Los
hechos y/o personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con la
realidad es mera coincidencia.
Publicado por:
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5 rue Plaetis, L-2338, Luxembourg
Junio, 2018
Copyright © Edición original 2018 por Antonia J. Corrales
Todos los derechos están reservados.
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Imagen de cubierta © Henrik Sorensen © stock_colors © Angel Uriel Ramirez
Gonzalez / EyeEm/Getty Images; © Cultura Creative (RF) / Alamy Stock Photo
Producción editorial: Wider Words
Primera edición digital 2018
ISBN: 9781477819760
www.apub.com
SOBRE LA AUTORA
Antonia J. Corrales es una escritora española nacida en Madrid en 1959.
Después de varios años trabajando en el mundo de la administración y dirección
de empresas, decidió dedicarse de lleno a la escritura. Comenzó a adentrarse en
el mundo de la edición en 1989 como correctora, y desde entonces ha trabajado
como lectora editorial, columnista, articulista, entrevistadora en publicaciones
científicas, jurado en certámenes literarios y coordinadora radiofónica. Ha sido
galardonada con una veintena de premios en certámenes internacionales.
Es autora de las novelas La décima clave, La levedad del ser, As de
corazones, Epitafio de un asesino, En un rincón del alma y su segunda parte,
Mujeres de agua. Con En un rincón del alma lleva más de cinco años en el top
de ventas en España, Estados Unidos y América Latina. Traducida al inglés,
griego e italiano, su última novela publicada de forma independiente es Y si
fuera cierto, y se estrena ahora en el sello Amazon Publishing con Una bruja sin
escoba, la primera parte de la trilogía Historia de una bruja contemporánea.
ÍNDICE
Comenzar a leer
No estoy loco, …
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
Paciencia, escocés. Lo has hecho muy bien, aunque te llevará tiempo continuar.
Generaciones enteras nacen y mueren continuamente. Tú estarás con los que
viven mientras quieras, los pensamientos y los sueños de cada hombre son tuyos
ahora. Tienes más poder de lo que se pueda imaginar. Utilízalo bien, amigo mío,
no pierdas la cabeza.
Los inmortales
No estoy loco, simplemente, mi realidad es diferente a la tuya.
LEWIS CARROLL, Alicia en el País de las Maravillas
PRÓLOGO
No quise creer en la existencia de las brujas hasta que me vi obligada a
aceptar que era una de ellas. Una bruja torpe y sin escoba que habitaba en una
ciudad ruidosa, de calles asfaltadas y semáforos que acompañaban con sus luces
verdes, ámbar y rojas mis pasos en la madrugada; una bruja que se sentía presa,
encadenada a una agenda y un reloj. Hacía años que había dejado de volar, que
había cambiado el rumor del bosque por el sonido atronador de cientos de
coches con venas de plástico y sangre negra.
Vivía en una gran urbe donde la magia había desaparecido, devorada por
los atascos en hora punta y a deshora. Los hechizos lanzados al aire se perdían
entre el bullicio de los centros comerciales abarrotados y la luz de las farolas
impedía que los seres fantásticos se escondiesen entre las hojas de unos árboles
que se habían ido, que habían dejado de sombrear las aceras. La magia, allí,
únicamente daba señales de vida en la literatura y el cine. Muchos querían creer
en ella. Eran conscientes de que la necesitaban para vivir, para darle sentido a
una vida que parecía virtual, ajena a uno mismo, pero pocos se atrevían a decir
que creían. Eran escasos los disidentes, los que le echaban ganas y coraje para
buscarla en la mirada perdida de un mendigo o en un cielo donde las estrellas
habían desaparecido, absorbidas por el agujero negro de la civilización. Los
presentimientos se diagnosticaban como angustia, las visiones como delirios y la
mayoría creía que el tiempo en el que vivía, aquella realidad ruidosa y ajena,
donde los deseos y los sueños se controlaban como si estuvieran envasados al
vacío, era la única. La única realidad, la única posibilidad, la única salida,
pensaban. Pero… se equivocaban. Tras ella había muchas otras, y cada una, cada
realidad, era vital para que existiesen las demás. Para habitarlas, solo era
necesario creer, pero muchos hacía tiempo que habían perdido la fe.
CAPÍTULO 1
Nos conocimos en una de las tiendas que la empresa americana para la que
trabajaba tenía en el centro de la ciudad. Fue el día que recogí unas zapatillas
exclusivas cuyo precio se duplicaba en el mismo momento de su adquisición y
que solo se podían conseguir a través de un sorteo previo en el que me había
apuntado con la esperanza de resultar seleccionada. Y, en efecto, así fue. Con un
poco de suerte las revendería y destinaría el beneficio a reparar mi ala delta, que
se había rasgado tras un abrupto aterrizaje hacía unos meses. De aquel traspié me
quedaron varios moretones en las piernas, el mono roto en la zona de las rodillas
y el aspecto propio de haber mantenido una reyerta con un gato callejero. Solía
volar una vez cada quince días. Tomaba las corrientes de aire y, abismada en otra
perspectiva del mundo, olvidaba el bullicio, el ajetreo de la ciudad y las horas
muertas que pasaba en aquella oficina sin más vistas que la pantalla de mi
ordenador o los paneles grises que me separaban de mis compañeros de trabajo y
cuyos laterales estaban repletos de fotos tomadas durante mis vuelos. Volar era la
forma de volver a encontrarme con Rigel, de mantenerlo con vida a mi lado. De
no olvidarlo.
Alán era el area manager de la cadena de tiendas de zapatillas deportivas.
Cuando se dirigió a mí, saltándose a varias personas que permanecían esperando
antes que yo, pensé que me había confundido con alguien.
—Tengo debilidad por las pelirrojas —me dijo bajito, casi en un siseo,
acercándose a mi oreja, y con un gesto cómplice me indicó que lo acompañase a
una de las cajas en las que no había gente…
Y lo seguí. Sin decir una palabra, sonriendo y a la espera de una perorata
tonta y sin sentido que no llegó.
—Me gustan las leyendas de la vieja Escocia. Todo lo que tenga que ver
con magia y con otras realidades me fascina. —Señaló el libro que yo llevaba en
mi bolso y que sobresalía de él mostrando parte de su título.
—Bueno, no es un libro sobre leyendas. Es de no ficción. Me estoy
documentando sobre la lengua de los antiguos pictos —le respondí en tono
irónico, pensando, de nuevo, que era un oportunista.
—Los pictos eran escoceses, su nombre proviene de la costumbre que
tenían de pintarse y tatuarse la piel —respondió seguro de sí mismo y sonriendo
divertido—. Tú pareces escocesa. Una guapa escocesa que seguramente haya
heredado los genes de alguna bruja que habitaba en aquellas tierras. Soy
doctorado en Historia, aunque mi trabajo no tenga mucho que ver con mi
carrera, pero…, ya sabes, no están las cosas como para ir haciéndole ascos a
nada.
»Me gustaría volver a verte. ¿Qué te parece si me das tu número de
teléfono y quedamos un día de estos para tomar una copa? Así, de paso, podría
echarte una mano con la documentación sobre los pictos —sugirió sin mirarme,
al tiempo que sacaba mi tarjeta de crédito del datáfono…
Pensé que la primera cita sería la única. Cenaríamos, nos tomaríamos unas
copas y haríamos el amor, dejando de lado a los misteriosos pictos y a Escocia.
Después se iría, probablemente de madrugada, antes de que yo me despertase y
el sol saliese. Se marcharía en silencio, de puntillas, como un ladrón. De aquella
forma evitaría una explicación, un último beso, y esquivaría mi gesto
adormecido y triste. Más triste que adormecido, porque me gustaba. Y yo, una
vez más, volvería a mi rutina, añorando un desayuno de sábanas blancas,
pensamientos extraviados y ducha compartida. Echando en falta vivir una
historia de amor como las de las películas americanas que tanto me gustaban.
Pero me equivoqué.
Nos amamos durante meses. Lo hicimos cuando estábamos juntos y
alejados, manifestándolo sin reparos y en silencio. Le robamos tiempo al tiempo.
Corríamos para encontrarnos a mediodía, durante la mísera media hora de la que
disponíamos para el almuerzo. Vivíamos como nunca antes lo habíamos hecho, a
destajo, sin que nos importara el cuándo, el cómo ni el porqué. Nos besamos en
el metro, en la parada del autobús o en medio de la calle. Cenábamos
hamburguesas en el parque, sobre un banco solitario o en el mejor asador de la
ciudad. Los primeros domingos de mes Alán solía cerrar la tienda y yo pasaba a
recogerlo. A la misma hora los locales de ocio que había en la calle abrían y
Silvio, un cantautor callejero, se sentaba a actuar guitarra en mano y sombrero
negro de fieltro en la acera. Alán, que lo conocía desde hacía años, cantaba con
él algunas noches. Y yo, ensimismada, idiotizada como una gata en celo, me
adjudicaba sus gestos y alguna de las estrofas más románticas que ambos
enfatizaban y la gente aplaudía con un fervor enardecido. Y así, poco a poco, sus
manos fueron rodeando mi cintura día tras día hasta hacerla suya.
Una noche sin luna, en la que la constelación de Orión brillaba con fuerza
en el cielo, decidimos vivir juntos.
—Tu piso es demasiado pequeño para los dos, aquí no hay sitio para mi
colección de deportivas. Deberíamos ponerle una solución lo antes posible.
Podrías venirte a vivir conmigo. Me gustaría que lo hicieses —me dijo, dejando
caer dentro de mi vaso de vino un anillo con una circonita que, sumergida en
aquel líquido rosado, brillaba como un diamante…
Le miré y, sin decir palabra, me dejé llevar por aquella escena de filme
romántico de Hollywood con la que tantas veces había soñado. Por unos
instantes me sentí como debió de sentirse Audrey Hepburn en Desayuno con
diamantes, como se habría sentido cualquier mujer enamorada, supongo:
viviendo una historia que parecía no pertenecerme, dentro de un mundo que,
junto a él, se había ido idealizando y que decidí hacer mío.
Embalé mis cosas con la ayuda de Samanta, que intentaba perseguir mi
ilusión para hacerla suya sin conseguirlo, mientras escuchaba mis planes de
futuro y seguía el brillo de la circonita que coronaba mi dedo anular con cierto
aire de tristeza y desconfianza.
—Lo único que me asusta es el traslado. Creo que serías más libre y os iría
mejor viviendo cada uno en su casa, como hasta ahora. Este traslado tuyo es
como cuando acudes a una cita dependiendo del coche de alguien para regresar,
vas encadenada, atada a la otra persona, aunque no quieras. Te condicionará
mucho, Diana. Dependerás de su sueldo para pagar ese loft lujoso y absurdo en
el que vive. Es más, creo que él no habría podido seguir afrontando el alquiler
solo. Ese detalle, que creo que tú has pasado por alto, me preocupa. Sé que ahora
mismo me odias, pero no puedo mentirte, eres mi amiga…
Samanta era una de mis compañeras de trabajo en aquella oficina en la que,
durante ocho o nueve horas diarias, introducíamos datos sentadas la una frente a
la otra, separadas por paneles grises, tecleando cifras, nombres de calles,
direcciones de correos electrónicos, números de DNI, pasaportes y códigos
bancarios ajenos. En nuestras mesas había bolígrafos y lapiceros, chinchetas de
colores, flores de papel reciclado, fofuchas en miniatura y algún osito de peluche
que añoraba, como nosotras, ver el horizonte tras una ventana que allí solo
existía en el salvapantallas del ordenador. Durante los descansos, frente a la
máquina expendedora de cafés aguados e insípidos, y en los almuerzos de tartera
y pan de molde integral, solíamos divertirnos pasando revista a los jefes y
jefecillos que recorrían el pasillo acristalado que separaba la sala de descanso de
los despachos. Ellos siempre almorzaban fuera, parapetados tras la tarjeta de
crédito que les daba la empresa nada más llegar. Las dos, mano a mano y entre
risas, creamos una especie de registro de apodos con los que fuimos
bautizándolos. Estaban los «pagafantas», los cadetes West Point, los
mercachifles disfrazados de ejecutivos, los «no sirvas a quien sirvió», estos
últimos eran los peores de la lista. Y, por último, los denominados «hombres de
negro». Pertenecían al departamento de Recursos Humanos, pero, irónicamente,
estaban deshumanizados.
Samanta era una soltera convencida, vocacional, puntualizaba ella cuando
hablábamos sobre las relaciones de pareja. Era mayor que yo, aunque no lo
aparentase ataviada con aquellos vaqueros ceñidos y rotos en las rodillas, con
aquella melena azabache y larga que a veces se recogía en un moño alto, y con
un rostro sin una gota de maquillaje que acentuase las escasas arrugas de su
frente. Tenía los ojos negros, rasgados y grandes, la piel blanca y un estilo tan
personal y cautivador como su forma de ser y de pensar. Solíamos quedar los
viernes para cenar y tomar unas copas. Nos gustaban los locales de música indie,
las maravillosas versiones que hacían de los clásicos aquella gente que, como
nosotras, perseguía hacer realidad un sueño dentro de un mundo que se había
convertido en una jungla inhóspita e impersonal. Éramos disidentes. Huíamos
del tumulto, del todo en uno, del dos por uno, de tener que hablar a gritos, de
aquella forma artificial de descargar adrenalina que se había puesto tan de moda.
Compartíamos nuestros sueños, los de antes, muchos de ellos aún sin cumplir, y
los que pensábamos realizar cuando un golpe de suerte nos sacara de aquel
trabajo tan falto de magia y vida, como aquella ciudad que nos convertía, sin
permiso, en seres insignificantes.
Mi amiga era una arqueóloga encerrada tras unos paneles sintéticos y
despersonalizados que soñaba con viajar a Egipto y formar parte de alguna
excavación importante. De vez en cuando yo la acompañaba a participar en
pequeñas excavaciones que a mí me aburrían pero que a ella le permitían
mantener viva su ilusión. Por su parte, a pesar del miedo que sentía a que yo
tuviese un contratiempo cuando estaba en el aire, Samanta venía conmigo y
grababa mis vuelos en ala delta.
—¡Qué diferentes somos! Yo adoro la tierra y tú el aire —comentaba
mientras preparaba su cámara—. Al final vas a conseguir que pierda el miedo a
verte entre el rojo de la vela de tu ala. Se te ve tan diminuta en el aire…, pareces
un gorrión. Cada día estoy más convencida de que tienes un don especial para
manejar ese artilugio. Creo que eres una bruja contemporánea, sin escoba, pero
con un ala tan bella como las de un águila real…
Nuestras escapadas nos liberaban de aquel tipo de vida tan mecánica, tan
carente de emociones y libertad. Así fue hasta que Alán llegó. Desde entonces, el
tiempo que pasábamos juntas se fue reduciendo: de compartir las cenas de los
viernes, las copas en los locales de música en directo, las acampadas previas a
las excavaciones en los sitios más alejados e insospechados, el vuelo en ala delta
ante su mirada siempre intranquila, pasamos a las conversaciones por
WhatsApp. Nos veíamos solo en el trabajo, o cuando Alán viajaba. Las quedadas
de los domingos para tomar el aperitivo y el vermut de la una, antes del
almuerzo, se convirtieron en conversaciones por teléfono que Alán se empeñaba
en cortar haciéndome señas con los dedos, imitando el movimiento de las tijeras
y sacándome de quicio. Mi ala delta también sufrió con aquello, con mi cambio
de residencia y tipo de vida. Quedó aparcada en el club de vuelo a la espera de
que Alán tuviera coraje para verme volar, a que me amase lo suficiente como
para entender lo importante que era para mí aquello.
CAPÍTULO 2
Samanta tenía razón respecto a Alán. Nuestra relación había sido
construida sobre una plataforma inestable, sin una base bien cimentada que le
permitiese soportar los temblores propios de toda convivencia. Y así, poco a
poco, temblor tras temblor, ausencia tras ausencia, fuimos separándonos hasta
alejarnos definitivamente. Pasamos de compartir silencios, siestas, anécdotas
laborales, comidas y series de televisión con olor y sabor a palomitas, con mis
pies sobre sus piernas o mi cabeza recostada en su hombro, a vernos solo camino
del baño o tras el beso de despedida, cada vez más ajeno e impersonal, en la
puerta de casa. Abandonamos Juego de tronos a la mitad, y Jon Nieve, que había
conquistado mi corazón, se quedó en aquel capítulo del celuloide, a la espera de
un fin de semana, de una maratón de tele junto a Alán que jamás llegó. Mi libro
de cabecera, con aquel paraguas rojo en la portada y la sombra de una bruja
contemporánea paseándose entre sus páginas, fue lo único que subsistió de
aquella relación tan bella, mágica y efímera como el paso de una estrella fugaz.
La novela y la tarjetita de cartulina carmesí, que usé como marcapáginas hasta
acabar su lectura y en la que él, como si me presintiera, como si supiera quién
era yo en realidad, escribió una dedicatoria cuando, en los comienzos de nuestra
relación, me la regaló:
A mi bruja sin escoba. No dejes que la vida te convierta en una muggle.
Alán.
Los dos nos fuimos yendo, nos alejamos el uno del otro al mismo tiempo y
tomando las mismas distancias, aunque por motivos diferentes. Él se marchó de
la mano de mis ausencias, arrinconado por el tiempo que yo dedicaba a
investigar sobre los pictos y mis orígenes. Lo hizo sin hacer ruido y sin oponer
resistencia. Me dejó ir y yo hice lo mismo con él. Tarde o temprano aquello,
nuestra ruptura, tenía que suceder. Nuestra separación estaba escrita. El tiempo y
el destino habían vuelto a jugar sus mejores cartas. Era inevitable, pero yo no lo
sabía, no lo supe hasta mucho tiempo después.
A su lado me convertí en una muggle, como denominaba él a las personas
que habían perdido la capacidad de presentir, de soñar y de creer en la magia, en
la otra realidad, y aquello me había cegado. Me había impedido ver más allá. Me
acomodé a la facilidad del todo hecho, a la placidez que te da la ignorancia, a
tenerle a mi lado sin necesidad de pelear por mantener aquel amor vivo, y dejé
de ser quien era. La mujer que él había conocido tres años atrás.
Nos separamos después de una cena en la que, arropado por el decoro que
exigen los sitios públicos, me expuso que estaba enamorado de una compañera
de trabajo. Que los dos lo estaban y que ambos habían decidido vivir juntos. Me
pidió perdón por haber dejado de sentir por mí y por sentir lo que sentía por ella.
Dijo que todo había sucedido sin proponérselo, sin darse apenas cuenta hasta que
pasó. Primero fueron unas cervezas, unos minutos de receso, un café, un
almuerzo de trabajo sin trabajo de por medio y las charlas en el coche durante las
idas y los regresos del trabajo.
Le pedí que me diera tiempo para recoger mis cosas y que no estuviera
presente mientras lo hacía. Él, sin rechistar, como si hubiese intuido mi reacción
y esta le resultase cómoda, me regaló la mirada y el gesto cómplice del amigo
con el que un día compartiste cama y proyectos de futuro.
—No dudes en llamarme si me necesitas —me dijo—, sabes que siempre
voy a estar disponible para ti. Me encontrarás ahí, a la vuelta de la esquina.
Me besó en la mejilla con el mismo recato con que lo hiciera al despedirse
de mí la primera vez, aquel día en la tienda, ya tan lejano.
—Sabes que no lo haré. Aunque me coma los muñones de la
desesperación, no te volveré a llamar para nada —le respondí, y lo aparté de mí
apoyando la mano en su pecho y conteniendo las ganas de llorar.
No imaginaba que aquello fuera a afectarme como lo hizo. Pensaba que su
marcha ya había sucedido hacía tiempo porque apenas estábamos juntos. Me
hice la valiente y me convencí de que, a fin de cuentas, aquello les sucedía a
diario a muchas personas y nadie moría de amor o de añoranza. Me dolería pero
no acabaría conmigo, me dije. Creí que solo echaría en falta el cesto lleno con la
ropa para la colada, su taza de café vacía sobre la encimera, la falta de espacio en
los armarios o el calor de su cuerpo junto al mío en las noches frías de invierno.
Pero me equivocaba. En el momento en que Alán dejó de formar parte de mi
vida, de estar ahí, a la vuelta de la esquina, como él solía decir, sentí que le
quería más que nunca, que jamás había dejado de quererle, y temí no conseguir
olvidarle. Tuve miedo, miedo a una soledad que ya conocía.
Mientras recogía mis cosas comenzaron a aparecer pétalos de rosa por toda
la casa. Surgían de la nada: en las esquinas, tras las puertas, dentro del armario
donde Alán guardaba su ropa, en el hueco que su ausencia había dejado en el
sofá, en su lado de la cama e incluso en la estantería donde guardaba sus
zapatillas. Ya había sentido antes ese fenómeno extraño cerca de mí. La primera
vez que ocurrió fue cuando, siendo aún una niña, dejé de ver a mi madre.
Aunque entonces, cuando mi madre se fue, los pétalos que afloraban estaban
marchitos. Me senté en el suelo y fui recogiéndolos sin dejar de llorar. Me rodeé
de ellos. Sabía lo que significaba su aparición y, aunque había convivido con ello
durante muchos años, tuve miedo.
Alán siguió en mi vida. Continuó presente en ella a través de los recuerdos
que surgían al ver las fotos que nos hicimos juntos, o de las imágenes que
habíamos colgado en las redes sociales y en las que, mutuamente, nos habíamos
etiquetado. En el olor que su perfume había dejado en las mantas con las que nos
arropábamos en el sofá en las tardes de invierno. En la banda sonora que
acompañaba las series que dejamos de ver y que no pude retomar sin él. Me
costó continuar sin tener que reclinarme y llorar como una tonta cuando algún
recuerdo me llevaba a los días que habíamos compartido, a todas aquellas
pequeñas cosas que habían formado parte de nuestra vida en común. De aquella
vida en la que yo había conseguido ser como el común de los mortales, porque,
junto a él, fui capaz de olvidarme de quién era en realidad…, y me gustaba.
Intenté, sin conseguirlo, no mirar sus perfiles en las redes sociales, sus
comentarios o las historias que colgaba en Instagram. Después de la ruptura,
ninguno se atrevió a bloquear al otro, a borrarlo de su lista de contactos. Y así,
ejerciendo mi derecho de amiga en Facebook, busqué un escueto comentario o
una frase tonta de las que todos dejamos caer de vez en cuando con la esperanza
de que aquellas palabras fueran dirigidas a mí. Fue entonces cuando supe cómo y
quién era ella, tras ver una de tantas fotos, de la infinidad de fotos, que se
hicieron juntos y que colgaban empujados por la química y las hormonas
desordenadas que toda relación exhibe en sus comienzos. Una de esas
instantáneas con besos de refilón, morritos de pose ensayada y sonrisas
demasiado anchas para ser espontáneas, teñidas todas de postureo. Era más
joven, aparentemente mucho más joven que él y que yo. También tenía unas
piernas de pecado, tan dolorosas como sus faltas de ortografía. Escribía las
palabras a medias y usaba el inglés a destajo. Y fue entonces cuando los pétalos
de rosas volvieron a surgir. Lo hicieron durante la mudanza, en los previos y al
final de la misma. Se acomodaron en los rincones que mi ausencia iba dejando
en aquel loft que antes había sido mío, que había pertenecido a los dos. Lo
llenaron de lágrimas mudas y silencios quebrados por su ausencia. Cuando me
marché, algunos cayeron por la terraza, pero otros se quedaron sobre los
alféizares de las ventanas del apartamento, porque una parte de mí se negaba a
abandonar aquel lugar.
Dejé el apartamento de Alán al mismo tiempo que cerraba mis perfiles en
las redes sociales. Me fui del todo y sin despedirme de casi nadie. Lo hice sin un
céntimo en los bolsillos, con la cuenta corriente teñida de rojo, arrastrando mi
ala delta y sin Samanta, que apenas unos días antes se había marchado a
participar en la excavación con la que había soñado durante toda su vida.
Nena, qué ganas tengo de verte y contarte. Echo en falta las tardes
de jazz. Tenemos que repetir cuando regrese. Como en los viejos
tiempos. Busca un hueco para que podamos estar juntas a mi
vuelta. No me pongas excusas baratas, y con ello me refiero a Alán.
Soy muy feliz.
Ese era el texto de su último whatsapp, el que me mandó un día después de
que Alán me dijese que me dejaba. No le respondí. Si lo hacía, ella notaría que
algo estaba pasando. Tenía un sexto sentido para adivinar mi estado de ánimo y
yo no podía estropear ni un minuto de aquella aventura, de aquel viaje con el que
mi amiga llevaba soñando tanto tiempo. Apagué el teléfono y contuve las
lágrimas bajo la mirada de la agente inmobiliaria que me llevó al piso que se
ajustaba a lo que yo le había solicitado previamente.
—El edificio es antiguo, pero el ático tiene una gran terraza donde puedes
dejar tu ala delta. El alquiler es más bajo de lo que me pediste. Espero que te
guste. Los techos son altísimos, con el tiempo incluso podrías instalar dos
alturas. Digo con el tiempo porque el propietario no tiene intención de dejar de
alquilarlo. Si te gusta, estoy segura de que no te pondrá pegas para hacer las
reformas que quieras.
»Se te están cayendo los pétalos que llevas en el bolso —dijo la agente
inmobiliaria, señalando el suelo con una expresión de extrañeza en el rostro—.
Yo también suelo comprarlos para llenar los botes de cristal del baño. ¡Huelen
tan bien!
CAPÍTULO 3
Me entregaron las llaves en agosto. El cielo estaba encapotado y la tierra
esperaba reseca una lluvia que no había caído desde junio. El propietario era un
hombre bajito, regordete y nervioso que hablaba y gesticulaba sin parar. Parecía
un gánster americano. Vestía un traje verde pistacho y calzaba unos zapatos de
piel similares a los de claqué, blancos y negros con chapa en la suela. A pesar de
que yo había visto el piso con anterioridad acompañada de la agente
inmobiliaria, él se empeñó en que volviese a verlo. Quería entregarme las llaves
en mano y formalizar el contrato en el inmueble. Me enseñó las estancias, los
armarios por dentro, dónde estaba el cuadro de la luz por si saltaba algún
diferencial y lo que debía hacer para solicitar que me dejasen una bombona de
gas butano. Me explicó que la ventana que daba a la terraza se atascaba y que
debía tener cuidado al abrirla porque el cristal era fino, vibraba y podía romperse
al tirar de ella. Era mejor mantenerla entrecerrada mientras la temperatura lo
permitiese, dijo secándose el sudor de la frente con un pañuelo rojo, como su
corbata.
—Los muebles que hay los dejó el anterior inquilino. Son pocos, pero los
he conservado por si te venían bien. Puedes hacer con ellos lo que quieras,
tirarlos o quedártelos. Ya le dije a la joven de la inmobiliaria, cuando vino con
los que trajeron ese aparato —señaló la terraza—, que no me daba tiempo a
organizar el inmueble, ni a limpiarlo —dijo, pasando los dedos por la superficie
de la pequeña mesa del salón y, acto seguido, restregándose la palma de la mano
en el pantalón—, pero tú, siendo mujer, imagino que te darás maña. Seguro que
lo dejas como una patena.
Asentí con un movimiento afirmativo de mi cabeza y me tragué una
respuesta que escupir sobre aquel «tú, siendo mujer» que me olió a naftalina y
me repateó las tripas.
—Si necesitas algo, puedes localizarme en este teléfono —dijo, y me
entregó una tarjeta de visita azul celeste con ribetes dorados, donde aparecían su
nombre y el número de teléfono en relieve—. Hazlo con tiempo. Ando siempre
muy ocupado. Tengo varios negocios en la capital.
—Gracias —le respondí—. No creo que tenga mayor dificultad que la
propia de cambiar de residencia a una zona que me es desconocida.
—Te presentaré a mi madre. Se llama Claudia. Estáis pared con pared. Es
mayor, pero te ayudará con cualquier imprevisto que puedas tener —dijo
mientras se dirigía a la puerta. Yo le seguí—. No hay manera de hacerla salir de
su casa. Le insisto a diario para que se venga conmigo, pero ella sigue en sus
trece. Ya sabes, con la edad todos nos volvemos tozudos como mulos. Si no
fuese por ella, hace tiempo que habría vendido este viejo edificio. Pero ella no
quiere irse de aquí. Prefiere compartir tabique con… —Hizo una pausa y miró a
su derecha, al hombre que subía las escaleras.
Él nos observó al llegar al rellano. Sopló como queriendo aliviarse del
esfuerzo que le había supuesto remontar los cinco pisos a pie, nos dio los buenos
días y entró en su casa. Era muy alto, de tez pálida y ojos saltones, con la frente
grande y cuadrada, los pómulos marcados y la piel de los labios de un tono
amoratado. Su fisonomía me recordó al monstruo de Frankenstein. También su
traje de chaqueta, corto de mangas y perneras, ligeramente arrugado y desteñido
en las costuras.
—¡¿Ves?! A eso me refería —prosiguió el propietario—. Los inquilinos
que tengo son como él de raritos. Hacen honor al dicho de «Dios los cría y ellos
solitos se juntan». No consigo alquilar ninguno de los pisos a alguien normal. —
Hizo una pausa, tosió, me miró y se disculpó—: Lo siento, no me refería a ti,
preciosa. Reconozco que los apartamentos tampoco tienen muchas comodidades,
porque la finca es antigua. Pero, leñe, el alquiler es una ganga.
Le sonreí con desgana.
Tocó el timbre de la puerta de su madre. Nos presentó sin apenas
preámbulos y se marchó tan rápido como pudo. Al ver mi gesto de incredulidad,
alegó que tenía una reunión. Me dejó en el rellano con la anciana, que empezó a
darme pormenorizadas indicaciones sobre la situación de las tiendas y las
paradas de autobús y metro que había en el barrio.
—No le hagas caso a mi hijo —me dijo Claudia cuando Antonio, el casero,
se perdió dentro del ascensor—. Siempre cuenta lo mismo, pero en realidad es él
quien no quiere que me vaya. Bueno, lo cierto es que yo tampoco pongo mucho
de mi parte. —Sonrió.
—Imagino que le gustaría tenerla a usted más cerca —le respondí
sonriendo—. Llega un momento en que los hijos creemos ser los padres.
Por toda respuesta, ella señaló la puerta donde se había metido el hombre
de más de dos metros que se parecía al monstruo de Frankenstein.
—Ecles acaba de dejarte una rosa sobre el felpudo. —Al volverme vi que
la puerta de mi vecino se cerraba y reparé en la flor sobre el felpudo de mi
apartamento—. Que haya cortado la rosa para ti es muy significativo —
prosiguió Claudia—, no le gusta robarle la vida a nada. Ponla en agua en cuanto
puedas. Espera un minuto, yo también tengo un regalo de bienvenida. —Dejó la
puerta entornada y entró en el piso.
Permanecí en el rellano esperando apenas unos segundos.
—¡Toma! —dijo, y me dio una escoba—. Es para que la pongas sobre la
puerta de entrada. Protegerá tu casa de las malas personas. Sé que están en
desuso, que las brujas ya no las utilizan para volar. Ahora lo hacéis en otros
artilugios, como ese que subieron hasta tu terraza por la fachada el otro día. Pero
aun así, aunque vueles sobre ese cacharro de tela roja, toda bruja debe tener su
propia escoba. Si necesitas algo, no dudes en llamarme, pero ten en cuenta que
no siempre estoy en casa. Aunque mi hijo no lo crea, ando siempre de acá para
allá. Hoy me tocó acá. Me hacía mucha ilusión darte la bienvenida, queridísima
Aradia —dijo sin dejar de sonreír—. Te dejo, creo que tienes visita. —Y señaló
el ascensor.
No me dio tiempo a decirle que mi nombre era Diana, porque cerró la
puerta en el mismo instante en que me volví para corregirla.
Me crie en un hospicio de paredes blancas, en las que un friso que imitaba
la madera recubría los pasillos y el comedor. La luz blanquecina y parpadeante
de los fluorescentes y el vacío que produce la falta de un hogar extraviaban mis
pensamientos, alentando mi imaginación para que crease seres fantásticos que le
pusieran tiritas a mi corazón maltrecho y solitario. Entre sus paredes perdí el
calor del pecho materno, el sabor dulce de la leche, y tomé mis primeras papillas
con sabor a verduras cocidas sin sal ni aceite. Eché los primeros dientes y di los
primeros pasos entre la indiferente algarabía de los demás niños que vivían junto
a mí. Ellos, como yo, día tras día esperaban encontrar a unos padres que, en
contadas ocasiones, llegaban a buscar un hijo al que hacer y sentir suyo. Mi
infancia y mi adolescencia, hasta cumplir la mayoría de edad, transcurrieron
entre las paredes y los jardines de aquella residencia para niños huérfanos y
abandonados. Yo pertenecía al segundo grupo.
Me dejaron con apenas quince días de vida en la entrada principal, a
medianoche, dentro de un cajón de madera en cuyos laterales aparecían labrados
símbolos desconocidos, arropada por un gran libro de tapas rojas con las páginas
en blanco. Aquella gaveta de madera de haya negra y el libro son lo único que
conservo de mis orígenes, la única seña de identidad que poseo.
Mis rasgos físicos eran diferentes a los del resto de los niños, la mayoría de
pelo y ojos oscuros y complexión fuerte. Yo era espigada, pelirroja, de tez
blanquecina cubierta de pecas y ojos de color miel intenso. No hablé hasta
cumplidos los cinco años. Al principio pensaron que aquel retraso podía deberse
a una sordera. Más tarde sopesaron la posibilidad de que estuviera afectada por
la mudez. También consideraron que mi deficiencia podía ser originada por
problemas de dicción y, al final, después de incesantes e incómodas visitas a los
médicos, que me sometieron a un rosario de pruebas y diagnósticos, llegaron a la
conclusión de que ya diría algo cuando me diera la gana hacerlo. El primer día
que abrí la boca para hablar también fue diferente a como suelen hacerlo los
niños. No dije una única palabra, sino que pronuncié una oración completa. En
un tono imperativo y con un marcado acento italiano, les pedí una muñeca de
trapo:
—Voglio una bambola di pezza! Come quella —dije, tirando con fuerza
contra el suelo la de plástico duro que tenía en mis manos y, enfurruñada, señalé
la que llevaba entre sus brazos una de mis compañeras.
Nadie comprendió a qué se debía aquel dominio repentino e inexplicable
del italiano ni de dónde venía. Durante varios años estuve sometida, como un
conejillo de Indias, a pruebas psicológicas para averiguar cómo era posible que
hablara italiano con tanta perfección y desparpajo sin que nadie me lo hubiera
enseñado, sin haberlo escuchado jamás.
—Mi ha insegnato mia mamma —les repetía una y otra vez, ante su
incredulidad—. Lei viene a trovarmi ogni sera.
Al decirlo, recordaba su rostro, su voz y sus manos acariciándome cuando
ya había anochecido. Aparecía a los pies de mi cama, cuando todos dormían y
justo en el momento en que la constelación de Orión brillaba en el cielo con más
intensidad. Ella me enseñó el nombre de los planetas que componían el sistema
solar, así como el de las constelaciones y su situación. Tenía predilección por la
Luna. Afirmaba que era un satélite artificial y me contaba historias llenas de
magia sobre ella. Decía que su interior estaba lleno de energía protectora, que
aquel era el único fin del satélite, protegernos, y que a él iban las brujas buenas
cada cien años.
Durante mucho tiempo siguieron en su empeño de hacerme hablar en
español, pero no lo consiguieron hasta que cumplí los doce años. Fue cuando
ella, mi madre, dejó de venir a visitarme. El dolor que me causó su ausencia,
inexplicable para mí, me hizo renunciar a ella. Tras su marcha, acepté que su
imagen era como la de un amigo invisible, una entidad que mi mente había
creado para suplir el cariño materno que me faltaba. Eso me explicó la psicóloga
que me visitaba a diario y que había pronosticado con exactitud la fecha en que
dejaría de verla. Lo que no pudo explicar jamás, ni ella ni nadie, fue cómo o
quién me había enseñado a hablar italiano con tanta perfección.
Mis rasgos físicos, tan diferentes a los de los otros niños del orfanato,
unidos a mi mudez, fueron determinantes para que mi adopción no llegara a
realizarse. También fueron la causa del aislamiento constante al que me
sometieron los demás huérfanos con los que compartía mi vida en aquel hospicio
gris y dejado de la mano de Dios. Fue entonces, a aquella edad tan temprana y
frágil, cuando comprendí que ser diferente de los demás era peligroso, pero
también supe que solo las personas diferentes poseen un don, aunque ese don
podía destrozarme la vida. Y la bruja que habitaba en mí se apagó entre aquellas
paredes frías y solitarias como lo hizo la protagonista del cuento de La cerillera
cuando la llama del último fósforo se extinguió entre sus manos.
Me pasé toda la vida escondiendo los pétalos de rosa que aparecían cuando
la tristeza se instalaba en mi interior, intentando convencerme de que aquello,
como otros muchos hechos extraños que acaecían junto a mí, siempre tenía una
explicación racional, y que solo era real lo establecido, lo palpable, lo que podía
demostrar la ciencia.
Así fue hasta ese día, cuando me instalé en aquel edificio donde todos los
inquilinos éramos diferentes al común de los mortales, donde la realidad difería
de lo que la sociedad nos enseña e impone.
CAPÍTULO 4
—Perdona que haya llegado tarde. Me ha sido imposible despachar todo a
tiempo —me dijo Ana, la agente inmobiliaria, nada más abrir la puerta del
ascensor—. Espero que todo haya ido bien con Antonio. Tiene unas ideas un
tanto rancias, pero es buena persona. Aunque su apariencia de gánster de
comedia de Hollywood no le acompaña. Se parece a Danny DeVito, ¿verdad?
Dime, ¿hoy iba de rosa o se había puesto el traje de flores amarillas? —me
preguntó divertida.
—Iba de verde chillón. Era todo un espectáculo. Casi que reflectaba la luz
en los claroscuros de la casa —le respondí, sosteniendo en la mano derecha la
escoba que me había dado Claudia.
—¡Vaya! Qué preciosidad —dijo Ana. Se acercó al mango de la escoba. Se
colocó las gafas de presbicia y dijo—: El mango parece de marfil. Juraría que es
nueva, aunque imita una antigüedad. Esos símbolos, los que lleva grabados en el
mango, son como los de tu cajón, ¿verdad? —inquirió. Yo me encogí de
hombros, aunque sabía a lo que se refería—. Sí, mujer, los del cajón de madera.
No pude evitar mirarlo cuando lo trajeron los de la mudanza. Me llamaron
mucho la atención. Dicen que hay que tener una escoba detrás de la puerta de la
casa para evitar visitas molestas, ¿no es así? —Me miró a la espera de una
respuesta.
—No lo sé. Yo la voy a colgar sobre el dintel —respondí, dándole vueltas
al mango para examinar los símbolos.
—Pues sí, yo haría lo mismo, es demasiado bonita para tenerla escondida.
Y el cajón lo utilizaría de revistero. Los grabados son de lo más curiosos.
—Sí que lo son. Son símbolos pictos —expliqué. Al ver que ella hacía un
gesto de extrañeza, añadí—: Los pictos eran una confederación de tribus que
habitó el norte y el centro de Escocia.
