EL FORTALECIMIENTO DE LA CIUDADANÍA: CONSIDERACIONES SOBRE
GOBERNANZA, PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y DEMOCRACIA
DELIBERATIVA EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN
Difícilmente puede afirmarse que existe claridad alguna sobre el devenir del
régimen democrático en América Latina. Si bien es cierto que actualmente la
mayoría de las naciones del hemisferio ostentan gobiernos democráticamente
elegidos, tras veinte años de supuesta consolidación democrática, cada vez es
menor su estabilidad. Por esta razón, la pertinencia de compartir espacios de
discusión académica como este Taller resulta invaluable. La temática
propuesta por el Wilson Center es coincidente con la urgencia inaplazable de
emprender acciones realistas y efectivas para detener el proceso de
debilitamiento democrático antes de que se vuelva irreversible. No cabe duda
de que la región se encuentra en la encrucijada de definir qué tipo de
ciudadano, de gobierno y de sociedad se requiere para superar esta
preocupante situación y permitir que los países latinoamericanos se sostengan
con firmeza en la compleja y retadora contingencia de la globalización. ¿Cómo
lograr un mayor involucramiento del individuo en los asuntos de su comunidad?
¿Cómo construir una comunidad cohesionada y solidaria sobre un futuro
desterritorializado por implacables flujos globalizantes? ¿Cómo hablar de una
aldea global en sociedades donde los habitantes de los pueblos, ciudades y
regiones han perdido no sólo la confianza en la política y en el propio régimen
democrático, sino además el contacto con sus gobernantes? Las inquietudes
sobrepasan el interés académico cuando el contexto real de estos países suele
ser alarmante. No se trata ni mucho menos de asumir una posición
apocalíptica. Por el contrario, lo que se pretende plantear es una alternativa
factible que haga viable la realización de los ideales sobre los cuales descansa
el sistema republicano en América Latina. Se trata de una apuesta por el
individuo; no un individuo egoísta, sino uno que abogue por su realización a
partir de lo colectivo. Un individuo dialógico, maleable y dispuesto a no
sacrificar la responsabilidad sobre su propio destino, pero igualmente abierto a
reconocer que éste es factible únicamente a través de la construcción solidaria
de lo colectivo.
Esta coyuntura sistémica hace necesaria la existencia y ejecución de nuevas
formas de hacer política. Estas deberán ser más participativas e incluyentes,
capaces de devolverle al individuo su carácter de ciudadano y,
simultáneamente, de redimensionarlo en el plano global y en el ámbito
cosmopolita. Una de las alternativas que actualmente circulan y que he
defendido a lo largo de muchos años de mi vida académica es la promoción y
el fortalecimiento de la democracia deliberativa. Así, en las siguientes páginas
se presentarán las razones por las cuales se piensa que el modelo de la
democracia deliberativa combate efectivamente una política desdibujada,
moral, técnica y físicamente alejada del ideal de la soberanía popular
republicana, de la democracia liberal y aún de las implicaciones fundamentales
de la justicia social como pilar del estado social de derecho.
La globalización: contextualizando la política y el ciudadano
Existe, al parecer, poco consenso acerca de los límites de la definición
conceptual del término globalización. Al constituirse en un fenómeno
multidimensional, que afecta con igual fuerza tanto al ámbito financiero como a
los ámbitos políticos y socioculturales, resulta prácticamente imposible reducirlo
a una categoría específica y limitada. Sin embargo, para los propósitos de
estas notas se hará especial énfasis en la dimensión política de la
globalización; en cómo el fenómeno es inherente al tema de la participación y a
las nuevas corrientes de empoderamiento ciudadano -cómo olvidar Seattle-, así
como a los motivos impulsores de la hegemonía del régimen democrático, que
oscilan desde lo económico hasta el creciente progreso en materia de
legislación en derechos humanos.
