Wanderlust 2 Mi Novia Es Un Monstruo 505609
Wanderlust 2 Mi Novia Es Un Monstruo 505609
Prólogo
1. Corinna y la gorgona — Ana G.A.
2. Amor sin sacrificios — Xabier García
3. Vacíos legales — Carmen Sánchez Baeza
4. El latido de las piedras — Raquel S. Cambronero
5. Cómo estresar a tu dragón — Javier Pavía Fernández
6. Las seis campanadas — David Corelli
7. Sin saberlo, mudó de rumbo mi sangre — Eme Martínez
8. Entre besos y escamas — Rebeca García-Cabañas Garrido
9. No busco devorarte — Yaiza Sevillano
10. La sonrisa de la serpiente — Andrea Ruiz Meléndez
11. La mansión es gigantesca — Guadalupe Vázquez
12. Frío cálido — Joana Andreu
13. Lo que se oculta en Alberta — María Coma
14. Maighdean na tuinne — María Castaños
15. Leyendas — Elena Crimental
Prólogo
Sofía Saorín
Cuando la noche cayó, la isla se tiñó de negro.
Poco pensó Shion que el óxido de sus extremidades la fuese a
marchitar, mas decidió resguardarse por si acaso. Así, encontró una
cueva cercana en la que no había restos de vida alguna. Aliviada,
suspiró al hallar descanso. Viajar en el tiempo consumía energía y a
ella no le quedaba mucha; debía volver a casa. Sin embargo, entre
el repiqueteo de las gotas sobre la vegetación, Shion escuchó
murmullos y llamas de hoguera.
—Entonces le dije: «¿y cómo te crees que pagamos el alquiler?
Porque, desde luego, sin mí no hacéis nada».
Allí, en Wanderlust, al caer el sol, cientos de criaturas de
diversas partes del universo convergían con un único propósito:
escuchar.
Pero lo que de verdad sorprendió a Shion no fue el pintoresco
grupo súbitamente reunido en el interior de la cueva, ni tan solo la
belleza sobrehumana de aquella mujer, si no algo más, algo
simétrico…
—¡Ocho patas! —exclamó.
La mujer araña se volteó rápidamente y oteó la entrada hacia la
gruta. Nada.
Con calma, tomó una taza de chocolate caliente y removió las
nubecillas con una de sus patas. A su lado, una fauno se recostaba
contra una cuervo y una precavida gorgona se miraba en un
pequeño espejo de bolsillo.
—Entonces, ¿vas a dejar tu trabajo? —preguntó una Wendigo
con flores hiladas entre sus cuernos. Portaba una chaqueta de
cuero a la que se aferraba pese a no poder retener el viento. La
Jorogumo arrugó la nariz y mordisqueó un mechón de su pelo.
—No. No lo sé, tal vez. O sea- no entiendo por qué Haru me
pediría eso, les pago todos los caprichos.
El bostezo de una sirena hizo eco en la cueva de modo que
hasta Shion sintió cómo sus párpados pesaban. Sin embargo, siguió
adelante. Con sigilo, retomó cuaderno y boli y tomó nota de cada
historia, cada palabra, cada detalle.
Cuando la luna acunó el silencio, solo las cigarras osaron
molestarla.
—Bienvenida.
Ana G.A. (@poisonedthorns en Twitter) nació en Cartagena
(Murcia) y desde bien pequeñita se interesó por los libros gracias a
su abuelo. Pronto comenzó a escribir sus propios cuentos y con los
años se especializó en Publicidad en la Universidad de Murcia y en
Escritura creativa en la Universidad Complutense de Madrid. Podéis
leerla en la Antología Érase otra vez y en Cambios irreversibles,
ambas en Lektu.
Corinna y la gorgona
-Relato ganador-
Ana G.A.
La armadura le pesaba, pero era consciente de que era más seguro
así: cabalgar envuelto en una jaula de metal que ocultaba cada
centímetro de su ancho cuerpo para evitar que ella lo convirtiese en
piedra. Sabía que lo importante en realidad eran los ojos, que
mientras los llevase bien cerrados ella no podría convertirlo en una
de esas estatuas que había ido encontrando a lo largo de su
recorrido por el bosque, pero temía a la criatura lo suficiente como
para pensar en que toda precaución era poca.
Además, decían que también atacaba con sus garras a aquellos
que ponían un solo pie en sus dominios. Y si tenía que combatir con
los ojos cerrados, lo mejor era protegerse lo máximo posible.
—Ya podría la más alta torre de la dichosa princesa no estar en
el nido de una maldita gorgona —bufaba el caballero mientras
espoleaba a su caballo para que fuese más veloz—. Siempre tiene
que haber una criatura fuera. Un dragón, una esfinge, un…
Un crujido a su derecha lo puso alerta y no llegó a continuar
enumerando los monstruos a los que caballeros como él o su
hermana se habían enfrentado con la intención de obtener la mano
de princesas y príncipes. Todavía no habían logrado vencer a
ninguno y habían escapado con vida de milagro, al contrario que
muchos otros. Esperaba que con la mujer serpiente la suerte le
sonriera de nuevo. Bajo él, su inquieta montura se había detenido y
resollaba por la carrera y los nervios. El caballero empuñó su
espada y cerró los ojos, afinando los oídos para tratar de adivinar
por dónde llegaría el ataque…
Pero no hubo ataque.
Solo una vocecita chillona y definitivamente humana.
—¡Alto ahí, canalla! ¿Cómo te atreves a poner un solo pie en el
territorio de una criatura en peligro de extinción? ¿Es que no te da
vergüenza?
El caballero abrió primero un ojo y luego otro. Buscó el origen de
aquella voz y no tardó en localizarlo frente a su caballo a pesar de
que el vestido verde y floreado de la propietaria se fundía con el
verde de los arbustos del bosque. Era minúscula, como un duende,
y con una melena rizada y naranja que le hacía ganar varios
centímetros. Unas gafas enormes y redondas de montura dorada
servían de ventanales para sus ojos castaños teñidos de furia. Un
río de pecas le cruzaba de una mejilla a otra y muchas de ellas se
habían derramado también por su cuello y brazos. El caballero la
observó sin decir nada, su cerebro tratando de procesar lo que
estaba sucediendo.
La chica menuda chasqueó los deditos para espabilarlo y se
acercó, enérgica, hasta situarse a su lado. El caballero se fijó
también en que llevaba una especie de bandolera al hombro, de
cuero. Y fue de ahí de donde la chica sacó el trozo de papel que le
plantó en la cara.
—¡Por orden de la Sagrada Orden de Hechiceros, atacar a esta
gorgona está completamente prohibido! —exclamó la chica mientras
le señalaba el sello oficial de la Orden con un dedo pálido. Cuando
retiró la hoja del rostro del caballero, puso los brazos en jarras—. La
sentencia es dura, caballero. Te recomiendo que te marches antes
de que tenga que informar a mis superiores de tus actividades
ilegales.
Un brillo de triunfo prendió los ojos de la chica. El caballero,
sorprendido, se alzó el visor para poder verla bien. Aquello tenía que
ser, sin duda, una broma.
—Vengo como parte de la misión de rescatar a la princesa
cautiva y romper la maldición del sueño que la aqueja. No estoy
haciendo nada ilegal; sus propias madres, las reinas de Merintia,
han convocado a los caballeros y caballeras de cada rincón —
replicó, comenzando a ofenderse hacia el final. Encima de que
arriesgaba su vida, se topaba con aquella chica molesta.
—Pues informaré a mis superiores de que las reinas de Merintia
están yendo en contra de las órdenes de los hechiceros y veremos
qué pasa. No sé si sabes que lo que diga la Orden…
—… es sagrado, sí —contestó él, agotado ya de la discusión y
de la energía explosiva de la chica—. Pero ya os digo que hay una
princesa en peligro…
—La princesa está durmiendo plácidamente en esa torre, no
corre ningún peligro. Aquí la única que está en peligro es la
gorgona. ¿Sabías que es la última de su especie? La caza contra
las suyas ha hecho que desaparezcan y les es tan complicado
reproducirse que…
El caballero valoró seriamente darle un espadazo en la cabeza
para que cerrase aquella bocaza por la que no cesaba de manar
información que nadie había pedido, pero se mantuvo sobre su
caballo.
—… y tiene muchas propiedades curativas. Seguro que
trabajaría con nosotros si fuésemos más amables —finalizó la chica,
sin que el caballero hubiera prestado atención a la mitad de la
conversación.
Tampoco le hubiera servido para nada.
El siseo llegó, repentino, e hizo que el caballo pegase las orejas
a la cabeza y se encabritase sin previo aviso, casi lanzándolo al
suelo. El caballero se aferró con fuerza a las riendas para no caer,
pero aquello le hizo bajar la guardia lo suficiente como para que ella,
el temido monstruo, emergiera de la frondosidad del bosque que los
rodeaba.
Fue como un tirón dentro de su alma. Aunque la mente del
caballero le gritaba que no mirase, que ni se le ocurriera mirar, su
cabeza se movió sola y sus pupilas redondas se encontraron con
unos ojos de un amarillo encendido en un rostro de pesadilla
enmarcado por docenas de serpientes que abrían la boca
mostrando sus colmillos, amenazantes. Esa fue la última imagen
que se llevó del mundo antes de que su corazón quedase petrificado
para siempre.
El caballo echó a correr, todavía con su jinete convertido en
piedra sobre el lomo. La gorgona los vio marchar, las serpientes
danzando alrededor de su rostro, su cola larguísima y escamosa
manchada del barro que se le había adherido al cuerpo mientras
acudía a expulsar al invasor. Sonrió, terrible, con aquellos ojos de
pesadilla, con aquellos colmillos largos de serpiente, con aquella piel
verdosa y los labios negros, podridos de veneno, por los que
asomaba una lengua bífida de forma intermitente.
Y luego, con calma, la gorgona se volvió hacia Corinna, la
hechicera.
—Todavía sigues aquí —dijo entre los siseos que adornaban su
habla, con sorpresa en la voz y con algo más de fondo. Algo que
Corinna no supo identificar del todo, pero que no le hizo sentir miedo
—. No voy a darte mi sangre para que la estudies.
Corinna, que había cerrado los ojos al oírla llegar, se quedó muy
quieta. La gorgona no la había atacado el primer día, cuando ella le
explicó atropelladamente y sin mirarla a qué había venido, la cola de
la bestia enroscándose en su cuerpo porque tenía hambre, mucha
hambre, y Corinna le recordaba a un conejito indefenso. En algún
punto, mientras Corinna le aseguraba que llevaba toda su vida
deseando poder estudiar a las gorgonas, que los Hechiceros
Mayores le habían regalado la oportunidad y de que ella solo quería
demostrarles que las gorgonas no eran tan monstruosas, la gorgona
se cansó de ella y la liberó. Corinna tosió mientras recuperaba la
respiración y la movilidad de su cuerpo. La gorgona soltó una risita
divertida que le puso el vello de punta.
—Te me vas a indigestar, parlanchina —declaró la mujer
serpiente—. Si no vienes a matarme, no me importa que rondes por
aquí, pero no te ayudaré. No soy un animal para que me analices —
dijo, alejándose de ella—. Tendrás que limitarte a seguirme por ahí,
si es que puedes. ¡Ah! Y si no quieres que te añada a mi jardín de
estatuas, consigue un espejo; podrás mirarme a través de él sin
problemas. Si no estás muerta de miedo ya y decides largarte.
Lo cierto es que la gorgona esperaba que la hechicera se
marchase, pero la encontró de nuevo en el bosque al día siguiente,
acampando y con una pequeña hoguera entre sus manos mientras
calentaba la comida que había traído. Frente a ella, un espejito por
el que la hechicera de cabello naranja vio su reflejo. Y le sonrió. La
hechicera le sonrió, sin temor, con la ilusión destellando en sus
pupilas.
Aquel día, la gorgona supo que la chica se llamaba Corinna y
que había venido a investigar tanto las propiedades tóxicas de la
sangre de gorgona como las curativas. Y a protegerla porque, al
parecer, era la única que quedaba ya.
—A protegerme. Tú —se burló la gorgona, observándola con
curiosidad a través del espejo. Corinna asintió y las gafas resbalaron
hasta la punta de su nariz, donde las dejó—. Qué cosas. ¿Y me vas
a dejar comer humanos y convertirlos en piedra en paz?
—Bueno, lo haces en defensa propia —la justificó Corinna—.
Seguro que cuando no vengan a por tu cabeza ni a por la princesa,
no tendrás que hacerlo más —añadió con entusiasmo—. ¡Ya verás!
Poco a poco conseguiremos que entiendan que nadie es un
monstruo hasta que le obligan a serlo.
La gorgona no respondió. Continuó mirando a Corinna a través
del espejo mientras ella calentaba su sopa con las manos envueltas
en pequeñas llamas. En la pupila vertical de la bestia se adivinaba
un débil destello de ternura y sorpresa. Y también unas ganas
inmensas de alargar la mano y colocarle bien las gafas a aquella
hechicera cabezota y demasiado inocente para este mundo. La
mirada encendida de la gorgona se deslizó también por las pecas,
por la barbilla minúscula de la hechicera…
Pero qué estúpida. La hechicera y ella.
—Puedes llamarme Gorgo. Ya que soy la última, es lo apropiado.
Y tampoco sabrías pronunciar el nombre que me dio mi madre —fue
lo último que le dijo aquel día, antes de desaparecer con la
vergüenza picoteándole las mejillas hasta hacerlas enrojecer.
