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Tierra de Sombras - Elizabeth Kostova

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Alexandra

Boyd, una joven estadounidense, viaja a Sofía con la esperanza


de que una nueva vida en el extranjero apacigüe el dolor que siente por la
pérdida de su hermano. Poco después de llegar a esta hermosa ciudad del
este de Europa, Alexandra ayuda a una pareja de ancianos a subir a un taxi
y se queda accidentalmente con una de sus bolsas. Dentro, hay una caja de
madera con un nombre: Stoyan Lazarov. Se trata de una urna con cenizas
humanas.
Alexandra emprenderá un viaje por Bulgaria a fin de localizar a la familia de
Stoyan Lazarov, sin sospechar que para ello tendrá que desvelar los secretos
de un músico de gran talento cuya vida se vio truncada por la represión
política, y enfrentarse a peligros inesperados.
La nueva novela de Elizabeth Kostova indaga en los horrores de todo un
siglo recorriendo la cultura y los paisajes de ese misterioso país que es
Bulgaria. Llena de suspense y bellamente escrita, Tierra de sombras explora
el poder de la narración, la fascinación del pasado, la esperanza y la
búsqueda del sentido a la vida que pueden hallarse tras la pérdida de un ser
querido.

www.lectulandia.com - Página 2
Elizabeth Kostova

Tierra de sombras
ePub r1.0
NoTanMalo 13.02.18

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: The Shadow Land
Elizabeth Kostova, 2017
Traducción: Victoria Horrillo Ledesma

Editor digital: NoTanMalo


ePub base r1.2

www.lectulandia.com - Página 4
Haz lo que te plazca, lo que más te
convenga. Yo lo enterraré.
Sófocles, Antígona

www.lectulandia.com - Página 5
Para Georgi
Noviembre de 1989
Con amor

www.lectulandia.com - Página 6
Este libro es un tren con muchos vagones, un tren
antiguo que circula trabajosamente por las vías, de noche.
Uno de los vagones contiene una pequeña provisión de
carbón que rebosa y se esparce por un conducto al
abrirse una portezuela interior. Para cruzar el pasillo hay
que pasar por encima de una capa de gravilla negra y
resbaladiza. Otro vagón contiene grano destinado a la
exportación. Otro está lleno de músicos, instrumentos
musicales y maletas baratas: casi media orquesta
sinfónica, cuyos miembros se agrupan en los
compartimentos de segunda conforme a lazos de amistad
y rivalidades. Otro vagón contiene pesadillas. El vagón de
cola, pese a no disponer de asientos, está lleno de
hombres dormidos que yacen apretujados en la oscuridad,
con los abrigos puestos.
La puerta de dicho vagón ha sido sellada con clavos
por fuera.

www.lectulandia.com - Página 7
Libro
1

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1

Sofía, año 2008. Mes de mayo, un tiempo primaveral intachable y la diosa del
Capitalismo sentada sobre su trono chabacano y raído. En lo alto de la escalinata del
hotel Forest aguardaba una joven (una niña aún, más que una mujer), extranjera por
más señas. El hotel se hallaba frente al NDK, el antiguo Palacio Nacional de la Cultura
del exrégimen comunista, una gigantesca afloración de cemento ahora frecuentada
por adolescentes cuyo cabello erizado centellaba al sol. Alexandra Boyd, agotada por
un viaje en avión interminable, trataba de mantener su largo cabello liso sujeto detrás
de una oreja mientras observaba a los chavales búlgaros maniobrar con sus
monopatines. A su derecha se alzaban bloques de pisos pintados de gris y ocre, así
como una edificación más reciente de acero y cristal y una valla publicitaria que
mostraba a una mujer en bikini cuyos pechos prominentes señalaban hacia una
botella de vodka. Cerca de la valla, árboles majestuosos se engalanaban con flores
blancas y magentas. Eran castaños de Indias. Alexandra los había visto durante un
viaje a Francia, estando en la universidad, en su única visita anterior al continente
europeo. Le escocían los ojos y tenía el pelo sucio por el sudor del viaje. Necesitaba
comer, ducharse, dormir. Sí, dormir, tras el último vuelo desde Ámsterdam, y
despertarse sobresaltada cada pocos minutos para hallarse expatriada por propia
voluntad al otro lado del océano. Se miró los pies para cerciorarse de que seguían ahí.
Su ropa, a excepción de las deportivas de color rojo vivo, era muy sencilla (una blusa
fina, vaqueros azules, un jersey anudado a la cintura), y se sentía desaliñada y mal
vestida al lado de las faldas de traje y los tacones de aguja que veía pasar a su lado.
Llevaba en la muñeca izquierda una pulsera ancha de color negro, y en las orejas
largos pendientes de obsidiana en forma de lanza. Agarró las asas de una maleta con
ruedas y un maletín oscuro que contenía una guía turística, un diccionario y algo de
ropa. Colgada del hombro llevaba una bolsa de ordenador y su bolso ancho y
colorido, con un cuaderno y una edición de bolsillo de Emily Dickinson al fondo.
Desde la ventanilla del avión había visto una ciudad enclavada entre montañas y
jalonada por altos bloques de pisos semejantes a lápidas. Al bajar del aparato con su
flamante cámara en la mano había aspirado un aire de olor extraño: a carbón y a
gasóleo, con una veta de aroma a tierra recién arada. Había cruzado la pista y subido
al autobús del aeropuerto, y se había fijado en las cabinas de aduanas, que relucían
como recién estrenadas, en sus taciturnos funcionarios y en el sello exótico que
habían estampado en su pasaporte. El taxi había serpenteado por las afueras de Sofía
antes de adentrarse en el corazón de la ciudad (siguiendo, posiblemente, una ruta más
larga de lo necesario, sospechaba Alexandra), y había pasado casi rozando las mesas
de las terrazas de los cafés y las farolas forradas de carteles políticos y anuncios de
tiendas eróticas. Desde la ventanilla del taxi había fotografiado varios Ford y Opel

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antiguos, Audi nuevos con las ventanillas tintadas tipo gánster, autobuses grandes y
parsimoniosos y tranvías semejantes a chirriantes megalosaurios cuyos raíles de
hierro despedían chispas. Para su asombro, el centro de la ciudad estaba pavimentado
con adoquines amarillos.
Pero el taxista no había entendido sus instrucciones y la había depositado allí, en
el hotel Forest, no en el hostal que tenía reservado desde hacía unas semanas.
Alexandra tampoco había entendido lo que sucedía hasta que, tras marcharse el taxi,
había subido los escalones del hotel para ver su entrada más de cerca. Ahora estaba
sola, más sola que nunca en sus veintiséis años de vida. De pie en medio de una
ciudad y una historia que no entendía, entre personas que subían y bajaban la
escalinata del hotel con paso decidido, se preguntaba si debía bajar de nuevo a la
acera para intentar coger otro taxi. Dudaba de que pudiera permitirse pagar una
habitación en el monolito de cristal y cemento que se erguía a su espalda, con sus
ventanas tintadas y sus clientes que, ataviados con trajes oscuros, como cuervos, iban
y venían o fumaban en los peldaños. Una cosa era segura: se había equivocado de
sitio.

Podría haber pasado así largo rato, de no ser porque de pronto se abrieron las puertas
corredizas que había a su espalda y al volverse vio que salían del hotel tres personas.
Una de ellas era un hombre de cabello blanco que, sentado en una silla de ruedas,
agarraba varias bolsas de viaje, pegadas contra su americana. Un individuo alto, de
mediana edad, manejaba la silla de ruedas con una mano mientras con la otra sostenía
un teléfono móvil; estaba hablando con alguien. Cogida de su brazo avanzaba una
mujer mayor, con las piernas arqueadas bajo el vestido negro y un bolsito colgado de
la muñeca. Una raya despejada y rala partía en dos su cabello rojizo y entrecano. El
hombre de mediana edad concluyó su llamada y colgó. La señora mayor lo miró y él
se inclinó para decirle algo.
Alexandra se apartó y, al verles cruzar con dificultad la entrada del hotel hasta la
escalinata, sintió, como le ocurría a menudo, una punzada de compasión por la suerte
de sus congéneres. No tenían modo de bajar las escaleras: no había ni rampa ni
acceso para silla de ruedas, como sucedía en su país. Pero el hombre alto de cabello
oscuro parecía ser extraordinariamente fuerte: inclinándose, levantó al anciano de la
silla de ruedas con equipaje incluido. Entonces la mujer de mirada vacua pareció
cobrar vida el tiempo justo para plegar la silla con un par de movimientos ensayados
y bajarla lentamente por los escalones. Ella también era más fuerte de lo que parecía.
Alexandra recogió sus bolsos y su maleta y les siguió, convencida de que la
determinación con que avanzaban le serviría de impulso. Al llegar al pie de la
escalinata, el hombre alto volvió a depositar al anciano en la silla de ruedas.
Descansaron todos un instante, y Alexandra se detuvo casi junto a ellos, al borde de
la parada de taxis. Advirtió que el hombre alto vestía chaleco negro y camisa blanca

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inmaculada, un atuendo demasiado abrigado y formal para un día como aquel. Sus
pantalones también relucían, y sus zapatos negros parecían bruñidos en exceso.
Llevaba el cabello oscuro, satinado de plata, firmemente peinado hacia atrás para
dejar la frente despejada. Tenía un perfil enérgico y, visto de cerca, parecía más joven
de lo que Alexandra había pensado en un principio. Fruncía el ceño, tenía la cara
sofocada y una mirada incisiva. Alexandra no habría sabido decir si rondaba los
treinta y ocho años o los cincuenta y cinco. Reparó, pese a su cansancio, en que era,
posiblemente, uno de los hombres más guapos que había visto nunca: ancho de
hombros e imponente bajo aquellas ropas extrañamente anticuadas, tenía una nariz
larga y elegante y unos pómulos altos que parecieron afilarse hacia sus ojos
luminosos y estrechos cuando se volvió ligeramente hacia ella. De las comisuras de
su boca irradiaban finas arrugas, como si poseyera un rostro distinto que reservara
para las ocasiones en que sonreía. Alexandra vio que era, en efecto, demasiado mayor
para ella. Su mano colgaba junto a su costado a solo unos pasos de la de ella.
Sintiendo una punzada de deseo, Alexandra se apartó un poco.
El hombre se acercó a la ventanilla del taxi más cercano y se enfrascó en un
regateo. El taxista protestó alzando la voz. Alexandra se preguntó si podría aprender
algo de todo esto. Mientras les observaba, experimentó un instante de vértigo; el
ruido del tráfico remitió hasta convertirse en un incómodo zumbido y un segundo
después regresó, aún más ensordecedor que antes, por efecto del jet lag. El hombre
alto no parecía capaz de ponerse de acuerdo con el taxista, ni siquiera cuando la
señora se inclinó e intervino, indignada. El conductor hizo un ademán despectivo y
subió la ventanilla.
El hombre cogió de nuevo su equipaje —tres o cuatro bolsas de nailon y loneta—
y se acercó a otro taxi, más cerca de donde aguardaba Alexandra, que decidió no
probar suerte con el primer taxista. El hombre alto puso fin bruscamente a sus
regateos y abrió la puerta trasera del segundo taxi. Depositó su equipaje en la acera y
ayudó al anciano encorvado a levantarse de la silla de ruedas y a sentarse en el
asiento trasero.
Alexandra no se habría acercado a ellos si la señora no se hubiera tambaleado de
repente al hacer amago de subir al taxi. Estiró el brazo y la agarró con una firmeza
que ignoraba poseer. A través de la tela negra de la manga de la anciana, notó un
hueso asombrosamente ligero y cálido. La señora se volvió para mirarla, se enderezó
y le dijo algo en búlgaro, y el hombre alto se volvió de cara a Alexandra por vez
primera. Quizás no fuera realmente guapo, pensó, pero tenía unos ojos
extraordinariamente llamativos: más grandes de lo que parecían de perfil, y con los
iris de color ámbar cuando los tocaba el sol. La anciana y él le sonrieron. El hombre
ayudó delicadamente a subir al taxi a su madre y con la otra mano recogió sus
maletas. Era como si supiera que Alexandra acudiría de nuevo en su auxilio. Y eso
hizo ella: recogió las bolsas más pequeñas y se las pasó, amontonadas. Él parecía
tener prisa de pronto. Alexandra seguía agarrando con firmeza su pesada bolsa de

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viaje y su portátil, y especialmente su bolso, por si acaso.
El hombre se incorporó y miró las bolsas que le había pasado. Luego la miró a
ella.
—Muchas gracias —le dijo en un inglés con fuerte acento búlgaro.
¿Tanto se notaba que era extranjera?
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó ella, y se sintió estúpida.
—Ya me ha ayudado. —Su sonrisa momentánea pareció borrarse y su semblante
adquirió una expresión triste—. ¿Está en Bulgaria de vacaciones?
—No —contestó Alexandra—. Soy profesora de inglés. ¿Están ustedes de visita
en Sofía?
Tras decirlo se dio cuenta de que su comentario no sonaba muy halagüeño. Era
cierto que sus ancianos padres y él no tenían un aspecto cosmopolita en aquel
entorno. Pero aquel hombre era la primera persona con la que hablaba en casi dos
días, y no quería que la conversación se acabara, a pesar de que los ancianos
esperaban dentro del taxi.
Él sacudió la cabeza. Alexandra había leído en su guía turística que los búlgaros
tenían la costumbre de mover la cabeza arriba y abajo cuando querían decir «no», y
de sacudirla a un lado y a otro cuando querían decir «sí», pero que ya no todos lo
hacían. Se preguntaba a qué categoría pertenecía aquel hombre.
—Teníamos planeado… ir al monasterio de Velin —dijo él, y miró a su espalda,
como si esperara ver a otra persona—. Es muy bonito y famoso. Tiene usted que
visitarlo.
A ella le gustó su voz.
—Sí, lo intentaré —contestó.
El hombre sonrió entonces: levemente, sin poner en juego todas sus arrugas. Olía
a jabón y a lana limpia. Hizo ademán de volverse, pero se detuvo.
—¿Le gusta Bulgaria? La gente dice que aquí pasa de todo. Que puede pasar
cualquier cosa —se corrigió.
Alexandra no llevaba el tiempo suficiente en Sofía para saber si le gustaba el país.
—Es un país precioso —respondió por fin, y al decirlo se acordó de las montañas
que había visto desde el avión—. Realmente precioso —añadió con más convicción.
Él ladeó la cabeza, pareció hacerle una leve reverencia (eran muy corteses, los
búlgaros) y se volvió hacia el taxi.
—¿Puedo hacerles una foto? —preguntó ella atropelladamente—. ¿Le
importaría? Son ustedes las primeras personas con las que hablo.
Quería tener una foto suya: nunca había visto un rostro tan interesante, ni volvería
a verlo.
El hombre se inclinó obedientemente hacia la puerta abierta del taxi, a pesar de
que parecía inquieto. A Alexandra le dio la impresión de que tenía prisa. Pero la
anciana se inclinó hacia fuera y le dedicó una sonrisa. Llevaba dentadura postiza, sus
dientes eran demasiado blancos y regulares. El anciano no se giró; sentado en la parte

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de atrás del taxi, miraba fijamente hacia delante. Alexandra sacó la cámara del bolso
e hizo rápidamente una fotografía. Se preguntó si debía ofrecerse a enviársela más
adelante, pero no sabía si en Bulgaria a las personas mayores (o a un hombre de
mediana edad y aspecto ceremonioso) les parecía aceptable intercambiar fotografías
por correo electrónico, especialmente con una extranjera.
—Gracias —dijo—. Mersi.
Mersi era el «gracias» más sencillo en búlgaro. No se atrevió a pronunciar la
versión más extensa, una palabra infinitamente más larga y compleja que había
tratado de memorizar. El hombre la miró un instante, y ella pensó que su rostro
parecía aún más triste. Se despidió levantando una mano y cerró la puerta del taxi.
Luego se acomodó en el asiento delantero, junto al conductor. Su conversación había
durado solo un par de minutos, pero uno de los taxistas de la fila se impacientó y
comenzó a pitar. El taxi arrancó haciendo chirriar los neumáticos, se zambulló en el
torrente del tráfico y desapareció de inmediato.

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¿Qué debía hacer ahora? El conductor del taxi siguiente parecía haber reparado en
ella. Bajó la ventanilla y, cuando la miró con expresión atenta y despierta, Alexandra
pensó que quizás pudiera llevarla por fin a su hostal.
—¿Taxi? —preguntó.
Alexandra se fijó en su cara pálida y en sus ojos separados, los primeros ojos
azules que recordaba haber visto desde su llegada a Sofía. Tenía el pelo liso y claro,
cortado a tazón, como un Beatle de la primera época. Cuando ella le mostró la hoja
de papel con una dirección escrita en alfabeto cirílico, asintió de inmediato con la
cabeza y levantó los dedos para indicarle la cantidad exacta de leva que le costaría la
carrera. Un tipo honesto, y al parecer, cuando inclinaba la cabeza arriba y abajo,
quería decir que sí. Se apeó de un salto del taxi, cogió su maleta grande y la metió en
el maletero.
Alexandra se sentó rápidamente en el asiento trasero. El taxista no volvió a
dirigirle la palabra, a pesar de que por el espejo retrovisor su rostro parecía afable.
Por lo visto, ya sabía lo suficiente sobre ella para darse por satisfecho. Alexandra
dejó sus bolsas en el asiento, a su lado, y se reclinó por fin. El conductor se incorporó
al tráfico y dobló la esquina. De pronto se hallaron inmersos en Sofía. Alexandra vio
altos y rectos chopos junto a la calzada, gente que caminaba deprisa en traje oscuro o
vaqueros, adolescentes con camisetas de colores estampadas con palabras inglesas, el
centelleo de los cristales rotos y la basura en los desaguaderos fangosos de la calle,
como si la ciudad fuera al mismo tiempo una especie de poblachón destartalado. Era
otro mundo, pero Alexandra comprendió de pronto que conseguiría desenvolverse en
él, sobre todo cuando hubiera pasado unas horas en una habitación tranquila, donde
pudiera cerrar la puerta con llave y echarse a dormir.
Justo en ese momento advirtió que la bolsa del hombre alto (¿o sería quizás del
anciano?) descansaba sobre el asiento, a su lado, metida entre las suyas. Las asas de
todas ellas caían juntas sobre su rodilla. Al verla, un hormigueo eléctrico recorrió su
cuerpo: la loneta negra y lisa, las largas asas negras, la parte de arriba cerrada por una
cremallera también negra. Tocó la bolsa. No, no era suya. Se parecía a su bolso más
pequeño, pero era la del hombre, la de aquella familia a la que había perdido de vista
en las calles de la ciudad.
Palpó la bolsa. No había etiqueta alguna en la loneta, ni en las asas o los laterales.
Tras respirar hondo, abrió la cremallera para ver si había alguna etiqueta dentro. Tocó
un objeto anguloso y duro, envuelto en terciopelo negro. Como no encontró ninguna
identificación, hurgó un momento dentro y, finalmente, desenvolvió la parte de arriba
del objeto.
Era una caja de madera bellamente pulida y con el reborde superior labrado. Allí,

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al fin, encontró una etiqueta, o mejor dicho una fina placa de madera con caracteres
cirílicos grabados. Dos palabras, una más larga que la otra: Стоян Лазаров. Notó que
el taxi doblaba una esquina. Dado que no había más datos, pronunció las palabras en
voz alta, muy despacio, recurriendo al alfabeto que había tratado de memorizar.
Stoyan Lazarov. No había ninguna fecha. El sufijo de la segunda palabra la indujo a
pensar, por lo que había leído en su guía, que debía de ser un apellido. Atónita,
Alexandra buscó en la bolsa, pero no parecía haber nada más. Movida por un impulso
involuntario, levantó la tapa de la caja sujeta con bisagras. Dentro había una bolsa de
plástico transparente, sellada. Estaba llena de cenizas, unas de un gris más oscuro y
otras de un gris más claro, mezcladas con partículas blancas más voluminosas. Tocó
la bolsa con la punta de un dedo. En circunstancias normales su gesto habría parecido
reverente, y de hecho, pese a su consternación, se sintió sobrecogida al tocarla.
Miró en derredor, a un lado y a otro de la calle difusa. No sabía qué hacer. Jack lo
habría sabido si viviera, si hubiera llegado a cumplir sus casi veintiocho años. En
situaciones así era cuando una necesitaba un hermano. Podrían haber viajado juntos
por Europa con sus mochilas a cuestas.
Estiró el brazo y tocó el hombro huesudo del conductor, zarandeándolo
bruscamente.
—¡Pare! —dijo—. ¡Pare, por favor!
Y acto seguido se echó a llorar.

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3

Mi hermano y yo nos criamos en un pueblecito de las montañas azules. Mi madre


enseñaba historia en una universidad de la zona, y mi padre era profesor de lengua
inglesa en un instituto. Decidieron al poco tiempo de casarse volver a su tierra, y yo
pasé gran parte de mi infancia en una casa de labranza muy antigua, en pleno campo.
Nuestra vida allí durante la década de 1990 se parecía en muchos aspectos a la que
llevaban los vecinos de aquella región un siglo antes. La casa tenía un porche que
abarcaba la parte delantera y los costados de la casa, con el suelo de madera pintado
de gris. Justo delante de la puerta delantera había un listón que crujía al pisarlo, a
modo de timbre. Jack, que era dos años mayor que yo, siempre trataba de hacer
hablar a aquella tabla. La casa tenía también un timbre de verdad, bastante raro, por
cierto: una llave de latón inserta en el marco de la puerta que había que girar para
llamar y cuyo sonido, poderoso y simpático, se dejaba oír en las dos plantas. El
campo que se extendía en declive hacia el sur desde el patio era un manzanar, o lo
que quedaba de él: árboles retorcidos, casi humanos, con el tronco partido por las
tormentas invernales y cuyas escurridizas manzanas atraían a las avispas al caer al
suelo.
Las habitaciones del interior de la casa, austeras y de altos techos, estaban
pobladas de muebles heredados. Nunca he dejado de añorar aquella casa: su
plantación de groselleros y sus macizos de ruibarbo, sus lirios antiguos cuyos bulbos
aplanados brotaban tan gruesos como mi muñeca, y la hierba alta entre la que Jack y
yo nos tumbábamos sin que nos vieran y desde donde solo alcanzábamos a ver la
silueta azulada de las montañas. En el salón del fondo de la casa había una estufa
Franklin que mi padre alimentaba con madera de manzano y roble durante todo el
invierno. Mi madre y él nos leían junto a aquella estufa cuando había tanta nieve que
su camioneta no arrancaba y no podíamos bajar de la montaña.
De hecho, como vivíamos tan lejos de nuestros amigos del colegio rural,
pasábamos mucho tiempo aislados en aquella colina, charlando, cocinando,
perfeccionando nuestra estrategia a las damas chinas, poniendo la colección de discos
de grandes orquestas sinfónicas europeas que tenía nuestro padre o explorando la
falda de la montaña. ¿Alguna vez has visto un elepé, un disco de vinilo negro con
surcos que una aguja recorre añadiendo una especie de chisporroteo a la música?
Había, además, varios libros en la estantería del cuarto de estar que nos gustaban
especialmente. Uno de ellos era un diccionario gigantesco que usábamos para jugar:
leíamos en voz alta palabras abstrusas y nos turnábamos para tratar de adivinar su
significado. Otro era un libro de autorretratos de Rembrandt, cuyo rostro iba
tornándose más viejo y astuto (aunque no exactamente más sabio) a medida que
pasabas las páginas.

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El libro que más nos fascinaba era, no obstante, un atlas del este de Europa. No sé
por qué estaba en nuestras estanterías, y nunca me acordé de preguntárselo a nuestros
padres hasta que ya era demasiado tarde. Seguramente había aparecido en alguna
mesa de expurgo de la universidad. Nos preguntábamos el uno al otro los nombres de
países y regiones que nadie que nosotros conociéramos había visitado jamás y cuyas
fronteras cambiaban según las fechas impresas en la parte de arriba de las páginas.
Jack tapaba un topónimo o incluso cerraba el libro y decía: «Vale, el pequeñito de
color rosa que hay en medio de la página, 1850. Cinco puntos». El que primero
conseguía más de cincuenta puntos tenía que hacer galletas para el otro, aunque era
yo quien solía acabar ocupándome del horno mientras Jack se iba a matar avispas o a
cavar un hoyo para hacer pis debajo del porche. Cada uno de nosotros tenía su país
preferido. El mío era Yugoslavia después de la Primera Guerra Mundial, que parecía
solidificarse como por arte de magia en una masa diáfana y amarilla a partir de los
recortes de distintos colores de la página anterior. A Jack le gustaban más los países
que formaban un anillo en torno al mar Negro: en teoría, al menos, podía pasarse de
uno a otro en barco, cosa que mi hermano pensaba hacer algún día. Bulgaria, de
verde pálido, era su favorito. Si yo era capaz de citar todos los países con los que
tenía frontera, me daba diez puntos más.
También leíamos cada uno por su cuenta, claro: Narnia y la Tierra Media, Arthur
Conan Doyle y las revistas de National Geographic que se amontonaban en el cuarto
de la estufa, al fondo de la casa. Yo devoraba algunos libros de chicas que Jack
despreciaba, como los de Nancy Drew. Mis padres escuchaban la radio en vez de ver
la televisión, y la biblioteca dominó nuestras vidas hasta que un amigo del colegio
llevó a Jack (y luego a mí) a un salón recreativo lleno de juegos maravillosos, y poco
a poco nos fuimos dando cuenta de que podía darse otro uso a los ordenadores de la
sala de matemáticas del colegio. Yo, que no era tan amante de los videojuegos como
Jack, ansiaba menos visitar los recreativos, y fue así como empecé a sentir que mi
hermano y yo íbamos distanciándonos.
Nos zaheríamos el uno al otro, como la mayoría de los hermanos. Él se portaba a
veces como un abusón y yo me chivaba, pero éramos inseparables en nuestro
aislamiento, cuidábamos el uno del otro y sabíamos buscarnos las mañas.
Aprendimos a montar una tienda de campaña, a hacer una fogata, a silbar con una
brizna de hierba, a trepar a gatas por rocas heladas sin hacernos daño y a seguir un
curso de agua montaña abajo hasta un asentamiento si nos perdíamos. Podíamos leer
en voz alta con viveza y elocuencia (aunque a Jack no solía gustarle esa tarea) y
sabíamos limpiar el gallinero, hacer magdalenas en las tacitas de cerámica de mamá y
recolectar patatas. Yo aprendí a tejer y a remendarme la ropa. También remendaba la
de Jack, dado que él no tenía ningún interés en hacerlo. Solía hacerse sietes en las
rodillas para los que yo inventaba discretos parches en colores oscuros. Podíamos
jugar allí donde nos apeteciera, excepto cerca de las casas que había al pie de la
carretera, con sus contenedores de basura al lado del arroyo y sus perrazos

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encadenados. «Una buena valla hace buenos vecinos», solía decir mi padre, que
siempre les saludaba tocándose la gorra cuando pasábamos en coche por delante de
sus porches.

Todo esto debería haber equivalido a la felicidad, y así era para mí con frecuencia,
porque me encantaba nuestra casa en la colina y tenía a mi hermano para hacerme
compañía. Pero, por una de esas extrañas reacciones químicas que se dan en la vida
familiar, Jack pareció incapaz de llevarse bien con nuestros padres desde muy niño, y
su descontento hacia ellos se hacía extensivo a todo lo que nos daban o proponían. A
los siete u ocho años, no había vez que le pidieran que hiciera algo sin que causara
algún destrozo: cuando nos tocaba desbrozar el huerto, en vez de quitar las malas
hierbas arrancaba media ringlera de zanahorias, y yo sabía que lo hacía a propósito.
Si teníamos que limpiar el sempiterno gallinero, yo trabajaba con ahínco; me
encantaba cómo cloqueaban las gallinas en los rincones las tardes calurosas,
descubrir nuevos huevos y que mi padre me felicitara por un trabajo bien hecho. Jack,
en cambio, solía entretenerse abriendo agujeros en la parte de abajo de las paredes
por los que entraban los zorros, lo que se traducía en una masacre un par de noches
después. Escribió «Al diablo con to’ el mundo» en la pared, encima de su cama,
usando un palo carbonizado. Y cuando una tarde quemó un árbol del huerto y el
fuego estuvo a punto de extenderse hasta la casa, nuestro padre lo castigó una semana
(aunque había poca cosa que pudiera quitarle) y nuestra madre pidió unas horas libres
en el trabajo para ir a hablar con el psicólogo del colegio.
En secundaria la cosa empeoró. Jack fumaba en la parada del autobús hasta que
otro chico se chivó, y yo me descubrí remendando quemaduras del tamaño de una
moneda de diez centavos en sus vaqueros, en vez de los desgarrones que se hacía al
meterse entre las zarzamoras. Se cortó sus rizos rojos por arriba y empezó a rebajarse
las cejas con la cuchilla, y le dijo a nuestro padre que era para ahorrar, como nos
recomendaban una y otra vez desde niños (el pelo siempre nos lo había cortado
nuestra madre con unas tijeras especiales). Al año siguiente les dijo que se escaparía,
que se escaparía en serio, si no le llevaban al pueblo una vez a la semana para salir
con «los colegas»: otros chavales de séptimo curso tan flacuchos y con el pelo tan
mal cortado como él. Nuestro padre le invitó a cumplir su amenaza, pero mamá
empezó a llevarle de mala gana al pueblo los sábados, alegando que nos estábamos
haciendo mayores y necesitábamos vida social. A mí me llevaba de paso a tomar una
copa de helado. Yo vivía con el temor de que estallara una pelea —una pelea aún
peor que las anteriores— entre Jack y nuestros padres. Pero conmigo Jack era casi
siempre cariñoso, e incluso me hacía confidencias. Cuando me contó que sus amigos
y él robaban a veces navajas baratas o paquetes de cecina, le guardé el secreto. Me
pareció lo más justo, sobre todo teniendo en cuenta que solía traerme golosinas y
tebeos que siempre decía que había comprado con su paga.

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Vivimos en el campo hasta que Jack iba a empezar noveno curso y yo séptimo.
Entonces nuestros padres vendieron la casa y compraron un piso en el recién
revitalizado centro de Greenhill, donde, aunque no podíamos tener huerto, podíamos
ir andando a los mejores colegios públicos de la zona. Una vez instalados en la
ciudad, mi hermano y yo comenzamos a llevar vidas separadas. Yo empecé a ir al
instituto (un establo lleno de chicos misteriosos y de chicas cuyo afán por arreglarse
me daba pavor) y Jack se echó nuevos amigos, chavales amantes del deporte y de
aspecto lozano, y comenzó a hacer atletismo y a jugar al baloncesto con los equipos
de bachillerato. Nuestros padres estaban visiblemente aliviados: mi hermano parecía
de pronto demasiado atareado para meterse en líos y, como se levantaba muy
temprano para ir a entrenar, por las noches se iba derecho a la cama, rendido de
cansancio. Aquel primer curso en la ciudad fue bien, y también el principio del
segundo. Pero yo echaba de menos a Jack, igual que echaba de menos nuestra casa en
la montaña. Tenía la sensación de que mi hermano se me había escapado en un
descuido. Era aún más amable conmigo que cuando éramos niños, pero también más
distante. Cuando mejor lo pasaba con él era cuando se dejaba ver por mi abarrotada
habitación por las tardes, a menudo cuando estaba haciendo los deberes.
«Ah, esas ecuaciones», decía. «Me acuerdo de ellas. ¿Quieres que te ayude?». O
entraba de repente con el pelo mojado, recién salido de la ducha, y se sentaba en el
borde de mi cama con un gruñido de cansancio. «Estoy muerto», decía. «Hoy hemos
tenido entrenamiento doble». Esos momentos nunca duraban mucho, porque al poco
rato me daba un coscorrón y se marchaba a hacer los deberes o a llamar a una amiga.
Creo que nuestros padres aceptaban este distanciamiento como una consecuencia
inevitable del proceso de maduración de un joven al margen de su familia. Pero, para
equilibrar las cosas, insistieron en conservar algunos rituales de nuestra vida anterior;
el principal de ellos, la excursión al monte que hacíamos los cuatro juntos una vez al
mes. Solíamos esperar a que hiciera buen tiempo: una mañana soleada y despejada
del fin de semana, cuando las montañas lucían en todo su esplendor, en cualquier
estación. Esos días experimentábamos de nuevo, al unísono, el placer de contemplar
las cordilleras y las estribaciones azuladas que se extendían más allá.
Así fue como perdimos a Jack.

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4

Cuando Alexandra abrió la urna se echó a llorar, no porque le dieran miedo las
cenizas humanas, sino porque aquello era la gota que colmaba el vaso. Estaba en un
país extraño, exhausta, sus planes ya se habían torcido y se sentía, con ese
dramatismo propio de la juventud, a merced de un poder superior: el destino, quizás,
o una conjura que tanto podía ser buena como mala.
Tuvo que zarandear varias veces al taxista por el hombro y gritar: «¡Pare!», antes
de que se volviera para mirarla y, al ver su cara acongojada, se apartara rápidamente a
una callejuela zigzagueando entre el tráfico. Un par de gatitos y un gato sarnoso
huyeron cuando el taxi se detuvo junto a la acera, y Alexandra vio que habían estado
comiendo algo sanguinolento. La calle estaba sombreada por grandes árboles que,
aunque ella no lo supiera aún, eran lipa, tilos cuajados de colgantes flores verduzcas.
La quietud que reinaba allí contrastaba extrañamente con el trasiego del enorme
bulevar y el hotel. Alexandra esperó, tratando de sofocar sus sollozos, mientras el
taxista aparcaba y dejaba el motor al ralentí.
—¿Hay algún problema? —preguntó el hombre.
A Alexandra le extrañó que hablara un inglés tan diáfano, y se preguntó por qué
antes no se había dirigido a ella en ese idioma.
—Por favor —dijo—. Lo siento… Lo siento, pero me he equivocado de equipaje.
Esta bolsa es de otra persona.
El hombre frunció el ceño como si hubiera hablado muy deprisa, o como si no
entendiera sus palabras, farfulladas con voz temblorosa.
—¿Qué? ¿Se encuentra bien?
—Sí, pero esta bolsa es de otra persona.
—¿De otra persona? —Estiró el cuello por encima del respaldo del asiento, y ella
señaló el bulto sin decir nada y dio unas palmaditas al objeto que contenía.
—¿No es suya?
El taxista la observó fijamente en lugar de mirar la bolsa. ¿Sería un rasgo
característico de los búlgaros, escudriñar el rostro de una persona en busca de pistas
antes de entrar en detalles? El hombre alto había hecho lo mismo, pero tal vez se
debiera a que era extranjera.
El taxista se bajó del coche y se acercó a su puerta. La abrió y se inclinó para
examinar las bolsas amontonadas.
—¿De quién es? —preguntó.
Estaba tan cerca de ella que Alexandra pudo a su vez mirarlo con atención. Le vio
entonces no como un chófer que la conducía a su alojamiento, sino como a una
persona, como a un hombre no mucho mayor que ella, de unos veintinueve años.
Treinta y pocos, como mucho. Advirtió de nuevo que tenía una cara pálida y angulosa

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y que, cuando se inclinaba, el cabello claro le caía sobre ella, tapándola en parte. Sus
ojos eran azules, auténticamente azules, no verdeazulados. No era alto ni fornido,
pero sí de manos finas y gestos delicados.
—No entiendo —dijo—. ¿Cómo es posible?
—Le cogí la bolsa al hombre que estaba a la entrada del hotel, con esos señores
mayores. Un hombre alto, un anciano en silla de ruedas y una mujer mayor —
respondió Alexandra tratando de pronunciar con la mayor claridad posible.
—¿Les ha robado la bolsa?
La mirada del taxista traslucía más sorpresa que reproche. Alexandra comprendió
que él también se había fijado en los ancianos cuando habían salido trabajosamente
del hotel.
—No. —Sintió de nuevo el escozor de las lágrimas—. La cogí sin querer cuando
les ayudé a subir al taxi. Pero creo que son… Mire.
Abrió la tapa de la urna y le mostró la bolsa de plástico que había dentro. El
hombre se inclinó (Alexandra tuvo la sensación de que su historia lo había dejado
perplejo) y la tocó, igual que había hecho ella. Frunció el entrecejo. Alexandra
observó que buscaba a tientas alguna marca en la caja, como había hecho ella, y que
examinaba la madera pulida del exterior. Retiró la bolsa de terciopelo y ella reparó
por primera vez en que lo que había labrado en el borde era una guirnalda de hojas
con la cabeza de un animal a cada lado. El taxista encontró el nombre antes de que
pudiera indicárselo y lo leyó en voz alta.
—Creo que se trata de una persona —dijo—. Que se trataba de una persona. De
un hombre.
—Lo sé —contestó ella, acordándose del anciano de la silla de ruedas.
Aquel recuerdo la hizo desfallecer. ¿Era posible que el anciano hubiera perdido a
su otro hijo? ¿O a un hermano?
—¿Entiende usted? Es el cuerpo de una persona —insistió el taxista.
—Lo sé —respondió ella—. Las cenizas, no el cuerpo.
—Sí, ceniza. —Su voz sonó aguda—. En búlgaro decimos prah. «Polvo». —
Tenía un sonido gutural—. Quizás debería devolvérselas cuanto antes.
—Claro que sí —dijo ella casi gimiendo—, pero no sé quiénes son, ni dónde han
ido. Creo que debería acudir a la policía.
Se imaginó a la policía buscando en sus archivos informáticos, encontrando aquel
nombre, haciéndose cargo respetuosamente de la urna y asegurándole que se la
devolverían a sus legítimos propietarios. O tal vez le dieran su dirección y tuviera que
llevarles la bolsa en persona. Luego se imaginó a sí misma frente a aquellas personas
cuyo tesoro tenía en su poder, y notó un nudo en la garganta. Debían de estar
buscándola por toda Sofía. Pero se había subido al taxi después de que se marcharan.
¿Habrían descubierto ya que les faltaba una bolsa? Sin duda, se habrían dado cuenta
enseguida.
—No. Tenemos que volver al hotel —se corrigió Alexandra—. Creo que podrían

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volver allí a buscarme.
—Es buena idea —respondió el taxista, cuya voz sonaba de pronto más calurosa
y flexible, pese a que seguía mirándola con desconfianza. Su acento resultaba difícil
de localizar, pero, sin duda, era británico, casi cockney—. Vamos. Tenemos que
volver enseguida.
A pesar de su zozobra, a ella le gustó la forma en que sus labios de trazo fino y
elegante tanteaban las palabras. Tenía los dientes delanteros un poco torcidos, y una
mancha oscura en uno de ellos, como una peca. Sus pómulos eran anchos, huesudos,
prominentes, y Alexandra reparó de nuevo en lo tersa y lechosa que era su piel, salvo
por una constelación de lunares de color marrón claro, junto a la comisura de la boca.
Cerró con cuidado la tapa de la urna y la cubrió con la tela. Luego se sentó tras el
volante y arrancó antes de que ella tuviera tiempo de darle las gracias.

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5

La senda de Windy Rock era una de las rutas más bellas de las Montañas Azules de
Carolina del Norte. Sin duda, sigue siéndolo. No voy por allí desde 2007, cuando
regresé para una dolorosa visita junto a mi madre.
Era, de hecho, una de nuestras excursiones favoritas, pero Jack se despertó de mal
humor aquella mañana de octubre. Nunca supe por qué. Después, durante años, lo
atribuí a que el día anterior había cumplido dieciséis años; quizás fuera por eso.
Aquel día le entregaron el permiso de conducir, que mi padre le acompañó a recoger,
pero no le regalaron un coche. Mis padres habían acordado que solo podían
permitirse invertir un par de cientos de dólares en comprarle un coche y que el resto
del dinero tendría que conseguirlo él, trabajando. Jack tenía algo de dinero ahorrado,
pero no lo suficiente para comprarse un automóvil que nuestros padres considerasen
seguro.
Puede que fuera esa la causa directa del enfado entre mi padre y él, o puede que
simplemente estuviera resentido por no tener coche una vez pasado el mágico día de
su dieciséis cumpleaños. Llegó medio dormido y enfurruñado a desayunar, antes de
irnos de excursión, y yo comprendí que era mejor abstenerse de hablar con él.
Mientras estábamos poniéndonos las botas y las chaquetas, hizo un intento desganado
de escaquearse de la excursión. Mi madre debió de poner cara de pena, o puede que
mi padre lo mirara con dureza, inquisitivamente, porque Jack desistió de inmediato.
Estuvo muy callado durante el trayecto en coche por la carretera de la sierra, hasta
el lugar donde pensábamos tomar la senda. Para olvidarme de su extraño mal humor,
me puse a mirar por la ventanilla el follaje otoñal, que se marchitaba en los álamos en
tonalidades castañas y doradas, y el rojo llamativo de las bayas de los serbales,
prendidas entre sus grises ramas. Era un día luminoso y despejado, y las montañas se
veían en oleadas, una tras otra. Me asombró, como me había asombrado siempre
durante mi infancia, que de lejos fueran tan universalmente azules cuando, vistas de
cerca, podían ser tan coloridas. La primera vez que vi una cordillera montañosa en los
Balcanes doce años después, sentí una punzada de extrañeza y, acto seguido, un
aguijonazo de nostalgia: aquellas montañas se elevaban en picachos en lugar de
replegarse serenamente sobre sí mismas, y sus laderas formaban una imponente masa
de color negro y verde oscuro, jalonada de riscos. Pero se erguían con la misma
majestuosa impasibilidad, con la misma reconfortante solidez que las montañas de mi
tierra.
Mi padre aparcó al comienzo de la senda y bajamos los cuatro, nos pusimos
nuestras mochilas y Jack se ató las botas, primero una y luego otra, apoyándose en el
parachoques con semblante malhumorado. A mí me encantó verle así, como si fuera
el de siempre y al mismo tiempo pareciera haberse hecho adulto de repente: su

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estatura, a la que todavía no me había acostumbrado, sus hombros tan anchos, sus
recias piernas debajo de los pantalones caqui y la enorme bota de cuero con cordones
a rayas que apoyaba con firmeza sobre el parachoques. Levantó la vista en ese
instante y me dedicó la última sonrisa que me brindaría nunca, creo. Después, me
indicó con un gesto que me adelantara. Teníamos la costumbre de que mi padre
abriera la marcha; detrás iba mi madre y a continuación yo. Desde que se había hecho
mayor y podía desenvolverse con soltura, Jack ocupaba siempre la retaguardia. Si
sufríamos algún asalto por la espalda, Jack sería el primero en hacerle frente, lo cual
me preocupaba (por él) y al mismo tiempo me tranquilizaba.
Estábamos subiendo la primera cresta cuando gritó: «¡Un minuto!», y al volverme
vi que se estaba atando una de las botas sobre un lecho de roca. Me quedé allí cerca,
observándole en silencio, y pasado un momento le oí mascullar, enfadado, que no
había tenido ganas de venir desde el principio.
—Hoy tenía un montón de cosas que hacer.
Tiraba del cordón mientras yo observaba su cara morena, puesta de perfil, tan
parecida a la de nuestro padre. Parecía enfadado hasta con las botas.
—¿No te cansas de tener que trepar por una montaña solo porque papá y mamá lo
digan, cuando a ellos se les antoja, sin pensar en nada más?
—Pero siempre hemos venido de excursión —contesté yo torpemente—. A mí me
gusta.
—Ya, pero parece que se les olvida que ya soy mayor para que anden dándome
órdenes. Aquí estamos otra vez, en medio de la nada.
Había acabado de atarse el cordón y abarcó con un ademán el extenso paisaje, el
cielo y las montañas. A mí me encantaba aquel panorama.
Dije entonces algo que no debí decir. De pronto me enfadé porque se empeñara en
estropear el único día que pasaba con nosotros. Detestaba que hablara con tan poco
respeto de nuestros padres que, aunque no acertaran, tenían buenas intenciones.
Detestaba sus defecciones previas. Que sus amigos, sus novias y sus partidos de
baloncesto acapararan su atención, y que fuera incapaz de disfrutar estando un rato
conmigo, para variar.
—Bueno —dije enfadada—, ¿por qué no te pierdes, si vas a ponerte tan
desagradable con todo?
Me miró con la incredulidad reflejada en la cara (y cómo amaba yo aquella cara a
pesar de haber provocado su furia, y cómo la amo todavía). Entonces me dijo dos
cosas. Una, que me fuera al infierno. Y, dos, que él haría lo mismo.
Esas fueron sus palabras exactas, aunque no las ponga entre comillas: las últimas
palabras que, que nosotros sepamos, dirigió a otra persona. A mí se me saltaron las
lágrimas de arrepentimiento por mi propia mezquindad, y de pura pena. Di media
vuelta y seguí caminando a paso ligero, sin hacer caso del silencio que dejaba
rápidamente atrás. No se oían sus pasos. Me dije que se tenía merecido que le dejara
plantado un rato. Crucé un arroyo o, mejor dicho, pasé de piedra en piedra por el

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arroyo que cruzaba nuestra senda, escogiendo con cuidado el camino entre el agua
fragorosa, y pasados unos minutos vi a mis padres un poco más adelante, andando
tranquilamente, y les seguí.
Jack aún no nos había alcanzado cuando paramos a beber agua en el primer
mirador, desde el que se divisaba un inmenso panorama de montañas que, como olas,
rompían en el horizonte envueltas en una neblina azul. El valle se extendía a nuestros
pies, a más de un kilómetro de distancia, más allá de las hojas de color vino de los
arándanos que flanqueaban el camino. Mi madre me dedicó una sonrisa animosa y
buscó a mi hermano con la mirada. Luego nos sentamos los tres con las piernas
estiradas y esperamos unos minutos.
—¿Jack iba detrás de ti? —preguntó mi madre al cabo de un rato.
Les expliqué que se había parado a atarse los cordones, pero no les dije que
habíamos discutido.
—Bueno, ya nos alcanzará —dijo mi padre, pero mi madre debió de mostrar
algún leve indicio de inquietud, porque añadió—: Ya es mayorcito.
Seguimos caminando más despacio. Yo me preguntaba si mis padres sabían lo
enfadado que estaba por haber tenido que salir de excursión, y luego dejé vagar mi
mente hacia otros asuntos: el corte de pelo que quería hacerme, como el de esas dos
chicas que iban a mi clase de Ciencias Sociales, y el cuento que teníamos que leer
para la clase de Lengua del lunes. Era una revisión de Caperucita roja con personajes
adolescentes, y yo no estaba muy segura de que el resultado fuera bueno. Pensé en
escribir otra versión para ver si podía hacerlo mejor. Mientras tanto iba mirando el ir
y venir de mis gastadas botas de montaña, que había heredado de Jack (mi madre
aseguraba que eran «unisex», y yo lo aceptaba, siempre y cuando no tuviera que
llevarlas al instituto).
Nos detuvimos en el siguiente mirador y mi madre propuso que sacáramos el
almuerzo aunque fuera un poco temprano y que nos sentáramos allí a comer mientras
llegaba Jack. Mi padre estuvo de acuerdo y se quitó la mochila de los hombros. Mi
madre encontró una zona llana cerca del sendero y yo la ayudé a extender el
mantelito de cuadros que llevaba siempre para nuestros pícnics. Llevaba en la
mochila huevos rellenos, que tanto me gustaban, y pan en rebanadas del que
preparaba mi padre en casa, y también una botella de limonada con gas para cada
uno, lo cual era todo un lujo en nuestro austero hogar. Puso la botella de Jack junto a
las rocas, lista para cuando llegara. Mi padre no vio razón para esperar, así que nos
pusimos a comer. Pero a mí el pan me supo reseco, como si estuviera mascando ya
las palabras airadas que le había dicho a mi hermano, y noté que mi madre miraba
camino abajo cada pocos minutos. Aún no teníamos teléfonos móviles: en aquel
entonces eran todavía bastante novedosos, aunque unos años después tendríamos uno
cada uno.
Por fin mi padre le tocó el hombro a mi madre.
—No te preocupes, Clarice —dijo—. Jack tiene mucha experiencia, sabe

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manejarse en el monte. Seguramente necesitaba pasar un rato solo. Se está haciendo
mayor.
—Ya lo sé. —Mi madre parecía casi irritada, cosa rara en ella.
—¿Quieres que retroceda un trecho y que le diga que venga?
Mi padre recogió los restos del almuerzo, sin dejar ni una sola miga para los
pájaros: lo que sobraba, volvía a guardarlo en la mochila.
—Sí, ¿te importa? —Mi madre sonrió como si fuera una molestia sin importancia
—. Podemos esperaros aquí.
Mi padre se ausentó una media hora y regresó solo, con una sombra de disgusto
en el semblante.
—He llegado hasta la curva grande —explicó—. Hasta he estado llamándole a
gritos un buen rato, pero no contesta. Me temo que ha vuelto solo al coche.
Yo conocía aquel matiz de su voz: quería decir que Jack había quebrantado las
normas de nuestras excursiones y que más tarde habría una bronca. Sabía también
que Jack tenía permiso de conducir y llave de nuestro coche (una concesión de mi
padre por su cumpleaños).
—No te hemos oído llamarle —dijo mi madre, incrédula—. No le habrás llamado
muy alto.
—Bastante alto, sí. —Él se sentó un momento—. ¿Qué os parece si seguís
andando despacio y disfrutáis de las vistas, y yo vuelvo al coche?
No hizo falta que añadiera: Si es que está allí.
—Si dentro de una hora no he regresado con Jack —dijo—, volved justo por aquí
y esperaremos juntos en el aparcamiento.
Y aunque el coche siga allí, Jack me va a oír.
Yo noté que mi madre se resistía a seguir andando sin saber dónde estaba Jack.
Años después me di cuenta de que debió intuir que, si lo hacía, si seguía caminando,
podía parecer que todo iba bien, o al menos prolongar durante un rato la impresión
ilusoria de que no pasaba nada fuera de lo normal. De esto, de la tibieza con la que
afrontamos el peligro y nuestros propios temores, me di cuenta mucho más adelante,
al convertirme en madre.
Mi padre echó a andar camino abajo y mi madre y yo emprendimos la marcha
despacio, cargando con su mochila porque llevaba dentro otra botella de agua. Al
poco rato no éramos más que dos mujeres apocadas caminando bajo el cielo inmenso.
La senda se abría formando praderas y cruzaba un calvero natural que a mí siempre
me había gustado especialmente porque estaba salpicado de árboles caídos, plateados
y vencidos por la intemperie. Mi madre consultaba su reloj de tanto en tanto, y por fin
me dijo en tono reticente que tendríamos que dar la vuelta.

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6

Cuando el taxista dio la vuelta para regresar al hotel, Alexandra vio que la calle en
la que se habían detenido era corta y estaba flanqueada por destartalados edificios de
viviendas con ropa tendida en los balcones. Ahora que contaba con la ayuda del
taxista, podía detenerse a echar un vistazo a su alrededor. La belleza de la ciudad
residía en sus árboles, que formaban espesos doseles engalanados con flores
amarillas, semejantes a millares de insectos con las alas plegadas, y matizaban la luz
moteando de sol los coches aparcados. Vio que un hombre de pelo largo, con una
mochila a cuestas, caminaba bajo los árboles mientras se cepillaba los dientes. Una
mujer con vestido azul y pardo metía una llave en la cerradura de un portal, a pie de
calle, cargada con varias bolsas de compra. Dos señores mayores, vestidos con traje,
avanzaban con cautela por el pavimento desigual. Alexandra se preguntó por qué no
arreglaban las aceras en un sitio tan bonito. Los dos hombres gesticulaban,
enfrascados en una discusión. Allí todo el mundo parecía dotado de una viveza a la
que no estaba acostumbrada, o quizás fuera que movían más las manos, o que estaba
tan cansada que se sentía medio muerta. Se apoyó sobre el regazo la bolsa del
desconocido y la rodeó con los brazos: no quería dejarla en el asiento, a su lado,
como si fuera algo vulgar. Podía al menos abrazarla hasta que se la devolviera, a
pesar de que el peso y la lisura de la urna, que notaba a través de la tela, le encogía el
estómago.
Un instante después se incorporaron a la corriente del ancho bulevar. El conductor
se detuvo en la parada de taxis del hotel y se apeó de un salto. Alexandra bajó más
despacio; dejó sus bolsas en el asiento, pero no se alejó demasiado. El taxista subió
corriendo la escalinata. Alexandra agradeció en su fuero interno la energía de aquel
hombre. Era delgado y se movía vigorosamente; vestía vaqueros azules, camiseta
negra y deportivas del mismo color, y al subir la escalera se apartó el pelo de los ojos.
Desapareció al otro lado de las puertas de cristal.
Pero cuando volvió a salir, minutos después, tenía un semblante inexpresivo. Se
detuvo a preguntar a un par de personas que había en el descansillo, y a algunas más
en los escalones. Luego regresó a la parada de taxis y se paró ante Alexandra.
—Lo siento —dijo—. He preguntado a todo el mundo y algunos empleados se
acuerdan de la familia con la silla de ruedas —dijo con su acento británico—. Pero no
están aquí. Tomaron café con un hombre en la cafetería antes de marcharse. No
estaban alojados en el hotel. Uno de los empleados dice que el señor más joven
discutió acaloradamente con el hombre con el que tomaron café, un periodista.
Quiero decir que el hombre con el que se reunieron era un periodista conocido en el
hotel. Se marchó de malos modos por la puerta de atrás, y luego el hombre alto y los
dos ancianos salieron por la entrada delantera. —Hizo un par de gestos elocuentes

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señalando en ambas direcciones.
Y entonces ella, pensó Alexandra, habló con ellos al pie de la escalinata.
El taxista de detrás comenzó a tocar el claxon. El conductor montó en el coche y
Alexandra lo siguió de mala gana. Él puso en marcha el motor, se apartó de la parada
y paró un poco más allá, junto al bordillo.
—¿Qué quiere hacer ahora? —preguntó.
Alexandra advirtió una nota de recelo en su voz y sus gestos, como si temiera que
no fuera a gustarle su respuesta, pero también de curiosidad.
—Creo que tengo que ir a la comisaría de policía a enseñarles esto —respondió
—. ¿Puede llevarme?
El hombre se quedó callado un momento.
—De acuerdo —dijo por fin—. Pero primero debo decirle que aquí la policía no
siempre es muy útil, a no ser que vayan a pedirte dinero si te pillan yendo demasiado
deprisa o hablando por el móvil mientras conduces. Entonces son muy eficientes. —
Una mueca de fastidio había ensombrecido su semblante—. Pero puedo llevarla a la
comisaría si quiere. Seguramente es lo mejor. Puede que tengan alguna información
sobre el nombre que hay en la caja, aunque me sorprendería que movieran un dedo.
Al llegar al centro del casco histórico de la ciudad, detuvo el taxi a media
manzana de un edificio de hormigón con puertas de cristal.
—Esa es la comisaría más cercana —dijo señalando discretamente con el dedo—.
Seguramente querrán ver su pasaporte a la entrada.
—¿Le importaría ayudarme a explicarles lo que ocurre? Puede que no hablen
inglés.
Él negó con la cabeza.
—Discúlpeme si no entro, por favor. Me gustaría ayudarla, pero… —De pronto,
como si su falta de galantería le pareciera imperdonable, se giró y la miró a los ojos
—. Verá, he tenido problemas con la policía últimamente y no me gusta mucho estar
aquí.
Alexandra sintió un peso en el corazón. Todo aquello era tan surrealista…
Llevaba apenas dos horas en Bulgaria y ya se había mezclado con personas poco
recomendables, además de tener que cargar con el peso de la bolsa que sostenía sobre
el regazo. Se imaginó lo que habrían dicho sus padres, y se preguntó si Jack lo habría
comprendido. Pero así eran las cosas: sencillamente, había sucedido.
El taxista parecía aguardar una respuesta.
—Entonces… —dijo Alexandra—. ¿Qué es lo que…?
—No soy un delincuente —respondió él proyectando la barbilla hacia delante—.
Por favor, no piense que lo soy. Me detuvieron en una manifestación el mes pasado.
Era una manifestación ecologista, nada más, pero la emprendieron con nosotros.
Hubo jaleo y decidieron dar un escarmiento conmigo. Estuve tres días detenido.
Alexandra se tranquilizó.
—¿Por qué se manifestaban?

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—El gobierno va a reabrir algunas minas del centro del país; minas que llevaban
muchos años cerradas porque no eran seguras para los mineros y porque vierten un
veneno espantoso en uno de nuestros ríos principales, que abastece a muchas
localidades. El gobierno piensa que todo el mundo lo ha olvidado, y algunos
empresarios piensan lo mismo. Pero sabemos que quieren reabrir esas minas sin
arreglar nada para ganar dinero con ellas. Ya ve.
Resopló.
—La policía me dijo que la próxima vez iría a la cárcel de verdad —añadió—, y
lo mismo les dijeron a otros detenidos. —Se quedó callado un momento—. Hay
varios motivos por los que no les tengo mucha simpatía.
—Bueno —dijo Alexandra, aliviada. Ella también había participado en una o dos
manifestaciones antibélicas estando en la universidad—. Entiendo que no quiera
volver a entrar ahí.
El taxista se rascó la mejilla.
—Hay algunos agentes de policía decentes, pero también los hay que siguen
creyendo que pueden dar palizas a la gente cuando quieran, incluso estando en
democracia.
Ella hizo un gesto afirmativo.
—Lo sé. —Aunque en realidad tenía una idea muy vaga—. De acuerdo.
Entonces… espere… —Hizo una pausa—. Dígame otra vez cómo se llama esto, las
cenizas.
—Prah —dijo él en tono paciente.
Alexandra lo repitió.
—Tampoco sé cómo llegar a mi hostal, pero imagino que eso podrá averiguarlo
después si tiene usted que marcharse. ¿Quiere que le pague ahora?
Él desdeñó su ofrecimiento con un ademán.
—Luego. Está usted muy cansada, y tengo su maleta en el maletero —añadió
como si fuera su padre o una persona de más edad. Después sacudió la cabeza—. No
pasa nada. No voy a robársela.
—Le creo —dijo Alexandra, y descubrió que era cierto.
—La espero aquí. Tardará más de media hora en hablar con alguien ahí dentro,
pero compraré unos periódicos.

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7

En cualquier ruta, sea cual sea su pendiente, siempre parece tardarse la mitad de
tiempo en recorrer el camino de vuelta que el de ida, y en aquella ocasión íbamos
casi siempre cuesta abajo. Avanzábamos deprisa y, mientras caminábamos, yo no
podía evitar mirar de reojo los bordes más abruptos de la ladera, que en algunas
partes terminaba en un tajo cortado a pico sobre el valle. Estaba segura de que mi
madre, detrás de mí, hacía lo mismo. Cuando llegamos al aparcamiento, mi padre
estaba apoyado contra el coche con los brazos cruzados. No dijo nada hasta que nos
acercamos. Entonces habló con un deje de amargura.
—He estado una hora y media buscándole, llamándole a gritos por todos lados. Si
esto es lo que él considera una broma o un gesto de rebeldía, se ha pasado de la raya.
—No le habrá pasado nada, ¿verdad? —preguntó mi madre con voz temblorosa.
Cuando encontráramos a Jack habría una bronca, y si no lo encontrábamos o
tardábamos horas en encontrarlo… Pero no, eso era inconcebible.
—Claro que no —replicó mi padre con aspereza—. Pero vamos a tener que
hablar muy seriamente con él. Asustar a la gente no tiene gracia.
—No creo que tuviera intención de darnos este susto —dije yo con una vocecilla
débil.
De pronto parecieron recordar que yo era la última persona que había visto a mi
hermano.
—Cariño —dijo mi padre—, ¿te dijo Jack si pensaba apartarse de la ruta o volver
al coche cuando estabas con él?
—No —contesté abatida—, pero estaba de muy mal humor. —Me costaba tragar
saliva—. La verdad es que discutimos.
—¿Que discutisteis? ¿Por qué? —Mi madre pareció sorprendida, y era verdad
que Jack y yo ya rara vez nos peleábamos.
—Pues porque no quería venir de excursión, ya sabéis y… Estaba enfadado y dijo
que íbamos a pasar todo el día en medio de la nada. Yo le dije que dejara de decir
esas cosas, me contestó mal y yo me fui y lo dejé allí.
—¿Eso es todo? —Mi padre sacudió la cabeza como si aquello no fuera de gran
ayuda.
—Sí —contesté yo porque no me atrevía a contarles lo demás. Omití la parte en
que le decía a Jack que se perdiera. Pero, sobre todo, me abstuve de decirles lo que él
me había contestado: que eso pensaba hacer.
—¿Creéis que puede habernos adelantado? Puede que nos esté esperando más
adelante. —Mi madre pareció casi complacida al pensarlo, aunque no era la primera
vez que sopesábamos esa posibilidad.
—Imposible. —Mi padre dio una patada al bordillo del aparcamiento—. No nos

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hemos apartado del sendero. Lo habríamos visto pasar.
—Bueno, pues vamos a esperarlo aquí un rato —dijo ella, y eso hicimos.
Nos apoyamos contra el coche, nos sentamos en el murete del borde del
aparcamiento, nos paseamos por el lindero de hierba. Pasaron horas, o esa impresión
tuvimos, aunque creo que en realidad solo pasaron cuarenta y cinco minutos antes de
que mi padre bajara al albergue más cercano a llamar por teléfono. Antes de que
regresara, llegaron tres agentes forestales en coches distintos y empezaron a
interrogar a mi madre y a rastrear la zona. Los vimos apartarse de la senda en
distintos puntos para buscar a Jack en el bosque. Llevaban radiotransmisores cuyo
chisporroteo se oía intermitentemente entre los árboles. Al regresar no nos trajeron
noticias.
—Esto sucede muy a menudo con los adolescentes —le dijo uno de ellos a mi
madre, a la que mi padre abrazaba por los hombros—. Se enfadan y se salen del
camino. Volverá aquí tarde o temprano, hambriento y enfadado, o arrepentido, o
saldrá a la carretera, un poco más abajo. El otro día tuvimos un chaval que fue
caminando desde Pisgah hasta su casa en Boone. A sus pobres padres les dio un susto
de muerte. Pero los adolescentes son así.
¿De verdad se había vuelto Jack «así»?, me pregunté. Mi hermano era rebelde,
pero no tonto. Habíamos crecido juntos recorriendo los campos y los bosques de
nuestra antigua casa, y no creía que fuera tan idiota como para ir andando hasta otro
condado solo para darnos un susto. El Jack que yo conocía se quedaba a nuestro lado
aunque discutiera por todo y a veces llegara al extremo de amenazar con escaparse.
Incluso —me dije con un nudo en la garganta— cuando alguien le decía que se
perdiera. ¿Tanto cambiaba la gente al hacerse mayor?
A pesar de las palabras tranquilizadoras del agente forestal, Jack no apareció
aquella tarde. Cuando llegó la hora de la cena yo estaba tan enfadada con él como mis
padres, y ya no sabía si el dolor que notaba en la tripa era de rabia, de miedo o de
culpa (mi nueva compañera). No fue a casa aquella noche, después de que uno de los
coches patrulla del Servicio Forestal nos llevara a mi madre y a mí a la ciudad por si
Jack había vuelto por su cuenta, y para que llamáramos a sus amigos para
preguntarles si le habían visto. Mi padre se quedó en el monte para seguir
buscándolo. Por la mañana, cuando la luz que entraba por las ventanas del piso
recortaba, implacable, el rostro demudado de mi madre y mi padre volvió a casa con
el mismo aspecto angustiado, seguía sin haber noticias suyas. Al verlos, comprendí
que no podía contarles el resto de mi conversación con Jack. De todos modos no
serviría para encontrarlo: los guardabosques le estaban buscando por todas partes. Si
no lo encontraban, conocer el contenido de nuestra conversación solo multiplicaría
por cien el dolor de mis padres, que quizás me culparan a mí, aunque no tanto como
me culpaba yo misma.
De hecho, ni las patrullas del departamento del sheriff y del Servicio Forestal que
salieron en su busca, ni sus perros adiestrados, ni ninguno de los voluntarios que al

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poco tiempo se sumaron a la búsqueda lograron encontrar a Jack. No apareció sano y
salvo siguiendo el curso del río hacia abajo (como nos habían enseñado a hacer de
pequeños si nos perdíamos) en ninguno de los valles del Parque Nacional, ni en los
pueblecitos de los alrededores. No entró tranquilamente en el museo Cradle of
Forestry, ni en ninguna tienda de la calle mayor de Brevard.
Mis padres y yo lo esperábamos en casa o subíamos otra vez por la carretera del
parque, buscándolo al azar. Jack no se presentó en el instituto el lunes por la mañana
para su clase de biología, ni acudió el lunes por la tarde al entrenamiento de
baloncesto, que no se saltaba ni siquiera cuando tenía la gripe. No lo encontraron
semanas después, enfurruñado pero triunfante, en casa de algún amigo en West
Greenhill o en un supermercado de Tennessee, o en un autobús con destino al oeste
del país. Nadie lo reconoció en Nuevo México, ni en Oregón, ni en el sur de Alaska, a
pesar de la campaña que, coordinada por mis padres con ayuda de todas las
autoridades disponibles, se puso en marcha para encontrar al «niño perdido» (aunque
mi padre insistió en que era casi un adulto). No apareció en un barco con rumbo a
Rusia, a Honduras o a Bríndisi. Y, por suerte quizás (sí, todavía sigo creyendo que
por suerte), su cuerpo joven, bello y fuerte nunca apareció destrozado al fondo de un
precipicio de las Montañas Azules.
Al principio guardé silencio porque todavía cabía la posibilidad de que lo
encontraran. Y después seguí sin contarle a nadie lo que me había dicho precisamente
porque no lo encontraron. El Parque Nacional era enorme, como nos recordaban los
guardabosques a diario, y no sería la primera vez que el desaparecido (así lo llamaban
ellos, «el desaparecido») moría sin que lo encontraran, aunque había habido casos de
desaparecidos a los que se encontraba años después. Aparte de los precipicios que se
alzaban por encima de la masa boscosa, había grietas profundas entre las rocas. Había
riachuelos gélidos que se precipitaban en cascadas y desaparecían en cavernas
subterráneas. Y cuando, más de un año después, celebramos al fin un funeral en su
honor, no hubo cuerpo que enterrar. Mis padres y yo solo teníamos nuestras lágrimas
y un trozo de tierra vacío cercano a nuestra casa en las montañas, los amigos, casi
unos niños, azorados y vestidos con sus mejores galas, y los parientes que nos
rodeaban sin saber cómo ayudarnos. Esa noche soñé con un oso negro que corría por
la larga cresta de la cordillera, siempre muy por delante de mí, hasta perderse de
vista.
Durante mucho tiempo seguí creyendo que Jack era incapaz de atentar contra sí
mismo. Estaba demasiado apegado a la vida, al placer cotidiano de sentir la pelota de
baloncesto bajo su mano, tenía demasiadas ganas de vivir y de perder la virginidad.
Lo sabía, del mismo modo que sabía que yo llegaría a hacerme vieja. Si se cayó, fue
un resbalón fortuito, un error causado por el enfado, un mal paso. Sabía también que,
aunque fuera capaz de abandonar temporalmente a nuestros padres, a mí no me
habría dejado, al menos tan prematuramente. Habría vuelto con nosotros, sucio y
desafiante. Pero tal vez, con mis palabras, le había empujado a correr algún peligro.

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Con el tiempo llegué a dudar de su amor por la vida, del que tan convencida había
estado antes. Cada vez que miraba a mis padres o veía a algún amigo de Jack, me
preguntaba si debería haber dicho algo más, y entonces recordaba que había jurado
ahorrarles más sufrimientos.
Jack desapareció, sencillamente, y se llevó consigo toda nuestra paz.

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8

Alexandra se bajó del taxi con el bolso colgado del hombro y la bolsa con la urna
en los brazos. Recorrió un tramo de calle y subió los cuatro escalones de cemento. En
el vestíbulo del edificio encontró dos guardias sentados dentro de un cubículo
acristalado, al lado de un escritorio de madera arañado. Un mostrador rodeaba por
fuera el cubículo. Uno de los guardias estaba llenando una taza con el agua caliente
de un hervidor eléctrico. El otro, más joven, abrió la ventanilla de su lado y miró a
Alexandra con escaso interés.
—Dobur den —dijo ella, y aquellas palabras le supieron extrañas—. ¿Habla
inglés?
El agente se encogió de hombros mirando a su compañero, que había dejado el té
y la estaba observando.
—No —contestó el del té.
—Un poco —dijo el más joven como si se hubiera acordado de pronto.
—Soy estadounidense, profesora, de visita en Bulgaria. Llegué a Sofía esta
mañana y he cogido por accidente la bolsa de otra persona. —Trató de mantenerse
muy erguida al sacar su pasaporte—. Quisiera encontrar a esa persona para
devolvérsela.
El policía más joven cogió su pasaporte, lo abrió y se rascó el cuello. Vestía una
camisa azul de uniforme tan cuidadosamente planchada que, cubierto con ella, su
voluminoso pecho parecía el de un maniquí.
—Seguramente debería preguntar en el aeropuerto. Aquí no podemos ayudarla
con el equipaje.
Alexandra dejó la bolsa entre sus pies, oprimiéndola con los tobillos. No le
gustaba dejarla en el suelo, pero pesaba mucho.
—No es equipaje corriente. Conocí a un hombre en un hotel y cogí sin querer una
de sus bolsas.
—¿En un hotel? —Su rostro perfectamente afeitado mostró un destello de
sospecha, o quizás de desprecio, y Alexandra comprendió que se había equivocado
diciendo aquello—. ¿A un hombre? ¿Sabe cómo se llama?
—No, pero tengo un nombre que quizás pueda ayudar. Creo que la bolsa contiene
cenizas humanas. —Sintió que sus ganas de llorar afloraban de nuevo y procuró
sofocarlas.
El otro agente se acercó como si no tuviera nada más urgente que hacer que
escuchar un idioma que no entendía.
—¿Senisas? —preguntó al más joven—. ¿Qué es eso?
—Cenizas —repitió ella, notando que una oleada de desaliento empezaba a brotar
de sus pies cansados—. De una persona fallecida… Incinerada. Polvo, quiero decir.

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Trató de recordar la palabra que le había enseñado el taxista. Pero, como seguían
mirándola con el ceño fruncido, sacó su diccionario de bolsillo y la buscó
laboriosamente.
—Prah. —Les mostró la página.
El joven le dijo rápidamente algo al mayor, que meneó la cabeza. ¿Quería decir
que sí o que no, en este caso?, se preguntó Alexandra. El joven se rascó la coronilla
(llevaba el pelo muy corto) como si se abochornase por ella o por la persona cuyas
cenizas había robado.
—Enséñemelo.
Ella levantó la bolsa negra y la puso sobre el mostrador.
—Están aquí, pero preferiría no abrir la bolsa.
Entonces cayó en la cuenta de que podían pensar que llevaba algo peligroso: un
arma o una bomba. Los dos agentes salieron del cubículo y un par de mujeres que
acababan de entrar en el edificio volvieron la cabeza y la miraron boquiabiertas.
—Tiene que abrir la bolsa si quiere que la ayudemos —dijo el joven con firmeza.
Alexandra abrió la cremallera y les mostró la funda de terciopelo y, a
continuación, la caja de madera labrada. Odiaba todo aquello. Una vida expuesta a las
miradas implacables de dos burócratas.
—¿Lo ven?, hay un nombre en la caja.
Destapó el nombre grabado y se lo indicó al policía joven, que a su vez se lo
señaló a su compañero, cuyos labios se movieron al leer. Luego volvió a tapar
cuidadosamente la caja y cerró la cremallera de la bolsa. El viaje en avión le parecía
de pronto tan lejano que tenía la impresión de que había pasado un año entero; le
costaba creer que hubiera aterrizado esa misma mañana.
—Está bien —dijo el joven—. Venga conmigo. Veremos a alguien de personas
desaparecidas. Tienen un sistema informático para encontrar a gente desaparecida.
Acompáñeme.
El mayor se desentendió del asunto y siguió preparándose su té en el escritorio
arañado. Alexandra pensó que Stoyan Lazarov no era un desaparecido, sino un
muerto, pero aun así siguió la espalda musculosa y bien planchada del policía hasta el
ascensor. No pudo evitar sentir un asomo de inquietud al acordarse del comentario
del taxista acerca de los policías que seguían creyéndose con derecho a pegar a la
gente incluso en una democracia. Aquel policía en concreto podía romperle el cuello
con un solo ademán hecho al desgaire. ¿Y si llegaban a la conclusión de que había
robado las cenizas (o la bolsa) y decidían detenerla? Probablemente, no tenía dinero
suficiente para pagar la fianza o lo que hubiera que pagar para salir de allí: una multa,
o un soborno. ¿Le permitiría dar clases el Instituto Inglés después de aquello? Quizás
debería haber acudido a la embajada de Estados Unidos, se dijo. Pero ya era
demasiado tarde.
El policía sostuvo la puerta del ascensor para dejarla pasar y se situó a su lado,
rascándose el cuello, con la mirada fija en la anticuada aguja que marcaba los pisos.

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9

Tras la desaparición de Jack, pasé como una exhalación por el instituto, me gradué
antes de tiempo y fui la universidad, donde estudié Literatura inglesa. Abandoné mi
primer nombre, el que siempre había usado mi familia, y empecé a hacerme llamar
por el segundo, Alexandra. Era menos doloroso porque nunca había salido de la boca
de Jack. En la facultad comencé a escribir poemas y relatos fuera de clase, nunca
sobre adolescentes muertos, y a prepararme a tientas, como suele sucederles a los
escritores jóvenes, para la labor que emprendería más adelante. Fregaba platos en los
comedores universitarios y trabajaba en la biblioteca, donde a veces tenía la
impresión de que Jack estaba a mi lado. Y mientras tanto procuraba aprender mi
nuevo oficio a ratos, intermitentemente.
Por el camino me enamoré aún más profundamente de los libros. De las personas,
en cambio, me costaba mucho más enamorarme incluso cuando quería hacerlo. Mis
escasas relaciones con hombres (o, mejor dicho, con jóvenes universitarios)
entrañaron atracción, conversación y, en ocasiones, métodos anticonceptivos, pero
nunca afecto duradero. Ahora me doy cuenta de que lo que más me hacía disfrutar era
romper con ellos, la cara que ponían cuando les pedía que no volvieran a llamarme,
esa luz que se apagaba en sus ojos. En casa, mis padres también rompieron, vencidos
por el silencio (estaba segura de ello), no por las discusiones. Yo sabía mucho de
silencio: reconocía los síntomas. Me informaron de ello juntos, con los ojos
colorados, durante las vacaciones de primavera de mi primer curso en la facultad, y a
continuación dividieron equitativamente mi tiempo entre sus nuevos apartamentos,
más pequeños. Dijeron que sabían que era injusto para mí, porque nada de aquello era
culpa mía. Fueron más cariñosos conmigo que nunca, y cuando hablaban entre sí por
teléfono también derrochaban afecto. Yo, por mi parte, deseaba poder pedirle a Jack
que hiciera una fogata en el cuarto de estar de alguno de ellos, o que excavara un
agujero en sus pulcras cocinitas de solteros.
Después de la universidad volví a instalarme en Greenhill, donde dividía mi
tiempo entre los apartamentos de mis padres, y trabajé en la biblioteca colocando
libros. De ese modo disponía de unas cuantas horas libres a la semana para ejercer
como voluntaria en el colegio Montessori local por si acaso quería dedicarme a la
enseñanza más adelante (una muy vaga idea), y para escribir relatos y leer. Sabía que
a mis padres les preocupaba que no «pasara página», pero yo procuraba esquivar sus
miradas cuando desayunaba o cenaba con ellos. A veces, en verano, salía de noche
con mis amigos del instituto que volvían a Greenhill de vacaciones. Nunca me
preguntaban por Jack y yo nunca hablaba de él; quizás por eso no me preguntaban:
era un acuerdo perfecto.
Me acuerdo de aquellas noches de verano como si fuera ayer. Subíamos por la

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carretera del parque antes de que se pusiera el sol y nos sentábamos en el mirador
hasta que estaba tan oscuro que no se veían los árboles que coronaban las cumbres de
los cerros más lejanos. Ellos bebían cerveza y yo, que era abstemia, me instituía
como conductora oficial para llevar el coche de vuelta al pueblo. Pero, mientras
observaba sus caras y escuchaba sus risas y su cháchara, me parecían mucho menos
reales que el chico de la senda, con sus fornidos y peludos brazos de dieciséis años y
su hermoso rostro ceñudo. A veces me sentaba en la hierba de cara a los picos
difuminados por la distancia y me clavaba a un lado de la pierna, donde nadie podía
verlo, un palo afilado. Una noche me di cuenta de que estábamos sentados en lo alto
de una ladera muy empinada, casi vertical, cubierta de bosque pero perfecta para que
un coche se lanzara hacia su completa destrucción. Su estruendo, el ruido que haría al
chocar contra los troncos de los árboles y hacerse pedazos, me pareció más real que
las caras de mis amigos. Por un instante, me pareció incluso más real que mi recuerdo
de Jack.
Más tarde, esa misma noche, estando en mi cuarto en el apartamento de mi
madre, me pasé lentamente el filo de un cuchillo de cocina por la cara interna de la
muñeca, con la fuerza suficiente para abrir en la piel un surco rojo y profundo. El
dolor que tanto ansiaba no me produjo ningún alivio, pero me hizo volver en mí con
un sobresalto: de pronto cobré conciencia de lo feo, de lo estereotipado que era todo
aquello. Tardé en limpiar la sangre por completo, y me embargó la vergüenza al
pensar que tal vez tuviera que pedir auxilio, pero conseguí detener la hemorragia
manteniendo fuertemente vendado el brazo toda la noche. No volví a hacerlo, y
después de aquello siempre llevaba manga larga. Ni siquiera mis padres vieron la
cicatriz, que, aunque poco profunda, me picaba y me pesaba como un lastre.
Curiosamente también me impedía escribir, como si los relatos y poemas que había
practicado durante años se hubieran escapado con aquel reguero de sangre,
perdiéndose para siempre.
Permanecí casi tres años en Greenhill después de la noche en que me sajé el
brazo: trabajaba, leía y seguía allí por mis padres, sin comprender que mi tristeza no
podía servirles de consuelo. No me sentía preparada aún para continuar mis estudios,
pero una mañana de otoño, cuando iba a pie hacia la biblioteca en la que trabajaba
(tediosamente, a jornada completa), me di cuenta de que no podría seguir soportando
mis recuerdos mucho más tiempo. Poco después comencé a presentar solicitudes para
trabajar como profesora de inglés en el extranjero: en Bulgaria, por ejemplo, un país
en el que me fijé durante mis búsquedas en Internet porque era nuestro secreto, aquel
misterio de color verde claro que tanto amaba Jack y que ya nunca visitaría en
persona.

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10

Los pasillos superiores de la comisaría de Sofía estaban recubiertos de granito


pulido de color gris y crema: las paredes, los suelos, las escaleras, las feas columnas
cuadrangulares y los bancos en los que se sentaban personas que leían el periódico.
Parecían estar esperando un autobús que quizás no llegara nunca, pensó Alexandra. A
lo largo de las paredes había una hilera de fotografías en blanco y negro: retratos de
hombres con una plaquita debajo con un nombre y una fecha. Las fechas parecían ser
las de sus años de servicio, como comisarios, quizás: 1961-1969, por ejemplo. Los
años iban retrocediendo a medida que seguía al policía por el pasillo: más adelante
vio 1934-1939, 1932-1934.
Pensó en la historia que había leído en su guía, en el avión: 1878, la emancipación
de Bulgaria del Imperio otomano y el comienzo de la moderna monarquía búlgara,
que había perseguido a comunistas y anarquistas y tomado partido por Alemania en
las dos guerras mundiales; 1944, el advenimiento del régimen comunista, que había
perseguido a los no comunistas y también a innumerables comunistas; y,
naturalmente, 1989: la caída del Muro de Berlín y el comienzo del hundimiento del
régimen. Desde entonces, una democracia parlamentaria, caos económico recurrente,
el regreso de numerosos exlíderes comunistas o de sus hijos a los puestos de poder, la
elección ocasional de un gobierno progresista. Los hombres de las fotografías
parecían revestidos de autoridad, como si fueran directores generales y no simples
policías. A medida que retrocedían los años, lucían oscuros bigotes, el cabello
engominado y anticuados cuellos duros de camisa. Alexandra se preguntó si al final
del pasillo llegarían hasta 1878.
Pero el joven agente de policía llamó a una puerta situada entre las fotografías de
principios de la década de 1920. Aguardó un momento y después la hizo pasar
delante de él. Alexandra se encontró en una habitación inhospitalaria, llena de
estanterías y cajoneras, con una alfombra deslucida y largas ventanas que iluminaban
desde atrás a una mujer sentada ante un ordenador. Al entrar ellos, la mujer levantó la
vista y apagó su cigarrillo en un cenicero.
—¿Da?
Alexandra tuvo la impresión de que el musculoso policía se acobardaba ante
aquella mujer: inclinó la cabeza y señaló la bolsa extraviada al tiempo que daba una
explicación en búlgaro. Alexandra captó la palabra amerikanka. La mujer frunció los
labios, se levantó y observó a Alexandra con expresión ceñuda. Vestía minifalda
negra, zapatos negros de tacón alto y blusa rosa con volantes. Su cabello rojo oscuro
se curvaba hacia la barbilla con un lustre semejante al del plástico, enmarcando un
rostro envejecido, adornado con largas pinceladas de sombra de ojos azul. La
juventud y la apariencia de Alexandra —sus vaqueros y sus deportivas, su cabello sin

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lavar— parecieron agraviarla. Alexandra sintió el impulso de explicarle que se había
duchado hacía no tanto tiempo, aunque ahora le pareciera que esa ducha había tenido
lugar en otro planeta.
La mujer dio media vuelta y llamó a una puerta tachonada con remaches de latón,
y un instante después se hallaron en presencia de un hombre sentado tras un largo
escritorio, más allá de una mesa aún más larga. Alexandra pensó inevitablemente en
el grande y poderoso Mago de Oz. El hombre era prácticamente calvo y tenía las
cejas grises e hirsutas. Se levantó sin decir nada y Alexandra vio que, aunque no
vestía uniforme, sino camisa blanca y corbata, llevaba una pistolera vacía a la altura
del cinturón. Supuso que la pistola estaría en algún cajón cercano. La piel venosa de
sus sienes palpitaba visiblemente, y el párpado de uno de sus bondadosos ojos
marrones temblaba y se estremecía cuando le estrechó la mano.
—Dobur den —dijo ella.
El hombre le preguntó en búlgaro si hablaba búlgaro.
—Ne —contestó Alexandra en voz demasiado alta.
—Siéntese, por favor —le dijo él en un inglés perfectamente inteligible.
Había una sillita frente al escritorio. El hombre despidió con sendas inclinaciones
de cabeza al joven agente y a la dragona que le servía de secretaria. Alexandra
lamentó que no pudiera quedarse al menos el policía, al que ya consideraba en cierto
modo un aliado.
El Mago volvió a sentarse detrás del escritorio y la observó desde el otro lado.
—Bueno… Por lo visto tiene usted una maleta que no es suya.
—Exacto —contestó Alexandra apoyando las manos sobre la bolsa—. Pero le
aseguro que no era mi intención cogerla.
—¿Es usted estadounidense?
Ella no logró interpretar su tono.
—Sí.
—Su pasaporte, por favor, señorita.
Alexandra se lo entregó y el hombre lo examinó con precisión, sin perder un
instante. Ella reparó de nuevo en el temblor de su ojo, fijo en el sello de su visado. El
hombre anotó algo en un cuaderno.
—¿Cómo ha pasado esto? El asunto de la bolsa.
Alexandra le contó brevemente lo ocurrido, describiéndole a las tres personas con
las que había coincidido a los pies de la escalinata del hotel: la anciana de aspecto
frágil con su bolso colgando junto al costado y el hombre más joven vestido de negro
y blanco (¿para un funeral, quizás?). Cuando concluyó, el Mago juntó las manos
encima de la mesa, en horizontal, en un gesto que recordaba al de la oración. La luz
de una serie de ventanas se reflejaba en su calva.
—Ya veo. Entonces, desea devolver esa maleta. ¿Y dice que hay un nombre en la
caja?
Ella se lo mostró.

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—También tengo una foto de esas personas.
Sacó su cámara y buscó la fotografía, agrandándola para enseñársela al policía.
No había logrado captar la belleza del hombre alto. El Mago le echó una ojeada sin
mucho interés.
—Bueno… Stoyan Lazarov —dijo—. Podría haber mucha gente en Bulgaria con
ese nombre. Dice usted que la familia no es de Sofía. Puede que eso ayude.
Se volvió hacia el ordenador que había a un lado de su escritorio. Luego sonrió (a
la pantalla, no a ella) y comenzó a teclear.
Alexandra esperó, sujetando la bolsa. Unos minutos después, el hombre leyó algo,
tocó una tecla y volvió a leer.
—No, este vive en Sofía. Y este otro también. No, este no vive en Sofía pero está
vivo, y este también.
Luego se detuvo y miró la pantalla más fijamente, con el codo sobre la mesa,
inclinándose hacia delante con una atención parsimoniosa que quedaría para siempre
grabada en la memoria de Sofía. Pulsó otra tecla. La miró.
—¿No sabe usted cuándo murió esa persona exactamente?
—No. Bueno, imagino que hace poco tiempo —repuso ella con la mano sobre la
bolsa—. No puedo saberlo porque ni siquiera sabía que la bolsa contenía cenizas
cuando me la llevé sin querer. ¿Ha venido alguien preguntando por ella, quizás, o han
llamado?
El Mago pareció examinar sus palabras en el aire. Luego sacudió la cabeza.
—¿Me permite ver de nuevo la fotografía, si hace el favor?
Alexandra le pasó la cámara con cierta inquietud. El hombre observó las tres
figuras. Su ojo ya no parecía temblar. Alexandra alargó de nuevo el brazo para coger
la cámara en cuanto le fue posible sin que su gesto pareciera descortés.
—¿Hay algo de particular en esas personas? —preguntó—. A mí me parecieron
bastante… normales.
El hombre se tocó la barbilla.
—Voy a hacer una llamada. Discúlpeme. Veré si puedo ayudarla.
Sacó un teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta, marcó y se volvió hacia la
ventana como si quisiera concentrarse. Con un sentimiento de impotencia, Alexandra
le oyó hablar rápidamente en búlgaro. Resultaba extraño pensar que, seis meses
después, si estudiaba lo suficiente, si hacía amigos y escuchaba con atención, tal vez
pudiera entender una conversación como aquella. El hombre asintió con la cabeza en
silencio. Después volvió a hablar en tono mesurado, sin levantar la voz. Ella se fijó
en la piel tersa de su quijada, que se movía a un lado y a otro al articular los sonidos.
Colgó, se reclinó en la silla y pasó unos minutos más tecleando en el ordenador.
Luego miró a Alexandra, y ella tuvo la sensación de que no le importaba en absoluto
hacerle esperar.
—Lamento decirle que no podemos localizar de manera directa a las personas a
las que busca —dijo—. El sitio no está muy lejos de Sofía. Puede que, tratándose de

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un asunto tan delicado, convenga que vaya usted en persona y les explique lo que ha
pasado, si tiene tiempo.
Inclinó un poco la cabeza, como si fuera consciente de que, por su aspecto
desaliñado, debía de tener muchas cosas que hacer.
—Seguramente estarán muy preocupados —añadió. Volvió a posar las manos
sobre el escritorio como si se dispusiera a orar. Llevaba una ancha sortija de plata en
el anular derecho: una alianza de boda europea—. O —dijo, e hizo una pausa—, si
quiere, podemos guardar la bolsa aquí mientras va usted a buscar a su propietario
para que nosotros se la entreguemos. Aquí estará a buen recaudo hasta que vuelva.
Puede que incluso sea lo mejor.
Alexandra titubeó. Le incomodaba sentir el peso de la urna sobre el regazo, pero
no concebía la idea de abandonarla en un almacén. ¿Y si se perdía en algún laberinto
burocrático? Tal vez encontrara a la anciana pareja o a aquel hombre de ojos tan
bellos y, al llevarlos a la comisaría, descubrirían que su tesoro había desaparecido o
que no había forma de recuperarlo. ¿De qué serviría entonces que se disculpara? Posó
las manos en la bolsa. Comenzó a sentir el picor de la prolongada cicatriz de su
muñeca y tuvo que hacer un esfuerzo para no rascársela.
—Si no le importa —dijo—, prefiero que me dé la dirección. Quiero llevar las
cenizas yo misma. Así me quedaré más tranquila.
El hombre la miró con seriedad. Su ojo saltaba de pronto como si perteneciera a
otro sistema nervioso. Desplegó las manos sobre la mesa y se encogió de hombros.
—Como quiera —dijo.
Abrió de nuevo su pasaporte y anotó algunos datos. Sacó una hoja de papel en
blanco, dibujó algo en ella y se la pasó: era un pequeño plano dibujado con claridad.
Debajo había escrito algunas palabras.
—Aquí está la ruta. Es una localidad cercana a Sofía. ¿Tiene usted coche?
A Alexandra le pareció una pregunta innecesariamente sarcástica y temió que
estuviera a punto de ofrecerle un coche policial.
—No, no —dijo apresuradamente—. Pero tengo un amigo que puede llevarme.
Él asintió con un gesto. Quizás solo quería librarse de ella, al fin y al cabo.
—¿Por qué no me llama cuando haya devuelto la bolsa? Para que sepamos que es
asunto concluido. Aquí tiene mi tarjeta. ¿Tiene usted dirección postal o número de
teléfono en Bulgaria?
—No, lo siento —contestó ella—. Todavía no, quiero decir. Pero espero tener
pronto un teléfono. —Se abstuvo de decirle que ello dependería de cuánto costara—.
Voy a dar clases en el Instituto Central Inglés.
El Mago anotó la información. Su tarjeta estaba en alfabeto cirílico, y Alexandra
se la guardó en la cartera, con sus flamantes billetes búlgaros de diez y veinte leva.
—Gracias —dijo tendiéndole la mano.
Él se la estrechó afablemente, sin añadir nada más, y la acompañó hasta la puerta.
Alexandra se preguntó de nuevo si el súbito interés que le había parecido observar en

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él había sido un espejismo. Quizás solo quería desentenderse de un asunto tan nimio.
La dragona no se levantó para acompañarla hasta la salida.
En el pasillo, Alexandra miró la hoja que le había dado el hombre: una dirección
pulcramente anotada en cirílico y a continuación en alfabeto latino, pero sin número
de teléfono. El plano mostraba una carretera que iba desde Sofía a un punto negro
situado al este de la ciudad. Ciento veinte kilómetros, había añadido con su letra
impecable. No estaba muy lejos, aunque sí mucho más de lo que esperaba Alexandra.
Le chocó que no le hubiera anotado ningún nombre, pero no pensaba volver a llamar
a su puerta para preguntarle a quién tenía que buscar. Había guardado la esperanza de
que le hubiese anotado el nombre de un hombre alto vestido para un funeral.
Fuera, en la calle, brillaba el sol y hacía calor. Alexandra tuvo la escalofriante
sensación de haber salido de una cripta y hallarse viva otra vez. Los árboles y los
edificios parecían flotar bajo el peso de su cansancio. Entonces el taxista levantó la
vista de sus periódicos y la saludó con la mano a través del parabrisas, y por un
instante casi tuvo la sensación de estar en casa.

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11

— Veo que sigue teniendo la bolsa —dijo el taxista cuando subió al taxi.
Mantenía una expresión plácida, pero sus ojos parecían vigilarla a través del
retrovisor.
—Sí —contestó Alexandra—. Un agente de policía ha buscado la dirección de la
familia. No he querido dejar la urna en la comisaría.
Le dio la tarjeta del policía.
—Hum —murmuró el taxista antes de devolvérsela.
Alexandra le mostró el plano dibujado a mano.
—Bovech —dijo él.
—¿Qué?
—Es el nombre del pueblo. Un sitio muy pequeño. Aunque yo nunca he estado
allí.
Alexandra meneó la cabeza.
—No sé qué hacer. No sé si esas personas estarán todavía en Sofía, buscándome,
o se habrán ido sin la urna. Puede que aún no hayan llegado a casa. Puede que no
vuelvan hasta mañana, como mínimo. —Cogió la hoja y volvió a doblarla—. Estoy
pensando que debería haberle dejado la urna a la policía, a fin de cuentas. Así, si esa
gente fuera a la comisaría a preguntar, la encontraría allí.
El taxista negó con la cabeza.
—No es buena idea dejarle cosas a la policía —dijo como si le irritara que
considerara siquiera esa posibilidad—. ¿Quiere que la lleve a su hotel para descansar?
Puede esperar un día y luego ir a Bovech. Es una lástima que la policía no le haya
dado el número de teléfono de esas personas. No creo que en Sofía pueda
encontrarlas fácilmente, aunque estén aquí. Es una ciudad muy grande.
Alexandra se inclinó otra vez hacia delante para tocar el respaldo del asiento del
taxista.
—Hablé con el hombre alto antes de ayudarles con las bolsas —dijo—. Me
preguntó si estaba de vacaciones en Bulgaria. Y me dijo que pensaban ir al
monasterio de Velin. Yo ya había leído ese nombre en mi guía. Dijo que era precioso
y muy conocido, y que debería ir a verlo algún día.
El rostro del conductor pareció iluminarse.
—¿Iban a ir a Velinski manastir? Está cerca de Sofía. Seguramente querían
celebrar allí un funeral para el difunto, en la iglesia del monasterio. Puede que hayan
ido de todos modos, ya que sabía usted que tenían previsto ir allí. —Consultó su
teléfono móvil—. Solo nos llevan unos cincuenta minutos de ventaja, a no ser que
hayan ido en autobús, y en ese caso llegaremos antes que ellos. ¿Quiere que la lleve
allí?

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—Sí, por favor —contestó Alexandra—. Pero puede que sea un viaje muy largo
para usted. Hay que salir de la ciudad.
El hombre miró por encima de su asiento y pareció calibrarla con sus ojos
luminosos, por debajo del flequillo.
—Le cobraré solo la gasolina consumida hasta ahora —dijo—. Esto le ha pasado
por accidente. Puede pagarme solamente el viaje de ida y vuelta al monasterio. Serán
en total unos cuarenta y cinco leva. Cincuenta, quizás.
Era mucho para ella, aun así, pero no quería pararse a cambiar más dinero o
ponerse a discutir por el precio de la carrera. Le preocupaba más no conocer a aquel
joven, ni su cultura, y ahora estaba a punto de abandonar la ciudad con él llevando
todo su equipaje. Seguramente el desfase horario estaba afectando a su capacidad de
juicio. El taxista se estaba mostrando generoso, pero en ciertos momentos parecía
también un poco malhumorado. ¿Podía deducirse de ello que era una persona
colérica, tal vez incluso violenta?
Era, por otra parte, un profesional, ¿y cómo, si no, iba a devolver ella la bolsa?
Retorciéndose de inquietud bajo la mirada atenta del taxista, empezó a preguntarse si
aquellos ancianos la perdonarían cuando los encontrara. Pensó por un momento que
se sentirían agradecidos por que los hubiera buscado, en vez de enfadarse por su
error. Tal vez la invitaran a asistir al funeral, una vez les hubiera devuelto la urna.
Rehusaría dándoles las gracias humildemente, para que pudieran celebrarlo en la
intimidad. El hombre alto le sonreiría, sin reservas esta vez, iluminada la cara por el
asombro ante su diligencia y meticulosidad. Le estrecharía la mano antes de alejarse.
La anciana tendría lágrimas en los ojos. Se despediría de ellos discreta y
respetuosamente y le diría al taxista que la llevara a su hostal en Sofía. Se daría una
ducha con un montón de jabón y dormiría doce horas seguidas aunque fuera todavía
temprano para acostarse. Después, comenzaría de verdad su estancia en Bulgaria.
Pero primero tenía que resolver aquel enojoso asunto.
—Porque no pude detenerme ante la muerte —murmuró—, amablemente se
detuvo ella ante mí…
—¿Cómo dice? —El taxista fijó los ojos en ella, extrañado.
—Nada —contestó apresuradamente—. Gracias. Se lo agradezco de veras.
—Puedo ir muy deprisa —añadió él.
—No, por favor —le dijo Alexandra.
Se preguntó de nuevo qué le habría aconsejado Jack si hubiera podido contarle
cuál era su situación. Pero Jack no estaba allí. Sintió una punzada de rencor, casi de
rebeldía.
—Vamos —añadió rápidamente.
El taxista le tendió la mano.
—Soy Asparuh Iliev, por cierto —dijo.
Alexandra no consiguió entender el nombre, y el joven ladeó la cabeza
comprensivamente.

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—Asparuh es un nombre muy conocido en Bulgaria. Fue el rey que fundó el
primer estado búlgaro en el año 681. Hasta yo estoy harto de él. Puedes llamarme por
mi apodo, Bobby.
Pronunció Bobi, acortando las sílabas. Alexandra reparó de nuevo en su extraño
acento: hablaba como un taxista de Londres en una película, no como un taxista
búlgaro. Asintió con la cabeza y le estrechó la mano un momento. Tenía la palma
cálida y seca y la mano fina pero agradablemente mullida, como la zarpa de un mono.
—Yo soy Alexandra Boyd —dijo—. Debería haberme presentado antes.
—Alejandra de Macedonia —repuso él con una sonrisa—. ¿Sabes lo que significa
tu nombre?
—No. —Pensó que debería haberlo sabido, teniendo en cuenta el tiempo que
llevaba llamándose así.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Significa «defensora de los hombres». ¿Vas a protegerme?
Alexandra sonrió.
—Desde luego que sí —contestó.

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El trayecto hasta salir de Sofía la dejó anonadada: nunca había visto nada igual.
Había indicadores por todas partes, y la lentitud con la que avanzaban le permitía
distinguirlos con claridad: estaban en su mayoría en cirílico, pero algunos también en
inglés y, de vez en cuando, en francés, alemán o griego. Había señales de tráfico
dirigidas a los conductores y a los peatones, carteles que conducían a hotelitos, a
copisterías, a talleres de reparación de bicicletas y a carnicerías; y letreros que
indicaban puntos donde podían comprarse flores, rodeados de ramos metidos en
cubos. Vio placas doradas en monumentos a soldados y en estatuas de hombres
gesticulantes ataviados con largas levitas, algunos de cuyos pedestales estaban
cubiertos por pintadas de colores chillones.
Cuando Bobby se detuvo en un semáforo, observó los anuncios pegados a las
farolas y trató de adivinar lo que significaban: arranque este número y llame hoy
mismo para aprender inglés, para perder peso, para comprar una silla de ruedas, para
viajar a Grecia o a Turquía, para informar sobre el paradero de un perro extraviado…
Este último era muy evidente: llevaba una fotografía en blanco y negro, algo borrosa.
Había, de hecho, perros en muchas de las calles, cosa en la que no había reparado
antes. Pero no parecían perdidos; eran perros callejeros. Sorteaban el tráfico
temerariamente, orinaban en las aceras y se husmeaban entre sí y a los viandantes,
que procuraban apartar de ellos sus paquetes, sus faldas o sus manos. Le parecieron
lobos trotando en manadas por los linderos de los parques, sueltos pero enfrascados
en sus asuntos.
Había, no obstante, muchas más personas que perros, y no podía evitar mirarlas
con curiosidad por la ventanilla del taxi: se amontonaban en las aceras y en las
tiendas, conversaban en las terrazas de los cafés, vendían libros usados bajo toldos de
lona o zapatos nuevos en los escaparates de las tiendas, pedían monedas o apartaban a
sus hijos pequeños de quienes mendigaban en la calle. Vio brotar un torrente humano
de los edificios de la universidad, de las oficinas de cambio de moneda, de las
panaderías y las iglesias, llevando libros o bolsos, cigarrillos o bolsas de plástico. Vio
a la gente de Sofía consultar sus teléfonos móviles, sus relojes o sus bolsillos, vio a
mujeres retocarse el carmín en un espejito de mano, subir a un taxi, montar en los
trolebuses azules y amarillos bajo una telaraña de cables eléctricos. Había ancianos,
vestidos con chaquetas viejas pero cuidadosamente conservadas y gafas de cristales
gruesos, que se saludaban entre sí y se detenían a estrecharse la mano. Vio a chicas
con vaqueros ceñidos, lustrosas melenas rizadas y pestañas vertiginosamente largas; a
abuelas con vestidos estampados marrones y naranjas, con un niño en cada mano; a
jóvenes que fumaban con la suela de un zapato apoyada contra la fachada de un
banco; a mujeres maduras, calzadas con zapatos de tacón alto, dirigiéndose

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apresuradamente a su destino.
Al salir del centro de la ciudad, siguieron pasando ante bloques de viviendas.
Algunos eran de construcción reciente, pero la mayoría parecía tener al menos un
siglo de antigüedad. Bordearon un parque y pasaron frente a varios monumentos, tan
deprisa que no le dio tiempo a verlos con claridad, aunque distinguió un enorme
pedestal repleto de estatuas y fusiles.
—Disculpa —dijo, pero Bobby no pareció oírla.
Entonces se dio cuenta de que había visto aquella imagen en su guía turística: era
un monumento al Ejército Rojo que ocupó el país en septiembre de 1944. «Una
invasión de la Unión Soviética o una revolución comunista, dependiendo de con
quién hable el visitante», reflejaba la guía. Se preguntó con quién hablaría ella más
adelante, y si de verdad la gente seguía conversando sobre ese asunto, y dónde. ¿En
la cola del supermercado? ¿En las fiestas? En su país, la Segunda Guerra Mundial era
historia antigua —excepto en Hollywood— y había sido enterrada con honores. Su
tío abuelo, muerto hacía poco tiempo, había sobrevolado aquellas tierras siendo
apenas un adolescente, durante los bombardeos de Rumanía y Bulgaria. Alexandra se
preguntó si su avión habría dejado caer una bomba sobre el parque en el que se
alzaba ahora el monumento.
El taxi de Bobby aceleró en un ancho bulevar y el centro de la ciudad quedó atrás,
seguido por una destartalada zona comercial en la que los muebles, las telas, la ropa y
los enseres domésticos se exhibían ante las puertas de los locales o detrás de
escaparates polvorientos. De pronto pudo ver algunos de aquellos enormes bloques
de viviendas que había distinguido desde el avión unas horas antes. Bobby los señaló
y dijo algo, y ella se inclinó para oírle entre el cálido fragor del viento y el tráfico. El
taxi no parecía tener aire acondicionado, o quizás a Bobby no le gustaba utilizarlo.
Había dejado las ventanillas delanteras abiertas.
—¿Perdona? —gritó ella.
—Yo me crie ahí —repitió él alzando la voz.
Alexandra se volvió para mirar los gigantescos edificios arracimados. Desde
aquella distancia tenían un aspecto de precariedad: a sus pies se extendían ralas
arboledas de abedules jóvenes o descampados cubiertos de hierbajos, y en algunos
aparcamientos se veían vallas de obra. No supo a cuál de aquellos veinte o treinta
edificios señalaba Bobby. No eran blancos, como le habían parecido desde la
ventanilla del avión. Y aunque saltaba a la vista que eran modernos, semejaban ya
inmensas ruinas, con el revestimiento de las fachadas resquebrajado y desprendido en
algunas partes.
—Panelki, así los llamamos —gritó Bobby.
Alexandra tardaría aún varios días en aprender aquella palabra y comprender lo
que había dicho Bobby.
—Porque están hechos de paneles prefabricados —añadió él.
Ella no vio ningún panel: solo filas de balcones de aluminio, muchos de ellos con

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ropa tendida y algunos con flores y hasta con arbolitos plantados en macetas.
Bobby le hizo otro gesto por encima del hombro.
—Oficialmente se llaman blokove. Yo crecí justo ahí.
A Alexandra le parecían todos igual de sórdidos. Habría preferido un panorama
de pequeños pueblecitos. Prefería, además, que Bobby mirara hacia delante.
La carretera, que partía de la ciudad dividida en dos carriles separados por un
deteriorado murete de cemento, distaba mucho de ser una autovía. Vio pasar algunas
viviendas, una zona suburbana: casas chatas, con las fachadas enlucidas y pintadas de
distintos colores y en diverso estado de deterioro, la mayoría con cubierta de tejas
rojas, y muchas precedidas por vallas de alambre o tapias de cemento. Delante de una
de ellas había una alambrada detrás de la cual ladraban furiosamente dos perros de
gran tamaño. En otro patio vio un burro de ojos tiernos asomado a una tapia y se
preguntó si ya habían salido oficialmente de la capital. Pensó fugazmente en anotar lo
que iba viendo, pero ¿de qué serviría? Nunca utilizaría aquellas notas para nada,
ahora que se había quedado sin historias que contar.
Se asomó por la ventanilla con la cámara en la mano y fotografió las casas y los
patios, con sus manzanos y sus melocotoneros cuajados de hojas nuevas. Por todas
partes había huertos domésticos, vigorosas patateras, matas de guisantes y judías
sostenidas por rodrigones, tomateras cuyos pequeños frutos verdes comenzaban a
engordar. Vio a una pareja de ancianos en su huerto. La mujer tenía los brazos en
jarras y el hombre se apoyaba en una azada. De pronto cayó en la cuenta de que por
aquella carretera ya solo circulaba su taxi.
Se inclinó para gritarle de nuevo a Bobby.
—¿A qué distancia dijiste que quedaba el monasterio? ¿Cuánto queda?
—¿El tiempo?
Bobby frenó de repente. Cinco o seis gallinas cruzaron la calzada lenta y
ceremoniosamente. Bobby les pitó.
—Sí. —Alexandra tuvo que inclinarse un poco más para oírle.
—¿Quieres sentarte delante? —respondió él a gritos.
Paró el coche junto a un muro moteado, blanco y negro, como las gallinas.
Alexandra no quería dejar sola la urna, pero por fin la colocó en el suelo, sujetándola
con su equipaje para que no se volcara.
Cuando salió del taxi, todo le pareció de pronto distinto, dentro y fuera de ella. Ya
no tenía sueño, o quizás había dejado atrás el sopor para sumirse en un cansancio
nuevo y radiante. Sintió el impulso de tocar los árboles que asomaban por encima del
muro, un par de abedules de ramas colgantes y un melocotonero cuyos frutos, todavía
duros, tenían el tamaño de nueces. Pasada Sofía, el aire era suave y fresco y olía a
limpio. Se llenó los pulmones y se sentó en el taxi, al lado de Bobby. Resultaba
extraño estar tan cerca de otra persona en aquel lugar desconocido. La rodilla
enfundada en tela vaquera y la mano de Bobby se apoyaban contra la palanca de
cambios. Resolvió que, si trataba de tocarla, abriría la puerta y amenazaría con saltar.

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La parte delantera del taxi estaba más deteriorada que la trasera, pero parecía limpia.
El relleno del asiento se salía por los bordes, en torno a sus muslos. Colgado del
retrovisor había un rosario rematado con lo que parecía ser una moneda de plata
antigua. Vio una lechuza en una de sus caras. Entonces giró la moneda y apareció el
perfil de una mujer con el cabello anudado en un moño a la altura de la nuca.
Bobby volvió a enfilar la carretera.
—No hace falta que te pongas el cinturón —le dijo enérgicamente al ver que ella
buscaba la hebilla—. Soy muy buen conductor.
—Ya lo veo —repuso ella.
Era, al parecer, un tipo raro: irritable y exasperante en cierto modo. Se acordó sin
querer de los frecuentes cambios de humor de su hermano Jack.
—Le prometí a mi madre que siempre me pondría el cinturón de seguridad —dijo
—, hasta si iba a la luna.
Él se rio, volviéndose hacia ella. De pronto parecía mayor, quizás porque las
arrugas que se formaban alrededor de sus párpados cuando reía ocultaban casi por
completo el azul de sus ojos. Alexandra sintió alivio cuando volvió a mirar hacia
delante.
—Yo también se lo prometí a mi madre —dijo él—. No ir a la luna, sino usar el
cinturón de seguridad. Sobre todo porque me paso el día conduciendo.
—¿Trabajas en esto a jornada completa?
Bobby frunció el ceño mientras aceleraba. Más allá de los suburbios, a ambos
lados de la carretera, se extendía el campo abierto. Alexandra vio montañas a lo lejos.
Parecían más abruptas y empinadas que los montes que rodeaban Sofía. Se vio a sí
misma reflejada en el retrovisor: su cara pálida, ovalada y pecosa, sus ojos verdes y
serios, sus labios finos, las pestañas y las cejas rojizas heredadas de su padre, sus
hermosos pendientes de obsidiana. Fue como encontrarse con una vieja amiga en un
lugar imprevisto. Como le ocurría siempre, distinguió también a Jack en su rostro,
aunque ella tenía el cabello más castaño que rojizo y la piel blanca, más que
sonrosada. Los ojos, sin embargo, eran los mismos.
Bobby estiró los brazos, acomodándose detrás del volante.
—¿Que si me dedico a conducir a jornada completa? No, qué va. Solo unas
treinta y cinco horas semanales.
Alexandra pensó que treinta y cinco horas semanales eran casi una jornada
completa, pero quizás, dada la situación económica del país, Bobby tuviera que
compaginar dos trabajos. Le pareció una cuestión demasiado delicada para insistir, de
modo que se limitó a hacer un gesto afirmativo.
—¿Cuánto tiempo dijiste que tardaríamos en llegar al monasterio?
Él sonrió.
—No lo dije. Falta todavía una hora, más o menos.
A Alexandra le dio un vuelco el corazón.
—¿Una hora? Pero si llevamos ya media hora de camino, ¿no?

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—Sí, claro… Pero es lógico.
Ella se preguntó si le estaba tomando el pelo.
—Velinski manastir —explicó Bobby— no está muy lejos. El problema es la
carretera. Tiene muchas curvas, muchos giros. Está allá arriba, al pie de los montes
Rila. —Señaló la sierra boscosa a través del parabrisas—. Ya casi se ve. Pero la ruta
es complicada.
—Hablas muy bien inglés —comentó ella, en parte para distraerse y no pensar en
aquella carretera de montaña, y en parte para agradecerle que estuviera dispuesto a
llevarla hasta allí por tan poco dinero—. Me gustaría aprender un poco de búlgaro.
De momento solo sé cinco o seis palabras.
—Seguro que vas a aprender un montón —repuso él—. Pero es un idioma difícil.
No es fácil aprender nuestros verbos. —Se rio, visiblemente orgulloso de que sus
verbos desconcertaran a los extranjeros.
—Esa no es una buena noticia —contestó Alexandra.
Se sonrieron, y luego ella se agarró a los lados del asiento. Venía un coche de
frente, por su mismo carril. Intentó no gritar; se refrenó para no agarrarse del brazo de
Bobby. Una imagen de sus padres apareció de pronto en su cabeza. Entonces el otro
coche viró bruscamente hacia su carril y ella se dio cuenta de que estaba adelantando
a otro vehículo. Sentía latir su corazón en la garganta y en las sienes.
—¿Estás bien? —preguntó Bobby.
—Ese coche —dijo ella con voz débil—. Casi chocamos.
—No, no. Solo estaba adelantando. Por aquí se puede adelantar. Yo no hubiera
permitido que chocáramos.
Alexandra no supo qué decir. Tenía la sensación de que los faros del taxi y los del
otro coche casi se habían tocado. Había visto muy claramente al otro conductor frente
a ella, un hombre con camiseta de color verde clara; había visto sus ojos, su expresión
concentrada. A la velocidad a la que iba, debía de estar ya a varios kilómetros de
distancia. En las carreteras de su país, le habría parado la policía hacía rato para
ponerle una buena multa.
—Vaya —dijo—. Supongo que estoy acostumbrada a las carreteras de Estados
Unidos. Aunque allí también hay gente que corre mucho, claro.
No conseguía, sin embargo, que su sangre dejara de hormiguear. Se concentró en
los campos que se veían más allá de la ventanilla.
—¿De dónde eres exactamente? —le preguntó Bobby.
—De Carolina del Norte —respondió Alexandra—. Está en el sur.
—Me suena.
Alexandra notó que para él era un nombre misterioso y enigmático, como lo había
sido Bulgaria para ella y para Jack.
—¿Y qué hace una estadounidense aquí?
Bobby cambió de marcha. Delante de ellos se alzaba un collado, y Alexandra vio
que la carretera viraba suavemente hacia sus pliegues suaves y oscuros, en dirección

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a los montes más altos donde se hallaba su destino.
—Voy a enseñar inglés. —Trató de sosegarse—. Empiezo a trabajar a finales de
junio, dando clases. Quería venir con tiempo para viajar un poco por el país antes de
ocupar mi puesto.
—Pues ya estás viajando —repuso él—. ¿Vas a trabajar en Sofía?
—Sí, en el Instituto Central Inglés. —Alexandra observó su cara en busca de
algún indicio de burla, pero a Bobby pareció agradarle su respuesta.
—Qué bien. Tienen una reputación excelente y muchos alumnos. Es un centro de
primera.
Tomó una curva, a la sombra del bosque. Estaban dejando atrás los campos de
labor, los vastos prados y las aldeas lejanas, convertidas en borrosas manchas de
color rojo y crema. El espeso monte estaba tachonado de sol y poblado en su mayor
parte por abetos musgosos, robles y abedules.
—Entonces ¿crees que Sofía es un buen sitio para trabajar? —preguntó
Alexandra.
—El mejor —contestó él, muy serio—. En Sofía se pueden hacer muchas cosas.
Ir al teatro, a conferencias, a conciertos… Claro que esas cosas suelen costar dinero.
—¿Has vivido en otros sitios, dentro de Bulgaria, quiero decir, aparte de Sofía?
Bobby meneó la cabeza.
—No.
—¿Y fuera? ¿En otro país?
Sintió entonces que había cometido una grosería. Seguramente Bobby nunca
había tenido la oportunidad de viajar. Pero su respuesta la sorprendió.
—Sí, en Inglaterra.
—¿En Inglaterra? ¿Por qué?
—Trabajé una temporada en la construcción.
—¿En serio?
Así que era ahí donde había adquirido su acento.
—Verás, soy un intelectual de Sofía. —Bobby sonrió—. Y nosotros los
intelectuales de Sofía a veces vamos a Inglaterra a trabajar en la construcción. Me
tomé un año libre cuando estaba en la universidad, en plena carrera. Estuve en
Liverpool. Lo organizaron unos amigos míos. La verdad es que también aprendí
bastante polaco estando allí.
Alexandra estaba demasiado aturdida por el jet lag para asimilar todo aquello. ¿Y
por qué decía Bobby que era un intelectual? ¿Era aquello una especie de título en
Bulgaria?
—Debió de ser muy interesante —dijo con escasa convicción—. ¿Por eso hablas
tan bien inglés?
—No lo hablo tan bien —contestó él con su brusquedad habitual de vuelta—.
También estudié Filología inglesa en la Universidad de Sofía. Puedo contarte un
montón de cosas sobre George Bernard Shaw si quieres. Pero estoy olvidando

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muchas palabras.
Ella se quedó mirándole. Luego Bobby se rio.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
La miró un instante, no porque pareciera encontrarla atractiva, pensó Alexandra,
sino como si creyera que podía estar mostrando los primeros síntomas de inanición.
—Sí, un poco. Sobre todo estoy muy cansada.
Entonces se acordó de algo. Se desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó
hacia el asiento trasero y cogió su bolso. Dentro había un paquetito de rosquillas que
le habían dado en el avión. Le ofreció algunas, que él aceptó de inmediato.
—Gracias. Después podemos parar a comer, si te apetece —dijo—. Ahora no
quiero perder tiempo.
—Yo tampoco.
Lamentó no haber llevado una botella de agua y confió en que la propuesta de
Bobby no derivara en una invitación a cenar o a compartir habitación para pasar la
noche. Si tenía que dejarlo plantado, se llevaría la urna, la protegería y encontraría
otro modo de llegar al monasterio.
Él, sin embargo, la miraba divertido.
—Creía que tu madre te había dicho que llevaras siempre el cinturón de seguridad
puesto.
—Pues sí, ¿ves?, vuelvo a abrochármelo —contestó ella sintiendo una punzada de
alivio.
Allí estaba, sentada a su lado, y Bobby parecía bastante respetuoso. No le había
puesto la mano en la rodilla. Solo le había hecho un par de preguntas simpáticas.
Después de aquello pasaron un rato en silencio. Alexandra siguió pensando en
una comida normal, en una cama limpia y una ducha caliente, pero se alegró de tener
el estómago vacío cuando la carretera de montaña comenzó a girar vertiginosamente.

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Casi al final del trayecto, Bobby abandonó la carretera y tomó una pista de
montaña. Alexandra vio un cartel marrón que decía велински манастир/velinski
manastir, ilustrado con un símbolo blanco: una iglesia o un castillo. El camino, de
tierra lisa y compacta, discurría por una garganta pedregosa, medio escondida entre
los árboles.
Alexandra llevaba tanto tiempo despierta que ya no le importaba que su vigilia se
prolongara.
—Ya estamos aquí —anunció Bobby al pasar entre unos pilares de piedra y una
verja de hierro abierta de par en par.
Siguieron un camino flanqueado por enormes sicomoros de tronco pelado. Las
paredes del monasterio se alzaban ante ellos, imponentes pero suavizadas por el paso
de los siglos. A Alexandra le dio un vuelco el corazón: eran cosas como aquella las
que esperaba ver en el transcurso de su viaje. A un lado, entre las piedras, crecían
densas enredaderas, y por encima de los muros se veían torrecillas y tejados de
pizarra.
Echó un vistazo a la zona de aparcamiento, en la que había cuatro o cinco coches,
pero Bobby ya se había cerciorado:
—No hay ningún otro taxi —dijo en tono inexpresivo.
—Puede que le hayan dicho al conductor que vuelva a Sofía —comentó ella—. O
que hayan venido en autobús, como dijiste tú.
—Sí, claro. —Puso el freno de mano—. Seguramente sí. Sobre todo si piensan
pasar un par de días en el monasterio. —Luego pareció dudarlo—. Pero no creo que
lo hagan si no tienen la urna. Estarán buscándote o habrán vuelto a casa, a esperar.
—Entonces ¿aquí se puede alojar uno? ¿Aunque no seas… monje? —preguntó
Alexandra, pensando otra vez en una cama y una puerta con cerradura.
—Sí. Puedes alojarte aquí un mes si reservas previamente. Hay gente que lo hace
a veces, para descansar, o si se trata de personas muy religiosas. Si han cogido el
autobús, tendremos que esperarlos un buen rato. Media hora, como mínimo.
Alexandra cogió la bolsa con la urna y su bolso de mano y Bobby metió su
ordenador en el maletero, con el resto de su equipaje. La urna parecía pesar más que
antes: Alexandra no recordaba que le pesara tanto cuando estaba delante del hotel,
antes de darse cuenta de que no era suya. Pensó en la vida de aquella persona, en un
rostro que nunca había visto y que era incapaz de imaginar, en un ser humano de
carne y hueso, con sus recuerdos y sus vivencias. Y ahora esto. Quizás fuera un joven
de mentón firme y sonrisa radiante. Quizás los dos ancianos habían perdido a un hijo,
o a un nieto adolescente que ahora, convertido en cenizas, descansaba en brazos de
una desconocida. Se imaginó al hombre alto con la mano posada sobre el hombro de

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su hijo. El chico sería algo más bajo que él, pero extremadamente guapo, y el padre le
agarraría con su manaza. Sintió por un instante el calor de aquella mano sobre su
hombro. El chico sonreiría tímidamente. ¿Cómo podía haber sucedido tal cosa? Ella,
sosteniendo la urna de aquel muchacho en el aparcamiento de un lugar sagrado, bajo
aquellos árboles majestuosos. Sintió que la rabia le llenaba los ojos de lágrimas.
Bobby se había puesto una cazadora vaquera tan gastada como sus pantalones.
Hacía fresco allí, lejos de las calles de Sofía.
—Por aquí —dijo él.
Alexandra vio que, bajo un arco de piedra, las puertas del monasterio, de madera
mellada y oscurecida por el humo, estaban abiertas. Encima de ellas había un letrero
pintado con enrevesados caracteres cirílicos que ni siquiera sabía pronunciar.
Bobby se dio cuenta de que lo miraba.
—Dice algo así: «Este monasterio está consagrado a la gloria de Dios y de la
Santa Virgen María, 1349». Creo que la parte más antigua data de esa época. El resto
es más moderno, de principios del siglo XIX.
Un grupo de turistas se había congregado a su alrededor y estaba mirando el
letrero. Alexandra oyó que hablaban en francés. Las mujeres se subían las gafas de
sol, apoyándolas en el pelo.
—Vamos —dijo Bobby.
Dentro, el claustro estaba anegado de sol, excepto las umbrías galerías de madera
que rodeaban las dos plantas. En medio del patio, acomodada como una gallina
clueca, bien hincada en la tierra, había una pequeña iglesia rodeada por afilados
cipreses. Alexandra se fijó en una perra tumbada al sol en el suelo de adoquines, con
los pezones hinchados a la vista. Junto a la verja había una caseta acristalada, de
aspecto nada medieval, con un letrero encima. politsiya, leyó Alexandra. Sentado
dentro de la caseta había un agente uniformado.
Algunas personas paseaban o entraban en la iglesia, pero no vio por ningún lado a
un anciano en silla de ruedas, a una señora de extraño cabello gris y caoba y a un
hombre alto y erguido, con chaleco negro, buscando a la extranjera que se había
llevado su bolsa. Estaba tan convencida de que los vería allí que se quedó atónita al
no encontrarlos. Tenían que estar en alguna parte, dentro del monasterio.
Bobby la agarró del codo, pero enseguida pareció cambiar de idea y retiró la
mano. Alexandra no lo lamentó.
—Puede que estén en la iglesia —dijo él—. Quizás estén buscándote dentro. O
rezando, tal vez.
Pidiendo que les devuelvan su tesoro, pensó Alexandra. Asió con fuerza la bolsa
y lo siguió. La iglesia tenía un pequeño pórtico de madera. Dos retratos flanqueaban
la puerta: un hombre de larga barba negra y otro de larga barba blanca, envueltos
ambos en una aureola. Sus custodios gemelos. Alexandra pasó entre ellos,
adentrándose en una oscuridad que la luz mohosa de las velas disipó bruscamente. En
la entrada en penumbra, entre barrotes, una mujer vendía libros, postales y delgadas

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velas amarillas. Alexandra se sintió terriblemente sola. Dentro de la iglesia el aire era
frío y húmedo, como el hálito de una caverna. Sí, Jack y ella habían estado una vez
en las cuevas de Dixie, en Virginia, una de las pocas veces que hicieron un viaje por
carretera con sus padres, y allí abajo también olía así. Los cuatros juntos, apiñados,
caminando por las pasarelas de madera. Las profundidades de la tierra, la roca fría y
el agua chorreante. Si existía el infierno, pensó, tenía que ser un lugar frío, como el
Hades, una región de sombras donde reinara una quietud pavorosa, surgida de la
nada. Los griegos tenían razón: nada de fuego, solo el aliento gélido del Éstige, el río
que cruzaba el inframundo llevándose a todos los que amabas, y el ruido de los remos
hundiéndose calmosamente en su turbia corriente.
Bobby se detuvo delante del quiosco y compró varias velas.
—Una es para ti —dijo en voz baja, como si adivinara el curso que habían
tomado sus pensamientos.
Ella lo siguió, y se llevó otra sorpresa al ver el interior de la nave: era muy alta y
estaba pintada por entero con figuras borrosas. La luz entraba tamizada por la bóveda.
No había bancos, solo una fila de sillas altas como tronos, pegada a la pared. Al
fondo vio una reja de hojas y ramas doradas, unas cortinas de terciopelo púrpura,
rostros apiñados, crispados por la resignación. Aquí y allá se veían candelabros llenos
de velas amarillas medio derretidas. Olía a incienso y a lumbre, a cera de abeja.
Había otras cuatro personas en la capilla: un joven en chándal, dos mujeres vestidas
con falda negra y tacones altos que se santiguaban delante de un icono y un niño
pequeño en pantalón corto que, en pie, cruzaba las piernas con nerviosismo. Y detrás
de aquellas personas estaba ella, Alexandra, con aquel peso en los brazos, y a su lado
Bobby —Asparuh—, revestido de dignidad pese a su cazadora y a sus pantalones
vaqueros. Se volvieron y se miraron el uno al otro. Alexandra sintió que la larga
cicatriz de su muñeca empezaba a escocer. Acercó la otra mano, rodeando la urna,
para calmar el picor.
—Podemos buscar en el monasterio —sugirió Bobby.
Pero primero se acercó al candelabro más cercano, encendió una de las velas que
había comprado y la colocó en un soporte.
—Esta parte de aquí, la de arriba, es para los vivos —le explicó en voz baja—. Y
esta, la de abajo, la de la arena —añadió indicándole una caja de hojalata llena de lo
que, durante un instante de pavor, a Alexandra le parecieron cenizas— es para los
muertos. —Le tendió la otra vela—. Esta es para ti —dijo—. ¿Quieres ponerla en
algún sitio?
Alexandra se echó hacia atrás, asustada.
—¿Dónde quieres que la encienda? —preguntó él pacientemente.
—Ahí abajo, por favor —respondió ella—. En la arena.
Al salir dieron la vuelta al patio, buscando en todas direcciones. Alexandra vio a
un monje que caminaba apresuradamente por una de las galerías de la planta baja.
Qué viejo, qué increíblemente antiguo parecía todo aquello, incluso el monje, tan

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desgastado por el tiempo como los frescos de la capilla. Se cubría con un gorro alto y
negro que, semejante a una chimenea invertida, parecía brotar de su cabello negro, de
su barba negra, de su negro hábito. Bobby se acercó a hablar con él. Alexandra se
mantuvo apartada; recordaba haber leído en algún sitio que los monjes preferían no
hablar con las mujeres, no fueran a caer en la tentación. Bobby hacía señas con las
manos. El monje, en cambio, las mantenía posadas sobre el cinturón, tan inmóviles
como si hubiera atrapado un par de pájaros.
Habló por fin, y Alexandra vio que Bobby meneaba la cabeza. Regresó
lentamente a su lado.
—No están aquí —dijo ella.
—Es muy raro. Te dijeron que pensaban venir a Velin, y no regresaron al hotel. Si
vinieron directamente aquí, salieron media hora antes que nosotros, como mínimo. Y
ese cura acaba de decirme que hoy no viene ningún autobús. No todos los días hay
autobuses. Así que solo podían venir en taxi, o en coche si alguien les ha prestado
uno. Algo así. Ya deberían haber llegado. El monje me ha dicho también que hoy no
se ha registrado nadie en la hospedería que responda a su descripción.
—Entiendo —dijo Alexandra.
Deseó poder desembarazarse de la bolsa, dejarla discretamente en un rincón de la
capilla para que otra persona —aquel monje, quizás— la encontrara y se hiciera
cargo de ella. Tal vez enterraría las cenizas allí mismo, o donde estuviera su
cementerio. Sería casi perfecto, pensándolo bien.
—Es posible que hayan ido a la comisaría después de marcharme yo.
Empezaba a notar un regusto conocido en la boca: la senda vacía a su espalda, sin
nadie que pasara enérgicamente por encima de las raíces de los árboles. Tampoco
ahora había conseguido hacer lo correcto.
—Creo que deberíamos echar un vistazo al resto del edificio, para asegurarnos —
dijo Bobby.
—¿Podemos hacerlo?
Él se encogió de hombros.
—Si a alguien no le gusta, nos lo dirá.
Recorrieron por completo la galería de abajo, asomándose a todas las salas
abiertas. Los suelos eran de baldosas; los dinteles, enormes piedras colocadas en
horizontal. La oscura madera de las puertas parecía horadada por la carcoma. Había
una biblioteca repleta de libros decrépitos, y una sala desnuda, con una mesa larga y
bancos a los lados; el antiguo refectorio, quizás. Había un sinfín de estancias cerradas
con llave.
Llegaron a unas escaleras de madera y subieron a la galería de la primera planta.
Allí encontraron un aseo comunitario, grande y resonante, con antiguos lavabos de
porcelana y arañas en los rincones. Alexandra se quedó atrás para usar el váter, cuya
cisterna se accionaba tirando de una larga cadena colgante.
Las demás puertas de la planta superior estaban cerradas.

