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Bernard-Marie Koltès - en La Soledad de Los Campos de Algodon

Este documento presenta un diálogo entre un vendedor y un cliente en un lugar oscuro. El vendedor ofrece satisfacer cualquier deseo que el cliente tenga, pero el cliente rechaza la oferta y dice que solo desea continuar su camino sin interrupciones. A pesar de las insistencias del vendedor, el cliente se niega a revelar cualquier deseo y se va.

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Bernard-Marie Koltès - en La Soledad de Los Campos de Algodon

Este documento presenta un diálogo entre un vendedor y un cliente en un lugar oscuro. El vendedor ofrece satisfacer cualquier deseo que el cliente tenga, pero el cliente rechaza la oferta y dice que solo desea continuar su camino sin interrupciones. A pesar de las insistencias del vendedor, el cliente se niega a revelar cualquier deseo y se va.

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En la Soledad de los Campos de Algodón

Bernard-Marie Koltès

Un deal es una transacción comercial relativa a unos valores prohibidos o


estrictamente controlados, que se concierta en unos espacios neutros,
indefinidos y no previstos para dicho uso, entre proveedores y pedigüeños,
por acuerdo tácito, signos convencionales o conversación de doble sentido con
el objetivo de eludir los riesgos de traición y estafa que tal operación implica, a
cualquier hora del día v de la noche, al margen del horario de apertura regla-
mentario de los lugares de comercio homologados, y sobre todo a sus horas de
cierre.

El dealer
Si camina por la calle, a esta hora y en este lugar, es porque desea algo que no tiene, y
ese algo, yo, puedo proporcionárselo; ya que si estoy en este sitio desde hace más
tiempo que usted y por más tiempo que usted, y si no huyo de aquí pese a ser esta la
hora de las relaciones salvajes entre los hombres y los animales, es que tengo lo que
hace falta para satisfacer el deseo que pasa ante mí, y es como un peso que debo
quitarme de encima a costa de cualquier hombre o animal que pase ante mí.

Por esta razón me acerco a usted, pese a ser la hora en que de ordinario el hombre y
el animal se lanzan salvajemente uno sobre otro, me acerco, yo, a usted, con las
manos abiertas y las palmas giradas hacia usted, con la humildad del que propone
frente al que compra, con la humildad del que posee frente al que desea; y veo su
deseo como se ve una luz que se enciende, tras una ventana en lo alto de un edificio,
al anochecer; me acerco a usted como el crepúsculo se acerca a esa primera luz, con
suavidad, con respeto, casi con afecto, dejando abajo, en la calle, al animal y al
hombre tirar de sus correas y mostrarse salvajemente los dientes.

No es que haya adivinado lo que usted puede desear, ni que tenga prisa por
conocerlo; ya que el deseo de un comprador es la cosa más melancólica que existe, se
contempla como un pequeño secreto que no pide sino ser penetrado y que se penetra
sin prisa; como un regalo que se recibe embalado y de cuyo cordel se tira sin prisa.
Sino que yo mismo he deseado, desde el tiempo que llevo en este sitio, todo lo que
cualquier hombre o animal puede desear a esta hora de oscuridad, y que le incita a
salir de su casa pese a los gruñidos salvajes de los animales insatisfechos y de los
hombres insatisfechos; por este motivo sé, mejor que el comprador inquieto que aún
guarda por un tiempo su misterio como una virgencita educada para ser puta, que lo
que me pedirá ya lo tengo, y que usted, sin sentirse herido por la injusticia aparente
que hay en ser el demandador frente al que propone, sólo tiene que pedírmelo.

Dado que la verdadera injusticia de esta tierra no es otra que la injusticia de la tierra
misma, pues es estéril por el frío o estéril por el calor y raramente fértil por la suave
mezcla del calor y el frío; no hay injusticia alguna para quien camina sobre la misma
porción de tierra sometida al mismo frío o al mismo calor o a la misma mezcla suave,
y todo hombre o animal que pueda mirar a otro hombre o animal a los ojos es su
igual ya que caminan sobre la misma línea fina y plana de latitud, siendo esclavos de
los mismos fríos y, de los mismos calores, ricos también, y también, pobres; y la única
frontera que existe es aquella que separa al comprador del vendedor, pero es incierta,
pues ambos poseen el deseo y el objeto del deseo, a la vez seno y cresta, con menos
injusticia aún que la de ser macho o hembra entre los hombres y los animales. Por eso
adopto provisionalmente la humildad y le presto la arrogancia, para que nos
distingamos uno de otro a esta hora que es ineluctablemente la misma para usted y
para mí.

Dígame, pues, virgen melancólica, en este momento en que gruñen sordamente


hombres y animales, dígame qué cosa desea porque yo puedo proporcionársela, y se
la proporcionaré con suavidad, casi con respeto, quizá con afecto; y tras haber
colmado los huecos y allanado los picos que hay en nosotros, nos alejaremos uno de
otro, en equilibrio sobre el delgado y plano hilo de nuestra latitud, satisfechos en
medio de los hombres y los animales insatisfechos de ser hombres e insatisfechos de
ser animales; pero no me pida que adivine su deseo; me vería obligado a enumerar
todo lo que poseo para satisfacer a los que pasan ante mí desde el tiempo que llevo
aquí, y el tiempo necesario para esa enumeración desecaría mi corazón y agotaría sin
duda su esperanza.

El cliente
No camino por cierto lugar y- a cierta hora; camino, a secas, yendo de un punto a
otro, por asuntos privados que se negocian en esos puntos y no durante el recorrido;
no conozco ningún crepúsculo ni ningún tipo de deseo y quiero ignorar los
accidentes de mi recorrido. Yo iba desde esta ventana iluminada, detrás de mí, allí
arriba, hasta aquella otra ventana iluminada, allí enfrente, según una línea muy recta
que pasa a través de usted porque usted se ha situado en ella deliberadamente.

Ahora bien, no existe medio alguno que permita, a quien se desplaza de una altura a
otra, evitar descender para tener que subir otra vez, con la absurdidad de dos
movimientos que se anulan y el riesgo, entre ambos, de aplastar a cada paso los
deshechos tirados por las ventanas; cuanto más alto se vive, más sano es el espacio,
pero más dura es la caída; v cuando el ascensor te deja abajo, te condena a caminar
en medio de todo lo que no has querido allí arriba, en medio de un montón de
recuerdos putrefactos, como en el restaurante, cuando un camarero te trae la cuenta y
enumera, en tus oídos asqueados, todos los platos que estás dirigiendo desde hace
tiempo.

Además habría sido preciso que la oscuridad fuera aún más densa para que yo no
pudiera percibir ninguno de sus rasgos; entonces, quizá, habría podido equivocarme
con la legitimidad de su presencia y de la distancia que usted marcaba para situarse
en mi camino y yo, por mi parte, habría marcado una distancia que se acoplase a la
suya; pero ¿qué oscuridad sería lo suficientemente densa para hacerle parecer menos
oscuro que ella? no hay noche sin luna que no parezca ser mediodía si usted se pasea
por ella, y ese mediodía me indica con claridad que el azar de los ascensores no le ha
colocado aquí, sino una imprescriptible ley de la gravedad que le es propia, que
usted lleva visible sobre los hombros como un saco, y que le ata a esta hora y a este
lugar desde el que evalúa entre suspiros la altura de los edificios.