—¡Qué interesante! —exclamó Ana—. Ya decía yo. Cuando te vi por
primera vez pensé que eras escocesa. Son heredados, ¿verdad? —me preguntó,
volviendo a rozar los símbolos del mango de la escoba con la yema de sus dedos.
Yo asentí en silencio, pensando, entristecida, que ojalá fuera así—. ¡Qué
importantes son las raíces! —exclamó con aire reflexivo.
»En cuanto a Antonio, no te preocupes por él. No le verás ni para los
pagos. Te garantizo que has hecho un buen arrendamiento. El ático está tirado de
precio. Ya se encuentran pocos edificios como este, con unos techos tan altos.
No le quedaban más pisos, lo tiene todo alquilado.
—Bueno, las condiciones de habitabilidad son un desastre —comenté,
echando un vistazo a las paredes desconchadas—. Si todo me va bien, no estaré
aquí más de un año.
—Espero que me llames cuando quieras volver a mudarte —dijo
sonriéndome—. Te buscaré lo que necesites, como ahora. Soy de las mejores
agentes de la ciudad. Si necesitas que te mande pintores y pulidores para el
suelo, dímelo —comentó, observando la desgastada tarima—, tengo gente de
confianza y te harán buenos precios.
—Creo que solo limpiaré. Al menos por el momento —respondí, mirando
hacia el exterior. Me fijé en el hombre que había en la terraza aledaña a la mía.
Era alto y extremadamente delgado, tan pálido que parecía albino y con los
ojos de un azul añil. Vestía rigurosamente de negro y de vez en cuando volvía la
cabeza para mirar la vela de mi ala delta. Luego contemplaba de nuevo la calle,
pero como si el ala delta le llamara poderosamente la atención, repetía de nuevo
el movimiento de la cabeza, ensimismado en la tela.
—No sé cómo vas a sacarla de aquí cuando quieras volar —comentó Ana,
siguiendo mi mirada—. Los empleados de la empresa de mudanzas tuvieron que
subir los largueros, los travesaños y el resto de las barras con una polea, porque
no podían maniobrar en las escaleras y no entraba en el ascensor. Menos mal que
no tenías muebles, si no la mudanza te hubiese costado un riñón. Debiste dejarla
en un lugar más apropiado, en un club de vuelo o algo así.
—No puedo permitirme muchos gastos extras, y esos sitios no son baratos
—le respondí.
—Lo entiendo, pero aquí, a la intemperie, puede estropearse. Ya te he
dicho que el ático es una ganga, pero si no hubiera sido por tu empecinamiento
en traerla, te habría conseguido otro piso en mejores condiciones que este —dijo
Ana, al tiempo que echaba un vistazo alrededor—, y en una mejor zona de la
ciudad. Más pequeño, sí, pero mejor acondicionado. También con vecinos más
apropiados —apuntó, bajando el tono de voz y mirando de soslayo al hombre
que estaba en la terraza contigua.
—Me gusta este, Ana. Los áticos me fascinan —le contesté.
—Volar en ese aparato debe de ser maravilloso…
Hizo una pausa y me miró fijamente. Yo seguía pendiente de los
movimientos del hombre.
—No estarás pensando en utilizar ese artefacto desde aquí —añadió Ana,
intranquila. Puso la mano derecha sobre mi hombro y me miró a los ojos con
expresión de preocupación—. No sé, yo intentaría meterla por piezas dentro de
la casa. Estará más segura. Nunca se sabe —apuntó. Luego observó de nuevo al
hombre y, haciéndome un gesto con los dedos de la mano derecha, me indicó
que podía robármela.
—Gracias, pero no creo que sea necesario —le dije—. Es difícil moverla,
pesa muchísimo.
—Me gustaría poder quedarme más tiempo, pero se me hace tarde. Toma,
estos son los documentos que te faltaban. Todo está en regla…
La acompañé a la puerta del piso y nos despedimos amigablemente.
Cuando regresé a la terraza, vi que el hombre seguía allí.
—Te la regaló alguien muy importante, ¿verdad? —dijo él, asomándose—.
Es preciosa. Nunca había visto un ala así, de una sola pieza y en un color tan
lleno de vida. Es tan rojo que parece comestible —comentó con un extraño brillo
que recorrió sus pupilas y pareció iluminarlas, como si fuesen los ojos de un gato
en la oscuridad—. Eres afortunada, vuelas durante el día. Yo solo puedo hacerlo
de noche. Tal vez puedas llevarme contigo alguna vez. Me gustaría que me
enseñaras a volar con ella. —Me miró y se encogió de hombros, como si no
entendiese mi silencio—. ¿Qué pasa, escocesa, se te comió la lengua el gato?
—Desmond, qué falta de educación. Cómo se te ocurre preguntarle si le
comió la lengua un gato —le recriminó Ecles, asomado a su lado—. Discúlpate.
—En todo caso, sería yo quien tendría que darme por ofendido, porque ni
siquiera se ha molestado en responderme —exclamó y, sin mirarme, entró en su
piso.
—Me llamo Ecles y él es mi compañero de piso, Desmond —dijo
tendiéndome la mano desde el otro lado—. Es muy impulsivo, pero te prometo
que no volverá a molestarte. Al menos, eso espero. La culpa fue mía, dejé los
toldos echados y él salió aprovechando que no le daba el sol. Es como todos los
artistas, vehemente e imprevisible.
—No me ha molestado, solo me ha sorprendido que me hablara de forma
tan directa —le respondí y también le tendí la mano, que pareció desaparecer
entre su enorme palma—. Muchas gracias por la rosa. Claudia me dijo que la
dejaste para mí.
—¿Claudia? —preguntó sorprendido.
—Sí, la madre de mi casero. —Señalé la otra terraza, la que quedaba a la
derecha de la mía.
—Espero que no te vayas —dijo.
—No te entiendo. ¿Irme? Pero si acabo de llegar —le respondí,
encogiéndome de hombros.
—Verás… En el piso de la madre del casero no vive nadie. Era de su
madre, pero la mujer falleció hace tres años. Antonio tiene la mala costumbre de
presentársela a todos los inquilinos como si ella estuviera aún ahí. Y claro,
cuando lo hace, la gente ve que no hay nadie y que habla solo, y al final se
marcha. Unos tardan más que otros, pero la mayoría terminan yéndose.
»Es en serio, ¿la viste y hablaste con ella?
CAPÍTULO 5
Ana, la agente inmobiliaria, tenía razón. Podría haber accedido a otro
apartamento mejor ubicado y con unas condiciones de habitabilidad más
adecuadas, pero ninguno tenía una habitación en la que cupiera mi ala delta.
Aquel ático tampoco. Sin embargo, su terraza era inmensa y, a pesar del estado
precario en el que se encontraba el inmueble, aquello fue determinante para
alquilarlo. Me daba igual si no estaba amueblado, que solo tuviese una cama con
somier de muelles y un colchón de lana sin varear hacía años donde mi espalda
se convertía en un laberinto de vértebras doloridas y descarriadas. No me
importaba que la pintura de las paredes estuviera amarillenta y desconchada, ni
tan siquiera que el edificio aparentase haber sido construido un siglo atrás. Mi
ala delta formaba parte de mí y de mi historia, de la historia de mi adolescencia.
El solo hecho de contemplarla, aunque fuese desmontada, aunque no tuviese
medios para volar con ella, me hacía sentir más viva, más libre y, sobre todo,
menos huérfana.
Mi ala delta había pertenecido a uno de los profesores que daban clases de
literatura en el orfanato. Su nombre de pila era Anderson, pero todos lo
llamábamos Rigel, como la estrella de la constelación de Orión, el cazador
enamorado de las Perseidas. Era de complexión fuerte y, a primera vista, parecía
un hombre rudo. Sin embargo, era culto, elegante y sereno. Procedía de una
familia de herreros del norte de Escocia, de quienes había heredado el arte de
moldear el hierro y la magia que se respira en aquellas tierras tan verdes y llenas
de vida como el color de sus ojos.
Todas las adolescentes del hospicio estaban enamoradas de él. Todas
menos yo. Para mí siempre fue el padre que nunca tuve, el que me habría
gustado tener. Era pelirrojo, de piel blanca salpicada de pecas y ojos verdes, alto,
fuerte e inteligente. Alguien en quien confiar y con quien compartir anhelos,
desencuentros y triunfos. Para él no existía un solo tiempo, había cientos de
pasados, de presentes y de futuros. La realidad, decía, estaba encerrada en
muchas otras realidades y todas eran vitales para que existieran las demás.
Desde el primer momento tuve la sensación de que mis rasgos físicos,
semejantes a los suyos, fueron el motivo de que mostrase un interés especial
hacia mí. Poco a poco fuimos estableciendo una relación más cercana. Pasado un
tiempo, empezamos a reunirnos fuera de las horas lectivas, en los descansos o en
la pequeña biblioteca del orfanato, donde yo solía ayudarle a buscar y
seleccionar información para las clases. Durante aquellos encuentros me contó
cientos de historias sobre la vieja Escocia. Con el relato de aquellas leyendas
hizo que volviese a creer en la magia, la misma magia que me había separado del
resto de los niños del hospicio, esa que hacía que me sintiera diferente a los
demás; la misma que propició que todos me despreciaran y a la que finalmente
había renunciado.
Una tarde de lluvia, de viento y tormenta, le conté la historia de mi madre.
Le hablé de sus apariciones:
—Quizás la psicóloga tenía razón y todo estaba en mi mente, pero era tan
real que aún hoy me cuesta creer que solo fueran imaginaciones mías. ¿Sabes?,
cuando Rigel, la estrella de Orión, brillaba con más fuerza en el cielo, ella la
señalaba. Decía que Orión me protegería y Rigel guiaría mis pasos. Cuando tú
llegaste, al verte y saber tu nombre, pensé que te había mandado mi madre. Sé
que es ridículo, pero lo pensé y lo sentí. Sentí que ella te acompaña.
—Y ¿por qué no? —dijo sonriéndome—. Tal vez sea así. Debes leer Alicia
en el País de las Maravillas y El mago de Oz —dijo secando mis lágrimas con la
yema de los dedos—. Las dos historias transcurren en otras realidades, tal vez la
misma en la que tú veías a tu madre. Nadie puede asegurarte que una sea más
real que otra para ti.
»Diana, da igual que tu madre no estuviera físicamente a tu lado, si lo
imaginabas o si realmente sucedía. Sea como fuere, esos momentos existieron,
eran reales. Con eso es con lo que tienes que quedarte. Prométeme que no
cerrarás jamás tu mente, que seguirás imaginando…
Desde aquella tarde nuestra unión se hizo cada día más estrecha. Consiguió
los permisos necesarios para sacarme del centro los fines de semana. Conocí a
Eduardo, su pareja y el responsable de que Rigel hubiese abandonado los
campos verdes de Escocia. A su lado supe lo que era la amistad y el amor.
Aprendí a cocinar a la luz de las estrellas y a reconocer las variedades de plantas
e insectos que poblaban los montes que atravesábamos cuando Rigel salía a
volar y surcaba el cielo enredado en las corrientes de aire como si fuese un
águila de alas rojas. Los tres nos perdíamos en comarcales tan imposibles como
hermosas. Subíamos por estrechas carreteras en aquel cuatro por cuatro que
tiraba como un buey cansado del carro que transportaba el ala delta. Le veíamos
saltar, emocionados y con el miedo recorriendo nuestros pensamientos. Cuando
comenzaba el descenso, nos montábamos en el coche e íbamos al punto de
encuentro.
—Quiero volar contigo —le dije una mañana de sábado.
Eduardo carraspeó y sonrió con una expresión que evidenció que aquello
era algo inevitable.
—Te lo dije —apostilló divertido, y abrió los brazos escenificando el vuelo
—, tarde o temprano la joven intrépida iba a querer volar…
Y así, bajo él, en el más absoluto secreto, surcamos el cielo durante
muchos meses, hasta que un día me dejó hacerlo sola.
—Ni se te ocurra hablar de esto con nadie. Si se te escapa, no me dejarán
adoptarte…
Pero ese sueño, el suyo y el mío, se nos escurrió entre los dedos. Se fue al
país de nunca jamás. Tal vez a otra realidad, a una de esas realidades paralelas en
las que él creía firmemente.
Murió antes de que yo cumpliese la mayoría de edad. Marchó mientras
dormía. Lo hizo sin rechistar, sin haber dado muestras de su inminente partida.
Nos dejó a Eduardo y a mí solos, dentro de una realidad que nos era hostil,
buscándolo noche tras noche en el brillo de aquella estrella que se llamaba como
él.
—La he traído para ti. Él querría que fuese tuya. Yo jamás la utilizaré, ya
sabes el miedo que tengo a volar. Te quería como si fueses su hija, lo sabes,
¿verdad?
Yo asentí, reteniendo las lágrimas.
—Me marcho a Galicia de nuevo. No puedo seguir aquí sin él —me dijo
Eduardo señalando el remolque que transportaba el ala delta de Rigel—. Me han
dado permiso para dejártela en la cochera.
Miró al director del centro y él asintió con un movimiento de la cabeza.
—Rigel me dijo que si algún día le sucedía algo durante el vuelo, te hiciera
saber que los símbolos del cajón donde te dejaron siendo un bebé pertenecen a la
lengua de los antiguos pictos, un pueblo que vivió en el norte de Escocia desde
tiempos del Imperio romano hasta el siglo X de nuestra era —prosiguió Eduardo
—. Me explicó que los había descifrado y que son una especie de árbol
genealógico. Son nombres, todos ellos de mujeres. Eso le extrañó. Me refiero a
que solo fuesen nombres femeninos. Por ello aún no te había dicho nada sobre
sus investigaciones: las consideraba inconclusas.
»Desde que le enseñaste el cajón, soñó con encontrar algo en esos
símbolos que te sirviera para hallar tus orígenes, algún rastro de tu historia. Es
importante conocer nuestras raíces, nuestra procedencia. Todos lo necesitamos y
él lo sabía —dijo, tendiéndome una carpeta—. Ten, son los apuntes que fue
tomando durante la trascripción de los símbolos.
Tras una pausa, el dolor volvió a embargarlo.
—¡Jamás entenderé el sentido de la vida! —exclamó con rabia, llorando—.
¿Por qué ha tenido que morir?
Nos abrazamos y lloramos, lloramos junto a la vela roja del ala delta.
Después nos dijimos un «hasta siempre». Sabíamos que volveríamos a
encontrarnos. Como decía Rigel: en esa realidad o en otra distinta.
CAPÍTULO 6
La primera noche que pasé en mi nuevo apartamento dormí mal, a
intervalos cortos, sintiéndome inquieta y desubicada. A primera hora de la
mañana me acerqué al piso de Claudia con la intención de charlar un rato con
ella. Pensé que Ecles me había tomado el pelo deliberadamente y que si la veía
de nuevo me tranquilizaría. Toqué el timbre varias veces, pero el pulsador no
emitió sonido alguno. Golpeé con los nudillos sobre la madera sin recibir
respuesta.
—Escocesa —dijo Desmond desde su puerta—. Si me prometes que me
llevarás algún día a volar contigo, no le diré a su hijo que cogiste la escoba de su
madre.
—No soy escocesa —le respondí, dándome la vuelta y mirándolo de frente
—, y la escoba me la regaló Claudia. O sea que ya puedes decirle a su hijo lo que
quieras, que no me importa.
—Bueno, si tú lo dices… —apuntó en tono burlón sin hacer caso de mi
respuesta hosca—. En realidad es problema tuyo. Si quieres, podemos entrar en
el piso por la terraza. Te metiste por ahí y cogiste la escoba, ¿verdad? —insistió,
pero yo no le contesté—. No tienes por qué ocultarlo ni avergonzarte, yo
también entro muchas veces. Si has cogido esa escoba, te gustarán los libros
sobre hechiceras que hay en la casa. Imagino que no los has visto. ¿Sabes?, paso
muchas horas ahí, leyendo. También cuido de sus cosas. A veces me parece que
ella aún está en el piso y que mi presencia le agrada. A fin de cuentas, los
vampiros y los fantasmas somos primos hermanos. ¿Quieres que entremos
ahora? Venga, escocesa, anímate. Te demostraré que en la casa no vive nadie.
Nadie de carne y hueso —puntualizó burlón.
—Hablas demasiado y escuchas poco. Ya te he dicho que no soy escocesa.
Me llamo Diana.
—No serás escocesa, pero lo pareces. Eres clavadita a la actriz que
interpreta el papel de la mujer de Connor MacLeod de Los inmortales. Imagino
que habrás visto la película.
—Sí, claro que la he visto, pero no me parezco ni en el blanco de los ojos.
En cambio tú sí que pareces un vampiro —le respondí irónica—. Un vampiro
ladrón —remarqué, mirando la puerta de Claudia.
—Soy como Drácula, solo que más guapo que el personaje del irlandés
Bram Stoker, aunque a muchos les doy tanto miedo como él. Es lo que tiene
poseer un físico fuera de estúpidos estereotipos. Aunque, para serte sincero, creo
que soy un vampiro de verdad, un vampiro de la edad moderna perdido en una
ciudad ruidosa y sin alma, como tú —puntualizó, observándome de una forma
que me incomodó—. Le tengo alergia al sol. Una alergia en grado máximo. —
Sonrió y me miró fijamente—. Venga, seamos amigos. Prometo no morderte —
apuntó—. En serio, escocesa, desde que te vi, me muero por conocerte.
—Te mueres por volar con mi ala delta. Eres un listo y un charlatán.
—Lo de volar es una excusa, ¿no ves que puedo convertirme en
murciélago y hacerlo cuando quiera? —Extendió los brazos y giró sobre sus
talones—. Tú misma has dicho que soy como Drácula. En serio, solo quiero
conocerte, ¿por qué me tienes miedo…?
Su ático tenía las mismas dimensiones que el mío e idéntica distribución,
pero lo habían remodelado: la madera de los suelos estaba pulida y el tabique
que separaba el vestíbulo del salón no existía. Esto, unido a que no había nada
más que un perchero de pie en la entrada, hacía que la sensación de amplitud
fuese mayor, de modo que el piso parecía mucho más grande y luminoso que el
mío. La pared de la derecha del salón estaba forrada con ladrillos, el resto habían
sido pintadas en un tono arena. En ellas colgaban infinidad de cuadros abstractos
sin marco, óleos de colores vivos en los que destacaban el rojo, el azul, el
amarillo y el naranja.
—Habéis hecho obras, ¿lo sabe Antonio? —le pregunté porque aquella era
una de las prohibiciones que figuraban en mi contrato de alquiler.
—No tiene por qué saberlo. Tú guardas nuestro secreto y yo guardaré el
tuyo. No visita ninguno de los inmuebles. No le preocupa su estado interior, solo
le interesa que el edificio siga en pie. Aunque diga lo contrario, no quiere
venderlo y mucho menos dejarlo en manos del tiempo y que al final sea
demolido. Si te has fijado, el mantenimiento básico está en perfectas
condiciones. Lo único que se le resiste son las ratas. Tenemos una generación
entera, varias colonias, pero eso es un mal común en la ciudad, como las
cucarachas —dijo, señalando un bote de insecticida que había en el suelo, en un
rincón—. Pero a ti eso te dará igual; si no tienes miedo a los vampiros, las ratas
son un mal menor.
—Está precioso. Ni por asomo habría imaginado que lo tuvierais así.
—¿Qué imaginabas?, ¿que ibas a encontrarte con un ataúd forrado de tela
roja en el centro del salón? —preguntó divertido—. ¿No te han enseñado que
nada es lo que parece?
—Es mejor que Antonio no se entere. Si lo viera, seguro que os subiría el
alquiler.
—Hemos ido arreglándolo poco a poco. Los pequeños aparatos de la
cocina provienen de lo que la gente desecha. Ecles los arregla. Algunos los
vende y otros nos los hemos quedado —dijo, señalando una caseta de madera
que había en la terraza—. Su chiringuito está lleno de artilugios en apariencia
inservibles, pero él les da vida. Cualquier día crea con ellos un robot que piense
por sí mismo. Está obsesionado con dar vida a las cosas que no la poseen. Dice
que todo tiene su ánima. Tal vez sea por lo mucho que se parece a Frankenstein.
—Yo también lo creo, creo que todo tiene alma, y no me parezco a
Frankenstein —le respondí, pensando en mi ala delta.
—Pero tú, escocesa, eres bruja, es normal que pienses así. Por cierto, las
brujas tomáis café, té…, dime, ¿qué te preparo?
—Ahora mismo nada. Te lo agradezco, pero tengo un centenar de cosas
que hacer, quizás en otro momento —dije, y me dirigí hacia la puerta de salida.
—Entiendo, tienes pareja.
Le sonreí sin responder y él me devolvió la sonrisa junto a un guiño que
pareció decir mucho más que un simple gesto.
—Si aún no te han instalado la fibra —comentó ya en el rellano, mirando
el teléfono móvil que yo llevaba en la mano derecha y en el que no dejaban de
entrar mensajes—, puedo darte nuestra clave, así no gastarás datos.
—Me he tomado unos días de vacaciones además de los que me
correspondían por la mudanza y olvidé desconectar el grupo de trabajo. La
tecnología es lo que tiene, es una forma más de tenerte sujeta y… controlada —
le expliqué mientras apagaba el teléfono.
—Espera un segundo —dijo, y volvió a entrar en la casa.
Salió con una hoja de papel en la que estaba escrita la clave de acceso y un
lienzo en la mano izquierda.
—Toma. Ecles te dio la bienvenida con una rosa. Claudia, según tú, te
regaló la escoba, la que utilizaba en sus mejores tiempos y que conservaba con
mimo sobre la puerta de su casa. Pero yo aún no te había dado nada. Cógelo, es
para ti. Espero que te guste y que cuando le encuentres un sitio me invites para
ver cómo queda.
Era un óleo como los que tenía colgados en las paredes del salón, lleno de
colores que, combinados, formaban figuras diferentes y aleatorias.
—Es precioso. ¿Es tuyo? Quiero decir, si lo has pintado tú.
—Pues claro, escocesa. Le robo los colores al día, a los soles de los que no
puedo disfrutar. Guardo lo que gano con su venta para, con el tiempo,
comprarme una vela como la tuya. Tendré que utilizar un equipo especial, como
los aviadores de la Segunda Guerra Mundial, tapado hasta las cejas, pero volaré
sobre las mismas montañas que has recorrido tú, quizás a tu lado —apuntó, y en
sus ojos detecté aquel brillo tan especial—. ¿Querrás enseñarme a volar algún
día?
—Es un privilegio trabajar en lo que a uno le gusta —le dije.
—¿Dónde hay que firmar para ello? La venta de mis lienzos no me da para
vivir. Soy empleado del servicio de limpieza nocturno. Todas las noches me subo
a un camión ruidoso y retiro la basura de los cubos. De ahí proceden la mayoría
de los muebles que tenemos. No tienes ni idea de las cosas que tira la gente. Nos
estamos volviendo locos. Somos una sociedad puramente consumista. Si quieres,
puedo llevarte conmigo algún día, aunque imagino que no te seducirá mucho la
idea.
—Por el momento no, la verdad.
—No sabes lo que te pierdes. El mundo, las calles que recorro por la
noche, no son como las que tú ves, son muy diferentes. Están llenas de
noctívagos y seres que no puedes ver durante el día. Es como poner el pie en otra
dimensión. Te gustaría. No me refiero a la recogida de la basura, sino a todo lo
que puedo enseñarte y que tus ojos jamás han visto. ¿No te atrae la idea? Sé que
mi camión no es el DeLorean, aunque ya me gustaría que lo fuese. Pesa
tantísimo que ni un rayo podría moverlo del suelo y de esta realidad que nos ha
tocado en suerte, pero en su cabina escucharás la mejor música de todos los
tiempos, y eso también te hará viajar al pasado e imaginarte el futuro. Como si
estuvieras en el mismísimo DeLorean.
—Eres elocuente, tengo que reconocerlo, pero no. Por el momento me lo
perdono. Te avisaré cuando tenga el cuadro colgado. Me encanta, que lo sepas.
»Os debo un café —concluí, ya dentro de mi apartamento.
—Lo que me debes es un vuelo, bella escocesa. No lo olvides…
CAPÍTULO 7
Apoyé el cuadro que Desmond me había regalado en una de las paredes del
salón. Me hice un café y me senté en el suelo con la taza entre las manos, frente
al lienzo. Conecté la aplicación de música en mi teléfono móvil y subí el
volumen. Me centré en la organización de lo que tenía que hacer. Debía limpiar,
desembalar e intentar hacerme con algunos muebles. Intentar, porque mi
economía no me permitía más que hacer cábalas, soñar, me dije, dando un sorbo
al café. Alán había alquilado su apartamento ya amueblado, igual que había
hecho yo con el anterior en el que había vivido. Aquello para mí suponía un
problema, porque casi me había marchado con lo puesto. No tenía ni un solo
mueble de mi propiedad. Solo disponía de lo que Antonio había dejado: una
mesa, dos sillas y un colchón de lana que reposaba sobre un somier de muelles
oxidados y ruidosos. Un cabecero de madera con varias capas de barniz y del
que sobresalía un cable con una perilla, que sin duda encendía una bombilla que
había quemado la madera dejando un rastro negro sobre ella.
Había sido una estúpida, me dije. No debí marcharme como lo había
hecho. Tendría que haberle echado agallas y quedarme en el apartamento hasta
que mi situación fuese mejor. Pero me dejé llevar por la rabia y la impotencia,
por el dolor que me produjeron las palabras de Alán.
Miré las cajas aún por desembalar, las etiquetas en las que había escrito el
contenido de cada una de ellas, y recordé el día que Alán y yo nos mudamos. Las
risas que nos echamos sobre aquel colchón sin base ni sábanas en el que nos
dejamos ir. La primera cena. La primera noche, el primer despertar y… el adiós.
Aquel adiós que aún me hacía daño, que no había previsto que llegara. Al menos
no tan rápido y de la forma en que lo hizo. Y así fui saltando de un recuerdo a
otro. De una mirada suya a una sonrisa mía. De un «te quiero» a un «yo
también». De las carreras para encontrarnos a las esperas anochecidas,
trasnochadas y cada vez más asiduas que lo alejaron de mí y lo unieron a ella.
El sonido del teléfono móvil me sacó de aquel ensimismamiento marchito
y doloroso.
—Llevo varios días intentando localizarte —me dijo Samanta—. No
respondes a los whatsapps que te envío. Estás desconectada de la red. Ayer traté
de hablar con Alán, pero tampoco respondió a mi llamada. Le mandé varios
mensajes y sé que los ha visto porque me salió la marca de «leído». Hoy he
llamado a la oficina y me han dicho que te has tomado los días que tenías por
asuntos propios. Dime, ¿qué pasa? —inquirió.
—Debe de ser cosa de tu conexión. Seguro que no tenéis buena cobertura
en esa zona —le respondí.
Me separé del teléfono y carraspeé intentando aclarar mi voz, que parecía
haberse quedado atravesada en algún punto de mi garganta.
—Te conozco, Diana. Cuando desapareces es porque estás mal. Tienes la
estúpida manía de comértelo todo tú solita. Dime, ¿qué está pasando?
—Alán y yo hemos roto y me he mudado —contesté.
—¿Cómo?
Me dejó hablar sin intentar recordarme que me lo había advertido. Se
limitó a escucharme hasta que le dije que la fianza y el alquiler me habían dejado
sin dinero.
—Yo, en tu lugar, no me habría movido del apartamento. No debiste
dejarlo. Tendría que haberse ido él, o al menos darte tiempo para que pudieras
organizarte.
»Pero, estando así las cosas, ¿por qué no te fuiste a mi casa? Tienes las
llaves. Te las dejé precisamente para un caso de necesidad como este —me dijo,
algo molesta.
—No lo sé. Ni siquiera me acordé de tu casa ni de las llaves. No podía
seguir allí ni un minuto más. No pensé en nada, solo en alejarme lo antes
posible.
—Todavía le quieres, ¿verdad?
Una vez más, Samanta tenía razón. Alán aún seguía en mi vida. Su
recuerdo me impedía ver más allá de él, como les sucede a los animales que se
crían en una granja. Creen que sus jaulas son la única realidad, pero no saben
que hay mucho más tras el cercado que los atrapa.
—En cuanto regrese nos iremos a volar y luego nos pondremos hasta las
cejas de copas en el primer bar de carretera con hostal para dormir la borrachera
que nos vamos a pillar, nena…
Colgué el teléfono sonriendo. Miré hacia la terraza y contemplé la vela roja
de mi ala delta con nostalgia. Hacía tanto tiempo que no volaba… «¡Qué
estúpida he sido!», me recriminé. Había dejado de ser yo misma por Alán y
ahora, irónicamente, no sabía quién era sin él.
Cogí la escoba. Me acerqué a la puerta de entrada y la imaginé colgada
sobre el dintel. La levanté, simulando colocarla, y al hacerlo sentí que mis pies
se elevaban. Entonces, como si fuese una proyección cinematográfica, la
habitación fue tomando decorados diferentes. Las personas que habían habitado
la casa antes que yo desfilaron ante mí. Uno tras otro nacían, crecían y
envejecían ante mis ojos. Algunos murieron allí, otros salieron y no regresaron
jamás. Oí sus pasos tranquilos o apresurados, sus risas, sus llantos, los vi llegar e
irse, como si sus vidas en aquel lugar, lo que fueron, estuvieran sucediendo en un
mismo tiempo, en una única realidad. Como si las cuerdas, todas las
dimensiones de las que me había hablado Rigel y en las que él creía firmemente,
se hubieran unido en una sola y se repitieran a velocidad de vértigo. La última
imagen que vi fue la de mi madre. Me miró sonriente e intentó acercarse para
acariciarme la cara, pero no lo consiguió. Señaló la escoba que yo sujetaba y, al
hacerlo, su imagen se difuminó. Las paredes volvieron a mostrar su superficie
amarillenta y desconchada. El suelo del salón retornó a su estado anterior, con
aquel aspecto de desamparo y dejadez que parecía adherido a cada rincón de la
casa, y de pronto sentí que Diana la bruja, como me llamaban en el hospicio,
había vuelto, que no iba a poder seguir ocultándome más. Me acurruqué en el
suelo, pegada a la puerta de la calle, y sin soltar la escoba, volví a preguntarme
por qué, por qué me habían abandonado dentro de aquel cajón. ¿Qué pecado
había cometido para que me dejasen de aquella forma y en aquel lugar cuando
no era más que un bebé?
El timbre de la puerta sonó.
Era una mujer menuda y vivaracha, con los ojos grises y saltones. Llevaba
el pelo recogido en una trenza larga que reposaba en su hombro derecho y le
llegaba hasta la cintura. Vestía un mono de trabajo blanco cubierto de
salpicaduras de pintura de varios colores.
—¡Hola! Vengo a presentarme: me llamo Elda, vivo en el primero y soy
amiga de Ecles y Desmond —dijo sonriente, señalando el suelo. Se acercó a mí
y me dio dos besos en las mejillas.
—Diana —le respondí, devolviéndole el saludo—. Encantada.
—Disculpa mi aspecto —añadió, inclinando la cabeza y pasando su mano
por la parte delantera del mono—, estoy pintando la casa. Suelo hacerlo a
menudo. No soporto ver las paredes siempre del mismo color. Me agobia. Estuve
encerrada mucho tiempo en una habitación de paredes blancas.
Hizo una pausa e inclinó la cabeza con aire pensativo. Sin embargo,
enseguida abandonó la expresión de tristeza que había adquirido su rostro.
—¿Sabes?, tengo el oído muy fino —prosiguió—. Oí que Desmond te
acusaba de haber cogido la escoba de Claudia, pero estoy segura de que no
mentías, que fue ella quien te la dio. Las dos sabemos que el que una persona
haya muerto no significa que haya dejado de estar aquí. La realidad no es la
misma para todos, ¿verdad?
»Huele a café, ¿me invitas a una taza?
CAPÍTULO 8
—Me dan ganas de bajar a por decapante, una brocha y ponerme manos a
la obra —dijo, pasando la mano por el tabique central del salón mientras yo
preparaba café.
—No he pintado en mi vida —repuse—. De hecho, ni siquiera sé cuándo
podré hacerlo. Tal vez le pase una esponja húmeda para adecentar las paredes y
lo deje así—. ¿Lo quieres con leche o solo?
—Con leche —me respondió—. Me habría gustado tener una cocina
americana como esta. El ático es perfecto, pero yo tiraría el tabique de la entrada
y el del dormitorio. Solo dejaría el del baño. Cuando me mudé todos los áticos
estaban alquilados y Claudia me ofreció el bajo con un contrato de alquiler
vitalicio. Cuando ella falleció, Antonio no modificó los términos. Es un hombre
de apariencia extraña, como la mayoría de los que habitamos aquí, pero buena
persona, tanto como lo fue su madre. Intenta hacer creer a los demás que es duro
y que no le gustamos, pero si fuese así no alquilaría ninguno de los pisos. No
necesita los ingresos. Procura mantener las distancias con nosotros porque le
asustan las relaciones cercanas. Su forma extravagante de vestir no se
corresponde con lo introvertido que es, créeme.
—Creo que él ve a su madre como la vi yo. Estoy convencida —declaré.
—Para él está ahí, y cada vez que llega un inquilino nuevo al edificio se la
presenta. Eso es algo que tengo claro desde hace tiempo y que he comentado
más de una vez con Desmond y Ecles. Debe de haber algo que le impide entrar
en la casa. Quizás tenga miedo a hacerlo y encontrar el piso vacío y que eso, la
toma de conciencia de su muerte, le lleve a dejar de verla. ¿Quién sabe?, la
mente es impredecible, Diana. Tiene una conexión muy especial con los
sentimientos. En realidad son ellos los que le dan vida, los que mueven nuestro
cerebro.
—Dime, ¿por qué estás tan segura de que realmente vi a Claudia? —le
pregunté apoyada en la encimera, mientras esperaba que la cafetera comenzara a
expulsar vapor—. Me ha sorprendido que me creyeras, que no pensases como
los demás, sería lo más lógico. Tú tampoco la ves, ¿verdad?
—No, por supuesto que no, pero te oí hablar con ella —dijo, abandonando
su observación de las paredes.
—¿Que me oíste? —exclamé—. Pero ¿dónde estabas?
—En mi casa, dónde iba a estar —me respondió, esbozando una sonrisa.
—Siempre he pensado que los tabiques de las fincas antiguas eran más
gruesos y aislantes que los de los edificios modernos, pero ya veo que me
equivocaba. Tendré cuidado con mis conversaciones —le dije—. ¿La oíste a
ella?
—No, solo a ti y los silencios correspondientes a las respuestas que ella te
estaba dando, o al menos eso supuse.
—No estoy acostumbrada a que la gente crea algunas de las cosas que me
suceden. No suelo hablar de ello. Ya me han tomado por loca más de una vez.
Para serte sincera, a veces pienso que no estoy bien del todo —dije al tiempo que
llevaba el café a la mesita—. No sé dónde pueden estar los platos para las tazas
del café. Todavía no me ha dado tiempo a desembalar. Tampoco he ido a
comprar, solo me quedan un par de galletas, ¿quieres?
—No, gracias. No te preocupes, los cambios de residencia son
complicados. El mío también lo fue. Si no llega a ser por Claudia, no sé qué
habría hecho cuando llegué aquí o dónde estaría ahora. No tenía nada. Me fio el
alquiler de tres meses. Después, cuando tuve estabilidad económica, me hizo un
contrato vitalicio. Era una mujer excepcional, de las que nunca deberían morir.
Ese tipo de personas no crees que puedan existir. —Se subió la manga del mono
y miró su reloj de pulsera. Suspiró y se quitó los tapones de espuma que llevaba
en los oídos.
—¿Llevabas tapones en los oídos y me oías bien? —le pregunté
sorprendida.
—Están haciendo reformas en el bloque de enfrente y no soporto los
taladros. Paran para desayunar todos los días a la misma hora —señaló el reloj
—, así que me los quito hasta que reanudan el trabajo. Pero no creas que los
tapones me aíslan, solo consigo atenuar levemente ese maldito estruendo que me
aturulla. Sigo oyéndolo, pero de otra manera. Para conseguir un aislamiento
completo, ese silencio necesario para descansar, utilizo unos cascos especiales.
Tengo el oído muy fino, demasiado sensible. Los tabiques de este edificio son de
ladrillo y tienen un grosor considerable. Ya no se hacen construcciones como
esta. Pero para mí los muros no son un obstáculo, capto cualquier sonido a
mucha distancia. También te oí hablar con tu amiga Samanta. Es arqueóloga,
¿verdad?
—Sí. Está en una excavación en Egipto, cumpliendo el sueño de su vida,
para lo que realmente estudió. Es afortunada. Pero ¿cómo puedes tener ese oído
tan fino? He leído algo sobre ese tipo de agudeza, pero no creía que se pudiera
llegar a tales extremos.
—Bueno, es algo parecido a lo que les sucede a los ciegos, que desarrollan
otros sentidos.
—Sí, pero tú no eres ciega.
—Me escapé de casa antes de cumplir la mayoría de edad. Durante mi
huida hice autostop y me monté en el coche de un desconocido. El tipo se salió
del camino, hizo una parada en una zona deshabitada y me sedó.
—Tuvo que ser espantoso —dije, sobrecogida por sus palabras.
—Lo fue. No te imaginas hasta qué extremo. Me desperté dentro de un
habitáculo de dos metros de largo por uno de alto, en el que me retuvo durante
diez años. Siempre tenía que estar agachada —explicó, y se dio un poco la vuelta
para mostrarme su espalda encorvada.
—¡Dios! —exclamé, y puse mi mano sobre la suya—. No entiendo cómo
puede haber personas que comentan semejantes atrocidades.
—Me tuvo encerrada en el sótano del edificio donde trabajaba, en un zulo
que estaba a tres metros bajo tierra y que tenía un bloque de cinco pisos encima.
Era el conserje, un hombre atento, apocado y al que todos tenían en alta estima.
Incapaz de matar ni a una mosca, dijeron algunos, aún sobrecogidos, cuando lo
detuvieron.
—No sé cómo pudiste soportarlo.
—Instinto de supervivencia, creo que solo fue eso. Mi juventud se fue
entre aquellas paredes blancas, a la tenue luz de una bombilla, sobre un camastro
de ladrillos y cubierta por una manta que jamás se desprendía de la humedad.
Perdí visión y la luz directa del sol me hace daño. Yo tenía los ojos azules y
ahora son grises, grises como agua manchada de cenizas. Es un gris sucio, lleno
de dolor. Ningún especialista ha hallado una evidencia científica que explique el
cambio de color de mis ojos, pero yo sí sé a qué se debe.
—Al dolor y la tristeza —respondí, reteniendo las lágrimas, impresionada
por su relato.
—El encierro me hizo agudizar el oído. Con el tiempo conseguí captar los
ruidos que se producían en la superficie. Los motores de los coches, los frenazos,
el ruido de los cláxones… Incluso llegué a oír las conversaciones de los
habitantes de los pisos que tenía encima de mí.
—¿Cómo te encontraron?
—Pensé que si yo podía oírles, ellos también me oirían a mí. Solo era
cuestión de tener fe, me dije.
—Y ¿gritaste?
