias arcanas se jactaban de llegar a un punto a
otro antes que nadie gracias, en parte, a sus vastos conocimientos
sobre el terreno casi inmutable. Hoy ya no; con los pueblos en
decadencia donde sus habitantes marchaban del campo a las
incipientes industrias, muchas aldeas de referencia ya no existían, lo
que dejaba grandes extensiones de terreno sin lugar de reposo.
Antiguas rutas habían desaparecido con los nuevos vientos.
Compañías mineras y de cualquier cuño se asentaban por doquier y
transformaban el paisaje, a la fuerza si era preciso. ¿Bestias
centenarias sin inteligencia que amenazaban la prospección? Ni se
notifica a la Guardia Arcana, al carajo la Convención de Cherburgo,
que venga el ejército y su artillería despedace su nicho como
reprimen a los barrios obreros que protestan. Si son inteligentes,
que abandonen su nicho y se sumen a los procesos productivos con
su fuerza sobrehumana. Así transformaba el paisaje el progreso.
Elbi ya lo habría encontrado.
No contribuía a su humor la reciente separación temporal con su
compañera de trabajo y amores. Habían tenido una temporada de
riñas y fue una decisión pactada separarse un tiempo y reflexionar
sobre su comportamiento, sus sentimientos… Pero cada vez que
veía en las alforjas del jamelgo la culata de uno de los dos
Winchester que compraron, los recuerdos volvían a su corazón y
añoraba todo de esa persona tan querida. En fin, uno de los
sacrificios saludables del amor.
Enara suspiró y cual plegaria escuchada, su esperanza apareció
en forma de una chica joven de vestido poco usual para el lugar con
una bolsita en el fino cinturón. La muchacha, de unos diecinueve
años, cortaba madera para leña armada con un hacha y un vigor
inesperado.
Vaya con las chicas de pueblo.
Extendió los bajos de la capa para que taparan sus arcaicas
toledana y vizcaína al cinto, encantadas en Zugarramurdi, propias
de su oficio junto al reglamentario y novedoso revólver Ona. No
quería aún que se supiera que la Guardia Arcana ya rondaba por la
zona.
—¡Hola! ¿Se ha perdido? —La chica se acercó sonriente y
desveló unos grandes ojos azules acompañando a su melena rubia.
El extraño acento de su voz sosegada se unió a sus rasgos para
dejar como interrogante su nacionalidad. Olía a hierbas y raíces.
—Sí. Voy a Villaverde de las Fuentes, ¿sabe por dónde queda?
—¿No será Villanueva de los Fuertes?
Malditos topógrafos y malditos telegramas. Podría haberme
ahorrado un día.
—Eso tendría más sentido —exhaló.
—¡Pues va de maravilla! Si sigue recta, llegará sin problema.
Aliviada, Enara se lo agradeció de todo corazón y espoleó a su
montura.

***

No tardó en llegar al pueblo, otra víctima de la desruralización. Bajó


de la yegua y decidió estirar las piernas en búsqueda de un
habitante al que preguntar. El primero que encontró, un viejo
pendenciero llamado Antonio Méndez-Cañete, le confirmó que el
alcalde estaba en la taberna, a la que no iba porque los
parroquianos le clasificaban como el «gilipollas del pueblo». Tras lo
cual soltó una retahíla de improperios poco recurrentes contra ellos.
La gran taberna era en realidad una de tantas iglesias románicas
reconvertidas. Enara la miró con cierta superioridad. Con la
aparición de las criaturas mágicas hace más de mil años —suceso
que ni la magia ni la ciencia conseguían explicar—, la gente había
encontrado refugio durante los primeros días en lugares como esas
iglesias. No habían tardado en darse cuenta de su insuficiencia. Con
la creación de las guardias arcanas por parte de aquelarres y demás
asambleas de brujas, la situación se consiguió controlar en unos
pocos siglos, mediante el arduo arbitraje y el franco enfrentamiento
cuando fallaba el anterior. Ello había conducido a la actual
disolución del cristianismo en múltiples movimientos heréticos,
menos dogmáticos en su mayoría, hasta que no hubo casi nadie
que les llamara herejes. Las iglesias reconvertidas eran un símbolo
de todo eso.
Pero su moral persistió, diluida…
Entró en la taberna y un huracán de conversaciones, olores y
sofoco le estalló en la cara. Podría saber qué se había cocinado,
qué se estaba cocinando y qué se cocinaría si esos aromas no se
hubieran solapado y agregado al de las bebidas alcohólicas que se
trasegaban los lugareños. Y al de la humanidad congregada, cuya
edad media descendió drásticamente al entrar Enara. En una
esquina, ocupando todo el lado de una mesa con diversos libros y
documentos, un cuarentón canoso y de prominente mostachón se
había sentado y conversaba con dos parroquianos. Supuso que era
el alcalde cuando se encontró con sus ojos despiertos y sobrios, en
contraste a los de la mayoría de los presentes.
Seguro que mete la mano en la caja del concejo.
—¡Doña Enara, por aquí! —Le hizo gestos al verla. Los dos
hombres se marcharon y Enara ocupó el lugar.
—¿El señor Paco Campos? Le reconozco que es astuto al
despachar aquí, siempre encontrará al obligado tributario que
busque. —Estrechó su mano.
—Y ni así, créame —resopló—. Pero ahora hay algo más
importante.
—Cuénteme, pues. Veo que va al grano.
—Sí, hay mucho que contar. Supongo que está al corriente de la
muerte de esta muchacha, Berta. La acogimos hace unas semanas,
huyendo de la fábrica donde fue lanzada por su familia arruinada.
No sabíamos qué hacer con ella, no íbamos a dejarla tirada
tampoco. Era muy agradable y el pueblo necesita gente joven, como
verá si se gira. A la semana y media comenzó a sentirse mal. Para
cuando llegó el médico, tuvimos que llamar al forense. ¡Nos la
encontramos en la cama con la garganta destrozada!
—Asumo que el forense dejó algún informe sobre las heridas. —
El alcalde le pasó el documento.
—Sólo sacó en claro que no era humano lo que mató a Bertita.
Enara se acarició la barbilla.
—Dudo que la mayoría de los seres que atacan de esta forma
lleguen a su cama sin que nadie se percate.
—¡No! Es más, estaba en mi propia casa, a la vista de todos, en
la planta de arriba. Yo mismo duermo en la de abajo. ¡Oh, no piense
más, ya he descubierto qué fue! ¡Un vampiro! —siseó.
La cara de Enara se contrajo en un rictus de enfado.
—¿¡Y por qué no lo dijo en el telegrama!? ¡Se necesitan dos
guardias arcanas para poder someter a un vampiro!
—¡Porque lo descubrí hace nada, antes de mandar el dichoso
telegrama! —El alcalde puso delante un montón de folios
encuadernados a la manera de un librito.
—Tanasha… —leyó en la portada.
—¡Sí, Natasha y Elise! ¡Las dos extranjeras!
¿La del camino?
—Creo que vi a una al venir aquí. No tenía pinta de asesina,
aunque sobre el vampirismo, hum… —recordó el vigor con el que
cortaba madera y pensó que su voz no estaba agitada por el
esfuerzo.
—¡Léase el libro, doña Enara, se lo afané a Elise en su propia
casa esta mañana! ¡Las muy sinvergüenzas han tenido el cinismo
de describir al detalle los actos criminales de esa Natasha o
Tanasha von Rammstein! ¡De su puño y letra, que tengo un recibí
escrito por Elise! Vinieron hace un tiempo y las recibimos con los
brazos abiertos. Unas damitas refinadas provenientes de tierras
lejanas que buscan refugio de los vapores de la industria en el agro.
¡La sensación del pueblo, qué adorable parejita! —Dio un golpe
furioso en la mesa.
Enara se frotó los ojos.
—Lo leeré y quiero que me cuente todo lo que sepa de ellas. Iría
ahora mismo de no ser porque estoy en desventaja y ya es tarde.
Maldición, espero que no aten cabos al faltarles el libro y huyan por
la noche, qué desastre todo…
El alcalde asintió.
—Le hemos preparado la habitación de la taberna. Por supuesto,
ni una palabra de que usted ha llegado, aunque ya sabe cómo son
los pueblos. Oh, una cosa más… —Quitó una pesada bolsita que
llevaba junto a otra más ligera—. La diputación ya me ha adelantado
su plus. Quinientas pesetas. Sólo cuando termine, claro...
—¿En metálico? —Enara se sorprendió—. Joder, qué generosos
son aquí. El Estado ya me debe tres pluses y una paga extra. Una
vez me pagaron en bonos del Estado. ¡En bonos! En fin, perdón,
siga contándome sobre las dos…
Esa noche, Enara no se pudo ir a la cama hasta que no terminó
el libro. La tal Elise podría ser una asesina, pero escribía
endiabladamente bien...

***

Antes de que los primeros rayos de sol se filtraran, la guardia arcana


ya se había vestido, trenzado y engullido el copioso desayuno que le
sirvieron. Hecho esto, partió hacia la casa de las dos sospechosas
con la historia que había leído en la mente. La temperatura era
agradable y el sol se agradecía, mas no hubo instante de solaz.
Como no quería volver a perder el tiempo buscando un lugar, se
propuso preguntar a la primera persona que se encontrara en el
camino. Este papel recayó en una mujer ya anciana que barría la
entrada de su casa con una tonadilla en la boca.
—Disculpe, señora, ¿sabe dónde está la casa de Natasha y
Elise?
La mujer levantó la mirada hacia ella y sonrió.
—¡Claro, moza! ¡Las veo siempre en mis paseos diarios! Tú tira
p’alante y a la izquierda cuando puedas. Se ve de lejos. ¡No tiene
pérdida!
—Muchas gracias, buena mujer —Enara devolvió la sonrisa y le
hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza.
Sin embargo, la señora movió la mano hacia ella, invitándola a
que se acercara para contarle alguna privacidad.
—Pero si buscas a las dos, va a ser que no. —Se llevó la mano
al pecho donde colgaba un símbolo de la Iglesia Neocátara de la
Ángel María.
—¿Cómo? —Enara inclinó la cabeza hacia ella sin darse cuenta
y la mujer se acercó con la mano extendida y los ojos bien abiertos.
—Parece que han discutido o algo y la morenica se ha ido. Una
lástima, porque las dos son majísimas, trabajadoras y guapas, ¡pero
guapas, guapas como ellas solas!
—¿Sabe el motivo?
—Pos no. Si siempre las veía pa'rriba y pa'bajo riendo y
besuqueándose cuando vienen a vender las cosicas tan bonitas que
tejen. ¡Mira, el pañuelo que llevo me lo regalaron ellas! —señaló el
pañuelo de hermosa factura que portaba en la cabeza—. Ellas sí
que son agradecías, no como mis sobrinos que se fueron porque
acá sobraban brazos y ni les he vuelto ver. Sola estoy desde que se
murió mi hermana hace dos años, ay. Aceitunica comía, huesecico
al suelo.
Enara reflexionó unos instantes.
—¿No sería a raíz de lo de esa chica, Berta?
—¡Ay, ahora que lo dices, sí, se separaron poco antes de morir
ella! Qué pena lo de esa chica. Que vino aquí pidiendo un
mendruguillo de pan, que la tenían muertecica de hambre allá donde
las fábricas y al final acaba así. Con lo bonica que era… ¡unos
ojazos como ella sola! —Había juntado las yemas de los dedos y se
los había llevado a los ojos mientras hablaba—. Y en casa del
alcalde, un poco más y nos quedamos sin él, que es tacaño con
ganas pero honrado, ni una queja en todos estos años y mira que
lleva años. Hasta huele bien. Oh, yo me llamo Adela.
Intercambiaron despedidas y Enara prosiguió su camino.

***

Era imposible no fijarse en esa casa. Parecía como si un arquitecto


hubiera intentado crear la quimera de la arquitectura, todos los
estilos arquitectónicos posibles en una casa en forma de schloss en
miniatura. De buena construcción, eso sí. Una columna jónica con la
letra J y otra con la B flanqueaban la entrada.
Llamó suavemente a la puerta y se aseguró de que sus armas
estuvieran dispuestas.
—¡Oh, la chica de ayer! —saludó Elise al abrir la puerta, con su
aroma a hierbas y raíces—. ¿Necesita alguna indicación más?
Enara había decidido mantener la farsa. Pero por poco.
—Por desgracia, no, vengo por asuntos más tristes. He iniciado
unas pesquisas para investigar la muerte de la chica nueva, Berta, y
preciso de colaboración vecinal. Mi nombre es Enara.
Elise asintió y la invitó a pasar con exquisita educación. Enara
entró sin mostrar asomo de duda. El interior de la casa era la
hipóstasis de la confortabilidad hogareña. Una chimenea lista para
ser usada. Dos telares. Los muebles de materiales sencillos habían
sido trabajados con mimo. Las sillas eran mullidas, como las dos
mecedoras alrededor de una mesa redonda donde había una baraja
de naipes. Las estanterías estaban nutridas por una ingente
cantidad de libros. Un olor a chocolate provenía de la cocina y se
sumaba a otros olores especiados. Un hogar cálido en todas sus
acepciones.
—De ser más tarde, le traería un poco de Glühwein, me sale
muy rico. ¿Chocolate, quizá? También tengo algo de té… —Le
ofreció cuando tomaron asiento en la mesa del pequeño comedor,
Enara lo rechazó amablemente—. Dígame, Frau Enara, ¿en qué
puedo ayudar?
La hora de la verdad...
—Podría ayudarme si me enseñara sus incisivos, por favor —dijo
con voz átona.
Los hombros de Elise se tensaron y sus músculos faciales
delataron su preocupación.
—Eh… eso es algo muy grosero, Frau Enara, no sé si…
La guardia arcana depositó con suavidad Tanasha en la mesa.
—Elise, he leído el libro.
Enara respiró aliviada en su interior al no observar señales de
violencia inminente en la vampiresa.
—¡Ah, ese libro! —La rubia fingió una sorpresa poco creíble—.
Una broma de alguien del pueblo, vienen dos extranjeras y se
inventan cualquier historia, ya sabe cómo puede ser la gente si…
—¿Recuerdas a qué vino el alcalde ayer?
—¡Claro! Vino a cobrar los impuestos y tasas, ¡que siempre pago
religiosamente!
—Sí. Y le hiciste el favor de escribir tú el recibí que firmasteis.
Todo con tu letra. La letra con la que escribiste el libro.
Los nervios se apoderaron de ella.
—Bueno… oh… ah, no debería haber dicho…
—¿Cómo se te ocurre escribir eso en un libro, Elise? —Se pasó
la mano por la mejilla y se apoyó en ella.
Elise se rindió.
—Hace ya unas décadas que cogí gusto por la escritura y…
pensé que sería buena idea comenzar por algo sencillo, algo que
me resultase fácil. Y eso era lo más fácil, reescribir nuestra vida.
Luego, al venir aquí, lo quise traducir para aprender mejor el idioma
y sólo tenía este libro en ese momento…
—¿Se puede saber cómo lo pudo ver?
La vampiresa se llevó las manos a los ojos y recordó.
—La noche anterior había estado releyéndolo. Me sentía triste y
añoraba a Natasha. Así que lo leí. Con una copa de Glühwein al
principio, después una taza de chocolate… me puse a llorar y… lo
dejé ahí abierto en la mesa. Por el final… No me extraña que
sospechase si leyó alguna página del final, ay…
Enara se acomodó.
—De lo de vosotras dos hablaremos en nada. Comencemos la
casa por los cimientos. Según el libro, en el que hay cosas que no te
crees ni tú, eras una joven damita de padre militar inglés y madre
austriaca, fallecida en tu infancia, que vivías en Carintia.
—Ja, al sur de Estiria.
—De repente, fallece la sobrina de un amigo de tu padre y al
poco una mujer y su hija tienen un accidente de carro enfrente de tu
casa. La hija, muy guapa, se queda con vosotros un tiempo hasta
que su madre termine unos asuntos secretos. La hija, de nombre
Tanasha, tiene unas costumbres extrañas, pero tú estás... extasiada
con ella, ¿no?
Por primera vez en su vida, Enara vio a una vampiresa
alborozada.
—En resumen, el amigo de tu padre, el general Humboldt,
descubre que tu amiga fue la asesina de su sobrina, que enfermó
como tú estabas enfermando en ese momento. Descubre que es
una vampiresa que se transforma en un gran felino y que no es la
primera vez que asesina así, cambiando su nombre en cada
asesinato. Tanasha, Shatana, Natasha... Y la apiolan. Ahí es donde
todo comienza a divergir.
Elise asintió y se echó adelante.
—Sí, muchas cosas divergen. ¿Recuerda que el general se
lanzó con un hacha a por Natasha cuando la vio en el final? He ahí
el cambio. Yo me interpuse. Y… me mató.
—Sospecho lo que vino después…
—Natasha le mandó a la otra punta de un golpe y me sacó de
ahí —Elise se apartó el pelo—. Natasha era en realidad una víctima
de su madre. Una bruja expulsada de todo aquelarre por practicar
artes prohibidas. Tuvo contacto con un hierofante de ascendencia
griega y formado en Turquía, también proscrito por lo mismo.
—¿Turquía? Sólo la Trama vampírica que desmontaron mis
predecesoras en 1789 en Francia es peor que la que tienen
montada en el Imperio otomano. Continúa, disculpa.
—Él le contó que si un vampiro bebe la sangre de una persona y
después esa persona bebe esa sanguis fecundatus del vampiro tras
haber fallecido, se convierte en uno de ellos.
—Lo sé.
—Lo que no sabe es que si una tercera persona viva bebe
sanguis fecundatus de vampiro, alargará su vida unas décadas, sin
envejecer. Y más si el vampiro bebió la sangre de una muchacha
joven y... excitada. Eso hizo la madre de Natasha, fruto de su
matrimonio con un conde austriaco que murió cuando ella raptó a su
hija. La convirtió en una vampiresa al extraer la sanguis fecundatus
a un vampiro que el hierofante había sometido y había bebido de
Natasha. Su madre la obligó a proveerla de esa sangre de
muchacha cada varias décadas, usando el mismo modus operandi.
Llegaba, bebía sangre hasta que la chica enfermaba casi al borde
de la muerte, su madre extraía sanguis fecundatus y de inmediato la
sumía en un sueño de décadas hasta que la volviera a necesitar. Si
no lo hacía… mataría a Natasha sin problema al disponer de su
sangre.
—Y Natasha te convirtió a ti con su sangre «fecundada» por la
tuya en ese tiempo contigo. Para salvarte porque de verdad te
amaba.
—Sí, ¡pero yo di mi consentimiento después! Fue su primer acto
de rebelión contra su madre...
—Las conversiones, aun con consentimiento y bajo estado de
necesidad, están castigadas según la Convención de Cherburgo, la
jurisprudencia es clara. Pero sigue, por favor.
—Yo ya no podía continuar mi vida y Natasha no podría escapar,
por lo que… preparamos una trampa a la madre y al hierofante.
Natasha hizo de cebo y distrajo a los dos. Yo me acerqué
sigilosamente y les arrebaté el vial con la sangre de Natasha —
relató ufana—. Ya no podían hacerle nada.
—Buen plan —concedió.
—Escapamos sin problemas y ya no escuchamos nada ni de la
madre ni del hierofante. Habían perdido su fuente de vitalidad.
Después viajamos por toda Europa sin establecernos
permanentemente. Fuimos felices, no obstante. Estocolmo, Londres,
Edimburgo, Amberes, París… ¡Hasta aprendimos arquitectura y
ebanistería! Ella me quería y yo la quería. Acabamos en un
pueblecito italiano, pero… nos pillaron y tuvimos que venir aquí.
—Si descubrieron que tenían a dos vampiresas…
—¡Qué va! Lo sabían y cómo vieron que éramos abstemias, no
les importaba. Nos pillaron… en pleno agosto, muy juntas… en la
cama.
—¿Vampiresas sí, sáficas no? Joder, qué gente… ¿Por qué os
habéis separado?
—Porque somos tontas, yo la primera —suspiró Elise—. A los
tres días de venir Berta, fuimos al pueblo a vender unas cosas y vi a
Natasha tonteando con ella. No soy celosa. Sin embargo, cuando ya
en casa le hice un comentario al respecto, me malinterpretó,
discutimos y… nos echamos en cara muchas cosas guardadas. Lo
mejor fue hacer el... sacrificio de separarnos un tiempo.
—Os entiendo… No obstante…
La mirada de Enara se clavó en la de Elise y guardó silencio.
—¡No! ¿Acaso cree que yo mataría por celos? —El enfado de
Elise era sincero—. ¡Sólo soy una vampiresa que se mareó cuando
probó su único sorbo de sangre en la vida! ¡Lo único que quiero es
vender las cositas que hacemos, escribir, tomar Glühwein, beber té
o chocolate mientras juego a los naipes, hornear dulces y retozar
con mi novia! ¡Yo no quiero matar a nadie! —Los ojos azules se
humedecieron genuinamente.
—Entonces, ¿fue Natasha?
—Imagino… Estando conmigo, se descontroló dos veces y...
bebió. Pero de eso hace mucho y no lo volvió hacer.
—Ya ha matado antes y durante un siglo…
—Nein! ¡Ahí vuelve a divergir la realidad respecto al libro! Ella no
mataba a las muchachas, las dejaba al borde de la muerte al beber
demasiado de ellas. ¡Y ni siquiera sabía que quedaban tan
afectadas! Lo supo con la sobrina del general y la dejó, pero antes
de beber la suficiente sangre. Por eso su madre la llevó tan rápido
conmigo, para acabar la faena. Hasta el hierofante mataba a
personas del pueblo para presionarla… —Elise suspiró—. Sólo
puede ser ella, no me voy a engañar más. Adelante, haga lo que
crea oportuno. Ya he sacrificado mucho por amor, pero no voy a
sacrificar mi conciencia. Lléveme ante el juez y que me juzgue lo
que tenga que juzgar. Natasha está tras la colina del norte.
Otro largo silencio. Enara asintió y se levantó. Antes de irse
preguntó:
—Lo de la bolsita de hierbas y raíces para tapar vuestro olor a
los animales… ¿os lo dijo un vampiro llamado Reginaldo?

***

Enara encontró la choza improvisada de Natasha donde le dijo


Elise. Lo impensable fue que ya estaba en la puerta esperándola.
Enara deglutió al verla. Un porte aristocrático, una larga melena de
fino y suave cabello oscuro con brillos dorados. Una tez cándida y
viva de bella estructura ósea con un pequeño lunar en el cuello. Sus
ojos brillantes, oscuros y de mirada lánguida y melancólica se le
clavaron en el alma. Ella era la peligrosa.
Ahora mis ovarios también son muertos en vida. Con razón Elise
la pintaba como la voraz vampiresa del libro, el papel le encaja.
—Condesa Natasha von Rammstein… Mi nombre es Enara.
—Supongo que Elise se lo habrá contado todo. —Su voz era
como un gatito que se restregaba en su cerebro.
—Qué directa. ¿Mató a Berta usted?
—Sí. Deténgame, máteme o lo que quiera.
Enara se sorprendió enormemente. Aflojó su mano de sus
armas.
—¿No ofrecerá resistencia?
—A eso iba —maulló Natasha—. No me resistiré si la deja a ella
fuera de esto.
—¿Cómo es eso?
—Sé que se tiene que culpar a alguien o al menos informar de la
situación. Y ya nos ha descubierto. El verdadero culpable ya se
habrá ido hace días. Le doy una alternativa que evitará la violencia.
Enara entornó los ojos.
—¿Por qué cree que hay otro sospechoso?
—Porque tonteé con Berta y le bromeé con el lunar similar al mío
que tenía en el cuello. Aunque ustedes no sepan, yo sí sé reconocer
la marca curada de unos dientes de vampiro. Alguien bebió de ella
antes de que la viéramos —Natasha cruzó las manos.
—Eso es interesante… —contestó tras un silencio—. ¿Cómo sé
que no me está mintiendo?
Natasha se encogió de hombros con elegancia.
—No tengo pruebas. Tampoco soy una santa, ni mucho menos.
Y, de todas formas, el culpable habrá huido. Mi oferta sigue en pie.
Sólo quiero que Elise no acabe en un campo de concentración o con
trabajos forzados de por vida; sé las triquiñuelas que hacen sus
tribunales, sé cómo funciona este mundo. Ella es demasiado buena
para ello. El amor tendrá sus sacrificios, le dije a Elise hace mucho,
cuando no conocía mi naturaleza, mas con un sentido siniestro.
Ahora lo digo otra vez y éste es un sacrificio que sí asumo alegre.
Ella me quiere y yo a ella.
La guardia arcana no habría podido decir qué la anonadó más, si
su serenidad o su franqueza. Ahora fue el turno de sorprenderla a
ella. Dio media vuelta sin dar respuesta y puso rumbo de vuelta; sus
pensamientos bulleron en el trayecto. Decidió escribir tres mensajes.
En uno informaría de la situación al alcalde. Los otros dos eran para
Natasha y Elise. Le pidió a Adela que se los diera a las dos. Ella
misma entregó el del alcalde a uno de sus mozos y se dirigió a una
colina al este a esperar.

***
Natasha fue puntual y apareció junto al atardecer. Enara aguardaba
con la toledana y la vizcaína encantadas en Zugarramurdi en las
manos.
—¿De verdad quiere hacer esto? —inquirió la morena.
—Es lo correcto. O una tontería. Ya veremos.
Al poco, se escucharon unos pasos a velocidad sobrenatural.
—¡Nooooo! —Elise llegó corriendo con su hacha en la mano—.
Por favor, Frau Enara, sé que no es ella, ¡llévenos a las dos, no la
mate! ¡Lo que sea menos eso!
—Elise… —murmuró Natasha.
Las manos que empuñaban tímidamente el hacha temblaban.
Pero la atención de Enara se dirigió a su espalda, de donde vino un
olor a hierbas y raíces.
—¡Ah, doña Enara, perfecto, ya tiene a las dos! —exclamó el
alcalde.
—Ya tengo a uno —sonrió ferozmente Enara—. Un vampiro que
lleva muchos años integrado y que descubrió que unas inexpertas
vampiresas que podrían llamar la atención se instalaban en su
terruño. Un vampiro que pensó que podía darle unas mordidas a
Berta, hacer que enfermara y culpar a las vampiresas para eliminar
cualquier sospecha o peligro hacia él. Un vampiro que se dejó llevar
y mató a Berta. Un vampiro que mandó un telegrama a la Guardia
Arcana de tal forma que sólo vendría una. Una que, a unas malas,
moriría intentando matarlas y él mataría a las vampiresas debilitadas
tras la lucha. El libro tuvo que ser una prueba caída del cielo, si no lo
había visto antes. Así, el vampiro no acabaría condenado a una
pena capital conmutada por trabajos forzados perpetuos que
alimentan con mano de obra esclava a la economía. Un sacrificio.
Tras un instante, el alcalde enseñó los afilados colmillos en una
amarga mueca bajo el mostachón.
—No. No tiene a nadie. Sólo un vampiro de casi mil años
alimentado y dos pipiolas.
Sus manos comenzaron a convertirse en garras. Pero lo que la
experiencia de ese veterano vampiro no pudo anticipar fue el
hachazo que recibió en la testa de la pipiola rubia. La lesión le
paralizó unos segundos que Enara aprovechó para cercenar sus
garras de un tajo fendiente de su toledana, para colocarse en su
espalda de un salto descendente y cortar sus corvas con la vizcaína.
Cayó y su cabeza se desprendió con su segundo tajo. Enara exhaló
el aire.
—Dejadlo aquí, iré al pueblo y avisaré a la Guardia Arcana para
que se encarguen las especialistas. Quemad el libro, por favor. —
Quitó al vampiro la bolsa pesada que estaba junto a la pequeña con
olor a hierbas y raíces—. Mi plus…
Escuchó un choque de cuerpos.
—Natasha, perdóname, perdóname…
—Calla, magdalenita, y abrázame.
—Yo soy tuya y tú eres mía…
—Eso lo decía yo y era una tontería de la época. Ven que te...
—¡Panadera! ¡Que las manos se van a la masa! Je, je.
—¿Panadera? Soy tu condesa, mein Schatz.
—Espera, me suelto el corpiño…
Que me aspen. Dos vampiresas acarameladas. Cuando se lo
cuente a Elbi...
Al oír ruido de lenguas, Enara carraspeó antes de sentirse fuera
de lugar. Se giraron. Natasha había hecho amago de transformarse
antes y una feliz cola surgía de las faldas de su vestido, amén de un
pelaje que cubría toda la piel al descubierto y unos ojos felinos.
Volvía a su forma humana.
—Me voy ya. Tranquilas, no saldréis en el informe.
Parpadearon al unísono.
—… ¿por qué? —preguntaron atónitas.
Porque estoy harta de súcubos que acaban en burdeles, de
dragones exhaustos que alimentan calderas, del galtzagorri harto de
trabajar, de que la Guardia Arcana sea como la policía de los
humanos, que les mantiene a raya si protestan por un poco de
justicia. Y de los sacrificios.
—Elise, escribe historias de mujeres que se quieren —
recomendó cariñosamente.

***

Tras mucho papeleo, explicaciones a gritos y elegir por unanimidad


a Adela como nueva alcaldesa, Enara por fin había emprendido el
camino de regreso. Volvía con el deber cumplido, un cesto de
magdalenas de Elise, una bufanda de Natasha y quinientas pesetas
más. Hasta pudo jugar una partida de naipes con Natasha y Elise,
interrumpida por ocasionales y largas visitas de las dos a la cocina
de las que regresaban entre arrumacos. Antes de irse, Elise le contó
que la nueva alcaldesa les propuso dar clases a los escasos niños
del pueblo; Elise les enseñaría inglés, alemán y francés, y Natasha
latín y griego clásico. Tal era el buen humor de Enara que casi ni se
percató del mensajero apurado que se lanzó hacia ella cuando vio
sus armas de guardia arcana.
—¡Disculpe! ¿Viene de Villaverde de las Fuentes?
—¿No será Villanueva de los Fuertes?
—Mierda de mapas —masculló por lo bajini—. Tengo un
telegrama para doña Enara.
—Ego sum.
El mensajero le tendió el mensaje. Sólo cuatro palabras: Enara.
Zangoza. Elbi. Besos. La guardia arcana sonrió feliz.
Carmen Sánchez Baeza (1993, Cuéllar, Segovia) ha publicado
relatos en las antologías benéficas Bajo las estrellas, Renacer y Soy
valiente. En abril de 2022 sale su primera novela, escrita a diez
manos, Batalla por el Olimpo. El Torneo, con Insomnia Ediciones. La
puedes seguir en Twitter en @CarmenSnchez9
Vacíos legales

Carmen Sánchez Baeza


El bosque es un lugar tranquilo donde relajarse pensando en Kaia
hasta que aparece Ander, lanzándome una mirada furibunda y llena
de enfado. Mi hermano no suele cabrearse a menudo, pero cuando
sucede… la tierra tiembla, literalmente. Un periódico ondea en sus
manos antes de lanzármelo para que lea las noticias. En serio,
¿quién sigue leyendo periódicos cuando existe internet?
En primera plana aparece el bombazo de que han encontrado un
pueblo entero de personas bañadas en oro. La hipótesis más
defendida hasta el momento es que una mafia les ha tirado oro
derretido para bañarlas en él y así matarlas de alguna manera.
Repito: la más defendida. La gente está fatal. Otra teoría es que los
habitantes del pueblo están gastándonos una broma (vaya, me parto
con estos bromistas) y que han mandado construir estatuas de oro
que les representen, seguramente con el fin de dar publicidad de
algún tipo a su localidad.
Intuyo la crítica que Ander intenta hacerme. Abro el periódico y
no tardo en ver el rostro de Kaia un poco después. Reprimo un
escalofrío al verla y justo debajo de ella el letrero de
«desaparecida». Mis dedos rozan su rostro antes de volver a mirar a
mi hermano.
—¿Tienes idea de la que has liado, Ainara? —me pregunta—.
Porque seguro que todo esto es cosa tuya.
—No he liado nada —respondo, cerrando el periódico—. Lo
tengo todo bajo control.
A ver, a ver. Puede que esto resulte un poco confuso, pero nada
de lo que ha pasado ha sido culpa mía. Al menos, no directamente.
Hace unos años, a mi hermano le retiraron la beca para seguir
cursando Estudios Humanos, por lo que en mi familia nos vimos
obligados a hacer algo que a día de hoy puede parecer poco ético,
pero que en su momento estaba muy de moda. Pedimos ayuda a La
Encantada.
Bueno, pues a eso mismo tuvimos que recurrir hace unos años,
cuando a Ander le retiraron la beca. Buscó a un pobre muerto de
hambre y consiguió el dinero que le faltaba para poder acabar su
estancia en la Universidad Oculta del Valle Frondoso. No estaban
muy inspirados el día que la nombraron, ya.

El caso es que le pedimos ayuda a La Encantada y con el dinero


que conseguimos Ander pudo volver a la UOVF y nos dio para vivir
holgadamente un tiempo. Cuando llegó mi turno para entrar en la
Universidad, no me aceptaron. En palabras textuales: su vuelo no
desprende la belleza necesaria para entrar a formar parte de
nuestra formidable Universidad, señorita Ocre, por favor, vuelva
cuando me recuerde a un grácil pajarillo y no a un torpe pingüino.
Aquí son todos muy simpáticos, cosas de la inmortalidad.
Así que se me metió entre ceja y ceja ir al mundo humano a
estudiar. Aprovechando que todavía nos quedaba algo del oro
fundido que habíamos adquirido cuando pasó lo de Ander, encontré
la forma de vivir legalmente con los humanos sin que se dieran
cuenta de mi naturaleza feérica. Si el señor que me rechazó por mi
vuelo hubiera prestado más atención a mis dotes de mímesis, ahora
estaría licenciada cum laude y nada de esto habría pasado.
Técnicamente, se podría decir que la culpa fue suya, la verdad.
Lo cierto es que las cosas fueron bastante bien al principio. Todo
era nuevo y excitante. Ander me acompañó los primeros días para
informarme de cosas que debía saber sobre los humanos y después
fue bastante sencillo habituarme a su estilo de vida.
En la universidad conocí a Kaia, una chica rubia con unos ojos
azules que parecían sacados del mismo lago de La Encantada.
Como se suele decir, fue amor a primera vista. Quiero decir, en
serio. Ni siquiera tuve que hechizarla.
Por circunstancias que nada tienen que ver con lo sucedido, Kaia
se vio en la obligación de venirse a vivir conmigo. Fue un tiempo
maravilloso en el que los estudios fueron lo único que no nos
importaba lo más mínimo.

Aun así, era un poco violento tener que cambiar de tema cada
vez que me preguntaba por mi pasado, por mi familia o por cualquier
cosa que yo debía mantener oculta. A veces decía que me había
llamado mi madre por teléfono y me encerraba en el baño para
hablar con ella a través del agua del lavabo. Como una
videollamada, pero en feérico, vaya.
Sin embargo, pasó lo inevitable y el oro que nos quedaba de
nuestro trato con La Encantada se acabó. Mi madre insistía en que
volviera a casa cuanto antes porque si desde la universidad
empezaran a investigar, lo más probable era que acabaran
buscándonos y podría poner en peligro a toda la comunidad feérica.
¿Tantos siglos escondidos y resulta que nos va a delatar la
burocracia? Anda ya.
Pero insistió tanto que acabé por acceder a sus ruegos y regresé
al bosque durante dos días, solo para intentar convencerla de que
estábamos a salvo. Podría encontrar trabajo en el mundo humano y
ganarme la vida desde allí. Pero mi madre tenía otros planes. Ahora
me parece que quizá lo único que quería era que no siguiera con
Kaia, por eso de que el amor entre razas nunca trae nada bueno y
que cuando hay un inmortal involucrado el drama es intenso de
narices. Me hizo una oferta: que trajera a Kaia aquí, al bosque, y la
llevara con La Encantada. Con el oro que sacáramos de ella, podría
seguir estudiando.
Me negué, por supuesto. Y me volví a negar, porque insistió. Y
cuando lo repitió, con razones convincentes y muy razonables, me
fui de allí, con intención de no volver. Pero conocía a mi madre y
sabía que cuando se le metía algo entre ceja y ceja podía ser tan
cabezota como yo.
Así que, por miedo a que hiciera alguna locura mientras yo no
estaba, me dirigí a La Encantada. Quería arrebatarle el peine y que
no pudiera hechizar a nadie más. Bueno, en realidad me daba
bastante igual que hechizara a alguien más, pero no quería que a
Kaia le pasara nada. Como no podía tocar el peine sin convertirme
yo misma en oro, la sorprendí por la espalda y le di un golpe que la
dejó inconsciente. A pesar de ello, tenía el peine aferrado con tanta
fuerza que necesité darle con un palo hasta que lo soltó y se fue con
la corriente del río.
Por lo enfadado que está Ander me puedo imaginar que llegó al
pueblo en el que de pronto todos son estatuas de oro.
—¡No puedes dejar las cosas así! ¡Tienes que arreglarlo! —
Ander me agarra de las alas para detenerme y se pone delante de
mí—. Los humanos se darán cuenta de que algo pasa, ningún
hechizo les hará olvidar algo que afecta a un pueblo entero.
—Déjales que investiguen, a ver adónde les lleva la teoría de la
mafia. Además, tengo cosas más importantes que hacer —replico,
enseñándole la foto de Kaia—. Mi novia ha desaparecido y seguro
que es porque me fui sin decirle nada, sin despedirme y sin…
Seguro que me está buscando, o peor, ¡puede incluso que esto sea
obra de mamá y que la haya atraído hasta aquí!
Con horror, me doy cuenta de que, a pesar de mis intentos por
mantenerla alejada, si tuviera que buscarme, sabría por dónde
empezar. Ander se tapa el rostro con la mano y suspira. Cuando se
enfada de sus alas salen unas chispas verdes que son muy cuquis y
que le quitan toda la seriedad, pero no estoy tan loca como para
decírselo.
—Puede que tengas razón y que sea más importante buscar a
Kaia —reconoce al fin—. Pero solo porque si nos encuentra, ya no
tenemos forma de convertirla en oro y tendríamos que explicarle
muchas cosas.
—¡Ander! ¡No vamos a convertirla en oro!
Me está enfadando y acabo por tirarle el periódico a la cara,
antes de darme la vuelta y alejarme de allí volando. Aun así, todavía
le oigo gritar:
—¡Porque no tenemos cómo!
Evito responderle, porque entonces esto se volverá eterno (otra
de las desventajas de ser inmortal, supongo). Me dirijo hacia las
afueras del bosque. Si, como sospecho, Kaia ha desaparecido
mientras me buscaba, lo más probable es que la señora Encina la
haya visto.
Me detengo en la puerta de su árbol que, a pesar del nombre de
la mujer, es un pino, debido a que ha perdido varios juicios con su
familia y la han echado de su encinar, pero esa es otra historia.
Llamo varias veces al tronco del árbol y al cabo de un rato, la mujer
aparece.
Se puede considerar la encargada de regular el flujo de personas
que van hacia el mundo de los mortales y de que solo entren aquí
aquellos que estén dispuestos a renunciar a su vida anterior.
Supongo que si un mortal la viera pensaría que es una bruja. Antes
de poder abrir la boca y preguntar por Kaia, la señora Encina se me
adelanta.
—¡Golondrinita! ¡Pasa, pasa! Te estaba esperando. ¿Quieres
tomar algo?
Entro en su pino, que es más grande por dentro, y niego con la
cabeza. No es la primera vez que voy a visitarla y no voy a caer en
el error de pedirle una bebida que después me dejará la boca con
sabor a barro durante dos días. No puedo evitar fijarme en que el
interior de su vivienda está agrietado y tiene goteras por las que se
cuela la savia. Ella, muy apañada, ha pegado en los goterones de
miera distintos cuadros con árboles dibujados.
—¿Me estaba esperando? —pregunto, con un nudo en el
estómago.
La señora Encina sonríe enseñando unos dientes afilados antes
de mirarse las uñas.
—Una humana estaba cerca preguntando por ti, bonita. Has
tardado más de lo que esperaba, la verdad. Parecía realmente
angustiada y algo me dijo que, si descubrías que le había sucedido
algo malo, correrías a socorrerla.
Intento disimular mi expresión y las ganas que tengo de agarrarle
del pelo y comprobar si en realidad es una peluca. Si han
denunciado su desaparición en el periódico, significa que lleva
buscándome más tiempo del que yo imaginaba.
—¿Dónde está? ¿Qué quieres a cambio de la información?
No tiene sentido fingir que no me preocupa lo suficiente para
buscarla o que no estoy dispuesta a pagar un precio desorbitado por
conseguir datos que me lleven hasta ella. En otra época,
seguramente la señora Encina era de esas que te pedían a tu
primogénito antes de hacer un trato o puede que se quedaran con tu
alma durante un año y un día para hacer con ella lo que se le
antojase. La verdad, no hay más que verla para comprender que su
instinto maternal quedó atrás hace tiempo.
Para mi sorpresa saca un papel bastante arrugado y amarillento
y me lo tiende. Le echo un vistazo por encima y compruebo que es
una petición para que los seres feéricos nos deshagamos de las
antenas que hay por los alrededores del bosque.
—Quiero que firmes esto y nos quiten todas esas ondas que nos
traen vibraciones malignas.

Termino de leer el documento y la miro.


—Es contra el 5G —comento.
—Pues claro que es contra el 5G —conviene—. En el momento
en el que lo pongan, tendrán a todo el mundo tan controlado que
será imposible que no nos descubran y nuestros secretos milenarios
quedarán al descubierto.
Me quedo callada durante unos segundos, pensando en si
merece la pena responderle o no y finalmente me encojo de
hombros. Encontrar a Kaia es más importante que tener acceso a
internet. Ya encontraré una solución cuando ella no esté en peligro.
Firmo la petición y me quedo mirando a la señora Encina, a la
espera de la información. La anciana coge el papel y cuenta las
firmas que lleva hasta el momento. Con una sonrisa de satisfacción
vuelve hacia mí y pone los brazos en jarras.

La señora Encina hace un gesto con la mano, invitándome de


malas maneras a salir de su pino. No me molesto en despedirme de
ella. Debo darme prisa y encontrar a Kaia antes de que se haga de
noche. Espero que hasta ahora no le haya pasado nada y que
Guren se haya comportado.
Normalmente, la manada de Guren suele disimular un poco sus
huellas por el bosque, aunque es una tontería enorme, ya que los
que estén lo suficientemente locos para encontrarlos no tendrían
problema alguno en localizar su olor. Sin embargo, como su rastro
es más que evidente, no tardo en encontrarles, junto a un montículo
que se alza en un claro del bosque. Parece que estén esperando la
luna llena con los brazos abiertos. Me quedo parada entre las ramas
de un árbol, intentando localizar a Kaia entre ellos. Al no verla, miro
también a través de la maleza que está detrás del claro, pero
tampoco está allí. Me resigno y desciendo hasta donde se encuentra
Guren, que no se sobresalta al verme y tampoco parece
sorprendido, más bien irritado por haberlo hecho esperar.
—Has tardado mucho —replica Guren en cuanto me pongo
frente a él. Lanza una mirada al cielo, que empieza a oscurecer—.
Aunque bien podrías haber tardado un poco más.
Su sonrisa recuerda a la del lobo en el que se convertirá en
cuanto salga la luna llena. Me gustaría sentir miedo por lo que
podría hacerme, pero me preocupa más lo que pueda pasarle a
Kaia.

—¿Dónde está?
Su sonrisa se ensancha un poco más antes de negar con la
cabeza.
—Esa no es la pregunta correcta, pajarito.
—¿Qué es lo que quieres?
Hay muchas más preguntas que quiero hacerle. ¿Cuánto tiempo
ha pasado Kaia con ellos? ¿Está bien? ¿Por qué tiene flecos su
camiseta? ¿De verdad piensa que es normal ese peinado? Pero
debo centrarme, lo más importante ahora es recuperarla.
—Quiero proponerte un trato.
Frunzo el ceño y estoy bastante segura de que las chispas que
salen de mis alas me quitan toda la seriedad, como ha pasado antes
con Ander, pero no me importa.
—No estoy dispuesta a intercambiarla, por nada —aclaro—. No
me pertenece y tampoco a ti.
Guren se ríe o puede que gruña, no me queda muy claro.

—Escúchame, Ainara —empieza a decir con calma, una calma


que da bastante mal rollo—. Sabes que en la manada estamos
pasando una de las peores crisis de nuestra historia: cada vez
somos menos y más ancianos.
Empiezo a ver cuáles son sus intenciones y no me gustan nada.
—Ah, no. Ni hablar. No vas a convertir a mi novia.
—Pero, ¿quieres dejarme hablar? —Me callo, a ver qué suelta el
pánfilo este—. Hemos pedido una ayuda a la delegación, porque las
cosas no van bien tampoco económicamente. Pero nos la han
denegado porque no somos suficientes. La buena noticia… —Guren
sonríe de nuevo— es que solo necesitamos dos más para que nos
concedan la ayuda.
Miro a mi alrededor y veo que me están rodeando. ¿Son
imbéciles o es que no han visto que puedo volar? Cruzo los brazos y
clavo la vista en Guren.
—Ha aparecido un pueblo en el que gran parte de los habitantes
se han convertido en estatuas de oro. Ya sabes, como si fuera obra
de La Encantada. Quizá puedas hacerte con uno o dos de esos
humanos y soltar a Kaia.
Guren parece estar pensándoselo en serio, pero en vista de lo
poco que falta para que anochezca, tardará menos en convertirnos
a Kaia y a mí que en ver que mi solución es más razonable. ¿Me
mirará muy mal si me pongo a gritar como una loca el nombre de mi
novia?
—Eso solucionaría el problema del dinero, pero no el de que nos
estamos extinguiendo. Los humanos cada vez son más precavidos y
tienen más formas de estar sobre aviso con nosotros. Además,
cuentan con dispositivos que pueden delatarnos, por lo que es muy
arriesgado adentrarnos en una aldea.
El hombre lobo niega con la cabeza y se acerca a mí, que
empiezo a agitar las alas. No es que me asuste, pero es una medida
de prevención innata, ¿vale? Mi cuerpo reacciona cuando intuye el
peligro.

—Tengo una idea —digo entonces, intentando mantener la


dignidad. Guren alza las cejas, interesado—. Pero antes quiero
comprobar que Kaia está bien.
Parece dudar unos instantes, pero finalmente hace un gesto con
la mano y de detrás de unos árboles veo la melena rubia de Kaia,
algo sucia y alborotada, y sus enormes ojos azules que me miran
con pánico. Quizá debería haberle dicho antes qué clase de criatura
era, pero no me hubiera creído. A pesar de las circunstancias, está
preciosa y siento que se me acelera el corazón solo con verla. Está
bien. Voy a sacarla de esta y después haré frente a lo que sea que
vaya a decirme.
—¿Ainara? —me pregunta.
Asiento y veo que sus ojos se llenan de lágrimas antes de negar
con la cabeza. Tampoco tenía que haberla dejado sola, ni haberle
hablado de esta zona… Puede que todo esto sí que esté pasando
por mi culpa, después de todo.
—Vamos a salir de esta, ¿me oyes?
Mueve la cabeza y detrás del pánico que hay en sus ojos azules,
veo con claridad que todavía me quiere. Aprieto los labios antes de
girarme hacia Guren de nuevo.
—Hechizaré a los humanos para que se adentren en el bosque
—le digo—. Sin aparatos raros y sin acompañantes. Así tendrás lo
que querías. Tu manada volverá a ser abundante y os darán la
ayuda económica, incluso aunque te quedes con alguno de los
habitantes del pueblo convertidos en oro.
La avispada mirada de Guren se posa en mí, intentando entrever
si estoy tratando de engañarlo. Ay, qué más quisiera yo, pero no
funciono bien bajo presión.
—Está bien —accede—. Solo una cosa más. —Agarra a Kaia del
brazo y la acerca a nosotros, observándola con atención—. La
humana tendrá que olvidar todo lo que ha vivido estos días.
Kaia lo mira con la boca abierta y después se gira hacia mí,
puede que preguntándose si soy tan horrible que lo haría. Me encojo
de hombros y sonrío, viendo un pequeño fallo en su petición.
—Como quieras, Guren.
Extiendo la mano hacia Kaia y el hombre lobo la suelta. Mi novia,
suponiendo que quiera seguir siéndolo, tarda unos segundos en
reaccionar. Intento no meterle prisa, aunque cada vez está más
oscuro y pronto saldrá la luna. No es que me asuste la manada,
que, como bien ha dicho Guren, cada vez es más escasa y anciana,
pero no está de más tratar con esta gente cuando tienen aspecto de
inofensivos humanos y no cuando son lobos gigantescos.
Cuando Kaia se acerca a mí la abrazo, antes de que pueda
echar a correr. Quiero disculparme por todo lo que habrá tenido que
pasar por mi culpa, pero ya habrá tiempo para eso. Ahora me vale
con saber que está bien. La sujeto con fuerza antes de alejarme
volando de allí.
—¡Recuerda que tenemos un trato, pajarillo! —grita Guren y el
final de la frase se acaba convirtiendo en un aullido.
Me detengo en la rama de un roble, lo suficientemente alejada
para que no nos encuentren. Kaia sigue conmocionada y me mira
como si no pudiera creer lo que está pasando. Le aparto un mechón
de pelo de su rostro y me contengo para no besarla.