En cuanto a lo que deseo, si hubiese algún deseo que aquí pudiera recordar, en la
oscuridad del crepúsculo, en medio de los gruñidos de los animales con el rabo entre
las piernas, más allá de ese deseo certero que tengo de ver cómo abandona la
humildad sin regalarme su arrogancia –ya que si tengo alguna debilidad por la
arrogancia, odio la humildad, en mí y en los demás, y ese intercambio me desagrada–
, lo que yo desearía, usted seguramente no lo tendría. Mi deseo, si lo hubiera, si se lo
expresara, quemaría su rostro, le haría retirar las manos con un grito, y huiría en la
oscuridad tan deprisa como un perro que corre con el rabo entre las piernas. Pero no,
el desconcierto de este lugar y de esta hora me hace olvidar si alguna vez he tenido
un deseo que ahora pudiera recordar, no, no lo tengo como tampoco una oferta que
hacerle, y será preciso que se aparte para que no me vea obligado a hacerla, que
desaparezca del eje que yo seguía, que se anule, ya que esa luz de allí arriba, en la
parte alta del edificio, a la que la oscuridad se acerca, sigue brillando imperturbable;
agujerea la oscuridad como una cerilla inflamada agujerea el trapo que pretende
ahogarla.

El dealer
Tiene razón al pensar que no bajo de ninguna parte ni tengo intención alguna de
subir, pero se equivocaría si creyera que eso me atormenta. Evito los ascensores como
un perro evita el agua. No es que rechacen abrirme sus puertas ni que me repela
encerrarme en ellos; sino que los ascensores en movimiento me provocan un
cosquilleo que me hace perder la dignidad; y, si me gusta que me hagan cosquillas,
me gusta que dejen de hacérmelas en cuanto mi dignidad lo exija. Algunos ascenso-
res son como drogas, un uso excesivo te hace flotar, ya no sabes si subes o si bajas,
tomas las líneas curvas por líneas rectas hasta que el fuego se hiela en su centro. Sin
embargo, desde el tiempo que llevo en este lugar, sé reconocer las llamas que, de
lejos, detrás de los cristales, parecen heladas como los crepúsculos de invierno, pero a
las que basta con acercarse, suavemente, quizá afectuosamente, para recordar que no
hay fulgor definitivamente frío, y mi meta no es apagarlo, sino resguardarlo del
viento, y secar la humedad de esta hora al calor de esa llama.

Ya que, diga lo que diga, la línea sobre la que usted caminaba, por ser tan recta quizá,
se torció cuando usted me vio, y capté el momento preciso en que usted me vio
gracias al momento preciso en que su camino dibujó una curva, y no una curva para
alejarse de mí, sino una curva para venir hacia mí, de lo contrario nunca nos
habríamos encontrado, porque usted se habría alejado de mi aún más, dado que
usted caminaba a la velocidad de quien se desplaza de un punto a otro; y yo no
habría podido alcanzarle ya que me desplazo lenta, tranquila, casi inmóvilmente con
el andar de quien no va de un punto a otro sino que, desde un lugar invariable,
acecha al que pasa ante él y espera que éste modifique ligeramente su recorrido. Y si
digo que dibujó una curva, bien que usted, sin duda, pretenderá decirme que era un
rodeo para evitarme, a lo cual yo le contestaré que era un movimiento para acercarse,
dado que al fin y al cabo usted no se ha desviado porque toda línea recta existe con
respecto a un plano, porque nos movemos según dos planos distintos, y porque a fin
de cuentas sólo existe el hecho que usted me ha mirado y que yo he interceptado esa
mirada o viceversa, pues aunque en un principio, era la línea sobre la que usted se
desplazaba, ahora, esa línea es relativa y compleja, ni curva ni recta, sino fatal.

El cliente
Sin embargo, no tengo deseos ilícitos para gustarle. Mi comercio, lo hago durante las
horas homologadas del día, en los lugares de comercio homologados e iluminados
por la luz eléctrica. Quizá sea una puta, pero si lo soy, mi burdel no es de este
mundo; el mío se extiende bajo la luz legal v cierra sus puertas de noche, sellado por
la ley e iluminado por la luz eléctrica, ya que hasta la luz del sol no es fiable y marca
sus preferencias. ¿Qué espera usted de un hombre que no da un paso que no esté
homologado y sellado v sea legal y esté inundado por la luz eléctrica en sus más
mínimos rincones? Y si estoy aquí, en recorrido, a la espera, en suspensión, en
desplazamiento, fuera de juego, fuera de la vida, provisional, prácticamente ausente,
por así decirlo –¿acaso se dice de un hombre que cruza el Atlántico en avión que se
encuentra en un momento dado en Groenlandia, y se encuentra realmente allí? ¿O en
el corazón tumultuoso del océano?– y si yo me he apartado de mi línea recta a pesar
de que ésta no tuviera motivo alguno para torcerse, de repente, desde el punto del
que vengo hasta el punto adonde me dirijo, ha sido porque usted me ha cortado el
paso, lleno de intenciones ilícitas y de sospechas contra mí de intenciones ilícitas.
Ahora bien, sepa que lo que más me repele en el mundo, más incluso que la
intención ilícita, más que la actividad ilícita en sí, es la mirada de quien sospecha que
uno está lleno de intenciones ilícitas y que las tiene de forma habitual; no sólo por
culpa de esa mirada tan turbia que sería capaz de enturbiar el torrente de una
montaña -y su mirada haría reflotar el barro del fondo de un vaso de agua- sino por
el mero peso de esa mirada, la virginidad que hay en mí se siente de pronto violada,
la inocencia culpable, y la línea recta, que supuestamente debía llevarme desde un
punto luminoso hasta otro punto luminoso, por su culpa se ha vuelto ganchuda y
laberinto oscuro en el oscuro territorio en que me he perdido.

El dealer
Intenta deslizar una espina bajo la silla de montar de mi caballo para que se enoje y
se desboque; pero, como mi caballo es nervioso y, a veces, rebelde, lo llevo con la
brida muy corta así no se desboca con tanta facilidad; una espina no es una cuchilla,
el animal sabe cuál es el espesor de su cuero y puede acostumbrarse a la comezón.
Sin embargo, ¿quién conoce a fondo el carácter de los caballos? A veces soportan una
aguja en su flanco, a veces una mota de polvo aprisionada bajo el arnés puede hacer
que se encabriten y giren sobre sí mismos hasta desarzonar al jinete.