Regresó al día siguiente, sin embargo. Y al otro. Y al otro. Y
todos los demás.
Corinna siempre seguía allí, pese a sus negativas por darle un
poco de su sangre. Y le hacía mil preguntas que Gorgo respondía
sin poder evitarlo. Y cada día le sorprendía que siguiera todavía allí
después de verla cazar personas, animales, convertir en piedra a
sus enemigos… Como al caballero al que acababa de petrificar.
—Te dije que te protegería y lo he hecho —declaró Corinna, las
pestañas paliduchas descansando sobre sus mejillas. La Gorgona
sabía que luchaba contra la tentación de mirarla directamente al
rostro a cada segundo; la atracción fatal que había sido parte de la
maldición de todas las de su especie y que invadía a cada humano
con el que se cruzaba. Corinna tenía mucha fuerza de voluntad, la
muy terca—. Aunque creo que…
Gorgo la vio morderse el labio, como si dudase entre dar voz a lo
que le rondaba por la cabeza o no. Las gafas habían vuelto a
resbalársele hasta la punta de la nariz, donde corrían peligro de caer
al suelo. Gorgo alzó un brazo y sus uñas larguísimas, afiladas y
oscuras como sus labios, empujaron con delicadeza la montura de
las gafas para volver a colocárselas correctamente. La mandíbula
de Corinna cayó ligeramente, haciéndole entreabrir los labios. Gorgo
los miró, los miró. Los miró.
Corinna no era la única que estaba peleando contra la tentación
que la embargaba. Gorgo suspiró, las serpientes que colgaban de
su cabeza emitiendo unos siseos escandalosos y entrecortados que
no eran otra cosa que carcajadas. Las mejillas de la bestia se
encendieron y se alegró de que Corinna continuase con los ojos
cerrados y no pudiera verla. Se sentiría ridícula. La terrible gorgona,
bebiendo los vientos por una criatura humana que parecía la mezcla
entre un hada y un conejo, que había venido a estudiarla como si
fuese un bicho de feria. Pero la falta de miedo de Corinna y la
admiración en su voz le habían intrigado desde el primer momento,
así que no había podido evitar acudir una y otra vez. Por interés y
por necesidad de compañía más allá de sus serpientes, todo sea
dicho.
Aquel era el estúpido resultado de todo ello: un
encaprichamiento del que no sabía cómo desprenderse. No lo
conseguía ni gruñéndole, ni mofándose de ella cuando lanzaba
grititos emocionados porque avistaba un duende, un púca o
cualquier otra criatura que hubiera estudiado en todos aquellos
libros polvorientos de la Orden. Daba igual lo que hiciera porque
siempre terminaba accediendo a su petición de llevarla a buscar a
un ser u a otro, de contarle cosas sobre ellos cuando Corinna
estaba a punto de caer dormida, Gorgo suavizando la voz para que
le fuese más fácil al sueño vencer la tozudez de la muchacha.
Después le quitaba las gafas, la cubría con la manta, y se
aseguraba de que ningún monstruo como ella se acercase a
devorarla.
Tenía que parar, pero no sabía cuándo. Ni cómo.
—¿Aunque crees que…? —la invitó a continuar.
—Creo que, si utilizases las propiedades curativas de tu sangre
para liberar a la princesa de la torre, dejarán de molestarte. ¿Cuánto
lleva allí? ¿Veinte? ¿Treinta años? Sus madres tienen que echarla
mucho de menos y todos salimos ganando si la ayudas, Gorgo —
propuso Corinna. Se había agarrado el vestido mientras hablaba y
retorcía la tela entre sus dedos, inquieta.
Gorgo lanzó un siseo airado al aire, pero Corinna se mantuvo en
el sitio, todavía nerviosa pero sin bajar la cabeza, los párpados
fuertemente cerrados.
—Y serás tú quien lleve la sangre hasta la princesa, ¿me
equivoco? —preguntó, aproximándose hasta la chica. Las
serpientes de su cabeza se irguieron y mostraron los colmillos a
pesar de que Corinna no podía verlas. Algunas se lanzaron hacia
adelante, en un ataque que no se produjo, únicamente con la
intención de amedrentarla; no harían nada sin el permiso de Gorgo
—. Solo que esa sangre jamás llegará.
La hechicera estaba negando con la cabeza antes de que Gorgo
terminase de hablar. Frunció el ceño y la ofensa le hizo arrugar la
nariz, más conejo que nunca. La mujer serpiente mandó callar a las
suyas con una sacudida de su enorme cola color musgo, que atizó
el suelo y sobresaltó tanto a las serpientes de su cabeza como a
Corinna.
—¡Pero cómo te atreves a acusarme de algo así, Gorgo! —
reprochó la hechicera—. Podría haber utilizado mi magia para
reducirte y robarte la sangre, pero no lo he hecho porque soy una
persona decente. —Todavía sin abrir los ojos, Corinna se había ido
aproximando hacia Gorgo, salvando la poca distancia que las
separaba. A pesar de que la gorgona le sacaba al menos una
cabeza de altura y de que era un ser capaz de desgarrarla de pies a
cabeza o convertirla en piedra sin mucho esfuerzo, la hechicera no
se achantó en ningún momento, como venía a ser costumbre en
ella. Se puso de puntillas, guiándose a ciegas por la respiración de
Gorgo para saber a qué altura quedaba su rostro, más o menos—.
Tienes que dejar de ser tan mezquina conmigo, ¿sabes? Duele. Y
sé que te caigo bien, si no me habrías hecho lo mismo que a toda
esa gente que se ha metido en tu bosque a darte caza. Yo no he
venido a hacerte daño.
El tono de Corinna se había ido convirtiendo en seda hacia el
final, al tiempo que su enfado se disipaba como nubes algodonosas
al llegar el buen tiempo. Corinna nunca pasaba demasiado rato
molesta, ni siquiera durante las discusiones. Y Gorgo sabía que
decía la verdad. Podía confiar en Corinna. ¿Cierto?
Pero le daba tanto miedo. ¿Cómo se confiaba ciegamente en
alguien? ¿Cómo podía Corinna situarse frente a ella con los ojos
cerrados así, sin temor? Después de tanto tiempo sin nadie a su
lado, desde que era una cría y cazaron a su madre, Gorgo se había
cuidado las espaldas sola. Lo de la princesa encerrada en la torre
había sido un verdadero fastidio, pero había aprendido a convivir
con ello y, además, de cuando en cuando eso le servía para atraer a
presas más suculentas que los cervatillos, los conejos o los zorros.
Liberar a la princesa suponía mucho más esfuerzo del que había
hecho nunca por nadie y, sin embargo, era consciente de que
Corinna tenía razón: aquello detendría el goteo de heroínas y
héroes que acudían a rescatar a la princesa de Merintia, hecho que
reduciría enormemente el riesgo de acabar como su madre y las
otras gorgonas de su especie. Muertas. Sin cabeza. Utilizadas para
el beneficio ajeno sin permiso.
La carne humana no era la base de su dieta y podía pasar sin
ella, eso estaba claro. Además, solo le gustaba de verdad si tenía
que cazarla para conseguirla.
Y en el fondo (y no tan al fondo) la parte más miedosa de la
gorgona quería comprobar qué haría Corinna al tener la oportunidad
de obtener su sangre. ¿La atacaría, finalmente? ¿Se la robaría y
desaparecería del bosque para no volverla a ver jamás? Gorgo
quería saber si existía alguna posibilidad de que…
«No seas ridícula».
«No va a corresponderte, se intente llevar la sangre o no».
La mano de Corinna en su mejilla la distrajo. Su piel se erizó y se
calentó al mismo tiempo bajo el tacto de la hechicera, que tras un
instante de vacilación apoyó la frente contra sus labios. Le olía el
cabello a bosque, a humedad. Gorgo cerró los ojos. Nunca la habían
tocado así, de forma tan íntima, sin miedo. Corinna alzó la otra
mano, buscando su otra mejilla, hasta que por fin pudo acunarle el
rostro con las dos manos de dedos largos y finos.
—Por favor, Gorgo —rogó—. No eres invencible. Las otras no lo
fueron. Y cuando me vaya, quiero saber que estarás bien.
El corazón de la gorgona se aceleró y se estrelló contra su
pecho, convirtiéndose en un millar de añicos pulsantes. Iba a
marcharse, eso era algo que ella ya tenía en mente, pero esperaba
que ese día jamás llegase. Ojalá nunca llegase.
Pero le importaba a Corinna. De verdad. O eso parecía. Gorgo
exhaló un largo suspiro contra la frente de la chica mientras alzaba
los brazos para rodearla con ellos. Un abrazo. Podía permitirse un
abrazo. Uno que le juntase los pedazos rotos que vibraban bajo su
piel.
—Iré a ayudar a la dichosa princesa y tú la devolverás a Merintia.
Le contarás a todos que yo ayudé y que deben dejarme en paz
como favor.
El chillido de emoción de la hechicera le sacó una sonrisa.
***
***
***
Xabier García
“Love will have its sacrifices. No sacrifice without blood."
Carmilla, Sheridan Le Fanu
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***
***
Natasha fue puntual y apareció junto al atardecer. Enara aguardaba
con la toledana y la vizcaína encantadas en Zugarramurdi en las
manos.
—¿De verdad quiere hacer esto? —inquirió la morena.
—Es lo correcto. O una tontería. Ya veremos.
Al poco, se escucharon unos pasos a velocidad sobrenatural.
—¡Nooooo! —Elise llegó corriendo con su hacha en la mano—.
Por favor, Frau Enara, sé que no es ella, ¡llévenos a las dos, no la
mate! ¡Lo que sea menos eso!
—Elise… —murmuró Natasha.
Las manos que empuñaban tímidamente el hacha temblaban.
Pero la atención de Enara se dirigió a su espalda, de donde vino un
olor a hierbas y raíces.
—¡Ah, doña Enara, perfecto, ya tiene a las dos! —exclamó el
alcalde.
—Ya tengo a uno —sonrió ferozmente Enara—. Un vampiro que
lleva muchos años integrado y que descubrió que unas inexpertas
vampiresas que podrían llamar la atención se instalaban en su
terruño. Un vampiro que pensó que podía darle unas mordidas a
Berta, hacer que enfermara y culpar a las vampiresas para eliminar
cualquier sospecha o peligro hacia él. Un vampiro que se dejó llevar
y mató a Berta. Un vampiro que mandó un telegrama a la Guardia
Arcana de tal forma que sólo vendría una. Una que, a unas malas,
moriría intentando matarlas y él mataría a las vampiresas debilitadas
tras la lucha. El libro tuvo que ser una prueba caída del cielo, si no lo
había visto antes. Así, el vampiro no acabaría condenado a una
pena capital conmutada por trabajos forzados perpetuos que
alimentan con mano de obra esclava a la economía. Un sacrificio.
Tras un instante, el alcalde enseñó los afilados colmillos en una
amarga mueca bajo el mostachón.
—No. No tiene a nadie. Sólo un vampiro de casi mil años
alimentado y dos pipiolas.
Sus manos comenzaron a convertirse en garras. Pero lo que la
experiencia de ese veterano vampiro no pudo anticipar fue el
hachazo que recibió en la testa de la pipiola rubia. La lesión le
paralizó unos segundos que Enara aprovechó para cercenar sus
garras de un tajo fendiente de su toledana, para colocarse en su
espalda de un salto descendente y cortar sus corvas con la vizcaína.
Cayó y su cabeza se desprendió con su segundo tajo. Enara exhaló
el aire.
—Dejadlo aquí, iré al pueblo y avisaré a la Guardia Arcana para
que se encarguen las especialistas. Quemad el libro, por favor. —
Quitó al vampiro la bolsa pesada que estaba junto a la pequeña con
olor a hierbas y raíces—. Mi plus…
Escuchó un choque de cuerpos.
—Natasha, perdóname, perdóname…
—Calla, magdalenita, y abrázame.
—Yo soy tuya y tú eres mía…
—Eso lo decía yo y era una tontería de la época. Ven que te...
—¡Panadera! ¡Que las manos se van a la masa! Je, je.
—¿Panadera? Soy tu condesa, mein Schatz.
—Espera, me suelto el corpiño…
Que me aspen. Dos vampiresas acarameladas. Cuando se lo
cuente a Elbi...
Al oír ruido de lenguas, Enara carraspeó antes de sentirse fuera
de lugar. Se giraron. Natasha había hecho amago de transformarse
antes y una feliz cola surgía de las faldas de su vestido, amén de un
pelaje que cubría toda la piel al descubierto y unos ojos felinos.
Volvía a su forma humana.
—Me voy ya. Tranquilas, no saldréis en el informe.
Parpadearon al unísono.
—… ¿por qué? —preguntaron atónitas.
Porque estoy harta de súcubos que acaban en burdeles, de
dragones exhaustos que alimentan calderas, del galtzagorri harto de
trabajar, de que la Guardia Arcana sea como la policía de los
humanos, que les mantiene a raya si protestan por un poco de
justicia. Y de los sacrificios.
—Elise, escribe historias de mujeres que se quieren —
recomendó cariñosamente.
***
Aun así, era un poco violento tener que cambiar de tema cada
vez que me preguntaba por mi pasado, por mi familia o por cualquier
cosa que yo debía mantener oculta. A veces decía que me había
llamado mi madre por teléfono y me encerraba en el baño para
hablar con ella a través del agua del lavabo. Como una
videollamada, pero en feérico, vaya.