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—Seguramente, aquí viven los monjes —le dijo Bobby en voz baja.
Tomaron otra escalera para volver a la planta baja y, cruzando otra puerta abierta,
entraron en una sala llena de documentos de aspecto delicado y de objetos religiosos
guardados en vitrinas acristaladas. Más allá había otra estancia casi idéntica a la
primera: un museo dedicado a la historia del monasterio. Las tarjetas amarillentas que
había junto a los expositores estaban escritas en inglés y francés, además de en
búlgaro. No había por allí otros turistas, ni tampoco monjes. Bobby sacudió la cabeza
y condujo de nuevo a Alexandra hacia la galería.
La puerta por la que habían entrado en las salas del museo estaba cerrada, a pesar
de que Alexandra estaba segura de que la habían dejado abierta al entrar. Bobby
presionó el picaporte. Empujó. Luego se volvió hacia ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Alexandra.
—Me parece que está cerrada. —Volvió a probar suerte con el picaporte. Era
antiguo y pesado, de hierro forjado incrustado en madera, y emitió un débil
chasquido.
—Pero si acabamos de entrar —dijo ella.
Bobby se quedó pensando, con expresión hosca. Alexandra estaba tan agotada,
tan confusa, que casi le daba miedo mirarlo.
—Maldita sea —dijo él, y sus palabras sonaron como un exabrupto mucho más
grave—. Alguien ha cerrado por fuera.

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Alexandra no solo estaba muy cansada, sino que además era joven, tanto en edad
como en experiencia. Perder a su hermano le había hecho cobrar conciencia de la
imperfección del mundo, y el hecho de que la ausencia inexplicable de Jack hubiera
estado precedida por una infancia marcada por la sencillez y la bondad (los libros de
Julio Verne, las patatas que arrancaban de la tierra, el amor protector de sus padres)
solo había servido para hacer más patente esa imperfección. Su vida reciente (cuatro
años en una buena universidad, y un par de años más trabajando en una biblioteca) le
había proporcionado una vaga sensación de libertad exenta de desorden, salvo el que
se derivaba de su sufrimiento íntimo.
Ninguna vivencia anterior la había preparado, por tanto, para la impresión que le
produjo verse encerrada en la sala de un monasterio con un desconocido, a más de
ocho mil kilómetros de las Montañas Azules, sosteniendo una urna con las cenizas de
un extraño. Además de estar cansada y asustada, era de pronto una ladrona, una
vagabunda, una prisionera. ¿A quién puede extrañarle, pues, que cuando Asparuh
(cuyo aristocrático nombre de pila no era para ella más que un murmullo
incomprensible) anunció que estaban encerrados, su primera reacción fuera de
pánico? Bobby no era un buen chico: era él quien había cerrado la puerta. Llevaba en
el bolsillo una navaja balcánica y sentía predilección por la carne extranjera. La
puerta no estaba cerrada con llave, eso era lo que él intentaba hacerle creer y… ¿Qué
haría ahora? Le había parecido tan respetuoso, tan servicial, aunque un tanto arisco
por momentos. Se apartó de él un poco. Luego, convencida de que tenía que
cerciorarse a toda costa, se acercó rápidamente a la puerta y probó a abrirla. Era
cierto que estaba cerrada con llave. Por un instante, se sintió aliviada.
Se volvió hacia él.
—¿Crees que se habrá atascado?
Vio con sorpresa que se llevaba un dedo a los labios y que, inclinando la cabeza
para acercar la oreja a la cerradura, escuchaba con atención. Luego meneó la cabeza.
—No —dijo en voz baja—. No. He oído pasos fuera hace un minuto, y ahora esos
pasos se alejan por el pasillo.
—Puede que cierren el museo a esta hora —murmuró ella—. ¿Aporreamos la
puerta hasta que alguien nos oiga?
Bobby la detuvo con un gesto tajante.
—Estábamos hablando en tono normal. Cualquiera podía oírnos —susurró—.
Déjame pensar un momento.
Y eso hizo: se quedó pensando en perfecto silencio, con los pulgares enganchados
en los bolsillos delanteros de los pantalones. Alexandra, mientras tanto, lo observaba
con una extraña confianza. Pero ¿por qué demonios no aporreaba la puerta hasta que

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alguien se diera cuenta de que les habían dejado encerrados? ¿Era un paranoico por
naturaleza o acaso se había perdido ella algo, algo que él, en cambio, sí entendía?
—Creo que había otra puerta —dijo Bobby por fin.
Dio media vuelta y cruzó en silencio las dos salas. Alexandra lo siguió con la
urna. Una de las paredes de la segunda sala estaba cubierta por cortinajes oscuros,
probablemente para proteger las piezas del museo de la luz solar. Casi escondida más
allá de la última vitrina de relicarios y manuscritos mohosos, había, en efecto, una
puerta en la que Alexandra no se había fijado. La cerradura, con su orificio corriente
y su picaporte de acero, parecía moderna. Bobby se arrodilló para mirar por el
agujero y luego, muy despacio, probó a accionar el picaporte. Pero aquella puerta
también estaba cerrada con llave, y Alexandra sintió otro arrebato de pánico. Tal vez
Bobby estaba loco de verdad, y ella estaba allí, encerrada a solas con él, aunque no
pudiera culparle de haber cerrado las puertas. Entonces él buscó algo a tientas en el
forro de su cazadora vaquera y sacó lo que parecía un pequeño destornillador. Lo
insertó en la cerradura y comenzó a mover suavemente el picaporte con la otra mano.
Segundos después se oyó un chasquido.
Pero la puerta no cedió.
—Mierda —masculló él—. Hay un… un cerrojo por fuera. —Se volvió hacia ella
—. Ven. Vamos a tener que buscar otra salida. Pero sin hacer ruido, ¿de acuerdo?
Alexandra se quedó mirándole atónita (¿sabía abrir cerraduras con una ganzúa?)
y luego asintió. Bobby comenzó a inspeccionar las grandes ventanas y los alféizares.
Todas parecían cerradas con llave o condenadas. Bobby se paró de pronto y
Alexandra oyó pasos fuera, acercándose a la puerta de la galería. Veía la puerta a
través del vano entre las dos salas. Lo peor de todo era que no se oían voces, ninguna
conversación en el pasillo, solo el sonido de una llave introduciéndose suavemente en
la cerradura. A quien fuese le costó abrir y tuvo que probar de nuevo, y en ese
instante Bobby le tendió la mano y, tirando de ella, se metió detrás de las cortinas. No
vamos a caber ahí, quiso decirle Alexandra.
Pero, para su sorpresa, y quizás también para la de Bobby, al cruzar las cortinas se
encontraron en una estancia más grande, una especie de salón de actos con sillas de
plástico alineadas, una pantalla de vídeo en la pared y carteles con fotos del
monasterio. Al fondo había otras dos puertas. Moviéndose rápidamente, Bobby abrió
la primera y tiró de Alexandra. Era un armario que contenía unas cuantas cajas y un
cepillo de barrer. Bobby cerró sin hacer ruido y se quedaron a oscuras, apretujados
dentro del armario. Bobby parecía estar haciendo algo con la cerradura: estaba
cerrando la puerta por dentro. Alexandra sintió su respiración, más que oírla.
Oyeron entonces el ruido de unos pasos enérgicos. Parecían dos personas, como
mínimo. Alexandra, con la urna apretujada entre su estómago y la espalda de Bobby,
se preguntó por qué se estaban escondiendo. El corazón le latía con violencia, y
rezaba por que Bobby no empezara a tocarla en la oscuridad, manipulándola como
había manipulado la cerradura. Pero se quedó muy quieto, escuchando. Alexandra

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notaba su olor muy cerca de ella: un olor a limpio, a sudor suave y loción de afeitar.
Confiaba en que Bobby se lo explicara todo cuando salieran de allí. La oscuridad
parecía agolparse contra su cara y sus ojos, y pensó que quizás aquello formara parte
de una larga pesadilla. Tal vez estuviera en la cama de su hostal, en Sofía, o en el
apartamento de su madre en Greenhill. Lo que estaba sucediendo era demasiado
grotesco para ser verdad.
Pero el silencio absoluto de Bobby la mantenía paralizada. No se oían voces
fuera, solo pasos firmes, interrumpidos a intervalos. El ruido se fue acercando. Había
alguien en la sala de vídeo. Alexandra oyó que tropezaban. El ruido cesó durante un
instante y tuvo la impresión de que las personas del otro lado de la puerta aguzaban el
oído, igual que Bobby y ella. Luego volvieron a escucharse pasos, y alguien probó a
abrir la puerta del armario bruscamente. A oscuras, Alexandra pensó que iba a
desmayarse de terror. Bobby la agarró por la muñeca como advirtiéndole de que no se
moviera. Se oyó un gruñido fuera, y a continuación aquellas manos desconocidas
probaron a abrir la puerta contigua a la del armario, que tampoco se abrió. Alexandra
juntó las rodillas con fuerza: habían empezado a temblarle las piernas. Luego, los
pasos se alejaron. Oyó que la puerta exterior se abría y se cerraba, y un instante
después escuchó el ruido de un juego de llaves, el traqueteo del picaporte y el
chirrido de un cerrojo.
Siguieron esperando en la oscuridad un rato tan largo que, en medio de su
asombro, Alexandra pensó que iba a quedarse dormida. Por fin, Bobby abrió la puerta
sin hacer ruido. La empujó y, tras asomar la cabeza para echar un vistazo, le indicó
que saliera. Ella exhaló en silencio un largo suspiro. No había nadie en la sala de
vídeo pero dos de las sillas estaban descolocadas, como si alguien hubiera chocado
con ellas. Bobby probó a abrir la puerta contigua al armario. Estaba cerrada con llave,
como habían comprobado aquellos desconocidos, pero Bobby sacó de nuevo aquella
misteriosa herramienta y manipuló la cerradura hasta que consiguió mover el
picaporte. De nuevo se asomó primero y a continuación indicó a Alexandra que se
mantuviera pegada a él.
La puerta daba a un corto pasillo a oscuras. Al fondo había una puerta grande y
muy antigua que los condujo directamente a la luz del sol. Alexandra alcanzó a ver
unos árboles desgreñados y un pozo de piedra. Bajó detrás de Bobby varios peldaños,
hasta pisar la tierra desnuda, tratando de no tropezar deslumbrada por el sol. Las
montañas se alzaban justo por encima de ellos, y Alexandra comprendió de inmediato
que habían ido a parar a un huerto. Aquellos árboles eran manzanos cargados de
hojas verdes.
Bobby echó a andar bordeando los terrenos del monasterio. Oculto tras la pantalla
que formaban los árboles, se apoyaba en la tapia exterior cada vez que tropezaba.
Alexandra pensó que debían de tener un aspecto muy sospechoso, aunque se hubieran
quedado encerrados sin querer, y confió en que no hubiera nadie mirando por las
estrechas aberturas de las ventanas de arriba. Al igual que Bobby, se mantuvo pegada

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a la tapia y procuró no levantar la mirada hacia el enorme edificio. Él dio un largo
rodeo hasta llegar a los coches aparcados y abrió la puerta de su taxi sin apresurarse.
Puso el motor en marcha suavemente, echando un vistazo a su alrededor.
Alexandra no se atrevió a preguntarle nada hasta que estuvieron de nuevo en la
carretera.
—¿Qué ha…?
Bobby la interrumpió de inmediato.
—Lo siento, si te he puesto nerviosa —dijo, y ella vio el sobrio azul de su mirada
observándola.
Se había sentado automáticamente en el asiento trasero, pero Bobby no había
dicho nada al respecto. Miró varias veces por los retrovisores como si creyera que
alguien podía seguirles. Alexandra se giró, pero la carretera se desplegaba, desierta,
entre los árboles.
Bobby se enderezó, sentado al volante.
—La primera puerta me dio mala espina. Alguien nos ha oído hablar ahí dentro y
nos ha encerrado a propósito. No hay otra explicación. Estábamos hablando en tono
normal dentro del museo, no muy lejos de la puerta. Y otras personas, o quizás las
mismas, han entrado a buscarnos.
—Eso me ha parecido. Yo también lo he oído. —Alexandra estiró el brazo para
tocar la urna, que había colocado firmemente entre sus pies—. Pero ¿por qué nos han
encerrado?
Vio que Bobby echaba otra ojeada al retrovisor. Esta vez, habló sin mirarla.
—No estoy seguro.
—Entonces ¿por qué teníamos que escondernos?
Él se apartó el pelo de la frente con una mano.
—Cuando alguien me encierra en una habitación, no suelo tener muchas ganas de
verme cara a cara con esa persona.
—Pero ¿qué crees que habría pasado si nos hubieran encontrado? —dijo
Alexandra—. Esas personas, quienes fueran.
Bobby respondió con otra pregunta, y ella comprendió que no podría sonsacarle
nada.
—¿Qué quieres hacer ahora? —dijo—. ¿Te llevo de vuelta a Sofía?
Alexandra juntó las manos sobre el regazo.
—Supongo que debería ir a Bovech, a la dirección que me dio la policía. Creo
que está al otro lado de Sofía, muy lejos de aquí.
Apenas podía creer que estuviera diciendo aquello, pero ¿dónde si no podía llevar
la urna? Bobby parecía conducir aún más deprisa que en el trayecto de ida. Tal vez se
hubiera hartado de aquel asunto y estuviera deseando dejarla en Sofía y seguir con su
trabajo. Ahora que había pasado, aquel rato que habían estado escondidos en el
armario, a oscuras, le parecía tan irreal como su llegada a Sofía.
—Entonces ¿quieres ir a su casa? —preguntó él.

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—Bueno, creo que tengo que intentarlo.
—Claro —convino él—. Si fueran las cenizas de mi abuelo, me gustaría que
alguien lo intentara. Pero me parece que estás muy cansada. Quizás debas descansar
primero.
—¿Cómo es que sabes abrir así una cerradura?
Esta vez, sus ojos parecieron sonreírle desde el retrovisor.
—Una de las puertas del taxi se atasca a veces. Y también la puerta de mi piso.
Por eso siempre llevo encima algunas herramientas. ¿Tienes hambre, por cierto?
—¿Que si tengo hambre? —dijo ella casi gritando, y Bobby se echó a reír.
Alexandra vio que tomaba un desvío. Pasado un trecho, cuando ya apenas se
distinguía la carretera, tomó otro camino y aminoró la marcha.

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Llegaron a un edificio de madera, bajo los árboles, con un aparcamiento de tierra y


emparrados en la parte de delante.
—Dvorut —leyó Alexandra en voz alta—. ¿Qué significa?
—Significa «El Patio». Es el nombre del restaurante. Espero que esté abierto.
Bobby la condujo a un salón flanqueado por ventanales y lleno de mesas
soleadas. Alexandra vio justo detrás del edificio un riachuelo que se despeñaba por
una empinada ladera. Encima de la caja registradora había un televisor sobre una
repisa, y un altavoz situado en una esquina emitía un murmullo metálico de música
folclórica. Dos camareros miraban la televisión apoyados contra el mostrador y,
sentada cerca, una mujer de cabello oxigenado tecleaba en su móvil. Algunas
ventanas estaban abiertas para dejar entrar el susurro del riachuelo y el olor fresco y
vegetal del aire de la montaña. No había más clientes, y al parecer tendrían que
escoger mesa por su cuenta.
Bobby eligió una mesa cerca del fondo y se arrellanó en la silla, delante de
Alexandra, estirando los brazos.
—Tú también tienes que estar cansado —comentó ella.
—Ya lo creo. Me levanto a las cuatro de la mañana.
Y acabas de estar encerrado en un monasterio, añadió ella para sus adentros.
—¿Para conducir el taxi?
—No —contestó él—. Y no estoy tan cansado como tú. ¿Cuánto tiempo se tarda
en llegar aquí desde donde vives en Estados Unidos? ¿Veinticuatro horas?
—Casi. Vivo en una ciudad pequeña, así que tuve que ir en avión hasta una
mucho más grande y de allí a Ámsterdam, y luego a Sofía. Veinte horas, quizás.
Contando las esperas entre vuelo y vuelo.
Deseaba que Bobby le explicara por qué se levantaba tan temprano, pero no
parecía gustarle hablar de sí mismo. Alexandra confiaba en que no fuera mala señal.
—Yo nunca he estado en América —le dijo Bobby.
Recorría el local con la mirada como si creyera que en cualquier momento
pudiera entrar alguien desagradable. Alexandra empezaba a darse cuenta de que era
una de las personas más despiertas que había conocido nunca: siempre alerta, como
un pájaro o un animal salvaje, más que como un ser humano. Se sacó un móvil del
bolsillo y leyó algunos mensajes, pero no contestó a ninguno. Un camarero se acercó
desganadamente a su mesa y les entregó sendas cartas. Cuando se marchó, Bobby
empezó a explicarle los platos a Alexandra.
—¿Tienen trucha? —preguntó ella.
—¿Trucha? Sí. En búlgaro se dice pusturva. ¿Cómo sabías que hay trucha?
—Yo también soy de las montañas —contestó ella con una sonrisa—. Ese

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riachuelo se parece mucho a los que hay en mi tierra. Seguro que el agua está muy
fría y muy limpia. Pero la verdad es que no me apetece comer trucha.
Al final, pidió Bobby por ella: una sopa de ternera con verduras («Te sentará de
maravilla después del viaje», dijo, y Alexandra prefirió no confesarle que
normalmente no comía carne), ensalada de pepino y tomate con queso feta y un plato
de patatas fritas. Para él, pidió albóndigas, una ensalada como la de Alexandra y tres
cafés solos, uno detrás de otro. También se empeñó en pedir una Coca Cola para
Alexandra, aunque ella protestó alegando que no todos los estadounidenses bebían
Coca Cola.
—Así te sentirás más enérgica —argumentó Bobby, y al final Alexandra se la
bebió entera, sintiendo una punzada de nostalgia por su infancia, cuando beber Coca
Cola era un lujo raro, tan raro como comer pizza.
Se lo contó a Bobby y él se echó a reír.
—Aquí puedes tomar las dos cosas siempre que te apetezca. En Bulgaria hay
pizza por todas partes. Y Coca Cola también. Pero cuando yo era niño no era así.
Había una especie de Coca Cola búlgara llamada Altay. Las dos son igual de malas
para la dentadura. —Echó una rápida ojeada al salón, como si por un momento
hubiera olvidado mantenerse en guardia—. Yo tenía quince años cuando empezaron
los cambios, así que me acuerdo muy bien de los refrescos de antes. Y también de
otras cosas.
—¿Los cambios? —Alexandra estaba comiéndose aún la ensalada, que estaba
muy rica.
—En 1989, cuando fue depuesto el dictador comunista. Y al año siguiente
empezó la democracia… o por lo menos un nuevo tipo de capitalismo —explicó
Bobby—. Primero tuvimos a los turcos, luego a los rusos y ahora tenemos la Coca
Cola.
Alexandra tuvo la impresión de que, en opinión de Bobby, ninguna de aquellas
cosas había dado muy buen resultado.
—El resto de los problemas tampoco los hemos resuelto.
—Sí, he leído sobre lo de 1989 —comentó ella—. Pero no sabía cómo lo
llamabais, como no sea la caída del Muro de Berlín.
—El Muro de Berlín cayó muy lejos de aquí —repuso Bobby—. Demasiado
lejos, quizás. Siempre me ha parecido extraño que Ronald Reagan se congratulara del
fin del Muro y que los gobiernos de nuestro lado del Muro hicieran lo mismo. La
verdad es que todo el mérito es de Pink Floyd. Ellos construyeron El Muro y lo
hicieron caer trocito a trocito.
Alexandra no tenía ni idea de qué quería decir, pero se dio cuenta de que en parte
(solo en parte) era una broma y sonrió. Bobby estaba de pronto tan hablador que
pensó que podía preguntarle de nuevo por el asunto que más pesaba sobre su ánimo,
aparte de la urna.
—Antes, en el monasterio —dijo con cautela—, eso de que nos encerraran…

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Dijiste que no había sido un accidente. ¿Quién crees que ha podido hacer algo así?
Bobby suspiró.
—Ya te lo he dicho: no lo sé. Pero no me ha gustado nada. Si encierras a alguien,
es porque no quieres que esa persona se vaya. Por eso he querido que nos fuéramos
enseguida. O puede que alguien quisiera darnos un susto.
Alexandra seguía estando atónita.
—Pero, si alguien ha intentado encerrarnos allí por la razón que sea, ¿por qué
después no nos han seguido?
Paseó la mirada por el restaurante, como hacía constantemente Bobby desde que
se habían sentado. Tal vez, se dijo, las personas que se habían criado bajo un régimen
comunista desarrollaban una paranoia inevitable. Pero por lo visto era contagiosa.
—No nos ha seguido nadie y aquí no van a buscarnos —le aseguró él—. Este
sitio está muy escondido, no se ve desde la carretera, y seguramente pensarán que
hemos vuelto a toda prisa a Sofía. Además, no creo que nos hayan visto marcharnos.
Debían de creer que estábamos todavía dentro del monasterio.
Alexandra quiso preguntarle si creía que la policía aún lo estaba siguiendo por las
manifestaciones en las que había participado, pero Bobby tenía la vista fija en el
televisor de la esquina. Estaban emitiendo un noticiario en búlgaro.
—Shh —dijo él no muy amablemente.
A Alexandra le costaba oír aquel idioma ininteligible por encima del fragor de la
cascada de fuera. Hombres y mujeres provistos de cámaras y micrófonos se movían
rápidamente en torno a un hombre trajeado de anchas espaldas. Tenía una cara ancha,
pálida y envejecida, dominada por una barba y un bigote castaños. El cabello, rizado
y también castaño, le llegaba casi hasta los hombros: era una auténtica melena, limpia
y bien peinada, pero de aspecto poco natural. Alexandra pensó que debía de teñirse el
pelo, ya que lo tenía castaño y no gris. El hombre pareció sentirse acosado, dio media
vuelta y luego se giró de nuevo para decir algo. Saludó a las cámaras con la mano y
subió apresuradamente a una limusina. A continuación apareció una presentadora
hablando detrás de una mesa, con una foto a su espalda en la que se veía la ladera
arrasada de una montaña y diversas máquinas de construcción: apisonadoras,
excavadoras y camiones que volcaban tierra en grandes montones. La presentadora
sonrió desdeñosamente y dejó a un lado una hoja de papel. Siguió un anuncio que
hasta Alexandra entendió: era de detergente para lavadoras y mostraba a una madre
de gemelos capaz de transformar unas camisetitas llenas de suciedad en objetos
impolutos y blancos como la nieve. Un panorama idílico de los Alpes y la madre
mirando hacia el cielo, colmada de felicidad por primera vez en su vida.
—¿Qué era eso? —preguntó Alexandra.
Bobby cogió su taza de café.
—Una noticia sobre Kurilkov, nuestro ministro de Obras Públicas, un hombre
muy poderoso. El ministro del Interior y él se proponen abrir esas minas antiguas de
las que te hablé, ya sabes, ese asunto contra el que nos manifestábamos. Y hoy ha

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dado una rueda de prensa.
Alexandra advirtió la mueca de repugnancia que cruzó el semblante de Bobby.
—Entonces ¿esas minas son un problema medioambiental serio?
—Sí, eso por un lado. Contaminación del agua y envenenamiento de los suelos.
Pero también hay gente que afirma que Kurilkov ha recibido sobornos de algunas
empresas para que reabriera las minas y que van a repartirse los beneficios. Él lo ha
negado todo ante la prensa, claro. Las minas están en una zona muy agreste, en las
montañas del centro del país. No hay buenas comunicaciones. Tienen que construir
nuevas carreteras para sacar adelante el proyecto y Kurilkov va a dar su aprobación.
Alexandra pensó en las manifestaciones a las que había acudido en su país: minas
al aire libre, salario mínimo, el proyecto de construcción de una planta nuclear en un
valle fluvial cercano.
—¿No hay nadie que pueda pararle los pies? ¿Otro miembro del gobierno?
—En el gobierno nadie se atreve a enfrentarse a él porque es muy rico y popular.
Y quizás también porque les dan miedo sus contactos y su reputación de… No sé
cómo expresarlo. Es muy correcto, muy limpio y también muy duro con quienes se
oponen a él. Al final, siempre pierden su puesto. Se hace llamar «el Oso». —Bobby
sacudió la cabeza pensativamente, con expresión de disgusto.
—Entonces ¿por qué no se libran de él los demás políticos?
Bobby se encogió de hombros.
—Mucha gente piensa que algún día será primer ministro, así que prefieren no
enemistarse con él. Ha edificado toda su carrera sobre la idea de que a él no pueden
corromperle como a los demás, aunque hace muchos años formó parte del parlamento
comunista. Hasta lleva ese peinado tan peculiar para demostrar que él es distinto. A
todo el que se enfrenta a él, lo acusa de corrupción. —Dio unos golpecitos en la mesa
con su cuchara—. La «nueva pureza», lo llama en sus campañas. Nadie cree que sea
trigo limpio, pero tampoco pueden probar nada en su contra. Y para algunas personas
a las que les encanta la idea de que los proteja un oso, es una especie de mago. Así
funciona nuestro sistema, Alexandra.
Ella sintió que se había metido en un terreno pantanoso y estaba demasiado
cansada para reflexionar. Una cosa tenía clara, sin embargo: que Bobby era como las
personas con las que había crecido, sus padres, sus tías, sus tíos y sus profesores,
siempre tan interesados por la historia y la política. Quizás por eso se sentía a gusto
con él.
El camarero, que no les había sonreído ni una sola vez, cruzó el gran salón
desierto para traerles la cuenta. Alexandra la cogió y le dijo a Bobby que invitaba
ella.
Él puso mala cara.
—Estás de visita aquí. Eres una invitada —dijo.
Ella recordó con cierto sobresalto que no era una invitada en absoluto, sino una
pasajera de su taxi.

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—Pago yo —añadió Bobby.
Apartó delicadamente los billetes de Alexandra, sacó varios de su cartera y los
sujetó con unas monedas, en el centro de la mesa. Alexandra se quedó paralizada. No
sabía si debía protestar. ¿Cómo debía interpretar aquello? ¿Estaba contrayendo una
deuda con él?
Bobby, sin embargo, le dirigió una sonrisa agradable y relajada.
—Has tomado tu primera comida búlgara y no estaba mal del todo, ¿verdad?

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Cuando llegaron a Sofía, el tráfico vespertino atascaba las calles y la gente


escapaba en masa al final de la jornada laboral. Su hostal resultó ser un viejo bloque
de apartamentos pintado por entero de azul claro, con una pequeña cafetería en el
jardín.
Alexandra descubrió que se había quedado dormida cuando Bobby la zarandeó
suavemente para despertarla. Su brazo se mecía, inerte, por el hueco de la puerta
abierta del taxi. Ahogó un gemido de sorpresa.
—¿Quieres que te lleve arriba en brazos? —preguntó él.
—No, no. Gracias. —Empezó a recoger sus bolsas, comprendiendo de nuevo que
tendría que llevarse la urna.
Bobby sacó su maleta del maletero.
—Esta la llevo yo.
Alexandra lo siguió al interior del edificio azul y se apoyó contra el mostrador
cuando él le pidió el pasaporte y se lo dio a una chica con el pelo verde y pendientes
morados.
—Es un sitio bonito —dijo Bobby para animarla—. Te va a gustar estar aquí. A
veces hay conferencias y lecturas de poesía en el jardín.
Alexandra miró la llave de la habitación que tenía en la mano. Recordaba
vagamente que las llaves servían para abrir puertas. Bobby se las había arreglado de
algún modo para subir el equipaje a su habitación y volver. Alexandra se alegró de
que no tratara de entrar en la habitación con ella, aunque solo fuera para dejar las
maletas. Ya no recordaba si era un buen amigo, un delincuente o simplemente un
perfecto desconocido.
—Tengo que pagarte —dijo abriendo la cartera.
—Estás increíblemente cansada. —Le apretó por sorpresa el hombro, y
Alexandra descubrió que no le molestaba—. Y has dicho que mañana tienes que ir a
ese pueblo. Bovech, ¿no? Muy bien, treinta leva por el trayecto de hoy, para que estés
más tranquila. —Cogió los billetes de la mano flácida de Alexandra y los contó con
cuidado, mostrándole la cantidad—. Bovech no está tan lejos. Mañana a las ocho de
la mañana, ¿de acuerdo?
De pronto, le dio miedo dejarle marchar.
—¿Puedes darme tu número de móvil? Todavía no tengo teléfono, pero…
Bobby le anotó el número con su nombre completo en alfabeto latino.
—Deberías irte a dormir cuanto antes. Aquí tienes una botella de agua para que te
la lleves a la habitación, por si te gusta tomarla mineral. —Al parecer, había pensado
incluso en eso. Se quedó mirándola un momento con la cabeza ladeada—. Hasta
mañana. A las ocho en punto. No lo olvides.

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Era poco probable que lo olvidara, a no ser que no se despertara nunca, lo que
cabía dentro de lo posible.
Pero al echarse en su primera cama búlgara (una cama individual, estrecha, con
sábanas ásperas aunque muy limpias y una manta de cuadros) le costó quedarse
dormida. Su equipaje se extendía a un lado de la habitación cerrada con llave que
tanto había anhelado. Solo había abierto la maleta para sacar el pijama y la pasta de
dientes. Como fuera aún era de día, había bajado las persianas y cerrado las cortinas.
Reinaba una extraña atmósfera en la habitación: un suave zumbido eléctrico que
parecía emanar de la bolsa del rincón, de la urna pulimentada. Tenía miedo, pero le
gustaba aquel nuevo país; o, al menos, se alegraba de no haberse quedado en casa.
Cuando empezó a amodorrarse, se obligó a permanecer despierta todo el tiempo
que fuera posible. No quería quedarse a solas con un hombre cuya vida había
escapado por completo, cuyos recuerdos ni siquiera podía imaginar.
Luego el sueño se apoderó de ella, tumbándola como una aplastante resaca.

Por la mañana, Bobby ya estaba sentado en la cafetería del jardín cuando Alexandra
entró llevando la bolsa en brazos. Lo miró con cierta timidez por lo aturdida que
estaba el día anterior, al despedirse. Se sentía reconfortada por las largas horas de
sueño, la ducha y la ropa limpia, y había podido enviar un correo electrónico a sus
padres: He llegado sana y salva a Sofía. Esto es precioso, hay un montón de edificios
antiguos interesantes. Hoy voy a hacer una excursión con unos compañeros de
trabajo. No quería que se preocuparan más, por eso había convertido a Bobby en un
grupo de compañeros de trabajo. También había enviado un mensaje al Instituto
Inglés para que supieran que ya estaba en Sofía, lista para incorporarse al trabajo a
finales de junio, como estaba previsto.
Bobby se levantó cortésmente cuando se le acercó. Llevaba otra cazadora
vaquera, negra, con los puños raídos, y unos pantalones chinos bien planchados. Se
había afeitado y peinado cuidadosamente. Era más bajo de lo que recordaba
Alexandra, y también más fibroso, tenía el cabello más largo y sacaba los codos hacia
fuera.
—¿Qué tal estás esta mañana? —preguntó—. Podemos desayunar. Espero que
tengas hambre… otra vez.
Alexandra sonrió y se sentó frente a él. Su mesa estaba justo debajo de un árbol y
no había nadie más en el jardín. La chica del pelo verde salió a tomar nota de su
pedido, solo que esa mañana llevaba el pelo púrpura y sus pendientes eran rojos.
Bobby le dijo algo y, acto seguido, les llevaron dos tazas de té. Las tazas iban tapadas
con un platillo para que el té no se enfriara, con una rodaja de limón, un sobrecito de
azúcar y una cucharilla de plástico pulcramente colocados encima, y aquella
ceremoniosidad consiguió acaparar durante unos minutos la atención de Alexandra,
que ya se sentía completamente despejada. Bobby limpió la mesa con un pañuelo de

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papel que se sacó del bolsillo y colocó los platos de tostadas con queso que llegaron
después del té. Le cedió a Alexandra una de sus tostadas y una rodaja extra de
pepino.
—¿Qué tal has dormido?
Ella se quedó pensando un instante.
—Bien. Muy bien. Aunque ahora me acuerdo de que se oía una especie de aullido
que me despertaba por momentos.
Había oído aquel sonido en sueños, a través de la ventana, y se había preguntado
si era un bebé que lloraba, o los gritos de una mujer. Luego, al despertarse otra vez, se
había dado cuenta de que eran los gatos de la calle, maullándose unos a otros.
—Gatos callejeros —añadió. En celo, probablemente.
Bobby pinchó una rodaja de tomate.
—¿Te sientes con fuerzas para hacer otra excursión?
—Sí. Quiero acabar con esto de una vez. Devolver la urna lo antes posible, quiero
decir. Hasta que lo haga, no podré pensar en otra cosa.
—Te entiendo muy bien. —Bobby puso una avalancha de azúcar en su té—. Es
una suerte que la policía te haya dado una dirección. Seguramente, esa gente se habrá
marchado a casa a esperar noticias y se va a alegrar mucho de verte.
—Eso espero.
Alexandra sintió una punzada de auténtica curiosidad por lo que iban a encontrar
Bobby y ella en aquel pueblecito. Se preguntaba cómo sería la casa de los ancianos y
si aquel hombre de mediana edad estaría con ellos. O tal vez viviera un poco más
arriba, en la misma calle, con su familia. A no ser que aquellas cenizas fueran las de
su único hijo. Tal vez fuera viudo, además, y de pronto se encontraba terriblemente
solo. Mientras se comía su tostada, se imaginó de nuevo su sorpresa, sus expresiones
de gratitud. La señora mayor lloraría un poco y apretaría la mano de Alexandra entre
las suyas, hinchadas. El hombre alto, rodeando a sus padres por los hombros, le
preguntaría cómo podían agradecérselo. La llevaría en coche al monasterio de Velin y
todos juntos encenderían una vela en la iglesia en recuerdo de Stoyan Lazarov.
Luego, el hombre alto le daría un beso en la mejilla y le preguntaría en voz baja si
podía ir a Sofía para invitarla a cenar, en señal de agradecimiento. Pero tal vez no
pudiera permitírselo, o no se le ocurriera. Seguramente, tampoco le permitiría pagar
la comida, igual que Bobby.
Se llevó la mano a la mejilla para proteger el delicado cosquilleo que notaba allí.
—¿Alexandra? —Bobby se pasó una mano por el pelo, intentando en vano
apartárselo de los ojos, y ella vio una mirada afilada y canina: era como uno de esos
sorprendentes huskies siberianos de ojos azules que salían en National Geographic
—. Señorita Boyd —añadió, como si probara a pronunciar su apellido—. Dijiste
Boyd, ¿verdad? ¿Alexandra…? ¿Eres de origen ruso?
Ella se rio.
—No, solo que a mis padres les gustan los nombres anticuados. Y Boyd es un

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apellido inglés. Inglés de Inglaterra, quiero decir.
—Boyd —repitió él—. Suena como bird[1] y tú eres un poco como un pájaro.
¿Puedo llamarte así?
—Supongo que sí —contestó ella, aunque no estaba segura de que le gustara. ¿No
se estaba tomando Bobby demasiadas confianzas?
Él se levantó.
—Vamos, Bird. Ya has terminado de desayunar, creo.
Esta vez, Alexandra se sentó delante y colocó la bolsa entre sus pies, reparando
de nuevo en el medallón que colgaba del espejo retrovisor. Bobby maniobró
hábilmente para salir a la calle, sorteando los coches aparcados en las aceras y cuya
parte trasera invadía la calzada. Alexandra tenía una reserva de una semana en el
hostal, tiempo suficiente para recorrer Sofía. Luego pensaría en algún otro destino; tal
vez tomara un tren para ir a la costa del mar Negro, con su bañador y un buen libro, y
daría comienzo así a su periplo de un mes. Tendría que ser un viaje barato, más
barato que pagar un taxi todos los días para ir a pueblecitos, pero al menos el hostal
era económico y parecía limpio y seguro.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Bovech? —preguntó.
—No mucho. Dos horas, si no hay mucho tráfico.
Tomaron un bulevar bordeado por fachadas ennegrecidas, tiendas, un escaparate
lleno de sandalias de tacón alto. A Alexandra le pareció que el tráfico no pintaba bien,
pero Bobby iba silbando mientras ajustaba el retrovisor, aparentemente satisfecho de
cómo se presentaba el día. Alexandra observó los lunares que tenía junto a la
comisura de la boca. Había algo de atrayente en él, se dijo. Ese desasosiego suyo,
quizás.
—Me siento culpable por mantenerte ocupado tanto tiempo.
—Pues no te sientas culpable —dijo él alegremente—. Para mí es un placer. Mi
vida es muy aburrida casi siempre. Me apetece ayudarte a descubrir cómo devolver la
bolsa. Ahora mismo no tengo muchos alicientes.
—Lo dudo —repuso ella—. ¿A qué te dedicas, aparte de conducir el taxi y asistir
a manifestaciones ecologistas?
Bobby la miró un momento.
—Bueno, voy a muchas manifestaciones, no solo ecologistas. Ya va siendo hora
de que nos devuelvan nuestro país. La gente de mi generación debe esforzarse por
recuperarlo, para que todo el mundo tenga mejores condiciones de trabajo, una vida
cultural más normal, para que formemos de verdad parte de Europa en vez de
sentirnos como… como almas en pena. —Se abrochó el cinturón de seguridad.
—Pero todavía no me has dicho qué haces el resto del día —insistió Alexandra—.
Aunque sé que conduces el taxi treinta y cinco horas semanales.
Bobby frunció el entrecejo.
—No, no te estoy diciendo lo que hago, sino en lo que creo, constantemente, todo
el día. Y cuando no estoy conduciendo el taxi, organizo conferencias, escribo

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manifiestos y peticiones y colaboro en la edición de una revista de política y
literatura. Quedo con amigos casi todos los días. Salgo a correr para hacer ejercicio, y
además me gustan los retos. Tengo pensado correr por todas las calles de Sofía antes
de morirme.
—¿En serio? —preguntó ella—. ¿Aunque ya las hayas recorrido en taxi?
Se preguntó si también se veía con su novia casi todos los días, pero quizás no
tuviera novia.
—Eres una chica lista. —Se quedó callado un momento, sonriendo otra vez
mientras cambiaba de marcha.
Alexandra se preguntó si debía decirle que no la llamara «chica». O quizás: Tú no
tienes ni idea de las tonterías que he hecho. Ni de una cosa terrible que hice.
Pero Bobby estaba sacudiendo la cabeza.
—No, no estoy cansado de Sofía. Quiero ver todas sus calles a pie, no solo desde
el coche. Para mí, Sofía es como mi piel, mi caparazón. Ya he corrido por un
veinticinco por ciento de las calles de toda la ciudad, aproximadamente. Puede que no
parezca mucho, pero algunas son muy largas y la ciudad es muy grande. Tengo un
plano en el que marco por dónde he corrido. Empecé hace tres años.
—Es impresionante —comentó ella—. ¿Cuándo corres? ¿A las cuatro de la
mañana?
—A veces. —Sonrió—. Pero normalmente tengo otras cosas que hacer a las
cuatro de la mañana.
Sí que tiene novia, después de todo. Tal vez eso explicara esa reserva suya tan
caballerosa. Saltaba a la vista que era una persona discreta, menos en lo relativo a su
ideario político. Alexandra empezaba a preguntarse cómo estaba organizada su vida,
por qué podía permitirse abandonar sus quehaceres cotidianos para llevar a una
extrajera a recorrer el campo. ¿No tenía que responder ante nadie?
—¿Cuándo tienes tiempo para correr, entonces? —preguntó.
—De noche, cuando acabo de trabajar, o antes de desayunar, o ambas cosas, a
veces.
Alexandra lo vio acelerar por el bulevar. Se notaba que le gustaba correr. Tenía
los antebrazos surcados por venas abultadas y, mientras lo observaba sentado tras el
volante, entendió por qué parecía tan duro y fibroso. Pensó en el físico mucho más
recio de su hermano, en su cuerpo compacto cuando se sentaba frente a ella a la hora
de la cena. Sofocó con mano firme aquel arrebato de melancolía, como hacía
siempre. No quería sentirlo en un nuevo país; estaba allí para empezar de cero, al
menos durante las primeras semanas. La pena siempre estaba disponible, aguardando
para dejarse ver con el rabillo del ojo.
—Ese hombre —dijo—, el alto al que le cogí la bolsa… Me dijo que en Bulgaria
puede pasar cualquier cosa.
Bobby siguió mirando hacia delante, hacia la calle llena de obstáculos.
—Sí —contestó—. Pero también es un país en el que no sucede gran cosa.

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Pero, a diferencia del hombre alto, él sonrió al decirlo.

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Al abandonar de nuevo Sofía, parecieron alejarse de las montañas en lugar de


acercarse a ellas, y, sin embargo, no dejaron de verse picos grises y azulados en el
horizonte. Bobby explicó que se dirigían hacia el este. En un semáforo, justo antes de
entrar en la autovía, Alexandra vio a dos chicas jóvenes con camiseta negra corta y
tacones altos, hablando entre sí. Una de ellas les enseñó el pulgar un instante. Luego
bajó el brazo.
—¿Necesitan un taxi? —preguntó Alexandra.
Bobby negó con la cabeza.
—No, necesitan un cliente.
Alexandra, impresionada, trató de no mirarlas. Eran muy jóvenes, apenas unas
adolescentes, y una de ellas tenía una melena negra que le llegaba a la cintura. La otra
estaba mirando su teléfono, con el pie apoyado en un par de ladrillos para mantener el
equilibrio. Esperaban junto a la polvorienta salida de la carretera, cuyos matorrales
empezaban a echar hojas, como si las hubieran trasladado hasta allí desde un bar de la
ciudad.
—¿En medio de la nada? —preguntó—. ¿Es que la policía no las ve?
—Sí —contestó Bobby escuetamente—. Seguramente también tienen clientes
policías.
Como si quisiera limpiar su cabeza de aquellos pensamientos, encendió el equipo
de música y la voz de un conocido cantante americano inundó el taxi.
—¿Eso es la radio? —preguntó ella sorprendida.
—No. —Bobby meneó la cabeza como si fuera una pregunta absurda—. Es un
CD. Del otro Bobby. ¿Te gusta Bob Dylan?
—Claro —respondió Alexandra, que se había criado escuchando a Mozart y a
Vivaldi.
I’ll say this, I don’t give a damn about your dreams[2], cantaba Dylan con su voz
arrastrada. Alexandra, que miraba por la ventanilla las zonas industriales de las
afueras de Sofía, se dijo —no por primera vez— que, pensándolo bien, Bob Dylan no
sabía cantar. Pero de pronto entendía que eso no era lo importante.
Ya lejos de la ciudad, adelantaron a un carro cargado con ramas y tirado por un
caballo derrengado. Los coches aceleraban para adelantarlo. En el pescante del carro
iban sentados un hombre y una mujer cubiertos con descoloridas chaquetas azules
que parecían antiguos uniformes. La mujer se cubría la cabeza con un pañuelo de
flores y el hombre llevaba unos pantalones negros remetidos en las botas, con sendas
rajas que dejaban al descubierto sus rodillas. Volvieron sus rostros morenos hacia el
taxi cuando los adelantaron. Alexandra vio un destello plateado en los dientes de la
mujer.

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—Gitanos —dijo Bobby—. Recogen madera a la antigua usanza, con carros, en
vez de camiones. Nada de emisiones nocivas. Es curioso: nos llevan la delantera en
cuestiones medioambientales, aunque nosotros podamos ir más deprisa en nuestros
ridículos coches y eso nos guste.
Unos minutos después, Alexandra vio más carros reunidos al borde de un campo.
Los caballos, atados con largas cuerdas, pastaban bajo los árboles mientras personas
vestidas con ropa vieja (las mujeres, con pañuelos en la cabeza) deambulaban por el
lindero de una arboleda. Estaban recogiendo ramas del suelo y amontonándolas en los
carros. También eran gitanos. Roma, los llamaban en su guía.
—¿Dónde viven? —le preguntó a Bobby.
—En zonas urbanas. Tienen sus propios barrios, como guetos. Estos seguramente
son de las afueras de Sofía. Los niños no siempre van al colegio.
Conducía ahora siguiendo el trazado de un valle. A lo lejos, donde se adivinaba el
curso de un río, se apreciaban árboles cubiertos de hojas nuevas. Alexandra vio
anchos campos de labor en los márgenes de la carretera, algunos de ellos arados y
plantados y otros en aparente barbecho. Más allá distinguió largos edificios
abandonados de madera y ladrillo, con el tejado hundido, las vigas caídas y los
cimientos invadidos de malas hierbas.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Bobby giró la cabeza.
—Granjas de la época comunista, colectividades agrarias. Ahora algunos campos
se arriendan para explotarlos, pero esos edificios no volverán a usarse. Mira cuántas
cosas viejas —dijo con un ademán.
Junto a las ruinas se veían máquinas herrumbrosas, los dientes rotos de una grada
apuntando hacia el cielo, un tractor colonizado por hierbajos y enredaderas. Un
brontosauro, pensó Alexandra.
—Si no están muy oxidados, la gente viene a llevarse la chatarra —explicó
Bobby—. Pero la mayoría de estas cosas volverán a la tierra. Puede que dentro de mil
años o de cinco mil.
Cruzaron un pueblo y luego otro. Alexandra vio que, en un solar vacío, estaban
construyendo una casa nueva de cemento, con vigas de metal y troncos de árboles
enteros.
—Bovech está más lejos de lo que creía —comentó.
Bobby, que parecía cavilar al volante, la miró distraídamente.
—Ya está cerca —dijo, y ella no volvió a preguntar.

Vio el cartel a la entrada de Bovech antes que Bobby porque estaba escrito en
caracteres latinos, además de cirílicos. Junto al indicador había otro, un letrero azul
con un círculo de estrellas amarillas. Bobby le explicó que era el símbolo de la Unión
Europea y que lo habían puesto allí hacía un año, aproximadamente. Pese a todo, ya

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empezaba a oxidarse por los bordes. Bovech parecía más grande que los pueblecitos
por los que habían pasado. Se extendía ampliamente por una llanura, pero los
edificios de las afueras parecían abandonados. Alexandra vio que un enorme pájaro
blanco y negro desplegaba sus alas angulosas sobre un nido colocado sobre un poste
de madera.
Bobby también estaba mirando el pájaro.
—Eso es una… shturkel. ¿Cómo se dice? Cigüeña. Una cigüeña. Hacen sus nidos
en las chimeneas, lo que puede ser un problema, así que la gente levanta estos postes
para que los usen.
—¿Son las que traen los bebés? —preguntó Alexandra.
—Bueno, aquí traen buena suerte. Y también nos traen la primavera. Cuando
vuelven, desde finales de marzo, sabemos que la primavera ya está aquí. En otoño,
cuando se van, siempre me pongo un poco triste.
Alexandra vio que la cigüeña se estiraba, apoyada en una sola pata. Agitó las alas
y las plegó de nuevo, acomodándose en el enorme nido mientras ellos pasaban.
—¿Adónde van?
—¿A pasar el invierno? Al norte de África. Incluso al sur de África.
Ella contuvo la respiración, consciente de pronto de la enormidad de aquel nuevo
mundo. Cruzando Grecia y el Mediterráneo se extendía otro continente.
Bobby detuvo el taxi en el centro del pueblo, le pidió la dirección y salió a
preguntar a un hombre que estaba sentado en lo que parecía ser una parada de
autobús. El hombre levantó la mano, hizo amago de señalar calle arriba y luego, tras
echar otra ojeada a la dirección, se encogió de hombros. Alexandra vio que Bobby se
acercaba a una mujer que cargaba con una pesada bolsa de la compra en cada mano,
como un buey bien equilibrado. La mujer ladeó la cabeza, atenta, y dijo algo en tono
rotundo y cortante, señalando con la barbilla.
Cuando regresó al taxi, Bobby parecía satisfecho.
—La calle está al otro lado del pueblo, pero no es difícil de encontrar.
Al final, sin embargo, les costó dar con ella. Dieron varias vueltas por aquel lado
del pueblo buscando los escasos carteles de las calles, sin apenas ver gente a la que
pedir indicaciones. Bovech parecía un lugar soñoliento incluso un día de entre
semana, a primera hora del día. Había carteles hechos jirones con fotografías de caras
gigantescas, signos de admiración y unas pocas palabras que Alexandra era capaz de
leer en cirílico, entre ellas ¡Bulgaria! Quizás fueran carteles electorales de hacía
mucho tiempo. Sacó su cámara y tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar de nuevo
la fotografía del hombre alto. Las casas de aquella parte del pueblo parecían cuidadas
y prósperas. Sentada en un patio, a la sombra, una anciana tejía algo de color claro.
Levantó la vista y sonrió al ver la cara de Alexandra en la ventanilla del coche.
Alexandra sintió que se le saltaban las lágrimas sin saber por qué y procuró sonreír.
En otra casa, detrás de una valla de poca altura, había una mujer sentada en el
umbral; dos niños pequeños jugaban a su alrededor, calzados con zapatitos rojos. La

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acera pública estaba agrietada y cubierta de malas hierbas, y la calzada llena de
baches, en contraste con las vallas y los muros recién pintados, los aseados patios de
las casas y los niños pulcramente vestidos.
—Creo que es aquí —dijo Bobby, y detuvo el taxi.
Salieron y compararon la dirección con la que llevaban anotada. La casa contigua
a la de la joven madre tenía delante una tapia de guijarros y una cancela en la que
figuraba el número indicado. Alexandra, nerviosa, sintió que se le encogía el
estómago. Buscaron el timbre y, al no encontrarlo, abrieron la cancela y subieron por
la senda, hasta una puerta de color verde. La casa no era la más vieja que habían visto
en el pueblo, ni tampoco la más nueva; se situaba en un lugar intermedio. Desprendía
un aire dulce y apacible y parecía haber sido reparada a menudo y encalada hacía
poco tiempo para dar uniformidad a sus paredes. No había nadie trabajando en el
patio, lo que supuso un alivio fugaz para Alexandra, y nadie apartó los visillos de las
ventanas.
Se detuvo con la urna en los brazos. No se atrevía a dejar que la bolsa le colgara
del codo, y mucho menos a depositarla sobre el peldaño de cemento manchado que
había junto a los tiestos de flores.
Bobby se enderezó la cazadora y se estiró. Luego, levantando una mano, llamó al
timbre.

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Esperaron el uno junto al otro. Oían jugar a los niños de la casa de al lado, aunque
no pudieran verlos. Hablaban en búlgaro y Alexandra los entendía tan poco como si
hablaran en japonés, pero por un momento se entretuvo convirtiendo aquellos sonidos
en palabras inglesas: stove, Buddhist, derby hat, why not? Pese a aquel intento de
distraerse, el corazón le latía con violencia.
Pero dentro de la casa nadie parecía haber oído el timbre, así que Bobby llamó
otra vez, manteniendo pulsado el botón un poco más de lo necesario. Alexandra se
preguntó si los dos ancianos serían sordos. La urna empezaba a pesarle en los brazos.
—No están —afirmó Bobby con decisión—. Imagino que aún no han vuelto de
Sofía.
Alexandra desplazó su cuerpo, sintiendo una punzada de exasperación.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿No podrían estar arriba?
—Esta mañana no ha salido nadie —contestó él—. En una casa como esta,
haciendo buen tiempo, habría zapatos aquí, en la puerta, y quizás algo de tierra ahí,
en esa cosa. —Señaló un rascador para zapatos empotrado al borde del camino—.
Las dos cerraduras de la puerta están echadas, no solo la del picaporte. Y, además, no
han regado las flores de estos tiestos. No creo que estén en casa. Todavía no han
vuelto de Sofía. Y hay algo que me da mala espina.
Meneó la cabeza y Alexandra se quedó mirándole y se preguntó de nuevo por qué
se levantaba a las cuatro de la madrugada y rehuía hablar de su vida.
—Puede que solo hayan salido a comprar y estén a punto de volver —conjeturó.
Pero Bobby dio media vuelta. Ella le siguió fuera del patio y lo vio cerrar
cuidadosamente la cancela. Luego caminó un trecho por la acera y llamó a la verja de
la casa de al lado. La joven madre estaba colocando rosquillas y zumo en una mesa
de madera y sentando a sus hijos en sendas sillitas. Al más pequeño —que parecía ser
un niño a pesar de que los dos tenían tirabuzones— le había puesto un babero. Se
acercó a la verja y la abrió. Tenía la cara tan bonita como sus hijos: inquisitiva y de
ojos tiernos, parecía también ella una niña. Bobby conversó con ella unos minutos,
durante los cuales la joven miró repetidamente a su acompañante extranjera como si
esperara que interviniera.
Por fin Bobby le dijo a Alexandra:
—Le he preguntado si aquí al lado vive una familia apellidada Lazarovi. No le he
dicho lo de las cenizas. Dice que vivieron aquí hasta hace unos tres meses, y que ella
solo lleva medio año en esta casa. No los conocía muy bien, pero le dejaron una
dirección en Plovdiv y un número de móvil. Dice que había dos señores mayores, un
hombre y una mujer, y un hombre más joven que también se estaba haciendo viejo
porque no había encontrado esposa. El número de móvil es suyo. Solo venía de visita

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de vez en cuando. Por lo visto trabaja en otra parte, puede que en la costa. No está
segura.
Bobby hizo una pausa para volver a escuchar a la joven, que se apartó el pelo
rizado de las sienes mientras hablaba. Tenía las uñas pintadas de rosa y llevaba un
anillito de oro. Bobby se volvió hacia Alexandra.
—Le pagan algo por cuidar de la casa y mantenerla limpia hasta que puedan
venderla. O puede que la hayan vendido ya, no está segura. Está esperando noticias
suyas. Pregunta si nos interesa comprar la casa. Puede enseñárnosla si queremos.
—Ah —dijo Alexandra.
Tenía la sensación de haber chocado contra un muro, un muro que estaba dentro
de su pecho. De pronto lamentaba no haber dejado la urna en comisaría. ¿Qué la
había impulsado a seguir adelante con aquel asunto teniendo tan poca información?
Pero el Mago de la comisaría parecía estar seguro de que aquella era la dirección
correcta, y lo era, en efecto, salvo porque la familia ya no vivía allí. Y el hombre alto
nunca se había casado, así que probablemente aquellas cenizas no eran las de su hijo
muerto. Quizás hubiera perdido a su hermano, igual que ella.
La guapa joven se había inclinado sobre sus hijos y estaba poniéndole un zapatito
rojo a uno de ellos. Los sacó de las sillas, volvió a depositarlos en el suelo e impidió
que el niño se comiera algo que había en el parterre de flores.
—Le he dicho que puede interesarnos comprar la casa y que nos gustaría verla. —
Bobby se enderezó la chaqueta sonriendo con aire decidido.
—¿Qué? ¿Por qué le has dicho eso?
—Porque queremos verla, claro está. Quédate callada, Bird, o perderemos esta
oportunidad, ¿entiendes? No le digas qué es lo que llevas ahí —añadió sonriendo con
firmeza.
—De acuerdo —repuso ella.
La mujer llevó a los niños al interior de la casa y la oyeron hablar con alguien.
Regresó sola, con una llave en la mano, y los condujo a la vivienda cerrada.
Alexandra se dijo que, además de ladrona y extranjera, iba a cometer un allanamiento
de morada. Bobby se limpió los zapatos en el felpudo antes de entrar.
Por dentro, la casa olía a moho y a humo, el aroma de la ausencia. Alexandra se
fijó enseguida en que, a pesar de estar amuebladas, las habitaciones parecían
desnudas, como si la vida cotidiana las hubiera abandonado por completo. Se
desanimó más aún: aquel viaje tan largo, para nada. Había tapetes de ganchillo en la
mesa de la entrada, pero no llaves, ni jarrones, ni revistas, ni chaquetas colgadas en el
perchero, junto a la puerta. Los visillos estaban corridos y una luz muda y verduzca
entraba por los cristales de las ventanas. En el saloncito, Alexandra vio una manta de
lana doblada sobre el respaldo de un sillón y un televisor en una esquina, pero no
plantas, ni fotografías. El sofá y el sillón estaban tapizados con una tela rasposa de
color naranja que había soportado durante años el peso de la gente que se sentaba en
ellos y el roce de sus faldas y pantalones. La alfombra, muy limpia, era de un marrón

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arañado. Sobre la mesa baja había una fuente de cristal vacía, colocada allí quizás
para que la habitación pareciera menos desangelada.
Detrás del viejo televisor había varios estantes de libros que Alexandra se detuvo
a mirar mientras la joven enseñaba a Bobby los apliques de la luz y la vista del jardín
trasero. Podía pronunciar el nombre de algunos de los autores, pero no los títulos.
Hemingwei, leyó con sorpresa. Charlz Dikenz. Eran libros de colección, con cuarenta
o cincuenta años de antigüedad, y algunos tenían manchas de humedad en el lomo.
Había muchos libros búlgaros: libros de historia o novelas, al parecer, y también
biografías de compositores: Bach, Mozart, Stravinski. Había algunos volúmenes en
francés y unos cuantos en alemán, además de varios libros de fotografía que parecían
recientes, de estilo más occidental, con los lomos de colores: Londres, Francia, Italia.
Vio también algunos libros más sobre Italia; entre ellos, dos sobre Venecia.
Bobby, que se había situado a su lado, también miraba los libros. El estante de
abajo, justo detrás del televisor, estaba lleno de partituras amarillentas, a pesar de que
no había piano ni ningún otro instrumento a la vista. Alexandra dejó la bolsa con la
urna sobre la mesa baja, diciéndose que sería más respetuoso que llevarla de
habitación en habitación.
Al otro lado del pasillo, enfrente del saloncito, había un comedor igual de
minúsculo. Los muebles, baratos y anticuados, seguían en su sitio, y sobre un
aparador se veía un jarrón de cristal tallado. La vitrina que había junto a la ventana
contenía tazas de porcelana apiladas, con estampado de flores, pero el resto de las
estanterías estaban vacías, exentas incluso de polvo. Quizás aquella casa hubiera
estado demasiado llena de recuerdos del hombre cuyas cenizas reposaban ahora
frente al televisor apagado; tal vez sus familiares se habían marchado en cuanto
habían podido, en busca de otro lugar donde vivir. Se habían ido a otra parte,
posiblemente para morir. Pero ¿por qué no había mencionado aquella vecina tan
guapa a otro hombre, al hombre al que pertenecían las cenizas? ¿Habría muerto en
otro lugar? De pronto la asaltó una idea espantosa: los dos ancianos se habían
trasladado a una residencia geriátrica (si es que las había en Bulgaria) y ya nunca
podría encontrarlos. Trató de calmarse mirando la cazadora negra de Bobby, que se
movía con aplomo por las habitaciones, delante de ella.
La cocina, situada al fondo de la casa, daba a un huertecillo. La vecina les dijo
que lo cuidaba ella misma, y les indicó con orgullo varios pimientos jóvenes y
algunos macizos de perejil. Una valla cubierta de enredaderas en flor daba a otros
patios traseros y, más allá, a los descampados de las afueras del pueblo. Muy a lo
lejos, Alexandra distinguió una cordillera montañosa difuminada por la niebla. En un
rincón de la cocina había un viejo fogón de leña, lo que explicaba el olor a humo.
Levantando con cuidado la tapa, atisbó un montón de ceniza. Olía exactamente igual
que la casa de su familia en las montañas durante los largos veranos. Encima de una
pila manchada de óxido y refregada había varios anaqueles con platos y tazas, y un
trapo incoloro se había fosilizado encima del grifo. No había ni rastro de comida,

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salvo un tenue olor a frito. Alexandra sintió el antiguo impulso de dar patadas a una
pared, como hacía Jack hacía tanto tiempo. El suelo de linóleo estaba limpio pero
agrietado en el centro, como si hubiera habido un terremoto en aquella habitación.
Detrás de la mesa de la cocina había una cama de hierro con almohadas y una manta
doblada sobre el colchón desnudo.
Arriba encontraron dos dormitorios con las paredes pintadas de un suave color
melocotón. Allí también estaba todo limpio, ordenado, silencioso y triste. En la más
grande de las dos habitaciones había dos estrechas camas individuales, sin sábanas.
Al entrar en el cuarto más pequeño, Alexandra se detuvo sorprendida. La cama de
matrimonio estaba hecha con sábanas blancas y gruesas mantas, y las impecables
fundas de las almohadas parecían esperar el peso de unas cabezas que ya nunca
reposarían sobre ellas. Sobre la mesilla de noche había un peine, un cepillo y una
navaja de afeitar. Al otro lado de la cama colgaba un calendario turístico de 2006,
cuya hoja mostraba una fotografía de varias muchachas en traje regional bailando
alrededor de un puente cubierto con un tejadillo de madera: юни, «junio». Al
detenerse delante del calendario, Alexandra recordó un poema.
—«Parad todos los relojes, cortad el teléfono[3]» —recitó entre dientes.
—¿Qué? —preguntó Bobby.
Alexandra se giró.
—Y mira esto.
Alguien había dejado allí al menos una docena de fotografías, colocadas en
marcos sobre la cómoda o colgadas de las paredes. Eran en su mayoría fotografías en
blanco y negro, algunas en tonos marrones o viradas al sepia. Las más antiguas
mostraban cortejos nupciales ataviados con ropa rígida de aire oriental, jóvenes que
miraban absortos un futuro convertido en pasado hacía mucho tiempo: los hombres
con polainas, gorros y chalecos de lana, las mujeres con pesados vestidos y velos
cortos o guirnaldas de flores. Aquí y allá, un rectángulo de pintura más clara delataba
la ausencia de un marco. Tal vez los Lazarovi se habían llevado consigo sus
fotografías más queridas. Alexandra se fijó especialmente en una. Mostraba a una
joven con una blusa de cuello de pico y pose hollywoodiense. Tenía una nariz
alargada, realzada por su cabello ondulado, el cutis luminoso como una gota de rocío
y unos ojos que miraban cándidamente al espectador. Lucía un largo collar de perlas
y pequeños pendientes, también de perlas. Alexandra no lograba apartar la mirada de
sus ojos.
La vecina había entrado tras ellos y Alexandra calculó que no debían prolongar
mucho más su visita. Pero Bobby estaba señalando una fotografía en blanco y negro:
una pareja con un niño pequeño, el hombre con americana y corbata, la mujer con
vestido oscuro y el cabello negro cardado. Estaban sentados en un diván, muy juntos.
El niño, que parecía tener seis o siete años, se erguía, larguirucho y solemne, entre
sus padres. Tal vez…, pensó Alexandra… Sí, tal vez se había convertido en un
hombre muy alto al hacerse mayor.

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—Pregúntale si sabe quiénes son las personas de las fotografías —le pidió a
Bobby.
Pero cuando él formuló la pregunta, la vecina asintió rápidamente con la cabeza y,
pasado un momento, Alexandra se dio cuenta de que era aquel «no» tradicional que
tanto la intrigaba.
Se inclinaron para mirar las últimas fotografías. Había una instantánea del mismo
niño en una fiesta, sentado entre sus padres. Parecía más pequeño que en la otra
imagen. Debía de contar cuatro años, tenía la cara suave y redondeada y había
apartado la mirada de la cámara en el último instante, volviéndola hacia su padre.
Había otro grupo sentado al aire libre, en un cumpleaños o un día de fiesta,
levantando sus copas de vino en torno a una mesa repleta de comida. Alexandra
descubrió al desgarbado adolescente al fondo y a su madre, todavía muy guapa,
sentada a su lado. El padre no parecía estar con ellos; quizás se había encargado de
tomar la fotografía, haciéndoles señas de que levantaran sus copas. El niño parecía
tímido o malhumorado. Tenía un rostro hermético pero indiscutiblemente hermoso, y
un grueso mechón de pelo le caía sobre la frente.
Encima del cabecero de la cama, entre otras fotografías, colgaba el retrato de un
joven vestido con un traje oscuro de grueso paño y un curioso cuello blanco, muy
alto. Era una fotografía más grande que las demás, y el marco, de estilo art déco,
debía de ser caro. El joven aparecía en pie, solo, junto a un pedestal con una planta en
una maceta. Sostenía delante de sí un violín con una mano, y con la otra un arco que
apuntaba hacia el suelo. La fotografía tenía una calidad exquisita, pensó Alexandra, y
abajo, a la derecha, leyó en letras doradas: K. Brenner fotografie,
Wienstrasse 27, 1936. El joven tenía un rostro delgado y de facciones
refinadas, los ojos oscuros y la frente despejada. Miraba a lo lejos como si su mirada
fuera singularmente aguda y pudiera ver las montañas más allá del fotógrafo. Tenía la
expresión circunspecta de las fotografías de estudio, pero Alexandra intuyó que, bajo
aquella apariencia, derrochaba energía y vehemencia. Sus movimientos serían
vigorosos, incluso petulantes: se apoyaría el violín bajo la barbilla con un solo
ademán, rápido y expeditivo. Alexandra le sonrió sin más motivo que su juventud y
su belleza. Por desgracia, él ya nunca podría devolverle la sonrisa.
—¿Por qué habrán dejado aquí tantas fotografías? —se preguntó en voz alta.
Bobby se encogió de hombros.
—Puede que para que la casa esté más bonita. Para ayudar a venderla.
—Pero son fotografías muy valiosas, muy personales.
O quizás ya no soportaran mirarlas más, tras la muerte de Stoyan Lazarov.
La vecina hizo amago de irse, como era lógico: había dejado a sus hijos en casa
con alguien y seguramente tenía cosas que hacer. Le dijo algo a Bobby y él asintió.
—Dice que podemos quedarnos unos minutos a echar un vistazo y que cerremos
la puerta al salir, que luego vendrá a echar la llave.
Pareció escuchar con atención hasta que oyeron que se cerraba la puerta de la

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calle. Luego se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó unos guantes de
látex y se los puso, produciendo un leve chasquido al tirar de la goma. Alexandra se
quedó de piedra. ¿Llevaba guantes de látex en el bolsillo? Bobby se acercó
tranquilamente a la cómoda, abrió todos los cajones y los registró. Estaban todos
vacíos menos uno, que contenía un par de camisetas interiores viejas, cuidadosamente
dobladas.
—Espera —dijo Alexandra, estupefacta—. ¿Por qué haces eso? ¿Qué estás
buscando?
Estaba otra vez un poco asustada, además de sorprendida. ¿Se dedicaba Bobby a
robar en casas, con sus guantes y sus ganzúas? ¿Era quizás el delincuente más
encantador que había sobre la faz de la tierra?
—Podría haber una agenda —contestó él en voz baja—. O algún carné viejo. O
más fotografías. Algo que nos ayude a encontrarlos si la dirección de Plovdiv
tampoco sirve. Deberíamos buscar, ya que estamos aquí. Seguramente se lo llevaron
todo, pero quiero echar un vistazo.
Registró la otra habitación procurando que todo quedara igual que antes, pero allí
tampoco encontró nada. Nerviosa y confusa, Alexandra lo siguió abajo y se quedó
mirando mientras él inspeccionaba los armarios y los cajones de la cocina (unos
cuantos tenedores, un montón de servilletas de papel rosa y una ratonera) y el cajón
de la mesa del televisor de la salita, donde encontró lo que parecía ser una guía
telefónica antigua. Se acercó a las estanterías, sacó uno o dos volúmenes y luego pasó
la mano por detrás de todos los libros, estante por estante, subiéndose a una silla para
llegar al de más arriba. Del segundo estante sacó un par de monedas que volvió a
dejar en su sitio. Apartó la mesa del televisor y metió la mano por detrás de la prieta
fila de partituras, palpando a ciegas.
—¡Bobby! —exclamó Alexandra—. ¿Quién te crees que eres? ¿Sherlock
Holmes? Podemos meternos en un buen lío.
Él sonrió.
—Me encanta Sherlock Holmes —dijo. Luego, como si advirtiera por fin su
preocupación, añadió—: No te preocupes, no intento robar nada. Solo estoy mirando
en los sitios donde la gente suele esconder cosas.
Metió el brazo más adentro, hasta que dejó de verse. Un momento después, sacó
algo de detrás de las partituras. Era una caja: una caja antigua de hojalata, con la tapa
puesta. Parecía haber contenido caramelos y tenía en la cubierta una ilustración
desdibujada por el paso del tiempo: formas borrosas e irreconocibles, de color rojo y
gris.
Bobby dejó la caja sobre la mesa baja, junto a la urna, y la miraron ambos.
Seguramente no será nada importante, estuvo a punto de decir Alexandra, pero se
detuvo. No quería abrir la caja de hojalata. Quería, sin embargo, que la abriera
Bobby. Él la abrió tras examinar la tapa y juntos se inclinaron para ver lo que
contenía.

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Alexandra pensó al principio, con súbita repugnancia, que dentro había un animal
muerto, o quizás la muda putrefacta de una serpiente. Bobby tocó su contenido con
los dedos enguantados, y luego volvió a tocarlo. Sacó un objeto; dos en realidad,
largos, fibrosos y parduzcos, y los desplegó sobre la mesa. Parecían dos bandas de
tela atiesada por la edad.
Alexandra sintió que un escalofrío le recorría los brazos y el cuello.
—¿Qué es? —Le pareció que se le trababa la lengua, que farfullaba las palabras
como si no conociera del todo el idioma en el que hablaba.
Bobby se había puesto de rodillas. Se acercó cautelosamente una de las ajadas
cintas a la nariz y la olfateó. Cuando miró a Alexandra, tenía una mirada de
perplejidad teñida de repugnancia.
—Apestan —dijo, y sus palabras sonaron distantes y amortiguadas, como las de
ella—. Pero muy levemente, como si fuera suciedad de hace mucho tiempo.
—¿Son vendajes? ¿Vendajes viejos?
Aquella mancha marrón, reseca por el paso del tiempo… Se le revolvió el
estómago.
Bobby seguía mirando el contenido de la caja.
—Creo que no. No parecen vendajes, exactamente. Pero sí algo podrido. Algo
horrible.
Pasado un momento, sacó su móvil y fotografió las dos tiras de tela sin dar
explicaciones. Volvió a enrollarlas, las guardó en la caja y colocó esta de nuevo
detrás de las partituras, con sumo cuidado. Alexandra notó que echaba un vistazo a la
habitación antes de que salieran, como para asegurarse de que lo habían dejado todo
tal y como estaba. Al recoger la bolsa con la urna, se preguntó por un instante si
debían dejarla allí sin más. Bobby no se quitó los guantes hasta que cerró la puerta de
la casa a su espalda.
Luego se acercaron a la casa de al lado y, a petición de Bobby, la vecina fue a
buscar un trozo de papel y les anotó la dirección de Plovdiv a la que se habían
mudado los Lazarovi y el número de móvil del hombre de mediana edad. Bobby le
dio las gracias y, en lugar de estrecharle la mano, inclinó un poco la cabeza.
—Mersi mnogo —dijo Alexandra, lo que impulsó a la vecina a sonreírles y a
hacerle una pregunta a Bobby.
—Ungarka —contestó él, y la joven levantó las cejas, visiblemente complacida.
—¿Qué? —preguntó Alexandra.
—Le he dicho que eres húngara. No digas nada, Bird. —Sonrió amablemente a la
vecina y esta vez le estrechó la mano—. No es necesario que lo sepa todo, ¿verdad?
Al subir al taxi se quedaron sentados un minuto largo, sin hablar, con las
ventanillas bajadas.
—¿Por qué querías entrar en la casa? —preguntó por fin Alexandra.
—He pensado que podíamos descubrir algo interesante.
—¿Y has descubierto algo?

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—Sí —respondió él—, aunque aún no estoy seguro de lo que es. ¿Y tú?
—He descubierto que son las mismas personas. Las personas a las que estamos
buscando, quiero decir. Estoy segura. Debería habértelo enseñado antes, pero no se
me ha ocurrido. —Buscó en su bolso y sacó su cámara de fotos—. Aquí están.
Le impresionó verlos de nuevo tras visitar la casa: el hombre alto y apuesto
inclinándose hacia su madre, sentada en la parte de atrás del taxi, y detrás de ellos la
figura borrosa del anciano. El rostro del hombre alto, con su mirada melancólica, le
resultaba ya familiar, y la anciana estaba casi guapa.
Bobby miró la pantalla.
—Sí, puede que sean los mismos. Ya lo veo. La edad parece coincidir, a juzgar
por algunas de las fotografías.
Alexandra contempló la única imagen que conservaba de ellos, con la cabeza
pegada a la de Bobby. Agrandó con cuidado la cara del hombre más joven. Vista de
cerca, con aquellos ojos estrechos y luminosos, era aún más hermosa.
—Creo que es el niño pequeño de las fotografías. La gente cambia mucho al
hacerse mayor, claro.
Al decir esto, sintió un alfilerazo debajo de una costilla, como solía sucederle:
Jack, su único hermano, ya nunca envejecería. No cambiaría al hacerse mayor.
Alexandra nunca oía expresiones como aquella (hacerse mayor, crecer, madurar, estar
en la flor de la vida) sin sentir un pinchazo de dolor, incluso cuando era ella misma
quien las pronunciaba.
—Lo que cuenta es otra cosa —comentó Bobby junto a su hombro—. Que
seguimos sin saber quién era Stoyan Lazarov. Puede que sea el hombre de esas fotos
o puede que no. Ni siquiera tenemos la certeza de que viviera aquí.
—No, así es.
Alexandra seguía pensando en Jack, en las pocas fotografías que tenía de él,
incluso en casa. Había hecho copias de las tres que más le gustaban y las había traído
consigo, entre ellas una pequeñita que rara vez sacaba de su cartera. Prefería llevar
copias que viajar con los originales, tan insustituibles como el propio Jack.
—Puede que Stoyan fuera más joven —dijo—. El hijo pequeño.
Arrancado en la flor de la vida.
—Sí, pero, si era hijo de esa pareja de ancianos, en las fotografías aparecerían dos
niños —señaló Bobby— o algún indicio del que murió.
—Bueno, en la casa había camas para cuatro personas —dijo Alexandra—.
Contando la de matrimonio.
Bobby la miró con una expresión que ella interpretó como de admiración.
—Cierto. Y la policía te envió a esta casa. Así que, aunque no aparezca en las
fotos, es probable que Stoyan Lazarov viviera aquí. ¿Qué fue lo que dijo el policía?
¿Que estaba seguro de que esta era la dirección de Lazarov?
—Eso entendí. Pero puede que quisiera decir que esta era la dirección de sus
familiares más cercanos.

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—Es posible —repuso Bobby—, pero preferiría que se lo hubieras preguntado.
—¿Tú lo preferirías? —Le sonrió a pesar de que su crítica le escoció un poco, y
guardó la cámara.
Bobby estaba otra vez muy serio.
—Entonces ¿le enseñaste esta foto a la policía?
—Sí. Pensé que podía ser de ayuda.
—Entiendo.
Alexandra sintió de nuevo que estaba molesto. Luego, Bobby hizo un gesto de
asentimiento, mirándola con sus luminosos ojos azules.
—Bueno, ahora tenemos un número de teléfono. Veamos si contestan.
Cogió su móvil y el papel que le había dado la vecina. Alexandra sacó el brazo
por la ventanilla del taxi y lo observó, sin dejar de pensar en aquel hombre alto de
ojos ambarinos. Oyó el pitido de la línea, interrumpido al cabo de unos segundos.
—No contestan —dijo Bobby—. Y no hay forma de dejar un mensaje.
Ella se mordió la parte interior del labio.
—¿Quieres ir a esa dirección de Plovdiv? —preguntó—. Aún me queda más de la
mitad del depósito de gasolina.
—Pero tendrías que conducir aún más —contestó Alexandra, nerviosa.
¿Por qué habría de estar dispuesto Bobby a seguir llevándola de un sitio a otro? O
bien pensaba cobrarle más de la cuenta, o bien se le insinuaría, tarde o temprano.
—Por favor —dijo Bobby—. Ya habíamos dejado claro que no es cuestión de
dinero. Quiero saber quién era ese Lazarov, igual que tú.

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19

Primero fueron a comer algo por sugerencia de Bobby. A pesar de su desasosiego, a


Alexandra empezaban a gustarle muchas cosas de él; una de ellas, su tendencia a
hacer pausas frecuentes para comer. Ella, que seguía siendo joven y esbelta, siempre
tenía apetito. Había notado hacía tiempo que la mayoría de la gente espaciaba mucho
las comidas o comía únicamente a las horas señaladas, mientras que ella empezaba a
sentirse mareada y confusa si pasaba dos o tres horas sin echarse algo a la boca. En
eso, Bobby, con aquel cuerpo suyo de corredor, fibroso y compacto, era igual que
ella: siempre estaba hambriento.
Dejaron el taxi donde estaba aparcado y se dirigieron a pie hacia el centro de
Bovech. Bobby había visto un bar abierto a dos calles de allí. También allí la acera
estaba en mal estado, llena de agujeros. Alexandra caminaba con cuidado detrás de
Bobby. Había otras casas parecidas a la de los Lazarov, con patios tapiados. Una de
ellas estaba separada de la calle por una hilera de frutales jóvenes con el tronco
pintado de blanco hasta la mitad. El sol le daba en la nuca e intuía que el verano
estaba a punto de llegar a aquella región. Posiblemente un verano muy caluroso.
Pasaron frente a lo que parecía ser un taller mecánico, con coches aparcados fuera, en
filas, pero nadie a la vista para arreglarlos. La puerta estaba cerrada con candado y en
la fachada alguien había pintado un cartel en chorreantes letras cirílicas blancas.
Alexandra nunca sabría lo que ponía: era otro de los muchos misterios del viaje. Y de
la pérdida: tampoco sabría nunca qué habría pensado Jack de aquel lugar.
Tocó el hombro de Bobby.
—¿Qué significan esas letras?
Él se volvió, ceñudo.
—Dice: Ne parkirai pred garazha. No aparcar delante del garaje.
—Entiendo. —Tuvo que reírse. Algunos misterios no lo eran tanto.
El solar siguiente estaba rodeado por una alambrada con un agujero en la parte
delantera. Alexandra vio al otro lado una extraña exposición: decenas de columpios y
esculturas de jardín amontonados. Parecían usados en su mayoría, incluso
desvencijados. Las pilas para pájaros, construidas en cemento, se recostaban unas
contra otras, exhaustas, y un gran tobogán de plástico con forma de cabeza de payaso
yacía de lado, con la sonrisa anaranjada rota por una esquina. Casi todas las
esculturas eran de animales: lobos con el hocico congelado en pleno aullido, leones
caminando hacia ninguna parte, un oso puesto en pie y pintado de verde claro, una
mofeta de dibujos animados con la cola levantada.
Uno de los animales —el único real— se movió de pronto y Alexandra lo vio
corretear entre sus congéneres paralizados. Era un perro de tamaño mediano, con el
pelo rayado, negro y marrón, la cara larga y negra y el pecho blanco como si acabara

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de cruzar un ventisquero. Era un perro de mínimo común denominador: procedente
de cinco o seis razas distintas que, al mezclarse, se anulaban entre sí. Lo único que
quedaba era su condición perruna, sus ojos castaños, siempre alerta, y una lengua
rosa que colgaba amistosamente por un lado de su boca. El animal se dirigía hacia el
hueco de la valla, y Alexandra se acercó a saludarle.
Bobby le cortó el paso bruscamente.
—Atrás —dijo—. No sabemos si está rabioso.
—¿Qué?
—En Bulgaria hay muchos perros rabiosos. Muerden a la gente.
El perro se detuvo a unos pasos de distancia, se sentó y miró con calma a
Alexandra. O eso pensó ella: que la miraba fijamente. No había duda de que era un
macho. Estaba muy flaco pero, allí sentado, parecía aún más sereno y apacible que
los animales de cemento que tenía a su espalda.
—Le gusto —dijo.
—No estés tan segura —replicó Bobby, que observaba al perro atentamente—. Es
un perro callejero, pero parece muy inteligente. Y limpio.
—Sí, cualquiera diría que sabe hablar.
—¿En inglés? —dijo Bobby—. Venga, vamos a comer.
Alexandra se volvió de mala gana. Sentía la frustración de una niña a la que le
dicen que no acaricie al perro, al gato, al precioso ratoncito. En cuanto se alejaron, el
perro les siguió. Alexandra lo vio al mirar atrás.
—Kush —dijo Bobby meneando una mano pero con cuidado, como para no
hacerle enfadar.
El perro volvió a sentarse. Cuando echaron a andar de nuevo, se levantó y trotó
tras ellos sin apresurarse.
—En realidad eres tú quien le gusta —dijo Alexandra, burlona—. Estoy segura.
Bobby sacudió la cabeza: ya había tenido suficiente. Llegaron al bar y le abrió la
cancela a Alexandra. El perro se sentó en la acera; allí no podía entrar.
Había mesas colocadas delante del bar y Bobby eligió una a la sombra. Del
edificio salía una música que Alexandra no había oído nunca: una complicada
canción de aire oriental.
—No creo que tengan menú, pero puedes pedir un café y una tostada con queso
—explicó Bobby.
Se acercó una camarera adolescente y sonrió a Alexandra. Llevaba zapatillas de
lentejuelas plateadas y una camiseta negra que decía en inglés Get Me Going!
Mientras tomaban las tostadas y el café solo, el perro permaneció tranquilamente
sentado más allá de la cancela, a la vista de Alexandra. Los observaba en silencio. Un
reluciente hilillo de baba colgaba de su mandíbula.
—Tiene hambre —comentó.
Bobby sacudió la cabeza.
—No le hagas caso.

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A ella le chocó aquella aceptación de las cosas malas: el hambre, la soledad,
perros rabiosos sueltos, conducción peligrosa, aceras rotas. ¿Por qué la gente tenía
que ser tan conformista? Incluida ella, por supuesto.
—Voy a guardar parte de mi tostada para dársela —insistió.
Bobby se encogió de hombros. El sol estaba ya muy alto y se colaba por entre las
hojas, moteando sus platos vacíos.
—Tu tercera comida en Bulgaria —comentó Bobby, mirándola con la cabeza
ladeada.
—Sí —contestó ella—. Ya estoy perdiendo la cuenta.
Al volver a la acera, se quedó rezagada un momento y dejó que el trozo de tostada
resbalara de sus dedos. El perro se levantó de un salto. Alexandra se detuvo a mirarlo,
y Bobby se volvió y soltó un suspiro.
—Tiene muchísima hambre —comentó ella.
Él cruzó los brazos.
—Sí, claro que tiene hambre. Es un perro callejero.
El perro retrocedió, engullendo su golosina, y se sentó al pie de un árbol, junto a
la acera. Tragó y sacudió la cabeza; luego juntó las patas delanteras y se quedó
mirando a Alexandra, su benefactora. Había una hoja de papel plastificado grapada al
árbol, al nivel de los ojos. El perro se erguía, sentado, bajo el papel y les miraba
fijamente. Alexandra advirtió que los caracteres cirílicos impresos en la hoja le
resultaban familiares, al igual que la cara de la persona fotografiada en blanco y
negro. Bobby se acercó a pesar del perro, que seguía sin moverse.
—Sí —dijo.
Era el nombre completo, stoyan dimitrov lazarov, 1915-2006, y algunas
otras palabras impresas que Bobby le leyó en voz alta: fallecido el 12 de junio
de 2006, a la edad de 91 años. Nuestro emocionado recuerdo en
el primer aniversario de su fallecimiento. El hombre de la imagen
fotocopiada tenía los ojos hundidos, la nariz larga y fina, el cabello y las patillas de
color negro y un aire muy setentero. No era un anciano, eso saltaba a la vista. Y
aunque aquella fotografía tampoco estaba en la casa que acababan de visitar,
Alexandra conocía aquel rostro serio e intenso.
—Vaya —dijo—. Así que sí que vivió en Bovech. Debía de ser el del violín,
aunque aquí es mucho mayor, ¿lo ves? Y nació… —Hizo una pausa—. Durante la
Primera Guerra Mundial. Pero ¿qué hace su foto en un árbol?
De pronto recordó que había visto otras hojas como aquella, impresas en blanco y
negro, en paredes y verjas en algunos pueblos por los que habían pasado. Había dado
por sentado, distraídamente, que eran simples anuncios.
—Es un nekrolog —le explicó Bobby—. Se ponen cuando muere una persona. Y
después se colocan otros nekrolozi en el aniversario de la muerte.
—En mi país no tenemos esa costumbre —comentó Alexandra.
Bobby tocó el papel. Estaba descolorido y arrugado, a pesar de estar plastificado.

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—Aquí hay dos cosas que no están bien.
Alexandra se descubrió observando atentamente su perfil. No se parecía a nadie
que ella hubiera conocido, y no porque fuera búlgaro.
—¿Qué?
—Primero, esto es lo que echaba en falta en la puerta de la casa. Esta hoja debería
estar en la puerta o en la verja de delante, no solo aquí, en la calle. Cuando hemos
estado en la casa ha habido algo que me ha extrañado, pero no sabía qué era. En las
casas en las que ha muerto un miembro de la familia recientemente, siempre hay un
nekrolog en la puerta.
—Puede que la familia lo quitara para que la casa tenga mejor aspecto y atraiga
más compradores.
—Puede ser. Pero se venden muchas casas desocupadas con nekrolozi en la
puerta.
Alexandra miró al perro. Seguía sentado educadamente junto a sus pies y Bobby
parecía haberse olvidado de él.
—¿Qué es lo otro que te ha extrañado? —preguntó ella.
—¿Puedes decírmelo tú?
Ella se quedó pensando.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Piénsalo. Mira las fechas.
—Bueno, aquí dice que murió en 2006. —Miró a Bobby—. De eso hace dos
años. Si este papel recuerda el primer aniversario de su muerte, tiene que llevar aquí
casi un año.
—Sí.
—Ah —dijo Alexandra—. ¿Te refieres a por qué no lo han enterrado antes… o
han enterrado sus cenizas, mejor dicho?
—Sí, por qué —dijo Bobby—. ¿Por qué?
—En Estados Unidos, hay gente que guarda las cenizas en su casa hasta que
decide dónde enterrarlas. O que se las queda para siempre.
De hecho, yo habría preferido quedármelas si hubiera tenido elección, pensó,
aunque no creía que sus padres lo aprobaran, y de todos modos no habían podido
elegir.
—Aquí también hay crematorios, pero lo más normal es que se entierre a la gente.
Todos mis abuelos están enterrados. Nada de cenizas, en época comunista. —Bobby
se retiró el pelo lacio de la cara con los dedos—. Imagino que se debe a que en el
fondo, culturalmente, seguimos siendo un país ortodoxo. La Iglesia ortodoxa cree que
la gente necesitará sus cuerpos más adelante, cuando vuelva Jesucristo para escoger a
los que hayan sido buenos. Entonces uno necesitará su cuerpo entero para levantarse
y resucitar, y volver a vivir en el paraíso terrenal.
—Entiendo —dijo Alexandra.
No sabía si Bobby compartía esa creencia o solo le estaba ofreciendo una

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explicación. Si aquello era cierto, por casualidad, una persona que hubiera matado a
su propio hermano seguramente no resucitaría para vivir en aquel paraíso terrenal. De
pronto se le saltaron las lágrimas y confió en que Bobby no se diera cuenta. Pero él
seguía pensando en las cenizas.
—¿Por qué no enterraron a Stoyan Lazarov? —dijo—. Es decir, por qué no
enterraron sus cenizas.
—Puede que estuvieran esperando a celebrar el funeral. —Alexandra se aclaró la
voz—. Cuando los vi no parecían muy… adinerados, y ya hemos visto lo modesta
que era su casa.
Bobby negó con la cabeza.
—Un funeral es un funeral. Hay que encontrar la manera de celebrarlo aunque no
se disponga de dinero. Y la casa no es pobre, es muy decente. Además, hay un tercer
interrogante. ¿Quién es el otro anciano?
—¿El otro anciano?
—Sí, ya sabes. Viste a un señor mayor que llevaba las cenizas, pero Stoyan
Lazarov también era muy anciano cuando murió en 2006. Aquí dice que tenía
noventa y un años. No podía ser hijo del otro anciano.
—Ya veo lo que dices —repuso Alexandra.
—Puede que fuera su hermano. Sí, eso sería posible, teniendo en cuenta la edad
de ambos.
Sacó su móvil e hizo un par de fotos del nekrolog. El perro se giró de repente, lo
que hizo que ambos dieran un respingo, y apoyó las patas delanteras en el árbol.
Acercó el hocico al cartel descolorido como si percibiera su interés. Luego volvió a
sentarse.
—Parece que este perro nos trae buena suerte —comentó Bobby. Se puso en
cuclillas y miró atentamente al animal—. Es listo. Y parece estar sano, como tú
decías, pero si tuviera casa llevaría algo en el cuello. ¿Cómo lo llamáis? Se me ha
olvidado la palabra. Como lo de las camisas.
—Un collar —contestó ella.
—Un collar —repitió él.
Acercó la mano con la palma hacia arriba y el perro se la olfateó un instante.
Luego se retiró, tranquila y educadamente. En medio de su negra cara, los ojos
parecían extrañamente humanos, lo cual era un tópico, pensó Alexandra, solo que en
este caso era cierto.
—Creo que tienes razón. Es muy tranquilo y simpático —dijo Bobby—. Y ha
encontrado el nekrolog.
Alexandra vio con sorpresa que estiraba lentamente el brazo para acariciar la
cabeza del animal. Se lo tomó como una autorización para hacer lo mismo.
Inclinándose hacia delante, rascó al perro detrás de las orejas, le frotó el cuello y
acarició su lomo con los dedos, como había acariciado tantas veces a sus mascotas,
de pequeña. El perro se apoyó contra ella y su cola fuerte y fibrosa golpeó sus

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zapatillas. Tenía el pelo limpio y suave; solo sus patas estaban polvorientas. Hacía
mucho tiempo que Alexandra no hacía tan feliz a alguien.
Bobby se rio.
—Es muy gracioso —dijo—. Y le gustas, no hay duda.
Se dirigieron hacia el taxi y Alexandra miró hacia atrás un par de veces y vio con
pena —y con íntima satisfacción— que el perro los seguía. Pero cuando se volvió
para despedirse de él, Bobby abrió la puerta trasera del coche y el perro se subió de
un salto como si llevara con ellos toda la vida.
—¿Y si es de alguien? —preguntó Alexandra, incrédula.
—No creo que tenga dueño. Ya no.
El perro se acomodó en el asiento y Bobby cerró la puerta con cuidado de no
pillarle el rabo. Alexandra montó delante sin decir nada y volvió la cabeza una sola
vez, enamorada. Bobby puso en marcha el motor.
Ya habían recorrido un buen tramo de la calle cuando se dio cuenta de que había
olvidado echar un último vistazo a la casa de Stoyan Lazarov, 1915-2006.

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20

La carretera hacia Plovdiv discurría entre campos de labor. Alexandra veía


montañas en el horizonte, por todos lados, algunas de ellas azules y muy lejanas, más
allá de una extensa llanura. Otras, más cercanas, parecían emborronadas por la
oscuridad, como largas manchas de carbonilla. El sol se estaba poniendo: era ya
media tarde. Bobby tamborileaba con los pulgares en el volante; parecía estar
cavilando y, tras un rato de silencio, le dijo:
—Ya será de noche cuando volvamos a Sofía, aunque encontremos enseguida a
los Lazarovi. ¿Quieres quedarte a pasar la noche en Plovdiv? Es una ciudad preciosa.
A Alexandra se le subió el corazón de un salto a la garganta. Allí estaba, la
proposición inevitable, la conversación que, indefectiblemente, un hombre joven se
sentía obligado a mantener cuando conocía a una chica. ¿Y si Bobby tenía en Sofía
una novia de la que no le había hablado? ¿Y si no la tenía? (lo cual era casi peor).
Alexandra buscó palabras que expresaran su rechazo con firmeza, claramente pero
sin parecer desagradecida. A fin de cuentas, Bobby llevaba dos días trasladándola de
un sitio a otro y aún no le había puesto la mano encima.
—No estoy segura. —Se enderezó el cinturón de seguridad—. ¿No podemos
regresar a Sofía?
—Sí, claro —contestó él como si aquello no tuviera ninguna importancia—. Pero
llegaremos bastante tarde. Supongo que estarás muy cansada.
—Ya estoy pagando el hostal en Sofía —repuso ella—. Si alquilo… Si
alquilamos, quiero decir, si cada uno alquila una habitación de hotel en Plovdiv…
Se interrumpió bruscamente. Aquello sonaba fatal. Era todo demasiado
complicado. De hecho, empezaba a parecer ridículo. ¿Por qué nunca sabía cuándo
parar? Empezó a picarle la cicatriz de la muñeca y se la rascó con saña a través de la
manga.
Pero Bobby parecía sorprendido.
—No me refería a un hotel —dijo—. Sería muy caro. Tengo una tía que vive en
Gorchovo, a una media hora al este de Plovdiv. Podríamos dormir en su casa.
Esta vez fue Alexandra quien se sorprendió. Y quien se avergonzó ligeramente.
—Pero no me conoce.
Él sonrió.
—Eso no importa —aseguró—. Soy su sobrino favorito y se pondrá muy contenta
de verme y de conocerte. Le explicaré lo que pasa, menos lo de la policía, creo. Y
puede que tampoco le diga lo de las cenizas.
—¿No deberías llamarla primero?
Él se rascó la nuca.
—Su teléfono suele fallar. Siempre estoy intentando convencerla para que lo

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arregle. Y, además, le gustará que le demos una sorpresa.
Las dudas volvieron a asaltar a Alexandra. ¿Y si no había ninguna tía? ¿Cómo
podía saber adónde la llevaba Bobby? ¿A una casa vacía o un piso en cualquier parte?
Pero él no parecía entusiasmado, solo ligeramente complacido por haber resuelto
un detalle práctico.
—Es muy simpática y cocina de maravilla. Mis primos se independizaron hace
mucho tiempo y su marido murió, así que le gusta que la visite siempre que puedo.
Cuando yo era pequeño, nos mimaba mucho a todos, sobre todo a mí. Todavía me
mima. De hecho, esta moneda me la dio ella. —Señaló el talismán que colgaba del
espejo retrovisor: la mujer con el pelo recogido en un moño—. Es Atenea. Dice que
es para ayudarme a recordar que debo ser prudente cuando conduzco.
—¿Vivíais cerca cuando eras pequeño?
—No, yo vivía en Sofía, pero iba a su casa a pasar el verano, cuando mis padres
estaban demasiado ocupados para encargarse de mí.
Una nube cruzó su semblante. Bajó el parasol como si quisiera protegerse los ojos
del sol.
—Yo también tengo una tía así —comentó Alexandra para distraerlo y olvidarse
de las preguntas que tenía en la punta de la lengua. (¿Por qué tus padres no podían
hacerse cargo de ti?)—. Vive cerca de un lago muy grande, en el estado de Georgia,
y mi hermano y yo íbamos a pasar varias semanas con ella todos los veranos. Nos
encantaba estar allí porque nos dejaba hacer un montón de cosas que nuestros padres
nos habrían prohibido, como ir a pescar solos en medio del lago.
—¿Tu hermano no ha querido venir a Bulgaria?
Bobby le sonrió y ella vio que la carretera seguía el curso sinuoso de un río. Junto
a ella discurría un camino de tierra. Un anciano iba en bicicleta por el camino, con
varias bolsas de plástico llenas atadas al manillar. Delante de él, varias filas de
árboles podados, de escasa altura, bordeaban el camino; el sol del atardecer hacía
brillar las hojas de sus copas recortadas.
—Mi hermano está muerto —dijo Alexandra. Con el paso de los años había
ensayado varias versiones de aquel enunciado, y finalmente se había decantado por el
más sencillo—. Murió hace doce años.
—Lo siento mucho. —Bobby meneó la cabeza.
A pesar de que no vio moverse su mano, Alexandra tuvo la impresión de que
sentía el impulso de tocarle el hombro y se refrenaba.
—Sí —se obligó a decir—. Era… Siempre quiso viajar. Le habría gustado
conocer Bulgaria.
No añadió que Jack quería visitar el país, ni le explicó el motivo. Era un asunto
demasiado íntimo.
—¿Era más pequeño o mayor que tú?
—Mayor. Me sacaba dos años. Era un chico estupendo —añadió sin pretenderlo.
¿Seguía siendo un chico al otro lado de la muerte o era ya un hombre? Se imaginó

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a Jack en el asiento negro del taxi, inclinado hacia delante, riéndose con aquel
perfecto desconocido, comparando sus gustos musicales y diciéndole, quizás, algo al
oído a su hermana: ¿No te decía yo que esto sería fantástico?
—Lo siento. —Bobby pareció retraerse; luego cambió de postura detrás del
volante, estirando su cuello y sus hombros musculosos. Ladeó la cabeza, señalando el
asiento de atrás—. Bueno, ¿qué nombre le ponemos?
Alexandra, que se había olvidado del perro unos minutos, se volvió para mirarlo,
aliviada por poder cambiar de tema. Estaba dormido, con la espalda apoyada en el
respaldo del asiento, la cabeza y las patas relajadas y un ojo medio cerrado en su cara
aterciopelada. Le pareció inmensamente vulnerable, montado en el coche, con ellos,
rumbo a un lugar por el que ni siquiera podía preguntar.
—¿Qué hay de tu tía? —dijo—. ¿No le molestará tener un perro en casa?
—Puede dormir en el patio. No creo que a mi tía le importe. Pero tenemos que
ponerle un nombre.
—Puede que ya tuviera uno —reflexionó Alexandra en voz alta, y comenzó a
trenzarse el pelo sobre el hombro, como solía hacer cuando estaba pensando—. Pero
supongo que nunca lo sabremos.
—Por eso necesita uno nuevo.
—¿Cómo soléis llamar a los perros en Bulgaria?
Bobby se quedó pensando.
—Bueno, antes la gente los llamaba Sharo —dijo—. O sea, «Mancha».
—No, necesita un nombre más interesante —repuso ella—. Es un tipo
interesante. —Acercó la mano a los polvorientos pies del animal y luego decidió no
sobresaltarlo.
—¿Qué tal Prah? —sugirió Bobby.
—Dijiste que significa «cenizas» —contestó ella indignada—. Es un poco
siniestro, ¿no?
—Aprendes deprisa. —Bobby la miró—. Buena memoria.
—No, tenemos que ponerle un nombre bonito. —Dejó de trenzarse el pelo y
paseó la mirada por la larga llanura soleada y los sauces lejanos—. ¿Cómo se dice
«esperanza»?
—Nadezhda —le dijo Bobby—. Pero es femenino, y nombre de chica, además.
También se llama así un barrio muy grande de Sofía en el que viven algunos amigos
míos.
—¿Y Stoyan? —preguntó ella.
Él se rio.
—Eso es aún más siniestro —dijo—. Pero… vale. Es un buen nombre para un
perro porque significa… «resistente», no sé si se dice así en inglés. Y este perro es
muy resistente.
—Es un amor —repuso Alexandra, y esta vez acarició la pata huesuda del perro.
El animal se despertó y levantó la cabeza, entornando un ojo soñoliento. Luego se

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echó hacia atrás, se estiró en el asiento y volvió a dormirse.
—Podríamos llamarlo Stoycho —sugirió Bobby—. Se parece a Stoyan pero es
distinto, y suena más respetuoso. Y, además, a un perro puedes decirle stoy, que
significa «quédate ahí». —Miró hacia atrás—. ¡Stoy, Stoycho! ¿Lo ves? Me hace
caso.
—De acuerdo. —Alexandra levantó la mano—. Yo te bautizo Stoycho.

Plovdiv apareció ante sus ojos a la luz del atardecer, rojiza y dorada; se alzaba en la
llanura, recortándose en siluetas que parecían mitad antiguas, mitad futuristas, pensó
Alexandra con embeleso. Era mucho más grande que las demás ciudades por las que
habían pasado. Se extendía por una serie de collados y se precipitaba hacia vaguadas
urbanas: un tumulto de casas lejanas, iglesias antiguas, muros, árboles y, en las
afueras, altos bloques de apartamentos.
—¿Te gusta? —Bobby sonrió y tamborileó sobre el volante—. Plovdiv es muy
interesante, y muy antigua. Era una ciudad griega. Filipópolis, se llamaba, por
Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro Magno. —La miró—. Antes había
gente que creía que Alejandro nos pertenecía. Ya sabes, porque era originario de aquí.
Ahora dejamos que los macedonios y los griegos se peleen por él. Todo el mundo
quiere a Alejandro, tu tocayo.
—Gracias —repuso ella.
Bobby ajustó el parasol, mirando hacia el cielo.
—Hasta hay un teatro romano en una de las colinas. Plovdiv está construida sobre
siete colinas, como la antigua Roma. Creo que es mejor que vayamos primero a casa
de mi tía. Está a punto de anochecer. Queda muy cerca de aquí. Mañana por la
mañana podemos ir a Plovdiv a buscar a los Lazarovi. Así podrás ver un poco el
casco antiguo, ¿de acuerdo?
Alexandra no creyó que pudiera negarse: la casa era de su tía, y el coche suyo.
Bobby tomó una salida rápidamente y un lustroso todoterreno negro cruzó por
delante del taxi haciendo chirriar sus neumáticos y se alejó a toda velocidad.
—Tápate los oídos, Bird —le dijo Bobby—. Necesito soltar algunos tacos.
—Si son en búlgaro, no importa —repuso ella.
Él se puso a despotricar y Alexandra le escuchó con atención.
—¿Qué has dicho? —le preguntó cuando acabó.
—Le he dicho a ese conductor que un gato debería comerse las vísceras de su
madre.
—¿En serio?
Bobby se rio.
—No, claro que no. He dicho las tonterías habituales, igual que en inglés.
Al tomar la salida, perdieron de vista la ciudad y sus vetustas colinas, y pusieron
rumbo al sur, hacia un pueblecito. Al llegar a las afueras, pasaron junto a una tapia

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pegada a la carretera. Estaba cubierta de pintadas y encima de ella había sentados en
fila varios niños gitanos que les saludaron con la mano, empujándose unos a otros.
Estaban muy morenos y vestían ropas abigarradas. El más pequeño parecía tener
apenas cuatro o cinco años. El muro tenía como mínimo tres metros de alto, y
Alexandra sintió una oleada de angustia por que alguno de ellos se cayera a la
carretera. Bobby sacudió la cabeza pero levantó la mano para saludar a los niños.
Alexandra se alegró al ver que el centro del pueblo era también antiguo y estaba
lleno de árboles cubiertos de hojas nuevas. Un enorme edificio de cemento que había
en la plaza arruinaba en parte su belleza. Tenía en la fachada una frase escrita en
grandes letras cirílicas, con algunos huecos en medio. Encima de las letras había una
escultura de metal herrumbroso: una niña de unos seis metros de alto, con un vestido
largo y largas trenzas, a la que le faltaban los pies. Como ocurría en Bovech, los
lugareños parecían moverse sin prisas, volviendo del trabajo o de hacer algún recado,
cargados con bolsas de plástico. Les adelantó una camioneta llena de hombres, uno
de los cuales se quitó la gorra para rascarse la cabeza. Frente al edificio de cemento
con sus eslóganes mellados en la fachada, había un corro de señores mayores vestidos
con traje y jerséis oscuros. Alexandra vio que un anciano tocaba el hombro de una
señora como para recordarle que debían irse; ella se volvió para besar en la mejilla a
otra señora.
Bobby se detuvo delante de un edificio de pisos con cornisas de piedra gris y
paredes desconchadas. Alexandra se desanimó de pronto.
—No tenemos correa para Stoycho —dijo—. Una cuerda, quiero decir, algo con
lo que sujetarlo.
—No va a separarse de nosotros —le aseguró Bobby—. Querrá cenar.
Dejó salir al perro del coche y Stoycho se tambaleó un momento y luego estiró las
patas.
—Tú —le dijo Bobby en tono severo—, ven conmigo.
Se señaló los zapatos y el perro los siguió hacia la parte de atrás del edificio,
donde había un patio.
—Quédate aquí —ordenó Bobby—. Te traeremos algo de comida y agua.
El perro orinó abundantemente en un arbusto, olfateó el charco y luego se sentó y
los miró. Alexandra vio que azotaba el suelo polvoriento con el rabo. El patio la
sorprendió: era un mar de barro seco con escuálidos atolones de grama aquí y allá y
un foso en un rincón, en el que alguien había arrojado el chasis de un anticuado
carrito de bebé. Lo rodeaba un muro ruinoso, rematado con trozos de cristal clavados
en el cemento, muchos de los cuales habían vuelto a romperse y estaban
desperdigados por el suelo. Confió en que Stoycho no pisara los cristales. Le acarició
la cabeza y, haciendo un esfuerzo, se alejó.
Cuando rodearon el edificio, vio que la acera de enfrente estaba agrietada y
fangosa. Se preguntó cómo pasaría Stoycho (y ella misma) la noche. De pronto deseó
estar en casa, en Greenhill, con sus lisas aceras. Casi se arrepentía de haber venido al

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país favorito de Jack, pintado de verde claro en el mapa.

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Bobby llamó a uno de los ocho viejos timbres, retrocedió y levantó la mirada.
Pasado un momento, alguien los llamó desde lo alto. Alexandra vio que una mujer de
cabello rojo, vestida con una bata, se inclinaba sobre un balcón, dos pisos más arriba.
Sonreía y saludaba impetuosamente con la mano.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Ay, Asparuh! Kakvo pravish tuk?
Bobby sonrió con las manos metidas en los bolsillos y contestó algo a voces.
—Pregunta qué hacemos aquí —le explicó a Alexandra—, y le he dicho que no
podía vivir ni un día más sin comer uno de sus guisos.
La mujer saludó a Alexandra levantando una mano y les indicó rápidamente que
esperaran. Alexandra la saludó con un ademán, sintiendo de pronto que aquello era
una locura. Entonces oyó a alguien en la escalera y la tía de Bobby abrió el portal del
edificio. Era mucho más baja que Alexandra y de complexión cuadrada, sin ser
gorda. Llevaba recogido por detrás el cabello de color caoba, a todas luces teñido.
Vestía una bata floreada con grandes bolsillos y calzaba unas pantuflas de felpilla.
Sus piernas desnudas estaban surcadas de varices. Besó a Bobby en las mejillas
cuatro o cinco veces, sonoramente. Él le presentó a Alexandra y su tía le estrechó la
mano, primero con una sola mano y luego con las dos.
—Pavlina —le dijo varias veces.
—Se llama así —explicó Bobby—. Dice que puedes tutearla. Y que subamos
enseguida. Pero primero voy a explicarle lo de Stoycho.
La tía Pavlina se puso seria un momento al oír hablar del perro, y Alexandra
adivinó por cómo miraba a Bobby que no era la primera vez que su sobrino se
presentaba con extrañas compañías, como una chica americana o un perro callejero.
Había confiado en que la tía invitara a subir al perro, pero no parecía que fuera a
hacerlo. La siguieron hasta el segundo piso. Alexandra trató de no prestar atención a
la mugrienta escalera. Pavlina abrió la puerta de su casa y volvió a cerrarla cuando
entraron.
Se encontraron en un saloncito con puertas cerradas a ambos lados. La luz del
atardecer entraba por la puerta abierta de la cocina y se derramaba por el suelo de
parqué, tan limpio que semejaba ámbar pulido. Las paredes estaban pintadas de un
tono tan claro que parecía confundirse con la luz. Alexandra vio colgada en una de
ellas una acuarela que representaba unas barcas varadas en la playa, con la proa
lamida por el oscuro oleaje. Bobby colgó su chaqueta en el perchero de un espejo
antiguo. Alexandra vio la mitad de su cara reflejada en el espejo y de pronto le
pareció extraña y difuminada como un daguerrotipo. Imitando a Bobby, se quitó las
deportivas y se puso unas pantuflas de lana que amortiguaban el ruido de sus pasos.
Luego, la tía Pavlina los hizo entrar en la cocina, donde olía a patatas cocidas y

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carne guisada. Bobby suspiró satisfecho y se dejó caer en el desvencijado diván que
había en el rincón. Sobre la mesa de formica roja había una tabla de cortar y un
cuchillo; en el fregadero, muy usado pero impecable, se veían varias mondas de
patata. El suelo parecía fregado hasta la saciedad, y el sol del ocaso entraba por las
ventanas, cuyos cristales estaban tan limpios que eran casi invisibles. La tía Pavlina
indicó a Alexandra que se sentara y bajó el volumen del pequeño televisor, en el que
un hombre vestido con esmoquin regalaba un coche deportivo a quien respondiera a
su siguiente pregunta. Era un programa estadounidense. Sobreimpreso en la pantalla
se leía: «¿Cuál es el mayor lago de Dakota del Sur?». El hombre trajeado daba a
elegir entre varias respuestas. Alexandra solo sabía que no era el lago Victoria.
Quizás en Dakota del Sur no hubiera ningún lago.
Antes de que descubriera cuál era la respuesta correcta, se interrumpió el
programa para dar paso a un boletín de noticias. Bobby se incorporó y se rodeó las
rodillas con los brazos. El locutor estaba delante de un podio en el que un joven
parecía estar presentando a un hombre mayor. Este se acercó al micrófono y
contempló a su público con una sonrisa. Tenía un aspecto vigoroso a pesar de su
edad, y el cabello, abundante y bien cuidado, le llegaba casi hasta los hombros. Esta
vez, Alexandra se fijó no solo en su espesa barba castaña y en su bigote, sino en que
tenía una franja de profundas cicatrices en la parte superior de las mejillas. Se acordó
de las mutilaciones rituales que veía en los números de National Geographic cuando
era pequeña.
El hombre leyó una escueta declaración y se oyeron los aplausos de varias
personas situadas allí cerca.
—¿No es ese tipo de las minas? —le preguntó Alexandra a Bobby—. ¿Qué está
diciendo?
Bobby no contestó hasta que empezó un anuncio (de queso, fabricado por ovejas
felices). Entonces se arrellanó de nuevo en el diván.
—Estupendo —dijo amargamente—. Sí, era Kurilkov, el ministro del que te
hablé. Acaba de anunciar su intención de presentarse a las elecciones con un partido
propio dentro de dos años, como todo el mundo preveía. Si su partido consigue
suficientes escaños en el parlamento, será primer ministro, el puesto más poderoso de
Bulgaria. —Arrugó el ceño—. Todavía no puede empezar a hacer campaña
oficialmente, pero ya nos ha dicho cuál va a ser su eslogan: Bez koruptsiya, sin
corrupción. Nos ha advertido de que va en serio y le han aplaudido.
—¿Por qué te parece tan mal? —Alexandra observó su semblante.
Bobby tiró de la borla de uno de los cojines de la tía Pavlina.
—Los políticos que hablan de pureza suelen acabar decidiendo quién es puro y
quién no. Kurilkov ya ha declarado a un periódico que todo búlgaro que no
contribuya de manera positiva a la sociedad será buscado y obligado a trabajar, a
través de nuestro sistema penitenciario, para reconstruir la economía. Es una cosa
muy rara, un disparate, pero hay mucha gente que lo quiere por ello. Imagino que se

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refiere a cualquiera que no apoye su campaña, cuando dé comienzo formalmente.
La miraba con severidad, pero tía Pavlina lo interrumpió señalando el fogón.
—Pregunta si quieres carne —dijo Bobby—. Ha oído decir que muchos
estadounidenses son vegetarianos.
—Por favor, dile que me encanta la carne —contestó ella, a pesar de que hasta
hacía dos días era totalmente vegetariana—. Ojalá pudiera hablar con ella. No sabe
inglés, ¿verdad?
—Por desgracia, no. Solo ruso y francés. Estudió algo de francés en el colegio, en
Plovdiv, y toda la gente de su edad habla ruso, da igual al colegio que fueran.
—Madame, je m’excuse que je ne parle pas votre langue —dijo Alexandra
torpemente, y ambos la miraron extrañados.
La tía Pavlina se acercó a la mesa, la agarró por los hombros y se inclinó para
besarla en el pelo, apretándole la mejilla contra la sólida alacena de su pecho.
—Oh, ma petite! Et tu parles français comme une française!
—No, qué va —contestó Alexandra, poniéndose colorada y tratando de conservar
la calma.
Mientras cenaban —infinitamente mejor que en cualquier restaurante desde la
llegada de Alexandra a Bulgaria—, la tía Pavlina le preguntó en francés y búlgaro por
su familia, su ciudad natal y sus planes para trabajar en Sofía. No preguntó, en
cambio, por el motivo de su viaje. Alexandra intuyó, un poco azorada, que daba por
sentado que Bobby y ella eran pareja. Le preguntó, a su vez, cuál era su profesión. Al
parecer, había trabajado treinta años en un colegio de primaria. Le dijo en francés que
su marido había muerto hacía diez años, atropellado por un camión.
—Estuve dos años sin dormir, chérie.
Yo también, quiso decirle Alexandra, pero prefirió rebuscar en su memoria alguna
palabra de condolencia en francés, hasta que la tía Pavlina la interrumpió, echándose
a reír por sorpresa.
—Todo el mundo tiene sus penas —dijo.
Enseñó a Alexandra cómo se decía pena, patata, mesa y cuchara en búlgaro, y le
hizo copiar las palabras en su cuaderno.
Después de la cena, fregó los platos y limpió la cocina con la asepsia propia de un
laboratorio, negándose a aceptar la ayuda de Alexandra. Bobby no se ofreció a
ayudarla; salió al balcón de la cocina y, apoyado en la barandilla, se puso a mirar el
cielo. Entonces Alexandra se acordó de Stoycho y bajaron los tres a darle las sobras
de la cena. Pavlina, con su bata floreada y otras pantuflas, se mantuvo a distancia.
Stoycho movió el rabo con entusiasmo y se puso a dar vueltas a su alrededor hasta
que Bobby le ordenó que se sentara. Engulló la comida y acto seguido se desperezó.
Lo ataron con una cuerda que había encontrado la tía Pavlina y se echó
tranquilamente en un trozo de manta vieja sacado del taxi. A Alexandra no le apetecía
dejarlo toda la noche a la intemperie, pero Bobby le aseguró que el perro podía
enfrentarse a cualquier cosa que lo molestara en la oscuridad.

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Cuando la tía Pavlina entró en el edificio delante de ellos, Alexandra agarró a
Bobby de la manga y se obligó a preguntar:
—¿Cómo vamos a dormir? Quiero decir que si… si hay suficientes habitaciones.
Bobby escudriñó sus ojos un momento y ella pensó que quizás estuviera
enfadado. Luego le pareció que iba a reírse de ella.
—¿No quieres dormir conmigo, cariño? —preguntó él.
Alexandra tragó saliva.
—Bueno, no es eso… Quiero decir que me caes bien y…
—Bird —la interrumpió él—, me gustaría que dejaras de preocuparte. Ya te
quiero mucho, pero soy gay.
—¿Qué? —dijo ella.
—Soy gay. En Estados Unidos se dice así, ¿no?
Alexandra vio su sonrisa desafiante, pero también creyó advertir un fugaz destello
de incertidumbre. ¿Cómo iba a tomárselo ella?
—Pero eso es… —Todavía estaba sorprendida—. Eso es genial. No lo sabía. Es
fantástico. Quiero decir que no me importa. —Iba de mal en peor—. De hecho, yo…
—Mis padres lo saben —añadió él—, pero mi tía no. O puede que no quiera
saberlo. No quiero forzarla. Y mis padres no se lo tomaron bien. Mi madre todavía
me habla. Mi padre, menos.
—Lo siento. —Se obligó a mirarlo: una sombra profunda cubría su semblante.
Pena—. Yo no voy a decirle nada, claro.
—Es otro motivo por el que no le tengo simpatía a la policía, Alexandra. Les
gusta hacer listas de gente.
Se miraron el uno al otro. Ella se preguntó si debía preguntarle si le habían
detenido alguna vez por ser homosexual. Y si tenía pareja.
Lo intentó de nuevo.
—Antes no quería decir que no me gustaras. De hecho, ahora mismo estaba
pensando que si no fueras gay…
Pero aquello era tan violento que le dio la risa, a su pesar, y se tapó la boca con la
mano. No recordaba la última vez que se le había escapado la risa así.
—Exacto —dijo Bobby con una sonrisa, y le puso delicadamente un par de dedos
en la frente, como si la ungiera con su amistad.

La tía Pavlina le dio a Alexandra un camisón de nailon rosa que le quedaba cinco
tallas grande y le llegaba justo por debajo de la rodilla, una toalla con textura de
cartón almidonado, un cepillo de dientes limpio y, por último, un gorro para la ducha,
como si estuviera en un motel americano. Alexandra se encerró en el cuarto de baño,
se quitó la ropa y observó su rostro despierto y sus pechos pequeños en el espejo. Al
menos su cuerpo no había cambiado. El cuarto de baño no se parecía a ningún otro
que hubiera visto. La cisterna del váter, situada cerca del techo, se accionaba tirando

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de una cuerda. Pegado a la pared había un calentador de agua, y Alexandra se dijo
que debía darse prisa, si aquel termo contenía toda el agua caliente de Pavlina. Pero
lo más extraño de todo era que el agua de la ducha se iba por un desagüe abierto en
medio del suelo, sin paredes ni cortinas a su alrededor. Todo parecía extremadamente
pulcro y el olor a productos de limpieza era tan fuerte que producía picores en la
nariz.
Alexandra se lavó el pelo con algo que encontró en un bote de plástico, se secó el
cuerpo con la impecable y tiesa toalla y descubrió que no se había acordado de quitar
el rollo de papel higiénico del alcance de la ducha y estaba, por lo tanto, empapado.
Hasta el papel higiénico le resultaba extraño: era rosa oscuro y maleable, como si
estuviera hecho de una sustancia gomosa. Ahora parecía inservible. Había dejado los
calcetines cerca del váter y también estaban mojados. Se alegró de haber colgado el
resto de su ropa en un gancho, detrás de la puerta. Por un instante deseó de nuevo
estar en casa. Se puso el ancho camisón de la tía Pavlina y se peinó a duras penas con
el peine que encontró en un estante.
La tía Pavlina le había hecho la cama en una de las habitaciones que tenían la
puerta cerrada. Había varias estanterías con una fila de libros de bolsillo y fotografías
enmarcadas de diversos niños. Alexandra estaba segura de que el niño de unos ocho
años con el cabello liso y claro y la camisa de manga larga era Bobby. Sus ojos no
habían cambiado nada. En otra foto aparecía Pavlina sentada junto a un hombre de
gruesas gafas nacaradas. La bolsa con la urna descansaba sobre una silla. Alexandra
lamentó no ver a Stoycho desde su ventana, pero la habitación daba al edificio de al
lado, con un grupo de árboles escuálidos en medio.
Pavlina se acercó a la puerta con el pelo envuelto en un pañuelo de algodón y le
preguntó si necesitaba algo más. Alexandra se inclinó instintivamente y la abrazó. La
tía de Bobby era como un animal: de músculos grandes y carnes firmes. Estrechó con
fuerza a Alexandra unos instantes a pesar de que era mucho más bajita que ella y
murmuró algo en búlgaro. Luego apagó la luz, cerró la puerta y le dijo adiós con la
mano a través del cristal esmerilado. Alexandra vio su silueta y la de Bobby ir de un
lado para otro. Un reino de sombras. Fue la primera vez desde hacía años que se
sentía a salvo justo antes de dormir.