Sepa que si le hablo, a esta hora, así, con suavidad, quizá todavía con respeto, no lo
hago a su manera: por la fuerza de las cosas, con un lenguaje que revela su miedo, un
pequeño miedo agudo, insensato, demasiado visible, como el del niño por el
guantazo posible de su padre; el mío, mi lenguaje, es el de quien no se deja
reconocer, el lenguaje de ese territorio y de esa parcela de tiempo en que los hombres
tiran de su correa y los puercos se dan cabezazos contra el cercado; yo me muerdo la
lengua como si tirara de la rienda de un semental para que no se lance sobre la
hembra, ya que si soltara la brida, si relajara ligeramente la presión de mis dedos y la
tracción de mis brazos, mis palabras me desarzonarían y me arrojarían hacia el
horizonte con la violencia de un caballo árabe que siente el desierto y al que ya nada
puede detener.

Por esta razón, desde la primera palabra, sin conocerle, le he tratado correctamente,
desde el primer paso que he dado hacia usted, un paso correcto, humilde y
respetuoso, sin saber si algo en usted merecía el respeto, sin conocer nada de usted
que pudiera hacerme saber si la comparación de nuestros dos estados autorizaba que
yo fuese humilde y usted arrogante, le he dejado la arrogancia a causa por la hora del
crepúsculo a la que nos hemos acercado uno a otro, porque a la hora del crepúsculo
en que usted se ha acercado a mí, la corrección ya no es obligatoria y se vuelve pues
necesaria, ya nada es obligatorio salvo una relación salvaje en la oscuridad, y yo
habría podido caer sobre usted como un trapo sobre la llama de una vela, habría
podido cogerle del cuello de la camisa, por sorpresa. Y esta corrección, necesaria pero
gratuita, que le he ofrecido, le une a mí, aunque sólo sea porque habría podido, por
orgullo, arrollarle como una bota aplasta un papel grasiento, pues yo sabía, gracias a
esa proporción que marca nuestra diferencia primera -y a esta hora y en este lugar
sólo la proporción marca la diferencia- ambos sabemos quién es la bota y quién, el
papel grasiento.

El cliente
Si acaso lo he hecho, sepa que hubiera deseado no haberle mirado. La mirada se
pasea y se detiene y cree estar en un terreno neutral y libre, como una abeja en un
campo de flores, como el hocico de una vaca en el espacio vallado de una pradera.
¿Pero qué hacer con la mirada? Mirar al cielo me pone nostálgico y clavar los ojos en
el suelo me entristece, lamentar algo y recordar que no se posee son dos cosas
agobiantes por igual. Entonces no tienes más remedio que mirar hacia delante, a tu
altura, sea cual sea el nivel al que tu pie está posado de forma provisional; por este
motivo, mientras yo caminaba por donde caminaba hace un instante y donde ahora
me encuentro retenido, mi mirada debía enfrentarse tarde o temprano a cualquiera
de las cosas posadas o en movimiento a la misma altura que yo; ahora bien, según la
distancia y las leyes de la perspectiva, todo hombre o animal está provisional y
aproximadamente a la misma altura que yo. Quizá, en efecto, la única diferencia que
nos queda para distinguirnos, o la única injusticia si usted prefiere, es la que hace
que uno tema vagamente un guantazo posible del otro; y la única semejanza o la
única injusticia si usted prefiere, es nuestra mutua ignorancia del grado al que ese
miedo es compartido, del grado de realidad futura de esos guantazos, y del grado
respectivo de violencia.

Así no hacemos otra cosa que reproducir la relación ordinaria entre los hombres y los
animales a las horas y en los lugares ¡lícitos y tenebrosos que ni la ley ni la
electricidad han invadido; y por eso, por odio a los animales y por odio a los
hombres, prefiero la ley y prefiero la luz eléctrica y llevo razón al creer que toda luz
natural v todo aire no filtrado y la temperatura de las estaciones no corregida
convierte el mundo en un azar; ya que no hay paz ni derecho alguno en los
elementos naturales, no hay comercio en el comercio ilícito, sólo está la amenaza y la
huida y el golpe sin objeto por vender y sin objeto por comprar y sin moneda válida
y sin escala de precios, tinieblas, tinieblas de los hombres que se abordan en la noche;
en resumidas cuentas, si usted me ha abordado es porque quiere pegarme; y si le pre-
guntara por qué quiere pegarme, usted me contestaría, lo sé, que es por una razón
suya, secreta, que no es necesario, sin duda, que yo conozca. Con lo cual, no le
preguntaré nada. ¿Acaso hablas con una teja que cae del techo y que va a romperte la
crisma? Somos una abeja que se ha posado en la flor equivocada, somos el hocico de
una vaca que ha querido pastar al otro lado del cercado eléctrico; callamos o huimos,
lamentamos, esperamos, hacemos lo que podemos, motivos insensatos, ilegalidad,
tinieblas.

He puesto el pie en el arroyo de un establo por donde fluyen misterios como


desechos de animales; y de esos misterios y de esa oscuridad que son los suyos es de
donde surge la norma según la cual entre dos hombres que se cruzan siempre
conviene elegir ser quien ataca; y sin duda, a esta hora y en este lugar, habría que
acercarse a cualquier hombre o animal sobre el que la mirada se haya detenido para
pegarle y decirle: no sé si tenías intención de pegarme, por una razón insensata y
misteriosa que de todas maneras no habrías creído necesario revelarme, pero, fuera
como fuese, he preferido hacerlo en primer lugar, y mi razón, si es insensata, al
menos no es secreta: es que flotaba la posibilidad, por mi presencia y por la suya y
por la con- fluencia accidental de nuestras miradas, de que usted me golpeara el
primero, y he preferido ser la teja que cae en vez de ser el cráneo, el cercado eléctrico
en vez del hocico de la vaca.

De lo contrario, si de verdad fuéramos, usted el vendedor en posesión de unas


mercancías tan misteriosas que rechaza desvelar y que no tengo ningún medio de
adivinar, y yo, el comprador con un deseo tan secreto que lo ignoro hasta yo mismo y
que debería, para asegurarme de que tengo uno, rascar mi recuerdo como una costra
para derramar la sangre, si esto fuera cierto, ¿por qué sigue ocultándome sus
mercancías, cuando me he detenido, y estoy aquí, y espero? es como si las llevara a
cuestas dentro de un gran bolso sellado, por efecto de una impalpable ley de la
gravedad, como si no existieran y no pudieran existir a menos que adoptaran la
forma de un deseo; se diría que son como esos tipos que hacen de ganchos, en la
puerta de los clubs de striptease, que te agarran por el codo cuando vuelves a casa de
noche para meterte en la cama, y que te musitan al oído: ella está aquí, esta noche. En
cambio, si me las enseñara, si le pusiera un nombre a su oferta, cosas lícitas o ilícitas,
pero nombradas y por lo menos juzgables, si me las nombrara, yo sabría decir no, y
dejaría de sentirme como un árbol sacudido por un viento venido de ninguna parte
que cuartea sus raíces. Puesto que sé decir no y me gusta decir no, soy capaz de
abrumarle con mis no, de hacerle descubrir todas las maneras que hay de decir no,
que empiezan por todas las maneras de decir sí, como las coquetas que se prueban
todas las camisas y todos los zapatos para no llevarse ninguno, y el placer que les
produce probárselos todos no es otro que el placer que les produce rechazarlos.
Decídase, muéstrese: ¿es usted la mala bestia que aplasta el pavimento, o es usted un
comerciante? En tal caso, exponga su mercancía primero, y me detendré a mirarla.

