Colección: Palabras Mayores
Editorial: Leer-e
Director editorial: Ignacio Latasa
Diseño portada: Leer-e
© Juan Madrid
© de esta edición, 2013
Leer-e
www.leer-e.es
ISBN: 978-84-15858-09-6
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almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso escrito del
editor. Todos los derechos reservados.
Distribuye: Leer-e 2006 S.L.
C/ Monasterio de Irache 74, Trasera.
31011 Pamplona (Navarra)
Juan Madrid
Gente Bastante Extraña
A Emir Kusturica, cuyas desbordantes películas me han inspirado este libro.
... la escritura desatada de estos libros da lugar a que el autor pueda
mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que
encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la
oratoria; que la épica también puede escribirse en prosa como en verso...
(El canónigo de Toledo diserta sobre la construcción de las novelas ante don
Quijote, Sancho y el cura.Don Quijote de la Mancha, I, 47)
I
El hombre que se hacía llamar Román Káramazov pulsó el timbre de la
puerta de una de esas pequeñas clínicas de lujo, semiocultas por la
vegetación y las tapias, tan frecuentes en Ginebra. Llevaba un pequeño
maletín de viaje y si alguien se fijaba en él con atención sorprendía en sus
ojos amarillentos una mirada inmóvil y demasiado atenta, como la de
algunas serpientes.
Abrió la puerta un hombre vestido enteramente de negro. Román
Káramazov lo miró sin decir nada.
—¿Tengo el honor de hablar con mister Káramazov ¿Román Káramazov —
le preguntó el hombre de negro con un ligero acento alemán.
—Puede usted llamarme así —respondió el aludido.
—Soy J. B. Repstein. El doctor J. B. Repstein.
—¿Y bien?
—Sírvase acompañarme, por favor.
Atravesaron un vestíbulo lujoso, vacío y sin adornos superfluos, hasta llegar
a la puerta de un ascensor. El hombre vestido de negro pulsó un botón y las
puertas se abrieron en silencio.
Pasaron dentro y J. B. Repstein pulsó el último piso.
—¿Ha tenido un buen viaje, mister Káramazov?
—Espléndido —contestó éste.
Un avión privado lo había recogido en el aeropuerto internacional de
Karachi, donde se encontraba realizando un trabajo, y lo había conducido a
la zona de aviones privados del aeropuerto de Ginebra, donde le aguardaba
un coche silencioso y rápido. La magnitud de la cifra que había mencionado
en Karachi el emisario de J. B. Repstein había provocado, contra su
voluntad y principios, el abandono de la tarea por la que había acudido a la
capital del Pakistán.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Román Káramazov siguió al
hombre de negro que caminó por un salón decorado con muebles jamás
usados por nadie. Otros hombres, también de negro pero más corpulentos,
se apoyaban en silencio en las paredes. Llegaron a una puerta y J. B.
Repstein le dijo:
—Ahora entraremos en una cámara de desinfección. Tendrá que quitarse
sus ropas y ponerse otras especiales.
—Nunca he tenido problemas en quitarme o ponerme ropas —contestó éste.
La habitación parecía la antesala de un quirófano en un gran hospital
moderno. Le aguardaban dos figuras humanas embutidas en lo que parecían
uniformes de astronautas.
El hombre de negro comenzó a desabotonarse la chaqueta. Román
Káramazov lo imitó. Ambos, vestidos de astronautas, desembocaron en otra
habitación blanca y abovedada, bañada de un extraño resplandor azulado
que parecía surgir de una enorme lámpara situada en lo alto de la bóveda. El
centro de la habitación estaba ocupado por algo que parecía un sarcófago o
una cama de hospital, cubierta por un cristal esferoidal. Dentro había una
figura humana tapada por una sábana. Innumerables tubos y aparatos que
lanzaban destellos metálicos flanqueaban el lecho. Dos figuras, también con
aquellos extraños trajes, se mantenían en actitud de espera a ambos lados de
la esfera.
Con la escafandra, la voz de J. B. Repstein tenía un marcado tono sepulcral.
—Avancemos unos metros. Usted tendrá el honor de escucharle durante un
minuto.
—¿Es necesario todo esto?
—Ha insistido él mismo. Quiere conocerlo.
Román Káramazov observó cómo la cama se doblaba por la parte superior
hasta que pudo distinguir la figura humana a través del cristal. Era un
hombre increíblemente viejo, de rostro ancho y plano, flaco y calvo, con la
sombra de un bigotito bajo la nariz, los ojos cerrados y rasgos indefinidos.
Su cara apergaminada y sin vida semejaba una máscara. Antes debió ser
corpulento, quizá gordo, dedujo Román Káramazov, que no pudo evitar una
ligera zozobra. Aquel rostro le recordaba a alguien, muerto más de treinta
años atrás.
A menos de cuatro metros de la cama, J. B. Repstein detuvo a Román
Káramazov con un gesto y dijo:
—Señor W. D., ha llegado mister Káramazov.
Los párpados del hombre de la cama se abrieron lentamente.
—¿Es quien yo creo que es —murmuró Román Káramazov.
—Silencio —le contestó J. B. Repstein—. Jamás debe pronunciarse su
nombre.
Pasó un buen rato antes de que la momia preguntara con voz chillona y
distorsionada por el sistema de altavoces:
—¿Mister Káramazov —la voz retumbó en la habitación.
—Sí, soy yo —contestó éste.
Hubo otra larga pausa. Después volvió a escucharse la voz.
—Acerqúese un poco más.
El doctor J. B. Repstein volvió a empujarlo.
—¿Es usted tan bueno como dicen?
—No, soy aún mejor.
Otra pausa.
—¿Le gustan mis películas, mister Káramazov?
—No sabría decirle.
—A todo el mundo le gustan mis películas.
—Dígale que le gustan —susurró J. B. Repstein.
—He querido decir que no sabría decirle cuál me gusta más.
—Entiendo.
Otra pausa.
—Se trata de encontrar a un hombre, mister Káramazov; Repstein le dará
los detalles.
—Ésa es mi especialidad, señor W. D. —respondió Román Káramazov.
Hubo otro silencio y Román Káramazov pensó que aquello era
sencillamente imposible. Ese anciano momificado había sido enterrado. Él
mismo había leído la noticia en los periódicos cuando era joven.
—Tiene que conseguir algo que me interesa mucho, muchísimo, y que tiene
ese hombre que debe encontrar... Es un líquido, quizá agua, la última vez
parecía agua. Ahora quizá sea otra cosa, pero líquida. Puede que la tenga en
una cantimplora, en una botella...
La voz se hizo inaudible y J. B. Repstein agarró del brazo a Román
Káramazov con intención de retirarse, pero la voz volvió a oírse.
—Tráigame esa agua, tráigamela y le estaré eternamente agradecido.
—No necesito su agradecimiento. Con los diez millones de dólares que me
van a pagar me doy por satisfecho.
—Después, mátelo, mister Káramazov. Pero dígale antes que va de mi
parte. Quiero que se entere.
II
Marie Lou Coopi, la dependienta del Save to Women Life, la mejor
boutique de ropa interior del troisième arrondissement, a juicio de muchos,
le sonrió a la mujer alta y extraña que parecía mulata o demasiado morena,
y que manoseaba la colección de sujetadores, ligueros y bragas de Enrico
Verossimo.
—¿Puedo ayudarla —le preguntó Marie Lou—. Si me permite le diré que
ha elegido la mejor colección de esta temporada. Verossimo es un auténtico
artista, sabe lo que verdaderamente nos gusta a las mujeres.
—Ningún hombre sabe lo que verdaderamente nos gusta a las mujeres,
querida —le contestó Desdémona Cagún Delapierre, que se hacía llamar
Dedé—. No tienen ni la menor idea.
Marie Lou mantuvo la sonrisa. Dedé tenía un collar de cuentas rojas
apretado al grueso cuello y una manera de mirar que le inquietaba. Parecía
taladrarla. Le embargó una incesante inquietud ante la presencia de aquella
mujer de más de un metro ochenta, todo músculo, que apenas si tenía
pechos. Si hubiera sabido algunos de los factores que habían marcado la
vida de esa mujer se hubiera asustado de verdad.
—Quiero decir...
—Sé lo que quieres decir, querida. No te empeñes. Es mejor que cierres el
pico y te mantengas calladita.
Maxie Lou apartó la mirada hacia las clientes de la boutique que se
deslizaban como sombras incorpóreas entre los mostradores color crema y
la decoración New Bauhaus. La encargada, madame Colet, atendía en ese
momento a dos damas que parloteaban con ella. Robert, el fornido
vigilante, parecía una estatua de piedra en la puerta.
La extraña mujer ya había apartado media docena de bragas y sujetadores.
—Umm, éstas no están mal —Dedé las levantó y añadió—, aunque ella no
lleva ropa interior de ninguna clase. No quiere, es una cabezota.
—¿Quién?
—¿No creerías que todo esto es para mí, verdad, encanto Todo esto es para
ella, para mi niña, aunque no creo siquiera que se lo ponga. Sus pechos no
paran de crecer y crecer y ya no puede andar por ahí mostrando los pezones
bajo las blusas. Y no digamos su manía de no llevar ropa interior de
ninguna clase.
—¿Qué?
—Quiero decir que no lleva ninguna clase de ropa interior, ni en invierno ni
en verano.
—¡Oh!
—Sí, querida, lo que acabas de oír. En ninguna estación. Y no sé si se debe
a que quiere ser escritora. Aunque como no conozco a ninguna, no puedo
opinar con conocimiento de causa. ¿Tú qué opinas?
—Realmente...
—No creo que opines nada. Lo malo es que los tíos, sencillamente, no lo
entienden y se vuelven locos. Ya te he dicho que quiere ser escritora,
¿entiendes?
—Claro, lo entiendo.
—No, tú no entiendes nada, querida. No te empeñes, limítate a hacer tu
trabajo y nada más. Voy a llevarme éstas.
Dedé le mostró media docena de bragas y otros tantos sujetadores.
—Demuestra tener un excelente gusto, si me lo permite. A su... quiero
decir, a esa niña le encantarán. Estoy segura.
—No creo, pero de todas maneras me los voy a llevar. Por probar no se
pierde nada. Es lo que yo digo siempre, perder una batalla no significa
perder la guerra.
—Se volverá loca cuando vea lo que le lleva. Se lo aseguro. Servimos a
prácticamente todas las Casas Reales. La difunta princesa Diana, sin ir más
lejos...
—Eso no servirá, ella es decididamente republicana.
—No veo inconveniente en que una jovencita de...
—¿Puedes dejar de parlotear de una vez y envolverme esto?
Marie Lou tragó saliva con fuerza.
—¿Va a pagar en cash o con tarjeta de crédito?
Dedé dejó sobre el mostrador una Visa Oro.
—Con tarjeta, por supuesto.
—¿Puede identificarse?
—Querida, yo no necesito identificarme.
Marie Lou fijó sus ojos en los de la mujer y sintió que estaba viajando a
velocidad de vértigo por algún túnel. Los ojos eran negros, pero en el fondo
había manchas azules, como en un mar lejano. Quiso mirar para otra parte
pero ya estaba cayendo en aquel túnel sin poder agarrarse a nada, con su
voluntad en manos de esa extraña mujer.
—Claro, usted no necesita identificarse.
—Pues entonces haz tu trabajo.
III
David Joseph Goldman, psiquiatra adscrito a la Interpol, se arrellanó en la
butaca anatómica de cuero de su despacho de la rué Rivoli y contempló al
hombre que le sonreía con candidez, sentado frente a su mesa.
—Ha mejorado usted mucho, señor Prescott.
John Prescott G. cruzó la pierna izquierda y la pernera del pantalón mostró
un trozo de papel escrito, encajado en el zapato. Leyó lo que había escrito
en él con disimulo y respondió:
—John Prescott G punto.
—Vaya, ¿por qué quiere mencionar su nombre completo?
El aludido se encogió de hombros.
—Muy bien, ahora permítame preguntarle: ¿De dónde viene la G punto,
señor Prescott?
Volvió a mirar el papel del zapato.
—De García, mi madre era cubana.
—Notable, sí, muy notable. De modo que mi tratamiento le ha hecho
efecto.
Volvió a arrellanarse en el sillón. Lo que tenía enfrente, ese hombre tan
fuerte, tan ancho de hombros, era el resultado de su buen hacer, de su
perspicacia en el tratamiento. Quizá debería escribir un artículo y publicarlo
en el Boletín Psiquiátrico. Mejor en la revista Nature. Dos semanas antes
ese hombre fornido no sabía siquiera su nombre, no tenía pasado y ahora
había recobrado la memoria por completo, o casi.
—¿Puede decirme qué día es hoy, señor Prescott?
—Por supuesto —contestó y se rascó la pierna con cuidado—. Hoy es
martes y son... —consultó el reloj— las diez y media de la mañana. Y estoy
aquí, con usted... —pasó la mirada detrás del psiquiatra, hacia la pared
tachonada de diplomas, y añadió—: con mi psiquiatra, David Joseph
Goldman.
—¡Fantástico! —exclamó el psiquiatra—. ¿Quiere usted decirme ahora
quién es usted?
—Eso es muy fácil.
—Bueno, hace dos días no lo era. No se acordaba siquiera de su nombre.
Sus recuerdos apenas si llegaban a una hora. ¿Lo recuerda?
—Por supuesto.
—¿Qué le pasa en la pierna?
—Se me ha dormido.
—Vaya.
—Me llamo John Prescott G punto, nacido en Ciudad de La Haba...
—¿Por qué se detiene?
—No sé, es que es muy fácil.
—A pesar de eso, dígalo. Me estaba usted diciendo que ha nacido en La
Habana, continúe.
—...en La Habana, en 1950...
—¡Maravilloso! ¡Continúe, no se detenga!
—... soy teniente de la policía metropolitana de la ciudad de Nueva York,
adscrito a la oficina europea de la Interpol, en París, con el grado de...
—¿Por qué se detiene?
John Prescott G. adelantó la mano y le dio la vuelta al papel en el zapato.
—... de inspector jefe en la sección 15.
—Muy bien, señor Prescott, es usted asombroso. Un caso único. Ninguno
de mis pacientes ha reaccionado tan rápidamente al tratamiento de
electroshock. Aunque tengo que reconocer que he tenido digamos que una
cierta aprehensión por la cantidad de electroshocks que usted ha recibido. Si
nos pasamos lo más mínimo podría convertirse en un loco homicida. Dios
sabe qué reacciones incontroladas podrían desencadenarse.
—Quería pedirle un favor. Ahora que estoy curado me gustaría volver al
trabajo. ¿Comprende Creo que me sentaría bien. En mi casa me aburro.
David Joseph Goldman se puso en pie bruscamente y John Prescott G.
deslizó la pierna al suelo y se bajó la pernera del pantalón.
—Quizá sea demasiado pronto, señor Prescott.
—Gracias a usted estoy curado.
—Lo sé, lo sé. Pero...
El psiquiatra se acercó a su paciente y observó la cicatriz que partía de la
parte superior de la oreja izquierda, desaparecía un buen trecho y volvía a
aparecer en la nuca para continuar su camino hasta la parte superior de la
oreja derecha.
—Cuando le crezca el pelo, apenas si se le notará.
—Todo gracias a usted.
Era normal ese sentimiento de agradecimiento infinito en los pacientes. Ya
estaba acostumbrado. Se ponían en sus manos como niños pequeños. Él era
como un padre para ellos. Así era y así tenía que ser.
—Y a los cirujanos. No olvide a los cirujanos.
—Sí, y a los cirujanos, por supuesto. Pero usted me ha devuelto la memoria.
O sea, la vida. Sin memoria no hay futuro y sin futuro... De todas maneras...
—¿Qué?
—Deseo volver al trabajo. Eso me ayudaría.
David Joseph Goldman le dio unos golpecitos en la espalda.
—Me gusta su coraje, ¿sabe?
IV
Regina María de la Concepción Teodulda Sartoris Dos Santos permitía que
la llamaran Regina a secas sólo dos o tres personas de entre todas las que
conocía. Al resto de la humanidad no le daba ninguna oportunidad de que la
llamaran por su nombre, bastaba simplemente con que le dijeran «Ella».
Separó de sus labios la borrosa fotografía del hombre de rostro atezado y
cabellos blancos y exclamó:
—¡Lo he encontrado, Dedé, lo he encontrado!
Dedé gruñó algo desde el sofá de la suite «Sueños de amor» del Crow
Grand Hotel, situada en el piso diecinueve, justo al lado de la Tour Eiffel, y
aguardó a que Regina siguiera hablando. Desparramados por la habitación
se amontonaban diarios y revistas en cinco idiomas, prácticamente de todo
el mundo. Regina bailoteaba con un recorte en la mano del Cronicle of
Dakar de la semana anterior.
—¡Mira, aquí está, no lejos de Freetown! ¡Sabía que lo encontraría!
Regina volvió a besar la fotografía arrancada de un periódico y se lanzó a
ejecutar de puntillas el doble paso del ballet Cascanueces.
—¡Escucha lo que dice aquí! —Regina leyó—: «Freetown (Sierra Leona),
21 de marzo, de nuestro corresponsal Dahito Forever. Los temibles rebeldes
hutus del general Mabarreto siguen haciendo de las suyas en la región
boscosa del alto Ururu, a unos seiscientos kilómetros al nordeste de la
capital, no muy lejos de la frontera de Guinea Conakri. Este corresponsal,
poniendo en juego su vida, contactó días pasados con la columna del
coronel legalista Malewo Tongo que acampaba a la orilla del Ururu, en lo
más intrincado de la selva. El coronel Malewo, un valiente soldado, antiguo
cabo de la Armée française, famoso por sus victorias y por los infundios
contra su persona elaborados por el imperialismo, el capitalismo occidental
y los enemigos del régimen, es el hombre fuerte del general Milton Negoro
Macristi, ministro del Interior del actual gabinete del presidente en
funciones Magemba Nato. El coronel Malewo Tongo declaró nada más ver
a este corresponsal: “Me alegro de tropezar con la prensa internacional, a
ver si se acaban de una vez las habladurías totalmente infundadas sobre mi
persona”. Este corresponsal fue obsequiado con frutas, agua, vino francés y
carne de mono asada, que compartió en total fraternidad con la alegre tropa,
todos sanos y buenos muchachos que se mostraron amables y solícitos con
su persona. Al terminar la frugal comida, este corresponsal preguntó por el
origen de las orejas y manos ensartadas en alambres y juncos que algunos
de estos valientes luchadores por la libertad de su patria llevaban prendidas
del hombro. “Las hemos cogido como recuerdo de los muertos del general
Ojén Mabarreto, ese perro traidor y salvaje que hace empalar a los
prisioneros y que no cumple ninguna de las disposiciones de la
Convenciones de Ginebra de 1914 y 1921, ratificadas por las Naciones
Unidas en 1948 y 1962”. Mientras que otro añadió: “Las llevamos para que
el mundo sepa lo que hacen esas fieras sanguinarias, esas alimañas de
Mabarreto, que el diablo se lo lleve”. Mientras este corresponsal sacaba
fotografías y departía en entera libertad con los disciplinados y sin embargo
alegres soldados del coronel Malewo, pudo captar con su cámara al otro
lado del río a un hombre blanco, muy moreno, de unos sesenta años y de
cabellos canos, que parecía deambular por el campamento como Pedro por
su casa. Al preguntar si se trataba de algún consejero o de un periodista
extranjero, se le contestó a este corresponsal que ellos no tenían ningún
consejero. Se las bastaban solos para acabar con las hienas de Mabarreto y
su pandilla. También se le dijo que “tampoco es un periodista. Los
periodistas no nos gustan. Son embusteros y están pagados por el
capitalismo occidental y los grandes bancos. Bueno, aunque hay
excepciones”. Al insistir sobre la identidad del sujeto, se le dijo a este
corresponsal que “no importaba quién era ese blanco. Estaba con el coronel
y eso era suficiente”. Más tarde, al departir con el coronel Malewo...». ¿Qué
te parece?
—Lo que a mí me parezca, carece de importancia ahora, niña —contestó
Dedé.
—Es él, estoy segura. Mañana a las doce sale un vuelo de Air France a
Dakar. De allí iremos a Freetown donde el presidente Magemba o el general
Macristi nos darán salvoconductos para llegar a la región del río Ururu.
—Lo dices como si fuera coser y cantar.
—¡Oh! ¿No te das cuenta ¡Es él y está allí!
—¿Y qué hace allí, si se puede saber, niña?
—Da igual lo que haga o no haga, Dedé. Él siempre ha sido un gran viajero,
nunca pudo estar mucho tiempo en el mismo lugar. Creo que yo he
heredado ese aspecto de su carácter.
Regina se quedó pensativa.
—¿Crees que para ser escritor hay que moverse constantemente de un lado
para otro, Dedé?
—No sabría decírtelo, niña.
—Umm, veamos... Flaubert sólo hizo un verdadero viaje en su vida. A los
veinticinco años recorrió Grecia, Italia, Egipto y parte de Oriente Medio...
Por cierto, en un burdel de Alejandría pescó la sífilis que le llevó a la tumba
relativamente joven... Y Kafka... bueno, Kafka no viajó nunca... sólo a
poblaciones cercanas y al sanatorio. Vaya, me parece que no tengo una
opinión clara al respecto. Voy a tener que preguntárselo también.
Dedé ya estaba llamando a la recepción del hotel para que le consiguieran
los billetes de avión para Dakar.
—¿Sabías que el Ururu es uno de los afluentes del alto Memba, a su vez
afluente del Congo —Dedé no contestó y Regina prosiguió—. El Ururu no
es demasiado grande si se tiene en cuenta la longitud de los ríos africanos,
tiene trescientos kilómetros de largo y desemboca en el lago Baibul,
descubierto por Gordon en 1904.
V
El hombre con una gorra de plato en la cabeza observaba a John Prescott G.
desde el asiento delantero de un coche y parecía furioso.
—¡Oiga! ¿Se decide de una vez o no ¿Adonde vamos No tengo toda la
mañana.
—Espere un momento.
John Prescott G. comenzó a sudar. Ya no se acordaba de nada. ¿Dónde
estaba ¿Dónde había puesto el papel A lo mejor se le había caído en alguna
parte. ¿Pero dónde había estado ¿Qué hacía allí en aquel coche en medio de
la calle El sudor frío le cubrió la frente. Comenzó a registrarse los bolsillos.
El papel no estaba en ninguna parte. Pero sí su cartera con el carné oficial
de la Interpol, que continuaba en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Ya sé adonde vamos —le dijo al taxista, consultando su carné—. Vamos
a mi casa.
Y le leyó la dirección.
VI
Natalio Peres, segundo maitre del Tour Bleue Restaurant, pensó que no
debería mirar los muslos torneados que asomaban, insultantes, por entre la
diminuta minifalda de la cliente sentada frente a la extraña mujer. La dueña
de la minifalda no paraba de meterse los dedos por el borde de la falda y
tironear hacia abajo como si se le hubiese metido algo dentro que no
pudiera sacar. Sirvió un poco de Château Lafitte, cosecha del 64, en las
copas de las dos damas, hizo una pequeña reverencia y dejó la botella en la
cesta.
—Deja de moverte —le dijo Dedé—. Y no me vayas a decir que te aprietan
o algo así. Las bragas son de tu talla.
—Me pican.
—No te pican, son de seda. Lo he comprobado.
—¡Dios mío, no sé cómo las mujeres podéis llevar este aparato ortopédico!
—Eso tiene que estar sellado y tapado, niña. Y nunca a la vista —dijo
Dedé, y se llevó un trozo de canard a la confiture a la boca que trituró con
sus puntiagudos dientes—. De lo contrario acarrearía no pocos problemas.
—No veo por qué.
Dedé suspiró.
—Dejemos este asunto, si te parece bien.
—Claro que sí, Dedé. Esta noche me siento feliz, aunque no creo que me
acostumbre nunca a llevar estas cosas encima. En realidad, cualquier parte
del cuerpo es igual de voluptuosa. Y no te molestes conmigo simplemente
porque tenga una opinión diferente a la tuya. Ya sabrás que Sócrates decía,
poco más o menos: «Los hijos son ahora tiranos y no se ponen en pie
cuando entra un anciano en la habitación, contradicen a sus padres, charlan
ante las visitas, engullen golosinas en la mesa, cruzan las piernas y tiranizan
a sus maestros». ¿Qué te parece?
—El único Sócrates que he conocido era guardián en una prisión miserable
del Sertao brasileño, niña.
—¿Y qué le pasó?
—Lo degollaron durante un motín.
—Éste que te digo murió en Atenas el último año del siglo IV antes de
nuestra era.
—Morirse es ley de vida.
—Y Platón, su discípulo, también tenía la misma opinión que su maestro
respecto a los jóvenes. Quiero que veas que el asunto este de la lucha entre
jóvenes y mayores viene de lejos. ¿Te interesa saber lo que opinaba Platón
al respecto?
—Me lo vas a decir de todas maneras.
—Aunque en realidad no se llamaba Platón, sino Aristocles. Platón era un
sobrenombre que significa «espalda ancha», por lo fuerte que era. Había
sido dos veces campeón olímpico de lucha.
—Mira qué curioso, quién iba a decirlo.
—¿Verdad Pues fíjate lo que opinaba el maestro de maestros sobre los
jóvenes. Poco más o menos, decía: «¿Qué está ocurriendo con nuestros
jóvenes Faltan el respeto a sus mayores, desobedecen a sus padres,
desdeñan la ley, se rebelan en las calles inflamados de ideas descabelladas y
su moral está decayendo. ¿Qué va a ser de ellos?». Bueno, eso era lo que
opinaba ese gran hombre, para que veas.
—Bueno, vamos a celebrarlo entonces y brindemos —Dedé chocó su copa
con la de Regina—. Por nosotras, niña.
—¿No te gusta la forma que tienen las botellas, Dedé A mí me encantan,
creo que no pueden tener otra forma, su diseño es perfecto. Desde la más
remota antigüedad tienen parecido diseño. ¿No es curioso Aunque las
botellas modernas datan del siglo XIX, de 1821 para ser más exacta. Un
inglés llamado Henry Ricketts ideó un molde para fabricarlas en serie, antes
se hacían soplando vidrio, como en tiempos de los romanos y los egipcios,
y tenían formas más variadas. Sin embargo, no fue hasta 1904 cuando se
construyó la primera máquina automática de fabricar botellas en serie. Fue
una revolución. La ideó un americano llamado Michael Owens, que
construyó la primera factoría embotelladora en Toledo (Ohio).
Regina bebió otro sorbito de vino.
—No dejo de aprender contigo, niña —respondió Dedé.
En el mostrador del Tour Bleue Restaurant, Paco Gándara Stauffer, el
hermano mayor y presidente de la firma Gándara & Gándara Inc., le
preguntó a su hermano pequeño Carlos, vicepresidente de la empresa, si se
había fijado en las piernas de la chica aquella que no paraba de hablar.
Chuparlas, lamerlas e incluso morderlas sería lo mejor que les podría
ocurrir esa noche.
—¿Has visto, Charli?
El hermano pequeño no contestó porque también las estaba mirando.
—¿Y qué me dices de los pechos, Paco —respondió éste.
—Caramelo —contestó.
Carlos se arregló la solapa del esmoquin gris y bebió otro trago de su copa
de Martini, reforzado con ginebra Zaphir. Su hermano mayor bebía Jack
Daniels a palo seco. Eran peruanos, de una familia de abolengo del Callao
cuyo origen se remontaba a la colonia española. Poseían dos mansiones en
su país con varios siglos de antigüedad, una suite a perpetuidad en el Savoy
y tres lujosos apartamentos: uno en Nueva York, otro en París y el tercero
en Cannes. La empresa familiar Gándara & Gándara Inc. se dedicaba desde
tiempos inmemoriales al transporte de todo tipo de mercancías. Habían sido
ellos los que habían diversificado el negocio, aumentando
espectacularmente los beneficios, al añadir a la empresa tres avionetas
Papyrus Cenna que llevaban pasta de coca desde sus posesiones en el alto
Huayanga hasta los laboratorios colombianos.
Regina no había dejado de hablar un solo momento.
—Durante la Edad Media se perdió en gran medida la fabricación y el
transporte de botellas de vidrio —seguía diciendo Regina—. Eran muy
frágiles y los caminos muy inseguros. Se convirtieron en objetos de lujo
sólo al alcance de los super ricos. La gente corriente usaba recipientes de
madera, de piel y de cerámica, sellados con estopa y brea, claro.
Natalio Peres, el maitre, carraspeó y se inclinó ligeramente con una botella
de Dom Pérignon en una mano y una cubitera con hielo en la otra.
—Disculpen, señoras, pero los caballeros del mostrador me han rogado que
acepten este pequeño obsequio con su consideración más distinguida.
—¡Oh! —exclamó Regina—. ¡Qué amables!
—Me lo temía —dijo Dedé—. Esto tenía que ocurrir tarde o temprano.
Los hermanos Gándara saludaron con una pequeña inclinación de cabeza a
la que Regina contestó con otra.
—Dígales que lo sentimos, nos marchamos ahora mismo —añadió Dedé.
—¡Vamos, Dedé, esta noche me siento feliz! —Regina se dirigió a Natalio
Peres—. Póngala aquí, en la mesa.