Es claro, no obstante, que a pesar de la multiplicidad y la multidireccionalidad
de los flujos que componen la globalización, se ha entretejido una red de
nuevas posibilidades de acción convergentes en el ámbito de lo local. El
desvanecimiento de los grandes actores como el Estado ha abierto el espacio
para nuevas formas de interacción entre lo político y lo social. Estas tienden
cada vez más hacia una microcomposición del poder que ha generado
posibilidades infinitas de acción colectiva. A su vez, éstas se materializan en
nuevos actores como las redes transnacionales de la sociedad civil, cuyo
mayor logro ha sido la articulación y el posicionamiento de los asuntos locales
en la esfera global.2 Es en este sentido que para autores como Hugo Fazio la
globalización puede ser considerada como un “proceso que desdibuja las
fronteras entre lo interno y lo externo e induce a un nuevo tipo de vinculación
que articula multifacéticamente estos dos ámbitos”.3 Por su parte, Arlene
Tickner concibe la articulación entre lo local y lo global determinada por la
globalización, no como algo externo y uniforme, sino como “un proceso de
reestructuración diferenciada y desigual dentro de cada país y/o comunidad en
donde lo ‘nacional’ es permeado y transformado por los insumos globales”.4
Paralelamente, la presencia inconclusa y aún indefinida del fenómeno de la
globalización en el mundo académico, cultural y de la vida cotidiana, ha creado
nuevos retos para las ciencias sociales. Al concebirse como un mundo de
flujos5, la globalización hace explícita la movilidad de los objetos de
conocimiento que antes eran concebidos como entidades estáticas. Uno de los
cambios conceptuales que resulta importante señalar aquí es el del creciente
posicionamiento del término gobernanza frente al uso tradicional del término
gobernabilidad. No se pretende enfatizar mucho en este aspecto, pero dado
que la propuesta de este Taller implica consideraciones atinentes a la
gobernabilidad y su relación con la participación y la deliberación, vale la pena
detenerse minimamente sobre este desplazamiento epistemológico de las
ciencias sociales.
Como se mencionó anteriormente, los cambios producto de la globalización
desafían severamente la capacidad institucional para responder efectivamente
a las demandas de la ciudadanía. Dicha situación ha obligado al Estado a
incluir nuevas voces dentro del proceso de toma de decisiones y a estimular,
de esta manera, nuevas formas de participación política en la etapa de
formulación de soluciones (políticas públicas, planes, programas, agendas), así
como en la evaluación de las mismas.6 En este panorama se inserta la
gobernanza, que hace referencia a una forma más incluyente y cooperativa de
formular y ejecutar políticas públicas. A diferencia del concepto de
gobernabilidad, que se enfoca en la relación vertical de poder entre Estado y
ciudadano, la gobernanza implica un sistema de relaciones en las que
intervienen actores no gubernamentales, públicos o privados, nacionales o
internacionales, con la esfera estatal. Para Renate Mayntz, “la estructura de la
gobernanza moderna no se caracteriza por la jerarquía, sino por actores
corporativos autónomos (organizaciones formales) y por redes entre
organizaciones”7, que junto al Estado toman parte del proceso de toma de
decisiones.
Otra diferencia importante reside en el campo de acción de ambos conceptos.
El énfasis de la gobernabilidad sobre la eficiencia administrativa de los
gobiernos, en donde lo más importante es la capacidad gubernamental para
ejecutar políticas públicas, hace pensar que la relación entre Estado y
ciudadanos, inherente al concepto, puede ser representada en contextos no
democráticos. Por el contrario, el conjunto de relaciones implícitas en la
gobernanza sólo es posible en sociedades altamente democratizadas, en
donde la sociedad civil, además de fuerte, sea una contraparte real del Estado,
capaz de influir directamente en el planeamiento y en la ejecución de las
políticas públicas.
