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7 Pecados Artigos Besora Villegas

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Revista de Psicoterapia, julio, 2020, Vol. 31, Nº 116, págs.

147-168 147

Fenomenología clínica
de los siete pecados capitales
Clinical phenomenology of seven deadly sins
Manuel Villegas Besora
Universidad de Barcelona, Facultat de Psicologia. España
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-5584-8469

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Villegas Besora, M. (2020). Fenomenología clínica de los siete pecados capitales. Revista de Psicotera-
pia, 31(116), 147-168. https://doi.org/10.33898/rdp.v31i116.412

Resumen Abstract
El tema de los pecados capitales ha estado presente The theme of deadly sins has been present in various
bajo diversas formas, tanto en el pensamiento filosófico forms, both in philosophical thought or in eastern and
como en el religioso oriental y occidental, estoicismo, western religious traditions: Stoicism, Buddhism or
budismo o cristianismo entre ellas. Aquí se consideran Christianity among them. Here they are considered
desde una perspectiva psicológica contemporánea en from a contemporary psychological perspective in their
su fenomenología clínica más habitual. most common clinical expressions.
Palabras clave: fenomenología, psicología clínica, Keywords: phenomenology, clinical psychology,
culpa, pecado, relaciones interpersonales. guilt, deadly sins, interpersonal relationships.
ISSN: 1130-5142 (Print) –2339-7950 (Online)

Fecha de recepción: 26 de marzo de 2020. Fecha de aceptación: 14 de abril de 2020.


Correspondencia sobre este artículo:
E-mail: [email protected]
Dirección postal: Numància, 52, 2º-2ª. 08029 Barcelona. España
© 2020 Revista de Psicoterapia
148 Pecados Capitales

Introducción
El concepto tradicional de “pecados capitales” se refiere a aquellas actitudes
en relación a nosotros mismos, al mundo y a los demás, que son el origen de las
motivaciones egocéntricas responsables de muchos de los problemas interpersonales,
internos e incluso ecológicos que nos afectan a lo largo de la vida, independiente-
mente de la época histórica o el marco socio-cultural en que nos movemos. En este
sentido tienen un carácter atemporal que ha sido recogido bajo diversos nombres
por la literatura, la filosofía, las religiones, los mitos, el cine o el teatro, y que dan
lugar a muchas de las manifestaciones de la fenomenología clínica que vemos en
psicoterapia. Las relaciones de dominio sumisión o dependencia, el maltrato físico y
psicológico, el narcisismo, la compulsiones consumistas, las actitudes destructivas,
la violencia interpersonal, la procrastinación, la infidelidad, etc., tienen que ver sin
duda con la lista completa de los 7 pecados capitales, como la soberbia, la ira, la
lujuria, la gula, la envidia, la avaricia o la pereza.

Pecado y culpa
Los psicólogos estamos habituados a manejarnos con el sentimiento de cul-
pa, que frecuentemente expresan nuestros pacientes, de las formas más variadas:
temor al castigo, vergüenza pública o privada, contrición por el mal causado o
remordimiento por el bien que hemos dejado de hacer y podríamos haber hecho.
La palabra culpa (de idéntico origen latino) hace referencia a la causa (culpa)
de un daño o perjuicio (pecado), de modo que se puede aplicar incluso a fenómenos
no intencionados (por culpa de la lluvia).
La palabra pecado de «peccatum» (en latín tropiezo) significa falta o acción
culpable. En la concepción religiosa eso implica desobediencia a Dios y sus leyes.
En la ley mosaica hay tres mandamientos teocéntricos, que se refieren al respeto y
culto de Dios, y siete antropocéntricos, que toman en cuenta el respeto y cuidado
de los demás (no matar, no robar, no mentir, no levantar falso testimonio). En la
concepción laica hace referencia a la comisión del mal del que uno es responsable
moralmente, legalmente, económicamente. En estos casos solemos hablar de delitos
por los cuales alguien es inculpado.
Pero ¿cómo podemos tratar con el sentimiento de culpa si no reconocemos el
concepto de pecado? ¿De qué sentimos culpa? Reconocer el sentimiento de culpa
implica reconocer el concepto de pecado. Sin embargo, no existe una relación
biunívoca entre ellos. Sentir culpa no implica necesariamente haber cometido un
pecado. Ni haber cometido un pecado implica necesariamente sentir culpa.

Tipologías de pecado
Puede sentirse culpa por pecados de comisión u omisión.
a) Pecados de comisión
Los pecados de comisión implican un daño infligido realmente en cualquier
ámbito: natural (ecología), social (guerra), interpersonal (calumnia), propio (autole-
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siones). Así se entiende que una paciente bulímica se pueda sentir culpable después
de un atracón. O un alcohólico, de estar arruinándose la vida. En los pecados de
comisión la palabra mal tiene un carácter sustantivo: “el mal”.
b) Pecados de omisión
Los pecados de omisión hacen referencia al daño derivado de la dejación
en prestar una atención o cuidado, estando obligados a hacerlo (negligencia). Por
ejemplo, no haber prestado atención o protección a una víctima de abusos en el
ámbito familiar, o de accidente en una carretera. Se entiende en este contexto que
muchas madres puedan sentirse culpables de no haber cuidado suficientemente de
sus hijos a causa de sus ocupaciones profesionales o de no haberlos educado apro-
piadamente. No siempre está clara la distinción entre pecado de omisión y fallo.
c) Fallos o errores
También podemos sentir culpa o, más frecuentemente vergüenza, por los fallos
o errores, por algo que hemos hecho mal o no hemos sabido hacer (mal como adver-
bio, mal formal: error, defecto). Por ejemplo, un error de diagnóstico médico, más
allá de sus consecuencias perjudiciales, puede ser motivo de vergüenza. Además,
si las consecuencias son perjudiciales para el paciente puede sentirse culpa moral
o incluso ser inculpado legalmente. La responsabilidad en estos casos es directa.
Otras veces se trata de imperfección en el resultado, por ejemplo un defecto de
fabricación o por defecto de mantenimiento. La existencia de daños subsiguientes
puede ser atribuible o no al fallo o error. La responsabilidad en eso casos puede
ser directa o indirecta.

Falsa culpabilidad
Se refiere a un sentimiento inadecuado de culpabilidad por algo que no se ha
hecho, ni dejado de hacer. Se puede sentir culpable, por ejemplo, de un mal que
hemos compartido, como víctimas, pero no causado como agentes (culpa del super-
viviente). A este tipo de sentimiento de culpa lo consideramos falsa culpabilidad,
precisamente porque el sujeto no ha sido causa, sino víctima del daño compartido.
Un tipo de sentimiento parecido deriva de una atribución futurible de culpa en
ausencia de responsabilidad real: «si le pasara algo a mi hijo…». Se trata de una
culpa anticipatoria u obsesiva dirigida a evitar algo que todavía no ha sucedido y
que tal vez no vaya a suceder. A veces se presenta con efectos retroactivos, en el
caso de que llegue a suceder: “si me hubiera opuesto con más fuerza a que mi hijo
saliera de fiesta aquella noche…”, pero con el mismo carácter preventivo, que lo
reconduce a sentimiento de falsa culpabilidad.