Mucho después, sin embargo, se despertó soñando que había algo horrible bajo su
cama, algo que se desenroscaba y cobraba vida y que luego, con la misma prontitud,
volvía a quedar inmóvil. La habitación estaba a oscuras. Sin pretenderlo, gritó y se
levantó de un salto. Oía un chillido procedente de la calle: alarmas de coches saltando
a su alrededor, por todas partes. Una fracción de segundo después Bobby irrumpió en
la habitación, la agarró de la mano y corrieron juntos por el pasillo, hasta la puerta del
piso. Parecía llevar puesta solo su ropa interior, unos calzoncillos blancos. Alexandra
vio a la tía Pavlina delante de ellos. Avanzaba rápidamente, en camisón, con el pelo

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todavía envuelto en aquel pañuelo de algodón. El suelo volvió a temblar y Alexandra
soltó un grito sin querer. Solo había visto aquello en las películas. En la escalera
sucia, las luces se encendían y se apagaban mientras bajaban a trompicones y salían
por el portal. Había otros vecinos saliendo atropelladamente, confusas siluetas
humanas, voces que gritaban preguntas u órdenes. Una farola alumbraba la acera.
Algunos coches aparcados seguían aullando. Alexandra vio que también había grupos
de gente frente a los edificios del otro lado de la calle. Un perro ladraba frenético en
la oscuridad y, algo más lejos, ladraba otro.
—Ha sido fuerte —comentó Bobby—. Y largo. —Se apartó el pelo sudoroso de
la frente.
—¿Un terremoto? —preguntó Alexandra para asegurarse.
—Sí.
—Nunca había sentido un terremoto —dijo ella.
Sin saber por qué, se le ocurrió que Jack tampoco había vivido nunca un
terremoto, ni lo viviría ya. Ahora que había pasado, sintió que le temblaban las
rodillas. Estaba descalza. Se acordó de comprobar que no hubiera cristales rotos por
allí cerca, y entonces pensó en el perro.
—¡Ay, no! —exclamó—. ¡Ese que ladra es Stoycho! Y la urna sigue en mi
habitación.
Dio media vuelta, sin saber qué rescatar primero, pero Bobby la agarró por el
codo.
—No podemos entrar por ahora. Podría haber otro temblor. A la urna no va a
pasarle nada. Deja que vaya yo a ver cómo está Stoycho. También tengo que ir a
echarle un vistazo al taxi. Quédate aquí y ayuda a lelia Pavlina —añadió, a pesar de
que su tía estaba charlando con dos vecinas más jóvenes, como si los temblores de
tierra fueran un grato acontecimiento social.
Desapareció al otro lado del edificio, su espalda desnuda pálida a la luz de las
farolas. Cuando regresó, traía a Stoycho consigo. Era la primera vez que Alexandra
veía al perro acobardado. Tenía el pelo erizado y la cabeza más pegada al suelo que
los hombros. Temblando, se acercó a Alexandra y se apoyó contra su rodilla.
—Tranquilo —musitó ella agachándose—, cariño mío.
Le acarició la cabeza y las orejas y le rascó el pecho con los dedos.
—Voy a echar una ojeada a mi taxi —le dijo Bobby.
Cerca de allí, un par de personas abrieron sus coches y apagaron las alarmas.
El siguiente temblor se produjo justo entonces: más débil que el anterior, pero
súbito y violento. La impresión que le había producido el primero volvió a apoderarse
de cada célula del cuerpo de Alexandra: aquella horrible sacudida bajo los pies, el
terror que le calaba los huesos. Se oyeron leves gritos en la calle. Bobby le rodeó los
hombros con el brazo, clavándole los dedos en la piel. Unos cuantos guijarros se
desprendieron de las cornisas y cayeron a la acera como lluvia petrificada. Alexandra
tuvo la suficiente serenidad para mantener sujeta la cuerda de Stoycho. La tierra

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volvió a aquietarse de repente.
—Tranquila —le dijo Bobby como había hecho ella con el perro. Seguía
sujetándola por el brazo y Stoycho se había agazapado patéticamente a sus pies—.
Este ha sido mucho más débil. Si hay más, no serán para tanto. Puede que no haya
ninguno más, pero creo que habrá daños en otros sitios, donde seguramente habrá
sido más fuerte. Pronto lo sabremos. Ven conmigo. Vamos a ver mi coche.
Alexandra se alegró de no tener que quedarse entre los vecinos. Estaban hablando
otra vez animadamente, con Pavlina en medio. Alexandra y Stoycho siguieron a
Bobby hasta la calle transversal, donde dobló una esquina y se paró en seco. También
había vecinos delante de los bloques de aquella calle, formando pequeños grupos en
la acera. Entre ellos, un anciano cubierto con un albornoz que arrastraba por el suelo.
Todavía sonaba una alarma, pero más lejos. El taxi de Bobby estaba aparcado debajo
de una farola que brillaba aún, intacta por el terremoto. Sobre el parabrisas había algo
que Alexandra pensó en un principio que podía ser una multa. Cuando se acercaron,
vieron que eran dos palabras garabateadas en pintura amarilla. Bobby soltó un
exabrupto y corrió a tocar la pintura. Luego se quedó mirando el parabrisas.
Alexandra pensó que tenía una expresión muy extraña.
—Y todavía está un poco húmeda —dijo él.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó ella, pero Bobby se había girado, alerta.
De pronto echó a correr calle arriba y desapareció un momento al doblar la
siguiente esquina, pasando entre dos bloques de pisos.
Regresó con los puños apretados.
—A veces la gente abre los coches cuando hay un terremoto, por el ruido que
hacen las alarmas. Pero no suelen hacer pintadas.
—¿Qué es lo que pone? —insistió ella.
Bobby sacudió la cabeza.
—Pone Bez koruptsiya. Sin corrupción.
—El eslogan de tu político favorito —comentó ella, tratando de hacerle sonreír.
Bobby tenía un semblante sombrío.
—Sí, exacto. —Tocó de nuevo la pintura y se limpió el dedo en la parte de atrás
de los calzoncillos—. Puede que Kurilkov tenga grafiteros en Plovdiv. La verdad es
que tiene muchos seguidores en estos pueblos pequeños. Pero no hay pintado ningún
otro coche. —Se inclinó hacia el parabrisas—. Ojalá tuviera aquí el teléfono para
hacer una foto.
Luego miró a Alexandra y bajó la voz.
—No te preocupes —dijo—. Solo es una gamberrada. Lo limpiaré por la mañana.

Acurrucada en la cama del cuarto de invitados de Pavlina, temblando, Alexandra


tardó una hora en volver a dormirse. O, mejor dicho, se adormeció y se despertó
intermitentemente, asustada, temiendo que el colchón volviera a moverse. Lamentaba

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no tener a Stoycho allí con ella, o incluso a Bobby. Cuando por fin consiguió
dormirse, soñó con terremotos y con un hombre alto y apuesto, vestido en blanco y
negro. El hombre sonreía, pero tenía sangre en el antebrazo como si acabara de
practicarse una incisión con un cuchillo. Se inclinaba hacia el interior de un coche
para darle algo con la otra mano, la que tenía limpia. Ella, sin embargo, no lograba
ver qué era. «¿Ves?», decía, pero Alexandra no veía nada. Deseaba agarrar su mano y
besarla, contuviera lo que contuviera, pero él ya había desaparecido.

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22

— El apellido de la familia no es Lazarovi —dijo Bobby—. La vecina de Bovech


nos dio uno distinto.
Estaban sentados en el taxi, a la luz radiante de la mañana. Bobby acababa de
desdoblar un trozo de papel y la tía Pavlina les decía adiós con la mano desde el
balcón. El terremoto no parecía haber causado desperfectos.
—Es increíble. No se ha caído ni una teja —había comentado Bobby durante el
desayuno, aunque según el telediario matinal el terremoto había producido grietas en
las paredes y dos víctimas mortales en una localidad situada más al sur—. Ni siquiera
ha sufrido daños el casco viejo de Plovdiv, excepto un coche que rodó por una cuesta
abajo y chocó contra un muro. Es una suerte.
Stoycho daba vueltas en el asiento trasero, tratando de encajar sus largas piernas
en alguna parte.
—Aquí no pone Lazarov —insistió Bobby—. Debería haberme fijado ayer.
—A lo mejor están viviendo en casa de algún familiar de la otra parte de la
familia y por eso el apellido es distinto. O con algún amigo —sugirió Alexandra.
—Sí, puede ser. He probado a llamar otra vez al número del hombre más joven,
pero sigue sin contestar y no puedo dejar un mensaje. Aunque seguramente es mejor
así: me resultaría difícil explicárselo por teléfono y, si decimos que tenemos algo que
les pertenece, puede que sospechen de nosotros o que se asusten. Estamos muy cerca
de allí. Creo que lo mejor será presentarnos en la casa y enseñarles la urna.
Alexandra se preguntaba qué harían con Stoycho cuando volvieran a Sofía tras
completar su misión. Confiaba en que Bobby tuviera suficiente sitio en su casa para
quedárselo y pudieran verse de vez en cuando.
Salieron lentamente del pueblo. Al pasar por el centro, junto al edificio de
cemento con la estatua de la muchacha vestida en traje regional, vieron a un grupo de
ancianos sentados alrededor de una fuente seca. Quizás fueran los mismos que
Alexandra había visto la víspera. Seguramente estarían hablando del terremoto. ¿Qué
habrían visto aquellos ojos en sus ochenta o noventa años de vida? Tal vez algunos de
ellos habían vivido en aldeas antes de la era comunista y emigrado a la ciudad
empujados por una oleada de modernización, habían dejado atrás la pobreza o, por el
contrario, se habían sumido en ella, o habían sido detenidos por delitos ficticios
contra el Estado. Ahora, le parecían separados por completo del curso de la historia,
aguardando allí a que se acercara una paloma o un viejo amigo les estrechara la
mano.
Cuando entraron en Plovdiv, vio que la parte baja de la ciudad estaba formada por
un denso batiburrillo de tiendecitas y casas, bloques de pisos y una iglesia. Distinguió
fugazmente un taller lleno de lápidas de mármol y, a su lado, una casa de comidas

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con las lunas empañadas y un letrero en inglés: hot food, comida caliente. Bajó la
ventanilla y notó un olor a pan recién hecho, a gasolina, a tierra removida, a carne
frita y, por debajo de todos aquellos aromas, la delicada frescura de la mañana. Había
gente en las aceras y cruzando la calzada. Vio una calle peatonal flanqueada por
edificios recién pintados cuyos tejados rojos semejaban alas de sombreros; hoteles
con letreros gigantescos emergiendo de las azoteas, anunciando nombres de bancos o
marcas de coches; sicomoros de inmenso tronco; tres chicos con monopatín. Vio una
mezquita con su hermoso minarete apuntando hacia arriba. Las aceras estaban
limpias.
—¿Te gusta? —Bobby la miró y deslizó las manos sobre el volante.
—No está mal —contestó ella con una sonrisa.
El taxi avanzó lentamente por otra calle bordeada de estrechos edificios de color
gris, ocre, crema y azul, y terrazas de cafés protegidas con sombrillas: un París
oriental. Luego empezaron a ascender. La luz del sol atravesaba el llano antes de
reflejarse en los promontorios de la ciudad. Alexandra sintió llegar aquella luz de la
montaña al campo y de allí a lo alto de las colinas, como venía sucediendo desde
hacía siglos.
En el siguiente cruce, Bobby consultó su trozo de papel y el plano que les había
dado la tía Pavlina. Alexandra vio que tres niñas salían de una tienda y se enlazaban
por la cintura. Junto al escaparate de una panadería había un hombre con un mono,
pero Alexandra reparó enseguida en que el mono no era de verdad. Era una marioneta
que el hombre hacía moverse ante los transeúntes dispuestos a echar unas monedas en
su cestillo. Una mujer que salió de la panadería dejó un paquete envuelto en una
servilleta encima de las monedas: algo que desayunar para el hombre de la chaqueta
raída. El mono se arrojó hambriento hacia el paquete. Luego cambió el semáforo,
Bobby siguió conduciendo y Alexandra no pudo ver qué sucedía a continuación.
—Estamos cerca —dijo él—. Viven justamente en la parte más antigua. Para ti va
a ser espectacular.
Condujo el taxi cuesta arriba por una de las colinas, hasta que las calles, muy
empinadas, se volvieron de adoquines. Por todas partes había muros de piedra
rematados con tejas rojas, y pasadizos con arcadas. Al mirar hacia delante, Alexandra
vio casas con voladizos sostenidos por vigas de madera, algunas de ellas decoradas
con cenefas, flores y medallones pintados. En una balconada colgaban alfombras con
abigarrados dibujos geométricos. En cuestión de minutos, parecían haber retrocedido
varios siglos. Allí arriba era fácil imaginar que el siglo XX no había tenido lugar.
Alexandra echó de menos a Jack, aunque sospechaba que su hermano habría
preferido la descarnada crudeza de los bloques de viviendas de Sofía.
—Tenemos que aparcar aquí —dijo Bobby—. Más allá no se puede ir con el
coche. Tendremos que dar un corto paseo.
—¿Y Stoycho? —Alexandra miró hacia el asiento de atrás.
El perro dormía como si tuviera que recuperar años y años de sueño perdido.

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—Tendremos que arriesgarnos a dejarlo aquí un rato. Dejaré la ventanilla un poco
bajada.
—¿No intentarán robárnoslo? —preguntó ella sin poder refrenarse.
—Él no lo permitiría —repuso Bobby con firmeza—. Pero tienes que traer la
bolsa.
—Para que podamos devolverla —dijo Alexandra con una oleada de placer.
Mientras subían por la colina, la urna le pareció ligera. La acera era tan empinada
que los pies se le doblaban hacia las espinillas. Sostenía la bolsa con fuerza, porque
aquel sería el último tramo que recorrería con ella. Torcieron hacia una callejuela
estrecha. La nota que sostenía Bobby parecía conducirlos a una mansión decorada
con rizadas hojas de acanto sobre fondo de estuco azul. El letrero de la fachada decía
mузeи/museo y el número de la casa era casi el correcto, aunque no del todo.
Al cruzar la verja, vieron dentro del patio amurallado del edificio principal una
pequeña vivienda de dos plantas cuyo número coincidía exactamente con el de sus
señas. Alexandra comenzó a sonreír al verla. Era una casita enlucida, como el museo,
pero pintada de un suave tono bermejo. A su izquierda, cobijando el tejado, se alzaba
un árbol que Alexandra no reconoció. Se parecía a un haya, pero sus ramas colgantes,
cuajadas de minúsculas yemas entre verdosas y amarillas, recordaban a las de un
sauce. Encima de la puerta principal se veía un sol tallado en madera. Estirando los
brazos y cogidos de la mano, Alexandra y Bobby podrían haber abarcado la fachada
entera. Las ventanas situadas a cada lado de la puerta tenían rejas de hierro forjado
entre las que crecían gran cantidad de flores. El número que buscaban aparecía,
escrito en blanco, en un letrero azul sujeto al estuco.
—Qué bonito es esto —comentó Alexandra.
—Sí —dijo Bobby—. No es la verdadera Bulgaria, pero es bonito.
—No se ve a nadie por aquí —susurró Alexandra, temiendo encontrarse con otra
casa vacía.
—Y no hay timbre —observó Bobby, pero levantó la mano y tocó a la puerta.
Esta se abrió casi de inmediato y una anciana apareció ante ellos, muy erguida. El
cabello, blanco y suelto, le llegaba hasta los hombros. Vestía una larga chaqueta de
punto morada, abrochada sobre un vestido negro con un enorme broche en el cuello.
Alexandra se fijó enseguida en el broche, por su tamaño y porque reflejaba la luz del
sol que entraba por la puerta. Era de esmalte y estaba decorado con lirios, iris y hojas
verdes. El rostro de la mujer era como un pico y sus ojos eran tan negros como
blanco era su cabello, lo que le daba el aspecto de un negativo fotográfico. Alexandra
pensó al principio que podía ser un fantasma, y luego que debía de ser la guía del
museo. Los miró sin sonreír pero sin miedo, y posiblemente también sin curiosidad.
Bobby se dirigió a ella amablemente y le tendió la mano, un gesto que ella apenas
pareció notar. Alexandra entendió «Lazarovi» y «amerikanka». La mujer la miró
fijamente. Luego levantó una mano nudosa y la agitó como si removiera sopa en un
cazo, en medio del aire primaveral. Su ademán podía denotar sorpresa, pero también

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parecía decir Ya sabía yo que habría problemas. Les hizo pasar y hasta les sujetó la
puerta, apartándose con paso tambaleante.
El pasillo, forrado de madera oscura, era minúsculo y Alexandra vio otro sol
labrado en el techo, con cigüeñas volando hacia los cuatro puntos cardinales. Junto a
la pared había un baúl de madera y el suelo estaba cubierto por una alfombra de lana
a rayas. Una escalera sumamente estrecha subía a la planta de arriba. A pesar de su
escaso mobiliario, el pasillo daba la impresión de estar abarrotado. Las paredes
estaban cubiertas por pinturas al óleo: árboles, casas y ventanas, pero sobre todo
rostros, en abigarrada confusión, del suelo al techo. Había hombres enjutos y
agotados, mujeres de ojos tristes, niñas melancólicas con sombrero o larga melena.
Una galería de la tristeza, pensó Alexandra al mirar los cuadros. La anciana señaló
las paredes con un ademán como si advirtiera su interés, pero no dijo nada.
La siguieron hasta un saloncito que, al igual que el pasillo, daba la impresión de
ser un museo pero tenía la ventaja de estar bañado por un sol tamizado de verde. Las
ramas del árbol rozaban las ventanas y la luz caía sobre los bancos de madera y la
redonda mesa de latón. El suelo estaba muy bruñido, había finas alfombras de colores
y también allí las paredes estaban cubiertas de pequeñas pinturas al óleo.
La anciana se sentó y les indicó un banco. Acto seguido entró una mujer más
joven sin decir nada. Era morena de pelo, esbelta y delicada; tenía unos treinta y
cinco años, vestía vaqueros azules y llevaba una bandeja con tazas y una fragante
cafetera. Alexandra se quedó atónita. A fin de cuentas, llevaban en la casa menos de
cinco minutos y habían llegado sin anunciarse. La joven dejó el café sobre la mesa,
sonrió y salió sin perder un instante.
Después de que se marchara, la señora volvió a dirigirse a ellos con voz ronca,
abriendo sus manos retorcidas para señalar la bandeja.
—Zapoviadaite molia —dijo.
Por favor. Una invitación. Alexandra conocía al menos la segunda palabra.
Bobby le dio las gracias y se puso azúcar en su taza. Alexandra dejó la preciada
bolsa a su lado y siguió su ejemplo. Bobby, que también se había quedado callado,
parecía estar esperando a que su anfitriona iniciara la conversación. La anciana
permanecía sentada frente a ellos, en una silla de respaldo recto, con las manos sobre
las rodillas. No hizo caso del café a pesar de que sobre la bandeja había una tercera
taza humeante. Alexandra notó que el broche de su cuello era casi tan grande como
su frente y estaba lleno de pájaros, además de flores. La luz del sol realzaba
implacablemente el rostro envejecido situado sobre él.
Justo cuando empezaba a preguntarse si alguien rompería el silencio, la anciana
levantó una mano. Sus dedos, largos y pálidos, casi azulados, se torcían a partir de la
primera falange.
—Podéis hablar en inglés —dijo.
Tenía la voz quebradiza, o tal vez fuera su inglés, que sonaba entrecortado. Su
acento era británico y un tanto anticuado.

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Alexandra se sorprendió.
—¡Vaya, gracias! Tenía ganas de hablar con usted.
La anciana sonrió. Le faltaba un diente a un lado de la boca y llevaba los labios
irregularmente pintados de rosa claro.
—Decís que tenéis que devolverle una cosa a la familia Lazarov —dijo.
—Sí. —Alexandra se removió en su asiento—. Nos han dicho que vivían aquí y
confiábamos en hablar con ellos enseguida.
—Lo siento, querida —le dijo la anciana—. Vienen a visitarme a veces, pero
ahora viven en las montañas, por la salud de Vera. Es mi hermana… ¿Entiendes? —
De pronto se volvió hacia Bobby.
—Sí —dijo él—. Yo también hablo inglés.
—Es mi hermana, Vera Lazarova. Esperaba que se pasaran por aquí esta semana,
porque tenían que ir a Sofía. Pero Vera me llamó ayer para decirme que habían tenido
complicaciones con el viaje y que no vendrían enseguida. Dijo que volvería a
llamarme pronto.
Alexandra se desanimó bruscamente. Había sentido la presencia de la familia en
aquella habitación, en aquella casa semejante a un museo de miniaturas; había tenido
la certeza de que vivían allí, de que el hombre alto había salido a dar un paseo por las
hermosas calles de la ciudad y volvería de un momento a otro. Había vuelto a
equivocarse, como en un mal sueño.
—¿Sabe usted cómo podemos ponernos en contacto con ellos? —preguntó.
—Bueno… —La anciana pareció meditarlo mientras jugueteaba con su broche.
Cuando apartó los dedos, Alexandra vio que había otro animal entre los pájaros y
la flores: un lobo blanco o un zorro ártico, quizás. El esmalte era una obra maestra de
precisión y viveza.
—No lo sé. Creía que vendrían a visitarme antes de volver a casa. Espero tener
noticias suyas en los próximos días.
—¿No tienen teléfono móvil? —preguntó Bobby.
—Mi sobrino sí.
La mujer se alisó el pelo. Alexandra no comprendió hasta ese momento lo
fascinante que era aquella anciana señora. El reborde de sus grandes ojos parecía
desencajado: eran como los ojos de Stoycho, sombríamente humanos, mirando a
través de una máscara extraña. Una máscara de vejez, en su caso, no un rostro animal.
Se aclaró la garganta.
—Vera jamás llevaría un móvil. Y mi sobrino solo lo usa para el trabajo. Cuando
no está trabajando lo apaga, porque dice que quiere vivir tranquilo. Ya ni siquiera
tiene teléfono en casa. Le he dicho muchas veces que para mí sería mucho más
cómodo poder llamarles directamente.
Así pues, el hombre alto tenía que ser hijo de la pareja, como sospechaban.
Alexandra caviló sobre ello, y sobre ese curioso empeño suyo en que nadie lo
molestara.

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—Su vecina de Bovech nos dio esta dirección y un número de móvil —comentó
—, por si alguien quería comprar la casa. Así la hemos encontrado. —Confiaba en no
estar hablando más de la cuenta, en opinión de Bobby.
—Sí, querida. —La anciana pareció mirarla más detenidamente—. Sí, quieren
vender su casa. Como os decía, ahora viven en las montañas de Ródope. Vera no
tiene fuerzas para ocuparse del asunto, y Radev menos aún. El número de móvil será
seguramente el de mi sobrino.
Alexandra escuchó con atención y se acordó, extrañada, de cómo había ayudado
Vera a bajar la silla de ruedas por las escaleras del hotel. Pero quizás su debilidad
fuera mental, no física.
—¿Su sobrino es el hombre alto de pelo oscuro que viaja con ellos?
—Sí —respondió la anciana—. Pero, antes de que os diga nada más, debéis
contarme algunas cosas. ¿De qué conocéis a mi hermana?
—En realidad, no la conozco —confesó Alexandra—. Coincidimos un momento
frente a un hotel, en Sofía, y yo me quedé sin querer con una bolsa que les pertenece.
La anciana arrugó el ceño.
—No entiendo.
—Los ayudó a guardar su equipaje cuando se subieron a un taxi —explicó Bobby
—. Y por accidente se quedó con una de sus bolsas.
—¿Y tú eres su marido? —La anciana se volvió hacia él.
Alexandra se dio cuenta de que ni siquiera sabían su nombre.
—No, no —contestó Bobby con más firmeza de la necesaria, pensó Alexandra—.
Solo la he traído a que la vea. Soy taxista.
Alexandra asintió con un gesto.
—Su sobrino me dijo que querían visitar el monasterio de Velin, así que fuimos
directamente allí a buscarlos, pero no estaban.
—Sí, tenían pensado ir allí —dijo la anciana—. ¿Y quieres devolverle esa bolsa a
mi hermana? Eres muy amable por haberte tomado tantas molestias. —Se quedó
pensando un momento, con los dedos retorcidos apoyados en los labios—. Bien,
entonces tenemos que encontrarlos. O, si quieres, puedes dejarme a mí la bolsa y yo
la avisaré cuando me llame.
Alexandra miró a Bobby, que preguntó rápidamente:
—Entonces ¿el señor mayor que viaja con ella es su marido?
—¿Milen Radev? Oh, no. Es un buen amigo de la familia. El marido de mi
hermana murió. Era músico. Un músico muy bueno. Lo cierto es que, por desgracia,
iban de viaje para enterrarlo en el cementerio que hay al lado del monasterio. No me
cabe duda de que el viaje habrá sido muy duro para mi hermana, y estoy deseando
que vengan a descansar aquí unos días. Les dije que iría con ellos a Velin, pero no
quisieron ni que lo intentara. Ahora ya casi nunca viajo.
Alexandra exhaló un largo suspiro.
—Y el hombre más joven, su sobrino… ¿Es hijo del músico? —preguntó Bobby.

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Estaba inclinado hacia delante, con las manos colgando entre las rodillas y el café
olvidado.
—Neven, sí, es mi sobrino. Fue con ellos a enterrar a su padre, como es lógico.
—Neven —repitió Alexandra.
Deseaba saber su nombre pero no se había atrevido a preguntarlo. Pronunciado
por la anciana, rimaba con seven.
Bobby se quedó callado y ella decidió dejar que fuera él quien resolviera qué
debían hacer.
—Bird, ¿tienes la cámara? —preguntó por fin.
Alexandra la sacó y buscó la fotografía. Al ver la cara del hombre, su extraña
sonrisa melancólica, se dijo que al menos ya sabía su nombre.
Bobby le pasó la cámara a la señora.
—¿Alcanza a ver esta fotografía?
Ella se acercó la cámara y observó atentamente la imagen.
—Sí, claro. Es mi hermana, y Neven. Y supongo que el que está dentro del coche
es Radev. Yo soy Irina Georgieva, por cierto. —Le lanzó a Bobby una mirada rápida
y afilada; su agudeza visual no debía preocuparles—. ¿La foto la hiciste tú?
—La hice yo —contestó Alexandra—. Fueron las primeras personas que conocí
en Bulgaria, y se mostraron tan amables conmigo que les pregunté si podía hacerles
una foto.
—Entiendo. —Irina Georgieva les devolvió la cámara y observó el rostro de
Alexandra con idéntica minuciosidad—. ¿Has traído la bolsa? Quizás yo pueda
devolvérsela. ¿Es esa de ahí? —añadió señalando con el dedo.
—Sí.
Alexandra se levantó. Se quedó parada un momento junto a la silla de Irina y
luego depositó la bolsa sobre el regazo de la anciana y abrió la cremallera, pensando
que quizás a ella le costara, dado el estado de sus manos.
Irina Georgieva rodeó la bolsa con un brazo y retiró el terciopelo de dentro. Tocó
con los dedos la tapa y Alexandra la ayudó a girar la urna hacia la luz. Suavizado por
el sol que entraba por las ventanas, el nombre grabado a un lado de la caja tenía un
aspecto benévolo.
Irina sujetó con fuerza la bolsa entre sus brazos, pero Alexandra vio que
temblaba.
—Ay, Dios mío —dijo la mujer—. Qué terrible descuido.
A Alexandra se le saltaron las lágrimas, pero de alguna forma se sintió mejor que
si la anciana le hubiera dicho que no tenía importancia que una extranjera idiota le
entregara los restos mortales de su cuñado. Sintió que aquella señora había hablado
con justeza y que ahora la castigaría con la mayor ecuanimidad.
—Ayúdame a levantarla —dijo Irina Georgieva con la boca temblorosa.

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23

Alexandra cogió la urna de manos de Irina Georgieva y se la entregó a Bobby.


Esperó, todavía de pie. Se preguntaba si debía excusarse, si debían abandonar la casa
y marcharse de allí. Pero la anciana parecía estar reflexionando y, pasado un
momento, Alexandra volvió a tomar asiento. Irina tocaba su broche, que a la luz del
sol se había vuelto verde.
—Soy pintora, ¿sabéis? —dijo—. Todos estos cuadros los he pintado yo, todos
los que hay en esta casa. He sido muy egoísta. Nunca dejo entrar a nadie porque esta
casa es… mi templo, podríamos decir. El único artista al que de verdad me gustaba
tener en casa era a ese músico, Stoyan Lazarov, el marido de mi hermana. Solía traer
su violín y llenaba esta casa con su arte.
Hizo una pausa, respirando sonoramente.
—Todas mis pinturas le han oído tocar, su Mozart, su Paganini, su Bach. Él me
enseñó música. Mi hermano murió muy joven y Stoyan fue como un hermano para
mí. Ocupó su lugar.
Alexandra agachó la cabeza, confiando en que no se le escapara un sollozo. Pero
Irina Georgieva continuó, implacable:
—Estoy segura de que entiendes lo grave que es esto. Has hecho lo correcto al
venir aquí, pero mi hermana debe de estar terriblemente disgustada.
Se quedó callada de nuevo. Bobby tocó el brazo de Alexandra. Luego, Irina
Georgieva se levantó con dificultad, agarrándose al respaldo de la silla. Ellos se
pusieron en pie, listos para marcharse, pero la anciana se acercó a Alexandra y tomó
su mano. Alexandra sintió sus largos dedos cerrándose suavemente alrededor de sus
huesos, como ramas.
—Mi querida niña —dijo Irina—. Debo darte las gracias por tu bondad. Ha
ocurrido algo insólito, pero no es culpa tuya. Y a menudo ignoramos por qué suceden
las cosas. No tenías por qué traer la urna, pero la has traído haciendo un largo viaje
hasta aquí. Dime otra vez cómo te llamas.
Alexandra se lo dijo. Irina no soltó su mano.
—Qué bonito —dijo—. Es un antiguo nombre ruso, ¿lo sabías? Me alegro mucho
de conocerte, querida, incluso en esta situación tan difícil. Como os decía, no
sabemos por qué nos ha reunido el destino, pero puedes estar segura de que hay un
motivo. Ahora, basta de lloros.
Alexandra no tenía pañuelo, pero Irina Georgieva parecía guardar una buena
provisión en los bolsillos de la chaqueta. Sacó los pañuelos de papel lentamente,
como si fueran naipes, y luego estrechó la mano de Bobby con la misma solemnidad.
—Debemos colocar este objeto tan especial en un sitio adecuado. Luego
comeremos y llamaré a mi hermana.

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Indicó a Bobby que sacara la urna de la caja y la depositara sobre un estante
cercano. La asistenta vestida con vaqueros azules apareció de inmediato con una
bandeja llena de platos de comida cuyo aroma pareció devolver a Alexandra a la
normalidad. Irina Georgieva cogió una vela que había en otro lado de la salita y la
puso delante de la urna. Contempló un momento la madera pulida; luego acarició su
borde labrado.
—Qué interesante —comentó—. Un trabajo muy bello, y hecho a mano.
—Sí —repuso Alexandra—. ¿Ve?, hay un par de caras de animales entre las
hojas, como en su… —Señaló el broche de Irina, pero vio que se había equivocado:
allí solo había flores y hojas.
Irina volvió a acariciar la urna.
—Mi hermana debe de haber pagado a algún artesano para que haga la urna.
¿Qué animales crees que son estos?
Alexandra no los había mirado con atención hasta entonces. Había mantenido
siempre la urna bien envuelta en su funda de terciopelo.
—Uno es un oso —dijo—. Y este otro podría ser un gato, pero no estoy segura.
Bobby se inclinó sobre su hombro para observar la talla de la madera. Alexandra
se sintió incómoda, como si estuvieran mirando fijamente al muerto.
Luego, se sentaron los tres a la mesa. La comida era exquisita y Alexandra sintió
que alimentaba algo más que su estómago vacío. Irina los observaba comer.
—Después de comer, intentaré llamar a mi sobrino a su móvil. Seguramente
estará todavía con ellos, estén donde estén. También llamaré a nuestra casa en las
montañas, donde sí hay teléfono, por si acaso ya han vuelto.
La asistenta entró para recoger los platos. Alexandra empezaba a inquietarse por
Stoycho. Bobby debía de estar pensando lo mismo, porque le dijo en voz baja que
esperaba que dentro del taxi todo estuviera en orden. Ella probó a decir el apellido de
su anfitriona para sus adentros antes de atreverse a pronunciarlo en voz alta.
—Señora Georgieva, lamento decirle que tenemos que volver al coche un
momento. Hemos dejado a nuestro perro encerrado dentro y estamos preocupados por
él. ¿Le importa que vayamos a darle un paseo y que luego volvamos a despedirnos?
La anciana se quedó mirándola. Sentada, era tan alta como Alexandra.
—¿Qué tipo de perro es?
—Un… un perro corriente —contestó Alexandra—. Pero muy simpático y
educado.
—Bueno, si se porta bien podéis traerlo aquí. Puede que necesite beber, con el
calor que hace hoy. Llamaré a mi hermana y a mi sobrino mientras vais a buscarlo.
Alexandra pensó que le habría gustado estar presente mientras Irina llamaba, pero
asintieron y Bobby cerró la puerta de la casa sin hacer ruido cuando salieron. El sol
brillaba ahora más fuerte, incluso tamizado por los árboles del casco viejo de la
ciudad, y el aire era cálido y denso. Encontraron a Stoycho sentado dentro del taxi,
mirando por la ventanilla entreabierta. Al verlos pegó la nariz al cristal y comenzó a

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menear el rabo contra el asiento, pero un instante después se refrenó y volvió a
sentarse.
—Lo que decíamos antes: es un perro buenísimo —murmuró Alexandra.
Bobby cogió la cuerda y ayudó a salir al animal, y Stoycho se acercó al matorral
más cercano y comenzó a recorrer los vetustos muros de la calle. Por fin se detuvo al
pie de un sicomoro; levantó la vista hacia la copa del árbol y luego miró a Alexandra.
La lengua le colgaba a un lado de la boca y sus dientes brillaban, blancos. Se
mantenía muy erguido, fuerte y vigoroso, con la espalda musculosa destellando al sol,
pero Alexandra pensó que tenía una mirada triste. Se agachó y le rodeó el cuello con
el brazo. El animal le lamió la oreja amablemente.
—Vamos a llevarlo a casa de Irina —le dijo ella a Bobby.
Cuando llamaron a la puerta de la casita, esta no se abrió de inmediato, como la
primera vez. Oyeron pasos amortiguados y la asistenta de Irina los invitó a entrar y
los condujo a un emparrado más allá del cual se distinguía el patio del museo. Puso
en una mesa sendos vasos de zumo, bajo las hojas, los zarcillos y los primeros
racimos, prietos y verdes, de la parra. Trajo un cuenco lleno de agua para Stoycho,
sosteniéndolo con las dos manos. El perro esperó a que lo invitaran a beber; después,
engulló el agua con ansia. La asistenta le trajo también un plato con sobras. Stoycho
se las comió con más calma y se echó a descansar con la espalda apoyada contra el
tiesto de un limonero y la cabeza al alcance de los dedos de Alexandra. Ella se
imaginó a Vera y al anciano Milen Radev sentados a aquella misma mesa, y a Neven
con sus largas piernas estiradas y la sombra de un árbol cayéndole sobre el regazo.
Delante de él, un hombre de cara enjuta sostenía un violín. Pronto dejarían allí sus
cenizas, se dijo, para que le fueran devueltas, sanas y salvas, a su hijo. Sabía que
debía sentirse aliviada por quitarse aquel peso de encima, pero notaba en el pecho un
vacío al que no llegaba la luz del sol.
En medio del cálido silencio, Bobby le ofreció un cigarrillo que ella rehusó, y
encendió uno para sí. Era la primera vez que Alexandra lo veía fumar y, cuando se lo
comentó, Bobby le explicó que, dado que era aficionado a correr, rara vez fumaba.
Alexandra se acordó entonces de que no solo estaba perdiendo varios días de trabajo
en Sofía, sino que también estaba faltando a su rutina de entrenamiento. Pero, en fin,
pronto podría retomarla y ella iría a presentarse al Instituto Inglés en persona.
Confiaba en no perder el contacto con Bobby y en que se vieran con frecuencia.
Cuando Irina Georgieva salió a la terraza, sujetándose un momento al respaldo de
una silla para mantener el equilibrio, se levantaron a la vez, listos para despedirse.
Bobby apagó rápidamente su cigarrillo y besó la mano de Irina, lo que a ella no
pareció sorprenderla. La anciana se había cambiado de ropa: llevaba un vestido de
lino blanco más rústico que elegante y una fina chaqueta negra de punto, como si el
sol del verano no alcanzara para calentarla. Se había recogido el pelo hacia arriba,
apartándolo de la cara lechosa, y seguía llevando el broche prendido al cuello del
vestido. Brillaba al sol, bajo el emparrado, y Alexandra advirtió que algunas de las

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flores esmaltadas eran en realidad hojas de parra y uvas maduras. Stoycho también se
había puesto en pie. Irina Georgieva pareció fijarse en él por primera vez.
—¿Este es vuestro perro? —preguntó.
Le acercó la mano y Stoycho la tocó con el morro. La anciana le acarició la
cabeza negra y aterciopelada, y el animal comenzó a describir enérgicos círculos con
el rabo.
—Es un perro muy muy simpático —dijo ella—. Me gustaría pintarlo. —Les
indicó que volvieran a sentarse.
—Queremos darle las gracias por su hospitalidad —dijo Alexandra.
—No hay de qué, querida.
Irina Georgieva abrió las manos sobre la mesa. No llevaba sortijas y Alexandra se
dijo que de todos modos ningún anillo habría encajado en aquellos dedos retorcidos.
—¿Ha conseguido hablar con su hermana? —preguntó Bobby.
Alexandra contuvo la respiración.
Pero Irina negó con la cabeza.
—He llamado a todos los números pero nadie contesta. Supongo que estarán de
viaje, quizás viniendo hacia aquí con Neven, en el tren. Puede incluso que hayan
vuelto a casa, a las montañas, aunque allí tampoco contestan. En Sofía no tienen
dónde alojarse, y ya hace dos noches que perdieron la urna. Volveré a llamarlos esta
noche.
Stoycho se había acercado a sus rodillas y se apoyaba contra ella. Tenía los ojos
abiertos pero parecía soñoliento. Alexandra pensó de nuevo en la hermana de Irina y
en el hombre de la silla de ruedas. Procuró no pensar en Neven. Había confiado en
volver a verlos, pero al menos ya les habían devuelto su tesoro.
—Señora Georgieva —dijo—, antes de que nos vayamos, quería preguntarle si…
¿Podría contarnos algo más sobre el señor Lazarov?
—Gospodin Lazarov —puntualizó Bobby—. Alexandra está aprendiendo
búlgaro.
—Gospodin —dijo Alexandra cuidadosamente—. Sé que no es asunto mío, pero
solo sabemos que era músico. Y cuñado suyo.
Irina mantuvo la mano sobre la cabeza de Stoycho.
—Sí, claro que puedo contaros algo. Lo conocía bastante bien. Era un gran
violinista, y un hombre complicado. —Suspiró; era la primera vez que Alexandra la
oía suspirar—. Fue un niño prodigio, lo que siempre complica las cosas, ya saben…
Tocó un solo con la orquesta de Sofía cuando tenía doce años. Y luego estudió en
Viena, antes de la guerra. Era todavía un adolescente.
Irina levantó la vista hacia las hojas del emparrado.
—Siempre he estado convencida de que habría sido un músico de fama
internacional, no solo un músico excelente, ¿comprendéis?, si hubiera vivido en otra
época y en otro lugar. Pero el régimen nunca le permitió actuar en solitario ni grabar
discos. Después de la guerra volvió a tocar con una orquesta de Sofía. Y también

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tocaba música de cámara, sobre todo con amigos. Más tarde tocó también con la
orquesta de Burgas, pero solo de vez en cuando.
Carraspeó.
—A veces actuaba aquí, en Plovdiv. No le dejaban enseñar en el conservatorio,
pero de tarde en tarde tocaba en la orquesta, cuando algún violinista estaba enfermo o
de vacaciones. Siempre que tocaba aquí venía a visitarme y nos quedábamos
charlando hasta muy tarde. A veces traía a Neven, al que adoraba, o a Vera, si ella
podía ausentarse del trabajo. Después de la cena tocaba para nosotros durante horas.
Merecía la pena perder horas de sueño, teniendo un músico tan maravilloso en casa.
Vaciló, acariciando las orejas del perro.
—Vivió unos años en el campo, en un lugar muy aislado, y estoy segura de que
allí no tocaba. También trabajó en varias fábricas, como mucha gente en aquellos
tiempos. Pero cuando volvía a coger el violín y a practicar, tocaba aún mejor que
antes. Le encantaban los compositores barrocos, sobre todo los italianos. Yo no oí
hablar de Geminiani o Corelli hasta que Stoyan los tocó en esta casa.
Bobby se inclinó hacia ella.
—¿Cómo es que el régimen no le permitía actuar como solista?
Irina acarició su broche, que reflejaba la luz difusa del sol. Stoycho dio un
respingo y se estremeció a los pies de Alexandra. Luego Irina levantó la mano como
si señalara el cielo.
—Era muy reservado. A veces caía en accesos de melancolía, o se enfadaba. Una
vez me dijo que, aunque nunca había hablado mucho de sí mismo, la historia de su
vida podía encontrarse en su música. Yo entendí lo que quería decir: a menudo pienso
lo mismo de mis cuadros. Cuando Stoyan Lazarov tocaba su violín, sonaba
exactamente como habría sonado su voz si hubiera hablado más. Afirmaba que el
violín debía ser capaz de decir la verdad, y de llorar.
Alexandra pensó que la anciana no había contestado a la pregunta de Bobby sobre
el régimen, pero, cuando volvió a tomar la palabra, él formuló otra distinta.
—Nos desconcertó saber que gospodin Lazarov murió hace dos años y que su
familia no lo había enterrado aún. ¿Por qué? Vimos su nekrolog en Bovech. Y me
sorprende, además, que al morir lo… ¿Cómo se dice, Alexandra?
—Incineraran —contestó ella.
—Sí —prosiguió Bobby—. ¿No es algo extraño para alguien de la generación del
señor Lazarov?
No dijo de la generación de ustedes. Irina hizo un gesto afirmativo.
—Un poco sí, pero Vera no me dijo cuál era el motivo. Puede que fuera su deseo.
Nunca se lo he preguntado.
Bobby no pareció molestarse por el tono algo acre de su respuesta.
—Pero no ha enterrado la urna en estos dos años —añadió.
—Imagino que estaba demasiado afligida para decidir dónde debía enterrarla. O
puede que le costara demasiado despedirse de él definitivamente. Me alegré cuando

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me dijo que iban a llevarlo a Velinski manastir, un sitio que le gustaba mucho y al
que a veces iban de visita. Puede que eso haya exigido tiempo. No es fácil conseguir
autorización para enterrar a alguien en un lugar así. Además, mi hermana puede ser
muy… indecisa, y ha tenido muchos problemas. Lo quería muchísimo, ¿sabéis? Se
conocieron cuando ella estaba todavía en el instituto. A los dos les gustaba contar
cómo se vieron por primera vez, aunque Stoyan lo contaba mejor. Era una de las
pocas cosas de las que le gustaba hablar.
Alexandra metió las manos bajo las piernas, pensando en la joven de tez luminosa
y el cabello ondulado de la fotografía que había visto en Bovech. ¿Era Vera
Lazarova?
—¿Se acuerda de esa historia?
Irina sonrió.
—Claro que sí. Todavía no he olvidado las cosas importantes.

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Libro
2

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24

El hombre que se apeó del tren en la estación central de Sofía llevaba un periódico
bajo el brazo, un periódico de dos días antes: la Gaceta de Viena del 20 de mayo de
1940. Lo había enrollado como un telescopio a través del cual observar las montañas
de su patria, que llenaban por completo la ventanilla de su compartimento en el coche
cama, y lo llevaba ahora bajo el brazo mientras sostenía el asa de la funda de su
violín con más fuerza de la necesaria.
Los titulares de la Gaceta compendiaban los motivos por los que regresaba a
Bulgaria. Todos, menos dos: su madre y su padre, que lo esperaban en casa mientras
Europa comenzaba a arder. Les había enviado un telegrama para decirles que sí, que
regresaba para una temporada, y anunciarles la hora de llegada de su tren. Se
preguntaba si el telegrama habría alcanzado su destino: no había recibido respuesta
de Sofía. Tal vez aquella situación grotesca hubiera interrumpido ya las líneas
telegráficas. Se había quedado en Viena todo el tiempo que había podido. No quería
renunciar a su puesto en la Filarmónica, que tanto le había costado ganar, ni a su
nuevo cuarteto de cuerda. Pero durante las semanas anteriores había empezado a
temer no poder salir de Austria si esperaba mucho más tiempo. Hacía ya dos años que
se había expulsado a los músicos judíos de la Filarmónica de Viena, y después, a
todos los efectos, al propio Bruno Walter. Stoyan se ponía enfermo al recordarlo. Y
cabía la posibilidad de que los eslavos de la orquesta fueran los siguientes.
En la otra mano llevaba una maleta de piel que le había regalado su padre siete
años antes. El resto de su equipaje había preferido facturarlo y nunca más volvería a
verlo, cosa que sospechaba cuando aceptó el resguardo de envío. Había metido en la
maleta, envuelta en una camisa limpia, la cosa que más le importaba aparte de su
violín. La maleta contenía además de sus enseres para el afeitado, dos cepillos con el
dorso de plata y su libreta de direcciones. En el último momento había incluido
además una navajita que podía haberle servido para cortar queso y salami en el
hipotético caso de no haber tenido dinero para comer en el vagón restaurante.
Llevaba el pelo bien cortado. Su traje de paño ligero, que colgaba de su cuerpo
alto y delgado como de una percha, estaba algo raído por sus años en el extranjero,
sobre todo en la zona del codo derecho, pero le había dado un resultado excelente y
seguiría dándoselo. Encima de él llevaba una chaqueta de entretiempo, además de un
sombrero. Su rostro, afeitado con esmero, no era del todo juvenil, pero dejaba
traslucir una sólida inteligencia. Sus ojos oscuros sorprendían por su brillo. Tenía las
pestañas rizadas como las de un niño, y su piel, pese a su palidez, no era del todo
clara: solo necesitaba que le diera más el sol. Bajo el lado izquierdo de la barbilla
presentaba una marca marrón rojiza, como una piedra pulida. Su boca, amable, podría
haber formado una sonrisa generosa pero, al apearse del tren entre el resto de los

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viajeros y mirar a su alrededor, apretó los labios con fuerza.
Dejó la maleta en el suelo del andén (pero no el violín; eso nunca) y se quedó allí
parado un momento. A su alrededor, la gente buscaba y saludaba a sus familiares. A
una joven bien peinada a la que, erróneamente, creyó reconocer por un instante, se le
cayó el sombrero al abrazar a dos ancianos que debían de ser sus padres. El padre
recogió el sombrero y, al inclinarse, Stoyan vio la tosca tela de una camisa de
confección casera debajo de su enmohecida chaqueta negra: campesinos. Jamás
conocería su historia, ni sabría por qué aún podía acordarse de ellos décadas después.
Cuando quedó claro que nadie había ido a recibirlo, Stoyan se quitó la chaqueta,
se la colgó del brazo, doblada, y recogió su maleta. La sopesó con la mano. Llevaba
en el bolsillo desde esa mañana una moneda que allí no le serviría de nada: el nuevo
Reichsmark, un regalo que los alemanes le habían hecho a Austria. Estaba claro que
su telegrama, al igual que su equipaje, no había llegado a Sofía. Tendría que ir a casa
andando. Pero tan pronto salió de la estación, bajo cuyo hermoso tejado se agrupaban
las palomas, comenzó a relajarse: de pronto se sentía hermanado con las personas que
veía a su alrededor. Era moreno, como casi todas ellas. Oyó a un hombre llamar a
otro a gritos y comprendió de inmediato el tenor de su conversación, pese a que no
pareciera tener sentido: «¡Máscalo un poco más despacio, compadre!». ¿Un consejo
literal o una metáfora? El otro hombre, que se hallaba más cerca de Stoyan, se echó a
reír y saludó con la mano al alejarse.
Las calles mismas seguían siendo como las recordaba: bloques de pisos y tiendas
y, en el centro, señoriales edificios de estilo parisino manchados de carbonilla,
adoquines resbaladizos y algún que otro carro tirado por caballos que pasaba
traqueteando, cargado con comida, carbón, cajones de madera o chatarra
amontonada. Un hombre sentado sobre un cubo puesto del revés se ofrecía a voces,
incansablemente, a lustrar los zapatos de los caballeros. Stoyan se recordó que no
hacía tanto tiempo que había abandonado aquellas calles; en realidad, los únicos
cambios ostensibles desde su última visita, hacía tres años, eran unos cuantos
ómnibus y las faldas más cortas de las mujeres, que, a pesar de vestir menos a la
moda que las vienesas, eran mucho más atractivas. Un barrendero interrumpió su
trabajo para secarse la cara y le saludó con descaro y voz aguardentosa.
—¿Violinista? ¿Esa es su tsigulka? ¡Toque algo, maestro!
Stoyan sonrió, y se habría tocado el ala del sombrero si no hubiera tenido las
manos ocupadas.
Siguió caminando. Se sentía búlgaro otra vez, en su ambiente. Los tilos habían
florecido: aquella era su época preferida en la ciudad. Un perro de pelo rayado pasó
junto a él por la acera: bonito y bien educado, avanzaba al trote, como si fuera a hacer
un recado urgente. Stoyan se acordó del paseo que había dado por Viena dos días
antes para despedirse de los árboles de la ciudad, donde siempre hacía más frío.
Había paseado por aquellos parques con los que fantaseaba de niño, estando en Sofía,
mirando los tilos en flor: ahora, el círculo se había completado. Volver no era tan

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terrible, a fin de cuentas. Se reencontraría con sus padres y dormiría en su antiguo
cuarto, en el piso de la familia. Bulgaria era un país neutral y, probablemente,
seguiría siéndolo. Allí había menos peligro que en Austria, desde luego. Si tenía que
quedarse en casa una temporada, unos meses quizás, alquilaría una habitación y un
aula donde ensayar en la academia de música.
Al doblar una esquina, sintió el balanceo de su chaqueta colgada del brazo y el
peso tan familiar del violín en su estuche. Pensó en las historias que había leído y
sobre las que había debatido con otros estudiantes en Viena: las guerras europeas del
Cinquecento y el Settecento, y el sórdido vaivén de ejércitos y tiranos mientras
Händel, Mozart y Beethoven componían sus obras. Pensó en Beethoven y en su
Sinfonía Heroica, dedicada en un principio a Napoleón. Cuando este se declaró
emperador —contaba la leyenda—, el músico tachó la dedicatoria encolerizado.
Dobló otra esquina. Confiaba en que tarde o temprano alguien tachara también a
Hitler de la página de dedicatorias. Entonces él podría volver a Viena y retomar su
rápida ascensión a las alturas. En algún momento se reanudaría el concurso Reina
Isabel y él podría presentarse de nuevo. La primera vez, y tras un ímprobo esfuerzo,
había conseguido que lo seleccionaran, aunque sabía que aún tardaría unos años en
ganar el concurso. No sería simplemente famoso en su país. Sabía desde pequeño que
daría fama a su país en el mundo entero.
Oyó música de pronto, pero era otro quien tocaba. Delante de él, en la acera, un
hombre de cabello grisáceo, con un violín bajo la barbilla, tocaba una melodía para el
oso que tenía a su lado. El animal, atado con una desgastada correa roja, se irguió
sobre las patas traseras y comenzó a moverse de un lado a otro, los ojillos fijos al
frente. Su pelo salpicado de calvas estaba aún más sucio que la ropa de su amo.
Manoteaba como si sus zarpas no fueran de oso, sino de otro animal. El hombre
también bailaba mientras tocaba, con el mismo paso torpe y arrastrado (quizás había
aprendido del oso, y no al revés). El oso, que miraba aquí y allá, se fijó en el estuche
del violín de Stoyan y un instante después el hombre, reconociendo a un colega
músico, le hizo una reverencia. Stoyan lo saludó con una inclinación de cabeza y
lamentó no tener unas monedas que darle. No tocaba mal; era bastante bueno, de
hecho, a su manera tradicional.
Aún no había llegado a su barrio, pero ya quedaba poco. Pasó delante de una
panadería, al sol, retrocedió sin pararse a pensar lo que hacía y entró. El olor del pan
abrió de repente su apetito, y una oleada de ávida melancolía se apoderó de él. El
panadero, un hombre de manos enormes, le sirvió un panecillo antes de que Stoyan
recordara que no llevaba stotinki. Notó el calor del pan en la palma de la mano: la
segunda hornada del día. Resultaba extraño ser tan pobre que no podía pagar nada, ni
una tonada, ni un pedazo de pan, aunque fuera solo durante un rato. Se quedó allí
parado, hambriento como un niño.
—¿Qué ocurre? —El panadero se dio unas palmadas en la abultada barriga—. No
lo encontrará más fresco en toda la ciudad.

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—No me cabe duda —contestó Stoyan, sintiendo la facilidad con que el búlgaro
salía de sus labios.
Durante unos meses no tendría que luchar a brazo partido con el alemán, ni
lamentarse constantemente por haber estudiado francés en el colegio.
—Es solo que se me había olvidado… Acabo de bajarme del tren y no llevo
dinero búlgaro en el bolsillo. Lamento haberle molestado. —Dejó el panecillo sobre
el paño limpio extendido junto al ábaco del panadero.
El hombre se recostó contra el mostrador, apoyando en el borde su mano
manchada de harina. Tendría los hornos en la trastienda, o incluso en el sótano. El
pan búlgaro, cocido a la piedra, entraría y saldría del horno sobre largas paletas de
madera, con la suavidad de un mantel deslizándose sobre una mesa. Stoyan pensó por
un momento en las pastelerías de Viena, en sus exquisitos escaparates, sus sillas de
hierro forjado, sus delicadas tazas de porcelana, sus doncellas art nouveau pintadas
en las paredes y sus techos decorados con querubines barrocos. En Demel, había visto
una tarta que representaba el segundo asalto de Napoleón a la ciudad, adornada con
caballos de azúcar que tiraban de carros de bomberos mientras el palacio de Hofburg
ardía deliciosamente.
—¿De dónde viene? —preguntó el panadero.
—De Austria.
Los ojos del panadero brillaron melancólicamente, y Stoyan advirtió que costaba
saber si su cabello estaba encaneciendo en medio de tanta harina.
—Un país poderoso últimamente, ¿no es cierto? —observó—. La hermana
pequeña de Alemania. Dicen que gospodin Hitler nos devolverá Macedonia en cuanto
Europa vuelva a repartirse como es debido.
—No sé nada de eso.
Stoyan pensó en seguir su camino, en llegar a casa y probar una comida por la
que no tendría que pagar, pero el placer de hablar en búlgaro con aquel hombre,
aunque sus opiniones políticas le exasperaran, lo retuvo un momento más. Había
conocido a varios estudiantes búlgaros en Viena, pero cuando hablaban en su idioma
tenían la sensación de estar haciendo algo clandestino y estéril. Al panadero
seguramente ni siquiera se le había pasado por la cabeza aprender otro idioma; le
bastaba con el búlgaro, tan natural para él como su propia piel o el mostrador de
madera en el que se apoyaba.
—Si no es por eso, ¿a santo de qué tendría que mezclarse Bulgaria en ese
tinglado? —El panadero se frotó las manos como si se sacudiera de encima otras
posibilidades, desechadas como migajas—. No los necesitamos, y bien sabe Dios que
ellos tampoco a nosotros. Pero si nos devuelven nuestro territorio, ¿no merecería la
pena meterse un poco en la refriega? Yo estaría dispuesto a arremangarme y a
ponerme manos a la obra si me aceptaran. Pero soy demasiado viejo y tengo mal la
cadera. Muy mal.
—No estoy seguro de que vaya a ser una simple refriega —contestó Stoyan—.

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No se creería usted el tamaño de los ejércitos que desfilan por Viena últimamente.
Sin saber por qué, deseó poder mostrarle los desfiles a aquel hombre que nunca
saldría de Bulgaria, que posiblemente tomaba el tren una vez al año para volver al
pueblo de su padre y que quizás nunca había viajado al mar Negro, al otro lado de su
patria. Era extraño que algunas personas estuvieran destinadas a ver mundo y otras
no. Pensó en lo que había presenciado con sus propios ojos: caballos con la cola
prietamente trenzada, como el cabello de una mujer, en un parque londinense; un
clavecinista en un salón de París con las manos posadas sobre el teclado mientras,
sentada a su lado, una muchacha con zapatos de raso azul pasaba las páginas de la
partitura; los chapiteles de la catedral de Praga… De pronto se sintió animado por el
panorama aún más amplio que vislumbraba en su futuro, y casi desfalleció de gratitud
al pensar en la aventura en que se había convertido su vida. Se quitó el sombrero y se
enjugó la frente como había visto hacer al barrendero un rato antes. La puerta se abrió
detrás de él dejando pasar el ruido del tráfico y entró otro cliente.
El panadero levantó la vista y empujó el panecillo hacia Stoyan.
—Tenga, cómaselo. Pero no se vaya —dijo.
Estaba claro que aún no había dado por concluida su proclama sobre Macedonia.
Se volvió hacia su nuevo cliente.
—Ah, pero si es Vera —dijo—. ¿Qué te pongo, moyto momiche?
Stoyan vio que era solo una chica, una colegiala con falda y chaqueta y las
trenzas oscuras atadas juntas con una cinta blanca.
—Dos hogazas, por favor. —La muchacha dejó unas monedas sobre el mostrador
y el panadero se volvió para servirle el pan.
Ella miró a Stoyan, luego desvió los ojos y ya no volvió a mirarlo. Era una
jovencita bien educada, casi una mujer, seguramente una alumna del gimnasium
cercano. Tenía la piel clara y la nariz un poco larga y de formas delicadas. Sus ojos, al
mirarlo, parecían centellear; sus iris eran de un sorprendente color dorado, y la parte
inferior de sus párpados era redondeada, como si estuviera hinchada por las lágrimas,
aunque saltaba a la vista que no había estado llorando. Se puso a toquetear el puño de
su chaqueta para no tener que mirarlo, ni a él ni a ninguna otra cosa.
Con el sombrero aún debajo del brazo, Stoyan la observó sin pretenderlo mientras
esperaban a que el panadero trajera las hogazas. Ella tenía la vista fija en el borde del
mostrador; él, en cambio, se fijó en su boca, que era ancha pero parecía contraerse a
la altura de las comisuras, dando lugar a un hoyuelo. Su oreja era pequeña y estaba
rodeada por zarcillos de pelo suelto, como la de un bebé. Stoyan observó la extensión
de sus pestañas, tan oscuras como su cabello, y a continuación sus pómulos anchos y
aquella frente fruncida que rehuía las miradas. Podía tener veinte años a lo sumo, o
quince como mínimo, con su chaqueta bien ceñida sobre los pechos, las piernas
delgadas enfundadas en medias de algodón blanco y los zapatos de hebilla bien
bruñidos. Debía de ser al menos cinco años más joven que él, y Stoyan sintió de
pronto que tenía toda una vida a sus espaldas.

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El panadero regresó con las hogazas envueltas en papel marrón.
—Llévaselas a mamá —dijo enérgicamente mientras aceptaba sus monedas—.
¿Cómo está tu padre, por cierto?
La muchacha, Vera, levantó los ojos.
—Mejor, gracias. El mes que viene nos vamos al mar, para una cura.
—Bien, Dios quiera que se cure del todo. —El panadero sacudió la cabeza—.
Espera un momento.
Sacó una bandeja de hojaldres de queso de un estante y empezó a envolver uno,
manchando de grasa el papel.
—Son lo mejorcito del día. Seguro que le sientan bien. —Miró a Stoyan por
debajo de sus cejas blancas—. Un hombre estupendo, su padre, y lo atropelló uno de
esos autobuses nuevos, justo delante de su casa. ¡Las cosas que pueden pasar de un
momento para otro! Ten, querida. Dáselo a tu padre, invito yo.
La muchacha no miró a Stoyan, y él sintió el impulso de disculparse en voz baja
por las penalidades de la vida, de la de ella en particular.
El panadero, que había vuelto a recostarse contra el mostrador, pareció fijarse por
primera vez en su violín.
—¿Qué? ¿Es músico? ¿Por qué no lo ha dicho antes? ¡Puede pagarme el panecillo
tocando algo! ¿Se le da bien?
Stoyan se rio y sintio que era la primera vez que se reía en toda una semana.
—En Viena dicen que no lo hago mal del todo.
Se alegró al notar que Vera posaba por fin los ojos en él, y procuró no mirarla.
—¿No me diga? —El panadero se echó hacia atrás con los brazos cruzados,
dibujando una amplia sonrisa—. Pues demuéstrenoslo, hijo. Anime un poco la tienda
de este pobre viejo.
Stoyan se negaba frecuentemente a tocar, aunque fuera delante de amigos, si
notaba los dedos agarrotados o tenía la mente en otra cosa. Ahora, sin embargo, se
descubrió abriendo el estuche del violín sobre la madera bien barrida del suelo de la
panadería, en cuyas grietas se depositaba la harina como el hielo en las juntas de una
terraza. Sacó el violín de su funda de terciopelo y se lo apoyó en el hombro. Sin
necesidad de mirar, supo que Vera estaba de cara a él. Apoyó el arco en la cuerda del
la y afinó el instrumento extrayendo de él un sonido vibrante que retumbó en la
panadería. Oyó que la puerta se abría de nuevo. Más clientes.
Sin volverse, comenzó a tocar la «Chacona» de la Partita número dos en re
menor de Bach. Conocía la pieza íntimamente, formaba parte de su repertorio.
Comenzó a estudiarla a los catorce años y no había dejado de ensayarla desde
entonces. De pronto, sin embargo, sus notas se le antojaban nuevas, frescas y
apasionadas, una melodía casi irreconocible que sus dedos extraían del teclado como
por azar. Volaba a su alrededor, hacia el alto techo de la vieja panadería, se fundía con
el aroma del pan, se depositaba en los grasientos escaparates y en las mangas de su
chaqueta cepillada con esmero. Rielaba en el rostro de la muchacha que lo miraba

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fijamente. Stoyan la observó un instante en medio de la música y vio que no era
ninguna niña; tenía las cejas levantadas en un gesto de incisiva delectación y apretaba
los labios para refrenar una sonrisa. El panadero hacía señas a las personas que
esperaban en la entrada; detrás de él parecía estar congregándose una pequeña
multitud. Oyó entonces el ruido de la puerta al abrirse de par en par: su campanilla
chocó fugazmente con una frase de la chacona y entraron voces de la calle. En torno a
su cuerpo sentía el silencio, como le sucedía siempre que tocaba; la música cobraba
vida dentro de él pero también llegaba a sus oídos desde muy lejos, cruzando campos,
montañas, países enteros. Al tocar la última nota, el silencio se rompió detrás de sus
párpados y por un instante se sintió aturdido.
Entonces el panadero comenzó a aplaudir y la gente que abarrotaba la tienda lo
imitó, dando palmas y vitoreando a Stoyan. Él se volvió para saludar e hizo una leve
reverencia, sosteniendo el instrumento junto a su pecho.
—¡Acaba de volver de Viena! —gritó el panadero como si él mismo hubiera
organizado el concierto y los hubiera invitado a todos con antelación—. ¡Es de los
nuestros! ¿De Sofía? —le preguntó a Stoyan.
Él asintió y se inclinó una vez más. Empezaba a sentirse como un idiota, pero
volvió a mirar a Vera. Era la única que no aplaudía; no hacía falta. Su expresión de
colegiala se había esfumado por completo y Stoyan vio únicamente el reflejo de la
música en su semblante, la tensión cambiante de su boca, sorprendida y alerta, su
mirada ardiente, rayana en un placer descarnado. Se había olvidado de él y había
escuchado tan solo su música, o la del compositor, o ambas. Stoyan se inclinó ante
ella y guardó su instrumento. El panadero le envolvió rápidamente tres hogazas,
acallando con un ademán sus protestas. La gente le abrió paso cuando salió de la
tienda.
—Ese llegará lejos —comentó un hombre en voz alta.
—¡Vaya con Dios! ¡Venga a tocar cuando quiera! —gritó el panadero.
La gente se apartó de la entrada. Vera salió con él como si fuera lo más natural y
Stoyan se rezagó un poco para dejar que se adelantara. Miró sus hombros orgullosos
y firmes, sus largas trenzas atadas con el lazo de organdí blanco. Al llegar al bordillo
de la acera, ella volvió a mirarlo, indecisa. Después se alejó apresuradamente. Parecía
asustarle la posibilidad de que dijera algo, o de decirlo ella misma. Stoyan continuó
observándola, la siguió de cerca, con su maleta en una mano y el estuche del violín en
la otra. Ella cruzó entre los carros y los coches (grácil, reservada, pudorosa) y tomó
una bocacalle sin mirar atrás.
Al llegar a la esquina, Stoyan la vio cruzar una verja, enfrente de un bloque de
pisos de cuatro plantas. Desde casi una manzana de distancia, la vio cerrar con
cuidado la cancela. Era una casa bonita: un jardín delantero con un árbol añoso,
balcones de hierro forjado, largas ventanas con visillos de encaje. Se fijó en el
nombre de la bocacalle. La campana de una iglesia había empezado a tañer bulevar
abajo. Sus padres se pondrían locos de contento al verle, la comida se desplegaría

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sobre la mesa, su madre se haría cargo de su única maleta, su padre lo besaría en las
mejillas. Agua caliente para la cara y las manos, una camisa limpia.
Stoyan dio media vuelta. Ya sabía dónde vivía aquella joven que lo había mirado
con ojos rebosantes de música.

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25

Irina Georgieva los acompañó a la puerta y los besó en las mejillas, primero a
Alexandra y luego a Bobby.
—Gracias, queridos —dijo—. Y buen viaje. Os llamaré en cuanto tenga noticias
de Vera para contaros cómo acaba la historia.
Seguía allí, con la mano apoyada en el quicio de la puerta, cuando Alexandra se
volvió en la acera para mirarla una última vez. Se arrepintió de no haber fotografiado
a la anciana y su casita pintada, pero era ya demasiado tarde. También había olvidado
despedirse de la urna, por absurdo que pareciera.
Bajaron por las calles empedradas hasta que llegaron a la esquina en la que
debían desviarse. Reinaba el silencio; el calor del sol se colaba entre los viejos
árboles; no había nadie a la vista. Bobby se detuvo bruscamente, con la correa de
Stoycho en la mano, y Alexandra se paró tras él.
El taxi estaba donde lo habían dejado una hora antes, pero en el parabrisas había
una mancha de pintura amarilla. No parecía una palabra, sin embargo. Alexandra
advirtió entonces que había en el cristal dos agujeros del diámetro aproximado de una
bala: uno en el lado del conductor y otro en el del pasajero, a la altura de la cara.
Largas grietas irradiaban de cada orificio.
—Bobby… —dijo.
Él se quedó callado, con los ojos entornados. Ni siquiera la miró cuando le tiró
del brazo. Había un papelito doblado debajo de unos de los limpiaparabrisas. Echó un
rápido vistazo alrededor, sacó el papel con cuidado y lo desdobló.
—¿Qué dice? —preguntó Alexandra en tono suplicante.
Habían empezado a temblarle las rodillas, lo que la hacía sospechar que, en
realidad, no quería saber lo que decía la nota.
Bobby tardó un momento en contestar.
—Dice: Varnete ya. —Su voz sonó desapasionada.
Alexandra pudo ver por sí misma que no había signo de exclamación.
—Significa «devuélvala». —Bobby hizo una pausa—. O también «devuélvanla».
—¿Devolver qué? —Ella seguía agarrándolo del brazo—. ¿Y por qué han hecho
disparos en el parabrisas?
Pero Bobby se había puesto a buscar por la calle. Corrió hasta el otro extremo de
la manzana sorteando coches aparcados y escudriñando paredes y jardines. Stoycho
corría tras él. Bobby regresó al taxi, se inclinó hacia la pintura y acto seguido se retiró
para observarla desde lejos. Rascó un poco con la uña y la olfateó.
—Todavía está un poco húmeda, claro.
—¿Por qué han hecho esto? —insistió Alexandra.
—No lo sé —respondió él con aspereza—. Veo muchas pintadas últimamente,

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mucho vandalismo contra los coches. Pero es la segunda vez. Y Devuélvanla…
Sacó su teléfono y fotografió el parabrisas y cada uno de los orificios.
—No podemos conducir así. Estate atenta por si viene alguien. No quiero llamar
la atención más de lo necesario.
Abrió el maletero y sacó una manta vieja que extendió sobre el parabrisas y
comenzó a sujetar con cinta aislante. Alexandra se preguntaba cómo iban a volver a
Sofía. La calle seguía en silencio, pero ya no era un silencio apacible. Stoycho los
miraba a ambos.
—¿Por qué habrán hecho esto? —preguntó de nuevo.
—Lo importante no es eso —dijo Bobby mientras arrancaba trozos de cinta—. Lo
primero que tenemos que preguntarnos es quién ha sido. Pongamos que no ha sido
una gamberrada, una simple broma. Podría serlo, pero no lo parece, por el mensaje.
Sobre todo después de lo que pasó en la casa de lelia Pavlina. Dos veces en dos días.
Si supiéramos quién ha sido, tal vez descubriríamos el porqué. Y, en segundo lugar,
¿qué es lo que dicen que tenemos que devolver? ¿Qué es lo que tenemos en nuestro
poder? No creo que se refieran a una persona, a no ser que se suponga que tengo que
devolverte a alguien.
Se volvió hacia ella pero parecía distraído, casi exasperado.
—Tenemos a Stoycho —dijo Alexandra, y enseguida se sintió como una idiota. El
perro se removía inquieto, mirándola—. Tenemos la urna, o la teníamos hasta hace un
par de horas. Pero ¿quién puede quererla, como no sean los Lazarovi?
Bobby seguía pegando cinta aislante en el parabrisas. Alexandra extendió la
manta.
—Bueno, creo que lo más probable es que la persona que ha escrito esto se refiera
a la urna. Es lo único raro que tenemos. Aunque, como tú dices, ya no esté en nuestro
poder. Pero ¿quién sabe que la teníamos?
—Los Lazarovi —contestó Alexandra—. Pero estamos intentando localizarlos
para devolvérsela. Y también lo sabe Irina, y seguramente su asistenta. —Se quedó
pensando un momento mientras intentaba quitarse unas manchas de pintura de los
dedos—. Y la policía, esos dos guardias con los que hablé en la comisaría de Sofía, y
puede que también el recepcionista, y el oficial al que le expliqué el asunto.
—Sí. —Bobby seguía mirando a su alrededor cada pocos segundos.
—Pero llevé la urna a la comisaría. Si la querían podrían habérsela quedado, y no
insistieron. Se la llevé, de hecho. Y, además, ¿para qué podrían quererla?
—Sí, ¿para qué? —dijo Bobby.
—Hay una cosa extraña —comentó Alexandra, vacilante—. Puede que ahora no
me acuerde del todo bien, o que le esté dando demasiada importancia. Ya sabes que
en la comisaría estuve hablando unos minutos con ese oficial, el que me dio la
dirección de Bovech. Estábamos a solas en su despacho. No pareció interesarse
mucho por el asunto hasta que vio el nombre de Stoyan Lazarov en una base de datos
o algo así. Entonces fue como si diera un respingo, y enseguida hizo una llamada por

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el móvil, que yo no entendí, claro. Pero después pareció más atento o simplemente…
más interesado.
Miró a Bobby.
—Fue entonces cuando me preguntó si quería que se quedara con la bolsa —
añadió—, pero cuando le dije que prefería entregarla yo misma contestó enseguida
que era lo mejor y que podía darme unas señas. Supongo que la policía puede
encontrar a cualquiera con bastante rapidez, mucho más que nosotros. Así que no sé
por qué no lo han hecho. Si es que son ellos los que quieren que devolvamos la urna,
claro. Además, la policía no escribiría pintadas amenazadoras, ¿verdad?
No estaba segura de estar en lo cierto, sin embargo: tenía la impresión de entender
cada vez menos aquel país.
—¿Qué aspecto tenía ese oficial de policía? —preguntó Bobby.
Alexandra se lo describió: la cabeza casi calva, el tic en el ojo, el amplio e
imponente despacho con su enorme escritorio.
—El que te dio su tarjeta de visita. Sí, era el jefe —dijo Bobby incorporándose—.
Estoy seguro. Me sorprendió que te llevaran a verlo, pero quizás fue porque eras
extranjera y llevabas… restos humanos. Eso no sucede todos los días.
—¿Y por qué querría la policía que le devolviéramos la urna ahora?
Bobby sacudió la cabeza de nuevo.
—No creo que esto lo haya hecho la policía. Tienes razón: no es así como hacen
las cosas. Habrían localizado el número de matrícula del taxi y habrían venido a
buscarnos. Incluso podrían haber aporreado la puerta de Irina Georgieva, si sabían
dónde estábamos.
—Pero no lo sabe nadie más —objetó ella.
—De eso no estamos seguros —contestó Bobby en voz baja. Estiró la parte de
abajo de la manta sobre el parabrisas—. Por lo que me dices, cabe la posibilidad de
que la policía se lo haya contado a alguien. Irina podría habérselo dicho a alguna
persona esta mañana mientras estábamos fuera, o quizás su asistenta se lo haya
contado a una amiga. Y los Lazarovi no podían encontrarnos ni localizar el taxi. Si
pudieran, ya estarían aquí preguntando por la urna.
—A no ser que acudieran a la policía después de mí —repuso Alexandra—. Y
que la policía ya nos tuviera localizados y decidiera darles el número de matrícula del
taxi. Es una posibilidad.
Bobby la miró con dureza. Luego se inclinó y señaló su cabeza con el dedo.
—Eres una niña muy lista —dijo.
—No soy una niña —contestó ella automáticamente.
—Ya —dijo Bobby—. Pero no creo que los Lazarovi se presentaran así, con un
bote de pintura, ni rompiéndonos la luna del coche. Son gente normal, mayor, y
seguramente están muy tristes y angustiados. Lo lógico sería que pidieran a la policía
que los ayudara a localizarnos y que luego nos pidieran la urna civilizadamente.
—Esto no me gusta —dijo Alexandra—. Creo que deberíamos informar a

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alguien.
—¿Qué? ¿Quieres acudir otra vez a la policía?
—No, no —contestó ella—. Por lo menos, de momento. Puede que Irina consiga
hablar con los Lazarovi hoy mismo y que nos diga que por su parte no hay ningún
problema.
—A mí tampoco me gusta esto —dijo Bobby. Arrancó casi con saña el último
trozo de cinta aislante y la pegó a un lado del parabrisas—. Además, si alguien quiere
la urna por el motivo que sea y está enfadado, ¿cómo vamos a dejársela a esa
anciana? ¿Y si esa persona descubre que la tiene ella?
—Lo mismo estaba pensando yo —dijo Alexandra—. Además, todavía podemos
ayudarla a localizar a su hermana.
Un soplo de alivio, de calma, se abrió paso entre su desasosiego.

Cuando regresaron, Irina Georgieva estaba sentada debajo del emparrado, tomándose
lentamente unas pastillas con un vaso de agua. Los miró sin aparentar sorpresa.
—Sin estas medicinas podría morirme mañana mismo y el museo se quedaría con
mi casa —dijo—. Tienen derecho legal y lo esperan con ansia. —Señaló con un
ademán la mansión del otro lado del patio—. Pero con mis cuadros no van a
quedarse. Pienso donarlos a la escuela de arte. ¿Se os ha averiado el coche?
—Sí —contestó Bobby. Era la solución perfecta: un coche averiado—. ¿Le
importa que nos quedemos un poco más mientras decidimos qué hacer?
—Lo siento por vuestro coche —repuso Irina—, pero para mí es una suerte. —
Sonrió con ojos llorosos y brillantes.
—¿Quiere decir que ha llamado su hermana? —preguntó Alexandra
ansiosamente.
—No, querida. Ojalá, pero no ha llamado. Y he estado llamando a Neven y a la
casa de la sierra, y sigue sin haber respuesta. Nunca me ha gustado que vivan en las
montañas. Sobre todo, en invierno. Es un sitio muy pequeño, muy alejado de todo.
Pero me parece que no podemos quedarnos aquí sentados eternamente. Tienen que
haber vuelto allí, o volverán muy pronto. —Suspiró—. Si consigues que te arreglen el
coche pronto, podemos llegar al pueblo en menos de veinticuatro horas y llevarles la
urna en persona. Podríamos salir mañana por la mañana. Lenka vendrá también, para
ayudarme.
El nombre de la joven, por fin.
Alexandra miró a Bobby.
—¿Tienes tiempo?
Bobby había cruzado los delgados brazos sobre el pecho. El pelo le caía sobre los
ojos y su piel se veía pálida y verdosa bajo las hojas de la parra. Alexandra se
preguntó si era más guapo de lo que le había parecido al principio, o si se trataba
únicamente de ese fenómeno que hace que la gente parezca cada vez más guapa

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cuando uno se acostumbra a ella, cuando la cercanía suaviza su extrañeza.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Claro, Bird. Podemos ir. Voy a hacer un par de llamadas.
Se sonrieron unos a otros. A pesar de todo, Alexandra experimentó una súbita
punzada de placer, un placer causado por los rostros que tenía ante sí, por la
sensación de hallarse lejos de casa y, sin embargo, tan cerca, por la luz de principios
de verano y el calor del sol.
—Hay una cosa que debemos aclarar —le dijo Irina a Bobby—. Asparuh, voy a
pagarte para que nos lleves. Llevas varios días sin trabajar, según creo. Insisto en
pagarte.
—Gracias, señora Georgieva. —Bobby inclinó la cabeza respetuosamente—. Si
se siente con fuerzas, para mí será un honor llevarla. Pero mi taxi no es muy
confortable, me temo.
Y quizás tampoco muy seguro, pensó Alexandra.
—Además, tenemos a Stoycho —dijo en voz alta—. Pero puede ir encima de mis
rodillas.
Irina dio unas palmaditas en la mano a Bobby.
—Entonces, todo arreglado —dijo—. ¿Una cama para esta noche o dos? —
preguntó enérgicamente, y Alexandra se quedó un poco parada.
Claro que tal vez una artista, por anciana que fuese, no se escandalizaba
fácilmente.
—Dos, por favor —contestó sin mirar a Bobby.
—Muy bien. ¿Tenéis equipaje? Otras maletas, quiero decir.
Bobby contestó que no. Irina les dijo entonces que iba a mostrarles los aposentos
de Stoycho. Los condujo con paso vacilante más allá del emparrado, donde vieron
una caseta para perros pintada de azul, a juego con las casas de la ciudad vieja.
Alexandra tuvo la clara sensación de que antes no estaba allí. Había comida y agua
frente a ella, y una alfombrilla de algodón extendida dentro.
—Mi casa es pequeña, pero la tuya lo es aún más —le dijo la anciana al perro—.
Y está a la sombra, así que hará fresco.
Stoycho entró en su casa, dio una vuelta y se tumbó asomando la cabeza por la
puerta. Ya habían empezado a cerrársele los ojos.
Lenka condujo a Alexandra arriba, a un cuarto con el techo tan bajo que podía
tocarlo con la palma de la mano. Las paredes estaban forradas con un friso de madera
oscurecida por los años, adornado con una cenefa de bellotas y hojas de roble. Una
muchacha de rostro suave los observaba desde lo alto del dintel de la puerta. En
aquella habitación, Irina había colgado sus cuadros de animales: cabras, ovejas,
gallinas, palomas, peces, y un hipopótamo sorprendentemente realista. Alexandra
pensó al principio que no había cama. ¿Tendría que dormir en la alfombra de lana?
Pero la asistenta de Irina abrió un armario arrimado a la pared y le mostró la cama
que contenía: almohadas blancas, colcha de algodón y un ramillete de hierbas secas

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en medio. Alexandra cogió el ramillete y lo olió.
—¿Orégano? —preguntó, pronunciando la palabra de la manera más eslava que
se le ocurrió.
Lenka se rio y dijo:
—Chubritza.
Y se sonrieron la una a la otra, incapaces de decirse nada más.
Poco después, Irina se ausentó para echar una siesta y Bobby propuso que
salieran un rato. Quería echar un vistazo al barrio. Alexandra sabía que seguía
pensando en los agujeros del parabrisas. Se llevaron a Stoycho atado con la correa y
atravesaron el casco viejo en dirección a las ruinas del teatro romano, que se alzaba
muy arriba, en un paraje desde el que se dominaba toda la ciudad. Una valla rodeaba
la parte superior del teatro. Pagaron la entrada y pasaron. Uno de los muros, jalonado
por columnas, había sido restaurado lo justo para poder acoger representaciones
teatrales y conciertos. Al nivel de la última fila de gradas se alzaba un hermoso
edificio antiguo: el conservatorio donde Stoyan Lazarov no había podido enseñar.
Alexandra dio un paseo mirando los gigantescos sillares bastamente labrados. Luego,
fueron a sentarse en la fila superior de las gradas. Stoycho se tumbó a su lado, en el
pasillo, con la correa suelta. Desde allí era posible imaginar todo tipo de espectáculos
clásicos. Una tragedia griega con la pared de mármol como telón de fondo, por
ejemplo.
Bobby hizo un ademán.
—Se construyó en tiempos del emperador Trajano, en el siglo II.
—Sabes mucho de tu país —comentó Alexandra.
—Siempre me ha interesado la Historia. Pero todos los países tienen muchas
leyendas sobre sí mismos. Mitología mezclada con la Historia. ¿No sabes tú gran
cosa sobre tu país? ¿O algunos mitos, al menos?
—Algunos, quizás —contestó ella, y se preguntó cuándo se había construido el
puente Golden Gate o se había fundado Filadelfia.
—Bueno, tu país es muy grande. —Bobby la sorprendió pasándole un brazo por
los hombros—. Seguramente no puedes saberlo todo.
—Mi región la conozco bastante bien —dijo Alexandra.
Se imaginó a Bobby rodeando con el brazo a su novio, pero quizás no pudiera
hacer esas demostraciones públicas de afecto en Bulgaria. O no tenía novio. Su
abrazo era cálido y agradable. Pensó de pronto en Jack sentado en su cama,
ayudándola a hacer los deberes, y por una vez no sintió un alfilerazo de dolor al
acordarse de su hermano.
Oyeron voces estridentes a su espalda y vieron aparecer a una guía turística
seguida por una fila de visitantes. Vestía un traje pantalón azul marino, como una
azafata de vuelo, y un sombrero rojo vivo con la leyenda sunnytrips. Agitó un fajo
de papeles para llamar la atención de sus pupilos. Los turistas, en su mayoría de
mediana edad, tenían el cabello oscuro y la piel morena; los hombres llevaban barba

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y las mujeres falda y sandalias que no parecían muy adecuadas para caminar. Había
también algunos adolescentes, apartados de los demás o en parejas. Un chico
desgarbado se retiró de sus padres para echar una ojeada a su móvil. Alexandra se
imaginó el mensaje que acababa de mandarle a su novia, en su país: Hola, otra puta
ruina.
—Griegos —dijo Bobby con interés—. Pero no los antiguos.
Apartó el brazo de sus hombros y tiró de Stoycho para acercarlo. El perro lo miró
melancólicamente. ¿De veras pensaba Bobby que iba a abalanzarse a dentelladas
sobre un grupo de turistas? La luz caía en oleadas sobre los grandes sillares y
Alexandra sintió que nunca antes había visto de verdad el sol; en esta región del
mundo era distinto, como si se hubiera descorrido un velo inmenso y el cielo brillara
con fuerza desde primera hora del día. El sol y el viento cálido que subía por la ladera
de la montaña bañaban su piel. Las piedras sobre las que se sentaban casi parecían de
plata. Se fijó en los hierbajos que crecían ignorados entre las grietas, vio junto al
escenario un cúmulo de amapolas de un rojo deslumbrante. Esto —se dijo— es la
paz, que llega cuando menos te lo esperas. Pero aquella sensación de calma
permaneció en sus venas solo un instante. Después apareció ante sus ojos la imagen
de un parabrisas roto.

El teléfono de Irina Georgieva no sonó aquella tarde. Alexandra y Bobby pasaron un


rato sentados a su lado, en medio de aquel perfecto anochecer de mayo en los
Balcanes. Lenka les trajo unas tazas de té e Irina les explicó que el té procedía de las
montañas. El aire se movía pero solo un poco, y la incipiente luz de la luna lo
salpicaba todo, formando dibujos que recordaban los resquicios de las hojas y los
zarcillos de la parra. Alexandra pasó la mano por la mesa y descubrió que podía
mover los dedos, pero no aquellas filigranas de luz y sombra a las que sus manos
añadían sombras nuevas y enrevesadas. Le describió a Irina la casa de su familia en
los montes de Carolina del Norte, pero no mencionó a Jack. Bobby le habló de su
propósito de correr por todas las calles de Sofía. Irina se rio encantada y les dijo que
ella había tenido en tiempos la idea de pintar a todos los animales del mundo.
—Aunque, ¿cómo iba a hacerlo desde Bulgaria?
—¿Lo dice porque aquí no hay tantas especies de animales? —preguntó
Alexandra, que había observado que Irina prefería la franqueza a la cortesía, y se
preciaba de ese descubrimiento—. ¿Porque habría tenido que viajar mucho?
Bobby repuso en voz baja, como si corrigiera un error bienintencionado:
—Recuerda que en la época comunista no se podía ir a ningún lado. La mayoría
de la gente, quiero decir. Pero habrá visto usted muchos animales en películas y
fotografías, señora Georgieva.
Irina se recogió detrás de las orejas unos mechones de cabello blanco que se
habían soltado de las horquillas, uno de los muchos rasgos juveniles que Alexandra

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había advertido en ella.
—Claro —contestó—. Y también estaba el zoo de Sofía. Y antes de la guerra fui
a otros países, sobre todo a Inglaterra. Mi padre trabajó en Londres desde que yo era
muy pequeña hasta que tuve doce años, cuando tuvimos que volver. Así fue como
aprendí inglés, claro está. Íbamos muy a menudo al zoo de Londres. De niña quise
hacerme pintora por los animales que veía allí. Por ejemplo, por esa especie de pelos
de barba que tiene el elefante en el lomo y alrededor de las orejas. —Hizo un ademán
con sus largas manos nudosas, dibujando aquellos pelos—. Pero tienes razón. La
mayoría no podíamos viajar. Conocí a gente que siempre andaba soñando con ir a
otra parte, y eso les amargó la vida. A menudo sucede que, cuando te prohíben hacer
una cosa, esa cosa se convierte en algo sumamente importante.
Se detuvo de repente. Miró la mesa con el ceño fruncido. Removió su infusión,
dejando escapar un remolino de vaho y luz de luna, y Alexandra contempló
sobrecogida aquel hechizo.
—Son historias mucho más tristes que la mía, y no poder viajar era lo menos
terrible, queridos míos —agregó Irina Georgieva pasado un momento—. Vosotros
tenéis una vida mucho mejor por delante, espero. —Los miró, con la cara moteada
por la luz de la luna.
Bobby se recostó en su silla. Con aquella luz teselada parecía mayor. Alexandra
advirtió que permanecía atento a cualquier ruido que viniera de la calle y que de vez
en cuando recorría el patio con los ojos, lo que a ella le daba escalofríos. La luna
estaba muy alta; alcanzó a vislumbrarla entre el emparrado y notó que se había vuelto
distante y fría.
Bobby dijo de pronto:
—No tiene un nekrolog en la puerta.
Ella se preguntó si Irina Georgieva se ofendería. Se acordó de Bovech, de la
puerta verde sin ningún cartel pegado y de las flores de los peldaños de acceso,
marchitándose en sus tiestos.
Pero Irina no pareció tomarse a mal el comentario de Bobby.
—Mi hermana me pidió que no lo pusiera y yo me alegré. No me gustan. Casi
siempre son feos y por tanto no sirven para honrar a los muertos como es debido.
Preferiría guardarme todos mis recuerdos de un hermano muerto que colgar un cartel
con una mala fotografía para anunciar a los desconocidos que ya no está en este
mundo.
Alexandra pensó que estaba completamente de acuerdo con ella. Irina se enderezó
en la silla y la miró.
—¿Te gustaría saber cómo se casó Stoyan con mi hermana?
—Sí —contestó Alexandra—. Sí, por favor.

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26

Ya os he contado que Stoyan y yo éramos como hermanos, dijo Irina. Y es cierto.


En mi familia no había hermanos varones, salvo uno que murió siendo un bebé, antes
de que naciera Vera. Y un hermano siempre hace falta, ¿verdad que sí? Por eso a
veces, cuando nos hicimos mayores, Stoyan hablaba conmigo como si fuera su
hermana, aunque como os he dicho también era un hombre muy reservado, así que es
posible que hubiera muchas facetas de su personalidad que yo ignoraba. Yo tenía solo
quince años cuando Vera lo conoció en la panadería, pero recuerdo muy bien la
primera vez que vino a casa. Vera tenía casi dieciocho. Mi padre, que en aquel
entonces ya estaba inválido, le dijo que no podía verlo a solas porque era demasiado
joven y que debía esperar a tener al menos veintidós años para casarse. Ignoro por
qué mi madre y él eligieron precisamente esa edad. El caso es que mi padre le dio
permiso para que invitara a Stoyan a cenar en casa cada pocas semanas, sobre todo
porque ya nos lo había presentado formalmente un amigo de un tío nuestro.
Stoyan pasó años viniendo a cenar a casa, durante toda la guerra, incluso cuando
no había gran cosa que cenar o cuando estaban invitados también otros amigos y
familiares. Creo que no le interesaban mucho esos amigos, ni nuestros parientes, pero
en cambio le agradaba mi madre, que era una mujer buena y amable y adoraba la
música. A mí me obsequiaba con pequeñas bromas y anécdotas como si fueran
golosinas. Pero casi siempre se quedaba sentado, mirando a Vera con un brillo en los
ojos mientras ella se afanaba de acá para allá, llevándole cojines a mi padre o
ayudando a mi madre a servir el café. Después de la cena tocaba el violín, que
siempre llevaba consigo.
En aquellos tiempos era más hablador y a mí me encantaban las historias que
contaba. Una vez nos contó que, hasta su regreso a Sofía, los dos días más felices de
su vida fueron el día que su padre le regaló su primer violín y le enseñó los sonidos
que hacía y el día en que se apeó del tren en Viena para estudiar en el conservatorio.
Vera se sonrojó. Stoyan nos hablaba de los músicos a los que había oído tocar en
grandes ciudades, de los cafés de Viena, de cómo se erguía Notre Dame sobre el río.
Nos hablaba de Roma, donde su padre había ido a reunirse con él unas vacaciones, un
par de años antes, y le había comprado aquel violín, el mejor que había tenido, una
reluciente pieza de madera fabricada por Giuseppe Alessandri. Nos contó que
Alessandri nació en 1824 y que fue discípulo de un discípulo del gran Lorenzo
Storioni de Cremona. Su violín se había fabricado en la década de 1860, durante los
tumultos que dieron lugar al estado italiano.
Cuando tocaba aquel violín para nosotros, yo pensaba en sus anécdotas y en las
historias que nos había narrado, y en los cuadros que había visto yo y los libros que
leía. Su violín producía un sonido nebuloso y enigmático. Yo oía en él los estallidos

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de las castañas al asarse en un brasero a la orilla de un río, y el ruido de los cascos de
los caballos avanzando por el empedrado de Siena y de Florencia, y el rumor de las
hojas que caían sobre las tropas de Garibaldi en su avance triunfal. El violín cantaba
Roma o morte y se lamentaba por las montañas de muertos de la Guerra Civil
americana al otro lado del mar y por los oropeles de París durante el Segundo
Imperio. Subía y bajaba, como voces leyendo en alto a Victor Hugo a la luz del aceite
de ballena, y cantaba acerca de dinamita, de otomanos e ingleses cayendo bajo sus
caballos en Crimea, y de muchedumbres que arrastraban los pies visitando
exposiciones internacionales. Pero, sobre todo, el violín de Stoyan hablaba de
lugares, de lugares en los que había estado su lutier y el maestro de su lutier, lugares
que algún día vería su dueño y donde, algún día, daría un concierto.
La primera vez que vino a casa, la cena transcurrió como siempre, salvo porque
se habló mucho de la guerra. Al principio el rey mantuvo la neutralidad de Bulgaria y,
aunque al final cedió a Hitler varias divisiones del ejército, los bombardeos y el
racionamiento tardaron mucho en empezar. Vivíamos en un piso grande y bien
amueblado, con cortinas largas en las ventanas y puertas con cristaleras en el balcón.
La mayoría de nuestros familiares cercanos vivían en el mismo edificio, que había
construido mi abuelo paterno años antes. Mi madre aportó los muebles al
matrimonio. Los había encargado su padre en París, el siglo anterior.
Mis padres estaban muy orgullosos de la vida que habían creado para nosotras en
aquel piso. Mi madre lo mantenía todo perfectamente limpio y ordenado, con nuestra
ayuda, y hacía ella misma los tapetes de encaje para las mesas y los antimacasares de
las butacas, para que no se mancharan con la pomada que mi padre se ponía en el
pelo. Mi padre marcaba el ritmo con la mano en el brazo de su butaca mientras
Stoyan, a petición suya, tocaba una melodía de Brahms o una romanza de Beethoven.
Y, si tocaba un pasaje de una ópera, mi padre cantaba en silencio en italiano. Durante
la cena, mi madre pulsaba a veces con el pie un botón que había debajo de la mesa
del comedor para llamar a nuestra única sirvienta. El botón lo instaló mi abuelo, para
mi abuela, cuando llegó la electricidad al centro de Sofía, y todos nos sentíamos muy
orgullosos cada vez que mi madre llamaba y entraba la muchacha desde la cocina
como por arte de magia. No había nadie más, que nosotros conociéramos, que tuviera
ese sistema.
Eso fue al principio, cuando Stoyan todavía estaba integrándose poco a poco en
nuestra familia sin que nosotros lo notáramos. Seguíamos comiendo carne comprada
en la carnicería, y pepinillos de la tienda de mi bisabuela en el pueblo, porque eran
los mejores. Vera y yo nos poníamos vestidos limpios para cenar. Si venía Stoyan,
Vera pasaba una hora peinándose y empolvándose el cuello y la cara para tener el
cutis aún más claro. Empezaba a llevar ropa más de adulta y durante esos años
terminó el colegio.
Entonces el rey se alió con Hitler, que le entregó Macedonia, y Bulgaria mandó
sus primeras tropas allí y a Grecia. El rey seguía teniendo mucha popularidad porque

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iba a devolvernos nuestros antiguos territorios. Pero Hitler también atacó a Rusia,
nuestro antiguo aliado. En algún momento de 1941, no recuerdo cuándo, hubo una
manifestación en las calles de Sofía en protesta porque estuvieran muriendo soldados
búlgaros en defensa de causas extranjeras y no para mayor gloria de la gran Bulgaria.
Tenían razón, como se demostró más tarde, pero el rey decidió aplastar las protestas.
Después de aquello, los comunistas y los anarquistas se hicieron aún más fuertes,
en la clandestinidad casi siempre. Mi padre nos contó que alguien se había puesto en
contacto con uno de sus amigos más jóvenes para que apoyara económicamente a la
resistencia partisana, pero que su amigo seguía siendo en parte leal al gobierno
monárquico y contestó que no podía. Mi padre decía que el rey era un gran hombre y
que de algún modo se las arreglaría para que superásemos la guerra sin sufrir muchos
daños.
—Cuidado con los secretos, hijas —decía papá igual que cuando éramos
pequeñas y robábamos azúcar en la cocina—. Siempre vuelven, y hacen daño.
Los Aliados nos bombardearon en la primavera de 1941 para castigarnos por
habernos unido a Hitler. Murió gente y nosotros nos refugiábamos en el sótano. Pero
los bombardeos cesaron tan repentinamente como habían empezado. Más adelante
comenzamos a ver que la gente pasaba hambre. A veces, en la calle, había soldados
tuertos o mancos, mendigando un trozo de pan. Vera y yo cogíamos unas monedas y
nos íbamos a la panadería a comprárselo. Se lo comían con ansia, allí mismo, en la
calle. La gente empezó a decir que el rey podía mandar a los soldados a Grecia o a
Macedonia, de donde volvían mutilados, pero no era capaz de alimentarlos cuando
regresaban. Yo deduje por las conversaciones de sobremesa que a Stoyan le
desagradaban en la misma medida los alemanes y los Aliados que nos estaban
atacando. Consideraba absurda aquella guerra, un desperdicio, pero no del mismo
modo que los partisanos.
Una noche estuvo muy callado durante la cena y después rehusó amablemente
tocar el violín. Cuando Vera le preguntó qué le pasaba apoyando su linda mano sobre
su brazo, él se limitó a sacudir la cabeza. Pero pasado un rato dijo que la noche
anterior se había dado cuenta de que, aunque la guerra acabara bien para Bulgaria,
seguramente no podría regresar enseguida a Viena.
—Mis padres no podrían pasar sin mí ahora mismo —explicó, y se detuvo. Todos
sabíamos que no quería reconocer que su familia también se había quedado sin
dinero. Deseaba casarse con Vera y no quería que mis padres creyeran que era
demasiado pobre.
—¡Pero eso es estupendo! —estallé yo—. ¡Así no te llevarás a Vera a Viena y
podréis vivir aquí, con nosotros!
Hasta mis padres se echaron a reír al oírme, a pesar de que todavía no habían
dado su beneplácito a la joven pareja. Pero todos pensábamos lo mismo: ¿Cómo van
a casarse a la manera tradicional si no tienen dinero y Stoyan no puede continuar
sus estudios, si no hay trabajo para los grandes músicos y esta semana ni siquiera

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hemos podido cenar pollo? Por fin, Stoyan dijo que no tenía importancia: que
trabajaría en lo que encontrara hasta que reuniera dinero suficiente para regresar a
Viena cuando acabara la guerra y pudiera mantener a su familia. Al decir esto miró
directamente a Vera y ella se puso muy colorada.
Creo que a mis padres les gustaba Stoyan como yerno, en parte por su paciencia y
su cortesía, por lo educado que era y por su increíble talento, y en parte porque nunca
pedía ver a Vera a solas. Empezó a despedirse de ella con un beso en la mejilla
cuando ya llevaba un año viniendo a cenar a casa. Ahora que soy vieja y algo sé
sobre el amor, creo que debía consumirse de deseo por ella. Pero esperó esos
primeros años y sé que practicaba en casa con el violín constantemente. Nadie podía
pagarle por recibir clases, así que trabajaba en otras cosas, aquí y allá, no sé
exactamente en qué. Seguramente en cualquier cosa que saliera. Una noche vino a
cenar con la mano derecha vendada y nos contó que se había hecho daño en el
trabajo. Parecía tan avergonzado por estar haciendo un trabajo manual que no le
preguntamos más.
—Por suerte no tendré que pasar mucho tiempo sin tocar —añadió.
En otoño de 1943 Vera cumplió veintiún años. Mi madre se las arregló para
comprar alubias y un poco de cerdo y preparó un guiso estupendo. Yo le hice a Vera
una falda con la máquina de coser, aprovechando la tela de unas cortinas oscuras que
teníamos guardadas en un armario. Quedó muy bien, se le ceñía perfectamente a la
cinturita. Una amiga le cortó las trenzas y le onduló el pelo con unos hierros
calientes, lo que hizo llorar a mi madre. Mi padre tenía un primo que era fotógrafo y
que le hizo un retrato con las perlas de mi madre. Más adelante, cuando Bulgaria
cambió de bando y empezó a luchar contra Hitler, al amigo de mi padre lo mataron en
Hungría, detrás de su cámara.
La tarde del cumpleaños de Vera, aunque nadie lo dijera, todos pensábamos lo
mismo: que aquel era el comienzo del último año que pasaría en casa con nosotros. Si
Stoyan le pedía matrimonio al año siguiente, no había duda de que ella aceptaría.
Había varios jóvenes que también habían hablado con mis padres, pero a ella no le
gustaba ninguno y mis padres respetaban sus deseos. Durante la cena de cumpleaños,
mi padre estuvo muy serio, pensando, sin duda, en el porvenir que tendría Vera con
un músico que ya solo disponía de su talento. Mi madre seguía apenada porque se
hubiera cortado el cabello. Estaban también presentes algunos de mis tíos y tías, que
meneaban la cabeza gravemente, como mi padre. Vera, en cambio, parecía muy
animada, como si se alegrara de poder empezar la cuenta atrás de su último año en
casa.
Cuando acabamos de cenar, Stoyan dijo que tenía un regalo para ella y nos
sentamos todos en el salón. De pronto me di cuenta de que la habitación empezaba a
estar muy destartalada porque ya no podíamos cambiar la alfombra ni reparar los
muebles. Stoyan se puso delante de nosotros con su violín en las manos y se inclinó
ante Vera.

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—Querida Vera —dijo—, Chestit rozhden den. Que cumplas muchos más, todos
ellos felices.
A veces podía ser muy ceremonioso, incluso cuando era joven. Creo que a Vera le
gustaba lo solemne que se mostraba, sobre todo delante de nuestros padres. Carraspeó
para aclararse la voz.
—No tengo mejor regalo para ti que el que estoy a punto de hacerte, aunque no lo
haya comprado con dinero y no sea algo que puedas ponerte o guardar en el bolsillo.
Espero que lo conserves en el corazón. Se trata de algo que no he tocado en público
desde que regresé de Viena. De hecho, estoy seguro de que es la primera vez que esta
música se oye en Bulgaria.
Vera estaba sentada delante de él con las manos cruzadas sobre el regazo. Con el
cabello corto, su cuello parecía muy blanco. Yo soñaba con ser igual de guapa y de
madura cuando tuviera su edad, y estar más o menos comprometida para casarme, y
que la guerra hubiera quedado atrás.
Entonces empezó a tocar Stoyan, y creo que desde ese momento nos olvidamos
de todo lo demás. La música era muy rápida al principio, como agua fría corriendo
sobre las piedras pero más ordenada. Cantaba con voz de mujer, o de un espíritu del
viento. Yo me acordé de las samodivi, las vírgenes salvajes de los cuentos populares
que corrían por los bosques sin tocar el suelo. Y, sin embargo, era una música infinita,
increíblemente lógica. Su sonido me embriagaba y un instante después, en la
siguiente frase, hacía que me sintiera colmada. De hecho, era incapaz de predecir cuál
sería la siguiente frase, al menos no de la forma en que era capaz de intuirlo cuando
oía a Bach. Pero, cuando llegaba, tenía la sensación de que no podía sonar de otro
modo.
Pasado un buen rato, el agua fría llegaba al pie de una montaña y se remansaba y
la voz del violín se volvía más grave y comenzaba a palpitar, llena de serena
emoción. A mi padre se le empañaron los ojos y se los secó rápidamente con el dorso
de la mano. Yo me acordé de cómo era cuando todavía podía caminar. Mi madre
estaba pálida, y la vi como debía de ser cuando era joven, con esas facciones tan
bellas que había heredado Vera. La propia Vera se había inclinado hacia delante
olvidándose de su compostura, y escuchaba la música como un hombre, con los pies
bien separados. El salón estaba completamente en silencio.
Por fin la melodía describió en el aire una floritura roja y dorada y Stoyan
mantuvo en alto el arco un instante, hasta que se apagó su resonancia. Aplaudimos,
pero nuestras palmas sonaban huecas e insuficientes.
—¿No era Händel? —preguntó mi padre indeciso.
—No, señor.
Stoyan bajó los hombros y estiró un poco sus largos brazos. Le brillaban mucho
los ojos. Había tocado con una cara muy seria, como siempre, pero de pronto todo su
cuerpo parecía imbuido de felicidad.
—Es una composición de Antonio Vivaldi.

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—Ah —dijo mi padre—, el sacerdote italiano.
—Sí —contestó Stoyan—. Era de la misma generación que Händel, creo. Vivió
en Venecia, ¿saben?, y allí escribió numerosas obras. Esta es una pieza especial.
Especial para mí. —Miró a Vera, que seguía sentada, mirándolo fijamente.

Un par de días después empezaron a caer bombas sobre Sofía: bombarderos aliados
que venían de Italia y otros países y atacaban la ciudad haciéndola temblar. Como os
decía antes, ya nos habían bombardeado durante una breve temporada en 1941, como
represalia porque el rey se hubiera aliado con los alemanes. Pero la nueva ofensiva no
parecía tener fin. Los edificios se incendiaban, y se derrumbaban bloques enteros. No
sabíamos cuándo le tocaría a nuestra casa. Vera se volvía loca de angustia cuando no
estaba con Stoyan, pensando que podía estar muerto. Él seguía viniendo a cenar
siempre que podía, pero las alarmas antiaéreas solían interrumpir nuestras comidas.
Una vez, juro que besó rápidamente a Vera mientras estábamos todos sentados a
oscuras.
Después empezó a escasear seriamente la comida y ayudábamos a nuestra madre
a hacer pan con las cosas más extrañas, como lentejas o bellotas. Teníamos siempre
un poco de hambre, en el mejor de los casos. Nos veíamos obligados a bajar al sótano
a todas horas y a sentarnos allí con las rodillas pegadas a las de nuestros familiares,
temblando. Yo odiaba sentir temblar a los demás porque me contagiaban su temblor y
yo quería ser valiente. Mi padre decía que todo el mundo sabía ya que el rey, que para
entonces había muerto, había cometido un terrible error. Habíamos unido nuestra
suerte a la de una Alemania bárbara, no a la Alemania que él había conocido en su
juventud, antes de la Primera Guerra Mundial.
Llegó el año nuevo, 1944, y en primavera los bombardeos eran tan constantes y
fuertes que nos sentíamos atrapados en una pesadilla de la que no había forma de
despertar. Escaseaba la comida y tuvimos que invertir los pocos ahorros que nos
quedaban en comprar lo que podíamos. Mi padre dijo que Stoyan podía casarse con
Vera antes de lo previsto. Por si acaso nos mataban a todos, supongo. No quería
negarles eso, aunque no lo dijera. Stoyan tocaba a veces el violín para nosotros a
oscuras, aunque nunca en el sótano abarrotado. Decía que los aviones volaban tan
alto que no podían oírle. Estoy segura de que si esos pilotos aliados hubieran podido
escucharle, habrían dejado de tirar bombas y nos habrían dejado en paz para siempre.
Así pues, Stoyan le pidió a mi hermana que se casara con él, pero en privado, en
algún momento en que pudieron encontrarse a solas en la calle, a salvo, o quizás no
tanto. Vera me contó después que Stoyan le hizo prometer primero que entendía una
cosa: que, cuando acabara la guerra, tendrían que viajar por todo el mundo por el bien
de su carrera como músico. Se casaron muy discretamente una tarde, en una capilla
que había cerca de nuestro vecindario. Estábamos todos allí y, justo cuando estaba
acabando la ceremonia, empezó a sonar la alarma antiaérea. Por suerte el sacerdote ya

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los había casado. Mis padres les cedieron unas habitaciones en nuestro edificio que
estaban vacías desde la muerte de una tía abuela, pero su noche de bodas la pasaron
en el sótano con los demás, Vera cogiéndonos la mano a mí y a Stoyan.
Ay, Señor, concluyó Irina enjugándose los ojos con la manga. En fin, eso fue hace
mucho tiempo.

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27

Alexandra paró a Bobby en el pasillo de techo bajo de la planta de arriba.


—¿Podemos hablar un momento antes de que te acuestes?
—Okey —contestó él, y Alexandra se dio cuenta de que seguramente había
copiado esa expresión de ella.
Recorrieron el pasillo pasando junto a los cuadros enmarcados, de textura pastosa,
y al cruzar frente a la habitación más cercana a la de Bobby, Alexandra vio que estaba
iluminada por un suave resplandor cuyo origen no identificó al principio. Luego vio
que se trataba de la luz de unas velas. La puerta estaba entornada y a través de la
rendija alcanzó a ver una cama labrada con dos figuras echadas. Una era Lenka, la
asistenta, vestida aún con vaqueros y camiseta. Tenía los ojos cerrados y en sus
brazos descansaba Irina Georgieva. La anciana también tenía los ojos cerrados. Su
cara parecía descolorida y el cabello suelto le rodeaba la cara como musgo colgante.
Alexandra nunca había visto a una persona abrazar a otra con tanta ternura. La más
joven posaba los labios sobre el ralo cuero cabelludo de la más anciana, y rodeaba
con los brazos su cuello y sus hombros arrugados por encima del camisón de color
rosa.
Alexandra y Bobby pasaron de largo y entraron en la habitación de él. Bobby
cerró la puerta con cuidado. Había papeles por todas partes, algunos de ellos
cubiertos con una letra minúscula, otros a medio escribir; y unos pocos en blanco y
dispersos. Yacían sobre la mesa, junto a una vela colocada en un candelero
deslustrado, o caían revoloteando de la silla al suelo y se deslizaban por la alfombra
de lana, amontonándose bajo la ventana. Debían de haber salido de la bolsa de
Bobby, pensó Alexandra. No veía bien la letra, y además estarían en búlgaro.
—Perdona el desorden —dijo él, y empezó a moverse por la habitación
recogiendo los papeles.
—¿Qué estás escribiendo? —preguntó ella.
—Nada importante. Solo son notas.
De nuevo, un telón negro que impedía repetir la pregunta. Alexandra tuvo por un
instante la incómoda sensación de que estaba tomando notas acerca de ella. Luego se
dio cuenta de lo narcisista que era aquella idea.
Se volvió hacia la puerta.
—Debería irme a la cama. Mañana tenemos que madrugar.
—¿Quieres que te despierte? —preguntó Bobby como si quisiera compensarla de
algún modo.
—Okey —contestó ella, y se quedó allí un momento.
—¿De qué querías que habláramos?
—Ah… —Casi se le había olvidado—. He pensado que debía preguntarte si por

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fin puedo pagarte. Sé que Irina va a pagar el trayecto hasta las montañas, pero ya has
recorrido muchos kilómetros para traerme hasta aquí. Por favor.
Bobby miró el suelo.
—La verdad es que no quiero que me pagues —dijo en voz baja—. No me
parecería bien. De hecho, si vuelves a mencionarlo, quizás tenga que enfadarme.
Sonrió, pero Alexandra notó que hablaba en serio. Se prometió a sí misma
compensarle con creces al final del viaje.
—Además, puede que te esté causando más problemas de los que imaginas. —De
pie junto a la ventana a oscuras, Bobby se apartó el pelo de los ojos con gesto rápido
y compungido.
—¿Y eso por qué? —preguntó ella, pero él había desviado la mirada. Alexandra
volvió a intentarlo—. ¿Qué vamos a hacer con el parabrisas?
—Sí, bueno… Ya te lo mostraré mañana.
Las sábanas de la cama plegable de Alexandra olían a aquella extraña hierba
aromática. Dejó abiertas las puertas del armario por si acaso la casa no solo era
mágica, sino que estaba embrujada. Con un estremecimiento de espanto, su cuerpo
recordó el temblor de la cama en casa de la tía Pavlina, y aquella serpiente que se
desenroscaba bajo el colchón.

A la mañana siguiente, Irina Georgieva fue la primera en estar lista. Al bajar al


recibidor, Alexandra vio un bolso de plástico lleno de cosas y una cesta cubierta con
un paño. Cuando Bobby y ella salieron a la terraza, la luz del sol aún era muy pálida
pero la anciana ya estaba desayunando pan, queso y salami, y Lenka estaba poniendo
tres platos más sobre la mesa. Fue la primera vez que se sentó a comer con ellos. Se
había recogido el cabello oscuro en una gruesa trenza, y Alexandra reparó en que lo
tenía entreverado de gris.
—Siempre es importante desayunar bien antes de emprender un viaje —les dijo
Irina como si saliera de viaje cada semana.
Pese a su palidez, tenía la cara colorada y los ojos brillantes y llevaba su
intrincado broche prendido del cuello de una blusa rosa. Había apoyado en la silla un
bastón, un largo cayado de madera con la cabeza nudosa, como si se dispusieran a
hacer senderismo en vez de montarse en el taxi de Bobby. Sentado a su lado, Stoycho
esperaba a que cayera algún trozo de salami de las torpes manos de la anciana.
—Bird —dijo Bobby mientras se ponía mermelada en su pan con queso feta—,
¿sabes lo que vas a ver hoy? Los montes Ródope, la cordillera más hermosa del
mundo.
—Perdona, pero mis montañas son las más bonitas del mundo —repuso
Alexandra con una sonrisa.
—Sí, solo quería que tuvieras ocasión de decirlo. Así prestarás más atención a los
Rodopite.

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—Niños —dijo Irina—, Lenka y yo ya casi estamos listas. Asparuh, voy a
enseñarte mi mapa. Primero vamos a ir a Shiroka Luka y luego al sur, muy arriba en
las montañas.
Lenka les sirvió más té y empezó a recoger los platos. Le dijo algo a Stoycho en
voz baja; luego se acercó a su comedero y echó dentro las sobras de pan y queso. El
perro la siguió agradecido, pero miró hacia atrás varias veces. Alexandra pensó que
parecía nervioso.
Bobby se estaba limpiando las manos mientras miraba su móvil.
—Dentro de unos minutos vendré a recogerlas con el coche, pero primero
Alexandra y yo tenemos que hacer un recado.
¿Sí? Seguramente había dejado el taxi en un taller para que repararan el
parabrisas roto. Alexandra lo siguió obedientemente por el patio del museo, hasta la
calle. Unas manzanas más allá, torció por una calle por la que no habían pasado
antes, Alexandra estaba segura. Era también una calle tranquila, flanqueada por
viejos muros y árboles recién verdecidos. Al fondo había un joven apoyado contra un
desvencijado coche verde, con los brazos cruzados. Cuando se acercaron, se giró
hacia ellos y los miró de frente.
Alexandra dio un paso atrás, acordándose de lo que le había pasado al taxi. Pero
el chico sonreía. Tenía el cabello negro, parecía muy en forma y era más alto que
Bobby. Sus ojos eran muy grandes y oscuros, radiantes y de largas pestañas. Vestía un
polo negro que marcaba su musculatura, vaqueros negros y zapatos del mismo color,
bien lustrosos. A Alexandra le gustó su mirada atenta y la simpatía que reflejaba su
cara morena. Estrechó la mano de Bobby medio abrazándole y dándole palmaditas en
la espalda.
—Mi amigo Kiril —explicó Bobby—. Vive en Sofía y fuimos juntos a la
universidad.
Kiril estrechó la mano de Alexandra con desbordante amabilidad y se agachó para
admirar a Stoycho, que estaba sentado en la acera, escuchando.
—Tenemos que irnos ya —dijo Bobby.
Kiril volvió a palmearle la espalda y a abrazarle y, mientras Alexandra los
observaba, se intercambiaron unas llaves. Kiril volvió a darle la mano y se alejó
tranquilamente por la preciosa callejuela. Solo entonces advirtió Alexandra que no
había dicho ni una sola palabra.
Bobby abrió el coche y le hizo un gesto con la mano que ella interpretó como que
debía apresurarse. Cuando se colocó en el asiento delantero, Stoycho subió al coche
de un salto. Bobby encendió enseguida el motor con las llaves de Kiril. El interior del
coche olía a tabaco pero estaba muy limpio, y había una figurita pegada al
salpicadero, un Mickey Mouse cuya cabeza comenzó a oscilar como un giroscopio
cuando Bobby arrancó. Stoycho se incorporó para mirarlo.
—¿Dónde está tu taxi? —Alexandra trató de ponerse cómoda en su nuevo
asiento.

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—Kiril va a llevarlo a reparar y luego volverá con él a Sofía. Puede aparcarlo en
un garaje, cerca del piso de mi madre —contestó Bobby—. He ido a echarle un
vistazo esta mañana. Estaba igual que ayer. —Miraba a su alrededor mientras
conducía.
—Kiril es muy amable.
—Bueno, somos amigos —repuso Bobby.
Alexandra se preguntó a cuántos de sus amigos podía pedirles que le llevaran su
coche a otra ciudad, de un momento para otro, por si acaso alguien la estaba
siguiendo.
—Pero ¿de verdad crees que nos están siguiendo?
—Me parece probable —reconoció él, y fijó en ella su mirada azul—. Solo que
no sé por qué. Ni quién. Todavía. A Irina vamos a decirle que el taxi aún no estaba
arreglado.
—Bueno, y así es —señaló Alexandra—. ¿Qué vamos a hacer?
—Mantener los ojos bien abiertos —dijo Bobby—. Mira dentro de… de eso… de
la guantera. ¿Hay un mapa de Bulgaria?
Ella abrió el compartimento y vio la pistola.
—Bobby… —dijo.
Él echó una ojeada.
—Bien. Tápala con el mapa.
Alexandra, que nunca había visto una pistola tan de cerca, se asustó.
—¿Es de tu amigo?
—Ahora es mía —respondió él—. Pon el mapa encima, y también esa bolsa de
plástico. Que parezca un poco desordenado.
Así lo hizo ella, procurando no tocar el arma ni siquiera con la punta de los dedos.
Viajaba con un hombre al que apenas conocía y que ahora tenía una pistola y quería
que ella lo supiera. Lo miró de reojo. Estaba cambiando de marcha, colina arriba, y
parecía perfectamente en calma.

Mientras el coche se alejaba de casa de Irina cargado con todos ellos, Alexandra se
giró una vez más para ver la alta pared del patio y los árboles enormes. Iba sentada
delante, con Stoycho tumbado sobre su regazo y la bolsa con la urna a sus pies. Las
dos mujeres mayores iban detrás, con su cesto y el bastón de Irina en el medio.
Alexandra miró a Bobby, sentado como siempre tras el volante. Conducía con
cuidado, en primera o segunda, por las calles empedradas. El coche se tambaleaba
lentamente, cuesta abajo, pasando frente a las grandes casonas de Plovdiv. El sol de la
mañana ya había empezado a esparcir manchones de luz sobre los muros azules y
ocres y los portones de madera. Cinco días antes, se dijo Alexandra, no había visto
nunca aquellas calles, ni conocía a aquellas personas. Ni a aquel perro. Abrazó el
cuello polvoriento de Stoycho y el animal le acarició la mejilla con el hocico.

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Tras media hora viajando por extraños descampados, entre caserones desiertos y
bajo un cielo despejado, pusieron rumbo al sur. Al pasar junto a un prado, Bobby se
apartó de repente de la carretera.
—Mirad eso —dijo—. Tengo que hacer una foto. —Se desabrochó el cinturón de
seguridad—. Perdonen —añadió dirigiéndose a las dos mujeres del asiento de atrás.
Alexandra miró por la ventanilla, salió del coche y lo siguió. En medio del prado
se erguía el solitario marco de una puerta. No había casa, ni tampoco puerta: solo el
marco y un par de bloques de cemento, como si alguien hubiera contemplado la
posibilidad de vivir allí y primero hubiera querido probar a entrar en aquella
hipotética morada aún por construir. Los insectos rumiaban en la hierba a su
alrededor, y un par de pájaros (¿golondrinas quizás?) sobrevolaban velozmente el
prado y se elevaban muy por encima del marco vacío.
Bobby se puso a hacer fotos con su móvil.
—Nunca había visto nada igual —le dijo a Alexandra.
—¿Por qué está aquí, en medio de la nada? —Ella tampoco había visto nunca
nada parecido.
—No lo sé —contestó él—. Pero estaba pensando que la literatura es así, como
una puerta en medio de un prado.
Tenía una expresión absorta. Tecleó una nota en su teléfono. Ella lo observaba
con asombro. Desde el primer momento le había recordado a alguien, y de pronto se
daba cuenta de que ese alguien tal vez fuera ella misma.

Al poco rato, las estribaciones de las montañas aparecieron ante ellos formando una
masa verdinegra. La carretera parecía ir derecha hacia aquel muro, cercada por
barrancos y árboles precariamente enraizados: una hendidura abierta por la
modernidad, pensó Alexandra, aunque quizás hubiera habido caminos mucho más
antiguos que se adentraban en las montañas. La carretera parecía acobardarse bajo las
altas arboledas y cruzaba ruidosos riachuelos. Acababa de mirar hacia atrás para ver
si Irina Georgieva estaba disfrutando de las vistas cuando Bobby frenó en seco en
medio de un puente. Stoycho se incorporó, clavándole las uñas en la rodilla.
—¡Dios mío! —exclamó Alexandra.
A su derecha, casi un tercio de la anchura del puente se había derrumbado y caído
al río con barandilla y todo, de modo que el pavimento colgaba sostenido apenas por
unas hilachas de metal. Vio las rocas y el agua blanca unos doce metros por debajo de
ellos. Árboles enteros habían quedado trabados en las empinadas orillas, prendidos
del bosque como de una maraña de pelo.
—Maldita sea —dijo Bobby—. Habrá sido el terremoto, seguramente. O puede
que las inundaciones, o ambas cosas.
Puso el freno de mano. Alexandra lo observó con nerviosismo cuando salió del
coche y avanzó unos metros para asomarse al vacío.