Se espera que este oportuno desplazamiento conceptual permita aprehender
las transformaciones en la relación Estado-ciudadano y las consecuencias
políticas que conlleva el marcado protagonismo de este último en la asimilación
de los retos planteados por los flujos globalizantes. La presencia innegable del
ciudadano en la mayoría de las etapas del quehacer de los gobiernos y de los
procesos de acción colectiva que se dan como consecuencia de la
complejización de la cotidianeidad política, retoma con ahínco el ideal de la
soberanía popular actualmente desdibujado y en entredicho.
Conviene aquí formular tres señalamientos breves sobre las perspectivas de la
movilización ciudadana requerida para la superación de las limitaciones de la
democracia en América Latina. En primer lugar, el fortalecimiento del rol
ciudadano en el ámbito local y global, debe darse como respuesta tanto a la
permanencia de las desigualdades más graves -incluyendo el aumento de la
pobreza en el continente americano y la limitación del ejercicio y de los
beneficios de los derechos ciudadanos para una gran parte de la población-,
como a los nuevos retos creados por la globalización, especialmente en cuanto
a su proclividad a acentuar la asimetría en la distribución de los recursos
disponibles y en la concentración de la riqueza. En segundo lugar, la
potencialidad del re-empoderamiento ciudadano, según los desarrollos más
recientes de la realidad latinoamericana, se ha visto obligada a desenvolverse
dentro de marcos institucionales conservadores y auto-preservantes del status
quo.8 Por eso, no se han registrado progresos ni avances significativos en la
superación de estas nocivas influencias. En tercer lugar, tanto el fortalecimiento
como la potencialidad de la ciudadanía han estado sumergidas en las
contradicciones que hoy se dan entre marcos normativos sustentados en
discursos idealistas, pretenciosos y retóricos de gran contenido progresista-
democrático, por un lado, y conductas contradictorias que reflejan una
preocupante proclividad hacia la regresión democrática, por el otro. Entonces,
¿cómo lograr que la movilización ciudadana supere las desigualdades
existentes, los obstáculos del neoconservadurismo y el estadio retórico?
Como alternativa a estos limitantes, resulta muy pertinente considerar aquí
algunas de las ideas fuerza contenidas en el nuevo libro de Jordi Borja, La
ciudad conquistada. Allí se plantea que los movimientos cívicos son los únicos
capaces de generar propuestas transformadoras de las instituciones. Para el
autor, las contradicciones internas inherentes al sistema político son incapaces
de suscitar por si solas una dinámica de cambio. Requieren de la presión
política externa, capaz de movilizar a la opinión pública para que se produzcan
cambios en la relación de fuerzas y se pueda mantener al día la capacidad
institucional de respuesta a los nuevos desafíos territoriales.9 En palabras del
autor, “las estrategias sobre el territorio, la ‘demanda’ de ciudad y de espacio
público, la reivindicación del reconocimiento social, político y jurídico, el
rechazo a la exclusión, la exigencia de participación y comunicación, etc.,
incitan a la acción a diversos colectivos de población en tanto que ciudadanos
o ‘demandantes’ de ciudadanía”.10
Estos movimientos requieren de una cultura política nueva, consecuente con
las problemáticas actuales, de tal forma que su accionar no resulte en
estratagemas anacrónicas que le otorguen una imagen corporativista o antigua
a las iniciativas ciudadanas.11 A este respecto, Borja señala la importancia del
rol de los intelectuales para liderar el proceso de construcción de nuevas
visiones de mundo que aboguen por la ciudadanía, específicamente por los
derechos de tercera generación, como se hizo en el pasado frente a los
derechos de primera y segunda generación (revoluciones francesa,
estadounidense, protestas socialistas de finales del siglo XIX).12 Para el autor,
“los progresos sociales no comienzan en las instituciones, sino que más bien
es en ellas donde terminan”.13
Ahora bien, para que llegue a presentarse una sociedad civil fuerte, organizada
y funcionalmente diferenciada, es necesario contar con espacios de discusión
abiertos y democráticos en los cuales la ciudadanía pueda expresarse e
informarse adecuadamente sobre los asuntos de interés público que la afectan
directamente. Tales espacios de discusión, negociación y construcción de
opinión pública se circunscriben al ámbito de la deliberación.