—Sí. Grité hasta quedarme afónica. También golpeé los tabiques hasta
hacerme heridas en los puños, hasta despellejarme las manos, pero nadie me
oyó. Después de muchos años encerrada, cuando desarrollé mi oído, pensé que
tal vez me había equivocado: no debía gritar usando la voz, sino los
pensamientos.
—No entiendo —le dije, expectante.
—Me centré en las voces que captaba con más claridad y les pedí ayuda.
Repetí una y otra vez que estaba encerrada bajo ellos, en el edificio. Lo hice días
tras día, mes tras mes, hasta que conseguí que una de las personas que vivía allí
me oyese. Estaba tan convencida de que aquello sucedería que hubiera muerto
en el intento. No pensaba parar hasta conseguirlo.
—No lo entiendo; si no gritabas, ¿cómo pudieron oírte?
—La persona que captó mi llamada era sorda de nacimiento. Se llamaba
Rita y por entonces tenía ochenta años. Murió hace dos, con noventa y uno. Por
supuesto, cuando aseguró que oía la voz de una mujer pidiendo ayuda no la
creyeron. No es de extrañar, porque ella era la única que recibía mis mensajes y
era sorda de nacimiento. Cómo iba a escucharme, debieron pensar.
—Seguro que creyeron que no estaba muy bien de la cabeza. ¡Pobre mujer!
—exclamé, imaginando la situación de la anciana.
—Así fue. Pero ella seguía oyendo mis gritos desesperados y convenció a
uno de sus nietos para que la acompañase hasta el lugar de donde provenían. Mi
voz, la voz que solo Rita captaba, los condujo al sótano del edificio. Salía del
cuarto de herramientas del conserje.
—No puedo ni imaginar lo que sentiste cuando tuviste la certeza de que te
habían encontrado.
—Grité, golpeé con los nudillos en las paredes, di patadas en el suelo y
salté sin descanso. Cuando la policía llegó, yo estaba exhausta, medio
inconsciente por el esfuerzo que había realizado.
—Supongo que fue un suceso inexplicable para la policía. Me refiero a la
forma en que Rita te localizó.
—No. Las investigaciones no reflejaron nada de lo que te he contado. En
ellas se hablaba de una ranura del alcantarillado, de algún respiradero del
edificio que dejó escapar mi voz a través de las paredes. Rita, su nieto y yo
sabíamos que no había sucedido así, pero callamos. La mayoría de las veces es
mejor guardar silencio. Las personas somos animales de costumbres y nos cuesta
ver más allá de lo que nos han enseñado, de lo establecido como real.
—Es terrible —le dije—. ¿Volviste con tus padres?
—No. Habían muerto dos años antes de que me encontrasen. Jamás
dejaron de buscarme. Me atormenta pensar que quizás aún lo estén haciendo,
porque, como te he dicho, creo firmemente en que la muerte física no significa la
desaparición total.
—¿Y él? Imagino que aún seguirá en la cárcel.
—No lo sé, han pasado más de once años. Decidí olvidarme, pasar página.
Pero estoy segura de que ha salido. Tarde o temprano, todos terminan saliendo.
A pesar de que decidí arrinconarlo, no pensar en su castigo o dónde puede
terminar, no le he perdonado; jamás lo haré. El perdón no sirve para todos los
casos. No creo en eso; es más, muchas veces ese perdón me parece
imperdonable, casi un pecado. Una falta de responsabilidad, un insulto a las
víctimas de barbaries como la que él cometió conmigo. No se lo merece.
»Pero dejemos de hablar de cosas tristes. Ahora ya sabes por qué no
soporto las paredes blancas y a qué se debe ese oído tan fino que tengo. Qué le
voy a hacer, no puedo evitar captarlo todo —dijo con un guiño. Enseguida
cambió de tema—: Hemos de hacer algo con tu casa ya mismo.
—No tengo ni un céntimo para ponerme con las paredes; bueno…, ni con
nada. Estoy sin blanca, o sea que la casa tendrá que esperar. Es más, creo que me
voy a pasar una larga temporada subsistiendo a base de pasta y arroz.
—Bueno, bueno, de eso ya hablaremos. Ahora cuéntame algo sobre ti,
escocesa —me pidió.
—No soy escocesa —la corregí.
—Pues nadie lo diría. Desmond tiene razón, lo pareces.
—No sé dónde nací ni quién era mi familia, ni siquiera si llegué a tener
alguna. En realidad no sé quién soy. Me abandonaron dentro de esa gaveta. —
Señalé el cajón—. La dejaron en las puertas de un orfanato cuando yo apenas
tenía unos días de vida.
—¿Te abandonaron? —preguntó con un tono de extrañeza.
—Me dejaron en la puerta —expliqué, acercándole el cajón.
—No es lo mismo abandonar que dejar. ¿No has pensado que tal vez te
dejaron porque querían protegerte y aquel era el único lugar que encontraron
para hacerlo? —apuntó, sacando el libro de la gaveta. Pasó la yema de los dedos
sobre los símbolos y me preguntó—: ¿Por qué olvidas todo lo que sabes cuando
hablas sobre tus orígenes? ¿Por qué en este caso dejas que la realidad
convencional te atrape y te ciegue? No lo entiendo, Diana. Si eres capaz de ver a
Claudia, ¿por qué no ves más allá de los prejuicios que te invaden cuando
piensas en tu infancia? ¿Por qué dejas que el dolor ciegue tu percepción?
No respondí, me limité a quedarme mirando la gaveta mientras esta se iba
llenando de pétalos de rosa rojos. Rojos como la vela de mi ala delta, rojos como
la luna de sangre, como el paraguas de la bruja de aquella portada del libro que
Alán me regaló.
—Jamás había visto unas lágrimas tan bonitas —dijo Elda, sacando un
puñado de pétalos del cajón. Me miró y, sonriente, dejó que fueran cayendo al
suelo, deslizándose entre sus dedos—. ¿Ves?, a esto me refería. Deja que la
magia siga en tu vida, no reniegues de ella o terminará volviéndose contra ti.
—¿Cómo puedes verlos? —le pregunté—. Casi nadie los ve. Alán, mi ex,
no los vio jamás.
—Sería porque los dos vivíais realidades diferentes. Tú has hecho que yo
entre en la tuya. Me la has mostrado, Diana, y yo también he querido verla. No
hay mucho misterio en ello. Las cosas extraordinarias y hermosas que surgen en
nuestra vida no tienen explicación, de hecho es un error buscarla. Cuando lo
hacemos, cuando buscamos una explicación a algo excepcional, destruimos la
magia que suscitó esos hechos o acontecimientos.
CAPÍTULO 9
Todo había cambiado y parecía haberlo hecho en un instante, pensé cuando
Elda se marchó y me encontré sola en aquel salón semivacío, de paredes cuya
superficie aparentaba despellejarse cada vez más deprisa. Me sentí presa de un
sortilegio, como si un duende malvado hubiese chasqueado los dedos y con ello
hubiera roto el hechizo que me protegía hasta entonces. Ese conjuro que daba a
mi vida una cotidianeidad y una seguridad desapareció de golpe. Alán ya no
formaba parte de mi presente ni del futuro que había soñado construir con él, que
los dos imaginamos juntos. Samanta se había ido lejos, a Egipto, siguiendo la
estela de un sueño. Y yo me había quedado allí, esperando, como la Penélope de
la canción de Serrat, sentada en un banco de la estación. Solo que ella, Penélope,
aguardaba a su amor. Yo, en cambio, no tenía a quién esperar. Y no sabía qué era
mejor, si una cosa o la otra, me dije mientras recogía las tazas de café. Las dejé
en el fregadero y me eché a llorar como una tonta. Lo hice en silencio, lo más
bajito que pude. «No vaya a ser que Elda me oiga», me dije, restregándome los
párpados, sentada en el suelo de la cocina.
A partir de aquel día, mi relación con Elda fue estrechándose. De vez en
cuando tomábamos café con palmeritas de hojaldre que ella había preparado.
Escuchábamos jazz y música indie sentadas en los enormes cojines que tenía en
el suelo del salón, y solíamos terminar cenando en mi terraza, bajo aquel cielo
sin estrellas que a mí me traía demasiados recuerdos. Recuerdos y sueños que
compartí con ella. Despacio, poco a poco, como si fuese mi hada madrina, sin
hacer apenas ruido, se hizo un hueco en mi vida, en aquella vida tan quebradiza
como las hojas que alfombran las aceras en otoño. Sonrió, lloró y se enfurruñó,
pero sobre todo me escuchó. Decía que estaba acostumbrada a escuchar. Había
permanecido diez años haciéndolo, aseguraba cuando yo me recriminaba haber
estado hablado demasiado tiempo. Y yo, al oírlo, recordaba su cautiverio sin
poder evitar emocionarme.
Seguí recogiendo pétalos de rosa, llorando bajito al anochecer y durmiendo
a intervalos, al tiempo que buscaba entre libros y legajos algún dato que pudiera
revelarme qué significaba aquella gaveta y sus símbolos. Algo que me condujera
a encontrar mis orígenes.
Samanta y yo comenzamos a hablar por teléfono de forma más asidua. Le
describí a Elda y le hablé de la estrecha relación que habíamos establecido desde
nuestro primer encuentro. Le dije que estábamos pintando la casa entre las dos,
mano a mano. Se rio cuando le expliqué que, a veces, cuando conversaba desde
mi terraza con Ecles y Desmond, me sentía como la protagonista de La tía de
Frankenstein, porque allí, en aquel viejo edificio, todos parecíamos formar parte
de una ficción.
—Qué maravillosa serie —exclamó cuando la cité—. Recuerdo que la veía
en una televisión de aquellas que tenían antenas. Nena, cómo pasa el tiempo, por
Dios.
»Aunque no lo creas, una de mis fantasías es subirme a la cabina de un
camión, con un Mel Gibson, y recorrer las calles en la noche, cuando están
vacías, sin parar, como en la peli de Mad Max. Pero aún no he encontrado a
nadie que se le parezca y que, además, conduzca un camión. A mí tu vampiro me
dice lo del DeLorean y te aseguro que me pongo los pantalones de cuero, una
camiseta lo más ajustada posible, me calzo las botas de montaña y no tardo ni
dos minutos en estar en la acera esperándolo para que me aúpe a la cabina.
—No digas tonterías, es un camión de la basura —respondí.
—¿Es que piensas ir en la cubeta, princesa? —dijo irónica—. No me
vengas ahora con remilgos absurdos. Solo con lo que me has contado de él, yo
ya le habría mostrado mi cuello. Esa cabina tiene que ser muy especial, como él,
estoy segura. ¿Hablas en serio, no piensas llevarlo a volar?
—No estoy para susurros, Samanta, aún no.
—Ese tipo de hombres no suele susurrar, nena, son roqueros, y tú lo que
necesitas es un buen concierto de rock. Tienes un tono de voz demasiado neutro,
como sigas en esa sintonía te vas a convertir en un susurro apagado, en un canto
gregoriano…
Tras dar varios rodeos y soltar algunas evasivas a mis reiteradas preguntas
sobre lo que hacía después de las excavaciones, ante mi insistencia sobre cuándo
tenía pensado volver, finalmente me confesó que había decidido quedarse en
Egipto.
—Se parece a Freddie Mercury —me dijo eufórica—. Desentona como un
condenado, pero es igualito que él. Tendrías que ver las risas que nos echamos
cuando intenta cantarme «Love of My Life». Está para comérselo, incluso se
quita la camiseta y escenifica la actuación. Es terrible, te lo juro, ¡pero tan
divertido!
»Tiene un pequeño restaurante. Ahí nos conocimos. Tal vez pierda la
partida, pero he decidido quedarme con él. No tienes ni idea de lo apasionante
que es cocinar a su lado. Estoy aprendiendo un montón de recetas, que te haré
cuando volvamos. Tengo pensado regresar en Navidad. Queremos pasarla
contigo, incluida la Nochevieja. Está como loco por conocer a mi amiga la bruja.
¡Le he hablado tanto de ti!
—No sabes cuánto me alegro. Tú, mi soltera vocacional, la que siempre
lleva su coche para poder regresar a su antojo, la que no ha cocinado ni un huevo
frito, ¡quién me lo iba a decir! Cuantísimo me alegro y cuantísimo te voy a echar
en falta.
»Me encantaría tenerte cerca en esas fechas. Ya sabes que el ambiente de
esos días me entristece. La Navidad me gusta, pero también me produce una
tremenda sensación de melancolía que no puedo controlar —concluí hipando
como una niña pequeña.
—No llores, tonta —me pidió ella, llorando también, y yo saqué fuerzas
para reír, para reírle a su tristeza, y así no entristecerla más de lo que ya estaba.
—Ten cuidado, Caperucita Roja. No permitas que el lobo te coma, como
me pasó a mí —le dije—. Solo te pido eso, que no es poco, y, por supuesto, que
no dejes de llamarme. Te aseguro que si no lo haces me pillo el primer vuelo
aunque tenga que hacer mil y una escalas y te zarandeo en medio del Valle de los
Reyes…
Había conseguido acondicionar la casa gracias a Desmond y Ecles, que,
junto a Elda, fueron haciendo acopio de algunos muebles que encontraban en las
calles de la periferia, en el barrio de los «venidos a más», tal como ellos
llamaban la zona que Desmond recorría con su camión todas las noches. Según
él, los primeros de mes las calles parecían un mercadillo de segunda mano, sobre
todo cuando la gente recibía la paga extra. Los muebles y artilugios de todo tipo
que desechaban se acumulaban junto a los cubos de basura que él vaciaba en la
cubeta de su camión.
Elda había implicado a mis dos vecinos para remodelar mi ático, aunque
entre ellos y yo aún no existía una relación tan cercana como la que habíamos
establecido nosotras dos. El día que terminamos de pintar, Elda me preguntó si
podían quedarse en casa para rematar los detalles. Solo faltaba quitar la cinta de
carrocero de las puertas y los rodapiés, además de montar la ventana del ático,
que Ecles y ella habían desmontado para enderezar el marco de metal y pintarlo
con la esperanza de que así dejara de atascarse al cerrar. Les dejé las llaves
cuando me fui a trabajar para que lo acabaran todo antes del mediodía.
—Por la tarde no voy a poder estar —explicó Elda—. Tengo que encalar la
fachada de una tiendecita de alimentación que abre tres calles más abajo, y lo
ideal sería que la pintase mañana. Si no vengo a tu casa por la mañana,
tendremos que dejarlo a medias, porque ya no podré venir hasta dentro de dos
días, más o menos…
Cuando, ya atardecido, regresé a casa, los encontré a los tres esperándome
en el salón, sentados en un sofá de escay verde botella. Todo estaba reluciente.
Habían instalado dos estanterías y distribuido varios cubos de madera en el
salón. El cuadro de Desmond aún seguía sin colgar a la espera de mi decisión.
En el dormitorio, el colchón de lana, tan vareado que parecía plano, reposaba
sobre palés de madera pulidos y pintados con barniz mate. En el suelo, junto a la
cama, había una lamparita cuya tulipa tenía forma de luna. Ecles la había
confeccionado con el metal sobrante de los artilugios que encontraba en la calle.
En la pared frontal del dormitorio, la que hacía de cabecero, Desmond había
dibujado una vela roja, como la de mi ala delta. La pintura aún estaba reciente.
No supe qué decirles. Recorrí el ático reprimiendo las lágrimas. Me abracé
a Elda y Ecles nos rodeó a ambas con sus inmensos brazos. Desmond nos miraba
con una botella de vino en la mano derecha y el sacacorchos en la izquierda.
Parecía que nos supiera, que estuviera habitando las emociones de cada uno de
nosotros y que no le hiciera falta más que aquello: contemplarnos.
—Gracias. El ala es preciosa —le dije.
—No hay de qué, escocesa —me respondió mientras, sonriente,
descorchaba la botella de vino que habían comprado—. ¿Sabes lo malo de todo
esto? Que tengo que marcharme en una hora y que solo puedo mojarme los
labios con este maravilloso líquido rojo. El DeLorean no perdona, y como no
quieres acompañarme a viajar en el tiempo, tendré que imaginar lo estupendo
que habría sido poder contar estrellas contigo.
—Si cuentas estrellas te salen verrugas —intervino Ecles. Lo miramos con
sorpresa—. Por mucho que os extrañe, es así. Mi abuela siempre me lo decía.
Ninguno de los tres pudimos reprimir las carcajadas. Él, molesto,
frunciendo el entrecejo, caminó hasta la terraza con la copa de vino en la mano y
murmurando, al tiempo que movía la cabeza de izquierda a derecha en un claro
gesto de disconformidad con nuestras risas…
Cuando se marcharon desembalé los libros y fui colocándolos en las
estanterías. Solo dejé fuera el volumen que me acompañaba cuando me
encontraron dentro de la gaveta y la documentación sobre los pictos que había
ido recopilando. Aunque durante los años que llevaba investigando no había
hallado nada nuevo, nada que aportase datos diferentes a los que Rigel había
encontrado, tenía la esperanza de que en algún momento surgiría algo que me
conduciría al origen de aquel cajón y el motivo por el que me habían dejado
dentro de él. Coloqué la escoba que me dio Claudia apoyada en la pared, junto al
lienzo de Desmond, y puse la gaveta a su lado. Al hacerlo, repasé los símbolos
del cajón y del mango de la escoba. No solo eran iguales, sino que seguían el
mismo orden. Con todo el ajetreo del cambio de residencia y de vida, con los
recuerdos de Alán saturando mi día a día, no me había percatado de ese detalle.
Me senté en el suelo, con los apuntes de Rigel, y fui comprobando una a una las
notas de las traducciones que él había hecho. Apunté en un folio los nombres y
el orden en que aparecían. Examiné la escoba y comparé los grabados. Todos
coincidían, y uno de ellos se repetía. Era el nombre con el que me había llamado
Claudia cuando me entregó la escoba: «Aunque mi hijo no lo crea, ando siempre
de acá para allá. Hoy me tocó acá. Me hacía mucha ilusión darte la bienvenida,
queridísima Aradia».
Aradia era el primer y el último nombre que aparecía grabado en la
superficie de la gaveta, en el lateral izquierdo. Y lo mismo sucedía con los
grabados de la escoba. A simple vista parecía una apertura y un cierre. Pero…
¿de qué? ¿Qué significaban aquellos nombres y el orden que seguían? ¿Por qué
estaban también en el mango de la escoba? ¿Por qué Claudia me había llamado
Aradia?
Serían las cuatro de la madrugada cuando oí los pasos de Desmond. Yo
seguía inmersa en mis pesquisas, buscando el significado de Aradia en internet.
No quise mirar hacia la terraza. Sabía que me estaría observando. Preferí evitar
encontrarme con sus ojos, hacerme la distraída. Aunque esperaba que se
dirigiera a mí, no lo hizo, sino que saltó a la terraza de Claudia y desapareció, lo
cual me extrañó bastante. Me levanté y me preparé un vaso de leche caliente,
miré la hora en el móvil y apagué el ordenador. Al día siguiente tenía que
madrugar. Unos minutos después, ya en el dormitorio, escuché los maullidos
largos y lastimeros de un gato y a Desmond llamándome desde fuera:
—Escocesa, tu gatito egipcio se ha escapado…
Senatón apareció en mi vida días después de que Samanta me dijese que se
había enamorado y que, por el momento, no tenía pensado regresar. Fue como si
ella lo hubiera mandado desde aquellas tierras lejanas para que me hiciese
compañía, para que, en cierto modo, llenase parte del vacío que su ausencia iba a
dejar en mí. O tal vez porque él, Senatón, sabía de aquellas otras realidades, o
era en sí mismo una de esas cosas excepcionales de las que me había hablado
Elda, pensé tiempo después. La apariencia de aquel cachorro era tan extraña
como la de la mayoría de los habitantes de aquel edificio. No podía ser de otra
forma, me dije sonriendo cuando vi al pequeño felino en los brazos de Desmond.
CAPÍTULO 10
Era gris, de piel gris, porque no tenía pelo. Desmond lo sujetaba entre sus
brazos.
—Deberías tener más cuidado. Lo encontré paseándose por el tejadillo.
Has tenido suerte de que yo estuviera aquí, porque si no ni te habrías enterado de
que había salido de la casa.
»Lo tienes muerto de hambre, porque no deja de chuparme el dedo. Dime,
¿dónde lo tenías escondido? No lo había visto hasta ahora —dijo, y apartó el
dedo de la boquita del felino. Este comenzó a maullar cada vez más fuerte hasta
que Desmond volvió a acercarle la yema de su índice.
—No es mío. Se habrá perdido.
—Estaba en tu salón cuando salté hacia la casa de Claudia. Lo vi
caminando junto a la ventana. No me tomes el pelo —protestó molesto, y me lo
tendió—. Senatón, tu amita pasa de ti —le dijo, acercando su cara a la del gato y
mirándolo a los ojos, que eran verdes y de mirada tan profunda como la de él.
—¿Senatón? —pregunté sin entender nada de lo que estaba sucediendo.
—Sí. Imagino que es su nombre. Es lo que pone en su collar. —Levantó la
chapa que colgaba en la correa de su diminuto cuello y me la enseñó.
—Es precioso, pero ya te he dicho que no es mío.
—¿No te gusta? —me preguntó mientras lo acurrucaba de nuevo entre sus
brazos—. ¡Cómo no puede gustarte! Si es tan raro como nosotros. No podría ser
más apropiado para este bloque de disidentes. Dicen que todas las brujas deben
tener una escoba y un gato…, ¡pues ya tienes las dos cosas! —expuso irónico.
—Oye, no lo habrás traído tú, ¿verdad?
—Ojalá tuviera dinero para comprarte uno, pero son demasiado caros. Ya
te lo he dicho, lo vi en tu salón, junto a la ventana. Tal vez ni notases su
presencia. Son tan silenciosos como los vampiros y los fantasmas —apostilló
divertido, y yo fruncí el ceño—. No vayas a enfadarte ahora —dijo al ver mi
gesto de malhumor—. Solo es un gato indefenso y carísimo. Igual tienes razón y
se coló en tu salón desde la terraza y luego volvió a salir.
—Si tiene nombre, también le habrán puesto microchip. Mañana te lo
llevas a que lo busquen y así podremos devolvérselo a su dueño y a su madre,
que a buen seguro lo estará echando en falta. Fijo que es de una camada cercana.
No tendrá más de dos meses. Esta raza no es precisamente de las que la gente
abandona. Lo más probable es que lo estén buscando.
—¿Tienes leche? Podríamos calentarle un poco, rebajarla con agua y
dársela. Está hambriento. Si no quieres quedártelo, me lo llevo yo, pero mañana
tendrás que acercarlo tú al veterinario porque, ya sabes, debo evitar el sol y suelo
dormir durante el día. Recuerda que mi trabajo es nocturno.
Lo dejó en el suelo y el gato, como si conociese la casa desde siempre, se
encaminó a la cocina y comenzó a maullar frente a la nevera.
—Y ¿cómo sabe que la leche está ahí? —preguntó Desmond, sorprendido
—. Dime, escocesa, ¿estás jugando conmigo al escondite?
—¡Qué más quisieras tú! —le respondí—. Anda, ¡cansino! Vamos a darle
la leche.
Me acompañó unos minutos más, hasta que Senatón bebió unas cuantas
cucharaditas de leche y después, tras hacer un pis sobre el suelo de la cocina,
como si conociera la casa desde siempre, se dirigió al dormitorio, se acurrucó en
el colchón y se durmió.
—Mucho me temo que Senatón no saldrá de aquí. Por algún motivo ha
escogido tu casa. Te ha escogido a ti. Yo también lo habría hecho —dijo
separando de mi frente un mechón de cabello. Me miró a los ojos y sonrió.
—Es tarde. Mañana tengo que madrugar.
Me di la vuelta. Estiré el brazo y le señalé la puerta del piso. Intenté que no
advirtiera que sus ojos me habían atraído, que su forma de mirarme me había
gustado. Quizás demasiado, pensé confusa.
Desmond se dio la vuelta. Caminó de espaldas a mí y salió por la terraza.
—Espero que algún día aprendas a utilizar las puertas —le dije irónica y
un tanto molesta.
—Escocesa, los vampiros no necesitamos puertas. Volamos como lo hacéis
las brujas.
»¡Que descanses! Mañana te preguntaré por Senatón.
Se llevó la mano a los labios y me lanzó un beso, después dio un salto y
desapareció en la oscuridad de su terraza.
Cuando me levanté, Senatón estaba dentro de la gaveta, durmiendo…
—Es tan feo como bonito. No sé, es un gato raro, así sin pelo, pero tiene su
encanto, como todos nosotros —dijo Elda cuando se lo bajé.
—Sí, sí, eso mismo dijo Desmond cuando me lo endilgó. Es una raza
egipcia. Anoche estuve buscando en internet. Creo que me he quedado sin datos
por su culpa. Espero que me instalen la fibra pronto, porque vaya ruina tengo ya.
¿Podrías llevarlo al veterinario para que comprueben si tiene chip de
identificación? —le pedí—. Llego tarde a trabajar.
—Y qué más te da, ¡quédatelo! No creo que lo quisieran mucho cuando lo
dejaron ir por los tejados. Sé que te gusta. Si no te gustase no lo habrías metido
en tu cajón.
—¡Elda! —exclamé—, no me vengas con historias de las tuyas. Se metió
él solito, durante la noche. Y no tengo otro sitio mejor para transportarlo.
¿Puedes acercarlo para que le busquen el microchip? ¡Por favor!
—Como quieras, pero si no tiene dueño tendré que traérmelo de nuevo y te
advierto que mi casa no es el lugar más apropiado para él. ¡Se me dan fatal las
mascotas!
—Sí, sí, tú llévalo y si no tiene identificación, que seguro que la tiene, lo
traes. Ya veré qué hago con él. No sabes cuánto te lo agradezco —le dije, y salí a
toda velocidad.
Corrí por las calles y al final cogí el metro por los pelos. Me apoyé en una
de las puertas que no se abrían, como de costumbre, porque no me gustaba ir
sentada. Así evitaba que alguno de los ocupantes de los asientos contiguos
cotilleara lo que estaba escribiendo en el WhatsApp o que mirase la pantalla de
mi ordenador. La postura era incómoda, pero me daba privacidad. Abrí el
portátil. Me acomodé y me dispuse a buscar el archivo donde había copiado y
pegado parte de la documentación que había encontrado la noche anterior sobre
Aradia.
—Hay quien afirma que Aradia es un nombre compuesto, que está
formado por Hera y Diana —me dijo un hombre extremadamente alto y delgado
que estaba junto a mí, con un acento que me pareció inglés. Lo hizo en un tono
cercano, como si nos conociésemos. Incluso tocó con uno de sus dedos la
pantalla del ordenador y señaló el nombre.
Vestía un traje marrón tabaco que parecía confeccionado en algodón. La
tela de las prendas estaba arrugada y había perdido color, sobre todo en las
costuras, que mostraban una tonalidad casi beige. Llevaba una camisa blanca
abotonada hasta el cuello y los pantalones le quedaban cortos y estrechos. El
bajo le llegaba a los tobillos y dejaba al descubierto unos calcetines blancos y
unos zapatos de piel marrón con cordones. La piel del calzado relucía, como si lo
acabara de cepillar. Entre sus pies sujetaba una cartera de cuero marrón, similar a
los que suelen utilizar los maestros. Tenía los ojos grandes y negros. Su mirada
era profunda, enmarcada por unas cejas anchas y pobladas, los pómulos
prominentes y los labios muy finos. El color de su piel era de un tono sepia,
como el que adquieren los retratos antiguos. Tenía el pelo liso y un poco largo,
sujeto con una coleta baja que le daba un aspecto entre intelectual y progre.
Intenté responderle, también separarme de él, pero no pude. Fue como si
hubiera perdido la capacidad de expresarme de forma oral, igual que el control
de mis movimientos. Él pareció percatarse de mi impotencia. Me miró fijamente
y dijo:
—No tiene por qué preocuparse. Rigel ya le habló de las otras realidades lo
suficiente como para que entienda lo que está sucediendo. Él creía en la
inmortalidad, en la existencia de continuos tiempos. Miles de pasados, presentes
y futuros. En estos momentos usted y yo vivimos en tiempos diferentes, por ese
motivo no puede interactuar conmigo. Si lo hiciese podría producirse una
paradoja y eso traería consecuencias imprevisibles. Ese es el motivo por el que
no puede moverse ni hablar, solo escucharme.
»Es posible que sus investigaciones sobre Aradia —expuso al tiempo que
señalaba la pantalla de mi ordenador— sean el motivo por el que nos hemos
encontrado aquí y de esta forma tan inusual —concluyó, marcando con su dedo
índice el texto que hacía unos minutos yo había cargado e indicándome con un
movimiento de la cabeza que lo leyese.
Y eso fue lo que hice:
«Aradia, considerada la madre de todas las brujas, nació el 13 de agosto de
1313 en Volterra, en el norte de Italia. Su verdadero nombre era Aradia di
Toscano, hija de Diana, la diosa lunar. La primera vez que aparece
mencionada en un texto es en el Evangelio de las brujas, obra de Charles
Leland, aunque según otras fuentes ese escrito nada tiene que ver con el
verdadero evangelio de las brujas, que desapareció junto a Aradia después
de que ella enseñase a sus discípulos las Trece Leyes. Algunos datos lo
sitúan en Irlanda bajo la protección de Alice Kyteler, la primera bruja
irlandesa, y todo indica que permaneció bajo su amparo hasta que ella se
vio obligada a desaparecer, legando su custodia a otra bruja. Antes de
escapar de la justicia por los crímenes que se le imputaban, Alice Kyteler
mandó hacer un cajón, una especie de gaveta con madera de haya negra, y
grabó en él su nombre con el propósito de proteger el evangelio que Diana
le había confiado. Después de hacerlo, ordenó que el libro fuera custodiado
en aquel cajón como si este fuese una hornacina y que todas y cada una de
las brujas encargadas de su salvaguarda, al terminar su función de
guardianas, grabasen su nombre en uno de sus laterales, sobre la madera, a
modo de hechizo protector. Las últimas investigaciones sitúan el verdadero
evangelio en Europa, concretamente en Madrid, la capital de España».
—Si usted busca, como yo, el verdadero evangelio de las brujas —
prosiguió el hombre del traje—, tenga cuidado. No todos los que indagamos
sobre este tema tenemos las mismas intenciones. Las mías no están relacionadas
con las artes oscuras. Solo intento saber qué hay de cierto en la existencia de ese
libro. No se fíe de nadie. Y preste atención a todo: esta línea de metro es
peligrosa, uno no sabe con qué o con quién puede encontrarse en un agujero de
gusano.
Se inclinó. Recogió su cartera y se acercó a la puerta.
El vagón se detuvo y él se bajó sin darse la vuelta ni dirigirse a mí.
Le vi caminar por la estación mientras el tren salía. Desorientada, eché un
vistazo alrededor buscando la seguridad de otra mirada, de alguien a quien
preguntarle si había visto a ese hombre que se había dirigido a mí, pero el vagón
estaba vacío. Me senté intentando comprender lo que me había sucedido. Apoyé
la cabeza en el cristal de la ventana que había al lado de mi asiento. Me notaba
cansada, como si llevase horas caminando. Debí de quedarme dormida, porque
cuando mi teléfono móvil sonó, di un brinco sobresaltada.
—Como supuse, no tiene microchip. Puedes quedártelo —dijo Elda a
través de la línea telefónica.
—¿El qué? —respondí contrariada, sin saber de qué me estaba hablando.
—A Senatón. ¿A quién va a ser? No es de nadie. Vamos, que no está
registrado, o sea que es tuyo. O nuestro, porque me ha tocado comprarle el
arenero y el pienso. El pobre ya no toma leche, y menos de vaca, me ha dicho el
veterinario, escandalizado por nuestra inconsciencia. Ah, y tienes que darlo de
alta y ponerle no sé cuántas vacunas. Una auténtica ruina.
»¿Vas a tardar mucho en regresar? Lo digo porque ya son más de las diez
de la noche. Hija, te va la vida en el trabajo, ni que fueses a heredar.
—No lo sé, luego te llamo. —Colgué y miré la hora en la pantalla del
teléfono.
—Perdone que la moleste, ¿se encuentra usted bien? —me preguntó uno de
los vigilantes del suburbano—. Cuando me he incorporado al servicio, mi
compañero del turno de la mañana me ha comentado que lleva usted en el vagón
desde primera hora, sin moverse del asiento. No he querido importunarla. Al
principio pensé que, simplemente, estaba trabajando aquí. Muchos lo hacen,
sobre todo en invierno. Aquí se está calentito y no hay gentío como en las
cafeterías. También sale más económico. —Sonrió—. La línea circular tiene esa
ventaja, que uno puede pasarse horas sin tener que preocuparse de las paradas.
»¿Se encuentra bien?
CAPÍTULO 11
—Cualquiera diría que has visto a un fantasma —dijo Elda al abrir la
puerta—. Vaya aspecto traes. Estás pálida. Me recuerdas a cuando tengo a mi
jefe dándome la lata durante horas. Esos días vuelvo con las neuronas patas
arriba y me duelen hasta las pestañas —concluyó, mirándome de arriba abajo.
—Creo que me he quedado dormida en el metro —le dije.
—¿Quieres tomar algo? El líquido es lo mejor que hay para despabilarse.
Menos mal que coges la línea circular, que si no lo mismo apareces en Teruel.
No me digas que es la primera vez que te pasa. ¡Si supieses las posturas y las
caras que se ven a las seis de la mañana…! —comentó, dándome un vaso con
zumo de naranja.
Se agachó y sacó a Senatón del cajón.
—Dile a mamá lo bien que te has portado —prosiguió Elda—. Es
increíble, ha ido solo al arenero en cuanto he puesto la arena artificial en la caja.
Los humanos somos tontos a su lado, nos falta ese instinto primitivo que poseen
los animales… Aunque más bien creo que seguimos teniéndolo, aunque lo
hayamos olvidado, ¿verdad?
—No sé por qué os habéis empeñado en que Senatón es mío. Vamos, que
me lo habéis adjudicado así, sin más. Si tanto os gusta, ¿por qué no os lo quedáis
vosotros? —protesté en tono seco, tajante.
—Me pediste el favor de que me quedara con él y lo llevase al veterinario,
y eso precisamente es lo que he hecho. No sé, a ver si ahora voy a tener yo la
culpa de que el gato se perdiera y diera con su cuerpecito huesudo en tu terraza.
¡En fin! —exclamó enfadada, y volvió a dejarlo en mi gaveta.
—Perdona. Estoy cansada —dije, acariciando a Senatón—, el pobre no
tiene culpa de nada, y tú menos. No he tenido un buen día y me agobia pensar en
hacerme cargo de un animal. No sé cuidar ni de mí misma, como para hacerlo
con él —comenté mirándolo—. Me da cargo de conciencia no poder atenderlo
como debiera. Estoy sin blanca y mi trabajo no es estable…, ya sabes, los
malditos contratos de obra y servicio. Hoy estás y mañana no. No sé, he tenido
un mal día. Eso es todo.
—Las cosas más tontas, las que creemos menos importantes, suelen ser las
que marcan nuestra vida. Si ha llegado a tu casa y a tu vida es por algún motivo.
¿No te das cuenta de que su aparición no ha sido muy normal? No te agobies; si
decides quedártelo, te ayudaré a cuidarlo e intentaré que Desmond y Ecles nos
echen una mano. Aunque los gatos son muy independientes, necesitan pocos
cuidados. Pero si de todos modos tienes claro que no quieres hacerte cargo de él,
yo le buscaré un hogar. No creo que tarde en encontrarlo. Es una raza muy cara,
eso me dijo el veterinario…
Pensé en contarle a Elda lo que me había sucedido en el metro, explicarle
que el hecho de tener que adoptar a Senatón no era la causa de mi estado de
ánimo, pero no lo hice. Aquella advertencia —«No se fíe de nadie»— aún
resonaba en mis pensamientos.
Al llegar a mi apartamento dejé a Senatón en el suelo y me dispuse a
contar las palabras grabadas en la gaveta. En sus laterales había un total de diez
nombres. El primero era el de Aradia, igual que el último. Miré el libro con el
que me encontraron. Lo saqué de la estantería y acaricié sus tapas rojas pensando
en lo que había leído en el metro sobre el evangelio de las brujas. El material del
que estaba hecha la cubierta era muy similar al que se utiliza
convencionalmente, duro y compacto. Sin embargo, cuando pasé los dedos por
ella, al tomar contacto con el calor de mis manos la portada y la contra
parecieron ablandarse y moverse. Fue como si tuvieran vida propia y
respondieran a mis caricias. O tal vez a mis pensamientos, aventuré. Aquellas
cavilaciones me llevaron a preguntarme si mi gaveta y aquel libro no serían los
mismos de los que hablaba el texto que leí en el metro, junto a aquel extraño
hombre. Asustada, lo dejé caer. Al chocar contra el suelo, el volumen produjo un
ruido extraño y hueco, semejante al que habría causado una pieza de metal.
Aquel sonido, que se repitió como un eco durante unos minutos que se me
hicieron eternos, me desconcertó y aturdió hasta tal extremo que permanecí
paralizada observándolo.
—Escocesa, si sigues trasnochando tanto terminarás por convertirte en
vampiro, como yo —me dijo Desmond desde su terraza.
—Y quién te ha dicho a ti que no lo soy ya —le respondí en tono irónico, y
me agaché para recoger el libro del suelo—. Por cierto, me quedo con Senatón.
No tiene chip —le expliqué.
Aún temblorosa, tomé el libro. Después de haber oído aquel sonido
metálico, de haber sentido el material de su cubierta cambiar de textura bajo mis
manos, pensé que cualquier cosa podía pasar. Pero el libro había adoptado su
aspecto anterior.
—Vaya, me alegro por él. Contigo estará como un rey. Es un gato
afortunado. Te invito a una copa de vino —dijo, enseñándome una botella y dos
copas que tenía en la mano derecha y que colocó sobre la valla que dividía
nuestras terrazas—. Iba a salir a casa de Claudia, pero vi la luz de tu salón
encendida y pensé que este rioja sabría mejor en tu compañía. ¿Qué me dices?
Coloqué el libro en la estantería, me acerqué a la valla y le sonreí.
—Hace una noche estupenda.
—El próximo mes será el equinoccio de septiembre —dijo al tiempo que
descorchaba la botella de vino—. Hace algunos años que organizamos una fiesta
para celebrarlo. Podrías venir. Ecles es el anfitrión. No sé si sabes que es
vigilante nocturno de una obra. Lleva años trabajando allí y eso le ha dado
patente de corso. Anímate, aún tienes tiempo para pensártelo —apuntó al ver mi
gesto de sorpresa—. No puedes pasar una fecha como esa sola. El día y la noche
tienen la misma duración en todos los lugares de la Tierra. Es extraordinario, ¿no
crees? Cuando eso acontece puede suceder cualquier cosa, incluso que sea yo
quien te lleve a volar a ti —dijo pegando su copa a la mía—. Brindemos por las
estrellas que no has querido contar conmigo, para que sigan estando ahí el día
que consiga que me dejes acercarme a ti —dijo, y yo no supe qué contestar.
