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Identidades Fluidas en La Época Pospolitica

Alejandra Sande Belmonte

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Identidades

fluidas en la época
postpolítica

Alejandra Sande Belmonte


2

Índice

1 – Introducción......................................................................................... 3

2 – La identidad, las identidades.............................................................. 6

3 – El contexto: la cultura, la estética, la contemporaneidad................ 12

4 - La violencia y lo sagrado .................................................................... 22

5 – La postpolítica...................................................................................... 34

6 – Conclusión............................................................................................ 37

7 – Anexo I: lo sagrado contemporáneo.................................................. 40

7 – Declaración de autoría........................................................................ 43

8 – Bibliografía.......................................................................................... 44
3

1 – Introducción.

El presente trabajo tiene como objetivo la realización de un análisis de los


fenómenos identitarios y políticos de la actualidad a través de numerosos textos
pertenecientes a autores de la talla de Z. Bauman, S. Zizek, R. Girard y T. Eagleton,
incluyendo asimismo a otros cuyos discursos se han desvelado como fuentes
merecedoras de un examen tanto detallado como necesario para la completud del
estudio que aquí se llevará a cabo. La elección del tema, basada principalmente en los
requerimientos de la contemporaneidad, emerge de las crisis económicas, sociales,
políticas y migratorias – tal vez, incluso, ideológicas – presentes en los Estados-nación
de esta era. Las cuestiones pertinentes a tal ámbito no son novedosas, pues son
numerosos los académicos que han, y continúan, derramando ríos de tinta sobre las
problemáticas del mundo globalizado. Mas la insistencia es forzosa, pues mientras
persistan los fenómenos dignos de investigación, no llegará a secarse el caudal dentro
del cual se pretende profundizar con este ensayo. Será una vez alcanzada la
desembocadura que se abrirá, sobre el océano de lo humano, el kairós como tiempo
oportuno y de esperanza en donde podrán plantearse proyectos capaces, en última
instancia, de hallar soluciones razonables a los dilemas del presente.
Encuadradas en el marco de los procesos globalizadores y capitalistas, identidad
y política se entrelazan en la formación de una arquitectónica desesperada a la par que,
centradas en la idolatría del dinero, las instituciones gubernamentales cuya labor debía
ser la manutención y mejora del estado de bienestar bailan junto al Mefistófeles de
Gounod, cantando al becerro de oro:

Le veau d’or est vainqueur des Dieux!


Dans sa gloire dérisoire
Le monstre abject insulte aux cieux!
Il contemple, ô race étrange!
A ses pieds le genre humain [...]
4

En las sociedades de hoy, consideradas como las más avanzadas de la historia de


la humanidad, perviven todavía los grandes males del pasado. La injusticia, la
desigualdad, el creciente abismo entre ricos y pobres, la discriminación racial, de
género, religiosa o ideológica, además de infinitud de estereotipos, castran el desarrollo
y crecimiento de los individuos, limitando sus posibilidades mediante el establecimiento
de límites infranqueables para los menos favorecidos. La identidad que debía ser la
sólida roca de hombres y mujeres en su paso a través del ojo del huracán se torna fluida,
sus límites, porosos. Es la angustia existencial de un “yo” generalizado, perteneciente a
un hombre-masa que no solamente no sabe quién es, sino que no le interesa saberlo.
Engullido en el torrente de imágenes de los medios audiovisuales, los smartphone y las
redes sociales, la presión por el ideal en boga del momento se exhibe mediante actitudes
pasivas, compuestas de likes y shares gracias a los cuales se salvan infantes africanos
desnutridos, animales abandonados y se combate la violencia doméstica. El extremo
opuesto, también de notable presencia, lo ocupan fanáticos del fitness, vegetarianos y
demás subculturas engendradas en las profundidades de la red.

Cuando lo político entró en la vida cotidiana de las gentes de a pié – tal vez con
los inicios de la democracia liberal tras las guerras mundiales 1 – no resultó en un
aumento de responsable participación ciudadana y un creciente cosmopolitismo, sino
que, como muestran a diario periódicos y reportajes televisivos, los viejos
nacionalismos y prejuicios continúan engranados en el tejido social. Tras lo que parece
ser el comienzo del fin de una Europa unida, o sea, la destrucción del estado de
bienestar y de un proyecto común entre los diversos pueblos, corresponde reflexionar
sobre lo que ha acaecido. No faltan los exámenes atentos de académicos de toda rama,
ni experiencias a partir de las cuales poder afirmar que no se sabía hacer mejor las
cosas. A pesar de ello, el capital ha irrumpido en cada Estado, tomando posesión del
centro de comando – o quizás se lo hayan permitido – con promesas vacías de
prosperidad mutua que todos advertían poseían una falsedad tal que podían compararse

1 ¿Alguna vez han sido las democracias realmente democráticas? Dejando de lado la pureza de
impulsos políticos que las establecieron, es dudoso que el algún momento el espíritu igualitario de este
sistema se haya realizado, desde el principio de igualdad de los votos hasta la efectiva apliación de la
voluntad ciudadana tras el periodo electoral.
5

con cualquier programa político. Pulverizando los sólidos cimientos sociales


construidos sobre los contratos indefinidos, los salarios dignos y las circunstancias
adecuadas para la elaboración de una identidad sólida y estable, la flotabilidad
internacional de las industrias no conduce sino al reclamo de las vidas de sus siervos,
forzándoles – por desesperación – a vender su tiempo y salud a cambio de míseros
estipendios que les permitan tener un techo bajo el que dormir y algo que llevarse a la
boca.
La identidad y las identidades, fluidas y porosas, máscaras en sempiterna
mudanza; lo postpolítico, ideológico hasta cerrar el círculo, que se transforma en no-
ideología. De Europa y el Occidente hacia el resto del mundo, repensando, analizando
las tesis de los grandes autores, oteando desde hombros de gigantes. A partir de aquí se
da inicio al ensayo, comenzando, como es natural, por el principio. De la identidad al
sujeto, del sujeto al contexto, del contexto a la superestructura y, de ésta, a las
perspectivas del futuro. ¿Qué se puede conocer? ¿Qué se debe hacer? ¿Qué cabe
esperar? Las fundamentales preguntas kantianas convergen inevitablemente en la
incógnita de la naturaleza humana. La naturaleza, la cultura, lo sagrado, el arte, la
política... éstas y muchas otras son las dimensiones de la experiencia de hombres y
mujeres, de seres-ahí, arrojados en el mundo. Todas ellas se encuentran unidas entre sí,
conformando el tapiz de la historia universal de las gentes que han poblado la tierra;
serán examinadas, algunas abandonándose a causa de la multiplicidad de campos que
debieran tratarse para tan ambicioso proyecto. Mas el objetivo final de este texto es la
composición de un ensayo, de una red de enunciados, conectados entre ellos de tal
manera que su orden y consideración posibilite la aparición de una mayor comprensión,
incitando nuevas ideas sobre la identidad y sus circunstancias políticas, apremiando la
búsqueda de soluciones razonables y equitativas a los problemas a los que se enfrenta la
contemporaneidad. No se tratará de elaborar un volumen universal de estudios
comparativos, sino de adentrarse de forma introductoria en parte de la compleja
situación de los individuos en la actualidad a través de su situación identitaria dentro de
un contexto postpolítico.
6

2 – La identidad, las identidades.

La identidad en C. Taylor y K.A. Appiah.


La identidad, ese noúmeno misterioso cuya representación fenoménica parece
desvelarse ante la humanidad como de naturaleza extremadamente fluida y mutable, se
le presenta al filósofo canadiense Charles Taylor en la forma de una hermenéutica
última del sujeto a través de la cual tanto sus atributos esenciales como dialógicos
confluyen en el ojo. Éste, al más puro estilo de Merleau-Ponty, recibe el impacto del
mundo, convirtiéndose en el espejo donde se refleja el universo:“la identidad [...] ésta
designa algo equivalente a la interpretación que hace una persona de quién es y de sus
características como ser humano. La tesis es que nuestra identidad se moldea en parte
por el reconocimiento de otros, y así, un individuo o un grupo de personas pueden
sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo
rodean le muestran, como reflejo, un cuadro humano limitativo, o degradante, o
despreciable de sí mismo” [Taylor, 2009: 53-4]. Partiendo de la identidad como
interpretación tanto de uno mismo como de la realizada por parte de otros, ésta se
encuentra sometida a un constante proceso de fabricación y reelaboración a través del
cual se presenta como substancia esencial, heterogénea e influenciable por juicios
propios y ajenos. El concepto, sin embargo, aparenta encarnar un nivel de carácter
holístico, en palabras de Taylor “algo equivalente a”, de tal manera que la identidad
contiene en sí misma a la totalidad del sujeto, más allá de toda hermenéutica, en
superación de la presentación del fenómeno ante el ojo. Aquélla se compone por lo que
realmente se es, por el ente-en-sí, es decir, por el noúmeno, misterioso e incognoscible,
de la propia individualidad.
En el polo apuesto se encuentra lo universal humano que, junto los atributos de
la singularidad, hila el tejido último de la identidad a la par que las circunstancias y el
ámbito social se encargan de otorgar una perspectiva diversa de un individuo concreto.
Deformándolos, la exterioridad del mundo sencillamente sucede sobre hombres y
mujeres, marcando en la maleable arcilla de su exclusiva naturaleza signos
incomprensibles cuya profundidad y duración dependen tanto de la acción sobre el
sujeto como de la reacción de éste. La degradación de la propia estima, sin embargo, no
7

es ocasionada únicamente por los acontecimientos, sino que es la misma entidad quien,
en ocasiones, se suprime a sí misma, menospreciándose y humillándose mediante las
inalcanzables exigencias del superego freudiano. Este carácter escindido del ser humano
es el origen profundo de toda máscara y fluidez, así como el manantial de donde surgen
las angustias y los miedos que pueblan la experiencia de la existencia como ser-ahí,
arrojado en un mundo que, por lo libre, resulta extraño.

Exteriormente, el daño sufrido en el estrato de la identidad se produce a través


de los más variopintos estereotipos, cuyo rango va desde la raza hasta la pertenencia a
una minoría étnica, así como de los resultantes intentos de numerosos Estados-nación
para llevar a cabo políticas de la identidad capaces de fomentar la igualdad entre las
diferentes comunidades que lo componen. Basando sus criterios en el modelo de lo
auténtico, éstas se encuentran estrictamente reguladas según pautas objetivas de
reconocimiento que posibilitan la demarcación – física y/o legal – de grupos
minoritarios2. Las políticas de este tipo, sin embargo, se convierten rápidamente en un
arma de doble filo, pues la categorización dentro de unos parámetros dados coarta la
libertad individual. Quienes se hallan protegidos por este tipo de regulaciones
institucionales se encuentran en numerosas ocasiones con que sus comportamientos se
ven restringidos y oprimidos a causa de los estereotipos circundantes a su condición.
“Las identidades colectivas numerosas que piden reconocimiento tienen nociones de
cómo se comporta una persona propia de esas clases [...] Estas nociones proporcionan
normas o modelos poco precisos, que juegan un papel en la formación de los planes de
vida de aquéllos quienes hacen estas identidades colectivas centrales para sus
identidades individuales” [Appiah, 2009: 227]. Ahora bien, las tesis sobre la identidad
de Taylor se basan sobre el ideal de autenticidad que toma de Herder, afirmando – en el
contexto de las identidades individuales – que cada persona posee algo que le es propio,
único e indestructible; dígase un alma en cuyo interior reside la más verdadera y
2 Un ejemplo serían las políticas de demarcación terriorital de las comunidades indígenas de Brasil, que
requieren estudios antropológicos e históricos para determinar el derecho al uso exclusivo de la tierra
– es decir, para garantizar la autenticidad del reclamo: “de acordo com o Decreto nº 1.775/96, é
responsabilidade da Funai realizar os estudos multidisciplinares – de natureza etno-histórica,
ambiental, cartográfica e fundiária – necessários à identificação dos limites das terras indígenas,
assegurando a participação do poder público e o direito ao contraditório dos interessados, nos
termos das normativas vigentes” [FUNAI].
8

auténtica yoidad del sujeto. En contraposición, a la posición del autor canadiense,


