El Largo Valle - John Steinbeck
El Largo Valle - John Steinbeck
John Steinbeck
Portada de la edición original, (1938)
LOS CRISANTEMOS
LA CODORNIZ BLANCA
2
3
4
5
6
LA FUGA
LA SERPIENTE
DESAYUNO AL AIRE LIBRE
LOS AGITADORES
2
3
4
EL ARNÉS
EL LINCHAMIENTO
JOHNNY «EL OSO»
ASESINATO
John Steinbeck
El largo valle
Portada de la edición original, (1938)
Contiene:
Los crisantemos
La codorniz blanca
La fuga
La serpiente
Desayuno al aire libre
Los agitadores
El arnés
El linchamiento
Johnny «el Oso»
Asesinato
LOS CRISANTEMOS
Una niebla invernal, gris y espesa, separaba al Valle de Salinas del cielo y del
resto del mundo. Era una densa bruma que se apoyaba por sus bordes en las crestas de
las montañas, convirtiendo el valle en una olla tapada. En el fondo, donde el suelo era
llano, los arados abrían surcos profundos por los que asomaba la tierra rica y rojiza. En
las laderas de los montes, al otro lado del río Salinas, los campos de espigas
amarilleaban como si estuvieran bañados en una pálida luz solar, pero ésta no llegaba
hasta allí. Los álamos y sauces que crecían apretados al borde del río, parecían
gigantescas antorchas cuyas llamas eran sus hojas amarillas o pardas.
Era una hora tranquila, como de espera. El aire era frío, pero carecía de aspereza.
Un viento flojo soplaba del Sudoeste y los granjeros esperaban confiados la lluvia
inminente; pero antes debía levantarse la niebla, porque lluvia y niebla nunca van
juntos.
En el rancho de Henry Allen, al pie de la montaña, entre ésta y el río, había poco
que hacer, porque todo el heno había sido segado y los campos estaban arados, en
espera de la lluvia que los fecundase. Las reses que se encaramaban por los ribazos
tenían un aspecto marchito y reseco, como la misma tierra.
Elisa Allen, que trabajaba en su jardín, levantó los ojos un momento para mirar al
otro lado del patio, donde Henry, su marido, hablaba con dos hombres que parecían
agentes comerciales. Los tres estaban de pie, junto al cobertizo del tractor, los tres
fumaban cigarrillos y los tres miraban el pequeño Fordson mientras hablaban.
Elisa los contempló un momento y luego reanudó su trabajo. Tenía treinta y cinco
años. Su cara era delgada y de expresión enérgica, y sus ojos claros y transparentes
como el agua. Vestida de jardinera, con un sombrero masculino encasquetado hasta los
ojos y un delantal de pana muy grande, en cuyos cuatro bolsillos guardaba las tijeras de
podar, un rollo de alambre y otras herramientas de jardinería, su silueta aparecía
pesada y torpe, totalmente carente de gracia femenina. Tenía puestos unos guantes de
cuero para protegerse las manos mientras trabajaba.
Con unas tijeras cortas y fuertes estaba cortando los tallos de los crisantemos del
año anterior, mientras de vez en cuando echaba una ojeada a los tres hombres junto al
tractor. Todo en ella revelaba energía y fuerza, hasta el modo de manejar las tijeras. Los
frágiles tallos de los crisantemos parecían indefensos bajo sus implacables manos.
Apartó de sus ojos un mechón rebelde, ensuciándose de tierra la frente con el
dorso de la mano enguantada. A su espalda se alzaba la casita blanca, enteramente
rodeada de geranios rojos. Era un edificio pequeño y limpio, cuyas ventanas brillaban
como espejos. Ante su puerta podía verse una estera de cáñamo para limpiarse los
zapatos antes de entrar.
Elisa volvió a mirar hacia el cobertizo. Los forasteros subían a su Ford coupé. Se
quitó un guante e introdujo sus fuertes dedos en la masa de crisantemos que crecían en
torno a los viejos tallos. Apartando hojas y pétalos examinó cuidadosamente los tallos
nuevos, en busca de orugas, insectos o escarabajos.
Se sobresaltó al oír la voz de su marido. Se le había acercado sin hacer ruido y se
apoyaba en la cerca de espino que protegía el jardín de las incursiones de reses, perros
o aves.
- ¿Otra vez lo mismo? -preguntó él-. Veo que vas a tener una abundante cosecha
este año.
Elisa se enderezó y volvió a ponerse el guante que se había quitado.
- Sí. Este año crecen con fuerza.
Tanto en el tono de su voz como en su expresión había cierta aspereza.
- Eres muy mañosa -observó Henry-. Algunos de los crisantemos que tenías el año
pasado medían por lo menos un palmo de diámetro. Me gustaría que trabajases en la
huerta y consiguieras manzanas de este tamaño.
A ella se le iluminaron los ojos.
- Tal vez podría. Es cierto que soy mañosa. Mi madre también lo era. Cualquier
cosa que plantase, crecía. Solía decir que todo era cuestión de tener manos de
plantador, manos que saben trabajar solas.
- Desde luego, con las flores parece que te da resultado -dijo él.
- Henry: ¿quiénes eran ésos con quienes hablabas?
- ¡Ah, sí! Es lo que venía a decirte. Eran de la Compañía Carnicera del Oeste, y
les he vendido las treinta reses de tres años. A un precio muy bueno, además.
- Me alegro -dijo ella-. Me alegro por ti.
- He pensado -continuó él -que, como es sábado por la tarde, podríamos ir a
Salinas a cenar en un restaurante, y después al cine… a celebrarlo.
- Me parece muy bien -dijo ella-. ¡Oh, sí! Muy bien.
Henry sonrió.
- Esta noche hay lucha. ¿Te gustaría ir a la lucha?
- ¡Oh, no! -se apresuró ella a contestar-. No, no me gustaría nada.
- Era broma, mujer. Iremos al cine. Vamos a ver. Ahora son las dos. Voy a buscar a
Scotty y entre los dos bajaremos las reses del monte. Eso nos entretendrá un par de
horas. Podemos estar en la ciudad a eso de las cinco y cenar en el Hotel Cominos. ¿Qué
te parece?
- Estupendo. Me encanta comer fuera de casa.
- Entonces, decidido. Voy a buscar dos caballos.
Ella contestó:
- Creo que me queda tiempo para trasplantar algunos esquejes entretanto.
Oyó cómo su marido llamaba a Scotty, junto al granero. Poco después vio a los
dos hombres cabalgando por la ladera amarillenta, en busca de las reses.
Tenía un pequeño parterre para cultivar los crisantemos más jóvenes. Con una pala
removió concienzudamente la tierra, la alisó y la oprimió con fuerza. Luego practicó en
ella unos surcos paralelos. Cogió unos esquejes nuevos, les cortó las hojas, con las
tijeras y los dejó en un ordenado montón.
Un chirrido de ruedas y resonar de cascos llegaba a sus oídos desde el camino.
Levantó la vista. La carretera seguía los bordes de unos campos de algodón que se
extendían junto al río, y por ella se aproximaba un curioso vehículo, de extraña traza.
Era un viejo carromato de ballestas, cubierto con una lona, que recordaba vagamente
los carros de las expediciones de pioneros del Oeste. Tiraban de él un viejo bayo y un
burro diminuto, de color gris, con manchas blancas en el pelaje. Lo conducía un hombre
barbudo y gigantesco, sentado entre las lonas de la abertura delantera. Debajo del
carromato, entre las ruedas posteriores, caminaba un perro escuálido y sucio. La lona
estaba pintada con grandes letras que decían: «Se arreglan potes, sartenes, cuchillos,
tijeras, segadoras». El «se arreglan» estaba escrito en letras más grandes. La pintura
negra se había corrido dejando unos puntitos debajo de cada letra.
Elisa, todavía agachada sobre su parterre, contempló con interés el paso del
extravagante vehículo. El perro perdió de improviso su pasividad y echó a correr,
adelantando al carro. Inmediatamente corrieron hacia él dos perros pastores del rancho,
que no tardaron en darle alcance. Luego se detuvieron los tres y con gran solemnidad se
olisquearon detenidamente. La caravana fue a detenerse, con gran estrépito, junto a la
cerca que separaba a Elisa de la carretera. Entonces el perro, como comprendiendo que
estaba en minoría, se retiró de nuevo bajo el carro, con el rabo entre las piernas y los
dientes al descubierto. El conductor del carromato exclamó:
- Mi perro puede ser muy malo en una pelea, cuando quiere.
Elisa se echó a reír.
- Ya lo veo. ¿Y cuándo quiere?
El hombre coreó su risa con simpatía.
- A veces tarda semanas y hasta meses en decidirse -contestó. Apoyándose en la
rueda, saltó al suelo. El caballo y el asno, al detenerse, parecían haberse marchitado
como flores sin agua.
Elisa pudo comprobar que era un hombre verdaderamente gigantesco. Aunque
tenía muchas canas en la cabeza y en la barba, no parecía muy viejo. Su traje negro,
muy gastado, estaba arrugado y cubierto de manchas de grasa. En cuanto dejó de hablar,
la risa huyó de sus labios y de sus ojos. Eran unos ojos negros, llenos de toda la
reflexión silenciosa que se encuentra en los ojos de los arrieros y de los marinos. Sus
callosas manos, apoyadas en la cerca de espino, estaban llenas de grietas, y cada grieta
era una línea negrísima. Se quitó el sucio sombrero.
- Me he apartado de la carretera principal, señora -explicó-. ¿Conduce este
camino, atravesando el río, hasta la carretera de Los Ángeles?
Elisa se incorporó del todo y guardó las tijeras en uno de los bolsillos de su
delantal.
- Pues, sí, pero primero da muchas vueltas, hasta que finalmente atraviesa el río
por un vado. No creo que sus animales sean capaces de vadearlo.
- Se sorprendería viendo lo que estos animales pueden llegar a hacer -contestó él
con cierta aspereza.
- ¿Cuando quieren? -preguntó ella.
Él sonrió por un segundo.
- Sí. Cuando quieren.
- Está bien -dijo Elisa-. Pero creo que ganará tiempo retrocediendo hasta Salinas y
tomando allí la carretera.
El hombre tiró con el dedo del alambre de púas, haciéndolo vibrar como cuerda
de guitarra.
- No tengo ninguna prisa, señora. Cada año voy de Seattle a San Diego, para
regresar después por el mismo camino. Dedico mucho tiempo a ese viaje. Unos seis
meses en el camino de ida y otros tantos en el de vuelta. Procuro seguir el buen tiempo.
Elisa se quitó los guantes y los guardó en el mismo bolsillo que las tijeras. Se
llevó una mano al borde del sombrero masculino con que se tocaba, intentando arreglar
unos rizos rebeldes que asomaban.
- Esa forma de vivir parece que ha de ser muy agradable -observó.
El hombre se inclinó sobre la cerca con aire confidencial.
- Ya se habrá fijado en los letreros que hay en mi carro. Arreglo cazuelas y afilo
cuchillos y tijeras. ¿Tiene algo de eso para mí?
- ¡Oh, no! -se apresuró ella a contestar-. Nada de eso.
Sus ojos se habían endurecido súbitamente.
- Las tijeras son lo más delicado -explicó el hombre-. La mayoría de la gente las
echa a perder sin remedio intentando afilarlas, pero yo tengo el secreto infalible.
Patentado, incluso. Puede estar segura de que no hay sistema igual.
- No, gracias. Todas mis tijeras están afiladas.
- Está bien. Un cacharro, entonces -insistió el hombre, con tenacidad-. Un cacharro
abollado o que tenga un agujero. Yo puedo dejárselo como nuevo y usted se ahorrará
comprar otro.
Siempre vale la pena.
- No -repitió ella-. Ya le he dicho que no tengo nada de eso.
El rostro de él adoptó una expresión de exagerada tristeza. Su voz se convirtió en
un gemido lastimero.
- Hoy no he podido encontrar trabajo en todo el día. Es posible que no consiga
nada para la cena de hoy. Como le he dicho, me he apartado de mi ruta acostumbrada.
Mucha gente me conoce a todo lo largo del camino de Seattle a San Diego. Me guardan
cosas para que se las arregle o afile, porque saben que lo hago muy bien y les permito
ahorrar dinero.
- Lo siento -dijo Elisa con irritación-. No tengo nada para usted.
Él dejó de mirarla y contempló el suelo unos instantes. Su mirada vagó sin rumbo
hasta detenerse en el parterre de crisantemos en que ella había estado trabajando.
- ¿Qué plantas son ésas, señora?
La irritación y el malhumor desaparecieron de la expresión de Elisa.
- Oh, son crisantemos gigantes, blancos y amarillos. Los cultivo todos los años…
los más grandes de todo el contorno.
- ¿Es una flor de tallo muy largo? ¿Con aspecto de nubecilla de humo coloreado? -
preguntó el buhonero.
- Exacto. ¡ Y qué modo tan bonito de describirla!
- Huelen bastante mal hasta que uno se acostumbra -añadió él.
- Es un olor acre, pero agradable -protestó ella-. No diría yo que huelen mal.
El hombre se apresuró a cambiar de tono.
- También a mí me gusta.
- El año pasado conseguí flores de más de un palmo -siguió diciendo ella con
orgullo.
El forastero se inclinó más sobre la cerca.
- Oiga. Conozco a una señora, junto a la carretera, que tiene el jardín más bonito
que se ha visto nunca. Tiene toda clase de flores menos crisantemos. La última vez que
le arreglé un cacha rro de cobre (se lo dejé como nuevo, puede creerme) me dijo: «Si
alguna vez encuentra algunos crisantemos que valgan la pena, me gustaría que me
trajera algunas semillas». Eso fue lo que me dijo.
Los ojos de Elisa se iluminaron con súbito interés.
- Sin duda sabía muy poco de crisantemos. Pueden sembrarse, desde luego, pero
es mucho más cómodo plantar esquejes pequeños, como éstos.
- ¡Ah! -exclamó él-. Entonces supongo que no puedo llevarle ninguno.
- Claro que puede -contestó Elisa-. Le pondré unos cuantos en arena húmeda y
usted se los lleva. Echarán raíces en el tiesto si procura mantenerlos siempre húmedos.
Luego ella puede trasplantarlos.
- Estoy seguro de que la entusiasmarán, señora. ¿Dice usted que son bonitos?
- Preciosos -dijo ella-. ¡Oh, sí, magníficos! -Le brilla ban los ojos. Se quitó el
sucio sombrero y agitó sus cabellos rubios-. Los pondré en esta maceta vieja, para que
usted se los lleve. Entre en el patio, por favor.
Mientras el hombre atravesaba la verja, Elisa corrió excitada hasta la parte
posterior de la casa. De allí volvió con un tiesto vacío, pintado de rojo. Se había
olvidado de los guantes. Se arrodilló en el suelo junto al parterre y con las uñas
escarbó en la tierra arenosa, llenando con ella la maceta vacía. Luego tomó un manojo
de pequeños esquejes y los plantó en la arena húmeda, oprimiendo bien con los
nudillos la tierra en torno a las raíces. El hombre estaba inclinado sobre su espalda.
- Le diré lo que debe hacer -dijo ella, sin volverse-. Deberá recordarlo para poder
decírselo a esa señora.
- Sí; intentaré acordarme.
- Verá. Echarán raíces dentro de un mes. Entonces tiene que sacarlos de aquí y
plantarlos en tierra abonada, dejando un palmo de distancia entre uno y otro. -Tomó un
puñado de tierra del parterre para que él la viera bien-. Así podrán crecer aprisa y
mucho. Y recuerde lo siguiente: en julio deberá cortarlos, a una altura de palmo y
medio del suelo aproximadamente.
- ¿Antes de que florezcan? -preguntó él.
- Sí; antes de que florezcan. -Su rostro estaba tenso y sus palabras indicaban gran
entusiasmo por el tema-. Crecerán otra vez en seguida. Hacia finales de septiembre
volverán a aparecer capullos.
Se detuvo un momento, pareciendo perpleja.
- El cuidado de los capullos es lo más difícil -añadió vacilante-. No sé cómo
explicárselo. -Lo miró a los ojos, como intentando averiguar si era capaz de
comprenderla. Su boca es taba entreabierta, y parecía escuchar una voz interior-.
Intentaré aclarárselo -dijo por fin-. ¿Ha oído decir alguna vez que hay gente que tiene
«manos de jardinero»?
- No podría asegurárselo, señora.
- Verá: sólo puedo darle una idea. Se comprende mejor cuando hay que arrancar
los capullos sobrantes. Los cinco sentidos se concentran en las yemas de los dedos. Son
los dedos los que trabajan… solos. Es una sensación muy particular. Se mira una las
manos y comprende que actúan por su cuenta. Arrancan capullo tras capullo y no se
equivocan nunca. Se identifican con la planta, por decirlo así. ¿Me comprende? Los
dedos del jardinero se compenetran con la planta. Es algo que se siente, como una
sensación física, como un cosquilleo especial que sube por el brazo hasta el codo. Los
dedos saben lo que tienen que hacer.
Cuando se siente eso, es imposible cometer un error. ¿Compren de lo que le digo?
¿Se da cuenta de lo que quiero decir?
Estaba arrodillada en el suelo, mirándolo. Su pecho subía y bajaba agitadamente.
El hombre encogió los ojos hasta reducirlos a dos rayitas minúsculas. Luego miró
hacia otro sitio, meditabundo.
- Tal vez sí -murmuró-. Algunas veces, por la noche, estando en mi carro…
La voz de Elisa se hizo más opaca. Lo interrumpió.
- Nunca he vivido como usted, pero sé lo que quiere decir. Cuando la noche es
obscura… cuando las estrellas parecen diamantes… y todo está en silencio. Entonces
parece que se flota sobre las nubes y que las estrellas se clavan en el cuerpo. Eso es.
Algo agradable, maravilloso… que se quisiera hacer durar eternamente.
Todavía arrodillada, sus dedos se aproximaron al negro pantalón del forastero, sin
llegar a rozarlo. Luego su mano descendió al suelo y ella se agachó más, como si
quisiera esconderse en la tierra.
- Lo explica de un modo muy bonito -murmuró él-.
Sólo que cuando no se tiene nada para cenar, no es tan bonito.
Ella se irguió entonces, con expresión avergonzada. Le ofreció el tiesto con las
flores, depositándolo cuidadosamente en sus brazos.
- Tenga. Póngalo en el pescante de su carro, en un sitio don de pueda vigilarlo
bien. Tal vez encuentre algún trabajo para usted.
Volviendo a la parte posterior de la casa, revolvió una pila de cacharros viejos, de
los que escogió dos ollas de aluminio, muy estropeadas. A su regreso, se las entregó.
- ¿Podría arreglarlas?
La actitud de él cambió, volviendo a ser profesional.
- Sí, señora; se las dejaré como nuevas.
Fue hasta su carromato, de donde sacó unas herramientas, poniéndose a trabajar
bajo la mirada atenta de Elisa. La expresión de su boca era firme y tranquila. En los
momentos más delicados de su trabajo se mordía el labio inferior.
- ¿Duerme usted en el carro? -le preguntó Elisa.
- En el carro, sí, señora. Llueva o haga sol, el carro es mi casa.
- Debe ser muy agradable -dijo ella-. Muy agradable.
Me gustaría que las mujeres pudiéramos hacer esas cosas.
- No es una vida adecuada para una mujer.
Ella levantó ligeramente el labio superior, mostrando los dientes.
- ¿Cómo lo sabe? ¿Por qué está tan seguro? -preguntó.
No lo sé, señora -protestó él-. Claro que no lo sé.
Aquí tiene sus ollas, igual que cuando las compró. No tendrá que adquirir otras
nuevas.
- ¿Qué le debo?
- Oh, con cincuenta centavos será suficiente. Procuro man tener precios baratos y
trabajar bien. Así es como tengo muchos clientes a todo lo largo del camino.
Elisa fue a buscar una moneda de cincuenta centavos, que depositó en su palma
extendida.
- Le sorprendería saber que yo podría ser una rival para usted. Sé afilar tijeras y
arreglar las abolladuras de los cacharros. Yo podría demostrarle lo que una mujer es
capaz de hacer.
Él guardó él martillo y las demás herramientas en una caja de madera, con gran
parsimonia.
- Sería una vida demasiado solitaria para una mujer, señora, y pasaría mucho
miedo cuando se colasen animales de todas cla ses, por la noche, dentro del carro. -Se
encaramó en el pes cante, apoyándose en la grupa del burro para subir. Una vez sen
tado tomó las largas riendas en una mano-. Muchísimas gracias, señora -dijo-. Haré lo
que me aconsejó: retrocederé en busca de la carretera de Salinas.
- No se olvide -le recordó ella-. Si el viaje es largo procure conservar húmeda la
arena.
- ¿La arena, señora?… ¿La arena? Ah, sí, claro. Se refiere a los crisantemos.
Desde luego, no se me olvidará.
Chasqueó la lengua y los dos animales levantaron las cabezas, haciendo sonar las
campanillas de sus collares. El perro fue a situarse entre las ruedas. El carro describió
una curva y empezó a moverse en la misma dirección por donde había venido, a lo
largo del río.
Elisa permaneció en pie junto a la cerca, viendo alejarse el vehículo. Estaba
inmóvil, con la cabeza alta y los ojos entornados. Sus labios se movían en silencio,
formando las palabras: «Adiós, adiós». Luego añadió, más alto:
- ¡Quién pudiera ir en la misma dirección… hacia la libertad!
El sonido de su propia voz la sobresaltó. Inquieta, miró en torno para asegurarse
de que nadie la había oído. Los únicos testigos eran los perros. Levantaron sus cabezas,
que yacían soñolientas en el polvo, la miraron un momento con indiferencia y volvieron
a dormirse. Elisa se volvió del todo y se dirigió rápidamente hacia la casa.
En la cocina palpó las paredes del termosifón para asegurarse de que tenía agua
caliente disponible. Al ver que era así, se dirigió al cuarto de baño y se despojó de sus
sucias ropas, que arrojó a un rincón. Luego se frotó concienzudamente el cuerpo con un
fragmento de piedra pómez, hasta que tuvo enrojecida la piel de sus brazos, muslos,
vientre y pecho. Una vez seca se situó frente al espejo del dormitorio y estudió su
cuerpo, levantando la cabeza y los brazos. Dando media vuelta, se miró la espalda por
encima del hombro.
Al cabo de un rato empezó a vestirse, muy despacio. Se puso la ropa interior más
nueva que tenía, sus mejores medias y el vestido de las grandes ocasiones. Se peinó
cuidadosamente, se perfiló las cejas y se pintó los labios.
Antes de terminar su tocado oyó rumor de cascos y las voces de Henry y su
ayudante, que metían las reses en el corral. Oyó luego el portazo de la verja y se
preparó para recibir a Henry.
Sus pasos sonaban ya en la casa. Desde el vestíbulo gritó:
- Elisa, ¿dónde estás?
- En el dormitorio, vistiéndome. Aún no estoy lista. Tienes agua caliente si quieres
bañarte. Date prisa, que se hace tarde.
Cuando le oyó chapotear en la bañera, Elisa extendió el traje obscuro de su
marido sobre la cama, colocando a su lado una camisa limpia y unos calcetines. En el
suelo dejó el par de zapatos que le había limpiado. Luego salió al porche y se sentó a
esperar. Miró hacia el río bordeado de álamos amarillentos, semiocultos en la niebla
baja, que gracias al color de las hojas parecía estar bañada de sol o llena de fuego
interior. Era la única nota de color en la tarde decembrina y grisácea. Elisa siguió
inmóvil mucho tiempo, casi sin parpadear.
Henry salió, dando un portazo, y se acercó metiendo bajo el chaleco el extremo de
su corbata. Elisa se irguió aún más y su expresión se endureció. Henry se detuvo
bruscamente, mirándola.
- ¡Caramba, Elisa! ¡Estás muy elegante!
- ¿Elegante? ¿Crees que estoy elegante? ¿Y por qué lo dices?
Henry vaciló, algo sorprendido.
- No lo sé. Quiero decir que estás distinta, más guapa, más fuerte… más feliz.
- ¿Fuerte? Sí, claro que soy fuerte. ¿Cómo se te ha ocurrido?
Él estaba perplejo.