Charlamos durante una hora más. Me comentó que vendía sus cuadros a
través de internet, la única vía que le había permitido darse a conocer, pero que
los ingresos eran tan nimios que apenas le llegaban para comprar el material.
—Nací para pintar, pero sin estrella —me explicó—. No repudio el trabajo
que tengo. En los tiempos que corren, recibir un sueldo todos los meses es un
privilegio. Y, aunque cueste creerlo, mi trabajo me aporta muchas cosas. Es
evidente que nada tiene que ver conmigo ni con mi sueño, pero me ha cambiado
la vida. Me ha dado la oportunidad de conocer otro mundo que permanece oculto
para la gran mayoría. Si alguna noche te decides a acompañarme, lo entenderás.
—Ya veo que te gusta la astronomía. Eres noctámbulo.
—La alergia que sufro ha condicionado muchas de mis aficiones. Ha hecho
de mi hábitat la noche y, por ende, el universo oscuro y silencioso que nos cubre.
Cuando lo miramos, lo vemos hermoso. Y lo es, es tan hermoso como
incomprensible e inhóspito para nosotros. Si al contemplar el firmamento
pensáramos en el silencio que lo habita, en la oscuridad que lo inunda, en su
inmensidad, muchos sufrirían un ataque de angustia. No somos ni una mota de
polvo dentro de él. Sin embargo, a mí no me sucede, vivo en la noche, la habito.
Estoy acostumbrado a esa soledad, a esa carencia de sonidos, a esa nada que al
mismo tiempo está llena de vida. No todo iba a ser malo. Ser un vampiro
también tiene sus ventajas.
»Deberías acompañarme algún día a casa de Claudia —prosiguió—. Todo
lo que sé sobre astronomía lo he aprendido de sus libros. Su biblioteca es
inmensa. Hay varios tratados de brujería. Uno de ellos tiene en la cubierta los
mismos símbolos que aparecen en tu cajón. Bueno, ya no es tuyo, ahora es de
Senatón —apostilló señalando al felino, que había salido a la terraza y se
restregaba entre mis tobillos…
CAPÍTULO 12
La situación en mi empresa era inestable. Nuestro departamento había
pasado de necesitar la incorporación de personal hacía cinco años a verse
sometido, en los últimos meses, a una reducción de plantilla inminente. Los
primeros en la lista éramos los que disponíamos de contratos por obra y servicio.
Resultaba fácil y barato desprenderse de nosotros. Mi ausencia el día anterior fue
suficiente para que una de las responsables del departamento de Recursos
Humanos me pusiera sobre aviso y me indicase, como si me hiciera un favor al
adelantarme la noticia, que fuese buscando trabajo:
—Es una falta grave que no haya comunicado su ausencia y que no tenga
justificación de la misma. Su contrato vence en unos meses y no será renovado.
Ya le explicamos cuando firmó que era un puesto temporal. De todas formas, y a
pesar de que su actitud no es muy apropiada, consideramos que es usted muy
buena profesional y, por ello, dejaremos su currículo en nuestra intranet, en la
base de datos.
»No tenemos obligación de comunicarlo con tanta antelación, pero somos
una empresa muy humana y queremos que nuestros trabajadores estén
informados con tiempo suficiente para que puedan buscar otro empleo…
«Unos meses» eran dos, sesenta días. Ocho míseras semanas era el tiempo
de que disponía para encontrar un trabajo que necesitaba para poder seguir
viviendo, para pagar el alquiler y comer. No era la primera vez que me ocurría,
ya había pasado por una situación similar antes de conocer a Alán. Fue entonces
cuando firmé el contrato que ahora tocaba a su fin, un contrato más endeble y
mísero que el papel de fumar mojado y que acabé aceptando por pura necesidad,
como la mayoría de los que trabajábamos allí.
A medida que caminaba entre los horrorosos biombos grises que separaban
las mesas de trabajo, las miradas de mis compañeros se fueron cruzando con la
mía. Éramos las piezas básicas de un engranaje que, una vez puesto en marcha,
nos escupía, nos sustituía por otros para, en un tiempo no muy largo, volver a
hacer lo mismo con otras personas.
—Diana, míralo así: no tienes hijos que mantener y que necesiten un techo
—me dijo Concha, una de mis compañeras, mientras tomábamos un café en la
sala de descanso—. Eso, quieras o no, es un alivio. A mí, si no me renuevan, no
me queda más remedio que volver a casa de mi madre. No voy a contarte lo que
eso significa, imagínatelo. Solo te diré que mi marido y mi madre se llevan a
tortas. Son incompatibles. Y no sé cómo se van a adaptar mis niños.
»La vida es una porquería, Diana, pero no nos queda otra que seguir
adelante. Hay que hacer lo posible por que todo sea más llevadero. Tenemos la
obligación de ser felices, a pesar de los pesares.
—No, Concha, la vida es maravillosa. La sociedad es la que la ensucia —le
respondí pensando en todo lo que me había contado, en su situación personal—.
Estoy segura de que a ti te van a renovar —le dije nada convencida, y ella me
sonrió expresando con su mirada la misma inseguridad que sentía yo.
Aquella noticia cambió todos mis planes, los machacó. Tenía pensado
invertir la paga extra de Navidad en hacer un viaje a Volterra, durante las
vacaciones de Semana Santa, para conocer de primera mano la historia de
Aradia. Quería visitar los lugares donde, según había leído, fue vista por última
vez la que se consideraba la bruja más antigua de Italia, la madre de todas las
brujas y una de las figuras más importantes para el neopaganismo. Aquello,
como todo lo demás, comprar estores para las ventanas, un colchón, ropa de
cama…, quedaba atrás, perdido en un limbo económico del que no sabía cómo
iba a salir. Aquel día llamé a Samanta para comentarle los cambios que se
avecinaban en la empresa. Aunque ella tenía excedencia, consideré que debía
saberlo.
—Por la casa no te preocupes. Tienes la mía —dijo cuando se lo comenté
—. Ya había sopesado ampliar mi excedencia, no me lo pueden negar, y ahora lo
haré con más motivo. Aunque no creo que vuelva a residir en España, no está
mal asegurarse las cosas, ya sabes, por aquello de ir a todos lados con coche
propio. —Se rio. Yo no respondí—. Hazme el favor de no preocuparte. ¿Me
oyes?
—Pues sí que me preocupo, y mucho. Aquí el trabajo escasea, ya lo sabes.
Solo domino la administración, un sector que no da para más. Sobramos
muchos.
—¿No eras tú la que me decía que era malo anticiparse, que no servía de
nada? Pues aplícate el consejo. Tómatelo con calma. Estoy segura de que todo se
solventará.
»¿Eso que oigo es un maullido? —me preguntó de pronto—. No me digas
que tienes un gato. ¿Recuerdas cuando te hablé de mi Freddie Mercury
particular? Pues resulta que al día siguiente llegó un gatito a la excavación. Era
gris y sin pelo, un gato egipcio. Son rarísimos, pero tienen su encanto. Me
acordé de ti por lo que me contaste sobre tus vecinos y pensé que sería la
mascota ideal para el bloque. A lo que iba: el gatito era de uno de nuestros
compañeros. Mi «amigo especial» se lo compró y tuvo la brillante idea de
llevarlo en su mochila, porque no quería dejarlo en el hotel. El animalito era
monísimo, de apenas unos meses, y lo llamó Senatón. Lo malo es que hace poco
hubo una pequeña tormenta de arena y el pobrecillo se perdió. Todos ayudamos
a buscarlo, pero no logramos dar con él. ¡Qué lástima! Aún se me encoge el
corazón cuando lo recuerdo.
La escuché sin poder articular palabra, con Senatón en mis brazos. No le
dije cómo era ni que en su collar ponía el mismo nombre que el del gato de su
compañero. No lo habría entendido, aunque tampoco lo entendía yo, pensé. Pero
ya eran demasiados acontecimientos insólitos los que me habían sucedido como
para plantearme nada, me dije al tiempo que acariciaba sus orejas.
—Diana, ¿sigues ahí? —me preguntó al ver que no respondía.
—Sí, sí, perdona. Se ha ido la conexión. No te oía bien. Dime.
—Tengo que dejarte, pero ya sabes lo que te he dicho: mi casa es tu casa.
Colgué el teléfono y me quedé mirando a Senatón.
—¿Por qué estás aquí? ¿A qué has venido desde tan lejos? —le dije, como
si fuese el mismo gato al que se había referido Samanta.
Lo miré a los ojos y volví a preguntárselo, esa vez pensándolo. Clavó sus
pupilas en las mías, como si entendiese lo que le estaba diciendo, y se revolvió
en mis brazos.
Me agaché y lo dejé en el suelo. Al hacerlo echó a correr, dio un salto y se
encaramó a la librería. Enganchó las uñas en el volumen que yo había guardado
y tiró de él hasta que el libro se cayó del estante. Cuando golpeó contra el suelo,
volvió a producir aquel sonido metálico e irregular, pero Senatón no se asustó,
sino que saltó sobre la cubierta y, como si esta fuese la base del arenero,
comenzó a arañarla. Fui hacia él y lo levanté. Iba a regañarlo cuando vi que algo
asomaba bajo la pasta. Se trataba de unos caracteres que no se apreciaban con
claridad, pero estaba segura de que eran letras. Pensé en rasparlo con un
estropajo, rascar la cubierta como había hecho Senatón, pero temí que las grafías
se borraran.
Recogí el libro del suelo y fui a ver a Desmond. Confiaba en que él pudiese
retirar la capa que tapaba las letras.
—Puedo intentarlo con este líquido —dijo, enseñándome un botecito y un
pincel—, lo utilizo para quitar el óleo de los lienzos cuando quiero volver a
pintar sobre ellos, pero no te puedo garantizar que dé un resultado seguro. Me
refiero a que lo mismo nos lo cargamos todo. Igual es mejor dejar que Senatón
siga arañándolo. —Me miró a la espera de mi conformidad.
—¡Adelante! —le dije impaciente—. Usa ese líquido. Quiero ver lo que
hay debajo.
—Es que estáis locos —nos recriminó Ecles—. Si le echas ese líquido, te
lo vas a cargar todo. Dejadme a mí. Esto es casi un trabajo de arqueología.
Le quitó el libro a Desmond de las manos y se lo llevó a su chiringuito.
Quise seguirlo, pero no me dejó entrar.
—Me pondrás nervioso. Si quieres que lo limpie, espérame fuera. O en la
casa, con Desmond —me dijo tajante, con cierto malestar que atisbé en sus
gestos y que me incomodó.
Aunque Desmond insistió en que me quedase, preferí esperar en mi casa.
En ese momento estaba demasiado nerviosa como para mantener cualquier tipo
de conversación.
Me llamó tres horas más tarde.
—Es italiano —me explicó Ecles, entregándome el libro—. Parece un
título, pero lo extraño es que las páginas interiores estén en blanco. Aunque
puede que su interior no fuese el que tienen ahora. Tal vez encuadernaron unos
folios en esta cubierta, que antes perteneció a otro ejemplar —concluyó
encogiéndose de hombros, y me lo entregó—. Es muy antiguo, eso puedo
asegurártelo. No sé qué tipo de material es, pero puedo garantizarte que esta
cubierta está confeccionada con un preparado que no había visto jamás. Por otro
lado, creo que quisieron ocultar esas palabras. Lo que no se me ocurre es el
motivo que tuvieron para hacerlo, a no ser que, como te he dicho antes,
utilizasen la cubierta de nuevo, que la reciclasen, y por ello ocultaron las letras.
Si tuviese el texto original, es probable que su valoración fuese muy alta. Mi
opinión es que esta cubierta pertenece a otro libro, un ejemplar que debió de ser
muy antiguo y valioso.
Aradia
Le tredici leggi
Credo e riti
CAPÍTULO 13
Había vuelto a la entrada del laberinto, ni tan siquiera había avanzado un
palmo, pensé leyendo las grafías. Solo tenía el nombre de Aradia, la frase, las
trece leyes, y dos palabras, «credo» y «ritos». Nada en aquellas letras hablaba
del evangelio de las brujas, como yo había supuesto. Antes de que Ecles
limpiase la cubierta, tenía la esperanza de que aquel libro, lo que había escrito en
su portada, me condujese hacia nuevas investigaciones y estas a un nuevo
camino que me acercara a saber algo más sobre mis orígenes, pero seguía siendo
un simple libro con todas las páginas en blanco.
Aquel día invité a Elda a cenar en mi casa. Había decidido contarle el
encuentro con aquel desconocido en el metro y la similitud de Senatón con el
gato del que me había hablado Samanta. Ella era la única persona que me
creería, que entendería mi desasosiego, pensé. Si había visto mis lágrimas
trasformadas en pétalos de rosa, si las había identificado como algo normal, el
resto de los acontecimientos le serían igual de cotidianos y comprensibles. Y
aunque aún permanecía fresca en mis pensamientos la advertencia que me hizo
el hombre del vagón del metro, decidí arriesgarme porque ella era, en cierto
modo, como yo. Un ser extraño, diferente al resto, capaz de ver y sentir las otras
realidades, y lo más importante: creía en ellas.
Elda llegó media hora antes. Cuando le abrí la puerta capté un rumor
extraño y constante, como si tras ella alguien estuviera murmurando. Pero no
había nadie. El sonido me pareció tan real que salí al rellano para echar un
vistazo e incluso me asomé al hueco de las escaleras buscando su procedencia.
—¿Qué pasa? —me preguntó ella al tiempo que seguía mis pasos.
—He oído una especie de cuchicheo muy raro —le respondí—. ¿Tú no?
—No. Tal vez haya sido una corriente de aire. Ya sabes, tengo el oído muy
fino, lo habría captado antes que tú —contestó sonriendo.
—Es posible —repuse mientras me hacía a un lado para dejarla entrar en
casa.
—Espero que no te importe que haya subido antes de la hora. He
terminado pronto el trabajo y pensé que así tendríamos más tiempo para charlar.
—¡Qué cosas tienes! Tú nunca molestas —le respondí.
No le dije que su presencia, inexplicablemente, me incomodaba, y lo más
preocupante era que no sabía por qué.
—Y bien, dime, ¿qué es lo que te inquieta tanto? —preguntó sin más
preámbulos.
La miré con detenimiento, de arriba abajo, porque de pronto me pareció
más alta y más delgada. El habitual olor a pintura plástica que solía acompañarla
había desaparecido. Sus pasos dejaron un rastro a humedad que me recordó al
que adquieren algunas viviendas cuando permanecen cerradas durante mucho
tiempo.
—No sé por qué piensas que estoy intranquila.
—Porque te conozco y no hay más que verte, no dejas de mirar alrededor.
Aunque lo hagas de soslayo y creas que no me he dado cuenta, no has parado de
echar vistazos desde que he llegado —dijo mirándome fijamente, como si
intentase leer mis pensamientos. Después me guiñó el ojo derecho en un gesto
claro de complicidad que no era habitual en ella.
La observé con detenimiento, buscándola, porque tenía la sensación, la
insólita impresión de que Elda no estaba allí, de que por algún motivo se había
ido. Algo en ella había cambiado, pero no acertaba a saber qué era.
—Tal vez tengas razón, estoy un poco nerviosa. ¿Quieres tomar algo? La
cena aún tardará. Estoy haciendo una escalivada.
—No —me respondió sentándose en el sofá, y yo la acompañé—. ¿Es que
no vas a contarme lo que te sucede? —insistió—. Te preocupa ese libro,
¿verdad? —Y señaló la estantería, el lugar exacto en el que yo lo había
recolocado.
—No, el libro no tiene nada que ver con esto. Al menos no del todo —
puntualicé.
Se levantó y lo cogió de la estantería.
—¿Estás segura de lo que dices? Yo creo que sí, que este libro tiene mucho
que ver en todo lo que te sucede. Sus páginas en blanco te aterrorizan tanto como
el hecho de no saber qué significado pueden tener todos esos nombres grabados
en la gaveta. —La señaló—. El vacío que produce en tu interior la falta de una
familia te está robando la cordura. No saber quiénes eran tus padres y por qué te
abandonaron en aquel mísero hospicio, dentro de ese cajón de madera, parece ser
lo único que te importa. Aunque, en el fondo, tal vez sea tu miedo el que te
impide ver más allá, tomar el camino adecuado.
—No entiendo lo que estás diciendo —la interrumpí porque la forma de
dirigirse a mí me resultó desagradable, demasiado cruda, directa e inusual en
ella.
—Perdona —dijo cambiando el tono de voz, que se tornó más pausado y
bajo—. Solo me preocupo por ti. Deberías enfrentarte a tus miedos. ¿No has
pensado que igual la respuesta a todo está frente a ti? Quizás las páginas de este
libro permanecen en blanco para que escribas en ellas. A veces las soluciones
más simples son las acertadas. Además, es muy extraño que aún no hayas escrito
nada. Cualquier persona ya lo habría utilizado.
—Ya, pero yo no soy como cualquier persona —le respondí seca y tajante.
—Y ¿por qué no lo haces ahora? Tal vez así todas tus preguntas se
resuelvan. Nunca se sabe.
A continuación, abrió el libro, lo puso sobre mi regazo y me ofreció un
bolígrafo. La carcasa era de cristal transparente y dejaba ver la carga llena de
tinta roja, de un rojo encarnado, similar al color de la cubierta del libro.
La miré aún más contrariada por su actitud e insistencia, sin coger el
bolígrafo que me ofrecía.
—Anoche soñé que volaba sobre Irlanda —le dije, retirando su mano y el
bolígrafo.
—No entiendo. —Se encogió de hombros—. ¿Qué quieres decirme? ¿A
qué viene ahora que me cuentes el sueño que tuviste anoche? —dijo achicando
los ojos, al tiempo que fijaba la mirada en mis manos y se revolvía inquieta en el
sofá.
—No estaba en este siglo, me encontraba en el siglo XIII. Aterricé junto a
una posada. En su puerta había una mujer bellísima que se presentó como Alice
Kyteler.
—Sé quién fue Alice Kyteler.
Continué hablando, haciendo caso omiso a sus interrupciones:
—Alice me reprendió por estar allí. Dijo que mi visita había dejado un
rastro que otros seguirían y me tachó de inconsciente. Me llamó imprudente y,
acto seguido, señaló el cielo con un gesto imperativo, como si me lanzase hacia
él. Y así fue. Al instante me vi volando sobre la escoba que Claudia me dio.
Recorrí Escocia. Llegué a las islas Orcadas y bajé en el centro de las piedras de
los círculos de Brodgar y Stennes.
—Sigo sin entender a qué viene todo esto —me interrumpió e hizo el
intento de coger el libro, que aún permanecía sobre mi regazo, pero yo lo cerré y
puse mis manos sobre él.
—Cuando me desperté, la escoba que me regaló Claudia estaba encima de
mi cama. Había abandonado su lugar sobre la puerta de la entrada de casa, pero
yo no recordaba haberla descolgado del dintel. Aún no la he tocado, no he vuelto
a colgarla. Aunque debería haberlo hecho. ¿No crees? —le pregunté en un tono
desafiante e irónico.
No me respondió. Me levanté y coloqué el libro en la estantería.
—Desde que Claudia me la regaló y la colgué me he sentido protegida.
Hoy me siento extraña, como desamparada, incluso el aire de la casa me huele
diferente. Huele a musgo. Y tú, Elda, me pareces distinta. No te reconozco —le
dije al tiempo que un escalofrío me recorría por dentro—. Tengo la sensación de
que te has trasformado en otra persona, alguien que ha seguido mi rastro, tal y
como me advirtió en el sueño Alice Kyteler. ¿Es así? Dime que me equivoco,
¡necesito estar equivocada! —concluí temblorosa, asustada, aunque ocultando
mi estado anímico ante ella.
El timbre de la puerta sonó con insistencia, como si hubieran estado
apretando el pulsador varias veces y no hubiesen hallado respuesta. Me levanté
pensando que era Ecles o Desmond. Ella se quedó sentada en el sofá, inmóvil,
casi estática, sin seguir mis pasos y con la vista fija en la estantería, sobre el
lomo del libro.
—Siento llegar tarde —se disculpó Elda cuando le abrí la puerta—. Ecles
me entretuvo. Quería que te diese esto. —Me tendió una caja que parecía un
pequeño joyero de plata—. Llevo llamando un buen rato. Ya empezaba a
preocuparme. Incluso te he mandado un mensaje al móvil.
No le respondí ni me aparté para que entrase en casa. La miré fijamente,
sin entender qué estaba sucediendo. Ella seguía con la caja en las manos,
ofreciéndomela. Segundos después, bajo la mirada incrédula de Elda, di media
vuelta y me encaminé hacia el salón pensando aterrorizada: «Si Elda está aquí, si
acabo de abrirle la puerta, ¿con quién he estado hablando?».
Era alto y delgado. A pesar del calor, vestía gabardina gris, guantes de
cuero y llevaba un sombrero de ala ancha. Le vi saltar. Su figura delgada se
precipitó al vacío ante mis ojos.
—¡Dios mío! —grité, llevándome las manos a la cara y tapándome los
ojos.
—¡¿Qué?! ¿Qué pasa? —dijo Elda, alarmada. Dejó la caja sobre la mesa,
me agarró por los hombros y me zarandeó levemente a la espera de una reacción.
—Ha saltado. —Señalé la terraza—. Le he visto precipitarse, le he visto
saltar —expliqué horrorizada.
—¿Qué?, ¿quién ha saltado? —inquirió Elda.
—El hombre de la gabardina —le respondí bajito con un siseo ahogado, y
volví a señalar la terraza.
Elda retiró las manos de mis hombros y, con un gesto de incomprensión, se
dirigió a la terraza. Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. Yo permanecía
de pie, sin moverme.
—No sé lo que has visto o lo que has creído ver, pero nada indica que haya
sucedido lo que cuentas —me dijo al regresar al salón—. ¿Qué pasa, Diana?
No respondí. Me asomé a la calle. Todo seguía igual: el tráfico, la gente
caminando por las aceras… Todo era lo habitual, lo rutinario, excepto el hombre
que estaba en la acera de enfrente, mirando hacia la terraza, mirándome a mí. El
mismo que instantes antes había saltado al vacío desde mi casa. Se quitó el
sombrero y me saludó con él. Después entró en la floristería y desapareció nada
más atravesar el umbral. Su figura se desvaneció ante mis ojos como si fuese un
fantasma.
Desorientada, me senté en el sofá. Elda se agachó junto a mí y me tomó las
manos.
—Voy a por un vaso de agua —dijo—. Tómate el tiempo que necesites y,
cuando estés más calmada, me cuentas lo que te ha sucedido…
Pero no quise hacerlo. Preferí callar. Tomé aire y busqué una respuesta
coherente que darle.
—Habrá sido una pesadilla —le dije unos segundos después—. Anoche
estuve hasta muy tarde con el ordenador y debo de haberme quedado dormida.
—La escalivada casi se te quema —dijo ella desde la cocina—. Apago el
horno y lo dejo con la puerta abierta, si no el calor residual nos puede estropear
la cena. Esto tiene una pinta estupenda.
—Gracias por ser tan comprensiva.
—No seas tonta, qué gracias ni qué narices; somos amigas. Eso sí, no
vuelvas a darme un susto de estos. Lo primero que pensé fue que Senatón se
había caído a la calle, que había saltado detrás de algún gorrión —me respondió
ya en el salón, dándome el vaso de agua.
—Ha sido una pesadilla muy desagradable y demasiado real. Creo que te
abrí la puerta aún adormilada —le expliqué, y bebí el agua que me había traído.
—Desde luego, buen aspecto no tenías, estabas pálida. Debes tener
cuidado, puede que sea sonambulismo. En ese caso, es peligroso. —Me quitó el
vaso de agua de las manos, lo puso en la mesita y dijo—: Anda, abre la caja que
me ha dado Ecles. No sabes lo pesado que se ha puesto.
—Sí, sí, ahora voy, pero antes tengo que hacer una cosa.
Me levanté y me dirigí al dormitorio. Elda vino tras de mí. Cogí la escoba
de Claudia, que estaba encima de la cama, y volví a colgarla sobre la puerta de la
entrada, ante la mirada atenta de mi amiga.
—¿A qué se debe tanta urgencia por colgar la escoba? —inquirió.
—Me siento más segura teniéndola ahí —expliqué señalándola—. Más
ahora, después de esa pesadilla tan desagradable que he tenido.
Me miró y sonrió como si supiera que le estaba ocultando algo, que le
mentía. Pero no dijo nada, calló como lo había hecho yo antes que ella.
Aunque Elda insistió en que abriera la caja que Ecles le había dado para
mí, no quise hacerlo hasta después de cenar. La abrí aún atemorizada por el
recuerdo del hombre saltando al vacío, mientras sus palabras daban vueltas en
mis pensamientos.
CAPÍTULO 14
Elda no dio importancia a los comentarios que Ecles le hizo sobre el
contenido de la caja, o al menos eso me pareció a mí al escucharla.
—Me repitió varias veces que lo devolvieses al libro. Son los trozos de
cubierta que raspó —me dijo mientras yo abría el joyero de plata—. Me explicó
que cuando rozó la cubierta con los dedos, el material pareció moverse debajo de
ellos, como si se ablandase o tuviese vida propia. Ya sabes cómo es él con el
tema de la vida y lo obsesionado que está con que todos los objetos, cualquier
cosa, poseen vida y tienen alma.
—Ha guardado los restos que quitó de la cubierta, ¡no me lo puedo creer!
—exclamé sorprendida—. Y ¿por qué no me los dio?
—No se lo he preguntado. Imagino que en ese momento no se atrevió a
decirte lo que le había sucedido. Insistió muchísimo en que devolvieras el
material al libro —remarcó, señalando la caja—. No sé cómo vas a hacer eso, la
verdad.
—Yo tampoco —le respondí, aunque, después de todo lo que me había
sucedido, pensé que tal vez no fuese tan extraño que aquellos pedazos volviesen
a formar parte de la cubierta con solo ponerlos sobre ella.
—Bueno, nunca se sabe. Ya conoces mi opinión: todo es posible, solo hay
que tener fe. Oye, ¿cuándo piensas contarme eso de lo que querías hablar
conmigo? Me dijiste que necesitabas explicarme una cosa importante, por eso
quedamos para cenar —dijo en tono irónico.
Le sonreí, me levanté y deposité la caja sobre la estantería, junto al libro.
—Estoy pensando en cambiar de trabajo. Las cosas no andan bien en la
empresa y voy a mirar la forma de montar un pequeño negocio. Si tengo suerte
puede que consiga un préstamo para emprendedores. ¿Qué te parece? —
respondí, aprovechando para comentarle los planes que desde hacía días me
rondaban por la cabeza y así justificar mi invitación para cenar. En efecto, tenía
pensado hablarlo con ella, pero no en aquel momento.
—Ni de broma me habría imaginado que era eso lo que querías decirme. Si
te soy sincera, te noté preocupada.
—Y lo estoy. Aún no tengo nada, solo es un proyecto. Pero dime, ¿crees
que es buena idea?
—Me parece un poco arriesgado, pero me gusta. Imagino que ya tendrás
pensado de qué va a ser y la zona donde te gustaría ubicarlo.
—Sí, por supuesto. He pensado en vender libros antiguos, cartas del tarot,
velas… Contaría con la colaboración de mi amiga Samanta. Aún no se lo he
preguntado, pero sé que hará todo lo posible por ayudarme; ella puede
conseguirme material artesanal de Egipto. Me gustaría que fuese un
establecimiento distinto al resto. Quiero que sea un lugar donde los clientes,
nada más entrar, sientan el alma de cada artículo allí expuesto, y que todos
encuentren el suyo propio. En cuanto al local, creo que tú puedes echarme una
mano.
—Quieres que lo pinte —dijo sonriente.
—No exactamente. Quiero que me ayudes a encontrar al dueño. Es el local
que está en los bajos del edificio. Como sabes, está cerrado y no tiene ningún
cartel. ¿Crees que podríamos averiguar de quién es? El sitio es ideal. Necesitará
muchos arreglos, pero a lo mejor eso me sirve para conseguir un buen precio en
el alquiler.
—El local es de Antonio, nuestro casero, pero siento decirte que es lo
único que no alquila. Lo regentaba su madre y lo mantiene tal y como ella lo
dejó. Como si fuese un mausoleo. Yo que tú ni se lo comentaría —expuso.
—Lo intentaré de todas formas. Echaré mano de la agente inmobiliaria, y
si ella no lo consigue, hablaré yo con él.
Continuamos hablando durante media hora más sobre aquel proyecto.
Cuando Elda se marchó, cogí la caja que Ecles le había dado. Coloqué el
libro sobre la mesa, me senté y la abrí. Sin tocar el material que había dentro de
ella, la volqué encima del libro. Los pedacitos rojos cayeron sobre la cubierta y
de repente comenzaron a acoplarse entre sí, y como si fuesen bolitas de
mercurio, se unieron al resto de la cubierta hasta que esta recobró su aspecto
anterior. Ni tan siquiera se notaban los arañazos de Senatón. El gatito, que había
estado durmiendo durante toda la velada dentro de la gaveta, dio un salto y salió
corriendo hacia el dormitorio en el momento en que volqué la caja sobre el libro.
Era evidente, pensé mirando la cubierta, que por alguna razón que
desconocía mi vida no solo había cambiado al dejarme Alán, algo más había
sucedido que yo había pasado por alto. Tal vez las investigaciones que estaba
siguiendo, mi insistencia, habían originado aquel cambio. O quizás, pensé
observando la caja de Ecles, los causantes de todos aquellos acontecimientos
extraños eran aquel edificio y sus inquilinos. Solo estaba segura de que Diana la
bruja, como me apodaban en el hospicio, seguía ahí, dentro de mi alma y mi
corazón, y parecía luchar con todas sus fuerzas por salir. Y lo más importante y
extraño era que me sentía bien, pensé sonriendo mientras devolvía la caja y el
libro a la estantería.
Salí a la terraza y contemplé la calle. La falta de luz dentro de las tiendas
ya cerradas confería a los maniquíes un aspecto fantasmal. Las aceras estaban
casi vacías, ocupadas solo por algún que otro transeúnte que regresaba del
trabajo o acudía a alguna cita. Se había levantado viento, un viento que removía
las hojas de los plátanos de sombra, que zarandeaba los toldos de los balcones y
arrastraba algún que otro papel sobre los adoquines grises y sucios, que
desplazaba por el aire las gotas del agua sobrante del riego de algunas macetas.
Era un viento cálido y seco que también revolvió la tela plegada de la vela de mi
ala delta, se coló entre sus pliegues, recorrió su interior y sacó fuera cientos de
recuerdos que me asaltaron, que parecían haber estado esperando a salir justo en
aquel momento. Agazapados, como bandidos en aquella noche cálida y solitaria
de agosto, fueron pasando uno tras otro ante mí. Me agaché para recolocar la
vela y pensé que ella, como yo, anhelaba volver a surcar el cielo. El sonido
inconfundible del camión de la basura vaciando los cubos corrió por la fachada
del edificio, subió por las paredes de ladrillo visto ennegrecido por la polución y
murmuró algo cerca de mí, algo que no conseguí entender. Me incorporé para
ver sus luces. Los destellos amarillentos yendo y viniendo en la semioscuridad.
Sabía que no era el DeLorean porque Desmond tenía otra ruta, pero no pude
evitar imaginarlo dentro de la cabina y sonreí. Sabía que algo estaba sucediendo
entre nosotros, lo sentía, pero tenía miedo, miedo a dejarme llevar por aquella
química, que presentía formaba parte de otra realidad.
Saqué a la terraza los cojines del sofá, mi almohada y la colcha. Cogí el
teléfono móvil y me tumbé. Cargué la aplicación de música en el teléfono.
Busqué «Lost On You», de la cantante neoyorquina Laura Pergolizzi, conocida
como LP, y cerré los ojos. Intenté que mis pensamientos se aplacasen, que se
fueran yendo con la voz, la letra y la música de aquella canción que tanto me
gustaba.
Desperté ya amaneciendo, en la cama. Olía a café recién hecho y tostadas.
—Estás preciosa cuando duermes —me dijo Desmond—. Ya sé que es la
típica frase que suele decirse, pero en tu caso es cierta.
—Gracias por llevarme a mi cama —repuse con una sonrisa agria al
recordar cuando Alán me levantaba del sofá y en brazos, como si fuese una niña,
me llevaba al dormitorio.
—No tienes que agradecerme nada, ha sido un regalo para mí poder
llevarte en brazos. Te acurrucaste enseguida. Parecías un pajarito arrecido de frío
—explicó—. Lo que sí me costó fue meter a Senatón en la casa. Ni te cuento qué
bufido dio cuando intenté cogerlo, parecía el grito de un demonio de Tasmania.
Lo dejé ahí, con el hocico levantado y enseñándome los dientes. Es un
desagradecido, ha olvidado demasiado pronto que fui yo quien lo rescató —
concluyó.
—¡Qué me dices! —exclamé sonriendo—. Creía que los vampiros os
entendíais con las criaturas de la noche, y los gatos lo son.
—Debería haberle bufado yo también, pero no quise asustarlo —contestó
sonriendo.
Quizás días atrás me habría molestado que no me despertase y se tomase la
libertad de llevarme a mi cama, pensé mirándolo. Pero en esa ocasión no fue así,
me agradó que lo hiciese porque cada día lo sentía más cerca de mí. Había algo
que poco a poco parecía unirnos, algo invisible que jugaba con nosotros y
nuestras emociones. Era evidente que ambos nos sentíamos bien cuando
estábamos juntos y que los dos éramos conscientes de ello.
—La próxima vez, si la hay, despiértame —le dije.
—Lo intenté, pero fue imposible, créeme —respondió—. Se me hace tarde
y creo que a ti también —comentó mirando su reloj de pulsera—. Yo tengo que
dormir y tú, imagino, que trabajar. No olvides que rescatarte de la terraza muerta
de frío, hacerte el desayuno y aguantar el bufido de Senatón se merece, al
menos, un vuelo en tu ala delta. Me lo debes, aunque mi preocupación por ti no
te haya gustado del todo. —Me guiñó el ojo derecho y caminó hasta la puerta
porque el sol comenzaba a dar en la terraza.
—Lo vamos hablando —le dije, y él se encogió de hombros, como si no
entendiese a qué me estaba refiriendo—. Me refiero a lo del vuelo.
—Vale. Nos vemos, escocesa —concluyó desde la puerta de la calle.
—Nos vemos, vampiro —contesté.
Aquella mañana cogí la línea 6, la circular, con la premonición de que el
viaje no iba a ser como los anteriores. Sabía que, aunque no quisiera, los
acontecimientos insólitos seguirían sucediendo. Mi vida había dado un giro de
ciento ochenta grados, algo había roto la burbuja en la que había estado
encerrada, o protegida, durante tantos años. Había dejado de ser una persona
normal y me había convertido en la bruja que siempre fui. Tenía la seguridad de
que ya no había marcha atrás, porque comenzaba a pensar, sentir y ver de otra
forma todo lo que me rodeaba. Era diferente al resto de los mortales, y así me
sentía. Aquellos cambios, pensé, solo eran el comienzo de una trasformación
inevitable, porque todo ello formaba parte de mi destino.
Me coloqué, como siempre, recostada en uno de los laterales, lejos de las
miradas indiscretas. Aquella mañana no abrí mi ordenador, cerré los ojos y
recapitulé todos los acontecimientos extraños que me habían sucedido en tan
poco tiempo. Mi encuentro con aquel hombre cuyo físico, durante casi toda la
conversación, había sido idéntico al de Elda, sus palabras y la insistencia en que
yo escribiese en las páginas del libro. Mi mentira al dar a entender que no había
intentado escribir en él. Lo había hecho muchas veces, durante muchos años,
pero jamás lo había conseguido porque la punta del bolígrafo patinaba sobre las
planas y la tinta no se adhería a ellas, resbalaba por la superficie. Ni tan siquiera
la manchaba. Se deslizaba por las hojas hasta caer sobre la mesa.
Recordé el libro precipitándose al suelo cuando Senatón lo tiró de la
estantería y el ruido metálico que produjo al golpear contra el piso. Las palabras
de Ecles especulando sobre la posibilidad de que las tapas perteneciesen a otro
ejemplar y lo mucho que le había sorprendido el material con el que estaban
confeccionadas… Me vi volcando la caja de plata con los restos de la cubierta
que Ecles había quitado y recordé cómo se habían unido aquellos pedazos al caer
sobre la cubierta hasta devolverle su aspecto anterior. De pronto, la imagen del
bolígrafo que me había ofrecido aquel hombre, el color de la tinta, de un rojo
encarnado tan semejante al de la cubierta del libro, junto a todo lo sucedido antes
y después de su visita, pareció tomar forma y sentido. Cada uno de aquellos
sucesos se acoplaron entre sí como si fuesen piezas de un puzle que formó una
única figura, clara y precisa: las páginas estaban escritas. Lo habían estado
siempre. Cómo no me había dado cuenta antes, me recriminé.
—Ese texto es similar a un archivo informático protegido. No se puede ver
su contenido, ni abrirlo ni modificarlo. Para acceder a él hay que tener el
material preciso y las claves —dijo una voz masculina.
Abrí los ojos y lo vi frente a mí. Tenía el mismo aspecto que la vez
anterior, cuando me había hablado sobre Aradia, afirmado que aquella estación
era un agujero de gusano y advertido que tuviera cuidado porque no todos los
que buscaban el evangelio de las brujas tenían las mismas intenciones que él.
—Lo siento, no he podido evitar oír sus pensamientos. Me refiero a sus
conclusiones sobre el libro, el verdadero evangelio de las brujas. Su composición
es de un material similar al mercurio. Lo tiene usted, ¿verdad? —preguntó.
El tren entró en un túnel y su figura se difuminó en la oscuridad del metro.
Recorrí el vagón buscándolo, aun sabiendo que si yo podía caminar, él ya
no estaría allí. Se habría marchado como la vez anterior, sin dejar rastro de su
existencia, regresando de nuevo a su realidad a través de aquel agujero de
gusano.
Volví a situarme en uno de los lados del vagón. Me intranquilicé al pensar
que, como en nuestro anterior encuentro, el tiempo podía haber transcurrido de
forma inusual. Saqué mi teléfono móvil y, temiéndome lo peor, comprobé la
hora. Apenas habían pasado unos minutos. Respiré aliviada.
Trabajaba en la zona de Azca, de modo que me apeaba en la estación de
Nuevos Ministerios y caminaba hasta la calle Orense. Me gustaba recorrer las
calles a primera hora de la mañana, sentirme parte de aquel despertar de la
ciudad, apresurado pero al tiempo vacío de la prisa cansada y cabizbaja que se
daba al atardecer, cuando las oficinas y los comercios iban echando el cierre. En
la mañana el aire aún no estaba viciado, olía a la humedad producida por el riego
de los jardines y el sol era una caricia. Los sueños todavía estaban por cumplir.
Sin embargo, durante la tarde, al final de la jornada laboral, la mayoría de la
gente caminaba con los sueños rotos de la mano y el cansancio pegado a la piel.