Sin embargo, pasó lo inevitable y el oro que nos quedaba de
nuestro trato con La Encantada se acabó. Mi madre insistía en que
volviera a casa cuanto antes porque si desde la universidad
empezaran a investigar, lo más probable era que acabaran
buscándonos y podría poner en peligro a toda la comunidad feérica.
¿Tantos siglos escondidos y resulta que nos va a delatar la
burocracia? Anda ya.
Pero insistió tanto que acabé por acceder a sus ruegos y regresé
al bosque durante dos días, solo para intentar convencerla de que
estábamos a salvo. Podría encontrar trabajo en el mundo humano y
ganarme la vida desde allí. Pero mi madre tenía otros planes. Ahora
me parece que quizá lo único que quería era que no siguiera con
Kaia, por eso de que el amor entre razas nunca trae nada bueno y
que cuando hay un inmortal involucrado el drama es intenso de
narices. Me hizo una oferta: que trajera a Kaia aquí, al bosque, y la
llevara con La Encantada. Con el oro que sacáramos de ella, podría
seguir estudiando.
Me negué, por supuesto. Y me volví a negar, porque insistió. Y
cuando lo repitió, con razones convincentes y muy razonables, me
fui de allí, con intención de no volver. Pero conocía a mi madre y
sabía que cuando se le metía algo entre ceja y ceja podía ser tan
cabezota como yo.
Así que, por miedo a que hiciera alguna locura mientras yo no
estaba, me dirigí a La Encantada. Quería arrebatarle el peine y que
no pudiera hechizar a nadie más. Bueno, en realidad me daba
bastante igual que hechizara a alguien más, pero no quería que a
Kaia le pasara nada. Como no podía tocar el peine sin convertirme
yo misma en oro, la sorprendí por la espalda y le di un golpe que la
dejó inconsciente. A pesar de ello, tenía el peine aferrado con tanta
fuerza que necesité darle con un palo hasta que lo soltó y se fue con
la corriente del río.
Por lo enfadado que está Ander me puedo imaginar que llegó al
pueblo en el que de pronto todos son estatuas de oro.
—¡No puedes dejar las cosas así! ¡Tienes que arreglarlo! —
Ander me agarra de las alas para detenerme y se pone delante de
mí—. Los humanos se darán cuenta de que algo pasa, ningún
hechizo les hará olvidar algo que afecta a un pueblo entero.
—Déjales que investiguen, a ver adónde les lleva la teoría de la
mafia. Además, tengo cosas más importantes que hacer —replico,
enseñándole la foto de Kaia—. Mi novia ha desaparecido y seguro
que es porque me fui sin decirle nada, sin despedirme y sin…
Seguro que me está buscando, o peor, ¡puede incluso que esto sea
obra de mamá y que la haya atraído hasta aquí!
Con horror, me doy cuenta de que, a pesar de mis intentos por
mantenerla alejada, si tuviera que buscarme, sabría por dónde
empezar. Ander se tapa el rostro con la mano y suspira. Cuando se
enfada de sus alas salen unas chispas verdes que son muy cuquis y
que le quitan toda la seriedad, pero no estoy tan loca como para
decírselo.
—Puede que tengas razón y que sea más importante buscar a
Kaia —reconoce al fin—. Pero solo porque si nos encuentra, ya no
tenemos forma de convertirla en oro y tendríamos que explicarle
muchas cosas.
—¡Ander! ¡No vamos a convertirla en oro!
Me está enfadando y acabo por tirarle el periódico a la cara,
antes de darme la vuelta y alejarme de allí volando. Aun así, todavía
le oigo gritar:
—¡Porque no tenemos cómo!
Evito responderle, porque entonces esto se volverá eterno (otra
de las desventajas de ser inmortal, supongo). Me dirijo hacia las
afueras del bosque. Si, como sospecho, Kaia ha desaparecido
mientras me buscaba, lo más probable es que la señora Encina la
haya visto.
Me detengo en la puerta de su árbol que, a pesar del nombre de
la mujer, es un pino, debido a que ha perdido varios juicios con su
familia y la han echado de su encinar, pero esa es otra historia.
Llamo varias veces al tronco del árbol y al cabo de un rato, la mujer
aparece.
Se puede considerar la encargada de regular el flujo de personas
que van hacia el mundo de los mortales y de que solo entren aquí
aquellos que estén dispuestos a renunciar a su vida anterior.
Supongo que si un mortal la viera pensaría que es una bruja. Antes
de poder abrir la boca y preguntar por Kaia, la señora Encina se me
adelanta.
—¡Golondrinita! ¡Pasa, pasa! Te estaba esperando. ¿Quieres
tomar algo?
Entro en su pino, que es más grande por dentro, y niego con la
cabeza. No es la primera vez que voy a visitarla y no voy a caer en
el error de pedirle una bebida que después me dejará la boca con
sabor a barro durante dos días. No puedo evitar fijarme en que el
interior de su vivienda está agrietado y tiene goteras por las que se
cuela la savia. Ella, muy apañada, ha pegado en los goterones de
miera distintos cuadros con árboles dibujados.
—¿Me estaba esperando? —pregunto, con un nudo en el
estómago.
La señora Encina sonríe enseñando unos dientes afilados antes
de mirarse las uñas.
—Una humana estaba cerca preguntando por ti, bonita. Has
tardado más de lo que esperaba, la verdad. Parecía realmente
angustiada y algo me dijo que, si descubrías que le había sucedido
algo malo, correrías a socorrerla.
Intento disimular mi expresión y las ganas que tengo de agarrarle
del pelo y comprobar si en realidad es una peluca. Si han
denunciado su desaparición en el periódico, significa que lleva
buscándome más tiempo del que yo imaginaba.
—¿Dónde está? ¿Qué quieres a cambio de la información?
No tiene sentido fingir que no me preocupa lo suficiente para
buscarla o que no estoy dispuesta a pagar un precio desorbitado por
conseguir datos que me lleven hasta ella. En otra época,
seguramente la señora Encina era de esas que te pedían a tu
primogénito antes de hacer un trato o puede que se quedaran con tu
alma durante un año y un día para hacer con ella lo que se le
antojase. La verdad, no hay más que verla para comprender que su
instinto maternal quedó atrás hace tiempo.
Para mi sorpresa saca un papel bastante arrugado y amarillento
y me lo tiende. Le echo un vistazo por encima y compruebo que es
una petición para que los seres feéricos nos deshagamos de las
antenas que hay por los alrededores del bosque.
—Quiero que firmes esto y nos quiten todas esas ondas que nos
traen vibraciones malignas.
—¿Dónde está?
Su sonrisa se ensancha un poco más antes de negar con la
cabeza.
—Esa no es la pregunta correcta, pajarito.
—¿Qué es lo que quieres?
Hay muchas más preguntas que quiero hacerle. ¿Cuánto tiempo
ha pasado Kaia con ellos? ¿Está bien? ¿Por qué tiene flecos su
camiseta? ¿De verdad piensa que es normal ese peinado? Pero
debo centrarme, lo más importante ahora es recuperarla.
—Quiero proponerte un trato.
Frunzo el ceño y estoy bastante segura de que las chispas que
salen de mis alas me quitan toda la seriedad, como ha pasado antes
con Ander, pero no me importa.
—No estoy dispuesta a intercambiarla, por nada —aclaro—. No
me pertenece y tampoco a ti.
Guren se ríe o puede que gruña, no me queda muy claro.
Raquel S. Cambronero
La impresionante visión que tenía ante sí le robó el aliento. Había
pasado toda su vida pendiente de los destellos de realidad que
vibraban en la piel y volvían más pesada la respiración; de ahí su
carrera, su mirada soñadora y toda la pasión que ponía a lo
cotidiano. Sin embargo, en ocasiones, aquella persecución de las
experiencias más puras también la había llevado a la
desesperación, como en aquel instante.
Corinne recordaba la letanía que no había dejado de susurrar en
el archivo cuando había visto la noticia. «No, no, no. ¡No puede
hacer eso!». Se había roto al comprender que aquello podría
arruinar toda su tesis. El miedo que atenazaba sus entrañas era
propio de quien persigue sueños y los ve tambalearse una y otra
vez. No era el primer desastre patrimonial al que asistía, pero era su
tragedia.
El titular del periódico se le había clavado en el corazón y los
pulmones: «El Juicio Final de la iglesia de Chamiuvais se avecina».
Se mencionaba una posible compra, pero no para su conservación,
sino porque la zona pasaba a manos de una gran empresa que
quería montar un complejo turístico y balneario. La iglesia iba a
desaparecer, lo sabía.
Se había desplazado hasta la ciudad más cercana. Apenas
había parado para dejar el equipaje en el hostal y había vuelto al
coche para perderse en la naturaleza hasta llegar a la que una vez
fue la villa de Chamiuvais. Solo la iglesia, olvidada y deteriorada, se
alzaba en recuerdo de lo que había sido aquel paraje entre
montañas. Se había enamorado de aquel edificio en un viaje con
sus padres y lo había tomado para su investigación universitaria
después de la carrera. La piel se le erizaba al contemplarla.
Necesitaba saber si algo había ocurrido ya y quería registrarlo
todo antes de que la iglesia sufriera el nefasto final que se le
vaticinaba. El edificio gótico era una joya en sí misma, pero también
un tesoro olvidado como tantos otros. Había soportado diversos
avatares con los siglos: incendios, terremotos, conflictos bélicos…,
pero el abandono de la villa había sido su canto de cisne. Las ruinas
de Chamiuvais eran un reclamo para la gente de la zona, pero no
estaban musealizadas ni puestas en valor y, por consiguiente, nada
las protegía. Aunque en ciertos lugares se delineaba aún el
esqueleto de otras construcciones de la villa, el más bello de todos
los fantasmas era la emblemática iglesia. Mantenía una belleza
mística, a pesar de la torre que había perdido y de que la piedra que
dibujaba el rosetón ya solo soportaba la mitad de sus vidrieras. Pero
el Juicio Final de su portada seguía casi intacto, proclamando una
sentencia que parecía oscilar sobre sí misma.
En el interior había escombros, pues algunas zonas habían
caído presas del tiempo. Apenas quedaban más recuerdos que los
que se aferraban y fundían en sus muros, la iglesia estaba
prácticamente desnuda. Todo había sido expoliado, aunque los
archivos recordaban la gloria que poseyó. Corinne veía la potencia
de dama orgullosa, de valedora de la ciudad, que Santa María de
Chamiuvais seguía teniendo. Sus dedos recorrieron las marcas de
cantero que había estado analizando aquellas semanas y su
corazón se encogió al ver los derrumbes. Entendía, en cierta parte,
que aquello solo pudiera dar sensación de caos; había que enseñar
a mirar, a leer y observar la belleza. Se aprendía a reconocer la
esencia de lo que una vez fue.
Situada detrás del altar, tras un pausado paseo, observó la
iglesia en toda su extensión. Se permitió cerrar los ojos y respirar
con lentitud; dejó salir toda la frustración que había sentido desde
hacía días. Sin embargo, solo consiguió que una lágrima surcase su
mejilla. Al secarla y abrir los ojos, toda la paz que aquel lugar le
otorgaba desapareció. En medio de la nave central, bajo el crucero,
una figura alada la observaba. Su corazón se paralizó y una
exclamación enmudeció en sus labios. El ser, que la observaba con
atención calculadora, se sobresaltó igualmente al descubrir que ella
lo había detectado. Cuando la criatura curvó las alas y se lanzó
hacia delante, Corinne ahogó un grito y se dejó caer detrás del altar.
Sacó a prisas el móvil y llamó a emergencias con las manos
agitándose frenéticamente.
—Servicio de asistencia, ¿en qué puedo ayudarle?
La voz quedó ahogada por el impacto de algo pesado sobre el
altar. Una voz gutural y ronca habló encima de ella.
—¿Me ves?
La joven cerró los ojos presa del pánico.
—Yo… estoy… he visto —empezó a gimotear contra el teléfono
—. Por favor, por favor… es imposible.
Sintió las lágrimas caer. Notaba a la criatura observándola desde
arriba. Daba igual lo que dijera a los de emergencias, moriría antes
de que llegasen. Aquel animal, o lo que fuera, la tenía a su alcance.
—Me has visto —afirmó la criatura.
Su terror se incrementó al sentir un tacto frío sobre la mano en la
que sostenía el teléfono. Aferró el móvil contra su oído, pero sintió
un tirón.
—Por favor, ¡me está atacando! Estoy en… —empezó a gritar.
—No voy a dañarte —gruñó el ser.
El móvil salió de su mano y, unos segundos después, la criatura
se posicionó delante de ella haciendo temblar el suelo. La
respiración ajena era gélida, pero lo que contempló la dejó helada.
El rostro tenía cierto aspecto humano; sin embargo, los ojos eran
solo pupilas y la nariz achatada estaba arrugada. El gesto la hacía
mostrar unos dientes afilados.
—¿Qué buscas?
La rígida piel del ser apenas se movió al hablar, solo las
comisuras parecieron doblarse para no quebrarse en mil pedazos.
Corinne se encogió, temblando y con el cabello rubio cayendo sobre
sus ojos. Ante su silencio, la criatura se apartó de ella y se irguió
sobre ambas piernas. Pese a su aspecto grotesco, su cuerpo poseía
caracteres humanoides. Solo en ese momento, para su horror, se
percató de que manos y pies eran garras. Única y exclusivamente
garras.
—¿Por qué visitas Santa María de Chamiuvais?