—Con permiso, señoras. Ahora mismo traeré las copas.
—¿No es una casualidad, Dedé Precisamente fue el abate cisterciense don
Pierre Pérignon, en el siglo XVII, el descubridor de las propiedades del
tapón de corcho de alcornoque. Gracias a su invento se pudo fermentar el
vino en las botellas y se fabricó el champagne.
—La casualidad no existe.
Natalio se cruzó con los hermanos Gándara, que avanzaban despacio hacia
la mesa, las sonrisas como latigazos en sus rostros morenos. Dedé suspiró y
movió la cabeza.
—Dios mío —murmuró.
Se sentaron sin más preámbulos.
—Me llamo Francisco Gándara. Éste es mi hermano pequeño Carlos.
—Yo nunca digo cómo me llamo, así que llamadme Ella, si queréis. Esta es
mi amiga Dedé —respondió Regina.
Los dos hermanos besaron por turno la mano de Regina, sin hacer el menor
caso de Dedé. Supusieron que era su dama de compañía.
—¿Es usted hispana, señorita Ella Mi hermano y yo nos lo estábamos
preguntando. Nosotros somos peruanos, del Callao.
—¿Hispana Bueno, en cierto sentido, saben. Mi padre es escocés sin ningún
género de duda y mi madre mezcla de corsa, francesa y española. Quizá yo
tenga algo de española, no lo sé. Las leyes de la genética son muy
caprichosas.
—Claro, sí que lo son. No hay nada más caprichoso que la genética —dijo
Carlitos Gándara contemplando a sus anchas los muslos de Regina. Una
suave pelusa de melocotón parecía cubrirlos. Aunque para comprobarlo
había que acercarse más.
—Escuchen, caballeros —dijo Dedé—. Es mejor que se vayan en este
mismo momento. Se lo digo por su bien.
—Con el debido respeto, venimos con buenas intenciones, señora —dijo
Paco Gándara.
—Queremos charlar con una compatriota, con una hispana —añadió Charli.
—¿Ves, Dedé Quieren charlar y a mí lo que más me gusta es hablar con mis
semejantes, comunicarme con ellos.
—Justo lo que opinamos nosotros —manifestó Paco Gándara.
—Luego no digan que no les he avisado —añadió Dedé.
—Tenemos un apartamentito aquí cerca —dijo Charli—. Podemos charlar
allí más tranquilos. ¿Qué le parece la idea, señorita Ella?
—¡Estupendo! —exclamó Regina—. Lo que más me gusta en el mundo es
hablar. ¿Qué temas les parecen que podemos tratar?
—Se me ocurren varios, a cuál más interesante —dijo Paco Gándara.
—Antes tengo que comunicarles que soy virgen y que voy a seguir siéndolo
hasta que encuentre al hombre que me apetezca. No se vayan a confundir.
—¡Oh! Precisamente nunca nos confundimos con eso, sabemos apreciarlo,
señorita Ella.
Natalio Peres trajo las copas, abrió la botella de Dom Pérignon sin apenas
ruido y escanció champagne.
Nadie se dio cuenta de que Dedé murmuró: «¡Dios mío misericordioso!».
Los dos hermanos acababan de firmar su sentencia de muerte.
VII
El teléfono sonó y John Prescott G. lo escuchó mientras trataba inútilmente
de recordar lo que esa misma mañana, antes de su visita semanal al
psiquiatra, había apuntado en trozos de papel. Todo lo que había escrito:
nombres, fechas, lugares... no le decían nada. Al fin cogió el teléfono con
cuidado y se lo puso en el oído derecho, donde los zumbidos eran un poco
menores que en el izquierdo. La voz que sonó al otro lado era masculina,
ronca.
—¿Prescott?
Sabía que cuando oía ese apellido, que no recordaba de quién era, tenía que
responder «sí».
—Sí, soy yo, ¿qué pasa?
—Acabamos de recibir un fax de ese estúpido de Goldman, dice que puedes
empezar a trabajar en cosas sencillas. ¿Qué le has dicho a ese imbécil ¿Le
has corrompido con dinero o con otro tipo de favores?
Escuchó cómo se reía.
—Sí, puedo trabajar —contestó.
—¿Estás seguro?
—Del todo.
—Particularmente creo que deberías estar en el manicomio, pero estamos
faltos de personal. ¿De verdad te encuentras bien?
¿Había miedo en esa pregunta o eran figuraciones suyas?
—De verdad.
—¿Eres normal, Prescott No quiero a un jodido zombi vagando por ahí.
Serías un mal ejemplo para los demás. ¿Me has comprendido?
¿Qué era un jodido zombi?
—Bueno...
—Oye, ¿te acuerdas del accidente Me refiero a los detalles.
—De eso aún no.
—Está bien. ¿Tienes un lápiz cerca Voy a decirte adónde tienes que venir.
—¿Has dicho un lápiz?
—Mierda —escuchó.
—No me hace falta ningún lápiz —¿qué coño era un lápiz?—, me acuerdo
de todo. ¿Qué es lo que quieres decirme?
Su oído recibió una serie de palabras sin sentido y rogó que se almacenaran
en alguna parte de su vacía cabeza. Luego colgó y se sentó otra vez a la
mesa donde tenía los trozos de papel, unas maderas finas —aquello debían
de ser los lápices— y el cable pelado, terminado en un enchufe.
—Bueno —se dijo—, vamos allá.
Conectó el enchufe, separó los cables y se los aplicó a las sienes. La
descarga de 220 vatios le sacudió de arriba abajo y gritó. Aguantó lo que
pudo antes de caerse al suelo, presa de convulsiones. Pero al tiempo, los
recuerdos, una cascada de luces multicolores, empezaron a ocupar sus
lugares en el cerebro como cajoncitos en una estantería. El taxista, el
psiquiatra, la llamada de su jefe, ese estúpido de Anthony Lasciara, el
nombre de una mujer, el rostro del tipo aquel apuntándole con una pistola,
una negra vieja diciéndole en español «Juanito, Juanito», su padre borracho
tendido de bruces entre dos mesas en un bar.
Entonces él era un muchachito y se encontraba en el Dillon Café, en La
Habana, a las dos de la madrugada, buscando a su padre. El camarero del
bar fumaba un puro y limpiaba el mostrador.
—¿Señor, ha visto a mi padre?
—¿Y quién coño es tu padre?
—Mi padre. Lleva dos días sin venir a casa.
El hombre dejó de limpiar el mostrador y se cambió el puro de lugar en la
boca.
—Hay un tipo tirado en el rincón. Mira a ver.
Luego apareció la cara contraída, roja de ira, de su padre tropezando con los
muebles, pegándole. «¿Qué haces aquí ¿Te ha enviado tu madre ¡Eres una
nena chivata, una nenita! ¡Y deja ya de llorar, maldita sea!»
De pronto estaba en el fondo de una piscina o algo parecido contemplando
los dibujos del suelo: sirenas, el dios Neptuno en un carro tirado por tritones
entre restos de naufragios, tiburones. El agua estaba fría, helada, y alguien
le llamaba, le gritaba que saliera del agua. Pero a él le gustaba mirar los
dibujos del fondo de la piscina. Y otra vez el rostro demacrado, flaco, de la
mujer vieja y unas cuantas palabras que se repetían: «Madre Isabel, Madre
Isabel».
John Prescott G. se puso en pie y comenzó a escribir en las hojas de papel el
tropel de recuerdos. Ni siquiera se sentó. Sabía que tenía poco tiempo, los
recuerdos se desvanecían como el humo de una cerilla. Duraban menos que
el tiempo de transcribirlos.
VIII
El taxi se detuvo en la puerta del edificio cuya dirección había apuntado. Ya
había aprendido a distinguir a esa gente uniformada de azul con esos
ridículos gorritos. Eran policías, gendarmes. Y los coches que se
apelotonaban en la puerta eran coches de la policía, a juzgar por el nombre
que aparecía sobre sus portezuelas. Algo debía de haber pasado.
Se acercó despacio. Los policías mantenían a distancia a los curiosos
mediante barreras metálicas. Se quedó allí, mirando. ¿Por qué estaba en ese
lugar Sacó el papel del bolsillo y lo consultó. Su jefe Anthony Lasciara lo
había mandado llamar. Había hablado con él por teléfono. Un hombre con
una chaqueta a cuadros y calvo levantó la mano y gritó su nombre.
—¿Eh, Prescott, qué haces aquí?
Se acercó y le palmeó la espalda. Era gordo, tripón.
—Estás vivo, quién lo iba a decir.
—Sí, eso es. ¿Quién lo iba a decir?
Mantener una conversación era eso, atender y repetir lo que decía el otro.
Así nadie se daba cuenta.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, estoy bien.
—Me alegro, chaval. Oye, el jefe te espera.
—¿Anthony Lasciara?
El otro hombre soltó una carcajada.
—Claro, qué cosas tienes. ¿Quién iba a ser Todavía no lo han cambiado, por
desgracia.
Lo llevó del brazo entre los policías hasta las escaleras. Dos o tres le
sonrieron y le dijeron: «Prescott, es Prescott».
Y uno añadió, señalándole con el dedo: «Me alegro de que estés vivo, tío».
Había más uniformados dentro de la casa, sentados en sillones o
registrándolo todo. El hombre que lo había acompañado le dijo:
—Entra tú solo. Yo no puedo ver esa porquería dos veces, ya he vomitado.
Atravesó una habitación tapizada de verde claro y llegó a una puerta
abierta. Un hombre alto y gordo con el cabello cortado al rape se tapaba la
boca con un pañuelo y lo observaba todo con sus ojillos cilindricos. John
Prescott G. sintió una oleada de antipatía ante su presencia.
—Vaya, ya estás aquí —le dijo.
—Anthony —dijo sin pensar.
—¿Qué coño has hecho ¿Por qué has tardado tanto Anda, ven conmigo.
Le agarró del brazo y le empujó dentro del salón. Había sangre por todas
partes: en las paredes, el suelo y hasta en el techo. Un hombre lanzaba
estallidos de luz sobre un brazo humano que descansaba encima del sofá
blanco, embutido en una manga de chaqueta que parecía de color gris.
Según pudo comprobar, había más restos humanos desperdigados por la
habitación: manos, pies con zapatos puestos, trozos de carne... Sobre uno de
los sillones una cabeza de hombre estaba cuidadosamente apoyada en el
respaldo, mientras la sangre seca cubría el tapizado rosa.
—¿Qué, qué te parece, Prescott?
Se encogió de hombros. Aquello no le impresionaba en absoluto. Lo que le
gustaría averiguar era el nombre y la función de aquellos aparatitos
metálicos que lanzaban destellos luminosos. Le fascinaban.
—Espera a ver lo del cuarto de baño.
IX
La jefa del laboratorio central de la Interpol, la doctora Daisy Valentine,
siempre había sido soltera y había reafirmado su condición desde que
ingresó en la policía treinta y dos años atrás. Durante todos esos años había
aumentado de peso a razón de siete kilos, más o menos, por año. En el
laboratorio era ella quien reinaba. Le faltaban tres años para jubilarse.
Se subió las gafas sobre el caballete de la nariz y observó lo bien que le
sentaba la chaqueta al inspector jefe Prescott, responsable de la sección 15,
un individuo de mirada rara, como la de un niño que viese las cosas por
primera vez. Había oído algo acerca de una herida de bala —la horrible
cicatriz de la cabeza era la prueba— que casi lo había mandado al otro
barrio. Pero aquello no era de su incumbencia, de modo que se limitó a
hacer su trabajo.
Tenía el informe preliminar de los distintos laboratorios sobre la mesa y lo
estaba leyendo.
—En todos los jodidos años que llevo en esta pocilga no he visto nada
igual. Los cadáveres se han identificado, se trata de los hermanos Gándara,
peruanos, unos jodidos narcos que vivían a todo tren, como todos ellos.
Ayer noche, a eso de las diez, un testigo, el barrendero nigeriano Odoacro
Tombé, vio a dos tíos elegantes y a dos putas salir de un Mercedes color
celeste y entrar en el apartamento de los hermanos Gándara. Una de ellas
era una de esas típicas minifalderas y la otra parecía mulata o muy morena.
El inspector jefe Prescott no le hacía caso. Paseaba la mirada por las mesas
vacías, por los ordenadores, las vitrinas, los despachos cerrados, los paneles
con las fotografías de sospechosos y las máquinas de café. Parecía que lo
miraba todo como si fuera la primera vez que lo viese.
—Eh, Prescott, ¿qué coño haces ¿Estoy hablando a las paredes o qué?
—Perdone.
La respuesta la desarmó.
—De acuerdo, pero yo también estoy cansada. Y estas horas extras no me
las van a pagar. ¿Te interesa o no el informe del laboratorio?
—Me interesa.
—Los definitivos los tendrás mañana o pasado, pero nunca varían en lo
sustancial. Lo que hacen es darse pisto, justificar que no dan ni golpe y
ganar un pastón. Bueno, te decía que el mierda de testigo no reconoció a
nadie, sólo a dos caballeros y a dos putas. Los cuerpos, o lo que quedaron
de ellos, los descubrieron los del servicio de limpieza hoy a las doce del
mediodía. Llevaban muertos desde las once de la noche de ayer, con un
margen de error de cuatro minutos. Lo jodidamente raro es la forma en que
murieron. Francisco, el hermano mayor, con un machete de cortar caña que
adornaba la pared, se volvió loco y acuchilló a su hermano Carlos y lo fue
cortando a trocitos. Una pelea de hermanos, supongo. ¿Te interesa el
examen de las visceras?
—Me interesa el examen de las visceras.
Lo observó unos instantes por si se estaba riendo de ella y continuó:
—Aquí viene lo bueno, por si no hubiera cosas buenas en este caso. El
examen de las visceras no indica que tomaran drogas en cantidades
apreciables, un poco de coca antes de cenar, aperitivos, vino caro y
champagne. El mayor, Francisco Gándara, se tomó dos Martinis con
ginebra Zaphir. ¿Te interesa lo que cenaron después No llegaron a digerirlo.
—Como usted quiera.
Volvió a mirarlo. ¿Se estaba riendo de ella?
—Francisco, dos docenas de ostras Don Buitón, tamaño grande, hígado de
pato al brandy y tocinitos de cielo de postre. Aparte del café y las bebidas,
claro. El otro se zampó un plato enorme de costillitas de cordero lechal, dos
pollitos enanos a la menta y helado de chocolate amargo belga. Bueno, el
caso es que Francisco, el mayor, después de hacer trocitos a su hermano fue
al cuarto de baño, se cortó él mismo los testículos y el pene y luego se
degolló, así sin más.
Aquello parecía no afectarle al inspector jefe Prescott, como si todo eso
fuera rutina, lo normal. Daisy Valentine continuó:
—¿No te parece raro?
—Sí, me parece raro.
—Oye, tío, ¿te estás cachondeando de mí?
—¿Cachondeando?
—Mierda.
—No, espera, estoy conversando contigo, ¿no?
Volvió a mirarlo fijamente, pero el inspector jefe Prescott le devolvía la
mirada con ojos extrañamente limpios. Daisy Valentine suspiró y volvió a
consultar el papel.
—Han encontrado huellas recientes en el apartamento, que llevaba seis
meses sin habitar. Los hermanitos Gándara habían llegado de Frankfurt el
mismo día. Pero hay más, Prescott, han encontrado unas bragas de mujer
escondidas en el sofá, unas bragas Enrico Verossimo, recién compradas en
Save to Women Life. La puta era de las caras, vaya que sí, y tuvo un olvido,
siempre ocurre algo así, ¿verdad Ya han ido a la boutique y han
comprobado quién las compró. La tarjeta de crédito está a nombre de una
tal Regina María de la Concepción Teodulda Sartoris Dos Santos, la zorra,
que vive en Saint Tropez. Pero espérate, Prescott, ¿a que no sabes cómo
habían firmado el comprobante Pues como «Sombra de Luna», ¿qué te
parece?
—Sombra de Luna —repitió.
—Lo más raro es que en la tienda hubiesen aceptado esa firma sin ningún
comprobante.
La doctora Daisy Valentine bostezó y le entregó el informe al inspector jefe
Prescott, que se adelantó y lo cogió. Al hacerlo le rozó la mano y, al
instante, la doctora sufrió una sacudida eléctrica. Sintió un ahogo mientras
sus dormidas hormonas femeninas comenzaron a actuar. El corazón se le
desbocó con el ímpetu de una yegua cimarrona y se puso en pie, jadeante y
húmeda. No había sufrido tal ataque de ansia sexual desde que cumplió los
quince años, en presencia de un primo suyo.
—Pres... Prescott, querido —susurró—. No te vayas, ven aquí.
Pero el inspector jefe Prescott caminaba ya hacia la puerta con los papeles
en la mano. Por lo tanto no pudo darse cuenta de los furiosos aullidos ni de
los friccionamientos y embates que la doctora Daisy Valentine comenzó a
ejercer sobre su entrepierna con una linterna Zootrope de seguridad que se
hallaba sobre la mesa de su despacho.
X
Catalina II la Grande es uno de mis personajes rusos preferidos —le dijo
Regina a su compañero de asiento en Gran Clase, en el vuelo de Air France
580 con destino a Dakar, Senegal.
—Pues el mío es la famosa faraona egipcia Cleopatra —contestó su vecino,
un ucraniano fornido que dijo llamarse Iván Ogaref y dedicarse al petróleo.
En el asiento de atrás, Dedé fingía dormir.
—En realidad, Cleopatra no era egipcia.
—Qué me dice, señorita Ella. Siempre creí que había sido egipcia, la
amante de Julio César, ¿no Tengo entendido que tenía una nariz... no sé,
como la de Elizabeth Taylor. ¿Le gustó la película, señorita Ella Richard
Burton, su marido, hacía de Julio César. ¿O era de Marco Antonio?
—La película era una paparruchada histórica.
—No lo pongo en duda. De todas maneras creo que esa Cleopatra era muy
guapa y la amante de Julio César. ¿Le gusta el cine Una de las películas que
más he disfrutado se llama Emmanuelle, la una o la dos, no recuerdo,
porque hubo varias. Me refiero a ésa en que lo hacen en los lavabos del
avión. Me pregunto si será cómodo. ¿Qué opina?
—Bueno, Cleopatra fue la amante de Julio César, por supuesto. Y la de
Marco Antonio y la de centenares de hombres más. A los doce años fue
adiestrada en las artes amatorias en el Ninfeo, un famoso burdel de
Alejandría.
—¿Un burdel Vaya, mira qué bien, eso tampoco lo sabía. ¿Y dice usted que
no era egipcia?
—En realidad nació en Macedonia, hija del rey Tolo- meo XI Auletes,
descendiente de Tolomeo, el famoso general de Alejandro el Grande que le
acompañó en su famosa expedición a Asia Menor. Alejandro llegó hasta la
India, no sin antes conquistar Egipto, claro.
—Usted es un pozo de conversación, señorita Ella.
—Como era costumbre entre los faraones, Cleopatra tuvo que casarse con
dos de sus hermanos, primero con uno y después con el otro, según se
fueron muriendo. El mayor era Tolomeo XII Dionisos y el segundo
Tolomeo XIII. Y es sabido que construyó un templo para dar cabida a su
harén de jóvenes traídos desde todos los confines del imperio. A esos
jóvenes se les adiestraba también en las artes amatorias, a los que se les
administraba drogas, posiblemente cannabis, para aumentar la
voluptuosidad de la reina. No es de extrañar que el gran Julio César y el no
menos grande Marco Antonio cayeran rendidos a sus pies. Era una experta
amante.
—Increíble.
—Catalina II fue también una gran amante, pero de joven fue muy
desgraciada.
—¿Muy desgraciada?
—Eso he dicho.
—¿Y se puede saber por qué, señorita Ella?
—Fue virgen después de ocho años de matrimonio con su marido el zar
Pedro III. Al morir éste en extrañas circunstancias, quizá envenenado por la
zarina que debía estar ya bastante harta, se descubrió que el zar tenía una
terrible fimosis. ¿Le parece poca desgracia?
—Pues no, no me parece poca, señorita Ella.
—Todo eso le produjo a la zarina un cierto desarreglo funcional, digámoslo
así. Su médico personal, el inglés Rogerson, y su dama de compañía
preferida, madame Protas, se entrevistaban personalmente con sus amantes
para comprobar su salud y estado físico: ya no quería más bromas al
respecto. Las memorias del doctor Rogerson no ofrecen ninguna duda.
Puede que exagerara un poco, pero el médico contaba que la zarina
celebraba no menos de seis relaciones sexuales diarias entre un grupo de
amantes oficiales que nunca bajaron de veinte.
—Muy instructivo, señorita Ella. Pero ahora voy a mostrarle por qué en
Ristoz, en la lejana Ucrania, todos me llamaban «Iván el de la Tercera
Pierna».
Iván Ogaref comenzó a desabrocharse los pantalones. Dedé, desde el
asiento de atrás, le puso la mano en el hombro.
—Sabe, tiene usted unos ojos preciosos.
—¿Qué?
—Sí, tiene usted unos ojos grises maravillosos, mister Ogaref.
El ucraniano fijó sus ojos en los de Dedé. Pensó que se trataba de
luciérnagas que brillaban en la oscuridad.
—No, se equivoca, señora, siempre los he tenido marrones.
—Ahora duerma un poco.
Iván Ogaref comenzó a roncar.
—Vaya, se ha puesto a dormir. ¿No te parece curioso, Dedé?
—No, niña, no me parece nada curioso. Qué quieres que te diga. Creo que
aún te falta saber algunas cosas sobre los hombres en general.
XI
Dulcinea Tovares, la criada portuguesa de Andrea Emilia Dos Santos, se
llevó la mano al corazón y cerró los ojos.
—Dos policías de la Interpol, señora. Los tengo en el recibidor.
Andrea tomaba el sol de la mañana completamente desnuda en el solárium
tropical de su jardín en la avenue des Liles, en Saint Tropez, y miró a su
criada con atención. Dulcinea temblaba y el pecho le subía y le bajaba.
—¿Te ocurre algo?
Negó con la cabeza.
—¿Has vuelto a enamorarte?
—No... no lo sé, señora.
Andrea suspiró.
—Anda, diles a esos polis que pasen.
Dulcinea se retiró y Andrea se puso un albornoz demasiado corto y
continuó tumbada en la hamaca.
Anthony Lasciara y John Prescott G. aparecieron en la puerta. Los dos
vieron a una mujer alta, de cabello negro muy corto, tumbada en una
hamaca blanca al borde de una enorme bañera que parecía más bien una
piscina, rodeada de plantas tropicales. Mientras caminaban hacia ella, la
mujer accionó algún botón o dispositivo y el techo del solárium se cerró con
una cristalera.
Andrea tomó un cigarrillo Lark con filtro de carbón, lo encendió y se fijó en
el que parecía alto y fuerte con mirada de niño. Lo vio caminar tranquilo
hasta que se situó a su lado. El otro, un poco barrigón, le mostró una cartera
con un carné policial que ella ni siquiera miró. El policía gordo le dijo:
—Soy el comisario Anthony Lasciara y éste es el inspector John Prescott G
punto, señora. ;Es usted la señora Dumball?
—Ése era el apellido de mi anterior marido. Me llamo Dos Santos, como mi
padre. Andrea Emilia Dos Santos, para ser más precisa. ¿A qué se debe su
visita, caballeros?
Estaba claro, el hombre llamado John Prescott G punto no le miraba las
piernas que asomaban por el corto albornoz, ni parecía tímido ni arrogante.
La miraba sin emoción o eso le parecía a ella. Se sentó en la silla a su lado
sin aguardar a que ella se lo indicase y se puso a mirarlo todo como si
tuviera cinco años. El otro, el jefe, permaneció en pie para poder verle
mejor los muslos y el nacimiento de los pechos.
—¿Quién es Regina María de la Concepción Teodulda Sartoris Dos Santos?
—Mi hija.
—¿Regina María de la Concepción Teodulda Sartoris Dos Santos es su
hija?
Andrea se incorporó en la hamaca.
—¿Regina Sí, es mi hija... Vaya, ¿ha vuelto a pegarle a ese imbécil de
Reuter, el director del colegio —el policía de la Interpol la miraba. Ella
continuó—: Reuter es un verdadero cretino. ¿No ha sido eso Espere, déjeme
que lo adivine... ¿Ha quemado el colegio Bien, no importa, que me envíen
los gastos. En realidad, nunca debí enviarla a esa mierda de colegio suizo.
Habría que quemar todos los colegios. ¿No cree?
Anthony Lasciara seguía observándole los muslos. John Prescott G. pasaba
una mirada hueca por el solárium, como si no estuviera allí.
—¿No ha quemado el colegio —tampoco tuvo respuesta—. ¿Entonces qué?
—¿Quién es «Sombra de Luna»?
—¿«Sombra de Luna» No tengo ni la menor idea. ¿Es una nueva obra
teatral?
—¿Le han robado las tarjetas de crédito, señora?
—¿Tarjetas de crédito Oiga, ¿qué significa esto?
—Alguien le ha robado las tarjetas de crédito a usted o a su hija y ha
comprado con ellas en diversas tiendas, restaurantes, boutiques y en una
agencia de viajes. Unas veces firmaba como «Sombra de Luna», otras como
«Calor que quema». Pero en el restaurante Tour Bleue firmó una cena para
dos como Regina Teodulda Sartoris Dos Santos, sin el María de la
Concepción.
—Ése es el nombre de mi hija. Y no tiene que robarme las tarjetas, tiene sus
propias tarjetas y su cuenta corriente particular. Su padre le ha dejado algún
dinero.
—¿Robert Louis Stevenson Sartoris?
—Robert, sí. Le dejó una cuenta corriente cuando decidió irse a... cuando
nos separamos. ¿Qué es lo que ha hecho mi niña?
—Ha sacado dos billetes de primera clase a Dakar, sólo ida.
—¿Y eso es un delito?
—Está implicada en un doble asesinato, señora.
Andrea se incorporó del todo en la hamaca.
—¡Imposible, mi hija está en estos momentos en el Vassaro College, en
Lausana! ¡Tiene dieciséis años y no va matando a gente por ahí!
Volvió a recostarse en la hamaca y el albornoz mostró una zona más amplia
de su cuerpo. Notó los ojillos cilindricos del policía gordo fijos en lugares
de su anatomía que normalmente estaban tapados.
—Hay testigos que la reconocerían, señora. Varios empleados del
aeropuerto, el maítre del Tour Bleue Argenta... En Dakar alquilaron un jeep
con dos guías turísticos locales. Va con ella una mujer alta, morena, rumbo
a Freetown, que en estos momentos tiene las fronteras cerradas a los
occidentales por las revueltas entre... los hutus, yurkis y tongais.
—No es mi hija, es un error. A ella no se le ha perdido nada en Dakar ni en
Freetown. ¿Es todo lo que quería decirme?
—¿Tiene alguna foto reciente de su hija, señora?
—No voy dándole fotos de mi hija a nadie. Además, ella no quiere hacerse
fotos.
—¿Puedo hablar con su hija, señora?
—Ya le he dicho que está en el Vassaro College, interna.
El comisario de la Interpol Anthony Lasciara se agachó a su lado y le
susurró:
—Le conviene colaborar conmigo.
—¿Por qué?
Le puso una manaza peluda y pecosa en el muslo, sobre la rodilla.
—Yo le puedo ayudar.
—Quite esa mano de ahí. Y ahora pueden marcharse, los dos.
—No sea ingenua. Alguien de la oficina irá a hablar con ella al Vassaro
College. Está usted hablando con la Interpol, señora.
—Fuera.
Anthony Lasciara apartó la mano, se puso en pie y soltó una carcajada falsa.
John Prescott G. bostezó y también se puso en pie.
—Me hace usted gracia, señora. Conseguiré una orden judicial cuando me
dé la gana. ¿Se entera?
—A la mierda las órdenes judiciales. ¿Saben el camino a la calle?
Anthony Lasciara volvió a reírse, le echó otra mirada a sus muslos y se
dirigió a la puerta.
John Prescott se quedó observando la piscina.
—¿Y usted qué hace aquí?
John Prescott G. le sonrió.
—Recuerdo que en alguna parte he visto una piscina también dentro de una
casa. Pero no me acuerdo dónde.
—Su amigo sabe el camino a la calle. ¿Usted no?
No lo sabía, pero al otro lado del solárium le estaba esperando Dulcinea
Tovares con la intención de que volviera a tocarla otra vez para sentir ese
intenso cosquilleo eléctrico que la volvía loca.
XII
Andrea estaba al teléfono hablando con una tal señorita Ruth Michel,
secretaria del Vassaro College. Reuter, el director, se negaba a hablar con la
señora Dos Santos. La voz de la señorita Michel era chillona, crispante.
—¿Hace dos meses ¿Dice usted, cretina de mierda, que yo le he enviado
una carta autorizándola a venir a visitarme?
La voz chirriante de la señorita Michel empezó a contarle otra vez lo de la
carta firmada.
—¿Una secretaria mía ¿Quién?
La señorita Michel le comunicó que una desagradable mujer morena y alta
que se hacía llamar Desdémona Cagún y que decía ser secretaria particular
suya, había ido a recoger a su hija al College en su nombre.