- ¿Qué juego te traes entre manos? Porque es un juego, ¿verdad? Pues insisto en
que estás fuerte y guapa.
Momentáneamente Elisa perdió su rigidez.
- ¡Henry, no te burles! Es muy cierto que soy fuerte -se jactó-. Nunca hasta hoy
había comprendido lo fuerte que soy.
Henry miró hacia el cobertizo del tractor, diciendo:
- Voy a sacar el coche. Puedes ir poniéndote el abrigo mientras se calienta el
motor.
Elisa entró en la casa. Le oyó poner en marcha el coche y conducirlo hasta la
verja. Con mucha calma, se colocó el sombrero, dándole tironcitos por un lado y por
otro hasta que estuvo a su gusto. Cuando oyó que Henry, cansado, paraba el motor, se
puso rápidamente el abrigo y salió.
El pequeño automóvil descapotable inició su marcha por la carretera polvorienta,
siguiendo el curso del río, obligando a los pájaros a levantar el vuelo y a los conejos a
huir a refugiarse en sus madrigueras. Dos cigüeñas pasaron volando lentamente sobre
las copas de los álamos y fueron a zambullirse en el río.
En mitad del camino, a lo lejos, Elisa divisó un punto obscuro. Sabía lo que era.
Procuró no mirar al pasar, pero sus ojos no la obedecieron. Pensó, llena de
tristeza: «Podía haberlos arrojado fuera del camino. No le habría costado mucho. Pero
ha querido conservar el tiesto -se explicó a sí misma-, porque le será útil. Por eso no
los tiró fuera del camino.»
El coche dobló un recodo de la carretera y Elisa descubrió el carromato a lo lejos.
Se volvió hacia su marido para no tener que mirar el lento vehículo tirado por los dos
cansinos animales.
Pronto lo alcanzaron, dejándolo atrás al instante. Ella no quiso volverse.
Entonces dijo en voz alta, para ser oída sobre el estrépito del motor:
- Será muy agradable cenar fuera esta noche.
- Ya has vuelto a cambiar -exclamó Henry, separando una mano del volante para
darle un cariñoso golpecito en la rodilla-.
Tendría que llevarte a cenar fuera de casa con más frecuencia.
Sería mucho mejor para los dos. La vida en el rancho se hace pesada.
- Henry -preguntó ella, casi con timidez-. ¿Podríamos beber vino con la cena?
- ¡Claro que sí! ¡Vaya, es una idea estupenda!
Ella guardó silencio unos minutos. Luego dijo:
- Henry, en la lucha, ¿se hacen mucho daño?
- A veces sí, pero no siempre. ¿Por qué lo preguntas?
- Es que he leído que se rompen las narices y les corre la sangre por el pecho. He
oído decir que es un deporte salvaje.
Él se volvió a mirarla.
- ¿Qué te pasa, Elisa? No sabía que leyeses esas cosas.
Detuvo el coche para maniobrar mejor al entrar en la carre tera de Salinas,
pasando el puente.
- ¿Van algunas mujeres a la lucha? -siguió preguntando Elisa.
- Sí, desde luego. Dime de una vez qué te pasa, Elisa. ¿Es que quieres ir? Nunca
hubiese creído que te gustara, pero si de veras te hace ilusión…
Ella se echó hacia atrás en el asiento.
- Oh, no. No, no quiero ir. Seguro que no. -Apartó el ros tro de él-. Ya es bastante
si tomamos vino con la cena. No hace falta más.
Se subió el cuello del abrigo para que él no se diera cuenta de que estaba
llorando… como una mujer débil y vieja.
LA CODORNIZ BLANCA
Harry estaba orgulloso de su mujer, sobre todo cuando tenía invitados a cenar.
¡Era tan bonita, tan perfecta, tan distinguida! Sus jarrones con flores estaban
exquisitamente arreglados, y hablaba de su jardín con modestia y rubor, como si
estuviera hablando de sí misma. A veces permitía que los invitados visitaran el
inviolable recinto. Cuando hablaba de alguna planta parecía que estuviera refiriéndose
a una persona.
- Me costó mucho esfuerzo conseguir que creciera. No saben ustedes los cuidados
que he tenido que dedicarle.
Luego sonreía con aire feliz.
Era delicioso verla trabajar en el jardín. Se ponía un vestido de algodón
estampado, de falda larga y sin mangas, y un sombrero de paja de alas muy anchas. Para
proteger sus manos, las ocultaba en fuertes guantes de motorista. Harry la miraba
trabajar, y sonreía complacido. De noche salían juntos a la caza de caracoles y
lombrices. Mary sostenía la linterna mientras él daba muerte a los voraces animales,
convirtiendo sus cuerpos en una masa viscosa. Sabía que el espectáculo debía resultar
desagradable para ella, pero la luz de la linterna no oscilaba jamás.
«Una chica valiente -pensaba-. Es enérgica a pesar de lo frágil que parece.»
La actitud de ella hacía que aquellas inocentes cacerías nocturnas resultaran
emocionantes.
- Ahí va uno, grande y glotón -exclamaba-. Quiere co merse una flor. ¡Mátalo!
¡Mátalo cuanto antes!
Luego regresaban los dos a la casa, riendo felices. A Mary le preocupaban los
pájaros.
- No vienen a beber -se lamentaba-. Por lo menos, no vienen muchos. Quisiera
saber qué los asusta.
- Es posible que todavía no se hayan acostumbrado. Ya vendrán. O tal vez hay
algún gato por los alrededores.
Ella enrojeció al oír sus palabras y respiró profundamente. Sus labios se
entreabrieron dejando ver sus dientes.
- Si hay un gato pondré pescado envenenado -exclamó-. ¡No quiero que ningún
gato persiga a mis pájaros!
Harry tuvo que tranquilizarla.
- Te diré lo que voy a hacer. Me compraré una escopeta de aire comprimido, y si
aparece algún gato por aquí, le pegaré un tiro. El balín no lo matará, pero le hará tanto
daño que no le dejará ganas de volver.
- Sí -contestó ella, ya más tranquila.-. Eso está mejor.
De noche la salita de estar era un refugio muy agradable. La chimenea
chisporroteaba alegremente. Si brillaba la luna, Mary apagaba las luces y los dos iban a
sentarse en la ventana a contemplar el jardín, bañado en una luz azul que recortaba las
sombras fantasmales de los robles.
Parecía un paisaje ultraterreno. Donde terminaba el jardín empezaba el bosque,
obscuro y amenazador.
- Es el enemigo -había dicho Mary una vez-. Es el mundo salvaje que quiere entrar
en mi jardín y destruir su orden y su belleza. Pero la cerca no lo permite. Sólo los
pájaros pueden en trar. Viven en el bosque, pero pueden venir a mi jardín a beber en el
estanque. -Se echó a reír calladamente-. Hay algo muy profunto en todo esto, Harry. No
sé exactamente el qué. Ahora están empezando a venir las codornices. Anoche había
por lo menos una docena junto al estanque.
Él contestó:
- Me gustaría ver tus pensamientos. Creo que tu cerebro da vueltas como loco… y
sin embargo no conozco a nadie que razone con tanta claridad. Estás absolutamente…
segura de ti misma.
Ella fue a sentarse en sus rodillas.
- No tan segura como crees. Pero me alegro de que pienses así.
4
Una noche, cuando Harry estaba leyendo el periódico bajo la lámpara del rincón,
Mary se incorporó precipitadamente.
- Me he dejado fuera las tijeras de podar -exclamó-. Van a oxidarse.
Harry levantó la vista del periódico.
- ¿Quieres que vaya a buscarlas?
- No; ya iré yo. Tú no las encontrarías.
Salió al jardín y no tardó en encontrarlas. Luego se asomó a la vidriera para mirar
hacia el interior de la salita. Harry seguía leyendo. La habitación le parecía un cuadro,
inmóvil y luminoso, o tal vez el escenario de un teatro en el momento de levantarse el
telón. En la chimenea danzaban las llamas. Mary permanecía inmóvil, como encantada.
Allí estaba el gran sillón que ocupaba minutos antes. ¿Qué estaría haciendo si no
hubiera salido un momento? ¿No podía, acaso, haber salido sólo en esencia, en espíritu,
dejando a la Mary auténtica sentada en el sillón? Casi le era posible verse a sí misma
dentro del cuarto. Sus brazos redondeados y sus largos dedos reposaban en los brazos
de la butaca. Su rostro delicado y expresivo se veía de perfil, contemplando pensativa
las llamas. «¿En qué estará pensando? -susurró Mary en la obscuridad-. Quisiera saber
qué ideas pasan por su cabeza. ¿Se levantará? No, porque está sentada, muy
cómodamente. El escote de su vestido es demasiado ancho, porque le resbala sobre un
hombro. Pero hace bonito. Le da un aire ligeramente descuidado, pero encantador.
Ahora sonríe. Debe pensar algo agradable.»
De pronto volvió en sí y se dio cuenta de su alucinación. Rió complacida. «Había
dos «yo» -pensó-. Era como tener dos vidas, como contemplarme a mí misma desde
fuera. Es maravilloso. Me gustaría saber si podría conseguirlo a voluntad. Acabo de
verme como me ven los demás. Tengo que explicárselo a Harry.» Pero entonces se
imaginó a sí misma intentando describir lo que acababa de sucederle. Vio a Harry
levantando la mirada del periódico, con el asombro y la incomprensión retratados en
sus ojos. Siempre hacía grandes esfuerzos para comprender las cosas que ella le decía.
Quería entenderla, pero lo conseguía muy pocas veces. Si le hablaba de su visión de
aquella noche, se pondría a hacerle preguntas. Le daría vueltas y más vueltas al asunto,
hasta destruir por completo su encanto mágico. Él no tenía nunca la deliberada
intención de echar a perder la maravilla de las cosas que ella le decía, pero no podía
evitarlo. Necesitaba ver las cosas con tanta claridad que acababa obscureciéndolas por
completo, como un negativo expuesto al sol. No, sería preferible no decirle nada. Le
hacía ilusión la perspectiva de poder repetir el milagro, y no sería posible si él lo
echaba a perder.
Por la ventana vio que Harry dejaba el periódico sobre su rodilla y miraba hacia
la puerta. Se apresuró a entrar, enseñándole las tijeras como justificación de su
escapada.
- Mira, ya estaban empezando a oxidarse. Por la mañana habrían estado
completamente cubiertas de herrumbre.
Él asintió en silencio, sonriendo.
- Dice el periódico que va a haber dificultades con la nueva ley sobre los créditos.
No hacen más que ponernos obstáculos.
Y sin embargo, alguien tiene que adelantar el dinero que los de más necesitan
tomar prestado.
- No sé nada de créditos -dijo ella-. Pero alguien me dijo que tu empresa es
parcialmente propietaria de todos los coches que circulan por esta ciudad.
Él se echó a reír.
- Si no todos, casi todos. Y cuando las cosas empiezan a ir un poco mal, nosotros
empezamos a ganar dinero.
- Eso parece horrible -observó ella-. Da la sensación de que os aprovecháis
injustamente de las dificultades de los demás.
Él dobló el periódico, dejándolo en la mesita que había junto a la butaca.
- No creo que sea nada injusto -protestó-. La gente necesita el dinero, y nosotros
se lo damos. La ley fija el interés máximo que puede cobrarse. Nosotros estamos libres
de toda culpa.
Ella dejó reposar sus brazos sobre los del sillón, tal y como los había visto desde
la ventana.
- Es posible que tengas razón -admitió-. Pero, no obs tante, da la sensación de que
os aprovecháis de los que pasan apuros.
Harry contempló el fuego largo rato, con el ceño fruncido. Mary lo miraba,
dándose cuenta de que estaba preocupado por lo que ella acababa de decirle. Se decía
que no le iría del todo mal recapacitar por un momento sobre la exacta naturaleza de su
negocio. Las cosas siempre parecen mejores cuando se hacen que cuando se piensan
fríamente. Un poco de limpieza mental podía ser conveniente para Harry.
Al cabo de un rato, él la miró.
- Dime, tú no crees que es algo inmoral, ¿verdad?
- Mira, yo no entiendo nada de créditos ni préstamos.
¿Cómo puedo decir si es inmoral o no lo es?
Harry insistió.
- Pero, ¿te da la sensación de que no está bien? ¿Te aver güenzas de mi profesión?
Me disgustaría mucho de que así fuera.
De pronto Mary se sintió complacida y feliz.
- No me avergüenzo, tonto. Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida. Haces
muy bien haciendo lo que haces.
- ¿Estás completamente segura?
- Claro que sí, tonto.
Cuando ya estaba acostada, en su diminuto dormitorio, oyó un leve chasquido en la
puerta y vio que el picaporte se movía, para volver después a su posición primitiva.
Había cerrado con llave. Era una señal que indicaba que Mary no tenía ganas de seguir
discutiendo. La puerta cerrada era la respuesta a una pregunta, una respuesta dada en
forma tajante y definitiva. Era peculiar del modo de ser de Harry que siempre intentara
abrir la puerta con el mayor sigilo. Incluso parecía que no quería que ella se enterase
de que lo había intentado. Pero ella se daba cuenta siempre. Luego Harry se mostraba
dócil y lleno de mansedumbre, como si le avergonzara haber intentado abrir la puerta y
haberla encontrado cerrada con llave.
Mary apagó la luz de la mesilla de noche, y cuando sus ojos se hubieron
acostumbrado a la obscuridad, se asomó a la ventana, para mirar al jardín, bañado por
la luz de la luna en cuarto menguante. Harry era amable y comprensivo. Por ejemplo,
cuando el incidente del perro. Un día había entrado en la casa corriendo como un loco,
tan excitado que Mary se asustó, creyendo que había ocurrido un accidente. Por la
noche tenía un fuerte dolor de cabeza, como resultado del terrible sobresalto. Harry
había entrado gritando:
- Joe Adams… su perra terrier irlandesa ha tenido cachorros, ¡y va a regalarme
uno! ¡Son de pura raza, rojos como amapolas!
Siempre le había hecho mucha ilusión tener un perro. Mary sintió lástima por no
poder permitírselo, pero él fue el primero en comprender que no era posible. Cuando
ella le explicó las… cosas que un perro haría en su jardín, los destrozos que cometería
en los parterres de flores, y sobre todo, lo inútil que sería esperar que los pájaros
vinieran a beber en el estanque habiendo un perro en la casa, Harry se hizo cargo
inmediatamente. Era difícil para él entender las cosas complicadas, como aquella
visión en el jardín, pero lo del perro lo comprendió al instante. Por la noche, cuando
ella se quejaba de dolor de cabeza, él se sentó a su lado y le humedeció las sienes con
Agua Florida. Su imaginación le había hecho ver materialmente al perro en su jardín,
escarbando en el suelo y destrozando las plantas. Era casi igual que si hubiera sucedido
en realidad. Harry estaba avergonzado, pero Mary no podía echarle la culpa, porque,
¿cómo podía comprender hasta qué extremo llegaba su extraordinaria imaginación?
5
Al morir la tarde, cuando el sol había desaparecido tras la cima del monte, era la
hora que Mary llamaba «el momento ideal de los jardines. Entonces, dejando en la
cocina a la muchacha que le ayudaba a preparar la cena, Mary salía al jardín y se
sentaba en una hamaca, en el prado, bajo los grandes robles. Desde allí veía cómo se
acercaban los pájaros a beber en el estanque. Le parecía que el jardín cobraba vida
propia y podía sentir sus latidos. Cuando Harry regresaba de la oficina, se quedaba en
el interior de la casa leyendo el periódico, y al cabo de un rato ella entraba a hacerle
compañía, con los ojos luminosos e inundados de dicha.
Estaba empezando el verano. Mary echó una ojeada al interior de la cocina y todo
le pareció perfecto. Entonces pasó a la salita y encendió los leños, su última tarea antes
de salir al jardín. El sol acababa de ponerse tras la montaña y el velo azul del cielo
vespertino se tendía poco a poco sobre las copas de los árboles.
Mary pensaba: «Es como si millones de hadas invisibles estuvieran entrando en mi
jardín. Una a una no pueden verse, pero su número inmenso hace que se altere el color
de la atmósfera». Sonrió para sí, satisfecha de la bella imagen poética que había
forjado. El césped estaba fresco, húmedo y recién cortado. Las flores salpicaban de
colores la penumbra del jardín, y las lilas perfumaban el ambiente, desafiando la
sombría amenaza del bosque vecino.
Atravesó el prado hasta la hamaca, y se sentó. Oía los trinos de los pájaros que
iban congregándose junto al estanque. «Parece que den una fiesta -pensó -en mi jardín.
¡Qué a gusto deben sentirse! Me gustaría poder entrar por vez primera en él, sin haberlo
visto nunca. Si pudiera ser dos personas al mismo tiempo… "Buenas noches, Mary;
entra en el jardín, por favor." "¡Oh, qué bonito es!" "Sí, a mí me gusta mucho, sobre
todo a esta hora. Pero estáte quieta, Mary, no vayas a asustar a los pájaros."» Estaba
completamente inmóvil, con los labios entreabiertos. En los matorrales se oía parlotear
a las codornices. Un pájaro carpintero fue a posarse sin ruido al borde del estanque.
Dos vencejos pasaron raudos, rozando la superficie del agua con sus vientres blancos.
Luego aparecieron las codornices, con pasitos lentos y cómicos. Continuamente se
detenían y torcían las cabezas, para asegurarse de que no había peligro. El jefe de la
banda, con una cresta que parecía un negro signo de interrogación, emitió un grito que
sin duda significaba: «No hay enemigo a la vista», y todos se acercaron al agua.
Entonces sucedió lo maravilloso. De la espesura salió una codorniz blanca. Mary
se quedó rígida. No cabía duda: era una codorniz, tan blanca como la nieve. ¡Era algo
increíble y magnífico! Mary tuvo que contener con las dos manos los latidos de su
corazón. La inmaculada avecilla fue a beber al otro lado del estanque, lejos de sus
congéneres. Se detuvo, mirando en tomo, y por fin introdujo el pico en el agua.
«¡Pero si es exactamente igual que yo! -exclamó Mary para sus adentros. Se sentía
como en éxtasis-. Es mi misma esencia, lo más puro que hay en mí. Sin duda debe ser la
reina de las codornices. En ella se funden todas las cosas agradables que me han
sucedido alguna vez.»
La codorniz blanca volvió a beber, levantando la cabeza para tragar mejor.
El cerebro de Mary hervía de gratos recuerdos, casi siempre teñidos de
melancolía. Recordaba especialmente el momento feliz de recibir algún regalo. Desatar
el paquete era lo mejor. Luego, desgraciadamente, el contenido no respondía a,…
Por ejemplo, aquellos maravillosos caramelos italianos.
- No te los comas, querida. Son más bonitos que buenos.
Mary no llegó a probarlos jamás, pero le encantaba contemplarlos.
- ¡Qué niña tan bonita es Mary! Parece una violeta, tan humilde, tan callada…
Era delicioso oír hablar así a los demás.
- Mary, pequeña, tienes que ser valiente. Tu padre ha fallecido.
También las noticias tristes podían poseer una dulce nota sentimental, agradable al
corazón.
La codorniz blanca aleteó levemente, mientras se alisaba las plumas con el pico.
- Es la personificación de todo lo que hay de bello en mí misma. Es el centro de
todo mi ser, es mi corazón.
6
Unas quince millas más abajo de Monterrey, en la costa agreste, vivía la familia
Torres, en una granja que no consistía más que un par de hectáreas situadas sobre el
acantilado y asomadas a las rugientes olas del océano. Al otro lado se levantaban las
montañas como si quisieran ascender hasta el cielo. Las construcciones de la granja
parecían minúsculos insectos acurrucados en la ladera y temerosos de que el viento los
arrastrara al mar. El cobertizo y el granero, de madera vieja y grisácea, estaban
cubiertos de sal y parecían formar parte del paisaje rocoso. Dos caballos, una vaca y un
ternero, media docena de cerdos y unas cuantas gallinas eran la población animal de la
granja. En la yerma ladera crecía un poco de maíz, que apenas podía desarrollarse bajo
el azote del viento. Las mazorcas sólo tenían grano en la cara que daba a los montes.
Mamá Torres, una mujer delgada y reseca, cuyos ojos parecían mirar desde una
lejanía de siglos, regentaba la granja desde hacía diez años, cuando su marido tropezó
con una piedra y fue a caer encima de una víbora. Una mordedura en el pecho deja
pocas probabilidades de superviviencia.
Mamá Torres tenía tres hijos, dos pequeños de doce y catorce años
respectivamente, Emilio y Rosita, que se ocupaban de pescar entre las rocas cuando la
mar estaba en calma y el carabinero se hallaba lejos, en algún otro punto de la costa de
Monterrey, y Pepe, el mayor, de diecinueve años, alto y sonriente, agradable y cariñoso,
pero demasiado holgazán. Pepe tenía una curiosa cabeza en forma de melón,
enteramente cubierta de pelo negro, muy revuelto. Mamá procuraba que su espeso
flequillo no llegase a impedirle la visión. Pepe tenia pómulos pronunciados, como un
indio, y nariz aguileña, como pico de águila, pero su boca poseía una dulce expresión y
su mentón era redondeado y casi femenino. Nunca tenía ganas de trabajar, y su porte era
descuidado e indolente. Mamá creía adivinar en él bravura y energía, pero nunca quería
confesarlo. Acostumbraba a decirle:
- En la familia de tu padre debía haber algún sinvergüenza holgazán, porque de lo
contrario no tendría yo un hijo como tú.
- Y añadía-: Cuando estabas a punto de nacer, un coyote se me apareció en el
camino y me miró con sus ojos maléficos. Esa debió ser la causa de que seas como
eres.
Pepe sonreía vagamente y clavaba en el suelo su cuchillo, para que la hoja no se
oxidara ni perdiera el filo. Era el cuchillo de su padre, su única herencia tangible. La
hoja, larga y cortante, podía doblarse introduciéndose en el mango negro y gastado. El
mango tenía un resorte, que bastaba con oprimir ligeramente para que la hoja saltara
hacia fuera como la lengua de una serpiente ponzoñosa. Pepe no se separaba nunca del
cuchillo, acariciándolo como si fuera la misma mano de su difunto padre.
Una mañana soleada en que el mar al pie del acantilado relucía en brillantes
azules salpicados de blanca espuma, Mamá Torres fue a llamar a la puerta del
cobertizo.
- Pepe, tengo trabajo para ti.
No hubo respuesta. Mamá escuchó unos segundos. Luego, detrás del granero, creyó
oír unas risotadas. Remangándose la negra falda caminó en dirección al ruido.
Pepe estaba sentado en el suelo, apoyando la espalda en una gran caja vacía. Sus
blancos dientes brillaban en la sombra. Sus dos hermanos menores estaban a su lado,
esperando algo con gran interés. Tres o cuatro metros ante él se alzaba un poste pintado
de rojo. Pepe tenía una mano en el regazo, con la palma hacia arriba, y en ella el negro
cuchillo, cerrado. Mirando al cielo, Pepe sonreía complacido.
De pronto Emilio gritó:
- ¡Ya!
La muñeca de Pepe giró sobre sí misma como el cuello de una serpiente de
cascabel. La hoja reluciente pareció abrirse cuando ya estaba en el aire, y su punta fue a
clavarse con un golpe sordo en el poste de madera, con un estremecimiento final. Los
tres se echaron a reír, excitados. Rosita corrió hasta el poste, arrancó el cuchillo y se lo
devolvió a Pepe. Éste cerró la hoja y depositó el arma en la palma de su mano inerte.
Volvió a sonreír, orgulloso, clavando la mirada en las nubes.
- ¡Ya!
El cuchillo surcó los aires y volvió a clavarse en la madera. Mamá salió de su
escondite y dio por terminada la función.
- Te pasas el santo día haciendo tonterías con ese cuchillo, como si fueras un niño
juguetón -exclamó, enfadada-. ¡Ponte de pie, grandullón, gandul! -Cogiéndolo por los
hombros, le obligó a levantarse. Pepe seguía sonriendo estúpidamente-. Escúchame
bien -gritó Mamá-. Ve ahora mismo a buscar el caballo y ponle la silla de tu padre.
Necesito que vayas a Mon terrey porque la botella de medicina está vacía. Tampoco
nos queda sal. Vete ya, date prisa.