—Lo siento —le digo—. Por todo. No tenía que haberme


marchado sin avisarte, no tenía que haberte ocultado qué soy en
realidad.
Kaia rompe a llorar y se acerca a mí. Pone una mano sobre mi
rostro y me besa. Un alivio inmenso me invade y por un segundo me
olvido del trato que he hecho con Guren y de la que me va a caer
encima cuando La Encantada descubra que fui yo la que provocó el
asunto del pueblo. No sé muy bien cómo, pero descubro que
también he empezado a llorar.
—Estaba tan preocupada por ti —me susurra, con las manos
todavía detenidas en mi cara—. Tenía tanto miedo… y luego…
aparecieron…
Empieza a temblar y por un momento temo que se caiga del
árbol. Respiro hondo.

—Te prometo que te lo contaré todo y te lo explicaré con calma.


No sabía que habías venido a buscarme, si lo hubiera sabido te
habría encontrado mucho antes.
Se seca las lágrimas y niega con la cabeza.
—No quiero olvidarme de esto. Seguro que también tendría que
olvidarme de ti. No quiero, Ainara.
Sus ojos me atraviesan como un puñal y el miedo que siento a
que rechace lo que voy a proponerle se hace más fuerte.
—Hay una forma… con la que puedo cumplir el trato que he
hecho con Guren y con la que podrías mantener tus recuerdos
intactos. —Kaia guarda silencio, así que me obligo a seguir—.
Podría convertirte en alguien como yo. Si tú quieres, claro.
La verdad es que espero que la señora Encina me haga el favor
a cambio de otra firma más para la retirada de las antenas. Kaia no
responde en un largo rato, en el que compruebo que la luna ya ha
salido, algunos pájaros revolotean por el cielo y un búho nos
observa con atención. Será cotilla. Un aullido se oye a lo lejos y veo
que mi novia se estremece.

—¿Eres un hada? —me pregunta.


Es un poco tarde para entrar en denominaciones más complejas,
ya tendré tiempo de enseñarle una larga lista con todos los seres
que habitan en el bosque, si es que decide quedarse conmigo.
—Supongo que sí.
—Es la primera vez que te veo así, ¿es tu auténtica forma? —
Asiento y veo un destello de decepción en sus ojos—. ¿Podría…? Si
te digo que sí, ¿podría hacer lo mismo que tú? Quiero decir, mostrar
una apariencia humana.

Sus dedos se entrelazan con los míos y siento que se me va a


escapar el corazón del pecho. Vuelvo a asentir, intuyendo cuáles
son sus intenciones.
—Sí. Podríamos… volver a la universidad bajo una apariencia
humana. Incluso… vivir en la ciudad el tiempo que fuera necesario y
después volver aquí. Te convertirías en inmortal.
—¡¿Eres inmortal?!
Su grito espanta al búho, pero yo me limito a sonreír. Eso
también solucionaría el problema de mi madre con los mortales y no
podría ponerme pegas. Además, yo me he comprometido a que la
humana olvide todo lo que ha vivido estos días, pero si ya no es
humana… Me encantan los vacíos legales.
Kaia vuelve a besarme y yo la abrazo con fuerza.
—¿Eso es un sí? —me atrevo a preguntar cuando nos
separamos.
En sus ojos ya no hay ni rastro del pánico que ha mostrado y
tampoco de la más ligera duda. Se incorpora y yo la imito, quedando
a su altura. Se aferra a mi cintura sin dejar de mirarme a los ojos.
—Sí, Ainara.
Parece una decisión demasiado importante como para tomarla a
la ligera y sin pararse a pensar en las consecuencias, pero no seré
yo la que le ponga pegas al asunto.
La aprieto contra mí antes de alzar el vuelo hasta el pino de la
señora Encina. La luna llena se alza en el cielo, iluminando el
bosque, mientras a lo lejos se oye otro aullido. Ya habrá tiempo de
cumplir la otra promesa que le he hecho a Guren.
Raquel S. Cambronero (Daimiel, 1996) es profesora de historia,
geografía e historia del arte. Entusiasta por naturaleza, siempre
tiene algún nuevo proyecto entre manos. Ha publicado Grita niña,
niña (Antología Talasofilia, 2020), Cicatrices en el firmamento (Bajo
las estrellas, 2020) y El espectáculo debe continuar (Se armó el
Belén, 2020). Además, ha participado en dos tomos de las
antologías Mujeres Antiguas y ha sido premiada en varios concursos
de escritura en los últimos años. También es parte de
@fantasiatextual, donde reseña libros y organiza actividades junto a
sus compañeras. Tiene un inmenso cariño a El latido de las piedras
porque le ha permitido explorar en la fantasía uno de sus temas
favoritos: la preservación del patrimonio. Puedes encontrarla en
Twitter como @katafilei
El latido de las piedras

Raquel S. Cambronero
La impresionante visión que tenía ante sí le robó el aliento. Había
pasado toda su vida pendiente de los destellos de realidad que
vibraban en la piel y volvían más pesada la respiración; de ahí su
carrera, su mirada soñadora y toda la pasión que ponía a lo
cotidiano. Sin embargo, en ocasiones, aquella persecución de las
experiencias más puras también la había llevado a la
desesperación, como en aquel instante.
Corinne recordaba la letanía que no había dejado de susurrar en
el archivo cuando había visto la noticia. «No, no, no. ¡No puede
hacer eso!». Se había roto al comprender que aquello podría
arruinar toda su tesis. El miedo que atenazaba sus entrañas era
propio de quien persigue sueños y los ve tambalearse una y otra
vez. No era el primer desastre patrimonial al que asistía, pero era su
tragedia.
El titular del periódico se le había clavado en el corazón y los
pulmones: «El Juicio Final de la iglesia de Chamiuvais se avecina».
Se mencionaba una posible compra, pero no para su conservación,
sino porque la zona pasaba a manos de una gran empresa que
quería montar un complejo turístico y balneario. La iglesia iba a
desaparecer, lo sabía.
Se había desplazado hasta la ciudad más cercana. Apenas
había parado para dejar el equipaje en el hostal y había vuelto al
coche para perderse en la naturaleza hasta llegar a la que una vez
fue la villa de Chamiuvais. Solo la iglesia, olvidada y deteriorada, se
alzaba en recuerdo de lo que había sido aquel paraje entre
montañas. Se había enamorado de aquel edificio en un viaje con
sus padres y lo había tomado para su investigación universitaria
después de la carrera. La piel se le erizaba al contemplarla.
Necesitaba saber si algo había ocurrido ya y quería registrarlo
todo antes de que la iglesia sufriera el nefasto final que se le
vaticinaba. El edificio gótico era una joya en sí misma, pero también
un tesoro olvidado como tantos otros. Había soportado diversos
avatares con los siglos: incendios, terremotos, conflictos bélicos…,
pero el abandono de la villa había sido su canto de cisne. Las ruinas
de Chamiuvais eran un reclamo para la gente de la zona, pero no
estaban musealizadas ni puestas en valor y, por consiguiente, nada
las protegía. Aunque en ciertos lugares se delineaba aún el
esqueleto de otras construcciones de la villa, el más bello de todos
los fantasmas era la emblemática iglesia. Mantenía una belleza
mística, a pesar de la torre que había perdido y de que la piedra que
dibujaba el rosetón ya solo soportaba la mitad de sus vidrieras. Pero
el Juicio Final de su portada seguía casi intacto, proclamando una
sentencia que parecía oscilar sobre sí misma.
En el interior había escombros, pues algunas zonas habían
caído presas del tiempo. Apenas quedaban más recuerdos que los
que se aferraban y fundían en sus muros, la iglesia estaba
prácticamente desnuda. Todo había sido expoliado, aunque los
archivos recordaban la gloria que poseyó. Corinne veía la potencia
de dama orgullosa, de valedora de la ciudad, que Santa María de
Chamiuvais seguía teniendo. Sus dedos recorrieron las marcas de
cantero que había estado analizando aquellas semanas y su
corazón se encogió al ver los derrumbes. Entendía, en cierta parte,
que aquello solo pudiera dar sensación de caos; había que enseñar
a mirar, a leer y observar la belleza. Se aprendía a reconocer la
esencia de lo que una vez fue.
Situada detrás del altar, tras un pausado paseo, observó la
iglesia en toda su extensión. Se permitió cerrar los ojos y respirar
con lentitud; dejó salir toda la frustración que había sentido desde
hacía días. Sin embargo, solo consiguió que una lágrima surcase su
mejilla. Al secarla y abrir los ojos, toda la paz que aquel lugar le
otorgaba desapareció. En medio de la nave central, bajo el crucero,
una figura alada la observaba. Su corazón se paralizó y una
exclamación enmudeció en sus labios. El ser, que la observaba con
atención calculadora, se sobresaltó igualmente al descubrir que ella
lo había detectado. Cuando la criatura curvó las alas y se lanzó
hacia delante, Corinne ahogó un grito y se dejó caer detrás del altar.
Sacó a prisas el móvil y llamó a emergencias con las manos
agitándose frenéticamente.
—Servicio de asistencia, ¿en qué puedo ayudarle?
La voz quedó ahogada por el impacto de algo pesado sobre el
altar. Una voz gutural y ronca habló encima de ella.
—¿Me ves?
La joven cerró los ojos presa del pánico.
—Yo… estoy… he visto —empezó a gimotear contra el teléfono
—. Por favor, por favor… es imposible.
Sintió las lágrimas caer. Notaba a la criatura observándola desde
arriba. Daba igual lo que dijera a los de emergencias, moriría antes
de que llegasen. Aquel animal, o lo que fuera, la tenía a su alcance.
—Me has visto —afirmó la criatura.
Su terror se incrementó al sentir un tacto frío sobre la mano en la
que sostenía el teléfono. Aferró el móvil contra su oído, pero sintió
un tirón.
—Por favor, ¡me está atacando! Estoy en… —empezó a gritar.
—No voy a dañarte —gruñó el ser.
El móvil salió de su mano y, unos segundos después, la criatura
se posicionó delante de ella haciendo temblar el suelo. La
respiración ajena era gélida, pero lo que contempló la dejó helada.
El rostro tenía cierto aspecto humano; sin embargo, los ojos eran
solo pupilas y la nariz achatada estaba arrugada. El gesto la hacía
mostrar unos dientes afilados.
—¿Qué buscas?
La rígida piel del ser apenas se movió al hablar, solo las
comisuras parecieron doblarse para no quebrarse en mil pedazos.
Corinne se encogió, temblando y con el cabello rubio cayendo sobre
sus ojos. Ante su silencio, la criatura se apartó de ella y se irguió
sobre ambas piernas. Pese a su aspecto grotesco, su cuerpo poseía
caracteres humanoides. Solo en ese momento, para su horror, se
percató de que manos y pies eran garras. Única y exclusivamente
garras.
—¿Por qué visitas Santa María de Chamiuvais?
Al extender las alas cubrió el retablo, pero el nombre de la iglesia
en labios del ser se le antojó humano. Lo pronunciaba con un deje
cariñoso, como si acariciase cada parte de la esencia del templo,
como el susurro de un enamorado. Aun así, la joven se removió
para cambiar de posición, quería impulsarse y correr, aunque no
creía poder llegar muy lejos.
—Estudio… Chamiuvais —murmuró Corinne con la voz trabada
—. Vi el anuncio… Van a tirarla… Tuve que venir.
Pese a sus palabras rotas e inconexas, la criatura siguió la
conversación.
—¿Para qué?
Corinne la miró solo unos segundos, paralizada por el pánico.
Notaba cada latido que el corazón lanzaba a través de su cuerpo.
—No puedo dejar que la tiren —confesó. Pese al miedo, la
intensidad de sus sentimientos se derramó en aquellas palabras—.
Solo era cuestión de tiempo que con mi trabajo y el de mis
compañeros consiguiéramos que la declarasen bien cultural.
La criatura la observó, después asintió. Empezó a moverse por
el presbiterio y Corinne descubrió que los fuertes músculos de su
espalda sostenían las alas en una tensión perfecta, solo capaz de
ser recreada por los mejores maestros. Sin embargo, no miró más;
aprovechó el descuido y salió del ábside a toda prisa.
—Puedes verme porque quieres proteger Chamiuvais. —La voz
grave rebotó en las paredes, proyectándose a toda la iglesia—. No
soy un peligro para ti. Yo protejo este lugar, yo cuido de Santa María
de Chamiuvais.
Corinne se permitió echar un vistazo atrás, sorprendida, pero sin
detenerse. El ser había alzado los ojos hacía la cúpula. Sus dientes
eran amenazadores, sus alas proyectaban una sombra temible y su
rostro anunciaba el fin del mundo, pero la luz de las vidrieras
coloreaba su piel envolviéndola en el halo celestial del gótico.
—¿Qué eres?
—Mavre —se presentó. Entonces, giró el rostro y la miró
directamente—. La última gárgola de Chamiuvais.

***

Tras huir, Corinne había pasado toda la tarde encerrada en una


cafetería entre tés calientes y dulces caseros, revisando todo lo que
tenía sobre Chamiuvais. Quería buscar aquella criatura en el tiempo.
Leyendas, mitos y habladurías se habían convertido, de pronto, en
historia, igual que el silencio. Su búsqueda se amplió a las gárgolas,
pero no había información abundante y solía acabar en cuestiones
artísticas: esculturas concebidas para prevenir al fiel y alejar el mal.
Pero nada la calmó y, al día siguiente, decidió volver a la iglesia.
Advirtió a varios amigos y familiares de dónde estaría, por si
acaso, pero no contó qué había descubierto. No la creerían.
Tampoco creía que sirvieran de mucho contra el pétreo cuerpo de la
gárgola los cuchillos que había robado en el desayuno, pero no
podía simplemente ir desprotegida. Cuando llegó a la iglesia
perdida, la criatura estaba encaramada en la solitaria torre. Pese a
su inquietud, Corinne pasó al interior y se armó de un valor que no
sentía, el suficiente para acabar conversando con la guardiana poco
después.
—Vino por primera vez hace un par de años. Siempre hablaba
de negocios —relató la gárgola.
Estaba sentada dentro de una de las hornacinas de la iglesia. La
escultura correspondiente había desaparecido, pero Mavre parecía
ser su legítima dueña.
—Es el hombre que comprará todo; dicen que se lo darán
porque su empresa… es…
Corinne bufó, apagó la pantalla del móvil recién recuperado y,
con un movimiento de mano, indicó que no podía explicar la
magnitud de aquello. El recelo la seguía corroyendo por dentro, pero
sentía cierta curiosidad y expectación. Las mismas emociones que
de niña la hacían fascinarse con los desplegables de los cuentos o
con las adivinanzas; sensaciones similares a las que la habían
llevado a la universidad para desentrañar antiguos misterios. Más
allá de su aspecto, la gárgola no parecía peligrosa, solo algo ruda.
—¿No tienes forma de impedirlo? —le preguntó a Mavre.
La criatura saltó al suelo. Cada vez que esta se movía, Corinne
tenía la sensación de ver cobrar vida a una vieja estatua y, en el
silencio sobrecogedor de la iglesia, todos los gestos parecían
producir eco. Se tensó al ver que se acercaba. No podía apartar la
vista de sus dedos engarfiados, ni olvidar la brutalidad de su
dentadura.
—Puedo espantar humanos, proteger los tesoros del templo y
cuidar los muros de Santa María de Chamiuvais —dijo Mavre. Sus
ojos se desviaron hacia el coro sobreelevado—. Pero esas
máquinas que traerán…
—Creo que la desmantelarán poco a poco, seguro que venderán
partes a coleccionistas. El arte nunca desaparece por completo.
Corinne escuchó algo similar a rocas entrechocar cuando la otra
apretó la mandíbula. Encendió el móvil de nuevo, pero no se
concentró en lo que leía. Sabía que la gárgola se acercaba.
—¿Cómo es que no te ve el resto? —preguntó de golpe.
Se atrevió a alzar el rostro y mirarla. Pese a que los ojos ajenos
eran de tono completamente broncíneo, creyó ver cierta humanidad
en ellos.
—La cuestión es, más bien, por qué lo haces tú —aclaró la
gárgola, acomodando sus alas—. Pasamos desapercibidas, nos
procesan como estatuas o parte de la decoración. Pero tú de verdad
quieres salvar mi hogar, el templo que guardo. No solo crees que el
arte debe ser protegido o tienes cariño a esta iglesia. Harías lo que
fuera por Santa María de Chamiuvais y, por ello, te has convertido
en otra guardiana, como yo.
Corinne se horrorizó.
—¿Me convertiré en gárgola?
—No —rio divertida Mavre—. Nosotras nacemos, pero tus
sentimientos por Chamiuvais son tan fuertes que se te han
desvelado todos sus secretos.
—Una iniciada —murmuró Corinne.
Sus ojos se abrieron al comprender más todo el misticismo que
rodeaba a las construcciones religiosas medievales, sorprendida por
aquella revelación.
—Una iniciada —afirmó la gárgola mostrando en una sonrisa sus
dientes puntiagudos.

***

Corinne rio y negó con la cabeza. Según pasaban los días iba
descubriendo que la gárgola era mucho más de lo que parecía.
Aunque había leído y releído numerosos artículos, ninguno le daba
la información que recibía de ella día a día.
—Discutieron mucho —aseguró. Creyó verla encogerse de
hombros, pero sus alas la cubrían como si fuera una capa—. Yo
tampoco quería que se pusieran de acuerdo, no me gustan las
modificaciones en la iglesia.
Observó a la criatura con atención y esbozó una sonrisa
ladeada.
—El edificio es un organismo vivo —indicó Corinne continuando
su paseo—. Lo normal es que cambie y sufra reparaciones a lo
largo de los siglos. Qué mal lo hubieras pasado si hubiera
mantenido su esplendor, imagínate soportando que le metiesen
instalaciones eléctricas.
Su tono era burlón, pero la actitud de la gárgola era taciturna.
Cuando llegó al final de la tribuna, se apoyó en la balaustrada y la
miró.
—Si eso hubiera ocurrido, Chamiuvais no sería un esqueleto en
descomposición ni yo su última gárgola.
—¿Cuántas fuisteis? —preguntó tragando saliva.
Trataba de ser cuidadosa en presencia de Mavre; por bien que
se hubiera adaptado a ella, no dejaba de ser una criatura ancestral.
No podía comprender, aún, cada reacción, pero intuía que tarde o
temprano sabría leerlas todas.
—Tres. —Las palabras de la gárgola siempre fascinaban a
Corinne, tanto como los juegos de luz de Chamiuvais—. Pyrit
pereció cuando el olvido llegó. Tormali se fue; no aguantó ver cómo
languidecía.
Su voz rezumaba traición. Instintivamente, Corinne alargó la
mano para apoyarla en el hombro de Mavre y darle un consuelo
silencioso que no sabía llenar con palabras. Cuando ambas pieles
entraron en contacto, las dos fueron conscientes del gesto. Se
sorprendió al sentir la piel de la gárgola tan parecida a la suya, más
fría y dura, pero piel al fin y al cabo. Sin embargo, el ala era distinta,
más viscosa y rugosa. Se convenció de no apartar la mano y supo
que Mavre lo agradecía. Al menos, así lo creyó hasta que la vio
moverse con brusquedad y enseñar los dientes. El corazón de
Corinne se detuvo.
La criatura se encaramó al murete y saltó al vacío. La joven
contuvo el aliento al verla volar hacia el rosetón y engancharse en
él. Con un movimiento de mano, Mavre le pidió quietud. Solo
entonces, Corinne escuchó las voces. El murmullo exterior resonaba
atronador en aquel espacio vacío. Se incrementó cuando,
desoyendo a la gárgola, Corinne avanzó por la tribuna.
—Algunas cosas se podrán conservar… Tenemos
compradores…
Vislumbró a tres hombres a través de los vanos. Con cierto
reparo, se pegó a la pared saliendo del punto de visión y descubrió
a Mavre sosteniéndose con las garras en la piedra muy cerca de
ella. Había seguido, desde dentro, las voces. Sus facciones estaban
contraídas y el rostro irradiaba furia. Corinne no necesitó más que
aquella expresión de enfado para saber quiénes eran.
—Tres semanas. Desvalijaremos lo servible en poco tiempo y,
luego, iremos con el trabajo duro. ¿Le parecerá bien a su jefe?

***

La desazón había invadido su cuerpo. Llevaba todo su material cada


día para poder revisarlo con Mavre, aunque en ocasiones Corinne
se quedaba en la ciudad para buscar online. La gárgola, sin
embargo, parecía resignarse cada vez más.
—Tiene que haber algo que podamos hacer
Estaban en una de las capillas desvalijadas. Corinne tenía el
portátil sobre las piernas y pasaba de un documento a otro
hábilmente. Siempre había anhelado contribuir con su investigación
para declarar Chamiuvais bien público, pero se quedaban sin
tiempo. Era una lucha desesperada y a contrarreloj.
—Los viejos métodos no funcionarán —aseguró la gárgola
pasando páginas a libros de patrimonio—. Acabarán con esto
porque no creen en demonios, ni espíritus… y tampoco en custodiar
este lugar. No será el primer edificio que, después de caer en el
olvido, sea víctima del presente, Corinne.
Su tono era lúgubre, con un aire melancólico. La joven apartó
con cuidado el ordenador y gateó hasta situarse cerca de su
compañera.
—Sé que es complicado, pero… —Corinne se calló porque no
sabía qué decir. No quería darle falsas esperanzas, aunque en ella
pervivía la ilusión y la fuerza de luchar por lo que era justo—.
¿Podrías ir a otro templo?
Mavre no respondió. Se observaron un rato hasta que la gárgola,
con un pequeño gruñido, se echó hacia atrás y se apoyó en la
pared. Se cubrió con las alas y cerró los ojos. Corinne esbozó una
mueca.
—Debería irme, es tarde —murmuró con la pesadez de lo
inevitable pendiendo sobre ella.
Cada noche permanecía más tiempo en Chamiuvais. Había
pasado tanto tiempo allí que creía poder recrear la iglesia en su
imaginación a la perfección. Si antes la conocía detalladamente, en
aquel instante reconocía su esencia y alma.
—Volveré mañana temprano —prometió.
Cada noche, Mavre parecía perder más las ganas de continuar,
pero Corinne no quería dejar que se sumiera en la derrota. No
quería perder Chamiuvais y tampoco ver así a la gárgola. Fue
conduciendo de vuelta al hostal cuando tomó una decisión. La idea
llevaba rondándole desde hacía un par de noches. Al llegar al
hostal, encendió el ordenador y rastreó proyectos similares. El
mundo estaba cambiando y, con él, los métodos de acción. Escribió
a la universidad para avisarles de lo que iba a hacer y pasó la noche
despierta iniciando lo que consideraba un grito de auxilio.
Cuando a la mañana siguiente llegó a Chamiuvais, Mavre la
esperaba apoyada en el parteluz de la portada principal. Pero la
potencia que la criatura suponía como añadido no le robaba
protagonismo ni fuerza a lo esculpido. Se integraba a la perfección;
Corinne comprendió una vez más que Mavre pertenecía a Santa
María de Chamiuvais.
—¿Estás bien?
La preocupación en su voz hizo sonreír dulcemente a la chica.
Un pequeño cosquilleo se instaló en su nuca al saber que Mavre
reconocía que había cambiado la rutina al aparecer sin café y con el
sol ya en lo alto.
—Sí, ayer trabajé hasta tarde, perdón —dijo mientras
descargaba del coche varias mochilas—. Tengo que enseñarte algo.
No sé si funcionará, pero es nuestra mejor opción.
El brillo en los ojos de la gárgola fue suficiente para que aquello
mereciese la pena. Corinne le guiñó un ojo al pasar por su lado y,
una vez dentro, le enseñó la avanzadilla que había lanzado de
madrugada. Esperaba que las redes sociales y la web que había
creado para Santa María de Chamiuvais no la turbasen.
—Internet tiene cosas de las que cuidarse, pero también es uno
de los lugares más emocionantes y potenciales que existen —
explicó Corinne. Sentía a Mavre respirar sobre su hombro—. Lo he
inscrito bajo mi investigación, para que no haya problemas.
Divulgación científica. Era algo que quería probar de todas formas.
Si somos lo suficientemente activas y creamos contenido atractivo…
podría ayudar. Si generamos interés… no digo que salvemos
Chamiuvais seguro, pero puede que detenga lo inminente.
La gárgola miraba la pantalla con perplejidad. Aunque no era
ajena a los avances, su contacto había sido residual. Corinne sacó
su cámara y apuntó hacia Mavre.
—Esta mañana tenía mensajes de asociaciones y cuentas de
patrimonio preguntando y clamando por que no se hubiera hecho
más ruido de esto —comentó. La criatura la miró y Corinne disparó
la foto. Ahogó una risa al descubrir que no salía en ella, pero una de
las columnillas dejaba entrever un rostro aterrador que no estaba allí
—. Así que vosotras complicáis nuestras investigaciones. Debería
enfadarme con usted, Mavre —bromeó antes de sacarle la lengua y
caminar hasta colocarse debajo del crucero. Extendió los brazos y
esbozó una sonrisa pícara—. Prepárate para que haga de Santa
María de Chamiuvais la iglesia más postureta de la red.

***
Se despidió agitando la mano y, cuando Mavre cortó el video,
Corinne lanzó un suspiro y alzó la vista a la bóveda de crucería.
Había dejado de contar los vídeos y fotografías preparados a
detalle, los artículos que le habían pedido y las entrevistas que
había hecho.
—Voy a tener envidia —dijo Mavre—. Ya no soy la única
guardiana de Chamiuvais.
Observó a la gárgola recoger los instrumentos tecnológicos, pura
incoherencia en aquel espacio ancestral. El proyecto iba bien, pero
su mayor conquista era aquella. La gárgola sonreía, se mostraba
cercana, compartía más con ella y se interesaba por el mundo fuera
de sus dominios. Corinne deseaba plasmar todo aquello en su tesis,
pero no podía. Aun así, cada palabra y gesto de Mavre le daba
fuerza.
—Ojalá pudieras salir tú —dijo mientras cogía el ordenador para
descargar las imágenes.
Los vídeos se habían vuelto virales y Corinne comenzaba a
perder la vergüenza. Ya se estaban recogiendo firmas y la
universidad había elevado una consulta a las administraciones
competentes. Además, algunos ayuntamientos y vecinos cercanos
se estaban movilizando. El proyecto no dejaba de crecer.
—Si descubren un demonio alado en la iglesia, igual vienen a
tirarla piedra a piedra tus followers —comentó Mavre enarcando una
ceja.
No estaba segura de la expectación que causaría, pero a
Corinne le hubiera gustado mostrarle al mundo que había alguien
más luchando junto a ella, que cubría sus espaldas y le prestaba su
aliento cuando se sentía desfallecer. También le hubiera gustado
captar el cuerpo de Mavre. Parecía moldeado por un artista cariñoso
pero contundente. Las curvas de su figura se entremezclaban con la
dureza de sus músculos de mármol; las alas nacían de su espalda
en perfecta fusión de tejido flexible y potentes trazos. Hasta su
rostro temible tenía delicadeza cuando sonreía. Y sus ojos
mostraban una profunda verdad. A la historiadora del arte le hubiera
gustado tener una muestra de todo lo que era Mavre para no tener
que mirarla cada segundo que pasaban juntas.
Prepararon el portátil en la sacristía, pues desde que Santa
María de Chamiuvais había empezado a llamar la atención, los
curiosos se acercaban. Mientras maquetaban el vídeo, con Mavre
opinando ya sobre los filtros, alguien entró en el templo. El intruso
las localizó por las risitas aisladas; voces de alguien que conversaba
en soledad. Mavre fue la primera en percatarse, pero Corinne no lo
supo hasta que alzó la vista y descubrió que su compañera era solo
una estatua. Parpadeó confusa al reconocerla a través de la piedra
envejecida y enmohecida. Alargó la mano para tocar la piedra y
murmuró su nombre sin comprender, hasta que escuchó una voz a
sus espaldas.
—Se acabó.
Al girarse, descubrió una figura enmascarada con un bate.
Corinne cerró con fuerza el portátil y lo apretó, junto a su móvil,
contra su pecho. Sus ojos volaron hacia la gárgola, reconociendo la
razón de su transformación. Controlando los temblores, marcó el
número de emergencias.
—Desista de su proyecto. —El hombre avanzó por la sala
mientras hablaba—. O habrá consecuencias.
El bate destrozó las decoraciones vegetales, llevándose consigo
el arte de siglos. Corinne contuvo la respiración y, con el rabillo del
ojo, comprobó si el móvil que ocultaba entre su pecho y el
ordenador daba llamada.
—Esto es Santa María de Chamiuvais —empezó a decir en alto,
rezando porque la escuchasen. Había aprendido después del
ataque de Mavre—. Usted no puede hacer esto. —Había un tono
nervioso en su voz—. El patrimonio es de todos, y usted y quién lo
mande no pueden arrebatárselo a la humanidad.
No sabía de dónde procedía aquel valor, pero llevaba luchando
mucho por algo que daba sentido a su vida y al ser humano. Su
corazón se detuvo cuando el hombre avanzó hacia la estatua de
Mavre.
—Pare, ¡por favor, pare!
Podría salir de allí por las galerías internas, pero dejaría
expuesta a la gárgola y no quería saber qué ocurriría si la quebraba.
En un movimiento puramente instintivo, Corinne se lanzó delante de
la criatura que en un principio la había aterrorizado y con la que,
ahora, compartía tanto.
—El arte es de todos, no pueden borrarlo —dijo entre lágrimas.
Vio al hombre dudar, pero no tardó en extender el bate hacia
ella.
—El ordenador —exigió—. Y todo el material que tenga para
promocionar este sitio.
No quería cederlo, no podía. Sin embargo, el hombre se acercó
más y Corinne retrocedió hasta chocar contra la fría piedra de
Mavre. Ante los gritos del agresor, extendió el ordenador hacia él y
su móvil cayó, revelándose. El atacante agarró su ordenador y se
agachó rápido a coger las mochilas. Justo entonces Corinne notó
que el apoyo de su espalda fallaba. La piedra se volvió piel, la
respiración de Mavre se convirtió en un grito agónico. Antes de que
el hombre se levantase, la gárgola lo lanzó más allá de la puerta.
Corinne corrió tras ellos. Mavre se ocultaba de la mirada ajena con
una velocidad inusitada. La gárgola se había convertido en un alma
tan cercana a la suya que había olvidado su proceder animal.
El atacante se desplomó en el suelo tras un golpe. Solo entonces
Corinne fue consciente de la velocidad a la que latía su corazón.
Para su sorpresa, Mavre lo arrastró hacia una de las zonas
deterioradas. Un accidente, estaba simulando un accidente.
—Está vivo —gruñó Mavre antes de que Corinne se agachase
sobre él.
Cuando las luces rojas y azules de la policía se proyectaron a
través de las vidrieras, Corinne lloraba sentada en el altar con la
vista fija en el hombre que las había atacado.
***

Corinne se despertó con los músculos doloridos. La tensión de la


tarde anterior y el lugar donde había dormido no eran buena
combinación. Los sucesos corrieron por su mente hasta que esta
paró en seco al reconocer lo que la cubría. Rozó con suavidad el ala
de Mavre. Desprendía calor, no uno que la hubiese protegido en
invierno, pero suficiente para calmar su sueño. Al girarse, descubrió
que la gárgola estaba despierta. Quizá nunca había dormido, no
sabía si dormía. La policía le había sugerido cambiarse de hotel y
Mavre no había querido que estuviese sola en la ciudad. Sabía que
dormir en Chamiuvais no era lo más racional, pero Corinne no había
podido negarse a la gárgola.
—Tengo que mostrarte algo.
Corinne entrecerró los ojos sin saber qué esperar, pero Mavre
retiró su ala y se levantó de la improvisada cama en el arranque de
la torre. La peor cama de su vida, pero cuando las emociones
gobernaban la realidad todo daba un poco igual. Siguió los pasos de
la gárgola hasta el presbiterio y, después, dentro de uno de los
pasillos absidales. En él, Mavre retiró viejos armarios para descubrir
una puerta y la joven no tardó en reconocer qué podía ser. No había
localizado la cripta en su exploración del templo. Corinne la había
dado por colapsada.
—Sigue en pie —susurró con asombro.
La cripta de Chamiuvais no era de las más grandes y era una
más con piezas dispares, sufridora del tráfico de reliquias
medievales y la conmemoración local. Sin embargo, la mirada que
Mavre le lanzó, entre cierto reparo vergonzoso y diversión, le indicó
que había mucho más de lo que esperaba. Tanto más que Corinne
soltó una exclamación incrédula al ver la pequeña habitación
subterránea. Sus ojos no alcanzaban a comprobar todo lo que
había, estaba abarrotada. Imaginó la riqueza que tenía ante sí:
esculturas, tapices, enseres de metales preciosos, antiguos códices
y un sinfín de objetos, todos los tesoros de Chamiuvais.
—Antes de que Pyrit se extinguiera, decidimos guardarlo todo —
explicó Mavre sobre su oído—. Los ladrones vinieron primero a por
lo valioso, pero poco a poco se interesaron por más cosas. Guardé
todo lo que se le podría arrebatar a la iglesia, incluso relieves
cuando se desprendían.
El entusiasmo recorrió a Corinne mezclado con algo más, la
sensación de conectar con el mundo, de ir más allá. El arte le hacía
vibrar el corazón. Se giró hacia Mavre, que se encontraba a escasos
centímetros de ella, y se perdió en su mirada de añoranza y cariño.
Mavre era el alma de Santa María de Chamiuvais, no tenía duda.
—Esto salvará la iglesia —Corinne susurró para no romper la
solemnidad del momento.
Mavre apartó la mirada.
—Debí mostrártelo antes, pero…
Corinne no la dejó acabar. Acarició el rostro de la gárgola. Su
corazón se desbocó, suponía que de la emoción. En el fondo sabía
que era por mucho más.
—Llevas protegiendo este lugar siglos. —La voz de Corinne se
deslizó entre ambas como un puente conciliador y orgulloso—.
Agradezco que lo protejas. Eres la guardiana de Chamiuvais.
—Pero tú no eres cualquiera, te preocupas de corazón —
aseguró la gárgola sin apartarse—. He conocido muy pocos como
tú.
—Y tú eres el ser más excepcional con el que me he encontrado
nunca, el corazón del templo.
Mavre se quedó anclada en los ojos de Corinne y la joven no
separó su mano. Hubo cierto misticismo y naturalismo en aquella
nueva escena que contemplaba la iglesia tras siglos de existencia.
Un deje antiguo, pues el amor recorría el mundo desde que se alzó
la primera piedra, pero también novedoso, como quien pule un
nuevo diamante en busca de una pieza insólita. Corinne y Mavre
avanzaron hacia la otra a la par, con una reverencia olvidada entre
aquellos muros, y cuando sus labios se tocaron, Corinne sintió que
las piedras latían y que su corazón podía fundirse con la roca.

***

Unos meses después, Corinne caminó por el interior de Santa María


de Chamiuvais con todas las miradas puestas en ella. Sus gestos
eran manifiesto vivo de la ilusión que albergaba dentro. Con
palabras solemnes y cargadas de amor, la historiadora del arte abrió
el congreso que se celebraba aquella semana. Una tras otra, las
charlas hilaron la belleza del gótico, la esbeltez que las catedrales
habían conferido a Europa y prometieron que, con el tiempo y tras
un estudio intensivo, Chamiuvais sería devuelta a la humanidad
como la joya que había sido.
El proyecto era más grande de lo que Corinne había esperado
nunca. La emoción vibraba a través de sus venas. Sentada en el
espacio que habían acondicionado en el interior de la iglesia, alzó
los ojos y olvidó a la gente que se había reunido allí. Buscó entre las
tracerías y ladeó una sonrisa al vislumbrar entre ellas, apoyada
sobre la galería y con las alas extendidas, el gran secreto de
Chamiuvais. Mavre le devolvió una sonrisa que prometía la
eternidad.
Javier Pavía Fernández (Madrid, 1982) es autor de novelas de
fantasía juvenil.
Ha autoeditado Mort, saga de fantasía y humor de la que ha
publicado dos entregas: El examen final y Tic, tac, con la tercera, La
boda del siglo, en preparación. También es autor de la falsa
biografía Defender, los reyes del rock, y la novela corta de ciencia
ficción distópica Pablo contra Pablo.
Sus relatos han sido seleccionados para diversas antologías,
como Katana y Por el Folkvangr y el Valhalla, de Ediciones Freya,
Kaidan, cuando vienen del otro lado, de Ed. Babylon, Ficción y
ciencia, y Colores (sin colores).
Además, ha sido ganador del Premio TERBI 2018 y finalista del
Premio Desfase 2016.
Cómo estresar a tu dragón

Javier Pavía Fernández


—¡Es terrible, señorías! —gritó el mensajero. Su rostro desencajado
era un globo rojo sobre un cuerpo embutido en muy poca chaqueta
—. Un dragón. ¡Es un dragón!
La noticia no tardó en recorrer todo Turdión, de un extremo al
otro, ida y vuelta, creciendo cada vez que pasaba de una boca a
unos oídos hasta que el temible monstruo se convirtió en algo
mucho peor. Diez dragones, al menos, cada uno con múltiples
cabezas.
En la Sala del Consejo, decorada de arriba abajo con cuadros y
tapices de lejanas gestas, nadie dio crédito a sus palabras. Las diez
personas más poderosas de la ciudad intercambiaron miradas de
incredulidad y decidieron ignorar aquel aviso. Volvieron la mirada al
orden del día, recordaron que era lunes y pasaron a debatir cuánto
más se iban a subir el sueldo.
Sin embargo, era cierto. Había un dragón. Uno enorme,
deberíamos añadir que regordete, cuernicorto y con las escamas de
un apacible color azul metálico. Poco amenazador, sí, pero dragón
al fin y al cabo. Había hecho su nido en una de las muchas cuevas
que horadaban el Montermal, a pocos kilómetros de la ciudad, y su
terrible sombra alada había sido divisada desde cuantas aldeas
bordeaban los caminos.
Las noticias, que solían llegar a Turdión con lentitud
exasperante, de pronto nacían allí. Eran setas en otoño: estaban por
todas partes. Tal vez las hubiera venenosas, pero… ¡eran tantas!
Legiones de mensajeros partían para comunicar a sus vecinos que
todo iba bien y descubrir qué destrozos había causado el dragón en
las comarcas aledañas. Cuando regresaban, cabizbajos,
aseverando que el reptil era pacífico y no causaba problemas, el
cotilleo local no podía soportarlo.
¿Tenían su propio dragón y no los bañaba en fuego, rayos y
truenos? ¿No raptaba a unas muchachas de la nobleza ni a unos
apuestos mancebos para exigir rescates en oro, perlas y
diamantes? ¡Eso no podía ser! Así que cientos de cabezas no
tardaron en inventar historias disparatadas para hacer más
interesante a su dragón. Estas historias recorrieron los caminos
junto con la verdad, entremezcladas en una inmensa bola
indescifrable. Las invenciones eran mucho más interesantes que la
realidad, así que pronto todo el mundo estuvo al corriente de la
tragedia —inexistente— que asolaba Turdión. ¡Un dragón! ¡Un
temible dragón azul, voraz y furioso había arrasado el pueblo!

***

Elitra, la dragona, era azul, sí, mas no era voraz ni estaba furiosa.
Su vuelo por la zona, en círculos amplios y despaciosos, era el
equivalente dracónico a buscar piso. Solo quería un techo bajo el
que cobijarse y acumular tesoros. Más tarde pensaba que, ya
puestos, podía tener un par de salones extra para las obras de arte
y un buen espacio para almacenar los carromatos en los que
transportaba los lingotes de oro y las piedras preciosas. No era
avariciosa. Le daba igual si las monedas eran de curso legal o si
algunos rubíes eran vidrios pintados. Las riquezas no eran para
contarlas ni presumir de ellas: eran parte del mobiliario. A cualquier
dragón le gustaba dormir sobre un buen colchón metálico. Se
adaptaba a la perfección a una espalda dotada de un centenar de
vértebras, tintineaba con una música relajante al moverse y, lo mejor
de todo, siempre estaba fresquito.
Una vez escogió su nueva residencia, transportó todo su tesoro y
lo desordenó por la estancia hasta formar un lecho asimétrico y
colorido. Se acomodó, se enroscó sobre sí misma y cayó dormida
con la cueva a medio amueblar.
En ese mismo instante, movido por las ansias de gloria, sir
Rodrik Hachafuerte penetró en sus dominios jurando, a gritos,
proteger a los inocentes y regar los viñedos con la sangre del
malvado dragón.
Armaba tanto jaleo que Elitra abrió un ojo. Un hombrecillo
enclenque que sacudía un hacha más grande que él ocupaba parte
de su campo visual.
—¿Otra vez con esto? —preguntó. Era un fastidio. Fuera donde
fuese, siempre había algún héroe con ínfulas. El primero no había
tardado ni un día en aparecer—. No pretendo haceros daño, señor.
¿Podéis dejar de pisotearme el tesoro? Aquellos jarrones son
bastante frágiles…
—¡Morid, demonio!
Con el rostro roto en una mueca de odio y rabia, el caballero se
lanzó a un ataque brutal. El hacha golpeó la parte blanda de su
cuello, allí donde no estaba protegido por escamas azules y
brillantes. El arma se partió en dos con un chasquido como de
fuegos de artificio. El asta permaneció entre sus manos velludas. La
hoja, por su parte, voló, trazó un semicírculo y terminó mezclada con
las monedas de oro sobre las que yacía Elitra.
—No busco problemas, os lo prometo —dijo la dragona—.
Marchaos, por favor.
Sin embargo, el caballero de armadura deslustrada no cejó en su
empeño. Desenvainó un par de dagas y acuchilló, apuñaló y trinchó
sin mayor éxito que en su primer ataque. Ni las partes más blandas
del cuello de Elitra cedían ante sus pinchazos de mosquito.
—¡Vil dragón! ¡Pagaréis por esto!
¿Por qué?, pensó Elitra. Si no había hecho nada. Solo se había
echado la siesta en el interior de una montaña acogedora y
calentita...
Cuando el caballero parecía cansado de tanto aspaviento, la
dragona decidió quitárselo de encima. Nada serio, no era una cafre:
sopló un poco fuerte. Su atacante voló una decena de metros y salió
de la cueva rodando. Su armadura armó un estruendo de cazuelas
entrechocando según se alejaba ladera abajo.
Ojalá hubiera sido el único intrépido caballero con ganas de fama
y gloria. Entonces Elitra habría podido acomodarse sobre su lecho
de monedas para continuar su merecida siesta. Sin embargo, tras
aquel primer aprendiz de héroe, los aventureros aparecieron sin
cesar, uno tras otro, en solitario y formando equipos. Cuadrillas de
piqueros formando con precisión marcial, arqueros enmascarados,
espadachines blandiendo hojas en llamas, hechiceros que leían
conjuros de antiquísimos libros con las cubiertas hechas trizas. No
había límite a la imaginación ni al mal gusto para las armaduras, las
túnicas y los trajes.
La noticia de su llegada había inflamado los corazones de
quienes ansiaban hazañas, aunque muchos de ellos ya estaban
más para una bolsa de agua caliente y un caldito que para lanzar
poderosos hechizos a una dragona.
Elitra no se metía con nadie, pero siempre aparecía alguien
sacudiendo una espada que llevaba seis generaciones cogiendo
polvo en un trastero. Se los quitaba de encima como podía sin
hacerles daño y, al final, siempre terminaba llamando aún más la
atención. Eso no hacía más que atraer a más y más valientes hasta
que le tocaba hacer las maletas y mudarse de nuevo a un lugar más
tranquilo.

***

La pastora se llamaba Rosa. Tenía miedo de muchas cosas: de los


bandidos que aguardaban ocultos en los caminos; de las tormentas;
de las arañas, claro. A nadie le gustaban las arañas. Sin embargo,
no temía a los dragones. ¿Cómo iba a temerlos? Si por allí jamás se
había visto uno. Los que salían en los cuentos que le contaba su
padre eran solo eso: personajes de cuento, y casi nunca hacían
daño más allá de comerse unas vacas o raptar a una princesa.
Aquel día, con el sol de primavera lanzando un calor deslucido
sobre Turdión, condujo a su rebaño a los pastos de la ladera baja
del Montermal. Allí tenían alimento de sobra para comer hasta
hartarse mientras ella estiraba un poco las piernas. Su perro,
Cachopo, vigilaba con atención que ninguna oveja despistada se
perdiera o se despeñara por uno de los barrancos que había ladera
arriba. Sus ladridos rítmicos acompañaban los balidos del rebaño en
una música que Rosa había aprendido a disfrutar.
Paseaba sin preocupación alguna cuando vio un extraño rastro
que hendía la ladera de la montaña. Habían arrastrado un objeto
enorme y pesado por allí. Algo que había dejado un surco ondulado
y profundo. Una serpiente oscura sobre el verde del pasto. ¿Quién
podría haber sido? Nadie vivía más arriba. Los leñadores rara vez
ascendían más allá de las coníferas que salpicaban la parte más
baja. La montaña era un cono hueco surcado por aguas
subterráneas, así que tampoco había apetecibles vetas de hierro o
de cobre para las compañías mineras.
El sendero marcado por aquel objeto colosal la llevó a una
cueva. No era nada extraño: había muchas como aquella por allí.
Convertían la montaña en un queso, un laberinto imposible de
cartografiar en constante riesgo de desprendimiento. Como no
esperaba hallar nada más peligroso que una pareja de tortolitos
escapados del pueblo para besuquearse a escondidas, se internó
en la cueva sin miedo alguno. Su primera sensación: el aire era
dulce y calentito. Apetecía entrar; era como sumergirse poco a poco
en una tacita de té recién hecho.
Allí, enroscada sobre sí misma, yacía Elitra. Era tan larga que no
podía ver dónde empezaba y dónde terminaba. Su cabeza de
hocico puntiagudo reposaba entre sus gruesas patas terminadas en
garras cuidadosamente recortadas, y su largo cuello formaba una
escalera de escamas multicolores hasta alcanzar su torso, henchido
tras una buena merienda. Tenía un par de cuernos rechonchos,
apenas dos brotes negros junto a las orejas, y unos finos bigotes
blancos a ambos lados de la nariz.
Rosa se frotó los ojos, mas aquella visión no tuvo la amabilidad
de desvanecerse. Permaneció allí, hinchándose con cada
inspiración y lanzando volutas de humo blanco al espirar. Más que
miedo, le transmitía una extraña calma. Se sentó a su lado, sobre un
baúl a rebosar de tesoros y con la espalda apoyada en las escamas
del dragón. Cayó dormida aun antes de haberse puesto del todo
cómoda.
En su sueño había ovejas. Era una lata: tenía ovejas al dormir y
ovejas al despertar. Cuando buscaba formas en las nubes, veía
ovejas. Y, con las nieves del invierno, el suelo quedaba cubierto de
un blanco ovino. No se las quitaba de encima en el trabajo ni en su
tiempo libre. Fue una suerte que un grito la hiciera despertar.
—¡No puedes estar aquí! —gritó una voz desconocida—. Por
favor… estoy harta.
Cuando Rosa abrió los ojos a través de una gruesa capa de
sueño pegajoso, vio algo muy diferente a la dragona sobre la que
había dormido.
Era una dama. Una dama de verdad, de las de novela. Vestido
elegante hasta los pies, ceñido por una faja tan roja que parecía
tachonada de rubíes. Zapatitos relucientes, como de cristal, tiara de
plata apartando de la frente unos cabellos de oro. ¡Y qué cabellos!
Largos y rizados como las crines de un dragón. Caían en bucles
interminables, peinados con esmero y limpios hasta relucir.
Enmarcaban un rostro soleado, de mejillas sonrosadas que
formaban dos colinas alrededor de una sonrisa acogedora como un
hogar.
El corazón de Rosa se saltó un latido al verla y tuvo que acelerar
para recuperarlo.
—Déjame cinco minutos más —protestó. Se estiró con un leve
gruñido—. Ha sido la mejor siesta de mi vida. —Se golpeó la frente
con la mano abierta—. ¡Ahí va, las ovejas!
—Ah, ¿son tuyas? —preguntó Elitra—. Están bien. Han
encontrado las aguas termales. Ahora todo esto huele un poco a
oveja mojada.
—Me llamo Rosa —dijo la pastora—. ¿Y tú? Es la primera vez
que te veo por aquí. O por cualquier otra parte.
Sintió que había dicho una estupidez.
—Elitra —dijo—. Entonces…, ¿no has venido a matarme, como
los demás? ¿Ni a por el tesoro?
Rosa ladeó la cabeza.
—¿Cómo dices? —Comprendió lo que ocurría un segundo más
tarde de lo que habría deseado—. O sea, que tú eres… ¿la dragona
de antes? Guau. Ya, te refieres a los aventureros. Son un fastidio.
Se creen los dueños del pueblo. Se pasan el día fanfarroneando en
la taberna, dando voces. Se juntan en grupitos y están de juerga
hasta las tantas. Luego vienen llorando y necesitan que la doctora
Ava les cure las heridas. Y va la muy tonta y se las cura, porque es
su deber. En fin… Ojalá se marcharan, no hay quien los aguante.
Elitra sonrió. ¿Había unos afilados colmillos en su boca? Rosa
no alcanzó a verlos del todo bien. Más que miedo, sintió curiosidad.
—¿Verdad? Ayer tuve que echar a no sé cuántos a patadas. Una
traía una maza así de grande —separó las manos cuanto pudo—.
Me la partió en la cabeza de un golpe, así: ¡Zas! Creo que se hizo
daño, la pobre. Total, que he adoptado esta forma para no llamar la
atención, pero los magos saben que no soy humana, ¡y venga a
tirarme bolas de fuego y qué sé yo qué más! Un día se van a
quemar.
Rosa rio al imaginar la escena.
—Es que… a lo mejor te hacía falta vestirte de paisana, ¿no? Así
pareces una reina. Está claro que no eres de la zona. Esto es
Turdión, no Villaplata.
Los ojos de Elitra se iluminaron más aún que cuando encontraba
un arcón de joyas para añadir a su colección.
—¿Ah, sí? ¿Puedes ayudarme? ¡Por favor, por favor, por favor!
Rosa sonrió.
—Claro que sí. Déjalo en mis manos. Pero antes…
—Dime. Lo que quieras.
—¿Puedes transformarte en dragón un ratito más? Eres muy
cómoda.