Appiah responde afirmando – también junto a Herder – que “actualmente en muchos
lugares es probable que la identidad individual, cuya supuesta autenticidad pide a
gritos reconocimiento, tenga lo que Herder habría considerado una identidad nacional
como componente de su dimensión colectiva” [Appiah, 2009: 218]. Por ello realiza una
crítica del esencialismo filosófico, del cual se sigue la existencia de un yo auténtico y,
valga la redundancia, esencial al individuo dado que el efecto de las instituciones sobre
el sujeto son capaces de – mediante sus políticas de la identidad – “transformar las
identidades en cuyo favor aparentemente lucha. Entre la política del reconocimiento y
la política de la coacción, no hay una línea clara” [Appiah, 2009: 231]. Efectivamente,
a pesar de que la identidad posea un carácter dialógico, su constitución fluida no permite
realizar una separación neta entre ese núcleo interno y el segundo nivel social a través
de los cuales ésta se compone. Determinar si los rasgos básicos de la personalidad
pueden ser cambiados de forma radical es tarea de la psicología y la neurociencia; los
gobiernos parecen, sin embargo, considerar esta posibilidad perfectamente factible,
hecho del que dan cuenta desde las campañas electorales hasta los programas de
integración y rehabilitación social. Respecto a la filosofía, que es el ámbito que aquí
atañe, la perspectiva de Taylor debe acompañarse y nutrirse de las de muchos otros,
posibilitando la formación de una posición holística del fenómeno identitario a partir de
un examen inter- e intradisciplinar, como pueden ser las aportaciones de Bauman y
Appiah.
Como enuncia este último autor ganés, los esfuerzos gubernamentales de
reconocimiento de la pluralidad poseen como doble monstruoso la coacción, que no
solamente encadena a diversas comunidades a comportamientos determinados sino que,
además, corren siempre el riesgo de acabar en un proceso homogeneizador de talante
nacionalista. Dado que donde uno vive es parte importante de su identidad individual,
mantener el equilibrio entre la tríada del reconocimiento, la integración y el sentimiento
de pertenencia al grupo resulta una labor de gran complejidad y finura tanto a nivel
teórico como práctico. Una posible solución se encuentra en Rockefeller, quien afirma
podría consistir en que “la política y la ética de la identidad igualitaria deben
profundizarse y ampliarse de modo que se entienda que el respeto al individuo no sólo
9

implica respeto al potencial humano universal que hay en cada persona, sino también
en el respeto al valor intrínseco de las diferentes formas culturales a través de las
cuales cada individuo actualiza su humanidad y expresa su personalidad única”
[Rockefeller, 2009: 131-2]. La dignidad humana no debe ser respetada únicamente a
través de la consideración respecto del individuo, sino también mediante la apreciación
de las diversas cosmovisiones producidas por los pueblos. Especialmente en la
contemporaneidad, en donde los criterios de la vida buena son más numerosos y
dispares que nunca, aquél debe extenderse a los modos de vida mientras éstos no caigan
dentro del ámbito de la barbarie. Es mediante el estudio de tales análisis relativos a los
fenómenos relacionados con la identidad que, en última instancia, las propuestas de
Taylor aparentan caer en un cierto favoritismo hacia políticas y esquemas favorables a
un cierto independentismo, al menos lingüístico y cultural, del Quebec canadiense. El
respeto por la dignidad de otras culturas es una de las grandes carencias de su teoría del
reconocimiento: “una vez examinada, encontraremos algo de valor en la cultura C, o
no lo encontraremos; pero exigir que lo hagamos no tiene más sentido que exigir que
declaremos que la Tierra es redonda o plana” [Taylor, 2009: 110-1]; de tal manera que
se sitúa en un marcado etnocentrismo desde el cual intenta defender un
multiculturalismo que, sin lugar a dudas, resultará en un proyecto fallido a causa de la
niebla étnico-nacionalista, invisible ante sus ojos, que le enturbia la mirada en
detrimento de los grandes valores de la humanidad. Las identidades individuales – a las
que considera más valiosas unas que otras – se verán afectadas por estos prejuicios,
imposibilitando toda comunicación intercultural y situando la yoidad del Otro por
debajo de la propia.

Bauman y la identidad fluida.


A diferencia de Taylor, Bauman considera las características de valores
presentes en su definición identitaria como pertenecientes a un fenómeno mundial y
globalizante, de tal manera que los estereotipos negativos atribuidos a las diferentes
culturas no se encuentran tan presentes en su teoría. Siguiendo el principio de igualdad
absoluta de la muerte, la totalidad de los individuos atrapados bajo el fluido manto del
capital sufren el fatal destino de la incertidumbre y angustia, ambas nacidas del déficit
10

narrativo de la vida. Según el sociólogo polaco, “la [sic] identidades humanas - sus
imágenes de sí mismas - se dividen en colecciones de instantáneas, cada una de las
cuales tiene que evocar, portar y expresar su propio significado, la mayoría de las
veces sin referencia a las demás instantáneas. En lugar de construir uno su identidad
gradual y pacientemente, como construye una casa [...] uno experimenta con unas
formas reunidas instantáneamente, pero desmanteladas con facilidad, pintadas unas
encima de otras; es una verdadera identidad de palimpsesto. Es el tipo de identidad que
se adapta a un mundo en el cual el arte de olvidar es un activo no menos importante, si
no más, que el arte de memorizar; en el cual olvidar, más que aprender, es la condición
de la adaptación continua” [Bauman, 2001: 103]. Lo que con Taylor era una realidad
dialógica, se multiplica y acrecienta con las tesis de Bauman hasta la infinitud;
presentando a ese fenómeno que es la identidad como una sustancia extremamente
fluida, ésta se desvela compuesta de una miríada de sucesos y experiencias en
transmutación continua. El núcleo de yoidad en donde confluyen las sucesivas
representaciones del sujeto se torna hético, hecho figura únicamente a través de las
máscaras en boga cuyo desfile evoca a las sombras de la caverna platónica. Separados
unos de otros, los momentos de la vida pierden su habilidad narrativa, realizando, al
igual que en el collage, un fondo oculto tras las capas de acontecimientos que se
superponen aleatoriamente.

Siguiendo como criterio las espontáneas demandas de la moda, la identidad recae


en el ámbito del progreso sin fin y la obsolescencia programada. Al igual que las
tendencias materiales del momento se reemplazan constantemente con nuevas
invenciones, los ahora anticuados objetos – y actitudes – finalizan su recorrido vital en
los vertederos de los países menos desarrollados. Entregados a la esfera de lo impuro, lo
que hasta ayer era utilizado cotidianamente se torna basura, residiendo por la eternidad
en el olvido excepto por el cómico y casual recuerdo de su primitiva antigüedad.
Asimismo, lejos de aplicar el reciclaje, los útiles del pasado son sustituidos por
herramientas similares cuyo papel es, si no el mismo, exponencialmente más ambiguo,
dejando en manos del agente toda responsabilidad y posibilidad de uso. “Quizá en vez
de hablar de identidades, heredadas o adquiridas, iría más acorde con las realidades
11

de un mundo globalizador hablar de identificación, una actividad interminable,


siempre incompleta, inacabada y abierta en la cual participamos todos, por necesidad
o por elección” [Bauman, 2001: 175]. No es, por tanto, la identidad quien se renueva
incesantemente a lo largo del tiempo vital del individuo; en cambio, esta recolocación
perpetua del yo parece realizarse a través de los procesos de identificación los cuales,
más que modificar la esencia íntima del sujeto, la reinterpretan. Adornándola con los
accesorios más chic del momento, es este fenómeno quien constituye la inconclusa labor
hermenéutica.

El procedimiento de identificación se desvela como el manto acuoso y fluido que


envuelve el corazón de hombres y mujeres, otorgando las más diversas apariencias a
cada ser humano. De carácter extremadamente poroso, esta membrana protege al alma
postmoderna de los males de la globalización capitalista, erigiendo defensas ante la
inherente falta de Sentido de la vida contemporánea: “el diagnóstico de Janet, en
opinión de Eherenberg, ha adquirido ahora su plena importancia […] No es la presión
abrumadora de un ideal a cuya altura no puede estar lo que atormenta a los hombres y
mujeres contemporáneos, sino la falta de ideales” [Bauman, 2001: 56]. La búsqueda de
objetivos fijos y perdurables capaces de orientar y guiar la jornada a través de la vida
contemporánea constituye la angustia última de los ciudadanos. Atrapados por los
principios liberales, su excesiva libertad se invierte, oprimiéndoles y humillándoles ante
su incapacidad de decidir qué hacer con sus propios relatos. Así han surgido los ninis y
tantos otros, hombres-masa recluidos en el bastión último de la aceptación de la propia
ignorancia. Enorgullecidos de ella, no les cabe si no esperar por los coaches de la
excelencia, esas minorías orteguianas mesiánicas que están por llegar. O quizás el
auténtico profeta resultará ser el superhombre, quien se alzará contra la falta de sentido
en su papel de niño lleno de esperanza, exponiendo las insospechadas tramas de las
instituciones y el mercado a la par que posibilita el nacimiento de una nueva modalidad
identitaria. La ardua tarea del progreso infinito de la modernidad, con todo el peso de
sus consecuencias de destrucción perenne, podría estar llegando a su fin en la
actualidad: “parece que hay una auténtica oportunidad de emancipación en esa
situación posmoderna nuestra [...] poner fin a la labor “desincrustadora” de la
12

modernidad centrándonos en el derecho a elegir la propia identidad como única


universalidad del ciudadano/ser humano, en la responsabilidad individual fundamental
e inalienable de la elección, y desenmascarando y poniendo al descubierto los
complejos mecanismos, dirigidos por el estado o por la tribu, encaminados a despojar
al individuo de esa libertad de elección y de esa responsabilidad” [Bauman, 2001: 110].
La contemporaneidad se presenta como kairós, como tiempo oportuno para la liberación
de las masas y el nacimiento de la excelencia dentro del ser humano. Invirtiendo el
pensamiento moderno, es hora de reclamar el derecho a la verdadera elección de la
identidad como proceso de identificación. Contra la alienación y la angustia de las
inseguridades, es en la actualidad donde, más que nunca, sobrevive la esperanza no de
un comienzo nuevo – ello es labor del progreso moderno – sino de un pasar de página,
revisando el pasado, en palabras de U. Eco, con ironía pero sin ingenuidad. Lo que le
cabe al ser humano es la investigación, el sapere aude, la mayoría de edad que posibilita
la construcción de una hermenéutica propia que parta de la esencia existente de yoidad
para dar lugar a la phúsis en su sentido primigenio de crecimiento. De la naturaleza
hacia lo mejor de uno mismo, por y para uno mismo.

Dentro del Estado-nación y del ámbito cultural los sujetos se encuentran


enmarcados en la arquitectónica de una era que ha expandido la política a esferas
inicialmente ajenas a ella, mientras que ha forzado su vaciamiento en otras. Lo único
que les queda es la recuperación de sí mismos, de sus identidades e interpretaciones; el
camino a seguir se aleja inevitablemente de la modernidad y sus valores del progreso
indefinido para adentrarse en la compleja penumbra de una época postmoderna
caracterizada por una metodología postpolítica. En la lucha por el descubrimiento de
una sólida roca a la que aferrarse en medio de las turbulencias creadas a causa de la
fluidez de un mundo globalizado, la identidad, junto con sus diversos niveles de
identificación, se traslada desde el espacio cultural al terreno de la política, dando lugar
con ello a nuevos conflictos y problemáticas. De entre todas ellas, la cultura se erige
como rompecabezas de académicos e intelectuales; atmósfera mutable como ninguna,
sus acepciones no solamente han sido ampliadas, sino que ésta ha resultado divida entre
las artes y la misma política.
13

3 – El contexto: la cultura, la estética, la contemporaneidad.