Una revolución pareció tener lugar en la lánguida figura de Pepe.
- ¿A Monterrey, yo? ¿Solo? Sí, Mamá.
Ella lo miró ceñuda.
- No vayas a creerte, grandísimo estúpido, que podrás comprarte caramelos. No;
sólo pienso darte lo suficiente para la medicina y la sal.
Pepe sonrió.
- Mamá, ¿me dejarás ponerme la cinta nueva en el sombrero?
Ella cedió momentáneamente.
- Sí, Pepe. Puedes llevarte la cinta.
Él adoptó un tono aún más dulce.
- ¿Y el pañuelo de seda verde, Mamá?
- Sí, si me prometes ir de prisa y volver cuanto antes. Pero tienes que procurar no
ensuciar el pañuelo cuando comas. Lo mejor será que te lo quites antes de sentarte a la
mesa.
- Sí, Mamá. Tendré mucho cuidado. Ya soy un hombre.
- Tú no eres más que un polluelo recién salido del cascarón.
Él irguió los hombros, azotó con las riendas el cuello de su montura, y partió al
trote. Una sola vez se volvió en la silla y vio que seguían mirándolo Emilio, Rosita y
Mamá. Pepe sonrió lleno de orgullo y alegremente espoleó el alazán para que
apresurase el paso.
Cuando se hubo perdido de vista en una hondonada, Mamá se volvió a los más
pequeños, sin que éstos llegasen a oír sus palabras.
- Ya casi es un hombre. Será agradable volver a tener un hombre en la casa. -Sus
ojos miraron penetrantes a los dos chiquillos-. Podéis bajar a las rocas -les dijo-. La
marea está retirándose. Encontraréis conchas. -Les entregó las herramientas de trabajo,
unos ganchos de hierro, y los vio alejarse hacia las rompientes, bajando por un sendero
rocoso muy empinado. Luego sacó de la casa la pulimentada piedra de molino y se
sentó en cuclillas a moler harina de maíz, mirando de vez en cuando hacia el camino
por donde Pepe se había ido. Así llegó el mediodía y después la tarde, cuando
regresaron los pequeños, a los que Mamá hizo tortillas de fríjoles para cenar. Cuando
terminaron, el sol, muy rojo, empezaba a hundirse en el océano. Entonces se sentaron
los tres en los escalones de la entrada y contempla ron la salida de la luna por encima
de los picachos.
La voz de Mamá quebró el silencio.
- Ahora estará en casa de la señora Rodríguez. Ella le habrá dado una buena cena
y es posible que algún regalo.
Emilio dijo:
- ¿Ha sido hoy cuando Pepe ha empezado a ser hombre?
Mamá contestó llena de sabiduría.
- Los niños se yuelven hombres cuando hace falta un hombre. No lo olvides nunca.
También he conocido niños de cuarenta años, porque no hacían falta hombres.
No tardaron en acostarse, Mamá en su gran cama de roble a un lado de la
habitación, y Emilio y Rosita en sus cajones llenos de paja y cubiertos de pieles de
cordero, al otro lado.
La luna ascendió por el firmamento a compás del rítmico golpear de las olas sobre
los arrecifes. Los gallos emitieron su primer canto nocturno. El mar pareció dormirse
con un largo suspiro y la luna fue acercándose lentamente al horizonte marino. Los
gallos volvieron a cantar.
Estaba la luna muy cerca del mar cuando Pepe llegó a la meseta donde se
levantaba su casa. Su caballo parecía derrengado. El perro salió corriendo y lanzó
breves ladridos de alegría, describiendo círculos alrededor del jinete. Pepe se deslizó
de la silla al suelo. El ruinoso cobertizo parecía de plata bajo los rayos de la luna,
proyectando una sombra cuadrada y negrísima en dirección al nordeste. Las montañas
que se alzaban por oriente estaban coronadas de luz, y sus cumbres se confundían con el
cielo.
Pepe subió pesadamente los tres escalones y entró en la casa. El interior estaba en
tinieblas. Se oyó un leve rumor.
Mamá exclamó desde su cama:
- ¿Quién está ahí? ¿Eres tú, Pepe?
- Sí, Mamá.
- ¿Trajiste la medicina?
- Sí, Mamá.
- Entonces vete a dormir. Creía que dormirías esta noche en casa de la señora
Rodríguez. -Pepe continuaba en pie en mitad de la obscura habitación, sin hablar-. ¿Por
qué te quedas ahí quieto, Pepe? ¿Has bebido?
- Sí, Mamá.
- Pues métete en la cama y duerme la borrachera.
Él contestó con voz cansada y paciente, pero más firme que nunca.
- Enciende la vela, Mamá. Tengo que huir a las montañas.
- ¿Qué te pasa, Pepe? ¿Estás loco? -Mamá encendió un fósforo y con su llama
azulada y chisporroteante prendió el pabilo de la vela de sebo que tenía en el suelo,
junto a la cama.
- ¿Quieres repetir lo que has dicho, Pepe? -Miraba ansiosamente su rostro
sombrío.
El muchacho había cambiado mucho. Su barbilla ya no era femenina. Su boca
parecía haberse hecho más fina, y sus ojos eran los de otra persona. Ya no había risa en
ellos, ni tampoco audacia. Eran ojos penetrantes, misteriosos y enérgicos.
Explicó con voz monótona y cansada todo cuanto le había sucedido. La cocina de
la señora Rodríguez era visitada por toda clase de viajeros. Había vino en abundancia.
Pepe bebió mucho. Se inició una disputa… un hombre se abalanzó sobre Pepe y el
cuchillo… se disparó solo, silbando por el aire antes de que se diera cuenta de lo que
sucedía. A medida que hablaba, el rostro de Mamá iba endureciéndose, y parecía que
envejecía segundo tras segundo. Pepe terminó con las palabras:
- Ya soy un hombre, Mamá. Aquel forastero me dijo cosas que no podía tolerar.
Mamá asintió en silencio.
- Sí, ya eres un hombre, mi pobre Pepe. Un hombre. Hace tiempo que lo esperaba.
Te he visto arrojar el cuchillo contra el poste y he tenido miedo. -Por un momento su
expresión se había dulcificado, pero al instante volvió a hacerse de piedra-. ¡Ven! Hay
que prepararlo todo. Despierta a Emilio y a Rosita. ¡Date prisa!
Pepe atravesó la habitación acercándose al lugar en que dormían sus hermanos,
cubiertos con pieles de oveja. Se inclinó sobre ellos y los sacudió suavemente.
- ¡Despierta, Rosita! ¡Despierta, Emilio! Mamá dice que tenéis que levantaros.
Los pequeños se incorporaron frotándose los ojos soñolientos. Mamá se había
levantado ya, y estaba poniéndose el negro vestido sobre el camisón.
- Emilio -ordenó-. Ve a buscar el otro caballo para Pepe. ¡Date prisa! ¡Corre!-
Emilio se puso los pantalones y salió dando tumbos, todavía dormido.
- ¿No has oído a nadie por el camino? -preguntó Mamá.
- No, Mamá, aunque he escuchado atentamente. No había nadie en el camino.
Mamá se movía apresuradamente por la casa. De un clavo de la pared descolgó un
odre con agua, dejándolo en el suelo. Quitó una manta de su cama y la arrolló, atando
sus dos extremos con cuerdas. De un cajón junto al fogón sacó un saquito que contenía
cecina reseca y negra.
- Toma la chaqueta negra de tu padre, Pepe. Póntela.
Pepe seguía en mitad de la habitación, testigo mudo de su actividad febril. Ella
rebuscó detrás de la puerta abierta y extrajo el rifle, un largo 38-56, cuyo cañón estaba
muy brillante por el uso. Pepe lo tomó de sus manos y lo apoyó sobre su brazo. Luego
Mamá le entregó un pequeño saquito de cuero, contando los cartuchos que contenía.
- Sólo hay diez -le dijo-. Procura no desperdiciarlos.
Emilio asomó la cabeza por la puerta.
- Ya está aquí el caballo, Mamá.
- Ponle la silla del otro. Átale esta manta. Y toma, mete esta cecina en la bolsa de
la silla.
Pepe seguía callado. Su mandíbula estaba rígida, y su boca muy apretada, casi sin
vérsele los labios. Sus pupilas seguían todos los movimientos de Mamá.
Rosita preguntó en voz baja:
- ¿Adonde va Pepe?
Los ojos de Mamá estaban llenos de fuego.
- Pepe se va de viaje. Ya es un hombre. Tiene que hacer una cosa de hombres.
Pepe levantó los hombros. Su boca hizo una extraña mueca que le hizo parecerse a
su madre por un momento.
Por fin estuvieron listos todos los preparativos. El caballo, ensillado, esperaba
fuera. El odre dejaba un pequeño reguero de agua sobre el lomo del bayo.
El alba iba dominando poco a poco el resplandor de la luna. La familia seguía
inmóvil junto a la casa. Mamá se enfrentó con Pepe.
- ¡Escucha, hijo mío! No te detengas hasta que vuelva a ser de noche. No duermas
por mucho sueño que tengas. Cuida del caballo, procurando que no se canse demasiado.
No derroches las balas… no olvides que sólo tienes diez. No te llenes el estó mago de
cecina porque te dolería. Come solamente bocados pe queños y llénate el estómago de
hierba. Cuando llegues a las montañas, si ves a los hombres negros no te acerques a
ellos ni intentes hablarles. Y no te olvides de rezar. -Apoyó sus sar mentosas manos en
los hombros de Pepe, se puso de puntillas y lo besó ceremoniosamente en ambas
mejillas, besos que Pepe le devolvió. Luego el muchacho se acercó a Emilio y a Rosita
y los besó también.
Después se volvió a su madre. Parecía que esperaba de ella alguna palabra dulce,
la revelación de una ternura oculta, pero Mamá permanecía rígida como una estatua.
- Vete ya -le ordenó-. No esperes a que te cojan como a un polluelo.
Pepe se encaramó a la silla.
- Soy un hombre -contestó.
Alboreaba cuando empezó a cabalgar monte arriba siguiendo una cañada que
formaba un sendero de acceso al interior del macizo. Las luces del alba y de la luna
libraban un combate desesperado cuyo fin estaba próximo. Apenas hubo recorrido Pepe
un centenar de metros su silueta aparecía borrosa, como sumergida en neblina, y antes
de entrar en la cañada no era más que una forma confusa e indefinible.
Mamá seguía de pie ante la puerta, con Emilio y Rosita, que la miraban de vez en
cuando de un modo furtivo.
Cuando la sombra grisácea de Pepe se ocultó en la obscuridad de las montañas,
Mamá perdió parte de su rigidez, y empezó a emitir el gemido lastimero y agudo de las
plañideras.
- Mi hijo… mi valiente hijo -sollozaba. -Nuestro protector, nuestro amparo… se
ha ido. -Emilio y Rosita corearon sus lamentos.
- Nuestro protector, nuestro amparo… se ha ido. -Era un lamento ritual, casi una
ceremonia obligada. Empezaba con un alarido agudísimo y se convertía poco a poco en
un sollozo aho gado. Mamá lo repitió tres veces y luego se volvió, entrando en la casa y
cerrando la puerta.
Emilio y Rosita se quedaron en el exterior, mientras amanecía. Dentro de la casa
oían el llanto de Mamá. Fueron hasta el borde del acantilado y se sentaron en las rocas
húmedas.
- ¿Cuándo se ha vuelto Pepe un hombre? -preguntó Emilio.
- Anoche -contestó Rosita-. Anoche en Monterrey.
Las nubes sobre el océano se volvían rojas con los destellos del sol, todavía
oculto tras las montañas.
- Hoy no desayunaremos -dijo Emilio-. Mamá no querrá cocinar. -Rosita no
contestó-. ¿Adonde ha ido Pepe? -preguntó el chiquillo.
Rosita miró en torno. Parecía que el aire brumoso de la mañana le revelaba sus
secretos.
- Ha ido de viaje. Nunca volverá.
- ¿Ha muerto? ¿Tú crees que ha muerto?
Rosita volvió a mirar hacia el mar. Un vapor en lontananza arrojaba al espacio una
tenue columna de humo.
- No ha muerto-dijo por fin. -Todavía no.
Pepe colocó el rifle atravesado en la silla, ante él. Dejó que el caballo subiera el
primer cerro sin volverse a mirar atrás ni una sola vez. La ladera rocosa estaba cubierta
de hierba. Pepe no tardó en descubrir un sendero y lo siguió sin vacilar.
Cuando llegó a la boca de la cañada se volvió en la silla para mirar atrás, pero las
casas ya habían sido absorbidas por la niebla. Pepe volvió a inclinarse hacia delante.
Las altas paredes del cañón parecían amenazar con desplomarse sobre su cabeza. El
caballo sacudió el cuello y resopló dos o tres veces antes de adentrarse por la estrecha
garganta.
Era un camino muy antiguo, de suelo terroso y obscuro, interrumpido a trechos por
fragmentos de roca resbaladiza. Seguía una línea curva poco pronunciada y descendía
luego en busca del fondo de la cañada. Por el lecho del estrecho valle discurría un
reguero de agua, que emitía luminosos destellos bajo las primeras luces de la mañana.
Los guijarros del fondo tenían el color del cobre y eran redondos y lisos. Los bordes
del cauce eran arenosos y en ellos crecían matas de verbena, junquillos y yedra.
El sendero ise perdía en el arroyo para volver a surgir al otro lado. El caballo
penetró en el agua chapoteando y se detuvo. Pepe soltó las riendas para que el animal
bebiera el agua helada de la montaña.
Las paredes del desfiladero iban haciéndose cada vez más altas, y en sus
anfractuosidades se veían árboles retorcidos que parecían pretender escalar el muro de
piedra. Bajo sus ramas no penetraba la luz del sol. La penumbra tenía un tono purpúreo
y el aire estaba perfumado con aromas de floresta. Junto a la corriente de agua se
agolpaban ávidamente las zarzamoras, introduciendo sus ramas flexibles y espinosas en
la corriente, como si quisieran detenerla o aprovechar su frescor.
Pepe bebió un sorbo del odre e introduciendo una mano en el saco, tomó un
pedazo de cecina. Sus dientes masticaron trabajosamente la carne negra y durísima.
Para deglutir mejor, hubo de beber varios sorbos más de agua. Sus ojos estaban
soñolientos y cansados, pero sus facciones denotaban decisión y energía. El suelo del
camino era ya de tierra obscura, que ahogaba el rumor de las pisadas del caballo.
El sendero descendía y el arroyo saltaba veloz sobre las rocas, en pequeñas
cascadas de espuma. La yedra de la ribera tenía sus hojas salpicadas de fino rocío.
Pepe cabalgaba sentado en la silla, con un pie suelto del estribo. Arrancó la hoja de un
árbol al pasar y la mordisqueó durante un rato para aromatizar la reseca cecina. Seguía
llevando el rifle apoyado en el arzón de la silla.
De pronto se irguió sobre los estribos, obligó a su montura a salirse del camino y
la condujo apresuradamente, espoleándola, hasta el abrigo de un grupo de grandes
árboles. Tiró con fuerza de las riendas para impedir que el animal relinchase. Sus
facciones parecían de granito, pero las aletas de la nariz le temblaban ligeramente.
Unos cascos resonaban por el camino, y no tardó en aparecer un jinete. Era un
hombre de rostro rubicundo y espesa barba. Su caballo intentó salirse del camino por
donde lo había hecho Pepe.
- ¡Quieto! -ordenó el desconocido, y obligó a su cabalgadura a proseguir su ruta.
Cuando se perdieron sus pasos en la distancia, Pepe volvió a salir al sendero. Ya
no cabalgaba con indolencia. Levantó el rifle e introdujo en la recámara uno de los
cartuchos, soltando después el seguro.
El camino se hacía muy empinado. Los árboles eran cada vez menores y sus copas
parecían marchitas, como vencidas por las feroces mordeduras del viento. El caballo
avanzaba con gran esfuerzo; el sol, entretanto, iba escalando el firmamento antes de
iniciar el descenso de la tarde.
Al perderse el arroyo por una garganta lateral, el sendero se separaba de él. Pepe
desmontó y dio de beber a su caballo, llenando después el odre. En cuanto el camino se
separaba de la corriente de agua, desaparecían los árboles, siendo substituidos por
secos chaparrales. También la tierra blanda y esponjosa, negra y rica, dejaba paso a un
suelo de roca amarillenta. Muchos lagartos huían a esconderse en la maleza cuando los
cascos herrados arrancaban chispas al suelo de granito.
Pepe se volvió en la silla y miró hacia atrás. Estaba en un descampado, y podía
ser visto desde muy lejos. A medida que ascendía el paisaje se hacía más seco, áspero
y amenazador. El sendero seguía zigzagueando la base de grandes peñascos rocosos.
Por entre los matojos corrían algunos conejos de pelaje gris. Un pájaro invisible emitía
un chirrido intermitente y monótono. Hacia el este, las cumbres descarnadas de la
cordillera mostraban una silueta pálida y diáfana bajo los rayos del sol de la tarde. El
caballo seguía subiendo la cuesta de una abertura en forma de V que constituía el único
paso accesible.
Pepe miraba hacia atrás, lleno de aprensión, y sus ojos escudriñaban atentamente
los picachos que tenía enfrente. Por un momento creyó ver una figura obscura, e
inmediatamente apartó la mirada, pues debía ser uno de los hombres negros de que le
había hablado su madre. Nadie sabía a ciencia cierta quiénes eran aquellos hombres,
pero era preferible no saberlo ni mostrar interés hacia ellos. No molestaban al que
seguía su camino pacíficamente.
El aire era abrasador y estaba lleno de polvo. Pepe bebió unos sorbos de agua,
taponando después cuidadosamente el odre, que colgó de la silla. La senda trepaba por
la ladera, rodeando grandes rocas, hundiéndose eii breves cortaduras y reapareciendo a
poco en cornisas más altas, labradas por las aguas salvajes. Cuando llegó al paso
montañoso hizo alto y miró hacia atrás durante largo rato. No se veía ningún hombre
negro y el camino estaba desierto. Sólo las copas de los árboles en el fondo del valle
indicaban cuál era el curso del arroyuelo.
Pepe se adentró en el paso. Tenía los ojos casi cerrados de cansancio, pero su
expresión seguía siendo viril, tensa y expectante. El viento de alta montaña pasaba
silbando por la abertura de entrada y friccionaba violentamente las aristas de las moles
graníticas. En la altura, un milano rojo planeaba sobre las cumbres lanzando agudos
gritos. Pepe siguió lentamente el angosto paso y se asomó al otro lado.
La senda descendía rápidamente, sorteando grandes fragmentos de roca
desperdigados por la falta del monte. Al final de la cuesta se abría una grieta grande y
obscura, llena de vegetación, y al otro lado empezaba una meseta, coronada por un
bosque-cilio de encinas. Más lejos se alzaba otra montaña, de aspecto desolado y
yermo. Pepe volvió a beber del odre, porque el aire era tan seco que tenía los labios
cortados y le dolía la garganta. Obligó al caballo a seguir el camino descendente. Los
cascos resbalaban peligrosamente a cada paso, desprendiendo guijarros que caían
rodando hasta perderse en los chaparrales. El sol había desaparecido tras las montañas
de poniente, pero sus rayos seguían prendidos en las copas de las encinas y en la hierba
que tapizaba la meseta. Las paredes desnudas de la montaña seguían emitiendo oleadas
de calor, como las planchas metálicas de un horno.
Pepe dirigió la vista a la cumbre que tenía ante él. Vio recortarse contra el cielo la
silueta de un hombre, e inmediatamente miró en otra dirección. Cuando, momentos más
tarde, volvió a levantar la mirada, el hombre había desaparecido.
El descenso lo efectuó con rapidez. El caballo perdía a veces el equilibrio y
sacudía la cabeza con nerviosismo. Llegaron por fin al fondo, donde la maleza era más
alta que la cabeza del jinete. Pepe levantaba las dos manos, con el rifle en una de ellas,
a fin de proteger su rostro contra los arañazos de las zarzas.
Cabalgó hasta salir de la cortadura y se encontró escalando un muro rocoso. Una
vez lo hubo conseguido, vio ante sí el pequeño prado y el bosquecillo de encinas. Por
un momento estudió atentamente el camino que había seguido, pero no pudo descubrir
movimiento ni sonido alguno. Finalmente atravesó la breve planicie, a cuyo extremo
encontró un manantial que formaba una charca de poca profundidad y bordes
pantanosos.
Primero llenó el odre y después dejó que el caballo apagara su sed en la charca.
Luego lo condujo al encinar, y una vez entre los vetustos árboles, que lo ocultaban a la
vista de cualquier viajero, le quitó la silla y el arnés, dejándolos en el suelo. El animal
bostezó ampliamente y sacudió los ijares. Pepe pasó un lazo por el cuello del bayo y
ató su extremo a un arbusto, procurando que tuviera bastante espacio donde pastar.
Cuando el caballo empezó a mordisquear la hierba, Pepe se acercó a la silla y
tomó un pedazo de cecina, dirigiéndose luego al pie de un árbol, cerca del prado, desde
donde podía ver todo el sendero. Al sentarse sobre las retorcidas raíces de la encina,
su mano se dirigió automáticamente al bolsillo donde guardaba el cuchillo, con la idea
de cortar la carne, pero ya no lo tenía. Apoyándose de codos en el suelo, mordió
enérgicamente el correoso alimento. Su rostro carecía de expresión, pero era el rostro
de un hombre.
Las luces crepusculares teñían de vivos colores la pared de la cordillera oriental,
pero el valle iba obscureciéndose. Bandadas de palomas silvestres descendían volando
en busca de la corriente de agua, seguidas de las codornices, que salían de la espesura
con su cómico andar, lanzando gritos agudos y metálicos.
De pronto Pepe creyó ver que una sombra furtiva surgía de la cañada. Volvió la
cabeza lentamente y vio que era un gran gato montes que se acercaba lentamente a la
charca, arrastrándose sobre su vientre.
Pepe amartilló el rifle y esperó. Luego miró con aprensión hacia el sendero y
volvió a bajar el percutor. Del suelo tomó una ramita y la arrojó hacia la charca. Las
codornices levantaron el vuelo, espantadas, y las palomas huyeron aleteando. El gato se
irguió; por un momento clavó en Pepe sus grandes ojos amarillos; luego, indiferente y
orgulloso, desapareció en la fronda.
Las sombras de la noche se hacían más espesas en todo el valle. Pepe musitó sus
plegarias familiares, ocultó la cabeza entre los brazos y se quedó instantáneamente
dormido.
Salió la luna y llenó el valle de luz azulada, mientras el viento despertaba de su
letargo diurno y descendía silbante de las cumbres descarnadas. Muchas lechuzas
revoloteaban por las laderas a la caza de conejos y liebres. En el fondo de un barranco
aullaba un coyote solitario. Las hojas de las encinas emitían un susurro cantarino,
acariciadas por la brisa nocturna.
Pepe se despertó sobresaltado, con el oído atento. Su caballo había relinchado. La
luna estaba empezando a deslizarse por detrás de la sierra occidental, dejando una
densa sombra en el valle. Pepe se sentó muy erguido, en tensión, sujetando el rifle.
Lejos, en el camino, oyó el relincho de un caballo y el rumor de cascos sobre el polvo.
Se incorporó ágilmente, corrió junto a su caballo y lo llevó bajo los árboles. Le arrojó
rápidamente la silla sobre el lomo, le sujetó la cincha y le puso el bocado, a pesar de la
resistencia que le ofrecía. Palpó la silla para asegurarse de que llevaba el odre con
agua y el saco de cecina. Luego montó y empezó a ascender la montaña.
La obscuridad de la noche era aterciopelada. El caballo encontró la continuación
del camino más allá de la pequeña planicie y empezó a subir la falda del monte,
resbalando en las lisas rocas. Pepe se llevó una mano a la cabeza. Había olvidado su
sombrero debajo de la encina donde había estado descansando.
El caballo había subido mucho trecho cuando se adivinó en el aire la primera
palpitación del amanecer, un matiz acerado y gris que no tardaría en ser lechoso. Sobre
su cabeza se levantaba el borde dentado de la cresta montañosa, como un gran cuchillo
mellado tras largos siglos de batallar con el viento de las alturas. Pepe había dejado las
riendas y el caballo seguía su camino por instinto. Los matorrales se enredaban en sus
piernas y una rama de espino le rasgó el pantalón a la altura de la rodilla.