Abstraída, pensando que tal vez mi libro fuese el verdadero evangelio de
las brujas, me bajé en la estación de Cuatro Caminos en vez de hacerlo en
Nuevos Ministerios. En aquella estación, la más profunda del metro de Madrid,
solía apearme para recoger a Alán cuando le tocaba cerrar la tienda. Hacía
tiempo que ya no la utilizaba, que no había vuelto a recorrer ni tan siquiera las
calles aledañas. Por ello pensé que el subconsciente me había jugado una mala
pasada. No quise volver atrás. Decidí caminar un poco más porque aún era
pronto.
En el corredor que conducía a la calle la gente se arremolinaba junto a un
cantautor que, guitarra en mano y apoyado en la pared, con un sombrero marrón
de ala ancha en el suelo, junto a sus pies, interpretaba un fandango.
Pensaba pasar de largo, no detenerme, pero terminó el fandango y comenzó
a cantar «Inolvidable», del disco Lágrimas Negras de El Cigala. Aquella canción
me impulsó a detenerme junto al tumulto. Seguí la letra y la música y rememoré
aquellas noches de vino y rosas, de sábanas templadas y acordes de flamenco
rasgando el aire. Aquellas que pasé junto a Alán.
Cuando terminó la interpretación y la gente se fue yendo, me incliné y dejé
una moneda dentro del sombrero. Él me miró. Lo hizo fijamente y con
detenimiento, como si intentase decirme algo sin hablar. Fue como si nos
conociésemos desde siempre y ambos lo supiésemos pero nos estuviera
prohibido manifestarlo libremente. Le sonreí y él me devolvió el gesto. Después
bajó la cabeza y colocó la cejilla de la guitarra.
—¡Gracias! —le dije pensando en lo que me había hecho sentir la letra y la
música de la canción.
Recogí algunos pétalos de rosa que caían de mi bolso al suelo y, casi sin
darme cuenta ni proponérmelo, los deposité en el sombrero. Me di la vuelta y
caminé en dirección a las escaleras que conducían a la calle.
—¡Pelirroja! —gritó el músico—. Espera, tengo algo para ti.
Cuando me di la vuelta vi que ya estaba a mi lado. De nuevo me miró de
aquella forma tan especial y yo noté la misma sensación de cercanía.
—Es una cuerda rota de mi guitarra —explicó enseñándomela—. Cuando
se parten las guardo para las mujeres de agua. Son tan especiales y mágicas
como vosotras. Se quiebran cuando ya no pueden soportar más emociones.
Déjame que te la ponga en la muñeca. Te protegerá.
Me sorprendieron tanto sus palabras que no supe qué decir. Estiré el brazo
y le dejé hacer como si le conociese desde siempre. La gente pasaba a nuestro
lado, esquivándonos porque estábamos parados en el centro del pasillo. Cuando
la cuerda me rodeó la muñeca, el murmullo de los pasos y las voces de los
transeúntes se convirtió en un sonido semejante al de la lluvia, incluso me
pareció sentir que las gotas de agua caían sobre mí, que resbalaban por mi pelo y
mis mejillas.
—Nunca he llevado una pulsera hecha con una cuerda de guitarra —le
dije, absorta en lo que estaba sucediéndome, turbada por aquella sensación
maravillosa que solía experimentar al oír el sonido de la lluvia. Y, sobre todo,
porque el roce de sus dedos sobre mi muñeca me resultó conocido y especial.
—No la habías llevado antes porque, hasta ahora, no la necesitabas. Aún
no te habían roto el corazón, mujer de agua —dijo cerrándola con varios nudos
diminutos que, al terminarlos, parecían una filigrana imposible de repetir—. No
te la quites; cuando no la necesites, ella sola se irá de tu muñeca.
Hizo un ruido con la boca para indicar que había terminado, guiñó el ojo
derecho y, sin más, volvió a su guitarra, a aquel sitio en el suelo del pasillo de la
estación de Cuatro Caminos. Y el sonido de la lluvia fue sustituido por los
acordes de su guitarra, que ya daban los tonos para la siguiente canción.
—Nos vemos —le dije.
Me despedí de él levantando la mano derecha, enseñándole la pulsera y
sonriéndole.
—Nos vemos en el camino, bella pelirroja. ¡Cuídate!
—Y tú —repuse, ya con la absoluta seguridad de que algo nos unía. Quizás
fueran las ganas de vivir, o tal vez que él, como yo, veía más allá de lo que
sucedía alrededor, me dije recordando sus palabras cuando me puso la pulsera en
la muñeca.
Me detuve unos segundos para mirarlo mientras recogía sus cosas. ¿Cuál
sería su nuevo destino?, me pregunté. Le di la espalda y caminé en dirección a la
salida. Volví a comprobar la hora en el teléfono móvil. Había perdido más
tiempo del que parecía. Tenía que apresurarme si quería llegar al trabajo en hora,
porque debía caminar un buen trecho hasta llegar a Orense. Subí las escaleras
que conducían a la calle al tiempo que escribía un whatsapp para Concha en el
que le pedía que, si me retrasaba, fichara por mí. Al levantar la cabeza, ya fuera
de la estación, me di de bruces con él. Y al hacerlo, al mirarlo a los ojos y
cuando él me miró, inconscientemente me llevé la mano a la muñeca buscando
la pulsera, la cuerda rota de aquella guitarra que el cantautor acababa de
regalarme. Recordé sus palabras: «Te protegerá».
—Deja que yo me encargue de él —me susurró al oído el cantautor, que se
había situado detrás de mí y que, al verme parada delante de Alán, presintió que
algo no iba bien.
Me volví, me pegué a él, le sonreí y le dije en un siseo:
—Él fue quien me rompió el corazón. —Y miré a Alán.
A continuación, me sonrió y me rodeó la cintura con el brazo. Sentí su
calidez, el olor de su colonia, y también noté el sabor agrio que tuvo para Alán la
sonrisa y el saludo que el cantautor le dedicó.
CAPÍTULO 15
Nos saludamos sin dejar de mirarnos mutuamente, aunque él, Alán,
también observaba al cantautor, que aún seguía con el brazo alrededor de mi
cintura. Lo hacía como si siguiera un partido de tenis y la pelota fuese de él a mí,
a su guitarra y a mí, a sus vaqueros y a mí…
—Qué sorpresa verte por aquí y a estas horas —me dijo, contemplándolo a
él pero dirigiéndose a mí.
—Koldo —se presentó el cantautor al tiempo que le tendía la mano a Alán,
que la estrechó.
Mi ex esbozó un gesto retorcido y no se presentó. Como si Koldo no
estuviera allí, se giró y me dijo:
—A ver si nos vemos y nos tomamos algo un día de estos. Te llamo.
¿Sigues teniendo el mismo número de teléfono?
—¡Hola! —dijo la novia de Alán al llegar, abrazándose a él como si se lo
fuésemos a robar. Fue tal su entusiasmo que lo arrastró hacia ella y lo separó
unos centímetros de la posición que tenía frente a nosotros—. Ya he aparcado.
Cuando quieras nos vamos.
—¿Nos tomamos algo un día de estos con ellos? —me preguntó Koldo
sonriendo, y al momento se respondió a sí mismo—: Creo que no va a poder ser.
Yo me eché a reír por la situación, por el ingenio y el descaro del cantautor,
pero sobre todo por la expresión de mi ex, que había pasado de ser un gesto de
seguridad a convertirse en una mueca de desconcierto y desagrado.
Tras las palabras de Koldo, a la novia de Alán se le debió de caer la sonrisa
dentro del bolso, porque juntó los labios, agachó la cabeza y comenzó a buscarla
en el interior.
—Nos vemos —dijo Alán, mirándome con gesto desabrido. Cogió la mano
de ella y se encaminaron calle arriba.
Koldo y yo los seguimos con la vista. Alán caminaba decidido y rápido,
como si la prisa le hubiera asaltado de repente. Ella le hablaba pegada a su oreja
y, de vez en cuando, volvía la cabeza y nos miraba de soslayo sin dejar de
murmurar.
—¡Gracias! —le dije a Koldo cuando Alán y su pareja se alejaron—.
¿Cómo supiste lo que me sucedía? —le pregunté sorprendida.
—Bueno, salí casi detrás de ti. Ya me iba y te vi parada ahí, frente a él. No
tienes ni idea de lo que se aprende en estos sitios en los que el tumulto se cree
protegido e invisible. Ahí donde uno piensa que pasa desapercibido es donde,
inconscientemente, deja escapar los sentimientos. Yo soy un cazador de
emociones. Además, tienes los zapatos llenos de pétalos de rosa. —Los señaló
—. Debes de llevar el bolso repleto de ellos. Estás demasiado triste. Él aún te
duele —afirmó—. Si sigues así tendrás que cambiarlo por uno más grande, en
ese no te cabrán.
—¿Cómo puedes saber todo eso?
—Ya te lo he dicho, soy un cazador de emociones. Tus pétalos son
lágrimas, ¿verdad? —preguntó, cogiendo uno de ellos y deslizándolo entre sus
dedos—. He visto lágrimas con forma de mariposas, de plumas diminutas de
colores vivos e incluso bolitas de cristal. Hace años conocí a una mujer que
hacía rosarios con las lágrimas que recogía. Si aún viviera te daría la dirección
de su tienda para que le llevases las tuyas. Es una pena que se marchiten. Con tus
lágrimas habría hecho unas cuentas preciosas para sus rosarios.
—Debo reconocer que tienes un ingenio maravilloso —le dije sonriendo.
—No es ingenio. ¿Acaso crees que eres la única que puede ver más allá de
esta realidad? ¿De verdad crees que eres la única persona especial y diferente
que camina por estas calles? —Señaló con el dedo a los viandantes que
abarrotaban las aceras—. ¿La única que cree en la magia?
No supe qué decirle. Extendió la mano y sopló el pétalo de rosa que había
recogido unos segundos antes. Este se desplazó en el aire y desapareció como si
hubiese pasado a otra dimensión.
—Me gustaría volver a verte. ¿Estarás mañana aquí? —le dije sin
responder a sus preguntas, porque mi silencio ya lo había hecho.
—Ha sido un placer ayudarte —contestó, y se alejó sin mirar atrás.
Durante toda la jornada laboral no dejé de dar vueltas a las palabras del
hombre del metro. Según él, mi libro era el verdadero evangelio de las brujas y
estaba confeccionado enteramente con el mismo material. Las páginas y la
cubierta parecían papel, pero no lo eran. Aquello, junto al sonido que había
producido el libro al caer al suelo, aquel ruido metálico, y la forma en que los
trocitos que Ecles había arrancado se unieron al material de las tapas, me llevó a
concluir que el hombre del vagón tenía razón: el libro, posiblemente, estaba
confeccionado con un metal similar al mercurio. Recordé el bolígrafo que me
había ofrecido el hombre que se había hecho pasar por Elda. La tinta encarnada
de la carga. Su insistencia en que escribiese sobre las páginas en blanco. Y pensé
que, tal vez, la tinta de aquel bolígrafo con la carcasa de cristal transparente era
del mismo material que mi libro. Si estaba en lo cierto y las páginas del volumen
ya estaban escritas, quizás aquella tinta solo sirviese para destruirlo. Porque, si la
tinta era de la misma composición, reescribiría sobre el supuesto texto invisible
o se uniría a él como lo habían hecho los pedazos que Ecles arrancó de la
cubierta. Haría que el texto, de existir, se hiciese ilegible, pensé. Aquella
posibilidad me inquietó. Tanto si mi libro era el mismo al que se había referido
aquel extraño hombre del metro como si no lo era, debía tener cuidado. Después
de lo sucedido era evidente que en esas páginas se escondía un secreto, un
misterio que no pertenecía a la realidad en la que había vivido hasta aquel
momento. Y no solo eso; desde que su título se hizo visible, desde que Senatón
lo arañó, parecía haber desencadenado una serie de acontecimientos extraños
que, aunque no me eran ajenos del todo, me intranquilizaban.
Aquella tarde, al regresar del trabajo me apeé una estación antes. Quería
caminar. Necesitaba perderme entre el bullicio de los viandantes, descargar
adrenalina, reflexionar sobre lo que me había sucedido.
Al llegar al portal me sonó el teléfono. Era un mensaje de Alán. Me paré y
lo leí:
Estabas preciosa con el pelo recogido. Veo que te va bien. Y,
aunque no lo creas, me alegro. Me gustaría verte. Dime si puedo
llamarte.
Lo leí varias veces y a punto estuve de responderle. Me moría de ganas de
verlo a solas, de sentirlo de nuevo cerca de mí, pero me contuve. Cerré el
WhatsApp e instintivamente busqué la pulsera de Koldo en la muñeca. Al
hacerlo, noté algo diferente en ella. Me subí un poco la manga de la camisa y la
miré. En la cuerda había una bolita de cristal transparente y brillante, como una
lágrima. Una lágrima perdida, pensé. Pasé la yema de los dedos por su superficie
y la giré varias veces. Debía volver a verlo, tenía que verlo de nuevo, me dije
mientras giraba la bolita entre mis dedos. Regresaría a la estación de Cuatro
Caminos y le buscaría. Buscaría sus acordes, su voz y la magia de la que me
había hablado. Aquello, el tener a mi lado a alguien que parecía ser como yo, me
hacía sentir bien, me daba seguridad.
—Es un cazador de emociones —me dijo Claudia, la madre del casero, que
parecía estar esperándome en el rellano.
Cerré la puerta metálica del ascensor y me acerqué a ella. Ya no me
planteaba si estaba allí o si su figura solo era un producto de mi imaginación.
Sabía que existía, igual que yo. Era tan real como cualquiera de nosotros.
—¿Quién? —le pregunté.
—¡Quién va a ser, hija mía! Pues Koldo.
—¿Con quién hablas? —me preguntó Ecles desde su puerta.
Me di la vuelta, lo miré y le respondí:
—Sola, Ecles, hablo sola. No encuentro las llaves de casa. Ando que no sé
ni dónde estoy, más perdida que un payaso en una tragedia de Shakespeare.
—Sí, ya veo que vas un poco despistada. Estás en la puerta de Claudia —
dijo señalándola—. Si quieres le digo a Desmond que salte ahora y te abra desde
dentro. Aunque, si tienes la terraza cerrada, no sé si va a poder.
—No, no, ya he dado con ellas —le respondí, sacando las llaves del bolso.
—Desmond me ha comentado que te invitó a la fiesta que doy la noche del
equinoccio. Si es así, si vas a venir, me gustaría pedirte un favor.
—Aún no lo sé con seguridad, pero dime, ¿qué necesitas? —le pregunté
mientras introducía la tija en la cerradura, ya de espaldas a él.
—Que invites a la hija de la florista a mi fiesta.
—¿Te refieres a la pequeña japonesa?
—Sí, a Amaya —contestó.
—Y ¿por qué no la invitas tú, que eres el anfitrión? Supongo que te
conocerá más que a mí, una recién llegada al barrio. No me imagino llegar a la
tienda e invitarla a una fiesta así, sin más. No nos conocemos de nada. Pero,
ahora que lo pienso, ¿por qué no se lo has pedido a Elda o a Desmond? Ellos la
conocerán mejor que yo.
—Se lo pedí a Desmond, pero se negó. Me dijo que si tanto me gustaba,
debería ser yo quien la invitase para no dar lugar a que ella se equivocase. Ya
sabes, que pensase que era él quien estaba interesado en que fuese a la fiesta. Y a
Elda no he querido pedírselo. Me regaña cuando le digo que estoy enamorado de
Amaya y que soy incapaz de pasarme por la acera de la tienda. Ella piensa que
todo lo que tengo de grande lo tengo de cobarde. Sé que está en lo cierto, pero
me molesta mucho que me lo diga.
—Anda, pasa y lo hablamos —le dije, enternecida por sus palabras, que
parecían las de un adolescente.
—No, gracias. Estarás cansada. Ya lo hablamos otro día —me dijo en un
tono de voz apagado.
—¡No seas tonto! —exclamé, poniendo una mano en su espalda—. Nos
tomamos un refresco, que hace un calor de justicia, y vemos cómo lo
organizamos.
Tuvo que agacharse para entrar en la casa. La puerta, como casi todo, le
quedaba pequeña.
—Eres muy amable, Diana —me dijo con una clara expresión de
agradecimiento.
—No más de lo que lo has sido tú conmigo desde que llegué a vivir aquí
—repliqué sonriéndole—. Voy a ponerme más cómoda y a buscar mis chanclas.
Estoy matada. Me dio por caminar y tengo los pies destrozados. No tardo ni un
minuto —le expliqué ya con uno de los zapatos en la mano—. Pero no te quedes
ahí —le dije al ver que no se movía de la entrada—, pareces una estatua de sal.
Siéntate. —Señalé el sofá del salón.
Mientras me cambiaba no pude evitar imaginarme a la pequeña florista
junto a él. Era tan delgada y diminuta, y Ecles tan grande, pensé sonriendo,
enternecida porque, a juzgar por la actitud de mi vecino, era evidente que la
joven le gustaba.
—¿Sabes? Ayer recogí dos palés de madera de la obra. Los estoy lijando y
los barnizaré. Quiero ponerlos en la pared de la terraza y dentro, entre las
láminas, colocaré plantas colgantes de flor. Algunas verbenas y geranios de
hiedra, creo que los llaman gitanillas. Si quieres te regalo uno de los palés para
que también tú puedas poner plantas —dijo mientras posaba la vista en la
terraza.
Lo miré fijamente y le sonreí. Él me devolvió la sonrisa y agachó la
cabeza. Estiró la mano para tocar a Senatón, que estaba cerca de mis pies, pero
este le bufó y salió corriendo.
—Te gusta, ¿verdad? —le pregunté.
—Es un gato precioso, ¡por supuesto que me gusta! —exclamó—. Se
parece a nosotros, a los que vivimos en este edificio. Pero él se siente diferente.
Si no fuese así no huiría de mí. Le doy miedo, como al resto de las personas, a
las que no son como nosotros. Cuando Elda me dijo que no estabas segura de
adoptarlo, estuve a punto de quedarme con él, pero sabía que lo asustaría. Soy
demasiado grande y feo para él.
—No me refería a Senatón, sino a la japonesa —le aclaré, sonriendo
entristecida por lo que acababa de decirme y por el tono dolorido de sus
palabras.
—Sí, me gusta muchísimo. Desde el primer día que la vi sentí algo muy
especial, pero a ella le sucederá lo mismo que a Senatón. Huirá de mí. Por ese
motivo nunca me he atrevido a entrar en la tienda. He preferido quererla desde la
distancia.
—Pues eso hay que solucionarlo —le dije—, y lo de Senatón también. A
ver qué se ha creído este gato alopécico —añadí sonriendo, intentando aliviar
aquella tristeza que empañaba sus gestos y su voz.
—Pues por eso quiero que la invites a la fiesta. Allí, en la noche y
rodeados de más gente, me será más fácil dirigirme a ella. Quizás no perciba mi
fealdad con nitidez.
—No eres feo, Ecles; eres diferente —le respondí—. Y si la japonesa te
rechaza o desprecia, será porque no te merece o porque no estáis hechos el uno
para el otro.
—Tú lo ves así porque también eres distinta a los demás. Lo supe nada
más verte, el primer día que llegaste aquí. Cuando estabas con el casero y él te
susurró sobre lo extraños que somos sus inquilinos, tú no cambiaste el gesto, y
eso que ya me habías visto. Por eso te dejé la rosa. No fue solo un regalo de
bienvenida, también fue una muestra de agradecimiento.
—Te garantizo que te vi tal y como eres, solo que a mí me gusta la gente
diferente. Odio los estereotipos físicos de esta sociedad de doble moral.
»Hablaré con ella, aunque no sé cómo ni cuándo lo haré. Entenderás que lo
normal es que establezca una relación previa antes de invitarla a tu fiesta.
—Sí, sí, claro —dijo visiblemente nervioso al tiempo que emocionado.
Agachó la cabeza rehuyendo mi mirada y continuó hablando—: Ya pensaré algo,
aunque se me ocurre que podrías comprar tú las plantas para los palés. Así
tendrás una excusa para entrar en la tienda y conoceros.
—¿Se te ocurre o ya lo tenías pensado? —le pregunté, guiñándole el ojo
derecho. Extendí la mano y la apoyé en la suya en un gesto de complicidad.
—La verdad es que sí, lo había pensado, pero no está mal que lo haya
hecho, ¿verdad? ¿Te ha molestado?
—Por supuesto que no —contesté, palmeando ligeramente sobre su mano
—. Antes de que se me olvide, quiero devolverte tu joyero de plata —dije. Me
levanté y me dirigí hacia la librería—. Aún no te he dado las gracias por el
trabajo que hiciste con mi libro. Toma —me excusé y le tendí el joyero—, ya he
devuelto el material al libro, y… ¿sabes qué?, ha restaurado la portada al caer
sobre ella. Es extraordinario. Me gustaría que me echases una mano. Intento
averiguar qué es ese material tan extraño que se comporta de forma muy
parecida al mercurio. Tal vez tú podrías ayudarme.
—El joyero es tuyo, te lo regalo —respondió sin tocarlo y sin comentar
nada más.
—Gracias. ¡Es precioso! —exclamé, devolviendo la cajita a la estantería
junto a mi libro—. Ecles, ¿podrías explicarme por qué guardaste los restos del
material que raspaste de la cubierta? Cualquiera los habría tirado, yo misma lo
habría hecho. Lo mismo es que no quieres hablar de ello, ¿me equivoco? —
inquirí al notar su incomodidad ante mis palabras.
—No te enfades, Diana, pero no me gustan esos temas. Siempre los evito
—me explicó algo nervioso.
—¿A qué temas te refieres? No entiendo lo que quieres decirme.
—A los sucesos extraños. Me dan miedo. Tengo una apariencia ruda, pero
soy miedoso y cobarde. Lo mío es pura fachada, Diana.
—Si te ha importunado mi pregunta, lo siento, no era mi intención
incomodarte —me disculpé.
—No eres tú. Es mi vida anterior. Estoy marcado por ella. Siendo
adolescente, morí en un accidente de tráfico junto a mis padres. Ellos no
regresaron, pero yo sí. Lo hice a las doce horas de que se hubiera certificado mi
fallecimiento y cuando ya todos preparaban mi sepelio. Pasé por múltiples
operaciones durante años —me explicó y, al hacerlo, de forma inconsciente se
pasó una mano por las cicatrices de la frente—. Desde entonces tengo una
capacidad especial para reconocer objetos extraños, tanto los que conservan el
alma de los que se han ido como los que no pertenecen a este mundo. —Hizo
una pausa—. Ese libro —añadió señalándolo— no es de aquí. No pertenece a
este mundo.
—¡Lo siento muchísimo! —exclamé sobrecogida por lo que acababa de
relatarme—. No puedo ni imaginar lo duro que tuvo que ser para ti.
—Perdí la memoria y, de hecho, no la he recuperado. No recuerdo cómo
eran mis padres ni nada de mi vida antes del accidente. Es como si todo se
hubiera quedado allí, en el otro lado. Me miro al espejo y no me reconozco.
Siento que este cuerpo nunca fue el mío. No me gusta hablar de ello. Ni de lo
sucedido ni de lo que se vino conmigo. Me da miedo la percepción que tengo. Si
te lo estoy contando es porque te aprecio y para que entiendas mi postura en el
tema de tu libro. No pertenece a este mundo, Diana. No lo olvides y ve con
cuidado en tus investigaciones.
No supe qué decirle. Permaneció mirándome en silencio unos segundos y
yo a él. Finalmente se levantó, me sonrió y dijo:
—No te entretengo más, ya te he robado demasiado tiempo. Gracias por
ayudarme con la invitación para Amaya. Cuando decidas ir a la floristería me lo
dices y te doy dinero para que compres las plantas.
Lo abracé y él a mí, solo que su abrazo no fue igual que el mío, porque yo
me perdí entre sus brazos y mi gesto se quedó en una simple tentativa de rodear
su inmenso cuerpo.
Le vi tan afectado que me arrepentí de haberle propuesto que me ayudase
con la investigación. Me disculpé de nuevo y él insistió en que no sucedía nada,
que no me preocupase. Se marchó como había llegado, sigiloso. Era enorme,
pero tenía la extraña capacidad de no hacer ruido cuando caminaba o se movía,
como si en realidad aquella apariencia física fuese una alucinación y su cuerpo
real fuera diminuto y ligero. O como si después de aquel desgraciado accidente
no solo hubiera regresado a la vida con la extraña capacidad de captar el alma de
los objetos o su procedencia, sino que tal vez también se hubiera traído consigo
el silencio que acompaña a los fantasmas, pensé cuando lo vi marchar. Recordé
con tristeza la forma en que, al mencionar el accidente que había sufrido, se
había rozado con los dedos las cicatrices de su frente cuadrada.
CAPÍTULO 16
Desde aquella noche, tras la conversación con Ecles, sentí más que nunca
que formaba parte del edificio y de la peculiaridad de sus habitantes. Todos a los
que conocía hasta el momento eran especiales. Elda podía captar sonidos aunque
estuviera separada de la fuente que los producía por varios tabiques o grandes
distancias; Ecles reconocía el alma de los objetos, y Desmond tenía la capacidad
de entrar en la mente, pensé sonriendo. Recordé que más de una vez lo había
percibido ahí, en ese lugar al que pocos pueden acceder: donde nacen los
pensamientos. Y me sentí como nunca antes me había sentido, arropada,
cobijada por sus peculiaridades, que también eran las mías, porque yo a veces
también escuchaba, sentía y veía más allá de lo establecido como real.
Aquel comienzo del mes de agosto se hizo largo y cálido, como si quisiera
hacer honor al título de esa película que tantísimo me gustaba y que, cuando la
visioné por primera vez, Paul Newman me pareció el hombre más guapo y
atractivo del mundo. Cuando creía que el amor era fácil, rosa y eterno. Me
equivocaba; la mayoría de las veces el amor era complicado, azul y efímero.
Durante aquellas semanas de agosto, algunas noches, después de la jornada
laboral, Elda y yo nos reuníamos en mi ático a tomar unas copas tras la cena.
Nos veíamos entrado el anochecer, cuando la temperatura se hacía más llevadera
y el viento empujaba las puertas y las hojas de las ventanas abiertas,
acercándonos el sonido de las voces de los vecinos del bloque de enfrente que,
sentados en sus balcones, buscaban, como nosotras, la brisa fresca de la noche.
Cuando Desmond y Ecles libraban, compartíamos con ellos la velada. Los
primeros días ellos se quedaban en su terraza y nosotras en la mía. Charlábamos
separados por la división de ladrillo que dividía las terrazas, con la música que
yo descargaba en mi teléfono móvil sonando de fondo. Después, cuando nuestros
encuentros fueron haciéndose más frecuentes, mi terraza pasó a ser el lugar de
reunión habitual. Y allí, la mirada de Desmond, sus gestos, sus palabras y sus
muchos silencios premeditados, compartidos solo por nosotros dos, se hicieron
casi imprescindibles para mí. Me gustaban sus historias, oírle hablar, sentir su
mirada, incluso la forma en que sus labios rozaban el borde de la copa de vino
tinto.
Durante esos días dejé de lado el libro y todo lo que había sucedido. Decidí
alejarme por un tiempo de mis investigaciones, desconectar, permitir que los
acontecimientos sucediesen por inercia, como lo hacía la vida. En realidad no
sabía por dónde debía seguir ni a qué me enfrentaba. Tenía el presentimiento de
que todo sucedería con o sin mí, me opusiera o me dejase llevar, y eso fue lo que
hice: dejarme llevar.
Alán continuó mandándome mensajes al móvil y yo seguí sin responderle,
muriendo un poco por dentro cuando los leía y reviviendo fuera de sus
recuerdos.
Intenté contactar con Antonio para tantear la posibilidad de que me
alquilase el local que estaba en los bajos del edificio, pero no lo conseguí. Ana,
la agente inmobiliaria, tampoco logró ponerse en contacto con él. Elda insistía en
que no me lo alquilaría, que debía buscar otro, pero yo no le hacía caso. Sentía
una atracción inaudita por aquel local de fachada deslucida y escaparate con
forma de ventanal, con los cristales cubiertos por una densa capa de polvo que
impedía ver el interior. Más de una mañana, cuando me iba a trabajar, me paraba
unos segundos frente a la puerta de acceso, grande y de madera maciza. Su
superficie mostraba pequeñas aristas huecas, como si fuesen piel seca a punto de
desprenderse. Seguramente estaría atascada, pensaba cuando reparaba en el
umbral lleno de hojas secas y algún que otro pedazo de papel y restos de plástico
que cubrían un exiguo escalón. Miraba hacia arriba e intentaba leer el cartel en el
que, tiempo atrás, había figurado el nombre del local: EL DESVÁN DE ARADIA,
según me había informado Elda. Y aunque las letras se habían borrado, yo
imaginaba las grafías bajo la suciedad que se había incrustado en su superficie.
Durante aquellas semanas no volví a ver a Claudia. Fue como si ella,
presintiendo que iba a interesarme por su tienda, hubiera desaparecido. Todo
aparentaba haberse detenido. Pensé que tal vez el libro, al volver a su estado
natural, había cerrado aquella especie de puerta estelar por la que entraban
personajes y situaciones tan extrañas como el material del que estaba
confeccionado.
Koldo también desapareció. Lo hizo como si la tierra se lo hubiera tragado,
o sencillamente, como me comentó Elda, porque había cambiado de estación de
metro para ejercer su arte.
Senatón tomó posesión de mi gaveta, no había forma ni manera de que
usase otro lugar para dormir. Daba igual dónde la colocase: él la encontraba y la
ocupaba. Era tal su terquedad que Desmond, una de esas noches en las que nos
reuníamos los cuatro, al ver que yo intentaba cambiarlo de sitio una y otra vez,
sugirió que escriturara el cajón a nombre de Senatón. Se lo había ganado a pulso,
dijo muerto de risa ante la tozudez del felino.
Volví a instalarme en aquel bienestar que produce la cotidianeidad. Me
sentía segura dentro de aquella calma, de aquel «no pasa nada y, si pasa, se le
saluda» que solía repetir Elda cuando alguno de nosotros estaba preocupado. Me
gustaba la parquedad sabia de Ecles, aquella vulnerabilidad agazapada detrás de
su apariencia física, pero sobre todo me seducía el flirteo de Desmond, su
saberme. Volví a sentirme parte de aquel todo, de aquella realidad ficticia pero
agradable que me permitía sentirme una más dentro del tumulto de la ciudad,
protegida por la invisibilidad que otorga la muchedumbre. Por eso mismo, por
miedo a que los acontecimientos pasados se repitieran, demoré la encomienda
que me había hecho Ecles y, con ello, mi visita a la floristería. Recordaba con
precisión la imagen de aquel hombre saludándome con su sombrero y cómo
después traspuso la puerta de entrada de la tienda y se esfumó. Aquello, la forma
en que había desaparecido, era insólita, y mi sexto sentido me decía que el lugar
donde lo hizo, la floristería, tenía algo que ver con él y lo sucedido.
El primer día que entré en la floristería, después de recorrer la tienda, le
comenté a la japonesa que me había mudado hacía poco y que estaba pensando
en decorar la terraza de mi ático con algunas plantas que aguantaran todo el año,
pero que no tenía ni idea de las especies más apropiadas y resistentes.
—Te recomiendo que te lleves plantas vivaces. En este momento nos
quedan pocas, pero puedo conseguirte alguna variedad que no esté aquí. El
vivero que nos suministra suele tener más ejemplares en sus instalaciones. —
Hizo un gesto y señaló varios estantes donde había algunas margaritas—. La
gente no compra tanto como en primavera porque la floración de casi todas
termina precisamente en agosto, por eso ahora apenas las traemos. Solemos tener
más plantas de interior que de exterior y, por supuesto, flor cortada durante todo
el año —concluyó sonriendo.
—Me gustaría que sobrevivieran al invierno —le expliqué—, me da
muchísima rabia que se sequen cuando cambia la estación.
—Bueno, no tendrás flores durante el invierno porque, al llegar el frío, se
secan los tallos y las hojas, pero las raíces siguen vivas y brotan de nuevo en
primavera. Lo más recomendable es que las podes antes de que llegue el frío, así
las preservarás de las heladas y las mantendrás vivas, que es lo que tú quieres.
Las vivaces tienen una vida muy larga. Hay una gran variedad de ellas con flores
y pueden crecer en todos los terrenos y climas.
—Da gusto encontrarse con personas que conocen el trabajo que
desempeñan —le dije.
—¡Gracias! Estos conocimientos son básicos, pertenecen a la botánica
pura. Yo estudio botánica aplicada y, cuando termine la carrera, me dedicaré a
todo lo relacionado con la farmacéutica, aunque mis padres se escandalizan
cuando les digo que no continuaré con el negocio familiar. Pero ya sabes,
siempre existe ese escalón generacional que hace que las decisiones de los hijos
sean incomprensibles para los padres.
—Lo cierto es que es una pena, porque se te da estupendamente la venta.
Entiendo a tus padres, es lógico, pero todos debemos vivir nuestra vida, la que
elijamos, no la que nos elijan.
—Me llamo Amaya —dijo tendiéndome su mano, que estreché.
—Diana —respondí sonriendo.
—«Llena de luz divina». Es bonito, muy bonito —dijo mirándome
fijamente, como si buscase algo en mis ojos.
—¿A qué te refieres? —le pregunté.
—Al significado de tu nombre. Diana significa «llena de luz divina». El
mío en Japón quiere decir «lluvia nocturna» y, en vuestra cultura, «la hija muy
querida».
—No tenía ni idea —repuse—. Jamás me había parado a pensarlo.
Era diez años más joven que Ecles, que ya había cumplido los treinta y
dos. Desmond, Elda y yo decíamos tener «taitantos» porque estábamos aún ahí,
a pocos años del cuatro. Ella, sin embargo, conservaba aquel dos maravilloso
pegado en su frente lisa, asomando en sus ojos carentes de miedo, y gozaba de
un pasado aún escueto que a nosotros comenzaba a estorbarnos y a ocupar
demasiado sitio en nuestras mochilas. Sus palabras llevaban implícita la
naturalidad y la falta de miedo al futuro que, con el paso de los años, vamos
perdiendo. Era fresca y bonita, tal y como Ecles debía de verla. Y aquello
probablemente la alejaría de él, pensé entristecida.
—Si vas a comprar muchas, puedo mandar que te las suban a casa y mi
padre haría para ti un diseño de la terraza —me propuso.
—No, no, prefiero hacerlo yo. Me gusta la jardinería. Iré llevándomelas
poco a poco.
—¿Vas a llevarte alguna hoy? —me preguntó. Yo asentí con la cabeza—.
Pues te doy un cestillo y vamos eligiéndolas. Te asesoraré.
—¡Gracias! —exclamé, cogiendo el cestillo de mimbre que me ofreció.
—¿Vives lejos?
—Qué va, ahí enfrente. —Señalé el bloque—. Y tengo ascensor. Por eso te
decía que no necesito que me las acerquéis —puntualicé sonriendo.
—¡Eres vecina de Desmond, Frankenstein y Elda, la mujer emparedada! —
exclamó con un gesto de sorpresa—. No vayas a interpretar mal mis palabras,
mis apodos no son peyorativos, todo lo contrario —dijo al ver mi expresión de
desconcierto que a ella debió de parecerle reprobatoria—. A Desmond le encanta
que lo asocie con Drácula. Supongo que si eres su vecina, habrás catado ya su
ironía, su elocuencia. —Hizo una pausa y me miró esperando una respuesta.
—Bueno, aún no le conozco lo suficiente —mentí con premeditación y
alevosía.
Desmond jamás la había mencionado, ni siquiera cuando Ecles, su amigo y
compañero de piso, alguna de las noches en que nos reuníamos, apoyado en la
valla de la terraza y mirando hacia la tienda, nos manifestaba la atracción
irrefrenable que sentía por la japonesa. Además, Ecles me había dicho que
Desmond se había negado a pedirle a la florista que acudiese a la fiesta por
miedo a que ella lo interpretase mal. No había sido honesto ni sincero, pensé.
Este comportamiento me dolió. Ecles tenía derecho a saber que Amaya se sentía
atraída por Desmond y era este quien debería habérselo dicho.
—¡Desmond es tan excepcional! —exclamó suspirando—. No sé si has
visto La tía de Frankenstein —apuntó. Asentí con un movimiento afirmativo de
la cabeza—. Yo la vi con un compañero de facultad que la bajó de internet. No
tiene una resolución muy buena, pero la historia es tan bonita que merece la
pena. Desde que la vi, no puedo evitar relacionarlos con los personajes
entrañables de la serie. Fíjate que aún no he cruzado ni una palabra con la
pintora, la mujer emparedada, ni con Ecles, pero me parecen tan similares a los
personajes de la serie que hasta les he cogido cariño.
—Cuando hablas de la mujer emparedada, ¿te refieres a Elda?
—Sí, sí, a Elda, la Dama Blanca en la serie, el fantasma de la mujer
emparedada que vive un idilio con Igor. Elda estuvo encerrada en un sótano
durante años, no sé si lo sabes. Pobre…, debió de ser horrible. Incluso tiene la
espalda desviada a consecuencia de su cautiverio. ¡Qué horror! No puedo ni
imaginar lo que tuvo que ser eso. Cuando vivía Claudia, la dueña del edificio, en
el barrio se comentaba que era como la tía de todos. Los protegía y ayudaba,
igual que en la serie. Es curioso, ¿verdad?
—Sí que lo es. ¿Y dices que solo has hablado con Desmond?
—Sí, solo con él. Nos conocimos el día que recogió un espejo enorme con
marco de madera labrada que habían dejado junto a los cubos de basura. La
gente tira de todo. Puedo asegurarte que el espejo era una antigüedad y creo que
tenía bastante valor. Desmond es muy elocuente. ¿Sabes lo que me dijo cuando
vi que se lo llevaba? Dijo: «Paliducha, no me mires así, que no es para mí. Los
vampiros no nos reflejamos en los espejos, no nos sirven de nada. Es para mi
amigo, que necesita un espejo grande como él. A ver si consigo que se dé cuenta
de que no es tan feo como cree». Es evidente que era para el grandullón de
Ecles.
—Pues sí, por lo que dices debía de ser para él —le respondí sonriendo.
—¡Y qué atractivo es! —Lo dijo cerrando los ojos de forma inconsciente
unos segundos—. Suele pasarse por la tienda antes de ir a trabajar en su
DeLorean. Así es como llama a su camión, aunque de un tiempo a esta parte casi
no le veo. Me ha prestado algunos libros antiquísimos que hablan de ritos y
hechizos en los que se emplean plantas y pétalos de flores.
—Qué curioso. Un barrendero interesado por las pócimas y los ungüentos
—le dije, mostrándome irónica adrede.
—No, no, a la que le interesan es a mí. Pero no pienses que es un
barrendero cualquiera, te equivocarías mucho —me respondió en un tono
cargado de intención—. Los libros son de Claudia, la dueña del edificio. Tengo
que devolvérselos a Desmond, porque los cogió para mí de su casa. Si no lo he
hecho antes es porque, como te he dicho, lleva bastante sin pasar por aquí. —
Hizo una pausa—. Cuando recuerdo a Claudia no puedo evitar rememorar los
colores que había en el interior de la tienda. Estaba repleta de prismas y cristales
de Murano. Mis padres tienen varios rosarios confeccionados por ella. Claudia
decía que los elaboraba con lágrimas perdidas. Era igual de elocuente que
Desmond.
