7 Pecados Artigos Besora Villegas
7 Pecados Artigos Besora Villegas
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Fenomenología clínica
de los siete pecados capitales
Clinical phenomenology of seven deadly sins
Manuel Villegas Besora
Universidad de Barcelona, Facultat de Psicologia. España
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-5584-8469
Resumen Abstract
El tema de los pecados capitales ha estado presente The theme of deadly sins has been present in various
bajo diversas formas, tanto en el pensamiento filosófico forms, both in philosophical thought or in eastern and
como en el religioso oriental y occidental, estoicismo, western religious traditions: Stoicism, Buddhism or
budismo o cristianismo entre ellas. Aquí se consideran Christianity among them. Here they are considered
desde una perspectiva psicológica contemporánea en from a contemporary psychological perspective in their
su fenomenología clínica más habitual. most common clinical expressions.
Palabras clave: fenomenología, psicología clínica, Keywords: phenomenology, clinical psychology,
culpa, pecado, relaciones interpersonales. guilt, deadly sins, interpersonal relationships.
ISSN: 1130-5142 (Print) –2339-7950 (Online)
Introducción
El concepto tradicional de “pecados capitales” se refiere a aquellas actitudes
en relación a nosotros mismos, al mundo y a los demás, que son el origen de las
motivaciones egocéntricas responsables de muchos de los problemas interpersonales,
internos e incluso ecológicos que nos afectan a lo largo de la vida, independiente-
mente de la época histórica o el marco socio-cultural en que nos movemos. En este
sentido tienen un carácter atemporal que ha sido recogido bajo diversos nombres
por la literatura, la filosofía, las religiones, los mitos, el cine o el teatro, y que dan
lugar a muchas de las manifestaciones de la fenomenología clínica que vemos en
psicoterapia. Las relaciones de dominio sumisión o dependencia, el maltrato físico y
psicológico, el narcisismo, la compulsiones consumistas, las actitudes destructivas,
la violencia interpersonal, la procrastinación, la infidelidad, etc., tienen que ver sin
duda con la lista completa de los 7 pecados capitales, como la soberbia, la ira, la
lujuria, la gula, la envidia, la avaricia o la pereza.
Pecado y culpa
Los psicólogos estamos habituados a manejarnos con el sentimiento de cul-
pa, que frecuentemente expresan nuestros pacientes, de las formas más variadas:
temor al castigo, vergüenza pública o privada, contrición por el mal causado o
remordimiento por el bien que hemos dejado de hacer y podríamos haber hecho.
La palabra culpa (de idéntico origen latino) hace referencia a la causa (culpa)
de un daño o perjuicio (pecado), de modo que se puede aplicar incluso a fenómenos
no intencionados (por culpa de la lluvia).
La palabra pecado de «peccatum» (en latín tropiezo) significa falta o acción
culpable. En la concepción religiosa eso implica desobediencia a Dios y sus leyes.
En la ley mosaica hay tres mandamientos teocéntricos, que se refieren al respeto y
culto de Dios, y siete antropocéntricos, que toman en cuenta el respeto y cuidado
de los demás (no matar, no robar, no mentir, no levantar falso testimonio). En la
concepción laica hace referencia a la comisión del mal del que uno es responsable
moralmente, legalmente, económicamente. En estos casos solemos hablar de delitos
por los cuales alguien es inculpado.
Pero ¿cómo podemos tratar con el sentimiento de culpa si no reconocemos el
concepto de pecado? ¿De qué sentimos culpa? Reconocer el sentimiento de culpa
implica reconocer el concepto de pecado. Sin embargo, no existe una relación
biunívoca entre ellos. Sentir culpa no implica necesariamente haber cometido un
pecado. Ni haber cometido un pecado implica necesariamente sentir culpa.