Eagleton: la Cultura, las culturas.


T. Eagleton se aproxima a la idea de cultura a través de una perspectiva holística
capaz de combinar a esta primera con el concepto de naturaleza, de tal manera que la
cultura se presenta como una cuestión de superación y autorrealización, es decir, un
mejoramiento continuado del sujeto llevado a cabo a través de la totalidad de ámbitos
encuadrados dentro del marco cultural. Éste último no puede sino realizarse únicamente
gracias a esa institución que es el Estado, cuya organización permite el desarrollo
efectivo de las diversas culturas gracias al espacio público, área inherente a los
gobiernos contemporáneos. Situado dentro de este contexto, una de las líneas de
pensamiento más boyantes de la actualidad, el postmodernismo, será criticado por sus
perspectivas desequilibradas respecto al respeto y la tolerancia de diferentes grupos
étnicos: “para el posmodernismo […] las formas totales de vida son dignas de alabanza
cuando corresponden a las de grupos disidentes o minoritarios, pero han de castigarse
cuando pertenecen a mayorías” [Eagleton, 2000: 30]. Como bien apunta el autor más
adelante, el pluralismo se encuentra en una situación similar, pues inserto en su énfasis
diferenciador se le escapa el hecho de que todas las culturas sobre la faz de la Tierra son
hibridaciones, mezclas indiferenciadas de miles y miles años de recombinación entre
múltiples grupos. Ya desde su origen en África, la humanidad se ha extendido por el
mundo dando lugar a la aparición de modos de vida y cosmovisiones (Weltanchauung)
tan dispares entre ellos como universales en sus principios. Este abanico de
oportunidades constituye la parte más esencial de la cultura, pues ésta “no es una vana
fantasía de plenitud, sino un conjunto de posibilidades gestadas por la historia que
operan subversivamente dentro de ella” [Eagleton, 2000: 41]. Son los individuos
quienes, dotados de dignidad, nombre y rostro, edifican las bases de la civilización y la
Cultura mediante sus elecciones privadas y comunitarias. El nacimiento y avance de la
historia universal va de la mano con el recorrido de la humanidad, pues la primera es tan
solo un artefacto creado por la segunda como medio de ordenación del mundo.
Postmodernismo, estética y antropología se encuentran en la coyuntura de la
contemporaneidad dentro de la denominada cultura capitalista de consumo reforzada
14

por los medios de comunicación: “en el mundo posmoderno, la cultura y la vida social
también están estrechamente unidas, pero ahora a través de la estética de los productos
de mercado, la política como espectáculo, el estilo de vida consumista, la influencia de
la imagen y la integración definitiva de la cultura en la producción global del mercado.
La estética, que nació como un término aplicado a la experiencia perceptiva cotidiana
y sólo después se volvió un término especializado para las artes, cierra así el círculo y
celebra su origen mundano, igual que los dos sentidos de la cultura - las artes y la vida
común - se funden en el estilo, la moda, la publicidad, los medios de comunicación y
cosas parecidas” [Eagleton, 2000: 51]. La procedencia mundana de la estética se
renueva en el apogeo de la imagen, en su retorno a lo cotidiano, a la vida diaria ¿acaso
no era este el objetivo de la Vanguardia? Tal vez ésta no halla realmente fracasado en la
consecución de su meta, pero sí en sus ideales. El arte ha vuelto a la vida popular pero
lo ha hecho de manera estrepitosa como arma del marketing de los productos, sostén de
lo superficial, del consumo desenfrenado y de políticos dispuestos a vender su alma a
los programas del corazón para ganar la estima de las masas. La única diferencia entre
el arte de hoy y el sueño vanguardista es la falta de enriquecimiento: la sobredosis de
imágenes presente en el día a día no enriquece a nada ni a nadie. “La cultura, entendida
como las artes, era tan importante por eso, porque producía esos valores en un formato
fácilmente transferible. Al leer, contemplar o escuchar una obra, dejábamos en
suspenso nuestros egos empíricos, con todas sus contingencias sociales, sexuales y
étnicas, y de esa forma nos convertíamos en sujetos universales” [Eagleton, 2000: 64].
La cultura como arte ha muerto, pues se ha convertido en la mayor elevación del
narcisismo, basta entrar en cualquier red social para obtener la evidencia empírica al
respecto. El desmesurado amor por el fitness se refleja en cuerpos musculados cubiertos
de filtros que desesperadamente intentan reflejar una condición ideal para la nueva
estética del momento. No se trata ya de mejora personal, sino de probar al mundo que se
ha ido al gimnasio mediante el #selfie correspondiente.
¿Qué ha sucedido con la cultura? ¿A dónde ha ido? El cambio fundamental parece
haber ocurrido en 1964 cuando “la palabra “cultura” ha girado sobre su propio eje y
ha empezado a significar prácticamente lo contrario. Ahora significa la afirmación de
identidades específicas – nacionales, sexuales, étnicas, regionales – en vez de su
15

superación. Como todas esas identidades se consideran a sí mismas reprimidas, lo que


en un tiempo se concibió como un ámbito de consenso ahora se ve transformado en un
campo de batalla […] ha pasado de ser parte de la solución a ser parte del problema.
Ya no es un instrumento para resolver la lucha política ni una dimensión más elevada o
profunda en la que nos podemos reconocer como semejantes, sino que es parte del
propio léxico del conflicto político” [Eagleton, 2000: 64]. La politización de la cultura la
ha alejado del fecundo terreno de las artes para convertirla en arma de dominación
social; contra las tendencias pluralistas de la globalización capitalista, los estados
insisten en la segregación de las gentes, estableciendo barreras invisibles cuya única
función es obstaculizar la comunicación de los diferentes grupos étnicos, raciales y
culturales. A través de constructos sociales como pueden ser el género, la raza y, hasta
cierto punto, la etnia, el mundo continúa escindido entre “nosotros” y “ellos”,
categorizando casi aleatoriamente a los individuos con el único objetivo de enfrentarlos.
La cultura ha sido transmutada en elemento diferenciador cuando su teleología primera
era la de unir a la humanidad con las artes como medio conductor capaz de transportar
al yo al universal, diluyéndolo en la conjunto de los grandes valores. Es la educación
estética del hombre propuesta por Schiller quien, en última instancia, devino víctima
propiciatoria del capital; tal cual un homicidio ritual, la cultura como arte ha sido
extirpada del cuerpo social como se haría con un tumor maligno para posteriormente
insertarla en la institución arte, dígase procedimiento añadido de control,
sempiternamente bajo la sombra del dinero.
Arrinconadas entre la espada y la pared, las minorías étnicas, políticas y culturales
– no diremos económicas, pues los pobres constituyen la mayor parte de la población
mundial – se encuentran alienadas a causa de los designios del consumismo de masas
gracias a la continua descarga de imágenes que les persigue a lo largo del día, desde
antes de salir de la cama hasta que, a la noche, vuelven a ella. Por la calle, en el colegio,
en el trabajo, la estética de mercado no descansa jamás; las marcas aparecen en la ropa,
los paquetes, la comida; todo lo dominan y todo lo ven mediante las cookies presentes
en cada página web, las cuales son pasivamente aceptadas para poder acceder al
contenido. Mientras los ricos, gracias a su dinero, pueden pagar el euro extra que
permite deshacerse de los anuncios en las aplicaciones gratuitas – o, incluso, de pago –
16

el resto del mundo se encuentra más subyugado que ellos ante el poder de los medios
audiovisuales. Dentro de las categorizaciones identitarias, y como forma de autodefensa,
las minorías construyen comunidades cerradas cuyas fronteras resultan infranqueables
para otros grupos étnicos. Las Chinatown, Koreatown, los barrios negros, de
sudamericanos, de refugiados, de musulmanes, los suburbios predominantemente
blancos y cristianos, todos ellos son ejemplos de la recreación de los límites imaginarios
establecidos estereotípicamente mediante un segundo nivel de alienación.
En dentro de este caos identitario, de angustia no solamente existencial, sino
social creada por la continua escisión entre el yo y la Alteridad que las minorías étnicas
responden a nivel político a través de mecanismos de defensa capaces de preservar sus
más íntimas esencias de identificación: “las subculturas, pues, protestan contra las
alienaciones de la modernidad, pero las reproducen en su propia fragmentación […] El
posmodernismo, pues, no consigue entender dos cosas: que no todos los asuntos
políticos son culturales y que no todas las diferencias culturales son políticas”
[Eagleton, 2000: 70-71]. El pensamiento contemporáneo parece tener graves
dificultades para diferenciar entre lo verdaderamente importante y las charlas
superficiales originadas en los discursos políticos, como se percibe tras la realización de
que los debates versan sobre si acoger o no a refugiados de guerra, sobre si legalizar o
no el aborto y a qué edad o en qué condiciones, o bien a qué partido de turno habría que
votar para cambiar el país. A pesar de que obviamente las soluciones a tales
problemáticas son extremadamente complejas, las argumentaciones pierden de vista lo
que realmente deberían estar tratando. La cuestión es que no debería haber necesidad de
discutir si hay que acoger refugiados, ni si el Estado tiene más o menos derechos sobre
el cuerpo de una persona. Miles de niños y niñas mueren al día por causas evitables,
pero los grupos pro-vida están más ocupados incendiando clínicas abortistas y
controlando a las mujeres que salvando las vidas de quienes ya han nacido y se
encuentran en terribles condiciones. Los vegetarianos defienden que el consumo de
carne, aparte de no ser ecológico, es un asesinato puesto que los animales son formas de
vida merecedoras de derechos, y hacen oídos sordos de los estudios que demuestran que
las plantas – las cuales aunque obviamente están vivas, no son suficientemente
adorables para merecer derechos – poseen más sentidos que un ser humano [Sanchís,
17

2015]. Mientas tanto, los refugiados son vistos como un inconveniente problema a
resolver del modo más eficiente, no como seres humanos que huyen de las bombas y el
terrorismo, y que no tienen un hogar al que volver.
La política ha comprado la cultura en su intento – hasta ahora exitoso – de
aumentar el flujo de capital que acabe en el bolsillo de algún ministro, mientras que
ningún esfuerzo es poco para asegurar la continuación de la condición ciudadana de
hombres y mujeres masa. Los críticos de la actualidad o bien no son escuchados, o bien
ocupan su tiempo con importantísimas cuestiones sobre otros temas: “lo que la
Kulturkritik y el culturalismo de hoy en día comparten, pues, es una misma falta de
interés por lo que, políticamente hablando, subyace detrás de la cultura: el aparato
estatal de violencia y coerción. Aunque es esto, y no la cultura lo que verdaderamente
resiste un cambio radical” [Eagleton, 2000: 71]. En última instancia, pues, la resolución
de problemas dentro del ámbito cultural sufre de grandes carencias cuya existencia da
lugar a numerosos conflictos intercivilizatorios. Nacidos de las faltas de comunicación y
soluciones perfectamente factibles, éstos dan lugar a una mayor y más espontánea
violencia por parte de los ciudadanos.