—Bueno, si dices que estaban tan unidos, tal vez Desmond lo aprendió de
ella y no es tan elocuente como parece.
—Creo que no te cae muy bien Desmond y no lo entiendo, porque me
habías dicho que no le conocías lo suficiente —dijo en un tono cargado de
ironía.
—¡Qué va! No me he expresado bien. Siento haberte molestado, veo que
sois muy amigos.
—Sí que lo somos —me respondió tajante—. Y Claudia era para él como
una madre. Si has pensado que coger esos libros prestados de su casa habría
molestado a Claudia, te equivocas.
—¿Conociste la tienda cuando estaba abierta? —le pregunté, intentando
aliviar la tensión que se había creado.
—Sí, tuve esa suerte. Era un lugar especial, diferente a todo lo que puedas
haber visto. No podías ir a su tienda y elegir lo que querías comprar porque ella
era la que decidía si te lo vendía o no. Es un buen marketing. Hacía que los
clientes se sintiesen únicos y que lo que se llevaban les pareciera exclusivo. En
mi opinión, era una idea extraordinaria.
—Sí que lo es. Las personas, no todas, pero sí la gran mayoría, siempre
quieren ser diferentes al resto de sus congéneres. Lo más triste es que todos lo
somos, somos únicos e irrepetibles, pero incapaces de darnos cuenta de ello.
Necesitamos que alguien nos lo diga y nos lo demuestre para creerlo. Y lo más
triste de todo…, creemos que los bienes materiales nos pueden dar esa
singularidad —expuse—. Me habría gustado mucho conocerla. Debía de ser una
mujer muy especial.
—Lo fue. Tú te habrías llevado bien con ella, seguro. Eres igual de directa
e indiscreta —dijo cuando ya estábamos en el mostrador con las plantas que yo
había ido eligiendo mientras charlábamos—. ¿Quieres llevarte algo más?
—No, por el momento con estas será suficiente.
—Convendría que las dejases unos días en las macetas antes de
trasplantarlas para que se hagan a su nuevo hábitat.
—Te haré caso.
—Te dejo el cestillo para que las lleves más cómoda, es una de las ventajas
que tiene ser vecinas, además te hago un diez por ciento de descuento.
—Gracias, Amaya. El cestillo puedes quedártelo, las llevaré en una de las
bolsas —dije señalándolas.
—De eso nada, te las llevas aquí —replicó. Agarró el asa del cestillo y me
lo ofreció—. Así no se romperá ni una sola hoja y de paso me haces un favor. Se
lo das mañana a Desmond para que me lo devuelva cuando se marche a trabajar.
Así podré darle los libros y verlo de nuevo —concluyó haciendo un gesto
cómplice con los ojos, una especie de guiño.
—No sé si le veré, no solemos coincidir debido a nuestros horarios, pero lo
intentaré —le dije mientras le pagaba.
Me marché con cierta amargura al enterarme de que Desmond había
mentido a Ecles. Aquello no me gustó. Tampoco que Amaya se sintiera atraída
por él, y mucho menos que ambos pudieran estar interesados el uno por el otro.
Cuando salí de la tienda miré hacia la terraza de Ecles y Desmond. Ecles
estaba apoyado en la barandilla, levantó una mano y yo le devolví el gesto. Al
salir del ascensor, lo encontré esperándome en el rellano con un paquete.
CAPÍTULO 17
—Es un regalo de Elda, de Desmond y mío para ti —dijo, y me entregó el
paquete envuelto en papel rojo. Luego se agachó y recogió la cesta con las flores
que yo traía y que había dejado en el suelo.
—Entra —le dije, ya con la puerta de casa abierta—. ¿Qué es?
—Hemos pensado que tu gato alopécico, como tú lo llamas —apuntó
sonriendo—, no puede acabar destrozando algo tan valioso para ti, así que
hemos buscado una solución. Venga, ¿a qué esperas? ¡Ábrelo!
No pude reprimir un gesto de sorpresa al ver una reproducción exacta,
idéntica, de mi cajón de madera. Aún olía a betún de Judea.
—¡Por Dios, Ecles! Es incluso más bonito que el original.
—No sé, para nosotros lo es, pero quizás a Senatón no le guste. Lo más
probable es que no se meta dentro hasta que pasen unos días y el olor del aceite
y el betún se vaya disipando —explicó al tiempo que señalaba a Senatón, que
permanecía alejado de él, en el pasillo que daba a mi dormitorio.
—Estoy segura de que se habituará. ¡Me encanta! —exclamé, y con un
gesto le indiqué que se agachara. Cuando estuvo a mi altura, le di un beso en la
frente y él se ruborizó—. ¡Gracias, muchísimas gracias!
—Es un regalo, no tienes que agradecerlo. Déjalo en la terraza para que se
seque más rápido, pero donde no le dé el sol. Cuando esté seco podrás
reemplazarlo por el tuyo y recuperarás tu gaveta. Sabemos lo importante que es
para ti, y no es para menos, fue tu cunita —dijo sonriéndome como el niño
grande que era—. Es hermoso tener recuerdos, yo daría cualquier cosa por
recordar.
Se agachó y, con el cajón en las manos, se acercó poco a poco hasta donde
estaba Senatón. Al oler el cajón y verlo cerca de su carita, el gatito bufó y
emprendió una carrera desenfrenada hasta el dormitorio.
—¿Lo ves? Sigo asustándole —dijo Ecles, afligido.
—No digas tonterías, ha sido el olor de la madera lo que le ha hecho salir
corriendo. Dime, ¿cómo has logrado copiar los símbolos con tanta exactitud sin
tener la gaveta? —le pregunté mientras observaba los laterales.
—Desmond me pasó una foto que encontró en un libro antiguo. Dijo que
estaba buscando en una de las estanterías de Claudia y el libro cayó a sus pies,
abierto por la página donde estaba la foto. Al verlo, se le ocurrió que podíamos
hacerte una igual. ¡La imagen es exacta a tu gaveta!
—Desmond podría haberme enseñado el libro. Ya sabéis cuánto me
interesa encontrar algún rastro del origen de mi gaveta y de mi libro —le
recriminé, mirándolo a los ojos.
—Tienes razón, pero ¡por favor!, no te enfades —suplicó—. Si te lo
hubiéramos dicho, la sorpresa no habría sido igual; eres muy lista y te habrías
dado cuenta de que algo tramábamos. Y en cuanto a Desmond, sus motivos
tendrá para no habértelo dicho. Él siempre tiene razones para todo lo que hace, te
lo aseguro porque le conozco bien —declaró en tono firme y convencido.
—Sí, sí, por supuesto —le respondí irónica al tiempo que recordaba la
amistad de Desmond con Amaya y el secretismo que la rodeaba.
Ecles cogió mi gaveta, la giró y dijo:
—Mira, fíjate bien, si no fuese porque a tu gaveta le falta una
incrustación… aquí —señaló una pequeña hendidura que había en la madera, en
uno de los laterales—, podría decirse que es la misma que la del libro de donde
la sacó Desmond. Aunque es probable que lo sea y que la piedra que aparece en
la foto se desprendiese o te la robasen en el orfanato.
—No me había fijado, es curioso que no me haya dado cuenta —comenté,
pasando los dedos por la superficie—. Puede que tengas razón. —Le sonreí
porque en ese momento recordé un detalle que tomó una importancia extrema
para mí.
—¿Ya se te ha pasado el enfado? —me preguntó en tono más relajado.
—No estaba enfadada, solo me ha molestado que Desmond no me dijese
nada de lo que había encontrado. Pero ya hablaré con él. Espero que me deje ver
el libro.
—Seguro que sí. Él siente algo importante por ti —dijo sonriendo.
—Ecles, ¿no has notado nada al coger mi gaveta? —inquirí—. Podrías
hacer una excepción y decirme qué viste o sentiste. Sin duda sabes algo sobre
ella. Tu información podría serme más útil que la documentación de cualquier
libro —concluí en tono de súplica.
—¿No vas a contarme cómo te ha ido con Amaya? ¿Le hablaste de la
fiesta? ¿Qué te dijo? —Me hizo una pregunta tras otra, nervioso, desviando el
tema de conversación y haciendo oídos sordos a mis ruegos, como la vez
anterior, cuando le pregunté sobre mi libro.
—No, no, ha sido un primer encuentro. No puedo invitarla a una fiesta
cuando acabo de conocerla, pero hemos intimado un poco. Lo haré la próxima
vez que nos veamos. Además, aún queda bastante para el equinoccio. No te
preocupes, hay tiempo de sobra.
—¿Verdad que es preciosa?
—Sí que lo es, Ecles, ya lo creo.
Permanecimos unos minutos más charlando sobre Amaya y las plantas que
yo había escogido con su ayuda. Le transmití sus consejos y él, entusiasmado,
después de dejarme algunas para mí, comenzó a trasladar las suyas sobre la valla
que dividía las dos terrazas.
—Me gustan todas. Son preciosas, Diana. Muchas gracias. Las pondré
mañana en los palés.
—Ecles, llévate el cestillo de mimbre, irás mucho más deprisa. Mañana se
lo bajas a Amaya de mi parte y así podrás hablar con ella. No digo que la invites
tú, pero sería una buena excusa para verla de cerca y hablar con ella antes de la
fiesta.
—No puedo, Diana, no puedo hacerlo. Ya lo sabes —me respondió,
colocando las macetas sobre la valla—. Ya te dije que lo he intentado muchas
veces, pero, como dice Elda, soy un cobarde. Si no te importa, me voy a casa
para recogerlas desde mi terraza.
—Cómo me va a importar. —Le sonreí.
—Nos vemos en unas horas, ¿no? —me preguntó ya en el rellano.
Aquella noche habíamos quedado para cenar los cuatro en mi terraza. Elda
nos había prometido que nos prepararía un plato especial del que se negó a dar
detalles.
—Sí, sí, nos vemos, pero… ¡oye! ¿No se molestarán porque me hayas
dado el regalo antes de la cena? Si es de los tres, lo mismo no les gusta que te
hayas adelantado.
—¡Qué va! Ya los avisé. Les dije que en cuanto lo tuviese terminado te lo
daría. Me encantan las sorpresas, pero soy incapaz de esperar —explicó con
expresión pícara.
Cerré la puerta tras de mí y me apoyé en ella. Recordé las explicaciones
que me había dado Ecles. Hasta que escuché sus palabras había dado por hecho
que aquel desnivel que tenía mi gaveta no era más que un defecto, un nudo de la
madera. Pero en ese momento me asaltaron las dudas. ¿Y si Ecles tenía razón?
¿Y si en aquel pequeño hueco antes había una piedra incrustada? Senatón ya se
había enroscado en el interior del cajón y dormía profundamente. Lo levanté y lo
coloqué en el sofá. Puse la gaveta sobre la mesa y, de nuevo, busqué aquel
desnivel que Ecles me había señalado. Cogí un lapicero y fui repasando el
contorno hasta que apareció la forma de una estrella. Cómo había estado tan
ciega, me dije al ver el dibujo. Entonces me llevé la mano al pecho, a la cadena
de donde colgaba la piedra que Alán me había regalado en nuestro primer
aniversario. Con ella entre los dedos, recordé el día que me la había entregado y
sus palabras:
—Espero que te guste. La he comprado en una tienda de cristales de
Murano. La dueña es muy excéntrica, solo vende móviles confeccionados con
trozos de cristal, rosarios y algunas piezas sueltas, como la tuya. Las cuentas de
los rosarios están hechas de pétalos de rosa prensados y de prismas que ella
llama «lágrimas perdidas». Es casi un reto que consigas que te venda algo. Es
ella quien elige a los clientes y eso hace que salgas de la tienda con una
sensación de triunfo muy especial. He de reconocer que la señora es inteligente.
Es un marketing estupendo y original. En cierto modo algo clasista, pero una
buena estrategia de ventas.
»Quise comprarte uno de los móviles que colgaban del techo, pero se negó
y me dio esta piedra. Según me dijo, representa el dominio del tiempo y del
espacio, el poder que algunos seres humanos tienen para ver otras realidades. Me
pareció una creencia original. Nunca había escuchado nada parecido en relación
con los pentagramas.
Era evidente que Alán había conocido a Claudia y que había estado en su
tienda, en aquel local que tanto me atraía, EL DESVÁN DE ARADIA. Y pensé que los
acontecimientos, uno tras otro, me habían arrastrado a aquel lugar. Seguía
estando en manos del destino, impulsada por él.
Descolgué la piedra de mi cadena. Me acerqué a la gaveta, comparé el
hueco y la coloqué en él. La piedra se acopló como si la madera y ella estuvieran
imantadas, como si ambas llevaran siglos esperando aquel encuentro. Y fue
entonces cuando oí la voz de Desmond llamándome desde la calle. Estaba en la
acera de la floristería, frente a la terraza. No parecía hablar alto, movía los labios
despacio, pero yo le oía como si estuviera gritando a mi lado en un tono tan
fuerte y desmedido que me molestó y tuve que taparme los oídos con las manos:
—Diana, baja. Trae la gaveta y tu libro. Creo que he encontrado algo
importante sobre ellos en los ejemplares que le dejé a Amaya. —Movió la mano
indicándome que me diese prisa.
No le respondí. La luz de la farola que estaba a unos metros de él se
encendió porque comenzaba a oscurecer. Y entonces fue cuando vi su sombra en
el suelo. La gabardina y el sombrero negro de gánster se proyectaron sobre los
adoquines grises, poniendo al descubierto su verdadera identidad. Lo miré a la
cara, fijamente y sin parpadear. Él no se movió. Me observó quieto, casi estático,
a través de aquellos ojos negros, tan profundos y oscuros como el fondo de un
precipicio. Se sonrió como si supiera que yo había visto su verdadero aspecto.
Lo hizo con un gesto desafiante que parecía indicar que no le importaba que yo
pudiese ver quién era en realidad.
—Tendré que intentarlo de otra forma —dijo—. Habría sido más fácil y
menos doloroso para ti que me lo entregases todo sin ser consciente de lo que
hacías. Eres una principiante, una bruja de poca monta, ignorante y sin escoba.
No sé qué te habías creído.
Entré apresurada en la casa. Con la gaveta en las manos, me dirigí a la
estantería del salón, saqué el libro y lo deposité en su interior. Me encaramé a
una de las sillas que había llevado al dormitorio y lo guardé todo en el altillo del
armario, al fondo, detrás de varias cajas de cartón en las que aún había ropa que
no había desembalado. Debía protegerlo hasta que supiera qué hacer, pensé
aterrorizada. Cuando puse la última caja delante de la gaveta, la puerta del
armario se cerró de golpe, como si alguien o algo invisible la empujase con
fuerza. Me bajé de la silla y volví a la terraza para comprobar si aquel hombre
seguía en la puerta de la floristería. Pero ya no estaba. En su lugar se hallaba
Amaya, quien, después de bajar la persiana de la tienda, conectó la alarma. Soltó
las horquillas del moño que siempre llevaba para trabajar, zarandeó la cabeza de
lado a lado, como si se despojase de algún pensamiento incómodo, y dejó su
pelo largo, negro y liso a merced de la brisa nocturna, de aquel viento húmedo
que olía a tierra mojada. Sacó el teléfono móvil del bolso, miró la pantalla,
sonrió, escribió algo rápido y se encaminó a la entrada del metro.
La velada transcurrió en un ambiente tranquilo. Elda nos sorprendió con un
variado de ensaladas templadas y frías que fue una delicia para nuestros
paladares. Desmond, como de costumbre, trajo una botella de vino tinto y Ecles
aportó el postre: sandía y melón en pequeñas bolitas que parecían perlas. Yo
puse el café y el licor de bellota que tanto nos gustaba a todos. A pesar de la
atmósfera relajada estuve distraída toda la noche. No podía evitar recordar lo que
me había sucedido horas antes, las palabras amenazadoras y despectivas de aquel
individuo. Oía las voces de mis amigos como si saliesen desde lo más profundo
de un acantilado. Huecas y lejanas. Hubo momentos en que incluso sentí que me
alejaba de ellos, que algo desconocido me arrastraba lejos de aquella terraza
donde las risas y las palabras aparentaban venir de otro lugar. Un lugar en el que
yo no estaba.
Desmond no dejó de observarme. Me miraba. Lo hacía de vez en cuando,
de frente o de soslayo. Conocía mi silencio y este le decía que yo me había ido.
Sentí que me buscaba, que necesitaba encontrarme tanto como yo a él. Por un
momento deseé acurrucarme entre sus brazos y contar estrellas en la cabina de
su DeLorean, pero el cielo estaba encapotado y yo tenía miedo porque no quería
enamorarme de él.
El viento volvió a colarse entre la vela roja de mi ala delta. La recorrió,
anárquico e inoportuno, y la tela pareció murmurar. Desmond se levantó y
comenzó a plegarla despacio, acariciándola como si fuese la piel de su amante.
Mientras la colocaba, los dos nos miramos. Y al instante comprendí que, con
aquella mirada, le había dicho demasiado, tanto como él a mí con la suya. Los
relámpagos de una tormenta de verano iluminaron sus ojos, los tejados, el oscuro
asfalto y el rojo sangre de la vela de mi ala delta. Mientras, la lluvia limpiaba el
aire de Madrid.
Aquella noche nos faltó estar a solas, un roce descuidado en la piel, un
beso, un «no digas nada». Nos faltó cerrar los ojos y habitarnos en la oscuridad.
Le esperé escuchando el sonido de la lluvia, sentada en la penumbra de mi salón.
Pero esa noche él no saltó la valla de la terraza para ir a casa de Claudia, y yo, al
día siguiente, me fui. Lo dejé allí, en aquel ático al que tal vez no podría regresar
jamás, pensé llevada por una premonición, pues de algún modo sentí que algo
me alejaría irremediablemente de aquel lugar.
CAPÍTULO 18
Desperté en el salón, sobre el sofá, entumecida por la postura. Lo primero
que hice fue dirigirme al dormitorio y comprobar que mi gaveta y el libro
seguían en el altillo del armario, a salvo.
Cuando tomé el metro, las palabras amenazantes de aquel individuo
seguían resonando en mis pensamientos. Temía encontrármelo en cualquier sitio
y en cualquier momento, pues no sabía qué hacer si aquello me sucedía de
nuevo. Me aterrorizaba pensar en lo que podría hacer él para arrebatarme mi
libro y la gaveta.
Me senté en uno de los bancos de la estación de Argüelles y esperé a que
llegase el metro. Al entrar en el vagón lo vi. Estaba al fondo, apoyado en un
lateral, tapando con su espalda la ventana de una de las puertas que no se abrían.
Llevaba la misma chaqueta y aquella cartera de cuero marrón colgando del
hombro derecho mientras leía un periódico que me pareció de tipografía antigua.
Me acerqué a él y lo saludé a apenas unos centímetros de distancia, pero él no
pareció escucharme ni verme. Permaneció ajeno a mi presencia y mis palabras,
ensimismado en las páginas del diario. Al lado de él había una mujer de unos
cincuenta años, rubia y de ojos color azul añil. Era atractiva, pensé al mirarla
cuando se dirigió a mí, pero su aspecto era desaliñado, como si llevara mucho
tiempo vagando dentro del metro.
—No le digas a nadie que puedes verlo porque no te creerán —dijo
acercándose a mí.
La miré desconcertada.
—Disculpe, pero no entiendo lo que me dice, no sé a qué se refiere.
—Sí que lo sabes —replicó bajando el tono de voz, y lo señaló—. Él era
mi esposo. —Volvió a señalarlo—. Se fue una tarde de agosto, durante nuestras
vacaciones. Desapareció después de haber quedado con un amigo que era
investigador, como él.
—Creo que se equivoca de persona —insistí apurada—, no sé de quién me
está hablando.
—Te hablo de mi marido, al que has saludado hace un momento. Se llama
Duncan Connor. Desapareció en 1995 en la estación de Cuatro Caminos. Aquí,
en Madrid, hace ya veintidós años. Ahora tendría cincuenta y dos pero, como
ves, aparenta treinta, la edad que tenía entonces.
»Le advertí que cualquier día podría sucederle algo imprevisto si seguía
con aquellas investigaciones, pero no me hizo caso. A pesar de que dejó todas
sus cosas en el hotel, dijeron que su desaparición fue voluntaria. Yo, impotente,
sin poder hacer nada, regresé a nuestra residencia en Irlanda, pero jamás me di
por vencida y continué su búsqueda durante años. Vendí todos nuestros bienes y
regresé todos los veranos a Madrid para buscarlo —explicó, mirándolo fijamente
—. Hace dos años lo encontré. Estaba como ahora, en uno de estos vagones.
Imagina la alegría que sentí, pero mi ilusión se fue como vino, porque él ni me
vio ni me oyó. Mi marido es como un fantasma. Creo que está atrapado en una
especie de limbo.
Duncan, como lo llamó la mujer, seguía en la misma postura, leyendo,
ajeno y ausente a todo lo que pasaba a su alrededor, como si en realidad fuera un
fantasma o, como ella afirmaba, estuviese colgado en el tiempo y el espacio,
entre el pasado y el presente que ambas vivíamos en aquel momento.
—Tiene problemas —dijo una joven que estaba sentada frente a nosotras.
Se levantó para apearse en la siguiente estación—. ¡Pobre mujer! —exclamó,
mirándola con lástima antes de salir del vagón, cuando las puertas ya estaban
abiertas.
—Me gustaría hablar con usted con más calma. ¿Aceptaría que la invitase
a tomar un café? —le propuse a la mujer—. Yo la creo. Veo a Duncan tan
claramente como usted. Podríamos ayudarnos una a la otra.
—Una moneda, ¿tiene usted una moneda? —me preguntó, y al hacerlo su
expresión y su mirada cambiaron. Sus ojos parecieron vaciarse de emociones, de
sentimientos y recuerdos; se oscurecieron.
Sin esperar a que le respondiese, se sentó en el suelo del vagón, junto a los
pies de Duncan. Agachó la cabeza, se hizo un ovillo y pareció dormirse a su lado
como si fuese un perrillo abandonado.
Ninguno de los pasajeros del vagón le prestaba la más mínima atención.
Entraban y salían dejando que su mirada la rozase lo justo para no pisarla, como
si ella no estuviera allí, como si no existiera.
Permanecí junto a ella, observándolos a los dos. ¡Estaban tan cerca y, al
mismo tiempo, tan lejos uno del otro!, pensé, observándolos emocionada. Al
llegar a la estación de Cuatro Caminos, Duncan pareció despertar de su extraño
letargo, dobló el diario y se apeó. La mujer siguió sus pasos y yo fui detrás de
ambos. Sin embargo, cuando Duncan subió el primer escalón que conducía a los
corredores que daban a la calle o a otras líneas del metropolitano, su figura se
desvaneció ante mí. No sé adónde fue, ni cómo pasó. Ella se detuvo en seco, en
medio de las escaleras, luego se sentó en un peldaño y comenzó a llorar.
Me senté junto a ella y la abracé. La gente seguía pasando junto a nosotras,
esquivándonos, omitiendo nuestra presencia y el llanto desconsolado de la mujer.
—Dígame en qué puedo ayudarla y lo haré —le dije, sobrecogida por su
dolor.
—No se preocupe, yo me encargo —intervino una voz masculina.
Levanté la cabeza y lo vi frente a nosotras. Era uno de los vigilantes del
metro.
—¿Cómo dice?
—Es una vieja conocida. —Hizo un gesto de pesar—. ¿Verdad, Virginia?
—le preguntó, agachándose para mirarla de frente.
—Me he vuelto a perder —respondió ella, tendiéndole la mano al
vigilante.
—No te preocupes, ahora mismo llamo a los Servicios Sociales. Pero
antes, tú yo nos vamos a tomar un café calentito, con churros, como a ti te gusta,
porque estoy seguro de que aún no has desayunado…
Mientras los veía alejarse sonó el timbre de mi teléfono móvil. Era
Samanta.
—Nena, qué contenta estoy. Si aligeras, te invito a un café y un pedazo de
tarta en el Starbucks antes de entrar en el trabajo. Tengo una gran noticia —me
dijo a través de la línea telefónica.
—No sabes cuánto me gustaría. —Imaginé poder hablar con ella en
persona, abrazarla y contarle lo que me estaba sucediendo. Pero ella estaba en
Egipto, claro—. Deja de bromear, no estoy para guasas —le respondí, pensando
que me estaba gastando una broma.
—En serio, aunque no lo creas, hoy no me he traído el coche. Te espero
cerca de la salida del metro. Ya te veo, mira al frente. —Entonces la vi—. ¡Estoy
aquí! —gritó, levantando la mano.
Eché a correr y me abracé a ella.
—No sabes cuántas ganas tenía de verte, Samanta. Y cuantísimo te he
echado de menos.
—Pues sí, sí que estás perjudicada. Si nos vimos ayer en el trabajo. ¿Qué
pasa? —dijo sorprendida.
—Dime, ¿cuándo has regresado?
—Regresar… ¿de dónde? —preguntó sin salir de su asombro.
—De Egipto, de dónde va a ser.
—Dios mío, Diana. A veces me das miedo. ¡Si aún no me he ido! Deberías
dedicarte a echar las cartas o a cualquier cosa que se relacione con la
adivinación. Estoy segura de que te harías de oro. ¿Cómo has podido saber que
me voy a Egipto? —me respondió riéndose—. ¡Eres increíble!
—No sé —dije, confusa y aturdida—. Quizás lo haya soñado. La verdad es
que no he dormido muy bien y he tenido pesadillas —me excusé para intentar
ganar un poco de tiempo y centrarme, porque me di cuenta de que algo había
sucedido, algo que había dado la vuelta al tiempo, que lo había trastocado todo,
pensé asustada.
—Alán me dijo que habías salido más pronto de lo habitual, que ni le
habías esperado. Estaba preocupado. Me pidió que le mandase un whatsapp
cuando estuviésemos juntas. Dice que tu teléfono estaba fuera de cobertura o
apagado. Ni te imaginas cómo he corrido para llegar antes de que te perdieses
entre las calles, porque no tengo ni idea del itinerario que haces a pie para llegar
a la oficina…
Era julio, miércoles 12 de julio. Eso fichó la máquina al introducir mi
tarjeta en la oficina. Lo mismo mostraba mi ordenador, el calendario del teléfono
móvil e incluso mi agenda. Era como si hubiese retrocedido un mes en el tiempo.
Si era así, Samanta todavía no se había ido a Egipto y yo aún estaba con Alán.
Aquello no podía estar ocurriendo, pensé ya sentada delante de mi escritorio.
Revolví los cajones, consulté las notas que tenía en mi agenda y comprobé que a
partir de esa fecha no había nada anotado, las páginas estaban en blanco, porque
aquellos días aún no habían pasado. Busqué los mensajes antiguos en mi
teléfono móvil, algo que me indicase que aquello no estaba sucediendo. Me
apoyé en la mesa y cerré los ojos. Volví a abrirlos esperando ver el sitio de
Samanta vacío, que todo fuese producto de una pesadilla, pero no fue así.
Samanta estaba asomada por encima de su panel y me miraba fijamente, con
expresión preocupada.
—Nena, ¿te encuentras bien? —me preguntó—. Llevas un buen rato
abriendo y cerrando los cajones de tu mesa. No has dicho ni una palabra y ni
siquiera te has puesto los auriculares para trabajar. Además, estás muy pálida.
—La verdad es que noto el estómago raro y siento náuseas. Creo que voy a
tener que marcharme a casa.
—Vete ya, ni te plantees quedarte tal y como estás. Tienes muy mal
aspecto. Igual es un virus gastrointestinal. Márchate, no merece la pena que
aguantes ni un minuto más. No te lo van a agradecer. Ya sabes, en esta empresa
no heredan ni los legítimos…
Le hice caso. Salí a la calle y llamé a un taxi. No quería regresar en metro
porque no estaba segura de adónde tenía que dirigirme, cuál era mi lugar de
residencia en aquel momento: el piso que compartía con Alán en la zona de
Manuel Becerra o el ático de aquel edificio cerca de Argüelles que alquilé tras
separarme de él. Y ese no era el único motivo: si aquello estaba sucediendo de
verdad, si había retrocedido en el tiempo, debía de haberme pasado allí, a
cuarenta y cinco metros por debajo de la superficie que pisaba en aquellos
momentos, pensé mirando las baldosas de la acera. En la línea 6 de metro, la
circular, y más concretamente, en una de sus estaciones más antiguas y
profundas, la de Cuatro Caminos, inaugurada el 17 de octubre de 1929. Al
reflexionar sobre ello sentí miedo, pánico a perderme en sus pasillos, sus túneles
y entre la gente que lo habitaba sin estar allí, como fantasmas de un pasado que
se negaba a desaparecer, pensé recordando a Virginia y a Duncan.
Antes de darle la dirección al conductor busqué las llaves en el bolso.
Debía cerciorarme de cuáles eran las que tenía, a cuál de los pisos pertenecían.
Saqué el llavero y vi las hendiduras de la tija: eran de la puerta blindada. Miré al
taxista, que esperaba sonriente a que le indicara el destino, y le dije la calle
donde estaba situado el ático del apartamento de Alán.
—¿A qué altura? —me preguntó.
—Al comienzo —le respondí con desgana y sin mirarle.
Él no volvió a hablar durante el trayecto.
El apartamento seguía tal y como estaba cuando yo vivía allí con Alán.
Nada había cambiado. Mi ropa en los armarios. La cama deshecha, como
solíamos dejarla las mañanas que nos íbamos a trabajar temprano. Las tazas del
café sobre la encimera de la cocina y una nota de él sujeta a la puerta de la
nevera por un imán, que adquirimos durante el primer viaje que hicimos juntos a
Ámsterdam:
No me dio tiempo a recoger. Nos vemos esta noche. Te quiero.
El calor sofocante del mes de julio me obligó a abrir todas las ventanas
nada más llegar. Incluso antes de subir las persianas, en la penumbra, vi su figura
estilizada y gris. Noté que se pegaba a mis tobillos y que empujaba la cabeza
contra mí. Me agaché sin saber si estaba allí o si lo veía porque lo añoraba. Nada
más cogerlo, comenzó a maullar como si intentase decirme algo.
—Hola, bichito —le dije mientras dos lágrimas caían por mis mejillas—.
¡Qué alegría! Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí?
Como si hubiese entendido mis palabras, Senatón comenzó a emitir
sonidos cortos y pausados. Después me lamió la frente varias veces con su
lengua áspera y pequeña.
—Yo también me alegro de verte —le dije en respuesta a sus explicaciones
y le di un beso en su cabecita. Después lo dejé en el suelo.
Él, como si ya hubiese recobrado la tranquilidad perdida durante mi
ausencia, corrió hacia la gaveta, se metió dentro de ella y comenzó a lamerse las
patas delanteras. Lo observé durante unos minutos, quieta, casi estática, hasta
que lanzó un maullido agudo que me pareció una reprimenda dirigida a mí.
Parecía decirme que me moviese, que hiciera algo, que me situara. Al menos eso
fue lo que yo sentí al oír que maullaba de aquella forma tan extraña, tan humana.
Subí la persiana y los rayos del sol de julio entraron en el salón, junto con
una brisa ligera que ventiló el aire viciado del habitáculo. Me sentía exhausta,
como si hubiera estado viajando en el vagón de un tren de mercancías durante
cientos de kilómetros. Y tal vez lo había hecho, pensé. Quizás había estado
viajando durante un mes para regresar allí, al mismo lugar del que había partido.
Debía tranquilizarme, pensar y volver a ubicarme en aquel pasado que ya había
vivido pero que, en ese momento, era presente. Sin embargo, no sabía qué hacer,
cómo digerir todo lo que iba a suceder por más que yo me opusiera. Lo más
terrible de todo aquello era la posibilidad de que tal vez, si los acontecimientos
sufrían algún tipo de variación, aquello pudiera alejarme para siempre de Elda,
Ecles y Desmond. Podría destruir el futuro que había vivido con ellos, ese que
aún no existía. Bastaba con que se hubiera producido una paradoja temporal,
como me había advertido Duncan, el hombre del metro, en nuestro primer
encuentro. Y esa paradoja podía haberla causado mi comentario a Samanta sobre
su viaje a Egipto, pensé, y me recriminé lo inconsciente que había sido, el hecho
de haberme dejado llevar por la alegría que me produjo pensar que mi amiga
había regresado.
Me preparé un café y volví al salón. Miré a Senatón, que dormía hecho un
ovillo dentro de la gaveta. Me agaché, lo acaricié y me pregunté cómo habría
llegado él hasta allí. Cómo era posible que hubiera vuelto conmigo. Entonces vi
mi libro sobre el escritorio de Alán. Estaba abierto y sus páginas, escritas. El
texto narraba todo lo que me había sucedido desde que Alán me dejó. Elda,
Desmond y Ecles aparecían descritos tal y como yo los recordaba. Aquello
hubiera sido algo normal si los hechos hubieran sido narrados a posteriori, pero
según el calendario de mi teléfono móvil, todo aquello no podía haber sucedido
aún. Y no solo eso, Samanta todavía no se había marchado a la excavación en
Egipto. Sin embargo, lo que más me preocupó fue comprobar que la letra era
mía.
Página tras página, todo lo que sucedía en aquella historia se correspondía
con lo que yo recordaba haber vivido. Excepto el nombre del personaje que
ocupaba el ático central, el que lindaba con las casas de Claudia y Desmond.
Aquella pelirroja a la que Desmond apodaba «escocesa» no se llamaba Diana,
sino Aradia. El libro, mi libro, era un manuscrito en cuyas páginas aparecía una
trascripción exacta, minuciosa y escalofriante de lo que yo había vivido. Y
aunque la letra era la mía, yo no recordaba haber escrito nada de aquello, pensé
aún más desconcertada.
El último párrafo narraba cómo Aradia, tras oír la voz de Desmond desde
la calle y al comprobar que no era él quien la llamaba, guardaba el libro y el
cajón dentro del altillo del armario. Sin pensarlo dos veces, me dirigí a la gaveta
y la giré buscando la taracea, el pentagrama, pero no estaba. El hueco
permanecía vacío. Al voltearla, sentí aquel olor a betún de Judea del que me
habló Ecles cuando me la entregó, el olor del tinte que le aplicó para envejecer la
pieza. Le di la vuelta y en la base vi la «D» que Desmond ponía a modo de firma
en sus cuadros. Aquella no era mi gaveta, era la que Ecles había confeccionado
guiándose por la foto que Desmond le había dado. Era este quien había grabado
los símbolos pictos, por eso figuraba su inicial en la base del cajón. Ecles me
había mentido: él había hecho el cajón, pero Desmond había grabado los
símbolos. Me levanté, cogí el libro y lo revisé meticulosamente. Mis temores se
confirmaron. Aquel manuscrito no era mi libro. A simple vista lo parecía, pero
era una copia, una copia idéntica. Me llevé las manos al cuello y tiré de mi
cadena para buscar la piedra que Alán me había regalado, la misma que
recordaba haber colocado en mi gaveta y que aparecía descrita en aquellas
páginas, pero no la hallé. La piedra de cristal rojo con forma de pentagrama ya
no colgaba de ella.
El WhatsApp sonó. Antes de mirar el teléfono supe que el mensaje era de
Alán. Lo recordaba, recordaba que me decía que no vendría a cenar. Tenía
inventario y con las prisas había olvidado comentármelo, escribió. Sonreí
entristecida al comprobar que el texto se correspondía con lo que guardaba en mi
memoria. La fecha también.
Aquella noche era la primera del comienzo del fin de nuestra relación,
pensé al tiempo que recogía los pétalos de rosa que comenzaron a alfombrar el
suelo del salón. A pesar de todo, le quería, no podía evitar seguir queriéndole.
Senatón se tumbó a mi lado y comenzó a restregarse contra mí, como si intentara
calmar mi llanto. Lo miré sin dejar de llorar. Se levantó y con las patas
delanteras comenzó a golpear el teléfono que yo había dejado en el suelo.
Entonces cogí el móvil y llamé a Alán:
—Cuando puedas, tenemos que ir a la tienda donde me compraste el cristal
rojo, el pentagrama, porque quiero regalarle uno a Samanta. Se va a Egipto y,
como siempre le ha gustado el mío, he pensado que le haría ilusión llevarse uno
igual. Le dará suerte.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí, perfectamente. Si lo dices por el whatsapp que acabas de mandarme
y al que no te he respondido, pues sí, lo estoy, aun sabiendo que el inventario no
dura lo que dices y que te tomarás la última copa con tu compañera, a la que
llevas todos los días a su casa —le espeté sin poder reprimirme, y
arrepintiéndome en el mismo momento de decírselo.
—¡Dios, Diana! Imagino que te refieres a Azu. Es una compañera, nada
más. Si fuese por ti, no hablaría ni me relacionaría con nadie.
—Lo que tú digas —respondí en tono irónico, con la rabia y la impotencia
tiñendo mis gestos—. A lo que iba: mejor me das la dirección de esa tienda y
voy yo sola. ¿Recuerdas cómo se llama?
—No, solo el nombre de la dueña. Se llama Claudia, como mi sobrina.
Hace ya tres años que lo compré. Lo mismo la tienda ni existe. Aunque era un
negocio boyante, hoy no te puedes fiar de nada, sobre todo de las pequeñas
empresas. Caen una tras otra como si fuesen fichas de dominó. Una pena. Mira
en el cajón derecho del escritorio. Busca en el disco duro, el negro. Examina las
facturas de aquel año, cuando nos conocimos. Ahí debe de estar la copia de la
factura en archivo jpg. Y hazme el favor de no pensar tonterías. Procuraré
terminar pronto. Te quiero, brujita…
CAPÍTULO 19
No le dije que había vuelto a casa. No tenía ganas de hablar con él y menos
de debatir sobre su engaño, porque tenía la seguridad de que me estaba
mintiendo, y eso me dolió. Volvió a dolerme como si no lo hubiera vivido aún,
como si aquella fuera la primera vez.
Abrí todas las ventanas de la casa y los rayos del sol abrasador de aquel
mes de julio extraño y atemporal entraron en las estancias. Bajé los toldos y, al
hacerlo, imaginé la voz de Desmond dándome las gracias por aquella sombra
que le permitía seguir cerca de mí, en la penumbra. Sonreí, cerré los ojos
pensando en él y se me escapó un pensamiento.
—¡Cuánto me gustaría que estuvieras aquí! —exclamé en voz alta.
Después de mis palabras escuché las suyas. Fueron cálidas y tenues, como
un susurro venido de lejos que me sobrecogió: «No digas tonterías, escocesa, si
tú no me quieres, al menos no como siempre te he querido y te querré yo a ti».
Abrí los ojos esperando verlo a mi lado, pero Desmond no estaba.
Conecté la radio. El locutor avisaba de que aquel día, como los anteriores,
se alcanzarían máximas de temperatura, y repetía las advertencias que suelen
darse frente a una ola de calor. Oí el ruido que la puerta de los vecinos de al lado
produjo al cerrarse cuando se marcharon, y después los ladridos de Dylan, su
golden retriever. Sonreí. Me paré y lo escuché. Dejó de ladrar, como siempre,
cuando su dueño tocó el claxon al salir del garaje. El olor del producto que el
conserje utilizaba para limpiar las escaleras se coló en casa. Todo seguía igual,
nada parecía haber cambiado. El tráfico incesante, el ir y venir de la gente en las
aceras, saliendo y entrando de la boca de metro cercana. Era como si el tiempo
hubiese retrocedido un mes, como si nada de lo que había vivido fuese real.