Gradualmente la luz inundaba la alta sierra. Las siluetas inmóviles de las rocas
descarnadas se aparecían fantasmales en una extraña perspectiva de luces y sombras.
Poco a poco la luz fue adquiriendo una tonalidad más cálida. Pepe se empinó en los
estribos y miró hacia atrás, pero no pudo distinguir nada en el valle, todavía en
penumbra. El cielo ya era azul. En la desnudez de las cumbres las escasas plantas que
seguían aferradas al suelo crecían raquíticas y grisáceas. De vez en cuando, de entre las
zarzas y pedregales emergían descomunales bloques graníticos aún sin desbastar, con
sus aristas cortantes y agudas. Pepe fue tranquilizándose poco a poco. Bebió unos
sorbos de agua y arrancó con los dientes unas tiras de carne seca. Un águila solitaria
volaba muy alta, perdida en los rayos del sol naciente.
Sin un grito, el caballo de Pepe dobló las patas y cayó pesadamente, de costado.
Estaba ya en el suelo cuando resonó por todo el valle el eco multiplicado de un disparo
de rifle. De un orificio junto a la espaldilla manaba intermitente un chorro de sangre
negra y espesa. Los cascos se agitaban desesperadamente en el aire. Pepe yacía en el
suelo, junto al caballo, medio aturdido. Con cautela, se asomó al borde del repecho
para mirar hacia el valle. Un matojo de salvia se agitó sobre su cabeza y otro disparo
resonó con estruendo en la cañada. Pepe se arrojó prontamente al suelo, ocultándose
tras unos arbustos.
Empezó a trepar por la montaña, de rodillas y empujando el rifle ante sí. Avanzaba
con la cautela instintiva de un animal salvaje. Rápidamente llegó hasta una de las
gigantescas moles de granito que sobresalían de los riscos más altos. Donde la
vegetación era más alta corría agachado, y en los claros se movía como una serpiente,
arrastrándose sobre el polvo, muy pegado a la tierra. El último trecho no ofrecía
protección alguna. Pepe lo atravesó velozmente, en busca de la roca salvadora.
Se acurrucó jadeando cuando llegó a ella. Cuando su respiración se hizo más
pausada se deslizó por detrás del gran peñasco hasta encontrar una grieta que le
permitiera divisar parte del valle. Estaba tendido sobre el vientre y aguardaba con el
cañón del arma introducido por la improvisada aspillera.
El sol enrojecía con violento impacto las montañas de poniente. Una bandada de
buitres descendía lentamente hacia el lugar en que yacía muerto el caballo. Un pajarillo
saltaba de rama en rama delante del punto de mira del rifle. El águila continuaba
columpiándose majestuosamente en la cúspide del cielo.
Pepe notó que algo se movía en la maleza, muy abajo. Sus dedos se crisparon
sobre el gatillo. Un corzo apareció en el sendero para ocultarse otra vez entre las
matas. Pepe siguió esperando. Desde su altura divisaba la pequeña meseta herbosa y el
encinar junto a la charca. De pronto sus ojos se fijaron de nuevo en la senda. En el
chaparral junto a ella había observado un leve movimiento. El rifle se movió
ligeramente, hasta que el punte de mira coincidió exactamente con la hendedura en V
del visor posterior. Al cabo de un rato el movimiento de la espesura se repitió.
Entonces Pepe oprimió el gatillo. La explosión resonó montaña abajo para subir por la
ladera opuesta y ser devuelta después en múltiples ecos. El movimiento en la maleza no
se repitió. Instantes después la roca de granito pareció rasgarse por sí sola en una de
sus caras, una bala pasó silbando y en el fondo de la vaguada se oyó el ruido de un
disparo. Pepe sintió un dolor agudísimo en la mano derecha. Una esquirla de granito se
había clavado entre sus nudillos y la afilada punta sobresalía por la palma. Con
cuidado extrajo la aguja de piedra. La herida empezó a sangrar en abundancia, pero sin
borboteo. Ninguna vena ni arteria importante había sido afectada.
Pepe metió la otra mano en una pequeña cavidad de la roca y extrajo un puñado de
telarañas polvorientas, que oprimió contra la herida, empapando la sangre. La
hemorragia cesó casi inmediatamente.
El rifle estaba en el suelo. Pepe lo recogió e introdujo otro cartucho en la
recámara. Luego, arrastrándose, se ocultó en los matorrales. Siguió avanzando hacia la
derecha, ascendiendo la montaña, deteniéndose a descansar detrás de todas las rocas
que encontraba.
En terreno montañoso el sol tiene que estar muy alto para poder penetrar en las
oquedades y gargantas. Su globo de fuego se asomó por fin sobre las cumbres y bañó
con oleadas de color todo el paraje. Su luz blanquísima se estrellaba contra las rocas y
se reflejaba en ellas llenando el aire de agobiante calor, en el que todo ser viviente
parecía asfixiarse.
Pepe siguió arrastrándose hacia la cima, describiendo un pronunciado zigzag. La
herida entre los nudillos empezaba a latir con fuerza. En su camino encontró una víbora
y se vio obligado a retroceder prudentemente y buscar otra ruta. Muchos lagartos huían
ante él, levantando nubéculas de polvo. Encontró otras telarañas a un paso y las
oprimió contra su mano dolorida.
Empuñaba el rifle con la izquierda, mientras gruesas gotas de sudor caían por sus
mejillas y cuello. Tenía la boca pastosa y los labios hinchados. Sus ojos se movían
inquietos y asustados. Cuando un lagarto pasó rozándole el rostro, lo aplastó contra el
suelo con una piedra.
El sol empezó su descenso cuando Pepe no había recorrido aún un kilómetro.
Siguió avanzandó^gotadas sus fuerzas, hasta llegar a un chaparral, donde se ocultó,
apoyando la cabeza en su brazo izquierdo. Las matas le ofrecían escasa sombra, pero si
refugio. Con el sol dándole de lleno en la espalda, se quedó dormido. Unos pájaros
audaces se posaron cerca de él y lo contemplaron con curiosidad antes de alejarse
dando saltitos. Pepe se agitó en su sueño y movió varias veces el brazo herido.
El sol desapareció detrás de las montañas e inmediatamente se produjo el frío
crepúsculo, seguido de la obscuridad impenetrable de la noche. Un coyote aulló en la
ladera y Pepe se despertó sobresaltado, frotándose los ojos empañados. Tenía la mano
muy hinchada y le pesaba horriblemente; el dolor le subía a ramalazos brazo arriba
hasta detenerse en el sobaco, paralizándole toda acción. Miró en torno y se incorporó.
Las montañas estaban muy negras porque la luna aún no había salido. La chaqueta de su
padre le molestaba en el brazo. Tenía la lengua hinchada y parecía no caberle en la
boca. Se desembarazó como pudo de la chaqueta y la escondió en un macizo; luego
empezó a trepar hacia lo alto, tropezando en su camino con las rocas y rasgándose la
camisa con los espinos. El rifle iba golpeando contra las piedras a medida que
avanzaba. Pequeñas cataratas de grava rodaban monte abajo detrás de él.
Al cabo de un rato asomó la luna por el horizonte, facilitando la marcha del
fugitivo. Caminaba muy inclinado hacia adelante para que el brazo dolorido no le
rozara con el cuerpo. La subida la hacía por etapas, deteniéndose con frecuencia a
descansar después de haber adelantado unos cuantos metros. El viento descendía por la
ladera agitando con sus ráfagas violentas los matojos resecos.
Se hallaba la luna en su cénit cuando Pepe llegó a la cresta de la sierra. Allí la
roca aparecía descarnada, sin capa alguna de tierra que recubriese su pelada osamenta
geológica. Una vez en la cima Pepe miró hacia el otro lado. Se veía un valle en todo
análogo al anterior, bañado por la luz de la luna y tapizado de chaparrales y maleza. En
la vertiente opuesta se alzaba una nueva cadena de montañas que escalaban el cielo. El
fondo de la quebrada estaba obscuro y silencioso.
Pepe empezó a descender trabajosamente. Le torturaba la sed. Trató de correr pero
se cayó y rodó hacia el fondo. Después de incorporarse, continuó descendiendo con
mayor cautela. Volvía a esconderse la luna cuando llegó al fondo de la cortadura. A
rastras se metió por entre las matas escarbando en el suelo. La tierra estaba ligeramente
húmeda, pero no había agua. Pepe dejó el rifle y cogió un puñado de barro, que
introdujo en su boca, escupiéndolo inmediatamente. Frenético, empezó a practicar un
agujero más profundo, buscando agua, pero antes de terminar su trabajo se había
quedado dormido.
Llegó la mañana y tras ella el día, y Pepe continuó durmiendo. A última hora de la
tarde se despertó, irguiendo la cabeza con lentitud y mirando asustado a su alrededor.
Sus ojos estaban enrojecidos y veía con dificultad. A corta distancia, entre unas matas,
un gran puma dorado estaba observándolo atentamente. Su larga cola se movía con
elegancia y sus orejas estaban erectas. Al ver que se movía, el felino se recostó en el
suelo y siguió mirándolo, al parecer sin ánimo de atacarle.
Pepe se asomó al agujero que había practicado en el suelo. Se veía un poco de
agua fangosa en el fondo. Se arrancó una tira de la camisa, que empapó en agua antes de
llevársela a los labios. Esta operación la repitió muchas veces, absorbiendo con
fruición la escasa humedad recogida por el trocito de tela.
El puma seguía inmóvil y al acecho. Llegó de nuevo la noche sin que se hubiera
observado movimiento alguno en la montaña. Ningún ave descendió a explorar el
fondo.del valle. Pepe miraba de vez en cuando hacia la fiera, cuyos ojos estaban
entornados como si quisiera dormir. Bostezó y su larga lengua rosada asomó entre sus
fauces. De pronto sacudió la cabeza y husmeó excitada el aire. Su cola azotó el suelo.
Se incorporó y como una sombra dorada desapareció en la espesura.
Momentos después Pepe oyó el ruido que había sobresaltado al puma, el rumor
lejano de cascos sobre la roca. Y oyó algo más, el ladrido agudo de un perro.
Pepe cogió el rifle con la mano izquierda y se refugió en la maleza con el aire
furtivo del puma. A medida que obscurecía fue escalando la ladera del monte, y no se
incorporó hasta que fue noche cerrada. Le quedaban pocas fuerzas. En cuanto hubo
obscurecido totalmente se dejó caer sobre unas rocas y se quedó dormido al instante.
La luna, dándole en el rostro, lo despertó unas horas más tarde. Se levantó como un
autómata y subió unos metros más, pero se detuvo al darse cuenta de que había
olvidado el rifle. Descendió de nuevo y buscó frenéticamente entre las matas, detrás de
cada roca, en todas las oquedades del terreno, pero no pudo encontrarlo. Por fin tuvo
que detenerse a descansar. El dolor del sobaco era cada vez más insoportable. Cada
latido de su corazón parecía hinchar como un globo todo su brazo. No podía tenderse
porque no había posición alguna en que no le estorbara el brazo lastimado.
Como una bestia herida, Pepe sacó fuerzas de flaqueza y volvió a emprender la
subida. Con la mano izquierda sostenía el brazo inerte alejándolo del cuerpo. Pronto
tuvo la cumbre al alcance de la mano. El resplandor de la luna recortaba su silueta
almenada contra el firmamento.
La cabeza le daba vueltas. Se dejó caer al suelo y permaneció inmóvil, jadeando.
La cima estaba a pocos pasos sobre su cabeza.
La luna fue ascendiendo por el cielo. Pepe dio una vuelta sobre sí mismo. Intentó
articular unas palabras, pero de sus labios sólo pudo salir un estertor silbante.
Cuando alboreaba, Pepe se puso en pie una vez más. Su mirada se había hecho
más lúcida. Levantó el brazo herido hasta la altura de sus ojos y examinó la mano. Una
vena negra e hinchada marcaba un trazo indeleble que iba desde la muñeca hasta el
sobaco. Buscó en su bolsillo el cuchillo, pero no lo tenía. Sus ojos se volvieron al
suelo. Recogió una piedra cortante y con ella atacó la herida, separando sus bordes y
haciendo presión para expulsar el líquido viscoso que la llenaba. Echando la cabeza
atrás exhaló un gemido de dolor. Todo su cuerpo se estremeció convulso, pero el
sufrimiento aclaraba sus ideas.
En la cima buscó unas rocas que le protegieran. Al otro lado veía un cañón
exactamente igual que el precedente, desolado y sin agua. No había árboles, ni siquiera
matorrales en el fondo de la hoya. Y una nueva montaña emergía al otro extremo,
salpicada de grandes rocas de granito cuarteado por la lluvia.
Era de día. El sol llameante apareció por encima del monte y sus rayos cayeron
implacables sobre la figura yacente. Su revuelto cabello estaba lleno de ramitas, hojas
secas y telarañas. Sus ojos parecían haberse refugiado en unas órbitas cóncavas y
profundas y entre sus dientes asomaba la punta ansiosa de su lengua.
Se sentó, colocando el brazo inútil en su regazo, mientras gemía en tono bajo.
Levantando la cabeza miró hacia el cielo. Un pájaro negro volaba muy alto, y algo más
lejos se divisaba otro igual.
Escuchó atentamente unos momentos, porque un sonido familiar había llegado a
sus oídos, procedente del valle que acababa de abandonar; eran las voces excitadas de
la jauría en busca de su presa.
Pepe bajó la cabeza, abrumado. Quiso decir algo, tal vez las palabras de una
oración, pero sus labios permanecieron inmóviles. Con la mano izquierda hizo la señal
de la cruz sobre su pecho. Luego, con gran esfuerzo, se incorporó. Lenta y
mecánicamente fue hasta una gran roca, a la que se encaramó. Una vez en ella, se puso
en pie, mirando hacia la espesura donde había dormido. Su silueta se recortaba
claramente contra el cielo de la mañana.
Sonó un chasquido a sus pies. Una esquirla de piedra saltó con violencia y una
bala pasó zumbando en dirección al valle cercano. Muy abajo resonó el estampido de
un disparo. Pepe miró un momento hacia el fondo del abismo y volvió a erguirse como
una estatua en su pedestal.
Se tambaleó. Su mano izquierda se dirigió vacilante hacia su pecho, al mismo
tiempo que un segundo disparo resonaba en la cañada solitaria. Pepe se inclinó hacia
delante y cayó de lo alto de la roca. Su cuerpo rebotó contra el suelo pedregoso y
descendió rodando por la ladera, arrastrando un aluvión de tierra, grava y arena.
Cuando por fin se vio frenado en su caída por unos matorrales, la avalancha cubrió su
cabeza antes de detenerse del todo.
LA SERPIENTE
Era casi de noche cuando el joven doctor Phillips se echó el saco al hombro y
abandonó la laguna formada por las aguas de la marea. Trepó rocas arriba y echó a
andar por la calle pisando fuerte con sus altas botas de goma. Las luces de la ciudad
empezaban a encenderse cuando llegó a su pequeño laboratorio en la calle de las
conserverías de Monterrey. Era un pequeño edificio que se apoyaba en parte sobre
pilastras al borde de la bahía. Por todas partes lo rodeaban las instalaciones metálicas
de las industrias conserveras de sardinas.
El doctor Phillips subió los escalones de madera y abrió la puerta. Las ratas
blancas corretearon por el interior de sus jaulas, asomándose a la tela metálica, y los
gatos encerrados en sus cajones maullaron a coro pidiendo leche. El doctor Phillips
encendió la luz que pendía sobre la mesa de disecciones y dejó el saco en el suelo. Se
dirigió a las urnas de cristal colocadas junte a la ventana, donde se hallaban las
serpientes, y se asomó a observarlas.
Formaban un montón informe y descansaban en los rincones de los recipientes de
cristal que las encerraban; sus ojos vidriosos parecían no ver, pero cuando el joven se
inclinó sobre ellas, sus lenguas bífidas, negras en sus extremos y rojas en el resto, se
asomaban temblorosas fuera de sus fauces. Luego las serpientes reconocieron a su
dueño y escondieron de nuevo sus lenguas amenazadoras.
El doctor Phillips se despojó del grueso chaquetón de cuero y encendió la estufa,
en la que puso a calentar un poco de agua que contenía una lata de legumbres. Luego se
quedó mirando el saco que yacía en el suelo. Era un hombre muy joven, de aspecto
tranquilo, con los ojos absortos y preocupados de quien se pasa la vida mirando por un
microscopio. Tenía una barba corta y rubia.
La chimenea metálica gimió con el tiro de aire y la estufa empezó a desprender un
agradable calorcillo. Se oía el rumor de las olas que morían entre los pilares que
sostenían una mitad del edificio. En los anaqueles que recubrían todas las paredes se
veían filas interminables de frascos de vidrio conteniendo los animales marinos que se
estudiaban en el laboratorio.
El doctor Phillips abrió una puerta lateral y penetró en su dormitorio, una
minúscula celdilla adornada con libros y que tenía como único mobiliario un camastro,
una lámpara de lectura y una incómoda silla de madera. Se descalzó las botas de goma
y se puso unas zapatillas. Cuando volvió a la otra habitación ya hervía alegremente el
agua del cacharro.
Puso el saco sobre la mesa bajo el foco de blanca luz y lo vació, esparciendo
sobre el tablero un par de docenas de estrellas de mar. Luego sus ojos pensativos se
volvieron hacia las ratas que se removían inquietas en sus jaulas de tela metálica.
Cogiendo un poco de maíz de una bolsa de papel, llenó las pequeñas cazuelas de las
jaulas. Inmediatamente las ratas abandonaron sus puestos de observación junto a la
rejilla de alambre para lanzarse ávidas sobre la comida. En un estante había una botella
de leche, entre un pez tropical conservado en formol y un pequeño pulpo disecado. El
doctor Phillips cogió la botella y se dirigió a la jaula de los gatos, pero antes de llenar
las tazas introdujo una mano y cogió por el cuello a un gran gato callejero. Lo acarició
un momento y luego lo dejó caer dentro de una caja metálica pintada de negro, que
cerró inmediatamente y aseguró con unos pernos. Luego abrió la llave de paso del gas
para llenar con éste la cámara de muerte. Mientras en el interior del cajón se
desarrollaba una rápida agonía, el doctor llenó de leche los recipientes de los gatos.
Uno de los felinos se acercó a su mano y el joven sonrió acariciándole el lomo.
La cámara de gas volvía a estar en silencio. Cortó el paso del fluido, calculando
que el recipiente hermético ya debía estar lleno de gas.
En la estufa el agua del cacharro hervía furiosamente. El doctor Phillips sacó del
agua la lata de judías, valiéndose de unos gigantescos fórceps, la abrió y vertió su
contenido en un plato de cristal. Mientras comía observaba las estrellas de mar, que
yacían sobre la mesa. Cada una de ellas había dejado un charquito de un líquido
lechoso. Cuando no hubo más judías en su plato, dejó éste en la fregadera y se dirigió al
armario de los instrumentos. Tomó un microscopio y unos pocos cristalizadores, que fue
llenando uno tras otro de agua salada y colocándolos ordenadamente sobre la mesa,
directamente bajo la luz. Luego se quitó el reloj de la muñeca y lo depositó en lugar
visible. Las olas seguían lamiendo la parte inferior del edificio. Sacando de un cajón un
cuentagotas, se inclinó sobre las estrellas de mar.
En aquel momento se oyeron pasos precipitados en la escalera de madera y
alguien llamó con fuerza a la puerta. Una leve mueca de disgusto se dibujó en el rostro
del joven cuando se levantó para abrir. Una mujer alta y delgada apareció en el umbral.
Vestía de negro y su cabello obscuro y liso aparecía despeinado por el fuerte viento.
Sus ojos recogieron en intensos destellos la fuerte luz que alumbraba la estancia.
La desconocida habló con voz apagada y rica:
- ¿Puedo entrar? Deseo hablar con usted.
- En este momento estoy muy ocupado -contestó él con desaliento-. A veces tengo
mucho trabajo.
Pero se apartó de la puerta, dejando paso a la mujer.
- Estaré callada hasta que usted pueda hablar conmigo.
Él cerró la puerta y fue a buscar la silla de madera del dormitorio.
- Tendrá que disculparme -dijo, excusándose-, pero he empezado un ensayo y no
puedo interrumpirlo.
Eran muchas las personas que acudían a molestarlo haciéndole preguntas. Ya
estaba acostumbrado a dar determinadas explicaciones rutinarias, que era capaz de
repetir automáticamente, casi sin pensar.
- Siéntese. Dentro de unos momentos estaré para usted.
La mujer se inclinó sobre su hombro, curiosa. Con el cuentagotas el joven tomó un
poco del líquido que segregaban las estrellas de mar y lo vertió en los cristalizadores,
agitando luego suavemente. Entonces empezó su explicación doctoral.
- Cuando las estrellas de mar están maduras sexualmente segregan esperma y ova
durante la marea baja. Escogiendo ejemplares maduros y sacándolos del agua, les
proporciono artificialmente las mismas condiciones de la marea baja. Ahora acabo de
mezclar la esperma con los óvulos. Luego pongo un poco de la mezcla en cada uno de
los cristalizadores, hasta diez. Dentro de diez minutos mataré con mentol los del primer
grupo, veinte minutos más tarde los del segundo, y así sucesivamente, con intervalos de
diez minutos. Y así habré detenido el proceso por etapas, y luego montaré la serie sobre
portaobjetos para su estudio biológico. -Hizo una pausa-. ¿Quiere mirar el primer grupo
por el microscopio?
- No, gracias.
Se volvió bruscamente hacia ella. Lo corriente era que la gente quisiera mirar por
el microscopio. Pero aquella mujer no miraba la mesa, sino a él. Tenía fijos en él sus
ojos negrísimos, aunque en realidad parecía no verlo. Luego se dio cuenta del por
qué… el iris de aquellos ojos era tan obscuro como la pupila, sin línea de color que
separara el uno de la otra. El doctor Phillips se ofendió un poco por su respuesta
negativa. Aunque contestar a las preguntas de los curiosos le irritaba, también le
resultaba molesto encontrar una absoluta falta de interés en sus interlocutores. Se sintió
lleno de deseos de interesar de algún modo a aquella mujer impasible.
- Mientras pasan los primeros diez minutos puedo hacer otra cosa. Y lo que tengo
que hacer es tan desagradable que algunas personas no pueden resistirlo. Tal vez sea
mejor que pase al otro cuarto hasta que haya terminado mi trabajo.
- No -contestó ella con el mismo tono impasible-. Puede hacer lo que quiera. Yo
esperaré hasta que pueda hablar conmigo.
Sus manos descansaban inmóviles en su regazo. Sus ojos estaban iluminados, pero
el resto de su persona parecía petrificado. Él pensó: «Reducido metabolismo, casi
como el de un batracio». El deseo de interesarla y sacarla de su pasividad se hizo más
fuerte en él.
Llevó hasta la mesa una especie de cuna de madera, sacó de una caja un escalpelo
y unas tijeras y adaptó una gran aguja hueca a un tubo de presión. Luego sacó de la
cámara de gas el cadáver del gato y lo depositó en la cuna, atando fuertemente sus
cuatro patas. Dirigió una mirada de soslayo a la mujer. No se había movido. Seguía
impávida, inalterable.
El gato parecía sonreír en una mueca macabra bajo la potente luz, asomando el
extremo rojizo de su lengua entre sus dientes puntiagudos. El doctor Phillips cortó
hábilmente la piel de su garganta, y con el escalpelo dejó al descubierto una arteria.
Con una técnica habilísima introdujo la aguja en el vaso sanguíneo y la sujetó con una
tira de tripa.
- Fluido para embalsamar -explicó-. Después inyectaré una masa amarilla en el
sistema venoso y otra roja en el arterial… para las clases de disección biológica.
Se volvió de nuevo a mirarla. Sus negros ojos parecían velados por una fina capa
de polvo. Miraba inexpresivamente el cuello seccionado del gato. Ni una sola gota de
sangre había escapado por la incisión. El doctor Phillips consultó su reloj.
- Ya es hora de atender al primer grupo.