Tipologías de pecado
Puede sentirse culpa por pecados de comisión u omisión.
a) Pecados de comisión
Los pecados de comisión implican un daño infligido realmente en cualquier
ámbito: natural (ecología), social (guerra), interpersonal (calumnia), propio (autole-
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siones). Así se entiende que una paciente bulímica se pueda sentir culpable después
de un atracón. O un alcohólico, de estar arruinándose la vida. En los pecados de
comisión la palabra mal tiene un carácter sustantivo: “el mal”.
b) Pecados de omisión
Los pecados de omisión hacen referencia al daño derivado de la dejación
en prestar una atención o cuidado, estando obligados a hacerlo (negligencia). Por
ejemplo, no haber prestado atención o protección a una víctima de abusos en el
ámbito familiar, o de accidente en una carretera. Se entiende en este contexto que
muchas madres puedan sentirse culpables de no haber cuidado suficientemente de
sus hijos a causa de sus ocupaciones profesionales o de no haberlos educado apro-
piadamente. No siempre está clara la distinción entre pecado de omisión y fallo.
c) Fallos o errores
También podemos sentir culpa o, más frecuentemente vergüenza, por los fallos
o errores, por algo que hemos hecho mal o no hemos sabido hacer (mal como adver-
bio, mal formal: error, defecto). Por ejemplo, un error de diagnóstico médico, más
allá de sus consecuencias perjudiciales, puede ser motivo de vergüenza. Además,
si las consecuencias son perjudiciales para el paciente puede sentirse culpa moral
o incluso ser inculpado legalmente. La responsabilidad en estos casos es directa.
Otras veces se trata de imperfección en el resultado, por ejemplo un defecto de
fabricación o por defecto de mantenimiento. La existencia de daños subsiguientes
puede ser atribuible o no al fallo o error. La responsabilidad en eso casos puede
ser directa o indirecta.
Falsa culpabilidad
Se refiere a un sentimiento inadecuado de culpabilidad por algo que no se ha
hecho, ni dejado de hacer. Se puede sentir culpable, por ejemplo, de un mal que
hemos compartido, como víctimas, pero no causado como agentes (culpa del super-
viviente). A este tipo de sentimiento de culpa lo consideramos falsa culpabilidad,
precisamente porque el sujeto no ha sido causa, sino víctima del daño compartido.
Un tipo de sentimiento parecido deriva de una atribución futurible de culpa en
ausencia de responsabilidad real: «si le pasara algo a mi hijo…». Se trata de una
culpa anticipatoria u obsesiva dirigida a evitar algo que todavía no ha sucedido y
que tal vez no vaya a suceder. A veces se presenta con efectos retroactivos, en el
caso de que llegue a suceder: “si me hubiera opuesto con más fuerza a que mi hijo
saliera de fiesta aquella noche…”, pero con el mismo carácter preventivo, que lo
reconduce a sentimiento de falsa culpabilidad.
temente de su origen religioso o no. Puede entenderse como daño causado a los
demás a partir de motivaciones egocéntricas dominantes por acción u omisión. Su
carácter pecaminoso radica precisamente en esta motivación egocéntrica, causante
de males ajenos. Ni el error, ni la falsa culpabilidad pueden considerarse moral-
mente pecado, puesto que se supone que no existía motivación dañina en el error,
ni participación activa en la falsa culpabilidad.
b) Concepción legal
En el ámbito legal no se habla de pecado sino de delito. Por tal se entiende
cualquier acción contraria a la ley penal (crimen) (asalto a mano armada en una
joyería, estafa, violación…). Otro concepto afín es el de infracción: incumplimiento
o inobservancia de una normativa (aparcamiento en zona prohibida, saltarse un
semáforo en rojo...). Delitos e infracciones están sujetos a penalizaciones de tipo
personal o económico. Se prescinde de su carácter moral o inmoral.
entre sí. Como decía Mateo Alemán (s. XVI): “La soberbia ataca con dos dardos: la
ira y la envidia”. Pero vamos a considerarlos ahora individualmente por separado:
Soberbia
Soberbia de super, una preposición latina que significa sobre, estar por encima
(super-bia). Se trata de un concepto interpersonal o relacional. Nadie puede estar
por encima si no hay alguien por debajo de forma real o imaginaria.
María Moliner (2007) la define en su diccionario como: “Cualidad o actitud
de la persona que se tiene por superior a las que la rodean por su riqueza, por su
posición o por otra cualidad y circunstancia y que desprecia y humilla a los que
considera inferiores”. Definición que de modo más sintético recoge la RAE (2019):
“Satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas con
menosprecio de los demás”.