Al extender las alas cubrió el retablo, pero el nombre de la iglesia
en labios del ser se le antojó humano. Lo pronunciaba con un deje
cariñoso, como si acariciase cada parte de la esencia del templo,
como el susurro de un enamorado. Aun así, la joven se removió
para cambiar de posición, quería impulsarse y correr, aunque no
creía poder llegar muy lejos.
—Estudio… Chamiuvais —murmuró Corinne con la voz trabada
—. Vi el anuncio… Van a tirarla… Tuve que venir.
Pese a sus palabras rotas e inconexas, la criatura siguió la
conversación.
—¿Para qué?
Corinne la miró solo unos segundos, paralizada por el pánico.
Notaba cada latido que el corazón lanzaba a través de su cuerpo.
—No puedo dejar que la tiren —confesó. Pese al miedo, la
intensidad de sus sentimientos se derramó en aquellas palabras—.
Solo era cuestión de tiempo que con mi trabajo y el de mis
compañeros consiguiéramos que la declarasen bien cultural.
La criatura la observó, después asintió. Empezó a moverse por
el presbiterio y Corinne descubrió que los fuertes músculos de su
espalda sostenían las alas en una tensión perfecta, solo capaz de
ser recreada por los mejores maestros. Sin embargo, no miró más;
aprovechó el descuido y salió del ábside a toda prisa.
—Puedes verme porque quieres proteger Chamiuvais. —La voz
grave rebotó en las paredes, proyectándose a toda la iglesia—. No
soy un peligro para ti. Yo protejo este lugar, yo cuido de Santa María
de Chamiuvais.
Corinne se permitió echar un vistazo atrás, sorprendida, pero sin
detenerse. El ser había alzado los ojos hacía la cúpula. Sus dientes
eran amenazadores, sus alas proyectaban una sombra temible y su
rostro anunciaba el fin del mundo, pero la luz de las vidrieras
coloreaba su piel envolviéndola en el halo celestial del gótico.
—¿Qué eres?
—Mavre —se presentó. Entonces, giró el rostro y la miró
directamente—. La última gárgola de Chamiuvais.
***
***
Corinne rio y negó con la cabeza. Según pasaban los días iba
descubriendo que la gárgola era mucho más de lo que parecía.
Aunque había leído y releído numerosos artículos, ninguno le daba
la información que recibía de ella día a día.
—Discutieron mucho —aseguró. Creyó verla encogerse de
hombros, pero sus alas la cubrían como si fuera una capa—. Yo
tampoco quería que se pusieran de acuerdo, no me gustan las
modificaciones en la iglesia.
Observó a la criatura con atención y esbozó una sonrisa
ladeada.
—El edificio es un organismo vivo —indicó Corinne continuando
su paseo—. Lo normal es que cambie y sufra reparaciones a lo
largo de los siglos. Qué mal lo hubieras pasado si hubiera
mantenido su esplendor, imagínate soportando que le metiesen
instalaciones eléctricas.
Su tono era burlón, pero la actitud de la gárgola era taciturna.
Cuando llegó al final de la tribuna, se apoyó en la balaustrada y la
miró.
—Si eso hubiera ocurrido, Chamiuvais no sería un esqueleto en
descomposición ni yo su última gárgola.
—¿Cuántas fuisteis? —preguntó tragando saliva.
Trataba de ser cuidadosa en presencia de Mavre; por bien que
se hubiera adaptado a ella, no dejaba de ser una criatura ancestral.
No podía comprender, aún, cada reacción, pero intuía que tarde o
temprano sabría leerlas todas.
—Tres. —Las palabras de la gárgola siempre fascinaban a
Corinne, tanto como los juegos de luz de Chamiuvais—. Pyrit
pereció cuando el olvido llegó. Tormali se fue; no aguantó ver cómo
languidecía.
Su voz rezumaba traición. Instintivamente, Corinne alargó la
mano para apoyarla en el hombro de Mavre y darle un consuelo
silencioso que no sabía llenar con palabras. Cuando ambas pieles
entraron en contacto, las dos fueron conscientes del gesto. Se
sorprendió al sentir la piel de la gárgola tan parecida a la suya, más
fría y dura, pero piel al fin y al cabo. Sin embargo, el ala era distinta,
más viscosa y rugosa. Se convenció de no apartar la mano y supo
que Mavre lo agradecía. Al menos, así lo creyó hasta que la vio
moverse con brusquedad y enseñar los dientes. El corazón de
Corinne se detuvo.
La criatura se encaramó al murete y saltó al vacío. La joven
contuvo el aliento al verla volar hacia el rosetón y engancharse en
él. Con un movimiento de mano, Mavre le pidió quietud. Solo
entonces, Corinne escuchó las voces. El murmullo exterior resonaba
atronador en aquel espacio vacío. Se incrementó cuando,
desoyendo a la gárgola, Corinne avanzó por la tribuna.
—Algunas cosas se podrán conservar… Tenemos
compradores…
Vislumbró a tres hombres a través de los vanos. Con cierto
reparo, se pegó a la pared saliendo del punto de visión y descubrió
a Mavre sosteniéndose con las garras en la piedra muy cerca de
ella. Había seguido, desde dentro, las voces. Sus facciones estaban
contraídas y el rostro irradiaba furia. Corinne no necesitó más que
aquella expresión de enfado para saber quiénes eran.
—Tres semanas. Desvalijaremos lo servible en poco tiempo y,
luego, iremos con el trabajo duro. ¿Le parecerá bien a su jefe?
***
***
Se despidió agitando la mano y, cuando Mavre cortó el video,
Corinne lanzó un suspiro y alzó la vista a la bóveda de crucería.
Había dejado de contar los vídeos y fotografías preparados a
detalle, los artículos que le habían pedido y las entrevistas que
había hecho.
—Voy a tener envidia —dijo Mavre—. Ya no soy la única
guardiana de Chamiuvais.
Observó a la gárgola recoger los instrumentos tecnológicos, pura
incoherencia en aquel espacio ancestral. El proyecto iba bien, pero
su mayor conquista era aquella. La gárgola sonreía, se mostraba
cercana, compartía más con ella y se interesaba por el mundo fuera
de sus dominios. Corinne deseaba plasmar todo aquello en su tesis,
pero no podía. Aun así, cada palabra y gesto de Mavre le daba
fuerza.
—Ojalá pudieras salir tú —dijo mientras cogía el ordenador para
descargar las imágenes.
Los vídeos se habían vuelto virales y Corinne comenzaba a
perder la vergüenza. Ya se estaban recogiendo firmas y la
universidad había elevado una consulta a las administraciones
competentes. Además, algunos ayuntamientos y vecinos cercanos
se estaban movilizando. El proyecto no dejaba de crecer.
—Si descubren un demonio alado en la iglesia, igual vienen a
tirarla piedra a piedra tus followers —comentó Mavre enarcando una
ceja.
No estaba segura de la expectación que causaría, pero a
Corinne le hubiera gustado mostrarle al mundo que había alguien
más luchando junto a ella, que cubría sus espaldas y le prestaba su
aliento cuando se sentía desfallecer. También le hubiera gustado
captar el cuerpo de Mavre. Parecía moldeado por un artista cariñoso
pero contundente. Las curvas de su figura se entremezclaban con la
dureza de sus músculos de mármol; las alas nacían de su espalda
en perfecta fusión de tejido flexible y potentes trazos. Hasta su
rostro temible tenía delicadeza cuando sonreía. Y sus ojos
mostraban una profunda verdad. A la historiadora del arte le hubiera
gustado tener una muestra de todo lo que era Mavre para no tener
que mirarla cada segundo que pasaban juntas.
Prepararon el portátil en la sacristía, pues desde que Santa
María de Chamiuvais había empezado a llamar la atención, los
curiosos se acercaban. Mientras maquetaban el vídeo, con Mavre
opinando ya sobre los filtros, alguien entró en el templo. El intruso
las localizó por las risitas aisladas; voces de alguien que conversaba
en soledad. Mavre fue la primera en percatarse, pero Corinne no lo
supo hasta que alzó la vista y descubrió que su compañera era solo
una estatua. Parpadeó confusa al reconocerla a través de la piedra
envejecida y enmohecida. Alargó la mano para tocar la piedra y
murmuró su nombre sin comprender, hasta que escuchó una voz a
sus espaldas.
—Se acabó.
Al girarse, descubrió una figura enmascarada con un bate.
Corinne cerró con fuerza el portátil y lo apretó, junto a su móvil,
contra su pecho. Sus ojos volaron hacia la gárgola, reconociendo la
razón de su transformación. Controlando los temblores, marcó el
número de emergencias.
—Desista de su proyecto. —El hombre avanzó por la sala
mientras hablaba—. O habrá consecuencias.
El bate destrozó las decoraciones vegetales, llevándose consigo
el arte de siglos. Corinne contuvo la respiración y, con el rabillo del
ojo, comprobó si el móvil que ocultaba entre su pecho y el
ordenador daba llamada.
—Esto es Santa María de Chamiuvais —empezó a decir en alto,
rezando porque la escuchasen. Había aprendido después del
ataque de Mavre—. Usted no puede hacer esto. —Había un tono
nervioso en su voz—. El patrimonio es de todos, y usted y quién lo
mande no pueden arrebatárselo a la humanidad.
No sabía de dónde procedía aquel valor, pero llevaba luchando
mucho por algo que daba sentido a su vida y al ser humano. Su
corazón se detuvo cuando el hombre avanzó hacia la estatua de
Mavre.
—Pare, ¡por favor, pare!
Podría salir de allí por las galerías internas, pero dejaría
expuesta a la gárgola y no quería saber qué ocurriría si la quebraba.
En un movimiento puramente instintivo, Corinne se lanzó delante de
la criatura que en un principio la había aterrorizado y con la que,
ahora, compartía tanto.
—El arte es de todos, no pueden borrarlo —dijo entre lágrimas.
Vio al hombre dudar, pero no tardó en extender el bate hacia
ella.
—El ordenador —exigió—. Y todo el material que tenga para
promocionar este sitio.
No quería cederlo, no podía. Sin embargo, el hombre se acercó
más y Corinne retrocedió hasta chocar contra la fría piedra de
Mavre. Ante los gritos del agresor, extendió el ordenador hacia él y
su móvil cayó, revelándose. El atacante agarró su ordenador y se
agachó rápido a coger las mochilas. Justo entonces Corinne notó
que el apoyo de su espalda fallaba. La piedra se volvió piel, la
respiración de Mavre se convirtió en un grito agónico. Antes de que
el hombre se levantase, la gárgola lo lanzó más allá de la puerta.
Corinne corrió tras ellos. Mavre se ocultaba de la mirada ajena con
una velocidad inusitada. La gárgola se había convertido en un alma
tan cercana a la suya que había olvidado su proceder animal.
El atacante se desplomó en el suelo tras un golpe. Solo entonces
Corinne fue consciente de la velocidad a la que latía su corazón.
Para su sorpresa, Mavre lo arrastró hacia una de las zonas
deterioradas. Un accidente, estaba simulando un accidente.
—Está vivo —gruñó Mavre antes de que Corinne se agachase
sobre él.
Cuando las luces rojas y azules de la policía se proyectaron a
través de las vidrieras, Corinne lloraba sentada en el altar con la
vista fija en el hombre que las había atacado.
***
***
***
Elitra, la dragona, era azul, sí, mas no era voraz ni estaba furiosa.
Su vuelo por la zona, en círculos amplios y despaciosos, era el
equivalente dracónico a buscar piso. Solo quería un techo bajo el
que cobijarse y acumular tesoros. Más tarde pensaba que, ya
puestos, podía tener un par de salones extra para las obras de arte
y un buen espacio para almacenar los carromatos en los que
transportaba los lingotes de oro y las piedras preciosas. No era
avariciosa. Le daba igual si las monedas eran de curso legal o si
algunos rubíes eran vidrios pintados. Las riquezas no eran para
contarlas ni presumir de ellas: eran parte del mobiliario. A cualquier
dragón le gustaba dormir sobre un buen colchón metálico. Se
adaptaba a la perfección a una espalda dotada de un centenar de
vértebras, tintineaba con una música relajante al moverse y, lo mejor
de todo, siempre estaba fresquito.
Una vez escogió su nueva residencia, transportó todo su tesoro y
lo desordenó por la estancia hasta formar un lecho asimétrico y
colorido. Se acomodó, se enroscó sobre sí misma y cayó dormida
con la cueva a medio amueblar.
En ese mismo instante, movido por las ansias de gloria, sir
Rodrik Hachafuerte penetró en sus dominios jurando, a gritos,
proteger a los inocentes y regar los viñedos con la sangre del
malvado dragón.
Armaba tanto jaleo que Elitra abrió un ojo. Un hombrecillo
enclenque que sacudía un hacha más grande que él ocupaba parte
de su campo visual.
—¿Otra vez con esto? —preguntó. Era un fastidio. Fuera donde
fuese, siempre había algún héroe con ínfulas. El primero no había
tardado ni un día en aparecer—. No pretendo haceros daño, señor.
¿Podéis dejar de pisotearme el tesoro? Aquellos jarrones son
bastante frágiles…
—¡Morid, demonio!
Con el rostro roto en una mueca de odio y rabia, el caballero se
lanzó a un ataque brutal. El hacha golpeó la parte blanda de su
cuello, allí donde no estaba protegido por escamas azules y
brillantes. El arma se partió en dos con un chasquido como de
fuegos de artificio. El asta permaneció entre sus manos velludas. La
hoja, por su parte, voló, trazó un semicírculo y terminó mezclada con
las monedas de oro sobre las que yacía Elitra.