El dealer
Porque quiero ser un comerciante, y no una mala bestia, sino un verdadero
comerciante, no le digo lo que poseo, sino que le hago una propuesta, dado que no
quiero soportar rechazo alguno, cosa que el comerciante recela por encima de todo,
pues es un arma de la que él mismo no dispone. Por tanto, yo nunca he aprendido a
decir no, y no quiero aprenderlo; en cambio conozco todos los tipos de sí: sí espere
un poco, espere mucho, espere conmigo una eternidad aquí; sí lo tengo, lo tendré, lo
tenía y lo tendré de nuevo, no lo he tenido nunca, pero lo conseguiré para usted. Y
que alguien venga a decirme: supongamos que tienes un deseo, que lo confiesas, y
que ¿no tienes nada para satisfacerlo? yo diría: tengo lo necesario para satisfacerlo; si
me dijeran: ¿imagina aún así que no lo tienes? -incluso imaginando, lo sigo teniendo.
Y que me digan: pongamos por último caso que ese deseo sea de tal calibre que ni tú
mismo quieras pensar en lo que hace falta para satisfacerlo. Pues bien, incluso no
queriéndolo, a pesar de ello, tengo lo que hace falta, aún así.

Pero cuánto más correcto es un vendedor, más perverso es el comprador; todo


vendedor procura satisfacer un deseo que todavía desconoce, mientras que el
comprador siempre somete su deseo a la satisfacción primera de poder rechazar lo
que se le ofrece; así su deseo inconfesado es exaltado por el rechazo, y olvida su
deseo en el placer que experimenta humillando al vendedor. Pero yo no soy de esa
raza de comerciantes que invierten sus rótulos para satisfacer la afición de sus
clientes a la ira y la indignación. No estoy aquí para dar placer, sino para colmar el
abismo del deseo, recordar el deseo, obligar el deseo a tener un nombre, arrastrarlo
por el suelo, darle una forma y un peso, con la crueldad obligatoria que hay en dar
una forma y un peso al deseo. Y porque veo el suyo aparecer como la saliva en la
comisura de sus labios que sus labios vuelven a tragar, esperaré a que se derrame por
su barbilla o a que lo escupa antes de ofrecerle un pañuelo, porque si se lo ofreciera
demasiado pronto, sé que usted lo rechazaría, y ese es un sufrimiento que en modo
alguno estoy dispuesto a padecer.

Porque lo que todo hombre o animal teme, a esta hora en que el hombre camina a la
misma altura que el animal y el animal camina a la misma altura que el hombre, no
es el sufrimiento, ya que el sufrimiento se calibra, así como se calibra la capacidad de
infligir y tolerar el sufrimiento; lo que teme por encima de todo, es la extrañeza del
sufrimiento, así como la posibilidad de tener que soportar un sufrimiento que no le
sea familiar. Por tanto, la distancia que siempre mantendrá alejadas a las bestias de
las señoritas que pueblan el mundo resulta no tanto de la evaluación respectiva de
sus fuerzas, porque en tal caso, el mundo se dividiría muy sencillamente entre las
bestias y las señoritas, la bestia se lanzaría sobre la señorita y el mundo sería simple;
sino del hecho que la bestia se mantiene alejada de la señorita, y así seguirá
ocurriendo durante varias eternidades, gracias al misterio infinito y la infinita
extrañeza de las armas, como esos pequeños sprays que ellas llevan en su bolso de
mano, cuyo líquido proyectan en los ojos de las bestias para hacerlas llorar, y de
pronto vemos a las bestias llorar delante de las señoritas, con toda su dignidad
aniquilada, quedarse en nada, ni hombre, ni animal, tan sólo lágrimas de vergüenza
en la tierra de un descampado. Por esta razón las bestias y las señoritas se temen por
igual, porque sólo infliges los sufrimientos que tú mismo eres capaz de soportar, y
porque sólo temes los sufrimientos que tú mismo no eres capaz de infligir.

Entonces se lo ruego, no se niegue a decirme el objeto de su fiebre, de su mirada


sobre mí, la razón, no se niegue a decírmela; y si se trata de no herir su dignidad,
pues bien, dígala como se lo diría a un árbol, o al muro de una cárcel, o en la soledad
de un campo de algodón por el que paseara desnudo, de noche; dígamela sin
mirarme siquiera. Ya que la única crueldad verdadera a esta hora del crepúsculo en
que nos encontramos los dos no radica en el hecho de que un hombre hiera a otro, o
lo mutile, o lo torture, o le arranque los miembros v la cabeza, o incluso le haga
llorar; la verdadera y terrible crueldad es la del hombre o la del animal que vuelve al
hombre o al animal incompleto, que lo interrumpe como unos puntos suspensivos en
medio de una frase, que le da la espalda después de haberlo mirado, lo que
convierte, al animal o al hombre, en un error de la mirada, en un error del juicio, en
un error, como una carta que se ha empezado y que se arruga brutalmente justo
después de haber escrito la fecha.

El cliente
Usted es un bandido demasiado extraño, que no roba nada o tarda demasiado en
robar, un merodeador excéntrico que se introduce de noche en el vergel para sacudir
los árboles, y que se va sin recoger sus frutos. Es usted el acostumbrado a estos
lugares, yo aquí soy el extranjero; soy el que tiene miedo y, que tiene razón de tener
miedo; soy el que no lo conoce y no puede conocerlo, el que tan sólo se figura su
silueta en la oscuridad. Era usted quien debía adivinar, quien debía nombrar algo y
entonces, quizá, con un ligero cabeceo, yo le habría dado mi aprobación, con un
signo, usted lo habría comprendido; pero no quiero que mi deseo sea derramado
para nada como sangre en tierra extranjera. Usted, usted no arriesga nada; usted
conoce de mí la inquietud y la duda y la desconfianza; sabe de dónde vengo y
adónde voy; conoce estas calles, conoce esta hora, conoce sus planes; yo, no conozco
nada y yo, lo arriesgo todo. Ante usted, me siento como ante esos hombres
travestidos en mujer que se disfrazan de hombre, al final, ya no sabes dónde está su
sexo.

Porque su mano se ha posado sobre mí como la de un bandido sobre su víctima o


como la de la ley sobre el bandido, y desde entonces sufro, ignorante, ignorando mi
fatalidad, ignorando si soy juzgado o si soy cómplice, de no saber por qué sufro,
sufro de no saber qué herida me está haciendo ni por donde fluye mi sangre. Quizá,
en efecto, usted no sea tan extraño, sino retorcido; quizá no sea más que un siervo
disfrazado de ley, de esos que la ley segrega a imagen y semejanza del bandido para
cazarle mejor; al fin y al cabo, quizá sea usted más leal que yo. Y entonces, para nada,
por accidente, sin que yo haya dicho nada ni querido nada, porque yo no sabía quién
era usted, porque soy el extranjero que no conoce el idioma, ni las costumbres, ni lo
que aquí es correcto o incorrecto, el haz o el envés, y que actúa deslumbrado,
perdido, como si le hubiese pedido algo, como si le hubiese pedido la peor de todas
las cosas posibles y fuera culpable por ello. Un deseo como sangre a sus pies ha
manado fuera de mí, un deseo que no conozco ni reconozco, que sólo usted conoce y
juzga.