XIII
A John Prescott G. no le gustó el hombre qye le sonreía efusivamente,
sentado tranquilamente en el sofá del despacho de su jefe Anthony
Lasciara. ¿Por qué se acordaba sin ningún problema del nombre de su jefe
Al otro hombre lo conocía, lo había visto antes, ¿pero dónde, cuándo?
—Bueno, Prescott, ya estás aquí.
John Prescott G. dejó las llaves, la cartera y los trozos de papel en el que
había apuntado la entrevista con Andrea sobre la mesa, en un lugar visible y
fijo, donde podía echarles un vistazo si lo necesitaba, en un lugar donde no
se le podría olvidar encontrarlos.
El otro hombre seguía sonriendo.
—Oye, mierda de tío. ¿Creías que podías engañarme —le dijo Anthony
Lasciara.
—Por favor, no emplee ese lenguaje. Podría afectarle bastante. Haga como
yo, soy un especialista, un profesional.
—¿Sí Pues le ha engañado como a un chino.
De pronto supo quién era el otro, el que siempre sonreía. Era el psiquiatra
de la policía David Joseph Goldman. Su nombre estaba allí, en el papel.
Estaba haciendo progresos. Se sentó en el sillón frente a ellos, balanceando
la pierna. Goldman tenía en las manos el montón de papeles que él escribía
y escribía para acordarse de todo y su pequeño aparato de electroshocks.
—Se le olvidó en mi consulta este pequeño papelito —Goldman lo levantó
y se lo mostró—. Hemos ido a su casa y he ido atando cabos. Muy astuto,
Prescott, pero no le va a servir de nada. Usted puede pretender engañar a
todo el mundo, pero al final, yo, David Joseph Goldman, lo hubiera
descubierto. ¿Sabe que tengo tres doctorados, Prescott Los tres de
prestigiosas universidades —desparramó sus papeles sobre la mesita—. Es
usted patético.
—A mí sí que no me ha podido engañar, el muy estúpido —añadió Anthony
Lasciara—. No hay más que mirarle para darse cuenta de que no es más que
un jodido zombi.
—He mejorado mucho —contestó John Prescott G.—. Ya reconozco mi
casa y sé donde vivo, mi calle. Sé tomar un taxi, comprar algunas cosas...
Hablar con la gente, contestar algunas preguntas. Y los he reconocido a los
dos.
—¡Estúpido! —exclamó Anthony Lasciara.
—¡Usted necesita de mi terapia! ¡No puede curarse solo! —golpeó con los
cables la mesita—. ¿Y esto qué es ¿Se está dando usted solo electroshocks
¿Es que no sabe que se puede volver un loco homicida, Prescott?
—Te vamos a encerrar en el manicomio —le dijo Anthony Lasciara—. Eres
un peligro público.
—Escuchen los dos, por favor. Les digo que me estoy curando y es verdad.
Cada día aprendo más cosas. Si me encierran en un manicomio no me
curaré nunca. Necesito estar en contacto con la gente, con la vida. Comprar
el periódico, tomarme un café, entrar en un bar.
—Usted es como un niño de dos años en el cuerpo de un hombre adulto, no
tiene memoria, Prescott. Está aprendiendo algo y es posible, no se lo niego,
al fin y al cabo yo he dirigido su curación. Pero sin mi vigilancia constante
tardará entre diez y veinte años en volver a ser el que era.
Y no puede darse electroshocks así como así. Es muy peligroso.
Anthony Lasciara se adelantó en el sofá.
—Dejémonos de tanta palabrería. Estás loco, Prescott, y vas a ir al
manicomio. No sé cómo has podido pensar que podías engañarme.
—No iré a ningún manicomio.
—Yo le curaré y estaremos juntos. Escribiré un estudio sobre usted que
revolucionará la psiquiatría.
—No quiero ir a ningún manicomio.
—Si eres tan imbécil para no querer curarte, allá tú, Prescott, pero te echaré
de la Interpol y mandaré un informe a la policía de Nueva York para que te
den de baja en el cuerpo. No puedes ir por ahí con una pistola en la mano.
Eres un peligro público.
Se acordó de lo que le había dicho esa mujer, la de la piscina dentro de la
casa.
—¿Sabéis el camino a la calle?
Anthony Lasciara soltó otra de sus desagradables carcajadas. Pero el
psiquiatra lo miró con ojos tristes.
—Confíe en mí, Prescott. Yo le curaré. Estará en una bonita habitación con
vistas a un jardín. Va a ser muy feliz, seré un padre para usted.
Anthony Lasciara se puso en pie. Lo siguió el psiquiatra, que no había
dejado de sonreír un solo instante.
—Basta de tanta mierda, estúpido loco. Vamos a llevarte ahora mismo al
manicomio. Quedas relegado de tus funciones.
No supo cómo lo había aprendido, pero se dio cuenta de que podía
golpearles y hacerles daño. Lanzó el puño izquierdo al estómago de
Anthony Lasciara y éste se dobló al instante. John Prescott G. sintió que
una oleada de odio asesino le invadía. Quería machacarlo, destrozarlo. El
psiquiatra comenzó a gritar. Sus puños le golpearon también. El rostro de su
ex jefe era especialmente repulsivo. Sus dientes saltaron hechos añicos,
astillas.
XIV
El general Milton Negoro Macristi, ministro del Interior y Defensa
Nacional, observó primero los dos pasaportes abiertos que descansaban
sobre la mesa de caoba maciza de su despacho oficial en el Ministerio de la
Guerra y luego a las dos mujeres que se sentaban enfrente. Sobre todo a una
de ellas, la joven, que le mostraba las piernas de vainilla más allá de los
muslos.
Aquello era muy extraño. Las firmas del mayor Roulen Donato, jefe de la
policía fronteriza en la localidad de Zimi, y los sellos parecían legales. Pero
era imposible que Donato hubiera autorizado la entrada en el país a aquellas
dos mujeres que se decían periodistas free lance. Debían haber sobornado a
Donato con mucho dinero, muchísimo.
—¿Puedo preguntarles qué quieren hacer en mi país, señoras?
Contestó la mayor, la que podía pasar por una mulata clara o una blanca
muy morena.
—Es muy sencillo, general, opinamos que el mundo debe saber la verdad
de lo que está pasando aquí. En el exterior sólo llegan infundios y noticias
confusas. Nuestra misión es informar lo mejor que podamos.
—Ajá —contestó el general Milton Negoro.
—Me gustaría añadir que somos algo así como mensajeras de la verdad —
dijo Regina.
—Déjalo en simples periodistas, niña.
—Muy loable, pero nosotros enviamos continuamente a la prensa extranjera
nuestros propios comunicados. No veo la necesidad de que ustedes vayan
por aquí y por allí. Los secuaces de ese bestia que se hace llamar general
Mabarreto, que no es más que un bandido traidor, sediento de sangre,
pueden poner en peligro sus vidas.
—No nos importa, general. Estamos dispuestas a todo —añadió la joven—.
Y dígame, ¿ha oído hablar de un hombre llamado Robert Louis Stevenson
Sartoris?
—No me suena. ¿Es un traficante de armas?
—No lo creo, general. Aunque no sería una actividad extraña para los
escritores. Acuérdese de que el gran poeta francés Rimbaud fue traficante
de armas en Etiopía.
—Los franceses son capaces de todo.
—Niña, no creo que al general le interesen esas cosas.
—Admiro su valor, señoras, pero no puedo autorizarles su presencia aquí,
en mi país. El mayor Roulen Donato ha debido sufrir un lapsus al firmarles
los visados. Son muy frecuentes en tiempo de guerra.
—Por eso necesitamos su autorización particular, general.
—Y de paso conoceremos su hermoso país —añadió Regina.
—Imposible, no puedo permitir que algo les ocurra a dos señoras tan bellas
como ustedes. Los secuaces de ese animal de Mabarreto pueden atacar
Freetown en cualquier momento, son bestias sedientas de sangre. No quiero
pensar lo que podría hacer con ustedes.
El general Milton Negoro Macristi se levantó del imponente sillón que lo
hacía más alto de lo que en realidad era y sonrió. Se le había ocurrido una
brillante idea.
—Sin embargo, voy a hacer una excepción con ustedes. Admiro a las
mujeres bellas y valientes. Y no digamos a las que encima son periodistas
occidentales... aunque sean free lance.
Sus botas no hicieron ruido sobre la mullida alfombra roja mientras se
acercaba al sillón donde descansaba Regina. Le puso una mano grande y
marrón en la rodilla derecha.
—Van a ser mis huéspedes personales en mi propia casa, señoras. Yo les
voy a contar lo que pasa aquí de verdad. Pasaremos ratos muy agradables,
se lo garantizo.
—Le ruego que retire la mano de mi rodilla, general. No me gusta que
nadie me toque sin mi permiso.
La piel de esa muchacha contestona era dulce y suave, deliciosa. Subió la
mano por el muslo hasta llegar al borde de la minifalda.
—¿No le gustaría estar en mi casa Tengo hasta un pequeño parque
zoológico. Nada del otro mundo, pero muy interesante.
La otra mujer se había situado a su espalda sin que él se diera cuenta y le
estaba dando golpecitos en el hombro.
—General —le dijo Dedé.
Milton Negoro Macristi se volvió.
—¿Qué?
Aquella mujer le miró fijamente.
—Antes tiene que firmarnos un salvoconducto personal. ¿Lo había
olvidado?
—¿Un salvoconducto Claro.
Regresó a su mesa y se sentó.
—Procure que su firma quede legible. Y no se olvide de los sellos.
Queremos ir a la región del río Ururu con el coronel Malewo Tongo.
—Por supuesto.
El general Milton Negoro Macristi se puso a rellenar los salvoconductos.
—¿No es hermoso, Dedé En el fondo, la gente es muy buena.
—La gente es mejor de lo que ella misma cree, niña.
XV
Alas 2:30 de la madrugada Dedé dio un salto en la cama de su habitación en
el Hilton Freetown y se persignó horrorizada. A través de la puerta abierta
del balcón vio cómo caían sapos de todos los tamaños que producían golpes
secos contra el suelo, rebotaban y se golpeaban contra la barandilla,
haciéndose trizas en la terraza.
—¡Por el sagrado Ochún y su Santo Manto, por el glorioso Pentecostés! —
gritó—. ¡El fin del mundo!
Regina saltó de la otra cama y corrió hacia la terraza.
—¡Están lloviendo sapos, Dedé! ¡Ven a verlos!
—¡Apártate de ese balcón, niña! ¡No toques esa asquerosidad!
Dedé apartó a Regina y cerró la puerta del balcón en el piso once del
moderno edificio del hotel, situado en el barrio de Port Ford, el barrio de los
extranjeros y las embajadas de Freetown. Regina estaba exultante.
—¡Mira, Dedé, son montones de sapos y los hay de todos los tamaños!
A lo lejos, los resplandores de los obuses destellaban en los confines de la
oscura ciudad situada más abajo. El tableteo de las ametralladoras pesadas y
de las armas ligeras servía de contrapunto. Dedé temblaba y no era de frío.
El aire acondicionado no funcionaba en el hotel a causa de un atentado en la
central eléctrica y el calor era pesado y envolvente.
—Ha llegado el fin del mundo, niña. Ven, vamos a rezar.
Regina se soltó del abrazo de Dedé y continuó extasiada contemplando
cómo los sapos, acompañados de una lluvia torrencial, reventaban contra el
suelo de la terraza.
—¡Oh, es maravilloso, Dedé, al fin veo uno de estos fenómenos!
La selva invadía la carretera de tierra apisonada, flanqueada de esqueletos
de camiones, coches, hombres y animales muertos que se pudrían al sol con
los vientres abiertos. Alrededor de ellos pululaban saqueadores descalzos,
armados de grandes y pesados fusiles que agitaban y disparaban cuando
pasaba por su lado el jeep descubierto con el banderín rojo y el león
rampante, símbolo de la tribu yurki y del Ministerio del Interior y de
Defensa, a la que pertenecía el general Milton Negoro Macristi.
Por todas partes se notaba la presencia de la lluvia de sapos y ranas de la
noche anterior. Dedé iba en el asiento delantero junto al conductor y Regina
atrás, junto a tres soldados muy serios armados con Kalachsnikov.
Regina les decía:
—No hay por qué preocuparse por esos sapos y ranas que llovieron ayer.
¿Ustedes se han asustado —nadie le contestó y Regina prosiguió—. Bueno,
no digo que sea habitual, ni siquiera en estas latitudes, pero ha habido
bastantes ejemplos de que el cielo encierra no pocas sorpresas. Por ejemplo,
en agosto de 1906 en la ciudad vasca de Bilbao, situada al norte de España,
en la península Ibérica, llovieron pequeñas codornices. También en el
mismo año y en las ciudades de Nancy, Francia, y Milán, Italia, llovieron
hormigas, de manera que no hay por qué extrañarse. Los científicos opinan
que los tornados y tifones arrastran cualquier cosa y luego las lanzan en los
momentos más inesperados.
Dedé no hacía otra cosa que tocarse el collar de cuentas rojas que
circundaba su grueso cuello. Regina continuó hablando:
—¿Algunos de ustedes han estado en la antigua Dahomey Me refiero a la
actual Benin, poco más o menos.
Ahora tampoco ninguno de los soldados abrió la boca.
—¿Han oído hablar del rey Ghezo y de sus amazonas?
El silencio fue la respuesta.
—Tenía un ejército de dos mil quinientas mujeres guerreras, armadas con
arcos, flechas, armas de fuego y enormes cuchillos. Eran una especie de
guardia personal y se consideraban esposas del rey, sus ataques eran
especialmente terribles y sanguinarios. El rey Ghezo llevó a Dahomey a un
gran esplendor entre 1818 y 1858, pero él no creó ese ejército de amazonas,
sino que fue creado en el siglo XVII por su antecesor el rey Agadja. Las
amazonas siguieron funcionando hasta que en 1892 las destruyeron las
ametralladoras del ejército colonial francés. ¿No creen ustedes que las
mujeres puedan ser soldados?
De nuevo el silencio más absoluto. Regina prosiguió:
—En 1542, Fray Gaspar de Carvajal, cronista de la expedición de Orellana
y un hombre serio y poco dado a la imaginación, vio batallones de mujeres
entre los omaguas y las llamó Amazonas, de ahí el nombre del río. Pero no
es tan antiguo el que las mujeres guerrearan. El actual presidente de la
república de Libia, el coronel Muhamar El Gadafi, tiene una guardia
personal de dos mil quinientas mujeres, mandadas por una oficial francesa.
¿No es curioso?
Si lo era, nadie lo manifestó.
—¿Y de Tarzán, han oído hablar El maravilloso personaje de Tarzán fue
creado por Edgar Rice Borroughs en 1914, del que hizo veintitrés novelas,
pero nunca estuvo en África. Ésas fueron las que más fama le dieron,
gracias a ellas se hizo millonario y famoso, aunque escribió muchas novelas
más de todos los géneros: oeste, ciencia-ficción, policíacas... ¿Por
casualidad han leído ustedes alguna de las novelas de Tarzán —ninguno de
los soldados le contestó—. Dicen que Borroughs, que por cierto nació en
1875 y murió en 1950, se basó en un caso real para su personaje. Se cree
que se inspiró en un aristócrata inglés, William Mildhin, decimocuarto
conde de Streatham, que desapareció en las costas occidentales de África en
1883, a los once años, y sobrevivió solo junto a una manada de monos que
lo adoptó. La prensa de la época lo aireó bastante.
Los soldados continuaron con las bocas cerradas.
—Les digo todo esto porque pienso ser escritora. Francamente creo estar
dotada para ello, si no les molesta la inmodestia. Aunque todavía no sé qué
tipo de novelas escribiré. De momento estoy adquiriendo experiencia en la
vida, por así decirlo. Creo que para escribir antes hay que tener algún tipo
de experiencia. ¿No lo creen así?
Regina repitió la pregunta en francés. Iba a continuar en alemán, pero el
jeep disminuyó la marcha y fue frenando hasta que se detuvo frente a un
grupo de hombres que ocupaba el camino; estaban cortándoles brazos y
manos a machetazos a otro grupo de hombres atados con cuerdas por el
cuello que se alineaban en el arcén y gritaban despavoridos. Detrás de ellos
ardían varias chozas.
—¡Dios mío, Dedé, has visto eso! —gritó Regina.
Uno de esos hombres, que parecía el jefe, se acercó despacio al jeep
enarbolando un machete ensangrentado.
Iba completamente desnudo, con botas militares y gafas negras.
—¡Dios mío, niña, espero que sea de los yurkis o que se quite las gafas; si
no, estamos perdidas!
El sujeto se situó al lado del jeep. Despedía un intenso olor a sudor y sangre
coagulada, y se puso a toquetearse el flácido pene mientras su lengua
morada asomaba entre los dientes. Regina notó cómo los soldados
comenzaron a temblar.
De un solo tajo de su machete arrancó el banderín rojo.
—¡Muera el general Macristi! —exclamó.
XVI
El mayor Belafonte Zin-Zin Yugurta, jefe superior de policía de Freetown,
deslizó la mano bajo la toalla doblada, empuñó su Beretta Pólice Special y
apartó con la otra mano a Dulce Cabiria, su puta preferida. Se quedó
mirando al recién llegado que había podido traspasar todas sus barreras de
protección hasta llegar a la piscina de agua tibia que se había hecho
construir en el interior de su mansión particular de la avenue Le Fleur, al
norte de Freetown.
Manilou y Zázira, las otras dos putas, se apretujaron en la esquina,
esperando ver lo que pasaba. El desconocido, un hombre delgado y con
extraños ojos amarillentos, vestido con un traje pasado de moda, se limitaba
a permanecer en la puerta con las manos fuera de los bolsillos de los
pantalones.
El mayor Belafonte Zin-Zin Yugurta nunca hablaba en primer lugar, pero
esa vez preguntó:
—¿Quién mierda es usted?
—Mi nombre no le dirá nada, mayor Belafonte.
—¿Cómo ha podido llegar hasta aquí?
—Por los procedimientos habituales.
El jefe superior de policía extrajo la pistola de debajo de la toalla y apuntó
al recién llegado.
—Nunca llevo armas —contestó éste.
-¿No?
—No me hacen falta.
—En eso lleva razón. No le van a hacer falta.
—Antes de disparar, escúcheme.
—¿Por qué cree que voy a escucharle?
—Porque es usted curioso.
—Siga.
—Y querrá saber por qué voy a darle doscientos mil dólares americanos.
—Sí, me gustaría saberlo.
—Tiene usted una cuenta numerada en Balfour & Steinberg de Zurich, cuyo
número secreto es el 645-123-48 HB. Si llama ahora mismo comprobará
que acabo de ingresar en esa cuenta cien mil dólares.
—Suponga que lo hago.
—Lo hará, mayor.
—Marchaos —le dijo a las tres prostitutas.
Las tres mujeres desaparecieron por la puerta que daba a los vestidores. El
mayor Belafonte Zin-Zin Yugurta bajó la pistola, pero la apoyó en su rodilla
desnuda.
—Ahora hable un poco más.
—¿Puedo sentarme?
—En esa silla—señaló la que estaba frente a él—.
Y ponga las manos en las piernas, a la vista.
El recién llegado le hizo caso.
—Ya le he dicho que no llevo armas.
—Soy precavido, de manera que no vaya a moverse más de lo necesario.
¿De acuerdo?
—Le doy las gracias, mayor. He hecho un largo viaje y estoy cansado.
—Descanse lo que quiera, pero le aviso que además de curioso soy
impaciente y bastante rápido con la pistola.
—Su fama le precede, mayor.
—Entonces comience a hablar de una vez.
—Puedo hacer llegar a su cuenta otros cien mil dólares más en cuanto usted
y yo entremos en razones. Lo que estoy seguro que haremos enseguida.
—¿A cambio de qué?
—Necesito que me ayude a encontrar a un hombre y nadie mejor que usted
para conseguirlo.
El mayor Belafonte Zin-Zin Yugurta sonrió de oreja a oreja.
—¿De quién se trata?
—Se llama Robert Louis Stevenson Sartoris y debe de estar ahora con un
tal coronel Malewo Tongo en la región del Ururu.
—¿Con Malewo Tongo?
—Sí.
—¿Para qué quiere encontrarlo?
—Eso es asunto mío.
—¿Tiene que ver con Tongo?
—No lo sé. Pero si así fuera, ¿cambiaría en algo la cosa?
—Costaría más.
—¿Cuánto más?
—El doble.
—¿Otros doscientos mil dólares?
—No, quinientos mil; sé contar dólares americanos. Doscientos cincuenta
por cada hombre. Ahora dígame cómo quiere hacerlo, mister...
—Llámeme Román Káramazov, mayor.
XVII
Poco antes de que anocheciera Chico-Chico Bemba, el guía hutu que le
había prestado el coronel Malewo Tongo a Tusitala, detuvo la columna de
cinco hombres con un gesto y señaló una hondonada boscosa, cubierta por
una bóveda de enmarañada maleza que se extendía al oeste, hasta que la
vista se perdía.
—Por allí están las cabañas.
—¿Dónde —respondió Tusitala.
—En una de esas lomas, Tusitala.
—¿Estás seguro?
Los cinco hombres, mandados por el joven teniente Dumbo Bar, se situaron
en silencio alrededor de Chico- Chico y Tusitala. Todos parecían cansados
después de dos semanas de marcha ininterrumpida cortando lianas, bejucos
tan grandes como piernas, helechos gigantes y raíces retorcidas que
formaban los sucesivos estratos de la selva.
—Sí, estoy seguro. El abuelo de mi abuelo me lo contó muchas veces
cuando era niño, Tusitala. Hace muchos, muchísimos años, un día, durante
una expedición de caza que duraba ya cinco semanas, el abuelo de mi
abuelo vio de repente cinco cabañas en círculo al pie del manantial de
Aguas Sagradas, donde crece el Árbol del Cielo y de la Tierra. El abuelo de
mi abuelo se acercó y vio a los Hombres Viejos y a los Grandes Monos que
vivían juntos como si tal cosa.
Los hombres del teniente Dumbo Bar soltaron una carcajada.
—El abuelo de tu abuelo debió de haber fumado Hierba Loca —respondió
el teniente, y sus hombres se dieron codazos, asintiendo.
—No, mi teniente, era un Hombre Sabio, un Hombre de Respeto, como
Tusitala, un Masai Ganga —respondió Chico-Chico—. El abuelo de mi
abuelo estuvo con los Hombres Viejos tres días y tres noches y pudo ver
cómo los Grandes Monos convivían con ellos. También me dijo que vio con
sus propios ojos cómo los Hombres Viejos fabricaban el Agua Espesa con
las flores rojas que surgían de la corteza del Árbol Más Grande, el Árbol del
Cielo y de la Tierra, un árbol que llega hasta el cielo. Ni cien hombres
abrazados podían rodear su tronco.
De nuevo los soldados irrumpieron en carcajadas. El teniente Dumbo Bar se
quitó las gafas negras Ray Ban y se secó las lágrimas.
—Chico-Chico, qué cosas tienes.
Tusitala le puso la mano en el hombro a Chico-Chico.
—Continúa, por favor.
—El abuelo de mi abuelo me lo contó y también se lo contó a mi bisabuelo,
a mi padre y al padre de mi padre. Éste me contó que bebió de esa Agua
Espesa que vuelve a la gente sabia y solitaria. Me decía que nunca debió
haberla bebido, porque...
El teniente Dumbo Bar lo interrumpió con una orden.
—Acamparemos aquí, éste es tan buen lugar como cualquier otro.
Encendieron hogueras para calentarse y espantar a las fieras, tendieron
lechos de ramas y hojas, y abrieron las latas de comida que llevaban en los
macutos. Tusitala y Chico-Chico se recostaron sobre la corteza de un árbol,
mientras un poco más lejos los soldados fumaban Hierba Loca, ponían los
transistores a cien y soltaban carcajadas.
—¿Por qué son así, Tusitala —le preguntó Chico- Chico.
—Cuando los hombres no controlan sus actos y no saben quiénes son,
tienen miedo y se vuelven agresivos y arrogantes. He conocido a muchos
así, es igual que sean negros, amarillos o blancos. Hace cincuenta años un
pueblo entero se volvió arrogante y asustado, los mandaba un cabo muy
parecido al coronel Malewo Tongo.
—¿Tú los has conocido, Tusitala?
—Sí.
—¿Tan viejo eres?
—Sí, Chico-Chico, soy muy viejo.
—¿A pesar de lo viejo que eres quieres probar otra vez el Agua Espesa?
—No la voy a probar más, ya me he cansado. El Agua Espesa es para otra
persona. La voy a conseguir para él, no para mí.
—El abuelo de mi abuelo también se lamentaba de haberla probado. Decía
que vivir tantos, tantísimos años, no traía ninguna ventaja porque uno se
desapegaba de las personas que quería. Decía que un hombre ama sólo
porque sabe que tarde o temprano morirá.
—Así es, Chico-Chico.
Los soldados del teniente bailaban un furioso rock en inglés, cortesía de
Onda K2, la emisora favorita de los amantes de la música de Freetown.
—El abuelo de mi abuelo se clavó un cuchillo en el corazón cansado de
vivir, cansado de saber tantas historias, Tusitala. ¿Tú vas a hacer lo mismo?
—No sé si con un cuchillo, pero sí, haré lo mismo. En cuanto termine la
misión que me he encomendado me mataré, Chico-Chico. Me he cansado
de ser viejo.
—Tusitala, cuéntame la historia de ese cabo que era como el coronel
Malewo Tongo, anda.
—Yo entonces era casi como ahora, porque nosotros cambiamos poco,
Chico-Chico. Ese cabo y sus arrogantes secuaces pensaron que eran
superiores y exterminaron a los que no pensaban como ellos. Fueron
responsables de la muerte de sesenta millones de hombres, mujeres y niños,
durante una cruel guerra que asoló gran parte del mundo. Enviaron a las
cámaras de gas a todos los negros, gitanos, comunistas, minusválidos,
homosexuales y judíos que pudieron encontrar, afirmando que eran
individuos inferiores y que merecían la muerte por eso. Se ensañaron sobre
todo con los judíos, seis millones de ellos fueron exterminados de forma
sistemática y científica.
—Dios del cielo, Tusitala, ese cabo era peor que el coronel Malewo Tongo.
—No te quepa duda, Chico-Chico. Y ahora atiende, yo sé exactamente
dónde están las cabañas de los Hombres Viejos. Estuve aquí hace muchos
años y me sé de memoria el camino, pero no lo he dicho porque el coronel
Malewo Tongo quiere matarnos y quedarse con el Agua Espesa.
Chico-Chico abrió los ojos de par en par.
—El teniente Dumbo Bar y esos estúpidos han recibido la orden de acabar
con nosotros en cuanto avistemos el poblado. No vamos a tener más
remedio que adelantarnos, Chico-Chico, y hacer algo.
—¿Los mataremos, Tusitala?
Robert Louis Stevenson Sartoris se movió inquieto.
—No soy partidario de matar a nadie, Chico-Chico. Pero algo tendremos
que hacer y pronto.
—Mientras tanto, ¿por qué no me cuentas algo, Tusitala?
—No tengo inconveniente, pero qué.
—¿Por qué te hiciste Tusitala?
—Buena pregunta. Verás... creo que fue siendo muy joven, más joven que
tú, allá en Edimburgo... Yo tenía el sueño de elegir un padre, tener el padre
que yo quisiera tener. Porque sabrás que la madre no se elige, te toca la que
te toca y ya está. Sin embargo, la elección de padre tiene que ver con elegir
el rumbo de tu vida, tu profesión y tu destino. Porque si aceptas a tu padre
como tal, te estás convirtiendo en tu propio padre y eso no es bueno, Chico-
Chico... Pero a lo que iba, yo me escapaba de casa y me iba a deambular
por el puerto de mi ciudad natal, soñando que un día partiría en uno de esos
veleros airosos que surcaban los mares de todo el mundo. Mi padre quería
que yo estudiara derecho y fuera abogado, pero yo quería encontrar mi
propio destino. Y eso fue lo que encontré en una de las tabernas del puerto,
una que se llamaba The Treasure Island, que regentaba un individuo alto al
que le faltaba una pierna. Tenía un viejo loro siempre en el hombro al que
llamaba «capitán Flynt», que se pasaba el día repitiendo consignas y
órdenes, tales como «¡Al abordaje, al abordaje!», «¡Piezas de a ocho, piezas
de a ocho!», «¡Sacad los garfios, muchachos!». A veces, el loro se ponía a
cantar viejas canciones marineras como ésta: «Quince hombres llevan el
cofre del muerto, ay, ay, ay, la botella de ron. De setenta que salieron
ninguno ha vuelto, ay, ay, ay, la botella de ron. El diablo y la bebida
acabaron con ellos, ay, ay, ay, la botella de ron».
El griterío y las risotadas que proferían los hombres del teniente Dumbo
Bar hicieron que Robert Louis Stevenson Sartoris se quedara callado,
sumido en sus pensamientos.
—Sigue, Tusitala —le instó Chico-Chico.
—Quizá intenten matarnos antes siquiera de que encontremos el poblado
del Agua Espesa, Chico-Chico. Se están aburriendo demasiado. No hay
nada peor que un grupo de hombres aburridos.
—Pero sigue con la historia.