Dos son, pues, los componentes básicos de la soberbia:
• la creencia en la propia superioridad.
• la humillación o desprecio de los demás.
La modalidad aristocrática
En esta progresión la primera modalidad sería la aristocrática (el gobierno de los
nobles). El narcisismo aristocrático parte del supuesto que el propio valor proviene
de la cuna. En su blasón nobiliario se podría grabar el siguiente lema: “Valgo por
hidalgo”, es decir: “hijo de algo”. Se considera innato o congénitamente heredado,
cuyo reconocimiento es socialmente debido, sin necesidad de otros méritos. Llevan
muy mal que alguien se atreva a cuestionar su valía congénita, por lo que pueden usar
la seducción, intentando atraer la admiración de otras personas a base de acercarse
a ellas ofreciendo la cara más amable y lisonjera de que son capaces. En caso de
no obtener el reconocimiento esperado de los demás, pueden adoptar una forma de
despotismo con el ejercicio de la fuerza o la violencia, si lo consideran necesario,
a fin de obtener su sometimiento. A falta de éxito con las estrategias anteriores,
pueden echar mano de la despectiva: el desprecio, como forma de situarse en una
posición superior al colocar sistemáticamente a los demás en una posición inferior.
Y, en último término, si no pueden en la práctica someter o interiorizar a los demás,
pueden intentar mantener su mundo glorioso en el ámbito de la fantasía, a través
de la modalidad elusiva; encerrados en su torre de marfil se sienten reconocidos
por un público imaginario que les aplaude de modo incondicional.
La modalidad meritocrática
La segunda correspondería a la meritocrática, el gobierno de los excelentes.
Los narcisistas meritocráticos creen que han conseguido suficientes logros, en el
campo que sea, como para merecer un reconocimiento público. A diferencia, en
cambio, de los aristocráticos, deben estar continuamente demostrando que son ca-
paces de sostenerse en el nivel alcanzado. De ahí el perfeccionismo como recurso
virtuosista de excelencia.
Michelangelo Buonarroti, por ejemplo, llegó a ser un gran escultor, pintor
y arquitecto, a pesar de los prejuicios y la oposición de su padre, que, siendo
de familia noble, no podía aceptar que su hijo quisiera ser escultor, “un trabajo
de artesanos”. La tenacidad de Michelangelo consiguió, sin embargo, aunque a
costa de desarrollar una personalidad con rasgos claramente obsesivos, alcanzar
la cúspide del arte de todos los tiempos, además de ganar suficiente dinero como
para reparar la ruina económica de su familia de origen. Todo su empeño parecía
dirigido a conseguir por sus méritos lo que la nobleza le negaba, al desertar de una
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La modalidad plutocrática
La tercera correspondería a la plutocrática. La plutocracia, de plutos (en griego),
gobierno de los ricos, busca compensar los déficits personales con la adquisición de
bienes apreciados socialmente. A falta de nobleza de estirpe o de méritos contraídos,
una tercera alternativa para conseguir la exaltación frente al resto del mundo es
la distinción que procura la acumulación de los bienes materiales o sociales, que
pueden dar lugar a la fama en círculos más próximos o lejanos o, incluso, virtuales.
Existen dos modalidades básicas de ostentación que pueden andar conjuntamente
o por separado y que hemos denominado material y social.
Ira
La ira es una respuesta emocional de carácter agresivo a una frustración o
daño, que implica una percepción de injusticia y conlleva un intento de restitución
o reparación.
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Romántico y matón
José Luis describe una historia de descontrol de la ira y por este motivo acu-
de a terapia. En el siguiente diálogo trata de definir su problema con el “control
emocional” de la ira.
José Luis (P).: Yo tengo los dos extremos, el cariñoso, el sensible, el
romántico. Soy muy romántico, aunque no lo parezca… Pero, por otra
parte, tampoco tengo límites… Porque pierdo los estribos. Es que no sé
controlarlos, y eso que ya tengo 40 años…
Terapeuta (T).: Cuando dices que no lo controlas ¿qué quieres decir?,
¿qué pasaría si te descontrolaras?