Si así es, si usted procura, con el celo sospechoso del traidor, forzarme a actuar con o
contra usted para que, en cualquier caso, yo sea culpable, si de eso se trata, entonces
reconozca al menos que aún no he actuado ni para ni contra usted, que aún no se me
puede reprochar nada, que he sido honrado hasta este momento. Declare a mi favor
que no me he complacido en la oscuridad en la que usted me retiene, que sólo me he
detenido porque usted ha puesto su mano sobre mí; declare que he llamado a la luz,
que no me he deslizado en la oscuridad como un ladrón, por voluntad propia y con
unas intenciones ilícitas, sino que me ha cogido desprevenido y he gritado como un
niño grita en su cama cuando la lamparilla de pronto se apaga.

El dealer
Si cree que me alientan intenciones violentas para con usted -y quizá esté en lo cierto-
, no le ponga, demasiado pronto, ni un género ni un nombre a esa violencia. Usted ha
nacido con la idea de que el sexo de un hombre se esconde en un lugar preciso, en el
cual permanece, y se aferra con cautela a esta idea; no obstante, yo sé -aunque haya
nacido de la misma manera que usted- que el sexo de un hombre, con el tiempo que
dedica a esperar y olvidar, a permanecer sentado en soledad, se desplaza
suavemente de un lugar a otro, nunca escondido en un lugar preciso, sino visible ahí
donde no se le busca; y que ningún sexo, pasado el tiempo en que el hombre ha
aprendido a sentarse y descansar tranquilamente en su soledad, se parece a otro, no
más de lo que un sexo macho se parece a un sexo hembra; que no existe disfraz
alguno para una cosa así, sino una suave vacilación de las cosas, como las estaciones
intermedias que no son ni el verano disfrazado de invierno, ni el invierno de verano.
Sin embargo, no merece la pena perder el juicio por una suposición; hay que dominar
la imaginación como se domina a la propia novia: si es bueno verla mariposear, es
estúpido dejar que pierda el sentido del decoro. No soy retorcido, sino curioso; he
puesto mi mano sobre su brazo por pura curiosidad, para saber si, a la carne que
aparenta ser la de una gallina desplumada, corresponde el calor de la gallina viva o
el frío de la gallina muerta, y ahora lo sé. Sin ánimo de ofender, diré que usted sufre
del frío como la gallina viva medio desplumada, como la gallina víctima, en el
sentido estricto del término, de la tiña desplumadora; y cuando yo era pequeño,
corría tras ellas en el corral para palparlas y descubrir, por pura curiosidad, si su
temperatura era la de la muerte o la de la vida. Hoy le he tocado, he sentido en usted
el frío de la muerte, pero también he sentido el sufrimiento del frío, como sólo un ser
vivo puede sufrir. Por eso le he ofrecido mi chaqueta para cubrir sus hombros, dado
que yo no sufro del frío. Y nunca he sufrido de él, hasta tal punto que he llegado a
sufrir de no conocer ese sufrimiento, hasta tal punto que el único sueño que tenía,
cuando era pequeño -de esos sueños que no son objetivos sino prisiones
suplementarias, como cuando el niño descubre los barrotes de su primera cárcel,
como aquellos que, nacidos entre esclavos, sueñan que son hijos de señores- mi
sueño era conocer la nieve y el hielo, conocer el frío que a usted le hace sufrir.

Si solamente le he prestado mi chaqueta, no es porque yo no sepa que usted sufre del


frío no sólo en la parte superior de su cuerpo, sino, todo sea dicho sin ofenderle, de
arriba abajo y quizá incluso un poco más allá; en cuanto a mí, siempre he pensado
que se debe ceder al friolero la pieza de ropa correspondiente al lugar donde tiene
frío, aún corriendo el riesgo de acabar desnudo, de arriba abajo y tal vez incluso un
poco más allá; pero mi madre, que no era nada avariciosa sino dotada del sentido del
decoro, me dijo que si es laudable dar la camisa o la chaqueta o cualquier otra cosa
que cubra la parte superior del cuerpo, siempre hay que sopesar detenidamente el
ofrecer los zapatos, y que en ningún caso conviene ceder los pantalones.

Ahora bien, así como sé -sin explicármelo pero con una certeza absoluta- que la tierra
en la que estamos posados usted y yo y los demás está a su vez posada en equilibrio
sobre el cuerno de un toro y mantenida en esta posición por la mano de la
providencia, así mismo procuro, sin saber del todo por qué pero sin vacilación
alguna, permanecer en el límite de lo conveniente, evitando lo inconveniente como el
niño debe evitar asomarse al borde del tejado antes incluso de comprender la ley de
la caída de los cuerpos. Y así como el niño cree que le prohíben asomarse al borde del
tejado para impedir que se eche a volar, así creí yo durante mucho tiempo que
prohibían al muchacho ceder sus pantalones para impedirle desvelar el entusiasmo o
la desidia de sus sentimientos. Pero hoy, cuando comprendo más cosas y reconozco
mejor las cosas que no comprendo, tras haber permanecido en este lugar y a esta
hora durante tanto tiempo, cuando he visto pasar a tanta gente, a la que he mirado y
en cuyo brazo he posado mi mano, tantas veces, sin comprender nada y sin querer
comprender nada pero sin renunciar a mirarla, a pesar de ello, y de intentar posar mi
mano sobre su brazo -ya que es más fácil atrapar a un hombre que pasa que a una
gallina en un corral-, sé muy bien que no hay inconveniencia alguna ni en el
entusiasmo ni en la desidia que precise ser ocultada, y que hay que seguir la norma
sin saber porqué.

Diré, además, sin ánimo de ofenderle, que esperaba, al cubrir sus hombros con mi
chaqueta, hacer que su apariencia me resultara más familiar. Demasiada extrañeza
puede intimidarme, y, al verle acercarse a mí hace un rato, me he preguntado por
qué el hombre sano se viste como una gallina víctima de la tiña que pierde sus
plumas y, sigue paseándose por el corral con las plumas fijadas sobre su piel al azar
de su enfermedad; v sin duda, por timidez, me habría limitado a encogerme de
hombros, apartándome para evitarle, de no haber visto en su mirada clavada sobre
mí, el fulgor de quien pretende, en el sentido estricto del término, pedir algo, y ese
fulgor ha distraído mi atención de su atuendo.