Echó unos cristales de mentol en el líquido del primer cristalizador.
Aquella mujer estaba poniéndolo nervioso. Las ratas trepaban por la reja metálica
y lanzaban débiles chillidos. Las olas se estrellaban contra los pilares y hacían
estremecerse toda la casa.
El joven se estremeció también. Arrojó unos pedazos de carbón a la estufa y se
sentó.
- Bueno -dijo-, ahora no tengo nada que hacer durante veinte minutos.
Se fijó en la brevedad de la barbilla de la mujer entre el labio y el mentón. Ella
parecía ir despertando lentamente, como de un profundo letargo. Levantó la cabeza y
sus ojos sin expresión recorrieron toda la estancia antes de detenerse en él.
- Estaba esperando -dijo por fin. Sus manos seguían des cansando en su falda-.
¿Tiene usted serpientes?
- Sí, desde luego -contestó él en voz muy alta-. Tengo por lo menos dos docenas de
serpientes de cascabel. Les extraigo el veneno y lo envío a los laboratorios que
preparan antídotos.
Ella seguía mirándolo, pero su mirada no estaba concentrada exactamente en él,
sino que parecía cubrir un círculo mucho mayor que su figura.
- ¿Tiene usted una serpiente macho, un macho de cascabel?
- Pues da la casualidad de que sí que lo tengo. Entré una mañana en el laboratorio
y encontré a una serpiente muy grande en… coito con otra más pequeña. Es muy raro en
cautividad.
De manera que, como puede ver, sé que tengo una serpiente macho.
- ¿Dónde está?
- Allí, en la urna de cristal debajo de aquella ventana.
Ella volvió lentamente la cabeza sin que sus manos se movieran. Luego miró de
nuevo al doctor.
- ¿Puedo examinarlo?
Él se levantó y se acercó a la caja de cristal. En el fondo, recubierto de arena, se
veía un nudo de serpientes, pero todas las cabezas eran claramente visibles. Sus
delgadas lenguas bífidas asomaban unos centímetros explorando el aire, como
detectando vibraciones. El doctor Phillips se movió inquieto. La mujer estaba a su lado.
No la había oído levantarse de la silla. Los únicos rumores que habían llegado hasta él
habían sido el rumor del agua bajo el piso y las correrías de los ratones en sus jaulas.
Ella preguntó en voz baja:
- ¿Cuál es el macho de que me hablaba?
Él señaló una serpiente grisácea y gruesa, que separada de las demás yacía en un
rincón de la caja.
- Ése. Mide casi un metro. Procede de Tejas. En la costa del Pacífico las
serpientes acostumbran a ser más pequeñas. De vora mis ratas a docenas. Cuando
quiero alimentar a las demás serpientes tengo que sacarlo de la caja.
La mujer miraba con atención aquella cabeza triangular y achatada. La lengua se
movía lentamente fuera de su boca.
- ¿Y está seguro de que se trata de un macho?
- Las serpientes de cascabel son animales muy extraños -contestó él-. Es casi
imposible generalizar hablando de ellas.
Nunca me atrevería a hacer afirmaciones categóricas sobre las serpientes de
cascabel; pero sí…, puedo asegurarle que se trata de un macho.
Ella no apartó su mirada del ofidio.
- ¿Quiere vendérmelo?
- ¿Vendérselo? -exclamó el biólogo-. ¿A usted?
- Vende ejemplares de animales, ¿no es cierto?
- Sí, desde luego. Los vendo.
- ¿Cuánto pide? ¿Cinco dólares? ¿Diez?
- ¡Oh, no! No más de cinco. Pero… ¿sabe usted algo de serpientes de cascabel? Se
expone a una mordedura.
Ella lo miró un momento.
- No tengo intención de llevármelo. Quiero que se quede aquí, pero… pero quiero
que sea mío. Quiero venir de vez en cuando a mirarlo, a darle de comer,… y saber que
es mío. -Abrió su monedero y sacó un billete de cinco dólares-. Tenga. Ahora ya es
mío.
El doctor Phillips sintió miedo.
- Podría venir a mirarlo cuando quisiera sin necesidad de comprarlo.
- Quiero que sea mío, ya se lo he dicho.
- ¡Dios mío! -exclamó él de pronto-. Se me pasaba la hora. -Corrió a la mesa-.
Tres minutos de retraso. No tendrá demasiada importancia.
Echó unos cristales de mentol en el segundo cristalizador. Luego volvió junto a la
urna donde la mujer seguía contemplando a la serpiente.
Ella se volvió a preguntarle:
- ¿Qué come?
- Lo alimento con ratas blancas de la jaula que ve allí.
- ¿Quiere meterlo en la jaula? Me gustaría ver cómo come.
- Ahora no necesita alimento. Se comió una rata esta semana. A veces se pasan
semanas y hasta meses enteros sin comer. Una vez tuve una serpiente que no comió en
un año.
Con su voz monótona ella preguntó:
- ¿Quiere venderme una rata?
El doctor se encogió de hombros.
- Comprendo. Quiere ver comer a una serpiente de cascabel. Está bien. Se lo
enseñaré. La rata le costará veinticinco centavos. Según cómo se mire es un espectáculo
más emocionante que una corrida de toros, aunque otros dirían que se trata simplemente
de una serpiente desayunando.
Su tono era ligeramente acerbo. Le molestaban las personas que convertían en
deporte cualquier proceso natural. Él no se sentía deportista, sino naturalista. Sería
capaz de dar muerte a miles de animales si con ello podía aprender algo, pero no
sacrificaría una mosca por diversión. Era un principio que sustentaba desde hacía
tiempo.
Ella se volvió lentamente hacia él y el principio de una sonrisa se dibujó en sus
delgados labios.
- Quiero dar de comer a mi serpiente -le dijo-. Voy a meterla en aquella jaula.
Había levantado la tapadera de la urna e introducido el brazo antes de que él se
diera cuenta de lo que hacía. El doctor dio un salto y la empujó con violencia. Luego
tapó la urna con estrépito.
- ¿Es que se ha vuelto loca? -gritó furioso-. Tal vez no la matara, pero se pondría
tan enferma que yo poco podría hacer por usted.
- Entonces páselo usted mismo a la jaula -pidió ella sin alterarse.
El doctor Phillips estaba fuera de sí. De pronto se dio cuenta de que estaba
evitando la mirada de aquellos ojos que parecían no mirar a ninguna parte. Tenía la
sensación de que introducir una rata en la urna sería un pecado, algo fundamentalmente
malo, aunque no habría sabido decir por qué. No era la primera vez que ponía ratas en
aquella caja a petición de algún visitante, pero aquella noche la idea le sacaba de
quicio. Hizo un esfuerzo por dominar sus nervios.
- Es un espectáculo interesante -dijo-. Enseña a tener respeto a las serpientes de
cascabel. Hay personas que luego sueñan aterrorizadas con serpientes que van de caza.
Yo creo que se debe a que la rata adquiere un carácter subjetivo. La persona es la rata.
Pero cuando se ha presenciado muchas veces, el hecho vuelve a ser objetivo, la rata se
reduce a una simple rata y el terror desaparece.
Descolgó de la pared un largo palo con una lazada de cuero en un extremo.
Abriendo la trampilla dejó caer la anilla de cuero sobre la cabeza de la serpiente,
apretando el lazo. Un fuerte sonido de cascabel resonó por la habitación. El grueso
cuerpo escurridizo se agitó como un látigo, enroscándose al palo mientras el doctor lo
levantaba, pasándolo a la jaula de alimentación. Una vez suelta, la serpiente se irguió,
como dispuesta a atacar, pero poco a poco cesó la vibración de su garganta. El reptil se
enroscó en un rincón, formando un gigantesco ocho, y apoyó la cabeza en la arena del
suelo.
- Como puede ver -explicó el joven-, estas serpientes están bastante domesticadas.
Hace mucho tiempo que las tengo. Supongo que si quisiera podría cogerlas con la
mano, pero el que lo hace, tarde o temprano recibe una mordedura. Prefiero no correr
ese riesgo.
Miró a la mujer. Seguía desagradándole la idea de ofrecer una rata al animal. Ella
había ido a colocarse frente a la nueva jaula; sus negros ojos estaban clavados otra vez
en la cabeza casi pétrea del ofidio. Despegó los labios para decir:
- Dele una rata.
A regañadientes el biólogo se dirigió a la jaula de los roedores. Sin saber por qué
razón, sentía pena por la rata, sensación que experimentaba por vez primera. Recorrió
con la vista la masa de cuerpecillos blancos que intentaban trepar por la rejilla.
«¿Cuál? -pensó-. ¿Cuál será?» De pronto se volvió a la mujer, disimulando su furor a
duras penas.
- ¿No prefiere que ponga un gato? De ese modo podría presenciar una verdadera
batalla. Pudiera ser que ganase el gato, en cuyo caso la serpiente moriría. Puedo
venderle un gato si lo desea.
Ella no se dignó mirarlo.
- Dele una rata -insistió-. Quiero que coma.
Él abrió la jaula de las ratas e introdujo la mano. Sus dedos apresaron un rabo
delgado y extrajo una rata gorda y de ojos púrpura, que realizó inauditos esfuerzos por
volverse a morderle la mano, renunciando al cabo de unos momentos. El doctor
atravesó rápidamente la habitación, abrió la caja de alimentación y dejó caer la rata en
su interior.
- Ahora puede fijarse bien -dijo a la mujer.
Ella no le contestó, porque sus ojos estaban atentos a la serpiente, que seguía
inmóvil. Su lengua, moviéndose lentamente, parecía saborear el aire de la caja.
La rata cayó de pie en el suelo arenoso, dio varias vueltas sobre sí misma, se
olisqueó la punta del rabo y luego inició un trotecillo entre los montículos de arena. La
habitación estaba sumida en un silencio absoluto. El doctor Phillips no hubiera podido
decir si lo que oía era el rumor del agua o que la mujer había suspirado, pero por el
rabillo del ojo pudo observar que ella se había puesto rígida.
La serpiente había empezado a moverse muy lentamente. Su lengua se movía con
intermitencias. Su avance era tan lento que resultaba difícil apreciarlo a simple vista.
En el otro extremo de la caja la rata se había sentado para alisarse con el morro los
finos pelos blancos del pecho. La serpiente avanzaba de modo imperceptible, levantada
la cabeza como una gran S.
El silencio iba haciéndose insoportable para el joven. Oía las palpitaciones de sus
sienes. En voz alta exclamó:
- ¡Fíjese! Esa posición es la de ataque. Las serpientes de cascabel son muy
cautelosas, casi cobardes. Su organismo es muy delicado, y alimentarse es para ellas
una importantísima opera ción, que requiere la habilidad de un cirujano. No pueden
dejar nada al azar.
La serpiente había llegado ya al centro de la caja. La rata levantó la cabeza, vio a
su enemigo, pero siguió arreglándose el pelaje, sin dedicarle mayor atención.
- Es la cosa más bella del mundo -murmuró el joven, mientras las sienes le latían
con violencia-. Y a la vez la más terrible.
La serpiente estaba ya muy cerca. Su cabeza osciló levemente adelante y atrás,
midiendo la distancia y afinando la puntería. El doctor Phillips miró de nuevo a la
mujer y creyó enfermar. Porque ella también estaba moviendo la cabeza,
imperceptiblemente.
La rata volvió a mirar y vio muy cerca a la serpiente. Entonces se irguió sobre las
cuatro patas… cuando la alcanzó el golpe. Fue imposible verlo, como un relámpago. La
rata cayó de costado, fulminada. La serpiente regresó precipitadamente al rincón de
donde había salido, moviendo constantemente la lengua.
- ¡Perfecto! -exclamó el doctor Phillips-. Exactamente entre las paletillas. Los
dientes deben haber llegado hasta el corazón.
La rata estaba inmóvil, respirando como un fuelle diminuto. De pronto sufrió una
sacudida y cayó inerte. La mujer aflojó la tensión de su cuerpo.
- Bueno -dijo el joven-. Ha sido una experiencia emocionante, ¿no le parece?
Ella lo miró un momento con sus ojos empañados.
- ¿Se la comerá ahora? -preguntó.
- Naturalmente. No ha matado por matar, sino porque tenía hambre.
La boca de la desconocida esbozó otra sonrisa antes de mirar de nuevo a la
serpiente.
- Quiero ver cómo come.
La serpiente salía lentamente de su rincón. Su cabeza no estaba en posición de
ataque, pero se aproximaba a la rata con mucha cautela, presta a retroceder si
observaba algún movimiento. Al llegar junto a su víctima empujó el cuerpo ligeramente
con el morro, apartándose luego. Una vez convencida de que estaba muerta, la serpiente
acarició el cadáver con la parte inferior de la cabeza, de punta a punta, como si le
tomara medidas y lo besara. Finalmente abrió la boca, descoyuntando las uniones de las
mandíbulas.
El doctor Phillips realizó un enorme esfuerzo de voluntad para no mirar a su
visitante. «Si abre la boca, enfermaré de veras», pensó. Consiguió resistir la tentación
de mirarla.
La serpiente adaptó sus fauces al cuerpo de la rata y luego, con un leve
movimiento peristáltico, empezó a engullirla. Apretó las mandíbulas y toda su garganta
se hinchó.
El doctor Phillips se apartó de la caja y se dirigió a su mesa de trabajo.
- Ha hecho que me olvidara de una de las series del experimento- dijo de mal
humor-. Ahora ha quedado incompleto.
Puso una muestra bajo el microscopio y arrojó con enfado a la fregadera el
contenido de todos los cristalizadores. La marea se había aquietado y sólo se oía un
leve susurro bajo la casa. El joven científico abrió una trampilla a sus pies y arrojó por
ella al agua obscura todas las estrellas de mar. Luego se inclinó sobre el gato, clavado
en la cuna de madera y que seguía sonriendo cómicamente al techo. Su cuerpo estaba
repleto de líquido embalsamados El doctor disminuyó la presión, retiró la aguja y
anudó la arteria.
- ¿Quiere un poco de café? -preguntó.
- No, gracias. Me voy en seguida.
Se acercó a ella, que seguía junto a la caja. Toda la rata había desaparecido,
excepto el rabo, que emergía cómicamente como una segunda lengua. La garganta de la
serpiente se agitó de nuevo y el rabo se perdió de vista. Las mandíbulas volvieron a
encajarse en su posición normal y la gran serpiente se enroscó en su rincón, formando
un ocho y escondiendo la cabeza.
- Ya se ha dormido -dijo la mujer-. Me voy. Pero volveré de vez en cuando a darle
de comer. Yo pagaré las ratas. Quiero que tenga muchas. Y algunas veces… me lo
llevaré conmigo. -Por un momento pareció que sus ojos mortecinos despertaban a la
realidad-. No olvide que me pertenece. No le quite el veneno. Quiero que lo conserve.
Buenas noches.
Se dirigió a la puerta y salió. El doctor oyó sus pasos en los escalones de madera,
pero no en la acera de cemento.
Entonces se sentó frente a la caja y miró a la serpiente adormilada. «He leído
muchas cosas sobre símbolos sexuales -pensó-. Sin embargo, no encuentro su relación
con esto. Tal vez me estoy volviendo torpe por vivir tan solo. No sé si debería matar a
esa serpiente. No sé…»
***
Es algo que me llena de deleite. Y no sé por qué. Aún puedo recordarlo hasta en
sus menores detalles. Lo rememoro una y otra vez, extrayendo más y más pormenores
de mi lejano recuerdo, porque recordar me causa placer.
Era muy temprano. Las montañas, al Este, se veían azules, casi negras, pero tras
ellas la luz se alzaba débilmente coloreada de rojo, dibujando la silueta de la cordillera
más gris, más obscura y más fría a medida que avanzaba por el cielo, hacia poniente,
donde se fundía con la noche fugitiva.
Y hacía frío. No excesivo, pero lo bastante para obligarme a frotarme las manos y
esconderlas en los bolsillos; a levantar los hombros y restregar los pies en el suelo. En
el valle en que me encontraba, la tierra tenía el color gris lavanda del alba. Eché a
andar por el camino vecinal y frente a mí descubrí una tienda cuyo color era un gris
ligeramente más claro que el del paisaje. Junto a la tienda destellaba el resplandor
naranja del fuego que chisporroteaba tras las rendijas de una vieja cocina de hierro
oxidado. Por su chimenea retorcida salía una columna de humo negruzco, que ascendía
en espiral antes de desvanecerse en el aire.
Junto a la cocina vi a una mujer muy joven, casi una niña. Vestía una falda de
algodón azul descolorido y una blusa. Al acercarme descubrí en sus brazos un recién
nacido, escondida su cabecita en la blusa, huyendo del frío. La madre se movía
activamente, removiendo los tizones y levantando una y otra vez la tapadera de la vieja
estufa para facilitar el tiro. El pequeño estaba alimentándose, sin que se interrumpiese
por ello el trabajo de su madre, ni se perdiese nada de la gracia de sus movimientos.
Cada uno de sus gestos era preciso, práctico y estético. El resplandor anaranjado del
fuego se reflejaba trémulo en la lona de la tienda.
Cuando estuve más cerca pude aspirar olor a tocino frito y pan caliente, los
aromas más gratos que conozco. La luz era más intensa por momentos. Me aproximé al
hornillo adelantando las palmas de las manos y me estremecí al recibir la primera
bocanada de calor. Entonces se abrió la cortinilla de la tienda y salió un hombre joven
seguido de otro de más edad. Los dos vestían pantalones nuevos de sarga azul y
chaquetones de cuero. Sus rostros eran huesudos y muy parecidos.
El más joven tenía una barba corta y negra y el más viejo una barba gris, más
larga. Sus rostros estaban húmedos, casi chorreantes, viéndose gotas de agua retenidas
entre los pelos de sus barbas. Se irguieron en silencio mirando hacia oriente y
bostezaron al unísono. Luego se volvieron, descubriéndome.
- Buenos días -dijo el viejo.
Su expresión no era hostil, pero tampoco amistosa.
- Buenos días, señor -contesté.
- Buenos días -dijo entonces el joven.
El agua iba secándose rápidamente en sus mejillas. Se acercaron al fuego y
calentaron sus manos.
La muchacha seguía atareada, inclinada la cabeza y atenta a su trabajo. Tenía el
pelo atado en un moño que oscilaba al moverse ella. Colocó unas tazas de estaño sobre
un cajón vacío, y después unos platos de aluminio y unos cubiertos. Luego sirvió unas
lonchas de tocino frito bañado en olorosa grasa y abrió la chirriante portezuela del
hornillo para sacar una bandeja metálica llena de panecillos humeantes.
Al llegarles el aroma del pan, los dos hombres aspiraron profundamente. El joven
murmuró:
- ¡Dios mío!
El viejo se dirigió a mí.
- ¿Ha desayunado?
- No.
- Entonces, acompáñenos.
Era la señal. Nos dirigimos al cajón de madera y nos sentamos en el suelo, a su
alrededor. El joven me preguntó:
- ¿Ha estado recogiendo algodón?
- No.
- Nosotros llevamos doce días trabajando.
La joven habló desde su puesto junto a la cocina.
- Han podido comprarse ropa nueva.
Los dos hombres miraron sus ropas y sonrieron levemente.
La muchacha nos ofreció el tocino, junto con un pote que contenía grasa caliente y
un jarro de café. Luego se sentó también en el suelo. Seguía amamantando al pequeño,
tapándole la cabeza con la blusa. Se le oía succionar con fuerza.
Llenamos nuestros platos, recubrimos de grasa los panecillos y echamos azúcar en
el café. El viejo empezó a comer con entusiasmo. Entre dos bocados, murmuró:
- ¡Dios mío, qué bueno!
El joven observó:
- Hace doce días que comemos a gusto.
Todos comíamos rápidamente, con fruición. Repetimos varias veces, hasta que nos
sentimos repletos y satisfechos. El café caliente abrasó nuestras gargantas. Vaciando los
restos con posos en la hierba húmeda, volvimos a llenar las tazas.
El aire era ya muy luminoso, con un temblor rojizo que lo hacía parecer más frío.
Los dos hombres volvieron sus cabezas hacia el Este y les dio de lleno la luz del
amanecer. Yo levanté la vista unos momentos y pude ver la imagen de las montañas
reflejada en las pupilas del viejo.
Luego los dos hombres vaciaron sus tazas en el suelo y se levantaron al mismo
tiempo.
- Tenemos que irnos -dijo el mayor.
El joven se volvió a mí.
- Si le interesa recoger algodón puede venirse con nosotros.
- No, tengo que irme. Gracias por el desayuno.
El viejo hizo un gesto negativo con la mano.
- No hay de qué. Hemos tenido mucho gusto.
Se alejaron juntos. Por oriente el firmamento era una orgía de luz. Reemprendí la
marcha por el sendero.
Esto es todo. Conozco algunas de las razones que hacen que me resulte tan
agradable el recuerdo. Pero además había cierto elemento de sublime belleza en la
escena que hace que me inunden oleadas de placer cada vez que vuelve a mi memoria.
LOS AGITADORES
Subió varias veces a la superficie, sin acabar de penetrar del todo en el estado
consciente. Por fin, abrió los ojos y empezó a reconocer las cosas. Tenía la cabeza
totalmente envuelta en vendajes. Sus hinchados párpados sólo le permitían ver
parcialmente. Durante un rato permaneció inmóvil, pensando. Luego oyó cerca de él la
voz de Dick.
- ¿Estás despierto, muchacho?
Root probó sus cuerdas vocales, que sonaban ásperamente.
- Eso creo.
- Te han dejado una bonita cabeza. Creí que te habían matado. Me parece que no te
quedará una nariz muy hermosa.
- ¿Qué te han hecho a ti, Dick?
- Sólo me han roto un brazo y un par de costillas. Tienes que aprender a agachar la
cabeza. Así se protegen los ojos. -Se detuvo para aspirar con fuerza-. Duele respirar
cuando se tiene alguna costilla rota. Pero hemos tenido suerte. Los guardias nos
recogieron y ellos son los que nos han traído aquí.
- ¿Estamos en la cárcel, Dick?
- Sí. En la enfermería celular.
- ¿De qué se nos acusa?
Oyó el ruido de la garganta de Dick cuando intentaba reír.
- De incitar a una revuelta. Nos pondrán seis meses, me imagino. Los guardias se
llevaron todos los folletos.
- No les dirás que soy menor de edad, ¿verdad, Dick?
- No, no. Y será mejor que cierres el pico, no sea que te lo noten en la voz. Ahora
tienes que tomártelo con calma.
Root guardó silencio. Luego habló de nuevo.
- No me dolió, Dick. En realidad, me pareció divertido. Me sentía alegre… feliz.
- Te has portado bien, pequeño. Tan bien como el mejor. Creo que les hablaré de ti
a los del comité.
Root se esforzó por dar expresión a lo que le rondaba por el cerebro.
- Cuando estaban pegándome lo único que quería era poder decirles que no me
importaba en absoluto.
- Eso es, muchacho. Eso es lo mismo que te había dicho. No eran ellos. Era el
Sistema. No tenemos necesidad de odiarlos.
No sabían lo que estaban haciendo.
Root hablaba lentamente, porque el dolor le producía somnolencia.
- ¿Te acuerdas, Dick, de que la Biblia dice algo así como «perdónalos porque no
saben lo que se hacen»?
La respuesta de Dick fue áspera.
- Déjate de historias de religión, muchacho. No olvides que «la religión es el opio
del pueblo».
- Sí, sí; ya lo sé -replicó Root-. Pero es que… así era como yo pensaba en aquel
momento. Eso era lo que sentía.
EL ARNÉS
Peter Randall era uno de los granjeros más respetados de Monterrey. En cierta
ocasión, al ser presentado como conferenciante en una asamblea local, fue citado como
ejemplo y modelo de generaciones futuras. Su edad rayaba en los cincuenta, sus
modales eran sencillos y agradables, y tenía una barba que peinaba cuidadosamente. En
toda reunión recibía las muestras de deferencia que corresponden por derecho propio al
hombre barbudo. También sus ojos eran serios y formales; azules y ligeramente
melancólicos. Todos reconocían una gran fuerza de carácter bajo su apacible aspecto, y
admiraban su gran dominio en toda circunstancia. A veces, sin motivo aparente, sus
ojos adoptaban una torva expresión, como los de un perro peligroso, pero aquella
chispa se apagaba pronto y la bondad y el buen sentido reaparecían en su mirada.