P.: Pues que podría llegar a matar por ejemplo. Seguro
T.: Pero, ¿a quién?
P.: A quien se me ponga en mi camino y trate de impedirme lo que yo
considere justo o que haga daño a mi familia.
Frustración, del latín “frustra”, es un adverbio que significa “en vano, inútil-
mente”. La frustración puede ser efecto de un impedimento interno o externo que
se interpone en nuestro camino hacia la consecución de un objetivo. Ello puede
ser debido a la inutilidad de los esfuerzos o los méritos que podemos haber hecho
por conseguir un objetivo que se nos resiste. La fábula de Esopo de la zorra que,
por más saltos que dé, no alcanza las uvas, es un ejemplo paradigmático de este
tipo de frustración.
En otras ocasiones la fuente de frustración es atribuible a la falta de considera-
ción por parte de quien corresponda hacia los derechos que tenemos o creemos tener.
Percepción de injusticia
Lo importante no es determinar si la afrenta o el daño infligido, la ausencia
de recompensa tras un esfuerzo o la falta de reconocimiento de un (pretendido)
derecho, son o no justas, sino que lo que cuenta es la percepción subjetiva (ego-
centrada, desde mi punto de vista) de injusticia.
“Ella y solo ella es la responsable de mi dolor, jamás debió engendrarme,
no sabe lo que significa ser madre, tener un hijo. Solo sabe utilizar, manipular,
destruir. Su presencia engendra destrucción, desamor, odio. La odio. Sí, sí, sí, ella
es culpable y debe sufrir las consecuencias. Yo no le pedí la vida. Si me la dio tiene
la obligación de amarme y cuidarme, respetar mi parte afectiva y no lastimarme”.
Los agravios o injusticias pueden provenir de otras personas, pero también
pueden ser atribuibles a objetos inertes o a fenómenos de la naturaleza, a la sociedad,
a la suerte o a la diosa fortuna, o a la absurdidad de la existencia.
Envidia
Envidia, del latín “in-vidia” (in-videre) significa literalmente: mirar a alguien,
fijar la vista en alguien, clavar la mirada. Por eso Dante en la Divina Comedia
colocaba a los envidiosos en el infierno, con los párpados cosidos, para que no
pudieran ver. Se envidian los bienes ajenos que el otro tiene y yo no, y por esta
razón se fija la atención en él. Se le envidian:
• los bienes tangibles o materiales, heredados o adquiridos: la casa, el coche,
los viajes, la pareja, los hijos, el trabajo, etc.
• los bienes intangibles o simbólicos, innatos o alcanzados que tienen un
valor social: la fama, la suerte, el atractivo o la belleza, el éxito, etc.
La comparación es la operación mental previa que desencadena la envidia: «Si
otro lo puede tener ¿por qué yo no?». Puedo estar muy contento y conforme con
mi situación en la vida hasta que se me compara con la del vecino. Com–par-ar es
buscar la paridad (igualdad) de uno con el otro. Alguien se siente inferior, porque
no tiene lo que tiene otro o no en el mismo grado o no es de la misma cualidad. La
comparación pone de manifiesto una in-iquidad, una falta de equidad (iniquidad:
desigualdad percibida). Esta desigualdad puede ser objetiva o no, pero lo esencial
es que sea percibida como tal por una de las partes.
como padres, hijos o hermanos. O pueden generarse tras la aparición de una tercera
persona ajena a la relación, por ejemplo en el caso de una infidelidad o, incluso,
entre los esposos ante el nacimiento de un hijo (Villegas y Mallor, 2017).
En la parábola del hijo pródigo (Lucas, 15:11-32), el hermano mayor expe-
rimenta celos porque a la vuelta de su hermano pequeño, que se ha gastado toda
su herencia en malas compañías, es agasajado por el padre, mientras él considera
que no ha recibido el mismo trato. Al quejarse ante él, porque nunca le ha hecho
una fiesta como ésta, el padre le responde: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas
mis cosas son tuyas. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu
hermano lo dábamos por muerto, y está vivo; se había perdido, y ha sido hallado.