Entre toda aquella amalgama de sonidos y olores destacó una emanación a
pintura que, inevitablemente, asocié con Elda. La aspiré como si se tratase de
una fragancia. Cerré los ojos e imaginé que volvía a estar cerca de mí y que
aquello, la realidad que vivía en ese momento, se iría, que abriría los ojos y
estaría de nuevo en mi ático. Entonces reparé en que uno de los pintores, en el
piso de arriba, me llamaba por el balcón:
—Señorita, ¿me oye? Debe recoger los toldos, vamos a pintar el techo del
balcón y las contraventanas. Si no los pliega puede que, aunque tengamos
cuidado, alguna gota se nos escape y los manche.
—Ahora mismo los recojo —le respondí asomada a mi balcón, mirando
hacia arriba—. Muchas gracias.
—Ya te dije que no lo haría —le dijo al compañero—. Ayer, cuando la
avisé, parecía desorientada. Estos ejecupijos trabajan demasiado. No saben lo
que es vivir, te lo digo yo…
Plegué los toldos y dejé las ventanas abiertas para que el olor de la pintura
siguiera trayéndome el recuerdo de Elda. Bajé las persianas a media altura para
evitar que el sol, que ya estaba frente al piso, entrara de lleno en la casa.
Cogí el manuscrito, lo cerré y lo apreté contra mi pecho como si, al
hacerlo, los abrazase a ellos. Pensé que tal vez sí había escrito yo aquel texto.
Tenía sentido que lo hubiera hecho en algún momento para no olvidar a Elda,
Ecles y Desmond. En realidad, aquel era el único sentido que le encontraba en
esos momentos. Lo guardé en el altillo del pequeño armario del pasillo, bajo la
ropa de cama, y me dirigí al ordenador. Quería buscar la factura del colgante
para ver la dirección de la tienda de Claudia, porque estaba segura de que se
trataba de la misma persona, de la madre de Antonio. Si tenía en cuenta lo
vivido, Claudia ya debía de haber fallecido. La tienda, que ocupaba parte de los
bajos del edificio, estaría cerrada, pero Antonio seguiría alquilando los pisos, y
Ecles, Elda y Desmond ya ocuparían los suyos. Cuando introduje el disco en el
ordenador sonó el timbre de la puerta. Me asomé a la mirilla. No esperaba a
nadie. Vi a un hombre alto y delgado que vestía el uniforme de Correos. Al
parecer se percató de que estaba observándole desde dentro, porque levantó la
mano a modo de saludo y, como si yo le hubiera preguntado algo, dijo:
—Correos. Traigo un paquete. —Y lo levantó frente a la mirilla.
Abrí la puerta.
—¿De dónde viene? No espero nada —le pregunté mientras
cumplimentaba el número de mi DNI y la firma en su aparato electrónico.
—De Escocia —respondió—. ¿Es egipcio? —me preguntó mirando a
Senatón, que estaba en el quicio de la puerta.
El gatito permanecía sentado sin perder de vista al hombre, como un perro
que estuviera protegiendo la entrada.
—Egipcio y aventurero —dije, cogiéndolo en brazos.
—Yo también tengo uno; no es egipcio, pero hace lo mismo a diario. Se
sienta en la entrada como si fuese un perro guardián. Los egipcios colocaban
estatuas de gatos fuera de las casas —dijo señalándolo— para impedir que
entrasen espíritus malignos en sus hogares. Igual que las brujas hacen con las
escobas: las ponen sobre el dintel. —Me miró fijamente durante unos segundos y
después comenzó a despegar la etiqueta del paquete—. Tal vez por eso los gatos
y las escobas están tan relacionados con las brujas. Dicen que no hay bruja que
se precie de serlo sin un gato y una escoba. —Me dio la copia de la entrega, se
despidió con un «buenos días» y se marchó.
Su cara me resultó familiar. Dejé a Senatón en el suelo y el paquete sin
abrir encima del sofá. Subí la persiana y salí al balcón. Quería volver a verlo
para hacer memoria. Se paró frente al portal, al lado de su scooter. Levantó el
sillín y, murmurando, comenzó a organizar los sobres que había dentro. Sacó
unos cuantos, les puso una goma, arrancó la moto y bajó de la acera.
Un chorro de pintura blanca me cayó en la cabeza y me resbaló por la
frente. Di un salto hacia atrás.
—Pero… ¿cómo se le ocurre salir? ¡Ya le advertí que esto podía pasar!
Cuando terminemos le limpiaremos la terraza. ¡Lo siento mucho!
—No, no se preocupe. Ha sido culpa mía —le respondí, limpiándome la
frente con el antebrazo, mientras miraba al cartero, que, junto a otros viandantes,
observaba la pintura que caía de un gran bote que se había volcado, chorreando
como una catarata de balcón en balcón hasta llegar a la acera.
—Lo que yo te diga, están empanados —le comentó el pintor a su
compañero, esta vez sin bajar el tono de voz—. Todos son iguales: tanto
ordenador y sillita de despacho, que si numeritos aquí y allá, pero luego, en el
día a día, son unos lerdos.
Aunque era evidente que se refería a mí, no dije nada. Continué ajena a su
perorata, mirando al cartero mientras este, como el resto de los viandantes,
observaba la fachada y el chorro de pintura que caía sin control hacia la calle.
Finalmente, el empleado de Correos levantó la mano en un gesto claro de
despedida dirigido a mí y se incorporó al tráfico. En ese momento me di cuenta
de que no lo había visto en ningún sitio, sino que guardaba un parecido
extraordinario con Duncan, el marido de Virginia. Permanecí en la terraza hasta
que volví a captar la voz del pintor:
—Mírala, sigue ahí, como una estatua de sal. Si ya te lo he dicho: no tienen
sangre en las venas.
—Y tú ¿qué?, le has dado una patada al bote, eres igual de torpe o más. Lo
mismo le sucede algo, parece como si no se encontrase bien —respondió una
voz femenina que me resultó muy familiar—. Qué cerril eres, Sebastián. Ahora
vuelvo. Voy a ver cómo está. Y ten cuidado, que has vuelto a rozar el bote con el
pie. Deberían contratarte para pintar las líneas del asfalto en vez de las fachadas.
Eres un desastre.
Cuando el timbre de la puerta sonó, tardé en abrir. No sabía qué hacer. Elda
estaba allí, en el rellano, sobre mi felpudo tal y como la recordaba, con su mono
blanco y sonriente.
—Señorita, ¿se encuentra usted bien? —inquirió preocupada.
Pero yo no respondí. Permanecí unos minutos en silencio, observándola
desde el otro lado de la puerta, a través de la mirilla.
CAPÍTULO 20
No me reconoció. Le dije con voz entrecortada que no se preocupara. Ella
insistió en que me limpiarían la terraza y que la empresa me pagaría los gastos
de la limpieza de mi ropa y de los zapatos. Algunas gotas de pintura habían
salpicado las prendas y mi calzado. Me moría por decirle que ya nos
conocíamos, que lo más probable era que nuestros destinos se cruzaran de
nuevo. Tenía ganas de abrazarla, de invitarla a tomar un café, de tenerla a mi
lado como antes, como era costumbre entre nosotras. Anhelé volver a escuchar
su voz cercana, su pragmatismo, que de seguro me llevaría a una solución
racional y, sobre todo, beneficiosa para mí. La impotencia fue tal que tuve que
contener mis ganas de llorar y a punto estuve de rendirme, pero recordé la
advertencia de Duncan sobre las paradojas y callé. No debía interferir en el
presente porque el futuro podía cambiar, dejar de ser el que debía, y si aquello
sucedía, pensé aterrada, tal vez no volviera a ver a mis amigos jamás.
Le di las gracias y ella me pasó una tarjeta de su empresa para que me
pusiese en contacto con administración y les pasara la factura del tinte.
—En cuanto terminemos de pintar, quedaremos con usted para limpiarle el
suelo de la terraza y la barandilla. Imagino que lo harán otros compañeros de la
empresa. Tendrán que ir casa por casa, pero es lo que tienen estos incidentes…
Cerré la puerta y tras ella quedó Elda, que al marcharse me dejó allí, sola y
perdida en un tiempo que en ese momento no quería vivir. Senatón jugaba con
los pétalos de rosa que habían ido cayendo sobre mis pies descalzos.
—Bichito, me vas a arañar —le dije.
Me agaché para apartarlo y me encaminé al baño.
Debía quitarme la pintura lo antes posible si no quería que se me quedara
adherida a la piel y el pelo. La ropa era lo de menos, estaba segura de que ya era
irrecuperable, me dije al dejar las prendas en el suelo del baño, fuera del cesto de
la colada.
Entré en la ducha pensando en el giro que había vuelto a dar mi vida.
Estaba en el punto de partida, cuando mi presente todavía no se había roto en mil
pedazos, cuando aún lo tenía todo y Alán no me había dejado. Sin embargo,
había vuelto a perder. Sentía una tristeza similar a la que había experimentado
cuando Alán rompió conmigo. Elda, Ecles y Desmond no estaban a mi lado y su
ausencia me hacía daño. Sabía que para volver a verlos tendría que dejar que el
tiempo corriese, que los acontecimientos se sucedieran uno tras otro sin
interactuar con ellos, aunque supiera lo que iba a suceder en todo momento. Sin
embargo, probablemente ya había provocado una paradoja que, estaba segura,
cambiaría parte de los acontecimientos venideros. Me había dejado llevar por la
rabia y el dolor, y le había dado a entender a Alán que dudaba de su fidelidad,
que sabía de la existencia de Azucena, su compañera de trabajo: «Si lo dices por
el whatsapp que acabas de mandarme y al que no te he respondido, pues sí, lo
estoy, aun sabiendo que el inventario no dura lo que dices y que te tomarás la
última copa con tu compañera, a la que llevas todos los días a su casa».
Yo no debía saber que ambos se atraían, que aquella química casual
terminaría en una relación. Pero lo sabía y, sin pensarlo, sin sopesar lo que
podrían provocar mis palabras, se lo hice saber a Alán. Aquello, mi desconfianza
hacia él y hacia la relación de amistad que mantenía con Azucena, podía hacer
que su actitud con ella cambiase. Tal vez evitaría que esa relación se convirtiera
en un romance, en la historia de amor que desencadenó nuestra ruptura, y con
ello recuperaría a Alán. Pero en ese caso existía la posibilidad de que Ecles, Elda
y Desmond no volvieran a formar parte de mi vida. Estaba en un callejón sin
salida, enganchada en una órbita que me hacía girar alrededor de dos tiempos,
pasado y presente, sin que supiera en cuál debía apearme para no perder a
ninguna de las personas que quería.
Senatón maullaba sentado bajo el dintel de la puerta del baño. Lo miré
mientras me secaba el pelo. Él volvió a emitir aquel maullido largo y lastimero
con el que me pedía que lo aupase. Lo cogí en brazos y, pensativa, miré sus
pupilas negras y rasgadas.
—Bichito, ¿de verdad estás aquí? Porque, ahora que lo pienso, nadie, a
excepción del cartero y de mí, parecía verte. Elda te ha tenido delante y no ha
dicho nada. Dime, ¿eres eral?
Maulló de nuevo, como si me respondiese con una afirmación, y comenzó
a lamerme la frente con su diminuta lengua, que parecía un recorte de papel de
lija.
—Sí. Sí que lo eres. Y no sabes cuánto te agradezco que así sea. Soy una
bruja torpe y sin escoba, perdida en esta ciudad ruidosa y sin alma. Y me siento
sola, terriblemente sola —le dije con la pena que sentía deslizándose por mi piel,
mis gestos y mi mirada—. ¿Me ayudas a buscar mi escoba, el cajón y el libro?
Ya sabes, no hay bruja que se precie de serlo si no tiene un gato y una escoba, y
yo he perdido la mía. Tal vez si lo recuperamos, si rescatamos del futuro mi
libro, la gaveta y la escoba que Claudia me regaló, podremos volver a ser
nosotros; recuperaremos nuestro sitio en este mundo —le dije sin pensar en el
significado de mis palabras, como si estas fuesen una certeza y siempre hubieran
estado ahí, ocultas pero vivas.
CAPÍTULO 21
Me senté en el sofá con el paquete en el regazo. Respiré profundamente e
intenté recuperar la tranquilidad que había perdido ese día al tomar conciencia de
que el presente había cambiado, que ya no era el mismo. Cerré los ojos y, con las
manos sobre el paquete, antes de abrirlo, pensé en todas las dificultades que
había ido superando desde niña para llegar a ser como y quien era en aquel
momento. Recordé la inseguridad que durante un tiempo generaron en mí las
burlas de las que fui objeto por mis compañeros de orfanato. Evoqué a mi madre
y sus visitas nocturnas, el dolor que me produjo que se fuera de mi vida para
siempre, el desfile de parejas en busca de un hijo que nunca fui yo. Hice
memoria de las horas que pasé limpiando aulas y patios de colegios para
pagarme los estudios, el polvo que levantaban las cerdas de la escoba que
utilizaba para barrer las clases, las sillas sobre los pupitres y el olor a tiza y a
pizarra húmeda. Recordé mi primer sueldo: mi primer piso alquilado, mi primera
compra de ropa, mi primera noche de copas y mi primer amor.
Desde siempre, desde que tuve uso de razón, había sabido que era distinta
al resto y que aquello, mi condición de bruja, no iba a cambiar. No era un vestido
de quita y pon, ni un rasgo de carácter que se pudiera modificar. Mis cualidades
habían nacido conmigo y se irían cuando yo dejara de existir. Y aunque intentara
olvidarlas, hacerme la distraída, siempre iban a estar ahí. Se manifestaban en
forma de pétalos de rosa, en premoniciones e incluso en frases compuestas de
palabras desconocidas para mí que surgían de mis pensamientos cuando deseaba
algo. No podía escapar de ello, hiciera lo que hiciese no lo conseguiría jamás,
me dije mientras abría el paquete. Había llegado el momento de aceptar quien
era con todas las consecuencias, porque aquello, mi conformidad, el no renunciar
a mí misma, a mi procedencia, era la única opción, pensé, recordando cómo cada
suceso de mi vida, cada circunstancia, me había conducido al mismo lugar: a mi
cajón y al libro. A aquellos diez nombres de brujas que había grabados en la
madera. Ellas, me dije, fueron como yo.
El paquete que me había entregado el cartero contenía un informe de más
de cuatrocientas páginas sobre las brujas más antiguas, que hablaba de sus
orígenes y de la historia de cada una de ellas, siempre adherida al neopaganismo
y a la persecución que sufrieron. Parte de la información que contenía aquel
dosier se diversificaba y alejaba de la documentación clásica sobre este tipo de
cultos que aún permanecían vivos, como la Wicca. En la información aportada
por el documentalista que había confeccionado el dosier, se incidía en que existía
una religión aún más antigua que las conocidas, un culto que llevaba escondido
más de diez siglos. Este secretismo se debió a la persecución que sufrieron
cuando a las brujas adoradoras de la Luna se les comenzó a atribuir los males
que sufrían sus conciudadanos y de los que ellas no eran responsables. Desde
entonces las brujas que adoraban a Diana, la diosa lunar, se ocultaron y
desaparecieron, camufladas entre los mortales siglo tras siglo, tras borrar sus
huellas y esconder su evangelio. Encubrieron su condición para preservar a sus
sucesoras, sus conocimientos y la sabiduría que les permitía, entre otras cosas,
viajar en el tiempo y ser, en cierto modo, inmortales.
Entre ellas se citaba a Aradia, hija de Diana, la diosa lunar. La
documentación afirmaba que se la consideraba la primera bruja que, después de
ser un espíritu, volvió a la Tierra para defender a los suyos, proclamar su
doctrina y proteger a los desamparados. Así fue durante muchos años, hasta que
las persecuciones comenzaron y Aradia tuvo que desaparecer. Se llevó consigo
el verdadero evangelio de las brujas, que ella misma había escrito. Sin embargo,
según los datos que aportaba el dosier, Aradia no era la bruja más antigua de la
historia. La primera fue Alice Kyteler; nacida en el seno de una familia
adinerada descendiente de comerciantes flamencos asentados en el condado de
Kilkenny, Irlanda, llegó al mundo en 1280, treinta y tres años antes que Aradia.
Fue a ella a quien recurrió Aradia para que protegiera su evangelio.
En los documentos gráficos se aportaba el dibujo de un cajón de madera de
haya negra, igual que el mío, con símbolos pictos grabados en sus laterales. En
el pie de foto se decía que aquel cajón lo había construido Alice Kyteler para
proteger el evangelio de Aradia y que los símbolos eran los nombres de las
brujas que lo habían custodiado y protegido durante siglos. En uno de los
laterales había una piedra roja incrustada en la madera con la forma de un
pentagrama.
Al final de la documentación se hacía referencia al posible paradero del
evangelio y el cajón. Se afirmaba que había datos suficientes como para creer
que ambos objetos mágicos habían seguido bajo la protección de Kyteler hasta
que ella, acusada de brujería y de haber envenenado a sus maridos, tuvo que
ponerlos a salvo entregándolos a otras brujas. Cuando estas también fueron
perseguidas, el evangelio y el cajón viajaron a Escocia, donde permanecieron
durante siglos. Finalmente, un escocés se lo llevó a Galicia y lo custodió durante
toda su vida hasta que falleció. Tras la muerte del patriarca, la familia emigró a
Madrid. Por todo ello se afirmaba que el evangelio y la gaveta podrían estar en la
capital de España, en cualquier lugar recóndito y secreto, posiblemente
preservados por un descendiente directo de Aradia.
Abrí el sobre que se adjuntaba con la documentación. Era una nota en la
que un profesor de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de
Glasgow, Escocia, me indicaba que aquel informe era parte de la investigación
que había desarrollado un viejo amigo suyo, el doctor Duncan Connor, sobre
Aradia y el paradero del verdadero evangelio de las brujas. También me hacía
saber que aquel material había pasado a sus manos después de que Duncan
Connor desapareciera misteriosamente en España, en Madrid. Me aconsejaba
que tuviera precaución habida cuenta de lo que le pasó a su amigo, me deseaba
éxito en mi investigación junto con sus mejores deseos de salud y bienestar para
mí y los míos, y quedaba a mi servicio por si en algún momento necesitaba algo
más. También me enviaba saludos para Samanta, que, según la nota, era la
persona que nos había puesto en contacto. Se despedía con el lema de la
universidad: Via, Veritas, Vita; el camino, la verdad…
—¡Dios! ¿En serio? —exclamó Alán al entrar en el salón—. No puedo
creérmelo. ¿Llevas todo el día aquí, con las persianas a medias y alimentándote
de patatas fritas y bebidas azucaradas? ¡Son más de las nueve de la noche! ¿Qué
son todos esos papeles que hay por el suelo? —dijo, agachándose y recogiendo
varios folios.
—Información contrastada sobre la historia de Aradia y el evangelio de las
brujas —le respondí.
—Pero… si ya compraste ese evangelio. —Señaló la estantería, el lugar
donde se encontraba el ejemplar.
—Ya, pero ese no es el verdadero evangelio de las brujas —le respondí al
tiempo que iba apilando los folios ante su mirada incrédula—. Te lo dije y tú no
quisiste creerme. Ahora esta información lo demuestra, confirma mi teoría —
dije, levantando las hojas que ya había apilado—. Y tú, ¿no tenías inventario?
¿Lo habéis pospuesto?
—Te vi mal esta mañana. No me gustó lo que dijiste, lo que diste a
entender sobre mí y Azu. Te quiero, Diana, y no puedo permitir que pienses que
voy a serte infiel con nadie. Eso no sucederá jamás.
»No esperaba encontrarte otra vez así. De nuevo con esa maldita
investigación que te está robando la vida. Estás obsesionada. Entiendo tu
frustración, que quieras saber más, que intentes buscar a tus padres, pero tienes
que ser realista: te dejaron en ese cajón del mismo modo que pudieron hacerlo en
cualquier otro sitio. Nadie supo jamás quién lo hizo. Es prácticamente imposible
que se pueda seguir una investigación así, sin ningún rastro. Te has empeñado en
que ese cajón es una pieza original y que tiene un significado oculto, pero la
madera es de pino. Puedes encontrar piezas así en muchos mercadillos. Además,
aunque fuese antigua, no significa que tenga el valor material o histórico que tú
te empeñas en atribuirle.
A punto estuve de decirle que ese cajón no era el mío, que el mío se había
quedado en aquel ático, en el altillo del armario del dormitorio, pero no podía ni
debía hacerlo. Era evidente que, como había sospechado, mi comentario sobre su
compañera de trabajo había creado una paradoja de consecuencias imprevisibles.
De hecho, ya había variado acontecimientos importantes. Alán no se había
quedado a hacer el inventario. Estaba en casa, preocupado por mi estado de
ánimo.
—Puede que tengas razón —le respondí—, quizás deba descansar un
tiempo.
—No estaría nada mal. Quiero recuperar a mi chica. No te has dado cuenta,
pero te estás yendo de mi lado poco a poco y te echo en falta. —Se arrodilló
junto a mí y apartó un mechón de mi cabello, que me tapaba los ojos.
—Lo sé, es lo único que puedo decirte, que entiendo tu impotencia, pero te
pido que también tú entiendas la mía —le dije mirándolo fijamente.
—Escocesa, eres preciosa. —Él tampoco dejaba de mirarme, y yo me
estremecí. Lo hice porque echaba en falta sus dedos sobre mi piel y sus ojos
recorriendo mis labios, pero también porque, cuando me llamó escocesa, recordé
a Desmond y me dolió hacerlo—. Anda, vístete. Nos vamos. Hay luna llena y sé
de un sitio donde podemos contemplarla mientras cenamos.
—No creas que tengo muchas ganas de salir —expuse mientras seguía
apilando los folios esparcidos por el suelo del salón en un solo montón.
—No acepto una negativa, necesitas que te dé el aire. Además, tengo una
sorpresa: he localizado al propietario de la tienda de los cristales. Lleva tiempo
cerrada, porque la dueña falleció a los pocos meses de que yo comprase tu
colgante, pero su hijo me atendió por teléfono y quedé con él a la hora del
almuerzo. Es un tipo de lo más peculiar, se parece a Danny DeVito. Es tan
encantador y divertido como los personajes que suele interpretar el actor.
—¿Has estado en la tienda? —le pregunté, sorprendida y nerviosa.
—La abrió para mí. Me ofreció el cristal que quisiera, pero le dije que
prefería que fueses tú quien lo eligiese.
—Debe de ser muy amable —le comenté.
—Sí que lo es, pero creo que no está muy bien.
—¿A qué te refieres?
—Habla de su madre como si no hubiera muerto. Incluso me dijo que la
buena mujer vivía en uno de los áticos, aunque poco antes había manifestado que
falleció aproximadamente a los pocos meses de que yo adquiriese tu colgante.
Muy normal no es, eso puedo asegurártelo.
—Quizás no esté muerta para él. La muerte y la vida son muy relativas —
le respondí.
—Si tú lo dices… La madre le dejó una buena herencia, no solo el edificio
donde está la tienda, también varias plazas de parquin en la capital que le dan
unos beneficios que para mí los quisiera. Vamos, que herencias así mantienen
con vida a cualquier muerto. Con todo lo que le ha dejado, yo la canonizaría o la
convertiría en diosa pagana.
»Resumiendo, terminamos almorzando juntos. Me comentó que tenía todos
los pisos alquilados menos uno de los áticos y que hacía unos días habían
entrado en él y lo habían destrozado. Forzaron la ventana de la terraza y
desmontaron los armarios como si estuvieran buscando algo. Le pregunté si
tendría posibilidad de alquilárselo. —Alán guardó silencio a la espera de que yo
le dijese algo.
—¿Y? —le pregunté, encogiéndome de hombros.
—Subimos a verlo. Habría que pintar, arreglar la ventana de la terraza
porque después del robo no cierra bien y vibra el cristal, comprar algunos
muebles, pero merece la pena.
»Tiene un salón tan grande como todo este piso, aunque lo mejor es la
terraza. Podríamos instalar un telescopio para que todas las noches vieras la luna
y siguieras sus ciclos. Y si decides dejar de volar, que no digo que lo hagas —
puntualizó al ver la cara de mala uva que le puse—, tu ala delta cabría en la
terraza. Con el tiempo, podríamos tirar los tabiques y convertirlo en un loft. No
creo que Antonio nos pusiera pegas, porque solo aspira a tener todos los pisos
alquilados y no preocuparse del mantenimiento. El precio es la mitad de lo que
nos cuesta este. Además, seguiremos cogiendo el metro en la línea 6, la circular.
Es como si nos hubiera tocado la lotería; justo lo que ambos andábamos
buscando. El destino, es el destino, estoy seguro. He quedado este fin de semana
para ir a verlo juntos. —Me quitó el cepillo del pelo de las manos. Me recogió la
melena con la mano derecha y con la izquierda me acercó a él y, mirándome
fijamente a los ojos, me besó en los labios.
Mientras me besaba, sin quererlo, sin proponérmelo y sin saber por qué,
volví a pensar en Desmond. Lo hice durante aquel beso que me supo diferente y
antes de que sus labios rozasen los míos, también mientras me describía aquel
ático que tanto le había gustado y al que esperaba nos trasladásemos. El ático en
el que yo había comenzado a construir una nueva vida después de que él me
dejase por Azucena.
CAPÍTULO 22
Los acontecimientos comenzaban a precipitarse sin que yo pudiese hacer
nada para evitarlo, como si un hilo invisible tirase de mi vida y la condujese,
irremediablemente, al mismo lugar. Pero el futuro, aquel en el que yo había
vivido, ya no existía. Era imposible que llegara a ser el mismo, pensé recordando
lo que le había dicho a Alán sobre Azucena, su compañera de trabajo, y volví a
recriminarme lo impulsiva que había sido. Mi vida parecía seguir siendo igual a
la que era antes de conocer a Elda, Ecles y Desmond. Solo lo parecía, porque yo
ya no era la misma de entonces; había cambiado. Mis sentimientos, mis anhelos
y mis metas ya no eran los mismos. El amor que sentía por Alán seguía vivo,
pero estaba malherido.
Aquella noche, mientras él dormitaba en el sofá después de nuestra cena a
la luz de la luna, yo me quedé en el balcón con una copa de vino en la mano,
brindando al aire por mis amigos, a los que tanto extrañaba. Apagué las luces del
salón, bajé el volumen del televisor y volví al balcón con mi teléfono móvil para
escribir un mensaje a Samanta.
Cuando te vayas te echaré en falta. No sé con quién podré
compartir tantas y tantas cosas. A quién le hablaré sobre la soledad
que a veces ocupa mi vida. Te quiero, amiga.
Lo hice sin poder evitar sentirme triste, terriblemente triste y sola en
aquella casa, con Alán durmiendo, ajeno y, en cierto modo, indiferente a mi
soledad.
Ella no tardó en contestar:
Te llamo.
—A ver, cuéntame lo que te sucede —me dijo Samanta a través de la línea
telefónica—. Y no te consiento que me digas que nada, porque sé que no estás
bien. Te hacía tomando copas con Alán.
—Está durmiendo —le respondí.
—¡Qué divertido! —exclamó irónica—. ¿Qué te parece si le echas una
colcha por encima para que no se nos destemple, te paso a buscar y nos fugamos
a la sierra a tomarnos una copa? Conozco un sitio nuevo que cierra al amanecer,
como en la peli de Tarantino. Igual hasta encontramos a algún vampiro que se
merezca nuestra yugular. ¿Qué me dices?
—Estás fatal —le dije—. ¿Cómo voy a dejarlo aquí, sin despertarlo?
Además, mañana madrugamos.
—Lo de madrugar es una excusa barata. Y lo de Alán, un chantaje
emocional voluntario por tu parte, una cesión de tu tiempo y tu atención que no
se merece. Salís a cenar y a la vuelta se duerme… Pues déjame que te diga que
no tiene perdón y mucho menos se merece que ahora te preocupes de él. Ponle
una mantita por encima. Déjale a mano el botón del pánico, el de emergencia,
por si se despierta y se sobresalta. Anda, arréglate un poquito y vámonos…
Sorprendiéndome a mí misma, hice lo que me había indicado mi amiga y
no tardamos en reunirnos.
—Que conste que eres la responsable de este desbarre. Te echaré la culpa
de todo —dije al entrar en el coche.
—Le dejaste el botón a mano, ¿verdad? —me dijo riéndose—. Fuera
bromas, dime, ¿qué te pasa?
—No lo sé. Nuestra relación se deteriora a pasos agigantados —le
respondí.
Me habría gustado confiarle toda la verdad, lo deseaba y lo necesitaba,
pero solo le conté parte de ella porque no podía hacerle partícipe de lo que me
había sucedido en realidad. No quería que el futuro cambiase aún más de lo que
ya lo había hecho.
—No le des muchas vueltas. No merece la pena, pocas cosas tienen tanto
valor como para que dejes que te quiten el sueño. Deja que todo suceda por
inercia. Ya sabes, siempre te lo digo: la inercia funciona estupendamente cuando
se tienen dudas. Porque imagino que quieres seguir viviendo con él, que aún le
quieres. Dime que no me equivoco.
—Sí, por supuesto que le quiero, pero no sé…, nuestra relación no es la
misma. Algo ha cambiado y no acierto a saber qué es —le expliqué.
—Si te soy sincera, el hecho de que ahora esté durmiendo es muy
significativo. Si se abandona de esa forma, está claro que tú te irás yendo y,
cuando menos se lo espere, ya no estarás ahí, aguardando a que se despierte. Es
lo que suele pasar. La vida nos come poco a poco y en silencio. La mayoría de
las veces nos acomodamos, dejamos de luchar y, cuando abrimos los ojos, ya es
demasiado tarde, porque lo que pensábamos que era una cabezada se convirtió
en una señora siesta de pijama y orinal. Creo que Alán se ha acomodado. Eso, o
hay otra persona. Ahora lo que me preocupa es irme y dejarte así, encogida
como una niña pequeña, esperando su atención.
—Estaré bien. Pase lo que pase, lo estaré. No tienes por qué preocuparte.
Sabes que te tendré al tanto de todo, pero no creo que mi vida varíe mucho —le
dije nada convencida, pero intentando convencerla a ella.
—Te voy a dejar las llaves de casa. Si por cualquier motivo te ves en la
necesidad de irte a vivir allí, no lo dudes. No tienes ni que llamarme. Y no lo
digo solo por Alán, también por esta empresa chapucera en la que trabajamos.
Ya sabes que en los mentideros se comenta que van a hacer una reducción de
plantilla. Si es así, es evidente quiénes van a ser los primeros en caer. Ah, por
cierto, ¿te llegó la documentación que le solicité a mi amigo?
—Sí, sí, perdona, se me olvidaba decírtelo. ¡Qué calladito lo tenías! Fue
una sorpresa enorme. ¿Cómo localizaste ese estudio?
—Eso pretendía, que fuese una sorpresa, y veo que lo he conseguido. Se lo
pedí hace tiempo, cuando vi los símbolos de tu gaveta. Recordé que ya los había
visto antes, pero no sabía exactamente dónde hasta que, haciendo memoria, me
vino a la mente que fue en Escocia, en la facultad, en unos apuntes que tenía él
sobre su mesa —me explicó sonriendo.
—Es un informe completísimo. Un trabajo de investigación de años. Por
cierto, te manda recuerdos.
—La información no era de él. Bueno, en parte sí. La realizaba con un
amigo que, desgraciadamente, desapareció en circunstancias bastante extrañas.
Estoy segura de que si su colega siguiera vivo y supiese de la existencia de tu
cajón, no dudaría en venir a España para examinarlo. Incluso él lo haría. O sea
que ándate con ojo y no le comentes nada de tu gaveta, a no ser que quieras
tenerlo detrás de ti a todas horas. Además, puede darse el caso (bastante
probable, por cierto) de que tu gaveta sea más antigua de lo que pensamos. En
ese caso podrían requisártela. Nunca se sabe, igual es una pieza desaparecida de
algún museo. O sea que… ¡chitón! —exclamó, y se llevó el índice a los labios.
—Eres estupenda —le dije, dándole un beso en la mejilla.
—Se hace lo que se puede…
Cuando regresamos ya tarde, sin mordisco en la yugular y con más sueño
que vergüenza, Alán seguía en el sofá. Rompí la nota que le había dejado
diciéndole que salía a tomar una copa con Samanta, y me acosté sin él.
Al levantarme por la mañana descubrí que Alán ya se había marchado a
trabajar. Me había dejado la cafetera conectada, el zumo de naranja sobre la
mesa del salón y un folio al que había dado forma de ala delta con un «te quiero»
escrito en tinta de color azul. Un azul algo desteñido, como él. Aquello me supo
a disculpa, a los remordimientos que seguramente tuvo al levantarse y recordar
que me había dejado tirada tras una cena que debía ser el preámbulo de una
noche de velas, vino y sábanas con olor a sexo y rosas, pero que se había
convertido en una siesta, como dijo Samanta, de pijama y orinal. Una siesta que
me alejó aún más de él.
Aquella mañana decidí que me centraría en la información del dosier, pero
esta vez lo haría sin comentarle nada a Alán. Ni a él ni a nadie, pensé,
recordando la advertencia que me hizo Duncan el primer día que lo conocí. Él
me previno que no todos los que buscaban el evangelio de las brujas tenían las
mismas intenciones que él. Por ello, para que todo llegase a buen término, decidí
comenzar a volar en soledad.
Necesitaba recuperar mi cajón y el libro para comprobar si eran los mismos
objetos de los que hablaba la documentación que me había mandado el amigo de
Samanta, pero aún no sabía cómo iba a hacerlo. Se habían quedado en el ático de
Argüelles y no tenía la certeza de que aún estuvieran allí; pero si seguían en
aquel altillo, podría acceder a ellos, pensé esperanzada.
Por inercia, como decía Samanta, los acontecimientos me conducían de
nuevo a aquel lugar. Lo hacían de otra forma, en otras circunstancias, esta vez de
la mano de Alán, pero aquello era lo de menos, lo importante era recuperarlos. Y
así, por inercia, pasé la mayor parte del día en la oficina, dejándome llevar y
pensando que, durante muchos años, todo había estado frente a mí, a la vista,
pero yo me había negado a verlo. Todo pasa por algo, me dije. Queramos o no
reconocerlo, todo tiene un sentido y un porqué. Si mi cajón y el libro eran los
mismos de los que hablaba Duncan en su trabajo, probablemente yo era una
descendiente directa de Aradia y mi libro podía ser el verdadero evangelio de las
brujas, custodiado en el más estricto secreto durante siglos. Aquello podría
conducirme a tener al fin respuestas a las preguntas que me había hecho durante
toda mi vida, podría llevarme a entender el motivo de que me abandonasen a la
entrada de un hospicio, pero posiblemente también me abocaría a cruzar una
puerta en la que la realidad mágica, la brujería y la sed de poder se daban la
mano peligrosamente.
CAPÍTULO 23
Tomé un taxi para regresar a casa. Me sentía saturada por todo lo ocurrido
en los últimos días y no quería propiciar otro encuentro en aquellos túneles que
me angustiara aún más. Durante aquel mes había vivido demasiados incidentes,
demasiados cambios, y había asimilado demasiada información. También había
sentido y dejado de sentir demasiadas veces y en muy poco tiempo, pensé
levantando la mano para detener el taxi que circulaba con la luz verde encendida.
Al llegar a casa, encontré la puerta abierta y a Senatón inmóvil sobre el
felpudo marrón, quieto como si fuese una esfinge.
—Pero, bichito, ¿qué ha pasado?, estás temblando. —Lo cogí en brazos y
empujé la puerta con la punta del zapato, despacio y sin entrar—. ¿Hay alguien
ahí? —pregunté, alzando el tono de voz.
Nadie respondió. Dejé la puerta abierta y, con Senatón en brazos, entré. El
suelo del salón estaba cubierto por infinidad de pedazos de papel. Eran
fragmentos de los cuatrocientos folios que componían el dosier con la
información sobre la historia de Aradia y Alice Kyteler. Todo el material estaba
hecho pedazos, que habían diseminado por toda la estancia. Los trocitos eran tan
diminutos que, de no ser porque los cortes eran desiguales, cualquiera habría
pensado que habían introducido las páginas en una trituradora de papel. Además,
los laterales de la gaveta que me había regalado Ecles estaban desprendidos de la
base y parecía que los habían lijado. Y el libro, aquel libro idéntico al mío,
estaba al lado de la ventana de la terraza, en el suelo, sobre una bandeja de metal
que no reconocí. Lo cubría un líquido rojo, de un rojo encarnado que me recordó
a la tinta del bolígrafo del hombre de la gabardina, el mismo que se burló de mí
y me amenazó. El texto que había escrito en él no existía, se había fundido con
las hojas, que habían quedado convertidas en una masa blanca. Parecían plástico
que se hubiera derretido y luego solidificado. Las tapas rojas mostraban el
mismo aspecto, y al mirarlas me recordaron al lacre cuando es sometido a una
fuente de calor y luego se enfría. El libro estaba completamente deformado,
como si se hubiese encogido sobre sí mismo después de expandirse dentro de la
bandeja. Intenté recoger una muestra de aquel líquido. Si, como me había
parecido al verlo, tenía la misma composición que la tinta del bolígrafo de aquel
extraño individuo, quizás cuando recuperase mi libro y la gaveta podría poner un
poco de él sobre una página y ver qué sucedía. Cogí una de las jeringuillas que
tenía para la repostería. Me agaché junto a la bandeja y la acerqué con cuidado al
líquido, pero no puede introducirla en él, porque cuando la boquilla rozó el
líquido, este se endureció. Lo intenté varias veces con el mismo resultado: en el
instante en que la jeringuilla lo rozaba, el líquido se convertía en una masa
compacta y dura. Se contraía para, acto seguido, solidificarse. Se me antojó que
tenía vida propia y se estaba defendiendo. Me armé de valor e intenté tocarlo con
los dedos. Introduje primero el índice, después el resto. Al ver que no
experimentaba ningún cambio, decidí echarlo en otro recipiente, pero esta vez
con las manos. Cogí una botella de cristal y, ahuecando la palma, recogí un poco,
pero cuando tocó la boca de la botella se solidificó, convirtiéndose en una masa
dura y sin vida, y formó un arco desde mi mano hasta el vidrio. Lo deposité en el
suelo, junto a la bandeja. Durante unos minutos permanecí pensando qué hacer.
No quería que Alán lo viese, debía retirarlo antes de que él llegase. Podría
haberme deshecho de todo aquello, pero prefería comprobar con más tiempo y
tranquilidad qué era aquella sustancia. Fui a la cocina y cogí una tartera. Saqué
aquella masa amorfa en la que se había convertido el libro de la bandeja y la
puse en el suelo. Me sorprendió comprobar que de él no chorreaba ni una sola
gota de la sustancia en la que había estado sumergido. Incliné la bandeja sobre el
recipiente de plástico. El líquido cayó dentro de la vasija y, al entrar en el
recipiente, se unió a él. Los laterales de la tartera y su base pasaron de ser
plástico transparente a convertirse en una materia roja similar al metal que se
movía e iba adoptando una forma redonda. Vi que giraba sobre sí misma en el
suelo, como si fuese una vasija de un alfarero sobre el torno y unas manos
invisibles lo estuvieran modelando. Cuando el movimiento cesó, la tartera había
perdido su forma cuadrada y se había convertido en un bol redondo. Le di un
golpecito con los dedos. El sonido que produjo fue metálico y casi ensordecedor.