Concepción moral vs. legal


El tema del pecado, como el de la culpa, se puede enfocar desde la perspectiva
moral o la legal.
a) Concepción moral
El concepto de pecado corresponde a una concepción moral, independien-
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temente de su origen religioso o no. Puede entenderse como daño causado a los
demás a partir de motivaciones egocéntricas dominantes por acción u omisión. Su
carácter pecaminoso radica precisamente en esta motivación egocéntrica, causante
de males ajenos. Ni el error, ni la falsa culpabilidad pueden considerarse moral-
mente pecado, puesto que se supone que no existía motivación dañina en el error,
ni participación activa en la falsa culpabilidad.
b) Concepción legal
En el ámbito legal no se habla de pecado sino de delito. Por tal se entiende
cualquier acción contraria a la ley penal (crimen) (asalto a mano armada en una
joyería, estafa, violación…). Otro concepto afín es el de infracción: incumplimiento
o inobservancia de una normativa (aparcamiento en zona prohibida, saltarse un
semáforo en rojo...). Delitos e infracciones están sujetos a penalizaciones de tipo
personal o económico. Se prescinde de su carácter moral o inmoral.

Efectos psicológicos diferenciados para pecado y delito


Pedro de 17 años es contactado por Laura de 12 a través de Instagram para
un encuentro sexual con penetración. Acusado por los padres de la chica ante el
Tribunal de Menores, manifiesta que no sabía la edad de la menor, ni que esto a
nivel legal tuviese implicación alguna. Manifiesta, igualmente, tener una necesidad
sexual muy grande; que no le importa si la chica es más o menos guapa. Lo único
que le importa es satisfacerse.
El caso presenta en su simplicidad un claro efecto de concebir una acción
desde una perspectiva moral (pecado) o legal (delito), aunque ambas puedan so-
breponerse en la práctica. En la gráfica siguiente pueden verse a dos columnas las
familias conceptuales implicadas bajo un epígrafe u otro, concepción moral o legal,
en relación a su peso en la regulación psicológica. En concreto, y aplicado al caso
de Pedro y Laura, podemos hacer las siguientes observaciones.
Concepción moral ↔ Concepción legal
• Pecado ↔ Delito
• Conciencia moral ↔ Código penal
• Responsabilidad ↔ Imputabilidad
• Reconocimiento ↔ Excusas, Justificación
• Contrición ↔ Atrición
• Culpa ↔ Vergüenza
• Reparación ↔ Castigo
• Perdón ↔ Indulto
Pedro concibe los acontecimientos desde la perspectiva legal. La primera cosa
que arguye en su defensa es que no sabía la edad de la menor. Ambos son menores de
edad, aunque les separan cinco años de diferencia. Su defensa esgrime el argumento
no solo del consentimiento de la chica, sino de su iniciativa en el encuentro a través
de Instagram. Sin embargo, en el momento de los hechos la edad del consentimiento
para un intercambio sexual estaba en trece años (en la actualidad, desde 2016, ha
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subido a la edad de dieciséis años), Laura tenía solo doce.


Es decir, Pedro concibe los hechos únicamente desde la perspectiva legal. Intenta
escurrir la imputabilidad legal, negando que su encuentro con Laura constituyera un
delito según el código penal. Alega ignorancia de la ley y de la edad de la menor.
Se excusa o justifica en base a su necesidad de satisfacerse sexualmente, como algo
legítimo, independientemente de las características de la otra persona implicada.
Desde el punto de vista moral, en cambio, está claro que Pedro actúa de for-
ma totalmente egocéntrica, precisamente porque no considera las condiciones de
vulnerabilidad de Laura. No muestra conciencia de pecado, ni de responsabilidad
en su comportamiento (debería haberse preocupado de conocer la condición de
menor de la chica). No hay signos de culpa ni de contrición, solo vergüenza por
verse llevado ante los tribunales y atrición por miedo al castigo.

El concepto de pecado capital


El calificativo de “capital” referido a los siete pecados capitales, proviene del
latín: (caput/capitis), que significa cabeza. Se consideran pues pecados “cabeza”,
origen de todos los demás.
En sí mismos no son pecados, no son acciones ni omisiones, sino estados
afectivos, actitudes o motivaciones, maneras de estar en el mundo o de comportarse
hacia los demás.
Deben su categorización al monje Evagrio Póntico (2013) en el siglo IV, quien
inicialmente los clasificó en 8 categorías, hasta que el Papa Gregorio Magno, en
el siglo VI, los redujo a los 7 actuales: soberbia, ira, envidia, codicia (avaricia),
lujuria, gula, pereza.
En el budismo se hablan de los tres venenos: la codicia, la ira y la ignorancia.
En el estoicismo existe un concepto parecido al de pecados capitales, el de
vicios opuestos a virtudes o defectos.

Concepción psicológica de los pecados capitales


El egocentrismo moral está en la base de los pecados capitales. Es el caldo
de cultivo en el que germinan todos ellos. Su único criterio de acción son: las pro-
pias necesidades (prenomía) o deseos (anomía), sin tener en cuenta el bien común
(heteronomía), ni a los demás (socionomía).
Su carácter puede ser de naturaleza social, efecto de la contraposición entre
los propios intereses y los sociales, donde inevitablemente entre en juego la rela-
ción con el otro: soberbia, envidia, ira. Su activación deriva de la erótica del poder.
O bien de naturaleza hedonista, centrados en la propia satisfacción, con in-
dependencia de los efectos sobre los demás: lujuria, gula, pereza. Su activación
deriva de la erótica del placer.
Finalmente de naturaleza mixta: codicia, derivada de la combinación entre la
erótica del poder y la del placer.
Naturalmente estas tendencias pueden combinarse, sumarse o potenciarse
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entre sí. Como decía Mateo Alemán (s. XVI): “La soberbia ataca con dos dardos: la
ira y la envidia”. Pero vamos a considerarlos ahora individualmente por separado:

Soberbia
Soberbia de super, una preposición latina que significa sobre, estar por encima
(super-bia). Se trata de un concepto interpersonal o relacional. Nadie puede estar
por encima si no hay alguien por debajo de forma real o imaginaria.
María Moliner (2007) la define en su diccionario como: “Cualidad o actitud
de la persona que se tiene por superior a las que la rodean por su riqueza, por su
posición o por otra cualidad y circunstancia y que desprecia y humilla a los que
considera inferiores”. Definición que de modo más sintético recoge la RAE (2019):
“Satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas con
menosprecio de los demás”.
Dos son, pues, los componentes básicos de la soberbia:
• la creencia en la propia superioridad.
• la humillación o desprecio de los demás.

La clínica de la soberbia: el narcisismo


En síntesis, podemos definir la soberbia como un “sentimiento de superioridad
frente a los demás que provoca un trato distante o despectivo hacia ellos”. Todo
ello suena a una manifestación derivada del narcisismo que la psicología cataloga
de trastorno de la personalidad. El término narcisismo remite al relato mitológico,
recogido por Ovidio en las “Metamorfosis”, titulado Eco y Narciso.
Para Narciso los otros no son sujetos, sino objetos, y eso le impide relacio-
narse con ellos de forma profunda, íntima, amorosa, de tener sentimientos hacia
los demás, incapaz de sentir empatía. Narciso se consume en este enamoramiento
inalcanzable de sí mismo. A los demás los necesita como espejo, como eco, pero
cuando encuentra a Eco en persona es incapaz de quererla. A los otros los trata
como objetos que en sí mismos carecen de entidad. Narciso es imagen y Eco es
voz, pero ninguno de los dos tiene entidad, porque uno se pierde en la imagen y el
otro se pierde en la voz, ambas son efímeras, la voz suena y desaparece, la imagen
se diluye cuanto más te acercas a ella. El mito contiene casi todos los elementos
del narcisismo, desde la perspectiva clínica:
- Desdoblamiento del yo (sujeto) y los demás (objeto)
- Enamoramiento de sí mismo
- Necesidad de reconocimiento
- Engreimiento (soberbia)
- Incapacidad de amar
- Falta de empatía
- Reacción depresiva ante la frustración
Sin embargo, si prescindimos de un planteamiento clínico y nos atenemos a
una característica de personalidad, seguramente podemos ponernos fácilmente de
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acuerdo en que el narcisismo o los rasgos narcisistas son claramente observables


en las personas orgullosas.
En otras ocasiones hemos (Villegas y Mallor, 2012, 2015, 2018) desarrollado
detalladamente las diversas modalidades narcisísticas, aristocrática, meritocrática
y plutocrática, correspondientes a los diversos momentos evolutivos del proceso
de desarrollo moral, según una dimensión progresiva entre lo innato y lo adquirido,
que pasamos a considerar a continuación.