—No busco problemas, os lo prometo —dijo la dragona—.
Marchaos, por favor.
Sin embargo, el caballero de armadura deslustrada no cejó en su
empeño. Desenvainó un par de dagas y acuchilló, apuñaló y trinchó
sin mayor éxito que en su primer ataque. Ni las partes más blandas
del cuello de Elitra cedían ante sus pinchazos de mosquito.
—¡Vil dragón! ¡Pagaréis por esto!
¿Por qué?, pensó Elitra. Si no había hecho nada. Solo se había
echado la siesta en el interior de una montaña acogedora y
calentita...
Cuando el caballero parecía cansado de tanto aspaviento, la
dragona decidió quitárselo de encima. Nada serio, no era una cafre:
sopló un poco fuerte. Su atacante voló una decena de metros y salió
de la cueva rodando. Su armadura armó un estruendo de cazuelas
entrechocando según se alejaba ladera abajo.
Ojalá hubiera sido el único intrépido caballero con ganas de fama
y gloria. Entonces Elitra habría podido acomodarse sobre su lecho
de monedas para continuar su merecida siesta. Sin embargo, tras
aquel primer aprendiz de héroe, los aventureros aparecieron sin
cesar, uno tras otro, en solitario y formando equipos. Cuadrillas de
piqueros formando con precisión marcial, arqueros enmascarados,
espadachines blandiendo hojas en llamas, hechiceros que leían
conjuros de antiquísimos libros con las cubiertas hechas trizas. No
había límite a la imaginación ni al mal gusto para las armaduras, las
túnicas y los trajes.
La noticia de su llegada había inflamado los corazones de
quienes ansiaban hazañas, aunque muchos de ellos ya estaban
más para una bolsa de agua caliente y un caldito que para lanzar
poderosos hechizos a una dragona.
Elitra no se metía con nadie, pero siempre aparecía alguien
sacudiendo una espada que llevaba seis generaciones cogiendo
polvo en un trastero. Se los quitaba de encima como podía sin
hacerles daño y, al final, siempre terminaba llamando aún más la
atención. Eso no hacía más que atraer a más y más valientes hasta
que le tocaba hacer las maletas y mudarse de nuevo a un lugar más
tranquilo.
***
***
***
David Corelli
Querido lector:
Esta que te voy a contar es, sin lugar a dudas, una historia
singular, que viaja a través del tiempo, desafiando todas las leyes de
la lógica, la física y la naturaleza. Es una historia que muchos
pensarán que no es más que una paparrucha, un cuento de viejas o
una patraña. Pero quizá, en algún lugar, en algún momento, alguien
pasará la página después del punto final y sonreirá con el corazón
un poco más caliente que antes de empezar a leer. Y, entonces,
nuestro viaje habrá valido la pena.
Pero antes de empezar, situémonos. Viajemos hasta un frondoso
bosque vestido de los colores del otoño: un sendero de tierra,
cubierto de hojarasca seca y crujiente, serpentea a través de los
centenarios árboles hasta alcanzar una pequeña casa de piedra en
una explanada lo suficientemente alejada del pueblo para que nadie
llegue allí sin querer ir expresamente. Es antigua y robusta, de
piedra ennegrecida por el paso del tiempo. Pero no por eso deja de
ser acogedora. Sus contraventanas de madera están pintadas de un
rojo vistoso, y de su chimenea brota el humo, que danza al son del
crepitar de la leña. En el interior, tras los cristales empañados por el
vaho, unas cortinas de ganchillo protegen el hogar de miradas
indiscretas.
Como cada víspera de Todos los Santos, las castañas se están
asando en la lumbre de la chimenea y el bizcocho de zanahoria
reposa sobre la encimera, recién sacado del horno. Sus aromas
inundan el pequeño salón atiborrado de libros de páginas
amarillentas, fotos antiguas y latas de costura que en otra vida
contuvieron dulces galletas danesas.
Por las escaleras baja a grandes zancadas Julia, quien resopla
agobiada al escuchar el característico carillón del reloj de pared. Las
ocho. Ya tendría que estar en el pueblo. Asoma la cabeza por la
cocina, donde la abuela Milagros limpia con esmero la fuente que ha
usado para hornear el bizcocho.
—Abu, ¿has visto mis auriculares? No los encuentro por ningún
lado…
La abuela sonríe a la vez que se seca las manos en el delantal.
—Ay, pero ¿dónde van a estar, hija mía? En el mueble del
recibidor, donde siempre, al lado de las llaves. El otro día te los
dejaste en el bolsillo del pantalón. Ya puedes dar gracias de que no
los haya echado a la lavadora.
—Gracias, abu. Eres la mejor. —Le da un beso en la mejilla y
aprovecha para coger un dulce de calabaza—. Llegaré tarde,
saldremos por ahí. Ya sabes, los de siempre. —Se toma unos
segundos para saborear el dulce—. Uf, abuela, esto está de vicio.
—Niña, esa educación: no se habla con la boca llena. Bueno, va,
que vas a llegar tarde. Acuérdate lo que decía tu abuelo: «La
impuntualidad es la mayor falta de educación, porque haces que los
demás pierdan algo que jamás podrán recuperar: el tiempo». —
Sonríe, y durante unos instantes se deja llevar a un lejano lugar de
sus recuerdos—. Anda, hay que ver cómo me enrollo, no me hagas
caso. Tú pásalo muy bien. ¿Alguno de los chicos que van te gusta?
¿O quizá una chica?
—Por favor, abu. Ya vale. —Aunque ya se ha puesto la chaqueta
y casi tiene la mano en el picaporte de la puerta de salida, la
muchacha se quita los auriculares y vuelve sobre sus pasos.
—Espera un momento. —Se acerca más a su abuela para
observarla—. ¿Cómo es que te has maquillado? Si hasta llevas
pintalabios… ¿Vas a ir por ahí a cenar con alguien?
—Anda, niña, qué bobadas dices. Me acercaré al cementerio,
como cada año. Ya sabes. Es Todos los Santos…
—Pero es muy tarde, en nada ya será noche cerrada.
—No me vengas con tonterías. Vamos, date prisa, que ya llegas
tarde. Si solo saldré a dar un paseo. Vivir en el culo del pueblo
también tiene sus ventajas, son cinco minutitos caminando. —La
acompaña hasta la puerta, le da un beso en la frente y señala al
cielo, apoyada en el dintel de la puerta—. Fíjate, si apenas refresca,
hay luna llena y parece de día. ¿Sabes que solo hay luna llena en la
víspera de Todos los Santos una vez cada veinticinco años?
Julia ya no llega a oír la última pregunta, pues ha vuelto a
colocarse los cascos y tararea mientras sube a su bicicleta camino a
la plaza del pueblo.
***
***
Eme Martínez
Sin saberlo,
mudó de rumbo mi sangre,
y en los fosos
gritos largos se cayeron.
Secreto.
***
***
***
En los días que pasa sin verla, los pensamientos de Flor se llenan
de toda la información que ha recabado sobre las vouivres a lo largo
de su vida. Sus manías, las costumbres. Su alimentación, la misión
que tienen de proteger tesoros enterrados en las profundidades.
Erika no tiene tesoro que proteger, más que el rubí de su frente,
porque la arrancaron de su habitad.
Pasado el susto de creer que iba a destriparla, Flor pudo
apreciar cómo había cambiado. La cola y las alas eran tres veces
más grandes que cuando la conoció. Sus facciones se habían
endurecido y las escamas azules que regaban su cuerpo eran más
brillantes. Flor está segura de que la hubiera reconocido cambiara lo
que cambiara, pero igual a Erika no le ocurría lo mismo.
Su cabello naranja ha pasado por varias fases a lo largo de su
vida. Ahora lo lleva por debajo de las orejas y se ha rapado la parte
derecha. Igual entre el pelo, los piercings en ceja, nariz y labio y el
eyeliner mal hecho han confundido a Erika y por eso no la ha
reconocido.
O quizás, tal y como descubre aquel día, es que la tienen tan
sedada que no es capaz de distinguir lo real de lo irreal.
Tres dosis al día. Tres dosis que, a partir de ahora, es ella quien
tiene que suministrárselas. Flor siente un regusto amargo en la boca
cuando el cuidador le da la jeringuilla con el fármaco. La sostiene
entre las manos, la mira con el mismo recelo que si fuera un arma.
Además de carcelera, es una asesina.
Cuando abre la puerta Erika ya la está esperando. La ve
recostada contra las rocas, la larga cola chapoteando en el agua y
las alas plegadas. Los nervios se le enroscan en el estómago. El
mundo vuelve a detenerse, pero esta vez Erika la mira con tal
indiferencia que le parte el corazón.
—Hola. Soy Flor, la del otro día. —Los ojos de la vouivre están
fijos en la jeringuilla y Flor no se atreve a encararla—. Vengo a…
bueno, a esto. A partir de ahora voy a ser yo la que se encargue de
tus necesidades, así que si quieres algo solo tienes que pedírmelo.
Como si fuera una autómata, Erika levanta el brazo, lista para
recibir su dosis diaria. La mirada de Flor oscila entre la jeringuilla y
el brazo de la vouivre. Las escamas azules salpican su piel como
gotas de agua. El sabor amargo que infecta su garganta vuela hasta
el estómago. La mira a la cara y su expresión vacía, ida, la
atormentará durante el resto de su vida.
Toma una bocanada de aire. Flor es veterinaria mágica, entiende
perfectamente la labor de los zoos y sus beneficios. Justo por eso le
hierve la sangre ver como el Zoo de Criaturas Fantásticas de Madrid
ha empeorado tanto. Como de ser un ejemplo de conservación y
rescate de animales ha pasado a convertirse en un calco de los
zoos de hace siglos. Porque temen a las criaturas fantásticas y,
cuanto más controladas estén, mejor. Aunque eso implique sacarlas
de su habitad y encerrarlas en espacios que no están preparados.
Flor ama a las criaturas fantásticas tal y como son: libres, fieras,
majestuosas. No drogadas y relegadas a atracciones de circo.
—A la mierda —se levanta de golpe. Erika la mira desde abajo
con la ceja enarcada y el brazo todavía estirado—. Voy a reducir la
dosis, ¿te parece bien?
Erika tiene las pestañas tan largas que se rizan entre ellas y
chocan contra sus cejas. Flor la ve fruncir el ceño y asentir tan
despacio que duda que se haya enterado de lo que le ha dicho.
Quizás nunca pueda devolverle el favor de haberla salvado la vida,
pero si tiene que quedarse en ese zoo lo que le queda de vida, Flor
va a hacer lo posible para que los días que ella esté allí viva un poco
menos como un animal enjaulado.
Escala entre las rocas y antes de que salga por la puerta, se
congela.
—Flor…
La jeringuilla se parte contra el suelo y el sedante se desperdiga.
Flor se gira de golpe con el corazón en un puño y una sonrisa que
ilumina toda la jaula. Baja a trompicones y derrapa hasta acabar a
su lado.
—¡Erika! ¿¡Te has acordado de mí?!
Erika la mira con los ojos despiertos y la sonrisa de medio lado.
Una sonrisa que poblará los sueños de Flor durante días.
***
***
***
***
Sumerge las piernas hasta las rodillas. A su lado, Erika hace formas
graciosas con la cola sobre el agua y no pueden dejar de reír. Flor
ha llenado las rocas de hechizos musicales y lleva horas
enseñándole a Erika sus canciones favoritas.
—El próximo día puedo traer el ukelele y te las interpreto en
directo.
Erika echa la cabeza hacia atrás y se deja envolver por las
diferentes melodías que reverberan por toda la jaula. Las alas le
vibran de la emoción. Desde hace días en cuanto termina su jornada
de trabajo, Flor se escabulle con Erika y se tiran horas hablando de
todo y nada, comiéndose con la mirada.
Tratando de resolver aquella situación que grita a los cuatro
vientos: «aquí pasa algo que no debería pasar».
Erika se estira, apoya las manos sobre la tierra y el respingo le
recorre desde los dedos hasta el cuello.
Ha apoyado la mano sobre la de Flor.
—¡Ay, perdona!
—No, espera.
Enreda sus dedos con los de Erika. Las dos se quedan mirando
sus manos entrelazadas, como si fueran piezas de un puzle que al
fin han logrado encajar. La mano de Erika es fría, suave. Las
membranas que unen sus dedos son tan finas que a Flor le da
miedo hacerla daño. La vouivre responde a su roce y es entonces
cuando se da cuenta de que estaba reteniendo el aliento. Sus
escamas le hacen cosquillas en la palma de la mano y le hace
sonreír.
Despacio, separa la mirada de sus manos y se atreve a mirar a
Erika. Son sus ojos tan azules que hasta duele mirarlos, el rubí
resplandeciente, los labios entreabiertos que le gritan «hazlo». Flor
firma su sentencia de muerte, se inclina hacia Erika y…
—¡¿Flor?! ¿Qué haces aquí? ¿No te habías ido ya?
El supervisor del Acuarium la escudriña desde la puerta de la
jaula. Erika se tira al agua y las mejillas de Flor toman el mismo
color que su cabello.
***
***
Yaiza Sevillano
Ren Fay podía asegurar sin miedo a equivocarse que había
empleado la mitad de su vida en memorizar las facciones de Akane
Acker. Y no era una suposición del todo errónea. Habían coincidido
en todos los eventos sociales desde que Ren había alcanzado la
mayoría de edad, pero apenas habían llegado a cruzar unas pocas
palabras de cortesía a lo largo de los años.