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Irina le tocó el hombro.
—¿Hay algún problema?
—Solo un puente —contestó Alexandra tocándole la mano. Quizás fuera una
suerte que la anciana no pudiera ver aquel desaguisado desde el asiento de atrás—.
Creo que no hay por qué preocuparse. Bobby está comprobando el estado de la
carretera.
Irina Georgieva cruzó las manos sobre el regazo y asintió con la cabeza mirando a
su asistenta.
—Estoy segura de que Asparuh sabe qué hacer —dijo.
Lenka le acarició la mejilla y sacó de la cesta un frasquito de pastillas. Le dio una
a Irina y acto seguido le ofreció un sorbo de agua.
Bobby regresó al coche sacudiendo la cabeza.
—Creo que deberíamos seguir adelante —le dijo a Alexandra en voz baja—. Si
no, tendríamos que retroceder hasta llegar a otra carretera y tardaríamos unas dos
horas. Seguramente el puente se derrumbó hace un par de días, o puede que incluso
un par de semanas. Por eso no lo habrán arreglado aún. Claro que, si fue culpa del
terremoto, el derrumbe es muy reciente. Pero podrían haber puesto una señal para
advertir a la gente. —Parecía a punto de ponerse a lanzar exabruptos, pero se
interrumpió como si reparara en la presencia de las señoras del asiento de atrás.
—Muy bien —dijo ella a pesar de que estaba aterrorizada—. Pero ¿no crees que
nosotras deberíamos bajarnos y cruzar andando?
—Sería más peligroso, sobre todo por… —Se refería a Irina, claro, con su bastón
y su paso tambaleante—. Además, el lado izquierdo de la calzada no está dañado.
Avanzó lentamente hasta el centro del puente desviándose hacia la izquierda y
Alexandra procuró no mirar por la ventanilla hacia el río turbulento que discurría
debajo. Como iba mirando al frente, vio venir el coche antes que Bobby y su grito le
hizo frenar en seco. Al otro lado del puente la carretera describía una curva muy
cerrada. Pasó un instante antes de que el otro coche se detuviera bruscamente,
apartándose del borde derrumbado del puente, de modo que ambos vehículos
quedaron frente a frente, a escasa distancia del precipicio.
—Ay, no. —Bobby agarraba con fuerza el volante.
Stoycho se irguió más aún en el regazo de Alexandra y ella lo sujetó con firmeza
para calmarlo. Bobby sacudió la cabeza.
—Politsai.
El agente ya había salido del coche. Era un hombre alto, de rostro amable y un
poco melancólico, muy distinto de los policías que había visto Alexandra en la
comisaría de la capital. Se acercó al coche y echó un vistazo dentro, examinándolos
con atención. Perro, pensó Alexandra. Turista americana, anciana, asistenta guapa,
cesto. Aforo completo.
El agente y Bobby cruzaron unas palabras amablemente, como si estuvieran
charlando junto al mostrador de una tienda y no al borde de un precipicio. Bobby

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señaló la catarata de debajo y el policía meneó la cabeza. Luego indicó la guantera.
Alexandra se quedó paralizada, pero cuando Bobby se inclinó para abrirla y sacó
unos papeles no había ni rastro de la pistola. ¿La había escondido debajo de un
asiento o en el maletero? ¿Y cuándo lo había hecho? El policía regresó a su vehículo
llevando el permiso de conducir de Bobby y los papeles del coche y estuvo sentado
allí dentro un rato que se hizo interminable mientras Stoycho, nervioso, clavaba las
uñas en el regazo de Alexandra tratando de ver lo que ocurría. ¿Y si el policía los
identificaba como los ocupantes del taxi? Sin duda, su sistema no podía estar tan bien
organizado, pensó, ni siquiera contando con registros informáticos. Y quienes habían
pintado el taxi no habrían dejado constancia documental de ello, sobre todo si era la
policía. Además, seguramente no habían sido ellos. Bobby debía de estar
contagiándole su paranoia.
—Por lo menos podría dar marcha atrás y retirar su coche del puente —murmuró
Bobby, y Alexandra se dio cuenta de que, si otro vehículo doblaba la curva, se verían
en graves apuros.
Que fue, curiosamente, lo que sucedió en ese instante. Otro coche, un gran BMW
negro, nuevecito y con las ventanillas tintadas, se abalanzó sobre ellos a toda
velocidad antes de que les diera tiempo a respirar. El conductor frenó tan
bruscamente que los neumáticos chirriaron y Alexandra oyó que Irina ahogaba un
grito de espanto a su espalda. Bobby agarró rápidamente el volante a pesar de que no
podía hacer nada. El BMW chocó por detrás con el coche patrulla emitiendo un ruido
sordo y rasposo y haciéndolo saltar como un animal, y Alexandra alcanzó a ver cómo
el policía, sentado dentro, se desplazaba hacia delante con cara de perplejidad y la
boca abierta. El puente se estremeció. Stoycho profirió un gemido.
Pero el coche patrulla estaba bien aparcado y, a pesar de su tembloroso salto, no
alcanzó su parachoques delantero. Bobby exhaló un fuerte suspiro y dio un golpe en
el volante. El policía se apeó de un brinco, luego pareció acordarse del vacío que se
abría en el otro carril y se refrenó. El conductor del BMW también había salido y
levantaba las manos indignado. Vestía chaqueta oscura y gorra y era tan enorme que
parecía capaz de reparar el puente él solo, con sus propias manos, como Paul
Bunyan[4]. Se agachó para examinar los daños y Alexandra pensó que seguramente
en esos momentos estaba deseando que un gato se comiera los órganos internos de la
madre del policía.
—Oh, no. —Bobby se puso a tamborilear con impaciencia sobre el salpicadero—.
Y es un coche del gobierno. Ahora sí que no vamos a ir a ninguna parte.
El hombretón seguía hablando con el policía.
—Confío en que en algún momento me devuelvan mis papeles —añadió Bobby
malhumorado.
—¿No deberías salir a echar una mano? —preguntó Irina desde el asiento de
atrás.
—No, señora Georgieva. —Bobby se giró hacia ella y Lenka le dio unas

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palmaditas en la rodilla a la anciana—. Ya arreglarán las cosas entre ellos, y luego
quizás nos dejen seguir adelante.
Mientras observaban la escena, el gigante de la gorra miró alrededor y señaló el
agua turbulenta del río y el coche del policía.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Alexandra.
—Creo que le gustaría ofrecerle al policía un pequeño… soborno, podríamos
decir —explicó Bobby—. Pero no puede porque estamos nosotros delante y lo
veríamos.
—Ah —dijo Alexandra, que nunca había visto a nadie ser objeto de un soborno y
pensó que sería una experiencia interesante.
—Así que van a ponerse a discutir —agregó Bobby—. Lo que les llevará más
tiempo.
Los dos hombres iniciaron una discusión, en efecto, el grandullón echándose la
gorra adelante y atrás sucesivamente, y el policía indicando cuidadosamente los
daños sufridos por el coche patrulla. Bobby apoyó los brazos en el volante. Irina le
dio unas palmadas en el hombro.
—No te preocupes, mi niño. Acabarán pronto. Y tengo aquí unas galletas por si
alguien tiene hambre.
De pronto se abrió la puerta trasera del BMW y apareció otro hombre. Lo miraron
todos con sorpresa; Stoycho gruñó asustado. No era tan alto como su chófer y parecía
mucho mayor, pero su aspecto resultaba mucho más imponente. Vestía un traje azul
oscuro (caro y muy bien cortado, pensó enseguida Alexandra) que contrastaba
extrañamente con el paisaje montañoso. Alexandra se preguntó qué pasaría si otro
coche doblaba la curva y chocaba contra el BMW. El desconocido no tenía aspecto de
reaccionar bien ante semejante eventualidad, y, sin embargo, había algo infinitamente
sereno, e infinitamente familiar, en su apariencia. Se mantenía muy erguido,
moviéndose con rigidez dentro del traje. Tenía la barba castaña rojiza y una espesa
mata de pelo, con entradas pero rizada en las puntas y tan abundante que daba la
impresión de que uno podía perder un lápiz dentro de aquella cabellera. A la luz
tamizada del barranco, su cabello se veía al mismo tiempo oscuro y brillante,
metálico, casi irreal. Su rostro envejecido y ancho, con las mejillas surcadas por
profundas arrugas, parecía en cierto modo disecado y aparentaba mucha más edad
que la que cabía deducir por su cabello. Alexandra lo habría considerado apuesto si
su expresión hubiera sido más vivaz y su cuerpo hubiera dado muestras de mayor
animación. Pero era demasiado sereno, demasiado flemático.
Bobby se echó hacia delante, a su lado, y miró por el parabrisas.
—¿Qué? —dijo—. Ese es Kurilkov, estoy seguro.
—¿Quién? —preguntó ella mientras intentaba tranquilizar a Stoycho, que había
empezado a gruñir bajito de nuevo.
—Mikhail Kurilkov, el ministro de Obras Públicas, ese al que apodan «el Oso», el
que quiere ser primer ministro. Te hablé de él, lo vimos en la tele. Lo he visto antes

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en persona, dando un discurso contra el que nos manifestamos.
—Ah, el que vimos en la tele en casa de la tía Pavlina —dijo Alexandra—. Y en
el restaurante de las truchas. Ya me parecía que su cara me sonaba. Pero ¿qué está
haciendo aquí, en medio de la nada?
Entonces se acordó de la consigna pintada en la luna del taxi de Bobby: Sin
corrupción.
—Puede que de verdad le interesen las obras públicas —masculló Bobby sin
quitarle ojo a Kurilkov—. Espero que no se acerque. Nunca he tenido ganas de
conocerlo.
Irina había vuelto a inclinarse hacia delante.
—¿Quién es? —preguntó.
—Creemos que es Kurilkov, el ministro de Obras Públicas.
—¿Ese de ahí? —preguntó ella—. Ah. —Se quedó callada, pero a Alexandra le
extrañó su expresión pensativa, casi desconfiada. Quizás a ella, como a Bobby, le
desagradaba aquel individuo, o los políticos en general.
Los tres hombres se pusieron a conversar y Alexandra vio que el ministro de
Obras Públicas estiraba el brazo para estrechar la mano del policía. El agente pareció
tan sorprendido como Bobby al reconocerlo. Se inclinó ligeramente al darle la mano.
El gigantesco chófer se había retirado y Kurilkov y el policía hablaron un momento a
solas. Acto seguido, el ministro hizo una seña a su conductor, que se acercó al coche
de Bobby. Alexandra lo vio avanzar con cautela por el puente, como si temiera que
acabara de derrumbarse bajo el peso de su cuerpo.
—Vete —masculló Bobby, pero bajó de nuevo la ventanilla.
A Stoycho se le erizó el pelo del cuello bajo la mano de Alexandra. El animal
enseñó sus dientes amarillos, que sobresalían sobre su belfo inferior. Alexandra se
preguntó qué sería de él si se atrevía a morder al guardaespaldas de un ministro.
Pero, al acercarse, el chófer se limitó a decirle algo a Bobby en tono cortés,
mirando alrededor como si le sorprendiera que hubiera tantos pasajeros. Bobby
asintió con la cabeza, le hizo una seña con la mano y retrocedió con cuidado hasta
salir del puente, apartándose al estrecho arcén, junto a la pared del barranco. Irina y
Lenka permanecían tranquilamente en el asiento de atrás, como si estuvieran
acostumbradas a verse atrapadas en las montañas al borde de un río turbulento.
Unos minutos después, el policía se acercó para devolverle la documentación a
Bobby sin hacer ningún comentario, y a continuación puso en marcha su coche y
pasó a su lado. Le hizo a Bobby una seña tranquilizadora, como recomendándole que
se olvidara del asunto. El hombre apodado el Oso esperó a que su chófer le abriera la
puerta del BMW. Alexandra vio desaparecer primero su extraño cabello; lo último que
perdió de vista fueron sus botas lustrosas. Cuando el lujoso coche pasó a su lado, las
ventanas tintadas ocultaban por completo tanto al chófer como a su pasajero.
Alexandra se preguntó si Kurilkov se habría girado para mirarlos, si sus ojillos de oso
se habrían tropezado con los suyos inopinadamente a través de la luna. Stoycho

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también volvió la cabeza y pareció seguir el BMW con los ojos hasta que se perdió de
vista. Alexandra tuvo de pronto la sensación de que no debería haber mirado tan
fijamente aquel cristal oscuro.

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28

Los primeros pueblos de los montes Ródope que vio Alexandra se aferraban a las
laderas de barrancos, sobre un río de montaña. Enseguida se fijó en sus tejados, que
no eran de barro rojo estriado, como los de los pueblos por los que habían pasado
anteriormente, sino de tejas de pizarra gris dispuestas en complicados escalones. Le
comentó a Bobby que las casas de piedra sin desbastar parecían haber brotado
espontáneamente, de manera natural, o haber sido apiladas por gigantes. Él le
contestó que en cierto modo habían surgido, en efecto, de los montes, dado que las
habían construido personas que solo contaban con los materiales que ofrecía la
naturaleza para edificarlas.
—Los ecologistas primitivos —agregó.
La carretera, muy empinada, los llevó por laderas cubiertas de pastos y más
adelante hasta una meseta con un pueblo grande en cuyo centro había un río llano y
liso y la estatua de un hombre sosteniendo una bandera de bronce hecha jirones. Al
otro lado del río había un edificio amarillo sobre el que se inclinaban árboles añosos,
y en las laderas más altas se veía un amontonamiento de casas de piedra. Al bajar la
ventanilla, Alexandra oyó el ruido del agua y sintió el olor penetrante y limpio del
frío aire de las montañas, apenas rozado por el sol. Vio varios indicadores de hoteles
de tres estrellas, con flechas que señalaban montaña arriba. Después reparó en dos
hombres que estaban pegando un cartel en la pared de una tienda. Uno de ellos estaba
subido en una escalera de mano y sujetaba la parte de arriba del cartel contra la pared.
—Mira —dijo Bobby.
Aminoró la marcha y miró por la ventanilla de Alexandra: era una enorme
fotografía de un hombre sonriente, con el cabello hasta los hombros.
—Kurilkov —masculló Bobby—. Otra vez. Bez koruptsiya! No dice nada
concreto sobre su campaña para preservar la pureza nacional, pero eso será lo
siguiente. —Cambió de marcha—. Están eligiendo las zonas más pobres para colgar
los carteles.
Siguieron subiendo, pasando por casas antiguas y adentrándose en laderas
boscosas. Alexandra vio en un indicador que faltaban cuatro kilómetros para Gorno.
—Pero antes había uno que decía que faltaban tres —le dijo a Bobby—. ¿Cómo
puede ser que esté cada vez más lejos?
Bobby se encogió de hombros.
—Pregúntale al ministro de Obras Públicas.
Sostenía el mapa sobre la rodilla mientras conducía. Irina tocaba a veces su
hombro o le indicaba el camino. Las carreteras, encajadas entre altos barrancos, eran
cada vez más estrechas. Las poblaciones por las que pasaban eran muy pequeñas y las
casas se alzaban al pie de la calzada. Algunas parecían abandonadas, con una cruz de

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hierro cubriendo las ventanas y los cristales rotos. Pasaron junto a un anciano sentado
a la puerta de una casa con cortinas en las ventanas abiertas y gallinas en un pequeño
corral frente a una iglesia diminuta cuya puerta estaba cerrando una mujer
increíblemente encorvada y plegada sobre sí misma. Solo veían viejos. Hasta
entonces, Alexandra solo había podido soñar con sitios como aquellos, pero había
personas que vivían en ellos y que acababan allí sus días.
—¿Tienen televisión? —le preguntó a Bobby.
—¿Televisión? —Parecía estar conduciendo en otra parte, dentro de su cabeza, a
un millón de kilómetros de allí.
—Aquí, en estos pueblos.
—Ah, sí, claro —contestó él—. Al menos la mayoría de la gente. Puede que
algunos sean demasiado pobres para tenerla, pero casi todo el mundo tiene televisión.
Ella deseó de nuevo que pudieran parar en cada aldea, llamar a las puertas y
entrar a ver. Otra mujer, con la cabeza cubierta con un pañuelo floreado, estaba
fregando una cazuela en su patio. Levantó la vista, tan cerca de la carretera que
Alexandra distinguió sus pendientes de oro y las manchas de su mandil. Podía tener
cincuenta años, u ochenta. Su rostro serio dejaba traslucir una curiosidad recelosa.
Alexandra confió en que tuviera un perro como Stoycho que guardara su patio; de ese
modo tendría a alguien de quien cuidar. Pero no se veía ningún perro y un momento
después la mujer quedó atrás y la carretera siguió serpenteando entre un denso
bosque, cada vez más arriba, flanqueada a la izquierda por abruptos despeñaderos.
—Creo que ya estamos —dijo Bobby de repente, e Irina le indicó que tomara un
desvío.
No se veía ningún pueblo, solo una señal de madera desgastada que Bobby leyó
en voz alta: gorno, 2 km.
—¿Así se llama su pueblo? —le preguntó Alexandra a Irina, girándose hacia ella.
La anciana miraba hacia delante como si buscara hitos en el camino.
—Tiene varios nombres, uno de ellos de un pasado remoto, puede que turco.
Ahora lo llaman Gorno, que significa «alto». O, en tu idioma, puede que «de arriba».
—¿De arriba? ¿Así, sin más? —preguntó Bobby.
La carretera, más empinada que nunca, era ahora de tierra y Bobby avanzaba
despacio, sorteando surcos y grandes baches. Stoycho se incorporó sobre el regazo de
Alexandra para mirar por la ventanilla y luego la miró a ella.
—Sí, solo Gorno —contestó Irina—. El resto puedes inventártelo, si quieres.
Bobby sonrió a Alexandra y a ella le dieron ganas de apretarle la mano.

Unos minutos después avanzaban entre las primeras casas, que eran todas de piedra y
parecían surgir de la tierra misma. El firme se había vuelto tan resbaladizo y estaba
tan incrustado de grandes piedras que Bobby aminoró la marcha al máximo. Pasaron
junto a una pequeña ermita uno de cuyos lados estaba adornado por una profusión de

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rosas silvestres, y dejaron atrás una tienda abandonada con descascarilladas letras
amarillas en el escaparate. Una mujer madura, vestida de negro, pasaba en ese
momento frente a la tienda. Se volvió para mirarlos, sorprendida, al parecer, por ver
forasteros. La carretera se ensanchaba dando paso a lo que podría haber sido una
plaza, de no ser porque tenía el suelo de barro compactado y era solo algo más ancha
que la propia calzada. El siguiente tramo de carretera discurría entre casas y parecía
muy empinado. Bobby sacudió la cabeza.
—Tengo que parar aquí —dijo—. No creo que podamos pasar por ahí con el
coche.
—Sí, este es buen sitio. —Irina se agarró al respaldo del asiento de Bobby y
Alexandra vio que estaba pálida de cansancio—. Ya hemos llegado. Nuestra casa está
en la segunda calle, es un paseo.
Pero cuando la ayudaron a salir tuvo que apoyarse en el coche porque le fallaban
las piernas.
—¿Quiere que la lleve en brazos hasta allí? —le preguntó Bobby.
Ella le dijo algo en búlgaro y sonrió un instante. Bobby se rio, pero ella se limitó
a agarrarlo del brazo.
Alexandra, cogiendo a Stoycho de la correa, olió la brisa al mismo tiempo que él:
olía a humo de leña por allí cerca y, más allá, a penetrante frescor. Hacía mucho
tiempo que no sentía aquella ligera falta de oxígeno, aquella presión en los oídos. El
aire era delicioso, como un sorbito de fino vino blanco. Alexandra se dejó llevar por
el recuerdo de las caminatas por el monte con sus padres y Jack, en los viejos
tiempos, antes de aquella que acabó tan mal. Desde donde estaban, en medio de la
carretera y del pueblo, el mundo parecía desplegarse a sus pies. Algunos tejados de
las calles más bajas, a escasos metros de distancia, quedaban al nivel de sus pies. En
un patio, encajado entre los árboles, había una camioneta oxidada de color turquesa
con los neumáticos desinflados. De la tierra acumulada en su parte trasera brotaban
arbolillos. Alexandra se preguntó por qué alguien construiría una casa en aquellos
despeñaderos en los que, incluso estando rodeados por picos más altos, el frío
camparía a sus anchas en invierno. En su país, en las Montañas Azules, las viejas
casas de labor se acurrucaban en vaguadas y zonas de abrigo. Allí, en Ródope, las
casas trepaban, desafiantes, hasta una pradera alpina. Mucho más abajo vio los
pueblecitos por los que habían pasado, y aún más lejos distinguió una larga llanura e
incluso una ciudad del tamaño de la uña de su pulgar, pequeñas lápidas blancas y
rojas. Más allá había más montañas.
Un país entero, pensó. Estoy viendo un país entero. Los prados y las carreteras
olían a hierba, y el viento, que empezaba a levantarse, le llevaba un olor limpio y
cálido. Notaba a su alrededor el olor del barro cociéndose al sol de la tarde, y el del
estiércol de los animales. Al levantar la vista, vio un cielo inmenso, con los bordes
festoneados por nubes tenues. Delante de los riscos más oscuros se alzaba un solo
cono verde y simétrico, semejante a un volcán extinto. Bajó los ojos y descubrió que

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se había parado junto a un pilón lleno de agua lodosa: un largo bloque de piedra
labrada, tan antiguo como la aldea misma.
—Vamos —dijo Irina apoyándose en el brazo de Bobby, y se dieron la vuelta para
enfilar una calle cuyas casas se alzaban muy al fondo de sus parcelas.
Una de ellas tenía un almiar delante; otra, unas jaulas con enormes conejos de
aspecto feroz. Irina hizo pararse a Bobby en la tercera, que estaba unida a un pequeño
granero de piedra. Probó a abrir la puerta pero, al comprobar que estaba cerrada con
llave, llamó con el bastón labrado en vez de usar la mano. Esperaron. Y mientras
esperaban Alexandra ató con mucho cuidado a Stoycho a un árbol del jardín
delantero, por si acaso no podía entrar en la casa. En cualquier momento, pensó,
verían a Neven o a Vera.
Como nadie respondía, Bobby tocó suavemente a una ventana que tenía las
cortinas descorridas.
—A lo mejor están durmiendo —dijo.
Esperaron otra vez. Alexandra oía el suave murmullo que hacía el viento al subir
por el valle, al rozar el almiar de la casa de al lado y agitar las hojas de los viejos
abedules de los jardines. Todo parecía tan verde y aletargado que, a pesar de su
nerviosismo, sintió que ella también podría quedarse dormida. Lenka se había
acercado a la otra ventana y estaba mirando dentro, puesta de puntillas. La cortina
también estaba corrida.
—Creo que no están aquí —dijo Irina inexpresivamente.
—Puede que hayan salido —sugirió Bobby.
—No. A esta hora, mi hermana estaría descansando. Tendría la puerta abierta y
estaría sentada en la cocina, o echada en su cuarto.
Bobby se volvió para mirar calle arriba.
—¿Quiere que le pregunte al vecino?
—Sí, querido. Al de ese lado. Nos guarda las llaves.
Irina lo soltó y Lenka se acercó enseguida para servirle de apoyo. Alexandra se
fijó otra vez en lo alta que era Irina y en lo erguida que se mantenía incluso estando
visiblemente agotada. Se le había soltado el pelo, formando una nube blanca
alrededor de su cara, y su broche brillaba a la sombra de la casa. Alexandra pensó que
debían entrar a descansar lo antes posible.
Bobby conversaba en la puerta de la casa de al lado con un hombre vestido con
camisa de cuadros y pantalones descoloridos. Al ver a Irina, se acercó enseguida y le
estrechó las manos mientras hablaba rápidamente. La cara rectangular de Irina se
volvió aún más alargada: al parecer, la casa llevaba casi una semana cerrada. Sí, Vera
y Milen Radev habían pasado allí muchos meses, y Neven venía a verlos de cuando
en cuando, pero luego, hacía unos seis días, se habían marchado con él a hacer algo
en Sofía. No, no le habían explicado sus planes. Su esposa y él también habían estado
fuera unos días y acababan de regresar.
Por fin, el vecino fue a buscar una llave de hierro grande y los dejó para volver a

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su trabajo mientras abrían la casa de Vera. Bobby accionó el picaporte y la puerta se
abrió hacia dentro, dejando al descubierto un peldaño y un suelo de baldosas de
piedra. La casa les recibió con una bocanada de aire frío y húmedo.
—Vamos, niños —dijo Irina cansadamente, y se adelantaron para ayudarla.

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29

Durante los primeros segundos, Alexandra no pudo ver el interior de la casa, en


parte porque seguía vuelta hacia Irina y el vano de la puerta, iluminado por el sol, y
en parte porque Irina perdió de pronto pie. A Alexandra se le encogió el corazón; por
un instante se encontró de nuevo en Sofía, viendo a Vera Lazarova tambalearse junto
al taxi. Agarró a la anciana por el brazo y sintió un hueso tan delgado que temió que
se rompiera. Pero la fuerza de su mano mantuvo erguida a Irina. La anciana se agarró
a su hombro y se quedó parada un momento, jadeando. Lenka se había acercado y la
sostenía del otro brazo.
—Ay, querida mía. —Irina miró a Alexandra maravillada; sus ojos acuosos
reflejaban la luz radiante que entraba por la puerta—. Gracias.
—De nada —contestó ella humildemente—. No quería que se…
Se imaginó a la grácil anciana desplomada en el suelo con la cadera rota y no
tuvo valor para acabar la frase.
Llevaron a Irina a una silla, junto a la puerta, y la ayudaron a sentarse. La
habitación estaba a oscuras y extrañamente fría, como si no guardara relación alguna
con la tarde primaveral que hacía fuera. Detrás de ellos, en el jardín, Stoycho empezó
a gemir y luego a ladrar.
—¿Dónde estará mi hermana? No lo entiendo. —Irina parecía a punto de llorar de
frustración, o de angustia, o de puro agotamiento—. Debería haber regresado hace
días, o haberme llamado.
—Vamos a dejar que entre un poco de luz —dijo Bobby enérgicamente.
Descorrió las cortinas de una ventana y Alexandra fue a abrir las demás. Vio
entonces una lámpara en un rincón y la encendió. Se quedaron mirando la estancia,
Irina sentada sin moverse; Lenka, con una mano sobre su hombro.
La habitación estaba destrozada. Las otras sillas, tapizadas en tela azul clara,
estaban volcadas y rotas. Al otro lado del cuarto, en el suelo, había un montón de
minerales, conchas rotas y libros tirados, como si alguien hubiera vaciado una
estantería de un manotazo. Una de las mesitas estaba hecha pedazos. Era increíble,
pensó Alexandra, que la lámpara de la otra mesa hubiera sobrevivido. Una pequeña
pintura al óleo (¿de Irina, quizás?) yacía en medio del desorden, con el marco roto y
el paisaje rasgado, posiblemente por un cuchillo. Había una chimenea hecha de lisos
cantos rodados en cuyo hogar relucían cristales rotos. Alexandra se alegró de que
Stoycho siguiera fuera, donde lo había atado. A través de una puerta abierta, al otro
lado del cuarto, vio lo que le pareció una cocina. La pared de al lado de la puerta era
blanca y sobre ella había unos jeroglíficos escritos en color marrón rojizo. Una
palabra. Se quedaron todos mirándola.
—¡Bobby! —exclamó Alexandra.

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Él le apretó la mano un momento.
—¿Qué es eso? —preguntó Irina con voz entrecortada. A pesar de su buena vista,
no alcanzaba a leer la palabra en aquella semioscuridad.
Bobby procuró controlar su tono de voz al decir:
—Dice Znaem. «Lo sabemos».
—¿Qué es lo que saben? —preguntó Alexandra.
—¿Quién es capaz de hacer una cosa así? —preguntó Irina con rabia, y dejó
escapar un sollozo.
Bobby salió de pronto de la habitación y entró en la cocina, donde lo vieron
encender una luz eléctrica. Lo oyeron correr escalera arriba y a continuación
escucharon sus pasos en el piso de arriba. Volvió con idéntica rapidez y volvió a salir
al jardín.
Cuando regresó, con la respiración agitada, se quedó mirando la palabra escrita en
la pared.
—No hay nadie en la casa ni fuera —dijo.
—Nuestra casa… —murmuró Irina—. ¿Está… todo así?
—No —contestó él—. Solo han destrozado esta habitación.
Irina respiró hondo trabajosamente, con un leve quejido.
—¡Y mi hermana! ¿Le habrán hecho algo a Vera?
Bobby se volvió para tranquilizarla.
—No, no creo. No hay signos de lucha, y da la impresión de que su hermana se
marchó de la casa normalmente, para hacer su viaje. Creo que esto ha pasado después
de su partida. Por favor, no… —Levantó una mano—. No toquéis nada, por favor.
Solo tengo mi linterna, pero…
Extrajo una pequeña linterna de su cazadora vaquera y Alexandra se acordó de la
herramienta que había sacado de repente cuando tuvieron que salir del monasterio de
Velin. Ay, Dios, pensó. En el monasterio les habían encerrado por fuera. Y luego
había pasado lo de la pintada en el taxi y los agujeros del parabrisas.
Bobby estaba examinando la pintura, los muebles volcados, los cristales rotos del
suelo. Alexandra vio que apartaba algo con el pie hacia un rincón, detrás del diván, y
que sacaba su teléfono y fotografiaba la palabra garabateada en la pared y la
habitación desordenada. Irina profirió un gemido. Lenka le pasó el brazo por los
hombros.
—Bobby… —dijo Alexandra.
—Ahora no —contestó él en voz baja, y ella comprendió que no debían hablar de
lo que había en el rincón, ni de la pintada del taxi, ni de ninguna otra cosa hasta que
se hubieran ocupado de Irina.
Fue Irina, sin embargo, quien habló, como si de pronto hubiera recuperado el
habla.
—Ven aquí, querida. —Le hizo señas a Alexandra para que se acercara—.
¿Podéis Lenka y tú ayudarme? Quiero echarme un rato en el cuarto pequeño. Detrás

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de la escalera. Bobby, aquí dentro hace mucho frío. ¿Podrías encender el fogón? Aquí
no hay más calefacción. La leña está en el establo. Ya recogeremos esto más tarde.
—¿Quiere que llame a la policía? —le preguntó Bobby.
—No —respondió Irina—. No, creo que no. La comisaría está muy lejos de aquí,
en la ciudad, y se limitarían a interrogar a todos los vecinos, y entonces la gente se
pondría a hablar. Conozco a nuestros vecinos desde hace… generaciones, y estoy
segura de que ninguno nos haría esto.
Alexandra quiso señalar que, si los responsables eran foráneos, tal vez la policía
pudiera encontrarlos. Luego se acordó de la palabra escrita en la pared y pensó que
quizás ni Irina ni Bobby querían que la viera la policía.
Entre Lenka y ella llevaron a la anciana al cuarto que había bajo el hueco de la
escalera y quitaron la sábana que protegía la cama del polvo. Ayudaron a Irina a
echarse y la arroparon con unas mantas que sacaron del armario. Eran de lana gruesa,
cálidas y secas al tacto incluso con aquel aire helado. Lenka tomó asiento junto a la
cama y cogió la mano de Irina. La anciana les dio las gracias y cerró los ojos aliviada,
pero Alexandra pensó que parecía medio muerta.
Luego regresó con Bobby, que seguía de pie en medio del desorden de la sala de
estar.
—Bobby —dijo—, ¿qué hay ahí? —Indicó el rincón de detrás del diván.
—No sé si conviene que lo veas —contestó él irritado—. Pero adelante.
Ella dudó.
—La palabra de la pared… ¿Es sangre?
—Sí. —Tenía las manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha. Alexandra se
quedó mirándole—. No… —Sacudió la cabeza—. No es humana. Pero es horrible.
Ella se acercó despacio al rincón y miró detrás del diván.
—Dios mío —murmuró.
En el suelo había un guiñapo sanguinolento. Lo primero que reconoció fueron los
dientes: tres dientes afilados y amarillos, sobresaliendo de un labio inferior. Una
cabeza. Luego vio un ojo amarillo y desorbitado, cerrado a medias entre el pelo
apelmazado. Al lado había un pincel, también manchado de sangre. Alexandra pensó
por un instante que iba a vomitar.
—¿No es… no es un lobo? —preguntó.
—Creo que sí. —Bobby miró de nuevo la palabra escrita en la pared sin sacarse
las manos de los bolsillos—. Es extraño. Quedan muy pocos lobos en estas montañas.
Alexandra procuró no volver a mirar la cabeza.
—¿No es…? Quiero decir que… Debe de ser ilegal matar a un lobo, ¿no?
—¿Ilegal? —Bobby resopló.
Alexandra deseó no haber visto aquello. Había tanta sangre amarronada en la
cabeza y en el rincón… De pronto notaba su olor. Y estaba, además, ese otro horror:
la lucha final del animal.
Bobby se arrodilló con cuidado junto al diván y tocó el suelo con un dedo. Ella

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pensó que no era la primera vez que hacía algo así.
—Está seca —dijo—. Pero la sangre se seca muy deprisa.
Alexandra no quería saber cómo lo sabía.
—No podemos dejar que lo vea Irina. Y no creo que Lenka se haya fijado.
—No. —Él se sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se limpió la mano—. Voy a
hacerle una foto y luego lo enterraré en el jardín. Pero primero tenemos que encontrar
una caja o una bolsa donde meterlo, para poder desenterrarlo si fuera necesario.
—¿Quieres decir que vas a avisar a la policía?
Bobby la miró pensativo, sin exasperación, y negó con la cabeza.

La cocina resultó ser una cueva de piedra, oscura y fría hasta que encendieron el
fogón de leña. Estaba muy ordenada y limpia. Varias cazuelas colgaban de clavos
sobre la encimera de madera enjalbegada, y de las vigas del techo pendían ristras de
cebollas y ajos trenzados. En un extremo había una chimenea con un banco ancho
junto al hogar. Alexandra siempre había sido muy sensible al olor de los lugares que
visitaba por primera vez, y allí tuvo que refrenarse para no olfatear sonoramente. El
aroma que desprendía la cocina era complejo: frío y terroso, como si la casa estuviera
construida dentro de la montaña. Se imaginó el viento invernal, las grandes nevadas,
los aguaceros. La casa había sobrevivido a todo aquello año tras año, como una
tumba bien resguardada. El día luminoso que hacía fuera parecía haberse desvanecido
hasta que Bobby abrió con esfuerzo la única ventana y dejó entrar el aire. Lenka llenó
una tetera con agua del grifo y le añadió un puñado de hierbas de su bolso. Había un
teléfono en un rincón, pero no antiguo, como el que Alexandra imaginaba que tenía
Irina en su casa de Plovdiv. Las hormigas subían y bajaban del azucarero y recorrían
el filo del hule de un estante. Cuando estuvo lista la infusión, Lenka le llevó una taza
a Irina.
Bobby y Alexandra se sentaron a la desvencijada mesa y se bebieron el agua
caliente aromatizada con hierbas.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó ella—. ¿Y si la persona que está
escribiendo esos mensajes vuelve aquí? Quizás deberíamos marcharnos cuanto antes.
Bobby se arremangó, se lavó la cara con agua fría del grifo y se pasó las manos
por el pelo para humedecérselo.
—No creo que Irina esté en condiciones de hacer otro viaje —dijo—. Pero
tampoco creo que debamos dormir aquí esta noche, ni aunque cerremos bien todas las
puertas y las ventanas. Habrá que encontrar otro sitio. Y puede que los Lazarovi
lleguen mañana, si vienen de camino. Podemos seguir llamando al móvil de Neven.
—Y si no llegan, ¿qué hacemos?
—Habrá que ver cómo se encuentra Irina.
—¿Crees que está enferma?
Bobby negó con la cabeza.

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—No, pero es muy mayor y está muy cansada. No debería haberle permitido
venir.
—Creo que es ella la que nos lo ha permitido a nosotros —puntualizó Alexandra
—. Pero ahora mismo no parece encontrarse bien.
—Mañana o pasado podemos llevarla a casa. Luego volveremos a Sofía y
seguiremos buscándolos —propuso Bobby—. O podemos pasarnos primero por
Bovech. Aunque me preocupa dejarla sola, aunque sea en su casa. Sobre todo en su
casa, si alguien sabe que hemos estado allí y que tenemos la urna. Ahora me alegro
de no habérsela dejado a Irina.
—Yo también. Pero ¿para qué vamos a volver a Bovech?
—Es solo una idea. Ya veremos qué pasa.
Lenka regresó con la taza vacía y se puso a fregar los platos, rechazando la ayuda
de Alexandra y Bobby. Mientras estaba frente a la pila, Alexandra le tocó el brazo a
Bobby.
—¿Por qué pone eso en la pared? ¿«Lo sabemos»? Si la otra pintada era sobre la
urna, esta también tiene que serlo —dijo.
—Seguramente. —Él se puso a frotar con la uña una mancha que había en la
mesa.
—Bueno, entonces alguien sabe que tenemos la urna. Eso es lo que saben.
Bobby se echó hacia atrás y estiró los hombros. Alexandra sintió sus ojos azules y
acerados clavados en ella.
—Pero eso es justamente lo que parecía querer decir la otra pintada, la del taxi —
dijo Bobby—: que alguien sabía que teníamos la urna y que quería recuperarla. Si es
que estamos en lo cierto.
Ella se quedó pensando un momento.
—Puede que en este caso quieran decir que saben algo sobre la urna, no que
saben que la tenemos.
—¿Te refieres a que saben de quién son las cenizas?
Ella asintió.
—Sí, o puede que también quieran decir que saben algo sobre esa persona. Sobre
Stoyan Lazarov —añadió en voz baja. Le parecía una falta de respeto, una grosería,
hablar de él como si fuera solo un montón de cenizas.
Bobby se había puesto a juguetear con el salero.
—No estoy seguro. Un músico que murió siendo ya muy mayor en un
pueblecito… En cierto sentido, no es algo muy interesante. No era rico, ni un
delincuente, ni una figura pública. Nunca se hizo famoso. ¿Qué hay que saber? Puede
que se trate más bien de su hijo, de Neven… Puede que él sí sea un delincuente.
—Pero, en ese caso, ¿la policía no lo buscaría para detenerlo? —preguntó
Alexandra.
Se miraron en silencio un momento mientras escuchaban a Lenka aclarar las tazas
debajo del grifo.

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Ayudados por Lenka, ordenaron la habitación, limpiaron la sangre y Bobby enterró la
cabeza del lobo en la parte de atrás del jardín. Lenka no hizo preguntas, pero su rostro
sereno tenía una expresión asustada. Después entraron en el cuarto de debajo de la
escalera para hablar con Irina Georgieva. Seguía tumbada con los ojos cerrados y sus
párpados sonrosados y surcados por venillas parecían enormes. Alexandra advirtió
que se había quitado el broche y lo había dejado sobre una cómoda, y tuvo la extraña
sensación de que, sin él, Irina podía desdibujarse. Se sentó en una silla, junto a la
cama. Recordaba haberse sentado así junto a su madre durante las semanas que
siguieron a la desaparición de Jack. A veces, el rostro enrojecido de su madre se
relajaba hasta recuperar un aspecto normal y anodino, y de vez en cuando estiraba el
brazo para tomar la mano que le ofrecía Alexandra.
—¿Cómo se encuentra, señora Georgieva? —preguntó Bobby.
Irina abrió los ojos.
—Confieso que estoy cansada. El viaje, supongo. Y el susto de ver la casa así.
—Hemos recogido el cuarto de estar —le dijo Alexandra.
—Gracias, querida. —Irina levantó una mano para atusarse el pelo—. Siento ser
un estorbo. No creo que pueda viajar hasta mañana, como muy pronto.
Bobby se inclinó sobre la cama.
—Ya lo imaginábamos, pero no creo que debamos pasar aquí la noche.
Irina se removió, apoyada en la almohada.
—Tienes razón. No quiero que nos quedemos aquí, de hecho. Quizás deberíamos
pasar la noche en casa de baba Yana, muy cerca de aquí. Es nuestra mejor amiga del
pueblo. Es muy muy anciana, y conoce a toda nuestra familia, a mis padres, a Vera y
a Stoyan… Estoy segura de que nos acogerá con los brazos abiertos. —Hizo un débil
intento de incorporarse—. Baba Yana es ciega.
Bobby estaba observándola.
—Lo lamento.
—Pues ella no. No es ciega de nacimiento, ¿sabéis? Tengo entendido que sucedió
el día que cumplió cien años. Y hay gente que dice que ve cosas. Subid a preguntarle
de mi parte si podemos dormir allí esta noche. Vive en la calle Mayor, tres casas más
arriba de la iglesia. Y preguntadle si sabe dónde están mi hermana y Neven. Puede
que los vea con su visión especial. —Cerró los ojos otra vez—. No creo que nadie
vaya a molestarnos ya, y menos aún a plena luz del día.
Alexandra se inclinó para besarla en la frente, que olía a menta. Lenka, que estaba
esperando en el pasillo de fuera, entró enseguida para quedarse con Irina.
Bobby y Alexandra cerraron con llave la puerta de la casa al salir y se
encaminaron a la calle principal del pueblo, seguidos por Stoycho, al que habían
dejado suelto. El sol declinaba ya en un horizonte de montañas y Alexandra lamentó
no haberse llevado su jersey. Los árboles de las calles del pueblo estaban empezando
a cubrirse de un follaje delicado y luminoso, casi transparente. Bobby y ella se

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detuvieron un minuto en la parte más ancha de la calzada para ver pasar a un hombre
que conducía a una docena de cabras hacia el vetusto pilón. Llevaba un perro
consigo, un animal alto y despierto cuyas orejas triangulares se erguían puntiagudas
mientras llevaba a las cabras descarriadas hacia el rebaño. Stoycho se acercó
corriendo a su rival con el lomo erizado, pero el otro perro miró a su alrededor sin
rencor y luego pasó de largo: Perdona, parecía decir, pero ahora mismo estoy
trabajando. ¿Podemos hablar después?
El pastor abrió un grifo que había en un extremo del pilón para llenar de agua su
seno de piedra y las cabras se acercaron empujándose entre sí. Llevaban pequeños
cencerros de latón que tintineaban cada vez que se movían, y cuando se golpeaban
entre sí emitían un sonido semejante al de un complicado instrumento musical.
Alexandra se acercó lo suficiente para ver las rendijas horizontales de sus ojos, y le
dieron ganas de darles la vuelta a sus pupilas. Apoyó una mano sobre el lomo
huesudo de una cabra y sintió el tacto sorprendentemente suave de su pelaje y el calor
de su carne. La cabra se asustó un poco, pero siguió empujando para acercarse al
pilón, sin mirarla.
Luego Bobby enfiló de nuevo la calle Mayor y Alexandra apretó el paso para
darle alcance. Pasaron junto a una señora anciana que estaba pelando patatas a la
puerta de su patio y dejaron atrás una alambrada coronada por una cascada de rosas,
casas de piedra y establos recostados en la falda de la montaña. Alexandra notó de
repente que Stoycho se había escabullido. Pensó enseguida en llamarlo, pero en ese
momento Bobby le indicó el campanario que había en lo alto de la calle. Ya casi
habían llegado. Vistas desde allí, las casas se extendían bajo ellos y los tejados
escalonados y manchados de líquenes parecían desplegarse como un abanico. Vio una
polvareda en la carretera, más allá del pueblo, donde un camión subía trabajosamente
por la ladera. En torno al pueblo se extendían prados infinitos, la mayoría de ellos sin
cultivar o cubiertos por un color verde dorado que Alexandra supuso sería el del
heno.
La iglesia se erguía rodeada de abetos. La puerta tenía un dintel de piedra y la
fachada estaba enlucida, pero los desconchones que había aquí y allá dejaban ver el
esqueleto de piedra y barro que había debajo. Stoycho los esperaba echado en el
umbral. En torno a la iglesia había un pequeño cementerio cuyas tumbas eran altas y
esbeltas o bien bajas y chatas, con un lecho de tierra rodeado por un cerco de piedra
para dar cabida al cuerpo que yacía debajo. Había velas en las tumbas, farolillos de
vidrio rojo, jarrones con flores marchitas y, sobre una de ellas, un montón de
guijarros redondeados. Las lápidas más modernas eran de reluciente granito negro o
gris, tan pulido que reflejaba los colores del prado y los arbustos cercanos. Alexandra
se vio reflejada en una lápida cuando se inclinó para mirarla.
—Ivanka Belechkova —leyó.
Grabada en el granito con precisión sobrenatural había una fotografía: el rostro
solemne de una mujer de cabello rizado, atrapado en la piedra. Alexandra pensó que

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parecía estar a punto de moverse o de hablar: magia negra. El cementerio, no
obstante, era un lugar agradable y tranquilo, de no ser por el viento. Desde allí se
tenían las mejores vistas del pueblo y el valle. Daba a las montañas y a los hombros
boscosos de los picos más altos por tres de sus lados. A Jack le habría gustado
descansar en un sitio así, pensó, donde pudiera ver las montañas y estar muy arriba,
pero rodeado de gente.
Alexandra asió la manga de Bobby.
—¿Por qué no lo enterrarían aquí?
—¿A Stoyan Lazarov? —Él estaba leyendo los nombres de las lápidas más
antiguas.
—Sí. Esto tenía que gustarle, venía a pasar temporadas con la familia de su mujer.
Y es tan apacible…
—Supongo que sí —repuso Bobby—. Pero no sabemos si ese era su deseo.
—Imagino que prefería el monasterio, y de todos modos no nos corresponde a
nosotros decidirlo —concluyó ella.
Bobby sacudió la cabeza.
—Puede que ni siquiera le corresponda a Irina Georgieva.
Alexandra miró hacia los picos de las montañas, donde la luz permanecía
suspendida aún formando capas brumosas.
—¿Alguna vez piensas…? A veces tengo la sensación de que vamos caminando
por el filo de un precipicio. Me refiero a todo el mundo, constantemente.
—¿Un precipicio? ¿Como un acantilado? —Bobby se quedó pensando—. Sí, es
así, claro.
—¿Tú sientes lo mismo? —Observó el reflejo de la luz en su cabello rubio, el
azul de sus ojos entornados.
—Sí —contestó él, y se quedó callado un momento—. Y también creo que mi
país se halla precisamente en esa situación. Si caemos, la caída será larga. —La miró
fijamente, pero Alexandra no alcanzó a adivinar qué era lo que veía.
—¿Qué quieres decir? —Tocó su brazo.
Bobby se volvió hacia las vistas que se extendían a sus pies: los tejados del
pueblo, los campos de labor.
—Si creces aquí, sabes que este es el país más bello del mundo, aunque a veces
odies algunas de sus cosas. Todavía recordamos cómo quedamos marginados del
resto del mundo y se nos obligó a enfrentarnos unos a otros. Sucedió muy deprisa,
una vez empezó, y no fue hace tanto tiempo. Mis abuelos ya vivían entonces. Si nos
equivocamos al elegir gobierno, podría suceder otra vez.
—Pero eso puede decirse de cualquier país, lo del gobierno, quiero decir —
repuso Alexandra, aunque sabía que se movía en terreno poco firme.
Bobby la agarró de pronto por el hombro y ella pensó por un momento que iba a
zarandearla. Luego levantó la mano y le puso delicadamente un mechón de pelo
detrás de la oreja.

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—Lo sé —dijo—. Pero a veces, cuando se acepta demasiado tiempo a un intruso,
se le invita a volver más adelante como invitado.
Dio media vuelta y contempló de nuevo el pueblo y los campos. Alexandra trató
de seguir su mirada.
—Mi país ha progresado mucho en poco tiempo, a pesar de todo. Creo que
tenemos algo especial que ofrecerle al mundo: cultura y lecciones de Historia. Y
belleza. Sería una tragedia retroceder. Ya hemos sufrido demasiado.
El ocaso había empezado a horadar el pueblo cuando salieron del cementerio y
bajaron por la carretera del otro lado: excavaba callejones entre las casas y abría
grietas en los árboles. Alexandra conocía aquella rápida desaparición del sol, ese
hundirse de súbito tras los picos de las montañas, en lugar de ir poniéndose
paulatinamente. Notó de nuevo un olor a leña, y a guiso de carne. Pensó en la urna y
luego en su equipaje, abandonado en la habitación del hostal de Sofía. No tenía ropa
limpia para cambiarse, pero ya no parecía importar. Le picaba la cicatriz de la cara
interna del brazo. Stoycho permanecía pegado a sus talones, sin su correa. La tarde
zozobraba e iba haciéndose más fría por momentos.
—Es como en las montañas de mi país —le comentó a Bobby—. El sol se pone
tan deprisa que te dan ganas de agarrarlo antes de que desaparezca.
—¿Sientes nostalgia, Bird?
De un lugar, no, pensó ella.
—No, pero esto me recuerda a cuando vivía en las Montañas Azules.
Iban caminando por la parte más estrecha de la calle: parcelas yermas, una casa
medio derruida, con el tejado de pizarra hundido y la chimenea coronada por nidos de
pájaros; después, un patio en el que un niño y una muchacha sacudían alfombras bajo
un árbol, riendo y restregándose las caras el uno al otro con los flecos. Los primeros
niños que veían desde que llegaron allí.
—¿Las montañas azules? —preguntó Bobby.
—Sí, la cordillera de las Montañas Azules. Ya te dije que vivía en la parte de las
montañas que está en Carolina del Norte. Son así, pero más… azules, más suaves.
Menos rocosas.
Bobby se detuvo de pronto y ella se dio cuenta de que habían llegado a la tercera
casa pasada la iglesia: una casa de piedra con unas cuantas macetas florecidas en la
fachada. Sentada junto la puerta en una silla había una mujer.
Alexandra se había imaginado a una anciana rotunda y de ojos inexpresivos, pero
aquella mujer era minúscula, como un jirón de tela negra. Vestía enteramente de luto,
salvo por un raído delantal que quizás había tenido en algún momento un dibujo rojo
y verde. Alexandra vio con sorpresa que debajo del delantal llevaba ropas de hombre.
Tenía que haber sido un hombre muy bajito, y la ropa era de invierno: unos
pantalones de lana viejos con remiendos en las rodillas, zapatitos negros de goma
reparados con una especie de cinta adhesiva y una ajada chaqueta de lana negra.
Había hincado un bastón en la tierra, ante ella, y sus manos incoloras se agarraban a

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la empuñadura. Se cubría la cabeza con un pañuelo negro doblado con precisión en
torno a los pómulos y atado con fuerza bajo la diminuta barbilla. Su rostro era, más
que un rostro, una pieza de origami arrugada. Era posiblemente la persona más
anciana que Alexandra había visto nunca. Sus ojos (ciegos o no) habían desaparecido
entre los pliegues de la piel, junto con las cejas y el color de sus labios. A Alexandra
le pareció distinguir algunos rasgos delicados en aquella cara: en la nariz fina y
traslúcida y la frente abombada. Ochenta años antes, baba Yana tenía que haber sido
bella como un pajarito: seguramente, la beldad más delicada del pueblo. Quizás
nunca se había hecho mayor, solo se había hecho vieja.
Bobby la saludó alzando la voz, pero la anciana se había vuelto hacia ellos en
cuanto se habían quedado mirándola, como si los hubiera oído u olido. Tenía la cara
levantada; ladeó la cabeza y entonces, por fin, aparecieron sus ojos, pero no eran
blancos y extraños como temía Alexandra, sino un par de botones negros. Stoycho se
lanzó hacia ella y Alexandra y Bobby se quedaron paralizados un instante. Entonces
el perro empezó a menear la cola alegremente y olfateó las manos rígidas de baba
Yana hasta que se abrieron. Su rostro se distendió con idéntico placer, levantó los ojos
hacia el cielo, acarició la cabeza del animal y su boca se estiró para mostrar la tracería
de sus últimos dientes. Su mano parecía una garra sobre la piel de Stoycho mientras
lo acariciaba, saludándolo.
—Babo Yano —comenzó a decir educadamente Bobby, pero la anciana lo
interrumpió con una retahíla de palabras. Su voz era mucho más grande que ella.
—Dice —le dijo Bobby a Alexandra en voz baja— que sabía que íbamos a venir.
Se inclinó para tomar la mano de baba Yana y le dijo algo, mencionando los
nombres de Irina y Vera. Ella miró su cara un momento inexpresivamente. Bobby la
observó atentamente mientras la escuchaba.
—Dice que no ve a los Lazarovi desde hace varias semanas. O varios años. No
está segura.
La anciana estiró el brazo y dio unas palmaditas a Alexandra como se las había
dado al perro. Parecía querer asegurarse de que eran dos.

Una hora más tarde, Irina estaba de nuevo echada en la cama, en el cuartito que baba
Yana había elegido para ella. Irina apoyó la cabeza en la almohada con visible alivio.
Habló de nuevo débilmente cuando Alexandra se disponía a salir de la habitación.
—Pregúntale por esta casa —dijo—. Y por nuestra familia.
Alexandra encontró a Bobby sentado fuera, en la puerta de la casa, hablando con
la anciana ciega. Dio unas palmadas a la silla vacía que había a su lado, invitándola a
sentarse. Antes de que Alexandra pudiera decir nada, baba Yana levantó la cabeza
hacia las primeras estrellas del anochecer como si pudiera verlas. Su voz sonó fuerte
y grave.
—Stoyan Lazarov —dijo.

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30

Os digo, aunque no me creáis, que yo vi a los turcos huir de estas montañas. Mi


padre me dijo: «Te acordarás toda la vida de este momento, aunque vivas hasta los
ciento veinte años». Veréis, el resto de Bulgaria era ya libre desde hacía tiempo.
Luego, cuando yo ya era una madre joven, unos funcionarios turcos que vivían en el
pueblo más grande que hay montaña abajo se enteraron de que el ejército búlgaro
estaba por segunda vez en los montes Ródope. Fue en 1912 o 1913, la Primera
Guerra Balcánica. El ejército vino ya en tiempos de la primera liberación de Bulgaria
y luego volvió a perder esta región. Pero esta vez estaban dispuestos a reclamarnos
para siempre. Así que todos los turcos de los pueblos de por aquí se marcharon una
noche con sus esposas y su ganado para no volver más. Solo quedaban unos pocos en
Gorno, y también se marcharon. Se fueron con sus caballos y sus mulas, haciendo
mucho ruido, en una fila muy larga.
Una semana más tarde, vino un hombre del gobierno y plantó su bandera en la
plaza. Dijo que lo mandaba una Asamblea de hombres muy importantes. Traía
periódicos para demostrarlo. Dijo que era el final de un imperio y que Bulgaria había
ayudado a derribarlo como un edificio que se derrumba en un terremoto. Recuerdo
que movía las manos arriba y abajo para mostrar cómo caían las piedras al suelo.
Yo no sabía qué era una asamblea. Pensé que sería como una verbena, como las
que hacemos en la fiesta de Ilinden, cuando traemos el heno, al principio de la
cosecha. Creía que elegirían quién iba a cantar y quién a bailar. Pensé que a lo mejor
invitaban a mi padre a la verbena porque era uno de los hombres más importantes del
pueblo y bailaba muy bien, sobre todo cuando estaba borracho.
Pero mi padre se quedó aquí y ayudó a recaudar el dinero para la iglesia nueva.
La verdad es que era la iglesia vieja, pero enlucieron la fachada y la blanquearon por
dentro, y le pusieron esas ventanas tan bonitas y levantaron ese campanario tan alto.
Antes era una iglesia chata, por decreto del sultán, decía todo el mundo, porque no
quería que ninguna iglesia fuera más alta que un minarete, aunque en nuestro pueblo
nunca ha habido un minarete. El día en que el sacerdote consagró la iglesia nueva,
con su cúpula tan alta en la torre, mi padre y los otros hombres colgaron una bandera
búlgara en la fachada. Los niños de Gorno iban a la escuela que había abajo, en el
valle, y aprendían canciones búlgaras nuevas, pero aquí arriba las cosas seguían
siendo como siempre, menos porque nos sentíamos orgullosos de las noticias que
salían en los periódicos que llegaban de Plovdiv todos los meses, a veces incluso en
pleno invierno, cuando todo estaba nevado.
Yo no fui mucho a la escuela. Mi madre me necesitaba en casa para que cuidara
de mis hermanos pequeños, y me casé a los dieciséis años. Ahora las chicas jóvenes
van a la universidad ¿y qué aprenden? ¿Algo más de lo que aprendíamos nosotras?

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Yo sabía leer y escribir gracias a que mi padre nos enseñó a todos sus hijos, y también
sabía sumar y restar los stotinki de la caja de metal que teníamos en casa. Sabía dónde
estaba Inglaterra en el mapa, y también África. Mi primer marido era un buen
hombre. Bebía un poco, como mi padre y mis tíos, pero nunca me pegaba y a menudo
me ayudaba con las faenas más difíciles, cuando terminaba su trabajo. Lo recuerdo
llevando dos grandes sacos de patatas como si no pesaran nada, y sonriéndome.
Trabajábamos juntos en el campo, menos cuando lo contrataban en los huertos de las
llanuras. Tenía dieciocho años cuando nos casamos. A veces, cuando me desvelo de
madrugada, me acuerdo de su nombre.
En todo caso, a mi marido lo mataron en la Segunda Guerra Balcánica, cuando
nuestros hijos pequeños eran todavía muy chiquitos. Era muy impulsivo, como toda
su familia. El invierno siguiente, mis hermanos me trajeron alubias y sal, y mi hijo
mayor intentó ayudarme. Era un buen chico, igual que mi hijo pequeño, y luego me
ayudaron todas mis hijas, hasta que se casaron, menos María, que nunca se casó. Era
muy guapa, la verdad, y tenía un carácter muy dulce, aunque bastante serio. No sé
qué pasó, pero vivió conmigo hasta que se murió. Su padre había muerto,
¿comprendéis?, y yo les dejé elegir marido. Casi todos eran hombres buenos. Nunca
las obligué a nada. Ahora hace ya mucho tiempo que murieron. Mi hijo pequeño se
mató en un accidente con una trilladora, en el valle, cuando empezó a trabajar. Una
de esas máquinas con motor. No he tocado una máquina desde entonces. No las
necesito, igual que no necesito que me digáis que no puedo ser tan vieja. Creedme,
cuando eres tan vieja como soy yo, lo sabes.
Cuando mi hijo el mayor se casó y se fue a vivir con su mujer en la parte baja del
pueblo y se hizo cargo de nuestras tierras, tuve que hacerme cargo de sus hijos, y
después mis hijas también tuvieron hijos. Cuando empezaron a llegar los nietos,
Anton el sastre me pidió que me casara con él. Veréis, su nombre no me cuesta
recordarlo. Teníamos a Anton el cabrero y a Anton el sastre, y yo con el cabrero no
me habría casado ni loca, porque después de la Primera Guerra Mundial no estaba en
su sano juicio. Veía cosas en las montañas, cosas que no eran cabras. Anton el sastre
también había ido a la guerra, pero solo al principio. Le pegaron un tiro en la pierna y
se pasó el resto de la guerra en casa. Quedó cojo, pero era muy guapo. Sí, señor, sí
que lo era. Todas las chicas lo querían para ellas. Cuando eres joven, esas cosas
todavía te impresionan. La belleza. Ten cuidado con eso, jovencita.
Pero Anton era muy amable y muy listo, un partido excelente, y yo hacía mucho
tiempo que no estaba con un hombre. No podíamos quitarnos las manos de encima.
Tuvimos un hijo, el último de los míos, porque con Anton no importaba que yo ya
casi no estuviera en edad de tener hijos. A él no le importaba nada que yo le sacara
unos años. Le parecía preciosa, y una no iba a llevarle la contraria en eso, sobre todo
cuando ya tienes nietos pequeños correteando por ahí. Cuando murió era mucho
mayor que mi primer marido. Vivió hasta el terremoto, el de verdad, digo, no el final
del imperio del que os hablaba antes. Tenía muy mal genio, Anton, pero todos

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tenemos nuestros defectos. Ahora, cuando lo veo en sueños, siempre son sueños
agradables. De hecho, es él quien me manda mis sueños, a mí y a varios vecinos. Si
tenéis algún sueño importante mientras estéis aquí, estad seguros de que es Anton el
sastre quien os lo manda.
Todo esto era para hablaros del terremoto y de Stoyan Lazarov, pero espero que
perdonéis a una vieja que primero necesita contar otras cosas. La verdad es que
debería hablaros de lo que pasó entremedias, para que la muerte de Anton tenga
sentido. Un poco, por lo menos. Después de que nos casáramos, el pueblo creció y se
hizo un poco más rico porque aquí hay buenas tierras y empezamos a plantar más
tabaco. Mi padre ya había muerto, y mi madre murió antes aún, de fiebres, los dos.
Me dejaron esta casa porque mis dos hermanos mayores también murieron casi al
final de la Primera Guerra, y mi hermano el pequeño se quedó en Alemania cuando
acabó, sabe Dios por qué. Tengo tataranietos por ahí, en algún lado. Seguramente a
estas alturas estarán en Australia.
El caso es que esta casa era una de las mejores del pueblo, y sigue siéndolo,
¿sabéis por qué? Puede que por fuera parezca pequeña, pero está excavada muy
hondo en la tierra. Hay una bodega para las verduras y los fiambres, y el vino y los
encurtidos. Y más abajo hay otra cava para guardar todo lo demás, sobre todo tejas
para arreglar el tejado, y más abajo todavía hay otra cava por la que pasa un arroyo
subterráneo con la mejor agua de estas montañas.
Es muy raro que una casa tenga su propio manantial. Hay gente que dice que el
pueblo empezó aquí, alrededor del manantial, en tiempos de los reinos búlgaros.
Tengo unas escaleras de madera que bajan hasta la cava más honda. El resto del
pueblo se levanta sobre la roca y no se puede excavar así, pero alguien sabía hace
mucho tiempo que aquí sí se podía cavar bien hondo, hasta el agua. O puede que
fuera una cueva. Ni siquiera mi bisabuelo sabía decirnos por qué se construyó esta
casa así. El agua mana de una zanja que hay en la cava, en la ladera de la montaña.
Hace años vinieron unos profesores de Sofía a ver el manantial y a sacar fotografías.
Seguramente no hay otro como este en todos los Balcanes, de aquí hasta el
mismísimo monte Athos. Ya os digo que a nosotros también nos enseñaron algo de
geografía. ¿Aprendéis eso en vuestras universidades? Cuando llegaron los turcos por
vez primera, conquistando y quemándolo todo, la gente se escondía en nuestra cava
más honda, pero no sirvió de nada. Y un verano que hizo muchísimo calor, cuando
las guerras con Grecia y Serbia, yo dormía allá abajo con mis hijos, y mis vecinos
dormían en las dos bodegas de arriba, y estábamos comodísimos. Y más adelante, si
alguno de mis hijos se portaba tan mal que no había quien lo aguantase, lo mandaba a
los sótanos un rato, para que se calmara.
El caso es que el pueblo se volvió un poco más rico después de la Primera Guerra
Mundial y de nuestra boda. Anton cosía para gente de todos los pueblos de por aquí,
aunque nunca pudo sentarse con las piernas cruzadas, como un sastre de verdad. No
hacía ropa de diario, sino más bien de fiesta, para las bodas y los bautizos y para los

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nuevos ricos que podían permitirse un traje para ir a visitar a sus parientes de la
ciudad. Yo les hacía vestidos y camisitas a los nietos, y mi marido cosía la ropa más
fina de todo el mundo y le pagaban en plata y en billetes nuevos, de los grandes, con
la cara del rey, o también con comida. Los nietos crecieron fuertes y sanos y, si tenían
fiebres, las superaban y, si tenían piojos, les untábamos la cabeza con una mezcla de
queroseno, vinagre y manteca. Pero luego vinieron otros problemas. A Anton le
gustaba leer los periódicos y hablar con los forasteros, y a veces iba a las poblaciones
grandes a probarles los trajes a sus clientes. Y cada vez con más frecuencia volvía
diciendo que iba a haber otra guerra. Dios mío, no, le decía yo, ya está bien. Mis
nietos estaban ya muy crecidos, tenían el pelo negro, como todos nosotros, y eran
guapísimos, y el mayor ya se había casado con su amor, que era de otro pueblo, y
tenían un bebé. Conoció a su mujer en una fiesta de la iglesia.
Y entonces sí, llegó otra vez la guerra. Una vez, durante la guerra, bajamos
andando o en carro a la ciudad para ver pasar un tanque de verdad. Fue el desfile más
grande que he visto nunca, menos en la televisión, más adelante. Anton no pudo ir de
voluntario ni siquiera al final, cuando Bulgaria entró en guerra, por lo de su pierna y
porque ya era mayor, y no podría haber seguido el paso. Pero hacía camisas para los
oficiales, y trabajó unos meses en una fábrica de la ciudad, cosiendo uniformes. Eran
feísimos.
Un día, casi al final de la guerra, la gente empezó a salir de sus casas corriendo, y
los que no sabían qué estaba pasando los siguieron. Cuando llegamos a lo alto del
primer prado que hay al pie de la antigua granja de Goranov, nos dimos cuenta de que
iba a ver toda aquella gente. Había un montón de hombres de pie en el prado, pero no
eran hombres del pueblo sino extranjeros, griegos, y estaban tan flacos que la ropa les
colgaba de los huesos. Algunos estaban manchados de sangre seca y otros llevaban la
cabeza vendada con trozos de camisas viejas. Algunos solo tenían un zapato o iban
descalzos. Un hombre estaba acurrucado en el suelo. Otro tenía rota la parte de
delante del pantalón y llevaba sus partes al aire, pero ni se había dado cuenta. Estaban
muy quietos, sin hablar. Nos miraban y nosotros los mirábamos a ellos, y todo el
mundo pensaba que a lo mejor habían venido a atacarnos y a llevarse nuestra comida.
Luego todo el pueblo bajó corriendo, todas las mujeres y los hombres que no se
habían ido a la guerra y no estaban en el campo, y las jovencitas como mi nieta
Vanya, que después se hizo enfermera. Corrimos todos a ayudar a aquellos soldados a
subir despacio por la cuesta, hasta nuestras casas.
Pasamos unos días aseando y dando de comer a aquellos hombres, y les
curábamos las heridas con las pocas medicinas que teníamos. Murieron varios por la
noche y los enterramos en el cementerio de la iglesia, allá arriba, todavía pueden
verse sus tumbas. Nos enteramos de que eran partisanos y que en Grecia el ejército
los perseguía y los fusilaba, y habían tenido que huir a las montañas. Cruzaron los
montes hasta llegar aquí, sin saber dónde estaban, ni que se hallaban en Bulgaria.
Uno de ellos, que hablaba un poco de búlgaro, me contó que había dejado su alianza

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de boda en la punta de la rama de un árbol, colgando de un palito, para que no se
pudriera en la tierra, con él, si caía muerto. Creo que estaba muy aturdido. Pero
sobrevivió y cuidamos de él y le dijimos que seguro que su esposa lo entendería. Era
de no sé qué sitio cerca del mar Blanco, muy jovencito.
Pasada una semana llegaron unos hombres con camiones y se llevaron a los
griegos a los hospitales de Plovdiv, pero no sé si consiguieron volver a su tierra.
Puede que los hicieran prisioneros. Uno de los soldados se quedó en el pueblo, no sé
por qué, y se recuperó y se quedó aquí el resto de su vida. Lili, la que vive cerca de la
oficina de correos, que ahora está cerrada, es nieta suya. Podéis preguntarle a ella.
Después de aquello, a veces veíamos pasar aviones, y algunos jóvenes se fueron
con el ejército a Macedonia. Recuerdo que aquellos años el cielo era gris y todo el
mundo estaba triste y cansado, aunque tenía que seguir brillando el sol, porque
seguían creciendo las verduras y las manzanas y el heno. Apenas llegaba comida de
fuera, así que teníamos que esforzarnos todavía más por salir adelante.
Al final, supimos por la radio de la mehana que el rey se había muerto. Mucho
después nos enteramos de que fue a ver a Hitler y que regresó enfermo y se murió.
Había gente que decía que Hitler lo había envenenado, como hizo con el resto de
Europa. Después nos enteramos por la radio de que había manifestaciones en Sofía y
que la gente tiraba piedras a las cristaleras, que pasaban hambre y estaban furiosos.
Ya nadie quería la guerra ni creía que estuviéramos luchando por algo que beneficiara
a Bulgaria. Y en 1944 hubo una revolución gloriosa. Resultó que todos habíamos
estado esperándola sin saberlo. La radio daba los discursos de nuestros nuevos
mandatarios, hombres con mucha energía que saludaban a los tanques en las calles.
Los tanques resultaron ser tanques rusos, que vinieron para la celebración. Bulgaria
cambió de bando y luchó contra Alemania, y entonces muchos de nuestros hombres
se fueron al frente. Después hubo elecciones para elegir a un gobierno nuevo, y la
gente del pueblo que votó, votó por los agrarios, que eran campesinos como nosotros,
no por los comunistas, pero a mí no me preguntéis por política. Las viejas como yo,
que viven mucho tiempo, se dedican sobre todo a contar los muertos, nos guste o no.

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31

En fin, os estoy contando más cosas de las que queréis saber, pero el caso fue que
seguimos cultivando y comiendo y durmiendo, y yo guisaba todos los días para un
montón de gente, para toda mi familia. ¿Qué íbamos a hacer, si no? Hay que seguir
viviendo, no queda otro remedio. La guerra se terminó y en el pueblo teníamos leyes
especiales, porque habíamos implantado el socialismo, y había un centro cultural
nuevo en vez del chitalishte, la antigua biblioteca. Me dio pena que la derribaran,
pero decían que las paredes estaban agrietadas por dentro y que era peligroso.
También tiraron algunos libros. La iglesia cerró por obras, que duraron una eternidad,
unos cuarenta años, quizás.
También teníamos funcionarios nuevos, y algunos hombres del pueblo
participaban en los comités de la ciudad, y había una estrella roja en la fachada de la
escuela. Mi bisnieta, la mayor, empezó a ir al parvulario bajo la estrella roja; Marina,
tan pequeñita, la que tenía el pelo más rizado de toda la familia. Me acuerdo de ella
porque se parecía mucho a mí, aunque ya no me acuerdo de cómo se llamaban los
demás. Un día que estaba en tercer curso, más o menos, llegaron a la escuela unos
hombres de una población grande que se llama Smolyan y le preguntaron a Marina si
su padre había dicho en casa que quería marcharse de Bulgaria porque no le gustaba
la Revolución. Contestó que no hasta que por fin la creyeron y dejaron de preguntarle
por su padre. Pero empezaron a preguntarle si a nuestro vecino Lyubo, que era
bisnieto del cabrero, no le gustaba el sistema nuevo, y ella contestó que no lo sabía.
Así que se llevaron a Lyubo. Se lo llevaron llorando, esposado, y no volvimos a
verlo. Después de aquello, los cabreros se volvieron aún más locos que antes. En los
periódicos dicen que ahora ya podemos hablar de lo que queramos, pero ¿vosotros os
lo creéis? Mi abuela, que vivió toda su vida bajo los turcos, solía decirme que una
solo puede hablar de lo que quiera si es una vieja. Es la única norma que no cambia.
Así que ahora me toca a mí, y siempre se me olvida lo que iba a decir.
A lo mejor queréis saber qué pinta Stoyan Lazarov en todo esto. Se me ha vuelto
a olvidar hablaros de él. Pero primero tengo que contaros lo del terremoto, eso ha
sido lo que me lo ha recordado. La familia de Vera e Irina heredó su casa de un tío
abuelo suyo de Plovdiv que estaba casado con una mujer de Gorno. Estuvieron aquí
un par de veces, de pequeñas, mucho antes de la guerra. Eran niñas de ciudad, las
recuerdo con sus vestiditos blancos, que se manchaban en un abrir y cerrar de ojos, y
con cintas blancas en el pelo cuando venían de visita. Su padre era un hombre
simpático. Tuvo no sé qué accidente y empezó a venir más a menudo al pueblo, por
su salud, a tomar aire fresco, aunque eso no lo ayudó a caminar de nuevo. Pero aun
así sabía sonreír.
Yo ya estaba casada con Anton cuando Irina y Vera vinieron a quedarse en la

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casa, y su padre pagó a Anton para que le hiciera unos pantalones especiales que eran
muy fáciles de poner. El mejor invento de Anton, los llamaba. Le gustaba bromear
diciendo que Anton era inventor, no sastre. Anton sabía lo que era no poder caminar
como el resto de la gente. Después de que empezara la siguiente Guerra Mundial nos
enteramos de que Vera se había casado, pero Irina no. Imagino que Irina era como
caballo que no se deja domar, y nadie quiere intentarlo. Es una artista, ¿sabéis?, y los
artistas hacen lo que se les antoja. Podéis imaginaros las aventuras que habrá corrido.
Tengo entendido que todavía vive, aunque ya es muy vieja, como yo.
Su familia pasó mucho tiempo sin venir al pueblo durante la guerra. Luego, casi
al final, empezaron a llover bombas sobre Sofía y nos enteramos de que los padres de
Vera iban a traerlas unos meses, para escapar de los bombardeos. Pero no vinieron.
Las mandaron a no sé qué sitio, fuera de Sofía, hasta que pasó lo peor. Fue un
milagro que no murieran todos. Después nos enteramos de que el marido de Vera se
había ido a Hungría a luchar contra los alemanes cuando Bulgaria cambió de bando.
Nos dijeron que a las pocas semanas lo hirieron en el muslo y que luego se puso muy
enfermo y le permitieron regresar a casa. Por eso no lo conocimos hasta después de
que la revolución gloriosa se volviera un poco menos gloriosa, cuando ya nos
habíamos acostumbrado todos a ella. Un día, mi nieta, no me preguntéis cuál, me dijo
que le habían mandado una carta encargándole que limpiara su vieja casa. Abrió
todas las ventanas, sacudió las alfombras, fregó las escaleras, hizo todo lo que había
que hacer. Pero aquello era como una tumba, os lo digo yo, que la ayudé para que
acabara antes.
Al día siguiente hizo un día precioso, con mucho sol. Llegó un coche alquilado al
pilón de la plaza y salió Vera. Me costó reconocerla, porque estaba muy mayor y muy
guapa, con el pelo rizado alrededor de la cara, como una fotografía, y un vestido
precioso que se había hecho ella misma, y unos zapatitos de antes de la guerra. Su
marido, Stoyan, también era como un retrato precioso. Llevaba un sombrero de fieltro
negro que alzaba con firmeza y volvía a ponerse con una mano cada vez que saludaba
a alguien. Vestía ropa oscura, de ciudad, y llevaba una tsigulka en un estuche negro.
Tocaba en una gran orquesta en Sofía, para la Revolución. Vera nos contó que le
había costado algún tiempo volver a tocar la tsigulka cuando esas fiebres, después de
que lo hirieran en la pierna en Hungría. Contrataron a mi nieta para que los ayudara
en la cocina y les retorciera el pescuezo a los pollos. Vinieron de visita a vernos a
todos y Vera, que tenía esos ojos tan bonitos y tan grandes, se puso a llorar cuando le
hablé de su padre, de cuando era joven. El padre seguía viviendo en Sofía, pero no
volvió a caminar después del accidente.
El caso es que se quedaron una semana entera y fueron a visitar a mucha gente
del pueblo, hicieron amigos, les gustaba ver jugar a los niños… Stoyan tenía cara de
buena persona, pero a veces también parecía triste, creo yo. Imagino que era porque
no tenían hijos. No hablaba mucho. De día le oíamos tocar su instrumento horas y
horas, y era una música de ciudad preciosa, como la de la radio, no bailes

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montañeses. Yo prefiero los bailes, pero la música que tocaba Stoyan sonaba de
maravilla, sobre todo por las noches, cuando la melodía subía por la chimenea hasta
las estrellas. A mí me gustaba sentarme en la plaza a escucharlo. Luego, cuando se les
acabaron las vacaciones, volvieron a Sofía.
Pero después de aquello empezaron a venir más a menudo, una vez en Año
Nuevo, con Irina, un año que nevó menos de lo normal, y a veces en verano, para las
fiestas de Ilinden en la ladera de la montaña. Stoyan se tumbaba en la hierba, al lado
de la cesta donde llevaban la comida, y escuchaba a los hombres tocar nuestra
música. Creo que le gustaba. Nos acostumbramos a verlos por aquí y cada vez que
llegaban era una pequeña fiesta, o por lo menos un cambio. Stoyan seguía sin hablar
mucho, pero Vera traía regalos para los niños y una de las últimas cosas que cosió
Anton fue un abrigo para darle las gracias. Se lo hizo de lana de oveja teñida de un
gris azulado muy oscuro, con tinte sacado de las bayas del bosque, y la lana muy bien
cardada. El corte era muy de ciudad, con un cuello de pelo de conejo. A mí me
gustaba muchísimo aquel abrigo y hasta me puse un poco celosa, pero esas cosas solo
les quedan bien a las jóvenes. Yo ya estaba envejeciendo, aunque todavía podía
embalar el heno como el que más. Anton también era muy fuerte para su edad, a
pesar de su pierna. Había gente que decía que era por vivir conmigo, y otros que era
por el agua del manantial de nuestra bodega. Es un agua tan buena que le puedes dar
una botella a alguien como regalo y se pasa unos días contentísimo, o hasta se cura de
una enfermedad. Y, claro, como vivía conmigo, Anton la bebía más que nadie.
Cuando le dio el abrigo a Vera, ella nos besó a los dos y dijo que se lo pondría
toda la vida y que los viejos amigos eran siempre los mejores, y nos bendijo a la
manera antigua. Yo le tenía muchísimo cariño, aunque a Stoyan todavía no lo conocía
muy bien. Luego se fueron a la capital y esa fue la última vez que los vio Anton,
porque no sé por qué al año siguiente no vinieron, ni al siguiente, y puede que
tardaran algunos años más en volver, y mientras tanto nosotros cuidábamos de su
casa y esperábamos noticias. Vera mandó una vez una cartita por Año Nuevo para
decirnos que nos echaba de menos y que Stoyan había estado en el extranjero
trabajando, y que por eso no podían venir. No decía nada de niños, y yo pensé que
todavía debían de estar esperándolos.
Los terremotos no avisan. Cuando me enteré de lo que estaba pasando, ya se
había terminado. Fue a principios de verano, casi nueve años después de la
Revolución, y yo estaba haciendo conservas en la cocina, tenía el fogón encendido y
había cazos hirviendo por todas partes. Me hacía falta más agua y Anton, que había
vuelto del campo para comer, había bajado al manantial de la cava para buscar un
poco. Él era así, siempre estaba haciendo cosas a pesar de que tenía la pierna mala.
Los bisnietos no estaban en casa, así que imagino que también estaban en el campo.
De pronto todo se puso a temblar. Hacía años que no había un terremoto, por lo
menos tan fuerte como aquel. Y es una sensación tan rara que al principio pensé que
me estaba temblando el cerebro o que iba a marearme. Salí corriendo sin pensar lo

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que hacía y la casa se hundió enseguida.
Fue todo tan rápido que no entendí lo que veía. Era mi casa, la casa que construyó
mi tatarabuelo, y en dos segundos se vino abajo. El terremoto se acabó tan
rápidamente como había empezado. No se movía nada, pero salía humo de los cazos
del fogón, que había quedado enterrado, el humo se las arreglaba para salir por entre
las piedras y los escombros del tejado. Las casas de los dos lados estaban como
siempre, la única que se cayó fue la nuestra, solo la nuestra. Pero los vecinos, que
habían sentido temblar el suelo, también habían salido corriendo a la calle.
Entonces me acordé de que Anton estaba abajo, en la cava más honda, y empecé a
gritar y a apartar los pedruscos. Mis vecinos se dieron cuenta enseguida de lo que
pasaba y corrieron a ayudarme. Y entonces, por culpa del fogón, se incendió todo lo
que había quedado debajo de los escombros, la ropa y los muebles y no sé qué más.
Yo llamaba a gritos a Anton, que había empezado a bajar por las escaleras un minuto
antes con el cubo, vestido con sus pantalones azules viejos, bien remendados. Bajaba
muy despacio por su cojera, pero se había empeñado en ir él a buscar el agua. La
verdad es que podría haberse salvado si no hubiera estado en medio de la escalera. Si
hubiera estado en la cava, podría haberse salvado. Y hasta podría haberse salvado
estando en las escaleras, de no ser por el fuego. No sé si me oyó gritar, porque nunca
contestó.

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32

Lo enterramos en el cementerio al día siguiente. No quiero pensar en lo que


enterramos. No podía hablarle de él a nadie. Me quedé sin voz. Y, cuando empecé a
recuperarla, no me apetecía hablar, así que pasé un año entero callada. Tuve que irme
a vivir a la casa de Iliya Kaloyanov, que estaba vacía, dos puertas más allá. Se habían
marchado a Plovdiv a buscar trabajo. En aquella casa no guisaba apenas, ni hacía casi
nada, menos sentarme y sobrevivir. Allí no era más que una invitada. Me levantaba,
me quedaba sentada mucho rato y luego se ponía el sol y me iba a la cama. No dejé
que nadie tocara mi casa derrumbada. Si venían los nietos a arreglarla, los echaba sin
decir palabra. Seguro que estaban todos muy preocupados por mí, pero a veces hay
que hacer lo que hay que hacer.
El día que se cumplió un año y puse el nekrolog en la puerta de la casa de Iliya
Kaloyanov, le dije en voz alta a mi nieta Milena, que me ayudaba: «Vamos a limpiar
la cocina». Al día siguiente sacamos todo lo que había en la cocina, que estaba
bastante sucia, y frotamos hasta el culo de las cazuelas de hierro. Alguien las había
sacado de los escombros, junto con lo que quedaba de mis muebles, que era casi
nada. Echamos agua en el suelo y lo fregamos hasta que estuvo reluciente. Luego
limpiamos el resto de la casa de Kaloyanov con las ventanas abiertas y reparamos los
escalones de la entrada.
Una semana después me alegré de haber hecho limpieza porque de pronto
vinieron Vera y Stoyan. Trajeron también a Irina, que se fue enseguida al campo con
sus trastos de pintar y esa ropa tan graciosa que llevaba y no sé qué más. Pero Vera y
Stoyan vinieron a verme antes incluso de deshacer las maletas. Vera entró sin llamar
siquiera y me abrazó y me besó como una hija, y Stoyan se quedó detrás de ella. Vera
me dijo que no se había enterado hasta que vieron el primer nekrolog al pie del
pueblo, en una tapia, y que subieron corriendo la calle para buscarme.
—Ay, babo Yano —me dijo en voz baja—. Hemos visto tu casa, y el hijo de
Ivanka nos ha dicho lo que pasó y dónde estabas.
Stoyan se quitó el sombrero al entrar, pero con más torpeza que antes. Cuando vi
su cara a la luz, me quedé de piedra. Era como un viejo, había envejecido veinte o
treinta años. Tenía la piel cenicienta y llena de postillas rojas y negras, y le temblaba
la mano con la que sujetaba el sombrero. Sus manos siempre habían sido muy finas y
ágiles, de tanto tocar la tsigulka, ¿comprendéis?, y de pronto parecían las manos de
un campesino viejo, morenas y llenas de cicatrices, y le faltaban varias uñas. Me di
cuenta de que debía de haber estado trabajando en otra cosa, no haciendo música, si
había perdido las uñas. Nunca pensé que lo vería tan feo, cuando antes parecía un
príncipe.
—¿Has estado enfermo? —le pregunté.

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Sonrió como si aquello le alegrara de una manera rara, y me dijo que sí, pero que
ya estaba mejor y que pronto tendría otra vez trabajo, cuando volviera a casa. Nos
sentamos los tres y les di bilkov chai, té de las montañas, que me acordaba de que era
el preferido de Vera. Pensé que a Stoyan le sentaría bien y le dije a Vera en voz baja
que por las noches le hiciera meter las manos en té. También le di un tarro grande con
agua de nuestro manantial, que seguía manando montaña abajo. Les expliqué que
hacía solo unos días que había vuelto a hablar y que todavía tenía la voz un poco
oxidada. Me alegré de que no llegaran antes.
Stoyan apenas tocó su té. No paraba de acariciar su sombrero, que tenía apoyado
sobre el regazo como si fuera un niño. Por fin me preguntó por qué no habíamos
arreglado mi casa. Le dije que no quería que nadie la tocara después de lo de Anton.
Sacudió la cabeza y se quedó callado un rato, escuchándonos a Vera y a mí hablar de
las noticias del pueblo, y ella me contó que tenían un niño pequeño. Se había quedado
en casa con los padres de Stoyan, pero me dijo que lo traerían pronto. Me alegré
mucho de que por fin hubieran tenido un hijo, sobre todo porque Stoyan parecía un
fantasma, aunque eso no se lo dije.
Entonces se levantaron para marcharse, pero Stoyan se paró en la puerta y me
dijo:
—Yo le arreglaré la casa.
—¿Qué? ¿Mi casa? —dije yo—. Pero no he dejado que nadie la tocara. ¿Por qué
voy a dejar que lo hagas tú?
—Porque, si me deja, me hará usted un favor —contestó, y volvió a ponerse el
sombrero como un caballero elegante.
Yo intenté decirle que no por un montón de razones, pero él me hizo una pequeña
reverencia, como la gente de ciudad, y agarró a Vera del brazo para marcharse. Yo
estaba tan contenta de verlos y de saber que por fin eran padres, y de haber podido
hablar de Anton con alguien de nuevo, que no los detuve. Sabía que intentaban que
me sintiera mejor, y se lo agradecía, aunque Stoyan no hablara en serio sobre lo de la
casa.
Os podéis imaginar la sorpresa que me llevé cuando a la mañana siguiente salí a
la calle una hora después de que amaneciera para ir a comprar unas cosas a la tienda
y, por pura costumbre, miré las ruinas de mi casa, calle arriba. Los escombros seguían
allí, el espinazo roto de la casa derrumbado contra la pared del gallinero. Pero Stoyan
estaba también allí, con una camisa y unos pantalones viejos, arremangado hasta el
codo. Dos vecinos estaban hablando con él, pero si trataban de levantar algo, de
mover una sola piedra, él los apartaba, como había hecho yo todo ese año. No podía
creer lo que veían mis ojos. Ya había apilado un tercio de las piedras de la fachada en
montones bien hechos y había traído una carretilla para recoger el yeso podrido y el
heno viejo de dentro de las paredes y otros cascotes. De vez en cuando se paraba para
secarse la frente.
Pensé para mis adentros que un violinista no debía estar trabajando así, con esas

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manos tan delicadas. Entonces me acordé de lo mal que las tenía ya. Levantaba las
piedras con mucha habilidad, a pesar de lo enfermo que estaba. Vi que las iba
apilando en el patio para que no le estorbaran, pero lo bastante cerca para tenerlas a
mano cuando reconstruyera la pared del cuarto de estar. Es lo que habría hecho yo. La
verdad es que había pensado muchas veces en hacerlo exactamente así.
—Buenos días, babo Yano —me dijo al verme.
—Buenos días, Stoyane —le dije yo. Con tanto quitar escombros, se estaba
acercando al lugar donde encontramos a Anton, así que me di la vuelta y bajé a la
tienda. Cuando volví, ya había apilado casi todas las piedras y por primera vez
aquello ya no parecía una ruina.
—Te estás agotando, sine —le dije.
—Exacto —contestó sin pararse—. Pero quizás no debería usted ver esto.
Había empezado a sacar lo poco que quedaba de mis pertenencias: jirones de tela
quemada, platos rotos, cosas que ni siquiera yo reconocía. Los manteles buenos y las
mantas de mi abuela estaban allí dentro, y todas las cosas acumuladas durante
ochenta años.
—Muy bien, no miro —dije.
Volví a casa de Kaloyanov y preparé una comilona para Stoyan y para
quienquiera que se pasara por allí, y os aseguro que estaba hambriento cuando vino a
la una a comer. También vino Vera, y mi nieta Milena, y comimos los cuatro juntos,
fingiendo que no veíamos los arañazos y los verdugones que tenía Stoyan en los
brazos.
—Déjale que haga lo que quiera, babo, si no es mucho pedir —me dijo Vera en
voz baja antes de marcharse.
Así que lo dejé, lo dejé que hiciera lo que quería, en parte porque tenía
curiosidad, quería ver cómo se las arreglaba un hombre de ciudad que nunca había
trabajado en el campo y que, además, había estado enfermo. No parecía tener fuerzas
para levantar una sola piedra y, sin embargo, se pasaba el día acarreándolas. El resto
del pueblo también tenía curiosidad, y a él no le importaba que se pasaran por allí a
mirar lo que hacía y hasta que le hablaran. Pero no permitía que nadie tocara ni una
piedrecita. Paraba a todos los que intentaban ayudarlo, y dejaba bien claro que
hablaba en serio. La gente dejó de intentarlo, hasta mis nietos, que estaban enfadados
porque yo no les había permitido reconstruir la casa y vinieron a hablar conmigo.
Pero yo les callé la boca a todos. No sabía qué narices estaba haciendo Stoyan, aparte
de arreglar mi casa, pero me daba cuenta de que era algo parecido a esa necesidad
mía de dejarla en ruinas un año entero y no hablar con nadie. Puede que fuera una de
esas personas que no soportan el desorden, o dejar algo a medias. Además, hay cosas
que uno tiene que hacer por sí solo, aunque todo el mundo piense que es un disparate.
El caso es que Vera se instaló aquí, en Gorno, una temporada para que siguiera
con las obras. Me enteré de que estaba de permiso porque había tenido un aborto
después de tener al niño, y se había puesto enferma. Y no sé por qué razón a Stoyan

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le llegó una notificación diciéndole que se quedara en el pueblo unos meses. Hasta
cuando estaba trabajando en mi casa, cogía el autobús una vez por semana para ir a la
ciudad a presentarse en una oficina, y luego volvía andando. En aquella época
conducía el autobús uno de los chicos de Goranov, que era quien nos lo contaba.
Vera debió de mandar a buscar a su niño, porque un día llegó con sus abuelos
paternos, desde Sofía, y aquella fue la primera vez que vi a Neven. Los abuelos eran
como podía uno imaginarse, gente de ciudad con la ropa bien remendada, limpios y
educados, pero no muy orgullosos. El padre tenía la mandíbula bien recia, igual que
Stoyan. Pero Neven se parecía a Vera, o sea, que era el niño más bonito que yo había
visto en mucho tiempo, y eso que todos mis bisnietos andaban por aquí. Tenía unos
tres años y era muy serio. Se agarraba a la mano de Vera, pero también se quedaba
apartado de ella, como el pequeño pachá de un cuento. Tenía el pelo suave y oscuro,
un poco rojo cuando le daba el sol. Hacía fresco esa mañana, y llevaba puesto un
jersey rojo que alguien le había tejido con unos dibujos preciosos. Sus ojos eran
dorados cuando les daba el sol, y su piel también era tersa y dorada. Tenía la nariz
recta y fina, como Vera. Pero solo os estoy hablando de su cara. Aunque era todavía
muy pequeño, iba siempre muy erguido, como Stoyan antes de caer enfermo. Pensé
que era un niño con mucha suerte por haber heredado la belleza de Vera y la
elegancia de su padre.
Lo raro de Neven era que, en cuanto lo veías, querías caerle bien a pesar de que
solo era un crío. Yo salí a recibirlos y me agaché delante de él para mirarle bien la
cara. Muchos niños se habrían retirado al ver a una vieja vestida de luto, pero él
levantó su preciosa barbilla redondeada y me observó con curiosidad. Cogí una flor
de los tiestos del patio y se la di. La tomó y la miró de la misma manera,
delicadamente, y luego volvió a mirarme.
—Di gracias —le dijo Vera.
—Gracias, babo —dijo con una voz muy clara, como si fuera mucho mayor.
Y entonces sonrió por primera vez. Esa sonrisa… era tan bonita que tapaba el sol.
Ni siquiera supe qué contestarle.
Vera traía a Neven todos los días para que viera cómo progresaban las obras. Al
poco tiempo ya no quedaban escombros, ni siquiera en las bodegas. Stoyan amontonó
las piedras sueltas alrededor del patio, junto con las pocas vigas que todavía estaban
en buen estado. Me hizo un montón de preguntas acerca de las paredes, de las que
todavía estaban en pie y de las que se habían caído. Compró sacos de cemento en la
ciudad. Seguramente los robó alguien de la fábrica que había allí, pero así eran las
cosas entonces. Hacía la mezcla en grandes espuertas, como si fuera masa de pan
gris. No iba a ser como antiguamente, usando solo paja y barro. Tardó un día entero
en aprender a colocar las piedras, pero no dejó que nadie lo ayudara, ni siquiera yo.
Enseguida le cogió el tranquillo, con aquellas manos suyas tan ágiles y llenas de
cicatrices, y era capaz de pegar dos piedras con cemento con la misma soltura con
que mis hijas hacían banitsa para comer.

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La planta baja estuvo acabada en dos semanas. Entonces Stoyan descansó por
primera vez. La semana siguiente encontró unos maderos en un viejo establo que
había más abajo de la tienda, para hacer las vigas del techo. Debió de comprárselos a
Petar Ivanov, cuyo padre estuvo allí escondido varios años. Pero entonces se encontró
con un problema serio: sacarlos del establo y subirlos cuesta arriba. Por fin le pidió
prestado un carro a Petar. Nadie sabe lo que penó con aquellos maderos, porque no
dejó que nadie lo ayudara. Había gente que creía que había tardado horas en moverlos
unos metros. Tenía que parar a descansar cada dos minutos, decían, porque seguía
estando muy débil por su enfermedad, y era un trabajo muy duro hasta para un
hombre sano. Pero puede que alguien lo ayudara en el granero, por lo menos. Eso
espero. Vera y yo le suplicamos que parara y que dejara que otra persona siguiera las
obras. Ya había hecho más de lo que podía hacer un hombre solo.
Pero él estaba tan empeñado que ya ni siquiera nos llevaba la contraria. Si
tratábamos de hacerlo entrar en razón, se limitaba a mirar a lo lejos hasta que nos
callábamos. Desbastó un lado de los maderos con una azuela, luego pidió prestadas
unas poleas y unas sogas que tardó en colocar casi tanto como había tardado en
levantar las paredes de la planta baja, y las usó para izar las vigas.
Un día dejó el trabajo y vino a sentarse conmigo a la sombra, y le di agua para
que bebiera. Como ya no había escombros, yo había cogido la costumbre de sentarme
a hacer punto o ganchillo debajo del árbol que hay al borde del patio. Me di cuenta de
que algo le rondaba por la cabeza, pero tardó un rato en contármelo.
—Babo Yano —dijo por fin—, ¿qué te parece? ¿Te imaginas viviendo en una casa
de una sola planta, en lugar de dos, como la de antes?
Me di cuenta enseguida de lo que quería decir. Si ponía ya el tejado, podría acabar
la casa él solo. Pero hasta con sus poleas y sus rampas y su mujer, que se retorcía las
manos viendo el peligro que corría, no podría levantar él solo las vigas de la planta de
arriba. Yo me lo pensé antes de contestar. Mi tatarabuelo había hecho la casa más alta
y más honda que la mayoría de las casas del pueblo, una casa grande y sólida que se
alzaba muy por encima de sus bodegas. Estaba la primera planta para vivir, y luego
las habitaciones del desván, unas habitaciones muy bonitas y espaciosas.
—Stoyane —le dije después de pensármelo—, ¿qué tendría de malo que te
ayudaran mis nietos, solo con esa parte? Son muy fuertes. Si así te sientes mejor,
puedo dejar que les pagues algo. ¿Qué te parece?
Él se rascó la cabeza. Tenía el pelo lleno de polvillo de cemento y la camisa
manchada de sudor debajo de los sobacos y por el pecho. Tenía las manos peor que
nunca, y a veces se las cogía y se las apretaba contra el pecho como si quisiera
protegerlas para que no sufrieran más. Pero yo pensaba que tanto esfuerzo le había
sentado bien: parecía más fuerte, estaba moreno y se movía como antes, y tenía un
apetito enorme. Parecía estar intentando averiguar cómo explicarme una cosa. Por
fin, me miró fijamente a la cara.
—Babo —dijo—, ¿y si hubiera hecho usted algo terrible y deseara poder

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deshacerlo, pero alguien viera lo que ha hecho de otra manera y la castigara por una
falta equivocada, contra su voluntad? ¿Y si un día encontrara la manera de redimirse
por lo que sí hizo de verdad?
—Sigue —le dije, aunque no se me ocurría nada terrible que pudiera haber hecho
aquel hombre.
Miraba sus ojos grandes y fijos, llenos de venillas rotas. Era muy guapo, claro, o
lo había sido. Puede que hubiera engañado a su mujer. Aunque me cuesta imaginar
que alguien pudiera engañar a Vera.
—Bueno… —Bajó la mirada y trató de sacudirse el cemento de las manos—.
Entonces pongamos por caso que alguien intentara apartarla del modo que ha
encontrado para redimirse por esa cosa terrible que hizo. Y usted supiera que, si deja
que alguien le quite eso, tendrá que volver a vivir con ese peso espantoso.
—Muy bien —dije yo—. Continúa.
—¿No se negaría a que se lo arrebataran?
—Supongo que sí —contesté, intentando pensar en algo terrible que hubiera
hecho yo.
Una vez le vendí al viejo Kaloyan una partida de leña por un poco más de lo que
debería haberle pedido. Y no le dije a Anton que invertí ese dinerillo extra en la boda
de nuestra tercera nieta, porque se habría enfadado. Y una vez, en una asamblea de
trabajo, le grité a mi mejor amiga y ella me gritó a mí y luego volvimos a ser tan
amigas. Y a Anton solía regañarlo por tonterías, más de lo que debía. Aparte de eso,
siempre había procurado portarme bien.
Stoyan me miró fijamente.
—Pues ahí lo tiene. Déjeme acabar la casa solo.
—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con mi casa, sine? —le pregunté
desconcertada.
—Nada en absoluto —me aseguró—, como no sea que tiene usted buen corazón.
—Bah, qué tontería —le dije, aunque aquello me gustó—. Muy bien, entonces.
No lo entiendo, pero soy una vieja y ahora solo vivo con Milena. Con una sola planta
nos arreglaremos. Pero asegúrate de poner una habitación de sobra y constrúyeme
tres camas grandes para mis bisnietos, para cuando vengan de visita. Pueden
compartir habitación. Y puedes usar las piedras que sobren para levantar una tapia
nueva junto al granero, para el patio.
Se levantó de un brinco y se puso a dar palmas como si acabara de tocarle una
melodía preciosa.
Empezó a silbar mientras trabajaba. Cuando no sabía cómo hacer algo,
preguntaba a los hombres mayores del pueblo. Terminó la estructura de la casa en un
par de semanas. Era casi igual que la anterior, aunque más pequeña: cuatro
habitaciones bien encaladas por dentro y una cocina con una chimenea lo bastante
amplia para que cupieran mis cazuelas más grandes. Era todo muy sencillo, hasta un
poco basto. Lo construyó todo Stoyan con sus propias manos, incluso los ganchos de

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madera para los mandiles y las chaquetas. Y el alféizar de piedra de la ventana para
mis tiestos con flores. Con el calor del verano, subía las tejas de pizarra al tejado y las
colocaba una encima de otra, primero la fila de abajo, como el festón del bajo de un
vestido. Ni el mismo Anton lo habría hecho mejor. Construyó el tiro de la chimenea y
le puso encima una losa de pizarra cruzada, con huecos para que saliera el humo. Y
en la losa puso trocitos de roca en forma de lágrima, apuntando al cielo.
Colocó aquellas piedras dos días antes de Ilinden, mientras la mitad del pueblo
estaba en la calle, mirando. Cuando acabó, bajó chorreando sudor y yo le di un gran
beso en la boca quemada por el sol. Se pusieron todos a reír y a gritar de alegría,
hasta mis nietos. Stoyan construyó esta casa tan bonita en un abrir y cerrar de ojos, y
la construyó solo. No era grande, pero bastaba para mi nieta y para mí. Todo el
mundo sonreía y le daba palmadas en la espalda, y Stoyan también sonreía, cosa rara
en él. Vera se puso a dar palmas y se secó los ojos, pero solo lo miraba a él, no miraba
la casa.
Solo había una persona que no sonreía ni gritaba de alegría: el pequeño Neven.
Estaba parado junto a su madre y miraba a Stoyan muy serio. Si no hubiera sido tan
pequeño, habría jurado que sus ojos rebosaban compasión.

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33

— Ya sabéis que Stoyan Lazarov murió —concluyó Baba Yana serenamente, como
si no supiera que había omitido el resto del relato—. No sé dónde está enterrado.
Aquí no, aunque quizás le habría gustado. Seguramente en algún sitio elegante de
Sofía, donde descansan los suyos.
Se había hecho de noche y en la ventana, detrás de la anciana, brillaba una
bombilla eléctrica. Lenka se afanaba en la cocina. Alexandra contempló la casa que
Stoyan Lazarov había construido a partir de un montón de escombros. Sabía que
Bobby estaba cansado de traducirle el relato de baba Yana, pero aún tenía una
pregunta que hacerle.
—Pregúntale si volvió a ver a Stoyan, si siguió viniendo al pueblo.
Bobby asintió con un gesto. Cuando formuló la pregunta, la anciana pareció
desconcertada y desvió sus ojillos negros de la luz de la ventana. Apartó una mano
del bastón y acarició la cabeza de Stoycho, que estaba apoyado contra ella. El perro
golpeó la tierra con el rabo.
—Pues no estoy segura. Creo que después de aquello vinieron un par de veces, a
pasar una semana de vez en cuando, y que Stoyan volvió a tocar su tsigulka, allá, en
su casa. Todavía sube aquí cuando necesita ver la casa que construyó para mí. Creo
que estuvo aquí ayer. O anteayer. El tiempo es una cosa muy rara, así que no me
acuerdo bien. Le hice la comida.
—Pero, babo Yano, nos has dicho que está muerto —le recordó Bobby
suavemente.
—Claro que está muerto —repuso ella—. Todo el mundo muere. Menos yo. —Se
rio sin emitir sonido, dejando ver el brillo de sus encías desdentadas hacía tiempo.
Alexandra pensó que solo podría comer sopa o yogur; quizás por eso era tan
menuda, vestida con su ropa de hombre. Parecía un viudo minúsculo, como si le
hubiera cambiado el sitio a su esposo muerto.
—Pregúntale otra vez si sabe dónde están Vera y Milen Radev… y Neven —le
dijo Alexandra a Bobby.
Pero baba Yana parecía haber perdido el hilo de la conversación.
—¿Queréis una taza de té? —preguntó—. No tengo café. Me hace daño, se me
suelta la tripa. El café es para gente joven como vosotros.
Rehusaron la invitación dándole las gracias. La anciana golpeó el suelo con su
bastón y bostezó abriendo de par en par su boquita.
—Dadle recuerdos a Irina cuando la veáis. —Evidentemente, había olvidado que
Irina estaba dentro, descansando—. Un ave rara. Tengo entendido que tuvo una hija
cuando ya era muy mayor, con un escritor de Plovdiv. Era un secreto y él murió hace
mucho tiempo, según dicen. Pero por lo menos tiene a alguien para que cuide de ella.

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Ojalá Vera siguiera viva, pobrecilla.
—Esa es Lenka —susurró Alexandra asombrada cuando Bobby le tradujo sus
palabras—. Y dile que Vera está viva.
Él negó con la cabeza.
—No serviría de nada —le dijo—. Mi bisabuela también era así. No podía
responder con coherencia a muchas de las preguntas que le hacíamos.
—¿Tu bisabuela?
Alexandra parecía sorprendida. Sus bisabuelos habían nacido en el siglo XIX y
habían muerto décadas antes de que ella naciera. Pero esa historia tendría que esperar.
Se levantaron y Bobby estrechó las manos agarrotadas de baba Yana y le dio las
gracias de nuevo. La anciana abrazó la cabeza de Stoycho con el bastón apoyado
junto a la oreja del perro y luego señaló a Alexandra.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó ella a Bobby.
—Ha dicho: «Dile a la señorita que no se siente encima de las piedras con el frío,
como suele hacer, o cogerá un resfriado».
—Yo no me siento encima de las piedras —protestó Alexandra, intentando
recordar si era cierto.
—Es una forma de desearte buena salud, o puede que esté preocupada por tu
futuro.
—Has traducido muy bien.
—Gracias, lo he intentado —contestó él.
La rodeó un momento con el brazo, sorprendiéndola de nuevo, como si el
esfuerzo que había hecho la hubiera acercado a él. La calle empinada y llena de
surcos, las casas que brotaban como setas de la tierra, las luces dispersas, los campos
que se extendían en suave declive… Todo aquello tomó de pronto una apariencia más
nítida para Alexandra, como si un último fulgor envolviera el escenario antes de
quedar sumido en la oscuridad de las montañas. También recordaba aquel momento,
de cuando estaba en su país.
Cuando entraron en la casa, encontraron a Irina sentada en la cama, tomando algo
caliente. Alexandra sintió un alivio enorme, no solo por el afecto que le había tomado
a Irina, sino porque se echaba a temblar al pensar que pudiera morir otra persona
cercana. Después de pasar una hora con baba Yana, Irina le pareció extrañamente
joven y fresca.
—Queridos míos —dijo—, empezaba a preocuparme. Y Lenka nos ha hecho la
cena. ¿Qué os ha parecido Yana, nuestra anfitriona?
—Es una fuerza de la naturaleza —contestó Alexandra al sentarse junto a la
cama. La habitación era pequeña y tenía vigas bajas en el techo. Olía a agua fresca—.
Nos ha contado cómo reconstruyó gospodin Lazarov esta casa.
Irina sonrió. Tenía muchísimos dientes.
—Pues sí, la construyó él, aunque todos pensábamos que era una locura que se
agotara de esa manera. Pero al final pareció servirle de ayuda. —Se detuvo y

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Alexandra se preguntó si la enfermedad de Stoyan era de índole demasiado delicada
para que Irina se atreviera a hablar de ella—. ¿Y os ha dicho que una vez dio un
concierto en esta casa, a pesar de lo pequeña que es? O, mejor dicho, en el jardín.
—No —contestó Alexandra—. ¿Cuándo fue eso?
—Bueno, no estoy segura. Creo que fue para celebrar que había acabado de
construir la casa. —Bebió un sorbo de una taza de vidrio marrón, mirando su interior.
—Imagino que no ha tenido noticias de su hermana. —Bobby se había parado a
los pies de la cama, con las manos en los bolsillos.
Irina asintió con la cabeza ligeramente, pero con firmeza: no.
—Ojalá pudiera deciros lo contrario. Lenka ha preguntado por todas partes y todo
el mundo le dice lo mismo: que mi hermana y Milen estuvieron aquí muchos meses y
que se marcharon hará cosa de una semana y no han vuelto desde entonces. Estoy
muy preocupada por ellos, os lo aseguro. Si los visteis en Sofía y no han ido a mi
casa ni han vuelto aquí, y Neven no contesta al teléfono, ¿dónde están, entonces?
Seguramente siguen en Sofía, intentando descubrir dónde estás tú, querida niña. Me
temo que he cometido un terrible error al traeros aquí.
—¡Nada de eso! —exclamó Alexandra—. Teníamos que intentarlo.
—¿Quiere ir a Sofía a buscarlos? —preguntó Bobby muy serio—. ¿O cree que
quizás se hayan marchado ya y tal vez la estén esperando en Plovdiv?
La anciana suspiró.
—No lo sé. Lo he estado pensando y creo que tienen llave de mi casa. Lenka
telefoneó hace unas horas, pero no contesta nadie. Quizás debería acudir a la policía,
después de todo.
Miró a Bobby como si esperara una respuesta y, pasado un momento, él negó con
la cabeza.
—Vamos a intentar encontrarlos por nuestros medios un poco más —dijo.
Irina no protestó.
—Creo que mañana estaré mucho mejor y podremos regresar a Plovdiv. Esperaré
allí a mi hermana.
Él pareció meditarlo.
—No me gusta la idea de dejarla sola después de lo que ha pasado aquí, con su
casa —dijo lentamente.
—Lenka estará conmigo —repuso Irina—. Y en el museo siempre hay gente. Al
menos, la gente que trabaja allí. De hecho, siempre hay un empleado que duerme en
el museo, para vigilarlo.
Bobby asintió con un gesto.
—En ese caso, Alexandra y yo podemos llevarlas a casa y luego regresar a Sofía
para seguir buscando. Tengo varios amigos que trabajan en hoteles y los he llamado
para preguntarles si han visto a los Lazarovi. Ellos se encargarán de correr la voz
entre nuestros amigos comunes. Sofía es grande, pero creo que debemos intentarlo.
—Y, además, así podrás volver al trabajo —dijo Alexandra.

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Bobby se puso muy serio.
—Sí, tengo que volver pronto.
Lenka acababa de entrar, arremangada. Su hija, pensó Alexandra. No se parecía
en nada a Irina, desde luego; ni siquiera a como tenía que haber sido Irina décadas
antes. Y, si entendía inglés, era demasiado tímida para hablarlo. Dijo algo
rápidamente, en búlgaro, y Bobby se encargó de traducirlo al inglés.
—Un hombre la ha parado en la calle cuando estaba preguntando a unos vecinos
por los Lazarovi. Le ha dicho que su jefe se ha enterado de que ha venido una
invitada extranjera y quiere ofrecerle su hospitalidad. Se refería a ti, Bird. Nos han
invitado a comer mañana en una casa muy grande a las afueras del pueblo, siguiendo
la ladera de la montaña. Pero el hombre no le ha dicho el nombre de su jefe.
A ella le sorprendió la rapidez con que se había difundido la noticia de su llegada
por el pueblo. ¿Era aquello una muestra de la típica hospitalidad balcánica, como
ponía en su guía? Irina, sin embargo, había fruncido el ceño.
—¿En una casa muy grande? ¿Se refiere a esa monstruosidad que hay en la
carretera? Siempre me he alegrado de que no se vea desde aquí.
Bobby la observó con atención.
—¿Quién es ese jefe?
—Oficialmente, el dueño de la casa es un empresario de Plovdiv que no vive
aquí. Es inmensamente rico y tiene contactos poco recomendables. La casa la
construyeron hace cinco o seis años y es una de las más grandes de estas montañas,
una especie de estación de esquí. A nadie le gusta.
—¿Sabe usted quién es ese empresario? —preguntó Bobby.
—No —contestó ella.
Se volvió hacia Lenka y hablaron unos segundos. Bobby torció ligeramente la
boca, una mueca que Alexandra ya había visto otras veces.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Por lo visto, en el pueblo se comenta que la casa es propiedad del ministro de
Obras Públicas, que siempre llega por las noches cuando viene por aquí. Lo que no
sucede muy a menudo.
Alexandra se quedó mirándolo.
—¿Kurilkov? Quizás por eso lo vimos en el puente, saliendo de las montañas.
Puede que estuviera aquí arriba. Pero ¿por qué iba a invitarnos a comer solo porque
yo sea extranjera? Sobre todo, si ya se ha ido del pueblo. —Una oleada de sofoco
inundó su rostro: la pintada en el taxi, el cuarto de estar destrozado en casa de Irina…
—. ¿Crees que…?
Él sacudió la cabeza ligeramente y Alexandra se detuvo.
—Quizás deberíais rechazar la invitación —aconsejó Irina, que volvía a mirar a
Bobby—. Tenemos que volver a Plovdiv, y de todos modos esto es muy extraño.
—No creo que Alexandra deba negarse. —Bobby hundió aún más las manos en
los bolsillos—. Podría ser peor.

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Irina se removió, apoyada en las almohadas.
—No puede ir sola a ese sitio.
—Claro que no —dijo Bobby—. Yo no lo permitiría. Pero tampoco tengo ganas
de ir.
Bajó la mirada hacia el suelo y Alexandra comprendió que estaba sopesando
posibles complicaciones. Ella empezaba a sentir un nudo en el estómago.
—Lo vimos marcharse —dijo de nuevo para tranquilizarse a sí misma.
—Pase lo que pase, Bobby cuidará de ti, querida. —Irina le sonrió, pero seguía
estando tan pálida y angustiada como antes—. Podéis quedaros el menor tiempo
posible y luego regresaremos a Plovdiv. Yo estaré preparada, no me cabe duda.

Alexandra, casi demasiado cansada para sentir miedo, se echó a dormir en el cuarto
de atrás, en una cama que, pese a estar limpia, exhalaba un leve olor a moho. Para
mayor seguridad, Bobby había guardado la urna en un armario de la cocina y dormía
cerca de allí. Por un instante, a solas en la oscuridad, Alexandra pensó en las cenizas
con una punzada de dolor y se preguntó si las estaba echando de menos. Stoyan
Lazarov había tocado el violín en aquella misma casa, o en su patio. Se arropó con un
montón de mantas. Hacía frío para estar en mayo, como si las piedras no llegaran
nunca a caldearse del todo, y, aunque llevaba puesto un jersey, se había ido a la cama
tiritando. El peso de las mantas resultaba sofocante; algunas eran ásperas y otras
suaves, pero todas tenían un ligero olor graso, como los animales de los que
procedían. La muerte estaba presente en aquella habitación: el marido de baba Yana
sepultado bajo los escombros, los soldados griegos avanzando a trompicones hacia el
pueblo, los ojos cerrados de Irina en su cara lívida; y, naturalmente, cómo no,
también Jack.
Tiró de las mantas para taparse bien los hombros y se obligó a pensar en personas
vivas: en Neven, por ejemplo, el hijo de Stoyan, que, pese a ser un hombre maduro,
conservaba el vigor y la energía de la juventud, de pie en la escalinata de aquel hotel
de Sofía. Trató de recordar su chaleco negro, sus zapatos formales y el ademán de su
mano grande y elegante. Aquel estremecimiento de deseo que había sentido al verlo.
¿Dónde estaba ahora? ¿Por qué no contestaba al teléfono, ni siquiera cuando su tía lo
llamaba una y otra vez? Pero, antes de que le diera tiempo a aventurarse por la senda
de aquella nueva ansiedad, entró en calor y el sueño se apoderó de ella.
Se despertó cuando todavía era de noche, sintiéndose completamente despejada y
con el deseo urgente de salir de aquella casa para respirar un poco de aire fresco. De
pronto, se acordó de lo que había soñado: en el sueño, Jack le había dicho dónde
estaba Neven Lazarov, en un lugar ardiente y borroso en el que a ella no se le habría
ocurrido mirar. Había visto a Neven justo delante de ella, había dejado la pesada urna
en el suelo y se había arrojado a sus pies, se había postrado ante él porque no
encontraba palabras con las que ofrecerle una disculpa. Él la había levantado sin

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esfuerzo y, para sorpresa de Alexandra, no parecía enfadado. La había besado
fugazmente. Luego, ella había abierto los ojos sintiendo aún un cosquilleo en los
labios.
Se quedó tumbada un momento, confundida por la dulzura del perdón y la
impresión de estar despierta. Aunque siempre la había acobardado la oscuridad, se
descubrió saliendo de la cama sin hacer ruido. Las puertas de las otras habitaciones
estaban cerradas; no despertaría a nadie. Tuvo miedo un instante: alguien había
entrado en casa de Vera, calle abajo, y había pintado la pared con sangre. Pero sentía
también que iba a ahogarse si no respiraba aire fresco. Avanzó a tientas por el pasillo
a oscuras, estirando los brazos delante de sí. Tropezó con algo cálido y se quedó sin
respiración. Era Stoycho, que se levantó, se apoyó contra sus piernas un momento y
luego la siguió en silencio. Ella dejó de tener miedo y, palpando a su alrededor,
encontró sus zapatillas entre los zapatos alineados junto a la puerta y levantó el
pestillo.
Fuera reinaba un crepúsculo untuoso, y Alexandra descubrió que era la luna que,
grande y brillante todavía, se cernía sobre los tejados. Ligeros estremecimientos
preñaban el aire como al amanecer, a pesar de que podían ser las dos de la madrugada
o las cinco (había olvidado mirar la hora). Stoycho caminaba a su lado. En medio de
aquella penumbra moteada de luz, distinguió un brillo que resultó ser el de unos
peldaños de piedra que subían ladera arriba, detrás de la casa. Más allá había una
vereda abierta entre espinosos matojos de hierba. Trepaba por la colina, y al poco rato
Alexandra se halló mirando desde arriba el tejado de baba Yana, festoneado por la
luz de la luna. Vio la sombra alargada de la chimenea sobre las tejas de pizarra y las
piedras cónicas colocadas sobre su remate de piedra, afiladas como picos. El resto del
pueblo se extendía borrosamente a su alrededor y bajo ella. Pasó por debajo de
árboles oscuros y llegó al borde de una pradera de hierbas altas que recordaba haber
visto desde la carretera. Allí no había casas, como si aquella zona fuera suelo
sagrado, o bien un campo de juego. Se preguntó qué le sucedía. En su país, le habría
dado miedo que hubiera extraños merodeando en la oscuridad, o incluso fantasmas. Y
allí podía haberla seguido alguien que quisiera hacerle daño. Pero Stoycho estaba con
ella y todo le resultaba tan ajeno que se sentía protegida, como si en realidad no
estuviera presente. El fantasma soy yo, yo misma.
La luna se alzaba justo por encima de los picos, delante de ella, y las montañas se
desplegaban en el horizonte formando un anillo, negras y sólidas contra un cielo
líquido. Encontró una afloración rocosa cerca del centro de la cima de la colina y se
sentó sobre ella lo más cómodamente que pudo. El frío de las piedras traspasaba su
ropa. Stoycho se sentó a su lado tras olfatear el terreno y a continuación se estiró en la
hierba como si Alexandra se lo hubiera ordenado. Ella veía el reflejo oscuro de los
ojos del animal a la luz de la luna. Solo el inmenso silencio de los bosques de las
laderas eclipsaba la quietud del pueblo situado a su espalda. La luna ya había
descendido hacia el pico más alto y Alexandra vio dónde se pondría, muy pronto.

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Esperó sin moverse hasta que su borde inferior, henchido de luz, tocó el filo de la
cordillera, silueteando formas desiguales, árboles quizás, o rocas aserradas. La luz se
difuminó rápidamente. Alexandra procuró no respirar. En el último instante, el borde
superior de la luna refulgió intensamente y desapareció de inmediato, engullido por la
montaña.
Sintió entonces algo a su espalda, un ligerísimo toque en la parte de atrás de la
cabeza, y se dio cuenta con un sobresalto de horror de que Stoycho y ella no estaban
solos. Se giró bruscamente, sentada en la roca. Justo detrás de ella, frente a la luna y
extendiendo sus dedos sobre la espesa sombra de las montañas, vio un fulgor
infinitesimal: el sol, alzándose en el instante mismo en que se ponía la luna. Su
primer rayo la había tocado salvando una distancia enorme. Aquel haz de luz se avivó
y, palpitando, se elevó sobre los cerros, y entonces Alexandra recordó que no debía
mirarlo directamente. Stoycho se arrimó a ella y levantó la cabeza para mirar. Ella
estaba estremecida, porque había visto el final y el principio. Y el sol había tendido
los brazos para salir a su encuentro; la había acariciado; la había escogido.

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34

Poco antes de mediodía dejaron a baba Yana sentada a la puerta de su casa y se


dirigieron a pie a la casona nueva. La carretera se bifurcaba al pie de la iglesia y
trepaba por el reborde de los campos. La casa se erguía, sola, sobre un promontorio,
apenas visible desde el pueblo, pero dominándolo desde su altura. A Alexandra le
desagradó de inmediato: era desproporcionadamente grande para aquel paisaje, en el
que los edificios brotaban de la roca como si formaran parte de ella. Se cernía como
una mole enorme e implacablemente tradicional, con sus gigantescas vigas de estilo
Tudor cruzando la fachada, sus balcones saledizos, su tejado compuesto por diez mil
tejas de pizarra de aire folclórico y una torre en un extremo. Dentro habrían cabido
veinte casitas como la de baba Yana. Alexandra se preguntó momentáneamente qué
habría pensado Stoyan de aquella excrecencia. ¿La había conocido? A fin de cuentas,
había reconstruido la casa de baba Yana con sus propias manos; aquella mansión, en
cambio, era obra de grúas y excavadoras.
La tapia que rodeaba la casona tenía en medio un enorme portón de madera como
el que había visto en el monasterio de Velin, pero cuatro o cinco siglos más moderno.
A un lado relucía un timbre eléctrico. Bobby llamó y esperaron. Alexandra echaba de
menos a Stoycho, al que habían dejado en el patio de baba Yana para que guardara la
casa. El perro había tirado frenéticamente de la correa tratando de ir tras ellos y había
ladrado hasta que se perdieron de vista. Alexandra lamentó que no estuviera allí,
pegado a sus rodillas, escuchando con las orejas ladeadas los pasos al otro lado de la
tapia.
Un momento después se abrió una puerta más pequeña que había dentro del
portón y salió un joven corpulento, vestido con el traje tradicional de los montes
Ródope. Se parecía a los bailarines de la guía turística de Alexandra, excepto porque
no parecía contento. Vestía una camisa de mangas anchas, un chaleco de lana marrón
y pantalones bombachos adornados con trencilla negra y llevaba colgados del
cinturón una petaca de metal labrado y una funda de cuero que, sin duda, contenía un
cuchillo auténtico. Un gorro de piel de oveja rizada se sostenía en equilibrio sobre su
cabeza, y debajo de los anchos pantalones Alexandra vio unas medias de lana sujetas
con ligas de cuero. Calzaba unos artificiosos zapatos de piel con la puntera
ligeramente levantada. La ropa en sí podía haber sido preciosa de no ser porque
saltaba a la vista que era tan nueva como la casa y porque su flamante portador, cuyos
enormes brazos llenaban las mangas de hilo, la lucía con evidente desánimo.
Alexandra se sorprendió al ver su cara: parecía mucho más joven que ella, apenas un
adolescente. El chico los saludó tímidamente con una inclinación de cabeza a pesar
de que podría haberlos matado a los dos de un solo golpe, y dio media vuelta para
conducirlos por el camino de piedra que llevaba a la entrada principal de la casa.

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Alexandra miró a Bobby con aprensión, pero él estaba observando la puerta, que se
cerró automáticamente tras ellos.
Su escolta los condujo a través de un descomunal vestíbulo con el suelo de
baldosas de piedra, hasta una estancia lateral donde les indicó que esperaran en un
banco. Acto seguido hizo una reverencia y los dejó solos. Bobby le dirigió una
mirada a Alexandra y ella comprendió de inmediato que no debían hablar. ¿Por qué le
resultaba tan fácil entender sus expresiones? Aguardaron en medio de un silencio que
parecía llenar toda la casa. Bobby miraba a su alrededor, memorizándolo todo, y
Alexandra pensó que seguramente buscaba pistas que indicaran que aquella casa
pertenecía a Kurilkov. La limpieza que se respiraba en la habitación, al igual que en
el vestíbulo, era casi irreal, como si los caminos de tierra del pueblo que se extendía
más abajo no existieran. Alexandra emuló la actitud de Bobby: se mantuvo muy
erguida y quieta, pero al entrar su anfitrión se levantó con una exclamación de
sorpresa.
Era el Mago de Oz, el jefe de policía de la comisaría de Sofía, con su gran cabeza
calva. Lo reconoció de inmediato a pesar de que vestía de manera muy distinta, con
una camisa verde claro sin remeter y unos pantalones de aspecto sedoso. Le tendió la
mano a Alexandra.
—Cuánto me alegra verla otra vez —dijo sonriendo como si su sorpresa lo
complaciera—. Alexandra… Boyd, ¿verdad?
Su mano era cálida y amistosa y su rostro parecía relajado: un profesional de
vacaciones.
—Yo también me alegro de verlo —repuso ella—. Pero… ¿esta casa es suya?
Experimentó un pequeño arrebato de rabia por haberse dejado engañar,
acompañado por una intensa oleada de temor. ¿Qué hacía allí aquel hombre? ¿Y por
qué se acordaba tan bien de ella?
—Oh, no. —Él se rio—. Qué más quisiera yo. Yo solo soy un invitado, al igual
que usted.
Ella sintió el impulso de preguntarle sin rodeos si la casa pertenecía a Kurilkov,
pero el Mago ya se había vuelto hacia Bobby como si acabara de reparar en él.
—Este es Asparuh Iliev, un amigo mío —dijo ella confiando en que su voz sonara
indiferente y comedida.
—Asparuh Iliev —repitió el policía con énfasis mientras le estrechaba
cordialmente la mano—. Encantado.
Alexandra miró a Bobby tratando de adivinar qué pensaba de aquel hombre. Él
permaneció impasible e inclinó ligeramente la cabeza al darle la mano. El Mago, sin
embargo, había exagerado su tono de ironía. Alexandra estaba absolutamente segura
de que no era la primera vez que se encontraban; de que, de hecho, se habían
reconocido al primer vistazo. Luego cayó en la cuenta de que Bobby podía haber
reconocido al Mago por la descripción que le había hecho de él y seguramente por el
nombre de su tarjeta de visita, antes de eso. ¿Conocía personalmente al comisario?

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¿Y si había sido el propio Mago quien había encarcelado a Bobby tras la
manifestación de la que le había hablado? Ninguno de los dos dijo nada al respecto,
sin embargo. En su país, Alexandra confiaba enormemente en su intuición; aquí, en
cambio, era una brújula cuya aguja giraba desorientada.
—¿Pasamos al comedor? —El Mago hizo un gesto cortés a Alexandra—. Creo
que el almuerzo ya está preparado.
Lo siguieron, aunque el policía se paraba cada dos o tres puertas para dejarlos
pasar antes que él. El comedor era un espanto con ínfulas aristocráticas, de tres
plantas de altura, con una galería interior y una chimenea tan grande que en ella
podría haberse asado un león entero. Las paredes estaban adornadas con tapices y
pendones ajados que le produjeron la impresión de ser reliquias históricas de valor
incalculable, pero incongruentes en un lugar como aquel. Era como entrar en una
flamante mansión de su país y verla decorada con valiosísimas banderas antiguas: No
oses hollarme o Únete o muere. Aquí no podía leer las leyendas de los pendones,
pero adivinó que costaban una gran suma de dinero. En un extremo de la larguísima
mesa había dispuestos cubiertos para tres.
El Mago los acompañó hasta la mesa y tomó asiento a la cabecera, entre los dos.
Desdobló una enorme servilleta roja y se reclinó en la silla, satisfecho.
—Así que ha venido a ver nuestras montañas —comentó suavemente—. Este es
el mejor pueblo para verlas. De hecho, creo que aquí tenemos las vistas más
hermosas.
—Es realmente precioso —repuso Alexandra a pesar de que un espíritu de
rebeldía comenzaba a filtrarse en sus venas—. ¿Llegó usted el martes?
De eso hacía dos días. Creyó detectar un atisbo de admiración férreamente
controlado en el rostro de Bobby.
—¿El martes? —El Mago pareció sorprendido—. Oh, no. Llegué ayer, igual que
ustedes. ¿Por qué lo pregunta?
Ella sonrió.
—Bueno, nos conocimos en Sofía el lunes, así que calculo que no pudo llegar
aquí hasta el martes, como muy pronto.
Él respondió con una sonrisa. Alexandra notó que esta vez no le temblaba el
párpado, seguramente porque se hallaba lejos de su despacho.
—Puedo tomarme muy pocos días de vacaciones, en mi trabajo. Y este es el sitio
más agradable que conozco para pasar unos días de descanso.
Entró un joven vestido de negro llevando una bandeja cargada con la comida.
Comenzó a colocar platos de ensalada y cuencos de sopa delante de ellos, y vasitos
llenos de un líquido claro. El Mago levantó el suyo y brindó. Ellos levantaron sus
vasos de rakiya, pero Alexandra advirtió que Bobby dejaba el suyo en la mesa sin
probar ni un sorbo, y decidió seguir su ejemplo. Prefería mantener aquella
conversación sin una sola gota de alcohol en su organismo.
—Bon appétit —dijo el Mago—. Esta sopa de callos es algo muy especial.