La modalidad aristocrática
En esta progresión la primera modalidad sería la aristocrática (el gobierno de los
nobles). El narcisismo aristocrático parte del supuesto que el propio valor proviene
de la cuna. En su blasón nobiliario se podría grabar el siguiente lema: “Valgo por
hidalgo”, es decir: “hijo de algo”. Se considera innato o congénitamente heredado,
cuyo reconocimiento es socialmente debido, sin necesidad de otros méritos. Llevan
muy mal que alguien se atreva a cuestionar su valía congénita, por lo que pueden usar
la seducción, intentando atraer la admiración de otras personas a base de acercarse
a ellas ofreciendo la cara más amable y lisonjera de que son capaces. En caso de
no obtener el reconocimiento esperado de los demás, pueden adoptar una forma de
despotismo con el ejercicio de la fuerza o la violencia, si lo consideran necesario,
a fin de obtener su sometimiento. A falta de éxito con las estrategias anteriores,
pueden echar mano de la despectiva: el desprecio, como forma de situarse en una
posición superior al colocar sistemáticamente a los demás en una posición inferior.
Y, en último término, si no pueden en la práctica someter o interiorizar a los demás,
pueden intentar mantener su mundo glorioso en el ámbito de la fantasía, a través
de la modalidad elusiva; encerrados en su torre de marfil se sienten reconocidos
por un público imaginario que les aplaude de modo incondicional.

La modalidad meritocrática
La segunda correspondería a la meritocrática, el gobierno de los excelentes.
Los narcisistas meritocráticos creen que han conseguido suficientes logros, en el
campo que sea, como para merecer un reconocimiento público. A diferencia, en
cambio, de los aristocráticos, deben estar continuamente demostrando que son ca-
paces de sostenerse en el nivel alcanzado. De ahí el perfeccionismo como recurso
virtuosista de excelencia.
Michelangelo Buonarroti, por ejemplo, llegó a ser un gran escultor, pintor
y arquitecto, a pesar de los prejuicios y la oposición de su padre, que, siendo
de familia noble, no podía aceptar que su hijo quisiera ser escultor, “un trabajo
de artesanos”. La tenacidad de Michelangelo consiguió, sin embargo, aunque a
costa de desarrollar una personalidad con rasgos claramente obsesivos, alcanzar
la cúspide del arte de todos los tiempos, además de ganar suficiente dinero como
para reparar la ruina económica de su familia de origen. Todo su empeño parecía
dirigido a conseguir por sus méritos lo que la nobleza le negaba, al desertar de una
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familia aristocrática arruinada.

La modalidad plutocrática
La tercera correspondería a la plutocrática. La plutocracia, de plutos (en griego),
gobierno de los ricos, busca compensar los déficits personales con la adquisición de
bienes apreciados socialmente. A falta de nobleza de estirpe o de méritos contraídos,
una tercera alternativa para conseguir la exaltación frente al resto del mundo es
la distinción que procura la acumulación de los bienes materiales o sociales, que
pueden dar lugar a la fama en círculos más próximos o lejanos o, incluso, virtuales.
Existen dos modalidades básicas de ostentación que pueden andar conjuntamente
o por separado y que hemos denominado material y social.

La modalidad plutocrática material


Los bienes materiales no solamente pueden dar seguridad sino también prestigio
social y sirven para ensalzar a su poseedor. No siempre la riqueza ha acompañado
a la nobleza, con frecuencia arruinada, sino que ha dado lugar a la aparición de
una nueva casta, “los nuevos ricos”, los cuales carecen de abolengo pero lo com-
pensan con la posesión o adquisición de bienes que les permiten competir con
los mejor situados socialmente. Aristóteles Onassis pasó de limpiar cristales en
su juventud a convertirse en la fortuna más grande de su época, armador y dueño
de flotas petroleras, de compañías de aviación, del casino de Montecarlo, y otros
innumerables negocios.

La modalidad plutocrática social


Otra forma de compensar el déficit de méritos personales es rodeándose de
personas o contextos que mejoren el prestigio social como por contagio. “Quien
a buen árbol se arrima, buena sombra la cobija”. Incluso los reyes más absolutos
necesitan hacerse acompañar de una corte de nobles que exalten su realeza. Este tipo
de personalidades se jactan de su círculo de amistades, de sus contactos con perso-
nas famosas o influyentes o de sus relaciones amorosas con personas de destacado
atractivo que exhiben como un trofeo. Conocen a medio mundo y hacen ostentación
de los contactos con profesionales de alto prestigio o políticos influyentes. Olvidan
que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. El mismo Onassis mantuvo
relaciones con la más alta sociedad y entre sus parejas tuvo a María Callas como
amante y a la viuda de John F. Kennedy, Jacqueline, como última esposa.

La soberbia en las relaciones íntimas


Estas modalidades tienen especial incidencia en las relaciones interpersonales,
particularmente en las de pareja. Margarita y Roberto son una pareja de treintañeros
que acuden a terapia por sus continuas discusiones. Ella por sus orígenes familiares
y la posición económica de sus padres, su historial académico, su profesión de
azafata y su físico agraciado y esbelto pertenece a las categorías aristocrática y
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plutocrática del narcisismo. Él por sus orígenes humildes y su esfuerzo de supera-