El cliente
¿Qué espera conseguir de mí? Cada gesto que tomo por un golpe concluye con una
caricia; resulta inquietante ser acariciado cuando uno espera ser golpeado. Exijo,
como mínimo, que desconfíe de mí, si quiere que me deje entretener. Si bien, por
casualidad, pretende venderme algo ¿por qué no duda primero de que yo tenga con
qué pagarle? Quizá mis bolsillos estén vacíos; habría sido honesto, por su parte, que
me pidiera en primer lugar esparcir mi dinero sobre el mostrador, como se hace con
los clientes dudosos. Usted no me ha pedido nada semejante: ¿qué placer le ofrece el
riesgo de ser engañado? No he venido hasta aquí en busca de dulzura; la dulzura
obra al por menor, ataca por partes, despieza las fuerzas como un cadáver en la sala
de medicina. Necesito mi integridad; la malevolencia, al menos, me conservará
entero. Enfádese; de lo contrario, ¿dónde se alimentaría mi fuerza? Enfádese:
haremos mejor nuestro negocio, y estaremos seguros de que ambos tratamos el
mismo asunto. Ya que, si comprendo de dónde saco mi propio placer, no comprendo
de dónde saca usted el suyo.

El dealer
De haber tenido la mínima sospecha acerca de su capacidad para pagar lo que ha
venido a buscar, me hubiese apartado de usted cuando se acercó a mí. Los
comerciantes vulgares exigen a sus clientes pruebas de solvencia, pero las tiendas de
lujo saben adivinarlas y no preguntan nada, ni se rebajan nunca a verificar el mon-
tante del cheque ni la conformidad de la firma. Hay objetos por vender y objetos por
comprar de tal calibre que no se duda de la competencia del comprador a la hora de
satisfacer la deuda, ni siquiera se cuestiona cuánto tiempo tardará en decidirse. Por
tanto, soy paciente, porque no ofendes a un hombre que se aleja cuando sabes que
volverá sobre sus pasos. No puedes retirar el insulto, mientras sí puedes resarcir la
gentileza, y más vale abusar de ella que usar una sola vez lo primero. Así que no me
enfadaré todavía, tengo tiempo de enfadarme y tal vez me enfade cuando todo ese
tiempo haya transcurrido.

El cliente
¿Y si -pongamos por caso- confesara que sólo he recurrido a la arrogancia -sin placer
alguno- porque usted me rogó que lo hiciera al acercarse a mí, con algún propósito
que aún no he adivinado -se me dan muy mal las adivinanzas- y por el cual, sin
embargo, me retiene aquí? ¿si por ejemplo le dijera que lo que me retiene aquí es la
incertidumbre de sus intenciones, y el interés que me despiertan? En la extrañeza de
la hora y la extrañeza del lugar y la extrañeza de su acercamiento a mí me habría
acercado a usted, animado por ese movimiento que todas las cosas conservan de
manera indeleble mientras no se les oponga el movimiento contrario. ¿Y si me
hubiera acercado a usted por inercia? Llevado del brazo no por voluntad propia sino
por esa atracción que se apodera de los príncipes cuando van a las posadas a
encanallarse, o la del niño que desciende a la bodega en secreto, la atracción del
objeto minúsculo y solitario por la masa oscura, impasible que está en la sombra; me
habría aproximado a usted, midiendo tranquilamente la indolencia del ritmo de la
sangre en mis venas, preguntándome si esa indolencia iba a ser excitada o desecada
del todo; lentamente quizá, pero lleno de esperanza, despojado de deseos
formulables, dispuesto a que la oferta me satisficiera, porque, fuera lo que fuese lo
que me propusieran, habría sido como el surco de un campo estéril por un dilatado
abandono que ya no diferencia las semillas cuando caen en él; dispuesto a
satisfacerme con cualquier cosa, en la extrañeza de nuestro acercamiento, de lejos
habría creído que usted se acercaba a mí, de lejos habría tenido la impresión de que
me miraba; entonces, me habría acercado a usted, le habría mirado, habría estado
cerca de usted, esperando -demasiadas cosas- demasiadas cosas, no tanto que lo
adivinase, pues ni siquiera yo sé, ni siquiera sé adivinar, pero lo que yo esperaba era
el placer del deseo y la idea del deseo, el objeto, el precio, y la satisfacción.

El dealer
No hay vergüenza alguna en olvidar por la noche lo que se recordará a la mañana
siguiente; la noche es el momento del olvido, de la confusión, del deseo tan caliente
que deviene vapor. Sin embargo, la mañana lo recoge como un nubarrón encima de
la cama, y sería necio no prever por la noche la lluvia de la mañana. Con lo cual si
usted me dijera, pongamos por caso, que de momento no dispone de un deseo que
expresar, por cansancio o por olvido o por un exceso de deseo que lleva al olvido, yo,
a cambio, le pediría que no se fatigara más y que tomara prestado el de otra persona.
Un deseo se roba, pero no se inventa; ahora bien, la chaqueta de un hombre da el
mismo calor llevada por otro, y un deseo se quita más fácilmente que una prenda.
Puesto que debo vender a cualquier precio y que a cualquier precio tendrá usted que
comprar, pues bien, compre para otros que usted -cualquier deseo que ande ron-
dando y que usted recoja zanjará el asunto-, por ejemplo, para regodear y satisfacer a
quien se despierta junto a usted por la mañana entre sus sábanas, una novia que al
despertarse deseará algo que usted aún no tiene, que le placerá ofrecerle, y que se
sentirá feliz de poseer porque me lo habrá comprado a mí. La suerte del comerciante
es que existan tantas personas diferentes tantas veces comprometidas con tantos
objetos diferentes de tantas maneras diferentes, ya que la memoria de unos es
suplantada por la memoria de otros. Y la mercancía que va a comprarme podrá
servir a cualquier otro si -pongamos por caso- usted no llegara a necesitarla.

El cliente
La norma quiere que un hombre que se cruza con otro siempre acabe por darle una
palmadita en el hombro hablándole de mujeres; la norma quiere que el recuerdo de
la mujer sirva de último recurso a los combatientes cansados; la norma quiere eso, su
norma; no me someteré a ella. No quiero hallar la paz en la ausencia de la mujer, ni
en el recuerdo de una ausencia, ni en el recuerdo de lo que sea. Los recuerdos me dan
asco y los ausentes también; prefiero los platos que aún no he probado a la comida
digerida. No quiero una paz venida de cualquier parte; no quiero hallar la paz.

Ahora bien, la mirada del perro no abarca otra cosa que la suposición de que todo, a
su alrededor, es perruno de toda evidencia. Así pretende usted que el mundo en el
que estamos usted y yo está sujeto a la punta del cuerno de un toro por la mano de
una providencia; sin embargo, yo sé que flota, posado sobre la espalda de tres
ballenas; que no hay providencia ni equilibrio, sino el capricho de tres monstruos
idiotas. Por tanto, nuestros mundos son distintos, y nuestra extrañeza se mezcla con
nuestra naturaleza como la uva y el vino. No, no levantaré la pata, ante usted, en el
mismo lugar que usted; no experimento la misma gravedad que usted; no nos parió
la misma hembra. Porque yo no despierto por la mañana, ni duermo entre sábanas.