Conflictos culturales.
Los conflictos entre la Cultura como civilidad y la cultura como identidad
constituyen una dificultad de gran magnitud en el terreno no sólo estatal, sino
internacional. “No es el contenido de la cultura lo que importa, sino lo que representa.
Y lo que hoy representa es, entre otras cosas positivas, la vindicación de una cierta
“civilidad” contra nuevas formas de barbarie. Pero como, paradójicamente, estas
nuevas formas de barbarie también se pueden tomar como culturas particulares, el
conflicto entre la Cultura y el integrismo cultural está más que asegurado” [Eagleton,
2000: 85]. ¿Dónde trazar los límites entre la defensa de la propia expresión cultural y la
barbarie? Arribado este interrogante, suelen aparecer en el horizonte los derechos
humanos, invención puramente occidental y hasta cierto punto de forzada admisión en
otros países. Sin embargo, en última instancia, parecen existir unos criterios universales
mínimos respecto de los derechos individuales y colectivos sobre los que es posible
pactar. Las desigualdades entre grupos como las que se dan en las mujeres, los albinos
18

africanos y otros individuos en posiciones de riesgo no tienen que ver con la


universalidad derechos humanos – nadie quiere que le maten y le corten en pedazos –
sino con la interpretación que se hace de los sujetos a los cuales éstos se aplican.
El problema no versa sobre si existen o no criterios morales universales, sino la
ampliación de su ámbito de aplicación a todos seres humanos; la escisión de la que nace
la alteridad es el origen al cual debe tornarse para encontrar un remedio contra el odio
que engendra la diferencia. Por ello la erradicación de los estereotipos es condición sine
qua non para el éxito de la sociedad pluralista y global a la que aparece se inclina la
balanza de la historia. Los puntos ahora tratados no versan solamente de la sociedad en
general, sino que se aplican a las subculturas mismas: “sería como esas culturas
marginales o minoritarias de hoy día que rechazan la “tiranía” del consenso universal,
pero que a veces acaban reproduciendo una versión microcósmica de esa tiranía en sus
propios mundos, cerrados, autónomos y estrictamente regulados” [Eagleton, 2000: 87-
8]. Se sigue, indudablemente, que el esfuerzo debe ser común en todos los sentidos, de
manera que todas las partes implicadas cooperen en el proceso de cambio de una
arquitectónica sociocultural construida sobre un capital fluido y globalizante.
Para llevar a buen puerto tal hazaña resulta imprescindible el papel de las artes,
pues “el arte recrea las cosas individuales en forma de esencias universales y, al
hacerlo, las dota de su más íntima identidad” [Eagleton, 2000: 89]. Del individuo al
universal, y del universal a los más preciados valores humanos; desde antaño el arte ha
sido un paso fronterizo entre culturas, permitiendo la apreciación de las más diversas
formas de expresión. Consideradas estética, histórica o antropológicamente relevantes,
fenómenos artísticos de cada rincón del globo se encuentran, comparan y critican a
través de los medios, los museos, las galerías o las calles mismas. Tal vez la función
última del arte sea unir a la humanidad mediante colores, formas y figuras; gracias a
signos, símbolos y representaciones infinitas de cosas cuyo espectro abarca desde lo
surrealista a lo hiperrealista, ofreciendo entre – y tal vez más allá – de éstos
innumerables declaraciones de lo humano. Apuntando lo señalado por la antropóloga R.
Benedict, “hay muchas otras culturas para las que un extraño no es algo humano”
[Eagleton, 2000: 91]; tal enunciado podría ampliarse no sólo a los forasteros, sino
también a las mujeres, a las “razas” los niños, a ciertas castas y clases sociales. El arte
19

como educadora de la humanidad, si es cierto que posee la habilidad de realizar ese


vaciamiento del yo en el universal, podría haberse convertido en el último bastión del
respeto y la dignidad del sujeto más allá de toda diferencia y alteridad.

Ahora bien, también la pertenencia a un Estado-nación tiene la capacidad de


convertir a los ciudadanos en agentes cosmopolitas, a pesar de los obstáculos presentes:
“la política unifica, pero la cultura diferencia. Preferir una identidad cultural en vez de
otra es algo a-racional, a diferencia de optar por pertenecer a una democracia en vez
de a una dictadura […] pero no es un argumento contra ello, igual que tampoco es un
argumento contra la elección de pareja sexual” [Eagleton, 2000: 93]. La cultura como
identidad, como utensilio político de diferenciación, resulta un obstáculo para la
verdadera Política, para el verdadero pluralismo multiculturalista que cabe esperar de
seres libres y dignos. Esto no significa que las identidades culturales no sean necesarias
o que no puedan ser positivas; lo que se quiere decir es que no pertenecen al ámbito de
la política y deberían mantenerse alejadas de ésta, residiendo en la esfera de lo privado.
Como“el Estado-nación es aquel ámbito en el que se encarna una comunidad
potencialmente universal de ciudadanos libres e iguales” [Eagleton, 2000: 95], éste se
torna kairós, el momento oportuno para dar lugar a un mundo nuevo construido sobre
un ámbito de moralidad y de respeto mutuo entre individuos cuyos principios generales
hayan sido establecidos mediante un diálogo global y no únicamente occidental: “el
área Norte del planeta no tiene monopolio de los valores ilustrados, pese a todo lo que
pueda creer en sus momentos más complacientes de autojustificación” [Eagleton, 2000:
101]. Es necesario que las naciones – especialmente aquéllas categorizadas como
“occidentales” – abandonen la hipocresía última de sus respectivas posiciones
“civilizatorias” para dar lugar a un mundo mejor, más plural, tolerante y cosmopolita en
donde las identidades no sean un eterno manantial de angustia para los hombres y
mujeres de la contemporaneidad. Es de esta posición que surgen las críticas,
fundamentalmente al eurocentrismo y la soberbia de sus ilustres e iluminados valores,
pero también a las actitudes y políticas de los Estados Unidos de América.
20

Para Eagleton, la gran fatalidad del viejo continente consiste en una falta de
legitimación espiritual, afirmando que de otro modo acabará fragmentándose a causa de
las fuerzas defensivas de las minorías culturales en su lucha contra la alienación. La
ideología capitalista, en su universalismo utilitario, es incapaz por sí misma de unificar a
las gentes, tal vez debido a que “cuando más desarraiga a comunidades enteras, cuanta
más pobreza y desempleo genera por todas partes, cuanto más a fondo socava los
sistemas tradiciones de creencias y mayores son las mareas de emigración que
provoca, mayor es la fuerza con la que esas políticas depredadoras suscitan toda una
serie de subculturas defensivas y militantes que la fragmentan por dentro” [Eagleton,
2000: 103-4]. Desde el punto de vista del autor el capitalismo es el mal y solamente el
poder catártico de la religión como ideología unificadora será capaz de extirpar sus
profundas y nocivas raíces de la faz de la tierra. Excluyendo el vigor del catolicismo
irlandés, Europa ha probado al mundo la carencia de directrices para su propio futuro.
Con el proyecto europeo más débil que nunca, la supervivencia del sueño cosmopolita
se torna incierta, aún más debilitada por el persistente etnocentrismo del continente –
tiene hasta nombre propio, eurocentrismo – muestra del sentimiento de superioridad y
narcisismo de Bruselas: “eso, mientras saboreas tu café en San Petersburgo te puedes
permitir pensar por un momento en aquellos de la Lejana Asia que, privados de cafeína
y dominós, se sumergen poquito a poco en la barbarie” [Eagleton, 2000: 107]. La
universalidad de los ilustradísimos valores europeos, defendidos a capa y espada tanto
por políticos como por numerosos intelectuales, constituyen el punto culminante del
egocentrismo y la hipocresía de Europa, institución liberal y secular donde las haya,
estandarte y bastión de la tolerancia, la igualdad y los derechos humanos que
convenientemente sufre ante la acogida de inmigrantes, relamiéndose los suculentos
tratados comerciales con E.E.U.U. y participando en debates medioambientales que
nunca llegan a nada. Los grandes ideales del continente “serán todo lo indispensables
que se quiera, pero generalmente, sólo ponen de manifiesto lo miserablemente que se
carece de ellos” [Eagleton, 2000: 113]. La hipocresía se exhibe ante las masas como la
gran mancha de la humanidad; ninguna mujer ni hombre, rico o pobre, niño o adulto se
halla falto de ella. Fielmente representada por el cuerpo político en su totalidad, en el
caso occidental sucede que “al tratar sin contemplaciones a las comunidades locales y
21

los sentimientos tradicionales, la sociedad occidental deja a su paso una cultura de


ardiente ressentiment. Cuanto mayor es el desprecio que el falso universalismo siente
hacia las identidades específicas, mayor es la inflexibilidad con las que éstas se
afirman” [Eagleton, 2000: 125]. En vez de un programa pacifista y respetuoso,
Occidente mueve su capital por el mundo, incapaz de apreciar lo ajeno como algo más
que un simple souvenir, recuerdo efímero y burlón de una cultura compleja a la que
reduce a su mínima expresión, a la barbarie etimológica de los que hablan bar, bar; al
otro diferenciado que no se puede considerarse humano. Las identidades ajenas acaban,
en última instancia, reducidas a un exotismo romántico que las vacía de valor y
dignidad, imposibilitando la comprensión de su profunda, fluida y porosa identidad
capaz de modificar – al menos, hasta cierto punto – la naturaleza humana.

Prometeo fallido.
La contemporaneidad se bate dentro la polarización existente entre la maleabilidad
total de la naturaleza humana y las limitaciones materiales de su realización. Los slogan
publicitarios de la modernidad se componen de afirmaciones sobre la posibilidad
siempre presente de cambiar la propia vida, de convertirse en lo que uno ha siempre
querido ser, al más puro estilo New Age. Contraponiéndose a esta pseudoafirmación
vitalista se encuentran los reportajes de la OMS, el asombroso descubrimiento de que la
parte quemada de las tostadas es cancerígena y de que el consumo de leche no es apto
tras la lactancia. Nada que importe a los millones personas que sobreviven bajo el
umbral de la pobreza, a pesar de que la temática esté al orden del día en las
conversaciones de bar de Occidente, acompañadas por las imágenes silenciosas de sanos
productos con quinoa que se suceden en las pantallas entre partido y partido, a la vez
que el oído se distrae gracias a la música de la radio. “El tabaco y el cáncer, igual que
el bicho repugnante de Alien, son entes horribles y extraños que, de algún modo,
consiguen introducirse hasta la médula de la persona. Igual ocurre con la comida y la
bebida, a las que la clase media estadounidense de hoy en día también mira con temor
y temblor” [Eagleton, 2000: 135]. La situación no resulta trágica por el hecho de que ya
no se sepa qué comer, sino por el paradójico giro hacia la comida sana y el auge de
productos “biológicos” que, de alguna misteriosa y extraña manera, han escapado a la
22

filtración de químicos de uso generalizado a través de la tierra, el aire y el agua, así


como a las espeluznantes modificaciones genéticas gracias a las cuales el maíz sin
etiqueta “bio” es exactamente igual que el nuevo, ecológico y natural producto. He aquí
una de las raíces de las diversas y radicales – paranoicas – subculturas occidentales que
llegan incluso a servir de declaración de la propia identidad.

La cultura permite la existencia de diversas afirmaciones identitarias en vista de


las diferentes posibilidades que le ofrecen al individuo sobre cómo vivir la vida. Pero el
ser humano es una criatura dúctil hasta cierto punto, capaz de relativizar su propia
cultura para colocarse en una perspectiva que le habilite para comprender a las otras. A
través del lenguaje, de la comunicación, de la escritura, es factible dar lugar a redes de
relaciones globales entre individuos y grupos que son propias de la humanidad misma,
porque es lo que merece: “desprendernos un poco de nuestros determinantes culturales
es algo consustancial al tipo de animales culturales que somos […] No es una actitud
irónica que tomo conmigo mismo, sino parte de la naturaleza de la identidad. La
identidad “esencial” no está más allá de la configuración cultural, sino que está
modelada culturalmente de una manera concreta y reflexiva […] pertenecer a una
cultura sólo es ser parte de un contexto que, de forma inherente, siempre está abierto”
[Eagleton, 2000: 143]. Aunque la manipulación total de lo humano no sea posible ni
para todos los individuos ni al nivel que proponen pensadores como R. Rorty, la
denominada naturaleza humana es esencialmente modificable, pues al encontrarse en
contacto constante con el mundo, sus límites son porosos y no han sido rígidamente
marcados. Así evidencia la pluralidad de las lenguas, de los sistemas de escritura, de las
formas artísticas, de los signos y símbolos utilizados diariamente y durante milenios en
la comunicación. Tal vez el derrumbe de la Torre de Babel dividiese a la humanidad,
pero el arte, la estética – en definitiva, el poder simbólico capaz de unir lo particular con
lo universal será siempre el último baluarte de la cultura y la civilización. Es “la
atracción que sentimos por lo estético, por ese peculiar tipo de materia que,
mágicamente, puede adquirir distintos significados, una unidad del mundo sensible y
del espiritual que no logramos alcanzar en nuestras dualistas vidas de cada día”
[Eagleton, 2000: 146]. De esta manera, la identidad humana se une a la senda de las
23

artes, camino misterioso a través del cual se arriba al universal, ese noúmeno, divino por
misterium tremendum que acaba por constituir la esencia de lo sagrado. Lo cotidiano y
lo de más allá, así como la permeabilidad entre ambos, constituye no sólo una metáfora
adecuada para la explicación del fenómeno identitario, sino que resulta imprescindible
para su compresión última.