Siempre llevaba los hombros echados hacia atrás como si los tuviera sujetos con unos
tirantes, y el estómago encogido como un militar en acto de servicio. Teniendo en
cuenta que los granjeros acostumbran a ser descuidados y zafios en su aspecto y
modales, la postura habitual de Peter contribuía a aumentar su prestigio.
En cuanto a su mujer, Emma, todo el mundo estaba de acuerdo en que era
maravilloso cómo podía seguir viviendo una persona que no era más que piel y huesos
y que, además, siempre estaba enferma. No debía pesar más que un conejo. A los
cuarenta y cinco años, su cara era la de una mujer de ochenta, pero en sus ojos febriles
se leía una firme decisión de continuar en este mundo. Además, era muy orgullosa y
nunca se le oía quejarse. Su padre había sido un importante personaje del distrito y
antes de morir había procurado afianzar la posición social de su yerno.
Una vez al año Peter abandonaba el hogar, dejando a su mujer sola en la granja. A
los vecinos que acudían a hacerle compañía ella se limitaba a decirles:
- Ha salido en viaje de negocios.
Cada vez que Peter regresaba de uno de tales viajes, Emma caía gravemente
enferma, lo cual resultaba muy duro para el pobre marido, porque Emma lo hacía todo y
nunca había querido tener servidumbre. Cuando enfermaba, Peter tenía que cuidarse de
la casa.
El rancho de los Randall estaba situado al otro lado del río Salinas, al pie de la
sierra. Era un magnífico término medio entre la montaña y el valle. Dieciocho hectáreas
de rica tierra fértil formada por los depósitos aluviales del río, y treinta y dos de
terreno elevado muy apto para el cultivo del heno y los frutales. La blanca casita
aparecía tan limpia y recatada como sus dueños. La rodeaba una cerca de espino, y en
su recinto, bajo la experta dirección de Emma, Peter cultivaba dalias y pensamientos,
rosas rojas y claveles blancos.
Desde los soportales delanteros podía contemplarse todo el llano hasta el río,
cubierto de sauces y algodonales, alcanzando la vista hasta más allá de las cúpulas de
la villa de Salinas. Muchas veces, por la tarde, iba Emma a sentarse en una mecedora,
hasta que la brisa del anochecer la obligaba a buscar refugio en el interior. Hacía punto
de media continuamente, levantando la mirada de vez en cuando para ver cómo
trabajaba Peter en los campos o en las terrazas de la ladera del monte.
Las hipotecas que pesaban sobre el rancho de los Randall no eran mayores ni más
gravosas que las que correspondían a cualquier otro rancho de los contornos. Las
cosechas, hábilmente seleccionadas y cuidadosamente trabajadas, servían para pagar
los intereses, llevar una vida modesta y dejar unos cientos de dólares al año con los
que ir amortizando el capital. No tenía, pues, nada de extraño que Peter Randall fuese
respetado por sus vecinos y que se prestara gran atención a sus escasas palabras,
incluso cuando éstas se referían a temas tan intrascendentes como el tiempo o lo mal
que andaba todo. Si Peter decía: «El sábado mataré un cerdo», todos sus vecinos
mataban un cerdo el sábado. No habrían sabido explicar por qué lo hacían, pero, en su
opinión, si Peter Randall mataba un cerdo, es que no podía hacerse nada mejor.
Peter y Emma llevaban casados veintiún años. Habían reunido un abundante
mobiliario, muchos cuadros con marco, jarrones de todas las formas y tamaños y libros
muy gruesos. Emma no había tenido hijos. La casa se conservaba impoluta, sin arañazos
ni garabatos en las paredes. En todas las puertas unos gruesos felpudos mantenían a
raya la suciedad exterior.
En los intervalos entre enfermedad y enfermedad, Emma procuraba que la casa
estuviera muy bien atendida. Todas las bisagras de puertas y ventanas estaban
aceitadas, y ningún tornillo se hallaba fuera de lugar. Los muebles y las maderas se
barnizaban una vez al año. Generalmente las reparaciones se hacían cuando Peter
regresaba de sus viajes.
Cuando corría la voz por los contornos de que Emma estaba otra vez en cama,
todos asaltaban al médico al encontrarlo en la carretera que seguía el río.
- Creo que pronto estará bien -contestaba-. Pero índrá que guardar cama un par de
semanas.
Entonces iban todos a visitar a los Randall, llevándá s dulces, y entraban de
puntillas en la habitación de la enferm» donde yacía la pequeña señora Randall,
perdida en la inmensidad de una enorme cama de nogal.
- ¿No quieres que descorra un poco las cortinas? -preguntaban.
- No, gracias. La luz me molesta.
- ¿Podemos hacer algo por ti?
- No, gracias. Peter ya se encarga de todo.
- Recuerda que si necesitas alguna cosa…
Pero Emma nunca necesitaba nada de nadie, ni siquiera cuando estaba enferma. Lo
único que los vecinos podían hacer era llevar a Peter pasteles y dulces. Peter se pasaba
días enteros en la cocina, con un limpio delantal en torno a la cintura, llenando de agua
caliente una botella o preparando la cena.
Así, cierto otoño, al enterarse de que Emma volvía a estar en cama, en casi todas
las casas se prepararon pasteles para Peter y todos se dispusieron a ir de visita.
La señora Chappell, que era la que vivía más cerca, se encontraba junto al camino
en el momento en que pasaba el doctor.
- ¿Cómo está Emma Randall, doctor?
- Me parece que no muy bien, señora Chappell. En mi opinión es una mujer
acabada.
Como quiera que el doctor Marn era un médico optimista que daba por curado a
todo aquel que no fuera cadáver, corrió la voz por todo el distrito de que Emma Randall
estaba agonizando.
Fue una enfermedad larga y terrible. Peter administraba enemas personalmente y
llevaba vasos de noche de un lado para otro. La sugerencia del doctor de que se
contratara a una enfermera recibió por toda respuesta una mirada fría y despreciativa de
la paciente, y su deseo hubo de ser respetado. Peter la lavaba, le daba de comer y le
hacía la cama. Las cortinas del dormitorio permanecían corridas.
Aquellos ojos penetrantes e inquisitivos tardaron dos meses enteros en velarse.
Entonces fue cuando una enfermera se hizo cargo de la paciente. Peter había adelgazado
extraordinariamente, y no estaba lejos de la extenuación. Los vecinos iban a llevarle
pasteles casi a diario, que luego encontraban intactos en la cocina.
La señora Chappell se encontraba en la casa haciendo compañía a Peter la tarde
que Emma murió. Peter sufrió inmediatamente un ataque de histerismo. La señora
Chappell telefoneó al doctor y después a su marido para que acudieran a ayudarla,
porque Peter estaba gritando como un loco y arrancándose la barba con las dos manos.
Ed Chappell se avergonzó al verlo.
El rostro de Peter estaba empapado de lágrimas. Sus sollozos se oían por toda la
casa. A ratos se sentaba en la cama y se tapaba la cabeza con una almohada, o se
paseaba de un lado a otro de la habitación aullando como un perro castigado. Cuando
Ed Chappell le puso una mano en un hombro y le dijo: «Vamos, Peter, vamos,
tranquilízate», Peter lo apartó de un manotazo. El doctor entró un momento para firmar
el certificado de defunción.
Cuando llegó el empleado de la funeraria, les costó ímprobos esfuerzos dominar a
Peter. Estaba furioso. Luchó con ellos intentando impedir que se llevaran el cuerpo.
Sólo pudieron conseguirlo cuando entre Ed Chappell y otro hombre lograron derribarlo
sobre una cama mientras el doctor Mam le ponía una inyección.
Pero la morfina no hizo dormir a Peter. Permaneció sentado en un rincón,
respirando ruidosamente y mirando sin ver.
- ¿Quién va a quedarse con él? -preguntó el médico-. ¿Miss Jack? -añadió,
mirando a la enfermera.
- Yo no podría con él, doctor.
- ¿Se queda usted, Chappell?
- Desde luego.
- Está bien. Mire: aquí tiene pastillas de bromuro. Si se enfurece otra vez, dele
dos. Y si no sirven de nada, aquí tiene unas cápsulas de amital sódico que lo calmarán.
Antes de despedirse, metieron entre todos a Peter en la salita, dejándolo tendido
sobre un sofá. Ed Chappell ocupó una butaca desde donde podía vigilarlo. Las pastillas
y un jarro de agua estaban al alcance de su mano.
El saloncito estaba limpio y arreglado. Aquella mañana Peter lo había barrido
cuidadosamente, fregando el suelo con pedazos de papel humedecido. Ed encendió
fuego en la chimenea y puso unos leños cuando las llamas empezaron a danzar. La
obscuridad había llegado pronto. Una fina llovizna azotaba los cristales, impulsada por
el viento. Ed arregló las mechas de los quinqués y dejó las llamas a media potencia. En
la chimenea los leños crepitaban sordamente. Durante largo rato Ed permaneció
acurrucado en la butaca observando a Peter, que yacía presa de un profundo sopor. Por
último se quedó dormido.
Serían las diez cuando se despertó. Sobresaltado, miró hacia el sofá. Peter estaba
sentado, mirándolo. La mano de Ed se dirigió hacia las pastillas de bromuro, pero Peter
movió la cabeza…
- No hace falta que me des nada, Ed. Supongo que el doctor me dio una fuerte
dosis, ¿no es cierto? Ahora me encuentro bien, aunque un poco atontado.
- Si te tomas una de estas pastillas, podrás dormir un poco.
- No quiero dormir más. -Se acarició la barba despeinada y se levantó-. Voy a
lavarme la cara; así me sentiré mejor.
Ed le oyó abrir los grifos de la cocina. Momentos después volvía a entrar en la
sala, secándose con una toalla. Sonreía de un modo extraño. Era una expresión que Ed
no había visto nunca en su rostro, una sonrisa misteriosa, irreconocible.
- Supongo que representé una escena violenta cuando murió, ¿verdad?
- Pues… sí… bastante.
- Era como si algo se hubiera roto aquí dentro -explicó Peter-. Como si se
hubieran soltado unos tirantes tensos. Pero ya estoy bien, no te preocupes.
Ed miró al suelo y vio una diminuta araña color castaño, que aplastó con el tacón.
Peter preguntó inesperadamente:
- ¿Tú crees en el más allá?
Ed Chappell se removió inquieto. No le gustaba hablar de esas cosas, porque
obligaban a pensar y a preocuparse en vano.
- Pues… sí. Supongo que sí.
- ¿Crees que los que… han fallecido… pueden mirarnos desde allá arriba y vigilar
lo que hacemos?
- Bueno, yo no diría tanto,… la verdad,… no lo sé.
Peter siguió hablando como si su interlocutor fuese él mismo.
- Aun cuando ella pudiese verme y yo no hiciera su voluntad, no podría quejarse
de mí porque la hice mientras vivió.
Debería sentirse satisfecha de haber hecho de mí un hombre hon rado. Y si no
fuera tan honrado después de su muerte, eso sólo serviría para demostrar que todo el
mérito era suyo, ¿no crees? Porque he sido honrado, ¿verdad, Ed?
- ¿Qué quieres decir con eso de «he sido»?
- Pues que lo he sido con la excepción de una semana por año. Y ahora no sé lo
que voy a hacer,…-Su expresión se hizo agria-, Salvo una cosa. -Levantándose, se quitó
la chaqueta y la camisa. Sobre la camiseta llevaba una especie de arnés elástico que
sujetaba sus hombros firmemente hacia atrás. Soltó las hebillas y se lo quitó. Luego se
bajó el borde superior del pan talón, revelando la existencia de una estrecha faja de
caucho. También se desembarazó de ésta, que fue a caer al suelo, a sus pies. Entonces
se rascó complacido el vientre, antes de volver a vestirse. Miró a Ed sonriendo de
aquel modo extraño y desconocido en él-. No sé cómo pudo obligarme a hacer todo
esto, pero lo hizo. En realidad, no daba la sensación de tenerme do minado, pero
siempre conseguía que hiciera su voluntad. Verás; yo no creo en el más allá. Mientras
vivió, incluso cuando estaba enferma, yo tenía que hacer lo que ella quisiera, pero en
cuanto murió, fue… ¡fue como si me quitaran este arnés! Ya no pude soportarlo un
minuto más. Todo había terminado. Tendré que acostumbrarme a ir por todas partes sin
el arnés. -Apuntó a Ed con el dedo-. Mi nuevo estómago llamará la atención de mucha
gente. Pero no importa. ¡Qué diablos!, ya tengo cincuenta años.
A Ed no le hacía gracia aquello. Hubiese querido irse. Le parecía poco decente.
- Si te tomas una de estas pastillas, podrás dormir un rato -insistió.
Peter no se había puesto la chaqueta. Estaba sentado en el sofá con la camisa
abierta hasta la cintura.
- No quiero dormir. Quiero hablar. Supongo que para el entierro tendré que volver
a ponerme la faja y el arnés, pero luego los quemaré. Escucha: tengo una botella de
whisky en el granero. Iré a buscarla.
- ¡Oh, no! -se apresuró a decir Ed-. No podría beber ahora, en una situación como
ésta.
Peter se puso en pie.
- Pues yo sí. Puedes seguir sentado mirando cómo bebo.
Te repito que ya pasó todo.
Salió, dejando a Ed Chappell escandalizado y preocupado. Sólo tardó un momento
en regresar. Apenas hubo traspuesto el umbral reanudó su charla.
- En toda mi vida no he tenido más desahogo que aquellos viajes de vez en cuando.
Emma era muy lista y se daba cuenta de que acabaría volviéndome loco si no escapaba
alguna que otra vez. Pero, cielos, ¡cómo me atormentaba la conciencia cuando estaba de
vuelta! -Su voz se hizo confidencial-. ¿Sa bes lo que hacía en aquellos viajes?
Ed tenía los ojos muy abiertos. Tenía ante sí a un hombre desconocido, y se sentía
como fascinado. Tomó el vaso de whisky que le ofrecían.
- No, ¿qué hacías?
Peter bebió un sorbo y tosió, limpiándose luego los labios con el dorso de la
mano.
- Me emborrachaba -dijo-. Y en San Francisco me iba de juerga noches enteras. -
Volvió a llenarse el vaso-. Me imagino que Emma lo sabía, pero nunca me dijo nada.
Habría estallado si no hubiese podido escapar una vez al año.
Ed Chappell bebió también.
- Siempre nos dijo que se trataba de viajes de negocios.
Peter miró el vaso y bebió de nuevo. Empezaban a iluminársele los ojos.
- Bebe, Ed, bebe. Ya me doy cuenta de que esto no te parece bien… tan pronto,
pero nadie lo sabrá más que tú y yo. Atiza el fuego, que no se apague.
Chappell se acercó a la chimenea y removió los leños hasta que se levantó una
ondulante columna de chispas. Peter llenó los dos vasos y volvió a tumbarse en el sofá.
Cuando Ed hubo ocupado la butaca, tomó también su vaso, aparentando no darse cuenta
de que volvía a estar lleno. Tenía las mejillas encendidas. Ya no le parecía tan terrible,
después de todo, estar bebiendo. La tarde y el fallecimiento habían pasado a
convertirse en algo muy remoto.
- ¿Quieres unos dulces? -le preguntó Peter-. Hay muchísimos en la despensa.
- No, no me apetecen.
- ¿Sabes una cosa? -dijo Peter-. Me parece que no volveré a probar un pastel en
mi vida. Durante diez años, cada vez que Emma se ponía enferma, la gente empezaba a
enviarnos dulces y pasteles. No se lo reprocho, desde luego, pero la verdad es que sólo
ver un dulce me pone malo. Bebe, bebe.
De pronto algo sucedió en la habitación. Los dos hombres levantaron la mirada,
intentando averiguar de qué se trataba. Era como si la atmósfera hubiese cambiado
totalmente. Luego Peter sonrió de un modo muy particular.
- Es que el reloj se ha parado. Me parece que no volveré a darle cuerda. Me
compraré un pequeño despertador de meca nismo rápido. Aquel tictac era demasiado
lento y triste. -Apuró el contenido del vaso-. Supongo que irás diciendo por ahí que me
he vuelto loco, ¿no?
Ed levantó los ojos del vaso, sonrió e hizo un gesto con la cabeza.
- No, de ninguna manera. Me parece que comprendo tu punto de vista. Yo no sabía
que llevabas ese arnés y esa faja.
- Un hombre tiene que andar tieso -dijo Peter-. Además, yo siempre había tenido
tendencia a encorvarme. Durante veinte años he estado representando el papel de
granjero modelo… exceptuando una semana de libertad al año. -Añadió en voz alta -:
No podía hacer nada por iniciativa propia. Mi vida no me pertenecía. Acércate, deja
que vuelva a llenarte el vaso. Tengo otra botella en el granero, debajo de un montón de
sacos.
Ed acercó el vaso. Peter prosiguió:
- Siempre pensaba en lo mucho que me gustaría sembrar con guisantes todo el
terreno junto al río. Imagínate lo maravilloso que sería poder sentarse en el porche
delantero a contemplar los campos llenos de flores. Y cuando soplara el viento, el
perfume sería maravilloso. Para marearse.
- Son muchos los que se han arruinado por culpa de los guisantes. Desde luego, se
obtiene un buen precio por ellos, pero es una cosecha demasiado delicada.
- Me importa un comino -gritó Peter-. Me gustan las cosas en cantidad. Quiero
tener veinte hectáreas de color y de perfume. Quiero disfrutar a gusto, sin cortapisas.
Estoy hambriento, hambriento de todo lo que es bueno y agradable.
El rostro de Ed se puso serio.
- Si te tomas una pastilla, dormirás un poco.
Peter se mostró contrito.
- No me pasa nada, te lo juro. No me proponía gritar tanto. Has de saber que no es
la primera vez que pienso en esas cosas. He estado rumiándolas durante muchos años,
del mismo modo que sueña un chiquillo con las vacaciones. Pero tenía miedo de ser
demasiado viejo cuando me viera libre. También me daba miedo irme yo primero de
este mundo sin haber podido disfrutar de nada. Afortunadamente, aún tengo muchos
años por delante. Hablé a Emma de los guisantes, pero no quiso es cucharme. Aún no
he podido comprender cómo podía tenerme tan dominado. -Hablaba lentamente, como
si recapacitara-. Me es imposible recordar con claridad. Pero ahora se ha ido para
siempre, como este arnés. Podré andar encorvado, Ed, sin disimulo. Dejaré que entre en
la casa toda la porquería del camino. Tomaré un ama de llaves… gorda y perezosa. Y
pienso tener una botella de coñac encima del aparador para que pueda verla todo el
mundo.
Ed Chappell se levantó desperezándose.
- Me parece que me iré a casa, ahora que veo que te encuentras bien. Necesito
dormir un poco. Y será mejor que des cuerda a ese reloj, Peter. Es una tontería tener un
reloj parado.
Al día siguiente del entierro Peter Randall se puso a trabajar en la granja. Los
Chappell, que vivían junto a sus terrenos, vieron encendida la luz de la cocina mucho
antes de que amaneciera, y la linterna de Peter atravesando el patio entre la casa y el
granero una hora antes de que ellos se levantaran.
Peter dedicó los primeros días a podar los árboles de la huerta. Trabajaba desde
que despuntaba el día, sin detenerse hasta que la noche había caído completamente.
Luego se dedicó a la labranza del campo que se extendía hasta el río. Su arado no
descansaba. Dos desconocidos que llevaban pantalones de montar estuvieron un día
examinando sus tierras, cogiendo puñados y tomando muestras del suelo a ciertas
profundidades, y al irse se llevaron consigo unos sobrecitos con tierra de diversos
sitios. Era corriente por aquellos alrededores que antes de sembrar, los granjeros se
visitaran unos a otros. Se sentaban en el campo, desmenuzando los terrones entre sus
fuertes dedos y hablaban de posibles cosechas, recordando los años en que las alubias
se habían vendido muy bien y aquellos en que apenas habían podido cubrirse gastos con
los guisantes. Después de muchas discusiones lo que solía suceder era que todos
sembraban lo mismo. Había algunos cuya opinión prevalecía siempre. Si Peter Randall
o Clark de Witt tenían intención de sembrar cebada y alubias, aquel año casi todas las
cosechas eran de cebada y alubias, ya que, siendo aquellos dos hombres bastante
afortunados en todas sus cosas, se suponía que sus planes se basaban en algo más que el
azar. Se creía, aunque nunca se decía claramente, que Peter Randall y Clark de Witt
poseían un raciocinio superior y cierto conocimiento profético.
Al iniciarse las acostumbradas visitas, pudo observarse que se había producido un
cambio en Peter Randall. Apoyado en su arado, manifestó que aún no estaba decidido,
pero lo dijo en forma tal que todos pudieron comprender que deseaba guardar el
secreto. Cuando se negó a contestar a varias preguntas directas, cesaron las visitas a su
rancho, y todos se dirigieron en tropel a casa de Clark de Witt, que había decidido
sembrar cebada. Esta decisión fue seguida por la mayoría.
Pero si las preguntas habían cesado, no así la curiosidad. Todos los que pasaban
junto a las tierras de Randall estudiaban el campo atentamente procurando adivinar por
el tipo de labranza cuál era la cosecha proyectada. Pero nadie se acercó cuando Peter
empezó a sembrar, porque Peter había dado a entender claramente que se trataba de un
secreto.
Ed Chappell no lo traicionó. Ed estaba un poco avergonzado desde aquella noche;
avergonzado de la debilidad moral de Peter y también de su intromisión. Vigilaba a
Peter deseoso de averiguar si sus intenciones eran auténticas o se trataba solamente de
un arrebato pasajero. Pudo darse cuenta de que los hombros de Peter no estaban
levantados y de que le sobresalía el estómago sobre el cinturón. Fue a visitarlo a su
casa y experimentó notable alivio al ver que la casa no estaba sucia y que el reloj de
pie marchaba acompasadamente.
La señora Chappell hablaba con frecuencia de aquella tarde.
- Podía creerse que se había vuelto loco. No hacía más que gritar. Ed estuvo con él
casi toda la noche hasta que se tranquilizó. Tuvo que darle un poco de whisky para que
se durmiera. -Luego añadía-: Pero el trabajo es un buen alivio para las penas. Peter
Randall se levanta ahora a las tres de la madrugada. Desde mi cuarto veo la luz de su
cocina.
Los sauces se mancharon de lentejuelas de plata y los caminos se llenaron de
maleza. El Río Salinas tuvo una crecida de aguas negrísimas, antes de encauzarse de
nuevo en una mansa corriente verdosa. Peter Randall había llenado de surcos bien
trazados todo su campo. Ningún terrón era mayor que un guijarro, y bajo la lluvia la
tierra parecía de color negro metálico.
Luego, poco a poco, los campos fueron llenándose de manchitas verdes. Durante la
noche, uno de los vecinos se arrastró por debajo de la cerca y arrancó una de las tiernas
plantas.
- Era alguna legumbre -dijo a sus amigos-. Guisantes, supongo. ¿A qué venía tanto
secreto? Le pregunté qué iba a sembrar, y se negó a contestarme.
La noticia corrió por todas partes.
- Son guisantes. ¡Más de dieciocho hectáreas de guisantes!
- La gente acudía a casa de Clark de Witt, para saber cuál era su opinión.
Su opinión era la siguiente:
- Hay quien se cree que porque se pagan de veinte a sesenta centavos por una libra
de guisantes, es posible hacerse rico con ellos. Pero se trata de la cosecha más delicada
del mundo. Si no se la comen las orugas, aún puede salvarse. Pero luego viene un día
de mucho calor que mata los capullos y te quedas sin nada. O un poco de lluvia que lo
echa todo a perder. No es mala idea sembrar un trozo de terreno a ver qué pasa, pero no
todo un rancho. Peter no está bien de la cabeza desde la muerte de Emma.
Esta opinión se difundió considerablemente, y cada uno la esgrimió como si fuera
suya. Cuando se repitió demasiado, Peter Randall se enfadó, y un día se puso a gritar:
- Decidme, ¿de quién son las tierras? Si se me antoja arruinarme, tengo derecho a
hacerlo, ¿no es verdad?