***

—Lo primero: la mugre —dijo Rosa al terminar su segunda siesta.


Se remangó, se recogió el pelo con un pañuelo y se frotó las
manos.
—¿Quitármela? —preguntó Elitra.
Rosa negó con la cabeza.
—Al contrario. Añadirla. Estás tan limpia que reluces. Vas a
llamar más la atención así que escupiendo fuego. Es una pena, pero
aquí casi nadie se baña todos los días. Esas uñas… vamos a
recortarlas un poco. Un pañuelito en el pelo…
Dicho y hecho: ya se lo estaba colocando.
—¡Pero me gusta mi pelo! —protestó Elitra.
—Normal, es precioso, pero no quieres ser la reina del Valle
Encantado. Quieres ser una más cuando bajemos al pueblo.
Porque… quieres bajar, ¿verdad?
Elitra se cruzó de brazos y se dejó hacer.
—Sí. Sí. Pero… ¿todo esto para…? —preguntó.
—Para que no vengan más paladines de brillante armadura a
hacerte cosquillas con las espaditas y las flechas. Creía que estabas
harta.
Elitra bufó gatunamente. Unas finas volutas de humo surgieron
de su nariz y la temperatura de la cueva aumentó un par de grados.
Podía ahumar carne con respirarle encima.
—Lo estoy. Pero… soy una dragona. Se supone que tengo que
dar miedo, ¿no? Aunque solo sea un poquito.
Rosa se sentó a su lado. No se acostumbraba a que los cofres
repletos de oro fueran muebles y no tesoros. Como nunca había
necesitado más de lo que tenía, tampoco se le ocurrió que podía
vivir una vida de lujos y excesos con los contenidos de aquella
cueva. Además, si se marchaba a vivir a un palacio, ¿quién se
ocuparía de sus ovejas? Debía quedarse aunque fuera por ellas.
—No sé… si quieres vivir tranquila, es mejor que se
acostumbren a ti. Puedes… ser una dragona a ratos, cuando no te
vea nadie. —Por fin llegó la hora de las preguntas importantes—. No
me has contado por qué te mudaste al Montermal. ¿Cómo
decirlo…? Eres nuestra primera dragona.
Elitra suspiró y se relamió con una lengua bífida.
—Pues… Estaba un poco harta, la verdad. El Consejo de
Villaplata decidió que un dragón era malo para el turismo y le puso
precio a mi cabeza. Es paradójico, supongo, porque eso atrajo a un
montón de turistas. Hicieron unos carteles horrorosos con mi cara y
los pegaron por todas partes. La recompensa era tan jugosa que ya
venían a atacarme con cualquier cosa: usaron hasta pelapatatas y
rodillos de amasar. ¡No aguantaba más! No les quería hacer daño,
pero a veces eran muy pesados.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, Rosa le tomó la mano.
Aquella calidez no era la de la piel fría de un reptil.
—Lo siento. Debe de ser duro ser un dragón.
—¡Si es súper divertido! —dijo Elitra—. Puedo volar, nunca paso
frío… pero la gente no me deja ser un dragón a gusto. Decidí
mudarme a un sitio menos concurrido: me compré una guía de
viajes a ver dónde podía ir a pasar una temporada. Turdión es
famosa por las aguas termales y esta montaña parecía acogedora.
Así que…
Allí estaba, en el Montermal, como las personas que iban a
darse baños para los dolores articulares. Sin embargo, ni siquiera
así se había librado de los aventureros con ganas de gloria.
—Entonces… ¿por qué no intentamos hacer que pases
desapercibida? Si no te importa pasar más tiempo en esta forma…
—No, no me importa. La verdad es que estoy a gusto así. Si de
verdad quieres ayudarme…
Y así, Rosa subió, día tras día, a enseñar a Elitra a comportarse
como una habitante más de Turdión. Empezó por la ropa y el
vocabulario y sus lecciones la llevaron hasta el cuidado de las
ovejas y la elaboración de productos lácteos. A cambio, la dragona
le contaba historias de lugares lejanos, le describía sus vuelos por
encima de las nubes y le hablaba de otros dragones que vivían
rodeados de muchísimos más tesoros que los que ella tenía.
Las ovejas se acostumbraron a ir siempre al mismo sitio a pastar,
y Cachopo comprendió que aquella persona era de confianza
aunque oliera a lagarto y a chamusquina sulfurosa.

***

Unas semanas después, Elitra descendió de la montaña. Se


encontró con Rosa en las afueras y entraron en Turdión cogidas de
la mano. Las acompañaba un elegante séquito de ovejas churras
que balaban sin cesar. Tras ellas, un perrito con más nervio que
presencia trotaba con alegría, orgulloso de ser su heraldo y
presintiendo la proximidad de algún apetitoso hueso para rebañar.
Nadie en Turdión se sobresaltó al ver a la recién llegada. Podía
ser de algún pueblo cercano. ¿No se parecía a la hija de Juana, la
alfarera? No, no podía ser. Aquella niña era mucho más joven. Ver a
Rosa junto a ella tampoco era extraño. De tanto ir de un lado a otro
con ovejas, leche, queso y lana, aquella pastora conocía a todo el
mundo en la comarca. No era la primera vez que llevaba a alguien
de visita a Turdión. Gracias a ella se alimentaban algunos corrillos
del cotilleo local. Varias personas asomadas a balcones o medio
ocultas tras visillos blancos le agradecieron en silencio el haberles
dado tema de conversación para la tarde.
—Me siento observada —dijo Elitra.
Vestía ropas de campesina y no se veía uno solo de sus dorados
rizos. Se le hacía raro caminar tanta distancia sin una cola para
equilibrarse, así que compensaba su ausencia con una leve cojera.
—Siempre son así —dijo Rosa—. Hasta cuando voy y vengo con
las ovejas. Si prefieres la cueva, la verdad es que lo entiendo.
Tienes tus tesoros y todo lo demás. Pero… no me gustaría que te
fueras.
Elitra apretó su mano.
—¿Irme? Esto es lo más divertido que he hecho nunca. Mira,
mira cómo se espantan los gatos.
Tres de ellos salieron corriendo, ahuyentados por un olor que no
podían identificar pero que no auguraba nada bueno. Los perros, en
cambio, agradecían la novedad y se le acercaban sin miedo.
Cachopo los recibía con una mezcla de ladridos y movimientos de
cola, como si quisiera asustarlos y hacer amigos al mismo tiempo.
Recorrieron la calle principal de Turdión en un paseo entre
triunfal y ridículo. Los vecinos las saludaban, se preguntaban en voz
baja quién era la recién llegada y seguían con sus quehaceres.
Cuando pasaron por la plaza, cuatro aventureros que salían de la
taberna se interpusieron en su camino. Eran de los que se creían
importantes: cotas de malla aceitadas, espadas en vainas lujosas y
hasta un pequeño estandarte pulcramente doblado en manos de lo
que, a juzgar por el laúd a la espalda, parecía un bardo de ojos
saltones y bigotillo retorcido.
Elitra se detuvo. ¿La habrían descubierto? Si había algún mago
lo bastante hábil…
—Buenos días —saludó Rosa—. ¿Nos dejáis pasar?
Samuel, el tabernero, alzó la voz por encima del murmullo.
—¡Si es Rosa! —gritó—. Vamos, chavalada, haced hueco.
Gracias a esas ovejas tenéis queso, ¿eh? No molestéis a la
muchacha.
Una aventurera vestida con demasiada túnica para tan pocos
hombros se adelantó y miró a Elitra a los ojos como si buscase la
dragona en su interior. Arrugó la nariz, olisqueando el aire.
—¿Verdad que es guapísima? —atajó Rosa—. Yo tampoco
había visto nunca unos ojos como estos. Ahora, si nos disculpáis,
tengo que llevar estas ovejas al redil y seguro que vosotros tenéis
un dragón al que vencer.
¿Puede que alguien llegara a tocar el pomo de su espada? ¿Que
hubiera un intercambio peligroso de miradas entre aquellos cuatro?
Tal vez. Rosa los ignoró, los sumergió en una corriente de ovejas —
que dejaron algunos regalitos negros y redondos a su alrededor— y
prosiguió su camino sin soltar la mano de Elitra.
—¿Eran peligrosos? —preguntó.
Elitra se encogió de hombros.
—No. O sea, sí. Son un peligro para ellos mismos. Pueden
hacerse daño con esas espadas. Y esa chica… creo que me ha
olido.
Rosa se sobresaltó.
—¿Y eso? ¿Crees que vendrán a por ti?
—No. —Elitra sonrió—. Sus amigos no lo saben, pero ella es una
gata. Si me delataba a mí, se darían cuenta.
Para alcanzar la casa de Rosa había que dejar el pueblo atrás
por el camino del oeste. Era una construcción austera, más almacén
que vivienda y mucho más redil que otra cosa. Cachopo, con paso
marcial, se aseguró de que ni una sola de las churras se quedaba
fuera. Una vez concluido el trabajo de la mañana y antes de
comenzar el de la tarde, Rosa entró en casa, se descalzó y se lanzó
a la despensa.
—Ponte cómoda —dijo con una tajada de queso en la boca—.
¿Quieres queso? —Dudó unos instantes—. No sé si comes queso.
Elitra frunció el ceño.
—No, gracias. O sea, sí. Puedo comer queso. Es que…
Rosa cayó en la cuenta mientras cortaba pan con un cuchillo
más grande que su brazo.
—¿Qué coméis los dragones? No me digas que…
Ya veía a sus pobres ovejas huir despavoridas de la temible
dragona hambrienta. Al menos esperaba que atacara al ganado de
los demás, y no al suyo. Como si le leyera la mente, Elitra negó con
la cabeza, los brazos y todo el cuerpo.
—No, no, no. ¡Qué va! Nada de eso. En esta forma puedo comer
lo mismo que tú. En la otra… roca caliza, sobre todo.
La respuesta de Rosa fue alzar las cejas hasta casi sacárselas
de la cara.
—O sea… ¿piedras?
—Bueno, sí. Más o menos. No sirve cualquier piedra. Las calizas
son las mejores para las escamas y ayudan a la combustión.
También sirve madera, pero las rocas son mejores para los dientes.
Le mostró la dentadura, perfecta pese a su dieta.
—Vale, vale. Te sacaré algo de queso y un… ¿puchero de
piedras?
—Puedo buscarlas yo, no te preocupes por eso. El Montermal,
ya sabes.
La montaña era hueca, lo sabía todo el mundo. Tal vez otros
dragones la habían ido devorando durante siglos sin que nadie lo
supiera.
Rosa se sentó junto a Elitra en el único sillón de la casa y
compartieron el almuerzo de una fuente de madera. No tenía mucho
más que queso, cecina y pan. Esperaba que fuera suficiente para el
apetito de una dragona. Apoyó la cabeza en su hombro, sintiendo el
calor de su respiración. Elitra la cubrió con un brazo que había
aleteado por medio mundo.
—Puedes quedarte aquí todo lo que quieras, pero… ¿has
pensado qué harás después?
Rosa no quería que se marchara. Es más, no querer se quedaba
muy corto para lo que sentía. Si Elitra emprendía el vuelo y viajaba
lejos de allí, sabía que jamás podría sacársela de la memoria.
—Pues… estar contigo. Pero ¿estás segura de que es buena
idea? —preguntó la dragona—. Por mucho cuidado que tenga,
alguien me verá. Vendrá gente a cazarme. A lo mejor alguien ata
cabos…
Rosa negó con la cabeza. Se aupó para besarla casi esperando
encontrarse su rechazo. En vez de eso, encontró unos labios
acogedores. No sabían a pan y queso, sino a fuego y tierra mojada.
El beso duró una pequeña eternidad hasta que Cachopo ladró
pidiendo comida.
—Lo siento —dijo Rosa—. A lo mejor… esto es como meterte en
una jaula. Una casa pequeña. Ovejas. Un perrito. ¿Querrías…
querrías quedarte aquí sin tus tesoros y tus joyas?
¿Cómo iba a preferir a la pastora del pueblo por encima de una
vida de lujos sin límite? Ataviada con las galas que había lucido la
primera vez que la vio en su forma humana, podía aspirar a un
imperio.
—No necesito el oro y las joyas para ser feliz, Rosa —dijo—. Te
necesito a ti.
Entrelazaron sus manos y se apretaron aún más en un ovillo de
brazos y piernas.
—Alguien entrará a tu cueva y lo encontrará todo. ¿No te
importa?
Elitra sonrió con la ilusión de una niña traviesa.
—No te preocupes. Ya me he encargado de eso. Creo que
vamos a estar tranquilas una temporada.
A la mañana siguiente, cuando los primeros aventureros del día
alcanzaron la cueva bajo los tímidos rayos del sol, hallaron su
entrada cubierta por una gigantesca roca. Los más ineptos de entre
ellos decidieron que era un rival digno de sus armas y estrellaron
hachas, espadas y venablos contra ella. Otros, más avispados,
buscaron entradas alternativas, mas las hallaron también cagadas.
Los que sabían leer, en cambio, se detuvieron ante el cartel, escrito
en elegantes runas, que había a un lado del camino.
¡Habéis ganado esta vez, miserables gusanos! No tendréis tanta
suerte la próxima vez que nos encontremos. ¡Os desafío,
sabandijas! ¿Queréis acabar conmigo y conseguir mi tesoro? Acudid
a mi guarida en las montañas de la perdición. Allí arreglaremos
cuentas de una vez por todas. Traed vuestras mejores armas,
vuestros hechizos más poderosos y dejad a un lado el miedo. No
tendré piedad de vosotros.
Un tosco mapa indicaba en qué lugar de las montañas se
encontraba el supuesto cubil de Elitra. Inflamados de ira y cegados
por el deber, los aventureros salían corriendo ladera abajo rumbo a
las montañas sin preocuparse de nada más.
Sin embargo, aquel lugar estaba tan lejos de Turdión que,
cuando llegaran allí, Rosa y Elitra ya habrían tenido tiempo de sobra
para disfrutar de su tesoro.
David Corelli ha publicado relatos en diversas antologías: Dentro
de un agujero de gusano, Devoradoras, Antología elemental,
Wanderlust I y Orgullo Zombi II. También ha escrito un relato breve:
Bushido, de ambientación samurái. Todos ellos se encuentran
disponibles por pago social en Lektu.
En su faceta como editor es fundador y director de El kraken
Liberado y codirige Avenida Noir, con las que ha coordinado y
publicado sendas antologías.

Puedes seguirle en su página web: davidcorelli.eu.org, o en su


cuenta de Twitter @dvcorelli
Las seis campanadas

David Corelli
Querido lector:
Esta que te voy a contar es, sin lugar a dudas, una historia
singular, que viaja a través del tiempo, desafiando todas las leyes de
la lógica, la física y la naturaleza. Es una historia que muchos
pensarán que no es más que una paparrucha, un cuento de viejas o
una patraña. Pero quizá, en algún lugar, en algún momento, alguien
pasará la página después del punto final y sonreirá con el corazón
un poco más caliente que antes de empezar a leer. Y, entonces,
nuestro viaje habrá valido la pena.
Pero antes de empezar, situémonos. Viajemos hasta un frondoso
bosque vestido de los colores del otoño: un sendero de tierra,
cubierto de hojarasca seca y crujiente, serpentea a través de los
centenarios árboles hasta alcanzar una pequeña casa de piedra en
una explanada lo suficientemente alejada del pueblo para que nadie
llegue allí sin querer ir expresamente. Es antigua y robusta, de
piedra ennegrecida por el paso del tiempo. Pero no por eso deja de
ser acogedora. Sus contraventanas de madera están pintadas de un
rojo vistoso, y de su chimenea brota el humo, que danza al son del
crepitar de la leña. En el interior, tras los cristales empañados por el
vaho, unas cortinas de ganchillo protegen el hogar de miradas
indiscretas.
Como cada víspera de Todos los Santos, las castañas se están
asando en la lumbre de la chimenea y el bizcocho de zanahoria
reposa sobre la encimera, recién sacado del horno. Sus aromas
inundan el pequeño salón atiborrado de libros de páginas
amarillentas, fotos antiguas y latas de costura que en otra vida
contuvieron dulces galletas danesas.
Por las escaleras baja a grandes zancadas Julia, quien resopla
agobiada al escuchar el característico carillón del reloj de pared. Las
ocho. Ya tendría que estar en el pueblo. Asoma la cabeza por la
cocina, donde la abuela Milagros limpia con esmero la fuente que ha
usado para hornear el bizcocho.
—Abu, ¿has visto mis auriculares? No los encuentro por ningún
lado…
La abuela sonríe a la vez que se seca las manos en el delantal.
—Ay, pero ¿dónde van a estar, hija mía? En el mueble del
recibidor, donde siempre, al lado de las llaves. El otro día te los
dejaste en el bolsillo del pantalón. Ya puedes dar gracias de que no
los haya echado a la lavadora.
—Gracias, abu. Eres la mejor. —Le da un beso en la mejilla y
aprovecha para coger un dulce de calabaza—. Llegaré tarde,
saldremos por ahí. Ya sabes, los de siempre. —Se toma unos
segundos para saborear el dulce—. Uf, abuela, esto está de vicio.
—Niña, esa educación: no se habla con la boca llena. Bueno, va,
que vas a llegar tarde. Acuérdate lo que decía tu abuelo: «La
impuntualidad es la mayor falta de educación, porque haces que los
demás pierdan algo que jamás podrán recuperar: el tiempo». —
Sonríe, y durante unos instantes se deja llevar a un lejano lugar de
sus recuerdos—. Anda, hay que ver cómo me enrollo, no me hagas
caso. Tú pásalo muy bien. ¿Alguno de los chicos que van te gusta?
¿O quizá una chica?
—Por favor, abu. Ya vale. —Aunque ya se ha puesto la chaqueta
y casi tiene la mano en el picaporte de la puerta de salida, la
muchacha se quita los auriculares y vuelve sobre sus pasos.
—Espera un momento. —Se acerca más a su abuela para
observarla—. ¿Cómo es que te has maquillado? Si hasta llevas
pintalabios… ¿Vas a ir por ahí a cenar con alguien?
—Anda, niña, qué bobadas dices. Me acercaré al cementerio,
como cada año. Ya sabes. Es Todos los Santos…
—Pero es muy tarde, en nada ya será noche cerrada.
—No me vengas con tonterías. Vamos, date prisa, que ya llegas
tarde. Si solo saldré a dar un paseo. Vivir en el culo del pueblo
también tiene sus ventajas, son cinco minutitos caminando. —La
acompaña hasta la puerta, le da un beso en la frente y señala al
cielo, apoyada en el dintel de la puerta—. Fíjate, si apenas refresca,
hay luna llena y parece de día. ¿Sabes que solo hay luna llena en la
víspera de Todos los Santos una vez cada veinticinco años?
Julia ya no llega a oír la última pregunta, pues ha vuelto a
colocarse los cascos y tararea mientras sube a su bicicleta camino a
la plaza del pueblo.

***

Con paso ligero, Milagros ha llegado paseando hasta el pasillo


central del cementerio. Deja junto a la lápida los pocos claveles
blancos que esta mañana ha cortado del jardín, bien recostados
para que no tapen el nombre. Sin ninguna prisa, se sienta en el
mismo banco de cada año, coge el termo de café descafeinado y lo
vierte en un vaso de plástico que había sobrado de un cumpleaños
de cuando Julia era pequeña. Saca una servilleta de tela, la
extiende sobre el banco a modo de mantel y coloca encima otro
vaso. También sirve dos porciones de bizcocho de una fiambrera.
Mira su reloj de oro, algo ennegrecido ya por el sudor y los años, y
suspira, esperando que el viejo campanario del pueblo dé las doce.
Apura el café, y en cuanto oye la primera campanada, cierra los
ojos, se lleva el bizcocho de zanahoria a la boca y muerde.
Una voz, cercana y familiar, le hace abrir los ojos de nuevo.
Frente a ella se ha aparecido una joven, de aspecto sonriente,
con el rostro y las mejillas salpicados de pecas. Viste un jersey de
cuello vuelto, y unos pantalones largos de pana oscura. Su melena,
rojiza y ondulada, le cae por los hombros. Se toma unos segundos
antes de empezar a hablar.
—Milagros. Estás…
—¿Vieja? Sí, lo sé. Han pasado veinticinco años desde la última
vez. —Se le forman arrugas alrededor de los ojos al sonreír—. Tú,
en cambio… —Hace un gesto con la mano sobre el banco, para que
la joven se siente a su lado—. Estás igual. Igual que la última vez…
—Igual que la noche que morí. Sí. —Su mirada se pierde hacia
los confines de la oscuridad.
Milagros encoge los hombros.
—Pero Teresa, al menos nos queda esto. Aunque sea cada
veinticinco años, aquí estamos. Con todo este tiempo, ya casi no me
debes reconocer.
—No digas eso. ¿Sabes que tienes un pelo precioso? Es tan
plateado… Fíjate cómo la luna se refleja en él. La última vez que te
vi...
—Cuarenta años acababa de cumplir. Y aún estaba casada. Y
seguía llorando por ti cada noche, cuando Paco se dormía. Ahí me
quedaba, en la butaca, tejiendo frente a la televisión encendida y las
lágrimas bañando mis mejillas. Ni una sola noche he dejado de
pensar en la vida que pudimos haber tenido juntas. Fuimos tan
felices. Lo que tú me diste, las mariposas en el estómago… Aquí
están, sigo sintiéndolas cada vez que nos vemos. Y aún maldigo
aquel camión, la curva con poca luz. Las ambulancias, los gritos en
mitad de la noche. Sigo preguntándome por qué aquella noche, por
qué tú, por qué nosotras.
Sus últimas palabras quedan suspendidas entre la niebla y la
noche. Ahora es Teresa quien se encoge de hombros.
—Era mi destino, supongo. No pienso mucho en ello. Ya no se
puede cambiar. Pero has tenido una buena vida, Milagros. Te he
visto aquí cada noche de Todos los Santos. Aunque tú solo me
hayas podido ver una vez. Te he visto venir con tu marido, quien
nunca preguntó más de la cuenta. Te traía hasta la puerta con aquel
coche destartalado y esperaba allí las horas que hicieran falta
mientras me dejabas flores y me contabas todos los cambios en tu
vida.
—Sí. Ya pronto hará diez años que nos dejó. Todo es diferente
sin él. Le he querido mucho. De una manera diferente a ti, sí. Pero
mucho. Y ahora ya tengo casi setenta años. Todos os vais y yo me
quedo. Tampoco me queda demasiado por vivir. Esta será la última
vez que nos veamos. Al menos así. No sé qué pasará cuando yo
esté al otro lado, nunca me lo había preguntado. ¿Podremos estar
juntas?
—Ojalá lo supiera. No es fácil estar muerta. Un día estás
haciendo tu vida y, de repente, «pam». Y luego pasa un año, sin
saber cómo. Y te veo, y te oigo, y te siento aquí cerca. Pero acaba
la noche, sale el sol y toca esperar otro año más. Me encantaría que
al menos pudiéramos pasar esto juntas. Juntas para siempre, ¿no?
Es lo que nos escribíamos en aquellas cartas. ¿Te acuerdas?
Milagros sonríe y sus manos juguetean con uno de los botones
de su abrigo.
—Claro que me acuerdo, tonta. Qué roja me ponía cuando
llegaban tus cartas. Y luego me pasaba horas escondiéndolas entre
los jerséis del armario para que papá no las viera. ¿Sabes lo que
más recuerdo? Tu olor. Aquellas dos gotas de perfume que ponías
en el sobre antes de mandarlas. Por las noches colocaba las cartas
bajo la almohada para sentirte más cerca, y entonces me
despertaba cinco minutos antes que los demás para volver a
guardarlas.
—Nunca me lo habías contado.
—A la vejez, viruelas. Sabes que siempre fui muy tímida, pero
supongo que ya no me da ninguna vergüenza. No es nada malo,
¿verdad? ¿Por qué debería darme pudor? De hecho, aún las guardo
y algunas tardes me entretengo a ojearlas sin prisa.
Teresa suspira, como si de sus fantasmales pulmones pudiera
brotar aire. Intenta poner su mano sobre la de Milagros, pero se
detiene a medio camino y la vuelve a llevar sobre su regazo.
—¿Te acuerdas de aquella vez que sor Isabel nos pilló
encerradas en el lavabo besándonos?
—Sí… Pobrecilla. —Las dos ríen de forma cómplice y casi
sincronizada. — Creo que aquel día le quitamos diez años de vida.
Si no más…
—¿Sabes, Milagros? A veces pienso cómo habría sido nuestra
vida si yo no me hubiera, ya sabes, muerto. ¿Habríamos seguido
juntas siempre? ¿Qué habría pasado cuando fuéramos mayores?
¿Nos habría llevado la vida por caminos diferentes?
Milagros observa la lápida de su difunta amiga frente a ella, y su
mirada se pierde en el ramo de claveles blancos, teñidos de amarillo
por la luz de la farola junto al banco.
—Pues mira. A fin de cuentas, es lo que ha pasado. La vida nos
ha llevado por caminos diferentes. Y aquí estamos, ¿no? —Sonríe y,
por acto reflejo, Teresa también—. Anda, tonta, no me digas que
ahora te van a subir los colores.
—Eso que has dicho es muy bonito.
—Es la verdad, niña.
—Un respeto, señorita, que soy dos meses mayor que tú,
aunque mi aspecto diga lo contrario.
Mientras siguen su charla y recuerdan aquellas vacaciones
juntas en Mallorca, y a los amigos del pueblo que hace demasiados
años que se marcharon, la noche avanza implacable y el primer
rayo del amanecer se cuela entre las nubes perezosas.
Un molesto zumbido dentro del bolso de Milagros las interrumpe.
Coge su móvil y apaga la alarma.
—Van a dar las seis. Estará a punto de amanecer. —Teresa ha
bajado la cabeza, casi sintiéndose culpable—. ¿Crees que
funcionará, como la otra vez?
—Si no es así, volveré a morir, pero esta vez de pena.
—Estás tonta.
Milagros mira su reloj a la vez que espera oír las campanadas, y
cuenta hacia atrás: cinco, cuatro, tres, dos, uno...
Suena la primera campanada.
—Tere, deprisa. Es el momento.
—¿Estás segura?
—Sí, sí, vamos. Es nuestra única oportunidad. No hay tiempo.
Intenta coger un trozo de bizcocho.
Segunda campanada.
La aparecida se levanta dubitativa. Estira el brazo sin que sus
fantasmales dedos lleguen a ser capaces de agarrar la porción.
Nerviosa, Milagros aprieta los puños y los dientes.
—No puede ser, tenía que funcionar. Vuélvelo a intentar, por
favor.
Ya son tres las campanadas.
A cada minuto que pasa, el amanecer conquista más y más
terreno al oscuro cielo nocturno de noviembre, cuyo color clarea
cada vez más y se vuelve una amalgama de naranjas, azules y
perezosos grises que se resisten a marchar.
Desesperada, Milagros empieza a llorar. Tere se acerca a ella.
—Mi niña, no llores, estoy aquí.
—Pero los bizcochos… Yo… Llevo años estudiando y
preparándolos. Pensaba que esta vez volverían a funcionar…
aunque solo fuera unos instantes. Es la misma receta que hace
veinticinco años.
—Ya está. Pero no pasa nada, ¿verdad? Nos hemos visto,
hemos hablado y reído. Hemos vuelto a estar juntas. ¿Qué más
podríamos pedir?
—Que fuera para siempre, que fuera de verdad. Es muy duro
todo esto. Todos estos años pensándote cada noche,
reconociéndote en cada canción, en las letras de los libros. Tanto
pensar en lo que pudo haber sido…
Cuarta campanada.
Teresa trata de consolarla. Busca abrazarla, acercarse, pero su
incorporeidad no se lo permite. Finalmente, se limita a observarla
impotente. Una lágrima se desliza lentamente por la mejilla de
Milagros, como un pequeño crisol absorbiendo los rayos de la luz
matinal.
Teresa alarga la mano en un último intento de reconfortarla
físicamente, y acaricia su mejilla. Se queda parada al ver que, pese
a no poder tocar a Milagros, la lágrima se ha quedado parada en
sus fantasmales dedos.
—Milagros, fíjate. —Siente ganas de saltar de alegría, pero a la
vez tiene miedo de perder la lágrima, que es lo único que parece
unirlas físicamente y de la que no aparta la vista en ningún
momento.
Quinta campanada.
—Quieta, no te muevas. Que no se caiga. Vamos a volver a
probar. —Estira el brazo de manera cuidadosa para alcanzar el
trozo bizcocho sobre el mantel. Suspira y lo acerca con lentitud a la
boca de Teresa, quien ha cerrado los ojos. Visiblemente nerviosa, lo
está apretando más de la cuenta y se deshace entre sus dedos—.
Ahora sí que es nuestra última oportunidad.
La frágil lágrima se evapora, mientras Teresa sujeta el bizcocho y
lo lleva a la boca. Tras un trayecto que parece eterno, cierra poco a
poco su boca, y da los primeros bocados al dulce. Suena la sexta
campanada en el lejano pueblo que aún duerme, y un cosquilleo
empieza a recorrer su cuerpo, dejando una sensación de gravedad
por todas sus articulaciones. Estira el brazo y allí está la mano de
Milagros, arropando y envolviendo la suya. Teresa observa
fascinada las manos entrelazadas: la suya vuelve a ser pálida y
pecosa, de piel tersa, con unas uñas perfectamente recortadas. La
de Milagros es el mapa de toda una vida: manchada y arrugada,
pero llena de vivencias y tesoros.
Teresa alza la vista y los ojos de Milagros son serenos pese a
estar inundados de lágrimas. De un azul penetrante, la miran con
enorme ternura.
—Lo conseguimos.
Milagros responde solo con un apretón de manos, mientras
Teresa se acerca a ella para abrazarla. Se estremecen al sentir el
contacto tan cercano después de tantos años. Sus caras han
quedado cerca, casi pegadas. Con suavidad, agarra a Milagros
entre sus manos y se besan. Es un beso dulce, apenas un roce que
solo dura unos instantes, pero que se recuerda toda la vida. Ambas
cierran los ojos para reencontrarse y despedirse a la vez.
Cuando vuelve a abrirlos, alrededor de Milagros ya solo hay una
neblina mañanera que acompaña al perezoso sol que ya ha
desterrado la noche en la que ella hubiera querido quedarse a vivir.
Suspira y saca del bolso un pañuelo de tela con sus iniciales
bordadas. Tarda unos segundos en secarse las lágrimas, paseando
la vista a su alrededor y dejando que sus pulmones se llenen de los
olores y el aire frío del amanecer.
Se levanta parsimoniosa y sin prisa, y recoge metódicamente
todo lo que había dispuesto. De pie junto al banco se sacude las
migas de bizcocho del abrigo y echa un último vistazo a los claveles
antes de echar a andar, mientras trata de no resbalar con la tierra,
húmeda de rocío.
Camina despacio hacia su casa, viendo cada vez más tenues a
todos aquellos que, a lado y lado del camino, regresan a sus tumbas
tras haberse alejado por una noche a ver a sus familias y a
compartir las ofrendas.
Al atravesar la puerta del cementerio, siente la tentación de
volver a mirar atrás. No lo hace. «Ya habrá tiempo de volver, y la
próxima vez será para quedarme.».

***

Cuando Julia abre la puerta, la casa huele a pan tostado. Una


cafetera italiana ennegrecida, que nadie recuerda cuándo se
compró, pone música al hogar.
—Abu, ya estoy en casa. Voy a dormir.
—Niña, ven aquí ahora mismo y dame dos besos primero.
La joven se quita la chaqueta y la deja tirada sobre el sofá. Se
acerca a la cocina a abrazar a su abuela, quien se está limpiando
las manos manchadas de harina en el delantal.
—Abu, pareces cansada. ¿No has pasado buena noche?
—Qué va. Si estoy mejor que nunca. Como si hubiera visto un
ángel.
—¿Seguro que estás bien?
—Claro, no podría estar mejor. ¿Y tú? ¿Has desayunado? Anda,
siéntate que te caliento un chocolatito. Las galletas ya deben estar
frías, las he sacado del horno hace cinco minutos. Así desayunamos
juntas y me cuentas cómo ha ido.
Julia hace un ademán de protesta, pero se contiene al ver los
ojos iluminados de su abuela y se desploma sobre una silla de la
cocina.
—Genial, muchas gracias, abu. Me vendría de lujo y, además,
huele genial. ¿Sabes que hoy he conocido a una chica? La verdad,
me ha parecido muy maja.
—Uy uy, que se nos presenta romance.
—Abu, por favor, para ya. Mira que, si no, no te cuento nada...
Y así, entre galletas espolvoreadas de canela y viejas canciones
que suenan a lo lejos en la radio del comedor, acaba esta historia,
querido lector. Ahora nos toca a nosotros abandonar lentamente la
escena para dejar que Milagros y Julia sigan siendo felices, viviendo
sus vidas y sus sueños, tan sorprendentes y cotidianos como
puedan ser los tuyos o los míos. Mientras, no muy lejos de allí, a tan
solo un paseo en una noche clara, Teresa ya descansa con una
sonrisa en los labios, esperando el día que Milagros repose a su
lado. Y la próxima vez ya será para siempre, sin que nada ni nadie
pueda separarlas.
Eme Martínez nació en Soria y se crió a medio camino entre
Castilla y Cantabria. Estudió Filología Alemana en Salamanca,
donde contribuyó a refundar la revista literaria de la facultad y se
dedicó a escribir relatos cortos para leer por los bares. En la
actualidad vive en Madrid, trabajando en lo que puede y lo que le
dejan y escribiendo en los ratos que le permite la vida. Es su
segunda participación en la Antología Wanderlust.
Sin saberlo, mudó de rumbo mi sangre

Eme Martínez
Sin saberlo,
mudó de rumbo mi sangre,
y en los fosos
gritos largos se cayeron.

Para salvar mis ojos,


para salvarte a ti que...

Secreto.

El ángel de la ira — Rafael Alberti


Sobre los ángeles (1929)

Cuando empezaba a descender el sol sobre las eras, parecía que el


mundo entero estuviese en llamas. A Eladia le gustaba pasear por el
borde de los campos, en ese momento en el que los jornaleros
abandonaban el trabajo y podía estar sola durante un par de
minutos, antes de apresurarse a casa. No podían ver a una joven
como ella deambulando de esa manera, como una cualquiera,
sembrando Dios sabe qué pensamientos en la mente débil de los
hombres. Porque tenía que ser débil, pensaba Eladia, si la simple
imagen de una chiquilla disfrutando de un momento de soledad
podía hacerles caer en el pecado y la ignomia. Ella llevaba años
viéndoles sudorosos, forzando los músculos hasta su límite,
demostrando ser fuertes como toros bravos, y nunca había sentido
ninguna llamada diabólica. Su madre decía que las mujeres habían
sido creadas de otra manera, que no era tan sencillo llamarlas a la
tentación de la carne, pero luego el párroco pasaba horas
proclamando desde su púlpito la culpa de Eva, su debilidad, cómo
había caído presa del engaño y había engañado a su vez y les
había condenado a todos por su desobediencia a Dios. Había
mujeres así, su madre estaba de acuerdo. Como aquella
desvergonzada de Antonia, que se había escapado con un
vendedor de cobre, abandonando al pobre José; pobrecito mío, que
durante tantos años la había pretendido como un caballero, dentro
de sus posibles.
En todo eso pensaba Eladia al salir de la iglesia, excusándose
un momento y dirigiéndose a las eras. Su hermana, dulce como era,
la esperaba para volver juntas a casa, para que nadie pudiera
murmurar «allí va la chica de don Pedro sola». Por eso se permitía
solo unos minutos, unos instantes para ella misma en los que toda
esa palabrería no importaba y podía limitarse a observar el cielo en
llamas, antes de apresurarse a su lado y volver a vestir su vida de
buena hija, buena cristiana, buena chica que no regresaba a casa
con el forro del vestido rozado por las hierbas del camino. Herminia
no lo entendía, pero ponía esa sonrisa suya, suave como el algodón
y le decía «corre, yo te espero». Y aguardaba allí, como un perro
guardián, perdida en sus pensamientos, hasta que Eladia volvía y
decía «ya, vamos» y continuaban como si nada hubiera pasado,
como si esos ratos tras la misa no existieran. Y quizás no lo
hicieran, se dijo Eladia con los ojos clavados en las nubes, que más
que nubes se semejaban a ascuas. «Quizás los sueño todos los
días, sueño que el mundo es así de hermoso aunque sea durante
unos instantes, que puedo estar sola y tranquila, sin madre
revoloteando a mi alrededor, sin miedo al qué dirán todas esas
metomentodo que solo quieren descargar el veneno de sus lenguas
contra mí pero no encuentran motivo. Porque mi familia es pudiente
y todo el mundo cree que yo soy hermosa». Eladia tenía el pelo
oscuro y los ojos más oscuros todavía, enmarcados por pestañas
largas y tupidas, pero no se veía tan bonita como Herminia, que
tenía la piel blanca como el nácar y una mirada tan tierna que te
hacía sentir toda la bondad de su alma con cada parpadeo. Pero
parecía la única que pensaba así, porque Manuel (y era otro motivo
de envidias, otra razón por la que observaban cada uno de sus
movimientos esperando un resbalón, algo que comentar por lo que
condenarla), Manuel Santos Quintana, incluso más rico que ellos,
buen hombre, caballista excelente, había puesto sus ojos en ella. Ni
en su hermana ni en ninguna otra de aquellas muchachas que le
miraban con hambre de fiera y coqueteaban casi con descaro, en
ella. Sabía que era afortunada y que debía alegrarse, pero según
pasaban los días y se hablaba con más frecuencia de planes de
boda, una sombra crecía en su pecho. Eladia sacudió la cabeza,
como si así pudiera desvanecer esos pensamientos. Estaba en su
lugar especial, en su momento secreto del día, no iba a dejar que la
figura de Manuel se colara en su mente y le amargara esos
segundos de libertad. Las nubes comenzaban a tornarse púrpuras
en lo alto, como si fueran las cenizas oscuras que restaban de aquel
incendio magnífico y divino. Respiró profundamente, llenando los
pulmones de aire fresco y los ojos de hermosura violenta. Estaba
tan perdida en sí misma que casi ni se percató.
Una luz, más intensa y brillante que nada que hubiera visto
antes, más que el sol moribundo que se deslizaba hasta el
horizonte, se aproximaba a ella cruzando los campos oscuros.
Eladia quería gritar, quería huir, pero algo la mantuvo allí quieta,
como un corzo asustado, mientras la luz se acercaba más y más.
Tenía forma humana, se percató, una persona altísima y radiante,
envuelta en luz. Cuando llegó hasta ella, Eladia cayó de rodillas y se
resignó. Era imposible, aquello solo ocurría en las vidas de los
santos, no podía estar sucediendo. Pero, a pesar de ello, su corazón
no albergaba duda. Estaba en presencia de un ángel.
No era como en los retablos de la iglesia o en las figuras que su
madre guardaba en casa. Era la criatura más hermosa que había
visto nunca, pero nadie podría confundirlo con un humano. Tenía
figura de mujer, sí, con unas piernas larguísimas y perfectas y un
pecho del que la luz parecía brotar como oro líquido, una boca como
dibujada por un artista enamorado, pero ahí acababa toda similitud.
Sus manos eran garras, pero tampoco podía compararlas con las de
las aves. Eran como un trabajo de orfebrería, como el molde del que
hubieran sacado todas las demás en la creación, ningunas tan
bellas y delicadas como el modelo original. Tenía la cara plagada de
ojos, siete al menos, de diferentes tamaños y que no parpadeaban
al compás, cada uno de un color y un brillo distinto, como si le
hubieran engarzado joyas en el mirar. Y luego estaban las alas. No
había animal en la existencia con esas alas. Enormes, ardientes, no
esas cositas delicadas que parecían pender de las espaldas de los
ángeles en los cuadros. Eran tantas, pensó Eladia, que debía
levantar remolinos con solo batirlas. En ella (porque Eladia se
encontró pensando en el ángel como en ella, tanta gracia, tanta
belleza, eran impensables en un hombre) bailaba la luz haciéndose
sólida y deseó alargar la mano y rozar la piel de aquella criatura que
hacía creer que el atardecer había descendido a verla. No había
oración en su garganta que hiciera honor a aquello. No había
palabras de alabanza en la iglesia que le hicieran justicia.
Buscó la voz que hasta ese momento no había sido capaz de
hallar y comenzó a decir:
—Dios te salve…
La voz del ángel sonaba como mil campanas tañendo, como su
madre cantándole nanas de niña, el sonido más dulce y potente que
hubiera sonado en aquel lugar. Sentía cómo le vibraba el pecho con
cada palabra, cómo las palabras calaban en su interior y le
espesaban la sangre.
—¿QUÉ ES DIOS? —Eladia no supo qué responder. A la luz de
aquella criatura parecía lógica la herejía, la apostasía, que Dios no
existiera, que todo comenzara y acabara en esa luz. Qué iba a
saber el párroco de nada, si no lo había visto como ella lo estaba
viendo.
—Siempre nos habían dicho que los ángeles erais mensajeros
de Dios.
—ÁNGEL… ME HAN LLAMADO ANTES ASÍ. HACE MUCHO
TIEMPO, EN OTRO LUGAR. PERO NO SOY MENSAJERA DE
NADIE SALVO DE MÍ MISMA. —Tras aquellos labios perfectos pudo
ver la nada más absoluta, una oscuridad imposible en aquella
criatura radiante, como si en su interior albergara el vacío anterior a
la creación. Era terrorífico e hipnótico. Cómo sería, pensó Eladia,
perderse ahí adentro,
como si el Génesis nunca hubiera ocurrido y nada ni nadie
pudiera alcanzarla.
—¿Qué buscas aquí? ¿Hay algo que pueda hacer por ti? —El
ángel parecía un poco perdida, ahí en mitad del campo, una
aparición demasiado hermosa para ese lugar. Y podría no haber
sido enviada por Dios, pero, ¿quién no querría ayudar a un ángel?
—LLEVO MUCHOS AÑOS LEJOS DE VUESTRO MUNDO,
QUERÍA… QUERÍA ENTENDERLO DE NUEVO. RECORRERLO.
ENTENDEROS A VOSOTROS.
Eladia no entendía qué interés podían tener los seres humanos
para una criatura así, que parecía el sol hecho carne y pluma.
Debería tener miedo, debería querer huir de allí y alejarse de
aquella aparición destinada a mentes más grandes que la suya.
Pero dentro de ella solo había la fascinación más pura, hipnotizada
por sus ojos centelleando como estrellas.
—NO RECORDABA LO ESPLÉNDIDOS QUE PODÍAIS SER. —
El ángel alzó su garra hacia ella. De cerca eran incluso más
perfectas. Con ella, el ángel tomó un mechón suelto de su moño y
se colocó tras la oreja, bajándola con suavidad acariciando su
cuello. Eladia enloqueció.
Era el contacto con su piel, supo. Era ese el poder de los
ángeles. Solo con ese roce se sintió explotar. A eso se refería Santa
Teresa cuando hablaba de su éxtasis. Era como ser atravesada por
mil flechas, todas ellas de un placer indescriptible. Era como
ahogarse en luz, convertirse ella misma en luz. Jamás había sentido
nada semejante y estaba segura de que no lo volvería a sentir.
Cuando alejó la garra se sintió vacía, como si no pudiera sentirse
plena sin ella. Le faltaba el aliento.
—¿CUÁL ES TU NOMBRE, MUCHACHA?
—Eladia.
—NOS VOLVEREMOS A VER, ELADIA. —Sin mediar otra
palabra, el ángel se alejó de ella y alzó el vuelo. Eladia se quedó allí
clavada, mirando el punto del cielo en el que había desaparecido, un
remolino de alas fulgurante. A su alrededor todo se oscurecía. Echó
a correr.
Llegó junto a su hermana cuando ya había anochecido. Herminia
no dijo nada, solo la miró con los ojos muy abiertos y cierta
preocupación y reproche en la comisura de la boca.
—¿Viste la luz, Hermi? ¿La luz brillante que cruzaba las eras? —
Su hermana la miró como si estuviera loca.
—Yo no he visto nada, pero como no nos demos prisa con la que
nos las veremos es con madre.
Tenía razón, evidentemente. Su madre estaba hecha una furia,
más preocupada por quién podría haberlas visto cruzar las calles de
noche que por lo que les hubiera podido pasar. Eladia trató de
excusarlas:
—¡Madre, es que cayó algo en las eras! Como una bola de fuego
enorme. Solo nos acercamos a mirar.
Su madre tampoco la creyó, evidentemente, y no les habló del
ángel. Quería guardarse el recuerdo para sí, el tacto de su mano
deslizándose desde la mejilla hasta el cuerpo, su voz capaz de
tumbar los muros de cualquier ciudad, aquella belleza incomparable
a nada en la tierra. Solo ella la había visto, la había elegido de
alguna forma. Ya sabía Eladia lo que se decía de las muchachas
que contaban cosas imposibles, pero sabía que no estaba loca. No
había perdido la cabeza, solo había visto un ángel. Aguantó junto a
la pobre Herminia la regañina y se fue a la cama, a rezar a un dios
en el que ya no creía, con la mente puesta en una estrella que
cruzaba los campos hasta ella.
A la mañana siguiente llegaron los rumores de que parte de los
campos habían ardido, un camino estrecho y oscuro, justo detrás de
la iglesia. Nadie lo entendía ni lo sabía explicar e hizo que Eladia se
ganara un par de miradas extrañas por parte de su madre y su
hermana, pero no comentaron nada más. No gustaban de comentar
lo extraño, ni siquiera de pensar en ello siquiera. Volvieron a su día
a día, a la costura, a planear una boda que parecía cada vez más
como una condena ineludible. Eladia rezaba, paseaba por los
campos, se rozaba el cuello con la yema de los dedos y callaba.
Nunca confesó que esperaba ver de nuevo una luz cegadora, lo
sencillo y apagado que parecía todo a su alrededor sin ella. Se casó
con una sonrisa en los labios, dispuesta a amar a su marido. Solo
puso como condición poner a su primera hija Ángeles.