Codicia
La codicia, de cupiditas en latín, está claramente relacionada con Cupido la
versión romana del dios Eros, el deseo. Pero este deseo está orientado a los bienes
materiales. En consecuencia, podemos definir el concepto de codicia como: “el
acaparamiento excesivo de recursos que supone la obtención de un provecho o
beneficio propio en perjuicio ajeno, mediante abuso o explotación”.
Como resultado de la conciencia de estas necesidades y de la escasez de
recursos para satisfacerlas se ha ido configurando progresivamente a través de los
siglos un dinamismo psicológico orientado al acaparamiento y a la acumulación
de los bienes de consumo, que llamamos codicia y avaricia, respectivamente. La
codicia se considera un pecado capital, origen de los peores males del mundo:
desigualdades económicas, explotación, abuso, crisis financieras, emigraciones,
hambrunas, disputas territoriales, revoluciones, conflictos sociales y guerras. Los
componentes de la codicia, tienen que ver con dos factores:
• la percepción de escasez de los recursos y
• el afán de acaparamiento de los mismos.
La avaricia se puede considerar una derivada de la codicia. El elemento que
las diferencia tiene relación con el dispendio. La avaricia tiende a acumular bienes,
recursos o dinero, evitando al máximo su dispendio. Se mueve por una motivación
restrictiva: la escasez se percibe más en el gasto que la adquisición.
Si bien el acaparamiento y la acumulación de recursos en la historia de la
humanidad ha sido una constante, como se puede comprobar a través de los restos
arqueológicos de silos, bodegas o graneros en las más diversas civilizaciones y
épocas históricas, estas prácticas tenían sus límites, debido en parte a la caducidad
de los productos y en parte a la limitación del espacio.
La aparición relativamente reciente en la historia de la humanidad del dinero
como sustituto intercambiable de cualquier producto ha favorecido, sin embargo, la
potencial acumulación ilimitada en manos de unos pocos de todo tipo de productos
que ya no requieren espacios físicos específicos, sino que pueden estar esparcidos
por todo el mundo y que son renovables indefinidamente en la medida en que conti-
núan produciéndose. Estos pocos, sean individuos o corporaciones, suelen moverse
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por una codicia insaciable, que no hace más que aumentar la distancia entre los
ricos y los pobres. Especialmente afectadas se ven las clases medias, mermadas o
destruidas, y la economía productiva, dejada al albur de la economía financiera.
Su referente mitológico bien podría ser el rey Midas. Hijo de un campesino
que habiendo llegado al trono de Frigia por voluntad de los dioses, creció obse-
sionado por las riquezas. Por ello, cuando Dionisio (Baco) le ofreció satisfacer un
deseo por haber ayudado a Sileno, un sátiro compañero suyo, Midas le pidió que
todo lo que tocase se convirtiese en oro. Pronto pudo ver cumplido su deseo, que
mantuvo tercamente a pesar de las advertencias en contra del dios del vino. Pero
pronto también pidió renunciar a él, porque efectivamente todo lo que tocaba lo
convertía en oro: las mujeres se convertían en estatuas de oro y la comida se trans-
formaba en manjares de oro también. De este modo no podía ni siquiera comer y
se veía condenado a morir de inanición y estéril sin dejar descendencia, aunque
inmensamente rico.
Lujuria
La palabra lujuria, derivada del latín luxus (lujo) hace referencia a exceso.
Como tal no se limita al contexto de la sexualidad, sino a la experiencia inconteni-
ble del deseo. Con el tiempo este deseo se ha ido circunscribiendo al deseo sexual,
para el que se ha reservado el concepto de lujuria y, el de lujo, a cualquier tipo de
manifestación ostentosa. La lujuria no es un pecado contra la naturaleza ni contra
Dios, sino que puede ser el origen de otros pecados y, por tanto, pecado capital. Ya
Epicuro (2007) en sus “Sentencias Vaticanas” (Fragmentos, 51) escribía:
“Acabo de enterarme de que tus excitaciones carnales se hallan demasiado
propensas a las relaciones sexuales. Tú, siempre y cuando, no quebrantes las
leyes, ni trastornes la solidez de las buenas costumbres, ni molestes al prójimo,
ni destroces tu cuerpo, ni malgastes tus fuerzas, haz uso como gustes de tus pre-
ferencias. Pero la verdad es que es imposible no ser cogido al menos por uno de
esos inconvenientes, el que sea. Pues las cosas de Venus jamás favorecen y por
contentos nos podemos dar si no perjudican”.