ción en los estudios, el trabajo y la profesión pertenece a la categoría meritocrática
del narcisismo.
Esas diferencias se trasladan a la dinámica de la relación con continuas discu-
siones sobre el fondo de “yo soy más que tú”, hasta el punto que en sesión se hace
evidente no solo en lo que dicen, sino en el posicionamiento postural, ella erguida
y él replegado sobre sí mismo, excepto cuando reivindica sus méritos A propósito
de esta observación por parte del terapeuta, Roberto interviene diciendo:
“Hay un fantasma en nuestra relación. El conflicto que tenemos es el tema,
dicho en broma o en serio, pero que lo tiene muy interiorizado: “La guapa de
la relación soy yo”. Durante mucho tiempo era como el sentimiento de que “yo
soy más que tú”. A veces lo ha exteriorizado así, no solo por el tema físico, sino
porque “he ido a un mejor colegio que tú”, la posición económica de sus padres
era mucho mejor que la de los míos en su momento… A mí me pasa eso: es la
sensación de no ser suficiente.
Sin embargo –dirigiéndose a ella- estás viviendo en mi casa, yo tengo un
trabajo, estoy haciendo muchas cosas, diciéndote valora lo que estoy haciendo,
valórame a mí, que lo que tú hiciste en el pasado o lo que has sido o lo que eres
da igual, pero estás conmigo, y te voy a dar lo mejor de mis posibilidades. Hay un
poco de reivindicación por mi parte.
Esta situación genera cierta tensión. Ella ha pasado por muchas cosas: sus
padres se han separado recientemente, el trabajo, los años de paro, etc. ha habido
un conflicto muy grande y a mí a veces eso me genera un poco de falta de reco-
nocimiento por su parte… Cuando acabé la carrera era el primero de mi clase,
siempre he tenido muy buen reconocimiento por parte de todo el mundo; mis amigos,
si quieren contar con alguien, van a contar conmigo, soy fiable, soy una persona
educada y que no me vea así mi pareja me irrita enormemente…
Y ella me pasa por la cara que: “yo he ido al liceo francés y tú al colegio
público, hablas mal porque vienes de tal barrio” y esto a mí me jode. Soy una
persona bien reconocida en el trabajo, tengo mi piso, he conseguido muchas cosas,
deberías estar orgullosa de mí, estar contenta de estar conmigo”.
Aunque descritas por separado por razones de exposición, todas estas mo-
dalidades pueden combinarse parcial o totalmente entre sí, tal como viene a de-
mostrar la frase de Cristiano Ronaldo: “Será porque soy guapo (aristocracia), rico
(plutocracia) y un gran futbolista (meritocracia), porque me tienen envidia. No
tengo otra explicación”.

Ira
La ira es una respuesta emocional de carácter agresivo a una frustración o
daño, que implica una percepción de injusticia y conlleva un intento de restitución
o reparación.
156 Pecados Capitales

Romántico y matón
José Luis describe una historia de descontrol de la ira y por este motivo acu-
de a terapia. En el siguiente diálogo trata de definir su problema con el “control
emocional” de la ira.
José Luis (P).: Yo tengo los dos extremos, el cariñoso, el sensible, el
romántico. Soy muy romántico, aunque no lo parezca… Pero, por otra
parte, tampoco tengo límites… Porque pierdo los estribos. Es que no sé
controlarlos, y eso que ya tengo 40 años…
Terapeuta (T).: Cuando dices que no lo controlas ¿qué quieres decir?,
¿qué pasaría si te descontrolaras?
P.: Pues que podría llegar a matar por ejemplo. Seguro
T.: Pero, ¿a quién?
P.: A quien se me ponga en mi camino y trate de impedirme lo que yo
considere justo o que haga daño a mi familia.
Frustración, del latín “frustra”, es un adverbio que significa “en vano, inútil-
mente”. La frustración puede ser efecto de un impedimento interno o externo que
se interpone en nuestro camino hacia la consecución de un objetivo. Ello puede
ser debido a la inutilidad de los esfuerzos o los méritos que podemos haber hecho
por conseguir un objetivo que se nos resiste. La fábula de Esopo de la zorra que,
por más saltos que dé, no alcanza las uvas, es un ejemplo paradigmático de este
tipo de frustración.
En otras ocasiones la fuente de frustración es atribuible a la falta de considera-
ción por parte de quien corresponda hacia los derechos que tenemos o creemos tener.

Percepción de injusticia
Lo importante no es determinar si la afrenta o el daño infligido, la ausencia
de recompensa tras un esfuerzo o la falta de reconocimiento de un (pretendido)
derecho, son o no justas, sino que lo que cuenta es la percepción subjetiva (ego-
centrada, desde mi punto de vista) de injusticia.
“Ella y solo ella es la responsable de mi dolor, jamás debió engendrarme,
no sabe lo que significa ser madre, tener un hijo. Solo sabe utilizar, manipular,
destruir. Su presencia engendra destrucción, desamor, odio. La odio. Sí, sí, sí, ella
es culpable y debe sufrir las consecuencias. Yo no le pedí la vida. Si me la dio tiene
la obligación de amarme y cuidarme, respetar mi parte afectiva y no lastimarme”.
Los agravios o injusticias pueden provenir de otras personas, pero también
pueden ser atribuibles a objetos inertes o a fenómenos de la naturaleza, a la sociedad,
a la suerte o a la diosa fortuna, o a la absurdidad de la existencia.

Clínica de la ira: la venganza


La persona que se siente agraviada espera una reparación de su daño u honor.
Si esto no sucede puede buscarla a través de la venganza. Este es el origen de los
tribunales de justicia, cuyo fundamento es aplicar la venganza de una manera pro-
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porcionada y delegada (justicia vindicativa). En el pasado se admitían los duelos


a muerte o el “delitto d’onore”, ejecutados por la propia mano del ofendido, sobre
la base de la ley del talión: “ojo por ojo y diente por diente”.
Un episodio de la película “Relatos salvajes” dirigida por Szifrón (2014), nos
presenta a Simón Fischer, un reconocido ingeniero, que intenta aparcar su coche
donde mejor le conviene, mientras la grúa municipal se lo impide, llevándoselo al
depósito una y otra vez… hasta la escena final, que constituye una explosión de
violencia, mezcla de ira y venganza.
La venganza se sitúa en el colofón de la historia: una vez recuperado el coche,
lo carga de explosivos y lo aparca descaradamente en zona prohibida. Espera que la
grúa se lo lleve de nuevo al depósito municipal y lo hace explotar unas horas más
tarde, mediante un dispositivo a distancia, causando diversos daños a las instala-
ciones además de un gran susto y alarma social. De este modo violento, pretende
resarcirse de los “agravios sufridos”, a través de la agresión.

Envidia
Envidia, del latín “in-vidia” (in-videre) significa literalmente: mirar a alguien,
fijar la vista en alguien, clavar la mirada. Por eso Dante en la Divina Comedia
colocaba a los envidiosos en el infierno, con los párpados cosidos, para que no
pudieran ver. Se envidian los bienes ajenos que el otro tiene y yo no, y por esta
razón se fija la atención en él. Se le envidian:
• los bienes tangibles o materiales, heredados o adquiridos: la casa, el coche,
los viajes, la pareja, los hijos, el trabajo, etc.
• los bienes intangibles o simbólicos, innatos o alcanzados que tienen un
valor social: la fama, la suerte, el atractivo o la belleza, el éxito, etc.
La comparación es la operación mental previa que desencadena la envidia: «Si
otro lo puede tener ¿por qué yo no?». Puedo estar muy contento y conforme con
mi situación en la vida hasta que se me compara con la del vecino. Com–par-ar es
buscar la paridad (igualdad) de uno con el otro. Alguien se siente inferior, porque
no tiene lo que tiene otro o no en el mismo grado o no es de la misma cualidad. La
comparación pone de manifiesto una in-iquidad, una falta de equidad (iniquidad:
desigualdad percibida). Esta desigualdad puede ser objetiva o no, pero lo esencial
es que sea percibida como tal por una de las partes.

Clínica de la envidia: los celos


Un caso particular de envida lo constituyen los celos, de zelum, un deseo muy
intenso, que consume. Los celos son un calco de la envidia, pero aquí el bien ajeno
deseado hace referencia a los afectos. Lo que se envidia es el amor, la preferencia
o elección del otro, como prefería Dios los sacrificios de Abel a los de Caín, lo que
llevó finalmente a Caín a matar a su hermano, Abel.
En los celos siempre aparece una tercera persona, formando un triángulo amo-
roso. Las personas implicadas pueden estar unidas entre sí por lazos preexistentes,
158 Pecados Capitales

como padres, hijos o hermanos. O pueden generarse tras la aparición de una tercera
persona ajena a la relación, por ejemplo en el caso de una infidelidad o, incluso,
entre los esposos ante el nacimiento de un hijo (Villegas y Mallor, 2017).
En la parábola del hijo pródigo (Lucas, 15:11-32), el hermano mayor expe-
rimenta celos porque a la vuelta de su hermano pequeño, que se ha gastado toda
su herencia en malas compañías, es agasajado por el padre, mientras él considera
que no ha recibido el mismo trato. Al quejarse ante él, porque nunca le ha hecho
una fiesta como ésta, el padre le responde: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas
mis cosas son tuyas. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu
hermano lo dábamos por muerto, y está vivo; se había perdido, y ha sido hallado.