La vida siguió avanzando. Su pequeña ciudad de provincias iba


creciendo, al igual que su familia. Vieron llegar primero una
república, luego una guerra, el hambre, el dolor. Manuel fingía que
combatía, pero Eladia vivía tranquila junto a sus hijos sabiendo que
su padre era un cobarde, que el dinero de ambas familias le
protegía de la barbarie. Como les protegió una vez finalizó.
Herminia se había enamorado de un joven poco antes de que se
desatara la catástrofe y ahora lo ocultaban como podían, porque el
suyo era ya un nombre manchado de sangre y deshonra. Eladia se
la llevó a vivir consigo a la casa que su marido cada vez visitaba
menos, ocupado en otros negocios y bajo otras faldas. Las
hermanas criaban a los niños como ellas se habían criado y
Herminia seguía limitándose a sonreír con dulzura cuando su
hermana se alejaba camino de las eras y volvía con los ojos
perdidos.
Habían pasado más de diez años cuando el ángel volvió. Qué
será el tiempo para ella, pensó Eladia, qué será esta década de
espera cuando naciste cuando se iluminaron las primeras estrellas.
Esta vez la esperó de pie, junto a la iglesia, cuando la vio,
incandescente e inmensa, una visión digna de profetas y místicos.
—Te he estado esperando. —Había algo diferente en ella,
observó Eladia.
—TE HE CONTEMPLADO DESDE LA DISTANCIA. TE HE
VISTO VIVIR TU VIDA. HE VISTO CIENTOS DE VIDAS AQUÍ. HE
VISITADO CIENTOS DE TIERRAS.
—¿Y has vuelto aquí?
—HE APRENDIDO NUEVAS COSAS. EN UN FARO JUNTO A
UN MAR HELADO ME ENSEÑARON SIN SABERLO LA
AÑORANZA. ESE CONOCIMIENTO ME HA DEVUELTO AQUÍ.
No se mostraba ante otras personas, supo entonces Eladia. Su
ángel era luz del sol para los demás y desde allí les estudiaba,
fascinada por aquellas existencias diminutas y tan llenas. No había
muchos que pudieran deleitarse en aquella imagen que concentraba
toda la belleza de más allá del mundo. Solo Eladia, desde hacía
muchos años, quién sabía cuántos. Los años no existían para los
que eran como ella, eternos y demasiado grandes para conceptos
tan nimios como las vueltas que de un pedacito de roca a una
estrella.
—Yo podría enseñarte más cosas, si te quedaras. En casa hay
hueco de sobra. Podríamos conocer juntas el mundo, si quisieras.
—Las últimas palabras le salieron como un susurro, sintiéndose
boba e infantil. Por qué iba a quedarse con ella una criatura divina,
en una casa que ahora se le antojaba ridícula y pobre en
comparación. Su ángel alargó sus garras para acariciarle el pelo y
ahí estaba de nuevo esa sensación, la felicidad más plena, el
éxtasis de los santos, todo concentrado en la punta de sus dedos
afilados, vertiéndose sobre ella como una bendición.
—BELLA ELADIA, ENLOQUECERÍAS. NO ESTÁIS HECHOS
PARA VERNOS. TUS OJOS ARDERÍAN DE QUEDARME
DEMASIADO, TU MENTE QUEDARÍA EN RUINAS, SOLO CAPAZ
DE CONTEMPLARME.
—Me da igual. —Y supo que lo decía de verdad, que realmente
estaba dispuesta a dejar de lado la cordura por un día a su lado, no
teniendo que contentarse con un atardecer.
Su ángel rio y era como oír formarse galaxias, demasiado
brillante, demasiado hermoso, sin duda enloquecedor. Quiso ser la
responsable de ese sonido una y mil veces más, hasta que sus
oídos sangraran.
—LLEGARÁ EL DÍA EN EL QUE VEAMOS JUNTAS EL
MUNDO, ELADIA. TE DOY MI PALABRA. VENDRÉ A POR TI Y TE
MOSTRARÉ MARAVILLAS QUE NI SIQUIERA HAS OSADO
SOÑAR.
En el fondo de su pecho, Eladia sabía que era cierto. Los ojos de
joya del ángel la miraban con tanta ternura que quiso arrancarse el
corazón y dárselo, incapaz de corresponder tamaña dulzura.
Recordaba las historias que escuchaba de niña en la iglesia, todas
aquellas peroratas sobre un dios que era amor eterno e
incondicional, todas esas moralinas descafeinadas, pero que
parecían encontrar la realización en su ángel. Al mirarla sentía
muchas cosas que nunca antes había sentido, entendía los boleros
que Manuel cantaba en ocasiones de una manera nueva e intensa,
se sentía capaz de cualquier cosa si eso le garantizaba que siguiera
mirándola así. Alargó la mano para rozar una de sus alas y contuvo
un gemido. Era como sumergirse en agua demasiado caliente, como
si la hirvieran dentro de su propia piel y a la vez todos sus músculos
se hubieran relajado, como renacer a cada segundo. No podía evitar
pensar en cómo sería sentir una caricia de esa criatura en otras
partes de su cuerpo, más sensibles, mucho menos acostumbradas
al contacto que su mejilla, y el simple pensamiento le hizo
ruborizarse. Le habían enseñado a rechazar ese tipo de deseos que
jamás había sentido, hasta el momento que cruzó la vista con aquel
ser divino. Bajó la mano con vergüenza antes de armarse de valor y
preguntar:
—Antes de irte, esta vez… ¿podría pedirte algo?
—LO QUE ESTÉ EN MI MANO CONCEDERTE, ELADIA, SERÁ
TUYO.
—¿Podrías… podrías besarme? —El ángel sonrió. Eladia se
sintió como cuando era joven de nuevo, contemplando la última gota
de sol ardiendo contra el horizonte antes de desaparecer.
—SI ESE ES TU DESEO… —El ángel se agachó sobre ella. Era
realmente alta, pensó Eladia, podría envolverla por completo con su
cuerpo sin necesidad de las alas. Colocó las garras a ambos lados
de su cara, rozándola apenas, y posó su boca perfecta de cuadro
renacentista sobre la de Eladia. Si su tacto le hacía volar, besar al
ángel era como lanzarse al vacío. Se sentía libre, nada podía
alcanzarla, era como besar un mundo que no había nacido aún.
Pasó los brazos alrededor de su cuello, como había visto hacer en
las películas, y la atrajo aún más hacia su cuerpo. Era demasiado, la
sensación de caer sin red en su boca, el placer que despertaba el
roce de su piel, estar envuelta en luz y creerse en llamas por dentro.
No duró mucho, pero era más que suficiente, casi demasiado.
Cuando se separaron, los múltiples ojos del ángel parpadeaban con
laxitud y las plumas de sus alas estaban erizadas. Eladia suspiró.
Era bellísima.
—Te estaré esperando.

De nuevo la vida siguió su curso. Parecía imposible que todo


siguiera igual después de una experiencia tan trascendental, que el
mundo no se detuviera un momento para escuchar a Eladia gritar
«¡He besado a un ángel!». Sintió los labios calientes durante días y
se sonrojaba cada vez que lo recordaba, pero pronto se convirtió en
solo eso, un recuerdo. Tenía niños que criar y un marido que cuidar
y el mundo cada vez era más duro y complicado. Solo de noche,
cuando Manuel ya dormía, se permitía perderse en su memoria y
recrearse pensando en unas garras en su pelo, unos labios en su
boca y una promesa tan dulce que la derretía por dentro.
El ángel aparecía con más frecuencia en su vida. Una vez al
año, aproximadamente, aparecía de nuevo para compartir unos
minutos con ella. Le traía pequeñas alhajas de sus viajes, historias
de lo que había visto, besos que volvían a hacerle sentir un incendio
en el cuerpo. A veces, alguien preguntaba: «Qué prendedor más
bonito, Eladia, ¿de dónde lo has sacado?», «Madre, ¿por qué
guardas una caracola en el cajón?» y ella se limitaba a sonreír
misteriosa y a decir que eran obsequios de una amiga.
Con el tiempo cambiaron su pequeña ciudad de provincias por
una gran urbe, llena de futuro y oportunidades. Manuel había
continuado enriqueciéndose y quería montar una fábrica, con
muchos obreros y mayores beneficios, y arrastró a su familia
consigo. Los niños, que ya no eran niños, no se mostraron muy
dispuestos, pero la palabra de su padre seguía siendo ley así que
una mañana de primavera se montaron en la furgoneta en la que
habían metido de algún modo su vida entera y marcharon a
encontrarse con el futuro. Llevaron a Herminia consigo, ¿qué iba a
hacer ella sola en su casa, en aquella ciudad que empezaba a
parecer un pueblo en comparación con su nuevo hogar? Los
edificios eran altos y las calles concurridas y todo parecía vivo y
lleno. Al principio Eladia lo odiaba, odiaba los coches y las casas y
el no poder sentirse nunca sola, no tener unas eras a las que huir y,
sobre todo, no saber si su ángel sabría encontrarla entre tanta
gente. Era un miedo absurdo, su ángel siempre pudo hallarla allá
donde fuera, por más que se perdiera en mares de gente. En
aquella ciudad aprendió que en la multitud es muy sencillo sentirse
sola y que no necesitaba el campo tras de la iglesia para escaparse
de todos. Lo único que echaba de menos eran los atardeceres
violentos que ya no alcanzaba a ver, diminuta como era en aquella
ciudad enorme.
Herminia lo pasó peor. Siempre quiso volver a su pequeña
ciudad de provincias, donde la gente la conocía y murmuraba pero
la hacía sentir como en casa. Nunca se adaptó a todas esas calles y
avenidas y desconocidos que no la miraban mal, porque ni siquiera
la miraban. Lo demostraba con su tozudez discreta, dejando caer
comentarios sin levantar nunca la voz o, Dios no lo quisiera, llevar la
contraria a Manuel. Pero ella insistía un poco, suspiraba, comentaba
lo bonito que tenía que estar todo aquello en tal o cual época del
año. Quizás esa pena explicara que enfermara, ya que los médicos
no supieron hallarle otro motivo, y se apagara como un candil en tan
poco tiempo. Eladia la cuidó hasta el último aliento, sentada a su
lado, hablando de aquella vida que parecía ya tan lejana y
consolándola. No tuvo mala vida, solo mala suerte con un solo
hombre, pero mira cómo habían criado a los chicos, qué felices y
qué buenos, qué vidas llevaban ya solos y tranquilos. Herminia
sonreía como lo había hecho siempre y asentía lentamente. Qué
buenos eran, eso era verdad.
—Eli, dime la verdad —Eladia se giró hacia su hermana, apenas
un recuerdo de lo que había sido, rodeada de almohadones y
mantas, y en sus ojos vio lo que iba a preguntar—. Aquel día, en las
eras… ¿qué pasó en realidad?
Su dulce Herminia había guardado aquella pregunta dentro de sí
tantos años y solo ahora se atrevía a sacarla, como si el secreto
pudiera acompañarla hacia ese lugar al que ya se encaminaba sola.
Eladia suspiró y le habló del ángel, de lo hermosa que era, del fuego
de sus alas, de lo poco humana que era y lo humana que le hacía
sentir en comparación. Herminia sonreía como si comprendiera.
—¿Sabes? Creí que te habías enamorado de un jornalero, ¡qué
tontería! ¿Cómo te ibas a enamorar tú de un hombre? —Y, sin más,
sin una duda, sin una exclamación de sorpresa, su hermana aceptó
su historia y le hizo contarle cada uno de sus encuentros, os
pequeños obsequios que le había dado con los años, contarle cómo
eran sus alas una y otra vez.
—Deberías apuntarte a clases de pintura, Eli, hay algunas muy
buenas en el barrio. Podrías pintarla. Nadie cree que lo que hacen
los pintores sean locuras, lo llaman siempre inspiración. Seguro que
a ella le gusta. —La voz le iba saliendo cada vez más fina, apenas
un hilillo de aire hasta que cerró los ojos. Así, casi dormida,
murmuró—, me alegro mucho, hermana, de verdad. Que se quede
alguien aquí a cuidarte…
Herminia se durmió como una niña, con sonrisa perenne
prendida en los labios. No llegó a despertar de nuevo.
La enterraron en el cementerio de su ciudad, en la tumba de la
familia. Hubo tantas flores que parecía que habían convocado a la
primavera para que se despidiera de ella. Al parecer, al final para la
gente pesó más la amabilidad y la dulzura de Herminia que todas
las habladurías. A Eladia le dio pena que no pudiera verlo y rabia
que hubieran esperado a su muerte para demostrarlo. Pasó toda la
ceremonia buscando un fogonazo de luz por el rabillo del ojo, pero
nunca llegó. Para los ángeles una muerte era solo eso, una muerte
más, aunque Eladia sintiera cómo se le hundía el corazón en el
pecho y notara el mundo un poquito más oscuro.

También la vida continuó tras aquello, aunque Eladia se sentía como


si todo se hubiera detenido. Los niños (que hacía años que
rezongaban al ser llamados así, ya adultos independientes, con
vidas y parejas propias) volvían en ocasiones a casa y la veían
triste, pero era normal. Madre y la tía habían sido inseparables,
cómo no va a estar triste, qué sola debe de sentirse, pero nada
había que hacer. Solo en ocasiones se la veía animada, con los ojos
perdidos como si recordara a alguien, mientras se tocaba el cuello
con la yema de los dedos. Fue la época en la que Eladia hizo caso a
la sugerencia de su hermana y comenzó a pintar, primero en clases,
luego en casa. La felicitaban por sus paisajes, en los que todos
notaban el sabor de su ciudad abandonada, los campos, la iglesia,
la casa en la que vivieron de niños.
—¿Y qué es esto, madre, que pintas siempre? —decían,
señalando a las formas amarillas que solían presidir los cuadros.
—Ay, hijo —contestaba ella, como quien no quiere la cosa—, eso
es un ángel, pero nunca me sale bien del todo.
Todos lo tomaban por un delirio de una mujer cada día más vieja,
más arrugada, todo el mundo tiene sus manías cuando envejece.
Comenzaron a regalarle en Navidades y cumpleaños libros de
ángeles, sobre pintores de la antigüedad que compartían su
obsesión, poemarios de Blake, pinturas de tonos de amarillo y
dorado que la ayudaran a cumplir sus expectativas. Eladia los
agradecía con una sonrisa y se guardaba de decir a nadie de dónde
nacía su empeño. Su ángel seguía visitándola, a veces una vez al
año, a veces cada dos, siempre ajena al paso del tiempo. Eladia le
recitaba los poemas que aprendía sobre el paraíso y los que eran
como ella y su ángel siempre reía con su risa de metal puro.
—POCO SABEN VUESTROS POETAS, PERO LO IGNORAN
DE MANERAS MUY BELLAS.
Su ángel nunca le hablaba del lugar de donde venía, solo de sus
viajes por diferentes tierras. Y ver el mundo a través de sus ojos
multicolores lo hacía nuevo a los de Eladia también. Habían estado
juntas el día que el corazón de Manuel falló y finalmente se detuvo.
Fueron tiempos duros para Eladia. Le había querido a su manera,
como había sabido, del mismo modo que él la había querido a ella.
Sus hijos, acompañados por su pequeño y ruidoso ejército de
nietos, se turnaban para acompañarla, como si no supieran lo que
disfrutaba su madre de la soledad. Aunque ahora era una soledad
un poco más densa, preñada de cierta amargura, un poco más
agotadora de lo que solía ser. Finalmente decidió volver a la ciudad
de su infancia. Se valía perfectamente por sí misma, hijos, qué hago
yo aquí sin vuestro padre, en aquella casa triste, mucho mejor
donde siempre había estado, así podría llevarles flores a él y a
Herminia y no molestaría mucho. Fue difícil convencerles, pero
Eladia era una fuerza inamovible y acabaron por ceder. Total, con el
coche se podían plantar allí en un periquete y se la veía mucho más
contenta. Eladia vivía su día a día tranquilo, sin molestias, y por las
tardes salía de nuevo a andar por las eras.
Ya apenas se cultivaban y parecían siempre abandonadas, pero
los atardeceres continuaban robándole el aliento. Allí la encontró de
nuevo su ángel.
—VOLVEMOS AL MISMO LUGAR.
—Hace mucho que no puedo pensar en este campo sin pensar
en ti. Pienso mucho en ti, en general. Siempre lo he hecho.
—TÚ TAMBIÉN HAS ESTADO SIEMPRE EN MI MENTE. ES UN
BUEN MOMENTO, SI QUIERES. PODEMOS PARTIR JUNTAS
AHORA.
Eladia se miró, sus dedos artríticos, la rodilla que apenas le
respondía, los brazos arrugados.
—Ya no soy joven ni bella, ¿por qué quieres que te acompañe
aún? Seré una carga.
Su ángel la miró como si no comprendiera.
—SIEMPRE ERES HERMOSA, ELADIA. Y PARA MÍ NO ERES
UNA CARGA.
Apenas quedaba una línea de sol ardiendo sobre las eras
cuando Eladia tomó la garra de su ángel. Su contacto seguía siendo
una bendición, cálida y rejuvenecedora, enloquecedora. Dándole la
mano no se sentía muy diferente de la primera vez que la tocó.
—Muéstrame el mundo, entonces. Pero antes… ¿podrías
besarme otra vez?
—NO HABRÁ YA DÍA EN EL QUE NO TE BESE, MI AMOR.
Sobre ellas ya había anochecido. Y así, juntas, se perdieron
hacia las estrellas.
Rebeca García-Cabañas Garrido (Madrid, 1995) es graduada en
Historia y actualmente opositora. Compagina la escritura y el
cosplay, sus dos pasiones, con el estudio.
La escritura lleva en su vida desde niña, desde aquel día que su
madre le leyó el final de El Señor de los Anillos y ella se indignó
tanto que escribió su propio final alternativo. A raíz de este hecho no
se conformó con leer historias, sino que quiso escribir las suyas
propias.
Ha publicado otros relatos en las antologías Mentes brillantes y
oscuras (Hela Ediciones) y Ecos de Tinta.
Encuéntrala en Twitter e Instagram: @Becky_Ishtar
Entre besos y escamas

Rebeca García-Cabañas Garrido


A Flor los grandes acontecimientos de su vida le pillan lloviendo.
Comenzó con su propio nacimiento hace veinticuatro años. Su
llanto eclipsó hasta los truenos y formó tal escándalo que su
progenitora estaba segura de que lo que había parido era una
tormenta en vez de una niña arrugada.
Y como no podía ser de otra manera, aquel día a mitad de marzo
que comienza las prácticas en el Zoo de Criaturas Fantásticas de
Madrid, las nubes lloran y los colores del cielo son tristísimos.
Desentona. Toda ella desentona. Parece desafiar las normas del
universo vistiendo esa camiseta naranja fosforita tan llamativa que
hace juego con su cabello, también naranja, los piercings que brillan
a la luz de los relámpagos y la sonrisa que se come al mundo
entero.
Tal vez es la magia del zoo. Los recuerdos edulcorados de
cuando era una cría y venía de excursión con el colegio. Aunque
hace mucho que ya no es una niña y cree conocer los secretos que
esconde el Zoo de Criaturas Fantásticas de Madrid, es incapaz de
olvidar la emoción, la expectación que corría por sus venas cuando
nada más entrar se encontraba con los unicornios.
Quizás por eso le cuesta tanto concentrarse en la conversación
que está teniendo con su tutora de prácticas al lado de la pradera de
los centauros.
—No es la primera vez que haces prácticas en un parque
zoológico, ¿no?
Flor niega un par de veces con la cabeza, sin quitar la vista de
encima a la criatura de cabeza, torso, brazos humanos y patas de
caballo.
—He estado estos dos últimos meses en Faunia Mágica.
Su tutora, una mujer mayor de cabellos de plata, le enseña las
instalaciones del parque. Flor nunca se ha orientado muy bien, así
que lleva consigo un mapa, que ya está lleno de anotaciones y
horarios. Y todavía les queda el Acuarium, las instalaciones médicas
y los laboratorios.
Al igual que le ocurrió en Faunia, llegará el último día de
prácticas y no tendrá ni idea de donde están ni los vestuarios.
—Estos dos meses que estés con nosotros vamos a intentar que
te muevas por todas las áreas. —El tono de voz de su tutora es
soporífero, desganado. Flor supone que esta no es la primera ni la
última vez que aquella mujer tenga que contar las normas del zoo a
insignificantes estudiantes de prácticas—. Mantenimiento, cuidados
médicos, alimentación, exámenes en laboratorio, gritar a los niños
que no se suban a la barandilla del foso de los dragones…
Se le escapa una sonrisa. Ella fue una de esas mocosas a las
que los empleados del zoo tuvieron que decirle que no trepara por
las vallas. Ni que se acercara tanto a la quimera, y que dejara de
intentar liberar a las hadas del área infantil.
Mentiría si dijera que lo siente.
Entran al Acuarium. La entrada está decorada con carteles de
Heinrich, el kraken, y hologramas que anuncian el horario del
Sirenario y los espectáculos del día. Pasan de largo y se dirigen de
lleno a las enormes peceras donde descansan las criaturas.
—Me has dicho que eras graduada en biología…
—Veterinaria —le corrige—. Me especialicé en criaturas
acuáticas híbridas e hice prácticas en La Casa de Las Sirenas, en A
Coruña.
—Uy, no sabes lo bien que nos vienes entonces. —La mujer se
detiene delante de la cristalera de los hipocampos—. Ahora mismo
estamos algo faltos de personal en el Acuarium y si ya tienes
experiencia no necesitarás que el cuidador esté tan pendiente de ti.
Quien sabe, si haces las cosas bien puede que te quedes con
nosotros después de tus prácticas.
Flor asiente a la vez que reanudan el paso. No cree que le
beneficie mucho a su nota de prácticas decirle que no piensa
quedarse en un sitio que se preocupa más por el espectáculo que
por el bienestar de las criaturas. Lo único que quiere durante estos
dos meses es mejorar un poco la calidad de vida de los
«monstruos» del zoo, aprobar el curso y después largarse al norte a
trabajar codo con codo con criaturas fantásticas en un programa de
recuperación de especies en peligro de extinción.
Pasan delante de una de las múltiples cárceles de cristal y Flor
se sobresalta cuando una sombra se abalanza sobre el vidrio. Es un
segundo, un latido. Sus ojos castaños se zambullen en el azul
tormentoso de la pecera y entre rocas y algas, la ve.
La cola de serpiente se enrosca sobre sí misma cuando nada, su
largo cabello se pierde entre las alas de dragón que le brotan de la
escuálida espalda.
Fuera, la tormenta arrecia y el viento arrastra del pasado el
nombre de la criatura a su oído.
Erika.
Desaparece entre las rocas de su acuario y Flor tiene que plantar
la mano sobre el cristal para no caer.

***

El día que Flor cumplió nueve años estuvo a punto de morir. Su


madre la llevó a pasar el fin de semana a las Lagunas de Ruidera y,
como no podía ser de otra manera, no dejó de llover. Estaba
haciendo el idiota al borde de los caminos, los brazos estirados en
cruz, un pie delante del otro, como si estuviera caminando sobre
una cuerda. Abajo, la laguna aguardaba hambrienta y si la tierra no
hubiera estado tan húmeda, Flor no se habría escurrido. Perdió el
equilibrio en el último momento y el golpe de su cuerpo contra la
Laguna de Batanas retumbó hasta las profundidades.
Su abrigo se enganchó entre las ramas de árboles muertos y sus
pies se hundieron en el suelo fangoso.
Lo poco que recuerda de aquellos agónicos minutos son sus
pulmones ardiendo, el peso de la laguna hundiéndole el pecho.
Parecía que el suelo quisiera tragársela, que formara parte del agua.
Gritó, pataleó, luchó hasta el final. Hasta que el corazón parecía que
iba a explotarle y el frío la paralizó entera. Cuando ya lo creía todo
perdido, una sombra pasó delante de ella. Una sombra con forma
humana, cola en vez de piernas y alas a la espalda.
Unos brazos fríos y fuertes la sostuvieron y el oxígeno golpeó
sus pulmones con tal fuerza que no pudo dejar de toser. Volvía a
estar en tierra. Flor respiraba a bocanadas y el corazón le dio un
vuelco cuando vio a la criatura volando a su lado.
El cabello rubio le caía húmedo por la espalda y sus ojos eran de
un azul frío, de iceberg. Tenía incrustado un rubí tan rojo como la
sangre en la frente. Las alas puntiagudas y la cola de serpiente
tenían el mismo tono azul claro y las escamas le recorrían el cuerpo
entero. Era pequeña, quizás una niña como ella. En aquel momento
Flor no tenía ni idea de qué era aquella criatura que acababa de
salvarla, pero siempre había sido muy educada y con un hilillo de
voz, dijo:
—Gracias. Soy Flor.
La criatura entreabrió la boca dejando ver una ristra de colmillos
blanquísimos. Antes de volver a zambullirse en la laguna, un siseo
escapó de sus labios.
—Erika.
Días más tarde Flor se preguntó si no lo había imaginado todo.
Si no fue una alucinación provocada por la falta de oxígeno. Una
rápida búsqueda entre los bestiarios de la biblioteca le demostró que
aquella criatura que la había salvado, existía.
Vouivre.
Y ahora, quince años después, está casi segura que la vouivre
del Zoo de Criaturas Fantásticas de Madrid, es Erika.

***

No vuelve al Acuarium hasta su segunda semana de prácticas.


Camina entre las instalaciones ocultas al público con las piernas
temblando y empujando el carrito donde tiene que dejar las
muestras de agua que le han pedido. Es un pasillo alargado
rodeado de puertas que dan a las peceras de las criaturas. Aunque
han intentado darle algo de vida pegando posters de animales
sonrientes, Flor no deja de sentirse en una cárcel.
El corazón le martillea en los oídos cuando se detiene delante de
la puerta 1903. Debajo del número, la palabra vouivre le retuerce el
estómago. Está ahí, ahí, ahí. Flor toma una buena bocanada de
aire, se mete el bote estéril en el bolsillo e introduce la llave en la
cerradura.
La jaula huele a pantano, a humedad. Está construida de tal
forma que lo único que ve el público a través de la cristalera es la
masa de agua por la que se pasea la vouivre. La orilla por la que
accede al agua es toda roca y tierra mojada.
Todavía con las piernas temblando y el pulso a mil por hora, se
desliza entre las rocas hasta bajar a la orilla. Flor se agacha muy
despacio y antes de sumergir el bote en el agua, se detiene.
El rubí de la vouivre descansa en la orilla.
Siempre ha sido muy consciente de las costumbres y
necesidades de las criaturas. Pero cuando ve la piedra rojiza, se
olvida de lo importante que es para las vouivres. De lo que ocurre
cuando alguien le roba su preciado tesoro a la criatura mientras se
está bañando. Se arrastra hasta el rubí y no necesita tocarlo para
reconócelo.
El agua estalla en mil pedazos y empapa a Flor de pies a
cabeza. De pronto vuelve a tener nueve años, vuelve a ahogarse.
Erika vuelve a volar a su lado.
Se raspa las manos contra las rocas cuando se aleja hasta que
su espalda choca con la pared. El bote estéril queda flotando en el
agua y durante unos segundos, el mundo se detiene y tan solo
quedan ellas dos. Erika desgarrándola con sus fieros ojos azules y
Flor deshaciéndose como papel mojado.
—¡Tranquila! ¡No iba a robarte! Solo iba a… Yo… —se le
enredan las palabras. Piensa cientos de cosas a la vez. Que va a
morir, que es imbécil, que las vouivres son originarias del Franco
Condado y a lo mejor Erika no entiende castellano. Lo único que
sabe decir en francés es: Voulez vous coucher avec moi ce soir? Y
definitivamente no es algo que pueda decirle a alguien que
prácticamente acaba de conocer—. E-Es que…
Para su sorpresa, Erika le retira la mirada de golpe. Levanta el
rubí con el mismo cuidado que Flor cuando toma animales heridos y
se lo coloca sobre la frente. Le da la espalda y se arrastra hasta
cobijarse entre las cuevas escavadas en la pared de la roca.
Flor se queda allí sola, empapada y con cara de gilipollas.
No la ha reconocido.

***

En los días que pasa sin verla, los pensamientos de Flor se llenan
de toda la información que ha recabado sobre las vouivres a lo largo
de su vida. Sus manías, las costumbres. Su alimentación, la misión
que tienen de proteger tesoros enterrados en las profundidades.
Erika no tiene tesoro que proteger, más que el rubí de su frente,
porque la arrancaron de su habitad.
Pasado el susto de creer que iba a destriparla, Flor pudo
apreciar cómo había cambiado. La cola y las alas eran tres veces
más grandes que cuando la conoció. Sus facciones se habían
endurecido y las escamas azules que regaban su cuerpo eran más
brillantes. Flor está segura de que la hubiera reconocido cambiara lo
que cambiara, pero igual a Erika no le ocurría lo mismo.
Su cabello naranja ha pasado por varias fases a lo largo de su
vida. Ahora lo lleva por debajo de las orejas y se ha rapado la parte
derecha. Igual entre el pelo, los piercings en ceja, nariz y labio y el
eyeliner mal hecho han confundido a Erika y por eso no la ha
reconocido.
O quizás, tal y como descubre aquel día, es que la tienen tan
sedada que no es capaz de distinguir lo real de lo irreal.
Tres dosis al día. Tres dosis que, a partir de ahora, es ella quien
tiene que suministrárselas. Flor siente un regusto amargo en la boca
cuando el cuidador le da la jeringuilla con el fármaco. La sostiene
entre las manos, la mira con el mismo recelo que si fuera un arma.
Además de carcelera, es una asesina.
Cuando abre la puerta Erika ya la está esperando. La ve
recostada contra las rocas, la larga cola chapoteando en el agua y
las alas plegadas. Los nervios se le enroscan en el estómago. El
mundo vuelve a detenerse, pero esta vez Erika la mira con tal
indiferencia que le parte el corazón.
—Hola. Soy Flor, la del otro día. —Los ojos de la vouivre están
fijos en la jeringuilla y Flor no se atreve a encararla—. Vengo a…
bueno, a esto. A partir de ahora voy a ser yo la que se encargue de
tus necesidades, así que si quieres algo solo tienes que pedírmelo.
Como si fuera una autómata, Erika levanta el brazo, lista para
recibir su dosis diaria. La mirada de Flor oscila entre la jeringuilla y
el brazo de la vouivre. Las escamas azules salpican su piel como
gotas de agua. El sabor amargo que infecta su garganta vuela hasta
el estómago. La mira a la cara y su expresión vacía, ida, la
atormentará durante el resto de su vida.
Toma una bocanada de aire. Flor es veterinaria mágica, entiende
perfectamente la labor de los zoos y sus beneficios. Justo por eso le
hierve la sangre ver como el Zoo de Criaturas Fantásticas de Madrid
ha empeorado tanto. Como de ser un ejemplo de conservación y
rescate de animales ha pasado a convertirse en un calco de los
zoos de hace siglos. Porque temen a las criaturas fantásticas y,
cuanto más controladas estén, mejor. Aunque eso implique sacarlas
de su habitad y encerrarlas en espacios que no están preparados.
Flor ama a las criaturas fantásticas tal y como son: libres, fieras,
majestuosas. No drogadas y relegadas a atracciones de circo.
—A la mierda —se levanta de golpe. Erika la mira desde abajo
con la ceja enarcada y el brazo todavía estirado—. Voy a reducir la
dosis, ¿te parece bien?
Erika tiene las pestañas tan largas que se rizan entre ellas y
chocan contra sus cejas. Flor la ve fruncir el ceño y asentir tan
despacio que duda que se haya enterado de lo que le ha dicho.
Quizás nunca pueda devolverle el favor de haberla salvado la vida,
pero si tiene que quedarse en ese zoo lo que le queda de vida, Flor
va a hacer lo posible para que los días que ella esté allí viva un poco
menos como un animal enjaulado.
Escala entre las rocas y antes de que salga por la puerta, se
congela.
—Flor…
La jeringuilla se parte contra el suelo y el sedante se desperdiga.
Flor se gira de golpe con el corazón en un puño y una sonrisa que
ilumina toda la jaula. Baja a trompicones y derrapa hasta acabar a
su lado.
—¡Erika! ¿¡Te has acordado de mí?!
Erika la mira con los ojos despiertos y la sonrisa de medio lado.
Una sonrisa que poblará los sueños de Flor durante días.

***

—¿Cuántos años llevas aquí?


Es la tercera vez que a Flor la regañan por ir tan lenta limpiando
la jaula de Erika. No se arrepiente de nada. La vouivre nada de
espaldas, esquiva con la cola las rocas de los lados. Lleva varios
días con una sola dosis de sedante y, aunque los efectos
secundarios le provocan mareos, es consciente de todo lo que le
rodea.
—No estoy segura. —La voz de Erika es un siseo envolvente,
casi hipnótico, un secreto continuo—. ¿Diez, once? Cuando me
cogieron se me acababa de caer el último colmillo de leche.
Flor deja de barrer. Es triste, pero comparada con otras criaturas
del zoo, Erika tiene suerte. Heinrich lleva treinta años nadando en
una pecera que se le ha quedado pequeña y el wendigo se ha
criado en cautividad.
—¿Ocurrió algo para que te sacaran de Ruidera?
Erika suelta una carcajada que muerde el aire. Vaya pregunta
más estúpida. Como si los humanos necesitaran una excusa para
encerrar a criaturas fantásticas.
—Donde hay una vouivre hay un tesoro.
Y no dice más. Estos días Flor ha descubierto que Erika no es
muy amiga de las palabras y prefiere que sus gestos hablen por ella.
Los ojos entrecerrados, la ceja enarcada. Esa cosa tan graciosa que
hace con el labio cuando hay algo que no le gusta, las alas tensas
cuando se asusta.
—Bueno, ya he acabado por hoy. ¿Necesitas algo?
La vouivre se desliza hasta la orilla y sus miradas se encuentran.
Flor se queda obnubilada en las pupilas rasgadas de Erika, en ese
azul tan frío que debería congelarle hasta el alma. Debería. Pero allí
está, sonrojada hasta las orejas y el aliento en la garganta. Es tan
poderosa, tan imponente. El cabello enredado entre las alas abiertas
que sobresalen del agua, el rubí resplandeciente en la frente. A
veces Flor siente que Erika podría desentrañar todos los secretos
del universo con un solo vistazo, leerle la mente con aquella piedra
preciosa que le da una luz única a su rostro.
Solo espera que en ese momento no le dé por cotillear sus
pensamientos.
—Algo… —Erika estira el brazo hacia arriba, mueve sus dedos
unidos por membranas y acaba cerrando el puño—. La Luna.
—¿Eh?
—Echo de menos la Luna.
Antes de que pueda responderla, Erika se sumerge en el agua.

***

Aunque su horario de prácticas es de mañana, Flor se las ha


arreglado para que le dejen hacer un turno de noche. Llega una
hora antes, con la falda de cuadros hasta la cintura, las medias de
rejillas destrozadas y la riñonera llena de hechizos. El parque acaba
de cerrar y ella, en vez de ir directamente a los vestuarios, corre al
Acuarium. Corre porque las nubes amenazan tormenta, porque tiene
que llegar antes de que la cubran.
Entra en la jaula de Erika con la respiración a cien y la sonrisa
resplandeciente.
—¿Qué se supone que…?
—Calla y mira.
Se sienta en el suelo de tierra y abre la riñonera. Desde el agua,
Erika se acerca y apoya los brazos en la orilla. Flor saca un tarrito
de entre los bolsillos y, despacio, quita el tapón. Un humo morado
asciende del tarro. Lo enreda entre sus dedos, susurra las palabras
mágicas y el humo vuela hasta el techo.
Cuando el hechizo comienza a hacer efecto, Flor no se permite
apartar la mirada de Erika. El cejo fruncido por la confusión se
deshace como un nudo de barco, los colmillos aparecen de entre la
boca abierta, sus ojos se llenan de alegría.
La luz de la luna llena la baña entera y sus escamas se
convierten en diamantes.
Es un hechizo sencillo que vuelve al techo transparente. Simple,
pero muy llamativo. La noche se abre paso, las estrellas se reflejan
en el agua de la jaula. Erika sale volando y por una vez no le
importa que la salpique. Se tumba sobre el aire y se pierde en las
maravillas de la noche. Abajo, Flor la observa como la primera vez:
con la respiración acelerada y el cosquilleo en el estómago.
La magia desaparece tan pronto como ha llegado. Un nubarrón
oculta la Luna y las primeras gotas de lluvia chocan contra el techo
transparente.
—¡Mierda! Ha sido culpa mía —se lamenta Flor—. Es que
siempre la lio. ¿Qué tengo una cita importante? Llueve. ¿Qué quiero
enseñarte la Luna? Llueve. Si es que vaya suerte de-
Los labios de Erika se posan sobre su mejilla y Flor se derrite.
De no ser por lo desbocado que tiene el corazón diría que acaba de
morirse.
—Gracias —le susurra contra la piel.
Aunque la Luna haya desparecido entre las nubes, Flor jura que
a Erika se le han quedado restos enredados en el pelo, en las alas,
en la cola. Toda ella es luz de luna; tan hermosa, inalcanzable. Le
dedica una última sonrisa que enseña todos los colmillos y se
zambulle en el agua sin despedirse.
La sonrisa boba le dura toda la noche.

***

—¿Las vouivres soñáis?


—Qué va. Nos quedamos en blanco hasta el día siguiente, no te
jode.
Flor por poco acaba en el agua. Cuando quiere, Erika puede ser
brutalmente sarcástica. Está bien, le gusta.
—¿Y con qué sueñas?
Erika se cepilla los largos cabellos rubios con las garras. La
próxima vez le traerá un cepillo. Se queda en silencio tanto tiempo
que Flor piensa que no va a contestarla. Un escalofrío le recorre
entera cuando siente los ojos de Erika fijos en su espalda. Se gira
despacio y no pasa por alto como la vouivre aleja la mirada.
—Con que le arranco la cabeza a los cuidadores. ¿Y tú?
Miente. Flor lo percibe en la mirada huidiza, en el siseo
tembloroso que es su voz. Aunque en la jaula siempre hace frío, le
sudan las palmas de las manos y ahora es ella la que no puede
mirar a Erika. Porque no es capaz de decirle que desde que
volvieron a encontrarse no ha hecho más que soñar con ella. Con su
sonrisa de medio lado que enseña los colmillos, con el beso que
todavía le dura en la mejilla.
Con que la saca volando de allí, su cola se enreda con sus
piernas, sus narices chocan.
«Erika, Erika, Erika.»
—Con que Heinrich se come mis memorias de prácticas y me
suspenden el curso.
Erika sabe que miente, pero no dice nada.

***

Sumerge las piernas hasta las rodillas. A su lado, Erika hace formas
graciosas con la cola sobre el agua y no pueden dejar de reír. Flor
ha llenado las rocas de hechizos musicales y lleva horas
enseñándole a Erika sus canciones favoritas.
—El próximo día puedo traer el ukelele y te las interpreto en
directo.
Erika echa la cabeza hacia atrás y se deja envolver por las
diferentes melodías que reverberan por toda la jaula. Las alas le
vibran de la emoción. Desde hace días en cuanto termina su jornada
de trabajo, Flor se escabulle con Erika y se tiran horas hablando de
todo y nada, comiéndose con la mirada.
Tratando de resolver aquella situación que grita a los cuatro
vientos: «aquí pasa algo que no debería pasar».
Erika se estira, apoya las manos sobre la tierra y el respingo le
recorre desde los dedos hasta el cuello.
Ha apoyado la mano sobre la de Flor.
—¡Ay, perdona!
—No, espera.
Enreda sus dedos con los de Erika. Las dos se quedan mirando
sus manos entrelazadas, como si fueran piezas de un puzle que al
fin han logrado encajar. La mano de Erika es fría, suave. Las
membranas que unen sus dedos son tan finas que a Flor le da
miedo hacerla daño. La vouivre responde a su roce y es entonces
cuando se da cuenta de que estaba reteniendo el aliento. Sus
escamas le hacen cosquillas en la palma de la mano y le hace
sonreír.
Despacio, separa la mirada de sus manos y se atreve a mirar a
Erika. Son sus ojos tan azules que hasta duele mirarlos, el rubí
resplandeciente, los labios entreabiertos que le gritan «hazlo». Flor
firma su sentencia de muerte, se inclina hacia Erika y…
—¡¿Flor?! ¿Qué haces aquí? ¿No te habías ido ya?
El supervisor del Acuarium la escudriña desde la puerta de la
jaula. Erika se tira al agua y las mejillas de Flor toman el mismo
color que su cabello.

***

—¡Hostias, el agua está helada!


—Pues se supone que tú eres la encargada de la temperatura.
Para mí está perfecta.
—Erika, eres medio serpiente, pues claro que para ti el agua
está bien.
Hay hechizos con los que puedes respirar y ver bajo el agua,
pero Flor siempre ha sido muy tradicional y prefiere las gafas de
bucear y bombona de oxígeno. Cuando se zambulle de lleno en la
«laguna» durante unos momentos las piernas no le responden y el
frío le recta por la espalda. Tiene que nadar de un lado a otro para
acostumbrarse a la temperatura y aun así siente los brazos
entumecidos.
Se ha vuelto a colar por la noche en el zoo para pasar más
tiempo con la vouivre. Apenas le quedan dos semanas para acabar
las prácticas y la sola idea de separarse de Erika le encoge el
pecho. Tiene que aprovechar.
—Anda, ven, que voy a enseñarte la otra habitación de «mi
casa».
Erika la toma de la mano, Flor se coloca la boquilla y se
sumergen en las profundidades. La vouivre la lleva de la mano y
recorren el acuario entero. Le enseña los corales, las plantas de
colores que perfuman el agua. Sin embargo, a Flor no le interesan
tanto los musgos o las rocas de formas graciosas. Ella mira a Erika.
Cómo se desliza entre el agua, los suaves movimientos de su cola,
cómo toma velocidad extendiendo las alas. Bajo el agua, sus
escamas parecen cobrar vida propia.
Y cuando salen a la superficie, Flor se arranca la boquilla y toma
a Erika del cuello. Porque solo le quedan dos semanas, porque está
preciosa con las pestañas empapadas y la sonrisa de luna.
Porque le gusta.
La besa con ganas y con los labios temblando. De frío, de placer,
de expectación. Al principio le cuesta seguir el ritmo porque no hace
pie y tiene que mantenerse a flote como puede. Erika apoya la cola
justo debajo de sus pies, enreda su mano en sus cortos cabellos y
entonces el contacto es tan eléctrico, tan perfecto, que Flor lo siente
en todas partes. En el estómago, en el pecho, hasta en los dedos de
los pies.
Los labios de Erika se curvan en una sonrisa mientras se besan.
Se derrite en el calor de su boca, en los quedos gemidos que nacen
en la garganta y mueren entre sus labios. Podría ahogarse en ella,
en el baile de sus lenguas, en sus colmillos haciéndole cosquillas en
el labio inferior.
En la orilla, el rubí de Erika descansa sobre la ropa de Flor y los
hechizos musicales cantan canciones sobre ellas.
***

Sus dedos danzan entre los cabellos de Erika. Entrelaza los


mechones rubios entre sí hasta formar pequeñas trenzas que nacen
desde la raíz. Las decora con conchas, cuentas de colores y flores
secas.
—¿Las flores las has escogido para que me acuerde de ti?
—Puede.
La jaula huele amargo, pesado. A despedidas. Es el último día
de Flor en el zoo y no puede quedarse mucho con Erika. El tiempo
que les queda se lo pasa trenzándole el pelo y robándole besos que
no saben tan bien como le gustaría.
—¿Vendrás a visitarme? Aunque sea vernos a través del cristal
Flor se detiene. La cola de Erika se mueve de un lado a otro
sobre el agua y su mirada se pierde entre sus escamas. Despacio,
la toma de la barbilla. Siente que se rompe un poco por dentro
cuando ve las lágrimas agolparse en sus ojos.
—Puedes venir conmigo.
La vouivre se aleja de golpe y una tétrica carcajada escapa de
sus labios.
—Sí, un momento, que hago la maleta y salgo por la puerta.
—Escúchame, que no escuchas. —No permite que haya duda ni
vacilación en sus palabras—. Tengo copia de las llaves, hechizos,
un trabajo en Galicia. Y seguro que allí hay muchos tesoros nuevos
que puedes proteger.
Erika estira la mano y acaricia su mejilla. Flor se apoya sobre
ella, la besa. Se acerca hasta que su frente se choca con el cálido
rubí.
—No hay ningún otro tesoro que quiera proteger.
Los labios de la vouivre están húmedos por las lágrimas y Flor se
estremece por lo mucho que sabe a adiós ese beso. La toma de la
cara y la besa hasta desgastarle los labios, como si quisiera que su
recuerdo perdure para siempre. El beso revive los últimos días que
han pasado juntas. Las caricias, las cosquillas, la lengua de Erika
entre sus piernas, las promesas que siente que jamás podrá cumplir.
Los hombros de Erika tiemblan y antes de que Flor pueda
abrazarla, se tira al agua y la deja más desamparada que nunca.

***

A Flor los grandes acontecimientos de su vida le pillan lloviendo.


Liberar a su novia vouivre del Zoo de Criaturas Fantásticas de
Madrid es un gran acontecimiento, por tanto, no se sorprende
cuando nada más colarse en el parque, el cielo protesta. Lleva la
riñonera llena de hechizos, la capucha sobre la cabeza y el corazón
por fuera del pecho.
Pocas veces se ha sentido tan orgullosa de sí misma como
aquella noche.
Se ha pasado días planificando la huida y realmente se
sorprende de que todo le esté saliendo bien. Duerme a los de
seguridad, se vuelve invisible ante las cámaras, crea un alboroto en
el foso de los dragones que todos los cuidadores tienen que
solucionar.
Entra en la jaula de Erika después de semanas sin verla y la
cálida sensación que se desborda por todos y cada uno de sus
huesos cuando se abrazan es tan reconfortante que le sana hasta el
alma.
—¿Has hecho la maleta?
—Te dije que esto no iba a salir bien. Hace mucho que no vuelo
a tanta distancia, voy a perderme y-
Flor la acalla con un beso. Y esta vez, aunque sea un beso de
despedida, no sabe amargo ni le rompe por dentro. Al contrario: Flor
se siente más valiente que nunca. Contagia su emoción a Erika y
sus miradas se dicen todo aquello que no les da tiempo a
verbalizar.
Saca un tarro azul de la riñonera, el humo se dispersa, la magia
sale de sus labios y esta vez el techo desaparece por completo. La
lluvia las empapa enteras y Flor jura que lo que corre por las mejillas
de Erika no es solo lluvia. La vouivre bate las alas, sale disparada
hacia arriba y la estridente carcajada que sale de sus labios le llega
al corazón. Así es como le gustan las criaturas fantásticas: libres,
fieras, majestuosas.
Llenas de vida.
Erika la mira una última vez antes de marcharse y la promesa
que se hicieron entre besos y escamas se queda flotando en las
aguas de la jaula.
«Búscame en el norte».
Porque donde hay una vouivre, hay un tesoro.
Yaiza Sevillano ha devorado libros desde que tiene uso de razón, y
fue esa pasión la que le llevó a empezar a escribir de pequeña y a
estudiar Filología Hispánica años después. Actualmente es
correctora y está en proceso de ser también profesora de lengua en
secundaria.

Podéis encontrarla en las RRSS como @Yaiza_Ser.


En Instagram hace reseñas y habla de literatura (cuando se acuerda
y tiene un rato), mientras que en Twitter fangirlea de todo lo que le
eches. También podéis leer sus desvaríos en el
blog yaizasevillano.com, donde escribe artículos mezclando los
clásicos con la literatura juvenil y la cultura mamarracha.
No busco devorarte

Yaiza Sevillano
Ren Fay podía asegurar sin miedo a equivocarse que había
empleado la mitad de su vida en memorizar las facciones de Akane
Acker. Y no era una suposición del todo errónea. Habían coincidido
en todos los eventos sociales desde que Ren había alcanzado la
mayoría de edad, pero apenas habían llegado a cruzar unas pocas
palabras de cortesía a lo largo de los años.
Hasta que la semana pasada se habían encontrado en una
pequeña mercería del sur de la ciudad. Había sido un giro
caprichoso del destino, se dijo. Una señorita de su estatus debería
haberle pedido a su dama de compañía que encargara los guantes,
pero la presencia de Akane desentonaba más que la suya propia.
Los vampiros eran la nobleza más pura de la ciudad y, al mismo
tiempo, la guardia de élite que mantenía a los humanos a salvo de
los demonios. La primogénita de la familia más poderosa de Olvene
jamás debería haberse rebajado a acudir a una mercería como
aquella, pero allí estaba.
Siempre había pensado que Akane Acker era demasiado
sensual para ser una guardiana. Se movía con la majestuosidad y la
seguridad de un gato, pero también con la complacencia de la
nobleza. En realidad, se corrigió mentalmente, ella era la nobleza.
La princesa imperial, para ser más exactos. Llevaba el cabello
recogido en una larga trenza de color caoba y la hacía descansar
sobre su hombro. Vestía, haciendo honor a su clan, el uniforme
reglamentario de la Guardia de la Sangre: una casaca roja con las
costuras negras y doradas y el escudo bordado sobre el corazón;
una camisa blanca con puños de encaje y unos pantalones negros
ajustados que le permitían moverse con libertad. Parecía un ángel
exterminador.
Ren se había quedado paralizada en el vestíbulo de la tienda al
verla entrar, tan majestuosa, tan orgullosa. Jaya, que solía actuar
más como una hermana mayor que como dama de compañía,
enlazó su brazo con el de Ren y la pellizcó discretamente para que
volviera en sí. Akane no pareció percatarse de ello.
Y no lo hizo, porque había centrado toda su atención en los ojos
verdes de Ren y ahora una sonrisa de medio lado empezaba a
dibujarse lentamente en su rostro.
—Señorita Fay, qué sorpresa tan agradable encontrarla aquí. —
La saludó sin alterarse un ápice, y eso tampoco ayudó mucho a que
Ren recuperara la compostura. Jaya iba a reñirla de lo lindo si no
dejaba de temblar de esa manera.
Pero tampoco le importó demasiado, porque pudo comprobar —
no sin agrado— que la guardiana decía la verdad, como siempre. Se
alegraba de verla.
—Guardiana Acker —respondió mientras recogía las faldas de
su vestido y se inclinaba en una reverencia perfecta—. El placer es
todo mío.
—Imagino que estará usted preparándose para el baile que los
Fenn darán en unos días.
La guardiana toqueteaba con despreocupación los tocados
expuestos en una de las estanterías, fingiendo que solo se
involucraba a medias en la conversación, pero cuando dijo «usted»,
se volvió para dirigirle una sonrisa pícara.
—Sí, mi guardiana. Necesitaba unos guantes de encaje, en
realidad. —Ren luchó por sostenerle la mirada hasta el final e
intentó reunir todo el aplomo del que fue capaz para que Jaya
estuviera orgullosa.
—Estoy deseando verla con ellos puestos, lo que me recuerda
que la última vez le pedí un baile me vi obligada a faltar a mi
promesa.
—Oh, no os preocupéis, mi guardiana. —Ren sintió cómo sus
mejillas se sonrojaban, pero siguió manteniéndose erguida—. El
deber de la Guardia está por encima de todo. No tenéis que
disculparos por nada.
—Tonterías. Sigo debiéndole un baile y, esta vez, espero poder
cumplir.
Ren ni siquiera tuvo ocasión de responder a aquello. El sastre
apareció con sus guantes y la magia del encuentro fortuito pareció
desvanecerse en el aire. La joven saludó a la guardiana con otra
reverencia antes de dirigirse a la puerta de la tienda, seguida de
cerca por su dama de compañía. Una pequeña llama de deleite le
calentaba el corazón, pero no supo discernir si eran sus propios
sentimientos o los de Akane.
—Siempre es una delicia verla, señorita Fay.