El dealer
No se enfade, compadre, no se enfade. Sólo soy un pobre vendedor que no conoce
más que este trozo de territorio en el que aguardo para vender, que no conoce más
de lo que su madre le ha enseñado; y como ella no sabía nada, o casi, yo tampoco sé
nada, o casi. Pero un buen vendedor trata de decir lo que el comprador quiere oír, y,
para procurar adivinarlo, debe lamerle un poco para reconocer su olor. El suyo no
me resultó nada familiar, no nos parió, en efecto, la misma madre. Pero con el
propósito de poder acercarme a usted, he supuesto que a los dos nos parió una
madre, que su madre le dio hermanos como a mí, en una cantidad incalculable como
una crisis de hipo después de una comilona; lo que nos une pues, en cualquier caso,
es la ausencia de rareza que a ambos nos caracteriza. Y me he aferrado a eso que por
lo menos tenemos en común, ya que se puede viajar durante largo tiempo en el
desierto con la condición de tener un punto de referencia en alguna parte. Pero si me
he equivocado, si a usted no le parió una madre, y si nadie le dio hermanos, si no
tiene ninguna novia que se despierte junto a usted por la mañana entre sus sábanas,
le pido perdón compadre.

Dos hombres que se cruzan no tienen otra elección que pegarse, con la violencia del
enemigo o la dulzura de la fraternidad. Si al fin y al cabo, en el desierto de esta hora,
optan por evocar lo que no está aquí, del pasado o del sueño, o de la carencia, es
porque no se afronta de forma directa tanta extrañeza. Ante el misterio conviene
abrirse y revelarse por entero para forzar el misterio a desvelarse a su vez. Los
recuerdos son las armas secretas que el hombre guarda consigo cuando se ve
despojado, la franqueza postrera que exige a cambio la misma franqueza; la última
desnudez verdadera. No saco de lo que soy ni gloria ni confusión, pero usted me es
desconocido, y aún más desconocido a cada instante, pues bien, como la chaqueta
que me he quitado y le he ofrecido, como mis manos que le he mostrado desarmadas,
si yo soy un perro y usted un ser humano, o si soy humano y usted otra cosa, fuera
cual fuese mi raza o la suya, la mía, al menos, la ofrezco a su mirada, le dejo tocarla,
palparme y habituarse a mí, como un hombre se deja cachear para no ocultar sus
armas.

Por eso le propongo, prudentemente, gravemente, tranquilamente, que me mire con


amistad, porque los negocios salen mejor en un ambiente de familiaridad. No trato
de engañarle, y no pido nada que usted no quiera darme. La única camaradería con
la que valga la pena comprometerse no implica actuar de cierta manera, implica no
actuar en absoluto; le propongo la inmovilidad, la paciencia infinita y la injusticia
ciega del amigo. Porque no hay justicia entre quienes no se conocen, y no hay
amistad entre los que sí se conocen, del mismo modo que no hay puente sin abismo.
Mi madre siempre me decía que es necio rechazar un paraguas cuando sabes que va
a llover.

El cliente
Prefería que fuera retorcido a que se mostrara amistoso. La amistad es más racana
que la traición. De haber necesitado algún sentimiento, se lo habría dicho, le habría
preguntado su precio y resuelto mi deuda. Pero los sentimientos sólo pueden
intercambiarse con sus semejantes; es un falso comercio con moneda falsa, un
comercio de pobre que imita al comercio. ¿Acaso se cambia un saco de arroz por un
saco de arroz? Usted no tiene nada que proponer, por eso esparce sus sentimientos
sobre el mostrador, como acostumbran a hacerlo los malos comercios en época de
rebajas, y después ya no es posible quejarse del producto. Yo no tengo ningún
sentimiento que darle a cambio; no dispongo de esa moneda, no he pensado llevarla
conmigo, puede registrarme. Entonces, guarde su mano en su bolsillo, guarde su
madre en su familia, guarde sus recuerdos para su soledad, es lo mínimo que se
puede pedir.

Nunca querré esa familiaridad que usted trata, a escondidas, de instaurar entre
nosotros. No he querido su mano sobre mi brazo, no he querido su chaqueta, no
quiero arriesgarme a que me confundan con usted. Sepa que si a usted le ha
sorprendido mi atuendo hace un rato, y que no ha creído oportuno ocultar su
sorpresa, mi sorpresa no fue menor al ver cómo se encaminaba hacia mí. Pero, en
territorio ajeno, el extranjero toma la costumbre de enmascarar su sorpresa, porque
para él toda bizarría es una costumbre local, y no tiene más remedio que amoldarse a
ella como al clima o al plato regional. Pero si yo le llevara entre los míos y, usted
fuese el extranjero forzado a ocultar su sorpresa, y nosotros los autóctonos libres de
propalarla, le rodearíamos señalándole con el dedo, le tomaríamos sobre seguro por
una atracción de feria, y a mí me preguntarían dónde se compran las entradas.

Usted no está aquí por el comercio. Yo diría que se arrastra para mendigar y robar,
acto subsiguiente, como la guerra lo es a las negociaciones. Usted no está aquí para
satisfacer deseos. Porque yo, deseos, tenía, pero se han derrumbado a nuestro
alrededor, los hemos pisoteado; unos grandes, otros pequeños, unos complicados,
otros fáciles, le habría bastado con agacharse para recogerlos a puñados; en cambio
los ha dejado rodar por la alcantarilla, porque incluso los pequeños, incluso los
fáciles, no tiene con qué satisfacerlos. Usted es pobre y, está aquí no por gusto sino
por pobreza, necesidad e ignorancia. Yo no simulo que compro imágenes piadosas ni
que pago los acordes miserables de una guitarra a la vuelta de la esquina. Practico la
caridad si me apetece practicarla, o pago el precio de las cosas. Pero que los
mendigos mendiguen, que se atrevan a tender la mano, y que los ladrones roben.

Yo no pretendo ni insultarle ni gustarle; no quiero ser bueno ni malo, ni golpear, ni


que me golpeen, ni seducir, ni que usted intente seducirme. Quiero ser cero.
Desconfío de la cordialidad, no tengo vocación de hermana de la caridad, y más que
la de los golpes, temo la violencia de la camaradería. Seamos dos ceros muy
redondos, impenetrables el uno para el otro, provisionalmente yuxtapuestos, y que
ruedan, cada uno, en su propia dirección. Aquí, a solas usted y yo, en la soledad
infinita de esta hora y de este lugar que no son ni una hora ni un lugar definibles,
porque no hay razón alguna para que yo me encuentre aquí con usted ni razón algu-
na para que usted se cruce conmigo ni razón para la cordialidad ni cifra razonable
para precedernos y darnos un sentido, seamos dos sencillos, solitarios y, orgullosos
ceros.

El dealer
Pero ahora es demasiado tarde; la cuenta atrás ya ha empezado y será preciso
apurarla. Es justo robar a quién no quiere ceder y atesora celosamente sus cofres para
su placer solitario, mas es grosero robar cuando todo está por vender y, todo por
comprar. Y si es provisionalmente conveniente estar endeudado con alguien -lo que
no es más que un plazo justo otorgado- resulta obsceno dar y obsceno aceptar que te
den algo gratis. Nos hemos encontrado aquí para el comercio y no para la batalla, por
tanto, no sería justo que hubiese un perdedor y un ganador. Usted no se irá como un
ladrón con los bolsillos llenos, se olvida del perro que vigila la calle y que le morderá
el culo.