Codicia
La codicia, de cupiditas en latín, está claramente relacionada con Cupido la
versión romana del dios Eros, el deseo. Pero este deseo está orientado a los bienes
materiales. En consecuencia, podemos definir el concepto de codicia como: “el
acaparamiento excesivo de recursos que supone la obtención de un provecho o
beneficio propio en perjuicio ajeno, mediante abuso o explotación”.
Como resultado de la conciencia de estas necesidades y de la escasez de
recursos para satisfacerlas se ha ido configurando progresivamente a través de los
siglos un dinamismo psicológico orientado al acaparamiento y a la acumulación
de los bienes de consumo, que llamamos codicia y avaricia, respectivamente. La
codicia se considera un pecado capital, origen de los peores males del mundo:
desigualdades económicas, explotación, abuso, crisis financieras, emigraciones,
hambrunas, disputas territoriales, revoluciones, conflictos sociales y guerras. Los
componentes de la codicia, tienen que ver con dos factores:
• la percepción de escasez de los recursos y
• el afán de acaparamiento de los mismos.
La avaricia se puede considerar una derivada de la codicia. El elemento que
las diferencia tiene relación con el dispendio. La avaricia tiende a acumular bienes,
recursos o dinero, evitando al máximo su dispendio. Se mueve por una motivación
restrictiva: la escasez se percibe más en el gasto que la adquisición.
Si bien el acaparamiento y la acumulación de recursos en la historia de la
humanidad ha sido una constante, como se puede comprobar a través de los restos
arqueológicos de silos, bodegas o graneros en las más diversas civilizaciones y
épocas históricas, estas prácticas tenían sus límites, debido en parte a la caducidad
de los productos y en parte a la limitación del espacio.
La aparición relativamente reciente en la historia de la humanidad del dinero
como sustituto intercambiable de cualquier producto ha favorecido, sin embargo, la
potencial acumulación ilimitada en manos de unos pocos de todo tipo de productos
que ya no requieren espacios físicos específicos, sino que pueden estar esparcidos
por todo el mundo y que son renovables indefinidamente en la medida en que conti-
núan produciéndose. Estos pocos, sean individuos o corporaciones, suelen moverse
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por una codicia insaciable, que no hace más que aumentar la distancia entre los
ricos y los pobres. Especialmente afectadas se ven las clases medias, mermadas o
destruidas, y la economía productiva, dejada al albur de la economía financiera.
Su referente mitológico bien podría ser el rey Midas. Hijo de un campesino
que habiendo llegado al trono de Frigia por voluntad de los dioses, creció obse-
sionado por las riquezas. Por ello, cuando Dionisio (Baco) le ofreció satisfacer un
deseo por haber ayudado a Sileno, un sátiro compañero suyo, Midas le pidió que
todo lo que tocase se convirtiese en oro. Pronto pudo ver cumplido su deseo, que
mantuvo tercamente a pesar de las advertencias en contra del dios del vino. Pero
pronto también pidió renunciar a él, porque efectivamente todo lo que tocaba lo
convertía en oro: las mujeres se convertían en estatuas de oro y la comida se trans-
formaba en manjares de oro también. De este modo no podía ni siquiera comer y
se veía condenado a morir de inanición y estéril sin dejar descendencia, aunque
inmensamente rico.

Clínica de la codicia: la “Affluenza”


“Mata a cuatro personas, pero se salva de la cárcel, al aplicársele el diagnóstico
de affluenza” (García Casado, 2014 febrero). Ethan Couch, de 17 años, el muchacho
al cual se refiere el titular de la noticia, continúa la nota de prensa, “evita la cárcel,
tras atropellar con resultado de muerte a cuatro personas, en estado de embriaguez
y exceso de velocidad”. El accidente ocurrió mientras conducía una camioneta de
su padre y después de haber robado dos cajas de cervezas en un supermercado.
Iba acompañado por siete amigos, adolescentes como él, uno de los cuales resultó
también herido de gravedad. En lugar de ir a la cárcel, ingresará en un centro de
rehabilitación social, que costeará la familia. En el juicio sobre el accidente, ocurrido
en el estado de Texas el 15 de junio de 2013, los abogados alegaron “affluenza”,
como eximente. La enfermedad, según el abogado texano Scott Brown, “impide a
los hijos de los ricos tener una noción clara de la gravedad de sus actos”.
El término fue creado en 1996 por la psicóloga Jessie O’Neill, nieta de un
presidente de la General Motors, que en The Golden Ghetto: The Psychology of
Affluence se refería a que los hijos de familias opulentas no miden en ocasiones las
consecuencias de sus actos. El concepto se popularizó en 1997 gracias a la exitosa
película homónima de John de Graaf, una mirada mordaz a las consecuencias del
consumismo y el materialismo en EE. UU. También en la película “The Joneses”,
escrita y dirigida en 2009 por Derrick Borte, se pone de manifiesto el grado de
insatisfacción, resultado de la comparación con el nivel y los bienes materiales de
los vecinos, que induce a aumentar estúpidamente el consumo competitivo entre
los componentes de una misma clase social.
Esta pretendida enfermedad que no consta en ningún manual de diagnóstico
psicológico ni psiquiátrico, se describe en Wikipedia como una “enfermedad dolo-
rosa y contagiosa de transmisión social, consistente en sobrecarga, endeudamiento,
ansiedad y despilfarro como consecuencia del obstinado empeño por poseer más”,
160 Pecados Capitales

o de una manera más simplificada, como “adicción irrefrenable al crecimiento eco-


nómico, fruto del sueño americano”. En un informe psicológico el abogado alegaba:
“Este chico lo ha tenido todo. Sus padres son enormemente ricos; siempre
ha hecho lo que ha querido, nunca le han puesto límites y sólo ha aprendido a
considerar o a valorar lo material y el consumismo desenfrenado, siendo incapaz
de establecer un criterio de conexión entre sus actos y las consecuencias de su
comportamiento, debido a que sus padres le enseñaron que con el dinero todo se
puede”.