Y allí estaban, en la mansión de los Fenn. Había pasado una


semana y Ren no dejaba de preguntarse si realmente vendría a
buscarla y la sacaría a bailar. Intentaba disimularlo, pero cada pocos
minutos dirigía una mirada furtiva al otro lado del salón y buscaba a
la guardiana Acker con los ojos. Por lo visto, había fracasado
estrepitosamente en su empeño de ser discreta, porque incluso su
hermano reparó en su nerviosismo.
—¿Se puede saber qué te pasa? No has parado quieta desde
que hemos salido de casa. Vas a conseguir llamar la atención.
—Déjame en paz, Kenji —repuso ella.
La familia Fay era lo bastante rica como para ser invitada a todos
los eventos de la alta sociedad, pero no tanto como para resaltar
entre los invitados. Esa era la gran estrategia de los demonios,
después de todo; fingir que eran humanos respetables, camuflarse
entre el gentío y envolverse en la oscuridad hasta que llegara el
momento de atacar. El pacto entre vampiros y humanos no les
dejaba otra alternativa que vivir de las mentiras.
Kenji le dirigió una mirada de desprecio, pero la apartó
demasiado rápido como para que nadie pudiera advertirla. Lo hacía
por las apariencias —siempre lo hacía todo por las apariencias—,
pero seguramente creyera que ni siquiera merecía la pena gastar su
odio en ella. Hubo un tiempo en el que Kenji hubiera dado la vida
por su hermana, pero eso había sido antes de que ella renegara de
su naturaleza y avergonzara a toda la familia. Para él era fácil odiar.
Al fin y al cabo, su poder era el de la corrupción. Pero ella, además
de haber nacido con un corazón tierno como los pétalos de una
rosa, había sido condenada a sentir en sus propias carnes las
miserias de todos los demás. La mayor parte del tiempo reflejaba la
ira de Kenji y le respondía con el mismo tono, pero le era imposible
odiar por sí misma.
Gracias al pacto que habían firmado después de la Guerra de la
Noche, los vampiros habían accedido al gobierno a cambio de dar
caza a los demonios y garantizar así la seguridad de los humanos.
Esa era la razón de que su hermano la fulminara con la mirada cada
vez que ella miraba en dirección al clan de vampiros. Ren no podía
estar segura de cuál sería la reacción de su hermano si finalmente
Acker le pedía un baile. Porque ella accedería.
¿Accedería? Podía argumentar que, si la invitaban a bailar y ella
se negaba, sería mucho más sospechoso que si actuaba con
naturalidad. Pero seguramente él no se lo perdonaría jamás. Era la
única frontera que le quedaba por cruzar: poner en peligro a su
familia, arriesgarse a que los cazaran, a que los expusieran en la
plaza de la ciudad y a terminar desangrados en los aposentos de
algún vampiro de la Guardia. A nadie le importaría siquiera que ella
hubiera decidido no alimentarse de humanos en detrimento de su
propia vida.
Y, pese a todo, estaba deseando que Akane fuera a buscarla.
Por desgracia o por fortuna para Ren, una vez terminó la cena y
dejaron la mesa para dirigirse al salón de baile, Jaya se acercó
disimuladamente para susurrarle al oído:
—La guardiana Acker la está mirando, señorita.
A ella le hubiera gustado fingir que reaccionaba a un comentario
ingenioso de su criada y responder con una risa cristalina y
recatada, pero no se le daba bien fingir ese tipo de cosas, así que
asintió y le dio las gracias. Tal vez, si Kenji decidía retirarse
temprano con los caballeros de su mesa… Pero no parecía
probable, en realidad. Su hermano solía añadirse a las tertulias
bastante más tarde, cuando el baile ya había empezado y la gente
ya no prestaba tanta atención a quién venía o iba de una sala a otra.
De manera que ella también permaneció sentada y se dedicó a
observarlo todo. Sus ojos no tardaron en dirigirse a la orquesta de
cámara que tocaba en una esquina del salón y reprimió un suspiro.
La música era lo único que le hacía olvidar la oscuridad que la
rodeaba y llevaba tocando la viola desde antes de aprender a leer.
Pese a ello, nunca había interpretado una sola partitura fuera de su
habitación. «Los demonios acechan, espían y atacan, pero nunca
destacan». Ese era el lema
Al principio le había bastado con la intimidad de su cuarto.
Durante gran parte de su infancia y adolescencia, había tenido
profesores muy reputados y Jaya era un público excelente. A
menudo, incluso la animaba a componer, por mucho que ella
temiera no ser lo suficientemente buena. Pero entonces, Ren había
tomado la decisión de dejar de devorar corazones humanos, y las
consecuencias no se habían hecho esperar más de un par de años.
Primero, su cuerpo perdió sus capacidades sobrehumanas. Dejó
de sentir la energía vibrante de la inmortalidad y sus uñas y sus
manos empezaron a debilitarse. Después, notó que su capacidad
para percibir los sentimientos de los demás ya no era tan
arrolladora. Y, finalmente, su cuerpo empezó a deteriorarse. Ya no
eran solo las manos, que ahora dolían y hacían que tocar fuera una
tortura. Ren había empezado a sentir que no siempre escuchaba
bien las notas graves y eso sí la dejaba hecha jirones.
Aun así, se mantenía firme en su propósito de no alimentarse.
Podía nutrirse de comida humana y conformarse con un cuerpo
defectuoso mientras no tuviera que volver a sentir la agonía de sus
víctimas. Había coincidido con la muerte demasiadas veces como
para saber que no quería seguir provocándola a su paso. La muerte
era neutra: podía ser despiadada, piadosa, tranquila o injusta. Pero
los recuerdos que aún la perseguían solo eran crueles.
Por todo ello, Ren prefería encerrarse en su habitación y tocar
hasta que el silencio la envolviera para siempre. Quién sabe, tal vez
su peculiar dieta acabara trayéndole el descanso eterno, después
de todo.

La evolución de sus pensamientos la tenía tan absorta que no se dio


cuenta de que Akane se había acercado hacia ella y se inclinaba en
la reverencia moderada que marcaba el protocolo.
—Señorita Fay, creo recordar que me debe usted algo.
Ren le sostuvo la mirada, tratando de descifrar la oleada de
emociones que emanaba la guardiana. Encontró ese agrado
tranquilo con el que la saludaba siempre y una pequeña oleada de
satisfacción. ¿Por bailar por fin con ella, tal vez?
—¿A qué se refiere, Ren? —Kenji no se sentía complacido en
absoluto. Intentaba que su ira no traspasara su voz y casi conseguía
que pareciera simple contrariedad—. ¿Qué le debes a la guardiana
Acker?
—Oh, no, señor Fay. No me malinterprete usted. —La guardiana
apenas se volvió hacia él para responderle, lo justo para no resultar
descortés—. Su hermana me debe un baile.
—En ese caso —Kenji se aclaró la garganta y volvió a
interrumpir la mirada que ambas compartían—, siento tener que
desanimarla. Mi hermana sufre graves dolores de espalda y no
puede bailar.
—Hermano, no seas tan grosero con la guardiana. —Los dos se
volvieron para mirar a Ren. Su poder no le permitía discernir cuál de
los dos sentía diversión y cuál sentía un arranque de furia, pero
tampoco necesitaba la aguda precisión de la que había disfrutado
años atrás para descifrarlo—. No es de buena educación declinar la
petición de nuestros protectores.
A su hermano no le gustaría nada aquella respuesta, pero ella
sabía que eso era, sin duda, lo que habría dicho de ser humana. Era
cierto que su espalda la torturaba a diario, pero aquello era lo de
menos. Si realmente el mundo no tenía nada más que ofrecerle, si
incluso la música iba a terminar por serle arrebatada, bien podía
permitirse bailar una noche.
Tomó la mano de Akane y le sonrió con calidez. Quería volver a
sentir esa felicidad tranquila tan suya y agradable. Todo el salón las
miraba, pero eso no era tan extraño. Los Guardianes de Sangre no
solían relacionarse con nadie que no fuera un vampiro. Trabajaban
juntos, vivían juntos e incluso se casaban entre ellos.
En la región de Arcon convivían tres clanes: los Acker, los
Banner y los Hartell. De estos tres, el primero era el más poderoso
de todos; no solo dirigía el ejército desde la capital: gobernaba todo
el imperio. Y los hermanos Akane y Atsui Aker eran sus herederos.
Por eso el salón de baile había interrumpido sus conversaciones
para verlas bailar; se trataba de un hecho insólito. Incluso el
hermano de la guardiana las miraba boquiabierto. Pero también era
una tontería, y Ren lo sabía. Akane bailaría con ella esa noche —y
tal vez otra más— y ahí quedaría todo.
La vampira la llevó hasta el centro del salón y se detuvo justo
cuando lo hacía la música de la orquesta. Ren sintió que el salón
entero contenía el aliento y que todo se detenía, esperando que
empezara la nueva canción. Aunque quizás solo fuera ella la que
había dejado de respirar. La joven pudo sentir cómo Akane le daba
un apretón en la mano —¿un guiño de complicidad, tal vez?— y
sostenía su espalda con la otra. La música empezó a sonar de
nuevo y la guardiana pareció echar a volar con ella en brazos.
Se encogió, de repente ansiosa por la idea de que su sordera
parcial le hiciera perder el ritmo o ante la posibilidad de que Akane
Acker pudiera sentir sus manos demasiado agarrotadas. Sin
embargo, a ella se la veía bastante concentrada en el baile. Se
movía con una agilidad orgullosa propia de su naturaleza vampírica
y al parecer no le importaba lo más mínimo humillar al resto de
asistentes con su gracilidad inhumana. Ren nunca habría podido
seguirle el ritmo con su cuerpo maltrecho —y de haberlo hecho
hubiera sido demasiado sospechoso—, pero la vampira podía dirigir
el baile por las dos y la joven se esforzaba por dejarse llevar. Solo
tenía que relajarse, concentrarse en ser ligera, levantar levemente
los pies del suelo e inclinarse hacia los lados cuando la música lo
requería.
—Señorita Fay, ¿a qué se debe esa seriedad? La noto un poco
tensa. —Su voz la sobresaltó más de lo que le hubiera gustado
admitir, pero recobró la compostura de inmediato.
—Solo estoy concentrada en no hacer el ridículo, mi guardiana.
Como os ha dicho mi hermano, no suelo hacer estas cosas.
—La clave está en relajarse y dejar que la melodía la lleve.
Según tengo entendido, usted es música. Debería sentirse cómoda,
a no ser que lo que la perturbe no sea la música, si no yo. —Akane
se inclinó sobre ella antes de que Ren pudiera responder y le
susurró al oído—. Yo no muerdo, señorita. —Entonces parpadeó,
percibiendo la ironía que encerraban sus palabras, y se echó a reír
—. ¡A menos, claro está, que sea usted un demonio!
Ren ocultó rápidamente su rostro para que no pudiera leer el
dolor en sus ojos.
—Vos lo habéis dicho, guardiana —respondió en voz baja—. Soy
música, no bailarina.
—Bueno, entonces solo tiene que fingir que está tocando.
Pero el baile acabó justo entonces y ambas se separaron
lentamente sin dejar de mirarse a los ojos.
—Estoy segura de que la próxima vez se sentirá más cómoda,
señorita Fay —dijo la guardiana antes de guiñarle un ojo e inclinarse
brevemente con una elegancia ofensiva.
Justo cuando estaba a punto de retirarse, Kenji apareció con dos
copas y una sonrisa deslumbrante. Sus gestos y sus ojos decían
que se sentía honrado de que una guardiana se hubiera fijado en su
hermana, pero Ren conocía la verdad. Podía sentir la oleada de
furia que le sacudía por dentro con tanta claridad que, de no haber
convivido con ese poder durante años, hubiera jurado que el odio
era suyo.
Pero Akane no podía saber todo eso. Ren comprobó con horror
que le estaba dando las gracias a su hermano y que estaba a punto
de tomar la copa y beber de ella. Una copa que seguramente
estuviera envenenada. El veneno de un demonio podía matar a un
vampiro al instante, pero si se vertían unas gotas en una copa de
vino, el efecto se disipaba de manera que la víctima enfermaba y
terminaba muriendo días o semanas después. Seguramente no
llegara a sospechar jamás del joven adinerado y arrogante que le
había ofrecido una copa como agradecimiento por sacar a su
hermana a bailar.
Antes de que pudiera ser consciente, Ren tiró la copa de un
manotazo y observó a cámara lenta cómo esta caía y se estrellaba
contra el suelo. Vio cómo se hacía añicos y el vino se alzaba en una
pequeña ola que le recordaba demasiado a la sangre. Sabía que
estaba cavando su propia tumba, pero no podía parar. Tal vez fue
ese gesto el que provocó que Kenji Fay perdiera el control, pero
presentía que nunca tendría ocasión para preguntárselo.
Entonces, oyó cómo la argolla de la lámpara de araña se
aflojaba y supo que la copa había sido una distracción. O una
trampa. Kenji estaba oxidando la argolla para que la araña cayera
sobre la guardiana. Ren pensó que se había vuelto absolutamente
loco y que ya ni siquiera le importaban las consecuencias que se
pudieran desatar. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que su
hermano quería obligarla a mirar cómo la guardiana moría delante
de ella.
Kenji contaba con que el débil cuerpo de Ren no conseguiría
reaccionar a tiempo y estaba seguro de que todo quedaría como un
trágico accidente. Contaba también con que ella no tendría tanta
fuerza como para salvarla —un humano no podría, y un demonio
que se alimentara como uno, tampoco debería— y que, al fin y al
cabo, en caso de ser capaz, tampoco se arriesgaría a exponerse. Es
por eso que no fue capaz de impedir que la joven se lanzara sobre
la guardiana Acker para tirarla al suelo y protegerla con su propio
cuerpo. Ren llevaba demasiado sin alimentarse como le exigía su
naturaleza, pero aún le quedaban sus reflejos y sus instintos. Colocó
su pie detrás del de Akane para hacerla perder el equilibrio y poder
tirarla, y reunió todas las fuerzas que le quedaban para empujarla
lejos de la lámpara.
Cuando la guardiana alzó la mirada para tratar de comprender
qué narices había pasado, lo primero que vio fueron los ojos de un
demonio. Ni siquiera la enorme lámpara destrozada llamó la
atención de nadie. Los ojos de Ren se habían vuelto completamente
negros y la piel que los rodeaba se había oscurecido y parecía
horriblemente agrietada, a punto de resquebrajarse.
—Tú —susurró la vampira.
Inmediatamente, las miradas se posaron sobre Kenji. Si Ren era
un demonio, su orgulloso hermano debía serlo también. La Akane
que quería disfrutar de un baile como cualquier joven de su edad
desapareció y dejó paso a la guardiana Acker. Se puso de pie de un
salto, sacó dos dagas de su cinturón y las blandió desafiante.
Un segundo después, la música había enmudecido y los
hermanos Fay estaban rodeados por una docena de vampiros
pertenecientes a La Guardia de Sangre. Ren quiso gritar que no
pretendía hacerle daño a nadie, pero entonces recordó que ni
siquiera podía defenderse aunque quisiera. Ya no le quedaban
fuerzas.
Kenji, que ya no podía hacer nada por proteger su identidad
humana, se agazapaba ahora en posición de ataque. Empuñaba
una de las dagas de la familia. Había sacado las garras y sus ojos
negros como dos ventanas al infierno delataban que también él
estaba reuniendo ahora su fuerza sobrehumana.
Demasiado bloqueada como para reaccionar, Ren solo pudo
observar cómo su hermano se abalanzaba sobre el vampiro más
joven del clan. Era apenas una chiquilla y ese debía ser su primer
enfrentamiento real. Se quedó en blanco y reaccionó lo justo para
protegerse con los brazos. Atsui Acker, príncipe y alférez de la
guardia, se puso delante de ella con las dagas en alto, pero Kenji ya
había fintado y estaba atravesando la vidriera de la ventana en
busca de la oscura seguridad de la noche. Aquel lamento en forma
de cristales rotos fue el último rastro del horror de la noche. Al
menos, así lo debieron sentir los asistentes humanos. Para Ren, la
pesadilla no había hecho más que empezar.
Doce vampiros, frustrados y rabiosos, se volvían hacia ella
sedientos de sangre.
Por lo menos le quedaba el consuelo de saber que no la
matarían delante de los humanos. Esperarían a llevarla ante el
Tribunal y entonces sí, beberían su sangre hasta dejarla vacía. Atsui
puso a la vampira más joven detrás de sí y empezó a avanzar hacia
ella para arrestarla, mientras el resto la apuntaban con las dagas.
Ella alzó las manos en señal de rendición y se esforzó por retener
las lágrimas. Justo cuando el vampiro la agarraba por las muñecas,
la voz de Akane rasgó el ambiente, ya tenso de por sí.
—¡Reclamo mi derecho a vengarme!
Casi parecía que el silencio pudiera partirse en dos. Akane se
detuvo a tomar aire y volvió a alzar la voz.
—Su hermano ha intentado matarme, estoy en mi derecho de
reclamarla para mí.
—Akane, no me parece prudente —objetó el vampiro.
—Soy perfectamente capaz de apañármelas sola, Atsui.
Atsui asintió con reticencia, aseguró las correas que ataban las
muñecas de Ren y le abrochó el bozal de la boca. Después, la
empujó en dirección a Akane sin preocuparse siquiera porque ella
pudiera tropezar antes de llegar hasta la guardiana.
—Gracias —dijo la guardiana sin mirar siquiera a su hermano.
Ren no pudo evitar preguntarse a qué se debía esa roca de
tristeza que sentía de repente.

La puerta de la celda chirrió como un lloriqueo al abrirse lentamente,


pero Ren no alzó la mirada. Ya había tenido suficiente curiosidad
para lo que le quedara de vida. O para varios días, porque no viviría
mucho más ahora que la habían descubierto. Si habían fijado fecha
para el juicio, no se habían molestado en compartirla con ella. De
todas maneras, nada les impedía divertirse un poco y torturarla
hasta que llegara el momento. Tal vez fuera Atsui. O aquella joven
vampira que Kenji había amenazado y que seguramente estaba
deseando resarcirse. Y, sin embargo, su visitante no sentía ira ni
desprecio. Solo una tristeza gris.
—Por lo menos podrías mirarme a la cara, demonio.
La voz de Akane fue todo lo que Ren necesitó para alzarse de un
salto y clavar sus enormes ojos en ella. La guardiana se acercó, le
advirtió con una mirada severa que no hiciera un movimiento en
falso y le desabrochó el bozal.
—Guardiana Acker, yo…
—Solo quiero saber si mis hermanos tienen razón. ¿Planeabais
matarnos? —Por primera vez, Ren la vio como la temible guardiana
que era.
—¿Qué? ¡No! Kenji solo quiere pasar desapercibido. —«¿Cómo
si no iba a alimentarse de humanos?», pensó. Pero se mordió la
lengua a tiempo—. Esa es la obsesión de mi familia, pasar
desapercibidos.
—Para atiborrarse de corazones humanos, ¿no es eso?
Ren agachó la cabeza de nuevo y una mata de cabello azabache
le cubrió el rostro.
—No me puedo creer que haya sido tan idiota… ni que vaya a
dejarte huir después de todo.
—¿Disculpad?
—Cállate y escapa antes de que me arrepienta de esto. Los
guardias están inconscientes, nadie te verá. Al final del pasillo, hay
una ventana que da a un acantilado; es lo bastante grande como
para que puedas caber por ahí.
—No puedo —susurró Ren.
—¿Que no qué? —Más que una pregunta, sonó como una
exclamación de indignación—. No me vengas con moralismos
ahora, demonio. No tengo tanta paciencia. —La tristeza de Akane
se tiñó de una frustración negra y brillante. Ren se encogió.
—No. No puedo. Mi cuerpo se haría añicos.
—No me hagas reír —rio con desprecio—. Eres un demonio. —
Repetía tanto la palabra maldita que no le hacía falta percibir sus
sentimientos para saber que le había afectado de verdad. Cogió aire
y se armó de valor para pronunciar las palabras que tanto ella como
su familia habían evitado siempre.
—Uno que lleva siete años alimentándose como una humana.
Soy demasiado frágil.
La duda cruzó el rostro de Akane y alteró sus facciones en una
mueca de confusión.
—¿A eso venía la broma del dolor de espalda?
—No es una broma.
La indignación de la vampira estalló en su cuerpo y la hizo
revolverse nerviosa, hasta que se decidió a canalizar esa energía
roja y estampó su puño contra la pared de la celda.
—¿Y qué quieres de mí ahora? —Casi parecía que le estuviera
susurrando a la piedra, acariciándola ahora, después de
arrepentirse de lo que había hecho. Ren parpadeó, sorprendida,
tratando de decidir si se dirigía a ella.
—Yo no quiero nada de vos, guardiana. No tenéis por qué
arriesgaros por mí.
—Me salvaste la vida.
Ren no supo qué responder a eso, así que volvió a bajar la
mirada y guardó silencio. Seguía sin ser capaz de saltar por un
acantilado, pero algo la distrajo de ese pensamiento. Podía sentir
que ya no quedaba nada de la tristeza gris que había percibido
antes; los sentimientos de Akane brillaban ahora de un rojo intenso.
—¡Oh, qué narices! Ven conmigo de una vez.
Antes de que ella pudiera preguntarle a qué se refería, la
guardiana cruzó la celda de una zancada, la liberó de sus grilletes y
la sacó al pasillo de un tirón. La arrastraba con la misma facilidad
con la que la había hecho bailar esa noche. De hecho, Ren llevaba
todavía el vestido de gala y tuvo que apresurarse a recoger la falda
con la mano libre antes de que pudiera tropezarse con el bajo.
Akane percibió que había ralentizado levemente el ritmo y se volvió
para fulminarla con la mirada.
—Prefiero no tropezarme con la falda del vestido, mi guardiana.
—Déjate de formalismos de una vez. He drogado a dos guardias
y ahora estoy sacándote por la ventana de las mazmorras. Ni yo
merezco ese tratamiento ni tú necesitas seguir pareciendo tierna e
inocente.
—No pretendo… espera, ¿la ventana?
—Te he dicho que era la mejor manera de salir. No sé cuándo
despertarán los guardias y, de todas maneras… ¿de verdad quieres
salir por la puerta principal? ¿Y luego qué? ¿Pasearte por la plaza?
—Pero ya os he dicho que no puedo…
—Ya, ya. Te envolveré con mi cuerpo.
A Ren le pareció que su mandíbula se desencajaba de golpe.
—¡Date prisa! Recoge bien esa falda, lo último que me falta
ahora es que se abra como una sombrilla y me tape la cara.
Ella hizo lo que le pedía, pero el cancán le impedía aplastar la
falda y recogerla con las dos manos.
—¡Oh, por el amor de Kami! —Estalló, volviendo a perder la
paciencia—.Quítate el vestido.
—¿Cómo decís? —Las mejillas de Ren Fay se encendieron de
un rojo tan brillante como el de los sentimientos de Akane.
Pero entonces se oyeron los gritos de los guardias,
desconcertados e indignados varios pasillos más allá. Ren le dio la
espalda a Akane y le pidió que la ayudara con los botones. La
guardiana recorrió la espalda de la chica con manos ágiles,
maldiciendo entre dientes y enumerando todos los improperios que
sabía. Finalmente, cuando terminó de desabrocharle el vestido, Ren
lo deslizó hacia abajo, se deshizo del cancán y avanzó hacia Akane,
vestida únicamente con el canesú, el corsé y los calzones.
—Mucho mejor —murmuró la vampira, todavía irritada.
Hizo ademán de tomarla en brazos, pero ella pareció caer en la
cuenta de algo y levantó una mano para detenerla. Cargó el vestido
y el cancán con los dos brazos, se volvió y los tiró por la ventana. La
guardiana, carcomida ya por la impaciencia, la sujetó por el brazo
antes de que pudiera volver a detenerla, la rodeó con su cuerpo
todo lo que fue capaz y saltó. Aterrizó pocos segundos después,
derrapó con los pies para no perder el equilibrio y la dejó en el
suelo. Ren se separó de ella y desapareció de un brinco, impaciente
por localizar su ropa.
—Bueno, ahora…ahora ya puedes volver con los tuyos.
—Oh, no voy a volver con mi familia.
—¿Por qué no? —Akane volvió a fruncir el ceño. De repente,
todo lo que hacía o decía Ren Fay conseguía desconcertarla.
Procuró buscarla con la mirada para tratar de seguir mejor el hilo de
la conversación, pero ella le gritó que permaneciera de espaldas.
Terminó de colocarse el cancán y empezó con el vestido.
—Para ellos soy una paria, una miserable que traicionó a su
naturaleza hace siete años y que ahora los ha expuesto de la peor
manera. Además, si descubren que he logrado escapar, creerán que
me he aliado con los vampiros. Si me ven, me matarán ellos
mismos.
—Pero eso es…
—¿Horrible? No os preocupéis, estoy acostumbrada. ¿Podríais
ayudarme otra vez con los botones?
Akane volvió a parpadear, confusa, mientras tartamudeaba un
«claro» y se encargaba de abrocharle el vestido. Empezaba a no
tener muy claro qué narices estaba haciendo ella allí. ¿De verdad
estaba salvando a un demonio?
—Guardiana Acker.
Murmuró una respuesta muda y volvió a sorprenderse cuando
Ren se dio la vuelta y ella volvió a tropezarse con sus ojos verdes.
—Vos no vendríais conmigo, ¿verdad? Espero no haberos
causado demasiados problemas con la Guardia y estoy segura de
que podrá solucionar los inconvenientes que ocasione mi…
desaparición. Pero, si no es así, quiero que sepáis que mi dama de
compañía y yo estaríamos encantadas de que nos acompañarais.
—Yo… yo no…
«Pues claro que no vendrá», se dijo Ren. Ella es la princesa.
—Está todo bien —sonrió—. No necesita añadir nada más.
Ren sintió el impulso de poner una mano sobre la suya para
reconfortarla, pero temió que la verdad de su naturaleza todavía
turbara demasiado a la guardiana y dejó caer las manos a los lados
de la falda.
—Ha sido un placer haberos conocido.
Se despidió con una breve reverencia y se retiró con toda la
dignidad de la que era capaz después de haber saltado por la
ventana de las mazmorras y de haberse vestido entre dos
matorrales. Pero entonces, la voz de Akane cortó el viento.
—Señorita Fay.
Ren volvió la cabeza con la confusión y la esperanza pintada en
los ojos.
—La buscaré. Y la encontraré, algún día.
Ella asintió una vez y se inclinó con un gesto que indicaba más
complicidad que la reverencia anterior.
—Siempre es una delicia veros, guardiana Acker.
Andrea Ruiz Meléndez (@Psique23 en Twitter) es de Torrevieja,
pero se mudó a Madrid, donde estudió Literatura General y
Comparada y estudios literarios en lengua inglesa. Su primer relato
publicado, La ruta hacia la Isla Errante, se puede encontrar en la
revista El Kraken Liberado, Vol. I.
La sonrisa de la serpiente

Andrea Ruiz Meléndez


El exnovio de Hae-na lo planeaba todo con, mínimo, un año de
antelación. Gracias a eso, habían conseguido billetes de avión para
Barcelona por la mitad de precio. Casi diez meses después de
haber cortado con Daniel, Hae-na había recordado en el último
momento que tenían ese viaje ya pagado y no estaba dispuesta a
desperdiciarlo. Aunque el asiento de avión vacío a su lado le produjo
cierta angustia existencial, eso no iba a evitar que se lo pasara bien.
La misma noche de su llegada se arregló con laca el cabello
castaño oscuro, que llevaba cortado en un pixie cut, se pintó los
labios de rosa frambuesa, se calzó unas sandalias de cuña, y echó
el cuerpo a la calle. Para bailar, sabotear selfies de desconocidos, y
probar todos los cócteles con nombres graciosos que encontrara.
Iba por el segundo sex on the beach cuando vio a una chica
entre la multitud que la dejó paralizada, como si le hubiese caído un
rayo. Una chica con el rostro ovalado y rasgos afilados y una
melena ondulada de un color negro verdoso increíble. La chica
llevaba, con el aplomo de una estrella de cine, un vestido largo con
la falda abombada, de color blanco con motivos vegetales negros.
Se movía como el agua según cruzaba el local para llegar hasta la
barra.
Tal vez fuera efecto del último trago del cóctel deslizándose por
su garganta, o un momento de locura transitoria, pero Hae-na
decidió acercarse a saludarla.
En un día normal, Hae-na era la primera en gritar que estaba
gorda y orgullosa, y esa noche hasta se había puesto una blusa con
transparencias para lucirse. Pero, durante el segundo que separó su
«¡Hola! ¡Me encanta tu pelo!» de la respuesta de la otra chica, se
sintió como una patata envuelta en celofán. Luego la chica sonrió
(una sonrisa al tiempo luminosa y fiera y absolutamente preciosa) y
la invitó al tercer sex on the beach. Y cualquier preocupación se
esfumó.
La chica se llamaba Maëlle Chae. Era medio francesa, pero
hablaba coreano y la conversación continuó en ese idioma. Antes de
que Hae-na pudiera acabar de procesar lo que estaba pasando, ya
estaban bailando juntas su canción favorita de Ariana Grande. Y al
poco rato estaban compartiendo una piña rellena de ron, y luego
bailando otra vez, y riendo hasta casi caer redondas al suelo. Al
final, abandonaron los locales de baile y se metieron en un karaoke.
Tras algo de discusión, dejó que Maëlle pagara una sala privada en
efectivo. Mientras cantaban a todo pulmón, Hae-na se dio cuenta de
que lo que hacía tan peculiar la sonrisa de Maëlle era que tenía
unos colmillos muy largos. Parecía un vampiro, en el mejor de los
sentidos.
Con las palabras trabándose por el alcohol, Hae-na logró decirle
a Maëlle:
—¿Quieres probar mi jacuzzi? En mi hotel…
Daniel se había resistido, pero para aquel viaje Hae-na había
logrado convencerle de que se dieran, por una vez, el capricho de
una habitación con jacuzzi. Y, sin embargo, aquello que era un gran
lujo para ella le parecía tan poca cosa que ofrecerle a alguien que
brillaba como Maëlle. Pero la otra mujer aceptó, y Hae-na sintió que
el corazón le daba saltitos en el pecho.
Por el camino al hotel, tuvo miedo de estar malinterpretando la
situación. Tal vez Maëlle creyera que aquel baño en jacuzzi solo era
una forma de entablar amistad. «Cosas de chicas» o algo así. Pero
en cuanto cerraron la puerta de la habitación, Maëlle la aprisionó
delicadamente contra la madera y la besó. Y ese beso, profundo,
húmedo, intercalado por suaves mordiscos a su labio inferior, no
dejaba lugar a confusión alguna. Los labios y las manos de Maëlle
estaban frescos, lo que dejaba una sensación muy agradable en la
piel de Hae-na, que entre el alcohol y la emoción estaba ardiendo.
Se las apañaron para quitarse la ropa, llegar hasta el jacuzzi y
encenderlo entre beso y beso. Bajo la luz tenue que emitía el interior
de la tina, Hae-na vio que Maëlle tenía una herida bastante fea en el
vientre. La parte de su cerebro que había estudiado enfermería
quiso pararse a examinarla, pero esa parte era muy, muy pequeña
en ese momento, así que no dijo nada.
Hae-na entró en el agua y le tendió la mano a Maëlle para
ayudarla a hacer lo mismo. La mujer tenía las mejillas encendidas
de rubor y se tambaleaba, la gracilidad sobrenatural de sus
movimientos se había diluido hasta solo quedar un vago destello.
Hae-na tuvo un momento de iluminación y se dio cuenta de lo
peligrosa que era aquella situación. Lo mejor que podían hacer era
relajarse entre las burbujas hasta que se les pasara la borrachera,
antes de hacer nada más.
—Escucha, Maë...
De golpe, el burbujeo del agua se intensificó con un ruido
ensordecedor, y haces de luz recorrieron el cuerpo de Maëlle.
—Mierda —masculló la chica francesa, y era la primera palabrota
que Hae-na le había oído en toda la noche—. Me había olvidado de
esto.
De repente, Hae-na vio el cuerpo de una enorme serpiente
enroscándose bajo el agua. Salió del jacuzzi con un grito, tropezó y
se pegó un golpe tremebundo contra el suelo.
—Lo siento, lo siento —dijo Maëlle, que miraba a Hae-na con
ojos que se habían vuelto amarillos—. Lo puedo explicar...
Maëlle se impulsó con los brazos apoyados en el borde del
jacuzzi, y con la inercia sacó la parte inferior del cuerpo del agua.
Hae-na creyó que estaba alucinando al ver la larga cola de serpiente
que había sustituido a las piernas de Maëlle.
—¡Pues explica, tía, explica!
—Soy un hada-serpiente.
—¡Ah, ahora lo entiendo todo! —exclamó, sarcástica.
—Solo tengo que secarme y...
Con movimientos automáticos, Hae-na le pasó una toalla y el
albornoz a la mujer-serpiente. «La mujer-serpiente con la que me he
morreado muy fuerte», pensó, y cuanto más pensaba, más
imposible le parecía todo. Tomó la otra toalla, se secó
superficialmente y fue hacia la cama.
—¿Te vas a dormir? ¿Ahora? —protestó Maëlle.
—Sí.
—Pero...
—No.
Se metió bajo las sábanas y se acurrucó en posición fetal. Y así,
sintiéndose cálida y segura, estuvo convencida de que todo estaría
bien cuando despertara.
—¿Puedo dormir aquí? —musitó el hada-serpiente.
Sin girarse, Hae-na agarró uno de los muchos cojines que
adornaban la cama y lo puso en el centro del colchón.
—No te pases de tu mitad.
Sintió los movimientos de un cuerpo muy pesado colocándose a
su lado.
«Todo estará arreglado por la mañana», se dijo una última vez.

La despertó el calor, y recuperar la conciencia de su cuerpo fue una


agonía. Tenía la garganta seca, náuseas y un ruido detrás de los
ojos. Hae-na se incorporó y vio a Maëlle sentada con una pierna
cruzada sobre la otra en el sillón enfrentado a la cama. A su lado
había un carrito de servicio con dos vasos de zumo de naranja, café
y cruasanes. Volvió a mirar a Maëlle y se dio cuenta de que la piel
de la pierna que asomaba por la abertura del albornoz estaba
recorrida un patrón, la silueta de línea tras línea de escamas.
Imágenes entrecortadas de la noche anterior cruzaron su mente
y lamentó haber despertado.
—Buenos días —saludó Maëlle con tono dulzón.
El hada se había peinado el cabello en un moño sencillo y se
había desmaquillado. Su rostro resplandecía y no tenía ningún
derecho a hacerlo. Se levantó y se acercó a la cama trayendo uno
de los vasos de zumo.
—Creo que esto te hace falta.
Hae-na se ajustó la sábana alrededor del torso y miró el vaso
con desconfianza. Pero la deshidratación la estaba matando, así
que lo agarró y se bebió su contenido de dos tragos. Se dio cuenta
de que hacía tantísimo calor en la habitación porque Maëlle había
encendido la calefacción. «Es de sangre fría, claro».
Maëlle se sentó en el borde de la cama.
—No quise asustarte. Anoche bebí demasiado, lo cual, sumado
a la... distracción de tu presencia, hizo que se me olvidase por un
momento que sumergirme en un cuerpo de agua me obliga a
transformarme.
—Pues es algo bastante grande que olvidar, la verdad.
—Como he dicho, estaba distraída —replicó con una sonrisa
pícara. Aunque seguía siendo una sonrisa preciosa, Hae-na ya no
podía ignorar la amenaza de los largos colmillos de serpiente.
—Me suena que hay una leyenda china sobre una serpiente que
aprende a convertirse en humana...
—Oh, Bai Suzhen es encantadora y hace el mejor té del mundo,
pero no tenemos relación de consanguinidad.
—Ah, pero ¿tenéis un club o algo? ¿Reunión anual de mujeres-
serpiente para tomar té con pastas?
Maëlle rio.
—Ojalá. Salvo honrosas excepciones, mi tendencia al
comportamiento imprudente e indiscreto hace que la mayoría de las
criaturas del petit monde no soporten mi compañía.
En parte, eso era algo que podía entender Hae-na. Mucha de la
gente que entablaba amistad con ella esperaba que fuera siempre la
enfermera seria y callada que controlaba la situación. Cuando veían
que la mayor parte del tiempo era un escandaloso desastre bisexual
con patas, muchos desaparecían. Y así había acabado por salir con
Daniel y poner sobre el pobre muchacho la expectativa de que la
cambiara, de que la hiciera más como él.
Pero no era el momento de pensar en eso.
—Es difícil caerle bien a todo el mundo —respondió con voz
ronca—. Entonces ¿qué eres?
—Solo soy un hada. La hija de un hada. Somos distintas a los
seres humanos, claro, pero «distinto» no equivale necesariamente a
«enemigo». Así que tranquila, que no voy a secuestrar a tu
primogénito, ni a hacerte bailar hasta morir, ni a robarte el nombre.
—No te ofendas, pero me cuesta un poquito creerme que no me
vas a hacer nada malo. Sé lo que eres, ¿no te preocupa que si no
me... quitas de en medio, voy a ir corriendo a contarlo a Cuarto
Milenio?
—Tal y como yo lo veo, sin pruebas gráficas solo te van a creer
aquellos que tampoco tienen credibilidad. Y anoche nos lo
estábamos pasando bien. Quiero pensar que aún podemos ser
amigas, Hae-na. —Maëlle le trazó la curvatura de la mejilla con el
dorso del dedo índice. Debería haberla apartado—. Eres aún más
guapa a la luz del día.
Hae-na se sintió sonrojarse. «Maldita sea».
—Enséñame la herida.
—Pardon?
—Iría muy borracha anoche, pero estoy segura de que tenías
una herida jodida en la tripa. Soy enfermera, déjame echarle un ojo.
Maëlle sonrió, beatífica.
—Te aseguro que solo es un rasguño y yo no soy frágil.
—Por favor —insistió Hae-na.
Maëlle suspiró.
—Si así te quedas tranquila...
Maëlle desenlazó el cinturón del albornoz y lo abrió justo encima
de la herida. No era tan grande como Hae-na había creído la noche
anterior. Tampoco tenía aspecto de estar infectada, pero los puntos
de sutura que le habían dado eran un desastre. Parecía que estaba
cicatrizando, pero era una cicatrización muy extraña. Si Hae-na
hubiera sabido algo de medicina veterinaria aplicada a reptiles,
puede que hubiera entendido mejor lo que estaba viendo.
—No tiene mala pinta, supongo. Aunque el que te la ha cosido
es un cabestro.
—Coser no es mi especialidad. —Maëlle se encogió de hombros
—. No se puede ser buena en todo.
—¿Cómo te la hiciste?
—Un accidente.
—¿Un accidente con algo del mismo ancho que un cuchillo de
cocinero?
—Un lamentable tropiezo con un cuchillo, sí, y con un caballero
que decidió que era su obligación acabar conmigo, o, como él me
llamaba, con «el malvado demonio devora-hombres».
—Oh. Lo siento mucho. No es por repetirme, pero, ¿tenía algo
de razón tu amigo de cuchillo fácil?
—No. No devoro hombres en el sentido literal. En el figurado,
solo si no intentan matarme.
Por la cara de fastidio que puso Maëlle, Hae-na se inclinó por
pensar que no mentía. Ahora que ya no temía tanto por su
integridad física, otras preocupaciones cobraron importancia.
—Me quiero duchar, ¿puedes…?
—Claro.
Maëlle se levantó de la cama y se puso frente al carrito del
desayuno. Se quedó dándole la espalda a Hae-na, y esta salió de
debajo de las sábanas, agarró algo de ropa de su maleta y se
encerró el baño.
«Qué raro, poner el jacuzzi frente a la cama y luego tener el
baño aparte», divagó mientras el agua empezaba a caer sobre su
pelo. Pensar en arquitectura hotelera era más agradable que
afrontar lo que tenía que afrontar. Que venía a ser que, a pesar de
todo, esperaba que al salir Maëlle siguiera ahí. Que desearía poner
irse a cantar más canciones de BLACKPINK desafinadas con ella, y
tal vez besarla un poco más, como si nada hubiera pasado. «Es
verdad que, si quisiera hacerme daño, podría haberlo hecho ya. Por
otro lado, ¿qué diablos sé yo de hadas?», reflexionó. «Igual tiene
que distraerme hasta la luna llena para luego sacrificarme, ¿por qué
no?».
Dentro de lo malo, al menos el agua a punto de ebullición le
había devuelto la vida a su cuerpo resacoso. Abandonó la ducha y
se secó y se vistió con desgana. Cuando salió del baño, lo que la
esperaba al otro lado de la puerta no era su habitación de hotel.
Ante ella se abría una enorme explanada con suelo ajedrezado,
llena de estatuas. Unas eran espigados caballeros con la cara oculta
tras un yelmo, otras eran mujeres de rostros élficos que sostenían
espadas; otras eras criaturas menudas cuyos rasgos mezclaban
rasgos humanos con picos y plumas de gorrión, u ojos y piel de
sapo. Hae-na se giró y descubrió que la puerta del baño había sido
sustituida por un enorme alcornoque que parecía tararear una
canción.
Volvió a echar una mirada general y se dio cuenta de que aquello
era una especie de isla, un ancho brazo de agua la rodeaba. Más
allá del agua solo había oscuridad. Excepto detrás de las múltiples
filas de estatuas, donde se podía ver un puente y, tras este, un
portón altísimo del color y brillo de la pirita. Hae-na miró hacia arriba
y, en vez de cielo, pudo ver un techo tallado con diseños
geométricos escherianos; mirarlos demasiado la mareó.
—¿Qué coño...? Pero, ¿qué coño...? —masculló.
Frente a las estatuas estaba Maëlle, metida en su vestido
blanquinegro. Gritaba enfadada en un idioma que no sonaba ni a
francés ni a ninguna lengua humana. Fuera lo que fuera lo que
estaba diciendo, la mitad de las palabras tenían tono de insulto. Una
voz femenina, cristalina como la nieve, que también hablaba aquella
lengua, resonó por toda la sala.
—¡Maëlle! —la llamó Hae-na cuando la voz incorpórea se calló
—. ¡¿Me das una explicación, por favor?!
Maëlle se giró. Sus ojos centelleaban de amarillo, pero en un
instante recobraron su habitual tono marrón chocolate. A Hae-na no
le gustó nada como la miró, llena de tristeza y miedo. Estaban
jodidas.
—Lo siento muchísimo. Es culpa mía.
—Ya me imaginaba, ¿pero por qué?
—Mi señora... Presina, un hada bastante poderosa e hija de la
gran puta —el «hija de la gran puta» salió casi en un grito—, me
está castigando por descubrirme ante un humano. Otra vez.
—¿Y yo por qué tengo que pagar los platos rotos?
—Sospecho que quiere asegurarse de que eres capaz de
guardar el secreto. O morir en el intento.
—Ah, bien. Fenomenal, fantástico, maravilloso...
—Te juro que te voy a sacar de aquí, sana y salva.
—No es por nada, pero tu credibilidad está por los suelos.
—Un hada no puede romper una promesa. Pero no me vas a
creer, así pues, me voy a poner manos a la obra para cumplirla.
Maëlle surcó el aire con las manos, como si esculpiera algo en la
sustancia intangible. Al poco, la imagen translúcida de una mujer
materializó entre sus dedos. Hae-na tuvo que reconocer que era un
truco muy chulo.
—Camina —le susurró Maëlle a la imagen.
La ilusión se deslizó sobre el suelo de casillas de color caoba y
alabastro. Cuando entró en el cuadro sobre el que recaía la mirada
de unos de los caballeros de piedra, ese caballero la atravesó con
su alabarda. La ilusión no desapareció, pero dio un paso atrás.
—Es lo que imaginaba —exclamó Maëlle.
—¿Esto es como en Harry Potter? Si ganamos la partida, ¿el
ajedrez violento nos deja pasar?
—No he visto Harry Potter.
—Probablemente sea mejor así.
La mujer ilusoria pasó por la casilla a la que el caballero daba la
espalda. En esa ocasión no fue atacada.
—Muy bien, la prueba de valía es sencilla: si puedo atravesar el
tablero mientras evito la mirada de los guardianes, somos libres —
explicó Maëlle, más para sí misma que para Hae-na. A lo que
añadió, en un tono tan ácido que podría disolver acero—: Una forma
muy, muy inteligente de enseñarme a no dejarme ser vista, Presina.
Mirándolo con eso en cuenta, se podían ver varios caminos
posibles por el «tablero» que pasaban por la espalda de las
estatuas.
—No quiero gafarlo, pero parece demasiado fácil —dijo Hae-na.
—Voy a intentar llegar al otro lado. Si me sale bien, sígueme.
—¿Y si no sale bien?
—Pues no sería la primera vez que me apuñalan y sobrevivo,
¿no?
Antes de que Hae-na pudiera protestar, Maëlle entró en el
tablero. Caminó con prudencia hasta la espalda del caballero. La
estatua se giró veloz y lanzó la alabarda contra ella. Maëlle se movió
con una velocidad inhumana y logró esquivar el envite. La estatua
lanzó una segunda estocada que segó uno de sus mechones
verdosos. Dio una voltereta hacia atrás digna de una gimnasta y
volvió a quedar fuera del tablero. Hae-na le dio un momento para
que recuperara el aliento.
—No te ha llegado a tocar, ¿verdad?
—Me ha arruinado el flequillo.
—Lo doy por bueno. Menos mal que eres un ángel de Charlie.
—Parece que también reaccionan al sonido.
Dicho esto, se quitó un tacón y lo lanzó. El zapato aterrizó con un
«¡clonc!» detrás de un peón-sapo, que se giró y lo golpeó sin
piedad.
Una profunda tristeza recorrió la mirada de Maëlle
—Así que Presina me quiere invisible y silenciosa. Muy bien.
A Hae-na la sorprendió el repentino deseo de consolarla. No
entendía la causa de esa pena que se dibujaba en su rostro, pero le
hubiese gustado entenderla.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Por supuesto —respondió Maëlle.
—Si tu «jefa», o lo que sea, es un ser sobrenatural terrorífico que
puede transportarte a otras dimensiones y, básicamente, hacer lo
que quiera contigo, ¿por qué te arriesgas a que te vean en tu forma
verdadera? No veo qué ganas, aparte de puñaladas y de oírme
quejarme.
—Porque me vuelve loca tener que vivir más pendiente de ser
prudente que de ser —respondió con fuego en la mirada y en la voz.
A continuación, soltó un largo suspiro—. Sé que no es lógico.
—Eh, yo te lo compro —dijo Hae-ma y tomó la mano de Maëlle.
A Hae-na le pareció que el hada se sonrojaba.
—Voy… voy a hacer otro intento.
Maëlle soltó la mano de Hae-na, se quitó el otro zapato, y volvió
a adentrarse en el tablero. Fue dando pasos ligerísimos, de
puntillas, todo su cuerpo adquirió un aura etérea. Si no la hubiera
tocado hacía un instante, Hae-na hubiera creído que el hada se
había convertido en otra ilusión. Maëlle pasó otra vez a espaldas del
caballero, recorrió el lado de un caballo con cola de pez y se
escabulló por detrás de tres peones-pájaro. Entonces una torre, de
la que salían dos brazos y piernas escuálidos y larguísimos, se dio
la vuelta. Sus dos ojos, que asomaban por dos huecos entre los
ladrillos bajo las almenas, se clavaron en Maëlle. Esos brazos
larguiruchos la agarraron y la lanzaron como una pelota.
Hae-na chilló y corrió para intentar atrapar a Maëlle. Tan rápido
que los detalles fueron imperceptibles para un ojo humano, Maëlle
volvió a tener cola de serpiente y la enroscó alrededor de la parte
humana de su cuerpo justo antes de impactar contra el árbol que
susurraba melodías. El hada se deslizó por el tronco hasta el suelo.
—Es…toy… bien. Estoy bien —anunció Maëlle de forma poco
convincente.
Su cuerpo de serpiente volvió a dividirse en dos piernas y Hae-
na sintió un fuerte dolor de cabeza al verlo, como si su cerebro
tuviera que pelear contra sí mismo para aceptar que era real.
Ayudó a Maëlle a levantarse; no parecía herida, pero Hae-na
sintió un nudo de preocupación en el estómago.
—Solo he respirado con un poco de fuerza. He inhalado fuerte
durante un microsegundo y la maldita torre me ha oído —dijo el
hada con rabia—. Con unos intentos más, lo lograría. Pero si es
difícil para mí, para ti va a ser imposible.
—Eso te lo podría haber dicho yo. Pero se me ha ocurrido algo.
¿Y si usamos un ruido más fuerte para distraerlos del que hacemos
nosotras?
—No me parece mala idea, pero dudo mucho que mi móvil sea
suficiente para crear una distracción así, y no tenemos más fuentes
de sonido… —Maëlle miró el árbol. Apretó los labios y, tras un
segundo de reflexión, añadió—: O puede que sí.
Maëlle arrancó una rama. Todo el tronco empezó a emitir gritos
descorazonadores. Hae-na se tapó los oídos.
—¡Ya no me gusta tanto la idea! —gritó.
Maëlle siguió quitando ramas. Hae-na no era ninguna
especialista en leer labios, pero juraría que el hada decía «lo siento»
cada vez. Maëlle se mordió la muñeca hasta hacerse sangre, y con
ella dibujó un símbolo sobre el tronco y dejó caer unas gotas sobre
las raíces que sobresalían del suelo. Los gritos se detuvieron. El
hada puso una canción en su móvil, una seráfica balada en coreano
que Hae-na no reconoció, y lo dejó al pie del árbol. Un coro de
voces fantasmales, que salía tanto de las ramitas que había
arrancado Maëlle como de la corteza gomosa y retorcida del tronco,
empezaron a cantar aquella canción.
—¿Mejor? —preguntó Maëlle con una sonrisa nerviosa en sus
labios moteados de sangre.
—Mucho mejor.
—Pues toma —Maëlle le puso en los brazos un puñado de rama
cantarinas—. No son muchas, hay que planear con cuidado cómo
procedemos...
—O las lanzamos alrededor del tablero y corremos y ya está.
—Hae-na, no quiero que mueras —replicó Maëlle y arrugó la
nariz. Era el gesto menos elegante que Hae-na le había visto,
incluso borracha.
—Ya has intentado cruzar por las buenas y no ha servido. Yo lo
veo claro, ¡el caos es nuestro amigo!
Maëlle suspiró.
—Para ser justos, eso tiene tanto sentido como la mayoría de lo
que ocurre en el petit monde. Es decir, que es lo bastante loco como
para que funcione. ¿Estás segura de que no eres un poco hada,
Hae-na?
Esa vez, Maëlle esbozó una sonrisa amplia, casi relajada. Hae-
na reconoció que era la sonrisa más bonita del universo, con
colmillos y todo.
—¿Eso significa que seguimos adelante con mi plan?
—Sí, pero antes hay que tomar una precaución ¿Podrías no
mirarme por un momento?
—Vaya, que pena, con lo que me gusta mirarte —se quejó medio
en broma, pero se giró para darle la espalda igualmente—. Ni se te
ocurra huir sin mí, eso es trampa.
La canción se acabó, y Hae-na notó que Maëlle le colocaba algo
sobre los hombros. Tomó en la mano una tira de pálida piel de
serpiente.
—¿Me estás poniendo tu muda de bufanda?
—Es una protección —protestó Maëlle, se oía un deje de
vergüenza en su voz—. Piensa en ella como una armadura muy
ligera.
—Me gusta más como armadura que como bufanda, desde
luego.
Avanzaron hasta el borde del tablero. Las ramas empezaron a
cantar las primeras notas ascendentes de God is a woman. Hae-na
respiró hondo.
—Hae-na…
—Si nos lo pensamos, va a ser peor —dijo y lanzó la primera
rama.
La rama cayó a los pies de un peón-pájaro, que fue pisoteado
por las patas delanteras del caballo-pez a su derecha. El estruendo
de la piedra al ser golpeada, y de los fragmentos de ésta al caer al
suelo, hizo que una torre con piernas se girara y atacara en su
dirección.
Las dos chicas lanzaron otro par de ramas hacia cada lado del
tablero y echaron a correr. Hae-na hizo el mayor esfuerzo de toda su
vida para controlar la respiración y el instinto natural de gritar cada
vez que, a su lado, una estatua era atravesada por una espada de
piedra o arroyada por pezuñas o golpeada con una maza. A su paso
lanzaba las ramas que le quedaban, que llamaron la atención de
varios peones y una torre.
El otro lado del tablero estaba cerca. Se obligó a correr con más
fuerzas de las que tenía, al tiempo que buscaba a Maëlle entre la
destrucción. El hada apareció a su derecha, saltando por encima de
un peón derribado. Al estar concentrada en evitar las cuchilladas
que le lanzaba un rey, Maëlle se olvidó de la reina a su espalda, que
alzó la espada.
Hae-na se puso junto a la reina de un salto y gritó. La figura giró
con la gracia de una bailarina y la espada pasó a apuntar su filo
hacia Hae-na. La chica se echó hacia atrás todo lo rápido que pudo.
La espada se clavó en la muda de serpiente que le rodeaba cuello y
torso. La muda se quebró y cayó al suelo, pero Hae-na pudo
escapar. Saltó por encima de la última línea de casillas y aterrizó al
otro lado de mala manera. Al fin estaba en el puente, a salvo.
Se dio la vuelta y se quedó un segundo tumbada, respirando con
fuerza. Los pulmones le ardían y el flato la estaba matando. Notó
como las manos frescas de Maëlle le ordenaban el flequillo con
ternura.
—Me has salvado —murmuró el hada—. Gracias.
Le hubiese gustado responderle algo osado y que sonara a
flirteo, pero no le daba el aire para ello.
En cuanto fue capaz de ponerse en pie, atravesaron el puente y
cruzaron el portón de pirita.
La habitación de hotel de Hae-na estaba bañada por la luz del
atardecer. Del ajedrez de las hadas no quedaba prueba de que
hubiese existido, excepto el miedo que Hae-na al fin permitió que
aflorara. Abrazó a Maëlle, y el hada la acunó entre sus brazos.