Hasta que la semana pasada se habían encontrado en una
pequeña mercería del sur de la ciudad. Había sido un giro
caprichoso del destino, se dijo. Una señorita de su estatus debería
haberle pedido a su dama de compañía que encargara los guantes,
pero la presencia de Akane desentonaba más que la suya propia.
Los vampiros eran la nobleza más pura de la ciudad y, al mismo
tiempo, la guardia de élite que mantenía a los humanos a salvo de
los demonios. La primogénita de la familia más poderosa de Olvene
jamás debería haberse rebajado a acudir a una mercería como
aquella, pero allí estaba.
Siempre había pensado que Akane Acker era demasiado
sensual para ser una guardiana. Se movía con la majestuosidad y la
seguridad de un gato, pero también con la complacencia de la
nobleza. En realidad, se corrigió mentalmente, ella era la nobleza.
La princesa imperial, para ser más exactos. Llevaba el cabello
recogido en una larga trenza de color caoba y la hacía descansar
sobre su hombro. Vestía, haciendo honor a su clan, el uniforme
reglamentario de la Guardia de la Sangre: una casaca roja con las
costuras negras y doradas y el escudo bordado sobre el corazón;
una camisa blanca con puños de encaje y unos pantalones negros
ajustados que le permitían moverse con libertad. Parecía un ángel
exterminador.
Ren se había quedado paralizada en el vestíbulo de la tienda al
verla entrar, tan majestuosa, tan orgullosa. Jaya, que solía actuar
más como una hermana mayor que como dama de compañía,
enlazó su brazo con el de Ren y la pellizcó discretamente para que
volviera en sí. Akane no pareció percatarse de ello.
Y no lo hizo, porque había centrado toda su atención en los ojos
verdes de Ren y ahora una sonrisa de medio lado empezaba a
dibujarse lentamente en su rostro.
—Señorita Fay, qué sorpresa tan agradable encontrarla aquí. —
La saludó sin alterarse un ápice, y eso tampoco ayudó mucho a que
Ren recuperara la compostura. Jaya iba a reñirla de lo lindo si no
dejaba de temblar de esa manera.
Pero tampoco le importó demasiado, porque pudo comprobar —
no sin agrado— que la guardiana decía la verdad, como siempre. Se
alegraba de verla.
—Guardiana Acker —respondió mientras recogía las faldas de
su vestido y se inclinaba en una reverencia perfecta—. El placer es
todo mío.
—Imagino que estará usted preparándose para el baile que los
Fenn darán en unos días.
La guardiana toqueteaba con despreocupación los tocados
expuestos en una de las estanterías, fingiendo que solo se
involucraba a medias en la conversación, pero cuando dijo «usted»,
se volvió para dirigirle una sonrisa pícara.
—Sí, mi guardiana. Necesitaba unos guantes de encaje, en
realidad. —Ren luchó por sostenerle la mirada hasta el final e
intentó reunir todo el aplomo del que fue capaz para que Jaya
estuviera orgullosa.
—Estoy deseando verla con ellos puestos, lo que me recuerda
que la última vez le pedí un baile me vi obligada a faltar a mi
promesa.
—Oh, no os preocupéis, mi guardiana. —Ren sintió cómo sus
mejillas se sonrojaban, pero siguió manteniéndose erguida—. El
deber de la Guardia está por encima de todo. No tenéis que
disculparos por nada.
—Tonterías. Sigo debiéndole un baile y, esta vez, espero poder
cumplir.
Ren ni siquiera tuvo ocasión de responder a aquello. El sastre
apareció con sus guantes y la magia del encuentro fortuito pareció
desvanecerse en el aire. La joven saludó a la guardiana con otra
reverencia antes de dirigirse a la puerta de la tienda, seguida de
cerca por su dama de compañía. Una pequeña llama de deleite le
calentaba el corazón, pero no supo discernir si eran sus propios
sentimientos o los de Akane.
—Siempre es una delicia verla, señorita Fay.
Guadalupe Vázquez
La mansión es gigantesca, y parece robada de una pintura.
Tiene un estilo gótico, con cientos de ángulos, torres y balcones.
Cada uno de sus ventanales son una obra de arte, ya que sus
vitrales representan diferentes escenas de la guerra que alguna vez
atravesó nuestro mundo. Tiene gárgolas de piedra en los torreones,
que duermen hasta ser llamadas nuevamente. Está construida en su
totalidad con una piedra que no se sabe con exactitud si es negra,
azul o violeta. O los tres colores.
Me giro hacia Ravana y no necesito mirarme o preguntarle para
saber que yo tengo la misma expresión de asombro, sorpresa y
miedo que ella.
—Sigue igual de… hermosa —dice, solo para llenar el silencio.
Se lo agradezco, porque sé muy bien que no lo hace por ella
sino por mí. Asiento.
Joana Andreu
Dana observó a su hermana pequeña yendo por enésima vez al
baño: eso le pasaba por beber tanto té, qué obsesión con el maldito
mejunje de hierbajos.
Se dedicó a dar una vuelta por la habitación mientras su
hermana no estaba. Las cosas no habían cambiado demasiado en
los últimos meses y no sabía si eso le alegraba o le entristecía. Por
un lado, le aliviaba ver que todo iba recuperando su cauce normal,
por otro, le parecía ofensivo que todo fuera tan bien justo después
de su muerte. ¡Tu hermana mayor favorita no se muere todos los
días!
¿Quizás la razón por la que había vuelto como fantasma era
hacer perdurar su recuerdo? Dana desechó rápidamente la idea, no
porque no le gustara, sino porque se negaba a volver a empezar de
nuevo. Bastantes problemas había tenido para decidir en su
momento cuál debía ser la razón por la que todavía estaba atada a
este mundo. Ya había conocido algunos fantasmas que, haciendo
honor a su nombre, vagaban como almas en pena por el mundo
porque no habían sido capaces de cumplir su último deseo a tiempo
o no sabían con exactitud cuál era. Ella se negaba a terminar así.
Dormir a pierna suelta el resto de la eternidad no le parecía muy
entretenido, pero era mejor que una existencia así.
Su hermana pequeña volvió a entrar en la habitación y se sentó
delante del ordenador. Se pasaba el día allí y no había manera de
moverla. Dana sabía que tenía que encontrar la manera de
comunicarse con ella, pero todavía no sabía cómo. Cada vez que
intentaba mover algo para llamar su atención, su hermana lo
achacaba al viento o a una casualidad y continuaba con su vida
como si nada. Tenía que haber heredado el escepticismo y la
practicidad de su madre, la chiquilla, no podían interesarle un poco
más las cuestiones espirituales y paranormales como a su tía Pili.
Afortunadamente, tenía un plan.
«Otra con obsesión por las hierbas, si es que son tal para cual».
Dana observó a su hermana preparando té mientras su novia
echaba un vistazo alrededor. Hacía casi un año que se había
convertido en fantasma y cada vez veía más improbable la
posibilidad de cumplir su último deseo. Pero, curiosamente, la idea
no le disgustaba tanto como el primer día. Y cada vez que veía a
Adaia sonreír le disgustaba un poco menos.
Estaban las dos fantasmas a punto de salir a dar una vuelta para
dejarles un poco de intimidad a la parejita, cuando Dana oyó algo
que la dejó clavada en el sitio:
—¿Esta es tu hermana?
Tenía una foto enmarcada en la mano y se la enseñaba a su
pareja, con semblante curioso.
—¡Sí, esa es Dana!
—Parece muy simpática, me habría gustado conocerla.
—Seguro que os habríais llevado de lujo —le dijo su novia
mientras se acercaba a rodearla con los brazos y darle un beso en
la mejilla. Aunque no pudiesen verla, Dana asintió, ella también
tenía esa sensación.
—¿La echas de menos?
—¡Un montón! Le gustaba armar barullo, pero me cuidaba
mucho y siempre estaba pendiente de mí. A su manera, sé que me
quería muchísimo, aunque nunca lo expresara con palabras.
Dana se quedó helada. No podía ser. Lo había dicho. Lo que
llevaba esperando desde hacía meses. Salió hacia fuera, atónita, sin
creérselo, sin saber qué venía ahora, mientras Adaia la seguía.
Dana se giró hacia ella, mientras unos lagrimones le surcaban las
mejillas.
—Me alegro por ti —dijo Adaia, mientras le agarraba la mano y la
acercaba hacia ella, mirándola con una sonrisa en los labios y
mucha tristeza en los ojos—. Aunque no quiero que te vayas —
añadió mientras con la otra mano le acariciaba suavemente la
mejilla, limpiándole las lágrimas.
—¿Notas algo?
—Sí, noto como un dolor en el estómago. ¿Será que me estoy
yendo ya? ¿Me estaré desintegrando para irme hacia el más allá?
—No sé cómo funciona, la ver-
PRRR
Silencio.
—¿Te acabas de tirar un pedo, so guarra?
—Vaya, pues el dolor no era porque me iba, no.
—¿Pero cómo te puedes haber tirado un pedo si eres un
fantasma?
—¡Y yo que sé! ¡Los nervios! ¡Ya te conté que soy propensa a
ello!
Se miraron y Adaia no pudo aguantar más, le dio un ataque de
risa tan fuerte que se dobló en dos mientras se agarraba el
estómago. Al verla reír tan alegremente, Dana no tuvo tiempo de
sentir vergüenza, simplemente empezó a reírse también. Todo era
demasiado ridículo.
Esperaron unos momentos más, pero no pasó nada: seguía
como siempre, siendo una fantasma llena de vitalidad. Estaba claro
que había deducido mal cuál era su último deseo. Se giró para mirar
a Adaia, a su lado, todavía muerta de la risa. Dana le cogió de la
mano y la atrajo hacia ella. Se acercó y la besó dulcemente en los
labios. Otra vez ese frío cálido. ¿Se iba a acostumbrar algún día a la
emoción que la embargaba cuando lo sentía? Probablemente no.
Pero quizás ser un fantasma para toda la eternidad no iba a ser tan
malo.
María Coma, veinteañera valenciana, debe su interés por la
escritura a los fanfics que leía en clase de estrangis mientras se
sacaba el grado de audiovisuales. Actualmente, está terminando de
cursar un máster en Edición y dedica parte de su tiempo libre a
seguir leyendo fanfics y a escribir alguna de las muchas ideas
originales que le rondan la cabeza. Aunque ha terminado varias
novelas, de momento solo se ha lanzado a publicar Muerte al no rey
en Lektu y a participar con relatos en antologías. Está en Twitter
(@dieatyourside) y en Goodreads (@mariacoma), donde fangirlea
constantemente.
Lo que se oculta en Alberta
María Coma
Aviso de contenido sensible:
sangre, muerte
María Castaños
La diminuta carretera que llevaba a la casa de campo de mis
abuelos no estaba asfaltada. Siempre que pasábamos por allí en
coche, mi hermano reía sin parar mientras yo agarraba como podía
el maletín en el que guardaba mi pintura acrílica y mis pinceles,
tratando de evitar que cayeran al suelo. Mi madre solía lanzarme
una imperceptible sonrisa de disculpa a través del reflejo del espejo
retrovisor. Subía más la comisura izquierda que la derecha y sus
cejas se arqueaban de forma graciosa. Nunca me habían dicho que
mi madre y yo guardáramos parecido, pero siempre que ella me
dedicaba ese gesto yo me encontraba en él. Como si un cristalino
espejo mágico estuviera ofreciéndome la imagen que hallaría en su
reflejo años después, cuando las arrugas hubieran empezado a
surcar mi rostro y el cansancio pudiera vérseme incluso en la
mirada. Supongo que, por miedo a mi propio futuro, yo siempre
apartaba la mirada ante esa sonrisa, sin darle tiempo a mi madre a
abrir la boca.
Ese viaje me sabía a incompleto, como si estuviera a la mitad.
Todavía quedábamos el coche, mi familia y yo, pero nada a mi
alrededor me resultaba tan familiar como debería. La nieve no se
acumulaba a ambos lados de la carretera, el gélido frío no
empañaba los cristales de las ventanas para que yo pudiera hacer
dibujos estúpidos en ellos y mi padre agarraba el volante con
suavidad, no con la familiar tensión que provocaba la posibilidad de
que una repentina ráfaga de viento zarandeara el vehículo.
De cierta manera, me entristecía que ya no quedara ni la más
leve huella del invierno a mi alrededor. Las navidades que había
pasado en aquel pueblo perdido habían sido las que con más cariño
recordaba; y me dejaba más descolocada de lo que me hubiera
gustado admitir que mis botas no fueran a hundirse bajo la nieve o
que ya no pudiera pintar el lago helado de detrás de la casucha de
mis abuelos. Aquel lugar se había quedado una parte de mí, pero,
cuando bajé del coche y fue la cálida brisa de verano la que me dio
la bienvenida, ya no pude encontrarla.
Mi padre reparó en mi silencio antes de que yo misma hubiera
podido decidir si mi decepción era legítima o no. Con una palmadita
en la espalda, que yo sabía que contenía muchas más palabras de
las que se atrevía a decirme, me animó a salir a pintar un rato fuera.
Miré de reojo los cuadros que adornaban las paredes de la diminuta
cocina de la casa, todos hechos por mí. Con un suspiro de
resignación, cogí el caballete y mis demás herramientas de trabajo,
tratando de ignorar lo triste que me ponía que el único blanco que
podría utilizar sería el de las nubes.