4 - La violencia y lo sagrado.

Continuando el examen del fenómeno identitario, a partir de aquí se analiza cómo


R. Girard se embarca en un análisis que vincula las categorías de la violencia y lo
sagrado, las cuales por necesidad se encuentran entrelazas en el tejido de la experiencia
humana. Ellas conforman el núcleo del misterio, ese noúmeno incognoscible por tener
los ojos y la boca cerrados que nos tienta a retornar a los aforismos presocráticos del
pasado. Estableciendo como punto focal el papel de la víctima, Girard enuncia la tesis
de que todo fenómeno religioso radica en “la rememoración, a la conmemoración y a la
perpetuación de una unanimidad siempre arraigada, en último término, al homicidio de
una víctima propiciatoria”[Girard, 1995: 329]. El sacrifico es para este autor el intento
de recuperar el sentimiento catártico surgido tras la inmolación espontánea de una
víctima que encarna toda frustración, individual y colectiva, surgida en el seno de la
comunidad; es un chivo expiatorio destinado a restablecer el orden social. Se presenta
en este texto una economía de la violencia en la que no hay nada que expiar, en donde la
purificación no elimina ninguna mancha o pecado cometido por la sociedad sino que, en
última instancia, pretende protegerla de un mortífero círculo de vendetta. El individuo
que se diluye en la masa, abandonando su yoidad para dar lugar a una identidad común
cuyo único objetivo es el retorno al ámbito de lo apolíneo, encuentra su responsabilidad
anulada dentro de la energía comunal, capaz de justificar por sí misma el asesinato.
El sacrificio cumple, por tanto, una función social que ha sido ritualizada en
extremo a través de la divinidad, presentándolo como un imperativo absoluto[Girard,
1995: 21]. La responsabilidad del acto se traslada del individuo a la comunidad, y de la
comunidad a una realidad ulterior absoluta que inexorablemente reclama la muerte de la
víctima. La violencia es fuego sobre fuego, interminable y contagiosa. Al adentrarse en
24

las profundidades del enigma ritual, Girard arriba al descubrimiento del fenómeno de la
crisis sacrificial, y es a través de la tragedia que indaga en los orígenes y las causas de
ésta. En palabras del autor “la crisis sacrificial, esto es, la pérdida del sacrificio, es
pérdida de la diferencia entre violencia impura y violencia purificadora. Cuando esta
diferencia se ha perdido, ya no hay purificación posible y la violencia impura,
contagiosa, o sea recíproca, se esparce por la comunidad (…) La crisis sacrificial debe
ser definida como una crisis de las diferencias, es decir, del orden cultural en su
conjunto” [Girard, 1995: 56]. La disolución de las diferencias no sólo imposibilita la
catarsis, sino que rompe la arquitectura de la civilización desembocando en una
hecatombe social. La desaparición de los contornos que habitualmente desunen la
violencia legítima o pura de aquella que en el seno de la colectividad se califica de
ilegítima no es sino la razón de la existencia del sacrificio. Éste desplaza la cólera de la
pluralidad mediante un transfer hacia la alteridad personalizada en la figura de la
víctima con el propósito de salvaguardar las instituciones políticas y culturales.
Dentro del marco de una crítica de la Modernidad, la considera incapaz de percibir
la importancia y el peso de lo sagrado en la supervivencia de las sociedades primitivas,
quienes dependen del sacrificio para evitar su total aniquilación a causa del principio de
venganza. Ante el misterio de lo religioso, la contemporaneidad se limita a dejarlo de
lado, situándolo fuera de lo real en su ignorancia del complejo mecanismo, en ella
misma presente, que otorga orden a la estructura político-social. En última instancia, el
autor defiende también la unidad de una cultura humana invariablemente dependiente
del aparato sacrificial de la víctima propiciatoria. Esta tesis será analizada a través de las
perspectivas de S. Zizek y de Z. Bauman, examinando el papel de la violencia en una
modernidad líquida determinada por las presiones individualizadoras y secularizadas del
capitalismo global. Es hora de adentrarse en las sendas de lo sagrado, examinando el
papel de la violencia en las sociedades humanas y en la contemporaneidad.

La violencia sacrificial.
Partiendo de las teorías sobre el sacrificio de Herbert y Mauss que enfatizan la
ambivalencia del carácter sagrado de la víctima, Girard emprende el estudio de la
relación ternaria entre la víctima ritual, la propiciatoria y la comunidad: “la víctima
25

ritual jamás sustituye a tal o cual miembro de la comunidad o incluso directamente a la


comunidad entera: sustituye siempre a la víctima propiciatoria. Como esta víctima
sustituye a su vez a todos los miembros de la comunidad, la sustitución sacrificial
desempeña perfectamente el papel que le hemos atribuido, protege a todos los
miembros de la comunidad de sus respectivas violencias pero siempre a través de la
víctima propiciatoria” [Girard, 1995: 110]. El individuo sacrificado es siempre exterior
a la comunidad – es representación del Otro – mientras que aquél tomado como
propiciatorio pertenece a ésta. El homicidio colectivo del chivo expiatorio posee una
eficacia total y forzosa en el mantenimiento del sistema político: “sólo la eficacia social
de esta violencia colectiva puede explicar un proyecto político-ritual que no sólo
consiste en repetir incesantemente el proceso sino en tomar la víctima propiciatoria
como árbitro de todos los conflictos, en convertirla en una auténtica encarnación de
toda soberanía” [Girard, 1995: 117]. Toda criatura inmolada representa la potencia
salvífica del rito en su conducción de las fuerzas de la legítima violencia, realizada a
través de la masa, y simboliza el culmen del poder político al posibilitar la perpetuación
del orden, propósito final de las instituciones gubernamentales.
Si el sistema simbólico-político-ritual se revela extremadamente eficaz, “se debe
precisamente a que priva a los hombres de un saber, el de su violencia, con que el que
nunca han conseguido coexistir” [Girard, 1995 :90]. Nacida en los albores de la
humanidad, la dicotomía perennemente fijada entre bien y mal sitúa a este último como
ajeno a la propia colectividad, mientras que lo bueno se identifica con lo que le es
propio. De esta manera la responsabilidad individual se funde en la grupal, a la par que
la grupal se justifica a su vez mediante un transfer de culpabilidad que condena no a la
masa homicida, sino a una entidad trascendente que exige el derramamiento de sangre y
la extinción de la vida. Lo que defenderá Girard, sin embargo, es el hecho de que tanto
los componentes benéficos como maléficos representados en los elementos religiosos
del sacrifico constituyen la unidad de ambos términos, de manera que la razón última de
la existencia de la religión es impedir el retorno de la violencia a la comunidad. Ahora
bien, la ardua y compleja tarea de ocultar a los hombres la verdad sobre su naturaleza
recae sobre la fascinación que a éstos produce la violencia “al destruir la víctima
propiciatoria, los hombres imaginarán librarse del mal y se librarán en efecto de él,
26

pues ya no volverá a haber entre ellos una violencia fascinante”[Girard, 1995: 90].
Cabe destacar que, según el autor, es el imaginarse la desaparición del mal y de sus
efectos lo que deshace el hechizo de ésta. La religión teje, mediante mitos y ritos, el
velo de Maya para cubrir los tanto los ojos como la boca de los hombres frente al
misterio. La importancia de este hecho es tal que ni siquiera quienes han recorrido la
senda del conocimiento sobre lo religioso se atrevieron a revelar el tabú “que ni
Heráclito ni Eurípides, a fin de cuentas, han violado, a dejar por completo de
manifiesto, bajo una luz perfectamente racional, el papel de la violencia en las
sociedades humanas” [Girard, 199: 334]. La autorepresentación identitaria del sujeto
busca, gracias a las grandes demandas del superego, arribar a ideales previamente
fijados por éste; las faltas personales, por otro lado, son cruelmente criticadas no sólo
por la propia mente, sino también a nivel social. La violencia se encuentra entre estas
últimas, constituyendo la manifestación última de un mal cotidiano cuya naturaleza
puede invertirse solamente a través de las peticiones de la divinidad.
Ahora bien, si esta tendencia a la agresión violenta es inherente a la condición
humana, ¿qué necesidad hay de esconderla tras complejos aparatos y artimañas?
Citando a Heráclito de Éfeso: “en vano se purifican manchándose con sangre, como si
alguien, tras sumergirse en el fango, con fango se limpiara: parecería haber
enloquecido, si alguno de los hombres advirtiera de qué modo obra. Y hacen sus
plegarias a ídolos, tal como si alguien se pusiera a conversar con cosas, sin saber que
pueden ser dioses ni héroes” [Girard, 1995: 90]. La respuesta de Girard consiste en
afirmar que el conocimiento de esta verdad destruiría a la humanidad “pensar
religiosamente es pensar […] esta violencia como sobrehumana, para mantenerla a
distancia, para renunciar a ella” [Girard, 1995:143], es mediante el uso de la violencia
ritual que la comunidad se deshace de ella, descargándola en la víctima propiciatoria. La
distinción político-cultural entre la legitimidad e ilegitimidad de la violencia permite el
proceso salvífico al establecer el homicidio como medio de purificación cuando la
circunstancia lo exige, posibilitando el transfer de la agresión a un sujeto externo a la
sociedad. Por otro lado, el carácter impuro del quebrantamiento de las leyes salvaguarda
el orden social, originando una acumulación de rencores y sentimientos perniciosos que
desembocan en la euforia del ritual. Los procesos sacrificiales posibilitan la aniquilación
27

del deseo de violencia intrínseco a la naturaleza humana, permitiendo que la identidad


se construya sin la angustia del pecado original, o sea, de esa primera explosión interior
que llevó al homicidio originario.