La última mañana en Barcelona, Maëlle se despertó enroscada


alrededor de Hae-na. No quería abrir los ojos y tener que despedirse
de su calor, pero sabía que no podía retenerla demasiado. A fin de
cuentas, la chica tenía un avión que coger.
Maëlle era consciente de que aquella semana había sido algo
extraordinario. Había sido extraordinario que Hae-na no la hubiese
mandado a paseo después de todo lo que le había hecho pasar, y
que le ofreciera amistad, y algo más, aun con conocimiento de su
naturaleza, y que hubieran pasado los siete días más divertidos que
el hada hubiese vivido nunca con un ser humano. Pero todo lo
bueno se acaba.
—¿Estás despierta? —murmuró Hae-na.
—No —replicó.
—Pues si no estás despierta, mejor. Porque iba a pedirte que
vinieras a visitarme a Las Palmas alguna vez. Ya que te sobra la
pasta y tal.
Maëlle sonrió.
—No tengo ningún lugar adonde ir, lo que significa que puedo ir
a cualquier parte. Y una playa soleada donde me espera una
enfermera preciosa me parece un destino espléndido.
En respuesta, Hae-na le rozó los cabellos verdosos con un beso.
Guadalupe Vázquez es de Rosario, Argentina. Aficionada a la
lectura desde que tiene memoria, maneja una cuenta de
bookstagram y escribe como si se tratase de respirar. Se especializa
en la fantasía y la ciencia ficción y busca, con sus historias, romper
los estereotipos y concepciones comunes.
Su Twitter es @GuadaVazquez4 y su
Instagram @loslibrosdelosdragones.
La mansión es gigantesca

Guadalupe Vázquez
La mansión es gigantesca, y parece robada de una pintura.
Tiene un estilo gótico, con cientos de ángulos, torres y balcones.
Cada uno de sus ventanales son una obra de arte, ya que sus
vitrales representan diferentes escenas de la guerra que alguna vez
atravesó nuestro mundo. Tiene gárgolas de piedra en los torreones,
que duermen hasta ser llamadas nuevamente. Está construida en su
totalidad con una piedra que no se sabe con exactitud si es negra,
azul o violeta. O los tres colores.
Me giro hacia Ravana y no necesito mirarme o preguntarle para
saber que yo tengo la misma expresión de asombro, sorpresa y
miedo que ella.
—Sigue igual de… hermosa —dice, solo para llenar el silencio.
Se lo agradezco, porque sé muy bien que no lo hace por ella
sino por mí. Asiento.

—Es preciosa —respondo.


—Debería ser tuya, Oriath —agrega. Pero yo no quiero volver a
ese punto.
—Me conformo con salir vivas esta noche, Ravana. ¿Entramos?
Extiendo la mano. Ella la mira, luego a mí y nuevamente a mi
mano. Entonces la toma y la aprieta fuerte. Le sonrío, un
agradecimiento silencioso. Ravana sabe cuánto la necesito en este
momento, y no me obliga a decírselo en voz alta. Sabe leerme muy
bien. Me ha estado leyendo desde hace cien años, y daría cualquier
cosa por tener otros cien, doscientos o miles de años más a su lado.
Por eso me encuentro parada frente a esta mansión. Por ella. Y ella
está aquí por el mismo motivo: por mí.
Nos enfrentamos a la colina, que alberga a la mansión en su
cima. Será una larga subida. Sin embargo, nuestras piernas están
acostumbradas. Caminamos a través del sendero de tierra. A
nuestro alrededor hay un jardín alucinante, de hierbas negras,
arbustos rojos y árboles violeta oscuro. Hay faroles altos, también
negros, cubiertos con vidrio rojo que proyectan una luz sombría.
Todo es demasiado teatral y dramático. Sin embargo, aunque me
esfuerzo, me encuentro a mí misma disfrutándolo. Puedo
imaginarme en este lugar, corriendo por los prados junto a Ravana o
sentadas frente a la hoguera. Es como si me encontrara en casa.
Pero no quiero sentirme de esta manera, porque esta mansión y las
personas que se encuentran dentro me odian por lo que soy.
En cambio, los faunos me abrieron los brazos y me recibieron sin
siquiera pensar en mi otra mitad, la mitad que tira de mí hacia esa
mansión. Ellos fueron los que realmente me dieron un hogar, y en el
seno de esa civilización es donde conocí al amor de mi vida. Ahora,
regresar al lugar que me rechazó me da nervios. ¿Nervios? Solo
puedo pensar en lo mucho que quiero salir corriendo. No porque
tenga miedo del lugar sino porque, en cambio, tengo miedo de que
me guste demasiado. De sentirme muy a gusto, muy en casa, muy
bien… y de querer quedarme aquí en vez de en mi hogar en Viena.

Ravana aprieta mi mano de nuevo. Me giro hacia ella y la


encuentro sonriéndome. Eso es todo lo que necesito para regresar a
la realidad.
—¿Está…?
No termina la frase, porque sabe que no me gusta, pero
igualmente la formula para que sepa que se preocupa. Yo
simplemente asiento. Otra cosa que me da miedo es lo mucho que
hemos llegado a conocernos y unirnos en los últimos cien años. Es
como si ya fuéramos parte de la otra. Ravana conoce todos mis
movimientos, mis muecas, mis gustos y disgustos, y yo los de ella. Y
tengo miedo de que las personas que viven en la mansión me
convenzan de quedarme, y yo termine obligando a Ravana a
quedarse conmigo. Porque sé que se quedaría, a pesar de que ella
no tiene relación alguna con este lugar.
Subimos los escalones del pequeño porche y extiendo la mano
hacia la aldaba. Tiene la forma de rostro de un fauno, con un círculo
de hierro en la boca como martillo. Siento escalofríos de solo verlo y
volteo hacia Ravana.
—Eso es horrible, y demasiado obvio —me dice—. Se nota que
nos odian.

—Y nosotros a ellos —respondo—, con sentido.


Trago pesadamente y me decido a golpear la aldaba. Dos veces
lo hago antes de que la puerta se abra de golpe, llevándome a mí
también con ella. No soy lo suficientemente rápida, me ha tomado
desprevenida, y no logro soltar la aldaba a tiempo. Cuando lo hago,
caigo a los brazos de una mujer.
—Qué cálido recibimiento —dice, en un tono de broma bastante
claro.
Me separo de inmediato y me acerco, solo un poco, al calor y la
protección de Ravana. La mujer que está del otro lado de la puerta
nos mira de arriba abajo, despectiva. Tiene el rostro blanco, los ojos
completamente negros; su nariz se estira hasta convertirse en un
pico largo, fino, también negro. Las plumas son la única prenda que
lleva, las cuales la cubren desde el cuello hasta las piernas. Solo
sus manos están desnudas y sus pies, que tienen la forma de patas
de ave.
—Veo que trajiste un… vástago fauno —escupe.
—Es mi novia —aclaro, autoritaria.
—Ya. No te pregunté, ni me interesa. Pasad.

Se hace a un lado y nos señala el interior de la mansión. Vuelvo


a tomar la mano de Ravana y entramos. La mujer cierra la puerta
detrás de nosotras, y todo se vuelve oscuro. Hay velas en la
habitación, en candelabros y apliques en la pared, pero nada de
electricidad. Me pregunto por qué la costumbre tan… anticuada. Me
giro hacia la mujer y abro la boca, pero ella me responde incluso
antes de preguntar:
—Está esperándote. Por aquí.
La seguimos. La recepción nos lleva a un gran salón con una
escalera negra que se divide a mitad de camino hacia la izquierda y
la derecha. Está cubierta con una alfombra roja, la cual tiene flores
cosidas en dorado. Ascendemos y doblamos hacia la derecha para
tomar un largo pasillo. Aquí las paredes están empapeladas en
negro con ornamentos plateados. Hay muchos cuadros, todos ellos
de mis familiares, si es que puedo llamarlos de esa manera.
Generaciones y generaciones de personas que no conocen la
muerte, y siguen rondando por algún lugar de la mansión o del
mundo. Está lleno de mesillas con manteles de encaje negro y…
trofeos encima de ellas. Son corazones, petrificados, de todos los
faunos que han matado a lo largo de los años. Siento a Ravana
estremecerse, y gemir del dolor y del odio. La comprendo
muchísimo, y no hay nada que desearía más que matar a todas
esas personas.
No por lo que le hacen a ella con cada segundo, que es
justificativo suficiente, sino por lo que le hacen al mundo. Nadie nos
ha sometido al dolor, la guerra y la muerte tanto como los cuervos.
En específico, la Casa Roja. La casa de mi madre.
Me tropiezo nuevamente con la mujer, ya que no he notado que
se ha detenido.
—Cuidado —me dice—, tu novia creerá que quieres estar sobre
mí.
No le respondemos. Somos muy astutas como para caer en sus
juegos. Abre la puerta frente a ella y entra primero.
—¡Oh, padre! Mira lo que me he encontrado en la puerta. Dos
monstruos peludos que esperan verte.
Me asomo solo un poco, y Ravana se asoma sobre mi hombro.
El hombre, sentado detrás de un escritorio de madera oscura, alza
la vista. Mi pelaje se crispa al verlo y siento escalofríos. Todo el
terror que pude haber sentido por la mujer parece ínfimo en
comparación a esos ojos gigantescos, que ocupan más de la mitad
de su rostro, y en los que puedo ver reflejada la muerte misma. La
piel alrededor de ellos está quebrada, como la tierra seca. Su pico
está roto en el costado, y pueden vérsele los dientes. Triangulares,
pequeños, afilados. Empuja la silla y se pone de pie. Su cuerpo es
dos veces más grande que nosotras, y es una cabeza más alto.
Coloca las manos en su espalda y se acerca para vernos, como si
quisiera analizarnos. Sus plumas se extienden detrás de él,
conformando una cola larga que no llega a tocar el suelo.
Está peor que la última vez que lo vi.
—Cómo lamento cada vez que este momento llega, Oriath —
dice.
Y no con tristeza, sino con asco. Intento rebajarlo con la mirada,
de la misma forma que hizo su hija, pero no puedo. Estoy tan
petrificada que apenas puedo mover la boca para responder:
—No tenemos que hacerlo más… incómodo para ninguno de los
dos. Terminemos con esto… cuanto antes.
—Incómodo es la última palabra que se me ocurriría —chilla—.
Asqueroso, desagradable, trágico. Preferiría tener mis manos sobre
tu cuello en este momento. Sí. Incómodo es la última palabra.
Ravana presiona mi mano y se aprieta a mí. Su calor me abraza
y me da todas las fuerzas que necesito para entrar en la habitación.
Ella me sigue, servicial. El hombre señala dos sillas frente al
escritorio, pero yo no tomo asiento. Prefiero estar al mismo nivel que
él, o al menos un poco por encima si él se sienta. En este tipo de
situaciones, aprendí que las apariencias y las actitudes lo son todo.
No importa en lo absoluto cuánto poder tenga el otro, sino cuánto
aparente tener.
Detrás de nosotras, la mujer lanza una risilla. La miro, de reojo.
Está apoyada contra una ventana de vidrio rojo. Es rectangular, con
un arco conopial, y muchos ornamentos de metal negro. A su lado
hay una mesilla, en cuyas patas hay una docena de cuervos
tallados. Sobre ella se encuentra un corazón negro, todavía latiente.
Mi estómago se retuerce al verlo, porque sé que pertenece a mi
madre. Ese hombre la amaba tanto como para mantenerme, pero no
lo suficiente como para dejarla vivir luego de su traición. Diez años
le permitió estar a mi lado, para luego arrancarle todo.
Yo me pregunto quién le dio el permiso para decidir sobre ella. Mi
madre seguro que no.
Pero ese corazón es, además de la prueba de su «amor», la
prueba de que no es tan duro como quiere parecer. El hecho de
mantener su corazón latiente también la mantiene, de alguna
manera, viva. Se llenó la boca de palabras horribles, de amenazas,
de insultos y de «demostraciones», pero todas ellas están vacías.
Porque puede revivir a madre cuando lo necesite. Cuando su propio
corazón, si es que aún tiene uno, le duela demasiado. Cuando la
ausencia le presione la garganta y no le permita respirar. Cuando ya
no pueda ni siquiera dormir por las noches debido al llanto. No
puede vivir sin mi madre, y mantenerla en ese estado es una prueba
de su debilidad.
La puerta se abre de pronto, interrumpiendo mis pensamientos.
Todos nos giramos para encontrar a una mujer adulta con una
fuente en sus manos y un juego de té sobre ella. Tiene una
apariencia cercana a la de una anciana, aunque con su raza es
difícil de discernir realmente cuál es su edad.
—¿Té?

Ravana y yo asentimos, y nos entrega una taza. Pasa frente al


hombre, quien también toma una, y luego va hacia la mujer. Como
se encuentra a mis espaldas no puedo ver si la agarra o no. Me
llevo la taza a la boca. Siento el calor incluso antes de beberlo, el
agua debe estar bien hervida, tal como me gusta. Pruebo, y siento
un sabor horrendo. Demasiado caliente, demasiado… herrumbroso.
Demasiado dulce, pero de una forma diferente. Ravana escupe todo
el té, manchando el suelo de madera. Yo lo trago a duras penas.
Detrás de nosotras, la mujer comienza a reírse a carcajadas. Mi
novia y yo nos miramos. Sus labios están manchados de rojo, y no
tengo que pensar demasiado para saber que es sangre.
Los cuervos beben sangre humana para sobrevivir, y nos han
dado eso porque saben que nosotros la rechazamos.
Dejo la taza sobre el escritorio y saco mi pañuelo para limpiarme.
Luego se lo entrego a mi novia y enfrento al hombre. Ya estoy
cansada de estos juegos. Los he tenido que presenciar durante
años. Creí, tontamente, que ya se les habían acabado. Pero sé que
nunca se les acabará la imaginación cuando se trata de humillar a
los demás, porque viven de eso, como si les diera la misma fuerza
que la sangre les otorga.
—Terminemos con esto —sentencio, y me enderezo—. ¿Por qué
no nos das lo que vinimos a buscar y nos dejas en paz?
—¿Te estamos aburriendo, monstruíto? —sisea, con una media
sonrisa. Las dos mujeres se ríen ante su comentario.
Ahora soy yo la que tiene ganas de saltar sobre el escritorio y
romperle el cuello. Lo odio. Lo odio demasiado. Lo odio porque,
aunque lo aborrezca, mi cuerpo todavía anhela ser aceptada por él.
No es mi padre biológico, pero lo creí durante diez años. Durante
diez años busqué su cariño, su aceptación, sus sonrisas y lo único
que encontraba eran golpes, desprecio y odio. Y yo, que solo era
una niña, no entendía por qué. Me preguntaba, noche tras noche,
qué podía haber hecho para que mi padre me odiara tanto.
No lo supe realmente hasta que me escapé hacia el lago más
cercano y vi mi reflejo en el agua. Mi apariencia era completamente
diferente a la suya. Mientras toda mi familia parecía un cuervo, yo
era un fauno. En casa no había espejos, y por eso no había podido
darme cuenta. Diez años ese hombre soportó la traición de mi
madre, solo para que yo creciera junto a ella. No tendría que haber
soportado nada si no la hubiera mantenido atada a su lado como
una esclava, si no la hubiera maltratado mental y físicamente. Si tan
solo le hubiera permitido seguir su corazón, a sabiendas de que ella
no lo amaba.
Mis puños se presionan con tanta fuerza que mis uñas se clavan
en mis palmas. No siento el dolor, solo la sangre helada saliendo de
mí. Ravana apoya una mano en mi hombro, me mira con sus
pequeños ojos azules y luego se gira hacia el hombre.
—Hemos venido hasta aquí, como cada veinte años, para
cumplir con nuestra parte —dice, por mí—. Ahora cumple la tuya.
El hombre sonríe y se deja caer en su trono. Es una silla
gigantesca, con apoyabrazos ornamentados en tonos rojos y lleno
de símbolos. Como casi todo en la casa. Nos mira, con esos
gigantescos y horribles ojos negros, y tamborilea los dedos.
—Lo siento. Creí que estábamos disfrutando la velada.
Abre el cajón. Los objetos golpean entre sí; puedo escuchar el
vidrio y la madera tintineando. Mete la mano y saca un pequeño vial,
que tiene una forma larga, angulosa y termina en una punta. En el
otro extremo posee un tapón con la forma de un cuervo. El hombre
lo coloca sobre la mesa y me mira de nuevo.

—Ahí lo tienes. Muéstrame cómo te lo devoras, monstruo.


Las manos me tiemblan. Odio esta parte. Ravana acaricia mi
espalda y me susurra que todo estará bien. Quiero creerle,
realmente quiero hacerlo, pero mi estómago se niega. Tomo el vial y
saco la tapa. Un líquido negro flota en el interior, y de él sale un olor
a podrido que está a punto de tumbarme. Me tapo la nariz y me lo
trago.
Siento cómo baja por mi garganta, caliente. Cuando llega a mi
estómago el efecto es inmediato. Me quema y caigo de rodillas al
suelo. Mi novia se arrodilla frente a mí y me toma de la barbilla, para
obligarme a mirarla, pero mi visión se nubla. Siento cómo el líquido
se mueve a través de mi cuerpo, como fuego, recorriéndolo entero y
convirtiéndome cada día un poco más en bestia y un poco menos en
fauno. Necesito sangre para sobrevivir, debido a mi parte cuervo. La
humana no hace efecto en mí; en cambio, debo beber la de mi
madre que él ha guardado durante años. Yo me habría dejado morir
hace mucho tiempo, de no ser por Ravana. Ella es el único motivo
por el cual deseo permanecer en este mundo, y soy capaz de
soportar este sufrimiento.
No es solo el dolor físico, sino el mental. Ella no lo sabe, pero
siento cómo cada día mis pensamientos cambian más y más de
camino a convertirme en ese hombre que nos mira, desde el
escritorio, con una mueca triunfal. Está disfrutando el espectáculo, y
sus ojos brillan con la maldad y la diversión. Él lo sabe. Por
supuesto que lo sabe, y le da placer. Porque lo que estoy bebiendo
no es únicamente la sangre de mi madre, sino que también hay
sangre de él.
En ese momento, un rayo me atraviesa y grito. Resuena en todo
mi cuerpo y la habitación se ilumina. Poco a poco, el dolor va
pasando aunque el calor se mantiene conmigo. Como si estuviera
recordándome que sigue allí, que esa parte de él se mantiene
conmigo y nunca me abandonará. Me da asco.
Una sucesión de rayos y truenos parecen quebrar el cielo.
Suenan tan fuertes que parece que incluso la casa tiembla.
Segundos después, comienza a llover.

Ravana me ayuda a poner de pie. El hombre sigue sonriendo y


su hija se ríe, con la lluvia como melodía.
—Al parecer, se ha desatado una tormenta muy fuerte —dice
ella.
—No creo que sea seguro regresar con esta tempestad —
agrega la anciana, la que nos dio el té—. Tendrán que quedarse
esta noche.
Antes de poder contestar, el hombre dice:
—Déjalas que se vayan y las atrape un rayo en el camino. Nos
liberaríamos de muchas molestias.
Un rayo ilumina la habitación. Los vidrios la tiñen de rojo y se
reflejan en los ojos de él. El solo verlo de esa manera me hace
temblar, querer abandonarlo todo y salir corriendo. Pero tengo que
ser fuerte. Por mí y por Ravana.
—La cena será… —comienza la anciana.
—No cenaremos —la interrumpo—. Muéstranos nuestro cuarto.
—Además de impaciente, es una maleducada esta monstruíto —
se burla la joven.
—Llévalas a su cuarto —sentencia el hombre—. Cuanto menos
las vea, mejor para mí.
Ella lanza un chillido de frustración y se endereza. Sale del
cuarto sin decirnos nada, pero comprendemos la indirecta. La
seguimos a través de los largos pasillos, llenos de pinturas y
corazones petrificados. Es increíble la cantidad de personas que
solo esta familia ha matado. Es increíble que mantengan sus
órganos así, como tesoros, como si les diera placer, orgullo o
regocijo haberles causado la muerte. Como si se sintieran dioses…
La mujer dice algunas cosas, probablemente para molestarnos.
Nosotras no reaccionamos. El silencio es nuestro mejor aliado y
comprendemos, por el nerviosismo en sus manos y la forma
desesperada en que busca hacernos conversar o pelear, que a ella
le perturba más que cualquier cosa que podamos decir. Finalmente,
se detiene frente a una puerta de madera. Cuando la abre, lo
primero que veo son las telas de araña, la tierra y la mugre. Hay
moho en las paredes, e incluso algunas plantas que crecen en los
ángulos.

—Este es su cuarto —dice, con burla—, para que se sientan


próximas al bosque y no lo extrañen.
Dicho eso, se retira. Entramos y Ravana cierra la puerta detrás
de ella.
—Esto es un horror —dice, y estornuda.
La tierra vuela a su alrededor. No puedo evitar reír, solo un
poquito.
—Es su intención —murmuro.

Las paredes están cubiertas por un papel marrón con


ornamentos dorados. En el centro hay una cama doble, con un
gigantesco dosel de seda roja. Muchos muebles la acompañan,
todos de madera oscura y tallados extraños. Algunos incluso
perturbadores. Está lleno de telas de araña, tierra y vaya a saber
qué otra cosa. Ravana camina hacia la ventana y la abre.
Aprovecho el momento para comandar al viento, y lo obligo a
ingresar. Lo hago pasar por cada rincón, como un pequeño tornado,
para absorber toda la suciedad que pueda haber. Luego lo hago
salir por donde entró. En segundos, el cuarto está listo.
—Gracias —sonríe, y se acerca a mí—. Eres la mejor.
Me toma de la cintura y me acerca a ella. Acomoda un mechón
de mi cabello detrás de mi oreja. No se había movido, no estaba
despeinado, pero a ella le gusta hacerlo. Mi cuerpo se estremece
cada vez, aunque lo haya repetido durante cien años. No es la
acción, sino que ella la realice. Inclina la cabeza un poco, porque es
más alta que yo, y me besa. Rodeo su espalda y la presiono contra
mí. Necesito su calor, pero también necesito sentir su hermoso
cuerpo. Sus manos comienzan a bajar, primero a mis mejillas, luego
a mi cuello, luego a mis senos. Las mías hacen lo mismo. Le
acaricio la espalda, la cintura y luego la tomo del trasero. Ella lanza
un gemido de sorpresa sobre mi boca que me enciende.
Me tira en la cama.
La hacemos nuestra. Una manera de marcar nuestro territorio,
de demostrarles que no van a doblegarnos. Aunque su sangre corra
a través de mis venas, yo no soy una cuervo sino una fauno y mi
amor está con estos últimos. Con esta mujer que tengo encima de
mí.
En una casa donde se celebra y adora a la muerte, hacer el
amor es un acto de rebeldía.
Al terminar, me abrazo a ella. Cruzo la pierna por encima de las
suyas y me hago pequeña. Ravana pasa la mano por mi espalda y
me la acaricia. Mis ojos se cierran lentamente, pero hago uso de
todas mis fuerzas para mantenerme despierta.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —susurra, con la


mirada clavada en el techo del dosel—. Sé que fue mi plan, y que
soné muy convincente pero… es tu familia. Y es tu vida la que está
en…
—Shhhh. —La detengo, y la aprieto más contra mí—. Estoy muy
segura. Ese hombre no se merece ni cinco minutos para rebajarnos.
Mucho menos tenerla en ese estado… Lo haremos. Por mi madre.
Me da un beso en la sien, con cariño y cuidado. Nos quedamos
en esa posición durante un rato demasiado largo. Sin decir nada,
pero contándonoslo todo. La lluvia nos acuna como una madre
amorosa y los truenos, que deberían perturbarnos, nos relajan cada
vez más. Hubo un tiempo en el que le temía a las tormentas. Me
escondía debajo de la cama como si eso fuera a salvarme de un
accidente. Sin embargo, en una de esas noches comprendí que no
sabía por qué les temía. No sabía de dónde venía el miedo, y no era
tan fuerte como para ser una fobia de esas que solo las tienes y ya.
No. Yo le temía por algo, y ese algo era mi familia. Me habían
enseñado que las tormentas eran malas, porque ellos no podían
salir a cazar durante una. Yo, al contrario, podía escucharlas
resonar en mi interior. Y no solo a las tormentas, sino también el
regocijo de la tierra, de los árboles, de los animales y de todos los
seres vivos. Su felicidad me llevaba a un estado de calma, de
claridad y de felicidad que nunca antes había adquirido.
Hasta que conocí a Ravana, por supuesto.
Desde ese día, comencé a comprender a las tormentas e,
incluso, a quererlas. Cada vez que llovía salía de mi cuarto y me
paraba en el balcón, en el techo o simplemente en medio del jardín.
Dejaba que el agua me mojase y me abría a todos los seres vivos, a
sus emociones, a sus sentimientos y a su felicidad. Esos eran los
únicos momentos de calma que conocía en este hogar.

Y ahora, en la cama con la mujer que más amo y la lluvia detrás,


nada puede ser más perfecto. No importa que nos encontremos en
una habitación que no es nuestra, en una mansión tan desagradable
como esta, con anfitriones que en realidad son nuestros enemigos.
Porque mientras estemos juntas, todo lo demás será secundario.
Ravana se levanta y se acerca a un espejo de pie que se
encuentra en el centro del cuarto. Yo la observo desde la cama. Sus
piernas son largas, como las de una cabra, y su pelaje es celeste
pastel, el cual le llega hasta la cadera. Lleva el estómago desnudo y,
generalmente, el pecho también. Pero ahora nos lo hemos cubierto
con dos hojas, para visitar a la familia de mi madre. No permitimos
que nadie fuera de los faunos nos vea desnudos. Sus ojos, que me
miran desde el espejo, son alargados y celestes. Su nariz grande y
larga, sus labios gruesos. Tiene dos cuernos que dan dos giros,
también celeste pastel. Y el cabello conformado por las hojas del
bosque, con el color del otoño.
Yo no soy muy diferente a ella, a excepción del color de mi
pelaje, que es rojo, y mis cuernos. Mientras que los de ella giran
hacia los costados, los míos giran hacia atrás. Y mi cabello, claro. Mi
color es la primavera.
Me levanto y me acerco por detrás. Paso las manos a través de
su cintura y la abrazo. Ella me las agarra y me presiona con fuerza.
Apoyo la cabeza en su hombro y ella apoya su mejilla en la mía.
Nos miramos, a través del espejo, con unos ojos que hablan por
nosotras. Yo asiento, y ella también. Ya es hora.
Le pido a la noche que nos proteja y nos escude de los ojos
cuervo. Yo no debería poder hablar con ella, ni usar su poder.
Generalmente no puedo, porque me encuentro en comunión con los
faunos. Pero acabo de beber la sangre de ese hombre y, aunque
recibo muchos de sus pensamientos y emociones negativas,
también recibo parte de su poder. Por eso, hoy la noche me
responde solo a mí.
Me gustaría decir que la casa está en silencio, pero la verdad es
que escucho cada sonido. Desde las hormigas debajo de la tierra,
los bichos en el techo, las aves que tienen sus nidos en el tejado, la
madera que cruje, las respiraciones de sus habitantes, sus gemidos
entre sueños, la lluvia repiqueteando en las tejas. Y, a la distancia, el
lento latir del corazón de mi madre.

Los truenos resuenan tan fuerte que nos estremecen. Parecen


golpear al mismo ritmo que nuestros propios corazones.
Desesperados, frenéticos, ansiosos. Tomo la mano de Ravana y
apresuro el paso. Quiero salir de este lugar cuanto antes, y llevarme
mi premio conmigo. Ese hombre me ha sometido durante
demasiado tiempo. Ya no más. Seré libre, al igual que mi madre y,
en cambio, él será el sometido. A su tristeza, a su depresión. Espero
que muera del dolor por la ausencia de mi madre, algo que él mismo
causó. Se lo merece.
El pasillo parece infinito esta vez. Es como si se alargara con
cada paso que damos y, en el medio, aparecieran más puertas. Más
corazones petrificados, más cuadros, más muerte y más
desesperación. Finalmente, llegamos a destino. Ravana abre la
puerta y me hace señas para que entre. Ella se queda vigilando,
aunque sabemos que todos están dormidos en un sueño profundo
ya que no pueden salir a cazar. El cuarto está a oscuras, pero mi
novia lo ilumina para mí con un trueno perfecto. La luz roja lo llena
todo y el corazón se me detiene cuando veo al hombre allí, sentado
en su trono. Me petrifico. Sé que debería correr, o gritar, o pelear o
cualquier cosa pero no puedo hacerlo. Estoy en problemas, me ha
descubierto, seguramente lo sabía todo desde el principio, nos
hemos delatado solas y ahora estamos muertas.
Muertas. Muertas.
Segundos después, me doy cuenta de que está dormido. No me
extraña en lo absoluto que una persona como él duerma, con recelo,
junto a sus tesoros más importantes. En ese cuarto no solo está el
corazón de mi madre sino también todos los papeles de sus
comercios, sus títulos y probablemente su dinero también. Me tomo
un segundo para tranquilizarme y sigo mi camino. Si soy lo
suficientemente silenciosa, puedo alcanzar a mi madre y huir sin
despertarlo. Solo tengo que respirar, calmarme y caminar. Avanzo, y
ruego que la madera no cruja bajo mis pies. Ravana ilumina la
habitación con otro rayo y hago uso de todas mis fuerzas para no
mirarlo a él, sino al corazón. Lo tomo y salgo corriendo.

Siento mi propio corazón en la boca y estoy a punto de vomitarlo.


Tomo a Ravana de la mano y la llevo conmigo. Al demonio el sigilo,
el silencio, el cuidado y todas esas mierdas. Quiero salir de este
cuarto, de esta casa, cuanto antes. Nos apresuramos hacia la
salida, con tanta velocidad y tanto ruido que me sorprende que
nadie se despierte. Abrimos la puerta y nos lanzamos hacia el
exterior. No pasa mucho hasta que nos empapamos de pies a
cabeza. Eso no importa. Somos una con la tormenta, y ella nos
protegerá.
Corremos colina abajo, por ese camino negro y rojo. Todo es tan
cuervo que ahora me da asco. No entiendo cómo pude haberlo
querido en algún momento, cómo pude haber deseado formar parte
de eso. Al final del sendero, nos detenemos para tomar aire. Nos
miramos y estallamos en risas. Ravana se me acerca y me abraza.
—¡Lo hicimos! —grita—. ¡Lo hemos hecho!
Le estampo un beso en los labios, fuerte, largo y perfecto. Ella es
perfecta. Ella es lo mejor que me pasó en la vida. Y ahora, con mi
madre viva y su sangre para cosechar cuando deseemos, seremos
inmortales.
Siempre juntas.
Siempre unidas.
Por toda la eternidad.
Joana Andreu (@Jyuna_22 en Twitter) nació en un pueblo al lado
del mar y desde entonces ha ido dando tumbos por el mundo y
estudiando varios idiomas. Le cuesta tratar con la gente y siempre le
ha parecido mucho más fácil expresarse por escrito y refugiarse
detrás de un libro con una taza de té.
Frío cálido

Joana Andreu
Dana observó a su hermana pequeña yendo por enésima vez al
baño: eso le pasaba por beber tanto té, qué obsesión con el maldito
mejunje de hierbajos.
Se dedicó a dar una vuelta por la habitación mientras su
hermana no estaba. Las cosas no habían cambiado demasiado en
los últimos meses y no sabía si eso le alegraba o le entristecía. Por
un lado, le aliviaba ver que todo iba recuperando su cauce normal,
por otro, le parecía ofensivo que todo fuera tan bien justo después
de su muerte. ¡Tu hermana mayor favorita no se muere todos los
días!
¿Quizás la razón por la que había vuelto como fantasma era
hacer perdurar su recuerdo? Dana desechó rápidamente la idea, no
porque no le gustara, sino porque se negaba a volver a empezar de
nuevo. Bastantes problemas había tenido para decidir en su
momento cuál debía ser la razón por la que todavía estaba atada a
este mundo. Ya había conocido algunos fantasmas que, haciendo
honor a su nombre, vagaban como almas en pena por el mundo
porque no habían sido capaces de cumplir su último deseo a tiempo
o no sabían con exactitud cuál era. Ella se negaba a terminar así.
Dormir a pierna suelta el resto de la eternidad no le parecía muy
entretenido, pero era mejor que una existencia así.
Su hermana pequeña volvió a entrar en la habitación y se sentó
delante del ordenador. Se pasaba el día allí y no había manera de
moverla. Dana sabía que tenía que encontrar la manera de
comunicarse con ella, pero todavía no sabía cómo. Cada vez que
intentaba mover algo para llamar su atención, su hermana lo
achacaba al viento o a una casualidad y continuaba con su vida
como si nada. Tenía que haber heredado el escepticismo y la
practicidad de su madre, la chiquilla, no podían interesarle un poco
más las cuestiones espirituales y paranormales como a su tía Pili.
Afortunadamente, tenía un plan.

Al día siguiente, su hermana se iba a pasar el día en la ciudad con


sus amigas. Dana era consciente de que era el momento ideal para
llamar su atención. Tal vez su hermana fuera una incrédula, pero
seguro que alguna de sus amigas entendería qué estaba pasando.
No todas podían ser como ella y estaba convencida de que alguna
le salvaría el pellejo dándose cuenta de lo que ocurría.
Cuando el grupo llegó a la ciudad, se fueron a un parque a
comer los bocatas que habían traído para desayunar mientras
decidían el recorrido del día.
Dana comprendió que era su oportunidad, así que empezó a
pensar a toda marcha cuál podría ser su plan de ataque. Con un
simple vistazo a su alrededor, se dio cuenta de que el sitio estaba
lleno de perros. Perros. Esa era una buena idea.
Curiosamente, los animales sí que eran capaces de ver a los
fantasmas. Dana lo había descubierto a las malas cuando un día,
aburrida a más no poder, había decidido ir a tocarle las narices al
perro de los vecinos. El animal había empezado a ladrar y
perseguirla como una fiera por todo el barrio, y Dana se había
pasado una buena media hora huyendo de él hasta que se dio
cuenta de que por mucho que el animal la alcanzara, no podía
hacerle daño porque era un fantasma y no tenía cuerpo. Estuvo tres
días llamándose estúpida después de eso.
Cuando vio que unos perros se ponían a jugar cerca de su
hermana y sus amigos, se acercó a ellos y empezó a soltar
pequeños gruñidos y hacer muecas con la cara. Esperaba poder
llamar su atención de ese modo y hacer ver a los demás que allí
había algo, pero la realidad es que no estaba teniendo demasiado
éxito. De pronto, un pequeño bulldog se le acercó y se quedó
mirándola. «¡Ahora sí!» pensó, así que decidió exagerar todavía
más sus ruidos y gestos. Pero, como única reacción, el perro
empezó a lamerse el culo en su cara.
Dana sintió mucha vergüenza y dio gracias de que nadie la
acabara de ver haciendo el ridículo. Pero una risa a su espalda le
advirtió de que se equivocaba.
Detrás de ella vio otra fantasma que la miraba. Era una chica
más o menos de su edad, muy elegante, con el pelo negro muy
largo que le llegaba más allá de la cintura. Se estaba cubriendo la
boca con el puño en un intento de disimular su risa, pero no lo
estaba consiguiendo.
—Oye, ¿de qué te ríes? —le increpó Dana, más avergonzada
que enfadada.
—Perdona —le respondió la otra sin poder parar de reír—, pero
es que tendrías que verte. No todos los días se ve un fantasma
haciendo algo como esto. Ha sido muy inesperado.
Dana enrojeció y decidió ignorarla. Tenía un trabajo por hacer y
esperaba que la otra fantasma se fuera a meter en sus asuntos,
como hacían todos en ese maldito limbo.
Viendo el desastre, decidió cambiar de plan.
Cada vez tenía más claro que una de las razones por las que no
se daban cuenta de que estaba allí era que tenían todo el día la
mirada fija en la pantalla del móvil, así que decidió tratar
directamente con la fuente del problema.
Se acercó a ellos, cogió uno de los móviles con la mano y
empezó a balancearlo delante suyo. Ahora tenían que ver que
estaba pasando algo por narices. «Ahora sí, en un momento
empezarán los gritos de horror y será cuestión de tiempo que lo
relacionen con un fantasma. Por fin». Tenía razón, los chillidos no
tardaron en llegar, pero no eran de terror precisamente:
—¡Hala, qué pasada! ¿Cómo lo estás haciendo?
—¡Ni idea, pero es la hostia!
—¡Deprisa, deprisa, grábalo y luego lo subimos a Youtube! ¡Nos
vamos a forrar!
¿Perdona? ¡¿Perdona?!
—¡¿Pero cómo se puede ser tan idiota?! ¡Es que no lo entiendo,
qué tiene que hacer una por aquí para llamar vuestra atención y que
atéis cabos! ¡Insensibles, que sois unos insensibles!
Aunque sabía que no la podían oír y que su pataleta no tendría
ningún tipo de respuesta, no le importaba, necesitaba desahogarse.
Pero se equivocaba: allí estaba otra vez la risita de antes:
—Si les tiras el móvil encima quizás dejan de ser tan insensibles.
—¡N-no digas tonterías! ¡Hay que ser bestia!
—Creí que necesitabas ayuda. No soy yo la que acaba de
ponerse a gritar «insensibles, insensibles» como si le fuera la vida.
—Estaba frustrada, ¿vale? —dijo mientras dejaba caer el móvil
al suelo.
—Lo he notado —respondió la otra con una sonrisita. Luego
añadió—: Eres nueva, ¿verdad?
—¿Nueva en qué?
—En intentos de asesinato a vivos inconscientes, no te jode. En
ser fantasma.
Dana se sintió enrojecer.
—Sí, ¿cómo…?
—Todos pasamos por esa frustración al principio. Que nosotras
podamos verles y oirles y ellos a nosotras no, resulta muy
complicado cuando todavía no estás acostumbrada.
Dana iba a increparla, decirle que se metiera en sus propios
asuntos. Esto de que una desconocida la comprendiera tan bien sin
conocerla le fastidiaba un poco. Pero entonces, un chihuahua se
acercó a ella y decidió mearse a sus pies. No se mojó, por supuesto,
pero el poco orgullo que le quedaba se fue al garete. Soltó un
suspiro de resignación, decidida a rendirse y dejar que pasara lo
que tuviera que pasar, las cosas ya no podían ir peor.
—¿Por qué no empezamos de nuevo? —preguntó la otra
fantasma. Al ver que Dana no respondía, añadió—: Me llamo Adaia.
—Yo soy Dana.
—Encantada, Dana. Y ahora que ya nos conocemos, ¿me vas a
contar por qué le estabas sacando la lengua a un perro mientras él
se lamía el culo en tu cara?
Dana suspiró. Quizás no sería tan malo hablar con alguien de
todo esto.

Dana le contó rápidamente su historia, aunque sólo fuera para


intentar salvar algo del poco orgullo que le quedaba. Tampoco es
que hubiera demasiado por explicar, la verdad. Había muerto, así de
pronto, y se había dado cuenta de que era un fantasma. Al segundo
día ya estaba aburridísima y había decidido que su mejor opción era
descubrir cuál era su último deseo, cumplirlo, y así marcharse
echando leches hacia la luz o lo que fuera que la esperase. Sólo
había un pequeño problemilla: no tenía ni idea de cuál era su última
voluntad.
—Esa de ahí es mi hermana —continuó mientras la señalaba—.
No estoy segura, pero creo que todo esto tiene que ver con ella. Nos
llevábamos muy bien en vida, pero nunca llegué a decirle con
palabras que la quería. —Al ver que la otra fantasma la miraba de
manera un poco incriminatoria, desvió la mirada y añadió—: Ser
extrovertido no es sinónimo de ser capaz de expresar bien tus
sentimientos y emociones, que lo sepas. Así que ahora sigo a mi
hermana y estoy buscando la manera de llamar su atención o
conseguir comunicarme con ella de algún modo, para que se dé
cuenta de que estoy aquí y de que la quiero.
—¿No estás dejando demasiadas cosas al azar?
—¡¿Perdona?!
—Quiero decir, en el hipotético caso de que consiguieras llamar
su atención, ¿cómo conseguirías que supiera que eres tú y que la
quieres?
—Bueno, esto… ¡Lo sabrá y punto!
—Sigo viéndole muchas lagunas a todo esto —dijo Adaia
mientras veía cómo el grupo empezaba a moverse.
—Deja de buscarle pegas a mi plan maestro y ven a ayudarme.
¡Date prisa, que las perdemos!
Adaia la siguió sin darse cuenta. Había algo en su ímpetu y
vivacidad a lo que no habría podido negarse ni aunque quisiera.