Apenas se tardaba un par de minutos en llegar al lago que se
encontraba detrás de la casa. En invierno todo a su alrededor era
nieve, como si un suave manto protector hubiera pasado por
encima, transformándolo en un lugar de ensueño. Sus aguas
permanecían heladas, haciéndolo parecer mucho más grande de lo
que en realidad era. Siendo justos, llamarlo lago era exagerar
bastante. No se trataba de mucho más que una reducida charca,
probablemente poco profunda, aunque nunca había podido
comprobarlo. Era tan pequeña que ni siquiera había podido usarla
para patinar cuando era niña. Sin embargo, ejercía sobre mí algún
tipo de fascinación desconocida. Siempre lo había atribuido a lo
hermoso del paisaje nevado y a la tranquilidad que me embargaba
cuando podía pintar allí, pero me agradó darme cuenta de que,
incluso con el buen tiempo, aquel gusto por el lugar no había
desaparecido. La hierba que lo cubría estaba seca y crujía bajo mis
pies y el agua ya no poseía aquel brillo diáfano que lo embrujaba
durante las estaciones frías. Sin embargo, pocos segundos después
de posar mis cosas en el suelo, aquel sentimiento de atracción y
calma volvió a mí, devolviéndome algo de la familiaridad que tanto
estaba echando de menos.
Sin entretenerme mucho más, empecé a trabajar. De niña solía
empezar pintando el hielo que cubría el agua, pero ahora me había
educado a mí misma en dejar aquello que más me gustaba para el
final. El color verde y amarillo reinaba en el claro y aquella calidez
hizo que una sensación de incomodidad me embargara durante el
rato que tuve que dedicar a pintar los alrededores. Los recuerdos no
dejaban de acudir a mi mente, como obligándome a rechazar la
imagen que tenía ante mis ojos, tildándola de anacrónica. El dolor
de mis manos sin guantes por el frío mientras agarraba el pincel con
fuerza, el peso del enorme abrigo con el que me obligaba a trabajar,
las sombras de los peces que nadaban bajo la capa de hielo del
lago…, todos ellos acudían sin orden ni concierto a mi cabeza,
retrasándome cada vez más en el trabajo.
Con un suspiro de resignación, apoyé los pinceles y la paleta
sobre una roca y busqué distraerme. Me dejé caer sobre la hierba a
las orillas del lago, permitiendo que mi mano se deslizase entre las
aguas y jugase con las pequeñas algas que habitaban en la orilla.
Era la primera vez que me acercaba tanto al agua y podía verla con
detenimiento, y me sorprendió darme cuenta de que se trataba de
una charca mucho más profunda de lo que hubiera podido decir en
un primer momento. Multitud de luces y sombras se entrelazaban
sobre las rocas en su interior, creando un hipnotizante espectáculo
de colores verdiazules. Creía que ya nada podría volver a
fascinarme como el blanco de la nieve sobre lo transparente del
hielo, pero un terrible mareo me recorrió de arriba abajo al darme
cuenta de que no era así. Todavía quedaba algo familiar en aquel
lago. Un color desconocido, de apariencia translúcida que no
recordaba haber visto en ninguna otra ocasión y proveniente de
algún lugar que no era capaz de ubicar. Me observaba desde lo que
debía ser el fondo de la charca. Motivada por un impulso cuyo
origen no supe discernir, estiré el brazo, como tratando de alcanzar
un brillo que ni siquiera sabía si era del todo real.
Antes de que me diera cuenta, todo a mi alrededor sabía a
blanco.
Los ojos me picaban y lo que respiraba ya no era aire, pero al
caer en el fondo del lago me sentí más arropada de lo que aquel
verano artificial del exterior me había permitido. Las algas se
enredaban entre mis tobillos, lamiéndome y jugueteando con mis
zapatos. No creí que fuera posible que el gélido frío del invierno que
tanto añoraba reviviera a mi alrededor en pleno julio. Tampoco fui
capaz de articular palabra cuando el blanco más puro y diáfano que
hubiera visto nunca apareció ante mí, encarnado en los ojos de una
figura que se esforzaba en agarrarme por los hombros y empujarme
hacia lo más hondo de la charca.
Volví a mis sentidos cuando los pulmones ya comenzaban a
dolerme. Las aguas que hasta hacía unos pocos segundos se me
habían antojado un segundo hogar caían ahora sobre mí con todo
su peso, ahogándome aún más a cada segundo que pasaba.
Comencé a patalear, tratando de escapar del encierro de las algas y
de aquellos orbes blancos que amenazaban con llevarme hasta lo
más hondo. Grité burbujas y grité espuma, pero ni tan siquiera yo
misma podía escucharme. Sin embargo, antes de que me diera
cuenta, una descomunal fuerza me agarró y lanzó con violencia a la
superficie.
Tirada de nuevo sobre la seca hierba, boqueé y escupí, tratando
de reprimir las ganas de vomitar. Sentía fuego en los pulmones y el
pelo se me pegaba a la cara, impidiéndome ver con claridad. Traté
de recomponerme y comprender qué había ocurrido, pero, antes de
poder siquiera volver a ponerme en pie, algo semejante a una voz
irrumpió en mis pensamientos.
«Te habría matado con gusto, pero no puedo saltarme las
normas. Dime, ¿prefieres morir o sucumbir a mis tres deseos?»
Desorientada, traté de dirigir la poca vista que me quedaba hacia
las mismas aguas de las que acababa de salir, de donde sentía que
procedía aquel maravilloso sonido que había escuchado en mi
mente. En la orilla del lago, medio tumbada sobre las hierbas y con
medio cuerpo todavía sumergido bajo el agua, se encontraba una
mujer. Su apariencia la hacía rondar mi edad, pero nada en ella
indicaba que fuera una común chica como yo. Sus ojos, de un
blanco fúnebre y con el brillo de la muerte instaurado en las pupilas,
no me perdían de vista. Una lengua larga y puntiaguda lamía sus
labios, acariciando las puntas de aquello que parecían unos
pequeños colmillos. Se relamía mirándome, como esperando el
segundo adecuado en el que hincarme el diente. Sus cabellos
brillaban bajo la luz del sol, dando la sensación de estar hechos de
diminutas y diáfanas gotas de agua, unidas entre sí. Tonta de mí,
que en aquel momento de locura el primer pensamiento que pudo
pasar por mi mente fue el de las locas ganas de plasmarla sobre mi
lienzo que habían nacido en mí.
—¿Deseos? —fui capaz de murmurar. Mi voz sonó ahogada y
ronca por toda el agua que había tragado y ese simple esfuerzo me
hizo toser.
La criatura puso los ojos en blanco. Con un hipnótico movimiento
me indicó que me acerca a ella, como si simplemente estando a su
lado pudiera obtener todas las respuestas que el universo parecía
estarme negando. Sonrió enseñando todos los dientes y, con un
suave movimiento, me mostró una cola de pez, aquella parte de su
cuerpo que llevaba oculta bajo el agua desde el principio. Aquella
especie de sirena había tratado de ahogarme, pero, inmediatamente
después, había sido ella quien me había salvado. Y parecía haber
una buena razón para ello.
«No pareces una humana demasiado espabilada y yo llevo
demasiados años sola como para tener paciencia contigo. Así que
dime, ¿prefieres que te mate ahora mismo o tener una mísera
oportunidad de salvar tu vida?»
—¿Por qué quieres matarme?
La criatura me dedicó una mirada de fastidio y burla, como si no
pudiera terminar de creerse la terrible suerte que había tenido al
toparse conmigo.
«Bueno, te has caído al lago, por lo que me has visto. No puedo
arriesgarme a que vayas por ahí contando cosas sobre mí, así que
te doy dos opciones: puedo matarte aquí y ahora mismo y
ahorrarme todos mis problemas o puedo concederte tres deseos a
cambio de tu silencio. La elección es tuya».
A cada segundo que pasaba me despertaba un poco más y la
neblina que había cubierto mi mente tras haberme casi ahogado
comenzaba a desaparecer. Confundida, le dirigí una mirada
interrogante.
—¿Caerme? ¡Has sido tú la que me ha tirado al agua!
«Mira, niña», respondió la criatura con una mirada seria y sonrisa
crispada. «No tengo tiempo para tus tonterías. Así que o te decides
de una vez o tendré que tomar la decisión por ti y, créeme, no creo
que mi elección vaya a ser tu favorita. Así que deja de hacerme
perder el tiempo».
—Está bien —suspiré, todavía bastante confundida—. No me
interesa hablarle a nadie sobre ti, así que elegiré los tres deseos. —
El ademán de decepción de la criatura ante mis palabras me resultó
más gracioso de lo que debería para mi propio bien, teniendo en
cuenta que su opción predilecta parecía ser matarme—. Y mi
primera petición es que me dejes pintarte.
Tras esas palabras, señalé al caballete con el lienzo y las
pinturas, que todavía me esperaba tal y como yo lo había dejado
antes de caer al agua. La sirena giró sus tétricos ojos blanquecinos
hacia él y su anterior gesto de fastidio comenzó a mudar a uno de
sorpresa. Sacudió su cola sobre la superficie del lago, haciendo que
diminutas gotas de agua se elevaran sobre ella y le mojaran el
rostro y los hombros.
Esperé unos segundos por su contestación, pero, al ver que el
tiempo pasaba y la criatura no parecía tener la intención de decir
nada, me levanté y regresé a mi lienzo. Deseché el cuadro que
había comenzado antes y empecé de nuevo, ignorando los
alrededores en esta ocasión para poder centrarme en ella. Sus
facciones eran finas y delicadas, aunque era imposible ignorar la
fiereza que residía en cada uno de sus movimientos. Sus cabellos
seguían pareciendo una cascada hecha por millones de diminutas
gotas de agua transparentes que caían sobre sus hombros y su
espalda, y su cola de color plateado se movía levemente,
cautivándome y desconcentrándome por cada uno de mis
brochazos.
El sol del mediodía perfilaba su figura, transformándola en una
criatura fantasmal y artificial, reafirmando la imposibilidad de que se
encontrara ante mis ojos. Sus brazos cruzados sobre la hierba, al
borde de la orilla del lago, estaban cubiertos de escamas. Parecían
querer formaban una barrera entre ella y yo, aunque esta barricada
pareció tambalearse con levedad cuando la sirena me miró a los
ojos directamente, con aquella bruma fantasmal nublándolos y un
sol invernal que ya no existía brillando en ellos. En ese momento,
volvió a dirigirme la palabra.
«Tú eras la niña que pintaba aquí cada invierno». Sentenció,
segura de sus palabras.
—Solía venir de pequeña a pintar el lago helado —le concedí,
confusa, dejando mis útiles de pintura a un lado—, pero estoy
bastante segura de que no había ninguna sirena misteriosa en el
fondo.
La criatura dejó escapar un resoplido de impaciencia, como su
nuestros cerebros funcionaran a velocidades completamente
distintas y a mí hubiera algo que se me escapara continuamente.
Probablemente así fuera.
«Porque nunca me habría permitido salir a la superficie sabiendo
que había alguien en el exterior, pero te observaba desde dentro del
agua. Has cambiado mucho».
—Bueno, he crecido —contesté con sencillez. Me había ido
acercando poco a poco a ella, atraída por su enigmática sonrisa e
hipnóticos ademanes.
Cuando ya me encontraba muy cerca de ella, casi a punto de
rozarla, un grito que llamaba por mí me obligó a salir de mi
ensoñación, haciendo que me girara como un resorte hacia la casa
de mis abuelos. Mi padre. Volví a mirar hacia el lago, pero ya no
había rastro de la magia que había encontrado allí.
—Volveré más tarde —grité al vacío, convencida de que aquella
criatura seguía escuchándome—. Todavía me quedan deseos que
reclamar.
Y, tratando de ignorar la sensación de pesadez e inquietud que
se había instalado en mi interior, recogí mis cosas y volví a casa,
sintiendo de nuevo como todo aquello de color blanco que me había
acompañado durante ese breve espacio de tiempo se derretía a mi
alrededor.
No pude volver al lago hasta el día siguiente, pero me permití
pasar la noche investigando sobre la criatura y acabando la pintura.
Así, pude saber que su cola de pez no era la de una especie
cualquiera, sino que correspondía a un salmón, descubrimiento
gracias al cual pude acabar el dibujo con aún más detalles de los
que había planeado en un principio. Los borrones del carboncillo y
los tonos de las pinturas acrílicas no parecían hacerle justicia a la
criatura, por lo que terminé dando por imposible el conseguir que
aquel dibujo que devolviera la misma nívea mirada que la sirena.
A la mañana siguiente, mi madre descubrió el lienzo y,
dirigiéndome una sonrisa interrogante, se mostró interesada en él.
—¿Has pintado una ceasg?
Mis ojos se movieron a la velocidad de la luz hacia ella.
—¿Una qué? ¿Qué es eso?
—Vaya —respondió, confundida—. Esta cola y esta figura…
Estaba convencida de que se trataba una de ellas. Son parecidas a
las sirenas, pertenecen a nuestra mitología, la escocesa. Es una
pena que no prestaras más atención en clase. Se conocen como
Maighdean na tuinne, damas de las olas —añadió, ante mi mirada
de confusión—. Para no tener ni idea de lo que son te ha quedado
sorprendentemente parecida a los retratos…
Con un rápido ademán desinteresado y un par de rápidas
excusas, cogí de nuevo mis útiles de pintura y regresé al lago,
rezando a dioses en los que nunca me había planteado si de verdad
creía que la criatura no se hubiera esfumado como la nieve en
verano. Suspiré con alivio cuando la vi al entrar en el claro del lago,
descansado sobre la superficie, completamente ajena a todo aquello
que ocurría a su alrededor. Abrió uno de sus ojos blanquecinos
cuando me escuchó llegar, pero no hizo ningún esfuerzo más por
dirigirse a mí.