Estas declaraciones obligaron a recapacitar a todos. Empezaron a recordar que
Peter había sido siempre un buen granjero. Tal vez era cierto que poseía conocimientos
especiales. Además, aquellos dos hombres calzados con botas altas debían ser…
¡especialistas en química del suelo! Muchos granjeros empezaron a arrepentirse de no
haber sembrado guisantes.
Su arrepentimiento se hizo mayor cuando las plantas crecieron, cubriendo la tierra
con sus ramas, y cuando empezaron a formarse los capullos y pudo calcularse que la
cosecha sería abundante. Luego se abrieron las flores: dieciocho hectáreas de color,
dieciocho hectáreas de perfume. Podían olerlo los habitantes de Salinas, a siete
kilómetros de distancia. Venían autocares con niños de las escuelas para contemplar el
maravilloso panorama. Un grupo de expertos de una compañía tratante en semillas
estuvo un día entero mirando la plantación y examinando la tierra.
Peter Randall se sentaba en los soportales de su casa cuando caía la tarde. No
quitaba la vista de aquellos grandes cuadros multicolores, y cuando se levantaba la
brisa nocturna, respiraba profundamente. Se desabrochaba la camisa, como si quisiera
aspirar el perfume por todos los poros de su cuerpo.
Algunos iban a visitar a Clark de Witt para conocer su opinión. Él les decía:
- Hay por lo menos diez cosas que pueden echar a perder esa cosecha. ¡Vayanse al
diablo él y sus guisantes! -Todos pudieron comprender por el malhumor de Oark que
sentía celos.
Mirando los campos espléndidos de Peter, sentían por él nueva admiración y
respeto.
Ed Chappell fue a visitarlo una tarde.
- Me parece que vas a tener una magnífica cosecha.
- Eso creo -contestó Peter.
- He echado un vistazo y los capullos son estupendos.
Peter suspiró.
- Pronto terminará la floración -di jo-. Me dolerá ver caerse los pétalos.
- Pues a mí me alegraría muchísimo poder verlo. Si no ocurre nada vas a forrarte
de oro.
Peter se limpió la frente con un gran pañuelo listado y luego estornudó
ruidosamente.
- Sentiré dejar de aspirar este perfume.
Entonces Ed se atrevió a hacer referencia a aquella noche. Hizo un guiño
disimulado.
- ¿Has encontrado quien te cuide la casa?
- No me he preocupado de buscar -confesó Peter-. No he tenido tiempo. -Sus ojos
parecían preocupados. Pero no era extraño que estuviera preocupado, se dijo Ed,
teniendo en cuenta que un solo chaparrón bastaría para destruir el trabajo de todo un
año.
Si aquel año hubiera sido fabricado de encargo para sembrar guisantes, no hubiera
podido salir mejor. Por las mañanas, durante las labores de recogida, una niebla tibia
se mantenía pegada al valle. Cuando los verdes tallos estuvieron amontonados sobre
grandes lonas, asomó el sol facilitando la separación de los frutos. Los vecinos
acudieron a presenciar cómo iban llenándose los sacos y se volvieron a sus casas
calculando mentalmente el dinero que Peter ganaría con su formidable cosecha. Clark
de Witt perdió buen número de seguidores, porque los hombres decidieron enterarse de
lo que Peter pensaba plantar el año próximo. Porque, ¿cómo había podido adivinar, por
ejemplo, que aquel año iba a ser bueno para guisantes? No cabía la menor duda de que
poseía un sexto sentido privilegiado.
Cuando un habitante del valle de Salinas va a San Francisco por negocios o para
tomarse unas vacaciones, se aloja invariablemente en el Hotel Ramona. Es una buena
idea, porque es casi seguro que allí se encontrará con alguien de su distrito. Sentados
en los butacones del salón, pueden hablar de las cosas del valle.
Ed Chappell tuvo que ir a San Francisco para recoger a la prima de su mujer que
llegaba de Ohio. En el salón del Ramona, Ed buscó a alguien del valle de Salinas, pero
sólo pudo descubrir extraños entre los que se sentaban en las butacas y divanes.
Entonces salió para ir al cine. Cuando volvió, buscó de nuevo algún conocido, pero
seguían siendo extraños. Estuvo tentado de echar un vistazo al registro, pero ya era muy
tarde. Se sentó a fumar un habano antes de ir a acostarse.
Se oyó ruido en la puerta. Ed vio que un empleado hacía un gesto y un botones
salía corriendo. Ed se volvió en su asiento para curiosear. Fuera, un hombre salía con
esfuerzo del interior de un taxi. El botones lo tomó del brazo y le ayudó a llegar a la
puerta. Era Peter Randall. Sus ojos estaban turbios y tenía la boca entreabierta. Iba sin
sombrero y estaba despeinado. Ed se levantó de un salto acercándose a él.
- ¡Peter!
Peter estaba luchando con el botones.
- Déjeme -decía-. Estoy perfectamente. Si me deja de una vez, le daré propina
doble.
Ed volvió a llamar.
- ¡Peter!
Aquellos ojos empañados se volvieron a él y pronto Peter cayó en sus brazos.
- ¡Mi viejo amigo!-exclamó-. ¡Ed Chappell, mi viejo, mi viejísimo amigo! ¿Qué
estás haciendo aquí? Sube a mi cuarto y echaremos un trago.
Ed lo sostuvo por los sobacos para que no se cayera.
- Claro que sí -contestó-. Beberemos un poco antes de irnos a dormir.
- ¿Qué estás diciendo de dormir? Saldremos otra vez y nos iremos a ver algún
espectáculo.
Ed le ayudó a entrar en el ascensor y lo condujo hasta su habitación. Peter cayó
pesadamente sobre ia cama y luego, con gran esfuerzo, se incorporó.
- Tengo una botella de whisky en el cuarto de baño. Traéla, por favor.
Ed trajo la botella y dos vasos.
- ¿Qué estás haciendo aquí, Peter, celebrar la cosecha? Debes haber hecho
muchísimo dinero.
Peter hizo un gesto significativo con los dedos.
- Sí; he hecho mucho dinero… montones, pero es como si hubiera estado jugando a
la ruleta. Azar, puro azar.
- Sí, pero has ganado.
Peter emitió un gruñido.
- Igual hubiera podido perder hasta la camisa. He estado muy preocupado un año
entero. Ya te lo he dicho, es exactamente igual que jugar.
- Sí, pero has ganado -insistió Ed.
Peter cambió entonces de tema.
- Me he puesto malo -dijo-. Hace un momento, en el taxi. Venía de una juerga en la
Avenida Van Ness -explicó-. Acababa de llegar a la ciudad. Hubiese estallado si no lo
hubiera hecho.
Ed lo miró con curiosidad. La cabeza de Peter pendía entre sus hombros. Su barba
estaba muy descuidada.
- Peter -dijo Ed-, la noche que Emma… falleció, dijiste que ibas a… cambiarlo
todo.
La cabeza de Peter se alzó lentamente. Sus ojos apagados miraron a Ed.
- Ella no murió del todo -dijo con voz espesa-. No me ha dejado hacer nada a mi
gusto. Ha estado martirizándome todo el año con lo de los malditos guisantes. -Sus ojos
miraban al vacío-. Sigo sin saber cómo puede dominarme de esta manera. -Luego
frunció el entrecejo-. Pero te aseguro, Ed Chappell, que no volveré a ponerme el arnés.
De eso puedes estar bien seguro. No lo olvides. -Volvió a dejar caer la cabeza. Al
instante la levantó de nuevo-. He estado borracho -afirmó-, y he ido a sitios poco
recomendables. -Se acercó a Ed con aire confidencial, mientras su voz se reducía a un
susurro-. Pero no se me notará. Cuando vuelva a casa, ¿sabes lo que voy a hacer?
Instalar luz eléctrica. Emma siempre ha deseado tener luz eléctrica. -Se dejó caer en la
cama, volviéndose hacia el lado opuesto.
Ed Chappell lo desnudó y lo cubrió con las sábanas antes de irse a su cuarto.
EL LINCHAMIENTO
La aldea de Loma se alza, como su mismo nombre indica, sobre una loma
redondeada que parece una isla en la boca del valle de Salinas en California. Al norte y
al este de la población se extienden muchos kilómetros cuadrados de terreno pantanoso,
que por el sur ha sido desecado para su aprovechamiento agrícola. Tan fértil es aquel
terreno ganado al marjal, que en él las coles y las lechugas alcanzan proporciones
gigantescas.
Los propietarios de los terrenos situados al norte del pueblo no quisieron ser
menos que sus inteligentes vecinos del sur y no tardaron en organizarse en cooperativa
para el mejor aprovechamiento de sus tierras. Yo era empleado de la compañía
encargada de los trabajos de desecación. Cuando tuvimos a punto las excavadoras,
iniciamos la apertura de una gran zanja a través del pantano.
Al principio intenté vivir en el campamento flotante, en compañía de los obreros,
pero los mosquitos que infestaban las ritieras y la niebla espesa y pestilente que nos
envolvía por las noches no tardaron en llevarme hasta el pueblo de Loma, donde alquilé
una habitación amueblada, la más miserable que he conocido en mi larga existencia, en
el domicilio de la señora Ratz. Podía haber buscado más detenidamente, pero la
seguridad de que la señora Raíz sabría guardarme celosamente la correspondencia, me
hizo decidirme por aquel acomodo. Al fin y al cabo, en aquella habitación lóbrega y
fría sólo tenía que dormir. Las comidas las hacía en el rústico comedor del
campamento.
En Loma no viven más allá de doscientas personas. La iglesia metodista ocupa la
cumbre de la colina y su aguja es visible desde larga distancia. Dos tiendas de
comestibles, un almacén de ferretería, una sala de conferencias y el Buffalo Bar
constituyen la totalidad de sus edificios públicos. A un lado del montículo se encuentran
las casitas de madera del pueblo, y en el llano están las granjas de los terratenientes,
rodeadas de setos de boj que sirven de barrera al fuerte viento del anochecer.
Por las noches no puede hacerse nada en Loma, salvo visitar el bar, viejísimo
local de madera con una galería cubierta en la fachada. Cada noche todo habitante de
Loma de más de quince años de edad realiza por lo menos una visita al Buffalo Bar,
para beber algo, hablar un poco y despedirse luego hasta el día siguiente.
Fat Carl, propietario y único dependiente, saluda a los forasteros con una
indiferencia soñolienta que, pese a todo, inspira confianza y hasta afecto. Su rostro es
hosco y su voz poco agradable, pero sin embargo, cada vez que volvía hacia mí sus
ojos apagados para decirme con tono impaciente: «Bueno, ¿qué va a tomar?», yo
comprendía que me consideraba uno de los suyos y me sentía agradecido y satisfecho.
Siempre hacía la misma pregunta aunque lo único que podía ofrecer era whisky, y de
una clase. Más de una vez le vi negarse a añadir un poco de jugo de limón al vaso que
había servido a un forastero. A Fat Carl no le gustan las extravagancias. Lleva siempre
un trapo blanco atado a la cintura y frota con él los vasos mientras se mueve de un lado
a otro detrás del mostrador. El suelo del local es de madera, cubierto siempre de serrín,
y las sillas en torno a las mesas son duras e incómodas. La única decoración visible la
constituyen los carteles pegados en la pared por candidatos de remotas elecciones,
subastadores y firmas comerciales.
El Buffalo Bar, de acuerdo con esta descripción, podría parecer a cualquiera un
lugar infernal, pero cuando se recorre de noche la larga calle, después de haber estado
batallando muchas horas contra la niebla y los mosquitos del pantano, se abre la puerta
del bar de Fat Carl y se oyen conversaciones y tintineo de vasos, parece que se ha
llegado por fin al paraíso.
Lo corriente es que se haya organizado una partida de poker. Timothy Ratz, el
marido de mi patrona, es el único que se mantiene aparte, haciendo solitarios y
haciéndose trampas descaradamente, ya que se ha impuesto la regla de que no puede
beber mientras no le salga el solitario completo. Le he visto hacer trampas hasta cinco
veces seguidas. Cuando gana recoge la baraja cuidadosamente, se levanta y se dirige
con parsimonia al mostrador. Fat Carl, que ha empezado a llenarle el vaso desde que le
ha visto incorporarse, le pregunta invariablemente:
- Bueno, ¿qué va a tomar?
- Whisky -contesta Timothy con gravedad.
En el salón, los hombres del campo y de la aldea permanecen sentados en las
incómodas sillas, o en pie, apoyados en el mostrador. Un murmullo apagado de
conversaciones llena el local, salvo cuando es época de elecciones o se comentan
importantes combates de lucha, ya que entonces las voces suben de tono.
Nada me desagradaba tanto como abandonar el Buffalo Bar para sumirme otra vez
en la noche obscura y húmeda, escuchando a lo lejos el ruido de los motores y el
arrastrar de cadenas y cangilones de nuestra maquinaria, trabajando incesante con el
suelo fangoso del pantano. Y sobre todo, me horrorizaba la perspectiva de encerrarme
unas horas en el sucio cuarto que me había cedido la señora Ratz.
Poco después de mi llegada a Loma entablé amistad con Mae Romero, una
hermosa muchacha de origen mejicano. Algunas noches salía a pasear con ella por la
ladera sur del cerro, hasta que la niebla pegajosa nos obligaba a regresar al pueblo.
Después de dejarla en su casa solía visitar por segunda vez el bar de Fat Carl.
Estaba una noche sentado en el bar, charlando con Alex Hartnell, propietario de
una hermosa finca. Hablábamos de pesca, cuando se abrió la puerta y todos los
presentes guardaron súbito silencio. Alex me dio un codazo disimulado, diciéndome:
- Es Johnny «el Oso».
Me volví a mirar al recién llegado.
Su apodo era el más apropiado. Parecía, efectivamente, un gran oso estúpido y
sonriente. Su cabeza lanuda caía ligeramente sobre su pecho y sus largos brazos
pendían inertes dando la impresión de que más que un hombre, era un cuadrúpedo
erguido momentáneamente sobre las patas traseras, que eran cortas y gruesas y
terminaban en unos pies gigantescos y deformes. Vestía de azul, como un obrero, pero
iba descalzo. Se había detenido en el umbral, balanceando los brazos como
acostumbran a hacer los idiotas. Su sonrisa era grotesca e inalterable. Luego se movió,
y más que un hombre, pareció al avanzar un gigantesco animal selvático, silencioso y
furtivo. Al llegar al mostrador se detuvo, mirando atentamente todos los rostros, y
preguntó con ansiedad:
- ¿Whisky?
Los habitantes de Loma no se caracterizan por su esplendidez. Allí sólo se invita
al vecino a echar un trago si se tiene la certeza de que el otro corresponderá
inmediatamente. Por eso quedé sorprendido al ver que uno de los campesinos colocaba
en silencio una moneda sobre el mostrador. Fat Carl llenó un vaso. El monstruo lo
cogió ávidamente y lo vació de un trago.
- ¿Qué diablos…? -empecé a decir, pero Alex me dio otro codazo, diciendo:
- Chist…
Entonces empezó una curiosa pantomima. Johnny «el Oso» retrocedió hasta la
puerta, de donde regresó al centro del salón andando a cuatro patas. La estúpida sonrisa
no se borró de su cara. Cuando se detuvo, se dejó caer de bruces en el suelo, y una voz
salió de su garganta, una voz que me parecía haber oído muchas veces.
- Es usted demasiado bonita para vivir en un pueblo tan mísero como éste.
Luego la voz se transformó en otra más suave y dulce, con un ligero acento
hispano:
- Es usted un adulador.
Creí desmayarme. La sangre latió con fuerza en mis sienes y me ruboricé
intensamente. Era mi voz la que salía de la garganta de Johnny «el Oso», mis palabras,
mi entonación. Y después la voz de Mae Romero… exacta. Si no hubiera visto a aquel
hombre gigantesco echado en el suelo habría llamado a Mae. El diálogo continuó. Esas
cosas parecen estúpidas cuando es otro el que las dice. Johnny siguió hablando, o mejor
dicho, «yo» seguí hablando. Dijo cosas y emitió ruidos. Poco a poco los rostros de
todos los presentes se apartaron de Johnny «el Oso» para volverse hacia mí, sonriendo.
Yo no podía hacer nada. Sabía que tendría que luchar para conseguir que aquello
terminara, y así la escena prosiguió hasta el final. Cuando todo hubo terminado me
alegré de que Mae Romero no tuviese parientes en el pueblo. Las palabras emitidas por
los labios deformes de Johnny me parecían ridiculas y absurdas. Finalmente se
incorporó, sonriendo como un tonto y preguntó de nuevo:
- ¿Whisky?
Creo que todos los que estaban en el bar se compadecían de mí. Evitando mirarme
otra vez, se enfrascaron en sus conversaciones interrumpidas. Johnny «el Oso» se
dirigió a un rincón, se metió debajo de una mesa, enroscándose como un perro y
disponiéndose a dormir.
Alex Hartnell me miraba lleno de compasión.
- ¿Es la primera vez que lo oye?
- Sí; ¿qué significa todo esto?
Alex no me contestó inmediatamente.
- Si está preocupado por la reputación de Mae, tranquilícese. Johnny «el Oso» la
ha seguido otras veces antes de ahora.
- Pero, ¿cómo ha podido oírnos? Yo no lo he visto.
- Nadie ve ni oye a Johnny «el Oso» cuando actúa. Se mue ve como un fantasma.
¿Sabe qué hacen los jóvenes del pueblo cuando salen de paseo con chicas? Se llevan
perros. Los perros le tienen miedo a Johnny y descubren su presencia inmediatamente.
- ¡Pero es increíble! Esas voces…
Alex asintió.
- Lo sé. Es algo extraordinario. Alguien escribió una vez a una Universidad
hablando de Johnny y enviaron a un especialista. Estudiaron el asunto y nos hablaron de
Tom «el Ciego». ¿Ha oído hablar de Tom «el Ciego» alguna vez?
- ¿Se refiere al pianista de color? Sí, he oído hablar de él.
- Tom «el Ciego» también era idiota. Casi no sabía hablar, pero era capaz de
reproducir en el piano todo lo que oía, por largo que fuese. Lo probaron con obras
famosas y reprodujo, no sólo la música sino todos los detalles personales de la
ejecución. Para cogerlo en algún error, cometieron faltas adrede, y él las repitió
exactamente. Era como si fotografiase la música. Aquel experto nos dijo que el caso de
Johnny «el Oso» era idéntico, con la diferencia de que Johnny lo que reproduce son
voces y palabras. Probó a Johnny con un largo discurso en griego y Johnny lo repitió
palabra por palabra. No sabe lo que está diciendo, pero lo dice. Carece de inteligencia
suficiente para inventar frases, por lo que se puede estar seguro de que todo lo que dice
lo ha oído primero.
- Pero, ¿por qué lo hace? ¿Qué interés tiene para él escuchar a los demás si no
entiende nada?
Alex lió un cigarrillo y lo encendió.
- Ninguno, pero le gusta el whisky y sabe que si escucha por las ventanas y luego
viene aquí a repetir lo que ha oído, alguien le dará de beber. Por ejemplo, repite lo que
la señora Ratz ha dicho en la tienda, o las conversaciones de Jerry Noland con su
madre, pero nadie le da whisky por cosas así.
- Es raro que no le hayan pegado un tiro mientras espiaba por una ventana.
Alex dio una chupada a su cigarrillo.
- Muchos se lo han propuesto, pero no hay manera de ver a Johnny «el Oso», ni de
cazarlo. Ha tenido suerte de que fuese obscura la noche. Si le hubiera visto, había
reproducido la acción además de la palabra. Y le aseguro que la mímica de Johnny «el
Oso» imitando a una jovencita es algo horrible.
Dirigí una mirada a la confusa figura acurrucada bajo la mesa. Me daba la espalda
y la luz del salón iluminaba su enmarañada cabellera. Una mosca se posó en su cabeza
y juraría que vi temblar su cuero cabelludo como tiembla la piel de un caballo para
sacudirse las moscas. Me estremecí involuntariamente.
La conversación general volvía a ser un murmullo indefinible y monótono. Fat
Carl llevaba diez minutos secando un vaso con su delantal. Un grupo de hombres cerca
de mí hablaba de perros de caza y gallos de pelea, y no tardaron en referirse a corridas
de toros.
Alex, a mi lado, dijo de pronto:
- Volvamos a beber algo.
Nos acercamos al mostrador. Fat Carl sacó dos vasos.
- ¿Qué van a tomar?
No contestamos. Carl llenó los vasos. Me miró gravemente y luego me hizo un
guiño casi imperceptible. Sin saber por qué, me sentí halagado. Carl hizo un leve gesto
con la cabeza, señalando hacia el que dormía bajo la mesa.
- ¿Le ha tomado el pelo, eh?
Le devolví el guiño.
- La próxima vez llevaré un perro. -Procuraba espiar sus frases concisas.
Apuramos los vasos y regresamos a n estros asientos. Timothy Ratz terminó un solitario
y ordenó la jaraja antes de acercarse al mostrador.
Volví a mirar hacia Johnny «el Oso». Se había vuelto en el suelo y miraba
sonriente a su alrededor. Parecía un animal asomado a la puerta de su cueva. Luego
salió con lentitud y se levantó. Sus movimientos resultaban sorprendentes porque
aunque parecían torpes no aparentaban representar esfuerzo alguno para él.
Sonriendo se acercó al mostrador, repitiendo con insistencia su pregunta.
- ¿Whisky? ¿Whisky? -Parecía el canto de un pájaro. No sabría decir de qué clase
de pájaro, pero yo lo había oído en alguna parte… dos notas de escala ascendente,
repetidas una y otra vez.
- ¿Whisky? ¿Whisky?
Cesaron las conversaciones pero nadie se adelantó a dejar dinero sobre el
mostrador. Johnny sonrió, repitiendo en tono plañidero:
- ¿Whisky?
Entonces trató de interesar al público. De su garganta salió una voz de mujer que
decía con enfado:
- Le digo que todo era hueso. A veinte centavos la libra, y la mitad era hueso.
Y un hombre que contestaba:
- Sí, señora, tiene usted razón. No me había dado cuenta. Ya le daré unas
salchichas en compensación.
Johnny «el Oso» miró en redondo, esperando.
- ¿Whisky?
Pero nadie se adelantó. Johnny entonces se dirigió al centro del local y se agachó.
Pregunté en voz baja:
- ¿Qué está haciendo ahora?
Alex contestó, también en voz baja:
- ¡Chist! Escuchando por una ventana.
Se oyó una voz de mujer, enérgica, segura, fría.
- No acabo de comprenderlo. ¿Acaso eres un monstruo? Si no lo hubiera visto no
podría creerlo.
Otra voz femenina le contestó, ahogada y trémula, como llena de congoja.
- Es posible que sea un monstruo como dices. Pero no puedo evitarlo. No puedo.
- «Tienes» que poder -interrumpió la otra voz-. De lo contrario prefiero verte
muerta.
Un sollozo escapó de los gruesos labios de Johnny «el Oso». Era un sollozo de
una mujer desesperada. Me volví a mirar a Alex. Estaba rígido en su silla, con los ojos
muy abiertos, sin parpadear siquiera. Abrí la boca para hacerle una pregunta, pero con
un gesto me ordenó que me callara. Entonces miré por toda la sala. Todo el mundo
estaba callado y tan atento como Alex. Cesaron los sollozos.
- ¿Nunca has sentido lo que yo siento, Emalin?
Alex pareció quedarse momentáneamente sin respiración al oír aquel nombre. La
fría voz que había hablado primero contestó con energía:
- Desde luego que no.
- ¿Nunca… ninguna noche? ¿Nunca… nunca en toda tu vida?
- Nunca. Si así fuera, me quitaría la vida. Y ahora deja de lamentarte, Amy. No
pienso tolerarlo. Y si no dominas tus nervios haré que se te someta a tratamiento
médico. Ahora, vete a rezar.
Johnny «el Oso» sonreía abiertamente.
- ¿Whisky?
Dos hombres se adelantaron sin decir nada y depositaron unas monedas en el
mostrador. Fat Carl llenó dos vasos y luego un tercero cuando Johnny los hubo apurado.