—Bueno, verás, el dueño de aquella taberna me contaba que había estado
embarcado en innumerables barcos, con toda clase de tripulaciones. Que
había conocido tifones en las Antillas, calmas chichas, fuegos, motines,
rebeliones/asesinatos. Que había sido rico muchas veces y que lo había
perdido todo a continuación. Me habló de playas desiertas a la luz de la
luna, de tesoros enterrados y de hombres que sonreían ante la muerte. Aquel
hombre se llamaba John Sil ver, pero todos los marineros del puerto le
decían «The Long John».
De nuevo, Robert Louis Stevenson Sartoris se quedó callado, contemplando
cómo los secuaces de Dumbo Bar bailaban entre ellos un furioso rock.
—Tusitala, querría hacerte una pregunta, si no te molesta.
—Hazla sin problemas, las preguntas nunca deben molestar. Lo que
molestan son algunas respuestas.
—Querría preguntarte qué he de hacer para dedicarme a contador de
historias. Me parece mejor profesión que la de soldado.
—Vaya.
—¿Te ha molestado la pregunta?
—No, no me ha molestado.
XVIII
En el despacho del director de la prisión, el abogado Richard Habano, socio
de la firma Duchamp & Habano Asociated, le dijo a John Prescott G. que
recogiera sus cosas, estaba libre.
—¿Por qué —respondió John Prescott G.
—Hemos pagado su fianza, mister Prescott. De momento no hemos podido
arreglar su expulsión de la Interpol, pero hemos interpuesto súplica al
Tribunal de Estrasburgo. Usted estaba sometido a una enorme presión
psicológica dado su estado, después de su accidente de trabajo.
John Prescott G. se tocó la cicatriz circular de la cabeza, tapada del todo por
el crecimiento del cabello.
—¿Quién ha pagado la fianza —preguntó.
—Muchacho, es mejor que no preguntes el nombre de tus hadas madrinas
—respondió el director de la prisión, J. J. Dempsey, que fumaba un puro.
—Lo siento, mister Prescott, no damos información sobre nuestros clientes
—Richard Habano le señaló uno de los sillones del despacho—. Vea, le he
traído un traje y todo lo demás. Puede vestirse aquí si quiere.
La ropa, los zapatos y el traje eran de su medida. Luego le entregaron el
reloj y su cartera, en la que faltaba el carné que lo identificaba como
inspector jefe de la Interpol, pero a la que habían añadido un fajo de
billetes. John Prescott G. los contó por encima. Era mucho.
—Para sus primeros gastos, mister Prescott.
—¿Dónde están mis papeles?
—¿Qué papeles?
—Los que tenía. Iba apuntando cosas.
El abogado miró al director de la prisión. Éste contestó:
—Eso es todo lo que había, muchacho. No sabemos nada de papeles. Yo de
ti me marchaba ahora mismo rumbo a tu casa.
John Prescott G. comprobó la dirección de su casa en su tarjeta de
identificación.
—De acuerdo —contestó.
XIX
Después de su segundo electroshock, tumbado en su cama, John Prescott G.
recordó una vieja casa llena de habitaciones antes de que su padre se lo
llevara a Nueva York. No sabía dónde ni en qué país se encontraba aquella
casa, pero hacía calor, mucho calor, y estaba su madre que bailaba con él
diciéndole «Juanito» mientras sonaba Un timbre. Había más gente con
trajes blancos y vestidos vaporosos que reían y le miraban bailar. Luego
recordó a una vieja negra de labios abultados que le acariciaba la cabeza
con infinito amor.
Los recuerdos terminaron y se incorporó en la cama, mareado por las
sucesivas descargas eléctricas que se había aplicado en las sienes; ya había
perdido la cuenta, intentando matarse reventándose el cerebro. Se tocó las
llagas que se le habían formado en las sienes de tanto colocarse los cables
pelados de la lámpara. Seguía vivo. El cerebro no le había estallado.
Tendría que buscar otro método para matarse. ¿Tirarse por la ventana Era
un segundo piso. Puede que fuera peor, si acaso se rompería una pierna. En
la cocina no había gas, ni en el cuarto de baño pastillas de ninguna clase.
Las armas se las habían confiscado. Pero tenía cuchillos en el cajón de la
cocina, cuchillos afilados. No había pensado en eso.
Los había de todas clases, largos y afilados como navajas, con forma de
sierra, planos... Escogió uno muy afilado y lo probó con la yema de los
dedos. Tendría que elegir entre cortarse las venas del cuello o deslizarlo
bajo la tetilla izquierda, buscando el corazón. El timbre, que había cesado
después de los recuerdos, había vuelto a sonar, y trató de relacionarlo con
algo, pero no pudo, nunca podría recobrar la memoria. Era mejor matarse
cuanto antes.
Caminó por el salón de su casa con el cuchillo en la mano, escuchando el
timbre. Pero se dio cuenta de que el estridente sonido no partía de su
memoria sino de la puerta de la calle. La casa se la había aprendido, en eso
no tenía problema.
Abrió la puerta. Una mujer alta, de cabello negro corto, lo miró con ojos
burlones.
—Vaya, por fin me abre. Llevo media hora llamando. ¿Era usted el que
gritaba tanto —le preguntó Andrea Emilia Dos Santos.
—¿Qué quiere?
—;Se acuerda de mí?
—No.
—Vaya, entonces es cierto. Me habían dicho que usted no recordaba nada.
—Recuerdo bastantes cosas de los últimos tiempos. Pero no me acuerdo de
su nombre ni de cuándo nos vimos.
—Eso es bastante, dadas las circunstancias. ¿Y ese cuchillo?
John Prescott G. lo arrojó al suelo.
—Puede esperar. Aún no me ha dicho qué quiere.
—Soy la que le ha pagado la fianza. ¿Puedo pasar o me va a dejar en la
puerta?
Se hizo a un lado y Andrea pasó dentro y cerró la puerta.
—Vaya pectorales tiene usted, John Prescott. ¿Siempre recibe desnudo a las
visitas?
—Nunca tengo visitas.
—No saben lo que se pierden.
Andrea se aproximó despacio y le puso la mano en el hombro. Iba a decirle
«entonces vístase para que podamos hablar», pero sufrió una descarga
eléctrica que le recorrió el torrente sanguíneo y explotó en su cabeza. Fuera
de sí, Andrea comenzó a morderlo y a arrancarse la ropa a tirones mientras
las sacudidas eléctricas se sucedían una detrás de la otra.
Gritó como nunca había pensado que se pudiera gritar mientras las
explosiones azules se sucedían en el interior de su organismo, aunque él
también gritaba y aullaba embistiéndola sin parar. Era como si le metieran
dentro chorros de agua caliente y fría sucesivamente. No estaba en este
mundo, estaba en otro desconocido y se vio a sí misma como una fiera o un
animal prehistórico copulando sin poder siquiera parar o tomarse un respiro.
—Dios santo —susurró ella al cabo del tiempo.
Él la miraba tirado al lado con los ojos inmóviles. Ella comenzó a flotar de
felicidad y alargó la mano y le tocó el rostro. Las sacudidas eléctricas
comenzaron de nuevo y él se incorporó.
—¡Espera! —gritó ella—. ¡Estoy escocida!
Pero él no parecía entender esas razones.
Horas después ninguno de los dos podía hablar, moverse o hacer cosa
alguna excepto mirarse tirados en el suelo del vestíbulo. Ella gimió.
—No... no puedo moverme, querido —musitó—. No voy a poder caminar
en tres días.
Él negó con la cabeza y sonrió.
—¿Quién... quién eres —susurró.
—Oh, querido, querido mío. Es magnífico. No te acuerdas de mí.
Lágrimas de agradecimiento afluyeron a sus ojos.
—¿Lloras —le preguntó él.
Ella asintió e intentó incorporarse pero los brazos le fallaron de debilidad y
cayó al suelo.
—Es... es de alegría.
Antes de dormirse vio su rostro al lado. Con sólo alargar la mano podía
tocarlo.
Ninguno tenía una idea clara del tiempo que había pasado desde que ella
llamó a la puerta. Estaban en la cama, ella fumando y él observando el
techo.
—No —repitió él.
—Piénsalo, por favor.
—No se trata de pensarlo o no. Un hombre sin memoria no puede ir a
ninguna parte, ¿es que no lo entiendes Todo lo que me ocurre es por
primera vez y tengo que aprenderlo. No puedo buscar a tu hija, sería un
estorbo en vez de una ayuda.
—No me importa.
—Parece que no te das cuenta. Me mataron cuando me hicieron esto —se
tocó la línea de la cabeza—. No quiero vivir.
—Hay cosas que no necesitas recordar —Andrea sonrió—. Ya no podré
estar con ningún otro hombre, jamás. No podría. Recordaría esto.
—Te olvidaré enseguida.
—Eso es precisamente lo que más me gusta de ti.
John Prescott G. se incorporó en la cama, furioso.
—¡Déjame en paz, me oyes! ¡Vete y déjame en paz! ¿Es que no te das
cuenta ¡Dentro de cinco... de diez minutos ya me habré olvidado de ti!
—Es lo que siempre he soñado. Un hombre que es el mismo y diferente a la
vez, que me ve y me siente como una mujer nueva en cada momento. Eres
mi ideal, querido.
John Prescott G. volvió a tumbarse. Andrea continuó:
—Ya no están en Freetown ni ella ni la mujer que le acompaña. Volaron a
El Cairo hace tres días. De allí fueron a La Habana. Tengo los informes de
la Trump Agency, la mejor compañía de investigación privada del mundo.
No saben cómo han podido salir de ese infierno, pero lo han hecho.
Mientras utilicen sus tarjetas de crédito no tendremos problemas en
localizarlas. Es extraño, pero no parecen huir de ningún asesinato, van
dejando pistas por todas partes. Creo que tengo una ligera idea de lo que
está buscando, es muy típico de ella.
—¿Buscando?
—Sí, está buscando a su padre, a Robert Louis Stevenson Sartoris. Y si lo
encontramos nosotros, encontraremos también tu memoria.
—Estás loca, nunca podré recuperar la memoria.
—Sí.
—¿Qué quieres decir No te entiendo, ¿cómo voy a recobrar la memoria Es
imposible.
—Escucha esta historia. Cuando conocí al padre de Regina yo tenía apenas
diecinueve años y él era el hombre más fascinante del mundo. Parecía viejo,
pero no era viejo y se sabía todas las historias contadas y las que no se
habían aún contado. Había vivido prácticamente en todo el mundo: en los
Mares del Sur, en Londres, en España, en África, Asia... Me enamoré de él
como una loca y vivimos felices durante un largo y fructífero año. Me
contaba cosas como si las hubiera vivido, tal era la vivacidad y el verismo
que sabía transmitir a sus relatos. Me contaba historias de piratas del siglo
XIX, de la Revolución Rusa, de la Brigadas Internacionales, de su amistad
con Isaac Babel, Malraux,
Robert Capa... pero todo eso parecía imposible, tendría más de doscientos
años. Él me contestaba que algunos más. Hasta que una vez me dijo que en
los Mares del Sur un anciano yoruba de la tribu de los yukaris, esclavo en
una plantación inglesa, le contó la historia del Agua Espesa, un agua
milagrosa que concedía la inmortalidad a quien la bebiese. Al parecer el
anciano esclavo le dio las coordenadas exactas de ese lugar porque él,
enfermo terminal de tuberculosis, fingió su muerte en los Mares del Sur y
partió enseguida a África. Me dijo que encontró el poblado, bebió esa agua
y tuvo la inmortalidad y una memoria infinita.
—¿Y tú te has creído eso?
—Tú no has conocido a Robert Louis Stevenson Sartoris, John. Si lo
hubieras conocido, no dudarías de eso. Siempre le oculté a Regina quién era
su verdadero padre, pero ella es muy lista y lo ha debido descubrir. Ahora
va tras él. Y si encontramos a Regina, encontraremos a Robert y tu
memoria. Bastaría con un traguito de esa agua. ¿Qué te parece el trato,
querido?
XX
El oficial de policía del aeropuerto internacional José Martí de La Habana
miró el nombre y la fotografía que aparecía en el pasaporte del hombre
delgado y de extraños ojos amarillentos y le preguntó:
—¿Plasel o negocios, señor Cansino?
—Un poco de placer.
—Que tenga buena estancia en Cuba, señor.
—Gracias.
Recogió su pequeño maletín de la cinta transportadora, pasó las
formalidades de la aduana, atravesó las murallas de turistas y salió al
exterior. El sol y un griterío ensordecedor le cegaron. Una barrera de
hombres, mujeres y niños formaban un muro a su alrededor. No tenían nada
que ver con él, estaban allí esperando a los parientes y amigos, pero
gritaban, lloraban y se movían como una enorme fiera que fuera a
engullirle. Entró en pánico, la gente era lo único que temía, lo que lo
convertía en un niño. Comenzó a temblar y a sudar copiosamente.
Una mano le agarró del brazo. Era un mulato alto y fuerte, con uniforme de
chófer.
—¿Señor Cansino?
—Sí... sí.
—Lo suponía. Venga por aquí. Soy de la agencia, ahí tengo el coche.
Subieron al automóvil y el llamado Cansino se relajó completamente en el
amplio asiento trasero del nuevo y reluciente Volvo que brincaba por una
carretera llena de baches, flanqueada de palmeras y ceibas.
—¿Cuál es su nombre?
—Usarmy Rodríguez, señor.
—¿Usarmy ‘
—Sí, señor, Usarmy. Mi papá me puso ese nombre cuando cayó una bomba
americana sin explotar en nuestro bohío y leyó lo que ponía escrito en la
bomba. Dijo que yo siempre tendría suerte.
—¿Y la has tenido?
—Sí, señor. Soy un hombre de suerte, por así decirlo.
—Ajá. ¿Y por qué cree eso, Usarmy?
—Aquí me ve, señor. Y he sido el mejor lanzador de pelota de la isla.
—Pues vas a tener más suerte todavía si te contratas conmigo a tiempo
completo. ¿Te gustaría ganar cinco mil dólares americanos, Usarmy?
El Volvo dio un bandazo.
—¡Por la Caridad del Cobre, señor Cansino, no bromee con eso! ¡Es una
fortuna aquí!
El turista le entregó por encima del asiento diez billetes de cien dólares.
—Esto es para empezar. De ahora en adelante no te separarás de mí. Deja
cualquier otro trabajo u ocupación que tengas.
—¡Eso está hecho, señor!
—Bien, necesito que me busques a alguien.
—¿Una mulatita, señor?
—No, no quiero ninguna mulatita. Nunca me voy con negras.
—Las mulatas no son negras, señor. Las negras son otra cosa.
—Me da igual, quiero encontrar a un hombre. Se llama o le llaman Tito
Eterno Sandunga y creo que es ñáñigo o algo así.
—¿Ña... ñáñigo, señor?
—Eso te he dicho, Usarmy. Exactamente eso.
—Pero va a ser difícil, señor —Usarmy Rodríguez se persignó—. Los
ñáñigos son una secta secreta y terrible. Se dicen muchas cosas de ellos.
—¿Por ejemplo?
—Pues no sé, señor. Son muy secretos.
—Eso ya lo has dicho antes, Usarmy. Te estás repitiendo.
El turista que se hacía llamar Melquíades Cansino Assens, boliviano y
dedicado a los negocios de la carne, observó el nerviosismo del chófer y
aguardó. Una y otra vez se pasaba la mano por el crespo cabello negro que
parecía musgo adherido a una roca. A ambos lados de la ventanilla pasaban
ciclistas en pantalones cortos, algunos de ellos llevando en equilibrio a sus
gordas mujeres.
—¿Puedo preguntarle para qué quiere encontrar a ese Tito lo que sea,
señor?
—Sí, puedes preguntar lo que quieras, Usarmy. Otra cosa es que vaya a
responderte. ¿Es que te parecen poco cinco mil dólares?
De nuevo se hizo el silencio dentro del coche.
—Una extraña petición, señor. Los turistas suelen pedir otras cosas. ¿Me
comprende Llevo dos años de conductor y he escuchado de todo, puede
creerme, pero nadie me ha dicho que quisiera ver a ese... bueno, a ese Tito.
—Tito Eterno Sandunga.
—Sí, eso es.
—También le llaman Padre Tito Eterno Sandunga, Usarmy. Y los cinco mil,
además de por encontrarlo, son para que mantengas la boca sellada. ¿Me
has comprendido?
—Por supuesto, señor.
—Pues aplícate el cuento. Nadie se lleva cinco mil dólares por nada,
Usarmy. Vas a tener que ganártelos.
XXI
El locutor de la televisión colocada sobre una mesa en el despacho del
capitán Rogelio Duque tenía una corbata imposible a rayas verdes sobre un
fondo azul y procuraba hablar marcando las eses finales y las erres.
—...el último golpe de Estado en Sierra Leona es un hecho irreversible,
según fuentes fiables llegadas a esta redacción desde Freetown, la capital
del país. La semana pasada, un contingente de hombres al mando del mayor
Belafonte Zin-Zin Yugurta, jefe de la policía de Freetown, tomó por
sorpresa el campamento del coronel Malewo Tongo, hombre fuerte del
anterior régimen del presidente Magemba Nato, en el delta del río Ururu, a
unos seiscientos kilómetros al nordeste de la capital, no lejos de la frontera
con Guinea. Las noticias son confusas, pero según fuentes de las embajadas
occidentales en la capital del país, el caos reina por doquier. Según parece,
el coronel
Malewo ha sido fusilado por traidor y agente enemigo, y el general Milton
Negoro Macristi, antiguo ministro del Interior y Defensa, ha asumido la
presidencia del país. Las mismas fuentes informan de que se está formando
un nuevo gabinete de crisis que emitirá próximamente un comunicado. Y
ahora la información de la Central Azucarera de Matanzas, unidad de
producción 318, que en un comunicado hecho público ayer ha afirmado que
este año aumentará el ingente de producción azucarera en un seis por
ciento, siempre que se mantengan las constantes que...
Dedé apartó sus ojos del televisor y contempló a sus anchas a Regina, que
hablaba con el capitán Duque, un tipo barrigón y con gafas negras,
repanchigado tras la mesa de fórmica sucia del cuartel de la Policía de
Seguridad del Estado en el aeropuerto internacional de Varadero, a unos
cien kilómetros al este de la ciudad de La Habana.
La teniente Dayesi Húmeda, una mulata muy delgada de ojos saltones y con
un collar de cuentas rojas en el cuello, entró en el despacho, cruzó una
mirada con Dedé y se tocó el collar del cuello. Dedé hizo lo mismo.
—Me da igual que usted dude de la existencia de Robert Louis Stevenson
Sartoris, señor Tuque. Estoy en Cuba con el exclusivo propósito de
buscarle. Es mi padre.
—Duque, señorita Regina, no Tuque. Soy de origen canario.
—Llámeme Ella, si no le importa. Y es lo mismo que usted dude o no de la
existencia de mi padre. Sin ir más lejos, el mismísimo William Shakespeare
también ha sido puesto en duda, de modo que figúrese.
Regina cruzó las piernas y el capitán Rogelio Duque creyó distinguir una
sombra fugaz de color castaño claro en un lugar donde debería haber visto
otra cosa. Pensó que se debía a lo caluroso del día.
—Si me lo permite, no es lo mismo, señorita Ella.
—¿Que no es lo mismo Escuche lo que voy a decirle —Regina descruzó las
piernas y volvió a cruzarlas. El capitán Rogelio Duque sintió que algo en la
traquea no le bajaba. Sí, ahora estaba seguro de lo que había entrevisto—.
En 1848 el americano J. C. Hart puso en duda que un pobre actor, inculto,
borracho y disoluto pudiera ser el autor que conocemos como William
Shakespeare. Escribió una obra, Romance of Yachting, demostrándolo.
¿Conoce ese libro?
El capitán Rogelio Duque negó con la cabeza. Regina continuó:
—Bueno, no importa, pero ahí no quedó la cosa, y los partidarios de que
William Shakespeare era un impostor y un plagiario tuvieron cada vez más
adeptos hasta bien entrado nuestro siglo —el capitán Rogelio Duque emitió
un largo suspiro—, lo que no es de extrañar, ya que Shakespeare fomentó
esa leyenda. Fíjese, en 1592 el dramaturgo inglés Robert Greene escribió en
su lecho de muerte una carta a sus colegas Marlowe y Lodge previniéndoles
en contra, y cito: «Es un advenedizo, un grajo que se adorna con nuestras
plumas, con un corazón de tigre envuelto en piel de cómico», y termino la
cita. ¿Y sabe lo que contestó él?
—¿Quién es —le preguntó a Dedé la teniente Dayesi Húmeda.
—Mi niña. La estoy ayudando a dar sus primeros pasos en la vida.
—Comprendo. ¿Por qué no lleva ropa interior?
Dedé suspiró.
—No hay manera de convencerla. Y eso que le compro bragas y sostenes
en todas partes donde vamos.
—Pues él contestó, y cito: «He rescatado las ideas interesantes de unas
obras bastantes mediocres y las he mejorado», y termino la cita. ¿Se da
cuenta Mi padre, Robert Louis Stevenson Sartoris, no es el único enigma
histórico.
Tras las gafas negras, los ojos del capitán Rogelio Duque volvieron a
deslizarse hacia el final de la minifalda de Regina, que le llegaba apenas a
las ingles, y se inclinó aún más en la mesa. Ya no tenía ninguna duda
razonable sobre lo que se vislumbraba al final de aquellas faldas diminutas.
—Le digo que mi padre existe, es real. Y no se lo digo por el único
recuerdo que tengo de él, sino porque en el delta del río Ururu, en Sierra
Leona, encontramos a un muchacho verdaderamente encantador llamado
Chico- Chico Bemba que...
—Perdone que la interrumpa, señorita Ella. En su pasaporte dice que estuvo
en Sierra Leona —consultó los dos pasaportes sobre la mesa—. De París
fueron a Dakar, Senegal, y de allí volaron a Monrovia. Y aquí está el visado
fronterizo con Sierra Leona, firmado en la ciudad de Zimi. Después fueron
a Freetown donde el Ministerio de Defensa les ratificó su estancia en el
país. Sin embargo no hay visado de salida. Tres días después se encuentran
en Las Palmas de Gran Canaria, España, donde tomaron el vuelo 412 de
Iberia con destino a este aeropuerto de Varadero, y pretendieron entrar en
territorio cubano sin visados de ninguna clase. La primera pregunta es:
¿Cómo salieron de Sierra Leona?
—En un helicóptero del ejército.
—La segunda pregunta es: ¿Adonde fueron después, señorita Ella?
—A Malabo, en Guinea Ecuatorial. Allí tomamos un avión privado que nos
dejó en Las Palmas.
—¿Quiere usted decir que han estado campando por una región en guerra
sin que les pasara nada tomando aviones y helicópteros así como así?
—Eso es.
—Pues no me lo creo.
—Me da igual que usted se lo crea o no. Yo he estado con mi amiga Dedé,
aquí presente, en el campamento del coronel Malewo Tongo en el alto
Ururu y he visto con mis propios ojos cómo descuartizaban al coronel sus
propios soldados. Allí encontramos a Chico-Chico y enseguida nos hicimos
amigos. Me contó que había estado con mi padre, que por cierto hizo que
un tal teniente Dumbo Bar y sus secuaces murieran en un pantano. Mi padre
encontró lo que andaba buscando en esa parte de la selva y le dijo a Chico-
Chico que vendría a La Habana a cumplir un mandato. Debe de estar ya por
aquí. ¿Se ha enterado?
—Señorita Ella, usted y su amiga tienen una busca y captura emitida por la
Interpol, a la que ya hemos enviado un cablegrama.
—¿La Interpol Eso es ridículo. El simple hecho de haberme fugado del
colegio no le da derecho a la Interpol a inmiscuirse en mi vida.
—Está acusada del asesinato en París de sus amigos los hermanos Gándara.
—¿Qué —Regina miró a Dedé—. Nosotras nos marchamos de su
apartamento a las nueve y media de la noche y ellos estaban bien vivos. Por
cierto, ambos hermanos eran bastante desagradables, intentaron violarme,
aunque infructuosamente, todo hay que decirlo. Anda, cuéntaselo, Dedé.
—No lo entendería, niña.
—Entonces cuéntales que estuvimos con Chico-Chico en el alto Ururu, en
Sierra Leona, y que él nos dijo que mi padre estaba aquí, en Cuba.
—Eso lo entendería menos.
—Capitán, con permiso. ¿Puede quitarse las gafas un momento —pidió la
teniente Dayesi Húmeda.
—¿Las gafas?
—Sí, mi capitán, las gafas, por favor.
—Esos hermanos Gándara resultaron muy asquerosos, como le digo, pero
nosotras no los matamos. Además, no eran mis amigos, capitán. Sólo tengo
un amigo y se llama
Chico-Chico Bemba. Cuando fije mi residencia en alguna parte pienso
escribirle para que se venga conmigo, es de las pocas personas con las que
puedo hablar —añadió Regina.
El capitán Rogelio Duque se quitó las gafas y miró a la teniente con ojos
enrojecidos.
—Estas dos mujeres se van a venir conmigo, capitán. Y usted les va a
firmar un visado completo a ambas. ¿Lo ha entendido?
XXII
Todo le resultaba vagamente familiar en La Habana, como si hubiera
soñado sus olores, la configuración de sus calles y el ritmo oculto de sus
habitantes. No sabía por qué estaba en esa extraña ciudad de las mil
columnas que parecía devastada por algún terremoto o cataclismo. Sin
embargo, intuía oscuramente que antes había estado allí.
La calle donde se encontraba olía a mar, estaba empedrada y por ella
pasaban negros en bicicleta tocando el timbre, mujeres de todas las edades
con las ropas muy ceñidas y algunos turistas en pantalón corto. Leyó el
cartel clavado en la esquina: «Calle de los Oficios». Más allá había otra
calle más estrecha: «Calle de los Mercaderes». Se dirigió hacia ella sin
saber tampoco por qué lo hacía.
La mayor parte de las casas estaban faltas de pintura, en ruinas o muy
deterioradas, con ropas de todas clases y colores tendidas en los balcones. A
la derecha había una bodega y más allá un caserón de tres pisos con un
pórtico de columnas y un pequeño jardín destrozado que lo circundaba. Un
grupo de niños pasó a su lado gritando y comenzó a escuchar a alguien que
pregonaba fruta y el ruido de la música que surgía de las radios. El pregón
era nítido en sus oídos, un negro con dientes muy blancos cantaba con una
cesta en la cabeza: «¡A la riiicaaa frutaaa, al mangoo!», pero no vio a nadie
en los alrededores que cantara. El caso es que él le compraba un mango al
negro que se llamaba Sebastián y se lo comía escuchándole cantar.
Se fue acercando despacio al caserón mientras los extraños ruidos, las
canciones, la música y las palabras se mezclaban en su cabeza con lo que
oía en la calle. Una negra alta y delgada, vestida de blanco, barría la puerta
del jardín con una escoba de hojas de palma. Dejó de barrer cuando lo vio,
inmóvil y asombrado, en medio de la calle.
La negra se llevó las manos a la boca y él le sonrió, con un nudo en el
pecho. Había visto el rostro de esa negra durante los fogonazos que
acompañaban los electroshocks. Conocía a esa mujer. Una oleada de cálida
simpatía le embargó.
Un coche alquilado chirrió a su lado y se detuvo. Andrea asomó la cabeza
por la ventanilla.
—Vaya, por fin te encuentro. ¿Adonde crees que vas tú solo?
John Prescott G. la miró con resentimiento.
—Mierda —exclamó ella—. Ya te has olvidado de mí otra vez. Anda,
súbete al coche, ya sé dónde está mi hija. La he localizado.
—Déjame en paz.
—Prescott, espera un momento...
Andrea salió del coche y lo tomó del codo. Se extrañó del gesto brusco al
soltarse. John Prescott G. estaba cada vez más violento, más agresivo.
—Te estoy diciendo que sé dónde está mi hija, Prescott. Llegó hace tres
días con esa amiga que parece que la acompaña a todas partes, esa haitiana
grande. Vive en Guanabacoa y voy a ir ahora mismo a verla.
—No vuelvas a tocarme, zorra, o te mataré. ¿Lo has entendido?
—Por favor, Prescott, ven conmigo. Tú solo te vas a perder.
—Déjame en paz.
—¿He oído bien, Prescott?
—Sí, has oído bien. Déjame tranquilo de una vez.
—¿Sí Mira qué bonito. ¿Y quién crees que te va a curar Mi hija nos llevará
hasta mi mari... bueno, hasta mi ex marido. Y él te prestará un poco de esa
agua maravillosa que tiene, ¿comprendes o ya se te ha olvidado Todavía
tengo un poco de influencia sobre él, aunque esté mal el decirlo. Oye,
espera un momento, ¿por qué me miras así?
—Tía, vete a la mierda de una vez.
John Prescott G. se dio la vuelta y caminó hacia el caserón. Andrea le gritó:
—¡A la mierda te vas tú! ¿Me has oído, Prescott ¡Ningún tío me manda a
mí a la mierda! ¡No ha nacido aún nadie que me diga eso!
Andrea lo contempló avanzar y detenerse frente a la anciana negra que lo
miraba con atención. No supo si seguir sus pasos y pedirle una explicación
o regresar al hotel y dejar lo de su niña para otra ocasión.