Nada más llegar, me arrodillé sobre la orilla y le mostré el lienzo
que había terminado aquella misma noche. Con curiosidad, la sirena
terminó por acercarse para poder verlo con más detenimiento. Para
mi sorpresa, sonrió y asintió con satisfacción, pero añadió algo que
me dejó completamente desubicada.
«Mis ojos no son de ese color», pareció murmurar en mi mente.
Le dirigí una mirada confusa, pero no volvió a comunicarse
conmigo. Al menos, no sobre ese tema. Simplemente sonrió
levemente, como disculpándose conmigo, levantando más la
comisura izquierda de la boca que la derecha en un gesto tan
humano y tan mío que me dio escalofríos y que aún me persigue
hoy día.
Pasamos el resto del día juntas, yo tirada sobre la hierba y ella
flotando sobre el agua. Ambas formábamos un contraste tan extraño
y desconcertante como el invierno y el verano, como el blanco y el
resto de colores, como la sensación de sentirse en casa con alguien
a quien acabas de conocer. Decir que me estaba enamorando de
una criatura que no existía en mi mundo era tan disparatado e
inocente que no podía ser cierto y, quizás, precisamente por eso
decidí creerlo.
—¿Sabías que en China se dice que las lágrimas de las sirenas
se transforman en perlas?
«Pero yo no soy una sirena», respondió ella, dejándome con
más preguntas que los dos deseos que me quedaban podían
responder y una sensación de pérdida constante resbalando entre
mis dedos.
—Ya he decidido mi segundo deseo —dije de repente, después
de llevar ya varias horas haciéndonos compañía en silencio—.
Quiero saber cómo te llamas.
La criatura rio en mis pensamientos, supongo que
sorprendiéndose de que me afanase en malgastar mis tres deseos
en detalles sin importancia.
«No tengo nombre», contestó con sencillez, aunque me pareció
distinguir un deje de tristeza en aquellas palabras que ni siquiera
podía escuchar. «Siento no poder cumplir tu deseo».
Me giré hacia ella, sosteniendo su mirada sobre mis ojos
oscuros, tan diferentes a los suyos, que a mí me seguían
pareciendo del blanco etéreo que hubiera visto en mi vida, aunque
ella tratase de hacerme ver todo lo contrario. Quizás fue por eso
que, cuando fueron sus labios los que tomaron la iniciativa de
juntarse con los míos, a mí me supieron al blanco de la nieve y de
los helados, al sabor más familiar que hubiera podido probar en todo
lo que llevaba vivido. No creí que mis manos pudieran recordar el
tacto de los pinos nevados ni mis oídos el sonido del crepitar de la
leña en el fuego. Pero, mientras la criatura sin nombre y yo nos
volvíamos, en cierto modo, una misma persona, supe que mi hogar
no lo marcaba la nieve ni el invierno, sino el punto exacto en el que
ella se encontraba.
Pero, tal y como todos los inviernos, ese también terminó, dando
paso a una estación más seca y árida, más llena de momentos
vacíos y con menos ocasiones para que el silencio ocupara espacio.
Mi familia y yo nos íbamos a la mañana siguiente y, cuando corrí al
lago para despedirme y prometer que volvería, la sirena sin nombre
ya me había hecho el favor de desaparecer antes, dejando tras de sí
únicamente una diminuta caja a las orillas de las aguas. La tomé en
mis manos y la abrí con suavidad, topándome con una perla
minúscula, pero de un brillante color nacarado.
—Mi tercer deseo —pronuncié en voz alta, tratando de que las
lágrimas no entorpecieran mi voz—. No has cumplido mi tercer
deseo. Estás obligada a llevarme contigo.
Sin embargo, lo único que obtuve por respuesta fue una leve
ondulación de las aguas, que me aseguraba que la tercera
concesión de mi casi sirena había sido no matarme, aunque no
hubiera reclamado los deseos que debía. Y así me quedé delante
del lago, con la caja que me había regalado entre las manos que
contenía mucho más que una perla por sus sentimientos y con un
frío que no existía calándome los huesos. El tercer deseo más
sincero y blanco que me había podido dar había sido la certeza de
que existía.
Del viaje de vuelta a casa no recuerdo demasiado. La misma
carretera sin asfaltar, el coche dando tumbos por el pavimento, la
risa de mi hermano, yo aferrándome a la caja y dejando que las
pinturas cayeran al suelo. La sonrisa de disculpa de mi madre, la
comisura izquierda más elevada que la derecha en un gesto que ya
no me recordaba ni a mi madre ni a mí, simplemente algo más en lo
que ya nunca podría volver a encontrarme sin pensar en ella.
Elena Crimental (@crimentals en Twitter) es periodista cultural.
Además de tener nombre de dibujito animado, la encuentras en
medios como Canino Magazine y Anait Games. También es una
guionista peleona que busca su propia narrativa de la mano del
colectivo audiovisual Ey, existimos! y una escritora que, aunque
lleva toda la vida dándole a las teclas, por fin empieza a perder el
miedo a compartir sus historias.
Leyendas
Elena Crimental
La orilla está en calma y el silencio reina en el claro. La Xana flota
pensativa en el centro de su lago, con los cabellos ondeando como
un halo y el sol iluminándole el rostro. Su apariencia es tranquila
pero está inquieta. Quizá ese Solsticio se haya dado por vencida. Se
arrepiente de no haberle preguntado su nombre...
Hasta que un tarareo se escucha entre los árboles.
Se zambulle en el agua y, con gracilidad, sale en otro extremo y
se sienta sobre una piedra. Con un gesto, se forma bajo su mano un
pequeño remolino, del que extrae un peine dorado. Comienza a
pasarlo por sus cabellos, como si llevara un buen rato así. Nada en
su postura hace pensar que estuviera esperando algo. Salvo que
sepas reconocer la tensión en sus músculos tan bien como la Bruxa,
quien aumenta el volumen de la tonada en cuanto pone un pie en el
claro. Siempre le ha gustado llamar la atención.
—Cada mañana rechazo el directo y elijo este tren. —Concluye
su canción.
La Xana la mira fugazmente. Quiere hacer ver que acaba de
percatarse de su presencia.
—Comenzamos.
Mientras habla, la Xana convierte el peine en una vara dorada y
se lanza con ella al agua. En cuanto la roza, a su piel le salen
escamas, la vara se funde con su cuello y todas sus extremidades
se alargan hasta adoptar la forma de una enorme serpiente. Con su
nuevo aspecto, se enrosca alrededor de la Bruxa, quien, con una
sonrisa socarrona, espera a que el animal acabe de amoldarse a
ella y la saque del agua. Las gotas le resbalan por el flequillo
mojado y le hacen cosquillas en las mejillas, al igual que el aliento
de la criatura, que se ha acercado a su rostro.
—¿Y bien...? —La voz sale como un siseo.
—La primera historia tiene lugar en una colina, al final de la
civilización, en la que vivía une androide que se había retirado a
estudiar la evolución de las especies afectadas por la Sombra.
—No... —La Xana no lo dirá en voz alta, pero quiere saber qué
ocurre a continuación. La Bruxa le ha hablado otras veces de la
Exploradora, pero nunca de ella como niña—. Sigue.
—Vale, pero me estás espachurrando.
Por culpa de los nervios, la Xana ha ido haciendo cada vez más
fuerte su agarre, hasta que la Bruxa casi se ha quedado sin
respiración. Al oír sus palabras, la suelta inmediatamente.
—¡Joder! —Grita la presa mientras cae de golpe al agua.
El lago es profundo y ahoga los insultos de la Bruxa hacia su
interlocutora, que no piensa disculparse. Llevan tanto tiempo con
esa dinámica de rivalidad que no podría tratarla de otra manera. Ya
ha incumplido todas las líneas rojas que se había puesto a sí
misma, por lo que se esfuerza en, al menos, mantener esa intacta.
Desliza su cuerpo de reptil y se acerca a la Bruxa, que ya está
sentada en la hierba secándose al sol, para que sus colmillos
queden pegados a su cara. Quiere que se sienta insegura, pero
hace al menos seis años que no lo consigue.
—Continúa. —Intenta que suene a orden, aunque le sale casi
como una súplica.
—Solo si te quedas callada. —La Xana le sostiene la mirada. No
responde—. En fin, por dónde iba... Ah, sí. La niña recibe el regalo
con asombro. No esperaba que, de sus dos padres, fuese él quien
guardase un secreto. Parecía siempre tan alegre y despreocupado,
que se le antojaba imposible que llevase tanto tiempo ocultando la
verdad. Ahora tiene aquel USB entre sus manos, el diario de sus
antepasados, la historia escrita del puño y tecla de sus ancestros.
Sobrevivió a la Catarsis gracias a que pudieron ocultarlo de los
androides. Cuando Papá le dio el diario, sabía lo que ocurriría.
Quizá Padre nunca se lo perdone, pero era su deber. Sin embargo,
él también lo entiende. Los dos lloran y se despiden de su hija, que
debe seguir su rumbo para hacer lo que ellos siempre esperaron:
encontrar su lugar en ese mundo que han creado entre todes.
»De esta manera, la niña abandona su aldea y se aleja mucho
más de lo que hubiese hecho antes. Camina por lugares tragados
por la maleza, visita civilizaciones dormidas y busca a aquella
persona o androide capaz de descifrar esa terminación de archivo
que ella no entiende. Cruza lagos y mares, atraviesa montañas y
visita los bosques más recónditos. Aquí y allá hay trazos de lo que
una vez fue. Fotografías de vidas pasadas, libros ocultos y multitud
de aparatos que no tienen cabida en ese nuevo mundo. Recolecta
aquellos objetos que más le llaman la atención. No sabe bien el
motivo, pero algo la empuja a recogerlos. Quizá el impulso de
conocer, de preservar.
»Cada vez que se encuentra con un androide que forma parte
del Sistema, le pide que les haga llegar un mensaje a sus padres.
Así, siempre sabrán que están bien, aunque a cambio apenas reciba
información sobre ellos. Con los años, la niña deja de serlo. Su
cuerpo es más fuerte que nunca y su alma arde en deseos de
alcanzar su objetivo. La juventud fluye como un torrente por sus
venas y eso hace que se mueva veloz. De aldea en aldea, va
recopilando toda la información que puede hasta que, un día, llega
al centro de la urbe que le habían indicado como la clave de sus
preguntas. Atraviesa ruinas y grandes construcciones de hojas,
madera y ladrillo hasta que llega al lugar donde vive la Lectora. Pero
la Lectora no es como imagina. Donde esperaba encontrar una
androide, solo hay una enorme pantalla plana, una pequeña torre
del tamaño de un puño y multitud de piezas conectadas. Parecen
provenir de diferentes épocas y le dan un aspecto a aquella
conciencia de ser a la vez un ser antiguo y algo improbable que no
debería existir. Lo peor es que la Lectora no habla. Es decir, tiene
voz. Una voz extraña e irreal, que suena como un androide con
fallos de programación, con la que pronuncia palabras. De vez en
cuando suelta conceptos que nadie entiende y, de todas formas, es
difícil conseguir que responda algo coherente a lo que se le ha
preguntado.
»La Mujer, tras haber dejado atrás a la niña, decide que ha
llegado el momento de parar y de utilizar todo aquello que ha
recogido para dar con la respuesta. Porque, si alguien o algo tiene la
clave, esa es la Lectora. Sin embargo, sus planes de permanecer
allí hasta encontrar cómo leer los diarios se ven afectados por lo
inevitable. No es solo que la Lectora sea difícil de comprender y que
utilizarla le lleve una gran cantidad de tiempo, es que hacía tanto
que no pasaba meses en un mismo lugar, que ya se había olvidado
de lo que se siente al formar parte de algo. De esta forma, nacen las
raíces y se afianzan en esas tierras lejanas. Abandonar el lugar
sigue siendo su objetivo, pero a ratos casi parece algo inalcanzable
e, incluso, secundario. Eso se debe también a la presencia de Él, el
cuidador de la Lectora, un androide brillante que lleva unos años
trabajando en aquella ciudad. Sus mentes conectan bien y el vínculo
se hace cada vez más estrecho, hasta que llega un punto en el que
uno no puede imaginar una vida sin el otro. No es que todo en la
urbe sea apacible, pero con Él es más sencillo.
»Por desgracia, la felicidad no dura para siempre, y esa voz de
su interior un día vuelve a resonar con fuerza. Después de años de
trabajo y esfuerzo, la Lectora consigue interpretar de manera eficaz
aquellas terminaciones, haciendo visibles los documentos que
contienen. Por fin sabe a dónde tiene que ir. Él no la puede seguir,
ya que es algo que debe hacer sola. Y, así, la Mujer emprende un
viaje que sería el último.
—¿A dónde fue? —Aunque las primeras palabras comienzan
como un siseo, las últimas adoptan su timbre cantarín habitual. Poco
a poco ha vuelto a su forma habitual, aquella con la que la conoce la
Bruxa. En apariencia apenas ha cambiado en todos esos años,
salvo por las señales que esconden su cuerpo. La piel morena que
se torna pálida, los ojos cansados, el cuerpo más menudo. De
hecho, allí parada, flotando de pie en el agua, parece más pequeña
que nunca.
—Nunca lo dijo.