¿Qué decir sobre origen de la violencia? No es otro que el deseo mimético,


resultado de la muy humana tendencia a desear un objeto por el simple hecho que otro
lo desea [Girard, 1995: 152]. El individuo se percibe como privado de su completitud, y
sospecha que en el anhelo ajeno reside secreto de ésta. La violencia es seductora y
fascinante, promete la obtención del kidos: “el kidos es la fascinación que ejerce la
violencia. Por todas partes donde se muestra, seduce y asusta a los hombres; nunca es
simple instrumento sino epifanía […] Suscita un desequilibrio, hace inclinar el destino
a un lado o a otro […] Siempre posee el kidos el que acaba de asestar el golpe mayor,
el vencedor del momento, el que hacer creer a los demás y puede él mismo imaginarse
que su violencia ha triunfado definitivamente” [Girard, 1995: 158]. El triunfo de la
batalla, la satisfacción temporal e inmediata del deseo. La vida se revela una lucha
constante como ya apuntaba lúcidamente Heráclito “el combate es padre y rey de todo.
Produce a unos como dioses, y a otros como hombres. Hace esclavos a unos y libres a
otros” [Girard, 1995: 96]. El kidos se desplaza constantemente, favoreciendo por turnos
a los combatientes, quienes lo poseen se sienten dioses, mientras que el resto se tornan
esclavos de una fuerza que, en última instancia, otorga el poder divino.
Trasladándose al terreno del juego de la simetría trágica, dueña y señora de la
máscara, frontera simbólica situada entre lo humano y lo divino, entre el sujeto y su
doble monstruoso, enuncia que: “en el límite, el kidos no es nada. Es el signo vacío de
una victoria temporal, de una ventaja inmediatamente puesta en cuestión […] Pero se
trata, evidentemente, de una inflexión mítica y ritual […] hay que referir el juego a lo
religioso, es decir, a la crisis sacrificial” [Girard, 1995: 160]. La máscara es una, pero
su naturaleza son todas, engendrando de esta unión la purga dionisiaca que facultará la
supervivencia del orden social. En este contexto, la comunidad percibe lo sagrado como
una realidad separada que conjuga en sí misma a todos los contrarios, concibiendo a la
comunidad en su exterior, y dejando recaer en sí misma toda la responsabilidad del
homicidio sacrificial. “Si bien la comunidad tiene motivos para temerlo todo de lo
28

sagrado, también es cierto que se lo debe todo. Al verse sola fuera de él, debe creerse
engendrada por él. Acabamos de decir que la comunidad cree emerger fuera de lo
sagrado y así es como hay que hablar. Como se ha visto, la violencia fundamental
aparece como obra no de los hombres sino de la misma sacralidad que procede a su
propia expulsión, que accede a retirarse para dejar existir a la comunidad fuera de sí
misma” [Girard, 1995: 277]. Lo sagrado es tan temido como amado, y por esta razón
adorado. Contiene tanto la violencia fundacional original como su reelaboración durante
el sacrifico, y de él surgen todas la instituciones humanas. Es gracias a él que se forman
las identidades, al permitir que esa mancha primigenia inherente a la condición humana
quede relegada a la esfera de lo sagrado, permaneciendo fuera del ámbito de lo
cotidiano. La violencia de lo sagrado, sin embargo, no es de carácter divino sino mítico.
Según Benjamin mientras la primera rompe las leyes de la arquitectura social como puro
poder sobre toda vida, por el bien de los vivos; la segunda corresponde al
derramamiento del sangre del poder, por el poder, sobre la mera vida. La soberanía se
encarna en el ámbito de esta violencia divina, que además sella y señala, pero nunca es
el medio del sacrificio: “it is this domain of pure divine violence which is the domain of
sovereignty, the domain within which killing is neither an expression of personal
pathology, nor a crime, nor a sacred sacrifice. It is neither aesthetic, nor ethical, nor
religious” [Zizek, 2008: 168]. Es exceso de vida que purifica al culpable de la ley,
permitiendo la realización del verdadero evento político. En última instancia, la
violencia divina no sirve a ninguna causa, sino que señala, sin poseer significado alguno
en sí misma, la injusticia del mundo y la impotencia última de Dios. Por otro lado, quien
demanda la ejecución del sacrifico es la violencia mítica, cuyo objetivo último es
reparar el orden social, fundando y afirmando la ley [Zizek, 2008: 168-9].
El talante sobrehumano de la violencia se traduce entonces en su falta de Sentido.
Al evidenciar la escisión de la conciencia moral entre el mundo moral que el ser
humano considera debería ser y la realidad de un mundo percibido como injusto, la
identidad se quiebra en el equivalente individual de la crisis sacrificial. La pérdida del
sacrifico, como hemos visto con anterioridad, se debe a la desaparición de las
diferencias entre la violencia pura e impura, y es análoga al apuro del sujeto que ve su
legítima disposición del mundo desmantelada por la evidencia empírica.
29

La (Post)Modernidad.
Parte del texto refiere una crítica a la Modernidad, que viene considerada como
una época ciega a los peligros de la violencia esencial del ser humano. El misterio del
sacrificio resulta indescifrable para la contemporaneidad, pues ésta lo ha situado – así
como todo aquello relacionado con lo sagrado – fuera del ámbito de lo real. Girard
afirma que el odio hacia la violencia es lo que arrastra a la venganza. Desde el punto de
vista moderno es imposible ser conscientes de la medida en que el peligro de la
extinción de la comunidad a causa del interminable círculo de la vendetta pesa sobre las
sociedades consideradas primitivas. Un sistema judicial complejo y altamente
desarrollado es lo que permite poseer el privilegio de la paz, pues toda posible represalia
sobre el justiciero del criminal queda anulada por la abstracción de una autoridad que se
erige soberana sobre el principio de venganza.
En cierto sentido, las instituciones legales sobre las que recae la compensación por
las fechorías cometidas se convierten en un Gran Otro. Ellas devienen el garante último
de la justicia entre los hombres, actuando de meros dispensadores de ésta, como sucedía
en la antigua Grecia con el papel de la Moira: “the personal God of religion and the
impersonal Reason of Philosophy merely reenact as “dispensers” […] that old
arrangement called Moira which, as we saw, was really older than the gods themselves
and free from any implication of design or purpose” [Cornford, 2009: 36-7]. Es posible
incluso asentir con el hecho de que el sistema judicial como abstracción se identifica
con la violencia divina de Benjamin y con la Moira mientras que, a su vez, su actuación
mediadora demanda del culpable una remuneración, particularidad perteneciente al
ámbito de la violencia mítica. El análisis del autor resume afirmando que la confianza
de la Modernidad en el sistema judicial se presenta como resultado de la secularización.
Lo religioso no se ha eliminado, sino que permanece oculto tras las estructuras sociales
y gubernamentales contemporáneas que avalan el poder político como fundamento del
orden colectivo. La efectividad del sistema judicial se cimienta sobre su concepción
abstracta de violencia divina, pues como enuncia Girard “sólo una transcendencia
cualquiera, haciendo creer en una diferencia entre el sacrificio y la venganza, o entre
el sistema judicial y la venganza, puede engañar duraderamente a la violencia” [Girard,
1995: 31]. La aparente y defendida secularización de las sociedades occidentales se
30

torna, en última instancia, en una ilusión originada de la presente subestimación de lo


sagrado.
La sociedad (post)moderna se encuentra convencida de que el saber es únicamente
algo bueno, lo que la incapacita ante los interrogantes planteados por el aparato de la
víctima propiciatoria. El literato francés destaca el papel de la ignorancia de la
comunidad sobre la esencia destructiva de su propia naturaleza como factor principal de
la conservación del andamiaje social. Sin embargo, ni siquiera la secularización actual
ha conseguido debilitar la estructura del mito; en sus esfuerzos por eliminar todo lo
religioso de la esfera de lo real, lo ha proyectado completamente al imaginario,
dificultando enormemente la tarea de su análisis. El maniqueísmo presente hoy día, ese
que separa a los “buenos” occidentales multiculturales de los “malvados” radicales
fundamentalistas islámicos, se niega a admitir la tesis primordial del pensamiento ritual:
que el bien y mal son, en última instancia, una misma realidad que se aparece como
dual: “el pensamiento ritual está mucho más dispuesto de lo que nosotros mismos lo
estamos a admitir que el bien y el mal sólo son dos aspectos de una misma realidad,
pero no puede admitirlo hasta las últimas consecuencias [ … ] El rito elige una
determinada forma de violencia como “buena”, aparentemente necesaria para la
unidad de la comunidad, frente a otra violencia que sigue siendo “mala” porque
permanece asimilada a la mala reciprocidad” [Girard, 1995: 123]. Sempiternamente
presente en los discursos de los políticos occidentales de la actualidad, este fenómeno se
manifiesta claramente en la categorización de los ataques perpetrados por musulmanes
como “terroristas” independientemente de sus razones, mientras que cualquier acto de
violencia realizado por un blanco no se achaca a su religión – aunque haya explotado
una clínica que realiza abortos por ir contra sus creencias – sino a diversos problemas
mentales cada vez más típicos del mundo globalizado3. Girard apunta lúcidamente que
“las interpretaciones ideológicas de nuestra época son la traición suprema del espíritu
trágico, su metamorfosis pura y simple en drama romántico o en western americano. El
maniqueísmo inmóvil de los buenos y de los malos, la rigidez de un resentimiento que

3 Lo mismo sucede con los prejuicios raciales o de género: los negros son todos criminales en el
subconsciente blanco; una mujer que mate a sus hijos es más cruel o peor que si lo hace un hombre;
un caso de un hombre maltratado por una mujer no se tiene en consideración, etc. En última instancia
los derechos universales se garantizan a varones blancos occidentales de, al menos, clase media-alta.
31

no quiere soltar su víctima cuando la tiene entre las manos ha sustituido por completo
las oposiciones alternativas de la tragedia, sus mudanzas perpetuas” [Girard, 1995:
156]. El mundo Moderno no está dispuesto a abandonar su kidos, busca la victoria en el
sacrificio de un chivo expiatorio que no cambia sino de nombre. Por ejemplo, en el caso
de los E.E.U.U., el resentimiento general de la población, en lugar de centrarse es los
problemas endémicos del sistema político, ha sido utilizado durante décadas como
justificación de guerras y persecuciones, primero contras los regímenes comunistas de
Asia y Europa del Este, después contra los fundamentalistas islámicos del Daesh. Esta
inmovilidad se presenta en las creaciones cinematográficas norteamericanas, tanto del
western como de tantos otros géneros, en las cuales el protagonista colonizador que
busca expropiar las tierras en manos de los indígenas se presenta al público como el
“bueno” aunque no dude en recurrir a la violencia, mientras que los “malvados” indios
rechazan la oferta inicial y se disponen a defender sus hogares.
Si Girard expone el concepto de crisis sacrificial, de la destrucción del sacrificio, y
critica la ceguera de la Modernidad, Zizek escribe directamente que ésta implica una
crisis del sentido – la disgregación del vínculo entre verdad y significado originado por
la caída de la religión en favor de un rol hegemónico de la ciencia [Zizek, 2008: 70]. El
autor de la obra que nos ocupa apunta además que “la disgregación de los mitos y de los
rituales, esto es, del pensamiento religioso en su conjunto, no ha sido provocada por un
surgimiento de la verdad enteramente al desnudo sino por una nueva crisis sacrificial
[…] Y ello se debe a que, en nuestros días, los auténticos artistas presientan la tragedia
detrás de la insipidez de la fiesta convertida en unas vacaciones perpetuas, detrás de
las promesas vagamente utópicas de un “universo del ocio”. Cuanto más sosas,
abúlicas y vulgares son las vacaciones, más se adivina en ellas el espanto y el monstruo
que dejan aflorar” [Girard, 1995: 133]. La tragedia griega, plena de batallas simétricas,
de víctimas propiciatorias como fuera el Edipo de Sófocles, ha dado lugar en la
contemporaneidad a una banalidad cotidiana tras la cual se esconde el doble monstruoso
de la falta de Sentido. Si fue lo religioso quien liberó a la humanidad de la crisis
fundacional, tras su descenso, la violencia ya no puede presentarse como sobrehumana.
La responsabilidad que, a través de los procesos de transfer, recaía sobre instancias
situadas en una realidad ulterior, no tiene ahora otro hogar que el propio ser humano.
32