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Alexandra trató de recordar qué eran los callos: ¿un tipo de pescado, o un
producto de casquería? ¿O quizás un nombre colectivo, como «asaduras»? Procuró
convencerse de que era pescado. Bobby no había abierto la boca y ella empezaba a
dudar de que fuera a decir algo. El Mago se puso a comer delicadamente y con
fruición, y les indicó que cogieran sus cucharas.
—Alexandra… De modo que sus viajes la han traído hasta este lugar tan
hermoso. ¿Ha podido, de paso, devolverle algo a su legítimo dueño? ¿Las cenizas de
una persona fallecida a su familia, como me contó? Fue una especie de regalo de
bienvenida, ¿no es así?
Ella se pensó la respuesta un instante.
—Sí, fue muy gratificante —contestó—. Puede imaginárselo. Se pusieron
contentísimos.
El Mago bajó su cuchara, pero Bobby siguió comiendo en silencio. A ella no le
gustaba que sus hombros parecieran tan rígidos. ¡Bird! ¿Cómo se te ocurre?
Pero el Mago la miraba con interés.
—Qué suerte que encontrara a la familia. La dirección que le di… ¿Se acuerda?
¿Le fue de utilidad?
—Mucho, sí —respondió ella—. Se lo agradecí muchísimo. La verdad es que
Bovech no está muy lejos de Sofía, así que fue sencillo.
—Qué raro que los encontrara en casa. Verá, después se me ocurrió que debería
haber mandado a alguien a ayudarla, así que yo también hice mis averiguaciones.
Lyubenovi… No, Lazarovi, ¿no es eso? Hace al menos tres meses que no viven allí.
Claro que puede que volvieran después de que mi agente visitara la casa. ¿Qué día
estuvo usted allí?
—El martes —contestó ella, esta vez sin faltar a la verdad.
—Ah, antes, entonces. Mi agente estuvo allí ayer. Le pareció que estaba todo muy
tranquilo.
Alexandra se imaginó a un agente de policía hablando con aquella chica tan
guapa que vivía en la casa de al lado y que, sin duda, le habría informado de su visita.
Si había registrado la casa, ¿habría descubierto las solitarias camisetas interiores en la
cómoda del dormitorio y la caja de hojalata con aquellas vendas manchadas? Se hizo
un breve silencio durante el cual permaneció muy quieta. No se atrevía a coger la
cuchara por si le temblaba la mano. Se acordó del policía de rostro amable que le
había devuelto la documentación a Bobby en aquel puente medio derruido. Pero
¿cómo podían vincularlos aquellos papeles con la búsqueda de Vera Lazarova?
Entonces, al mirar la sopa gris rosácea, que tenía algo flotando dentro, se acordó de
otra cosa. Al salir de la comisaría se había ido derecha al taxi de Bobby, aparcado un
poco más arriba, en la misma calle, y había subido a él a la vista de todo el mundo.
Sin duda, dentro del alcance de una cámara de seguridad. No se le había ocurrido
hasta ahora.
El Mago le sonrió como si simplemente hubiera cometido un error, y, sin duda,

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así era: no le cabía ninguna duda.
—Entonces usted tampoco encontró a los Lazarovi, en realidad. O puede que los
haya encontrado en otra parte. ¿Es eso lo que quiere decir?
—No. Tiene razón —contestó ella—. Creo que solo tenía muchísimas ganas de
encontrarlos. Pero eran simples quimeras.
Se preguntó si la vecina de Bovech le habría dado al policía la dirección de Irina
en Plovdiv. ¿También los habría buscado allí el Mago? ¿Los había visto entrar y salir
del patio del museo? ¿O había averiguado de otro modo el vínculo de Irina y Vera
con Gorno? ¿Qué hacía allí? Esa era la pregunta crucial.
Él pareció reflexionar.
—Sí, claro, entiendo que estuviera usted apenada. Pero estoy seguro de que los
encontrará, y yo puedo ayudarla a cumplir su deseo.
Alexandra no dijo nada; de pronto no sentía deseo alguno.
El Mago se volvió hacia Bobby por primera vez.
—Y usted le está enseñando muy bien nuestro país. Puede que incluso cosas que
jamás habría visto sola.
Bobby inclinó la cabeza sobre su sopa. Al Mago no pareció preocuparle su
silencio, y ello hizo que la aguja de la brújula de Alexandra encontrara bruscamente
el norte: en efecto, se conocían y se profesaban un odio mutuo.
El hombre de negro volvió a entrar, retiró los cuencos discretamente y les sirvió
un guiso de carne y verduras. Alexandra deseaba cada vez más poder levantarse y
huir de aquella casa, y en cierto momento pensó que iba a hacerlo.
El Mago había dejado su tenedor y se había reclinado, con los codos apoyados en
los brazos del flamante sillón de estilo medieval.
—¿Sabe usted?, cuando nos conocimos enseguida tuve la impresión de que era
usted una joven muy inteligente —le dijo—. Y, además, tiene un gran corazón. Y un
sentido ético muy sólido. No pensé, en cambio, que tuviera ya amigos tan
interesantes. —Señaló a Bobby, que seguía comiendo con estólida concentración—.
Uno de nuestros más grandes poetas jóvenes, un poeta laureado.
Alexandra miró a Bobby con asombro. Él tenía la boca contraída, pero guardó
silencio y siguió masticando educadamente.
—¿Eres poeta? —le preguntó ella en voz alta, dejándose llevar por un impulso.
Se acordó entonces de su habitación en la casa de Irina Georgieva, llena de
papeles, y de que le había contado que tenía costumbre de levantarse temprano, pero
no solo para salir a correr.
—Muy buen poeta, sí. Y famoso, además —respondió el Mago.
Su forma de pronunciar la palabra «poeta» hizo que Alexandra se preguntara qué
más sabía de él.
El Mago tamborileó sobre la mesa con sus gruesos dedos.
—¿No se lo ha dicho? El año pasado le concedieron el mayor premio de poesía
del país, que suele reservarse a personas de más edad. Yo no leo poesía, pero la

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prensa dice que es muy especial. También publica en los periódicos, ¿sabe usted?
Poesía, además de muchas de sus opiniones. Yo diría que tiene contactos excelentes
dentro de ciertos periódicos. Pero lo del premio es real, se lo dieron de verdad. —
Hizo una pausa como si se dispusiera a volver a comer—. Hasta dejó un buen trabajo
para dedicarse a sus poemas. Conduce un taxi, pero naturalmente está por encima de
los demás taxistas. Como poeta, al menos. ¿Usted lee poesía, Alexandra?
Ella había pasado cinco días completos con Bobby. Lo había observado con
interés y afecto creciente, y ahora rezaba por que no se levantara y propinara un
puñetazo en la nariz al Mago. Sería una mala película: guardias armados entrando de
pronto desde el pasillo, el Mago con la sangre chorreando por la camisa verde claro y,
sin duda, otra detención. Bobby, sin embargo, examinaba tranquilamente su cuchillo,
que no era afilado, y Alexandra tuvo de repente la certeza de que él siempre quedaba
por encima de cualquiera que no tuviera su calidad moral. No es que fuera mejor que
los demás taxistas; era mejor, en general.
—Sí, leo poesía —contestó rápidamente—. Muy a menudo. En inglés, claro.
Poetas británicos y norteamericanos, y a veces traducciones. —Dejó su tenedor sin
mirar a Bobby—. La verdad es que me he propuesto leer la obra completa de todos
los grandes poetas en lengua inglesa, y también la de algunos autores extranjeros.
Pero me está llevando mucho tiempo.
Se detuvo para tomar aliento. ¿Por qué estaba contándoles aquello, como no fuera
para distraerles?
—El año pasado leí todo Walt Whitman, Gerard Manley Hopkins, W. B. Yeats y
Dylan Thomas. Y Czesław Miłosz, y mucho Auden, aunque no lo acabé. —Se frenó
al cruzar la línea de meta, pensando en la biblioteca pública y en sus ajadas
antologías—. Me he traído a Emily Dickinson a Bulgaria —añadió—. Ocupa mucho
espacio en mi maleta.
El Mago clavó en ella una mirada de sorpresa. Bobby levantó la cara, sonriendo.
Alexandra lo miró a los ojos, que eran azules y rebosaban una admiración contenida,
y sintió que una cavidad que llevaba mucho tiempo vacía, situada bajo sus costillas,
empezaba a llenarse. Empuñó de nuevo su tenedor y se puso a comer. Aun así, estaba
enfadada con Bobby: ocultarle su vocación poética habiendo compartido ya tantas
conversaciones íntimas… ¿Había sido por simple modestia o acaso se avergonzaba
en cierto modo de su inclinación literaria? Dudaba de que ella fuera a confesarle
alguna vez que siempre había querido ser escritora.
—Muy interesante —dijo el Mago al cabo de un momento.
Alexandra se preguntó si conocía los nombres que acababa de citar. Tal vez él
también hubiera estudiado literatura en la universidad. Pero el policía se limitó a
cortar un gran trozo de carne.
—Deben de tener ustedes mucho de lo que hablar.
—Pues sí —repuso ella con firmeza, y Bobby siguió comiendo, todavía con una
sonrisa.

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Mientras tomaban el postre (kompot, les dijo el Mago que era: frutas cocidas en
almíbar), el policía les habló con aire cordial de los lugares más bellos para visitar en
Bulgaria, de pueblos que Alexandra no debía perderse porque conservaban todo el
sabor de los viejos tiempos, y de monasterios famosos. Cuando el hombre vestido de
negro trajo la bandeja del café, una audacia repentina se apoderó de Alexandra.
—Si también usted es un invitado, ¿de quién es esta casa?
El Mago juntó las manos horizontalmente, como si se dispusiera a rezar, con
aquel gesto que ella ya había observado al verlo sentado detrás de su escritorio en la
comisaría.
—Bueno, esto no es de dominio público. Según la versión oficial, esta casa
pertenece a cierto empresario de Plovdiv. Pero se trata de una treta para preservar la
intimidad de su dueño. En realidad, es de un amigo mío, un ministro del gobierno.
Seguramente no habrá oído hablar de él, dado que lleva aquí solo unos días, pero le
aseguro que es una figura muy relevante. Se llama Mikhail Kurilkov. Es nuestro
ministro de Obras Públicas, un hombre muy íntegro. Y poderoso.
Alexandra sintió que la sangre le afluía de golpe a la cabeza. Entonces era cierto.
Miró de soslayo a Bobby, cuyos hombros parecían más rígidos que nunca. Él bebió
un sorbo de café y miró a uno y otro lado, como si le interesara más el salón que su
charla insustancial. Alexandra notó, pese a todo, que la noticia le había producido la
misma impresión que a ella.
El Mago juntó los dedos, tamborileando.
—El señor Kurilkov es posiblemente el único político de nuestro país que tiene
una reputación intachable, cuya imagen no se ha visto manchada por la corrupción.
Está mejorando nuestras carreteras a gran velocidad a pesar de que nadie
anteriormente había podido hacerlo, ni siquiera con dinero de la Unión Europea. Y
eso, sabe usted, es muy importante para la moral de nuestro país, después de tantos
problemas. Lleva muchos años metido en política, pero es un hombre del pueblo con
un historial impecable.
Los miró frunciendo el ceño.
—De hecho, sus amigos sabemos que se ganó su primer ascenso porque le salvó
la vida en un incendio a cierta persona cuyo nombre me reservo. Por eso tiene esa
cara por encima de la barba, si acaso le ha visto alguna vez en televisión. Pudo perder
la vista, o la vida. De modo que también se distingue por su valentía. Usted, señorita
—añadió inclinando la cúpula de su frente hacia ella—, viene de un país con muchos
menos problemas que el nuestro y mucha menos corrupción.
—Bueno, yo no estaría tan segura —repuso Alexandra con un dejo de sorna a
pesar de que el corazón le latía en la garganta.
—Tenemos suerte por contar con un líder como él, porque las carreteras son
tremendamente importantes. Fomentan el comercio, tanto la importación como la
exportación, y atraen a turistas como usted. Llevan a nuestra gente al trabajo y al mar,
de vacaciones. Son el pilar de nuestra agricultura y nuestra industria, de toda nuestra

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economía. Así que, como verá…
Les ofreció a ambos otra taza de café y se sirvió una.
—Yo tengo la buena fortuna de contarme entre sus amigos. Desde hace años, de
hecho. Por esta casa han pasado personas muy importantes, incluyendo a partir de
ahora al poeta Asparuh Iliev y a usted misma, desde luego. Le agradaría el señor
Kurilkov, no me cabe duda. Me sorprendió gratamente descubrir, como, sin duda, le
ocurrirá a él, que tienen ustedes vínculos en común con este hermoso pueblecito.
Lanzó una mirada a Bobby, que estaba mirando una bandera colgada sobre la
puerta del comedor como si tratara de descifrar su leyenda en cirílico fileteada en oro,
que acababa con un signo de exclamación.
El Mago se aclaró la voz.
—Es un hombre del pueblo, pero también un auténtico caballero. Creo que
incluso lee poesía. De hecho, su apodo procede del folclore búlgaro: le llaman el Oso.
Asparuh, quizás usted sepa de dónde viene ese nombre.
—No, no sabría decir —contestó Bobby con voz parsimoniosa y baja.
Alexandra casi había olvidado que podía hablar.
—Bueno, pero, sin duda, conocerá el cuento popular búlgaro El lobo y el oso. El
oso, no la osa. ¿O puede que, en realidad, se titule El lobo y la… caja del tesoro? En
fin, no sé cómo se traduciría al inglés.
—¿El cofre del tesoro, quizás? —sugirió Alexandra.
Se preguntaba qué diría el Mago si le contara que ella también le había puesto un
apodo, y que aún ignoraba cómo se llamaba de verdad. No se le había ocurrido
memorizar el nombre búlgaro que figuraba en su tarjeta de visita.
—Puede ser. —Él pareció inquietarse de pronto, como si hubiera tachado una
serie de tareas pendientes en una lista y su almuerzo hubiera tocado a su fin—. ¿Les
apetecería dar una vuelta por la casa?
Alexandra aceptó con una mezcla de alivio y aprensión: ¿y si los encerraba en
una habitación o los hacía salir por la puerta trasera y los obligaba a introducirse en
un coche policial? ¿De verdad los había hecho venir con el único propósito de
hablarles de su amistad con Kurilkov? Lo siguieron de sala en sala mientras les
indicaba las vistas desde las ventanas de los pasillos y abría puertas de dormitorios
amueblados en un estilo rústico y sencillo. De hecho, todo tenía un aire extrañamente
modesto comparado con el comedor, pero la casa era enorme. Tras visitar la décima
habitación de invitados, Alexandra dejó de contarlas. La estancia que más le gustó
fue un largo salón diáfano situado en la primera planta, con una especie de cocinita
en un extremo y una chimenea de dos caras justo en el medio, rodeada por un círculo
de sillones flamantemente antiguos. Buen sitio para disfrutar de un buen libro, se
dijo mirando hacia las montañas. Se preguntó si el Oso se sentaba allí a leer poesía.
Su anfitrión los acompañó hasta la puerta haciendo gala de una cortesía
desmesurada, pero distante: se inclinó ante ellos y les estrechó la mano como si ya
hubiera olvidado a medias quiénes eran. El joven titán disfrazado los escoltó hasta el

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portón, más tímido que nunca, y lo cerró tras ellos.
Alexandra y Bobby echaron a andar por la carretera, pero no hablaron hasta que
hubieron dejado atrás el primer promontorio y se hallaron de nuevo sobre la aldea.
Hacía una tarde templada y luminosa; Alexandra alcanzó a ver picos muy lejanos, en
un horizonte de una altura inverosímil. El sol caía, pesado, sobre sus hombros y los
pájaros echaban a volar en los campos a su paso. Imaginó cómo sería pasar el resto de
su vida allí, con Bobby quizás, los dos solos en una casita de piedra como la que
había construido Stoyan para baba Yana. Los dos leyendo, y Stoycho durmiendo
delante del fuego. Sintió entonces una culpabilidad dolorosa. Era lo que siempre
decían Jack y ella cuando eran niños: que, cuando fueran mayores, vivirían juntos en
una cabaña perdida en las montañas. Deslizó la mano derecha por su manga izquierda
para sentir la piel fruncida debajo de la tela.
Bobby escupió en la carretera y se pasó las manos por el pelo, alborotándoselo.
—¿Ya lo…? —comenzó a preguntar ella.
—Dame unos minutos —la interrumpió él.

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35

Cuando hubieron recorrido un trecho en silencio, Bobby se dejó caer en un banco


de piedra al pie de la carretera. O al menos en una piedra que hacía las veces de
banco.
—¿Crees que esto lo ha hecho alguien? —preguntó ella sin poder evitarlo, a pesar
de que no era la pregunta más urgente.
Era la turista ideal, siempre curiosa respecto a los detalles más irrelevantes.
Bobby palpó los bordes de piedra.
—Puede ser —contestó—. Parece muy antigua. Puede que proceda de algún
edificio. Seguramente, ahora sirve de parada para el autobús del pueblo. Mira, se ven
huellas alrededor.
Efectivamente, delante de la piedra el suelo estaba muy pisoteado: la tierra
parecía hollada por una multitud de zapatos fantasma. Bobby las pateó.
Alexandra se sentó a su lado y metió una mano bajo su brazo.
—¿Qué demonios ha pasado en la comida?
Él dejó escapar un gruñido y se echó el pelo hacia atrás como si acariciara a un
perro, a un perro que era él mismo.
—Eres un gran poeta —añadió ella pensativamente—. Deberías habérmelo dicho.
—Un gran poeta no —masculló él, pero le sonrió de soslayo—. Pero tú sí eres
una gran lectora.
—Sí. —Alexandra se quedó pensando—. O por lo menos intento serlo.
Apretó su brazo. Sentía deseos de castigarlo un poco, aunque aún no estaba
segura de cómo. No, no le diría que antes pensaba ser escritora. De todos modos
hacía tanto tiempo que no sentía ese impulso… Alejó de sí el recuerdo del cuaderno
que llevaba en el bolso.
—¿Cómo sabía ese hombre que estamos aquí? ¿Lo conocías de antes? Fue con él
con quien hablé en Sofía, como ha dicho, pero ni siquiera me quedé con su nombre.
Daba la impresión de que ibais a batiros en duelo.
—¿En duelo? —Bobby consideró aquella palabra y luego asintió con una
inclinación de cabeza—. Se llama Nikolai Dimchov. Es el jefazo de la comisaría.
Todavía me sorprende que te dejaran verlo en Sofía. —Se frotó de nuevo la cara—.
Antes trabajaba para él.
Alexandra tardó en encajar la noticia.
—¿Trabajabas para él? ¿En qué?
—Bueno, no hacía nada terrible. Sea lo que sea lo que estás pensando, no me
mires así. Por eso lo dejé.
Alexandra apartó la mano de su brazo.
—No entiendo.

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—Hasta el año pasado, yo era detective de la policía.
Ella se acordó de la destreza con que había abierto la puerta del cementerio de
Velin, de los guantes que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Del nekrolog de
Stoyan, colgado con dos años de retraso en un árbol de Bovech, y de las palabras que
le había dicho entonces: Aquí hay dos cosas que no están bien. O, hacía un momento:
Una parada de autobús. Se ven huellas alrededor.
—Lo sé —contestó, envarada—. Supongo que hace tiempo que lo imaginaba. Y
bien, ¿me estás espiando? ¿Por eso me has acompañado en este viaje, porque soy
extranjera? ¿O es que he hecho algo malo? —Sintió que el calor le subía por el cuello
—. ¿Es porque me llevé la urna? Sabes perfectamente que no era mi intención. No
sabía nada de esa gente.
—No, no, no. —Se sentó más erguido y la miró a los ojos—. No, no te estoy
espiando. Me caes bien, y ya no soy detective. Yo tampoco sabía nada de esto,
excepto que necesitabas ayuda y yo quería ayudarte y… Sí, tu caso me interesaba,
pero personalmente. En sentido humano, quiero decir. Lamento no haberte hablado
antes de estas cosas. No suelo hablar de mis poemas y pensé que sería mejor que
tampoco te hablara de mi antiguo trabajo.
Se encorvó un poco, cruzando sus fibrosos brazos de corredor sobre las rodillas.
—Conseguí un buen pellizco con el premio, y ya antes había ahorrado un poco,
porque vivía en casa de unos amigos. No me gustaban algunas cosas que hacía la
policía, como detener a la gente por manifestarse, los interrogatorios ilegales o las
listas negras. —Sonrió amargamente—. Supongo que hace años, cuando me hice
policía, fue en parte para demostrarme algo a mí mismo. Pero eso se acabó. No se
puede ser activista y policía al mismo tiempo. Así que lo dejé. Compré el taxi para
dedicarme a conducir. Y a escribir poemas.
—¿Y después te detuvieron tus excompañeros en una o dos manifestaciones?
Él hizo una mueca.
—Sí, así es. Era consciente de que reabrir las minas era una pésima idea, sobre
todo porque Kurilkov parece tener planes muy antidemocráticos al respecto. Hablé en
algunas manifestaciones y publiqué varias cartas en los periódicos. El señor Dimchov
se enfadó mucho, lo que resulta interesante teniendo en cuenta que las minas no son
suyas y que yo ya no trabajaba para él. Pertenecen a una empresa llamada Zemyabit.
Dimchov hizo que me sacaran de mi celda de detención y me llevaran a su despacho
y me dijo que estaba enfadado porque hasta hacía muy poco tiempo yo había sido
agente de policía y había involucrado a la comisaría en un escándalo. Me dijo que esa
vez me dejaban marchar, pero no me convenía cometer otro error porque, si lo hacía,
recurriría a algún otro motivo para detenerme.
Alexandra escudriñó su cara.
—Y entonces se enteró de que estabas conmigo… Pero ¿cómo? No entraste
conmigo en la comisaría. Claro que subí a tu taxi muy cerca de allí.
—Tienen mi carné de identidad y mi licencia en sus archivos, claro está —repuso

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él.
—Y un policía inspeccionó tu documentación cuando nos paramos en el puente.
Bobby le lanzó otra mirada que podía ser de admiración.
—Sí, puede que haya sido así. Puede que Dimchov nos haya invitado a comer
para dejarme claro que me está vigilando. No me cabe duda de que habla en serio, y
es un tipo cruel. A veces utiliza su cargo para que peguen a la gente mientras la
interrogan, y consigue que todo parezca más o menos legal, de manera que no pueda
airearse el asunto. No me gusta nada que sea amigo de Kurilkov, el Oso. No me
sorprende que sean amigos, pero me extraña que nos lo haya dicho a las claras, sobre
todo teniendo en cuenta que ayer nos cruzamos con Kurilkov en la carretera.
—Sí, lo sé —dijo Alexandra.
Bobby siguió borrando las huellas con el pie.
—Y tampoco me gusta que Dimchov siga interesándose por mí. Hace más de seis
meses que participé en esa manifestación. Pero ellos nunca olvidan. Me temo que soy
yo quien te está poniendo en peligro. Y quizás también a los Lazarovi.
Ella miró a su alrededor. La tarde reposaba sobre campos de heno de color suave
y la carretera se desplegaba, marrón, a sus pies. Las montañas verdes y grises
parecían dormitar.
—Puede que no esté interesado en ti, sino en mí —contestó entrecortadamente—.
Aunque supiera de antemano que irías conmigo a la comida.
Bobby la escuchaba con los codos apoyados en las rodillas y el rostro terso y
sereno, con sus lunares oscuros a un lado, vuelto hacia ella. Se preguntó si alguna vez
llegaría a ser una persona tan atenta y segura de sí misma como lo era Bobby. Pero
seguramente si te hacías esa pregunta, nunca alcanzarías ese estado.
—¿Que le intereses más tú? —preguntó él con el ceño fruncido.
—No yo exactamente, sino algo relacionado conmigo. Ya sabes… —Hizo un
ademán abarcando los riscos más lejanos, donde un pico sobresalía del bosque como
una roca truncada—. En primer lugar, le interesa mucho la urna. Lo decía esa pintada
en casa de Vera: alguien sabe algo al respecto. Y ya antes nos dijeron que la
devolviéramos.
Bobby la dejó hablar. Sus ojos azules brillaban intensamente.
—Debe de interesarle Stoyan Lazarov —prosiguió ella bajando la voz—.
Sabemos que le interesa la familia de Stoyan porque la urna les pertenece. Si el señor
Dimchov nos está vigilando o siguiendo, se enterará en cuanto los encontremos.
—Si es que los encontramos —puntualizó él.
—Bueno, tenemos que encontrarlos. —Sintió el impulso de golpear la piedra con
los puños—. Además, no sabemos por qué le interesan las cenizas de otra persona.
Ahora sí que no quiero entregarle la urna. Lo raro es que, si se la llevamos a los
Lazarovi y Dimchov nos sigue para hacerse con ella, será una forma muy lenta de
conseguirla, cuando podría haberse apoderado de ella mucho más rápidamente en
cualquier momento. Quitándonosla, quiero decir. Podría habérnosla quitado aquí

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mismo, en el pueblo. Así que puede que quiera encontrarlos a ellos, pero no
personalmente ni de manera demasiado evidente. O puede que sencillamente él
tampoco haya podido dar con su paradero.
Bobby sacudió la cabeza, aunque esta vez parecía estar de acuerdo con ella.
—Y puede que nos esté advirtiendo de que no fallemos. Y también que tengamos
cuidado. La detective deberías ser tú —dijo—. Le diré al señor Dimchov que te
contrate.
—¿Y si Vera y Neven ya se han metido en algún lío con la policía, puede que
incluso peor que el tuyo? —Alexandra volvió a agarrarle del brazo—. ¿Y si somos
las únicas personas que saben que los están siguiendo porque la policía nos sigue la
pista a nosotros para dar con ellos?
—Entonces tendríamos que avisarlos. Pero seguramente ya lo saben. A fin de
cuentas, no contestan al teléfono. A no ser que les haya pasado algo.
Ella tuvo de pronto la sensación de que todo aquello era demasiado dramático.
—Me siento como una idiota, imaginando estas cosas.
—No sé —repuso Bobby—. Aquí hay algo muy extraño. Las pintadas, la
sangre… Y luego Dimchov nos invita a comer aquí y no intenta hacerse con la urna.
Seguramente quiere advertirnos de algo, para impedir que nos metamos en un lío más
gordo. Aunque yo no le caigo bien. ¿Y qué pinta Kurilkov en todo esto?
—He estado pensando… ¿Te acuerdas de cuando nos quedamos encerrados en
esa sala, en el monasterio de Velin? —Se dio cuenta con sorpresa de que solo habían
transcurrido unos días desde entonces.
—Sí. Entró alguien y no supimos quién era. —Bobby le dio unas palmaditas en el
brazo—. Yo también le he estado dando vueltas a eso. Pero si era alguien de la
policía, tuvieron que seguirnos hasta Velin inmediatamente, en cuanto saliste de la
comisaría. Aunque supongo que pudieron telefonear a la policía que patrulla por el
monasterio. Y solo nos dieron un susto. No nos siguieron al aparcamiento ni trataron
de quitarnos la urna.
—Pero ¿a quién puede importarle tanto un muerto? —preguntó Alexandra con
aspereza para oírselo decir a sí misma en voz alta.
No se imaginaba entregándole a nadie las cenizas de Stoyan, como no fuera a
Neven. Deseó que apareciera en la carretera, allá abajo, y que se acercara
apresuradamente, vestido con sus ropas formales. Se agarró con fuerza a la piedra
para no imaginarse corriendo hacia él. Entonces se acordó de que tal vez ya lo
hubiera puesto en peligro de un modo que no alcanzaba a entender.
—Son demasiados interrogantes —comentó Bobby—. Demasiadas preguntas
para las que aún no tenemos respuesta, aunque la tendremos en algún momento. Lo
más importante es decidir qué hacemos ahora.
—¿Crees que debemos decírselo a Irina Georgieva?
Alexandra pensó en el agotamiento de Irina tras el viaje por las montañas, en sus
manos retorcidas posadas sobre las mantas.

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Bobby se rascó un lado de la cara.
—Creo que sí. Puede que sepa algo que explique todo esto. Y aunque no sepa
nada, deberíamos mantenerla informada. Sigue sin gustarme la idea de dejarla sola en
Plovdiv, pero ¿cómo vamos a llevarla a Sofía con nosotros? No sé qué haríamos con
ella allí.
—Se preocupará muchísimo —dijo Alexandra con tristeza—. Ya han saqueado su
casa de aquí, y todo por culpa mía. No me parece justo.
—No es culpa tuya. —Bobby se inclinó y la besó de pronto en la oreja—. Qué
buena eres.
—Me cae bien Irina —murmuró Alexandra, complacida.
Se levantaron y echaron a andar lentamente por la carretera, posponiendo el
momento de regresar con Irina y darle explicaciones. Bobby llevaba las manos
metidas en los bolsillos. Pasado un rato, Alexandra dijo:
—Ese cuento sobre un oso… ¿lo conoces?
—Todo el mundo conoce alguna versión —contestó él—. Venía en los libros de
texto cuando yo estaba en tercero o cuarto de primaria. Creo que es un cuento muy
antiguo, pero no lo recuerdo bien. Para eso hace falta un buen narrador.
—¿Y tú eres solo un poeta? —Alexandra le sonrió.
—Sí.
—¿Baba Yana lo sabrá?
—Seguramente.
Ella le dio el brazo.
—Es una buena excusa para volver a hablar con ella antes de marcharnos.

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36

El lobo y el oso; solía contárselo a mis hijos cuando eran pequeños, dijo baba
Yana. No trata de baba Metsa, la osa, ese les gustaba todavía más. Pero es bueno. Mi
abuelo nos lo contaba aquí mismo cuando los turcos todavía eran dueños de esta
región y ya entonces nos decía que era un cuento muy antiguo, así que podéis estar
seguros de que lo es. Veréis, había una vez un oso que era el más fuerte y feroz de
todos los animales, cuando Bulgaria todavía era joven. Era tan grande y tan alto que
se le veía caminar por las montañas, y gruñía así: aaaarrrr. Mis hijos se ponían a
chillar cuando les contaba esta parte, y más tarde también mis nietos. Todo el mundo
le tenía miedo al oso por su fuerza y su tamaño. Decían que podía comerse una oveja
o a una niñita de un solo bocado. El oso vagaba por el campo y todo el mundo
procuraba evitarlo.
Al mismo tiempo, había un lobo que era grande y fuerte pero no tan grande como
el oso. Pero el lobo era muy listo y un día entró en una aldea no muy lejos de aquí y
les dijo a los aldeanos: «Si me hacéis vuestro zar, yo os protegeré del oso. Y no solo
eso, sino que recuperaré todas las ovejas y las cabras que os han robado otros lobos
—vergüenza debería darles— y las repartiré entre la gente del pueblo».
Los aldeanos le tenían un poco de miedo al lobo, pero todos querían recuperar su
ganado, así que aceptaron. Y el lobo se convirtió en el gobernante de la aldea y de
muchas otras aldeas, y recuperó no solo las ovejas y las cabras que se habían perdido,
sino muchas otras que robaba a los granjeros ricos para dárselas a los campesinos
pobres. Los aldeanos eran felices y no preguntaban de dónde venía toda aquella
comida. A veces venía gente de otras granjas y aldeas, muy enfadada, y trataba de
atacar la aldea, pero el lobo los ahuyentaba y mantenía el pueblo a salvo.
Ahora bien, el lobo tenía una joven criada que le barría la casa y le preparaba la
comida, y que era tan bonita como el sol. Cuando el lobo llevaba unos años
gobernando la aldea, le dijo a la criada que tenía que salir de viaje y que debía
mantenerlo todo en orden y no mirar en la cámara que había debajo de la piedra de la
chimenea, donde guardaba su caja de tesoros, ni dejar que nadie entrara en la casa en
su ausencia. Luego se marchó sin decir cuándo volvería. La muchacha no sabía que
había una cámara debajo de la piedra de la chimenea, ni que el lobo tenía un tesoro,
pero aceptó sus órdenes sin rechistar.
Durante tres días, limpió la casa y preparó buenas comidas por si el lobo volvía, y
no le abrió la casa a nadie ni tocó la piedra de la chimenea. Pero el lobo no volvía.
Entonces le entró tanta curiosidad que no pudo resistirse más, así que cerró con llave
la puerta de la casa y levantó con mucho cuidado la piedra del hogar, que era muy
ligera.
(Dadme mi otro jersey, ese de ahí, queridos… Está bajando el sol y a esta hora

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suelo enfriarme).
Así que apartó la piedra y vio que debajo había un tramo de escaleras. Bajó por
ellas y, al llegar abajo, vio una cámara con un gran cofre. Le picó aún más la
curiosidad, pero cuando abrió la caja la encontró llena de huesos. Eran los huesos de
los hombres de otras aldeas cuyas ovejas y cabras había robado el lobo para dárselas
a sus súbditos. Por lo visto, el lobo los mataba para quitarles lo que tenían. La chica
quedó horrorizada, subió corriendo las escaleras y volvió a colocar la piedra en su
sitio.
Al día siguiente, mientras estaba barriendo el suelo, llamaron a la puerta. La
muchacha se asomó y vio al enorme oso, del que había oído hablar muchas veces
pero al que nunca antes había visto, y se asustó muchísimo.
—Muchacha, déjame entrar para que me caliente con el fuego —le dijo el oso por
la ventana.
—No me atrevo —contestó la criada—. Además, el lobo que vive aquí me dijo
que no le abriera la puerta a nadie.
—Pero yo no soy un cualquiera —repuso el oso.
Ella no abrió la puerta y el oso se marchó tranquilamente. Al día siguiente volvió
a tocar a la puerta.
—Muchacha, déjame entrar para que me caliente con el fuego —dijo a través de
la ventana.
—No me atrevo —contestó la criada—. El lobo me ha dado órdenes. Además, si
te dejo entrar, me comerás.
—No me he comido a nadie aquí o te habrías enterado —respondió el oso.
Pero aun así ella no lo dejó entrar. Al tercer día el lobo seguía sin aparecer, y
habían pasado ya seis días completos desde su marcha. El oso volvió a llamar a la
puerta.
—Déjame entrar, muchacha —dijo—. Solo quiero calentarme frente al fuego.
La muchacha no pudo resistirlo más y lo dejó entrar y sentarse junto al fuego. Era
tan tranquilo y educado que, poco a poco, ella fue perdiendo el miedo y le dio un
poco de sopa.
Cuando se la hubo comido, dijo el oso:
—Esta casa es muy bonita, pero es muy pequeña para dos personas.
—No es tan pequeña —respondió ella, enojándose un poco—. Hay una cámara
muy grande debajo de la piedra de la chimenea, donde el lobo guarda su caja de
tesoros.
Entonces deseó no haber dicho nada.
—¿Qué tesoros puede tener un lobo? —preguntó el oso.
—Un tesoro que nadie querría —repuso la muchacha estremeciéndose.
El oso la miró con sus ojillos y dijo:
—Entonces yo tampoco quiero verlo.
Se marchó y se cruzó con el lobo en las montañas. Nunca antes se habían

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encontrado, pero los dos se conocían de oídas.
El oso dijo:
—He estado en tu casa, hermano, y tengo entendido que tienes un tesoro que solo
querría un lobo.
Entonces el lobo montó en cólera porque comprendió que la criada había mirado
debajo de la piedra de la chimenea y había dejado entrar al oso. Pero el oso le dijo:
—No te preocupes, hermano. No miré tu tesoro, y no sé nada más sobre él.
El lobo no se atrevió a pelear con el oso, que era más grande que él, así que se
marchó y regresó a su casa. El oso lo siguió convertido en un pájaro muy grande.
Al poco tiempo, el lobo entró en su casa y le dijo a la criada:
—Mientras estaba fuera, has mirado mi tesoro y has abierto la puerta a un
extraño, así que voy a matarte.
Pero había dejado la puerta abierta y el oso entró corriendo y lo mató de un golpe.
Luego volvió a adoptar su forma de siempre y le dijo a la muchacha:
—Vete de aquí y no le digas a nadie lo del tesoro. Ahora el zar soy yo, en vez del
lobo, pero nunca miraré la caja del tesoro y no quiero saber qué hay dentro. Y tú no
debes decírselo a nadie.
La muchacha se marchó y vagó por la tierra mientras el oso sentaba la cabeza y
gobernaba la aldea como un zar. Era bueno y justo. Los campesinos no tenían tanta
comida como antes, porque el oso no robaba comida en otras aldeas, pero vivían en
paz.
Mientras tanto, la muchacha llegó a países muy lejanos. Un príncipe la vio y se
enamoró de ella y se casaron. Ahora la muchacha vivía en un palacio y dormía en un
lecho de plumas. Pero no conseguía quitarse de la cabeza al lobo, al oso y el secreto
que tenía que guardar. Ansiaba contárselo a alguien, pero no se atrevía a decírselo a
su marido. Finalmente, decidió que no haría ningún mal si se lo decía en voz baja a
un agujerito del suelo. Se fue al bosque y encontró un agujerito en la tierra. Se tumbó
y le dijo en un susurro que debajo de la piedra de la chimenea del oso había un tesoro
que ni siquiera él había visto. Entonces sintió que se quitaba un gran peso de encima
y regresó a palacio, con su marido.
Pero debajo de la tierra había agua, y el agua llevó el secreto a los ríos, y el viento
lo encontró sobre las aguas y, soplando, soplando, lo llevó muy lejos, hasta la aldea
del oso, y así llegó a oídos de los campesinos. Pensaron entonces que el oso les había
estado ocultando un gran tesoro, mientras que ellos apenas tenían nada. Fueron a ver
al oso y exigieron ver el tesoro.
El oso los tranquilizó diciendo:
—Si tengo un tesoro, podéis quitármelo entero, como es justo.
Así que los aldeanos entraron en la casa y levantaron la piedra del hogar y bajaron
a la cámara. Allí encontraron una caja grande, pero estaba vacía y limpia. La bondad
y la fortaleza del oso había disuelto la maldad del lobo sin necesidad de que viera lo
que había dentro del cofre.

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Hay otra versión de la historia en la que un perro llega a la aldea, desentierra los
huesos y los esparce por el suelo, pero esa no me la sé. Y siempre me he preguntado
si el oso no sacó los huesos de la caja y los escondió en alguna parte.
(¿Podéis traerme un poco de agua, queridos? Milena, mi nieta, vendrá pronto a
traerme la cena. Es muy vieja, la pobrecilla, así que tarda un buen rato en subir hasta
aquí. ¿No vais a quedaros? Adiós, corazones míos, y cuidaos mucho. Y tú, niña, no
sigas sentándote en las piedras frías. ¡Ya te lo dije!).

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37

Irina estaba mejor. Otro vecino las había llevado a Lenka y a ella con la bolsa de la
urna hasta su casa, y Bobby y Alexandra las encontraron en la cocina. Irina bebía té
rodeando la taza con los dedos. Cuando entraron, los miró inquisitivamente. Stoycho
estaba tumbado en el suelo junto a la mesa, pegado a Lenka. Se puso de pie y husmeó
sus zapatos, lamió la mano de Alexandra y volvió a echarse. Bobby se dejó caer en el
banco, al lado de ella, y Lenka les llevó unas tazas de té que olía a heno y a hierbas.
Ella también parecía intrigada.
—¿Qué tal la comida? —preguntó Irina.
Se lo contaron con desgana, y su rostro adquirió una expresión preocupada. Tocó
el broche que llevaba sujeto a la altura del esternón como si buscara consuelo en él.
Alexandra fijó la mirada en su taza humeante, preocupada también, aunque por otra
cosa. Pero ¿por qué? Era algo que la inquietaba. Había visto y no había entendido.
Pero algo había visto.
—Si están listas, voy a traer el coche —anunció Bobby—. Debemos llevarlas a
casa lo antes posible.
Irina suspiró.
—Gracias, tesoro. Espero que podamos hablar con mi hermana para advertirle de
que no venga aquí de momento. A no ser que ya lo sepa, claro. Sí, trae el coche. La
urna está en el aparador. ¿Puedes acercarla, Alexandra?
Alexandra abrió una puerta de madera desvencijada y sacó la bolsa. Al sentir de
nuevo su peso, notó un cambio en su percepción: un recuerdo.
—Esperad, por favor —dijo—. Bobby… Señora Georgieva, ¿le importa que la
abra otra vez? Solo la bolsa, quiero decir.
La miraron extrañados, pero dejó la bolsa sobre la mesa, descorrió la cremallera y
retiró la funda de terciopelo. Tocó la tapa labrada y bruñida de la caja: una guirnalda
o una enredadera con la cara de un animal a cada lado, dos caras, las dos distintas.
Bobby la observó reflexivamente.
—Estas hojas —dijo—, creo que son zdravets.
Irina se inclinó para verlas mejor.
—Me parece que tienes razón. —Se volvió hacia Alexandra—. Es uno de
nuestros símbolos nacionales. Una planta muy conocida. Su nombre procede de la
palabra búlgara que significa «salud». A mí siempre me ha encantado porque es muy
fragante. La habrás visto ya en muchos sitios. De hecho, tengo zdravets en mi jardín,
en Plovdiv.
—Pero los animales… —dijo Alexandra—. Puede que sean solo imaginaciones
mías, por el cuento que nos contó baba Yana. —Notó un escalofrío en los brazos y el
cuello—. Ese animal, la cara entre las hojas… Creo que es un oso. Aquí… —Giró

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lentamente la urna—. El del otro lado no es un gato, ni un zorro. Ese podría ser el oso
y este el lobo.
Bobby había vuelto a levantarse y estaba dando la vuelta a la urna con todo
cuidado. No dijo nada, pero Alexandra advirtió la intensidad de su mirada.
Irina parecía perpleja.
—¿Los del cuento popular? —preguntó.
Pero Bobby no parecía escucharla. Había asido la urna con las dos manos y
Alexandra dio un respingo al ver que la sacaba cuidadosamente de su funda de
terciopelo para mirar los dibujos labrados.
—Aquí hay una firma —dijo—. Antes no la había visto.
—Yo tampoco —dijo ella—. Parece una A… Dos Aes, muy pequeñas. Está hecha
a mano.
—Dejadme ver —dijo Irina. Volvieron la urna para que viera las dos finas letras,
casi escondidas entre el cuello tallado del lobo—. Ya podéis dejarla —dijo pasado un
momento.
—¿Conoce esa firma? —Bobby seguía observando la urna.
—Sí —contestó la anciana—. Tengo un amigo que firma así, un artista. También
era buen amigo de Stoyan. Se llama Atanas Angelov. Puede que Vera le pidiera que
hiciera la urna, aunque yo no estaba enterada hasta ahora.
Bobby se sentó con los codos apoyados en la mesa.
—¿Cree usted que él sabrá quién quiere la urna y por qué?
Irina hizo un gesto desganado con su gran mano.
—No tengo ni idea. Ojalá pudiera llamarlo, pero no tengo su número aquí. La
verdad es que hace varios años que no lo veo. Vive en las montañas, a casi dos horas
de donde estamos. Tendríamos que ir hasta allí antes de volver a Plovdiv.
—¿En qué dirección está? —preguntó Bobby.
—En la mala —respondió ella—. Habrá que ir enseguida.

Las carreteras de montaña los condujeron de nuevo a la población que había más
abajo, para ascender luego hacia una sierra más alta. Por último, siguieron un
estrecho valle rodeado por picos verdinegros. Era ya última hora de la tarde.
Alexandra, deprimida por lo que ella llamaba la melancolía de las montañas, empezó
a sentirse mareada. El trayecto hasta Gorno el día anterior había estado tan plagado
de novedades que lo había soportado mejor. Ahora, en cambio, el recuerdo de Jack le
revolvió el estómago hasta que apenas pudo tragar saliva. Su hermano desapareció en
unas montañas no muy distintas de aquellas. Su desaparición le había arruinado para
siempre el placer por la montaña. Le oprimía el corazón, le cerraba la garganta. ¿Se
había caído Jack por un despeñadero como el que se alzaba por encima de ellos? Si
había sido así, se habría caído lejos de cualquier carretera, donde sus huesos pasarían
a engrosar otra estadística: de media, anualmente desaparecían 2,5 excursionistas en

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los Parques Nacionales, sin que nunca llegara a saberse su paradero. Búsqueda
suspendida.
Al pensar en huesos, comenzó a tirar de la correa de su mente: quieta, para, ahora
no. Tocó el cuello de Stoycho y rodeó la bolsa de la urna con los pies para mantenerla
derecha. Pensó en aquel hombre desconocido para ella, en su larga vida, en su
música. Y en sus cenizas aún por enterrar.
—Creo que este es el desvío —dijo Irina tocando el hombro de Bobby.
Al borde de la carretera había un pequeño indicador en cirílico e inglés.
—¿Qué significa Irkad? —preguntó él.
El letrero indicaba que faltaban dos kilómetros para Irkad tomando el desvío de la
derecha.
—Creo que es un nombre muy antiguo. Turco, seguramente —respondió Irina—.
Se lo preguntaremos a Angelov.
Alexandra miró a su alrededor buscando una población, pero solo vio un grupo de
casas con los mismos tejados de pizarra y una alta tapia de piedra. El lugar era tan
pequeño que apenas parecía digno de tener nombre.
—Para aquí, por favor, Asparuh —pidió Irina dándole una palmadita en el
hombro.
Pararon delante de un gran portón de dos hojas con picaportes de hierro,
incrustado en la tapia. Bobby salió, miró a su alrededor y a continuación tiró de la
cuerda que colgaba junto al portón. No se veía por ningún lado el nombre de la calle,
ni el número de la casa. Pasados unos segundos, alguien abrió la puerta. Bobby
condujo el coche por una rampa de piedras desgastadas, hasta un patio espacioso.
Salieron todos; Alexandra ayudó a Stoycho, y Lenka ayudó a la anciana. El edificio
de piedra, madera y yeso que se alzaba a su alrededor recordó a Alexandra el
monasterio de Velin, en parte por el patio, pero también tenía una larga galería
cubierta en la primera planta. El enlucido de las paredes se había desprendido en
algunos lados, y un adobe muy antiguo asomaba en los desconchones. El patio estaba
pulcramente barrido y había jardineras con flores debajo de las ventanas.
El hombre que les había abierto la puerta estaba hablando con Bobby y, al cabo
de un momento, se volvió hacia Irina y la besó en las mejillas. Parecía tener cincuenta
y tantos años y vestía un jersey viejo, pantalones de lana gastados y zapatos de goma.
Tenía la ropa salpicada de trocitos de paja, como si hubiera estado limpiando un
establo. Su rostro era delicado y muy moreno, y su cabello corto empezaba a
encanecerse en torno a las sienes. A Alexandra le sorprendió de nuevo la cantidad de
personas bellas que había en el país. Mientras observaba la escena, el hombre les
estrechó la mano a ella y a Lenka. Se agachó delante de Stoycho y le dijo algo. El
perro, sentado junto a Alexandra, lo escuchó sin gruñir y luego permitió que le
rascara la cabeza. El hombre lo llamó para que se acercara a un grifo que había al
borde del patio; era de bronce, encastrado en una pared en la que había una leyenda
labrada, al parecer en alfabeto árabe. Debajo del grifo había una pila de mármol que a

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Alexandra le pareció muy antigua. El hombre echó agua en la pila y Stoycho bebió
con ansia. Él levantó la vista y les dijo algo riendo, y alrededor de sus ojos
aparecieron un sinfín de arrugas.
—Dice que no hemos traído caballos, como antiguamente, pero que por lo menos
hemos traído un perro —le tradujo Bobby a Alexandra—. Este es un sitio interesante,
Bird. Dice que era el han, la posada en la que paraban los viajeros que cruzaban esta
parte de las montañas, y que tiene casi cuatro siglos de antigüedad. Por eso el portón
es tan grande, para que entraran los caballos y los carros.
—¿Es aquí donde vive el artista? —preguntó ella.
—Creo que sí. Me parece que este es su hijo. Dice que podemos entrar a verle.
Voy a dejar a Stoycho aquí fuera. Trae solo la urna.
El hombre de las botas embarradas agarró a Irina de un brazo, Lenka la cogió del
otro y cruzaron otras puertas de madera. Al entrar, Alexandra estuvo a punto de
lanzar una exclamación de asombro. La estancia, grande y baja, tenía ventanas de
madera a lo largo de una pared y parecía colgar sobre el valle que se extendía más
abajo. No se había dado cuenta de que aquel lado del pueblo se alzaba sobre un
precipicio. La vista que se desplegaba más allá de las ventanas era inmensa:
montañas verdes y casas de piedra en miniatura desperdigadas entre la espesura, el
desfile de enormes abetos a lo largo de un monte, a la izquierda, y a lo lejos, en el
horizonte, los picos más altos que había visto hasta entonces: un estallido de riscos
afilados, una región que se diría apenas tocada por la Historia, un cuento de hadas de
los hermanos Grimm, a ojos de Alexandra. El sol de la tarde iluminaba la sala. Había
bancos dispuestos a lo largo de las ventanas, y una mesa. El suelo estaba cubierto por
una alfombra de lana de distintos tonos de rojo y verde, con penachos apelmazados,
como sacada directamente de algún animal de colores vivos. De las paredes colgaban
esteras de lana tejidas con dibujos geométricos y descoloridos lienzos bordados.
De pronto, un viejo se levantó de uno de los bancos. Estaba sentado a la sombra y
Alexandra no lo había visto.
—Irinche! —exclamó, y siguieron gran cantidad de besos en las mejillas, también
en las de Alexandra.
El hombre del patio se había quitado los zapatos de goma y caminaba por la
habitación en calcetines tejidos de color rojo y gris, como un niño. Hizo sentarse a
Irina Georgieva junto a su padre y acercó a Alexandra. Mientras Bobby actuaba como
intérprete, Irina le explicó al anciano quién era aquella joven, pero no mencionó la
urna.
—Y este, querida, es Atanas Angelov —añadió.
Alexandra tuvo la impresión de que pronunciaba su nombre como si dijera
«Albert Einstein» o «Mohandas K. Gandhi». El anciano meneó la cabeza con gesto
de aprobación y estrechó la mano de Alexandra unos segundos. Las suyas eran
grandes y fuertes, pero Alexandra advirtió que sus dedos estaban extrañamente
erosionados, casi como si tuvieran las puntas aserradas. Estaba tostado por el sol,

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como su hijo, y su cabello ralo era completamente blanco. Apoyadas sobre la frente
tenía unas gruesas gafas de pasta. Sonreía, pero su rostro adquiría una expresión de
tristeza permanente en cuanto se relajaba.
—¿Es primo de Irina o algo así? —le preguntó Alexandra a Bobby en voz baja en
cuanto tuvo ocasión.
—Creo que no —respondió él—. Creo que es amigo suyo, un viejo amigo, y que
le ha comprado algunos cuadros a lo largo de los años.
(¿Sería un antiguo amante?, se preguntó Alexandra, y desvió la mirada).
Bobby prestó atención un momento, sus ojos azules fijos en las caras que tenía
ante sí.
—Ella lo llama por su apodo: Nasko. Creo que se tienen mucho cariño. Él
también es pintor. A veces se cambiaban cuadros o trabajaban juntos. Hacía varios
años que no se veían, como nos había dicho Irina. —Siguió escuchando—. Su mujer
murió hace cinco años y él ha escrito un libro de poemas sobre ella que se publicó en
Plovdiv el mes pasado. Irina lo está felicitando.
Se volvió hacia Alexandra y ella vio con sorpresa que tenía los ojos empañados
por las lágrimas.
—Dice que su esposa era todo su mundo.
Ella le apretó el hombro.
—Tienes buenos sentimientos, Bobby —dijo.
Él la miró con severidad.
—¿Acaso lo dudabas?
—No lo decía en ese sentido —respondió ella, avergonzada—. Solo quería decir
que me gusta cómo eres.
—La que salva perros extraviados eres tú —repuso él con cierta acritud, y se
enjugó los ojos.
Irina se había inclinado hacia ellos.
—Queridos míos —dijo—, este amigo me ha enseñado gran parte de lo que sé
sobre el arte de la pintura. Y sigue siendo un gran artista. Además, es más inteligente
que yo, por eso solo pinta personas. Siempre me dice que no me centro de verdad,
pero le gustan mis animales.
Unos minutos después, una mujer madura, vestida con chándal y un delantal
floreado, les trajo una bandeja cargada con vasos, una botella que contenía un líquido
traslúcido y un plato con queso blanco y salami en lonchas.
Atanas Angelov les sirvió a todos y levantó su vaso para hacer un brindis.
—Nazdrave! —Entrechocó su vaso con los demás, siguiendo el corro, y al llegar
a Alexandra se inclinó por la cintura.
—Salud —tradujo Bobby.
Alexandra tosió al tragar el licor, que le produjo un intenso ardor en la garganta.
—¡No! —dijo Bobby—. Es rakiya, un tipo de brandy. Como el que hemos
tomado hoy en la comida. Se toma solo un poquito, y luego un poco más.

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Después de aquello, bebió a sorbitos y las paredes de la sala parecieron
distenderse a su alrededor. Los ojos enrojecidos de Irina parecían brillar. Al poco
rato, aquella misma mujer en chándal y el hijo, que seguía en calcetines, les llevaron
los platos de la cena. Alexandra sintió que nunca antes había formado parte de un
círculo tan encantador: aquellas personas desconocidas la habían recibido como si
fuera una invitada largo tiempo esperada, y el viejo pintor presidía la mesa como si
hiciera años que nada lo alegraba tanto. Se preguntó cuándo podrían preguntarle por
la urna. El pintor la hizo sentarse a su derecha, con Bobby a su lado, y dirigió a este
una pregunta. Ella captó la palabra taksi, y también ecologiya.
Irina, advirtiendo tal vez que Alexandra, afectada por el alcohol, zozobraba en un
mar de búlgaro, interrumpió la conversación.
—¡Bueno! Además de ser un gran pintor, gospodin Angelov tiene un talento
especial para leer a la gente. Nasko… —Levantó el dedo índice señalando al anciano
—. Dime qué ves en esta joven cuando la miras.
Angelov dejó su tenedor y se volvió hacia Alexandra. Se inclinó hacia delante y
se bajó las gafas, apoyándoselas en la nariz. Observó su cara unos segundos
interminables, tan cerca de ella que podría haberla besado. Alexandra contuvo la
respiración.
—Es preciosa, por supuesto —dijo él en inglés.
Ella no sabía que hablara su idioma, pero Angelov cambió enseguida al búlgaro e
Irina tradujo sus palabras magistralmente. Los ojos del anciano, marrones y suaves,
tenían un brillo semejante al de la madera noble.
—Es de carácter dulce —añadió—, pero impaciente. Amable pero capaz de…
hacer mucho daño si no tiene cuidado. Daño inintencionado. Y a veces está muy
triste. —Alexandra le sostuvo la mirada lo mejor que pudo—. Es ingenua para los
años que tiene, aunque también muy sabia debido a la pena.
Irina asintió con la cabeza.
Angelov levantó un dedo y tocó la frente de Alexandra.
—Siempre pensando. Piensas demasiado, y a veces no piensas lo suficiente. Lees
muchos libros, ¿verdad? Pronto aprenderás de otras fuentes, de los verdaderos
manantiales de la vida. Y llegarás a ser muy anciana.
El pintor le dio un sentido beso en la frente, en el lugar que había tocado un
instante antes. Ella pudo sentir la sequedad de sus labios.
—Una montaña de contradicciones.
Alexandra trató de disimular su malestar, o al menos de no demostrarlo. ¿Cómo
sabía aquel anciano que era, en el fondo, un agente de destrucción, que ya había
causado mucho daño? Esperaba algo muy distinto: el diagnóstico de un genio, quizás,
o la predicción de un futuro resplandeciente. Notó que Bobby esbozaba una sonrisa
irónica.
—Gospodin —dijo titubeando—, gospodin Atanas, ¿le importaría mirar la cara
de mi amigo y decirnos qué ve en ella?

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Bobby le sonrió, pero se quedó inmóvil bajo el escrutinio del artista.
—Tradúcemelo, Bobby —dijo ella con malicia.
Inclinado hacia delante en su silla, Atanas Angelov lo miró con fijeza, los puños
apoyados sobre las rodillas. Podría haber estado en su estudio, delante de un modelo
o de un lienzo, pensó Alexandra. El resto de la estancia parecía haberse borrado de su
vista.
—Da, interesno —dijo por fin. Luego añadió mucho más en búlgaro.
—Dime qué está diciendo, Bobby —insistió Alexandra.
Él se sonrojó un poco.
—Dice que tengo una cara poco común. Eslava, no búlgara, aunque no sé qué
significa eso. La cara de un… revolucionario. Y por debajo… —Se removió en el
banco—. La cara de un amante. Un amante de la vida, no de las personas. Un
filósofo. Complicado. «Nunca pertenecerá a ninguna mujer» —añadió, repitiendo las
palabras de Angelov.
No la miró a los ojos; siguió con la vista fija en Angelov, impertérrito.
—«En cuanto a su destino… Bueno…». —Hizo una pausa y Alexandra vio que
también Angelov había desviado la mirada—. Dice que no todo el mundo tiene buena
suerte. Pero que yo dejaré huella.
Alexandra se arrepintió de haber preguntado. Era preferible que te dijeran que
eras una montaña de contradicciones con una larga vida por delante que recibir una
sentencia tan ambigua. Acarició el brazo de Bobby espontáneamente y dejó posados
los dedos en él.
—Para, Nasko —dijo Irina—. Estás asustando a los niños. Míralos.
Angelov dio unas palmadas.
—¡Perdón, perdón! —dijo en inglés—. Los viejos… yo… —Hizo un ademán
lleno de bueno humor—. Somos estúpidos. Ahora, a comer.

Después de la comida, Angelov los condujo a su estudio. Estaba en la primera planta,


por lo que las vistas eran más arrebatadoras, si cabe. Alexandra se preguntó cómo
podía pasarse todo el día allí pintando a gente, de espaldas a aquel paisaje. Vio un
lienzo aún sin terminar frente a un pedestal bajo destinado al modelo. Con un ligero
sobresalto, se dio cuenta de que la mujer retratada era indudablemente la que les
había servido la cena y la rakiya, aunque sin el chándal rojo y el delantal. En realidad,
no llevaba ropa alguna. En una mesa había un surtido de herramientas y unas cuantas
tallas de madera de pequeñas proporciones, todas ellas antropomórficas. Vio también
otros lienzos apoyados a lo largo de las paredes. Algunos de ellos eran retratos del
hijo de Angelov. En la mayoría aparecía vestido, pero en unos cuantos estaba
desnudo, en actitud relajada, con los brazos en jarras, mirando el suelo como si no
tuviera conciencia de su propia desnudez.
—¿Te vas a ofrecer como modelo? —murmuró.

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—No —contestó ella, pero en parte sentía el perverso deseo de posar con aquella
luz cristalina de las montañas y sentir cómo la estudiaba el artista, cómo observaba
sus pechos y su costado con aquellos ojos suaves y ecuánimes. En la sala había
también varios cuadros de Irina, entre ellos un rinoceronte huesudo. Angelov se lo
señaló con visible admiración y Bobby explicó:
—Dice que Irina es la mejor de su generación, y ella dice que el mejor es él. Un
perfecto intercambio de cumplidos.
Atanas Angelov despejó una mesa y dispuso cuatro sillas a su alrededor; luego
ayudó a Irina a sentarse en una de ellas e indicó a Bobby y a Alexandra que tomaran
asiento. Tras dudar un instante, ella dejó la bolsa de la urna en el suelo, a su lado, y
tuvo la impresión de que Angelov le lanzaba una ojeada.
—Querida mía —dijo Irina poniendo su mano fina y envejecida sobre la mano
fina y juvenil de Alexandra—, tenías interés en saber más sobre Stoyan y el señor
Angelov va a contarte algunas cosas. Le he explicado ya qué es lo que llevas ahí y
cómo nos conocimos. Por desgracia, no tiene noticias de mi hermana ni de Neven. Ya
se lo he preguntado.
Alexandra sintió que se le encogía el corazón. Tal vez había puesto más
esperanzas en aquella visita de las que quería reconocer.
—Asparuh hará de intérprete —añadió Irina dirigiéndose a Atanas Angelov
mientras señalaba a Bobby.
Angelov se pasó una mano por la cara. Alexandra reparó de nuevo en que tenía
las puntas de los dedos horriblemente desgastadas y romas, y los nudillos inflamados.
—Stoyan Lazarov —dijo el anciano. Hizo un gesto de asentimiento mirando a
Bobby y esperó a que tradujera—. Stoyan era de las personas a las que más he
querido. —Hizo otra pausa—. Veréis, lo conocí hace muchos años, cuando los dos
éramos jóvenes y en circunstancias muy difíciles. Después pasé mucho tiempo sin
verlo, y más adelante dio con mi paradero a través de uno de mis cuadros y vino a
visitarme y a conocer a mi esposa. Los dos pensábamos que el otro había muerto, así
que nos hizo muy felices volver a encontrarnos. Él estaba enfermo y cansado y, como
no tenía que trabajar por un tiempo, me preguntó si podía quedarse con nosotros. Era
una petición difícil, aunque ahora no puedo explicaros por qué. El caso es que le dije
que sí y ahora me alegro mucho de haberlo hecho. Eso debió de ser a finales de los
años sesenta. Antes me acordaba de la fecha exacta. Llevad un registro escrito de las
cosas, vosotros que sois jóvenes. Con el tiempo es fácil olvidarlas.
Sacudió la cabeza.
—Fuera como fuese, Stoyan pasó un par de semanas en casa. Todavía éramos lo
bastante jóvenes para pasarnos media noche en vela, charlando y bebiendo, y luego, a
primera hora de la mañana, nos íbamos a trabajar, o a ensayar, en su caso. Yo ya
llevaba un par de años viviendo aquí. Trabajaba en la fábrica de recambios que hay
en el valle. Pero de noche pintaba, aunque no pudiera exponer gran cosa.
¿Por qué no podía exponer?, quiso preguntar Alexandra.

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—Stoyan no tenía bien las manos porque ese año había estado trabajando en una
granja, en el campo. Pero se le estaban curando y empezó a tocar de nuevo estando
aquí. Me dijo que la primera semana tocaría solo a Bach. Decía que para él era el
mejor ejercicio y la mejor medicina.
Atanas cruzó las agarrotadas manos sobre la mesa.
—Me di cuenta de que iba camino de recuperarse cuando empezó a tocar de
nuevo a Vivaldi. Cuando nosotros éramos jóvenes la música de Vivaldi no era tan
conocida, pero a Stoyan le encantaba y hablaba de ella a menudo. Se ponía en medio
del estudio y tocaba mientras yo trabajaba. Podía hacer reír a su violín, pero casi
siempre lo hacía llorar. Creo que dormía con una mano sobre el estuche del violín.
Siempre parecía preocupado por que fueran a quitárselo. Yo lo pinté con su
instrumento. A veces tenía una expresión terrible, melancólica y muy avejentada para
su edad. Porque entonces solo tenía cuarenta y tantos años.
—Nació en 1915 —dijo Alexandra—. Así que en esa época debía de tener más de
cincuenta años, ¿no?
—Sí, supongo que sí. —Angelov juntó los dedos bajo la barbilla—. Sí. Una
noche nos quedamos levantados hasta muy tarde y me habló por primera vez de su
música. Me habló del instante en que decidió ser violinista. Solo tenía seis años, ya
estaba recibiendo lecciones en Sofía y su padre lo llevó a un concierto en el que
interpretaban piezas de Beethoven. Cuando oyó que los violinistas empezaban a
tocar, me dijo que vio estrellas en el aire, encima de sus cabezas, y que deseó tener
una estrella propia. Sonrió al contarme esto, aunque con amargura. Me habló de sus
estudios en Viena, donde tocó para grandes maestros y auditorios llenos de gente.
Dijo que tenía la sensación de que desde entonces su vida había sido una serie de
trampas a cual más pequeña, hasta que solo le quedó la música y el cariño que sentía
por su esposa y su hijo. «La historia de mi vida la dejaré en mi música», dijo.
Alexandra asintió. Se identificaba con aquel sentimiento, y la tristeza que sentía
por Stoyan Lazarov se agudizó.
—Luego me contó otras cosas que yo no sabía, un montón de cosas —prosiguió
Angelov—, acerca del momento que más decisivamente cambió su vida. Era
demasiado honesto para ser un buen narrador, pero consiguió que lo viera todo a
través de sus ojos. La verdad es que a veces pienso que recuerdo esas partes de su
vida mejor que algunos fragmentos de la mía.
Se quedó callado unos instantes.
—Me sorprende estar hablándoos de esto. Irina me ha dicho que queríais saber
más sobre él, y es muy amiga mía. En aquellos tiempos era peligroso contarle ciertas
cosas a la gente, pero Stoyan y yo teníamos motivos sobrados para confiar el uno en
el otro.
Angelov suspiró.
—Stoyan tenía el cabello muy espeso y le crecía muy rápido, igual que la barba.
Tenía que estar afeitándose y cortándose el pelo continuamente para mantenerse

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aseado. Esa noche le corté el pelo fuera, en una silla, y fue entonces cuando empezó a
contarme cosas. Vimos ponerse el sol. Luego siguió hablando mientras se frotaba el
pelo recién cortado así, con las dos manos. Y acabamos pasando toda la noche en
vela.
Se volvió hacia Irina, y Alexandra vio que corrían lágrimas por su cara morena,
como grietas en el barro.
—Ay, lo siento —dijo Angelov—. ¿Cómo nos hemos vuelto tan viejos, querida
mía, mientras los demás se iban muriendo?

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38

Esto sucedió en octubre de 1949, cinco años después de la Revolución y tres meses
después de la muerte del primer presidente comunista, Georgi Dimitrov. Había
música en las calles de Sofía esa mañana.
Curiosamente, Stoyan no podía recordar después de dónde procedía aquella
música. ¿De una banda militar? ¿O era simplemente una radio en alguna tienda con la
puerta abierta, emitiendo música militar? El ensayo matinal de su orquesta tenía que
empezar a las nueve. En las calles reinaba una sensación de urgencia, la gente estaba
más callada de lo normal y parecía tener mucha prisa, como si la ciudad misma
estuviera nerviosa. Los árboles se combaban sobre los bulevares y dejaban caer sus
hojas, teñidas por ese marrón gentil del otoño de Sofía.
Esa mañana la orquesta debía ensayar una sinfonía de Mozart, la Número 40 en
Sol Menor, una obra que él ya se sabía casi de memoria. Ese detalle no le costó
recordarlo, años después. Por la noche su cuarteto se reuniría para empezar a ensayar
un par de obras que no habían abordado hasta entonces. Stoyan llevaba su chaqueta,
aunque soplaba un aire cálido y brillaba el sol. Dentro del auditorio haría frío y a él le
gustaba proteger la musculatura de sus brazos. Vio a un policía joven de pie en la
esquina, conversando con un niño, vestido de civil. Las mañanas así le encantaban.
De los parques llegaba un olor que era casi como el del otoño en Viena y que se
colaba por las calles, y se oía una mezcla de sonidos que conocía desde su niñez: el
ruido de algún objeto pesado al ser descargado en la acera, un grito, la bocina de un
automóvil, el chirrido de las ruedas de madera con cerco metálico, el sonido hueco de
los cascos sobre el empedrado, dos ancianas hablando a voces en la esquina…
Al llegar a la puerta del teatro dejó atrás la luz del sol y penetró en la penumbra y
ese olor a moho y a tiza que desde hacía muchos años se mezclaba con el de los
ensayos. Era el mismo aroma que el del auditorio de Viena en el que ensayaba
siempre la orquesta de la Academia, y hasta el de la Filarmónica de Viena. Puede que
todos los ensayos del mundo olieran así. Encontró a la orquesta reunida a medias en
el escenario, sacando los instrumentos. Uno de los clarinetistas se estaba acabando
una grasienta porción de banitsa cuyo queso se desmigajaba, y se limpió las manos
con un pañuelo antes de tocar el estuche de su instrumento. Mitko Samokovski, el
director, ya había llegado y estaba dando instrucciones a los flautistas para que
recolocaran unas sillas del fondo. Compartían el auditorio con otras producciones: la
ópera, a veces una obra de teatro… Y todo estaba siempre donde no debía.
Stoyan se sentó en su sitio, en la segunda silla, con el estuche de su violín sobre
las rodillas y levantó la vista un momento hacia los telones alineados allá arriba, la
familiar falta de luz, la ausencia de cielo y el ajado terciopelo de color frambuesa, de
fines del siglo anterior. Movió el cuello y luego los hombros, una vieja costumbre que

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lo aliviaba. Observó que Samokovski buscaba algo en los bolsillos dados de sí de su
chaleco, algo que parecía no encontrar. En realidad, todos los músicos lo observaban
antes del ensayo, para ver de qué humor estaba. Stoyan, que llevaba unos años
trabajando a sus órdenes, lo detestaba. Samokovski era proclive a violentos accesos
de rabia dirigidos contra la sección de primeros violines. A Stoyan le desagradaba
especialmente su manera de bajar la batuta y de dar golpecitos con ella pidiendo
silencio inmediato, y su forma de mirar fijamente, sin hablar, lo que suponía una
humillación extra para quien hubiera equivocado una nota. A menudo pensaba que el
director era un buen ejemplo de alguien que jamás habría ocupado ese puesto antes
de la guerra. Su destreza musical no justificaba la tiranía que ejercía sobre la
orquesta. Stoyan se acordaba de Bruno Walter en Viena, de su cara apasionada y su
habilidad para enseñar algo a los músicos en el acto. Pero a Walter lo despidieron los
nazis, como a tantos otros músicos judíos de la Academia. Los nazis, sin embargo,
habían caído hacía tiempo. Si Bulgaria hubiera abierto sus fronteras después de la
guerra para que sus ciudadanos pudieran viajar, Vera y él se habrían ido derechos a
Viena. Y en Viena él habría tocado siempre con esos directores, no para personas
como ese ególatra malencarado de Samokovski, que además era un músico de
segunda fila.
Últimamente, Samokovski parecía aún más estresado que de costumbre. Llevaba
el pelo siempre revuelto y entre los músicos de la orquesta circulaba el rumor de que
la policía lo había interrogado hacía poco tiempo. «O puede que sea un informante»,
masculló Velizar Gishev, primer violín y concertino de la orquesta, segundo en
importancia tras el propio Samokovski. Nadie odiaba más al director que Gishev, que
desde hacía dos años era el blanco predilecto de sus críticas, a pesar de que (o quizás
precisamente porque) era uno de los mejores músicos de la orquesta. Stoyan tenía que
reconocer que Velizar Gishev era, técnicamente, tan bueno como él, como mínimo,
aunque fuera un fanfarrón. El primer violín debía haber sido Stoyan. Pero Gishev era
buenísimo y también había estudiado en Europa, como él, solo que en París. Stoyan
no podría haber juntado su cuarteto sin el vigor interpretativo de Gishev y su
entonación casi perfecta.
Los músicos estaban probando la afinación, pulsando cuerdas, ensamblando las
piezas de los instrumentos y ajustándolas con un delicado giro. Uno de los
violonchelos abandonó el escenario para abrir una ventana que había a un lado del
auditorio; la levantó, la sujetó con un trozo de madera y asustó a una paloma que
había fuera. Samokovski dio unos golpes con la batuta pidiendo orden y todos
abrieron sus partituras encuadernadas.
Stoyan advirtió que el ensayo no solo iba a empezar a tiempo, sino incluso un
poco temprano, y a su lado la silla de Gishev seguía vacía. Velizar llegaba siempre en
el último segundo, como si con ello quisiera hacerle un desaire al director. Stoyan
fantaseó momentáneamente con ocupar su sitio, que de todos modos le pertenecía por
derecho. Si Velizar dejaba alguna vez la orquesta, Stoyan sería ascendido a su puesto,

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a no ser que el director eligiera a otro violinista de fuera. Lo cual sería muy propio de
él. Samokovski también le tenía ojeriza a Stoyan. En realidad, parecía desconfiar de
cualquier músico que hubiera estudiado en el extranjero.
Stoyan se quedó donde estaba, pero después de que el oboe diera el la, dirigió la
afinación de la sección de violines. Los demás violinistas miraron a su alrededor y
luego empezaron a afinar.
De pronto, Samokovski dio unos golpecitos con la batuta en el borde de su atril y
la afinación terminó bruscamente con una nota discordante. Estaba lívido y
toqueteaba con la mano libre en el bolsillo de su chaleco.
—¿Dónde está el camarada Gishev?
Nadie dijo nada.
—¿Y bien? ¿Dónde está?
Samokovski miró fijamente a Stoyan.
—Camarada Lazarov, ¿es cierto que preferiría usted ser el concertino?
¿Qué podía decir?
—¿Y bien? —Samokovski palpó su chaleco con una mano semejante a una
enorme larva.
Stoyan trató de contestar relajadamente, con buen humor, aunque sabía que nunca
había sido su fuerte.
—Camarada director, ¿acaso no desean todos los segundos violines del mundo ser
primer violín?
Oyó una risita apreciativa en algún lugar, tras él.
Pero era como si el director y él estuvieran solos en el teatro, y Stoyan vio que a
Samokovski le chorreaba el sudor bajo el pelo cano y apelmazado de las sienes.
El director levantó un dedo hacia el proscenio.
—Tengo entendido que se lo dijo usted a sus colegas el otro día, en un descanso
para fumar.
Stoyan sintió una presencia invisible, como si se hallara entre árboles lúgubres y
hubiera oído el chasquido de una ramita al romperse.
—¿El otro día?
—¿Y bien?
Era verdad. En un raro momento de intimidad, les había dicho a dos de los
violonchelistas que había personas aptas para sentarse en la silla del concertino que
no se mostrarían tan arrogantes al ejercer su función. Ese mismo día, Gishev se había
inclinado en medio de un movimiento, de Beethoven, y había señalado la partitura
que compartían como si Stoyan se hubiera perdido. Cosa que no era cierta, desde
luego. Y más tarde Stoyan, mientras estaba fumando con los violonchelistas, había
hecho aquel comentario cargado de amargura, dando a entender que Velizar era un
vanidoso que tal vez no merecía el puesto que ocupaba. Pero ¿quién se lo había
contado al director? ¿Y por qué tomarse esa molestia? Todos los miembros de la
orquesta sabían ya, con la precisión de cortesanos bizantinos, quién detestaba a quién.

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Samokovski carraspeó ruidosamente.
—¿Y no es cierto también que el camarada Gishev ha hablado irrespetuosamente
de su director y de la República Popular de Bulgaria?
Se hizo el silencio entre las filas de músicos. Stoyan sabía, como lo sabía todo el
mundo, que al menos la primera parte de la acusación era cierta.
—¿Y bien, camarada? ¿Habló Gishev en esos términos o no? ¿O tal vez deba
preguntarle qué va diciendo usted de mí por ahí?
Se quedaron todos de piedra. Stoyan notó que se le resecaba la boca. Mantuvo el
violín en vertical sobre su regazo para que no le temblaran las manos. No se sentía así
desde la infancia, como cuando su padre lo interrogó severamente por una lámpara
rota. Eso, sin embargo, no suponía un peligro mortal. Pensó en Vera. Entonces se dio
cuenta, como si nunca lo hubiera visto con tanta claridad, de que si Gishev caía en
desgracia, él, Stoyan, ascendería de inmediato al puesto de concertino. Una vez allí,
demostraría, sin duda alguna, su valía incluso a ojos del director. ¿Le haría daño a
Gishev llevarse un batacazo, para variar? También en los ensayos del cuarteto podía
ser insoportable.
—Sí —dijo débilmente.
—¿Sí qué? —El director parecía estremecerse, tal vez de rabia.
—Sí, el camarada Gishev dijo… algo sobre usted.
Su afirmación cayó en medio de un silencio plomizo. Otro violinista se removió
inquieto en su silla, a su lado.
Stoyan, que ya empezaba a arrepentirse de sus palabras, se aclaró la garganta.
—Pero no lo decía con mala intención, estoy seguro. —Hizo un esfuerzo más
decidido—: ¿Qué mala intención podía tener?
Como respuesta a la pregunta de Samokovski, Velizar Gishev apareció en persona
al fondo del auditorio. Caminaba apresuradamente y, sin embargo, parecía
extrañamente encorvado en medio de la penumbra del teatro. Todas las miradas se
dirigieron hacia aquella figura preñada de un nuevo significado que nadie alcanzaba a
interpretar. Al principio Stoyan se sintió aliviado: tal vez ahora se acabaría el
interrogatorio. Pero el corazón le latía con fuerza. ¿Había sido testigo Gishev de su
traición, un instante antes?
Gishev saludó a la orquesta con una escueta inclinación y dijo algo en voz tan
baja que nadie lo entendió. Se acomodó en su silla vacía, sacó su violín y tocó con
ímpetu un la. Los músicos comenzaron de nuevo a afinar sus instrumentos, todos
ellos muy serios.
Stoyan, el segundo violinista, el enemigo de su vecino, advirtió con sobresalto
que a Gishev le temblaban las manos y tenía los hombros caídos. Parecía haberse
despojado de su arrogancia como de un abrigo demasiado sofocante para la estación.
Se fijó por vez primera en lo desgastados que tenía los zapatos de cuero negro, que,
sin embargo, llevaba pulcramente atados y bruñidos, y en sus calcetines, tensos como
polainas. Se fijó en los puños de su chaqueta de traje, que alguien había adornado con

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estrechas tiras de terciopelo negro, seguramente para impedir que siguieran
deshilachándose, la labor perfecta de un sastre o quizás de unas manos amorosas y
familiares. Hacía mucho tiempo que Stoyan no se fijaba tan detenidamente en su
rival. Evitó su mirada mientras trataba de afinar el la, y luego volvió a mirarlo de
reojo. Observó los puños de la camisa blanca del camarada Gishev y la silueta de su
codo huesudo. Cualquier cosa con tal de eludir la mirada del primer violinista y, al
mismo tiempo, el moratón que empezaba a florecer en su pómulo.
Tocaron a Mozart durante una hora; se paraban, empezaban otra vez, repetían
pasajes, y el manantial de notas salía burbujeando, como agua nueva, de las páginas
gastadas. Si los ojos de Gishev dejaran de estar tan enrojecidos, si el contorno de su
cara dejara de verse tan demacrado cada vez que levantaba la vista para mirar la
partitura… Si el crescendo argentino del segundo movimiento pudiera borrar ese
hematoma del que todo el mundo apartaba la mirada…
Cuando concluyó el ensayo (un último eco y un golpe de la batuta, el director
dando media vuelta para marcharse), Gishev salió rápidamente del auditorio sin decir
palabra. Stoyan recogió sus cosas con torpeza; se quitó la chaqueta, la dobló y se la
colgó de nuevo del brazo, recordando el calor que hacía fuera. Regresó a pie por las
mismas calles: hojas de sicomoro que se rizaban, marrones y amarillas, lisos
adoquines bajo sus pies, un perro tomando el sol en un trozo de hierba, una mujer
guapa con una cinta roja alrededor del sombrero (¿política o moda?) cruzando por la
esquina de la calle. Se acordó del día que llegó a Sofía procedente de Viena, de la
cordialidad de la gente en su paseo desde la estación, del panadero que lo persuadió
para que tocara, de su propia necesidad de lucirse delante de los clientes, y en
especial de Vera. ¿Qué había sido de ese país? De pronto se le antojaba un lugar que
hubiera visitado en un viaje a regiones remotas: una breve parada en otro mundo.

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39

Vera estaba preparándole la comida cuando llegó al piso. Stoyan sintió el olor en
la puerta. Como tenía por costumbre desde hacía unos meses, en el momento de
quitarse los zapatos se preguntó por qué no tenían hijos. Desde que se había
recuperado de sus semanas de servicio en la guerra, era más dado que nunca a
aquellas asociaciones de ideas: la de los zapatos y el interrogante sobre los hijos; sus
dudas acerca de su abuela paterna y la última enfermedad que había padecido cada
vez que empezaba a tocar cualquier pieza en la menor, como si esa fuera la clave de
su declive; y otra pregunta que se hacía cada vez que se encontraba en el bordillo de
la acera esperando para cruzar una calle. Este último interrogante tenía que ver con
un infiernillo roto que habían heredado de una prima de Vera y que tenían en el
balcón, hecho trozos; era ligeramente más grande que el que estaban utilizando.
Stoyan sabía que quizás nunca llegara a repararlo, pero por alguna razón se le venía a
la memoria cada vez que se detenía en el bordillo a esperar a que pasaran los coches o
los camiones del ejército, o un carro tirado por caballos.
Ahora, al quitarse los zapatos junto a la puerta del piso, pensó en las muchas
veces que habían hecho el amor en su incómoda cama sin que de ello se derivara la
existencia de niños que salieran a recibirlo a la entrada gritando: «¡Tatko! ¡Ha llegado
tatko! ¿Me has traído…?».
La oyó abrir la puerta del horno y cuando entró en la cocina vio primero las cintas
de su delantal, su espalda esbelta bajo el vestido de algodón y, debajo, sus piernas
enfundadas en unas medias de gruesas costuras. Tenía veintisiete años, y Stoyan sabía
que se preguntaba si sería demasiado tarde para ella. Se acicalaba incluso para estar
en casa; a menudo se ponía un lazo a la altura de la nuca y siempre llevaba medias
con las pantuflas, como si nunca hubiera abandonado del todo su uniforme escolar.
Stoyan había visto atisbos de las esposas de algunos de sus amigos, que, pese a
arreglarse para salir, en casa iban siempre desaliñadas. Aquella prueba de la elegancia
natural de Vera, de su educación, acrecentaba el orgullo que sentía por su esposa.
Al oírlo entrar, ella se apartó del horno y dejó el plato. Luego le rodeó el cuello
con los brazos. Stoyan sintió el calor antinatural de sus brazos sobre su piel. La besó
en los labios y la nariz. Qué cosa tan extraña, vivir con una mujer. Había vivido
durante años con su madre, claro, pero ella nunca le había parecido una mujer; era
solamente su madre, con su gruesa figura encorsetada, reconfortante pero andrógina.
Se lavó las manos en la pila de la cocina y se las secó con el paño que le dio Vera;
se sentó a la mesa, junto a la única ventana, que ese día estaba abierta a los sonidos
del patio de más abajo. Vera sirvió la sopa humeante y un pedazo de pan, primero a él
y luego a sí misma. La carne escaseaba, pero a Stoyan le agradó el aroma de las
patatas, las judías verdes y el caldo hecho con los pocos huesos que lograba comprar.

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En algún momento irían al pueblo del abuelo de Stoyan a ver si sus tíos habían
recibido carne para el invierno, la cambiarían por algo, por jabón o por jerséis viejos.
Su tía les daría col en vinagre y cebollas de su jardín. Se preguntó si algún ómnibus
llegaría hasta allí aquel otoño.
Mientras comían, le contó a Vera el extraño incidente ocurrido durante el ensayo
matinal. Se descubrió bajando la voz mientras hablaba, y se abstuvo de mencionar su
propia cobardía y el moratón que tenía Velizar en la mejilla. En cuanto comenzó a
referirle la historia, deseó no haberlo hecho. Vera se echó hacia atrás en la silla
apartándose de la sopa y, con la trenza sobre el hombro, se puso a juguetear con las
puntas de su pelo. Stoyan observó cómo se fruncía su frente perfecta y vio en torno a
sus ojos luminosos esas arrugas que en aquella época parecían afectar a todo el
mundo: arrugas de preocupación e incertidumbre. Casi de miedo, habría jurado
Stoyan al verlas en el rostro de su esposa.
Ella meneó la cabeza.
—No debes sentirte culpable, cariño. Gishev estaba destinado a meterse en líos
con Samokovski tarde o temprano.
—Me gustaría decirle que no he querido causarle ningún perjuicio. —Stoyan hizo
un esfuerzo por comerse la sopa para contentar a su mujer—. Él sabe que admiro su
forma de tocar, aunque a veces me parezca…
Estuvo a punto de decir «un asno».
—Esta noche os veréis en el ensayo del cuarteto, ¿no? Puedes decírselo entonces.
Stoyan se había arremangado la camisa para comer y Vera le acarició el brazo con
un dedo. Él sintió el impulso de levantarse y tomarla en brazos, apoyar la cara en su
cabello, besar su cuello y mordisquear su trenza. Comió otra cucharada de sopa y se
limpió los labios con el pañuelo.
—Supongo que podría pasarme por su casa para hablar con él. Seguro que ha
vuelto a casa a comer.
Vera ya había empezado a recoger la mesa.
—Yo esta tarde voy a casa de mi madre. Si sales, ¿puedes traer un poco más de
pan?
Ninguno de los dos dijo lo obvio: si es que lo hay.
—Claro, cariño.
Stoyan se acercó al diván que había junto al fogón, se echó y se tapó la cara con
el periódico que encontró allí y cuyos retorcidos titulares había leído por la mañana.
Vera lavó los escasos platos en silencio y luego Stoyan sintió que apartaba el
periódico un poco para besarle la frente. Mantuvo los ojos cerrados, fingiéndose
dormido. Conocía la rutina de su esposa; se cambiaría de vestido en el dormitorio que
habían habilitado en una esquina del salón, detrás de una sábana colgada con clavos,
se cepillaría el pelo, se maquillaría el cuello con los pocos polvos perfumados que
quedaban en su cajita redonda y se enderezaría las costuras de las medias de color
oscuro.

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Stoyan la oyó cerrar la puerta sin hacer ruido al salir. Luego se quedó allí
tumbado un rato más, tratando de dormir. La presencia de Vera era aún más palpable
cuando no estaba en el piso; Stoyan la sentía en la cocina, sus muslos largos y
redondeados bajo el vestido, la firmeza de sus gestos cuando limpiaba la mesa o
cortaba verduras. Vivía acompañado continuamente por su misterio y, cuando ella no
estaba presente, una parte de la turbulencia que entrañaba ese misterio parecía
disiparse. Le encantaba pasear la mirada por el piso y ver su jersey y su delantal
colgados en clavos distintos.
No consiguió conciliar el sueño. Por fin, se levantó, se puso los zapatos y cerró la
puerta con llave al salir. Pero, como no quería ir con las manos vacías, volvió a abrir
la puerta y entró en el salón. Sacó de entre las partituras su posesión más preciada,
comprada en Praga años antes, y la guardó en la bolsa. No tenía intención de
prestársela a Velizar, pero se la enseñaría como ofrenda de paz y le contaría cómo la
había adquirido. Tal vez pudieran copiarla juntos y arreglarla para el cuarteto. Ya era
hora, de hecho, de volver a tocarla. Velizar quedaría fascinado; entendería mejor que
nadie (maldito fuera) su importancia, y entendería también que aquel ofrecimiento
era un acto de piedad. Stoyan había decidido ya no preguntarle por el moratón de la
cara. Pensó en confesarle lo que había dicho y luego se lo pensó mejor. Se limitaría a
enseñarle aquella pieza maravillosa y a conversar con él sobre ella. Eso arreglaría las
cosas, y solo le llevaría unos minutos.
El letargo de primera hora de la tarde inundaba las calles; el aire era pesado, se
había nublado el cielo y los niños estaban en sus casas durmiendo la siesta. Los
abuelos dormirían cerca, en los divanes de las cocinas o en sofás de crin rescatados
de entre los cascotes tras los bombardeos. Se acordó de repente del día, cinco años
antes, en que los tanques soviéticos entraron en Sofía: los vítores, las armas, las
flores. Ahora, en cambio, reinaba la pereza: los jóvenes policías se apoyaban contra
las paredes, aburridos, con las armas en el cinto. Un paréntesis de quietud entre las
dos y las cuatro, sacrosanto para la ciudad. En algún lugar del centro repicaban las
campanas, tal vez en la iglesia rusa. Stoyan no quería esperar ni un segundo más de lo
necesario para aclarar las cosas con Gishev. Al cruzar una vieja plaza, pasó junto a
dos fuentes ahora secas, junto a un parterre de flores blancas y amarillas y, más allá,
junto a un perro atado a una farola, una reliquia (como cualquier mascota) de una
época más próspera: cuidado, animalito, alguien podría convertirte en sopa. Saludó al
perro con una inclinación de cabeza y el animal se estremeció, pero siguió sentado
obedientemente. Encontró la dirección correcta, una calle sombría de casas de finales
del siglo anterior cuyas cornisas engalanadas con guirnaldas empezaban a agrietarse y
descascarillarse. La calle parecía muy larga y tranquila.
La casa en la que vivía Velizar, como la mayoría de las de la calle, tenía cuatro
plantas. Velizar y su familia ocupaban toda la planta baja, que era muy estrecha.
Stoyan estaba familiarizado con la casa: Vera y él habían cenado allí dos veces
después de sendos conciertos de la orquesta, y un par de inviernos antes Stoyan

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acudía allí con regularidad para ensayar con el cuarteto. Sabía que, cuando lo
invitaran a entrar, reconocería el suelo de parqué, el desvencijado armario antiguo, y
quizás incluso la chaqueta negra que Velizar se ponía para tocar con la orquesta,
colgada en la entrada. Había coincidido con la esposa de Velizar en varias ocasiones.
Era una mujercita morena, de considerable belleza, pero ojerosa y demacrada. Velizar
tenía dos hijos, uno de ellos lo bastante joven para vivir todavía en casa de sus
padres.
Stoyan se detuvo en la puerta. Para su sorpresa, la encontró entornada. Dentro se
oía movimiento. Se preparó para encontrarse con Velizar en el umbral sin previo
aviso; luego giró la llave metálica que hacía sonar el anticuado timbre. Como la
puerta estaba entreabierta, oyó el chirrido del timbre al resonar en las habitaciones.
No hubo respuesta y, pasado un momento, tocó con los nudillos. Empujó la puerta
y llamó suavemente. Pensó en marcharse, o en dejar la partitura encima de la mesa de
la cocina. Velizar comprendería enseguida de quién era. Pero sabía que era incapaz de
dejarla en ninguna parte, que jamás se desprendería de ella, ni siquiera por espacio de
una hora. Entró y cruzó el pequeño recibidor hasta la cocina, desde donde vería si los
Gishev estaban en el jardín.
Vivió entonces un instante de irrealidad absoluta y tuvo que girar de nuevo la
cabeza hacia la entrada, incapaz de asimilar lo que veían sus ojos. Velizar Gishev
estaba en la cocina, pero tumbado en el suelo, sobre lo que parecía ser una manta
roja. Su esposa yacía cerca de él, con su hijo junto a ella, con las piernas
extrañamente separadas. La manta roja les había calado la ropa. Había una pistola
junto a la mano de Velizar, algo apartada de aquel color rojo que iba extendiéndose,
una pistola vieja de esas que, heredadas de algún bisabuelo, se exhibían en las
vitrinas de los salones. Pero desde la Revolución nadie podía tener armas, ni siquiera
sin balas, ni siquiera para adornar el salón. Stoyan vio otra vez el reborde de
terciopelo del puño de la chaqueta de Velizar, que ahora reposaba junto a la pistola.
La cara de Velizar estaba contraída en una mueca mucho más expresiva que el rictus
sardónico que solía adoptar en los ensayos, y parecía tener un agujero negro en lo alto
de la frente. Stoyan descubrió que no podía mirar aquel agujero más allá de un
instante infinitesimal. Vio una salpicadura roja en la mejilla y la garganta de la señora
Gisheva, y sobre el cráneo extrañamente abombado del pequeño, con su cara blanca y
serena. Ella había cerrado los ojos. Los hombres (el de mediana edad y el muchacho)
los habían dejado abiertos como si examinaran el techo.
Stoyan reparó entonces en que la puerta trasera también estaba entornada y en que
otras dos figuras se movían en el minúsculo jardín amurallado. Un olor acre se
agitaba a su alrededor. Sintió que debía marcharse, irse de inmediato, pero se quedó
al borde de la cocina, donde el charco de sangre no alcanzaba sus pies. Se descubrió
mirándose los zapatos para comprobarlo. La gente del jardín vestía uniforme y estaba
saliendo por una verja. Cuando Stoyan dio un paso atrás, uno de ellos se giró
rápidamente y le vio a través de la ventana de la cocina. Stoyan reconoció su cara: era

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un voluntario de la milicia del barrio. No recordaba su nombre, sin embargo. Sus ojos
se encontraron a través de la ventana: el pelo ralo, la cabeza estrecha. Comprendió
que él también lo había reconocido de inmediato. ¿O eran imaginaciones suyas? Tal
vez ni siquiera lo había visto. Después, se marcharon cerrando la verja a su espalda.
Stoyan retrocedió junto a la mesa. Una detención a plena luz del día; Velizar, con
su vieja pistola de libertador, escondida desde hacía tiempo en un cajón. Los vecinos
en casa, pero poco o nada dispuestos a investigar; quizás no era la primera vez que se
oían disparos en aquel vecindario, con la cantidad de detenciones que había
últimamente. Nadie en la calle. Tres disparos, tal vez los dos individuos uniformados
disparando a la vez, sacando sus pistolas rápidamente en defensa propia o con la
única intención de cometer un asesinato. Habían olvidado cerrar la puerta delantera
de la casa. Y no habían hecho mucho ruido al disparar. Pero ¿cómo era posible? Tenía
que haber sucedido un rato antes, puesto que Stoyan no había oído las detonaciones al
enfilar la calle. Los hombres uniformados debían de estar conversando en el jardín al
entrar él, con las armas de nuevo enfundadas. Se detenía a las personas, se las
juzgaba y a veces se las fusilaba, o simplemente desaparecían. Pero no se las
ajusticiaba en su casa, de modo que, sin duda, Velizar se había resistido al arresto y lo
habían matado en el acto. Y, dispuestos así los cadáveres, parecería un suicidio y dos
asesinatos, un crimen familiar.
Stoyan dio media vuelta y salió a toda prisa, dejando la puerta abierta. Oyó pasos
a su espalda. Corrió un trecho; luego se obligó a aflojar el paso y procuró controlar su
respiración. Había empezado a caer esa lluvia fina y brumosa de principios de otoño.
Se metió debajo de la chaqueta la bolsa que contenía su tesoro y siguió caminando
con la vista fija en el suelo. Tenía la sensación de que era muy importante que
mantuviera el ritmo de sus pasos. Si alguien lo estaba mirando, lo vería poner un pie
delante del otro, normalmente. Era como estar en el escenario: fijabas la mente por
completo en el arco y en la posición de los dedos, en cualquier cosa menos en el
silencio del público, y la mantenías fija allí hasta que la música se apoderaba de todo.
Pensó de pronto en Vera. ¿Qué iba a decirle? Nada, por supuesto. Sería lo menos
peligroso. Pero siempre se lo contaba todo.
Comprendió entonces que su penitencia ya había comenzado y que adoptaría
muchas formas. Ya se había iniciado, y solo era el comienzo.

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40

Cuando Angelov dejó de hablar, el último sol de la tarde había abandonado las
ventanas del estudio dejando su rostro en sombras. Alexandra tenía las manos
entumecidas: se había sentado sobre ellas. Había estado mirando fijamente los dientes
inferiores del pintor; los de arriba le faltaban, y en cada uno de sus huecos se veía una
raíz de color marrón: una imagen horrenda pero fascinadora. Cuando el anciano
sonrió, Alexandra se olvidó por completo del espectáculo y vio únicamente sus ojos
líquidos en medio de la habitación destartalada.
Y Stoyan se había quedado paralizado, mirando los tres cadáveres tendidos en el
suelo de la cocina.
Bobby se levantó despacio, pulsó la llave de la luz, junto a la puerta, y el
crepúsculo se disipó de golpe. Irina meneaba la cabeza, la boca curvada hacia abajo.
—Sabía que pasó algo con aquella orquesta. A Stoyan no le gustaba hablar de
eso, nunca lo hacía. Pero no sabía que era esto.
—Dios mío —dijo Bobby—. Tuvo que ser muy peligroso para él ser testigo de
algo así. ¿Qué le ocurrió después? ¿Se lo contó?
Irina y Angelov se miraron, y Alexandra vio que el pintor bajaba la vista. Bobby
tradujo sus palabras:
—Dice que hay más, pero que no está seguro de que deba contárnoslo.
Angelov se volvió y señaló con el dedo. Bobby miró a Alexandra.
—Dice que pongas la bolsa en la mesa y la abras.
Ella obedeció. Pasado un momento, el pintor se levantó y sacó la urna de su
envoltorio.
—Sí, fue él quien talló la urna —dijo Bobby—. Dice que fue Stoyan quien le
pidió que la hiciera, y de un modo especial.
Angelov tocó el reborde de hojas y flores y levantó la tapa pulida. Hacía varios
días que Alexandra no veía la urna abierta, y nunca la había visto despojada por
completo de su funda de terciopelo. Sintió un arrebato de intranquilidad, como si
dentro pudiera haber algo vivo. Angelov sacó la bolsa de plástico del interior, con su
carga de cenizas grises y blancas, y la depositó con mucho cuidado sobre la mesa. A
continuación metió la mano dentro de la urna vacía y la giró. La levantó de nuevo y
presionó en un lado del fondo, y Alexandra vio casi antes de que las piezas se
separaran que tenía que haber otro compartimento debajo, una base deslizante casi
invisible salvo para aquel que la había construido. Angelov dejó a un lado la parte de
arriba de la urna y les enseñó la caja oculta, cerrada con su propia tapa. Sus dedos
carcomidos temblaban. Se detuvo, dijo algo y Bobby tradujo sus palabras para
Alexandra:
—Dice que está incumpliendo una promesa.

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Abrió la tapa de la caja. Dentro había un fajo de papeles doblados, grueso y
amarillento. Lo miraron todos en silencio.
—Dios mío —dijo Irina, inclinándose hacia delante—. ¿Esto lo sabe mi hermana?
—Ne —contestó Angelov. Levantó despacio los papeles—. Solo yo.
Alexandra vio que se había puesto pálido. Desdobló los pliegues del papel. Las
hojas, muy finas, crepitaban como papel de máquina de escribir y estaban cubiertas
por una letra muy bella y regular, en caracteres cirílicos. El pintor las alisó sobre la
mesa.
—Tiene título —le dijo Bobby a Alexandra—. Dice: «Una confesión, por Stoyan
Lazarov». Y también hay una fecha: 1991. Escribió esto justo después del cambio de
régimen. —Miraba con intensidad la parte de arriba de la página—. Y aquí arriba, en
una letra distinta, pone: «Solo Milen Radev sabe…». Pero es como si la frase no
estuviera acabada.
Irina agarró la mano de Alexandra con tanta fuerza que le hizo daño.
—¿Milen Radev? ¿Qué más dice? —preguntó.
Angelov desplegó las dos primeras páginas para que las vieran.
—Creo que son unas memorias —dijo Bobby—. Parece que empiezan con… Es
muy extraño. Empiezan con la historia que acaba de contarnos el señor Angelov
acerca de la muerte del violinista de la orquesta de Stoyan Lazarov en Sofía.
Angelov dijo algo y Bobby escuchó un momento asintiendo con la cabeza.
—Stoyan le pidió que hiciera la caja para esconder en ella el relato y que nunca se
lo contara a nadie a no ser que una vida dependiera de ello. Ahora quiere leértela.
Dice que su vida no depende de ella, pero tal vez la nuestra sí.

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Libro
3

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41
1949

Yo sabía que algo iba a pasar, pero no sabía qué.


Que llamaran a la puerta en torno a medianoche fue casi una satisfacción: la nota
final de una melodía que me había rondado en sueños toda la noche. Me acerqué todo
lo que pude a la nuca de Vera sin molestarla. Se removió, soñolienta, y le dije:
—No, no, tú duerme. Voy a ver quién es.
Llamaron otra vez, con más fuerza. Me puse mi chaqueta vieja, la que usaba
como bata. Crucé la sábana que nos servía de tabique y atravesé el salón hasta la
puerta del piso. La abrí rápidamente, para no darme tiempo a pensar. Tenía que abrir,
eso era indudable. Si no abría, solo conseguiría empeorar las cosas.
Había tres hombres en el pasillo. Vestían chaquetas sencillas y se cubrían la
cabeza con sombreros negros corrientes. No llevaban uniforme.
—¿Ciudadano Stoyan Lazarov? —preguntó uno.
Me di cuenta entonces de que hacía algún tiempo que nadie se dirigía a mí
formalmente, como no fuera para llamarme «camarada». La Revolución ya había
prescindido de mí.
—Sí —contesté—. ¿En qué puedo servirles?
Otro de aquellos hombres se echó a reír y los tres avanzaron, de modo que tuve
que retroceder para dejarles entrar en el piso. El último en pasar cerró la puerta. El
que había hablado se puso delante de mí, muy cerca, como para impedir que me
moviera. Yo no me moví. Los otros dos recorrieron rápidamente el salón, sacando
libros de las pocas estanterías y moviendo los enseres de cocina de aquí para allá en
el rincón donde cocinábamos. Incluso miraron debajo de la tapa del fogón. Yo no
sabía si buscaban algo en particular o solo querían manosear mis pertenencias.
Como me temía, el ruido sacó a Vera de la cama. Levantó la sábana que nos
servía de puerta y salió en medio de aquellos hombres, bellísima con su camisón
descolorido y su cabello largo y alborotado. Traté de acercarme a ella, pero el simio
que me cortaba el paso me agarró del brazo para que no me moviera. Vera miró aquel
desorden, miró a los dos hombres que registraban nuestras cosas y luego me miró a
mí, y el miedo se apoderó de su rostro. Cruzó los brazos con fuerza y retrocedió hacia
el dormitorio. Yo juré para mis adentros que si alguno de aquellos hombres la tocaba
pelearía hasta que me mataran, pero tras lanzarle una o dos miradas siguieron a lo
suyo.
—Aquí no hay más que libros, camarada —le dijo uno de ellos al que me retenía
—. Libros fascistas. —Levantó una historia de la música en alemán que compré en

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Viena, y una novela francesa salvada de la biblioteca de mi suegra—. Propaganda
fascista.
—El roman está en francés, en realidad —dije—. Un idioma completamente
distinto.
Vera me lanzó una mirada implorante.
—Debería darte vergüenza —dijo el hombre que me vigilaba y noté que,
curiosamente, hablaba en serio—. Guardar asquerosa propaganda fascista.
—Aquí no hay propaganda —repuse yo con la mayor firmeza de que fui capaz—.
Regresé a Bulgaria antes de que empezara la guerra. Además, la propaganda es muy
aburrida de leer.
Me sorprendió oírme hablar así, pero no podía refrenarme.
El hombre me zarandeó por el brazo. Sus dedos empezaban a clavárseme en la
piel.
—De todos modos vas a tener que venir a la comisaría para que comprobemos tu
identidad. No traigas nada, excepto tu carné. No tardaremos mucho.
—Estoy en pijama —dije.
—Pues vístete, hombre. —Me empujó hacia el dormitorio—. Y no la toques.
Siéntate aquí, por favor, camarada —le dijo a Vera indicando una silla. Ella se acercó
a la silla temblando—. Y tú date prisa.
Entré en nuestro dormitorio, detrás de la sábana, aunque me daba pavor perder de
vista a Vera aunque fuera solo un segundo, y me vestí lo más deprisa que pude. No sé
por qué, pero alargué el brazo hacia mi violín, que siempre tenía a mi lado por las
noches, y lo metí debajo de la cama. Confiaba en que no registraran el dormitorio.
Allí no teníamos libros, de modo que tal vez no sintieran curiosidad, y tal vez el
instrumento saliera indemne. Pero en todo caso prefería ocultarlo.
Salí con la ropa de calle puesta y me incliné para besar a Vera al pasar junto a su
silla, aunque el matón que llevaba la voz cantante me lanzó una bofetada. Vera se
esforzaba por no llorar delante de ellos. Sus rodillas temblaban visiblemente. De
alguna forma conseguí calzarme junto a la puerta del piso y mantuve la cara vuelta y
los ojos fijos en ella hasta que me sacaron a empujones por la puerta. La cerraron casi
sin hacer ruido a mi espalda. Quizás no querían alertar a los vecinos de nuestro
rellano. Ignoraba por qué habrían de tomar esa precaución teniendo en cuenta que
llevaban un rato revolviendo cosas y tirándolas al suelo. Pero el caso es que no se
abrió ninguna puerta; nadie se asomó a ver quiénes eran aquellos hombres ni adónde
me llevaban. Bajamos las escaleras sin hablar. No me habían esposado, ni apuntado
con una pistola. Supongo que sabían que los acompañaría sin rechistar. Fuera era aún
de noche y un par de farolas brillaban cerca del puente. Me pregunté fugazmente si
pensaban atarme y arrojarme al río, o darme una paliza en un callejón, pero me
condujeron en silencio hasta la comisaría de policía, que estaba solo a ocho manzanas
de allí.
La niebla se había insinuado en algunas de las calles heladas y vi que mi aliento

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la emulaba mínimamente, y oí el eco de nuestros pasos en el pavimento, como si
estuviéramos muy lejos de nuestros cuerpos. Nos adelantó un carro tirado por un
caballo, una carreta de transporte. El conductor llevaba la cabeza gacha; parecía
haberse quedado dormido en el pescante. No había luces en las ventanas de las casas
y me pregunté si alguna vez volvería a ver luces. Sabía que iban a decirme que había
obrado mal. Y sabía que, de hecho, así era. Hablé conmigo mismo para mis adentros
sobre lo que les diría cuando me interrogaran. Estaba, por un lado, la verdad y, por
otro, Vera y lo que podía pasarle si decía la verdad.
Cuando llegamos a la comisaría, me hicieron pasar por una puerta trasera. Yo
había estado en el edificio varias veces antes, en la planta baja, para registrarme y
registrar a Vera y sacarnos el carné de identidad, después de la guerra. Y luego
también otra vez para informar de la muerte de un vecino anciano cuyo cadáver había
descubierto plácidamente tumbado en el umbral de su piso, una planta más abajo.
Pensé por un instante en su sonrisita, en la expresión de su cara, como si hubiera
decidido echarse una siesta en un lugar extraño. Oí el golpe en el pasillo y salí
todavía con el violín y el arco en la mano. Vera y yo volvimos a meterlo en su piso y
lo tumbamos sobre la cama, porque los vecinos con los que compartía casa estaban
trabajando y su esposa había muerto hacía tiempo. Vera lloró por él, aunque apenas lo
conocía. Y yo me acerqué andando a la comisaría para informar a los jóvenes agentes
que estaban de guardia: una muerte apacible, debidamente notificada. Me pregunté
quién informaría de mi muerte si algún día caía fulminado sobre el umbral de mi
casa. Confiaba, al menos, en no llevar en la mano mi violín para que no sufriera
ningún daño, y en que no fuera Vera quien me encontrara. Confiaba en que no
enfermara de preocupación mientras yo estuviera detenido. Cuando me soltaran, me
iría derecho a casa; no correría, iría caminando, pero a buen paso.
La comisaría estaba mal iluminada (la electricidad se racionaba de madrugada), y
detrás del mostrador había sentado un guardia, medio dormido. No se parecía al joven
que me había acompañado para ver a mi vecino, apaciblemente dormido. Hizo una
seña con la cabeza a los agentes y uno de ellos varió la presión con la que me
sujetaba del brazo, pero nadie dijo nada. Me condujeron a una escalera al fondo de la
entrada. Empecé a notar calambres en el estómago al darme cuenta de que íbamos a
bajar, en vez de subir. No sé por qué, esperaba que me llevaran a un despacho de
arriba para interrogarme. Sabía que no sería así, desde luego, pero en esos momentos
uno trata de no recordar lo que recuerda, de olvidar los rumores que ha escuchado. La
escalera olía a moho y las paredes estaban manchadas de humedad; se habría dicho
que estábamos entrando en una cueva. Nuestros pasos sonaban suaves, amortiguados.
Yo quería darme la vuelta y echar a correr, pero me dije que no debía hacer nada
delante de aquellos hombres que pudiera interpretarse como un signo de temor o que
les diera una excusa para retenerme más de lo necesario.
Al final de la escalera había un pasillo corto y húmedo. Uno de los hombres sacó
unas llaves y abrió una puerta. La abrió y yo me quedé allí parado un momento. No

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quería entrar a menos que tuviera que hacerlo, y me preguntaba si me encerrarían allí
si entraba y por cuánto tiempo. El hombre parecía esperar que entrara, o quizás
esperaba algún indicio de duda. Sucedió todo tan deprisa que por un momento no
supe de dónde venía el golpe. El canto de su mano me cruzó la nariz con tal fuerza
que me la dejó entumecida, como si un tren hubiera pasado rozándome la cara. El
dolor pareció llegar antes que el golpe. Vi nubes y cometas a mi alrededor y sentí que
me tambaleaba. Noté el líquido que me salía por la nariz y se me metía en la boca,
con su sabor a óxido, más sorprendente aún que el dolor. Pero lo más sorprendente de
todo era la claridad de mis pensamientos: nadie me pegaba desde quinto curso,
cuando Dimitar, el de la calle de al lado, me dio un puñetazo en la boca porque me
gustaba su hermana. Yo también le pegué, aunque con poca eficacia. No me habían
golpeado ni antes ni después de aquello. Esta vez, dejé los brazos colgando a los
lados, estupefacto. Mis padres no creían que hubiera que pegar a los niños, y yo había
vivido desde la infancia rodeado de músicos, que no se pegaban ni aunque ansiaran
hacerlo, por miedo a hacerse daño en las manos.
Uno de los hombres me hizo entrar de un empujón y yo eché a andar para no
caerme de bruces. La sala era más grande de lo que esperaba y parecía invadida por
una oscuridad borrosa que yo temí que fuera producto de mi vista. Me acerqué la
manga a la nariz para detener la hemorragia. La puerta se cerró a mi espalda y la
cerradura giró ruidosamente. En una esquina, la oscuridad comenzó a moverse: un
chico se removió en el suelo y se puso en pie. Otro hombre permaneció sentado;
vestía chaqueta oscura y gorra y su cara envuelta en sombras me observaba con
interés. El chico fue el primero en hablar, en voz baja:
—¿Estás solo?
Me limpié la nariz y apoyé una mano en la pared. Me costaba pensar, cuanto más
comprender su pregunta. Oía aún un agudo pitido dentro del cráneo.
—¿Solo? —pregunté—. No. Estoy con vosotros.
—No, no. —Levantó una mano a modo de explicación—. ¿No han traído a nadie
más contigo? Dijeron que se ocuparían de nosotros cuando fuéramos cuatro.
—Entiendo.
El chico volvió a sentarse en el suelo y yo me deslicé a su lado y tomé asiento.
Habíamos bajado la voz hasta susurrar.
—¿Qué más dijeron?
—Nada —contestó el muchacho—. A mí me trajeron de la calle a medianoche.
Mi madre no sabe dónde estoy. —Apoyó su cara en las manos.
—Pronto estarás de vuelta en casa —dije yo, tanto para mí mismo como para él, y
los dos nos limpiamos la nariz.
El otro hombre aún no había abierto la boca, ni siquiera para susurrar. No lo veía
con claridad, pero parecía mayor que yo, de mediana edad, quizás, y su cara era un
semicírculo bajo la sombra de la gorra.
—Nos dijeron que no habláramos entre nosotros —susurró el chico, y nos

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quedamos los dos callados hasta que se oyó un estruendo más allá de la puerta.
Esta se abrió de nuevo y reaparecieron los tres hombres, arrastrando a otro que
parecía muy borracho.
—Maldito criminal —dijo uno de los policías.
El borracho avanzó a trompicones. Tenía el cabello rubio y la cara achatada, y
había manchas de sangre y porquería en su camisa, que en algún momento había sido
blanca. Vestía, además, un delantal blanco, como un camarero de otro tiempo. Pero
también el delantal estaba manchado. Lo metieron a empujones en la celda y a mi
lado el chico agachó la cabeza para quitarse de en medio.
—¿Y tú qué miras? —preguntó el policía—. ¿Es que nunca has visto un nemet,
un cerdo de Hitler?
—Pero yo no soy alemán —farfulló el hombre en búlgaro.
Estaba tan borracho que no pude distinguir si hablaba con acento.
—Da igual —dijo otro policía—. Alemán o búlgaro, eres un ladrón y un jugador.
Siéntate en el suelo. Y vosotros no creáis que no os merecéis esta compañía. La
verdad es que deberíais estar limpiándole las botas. Por lo menos él es un delincuente
a carta cabal y no un espía. A no ser que sea un espía alemán.
El chico se acobardó, pegado a la pared. El de la gorra no se había movido, pero
la luz que entraba por la puerta me permitió ver el cambio que se operaba en sus ojos
oscuros. Mi cara pareció despertar de pronto a aquel calvario. Sentí que mi nariz
empezaba a palpitar de dolor. Los policías nos miraron. El más corpulento, que
parecía ser también el de más edad, dijo:
—El jefe tiene que haceros unas preguntas, antes de nada.
¿Antes de qué?, me pregunté. Esperaba que me interrogaran, pero ¿qué más
vendría después?
El policía cruzó los brazos como si le estuviéramos haciendo esperar.
—¿Y bien? ¿Quién quiere ser el primero?
—Bah, elige a uno y ya está —masculló el que había llamado fascista al rubio.
El más grandullón, que parecía ser su superior, ya fuera por rango o por acuerdo
tácito, no le hizo caso.
—¿Qué? ¿Quién va primero?
Yo quería en parte ofrecerme voluntario, porque tal vez así pudiera volver antes
con Vera y porque estaba seguro de que podía responder a cualquier pregunta que me
hicieran, salvo quizás a la más difícil. ¿Ha visto algo extraño últimamente? O quizás,
¿Dónde estuvo ayer por la tarde? Si de verdad tenía algo que confesar, no era lo que
ellos querían oír.
El hombre de la gorra se levantó de pronto sin decir nada. Los tres policías se
miraron y el grandullón se encogió de hombros. Se llevaron al hombre y echaron la
llave al salir. La salita quedó otra vez casi a oscuras, y al principio solo oí las voces
de los policías en el pasillo mientras abrían y cerraban otra puerta, a cierta distancia.
Se oyeron luego golpes sordos y chirridos, como si estuvieran moviendo muebles. A

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continuación hubo un largo rato de silencio durante el cual oí un murmullo que fue
convirtiéndose poco a poco en un grito y, más cerca, el ruido de los ronquidos del
borracho que dormía en un rincón. Olía a moho a nuestro alrededor. El chico parecía
intentar dormir, pero respiraba agitadamente y estaba tan asustado que yo dudaba de
que pudiera pegar ojo. Los gritos sonaban impacientes, exasperados, no eran gritos de
dolor, y empecé a preguntarme si el hombre de la gorra seguía guardando silencio.
Tal vez tuviera algo importante que esconder. Pero yo también lo tenía, me dije. ¿Qué
les diría cuando llegara mi turno? El crimen que tenía que esconder no lo había
cometido yo. Era más grave, en realidad, puesto que lo habían cometido ellos. Si el
hombre de la gorra había robado algo o de verdad guardaba propaganda fascista, tal
vez guardara silencio para proteger a otras personas.
Se oyó entonces un sonido peor que los gritos: el gruñido salvaje de alguien que
intenta no gritar. Yo había oído ese sonido solo una vez antes, de niño, cuando mi tía
estaba dando a luz atendida por el médico, en la casa de la familia. Se suponía que yo
no debía estar allí, en el pasillo; volví desobedeciendo órdenes, a buscar una pelota
que quería llevar al patio del colegio. Aquel gemido animal proferido entre dientes…
Sentí ya de niño que no se debía al valor, sino a la convicción de que gritar solo
aumentaría el dolor, a la certeza de que, una vez empezaran los gritos, ya no habría
forma de detenerlos.
De modo que aquel interrogatorio entrañaba algo más que preguntas. ¿Estaban
castigando a aquel hombre por negarse a hablar? ¿O quizás por algo que había dicho?
¿Y en qué consistía el castigo? Yo tenía las manos y el cuello bañados en sudor.
El chico se arrimó a mí y se apretó contra mi codo en la oscuridad. Deseé que se
apartara para poder concentrarme en aquel nuevo sonido, pero dejé que descansara
allí. Sabía Dios lo que sería de él cuando le llegara su turno. Resolví adelantarme a él.
Al menos, eso.
La puerta del otro lado del pasillo se abrió bruscamente y un instante después se
abrió también la puerta de nuestra celda. Era el policía más corpulento.
—No hay nada que hacer —masculló como si hubiera estado intentando arreglar
una máquina defectuosa que no servía para nada—. Vosotros, vamos. A lo mejor
servís de inspiración a ese descerebrado.
El chico se agarró a mi brazo y avanzamos juntos por el pasillo, pero dos de los
policías tuvieron que llevar a rastras al borrachín. Me dio envidia su inconsciencia,
aunque ¿qué le esperaría al despertar? La otra celda estaba más iluminada y pude ver
al hombre de la gorra tumbado en el suelo, boca arriba, con las piernas apoyadas en
una silla. De pie, a su lado, había un policía al que no habíamos visto antes. El
hombre estaba descalzo. Sus zapatos y sus calcetines mal remendados descansaban
en un montoncillo, en el suelo. Vi de pronto las manos de Vera alineando pulcramente
mis dos pares de zapatos y un par de botas en el estante bajo de nuestro salón.
Al hombre se le había caído la gorra, o puede que se la hubieran quitado de un
zarpazo. También yacía a su lado, en el suelo. Tenía la cabeza calva, con una franja

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de pelo gris alrededor de las orejas, y un verdugón intensamente rojo cubría un lado
de su cráneo reluciente. Su cara tenía un color ceniciento, y morado en las mejillas.
Cuando entramos a trompicones en la celda, se volvió ligeramente, jadeando, y luego
apartó la vista como si le diera vergüenza que lo viéramos en aquella postura. Desde
el lugar que ocupaba en una esquina, vi de pronto que le sangraban las plantas de los
pies, cruzadas por largos cortes abiertos. Me di cuenta entonces de que el policía
sostenía en la mano un cordón, y que el cordón estaba hecho de metal finamente
trenzado y manchado de restos de piel y sangre. Me sorprendió fugazmente aquella
tortura tan modesta: solo las plantas de los pies, no la espalda desnuda, ni el potro
medieval, ni el aceite hirviendo. Me fijé de nuevo en la cara entre gris y verdosa del
hombre y me acordé de la exquisita sensibilidad de aquella zona, la planta del pie.
Parecía a punto de desmayarse y habíamos oído sus gemidos.
El policía desconocido ordenó que nos pusiéramos en fila.
—¿Veis lo poco que colabora este hombre? Es un traidor, pero aun así le iría
mejor si nos dijera la verdad. ¿Queréis que a vosotros os pase lo mismo?
El chico temblaba a mi lado, y yo cerré con firmeza la mano sobre su muñeca,
deseando que se estuviera quieto. Sorprendentemente, fue el borracho quien habló
por todos nosotros. Apoyado contra la pared, sonrió.
—No —dijo—. No, no, no. No queremos líos.
El policía grandullón puso los ojos en blanco.
—¿No queréis líos? Ya estáis metidos en uno, amigo mío.
—Supongo que sí —repuso el borracho amablemente.
—Vosotros dos —dijo el policía con el cordón en la mano—, ¿queréis que os
interroguemos juntos? Tenemos poco tiempo.
Aquello hizo que mi corazón diera un brinco de esperanza. Estaba claro que
pensaban soltarnos antes de que el día estuviera muy avanzado. Seguramente, tenían
otras cosas que hacer, o puede que no quisieran que se corriera la voz de que retenían
a la gente durante la jornada laboral.
—Sí, por favor —contesté con toda la claridad de que fui capaz.
—Bueno, entonces tú puedes ser el primero.
Apartó la silla de debajo de los pies del hombre callado, que cayeron al suelo tan
violentamente que temí que se le rompieran los huesos. El hombre se retorció un
poco hacia un lado, separando con esfuerzo los pies del cuerpo, y gruñó de nuevo.
—Siéntate aquí.
Me senté en la silla. Noté aún el calor de las piernas del hombre en el asiento.
—Mis compañeros me han dicho que estás aquí por posesión de propaganda
fascista.
No era una pregunta, así que guardé silencio. Tenía que probar aquella táctica.
Pero solo parecía hacerle enfadar.
—¿Y bien? ¿Has estado almacenando propaganda fascista?
Lo miré con cautela, aunque el corazón me latía con fuerza y el sudor me corría

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por el cuello. Como el hombre de los pies cortados, el policía ya no llevaba su gorra,
y vi las rayas que dejaba el peine en su cabello negro embadurnado con fijador:
describían círculos en lo alto de su cabeza roma. Tenía el tipo de piel en el que la
barba comienza a aparecer de nuevo a las pocas horas del afeitado, como si algo
oscuro pugnara continuamente por salir a través de sus poros. Sus ojos, grandes e
inteligentes, habrían resultado agradables en un rostro más amable. Me pregunté
quién era (aparte de ser búlgaro, como yo, y sacarme apenas unos años), de dónde
venía y quiénes eran sus padres. Su camisa parecía muy limpia. Hablaba con acento
shopis de la región de Sofía, pero no de la ciudad misma. Parecía proceder de alguna
zona rural.
—No, yo no almaceno nada —contesté.
—Encontramos material interesante en tu casa —afirmó bajando la voz como si
aquello fuera algo que debía quedar entre nosotros dos—. Libros en alemán, por
ejemplo, y otras obras decadentes.
—Tengo algunos libros en alemán, sí —dije—. De poesía y de historia de la
música. No de propaganda.
—Entonces ¿tienes tiempo para leer poesía alemana? —preguntó—. ¿Tienes
tiempo de leer el idioma de nuestros enemigos mientras tus camaradas trabajan por
construir una nueva nación a base de sangre y sudor?
Pensé en la sangre del cordón que sostenía en la mano. Como si me hubiera leído
el pensamiento, entregó el látigo a otro policía y se enrolló cuidadosamente las
mangas de la camisa, que ya estaba arremangada en parte. Se acercó a mí.
—¿Por qué estás contra el Partido?
Traté de carraspear.
—No he dicho que lo esté.
—¿Eres vienés?
—Solo estudié allí… unos años —respondí—. Soy de Sofía.
—¿Y qué te trajo de vuelta a Sofía desde tu nueva patria?
Los otros policías cambiaron de postura o irguieron los hombros. Pensé entonces
que, de todo aquello, lo que menos les gustaba era la charla.
—Mi patria es Bulgaria —contesté con firmeza—. Volví aquí… —Iba a añadir
«porque mis padres eran mayores y estaban preocupados por mí», pero de pronto no
quise mencionarlos—. Volví por la guerra.
—¿Podías permitirte ir y venir desde el otro lado de Europa a capricho?
—En Viena era un estudiante pobre —respondí, procurando mantenerme muy
quieto. No quería que me viera temblar.
—¿Pobre, tú? —dijo—. ¿Estudiando en el extranjero mientras nuestros
campesinos sufrían bajo el yugo capitalista?
Casi me eché a reír. Hacía ya varios años que veíamos aquella coletilla en los
periódicos o la oíamos vociferar con megáfonos en los mítines políticos, pero yo aún
no tenía asimilado que había personas corrientes, incluso policías, que hablaban así, y

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con toda seriedad. Me refrené a tiempo, horrorizado.
—Confiaba en que mi trabajo como músico hiciera que mi país se sintiera
orgulloso de mí —aduje—. Por eso fui a estudiar a Viena. Me hirieron en el 45,
combatiendo a los alemanes.
Se me acercó y me miró fijamente a la cara. Vi bajo sus ojos una franja de color
púrpura. Llevaba toda la noche trabajando y estaba casi tan cansado como yo, aunque
no tan asustado. Me pregunté cómo se llamaría. Se parecía muchísimo, tanto de cara
como en complexión, a un niño que yo recordaba de mi clase en el gimnasium, pero
en versión adulta, aunque indudablemente no era él. Éramos de la misma estatura.
Nos imaginé a ambos jugando al balón en un patio de escuela amurallado,
gritándonos el uno al otro.
—¿Qué instrumento tocas? —preguntó.
—Soy violinista —dije.
Absurdamente, el amor que sentía por el violín inundó mi corazón incluso allí, en
una celda policial. Me encantaba decir esas palabras y todo lo que había volcado en
ellas.
—Déjame verte las manos.
Entonces, por primera vez, se apoderó de mí un miedo frenético. Hasta ese
momento no me había considerado vulnerable, como un alcohólico, un muchacho o
un campesino taciturno. En mi mundo, siempre se me había considerado no solo
digno de estima, sino excepcional.
—Tus manos —repitió lentamente.
Las mantuve a la espalda un instante y luego las tendí hacia él. Nunca, en las
infinitas horas que había pasado observando sus evoluciones con el arco y el diapasón
del violín, me habían parecido tan alejadas de mi cuerpo, tan desnudas. Al verlas bajo
aquella desabrida luz eléctrica, se me antojaron extrañamente largas y finas, con las
articulaciones ya ligeramente inflamadas, el pulpejo musculoso de los pulgares, las
puntas de los dedos aplanadas, la derecha un poco más grande que la izquierda, con
ese preciado callo en el lado central izquierdo del dedo índice, y otro callo en la yema
del pulgar, justo a la derecha. La gente dice a veces «conozco tal o cual cosa como la
palma de mi mano»; yo conocía mis manos como la palma de mi mano, como objetos
de incalculable valor. Si las posaba sobre una mesa con las palmas hacia arriba, los
dedos de la izquierda se curvaban más que los de la derecha. Al igual que mi pierna,
mi brazo izquierdo había quedado para siempre un poco agarrotado debido a las
heridas de metralla. Al extender mis manos ante aquel policía shopis, me asaltó la
extraña sensación de que iba a leerme el porvenir o a alabar su extraordinaria forma,
como hizo mi primer maestro en Viena. («Así que estas son las manos que se dan en
las montañas balcánicas», dijo en un tono al mismo tiempo condescendiente y
admirativo).
El policía cogió una de mis manos. La sostuvo un momento tan delicadamente
que sentí las callosidades de su palma y luego, con la otra mano, me rompió en un

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abrir y cerrar de ojos la articulación superior del dedo meñique.
El dolor tardó más en hacerse sentir que la pena y la rabia: un daño atroz que
tardaría meses en curar. ¿Y si nunca llegaba a curar del todo? Sentí entonces un
instante de alivio. Me había roto un dedo del arco, de la mano derecha, no de la
izquierda. Entonces, un calor abrasador me subió súbitamente por el brazo. Traté de
apartar la mano, pero el policía la agarraba con una fuerza alarmante. Pensé en el
hombre callado, que ahora yacía a nuestros pies con los ojos cerrados, y me mordí el
labio. Me preguntaba por qué no lo había previsto, por qué no me había apartado o
había tratado de escabullirme. Tal vez, si hubiera perdido los nervios y les hubiera
agredido, me habrían lacerado los pies o la espalda dejando mis manos en paz. El
dedo empezaba ya a inflamarse y enrojecer.
—Duele, ¿eh? —dijo el policía muy serio—. Seguro que sí. Tus manos no
valdrán un pimiento rotas, ¿verdad que no? Eso, por lo menos, es lo que sé de
música. Mi abuelo era músico. No querrás arriesgarte a perder otro dedo, ¿verdad?
¿O una mano entera? Y tampoco querrás seguir esparciendo mentiras decadentes con
tus libros, ¿verdad que no?
Dobló hacia atrás otro de mis dedos a modo de advertencia y pensé de nuevo que
era mi mano derecha la que estaba en peligro, no la izquierda. Otro de los policías se
inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Me dolía tanto la cabeza que no entendí lo
que decía.
El policía que agarraba mi mano me lanzó una mirada.
—No vas a informar de nada que hayas visto estos últimos días, ¿verdad que no?
—Yo no he hecho nada malo. —Procuré hablar despacio para que no me temblara
la voz.
—¿Quieres decir que no has visto nada de lo que quieras informar? ¿Es eso?
Entendí por su tono que la respuesta correcta era un no rotundo. Quería que
recordara esa respuesta. Me pregunté por qué no había querido hablar conmigo a
solas, pero me alegraba de que el chico y el borracho estuvieran allí, conmigo, y hasta
de que estuviera presente aquel pobre hombre con los pies lacerados asomando,
torcidos, de las perneras de sus pantalones. Quizás solo querían que dijera que no
delante de testigos.
—No he hecho nada malo —repetí.
Habían empezado a temblarme las manos, de dolor y de pánico. Me dio por
pensar que, si seguía repitiendo la misma frase, los policías no se atreverían a
describir delante de los demás lo que sabían que había visto (si es que lo sabían), y yo
no tendría que mentir… ni reconocerlo en voz alta.
—Supongo que no —dijo de repente soltando mi mano—. Ve a sentarte allí.
Me senté contra la pared, apoyando las manos en las rodillas mientras trataba de
recuperar su control. Aquel fue el principio de esa larga bifurcación en la que se
convirtió mi vida: obedece, aborrécete a ti mismo y sobrevive; desobedece, redímete
y perece. Más tarde comprendí con qué facilidad y rapidez me inculcaron aquella

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noción: solo tuvieron que romperme el meñique. No sé por qué razón decidieron no
golpearme.
El policía puso otra vez la silla de lado y apartó al hombre callado de un puntapié.
Le dijo al chico:
—Quítate los zapatos y los calcetines.
El chico lloriqueó un poco, pero se mostró valiente. Cuando empezaron a azotarle
los pies, se puso a gritar de inmediato, como si quisiera acabar con los gritos cuanto
antes o instituir firmemente aquel sonido en la atmósfera de la habitación.