—Vaya —le escuchó decir a la negra—, ya has vuelto, Juanito.
—Madre Isabel —contestó él en español, sin dificultad.
—No tienes muy buen aspecto.
—Estoy muy cansado.
Andrea se subió al coche y retrocedió marcha atrás por la calle, mientras
mascullaba improperios contra los hombres en general, esos estúpidos, y
contra John Prescott G. en particular. Todos, tarde o temprano, volvían con
sus madres.
Por su parte, John Prescott había comenzado a escuchar otra vez al tropel de
niños jugar a la pelota y la música de la radio que desgranaba anuncios: «La
canción más dulce es la que llega al alma y la que llegará a sus corazones la
llevará Roncolaaa», «Hola, hola, lunas pulidas con Cristañola. Exija
etiqueta de garantía». Se llevó las manos a la cabeza y abrió la boca para
gritar. ¿Qué estaba sucediendo allí?
La negra le había agarrado del brazo y le señalaba la casa a su espalda.
—Está un poco sucia —se encogió de hombros—. Pero puedes venir y
descansar. Te veo muy cansado, Juanito.
Lo empujó hasta el antiguo portón de hierro, que no estaba completo.
Tampoco había muros cercando el jardín,. excepto en algunas zonas en los
flancos de la casa.
John Prescott G. comprobó que, en realidad, tampoco había jardín. Era
tierra sucia con matojos, basuras y desperdicios. Casi todas las ventanas
tenían ropas tendidas.
—Ahora vivimos tres familias, pero es mejor. Nos hacemos compañía. Era
demasiada casa para mí sola. ¿Quieres pasar?
Lo que quedaba del jardín era muy poco. No había flores, ni césped, ni
piedrecitas blancas en el suelo. Pero los árboles sí estaban, el plátano de
Indias, el mango y la enorme ceiba, donde él siempre soñó que su padre le
construyera una plataforma.
Enfrente estaba la entrada. Pero antes de subir los escalones del vestíbulo le
preguntó a Madre Isabel:
—¿No había una piscina por aquí?
La anciana negra soltó una carcajada.
—¿Cómo puedes acordarte de eso La quitamos cuando te marchaste, hace
cuarenta años. Estaba allí—Madre Isabel
señaló un cobertizo medio en ruinas—. Era la única piscina cubierta del
barrio.
—Me acuerdo de que en el suelo había peces de colores, tiburones y sirenas
dibujados.
—Y tú querías bucear para verlos, pero tu madre no te dejaba.
—Nunca me dejó.
—Tenía miedo de que te ahogaras, niño.
—También había hamacas, Madre Isabel. Y una radio con música y mi
madre bailaba conmigo.
La anciana negra movió la cabeza.
—Es increíble cómo te acuerdas de todo, Juanito.
XXIII
CARTA N.°l Estimado Chico-Chico,
No sé si te llegará esta carta o no, pero de todas maneras te escribo. Espero
que funcione el servicio de correos entre Freetown y el alto Ururu, siempre
he tenido mucha fe en el servicio de correos. Llevamos ya varios días en
esta ciudad marítima tan bonita que es La Habana, buscando a mi padre.
Tengo que decirte que aún no he hablado con él. Esta ciudad parece
detenida en el tiempo, en concreto en 1959, fecha del triunfo de la
revolución. Eso ha permitido que la ciudad no haya sido destruida por la
especulación inmobiliaria que, como sabrás, estimado Chico-Chico, es el
cáncer de prácticamente todas las ciudades del mundo. Sin embargo, la falta
de cuidados más la acción de la erosión de los vientos, de las lluvias y de la
sal del mar, fenómenos tan frecuentes en el Caribe, la han convertido en una
ciudad devastada. Como sabrás, el bloqueo económico ha impedido que
dispongan de cemento, pintura y material de construcción en general. El
poco que tienen lo utilizan para construir y mantener los hoteles de lujo,
única forma de conseguir divisas.
Te preguntarás que qué hago. Bueno, voy a la Biblioteca Nacional a leer y
paseo por el Malecón —ya te lo contaré en otras cartas, estimado Chico-
Chico—. Eso es fundamentalmente lo que hago. Ahora estoy viviendo en
casa de una amiga de Dedé que se llama Dayesi en un barrio muy bonito,
habitado en casi su totalidad por negros y mulatos que parecen que no
hacen otra cosa que practicar la santería y evitar el trabajo lo mejor posible,
asunto este al que dedican la mayor parte del tiempo la gente que he
conocido por aquí, sean militares o civiles, negros, blancos o mulatos. Al
principio estuve un poco celosa de esa Dayesi, pero ahora no, y es porque te
tengo a ti, aunque sea en la distancia. Tú eres el único hombre con el que
me gusta hablar, el único que no pretende ponerme las manos encima, ni se
dedica a babear. Le cuento esto a mi amiga Dedé y a Dayesi y me contestan
que eso es típico de los hombres en general y yo les digo que no, tú eres el
ejemplo de que se equivocan. Es raro que yo discuta con Dedé, pero
últimamente lo estoy haciendo y muy a menudo. Desde que nos hicimos
amigas en el bar Le petit lapin, en Lausana, hará un par de meses, no hemos
discutido como ahora, pero, en fin, la vida es así. Ella es haitiana o
jamaicana, me parece, y posee muy buenas cualidades, pero yo ya soy
mayor hace mucho tiempo.
Espero que todos esos terribles sucesos que asolan tu país no te hayan
afectado demasiado y que todavía exista el cuerpo de correos. Ahí te dejo el
teléfono de Dayesi Húmeda, la amiga de Dedé, y mi dirección por si quieres
escribirme. Si me llamas que sea a cobro revertido, por favor. Y nada más,
un fuerte abrazo de tu amiga:
Regina Stevenson Dos Santos.
P. D.: ¡Ah, se me olvidaba! Estuvo mi madre a verme y se puso como un
basilisco por haberme escapado de la mierda de colegio donde estaba y por
no escribirle cociéndole adonde viajaba. ¡Cómo me fastidia mi madre! A
propósito, ¿cómo te llevas tú con la tuya Me ordenó que me fuera con ella
al hotel donde estaba, al Capri, pero yo le contesté que me encontraba la
mar de bien con Dedé y Dayesi. Ellas al menos me dejan tranquila. Mi
madre me quiso chantajear diciéndome que sabía ya dónde estaba mi padre
y que iba a verlo. Le dije que le dijera a mi padre que me viniera a ver. La
verdad es que no la creo, mi madre es muy embustera. Adiós otra vez,
Chico-Chico.
XXIV
Poco antes de que anocheciera, Robert Louis Stevenson Sartoris se detuvo
frente a una cabaña situada en la cima de la loma del Pescador, en las
estribaciones del Camaguey, en plena manigua, y se dirigió al negro alto,
vestido de blanco, armado con un machete, que se encontraba en la puerta,
inmóvil como una estatua.
—¿Qué ha pasado —le preguntó.
—Creo que se está muriendo.
—¿Desde cuándo?
—Su mujer lo encontró así cuando volvió de Santa Clara, Masai Ganga,
hará dos horas. Pero creo que la herida es de ayer. No quiere decir quién le
ha matado.
Robert Louis Stevenson se quedó pensativo unos instantes y entró en la
cabaña. Un hombre alto y viejo, negro, con el cabello blanco ensortijado
pegado en la cabeza, estaba tendido en una cama de hierro sobre el piso de
tierra batida. A su lado, una mujer de rostro bello y chupado de parecida
edad le sujetaba las manos.
Robert Louis se arrodilló a su lado.
—¿Te queda mucho, Tito Eterno?
El aludido abrió los ojos y sonrió. Su rostro era de una extraña belleza viril,
sin arrugas.
—Quizá media hora.
—¿Tienes que hablar conmigo?
—Por eso te he mandado llamar.
—Comprendo.
El negro se dirigió a la mujer:
—Espéralo fuera, madre, y no temas, es un Masai Ganga.
La mujer le soltó las manos y salió de la cabaña.
—¿Qué ha pasado?
—Te he mandado llamar porque... El Agua que has traído de la Tierra de los
Hombres Viejos... —negó con la cabeza.
—¿Te la han robado ¿Cómo ha podido suceder?
Robert Louis se mordió los labios y aguardó a que Tito Eterno Sandunga
continuara.
—Vino un hombre, pero lo confundí contigo, creí que era el Enviado. Sabía
las palabras. Era delgado, con ojos amarillos de serpiente. Tenía que
haberme dado cuenta de que era un impostor. ¿Lo conoces?
El Padre Tito Eterno Sandunga miró con sus grandes ojos blancos a Robert
Louis Stevenson, que sonrió con tristeza.
—No, no lo conozco.
—¿Es posible que sea otro Masai Ganga blanco, Tusitala?
—No lo sé.
—Lo peor no es que me haya matado, sino que nos ha robado el Agua que
tú nos has traído, y se acerca el Sagrado Aniversario. Ellos han cumplido...
educación para todos, sanidad, bibliotecas, libros... fomento de la literatura,
de las artes,... la tasa de mortalidad infantil más baja del planeta... Ya sabes.
—Claro que lo sé.
—Tenemos que cumplir, Tusitala.
—Eso también lo sé.
—Nosotros también teníamos un pacto con ellos, ahora que voy a morir te
lo puedo revelar. Nuestro pacto fue que nos dejaran vivir, que no nos
persiguieran. Y lo han cumplido, Tusitala. Aquí somos muy fuertes,
también hemos esperado cuarenta años.
—¿Otro pacto Vaya, quién lo iba a decir, no lo sabía.
—No lo sabía nadie, Tusitala. Sólo lo saben tres hombres del Gobierno,
cuyo cometido pasa de padre a hijo. Ellos son los únicos conocedores de
nuestro pacto con el Agua Espesa. Tienes que volver a nuestra Sagrada
Tierra de los Hombres Viejos y traer más Agua, Tusitala.
—Intentaré traer más Agua, pero dime un nombre, tengo que cumplir mi
palabra y entregar el Agua Espesa a alguien. Si te mueres sin decirme el
nombre se nos pasará el Aniversario.
—No puedo sin autorización, Tusitala.
—Tú verás lo que haces, Tito Eterno. Mientras nombran a un nuevo
Guardián de las Palabras puede pasar una semana o más. Aquí sois muy
burocráticos.
—Sí, es cierto —suspiró.
—¿Entonces?
—Se llama Rubén Cristhiano. A él le tienes que entregar el Agua, sólo a él.
También es Masai Ganga.
—Sinceridad por sinceridad. Ahora yo te diré otra cosa. De las dos
botellitas de Agua que te traje, sólo una es auténtica, la otra es agua del
grifo. Ni yo mismo sé cuál es la verdadera. Hay que tomarse las dos para
salir de dudas.
—Muy propio de ti, Tusitala. ¡Ah, y antes de que se me olvide! Ese hombre
te estaba buscando para matarte. Después de clavarme el cuchillo preguntó
por ti.
XXV
En la suite del hotel Habana Libre, en el piso 21, el llamado Melquíades
Cansino Assens levantó las dos botellitas y las contempló al trasluz.
—Vaya, conque era esto —dijo en voz alta.
Llamaron a la puerta, dejó las botellitas sobre la mesa y fue a abrir. Era
Usarmy Rodríguez, sonriente, con una pistola Tokarev de fabricación rusa
en la mano. Cansino no demostró sorpresa. Usarmy Rodríguez le colocó el
caño en el pecho y le empujó. Cansino retrocedió por el pasillo hasta llegar
a la mesa donde había dejado las botellitas. Usarmy cogió una y le dio
vueltas, sopesándola en la mano.
—¿Por esto has matado nada menos que a Tito Eterno Sandunga?
—¿Qué es lo que he hecho mal —le preguntó Cansino.
—Varias cosas —respondió Usarmy Rodríguez—. Pero sólo le diré una,
señor Cansino. Usted ha pensado que yo era un negro tonto. Y de tonto sólo
tengo algunos aspectos. En el fondo no lo soy.
—Comprendo. Te has hecho preguntas y has llegado a una conclusión.
—Eso es. Nadie paga cinco mil dólares, ni mata a Tito Eterno Sandunga por
dos botellitas de algo que parece agua.
—Si me matas nunca sabrás para lo que sirve, ni lo que vale.
—No tengo otra opción.
—Te queda otra.
—¿Cuál?
—Trabajar conmigo.
—No parece una buena oferta.
—No tienes otra.
—¿Está seguro?
—Piénsalo un momento.
Usarmy Rodríguez manoseó la botellita con su enorme mano de lanzador de
pelota.
—Lo estoy pensando y sigo sin sacar ninguna conclusión.
—Trabajemos juntos y te diré para lo que valen. Hay dinero para los dos de
sobra. En realidad hay dinero suficiente para ti y para mí durante cien años
o más.
—Está bien, ya trabajamos juntos, socio. ¿Para qué sirven estas botellitas?
—Los socios no se apuntan con pistolas, Usarmy. Y tú sabes que yo nunca
voy armado.
Usarmy Rodríguez bajó la pistola.
—Tienes razón. ¿Así está bien?
—Guárdatela —Cansino tocó su reloj de pulsera y adelantó las dos manos
—. No tienes nada que temer, no voy armado.
Usarmy Rodríguez se desabotonó la chaqueta y colocó la pistola en el
cinturón.
—Ahora cuéntame la historia.
No llegó a decir nada más. Cansino hizo dos movimientos igual de rápidos.
Uno con su brazo izquierdo y la esfera de su reloj le cortó la carótida a
Usarmy Rodríguez, que se llevó las manos al caño de sangre sin
comprender lo que le había ocurrido. El otro movimiento fue de su mano
derecha, que le sustrajo la pistola del cinturón.
Cansino retrocedió para no mancharse de sangre. Usarmy Rodríguez cayó
de rodillas tapándose la herida con las manos. Cada latido de su corazón
arrojaba más sangre fuera del cuerpo.
—Tu padre se equivocó. Eso de Usarmy no te ha traído suerte.
Usarmy Rodríguez emitió un sonido gorgojeante.
—Le llaman el Agua Espesa, socio, y afirman que concede la inmortalidad
a quien la bebe —Cansino volvió a colocar la afilada esfera de su reloj en
su lugar—. No sé si se trata de un cuento chino o no. Pero vale diez
millones de dólares. Te quedan seis segundos de vida, socio, poco más o
menos.
Usarmy Rodríguez intentó decir algo, pero de su garganta surgió otro
gruñido espeso. Abrió la mano y mostró la otra botellita.
—Oye, devuélvemela, a ti no te va a servir para nada.
Usarmy alzó el brazo y arrojó la botellita por la ventana en el mejor
lanzamiento que hizo en su vida.
—¡Mierda! —exclamó Cansino, y le disparó a la cabeza.
XXVI
Andrea observó el ventilador que giraba en el techo de la suite del piso 19
del hotel Capri, donde se alojaba. A su lado, tumbado en la cama, su ex
marido Robert Louis Stevenson Sartoris le dijo:
—Toda esta planta pertenecía a Lucki Luciano, que se llamaba Salvatore,
un notable capo de la mafia, como sabrás. La piscina que tienes al lado no
era del hotel, sino que formaba parte de sus habitaciones privadas. Aquí
organizaba sus famosas orgías, este era su cuartel general. Una vez al año,
los capo de la Cosa Nostra se reunían aquí para dirimir sus problemas,
organizar el mercado y planificar nuevas estrategias. Eran los verdaderos
dueños de la isla. La mafia norteamericana aún no se ha resignado a no
estar aquí. Echan de menos esta isla.
—¿Vas a contarme ahora que también conociste a ese Lucki Luciano?
Robert Louis Stevenson miró con atención las largas piernas desnudas y
sudorosas, recién depiladas, de su ex mujer y no dijo nada.
Frente a la cama se abrían las puertas de la inmensa terraza desde la que se
veían las azoteas de La Habana, pobladas de gallinas, jaulas con conejos y
cerdos. Según le había contado su ex, Regina había recorrido buena parte
del mundo con el exclusivo propósito de verle. No hay hombre a quien no
le afecte eso.
—De momento no puedo ir a verla. Me refiero a nuestra hija —le dijo a
Andrea.
—Es la primera vez que dices «nuestra hija». Los hombres es que sois
como jodidos murciélagos, dando tumbos por ahí, mitad pájaros, mitad
ratas.
Robert Louis contempló la maleta llena de ropas de hombre, colocada de
cualquier manera sobre una silla.
—¿Murciélagos, eh Veo que tienes algunos problemas, Andrea. ¿Me
equivoco?
—De pe a pa.
—¿Entonces, de quién es esa maleta?
—De un mentecato electrificado.
XXVII
John Prescott G. se había sentado al final de la escalera de mármol
agrietada mirando los azulejos sevillanos del vestíbulo, la mayoría rotos,
que representaban escenas de caza medievales. Del techo de las escaleras
colgaban un par de bombillas fundidas y cagadas por las moscas. Un
teléfono destrozado e inservible estaba clavado en una plancha de madera
pintarrajeada, al pie del castillo que él siempre miraba cuando las escaleras
eran de mármol blanco, limpias y frescas.
Madre Isabel estaba a su lado.
—¿No quieres entrar a tu habitación, Juanito Se está haciendo de noche. Si
quieres te doy un poquito de dulce de guayaba. ¿Te sigue gustando mi dulce
de guayaba?
—Hace mucho que no lo pruebo, Madre Isabel —respondió sin pensar,
como si las palabras estuviesen en la punta de la lengua dispuestas a salir.
—Y tanto.
Se escuchó el frenazo de un auto en la calle y el ruido de una puerta al
abrirse y cerrarse. Desde la puerta de la calle, Andrea gritó:
—¡Eh, señora! ¿Sigue ahí Prescott?
La vieja negra no le contestó y Andrea comenzó a subir las escaleras con la
maleta de John Prescott G. en la mano. Antes de llegar arriba, la vieja se
volvió.
—¿Es usted su mujer —le preguntó.
—¿Se refiere a si estamos casados —respondió Andrea.
—Me refiero a si es usted su mujer.
—No lo sé. Pero hace poco estuvimos tres días juntos sin salir de la cama,
pero él no se acuerda.
—Suba —contestó la vieja.
Andrea terminó de subir las escaleras. La vieja era casi tan alta como ella.
—Me llamo Andrea Emilia Dos Santos, pero llámeme Andrea. Sería muy
largo de explicar cómo lo he conocido.
—No se lo he preguntado. Yo soy Isabel y puede decirse que soy su madre,
aunque no lo he parido.
—Bueno, para ellos es lo mismo. ¿No es cierto?
—No sabría qué contestarle.
Andrea dejó la maleta en el suelo.
—Ésta es su maleta con todas sus cosas.
John Prescott se puso en pie y entró en la casa.
—Ayúdeme a entrar la maleta. Soy demasiado vieja para llevar tanto peso
encima.
Andrea volvió a coger la maleta y siguió a la vieja por un pasillo oscuro.
—¿Ésta es su casa?
—Sí, aquí nació.
—Pero él ha perdido la memoria. No se acuerda de nada.
—Ahora se está acordando. Venga conmigo.
Andrea siguió a la negra por otro pasillo destartalado con olor a comida
frita. John Prescott G. había entrado en una habitación del fondo y se había
parado frente a una fotografía enmarcada, colgada de la pared. Andrea y la
vieja se quedaron en la puerta.
—Deje ahí la maleta, por favor.
Era la habitación de un niño, con el papel de la pared descolorido y sucio.
John Prescott G. se dirigió a Andrea y señaló la foto con el dedo.
—Éste soy yo, y éstos son mi padre y mi madre.
—Tú y yo ya estamos separados, Prescott. Te he traído la maleta —la
señaló con el dedo.
Andrea dio media vuelta y pretendió salir del cuarto. La vieja la empujó con
suavidad.
—No te vayas todavía.
La vieja se marchó pasillo adelante y Andrea se acercó a la fotografía. Era
borrosa y en ella posaban un hombre con uniforme de oficial del ejército de
Batista, una mujer de pelo negro y sedoso y un niño de unos cinco años.
—¿Ése eres tú —le preguntó Andrea.
—Sí —contestó él—, nos hicimos la foto en los almacenes El Encanto,
donde regalaban una fotografía a los que compraban juguetes. Mi padre me
compró un caballito de cartón.
Giró la cabeza y señaló un caballo de cartón carcomido por la humedad,
sobre un balancín de madera, apoyado al lado de la cama.
—Ése fue el caballo.
—Si éste es tu padre no veo por ningún lado que sea americano. Lleva el
uniforme del ejército de Batista. Y parece que es capitán.
—Te equivocas, mi padre es americano. Fue oficial de la Marina.
—¿Otra vez vamos a discutir?
La vieja entró en el cuarto llevando dos platos de dulce de guayaba. Uno se
lo entregó a John Prescott G. y el otro a Andrea.
—Coma, por favor. Lo he hecho yo misma.
—Ya me iba, señora.
—Está muy bueno, Andrea —añadió John Prescott y se sentó en la cama y
comenzó a comérselo. Pero cerró los ojos y vio coches frenando en las
calles de tina ciudad de noche, llena de luces. Él se encontraba con su jefe
Anthony Lasciara y ambos llevaban sus armas de reglamento en las manos.
John Prescott G. señaló el portal de un almacén.
—Están ahí, en la planta baja. Allí tienen las prensas donde falsifican los
billetes. Deben de ser tres o cuatro y van armados, Tony —dijo él.
—Entonces es mejor que pidamos refuerzos.
—No, se marcharían. Escucha lo que vamos a hacer. Yo entraré por la
puerta de delante. Tú da la vuelta y procura entrar por el patio. Hay una
ventana, no es difícil. Los sorprenderemos.
—Oye, espera un momento. Estoy muy gordo para esas cosas. Vamos a
llamar a la policía metropolitana. Nosotros somos de la Interpol. Nuestra
misión es investigar.
—Déjate de tonterías. Voy a ir por delante y tú irás por detrás.
Luego, John Prescott G. estaba en la puerta del taller clandestino de
falsificadores llamando al timbre. Ya había calculado el tiempo. Anthony
Lasciara, su jefe, debería estar dentro.
Llamó otra vez al timbre.
—¡Interpol, abran la puerta! —gritó.
Entonces fue cuando salió el tipo aquel con la pistola apuntándole a la
cabeza. Antes de que le disparara, recordó que vio también a su jefe,
Anthony Lasciara, sonriente, detrás de otros dos tipos.
—¿Interpol Pues qué lástima —le dijo, y a continuación le disparó.
John Prescott G. abrió los ojos. Pero no estaba en el hospital. Se encontraba
en una habitación extraña débilmente iluminada, sentado en una cama y
comiendo algo de un plato. Una negra delgada, vieja y coja, hablaba con
otra mujer alta, de cabello negro muy corto.
La negra era Madre Isabel, ¿pero y la otra mujer?
—...su madre murió poco después de que se hicieran esta foto —le estaba
diciendo la negra vieja a la mujer—.
Y un mes antes de que entrara Fidel en La Habana, su padre lo robó de esta
casa a punta de pistola y se lo llevó a Estados Unidos. Y ahora ha vuelto.
XXVIII
El féretro donde descansaba Tito Eterno Sandunga era de obligatorio color
blanco, cubierto por flores de todas clases, y se encontraba en el vestíbulo
principal del tanatorio de la ciudad de La Habana. Para los ñáñigos, que
pululaban por allí con sus collares de cuentas rojas en el cuello, el tanatorio
era «La Casa de La Otra Morada», un lugar sagrado.
La teniente Dayesi Húmeda agarró del brazo a Dedé y le musitó al oído:
—La jodimos, Dedé. Tito Eterno era el Guardián de la Puerta y ahora lo han
matado. No sé dónde coño puede estar ahora ese Stevenson.
—No me das una alegría, Dayesi, hermana. Qué quieres que te diga.
La gente se apretujaba alrededor del féretro empujándose mientras fingían
rezar, aunque en realidad invocaba a Ochún, el todopoderoso.
—¿Qué nos queda por hacer, hermana Dayesi —preguntó Dedé.
—Esperar que nombren a otro Guardián de la Puerta —respondió Dayesi
Húmeda—. O tomar un atajo.
—Los atajos son mi debilidad.
—Entonces déjame que me ponga a pensar lo que haría ese Robert Louis
Stevenson Sartoris si se encontrara sin Guardián de la Puerta y sin Agua.
—Pues piensa rápido, hermana Dayesi. Mi niña está que ya no puede más.
La feminidad le estalla por todas partes. Tiene que ver a su padre y después
a ese Chico- Chico.
—Es ley de vida, hermana.
Regina vio a los negros ñañigos con sus ropas de fiesta acompañados de sus
mujeres e hijos que se acercaban al féretro, se inclinaban ante él, se
persignaban —aunque en realidad indicaban los cuatro puntos cardinales—
y musitaban oraciones en yoruba, la vieja lengua que los había acompañado
desde que los traficantes de esclavos portugueses y españoles los sacaron de
sus lejanas tierras y transportaron a otro continente, cuatrocientos años
antes.
Entre el gentío que se apretaba en uno de los rincones, Regina creyó ver a
una figura alta, muy morena, con el cabello blanco, y el corazón le dio un
vuelco.
—¡Eh! —gritó—. ¡Papá, papá!
El que parecía ser su padre —u otro tan igual como lo son dos gotas de
agua entre sí— se dio la vuelta y desapareció tras las enormes espaldas de
un negro. Regina comenzó a dar codazos y a apartar cuerpos sudorosos
intentando abrirse camino entre la muralla de gente. Aquel era su padre y
ahora se encontraba al lado de un hombre uniformado.
—¡Por favor, déjenme pasar!
Una negra inmensa se persignó cuando Regina la empujó.
—¡En el nombre de Jesucristo! —exclamó—. ¡No tienes respeto!
Regina llegó al lugar donde había creído ver a su padre. Pero allí no había
nadie con esas características. Tres negros imponentes parecían cuidar a
otro negro delgado con el uniforme verde olivo de general y el pecho
cubierto de medallas, que hacía pasar entre sus dedos un collar de santería.
—Disculpen, caballeros, pero he creído ver a mi padre entre ustedes. Se
llama Robert Louis Stevenson Sartoris. ¿Saben dónde ha ido Hace un
momento estaba aquí.
Los tres enormes negros observaron la diminuta minifalda y la entallada
camiseta de Regina y no abrieron la boca. El general Rubén Cristhiano
respondió:
—No creo que ninguno de nosotros nos llamemos así.
—No estoy ahora para bromas. He visto a Robert Louis Stevenson Sartoris
aquí con ustedes hace un momento. Yo no tengo alucinaciones.
—¿Y quién es usted, si se puede saber —preguntó el general.
—Sí, se puede. Me llamo Ella Sartoris. ¿Y usted quién es?
Respondió uno de los enormes negros.
—Él es el compañero general Rubén Cristhiano.
—Bueno, encantada, compañero general, ahora le ruego que me diga
adonde se ha ido mi padre. Lo he visto claramente con usted —Regina miró
uno a uno a los cuatro hombres—, y sé que me están mintiendo.
Uno de los enormes negros adelantó una manaza que colocó sobre el
hombro de Regina.
—¿Quién está mintiendo?
La mano podría pesar ella sola sus buenos veinte kilos.
—Esto es un entierro y estás molestando —añadió otro de los negros—. Es
mejor que te vayas.
—No me iré hasta que...
La teniente Dayesi Húmeda le tapó la boca y se cuadró ante el general.
—Con permiso, compañero general. Es una turista extranjera y viene
conmigo. ¿Podemos retirarnos?
El general hizo un gesto con la cabeza y la teniente Dayesi Húmeda le
aplicó una llave de yudo a Regina, que pataleó intentando zafarse.
—¡Perra maldita, te digo que lo he visto!
La arrastró a empujones a otro rincón.
—¡Cálmate, te digo que te calmes! Estamos en un entierro, por el amor de
Dios.
Dedé le pasó la mano por el rostro bañado en lágrimas y Regina se calmó
como por ensalmo.
—Hemos llegado demasiado rápido al atajo —le dijo la teniente a Dedé—,
vayámonos de aquí antes de que me dé un soponcio.
XXIX
CARTA N.° 2
Estimadísimo Chico-Chico,
Te escribo desde el dormitorio de la casa de la mujer que nos ha dado
acomodo aquí en La Habana, de donde me niego a salir voluntariamente,
como protesta por tratarme como a una retrasada mental. La dueña de la
casa es una mujer sumamente desagradable, se llama Dayesi Húmeda, por
si no lo sabes, y es teniente de la policía. Lo que más me molesta es que se
parece cada vez más y más a mi amiga Dedé. Las dos se han compinchado
para hacerme creer que veo lo que no veo. El colmo. Se han pasado las
últimas horas cuchicheando y hablando con viejos y viejas vestidos de
blanco que acuden a la casa, intentando hacerme creer que me ayudan
verdaderamente a buscar a mi padre. Y es mentira. A mi padre ya lo he
visto, pero por alguna razón que desconozco, fingen no creerme y afirman
que veo visiones. No te preocupes por mí, puedo superar todo esto. Estoy
acostumbrada, no olvides que he permanecido interna en un colegio suizo
durante casi toda mi vida, de modo que figúrate. En lo que a mí respecta,
leo todo el día. Antes, cuando podía salir, paseaba por el Malecón con la
secreta intención de ver a mi padre. Por cierto, el Malecón es un paseo
marítimo muy bonito y a ti te gustaría pasear por él conmigo, estoy segura,
aunque sería más bonito si mejorara el estado en que se encuentra. Si no
llega a ser por los moscones que te hacen todo tipo de proposiciones aún
sería mejor. Algunos hombres parece que no han visto nunca a una rubia o
se creen que todas las mujeres tienen furor uterino, de manera que aún no
he podido hablar en serio con nadie del género masculino. Espero que a ti
no te pase como a mí y puedas hablar con quien te plazca. Dime, ¿tienes
alguna buena amiga con la que poder hablar No me respondas si no quieres.