Según el estudio de Bauman realizado en La sociedad individualizada, para llevar


a cabo la hegemonía ideológica del orden social es suficiente sumergirse en la vida
cotidiana. Una vez acabado el proyecto moderno, se presenta en una era de lo que él
mismo denomina “conformidad universalizada” a causa de una inseguridad
(Unsicherheit) generalizada resultante de la infinita flexibilidad del capital. La crisis
sacrificial presente en la tragedia se prolonga análogamente hasta esta época, aunque en
la actualidad difiere la víctima propiciatoria: si en las sociedades primitivas se elegía la
muerte ritual de uno por el beneficio de todos, hoy son los individuos que conforman la
comunidad quienes resultan sacrificados por beneficio de la maquinaria económica del
libre mercado. Destaca “la ambigüedad […] un adversario, quizá más atemorizador
que muchos, del individuo humano en su esfuerzo por formar su identidad” [Bauman,
2001: 84]. Este fenómeno proviene de la eliminación de las diferencias; en el continuo
esfuerzo de la globalización por “individualizar” a los sujetos, la identidad humana
deviene en la elección de una serie de facetas con obsolescencia programada. Las
máscaras de cada uno cambian a la velocidad del mercado, el cual decide si son
atractivas o si deben ser retiradas.
Tras la crisis “los modelos institucionalizados se desmoronan y desintegran en
todos los niveles de la organización social con consecuencias similares: en todos los
niveles se reclasifican cada vez más tipos de interacción incluyéndolos en la categoría
de la violencia, mientras que los actos de violencia del tipo del “reconocimiento
mediante batalla” se convierten en un rasgo permanente de la continua reconstrucción
y reconstrucción de jerarquías de poder” [Bauman, 2001: 242]. La presión
globalizadora no afecta solamente a los individuos, sino también a los Estados
nacionales: las arquitecturas económicas y políticas quiebran ante la fuerza del capital.
La soberanía nacional debe doblegarse a las empresas privadas para su crecimiento a
nivel comercial, dando libre acceso al flujo del capital. Se aparece súbitamente en una
situación nunca vista en la cual los poderes que controlan la política mundial no poseen
nacionalidad ni fronteras, sino que se encuentran flotantes y desterritorializados.
Es en este marco que se inscribe la (re)aparición de la violencia en las sociedades
(post)modernas como fenómeno fundacional. La guerra postmoderna no quiere más que
permitir la transacción autónoma de mercancías; el terrorismo encarna la violencia
33

ilegítima y es utilizado como chivo expiatorio por la política occidental actual, la cual
utiliza este término sólo para denominar los crímenes perpetrados por musulmanes. En
el caso del reciente tiroteo de San Bernardino, en California, uno de los muchos que
asolan a los Estados Unidos, se aprecia cómo su calificación de acto terrorista se debe
única y exclusivamente al hecho de que los perpetradores eran musulmanes. También en
Europa la presión anti-terrorista se centra en contra de la inmigración de los refugiados
de Oriente Medio, a pesar de que la mayor parte de los atentados han sido realizados por
ciudadanos europeos radicalizados. Bauman apunta que “ese “otro” que ya no es
asimilable tiene que ser destruido o deportado más allá de la frontera de una
comunidad que sólo puede basarse en la uniforme similitud de sus miembros cuando se
trata de imponer y defender unas pautas para la convivencia. Para los estados que
están surgiendo ahora, una política de asimilación forzosa y represión de tradiciones,
recuerdos, costumbres y dialectos locales ya no es una opción factible ni viable. Hemos
entrado en una época de la limpieza étnica como principal expediente de una estrategia
de construcción de naciones” [Bauman, 2001: 243]. La creciente invidualización
impuesta por las fuerzas económicas flotantes se ha establecido en los países
occidentales a través de la Ilustración y la época moderna. Los individuos pertenecientes
a la alteridad, sin embargo, no pueden ser súbitamente asimilados por pertenecer a una
muy diversa visión del mundo (Weltanschauung), por lo que la expulsión de los
inmigrantes que actualmente apoyan los partidos de la extrema izquierda occidental
constituyen el inicio de una limpieza étnica que, de ser llevada a cabo, inevitablemente
traerá consigo horrores similares a los campos de concentración del pasado siglo.
34

5 – La postpolítica.

Partiendo de la definición del filósofo esloveno S. Zizek, el término “postpolítica”


constituye un intento de neutralización de la dimensión traumática del ámbito político
mediante las artimañas acordes “al modelo de la negociación empresarial y del
compromiso estratégico” [Zizek, 2010: 31]. En definitiva, ésta constituye una forma de
negación de lo político dentro del marco de la postmodernidad; es a través de su
metodología específica que apunta por la mediación entre viejas y nuevas ideologías
gracias a la labor de expertos. Contra los esfuerzos institucionales capitalistas para
establecer al acto político como aplicación de las buenas ideas que funcionan, Zizek
enuncia la tesis que fomenta la concepción de la verdadera política como “el arte de lo
imposible”, capaz de dar un paso más allá de toda cosmovisión anterior, dando lugar a
una auténtica revolución de la arquitectónica sociopolítica. En este contexto, “la
globalización [...] es, precisamente, la palabra que define esa emergente lógica
postpolítica que poco a poco elimina la dimensión de universalidad que aparece con la
verdadera politización”[Zizek, 2010: 36]. El proceso globalizador se desvela, al más
puro estilo zizekiano, como su opuesto ya que la ideología de la globalización que
parecía apuntar al nacimiento de sociedades heterogéneas y cosmopolitas resulta en una
mayor diferenciación entre una comunidad dada y la alteridad. Tal fenómeno se realiza
gracias al poder contenido en el capital, que constituye, en última instancia, el único
vínculo entre los individuos pertenecientes al sistema: “por otro lado, está la
multicultural y posmoderna “política identitaria”, que pretende la coexistencia en
tolerancia de grupos con estilos de vida “híbridos” y en continua transformación,
grupos divididos en infinitos subgrupos [...] Este continuo florecer de grupos y
subgrupos con sus identidades híbridas, fluidas, mutables, reivindicando cada uno su
estilo de vida/su propia cultura, esta incesante diversificación sólo es posible y
pensable en el marco de la globalización capitalista y, precisamente así, es como la
globalización capitalista incide sobre nuestro sentimiento de pertenencia étnica o
comunitaria: el único vínculo que une a todos esos grupos es el vínculo del capital,
siempre dispuesto a satisfacer las demandas específicas de cada grupo o subgrupo”
[Zizek, 2010: 53-4]. Al responder solamente a demandas en el nivel individual,
35

fomentando el excesivo consumismo, el egocentrismo y las conductas narcisistas las


políticas capitalistas no hacen sino fracturar continuamente el tejido social, separando a
los individuos gracias a herramientas como las redes sociales en las cuales el creciente
sentimiento de lejanía y soledad se ve aplacado a causa de la sobredosis de imágenes e
información banal. Asimismo, la observación de las vidas ajenas da lugar a un mayor
deseo de consumo descontrolado en el miedo de estar perdiéndose parte del tiempo y de
las experiencias vitales. Así es que actualmente el modelo se ve estructurado por
pseudofilosofías de talante tanto budista como New Age cuyo papel consiste el predicar
la actividad y el mindfulness en detrimento de los objetos materiales. Para ello, millones
de personas continúan adquiriendo los últimos objetos decorativos, accesorios y ropas
con slogans que les recuerdan que deben vivir la vida con alegría, asegurándoles su
heroico y fundamental papel en el universo. Una vida buena y sana ya no puede
realizarse completamente sin acudir a un centro especializado de fitness, una dieta
vegetariana basada en los más novedosos productos y el último par de zapatillas
deportivas. Quedará para siempre en las mentes de los académicos la incógnita de cómo
es posible que tras numerosas horas de meditación y yoga aún nadie se haya dado
cuenta de que las plantas son seres vivos y aparezcan los comepiedras, aunque tal vez
esto se deba a que el jainismo todavía no se haya puesto de moda.

En resumen, “the ruling ideology today is basically something like a vague


hedonism with a Buddhist touch. “Realize yourself! Experiment! Be satisfied! Do what
you want with your life.” It's a kind of generalized hedonism [...] The basic model is this
one: there is no longer a fixed identity [...] We really have to rethink it all” [Zizek,
2013: 79]. Presentándose como su contrario, como no-ideología, ésta propicia los
intereses consumistas y flotantes del capital a través de los medios de comunicación de
masas y las redes sociales. Al igual que una institución religiosa, aquélla posee sus
propios profetas: coaches y gurús destinados a explicar a las masas cómo vivir la vida.
Desde cada subcultura o subgrupo de las sociedades occidentales surgen diversos modos
de vida, todos ellos basados bien sobre el sistema postpolítico, bien sobre su doble
mostruoso: el fundamentalismo. Como lúcidamente apunta Bauman, “far from being an
outburst of pre-modern irrationality, religious fundamentalism, much like the self-
36

proclaimed ethnic revivals, is an offer of an alternative rationality, made to the measure


of genuine problems besetting the members of postmodern society [...] If the market-
type rationality is subordinated to the promotion of freedom of choice and thrives on
the uncertainty of choice-making situations, the fundamentalist rationality puts security
and certainty first and condemns freedom first and foremost. In its fundamentalist
rendition, religion is not a “personal matter”, privatized as all other individual choices
and practiced in private, but the nearest thing to a complete mappa vitae: it legislates
in no uncertain terms about every aspect of life, thereby unloading the burden of
responsibility lying heavily on the individual’s shoulders – those shoulders that
postmodern culture proclaims, and market publicity promotes, as omnipotent, but many
people find much too weak for the burden” [Bauman, 1997: 184-5]. Tanto los
radicalizados extremismos religiosos como el auge de los movimientos étnico-
nacionalistas responden, en última instancia, a un deseo de rebelión contra la
arquitectónica del capital. Cabría preguntarse en este marco si el dilema de la
independencia catalana no es sino un teatro para un mayor dominio de sus instituciones
sobre el pueblo, ya que el uso de la violencia parece encontrarse en niveles mínimos en
comparación con los movimientos fundamentalistas más agresivos como pueden ser el
Daesh o los grupos de corte neonazi que pueblan europa. Ni siquiera los seguidores de
Donald Trump se dedican matar latinos, en comparación con las acciones de las
asociaciones radicales del Oriente Medio. Desgraciadamente no hay tiempo de analizar
estas cuestiones, queda, sin embargo, el sujeto postmoderno, quien parece haber
quebrado, constituyéndose en un hombre-masa alienado y manipulable como los
jóvenes europeos que últimamente se unen a las filas de grupos terroristas que nada
tienen que ver con ellos. Es hora de un experimento mental: se le pregunta a un anciano
por la calle qué sucede con los jóvenes de hoy en día. ¿No estaría su respuesta en la
línea de “en mis tiempos...”? ¿Son estas nuevas generaciones de los mal llamados
nativos digitales verdaderamente postmodernas a causa de la constante exposición a las
pantallas? En medio del huracán de las oportunidades, la incertidumbre de los sujetos se
ha – sin lugar a dudas – incrementado en estos últimos decenios. Queda solamente
esperar al futuro para hallar las respuestas a cómo puede salvarse un mundo sometido a
las condiciones postpolíticas, flotantes y fluidas del capital.
37

6 – Conclusión.

En el presente ensayo se han dado a conocer temáticas variadas respecto al papel


de la fluidez de las identidades en una era postpolítica. Ambos conceptos han sido
explicados en detalle mediante las tesis de los distintos autores, comenzando por el
carácter de la identidad en Taylor y Appiah, la fluidez de Bauman y el papel de las
políticas de la identidad. Posteriormente se ha tratado la importancia de la cultura y la
estética en el contexto de la contemporaneidad gracias a los textos de T. Eagleton,
tocando asismismo la problemática de los conflictos culturales y algunas críticas al
actual eurocentrismo. Tras ello se ha analizado el detallado estudio del autor francés R.
Girard sobre la importancia del sacrificio en las esferas sociales y políticas, así como en
la armonía de la arquitectónica cultural para, en un segundo momento, dar paso a una
crítica de la modernidad. En último lugar, pero no por ello de menor importancia,
aparece la cuestión de la postpolítica en la línea de S. Zizek, presentada como el opuesto
de la no-ideología y unida al auge de los movimientos fundamentalistas y étnico-
nacionalistas de la actualidad. En síntesis, se han exhibido diferentes posturas acerca de
temas diversos con el objetivo de, a través de un examen detallado, dar lugar a nuevas y
mejores preguntas. Es en la conclusión que deben ser expuestas, a pesar de haber ya
aparecido en sus respectivos apartados.