Más adelante, en sueños, me abalanzaba sobre ellos, les quitaba la trenza


ensangrentada de las manos, les oprimía el cuello con ella y los ataba con una cuerda
que me sacaba del bolsillo. El borracho se espabilaba y cargaba sobre sus recios
hombros al campesino despojado de su gorra. Yo cogía al chico en brazos y lo llevaba
a casa, sano y salvo, con Vera.
Pero eso solo sucedía en sueños.

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42

Bobby se detuvo para aclararse la garganta. Irina estaba muy pálida, apoyada contra
el hombro de Lenka. Angelov permanecía sentado, con las manos romas cruzadas
sobre la mesa y el rostro demudado. Para Alexandra, aquella era la primera vez que
las palabras no eran únicamente un medio de expresión, sino algo tangible. Había
leído poesía y novela, y había extraído placer de su lectura. Había leído también algo
de Historia, y le había causado dolor. Pero aquello iba más allá. Bobby continuó
leyendo al cabo de un momento; leyó en voz alta, hasta el final, las páginas
quebradizas, traduciéndolas lentamente al inglés, y ella supo que vería su realidad
una y otra vez con el ojo de la imaginación, durante días y días.
Fue a Irina Georgieva a quien se le ocurrió una nueva posibilidad. Estaba
secándose la cara con un pañuelo que llevaba en la manga.
—Stoyan escribió en la primera página que solo Milen Radev estaba al corriente
de esto.
—Pero tampoco sabemos dónde está —objetó Bobby.
—No —repuso ella—, pero me estaba acordando de su sobrina. —Irina conversó
brevemente con Angelov, que meneó la cabeza en un gesto de asentimiento—. Mi
hermana y Milen iban a menudo a ver a Bogdana, la sobrina de Milen, a Yambol, y
ella también los visitaba a veces. Les tiene mucho cariño, a ellos y también a Neven.
Lenka la llamó esta mañana para preguntarle si por casualidad habían ido a Yambol.
Puede que Bogdana sepa si Milen Radev tiene más información sobre la urna.
—¿Y han ido allí? —Alexandra empezó a levantarse de su asiento.
Irina suspiró.
—Me temo que no. Bogdana me dijo que hace mucho tiempo que no van a
visitarla. Pero Milen la llamó hace unos diez días para decirle que pensaban enterrar
las cenizas de Stoyan. Y prometió que irían a verla pronto. Le dijo que no fuera al
entierro porque iban a hacerle una despedida muy sencilla en el monasterio de Velin.
Ella siempre tiene mucho trabajo, y de todos modos Stoyan llevaba ya dos años
muerto. No ha vuelto a tener noticias desde entonces, ni ha podido contactar con
ellos. Me dio la sensación de que estaba preocupada por algo y no quería decirme qué
era. Le expliqué que tengo unos amigos que quieren devolverles una cosa, por si
acaso Milen vuelve a llamarla.
Bobby parecía pensativo.
—¿Cree que podríamos ir a hablar con ella? ¿O que ellos podrían ir de camino
hacia allí?
Irina asintió.
—Sí, a mí también se me ha ocurrido. Además, Bogdana conoce muy bien a su
tío. Os daré su número de teléfono y la avisaré de que vais para allá. Puede que Milen

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le haya contado algo, si ha estado preocupado estos dos últimos años. Quizás incluso
sepa qué más le contó Stoyan.
—¿Dónde está… Yambol? —Alexandra sintió que algo parecido a la esperanza
brotaba detrás de sus ojos.
—En el este de Bulgaria.
Trató de recordar el mapa de su guía turística, con el mar en el extremo derecho.
Irina apoyó la cabeza en las manos.
—Pero primero tenéis que llevarme a Plovdiv. Si nos vamos ahora mismo,
podemos estar en casa esta noche, aunque lleguemos muy tarde. Me temo que,
después de esto, estoy demasiado cansada para seguir viajando.
Angelov estiró el brazo y tocó su hombro. Bobby había arrugado el ceño.
—¿Y si, al ir a ver a la sobrina de Milen, también la ponemos a ella en peligro?
—Bien, debéis contarle lo que sabéis, para que esté avisada. Creo que, si su tío y
Vera están metidos en un lío, querrá saberlo. —Irina se atusó el pelo con mano
temblorosa—. He decidido que quiero que os llevéis la urna. Estoy segura de que vais
a encontrarlos, o de que se pondrán en contacto con vosotros, y así podréis
devolvérsela de inmediato. Pero, si no lo conseguís, tenéis que llevármela otra vez
enseguida.
—Voy a pedirle a gospodin Angelov que vuelva a ponerle la base —dijo Bobby
—. No debe parecer alterada cuando la vean Vera y Neven.
O cualquiera que trate de apoderarse de ella, se dijo Alexandra. El viejo pintor
pareció entenderlo; se levantó y comenzó a encajar la base con delicadeza, sin
devolver el manuscrito a su lugar.
Irina asintió.
—Sí. Creo que deberíamos hacer al menos dos copias de estas páginas antes de
que os marchéis de Plovdiv. Yo guardaré una y vosotros podéis llevar una copia y el
original por separado, en vuestras bolsas. Cuando encontréis a mi hermana, podéis
volver a meterlo en la urna.
Alexandra fue a sentarse junto a la anciana y apoyó la cabeza en su hombro,
semejante a una afloración rocosa. Irina la rodeó con el brazo.
—Ay, querida mía —dijo—, vámonos. Despedíos de gospodin Angelov. Hemos
de darnos prisa.
El viejo había vuelto a meter la urna en su bolsa.
—Podéis pasar una noche más en Plovdiv conmigo y salir hacia Yambol mañana
a primera hora. Viajaréis más deprisa si no tenéis que cargar con una vieja.

Alexandra tuvo la sensación de hallarse de nuevo en su hogar cuando vieron el muro


de la casa museo de Plovdiv, y la casa de Irina se le antojó un oasis. Dentro, todo
seguía igual. A la mañana siguiente, con una luz muy distinta, se despidieron de Irina
y Lenka. El aire temblaba ya, estremecido por el calor que subía de los adoquines.

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—Adiós solo de momento —insistió Alexandra, con una mano en la de Irina
mientras que con la otra sujetaba la correa de Stoycho.
Bobby sostenía la bolsa de la urna y un trozo de papel con el número de teléfono
y las señas de la sobrina de Milen Radev.
—Recordad: si no están en Yambol —dijo Irina—, debéis traerme la urna aquí
para que la guarde en casa, por ahora. Por favor, tened mucho cuidado. Y llamadnos.
Alexandra recorrió el patio con la mirada. No había turistas en las puertas del
museo; las hojas de la parra se veían un poco más verdes y grandes que la vez
anterior, y el cielo matinal centelleaba sobre los árboles.
—Volveremos —afirmó—. Los encontraremos. Se lo prometo.
Lenka la besó en las mejillas. Irina se inclinó y acarició la cabeza de Stoycho con
los dedos separados. El perro se apoyó contra su pierna con cuidado, como si supiera
que cualquier movimiento brusco podía hacerla caer al suelo.
—Si tiene alguna noticia de su hermana o de Neven, llámeme enseguida, por
favor —dijo Bobby, y añadió algo en búlgaro que hizo que Irina sacudiera la cabeza.
En el coche, permanecieron callados. La carretera de Yambol se desplegaba en
una larga línea recta con llanuras a la izquierda y una alta cadena montañosa más allá,
en el horizonte. A lo lejos se extendían varias hileras de promontorios tapizados de
hierba, de unos seis metros de alto y extrañamente regulares, alrededor de los cuales
ondulaban campos sembrados o prados en barbecho. Bobby le dijo que eran túmulos,
las tumbas en forma de montículo de los antiguos tracios. Había tantas que solo se
había excavado un pequeño porcentaje de ellas, aunque muchas habían sido
saqueadas en el transcurso de los siglos.
Bobby tamborileó con los dedos en el volante.
—He oído decir que hay gente que va a rendir culto a algunas de esas tumbas.
Creen en Orfeo; que su espíritu mora allí, y también en lo alto de los montes Ródope.
Sobre todo, en las cuevas que hay cerca de Grecia.
—¿Qué gente? —preguntó Alexandra.
—Gente culta, imagino, de las ciudades. Creen en los dioses tracios —respondió
él—. Empezó hace años, antes del comunismo, y en algunos casos continuó también
durante la época comunista, siempre en secreto, claro. Incluso ahora. Yo nunca lo he
visto, pero tengo entendido que se visten con túnicas y bailan en honor de Orfeo y
Baco. Los antiguos tracios eran muy distintos. Algunas de sus prácticas eran terribles.
El sacrificio humano, por ejemplo.
Alexandra se imaginó la escena: los danzantes enfervorizados; un niño de pelo
rojizo atado de pies y manos sobre el altar; y, a continuación, un hombre mayor, alto
y de cabello oscuro, indefenso bajo el cuchillo, y su violín aplastado contra las rocas.
Hizo un esfuerzo por dominarse y estiró el brazo hacia atrás para acariciar el cálido
cuello de Stoycho.

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Un par de horas después, Yambol apareció ante sus ojos como un batiburrillo de
casas y torres de pisos como las que había visto en Sofía y Plovdiv, solo que estas
eran más pequeñas y algunas de ellas se alzaban al pie de la carretera principal, con
los balcones festoneados de ropa tendida. Bobby paró para llamar al número que les
había dado Irina y dejó un mensaje conciso.
—Hoy es día laborable —dijo—, y este número es el de su móvil, así que puede
que esté ocupada. Vamos a la dirección, a ver si está.
Las señas que les había dado Irina eran algo confusas. Finalmente, dieron con una
de las barriadas más altas, y a continuación con la torre de cemento y el aparcamiento
correctos. Hacía calor. El aire cargado de polvo soplaba sobre las aceras y entre los
edificios monolíticos, donde había más barro seco que jardines. Dos niños jugaban en
una franja de hierba apergaminada y chopos raquíticos, vigilados por su abuela.
Alexandra se secó la frente con la muñeca y decidió que no podía dejar a Stoycho en
el coche. Le permitió vagar, atado a la correa, soportando la mirada malhumorada de
la abuela, mientras Bobby entraba en el portal.
Tardaba mucho en volver, pero pasado un rato Alexandra encontró un banco en el
que sentarse y sujetó a Stoycho a su lado. Faltaban varias lamas del asiento. Se
preguntó qué estarían haciendo sus padres en casa; seguramente estarían leyendo,
cada uno en su apartamento, ahora que había terminado el curso. No esperarían que
volviera a ponerse en contacto con ellos hasta finales de semana. Eso habían
convenido: un acuerdo de mínimos. Pensó que debía pedirle a Bobby que la ayudara
a conseguir un teléfono móvil. Tal vez pudieran comprar uno al día siguiente si tenían
tiempo y no era muy caro. Empezaba a sentirse sola. Estando en un lugar
desconocido, incluso en ausencia de acontecimientos turbios e inquietantes, hay
momentos en que uno se queda con la mirada perdida o se tropieza con la mirada
hosca de un extraño y de pronto se siente desplazado, como si emprendiera un viaje
dentro del viaje. Esa sensación extracorpórea se apoderó de ella al contemplar las
paredes de cemento agrietado, los árboles polvorientos, el brillo trémulo de la
canícula en el cabello de un niño. Stoycho observaba a otro perro husmear alrededor
de los contenedores de basura, al final del aparcamiento. El perro parecía haber sido
de color crema en algún momento, pero se le estaba cayendo el pelo a trozos y
parecía un pollo medio desplumado. Stoycho se levantó y comenzó a gruñir, y
Alexandra tiró de la correa más fuerte de lo que pretendía.
—Nada de peleas —dijo.
Entonces salió Bobby del edificio.
—La señorita Radeva vive aquí, en efecto —dijo—. Pero no está en casa. Una
señora me ha dicho dónde trabaja. Es la secretaria de un orfanato. Podemos ir a
buscarla allí. Espero que no sea demasiado chocante para ti. Algunos de nuestros
orfanatos tienen muy mala reputación. Deberíamos irnos ya. No quiero que nos vean

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aquí.
Alexandra recordó entonces que quienquiera que les estuviera siguiendo podía
dar también con la señorita Radeva a través de ellos.
—Muy bien —dijo.
Sustrajo a Stoycho de la mirada de la abuela y montaron los tres en el coche.
Stoycho quiso sentarse sobre su regazo recogiendo sus largas patas, y ella lo dejó a
pesar del calor que hacía.

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43
1949

Dormimos en la celda el resto de esa noche o, mejor dicho, permanecimos


tumbados en el suelo, dormitando a ratos. El chico y el hombre de la gorra gemían,
despiertos o dormidos. El borracho roncaba; nuestros carceleros no habían podido
sonsacarle nada coherente, y me pregunté por qué seguían reteniéndolo. Me quedé
allí tumbado, pensando en Vera y en consultar a un médico lo antes posible acerca de
mi dedo roto. Tendría que decirle que había tropezado y me había caído, o algo
parecido. Tardaría meses en volver a tocar. Pero, si el director se enterara de que me
había detenido la policía, ¿querría que siguiera en la orquesta? No pensaba decírselo
a nadie, naturalmente, pero tendría que enseñarle mi mano herida. Teníamos muy
poco dinero ahorrado y me preguntaba si la familia de Vera podría ayudarnos hasta
que curara mi dedo.
Durante largo rato, mientras estaba allí tendido, abrigué la esperanza de que el
policía corpulento me dejara en libertad por la mañana, hasta el punto de que casi lo
di por sentado. A veces se oían cosas así, rumores aquí y allá: personas a las que
detenían para interrogarlas durante la noche y a las que después mandaban a casa,
donde se volvían más taciturnas que nunca. También se oían otras cosas, más
abiertamente, o se leían en los titulares de los periódicos desde hacía cinco años: los
juicios contra los «enemigos del pueblo». Procuré borrar de mi mente aquella
expresión tan pronto se me vino a la cabeza, y me obligué a dormir una hora, con el
pañuelo metido en una oreja para ahogar los ruidos del infortunio.
En algún momento de la noche se abrió la puerta, la luz se extendió de nuevo por
el suelo de la celda y los policías sumaron tres hombres más a nuestro recuento. Una
hora más tarde, hicieron entrar a empujones a otro muchacho. La celda estaba casi
llena y, aunque me molestaba no poder estirar mejor las piernas mientras estaba
tumbado, me quedé lo más quieto posible y procuré descansar. Pero el dolor que
sentía en el corazón se hizo más agudo. ¿Por qué metían más hombres en la celda si
pensaban soltarnos por la mañana? ¿Nos llevarían a todos juntos al juzgado al día
siguiente para que nos condenaran y nos mandaran a prisión? Si me juzgaban, cabía
la posibilidad de que me declararan inocente, a no ser que alguien le contara al juez lo
que había presenciado. En ese caso, tal vez me ahorcaran. Me dije que debía
permanecer alerta, y unos minutos después llegaron otros dos hombres. Uno de ellos
despedía un olor nauseabundo; al parecer, el miedo se había apoderado incluso de su
intestino. Durmió más holgado que nadie.

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Vinieron a buscarnos antes de que amaneciera y nos llevaron de la parte de atrás de la
comisaría a la parte de atrás de un furgón. Para entonces, éramos doce en total. Los
guardias mantuvieron las armas escondidas, de modo que supongo que parecíamos
una cuadrilla de obreros a la que mandaban en misión a alguna parte. Me dolía el
dedo, la sangre reseca me atiesaba la nariz y mi ropa estaba arrugada y húmeda. No
nos habían llevado agua ni comida, y empezaba a sentir su falta tan agudamente
como el dolor de la mano. Tenía las fosas nasales saturadas por el olor que
desprendían el abrigo viejo y el cabello sucio del hombre que había dormido a mi
lado y, lo que era peor aún, por el hedor del hombre que se había ensuciado en los
pantalones. Más tarde me haría gracia pensar que en ese momento aquel olor me
pareció insoportable. Cuando se paró el furgón y nos hicieron bajar, percibí la pureza
de la mañana. Las calles estaban aún muy oscuras, pero el hálito del amanecer ya se
dejaba sentir en el aire.
En el tren ponía plovdiv. No sabía si eso significaba que acababa de llegar de
allí o que ese era su destino. Caminamos desde un descampado situado detrás de la
estación de Sofía hasta nuestro tren, sin entrar en el edificio de la estación. Un tipo
que iba a mi lado no podía sostenerse derecho porque, al igual que al chico y al
primer hombre de nuestra celda, le habían magullado los pies. Dos de nosotros lo
agarramos automáticamente por los brazos y lo sostuvimos sin dejar de avanzar. Yo
procuré proteger mi mano derecha herida.
Me fijé en que las luces del tren estaban apagadas, igual que las de la estación.
Solo se veía una figura borrosa moviéndose de acá para allá frente al vagón del
carbón. Ni muchedumbres, ni ruidos tranquilizadores. Era aquella una estación que
yo no había visto nunca, o bien el fantasma de una estación que había conocido en
otro tiempo. Por un instante tuve la sensación de que estaba volviendo a Viena desde
Sofía, con la ropa limpia y el estuche de mi instrumento en los brazos. Pensé otra vez
en mi violín, escondido bajo nuestra cama. Vera lo encontraría y lo guardaría en lugar
seguro. Su sufrimiento por mi ausencia se acortaría, al menos, si conseguía volver al
cabo de unos pocos días. Intenté no imaginarme su angustia; esa visión me
atormentaba más que todo lo que estaba sucediendo en el presente. Luego dejé vagar
mi mente y me descubrí más necesitado de alimento y de agua caliente con la que
lavar mis miembros doloridos que ansioso por volver a verla, y me embargó un
sentimiento de vergüenza.
Fue en ese momento, antes de subir al tren, cuando me di cuenta de qué era lo
más importante que me estaba sucediendo. Me estaban arrebatando mis sentimientos
naturales, tan arteramente que podría haber ocurrido sin que me diera cuenta.
Comprendí de golpe que debía preservar mi mente, pasara lo que pasase. Creo ahora
que el hecho de que lo comprendiera aquel primer día se debió no solo a una suerte
inmensa, sino a mi costumbre de vivir en íntimo contacto con mi mente, a solas con
ella mientras ensayaba. Era el paisaje en el que siempre había morado, afanándome

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entre sus riscos y colinas para encontrar el lugar idóneo para mi música y trepando
por largas hileras de notas a fin de grabarlas en mi memoria. Creo también que muy
pocos de los hombres que me rodeaban se dieron cuenta tempranamente de que
debían, ante todo, preservar sus mentes y no sus cuerpos, que de todos modos sería
imposible proteger. Cuarenta y ocho horas después, el que iba a mi lado, avanzando a
trompicones, en calcetines y con los pies hechos trizas, y el que le agarraba del otro
brazo, estarían muertos.
Aquella certeza me absorbió de tal modo que casi olvidé volver la cabeza para
echar un último vistazo a las luces de la ciudad en la que estaba Vera, sin duda,
despierta y aterrorizada, tal vez sentada con su hermana a la mesa de la cocina,
tratando de decidir qué hacer, a quién recurrir. Confié en que no llevara sus ruegos
demasiado lejos. Ayudé a mi compañero tambaleante a subir la rampa del vagón y lo
apoyé contra la pared, a mi lado. Nadie dijo nada; nadie intentó huir. Yo fijé la mirada
en una farola hasta que la puerta ondulada del vagón se cerró del todo, apagando su
luz. Oímos a los hombres de la comisaría echar el cierre por fuera.
No me hizo falta forzar la vista en medio de la penumbra para saber que aquella
forma de viajar era nueva para mí: un vagón de carga lleno de hombres que gemían y
farfullaban en voz baja, no solo nuestro grupo sino otros veinte que debían haber
subido al tren más al oeste o quizás incluso en Sofía, igual que nosotros. Aquellos
hombres parecían haber estado durmiendo en el suelo del vagón, con espacio
suficiente para estirar los miembros y las chaquetas colocadas encima o debajo de sus
cuerpos. Nos recibieron con enojo mal disimulado, tapándose los ojos con los brazos,
o trataron de darse la vuelta para sumirse de nuevo en la inconsciencia. Los recién
llegados éramos una molestia, un agobio más, y quizás una nueva prueba de la
gravedad de su situación.
Hubo entonces un paréntesis mientras el tren se preparaba para emprender la
marcha, a pesar de que fuera no se oían las voces de los factores de la estación
gritándose unos a otros. Sentimos después el siseo y el tirón de las ruedas al ponerse
en marcha, una sacudida hacia delante y otra hacia atrás cuando el tren cobró impulso
de mala gana. Durante ese intervalo ninguno de nosotros dijo nada y yo me prometí a
mí mismo que, cuando el tren ganara velocidad, volvería a concentrarme en mi
revelación y no me apartaría de ella.
El instante en que el tren partió por fin fue terrible, pese a mi intento de no pensar
en ello. Fue como precipitarse desde una gran altura. Aquello significaba que nos
alejábamos de Sofía. Sentí que se me salía el corazón del pecho para quedarse con
Vera, y, sin embargo, no sabía cómo iba a viajar sin él. Nos sumimos en un hondo
silencio. Nueve años antes, yo no había querido regresar a Sofía; desde entonces,
soñaba a diario con poder partir de nuevo en un tren poderoso como una bestia.
Ahora, en cambio, no quería que aquel tren se moviera. Un inmenso deseo de llorar
se agitó en mi pecho y mi garganta. Sentí que el hombre herido que iba a mi lado
levantaba el brazo y se lo pasaba pesadamente por la cara. Pese a que en aquel

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momento me repugnaba, me obligué a alargar la mano, busqué a tientas su hombro y
lo agarré con fuerza. Levantó la otra mano en la oscuridad y me agarró de la muñeca.
Luego bajó la mano. Sentí el tipo de mano que era: de dedos cortos y palma gruesa,
áspera y encallecida, una mano que había trabajado duramente desde la infancia,
hiciera frío o calor. No habíamos cruzado ni una sola palabra, pero intuí en su mano
una historia muy distinta a la mía. Combatí mi desesperación asiéndome a esa mano
por un instante. Esa fue mi segunda revelación. No, la tercera: la primera me había
asaltado durante el interrogatorio policial, cuando comprendí que aquello que me
hacía especial (mi talento y mi formación), lejos de salvarme, me condenaría.
Me tapé con mi chaqueta, acomodé los hombros contra la pared helada y
acostumbré mis ojos a la rendija de luz que aparecía intermitentemente en la parte de
arriba de la puerta cerrada mientras cruzábamos la ciudad. Me obligué a respirar
siguiendo el pulso que marcaban las ruedas del vagón en cada giro. Cha-clunk: una
exhalación profunda con cada clunk y luego una inhalación, aunque ello significara
respirar cada vez más aprisa durante unos minutos. Traté de ajustar el ritmo a una
melodía de Bach, mi favorita, la «Chacona» de la Partita número dos en re menor.
Cuando el tren comenzó a avanzar a ritmo constante, el hombre de los pies heridos y
la mano encallecida se acurrucó en el espacio que quedaba a mi lado y yo me
concentré de nuevo en aquella idea que había tenido justo antes de que nos metieran
en el tren. No permitiría que nadie accediera al centro de mi ser; me fabricaría un
lugar al que poder escapar en lo más hondo de mi yo, pasase lo que pasase.
Pero ¿cuál sería ese lugar? Me imaginé nuestra cama y a Vera dormida por la
mañana, con el cabello ensortijado alrededor de mi codo. No. Esa imagen haría que
me derrumbara. La reservaría para los momentos en que me sintiera fuerte, y cuando
pasara todo eso y volviera con ella disfrutaría de su realidad como nunca antes. Le
diría que ni siquiera había podido pensar en ella durante esos días de pesadilla y Vera
lo entendería.
Pensé luego en mi parque favorito de Viena, en cómo te hacían resbalar las
castañas que escapaban de sus erizos, en el amarillo acumulado a lo largo de las
avenidas de hayas y chopos, en las praderas expuestas a la luz otoñal, en las últimas
rosas. Podía sentarme allí, en un banco, y sentir mi violín en su estuche bajo mi
brazo. Sería como sentarse con un amigo con el que, después de tantos años, no son
necesarias las palabras.
No. (El hombre herido se volvió a mi lado y me clavó la rodilla en el muslo; se
había quedado dormido, pese al dolor). Viena, ahora, se parecía demasiado a un
sueño y nunca había sido mi sitio. Yo era consciente de ello incluso cuando trataba de
adoptarla como mi hogar. Levanté las rodillas con cuidado de no despertar a mi
compañero dormido y apoyé los brazos doloridos sobre ellas. Hombres que
respiraban y farfullaban, montones de lana y algodón como cadáveres en la penumbra
atenuada del vagón de tren.
Descubrí entonces el lugar al que podía ir, y me sorprendió porque era nuevo para

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mí: había dado por supuesto que elegiría un refugio conocido.
Era un prado en algún lugar de Bulgaria, aunque no sabía dónde. A las afueras de
uno de esos pueblecitos por los que pasa el tren cuando se viaja entre Sofía y las
montañas del norte, una pradera ni llana ni empinada, cuajada de hierbas aromáticas y
rasposas y coronada de flores blancas. Un campo que no conocía la roza ni el arado,
que crecía salvaje junto a la orilla de un río. El hijo que de pronto esperaba tener
tomaba allí el sol, alto y ya mayor, con la chica a la que amaba sentada a su lado. Sus
manos se entrelazaban sobre la hierba que, aplastada a su alrededor, los envolvía con
su fragancia. Parecían no tener ni idea de que tales cosas podían pasar; de que pudiera
encerrarse a un montón de hombres en el vagón de un tren, a oscuras, para llevarlos a
un destino desconocido. Y, sin embargo, estaban hablando de mí, de Stoyan. Me
embargó un sentimiento de gratitud al pensarlo. Caminé hacia sus espaldas jóvenes y
vi que se volvían el uno hacia el otro, absortos en la conversación, y luego hacia el
río. Levanté mi violín y acerqué el arco a las cuerdas para tocarles una serenata.
Entonces intervino la oscuridad y me convertí de nuevo en uno de esos montones
de ropa que empezaban a oler y a roncar. El tren frenó con brusquedad y alguien se
golpeó la cabeza contra la pared y lanzó un juramento. Que un gato se coma las
tripas de tu madre, maldito… Una voz de campesino como las que se oían en el
mercado semanal, y a alguien le quedaba el suficiente buen humor como para echarse
a reír en la oscuridad. Yo también estuve a punto de sonreír, no por aquella
tragicomedia invisible, sino por el lugar que acababa de visitar, mi prado, mi hijo
futuro y el sol que brillaba allí. Sabía que me haría falta práctica, pero practicar era
mi fuerte: a eso había dedicado mi vida hasta el día anterior. Todo lo demás había
girado en torno a mis ensayos con el violín: Vera y su familia, Viena, los conciertos
con la orquesta, mis paseos diarios por los parques, mis encantadores padres con su fe
ciega en mi porvenir, mis propias creencias ciegas, mis libros… Practicar me había
permitido evadirme de los bombardeos al menos durante un rato, y de los tiempos del
hambre durante la guerra, y del olor a miedo en las calles, y posteriormente de mis
fugaces recuerdos de la matanza en el frente.
Así que practiqué un par de veces más, con ansia, para familiarizarme con el
contorno de aquel lugar desconocido. Caminé por entre la hierba sintiendo cómo su
calor se colaba en mis zapatos y subía por las perneras de mis pantalones. Miré las
cabezas lustrosas de mi hijo y su joven amor, vi de nuevo sus manos entrelazadas
mientras hablaban, oí mi nombre pronunciado con cariño, sentí el olor del río más
allá, levanté mi violín y posé el arco sobre las cuerdas. Luego empecé otra vez.
Cuando estuve seguro, decidí guardar aquel lugar en la oscuridad por el momento,
para preservarlo, con la esperanza de que no me hiciera falta.

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44

El orfanato estaba en una calle cortada, a las afueras de Yambol: el lugar perfecto
para ubicarlo, pensó Alexandra. La calle no concluía, sino que parecía desvanecerse
en un descampado cubierto de hierbajos, como si sus moradores no fueran razón
suficiente para continuar el asfaltado. El orfanato era un edificio grande, de cemento,
con techumbre de tejas rojas y cercado por vallas metálicas. Dentro de las vallas
había un grupito de melocotoneros o albaricoqueros cargados con frutos todavía
verdes. Alexandra se imaginó a los huérfanos recogiendo la fruta en pleno verano; tal
vez aquella fuera su única forma de acercarse a la naturaleza, a no ser que alguna vez
los llevaran de excursión. Ella, que nunca había visitado un orfanato, pensó que aquel
término estaba obsoleto, que parecía sacado de una novela del siglo XIX, que no
formaba parte del mundo moderno.
Bobby ató a Stoycho a un árbol al borde del aparcamiento y Alexandra se abrazó
un momento a su cuello, tratando de ofrecerle un talismán contra los ladrones de
perros. Llamaron luego al timbre eléctrico de la verja y esperaron. Por fin, salió una
mujer apresuradamente, como si tuviera muchas otras cosas que hacer. Tenía en los
brazos algo que a Alexandra le pareció en un principio un sarpullido o un tatuaje,
pero que resultó ser un ribete de pintura azul y roja. Echó un vistazo a Bobby y a
Alexandra y, sin decir nada, los hizo pasar a un patio y los condujo por la entrada
principal. Evidentemente, no tenía tiempo para detenerse a pensar en los posibles
peligros que entrañaba su presencia.
Una suave luz amarillenta inundaba los pasillos del edificio. No se veían niños,
pero Alexandra oyó un murmullo lejano que podía ser de voces o de música. Las
paredes, pintadas en tonos pastel, estaban decoradas con hojas de papel con los
bordes doblados, cubiertas de abigarrados dibujos infantiles. A Alexandra le
sorprendió lo limpio que estaba todo: suelos relucientes y un tenue aroma a
desinfectante. El comentario de Bobby le había hecho imaginar un lugar mugriento;
horrendo, incluso. El edificio, en cambio, se le antojó extrañamente tranquilizador,
como la escuela rural de su infancia: las mismas puertas cerradas con cristales
esmerilados, el mismo murmullo de actividad bienhechora.
Bobby hablaba tranquilamente con la mujer de la pintura, que había aminorado el
paso y parecía estar llevándoles de gira por el edificio, y Alexandra comprendió que
estaba preguntándole por la sobrina de Milen Radev y quizás por el orfanato mismo.
De pronto, los pasillos se llenaron de niños que parecían ir en tromba a alguna
actividad. Los mayores tenían siete u ocho años; los más pequeños, tres. Vestían ropa
limpia aunque muy usada y sus cabellos y sus caras relucían. Bobby le dijo en voz
baja que muchos eran roma, y Alexandra se acordó de los niños que había visto a las
afueras del pueblo de la tía Pavlina, posados como pájaros en una tapia. Al ver a los

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desconocidos, se llevaban la mano a la boca y se reían. Los más pequeños se
quedaban mirándolos, agarrados a las manos de sus maestras. Un niño estiró el brazo
y tiró de la falda de Alexandra al pasar a su lado.
Bobby le tradujo lo que la maestra dijo en voz baja:
—Los niños saben que, cuando viene alguien de visita, tal vez puedan irse a casa
con una familia. A menudo es muy decepcionante para ellos.
La mujer los condujo en dirección contraria, pero Alexandra se volvió y vio que
los niños del final de la cola también se habían vuelto a mirarlos. Sonreían y
saludaban con la mano, y uno de ellos se hurgaba la nariz con diligencia al mismo
tiempo.
El resto del edificio era igual de luminoso y limpio, y Alexandra tardó un rato en
darse cuenta de que todo lo que veían era muy barato. Las paredes estaban
desconchadas, pero pintadas con esmero y decoradas con dibujos colocados en
marcos de cartón. Se fijó en un retrato al óleo de una mujer de cabello gris, mal
ejecutado pero pintado con ternura. Quizás fuera una antigua directora. Las cortinas
eran, en realidad, sábanas limpias pulcramente cortadas y cosidas, que en algunas
habitaciones servían también para separar las zonas de dormitorio de las de juego, o
hacían las veces de puertas. En uno de los dormitorios grandes, un par de mujeres
estaban colocando juguetes ajados y ropa en unos estantes. Las camas de madera,
colocadas en hileras, estaban casi pegadas al suelo. Alexandra vio en una almohada
un objeto semejante a una araña harapienta que resultó ser una muñeca de trapo muy
querida y manoseada. Más allá de las ventanas se oía el ulular de los niños cantando:
una canción para hacer gimnasia, un sonido desigual y fantasmal.
La mujer los dejó en un despacho en el que, pese a haber un escritorio grande, no
había nadie. Luego se marchó, estirando delante de ella los brazos manchados de
pintura.
—La señorita Radeva vendrá enseguida. Trabaja al otro lado del edificio. Esto es
agradable, no como los orfanatos sobre los que he leído —dijo Bobby
pensativamente.
—¿Cómo son esos orfanatos? —preguntó Alexandra, pero en ese momento
oyeron el tamborileo de unos pasos sobre el suelo limpio y se abrió la puerta, dando
paso a una nueva sorpresa.
Alexandra había imaginado a la sobrina de Milen Radev como una versión
femenina del propio Radev, no en silla de ruedas, claro, pero sí ajada y con el cabello
escaso y gris, y la expresión mortecina y enajenada de su tío. La mujer que avanzó
hacia ellos podía tener treinta años, o incluso veintiséis, como la propia Alexandra.
Era alta, delgada y despierta. El cabello liso y moreno le llegaba por debajo de los
hombros. Alexandra se dijo que tenía rostro de princesa bizantina: delicado, con los
ojos oscuros y tan grandes que casi parecían desmesurados y la piel olivácea. Llevaba
un vestido de seda de color lavanda con el cuello y los puños a rayas, más adecuado
para salir a comer a un restaurante que para trabajar con niños, pero tal vez solo se

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dedicara a escribir a máquina y atender el teléfono, no a pintar con los dedos. Se
movía como si apenas estuviera pegada al suelo, erguida y ligeramente etérea, como
una bailarina fuera del escenario. Alexandra y Bobby la miraron sorprendidos, Bobby
con admiración indisimulada; ella, sin envidia.
—¿Qué tal están? —preguntó la señorita Radeva en inglés.
Tenía una voz suave y musical. Alexandra se acordó del feo portal de cemento del
edificio donde, al parecer, tenía su casa.
—La señora Georgieva me ha dicho que vendría alguien a verme. ¿Son ustedes
americanos?
—Solo yo —repuso Alexandra al estrechar su mano, tan esbelta y fresca como el
resto de su cuerpo, con la piel sedosa y huesos de pájaro—. Bobby… Asparuh es de
Sofía.
—¿Y les interesan los niños? No entiendo bien por qué están aquí.
La señorita Radeva frunció el ceño, una tenue arruga de terciopelo. Hablaba un
inglés esmerado, con fuerte acento, pero tan diáfano como su rostro.
—Oh, no —respondió Alexandra—. Bueno, me encantan los niños, pero hemos
venido a preguntarle… a hablar con usted sobre su tío Milen, si no le importa.
Estamos buscándole o, mejor dicho, estamos buscando a los amigos con los que
viaja…
—¿Le importa que cerremos la puerta? —preguntó Bobby.
Una vez cerrada, le explicaron a grandes rasgos su búsqueda, empezando por el
encuentro casual de Alexandra con Milen Radev y los Lazarovi en la escalinata del
hotel Forest, cuando se quedó accidentalmente con la urna. Mientras los escuchaba,
cogió una caja de bombones de un estante que había sobre la mesa y se la ofreció
amablemente; luego sirvió agua para el té de un calentador eléctrico que había en un
rincón. Los bombones sabían a polvo y a azúcar, pero Alexandra se comió tres; se
habían saltado el almuerzo. Después le enseñó la fotografía de Neven y Vera, en la
que se veía confusamente a Milen Radev sentado en el taxi. No le habló, sin
embargo, de su visita a la comisaría, y Bobby omitió su almuerzo con el Mago y las
tres pintadas. Alexandra confió en que no fuera un error; tal vez pudieran contárselo
todo más adelante, si era necesario.
La señorita Radeva apenas abrió la boca hasta que terminaron, aunque cuando
Alexandra mencionó la urna abrió los ojos de par en par y echó una ojeada a su
alrededor, como si esperara ver a alguien más en la habitación. Al sentarse aún más
erguida, se adivinaron bajo la seda del vestido sus pequeños pechos de bailarina y su
clavícula delicadamente labrada.
—Entiendo —dijo.
—No queremos entretenerla más —añadió Bobby—. Irina Georgieva nos dijo
que su tío y los Lazarovi vienen a veces a pasar unos días con usted. ¿Los ha visto
últimamente? ¿Sabe adónde han ido?
Pero la señorita Radeva meneó la cabeza. Era cierto, dijo, que Vera y su tío la

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habían llamado desde Gorno para decirle que por fin iban a enterrar las cenizas de
Stoyan. Se llevó una sorpresa; daba por sentado que las habían enterrado poco
después de su fallecimiento, aunque no recordaba haber oído hablar de un funeral. Al
morir Stoyan llamó a su tío para darle el pésame por la muerte de su amigo. Cuando
la llamaron desde los montes Ródope, diez días antes, los animó a ir a visitarla
porque hacía más de dos años que no se veían. Su tío dijo que tal vez fueran pronto a
verla, después de enterrar la urna.
Bobby se había puesto a juguetear con el dobladillo de su chaqueta.
—¿Parecían descontentos por teléfono? ¿Disgustados?
La señorita Radeva se quedó pensando, con un largo dedo debajo de su barbilla
perfecta. Llevaba las uñas pintadas de brillo muy claro, pero no lucía ningún anillo.
Tal vez, pensó Alexandra, los ángeles no tenían permitido casarse.
—Mi tío no es una persona muy alegre desde hace tiempo, porque a menudo tiene
dolores —contestó—. Pero esta vez, cuando hablamos por teléfono, me pareció que
estaba un poco nervioso. No mucho. Veladamente. Me dijo que después de enterrar al
tío Stoyan y de venir a visitarme, se tomarían unas vacaciones, tal vez en el mar,
porque era lo que quería Neven. Pero no parecía muy contento al respecto. Tienen
muy poco dinero. No sé cómo iban a arreglárselas para hacer tantos viajes, pero me
alegré, porque a él siempre le ha encantado el mar. Antes vivíamos todos allí, y hacía
mucho tiempo que mi tío no iba a la playa. Le pregunté a qué lugar de la costa
pensaban ir y si visitarían Burgas. Me dijo que quizás no. Neven no había decidido
aún dónde iban a alojarse.
Llamaron a la puerta y una mujer de cabello gris asomó la cabeza, los saludó con
un gesto y se dirigió a la señorita Radeva con aire apremiante.
—Da —dijo ella—. Nyama problem.
La mujer volvió a desaparecer.
—No queremos entretenerla más —le dijo Bobby en tono de disculpa—. Solo una
última pregunta, si no le importa. ¿Conoce alguna razón por la que a gospodin
Lazarov pueda buscarle la policía?
Ella se había levantado y se estaba alisando el vestido, pero al oír su pregunta se
quedó quieta.
—¿Mi tío está metido en algún lío? —preguntó, temerosa—. ¿O Neven?
—No —contestó Bobby—. No han hecho nada ilegal, que nosotros sepamos.
Pero creemos que Stoyan Lazarov sí tuvo problemas en algún momento, puede que
hace mucho tiempo. Y puede que eso les esté causando complicaciones ahora. ¿Su tío
no le ha mencionado nunca nada al respecto?
Se mantuvo muy erguida frente a ellos, como si se preguntara qué debía hacer.
—Lo lamento. —Bobby, que también se había levantado, pareció a punto de
cogerle la mano—. Sé que está usted muy unida a su tío. Pero intentamos averiguar
todo lo que podemos acerca de gospodin Lazarov a fin de poder ayudar a su tío y a
gospozha Lazarova a enterrar sus cenizas con… seguridad. Verá, tal vez usted pueda

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ayudarnos —agregó con voz suave.
Ella bajó su lustrosa cabeza morena y guardó silencio un momento.
—Hay algo que debería contarles —dijo por fin—. Pero no podemos hablar aquí.
—Se echó hacia atrás un mechón de pelo—. Y yo tengo que volver al trabajo.
Acabaré lo más pronto posible para poder salir un poco antes de las cinco.
—Gracias —contestó Bobby con gravedad.
La señorita Radeva los miró a ambos.
—Por favor, reúnanse conmigo en el centro de la ciudad, en la cafetería que hay
al lado de la mezquita. Estaré allí dentro de una hora.
Bobby pareció desconfiar.
—¿Podemos hablar dentro de la cafetería, en privado? No quiero que nos
sentemos fuera a hablar.
—Sí —respondió ella—. Es un buen sitio para eso.
En ese momento se abrió la puerta y la maestra manchada de pintura volvió a
entrar. Iba acompañada por una mujer mayor y un hombre de cabello canoso y rizado.
El hombre llevaba, por la razón que fuese, una chaqueta tirolesa de color verde
oscuro, con botones plateados y flores bordadas. A Alexandra le recordó al capitán
Von Trapp con su horda de chiquillos.
—Mis shefs —dijo la señorita Radeva; y Alexandra comprendió que se refería a
sus jefes.
—¿Les interesa adoptar un niño? —preguntó el hombre de la chaqueta tirolesa.
Su cara era más mofletuda que la de Christopher Plummer, y más triste.
—Me temo que no —respondió Alexandra, y pensó de pronto en llevarse consigo
a uno de los pequeñines, a un niño de tres o cuatro años, quizás, con la misma
naturalidad con que Bobby y ella se habían llevado a Stoycho.
Sintió una punzada bajo las costillas al pensarlo.
—Es una lástima —dijo el capitán, y se quedó callado.
La señorita Radeva los acompañó a la salida y los despidió moviendo su esbelta
mano antes de desaparecer tras la puerta.

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45
1949

El tren pareció continuar su marcha casi todo el día. Solo se detuvo dos veces a lo
largo de su ruta. En cada una de las paradas, pensé que abrirían el vagón para
conducirnos a nuestro destino desconocido, o para que entraran más hombres, o al
menos para darnos un poco de agua. En mi caso, el ansia de dejar atrás la oscuridad y
el hedor se impuso a todo lo demás. Cada vez que nos deteníamos, un hombre que se
hallaba cerca de la puerta aplicaba el ojo a una rendija y nos informaba de lo que
veía. En la primera parada, más o menos una hora después de abandonar Sofía, nos
dijo que estábamos en un campo, cerca de un bosque, y un murmullo de esperanza y
temor surcó la oscuridad. Durante un rato, estuve convencido de que nos dirigíamos
hacia el este.
—Deberían dejarnos salir —dijo un hombre a mi lado—. Necesitamos orinar.
Pero lo dijo débilmente, como si no esperara que sus palabras tuvieran efecto
alguno, y así fue, de hecho. El tren permaneció inmóvil un tiempo; luego, el suelo
comenzó a temblar. Después, nuestro vagón se sacudió un instante, aterradoramente.
Habían dejado pasar a otro tren. Me pregunté dónde nos habíamos detenido, pero
nunca llegué a saberlo. Volvimos a acomodarnos en la oscuridad tratando de
mantener el control sobre nuestras vejigas, pero luego alguien tropezó con un cubo
colgado en un rincón y nos dijo a los demás que iba a ponerlo en el suelo. Cuando ya
no podíamos aguantar más, nos acercábamos a gatas al cubo, agarrándonos a
hombros e incluso a cabezas anónimas, y orinábamos. Todo el que podía se apartaba
del cubo, que fue oliendo cada vez peor a medida que avanzaba el día. Al final,
rebosó. Hacía calor para estar en octubre.
Durante un tiempo fuimos cuesta arriba. Cada vez que tomábamos una curva
cerrada, el tren hacía sonar su silbato con antelación. La segunda vez que se detuvo,
el mismo hombre pegó el ojo a la ranura de la puerta y anunció:
—Montañas. Grandes, con pinos.
Conjeturé entonces que habíamos tomado la línea del norte, la que se adentraba
en Stara Planina, pero no supe calcular adónde habíamos llegado. No percibía otro
olor que el de la orina rancia y el del hombre sentado al otro lado del vagón, al que no
le habían permitido limpiarse los pantalones, pero allá fuera, sin duda, soplaba el aire
fresco de la montaña y se dejaba sentir el olor de los pinos bajo el sol otoñal. Yo
conocía aquella región por un viaje que hice con mis padres cuando era pequeño, para
visitar a una tía abuela que se estaba muriendo. No me acordaba de la anciana de la
que fuimos a despedirnos, pero sí del farallón de roca cortado a pico, de los pinos que

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trepaban por él y de la cumbre cubierta de nieve a finales de la primavera. Allí arriba
hacía más frío, incluso en el vagón atestado de gente. Por un instante tuve la extraña
sensación de que ya no podíamos estar atravesando Bulgaria, o de que no podía estar
despierto.
—Es una estación —añadió el hombre—. Pero no veo ninguna señal. Puede que
nos bajemos aquí.
Pero el tren se puso en marcha de nuevo y yo me quedé dormido. Dormí pese a
los calambres de mi estómago vacío, hasta que la sed se impuso al hambre y me
desperté tratando de despegar la lengua del paladar. Todos debíamos de estar
pensando lo mismo, porque el hombre herido sentado a mi lado comenzó a sollozar
pidiendo agua y alguien le dijo bruscamente que se callara. Nadie quería oír esa
palabra. Deseé fugazmente poder llevarle a aquel pobre hombre una jarra entera de la
que beber con él, y luego me entraron ganas de darle un puñetazo. Moví la espalda y
las caderas agarrotadas y me tapé los oídos con los brazos. Tenía la impresión de que
habían transcurrido semanas desde la noche anterior, cuando cené con Vera, oriné en
un váter limpio, bebí una copa de vino antes de irme a acostar y me tendí cuan largo
era en una cama.
La tercera vez que nos detuvimos, fue la definitiva. Oímos a los factores
comunicándose a voces por las vías, el ruido de un martillo, un golpeteo metálico.
Fuera de nuestro vagón había manos y voces que gritaban, descorrían, retiraban algo
de la puerta y la abrían de par en par. Pestañeamos y luchamos por desentumecernos,
pero estábamos demasiado agarrotados para movernos. En el hueco iluminado de la
puerta aparecieron varios hombres armados que colocaron sendas rampas en la
trasera de un par de camiones.
—¡Moveos! —gritaron, y de alguna forma conseguimos movernos, impulsados
en parte por la esperanza de que hubiera agua.
Aquellos hombres no eran los mismos que nos habían hecho subir al tren en
Sofía. Prefiero no recordarlos. Nos hicieron ponernos en fila a lo largo de las rampas
y nos contaron mientras subíamos a los camiones. Mi compañero de vagón seguía sin
poder caminar, y tuvimos que ayudarlo entre tres para que se pusiera de pie. Yo fui de
los últimos en salir y vi el revuelo que se armaba al fondo del vagón, donde apenas
llegaba la luz.
—¿Qué pasa? —gritó uno de los guardias.
—Está muerto —contestó el prisionero de mayor edad casi en tono de disculpa—.
No sé cómo se llama, pero montó con nosotros ayer por la mañana. Estaba sangrando.
—Moveos —ordenó el guardia—. Subid al maldito camión. Hijo de puta…
Descuéntalo —añadió dirigiéndose a un hombre provisto con un gran cuaderno—.
Habrá que decírselo a Vasko cuando lleguemos.
—¿Nos llevamos el cadáver, camarada? —preguntó el del cuaderno.
—Demonios, habrá que llevárselo.
Tres detenidos se quedaron atrás para trasladar el cadáver. Pensé, Al menos ya no

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tiene sed. Entonces me acordé de Vera y me sentí culpable. Ella necesitaba que
volviera vivo.
Los camiones eran grandes: vehículos de transporte militar, de cuando la guerra.
Al subir, me fijé en que había una leyenda en alemán en las puertas, pero solo pude
distinguir unas palabras: En caso de… Por un instante, al subir por la rampa, alcancé
a ver el cielo nocturno, picos altos, riscos, pinos que crecían aferrándose a las grietas,
y noté en la cara una brisa increíblemente fresca y dulce. Vi una estación antigua, con
tejado de tejas y un letrero esmaltado en blanco y azul. Decía zelenets; al parecer,
así se llamaba el pueblo. Yo nunca había oído hablar de él. Mucho más abajo de la
estación distinguí un puñado de casas y una iglesia.
A la entrada del camión había un cubo de agua con un solo cazo de madera. Un
chico con la chaqueta rota nos fue dando un trago a cada uno a medida que subíamos.
No se nos permitió tocar el cazo. En cuanto hube bebido un sorbo de agua, empecé a
preguntarme cuándo nos darían de comer. Había unos bancos colocados junto a los
lados del camión, por la parte de dentro, y los prisioneros iban sentándose a medida
que subían. Perdí la oportunidad de sentarme, pero me alegré de ello al ver que un
hombre desfallecido, con los pies descalzos muy hinchados, había encontrado sitio.
Los demás permanecimos en pie, unidos por el hedor que despedíamos, y los
hombres armados cerraron el portón y lo aseguraron por fuera.
Con un rugido, el camión comenzó a subir por la carretera. Patinaba al pisar las
piedras y se metía en los surcos, tan cargado que avanzaba a paso de caracol. Confié
en que, si volcábamos y caíamos en una vaguada, se rompería la puerta y al menos
moriríamos expuestos a la luz y al aire. A mi alrededor, los prisioneros mantenían la
cabeza gacha, agotados y temerosos. Yo miré discretamente las caras que no había
podido ver durante todo el día, en medio de la oscuridad del vagón: hombres mayores
con patillas blancas y saliva blanca en los labios; muchachos muy jóvenes con ojeras
azuladas bajo los ojos y las mejillas manchadas de tierra o sangre; y, entremedias,
toda clase de individuos. Me percaté entonces de que yo era el único que miraba a su
alrededor. Todos los demás se agarraban al camión o al hombro de la persona que
tenían más cerca, y mantenían la vista fija en el bamboleante suelo metálico. No solo
padecíamos hambre, sed, dolor, hedor y miedo. Nos sentíamos demasiado humillados
para mirarnos mutuamente a los ojos.
Seguimos avanzando largo rato por las montañas, casi siempre cuesta arriba por
carreteras sinuosas, y más tarde, durante unos minutos, por un tramo llano y recto,
hasta que nos detuvimos. Volvió a abrirse el portón y los guardias armados nos
hicieron salir como a reses. Se habían sumado a ellos otros guardias cuyos uniformes
de lana verde oscura parecían ásperos y sofocantes en aquella noche templada.
Lucían una estrella roja en la gorra, como los oficiales del ejército. Estaban también
mejor organizados, y nos hicieron bajar por la rampa del camión en fila. Fuera
empezaba a oscurecer. El sol se había puesto detrás de las paredes de un barranco y vi
que estábamos en una carretera que seguía el curso de un riachuelo, entre montañas.

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Los oficiales uniformados nos ordenaron arrodillarnos y pensé que quizás nos
habían llevado allí para fusilarnos. Sentí un extraño embotamiento; estaba más
hambriento que asustado y lamenté tener que morir sin haber probado una última
comida, la última cena que en las novelas siempre se permitía tomar a los condenados
a muerte. Resolví no pensar en Vera, ni en mis padres. Así sería más fácil. Sabía que
había hecho mal, pero no por lo que ellos creían, por lo que iban a fusilarme. Pensé,
Qué extraño, morir sin saber siquiera dónde estás. Luego volvieron a contarnos
rápidamente, a gritos. Vi que uno de ellos se parecía de cara a mi segundo mejor
amigo del instituto: tenía la misma mandíbula desmesurada, la misma nariz picuda, y,
sin embargo, no era él.
De pronto nos ordenaron levantarnos y comprendí que nos habían hecho
arrodillarnos no para matarnos, sino para que no huyéramos mientras nos contaban.
Ello hizo que un torbellino de esperanza me subiera por el vientre acalambrado, y le
prometí a Vera para mis adentros que regresaría.
—¡Andando, escoria! —gritó uno de los guardias—. ¡Adelante! ¡No os separéis!
¡Al que se aparte de la fila o se quede atrás le pegamos un tiro! ¿Entendido?
¿Entendido?
Avanzamos rápidamente, con gran esfuerzo, incluso los heridos. Yo procuré
mantener mi dedo roto fuera del alcance de las manos del hombre que iba a mi lado,
que no paraba de hacer aspavientos. El borracho de la celda de Sofía y mi compañero,
el de los pies hinchados, iban más adelante, y confié en que alguien los ayudara a
caminar. Un hombre se tropezó con algo por delante de mí y al instante trastabillamos
todos, lo que hizo que el guardia más cercano soltara un improperio. Decidí no mirar
más a mi alrededor, ni las caras de los guardias, ni los barrancos, en los que la
hermosa luz del ocaso iba difuminándose. Oí el fragor del riachuelo cercano, por
debajo del ruido de nuestros pasos en el polvo. Subimos por un camino y dejamos
atrás el río, toda esa agua que podríamos haber bebido con ansia, en tropel. Ya casi
había anochecido y los bosques escarpados se cerraban sobre nosotros a ambos lados
del camino. Proseguimos la marcha, jadeando, al menos cinco kilómetros, y alguien
debió de quedarse rezagado porque los guardias armados comenzaron a gritar a
nuestra espalda y a amenazarnos.
Luego el camino se ensanchó de nuevo y vimos unos edificios, una gran valla con
un tosco portón y una garita colocada sobre un andamio. Allí había más hombres con
armas y uniforme, y un gran perro pastor que merodeaba por allí cerca. Abrieron la
puerta y la cruzamos con patético ardor. Antes de que me llegara el turno de entrar, vi
las palabras que había sobre el portón: avancemos gloriosamente hacia el
futuro. A un lado había otra señal en la que se leía: viva el partido
comunista soviético. Me pregunté si se trataba de un campo ruso, pero el letrero
estaba en búlgaro y los hombres que gritaban en la puerta, detrás de nosotros,
hablaban nuestro idioma. Dentro no se veían prisioneros, solo las entradas abiertas de
los barracones de madera, como grandes bocas cuadradas y oscuras. Nos pusieron

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otra vez en fila, en varias hileras, mirando al frente. El hombre que estaba delante de
mí se dobló de pronto y cayó al suelo. Los que estaban a su lado trataron de
levantarlo.
—¡Dejadlo! —gritó uno de los oficiales—. ¿Queréis que os castiguemos
también?
Soltaron al hombre caído. Pasado un momento, consiguió ponerse de rodillas e
incorporarse de nuevo, temblando.
El oficial que había hablado se plantó delante de nosotros, donde todos
pudiéramos verle. Había dos hombres apostados junto a él, uno a cada lado, pero no
llevaban el mismo pulcro uniforme que su superior. Vestían ropa de faena, desaliñada
y manchada de barro. Uno de ellos empuñaba un grueso garrote de madera y parecía
encorvado, como si se hubiera dado una paliza a sí mismo. El oficial dijo:
—Bienvenidos a vuestro nuevo hogar en Zelenets. Estáis aquí con un fin. Es
vuestro deber y vuestro privilegio trabajar en pro de vuestra rehabilitación. ¿Alguna
pregunta?
Un hombre situado cerca de la fila delantera tomó de pronto la palabra. Su voz
firme resonó en medio del silencio, en un tono suplicante solo a medias.
—Camarada, no hemos comido desde ayer o anteayer.
El oficial se volvió hacia él, poniéndose rígido. Por lo visto no esperaba
respuesta.
—¿Tienes hambre?
—Sí, camarada.
Reconocí al prisionero que había alzado la voz. Era el que me había ayudado a
sostener al hombre de los pies heridos al subir al tren. Tenía una cabeza grande y
noble y las espaldas anchas, un cuerpo propio de alguien acostumbrado a trabajar
duramente con las manos y los brazos.
El oficial se detuvo delante de él.
—Sal aquí fuera para que lo hablemos —dijo.
Por primera vez pude verle la cara. Rondaba los cuarenta años y, con el uniforme
puesto, parecía alto y atlético. Quizás antes había sido militar de carrera, condecorado
en la guerra. Me pregunté si dirigir aquel lugar era su pago por haber servido a la
Revolución al concluir la contienda. Su cabello quedaba oculto bajo la gorra, pero su
cara parecía recién afeitada y sus ojos eran grandes y verdes, como la gorra. Hizo un
rápido ademán y los dos hombres mal vestidos agarraron de pronto al prisionero que
se había atrevido a hablar. El más joven de los dos no era más que un crío, pero alto y
fuerte, con el cabello claro y rizado. Agarró al prisionero por un brazo. El otro
levantó el garrote y lo descargó con increíble velocidad sobre el hombro del preso.
Este cayó hacia delante con un grito y el hombrecillo encorvado volvió a golpearle
con saña, esta vez en la cabeza. Se oyó un sonido irreal, horripilante: el crujido de los
huesos al romperse y un golpe sordo cuando se desplomó.
Cuatro o cinco de nosotros nos abalanzamos hacia delante sin pensar, tratando de

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llegar hasta nuestro compañero, de tirar de él para ponerlo a salvo. El garrote acertó a
otro hombre en un brazo, haciendo que se tambaleara. El oficial dio un grito y el
guardia rubio, el más joven de los dos, se sacó de entre la ropa un bastón metálico.
Otros guardias se acercaron corriendo. Retrocedimos. A eso se reducía todo: a la
muerte instantánea o a la posibilidad de sobrevivir. Eso había querido decir nuestro
oficial al preguntar si alguien tenía alguna duda. El preso herido, que se
convulsionaba en el suelo, fue nuestro instructor. Uno o dos minutos después se
quedó quieto y dos guardias se acercaron para llevarse el cuerpo a rastras. Yo observé
la escena a punto de desmayarme de furia y de horror, y luego traté de no mirar más.

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46

En el centro de Yambol, a Alexandra la sorprendió ver un par de edificios del


periodo otomano, bellamente restaurados. Se erguían, con sus frescas arcadas, en la
vieja plaza de la ciudad: una mezquita edificada en piedra de distintos tonos de rosa y
un antiguo zoco que ahora albergaba tiendas de ropa. La cafetería estaba allí cerca,
pero aún faltaba media hora para su cita con la señorita Radeva. Bobby compró un
kilo de cerezas en un puesto de fruta y se las comieron directamente de la bolsa de
plástico. Stoycho jadeaba, agobiado por el sol, y Alexandra pidió por gestos un
cuenco de agua para él en una tiendecita de alimentación.
—Voda, molia —la instruyó Bobby.
Pero, de las cosas que hicieron, la más importante, la que quedaría grabada para
siempre en la memoria de Alexandra, surgió de manera espontánea. En la plaza se
erguía una iglesia abovedada. Ataron a Stoycho bajo un árbol y entraron en el templo,
huyendo del calor. Bobby se acercó a un quiosquillo que había en la entrada para
comprar unas velas.
—Mira qué montón de ellas tienen hoy —le dijo a Alexandra—. Debe de ser para
una fiesta. Para el día de Kiril y Metodii, quizás, que es dentro de muy poco. Es una
fiesta muy importante en la que se celebra nuestro alfabeto, y también la enseñanza y
la literatura. Un día muy apropiado para ti.
—Y para ti —repuso Alexandra con una sonrisa.
Bobby metió unas monedas por el hueco de la ventanilla del quiosco y una mujer
vestida de azul les entregó cuatro velas. Bobby dio dos a Alexandra y entraron juntos
en el ábside, cogidos de la mano un momento, como habría entrado con Jack, pensó
ella, de haber estado su hermano allí.
Pero, cuando salían de la iglesia, una figura que había al pie de la escalinata dio
media vuelta y se acercó a ellos con paso extrañamente irregular. Stoycho, atado allí
cerca, se levantó, siempre alerta. Alexandra se quedó rezagada, haciéndose sombra
con la mano sobre los ojos para protegerse del sol, pero Bobby avanzó. Aquella
figura era, en realidad, una anciana con la espalda tan encorvada que casi dibujaba
una línea paralela al suelo y la cabeza cubierta por un pañuelo que convertía su cara
en un negro túnel. Llevaba colgados de un brazo un montón de tapetitos de ganchillo
y, del otro, varios collares antiguos de aspecto pesado. No podía levantar la cabeza lo
suficiente para mirarlos, pero estiró los brazos y dijo algo con voz suave y
quebradiza.
—¿Vende estas cosas? —preguntó Alexandra.
—Creo que sí —contestó Bobby—. No la entiendo muy bien. Seguramente eran
de su familia. Imagino que es lo único que le queda.
Con enorme esfuerzo, la mujer levantó un poco más los brazos para acercarlos a

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sus caras. Su ropa desprendía un olor a verduras podridas.
—¿No deberíamos comprarle algo? —susurró Alexandra.
—Podría darle unas monedas —dijo Bobby, dubitativo.
—No está mendigando.
La anciana esperaba a su lado con pavorosa paciencia, sin bajar los brazos, que le
temblaban. No volvió a hablar, como si supiera que no la entenderían.
—Voy a comprarte un collar —dijo Bobby de repente.
Eran extraños pero muy bellos, de azófar deslustrado, con grandes cuentas rojizas
que parecían cornalinas. Uno de ellos estaba adornado con una sarta de monedas
antiguas.
—No, por favor —dijo ella—. Puede que sean muy caros.
—Seguro que no, y quiero regalarte uno.
Bobby conversó con la mujer. Parecieron llegar a un acuerdo y se sacó varios
billetes del bolsillo.
—Elige uno —le dijo a Alexandra.
Ella dudó.
—Prefiero que lo elijas tú —contestó.
Le preocupaba que la anciana estuviera agotada de levantar los brazos y deseaba
verle la cara, saber si la alegraba haber hecho una venta o la entristecía tener que
desprenderse de una reliquia familiar. Sin duda, lo que le había ofrecido Bobby era
una miseria en pago por semejante tesoro. Tal vez, se dijo, no deberían comprar
ninguno. Quizás no debiera sacar aquella pieza de Bulgaria.
Bobby estiró el brazo y extrajo delicadamente el segundo collar de la manga de la
anciana, pasándolo por encima de su mano agarrotada. La mujer bajó los brazos de
inmediato y se guardó el resto de su mercancía en un bolsillo profundo. Alexandra
pensó que iba a alejarse renqueando, pero se quedó mirando sus pies desde la
penumbra de su pañuelo. Bobby le entregó el collar. Era sorprendentemente pesado y
estaba limpio, aunque deslustrado por el paso del tiempo. Tenía ornamentados
eslabones de azófar plateado, globos de ámbar de color miel y un colgante de
cornalina de un rojo suave, montado también en azófar. Parecía oriental, bizantino
quizás, como el interior de la iglesia: una estética muy anterior a este mundo de
coches y teléfonos móviles. Tal vez fuera de verdad de época otomana, se dijo
Alexandra con un arrebato de asombro, en cuyo caso tendría como mínimo ciento
treinta años de antigüedad.
—Aquí nunca se sabe —masculló Bobby cuando se lo preguntó—. La gente
vende toda clase de cosas. Puede que sea importado de la India.
La anciana levantó la mano y les hizo señas con el dedo para que la escucharan.
Dijo algo muy lentamente, como si quisiera hacerse entender por unos niños
pequeños.
—Dice que no es de la India. —Bobby meneó la cabeza—. Que es de su pueblo,
y muy antiguo. De su bisabuela.

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—Espero que no sea verdad —murmuró Alexandra, pero el metal ya había
empezado a entibiarle gratamente la mano.
Bobby abrió el cierre y le puso el collar alrededor del cuello. Quedó posado sobre
su esternón.
—Gracias, Bobby —dijo Alexandra.
Stoycho había empezado a gemir, llamándoles. Ella sintió el peso del collar sobre
su corazón.
—Venga —dijo él—. Vamos al café. Podemos atar fuera a Stoycho.

Unos minutos después apareció la señorita Radeva, que se acercó a su mesa


caminando a paso ligero. Alexandra lamentó no haber visto el interior de su casa en
la torre de pisos. Se lo imaginó muy sencillo y decorado por completo en blanco,
como el nido de un cisne. Ella les sonrió fugazmente al sentarse. Parecía un poco
cansada y alrededor de sus ojos eran visibles los primeros signos de envejecimiento.
Alexandra pensó que aquello le daba el aire de una santa en un icono, fatigada por la
maldad persistente del mundo terrenal. La mayoría de la gente habría parecido
simplemente marchita, en cambio, la señorita Radeva se había recogido la larga
melena en un complicado moño trenzado, sujeto a la altura de la nuca. ¿Cómo habría
sido crecer con una guapísima hermana mayor, se preguntó Alexandra, de modo que,
al desaparecer Jack, hubieran podido consolarse mutuamente y viajar juntas?
Bobby estaba escudriñando el local, lleno solo a medias, y pidiendo café para
todos. La señorita Radeva se sirvió una ración extra de azúcar en el suyo y se recostó
en la silla.
Bobby la observaba con atención.
—¿Lleva mucho tiempo viviendo en Yambol?
—Sí —contestó—. Vine aquí a trabajar cuando tenía veintitrés años. Hace ya
unos veintitrés años, de hecho. Me crie en el mar.
La miraron ambos con sorpresa. Parecía imposible que tuviera cuarenta y tantos
años. Ella no pareció notarlo.
—Toda nuestra familia era de Sofía, como los Lazarovi, y vivimos allí hasta que
cumplí cinco años. Luego nos trasladamos a Burgas. El tío Milen llevaba mucho
tiempo trabajando allí. Es el hermano mayor de mi padre. Le buscó trabajo a mi padre
en la refinería, que en aquellos tiempos era muy grande. —Removió su café muchas
veces—. Los Lazarovi también fueron a vivir allí. El tío Stoyan tocaba a veces en la
orquesta de Burgas y en la ópera, pero casi siempre trabajaba en una fábrica de
alimentos procesados. Yo siempre los llamé tíos: el tío Stoyan y la tía Vera. Neven
también era como mi primo, o como el hermano mayor que no tenía.
Bobby dejó su cucharilla.
—¿Sus padres todavía viven allí?
Ella meneó la cabeza y sus hermosas facciones se tensaron ligeramente.

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—Mis padres fallecieron. Murieron juntos en un accidente de barco cuando yo
estaba en el instituto. —Cogió su taza.
Jack, pensó Alexandra. Todas esas sombras y espectros que habían ido a reunirse
con él, o él con ellos, desde todos los rincones del globo. De pronto se le vino a la
cabeza uno de sus versos favoritos, de cuando estudiaba a Milton en la universidad:
«… si a una orden suya acuden miles / y recorren sin descanso mar y tierra». En ese
momento comprendió que algún día enseñaría a otros lectores, a otros jóvenes, esas
palabras capaces de aquietar el temblor de sus manos.
—Lo siento muchísimo —dijo, tratando de elevar su voz desde un lugar
inaudible.
—Lo mismo digo —añadió Bobby.
Alexandra adivinó que había advertido el estremecimiento de su voz; y esa
certeza, junto a los versos de Milton, de algún modo logró mitigar el ruido del local a
su alrededor. De pronto pensó, La señorita Radeva es huérfana. Y se volvió para
preguntarle si por ese motivo había elegido su trabajo, pero se detuvo.
—¿Y gospodin Lazarov? —preguntó por fin—. ¿Lo conocía bien?
Ella dejó su taza sobre la mesa y cruzó y descruzó sus dedos delicados.
—No mucho —dijo—. Siempre estaba ahí, pero era mucho más callado que la tía
Vera. No parecían… interesarle mucho los niños, salvo su hijo Neven. Estaba muy
orgulloso de él.
Bobby también dejó su café.
—¿Sigue teniendo contacto con Neven?
Ella sacudió la cabeza.
—Para mí es como un hermano —respondió—. Pero por desgracia hace muchos
años que no vivimos cerca. Creo que ahora él también es más callado que cuando
éramos niños y nos lo pasábamos en grande. Quizás sea más difícil conocerlo.
Trabaja para una asesoría contable online, en el piso en el que vivían sus padres en
Burgas. Es un piso muy pequeño y no muy bonito, sobre todo ahora. Creo que trabaja
muchas horas. Debe de sentirse muy solo, aunque me dijo que su trabajo le permite ir
a pasar temporadas con su madre. Y el tío Milen y la tía Vera estaban muy mayores la
última vez que los vi. —Meneó de nuevo la cabeza.
Luego, como si necesitara cambiar de tema un instante, le preguntó a Alexandra
de qué zona de Estados Unidos era y si había discotecas en su ciudad. Alexandra, que
pasaba gran parte del tiempo en la biblioteca o en las montañas, tuvo que hacer un
esfuerzo por recordarlo.
—Sí, hay una. No estoy muy segura de cómo es.
—Creía que en todas las ciudades de Estados Unidos había montones de
discotecas —dijo la señorita Radeva, asombrada—. Aquí tenemos por lo menos
cuatro, y yo voy todos los fines de semana. Me encanta bailar.
—Bueno —dijo Bobby bajando su tenedor—, ya sabe que estamos muy
interesados en encontrar a su tío y a los Lazarovi. Pero, como le decía antes, nos

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preguntamos si hay algo acerca de gospodin Lazarov que no sabemos y que quizás
pueda ayudarnos.
—Sí —contestó ella—, y ahora yo también estoy preocupada. —Suspiró—.
Nunca había encontrado a mi tío tan… raro y serio como la última vez que hablamos
por teléfono. Suele ser un poco más calmado. Me dijo que no podía decirme dónde
iban de vacaciones ni cuándo, ni cuándo exactamente vendrían a verme. Creo que no
quería decírmelo. Me dolió, porque es mi pariente más próximo, y me preocupó que
estuviera perdiendo la cabeza. Incluso pensé por un momento que tal vez fueran a
salir de Bulgaria para hacer un viaje más largo, si tenía algunos ahorros de los que yo
no sabía nada.
Alexandra sintió una opresión en el estómago. No se le había ocurrido pensar que
los Lazarovi pudieran salir del país. ¿Lo harían si alguno de ellos sabía lo que
escondía la urna? ¿Y significaba eso que eran conscientes de que corrían algún
peligro? Por otro lado, Milen había hablado con la señorita Radeva antes de que
perdieran la urna. ¿Había ocultado el propio Neven la confesión de Stoyan en la urna
con ayuda de Nasko Angelov? ¿Estaba ansioso por recuperarla o había ocurrido algo
desde entonces que les había impulsado a huir de Bulgaria? Se imaginó a Neven
junto a la barandilla de un barco, alejándose por momentos de la costa, hasta que solo
distinguió de él su ropa blanca y negra. Tal vez ella tuviera la culpa de todo aquello
por haberse llevado la urna, y él nunca la recuperaría, nunca podría enterrar a su
padre ni, quizá, regresar con garantías a su país. Había creído que eso, al menos,
podía solucionarlo: devolverle a una familia (y a la tierra) lo que le pertenecía. Se
retorció las manos sobre el regazo para impedir que la derecha se introdujera bajo la
manga de la izquierda.
—¿Cree usted…? —comenzó a decir Bobby—. ¿Cree usted que estaban lo
bastante asustados como para pensar seriamente en abandonar Bulgaria?
—Jamás lo habría dicho. —La señorita Radeva se apartó el pelo de los hombros
—. Pero ahora no estoy segura. La conversación fue un poco sospechosa. Y como
han venido ustedes hoy preguntando si creía que el tío Stoyan podía haberse metido
en líos con la policía, de pronto estoy muy preocupada. Mi tío Milen siempre ha
desconfiado de la policía, pero yo pensaba que era por las cosas que pasaban en su
juventud, a principios de la época socialista.
—¿Él tuvo algún problema en aquella época? —Bobby se inclinó hacia delante.
Los grandes ojos claros de la señorita Radeva adquirieron una expresión
pensativa.
—Creo que no. Puede que lo que le pasó al tío Stoyan lo pusiera nervioso. En
aquellos tiempos podían detener a cualquiera.
Todavía pueden, pensó Alexandra mirando a Bobby. A un poeta, por ejemplo.
Pero él no parecía estar pensando en sí mismo.
—¿Lo que le pasó al tío Stoyan? —preguntó—. ¿Qué le pasó?
Ella pareció incómoda.

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—Eso es lo que creo que debo contarles. El tío Stoyan nunca hablaba de ello,
pero yo sé que lo detuvo la seguridad del estado, puede que más de una vez. La tía
Vera tampoco hablaba nunca de ese tema. Pero una noche, unos meses después de
que fallecieran mis padres, el tío Milen me llevó a cenar en Burgas y bebió
demasiado. Creo que quería hablarme de mis padres, pero estaba demasiado triste, y
acabó hablándome de Stoyan casi por accidente.
—También debió de ser muy triste para usted —comentó Bobby.
Alexandra lo miró y pensó de repente: Tú harías hablar hasta a una piedra.

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47

Estábamos sentados en la terraza de un restaurante en Burgas, dijo la señorita


Radeva. Está en el antiguo Parque del Mar, el Morska Gradina. Si van a Burgas, lo
verán. Es un sitio precioso junto a la playa, aunque ahora no es tan bonito como
antes. Tenía mesas fuera, en una terraza con una gran balyustrada de piedra, con
vistas al mar y al cielo. Yo tenía diecisiete años y no iba al parque desde dos meses
antes de que me llamaran del hospital para decirme que mis padres habían muerto.
Me entregaron su ropa mojada en una bolsa. Desde entonces ni siquiera había ido a la
playa. Cuando volví a ver la terraza del restaurante, con el sol del atardecer sobre la
bahía, las mesas relucientes y el mar azul, pensé que no quería sentarme allí fuera.
Pero mi tío parecía empeñado, así que le hice caso. Me retiró la silla para que me
sentara, como hacía siempre con mi madre, pero nunca conmigo, hasta ese día.
Aquello me entristeció de inmediato.
El tío Milen pidió una copa de vino para mí, aunque yo era muy joven y a él no le
gustaba ver beber a las mujeres. Para él pidió rakiya. Le temblaba la voz cuando
brindó a mi salud. De pronto me di cuenta de que su pelo liso y moreno, que de joven
siempre había sido muy espeso, empezaba a parecer fino y grisáceo. Tenía los ojos
enrojecidos, puede que no de llorar, sino de cansancio. Yo me había puesto mi vestido
favorito, uno verde, y los zapatos con los que me gustaba combinarlo, para darle las
gracias por invitarme a cenar, y él me hizo un cumplido. Yo siempre había tenido la
sensación de que era su niña, su preferida, porque no tenía hijos propios. Ni siquiera
se había casado. Una vez me contó que, siendo muy joven, había entregado su
corazón a una mujer que no lo amaba, pero que nunca se había arrepentido.
Estuvimos comiendo y charlando de cosas sin importancia. Hacía calor esa noche
y, durante un rato, llegué a creer que solo habíamos salido a cenar, como tío y
sobrina, y que luego me llevaría a casa, con mis padres, y no al piso de mi abuela,
donde vivía desde su muerte. Los árboles estaban muy verdes, era la mejor época del
año y el aire olía deliciosamente a salitre, y no a esa peste que desprende la refinería.
Desde aquel día en el hospital, yo había pensado muchas veces que el buen tiempo
era muy extraño: el cielo permanecía azul y el sol seguía saliendo sobre el mar por las
mañanas y ocultándose a nuestra espalda cada noche. También hacía muy buen
tiempo el día que se ahogaron, solo que soplaba mucho el viento.
El tío Milen estuvo hablándome un rato sobre su trabajo, que no iba muy bien, y
me preguntó, un poco azorado, qué tal iban las cosas en casa de mi abuela. Quería
saber si podía hacer algo por mí y, para ahorrarle tener que oír la verdad en voz alta,
le dije que podía llevarme a cenar al parque de vez en cuando. Aquello lo hizo
sonreír. Nosotros siempre habíamos sabido reírnos y sonreír los dos juntos, aunque
mi tío también es muy serio y a veces un poco gruñón. Me dijo que, con tan buena

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compañía, querría volver a menudo. Siguió pidiendo rakiya y cenamos muy bien, y
pasado un tiempo me di cuenta de que estaba un poco bebido, o más que un poco,
quizás, porque aunque beba siempre conserva la calma y la educación. Yo estaba
también un poco mareada por el vino, porque rara vez me tomaba una copa entera, y
ya casi me había bebido dos.
Pensé en preguntarle cómo era mi madre a mi edad, porque estaba ansiosa por
saber todo lo que pudiera sobre mis padres, ahora que habían muerto. Pero al final le
pregunté cómo estaban los Lazarovi, porque habíamos ido muchas veces a su casa a
lo largo de los años y eran grandes amigos nuestros, casi de la familia. Yo sabía que
también tenían que echar mucho de menos a mis padres. Neven todavía vivía con
ellos. Estudiaba en la Facultad de Química. «Imagino que a Stoyan lo habrá
decepcionado tener un hijo químico, en vez de músico», me comentó mi tío una vez.
Stoyan intentó durante años enseñar a su hijo a tocar el violín, sin mucho éxito.
Neven sabía tocar muchas piezas, pero despacio y sin expresión. Cuando éramos
pequeños, los dos temíamos que llegara el final de la tarde, porque a Neven lo hacían
entrar en casa para practicar con el violín. A él le gustaba mucho más jugar a la
pelota, y, además, teníamos una colección secreta de envoltorios de papel de plata,
una colección muy grande. Ya saben, de envoltorios de caramelos y otras cosas. Nos
pasábamos horas alisándolos para que brillaran aún más, hasta que se volvían muy
frágiles y se rompían.
El caso es que mi tío dijo que Vera y Stoyan estaban bien, aunque tenía la
impresión de que Stoyan estaba un poco enfermo. No enfermo físicamente, dijo, sino
de corazón. Triste.
—Se pone así de vez en cuando, a pesar de su música. —Mi tío bebió un sorbo de
rakiya—. Deberías haberlo visto antes de que lo detuvieran. Era tan vital… No era
una persona ruidosa, pero estaba lleno de vida de la cabeza a los pies. Rebosaba
energía.
Yo nunca había oído contar que hubieran detenido a Stoyan y mi tío no pareció
notar mi sorpresa, así que me quedé callada y lo dejé hablar. Estaba recostado en la
silla, con los brazos cruzados, meneando la cabeza. Dijo:
—Después de aquello, ya no era el mismo. Me acuerdo de la vez que vinieron a
buscarlo en Burgas. Válgame Dios, yo estaba allí mismo.
Bebió un poco más y yo no intenté disuadirlo de que se callara o dejara de beber.
—Bueno, ya sabes —me dijo—, fue hace muchos años y éramos todos más o
menos jóvenes cuando se mudaron a Burgas. Una noche fui a cenar con ellos, como
hacía a menudo. Les llevé unos tarros de pepinillos que me había mandado mi abuela
del pueblo esa semana. Stoyan no tenía que tocar esa noche en la orquesta, y
estábamos los tres sentados en el salón de su casa. Compartían piso con un
matrimonio mayor que vivía en la habitación del fondo, y apenas tenían espacio, pero
Vera había dejado la casa preciosa, con unas cortinas que confeccionó ella misma con
una tela de colores vivos. Después de la cena nos sentamos a charlar. Stoyan dijo que

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iba a tocar para nosotros, lo que pocas veces hacía en casa, y recuerdo que tocó algo
de ese italiano que le gustaba tanto, de memoria. Sonaba como… No sé cómo
describirlo, muy numérico y límpido, pero también como agua corriendo por una
pendiente. Ahora mismo no recuerdo el nombre del compositor, pero ya lo pensaré.
Fue estupendo. Creo que necesito un poco más de rakiya. Vera estaba bellísima,
sentada en su diván a la luz de una lámpara. Neven, que era pequeño, estaba en casa
de sus abuelos, y era otra vez como en los viejos tiempos.
»Cuando Stoyan acabó de tocar, seguimos hablando un rato y yo empecé a pensar
en regresar a casa para el toque de queda, aunque siempre me molestaba irme de su
casa y mi piso me parecía muy vacío después de estar con ellos. Pero entonces
llamaron bruscamente a la puerta. Su piso estaba en la primera planta de un edificio
viejo. Era muy raro que alguien llamara a aquella hora, porque ya eran las once
pasadas y la calle llevaba un rato en silencio. Vera fue a abrir, preocupada. Stoyan se
quedó sentado, muy quieto, como si se hubiera quedado de piedra al oír que
llamaban. Dijo en voz baja: Pak. “Otra vez”.
»Entonces levantó su violín, que tenía sobre las rodillas, y lo guardó en su estuche
junto con el arco, y escondió rápidamente el estuche detrás del diván antes de que
Vera abriera la puerta. Cuando se apartó de la persona que había llamado y se volvió
hacia nosotros, estaba muy pálida. Stoyan y ella se miraron y yo me sentí como si no
estuviera en la habitación. Ella se apartó y un agente uniformado entró sin decir nada.
Stoyan y yo nos pusimos en pie. Di por sentado que venían a llevarse a alguien, pero
durante unos segundos pensé que era a mí, que seguramente había hecho algo mal en
el trabajo sin darme cuenta.
»Pero entonces se adelantó Stoyan. El agente sacó unos papeles, sin abrir la boca.
Te aseguro que Stoyan se le acercó como si tiraran de él de una cuerda. El hombre
apoyó un segundo la mano en la pistola que llevaba al cinto y que le hacía un bulto
debajo de la chaqueta. Yo casi no me di cuenta de ese gesto. Luego se volvió hacia la
puerta y Stoyan lo siguió. Vera se retorcía las manos y yo comprendí que deseaba
correr hacia él. Stoyan se giró y, sin mirar a Vera en ningún momento, me dijo:
“Cuida de ella”.
Al llegar a este punto de la historia, mi tío se pellizcó el puente de la nariz con el
pulgar y el índice y se quedó callado un momento.
—Y juro que lo intenté —dijo con voz temblorosa—. Intenté hacerlo. Lo
admiraba más que a nadie.
Yo le pregunté por qué lo detuvieron, dubitativamente, porque jamás se me había
ocurrido pensar que el tío Stoyan pudiera meterse en líos. Me había parecido siempre
una persona tan serena, un músico… Era muy trabajador, no sonreía mucho, pero era
amable de trato. No se correspondía con mi idea de un delincuente, desde luego, pero
sabía que en aquellos tiempos a veces se detenía a gente inocente.
El tío Milen no contestó. Tenía la nariz colorada. Dijo:
—No debería habértelo contado. Sé que no debería. No debes decírselo a nadie,

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nunca.
Le contesté que no lo haría, pero que la tía Vera tenía que haberse alegrado
mucho de que volviera sano y salvo.
Aquello pareció tranquilizarlo un poco. Sabía que no lo comentaría con nadie de
fuera de la familia.
—Sí, se puso muy contenta cuando volvió.
Entonces pidió café para él y tortitas con mermelada de cereza para mí. Es todo lo
que recuerdo.

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48

Bobby había cruzado los brazos y parecía pensativo.


—¿Y nunca le contó nada más sobre Stoyan?
La señorita Radeva sacudió la cabeza.
—No. Por lo menos, acerca de sus problemas con la policía. Puede que no fueran
graves, porque no he sabido más sobre ese asunto. Yo debía de tener seis o siete años
cuando ocurrió, y solo recuerdo que el tío Stoyan estuvo fuera de casa una
temporada. Naturalmente, el tío Milen también me ha contado cosas corrientes sobre
Stoyan a lo largo de los años, como que estudiaron en el mismo gimnasium de Sofía,
aunque mi tío era más joven y no se conocieron entonces. Trabaron relación después,
cuando Stoyan regresó de estudiar en Viena y antes de que se casara con la tía Vera.
La señorita Radeva estaba jugando con un mechón de cabello oscuro que había
escapado de su moño.
—Mi tío conocía a la familia de la tía Vera desde hacía años, porque vivían en el
mismo barrio de Sofía. A todos les encantaba la música. Y me dijo que a Stoyan le
gustaba dormir la siesta a mediodía. Por eso Neven y yo no debíamos hacer ruido si
jugábamos en su casa.
Alexandra bebió un último sorbo de café pensando en Stoyan Lazarov, un músico
que dormía la siesta a mediodía y al que más de una vez apartaron de su bella esposa
para llevarlo a comisaría. Se lo imaginó volviendo a la mañana siguiente, sucio y
cansado, tal vez incluso con una magulladura en la cara. ¿O estuvo meses fuera esa
vez? ¿O incluso años?
—¿Por qué dijo eso, «otra vez»? —preguntó Bobby.
La señorita Radeva arrugó el entrecejo.
—¿Otra vez?
—Sí. ¿Sabe por qué gospodin Lazarov dijo pak cuando lo detuvieron, como le
contó su tío?
Ella se encogió de hombros.
—Nadie hablaba de estas cosas, pero tengo entendido que en aquella época, si te
arrestaban una vez, volvían a arrestarte con frecuencia porque estabas bajo sospecha
el resto de tu vida. Ahora que lo pienso, me acuerdo de que el tío Stoyan pasó
temporadas fuera de casa varias veces cuando nosotros éramos niños y
adolescentes… Una vez, estuvo fuera dos años. La tía Vera siempre decía que estaba
trabajando en otra parte del país.
Bobby y Alexandra se miraron.
—Nos consta —dijo él— que fue detenido y enviado a un campo de trabajo antes
de que naciera Neven.
Ella sacudió la cabeza lentamente.

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—Nunca me lo contaron. Pero eso explica muchas cosas.
Él titubeó.
—Hemos venido hasta aquí lo más discretamente posible, pero debemos decirle
algo más. Últimamente, nos han estado siguiendo y nos han amenazado sirviéndose
de pintadas. O puede que sea a los Lazarovi y a tu tío a quienes están amenazando.
Le explicó brevemente lo ocurrido durante los cinco días anteriores. Ella, cada
vez más nerviosa, enroscaba el mechón de pelo entre sus dedos.
—Lamentamos haberla involucrado —dijo Alexandra—. Por favor, tenga
cuidado. Si ve algo que la haga sospechar, llame enseguida a Bobby.
—O si recuerda algo más sobre Stoyan Lazarov que considere que debemos saber
—añadió él.
—Así lo haré. Pero por favor, por favor… Avísenme si se enteran de algo más
sobre mi tío, o sobre los demás.
Se levantó con su elegancia natural y Bobby y Alexandra hicieron lo propio para
despedirse de ella.
—Blagodarya. —Bobby la besó en ambas mejillas—. Por supuesto que sí, la
llamaremos al móvil en cuanto sepamos algo.
—Gracias —dijo ella.
Alexandra rodeó con los brazos sus hombros esbeltos y la estrechó un momento a
pesar de que sabía que no era lo más apropiado. La señorita Radeva levantó la larga
melena de Alexandra con una mano y la dejó caer.
—Por favor, conduzcan con cuidado —dijo.
La vieron salir por la puerta, caminando grácilmente sobre sus tacones. Se
sentaron de nuevo un momento mientras Bobby contaba las monedas para pagar el
café y las dejaba en un montoncillo en el centro de la mesa. Justo cuando colocó la
última moneda, sonó su teléfono.
—Es Irina —dijo.
Alexandra oyó la voz de la anciana contándole algo en búlgaro, muy nerviosa.
Bobby se puso alerta de inmediato y, al colgar, se volvió hacia ella.
—Malas noticias —dijo en voz baja—. Muy malas. Han encontrado muerto a
Atanas Angelov en Irkad. Irina se ha enterado hace solo unos minutos, por su hijo.
A Alexandra le costó encajar la noticia.
—¿Te refieres a gospodin…? ¿Al amigo pintor de Irina? ¿Al de ayer? Oh, no —
dijo—. Oh, no, no…
Bobby cruzó con fuerza las manos sobre la mesa.
—Sí. Le han encontrado esta mañana en el bosque, cerca de Irkad. Parece que
salió a reunirse con alguien después de que nos marcháramos. Su hijo no lo vio en
toda la noche y estaba muy preocupado. Lo encontró un hombre del pueblo.
—¿Fue a reunirse con alguien? —preguntó ella, atónita.
Bobby crispó las manos.
—Lo han degollado.

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—Dios mío —dijo Alexandra.
De pronto pareció quedarse sin respiración. Le pareció estar viendo de nuevo
aquella cara serena y atezada, las lágrimas que corrían por sus arrugas y que ahora
caían en un tajo espeluznante.
—Es por la urna —dijo Bobby con aspereza—. Tiene que ser por la urna.
—Oh, no… Es por mi culpa —repuso ella, y empezó a llorar—. Nada de esto
habría ocurrido si no hubiera ido a la policía, si no hubiera intentado encontrar a esas
personas. O si no me hubiera quedado con la urna. Siempre lo estropeo todo…
Bobby se giró de repente y la zarandeó por los hombros.
—Basta ya —ordenó.
Alexandra vio el miedo reflejado en su rostro y se acordó de cómo se había
apenado Angelov al ver el destino de Bobby escrito en sus facciones.
—Para o te doy un bofetón, Bird.
—¿Qué? —preguntó, indignada, pero Bobby había hablado en un tono tan
enojado y cariñoso que se le secaron de golpe las lágrimas.
Él apoyó la frente un momento contra la suya, allí, en medio de la cafetería, y
luego se incorporó.
—Irina está muy afectada y yo estoy cada vez más preocupado por su seguridad y
por la de Lenka. Le he dicho que vamos enseguida para allá.

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49
1949

Nos dividieron en tres grupos y nos asignaron a diversos «jefes de brigada», como
los llamaban ellos. A mí los jefes de brigada me parecieron más bien prisioneros, con
su ropa desgarrada y unos zapatos que nunca eran de su talla, y pronto me enteré de
que, en efecto, eso eran: reclusos a los que habían ascendido. Portaban garrotes que
no necesitaban en esos momentos. Fuimos con ellos al aseo de hormigón de nuestro
nuevo alojamiento. Entre los hombres que iban conmigo, reconocí al borracho de
Sofía, que estaba tan aturdido que no podía hablar. Reconocí también, aunque solo de
vista, a un joven de aspecto amable, con la barba marrón y los ojos de color castaño
claro. Se movía con delicadeza y me lanzó una mirada tan llena de dignidad, dolor y
rabia que sentí que en ese breve instante habíamos mantenido una conversación
completa. Puede que hubiéramos coincidido alguna vez en un café o una biblioteca
de Sofía, donde nos habríamos limitado a saludarnos con una inclinación de cabeza.
En el aseo nos ordenaron desvestirnos. Vi que el joven de la barba tenía ronchas
en la espalda, cubiertas con costras como granates. Nuestro jefe de brigada parecía
tan anciano que me pregunté si sería capaz de mantener el orden en nuestro grupo y si
había sobrevivido a los horrores de aquel lugar. Luego me di cuenta de que no era
viejo, sino que había perdido casi todos los dientes, de modo que su cara se había
hundido y sus ojos habían descendido hacia las mejillas. Nos dijo que se llamaba
Vanyo, nada más. Nos registró mientras estábamos desnudos, expeditivamente, y a un
hombre le quitó un reloj de pulsera y a otro una cadena con un icono. Se guardó el
reloj en el bolsillo y el icono lo tiró a un cubo de inmundicias que había en un rincón.
Luego ordenó a otro prisionero que lo ayudara a afeitarnos la cabeza, lo que
resultó muy penoso, y a mirar si teníamos piojos. Se sirvieron de cuchillas viejas, de
cubos de agua fría y de pastillas de áspero jabón de sosa colocadas en bandejas de
madera. No volví a ver mi ropa. Nos entregaron varios montones de camisas, ropa
interior y pantalones para que eligiéramos y nos observaron mientras nos
intercambiábamos las prendas que podían quedarnos mejor. Ropa de muertos,
pensábamos todos, aunque cuando nos la dieron estaba relativamente limpia. Había
algunos calcetines y zapatos sueltos, y no bastaban para todos. Varios hombres que
tenían los pies más grandes se quedaron descalzos esa primera noche. Yo encontré un
par de zapatos de calle, de piel y muy gastados, que, si me ataba fuerte los cordones,
no se me salían.
Nuestro jefe de brigada nos llevó de nuevo al patio y repartió entre todos el
contenido de varias bandejas de pan y de una cazuela de sopa de alubias. Estaba

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asqueroso, sobre todo la sopa, pero comimos con ansia. Nos informó de que
trabajaríamos y dormiríamos juntos y de que debíamos estar listos para incorporarnos
a nuestros barracones, porque los demás trabajadores no tardarían en volver. No dijo
en qué íbamos a trabajar. El ocaso había dado paso a la noche y en la garita se
encendieron unas bombillas eléctricas. Los demás guardias llevaban faroles.
Colocaron uno a la entrada de cada barracón.
Luego oímos gritos, pasos atropellados y el extraño bramar de un cuerno,
semejante al de un cornetín del ejército, y los trabajadores comenzaron a entrar por el
portón, custodiados por guardias armados con pistolas y garrotes. Yo apenas daba
crédito a lo que veía. Las figuras que salieron a la luz del patio no parecían hombres,
sino esqueletos vivientes: parecían haberles vaciado las cuencas de los ojos con
cucharas gigantescas, tenían la cabeza tiñosa y la ropa, cubierta de carbonilla, polvo y
grasa, se les caía a trozos, hasta el punto de que ya no parecía estar hecha de tela. Y,
sin embargo, aquellos esperpentos se movían, avanzaban hacia las bandejas de pan y
las cazuelas de sopa apestosa. Sacaban cuencos y tazas de hojalata abollada de debajo
de sus harapos y se servían con ansia.
Con un arrebato de horror, me acordé de los grabados del libro de Dante de mi
abuelo, de las muchedumbres de almas en pena en las estancias del Inframundo.
Aquellos hombres no nos miraron. Yo creía que nosotros estábamos desharrapados y
exhaustos, pero comparados con aquellas apariciones estábamos enteros y en perfecto
estado. Vi con una nueva oleada de horror lo dañadas que tenían las manos: muchos
de ellos llevaban vendajes mugrientos o manchados de sangre, o les faltaban falanges
de los dedos. ¿Cuánto tiempo llevaban allí? Guardé con todo cuidado mi creencia de
que volvería a reunirme con Vera en cuestión de días. Ya ni siquiera me apetecía
contemplarla.
Los presos veteranos apenas tuvieron tiempo de meterse un mendrugo de pan en
el hueco de la boca antes de que volviera a sonar la corneta, muy cerca, y nos
colocaran a todos en fila para pasar lista por nuestros nombres completos. A los
recién llegados nos nombraron los últimos. Los nombres no parecían acabarse nunca
y, entre tanto, los trabajadores se tambaleaban y tiritaban, muertos de cansancio. Me
quedé estupefacto al ver que un esqueleto respondía: «¡Presente!», cuando dijeron:
«¡Ivan Genev!», y que al instante se quedaba dormido de pie, como si hubiera estado
esperando ese momento. A veces había cierta confusión respecto a un nombre o una
respuesta y el guardia que tenía la lista retrocedía varios nombres y los repasaba de
nuevo. En la lista figuraban todos los nombres que yo conocía y algunos que nunca
había oído, pero que eran claramente búlgaros. Una o dos veces me pareció oír un
nombre que sonaba a alemán, o a rumano, o a húngaro, pero no estaba seguro.
Por fin nos dejaron romper filas y yo aproveché el desorden momentáneo para
preguntar a un hombre cadavérico que había a mi lado cuál era el trabajo que tenían
que hacer.
—Canteras —respondió, como si las palabras fueran un bien que no podía

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permitirse malgastar—. Minas. Y unos cuantos van al aserradero.
Habló en voz baja y no trató de mirarme a los ojos. Luego se alejó arrastrando los
pies.
Yo había dado por sentado que dormiríamos en los dos grandes barracones de
madera, pero ya parecían estar llenos. Mi brigada fue conducida a un barracón que
había al fondo del patio, tan bajo que la puerta parecía conducir bajo tierra, como en
efecto así era. No era, en realidad, un edificio, sino un enorme socavón excavado en
la tierra y, cuando entramos agachando la cabeza, me llegó una vaharada de olor tan
nauseabunda que sentí el impulso de dar media vuelta y salir a vomitar, pero no pude
hacerlo porque había otro hombre justo detrás de mí. Era un olor como el de la carne
expuesta demasiado tiempo a la intemperie, solo que infinitamente más extraño. Me
tapé la nariz con la manga de mi camisa de muerto y apreté con fuerza. Ya había
hombres echándose a dormir en los catres de madera y hasta en el suelo. Nuestro jefe
de brigada, el desdentado Vanyo, nos señaló unos catres vacíos. Como éramos
nuevos, dormiríamos cerca del cubo de las inmundicias. Aquel hedor procedía en
parte del cubo, pero solo en parte. Los catres estaban cubiertos con jirones de tela que
en algún momento habían sido esterillas, y había una manta harapienta para cada uno,
de la época de la guerra. Había también un solo farol para alumbrar todo aquello: un
farol, un cubo para las inmundicias, una puerta y ochenta hombres, como mínimo,
una vez estuvimos todos dentro del barracón.
Los trabajadores esqueléticos se pusieron los zapatos debajo de la cabeza a modo
de almohadas. Algunos tenían también hatos de cosas que no eran mantas: chaquetas
pútridas y trapos arrancados de pantalones rotos. Alguien atrancó la puerta de madera
por fuera. Estábamos atrapados; si se caía el farol, moriríamos achicharrados. El olor
pendía del aire como un sólido. El hombre que ocupaba el catre situado encima del
mío se inclinó un momento cuando me metí en la cama. Su cara, como la del resto,
era una calavera. Pero de repente vi, como me sucedería después una y otra vez, que
seguía siendo una cara que en otro tiempo había sido normal, puede que incluso
agradable a la vista. Estuvo a punto de sonreír.
—Nuevo —dijo. No podía ser una pregunta.
—Stoyan Lazarov —respondí yo.
Decidí no añadir que era de Sofía. Él estiró su huesudo brazo y me estrechó la
mano.
—Petar, de Haskovo —murmuró.
—¿Qué es ese olor? —pregunté.
Alguien apagó de un soplido el farol, junto a la puerta. Oí de nuevo la voz de
Petar.
—Son las heridas. Nuestras heridas. Se infectan. Intenta olvidarte de ello, hijo —
dijo, no sin amabilidad—. Y procura mantenerte limpio. Vamos a dormir.
Se retiró a la oscuridad, encima de mí. Alguien nos mandó callar, enfadado. Yo
arranqué un trozo de tela de mi ropa de cama y me vendé el dedo dolorido con él,

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confiando en que quedara derecho al curar. Sabía, además, que debía dormir.
Pero estuve en vela casi toda aquella primera noche. Cuando los hombres
empezaron a respirar acompasadamente a mi alrededor, o a gemir en sueños,
comencé a oír a los millones de bichos que moraban en las paredes, en el techo de
adobe y ramas entretejidas, en nuestras mantas y ropas. Empecé a sentirlos en la piel,
dentro de la ropa de algún muerto anónimo, y tirité y me rasqué con la mano buena.
Pensé en permitir que mis pensamientos vagaran de nuevo hacia aquel prado ameno
junto al río en el que se sentaba mi hijo, pero me contuve. Quería reservármelo,
esperarlo con ilusión. Recé una corta plegaria por Vera y por mis padres, a pesar de
que no rezaba desde que era niño y ya no recordaba cómo hacerlo. Lo que me salió
fue una carta sin sello.
Mientras estaba allí tumbado, tratando de no pensar en el picor ni en el hambre,
me hice a mí mismo otra promesa. Había provocado una desgracia, allá en Sofía.
Aquellos matones podían castigarme siguiendo sus propios designios, pero solo yo
tenía el derecho a castigarme por lo que de verdad había hecho. Cuando volviera a
casa, afrontaría de algún modo mi verdadera penitencia.
Por fin, el ruido de los insectos, su deambular, su roer y triturar, se convirtió en
una nana para mis oídos y pude dormir un rato. Luego, antes de que amaneciera, sonó
la corneta.

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50
1949

Me desperté agotado, pero presa de una conciencia dolorosa, sabiendo incluso


antes de abandonar mis sueños que no estaba donde debía estar. Sentía el vacío que
me atenazaba el estómago y notaba moverse a los hombres a mi alrededor. Vi un
rectángulo de luz: la entrada del socavón, con el farol colocado fuera. Alguien había
descorrido el cerrojo y abierto la puerta del barracón, pero el hedor que reinaba
dentro impedía que nos llegara el frescor de la madrugada. Mis oídos recordaron de
pronto la llamada de la corneta. Sin ella, habría dormido una eternidad. De hecho, no
sentía deseo alguno de levantarme. Me dolía todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.
Deseé fugazmente que me hubieran sacado a rastras del vagón de tren y me hubieran
fusilado allí mismo.
—Arriba —siseó alguien, y yo me bajé del catre y me puse los zapatos, que me
venían grandes.
Me picaba la cabeza afeitada y tenía ronchas en la piel, bajo la ajada camisa, ya
fuera por los bichos o por la mugre. Recordé lo que me había dicho la víspera Petar
de Haskovo sobre las infecciones y me dije a mí mismo que no debía rascarme o las
ronchas se convertirían en llagas abiertas. No vi a Petar en el catre de arriba. La mitad
de los ocupantes del barracón ya habían salido en silencio, apresuradamente. Salí a
trompicones y caminé renqueando hasta el aseo, respirando el aire fresco en largas
bocanadas, como si quisiera comérmelo. Todavía estaba oscuro, salvo por una luz
eléctrica encendida al otro lado del patio. Un momento después, dos guardias pasaron
a toda prisa por mi lado, camino de la puerta. Al volverme, vi que los siguientes
presos en salir, los que se habían quedado rezagados, estaban recibiendo garrotazos.
Agachaban la cabeza y gemían, y uno de ellos cayó al suelo. Un guardia le propinó
una patada. Pensé, En la calle, en Sofía, yo habría corrido a socorrer a ese hombre.
Sí, me habría dado miedo hacerme daño en las manos, como le sucede a todo
violinista cuando estalla una pelea, pero lo habría ayudado.
En el servicio, formamos largas colas para usar los ochos agujeros que, dispuestos
en hilera, servían de letrinas. Allí también había un olor espantoso, pero distinto al
del barracón. Unos cuantos presos (supervivientes de rostro endurecido, flacos como
palillos) empujaron para ponerse delante y todo el mundo dejó que se colaran. Lo
mismo sucedió en los lavabos, ocho pilas de metal oxidado para centenares de
hombres. Cada uno disponía de uno o dos segundos para lavarse. Me lavé en una
especie de sopa gris en la que ya se habían lavado la cara treinta o cuarenta hombres
antes que yo, sin atreverme a coger agua limpia (si es que lo estaba) de las jarras que

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había allí cerca. Desconocía las reglas que imperaban allí; tendría que observarlo todo
atentamente, como hacía uno al llegar a una nueva orquesta regida por un director
implacable. Nadie hablaba, como no fuera para reprender en voz baja a los presos que
se demoraban demasiado en las letrinas.
Nos dieron el desayuno en el patio: té con un pegote de mermelada en el borde de
la taza. Lo bebimos de pie. Al principio no entendí que no iban a darnos nada más, ni
que la taza de hojalata que me dieron era la mía y debía guardármela.
—Has tenido suerte —me dijo el hombre que estaba a mi lado—. Pero tendrás
que compartirla. Solo la tiene uno de cada diez.
Se refería a las tazas, aunque a mí me daba la impresión de que eran muchos los
hombres que tenían tazas de hojalata parecidas a aquella. Se las colgaban dentro de la
ropa cuando acababan de beber.
—Ándate con ojo o te la quitarán —gruñó el mismo hombre.
Me pregunté de repente si tenía intención de quitarme la taza y me la até con
fuerza a una presilla de los pantalones utilizando un trozo de tela que arranqué del
bajo de mi camisa.
Luego tuvimos que ponernos en fila de nuevo, por brigadas, para que pasaran
lista. Mientras estaba allí de pie, oyendo el runrún de la larga lista de nombres, miré
con cautela el cielo nocturno. Estaba cuajado de estrellas. La noche anterior no me
había fijado en ellas, o puede que de madrugada brillaran más, incluso con la luz de
la garita de vigilancia encendida. Hacía años que no miraba de verdad las estrellas.
En Viena veía a veces un gélido arco de estrellas desde mi parque preferido, cuando
regresaba dando un paseo a mi habitación, ya bien entrada la noche.
Distinguía ahora largas y diáfanas filigranas, constelaciones cuyos nombres
lamentaba haber olvidado. Al borde del firmamento, lejos de las luces de las garitas,
brillaba una estrella solitaria, como si se hubiera desprendido de la constelación más
próxima y hubiera vagado sola hacia el horizonte. Como la tarde anterior había visto
ponerse el sol, comprendí que se hallaba al noreste, hacia el lejano mar Negro, el
Danubio y la frontera con Rumanía. Se erguía sobre un pico tachonado de abetos. Los
árboles parecían más negros que el cielo, como si sus siluetas dieran acceso a una
oscuridad impensable. Resolví llamar a la estrella Beta-49, el nombre más insulso
que se me ocurrió, en honor del año en el que la había descubierto.
Cuando volví la cabeza hacia los gritos, los guardias a los que habíamos visto la
noche anterior (los tres que mataron a golpes al hombre que se atrevió a levantar la
voz) estaban delante de nosotros.
—¡Trabajadores novatos! —gritó el único que vestía uniforme—. ¿Alguno de
vosotros tiene algo de lo que quejarse esta mañana?
Nos quedamos callados, y los esqueletos arrastraron los pies, haciéndolos sonar
como hojas, como si quisieran advertirnos.
—Muy bien —dijo el guardia—. Dejad que os enseñe lo que les ocurre a los que
se quejan. Y a los que se salen de la fila y a cualquiera que intente dejar su lugar de

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trabajo. ¡Momo!
Hizo un rápido ademán y su ayudante, el joven de cabello claro que había
sujetado al preso la noche anterior, se adelantó.
—¿Cuál, Momo?
Momo nos sonrió. Vi con un estremecimiento de pavor que parecía un niño
pequeño. Tenía la cara inocente de un niño de siete años, con un ancho hueco entre
los dientes de arriba. Debía de tener, sin embargo, dieciséis o diecisiete años. Su
apodo me pareció ridículo. En Viena o en París, habría sido el nombre de un payaso o
de un mago callejero. Se rascó la parte de atrás de la cabeza, alborotando su cabello
angelical. Pensé que podía ser alemán, o ruso, o checo, con aquel pelo rizado y
amarillo y aquella cara tan pura, pero cuando habló lo hizo en perfecto búlgaro.
—No sé, jefe. Puede que ese.
Alargó la mano para señalar a un hombre que había cerca de la primera fila. No
era uno de los nuevos, sino un tipo macilento y enjuto, con la cabeza rapada cubierta
por una pelusilla gris.
—Muy bien.
El jefe entregó a Momo su garrote y, aunque el preso agachó rápidamente la
cabeza, lo golpeó a un lado de la cara. El hombre dejó escapar un gemido animal y,
agachándose, intentó protegerse la cabeza con los brazos.
—No sirve para nada —dijo el jefe en voz alta—. Aseguraos de que vosotros sí
sirváis para algo.
Hizo otro ademán expeditivo (los guardias parecían emplear una especie de
lenguaje de signos para sus rituales) y el chico llamado Momo metió la mano en una
carretilla que había allí cerca y entregó al hombre herido un gran saco vacío.
—No —dijo el hombre—. Por favor. Se lo suplico.
—Ya sabes que vas a tener que llevarlo —respondió Momo.
Los presos permanecían inmóviles, sin mirarse.
—Por favor —repitió el hombre—. Tengo familia en casa. Dos hijos.
—Bueno, todos tenemos familia —replicó el jefe en tono razonable—. Pero no
podemos permitir que deis mal ejemplo. ¿Entendido? —preguntó alzando de pronto
la voz.
Momo retrocedió sonriendo como si su labor hubiera terminado y la hubiera
cumplido a la perfección.
—Sí —mascullaron los presos, pero fue como el soplo del viento entre árboles
viejos: un sonido apenas real.
No entendí por qué el hombre al que le habían dado el saco parecía tan
desesperado. Estaba vacío, era fácil de llevar. No podía ser una carga pesada. Pero
cuando nos ordenaron emprender la marcha y doblamos la esquina de los aseos, vi
apoyado contra el zócalo de una pared un saco parecido, lleno de bultos que parecían
una cabeza y unos miembros humanos. Un peso muerto. Me di cuenta entonces de
que tenía que ser el hombre al que habían matado de una paliza el día anterior, a no

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ser que hubiera muerto alguien más durante la noche. Se me revolvió el estómago y
pensé por un momento que tendría que salirme de la fila para vomitar el té que había
tomado.
Sonó entonces la corneta y salimos por el portón como si fuéramos a quedar
libres de nuevo. Vi a aquel hombre de barba castaña y expresión amable (ya sin su
barba) al que me parecía haber visto en algún café de Sofía, y también al borracho de
mi celda. Iban ambos por delante de mí. Seguían formando parte de mi brigada y
confié en poder hablar con el primero más adelante, si surgía la oportunidad.

Esa primera mañana subí a pie con mi brigada por una carretera que serpenteaba por
detrás del campo adentrándose en las montañas, por espacio de unos dos kilómetros.
La calzada discurría en paralelo a una vía de ferrocarril, aunque yo no había oído
pasar ningún tren cerca del campo. Me pregunté si aquella vía era la misma que nos
había llevado hasta el pueblo de Zelenets y si algún preso habría intentado escapar
subiéndose de un salto a un tren en marcha. No había adónde escapar, aunque nos
hubiéramos atrevido a desafiar a los guardias. La falda de la montaña ascendía
abruptamente a nuestra izquierda, nada más cruzar la vía del tren, y entre sus rocas
desnudas solo crecían algunos árboles raquíticos. A nuestra derecha, el terreno caía
en picado entre matorrales, de modo que cualquiera que osara dejarse resbalar por
aquel abismo se mataría en cuestión de minutos o sería alcanzado fácilmente por una
bala desde arriba. Me pregunté quién había construido aquella carretera bordeando la
montaña. Quizás otras almas en pena, como nosotros.
La caminata hasta nuestro destino me habría resultado fácil apenas unos días
antes. Ahora, hambriento y desfallecido, me descubría jadeando en cuanto el terreno
ascendía ligeramente. Las armas nos urgían a avanzar, y advertí que varios de los
guardias más jóvenes, entre ellos el angelical Momo, portaban garrotes mientras
marchaban a nuestro lado.
Al doblar un recodo de la carretera, la falda de la montaña desembocaba en una
zona llana en cuyo centro se abría un foso de unos sesenta metros de profundidad.
Distinguí las rampas que ascendían en zigzag desde las terrazas de tierra del interior
de la cantera hasta su borde, y las carretillas colocadas en sus inmediaciones.
Dispersos por el descampado había numerosos montones de roca a medio romper. La
línea de ferrocarril pasaba justo al lado, y había una larga vía muerta para que los
trenes se detuvieran.
—¡Cantera! —gritó uno de los guardias, y la mitad de las brigadas, entre ellas la
mía, se separaron de la larga fila y le siguieron hacia el foso.
El resto de los presos, tanto los esqueletos como los recién llegados, siguieron
carretera arriba, y vi que el hombrecillo encorvado del garrote caminaba tras ellos
acompañado por dos guardias vestidos con uniforme. Momo vino con nosotros hasta
el borde de la cantera. Cuando me giré y advertí su presencia, me lanzó una mirada

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que no me gustó en absoluto, aunque fui incapaz de interpretar su significado. Ya me
había fijado antes en su cara, pero ahora advertí lo fuerte que era. Tenía las espaldas
muy anchas y los brazos enormes. Sus ropas eran casi tan harapientas como las mías,
pero, al igual que los otros guardias, parecía estar bien alimentado.
Me asignaron a una terraza situada más o menos en mitad del foso, donde
debíamos romper la roca en piedras lo bastante pequeñas para transportarlas en las
carretillas. Las carretillas estaban construidas de tal modo que encajaban en estrechos
rieles, y había que empujarlas para subirlas por las rampas. Tres o cuatro presos de mi
brigada fueron también asignados a aquella terraza, entre ellos aquel joven de aspecto
amable y un hombre mayor, con mechones de cabello blanco en las sienes. Le
temblaban las manos y me pregunté si seguiría vivo al acabar el día. Resultó, sin
embargo, que había trabajado de albañil toda su vida, y recogía pedruscos mucho más
rápido que yo.
Al principio hicimos todos lo mismo: nos turnábamos para romper la roca con
picos, cargábamos las piedras en una carretilla y empujábamos la carretilla cuesta
arriba por los rieles, hasta donde otra brigada se hacía cargo de ella para transportarla
hasta la vía del tren. Al poco rato, sin embargo, nos dimos cuenta de que era más
lógico repartirnos el trabajo. El hombre de cara amable y un preso de mediana edad
que dijo ser de Pirin se dedicaron a romper la roca con los picos, incorporándose con
frecuencia para aliviar el dolor de la espalda. El hombre mayor se ofreció a seguir
llenando la carretilla con sus manos fuertes y temblorosas. Yo me alegré de poder
empujar la carretilla. Me hacía daño en las manos, sobre todo porque tenía que
procurar mantener el dedo meñique apartado de los mangos, pero habría sido peor
tener que manejar el pico o levantar los pedruscos. Sabía, no obstante, que solo era
cuestión de tiempo que me salieran ampollas y, más tarde, heridas.
Me dio la impresión de que, nada más salir el sol, estábamos ya tan rendidos que
habríamos tenido que pasar el resto del día descansando. Los guardias lo notaron,
porque de pronto bajaron varios al foso y nos reprendieron a gritos, acusándonos de
ser unos vagos. Momo se paró en nuestra terraza y blandió su garrote cerca de la
cabeza del hombre mayor.
—¿Por qué flojeáis? —gritó.
El hombre mayor no dijo nada, pero sus fuertes hombros y sus brazos
comenzaron a moverse más aprisa entre los montones de piedra y la carretilla. Yo
sostenía la carretilla lo más firmemente que podía para que echara en ella los
pedruscos. Vi que tenía las manos enrojecidas y con cortes y resolví que, en cuanto se
marchara Momo, me ofrecería a relevar a aquel hombre o a ayudarle a vendarse las
manos. Sentí un arrebato de indignación. Aquello era una pesadilla espantosa, un
disparate, una broma grotesca. Aparté la mirada de Momo con cautela, pero pareció
oler mi rabia como un perro y se me acercó.
—¿Por qué tú no recoges piedras? —preguntó.
—Este hombre es violinista —respondió el viejo con orgullo.

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Me pregunté cómo lo había averiguado y luego me acordé de que yo mismo se lo
había dicho durante nuestra primera y única conversación. Un campesino de Pirin, un
albañil y un violinista. El hombre de aspecto amable no había dicho a qué se
dedicaba.
—¿Violinista?
Momo me miró con curiosidad. Su cara reflejaba la inexpresividad característica
de la belleza que recubre un vacío. Parecía tener tan poca conciencia de su apostura
física como de estar vivo, en un lugar en el que, de todas formas, la belleza no tenía
cabida en ninguna de sus manifestaciones. Pensé que era como un animal peligroso,
como un león que se pasea por su jaula, enajenado y fuera de lugar.
—¿Tocas la tsigulka?
—Sí —respondí, y me dije que no debía permitir que el olor de mi ira volviera a
filtrarse de nuevo.
Pero Momo ya estaba jugueteando conmigo.
—Ah —dijo—. ¿Y has traído tu tsigulka?
Se rio como si hubiera encontrado el camino hacia la risa y estuviera orgulloso de
haber llegado allí él solito. Me pregunté si no estaría mal de la cabeza. Pero ¿quién
que hiciera un trabajo como el suyo podía estar bien de la cabeza o mantener la
cordura?
—No, no lo he traído —contesté con calma, y enderecé la carretilla para empezar
a empujarla cuesta arriba.
Tal vez Momo estuviera intentando distraerme para que me parara y así poder
castigarme. Volvió su cabeza rubia. El sol había salido por encima de las laderas de
las montañas y entraba en la cantera formando una bóveda de luz que arrancaba
destellos a su cabellera y a sus ojos traslúcidos. Tenía el cuello mugriento pero
musculoso, tan ancho y perfecto como si lo hubiera esculpido Miguel Ángel.
—No podéis hablar mientras trabajáis —dijo con petulancia—. Ahora tendré que
castigaros o los guardias se enfadarán conmigo.
Yo había dado por sentado que él se contaba entre los guardias.
—¿Qué? —dijo mirándome. El hombre amable y el de Pirin seguían trabajando
con la cabeza gacha—. ¿A quién castigo? ¿A ti o a él?
Señaló con el bastón al viejo, que estaba levantando otra piedra para echarla a la
carretilla.
—A mí —contesté.
Oí a Vera diciéndome que me callara y volviera a casa con ella, sano y salvo. Pero
la ira bullía dentro de mí, como quería Momo. El viejo soltó la piedra en la carretilla
y se quedó mirándonos, asustado. Dejé con cuidado la carretilla y giré el hombro
hacia Momo, procurando mantener las manos apartadas. Si me golpeaba, intentaría
que no me rompiera las manos. Blandió con fuerza el garrote y luego, en el último
momento, contuvo su impulso de modo que me rozó el hombro y me hizo
tambalearme, pero no llegó a hacerme daño. El corazón me latía con violencia.

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Momo se rio.
—He fallado —dijo—. Pero solo esta vez. —Cuando se rio con la boca abierta, vi
que le faltaban varias muelas y que las demás eran de color marrón oscuro, como
huesos de albaricoque—. Volved al trabajo, imbéciles —añadió.
Bajó por la siguiente rampa del foso y enseguida se perdió de vista.
En cuanto se hubo marchado, vi que el hombre amable, el del pelo castaño, estaba
temblando y parecía a punto de desmayarse. Lo agarré del brazo y miré alrededor
para asegurarme de que no había ningún guardia justo encima de nosotros.
—Mira, no estamos heridos —dije—. Respira hondo. No me ha hecho nada.
Seguimos todos aquí.
—Gracias —dijo.
Era la primera vez que hablaba en mi presencia.
—¿Cómo te llamas? —susurré mientras volvía a coger el manillar de la carretilla
para que pareciera que estaba ocupado.
—Nasko —contestó él con voz baja—. Soy de Sofía, como tú. Te oí tocar una
vez. En un concierto de música de cámara. Estuviste maravilloso.
—¿Qué toqué?
—Beethoven. Y luego Chaikovski.
Nos sonreímos y fue la primera vez que me sentí humano en aquel lugar. Le
estreché la mano un instante. Luego, volvió a empuñar el pico.
—¿A qué te dedicas en Sofía? —le pregunté. Estuve a punto de decir «¿a qué te
dedicabas?», como si ya estuviéramos muertos.
—Soy pintor y escultor. Llegué a Sofía desde los Ródope con dieciocho años
porque quería pintar.
—Tú también deberías preservar tus manos, entonces —murmuré.
—¡Mis manos! —Sacudió la cabeza.
—Luego te ayudo a vendártelas. Podemos usar trozos de nuestras camisas.
—De acuerdo —contestó, y sus ojos sonrieron un instante.
Fue la única conversación que tuve ese día.