Al cabo de unas horas, el grupo volvió al mismo parque a merendar


y con ellas Dana y Adaia, que se sentaron en la hierba con un
suspiro derrotado. El día no había ido como esperaban ni de lejos y,
aunque los fantasmas no se cansaban porque no tenían cuerpo,
estaban agotadas mentalmente.
Durante la mañana, las habían estado siguiendo por varias
tiendas de ropa. Habían probado a armar revuelo y caos más de
una vez moviendo ropa y perchas de aquí para allá, pero con el
musicote y la cantidad de gente que había, sus intentos habían sido
totalmente en vano. Bueno, tampoco totalmente. Aunque su
hermana había pasado de ellas, sí que habían acabado asustando a
una pobre ancianita que buscaba una falda ajustada de cuero negro
para ir a jugar al bingo. A Dana le supo tan mal que le dejó unas
medias de rejilla por allí cerca por si le interesaban, como
compensación.
Luego fueron a comer a un McDonalds. Adaia tuvo la idea de
crear interferencias en las pantallas eléctricas y provocar así un
poco de caos. Aunque no era un mal plan, la gente simplemente se
indignó al creer que era un error del sistema técnico del
establecimiento y se quejaron hasta que consiguieron un descuento
por daños y perjuicios. Dana cada vez estaba más desesperada, no
sólo porque no les hicieran ni caso, sino también porque tuvo que
ver cómo su hermana se comía una hamburguesa con queso, su
favorita, y ella no podía ni probarla. «Cada vez estoy más
convencida de que ser un fantasma sólo conlleva desventajas»,
pensó mientras babeaba imaginándose el sabor de la comida en la
boca.
—Yo pensaba que los fantasmas no se cansaban —dijo Dana,
ya en el parque.
—Será la frustración.
—Tal vez sí.
Se quedaron en silencio, descansando un poco. Dana aprovechó
para mirar disimuladamente de reojo a Adaia. Antes había actuado
por impulso y le había pedido que la acompañara, pero ahora que
se paraba a pensarlo, se daba cuenta de que era la primera vez que
pasaba tanto tiempo con alguien desde que estaba muerta. Era
verdad que se había acostumbrado a acompañar a su hermana a
todas partes, pero no era lo mismo. El poder conversar con alguien
sin sentir que le estabas hablando a una pared era nuevo para ella y
la verdad es que lo estaba disfrutando.
Porque quizás lo más complicado de ser fantasma era
precisamente eso: la soledad. Y no se trataba solamente del hecho
de que para los vivos fuera completamente invisible. Los fantasmas
tenían tela también. Cuando ella se encarnó en uno, al principio
estuvo una temporada convencida de que la condición para
convertirse en fantasma era ser maleducado o grosero. En el fondo
sabía que era una tontería, pero es que todos la rehuían. Fantasmas
de todo tipo, cuando la veían dirigirse a ellos, huían con la cabeza
gacha, ignorándola, o bien le contestaban de malas maneras para
quitársela de encima lo antes posible. Dana entendía que todos
estuvieran muy ocupados en intentar cumplir su última voluntad,
pero, joder, cinco minutos, no pedía más.
Y ahora, de la nada, una fantasma no sólo le había dirigido la
palabra, sino que se había pasado el día con ella ideando planes y
llevándolos a cabo.
—Lo de hoy ha sido divertido —dijo Dana, muy flojito, al darse
cuenta de que lo que se llevaba de ese día no era solamente
frustración.
—La verdad es que sí.
—¿Ah, sí?
—¿Y de qué te sorprendes ahora? Si lo has dicho tú —dijo Adaia
mientras soltaba una carcajada. Dana no pudo evitar fijarse en lo
guapa que estaba cuando se reía así. Aunque su pelo tan largo y
negro le daba un aspecto elegante y serio, era una chica a quien le
encantaba sonreír. Después de todo, lo primero que había oído de
ella era su risa. Y la verdad es que le gustaba mucho escucharla y
no podía evitar desear volver a hacerlo, una y otra vez. No pensaba
reconocerlo en voz alta, pero durante el día más de una vez había
hecho el payaso a propósito para así poder volver a oírla.
—Espero que consigas lo que buscas, Dana —dijo de pronto
Adaia sin mirarla.
Dana se sobresaltó. ¿Era una despedida? Sonaba a despedida.
—Gracias —respondió, mientras su cabeza le gritaba que
actuara, que se diese prisa, porque no quería que todo terminara allí
—. Aunque esto cada vez me parece más difícil. Mucho más de lo
que me pareció al principio. Quizás necesitaría un poco de ayuda.
Hubo un momento de silencio en el que Dana se preguntó si la
otra la había entendido o tenía que ser más directa. No le importaba
serlo, estaba dispuesta a lo que fuera con tal de que lo que había
pasado aquel día no terminara así como así.
Estaba abriendo la boca para añadir algo más cuando Adaia se
le adelantó:
—De acuerdo.
No dijo nada más y Dana tampoco, por miedo a haberla
entendido mal.
Pero no lo había hecho. Cuando el grupo de su hermana se iba y
ellas se tuvieron que despedir, Adaia le preguntó dónde y cuándo se
verían la próxima vez. Ese día, al volver a casa, Dana se sintió
como si no necesitara sus poderes de fantasma para ir flotando por
el mundo.
A partir de ese día, empezaron a encontrarse una vez por semana.
Se pasaban el rato intentando idear planes para ayudar a Dana,
pero al final ni siquiera llevaban a cabo la mitad de ellos. Charlar y
descubrir cosas sobre la otra y su vida humana era mucho más
interesante.
Poco a poco, a medida que iban aprendiendo más la una de la
otra, iban quedando más a menudo. Un día a la semana pasó a ser
dos, y Dana notó que Adaia amaba las plantas por encima de todas
las cosas y se podía pasar el día escuchando el viento entre las
hojas. Dos días pasaron a ser tres, y Adaia se dio cuenta de que
Dana sentía una inexplicable fascinación por las moscas («¡Son
unas incomprendidas!», se había indignado). Tres días pasaron a
ser cuatro, y Dana se fijó en cómo Adaia se ponía el pelo tras la
oreja y miraba hacia el suelo cuando estaba avergonzada. Cuatro
días pasaron a ser cinco, y Adaia se percató de cómo Dana sentía
muy intensamente todo por dentro, pero era muy torpe para
exteriorizarlo. Y así, sin darse cuenta, acabaron viéndose cada día,
a veces siguiendo a la hermana de Dana y otras simplemente
pasando el rato juntas.
Muchas de las veces que intentaban comunicarse con ella,
fracasaban. Las otras, el plan se quedaba a medio camino y no
llegaba a ver la luz. Dana empezaba a pensar que iba a ser
imposible conseguirlo, aunque, para su sorpresa, no le importaba
tanto como creía que lo haría.
Al cabo de unas semanas, su hermana salió de fiesta con sus
amigos a una discoteca. Dana y Adaia decidieron seguirla de lejos,
no porque tuvieran algún plan (en ese tipo de ambiente era
prácticamente imposible establecer una conexión), sino
simplemente para pasar el rato.
Llegaron bastante pronto, pero el sitio ya estaba abarrotado de
gente. La música estaba a tope y un montón de gente se movía de
aquí para allá, encontrándose con otros para charlar o simplemente
para bailar. Dana echaba de menos ese ambiente, ese bullicio, era
una de las cosas que solía esperar con más ilusión de la semana
cuando estaba viva. Le hacía mucha ilusión estar allí aunque fuera
como fantasma, pero no estaba segura de que Adaia se sintiera de
la misma forma. Se estaba empezando a retorcer el pendiente de
aro que llevaba en la oreja y eso nunca era buena señal.
—¿Estás bien? —le preguntó mientras se inclinaba hacia ella,
preocupada.
—Sí, no te preocupes —respondió Adaia, sonriendo. Pero Dana
ya la conocía lo suficiente como para saber que esa no era una
sonrisa feliz, sino la que aparecía cuando había algo que la ponía
nerviosa.
—Ven —le dijo Dana mientras le hacía un gesto con la cabeza
para que la siguiera.
Ser un fantasma tenía la ventaja que te podías meter donde
fuera siempre que quisieras. Así que, flotando, se metieron en una
galería que quedaba por encima de la pista y se sentaron en la
barandilla, con las piernas colgando. De ese modo, podían tener
una visión general de todo sin tener que estar en medio del agobio
del gentío.
—¿Esa de allí no es tu hermana? —preguntó Adaia al cabo de
un rato, señalando hacia un punto de la inmensidad.
Efectivamente. No sólo era la reina de la pista, sino que estaba
bailando muy pegada con una chica guapísima que Dana no
conocía.
—¿Y esa quién es? ¿Una amiga?
—Una muy buena amiga, querrás decir.
—¿Cómo? —Dana enseguida entendió a qué se refería Adaia.
Las dos chicas se habían apartado un poco del bullicio y se estaban
besando con muchas ganas.;
—¡¿Cómo?! —repitió Dana, aunque esta vez con un tono
totalmente distinto.
—No sé de qué te sorprendes, ya es mayorcita, ya tiene edad
para hacer estas cosas.
Dana lo sabía. De hecho, esa era una de las cosas de las que se
había dado cuenta esas últimas semanas: su hermana pequeña
había crecido y madurado un montón. Al principio le había parecido
un cambio súbito, pero luego había visto que no era así en absoluto.
En vida, había pasado tanto tiempo protegiéndola que había
empezado a formarse una imagen irreal de su hermana pequeña.
Quizás irreal no, pero estática sí. En su mente, su hermana siempre
había sido aquella pequeñaja que lloraba cuando le ponían pizza
para comer porque no le gustaba nada la textura del queso. Pero
ahora que tenía tiempo para observarla, estaba claro que hacía
mucho tiempo que esos días habían quedado atrás.
—No es eso lo que me sorprende, sino la capacidad para ligar
que tiene la tía. ¿De dónde ha sacado esa naturalidad? De mí te
aseguro que no, ni de broma, vamos.
—Qué exagerada, seguro que no es para tanto.
—¿Que no? No tienes ni idea.
Adaia la miró interrogativa, con la curiosidad reflejada en su
rostro. Al verla, Dana supo que no podría evitar explicárselo todo,
aunque hubiera preferido no tener que contarle ese episodio tan
vergonzoso de su vida. Pero ya hacía tiempo que no era capaz de
negarle nada a su amiga, así que soltó un suspiro de resignación y
empezó:
—Digamos que a mí nunca se me dio bien ligar —carraspeó
antes de continuar—: De hecho, era bastante desastre. Hubo una
vez que fue espantosa. Había una chica que me gustaba mucho, así
que un día, en una fiesta, decidí declararme. Estábamos las dos
solas y cuando empecé a hablar, de pronto… Bueno, digamos que
cuando estoy muy nerviosa soy una persona dada a las flatulencias.
—¿Me estás diciendo que te tiraste un pedo cuando te ibas a
declarar a la chica que te gustaba?
—Una flatulencia. ¡Fla-tu-len-cia! —exclamó separando las
sílabas con exageración.
—Por mucho que intentes decirlo de manera más fina… —dijo
Adaia mientras intentaba en vano aguantarse la risa. Parecía que le
iba a dar un ataque.
—¿Ves? ¡Por eso no quería contártelo, es demasiado penoso!
—Que no, mujer, no está tan mal —dijo Adaia cuando consiguió
calmarse un poco—. Es inesperado, pero en el fondo comprensible,
cuando nos ponemos nerviosos pasan cosas como esta. Pero
bueno, está claro que tu hermana no tiene ese tipo de problemas —
añadió en un intento de cambiar de tema para hacer sentir mejor a
su amiga, cosa que Dana agradeció.
—Sí, ha crecido mucho más de lo que pensaba.

Después de ese día, su hermana empezó a salir muy a menudo con


la chica de la discoteca y las dos fantasmas se lo tomaron como
excusa para visitar sitios en los que no habían estado nunca.
Viajaban todas juntas y cuando llegaban a su destino, dejaban que
las pequeñas se fueran a tener su cita en paz mientras ellas iban a
explorar los alrededores.
Ese día se habían ido a pasar el día en la ciudad aprovechando
que era festivo, así que estaba todo muy lleno de gente por todas
partes. Adaia no se sentía muy cómoda en estas situaciones y
Dana, al recordarlo, se acercó a ella para preguntarle si se
encontraba bien. Fue entonces cuando vio que un chico iba a toda
prisa en dirección a su amiga. La iba a embestir, así que su reacción
fue agarrar de la muñeca a la otra fantasma y tirar de ella.
Adaia la miró con expresión interrogante.
—Lo siento, siempre me olvido de que no nos pueden ver ni
tocar —dijo Dana mientras se sentía enrojecer y se llamaba tonta a
sí misma de todas las maneras imaginables.
—¿Cuántas veces te tiene que pasar lo mismo para que te
hagas a la idea de una vez? —se rio su amiga.
Dana no contestó, tenía la vista fija en sus manos.
—Nunca nos habíamos tocado.
—Es verdad. Como no podemos tocar a la gente, creo que a
veces no atinamos que es posible hacerlo entre nosotras.
——Es raro. Es como si te pudiera tocar, pero no te pudiera
tocar.
—Me encanta lo bien que te expresas —dijo Adaia, mofándose
con cariño.
Dana era una persona a quien le costaba expresar sus
emociones, precisamente por eso, en vida, siempre buscaba el
contacto físico con los demás: era su manera de expresar sus
sentimientos hacia ellos. Le gustaba el calor que se desprendía de
la gente que le importaba y cómo se fundía con el suyo propio. Al
convertirse en fantasma había renunciado a la idea de cualquier
contacto con alguien nunca más. Pero allí estaban. Se estaban
tocando y, aunque no era lo mismo, tampoco era desagradable.
—No me lo esperaba así —comentó Dana.
—¿Y cómo te lo esperabas?
—Frío. No, helado incluso.
—A ver, no es cálido como el contacto entre humanos.
—Lo sé, pero tampoco es gélido como me había imaginado. Es
como esa brisa suave que sopla en pleno verano, refresca, pero a la
vez te trae más calor. O como cuando pones chocolate caliente por
encima de un helado. Es reconfortante. Un frío cálido.
Adaia asintió, mientras movía su mano para entrelazar sus
dedos con los de Dana. Sin soltarse ni decir nada, empezaron a
moverse para alejarse un poco del gentío.
—¿Adaia?
—¿Sí?
—¿Por qué decidiste acercarte y ayudarme ese día?
Adaia la miró sorprendida, estaba claro que no se esperaba esa
pregunta.
—Porque estabas montando el espectáculo del año y no quería
perdérmelo.
—Estoy hablando en serio. La mayoría de fantasmas huyen de
cosas así.
Adaia dudó unos instantes antes de contestar:
—Me llamaste la atención. No todos los días una se encuentra
con un fantasma tan lleno de vida, la mayoría son auténticas almas
en pena: tristes, desanimados, melancólicos. En cambio tú, aunque
estuvieras muerta... Tu energía tenía algo vital que me atrapó.
Dana sintió como un calor muy agradable la invadía. Cada vez
estaba más segura de que lo de la frialdad de los cuerpos de los
fantasmas era un mito.
Cuando se recuperó, cambió de tema, pero en ningún momento
se soltaron de la mano. Pasaron el día así, acariciándose de vez en
cuando con los pulgares y estrechando un poquito la mano de la
otra cuando querían llamarle la atención sobre algo.

«Otra con obsesión por las hierbas, si es que son tal para cual».
Dana observó a su hermana preparando té mientras su novia
echaba un vistazo alrededor. Hacía casi un año que se había
convertido en fantasma y cada vez veía más improbable la
posibilidad de cumplir su último deseo. Pero, curiosamente, la idea
no le disgustaba tanto como el primer día. Y cada vez que veía a
Adaia sonreír le disgustaba un poco menos.
Estaban las dos fantasmas a punto de salir a dar una vuelta para
dejarles un poco de intimidad a la parejita, cuando Dana oyó algo
que la dejó clavada en el sitio:
—¿Esta es tu hermana?
Tenía una foto enmarcada en la mano y se la enseñaba a su
pareja, con semblante curioso.
—¡Sí, esa es Dana!
—Parece muy simpática, me habría gustado conocerla.
—Seguro que os habríais llevado de lujo —le dijo su novia
mientras se acercaba a rodearla con los brazos y darle un beso en
la mejilla. Aunque no pudiesen verla, Dana asintió, ella también
tenía esa sensación.
—¿La echas de menos?
—¡Un montón! Le gustaba armar barullo, pero me cuidaba
mucho y siempre estaba pendiente de mí. A su manera, sé que me
quería muchísimo, aunque nunca lo expresara con palabras.
Dana se quedó helada. No podía ser. Lo había dicho. Lo que
llevaba esperando desde hacía meses. Salió hacia fuera, atónita, sin
creérselo, sin saber qué venía ahora, mientras Adaia la seguía.
Dana se giró hacia ella, mientras unos lagrimones le surcaban las
mejillas.
—Me alegro por ti —dijo Adaia, mientras le agarraba la mano y la
acercaba hacia ella, mirándola con una sonrisa en los labios y
mucha tristeza en los ojos—. Aunque no quiero que te vayas —
añadió mientras con la otra mano le acariciaba suavemente la
mejilla, limpiándole las lágrimas.
—¿Notas algo?
—Sí, noto como un dolor en el estómago. ¿Será que me estoy
yendo ya? ¿Me estaré desintegrando para irme hacia el más allá?
—No sé cómo funciona, la ver-
PRRR
Silencio.
—¿Te acabas de tirar un pedo, so guarra?
—Vaya, pues el dolor no era porque me iba, no.
—¿Pero cómo te puedes haber tirado un pedo si eres un
fantasma?
—¡Y yo que sé! ¡Los nervios! ¡Ya te conté que soy propensa a
ello!
Se miraron y Adaia no pudo aguantar más, le dio un ataque de
risa tan fuerte que se dobló en dos mientras se agarraba el
estómago. Al verla reír tan alegremente, Dana no tuvo tiempo de
sentir vergüenza, simplemente empezó a reírse también. Todo era
demasiado ridículo.
Esperaron unos momentos más, pero no pasó nada: seguía
como siempre, siendo una fantasma llena de vitalidad. Estaba claro
que había deducido mal cuál era su último deseo. Se giró para mirar
a Adaia, a su lado, todavía muerta de la risa. Dana le cogió de la
mano y la atrajo hacia ella. Se acercó y la besó dulcemente en los
labios. Otra vez ese frío cálido. ¿Se iba a acostumbrar algún día a la
emoción que la embargaba cuando lo sentía? Probablemente no.
Pero quizás ser un fantasma para toda la eternidad no iba a ser tan
malo.
María Coma, veinteañera valenciana, debe su interés por la
escritura a los fanfics que leía en clase de estrangis mientras se
sacaba el grado de audiovisuales. Actualmente, está terminando de
cursar un máster en Edición y dedica parte de su tiempo libre a
seguir leyendo fanfics y a escribir alguna de las muchas ideas
originales que le rondan la cabeza. Aunque ha terminado varias
novelas, de momento solo se ha lanzado a publicar Muerte al no rey
en Lektu y a participar con relatos en antologías. Está en Twitter
(@dieatyourside) y en Goodreads (@mariacoma), donde fangirlea
constantemente.
Lo que se oculta en Alberta

María Coma
Aviso de contenido sensible:
sangre, muerte

En Boston anida la mayor concentración de criaturas del continente


y también vive mi familia.
Necesitaba alejarme de ambas.
Alberta, en Canadá, me pareció un buen lugar. Se extienden los
tratados territoriales de convivencia de criaturas, pero la abundancia
de ellas es mucho más escasa, y el área de interior que me aseguré
de elegir en el bosque boreal es terreno inhóspito e inhabitado.
El alquiler de la casa me costó casi todos mis ahorros, pero tenía
que ser esa; y yo tenía que aprender a convivir conmigo misma.
Las primeras semanas fueron las más duras.
Los impulsos y el hambre me dejaban postrada en la cama con
temblores y sudores fríos, porque, aun sabiendo lo mucho que
necesitaba la sangre, me negaba a probarla. Estando en mitad de la
taiga, sin embargo, me forcé a cazar animales en lugar de personas.
Me establecí mis horarios y, a día de hoy, tras más de treinta noches
de lluvia, todavía sigo acomodándome a lo que se ha convertido en
mi nueva vida.
Limpio la camioneta, visito el pueblo, charlo con la cajera de la
tienda, ignoro sus indirectas. Conduzco a casa con calma, retiro los
excesos de hojarasca y nieve que se acumulan en la entrada,
arreglo el poco verde del jardín, corto y almaceno leña. Hago
ejercicio, salgo a cazar, extraigo la sangre de los animales, la
dosifico y almaceno, la aderezo con bourbon, descanso frente a la
chimenea.
Los días en Alberta son tranquilos, los días en Alberta son fríos.
Con el cambio de estación los animales de los que me alimento
comienzan a evitar los alrededores de la cabaña, de modo que me
toca darles caza en horarios y rutas alternas, sorprenderlos, y
recurrir a armas de media o larga distancia.
Pero, de nuevo, me acomodo a la rutina.
Como cada tarde a esta hora, el sol se oculta entre las coníferas
de la floresta mientras regreso a casa con el rifle vacío en el asiento
del copiloto y un antílope en la parte trasera.
El trayecto de ida y vuelta es tranquilo, todo en Alberta es
tranquilo.
Es justo lo que necesitaba.
Nada en Alberta me hace recordar que las criaturas habitan
entre nosotros y que ahora yo soy una de ellas. Por eso, cuando veo
la silueta recortada contra los faros que alumbran la bruma de la
carretera, el corazón inerte que visto en el pecho casi regresa a la
vida del susto. Doy un volantazo, pero, aun con la nueva agudeza
de mis reflejos, impacto contra lo que quiera que sea. Freno tarde,
quemando ruedas.
El golpe me sacude el cuerpo entero.
Solo ha sido un parpadeo, una sombra no muy distinta a la de
una figura humanoide con una cornamenta pequeña que no sabría
identificar a simple vista. Una criatura, indudablemente, una que no
he visto nunca. Sin embargo, cuando salgo de la camioneta con la
adrenalina desbordada solo hay una mujer tirada sobre los surcos
del asfalto mojado.
—Dios mío —susurro, agachándome junto a ella.
Encogida sobre sí misma, con la ropa hecha jirones y cubierta de
magulladuras, me la encuentro pálida y algo desnutrida. Localizo
varias heridas abiertas en una rodilla y en ambos brazos, pero no
me cuesta más de un segundo darme cuenta de que no ha sido a
causa del accidente.
Son mordidas.
Desconozco cómo ha sobrevivido al impacto, aunque comprendo
que no debo haberla golpeado a ella. Y desconozco si he
ahuyentado a la criatura o si todavía nos acecha.
Le pregunto lo básico, pero al no recibir más que una mirada
confusa en respuesta me apresuro a auxiliarla.
El aroma de su sangre es abrumador, penetrante y apetitoso
como ninguna otra cosa que he olido desde que llegué a Alberta,
pero me contengo. La encaramo a la camioneta, tratando de ignorar
el rojo que tiñe los asientos y el perfume que se adhiere a la
tapicería.
Conduzco con prisa por la carretera desértica, y, al llegar a casa,
la curo en el sofá con lo poco que tengo. Mis heridas sanan solas,
por lo que no poseo medicinas. Tampoco almaceno comida, así que
solo puedo darle agua. Hago lo que puedo, y espero que sobreviva.
Espero haber espantado a lo que sea que le ha hecho esas heridas.
El cansancio de la cacería, el frío y el sobresalto me dejan
agotada. El tímido chisporroteo de la madera haciéndose virutas en
la chimenea me adormece en el mullido sillón a su lado, y el
zumbido del bourbon que he bebido para calmar el desenfreno de
probar su sangre al desinfectarle las mordidas termina dejándome
dormida.
Cuando despierto, el sol pinta la nieve dorada fuera y no hay
rastro de ella.

La cosa queda como un incidente extraño del que no espero nunca


obtener respuestas. No vuelvo a saber de la mujer, ni vuelvo a
toparme con la criatura en la carretera.
La vida en Alberta es tranquila.
Olvidado octubre, en una tarde de tantas, caigo en la cuenta de
que hay luna llena. Los aullidos son inconfundibles, aunque no
pueden ser licántropos. No en Alberta, y no en esta zona. Me
cercioré de que así fuera. No obstante, reconozco su hedor y los
escucho rondar las afueras de la parcela.
Sitúo uno a mis once, en el tejado, hasta que las pisadas se
detienen y se sustituyen por unas más ligeras.
Me apresuro a cargar el rifle de caza.
La vida en Alberta es tranquila, pero parece que no demasiado
últimamente.
Reconozco el borrón oscuro que cruza la ventana de inmediato y
esta vez sí puedo ponerle nombre; he estado investigando en mis
ratos libres.
Es un wendigo.
Solo podía ser un wendigo en Alberta.
No me lo pienso y aprieto el gatillo.
El vidrio del ventanal se quiebra en pedazos y sé que doy en el
blanco porque distingo el sonido acolchado de la bala mordiendo
carne; porque un golpe sordo sobre la madera del porche confirma
el acierto; y porque al abrir la puerta el wendigo está abatido en el
suelo, solo que no es un wendigo, es la mujer de la carretera.
—Tú —exhalo con estupor—. Por poco te…
—Ya van dos veces entonces. —Me corta con voz ronca y un
gemido ahogado mientras se presiona la mano contra el pecho
ensangrentado. De nuevo, me la topo con aspecto desaliñado,
aunque esta vez sin nada de ropa. Tardo un suspiro en darme
cuenta de que, igual que me pasa a mí, su agitada respiración no
dibuja su aliento.
De que está muerta.
De que lo que vi no eran figuras superpuestas.
De que el wendigo es ella.
Los licántropos se aventuran más cerca, persiguiendo el rastro
de su sangre. Pero, aunque yo también la huelo, ya no me resulta
tan apetitosa como la primera vez que di con ella.
—Déjame entrar —me pide, clavándome los ojos negros de
ojeras hundidas—. No voy a hacerte daño. Te ayudaré con ellos.
Podía haberme matado aquella noche cuando me quedé
dormida. Ahora mismo podría estar muerta. Las relaciones entre las
criaturas solitarias como nosotras tienden a ser hostiles de primeras,
pero yo no quiero enemigos; precisamente por eso vine a Alberta.
—Pasa —concedo, aupándola y cerrando la puerta tras ella
cuando vislumbro los pelajes perlados insinuarse entre las cortezas
de las arboledas—. ¿Cómo me has encontrado?
—Cazaba a los licántropos, que me han traído hasta tu casa.
Le tiendo una manta abrigada, pero no se molesta en cubrirse
siquiera. Evalúa la cristalera cuarteada cuando las tablas del porche
gimotean y una sombra bloquea la tenue luz que proviene de fuera.
Con la escopeta en la camioneta, alcanzo el rifle de nuevo, pero
su mano sobre el cañón me impide atinar la bala en la recámara.
—No te hará falta conmigo —dice, y de pronto se lanza al vacío
a medio transformarse a su forma de wendigo, adelantándose al
licántropo que se cuela por el agujero.
La mesa se hace añicos cuando licántropo y wendigo caen sobre
ella, rodando por el suelo y forcejeando entre tablas astilladas. El
silbido de dentadas al aire, de gruñidos y de cuernos rasgando
pelaje ahogan el tenue crepitar de la chimenea. Antes de poder
involucrarme, las paredes se salpican de mosaicos de rojo mientras
la wendigo reduce al licántropo contra la alfombra de una cornada,
le horada el torso con la mano, y le arranca el corazón con fuerza. Al
dejarlo caer sobre el parqué con un desagradable chirrido a mojado
al fin aparto la vista.
Fuera, la manada que rodea la casa observa hasta que el primer
licántropo se aleja.
Cuando miro de nuevo a la wendigo, se alimenta a puñados de
las entrañas del licántropo. Es solo carne humana a medias, pero
comprendo que le sirve de igual manera.
Le pongo una mano en el hombro con cautela, pero me gira la
cara con un gruñido y me enseña la boca de alfileres en una
amenaza. Sin embargo, noto cómo se va deshinchando por
momentos. Cómo se vuelve consciente de lo que la rodea hasta
ubicarse. Entonces deja caer el trozo de carne para retomar
mínimamente su semblante humano.
—Lo siento —murmura con una voz que no suena suya.
Limpiar nos lleva toda la noche.
Se queda a ayudar con el desastre del salón y el licántropo
abatido en el tejado, y, al terminar, le curo la herida de bala y le
ofrezco una ducha caliente y algo de ropa. Es cuando le digo de
descansar un rato que rechaza la propuesta y se encamina hacia la
entrada.
—¿No te acomodó el sofá la última vez? —bromeo, e
inmediatamente se detiene con la espalda recta.
—Sí… —titubea, se vuelve a medias—. Gracias por la
hospitalidad.
—Gracias por la ayuda con los licántropos.
Mira la alfombra que pisa, el charco violáceo que todavía perdura
y que impregna la punta de las botas que le he prestado. Hace una
mueca. Me saca una sonrisa. Nada más se percata, se gira
bruscamente y abre la puerta de un tirón; y nada más el frío la
saluda, se arrebuja en mi chaqueta. Me doy cuenta al mismo tiempo
que ella. Cuando hace amago de quitársela la detengo y le digo:
—Quédatela. —Me mira de reojo sobre el hombro—. Hace frío
ahí fuera.
Es un mundo duro para nosotras las criaturas. Es un invierno
crudo en Alberta.
Estoy a punto de cerrar tras ella, pero entonces su mano topa
con la puerta y sus ojos destellan con curiosidad velada a través de
la rendija abierta.
—No me has dicho tu nombre —dice a modo de pregunta.
—Es Edith —contesto, abrazando la madera.
Su mirada es negra, pero cálida como el sol que nunca calienta
en Alberta.
—Daryna.
No vuelvo a saber de ella hasta la próxima luna llena. No la veo,
pero soy consciente de su presencia porque los licántropos no se
atreven a atravesar la valla que cerca la casa y sé que es Daryna
quien los ahuyenta.
Pasadas algunas lloviznas, nuestros caminos se cruzan.
No diría que soy yo quien la busca, solo tomo otra ruta distinta a
la habitual, alargo un poco más la cacería, persigo una segunda
presa que llevarme a casa aun cargando ya una primera.
Cuando la vislumbro entre los conos de los pinos, Daryna está
más alta y enjuta de lo que la recuerdo, y su figura de mujer es más
difusa. Le han crecido los cuernos, se le han enroscado y
ennegrecido, y las orejas se le han tornado algo puntiagudas. Los
ojos se le han agrandado y el morro parece imitar al de los cérvidos.
Toda ella se ha vuelto más terrorífica y más bella encapuchada bajo
esa piel gris como los lunares de la luna.
Comprendo que se ha estado alimentando.
No la culpo.
Solo conoces el hambre cuando te privas del único alimento que
puede saciarla.
Daryna es la primera que reacciona. Se detiene frente a mí, se
encorva y me olfatea. El roce de su nariz helada contra mi garganta
me arranca una queja. Debe caer en la cuenta de que mi carne está
muerta y no sacará tajada, porque se aparta con sutileza y se
desenfunda del cuerpo de wendigo. Así, bañada en la luz
blanquecina, parece etérea, pero también de carne y hueso. Parece
más humana que nunca.
—Daryna.
—Edith —contesta.
Sonrío, aliviada de que me reconozca. Debo de mirarla durante
demasiado tiempo, porque se acicala la melena como puede y se
reajusta la chaqueta sucia y deshilachada que le cuelga del hombro,
apenas cubriéndole nada.
Mi chaqueta.
Todavía la lleva.
—Hace frío —digo, cortada—. Déjame que te invite a una copa.
—¿Sangre de ciervo? —pregunta, y me asombra que huela a la
cierva que cargo en la camioneta.
—Bourbon —propongo con atrevimiento—. No quiero
alimentarnos, sino pasar el rato. Puedes darte una ducha caliente si
quieres y te prestaré otra chaqueta. La que llevas ya no te sirve de
nada.
Daryna insinúa una sonrisa.
El sofá frente al hogar nos acoge en su calidez y el bourbon
ayuda con la conversación tímida. Yo le cuento que me mudé de
Boston hace poco, que no soy de Alberta. Daryna me cuenta que
ella no es americana, lo cual ya asumía por su acento. Que su casa
está en Europa, en Ucrania, pero que viajaba de mochilera cuando
llegó a Alberta. Que Alberta es bonito, pero que no todo es bonito en
Alberta. Que las cosas no salieron del todo como esperaba. Y que
ahora vive en una cueva, sola, muy lejos de su antigua vida.
Las dos sabemos que hay más, pero esa historia no me la
cuenta.
Le ofrezco una de mis habitaciones libres, pero se niega.
Le digo que en unas semanas llegará un temporal y se helará
ahí fuera.
Daryna me acusa de ser una inconsciente por invitarla a
quedarse en mi casa.
Al irse se lleva mi chaqueta.

El invierno es crudo en Alberta.


Salir en busca de sustento en pleno diciembre es arduo y
peligroso, y la mayoría de posibles presas han buscado refugio.
Tengo que aprovisionarme de animales pequeños, lo que me obliga
a salir con más asiduidad, y lo que me obliga a exponerme con más
frecuencia, pero el esfuerzo de darles caza apenas me vale la pena
para lo que saco de ellos.
Los licántropos no tienen tantos inconvenientes para moverse
por el bosque y menos aún si es a mí a quien dan caza. Me percato
de que me persiguen y no me quedan balas. He vaciado el cargador
con los conejos que cargo a la espalda.
Mi estamina con el frío queda reducida a la mitad y antes de que
me dé cuenta la velocidad inhumana que me da ventaja se agota y
las piernas no me sirven de nada.
Los licántropos me acorralan.
Reconozco al que se me planta enfrente. Es uno de los que
estuvo en mi casa. Lo cual es un problema. Solo hay algo peor que
un perro rabioso; un perro vengativo.
Se me lanza al cuello con las zarpas en alza y, aunque esquivo
la embestida antes de que me entierre la dentadura en la cara,
consigue rasgarme hombro y garganta.
Tiro los conejos al suelo y lo encaro, también desenfundando la
única arma que me queda; los colmillos.
—Mataste a Patrick —me gruñe.
—Sabes que no fue ella —replica una voz cavernosa a mi
espalda.
Me giro y veo a Daryna.
El aliento se me atraganta.
Con dos o tres metros de altura, aquí y ahora, a la última luz del
día sobre el manto de nieve blanca y prístina, parece la viva imagen
de un carnero del diablo caído del cielo para impartir justicia. Su piel
se ha tornado aún más grisácea y mi chaqueta roja deshilachada le
combina con los labios carmín chorreantes de la sangre fresca de
los varios licántropos abatidos a su espalda.
Me gustaría decir que le soy de ayuda, pero lo cierto es que, de
nuevo, Daryna pelea mi lucha.
Esta vez se contiene en lugar de darse el festín y, cuando todos
los licántropos yacen sin vida, camina hacia mí sin rasguños
aparentes y su cuerpo muda. Sus cuernos son lo único que
mantiene de la forma de wendigo; reposando sobre su cabellera
negra y engalanados con una corona de flores secas.
No me doy cuenta de que estoy en el suelo hasta que me tiende
la mano.
—Si no llega a ser por ti…
—Ya van dos veces entonces —me dice, y la sonrisa se me
escapa sola. Es ella quien me levanta, quien coge los conejos y los
carga, y quien, con la misma mano con la que aún me sujeta, estira
y dice—: Vamos, hace frío y estás helada y herida, te acompañaré a
casa.
Observo el cordel de flores que le acaricia en un vaivén la piel de
la espalda desnuda; ahora de un color almendrado, sin rastros ni
trazas de su verdadera figura. Pero el tacto la delata. Su mano es
áspera y dura bajo la mía, aunque la sutileza con la que me guía lo
disimula.
Debe conocerse el camino de memoria, porque no doy
indicaciones, y también debe haberme observado con atención la
última vez que estuvo en casa, porque esta vez es ella la que trae el
bourbon y me desinfecta las heridas para neutralizar el veneno de la
saliva del licántropo que, de no tratarse, me enfermaría.
Cuando termina con el hombro me giro hacia ella.
—Gracias —digo, enredando los dedos en el suéter que tengo
apoyado sobre el regazo.
Daryna me mira de arriba abajo sin demasiado pudor, y después
se lleva el par de dedos que tiene manchados de mi sangre a la
boca.
El gesto me deja muda.
Debe agradarle el sabor, porque agranda los ojos y después los
cierra. Es solo cuando el rojo ha desaparecido por completo de sus
labios que se levanta.
—Daryna… —la llamo, presa del miedo, temiendo que huya.
—No me marcho —dice, como si lo supiera—, no todavía. —
Devuelve las bandejas con las toallas sucias a la mesa y se acerca
con dos vasos para el bourbon—. Te enfriarás —apunta, mirándome
al escote solo un segundo.
Me sorprende su audacia, teniendo en cuenta que hace
semanas no la tenía. No sé qué ha cambiado. Pero no importa. Me
gusta.
—La chimenea ha caldeado la estancia —contesto, dejando el
suéter de lado y quedándome solo con la camiseta fina que llevo
puesta.
Daryna sonríe, aunque con disimulo, y se lleva el vaso de
bourbon a la boca.
Me fijo en el largo de su melena y como ahora le alcanza la
cintura. En los nudos y los huesos de las manos y de la clavícula
que se han revestido de carne sana. En el tono castaño de su piel,
tan distinto a la mía pálida y mermada de vida, tan distinta a la
grisácea de su cuerpo de wendigo.
Cuando el silencio se extiende y la conversación que empieza a
fluir deja de ser mediante palabras, retiro la vista y dejo de contar los
detalles que han cambiado en ella en apenas semanas.
—Vas a terminar buscándote enemigos si sigues enfrentándote a
esos licántropos por mí —digo, carraspeo.
—No soy una experta en los tratados de convivencia de
criaturas, pero juraría que son ellos quienes traspasan —rebate—.
De todos modos, aunque no lo hicieran, la causa merece la pena.
—Involucrarse en guerras ajenas nunca merece la pena. Lo sé
por experiencia.
Daryna entorna la vista.
—La noche de la carretera —dice—, me salvaste de devorarme
a mí misma. —Me detengo a mitad respirar, sobrecogida—. Llevaba
días en el bosque perdida y me había quedado sola. El wendigo me
encontró, me tentó y yo caí: me mordí. Probé mi propia carne para
saciar el hambre. Pero entonces olí la sangre del animal de tu
camioneta y pude parar… aunque no a tiempo para que el wendigo
no me poseyera. —La escucho con el estómago apretado y las
manos hechas puños—. Vale la pena —repite, y el silencio se nos
traga.
Se termina el vaso de bourbon de una y se lo rellena, y mientras
yo soy incapaz de dejar de mirarla.
—¿Pueden emborracharse las vampiras? —pregunta.
—Sí —admito, todavía sacudida—. Y se agradece.
Daryna me sirve con una risa.
—Veamos si las wendigos también podemos —dice, y suena a
promesa.
Por primera vez, suena a que la noche será larga en su
compañía.

El invierno se resiste a dejarse ir, pero Daryna me ayuda a que sea


más llevadero.
La próxima vez que la veo cazando no hay licántropos de por
medio, pero me escolta a casa igualmente en su cuerpo de wendigo
de cuatro metros. Charlamos y bebemos bourbon hasta
emborracharnos, hasta que caemos rendidas en el sofá hablando
sobre nuestras antiguas vidas y el existencialismo y la contrariedad
del sentimiento de estar vivas pero muertas y de todo lo que se
oculta en Alberta. Cuando amanezco se ha ido, al igual que hizo la
primera vez, y la última. Y, como siempre, se ha llevado mi
chaqueta.
Apenas me quedan un par ya que prestarle, así que en mi
siguiente visita al pueblo compro al menos una docena de cárdigans
y unas cuantas botellas de bourbon para llenar la alacena.
Lo hago porque espero visita.
Pasada una gran nevada de semanas, escucho un golpe sordo
en el porche. Cuando salgo con la escopeta en alza, Daryna ha
dejado un cervatillo muerto en la puerta. Está en su forma de
wendigo, cada vez más alta e imponente, pero le doy las gracias. Yo
habría sido incapaz de cazarlo, no bajo las circunstancias
meteorológicas que azotan Alberta, pero a ella apenas le cuesta.
Cuando echa a andar sobre la nieve a zancadas largas la llamo y le
tiendo una chaqueta. Compré la talla más grande, pero, aun así, me
temo que le quedará pequeña. Daryna la toma con los garfios de
sus uñas afiladas y se la lleva.
Me ocupo toda la tarde extrayendo, dosificando y almacenando
la sangre del animal.
La semana siguiente otro golpe me despierta de una siesta.
Esta vez la invito a pasar.
La tormenta es fiera, como es lo típico en febrero en Alberta, y
darle cobijo pasajero a Daryna a cambio de que ella me traiga
provisiones cada racha de tormentas es lo único que me permite.
Es el trato que hemos acordado.
Le ofrezco una ducha caliente, ropa limpia y nueva, y después,
como ya es habitual para ella, se acurruca en la esquina izquierda
del sofá con una manta y un almohadón en el regazo, con los pies
bajo los muslos y una de mis chaquetas.
Esa noche bebo menos que las anteriores y solo lo hago por un
motivo.
Cuando se levanta la cojo de la mano.
—Tengo dos habitaciones libres —menciono con intención, como
le recuerdo siempre que se queda. Daryna me estudia abiertamente,
como hace siempre antes de irse—. No puedes seguir durmiendo en
esa cueva. Cerraré mi puerta con pestillo, si eso te tranquiliza.
Su gesto se tuerce, se tinta de tristeza.
—¿Crees que no puedo con un pestillo?
Sé que puede. La he visto despellejar a un licántropo vivo.
Podría triturarme en un segundo. Pero ya ha tenido demasiadas
oportunidades y sigo viva.
—Sé que no lo harías —le digo—. No seas orgullosa.
—No es orgullo.
—Cabezona, entonces.
Daryna sopla a través de una sonrisa débil.
—No es cabezonería tampoco.
—¿Entonces?
Daryna baja la vista a nuestras manos cogidas.
—Eres el único vínculo que tengo y me da miedo destrozarlo
como destrozo todo lo demás que me rodea —admite—. Desde que
soy una wendigo no he estado en presencia de nadie más que en la
tuya y no quiero poder estropear esto. Me da miedo. Me da miedo
quedarme sola, Edith, porque no he estado sola desde que me
encontraste y estoy demasiado lejos de casa como para pensar en
tener que buscar una nueva que no sea esta.
La observo en silencio un momento y le aprieto la mano como se
me aprieta a mí el pecho.
No puedo culparla por querer ser un poco egoísta. No puedo
alentarla a que me complazca sin sonar hipócrita, no cuando yo hice
lo mismo que ella. Hui. Me fui de casa. Lo dejé todo atrás para no
herir a los míos y puse distancia. Aunque yo sí me quedé sola. Por
eso comprendo ese miedo mejor que nada. Y por eso no voy a
obligarla a deshacerse de él, no cuando, quizás, es lo único que la
mantiene humana.
—Está bien —digo, soltándola con reticencia, con una pequeña
caricia frustrada—. Ve, solo… ten presente que…
—Lo sé —me corta, sonríe con pena—. Lo sé, Edith. Gracias.

No la veo ni pasadas un par de lluvias ni tras la siguiente tormenta


eléctrica, y el invierno continúa virulento en Alberta.
Me toca salir a cazar, aunque todavía tengo provisiones, pero
con la inestabilidad del clima tengo que aprovechar en los mejores
días para engrosar las reservas.
Después de la octava nevada en semanas sigo sin tener noticias
de Daryna.
Inevitablemente me preocupo.
El primer día de la quinta semana hay luna llena, y no consigo
dormir en toda la noche. No temo por mí esta vez, sino por ella.
Temo que los licántropos vayan a cazarla en manada.
Aun sabiendo que es una temeridad, salgo a buscarla.
La tormenta de nieve me azota nada más abrir la puerta, pero no
dejo que me detenga.
Camino y corro en todas las direcciones, buscándola pasada la
madrugada, pero no encuentro nada. No encuentro ninguna cueva y
no la encuentro a ella.
—¡Daryna! —la llamo, cansada, desesperada.
El viento gimotea, la nieve me entierra copo a copo y la humedad
me arrulla la musculatura, pero por más que grito su nombre no
obtengo respuesta. Pese a que tampoco me he topado con los
licántropos no encuentro consuelo con su ausencia. Cuando llego a
casa apenas siento las extremidades y estoy todavía más
preocupada que antes. Al guardar el abrigo en el armario de la
entrada veo la fila de chaquetas que compré para ella.
Esa noche la tormenta no cesa en Alberta y yo no dejo de darle
vueltas a la cabeza.
Esa noche me doy cuenta de que me he enamorado de ella.