Me da lo mismo.
Contigo aquí sería diferente. Hablaríamos, pasearíamos y leeríamos juntos.
Además, me ayudarías a buscar a mi padre. Ni que decir tiene que te echo
mucho de menos. ¿Tú también Si me escribes me gustaría que me lo
dijeras, sólo por saberlo. Como ya te he dicho un poco antes, todavía no he
podido hablar con mi padre, aunque ahora sé a ciencia cierta que está aquí,
tal como me dijiste. El estar encerrada en el dormitorio no quiere decir que
haya dejado de buscar a mi padre, porque lo seguiré haciendo. Tarde o
temprano pasará por el Malecón, como hace todo el mundo aquí, y yo lo
veré. ¿Qué otra cosa puedo hacer Bueno, también puedo pensar en ti, que es
justo lo que hago la mayor parte del tiempo. No sé si has leído mi carta
anterior o leerás ésta, porque otra vez hay guerra en tu pobre y desgraciado
país, según he podido leer en el New York Times de hace dos días que
compré en un hotel. Me pregunto si estarás bien, Chico- Chico. Ahora te
dejo sin dejar de pensar en ti. Un afectuoso saludo de Tu Regina Teodulda
Sartoris Dos Santos.
P. D.: Dedé y Dayesi me han pedido perdón y disculpas y he aceptado salir
del dormitorio siempre que no me traten como a una subnormal. Me lo han
jurado y las tres hemos llorado un poquito. La verdad es que Dedé ha sido
siempre muy buena conmigo, como una madre o una hermana mayor, y yo
le tengo mucho aprecio. Te dejo, no sin antes decirte que sueño contigo, si
me permites confesártelo. Pero le he contado los sueños a Dedé y me ha
dicho que no se me ocurra decírtelos, ni en carta. Creo que los hombres le
han hecho mucho daño a la pobrecilla Dedé y a su amiga Dayesi, ambas
están en absoluto desacuerdo conmigo en todo lo referente a lo que yo
opino sobre el género masculino. Adiós.
XXX
El despacho del general Rubén Cristhiano se encontraba en el séptimo piso
del Ministerio de la Guerra, el edificio de catorce plantas ubicado en la
plaza de la Revolución o plaza Martí. Desde la ventana, Robert Louis
Stevenson Sartoris podía ver toda la extensión de la plaza.
Llevaba en la mano tres ejemplares de historietas a colores, compradas esa
misma mañana en el lobby del Meliá Coiba, el único lugar de La Habana
donde se vendían. No parecía escuchar lo que le estaba diciendo el general
Rubén Cristhiano.
—Y eso no es lo más raro. Uno de nuestros mejores pitchers, Usarmy
Rodríguez, que trabajaba como chófer en sus ratos libres, ha aparecido
degollado y con un tiro en la cabeza en la suite 21 del Habana Libre, en las
habitaciones de un turista boliviano llamado Melquíades Cansino Assens,
que ha desaparecido sin dejar rastro.
Robert Louis Stevenson Sartoris continuó observando en silencio las
figuritas humanas que se movían por la plaza. Parecían hormigas, bichitos,
animalitos, muy semejantes a los dibujados en los cómics que acababa de
comprar. El general añadió:
—Ha utilizado una vieja Tokarev F 34 de reglamento en el ejército
soviético hasta 1953. Muy popular entre los delincuentes cubanos. Y ahora
usted me viene con ésas después de cuarenta años de preparación. ¿Qué está
sucediendo en realidad?
Robert Louis Stevenson Sartoris se volvió.
—Ojalá lo supiera a ciencia cierta, general. Yo traje el Agua Espesa y se la
entregué a Tito Eterno tal como estaba previsto. No soy responsable de lo
que ocurrió después.
—Nosotros hemos cumplido, Tusitala. Puede comprobarlo, la menor tasa de
mortalidad infantil del continente americano, superior incluso a la de
muchos países adelantados, educación completa para todos, erradicación de
las epidemias...
Tusitala le interrumpió.
—Todo eso lo sé, general. Ya le he dicho que yo entregué el Agua Espesa,
sin embargo...
—Pero no está. Alguien que conocía las Palabras ha matado a Tito Eterno y
se ha quedado con el Agua. Un extranjero alto, con bigotito rubio y ojos
amarillentos... Eso es lo único que sabemos del asesino ladrón, cuya
descripción coincide con la del turista desaparecido. ¿No le parece una
coincidencia?
—Sí, parece una coincidencia.
—Pero yo no creo en las coincidencias. ¿Y usted?
Robert Louis negó en silencio.
—Yo tampoco, sin embargo...
—Nuestra revolución necesita del Agua Espesa, Tusitala. Estamos cercados
por un enemigo muy poderoso.
—Sin embargo, general, no era yo el único Enviado. Antes de morir, Tito
Eterno me confesó que ellos tenían también otro Enviado que debería
entregar también Agua Espesa. ¿Cómo explica ese doble juego?
El general se acomodó en el sillón tras la mesa de su despacho insonorizado
y a prueba de interferencias acústicas y micrófonos ocultos.
—Hay una explicación sencilla a eso, Tusitala. El Agua Espesa es para dos
personas, no para una sola. El triunfo de nuestra revolución está en manos
de dos personas, dos hermanos, no de una. ¿Lo comprende Llevamos más
de cuarenta años pactando con ellos, los Masai Ganga yorubas que llegaron
al Caribe hace cuatrocientos años en los barcos negreros. Ellos nos han
ayudado mucho en nuestra revolución y nosotros les hemos ayudado
también. En esta parte del mundo no se puede hacer nada sin contar con los
Masai Gangas yorubas. Usted es Masai Ganga, por lo tanto busque más
Agua Espesa, tiene que cumplir su promesa. Los yorubas de aquí cumplirán
la suya.
—Me preocupa ese extranjero de ojos amarillentos.
—Eso es asunto nuestro, de la Seguridad del Estado. En este país nadie
desaparece sin que tarde o temprano lo sepamos. Ese asesino no saldrá de la
isla, Tusitala.
—Si es lo que yo creo, nadie detendrá a ese asesino.
El general Rubén Cristhiano sonrió.
—Tenemos la mejor policía del continente americano. Cogeremos a ese
asesino, a ese ladrón. No le quepa duda.
Robert Louis Stevenson Sartoris se puso en pie. El general Cristhiano se
fijó en las revistas ilustradas que Tusitala llevaba en la mano.
—No sabía que le gustase leer esas cosas, Tusitala. Siempre pensé que un
hombre como usted...
—Un hombre como yo, ¿qué?
—No se moleste. Es posible que los haya comprado para un niño, para su
hijo, ¿verdad?
Robert Louis Stevenson Sartoris tiró las revistas al suelo con violencia.
—Nunca le compraría esto a un niño. Además... yo no tengo hijos.
Abrió la puerta, el general se abalanzó sobre él y le agarró del brazo.
—Espere un momento. ¿Tiene pensado hacer algo para traernos más Agua?
—Es más fácil que vuelva a la Tierra de los Hombres Viejos a que me
dedique a buscar aquí más Agua Espesa. Antes de que nombren a un nuevo
Guardián de la Palabra me va a costar bastante trabajo.
—Cierto. ¿Entonces?
—Ustedes me ayudarán.
—¿En qué está pensando?
—En otra falsa intervención militar cubana en África.
Robert Louis Stevenson abandonó el despacho. Las botas militares del
general pisaron sin querer las revistas ilustradas con las aventuras de un
pato y sus tres sobrinitos que si alguna vez fueron graciosos, llevaban
demasiado tiempo sin serlo.
XXXI
El turista gordo, de pelo escaso y aplastado a la cabeza, nariz enorme y
rostro disparejo y guayabera blanca, se detuvo al lado de Regina, que leía
sentada en el Malecón Los tres mosqueteros, en una edición antigua y
carcomida, comprada en uno de los puestos callejeros de la plaza de Armas.
Regina aguardaba a Dedé y a Dayesi Húmeda, que un poco más abajo se
habían ido a hablar con un sargento primero del Ejército del Aire que podía
darles información.
El turista había estado antes mirándole la minifalda a Regina, esperando
que volviera a cruzar las piernas con esa desenvoltura con que las cruzaba y
descruzaba.
—¿Qué haces aquí, niña?
—En primer lugar, no soy una niña. ¿Es usted cegato o qué?
—Vaya, ¿conque respondona, eh ¿Tus padres no te han enseñado
educación?
—¿Y a usted los suyos qué le han enseñado?
—¿Quieres que yo te enseñe algo?
—No creo que usted pueda enseñarme nada.
—Te doy diez dólares si te levantas la falda.
—¿Usted está loco, verdad?
—Veamos, ¿te vale con cinco mil pesetas No tengo nada más ahora. Lo
único que tienes que hacer es levantarte las faldas y ya está. Bueno, si me
dejas comerme eso te daré... espera —se metió la mano en el bolsillo y sacó
un billete de cinco mil pesetas, otro de diez dólares y calderilla— ... todo lo
que tengo. Tú puedes seguir leyendo y me acaricias las orejas con los
muslos, ¿vale?
Un poco más abajo, la sargento primero Maysire Toledo le estaba diciendo
a Dedé y a la teniente Dayesi Húmeda que estaba segura de que alguien con
la descripción de Robert Louis Stevenson Sartoris acababa de partir del
aeródromo secreto de Punta Villas en un Ming 21 rumbo a África.
—En otro momento y ocasión yo habría dicho que se trataba de un asesor
soviético, pero claro, ahora no hay asesores soviéticos por ninguna parte.
Nada menos que mi general, el compañero Rubén Cristhiano en persona, lo
ha ido a despedir.
Dedé estaba pendiente de lo que sucedía unos metros más allá entre Regina
y el turista de pelo aplastado. Parecían no parar de discutir.
—¿Estás segura —le preguntó la teniente Dayesi Húmeda.
—Como que ahora está oscureciendo, compañera teniente.
—¿Rumbo a África ¿Y a qué parte?
—Eso no sabría decírselo. Nos está vedado el parte de ruta.
—Umm, claro, claro.
—Y el compañero general Rubén Cristhiano le dio un abrazo al despedirse.
Un abrazo fraternal. ¿De quién se trata, compañera?
—Bueno, eso es algo que sólo nos atañe a nosotras.
—Aguardad un momento —dijo Dedé—. Vuelvo enseguida.
El turista tenía labia y le estaba diciendo a Regina que no le diera
vergüenza, él sabía que todo el mundo hacía eso en el Malecón y que nadie
se fijaba. Incluso podían ponerse en dirección al mar, allí era seguro que
nadie se daría cuenta.
Se volvió cuando vio aparecer a Dedé que caminaba de forma distraída,
sonriente.
—Vaya, qué amigo tan estupendo te has buscado, Regina. ¿Quién es?
—No es un amigo estupendo. Es un imbécil.
—¿Y usted quién coño es —le preguntó el turista a Dedé—. ¿La criada?
—Eso no me ha gustado —lo miró fijamente—. Súbase a la barandilla.
El turista gordo se subió a la barandilla con bastante dificultad. Regina miró
espantada a su amiga Dedé.
—¿Y ahora qué hago —preguntó el turista.
—Voy a decirle algo que muy poca gente sabe. Y es su manera de morir.
Vas a morir ahogado.
—¡No, espera, Dedé, no lo hagas! —exclamó Regina—. Es sólo un imbécil,
dice que ha fundado un partido político en España y que ganará mucho
dinero haciendo casinos.
—¿Qué hago ahora —preguntó el turista desde la barandilla pétrea del
Malecón.
Dedé suspiró.
—Está bien —Dedé se dirigió al turista—. ¿Qué es lo que más le gusta a
usted en el mundo?
—Comer y el Atlético de Madrid.
—Entonces quítese las ropas.
El turista gordo se quitó las ropas. El culo era enorme y caído, cubierto de
pelos negros. Tiró las ropas al suelo. —¿Y ahora?
—Márchese a su hotel cantando.
El turista comenzó a cantar:
—¡Alirón, alirón, el Atleti es campeón!
XXXII
T ata Perdida, la anciana negra sentada en la esterilla, delante del altar
dedicado a Ochún en el comedor de su casa, contempló la televisión a color
Sony con mando a distancia que le había entregado Madre Isabel como
prueba de buena voluntad.
—Es el último modelo, Tata. Mira, con mando a distancia y todo. ¿Te
gusta?
—No está mal.
Tata Perdida se encajó un cigarrillo Popular en la boca sin dientes, lo
encendió y expulsó el humo. Madre Isabel aguardó, pero como Tata Perdida
no decía nada más, prosiguió contándole sus penas:
—Él lo necesita, Tata. Está perdido en las tinieblas y sufre mucho. Tengo
miedo de que se mate.
—Ya veo.
—Un traguito de Agua Espesa lo volverá a la vida y recuperará la memoria.
Con un buchecito de Agua será suficiente.
—¿Quién es?
—Mi hijo de leche que ha vuelto, y el pobre no se acuerda de nada.
—¿De dónde ha vuelto, de Miami?
—No sé de dónde porque no se acuerda, Tata. Pero de Miami seguro que
no, llevaría ropas diferentes. Ya sabes, esas camisas a flores que todos
llevan, los zapatos y los calcetines blancos a juego.
—Claro.
—¿Qué puedes hacer al respecto, Tata Perdida Confío mucho en ti.
—Están ocurriendo cosas raras, Madre Isabel. Un extranjero ha matado a
Tito Eterno y todo se ha vuelto confuso. Hay mucho nerviosismo, este es el
Tiempo del Cumplimiento y parece que han robado el Agua Espesa.
Madre Isabel se santiguó.
—¡Caiga sobre el ladrón la maldición de los Orishas!
—Que así sea. Pero te decía que está todo un poco revolucionado y hay que
esperar que nombren a otro Guardián de la Puerta, un Masai Ganga en
condiciones. Eso llevará tiempo.
—Pero él no aguantará más, Tata. Tengo miedo de que se me mate.
Cualquier día se corta el cuello. Se sigue dando descargas eléctricas en la
cabeza. ¿Te das cuenta?
—¿A pesar de las restricciones?
—Sí, a pesar de ellas.
—Vaya, eso sí que es grave.
Tata Perdida se removió y cambió de postura. Echó más humo por la
desdentada boca.
—Hay otro que tiene Agua Espesa, un blanco Masai Ganga que viene al
Cumplimiento. Le llaman Tusitala y pronto volverá a La Habana.
—¿Un blanco puede ser Masai Ganga, Tata?
—Algunos sí, ¿es que no hay Orishas blancos?
—Sí.
—Pues entonces. Te decía que ese Tusitala es el encargado de uno de los
Cumplimientos y trae Agua Espesa. Sólo tienes que buscarlo y robársela.
XXXIII
El capitán Rogelio Duque se tocó las sienes, desesperado. Las cosas no
estaban ocurriendo como a él le hubiesen gustado. El general Rubén
Cristhiano, jefe del Primer Cuerpo del Ejército y el número tres en la
jerarquía militar, le estaba gritando mientras el extranjero desagradable, el
sujeto enviado por la Interpol, lo miraba con una sonrisa desdeñosa en los
labios.
—¡Ciudadano capitán, es usted un incompetente o algo peor! ¿Me ha oído
—le estaba diciendo el general Rubén Cristhiano.
—Sí, compañero general —susurró el capitán Rogelio Duque.
—Vamos a ver si me estoy enterando, capitán —dijo Anthony Lasciara,
ataviado con un traje blanco—. ¿Ha querido usted decir que ha tenido en
este mismo despacho a dos prófugas de la Interpol y las ha dejado salir sin
más?
—Sí —susurró el capitán.
Todo era muy extraño para el capitán Rogelio Duque. Su firma estaba en los
documentos, pero él no recordaba haber escrito nada. ¿Se estaba volviendo
loco?
—Vamos a verlo otra vez. Usted, ciudadano capitán, les ha entregado a esas
dos prófugas un visado legal, pero no se acuerda de haberlo hecho. ¿Es así
o me equivoco Corríjame si no es así.
—Es así, compañero general. Mi firma está en los documentos, pero no me
acuerdo de haber firmado ningún visado.
—Sin embargo, los ha firmado. ¿Es que estaba borracho —le preguntó
Lasciara.
—No bebo —respondió el capitán.
—¿Entonces?
El capitán Rogelio Duque volvió a masajearse las sienes. Sí, se estaba
volviendo loco. Mejor dicho, ya estaba loco.
—¿Cuánto dinero le han dado —Anthony Lasciara le sonrió al general
Rubén Cristhiano—. Regina Sartoris es de una familia europea muy rica,
prácticamente nadan en dinero. Diga cuánto le han dado de una vez. ¿Cien
mil dólares ¿Más?
El capitán Rogelio Duque se puso en pie, el rostro desencajado.
—¡Yo no me corrompo!
—¡Siéntese, estúpido! —le gritó el general.
El capitán se sentó. Anthony Lasciara se quitó una invisible mota de polvo
del pantalón. El general Rubén Cristhiano le preguntó:
—¿Quién era su oficial inferior, capitán?
—El sargento primero Deobaldo Ortigosa, de baja por enfermedad, y la
teniente Dayesi Húmeda, compañero general.
—¿Dayesi Húmeda Vaya, muy interesante.
—Compañero general, sigo sin comprender lo que ha pasado.
Anthony Lasciara volvió a sonreír con un costado de la boca. El general
Rubén Cristhiano añadió:
—Ya sé lo que ha pasado. De momento entregue usted su arma, ciudadano
capitán. Considérese arrestado. Se le hará un Consejo de Guerra.
El capitán Rogelio Duque se puso en pie, se cuadró y saludó militarmente al
general Rubén Cristhiano. Después extrajo su pistola Makarov de la funda,
se colocó el caño en la boca y se voló la cabeza de un disparo. Trozos de
astillas de hueso, masa encefálica y pelos se expandieron por la habitación.
El inmaculado traje blanco de Anthony Lasciara se llenó de salpicaduras.
—Vaya, qué desagradable —dijo.
XXXIV
CARTA N,° 3 Queridísimo Chico-Chico,
El otro día fui a visitar la Biblioteca Nacional aquí en La Habana, que es un
edificio muy bonito y señorial de principios de siglo, para conseguir más
libros porque los que he ido comprando últimamente en los puestos de la
plaza de Armas y en las pocas librerías de viejo que quedan, ya me los he
leído todos. Fui con la intención de conseguir uno que me interesaba
sobremanera. Me refiero a La historia de las desventuras de Abelardo,
escrito en 1141 y del que hay pocas ediciones. Para mi sorpresa y gracias al
bibliotecario mayor, don Paz Senel, encontré un ejemplar traspapelado que
él recordaba haber leído de joven. Tuve que leer el libro en el despacho de
don Paz porque tal joya es imposible sacarla del edificio. Lo leí durante un
día entero y me hizo pensar mucho más en ti. Estoy segura, querido Chico-
Chico, de que si no has leído el libro te gustará leerlo. Es la historia del
amor que se profesaron en el siglo XII la joven Eloísa y el profesor de la
Universidad de París Pierre Berenguer (¡posiblemente de origen catalán!),
llamado Abelardo, un sabio hombre de letras y ciencias, docto en filosofía,
teología, medicina, física, matemáticas y ciencias naturales. Este hombre,
en la cúspide de su fama heterodoxa, fue llamado por el canónigo Fulberto
para educar a su sobrina Eloísa que, curiosamente, contaba entonces la
misma edad que yo: dieciséis años, mientras Abelardo contaba treinta y
ocho.
Eloísa ya había cursado estudios de griego, latín, filosofía, medicina... en
fin, todo lo que se cursaba en aquella época. Ella, que conocía la obra del
maestro Abelardo, fue la que impulsó a su tío el canónigo a que contratara
al sabio para que le diera clases particulares. Y lo que tenía que pasar pasó,
querido Chico-Chico; muy pronto ambos, Eloísa y Abelardo, mientras
discutían de medicina, griego, teología y filosofía, se amaron como locos o
como bestias en celo. De ese amor surgió un hijo al que llamaron
Astrolabio. Ninguno de los dos quería, ni necesitaba casarse, pensaban que
podían vivir los tres, ellos dos y su hijo, en paz, amor y armonía. Pero
enterado el tío Fulberto, lo mandó prender y lo castró, acusándolo de
heterodoxia y violación, retirándolo de las clases en la Universidad de París.
Humillado Abelardo con la castración, no quiso continuar con Eloísa y ella,
desolada, se retiró a un convento donde siguió amando a su amado. Años
más tarde Abelardo consiguió permiso para continuar de profesor y fundó
una academia de filosofía en la región de la Champagne llamada El
Paráclito.
Pero ahí no cesaron sus problemas, su indomable espíritu rebelde no fue
doblegado, aunque le faltaran sus atributos viriles (la bolsa escrotal con los
dos testículos); fue condenado por hereje otra vez por el Sínodo de Soisson
en 1121 y en el Concilio de Sens de 1141 y retirado a un convento. Allí,
pobre y miserable, escribió libros científicos y su biografía, donde se
demuestra que jamás dejó de pensar en su Eloísa, castrado y todo.
En cuanto a Eloísa, tampoco dejó de amar a su Abelardo, sin que por ello
dejara de estudiar medicina y otras ciencias, llegando a ser una abadesa
sabia, muy culta y comprensiva. Abelardo murió en 1142 y Eloísa en 1164.
Gracias al diario íntimo de Eloísa sabemos hoy día eso de que nunca dejó
de amar a su maestro y amante Abelardo. Si alguna vez yo amara a alguien
como Eloísa amó a Abelardo no me importaría que mi amante estuviese
castrado. Gozaría de su presencia hablando todo el día de literatura,
filosofía, ciencias y matemáticas. ¿Dime, tú harías lo mismo Quiero decir,
¿amarías a alguien que no pudiese amar por algún defecto físico Es sólo una
pregunta que, si puedes y lees esta carta, me la contestas. Yo, por mi parte,
te diré que seré como Eloísa, no me importa, y te lo digo en serio, Chico-
Chico, puedes creerme, que amaré a mi amado por encima de todo y de
todos.
Sé que hay guerra en Sierra Leona, unas escaramuzas, me parece, y en las
guerras se cometen muchos desatinos con los prisioneros. También puede
haber balas perdidas, ráfagas de ametralladoras... no quiero ni pensarlo.
Espero que todo tu cuerpo esté entero y que no te falte nada. Bueno,
querido mío (¿puedo decirte querido mío?), termino esta carta deseándote
que estés bien de salud. Un beso muy fuerte de Regina, la nueva Eloísa.
Adiós.
XXXV
Ernestoché Rúbens, jefe del turno de noche en la recepción del hotel Meliá
Coiba Habana, estaba harto del turista belga de la cabeza afeitada,
repugnante camisa floreada y brillantes ojos azules que llevaba dos noches
dándole la lata sobre la isla y sus encantos.
—¡Las mulatas, qué maravilla, mister Rúbens, no he visto nunca nada igual
en todo el mundo!
—Sí, señor Mouriac, tiene usted razón —contestó.
—¡Qué mezcla de razas!
—Eso es, mezcla de razas.
—¡Qué cuerpos cimbreantes, qué lujuria despiden! ¿No es extraordinario?
Bajo el tablero del mostrador de recepción estaba la fotografía aumentada
del pasaporte de un tal Melquíades Cansino Assens, de nacionalidad
boliviana, desaparecido de la suite 21 del vecino hotel Habana Libre y
buscado con órdenes prioritarias por la Seguridad del Estado. El tipo tenía
un fino bigotito rubio y un poco cara de lelo.
—Sí, señor Mouriac. Estoy de acuerdo con usted.
—¡Oh, mi buen amigo, tiene que decirme dónde las puedo encontrar!
—En cualquier parte, señor Mouriac. Sólo tiene que salir del hotel y ya
está. Aquí tenemos muchas mulatas.
—Me gustan más que las negras —el turista le guiñó el ojo—. ¿Y a usted?
—Estoy casado, señor Mouriac.
—¡Qué casualidad, yo también!
El turista belga sacó una vieja cartera y le mostró la foto de una mujer rubia
de rostro desvaído.
—Aquí está mi señora, se llama Marie Louise. Treinta años casados, mister
Rúbens. ¿Qué le parece?
—Muy... muy simpática.
—No lo crea, mister Rúbens. En realidad antes sí lo era, ahora no. Tiene
reumatismo deformante y siempre está protestando y de mala leche. Pero es
normal, ¿verdad ¿Y a usted qué tal le va con su esposa?
—Yo me casé hace seis meses, señor Mouriac.
—¡Oh, mi buen amigo Rúbens, qué suerte tiene usted! ¡Recién casado, ahí
es nada! ¿Y no tiene una foto de su señora?
—No.
—Vaya, qué lástima. Bueno, volviendo a lo de antes. ¿No me puede
recomendar a una mulatita de esas, mister Rúbens?
—Yo no me dedico a recomendar mulatitas. He estudiado en la Escuela
Superior de Hostelería, mister Mouriac.
—Vaya, disculpe, no quería ofenderle. Es que tengo miedo de que peguen
enfermedades.
—Cuba es un país sano, mister Mouriac.
—No lo pongo en duda, pero ahora dígame. ¿Cree que puedo pasearme por
el Malecón?
—Sí, no hay peligro.
—¿No me asaltarán?
—Tenemos mucha vigilancia.
—¿Sí Pues yo no veo a muchos policías.
—Están todos camuflados, señor Mouriac. No debe temer nada.
El turista belga se acercó a Ernestoché Rúbens y le pegó la boca a la oreja.
—Gracias.
XXXVI
Tres de los hombres eran blancos, hermanos de madre y se llamaban
Melchor, Gaspar y Thunderbird. El cuarto era negro y decía llamarse
Eléctrico, quizá fuera verdad. Los cuatro permanecían sentados muy serios
alrededor de una mesa en el patio trasero del galpón donde vivía Eléctrico,
en un callejón del barrio de La Víbora.
A la tenue luz de. una lámpara de carburo del ejército, los cuatro
contemplaban las cuatro copias fotográficas que había distribuido el
extranjero calvo de ojos azules y la extraña camisa floreada que ningún
turista se pondría jamás.
—¿Habéis memorizado esta cara —repitió el extranjero.
Los cuatro miraron de nuevo el rostro alargado y los cabellos blancos,
largos, de Robert Louis Stevenson Sartoris. Los cuatro se habían hecho
amigos y socios en el Combinado del Este durante una larga temporada a la
sombra.
—Está en la retina, asere —manifestó Gaspar—. Éste no se me escapa.
El extranjero paseó la mirada por los otros tres. Dos de ellos asintieron en
silencio y Eléctrico dijo:
—Si está en La Habana no se escapa, chico. Eso tá seguro.
—Es muy importante que lo reconozcáis. Y cuando eso suceda, ¿qué tenéis
que hacer?
—Averiguar dónde se esconde, llamarle al hotel y decirle en clave que
podemos alquilarle un coche.
—Perfecto. ¿Y qué haré yo a continuación?
—Soltamos mil dólares americanos en billetes de veinte.
—Muy bien. Veo que lo habéis cogido.
—¿Y qué le va a hacer al tipo, patrón?
—¿Por qué lo preguntas, Gaspar —el aludido tenía el rostro picado de
viruela y nunca miraba de frente. El extranjero ya había tomado nota de esa
peculiaridad de su carácter.
—Por nada. Pero si le quiere hacer algo, y es un suponer, nada más, pues
cuente con nosotros. No vaya a buscar a nadie por ahí. Nosotros le podemos
hacer el favor.
—Eso mismo estaba pensando yo, patrón. Éste me lo ha quitado de la boca.
Si quiere algo más que eso de saber dónde se esconde/cuente con nosotros.
—Eso es —añadió Eléctrico—, para eso están los aseres, ¿no es veldad?
—Ya había pensado en eso, chicos. Pero no quiero hacerle nada. Ya os he
dicho que es un antiguo socio de mi empresa que se ha fugado con un
dineral. Con saber donde está, es suficiente.
—Oka, patrón. Usted dispone.
El extranjero sacó ocho billetes de veinte dólares y los distribuyó a razón de
dos billetes de veinte por cabeza.
Los hermanos Melchor, Gaspar y Thunderbird, que nunca abría la boca, se
levantaron de sus asientos.
—Durante la noche se ve mejor, patrón. ¿Podemos irnos ya?
—Qué Dios os bendiga, hijos. Que tengáis suerte.
Los tres hermanos corrieron hacía la puerta del galpón y desaparecieron en
la noche. El extranjero se quedó mirando a Eléctrico, que bajó la cabeza y
se arregló el cinturón. Aguardó a que terminara de arreglarse el pantalón y
le dijo:
—Empieza ya a hablar.