Lujuria
La palabra lujuria, derivada del latín luxus (lujo) hace referencia a exceso.
Como tal no se limita al contexto de la sexualidad, sino a la experiencia inconteni-
ble del deseo. Con el tiempo este deseo se ha ido circunscribiendo al deseo sexual,
para el que se ha reservado el concepto de lujuria y, el de lujo, a cualquier tipo de
manifestación ostentosa. La lujuria no es un pecado contra la naturaleza ni contra
Dios, sino que puede ser el origen de otros pecados y, por tanto, pecado capital. Ya
Epicuro (2007) en sus “Sentencias Vaticanas” (Fragmentos, 51) escribía:
“Acabo de enterarme de que tus excitaciones carnales se hallan demasiado
propensas a las relaciones sexuales. Tú, siempre y cuando, no quebrantes las
leyes, ni trastornes la solidez de las buenas costumbres, ni molestes al prójimo,
ni destroces tu cuerpo, ni malgastes tus fuerzas, haz uso como gustes de tus pre-
ferencias. Pero la verdad es que es imposible no ser cogido al menos por uno de
esos inconvenientes, el que sea. Pues las cosas de Venus jamás favorecen y por
contentos nos podemos dar si no perjudican”.
La dimensión moral le viene a la sexualidad de su dimensión relacional, que
es donde se juegan los temas de fidelidad o respeto y sus contrarios; es la que nos
abre a entender la lujuria como pecado capital. Introduce en la lujuria la dimensión
erótica, el deseo del otro, más allá de la dinámica fisiológica de la pulsión. De la
dimensión interpersonal se deduce que la lujuria pecaminosa no se define por el
exceso o la intensidad del deseo, sino por la perversión de su objetivo amoroso: la
fusión, la posesión, la traición, el dominio, el abuso, la violación, la humillación,
la vejación, la destrucción, etc., la cosificación, en definitiva, del sujeto amoroso,
convertido en obscuro objeto de deseo.
Muchas de estas conductas se ponen de manifiesto en comportamientos “co-
tidianos” en los ámbitos laborales, profesionales, académicos, artísticos, políticos,
etc. en forma de chantaje sexual como medio de promoción, elección, preferen-
cia, posibilidad de acceder a un contrato, etc., como ponen de manifiesto muchos
testimonios recogidos bajo el hashtag “#MeToo”. Otras veces en forma de acoso
físico o verbal, tocamientos, manoseos, comentarios soeces o provocativos, sin otro
contexto relacional que el de la impulsividad del acosador en espacios públicos o
privados, que presuponen una posición de poder abusivo sobre la víctima, aunque
no comporten una violencia explícita como en las violaciones.
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Clínica de la lujuria: la desigualdad


La historia de la sexualidad humana es, en parte, una historia de desigualdad,
abuso, dominio y sumisión, basada en las propias diferencias biológicas, en detri-
mento casi siempre de las mujeres, los niños o las clases explotadas. En la moral
sexual romana la oposición era someter/ser sometido, donde someter (penetrar)
era loable para los varones libres, ser sometido (ser penetrado) era lo natural para
mujeres o esclavos.
Este esquema ha predominado en las sociedades patriarcales de todos los
tiempos y culturas. Algunas religiones han intentado paliar este desequilibrio,
predicando la igualdad de hombres y mujeres ante Dios. Fuera del ámbito religioso
la literatura romántica, a veces en base a historias reales, como las de Abelardo y
Eloísa, o fantaseadas, como las de Romeo y Julieta, ha querido subrayar también
esta igualdad. Movimientos sociales, mucho más recientes de carácter laico como
el feminismo, la reivindican también de forma contundente.
Para entenderse, hombres y mujeres, en la vida sexual, tienen que partir de dos
principios: que hombres y mujeres son ontológicamente iguales, aunque no lo sean
desde el punto de vista sexual. Las diferencias anatómicas no justifican ningún tipo
de discriminación desde el punto de vista evolutivo, antropológico, psicológico,
moral, social, laboral y legal, donde todos somos iguales.
El problema se plantea en las relaciones interpersonales mediadas por el sexo,
es decir, erotizadas, para las que, como dice el filósofo francés Compte-Sponville
(2001), deberemos ser capaces de crear espacios de libertad, reciprocidad e igualdad,
independientemente de la orientación hétero- u homosexual.

Cuando «sí» quiere decir «no»


Si partimos del principio de preservar la igualdad en las relaciones sexuales,
ésta se puede proteger solo en base al mutuo consentimiento. Los movimientos
sociales feministas han insistido muy acertadamente en que No es NO y solo Sí es
Sí. Con todo conviene advertir que no es lo mismo asentimiento que consentimien-
to. Y que éste último solo se puede calificar como tal, si se basa en una decisión
plenamente libre.
El supuesto consentimiento, en efecto, está con frecuencia condicionado a
otros fines, como contentar a la pareja o no querer decepcionarla, pero no por eso
es libre, como puede verse en el caso de Susana, quien se siente mal porque cree
que no es capaz de satisfacer sexualmen­te a su marido que siempre se muestra de
mal humor. Está convencida de que si él estuviera satisfecho sexualmente se sen-
tiría mucho más contento y todo iría mejor. A fin de reparar la insuficiencia de sus
prestaciones accede a acudir a locales de intercambio de parejas y hasta alquilar
los servicios de alguna prostituta en casa. Lo cuenta así:
Susana (S): Hemos ido durante cierto tiempo a un local de estos de inter-
cambio de parejas… La primera vez fue horrible: al entrar hay una sala
oscura donde la gente baila y se toquetea. Es muy incómodo porque no
162 Pecados Capitales

sabes quién te está tocando. Él, en cambio, se lo pasaba muy bien… Acu-
dimos en otras muchas ocasiones y yo me sentía fatal, podríamos decir…
violada, muy desagradable, un asco, porque si ya me gusta poco el sexo,
¡imagínate con desconocidos!
Terapeuta (T): ¿Pero continuaste yendo?
S.: Sí, pero yo no le dije a él cómo me sentía; en realidad hacía ver que
me lo pasaba bien para no aguarle la fiesta.
T.: ¿Pero él sabe que no te gusta?
S.: No… no se lo he dicho nunca… No, es que me sentí fatal; primero
sorprendida: « ¿qué hago yo aquí?». Y sabiendo que a mí el sexo ya no
me gusta mucho, pues imagínate… y ver el panorama y la cara que ponía
él, de mucha emoción, como alucinando.
T.: Y por la cara de alucinado que ponía, ¿fuiste incapaz de decir nada?
S.: Sí, por aquella cara y porque se lo pasaba tan bien…, decidí callar.
Moraleja: si quieres estar seguro del consentimiento en una relación sexual,
no te conformes con obtener el consentimiento voluntario, asegúrate que también
es libre.

Gula
La palabra gula proviene de la misma palabra en latín gula, relacionada con
gola (boca) o glotis (en griego), de donde deglución. Está pues asociada a la actividad
bucal de la deglución (comer o beber). La comida y la bebida cumplen la función
primaria de asegurar el sustento. Pero a la vez son, o pueden ser, una fuente de pla-
ceres, de escrúpulos morales o preocupaciones dietéticas según la perspectiva con
que se aborden. De modo que la gula implica el consumo de alimentos. Siendo ésta
una actividad esencial para la supervivencia del individuo y de la especie no acaba
de entenderse en qué sentido se puede asociar el comer o el beber con un vicio o
pecado capital. La gula o su contraria la abstinencia deben tener alguna característica
que la haga especifica del ser humano. Este valor simbólico probablemente cubra
diversas funciones conjunta o separadamente, entre las cuales podemos señalar la
compulsiva, la ansiolítica y la ostentosa.
De una manera muy esquemática quedan así planteados los temas relativos
al significado de la comida para el animal humano. En efecto, no hay tal vez hoy
en día un tema más polémico que el de la comida. Siendo el ser humano el animal
omnívoro más completo, es el único que se plantea la licitud o conveniencia de
multitud de alimentos, capaz de contar el número de calorías o la cantidad de gra-
sas saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas para cada ingesta. El único que
se plantea beber la leche con lactosa o sin ella o sazonar los alimentos con azúcar,
sal, pimienta o sin ellos. La especie que es capaz de establecer distinciones entre
animales sagrados e impuros, de discutir el modo ritual cómo debe ser cortado el
cordero; y así hasta el infinito. Algunas de estas cuestiones, elevadas a categoría de
tabú religioso, son causa de disquisiciones científicas y hasta teológicas. La única
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especie que desarrolla teorías, ideologías, dietas, prácticas hedonistas o ascéticas


alrededor de la comida, la única que por estas mismas razones está expuesta a todo
tipo de trastornos alimentarios, es la humana. Estas cuestiones dietéticas, indepen-
dientemente de su origen ideológico, tienen notable incidencia sobre las conductas
alimentarias problemáticas de las que se ocupa la psicología clínica, tales como la
anorexia, la ortorexia, la vigorexia, la bulimia o los atracones.