Desde la identidad como esencia de yoidad en relación dialógica con el mundo, se


ha visto como los grandes problemas de los sujetos postmodernos encuentran su raíz
originaria en la indertidumbre y la angustia causadas por el aumento de elecciones
dentro de la libertad individual. Sin saber cómo hilar los eventos de la propia vida, las
gentes de los países globalizados se encuentran a la deriva, insensibilizados ante las
contradicciones endémicas del sistema mediante el apabullante y continuo despliegue de
imágenes. Teniendo como objetivo único y fundamental incitar al consumo masivo, los
medios de comunicación establecen ideales tan ficticios como efímeros en un intento de
llenar el vacío interior de las masas. La cultura, antes fértil terreno de desarrollo del
espíritu, se ha convertido en el campo de batalla de una miríada de identidades cuya
naturaleza ha súbitamente devenido política. Presentándose como su opuesto zizekiano
38

de no-ideología, el capitalismo de la era postpolítica aliena a la ciudadanía, descuidando


en su olvido histórico la importancia de lo sagrado en la vida cotidiana.
Partiendo de la destrucción del modelo trágico que enunció Girard, se abren las
puertas de un tiempo nuevo en el cual los cimientos sociales de lo religioso se esconden
tras las arquitecturas seculares de la contemporaneidad. El examen no se detiene en este
punto, sino que continúa a través de un presente siempre plagado de crisis. Una teoría
unificada del fenómeno religioso es, probablemente, una utopía. Se puede y se debe, sin
embargo, persistir en el estudio de las diversas facetas de la experiencia humana, pues
son éstas las que le proporcionan sentido y profundidad. Asimismo, las temáticas
referentes a la violencia y lo sagrado se encuentran vinculadas, no sólo entre ellas, sino
con la totalidad del andamiaje social y político. Lo que queda es reflexionar sobre el
presente, repensándolo en su totalidad para, eventualmente, arribar a un nuevo modelo
político más allá de la dicotomía entre capitalismo y comunismo que consiga acercar a
los ciudadanos del mundo; tal vez sea un capitalismo con políticas capaces de restringir
las libertades del capital, o quizás algún tipo de comunitarismo. Nadie sabe cómo
acabará el mundo, pero sí son conocidas por todos los gobiernos las pautas necesarias
para el éxito de una sociedad plural y heterogénea basada sobre los principios
universales que unen a la humanidad. El mundo no tornará al pasado, pero aunque la
globalización y la consecuente heterogeneidad de los Estados-nación sean fenómenos
permanentes, los gobiernos tienen el deber de actuar con el objetivo último de
incrementar el bienestar social. A pesar de que las identidades continuarán, en la línea
de Bauman, siendo fluidas y porosas, la incertidumbre vital causada por la falta de un
hilo narrativo puede ser reducida a niveles tolerables mediante políticas razonables e
igualitarias de bienestar social.
Los derechos humanos deben ser repensados a través de un diálogo global que
incluya a todos los países. Esto no quiere decir que algunos de ellos deban dejarse de
lado para favorecer expresiones culturales que vayan contra la dignidad y el desarrollo
de la persona, como puede ser la mutilación genital femenina entre otras muchas. Lo
que se quiere destacar es la necesidad de incluir a todas las partes dentro del proceso
comunicativo, deliberando y revisando las reglas básicas por las que deberían regirse los
Estados. La era del colonialismo debe llegar a su fin en favor de una política
39

internacional propia de la época actual capaz de posibilitar no solamente la creación de


una Europa unida, sino de un proceso expresión de la unidad en la diferencia a nivel
mundial. Es el momento de reconocer pública y globalmente que los grandes problemas
de la humanidad – las guerras, la hambruna, las enfermedades, la desigualdad, etc. –
pueden ser solucionados más fácilmente que nunca, y que es responsabilidad tanto de
las instituciones como de los ciudadanos que su resolución se lleve a cabo. Se deben
asimismo recuperar los ideales garantes de Sentido cuya falta atormenta a los hombres y
mujeres contemporáneos, diluyendo sus nombres y rostros en un baile de máscaras
carnavalesco a la par que se destruyen las ilusiones de la no-ideología postpolítica,
permitiendo una verdadera libertad ciudadana y unos vínculos interpersonales potentes,
unidos por algo más que por el capital.
40

Anexo I - Lo sagrado comtemporáneo

Queda examinado el profundo vínculo entre la violencia y lo sagrado, prestando


especial atención al papel de la víctima propiciatoria tanto en las sociedades primitivas
como en la (post)modernidad. Utilizando como base la obra de R. Girard La Violencia y
lo Sagrado, se ha continuado a través de dos escritos adicionales de S. Zizek y Z.
Bauman para profundizar en esa relación, pero aplicándola en segundo lugar a la
situación actual del mundo occidental. Falta, sin embargo, responder a una pregunta
¿qué ha sucedido con el ámbito de lo sagrado en la era del capitalismo global?
Adentrándose en las tinieblas que ocultan el fenómeno religioso, intentando disiparlas a
la luz de textos pertenecientes a épocas diversas; primero acudiendo a la antigüedad
clásica de la tragedia griega, después con relatos más coetáneos a nuestra realidad. No
cabe permitir que la cuestión quede sin analizar.
Para Girard, sacer concibe una dimensión que reúne en sí misma a todos los
contrarios. En base al argumento aquí desarrollado, se dará un paso más que el autor,
afirmando que, lejos de limitarse al espacio en donde recae la responsabilidad del
homicidio sacrificial, lo sagrado constituye el ámbito del Sentido. Es en la
transcendencia que el ser humano inquiere sobre sí mismo, sobre su identidad y destino;
ésta determina la existencia, no sólo de los límites de la violencia, sino de la totalidad
del constructo social. Lo sagrado es, en última instancia, el garante del sentido de la
vida, pues al posibilitar el orden político y social de la comunidad, permite que cada
sujeto construya su propia historia. Las narrativas individuales deben inscribirse en la
sociedad para otorgar autonomía al sujeto gracias al establecimiento de un cierto orden
y seguridad que le permitan desarrollarse como ente único: “la identidad brota en el
cementerio de las comunidades, pero florece gracias a su promesa de resucitar a los
muertos” [Bauman, 2001: 174]. Es el retorno a la autenticidad, al ser uno mismo en
donde radica la esperanza del futuro de hombres y mujeres contemporáneos, y
solamente podrá lograrse a través del vínculo – tanto individual como colectivo – con
ámbito de lo sagrado, capaz a su vez de restaurar la esfera apolínea de la sociedad.
La crisis sacrificial, tanto en el contexto trágico como en el postmoderno, surge
con la quiebra del orden social. Este fenómeno, a su vez, da lugar al auge de
41

movimientos identitarios étnico-nacionalistas, los cuales sirvieron en su momento de


fundación a nuevos estados nacionales. Para saber si este esquema se repetirá en la era
del capital global, sólo queda esperar. En una época en la que la violencia mítico-
sagrada parece estar siendo sustituida por actos espontáneos de violencia divina que no
pretenden significar, sino que simplemente señalan la existencia de un determinado
grupo de individuos – aquéllos abandonados a su suerte por el sistema económico-
político, ¿qué cabe esperar? Cada vez una mayor parte de la población escapa al control
del estado : “we have those who are “part of no-part” […] contrary to what people say,
that we live in a society of total control, there are larger and larger populations outside
of the state” [Zizek, 2013: 63] situándose, por tanto, fuera del orden establecido a riesgo
de hacerlo quebrar.
Ningún maniqueísmo puede justificar las condiciones de pobreza de los suburbios
mundiales que continúan creciendo en la periferia de las grandes metrópolis, del mismo
modo que ningún alieno eje del mal puede responder por ello. El problema de estos
tiempos no es sino la hipocresía de las naciones, las cuales siguen posponiendo
soluciones a los dilemas que globalmente les atañen, desde la erradicación de la pobreza
al cambio climático, pasando por la igualdad de género y tantas otras cuestiones que
cada día se encuentran en segundo plano, bajo la sombra del capital. Los gobiernos
contemporáneos buscan el desarrollo económico - el Poder - por encima de todo,
apelando al mantenimiento del orden y de la libertad como criterios justificativos de su
violencia. Lejos quedan los sueños del Estado de Bienestar, ese ideal sagrado por el que
se suponía luchaban las democracias; su destrucción ha dejado tras de sí un vacío aún
sin llenar. La conformidad de Bauman no es sino el resultado de la falta de principios,
de creencias firmes sustentadas por un régimen político fuerte y comprometido.
Si para Weber el estado moderno comienza con la expropiación de lo privado “en
todas partes el desarrollo del Estado moderno comienza cuando el príncipe inicia la
expropiación de los titulares “privados” de poder administrativo” [Weber, 1998: 91],
en la denominada postmodernidad este fenómeno se da a la inversa. Es natural que el
político aspire al poder, pero no para la obtención de sus propios intereses, sino los de la
sociedad: “quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la
consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder” ” [Weber,
42

1998: 84]. La incertidumbre del sistema no permite al individuo depositar su fe en lo


sagrado, ni siquiera en la secularizada hegemonía de una ciencia opaca que la mayoría
no siquiera llega a comprender, sino que funciona a modo de magia. Constantemente, el
movimiento flotante del capital y de las corporaciones exige y elogia la movilidad
global de los individuos, precisando que todos ellos son prescindibles y serán
expulsados del sistema según las necesidades de éste. Al imposibilitar la metáfora del
hogar seguro, ¿qué queda para otorgar un sentido a la vida? “It is the ultimate irony of
history that radical individualism serves as the ideological justification of the
unconstrained power of what the large majority of individuals experience as a vast
anonymous power, which, without any democratic public control, regulates their lives”
[Zizek, 2013: 6]. Zizek propone que “the basic model is this one: there is no longer a
fixed identity […] We really have to rethink it all” [Zizek, 2013: 79], y puede que esté
en lo cierto. Si, en última instancia, el misterio de lo sagrado es hoy en día más
impenetrable que nunca, tal vez se deba partir de nuevos esquemas de pensamiento
adaptados a la (post)modernidad para analizar el nuevo entorno.
43

7 – Declaración de autoría.
D/Dª.: Alejandra Sande Belmonte con DNI 47403099F, estudiante del Grado en
Filosofía, de la Universidad de Salamanca, realizado en el período 2012-2016,
DECLARA QUE: el Trabajo Fin de Grado denominado Identidades fluidas en la época
postpolítica ha sido desarrollado respetando los derechos intelectuales de terceros,
conforme las citas que constan en las páginas correspondientes, cuyas fuentes se
incorporan en la bibliografía; así como los derechos de propiedad industrial o intelectual
que pudiese afectar a cualquier empresa. Consecuentemente, este trabajo es inédito y de
mi autoría. En virtud de esta declaración, me responsabilizo del contenido, veracidad y
alcance del Trabajo Fin de Grado en mención. Para que así conste, firmo la presente
declaración en Salamanca, a 27 de junio de 2016.

Fdo.:
44

8 – Bibliografía.

Bibliografía principal:

Bauman, Z. La sociedad individualizada. Madrid, Cátedra, 2001.


Eagleton, T. La idea de cultura: una mirada política sobre los conflictos culturales.
Barcelona, Paidós, 2000.
Girard, R. La violencia y lo sagrado. Barcelona, Anagrama, 1995.
Taylor, C. El multiculturalismo y “la política de reconocimiento”. México, FCE, 2009.
Žižek, S. Violence, London, Profile Books, 2008.
Žižek, S. En defensa de la intolerancia. Madrid, Diario Público, 2010.

Bibliografía secundaria:

Appiah, A. K. “Identidad, autenticidad, supervivencia. Sociedades multiculturales y


reproducción social” en Taylor, C. El multiculturalismo y “la política de
reconocimiento”. México, FCE, 2009.
Rockefeller, S. R. “Comentario ” en Taylor, C. El multiculturalismo y “la política de
reconocimiento”. México, FCE, 2009.
Fundação Nacional do Índio [FUNAI] , http://www.funai.gov.br/index.php/2014-02-
07-13-26-43 [Comprobada el 11/6/2016]
Cornford, F. M.: “From religion to philosophy”. New York, Cosimo Classics, 2009
Weber, M. El político y el científico. Madrid, Alianza, 1988.
Žižek, S., Park, Y. (ed.) Demanding the Impossible. Cambridge, Polity, 2013.

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