La dimensión moral le viene a la sexualidad de su dimensión relacional, que
es donde se juegan los temas de fidelidad o respeto y sus contrarios; es la que nos
abre a entender la lujuria como pecado capital. Introduce en la lujuria la dimensión
erótica, el deseo del otro, más allá de la dinámica fisiológica de la pulsión. De la
dimensión interpersonal se deduce que la lujuria pecaminosa no se define por el
exceso o la intensidad del deseo, sino por la perversión de su objetivo amoroso: la
fusión, la posesión, la traición, el dominio, el abuso, la violación, la humillación,
la vejación, la destrucción, etc., la cosificación, en definitiva, del sujeto amoroso,
convertido en obscuro objeto de deseo.
Muchas de estas conductas se ponen de manifiesto en comportamientos “co-
tidianos” en los ámbitos laborales, profesionales, académicos, artísticos, políticos,
etc. en forma de chantaje sexual como medio de promoción, elección, preferen-
cia, posibilidad de acceder a un contrato, etc., como ponen de manifiesto muchos
testimonios recogidos bajo el hashtag “#MeToo”. Otras veces en forma de acoso
físico o verbal, tocamientos, manoseos, comentarios soeces o provocativos, sin otro
contexto relacional que el de la impulsividad del acosador en espacios públicos o
privados, que presuponen una posición de poder abusivo sobre la víctima, aunque
no comporten una violencia explícita como en las violaciones.
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sabes quién te está tocando. Él, en cambio, se lo pasaba muy bien… Acu-
dimos en otras muchas ocasiones y yo me sentía fatal, podríamos decir…
violada, muy desagradable, un asco, porque si ya me gusta poco el sexo,
¡imagínate con desconocidos!
Terapeuta (T): ¿Pero continuaste yendo?
S.: Sí, pero yo no le dije a él cómo me sentía; en realidad hacía ver que
me lo pasaba bien para no aguarle la fiesta.
T.: ¿Pero él sabe que no te gusta?
S.: No… no se lo he dicho nunca… No, es que me sentí fatal; primero
sorprendida: « ¿qué hago yo aquí?». Y sabiendo que a mí el sexo ya no
me gusta mucho, pues imagínate… y ver el panorama y la cara que ponía
él, de mucha emoción, como alucinando.
T.: Y por la cara de alucinado que ponía, ¿fuiste incapaz de decir nada?
S.: Sí, por aquella cara y porque se lo pasaba tan bien…, decidí callar.
Moraleja: si quieres estar seguro del consentimiento en una relación sexual,
no te conformes con obtener el consentimiento voluntario, asegúrate que también
es libre.
Gula
La palabra gula proviene de la misma palabra en latín gula, relacionada con
gola (boca) o glotis (en griego), de donde deglución. Está pues asociada a la actividad
bucal de la deglución (comer o beber). La comida y la bebida cumplen la función
primaria de asegurar el sustento. Pero a la vez son, o pueden ser, una fuente de pla-
ceres, de escrúpulos morales o preocupaciones dietéticas según la perspectiva con
que se aborden. De modo que la gula implica el consumo de alimentos. Siendo ésta
una actividad esencial para la supervivencia del individuo y de la especie no acaba
de entenderse en qué sentido se puede asociar el comer o el beber con un vicio o
pecado capital. La gula o su contraria la abstinencia deben tener alguna característica
que la haga especifica del ser humano. Este valor simbólico probablemente cubra
diversas funciones conjunta o separadamente, entre las cuales podemos señalar la
compulsiva, la ansiolítica y la ostentosa.