Dos días después, tras regresar del pueblo, un antílope me espera


en la puerta.
No hay rastro de Daryna.
No tiene chaqueta nueva.
Me reprendo por pensar en su falta de abrigo, en la cueva, en
ella. En nosotras. En las noches en el sofá con el bourbon que echo
en falta.
Dejo una chaqueta fuera en la baranda del porche, confiando en
que Daryna venga a por ella, y a la mañana siguiente la baranda
está vacía.
La próxima vez que me trae provisiones soy más rápida que ella
y la pillo en el acto, dejando el cadáver frente a las escaleras.
Daryna me escudriña, como yo a ella.
—Volviste a por la chaqueta —le reprocho, enfadada—. Pero no
llamaste, no te quedaste, no dijiste nada. No has venido en
semanas.
—Edith…
—No sigas trayéndome alimento si no vas a dejar que te ofrezca
cobijo y abrigo.
—No seas orgullosa.
—No es orgullo —rebato—. Hicimos un trato y lo estás
rompiendo.
Daryna me sostiene la mirada, visiblemente contrariada.
—No quiero quedarme más —explica.
—¿Por qué?
Daryna es mi única compañía en Alberta. Mi única compañía
desde que estoy muerta. Y yo soy la suya.
—¿Por qué, Daryna? —insisto, dolida.
—Porque cada vez que me quedo me cuesta más irme —
contesta, y suena tan fiera como la tormenta fuera—, porque cada
vez que me pides que use la habitación de invitados me cuesta más
negarme. Y porque cada día que paso a tu lado me da más miedo
no ser capaz de aguantarme las ganas de besarte. —Sacude la
cabeza—. Y me aterra que me rechaces. Me aterra saber que vas a
hacerlo porque soy una bestia.
No espero esas palabras.
La beso bajo el umbral de la puerta.
Me arrepiento nada más lo hago, nada más me lanzo y pruebo
esos labios fríos y ásperos y acuno su cara fría y áspera bajo mis
manos, porque no quiero asustarla, no quiero ahuyentarla.
No espero que me devuelva el beso de inmediato, pero lo hace.
Me aleja de la puerta, cierra de un portazo. Me conduce hasta el
sofá, ese que ha hecho suyo con su presencia, y me echa sobre él,
se me echa encima. Me mira, con la respiración desbocada, con los
ojos y con la boca abierta; y yo la miro a ella, sin rastro de su
cornamenta y con la piel más suave y delgada; más humana que
nunca.
—Sé que no hay cueva —confieso—. Que eres una orgullosa y
una cabezona. —Daryna resopla—. Quédate —le pido—. Aunque
sea en el cobertizo. Instalaré barrotes si hace falta. Una verja de
veinte metros de alto, electrificada. Lo que sea con tal de que dejes
de creerte una amenaza.
Daryna me besa. Me besa como si las dos estuviésemos vivas.
Y lo estoy, lo estoy cuando estoy en su compañía.
Y ahora más que nunca cuando me besa.
—Quédate —le repito, más suave, más calmada, perdiéndome
en esa mirada negra humana e inhumana, pero cálida como
ninguna otra—. Podríamos ir a cazar juntas y emborracharnos de
bourbon hasta las tantas, y luego solo tendrías que cruzar el porche
y el jardín y la verja y los barrotes, y a la mañana siguiente
podríamos desayunar un trozo de carne y un tazón de sangre
juntas.
Daryna se ríe. Sacude la cabeza, pero los ojos le brillan.
—Podrías seguir haciendo tus cosas de wendigo durante el día y
mientras yo haría las mías de vampira. Lo único que cambiaría sería
que por la noche dormirías en mi cobertizo y que podrías pasar a
verme cuando quisieras.
Daryna suspira. Me acaricia las mejillas con los dedos. Se lo
piensa.
—Me instalaré en el cobertizo. —Acepta al final, y sonrío contra
los pulgares que tiene apoyados contra las comisuras de mi boca—.
Pero solo con una condición.
—¿Cuál?
—Que no te arrepientas, Edith, que haga lo que haga y veas lo
que veas no me pidas que me vaya —dice con una vulnerabilidad
que me destroza. Sé a qué se refiere. Sé de sobra lo que es y lo que
necesita para sobrevivir. No me importa. He visto cosas mucho
peores siendo humana. He conocido hombres que encajan en la
definición de monstruo mucho mejor que ella. He visto atrocidades a
manos de mortales con las que las criaturas fantasearían—. La
eternidad que nos espera es muy larga y no quiero pasarla sola. No
después de sentirme contigo como en casa.
El pecho se me encoge al escucharla. La estrujo entre mis
brazos y asiento con vehemencia.
Compramos barrotes y una verja.
Compramos semillas para plantar flores y tejer coronas, y lana
para tejer chaquetas.
Compramos mucho bourbon y nos emborrachamos frente a la
chimenea.
La vida en Alberta es tranquila.
La vida en Alberta nunca ha sido mejor de lo que es ahora con
Daryna.
María Castaños tiene 21 años y es estudiante universitaria de
estudios asiáticos. Escribir es una de sus pasiones desde que era
muy pequeña y ha tenido la suerte de poder colaborar como
escritora en algunas antologías y fanzines. Podéis encontrarla en su
Twitter, @mariacgomez_
Maighdean na tuinne

María Castaños
La diminuta carretera que llevaba a la casa de campo de mis
abuelos no estaba asfaltada. Siempre que pasábamos por allí en
coche, mi hermano reía sin parar mientras yo agarraba como podía
el maletín en el que guardaba mi pintura acrílica y mis pinceles,
tratando de evitar que cayeran al suelo. Mi madre solía lanzarme
una imperceptible sonrisa de disculpa a través del reflejo del espejo
retrovisor. Subía más la comisura izquierda que la derecha y sus
cejas se arqueaban de forma graciosa. Nunca me habían dicho que
mi madre y yo guardáramos parecido, pero siempre que ella me
dedicaba ese gesto yo me encontraba en él. Como si un cristalino
espejo mágico estuviera ofreciéndome la imagen que hallaría en su
reflejo años después, cuando las arrugas hubieran empezado a
surcar mi rostro y el cansancio pudiera vérseme incluso en la
mirada. Supongo que, por miedo a mi propio futuro, yo siempre
apartaba la mirada ante esa sonrisa, sin darle tiempo a mi madre a
abrir la boca.
Ese viaje me sabía a incompleto, como si estuviera a la mitad.
Todavía quedábamos el coche, mi familia y yo, pero nada a mi
alrededor me resultaba tan familiar como debería. La nieve no se
acumulaba a ambos lados de la carretera, el gélido frío no
empañaba los cristales de las ventanas para que yo pudiera hacer
dibujos estúpidos en ellos y mi padre agarraba el volante con
suavidad, no con la familiar tensión que provocaba la posibilidad de
que una repentina ráfaga de viento zarandeara el vehículo.
De cierta manera, me entristecía que ya no quedara ni la más
leve huella del invierno a mi alrededor. Las navidades que había
pasado en aquel pueblo perdido habían sido las que con más cariño
recordaba; y me dejaba más descolocada de lo que me hubiera
gustado admitir que mis botas no fueran a hundirse bajo la nieve o
que ya no pudiera pintar el lago helado de detrás de la casucha de
mis abuelos. Aquel lugar se había quedado una parte de mí, pero,
cuando bajé del coche y fue la cálida brisa de verano la que me dio
la bienvenida, ya no pude encontrarla.
Mi padre reparó en mi silencio antes de que yo misma hubiera
podido decidir si mi decepción era legítima o no. Con una palmadita
en la espalda, que yo sabía que contenía muchas más palabras de
las que se atrevía a decirme, me animó a salir a pintar un rato fuera.
Miré de reojo los cuadros que adornaban las paredes de la diminuta
cocina de la casa, todos hechos por mí. Con un suspiro de
resignación, cogí el caballete y mis demás herramientas de trabajo,
tratando de ignorar lo triste que me ponía que el único blanco que
podría utilizar sería el de las nubes.
Apenas se tardaba un par de minutos en llegar al lago que se
encontraba detrás de la casa. En invierno todo a su alrededor era
nieve, como si un suave manto protector hubiera pasado por
encima, transformándolo en un lugar de ensueño. Sus aguas
permanecían heladas, haciéndolo parecer mucho más grande de lo
que en realidad era. Siendo justos, llamarlo lago era exagerar
bastante. No se trataba de mucho más que una reducida charca,
probablemente poco profunda, aunque nunca había podido
comprobarlo. Era tan pequeña que ni siquiera había podido usarla
para patinar cuando era niña. Sin embargo, ejercía sobre mí algún
tipo de fascinación desconocida. Siempre lo había atribuido a lo
hermoso del paisaje nevado y a la tranquilidad que me embargaba
cuando podía pintar allí, pero me agradó darme cuenta de que,
incluso con el buen tiempo, aquel gusto por el lugar no había
desaparecido. La hierba que lo cubría estaba seca y crujía bajo mis
pies y el agua ya no poseía aquel brillo diáfano que lo embrujaba
durante las estaciones frías. Sin embargo, pocos segundos después
de posar mis cosas en el suelo, aquel sentimiento de atracción y
calma volvió a mí, devolviéndome algo de la familiaridad que tanto
estaba echando de menos.
Sin entretenerme mucho más, empecé a trabajar. De niña solía
empezar pintando el hielo que cubría el agua, pero ahora me había
educado a mí misma en dejar aquello que más me gustaba para el
final. El color verde y amarillo reinaba en el claro y aquella calidez
hizo que una sensación de incomodidad me embargara durante el
rato que tuve que dedicar a pintar los alrededores. Los recuerdos no
dejaban de acudir a mi mente, como obligándome a rechazar la
imagen que tenía ante mis ojos, tildándola de anacrónica. El dolor
de mis manos sin guantes por el frío mientras agarraba el pincel con
fuerza, el peso del enorme abrigo con el que me obligaba a trabajar,
las sombras de los peces que nadaban bajo la capa de hielo del
lago…, todos ellos acudían sin orden ni concierto a mi cabeza,
retrasándome cada vez más en el trabajo.
Con un suspiro de resignación, apoyé los pinceles y la paleta
sobre una roca y busqué distraerme. Me dejé caer sobre la hierba a
las orillas del lago, permitiendo que mi mano se deslizase entre las
aguas y jugase con las pequeñas algas que habitaban en la orilla.
Era la primera vez que me acercaba tanto al agua y podía verla con
detenimiento, y me sorprendió darme cuenta de que se trataba de
una charca mucho más profunda de lo que hubiera podido decir en
un primer momento. Multitud de luces y sombras se entrelazaban
sobre las rocas en su interior, creando un hipnotizante espectáculo
de colores verdiazules. Creía que ya nada podría volver a
fascinarme como el blanco de la nieve sobre lo transparente del
hielo, pero un terrible mareo me recorrió de arriba abajo al darme
cuenta de que no era así. Todavía quedaba algo familiar en aquel
lago. Un color desconocido, de apariencia translúcida que no
recordaba haber visto en ninguna otra ocasión y proveniente de
algún lugar que no era capaz de ubicar. Me observaba desde lo que
debía ser el fondo de la charca. Motivada por un impulso cuyo
origen no supe discernir, estiré el brazo, como tratando de alcanzar
un brillo que ni siquiera sabía si era del todo real.
Antes de que me diera cuenta, todo a mi alrededor sabía a
blanco.
Los ojos me picaban y lo que respiraba ya no era aire, pero al
caer en el fondo del lago me sentí más arropada de lo que aquel
verano artificial del exterior me había permitido. Las algas se
enredaban entre mis tobillos, lamiéndome y jugueteando con mis
zapatos. No creí que fuera posible que el gélido frío del invierno que
tanto añoraba reviviera a mi alrededor en pleno julio. Tampoco fui
capaz de articular palabra cuando el blanco más puro y diáfano que
hubiera visto nunca apareció ante mí, encarnado en los ojos de una
figura que se esforzaba en agarrarme por los hombros y empujarme
hacia lo más hondo de la charca.
Volví a mis sentidos cuando los pulmones ya comenzaban a
dolerme. Las aguas que hasta hacía unos pocos segundos se me
habían antojado un segundo hogar caían ahora sobre mí con todo
su peso, ahogándome aún más a cada segundo que pasaba.
Comencé a patalear, tratando de escapar del encierro de las algas y
de aquellos orbes blancos que amenazaban con llevarme hasta lo
más hondo. Grité burbujas y grité espuma, pero ni tan siquiera yo
misma podía escucharme. Sin embargo, antes de que me diera
cuenta, una descomunal fuerza me agarró y lanzó con violencia a la
superficie.
Tirada de nuevo sobre la seca hierba, boqueé y escupí, tratando
de reprimir las ganas de vomitar. Sentía fuego en los pulmones y el
pelo se me pegaba a la cara, impidiéndome ver con claridad. Traté
de recomponerme y comprender qué había ocurrido, pero, antes de
poder siquiera volver a ponerme en pie, algo semejante a una voz
irrumpió en mis pensamientos.
«Te habría matado con gusto, pero no puedo saltarme las
normas. Dime, ¿prefieres morir o sucumbir a mis tres deseos?»
Desorientada, traté de dirigir la poca vista que me quedaba hacia
las mismas aguas de las que acababa de salir, de donde sentía que
procedía aquel maravilloso sonido que había escuchado en mi
mente. En la orilla del lago, medio tumbada sobre las hierbas y con
medio cuerpo todavía sumergido bajo el agua, se encontraba una
mujer. Su apariencia la hacía rondar mi edad, pero nada en ella
indicaba que fuera una común chica como yo. Sus ojos, de un
blanco fúnebre y con el brillo de la muerte instaurado en las pupilas,
no me perdían de vista. Una lengua larga y puntiaguda lamía sus
labios, acariciando las puntas de aquello que parecían unos
pequeños colmillos. Se relamía mirándome, como esperando el
segundo adecuado en el que hincarme el diente. Sus cabellos
brillaban bajo la luz del sol, dando la sensación de estar hechos de
diminutas y diáfanas gotas de agua, unidas entre sí. Tonta de mí,
que en aquel momento de locura el primer pensamiento que pudo
pasar por mi mente fue el de las locas ganas de plasmarla sobre mi
lienzo que habían nacido en mí.
—¿Deseos? —fui capaz de murmurar. Mi voz sonó ahogada y
ronca por toda el agua que había tragado y ese simple esfuerzo me
hizo toser.
La criatura puso los ojos en blanco. Con un hipnótico movimiento
me indicó que me acerca a ella, como si simplemente estando a su
lado pudiera obtener todas las respuestas que el universo parecía
estarme negando. Sonrió enseñando todos los dientes y, con un
suave movimiento, me mostró una cola de pez, aquella parte de su
cuerpo que llevaba oculta bajo el agua desde el principio. Aquella
especie de sirena había tratado de ahogarme, pero, inmediatamente
después, había sido ella quien me había salvado. Y parecía haber
una buena razón para ello.
«No pareces una humana demasiado espabilada y yo llevo
demasiados años sola como para tener paciencia contigo. Así que
dime, ¿prefieres que te mate ahora mismo o tener una mísera
oportunidad de salvar tu vida?»
—¿Por qué quieres matarme?
La criatura me dedicó una mirada de fastidio y burla, como si no
pudiera terminar de creerse la terrible suerte que había tenido al
toparse conmigo.
«Bueno, te has caído al lago, por lo que me has visto. No puedo
arriesgarme a que vayas por ahí contando cosas sobre mí, así que
te doy dos opciones: puedo matarte aquí y ahora mismo y
ahorrarme todos mis problemas o puedo concederte tres deseos a
cambio de tu silencio. La elección es tuya».
A cada segundo que pasaba me despertaba un poco más y la
neblina que había cubierto mi mente tras haberme casi ahogado
comenzaba a desaparecer. Confundida, le dirigí una mirada
interrogante.
—¿Caerme? ¡Has sido tú la que me ha tirado al agua!
«Mira, niña», respondió la criatura con una mirada seria y sonrisa
crispada. «No tengo tiempo para tus tonterías. Así que o te decides
de una vez o tendré que tomar la decisión por ti y, créeme, no creo
que mi elección vaya a ser tu favorita. Así que deja de hacerme
perder el tiempo».
—Está bien —suspiré, todavía bastante confundida—. No me
interesa hablarle a nadie sobre ti, así que elegiré los tres deseos. —
El ademán de decepción de la criatura ante mis palabras me resultó
más gracioso de lo que debería para mi propio bien, teniendo en
cuenta que su opción predilecta parecía ser matarme—. Y mi
primera petición es que me dejes pintarte.
Tras esas palabras, señalé al caballete con el lienzo y las
pinturas, que todavía me esperaba tal y como yo lo había dejado
antes de caer al agua. La sirena giró sus tétricos ojos blanquecinos
hacia él y su anterior gesto de fastidio comenzó a mudar a uno de
sorpresa. Sacudió su cola sobre la superficie del lago, haciendo que
diminutas gotas de agua se elevaran sobre ella y le mojaran el
rostro y los hombros.
Esperé unos segundos por su contestación, pero, al ver que el
tiempo pasaba y la criatura no parecía tener la intención de decir
nada, me levanté y regresé a mi lienzo. Deseché el cuadro que
había comenzado antes y empecé de nuevo, ignorando los
alrededores en esta ocasión para poder centrarme en ella. Sus
facciones eran finas y delicadas, aunque era imposible ignorar la
fiereza que residía en cada uno de sus movimientos. Sus cabellos
seguían pareciendo una cascada hecha por millones de diminutas
gotas de agua transparentes que caían sobre sus hombros y su
espalda, y su cola de color plateado se movía levemente,
cautivándome y desconcentrándome por cada uno de mis
brochazos.
El sol del mediodía perfilaba su figura, transformándola en una
criatura fantasmal y artificial, reafirmando la imposibilidad de que se
encontrara ante mis ojos. Sus brazos cruzados sobre la hierba, al
borde de la orilla del lago, estaban cubiertos de escamas. Parecían
querer formaban una barrera entre ella y yo, aunque esta barricada
pareció tambalearse con levedad cuando la sirena me miró a los
ojos directamente, con aquella bruma fantasmal nublándolos y un
sol invernal que ya no existía brillando en ellos. En ese momento,
volvió a dirigirme la palabra.
«Tú eras la niña que pintaba aquí cada invierno». Sentenció,
segura de sus palabras.
—Solía venir de pequeña a pintar el lago helado —le concedí,
confusa, dejando mis útiles de pintura a un lado—, pero estoy
bastante segura de que no había ninguna sirena misteriosa en el
fondo.
La criatura dejó escapar un resoplido de impaciencia, como su
nuestros cerebros funcionaran a velocidades completamente
distintas y a mí hubiera algo que se me escapara continuamente.
Probablemente así fuera.
«Porque nunca me habría permitido salir a la superficie sabiendo
que había alguien en el exterior, pero te observaba desde dentro del
agua. Has cambiado mucho».
—Bueno, he crecido —contesté con sencillez. Me había ido
acercando poco a poco a ella, atraída por su enigmática sonrisa e
hipnóticos ademanes.
Cuando ya me encontraba muy cerca de ella, casi a punto de
rozarla, un grito que llamaba por mí me obligó a salir de mi
ensoñación, haciendo que me girara como un resorte hacia la casa
de mis abuelos. Mi padre. Volví a mirar hacia el lago, pero ya no
había rastro de la magia que había encontrado allí.
—Volveré más tarde —grité al vacío, convencida de que aquella
criatura seguía escuchándome—. Todavía me quedan deseos que
reclamar.
Y, tratando de ignorar la sensación de pesadez e inquietud que
se había instalado en mi interior, recogí mis cosas y volví a casa,
sintiendo de nuevo como todo aquello de color blanco que me había
acompañado durante ese breve espacio de tiempo se derretía a mi
alrededor.
No pude volver al lago hasta el día siguiente, pero me permití
pasar la noche investigando sobre la criatura y acabando la pintura.
Así, pude saber que su cola de pez no era la de una especie
cualquiera, sino que correspondía a un salmón, descubrimiento
gracias al cual pude acabar el dibujo con aún más detalles de los
que había planeado en un principio. Los borrones del carboncillo y
los tonos de las pinturas acrílicas no parecían hacerle justicia a la
criatura, por lo que terminé dando por imposible el conseguir que
aquel dibujo que devolviera la misma nívea mirada que la sirena.
A la mañana siguiente, mi madre descubrió el lienzo y,
dirigiéndome una sonrisa interrogante, se mostró interesada en él.
—¿Has pintado una ceasg?
Mis ojos se movieron a la velocidad de la luz hacia ella.
—¿Una qué? ¿Qué es eso?
—Vaya —respondió, confundida—. Esta cola y esta figura…
Estaba convencida de que se trataba una de ellas. Son parecidas a
las sirenas, pertenecen a nuestra mitología, la escocesa. Es una
pena que no prestaras más atención en clase. Se conocen como
Maighdean na tuinne, damas de las olas —añadió, ante mi mirada
de confusión—. Para no tener ni idea de lo que son te ha quedado
sorprendentemente parecida a los retratos…
Con un rápido ademán desinteresado y un par de rápidas
excusas, cogí de nuevo mis útiles de pintura y regresé al lago,
rezando a dioses en los que nunca me había planteado si de verdad
creía que la criatura no se hubiera esfumado como la nieve en
verano. Suspiré con alivio cuando la vi al entrar en el claro del lago,
descansado sobre la superficie, completamente ajena a todo aquello
que ocurría a su alrededor. Abrió uno de sus ojos blanquecinos
cuando me escuchó llegar, pero no hizo ningún esfuerzo más por
dirigirse a mí.
Nada más llegar, me arrodillé sobre la orilla y le mostré el lienzo
que había terminado aquella misma noche. Con curiosidad, la sirena
terminó por acercarse para poder verlo con más detenimiento. Para
mi sorpresa, sonrió y asintió con satisfacción, pero añadió algo que
me dejó completamente desubicada.
«Mis ojos no son de ese color», pareció murmurar en mi mente.
Le dirigí una mirada confusa, pero no volvió a comunicarse
conmigo. Al menos, no sobre ese tema. Simplemente sonrió
levemente, como disculpándose conmigo, levantando más la
comisura izquierda de la boca que la derecha en un gesto tan
humano y tan mío que me dio escalofríos y que aún me persigue
hoy día.
Pasamos el resto del día juntas, yo tirada sobre la hierba y ella
flotando sobre el agua. Ambas formábamos un contraste tan extraño
y desconcertante como el invierno y el verano, como el blanco y el
resto de colores, como la sensación de sentirse en casa con alguien
a quien acabas de conocer. Decir que me estaba enamorando de
una criatura que no existía en mi mundo era tan disparatado e
inocente que no podía ser cierto y, quizás, precisamente por eso
decidí creerlo.
—¿Sabías que en China se dice que las lágrimas de las sirenas
se transforman en perlas?
«Pero yo no soy una sirena», respondió ella, dejándome con
más preguntas que los dos deseos que me quedaban podían
responder y una sensación de pérdida constante resbalando entre
mis dedos.
—Ya he decidido mi segundo deseo —dije de repente, después
de llevar ya varias horas haciéndonos compañía en silencio—.
Quiero saber cómo te llamas.
La criatura rio en mis pensamientos, supongo que
sorprendiéndose de que me afanase en malgastar mis tres deseos
en detalles sin importancia.
«No tengo nombre», contestó con sencillez, aunque me pareció
distinguir un deje de tristeza en aquellas palabras que ni siquiera
podía escuchar. «Siento no poder cumplir tu deseo».
Me giré hacia ella, sosteniendo su mirada sobre mis ojos
oscuros, tan diferentes a los suyos, que a mí me seguían
pareciendo del blanco etéreo que hubiera visto en mi vida, aunque
ella tratase de hacerme ver todo lo contrario. Quizás fue por eso
que, cuando fueron sus labios los que tomaron la iniciativa de
juntarse con los míos, a mí me supieron al blanco de la nieve y de
los helados, al sabor más familiar que hubiera podido probar en todo
lo que llevaba vivido. No creí que mis manos pudieran recordar el
tacto de los pinos nevados ni mis oídos el sonido del crepitar de la
leña en el fuego. Pero, mientras la criatura sin nombre y yo nos
volvíamos, en cierto modo, una misma persona, supe que mi hogar
no lo marcaba la nieve ni el invierno, sino el punto exacto en el que
ella se encontraba.
Pero, tal y como todos los inviernos, ese también terminó, dando
paso a una estación más seca y árida, más llena de momentos
vacíos y con menos ocasiones para que el silencio ocupara espacio.
Mi familia y yo nos íbamos a la mañana siguiente y, cuando corrí al
lago para despedirme y prometer que volvería, la sirena sin nombre
ya me había hecho el favor de desaparecer antes, dejando tras de sí
únicamente una diminuta caja a las orillas de las aguas. La tomé en
mis manos y la abrí con suavidad, topándome con una perla
minúscula, pero de un brillante color nacarado.
—Mi tercer deseo —pronuncié en voz alta, tratando de que las
lágrimas no entorpecieran mi voz—. No has cumplido mi tercer
deseo. Estás obligada a llevarme contigo.
Sin embargo, lo único que obtuve por respuesta fue una leve
ondulación de las aguas, que me aseguraba que la tercera
concesión de mi casi sirena había sido no matarme, aunque no
hubiera reclamado los deseos que debía. Y así me quedé delante
del lago, con la caja que me había regalado entre las manos que
contenía mucho más que una perla por sus sentimientos y con un
frío que no existía calándome los huesos. El tercer deseo más
sincero y blanco que me había podido dar había sido la certeza de
que existía.
Del viaje de vuelta a casa no recuerdo demasiado. La misma
carretera sin asfaltar, el coche dando tumbos por el pavimento, la
risa de mi hermano, yo aferrándome a la caja y dejando que las
pinturas cayeran al suelo. La sonrisa de disculpa de mi madre, la
comisura izquierda más elevada que la derecha en un gesto que ya
no me recordaba ni a mi madre ni a mí, simplemente algo más en lo
que ya nunca podría volver a encontrarme sin pensar en ella.
Elena Crimental (@crimentals en Twitter) es periodista cultural.
Además de tener nombre de dibujito animado, la encuentras en
medios como Canino Magazine y Anait Games. También es una
guionista peleona que busca su propia narrativa de la mano del
colectivo audiovisual Ey, existimos! y una escritora que, aunque
lleva toda la vida dándole a las teclas, por fin empieza a perder el
miedo a compartir sus historias.
Leyendas

Elena Crimental
La orilla está en calma y el silencio reina en el claro. La Xana flota
pensativa en el centro de su lago, con los cabellos ondeando como
un halo y el sol iluminándole el rostro. Su apariencia es tranquila
pero está inquieta. Quizá ese Solsticio se haya dado por vencida. Se
arrepiente de no haberle preguntado su nombre...
Hasta que un tarareo se escucha entre los árboles.
Se zambulle en el agua y, con gracilidad, sale en otro extremo y
se sienta sobre una piedra. Con un gesto, se forma bajo su mano un
pequeño remolino, del que extrae un peine dorado. Comienza a
pasarlo por sus cabellos, como si llevara un buen rato así. Nada en
su postura hace pensar que estuviera esperando algo. Salvo que
sepas reconocer la tensión en sus músculos tan bien como la Bruxa,
quien aumenta el volumen de la tonada en cuanto pone un pie en el
claro. Siempre le ha gustado llamar la atención.
—Cada mañana rechazo el directo y elijo este tren. —Concluye
su canción.
La Xana la mira fugazmente. Quiere hacer ver que acaba de
percatarse de su presencia.

—Buenos días, señora del lago. —La Bruxa hace una


reverencia. Pasaría por un gesto de respeto de no haber sido por la
sonrisa pícara que se dibuja en su rostro.
—¿Qué es un directo?
La Bruxa se encoge de hombros.
—Lo mismo que un Sephora o un Seat Panda, lugares míticos
que se perdieron hace siglos. ¿No los recuerdas?
—Sabes que no.

—No, claro, eres prisionera de tu leyenda.


La Bruxa se sienta en una piedra, se quita la capa y apoya su
pierna metálica sobre la hierba. La luz le arranca destellos que
brillan fugazmente en los ojos de la Xana. Ya sabe lo que viene a
continuación.
En los últimos años, la situación siempre es la misma. Ella llega
allí, segura de que esta vez conseguirá el tesoro del lago con sus
historias, se sienta, se desnuda y se lanza al agua. Todavía
recuerda el primer momento en el que sucedió. Cómo invadió su
terreno de forma consciente, disfrutando de cada brazada. Su
argumento es que hacía muy buen día como para no aprovecharlo y
que, ya que la Xana siempre andaba sin ropa, ella también podía
disfrutar de la sensación de frescor en su piel desnuda. En el fondo,
sabía que lo que quería era poner a prueba su temple y ver hasta
dónde podía llegar sin sacarla de sus casillas. De momento, no
parecía que fuese a haber una clara ganadora en ese tira y afloja.
Aunque, de alguna manera, la Xana sentía que su interlocutora por
fin había encontrado lo que andaba buscando.
—¿Comenzamos? —La voz de la Bruxa es firme. Por mucho
tiempo que hubiese pasado, aquella mujer no parecía perder
energías. Su piel se había arrugado y su cuerpo había perdido
musculatura; la fiereza era la misma.

—Comenzamos.
Mientras habla, la Xana convierte el peine en una vara dorada y
se lanza con ella al agua. En cuanto la roza, a su piel le salen
escamas, la vara se funde con su cuello y todas sus extremidades
se alargan hasta adoptar la forma de una enorme serpiente. Con su
nuevo aspecto, se enrosca alrededor de la Bruxa, quien, con una
sonrisa socarrona, espera a que el animal acabe de amoldarse a
ella y la saque del agua. Las gotas le resbalan por el flequillo
mojado y le hacen cosquillas en las mejillas, al igual que el aliento
de la criatura, que se ha acercado a su rostro.
—¿Y bien...? —La voz sale como un siseo.
—La primera historia tiene lugar en una colina, al final de la
civilización, en la que vivía une androide que se había retirado a
estudiar la evolución de las especies afectadas por la Sombra.

—Ese es un nombre estúpido.


—Es el término que utilizaba elle.
—Uhm.
—Es verdad, déjame que te cuente... Dicho androide no tenía
nombre. No sentía la necesidad de poseerlo ni de definirse por
parámetros humanoides. Ni siquiera pensaba en sí misme en esos
términos. Simplemente era. Para siempre. Aunque eso no
significaba que fuese inmutable. Disfrutaba del conocimiento y
estaba dispueste a descubrir qué es lo que había transformado su
mundo. Tras el último reseteo de memoria, le había sido imposible
rememorar sus vidas pasadas. No es que las echase de menos,
solo sentía cierta curiosidad por descubrir qué función había tenido
en el Gran Exterminio y cómo había llegado hasta ahí.

»Lo único que recuerda es estar en un Centro de Remodelado


improvisado, un pequeño hospital de campaña en el que
actualizaron sus sistemas y le dieron una nueva vida. A veces
acudían a sus circuitos imágenes fragmentadas, pequeños trozos de
quién fue y de cómo era la civilización antes de la Catarsis. Veía
inmensos bloques grises y suelos de asfalto que ahora se habían
convertido en ruinas. En los enormes edificios vacíos se habían
formado pequeños núcleos autoabastecidos que se organizaban
para resistir las tremendas lluvias que azotaron el planeta durante
años. A los diluvios se sucedían los veranos extremos, los
terremotos y los tornados. El mundo parecía romperse y la tierra
clamaba venganza. La Sombra se extendía. Nuestre androide no
juzgaba, solo quería comprender. Le parecía fascinante que
después de toda la destrucción, todavía surgiese vida.
»Nadie, ni siquiera los científicos, habían visto venir aquello. Eso
solo aumentaba una curiosidad que necesitaba saciar. Ahora que
sus sistemas se oxidaban y que la memoria comenzaba a fallar, el
tiempo apremiaba para descubrirlo. Por suerte, había detectado una
pequeña partícula, una diminuta esfera perfecta que, como los
copos de nieve, siempre albergaba formas distintas en su interior.
Brillaba de manera intensa y su tono cambiaba en función de la luz.
Era algo de una belleza extrema, lo más hermoso con lo que se
había topado nunca. Cuando no estaba despierte estudiando sus
propiedades, recargaba sus baterías imaginando qué sería.
»Una noche, mientras descansaba en el suelo de su pequeña
casa, aquellas esquirlas de luz se colaron por debajo de la puerta y
bailaron a su alrededor, haciendo que refulgiese su cuerpo metálico.
Casi cortocircuita de la emoción. En sus videodiarios nunca habló de
lo que ocurrió a continuación. El paradero de sus constantes viajes y
lo que halló en ellos son meras especulaciones. Lo que es innegable
es que había descubierto ese algo que permitía que la vida fluyese y
lo había traído consigo. Pronto, su casa estuvo cubierta de
vegetación y la pequeña colina se convirtió en bosque. Su misión
había sido cumplida, por lo que al fin pudo descansar. Y así reposa
hasta ahora, enterrade bajo un manto de hojas, que han crecido a
su alrededor para darle el aspecto de alguna diosa largo tiempo
perdida.
Un brillo se detecta en los ojos entrecerrados de la serpiente.
—¿No me vas a contar qué sucedió? —sisea, amenazadora.
—Ya lo he hecho.
La Bruxa no se amedrenta. En su lugar, se limita a encogerse de
hombros. Un bufido se escapa de la boca de la Xana transformada.
No parece demasiado convencida.
—Si en un año eso es lo único que tienes...
—Es solo lo primero, ya sabes las normas. Tres intentos, tres
leyendas.
La Bruxa observa a su apresadora, que acaba asintiendo con un
leve movimiento de cabeza.

—Lo sé. Si me descubren nuevos secretos, te dejo volver a


intentarlo el próximo Solsticio. Y, si ya las conocía, te devoro. —Abre
la boca para mostrar los afilados colmillos.
—No te olvides de la parte más importante: si te doy aquello que
más deseas, a cambio me entregarás el tesoro del lago.
—Algo que no has conseguido en estos años.
—Por ahora.
No sabe qué responder, así que a la Xana no le queda otro
remedio que esperar y ver con qué otros relatos le sorprende
aquella mujer temeraria.
—Prosigue.
—Bien, entonces vamos con la segunda historia. En esta
ocasión, nuestra protagonista es una joven niña. Tiene trece años y
es una hija del Nuevo Mundo. Sabe del Gran Exterminio lo que ha
oído a sus abuelos, pues no ha tenido que sufrir las consecuencias
de la Catarsis. Después de la entropía inicial, de los peligros de la
Sombra, el orden se abrió pasó, igual que lo hacen las ideas en su
mente inquieta. Sus padres siempre intentan que ella encuentre su
sitio en la sociedad, que forme parte del mecanismo que lo une
todo, y la animan a que estudie, pero su cabeza está a otras cosas.
No es que no le interese el conocimiento, solo que siente que algo
todavía se le escapa. Una fuerza mayor. Puede notar que el mundo
ha cambiado tanto que algo que dormía ha despertado.
»En su clase todos son androides que no creen en sus ideas o
niñes humanos que consideran que es todo un cuento. Nadie piensa
que habla en serio, ni siquiera Padre, que siempre la había
apoyado. De manera inesperada, es Papá quien un día comprende
que algo extraño ocurre. No es solo que su niña esté distraída, o
que ya no se ría como antes. Sabe que esa tristeza proviene de un
lugar profundo. Entonces piensa en su propia familia y en las
historias que contaba su madre. Quizá ahora sea el momento de
pasarle a la pequeña los diarios y dejar que ella misma explore las
intrincadas raíces que los unen.
—¿Cómo se llama la niña?
A la Bruxa no le gusta que la interrumpan, pero eso no frena a la
serpiente.
—Su nombre no está claro. Se la conoce como la Exploradora.
—La Xana aguanta un suspiro, ahora entiende de quién le está
hablando—. Aunque hay quien habla de ella como la Bruja.
—Eso es un apodo, no un nombre real.
—Es tan real como otro cualquiera. Es así como ha pasado a la
historia y como será recordada.
—¿No importa el nombre que tuviese antes?
—Importa para sus padres y para quienes la conocieron, pero la
niña siempre quiso preservar la intimidad de sus seres queridos. Los
nombres tienen un gran valor y tuvo que renunciar a muchas cosas
para lograr todo lo que hizo, entre ellas al suyo.
—Está bien.
—Si no te convence, paro.

—No... —La Xana no lo dirá en voz alta, pero quiere saber qué
ocurre a continuación. La Bruxa le ha hablado otras veces de la
Exploradora, pero nunca de ella como niña—. Sigue.
—Vale, pero me estás espachurrando.
Por culpa de los nervios, la Xana ha ido haciendo cada vez más
fuerte su agarre, hasta que la Bruxa casi se ha quedado sin
respiración. Al oír sus palabras, la suelta inmediatamente.
—¡Joder! —Grita la presa mientras cae de golpe al agua.
El lago es profundo y ahoga los insultos de la Bruxa hacia su
interlocutora, que no piensa disculparse. Llevan tanto tiempo con
esa dinámica de rivalidad que no podría tratarla de otra manera. Ya
ha incumplido todas las líneas rojas que se había puesto a sí
misma, por lo que se esfuerza en, al menos, mantener esa intacta.
Desliza su cuerpo de reptil y se acerca a la Bruxa, que ya está
sentada en la hierba secándose al sol, para que sus colmillos
queden pegados a su cara. Quiere que se sienta insegura, pero
hace al menos seis años que no lo consigue.
—Continúa. —Intenta que suene a orden, aunque le sale casi
como una súplica.
—Solo si te quedas callada. —La Xana le sostiene la mirada. No
responde—. En fin, por dónde iba... Ah, sí. La niña recibe el regalo
con asombro. No esperaba que, de sus dos padres, fuese él quien
guardase un secreto. Parecía siempre tan alegre y despreocupado,
que se le antojaba imposible que llevase tanto tiempo ocultando la
verdad. Ahora tiene aquel USB entre sus manos, el diario de sus
antepasados, la historia escrita del puño y tecla de sus ancestros.
Sobrevivió a la Catarsis gracias a que pudieron ocultarlo de los
androides. Cuando Papá le dio el diario, sabía lo que ocurriría.
Quizá Padre nunca se lo perdone, pero era su deber. Sin embargo,
él también lo entiende. Los dos lloran y se despiden de su hija, que
debe seguir su rumbo para hacer lo que ellos siempre esperaron:
encontrar su lugar en ese mundo que han creado entre todes.
»De esta manera, la niña abandona su aldea y se aleja mucho
más de lo que hubiese hecho antes. Camina por lugares tragados
por la maleza, visita civilizaciones dormidas y busca a aquella
persona o androide capaz de descifrar esa terminación de archivo
que ella no entiende. Cruza lagos y mares, atraviesa montañas y
visita los bosques más recónditos. Aquí y allá hay trazos de lo que
una vez fue. Fotografías de vidas pasadas, libros ocultos y multitud
de aparatos que no tienen cabida en ese nuevo mundo. Recolecta
aquellos objetos que más le llaman la atención. No sabe bien el
motivo, pero algo la empuja a recogerlos. Quizá el impulso de
conocer, de preservar.
»Cada vez que se encuentra con un androide que forma parte
del Sistema, le pide que les haga llegar un mensaje a sus padres.
Así, siempre sabrán que están bien, aunque a cambio apenas reciba
información sobre ellos. Con los años, la niña deja de serlo. Su
cuerpo es más fuerte que nunca y su alma arde en deseos de
alcanzar su objetivo. La juventud fluye como un torrente por sus
venas y eso hace que se mueva veloz. De aldea en aldea, va
recopilando toda la información que puede hasta que, un día, llega
al centro de la urbe que le habían indicado como la clave de sus
preguntas. Atraviesa ruinas y grandes construcciones de hojas,
madera y ladrillo hasta que llega al lugar donde vive la Lectora. Pero
la Lectora no es como imagina. Donde esperaba encontrar una
androide, solo hay una enorme pantalla plana, una pequeña torre
del tamaño de un puño y multitud de piezas conectadas. Parecen
provenir de diferentes épocas y le dan un aspecto a aquella
conciencia de ser a la vez un ser antiguo y algo improbable que no
debería existir. Lo peor es que la Lectora no habla. Es decir, tiene
voz. Una voz extraña e irreal, que suena como un androide con
fallos de programación, con la que pronuncia palabras. De vez en
cuando suelta conceptos que nadie entiende y, de todas formas, es
difícil conseguir que responda algo coherente a lo que se le ha
preguntado.
»La Mujer, tras haber dejado atrás a la niña, decide que ha
llegado el momento de parar y de utilizar todo aquello que ha
recogido para dar con la respuesta. Porque, si alguien o algo tiene la
clave, esa es la Lectora. Sin embargo, sus planes de permanecer
allí hasta encontrar cómo leer los diarios se ven afectados por lo
inevitable. No es solo que la Lectora sea difícil de comprender y que
utilizarla le lleve una gran cantidad de tiempo, es que hacía tanto
que no pasaba meses en un mismo lugar, que ya se había olvidado
de lo que se siente al formar parte de algo. De esta forma, nacen las
raíces y se afianzan en esas tierras lejanas. Abandonar el lugar
sigue siendo su objetivo, pero a ratos casi parece algo inalcanzable
e, incluso, secundario. Eso se debe también a la presencia de Él, el
cuidador de la Lectora, un androide brillante que lleva unos años
trabajando en aquella ciudad. Sus mentes conectan bien y el vínculo
se hace cada vez más estrecho, hasta que llega un punto en el que
uno no puede imaginar una vida sin el otro. No es que todo en la
urbe sea apacible, pero con Él es más sencillo.
»Por desgracia, la felicidad no dura para siempre, y esa voz de
su interior un día vuelve a resonar con fuerza. Después de años de
trabajo y esfuerzo, la Lectora consigue interpretar de manera eficaz
aquellas terminaciones, haciendo visibles los documentos que
contienen. Por fin sabe a dónde tiene que ir. Él no la puede seguir,
ya que es algo que debe hacer sola. Y, así, la Mujer emprende un
viaje que sería el último.
—¿A dónde fue? —Aunque las primeras palabras comienzan
como un siseo, las últimas adoptan su timbre cantarín habitual. Poco
a poco ha vuelto a su forma habitual, aquella con la que la conoce la
Bruxa. En apariencia apenas ha cambiado en todos esos años,
salvo por las señales que esconden su cuerpo. La piel morena que
se torna pálida, los ojos cansados, el cuerpo más menudo. De
hecho, allí parada, flotando de pie en el agua, parece más pequeña
que nunca.
—Nunca lo dijo.

—Entonces la historia no está terminada y no debería valer.


—La historia está completa porque su narradora solo quiso
contar esa parte. No somos nadie para invalidar su opinión.
—No es justo...
—Nunca te prometí que mis historias tuvieran que serlo.

—No me refiero a eso. Hablo de... —La Xana se calla de golpe y


guarda unos segundos de silencio, pero finalmente decide seguir—.
Hablo de la vida.
—Oh, pues claro que no lo es. Nunca lo ha sido. —La Bruxa sale
del agua—. Para eso tenemos los cuentos.
—Tus cuentos son demasiado parecidos a la vida.
—Porque te he contado leyendas. Pero hoy, para terminar, he
traído un cuento de verdad.
Vaya. La Xana no tiene claro por dónde va la otra mujer, ni qué
pretende exactamente, pero siente curiosidad por descubrir qué
sucede, aunque a su vez le preocupa que eso implique que el final
está cerca, que ese será el último Solsticio en el que vea a la Bruxa.
Se acerca a la orilla, donde ella descansa sobre la hierba, y se
queda apoyada en una roca, esperando.
—Veamos en qué se diferencian entonces.
—Este cuento es la historia de una Hechicera que llevaba tiempo
esperando que llegara el momento. Pero este cuento no es uno
cualquiera, pues en su interior, más allá de una moraleja, alberga
grandes conocimientos. Cuando lo escuches, entenderás que el
regalo que te estoy haciendo viene con un precio.

—Si quieres otro ovillo de oro, tendrás que esperar a la llegada


del otoño.
—No es eso. Con él precisamente conseguí lo que hoy te traigo.
A la Xana no le acababa de gustar el tono serio que de golpe ha
adoptado la Bruxa, quien hasta entonces siempre parecía tener una
broma en los labios.
—Dime qué es lo que quieres, pues.

—No puedo, no hasta que termine.


—Entonces no puedo aceptar, porque no sé si será un precio
demasiado elevado.
—Es posible, pero merece la pena. —La Bruxa sonríe con
tristeza—. De todas formas, aunque escuches el cuento, no estás
obligada a aceptar. Si cuando la historia acabe no estás dispuesta a
pagar, olvidarás todo lo que has oído.
—¿Cómo es posible?
—Tal es el poder de esta historia.
Ambas se miran durante unos segundos. Es un duelo silencioso,
en el que valoran sus opciones y se plantean hasta qué punto vale
la pena. Las dos llegan a la misma conclusión.
—Está bien. Comienza.
La Bruxa se acomoda en la hierba, coge su extremidad metálica
y se la vuelve a colocar. para sentarse mejor, con las piernas
cruzadas, mirando directamente a los ojos de la Xana. Son tan
verdes e intensos que puede sentir como si estuviese sumergida en
lo más profundo de su lago.
—La Hechicera es más antigua que nuestro mundo, más vieja
que la Catarsis, más añeja que este prado. Su poder era
inconmensurable y fueron muchos los que quisieron alcanzarlo.
Aunque pocos entendían su verdadero valor. Numerosas búsquedas
se iniciaron, dando lugar a guerras, enemistades y batallas, todas
ellas guiadas por la avaricia. Desde luego, el regalo de la Hechicera
ofrecía poder, pero de una manera difícil de controlar y, sobre todo,
imposible de poseer. Algunos dicen que así surgieron los androides,
como máquinas creadas por los humanos para reproducir esa
fuerza.
»Cansada de los enfrentamientos que causaba y deseosa de
poder emplear su habilidad para transformar el mundo, la Hechicera
se escondió. Para ella no era una huida, pues necesitaba alejarse
del caos y del ruido para crear. Por supuesto, no valía un lugar al
azar. Estaba buscando algo muy concreto, un espacio con la
capacidad de cambiarlo todo. Fueron muchas las décadas que
empleó en ello y a sus espaldas quedaron múltiples intentos fallidos
de civilizaciones olvidadas, pero finalmente, en una pequeña isla,
estableció su nuevo hogar. Acompañada por los pequeños animales
que habitaban en el terreno, estuvo años inmersa en su búsqueda.
Como su contacto con el exterior era tan limitado, no se enteró de
que estaba teniendo lugar la Catarsis hasta que se produjo el Gran
Exterminio y el cielo se tiño de rojo y negro.
»Las grandes humaredas le advirtieron de que debía darse prisa,
pero entonces su corazón comenzó a albergar dudas. Temía que el
nivel de destrucción fuese tan fuerte que, para cuando ella acabara,
no quedase un solo ser con vida en ese universo. Ante esta
perspectiva, sus fuerzas fallaron y el tiempo comenzó a fluir distinto.
En más de una ocasión intentó salir de la isla y formar parte de la
batalla. Finalmente, nunca lo hizo, consciente de que, si moría, todo
su poder desaparecería con ella. Resignada, aceptó su destino y
siguió trabajando a pesar de la matanza que sucedía fuera, hasta
que un día lo consiguió. Sin embargo, el dolor que se había
acumulado en su pecho nunca desapareció, ni con este logro.
»Mientras duró el conflicto, fueron llegando a la isla personas y
androides por igual, en busca de un lugar en el que descansar o en
el que poder criar a sus hijes, lejos de aquella destrucción. La
Hechicera los acogió y así crearon una pequeña comunidad, la
primera piedra de lo que es hoy nuestro mundo. Con su ayuda
consiguió sacar adelante el proyecto y hacer que las partículas de la
denominada magia pudieran devolver la vida a la isla. Gracias a eso
sobrevivieron, ya que la hierba crecía fuerte y la maleza comenzó a
cubrirlo todo. Ahora necesitaba expandir su conocimiento por el
mundo. La guerra estaba llegando a su término final, por lo que era
el momento de salir. Sin embargo, la Hechicera no podía hacerlo
sola. Por eso, aunque no quería hacer sufrir a la que se había
convertido en su familia, tuvo que hacer un último sacrificio. Mas no
los dejó partir sin protección. Antes de que se fueran, les hizo el
último regalo, el mejor de todos, el mismo que ella había recibido
años atrás, antes de mudarse a esa isla, el mismo que a su
sucesora le habían hecho, y a la maestra de su maestra antes de
ella. La Hechicera compartió su secreto, la base de su poder: un
conocimiento antiguo, acumulado durante siglos, que residía en las
palabras.
»Con esa fuerza recién adquirida, los Herederos de la Hechicera
iniciaron su viaje, conscientes de que su misión era silenciosa. Si el
saber llegaba a los oídos equivocados, las consecuencias podrían
ser terribles y la batalla comenzaría de nuevo. Se esparcieron por el
mundo, llevando la vida en sus conjuros por donde pasaban. Poco a
poco, los brotes nacieron y la vegetación fue creciendo, cubriendo
las profundas heridas que había dejado la batalla. Los humanos
sobrevivieron gracias a ello y los androides comprendieron lo que
eran la belleza y la libertad. La armonía fue creciendo allá donde el
poder de la Hechicera llegaba y, de esa manera, se creó el mundo
que en estos momentos pisamos.
»Por desgracia, ella nunca pudo verlo. Los androides le
transmitían las imágenes y los mensajes de sus Herederos, pero la
Hechicera ya no tenía energías para moverse. Su cuerpo estaba
débil y su hora se aproximaba. Antes de morir, pidió un último
deseo: que aquella isla en la que todo había comenzado se
convirtiera en su tumba y que la vida que allí surgió, siguiese su
curso. De esta manera, tras el funeral, quienes habitaban el lugar se
fueron para no volver, dejando aquel sitio tranquilo, abandonado a
su suerte.
La Bruxa se quedó callada y la Xana no abrió la boca. Estaba
confusa. Ella no vivía en una isla, ni había conocido a los Herederos
de la Hechicera. No sabía cómo le afectaba esa historia ni qué
podía cambiar en ella. No entendía qué precio podría pagar por algo
que, bueno, simplemente no le importaba. La verdad es que ni
siquiera sabía qué era lo que más deseaba, por eso aquella mujer
incansable volvía Solsticio tras Solsticio a ofrecerle algo imposible
de conseguir a cambio de todo su oro.
—Sin embargo... —La voz de la Bruxa era ahora más suave, por
lo que la Xana se acerca a ella, encandilada por la manera que tenía
de contar las cosas—, la petición de la Hechicera escondía un
secreto. Ella temía que, al haber desatado el poder en aquel lugar,
la magia perdiese el control y se volviese demasiado fuerte. Al
canalizarla y reconvertirla, estaba alterando el curso natural de las
cosas, por lo que ancló aquel lugar para que la energía fluyese. Un
pequeño sacrificio a cambio de un mundo entero.
»A pesar de todo, sus temores se cumplieron. El intercambio no
era equivalente y una isla no servía para frenar la entropía en el
resto del mundo. Además, la Hechicera no contaba con un detalle, y
es que, al movilizar la magia, su poder se volvió más fuerte en
aquellos lugares en los que estaba dormida, hasta el punto de que
despertó a seres que llevaban milenios escondidos. De pronto, en
un mundo que se estaba recuperando de una guerra, surgía lo que
parecía una nueva amenaza. Como estos seres estaban
acostumbrados al miedo y al desprecio, supieron guardar silencio y
optaron por vivir en paz. Es cierto que algunos siguieron actuando
como antes, apareciéndose de vez en cuando a humanos y
androides incautos por igual, por lo que fueron conjurados para que
no pudiesen abandonar ciertos lugares en los que la magia era más
fuerte. La intención era protegerlos, aunque se acabó convirtiendo
en un castigo. Otros, capaces de disimular sus poderes, se
integraron en la sociedad. Y así nacieron pequeños grupos que
escucharon hablar de la Hechicera, que supieron de su existencia y
que quisieron honrar su memoria. Como consecuencia, algunos de
los Herederos empezaron a preguntarse si hacían bien en mantener
el silencio, si no sería mejor acabar de construir ese mundo por el
cual su mentora había luchado tanto. Al final, se dividieron y
fraccionaron, rompiendo la promesa que habían hecho: dejaron de
tener el control sobre la magia, que fluyó libre.
»Es lo que descubrió le androide, la existencia empírica de la
magia, por lo que investigó hasta dar con su origen en la isla. De
camino a ella, se encontró con la Mujer, a quienes sus pasos
también habían llevado allí. Solo que esta vez no estaba sola, pues
por el camino la habían ido siguiendo sirenas y magos, vampiros y
trasgos, duendes y goblins. Un sinfín de seres y criaturas que hasta
entonces habían permanecido escondidos. En ese lugar,
comenzaron de cero. Con le androide, pudieron contactar con el
Sistema y extender su mensaje al resto del planeta. Un mensaje de
paz y colaboración, de ciencia y magia. Le androide volvió a su
hogar, donde se convirtió en leyenda. Su cuerpo todavía reposa
entre los restos, como un recuerdo hermoso. La Hechicera fue
enterrada en la isla y de sus cenizas creció el Árbol, del que florece
magia cada año en el espectáculo más hermoso del mundo. La
Mujer acude cada primavera a cuidarlo. En honor a la Hechicera, la
comenzaron a llamar la Bruja, de la misma forma que habían hecho
con sus antepasadas, por cuyas venas corría ese antiguo poder.
Aunque luego, por sus viajes, recibió el apodo de la Exploradora.
Sus hijes navegamos como lo hizo ella. En nuestras manos estaba
el gran don, que por fin he comprendido al visitar la isla: el nombre.
Con él podemos convocar la magia y liberar a las criaturas que
encontramos
Las últimas palabras de la Bruxa resonaron en el claro antes de
apagarse. De pronto, todo parecía muy quieto, casi como si todo el
bosque estuviera escuchando.
—¿Qué implica esa libertad?
—Todo lo que quieras —responde la Bruxa, poniendo su mano
sobre la mejilla resbaladiza de la mujer del lago, que siente cómo su
corazón palpita con fuerza. Piensa que es porque ha comprendido
que puede ser libre, aunque en el fondo entiende que se debe a
algo más.
—Pagaré el precio. ¿Cuál es?
—Tu nombre.
Las dos se miran. La Xana sabe que revelar tu verdadero
nombre implica quedar vulnerable ante la otra persona. Nombrar
tiene un poder. Por eso, ella nunca había pensado siquiera en que
pudiese tener uno, en que fuera capaz de existir más allá de aquel
lago.
—Mi nombre es el que los hombres me han dado, el que las
mujeres han pronunciado y el que los androides nunca utilizaron.
Soy la Xana, nada más —dice, apartando la mano de la Bruxa de su
rostro.
—Por eso, el favor que te pido es que elijas tu propio nombre.
—¿A cambio de qué? —Por supuesto, aquello tenía un precio.
—De que escuches el mío. —Aunque nunca hubiera imaginado
que sería ese—. ¿Aceptas?
La Xana asiente despacio y, cuando levanta la cabeza, ve la
mano tendida de la Bruxa. Agarra su palma y acepta su ayuda para
salir del agua.
—Soy Abril, hija de la Bruja, aprendiz de la Hechicera,
Exploradora del Nuevo Mundo. La magia corre por mis venas y en
mis palabras está el poder de liberarte.
El cuerpo de la Xana queda muy pegado al de Abril. Siente su
respiración muy cerca, también entrecortada. Piensa durante un
segundo y entonces…
—Yo soy June, la Xana del lago, y estoy en deuda contigo.
La Bruxa sonríe y pega su frente a la de Abril. Con las manos
rodea su cintura y la acerca para sí. Pequeñas luces cálidas
envuelven sus cuerpos, rompiendo el conjuro.
—Un placer liberarte, June. Tú siempre has sido el tesoro que
escondía este lago.
La Xana siente cómo el calor invade sus mejillas, acompañado
de otra sensación, una experiencia nueva, una calidez que la
desborda. Por única respuesta, acerca sus labios a los de la Bruxa y
los besa con la dulzura del agua.
Allí, en aquella montaña, sellaron su amor Abril y June, futuras
pioneras de un mundo nuevo, guardianas de la magia y protectoras
de las leyendas.

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