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51

Dos horas después conducían cuesta arriba, hacia la calle de Irina. La verja del
muro no estaba cerrada con llave, pero nadie salió a abrir la puerta de la casita roja.
Alexandra sujetaba la correa de Stoycho. La bolsa con la urna colgaba firmemente del
hombro de Bobby. Él llamó otra vez, y Alexandra notó que miraba un momento las
ventanas del piso de arriba mientras aguardaban.
—Voy a echar un vistazo en el jardín —dijo Bobby.
Se perdió de vista unos segundos y cuando volvió su rostro reflejaba esa calma de
la que Alexandra había aprendido a desconfiar.
—Ten, coge la bolsa. Vuelve al coche —le dijo.
Le dio las llaves tan rápidamente que ella no se percató de lo que ocurría hasta
que las sintió en la palma de la mano.
—Echa el seguro y, si hay algún problema, vuelve al centro de la ciudad y aparca
allí, en una calle principal.
Le sonrió como si estuvieran hablando de banalidades y Alexandra dio media
vuelta sin decir nada e hizo lo que le ordenaba, cerrando la verja del museo al salir.
Se quedó sentada en el coche con Stoycho, con el pestillo echado. Recordaba aquel
miedo, la lenta insistencia con que aumentaba su latido cardiaco. Eso bastó para
distraerla del problema que afrontaban: aquel terror tenía vida propia. Se quedó
mirando la verja del muro. Detrás de aquella tapia, Bobby estaría rodeando con
cautela la casa de Irina, o abriendo quizás la puerta de la cocina con su ganzúa. La
mesa a la que se habían sentado a la luz de la luna estaría vacía, limpia, sin uso. O,
peor aún, llena de platos sucios y de hormigas pululando por las últimas migajas del
queso blanco que tanto les gustaba a Irina y a Lenka.
O peor todavía… Pero trató de no imaginarse que seguían allí y que no eran
capaces de pedir socorro. Pensó que tal vez no tuviera paciencia para esperar el
regreso de Bobby. Se sentó sobre una mano sudorosa y tocó la llave de contacto con
la otra. Stoycho jadeaba ruidosamente en la parte de atrás del coche. Hacía un calor
sofocante. Alexandra bajó su ventanilla y pensó por enésima vez que hacía años que
no montaba en un coche como aquel, con manivelas en lugar de elevalunas eléctricos.
A veces, la espera era la peor parte. De eso también se acordaba. Y de que era el
resultado de la búsqueda lo que determinaba posteriormente si de verdad la espera
había sido lo peor o no.
Por fin se abrió la verja y salió Bobby. Al verle con el pelo metiéndosele en los
ojos y las ágiles piernas de corredor enfundadas en unos vaqueros negros y gastados,
sintió una emoción cuya fuerza superaba la del amor. Estaba vivo, era tangible y
estaba unido a ella hasta el momento en que uno de los dos muriera. Se lo juró a sí
misma, sofocando la vocecilla que le recordaba que a menudo la gente abriga esos

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sentimientos hacia los amigos que conoce en sus viajes, y que tarde o temprano
tendría que marcharse de aquel país. Quitó el seguro de la puerta del conductor y se
deslizó al del copiloto para que Bobby se sentara al volante. Cuando estuvo sentado,
le agarró el brazo. Él hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y arrancó.
—¿No estaban en casa? —preguntó ella, asustada.
—No. Me he dado cuenta enseguida, por cómo estaba el jardín.
Conducía con despreocupada destreza, como si hubieran subido hasta allí con el
único fin de ver las calles del casco antiguo. Bobby no era de los que hacían chirriar
los neumáticos.
—Las entradas estaban cerradas con llave, pero he entrado, forzando la puerta, y
he mirado en todas partes. Han debido de marcharse muy deprisa. Las camas no
estaban hechas y había algo de ropa por el suelo. Las maletas que llevaron cuando
vinieron con nosotros de viaje estaban abiertas, pero no del todo deshechas. Creo que
se han ido con lo puesto. Han cerrado las dos puertas al marcharse, así que por lo
menos les dio tiempo a hacer eso. Pero he encontrado esto en el suelo.
Giró el volante con una mano, extrajo un trozo de papel del bolsillo de su
cazadora y se lo dio.
Al desdoblarlo, Alexandra vio unas palabras escritas atropelladamente en cirílico.
—¿Qué pone?
Bobby tenía una expresión tensa.
—Pone: «Vosotros seréis los siguientes».
—Dios mío, ¿qué les ha pasado? —sollozó Alexandra.
—Si han sido prudentes, habrán ido a esconderse unos días —le dijo Bobby con
firmeza—. La cuestión es si se marcharon porque encontraron esta nota o si alguien
la dejó después, puede que para nosotros, y volvió a cerrar las puertas.
—Irina es tan frágil… —susurró Alexandra.
Encontró el paquete de pañuelos de papel americanos que llevaba en el bolso, un
objeto que ya empezaba a parecerle ajeno, y se enjugó rápidamente los ojos y las
mejillas.
—No creo que Irina y Lenka hubieran cerrado las puertas con llave si hubieran
tenido que huir de un peligro inminente —razonó Bobby—. De hecho, Irina no podía
huir a la carrera. Puede que haya venido alguien a verlas. Pero, si ese es el caso, quien
sea no ha hecho ningún destrozo. También le he preguntado a la guía del museo si ha
visto hoy a Irina, pero esta mañana el museo ha estado cerrado mucho tiempo por no
sé qué reuniones. No recuerda haber visto a Irina ni a Lenka fuera. He llamado tres
veces al móvil de Lenka. No contesta, y solo ha sonado una vez, las tres veces.
—Entonces ¿es posible que alguien las haya secuestrado? —preguntó Alexandra,
casi sin atreverse a decirlo en voz alta.
—Bueno, cabe esa posibilidad, claro —dijo Bobby de mala gana—. Puede que
alguien se las haya llevado por la fuerza y haya dejado esa nota en la casa.
Habían llegado a las calles principales de la ciudad y Alexandra reconoció las

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terrazas de los cafés, los luminosos de los grandes hoteles y los puestos de helados.
Pero ya nada le parecía alegre.
—Ay, no, no… Espero que no —dijo.
Estaba pensando en Atanas Angelov tendido en el bosque con la herida abierta de
par en par, como una sonrisa. ¿O lo habían dejado boca abajo en el polvo?
—No estoy seguro de que se las hayan llevado —se apresuró a decir Bobby—.
Creo que habría encontrado algún indicio de forcejeo. —Sacudió la cabeza.
—Puede ser —repuso ella, y apretó la bolsa de la urna con los pies, sintiendo su
madera maciza—. Aunque si han tenido que marcharse contra su voluntad pero sin
forcejear, la casa estaría igual que si se hubieran ido por su cuenta, ¿verdad? Puede
incluso que las hayan obligado a echar la llave al salir.
Bobby la miró pensativo al tiempo que frenaba ante un semáforo en rojo.
—Creo que Irina habría dejado alguna señal, o que Lenka la habría defendido.
Alexandra se enjugó de nuevo la cara y miró por la ventanilla. Una anciana
vendía flores marchitas acercándose a los coches parados. Bobby subió su ventanilla
y le hizo un gesto negativo con el dedo cuando se acercó, y la mujer dio media vuelta.
—Son de los cementerios —explicó él.
—¿Qué? —dijo Alexandra.
—Las flores. Intenta ganarse la vida, no mendigando, sino vendiendo algo. Pero
esas flores proceden de los cementerios. La gente las roba para venderlas.
Alexandra se preguntó si alguien robaría flores de la tumba de Stoyan Lazarov.
Primero tendría que tener una tumba.
Bobby le frotó el brazo.
—No llores más, por favor. Tenemos que decidir dónde vamos ahora.
—Pero ni siquiera sabemos dónde está Irina.
O si ya está muerta, como su amigo Nasko.
—Voy a llamar a la señorita Radeva para ver si se ha enterado de algo. Y a
Neven. Y a la casa de la montaña, por si acaso.
Marcó varios números, pero solo contestó la señorita Radeva, con quien habló
rápidamente. Tras colgar, dijo:
—No ha sabido nada y ahora está aún más angustiada. Le he dicho que tenga
mucho cuidado en su piso y que piense en quedarse en casa de alguien un par de días.
—Pero ¿adónde podemos ir? —Alexandra trató de controlar su voz—. Ni siquiera
sabemos por dónde empezar.
Bobby se quedó quieto unos minutos, sumido en profunda reflexión, con esa
mirada absorta que Alexandra ya conocía bien.
—A Bovech —dijo él con firmeza.
—¿A buscar a Irina y a Lenka?
—A buscar… lo que encontremos. Puede que la vez anterior pasáramos algo por
alto, porque entonces sabíamos aún menos que ahora. Siempre hay que volver.
Quiero decir que siempre hay que volver al lugar donde sucedió algo, o al sitio donde

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vivía alguien.
Dijo esto último como una frase sacada de un libro de texto, y Alexandra se
preguntó si aquello formaba parte de su formación policial. Comprendió, al ver
temblar los lunares que tenía junto a la comisura de la boca, que tendría que esperar
para que le contara el resto.
Bobby se volvió hacia ella.
—Mira, esta noche tenemos que ir a un hotel. Estoy demasiado cansado para
conducir otra vez hasta tarde, y no puedo arriesgarme a ir a casa de mi tía o a
quedarnos en casa de algún amigo. Creo que será mejor buscar un sitio pequeño, lejos
de la ciudad.
—Tengo dinero —le aseguró ella.
—Puede que tengamos que pagar un extra por la habitación. Por Stoycho.
Alexandra acercó su hombro al de él. Tal vez debieran parar en la cuneta de la
carretera, abrir la puerta y dejar la urna en un campo. Pero ¿serviría de algo, llegados
a aquel punto? Recordó el sueño que había tenido, aquel sueño en el que aparecía
Neven, en el que ella se arrojaba a sus pies y él la hacía levantarse y la besaba.

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52
1949

La segunda mañana, justo antes de despertarme, soñé por primera vez con Vivaldi.
Era un poco mayor que yo, pelirrojo y vestido con su largo hábito de sacerdote.
Estaba abriendo la portezuela lateral de una iglesia, al amanecer. Lanzó una ojeada a
la luz que se reflejaba en las aguas del Adriático, rota en miles de cristales. Yo oía el
murmullo del mar entre el tintineo de las grandes llaves herrumbrosas, pero él parecía
tan acostumbrado a ese sonido que no le causaba impresión alguna. Vi que forcejeaba
con la cerradura y que conseguía por fin abrir la puerta de madera. El interior de la
iglesia era tan frío como un pasadizo subterráneo y su techo se elevaba como una voz
por encima de él. Por la razón que fuese, un gato blanco y rosa se lamía sentado en el
pasillo, pero por lo demás la iglesia estaba desierta. A un lado de la nave había un
biombo de madera repujado en oro: ramas y hojas brillantes por entre las cuales
asomaban un millar de minúsculos ojillos.
Vivaldi se acercaba al altar. Colocaba sillas, bancos y atriles que no se parecían a
ninguno que yo hubiera visto, aunque enseguida me di cuenta de lo que eran. Colocó
con sus largas manos las partituras recién copiadas en los atriles, las suficientes para
veinte músicos. Yo esperé a que cogiera su violín. De hecho, me extrañaba que no lo
llevara consigo. ¿Lo guardaba acaso en la iglesia? ¿Estaba allí a salvo? ¿O lo había
dejado en otra parte? De pronto me entró el pánico. ¿Y si se lo habían robado?
Cuando sonó la corneta desperté sobresaltado y me hallé tumbado sobre la estera
hecha jirones y la ropa vieja de mi camastro.

El tercer día que pasé en Zelenets, empecé a practicar de nuevo. Esperé hasta que vi
mi estrella, Beta-49, y hasta que respondí cuando dijeron mi nombre al pasar lista, a
primera hora de la mañana. Una vez cumplidas esas dos tareas, me puse a ensayar de
memoria las partitas de Bach, que siempre me habían servido como calentamiento.
Las toqué más despacio que de costumbre. Al principio pensé que solo podría oír las
notas dentro de mi cabeza, pero pasados unos minutos descubrí que también podía
ver parte de la digitación. A veces me saltaba una nota y me obligaba a empezar
desde el principio.
Decidí entonces trabajar en las partitas sin acompañamiento, que me sabía de
memoria, empezando por la Partita número dos en re menor. Comencé por el primer
movimiento, «Allemande», y continué hasta la sublime «Chacona». Me costaba oír la
música en aquel lugar infame, pero me obligué a seguir adelante. La partita en re

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menor me llevó tanto tiempo que ya estábamos en la cantera cuando acabé todos los
movimientos correctamente. Me puse a trabajar en la terraza del foso, crucé unas
palabras con mis compañeros y ayudé al fornido y avejentado albañil a vendarse las
manos como me había vendado las mías, para protegerlas un poco de los bordes
afilados de las piedras. Sabía, sin embargo, que antes de que acabara el día los filos
habrían atravesado los vendajes. Tendríamos que buscar más tela.
Esa mañana, más tarde, ensayé la Sonata para violín en la mayor de Franck, que
aprendí durante mi primer curso en Viena. Ahora me alegraba de haberla
memorizado. Me dolían horriblemente la espalda y los brazos de empujar la
carretilla, pero aun así repasé varias veces cada movimiento, escuchando de cabeza la
parte del piano, entrelazada con la del violín. Si había alguna interrupción (porque
bajara un guardia a exigirnos que nos diéramos más prisa, por ejemplo), volvía a
empezar el movimiento desde el principio. Cuando teníamos que trabajar más aprisa,
procuraba no aumentar el tempo inadecuadamente. Y si por accidente aceleraba el
ritmo de la música, me obligaba a comenzar de nuevo.
A media mañana llegó un tren. Pasó muy cerca de la cantera, por las vías en las
que me fijé el primer día. Cuando lo oímos llegar, todos los esqueletos se echaron las
herramientas al hombro al unísono, como si fueran armas, y pensé por un momento
que iban a echar a correr hacia el tren para rogar que los dejaran libres, o a intentar
subirse a él de un salto. Pero vi con asombro que se quedaban mirando la vía hasta
que llegó el convoy, y que entonces empezaban a saludar con la mano. Había varios
pasajeros cuyas caras nos observaban desde las ventanillas, y una o dos manos
respondieron al saludo de los presos.
Después de que pasara el tren, todo el mundo volvió corriendo al trabajo y los
guardias empezaron a pasearse de acá para allá, reprendiendo a los que no sabíamos
lo que había que hacer.
—¡La próxima vez, saludad! —gritó uno.
—¡El que no salude lo pagará muy caro! —vociferó otro.
Aún no había terminado la sonata de Franck cuando llegó la hora de comer.
Mientras comíamos, uno de los esqueletos perdió la cabeza, se puso de pronto a
cuatro patas y empezó a corretear por el borde del foso. Luego, se lanzó de cabeza al
precipicio. Los guardias gritaron y maldijeron: habría que retrasar la vuelta al trabajo.
Uno de los esqueletos más jóvenes, hijo del hombre que se había arrojado al vacío,
trató también de lanzarse al foso en pos de su padre, pero los guardias lo agarraron y
lo golpearon hasta que se estuvo quieto. Logró sobrevivir y dos días después volvió
al trabajo.

El cuarto día y el quinto descubrí algo importante observando a los otros presos: si
procuraba tener siempre dos juegos de vendas para mis manos y aclaraba uno con
agua de las jarras del aseo antes de acostarme, dispondría de un vendaje más o menos

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limpio al empezar a trabajar cada día, mientras el otro juego se secaba. De ese modo
conseguí preservar un poco mis manos. Mi meñique iba curando a pesar del esfuerzo
que suponía tener que empujar la carretilla, y confiaba en posponer las infecciones
todo lo posible. Rebuscaba entre mi propia ropa y la ropa de la cama, entresacando
trapos con los que hacer tiras, los lavaba y los colgaba al borde del catre. Muchos
presos hacían lo mismo para envolverse los pies, porque éramos muy pocos los que
teníamos calcetines, aunque yo tuve la suerte de conseguir un par en bastante buen
estado que escondía con mucho cuidado cuando no los llevaba puestos. También le
cambié a un preso de la fila de catres siguiente cuatros tacos de madera que encontré
debajo de la esterilla de mi cama por la parte de atrás de una camisa de algodón, con
lo que tuve vendas limpias para una buena temporada. Quería la madera porque le
gustaba tallar figuras de mujeres desnudas sirviéndose de una piedra afilada. Rasgué
la tela con esmero, en tiras que llevaba siempre en el bolsillo interior de la chaqueta
para que no pudieran robármelas cuando no estaba en el barracón.
Cada tarde, mientras empujaba la carretilla, ensayaba un concierto. Me sabía unos
cuantos de memoria, o casi. Empecé por mis favoritos: Brahms, el Primer concierto
en sol menor de Bruch, Mendelssohn y Chaikovski. Y luego añadí un quinto,
Sibelius. Elegí a Mendelssohn para aquel primer día porque era el que mejor me
sabía. Me llevó casi toda la tarde ejecutarlo sin errores. Al llegar al tercer
movimiento, tuve que empezar ocho o diez veces porque parecía fallarme la
memoria. Tenía tanta hambre que me costaba pensar, y no dejaba de preguntarme si
acabaría por acostumbrarme a aquello. A veces movía los dedos sobre las asas
astilladas de la carretilla para ayudarme a recordar las notas, hasta que descubrí que
solo conseguía aumentar mis dolores y fatigas. Tenía tiempo de sobra para practicar.
Ni siquiera los trenes me interrumpían con frecuencia: descubrí que pasaban solo un
par de veces por semana. Solían ser trenes de mercancías, y para esos no teníamos
que terciarnos las herramientas al hombro y saludar, aunque algunos esqueletos lo
hacían de todos modos, por costumbre.
Descubrí también que a mis compañeros del foso no les importaba que
canturreara. Nasko me dijo en voz baja que le gustaba. Yo me preguntaba si habría
intentado pintar de cabeza, pero no quise preguntárselo delante de los demás. Y si
aparecía un guardia al borde de la cantera, nos quedábamos callados. De todos
modos, apenas hablábamos. Nos habían dicho ya que nos vigiláramos los unos a los
otros, por si alguno flojeaba en el trabajo.
Sin embargo, durante unos breves segundos, bajo el sol del atardecer de octubre,
con las manos sangrando y la espalda dolorida por el peso de la carretilla, oí sonar el
concierto de Mendelssohn. El primer movimiento, en el que siempre me había
encantado zambullirme. Era, para mí, el sonido del éxtasis.
Los sacos no desaparecieron hasta que hubo siete u ocho, y para entonces
volvíamos la nariz y los ojos si teníamos que pasar por ese lado de los aseos. Hice un
trato con mi propia mente: cada vez que me imaginara dentro del saco, pensaría de

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inmediato en otra cosa. No en Vera: a ella y a mis padres los reservaba para mis
oraciones nocturnas, en la oscuridad apestosa, sorda y jadeante del barracón.
Tampoco pensaría en mi hijo sentado al sol, en la hierba de aquel prado. Eso me lo
reservaba para momentos aún peores.
Cuando me imaginaba en un saco, pensaba en Venecia, una ciudad que quería
visitar desde hacía años. Pensaba en Vivaldi abriendo la puerta de su iglesia para
ensayar a primera hora de la mañana, y en cómo sería sentir la brisa salobre de la
laguna y las olas del Adriático. Pensaba en la pieza que, haciendo un esfuerzo de
voluntad, no me permitía ensayar desde mi llegada a pesar de conocerla aún mejor
que las de Bach. Debía tener cuidado, sin embargo, para no olvidarla.
Vivaldi murió a los sesenta y tres años, sumido en la pobreza: su música ya no
estaba de moda. Yo había leído en alguna parte que seguramente estaba enterrado en
una fosa común, en Viena. Quizás a él también lo metieron en un saco, aunque sus
enterradores no fueran matones y criminales. Y antes de morir le dio tiempo a
componer una música que era como la luna sobre las islas erizadas de iglesias.

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1949

Una noche trajeron a un minero de vuelta al campo con una mano amputada. Otros
dos presos le ayudaban a caminar. Se sujetaba con fuerza la manga harapienta sobre
el muñón para intentar detener la hemorragia. Había habido un desprendimiento en la
mina y las rocas que le cayeron encima le aplastaron contra el suelo de la galería. Sus
compañeros le hicieron un torniquete en el brazo aplastado y lo mantuvieron en alto,
lo que le salvó de morir desangrado. Me extrañó que los guardias de la mina hubieran
permitido que lo socorrieran, pero así fue. Pasó varias horas inconsciente hasta que lo
trajeron de vuelta al campo, y todavía parecía muy aturdido. Lo llevaron al cobertizo
grande que servía de enfermería. Por lo que yo había oído hasta entonces, muy pocos
salían de la enfermería, como no fuera dentro de un saco. Después de que lo llevaran
allí, pasaron lista en el patio y nos dejaron sin cenar. El guardia uniformado, ese al
que los demás llamaban «jefe», estuvo gritándonos mientras hacían recuento. Nos
dijo que, como habíamos podido ver, allí los descuidos se pagaban muy caro, y que
nos convenía recordarlo. Cuando alguien no respondía al oír su nombre, el jefe
empezaba a pasar lista otra vez desde el principio.
Por la mañana, apenas podíamos caminar o trabajar, con aquel desayuno de té
endulzado con un pegote de mermelada que parecía mierda. Yo pensaba aún más en
la mano amputada de aquel hombre que en mi dolor de estómago. ¿Seguiría aún bajo
un montón de rocas, en la mina? Era la mano izquierda, la mano que hacía sonar las
notas si eras violinista. Esa mañana me olvidé de practicar. Pensaba una y otra vez en
mi hijo y en su amor, sentados junto al río. No intenté tocarles una serenata; me limité
a bajar a la orilla del río y me mantuve en silencio, a su espalda, contemplando los
destellos que el sol arrancaba a su cabello. El mío había empezado a caerse. Di
gracias porque no supieran que estaba allí, porque no pudieran volver la cabeza y
verme.

Una mañana soleada, cuando llevaba unas tres semanas en Zelenets, tenía las manos
tan hinchadas que me descubrí incapaz de tocar, ni siquiera de cabeza. Las ampollas
habían reventado muchas veces, claro está, y tenía las manos calientes y enrojecidas
por todas partes, no solo en las zonas heridas. Aquel ardor solo tenía una ventaja:
que, gracias a él, sentía menos el dolor de mis tripas. Me lavé y me vendé las manos,
y traté de pensar en alguna otra forma de pasar las largas horas de trabajo. Fue
entonces cuando empecé a preguntarme por mi hijo. Hasta entonces no había pensado

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en él más que como una figura de cabello moreno sentada a la orilla de un río, con su
camisa blanca y limpia, su chaleco negro y sus anchos hombros. Parecía un hombre
digno, pulcro y sobrio, quizás algo taciturno. ¿Lo había educado bien? ¿Era músico?
¿O quizás profesor? Vera, por supuesto, habría sido una madre estupenda. Me
pregunté si tendría hermanos y hermanas, y concluí que no. Nunca tendríamos
suficiente dinero para criar a tantos hijos en este nuevo mundo de pisos abarrotados
en el que se destinaba a los músicos profesionales a tocar en las bandas de las
fábricas. Decidí que sería hijo único, fruto del amor y de la voluntad, pero nuestro
único vástago.
Durante el trayecto a pie hacia la cantera, me permití pensar en su concepción.
Habría sido un placer insoportable, distinto a todos los momentos de placer
anteriores. Allí, a plena luz del día, me permití pensar en el cuerpo de Vera y en el
exquisito arrebato del que nacería nuestro hijo. Fijé la vista en el suelo mientras
pensaba en todo esto para no ver lo que me rodeaba, y por un momento estuvimos los
dos solos, en un día diferente.
Luego vi a Vera sutilmente cambiada, cubierta con su ajado camisón de algodón,
recogiéndose el pelo por las mañanas antes de preparar el desayuno. Iría a su trabajo
en el comedor de una fábrica con aspecto radiante; la cinturilla de la falda empezaría
a apretarle un poco, tendría la piel preciosa y una noche me diría que por fin había
ido a ver a un médico y que lo que sospechábamos era cierto. Desviaría entonces la
mirada, azorada pero exultante. Yo rodearía la mesa para acariciar sus trenzas y los
dos nos echaríamos a reír para no llorar. Ella me aseguraría que estaba perfectamente,
que no había de qué preocuparse. Al día siguiente, durante el ensayo con la orquesta,
me olvidaría del cambio que se avecinaba, y luego me acordaría de sopetón, y me
temblarían las manos de felicidad cuando encendiera el único cigarrillo que fumaba
durante el descanso.
Fue todo lo que conseguí ese día. Pero cuando llegamos a la cantera, le pedí a
Nasko que empujara él la carretilla y lo sustituí picando roca y levantando piedras, a
pesar de que protestó en voz baja alegando que me haría aún más daño en las manos.
Quería hacer eso por él. A fin de cuentas, había tenido buenas noticias.

Aquella alegría no duró: ninguna alegría podía durar mucho tiempo en semejante
sitio. Al día siguiente estaba tan triste que me prometí no volver a pensar en mi hijo
hasta pasados tres días. Primero, dedicaría un día a ensayar, aunque mis manos
apenas pudieran soportarlo. Luego pasaría un día pensando únicamente en Vivaldi y
en sus ensayos con la orquesta. El tercer día, volvería a practicar: ejercicios, sonatas,
un concierto. El cuarto, empezaría por fin a educar a mi hijo. Si entre tanto sucedía
algo espantoso, podría ir a visitarlos a él y a su amor a la orilla del río, hasta que
acabara. Allí siempre era comienzos de verano, y el río nunca corría enfangando por
el hielo verde grisáceo, como el arroyo junto al que pasábamos camino de la cantera.

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Fue así como empecé a adoptar una pauta más rigurosa. Cuando completara
aquellos cuatro días, empezaría otra vez, dedicando un día enteramente a ensayar.
Pensé en contarle a Nasko cómo pasaba los días. Veía a menudo una expresión
soñadora en su semblante mientras trabajaba y me preguntaba en qué estaría
pensando. Estaba seguro de que él nunca me denunciaría por «vago», pero temía que
mi estrategia dejara de surtir efecto si le hablaba a alguien de ella.
Para entonces ya había perdido casi todo el pelo por encima de la frente y se me
marcaban las costillas bajo la camisa de muerto. Solo nos habíamos bañado dos veces
desde el primer despioje, y los bichos habían invadido no solo mi cama, sino también
mi cuerpo y mis ropas.
Una mañana, Momo, aquel bruto de rostro angelical, se detuvo delante de mí y
me miró a los ojos un momento. Llevaba un saco vacío en una mano. Levantó las dos
manos y fingió que tocaba el violín un momento, agitando el saco en el aire. Luego,
de pronto, le dio el saco al hombre que estaba a mi lado. A la mañana siguiente volvió
a hacerlo; me miró divertido un instante antes de elegir a otro. Me quedé tan quieto
como pude, tratando de no parecer asustado, incapaz de mirar al infeliz condenado a
morir. Aunque ese día me tocaba Vivaldi, me permití el lujo de pasar el día con mi
hijo, por si acaso era el último.

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1949

Como es lógico, mi hijo tenía que nacer para que yo pudiera empezar a criarlo
aquel cuarto día. Como no soportaba la idea de que Vera sufriera, el suyo fue un
parto milagrosamente fácil. Resolví que ocurriría por la tarde, de repente, cuando
Vera estuviera redonda y madura como un melocotón. Esa mañana, antes de irme a
ensayar, me dijo que le dolían los riñones más de lo normal y, al darle un masaje, la
redondez animal de su cuerpo me pareció tan hermosa y delicada como la curvatura
de un violonchelo. Noté el calor de su piel en las manos y ella me dijo que se
encontraba mejor, que su madre iba a venir a verla y que pensaban preparar más
dulces por si acaso el bebé se presentaba antes de lo previsto. Me sobresalté tanto al
pensarlo que se me resbaló la carretilla un instante y me golpeó el empeine
dejándomelo muy magullado. Tendría que pasar el resto del día disimulando la
cojera.
Vera sonrió al cerrarme la puerta. Parecía cansada pero tenía buen color, y lo
siguiente que supe fue que su padre había ido a buscarme al ensayo, durante el
descanso, para no interrumpirnos, por si se enfadaba el director. Corrimos al hospital,
el mismo en el que nací yo, que ahora tenía una estrella roja sobre la entrada
principal. Subí corriendo las escaleras y les supliqué a las enfermeras que me dejaran
pasar, aunque ignoraba si estaba permitido. Vera yacía en una cama estrecha y limpia
del piso de arriba, atendida por mi suegra. La besé y acaricié su cabello. Me sonrió,
radiante y orgullosa, pero también muy cansada. El bebé estaba en una sala grande
con otros recién nacidos, y la enfermera me señaló cuál era. Estaba bien envuelto en
franela blanca, tenía la cara tersa y soñolienta y los ojos cerrados. Se me saltaron las
lágrimas al verlo y tuve que dejar la carretilla un momento para secarme los ojos con
las mangas. Me preguntaba si podría cogerlo, y luego si podría cogerlo sin hacerle
daño. Una enfermera me enseñó a hacerlo y me lo puso en los brazos. Él abrió los
ojos y me miró. Apoyado en mi brazo, su cuerpecillo me pareció extraordinariamente
ligero, pero cálido.
Luego fui a ver a Vera.
—Me gustaría llamarlo Neven —dijo, amodorrada—. He soñado que se llamaba
así.
Pensé en ello. Neven era, en realidad, un nombre de mujer (Nevena, o Nevyana,
«caléndula»), y yo creía que le pondríamos el nombre de mi padre, como era
costumbre. Pero era de verdad como una caléndula, con su cara redonda y rubicunda
y sus ojos dorados, de mirada difusa.

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—Debemos ponerle el nombre de mi padre —dije suavemente—, pero nosotros
podemos llamarlo Neven.
Ella ya se estaba quedando dormida. La besé en la frente y bajé a ver a mi suegro.
—Un niño hermosísimo —le dije.
Paramos en una taberna y tomamos un vaso de rakiya fuerte y deliciosa antes de
que regresara al ensayo.

Ese día, la comida fue algo distinta. Por lo visto se habían quedado sin judías y nos
dieron una especie de nabo estofado casi incomible, con sabor a tierra. Confié en que
fuera algo transitorio. Pensé para mis adentros que no sería bueno para Vera mientras
estuviera amamantando al niño; debía comer comida de verdad, y en abundancia.
Entonces me di cuenta de lo que estaba pensando y me sobresalté. Tendría que
preservar mi mente también de otra manera, defenderla no solo de aquel lugar, sino
de sí misma. Me di órdenes estrictas: si volvía a notar que la línea entre mis fantasías
y aquella realidad pavorosa empezaba a emborronarse, me dedicaría un día entero a
practicar escalas. Nada de conciertos, ni de Bach, ni Venecia, ni Vera, ni Neven: solo
escalas, hasta que volviera a sentirme dueño de mí mismo.

El siguiente cuarto día, empecé a conocer a mi hijo. Neven resultó ser un bebé
tranquilo, que comenzó a sonreír y a reírse muy pronto, aunque los primeros meses
pasamos algunas noches sin dormir. A Vera le preocupaba que nuestros vecinos del
piso, con sus finísimos tabiques, se molestaran cuando lloraba. Pero tuvieron mucha
paciencia con él y con nosotros. La señora que vivía a la derecha, en un piso que
antaño había formado parte del nuestro, se encariñó con él y a veces nos ayudaba a
cuidarlo. Vera era una madre feliz que acunaba y mecía a su bebé y velaba su sueño,
y mi suegra venía constantemente a cuidar de ambos.
Dicen que los padres se impacientan, igual que los vecinos, pero yo no me
cansaba de tenerlo en brazos, me encantaba el olor de la leche y hasta la peste que
echaban los pañales enjabonados cuando hervían en el fogón. Vera leía los libros de
mi pequeña biblioteca mientras Neven dormía la siesta, o limpiaba el piso, o
aprovechaba para dormir ella también. Quería seguir estudiando alemán y francés.
Una vez pensé confusamente que debía de estar pasándolo fatal, ocupándose del bebé
sola mientras yo estaba encerrado en aquel agujero, y pasé todo el día siguiente
tocando escalas en todas las claves.
Fue un día difícil: las escalas no conseguían distraerme del foso y del dolor de las
manos, las piernas y la espalda. Al acabar la tarde, en lugar de hacernos volver al
campamento, el guardia, Momo y un par de ayudantes más nos pusieron en fila,
eligieron a dos esqueletos y les pegaron un tiro, para dar ejemplo. Yo no sabía que
usaran sus armas, excepto para tenernos vigilados. Todos parecían preferir los

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garrotes. A Momo le permitieron matar a uno de esos hombres; empuñó la pistola
como un aficionado, o como un niño manejando un juguete, de modo que agachamos
todos la cabeza, asustados, cuando la blandió hacia nosotros. Luego me di cuenta de
que sabía perfectamente lo que hacía; como siempre, disfrutaba asustándonos.
Mataron a los dos esqueletos delante de los demás, pero no de frente, sino
disparándoles a la nuca, como si fueran dianas. El estruendo retumbó en la ladera de
la montaña, más allá de la cantera.
Dicho de otra manera: el jefe dejó que Momo ejecutara a un hombre, pero yo no
me permití pensar en mi hijo, ni caminar hasta el río para tocarle una serenata; no me
permití pensar en el paseo de Vivaldi cruzando la piazza para regresar a casa, ni me
prometí a mí mismo mantenerme con vida para volver con Vera. Por el contrario, me
obligué a ver cómo saltaban aquellos hombres al aire antes de desplomarse de bruces,
y les dije en silencio a cada uno que seguiría mirando hasta el final, que no olvidaría
nunca, y pensé en ellos como recién nacidos, abriendo sus ojos soñolientos, mucho
tiempo atrás.

Practicaba cada tres días, y tenía la impresión de haber repasado ya por lo menos dos
veces todo mi repertorio. Seleccionaba una o dos piezas para centrarme en ellas, y
por la mañana empezaba siempre con Bach; luego, pasaba toda la tarde ensayando las
piezas escogidas. Me preguntaba si sería posible que estuviera mejorando. A veces
me parecía que recordaba mejor que antes una pieza concreta, y que mi fraseo se
había perfeccionado, especialmente en una sinfonía de Dvořák, la tercera, que
siempre me había encantado. Cada vez oía con mayor claridad las otras partes en mi
cabeza. La orquesta de la Academia la tocaba con frecuencia en Viena, y una vez
también en Praga. Esa noche tocamos muy bien. El público de Praga nos dedicó una
ovación magnífica, con silbidos y zapatazos, ellos, que consideraban a Dvořák de su
propiedad. Aquella sinfonía parecía estar mejorando, al menos en mi memoria, y su
plenitud y su dulzura llenaron para mí el foso durante varios días.
Una tarde, Nasko se inclinó mientras estaba picando piedra y me preguntó en voz
baja:
—¿Qué toca hoy?
Me sobresalté, receloso por un momento, pero luego pensé, ¿Por qué no?
—La Sinfonía número 3 de Dvořák —contesté en un susurro.
Esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza, satisfecho, antes de empuñar de nuevo el
pico. Tenía las mejillas hundidas y el cabello castaño entreverado de blanco.
Distinguí en sus ojeras moradas una sombra que confié no fuera la de la muerte.
Sabía que aquella sombra se extendía por la cara de todos nosotros como un aviso. A
veces se llevaba a los hombres por las noches, sigilosamente. Vivíamos bajo su ala.
Entonces Nasko volvió a bajar el pico.
—Yo ayer acabé un gran lienzo —susurró—. Un hombre a caballo, con cuatro

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odres de cuero. El caballo me costó bastante.
Ya no había muerte en sus ojos, ni tampoco locura.
—Bien —dije, consciente de que él entendería lo que quería decirle: Bien, puede
que algún día nos veamos fuera de aquí, vivos.
No volvimos a hablar de ello, pero después de aquel día me saludaba con una
inclinación de cabeza todas las mañanas, antes de empezar el trabajo, y yo le devolvía
el saludo muy levemente, con la esperanza de que no nos denunciaran por
conspiración. Cuando el hombre de Pirin desapareció una noche y no se presentó a
trabajar al día siguiente en la terraza de la cantera, me sentí fatal, acosado por la mala
conciencia, por no haberlo ayudado a él también con nuestra amistad.
Los días que pasaba con Vivaldi, solía ayudarle a ensayar con su orquesta de
cámara, pero procuraba no pensar en lo que comería el compositor a mediodía. Una
mañana lo vi ensayar con su coro juvenil un nuevo oratorio y reparé en la
concentración, la emoción y la impaciencia con que dirigía a sus pupilos. Conjeturaba
acerca de cómo habría tocado la pieza que me reservaba en secreto, pero nunca le
pedía que la tocara para mí.
Esperaba con ilusión, más que cualquier otra cosa, que llegara el cuarto día,
cuando veía crecer a Neven. Ya estaba empezando a caminar y era un niño macizo y
de hombros cuadrados, que daba un pasito o dos agarrado a los dedos de Vera.
Practicaban en el pisito, pero también en el parque, y a su lado iba el padre de Vera
con su chaqueta discretamente remendada, o su madre llevando una manta doblada en
el brazo. Irina, la hermana de Vera, cansada por las largas horas que pasaba pintando
murales y retratos de obreros, sentía más interés por Neven ahora que el niño por fin
la reconocía. Cada vez que aparecía, se le iluminaba la carita y empezaba a reírse, lo
que hacía reír también a todos los que estaban a su alrededor. Su cabello era del color
del latón nuevo, pero empezaba a oscurecerse en rizos opacos.
Pasaba mucho tiempo pensando cuándo podía empezar a enseñarle a tocar un
instrumento y cuál sería ese instrumento, y cómo lo buscaríamos y si podríamos
permitírnoslo. Vera decía que era una tontería, que rompería cualquier instrumento
que le diéramos, y yo estuve de acuerdo en esperar a que cumpliera tres años. Cuatro,
dijo ella, y también estuve de acuerdo en eso. Ella había vuelto a trabajar en el
comedor y parecía cansada, lo que me preocupaba y me impulsaba a decirle que sí a
cada paso.
Me preguntaba si podríamos tener otro hijo, y entonces me acordaba de que ya
habíamos decidido concebir solo uno, teniendo en cuenta lo pequeño que era nuestro
piso. Además, cuando el país volviera a abrirse, yo seguramente tendría que viajar
por trabajo, primero de regreso a Viena y luego para volver a presentarme a
concursos, y finalmente para hacer giras por Europa. Para Vera sería duro, porque
tendría que quedarse y seguir trabajando hasta que yo volviera a tener éxito. Estaría
muy atareada aunque solo tuviera a Neven en casa. Yo no creía que pudieran
acompañarme, por lo menos hasta que Neven fuera mucho mayor, y entonces tal vez

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actuaríamos juntos. Me imaginaba a Herr Mozart y a sus estirados hijitos visitando
las grandes capitales de Europa para tocar ante jefes de estado.
A veces, cuando levantaba la vista de la carretilla, me preguntaba si los guardias
también tenían esperanzas, si soñaban con su futuro. ¿Fantaseaba Momo, aquel
chaval, con ser jefe algún día, si el jefe se caía accidentalmente al foso o moría de
gripe? ¿Soñaba el jefe con que lo enviaran a sentarse detrás de un escritorio en Sofía,
con un trabajo mejor y un salario más alto y ropa buena para su esposa? ¿Tenía
esposa, acaso? ¿Y los presos? ¿Confiaban aún en morir en sus camas, en casa?
En esas ocasiones me obligaba, sin embargo, a volver a pensar en Neven, que
cada vez caminaba más seguro, que se acercaba a mí con la carita encendida cuando
me arrodillaba delante de él (un poquito más, un poquito más) y caía en mis brazos
con un chillido de risa.

Era una suerte que el pequeño Neven se estuviera criando tan bien, porque yo intuía
que a mí empezaban a fallarme las fuerzas. No estaba enfermo, gracias a Dios,
aunque a veces tenía la impresión de que en aquel lugar no había un límite claro entre
la salud y la enfermedad. Las heridas de mi mano supuraban por las noches, pero aun
así me las restregaba a menudo hasta que me sangraban. Llegué a sentir como un
placer la purga, la sangre fresca, incluso el dolor. Se me infectaron las rozaduras de
las espinillas, que me arañaba constantemente contra el pie metálico de la carretilla.
Me esforzaba por no rascarme el pecho cuando las picaduras de los bichos se
convertían en verdugones infectados. A veces, por las noches, me atacaba la fiebre,
fruto de todas aquellas pequeñas infecciones. Eran demasiadas. Hacía constantemente
un esfuerzo de voluntad por no caer enfermo. Un hombre del barracón me vendió otra
camisa a cambio de parte de mi ropa de cama, y de ese modo pude lavar o al menos
orear una camisa mientras usaba la otra. Fuera empezaba a hacer frío y las noches
eran como de invierno, pero seguía teniendo una manta para arroparme.
Una noche trajeron a un grupo nuevo de presos. Vimos sus caras de perplejidad a
la luz del patio cuando volvimos del trabajo, ya oscurecido. Me di cuenta de que
debía de tener el aspecto de los presos que contemplé aquella primera noche:
demacrado, famélico, harapiento. Todavía no estaba esquelético, pero me faltaba
poco. Los nuevos, jóvenes y mayores, llenaron el último barracón medio vacío que
quedaba en el campo. Me pregunté si la Revolución nos obligaría a construir más
barracones para albergar a más y más presos. No les preguntamos por qué estaban
allí, aunque uno de ellos me dijo mientras íbamos a la cantera que ni siquiera él lo
sabía. Era moreno de pelo, de veintipocos años, y todavía parecía rebosante de salud.
—A todos los demás los han acusado de algo —susurró, como si necesitara
decirlo en voz alta. Yo no entendía por qué me había elegido a mí para hablar—. Pero
a mí no. Le he dado mil vueltas, pensando qué podía ser, pero no se me ocurre nada,
no he hecho nada malo, y ellos no me lo han dicho. —Hizo un gesto con el brazo,

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abarcándonos a todos con gesto tenso—. Todo estos… por lo menos saben por qué
están aquí.
—No, nada de eso —contesté con aspereza—. Aunque nos lo dijeran, seguimos
sin entender por qué estamos aquí.
El guardia encorvado se acercó a nosotros con su garrote y dejamos de hablar.
Pensé entonces en Neven y lamenté no haberle dicho a aquel joven unas palabras de
consuelo, pero ya era demasiado tarde. No me quedaban fuerzas para consolar a nadie
excepto a mí mismo, ni siquiera cuando los guardias no estaban mirando.

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55

Bobby encontró un hotel de carretera al noroeste de Plovdiv, a una hora de distancia


de la autovía. El letrero de la entrada, escrito a medias en inglés, ostentaba tres
estrellas. Alexandra confió en que ello significara que era un sitio decente para
dormir.
—Deja que hable yo —dijo Bobby, y dejaron a Stoycho en el coche.
Había una pequeña piscina en la parte delantera, excavada en una terraza e
iluminada por luces subacuáticas. La noche se había vuelto muy oscura y estaba
tachonada de estrellas. Bobby conversó jovialmente con el hombre que atendía la
recepción mientras ella lo agarraba de la mano, confiando en que parecieran casados.
—Kuche —dijo Bobby por fin, y el hombre levantó la mirada, sorprendido.
Siguieron charlando hasta que Alexandra comprendió que iba a asignarles una
habitación en la parte de atrás del edificio y que el perro (al decir esto, el
recepcionista levantó las manos como si se disculpara ante alguna otra instancia), el
perro tendría que pasar desapercibido. Ella contó un montoncillo de billetes de diez
leva, más de lo que pretendía gastar en una sola noche, y dieron la vuelta con el coche
hasta la parte de atrás. La habitación que les habían asignado tenía una cama de
matrimonio y era completamente marrón (alfombra marrón, flamante colcha marrón
y cortinas marrones), como si hubieran remozado una monotonía anterior con nuevas
tapicerías.
Gastaron algunos leva más en el restaurante que había junto al vestíbulo, pero a
Alexandra le gustó la comida. Se bañó en la piscina, en bragas y sujetador, dejándose
flotar entre las luces con la esperanza de que el bigotudo encargado no estuviera
mirando. Bobby, entre tanto, se paseaba por la terraza hablando en voz baja por el
móvil. Cuando colgó, la informó de que la señorita Radeva seguía sin tener noticias.
También había llamado a Lenka, y el teléfono, de nuevo, había sonado solo una vez,
como si estuviera apagado. En la casa de la montaña nadie contestaba.
Alexandra durmió esa noche con la urna pegada a su lado de la cama. Bobby se
dio la vuelta, roncando, y pegó el brazo a su espalda. Stoycho respiraba suavemente
en un rincón. Al despertarse un instante durante la noche, Alexandra tapó a Bobby
con la manta que compartían, por si se quedaba frío.

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56
1949-1950

Llegó el verdadero invierno y el frío vino a sumarse a nuestras miserias. Para entrar
en calor, empecé a trabajar de nuevo en Bach. Practicaba todas las piezas que
conocía, incluso los pasajes para violín de las misas. Una mañana, antes de que
amaneciera, el mundo pareció iluminarse extrañamente más allá de la puerta del
socavón. La nieve se extendía hasta donde alcanzaba la vista y, cuando salió el sol en
la cantera, todo se cubrió de color lavanda y oro.
Después de aquello, nevaba cada pocos días. Yo, que me lamentaba de que me
hubiera tocado en suerte el apestoso socavón, descubrí que allí hacía mucho menos
frío que en los edificios de madera, donde un hombre enfermo podía morirse el doble
de deprisa. En la cantera todos pasábamos frío, claro está, y los hombres que
trabajaban en las minas nunca entraban en calor, ni siquiera en pleno verano. El frío
se convirtió en nuestro compañero constante, rivalizando incluso con el hambre.
Algunos presos de mi barracón desaparecieron en la enfermería después de la jornada
de trabajo, con los dedos o incluso los pies enteros helados y amoratados, y ya no
volvieron. El enfermero se aventuró a salir por primera vez y nos recomendó que nos
abrigáramos más, como si tuviéramos prendas con las que cubrirnos. Era un hombre
de unos cuarenta años, de ojos negros como guijarros en una cara marchita. Su ropa
era solo un poco mejor que la nuestra, pero parecía bien alimentado. Los guardias lo
llamaban «enfermero Ivan». Después de hablar con nosotros con su grave voz de
barítono, evitando mirar nuestras figuras famélicas, el jefe le mandó marcharse y
repitió lo que había dicho el enfermero añadiendo algunas amenazas.
Nos esforzábamos por entrar en calor. Nos envolvíamos los pies con varias capas
de trapos viejos. Mis calcetines se habían desintegrado y me fabricaba largos
vendajes para llevarlos dentro de los zapatos. Me obsesionaba protegerme las manos,
que tenía hinchadas todo el tiempo, con la piel llena de escaras y cicatrices. Trataba
en vano de encontrar tiras de lana con las que envolvérmelas, en lugar de los jirones
de algodón mugriento. Me ardían horriblemente los dedos cada vez que se caldeaban
un poco. Algunos hombres tenían un guante o dos. En nuestra terraza de la cantera, se
los cedíamos al que estuviera levantando pedruscos helados. Una mañana de enero,
para mi asombro, Nasko me dio un par de guantes. Se los sacó del bolsillo en cuanto
llegamos al borde de la cantera. Tenían varios agujeros en los dedos, pero enseguida
comprendí que encontraría la manera de coserlos. Ignoraba de dónde los había sacado
Nasko, y tampoco estaba seguro de querer saberlo.
—Pero tú… —dije.

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Él tenía las palmas de las manos hechas trizas de tanto empuñar el pico y, a veces,
de levantar las piedras.
—Tonterías —susurró—. Quiero que te los quedes. Tienes que quedártelos.
Comprendí que quería decir: Quiero que vuelvas a tocar, si alguna vez salimos de
este puto infierno. Estaba helado hasta la médula de los huesos, pero mi corazón no
se había helado, ni tampoco el de Nasko, y la tibieza de las lágrimas nos calentó la
cara.
Una noche, repartieron unas cuantas trencas del ejército entre los barracones. No
había suficientes ni para un cuarto de los presos, y los que creían que las necesitaban
más trataron de conseguirlas a la desesperada regateando con los otros presos.
Durante los días siguientes estallaron varias peleas a cuenta de aquellas trencas. Los
hombres de aspecto patibulario a los que vi colarse en la fila del servicio aquella
primera mañana (auténticos criminales a los que habían llevado al campo junto con
los demás) solían quedarse con ellas a fuerza de pelear, o simplemente exigiendo que
se las dieran. Yo no tenía trenca, sino solo un jersey grueso que estaba entre las
prendas que me dieron al principio.
También se veían raros episodios de bondad. Vi a un recién llegado de unos
treinta años, fornido y con el cabello grisáceo asomando en la cabeza rapada, cederle
su chaqueta al viejo que dormía en un rincón. El viejo prometió dejársela cuando
muriera.
—¿Lo oís? —siseó dirigiéndose al barracón en silencio a la hora de acostarnos—.
Es mi testamento y mi última voluntad. ¿Entendido? Se la dejo a él, al joven, a este
buen chico. Que nadie se atreva a quitársela o se las verá conmigo después de muerto.
Volvimos todos la cara, asqueados pero también conmovidos por su vehemencia.
Sin embargo, a las pocas semanas de empezar el invierno, el viejo resbaló al borde de
la cantera y cayó al foso. La chaqueta se fue con él. Nunca supimos qué fue de ella, ni
de su cadáver.
El invierno trajo también nublados, además de nieve y frío, y una mañana me di
cuenta de que hacía más de dos semanas que no veía mi estrella, Beta-49, a pesar de
que tenía la impresión de que a veces el cielo estaba raso. Una especie de
embotamiento recubrió mi corazón. Me estaban quitando cosas: mi estrella, la
capacidad de entrar en calor y (lo peor de todo) la claridad de mis recuerdos. A veces,
durante aquel tramo del invierno, me daba cuenta de que ya no recordaba la cara de
Vera con tanta nitidez como meses antes. Había días en que la nieve parecía
silenciarme por dentro, y perdía la concentración, me despistaba y pasaba casi toda la
tarde sin practicar. Pronto hubo días enteros o incluso semanas de silencio. No podía
tocar. Era incapaz de fingir. No quería al pequeño Neven allí conmigo, con aquel frío,
donde podía caer enfermo fácilmente. Si pensaba en Vivaldi, sentía envidia de sus
manos intactas. Me costaba más que antes imaginarme Venecia, porque en Venecia
no hacía tanto frío, y ya no me molestaba en pensar si algún día llegaría a ver la
ciudad con mis propios ojos. Sentía que, mientras mi mente no se hundiera, podía

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permitirme guardar silencio. Estaba tan rendido que ni siquiera podía pensar en mis
conciertos, y así me quedé en silencio una temporada. El silencio era blanco como la
nieve: una página intacta.
Nos arrastrábamos cada día hasta la cantera. Y por las noches nos arrastrábamos
de vuelta al campamento. Las montañas se erguían majestuosas sobre nuestras
cabezas, tan ajenas a lo que sucedía a sus pies, tan indiferentes a nuestro frío, a
nuestras penalidades y nuestros pies entumecidos, que empecé a detestarlas. Los
guardias estaban siempre de mal humor. También ellos acusaban el frío, a pesar de
tener botas de verdad, aunque fueran viejas. Les molestaba, además, que cada vez
hubiera más muertes, porque les daban más trabajo. Algunos presos parecían rendirse
y enfermar espontáneamente. Unos cuantos se alejaron a gatas de la cantera y
murieron en la nieve. Otros intentaron escabullirse demasiado deprisa y fueron
abatidos por los disparos de los guardias. Llegué a la conclusión de que querían morir
al aire libre, al menos, debajo del cielo. En el barracón comenzó a correr el rumor de
que convenía ponerse enfermo y pasar un par de días en la enfermería, si te dejaban,
porque el enfermero Ivan tenía un fuego encendido en una estufita. En algunos de los
barracones también había estufas que los hombres cebaban cada noche con los palos
que recogían por el camino, de vuelta al campo; sobre todo, los que trabajaban
cortando madera. Yo no conocía a ninguno, pero había oído contar que iban en
pequeños grupos, con un guardia especial, y que la madera que cortaban no era para
el campo, para construir y quemar, sino para exportarla en los trenes que paraban en
las minas. Comprendí que esa debía de ser también la procedencia de los garrotes que
llevaban los guardias, y de los que nunca parecía haber escasez.
Una mañana de febrero se despejaron las nubes por primera vez en muchos días y
vi por fin Beta-49, más brillante que nunca en medio del cielo cristalino. Estaba más
alta que un par de meses antes y parecía brillar directamente sobre mí desde su
solitario pedestal, por encima de las montañas. Brillaba sobre toda Stara Planina,
sobre Bulgaria y el Danubio, sobre la larga curva de Europa, sobre los Alpes, Viena y
Venecia. La miré fijamente un instante y me hice una promesa: sobreviviría al
invierno y, si lograba superar aquel invierno, podría sobrevivir a cualquier cosa. No
me atreví a prometérselo a Vera, que seguramente a esas alturas pensaba que estaba
muerto. No era la primera vez que se me ocurría esa idea, pero sí la primera que
pensé que tal vez fuera mejor así, que Vera dejara de tener esperanzas. Mientras ella
dejaba de esperarme, yo me concentraría en sobrevivir y después volvería a casa, y la
sorpresa de mi regreso la llenaría de alivio y felicidad.
Para celebrar esta decisión, cancelé mi rutina habitual y me permití pasar tres días
seguidos criando a Neven, que ya era un recio muchachito de cuatro años. Me
preguntaba si debía dejar que creciera tan deprisa, pero me daba miedo no vivir lo
suficiente para verle crecer. De hecho, la mañana que volví a ver Beta-49, me di el
lujo de regalarle a Neven su primer violín. Yo pretendía que con el tiempo, cuando
fuera más alto, tocara el violonchelo, pero para eso faltaban aún unos años. Compré

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el violín en una tienda de las afueras de Sofía en la que un viejo amigo mío hacía y
reparaba instrumentos para todas las orquestas. Daba igual que lo hubieran detenido
nada más terminar la guerra. Imaginé que seguía allí. Me vendió un violín pequeñito,
el único de ese tamaño que había en la tienda, y yo lo envolví en una chaqueta y lo
llevé con todo cuidado a casa dentro de mi bolsa de partituras.
Neven estaba jugando con su tren rojo debajo de la mesa de la cocina. Vera, que
estaba cocinando, levantó la vista y le dije por señas lo que había traído, y ella se
echó a reír y sacudió la cabeza: el inevitable violín. Convencí a Neven para que
saliera, le dije que se sentara al borde de una silla y le enseñé aquel tesoro que no
debía resbalársele de las manos ni caer al suelo. Lo reconoció enseguida, de verme
practicar y tocar en uno o dos conciertos. Asintió con la cabeza, muy serio. Le dije
que hacía música, como el mío, pero no lo toqué para que lo oyera. Quería que fuera
él quien le arrancara las primeras notas.
Puse entonces el violín en sus manos y debajo de su tersa barbilla y me agaché
detrás de la silla, sujetándole los dedos con los míos y ayudándole a posar el arco
sobre las cuerdas. Chilló de placer y sorpresa al oír su sonido. Tuve que sujetarlo para
que no dejara caer el instrumento. Volví a colocárselo debajo del mentón y sujeté
apenas el mástil del violín con la mano. Lo intentó de nuevo, solo esta vez,
arrastrando con cuidado el arco para alejarlo de su nariz. Las cuerdas chirriaron. Le
quité el violín suavemente y rodeé la silla para ver su cara. Sonrió y me miró con sus
ojos dorados, y yo lo besé y le di un abrazo. No necesitaba que fuera un niño prodigio
aquel primer día. Y sabía, además, que los prodigios no solo nacen; también se hacen.

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57

Alexandra y Bobby durmieron más de la cuenta, se ducharon a toda prisa y sacaron


a Stoycho al descampado que había detrás del hotel. Luego se apresuraron a recoger
sus pertenencias. El desayuno de la cafetería del hotel consistía en una panoplia de
quesos y lonchas de fiambre de un rosa sospechoso, pan blanco, tomates y huevos
duros. Una joven con una flor verde en el pelo estaba sacando tazas limpias. Bobby
envolvió un montón de lonchas de salami en una servilleta y fueron a dar de comer a
Stoycho junto al coche. La carretera parecía refulgir, bordeada de árboles y de
moradas flores de achicoria (no azules, como en América), y durante unos minutos
Alexandra se convenció de que nada podía salir mal. Con tal de que no pensara en
Irina y en Lenka…
Cuando se alejaron del hotel, Bobby pasó más de una hora conduciendo por
carreteras secundarias. Alexandra notó que miraba con frecuencia por el retrovisor.
Paró una vez para hacer una llamada, y ella dejó salir a Stoycho para que diera una
vuelta por lo que en Estados Unidos podía haber sido un área de descanso. Allí, en
cambio, no era más que un aparcamiento agrietado, separado de la carretera por
barreras de cemento móviles. A media mañana, Bobby tomó un desvío hacia una
población cuyo nombre Alexandra no alcanzó a ver. Se parecía mucho a otros
pueblos que había visto, de no ser porque tenía en el centro un enorme monumento.
Bobby paró junto a la acera, en la plaza.
—¿Qué hacemos aquí?
—Hemos venido a buscar una cosa —contestó él—. No tardaremos mucho. Pero
tengo que esperar una llamada.
Salieron del coche dejando las ventanillas abiertas, por Stoycho, y echaron un
vistazo a su alrededor. Alexandra oyó a niños jugando en alguna parte, fuera de su
vista. La plaza era pequeña y tenía a un lado una iglesia con una cúpula deslucida y
un moderno campanario. La gente iba de acá para allá, atendiendo sus quehaceres. El
aire estaba neblinoso. A simple vista, el monumento se asemejaba a un montón de
cascotes, pero, visto con más atención, parecía ser un gigantesco robot oxidado.
Bobby se recostó contra el coche, observándolo.
—Es un monumento al Ejército Rojo —dijo por fin—. ¿Ves las palabras que hay
abajo? Dice: «En homenaje a los libertadores de 1944, de las generaciones
agradecidas». El ejército soviético llegó en 1944 para liberarnos de las cosas que
creíamos desear, como la democracia y la propiedad de nuestras explotaciones
agrícolas. —Juntó las manos sobre una rodilla—. Por lo visto, no todo el mundo
estaba de acuerdo —añadió con sorna.
Ella comprendió a qué se refería. El monumento, abstracto a simple vista, era en
realidad la estatua de un enorme y anguloso soldado con los pies plantados en medio

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de la plaza. Su brazo se alzaba muy por encima de la cabeza de Alexandra. Al
parecer, su puño gigantesco había portado el asta de una bandera, desaparecida hacía
tiempo, al igual que la ondeante cola de su abrigo, que parecía haber sido aserrada.
La pintura esparcida por todo su cuerpo hacía difícil reconocerlo como una figura
humana. Alguien lo había rociado con manchones rojos que se estaban volviendo
marrones, como la sangre, y había pintado fantasmagóricos círculos blancos
alrededor de sus ojos. Llevaba los guantes pintados de amarillo y la manga adornada
con un signo de la paz de color verde, como si fuera un galón. Parecía un personaje
salido de una pesadilla, pensó Alexandra, y temió que de pronto diera un respingo y
se sacudiera, ofendido, indignado, enorme. Retrocedió hacia el coche y se asomó
dentro. Stoycho estaba despierto y la miraba, pero no se había movido. Ella estiró el
brazo para acariciarle el morro negro.
—Ahí lo tienes, Bird —dijo Bobby—. En tu país no os importa la Historia, y en
el mío no podemos recuperarla.
—¿Cómo sabes eso de mi país? —preguntó ella, pero en ese momento vibró el
teléfono de Bobby y él le echó un vistazo y leyó un mensaje.
Un instante después volvió a sentarse al volante. Alexandra montó rápidamente a
su lado. Bobby condujo despacio hacia las afueras del pueblo, paró el coche y apoyó
un plano sobre el volante. Luego dobló una esquina.
—Esta es la calle —dijo—. El garaje es el número sesenta y uno.
Lo encontraron al final de la manzana. Era en realidad un taller mecánico de buen
tamaño, y Bobby entró directamente con el coche. Un joven salió de la trastienda
limpiándose las manos en un paño ennegrecido por la grasa. Era muy musculoso y
otro trapo le colgaba por detrás de los pantalones, como una cola. Bobby y él se
estrecharon la mano con un chasquido audible, y el joven saludó a Alexandra con una
inclinación de cabeza pero tuvo buen cuidado de no acercarle su mano manchada.
—Este es Rumen —dijo Bobby, y el joven sonrió. A ella le gustó su sonrisa, que
dejaba entrever unos dientes torcidos en el centro—. Tiene un coche para nosotros.
Alexandra sabía lo que había que hacer. Sacaron todas las cosas del coche verde
de Kiril y las metieron en un Ford negro que parecía haber conocido mejores tiempos.
Rumen apretó el hombro de Bobby y rozó su pómulo con el pulgar y el índice, en una
suerte de caricia de despedida.
—¿Cómo va a recuperar Kiril su coche? —preguntó ella.
—Rumen y él se conocen. Lo arreglarán entre ellos. —Bobby sacó el coche
marcha atrás con mucho cuidado.
—¿Cuál de ellos es tu novio? —preguntó Alexandra.
Bobby se rio.
—Ninguno… ya. Rumen es un tío estupendo. Es novelista.
—Claro —dijo ella—. ¿Y Kiril?
—Kiril, no. Trabaja en una agencia inmobiliaria en Sofía.
Ella meneó la cabeza. En el asiento de atrás, Stoycho volvió a echarse y gruñó una

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sola vez.
—¿Y ahora qué? —preguntó Alexandra.
Bobby suspiró.
—¿Y ahora qué, y ahora qué? Qué americano —repuso.
Ella se sintió dolida.
—¿A qué viene eso?
—Es igual —contestó Bobby—. Lo que quiero es buscar agua para Stoycho y
algo de comida para nosotros, cuanto antes. Y me gustaría tomar una cerveza fría.
Pero en lugar de parar en el pequeño bar que había en el parque, salió del pueblo
sin detenerse y regresó a la autovía.

Alexandra empezaba a tener la sensación de que se movía en círculos dentro de


Bulgaria. Comenzaron a revisitar lugares que ya habían visto antes. Había algo de
inquietante en ello, y de pronto se preguntaba si acabarían en el monasterio de Velin,
enterrando la urna con sus propias manos. Se acordó entonces de que fue allí donde
tuvieron su primer tropiezo.
Al entrar en Bovech, sin embargo, no reconoció el pueblo. Se acercaron esta vez
por el este y, en el primer barrio que encontraron, vio una plaza desierta y cubierta de
malas hierbas, dominada por una escultura que representaba a un hombre de tamaño
desmesurado. La casaca de campesino, esculpida en granito, caía en ángulos
alrededor de su cuerpo, y tenía un enorme nido de cigüeña sobre la cabeza. La
cigüeña se erguía en el nido, lo que aumentaba el tamaño de la escultura, que parecía
lucir un estrafalario sombrero. A sus pies dormía un grupo de perros callejeros,
demasiado perezosos para levantar la cabeza de la tierra. Alexandra se alegró de que
Stoycho estuviera a salvo en el asiento trasero del coche.
—Otro monumento —murmuró Bobby en respuesta a su pregunta tácita—.
Bueno… En este pone «1923» porque conmemora el primer gran levantamiento
comunista en Bulgaria. La represión del levantamiento fue brutal, sobre todo en el
campo.
Mientras observaban el monumento, la cigüeña levantó las alas y las sacudió.
Luego volvió a acomodarse en el nido.
Alexandra sintió una honda impresión al ver la casa de los Lazarovi de nuevo,
como si hubiera estado allí muchas veces en lugar de una sola. Encontraron a la
guapa vecina haciendo ganchillo debajo de un árbol mientras sus dos hijos jugaban
con camiones de plástico en el camino delantero. Al principio pareció no acordarse
de ellos. Luego los saludó con cordialidad cargada de aburrimiento, hasta que vio a
Stoycho. Miró fijamente al perro y retrocedió. Les dijo que la única persona que había
venido a ver la casa de al lado desde su visita, al poco de irse ellos, era un joven que
al final no había querido comprarla para sus padres. (El detective del Mago, pensó
Alexandra). Qué suerte para los Lazarovi que esta pareja joven, tan simpática,

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quisiera verla otra vez. Iría a buscar la llave. Esta vez pareció considerarlos dignos de
confianza, o bien no quiso molestarse en acompañarlos, y entraron solos en la casa.
Dentro seguía oliendo igual, a humo, a moho y a limpio, todo a la vez, y la luz se
filtraba por entre las cortinas baratas tal y como recordaba Alexandra. Había, sin
embargo, algo distinto: percibía la presencia de Stoyan, sentía que había vivido toda
una vida y que, durante unos años, había morado allí. Tal vez incluso había muerto en
aquella casa. ¿O acaso había fallecido en el hospital cercano? Lamentó no habérselo
preguntado a la señorita Radeva o a Irina.
Nada parecía haber cambiado durante su ausencia, ni siquiera con la visita de
aquel inspector de policía que había mentido acerca de sus padres.
—Bueno, eso al menos está bien —comentó Bobby, como si hubiera otras cosas
que no lo estaban tanto. Se detuvo en medio de la cocina y echó un vistazo alrededor,
pausadamente. Había varias notas escritas a mano, pegadas a un lado de un armario
—. Estaban aquí la otra vez: «Arreglar dos sillas, llevar zapatos y tomates a P, tela,
llamar a Irina» —tradujo para Alexandra.
Papel viejo y amarillento, un recordatorio de tareas cumplidas hacía tiempo, o
quizás no. Ella se preguntó de quién era aquella letra. Seguramente de Vera, dado
que, pese a estar en cirílico, le pareció femenina. No se parecía, por otra parte, a la
letra de la confesión de Stoyan. Además, era más probable que aquella lista la hubiera
hecho una mujer.
El diván de la cocina guardaba silencio, al igual que la tapa del fogón de leña,
cuya asa sobresalía como el mango de una espátula para tartas. Las plantas del
alféizar de la ventana seguían vivas, y el trapo colocado sobre el grifo parecía
fosilizado. Esta vez, Alexandra percibió la presencia de personas de carne y hueso, de
la anciana que había cocinado allí mil veces y limpiado las encimeras hasta dejarlas
relucientes, y del viejo que seguramente dejó de tocar el violín cuando la artritis se
apoderó por completo de sus manos. Stoyan se había sentado a aquella mesa,
derrotado, a leer un periódico repleto de cambios políticos inimaginables. Y, en algún
momento, el otro anciano, Milen Radev, el que había sido su mejor amigo, había ido
a vivir a aquella casa, quizás porque no tenía otro sitio donde ir después de su
jubilación, y había cuidado de la anciana como le había pedido Stoyan que hiciera
tiempo atrás, cuando ella quedó viuda. Ahora, la cocina se le antojaba llena, no vacía.
Siguió a Bobby al cuarto de estar. Él parecía observarlo todo con renovada
atención, pero esta vez no tocó nada. Se inclinó para mirar la parte de arriba del
anticuado televisor. La vecina había cumplido con su trabajo y no había polvo.
Alexandra se imaginó a Stoyan sentado en el diván, viendo los programas nocturnos
con las manos sobre el regazo. Escuchando, quizás, noticias acerca de jóvenes a los
que ya no se exigía que trabajaran únicamente donde les mandaba el estado, y a los
que no se prohibía estudiar en el extranjero. De todas formas, él era ya demasiado
viejo para que lo mandaran a ninguna parte.
Subieron a la planta de arriba.

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—¿Qué estamos buscando? —le preguntó a Bobby.
—Cualquier cosa que podamos encontrar —contestó él ambiguamente, pero se
sacó unos guantes finos del bolsillo.
Abrió de nuevo los cajones y registró minuciosamente los armarios mientras
Alexandra aguzaba el oído por si la vecina se acercaba a la puerta o llegaba la policía.
En el dormitorio, debajo de la cama de matrimonio hecha con esmero, Bobby
encontró una lata de betún seco y unos trapos manchados y envueltos en papel de
periódico.
—Para zapatos negros —comentó.
—¿Zapatos de orquesta? —dijo Alexandra automáticamente.
Bobby desplegó el papel de periódico.
—1987. «El congreso de julio del Sindicato de Mineros ha dado comienzo hoy en
la capital y se prolongará hasta el 1 de agosto». Muy bien.
En un cajón de la mesilla de noche encontró una fotografía suelta: el retrato en
blanco y negro de un joven que rondaba los veinte años, con el cabello oscuro
revuelto y desaliñado, un jersey de rombos tejido a mano y los largos dedos apoyados
con aire nervioso sobre una rodilla. Estaba sentado en un banco o un muro, con el
mar difuminado a su espalda.
—Es Neven —dijo ella, tomando delicadamente la fotografía.
Tenía los bordes desgastados, como si estuviera muy manoseada. Como si alguien
hubiera abierto el cajón de la mesilla cada noche, antes de dormir, para mirarla.
—¿Cómo lo sabes?
Ella lo sabía, lo sabía sin más. Reconocía la forma de su cabeza y las finas
facciones de su cara, aquel cabello espeso que algún día se cortaría casi al cero, el
cuerpo alargado y sigiloso, las manos espléndidas, aquella mirada de curiosidad
convertida en reserva, pero no domeñada del todo, la franqueza de sus ojos incluso en
aquella foto borrosa y torpe. Había estado a su lado, a su sombra, y había visto
cernerse su cara por encima de ella. La vida había engrosado su cuerpo y tal vez lo
había hecho más fuerte, pero allí estaba, de todos modos. No había nada anotado al
dorso, ni siquiera una fecha. Cuando Bobby se volvió hacia otro lado, Alexandra se
guardó la ajada fotografía en el bolso. La devolvería junto con la urna, si es que
conseguía devolverla, y entonces lo confesaría todo.
Se entretuvieron un momento mirando las fotografías de la pared. Alexandra
estudió el retrato de Vera con sus perlas al estilo de Hollywood, y deseó poder
preguntarle a la mujer de la fotografía dónde estaba ahora. Y decirle también que ella,
Alexandra, sabía al menos lo que le había sucedido a Stoyan, lo que lo había
entristecido y hecho enmudecer para el resto de su vida.
No había, sin embargo, nada nuevo en la casa, y Bobby salió de las habitaciones
con un gruñido de exasperación. Ella se detuvo ante la librería del cuarto de estar:
Italia, Hemingway, historia de la música, todos aquellos títulos en cirílico y unos
pocos en otras lenguas. Diccionarios. Bajo ellos, casi tapado por el pequeño televisor,

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se hallaba el estante de las partituras encuadernadas, algunas de ellas tan manoseadas
como la fotografía que llevaba en el bolso, y quizás también igual de amadas, vueltas
sus páginas una y otra vez durante los ensayos.
—Su música —dijo en voz alta, y se quedó allí parada, delante de las partituras.
Aquella había sido la vocación de Stoyan, aunque no hubiera podido retomar sus
estudios en Viena, ni tocar en grandes auditorios de todo el mundo. Pensó en cómo
era posible que la vida de una persona quedara reducida a tan poco: la persona, a
cenizas, y su obra, a un estante lleno de melodías muertas.
—Bobby… —dijo—. La historia de mi vida.
Bobby, que estaba retirando los cojines del sofá, se volvió para mirarla con el
ceño fruncido. Alexandra señaló con el dedo.
—¿Te acuerdas? Decía que la historia de su vida estaba en su música. Se lo
dijo… ¿a quién? ¿A Irina? Y a gospodin Angelov. —Titubeó al pensar en el pintor, en
cómo la había besado de pronto en la frente—. Aquí fue donde encontramos la caja
con los vendajes.
Bobby se acercó de inmediato y apartó con cuidado el televisor y la mesa que lo
sostenía. Alexandra pensó que iba a empezar a sacar partituras del estante, pero se
quedó mirándolo un momento, como había hecho ella.

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1950

A principios de primavera, retomé la educación musical de Neven. Aún había nieve


en el suelo, el frío nos acosaba todavía, y una noche volví a soñar con Vivaldi. Había
nevado en Venecia y el cura pelirrojo caminaba deprisa hacia el taller del impresor
con sus nuevas partituras, el largo gabán de lana con capellina flotando al viento. Se
cubría la peluca de color claro con un tricornio azul y no llevaba guantes. Tal vez no
los tenía, si en Venecia rara vez hacía tanto frío. Cruzó velozmente una plaza que no
reconocí (no la de San Marcos, sino otra bastante grande), sumando sus pisadas a las
que cruzaban la nieve en todas direcciones. Era por la mañana, pero no temprano; el
sol despuntaba ya por encima de los edificios que daban sombra a la plaza. Vivaldi
adelantó a una mujer de mejillas sonrosadas, con la cabeza envuelta en un chal y una
cesta colgada del brazo. Sentí de nuevo temor sin saber por qué, y también
frustración. Vivaldi estaba en peligro y yo debía avisarlo, pero no debía revelar mi
presencia.
Parecía, de hecho, ser invisible, o no estar allí en absoluto. No podía verle la cara,
pero intuía que estaba crispada por la preocupación. Vi su largo gabán atravesar la
plaza como si fuera un pájaro posado en lo alto de un edificio y no pudiera chillar lo
bastante alto para llamar su atención. Caminaba a paso ligero y parecía ir hablando
solo, abrumado por el trabajo. Yo conocía aquella prisa, la había experimentado
muchas veces, cuando intentaba hacer algún recado antes del ensayo inevitable.
Empezaron a tañer las campanas de una iglesia y quise contar las campanadas
(era también importante), pero al llegar a cuatro perdí la cuenta. Sabía, no obstante,
que debían de ser al menos las nueve de la mañana. Vivaldi se metió en un callejón,
por una esquina de la plaza, y lo vi desaparecer sin poder seguirlo. Reparé entonces
en que se le había caído una página del hato de partituras, una hoja escrita a mano,
con letra muy apretada, y traté de bajar a recogerla, pero no pude. Sabía que la nieve
diluiría la tinta y la emborronaría, y que quizás vendría alguien detrás y se la llevaría,
o la pisaría sin querer. Comprendí entonces que aquella página contenía un mensaje
para mí y que nunca podría recuperarlo.

La primavera puso fin a aquel frío mordaz y espantoso, y el verano trajo la tibieza del
sol y, más tarde, el calor para reemplazarlo. En mi caso, el frío dio paso a un
sufrimiento mental que apenas podía describir, ni siquiera para mis adentros. A ese
sufrimiento siguió la fiebre. Tras sobrevivir a las gélidas jornadas de trabajo, mis

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articulaciones parecieron debilitarse de pronto. Una mañana, apenas pude levantarme.
No pude llegar a las letrinas; me desplomé en el patio. Pensé al instante que debía
despedirme de Vera, de Neven y de mi violín, puesto que seguramente me dispararían
allí mismo, en el suelo, como a un viejo caballo derrengado. Pero el jefe, dando
muestras evidentes de enfado, mandó a Momo que se me acercara y me llevara a
hombros hasta la enfermería (yo, claro está, pesaba menos que nunca). La tierra me
pareció muy lejana y el cielo amarillo. Las montañas temblaban y se encogían por
encima del campo. A pesar de mi creciente delirio, no quería que Momo me tocara, ni
quería ir a la enfermería, de la que tantos presos salían envueltos en sacos bien
atados. Pero no pude resistirme. El jefe debía pensar que, por alguna razón, valía la
pena salvarme, o que no estaba tan enfermo como para morirme. O puede
simplemente que no quisiera que contagiara a los otros presos.
Momo me llevó a la enfermería sin decir nada. Cuando llegamos, me dejó caer
casi distraídamente en la cama que estaba más próxima a la puerta, una de las pocas
que estaban vacías. Luego pareció acordarse de mí y se dio la vuelta. Lo vi alzarse
sobre mí (la fiebre le hacía parecer aún más grande y más angelical que de
costumbre) y abofetearme, pero relajadamente, como con desgana. Me dolió
horriblemente, no por la fuerza del golpe, sino porque tenía la cabeza dolorida y
abrasada por la fiebre.
—Venga, levanta, vuelve al trabajo, farsante —dijo, pero como si estuviera
practicando, como un niño imitando a sus mayores.
Sentí que mi desprecio hacia él manaba a través del dolor de la fiebre. Traté de
volver la cabeza, pero ni siquiera eso pude hacer. Desapareció de repente, como si se
hubiera evaporado por arte de magia. Un hombre que me pareció el enfermero Ivan
se acercó a hablarme. Tenía la impresión de llevar horas allí, y el enfermero me ponía
compresas horriblemente frías y mojadas en la cara. El agua fría chorreaba y se me
metía en las orejas y entre la ropa. Entendía, sin embargo, que las molestias que me
causaba el agua fría podían disipar el dolor de la fiebre. Era una especie de trueque.
Pareció ser invierno otra vez, primavera quizás, y luego volvió el calor abrasador de
una tarde de verano, y aparecieron los parques de Viena en otoño, con sus hojas rojas
formando melodiosos remolinos sobre las aceras.
Me acordé de Vera y resolví que me quedaría pegado a ella hasta que llegara el
fin. Me parecía que teníamos un hijo al que yo quería muchísimo, pero me costaba
recordar el nombre por el que solíamos llamarlo. Vera estaba sentada a mi lado,
acariciando mi frente, lo que era mucho más agradable que los apestosos paños fríos
que había imaginado un momento antes. Siguió acariciando mi cabeza y mi cara con
su mano fresca, tres o cuatro días. En cierto momento me dije que debería estar
ensayando, o enseñando a mi hijito (¿cómo se llamaba?) a tocar la tsigulka; o
siguiendo a Vivaldi en sus ensayos por Venecia. Pero pensé también que el cura
pelirrojo podía estar muy atareado componiendo, que quizás no querría que lo
molestara en sus aposentos mientras trabajaba, y que de todas maneras yo había

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perdido la noción del tiempo y ya ni siquiera sabía qué día era. Luché por
incorporarme y volver al trabajo. Me ejecutarían si no iba a la cantera, y entonces ya
nunca podría tomar el tren para regresar con Vera. Alguien me empujó, me hizo
tumbarme de nuevo. Era inútil. Esperé la muerte manteniendo el nombre de Vera en
mi torrente sanguíneo, donde lo sentía palpitar.
Y luego, una mañana, me desperté. Estaba exhausto y medio muerto, pero la
fiebre había remitido. Estaba desorientado, pero tenía la cabeza despejada. Miré a mi
alrededor; a la primera luz del día, vi que seguía estando en un edificio y supuse que
sería la enfermería. Tenía la extraña sensación de haber salido del campo una
temporada, de haber estado en libertad por primera vez desde mi llegada, de haber
dejado de estar preso. Ahora me hallaba de nuevo esclavizado y Vera no estaba allí.
Se me humedecieron los ojos y las lágrimas me corrieron por la cara, pero estaba tan
débil que no pude levantar las manos para secármelas. La luz del sol entraba a
raudales por cuatro ventanas altas que debían de estar claveteadas. Hacía calor en la
habitación.
Giré la cabeza un poco y vi cuerpos, vivos o muertos, en otras camas. En una de
ellas había un bulto inmóvil. Si era de día, todos los que pudieran tenerse en pie
estarían ya trabajando en la cantera o en las minas. Me pregunté cómo estaba Nasko,
si estaría vivo, si me habría echado de menos, y cuánto tiempo había estado fuera, o
amodorrado por la fiebre. Recordé que, si estaba vivo, aunque fuera en el campo,
todavía cabía la posibilidad de que algún día me dejaran en libertad y pudiera ver a
Vera y a mi hijo Neven, y volver a tocar música con las manos. Me acordé entonces
de que mi hijo no había nacido aún, de que mis manos tal vez nunca se curarían del
todo, y de que tal vez Vera ya me había dado por muerto.
El enfermero Ivan se acercó a mi cama, convertido aún en una figura borrosa, y se
inclinó hacia mí con una taza de agua, y más tarde con una taza de sopa, tan poco
sustanciosa como siempre. Yo no conseguía retener nada y, cuando trataba de beber,
me daba la tos y escupía el líquido en sus manos y sus brazos, y él se limpiaba en la
ropa de la cama. Fue entonces cuando me di cuenta de que había sábanas y una manta
de verdad. Hacía tanto tiempo que no tocaba aquellas cosas, que me costó
reconocerlas. Las sábanas eran bastas y seguramente estaban sucias, pero pese a ello
me parecieron emisarios de otro mundo.
El enfermero Ivan dijo:
—Te ha dado bien fuerte, pero has sobrevivido.
No me gritó, ni me amenazó. Hacía mucho tiempo que ningún oficial del campo
me hablaba en un tono normal, si es que alguno lo había hecho alguna vez.
—Otros cinco no han tenido tanta suerte. Y esos hombres de ahí, ¿los ves?,
todavía se están recuperando.
No parecía muy interesado, y me acordé de que la gente decía que en realidad no
era enfermero.
—¿Cuánto tiempo he estado enfermo? —pregunté—. No me acuerdo.

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—Varios días, creo —contestó—. Más te vale descansar.
Me dije que de todos modos no tenía elección: apenas podía moverme. Se alejó y
no volvió a acercarse a mí hasta varias horas después, cuando pedí agua. Bebí con
ansia esta vez. La fiebre me había dejado más seco que el polvo.
A la mañana siguiente pude tomar un poco más de sopa, pero seguía sin poder
incorporarme. Para entonces había aprendido ya a orinar en un bote si el enfermero lo
sujetaba, lo que hizo con desagrado mal disimulado (seguramente yo olía tan mal
como los demás). Se llevó también mi sábana manchada de orines y me trajo una más
limpia. Me quedé tumbado, mirando la luz del otro lado de las ventanas polvorientas
y las siluetas de los árboles, que a veces agitaba la brisa. Al parecer, allí fuera seguía
siendo verano. Por eso la sala iba caldeándose a medida que avanzaba el día. Me dije
que debía recuperarme lo más despacio que pudiera para no tener que regresar a la
cantera ni un segundo antes de lo imprescindible. Si me mandaban de vuelta al
trabajo demasiado pronto, seguramente me moriría. El solo hecho de descansar, de
flotar en horizontal, era tan novedoso que tenía la sensación de estar soñando. Un
hombre tumbado en otra cama empezó a gemir una y otra vez, y me di cuenta de que
había oído aquel sonido durante los días anteriores, sin poder situarlo. Confié en que
el enfermero Ivan acudiera en auxilio del pobre hombre. Pero no estaba por allí.
Traté de pensar en Venecia, pero mi mente estaba demasiado debilitada para crear
una fantasía a partir de un cuadro o un grabado. Decidí confusamente que, si
conseguía salir de la enfermería y después del campo, me las arreglaría para visitar
Venecia alguna vez. Pasados unos años, cuando la nueva sociedad estuviera
firmemente asentada o hubiera fracasado y quedado atrás, volverían a abrirse las
fronteras. Venecia sería el primer sitio al que viajaríamos Vera y yo, incluso antes de
retomar mis estudios, actuaciones y concursos. Neven vendría con nosotros. Nos
detendríamos a contemplar la piazza y me daría cuenta de que lo había imaginado
todo a la perfección.
Debí de quedarme dormido durante este viaje, porque de pronto era por la tarde,
la luz se alargaba a ras de suelo y yo tenía una visita.

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59

Alexandra y Bobby tardaron media hora, como mínimo, en sacar todas las
partituras del estante y revisarlas hoja por hoja. Bobby le enseñó cómo mantenerlas
en el orden en que las había encontrado. Alexandra aguzó el oído por si oía volver a
la vecina. Le preocupaba, además, haber dejado a Stoycho atado a la escuálida
sombra del patio, pero no dejó de trabajar mientras escuchaba, volviendo rápidamente
las páginas hasta que las notas se amontonaban bajo sus ojos. Había volúmenes de
música para violín solo (las partitas de Bach, Paganini) y montones de piezas
orquestales (Beethoven, Chaikovski, Rimski-Kórsakov), casi todas ellas con la
portada en cirílico. Al parecer, las orquestas en las que había tocado Stoyan tenían
predilección por los compositores rusos. Había verdaderas antigüedades entre
aquellos volúmenes, Alexandra estaba segura. Las más antiguas tenían las páginas
amarillentas y quebradizas. La lata de caramelos seguía sobre el estante, detrás de
ellos, y Bobby la puso sobre la mesa con una media sonrisa.
—El hombre de Dimchov no era tan bueno, después de todo —comentó
modestamente—. O puede que solo estuviera buscando personas, con cajas de
tesoros.
Pasaron página tras página, pero solo encontraron música. Las notas fueron
llenando la habitación calladamente. ¿Dónde está el violín de Stoyan?, se preguntó
Alexandra por primera vez. ¿Era el que baba Yana le había oído tocar en el pueblo,
aquella música que sonaba bajo las estrellas o que parecía salir por la chimenea?
Por fin, todas las partituras de Stoyan estuvieron amontonadas en el suelo, en
estricto orden. El trabajo de toda una vida.
—Puede que esté equivocada —dijo Alexandra.
—O puede que se refiriera a esto. A lo que sean estas cosas que hay dentro. —
Bobby estiró el brazo y abrió la caja de hojalata que había dejado sobre la mesa.
Las tiras de tela manchadas seguían enroscadas dentro.
—Y hemos mirado toda su música.
—No —dijo ella lentamente—. Toda, no. No hay ninguna de Vivaldi.
Bobby la miró en silencio. Ella se echó hacia atrás, en cuclillas.
—Irina dijo que tocaba a Vivaldi, y Radev le contó algo parecido a su sobrina:
que a Stoyan le encantaba la música de un italiano. Y… Nasko Angelov dijo que
sabía que Stoyan se encontraba mejor cuando lo oía tocar a Vivaldi. Pero aquí no hay
ninguna partitura de Vivaldi.
Estaba pensando también en otra cosa: en dos niños, un hermano y una hermana,
tumbados debajo de la mesa del comedor de una casa de campo mientras el elepé de
Las cuatro estaciones, el de sus padres, giraba en un tocadiscos ya anticuado, con
aguja de diamante. Les encantaba que la aguja fuera de diamante, porque era la única

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joya que había en la casa (su madre solo llevaba una alianza de boda de oro, muy
sencilla). A Alexandra le gustaba escuchar la Primavera, que le recordaba a fuentes y
a gacelas. Jack prefería el Otoño, que, según decía, sonaba a tornados, y que también
evocaba en ella una imagen de hojas bermejas atrapadas en un remolino. Lanzaban al
aire una moneda para echar a suertes dónde posaban la aguja del tocadiscos, hasta
que su madre bajaba de limpiar el desván y les recordaba que aquello no le iba bien al
disco, que podían rayarlo y que siempre tenían que empezar desde el principio.
—Y dejad que el año siga su curso —añadía su madre con una sonrisa y una gran
telaraña prendida de la manga de la camisa.
Fue la primera vez que Alexandra oyó la expresión «seguir su curso», y después,
durante años, aquella frase significó para ella dejar que un disco sonara de principio a
fin y algo acerca de una telaraña. Al menos, Jack había muerto durante su estación
preferida. Nunca dejaría de echarlo de menos, pero de pronto parecía que a veces
ocurrían cosas peores: que había hombres que gemían en el suelo de un vagón de tren
que se alejaba de ella a gran velocidad por un túnel, hacia las tinieblas.
—Bird —dijo Bobby acariciándole la frente, y entonces su estómago se niveló de
nuevo—. Te has desmayado.
Sintió la mano de él sobre su cabello. Estaba tumbada en el suelo del cuarto de
estar, mirando hacia el techo. Pensó que debía de haberse caído suavemente, y no
muy lejos de donde estaba arrodillada, junto a la mesa. Adivinó entonces que Bobby
la había cogido, y que por tanto no se había caído de verdad.
—Niña bonita —dijo él, y Alexandra comprendió que se refería a ella. La ayudó a
incorporarse y apretó la cabeza de ella contra su hombro con la mano enguantada—.
¿Qué ha pasado?
—Mi hermano —respondió ella, y descubrió que estaba sollozando débilmente—.
Murió hace ya mucho tiempo. Solíamos escuchar música juntos.
—Lo siento —dijo Bobby, y Alexandra comprendió que lo decía de verdad, a
pesar de que hacía solo seis días que se conocían.
Ella alargó la mano hacia su bolso, que había dejado en el sofá. Sacó su cartera
esquivando cuidadosamente la fotografía robada de Neven.
—Este es —dijo, y se le quebró de nuevo la voz.
Quizás debería irme a casa, se dijo. No debería haber dejado a mis padres solos,
sin ninguno de los dos.
Bobby tomó la fotografía con respeto teñido de ternura. Era la fotografía preferida
de Alexandra, tan desgastada por los bordes como la de Neven. La guardaba en una
funda de plástico en todas las carteras nuevas que se compraba. Era una copia de una
fotografía escolar tomada semanas antes de su última excursión. El director del
instituto se la había entregado personalmente a su familia, compungido, meses
después. Mostraba a un adolescente de aspecto simpático, de cabello rubio rojizo,
muy corto y de punta, cuya mirada despreocupada observaba al espectador con cierto
aire burlón. Era guapísimo, y Alexandra experimentó el placer agridulce de ver cómo

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se agrandaban fugazmente los ojos de Bobby, llenos de admiración. Él inclinó la
cabeza unos instantes sobre la fotografía y luego se la devolvió.
—Qué joven —dijo—. Gracias por enseñármelo.
Alexandra pensó en los seres queridos a los que él también habría perdido. Nadie
se libraba de eso. Bobby se echó hacia atrás el pelo con los dedos, con aquel gesto
nervioso.
—¿Tenía…? ¿Cuántos años?
—Dieciséis —respondió ella—. Y un día.
Él se quedó callado, observando su rostro pensativamente.
—No te pareces mucho a él. Excepto en la sonrisa —dijo.
—Gracias. —Volvió a guardar la fotografía en la funda de la cartera y se secó las
mejillas. No quería ponerse a llorar otra vez.
—Debió de ser terrible para ti, después de su muerte —comentó él.
Alexandra se quedó sentada, mirándolo. Notaba la sal de las lágrimas endurecida
sobre sus mejillas y las pestañas pegoteadas. Luego se subió lentamente la manga de
la blusa de algodón. La cicatriz era ahora pálida y alargada, no de un rosa intenso,
como lo había sido durante meses, aunque había todavía una parte desigual y
arrugada, allí donde por un instante había perdido el valor. Sin hacer ningún
comentario, sostuvo el brazo bajo la mirada de Bobby. Él se inclinó de repente y besó
la cicatriz, y los ojos de Alexandra se desbordaron nuevamente.
—¿En qué nos convierte esto? —Su voz sonó pastosa.
Bobby agarró su muñeca y le bajó el brazo con delicadeza, como si lo tuviera
roto.
—En hermanos de sangre —contestó.
Inclinándose, ella abrazó con vehemencia a su taxista. Luego se pasó la otra
manga por la cara. Había algo que tenía que hacer, aunque ya nunca pudiera salvar a
Jack. Lo había intuido al borde de su conciencia justo antes de desmayarse.
—Vivaldi… No hemos encontrado ninguna partitura suya —dijo.
—¿Qué? —Bobby se volvió hacia las partituras y miró en derredor
distraídamente, como atenazado todavía por el dolor de Alexandra—. Sí. No hay
nada de Vivaldi.
—¿Y si están en otra parte de la casa?
—Hemos buscado en todas partes —repuso él—. El estante está vacío.
—Lo sé, pero Vivaldi era su preferido. ¿Dónde guardarías tú tu música preferida?
Él se encogió de hombros sin dejar de mirarla.
—Yo no soy músico.
—Tu libro de poesía favorito, entonces.
Asintió con la cabeza.
—Debajo de mi cama, donde pueda cogerlo cuando me despierte. Pero ya
miramos debajo de las camas, y he mirado debajo de los colchones.
Alexandra dejó escapar un gemido. ¿Qué podían hacer?

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—Es hora de irse —dijo él—. Tenemos que volver a colocar todo esto. Llevamos
aquí demasiado tiempo.
Ella lo sabía, y la vecina ya debía de haber empezado a sospechar.
—Pero Vivaldi… Puede que Stoyan tuviera muchas partituras suyas, si le gustaba
tanto.
—O puede que hubiera memorizado la música y ya no necesitara las partituras —
señaló Bobby—. Puede que las regalara. O que las guardara en la casa de las
montañas. Ya sabes que allí no miramos en todos los rincones. Normalmente, cuando
algo está escondido, siempre hay una señal, algo fuera de sitio. Pero en esta casa todo
parece en perfecto orden. Se lo llevaron todo, menos las fotografías.
Primavera, pensó Alexandra, y el Otoño de Jack. Todas las estaciones que habían
pasado inadvertidas. Miró las arrugadas cintas de tela marrón que les había dejado
Stoyan.
—Hay algo que está fuera de sitio —dijo.
Subió rápidamente las escaleras y entró en la habitación de las fotografías seguida
por Bobby.
El calendario seguía colgado de la pared donde lo habían visto en ambas visitas:
junio de 2006, hacía casi dos años, el mes del fallecimiento de Stoyan Lazarov, con
las muchachas bailando alrededor de un pozo, ataviadas con trajes rojos y blancos.
Alexandra lo descolgó. En la pared quedó únicamente un recuadro de color
melocotón, allí donde la pintura se había difuminado menos. Le pareció, sin embargo,
que el mes de junio de 2006 pesaba más que los meses precedentes. Pegado a la parte
de atrás de la hoja, donde las muchachas danzaban al revés, a través del papel, había
no una partitura sino un sobre.
Reconocieron la letra de su parte frontal. Bobby tradujo para Alexandra: «Última
parte. Nunca debe publicarse».

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1950

El que vino a visitarme era Momo. No le vi hasta que estuvo muy cerca, de pie, a
mi lado. Después, se sentó en la silla de madera que había acercado a la cama. Se
inclinó y me zarandeó por el hombro. La silla estaba descuadrada, se inclinaba hacia
un lado, y pensé que, con aquel corpachón suyo, seguro que se vendría abajo. Pero
siguió allí sentado, sonriéndome con sus dientes separados, como un niño pequeño.
Confié en que aquello también fuera un sueño, pero Momo no desaparecía. Sus
manos recias, que habían matado a tantos hombres, no portaban el garrote; reposaban
recatadamente sobre sus rodillas. Parecía incapaz de pronunciar un saludo normal,
pero pasados uno o dos minutos se dirigió a mí.
—Te traje al hombro, como un saco de patatas —dijo.
Parecía estar considerando la posibilidad de que yo dijera algo, así que al cabo de
un momento contesté:
—Sí.
—Un saco de patatas. —Sonrió como si aquella imagen le complaciera.
—Sí —repetí con la esperanza de que se marchara.
Me preguntaba si había ido a visitarme para congratularse por haberme salvado la
vida, pero eso era absurdo. Tal vez se estuviera viendo a sí mismo bajo una luz nueva,
como un salvador en lugar de un asesino, y eso le resultaba interesante. Me pregunté
también cómo es que tenía tiempo libre para venir a verme, estando los presos a
punto de regresar de su jornada de trabajo. Tal vez incluso habría que eliminar a
algunos. ¿Acaso el jefe le había dado una hora libre?
Se acomodó mejor en la silla endeble.
—Tú eres el listo, ¿verdad? ¿El músico?
Permanecí inmóvil, observando lo que veía de su cara, tan vacía como un plato
pero provista de unos ojos astutos, sobre todo cuando sonreía.
—Bueno, en casa soy músico —respondí con la mayor indiferencia de que fui
capaz.
—El jefe me ha encargado una cosa —añadió— y necesito a alguien listo.
—Yo no soy tan listo —dije con calma—. ¿Crees que estaría aquí si lo fuera?
Se quedó pensando un rato, pero no pareció capaz de llegar a una conclusión,
aunque sospeché de nuevo, por el destello de su mirada, que su estupidez era, al
menos en parte, una estratagema. Se limpió la nariz con la mano.
—Pero eres listo, ¿no? Los otros decían que eres un músico famoso y que era una
pena que estuvieras enfermo.

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Traté de adivinar quién habría dicho aquello. Nasko no, eso seguro. Él no era tan
atolondrado. Pero en el campo no parecía haber secretos.
—No soy más listo que los demás —respondí.
—Pues ellos dicen que sí —dijo con expresión obstinada, y cruzó los brazos
sobre su robusto pecho—. Así que imagino que lo eres. Necesito a alguien para que
vaya conmigo a la ciudad, un preso listo que le diga a un fulano de allí que llevamos
este sitio como es debido.
Tuve de nuevo la extraña sensación de que no era tonto como, sin duda, parecía.
Tal vez tuviera una habilidad implacable para adaptarse.
—¿Por qué no va el jefe? —pregunté, pero enseguida me arrepentí de haberlo
hecho.
Resopló como una rana, indignado.
—El jefe tiene que quedarse aquí. Es un hombre muy ocupado. ¡Es el jefe! Sería
peligroso que se marchara dejando a alguien al mando, aunque fuera a mí.
Era lo más coherente que le había oído decir. El hombre de la cama de al lado,
con la cara pegajosa por la fiebre, se volvió, inquieto. Seguramente formábamos parte
de sus sueños.
—¿Por qué me cuentas esto? —pregunté. Mi voz seguía siendo muy débil.
—Bueno, el jefe ha dicho que puedo llevarme a un preso listo para que hable con
ellos, y que si ese preso es lo bastante listo para no irse de la lengua después… —
Pareció atascarse al llegar a ese punto, o lo fingió. Se quedó callado unos segundos.
—¿Si es lo bastante listo para no irse de la lengua? —insistí yo.
—Bueno, si es así de listo y se da cuenta de que después lo tendremos siempre
vigilado, a lo mejor dejamos que se vaya a casa.
Se hizo un largo silencio en la sala, lleno únicamente por la última palabra que
había pronunciado Momo, hasta que el hombre de la cama de al lado se volvió de
nuevo hacia nosotros. Estaba claro que Momo lo consideraba prácticamente muerto.
—¿Qué tendría que decirles ese preso, exactamente? —Me costó trabajo controlar
mi voz.
Momo reflexionó un momento. Tenía esos ojos que se ven en las estatuas de
mármol, abiertos de par en par pero vacíos a propósito, marcados en la piedra no por
el color, sino por el contorno.
—Imagino que el preso tendría que decirle al comisario de Sofía que va a visitar
la ciudad que en nuestro campo todo va bien. Si no, puede que venga el comisario en
persona a visitarnos, y eso le daría algún trabajo al jefe. Ya sabes cómo son estas
cosas —añadió en tono confianzudo.
—¿Decirle que las cosas van bien?
—Para los presos, ya sabes. Son trabajadores. Trabajan duro y comen y duermen,
y nosotros los ayudamos a rehabilitarse. Lo tenemos todo organizado. Les va
perfectamente.
—¿Quieres decir…? —pregunté con cautela, deseando poder incorporarme para

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mirarle sin tanto esfuerzo—. ¿Quieres decir que nos tratan bien?
—¡Sí! —Sonrió de nuevo, por fin, y vi de nuevo aquel hueco entre sus dientes—.
Es lo que quieren saber.
Pensé en Vera y en su alegría al verme regresar; pensé en el hijo que tendríamos.
Pensé en mis manos, que algún día curarían y acercarían de nuevo el arco a las
cuerdas. Y luego pensé en Nasko y en los demás. ¿Quién habría empujado la
carretilla desde que yo estaba enfermo? Tal vez lo hubiera hecho el propio Nasko,
como yo le insistía a veces para que sus manos no sufrieran tanto daño. Me acordé de
lo que había hecho en realidad, de aquella falta por la que no me estaban castigando.
—Lo siento —dije—. Por desgracia, no soy tan listo.
Su sonrisa se disipó.
—¿No?
—No —añadí—. Soy un buen músico, pero para hablar como es debido con el
comisario necesitas a alguien muy listo. Muy muy listo.
Se miró las rodillas, enfurruñado. Su fantástica idea, o lo que le habían pedido
que hiciera, había fallado. O tal vez (¿sería posible?) no podía mostrarme sus cartas
todavía. Tenía que seguir haciéndose el tonto.
—Es una pena —dijo—. Pensaba que servirías tú. ¿No quieres volver a casa?
—Claro que quiero —respondí.
Ahora que había terminado todo, la pena inundó mi mente y a duras penas
conseguí mantener los ojos abiertos. Deseé que el enfermero Ivan nos interrumpiese.
—¿No te gustaría a ti también? —Volví la cabeza y lo miré con cautela.
Se encogió de hombros.
—Supongo que sí. Aunque yo no tengo a nadie. —Seguía mirándose las rodillas
—. Mis padres murieron antes de la guerra. Eran partizani, luchaban en las montañas.
Combatían contra el gobierno fascista. A mi padre lo cogió la policía del rey. Le
cortaron la cabeza, ¿sabes?, y luego mataron a mi madre y a mis hermanas, por
ayudarlo. Pero primero las violaron.
Parecía haber olvidado que debía hacerse el tonto, hablar muy despacio. Me miró
con enojo, como si le hubiera llevado la contraria.
—Era lo que hacían con los buenos comunistas, ¿lo sabías? Les cortaban la
cabeza y violaban a sus mujeres. Luego murió mi abuelo, con el que vivía, y mis
primos se marcharon a vivir a otra parte. No sé dónde. Puede que a Sofía, porque
ahora hay mucho trabajo. Así que no sabría adónde ir.
Se echó hacia atrás, enfadado y melancólico.
—Casi toda la gente que conozco está aquí. Llegué aquí cuando tenía catorce
años, hace tres. El jefe cuidó de mí y me dio este empleo.
Pensé que era una suerte que sus padres, fueran quienes fuesen, no hubieran visto
en lo que se había convertido su hijo al hacerse mayor. Sin duda, habían creído en
aquello por lo que luchaban, pero yo me preguntaba si Momo creía en algo, aparte de
en su propia astucia animal. Me extrañó que no se limitara a amenazar con darme una

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paliza si no accedía a su petición, o que no me matara por haberme negado.
Pero seguía contemplando su vida.
—¿Sabes?, algún día voy a casarme con una mujer muy guapa, con una buena
comunista como las que salen en las películas, y tendremos hijos. Y yo seré general.
No sonrió al decir esto: era un deseo demasiado serio. Me dije que tal vez
estuviera viendo por fin al verdadero Momo. Luego me lanzó una rápida ojeada.
—¿No se lo dirás al jefe?
Pensé de inmediato que aquella extraña escena acabaría por causar mi muerte.
Había oído a Momo decir que quería ser general, y seguramente nunca me perdonaría
por ello, ni aunque estuviera actuando. Empezaron a temblarme los miembros debajo
de la manta, de pura debilidad, pero procuré mantenerme despejado.
—No —contesté—. No se lo diré si tú no le dices que no soy tan listo como
esperabas. De hecho, no tienes por qué decirle que has hablado conmigo, puesto que
he resultado ser la persona equivocada.
Clavó los ojos en mí.
—No tengo por qué decírselo.
—No —repetí—. No tienes por qué decírselo, dado que he resultado ser un
chasco.
Flexionó los dedos sobre las rodillas, reflexionando todavía.
—Muy bien —dijo—. Pero no sé dónde voy a encontrar a otra persona, a alguien
listo.
—Este lugar está lleno de hombres inteligentes. O quizás el jefe vaya a hablar en
persona con el comisario, después de todo —dije.
Empezaba a desfallecer. Para mi inmenso alivio, Momo se levantó de repente y se
marchó como si no hubiéramos estado hablando. Desapareció súbitamente de mi
visión borrosa.
Luego volvió a aparecer y temí por un momento que hubiera vuelto para matarme
en la cama. Pero se limitó a mirar por el suelo y debajo de la silla en la que se había
sentado.
—Creía que se me había caído una cosa aquí —dijo—. Habrá sido en otra parte.
Salió de nuevo. Le oí abrir la puerta por dentro y cerrarla al salir.
Sin poder evitarlo, me dormí instantáneamente. Cuando desperté, minutos u horas
después, encontré entre mis sábanas arrugadas lo que había perdido Momo. No se lo
devolví. Lo metí con mucho cuidado en una grieta de la pared, detrás de mí, donde
pudiera encontrarlo si me recuperaba y donde el enfermero jamás daría con ello.

Dos semanas después, pude andar lo suficiente para volver al trabajo. En realidad,
podría haberlo intentado antes, pero tuve buen cuidado de fingir que no me tenía en
pie durante un tiempo cuando ya había recobrado mis fuerzas. El enfermero Ivan me
envió por fin al infierno del barracón excavado y volví a dormir entre jirones de lana

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y bichos incansables. Había pasado en la enfermería el tiempo suficiente para que
aquello se convirtiera de nuevo en un suplicio, aunque no creo que hubiera llegado a
librarme en ningún momento de los chinches y los piojos. A la mañana siguiente, me
puse en fila junto con todos los demás para ir a trabajar. Momo nos condujo hasta el
foso sin que ni él ni el jefe me prestaran especial atención. Eso me alegró.
Nasko estaba situado hacia el final de la fila. No pude hablar con él hasta que
estuvimos en la terraza de la cantera, donde había dos presos nuevos trabajando con
nosotros. Allí me estrechó la mano un momento y vi su expresión de alegría tan
claramente como si dijera: Estás vivo. Yo llevaba toda la mañana notando cómo se
me retorcía el corazón dentro del pecho. Tenía el estómago revuelto y notaba una
debilidad en los miembros. Me alegré de que Nasko siguiera allí y de poder mirarlo
de nuevo a los ojos. Hacía calor incluso a la sombra de la cantera y en la sombra más
profunda de las montañas.
Nasko se había dedicado a levantar las piedras mientras otra persona empujaba la
carretilla. Retomé mi antigua ocupación, subiendo con esfuerzo por la cuesta. Estaba
tan débil que cada viaje me costaba tres veces más que antes de caer enfermo. Nasko
aflojó el ritmo con que echaba las piedras dentro de la carretilla para darme un
respiro, pero no lo suficiente para que lo pillaran. Yo sentía un zumbido constante en
la cabeza, de modo que no oía los gritos de los guardias, ni el canto de los pájaros.
Era pleno verano; había estado enfermo más tiempo del que creía. Resolví
reorganizar mi agenda al día siguiente, empezando por un día de ensayo. Esa primera
mañana, no hice más que mantener un nombre pegado a mi oído: Vera. Cuando lo
hube pronunciado muchas muchas veces, lo cambié por otro: Neven.

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61

Se llevaron el sobre metido dentro de la cazadora de Bobby. Volvieron a colocar las


partituras en orden, sin perder un instante, y Alexandra sintió una punzada de
remordimiento al devolver a su sitio las de Bach. Bobby puso de nuevo el televisor en
su sitio. En el último momento, cogió la caja de hojalata y se la guardó en la
chaqueta, junto con el sobre.
Fuera ya estaba oscureciendo. Le devolvieron la llave a la vecina.
—Le he dicho que hemos estado pensando tranquilamente dónde vamos a poner
los muebles, pero que al final hemos determinado que la casa es demasiado pequeña
para que quepan todos nuestros libros —explicó Bobby después, meneando la cabeza.
Fueron en busca de Stoycho, que se había quedado dormido junto a la verja.
Bobby echó un vistazo a su móvil al subirse al coche.
—Mierda. Tengo un mensaje de voz —dijo. Era la primera vez que Alexandra le
oía pronunciar una palabra malsonante en su lengua—. No sé por qué no ha sonado.
Es de Lenka.
—Gracias a Dios —exclamó Alexandra.
Pero vio cómo se iba ensombreciendo el semblante de Bobby a medida que
escuchaba. El mensaje era muy breve. Alexandra oyó la voz de Lenka a través del
teléfono: nerviosa, atropellada, apenas un murmullo. Bobby escuchó el mensaje dos
veces. Luego se volvió hacia ella.
A Alexandra habían empezado a temblarle los dedos.
—¿Qué ocurre?
—Dice… —Se detuvo—. Dice: «Se nos han llevado. Puede que Neven sepa
dónde. Llamó a Irina a Plovdiv. Está en…». Luego da una dirección en el pueblo de
Morsko. Está cerca de Burgas, en el mar. Luego cuelga a toda prisa. —Volvió a poner
el mensaje—. Parece muy asustada, o disgustada, y trata de hablar en susurros.
—Sí, ya lo noto. —Alexandra juntó las manos, apretándolas con fuerza—. ¿Quién
se las ha llevado? ¿Dimchov? ¿La policía? ¿Y por qué a la costa? Bobby, vámonos
ya, enseguida.
Él no se movió.
—Puede que sea una trampa. —Se llevó la mano al pelo—. Puede que la persona
que quiere la urna haya ocultado a Irina y a Lenka en alguna parte y haya obligado a
Lenka a llamarnos. Nosotros nos asustaríamos al saber que Irina y Lenka estaban
retenidas y trataríamos de encontrar a Neven llevando la urna. —A Bobby le tembló
un poco la voz—. Puede que nos estén esperando en esa dirección de Morsko. O
quizás no sepan aún las señas porque Lenka no se las haya dado, y que nos sigan si
vamos allí. ¿Por qué no nos dice en el mensaje dónde están Irina y ella?
Alexandra trató de mantener la calma lo suficiente para contestar:

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—Puede que no se atreva. O que no lo sepa, si se las llevaron de noche. O quizás
por alguna razón quiere que vayamos con Neven, no solos.
—Es posible —repuso Bobby.
—Escucha —dijo ella—, no sabemos adónde más ir. Si de verdad Neven está allí,
tal vez él pueda ayudarlas.
Casi había dejado de creer en la existencia de Neven, convertido en parte de un
relato, en una fotografía manoseada, en una punzada de anhelo bajo las costillas.
—Por favor, tenemos que ir enseguida.
—Lo sé —respondió Bobby—, pero es un viaje largo y prefiero conducir de
noche, cuando hay menos policía en las carreteras. Procuraré no pisar demasiado el
acelerador para no llamar la atención.
Stoycho se incorporó, sacudiéndose. Alexandra tocó el brazo de Bobby.
—¿Estás en condiciones de conducir? Podemos turnarnos si quieres.
Dudaba, sin embargo, de que pudiera orientarse si él se quedaba dormido.
—Claro que estoy en condiciones. Anoche dormimos bien. Lo único que necesito
es descansar en el coche un par de horas, lejos de la autovía, y luego tomarme un
café.
Arrancó el Ford. Alexandra alargó el brazo, posó la mano sobre el lomo de
Stoycho y vio pasar los destartalados arrabales de Bovech por la ventanilla del coche.

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62
1950

Mi sufrimiento adoptó nuevas formas. Unos meses después de recuperarme (si es


que puede llamársele recuperación), Momo se me acercó de pronto mientras pasaban
lista por la noche. Yo estaba en la primera fila, medio desmayado por haber pasado
todo el día trabajando al sol del otoño. Mientras el jefe se paseaba delante de
nosotros, sermoneándonos (había sacado de algún sitio un par de buenas botas y
parecía disfrutar moviéndose de acá para allá con ellas), Momo se acercó
remoloneando, mirando primero a un preso y luego a otro. Sin duda, todos ellos
rezaban por no ser los elegidos para el sacrificio. Luego, se detuvo delante de mí. Se
puso muy tieso, con las manos a la espalda, como hacía el jefe, y me examinó
atentamente.
—Bueno, te crees muy listo, ¿no? —preguntó en voz baja.
—No —contesté con el corazón en un puño.
A pesar de que intentaba no mirarlo, había captado ya la expresión casi ilusionada
de su rostro, que desmentía su aparente agresividad. Por lo visto había encontrado a
otro para llevar a cabo el encargo del jefe. O quizás ya no hacía falta cumplir aquella
misión y solo quería asegurarse de que seguía temiéndole.
—¿Estás seguro? —susurró.
—Sí —contesté con la mayor calma que pude.
Ignoraba qué estarían pensando los hombres agotados que nos rodeaban, como no
fuera que por nuestra culpa se estaba retrasando la cena. Momo dio media vuelta y se
alejó como si no encontrara nada más que preguntarme, y el jefe nos dejó marchar.
Después de aquello, Momo levantaba la vista cada vez que pronunciaban mi
nombre al pasar lista y me miraba fijamente. A veces era una mirada de aprobación,
casi de complicidad, como si el haberme salvado llevándome a cuestas a la
enfermería y el haber descubierto que era interesante fueran para él un nuevo motivo
de orgullo. Ello me obligaba a mantenerme siempre alerta. El hecho de que me
estuviera vigilando me forzaba inevitablemente a vigilarlo, y con solo divisar
momentáneamente su corpachón y su pelo rizado al borde del foso mientras
trabajábamos se me revolvía el estómago. Ello me obligaba, además, a hacer un
esfuerzo por disimular mi desconfianza. ¿Había acertado, acaso, al distinguir un
atisbo de inteligencia, de discernimiento, bajo su estupidez? ¿Qué era más peligroso
para mí: un idiota o un hombre de inteligencia sutil que fingía ser un idiota? En un
lugar como aquel, tal vez no importara.
Retomé mi rutina de siempre: ensayaba el concierto de Chaikovski, probaba a

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tocar a Sibelius, repasaba trabajosamente mi repertorio orquestal o, al menos, los
pasajes que aún se mantenían frescos en mi memoria. Adopté una nueva norma según
la cual, si veía a Momo o pensaba siquiera en su inquietante oferta, tenía que empezar
el movimiento desde el principio. Y, si me enfadaba lo suficiente conmigo mismo, me
obligaba a tocar la pieza entera desde el primer compás.
El día que vi a Momo y a sus compinches golpear a un recién llegado hasta dejar
al descubierto el hueso de su pómulo, me marché a un lugar que hacía mucho tiempo
que no visitaba. Me había encariñado tanto con el pequeño Neven, con mi niño, que
casi me había olvidado de pensar en él como en un hombre adulto. Ese día, sin
embargo, volví a visitarlo en el río. Bajé por la suave ladera, hasta donde estaba
sentado junto a una joven. Contemplé cómo jugaba el sol sobre la superficie del agua,
vi el destello de sus cabezas mientras hablaban; el cabello de él muy oscuro, casi
negro, en ondas cortas y suaves, rapado a la altura de la nuca, donde se entreveía su
piel blanca. El de ella era castaño con hebras rojizas, como el de un caballo. Se había
trenzado distraídamente un grueso mechón, echándoselo sobre el hombro. Me quedé
a su espalda, sonriendo, y luego levanté mi violín y me lo puse bajo la barbilla. Con
manos tersas, fuertes y ágiles, pasé el arco por las cuerdas para tocarles una serenata.
Hasta la rigidez de mi herida de guerra había desaparecido.
Otros días recorría Venecia acompañado por el cura pelirrojo, o daba su clase
diaria de violín a Neven, convertido en un niño de ocho años, delgado y de ojos
grandes. No siempre tenía ganas de practicar. Pero, como le decía yo, la disciplina es
lo primero que ha de aprender un músico, y le sería útil en cualquier situación.
Cuando el temido invierno volvió a la cantera, Neven era ya un chico de doce años,
cariñoso pero reservado, y su bonita voz empezaba a desafinar a la hora de la cena.
Pensé que estaba listo para concursar. Incluso que era tarde. El único problema era
que no sabía cómo funcionaba aquello bajo los auspicios de nuestra gloriosa
revolución. Seguramente ahora todo era distinto para un niño con talento para la
música. Los peores días, dudaba de si podría encontrar un concurso al que apuntar a
Neven, el hijo de un recluso.

Ese invierno estaba más débil que el anterior y en cierto modo también más fuerte,
acostumbrado ya a ciertas penurias aunque mi cuerpo estuviera en declive.
Fantaseaba con que moría y seguía viviendo como un fantasma, en mi propio cuento.
Quizás así podría ir a contarle al comisario cómo eran las cosas en Zelenets. Pero le
diría la verdad. Momo no abandonó el campo, ni siquiera unos días, así que tal vez no
llegara a ir a la ciudad. Seguramente, el jefe había ido en persona, o había mandado a
otro. Se me ocurrió que tal vez Momo solo había imaginado que el jefe quería que
fuera… o que había inventado aquella historia con el único propósito de
atormentarme.
Antes de la primera nevada llegó el primer grupo de presos nuevos y pude leer en

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los ojos de los jóvenes cuando me miraban (cuando nos miraban a todos) que, en
efecto, me había convertido en lo mismo que vi yo el primer día. Era un esqueleto:
todavía no me contaba entre los muertos vivientes, pero me faltaba poco. Sentía que
tal vez un día podría comer aire, o arrojarme al foso y volar sin resistencia: había
espacio de sobra para lanzarse de cabeza desde nuestra terraza y morir. El primer
bancal que ocupamos se había agotado hacía tiempo y a Nasko, a mí y al resto de
nuestro grupo nos habían mandado a un saliente más ancho, cargado ya con grandes
cubos de piedra que debíamos romper y transportar. Yo disfrutaba de cada día que
veía a Nasko y, cuando por la noche moría alguno de nuestros compañeros de trabajo,
me reprendía a mí mismo por dar gracias al cielo porque no hubiera sido mi único
amigo.
Ese invierno murieron sesenta hombres, como mínimo, si no llevé mal las
cuentas. El campo estaba horriblemente atestado de gente, y a los recién llegados los
metían en barracones que ya estaban llenos. Cada vez me asombraba más de estar
vivo. Varios de mis compañeros esqueletos enloquecieron, y se negaban a ir a trabajar
aunque los amenazaran con darles una paliza o ejecutarlos. Rebuscaban restos de
comida alrededor de la puerta de la cocina hasta que se desplomaban y morían en la
nieve. Los cocineros, presos que comían solo un poco mejor que el resto (aunque al
menos podían echarse algún bocado a la boca sin que los vieran), trataban en vano de
alejar a los esqueletos enloquecidos. Ahora me sorprendía con frecuencia pidiéndole
a la nada que mi muerte fuera digna, cuando me llegara. Confiaba, sobre todo, en
irme a dormir una noche entre los hombres y los bichos, en soñar con Vera y no
volver a despertar.
Trataba de sofocar aquellos pensamientos como ahuyentaba el recuerdo constante
de la oferta de Momo, de su vigilancia constante. ¿Había sido un necio al rechazar
aquella oportunidad? ¿Habría otra?
A veces imaginaba qué habría pasado si hubiera ido a hablar con el comisario.
¿Me vigilaba Momo porque tenía otra oferta que hacerme? Y, si me la hacía, ¿qué le
respondería? A fin de cuentas, ya en mi primera noche en el campo decidí que no
tenían derecho a castigarme por algo que no había hecho. Ahora, sin embargo,
empezaron a reconcomerme las dudas: un tormento adicional. Si hubiera aceptado la
propuesta de Momo, tal vez ya estaría en casa, con Vera. Ella nunca sabría qué había
sido de mí, dónde había vivido, trabajado y muerto, y yo le había negado esa última
posibilidad. Estas dudas se mezclaban con el odio que me inspiraba Momo cada vez
que lo veía. Y a las dudas y el odio se unía, como una sombra, mi certeza de que ya
nunca se ofrecería a enviarme fuera del campo: ¿cómo iba a presentarse un esqueleto
en la ciudad afirmando que lo trataban bien? Aunque seguramente, cuando Momo me
lo pidió, ya parecía enfermo y no estaba presentable.

En primavera ya había llevado a Neven a cuatro o cinco concursos. Su timbre era

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magistral, palpitante pero comedido, y su técnica tan buena como yo era capaz de
enseñarle. Trataba de imaginarme los concursos; dónde y cómo se celebraban y
quiénes eran los jueces, pero todo eso lo veía borroso. Veía, en cambio, a mi hijo en
el escenario. Sus espesos rizos morenos se movían al compás enfático del arco sobre
las cuerdas. Los aplausos del grupito de jueces desconocidos, las consultas entre ellos
a posteriori, con las cabezas muy juntas… Neven era joven, pero meticuloso y
apasionado. A los trece años tocó como solista con la Filarmónica de Sofía. A los
quince, perdió dos concursos pero ganó otro más importante y, si hubiéramos podido
salir del país, también habría tocado por Europa. Ahora tocaba sin necesidad de que
nadie se lo pidiera. Le habían reducido el horario escolar para que pudiera practicar.
En días alternos, practicábamos juntos en la cantera; a veces tocábamos un concierto
al unísono; otras, ensayábamos duetos. Mi mente se iba nublando con el paso de las
semanas y el calor, y aquella ala oscura me rozaba cada vez más como una caricia.
Estaba decidido a verlo convertido en un hombre antes de morir.
Un día de finales de verano, uno de los que solía pasar con Vivaldi, tocando en las
iglesias mientras él dirigía, hice una promesa formal, la tercera desde mi detención.
Vivo o muerto (si no quedaba otro remedio), algún día viajaría con Neven a Venecia.

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63

Alexandra también debió de quedarse dormida. Despertó a tiempo de ver una tenue
claridad del cielo a lo largo de la llana carretera, fábricas iluminadas entre las
marismas y, más allá, un resplandor que, según le dijo Bobby, era el mar Negro.
Había pensado que divisaría por primera vez el mar de manera muy distinta: desde un
tren, con su mochila y un libro. Estiró el cuello para mirar por la ventanilla del coche
y alargó una mano hacia atrás para tocar a Stoycho. El perro se removió, despierto, y
vieron los tres pasar una ciudad en penumbra, torres de pisos y calles vacías, una
torre de reloj en un puerto y, por último, una autovía más allá de la ciudad. Pronto se
haría de día.
—Burgas —dijo Bobby—. Aquí vivían los Lazarovi y la familia de la señorita
Radeva.
Al bajar la ventanilla, Alexandra aspiró el aire salobre y la oscuridad fangosa e
industrial. Bobby había puesto uno de sus cedés de Dylan, muy bajo. Pensó, echando
mano de sus escasos conocimientos, en el delta del Misisipi, cuna del blues. Allí
también debía de oler así. You ain’t goin´nowhere[5], mascullaba Dylan. La carretera
pasaba por campos de suave pendiente y trechos de monte bajo, con hoteles dispersos
al borde de la vía y franjas de viviendas semejantes a colmenas, como ruinas
prefabricadas, desprovistas de tejados a la luz del alba. El centelleo lejano del mar se
había desvanecido.
—Aquí están construyendo como locos —comentó Bobby—. Todo el mundo
quiere estar cerca del mar, incluidos muchos extranjeros. Hay gente que empieza a
construir y que luego no puede permitirse acabar.
Al cabo de un rato el cielo se volvió amarillo y rosa. Comenzó a alzarse el sol y,
al doblar una última curva, Bobby indicó con un gesto su destino: Morsko, un pueblo
antiguo, de tejados rojos, situado en una península elevada y bordeada de acantilados.
Se acercaron a él por una carretera aún más alta, y Alexandra vio el agua gris
rompiendo al pie de la población. Bobby condujo con cuidado. Cerca de la entrada de
la península había un coche de policía aparcado, con las luces y el motor apagados y
una confusa figura sentada al volante. Junto a la acera, vieron a dos hombres
colocando verduras en un tenderete de madera, y un turista solitario pasó a su lado en
traje de baño y sandalias, con una toalla doblada sobre el hombro. En el caballete del
tejado de una casa cercana, las gaviotas se quejaban entre sí en medio del silencio,
con chillidos ásperos y destemplados.
Bobby siguió un ancho puerto asfaltado en el que las barcas chocaban unas contra
otras, mecidas por el oleaje. Mar adentro, Alexandra distinguió una isla con un faro y,
más allá, un horizonte de agua incolora por el que se deslizaban algunos barcos con
las luces todavía encendidas al alba, arrastrando sus redes tras ellos. Bobby comentó

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algo acerca de la dirección. Había estado en Morsko anteriormente, le dijo, cuando
era pequeño, y también otra vez después, pero no conocía bien el pueblo. El coche
subió zigzagueando por las empinadas calles de adoquines mientras Bobby luchaba a
brazo partido con las esquinas y la palanca de cambios.
Alexandra nunca había visto casas como aquellas. Eran de madera o, a veces, de
piedra antigua, labrada con intrincadas cenefas. Las de madera habían adquirido el
color del chocolate amargo por efecto del salitre y la humedad. Tenían todavía las
contraventanas cerradas para impedir el paso a la noche, y en sus balcones se
agolpaban las flores de colores vivos plantadas en macetas y la ropa tendida. Los
tejados casi se tocaban por encima de las estrechas callejuelas, en las que vallas y
muros separaban los patios de las aceras.
Bobby aparcó en lo alto del pueblo, casi enfrente de una casa recubierta con
paneles de madera envejecidos por el paso del tiempo, con un balcón y postigos
verdes, y protegida por una tapia alta en la que se abría una puerta. La tapia estaba
rematada por un tejadillo a juego con el tejado de la casa. Las tejas de barro de ambos
se habían descolorido, adquiriendo distintos tonos de marrón, como hojas en otoño.
Bobby puso el freno de mano y Stoycho se estiró, golpeó la parte de atrás del asiento
con las zarpas y volvió a echarse. Cuando salieron, Bobby observó atentamente la
tapia y la parte delantera de la casa. Se acercó a la esquina y, por fin, llamó al timbre.
El hombre que abrió la puerta era un desconocido. Calzaba chanclas verdes y
llevaba en la mano una pala de jardinero, como si se dispusiera a defender la casa con
ella. A Alexandra le sorprendió que estuviera levantado tan temprano. Bobby habló
rápidamente con él en búlgaro y señaló a Alexandra. El hombre les echó un vistazo:
un búlgaro al que no conocía, una joven extranjera con una bolsa negra en los brazos
y un perro asustadizo. Hizo a Bobby un par de preguntas en tono imperioso. Luego,
como si se diera por satisfecho con las respuestas, les indicó con la pala que pasaran.
—Los Lazarovi son viejos amigos de su familia, de cuando vivían en Burgas —le
explicó Bobby a Alexandra—. Creo que Neven vino a refugiarse aquí.
A Alexandra se le aceleró el corazón sin previo aviso.
—Le he dicho lo que traemos —añadió Bobby.
Dentro había un patio rectangular, invisible desde la calle: una especie de sala
exterior, pensó Alexandra mientras paseaba la vista por la larga mesa y las sillas, el
poroso dosel de la parra, los geranios rosas en sus tiestos y el aparador abierto, lleno
de herramientas de jardinería y latas de pintura. Todo parecía normal: no había
coches de policía, ni matones esperándolos, ni tampoco estaban allí Irina y Lenka. Ni
Neven. El hombre de la pala había estado cavando en un surco, a lo largo de una
pared, donde brotaban frondosas patateras de hoja verde. Una de las puertas de la
casa estaba abierta. Más allá, se veía una pequeña cocina.
En medio de aquel vergel se sentaba un anciano con más trazas de saco que de
persona. Alexandra lo reconoció de inmediato: era Milen Radev, dormido en su silla
de ruedas. Alexandra se acercó y se quedó mirándolo, sosteniendo la urna en su

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bolsa. Su piel se veía gris y reseca como el cemento viejo. Tenía las manos sobre el
regazo, donde alguien había extendido una manta de punto. Vestía la ropa que
recordaba Alexandra: la chaqueta y los pantalones oscuros y apolillados, un poco
demasiado grandes, como si su cuerpo fuera encogiéndose paulatinamente dentro de
aquellas prendas.
Lo había visto tantas veces en su fotografía (donde permanecía borrosamente
sentado al fondo del taxi), que la sorprendió que fuera una figura sólida, hecha de
piel, cabello y tela gastada. Las mejillas le colgaban en pliegues a cado lado del
mentón, y despedía un olor rancio, como a corteza de queso. Alexandra acababa de
decidir no despertarle cuando abrió los ojos y fijó en ella la mirada desenfocada de un
bebé. Luego, su rostro se tensó y replegó, y se sentó un poco más derecho en la silla
de ruedas. Alexandra le tendió su mano libre.
—Gospodin Radev —dijo.