Se repitió durante unos segundos como el eco de un cuenco tibetano al ser
golpeado con el mazo de madera. Me recordó al que produjo mi libro cuando se
precipitó al suelo después de que Senatón lo tirase de la estantería. Cogí aquella
especie de arco que se había formado al intentar verterlo en la botella de cristal y
lo introduje en el cuenco. Entonces el bol comenzó a girar de nuevo hasta que el
trozo que yo había metido desapareció y pasó a formar parte de aquel cuenco
rojizo, de apariencia metálica. Su superficie era brillante y tan hermosa como la
luna de sangre que la persona o personas que estuvieron en el piso habían
pintado sobre el cristal de la ventana de mi salón.
Recogí todos los pedazos de papel, los restos del libro, la bandeja y lo
introduje todo en una bolsa de basura. Después limpié el cristal de la ventana del
salón para borrar aquella luna de sangre que parecía una advertencia, una
amenaza contra mí, y aireé la casa. Finalmente volví a la puerta de entrada,
quería comprobar el estado de la cerradura, si había sido forzada, pero parecía
intacta. Comprobé la hora en mi teléfono móvil, cogí la bolsa de basura y bajé a
la calle para echarla al contenedor. Debía darme prisa, Alán estaba al llegar y no
quería que encontrase ni un solo rastro de lo que había sucedido.
Cuando fui a depositar la bolsa con los trozos del dosier en el contenedor
de cartón y papel, no pude evitar recordar a Desmond. Cerré los ojos y lo
imaginé en la cabina de su DeLorean. Lo vi dirigiendo el remolque que
levantaba aquel inmenso contenedor lleno de palabras, de pensamientos y sueños
rotos o por cumplir, un mar de palabras que él recogería y desplazaría hasta otra
costa donde las olas romperían sobre ellas con voracidad hasta hacerlas
desaparecer. Me imaginé dejándole un mensaje en uno de aquellos papeles o
sobre la superficie de alguno de los cartones que llenaban el contenedor, como si
fuese el mensaje de un náufrago lanzado al mar dentro de una botella. Saqué uno
de los pedazos de papel de la bolsa, lo apreté entre mis manos y pensé en lo que
le escribiría: «¡Te echo en falta!». Solo le diría eso, nada más. Sabía que para él
sería suficiente, lo entendería, pensé. Abrí la mano y miré el papel. Sobre la
superficie vi aquel pensamiento, aquel «te echo en falta». Lo había escrito yo.
Sonreí y lo introduje en el contenedor deseando que le llegara.
Al día siguiente me despedí de Samanta en la terminal T4 del aeropuerto
Adolfo Suárez Madrid-Barajas. Lo hice del mismo modo y con la misma tristeza
que la otra vez, en aquel futuro que se me había escurrido de entre los dedos,
lejano y que acaso no volviera repetirse.
—Te echaré de menos —me dijo.
Nos abrazamos emocionadas.
—Todo irá bien. No olvides llevar tu coche, por si tienes que volver en
cualquier momento. Ya sabes, independencia por encima de todo —le dije.
—No creo que me dé tiempo a ningún tipo de escarceo. Los hombres
siempre restan tiempo y dan problemas. Aunque, la verdad, no me importaría
hacer un receso de vez en cuando, siempre que el tema no sea serio, ya sabes, no
quiero compromisos vitalicios. Soy un alma libre de cargas, sobre todo si estas
son contractuales.
—Nunca se sabe —respondí sonriente. Sabía que Samanta encontraría en
Egipto el amor que llevaba buscando desde hacía tiempo, por más que se negara
a reconocerlo.
—Si finalmente te mudas con Alán, mándame fotos. Quiero ver ese ático.
Eso sí, ni se te ocurra sacar el ala delta del club de vuelo, porque si le haces caso
a Alán, no volverás a volar con ella. Eso te mataría, mataría tu libertad. Eres un
alma libre, como yo…
No pudimos continuar hablando porque el resto de sus compañeros
llegaron adonde estábamos nosotras, al punto de encuentro de todos los que iban
a la excavación.
Cómo había cambiado todo, me dije mientras salía de la terminal. Mi vida
se encaminaba hacia un futuro más incierto de lo habitual, conocido, pero
inestable como un puente colgante de madera sujeto por sogas endebles,
demasiado débiles como para soportar los envites de los extraños
acontecimientos que en los últimos días acaecían cerca de mí. Al menos ella,
Samanta, mi amiga, encontraría en Egipto la estabilidad y el amor que todo ser
humano necesita para vivir, para ser feliz, pensé con una sonrisa.
Me mandó un whatsapp a los cinco minutos, cuando yo aún no había
salido de aquella inmensa terminal. Escribió «TE QUIERO» en mayúsculas y lo
acompañó de varios emoticonos de escobas y paraguas rojos, nuestros símbolos.
Yo no pude hacer otra cosa que pararme, apoyarme en la pared y llorar ante la
mirada de algunas de las personas que pasaban a mi lado, mientras mi bolso se
llenaba de pétalos de rosa. Eran rojos, rojos como la luna de sangre, como el
paraguas de la portada del libro que Alán me regaló, como la vela de mi ala
delta.
CAPÍTULO 24
Cuando Alán y yo llegamos a la cita con el propietario del ático, descubrí
que todo estaba igual a como lo recordaba: el ascensor con su puerta metálica y
obsoleta, las escaleras en forma de caracol con la barandilla de madera, vieja
pero brillante. Antonio había estado esperándonos sonriente en la acera, junto a
la puerta del portal, ataviado con aquel traje verde pistacho y sus peculiares
zapatos de claqué.
Una vez Alán nos hubo presentado, el hombre me miró fijamente y,
pensativo, me tendió la mano y dijo:
—¿Es usted escocesa?
Yo lo negué, como solía hacer cuando alguien me lo preguntaba, aunque en
aquellos momentos, después de todo lo vivido, las dudas comenzaban a
asaltarme. Quizás al final todos iban a tener razón y lo era, pensé, sonriendo a
Antonio y recordando la documentación del dosier de Duncan y mis conjeturas
sobre ella. Recorrimos las estancias siguiendo los pasos de Antonio y
escuchando sus indicaciones. Finalmente los dejé a ambos ultimando los detalles
del contrato de arrendamiento y salí a la gran terraza. Me apoyé en la valla de
ladrillo y contemplé aquella vista que tantos recuerdos me traía. Extrañé la vela
roja de mi ala delta plegada en el suelo y a Desmond observándome desde su
casa. Me pareció oír que decía: «¡Escocesa, estoy aquí! ¿Es que no me ves?».
Sabía que a aquellas horas tempranas Desmond no podía estar allí, bajo aquel sol
de justicia que comenzaba a caer implacable sobre las losetas de barro cocido
que formaban el piso de la terraza, pero me di la vuelta como un resorte. La
persiana de la casa permanecía bajada, como si dentro no hubiese nadie. En una
de las paredes laterales había dos palés apoyados, recién barnizados. Sonreí
recordando a Ecles. Volví la vista hacia la calle y contemplé el escaparate y la
puerta de la floristería. Amaya aún no estaba allí. Solo atendía el negocio
familiar durante la tarde, después de la facultad. Suspiré y cerré los ojos al
tiempo que el aire salía de mis pulmones. Había vuelto a casa, pensé
emocionada. Ahora solo era cuestión de tiempo, de esperar. Recuperaría a mis
amigos, tenía que recuperarlos, me dije.
—Viven de noche y duermen de día —comentó Antonio, señalando la
terraza de Ecles y Desmond. Había salido a la terraza con Alán y, al verme mirar
hacia la ventana de los vecinos, comenzó a hablarme de ellos—. Su apariencia es
tan peculiar como sus horarios, pero cuando los conozcáis —puntualizó
mirándonos a los dos— estoy seguro de que os caerán bien. Uno es conductor de
un camión de basuras y el otro, vigilante nocturno. Son trabajos muy apropiados
para su físico, porque, la verdad, no son muy agraciados. Pero ya os digo que
son muy buena gente. Desmond, el basurero conductor, lleva años cuidando de
la casa de mi madre —explicó, señalando la terraza derecha que lindaba con la
nuestra—. Se encarga de limpiar el polvo, ventilar y demás. Tiene llaves de la
casa, pero entra por la terraza cuando ya ha oscurecido porque es alérgico, creo
que me dijo que es albino. A mí me hace un favor impagable, porque soy
incapaz de entrar en la casa desde que ella falleció. Con sus horarios lo mismo ni
os veis.
Me di la vuelta y le dejé hablando con Alán. Fui hacia el dormitorio en
busca del altillo donde había dejado mi gaveta y el libro, pero el armario ya no
tenía maletero.
—Es el único que hay en el piso y no está vestido, pero es algo que estos
edificios no suelen tener…, me refiero a armarios empotrados. Mi madre se
empeñó en hacerlos en todas las habitaciones —explicó Antonio, que estaba
detrás de mí, observándome—. Ya le he dicho a tu novio que es el único
inconveniente de la casa, bueno…, y que esté sin amueblar.
—Y la pintura —le dije, mirando las paredes.
—Sí, sí, y la pintura. Tuve que lijar las paredes porque unos desalmados
entraron hace unos días, por eso tienen este aspecto tan desaliñado. No gano para
sustos y averías. Antes de esto se produjo una rotura que inundó el dormitorio.
Cuando ya lo tenía todo arreglado, entraron esos gamberros y llenaron las
paredes de dibujos. Las dejaron cubiertas de esas guarrerías que ahora llaman
arte pero que en realidad no son más que un despropósito. El que lo hizo, o los
que lo hicieron, debían de ser aficionados a la astrología o adoradores de la luna,
porque pintaron todos los ciclos lunares. Representaron las fases de la luna en
todas las habitaciones, una tras otra, como si las paredes fuesen un calendario
lunar. Ah, y pintaron una enorme luna de sangre ahí —dijo, señalando una de las
paredes del salón—. La policía me dijo que estos gamberros sin oficio ni
beneficio que entran en las casas ajenas se dedican a dejar su firma con ese
espray guarro que también utilizan para ensuciar la ciudad.
Al escucharle no pude evitar recordar la luna de sangre que habían pintado
en mi piso y relacioné los dos incidentes. Estaba segura de que habían sido las
mismas personas y que con toda probabilidad buscaban lo mismo: mi cajón y mi
libro.
—Ya le he comentado a Antonio —dijo Alán, dirigiéndose a mí— que nos
gustaría que estuviera pintado antes de entrar.
—Sí, no os preocupéis por eso. Una de mis inquilinas pinta fachadas en
una empresa, pero también hace encargos por su cuenta en algunas casas. Ya he
hablado con ella. Eso sí, le he pedido que lo pinte todo de blanco, es más
económico y si con el tiempo queréis cambiar el color será más fácil.
—Por mi parte está bien —le respondí, y miré a Alán, que asintió con un
movimiento afirmativo—. Y bien, entonces ¿cuándo podemos entrar a vivir? —
le pregunté.
—Pues estaría todo listo la primera semana de agosto, pero si queréis os
puedo dar las llaves hoy mismo y así podéis ir tomando medidas para los
muebles e incluso traer lo que queráis. Y, por supuesto, esos días no os los cobro.
—Veo que el armario no tiene altillo —dije cambiando de tema—. Es una
pena, porque los altillos de los armarios son muy socorridos para guardar
infinidad de cosas.
—Lo tenía —respondió, señalando el interior y mirando hacia arriba—.
Pero lo quité. Fue a consecuencia de la rotura de la que os he hablado. Uno de
los canalones de bajada pasa por el interior. —Indicó la tubería—. Tuve que
picar la pared, porque se atascó e inundó todo. Lo he dejado sin altillo porque, si
vuelve a suceder, la tubería estará a la vista y me ahorraré la factura del albañil.
Teniendo en cuenta lo que acababa de relatar Antonio, era evidente que el
altillo ya no estaba cuando los grafiteros entraron en el ático. Aquello, en cierto
modo, me tranquilizó, porque si las personas que habían hecho los dibujos en el
ático eran las mismas que habían entrado en mi casa, y todo indicaba que
probablemente fuera así, no habían tenido acceso a la gaveta ni al libro, pensé
esperanzada. Pero cabía la posibilidad de que cuando se produjo la rotura
estuvieran allí. No podía preguntarle a Antonio si en aquel altillo hubo alguna
vez un cajón de madera y un libro, porque mi pregunta no habría tenido sentido
ni razón de ser. Además, seguro que Alán pondría el grito en el cielo al ver que
yo volvía a las andadas, porque eso sería lo que él interpretaría si le hacía aquella
pregunta a Antonio.
—Bueno, entonces ¿te gusta? —me preguntó Alán.
—Sí, claro que me gusta —le respondí.
—Pues todos contentos —resolvió Antonio, tendiéndonos la mano a ambos
—. Vayamos a por el colgante de la señorita —dijo mirando a Alán—. No quiso
elegirlo hasta que usted no estuviera —me explicó sonriente.
—No es para mí —le dije.
—Enséñale el tuyo —me pidió Alán—, a ver si tenemos suerte y
encontramos alguno lo más parecido posible. Lo quiere para una amiga.
—No lo tengo. Se lo di a Samanta en el aeropuerto. No daba tiempo a
regalarle el que pensábamos comprar y quería que lo llevara puesto. Espero que
no te importe. Cuando regrese me lo devolverá y yo le daré el que le compremos
ahora.
Le mentí porque no podía decirle que mi colgante había desaparecido con
la gaveta y el libro. No me habría creído y preferí que se enfadase a que volviera
a insinuar que estaba obsesionada con aquellos objetos que para él no eran tan
importantes como para mí.
Me miró fijamente, clavó sus pupilas en las mías, apretó los labios y
esbozó una sonrisa agria.
—Lo siento mucho, no creo que encontremos uno igual, porque las piezas
son únicas —dijo Antonio, mirándome de soslayo, imaginando el lío en el que
me había metido al dar el colgante a Samanta—. Pero podemos buscar uno
similar —dijo mientras abría la puerta del local. Extendió el brazo, se apartó
ligeramente a un lado y nos indicó que pasáramos.
No recuerdo el tiempo que permanecimos dentro de la tienda que había
sido de la madre del casero. Solo conservo una imagen borrosa y distorsionada
de Alán y Antonio hablando, así como de las cajas con el interior forrado de raso
rojo que este último iba sacando y depositaba sobre el gran mostrador de
madera, antes de abrirlas para señalarme las piedras que contenían a fin de que
yo me decantase por una de ellas. Tampoco sé cómo ni cuándo elegí aquel cristal
malva con forma de media luna para Samanta. Lo único que aún permanece vivo
en mis recuerdos es la figura del hombre de la gabardina y el sombrero. Estaba
en la acera de enfrente, junto a la puerta de la floristería de Amaya, desde donde
observaba el escaparate de la tienda de Antonio con sus ojos de mirada fría y
oscura. Parecía estar midiendo los pasos o la distancia para, en cualquier
momento, echar a correr hacia la ventana, pensé observando su extraña quietud y
la fijeza de su mirada en el cristal del escaparate. Y así fue. De repente echó a
correr. Cruzó la calle en un instante impreciso en el que me pareció que
atravesaba los coches que pasaban justo entonces. Fue como si su cuerpo fuese
inmaterial, como si no existiera. Se detuvo en seco, a unos pasos del escaparate,
como si algo lo hubiese frenado de golpe. Yo respiré aliviada porque sabía quién
era y que tal vez había vuelto a buscarme. Lo intentó varias veces, pero ninguna
de ellas pudo acercarse lo suficiente al cristal como para tocarlo. Sin embargo,
no se dio por vencido y siguió intentando, una y otra vez, llegar al vidrio tras el
que yo estaba, al tiempo que estiraba sus dedos largos y delgados. La última vez
que lo probó lo miré fijamente, buscando en la profundidad de sus ojos aquella
amenaza que me había lanzado y las burlas de las que yo había sido objeto.
Sonrió, estiró los dedos en un movimiento que se asemejó al de las garras de un
felino y se encaminó hacia la entrada del local. Pensé que entraría, pero le
sucedió lo mismo que con el ventanal: no pudo acercarse a la puerta, se quedó
estático a unos pasos de ella.
—Viene a veces por aquí. Es inofensivo, debe de padecer algún tipo de
trastorno. No hay más que ver cómo va vestido, como si fuese invierno —me
dijo Antonio al ver que yo no le quitaba la vista de encima al hombre.
—Ven, deja de mirarlo tú también. Lo mismo se molesta —me indicó Alán
—. En estos casos es mejor no prestar atención.
Durante unos segundos el individuo clavó sus ojos en la entrada del local,
bajo el dintel, y acto seguido comenzó a caminar alejándose de la tienda. Me
agaché en el hueco de la puerta y pasé los dedos por el suelo. Las yemas se
llenaron de un polvo rojizo que parecía arcilla.
—¿Qué es esto? —le pregunté a Antonio, y se lo mostré.
—Es polvo de ladrillo. Mi madre lo ponía en la entrada y en las ventanas,
tanto aquí como en su piso. Ah, y también en el escaparate —dijo señalándolo
—. Es que ella creía en los conjuros de protección y, por supuesto, en las brujas.
Decía que el polvo de ladrillo protegía las casas y evitaba que entrasen espíritus
malignos o indeseados, que era una barrera contra el mal. Yo sigo manteniendo
su rito. Ella aún está aquí, al menos lo está para mí, y debo seguir protegiéndola.
Se lo prometí, le dije que lo haría siempre.
CAPÍTULO 25
Aquellos últimos días, antes de trasladarnos al ático, pasaron entre cajas
repletas de libros, vinilos y CD repartidas por el suelo del apartamento, con la
mayoría de la ropa guardada en los armarios de cartón que nos había
proporcionado la empresa de mudanzas. Nuestras voces resonaban en aquella
casa de paredes vacías, despojadas de cuadros, fotos y recuerdos. Alán y yo
apenas nos veíamos y, cuando lo hacíamos, solíamos caer uno al lado del otro en
el sofá, rendidos de cansancio. Sus horarios, los del sector retail, seguían siendo
un disparate para la vida en pareja.
Yo dejé de hablar de mi cajón, del libro y de aquella investigación sobre mi
pasado, y Alán también parecía haberse olvidado de ello. Sé que fue un respiro
para él, una especie de tregua por mi parte que le dio tranquilidad, que le quitó
un problema de encima, el de mi estabilidad emocional. Nuestra vida tomaba
otra ruta. Aquel itinerario era nuevo para ambos, diferente para cada uno de
nosotros. Alán planeaba llevar una vida más acomodada, libre de números rojos
en la cuenta corriente, de aquellos descuadres a final de mes que le ponían de los
nervios. Soñaba con montar una zona para escuchar música en aquel inmenso
salón, con alguna que otra fiesta en la terraza y en la posibilidad de cambiar de
coche, mientras que yo…, yo esperaba recuperar mi vida, la que había
construido con Elda, Ecles y Desmond. Me daba igual el color de los números de
la cuenta corriente, la ausencia de cenas y copas, dentro o fuera de casa, o si el
coche tenía un motor más o menos potente. Quería vivir como lo quería él, pero
de otra forma, en otro contexto y con otras prioridades.
Aunque en apariencia estaba más pendiente de mí, sus idas y venidas con
Azucena siguieron siendo diarias. La recogía para ir a trabajar y la llevaba a su
casa al final de la jornada. Era evidente, pensé, que tarde o temprano terminaría
surgiendo entre ellos una relación, que él me dejaría como ya lo había hecho en
aquel futuro que había vivido antes de tiempo. Pero esta vez no me dolería como
entonces porque, en cierto modo, yo ya me había marchado. Lo había hecho
hacía tiempo, tras las palabras de Elda y con la inocencia inteligente de Ecles.
Me fui en el momento en que comprendí que deseaba contar estrellas sentada en
el DeLorean, junto a Desmond.
Nos trasladamos a primeros de agosto, con un calor de justicia y con mi ala
delta que, desmontada y con la vela plegada, se dejaba subir como un pájaro
herido, enganchada a una polea, por la fachada del edificio. Quise llevarla
conmigo. Con ello pretendía reproducir aquellos acontecimientos que no parecía
que fueran a volver. Quise engañar al tiempo y así propiciar que Desmond, al ver
la vela roja, supiera que había regresado y, tal vez, despertar en él algún recuerdo
que poco a poco lo devolviera a mí.
—No entiendo por qué tienes que llevarla ahora. Aún podemos pagar el
alquiler del club de vuelo. Por el momento no es un gasto excesivo. Incluso nos
vendría mejor. En la terraza ocupará un sitio innecesario y estará a la intemperie
—insistió Alán, pero yo hice caso omiso a sus palabras.
Para él mi ala delta era un estorbo. Lo había sido por el miedo que le
provocaba verme volar, pero también por el gasto que suponía su
mantenimiento. Ahora lo era porque en aquella gran terraza ocuparía bastante
espacio y eso podía resultar un problema para las fiestas que tenía pensado
organizar cuando estuviéramos instalados.
Entramos a vivir cuando el olor a pintura fresca aún invadía las estancias
de la casa y con la alegría desmedida de Alán, que en vez de alquilar el ático
parecía haberlo comprado. Daba instrucciones a los empleados de la mudanza,
iba y venía tras ellos dirigiéndolos como lo habría hecho un niño que disfrutara
de un regalo inesperado. Era feliz, o al menos lo aparentaba. Durante los días
anteriores al traslado y en el de la mudanza no vi a Elda ni a Ecles, y tampoco a
Desmond, pero los sentía próximos, cercanos a mí. Estaban en el olor a barniz
que desprendía la barandilla de la escalera del portal, en el color de las flores de
la tienda de Amaya y en los rincones sombreados, las esquinas o los chaflanes
donde no daban los rayos del sol. Sabía que nos encontraríamos, no podía ser de
otra forma, pensé la primera noche, apoyada en la valla de la terraza, mientras
observaba cómo Amaya cerraba la verja de la tienda y después se encaminaba
hacia la boca del metro.
—Coloco los CD y cenamos —me dijo Alán con varios discos en la mano.
—Tranquilo, no tenemos prisa. Deberías parar un poquito, aminorar el
ritmo. Estás tan acelerado que parece que no hay un mañana —le respondí, y
volví a mirar hacia la calle.
—Buenas noches —me saludó alguien. Era Desmond, quien dejó varios
libros que llevaba en las manos sobre la valla que separaba nuestras terrazas. Al
oír su voz, el corazón se me encogió—. Soy Desmond. Imagino que Antonio os
habrá hablado de nosotros, de Ecles y de mí —explicó—. Quería presentarme
antes de marcharme a trabajar. Ecles me ha pedido que os dé la bienvenida de su
parte, no podía venir conmigo.
Alán se acercó a él y le tendió la mano.
Yo no podía moverme, fue como si me hubiera dado un ataque repentino
de apoplejía. Recordaba el anterior encuentro, aquel primer encuentro con él, tan
distinto al que estaba sucediendo en aquellos momentos. No sabía qué hacer o
qué decir. Tenía el corazón en un puño y el alma y los pensamientos
descarriados. Alán se encogió de hombros, me miró y levantó las cejas, dándome
a entender que no entendía mi mutismo. Entonces me acerqué a Desmond y le
tendí la mano. Él, en vez de estrechármela, se acercó y me dio un beso en la
mejilla. Un único beso que me bastó para saber que entre nosotros había
sucedido algo. Había ocurrido, estaba segura de ello, pero no sabía qué había
sido, en qué momento o lugar había pasado ni si volvería a ocurrir alguna vez,
pensé sobrecogida por la sensación turbadora que me produjo el roce de sus
labios.
—¿Son sobre brujería? —le pregunté, intentando airear el ambiente
enrarecido que se había creado a causa de mi silencio. Señalé los libros que
momentos antes había dejado sobre la valla de la terraza.
—No exactamente, pero se le acercan. Tratan sobre pócimas y ungüentos
preparados con plantas. Se los voy a prestar a una amiga. ¿Te gustan los libros
sobre brujería? —me preguntó.
—Más bien le apasionan —respondió Alán por mí.
—¿Quién de vosotros vuela en ala delta? —quiso saber, al tiempo que
señalaba la vela.
—Ella. Bueno…, volaba, hace tiempo que no la utiliza. Es por mi culpa,
me da miedo que le suceda algo —dijo Alán.
Me agarró por la cintura y me dio un beso en la mejilla, en el mismo sitio
donde lo había hecho Desmond hacía unos segundos. Sin embargo, el suyo fue
un beso diferente: no consiguió borrar el anterior, no deshizo el rastro que el
paso de los labios de Desmond había dejado en mi piel.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —dijo Desmond mirándome, sin
prestar atención a las palabras de Alán.
—¿Cómo? —repuse contrariada y nerviosa por la reacción que Alán podía
tener ante la falta de tacto de Desmond, que solo tenía ojos para mí.
—Como no respondes a nada… Todo lo dice él por ti —expuso, señalando
a mi novio.
Alán lo miró con expresión de gallo de pelea y, por unos momentos, tuve la
sensación de que estaba pensando en soltar un manotazo sobre el dedo índice de
Desmond, con el que lo señalaba sin el más mínimo respeto ni pudor.
—Perdona, estaba mirando los títulos de los libros. Lo siento, ¿qué me has
preguntado? —dije al tiempo que le daba a Alán un pequeño puntapié en el
tobillo, indicándole que se contuviera.
—No te preocupes. Te decía que tengo más libros sobre este tema. De
hecho, creo que tengo casi todo lo que se ha escrito sobre brujería. Bueno, para
ser honesto, no los tengo yo porque no son míos, pero los utilizo casi como si lo
fuesen. Pertenecen a la biblioteca de la madre del casero, de Antonio. Le cuido
la casa desde que ella, Claudia, falleció. Y, claro, tengo una especie de patente de
corso —me explicó.
—Antonio ya nos comentó algo sobre ello —le dije.
—Puedo prestarte los que quieras. A mí me apasionan estos temas, todo lo
referente a lo paranormal. La magia es tan necesaria en la vida como lo es el aire
para respirar y para volar en esa maravillosa ala roja que tienes ahí abandonada.
Espero que algún día me lleves a surcar el cielo contigo. Con tu permiso, por
supuesto —dijo, esta vez dirigiéndose a Alán, pero él no le respondió.
—Hace tiempo que no vuelo en ella y, aunque lo hiciese, no tengo la
preparación necesaria para llevar a nadie conmigo —le expliqué.
—Mañana, cuando busque los ejemplares en casa de Claudia, si quieres te
los paso y miras a ver si hay alguno que te interese. —Se volvió hacia la ventana
de su terraza y señaló un cajón de madera de haya negra con símbolos pictos
grabados en los laterales—. Ahí tengo unos cuantos, los estoy clasificando
dentro de esa gaveta. Es un cajón tan peculiar como los libros, por eso los
guardo ahí. Lo encontré en el altillo que había en vuestro ático. Ecles y yo
arreglamos una avería de agua. Antonio no lo quería para nada, pero a mí el
cajón me pareció una obra de arte —dijo mientras me miraba con una expresión
que me resultó demasiado familiar y que parecía esperar una respuesta mía, que
no le di—. Bueno, no os molesto más. Es tarde ya. Encantado de conocerle,
señor Castelar —dijo dirigiéndose a Alán y le tendió la mano de nuevo. Pero
Alán no respondió a su despedida, sino que dio media vuelta y entró en casa—.
Nos vemos, escocesa.
Cogió los libros y se marchó.
—Ese vampiro es imbécil —comentó Alán desde dentro del salón, pero yo
no le respondí. Aún seguía mirando la gaveta que Desmond había señalado y
que, sin lugar a dudas, era la mía—. Diana, ¿qué pasa? ¿Se te ha comido la
lengua el gato? —Estaba molesto—. ¿O fue el vampiro quien lo hizo? —
apostilló con sarcasmo.
—No le llames «vampiro» —le dije, haciendo un gesto con la mano para
que volviera a la terraza—. No sé a qué viene eso.
—Porque está a medio cocer, ¿o es que no has visto lo pálido que es? Y él,
¿por qué me ha llamado «Castelar»? Eso no te importa, ¿verdad? Que haya
insinuado que yo hablo tanto como lo hacía Castelar es de mal gusto, pero, claro,
para ti eso es lo de menos.
—No creo que lo haya hecho con mala intención. Es ocurrente, nada más
—le dije sin poder contener la risa, y le di un beso en la mejilla.
—Qué divertido, ¿no? A ti te parecerá divertido, pero a mí no me hace ni
pizca de gracia —replicó, aún enfadado—. Antonio dirá lo que quiera, pero este
tipo es un idiota, un impresentable. Te ha tirado los tejos en mis narices. Porque,
a ver, ¿por qué te ha llamado «escocesa»? —preguntó.
—Pues por lo mismo que me lo llaman otras personas —le respondí,
encogiéndome de hombros—, por mis rasgos físicos. Mucha gente lo hace. Tú,
sin ir más lejos, me llamabas así cuando comenzamos a salir, pero ya no te
acuerdas. Hay muchas cosas que has olvidado de mí. Te has acomodado, Alán
—puntualicé, pero él omitió mi comentario.
—Pues por eso mismo, porque recuerdo muy bien cómo y por qué te lo
llamaba yo, sé que es un oportunista y un impresentable. ¡No quiero volver a
verlo por aquí!
—Pues lo tienes un poco difícil —le dije—. Somos vecinos, estamos casi
pared con pared. Bueno, sin el «casi» —concluí, mirando el tabique de nuestro
salón que lindaba con el de Desmond.
—Voy a meter las pizzas en el horno, porque al final tú y yo terminaremos
discutiendo y es nuestro primer día aquí, ¡qué mal rollo!
—Creo que el único que quiere discutir eres tú —repliqué, pero no me
respondió. Se fue a la cocina y yo me quedé en la terraza.
Cogí el teléfono móvil y, tal como le había prometido a Samanta, le mandé
un whatsapp con varias fotos que había ido haciendo del ático:
Me he dejado llevar y, ¿sabes?, ha ido como me dijiste: la inercia de
los acontecimientos funciona.
Enseguida recibí su respuesta:
Me alegra leer eso, brujita. Tengo que contarte algo. Lo tuyo es
alucinante, nena. Una vez más, acertaste. ¿Cómo pudiste saberlo?
No lo entiendo.
Animada, le contesté:
Dale recuerdos de mi parte y dile que te trate bien. Mañana
hablamos, ahora no puedo, tengo a Alán con las neuronas patas
arriba y sin cenar.
Apagué el WhatsApp y al hacerlo noté que Senatón me daba empellones
en los tobillos. Lo cogí en brazos y, emocionada, le susurré al oído:
—Te echaba de menos. Pensé que no volvería a verte, bichito, creí que te
habías marchado para siempre.
—¿Es un gato? —preguntó Alán, que venía con los vasos y los hielos en la
cubitera—. Es feísimo, parece egipcio. ¿De dónde ha salido?
—Se llama Senatón —le respondí—. Lo pone en la chapa de su collar.
Sonreí feliz al ver que Alán ya podía verle, que poco a poco y por inercia
los acontecimientos se normalizaban.
—Se habrá extraviado —dijo él, sujetando la chapa para leerla—. Mañana
vas y lo llevas al veterinario para que le busquen el microchip. Seguro que es de
una de las casas cercanas. Pobrecito, tiene las orejas congeladas, y eso que no
hace frío. A saber el tiempo que lleva perdido por los tejados o las terrazas —
dijo acariciándolo y mirando después la terraza de Desmond—. Aunque lo
mismo es del déspota ese, de tu vampiro —concluyó irónico—. Oye, ¿no estarás
pensando en quedártelo? —me preguntó al ver cómo lo acurrucaba…
Me acerqué a la barandilla y contemplé la calle con Senatón en brazos. Vi a
Desmond despidiéndose de la florista y sus libros en las manos de ella. Antes de
irse miró hacia la terraza y sonrió. Tal vez él también me recordaba, pensé.
Quizás, me dije, apartando la vista de sus pasos. Los comercios iban echando el
cierre, el tráfico disminuía y el ruido ensordecedor de los motores de los coches
se iba atenuando. La luna expandía su claridad en aquel cielo sin estrellas.
Abajo, enfrente, un hombre alto y escuálido, vestido con gabardina, sombrero
negro y guantes, permanecía apoyado en una farola cuya luz se encendía y
apagaba intermitentemente. Parecía mirarme. Era la misma persona que había
intentado entrar en la tienda de Claudia el día en que Alán y yo compramos la
piedra malva. El mismo hombre que se hizo pasar por Elda en aquel futuro que
había perdido. El mismo que me llamó desde la tienda de Amaya. Aún iba detrás
de mí, siguiéndome los pasos.
—¿Tendrá hambre? —dijo Alán acariciando a Senatón—. Voy a sacar las
pizzas y cenamos.
No le contesté. Mis pensamientos estaban con aquel extraño individuo.
—¿En qué piensas? Te lo compro —me preguntó Alán al ver que no le
respondía.
—En lo que ha cambiado todo —le dije—. El futuro es imprevisible. No
existe.
Al día siguiente, antes de desembalar y sin despertar a Alán, busqué un
sitio donde poder adquirir ladrillos. Tuve que desplazarme al extrarradio, hasta
un polígono industrial. Lo hice con la imagen de aquel individuo grabada en las
retinas, con sus amenazas y sus burlas resonándome en los oídos, y con las
explicaciones de Antonio sobre el polvo de ladrillos dándome vueltas en la
cabeza y adecuando mis intenciones. Aún no había conocido a Claudia, esperaba
hacerlo, pero mientras eso sucedía, hasta que ella me entregase su escoba,
necesitaba recurrir a lo que fuese para protegerme de aquel extraño ser.
Alán se despertó casi a mediodía debido a los golpes que yo estaba dando a
los ladrillos que había comprado. No se acercó a la terraza hasta que dio el
primer sorbo al café, como era habitual en él.
—¿Desde qué hora llevas levantada? —me preguntó aún somnoliento, con
el cuenco rojo en su mano izquierda y el café en la derecha—. Por cierto, este
bol es precioso, ¿cuándo lo compraste? —Y lo levantó enseñándomelo.
Me incorporé como un resorte y se lo quité.
—Hace ya tiempo, en un mercadillo callejero. ¿Por qué lo has cogido? No
es para usarlo, no se puede utilizar. No quiero que se rompa —le dije alterada al
pensar que podía haber echado el café dentro de él, y lo coloqué con cuidado en
la balda más alta de la estantería del salón, que aún estaba vacía.
—Cielo, ese absurdo fetichismo tuyo con los objetos terminará dándote
problemas —me dijo al tiempo que me acariciaba la frente. Me cogió la mano y
al hacerlo enarcó las cejas—. ¿Qué es esto? —Estaba observando la palma y las
yemas de mis dedos, teñidas del polvo rojo de los ladrillos que había machacado
con un martillo—. Dime que no, que no es lo que pienso —añadió y, acto
seguido, miró al suelo, hacia la entrada de la casa.
—Sí, lo es —respondí, soltándome de él, y me dirigí a la terraza a por la
botella de cristal donde había ido introduciendo el polvo rojo.
—Sigues creyendo en la magia. Ahora no es la gaveta, que, por cierto,
¿dónde está? Hace tiempo que no la veo. Tampoco tu libro. —Miró las cajas de
cartón apiladas unas sobre las otras—. Ahora es ese cuenco tibetano y el polvo
de ladrillo de Antonio.
—Es curioso que, después de tres años juntos, ahora te molesten mis
supersticiones. Antes te encantaban, o al menos eso decías. Incluso me pedías
que jamás me convirtiese en una muggle, ¿recuerdas? —le pregunté desafiante.
—Me siguen gustando, todo lo tuyo me gusta, solo que no quiero que
vuelvas a obsesionarte. Ese polvo no sirve para nada, es una creencia absurda —
dijo, y se agachó bajo el marco de la puerta de entrada del ático—. Explícame,
¿cómo va a protegerte algo que se va con un simple soplido? —expuso, seguro
de lo que decía, y sopló sobre él con todas sus fuerzas. Sin embargo, el polvo
rojo no se movió ni un milímetro de donde yo lo había colocado.
—Eres un muggle, Alán, y lo peor de todo no es eso, lo peor es que no
quieres dejar de serlo. Te falta fe. Y sin fe la existencia es de plástico, no tiene
vida. Se recicla una y otra vez, sí, pero todo lo que nace de ella está igual de
muerto que lo estaba al comienzo.
Él seguía intentando retirar el polvo rojo del suelo sin escucharme.
—Le has puesto algo para que se fije, ¿verdad? —me preguntó, aún
incrédulo.
Me agaché y pasé la yema de los dedos por encima. El polvo se adhirió a
ellos y se lo mostré.
—Bueno. No sé lo que habrás hecho, pero que te quede claro que solo
pretendo que estés bien, que no vuelvas sobre tus pasos. No quiero que te
obsesiones de nuevo…
Sabía que Alán no conseguiría retirarlo, que, hiciese lo que hiciese, aquel
ladrillo triturado seguiría allí aunque pasase sobre él un tornado. Lo había puesto
yo y lo había hecho con esa intención, con esos pensamientos, con el deseo
profundo y firme de que me protegiese, y eso era lo que estaba haciendo:
protegerme.
Había que tener cuidado con lo que se deseaba porque podía cumplirse, me
dije, recordando el pedazo de papel en el que le había mandado un mensaje a
Desmond, aquel trozo de papel que recogió mis pensamientos, mis deseos, y los
trasformó en palabras sin que yo las escribiese. En aquellos momentos estaba
segura de que podía hacer muchas cosas que para los muggles siempre serían
incomprensibles.
Esa noche Alán se acostó rendido. Se había empecinado en terminar de
desembalar aquel mismo día y no paró hasta conseguirlo. Apagué la luz del
dormitorio y lo dejé en la cama, porque yo, a pesar del cansancio, no podía
dormir. Habían sucedido demasiadas cosas, demasiados acontecimientos
extraños, demasiados sentimientos que no podía ni quería controlar… También
quedaban demasiadas incógnitas por resolver.
Entorné la puerta y salí a la terraza. Desplegué la vela roja, cogí uno de sus
extremos y lo puse sobre mis hombros. Al hacerlo, comenzó a soplar el viento,
que levantó parte de la tela. Debía prepararme para volver a surcar el cielo. Tal
vez no necesitase escoba para volar, como había dicho Claudia, pensé mirando
hacia su terraza. Quizás nunca la había necesitado, me dije acariciando el tejido
de la vela que se había adherido a mis hombros como si fuese parte de mi piel. A
fin de cuentas, era una bruja, siempre lo había sido y siempre lo sería, pensé
mientras me elevaba en el aire. Y, al hacerlo, fui consciente de que mi historia, la
historia de una bruja contemporánea, había comenzado en aquel momento. Mi
futuro aún no estaba escrito, pensé recordando todo lo que me había sucedido
ese verano y todo lo que aún quedaba por pasar.