De una manera muy esquemática quedan así planteados los temas relativos
al significado de la comida para el animal humano. En efecto, no hay tal vez hoy
en día un tema más polémico que el de la comida. Siendo el ser humano el animal
omnívoro más completo, es el único que se plantea la licitud o conveniencia de
multitud de alimentos, capaz de contar el número de calorías o la cantidad de gra-
sas saturadas, monoinsaturadas y poliinsaturadas para cada ingesta. El único que
se plantea beber la leche con lactosa o sin ella o sazonar los alimentos con azúcar,
sal, pimienta o sin ellos. La especie que es capaz de establecer distinciones entre
animales sagrados e impuros, de discutir el modo ritual cómo debe ser cortado el
cordero; y así hasta el infinito. Algunas de estas cuestiones, elevadas a categoría de
tabú religioso, son causa de disquisiciones científicas y hasta teológicas. La única
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T.: Por lo que dices parece que todo esto está relacionado con la sensación
de ansiedad.
J.: Sí, así es. Siempre me ha pasado, las temporadas que he estado muy
nerviosa. Esto no es de ahora. De cuando me pasó lo de mi marido hace
ya años. Entonces estaba muy gorda, pesaba ochenta y seis quilos. Pa-
seábamos por la calle. Me daba vergüenza, con veintitrés años. Y claro,
tanto machacarme con “estás gorda”, me metía de todo para adelgazar,
pero no adelgazaba, engordaba más. Y venga hacer dieta y venga pastillas.
T.: ¿Cuánto hace que empezaste a utilizar este sistema de atracarte y
vomitar para calmar los nervios?
J.: De esto hace ocho o nueve años… Mi marido hacía su vida, pasando
de mí, total. Él se iba a trabajar y venía a los tres días. Y si venía con
algún problema, me dejaba en casa allí, como si yo no existiera. Pues yo
que sé, a mí me daba por comer. Si estaba yo todo el día en casa, ¿qué
hacía?, pues, comer.
T.: O sea, que estabas todo el día en casa, y estabas pensando en qué
estaba haciendo él.
J.: Sí, de los mismos nervios; pues el aburrimiento, me daba por comer.
Sí, me podía comer dos pasteles. Tengo el recuerdo de estar sentada en
el sofá con mi pastel. Es que no me podía ni mover... A ver, era cuando, a
lo mejor me tiraba semanas sin vomitar. Pero luego, según el estado de
nervios que tuviera, según lo aburrida que estuviera, pues eso me llevaba
a comer y a vomitar.
T.: Y luego, vomitar ¿para qué te servía?
J.: Pues para quedarme tranquila, porque me hinchaba de tanto comer.
Claro, luego no podía ni respirar. De la ansiedad que tenía dentro, de haber
comido tanto. Si me podía comer lo que se come una familia.
T.: Entonces resulta que estabas aburrida o estabas ansiosa y comías, y
luego vomitabas porque te ahogabas de tanta comida. Cuando vomitabas,
¿en qué pensabas?
J.: Pensaba en quitarme esa pesadez que tenía en el cuerpo. Igual que
ahora, como y me siento pesada, una mala leche que me entra. Muchas
veces prefiero no comer, para no sentir esa mala leche.
Finalmente, podemos entender la gula, también, como despilfarro o consumo
voraz de los recursos necesarios para la supervivencia de los seres humanos, en
conexión con la falta de conciencia de escasez, emparentada con la codicia, por lo
que se convierte en un pecado ecológico, que favorece la explotación y destrucción
del habitat planetario.
Pereza
La pereza (del latín: pigritia) puede definirse como: “negligencia, astenia,
tedio o descuido en la realización de actividades”.
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Para que la inacción pueda ser entendida como indicador de pereza se supone
que la actividad debe estar negativamente motivada, como falta de ganas de emplear
energía para alcanzar cualquier objetivo. Y que esta abulia se pueda considerar
generalizada como una actitud ante la vida, por la que se valora como más gratifi-
cante el ahorro de energía que el dispendio de ésta, la evitación del esfuerzo, que
sus posibles logros.
La inacción forma parte del ciclo natural actividad-reposo (esfuerzo-descanso).
La acción está motivada por necesidades inmediatas de subsistencia, como los ani-
males que están en reposo cuando no pacen o cazan. En el Paleolítico, por ejemplo,
no habría lugar a hablar de pereza. Se entraba en acción cuando era necesario. En el
Neolítico, en cambio, se inicia la regulación económica. El ciclo actividad-reposo
se considera dentro de los parámetros ocio-negocio, motivado por fines diferidos:
consecución de bienes a largo plazo.