Clínica de la gula: la comida como ansiolítico


Si el hambre es percibida con una sensación de vacío en el estómago, nada
tiene de extraño que la ansiedad o la angustia se asocien con el hambre, puesto
que la experiencia de vacío es uno de los indicadores más frecuentes de angustia.
Esta es una de las sensaciones más frecuentemente referidas por las personas que
padecen bulimia o que practican el atracón. El diálogo con Juana que reproducimos
a continuación lo expresa claramente.
Juana, paciente de 31 años, separada desde hace algunos meses, vive con sus
padres, ha iniciado una nueva relación con Marcos, aunque no convive todavía
con él al no haber formalizado la ruptura con la pareja anterior, toxicómano, que
la había recluido y maltratado física y psicológicamente.
Inicia la sesión relatando que ha acudido a una entrevista en un hospital público
para ser aceptada en un programa de tratamiento para trastornos alimentarios. Expresa
una intensa decepción por el trato burocrático a que fue sometida en esta entrevista,
que duró apenas dos minutos, y el impacto que le causaron las chicas anoréxicas
con las que tuvo ocasión de cruzarse por los pasillos del departamento. Este caso
resulta particularmente relevante por el hecho de no presentar una distorsión de
la imagen ni una preocupación por el peso, por lo que el ciclo atracón-vómito se
manifiesta nítidamente en su naturaleza.
Juana (J).: Es que solo llegar allí y ver lo que hay, ya empiezo a pensar,
¿por qué todas las chavalas están tan delgadas?, digo, si yo estoy de gloria.
Yo veo las otras, porque yo he perdido más de treinta quilos, pero claro yo
tenía chicha. Y la otra se hace lo mismo que yo, y no tiene chicha. Pero es
que eran delgadas a más no poder, es que éstas no comen ni nada. Yo me
veo gorda al lado de ellas. Son sacos de huesos andantes. Yo sé que estoy
compensada por mi peso. Lo que pasa es que mi constitución es de ser
más ancha… Pero anoche, después de ver todo aquello en el hospital, me
comí un bocadillo enorme. He pasado la noche de perros, pero no vomité
el bocadillo. Recuerdo lo que había allí y me pongo enferma, se me quitan
las ganas de vomitar.
Terapeuta (T).: Porque ¿lo que comes, lo vomitas?
J.: Sí, porque se me meten los nervios aquí en el estómago, como si fuera
un bajón. Pero me puedo comer todo lo inimaginable, todo lo que pillo, y
luego claro, me sienta mal. Pero anoche me quedé pensando: ¿cómo voy
a vomitar? Me tengo que curar, me tengo que poner bien…
164 Pecados Capitales

T.: Por lo que dices parece que todo esto está relacionado con la sensación
de ansiedad.
J.: Sí, así es. Siempre me ha pasado, las temporadas que he estado muy
nerviosa. Esto no es de ahora. De cuando me pasó lo de mi marido hace
ya años. Entonces estaba muy gorda, pesaba ochenta y seis quilos. Pa-
seábamos por la calle. Me daba vergüenza, con veintitrés años. Y claro,
tanto machacarme con “estás gorda”, me metía de todo para adelgazar,
pero no adelgazaba, engordaba más. Y venga hacer dieta y venga pastillas.
T.: ¿Cuánto hace que empezaste a utilizar este sistema de atracarte y
vomitar para calmar los nervios?
J.: De esto hace ocho o nueve años… Mi marido hacía su vida, pasando
de mí, total. Él se iba a trabajar y venía a los tres días. Y si venía con
algún problema, me dejaba en casa allí, como si yo no existiera. Pues yo
que sé, a mí me daba por comer. Si estaba yo todo el día en casa, ¿qué
hacía?, pues, comer.
T.: O sea, que estabas todo el día en casa, y estabas pensando en qué
estaba haciendo él.
J.: Sí, de los mismos nervios; pues el aburrimiento, me daba por comer.
Sí, me podía comer dos pasteles. Tengo el recuerdo de estar sentada en
el sofá con mi pastel. Es que no me podía ni mover... A ver, era cuando, a
lo mejor me tiraba semanas sin vomitar. Pero luego, según el estado de
nervios que tuviera, según lo aburrida que estuviera, pues eso me llevaba
a comer y a vomitar.
T.: Y luego, vomitar ¿para qué te servía?
J.: Pues para quedarme tranquila, porque me hinchaba de tanto comer.
Claro, luego no podía ni respirar. De la ansiedad que tenía dentro, de haber
comido tanto. Si me podía comer lo que se come una familia.
T.: Entonces resulta que estabas aburrida o estabas ansiosa y comías, y
luego vomitabas porque te ahogabas de tanta comida. Cuando vomitabas,
¿en qué pensabas?
J.: Pensaba en quitarme esa pesadez que tenía en el cuerpo. Igual que
ahora, como y me siento pesada, una mala leche que me entra. Muchas
veces prefiero no comer, para no sentir esa mala leche.
Finalmente, podemos entender la gula, también, como despilfarro o consumo
voraz de los recursos necesarios para la supervivencia de los seres humanos, en
conexión con la falta de conciencia de escasez, emparentada con la codicia, por lo
que se convierte en un pecado ecológico, que favorece la explotación y destrucción
del habitat planetario.

Pereza
La pereza (del latín: pigritia) puede definirse como: “negligencia, astenia,
tedio o descuido en la realización de actividades”.
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Para que la inacción pueda ser entendida como indicador de pereza se supone
que la actividad debe estar negativamente motivada, como falta de ganas de emplear
energía para alcanzar cualquier objetivo. Y que esta abulia se pueda considerar
generalizada como una actitud ante la vida, por la que se valora como más gratifi-
cante el ahorro de energía que el dispendio de ésta, la evitación del esfuerzo, que
sus posibles logros.
La inacción forma parte del ciclo natural actividad-reposo (esfuerzo-descanso).
La acción está motivada por necesidades inmediatas de subsistencia, como los ani-
males que están en reposo cuando no pacen o cazan. En el Paleolítico, por ejemplo,
no habría lugar a hablar de pereza. Se entraba en acción cuando era necesario. En el
Neolítico, en cambio, se inicia la regulación económica. El ciclo actividad-reposo
se considera dentro de los parámetros ocio-negocio, motivado por fines diferidos:
consecución de bienes a largo plazo.
Por ocio se entiende una actividad no productiva creativa, recreativa o de en-
tretenimiento, o una inactividad contemplativa de regulación espontánea respecto
al tiempo libre: pasar el tiempo, contemplación, aburrimiento, juego, diversión (la
cigarra de la fábula de Esopo, que pasaba el verano tocando la guitarra).
Por negocio se entiende una actividad productiva destinada a la obtención de
un beneficio; obedece a una regulación planificada, la consecución del objetivo se
difiere en el tiempo, cautivo de esta intencionalidad (la hormiga, que se pasaba el
verano almacenando grano para el invierno).
El ocio en sí, entendido como tiempo liberado, no es ni bueno ni malo. Depende
del uso que se haga, con qué fines y con qué resultados. Filósofos y monjes, tanto
orientales como occidentales, estructuraban su vida de modo que pudieran liberar
gran parte de su tiempo para dedicarlo a la contemplación, reflexión, meditación
o, en general, a la vida espiritual (“ora et labora”).
Este tiempo liberado de obligaciones puede provenir de dos condiciones previas:
No tener que hacer nada: no estar obligado, ni necesitado; estar libre, tiem-
po libre. No tener nada que hacer: estar desocupado (falta de ocupación), estado
de inactividad: «dolce far niente». La pereza se entiende en referencia al tiempo
cautivo, no al tiempo libre.