A continuación este breve texto se insertará en el tratamiento de las
características principales tanto de la deliberación como de la democracia
deliberativa. La razón de esta separación se debe a la necesidad de diferenciar
la democracia deliberativa como un ámbito tangible en donde se expresa una
gama inconmensurable de relaciones sociales, económicas, políticas y
culturales, de la deliberación en sí misma entendida como un método de acción
colectiva.
La deliberación pública y la democracia deliberativa. Una propuesta de
integración social.
La deliberación pública es entendida como un procedimiento que se desprende
del paradigma de comunicación dialógica habermasiano que está soportado
por diferentes formas de comunicación: las estructurales y las simples. A ellas
se llega a través del uso racional de la argumentación para formar un juicio
público. A diferencia de las formas tradicionales de participación política
inscritas dentro del sistema democrático representativo, o simplemente
participativo, la deliberación es un procedimiento que no le exige al individuo
una alta sofisticación de sus capacidades argumentativas ni de sus
conocimientos sobre el tema a discutirse, sino que exige unos principios
mínimos de racionalidad y coherencia argumentativa, es decir, que los
individuos sean capaces de llegar a sus propias conclusiones a través del uso
coherente de premisas argumentativas lógicas y fundamentadas.14 La
deliberación pública posee además tres virtudes fundamentales: la virtud cívica,
la virtud de gobernanza y la virtud cognitiva. A través de este procedimiento, se
disminuye el comportamiento egoísta individual o estratégico y se genera el
conocimiento necesario para poder incidir en la transformación justa del orden
social.15
Sin embargo, para que la deliberación se convierta en un procedimiento
legítimo y efectivo de toma de decisiones colectivas, deben tenerse en cuenta
adicionalmente los siguientes mínimos normativos. En primer lugar, el proceso
de deliberación debe ser inclusivo, es decir, debe procurarse que ninguna de
las personas afectadas por una decisión colectiva quede por fuera del ámbito
deliberativo. No obstante, la participación ciudadana dentro del proceso debe
ser siempre voluntaria. Nadie que tome parte en este ejercicio grupal debe
estar coartado, amedrentado u obligado a ser parte del mismo; éste es el
segundo mínimo de la deliberación. En tercer lugar, debe existir respeto e
igualdad entre los participantes; ninguna opinión debe valer más que otra y
debe procurarse que durante el proceso de discusión prevalezcan la tolerancia
y la búsqueda del consenso más que un ambiente disociativo. En cuarto lugar,
al tomarse una decisión colectiva, la aceptación de la misma debe darse entre
la mayoría de los participantes en el foro deliberativo para poder ser
considerada como legítima. Finalmente, “las deliberaciones políticas deben
incluir la interpretación de las necesidades, la articulación de las identidades
colectivas y la transformación de las actividades y de las preferencias
prepolíticas”.16 Este aparte hace referencia al poder transformador de la
deliberación, a través del cual se produce un cambio en las posiciones iniciales
de los participantes para llegar a un resultado particular que puede ser
esperado o inesperado.17
Cuando una sociedad democrática cuenta con este procedimiento para
alcanzar consensos y tomar decisiones alrededor de temas de interés público,
puede afirmarse que se encuentra inscrita dentro del paradigma de la
democracia deliberativa. Este, sin embargo, no debe ser visto como un modelo
desarticulado de las formas convencionales de democracia, la representativa y
la participativa. Por el contrario, se trata de un modelo en donde convergen el
vector de la representación y el de la participación, atravesados por la
deliberación como procedimiento o método privilegiado para la toma de
decisiones y para el fortalecimiento democrático. Si se observa
cuidadosamente en el deber ser de las instituciones primarias de la
representación – los cuerpos colegiados, las corporaciones públicas–, las
decisiones tomadas deberían estar antecedidas por reuniones, asambleas y
encuentros entre los ciudadanos y sus representantes con el fin de discutir y
priorizar los temas de mayor interés público, así como las decisiones más
favorables para resolver las necesidades de cada comunidad representada. En
otras palabras, el logro de una agenda pública ciudadana y democrática
requiere del proceso deliberativo. Si bien es cierto que a medida que las
sociedades modernas se complejizan resulta prácticamente imposible
establecer una relación directa entre representantes y representados en todas
las dimensiones del ordenamiento territorial, los electores deben estar en
capacidad de articular sus demandas a través de redes de alcance local
(comunitarias, regionales y nacionales) y global, de tal forma que puedan
establecerse canales de alimentación y retroalimentación de demandas, así
como una fiscalización organizada y efectiva de la gestión del representante.