Por ocio se entiende una actividad no productiva creativa, recreativa o de en-
tretenimiento, o una inactividad contemplativa de regulación espontánea respecto
al tiempo libre: pasar el tiempo, contemplación, aburrimiento, juego, diversión (la
cigarra de la fábula de Esopo, que pasaba el verano tocando la guitarra).
Por negocio se entiende una actividad productiva destinada a la obtención de
un beneficio; obedece a una regulación planificada, la consecución del objetivo se
difiere en el tiempo, cautivo de esta intencionalidad (la hormiga, que se pasaba el
verano almacenando grano para el invierno).
El ocio en sí, entendido como tiempo liberado, no es ni bueno ni malo. Depende
del uso que se haga, con qué fines y con qué resultados. Filósofos y monjes, tanto
orientales como occidentales, estructuraban su vida de modo que pudieran liberar
gran parte de su tiempo para dedicarlo a la contemplación, reflexión, meditación
o, en general, a la vida espiritual (“ora et labora”).
Este tiempo liberado de obligaciones puede provenir de dos condiciones previas:
No tener que hacer nada: no estar obligado, ni necesitado; estar libre, tiem-
po libre. No tener nada que hacer: estar desocupado (falta de ocupación), estado
de inactividad: «dolce far niente». La pereza se entiende en referencia al tiempo
cautivo, no al tiempo libre.
Negligencia ↔ diligencia
Ambas palabras comparten una raíz etimológica común, una en positivo (di-
ligencia), amor o interés por algo, la otra en negativo (neg-ligencia) negación de
este amor; emparentada con la pereza en cuanto es hija del desinterés que convierte
en negativa la motivación. Gran parte del sufrimiento humano proviene de la dimi-
sión o indiferencia ética en aras del hedonismo egoísta, de la falta de compromiso
responsable con la existencia.
El pecado capital de la pereza no está relacionado con el uso del tiempo
cronológico, sino con el del tiempo ético. Este es el pecado capital de la pereza:
la negligencia.
Consideraciones Finales
Replantear la idea de “pecados capitales” desde una perspectiva laica y ac-
tualizada nos lleva a redefinir los conceptos. Ya no se trata de pecados contra la
divinidad, sino contra la humanidad. El pecado es concebido, en primer lugar, no
como un error, sino como un daño producido a nuestros semejantes a causa de
nuestro egoísmo moral. Desde esta nueva perspectiva hemos redefinido:
• La soberbia, como una posición de superioridad y dominio sobre los otros,
derivada de un narcisismo exacerbado y egocéntrico, que impide ver a los
demás como sujetos.
• La ira, como un derecho autoatribuido de restaurar la injusticia percibida,
mediante la agresión o la venganza.
• La envidia, como fruto de la comparación y la rivalidad que llevan a
percibir el mal ajeno, como bien propio.
• La codicia, como acaparamiento de los recursos económicos en detrimento
de un reparto justo entre los humanos para subvenir a sus necesidades.
• La lujuria, como legitimación de la desigualdad en función de los derechos
del impulso posesivo y del deseo fusional de una sexualidad dominadora.
• La gula, como despilfarro de los bienes de consumo disponibles, en de-
trimento de los recursos naturales de la tierra.
• La pereza, como desidia moral frente a nuestras obligaciones éticas hacia
el mundo y hacia los demás, por negligencia o falta de compromiso.
La mirada psicológica que hemos dirigido sobre los siete pecados capitales,
nos permite considerarlos en una óptica más moderna, a la vez que atemporal: la
de una perspectiva intersubjetiva y social, desligada de sus orígenes filosóficos
o religiosos. Retomar la idea de culpa y pecado, como reconocimiento del daño
causado a los demás, a partir de motivaciones egocéntricas dominantes, nos lleva
a reintroducir en psicología la dimensión moral y la responsabilidad, de la que el
ser humano no puede, ni debe sustraerse.
168 Pecados Capitales
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