Este detalle indicaba la fuerte impresión que el tabernero había recibido, porque el
dueño del Buffalo Bar nunca invitaba a nadie. Johnny «el Oso» volvió a sonreír antes
de alejarse hacia la puerta, que se cerró tras él sin ruido.
La conversación no volvió a renacer. Todos los presentes parecían estar
meditando algún importante problema. Uno a uno fueron saliendo al exterior. Alex se
levantó también, y yo le seguí.
La niebla era espesa y maloliente. Parecía pegarse a las casas. Apreté el paso para
alcanzar a Alex.
- ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté-. ¿De qué se trata?
Por un momento creí que no iba a responderme. Luego se detuvo, volviéndose a
mirarme.
- ¡Maldita sea! Escuche: toda población tiene sus aristó cratas, su familia selecta,
situada por encima de toda sospecha. Emalin y Amy Hawkins son nuestras aristócratas,
dos solteronas muy bondadosas. Su padre era miembro del Congreso. Sucede algo que
no me gusta nada. Johnny «el Oso» no debería meterse en esto. Las dos mujeres le dan
de comer y cuidan de él. No habría que darle whisky por estos chismes. Ahora no
dejará de rondar la casa, sabiendo que así tiene el whisky asegurado.
Pregunté:
- ¿Son parientes suyas?
- No, pero son… distintas a los demás. Su granja está junto a la mía. Tienen unos
cuantos colonos chinos. Verá… es algo difícil de explicar. Las Hawkins, más que
mujeres, son símbolos. Son el ejemplo que ponemos a nuestros hijos cuando queremos
referirnos a… lo que está bien.
- Bueno -dije yo-. Entonces, nada de cuanto diga Johnny puede hacerles daño,
¿verdad?
- No lo sé. No tengo idea de lo que significa. O mejor dicho, creo que sí la tengo.
En fin, vaya a acostarse. No he traído el Ford y tendré que ir andando hasta mi casa. -
Se volvió en redondo y se perdió en la espesa niebla.
Me dirigí a casa de la señora Ratz. Podía oír la trepidación del motor diesel en el
pantano y el ruido metálico de la excavadora que iba abriéndose paso en el terreno
encharcado. Era noche de sábado. La draga se pararía al amanecer, para reanudar su
trabajo a mediodía del domingo. El ruido lejano bastaba para indicarme que todo iba
bien. Subí a mi cuarto. Una vez en la cama dejé un rato la luz encendida y estuve
contemplando el absurdo diseño floral del papel de las paredes. Pensaba en aquellas
dos voces que habían brotado de la garganta de Johnny «el Oso». Eran voces auténticas,
no vulgares imitaciones. Recordando sus tonos, podía ver a las dos mujeres que habían
hablado: Emalin la de la voz fría y Amy, con su rostro transido de dolor. ¿Cuál podía
ser el motivo de aquel dolor? ¿Era tal vez la soledad, tan terrible para una mujer? No
podía creerlo, porque en su voz latía un terror inexplicable. Me quedé dormido sin
haber apagado la luz y muy avanzada la noche tuve que levantarme para hacerlo.
A las ocho de la mañana atravesaba el pantano para reintegrarme al trabajo. Los
obreros estaban muy atareados arrollando cable nuevo en los tambores y retirando el
cable viejo y gastado. Estuve supervisando la faena y hacia las once regresé a Loma.
Frente a la pensión de la señora Ratz vi a Alex Hartnell en su Ford modelo T. Me
llamó.
- Ahora mismo iba a buscarle. He matado un par de pollos y quería pedirle que
nos acompañara en la mesa.
Acepté complacido. Nuestro cocinero no era malo, pero me producía náuseas
verle fumar enormes cigarros habanos en una boquilla de bambú con sus dedos
manchados de nicotina. Subí al Ford de Alex y descendimos la ladera en dirección a
las ricas tierras del sudoeste. El sol iluminaba intensamente el panorama. Cuando era
pequeño me dijo una vez un muchacho católico que el sol sale todos los domingos,
aunque sólo sea unos minutos, porque es el día del Señor. Desde entonces he procurado
fijarme, y parece que es cierto. Con estrépito, el coche se detuvo cuando llegamos al
llano.
Alex me gritó sobre el estruendo del motor:
- ¿Se acuerda de las Hawkins?
- Sí, desde luego.
Señaló con la cabeza.
- Esa es su casa.
De la casa se veía poco porque un alto seto de boj la rodeaba por los cuatro
costados. Sólo podían distinguirse el tejado y la parte alta de las ventanas. Pude ver
que la casa estaba pintada de marrón claro, como casi todas las escuelas y estaciones
ferroviarias de California. El granero se alzaba fuera de la cerca, en la parte posterior
de la casa. El seto estaba muy bien cortado y parecía extraordinariamente fuerte y
espeso.
- El seto sirve para detener el viento -me dijo Alex.
- Pero no para detener a Johnny «el Oso» -contesté.
Su rostro se ensombreció. Luego me señaló una casita blanca que se levantaba en
mitad de los sembrados.
- Allí es donde viven los colonos chinos. Son muy traba jadores. Me gustaría tener
algunos a mi servicio.
En aquel momento se abrió un rastrillo y apareció un carruaje que salió al camino.
El caballo era muy viejo pero estaba bien cuidado, como todos sus arreos. En las dos
puertas se veían grandes H de plata.
Alex me dijo:
- Ahí las tiene, camino de la iglesia.
Nos quitamos los sombreros y dedicamos respetuosas reverencias a las
distinguidas señoritas, que contestaron a nuestro saludo con leves inclinaciones de
cabeza. Pude contemplarlas a placer y quedé verdaderamente sorprendido. Johnny «el
Oso» era mucho más monstruoso de lo que podía imaginar, ya que reproduciendo el
tono de su voz era capaz de dar una perfecta imagen de una persona. No tenía necesidad
de preguntar cuál era Emalin y cuál era Amy. Los ojos claros y limpios, la barbilla
erguida y firme, la boca breve y de labios finos, la silueta angulosa y señorial,
correspondían a Emalin. Amy se le parecía mucho, pero no obstante, era completamente
distinta. Su mirada dulce, su boca gruesa, sus contornos redondeados. Sus rasgos eran
idénticos a los de Emalin, pero si la boca de su hermana era fina y enérgica por
naturaleza, la de Amy tenía un rictus forzado. Emalin debía tener cincuenta o cincuenta
y cinco años y Amy sería unos diez años más joven. Sólo pude verlas un momento y no
volví a verlas jamás, pero aunque parezca extraño, creo que a pocas personas del
mundo conozco tan bien como a aquellas dos mujeres.
Alex estaba diciéndome:
- ¿Comprende ahora lo que le decía acerca de los aristócratas?
Asentí con un gesto. Era fácil de comprender. Cualquier comunidad se sentiría… a
salvo contando con dos mujeres como aquéllas. Un lugar como Loma, con sus nieblas
ponzoñosas, sus pantanos malolientes y traicioneros, necesitaba realmente personas
como las hermanas Hawkins. Los habitantes se habrían vuelto locos más pronto o más
tarde si no hubieran tenido a las Hawkins como poder moderador.
La cena fue agradable. La hermana de Alex preparó los pollos e hizo maravillas
con el resto del menú. Sentí que crecía mi antipatía hacia nuestro pobre cocinero. Luego
nos sentamos a fumar y a beber buen coñac.
Entre sorbo y sorbo, dije a Alex:
- No comprendo por qué va al Buffalo. Allí el whisky es…
- Lo sé -me interrumpió Alex-. Pero el Buffalo no es sólo un bar, sino el cerebro
de Loma. Es su periódico, su teatro y su club.
Tan cierto era esto que cuando Alex puso en marcha el Ford para devolverme a mi
domicilio, supe, como lo sabía él, que pasaríamos una o dos horas en el Buffalo Bar
antes de despedirnos.
Estábamos llegando al pueblo cuando descubrimos en el camino las luces
semiapagadas de otro automóvil. Alex frenó con brusquedad, diciéndome:
- Es el doctor Holmes. -Cuando se detuvo el otro coche, gritó-: Dígame, doctor,
¿podrá ir a ver a mi hermana? Tiene una hinchazón en el cuello.
El doctor contestó, también a gritos:
- Está bien, Alex. Ya iré en cuanto pueda. ¿Quiere apartarse, por favor? Tengo
prisa.
Alex siguió hablando.
- ¿Quién está enfermo, doctor?
- Miss Amy, que no está bien del todo. Miss Emalin me ha llamado por teléfono
pidiéndome que acudiera cuanto antes.
Apártese, ¿quiere?
Alex dio marcha atrás y dejó pasar al médico. Luego seguimos nuestro camino. Iba
yo a decir que la noche estaba muy despejada cuando descubrí a lo lejos los primeros
jirones de niebla que brotaban de los pantanos y trepaban como serpientes por la falda
de la montaña. El Ford se detuvo delante del Buffalo Bar. Entramos.
Fat Carl se acercó a nosotros, limpiando un vaso en su delantal. Sacó de debajo
del mostrador una botella de whisky.
- ¿Qué van a tomar?
- Whisky.
Por un momento una ligera sonrisa pareció dibujarse en el rostro inexpresivo del
grueso tabernero. La sala estaba llena de público. Todos mis obreros se encontraban
allí, excepto el cocinero, que estaría sin duda tumbado en su camastro, fumando un
habano en su boquilla de bambú. No bebía nunca, y eso bastaba para que no me fuese
simpático.
Era el bar más tranquilo que he conocido jamás. Nunca se producían altercados, se
cantaba poco y nadie hacía trampas en el juego. Los ojos apagados y sombríos de Fat
Carl hacían del beber un acto solemne y pacífico. Timothy Ratz, el único tramposo del
pueblo, hacía solitarios en un rincón. Alex y yo apuramos nuestros vasos. No había
sillas disponibles, por lo que tuvimos que quedarnos recostados en el mostrador,
hablando u oyendo hablar de deporte y aventuras… una conversación corriente, propia
de un sitio como aquél. Pedimos más whisky un par de veces más, y así debieron
transcurrir casi dos horas. Alex había dicho ya que se iba a su casa, y yo estaba a punto
de hacer lo propio. Los obreros se dirigían a la puerta en tropel, porque a medianoche
se reanudaba el trabajo.
Entonces se abrió la puerta silenciosamente y Johnny «el Oso» penetró en el salón,
balanceando sus brazos peludos de gorila mientras sonreía estúpidamente.
- ¿Whisky? -preguntó. Nadie lo animó. Entonces empezó su pantomima,
arrojándose al suelo como le había visto hacer la primera vez y emitiendo palabras
incomprensibles con voz cantarina, probablemente en chino. Luego me pareció que las
mismas palabras las repetía una voz distinta, más despacio y sin entonación nasal.
Johnny «el Oso» levantó la cabeza del suelo y preguntó:
- ¿Whisky? -Luego se puso en pie sin esfuerzo. Me sentí interesado y con ganas de
verle actuar, por lo que coloqué una moneda sobre el mostrador. Johnny apuró un vaso
de un trago.
Instantes después deseé no haberlo hecho. La expresión de Alex era terrible
cuando Johnny «el Oso» se situó en mitad de la habitación, adoptando la actitud de
quien escucha junto a una ventana.
La helada voz de Emalin Hawkins estaba diciendo por boca de Johnny:
- Aquí la tiene, doctor. -Cerré los ojos para no ver al monstruo, e inmediatamente
fue ella la que creí tener ante mí.
Yo había escuchado la voz del doctor en la carretera aquella misma noche, y
puedo asegurar que efectivamente aquella voz era la suya.
- Ya… ¿y dice usted que se ha… desmayado?
- Sí, doctor.
Hubo una breve pausa antes de que la voz del médico preguntara, con gran
dulzura:
- ¿Por qué lo ha hecho, Emalin?
- ¿Por qué ha hecho… qué? -Latía una oculta amenaza en la pregunta.
- Soy su médico, Emalin, y fui médico de cabecera de su padre. Tiene que
decírmelo todo. ¿Cree que es la primera vez que veo esa clase de marca en el cuello de
una persona? ¿Cuánto rato llevaba colgando cuando usted la bajó?
La pausa que siguió fue más larga. Luego la voz de la mujer pudo oírse sin el tono
frío de antes. Sonaba apagada, casi como un susurro.
- Dos o tres minutos. ¿La salvará, doctor?
- Oh, sí, desde luego. No es grave. Pero, ¿por qué lo ha hecho?
La respuesta fue más helada y cortante que todas las palabras anteriores.
- No lo sé.
- Querrá decir que no quiere decírmelo.
- Quiero decir lo que digo.
Luego la voz del doctor dio diversas instrucciones sobre el tratamiento a seguir;
reposo, dieta de leche y un poco de licor.
- Sobre todo, sea amable con ella -añadió-. No le reproche nada.
La voz de Emalin tembló ligeramente al decir:
- No lo dirá a nadie, ¿verdad, doctor?
- Soy su médico -contestó él con dulzura-. Puede confiar en mi discreción. Esta
misma noche le enviaré un soporífero.
- ¿Whisky? -Abrí los ojos. El horrible Johnny sonreía pidiendo su recompensa.
Todos guardaban silencio, como avergonzados. Fat Carl miraba al suelo. Me volví
a Alex para disculparme, ya que yo era el verdadero responsable.
- No podía suponer que pasaría esto -balbucí-. Lo siento.
Me dirigí a la puerta y me encaminé a casa de la señora Ratz. Una vez en mi
cuarto, abrí la ventana y contemplé la niebla. Lejos, en el pantano, se escuchaba el
ruido del motor, ya en marcha. Al cabo de un rato pude distinguir el tintineo metálico de
los cangilones que sacaban agua fangosa del canal.
A la mañana siguiente se produjo una serie de accidentes, inevitables en un trabajo
como el nuestro. Uno de los cables nuevos se partió dejando caer un cangilón sobre uno
de los pontones, inundándolo completamente. Cuando pusimos un cable de repuesto y
tiramos de él con un cabrestante para reparar el daño, el segundo cable se rompió
también y cortó limpiamente las dos piernas de uno de los operarios. Le ligamos los
muñones como pudimos y lo trasladamos apresuradamente a Salinas. Luego sucedieron
otros accidentes menores. Un mecánico se hirió con un alambre y la herida se le infectó
muy seriamente. El cocinero confirmó mis anteriores sospechas al ser descubierto en el
momento de intentar vender marijuana al capataz. La tranquilidad había huido de
nuestro lado. Tardamos dos semanas en instalar un nuevo pontón y en conseguir otro
operario y un cocinero nuevo.
Este último era un hombrecillo moreno y delgado, adulador y charlatán.
Mi vida social en Loma se había hecho más difícil desde el desgraciado incidente
de la última noche en el Buffalo Bar, pero cuando la excavadora volvió a funcionar
nonnalmente, no pude resistir la tentación de dirigirme una noche a casa de Alex
Hartnell. Al pasar por delante del domicilio de las Hawkins, miré lleno de curiosidad
por uno de los rastrillos. La casa estaba a obscuras. El viento era muy fuerte y a ratos
desgarraba la espesa niebla. A la luz de la luna que aquellas ráfagas de viento dejaban
pasar de vez en cuando pude ver una silueta obscura que corría a través del patio y me
pareció escuchar un gemido. Por las pisadas creí reconocer a uno de los colonos
chinos.
Alex acudió a abrir cuando llamé a su puerta. Pareció alegrarse al verme. Su
hermana había salido. Me senté junto a la estufa y él me ofreció un trago de coñac.
- He oído decir que ha estado de mala suerte -me dijo.
Le expliqué nuestras dificultades.
- Los accidentes vienen por rachas. Dicen mis hombres que nunca se producen
menos de tres, y a veces cinco, siete y hasta nueve seguidos. Alex asintió.
- Yo también lo creo.
- ¿Qué sabe de las hermanas Hawkins? -le pregunté-. Me ha parecido oír llorar a
alguien cuando he pasado hace un momento.
Alex pareció poco dispuesto a hablar de aquel tema, pero luego se decidió a
hacerlo.
- Las visité la semana pasada. Miss Amy no se encuentra muy bien. No pude verla;
sólo vi a Miss Emalin. -Luego añadió-: Algo les pasa… algo muy raro.
- Habla de ellas como si fueran de su familia -observé.
- Verá: su padre y el mío eran íntimos amigos. Nosotros llamábamos a las
hermanas Tía Amy y Tía Emalin. Estoy se guro de que son incapaces de hacer nada
malo. Y sería poco conveniente para todos nosotros que las hermanas Hawkins no
fueran lo que son.
- ¿La conciencia de la comunidad?
- La válvula de seguridad, si prefiere llamarlo así -contestó-. Su casa ha sido
siempre un refugio para todos. Son orgullosas, pero creen en los valores eternos. Y su
vida ha sido siempre un ejemplo de que la… honradez y la decencia son la mejor
política. Verdaderamente las necesitamos.
- Comprendo.
- Pero creo que Miss Emalin se enfrenta ahora con algo terrible y… me parece que
lleva las de perder.
- ¿Qué quiere decir?
- Ni yo mismo lo sé. Pero he llegado a pensar en pegarle un tiro a Johnny «el Oso»
y echar el cadáver al pantano. Lo he pensado muy en serio.
- Él no tiene la culpa -protesté-. No es más que un gramófono que repite todo lo
que oye. La única diferencia es que hay que echarle whisky en vez de monedas de
níquel.
Luego nuestra conversación fue por otros derroteros, y al cabo de un rato decidí
volver a Loma. Me pareció como si la niebla pretendiera derribar con sus embates el
sólido seto de las hermanas Hawkins. No había luz en la casa.
Nuestro trabajo volvió a ser rutinario y normal. La excavadora iba abriéndose
paso en el suelo del pantano. Mis hombres se habían convencido ya de que la mala
racha había pasado, y el nuevo cocinero se mostraba tan amable con todos, que los
obreros habrían comido de sus manos cemento hervido sin protestar. Es más importante
en un cocinero de campamento el don de gentes que la habilidad culinaria en sí.
Un par de noches después de mi visita a Alex me presenté en el Buffalo Bar. Fat
Carl me recibió, como siempre, secando cuidadosamente un vaso.
- Whisky -dije en voz alta sin darle tiempo a preguntarme qué quería. Tomé el vaso
y me dirigí a una mesa. Alex no estaba presente. Timothy Ratz hacía solitarios y estaba
teniendo mucha suerte. Le salió bien cuatro veces seguidas y bebió otras tantas.
Iban llegando clientes al bar a medida que avanzaba la noche.
Hacia las diez nos enteramos de la sorprendente noticia. Miss Amy se había
suicidado. ¿Cómo lo supo el vecindario? No lo sé. Decían que se había ahorcado. Los
asiduos del bar se mostraban reacios a comentar el asunto. Era algo que no acababan de
comprender. Se formaron corros, y todos hablaban en voz baja.
Entonces se abrió la puerta y entró Johnny «el Oso», sonriendo estúpidamente. Sus
enormes pies parecían patinar sobre el piso de madera.
- ¿Whisky? ¿Whisky? -preguntó con voz cantarina.
Todos estaban sedientos de información. Comprendían que su curiosidad era
malsana, pero no podían evitarlo. Fat Carl llenó un vaso. Timothy Ratz olvidó la baraja
por un momento y se acercó al mostrador. Johnny apuró el vaso mientras yo cerraba los
ojos.
El doctor hablaba con dureza.
- ¿Dónde está, Emalin?
Nunca había oído una voz como la que contestó, fría, mecánica, pero al mismo
tiempo impregnada de angustia infinita.
- En la habitación de al lado, doctor.
- Hum. -Una larga pausa-. Ha estado colgando demasiado tiempo.
- No puedo decirle cuánto, doctor.
- ¿Por qué lo ha hecho, Emalin?
- No lo sé, doctor.
Silencio. Luego:
- Hum… Emalin, ¿sabía usted que esperaba un niño?
La dureza de la voz se quebró y se escuchó un suspiro.
- Sí, doctor.
- Si ha sido por eso por lo que ha tardado usted tanto en encontrarla… No, Emalin,
perdóneme, no quería decir eso.
La voz de Emalin recuperaba poco a poco su seguridad.
- ¿No puede extender el certificado de defunción sin mencionar…?
- Sí puedo, desde luego. Tranquilícese. Hablaré también con el de la funeraria. No
debe preocuparse.
- Muchas gracias, doctor.
- Ahora tengo que telefonear. Pero no quiero que se quede sola. Venga conmigo al
otro cuarto, Emalin. Voy a ponerle una inyección que le calmará los nervios…
- ¿Whisky? ¿Whisky para Johnny? -Abrí los ojos para ver aquella horrible sonrisa
de idiota. Fat Carl le sirvió otro vaso. Johnny bebió y luego fue a echarse bajo una
mesa, para quedarse dormido casi instantáneamente.
Nadie habló. Todos parecían aturdidos, después de haber presenciado el
derrumbamiento de un mito. Luego entró Alex, acercándose a mí.
- ¿Se ha enterado? -me preguntó.
- Sí.
- Temía una cosa así -exclamó-. Ya le dije la otra noche que algo raro estaba
sucediendo.
Entonces yo le pregunté:
- ¿Sabía usted que Miss Amy esperaba un niño?
Noté que se ponía rígido. Miró en torno y luego se volvió otra vez a mí.
- ¿Johnny «el Oso»? -preguntó con laconismo.
- Sí.
Alex se pasó una mano por los ojos.
- No puedo creerlo. -Iba yo a contestarle cuando oí un ruido. Johnny salía de
nuevo de su escondrijo para acercarse a la luz.
- Whisky? -miraba sonriente a Fat Carl.
Entonces Alex se adelantó para dirigirse a todos.
- ¡Escuchadme bien! Este asunto ha ido ya demasiado lejos. Se acabó. -Si
esperaba que alguien le contradijera debió sentirse decepcionado, porque todos
asintieron en silencio.
- ¿Whisky para Johnny?
Alex se volvió al idiota.
- Tendrías que avergonzarte. Miss Amy te daba de comer y si llevas puesta alguna
ropa es gracias a ella.
Johnny seguía sonriendo, sin comprender.
- ¿Whisky?
Repitió sus habilidades, esta vez reproduciendo palabras incomprensibles que
parecían chino. Alex se tranquilizó.
Pero luego se oyó otra voz que lentamente y con vacilaciones parecía repetir las
mismas palabras de aquel lenguaje oriental.
Alex se movió con tanta rapidez que nadie pudo detenerlo. Su puño se descargó
con violencia contra la boca sonriente de Johnny.
- Te he dicho que esto se acabó para siempre -gritó fuera de sí.
Johnny «el Oso» recuperó el equilibrio. Tenía un labio partido y chorreando
sangre pero no había dejado de sonreír. Sus brazos rodearon el cuerpo de Alex como
los tentáculos de un pulpo, oprimiendo su cintura con fuerza increíble. Entonces salté yo
también para coger uno de aquellos brazos y retorcerlo, sin conseguir que soltara su
presa. Fat Carl se acercó por detrás con una barra de hierro y tuvo que golpear varias
veces aquella cabeza lanuda y gigantesca antes de que Johnny cayese inerte al suelo.
Ayudé a Alex a incorporarse y lo llevé hasta una silla.
- ¿Le ha hecho daño?
Intentó respirar.
- Me duele mucho la espalda. No será nada.
- ¿Tiene el Ford ahí fuera? Le llevaré a su casa.
Ninguno de los dos miró hacia la casa de las hermanas Hawkins al pasar. Yo no
aparté la vista de la carretera. Ayudé a Alex a entrar en su casa, que estaba a obscuras,
lo desnudé y le serví un vaso de coñac. Desde que saliera del bar no había despegado
los labios, pero al tenderlo en la cama me preguntó:
- ¿Cree que alguien se habrá dado cuenta? Actué a tiempo, ¿no es verdad?
- ¿A qué se refiere? La verdad es que todavía no sé por qué tuvo que atacarle.
- Escuche- me dijo-. Tendré que guardar cama unos días con esta espalda tan
dolorida. Si oye que alguien lo da a entender, impídalo, ¿me lo promete?
- Le repito que no sé de qué me está hablando.
Me miró a los ojos un momento.
- Me parece que puedo confiar en usted -dijo-. Sepa que la segunda voz… era la
de Miss Amy.
ASESINATO
***
15/10/2009