En la medida en que el público elector se organice y participe cotidianamente a
través de espacios de deliberación en cualquiera de los ámbitos territoriales
existentes, el ideal democrático se verá fortalecido.
La democracia deliberativa ha sido identificada por algunos autores como un
factor que contribuye a la salud de las sociedades democráticas. Según esta
perspectiva, las personas que participan en procesos de toma de decisión
colectiva sienten que tienen un nivel de control sobre sus propias vidas y
aprenden a confiar en sus conciudadanos y a trabajar solidariamente a favor de
sus comunidades.18
Según Maeve Cooke19, existen cinco argumentos para acoger favorablemente
un modelo de democracia deliberativa. El primero hace referencia al poder
educativo del proceso de deliberación pública. Este se encuentra
profundamente relacionado con la idea de una comunidad saludable, la cual
sostiene que la participación en los asuntos públicos mejora las cualidades
morales, intelectuales y prácticas de los participantes. Así, además de crear
mejores ciudadanos, se mejoran las condiciones personales de los individuos.
El segundo argumento hace referencia a la capacidad de generar una
comunidad propia del proceso de deliberación. Para teóricos como Charles
Taylor, Jürgen Habermas y Seyla Benhabib, los individuos que toman parte en
procesos de deliberación pública hacen consciente su pertenencia a una
comunidad al practicar el uso de la razón pública con personas que comparten
su sentido de tradición y su identidad colectiva. La práctica de la razón pública
se constituye en sí misma como una forma de solidaridad. El tercer argumento
se refiere a la justicia del procedimiento de deliberación pública. En la medida
en que las reglas de juego sean claras para todos los participantes y las
decisiones sean tomadas por la mayoría, el procedimiento se considera justo al
igual que sus resultados. El cuarto argumento tiene que ver con la cualidad
epistémica de la deliberación pública. Según esta autora, lo que sostiene el
argumento es que al contener una dimensión cognitiva que permite adoptar la
mejor decisión a través de procedimientos racionales y objetivos, la
deliberación pública mejora las respuestas democráticas a los problemas
públicos en discusión.20 Finalmente, el quinto argumento a favor de la
democracia deliberativa tiene que ver con la idea de que a través del proceso
de deliberación pública, se generan una congruencia y una articulación entre el
contexto social y cultural del que provienen los participantes y las decisiones
políticas que se toman. En la medida en que los procesos de deliberación se
realizan entre personas de una misma comunidad, con identidades colectivas
compartidas y con el ánimo de tomar decisiones a través del uso del juicio
público, las respuestas a los problemas en discusión serán consecuentes con
el contexto al cual deberán aplicarse.
En los cinco argumentos que acaban de presentarse se encuentra implícita la
importancia de lo local en la aplicación de un modelo de democracia
deliberativa. Sin embargo, es preciso considerar aquí que con la complejización
de los sistemas sociales y de la política en sí misma, y con la contundencia de
la globalización, se torna insoslayable la necesidad de generar nuevos
mecanismos de integración social. Esto supone la generación de grandes retos
para el individuo como actor político fundamental. Pero no para el individuo
entendido en una perspectiva de fragmentación, atomización y aislamiento,
sino para el individuo-ciudadano, es decir, para aquel actor que gracias a las
posibilidades que ofrece la practica deliberativa está potenciado como el
protagonista principal de la transformación social justa y del cambio
democrático. Se está hablando entonces de la tangencia entre el individuo-
ciudadano y la acción colectiva requerida para la generación de estos cambios
-ahora contextualizados en una perspectiva territorial- donde lo local y lo global
se constituyen en los extremosdeterminantes de un amplio campo de acción
ciudadana. Allí podrán reivindicarse, no sólo la política, sino también la
participación ciudadana, la gobernanza y, desde luego, el logro de la razón
pública.