Clínica de la pereza: la procrastinación


En este contexto ocio-negocio, la pro-crastinación significa literalmente «dejar
para mañana lo que puedes hacer hoy». Existen diversos motivos por los que una
persona se pueda sentir tentada de aplazar la ejecución de los pasos necesarios para
alcanzar la consecución de un objetivo:
• La connotación o valencia negativa de este objetivo. Si el objetivo carece
de interés o su consecución implica un esfuerzo aversivo, se tenderá a
aplazar su realización.
• La falta de recursos para llevar a cabo las tareas exigidas. Si la persona no
posee los medios necesarios para alcanzar un fin, evitará aproximarse a él.
166 Pecados Capitales

• La expectativa de reconocimiento meritocrático: perfeccionismo. Si se


pone en juego el propio valor a través de la consecución de un objetivo,
nunca se estará suficientemente preparado para alcanzarlo.

Una procrastinación indefinida


Cristina, de 34 años se presenta a terapia porque no consigue remontar en su
vida profesional. Tiene muchos proyectos y ganas de hacer cosas, trabajar, conti-
nuar formándose, estabilizar su relación de pareja, pero se siente desbordada por
todo y ya lleva un tiempo que ha hecho un crack, con ataques de pánico y ansiedad
generalizada, hasta el punto de tener que dejarlo todo y coger la baja laboral. Había
llegado a quedarse bloqueada no solo mentalmente, sino hasta físicamente.
En su caso podemos encontrar todos los factores que pueden llegar a interve-
nir en la procrastinación: motivación negativa, falta de recursos y perfeccionismo
meritocrático: la imagen que quiere dar de sí como “mujer orquesta”, que le lleva
hasta el bloqueo, se pone de manifiesto ya en sus primeras palabras:
“Yo siempre he sido la que no tiene ningún problema, que escucho los pro-
blemas de todos los demás, la que es fuerte y puede con todo. Y de repente te
dices “no puedo más”. Y entonces, yo lo que tengo es un cansancio o sea me he
llegado a quedar bloqueada de bueno de tenerme que levantar alguien, porque
mi cuerpo no responde. Pero yo en el fondo sé que soy muy fuerte, muy impulsiva
y muy impaciente; o sea, cuando me veo bien ya arrancaría a correr y entonces
mi cuerpo me dice que no, que no… Aunque yo siempre, he corrido siempre, lo
he podido hacer todo ¿no?... Nunca estoy contenta, nunca tengo bastante; llevo
mi trabajo, mi casa, mis estudios (narcisismo meritocrático)… Entonces dejé de
trabajar, bueno, me echaron porque cogí la baja... Me da pánico adquirir esa res-
ponsabilidad de ir a un sitio unas horas cada día ¿no? Pues yo empecé a parar
primero de todo eso cogiendo la baja y desentendiéndome de esa relación laboral;
a parte yo trabajaba en algo que no me interesaba (motivación negativa); pero yo
soy perfeccionista… yo trabajaba con un amigo que estábamos remontando una
empresa y llegó un momento que no sabía ya ni dónde tenía los papeles (falta de
recursos). Pues yo, por ejemplo, lo del perfeccionismo es algo que ahora quiero
trabajarme, tomármelo con más calma…”.
Otras variantes clínicas de la pereza pueden considerase: la acidia, la desidia
y la negligencia.
La palabra acidia, (del griego akedia, “falta de cuidado”), significa descuido
de sí. «El hombre virtuoso no puede ser una carga para los demás, por eso debe
cuidarse de sí mismo. El cuidado de sí es éticamente primordial, en la medida en
que la relación consigo mismo es ontológicamente la primera. El cuidado de sí
resultará también beneficioso para los demás» Foucault (2002).
Desidia del verbo latino “de-sedere”, significa “quedarse sentado”, sin ha-
cer nada. Es, por definición, inacción, generalmente como resultado de rehuir el
esfuerzo (indolencia) y/o de mantener una actitud ambigua respecto al valor de la
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vida o de la existencia humana, fruto de la mezcla de superioridad y de desprecio


con que nuestra mirada narcisista nos sitúa frente al mundo.

Negligencia ↔ diligencia
Ambas palabras comparten una raíz etimológica común, una en positivo (di-
ligencia), amor o interés por algo, la otra en negativo (neg-ligencia) negación de
este amor; emparentada con la pereza en cuanto es hija del desinterés que convierte
en negativa la motivación. Gran parte del sufrimiento humano proviene de la dimi-
sión o indiferencia ética en aras del hedonismo egoísta, de la falta de compromiso
responsable con la existencia.
El pecado capital de la pereza no está relacionado con el uso del tiempo
cronológico, sino con el del tiempo ético. Este es el pecado capital de la pereza:
la negligencia.

Consideraciones Finales
Replantear la idea de “pecados capitales” desde una perspectiva laica y ac-
tualizada nos lleva a redefinir los conceptos. Ya no se trata de pecados contra la
divinidad, sino contra la humanidad. El pecado es concebido, en primer lugar, no
como un error, sino como un daño producido a nuestros semejantes a causa de
nuestro egoísmo moral. Desde esta nueva perspectiva hemos redefinido:
• La soberbia, como una posición de superioridad y dominio sobre los otros,
derivada de un narcisismo exacerbado y egocéntrico, que impide ver a los
demás como sujetos.
• La ira, como un derecho autoatribuido de restaurar la injusticia percibida,
mediante la agresión o la venganza.
• La envidia, como fruto de la comparación y la rivalidad que llevan a
percibir el mal ajeno, como bien propio.
• La codicia, como acaparamiento de los recursos económicos en detrimento
de un reparto justo entre los humanos para subvenir a sus necesidades.
• La lujuria, como legitimación de la desigualdad en función de los derechos
del impulso posesivo y del deseo fusional de una sexualidad dominadora.
• La gula, como despilfarro de los bienes de consumo disponibles, en de-
trimento de los recursos naturales de la tierra.
• La pereza, como desidia moral frente a nuestras obligaciones éticas hacia
el mundo y hacia los demás, por negligencia o falta de compromiso.
La mirada psicológica que hemos dirigido sobre los siete pecados capitales,
nos permite considerarlos en una óptica más moderna, a la vez que atemporal: la
de una perspectiva intersubjetiva y social, desligada de sus orígenes filosóficos
o religiosos. Retomar la idea de culpa y pecado, como reconocimiento del daño
causado a los demás, a partir de motivaciones egocéntricas dominantes, nos lleva
a reintroducir en psicología la dimensión moral y la responsabilidad, de la que el
ser humano no puede, ni debe sustraerse.
168 Pecados Capitales

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