Ya que ha venido aquí, en medio de la hostilidad de los hombres y los animales


iracundos, sin buscar nada tangible, ya que quiere ser herido por no sé qué oscura
razón, antes de darme la espalda, va a tener que pagar y vaciar sus bolsillos, para que
no nos debamos nada ni nos hayamos dado nada. Desconfíe del mercader: el
mercader al que roban es más celoso que el propietario al que saquean, desconfíe del
mercader: su discurso tiene la apariencia del respeto y la dulzura, la apariencia de la
humildad, la apariencia del amor, sólo la apariencia.

El cliente
¿Qué es lo que ha perdido que yo haya ganado? Por mucho que hurgue en mi
memoria, yo no he ganado nada. Estoy dispuesto a pagar el precio de las cosas; pero
no pago el viento, la oscuridad, la nada que hay entre nosotros. Si usted ha perdido
algo, si su fortuna es más ligera de lo que era antes de cruzarse conmigo, ¿dónde ha
ido a parar lo que nos falta a los dos? Enséñemelo. No, no he gozado de nada, no, no
pagaré nada.

El dealer
Si quiere saber lo que desde el principio estaba escrito en su factura, y que tendrá que
pagarme antes de darme la espalda, le diré que es la espera, y la paciencia, y el
artículo que el vendedor hace al cliente, y la esperanza de vender, la esperanza sobre
todo, que convierte en un deudor a cualquier hombre que se acerque a otro con una
petición en la mirada. De toda promesa de venta se deduce la promesa de compra, y
el débito debe ser pagado por quién rompe la promesa.

El cliente
No estamos, usted y yo, perdidos a solas en medio de los campos. Si me pusiera a
gritar por ahí, cerca de aquel muro, allá arriba, en el cielo, vería unas luces brillar,
unos pasos acercarse, gente acudir en mi ayuda. Si es duro odiar solo, entre varios se
convierte en un placer. Usted ataca antes a los hombres que a las mujeres, y supone
que todo hombre considera indigno gritar; cuenta con la dignidad, la vanidad, el
mutismo de los hombres. Le regalo esa dignidad. Si lo que quiere es hacerme daño,
llamaré, gritaré, pediré auxilio, le haré oír todas las maneras que hay de pedir
auxilio, porque las conozco todas.

El dealer
Si no es la deshonra de la huida la que se lo impide, ¿por qué no huye? La huida es
un medio sutil de combate; usted es sutil; debería huir. Usted es como esas señoras
gordas en los salones de té que se deslizan entre las mesas volcando las cafeteras:
pasea su culo detrás de usted como un pecado que le atormenta, y se gira en todas
las direcciones para hacer creer que su culo no existe. Pero por mucho que lo intente,
se lo morderán de todas formas.
El cliente
No soy de la raza de los que atacan primero. Pido tiempo. Tal vez sería mejor, al fin y
al cabo, buscarnos los piojos en lugar de mordernos. Pido tiempo. No quiero ser
lastimado como un perro distraído. Venga conmigo; busquemos gente, la soledad
nos fatiga.

El dealer
Ahí está esa chaqueta que rechazó cuando se la ofrecí y ahora, va a tener que
agacharse para recogerla.

El cliente
Si acaso he escupido sobre algo, lo he hecho sobre generalidades, y sobre una prenda
que no es una prenda; y si le ha parecido que era en su dirección, no ha sido en su
contra, usted no ha tenido que hacer ningún movimiento para esquivar el escupitajo;
y si usted hace algún movimiento para recibirlo en la cara, por gusto, por
perversidad o por cálculo, eso no quita para que yo sólo haya mostrado algún
desprecio a ese trapo, y un trapo no pide cuentas. No, no doblaré la espalda ante
usted, eso es imposible, no tengo la flexibilidad de un fenómeno de feria. Hay
movimientos que el hombre no puede hacer, como el de lamerse su propio culo. No
pagaré por una tentación que no he tenido.

El dealer
Un hombre no debe permitir que alguien insulte una de sus prendas. Ya que, si la
verdadera injusticia de este mundo es el azar del nacimiento de un hombre, el azar
del lugar y de la hora, la única justicia, es su vestimenta. El traje de un hombre es,
mejor que sí mismo, lo más sagrado que tiene: lo que no sufre; es el punto de equi-
librio en el que la justicia derriba a la injusticia, y no hay que maltratar ese punto. Por
eso hay que juzgar a un hombre por su traje, no por su rostro, ni sus brazos, ni su
piel. Si es normal escupir sobre el nacimiento de un hombre, es peligroso escupir
sobre su rebelión.

El cliente
Entonces le propongo la igualdad. Pago por su chaqueta revolcada en el polvo con
mi chaqueta revolcada en el polvo. Seamos iguales, con igualdad de orgullo, con
igualdad de impotencia, igualmente desarmados, sufriendo por igual del frío y del
calor. Su semi-desnudez, su parte de humillación, las pago con la mitad de las mías.
Nos queda otra mitad, de sobra para atrevernos todavía a mirarnos y olvidar lo que
ambos hemos perdido por inadvertencia, por riesgo, por esperanza, por distracción,
por azar. A mí, me quedará además la inquietud persistente del deudor que ya ha
pagado.

El dealer
¿Por qué, lo que pide, abstractamente, intangiblemente, a esta hora de la noche, por
qué, lo que le habría pedido a otro, por qué no me lo ha pedido a mí?

El cliente
Desconfíe del cliente: parece que busca una cosa mientras que quiere otra distinta,
que el vendedor no sospecha, y que, por último, obtendrá.
El dealer
Si huyese, le seguiría; si se derrumbara bajo mis golpes, me quedaría cerca de usted
hasta que se despertara; y si decidiese no despertarse, permanecería a su lado, en su
sueño, en su inconsciencia, más allá. Sin embargo, no deseo pelearme con usted.

El cliente
No temo pelearme, pero desconfío de las reglas que no conozco.

El dealer
No hay reglas; sólo medios; sólo hay armas.

El cliente
Intente darme, no lo conseguirá; intente herirme: cuando la sangre se derrame, pues
bien, lo hará por ambos lados e, ineluctablemente, la sangre nos unirá, como dos
indios junto al fuego, que intercambian su sangre en medio de los animales salvajes.
No hay amor, no hay amor. No, no podrá herir nada que no lo esté ya, porque un
hombre muere primero, y después busca su muerte y por fin la encuentra, al azar, en
la azarosa trayectoria de una luz hacia otra luz, y dice: entonces, no era más que esto.

El dealer
Por favor, en el jaleo de la noche, ¿no habrá dicho nada que deseara de mí y que yo
no haya oído?

El cliente
No he dicho nada; no he dicho nada. Y usted, en la noche, en esta oscuridad tan
profunda que hace falta demasiado tiempo para acostumbrarse a ella, ¿acaso me ha
propuesto algo que yo no haya logrado adivinar?

El dealer
Nada.

El cliente
Entonces, ¿Qué arma?

FIN.

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