Para terminar este breve texto, se puede afirmar entonces que la democracia
deliberativa hace referencia a un ideal de autonomía política ciudadana en el
cual se justifican y se legitiman las agendas y las acciones temáticas y
programáticas para el cambio (provenientes principalmente de los procesos
ciudadanos de acción colectiva y también de los procesos legislativos, los
procesos ejecutivos de toma de decisión, la interlocución entre gobernantes y
gobernados, la rendición de cuentas al electorado, los procesos de negociación
y resolución de conflictos…) a través de la conversación pública, es decir, de la
deliberación ciudadana provista de todos los mínimos normativos arriba
contemplados. Esta modalidad democrática “se entiende como un recuento
normativo y además como una evocación de los ideales cívicos de la política
participativa, racional y empoderada”.21 Así, se busca destacar la importancia
del papel del ciudadano en la recuperación de la legitimidad política de los
gobiernos, y también rescatar los principios de la argumentación y la discusión
pública de la democracia de los antiguos.
Sin embargo, la idea de abogar por un modelo democrático participativo,
apoyado en la deliberación, se está sustentando de manera preocupante en la
creencia de que la democracia representativa atraviesa junto con sus pilares
(los partidos políticos, las corporaciones públicas a todo nivel y todos los
cargos de elección pública) una aguda crisis de credibilidad. A esto se añade el
hecho de que la persistencia de la democracia electoral a secas limita al
ciudadano a expresarse como un espectador desconfiado, apático, inerte e
impotente. Sin embargo, esto no permite siquiera contemplar la posibilidad de
prescindir de la representación como un recurso indispensable para la
progresión democrática. Para superar esta creencia reduccionista y equívoca,
la mejor alternativa posible para darle sentido al régimen democrático
deliberativo es hacer partícipe de la práctica política al ciudadano común, no
sólo en los procesos electorales y de monitoreo del ejercicio de la función
pública -la democracia representativa-, sino también a través de la promoción y
multiplicación de políticas de educación cívica y del impulso y apoyo a las
iniciativas ciudadanas orientadas hacia la apropiación y la puesta en práctica
conciente de todos los mínimos del procedimiento deliberativo extendido a los
diferentes espacios de la convivencia (el hogar, la comunidad, el trabajo, el
barrio, la plaza...) - la democracia participativa-.
Justamente en el momento del cierre de esta breve presentación, llegó a mis
manos el texto de la convocatoria del Civic Society Task Force de la Fundación
Esquel y Compañeros de las Américas en Washington, para la última sesión de
discusión sobre asuntos de la sociedad civil en el continente americano,
específicamente sobre cuatro ejemplos latinoamericanos de empoderamiento
ciudadano para el desarrollo. En esta convocatoria se subraya muy claramente
el sentido de responsabilidad que viene asumiendo la comunidad internacional
de entidades de cooperación y apoyo al desarrollo social y a la democracia. Es
muy gratificante registrar la claridad del compromiso que está asumiendo este
importante componente del sector solidario acerca del protagonismo que le
compete en el impulso y apoyo a la participación ciudadana dinamizada en un
entorno deliberativo: “El desarrollo económico sostenible y el progreso social
sólo pueden ocurrir cuando los ciudadanos tienen la capacidad de diagnosticar
sus propios males y el poder de definir su propio futuro como socios en
igualdad de condiciones con el sector privado y el sector público. Así, el
desarrollo sostenible establece la transformación de las relaciones de poder
dentro de la comunidad. En esta situación, las agencias de desarrollo enfrentan
un problema puesto que el poder ciudadano no puede ser otorgado: tiene que
ser apropiado. Para lograrlo los ciudadanos necesitan de mecanismos de
deliberación y de una base institucional propia, efectiva y representativa”.22 La
pregunta principal que aquí se formula es “… puede la asistencia al desarrollo
ofrecer las herramientas necesarias para que las comunidades asuman el
poder y la responsabilidad de la ciudadanía democrática?”23 Esta cita es
apenas un ejemplo motivante de la nueva visión con la que se debe encauzar
el apoyo a la participación ciudadana a través de la deliberación. También
alude al enorme reto que conlleva esta incertidumbre, pero a la vez incorpora
una insuperable oportunidad y un compromiso con el fortalecimiento de la
ciudadanía. Sin embargo, aún hace falta extender este entendimiento y
compromiso a otros ámbitos de la actuación de la sociedad civil empoderada.