-¿Yo?
—Sí, tú. Algo has averiguado y no me lo quieres decir. ¿Por qué?
—Es que... ¿Cómo lo ha sabido, patrón?
—No importa. Dime qué es lo que sabes.
—Es que no sé si... verá, fue durante el entierro del señor Tito Eterno
Sandunga, un Padre Palero de gran categoría...
—Sigue, algo he oído sobre eso.
—Pues verá, hubo un poco de escándalo cuando una gringa joven se puso a
llamar a su padre y a señalar a un hombre que estaba en el rincón, que muy
bien podría ser éste que usted dice.
—¿Y lo era?
—No estoy seguro, había mucha gente.
—¿Entonces?
—Es que ese hombre que podría ser el que usted busca estaba con el
general Rubén Cristhiano, el amigo del Caballo, lo más alto que hay en el
gobierno de por aquí. ¿Comprende?
—Muy interesante. Creo que has acertado.
Los ojos se le abrieron a Eléctrico de par en par.
—¿Me he ganado las mil fulas, patrón?
—Son para ti. ¿Qué hora tienes Creo que se me ha parado el reloj.
—Las doce y media...
No llegó a pronunciar más ni a saber a ciencia cierta lo que le había pasado.
Lo cierto fue que de su garganta cortada comenzó a manar un caño de
sangre que no se detenía. Se puso en pie, pero una súbita debilidad le hizo
caer sobre la mesa. Lo último que vieron sus ojos fue al extranjero de la
camisa floreada caminar tan tranquilo hacia el portón de su casa con las
cuatro ampliaciones fotográficas en la mano.
XXXVII
Después del último electroshock, John Prescott G. se levantó del suelo de
su habitación de un salto y se puso a escribir en unas hojas de papel que
tenía preparadas sobre la mesa. Cuando los recuerdos se desvanecieron,
leyó lo que había escrito: «Italia, capital Roma», «dos por dos, cuatro», «a
las cuatro brinco y salto», «a las doce rancho», «tengo una muñeca vestida
de azul con su camisita y su canesú», «¿eres de la Interpol, pues qué
lástima...».
Cada vez era más incoherente y cada vez las descargas eléctricas que se
aplicaba en las sienes tenían que durar más. Últimamente sólo recordaba de
forma reiterada y obsesiva el momento en que el falsificador le disparó en
la cabeza, mientras Anthony Lasciara, su jefe, no hacía nada por impedirlo.
Tenía las sienes llagadas, en carne viva, pero volvió a sentarse y se aplicó
de nuevo los cables pelados. Pero no sintió nada, ni un cosquilleo. Madre
Isabel empujó la puerta.
—Otra vez has vuelto a fundir los plomos y los inquilinos están que se
suben por las paredes. Deja eso, chico, que te vas a matar.
Le quitó los cables pelados y John Prescott G. se abalanzó sobre ella y
empezó a apretarle el cuello intentando estrangularla. Pero Madre Isabel le
acarició el cabello y John Prescott G. se fue tranquilizando poco a poco
hasta que volvió a sentarse. En la oscuridad de su cuarto los ojos del
antiguo policía despedían destellos eléctricos homicidas. Unos segundos
antes había intentado matarla, pero ahora parecía manso como un niño.
—¿Qué... qué es lo que te ocurre, Juanito... —le preguntó Madre Isabel con
voz dulce.
—Madre... he estado a punto de matarte. No sé... no sé lo que me pasa. Me
estoy volviendo loco.
—Tienes que dejar de darte esos calambrazos en la cabeza, hijo. Los
plomos saltan hechos pedazos.
—Es lo único que me hace recordar algo, Madre Isabel. Aunque luego me
vuelvo a olvidar.
—No tiene nada de malo no tener memoria, hijo. Mucha gente daría un
brazo por no acordarse de nada.
—Madre, ¿es qué no te das cuenta Uno es lo que recuerda, sin memoria no
hay futuro, no hay nada.
—Eso lo dirás tú. Puedes empezar ahora mismo otra vez, como si volvieras
a nacer.
—Es que tampoco me acuerdo de lo que he hecho cinco minutos atrás.
—Vaya.
Las ondas eléctricas terminaron de pasar del cuerpo de John Prescott G. al
de Madre Isabel. Su mano en la cabeza del hombre, de su niño Juanito, era
un bálsamo y neutralizaba la electricidad. John Prescott G. se fue
tranquilizando al tiempo que su maltrecho cerebro iba perdiendo la poca
memoria que había retenido.
—¿Por qué no te inventas un pasado Yo te puedo ayudar. Mucha gente lo
hace y no le pasa nada por eso. En general, yo creo que casi todo el mundo
se inventa su pasado.
—Creo que no lo entiendes, Madre.
—¿En realidad, de qué te acuerdas?
—De que me gusta estar contigo. Sólo de eso y de esta habitación. Bueno, y
de una escena que se repite constantemente, un hombre disparándome a la
cabeza y mi jefe, Anthony Lasciara, riéndose detrás.
—¿Y de esa mujer, de Andrea, te acuerdas?
—¿Quién es, Madre?
—¿No te acuerdas de ella?
—No sé de quién me hablas.
Madre Isabel emitió un largo suspiro.
—Me han dicho que ya ha encontrado a su marido, un Masai Ganga blanco.
Le llaman Tusitala y ahora está fuera de Cuba. Dicen que volverá
enseguida. ¿No te dice nada todo esto?
John Prescott G. negó con la cabeza. Madre Isabel prosiguió:
—Yo haré que te pongas bueno, Juanito. Te lo juro por todos los Orishas.
XXXVIII
Anthony Lasciara abrió la puerta de la habitación de su hotel y se encontró,
nada más y nada menos, que con Andrea Emilia Dos Santos en persona,
ataviada con una minifalda más pequeña aún que la que solía llevar su hija.
Anthony Lasciara vestía un batín blanco y nada debajo, a juzgar por cómo
se apretó el batín al estómago con la otra mano.
—¿Qué —exclamó él.
—He venido a hacerle una visita. ¿Le parece mal?
—¿Mal Por supuesto que no.
El rostro grande y colorado del comisario de la Interpol se hizo más grande
al sonreír.
—Ha hecho usted muy bien.
—¿Puedo pasar?
Se apartó a un lado y Andrea dejó que oliera la fragancia «Noches
morunas» con la que se había embadurnado todo el cuerpo.
Zazá Gabor Fernández, jinetera de profesión y antes cortadora de caña, se
asomó en bragas a la puerta del dormitorio.
—¿Quién es ésa, papito?
—Una amiga —contestó Andrea y se dirigió a Anthony—. Si quieres
vuelvo en otro momento.
—No, de ninguna manera —se apresuró a exclamar—. Tú te quedas.
—Oye, papi, si quiere quedarse, que se quede, pero que conste que a mí no
me gustan las cosas raras. Con otra tía la tarifa sube, ¿de acuerdo?
XXXIX
En el saloncito de la casa de la teniente Dayesi Húmeda, Dedé contemplaba
al general Rubén Cristhiano hablar en la televisión ante los periodistas
extranjeros acreditados en Cuba. En un rincón de la misma habitación,
Regina llevaba casi una hora hablando con ese muchacho, Chico-Chico
Bemba, en una conferencia de larga distancia. Lo más extraño de todo era
que Regina llevaba pantalones.
Dedé intentaba distinguirle al general el collar de cuentas rojas, pero era
imposible, tenía el uniforme abotonado hasta el cuello.
—... son infundios de nuestros enemigos imperialistas —estaba diciendo el
general Rubén Cristhiano—. El gobierno cubano niega categóricamente que
ningún avión militar nuestro haya desembarcado material de guerra ni
asesores militares en la región del alto Ururu, al nordeste de Freetown, en
Sierra Leona. Nosotros cumplimos escrupulosamente las leyes
internacionales de no-ingerencia en los asuntos internos de cualquier país.
Son ellos, los imperialistas, los que invaden, asesinan, esclavizan y...
Dedé torció la cabeza. Regina parecía feliz con el teléfono pegado a la
oreja. Su rostro resplandecía de felicidad.
—Vaya, niña —murmuró Dedé—, te llegó la hora.
—... desde que cayó el régimen soviético no reciben ayudas de ningún
organismo internacional, ¿puedes creerlo —estaba diciéndole Regina a
Chico-Chico Bemba—. Ni el Fondo Monetario Internacional, ni el Banco
Europeo, ni el Banco Latinoamericano para el Desarrollo..., nadie.
Y el peso cubano no es convertible en moneda internacional, todas sus
compras en el extranjero tienen que hacerlas en dólares americanos o en
divisas fuertes... Claro, Chico- Chico, tienen mentalidad de cercados, de isla
sitiada, y eso crea situaciones que... ¿Has leído los trabajos de Spencer
sobre psicología animal ¿No Pues se puede trasladar a la psicología
humana, al fin y al cabo nosotros somos una especie animal evolucionada...
Afirma Spencer que si cercamos ratas, monos o, incluso, gallinas, y no les
damos una salida, el instinto de peligro se vuelve dominante y los animales
se convierten en sumamente agresivos, estableciendo rígidas jerarquías
nuevas en el grupo...
Una voz se interpuso a la suya. Una voz de mujer que parecía
malhumorada.
—¿Compañera?
—¿Eh ¿Quién es usted ¿No ve que estoy hablando?
—Compañera, lleva usted más de una hora al teléfono. A seis dólares el
minuto son casi cuatrocientos dólares. ¿Quiere seguir?
—¡Por supuesto que quiero seguir! ¡Haga el favor de dejarme hablar!
Chico-Chico Bemba llevaba el uniforme de botones del Gran Hotel Hilton
Freetown y estaba al teléfono en una de las elegantes cabinas del lobby.
Robert Louis Stevenson Sartoris se encontraba a su lado, muy serio,
escuchando la conversación.
Fuera de la cabina, en el lobby, traficantes de armas, putas caras y hombres
de negocios de seis nacionalidades distintas fingían encontrarse por primera
vez con toda clase de militares y señores de la guerra, sentados en los
elegantes sillones y sofás, apartados convenientemente unos de otros.
—¿Estás ahí, Chico-Chico?
—Sí, aquí estoy. ¿Qué es lo que ha pasado?
—Nada, que alguien pretende que hablo demasiado.
—Bueno, no sabes la alegría que me ha dado oír tu voz, Regina —estaba
diciendo Chico-Chico Bemba—, yo también he pensado muchísimo en ti,
debes creerme, pero llevamos una hora al teléfono y esto te va a costar mi
sueldo de un año... ¿Que no te importa —Robert Louis Stevenson Sartoris
sonrió con tristeza—. No necesito dinero, yo tengo el mío, estoy
trabajando... Claro que eres guapa, puedes creerlo, eres la chica más guapa
que he visto nunca... ¿Que no te lo crees ¡Oh, eso es asunto tuyo! ¡Ya lo
creo que me pareces guapa, Regina!... ¿Hablar Sí, quisiera volver a hablar
contigo, ya lo creo. Claro que sí, cuando tú quieras me llamas, siempre que
las comunicaciones estén abiertas... No, ahora el presidente, el señor
Presidente, es el coronel Belafonte Zin-Zin Yugurta, que va a celebrar
elecciones democráticas en cuanto se despeje la situación... ¿Qué estás
diciendo de ropa interior ¿Que has decidido qué?
Tapó el auricular con una mano, profundamente avergonzado. A través del
cristal de la cabina, Chico-Chico Bemba contempló a dos empleados del
hotel que cambiaban el retrato del general Milton Negoro Macristi por el
del coronel Belafonte Zin-Zin Yugurta en uniforme de gala.
Robert Louis Stevenson Sartoris movió la cabeza.
—Igual que su madre.
Regina continuaba al teléfono, siendo contemplada por Dedé, que había
apagado la televisión.
—... tenemos que hacer algo para vernos, Chico-Chico, no creas que es fácil
encontrar a personas agradables, cada vez hay menos, te lo puedo jurar.
Alguien llamó a la puerta y Dedé fue a abrir. Regina continuó hablando por
teléfono.
—Después de mi padre tú eres la persona con la que me gustaría estar. Y no
hace falta que te pongas tan nervioso... Sí, lo he notado, has tartamudeado, a
mí no me puedes engañar. ¿Puedo mandarte un beso por teléfono, Chico-
Chico?
Dedé entró en la habitación, esposada y acompañada por Deobaldo Montes,
capitán de la Seguridad del Estado, que llevaba gafas negras, y Anthony
Lasciara, que se acercó a Regina.
—¿Regina María de la Concepción Teodulda Sartoris Dos Santos?
Regina bajó el teléfono.
—Llámeme Ella, por favor.
—La llamaré como me dé la gana. Queda usted detenida a disposición de la
Interpol. Se le acusa del asesinato alevoso de los hermanos Francisco y
Carlos Gándara en compañía de su cómplice Desdémona Cagún, esta zorra,
que, por cierto, tiene antecedentes penales. Ahora voy a leerle sus
derechos...
Dedé le sonrió al capitán Deobaldo Montes.
—Cariño —susurró—, déjame ver tus ojos, anda. Quiero acordarme de ti.
—¿Crees que soy idiota, Desdémona No me quitaría las gafas por nada del
mundo —respondió el capitán.
Dedé torció la cabeza en dirección a Anthony Lasciara, que continuaba
leyéndole los derechos a Regina con los ojos fijos en un librito que se había
sacado del bolsillo de la chaqueta.
El capitán Deobaldo Montes le mostró a Dedé una banda negra.
—Ahora voy a ponerte esto en los ojos, Desdémona.
Antes de que le pusiera la venda, Dedé vio a su amiga y hermana la teniente
Dayesi Húmeda esposada y con los ojos vendados que entraba al saloncito
acompañada de otro oficial, también con gafas negras.
—¿Estás bien, Dedé —le gritó la teniente.
—Todo lo bien que se puede estar, hermana Dayesi.
—Voy a ponerte la venda de una vez —le dijo el capitán.
—¿Estamos perdidas, verdad?
—Eso me temo, Desdémona —contestó el capitán.
—Llámame Dedé, haz el favor.
El capitán Deobaldo Montes le puso la venda en los ojos a Dedé y a
continuación le quitó el collar de cuentas rojas.
Suspiró largamente y se lo metió en el bolsillo.
En la cabina telefónica del lujoso lobby, del no menos lujoso Hilton
Freetown, Chico-Chico Bemba se había quedado estupefacto sosteniendo el
teléfono en las manos, sin dar crédito a lo que había oído.
—¿Cómo puede ser, Tusitala La han detenido. Han entrado unos hombres y
se la han llevado. ¿Has escuchado cómo les leían sus derechos
constitucionales?
—Déjame pensar, Chico-Chico. Me parece que he desatendido mis
obligaciones como padre.
Chico-Chico colgó el teléfono. Una inmensa tristeza ensombreció su rostro.
—Tusitala... —murmuró—, ¿qué es lo que ha podido pasar?
—Lo que me temía, Chico-Chico.
—¿Por qué lo habrán hecho, Tusitala?
—A ciencia cierta, no lo sé. Su madre me ha contado una extraña historia
de París, pero yo no la he creído. Ahora me arrepiento.
—Tienes que hacer algo. Tú eres sabio, tú lo sabes todo...
Robert Louis Stevenson Sartoris sacó de su chaqueta dos frasquitos
herméticamente cerrados y los contempló detenidamente.
—No te creas, lo único que sé son historias. El asunto de los hijos es otra
cosa. Y si encima es una hija que quiere ser escritora...
—¿No se te ocurre nada?
—Bueno, algunas cosas se me ocurren. Pero van a llevar tiempo. Con los
hijos no valen sabidurías, Chico- Chico. No tengo ni idea de lo que debo
hacer.
XL
Andrea encendió un cigarrillo y echó el humo al techo. No solía fumar, pero
tenía que quitarse el mal sabor de boca. A su lado, Anthony Lasciara tenía
el aspecto inconfundible de los animales agradecidos.
—Ha estado de miedo, canela fina, diría yo —afirmó el comisario de la
Interpol—. Hoy ha sido mi día de suerte.
—Ésta es la primera parte del convenio, ahora falta la segunda.
—Estoy deseando que llegue.
—Llegará si tú cumples.
—Ahora mismo voy a ponerme a hacer el papeleo, querida.
—No tienes por qué llamarme querida, no lo soporto.
—Ya te acostumbrarás.
Andrea lo observó mientras expulsaba el humo.
—¿Tú crees?
—Me encanta tu temperamento.
—Si no cumples tu palabra, te juro que te haré matar. Sabes que lo haré.
—Tranquila, yo soy un hombre que cumple.
—Más te vale.
Anthony Lasciara metió la mano bajo las sábanas, intentando agarrar a
Andrea, pero ésta saltó de la cama y se vistió.
Ya en la puerta, aún con el cigarrillo en la boca, le dijo: —¿Hace falta que
te lo recuerde?
XLI
El dolor de cabeza no se podía soportar y John Prescott G. sólo tuvo que
darle una patada a la frágil puerta de su cuarto para convertirla en astillas.
Era de noche, pero no sabía de qué día, ni de qué país. El pasillo estaba
oscuro y sucio y se escuchaban los sonidos de varias televisiones, voces de
niños y adultos.
Un hombre en camiseta abrió una de las puertas que daban al pasillo y se
asomó. Se llamaba Ramón Mercader Buñuel y trabajaba en un agropecuario
estatal, pero John Prescott G. no lo podía saber, ya que aullaba de dolor
apretándose las sienes en carne viva.
Ramón Mercader le gritó:
—¿Qué chingadera e’ esta ¡Eh, mira lo que tú has hecho! ¿Quién va a pagar
eso, chico Tú eres un comemielda, ¿no?
—¡Cállate! —le gritó Prescott.
—¡Tenía yo ganas de verte a ti, chico! ¡Tú eres el comemielda que nos
dejas sin plomos! ¡Te voy a denunciar a los CDR, cabrón!
Ramón Mercader, al ver con toda claridad que John Prescott G. se dirigía
hacía él con pésimas intenciones, intentó refugiarse en su casa. Prescott le
golpeó en el estómago dos veces y el hombre se dobló y cayó de rodillas.
Luego le pateó e intentó pisarle la cabeza para reventársela. Quería ver sus
sesos esparcidos por el suelo.
Dos niños pequeños salieron de la casa y se subieron encima de él
golpeándole con sus pequeños puños. Se zafó de ellos y siguió caminando
por el pasillo con los estallidos de dolor explotándole en la cabeza, aullando
como un animal antiguo.
Uno de los niños lloraba. El otro pudo decir:
—¡Llama a la policía, ese hombre tá loco! ¿Le has visto cómo le salía saliva
por la boca?
—¡Papi, papito! ¿Estás muerto, papito —gritó el otro niño, intentando
voltear el cuerpo exangüe del hombre.
La puerta de al lado se abrió y salió al pasillo una mujer entrada en carnes
con una bata rosa deshilachada.
—¡Virgen del Perpetuo Socorro, qué ha pasado aquí!
—¡Un maleante ha matado a mi papito!
—¡Ya decía yo que un día acabaría así! ¡Eso lo veía yo vení!
Ramón Mercader se movió. Los dos niños lograron sentarle en el suelo
mientras la mujer lo contemplaba horrorizada con las manos en la boca para
no gritar.
Los zapatos de John Prescott G. le habían machacado.
XLII
Era el Gran Momento y habían matado doce gallos negros, uno por cada
mes del año, y encendido fuegos y velas en todos los altares de la isla. Esa
noche habían sido convocados los Paleros Menores y Mayores en un claro
de la manigua, en la colina del Pescador, no lejos de las estribaciones de las
montañas del Escambray, frente a una casa construida con bloques de
cemento y tejado de zinc. Casi todos los hombres y mujeres de la fila eran
viejos y viejas negros o mulatos, aunque había algunos blancos, ataviados
con sus mejores ropas. Esperaban que salieran de la cabaña los que le
precedían y luego entraban de dos en dos. Mientras les llegaba la vez
cantaban un rezo que tenía sólo de cristiano la apariencia. En realidad era
un himno a Ochún, divinidad yoruba masculina, que se disimulaba con la
Virgen de la Caridad del Cobre.
Algunos de los elegidos para la ofrenda al nuevo Masai Ganga Vigilante de
la Puerta, eran también Masai
Ganga o Portadores de la Palabra, su otro nombre, pero nadie, excepto sus
iguales, lo sabían.
Madre Isabel no era Masai Ganga. Llevaba una rama de olivo en la mano y
en los bolsillos dos botellas de aceite de oliva puro de la cooperativa
olivarera Nueva Esperanza de Jaén, compradas en una diplotienda y
bendecidas por un Pai de Todos los Santos. Aguardaba su turno al lado de
otra vieja más flaca que ella y desdentada, y cantaba los himnos como los
demás. Vestía sus mejores ropas blancas, lavada y perfumada. Su rostro
resplandecía de felicidad.
Cuando le tocó la vez pasó dentro con la otra vieja. El nuevo Vigilante de la
Puerta estaba acostado en la misma cama en la que había nacido, rodeado
por dos Paleros que portaban palmas y el Masai Ganga blanco, al que
llamaban Tusitala. El nuevo Vigilante de la Puerta era un viejo de
apariencia bonachona llamado Pai Londres.
La vieja desdentada se arrodilló a los pies de la cama y le deseó a Pai
Londres suerte y salud en su importante cometido. Luego le entregó sus
ofrendas, seis bonos de gasolina súper y una caja de galletas rellenas de
coco, inglesas, traídas de los almacenes londinenses Harrods. Mientras
tanto, Madre Isabel se dedicó a observar al Masai Ganga llamado Tusitala
que parecía un tanto distraído y pensativo, apoyado indolentemente en la
pared y junto a las ofrendas que se amontonaban a los pies de la cama.
Había de todo, constató Madre Isabel, televisores, videocaseteras, zapatos
de señora y caballero, lámparas, cortinas, juegos de café y mantelerías.
Cuando se retiró la vieja, Madre Isabel se arrodilló delante de la cama.
—Te deseo salud y suerte en tu nuevo trabajo, Pai Londres.
—Que Ochún te acompañe, Madre.
Y le entregó la ramita de olivo y las dos botellas de aceite de oliva virgen.
—Están bendecidas dos veces —añadió Madre Isabel.
—Las gracias te sean dadas, Madre.
—Muy buenas para todo tipo de ensaladas —insistió Madre Isabel.
—Lo que vale es la intención, madre.
La vieja negra se puso en pie y a continuación, y sin venir a cuento, abrazó
a Robert Louis Stevenson Sartoris, que no se lo esperaba.
—Gloria al Masai Ganga extranjero.
—Glo... Gloria, Madre —contestó él.
Madre Isabel le palpó el rostro, después sus manos pasaron a su pecho y
cintura.
—Deja que te reconozca, hijo mío. Estoy casi ciega y nunca he visto a un
Masai Ganga blanco.
—Somos como cualquier otro hombre, Madre.
—Que Ochún te bendiga, Masai Ganga, qué guapo eres.
Volvió a abrazarle. Robert Louis Stevenson Sartoris y Pai Londres cruzaron
una mirada que quería decir muchas cosas. Madre Isabel se soltó del abrazo
y Robert Louis comprobó que lloraba.
—¿Por qué lloras, Madre?
—Es de felicidad, hijo mío. Que Ochún te colme de bendiciones.
—Igualmente, Madre.
Madre Isabel se dio la vuelta y salió rápidamente de la cabaña. Robert
Louis Stevenson Sartoris se la quedó mirando. Entraron otros dos, un viejo
mulato y un blanco completamente calvo con una extraña camisa floreada,
que se arrodilló a los pies de la cama. Le entregó a Pai Londres su ofrenda,
que consistía en un sobre cerrado.
—En el Nombre del que no tiene Nombre.
El nuevo Guardián de la Puerta lo miró con atención.
—Así sea. ¿Quién eres tú, extranjero Creo que no te conozco.
—Acabo de conseguir las órdenes menores, Gran Padre. Pero si observas
mi ofrenda te darás cuenta del tamaño de mi fe en Ochún.
Pai Londres entreabrió el grueso sobre y lo cerró rápidamente.
—Aún tengo más, dispuesto a ofrendarlo.
—Bienaventurado seas, extranjero.
—¿Qué te parece si tú y yo nos vemos cuando termine esto Necesito tus
sabias palabras.
—No me parece mala idea.
Cuando el extranjero se hubo ido, Robert Louis Stevenson Sartoris se palpó
el bolsillo de la cazadora donde debía tener las dos botellitas de Agua
Espesa que acababa de traer de la Tierra de los Hombres Viejos y encontró
sólo una.
XLIII
JB. Repstein contemplaba, metido en su extraño traje de astronauta, la
complicada operación que consistía en introducirle suero médico a su señor.
Cada vez era más difícil y cada vez su señor parecía más muerto. Apenas si
podía ya mover los párpados. El ritual era monótono e insufrible.
Otra figura embutida en el traje de astronauta se acercó a J. B. Repstein y le
indicó que saliera. J. B. Repstein observó a su señor por si quería algo de él,
pero dudó de que siquiera se hubiese dado cuenta de su presencia, de modo
que dio media vuelta y salió de la cámara ozonizada, a cuarenta grados bajo
cero.
En la otra habitación se quitó el traje de astronauta y comenzó a ponerse sus
ropas negras. El hombre que le había avisado era Tuckman, un acólito.
—¿Qué sucede, Tuckman?
—Una llamada urgente, señor Repstein.
—¿Una llamada urgente ¿Y para eso me molestas?
—Es de mister Káramazov, señor Repstein.
Completamente vestido de negro, J. B. Repstein abandonó la sala de
preparación, salió a un vestíbulo vacío y entró en un cuarto lleno de
ordenadores, atendidos por diez hombres vestidos también de negro, que se
ocupaban de los cuantiosos y diversificados negocios del señor W. D. en
prácticamente todo el mundo. Uno de esos hombres vestidos de negro
sostenía un auricular y J. B. Repstein lo cogió.
—Aquí Repstein. ¿Quién es usted?
—Su amigo Román Káramazov.
—¿Cómo se atreve a llamar por teléfono ¿Es usted un aprendiz Además, yo
no conozco a ningún Káramazov.
—Déjese de tonterías, Repstein. No le llamaría si no estuviese en un
teléfono seguro. ¿Es seguro el suyo?
—Aquí lo son todos. ¿Qué quiere, por qué ha llamado No me gustan los
teléfonos. ¿Está seguro de querer hablar conmigo?
Escuchó la inconfundible voz del que hacía llamarse Román Káramazov.
—Completamente, Repstein. ¿Cómo le va?
—Déjese de tonterías y dígame para qué ha llamado. ¿Tiene el encargo?
—Antes tengo que felicitarle por las informaciones tan precisas que me dio
para encontrar el Agua Espesa —J. B. Repstein sonrió, él tampoco era
incólume al halago—, incluidas esas frases que me llevaron derecho a ese
sujeto, Tito Eterno Sandunga, el Guardián de la Puerta, y a su amigo Robert
Louis Stevenson Sartoris, alias Tusitala. Buen trabajo, Repstein, de hecho
conseguí esa Agua.
J. B. Repstein apretó el auricular contra su oreja.
—¡Magnífico! ¿Cuándo puede traerla?
—Pero lo que no he podido cumplir es el asunto subsidiario, la muerte de
ese Robert Louis.
—No importa, lo comprendo... —interrumpió—, nadie es perfecto. Lo
importante es que tiene el Agua. Eso es lo importante. Dígame donde está y
le enviaré un avión. Y olvídese de ese hombre.
—Eso decía yo.
J. B. Repstein intuyó que algo fallaba, ¿pero qué?
—Oiga, ¿qué ocurre, Káramazov?
—Que se le había olvidado mencionarme para lo que servía esa Agua y he
pensado en algo mejor que llevarle el Agua a la momia de la cama. Nunca
me gustaron sus películas ni sus dibujos.
—¡No se le ocurra pronunciar su nombre!
—Como quiera, Repstein.
—Escuche, podemos negociar más dinero, mister Káramazov. Eso nunca es
un problema para nosotros.
—¿Y seguir viendo sus asquerosas películas otra eternidad?
Mientras el extranjero calvo de la camisa floreada, que decía ser Román
Káramazov, terminaba de hablar con J. B. Repstein desde un rincón del
despacho del general Rubén Cristhiano, el propio general levantó las dos
botellitas al trasluz. Una se la había entregado Robert Louis Stevenson, la
otra provenía de los Padres Paleros, cuyo enviado era el extraño sujeto de la
camisa floreada.
El general Rubén Cristhiano le dijo en voz alta a Robert Louis Stevenson
que nunca podría haberse figurado que el asunto fuera así. Unos simples
pomos de cristal.
—Después de esperar tanto tiempo, ¿verdad?
Robert Louis Stevenson permanecía cómodamente sentado en uno de los
sillones cercanos y no dijo nada.
Román Káramazov continuaba al teléfono.
—Intentasteis engañarme y a mí no me gusta que me intenten engañar,
Repstein. Soy muy sensible.
Se escuchaban las voces de su interlocutor, el tal Repstein.
—¡Espere, mister Káramazov, espere! ¡Podemos darle todo el dinero que
usted quiera!
—Ya me lo van a dar, Repstein. Chao —dijo el extranjero, que colgó y se
volvió sonriente al general.
—Ya está.
—¿Así es como tengo que llamarle, mister Káramazov —le preguntó el
general Rubén Cristhiano jugueteando con las botellitas.
—Puede llamarme como guste, general.
Robert Louis Stevenson Sartoris se puso en pie.
—Vaya, qué lástima. Así que usted quería matarme.
—Eso es —contestó Román Káramazov—. Un tal W. D. le odia lo
suficiente como para desearlo.
—Vaya, ¿y por qué no me ha matado?
—¿Para qué Yo soy en lo fundamental un hombre de negocios.
—Caballeros —dijo el general Rubén Cristhiano—, no saben lo que esta
revolución les deberá durante toda una eternidad.
—Después de cómo ha engordado mi cuenta numerada en Suiza, esta
revolución no me debe nada, general. A su lado, mi anterior patrón, la
momia del señor W. D., era un vulgar usurero de barrio.
—Yo también quisiera pedirle un par de favores, general —añadió Robert
Louis Stevenson Sartoris—. Se trata de mi hija.
XLIV
La noche nunca es buena para buscar a nadie y menos a un hombre aturdido
que ha perdido la memoria y quiere matarse. Eso lo sabía Madre Isabel
demasiado bien, sus ojos habían visto de todo. Siempre había sido vieja. Su
abuela había sido esclava y le había contado cosas. Los hombres, de
cualquier edad y condición, nunca se resignaban a ser niños. Parecía que
aquello les asustaba.
De modo que deambuló por las puertas de los grandes hoteles, por calles
mal iluminadas sin. coches ni turistas, donde mujeres en pantalones cortos
regresaban a sus hogares después de fracasar en la caza y captura de turistas
y hombres de negocios, por callejones inmundos por los que no hubiera ido
nunca y por los lugares que sospechaba que el niño Juanito podría recordar.
En concreto, el paseo Prado, donde ella lo llevaba de la mano para
comprarle globos de colores, azúcar glaseada y mirar escaparates.
Caminaba con las manos en los bolsillos para que el botellín sagrado no se
le rompiera, observando a todos los hombres que pudieran parecerse a su
niño. Cada pocos metros se paraba y gritaba:
—¡Juan, Juan, Juanito! ¡Niño, niño, no quiero perderte otra vez!
Pero nadie le contestaba a una vieja medio loca con los ojos desorbitados.
Igual que cuarenta años atrás, también iba a perderlo esta vez.
John Prescott G. no podía escuchar nada, ni a nadie, excepto los horribles
zumbidos que explotaban en su cabeza. Se restregó contra el muro sucio de
una calle desconocida, sin luces, y aulló como el hombre lobo. El dolor de
cabeza era insoportable, sin tregua, como si una hoguera le abrasase el
cerebro. Cayó al suelo y pataleó al tiempo que se daba puñetazos en la
cabeza y echaba espumarajos por la boca.
Un hombre que pasaba en bicicleta con su esposa y su hijo de tres años
frenó de golpe y exclamó:
—¡El lobishome, Ave María Purísima!
Los tres cayeron al suelo, se levantaron rápidamente y partieron en
dirección opuesta a John Prescott G. que, en el suelo y con los ojos
cerrados, debatiéndose por el dolor, intentaba apartarse de su padre. Éste,
con el uniforme de capitán del ejército de Batista, le apuntaba con una
pistola a Madre Isabel y a una joven criada en su habitación. En su furia,
había tirado el caballito de madera y gritaba que no le importaba un carajo
matar a todo el mundo.
Él no quería ir con él, quería quedarse con Madre Isabel.
—¡No quiero irme contigo, no quiero!
Madre Isabel le tenía cogido de la mano, su padre de la otra y él se retorcía,
llorando.
—¡No se lo lleve, señor, no se lo lleve! ¡Usted no lo quiere, nunca se ha
preocupado por él!
—¡Os mataré, os mataré a todos! ¡Y tú, cerda, no te acerques o te juro que
dispararé!
Ahora se encontraban en el pabellón, donde estaba la piscina cubierta, al
lado de dos gringos bien trajeados que portaban maletas. Él continuaba
llorando, intentando librarse de la zarpa de su padre.
Su padre le abofeteó con fuerza.
—¡Deja de llorar, pareces una nenita!
Él cerró la boca. Su padre comenzó a cambiarse de ropa. Se puso un
uniforme de la Marina norteamericana. Pero Madre Isabel había aparecido
con una vieja pistola en la mano.
—Suéltelo o lo mato, señor.
Pero su padre soltó una carcajada, tomó su pistola y le disparó a Madre
Isabel en la pierna.
Pero no era ésa la pistola que se había disparado. Era la de aquel otro tipo
en la imprenta clandestina. Y detrás de él, con toda nitidez, vio a su jefe
Anthony Lasciara.
John Prescott G. se incorporó del suelo mordiéndose una mano, los ojos
desorbitados por los intensos estallidos que se sucedían en su cabeza, y
caminó dando tumbos mientras de su mano surgían hilillos de sangre.
XLV
Andrea irrumpió en la celda donde su hija Regina, tumbada en el camastro,
releía Treasure Island, la mejor novela de su padre.
—Vaya, mamá —dijo al verla—. ¿Qué haces aquí?
—Tú y yo tenemos que hablar, falsificadora. ¿Por qué no me has avisado de
que te habían detenido?
—No me llames falsificadora, no lo tolero.
—¿Y qué eres entonces ¿O es que no falsificaste una carta mía para que esa
Dedé te recogiera del colegio?
—¿Otra vez?
—Tu educación deja mucho que desear.
—¿Y la tuya Nunca me dijiste la verdad sobre papá.
—¿Y quién dice la verdad sobre su marido Si las madres hablásemos
sinceramente a nuestras hijas, nunca miraríais a un hombre a la cara,
—Las mentiras de los adultos producen daños irreparables en las mentes de
los niños y los adolescentes. ¿Dónde está Dedé?
—¿Te refieres a tu cómplice?
—Me refiero a Dedé, la que ha sustituido el calor y las atenciones de una
madre. La que me ha ayudado a sortear innumerables peligros y vicisitudes
hasta llegar aquí.
—¿Te refieres a la cárcel?
—La cárcel ha sido un accidente. Me refiero a encontrar a papá. ¿O es que
no está en La Habana Tú misma me dijiste que lo habías visto.
—Está bien, de acuerdo, admito mi culpa. No me he ocupado de ti, pero eso
ya no volverá a ocurrir. Es más trabajoso no ocuparse de ti que hacerlo. Tu
amiga Dedé también está libre y te espera fuera.
Regina saltó de la cama.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Entre tu padre y yo.
Regina se dirigió a la puerta, pero su madre la detuvo.
—También te espera papá.
—Qué bien, al fin voy a poder hablar con él.
—¿No me preguntas cómo hemos podido librarte de la cárcel?
Regina se la quedó mirando.
—¿Tiene eso importancia?
—Bueno, es lo menos que una madre debe hacer por una hija.
Andrea se fijó en los pantalones de Regina, unos blue jeans.
—Espera un momento. ¿Ya no llevas esas minifaldas?
—Parece mentira que no te hayas dado cuenta de cómo he crecido, mamá.
—¿También llevas ropa interior?
—Sí, mamá.
—Vaya, ¿desde cuándo?
—Eso no te interesa, es personal.
—Entonces voy a tener que usarla yo también.
XLVI
El coronel Roca Blas, director de la Seguridad del Estado en la ciudad de
La Habana, ocultaba sus ojos con gruesas gafas negras y fijaba la vista
insistentemente en la ventana de su despacho oficial, al tiempo que le decía
a Anthony Lasciara:
—El cablegrama acaba de llegar de París.
—¡Lo que me está diciendo es imposible, señor Blas!
El coronel portaba el cablegrama que pretendía entregarle al comisario de la
Interpol.
—Lo imposible y la verdad no tienen por qué ser antagónicos. Este
cablegrama acaba de llegar de la Interpol, en París, y demuestra que el
testigo, Odoacro Tombé, de pronto ha recobrado la memoria y ha precisado
que las señoritas Dedé y Regina salieron del apartamento de los hermanos
Gándara una hora antes de su muerte. Ellas están libres. Aquí está el
cablegrama, léalo si no me cree.
Anthony Lasciara cogió el papel y lo leyó de espaldas al coronel Roca Blas.
—Ha triunfado la justicia, como no podía ser de otra manera.
Sin volverse, el director de la Seguridad del Estado señaló con el dedo otros
papeles que tenía sobre la mesa, a su espalda, y añadió:
—Ahora le recomiendo que lea estos documentos. Seguro que serán una
sorpresa para usted.
—¡Por qué no me mira cuando habla conmigo! —exclamó el comisario de
la Interpol—. ¡Me está dando la espalda continuamente!
—No pienso mirar a ninguno de ustedes aunque me ponga una escafandra
de buzo.
Anthony Lasciara cogió los papeles de la mesa y se fue quedando lívido.
—Ah, el otro papel que hay debajo es el de su cese en la Interpol. Se le
acusa de prevaricación, abuso de poder, falsificación de pruebas y
corrupción. Usted estaba conchabado con una banda de falsificadores...
¡Ah!, y de intento de asesinar a un compañero de la Interpol, un tal John
Prescott García.
A Lasciara se le demudó el rostro.
—No... no puede ser.
—Pues sí. Y ahora salga de mi despacho inmediatamente.
—¿Quién... quién ha descubierto todo esto?
—Una famosa empresa de abogados de París, Duchamp & Habano. ¿Le
suenan?
—Andrea, ha sido Andrea... esa zorra. Me... me ha engañado como a un
chino.
—Le advierto que tendrá que abandonar la isla en el plazo de veinticuatro
horas.
El ex comisario de la Interpol se puso en pie.
—Exijo hablar con Andrea Dos Santos.
—Usted no puede exigir nada. Lo único que le cabe hacer es abandonar la
isla. A no ser que quiera que le acusemos de actividades subversivas.
—Pero... pero no podré ir a Europa.
—Exacto, a no ser que pase por las inconveniencias de un juicio.
—Dios mío, estoy jodido.
—Aún puede enderezar su vida. Su experiencia puede ser muy útil en las
organizaciones paramilitares que pululan en el continente. ¿No lo había
pensado?
—Vaya, no parece mala idea.
—Le recomiendo que empiece por Miami, ahora hay mucha demanda. Y de
paso, quizá podría hacernos algunos favores. Ya sabe que la revolución está
cercada por el imperialismo.
—Gracias, coronel.
—De nada —añadió el coronel Roca Blas, con la mirada fija en la ventana.
XLVII
Dedé y la ex teniente Dayesi Húmeda, sin collares en sus cuellos,
contemplaban los abrazos y los besos que se prodigaban Regina y su padre,
Robert Louis Stevenson Sartoris, en el pasillo contiguo al despacho del
director de la prisión. Dedé se secó una lágrima furtiva. Llevaba bajo el
brazo el libro que le había regalado Regina como despedida, Treasure
Island.
—Creo que ya no pintamos nada aquí, hermana Dayesi. ¿Qué opinas?
—Que el mundo es ancho, querida.
—Yo añadiría ancho y ajeno.
—Yo también.
—Dos mujeres como nosotras podemos tener mucho futuro en este mundo
enloquecido. ¿No lo crees Aunque ya no seamos jovencitas.
—Sabias palabras ésas, Dedé.
—Debí haberlas pronunciado hace tiempo.
—¿Por dónde quieres que empecemos?
Dedé tomó la mano de la ex teniente Dayesi Húmeda entre las suyas y la
apretó. La teniente apoyó su cabeza en el fornido hombro de su amiga.
—Por el principio, querida.
XLVIII
Regina, con una carpeta de escritos bajo el brazo, golpeó la puerta de la
suite de sus padres, en el piso 19 del hotel Capri y, sin esperar ningún tipo
de respuesta, pasó dentro. Su padre parecía dormir bajo las sábanas,
mientras que su madre, completamente vestida y ensimismada, miraba el
balcón abierto y las luces de La Habana.
—Vaya, ¿qué es lo que quieres ¿No podías dormir?
Regina se subió a la cama, entre su padre y su madre.
—He traído estas cosas para que papá las lea.
—¿A qué te refieres ¿Es una novela?
—No exactamente. He hecho una selección de los comienzos de las novelas
que más me gustan, a ver si papá me orienta.
Regina apoyó la cabeza en el respaldo de la cama, abrió la carpeta y
comenzó a leer:
—¿Qué te parece ésta?: «Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa
cuántos exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y
nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar
un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo». Es de Moby Dick,
de Hermán Melville. Espero que lo hayas reconocido.
Andrea la miró sin decir nada.
—Bueno, escucha esta otra, es de Faulkner, Las Palmeras salvajes: «Sonó
otro aldabonazo, a la vez discreto y perentorio, mientras el doctor bajaba las
escaleras, y el resplandor de la linterna eléctrica lo precedía en el hueco
(con manchas pardas) de la escalera y en el cubo (con manchas pardas) del
vestíbulo».
—Ajá —añadió su madre.
—¿Es todo lo que tienes que decir?
—De momento, sí.
—Pues ahí va otra, de Conrad, de su novela La línea de sombras: «Sólo los
jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes,
no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus
días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y
toda introspección, es el privilegio de la primera juventud» —aguardó a que
su madre manifestara algo, pero Andrea continuaba ensimismada. Un gallo
cantó en alguna azotea.
Regina prosiguió con otro comienzo de novela, de un escritor español cuyo
nombre y título de novela había olvidado reseñar:
—«Por aquel entonces yo trabajaba de vigilante armado en una sala de baile
llamada La Luna de Medianoche, que se encontraba en la calle Jardines,
muy cerca de la Puerta del Sol. Allí tenía categoría de camarero y sueldo de
lo mismo, aunque sin propinas. Llegaba sobre las diez y me marchaba a las
cuatro de la madrugada, cuando cerraban, y todo lo que tenía que hacer era
evitar que robasen y que no se extralimitasen los borrachos. Lo que me
diferenciaba del resto de los empleados era la obligación de llevar siempre
mi Gabilondo. De modo que todas las noches acudía a trabajar con el
revólver en la funda de la cintura, porque en la sobaquera se notaba mucho
con los trajes ligeros.» ¿Tampoco tienes nada que decir?
—Los últimos acontecimientos me han enmudecido.
—Vaya, esto si que es grande.
—¿Te ha llevado mucho tiempo hacer eso, Regina?
—Toda una vida.
—A los dieciséis años toda una vida es mucho tiempo. Continúa si quieres.
Es posible que tu padre se despierte si escucha a alguno de sus escritores
favoritos.
—Espero que la Metamorfosis de Kafka le sirva de despertador —y
comenzó a leer—: «Una mañana, tras un sueño agitado, Gregorio Samsa
amaneció transformado en un insecto. Estaba acostado de espaldas, sobre
unas espaldas duras como una coraza y, levantando un poco la cabeza,
advirtió que tenía un vientre oscuro y abovedado, dividido por arqueadas
nervaduras».
Ni por esas, su padre continuaba durmiendo.
—A ver éste: «Cómo el caballero Trelawney, el Dr. Livesey y el resto de
estos señores me han pedido que escriba todos los detalles de la Isla del
Tesoro, del principio al fin, sin reservarme nada más que la demarcación de
la isla, y eso únicamente porque todavía queda allí parte del tesoro...».
Regina aguardó el efecto que la lectura producía en el sueño de su padre.
Éste se agitó imperceptiblemente, pero continuó de la misma manera.
—Vaya, esto es verdaderamente descorazonador. Vamos a ver qué ocurre
con Madame Bovary: «Estábamos en el estudio cuando entró el director y
tras él un nuevo, vestido éste de paisano, y un celador cargado con un gran
pupitre. Los que estaban dormidos se despertaron y se fueron
levantando...».
Regina miró a su padre.
—¿Pero qué le ocurre ¿Ni siquiera con el gran Flaubert se despierta Vamos
a ver lo que ocurre con el no menos grande Isaak Babel: «El jefe de la Sexta
División comunicó que Novograd-Volinsk había sido tomado aquel mismo
día al amanecer. El estado mayor partió de Krapivno, en tanto que nuestro
convoy, su ruidosa retaguardia, se extendía por la carretera que conduce de
Brest a Varsovia, camino construido con huesos de mujiks por Nicolás I».
¿Crees que Salgari le hará incorporarse y hablar conmigo?
—Prueba.
—Ahí va, es el comienzo de Los tigres de Mompracem: «La noche del 20
de diciembre de 1849, un violentísimo huracán se desataba sobre
Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, refugio de terribles piratas,
situada en el mar de Malasia, a pocos centenares de millas de las costas
occidentales de Borneo». ¿Pero qué mierda le pasa a papá?
—No te sulfures, aún te queda aprender mucho sobre los hombres. Suelen
dormirse en los momentos más inoportunos.
—¿Incluso los escritores?
—Esos más que ninguno. De todas maneras, ¿para qué quieres su consejo
Un comienzo de novela no es una novela.
—Buenas noches.
Regina saltó de la cama y salió de la suite. Robert Louis Stevenson se
enderezó.
—¿Ya se ha marchado?
—Tú lo has dicho.
—Me preocupa esa niña, Andrea.
—Vaya, eso es muy original proviniendo de un hombre que encima es su
padre.
—¿En serio quiere ser escritora?
—Eso parece dar a entender.
—Se preocupa del estilo y un escritor nunca debe preocuparse de eso. Si es
bueno, el estilo le llegará sin darse cuenta. El estilo es él mismo, no algo
que se pueda adquirir así como así.
—Vuelve a dormirte. Ha sido todo un sueño, querido.
XLIX
Hacía tiempo que ya había amanecido, sin que eso sirviera de nada; Madre
Isabel no había dejado de buscar durante toda la noche a John Prescott.
Había preguntado a los noctivagos, a las jineteras que hacían la calle
alrededor de los grandes hoteles y a los simples transeúntes que volvían a
sus casas. Una noche entera preguntándole a todo el mundo y escudriñando
rincones. El dulce sol de la mañana la sorprendió llorando apoyada en el
Malecón.
Una voz de ultratumba llegó hasta sus oídos:
—Madre Isabel, eh, Madre Isabel.
Era la voz de su Juanito, pero debía de estar en el cielo. Elevó los ojos a las
alturas. El cielo habanero era azul y el sol le cegó. Debía ser una
alucinación. Pero la misma voz le repitió:
—Aquí, Madre, aquí.
Se asomó al Malecón. John Prescott G., completamente mojado y con la
cabeza dolorida y sangrante, le sonreía desde las rocas del fondo que apenas
cubrían las olas. Lanzó un grito.
—¡Hijo!
—He debido de caerme de cabeza, Madre.
La vieja negra se encaramó al muro y alargó los brazos, cegada por las
lágrimas. Algo salió de su bolsillo: un frasquito que cayó y cayó hacia las
olas que batían las rocas del Malecón.
—¡Coge eso, hijo!
John Prescott García adelantó las manos. Madre Isabel cerró los ojos.
L
El coche oficial, negro, rodaba a toda velocidad por una carretera poblada
de ciclistas y viejos automóviles de cuarenta años antes.
En el asiento trasero Regina y Robert Louis Stevenson Sartoris no paraban
de hablar. Andrea se movía al lado del conductor, incómoda, tironeándose
de la falda.
—Maldita sea, no sé cómo las mujeres pueden llevar estos aparatos
ortopédicos apretándoles las carnes. Es un tormento.
Regina le estaba diciendo a su padre:
—Por eso te he andado buscando, papá, porque quiero ser escritora y
necesito de tus consejos. ¿Quién mejor que un padre para guiar los primeros
pasos de una hija escritora Ahora espero tus consejos.
—¿Consejos Vaya, no tengo ninguno. No creo que los escritores necesiten
consejos. Si los necesitan es que no son escritores.
—Ése no es un verdadero consejo, papá.
—Pues no tengo otro, hija.
—¿Qué hay que hacer para contar historias, papá?
—Pues... querer contarlas.
—¿He esperado tanto tiempo para oír nada más que eso ¿Te he seguido por
la selva africana y por Cuba para que me digas esa simpleza?
—Bien, veamos... Te diré algo más, hija. No aburras nunca. Escribe en el
estilo que quieras, pero nunca aburras.
Regina se quedó mirando a su padre.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
—Creo que sí. Lo demás tendrás que aprenderlo tú sola.
LI
El coche oficial aparcó en una de las pistas reservadas del aeropuerto José
Martí. Un pequeño reactor blanco calentaba los motores.. La familia
Sartoris al completo subió por las escalerillas y entró al avión.
En el interior del pequeño avión no había nadie, excepto un muchacho
negro elegantemente vestido con una sonrisa que le cruzaba la cara.
Regina dio un grito y se arrojó a sus brazos.
—¡Chico-Chico!
—Llevo toda la mañana esperándote, Regina.
—¡Qué emocionada estoy! ¿Puedo besarte Aunque te aviso que es la
primera vez que beso a un hombre y no sé si sabré hacerlo.
—Yo te enseñaré.
Robert Louis Stevenson Sartoris suspiró mientras la pareja formada por su
hija y Chico-Chico Bemba se retorcía dándose besos y abrazos.
—Bueno, ahora debo irme.
—Lo sabía —respondió Andrea.
Robert Louis Stevenson Sartoris le pellizcó la mejilla a la que había sido su
mujer.
—Lo peor es ser tan viejo, ¿entiendes Nunca me gustó. No envejezcas
nunca, Andrea. Es una mierda.
Andrea Emilia Dos Santos vio cómo Tusitala descendía del avión rumbo a
su destino. En la pista de aterrizaje le esperaban ahora cuatro hombres
uniformados que habían llegado con otro coche negro. Tres de ellos
llevaban gafas negras, el cuarto era el general Rubén Cristhiano, con una
gabardina entre las manos, para que no se le notaran las muñecas esposadas.
Andrea saludó a Robert Louis Stevenson Sartoris con la mano, antes de que
el copiloto cerrara la puerta.
En la pista de aterrizaje Robert Louis Stevenson Sartoris contempló el
pequeño reactor deslizarse por la pista y tomar altura. Se volvió al general
Rubén Cristhiano.
—¿Cree que esto puede ser el comienzo de una gran amistad?
—Nunca me han gustado sus bromas —respondió el general.
Uno de los hombres con gafas negras se dirigió al general y señaló a Robert
Louis Stevenson Sartoris.
—¿Es él?
—Sí.
Entonces el hombre de las gafas negras le puso unas esposas a Robert Louis
Stevenson Sartoris, que sonrió de oreja a oreja.
—¡Al fin! ¡Ya podré descansar!
Robert Louis Stevenson Sartoris y el general Rubén Cristhiano caminaron
hacia el coche negro, conducidos por los tres oficiales de las gafas negras.
El general se echó la gabardina al hombro. Antes de entrar al coche oficial,
que los conduciría al pelotón de fusilamiento, lo detuvo con brusquedad.
—Sólo por curiosidad, Stevenson...
—Llámeme Tusitala, por favor.
—¿Lo había preparado usted todo Dígamelo, tengo que saberlo. ¿Ha sido
un error, una de sus bromas o la estafa más grande que han contemplado los
siglos?
—¿Se refiere a que el Agua sólo era agua Nunca se lo diré, general, no
olvide que sólo soy un contador de cuentos y tengo que mantener el
misterio. Eso es lo único que tenemos los contadores de cuentos.
LII
Un pequeño yate a motor de poco más de seis metros de eslora cruzaba el
mar azul y restallante del Caribe rumbo a Miami. En la proa, Pai Londres
manejaba el volante ataviado como un turista que quisiera pasar por un
avezado marino y Román Káramazov, acodado en la borda, miraba el agua
y las estelas que hacían los tiburones nadando alrededor del barco.
A lo lejos apareció la silueta de una lancha artillada de los guardacostas de
la Marina norteamericana. Pai Londres y Román Káramazov comenzaron a
dar gritos de júbilo.
—¡¡Eh, eh, aquí, aquí!! ¡¡Somos exiliados políticos!!
Pai Londres hizo sonar la sirena del pequeño yate.
—Dentro de media hora, compadre Káramazov, podremos codearnos con
Julio Iglesias.
—Julio Iglesias vive en Los Ángeles.
—¿Sí Vaya, pues no lo sabía. He estado equivocado todos estos años.
Siempre creí que vivía en Miami.
Román Káramazov señaló a uno de los tiburones que acompañaban a la
embarcación.
—Con toda esta Agua Maravillosa, o como sea que se llame, que llevamos
encima, uno de estos tiburones duraría mil años y podría pesar tres
toneladas. ¿Te lo figuras Podría hacerse una película.
Pai Londres respondió:
—Ve y compruébalo.
Y sin más le asestó una puñalada en la espalda. Román Káramazov se dio la
vuelta y se apoyó con dificultad en la borda. El cuchillo, profundamente
clavado en su espalda, le estaba acortando la vida a gran velocidad. Un
hilillo de sangre le corría por la boca. Pai Londres le sonrió.
—¿Qué... qué he hecho mal —le preguntó Román Káramazov.
Pai Londres se encogió de hombros.
—Principalmente creerte a pies juntillas todos esos cuentos acerca del Agua
y la eternidad, compadre. ¿Te das cuenta?
—Qué me dices. Y te he dado casi todos mis ahorros, Pai Londres. Una
vida de trabajo.
—Bueno, ése es el punto malo, compadre. Pero entiende que no podía hacer
otra cosa. Te lo habías creído todo. Sabes, acabamos de empezar otra
historia con las autoridades de la isla que durará otros cuarenta años más.
—Vaya, comprendo. Todos nos creemos las historias. Hasta los que las
cuentan se las suelen creer.
—Me alegra que lo entiendas. Y espero que no me guardes rencor cuando
empiece a disfrutar de tu dinero, eh, compadre. Le daré recuerdos tuyos a
Julio. Igual me meto en el negocio de los discos, tendré que pensarlo.
—Por supuesto, no te guardaré rencor —Román Káramazov se tocó el reloj
de pulsera y una bocanada de sangre le manchó la camisa floreada—.
Aunque no te recomiendo el negocio de los discos. Hay mucha gente
avispada que te podría engañar. ¿Por qué no me concedes una última
voluntad?
—Cómo no, compadre. ¿De qué se trata?
—Mírame la hora en mi reloj, anda. Ya no distingo los números. Quiero
saber cuándo voy a morirme.
Alargó el brazo izquierdo y Pai Londres adelantó la cabeza.
—Por supuesto —respondió—. Ahora mismo son las...
Y eso fue lo último que dijo.
LIII
Andrea, en bikini, tumbada en su hamaca preferida, al borde de su piscina
interior, leía un libro titulado El canon del canon. Teoría de los comienzos,
el primer libro de crítica literaria publicado por su hija; Chico-Chico y
Regina, visiblemente embarazada, chapoteaban en la piscina arrojándose un
enorme balón playero.
Andrea dejó el libro a un lado y contempló a su hija y el bulto que producía
su futura nieta, a la que llamarían Roberta Franz Kafka Emilia Bemba Dos
Santos.
—¡Así no se tira el balón! ¿Aún no te has enterado Un balón es una esfera
perfecta —Regina lo tomó en sus manos—. Se impulsa mejor cogiéndolo
de la parte inferior. Así.
—¡Yo lo cojo como me da la gana! ¿Está claro —exclamó Chico-Chico
Bemba, que mientras afianzaba su porvenir trabajaba vendiendo objetos
africanos falsos en la estación de tren de Lausana.
—¡Oh, sí, querido, por supuesto que sí, disculpa!
Dulcinea Tovares carraspeó al lado de Andrea.
—Disculpe, señora.
—¿Qué quieres ahora?
—El policía de la Interpol quiere verla.
Andrea se levantó de la hamaca de un salto.
—¿Cómo ¿Qué estás diciendo?
—Sí, señora. Aquel hombre alto y muy guapo, ancho de hombros. Y le
sienta el traje estupendamente. Hemos estado hablando y me ha dicho que
le han vuelto a admitir en la Interpol, señora.
—¿Sí Pues dile que pase. ¿A qué esperas?
—Sí, señora.
Dulcinea Tovares no se movió del sitio.
—¿Y ahora qué pasa?
—Pues que me ha tocado y no ha ocurrido nada.
Una oleada de celos invadió el corazón de Andrea.
—¿Y en dónde te ha tocado?
—En el hombro, señora.
—¿Y tú que has hecho?
Dulcinea Tovares se encogió de hombros.
—Nada.
—Pues eso es lo que tienes que hacer de ahora en adelante.
En la puerta del solárium estaba apoyado un sonriente y saludable John
Prescott García, saludando con la mano.
—Ahí lo tiene usted, señora —Dulcinea Tovares suspiró.
—Hola, Andrea —dijo John.
—¡Oh, querido, estás curado! —exclamó Andrea, que abrió los brazos y
aguardó a que la apretara hasta perder la respiración—. ¡Si vieras cómo te
he echado de menos!
—Yo también.
John Prescott García avanzó tranquilamente hacia la hamaca. Y como suele
decirse, se fundieron en un estrecho abrazo. Andrea añadió, susurrándole al
oído:
—Como se te ocurra decirme que no te acuerdas de mí, te mato.