Es por esto que la responsabilidad del intelectual en la búsqueda de nuevas
visiones para comprender la importancia de la movilización ciudadana para la
transformación del orden social justo y democrático, señalada por Borja, tiene
todavía mucho camino por recorrer.
BIBLIOGRAFIA
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* Elaborado con la colaboración de la politóloga Catalina Arreaza.
1El uso del término agencia aquí está basado en la acepción de Amartya Sen
cuando alude a la capacidad y a la conciencia individual de asumir los retos
determinantes de la transformación del orden social.
2 Margaret E. Keck y Kathryn Sikkink, Activists beyond borders. Advocacy
networks in international politics, Ithaca y Londres, Cornell University Press,
1998.
3 Hugo Fazio, “La globalización: una aproximación desde la historia”, en
Historia Crítica, Nº. 17, Bogotá, julio-diciembre, 1998, p. 73.
4 Arlene Tickner, “Colombia frente a la globalización”, en Colombia
Internacional, Nº. 43, Bogotá, julio-septiembre, 1998, p. 31.
5 Arjun Appadurai, “Globalization and the Research imagination”, en
International and Social Science Journal, Vol. 51, Nº 160, 1999, p. 230.
6 Ver Jaime Preciado Coronado, “La gobernabilidad democrática en el México
post-priista”, en MOST Documentos de Debate, Nº 60, 2001.
7 Renate Mayntz, “El Estado y la sociedad civil en la gobernanza moderna”, en
Revista de CLAD Reforma y Democracia, Caracas, Nº 21, 2001, p. 1.
8 Ver Jordi Borja, La ciudad conquistada, Madrid, Alianza Editorial, 2003.
9 Ibid., p. 270.
10 Ibid
11 Ibid. p. 271.
12 Ibid. p. 272.
1314 Ibid. p. 282.
14 Gabriel Murillo y Lariza Pizano, Deliberación y construcción de ciudadanía.
Una apuesta a la progresión democrática a comienzos del nuevo milenio,
Bogotá, Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales,
Departamento de Ciencia Política – Fundación Kettering, 2003, p. 44-45.
15 Luigi Pellizzoni, “The myth of the best argument: power, deliberation and
reason”, en British Journal of Sociology, Vol. 52, Nº1, marzo, 2001, p59.
16 Habermas citado por Murillo y Pizano, op.cit., p. 48.
17 Ibid.
18 Christopher T. Gates, “Toward a healthy democracy”, en National Civic
Review, Vol. 89, Nº 2, 2000, p. 161.
19 Maeve Cooke, “Five arguments for deliberative democracy”, en Political
Studies, Vol. 48, Nº 5, diciembre, 2000, p. 950.
20 Ibid.
21 James Bohman y William Rehg (eds.), Deliberative democracy. Essays on
reason and politics, Cambridge, MIT Press, 1997, p.ix.
22 Cita textual de la convocatoria a esta discusión, traducción propia.
23 Ibid.