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1952

A veces, mientras veía a los guardias con sus pistolas cuando pasaban lista, al año
siguiente, imaginaba que tenía un arma en la mano, una pistola larga y pesada, y que
me disponía a disparar a un guardia con ella. Luego me acordaba de lo que vi el día
de mi detención. De eso hacía ya más de dos años. Las gigantescas escaras hacían
que me palpitaran las manos de dolor, y el hambre infinita inflaba mi estómago como
si fuera a salírseme flotando por la garganta. Todo me importaba ya tan poco, que no
podría haber disparado a un guardia ni aunque hubiera tenido una pistola en la mano.

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1952

Tenía que recordarme que aquello debía de estar sucediéndome todavía, puesto que
seguía vivo.

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El anciano de la silla de ruedas tomó su mano y la estrechó blandamente, mirándola


fijamente como si aguardara una explicación. Pero Alexandra ignoraba si solo
necesitaba que le dijera quién era o que le explicara todo cuanto lo rodeaba, aquella
realidad a la que acababa de despertar.
—Soy Alexandra Boyd —dijo.
Entonces Bobby acudió en su rescate. Radev soltó la mano de Alexandra y
estrechó la de él, reteniéndola unos segundos y mirando a Bobby con renovado
interés. Tenía los ojos oscuros y la esclerótica amarillenta. Tan pronto se
acostumbraba uno a aquellos ojos, era fácil ver que su rostro había sido agradable e
inteligente, y que todavía lo era. Bobby se puso a hablar con él. El hombre de la pala
sacó dos sillas y entró en la cocina, donde lo oyeron trastear como si estuviera
preparando café o el desayuno.
Bobby señaló a Alexandra, pero Radev hizo un gesto con la cabeza y chasqueó la
lengua (no) y Bobby le dijo algo muy despacio, acompañando las palabras con
gestos, como si las buscara con las manos.
—No se acuerda de ti —dijo—. No recuerda que les hicieras esa foto en Sofía,
aunque sabe que estuvieron en Sofía. Creo que no entiende lo que pasó. Tampoco
parece acordarse de Irina y Lenka.
Alexandra depositó suavemente la bolsa negra sobre la mesa. Se preguntaba en
qué momento le pedirían que le mostrara la urna, o si debían esperar hasta encontrar a
Vera y Neven. Ahora que casi había llegado el momento, solo sentía ganas de huir.
Stoycho lanzó un agudo gemido a su espalda: lo habían dejado atado en la calle, junto
a la puerta del patio, y Bobby fue a dejarlo entrar. El perro tiró de su correa,
volviéndose hacia Radev. Quizás nunca había visto a nadie en una silla de ruedas, se
dijo Alexandra.
—Stoycho —le dijo—, no seas maleducado.
Vio entonces que Radev volvía la cara hacia ellos, completamente despejado. De
pronto levantó una mano y señaló al perro como si hasta ese momento no hubiera
reparado en él.
—Ela! —exclamó.
Trató en vano de mover las ruedas de su silla y luego pidió a Bobby por señas que
se acercara. Sus ojos parecían de pronto grandes y brillantes. Estiró un brazo.
—Cuidado —dijo Alexandra.
Radev se inclinó hacia delante, farfulló algo y Stoycho comenzó a lamerle las
manos, retorciéndose, frenético.
Bobby se volvió hacia Alexandra, perplejo.
—Dice que era el perro de Stoyan.

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Se quedaron mirando mientras las manos moteadas de Radev acariciaban la
cabeza del perro y alisaban sus orejas. Los costados de Stoycho temblaban y su rabo
golpeaba una y otra vez las baldosas del patio, pero tenía buen cuidado de no saltar
sobre su querido amigo. Radev le dijo algo al perro; luego habló rápidamente con
Bobby. Este sacudió la cabeza.
—Este perro vivió con ellos durante el año anterior a la muerte de Stoyan
Lazarov —le explicó a Alexandra—. Todos lo querían mucho, pero cuando Stoyan
murió se escapó. Pensaron que se había marchado porque tenía el corazón roto, o que
quizás lo habían robado. Eso explica cómo lo encontramos. Gospodin Radev dice que
alguien ha tenido que darle de comer todo este tiempo, puede que en otra parte del
pueblo.
Alexandra no podía apartar los ojos del anciano y del perro alborozado.
—Por eso Irina Georgieva no reconoció a Stoycho, porque no ha visitado Bovech
desde mucho antes de que muriera gospodin Lazarov. Pero creo que intuyó que había
algo raro en Stoycho. ¿Te acuerdas? Le gustó enseguida, y ella a él.
Stoycho se situó junto a la silla de ruedas y se recostó contra las rodillas del viejo,
pero solo un instante. Justo en ese momento una anciana salió de la cocina al patio
llevando un plato con queso, salami y pan. Stoycho salió disparado hacia ella,
gimiendo de nuevo, aunque también tuvo cuidado de no saltar sobre ella.
Alexandra se puso en pie. Mientras estaba allí parada, pensó de pronto en una vez
en que, con seis o siete años, tuvo una fiebre muy alta. Su familia vivía aún en las
montañas y Jack rondaba por allí mientras sus padres decidían si la llevaban o no al
hospital, que estaba a una hora en coche. «Vamos a probar una cosa más», dijo su
padre. Alexandra recordaba cómo la habían desvestido sacándole la ropa por la
cabeza, y el agua fría de la bañera. Durante un minuto interminable, luchó por
escapar. Luego, por fin, lo entendió: aquel dolor reduciría el otro, aún mayor. Era un
trato, una transacción. Y lo había soportado mientras sus padres se turnaban para
pasarle el paño helado por la espalda.
La anciana que acababa de salir al patio vestía falda y blusa oscuras. Su cabello,
de un rojo discordante, brillaba, con aquel mechón gris en el centro, y sus piernas
parecían arqueadas pero fuertes. Daba la impresión de estar alerta y despistada al
mismo tiempo, como si hubiera traído un refrigerio para las visitas pero el hombre de
la pala no le hubiera contado nada. Tenía profundas arrugas en la cara; sus ojos,
enrojecidos y separados, conservaban aún su luminosidad, y su nariz era larga y fina.
Alexandra experimentó el mismo desconcierto que al ver a Radev: era una persona
real, de carne y hueso, no una idea ni una fotografía.
Esta vez, la sorpresa fue mutua. La expresión de la anciana señora se convirtió en
alarma y sus ojos se agrandaron bajo las cejas casi inexistentes. Abrió la boca y
Alexandra vio la uniformidad artificial de su dentadura postiza. Miró a Stoycho, que
se removía bajo su mano. Luego miró a Alexandra y dejó lentamente el plato sobre la
mesa. Ya está, se dijo ella. Está furiosa. O se siente perdida otra vez.

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Pero la anciana no pareció reconocer la bolsa de la urna, a pesar de que había
dejado el plato a su lado.
Alexandra se obligó a dar un paso adelante. Bobby se había vuelto y estaba a su
lado. La anciana tomó la mano de Alexandra sin dejar de mirarla fijamente. Ella se
sintió a punto de llorar, aunque trataba de dominarse. Se inclinó y rodeó el cuello de
la mujer con los brazos.
—Sé que eres Vera —dijo—. Yo soy Alexandra Boyd. Siento habérmela llevado.
No era mi intención.
Vera Lazarova permaneció rígida en sus brazos. Alexandra se apartó,
avergonzada: había cometido una equivocación, le había hablado en el idioma que no
debía. Señaló la bolsa negra; no se atrevió a entregársela a la anciana. Si no se le caía
a Vera por la sorpresa, sin duda, se le caería a ella. Vera miró la bolsa en silencio.
Tocó su parte superior suavemente y luego se volvió a Alexandra. En sus ojos
temblaban lágrimas semejantes a joyas, y por un instante Alexandra vio a la joven
que había sido, su traslúcida belleza. Entonces Vera levantó las manos y la besó en las
mejillas. Su aliento olía a ajo y a algo más dulce. Tomó a Alexandra del brazo, la
condujo a una silla y la hizo sentarse. Giró la cabeza, llamó en voz alta y el hombre
de la cocina salió llevando una bandeja con tazas de café en lugar de la pala. Vera se
dirigió a Milen, señalando la bolsa. Su voz era fuerte, un poco rasposa. El anciano
pareció revivir, estiró débilmente un brazo y luego se cubrió la cara con la mano
venosa. Hizo avanzar su silla de ruedas y Stoycho caminó a su lado como si quisiera
ayudarlo.
Se sentaron todos juntos, con la urna en el centro de la mesa. Solo entonces,
cuando estaban ya sentados y la anfitriona servía el café, se acordó Alexandra de que
Neven aún no había aparecido. Ni tampoco Lenka e Irina.

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67
1953

Cuando volvió la primavera, hubo cambios. Llegaron dos guardias nuevos al


campo, y el hombrecillo encorvado, uno de los favoritos del jefe, desapareció. Los
nuevos guardias eran jóvenes, parecían muy profesionales y rebosaban confianza en
sí mismos. Yo tenía la impresión de que vigilaban al jefe, además de obedecerlo.
Quizás los habían enviado con ese fin. Nasko cayó enfermo de disentería y una
noche, después de la cena, tuvo que ir a la enfermería. Vi cómo lo llevaban en una
camilla y corrí a agarrarle la mano, hasta que los guardias me gritaron que me
apartara. Me miró débilmente y trató de sonreír. Yo estaba seguro de que no volvería
a verlo.
Me eché a llorar, parado en el patio. Entonces se me acercó Momo.
—¿Pasa algo? Nada que no se arregle con una buena paliza, ¿verdad que no? —
preguntó jovialmente, como si fuéramos amigos.
Me di la vuelta para no golpearlo con mi mano esquelética. Seguramente me
estaba invitando al suicidio. Haciendo un esfuerzo me dirigí al barracón sin decir
nada y me metí en la cama aún más pronto que de costumbre. Me quedé allí tumbado,
pensando en todo lo que sabía sobre Nasko, que no era tanto como me habría
gustado. Tumbado en mi catre, me puse a pintar por él un gran díptico con la Virgen
en un panel, con la cabeza inclinada, y el ángel en el otro, envuelto en una túnica de
color naranja encendido. El ángel tenía el pelo moreno y se parecía mucho a Vera.
Puse un montón de piedras cubistas de la cantera entre los dos, como si el ángel
estuviera anunciando su buena nueva en el desierto. Pensé en rezarle a la Sveta
Bogoroditsa pidiéndole no despertarme por la mañana, no sobrevivir a fin de cuentas,
y después le pedí al ángel que me perdonara por pensarlo siquiera.
Nasko no apareció a la mañana siguiente a la hora de pasar lista, claro, ni la
siguiente, ni la otra, ni nunca. Yo veía ir y venir los sacos apoyados contra la pared de
las letrinas (en primavera los retiraban algo más deprisa) y deduje que estaría en uno
de ellos. Como daba igual en cuál estuviera, me despedía de todos ellos al pasar. Un
recién llegado sustituyó a Nasko en la cantera, un hombre de cuarenta años con una
gran verruga en la mejilla. No hablábamos entre nosotros. Yo tenía que hacer un
ímprobo esfuerzo para empujar la carretilla. Traté de mantener mi rutina de ensayo,
pero me costaba oír las notas y cada vez las sentía más como simples filigranas
dibujadas en el aire. Los días que me tocaba, procuraba pensar en Vivaldi y caminar
por Venecia. Había empezado a ver no una ciudad, sino una panoplia de imágenes
inconexas, como ilustraciones de una enciclopedia.

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Solo Neven me parecía real, nítido y lleno de vida: tenía ya dieciocho años, era
guapo y cariñoso, un músico consumado que estudiaba y practicaba por su cuenta,
dueño de un sonido increíblemente maduro. A veces trabajábamos juntos en duetos.
Mientras tocaba, me miraba por encima del puente del violín con sus ojos dorados y
sofocaba una sonrisa. Cuando entraba en la cocinita al volver de clase, besaba no solo
a su madre, que no había envejecido ni un solo día, sino también a mí, a su
esquelético tatko, medio muerto todavía. Me superaba en pericia incluso cuando mis
manos curaban y podía recuperar mi técnica, y descubrí que esa idea me llenaba de
alegría. Había algo que me inquietaba, no obstante: aunque hacía años que había
terminado la guerra, seguía sin saber si el gobierno permitía a la gente viajar al
extranjero. Si no se podía viajar, ¿cómo iría Neven a estudiar a Viena? ¿Cómo
visitaríamos juntos Venecia? ¿O estaba confundiendo ese problema con algún otro?
Una noche, cuando llevaba mil sesenta días en el campo (sin contar los que pasé
en la enfermería), me hallaba en la primera fila mientras pasaban lista, medio
desfallecido de hambre y de debilidad, cuando el jefe anunció que llevaba varios días
notando que habíamos aflojado el ritmo de trabajo.
—No estamos cumpliendo nuestros objetivos —dijo mirándonos con enfado.
Momo, que merodeaba tras él, nos observaba desde lejos. No mostraba mucho
interés por mí desde la desaparición de Nasko unas semanas antes, aunque
seguramente ambas cosas no estaban relacionadas.
—Acumuláis un gran retraso —gritó—. ¿Cómo os convertiréis en miembros
decentes de la sociedad si no hacéis lo que tenéis que hacer?
Removimos los pies, convertidos todos en fantasmas.
El jefe se volvió hacia Momo e hizo un gesto de exasperación, como si también él
estuviera holgazaneando. Momo se acercó de un salto a nosotros y comenzó a
pasearse por delante de la primera fila, mirando a cada preso a la cara. Su sonrisa
dejaba ver el hueco de sus dientes, pero advertí cansinamente que parecía no saber
qué quería el jefe de él. Se detuvo delante de mí. Ya ni siquiera me importaba. O me
mataba él o me moría yo cualquier noche, en el barracón, o en la cantera, al sol.
Lamenté únicamente no saber qué hacer con Neven, dónde mandarlo ahora que ya
era un hombre adulto, un músico, si las fronteras seguían cerradas.
Momo se inclinó un poco, tratando de que lo mirara a los ojos. Yo desvié la
mirada.
—Tú —dijo—. ¿Sigues creyéndote tan listo?
No dije nada. Lo mismo podía matarme por quedarme callado que por hablar. De
hecho, me aferré a esa idea como a un último vestigio de voluntad. No abriría la boca.
—Si no eres tan listo, ¿qué me dices de este?
Señaló al hombre que había a mi lado y me giré un poco involuntariamente para
mirar al pobre diablo. Era un cadáver, igual que yo. Apenas lo conocía de vista, y no
era uno de mis compañeros de barracón. Seguramente era un minero, a juzgar por el
aspecto de sus harapos negros y acartonados. Distinguí a medias unos pantalones

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cortados por debajo de las rodillas, que dejaban ver unas canillas de un rojo brillante
pero salpicadas por grandes manchas más oscuras. Costaba saber de qué color había
sido su pelo porque no le quedaba ninguno, o la forma que había tenido su cara.
—A ver —dijo Momo—, ¿aquí tu amigo sí es listo?
Se inclinó más hacia mí y su silueta dorada llenó mi campo de visión. Como me
había sucedido muchas veces antes, tuve la sensación de estar viendo a un hombre
inteligente que trataba de escabullirse. Me ceñí a mi decisión de no decir nada, al
menos hasta que me desmayara.
El hombre de mi lado agachó la cabeza como si él también esperara que todo
aquello desapareciera.
Momo se detuvo y dio un paso atrás. Parecía desconcertado. Vi que el jefe nos
observaba con los brazos cruzados. ¿Acaso le estaba dando a Momo nuevas
libertades? ¿O se estaba preguntando si merecía la pena conservarlo a su servicio?
Momo señaló a mi vecino con su garrote.
—Sal aquí y cuéntame lo listo que eres, ya que el tocador de tsigulka no quiere.
El hombre se adelantó arrastrando los pies.
—¡No! —grité, pero mi voz sonó débil y llegó demasiado tarde.
Momo descargó violentamente el garrote sobre el cráneo del minero, que cayó de
rodillas y se desplomó. Los otros guardias no se molestaron en echar una mano: un
segundo después, todo había acabado. Ni siquiera me dirigieron una mirada. Nadie
me arrastró fuera de la fila para que me tocara el turno. Momo parecía no haber oído
mi protesta. ¿La había proferido, siquiera? Empecé a dudar de que hubiera emitido
algún sonido, de que hubiera abierto siquiera la boca para protestar, aunque notaba
aún la aspereza de aquel ruido en la garganta.
Nos despacharon bruscamente, pero el cuerpo del minero se quedó en el patio
hasta el día siguiente, donde volvimos a verlo a la luz eléctrica, cuando pasaron lista a
primera hora de la mañana: una forma opaca tumbada de lado, de contornos
imprecisos, solo vagamente humanos. Por la noche ya no estaba, pero quedaba una
mancha en la tierra, allí donde se había derramado su sangre en lugar de la mía.

Después de aquel día, dejé de practicar y de seguir al cura pelirrojo en sus


deambulaciones. Ya ni siquiera era capaz de ver la cara de Neven. Solo había
silencio. La gente parece creer que la desesperanza es lo mismo que la angustia, pero
se equivoca. Es cierto que la desesperanza está envuelta en angustia pero, en su
centro, la desesperanza es silencio. Una página en blanco.

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68

Neven, les dijo Vera, se había marchado la noche anterior a Plovdiv, a ver a Irina y
a Lenka, y no había regresado aún. Por el motivo que fuese parecía preocupado por
ellas, quizás porque llevaba un par de días sin poder contactar con ellas por teléfono.
Asió la mano de Alexandra mientras hablaba, y ella se dijo que Irina y Vera, que eran
hermanas, tenían más en común de lo que la gente parecía creer. Stoycho, sentado,
apoyaba la mejilla en la pierna de la anciana. Vera seguía teniendo una sonrisa muy
bella, y su forma de girar la cabeza sobre el cuello arrugado evocaba una elegancia
parsimoniosa. Alexandra no había advertido ninguno de esos rasgos en la escalinata
del hotel de Sofía, pero entonces no conocía a Vera Lazarova.
Bobby le pidió a Alexandra que sacara su cámara y le enseñara la fotografía. La
anciana asintió, muy seria, y habló a su vez, sirviéndose de Bobby como traductor.
Neven y ella no se dieron cuenta de que faltaba la bolsa hasta que estaban a medio
camino del monasterio de Velin, cuando ella notó de pronto que no la tenían. Por
insistencia suya, Neven pidió al taxista que volviera al hotel de Sofía, donde no
encontraron ni rastro de Alexandra o de la bolsa. Ella estaba muy angustiada y quería
acudir a la policía, pero Neven la convenció de que no debían hacerlo alegando que
su padre odiaba a la policía o no habría querido su ayuda.
De hecho, Neven había discutido con alguien del restaurante del hotel antes de
perder la urna y ya estaba de mal humor, nervioso y alterado. Milen y ella no habían
asistido a la discusión. Al final, regresaron al hotel y dejaron una nota en recepción
con el nombre de Neven y su número de teléfono. Como no podían quedarse en
Sofía, Vera propuso ir a ver a Irina y regresar luego a la casa de Gorno, en las
montañas, para esperar noticias, pero Neven se empeñó en traerlos directamente a la
costa. Y después no le permitió avisar a la policía ni a Irina, ni responder al teléfono.
Bobby le dijo a Alexandra:
—No le he dicho nada que pudiera alarmarla. Está claro que no saben dónde está
su hermana, y ya cree que a Neven le ocurre algo. Dice que llevaba toda la semana
nervioso y enfadado. Pero piensa que es por la pérdida de las cenizas de su padre.
—Pero tú no lo crees —repuso ella.
—Creo que se trata de algo más. Me parece que Neven está protegiendo a los
ancianos de lo que de verdad lo preocupa, sea lo que sea. Debía de saber que los
estaban siguiendo.
—Nadie los siguió cuando venían hacia aquí, ¿verdad? —Alexandra volvió a
recorrer la terraza con la mirada, desganadamente.
—Al parecer no vio a nadie —contestó Bobby—. Y, a fin de cuentas, Milen y ella
no tenían la urna. Aunque también podrían haberlos seguido creyendo que la tenían o
con intención de quitarlos de en medio.

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—¿Para siempre, quieres decir?
Alexandra apretó la mano de Vera. La anciana parecía tranquila, ajena a su
conversación en inglés y al peligro que los acechaba.
—Pero ahora sí tienen la urna —añadió Alexandra—. Bobby… ¿No creerás que
Neven se llevó a Irina y a Lenka antes de que llegáramos nosotros? —Se le cerró la
garganta dolorosamente.
—¿Te refieres a que sea él quien las secuestró y dejó esa nota? No puede ser.
Salió de Morsko demasiado tarde para llegar a Plovdiv antes que nosotros.
Alexandra exhaló un largo suspiro y siguió agarrando la mano de Vera.
Después de que recogieran la mesa del desayuno, ayudó a Vera a llevar la urna al
cuarto de estar de la casita. Se preguntaba si debían esconderla, pero no le pareció
bien sugerirlo. Se preguntaba también si Neven, a diferencia de Vera, se enfadaría
tanto con ella como imaginaba a veces, sobre todo si ya estaba preocupado. Se le
encogía el estómago al pensar en verlo de nuevo. De pronto se le haría tan real como
Milen y Vera, desde luego. Pero lo más importante era encontrar a Irina, ¿y cómo
iban a hacerlo sin más información?
Entonces apareció otra mujer: una amiga de Vera que era, además, la madre del
jardinero que les había abierto la puerta. Había estado fuera, comprando verduras. Era
de complexión recia y vigorosa, con el cabello corto, gris y puntiagudo. Vera les
explicó que era baba Vanka, que habían sido compañeras de colegio en Sofía y que
habían vuelto a encontrarse hacía quince años. Vera y Vanka tenían cosas que hacer
en la casa. Pusieron una maceta con flores a cada lado de la urna (Vera parecía haber
olvidado su pena, borrada por la alegría de recuperar las cenizas de Stoyan) y
subieron a la planta de arriba cogidas del brazo. Después de que desaparecieran,
Alexandra y Bobby regresaron con Milen.
—Quiero preguntarle por el expediente policial de Stoyan y por qué estaba tan
nervioso cuando habló con su sobrina —dijo él en voz baja.
Milen Radev tenía los codos apoyados sobre los brazos de la silla de ruedas.
Había sacado un gran pañuelo azul y se estaba secando los ojos con él, no como si
hubiera estado llorando, sino porque le lagrimeaban. Alexandra se acordó de lo que
les había dicho la señorita Radeva acerca de su vigor y su vitalidad de antes.
—Dile que hemos conocido a la señorita Radeva y que nos hemos enamorado de
ella —dijo Alexandra.
Bobby tradujo sus palabras y el semblante de Milen Radev se iluminó un instante.
Allí estaba de nuevo el hombre joven, pensó Alexandra: el científico enérgico, el
melómano que había seguido las actuaciones de Stoyan Lazarov y admirado su genio.
Sus cejas eran grises y negras, y sus ojos amarillentos tenían una mirada tierna y
olvidadiza. Cuatro o cinco pelos tiesos salían del centro de su frente, como los
bigotes de una morsa o los pelos del lomo de un elefante, y Alexandra se acordó de
pronto de los animales de Irina Georgieva. Milen tenía que haber querido mucho a
Stoyan y a Vera para quedarse con ellos hasta hacerse viejo. A pesar de su debilidad

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actual, Milen Radev había velado por aquella desdichada familia. Ahora parecía estar
quedándose dormido, mientras su taza de té humeaba y su rebanada de pan con
mermelada permanecía a medio comer. Como comía muy despacio, aún no habían
retirado los platos de su desayuno.
—Gospodin Radev —dijo Bobby con voz suave.
El anciano abrió los ojos, sorprendido, como si no esperara que volvieran a
requerirlo. Alexandra se dijo que era como decirle a una montaña que se enderezara.
Bobby metió la mano en su mochila y sacó la maltrecha caja de hojalata. Desplegó
una servilleta de papel limpia junto al plato de Radev y colocó encima los dos trapos
enrollados, que parecían más sucios y fosilizados que nunca.
—Gospodin Radev —repitió Bobby.
Milen Radev abrió los ojos un poco más y se acercó el pañuelo a ellos. Luego
volvió a bajarlo. Se inclinó, estiró un dedo y tocó una de las vendas enrolladas y
tiesas. Cuando habló, su voz temblaba tanto como su dedo.
—Dice —tradujo Bobby— que no es la primera vez que ve estas cosas. Que
Stoyan se las enseñó hace muchos años y le dijo lo que eran y de dónde las había
sacado.
—¿Sabe lo del campo? —preguntó Alexandra.
El corazón le latía con violencia porque los ojos de Milen Radev habían vuelto a
empañarse. Esta vez, sin embargo, no se los enjugó con el pañuelo. Stoycho se acercó
sigilosamente a la silla de Alexandra y se tumbó a sus pies.
Bobby observó un momento al anciano.
—Dice que Stoyan se lo contó hará unos treinta años, una vez que estaban
bebiendo juntos. Dice que a Stoyan lo detuvieron dos veces más y lo mandaron a
trabajar muy lejos de Burgas. Me parece que una de esas detenciones fue la que
presenció Milen, esa de la que le habló a su sobrina. Él nunca ha hablado de esto con
nadie, ni siquiera con Vera, porque Stoyan no quería que sufriera más. Vera sabía lo
que había pasado, claro, porque vio cómo se llevaban a Stoyan y cómo volvía roto en
tres ocasiones, pero él se negó siempre a contarle los detalles. Milen cree que Stoyan
se lo contó todo para castigarlo. Fue el único castigo que le infligió.
—¿Para castigarlo? ¿Por qué? ¿Qué hizo? Creía que Stoyan quería castigarse a sí
mismo.
Bobby pareció pensativo.
—Creo que no quiere decir nada más, pero voy a preguntarle a qué se refería
Stoyan al escribir que solo Milen Radev lo sabía.
Habló con Radev, que se enjugó torpemente la frente con la mano antes de
contestar.
—Dice —tradujo Bobby— que cree que Stoyan escribió algo sobre su vida, pero
que no sabe dónde está el manuscrito. Cree que Stoyan se lo dio a Nasko Angelov. Y
nos consta que así es.
—¿Y estas cosas que gospodin Lazarov escondió detrás de sus partituras? —

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preguntó Alexandra.
Bobby habló con Milen Radev, indicándole suavemente las tiras de tela
enrolladas. Pero Radev no pareció oírle. Echó su silla hacia atrás unos centímetros y
se quedó dormido.

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69
1953

No.

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1953

Entonces algo cambió, aunque al principio no supe qué era.

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70

Permanecieron sentados un momento viendo dormir a Milen, hasta que sonó el


teléfono de la cocina. El hombre de la pala salió a pedir que alguien lo cogiera. Dijo
que era Neven Lazarov.
Yo no podré entenderme con él, pensó Alexandra, alarmada, aunque,
naturalmente, ya había hablado con Neven en inglés.
Entró Bobby a coger la llamada, para explicarle quiénes eran y qué hacían allí.
Cuando regresó tenía una expresión seria y recelosa.
—Neven quiere hablar con nosotros en un pueblecito, cerca de aquí. Me ha dado
la dirección de un café. Le he preguntado si sabe algo de Irina y de Lenka, pero se ha
negado a decirme nada por teléfono. Solo me ha dicho que encontró su casa vacía,
igual que nosotros. Se tarda más de una hora en llegar a ese pueblo en coche. No sé
qué hace allí ni por qué quiere vernos en ese sitio, pero ha sido muy rotundo al
respecto. Dice que nos estará esperando.
Él también sospecha que esto es una trampa, pensó Alexandra. Observó el
semblante de Bobby.
—¿Y le has dicho lo de la urna?
—Sí. Ha dicho que nos dará las gracias cuando nos vea, pero parecía muy
angustiado por Irina y Lenka.
—Ay, espero que sepa algo de ellas —comentó Alexandra—. Y luego está
Stoycho. ¿Podemos dejarlo aquí?
Miró al perro, que levantó la cabeza. Sus ojos marrones parecían muy serios en
medio de aquella cara negra y aterciopelada que no casaba con el resto de su cuerpo.
Bobby también lo miró.
—Nos lo llevamos —afirmó.
La mañana había desplegado su cúpula de sol sobre la ciudad, pero aún no
apretaba el calor. Mientras bajaban en el coche por la calle empinada, Alexandra vio
el mar a sus pies, una amplia extensión que se abría, centelleando, hasta un fúlgido
horizonte. Un tenue escalofrío, inmune a la belleza del lugar y el día, se agitó dentro
de ella. Unos minutos después dejaron atrás las antiguas murallas de la ciudad y
tomaron la carretera de la costa. Al doblar una curva cerrada, Bobby dio un volantazo
y maldijo en dos idiomas.
—¿Qué pasa? —preguntó Alexandra.
Vio entonces que había dos hombres parados en la calzada. El recodo de la
carretera y los árboles los habían ocultado hasta entonces. Bobby había estado a
punto de atropellarlos. Ella se volvió a mirarlos. Uno de ellos tenía los brazos en
jarras y el otro le estaba diciendo algo, como si estuvieran conversando
tranquilamente en una acera vacía o en el campo, y no en plena carretera. Estaban

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mirando algo: su propia obra, por lo visto. Alexandra vio una cruz metálica recién
decorada con cintas y flores artificiales situada en la cuneta, donde alguien había
muerto en un accidente de tráfico, en aquella misma curva. O atropellado, pensó
Alexandra.
Bobby abandonó la carretera principal y tomó una más pequeña que los alejó del
mar. Una hora después, volvería a ver a Neven.

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71
1953

Algo se removió en alguna parte, muy lejos, primero en el gran Estado soviético,
donde había muerto Stalin, y más tarde en Sofía. El cambio nos llegó incluso a
nosotros, los esqueletos del campo. Aquella noche, cuando volvimos de la cantera,
había un extraño camión en la puerta del campo, y hombres con uniformes más
nuevos y limpios que los que vestían nuestros guardias. Algunos de ellos nos echaron
un vistazo y dieron una vuelta a nuestro alrededor, aunque, que yo sepa, no nos
dirigieron la palabra. Entraron en los barracones y las letrinas. Quedaron suspendidas
todas las actividades rutinarias. Varios de aquellos hombres escribían en cuadernos.
Los vimos hablar con el jefe y vimos que el jefe les tenía miedo. Los cocineros
olvidaron servirnos nuestras judías. Los guardias más jóvenes se quedaron
aguardando en los rincones, en su mayoría, pero Momo saludó ceremoniosamente a
los visitantes y fue por ahí enseñándoles las vistas. Incluso se atrevió a bromear con
ellos.
Por lo visto, aunque Momo no hubiera encontrado a un preso que fuera a declarar
ante la Comisión, esta había venido por fin a vernos.
Aquellos hombres se marcharon. Un día o dos después (puede que tres), llegaron
camiones aún más grandes. Hombres con estrellas más grandes en las gorras y
mejores pistolas en el cinto nos hicieron ponernos en fila y nos leyeron varias
declaraciones. Anunciaron que, dado que habíamos cumplido nuestras condenas (a
muchos de nosotros nunca nos habían condenado, pero de eso no se habló), iban a
trasladarnos a Sofía y a reinsertarnos en la sociedad, donde, sin duda, nos iría bien,
siempre y cuando no volviéramos a caer en la delincuencia ni difundiéramos mentiras
acerca de nuestro proceso de rehabilitación allí, en el campo. Quienes no hubieran
cumplido su condena serían transferidos a otro campo más moderno. No dijeron
dónde.
Un murmullo de sorpresa y desconcierto, mezclado con un tenue interés, cundió
entre nuestras filas. Creo que la mayoría no entendíamos en realidad qué estaban
diciendo aquellos grandes hombres. Yo intuí instintivamente que me trasladarían a
ese «campo más moderno», pero cuando los hombres de los camiones empezaban a
dividirnos en dos filas, a mí me pusieron en la de los liberados, o al menos en la de
los presos que serían trasladados a Sofía. Aún no podía creer que fueran a ponernos
en libertad. Sentía que las lágrimas me corrían por la cara, pero la esperanza se había
convertido en una emoción tan ajena a mí que me preguntaba qué les pasaba a mis
ojos. Momo había desaparecido de repente, y lamenté no saber al menos dónde

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habían enterrado a Nasko, en qué fosa común en el bosque.
Nos dieron una comida extra, lo que no había pasado nunca. Nos mandaron a
asearnos a pesar de que todavía faltaba una semana para nuestro día de baño, y acto
seguido repartieron entre nosotros ropa vieja, pero entera y medianamente limpia,
para que nos la pusiéramos, como si fuéramos otra vez recién llegados. Yo no tenía
ninguna pertenencia que guardar, como no fuera la taza de hojalata, que dejé en el
aseo por si alguien la necesitaba. En el último momento, sin embargo, cogí las vendas
enrolladas y sucias que me había quitado de las manos y me las metí en el bolsillo
cuando no miraba ningún guardia. A fin de cuentas, aquellas vendas (y todas las
demás que me fabriqué) habían protegido mis manos durante más de cuatro años.
Luego nos condujeron hacia los camiones. Se me ocurrió a destiempo que aquello
podía ser una trampa, que tal vez el campo estaba demasiado abarrotado y aquellos
guardias iban a llevarnos a las montañas para ejecutarnos. Pero, echando mano de la
poca lucidez que me quedaba, me dije a mí mismo que, si así fuera, no
desperdiciarían ropa buena con nosotros, ni comida de más. Debían de querer que
tuviéramos mejor aspecto cuando cruzáramos el pueblo. Uno de los hombres de
nuestra fila echó a correr, presa del pánico, y cruzó solo las puertas. Los guardias del
campo lo abatieron. Salió y fue libre alrededor de medio segundo.
Después de aquello, nos hicieron subir a los camiones y nos sacaron de Zelenets.

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72

El pueblo en el que los había emplazado Neven era el más despoblado que había
visto Alexandra. No había nadie en las calles llenas de baches, ni sentado en sillas
oxidadas frente a la única tiendecita de alimentación. Las cigüeñas se estiraban y
batían las alas en sus nidos, sobre los tejados de las casas abandonadas. El mayor de
todos se alzaba sobre un edificio municipal que parecía desierto, pero que quizás en
tiempos había sido un colegio. Los perros dormían en el polvo que cubría la calzada.
Bobby detuvo el coche al final de una calle destartalada y salieron. Sujetando a
Stoycho por la correa, echaron un vistazo alrededor. El café estaba entre dos casas
bajas, con la puerta abierta. Dentro reinaba la oscuridad y las moscas zumbaban en el
patio de tierra, en torno a dos mesas.
—Debe de ser aquí —dijo Bobby, pero avanzó con cautela.
Alexandra ató a Stoycho a un árbol, lejos de los otros perros, y siguió a Bobby,
que acababa de cruzar la cortina de cintas de plástico de la puerta.
El interior del local parecía muy oscuro comparado con la luz del sol que brillaba
fuera. Era más bien un bar. Puede que, en un pueblo tan desierto, el mismo negocio
hiciera las veces de bar y cafetería, se dijo Alexandra. Había un mostrador de madera.
Detrás de él, una mujer de cabello claro, a mechas, se inclinaba sobre un crucigrama.
Olía fuertemente a café quemado, y una bandeja con galletas de queso languidecía
debajo de un cristal. No había clientes.
Entonces un hombre que estaba sentado en un rincón, detrás de una mesa, se puso
en pie. Su cabeza pareció rozar las vigas del techo. Alexandra no alcanzó a ver su
semblante en la penumbra, pero era tan alto y majestuoso que sintió que podía
desplegar de pronto unas alas inmensas. Su propio corazón pareció a punto de
ahogarla. El desconocido se acercó para estrechar la mano de Bobby y luego se
volvió y la miró fijamente.
Alexandra vio su cara, los pómulos anchos y el pelo corto y espeso, los ojos
dorados en forma de almendra, las arrugas en torno a la boca y la nariz. Esta vez,
distinguió en él la belleza de su madre. Era aún más alto de lo que recordaba, con los
anchos hombros ligeramente encorvados y los brazos y las manos ágiles y elegantes.
Vestía la misma camisa blanca que la otra vez, o una muy parecida, con las mangas
enrolladas. Había colgado del respaldo de la silla un impermeable negro y una
pequeña bolsa de piel. No dijo nada. Tras dar un paso hacia ella, pareció contenerse y
se detuvo.
Alexandra se obligó a mirarle a los ojos. Imaginó por un instante que se caía al
suelo, a sus pies, muda, y que se postraba ante él para pedirle perdón. Pero no fue
más que una ensoñación. En lugar de hacerlo, le tendió la mano con toda la firmeza
de que fue capaz.

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—Neven —dijo—, soy Alexandra Boyd.
—Sé quién eres —contestó él tomándole la mano.
Ella se acordó entonces de su voz: de su pausada claridad, de su fuerte acento.
Levantó la mirada hacia él.
—Tengo algo que te pertenece.
—Lo sé.
Alexandra trató de soltar su mano, pero él se lo impidió. Ella respiró hondo,
trémula.
—Quiero que sepas que lo siento muchísimo. Era vuestra más preciada… —
Estuvo a punto de decir «posesión», pero se detuvo—. La urna está a salvo en
Morsko, con tu madre. Lo siento muchísimo.
Él siguió mirándola.
—Es mi más preciado tesoro. —Estrechó de nuevo su mano, como si no lo
hubiera hecho ya—. Por eso te la di.
Alexandra lo miró fijamente.
—¿Me la diste?
—Sí —contestó él—. Estábamos…
En ese momento soltó su mano y le dijo algo a Bobby. Le estaba fallando el
inglés. Bobby lo ayudó, visiblemente sorprendido.
—Los estaban siguiendo. Temía por la vida de su madre y de Milen Radev y
sabía que debía esconder la urna de inmediato. —Hizo una pausa y escuchó de nuevo
a Neven—. Dice que, al ver que ya la habías mezclado con tus bolsas, pensó que
podía ocultarla de ese modo. Le… le rompió el corazón separarse de ella.
Neven señaló a Alexandra.
—Lo que no sabía —continuó Bobby— era que tú no eras una turista corriente,
que no estabas aquí simplemente de visita. No adivinó que los buscarías, que
intentarías encontrarlos para devolvérsela. Además, había otro problema. Con las
prisas, no se paró a pensar que podías acudir a la policía.
Ella se quedó callada.
—¿Qué sabes de Irina y de Lenka? —le preguntó Bobby a Neven enérgicamente
—. ¿Están bien?
Él negó con la cabeza.
—No sé nada. Estoy esperando una llamada telefónica para saber dónde podemos
encontrarlas. Anoche me telefoneó un hombre y dijo que volvería a llamar a
mediodía para decirme el sitio exacto.
A Alexandra se le encogió el estómago. El sitio donde encontrarían… ¿qué?
—Todavía faltan tres cuartos de hora para el mediodía —añadió Neven—.
Mientras tanto no podemos hacer nada. Pero tenemos que irnos de aquí enseguida.
Hizo una seña a la camarera, que, sentada todavía en su taburete, los miró. Neven
puso un par de billetes bajo su taza de café.
—Necesito deciros una cosa, pero no aquí. ¿Podemos irnos?

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Alexandra miró a Bobby. Él asintió y salieron. La luz era cegadora y había
moscas por todas partes. Stoycho vigilaba a los perros de la calle, que se pusieron de
pie y empezaron a ladrarle. Allí fuera, Neven parecía aún más grande, alto pero
también corpulento. El sol le daba en el cabello negro, y sus sienes grises despedían
un brillo plateado.
De pronto, Stoycho dio un salto y, gimiendo, comenzó a tirar de su correa.
—¿Qué…? —Neven miró al perro.
—Imagino que lo conoces —murmuró Alexandra.
Pero Neven ya se había arrodillado delante de Stoycho y estaba mirándolo a los
ojos y acariciándole el cuello.
—Antonio —dijo—. Es nuestro Antonio. Ya sabéis, como Vivaldi.
—¿Ese es el verdadero nombre de Stoycho?
Alexandra se echó a reír a pesar de todo, y Neven se volvió y le sonrió. Señaló al
otro lado de la calle, donde un camino discurría entre árboles, adentrándose en un
prado.
—Podemos sentarnos a hablar allí —le dijo a Alexandra—. Quiero contaros una
cosa que era muy importante para mi padre.
—¿Y después nos contarás también por qué este asunto le interesa tanto a la
policía? —preguntó Bobby con cierta aspereza.
Neven asintió.
—Sí, os contaré todo lo que sé. Creo que nadie nos buscará aquí, y aún tenemos
un rato.
Alexandra titubeó.
—Bobby puede traducir si quieres.
—Sí, por supuesto —dijo Bobby en tono severo—. No pienso perderos de vista.
El camino los llevó entre pinos raquíticos. Tirados por el suelo había varios vasos
de plástico blancos, una botella de Coca Cola vacía y un preservativo arrugado. Pero
cuando salieron a un amplio prado, Alexandra vio que estaba completamente limpio.
El sol calentaba la larga hierba. Más allá corría una riachuelo centelleante, gris y
verde, tan estrecho que Alexandra podría haberlo cruzado de un par de zancadas.
Piedras y juncos invadían su cauce.
Neven extendió su chaqueta en el suelo, a la orilla del río, e indicó a Alexandra
que se sentara. Luego, depositó la bolsa de cuero a su lado. Stoycho trató de llegar
hasta él, pero Alexandra lo obligó a estarse quieto. Bobby se tumbó en la hierba,
junto a ellos, y encendió un cigarrillo. Fumaba con expresión tensa, y Alexandra se
preguntó si llevaba la pistola en la chaqueta.

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73
1953

Los camiones que nos transportaban cruzaron el pueblo de Zelenets, pero no se


detuvieron. Vi a gente frente a sus casas, mirándonos. Continuamos hasta un pueblo
más grande, que entonces se llamaba Yugovo y después tuvo otro nombre. Allí nos
hicieron subir a un tren del mismo tipo que el convoy de mercancías que nos llevó la
primera vez, pero con menos prisioneros por vagón y una parada cada cinco horas
para que hiciéramos nuestras necesidades fuera, en algún descampado, mientras los
guardias nos vigilaban con sus armas a la vista. También nos dieron agua. En la
primera parada pudimos ver que las montañas habían quedado muy atrás. En la
segunda estábamos ya en otra región, y a la mañana siguiente, cuando paramos,
vimos los montes que rodean Sofía. Algunos presos se echaron a llorar. Otros
farfullaban en voz baja, sentados en el suelo del vagón, incapaces de entender lo que
estaba sucediendo. Me pareció que un hombre que había en un rincón estaba muerto.
Intenté refrenar mi esperanza para que no se robusteciera. Aún cabía la posibilidad de
que aquello fuera una añagaza o un sueño, o de que ya estuviera muerto, como aquel
hombre que no salía durante las paradas.
El tren se detuvo de repente a las afueras de Sofía y volvieron a subirnos a
camiones, lo que me desanimó de golpe, hasta que me di cuenta de que era lógico que
no nos llevaran a la estación central y nos soltaran a plena luz del día, entre la
muchedumbre. Los camiones nos trasladaron a un edificio que no había visto nunca
antes, en el extrarradio de la ciudad, donde nos lavaron con un desinfectante fuerte
que nos produjo picores en los ojos, los labios y las partes íntimas. Luego, durante
casi una semana, dormimos en colchonetas, en el suelo de grandes celdas, y comimos
razonablemente bien tres veces al día. Hacía tanto tiempo que no veía comida
corriente que casi me desmayé al verla y sentir su olor. Algunos hombres comieron
demasiado deprisa y estuvieron malos toda la noche, o sentados en las letrinas
durante horas. Yo tuve buen cuidado de comer con moderación al principio y de
descansar siempre que podía.
Observaba mis manos con curiosidad. Ahora que ya no tenía que empujar la
camioneta ni picar piedra, empezaron a curar ligeramente, desde dentro, aunque
seguían teniendo un aspecto casi tan deplorable como antes y aún me dolían. Durante
el día nos interrogaban uno por uno; nos preguntaban cómo había ido nuestra
rehabilitación, a lo que respondíamos, convenientemente aleccionados, que creíamos
que estaba completa pero que nos esforzaríamos en el futuro por demostrarlo. No nos
pegaban, pero el funcionario que me interrogó (un hombre grueso, con cicatrices de

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granos en la nariz, que parecía demasiado mayor para desempeñar cualquier función
que no fuera sentarse detrás de su gran mesa) me dijo recalcando mucho sus palabras
que cualquiera que hubiera cometido un delito debía ser vigilado el resto de su vida
para que la sociedad estuviera a salvo. Yo firmaría una declaración expresando mi
acuerdo. ¿Lo entendía?
Sí, lo entendía. O creía entenderlo. Le dije que sí.
Pensaba sobre todo en Vera, que se hallaba a escasos kilómetros de distancia de
allí, y en mis pobres padres. Ni siquiera sabía si ellos y mis suegros vivían aún.
Durante la primera noche que pasamos allí, falleció un hombre en otra celda
comunitaria. Murió apaciblemente, mientras dormía, sin que nadie supiera por qué,
como el hombre del tren. Los guardias retiraron su cadáver por la mañana y nos
preguntaron si sabíamos algo sobre su muerte. Como no tenía lesiones aparentes, no
interrogaron a nadie. Yo me preguntaba si habría muerto de felicidad o si
simplemente se le había roto el corazón, y resolví refrenar mis emociones, no fuera a
ser que mi cuerpo me traicionara en el último momento. Pensé otra vez en Nasko
Angelov y en los años de amistad que podíamos haber compartido. Entonces no sabía
aún que sobrevivió a la enfermería de Zelenets y que estaba ya en Sofía, en otra
prisión, donde aún cumpliría otros tres años de condena.

Al día siguiente liberaron a mi grupo, uno por uno, en la ciudad, únicamente con lo
puesto.

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74

Alexandra veía el riachuelo a través de la alta franja de juncos. En realidad, lo oía y


notaba su olor, más que verlo. Más allá de unas flores que parecían de zanahorias
silvestres, entreveía apenas el centelleo del sol sobre el agua verde. Dejó colgar las
manos entre las rodillas.
Neven se pasó la mano por el pelo. Emanaba de él un olor semejante al del río,
pero más agradable. Alexandra intuyó que, si tocaba su camisa con la mano (cosa que
nunca haría, desde luego), lo sentiría aún más caliente que la tierra y el herbaje
tostados por el sol. Tenía la sensación de que sus manos estaban entrelazadas sobre la
hierba, a pesar de que, naturalmente, no era así. Cuando lo miró de nuevo, vio su
cabeza inclinada y su cabello oscuro, y casi deseó que no dijera nada. Así, nunca
llegaría a conocer la terrible historia que estaba a punto de contarles.
Sin mirarla, él dijo:
—Mi inglés no es muy bueno.
—Está bien —se apresuró a contestar ella.
—No, no está bien. Es muy tosco. Muy… desordenado. Me avergüenza decir
que… Yo quería ir a un instituto en el que enseñaban inglés, pero no me dejaron
entrar. Por mi padre. Estudiaba mucho con amigos míos que iban allí, y veía muchas
películas. Y escuchaba música.
La miró con el ceño fruncido, insatisfecho con sus propios esfuerzos.
—No importa —repuso ella—. Y podemos pedirle ayuda a Bobby si es necesario.
Por primera vez desde que se habían estrechado las manos en el café, Alexandra
se atrevió a tocarlo. Rozó furtivamente el puño cálido y suave de su manga.
—Mi padre —prosiguió él, y se detuvo—. Era un hombre muy bueno que creía
que era muy malo. Es una… combinación difícil. De ideas. ¿Entiendes?
Se inclinó hacia delante como si escuchara el río y luego arrancó hábilmente un
tallo de hierba de su vaina.
—A veces… a veces conocemos a una persona que es muy mala pero que se cree
buena. Puede que eso sea aún más malo. Aún peor. Peor, porque el malo que se cree
bueno piensa que puede hacer lo que quiera con los demás. Pero a veces un hombre
bueno piensa que es muy malo, y eso… destruye su vida, todo. Porque no cree que
tenga derecho a nada, así que hace cada vez menos. Eso fue lo que le pasó a mi padre.
Siempre estaba pensando, Je n’ai pas le droit.
Una extraña realidad susurraba al oído de Alexandra, Estoy lejos de casa, sentada
en un río escuchando hablar en francés, pero en Bulgaria, el lugar que siempre quiso
visitar Jack. Era como si estuviera escuchando música donde no la había.
Neven sacudió la cabeza y pasó la brizna de hierba por la puntera de uno de sus
zapatos bien bruñidos.

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—Después de la primera… katastrofa… Sucedió muy despacio, la destrucción de
la vida de mi padre. Y fue valiente, y callado. Así que casi nadie se dio cuenta, hasta
que murió.
Giró la cabeza, y Alexandra se acordó de ese aire de tristeza que tienen los leones
macho, como si su nobleza pesara demasiado. Trató de pensar en algo que pudiera
reconfortarle.
—Tu padre te tenía a ti.
Se preguntó cuándo debían darle lo que habían encontrado detrás del calendario
de Stoyan: Junio de 2006.
—Bah, yo. —Neven se encogió de hombros—. Sí, me tenía a mí.
Siguió jugueteando con la hierba, la soltó y arrancó otro tallo. Tenía los dedos
largos y sorprendentemente finos, pero con los nudillos gruesos, como si trabajara
más que la mayoría de la gente que ella conocía en su país. No llevaba anillos.
—Quiero contaros lo que me dijo, porque creo que tenéis derecho. A saberlo. —
Miró a Bobby, pidiéndole ayuda para que completara sus palabras—. Yo trabajaba en
Burgas, antes de que él muriera. Me telefoneó cuando cayó enfermo. Me pidió que
fuera a quedarme con él y con mi madre una semana o dos. Dijo que quería que
estuviera allí, por mi madre. Pero la verdad es que quería que estuviera a su lado
todos los días. Estaba casi siempre en la cama, demasiado enfermo para levantarse.
Estuvo así muchos días. Luego mejoró, y un día estaba sentado fuera, en una silla.
Fue en Bovech, en su casa. Le pidió a Milen Radev que fuera a vivir con ellos meses
antes de que llegara yo, para que ayudara a mi madre.
Se quedó callado un momento. Luego pareció dominarse.
—A mi madre le preocupaba mucho que se agravara su enfermedad y no pudiera
bajar las escaleras, pero yo le dije que él prefería estar en su cuarto. Pensé, Saldrá de
aquí muerto; no tendrá que volver a bajar las escaleras. Y tenía razón. Mi padre
odiaba los hospitales, y nosotros no podíamos permitirnos pagar uno bueno. Pensé
que podía darle un montón de… pastillas, si quería acabar deprisa. A veces iba al
médico y el médico solo…
Meneó la cabeza como si tratara de emular el gesto del doctor. Alexandra creyó
entenderle: el médico había desdeñado a Stoyan Lazarov, un caso perdido, demasiado
viejo e insignificante, consumido por un cáncer infinitamente más vigoroso que el
cascarón que lo albergaba. Se preguntó cómo se las habían arreglado para pagar las
facturas.
Neven se sacudió un polvo invisible de la manga.
—Mi padre me decía a menudo que quería hablar conmigo, contarme cosas sobre
su vida. Pero luego, cuando iba a verlo, se pasaba horas mirándome, sin decir nada.
Tenía unos ojos oscuros maravillosos. Maravillosos incluso cuando estaba enfermo.
Una vez me pidió que le llevara su violín y se sentó en un sillón y lo tocó por última
vez, Bach y algo de Brahms, y Vivaldi, por supuesto.
—Ah —dijo Alexandra en voz baja.

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Pero él solo parecía tener oídos para la música que sonaba dentro de su cabeza.
—Finalmente, mi padre me pidió que convenciera a mi madre de que se tomara
un descanso, de que se marchara unos días y cambiara de aires. Ella tomó el autobús
y se fue a Plovdiv, a pasar el día con su hermana. Le preocupaba mucho dejar a mi
padre, pero le dije que debía ser fuerte por si pasaba lo peor y él se moría mientras
estaba fuera, y ella se secó los ojos para que no la viera llorar. Se despidió de él con
un beso profundo… en la boca —dijo casi con aire de disculpa—. Por si acaso no
volvía a verlo con vida.
Alexandra sintió que empezaban a escocerle los ojos y sacudió la cabeza para
contener las lágrimas. Días largos, un largo viaje y poco sueño. Pero aquel era el
pasado de Neven, no el suyo.
—Cuando mi madre se marchó, fui a la habitación de mi padre a llevarle agua y
luego un poco de sopa, y él intentó comer un poco. Me dijo que iba a dormir y que
luego me contaría una historia. Me senté a su lado mientras dormía. Respiraba con
esfuerzo, ruidosamente. Estuve vigilándole todo el tiempo, porque temía que dejara
de respirar antes de despertarse y contarme la historia. Pero cuando se despertó me
miró, vio que estaba allí y enseguida empezó a hablar. Me dijo: «Neven, quiero que
sepas una cosa».
»Yo quería escucharlo, pero tenía una expresión… terrible, así que en cierto modo
no quería escucharlo. Le pedí que descansara.
Neven alargó un brazo y cogió la mano de Alexandra. A ella la sorprendió que
supiera dónde descansaba su mano en ese momento, y tuvo la impresión de que
estaba sencillamente reproduciendo un gesto de memoria, casi distraídamente. Tal
vez su padre le había cogido la mano de esa misma manera. Sintió, no obstante, la
plenitud de su contacto. Pensó en apartar la mano, pero una parte de ella no quería.
Miró sus uñas limpias y cuadradas, mucho más grandes que las suyas. Sus dedos
reposaban entrelazados sobre la hierba cálida. Se preguntó si a Bobby le parecería
mal. Al levantar la mirada, vio que los estaba observando y adivinó que escuchaba
atentamente su conversación, pero con delicadeza, listo para intervenir en cualquier
momento para traducir o para rescatarla. Se imaginó la cara de Stoyan Lazarov sobre
la almohada, los labios resecos formando una historia, susurrando su secreto a la
tierra.
—Mi padre dijo: «Quiero que lo sepas». —Neven apartó la mirada de ella y la
fijó en el río.
—Espera, por favor —dijo Alexandra—. Creo que primero debemos darte una
cosa. No lo hemos abierto.
Se volvió hacia Bobby, que extrajo el sobre del interior de su chaqueta y se lo
tendió a Neven. La parte final.
Neven sostuvo el sobre con las dos manos un momento, mirando la letra. Luego
sacó las páginas que contenía. Las leyó en silencio. Cuando hubo acabado, levantó la
vista. Lágrimas ambarinas destacaban en sus ojos.

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—Puedes leerle esto a Alexandra —le dijo a Bobby.

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75
1953
Última parte. Nunca debe publicarse.

Salí a las calles de Sofía con las manos enrojecidas y llenas de costras, tan
hinchadas que eran el doble de grandes que antes, intentando asimilar todavía que
estaba en libertad. No tenía dinero en el bolsillo, ni posesión alguna salvo los rollos
de vendajes sucios que había guardado y otra cosa que escondí en mi ropa vieja y
luego en la nueva. Eché a andar hacia el centro y después hacia nuestro barrio. Me
paraba cada diez minutos a descansar donde podía, para que mi corazón no
desfalleciera.
De pronto tenía más miedo que nunca. ¿Y si mis temores eran ciertos? ¿Y si Vera
se había olvidado de mí, o había dejado de esperarme, suponiendo que estaba
muerto? ¿Y si ya no me amaba? ¿Y si había muerto? ¿Y si me habían hecho un
funeral y habían seguido con sus vidas porque no podían hacer otra cosa? ¿Y si todo
aquello era una trampa y los guardias de la estación de las afueras de Sofía me
estaban siguiendo para que los condujera hasta Vera, hasta mis padres, y los detenían
también a ellos? ¿Y si ya los habían detenido y Vera estaba muy lejos, en algún
campo para mujeres?
Empecé a fijarme en la gente que había a mi alrededor. Hasta ese momento, me
habían parecido fantasmas. Ahora, en cambio, vi que estaban enteros, sanos y salvos,
o al menos que parecían preocupados y atareados como cualquier persona corriente.
Las chicas jóvenes vestían ropa de primavera, las mujeres iban a hacer la compra, los
chicos tenían sitios a los que ir, los señores mayores, con sus chaquetas apolilladas, se
detenían a charlar entre sí. Ninguno de ellos sabía nada de nosotros, de aquel campo
lleno de esqueletos. ¿O sí lo sabían, en cierto modo? Un marinero de uniforme, lejos
del mar, le estaba contando un chiste a otro hombre, y se pararon los dos en la acera
para echarse a reír. El fantasma era yo. Me vi reflejado en la luna de un restaurante; vi
mis enormes ojos vacíos. Vi que la gente me miraba con curiosidad o con lástima: un
hombre enfermo, pobre, tambaleante, prematuramente calvo, que caminaba
arrastrando los pies, calzado con unos zapatos ridículamente grandes.
Me hallaba ya en calles conocidas: una plaza preciosa de la que conocía cada
detalle, las callejuelas de adoquines amarillos del centro, el palacio antiguo cubierto
con glicinias en flor, las cúpulas de las iglesias refulgiendo por encima de las copas
de los árboles, el mausoleo del Gran Líder destellando al sol. Me senté a descansar al
borde de un parque, en un banco. Conocía no solo la calle y el parque, sino también
aquel banco, desde mi más temprana infancia. Apreté su borde con mi mano dolorida.

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Cuando me sentí con fuerzas para levantarme de nuevo, me dirigí a nuestro
vecindario pensando que en cualquier momento podía ver a algún conocido, aunque
quizás nadie me reconociera a mí. Pero no vi a nadie. Los árboles estaban preciosos:
los tilos elevaban sus flores sobre todas las cosas, y el sol de la mañana iluminaba las
hojas nuevas de los arces, los robles y los racimos como bujías de los castaños de
Indias. Era casi la época de la festividad de Kiril y Metodii (nos habíamos enterado
de la fecha exacta mientras estábamos en las celdas, a las afueras de Sofía). Los
edificios del final de la manzana que habían sido bombardeados durante la guerra y
dejados en ruinas, se habían reconstruido por fin mientras yo estaba fuera. Me
maravilló la irrealidad del olor a guisos que salía por puertas y ventanas, la placidez
de una anciana que tejía algo blanco sentada en una silla, en su balcón de una primera
planta. La dulzura del aire, después del humo de los autobuses en la avenida. El
viento en las hojas, por encima de mi cabeza. Hasta entonces no me había dado
cuenta de que vivía en un paraíso. Veía ahora nuestro edificio, las rejas de hierro
forjado de las ventanas. Había un arbolito nuevo, más bajo que una persona, plantado
junto al umbral, y me pregunté extrañamente si lo habrían plantado para recordar mi
muerte. Todo lo demás estaba como siempre.
Me latía el corazón dolorosamente, pero me obligué a probar a abrir el portal. No
estaba cerrado con llave, y me acordé de que durante el día solía estar abierto con
frecuencia, porque la gente iba y venía haciendo recados. Reuní fuerzas para subir el
primer tramo de escaleras. Detrás de una puerta del primer piso, alguien discutía con
otra persona que no replicaba. No reconocí la voz, así que tal vez hubiera vecinos
nuevos. Subí el siguiente tramo, y luego el siguiente. Me quedé parado delante de
nuestra puerta, confiando en que no se abriera hasta que tuviera fuerzas para llamar.
El sudor me corría por debajo de la camisa y mi corazón batía desacompasadamente.
Temía que me diera un infarto por haber subido las escaleras. Pero ¿adónde, si no,
podía ir? Levanté la mano y, al tocar a la puerta, me dolieron los nudillos hinchados.
Abrió una mujer. Sonreía, divertida por algo que, al parecer, le había dicho una
persona que estaba tras ella, en la habitación. Tenía el cabello oscuro recogido sobre
la coronilla y sus ojos eran como flores morenas. Llevaba un vestido de algodón muy
lavado, a rayas azules, con un cinturón marrón. Era algo menos delgada de lo que
recordaba, curvilínea y femenina, y sus mangas dobladas hacia atrás dejaban ver unos
brazos fuertes. Su sonrisa se desvaneció y abrió la boca. Un placer frenético,
semejante al terror, se agitó en sus ojos. Luego echó la cabeza hacia atrás y le fallaron
las piernas.
Extendí los brazos y la agarré, pero estaba demasiado débil. Caí dentro de la
habitación, casi encima de ella, medio desmayado yo también. Por suerte no había
ningún mueble cerca de la puerta y no se hizo daño. Allí tumbado, besé su cara una
vez débilmente, y luego conseguí apartarme. Abrió los ojos y me miró. Vi entonces
que su hermana se había levantado de la mesa, con una cucharilla de café en la mano.
Más allá, junto al fogón, había un carrito apartado del sol que entraba por la ventana.

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Y dentro del carrito un bebé se despertó y comenzó a llorar.

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76

Irina soltó la cuchara y corrió a ayudar a Vera a levantarse. Le llevó agua para que
bebiera. Yo me senté en una silla y miré a Vera y al bebé, que meneaba los brazos y
seguía llorando. Entonces Vera se levantó, ayudada por su hermana, y se quedó
mirándome. No parecía oír al bebé. Estaba tan guapa como siempre, más cansada,
temblorosa y un poco mayor, pero entera.
Miré a Irina.
—¿El bebé es tuyo? —le pregunté con voz trémula.
—No, es mío —contestó Vera. No hizo intento de acercárseme—. Creíamos que
estabas muerto.
Al decir esto pareció perder los nervios y rompió de pronto a llorar
frenéticamente, doblándose por la cintura como si fuera a vomitar. Yo me quedé
pasmado. Me acordé del miedo que debía darle, yo, un cadáver. Y aquel bebé, que era
de Vera pero no podía ser mío… Me levanté, hice un ademán con las manos y pensé
que era para coger algo de la mesa y arrojarlo contra la pared. La taza de Irina,
quizás. Pero mis brazos rodearon a Vera y ella enlazó sus sollozos alrededor de mi
cuello. Estaba inmensamente viva, mucho más fuerte que yo, y abrazaba a un
esqueleto. Miró mi cara, acarició mi cabeza rapada, cogió mis manos retorcidas y las
miró. Lloraba y lloraba. Yo no podía hablar. Solo quería sentir su contacto y mirarla,
a mi vez.
Irina nos miraba como paralizada. Pasados un par de segundos, fue a coger al
bebé, que paró de llorar de inmediato y volvió hacia nosotros su carita roja. Llevaba
una camisa y unos pantalones de punto. Parecía tener unos seis meses, aunque a mí
no se me daba bien calcular esas cosas, y tenía los hermosos ojos de Vera. Le tendió
los brazos y ella lo cogió. Irina retrocedió hacia el rincón de la cocina, la única vez
que la he visto acobardarse. Vera me miró por encima de la cabeza del niño, que
también se giró para mirarme.
—Lo siento —dijo ella con la boca temblorosa. Puesto a su lado, el niño no se
parecía tanto a ella—. Creíamos que estabas muerto.
—¿Has vuelto a casarte?
Mantuve una mano apoyada en la mesa para no perder el equilibrio. Irina salió
discretamente pasando a nuestro lado. Yo la conocía: volveríamos a vernos más
adelante, y entonces podríamos saludarnos. El hecho de que me dejara a solas con
Vera significaba que estaba segura de que no iba a hacerle ningún daño a su hermana.
Esa certeza me dio ánimos.
—No —contestó Vera en voz baja.
Pensé en preguntarle por el nombre del padre del niño, pero al final dije:
—¿Quieres a su padre?

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Bajó la cabeza hacia la del bebé, que me observaba con sus bellos ojos.
—No, pero ayudó muchísimo cuando me dijeron que habías muerto y que me
olvidara de ti. Fue muy bueno conmigo, y estaba enamorado de mí. Ya no está aquí.
Se marchó a trabajar a otro sitio. Quería casarse conmigo y llevarnos con él, pero le
dije que no.
—¿Quién te dijo que estaba muerto?
—La policía, ocho meses después de tu marcha. Dijeron que habían descubierto
que eras un criminal y que habías muerto por ahí, en alguna parte. Que no podían
entregarme tu cadáver y que me olvidara de ti lo antes posible. Pasado un tiempo, me
convencí de que estabas de verdad muerto. Pensé que, si no, ya habrías vuelto con
nosotros. —Se echó a llorar otra vez—. Nunca creí que fueras un criminal.
Yo temblaba sobre mis pies inestables.
—¿Y por qué te quedaste aquí?
Levantó la cabeza y volví a ver a Vera la colegiala, orgullosa y dueña de sí
misma.
—Después, cuando me enteré de que estaba embarazada… Cuando lo supe, soñé
que volvías para ver al bebé. Así que les dije a todos que estabas vivo y que había ido
a visitarte en secreto, en el campo, donde trabajabas; que te habían mandado a
trabajar muy lejos. Para que creyeran que el niño era… —Retrocedió otra vez,
confusa, acariciando los hombros del bebé.
De pronto el niño se inclinó hacia mí, tanto que temía que se cayera de los brazos
de su madre. Extendió las manos y yo me acerqué e incliné la cabeza delante de él.
Tocó mi cuero cabelludo áspero y se inclinó aún más, hasta que tendí los brazos y lo
cogí.
Ignoraba que supiera cómo sostener a un bebé. A pesar de la ropa, noté el calor de
sus miembros. Se le levantó la camisa, dejando ver su tripa redondeada, y Vera acercó
automáticamente una mano, le bajó la camisita y se la remetió. El niño me miraba,
serio pero lleno de curiosidad. Posó la mano sobre mi hombro y la dejó allí. Tenía la
nariz pequeña y chata, las mejillas anchas y tersas. Cuando levantó los ojos hacia mí,
vi los pequeños surcos que habían dejado sus lágrimas al caer. Incluso sus lágrimas
debían de ser muy pequeñas. Fue extraño ver el brillo de su cara desde tan cerca,
después de tantos meses mirando las caras de los muertos, o de los muertos en vida.
Su cuerpecillo se amoldaba al mío, a los huecos de mis costillas y mis hombros.
Pensé que debía de estar loco por sostener al hijo de otro hombre contra mi pecho. Ni
siquiera quería saber qué había pasado. El campo me había vaciado de cualquier
pregunta, salvo de una: cómo vivir. Había, no obstante, otra cosa que quería saber.
—¿Cómo se llama?
Vera sonrió por primera vez y se enjugó la cara.
—Lleva el nombre de tu padre, pero no podía usarlo, así que lo llamo Neven.

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77

Fui un niño muy querido, le dijo Neven a Alexandra. Solo sabía que mi padre
estuvo fuera un tiempo, antes de que yo naciera, y luego en otras dos ocasiones,
cuando estaba en el colegio, y que mi madre se preocupaba y lloraba a veces. Me
acuerdo de la segunda vez que se fue, aunque no lo vi marcharse. Pero mi madre era
muy simpática, muy vital. Era más joven que mi padre, una persona muy fuerte, y
mis cuatro abuelos, que todavía vivían, nos ayudaban. Una vez, cuando tenía unos
ocho años, mi padre vino a vernos mientras todavía estaba cumpliendo condena. Nos
visitó en Burgas, pasó con nosotros tres días y me dijo que aún tenía que pasar una
temporada trabajando en un pueblecito porque lo necesitaban allí, y que yo debía
cuidar de mi madre cuando volviera a marcharse.
Cada vez que volvía, tenía las manos horriblemente magulladas. Era un músico
excelente, pero a menudo le molestaban los dedos. Artritis, decía. Después de cada
ausencia, empezaba muy despacio a practicar otra vez, hasta que podía tocar en
cualquier orquesta que lo quisiera, primero en Sofía y luego, cuando el tío Milen nos
ayudó a trasladarnos al mar, en Burgas. Allí mi padre consiguió trabajo en una fábrica
de alimentos procesados. Yo sabía que cuando estaba fuera no podía trabajar como
músico porque su violín siempre se quedaba en casa y mi madre lo guardaba al fondo
del armario, debajo de unas mantas. Una vez lo oí decirle a mi madre que le
permitían volver a veces con la orquesta solamente porque sabían lo bueno que era y
lo necesitaban. Me sorprendió la amargura con que lo dijo. Nunca hablaba así si sabía
que yo estaba escuchando.
A veces, cuando estaba enfermo y cansado y tenía unos días de permiso, mi
madre lo mandaba a visitar a su amigo Nasko Angelov, un pintor al que, según decía
mi madre, había conocido mientras trabajaba en el campo, antes de que yo naciera.
Nasko había vivido en Sofía un tiempo y luego, al casarse, había vuelto a su
pueblecito en los montes Ródope. Trabajaba en una pequeña fábrica, cerca del
pueblo. Mis padres no tenían muchos amigos, pero aquellos dos hombres, Nasko y el
tío Milen, nos tenían mucho cariño.
Mi padre quería que aprendiera a tocar el violín. Las lecciones no fueron un éxito.
Incluso cuando no estaba trabajando fuera, él estaba cansado y enfermo. Yo pensé
durante años que tenía que ser mayor de lo que decía que era. Y podía ser muy
reservado, muy taciturno. Sus ausencias interrumpían sus intentos de enseñarme
durante periodos tan largos que yo no avanzaba al ritmo que él quería. Creo
sinceramente que de todos modos no se me habría dado bien, aunque puede que a él
lo ayudara pensar que su hijo tenía un talento frustrado.
Destacaba, en cambio, en matemáticas y deportes. Hacía atletismo. Era rápido,
aunque nunca conseguí ganar una medalla importante. Me portaba muy bien, además.

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Creo que no hice ninguna travesura de niño, menos cuando a veces ponía clavos en la
calle, cerca de las ruedas de los coches, cuando no miraba nadie. Lo hacían todos los
niños. Y una vez robé un mapa en la biblioteca, un mapa grande de Europa, de un
libro viejo que pensé que nadie querría, y lo colgué en la pared de mi cuarto. Llenaba
la habitación. Mi parte preferida era Bulgaria, que era de color verde claro. Todo lo
demás me parecía ajeno. Le dije a mi padre que había comprado el mapa en una
librería por unos pocos stotinki, pero no dijo nada. Se quedó mirándolo en silencio y
luego salió de la habitación. Así que pude quedármelo.
Cuando tenía diez u once años, mi padre me llamó y me enseñó un libro, un libro
raro, en ruso, para el que había estado ahorrando. Lo compró en la antikvarna del
centro de Burgas. Era una historia ilustrada de la arquitectura italiana, y me contó
que, cuando era joven, fue a Roma a tocar en un concierto y que pasó por Florencia, y
me enseñó las ilustraciones. Yo sabía (lo supe desde muy pequeño) que no debía
contarle a nadie que mi padre había estudiado música en los países decadentes del
oeste de Europa. Por eso me hacía tanta ilusión escucharlo hablar de ello, y también
me asustaba un poco. Estaba el Coliseo, donde luchaban bestias salvajes (eso lo había
aprendido en la escuela). Y una cosa llamada duomo que diseñó Brunelleschi para
Florencia. Mi padre había visto esas cosas con sus propios ojos.
—Y esto —dijo mi padre volviendo una página con mucho cuidado— es Venecia,
la Perla del Adriático, La Serenissima.
Una gran ciudad que no había podido visitar en su juventud. Era muy especial,
me dijo, porque estaba edificada sobre islotes y marjales, casi en el agua. Yo miré la
ilustración, un cuadro reproducido a todo color. Mostraba edificios altos alrededor de
una plaza y las cúpulas de una gran iglesia, y amarradas al borde de la plaza había un
montón de barquitas. Más allá, en la laguna, se veían veleros. La gente que paseaba
por la plaza parecía muy pequeña y vestía mantos y sombreros de tres picos, o
vestidos largos con las caderas muy anchas. Después, durante muchos años, yo
siempre pensaba en Venecia como un lugar donde las calles eran de agua y la gente
vestía ropas estrafalarias y pasadas de moda.
Luego mi padre me dijo que no debía contárselo a nadie, pero que algún día
iríamos juntos a Venecia. Me dijo que por fin vería dónde había vivido y trabajado
Vivaldi, su compositor favorito, y que me llevaría con él porque entre Vivaldi y yo le
habíamos salvado la vida. Yo debí de poner cara de asombro, porque me apretó
contra sí, me besó en la mejilla y me revolvió el pelo. Me pidió que le llevara su
violín y tocó para mí una pieza de memoria, una pieza tan bonita, tan grande y
brillante como la catedral del centro de Sofía.
—Ese es nuestro amigo Vivaldi —dijo cuando terminó de tocar—. Cuando yo
falte, esta pieza será tuya.
Parecía lleno de alegría, y eso también me extrañó, porque estaba hablando de su
muerte, y todavía era joven, aunque pareciera mayor. Yo no quería que se muriera
nunca.

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A los trece años comprendí que mi padre no era como las demás personas, y no
solo porque había estado en el oeste y porque practicara todo el tiempo con el violín y
se hubiera esfumado varias veces, como un mago, durante mi niñez. Cuando estaba
en casa con nosotros, tenía que presentarse en la comisaría de Burgas una vez al mes.
«Asuntos burocráticos», decía siempre. A veces le pedían que se presentara de
repente, y nunca se iba sin despedirse de mi madre con un beso apasionado, lo que a
mí siempre me sorprendía y me daba vergüenza. Mi madre no paraba de pasearse por
la cocina hasta que él volvía a casa una hora después, excepto las veces que tardó
varios meses en volver.
Una vez me dijo que, si tenía que volver a irse a trabajar a otra parte del país, yo
debía llamar a Milen Radev para que nos ayudara a mi madre y a mí; que el tío Milen
nos quería muchísimo y que siempre nos echaría una mano. Era un trato que tenían,
me dijo. Por lo menos una vez al año, mi padre sacaba su libro y me enseñaba
Venecia, y me decía que algún día veríamos todo aquello, él y yo.
Me fui de casa a los diecinueve años para hacer el servicio militar, como
hacíamos todos, y mi madre me mandaba calcetines que tejía ella misma y retales
para que me envolviera los pies, para que los tuviera bien secos dentro de las botas.
Pero de todos modos me salieron ampollas y hongos y perdí las uñas de los pies. El
ejército era un horror, la comida era espantosa y en los barracones siempre hacía frío.
Pero yo era joven y, al final, no me importaba tanto. Allí hice buenos amigos. Cuando
acabara quería ir a Sofía a estudiar matemáticas en la universidad, no al
conservatorio, como quería mi padre. No conseguí que me dieran buenas referencias
en el instituto, aunque saqué buenas notas, así que tuve que conformarme con una
plaza en el Instituto de Tecnología Química de Burgas, donde estudié ingeniería
petroquímica. Vivía con mis padres, en el piso que teníamos en las torres nuevas que
construyeron cerca del estadio, y estudiaba en la mesa de la cocina. Luego entré a
trabajar en la refinería, como todo el mundo, y más adelante en una planta más
pequeña.
Entre tanto, desde que era pequeño, mi padre me mimaba muchísimo, aunque yo
sé que debí de ser una decepción para él. Tuvo que llevarse una gran desilusión
conmigo. Sonreía si yo entraba en una habitación, me besaba y me abrazaba casi
siempre que me veía. También quería mucho a mi madre, la miraba con un brillo en
los ojos, pero con ella era siempre muy callado, muy reservado, hasta cuando yo
estaba delante. Mi madre siempre estaba muy alegre cuando él estaba en casa, aunque
tenía una arruga de angustia que le cruzaba la frente y que la hacía parecer mayor de
lo que era, como si la hubiera tomado prestada de la cara avejentada de mi padre.
Creo que entre ellos no hablaban mucho de dónde había estado mi padre. He pensado
a menudo que lo terrible en el comunismo no era solo que nos volviéramos unos
contra otros, sino que nos distanciáramos.
Después de la transición, cerró la planta en la que estaba empleado. Empecé a
trabajar en la construcción, a menudo como albañil, quitando piedras y mezclando

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cemento. A mi padre lo disgustaba mucho ver mis manos magulladas y heridas, pero
no tenía elección. Creo que la gente joven no sabe mucho sobre esa época, o no la
entiende. Piensan que las cosas siempre han sido como son ahora, con los teléfonos
móviles, los amigos por Internet y toda esa gente que se va a otros países a trabajar.
Al poco tiempo nos encontramos aún más escasos de dinero. La orquesta se hundió
cuando cambió el gobierno, porque nadie pagaba por ir a verla, aunque de todos
modos mi padre ya se había jubilado. Quería dar clases de música, pero muy poca
gente podía permitírselas, sobre todo fuera de Sofía. Mis padres se marcharon de la
costa y una prima de mi madre los acogió en su casa, en Bovech, hasta que murió y
se la dejó en herencia. Era mucho más barato vivir allí. A veces también visitaban
Gorno, claro. Yo volví a Sofía con el poco dinero que tenía ahorrado, hice un curso
de contabilidad y conseguí un trabajo online. También estuve a punto de casarme,
pero al final no funcionó. Mi madre, sobre todo, se llevó un disgusto, porque quiere
tener nietos.
Estoy seguro de que a mi padre le desagradaba Bovech, aunque casi nunca
hablara del pueblo. Practicaba todos los días con el violín y leía sus libros, y justo
antes de caer enfermo encontró a ese perro, que lo adoraba. Leía muchísimo, como os
digo. Creo que releyó toda su biblioteca. Y creo que Milen Radev lo ayudaba con
algún dinero siempre que podía, e iba a verlos a menudo. Después, cuando se jubiló,
fue a vivir con ellos.
Cuando mi padre enfermó, no se lo dijo a nadie, ni siquiera a mí, hasta que ya era
demasiado tarde. De todos modos, no habríamos podido hacer nada por él, según dijo
el doctor. Por eso me llamó mi padre para que estuviera con él. Y aquel día, cuando
mandó a mi madre a Plovdiv para que descansara, me habló de Zelenets, donde lo
salvamos Vivaldi y yo porque pensar en nosotros le daba fuerzas para aguantar todo
lo que le hacían. Me contó por qué lo detuvieron y cómo trató de hacer su propia
penitencia. Lloré cuando me contó lo que había sufrido. Y estaba confuso, porque
sabía que tenía que estar en el campo de trabajo cuando yo fui concebido y cuando
nací. Pero me dijo que le hacía mucha ilusión tener un hijo y que siempre había
sabido que querría a su hijo como me quería a mí. Eso fue lo que dijo, y de pronto
entendí lo que quería decir. Mi madre le dio el hijo que deseaba, y Stoyan Lazarov se
convirtió en mi padre. Para mí era mi padre, mi padre de verdad, aunque deduje quién
debía de haberme engendrado.
Después me contó que todavía tenía relación con dos personas de Zelenets.
Recuerdo que se estaba cansando mucho de tanto hablar. Se quedó callado un rato.
Tenía la cara muy pálida y estaba sudando. Le llevé agua y unas pastillas para el
dolor, pero dijo que no quería tomárselas porque le daban sueño y necesitaba estar
despejado para contarme el resto de la historia. Era principios de verano, como ahora,
pero ya estábamos en junio y abrí la ventana de su habitación para que sintiera el aire
cálido. Sonrió y dijo que era una suerte que hubiera pasado la hoja del calendario
antes de tiempo, porque así estaría en el mes debido cuando muriera.

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Me senté a su lado y me tendió la mano. Eso era nuevo, que le gustara que le
cogiera la mano. Siempre había sido delgado, pero desde que estaba en cama había
adelgazado aún más. Me senté a su lado y sentí que iba a irse pronto, y apenas podía
creerlo.
Luego se removió y dijo:
—Quiero hablarte de las dos personas de Zelenets a las que todavía conozco. Una
es un santo y la otra es un demonio. El santo, claro… —Levantó una mano como si
señalara a alguien—. Es Nasko Angelov. Ya sabes cómo nos conocimos. Es más
fuerte que yo y será tu amigo mientras viva. Cuando volví a encontrarlo en Sofía,
vivo, fue uno de los días más felices de mi vida.
Se lamió los labios y le acerqué el agua otra vez, y estuve observándolo mientras
cerraba los ojos.
—Descansa, tatko, por favor —le dije—. Podemos hablar mañana.
—No —me dijo, y abrió los ojos de golpe—. No quiero que sea estando aquí tu
madre. Ya ha sufrido suficiente. Me iré de aquí lo más discretamente que pueda, para
que le sea más fácil. Ella sabe dónde estuve. Pero no quiero que sepa lo demás.
Fijó en mí sus ojos, que, a diferencia del resto de su cara, no habían perdido su
brillo. Me encantaban esos ojos oscuros y profundos que siempre me miraban con
cariño.
—Hay otra cosa que debo decirte. Hace dos años estaba en Gorno con tu madre,
la última vez que estuve allí. Fue por la mañana, muy temprano. Era una mañana de
primavera preciosa.
Me apretó la mano como si sufriera un espasmo de dolor y pensé de nuevo en
coger las pastillas de la cómoda.
—Iba caminando solo por la carretera de la montaña, ya sabes que me gusta
pasear por allí. Me aparté de la carretera y me metí entre unos árboles para ver las
flores que se ocultan allí en primavera. Mientras estaba mirándolas, pasó un coche
por la carretera, un coche grande y caro que no había visto nunca por el pueblo, y
comprendí que tenía que ser del empresario que construyó esa casona al otro lado de
la montaña, o de uno de sus amigos, que venía de visita.
»El coche se detuvo de pronto y la persona que iba en el asiento de atrás abrió la
puerta y se inclinó fuera para ajustar no sé qué cosa, el cinturón de seguridad o algo
que se había enganchado en la puerta. Vi claramente su cara, aunque no creo que él se
diera cuenta de que estaba allí, entre los árboles, con mi ropa de faena y mi sombrero.
Si me vio, no me prestó atención. Yo no era más que un pueblerino, claro. Estaba solo
a cinco o seis metros de mí. Tenía la cara cubierta por una barba espesa y cicatrices
en las mejillas, como si hubiera tenido un accidente hacía mucho tiempo. Sus ojos
eran amarillentos y su cabello muy raro, tieso y limpio, pero largo, casi hasta los
hombros, y teñido de castaño. Me pareció una peluca.
»Entonces oí que el chófer lo llamaba desde dentro del coche. “¡Gospodin
Kurilkov!”, dijo, y no sé qué más. El otro sonrió al oír lo que decía el chófer y

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entonces vi que tenía la cara ancha y huesuda, los ojos de color azul claro y un hueco
entre los dientes de arriba. Era Momo, ese demonio del que te he hablado. Era mucho
mayor que entonces e iba muy bien disfrazado, pero era él. No es una cara fácil de
olvidar. Un segundo después cerró la puerta del coche y se alejaron. Yo no me había
movido. Pasé mucho rato sin moverme de mi sitio.
»Me acordé de que los periódicos decían que, de joven, aquel tal Kurilkov había
sido guardia del Politburó. Que primero fue guardia y que luego, no sé cómo, se
convirtió en ayudante de un personaje importante, muchos años antes de la transición.
Después del cambio de régimen, hizo mucho dinero comprando viejas minas. Cómo,
nunca lo sabré. Debió de hacerlo en secreto, a través de otras personas. Después de
aquello estuvo mucho tiempo alejado de la política, esperando, seguramente. Más
tarde se convirtió en viceministro y comenzó a formar un partido, Bez koruptsiya.
Mi padre empezó entonces a toser e hizo una larga pausa mientras le daba agua.
—Ya es suficiente —dijo después de beber un trago, y siguió hablando con los
ojos cerrados—. Nunca se ha mencionado Zelenets en los artículos que se han escrito
sobre él, ni hay noticia de los asesinatos que cometió allí. Yo ni siquiera sabía que
estaba vivo hasta que lo vi. Tampoco tenía noticias del resto de los guardias. Pero él
estaba vivito y coleando y era famoso, rico y poderoso, y tenía una mansión en
nuestro pueblo, el lugar que más me gusta de Bulgaria. Me acordé de que había leído
un editorial en el que se afirmaba que aquel hombre podía llegar a ser primer ministro
algún día, o incluso presidente. Que era mayor para dedicarse a la política, pero muy
listo y con un historial impecable, no como muchos otros políticos. Que él entendería
a los mayores y sus necesidades, decían, y al mismo tiempo construiría un gran futuro
para Bulgaria.
Mi padre movió los pies trabajosamente bajo las sábanas.
—Después de aquel paseo no volví a salir, y un par de días después volvimos
aquí, a Bovech. La siguiente vez que tu madre quiso ir a Gorno le dije que no me
encontraba con fuerzas para viajar, y era cierto. No he vuelto desde entonces. No
podía dejar de pensar en él. Por fin, escribí una carta al periódico de Sofía en el que
leí por primera vez acerca de su trayectoria. En ella describía lo que había
presenciado en Zelenets. Ya sabes que otras personas dieron un paso adelante para
hablar de estas cosas cuando empezaron los cambios. Quizás debería haber sido más
valiente entonces, pero tenía miedo por ti y por tu madre. Supongo que mi intento
llegó demasiado tarde. La carta no se publicó.
Se detuvo para tomar aliento. Estaba más demacrado que nunca y le brillaba la
frente.
—De hecho, no supe nada del periódico. Recibí la callada por respuesta, incluso
cuando lo intenté otra vez.
Hizo otra pausa.
—Momo está muerto, pero la persona en la que se ha convertido no lo está. Es
Kurilkov, ese que se hace llamar el Oso.

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Me agarró la mano con sus últimas fuerzas y me incliné sobre él y le dije que
descansara. Que dejara de preocuparse por el pasado, que había sido terrible, pero
que ya había acabado y que no había razón para que siguiera angustiándose por esas
cosas. Mantuvo los ojos fijos en mi cara y siguió dándome la mano.
—Por favor —me dijo—, por favor, que nadie sepa nunca de quién eres hijo.
Me incliné y, al besarle en la frente, noté que estaba sudando.
—Los tiempos han cambiado —le dije—. Y estoy orgulloso de ser tu hijo. Quiero
que todo el mundo lo sepa.
Sonrió un momento y oí el silbido nasal de su respiración.
—No he vuelto a recurrir a los periódicos, pero lo tengo todo escrito. Lo he
guardado en un lugar seguro.
Estaba tan débil que ya no parecía capaz de moverse, y pensé que quizás estaba
desvariando un poco.
—Debo recordar dónde está. Nasko encontró un sitio para que lo escondiera. Y
también guardé parte en otro lugar, pero eso no debe publicarse. ¿Dónde puse esa
parte?
—No te preocupes, tatko —le dije yo—. Esté donde esté, la encontraremos
juntos. Ahora, descansa.
Movió la cabeza sobre la almohada.
—La última vez que leí algo sobre él en los periódicos, iba a proponer un plan al
Ministerio del Interior. Para que hubiera más prisiones y los presos contribuyeran a la
sociedad haciendo trabajos pesados. Sabe muy bien lo que hay que hacer con
nosotros, los presos. ¿Está allí, al lado del calendario? —Sus ojos se movían
erráticamente por la habitación.
—Soy yo, tatko —le dije—. Estoy aquí, a tu lado. No dejaremos que eso pase, te
lo prometo.
Se tranquilizó, su cara se aflojó y de pronto se quedó dormido. Se estaba
poniendo el sol. Mi madre llegaría pronto en el autobús de Plovdiv, y yo tenía que
prepararle algo de cena y conseguir que mi padre comiera algo también. Milen Radev
iba a venir a pasar el fin de semana con nosotros. Yo sabía que Milen tenía miedo de
no volver a ver a mi padre con vida, cada vez que se despedían. Y yo sabía que
pronto sería el único padre que me quedaría.
—Una última cosa —dijo mi padre, despertándose de nuevo con gran esfuerzo—.
Perdóname por… por no haberte llevado a Venecia. Nunca te llevé. Dije que lo haría
y luego, cuando abrieron las fronteras, no había dinero. Pero por lo menos podría
haberte sacado el pasaporte. Podría haber intentado ahorrar un poco más.
—Por favor, tatko, descansa —le dije—. Has ahorrado todo lo que has podido. Y
hemos disfrutado de nuestros libros y nuestros sueños.
—Hay una cosa de valor, pero no está con el resto de mi música. Está en el
estante del garderob. —Hizo un gesto con la mano, intentando señalar—. Tiene una
firma especial en la última página, que ha de ser la de Vivaldi. Compré la partitura en

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Praga, antes de volver a Bulgaria. Si la vendes, quizás puedas ir a Venecia. Llévame
contigo. Incineradme, coged mis cenizas y enterradme allí.
Sonrió de nuevo, desmayadamente.
—Ya sabes, si a Vivaldi lo enterraron como a un pordiosero en Viena, a mí
también pueden enterrarme como a un pordiosero en Venecia.
Un rato después le di las pastillas para el dolor y se quedó dormido, y llegó mi
madre, y luego Milen. Esa noche, estando ya muy débil, me pidió que dejara entrar a
su perro para que se tumbara en el suelo de la habitación. Luego me dijo que le
llevara su violín y que se lo pusiera al lado, en la cama, tocando su brazo.
—Pero no lo saques del estuche —susurró.
No quería que se estropeara, ni siquiera en esos momentos. Ahora comprendo que
debió de pasarse la vida temiendo que se lo confiscara el Estado, porque era muy
bonito y valioso y lo había comprado antes de la guerra.
Murió al día siguiente, justo cuando se ponía el sol, con el violín a su lado. Para
mi madre fue espantoso, pero todos vimos la serenidad que reflejaba su rostro. Yo me
alegré por él, a pesar de que ya empezaba a echarlo de menos. Ya nunca tendría que
convivir con esos recuerdos.
Les conté a mi madre y a Milen lo del manuscrito de Vivaldi y les hablé de su
deseo de ser incinerado y enterrado en Venecia. Lo de Zelenets no se lo dije, aunque
creo que los dos lo sabían, cada uno a su modo. Mi madre no quería incinerarlo, pero
lo hizo porque era su último deseo. Nasko Angelov nos regaló una urna que había
hecho a petición de mi padre, una urna de madera tallada, con caras sacadas del
cuento del lobo y el oso. Cuando nos la trajo, le dije en privado que sabía lo de
Zelenets y le pregunté si recordaba que mi padre hubiera escrito algo, pero contestó
que no con la cabeza, sin decir nada. Mi madre guardó la urna por si acaso
conseguíamos llevarla a Venecia. Miramos en el estante del ropero de su habitación y
encontramos varias partituras impresas de Vivaldi, que yo recordaba que mi padre
tocaba a veces. Dentro de una de ellas había un manuscrito autógrafo, muy antiguo y
firmado como me dijo mi padre. No soy músico, pero hasta a mí me impresionó
verlo.
Llevamos el manuscrito de Vivaldi a Sofía, a un especialista en libros raros, que
se quedó con él en depósito un par de días para examinarlo. Cuando regresamos, nos
dijo que no podía demostrar que estuviera escrito por Vivaldi porque, según dijo,
Vivaldi solía firmar sus piezas con una rúbrica muy diferente. Dijo que lo lamentaba
mucho, pero que, sin duda, era un manuscrito original del siglo XVIII y que podía
ponerlo a la venta en Internet.
Con lo que acabó dándonos por él, mi madre y Milen pudieron pagar la
calefacción, la electricidad y la comida durante diez meses. Con sus pensiones
pueden pagar la comida o la calefacción, pero no las dos cosas. Al mes siguiente
vendimos el violín de mi padre, pero yo sabía que con eso solo tendrían para ir
tirando un par de años más, sobre todo si había que pagar facturas hospitalarias, como

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así fue poco después, cuando enfermó Milen Radev. Yo ya gastaba todo el dinero
extra que ganaba en mantenerlos. Milen envejeció de golpe después de morir mi
padre. Luego le dio un infarto y pensamos que iba a morirse, y mi madre se puso
histérica. Al final, superó el infarto, pero quedó muy débil. Con lo poco que quedaba
del dinero de la venta del violín compramos su silla de ruedas. Este año mi madre
puso en venta la casa de Bovech y se trasladaron a Gorno para ahorrar, pero nadie
quiere comprarse una casa en Bovech. Entonces la rabia se apoderó de mí y empecé a
buscar por todas partes el documento del que me había hablado mi padre, pensando
en publicarlo a toda costa. No conseguía encontrarlo, y me arrepentía de no haberle
pedido más detalles a mi padre. Pero pensaba también que quizás solo había
imaginado que lo ponía todo por escrito.
Hacía ya dos años que había muerto y decidimos que no podíamos esperar más.
Nunca podríamos ir a Venencia, ni pagarle un entierro allí, así que resolvimos llevar
sus cenizas al monasterio de Velin. Una prima de mi madre conocía al cura y
consiguió permiso para enterrarlas allí. A mi padre le encantaba ese monasterio: su
paz, sus árboles tan viejos… Y mi madre pensaba que el cementerio que hay junto al
monasterio era un lugar digno de él. Cogimos un tren para ir a Sofía. Queríamos ver a
la prima de mi madre y darle las gracias. Además, nos había dicho que su hijo
conducía un taxi y que podía llevarnos al monasterio gratis cuando quisiéramos.
Pero, mientras estaba sentado en el tren con la urna a mi lado, pensé en lo que
había dicho mi padre sobre ese escondite que le proporcionó Nasko Angelov. Cuando
llegamos a Sofía, abrí la urna a solas y descubrí que tenía una cavidad en el fondo, y
que allí abajo había otro compartimento. Leí lo que contenía y comprendí que no
podía permitir que se quedara sin publicar.
Al día siguiente hice una copia de la confesión de mi padre y volví a guardar el
original dentro de la caja, por respeto a él. Llamé a un periódico, pero no al mismo
que rechazó la carta de mi padre, y quedé en hablar con uno de los editores, dándole a
entender lo que tenía en mi poder. Quería que nos reuniéramos en el hotel Forest.
Pensé que mi madre y Milen también debían estar allí por si hacía falta que hablaran
con ellos, y se quedaron esperándome en el vestíbulo, con nuestras bolsas a su lado,
en el suelo. Cuando llegó el editor del periódico, le hablé de las vivencias de mi padre
en Zelenets y le entregué una copia del documento. Le expliqué que para mi padre
era un asunto tan vital que ya había tratado de publicar su historia en una ocasión, y
que luego había querido que la enterráramos junto con sus cenizas. Le dije que yo
prefería publicar la historia a enterrarla, pero que confiaba en poder hacer ambas
cosas.
El editor se mostró desdeñoso y eso me enfureció. Dijo que no tenía nada que
demostrara que aquella información era cierta y que seguramente me detendrían si
me atrevía a denigrar públicamente a Kurilkov, que ya había hecho tanto por nuestro
país. Que iba a atacar a un político muy respetado con una historia que podía
considerarse una calumnia. Dijo que informaría de mis intenciones a personas que se

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asegurarían de que no volviera a hablar. Le grité que no tenía derecho a amenazar a
seres humanos que ya habían sufrido tanto, pero me dijo que mi madre sufriría mucho
más si me atrevía a hacer público este asunto. Se fue hecho una furia, llevándose mi
copia del documento en el maletín, y amenazó con llamar a la policía de inmediato.
Lo vi salir rápidamente por la puerta de atrás del hotel.
Enseguida me di cuenta de que podía seguirme, de que tal vez tuviera intención
de rodear el edificio hasta la entrada delantera. Podían seguirme a mí, podían incluso
matar a mi familia, y no debían encontrarnos con la urna en nuestro poder. Me dirigí
a toda prisa a la entrada delantera del hotel, recogí a mi madre y a Milen y salimos al
encuentro del hijo de la prima de mi madre y de su taxi. Sabía que teníamos que
enterrar las cenizas de mi padre cuanto antes, y que seguramente lo más prudente
sería dejar su tumba sin marcar en Velin, si era posible.
Justo en ese momento llamó la prima de mi madre para decir que su hijo al final
no podía ir a recogernos, y hubo cierta confusión mientras tratábamos de bajar los
escalones y coger otro taxi. No podía arriesgarme a esperar un autobús. Mientras
sucedía todo esto, una persona trató de ayudarnos por primera vez. Y en ese momento
me separé de mi padre y lo dejé en manos de una joven que a él le habría encantado.
Te vi a ti, Alexandra, sosteniendo la urna sin saberlo. Lo que contenía ya había puesto
en peligro a mi madre y a Milen, que era lo último que quería mi padre. Así que me
despedí de él.
Pero, después de su marcha, me di cuenta de que tal vez llevaras la urna a la
policía. Teníamos que desaparecer. Confiaba en que tú no te metieras también en un
lío. No se me ocurrió que pudieras ser tan amable y tan persistente como para
buscarnos por todas partes.

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78

El sol se había trasladado al centro del cielo y se posaba cálidamente sobre el


cabello de Alexandra. Neven cambió de postura, sacudió la cabeza como si
despertara de un sueño y apartó su mano de la de ella. Las lágrimas se habían
acumulado bajo los ojos de Alexandra, que de pronto cobró conciencia de ellas. Él
sacó una servilleta de papel arrugada del bolsillo de sus pantalones y enjugó sus
mejillas. No dijo nada, pero la tocó con delicadeza. Bobby se puso alerta, pero no lo
detuvo.
—¿Adónde fuisteis? —preguntó ella—. Os hemos buscado por todas partes.
Neven inclinó la cabeza y, con un gesto, le pidió a Bobby que tradujera.
—Naturalmente, no podía decirle a mi madre que me había desprendido de la
urna. Salimos hacia Velin en otro taxi, aunque yo sabía que sería caro. Cuando mi
madre se dio cuenta de que faltaba la urna, regresamos al hotel, donde no
encontramos nada, claro. Me alegró ver que tampoco había rastro del editor. Luego
los llevé a casa de Nasko Angelov en las montañas, a pasar unos días. Fue, al parecer,
antes de que llegarais vosotros. —Su mandíbula se crispó—. Ya sabéis que ha
muerto.
—Sí —repuso Alexandra—. Cuando lo mataron, su hijo llamó enseguida a Irina y
ella nos telefoneó.
—Nasko prometió no decirle a nadie que habíamos estado allí, ni siquiera a Irina.
Estando allí, le dije en privado que había encontrado la confesión de mi padre.
También le dije lo que me había pasado con el editor de Sofía. Se puso muy serio y
dijo que algunas cosas debían permanecer en secreto a menos que llegara el momento
adecuado y que quizás mi padre había tomado finalmente la decisión de mantener ese
asunto en secreto. Debió darse cuenta de que también lo había puesto en peligro a él,
puesto que su nombre se menciona en la confesión. Nunca me perdonaré lo que le ha
ocurrido. —Neven juntó las manos—. Luego me dijo que quería darme una cosa, por
si acaso la necesitaba. Creo que no quería que lo encontraran teniéndola en su poder.
Me contó que Stoyan se lo dio a Milen Radev y que Milen se lo había dado a él.
Abrió su bolsa de cuero y sacó un sobre, y del sobre extrajo una fotografía en
blanco y negro. Estaba impresa en papel de grano fino y amarillento, y las figuras que
aparecían en ella poseían la nitidez de la vida. Neven la sostuvo al sol y Bobby se
acercó para mirar por encima del hombro de Alexandra. Mostraba a tres hombres de
pie bajo un portón rematado por un arco. Sonreían, enlazados por los hombros. Dos
de ellos vestían uniforme y gorra militar; el otro, mucho más joven, llevaba una
camisa suelta y chaleco oscuro. Los de mayor edad tenían el cabello negro; el joven,
en cambio, lucía una espesa mata de rizos rubios. Su sonrisa era ancha, con un hueco
entre los dos dientes delanteros. El fotógrafo había tenido buen cuidado de incluir en

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el encuadre las palabras que figuraban en el arco, encima de ellos. Bobby tradujo
automáticamente, pero Alexandra adivinó su significado antes incluso de que las
leyera: «avancemos gloriosamente hacia el futuro».
Neven dio la vuelta a la fotografía. Al dorso había una inscripción escrita a mano,
con letra pulcra y descolorida. Neven siguió las palabras con el dedo.
—«Campo de Zelenets, S. Nedyalkov, Vasko Hristov, Momo
Kurilkov, 1952». Si recordáis, mi padre escribió que Kurilkov, o sea, Momo, fue
a verlo a la enfermería del campo y que se le cayó algo por accidente mientras estaba
con él. Debía de llevar la fotografía encima, y mi padre se la guardó y la escondió.
Eso fue lo que le dijo a Nasko.
—Y se la llevó a casa consigo. Entiendo. —Bobby meneó la cabeza; se había
puesto pálido—. Las fotografías de este tipo son una rareza —comentó—. Y,
seguramente, podrían matarnos a todos por haberla visto.
—Sí —repuso Neven—. Sospecho que alguien sabía que Nasko tenía esta foto.
Su hijo me contó que Nasko recibió una llamada de repente, después de que
estuvierais allí, pero no quiso decirle de qué se trataba. Creo que intentó protegeros
de alguna manera.
Pero no pudo protegerse a sí mismo, pensó Alexandra.
Neven se quedó mirando el riachuelo.
—Tuvo la misma idea que yo respecto a la confesión de mi padre. Me dio esta
fotografía para que la guardara a buen recaudo. Y para que la publicara cuando él
muriera, como mi padre.
—La historia de tu padre y esta fotografía… —dijo Bobby—. Con eso bastaría.
De pronto sonó el teléfono de Neven.
—¡Irina! —exclamó Alexandra, pero Bobby se llevó un dedo a los labios.
Neven respondió parsimoniosamente y escuchó unos segundos. Luego oyeron
que la persona del otro lado de la línea colgaba. Los ojos de Neven tenían una mirada
dura.
—Es la segunda vez que me llama un hombre al que no conozco. Como os decía,
la primera vez prometió que a mediodía me diría dónde están Irina y Lenka. Ya me lo
ha dicho.
Alexandra se agarró al brazo de Bobby.
—¿Dónde?
—Dice que están en Zelenets.

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79

Se pusieron rápidamente en pie, Stoycho al lado de Alexandra.


—¿Quién llevaría a Irina y a Lenka a Zelenets? —Alexandra procuró no pensar
en Nasko Angelov—. Y ni siquiera sabemos dónde está.
Parado delante de ellos, Neven puso los brazos en jarras.
—Hay algo que me gustaría decir. ¿Habéis visto los planes de Kurilkov en
televisión? Mucha gente habla de ello, ya sea a favor o en contra. Va a ayudar a que
reabran la mina de Chopek, cerca de Novlievo, que todavía no está agotada y dará
mucho trabajo. Lo hará en nombre de una nueva economía pero de paso se embolsará
una fortuna, porque es dueño de parte de los terrenos de la mina. También asegura
que utilizará a presos como mano de obra, de modo que la mina no creará tantos
puestos de trabajo como dice, ni habrá tanta gente a la que pagar.
—Y si llega a ser primer ministro —añadió Bobby—, cualquiera que no le guste
acabará encarcelado.
—Sí —dijo Neven—. Pero en realidad nadie ha visto ese sitio. A los
manifestantes no se les permitió acercarse a la mina, solo a las carreteras de los
alrededores.
—Las manifestaciones son casi siempre en Sofía. —Bobby se pasó las manos por
el pelo—. Y casi siempre se detiene a los manifestantes.
—Creéis que la mina está en Zelenets —dijo Alexandra.
Se volvieron los dos para mirarla y Neven asintió rápidamente.
—Todavía hay cierta oposición dentro del gobierno —comentó Bobby
pensativamente—. Creo que si los manifestantes pudieran demostrar que la mina de
Chopek fue un campo de trabajos forzados, la oposición crecería enormemente.
—Sí —dijo Alexandra—, sobre todo si alguien pudiera demostrar que Kurilkov
asesinó allí a mucha gente.
—Como sabéis, su partido aboga en su campaña por la pureza —dijo Neven—. El
Oso… «sin corrupción».
Bobby se había metido las manos en los bolsillos.
—Si Kurilkov quiere reabrir las minas de Zelenets y explotarlas sirviéndose de
reclusos, podrían convertirse en un nuevo campo de prisioneros. Y si hay uno, habrá
más. Y lo hará todo legalmente, empezando con su campaña de pureza.
—Lo mismo pienso yo —dijo Neven—. Poco a poco, podríamos acabar teniendo
una Bulgaria como la de mi padre. Y tú y yo seríamos los primeros prisioneros en un
nuevo campo, amigo mío.
Alexandra volvió a tomarlo de la mano. Tenía la impresión de que su vida
anterior nunca había existido. Era como si se hubiera caído de un puente y se hubiera
hundido bajo las aguas revueltas.

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—¿Qué habría querido tu padre que hiciéramos? —preguntó.
Neven miró sus manos unidas.
Bobby se estaba palpando rápidamente los bolsillos como si hiciera inventario de
lo que llevaba encima.
—Ya he mirado en los mapas —le dijo a Neven—. En la televisión no ha
aparecido aún ninguna fotografía de ese sitio. Solo se ven máquinas excavando en el
exterior y una imagen muy general de Bulgaria.
—Y en ningún mapa que yo haya visto figura un lugar llamado Zelenets —agregó
Neven—, pero los nombres cambian con frecuencia. Encontré en Internet un par de
comentarios acerca de un campo situado en Zelenets, en una página sobre la época
comunista en Bulgaria. No se citaba su localización exacta, pero sí que estaba en las
montañas del centro de Stara Planina, cerca de Chopek y Novlievo.
—Vamos —dijo Bobby—. Al menos podemos ponernos en camino.
—No. —Neven soltó la mano de Alexandra y echó a andar hacia la carretera;
ellos lo siguieron—. Ya habéis tenido suficientes problemas por culpa de mi familia.
Tenéis que regresar a Sofía. Os llamaré cuando las encuentre.
—Irina también es amiga nuestra —contestó ella enérgicamente.
—Y yo podría serte muy útil —agregó Bobby.
—No —respondió Neven—. Gracias.
Bobby no aflojó el paso.
—Bobby —dijo Alexandra—, por favor, no quiero perderte de vista.
Stoycho corrió detrás de Neven.
—Chopek está a cuatro horas de camino de aquí —dijo Neven—. Puede que más,
teniendo en cuenta las carreteras de montaña. Podemos hablar por el camino. Pero
Alexandra debe quedarse en el coche cuando lleguemos.
Bobby indicó con un gesto a Alexandra que no protestara.

En el mapa de Bobby, Chopek aparecía al noroeste, en el interior de las montañas.


Dejaron el coche de Neven en una arboleda a las afueras del pueblo, oculto a la vista,
y montaron en el Ford. Neven se sentó delante, al lado de Bobby. Alexandra, sentada
detrás con Stoycho, observó el hombro de Neven y su perfil. Era extraño, se dijo. La
sangre de Stoyan Lazarov no corría por sus venas, por ese cuerpo de miembros
alargados y sigilosos, y, sin embargo, Neven era, más que cualquier otra cosa, el
legado de Stoyan.
Stoyan Lazarov no había grabado discos ni tocado ante jefes de estado. No había
recorrido el mundo dando conciertos. Había tenido, en cambio, su violín, su Vivaldi,
su amor por una mujer, y a aquel hijo digno y orgulloso que no podía heredar su
genio ni adquirir su destreza musical, pero al que había amado incondicionalmente. A
Neven, como a Radev, se le daban bien los números y los corazones.
Alexandra posó la mano sobre el lomo de Stoycho y, acunada por la carretera, se

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quedó dormida a su pesar.
Cuando despertó, sacudida por lo abrupto de la carretera, estaban en las
montañas. Subían por un largo puerto entre bosques, hacia lo que parecía ser niebla.
Habían dejado atrás la gran llanura de Tracia, que se extendía hasta una zona borrosa
que tal vez fueran otras montañas. La carretera estaba desierta, salvo por los jirones
de nubes que permanecían suspendidos en medio del camino o lo cruzaban
silenciosamente, adentrándose en el bosque. El cielo había desaparecido, como si el
día (la mañana luminosa en la costa, el sol inmenso sobre las llanuras) nunca hubiera
tenido lugar. Debía de ser ya media tarde, pero a Alexandra el día se le antojaba un
vacío sin tiempo que medir, sin sol, incluso sin crepúsculo que marcara su transcurso
normal. Se puso el jersey, temblando de miedo. Irina, Lenka. Zelenets. Stoycho
también se desperezó, rígidamente, y volvió la cabeza para mirarla.
Al llegar a lo alto del puerto, Bobby dijo que harían una parada rápida y se desvió
hacia un aparcamiento pegado a la carretera. Las nubes lo llenaban todo a su
alrededor y el viento azotó sus ropas cuando salieron. Alexandra tuvo la sensación de
que aquel era el pico más alto en el que había estado nunca. El viento los empujó
hacia los aseos públicos, y ella se fijó en varios grupos de personas abrigadas con
chaquetas gruesas, gorros y bufandas. Estaban contemplando el valle, que volvía a
aparecer.
La niebla se aclaró de pronto, dejando al descubierto un monumento de enormes
proporciones. Descansaba sobre una plataforma de hormigón, más allá del
aparcamiento. Era una nave espacial gigantesca, construida en piedra y metal, lista
para despegar de la montaña. En la parte de abajo había una puerta asegurada con un
cerrojo y un candado herrumbroso, como si hiciera muchos años que nadie entraba
allí. La punta del cohete, de ocho plantas de altura, se perdía entre las nubes
arrastradas por el viento, viajando ya hacia el espacio. Alguien había colocado contra
la puerta una bandera y una corona de flores, ambas marchitas por el paso del tiempo.
—¿Qué es esto? —le preguntó a Bobby.
Él se estaba poniendo la chaqueta.
—Un monumento. «En el cuadragésimo aniversario de la Revolución, 1984». Se
movilizó a escolares de toda Bulgaria para recaudar el dinero que costó construirlo.
Yo era muy pequeño para echar una mano, pero conocía a niños de mi barrio que
recogían chatarra y donativos en metálico. Y todos los trabajadores tuvieron que
comprar sellos de correos para sufragarlo. —Se ajustó el cuello de la cazadora—. La
ceremonia de inauguración se retransmitió por televisión.
Neven observaba el monumento con la cabeza echada hacia atrás y la garganta al
aire.
—Me acuerdo de ese día —dijo—. Mi padre no quiso ver la televisión. —Se frotó
los brazos y Alexandra pensó que temblaba de rabia, no de frío—. Y ahora él está
muerto y Kurilkov tiene todo lo que quiere.
Luego añadió algo en búlgaro y se alejó a paso vivo hacia el coche.

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—¿Qué ha dicho? —Alexandra agarró a Bobby del codo.
Él también se dio la vuelta.
—Ha dicho: «¿Qué sentido tiene tanto sufrimiento?». Date prisa, Bird.
Al otro lado de la montaña, la bajada era tan pronunciada como había sido la
subida. Más allá, se adentraron en una nueva cadena montañosa por la que la
carretera discurría entre densos bosques de abetos. Vieron muy pocos pueblos y algún
que otro chalecito aquí y allá. Bobby había desplegado un mapa sobre el salpicadero
y lo miraba con atención. Neven y él ignoraron un cartel que indicaba hacia Chopek y
tomaron un desvío a la izquierda que les condujo a un valle, más allá del cual la
carretera se volvía de grava y, a continuación, de tierra.
—Aquí está la vía del tren —dijo Bobby, y vieron los raíles junto al camino y el
estrecho río más allá—. Creo que este es el camino que da a la parte de atrás de las
minas. Chopek está arriba, en la entrada principal, a nuestra espalda. Espero que la
carretera que necesitamos siga existiendo.
Pasados unos kilómetros, la carretera y la vía férrea abandonaban el río y
ascendían juntas hasta el primer pueblo que veían desde hacía media hora. Algunas
casas se habían derrumbado y solo unas pocas parecían habitadas. Más allá, en el
bosque, oculta a la vista desde el pueblo, encontraron una barrera de madera colocada
en medio de la carretera. Bobby salió del coche y miró enérgicamente a su alrededor.
Neven se reunió con él y entre los dos apartaron la pesada barrera. Sentado en el
asiento de atrás, Stoycho olfateó el aire con la naricilla negra levantada y Alexandra
tuvo que sujetarlo del collar para impedir que saliera del coche siguiendo a los
hombres. Bobby hizo avanzar el vehículo, lo detuvo y volvieron a colocar la barrera
en su sitio. Más arriba encontraron otra barrera, pero Bobby pudo sortearla.
Alexandra entonó para sus adentros una breve plegaria pidiendo a sus padres que la
perdonaran si le ocurría algo.
La carretera volvía a juntarse con el río en el espeso bosque, que al poco rato se
despejó dando paso a una zona llana cubierta de matorral. Alexandra vio entre los
árboles un montón de madera y un edificio en ruinas, con el tejado cuadrado.
Aparcados al lado había un buldócer y una excavadora, ambos inmóviles. No había
más indicios de vida. Bobby aparcó el coche detrás de unos matorrales y salieron los
tres con Stoycho enganchado a su correa. Sin decir nada, echaron a andar. Alexandra
comprobó con alivio que Neven no le pedía que regresara al coche. Cruzaron un patio
de cemento cuarteado. Bobby y Neven iban delante. Bobby se detuvo un par de veces
para mirar el suelo. Había pisadas de barro sobre la superficie de cemento. Alexandra
advirtió que el barro estaba fresco.
Al doblar un recodo, entre otro grupo de árboles, vieron varios edificios de una y
dos plantas pudriéndose al borde de una gran explanada cubierta de maleza. Allí
todavía se percibía cierto orden: las edificaciones daban a la explanada en ángulo
recto por tres de sus lados. Una torre alzada sobre pilotes deteriorados por la
intemperie dominaba la entrada al patio. La mayoría de los edificios habían perdido

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su techumbre, o casi, pero las paredes parecían construidas con mayor solidez. Las
puertas se abrían lúgubremente al exterior, y en algunos casos las enredaderas se
metían por ellas alzándose desde el suelo y volvían a salir por las ventanas de más
arriba. En un extremo de la explanada se alzaba un montículo de tierra semejante a un
vertedero que por la parte delantera se hundía en torno a una estructura de madera
achatada. Alexandra sintió que se le erizaba el vello de los brazos y Stoycho
retrocedió momentáneamente antes de seguir avanzando. Ella no vio a nadie
trabajando en los alrededores, y menos aún a Irina y a Lenka y a sus captores.
Neven observaba los edificios con las manos metidas en los bolsillos.
—¿Qué pensáis?
—Sí, debe de ser aquí —contestó Bobby, a pesar de que parecía dudarlo.
Necesitaría pruebas, pensó Alexandra. Miraba a su alrededor, tensa, aguzando el
oído.
Siguieron adelante y se detuvieron en el patio, rodeados por los ojos vacíos de los
barracones o lo que hubieran sido aquellas edificaciones. Alexandra se acercó a uno y
echó un vistazo dentro. No había catres de madera, aunque a través de una ventana
alcanzó a ver un par de lavabos antiguos atornillados a una pared. Los escalones que
daban acceso a las puertas se habían podrido. Solo podría entrar colándose por una
ventana. Todo aquel lugar se estaba hundiendo poco a poco. El buldócer solo tendría
que darle uno o dos empujones para derribarlo por completo.
Advirtió entonces que Neven se había alejado de ellos. Estaba parado dentro del
edificio de enfrente, mirando por la puerta vacía. Sus manos colgaban junto a sus
costados. Había tenido que subir trepando hasta allí, pensó ella: quería estar dentro un
minuto, mirar hacia fuera desde el interior. Permanecía muy quieto y erguido, y
parecía estar mirando muy a lo lejos, hasta donde alcanzaba la vista. Alexandra sintió
el impulso de correr hacia él, de asegurarse de que todavía despedía calor. Pero aquel
instante pertenecía a un mundo del que ella no formaba parte. Tiró de la correa de
Stoycho y lo hizo sentarse calladamente a su lado.
Pasados unos minutos, Bobby les hizo señas de que volvieran al coche.
—El relato de tu padre decía que tenían que recorrer unos dos kilómetros para
llegar a la cantera. Ya que no hay nadie aquí, en el campo, deberíamos mirar allá
arriba.
Avanzaron con el coche por un camino ancho que antaño debía de haber sido una
carretera. Bordeaba los edificios y subía gradualmente, rodeado de bosques. La ladera
de la montaña se hallaba muy cerca. Vieron la vía férrea a su izquierda, abandonada
en aquel tramo e invadida por pimpollos de pino y abedul. Siguieron adelante en
silencio y Bobby se volvió una vez para dirigir a Alexandra una mirada
tranquilizadora. Ella tenía el corazón en un puño y deseaba más que nada en el
mundo que el coche diera media vuelta y que volvieran a bajar por la montaña,
acompañados por Irina y Lenka, sanas y salvas. Neven miraba por el parabrisas. De
pronto, le indicó a Bobby que parara. Aparcaron y salieron con cautela, y Neven se

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adelantó levantando el brazo en señal de advertencia.
A apenas seis metros de ellos, los arbolillos parecían suspendidos en el aire allí
donde se abría un enorme foso, con varios bloques de piedra desperdigados alrededor
de su borde. Alexandra se acordó del teatro romano de Plovdiv y sus vetustos sillares
de piedra. Se asomó por encima del borde. A sus pies, el abismo se extendía hasta
muy lejos, festoneado de matorrales y rocas. El fondo estaba repleto de árboles y
maleza, y de gigantescos bloques de piedra casi cubiertos por la vegetación.
Bobby ya había empezado a hacer fotos con su teléfono. Alexandra se acordó de
que llevaba la cámara en el bolsillo y la sacó. No había señales de Irina y Lenka. Una
carretera bordeaba la cantera, seguía la vía invadida por la maleza y desaparecía en el
bosque. En aquella dirección estarían las minas, se dijo, y se le encogió el estómago.
¿Habrían llevado a Irina y a Lenka allá arriba?
Se estaba girando para hablar con Bobby cuando todo se precipitó. Oyó detrás de
ellos el ruido de un vehículo y comprendió que tenía que haber pasado junto al campo
o haberlo atravesado. Se dirigía a toda velocidad hacia la cantera. Por un instante no
fue capaz de asimilar lo que ocurría. Pensó, en cambio, que se trataba de una escena
de película y que el coche, un sedán gris, iba a arrojarse al precipicio, pero se detuvo
con un chirrido de frenos a unos cinco metros de distancia.
Detrás apareció un BMW negro con las ventanillas tintadas, absurdamente lustroso
por encima del faldón de polvo que levantaba de la carretera. Dos hombres se
apearon rápidamente del primer coche y abrieron las puertas traseras. Del asiento de
atrás sacaron a una mujer de cabello moreno y trenzado (Lenka) que comenzó a
forcejear y, a continuación, a una anciana que también trató de resistirse a pesar de
que parecía a punto de perder el conocimiento. Alexandra hizo ademán de acercarse,
pero Bobby la agarró del brazo con fuerza, hasta hacerle daño. Neven se puso a su
lado, y de pronto se sintió muy pequeña. Lenka los había visto. Le sangraba la nariz,
pero le dijo algo a Irina, que miró a su alrededor. Uno de los hombres la sujetó contra
el coche y le acercó un cuchillo a la garganta, un cuchillo largo, de mango negro.
Lenka trató de desasirse de su captor, pero este le asestó un golpe en la nariz. No
parecía ser el primero.
La puerta del conductor del BMW se abrió de pronto y un hombre fornido corrió
hacia ellos apuntándolos con una pistola. Alexandra pensó por un instante que los
estaba cubriendo, aunque en realidad los estaba amenazando. Neven y ella levantaron
las manos, pero Alexandra vio que Bobby se llevaba rápidamente la mano al interior
de la chaqueta, sacaba algo y disparaba. El hombre que corría hacia ellos dio un salto
hacia atrás y cayó al suelo súbitamente, y quedó allí tendido, boca arriba, entre los
árboles y las piedras. Era muy corpulento y llevaba una pistolera sobre la camisa
negra. Alexandra vio entonces que estaba vivo y que se agarraba el hombro. ¿Cómo
era posible que no hubiera intuido que Bobby disparaba a la perfección, que no
vacilaría en apretar el gatillo, pero que jamás tiraría a matar?
Se abrieron las puertas traseras del BMW y salieron dos personas. Alexandra sintió

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que había dejado de respirar. Conocía a aquellos dos hombres. Uno era el Mago, cuya
cabeza relucía a la luz plateada de la tarde. El otro era Kurilkov, el Oso. Se erguía,
orgulloso y digno, vestido con un traje bien cortado. Alexandra vio el talón reluciente
de su bota, la tiesa mata de pelo teñido, la barba artificialmente castaña, los ojos
claros. Kurilkov no miró al hombre herido tendido sobre las piedras, ni la pistola de
Bobby.
Miró, en cambio, a Neven y tendió una mano abierta: «Dámelo». Luego se volvió
para observar a Irina, pálida y desfallecida, con el cuchillo apoyado en la garganta.
Alexandra vio el destello de su broche bajo la hoja. Va a hacerlo de verdad, se dijo. Si
Kurilkov le dice que lo haga, ese hombre, ese desconocido, matará a Irina aquí,
delante de nosotros. Sintió de pronto la proximidad de la cantera a su espalda, la larga
caída entre árboles y rocas. El Oso se acercó tanto que le pareció que podía olerla. Se
preguntó si Bobby se atrevería a disparar de nuevo. Stoycho había empezado a ladrar.
No ladraba frenéticamente, sino con un gruñido de advertencia elemental que nunca
antes había oído en un perro. Sintió que la correa resbalaba de su mano levantada y se
preguntó fugazmente si la había soltado ella.
El Mago también dio un paso hacia ellos. Alexandra se acordó de su cara, de su
sonrisa furtiva en la comisaría y, más tarde, durante la comida que compartieron.
Ahora, en cambio, no sonreía. Estaba gritando algo y, en ese instante de distracción,
el Oso sacó una pistola, una pistola pequeña y compacta, y disparó a Bobby. Ella
gritó pero no sintió que ningún sonido saliera de su garganta. Se oyó el golpe sordo
de un cuerpo al caer entre las hojas, pero nadie contestó a su grito, nadie se revolvió.
El Oso se erguía ahora entre ellos y Alexandra levantó la vista a tiempo de ver que el
Mago también empuñaba una pistola y que apuntaba con ella al Oso. No supo si
había disparado porque en ese instante Stoycho tomó impulso a su lado y saltó hacia
la garganta del Oso. Su recia musculatura se desplegó en el aire, la garganta se
desgarró, blanca y roja de sangre, y ambos cayeron por el borde de la cantera.
Debió de oírse un ruido allá abajo, muy lejos (el estruendo de los cuerpos al
quebrarse, un chillido humano o un gemido animal), pero Alexandra no oyó nada.
Advirtió confusamente que el Mago, que estaba frente a ellos, bajaba el arma. Luego
se halló inclinada sobre el cuerpo de Bobby, a tiempo de oír su respiración
entrecortada, cómo respiraba y dejaba de respirar. Luchó entonces con su camisa y
acercó la boca a la suya en un ritual casi olvidado. Vio entonces a Neven sentado en
el suelo, a su lado, sosteniendo la cabeza de Bobby.

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80

Bobby aspiró de pronto bajo su boca y Alexandra sintió que su pecho se inflaba. El
color afluyó de nuevo a su cara. Ella se arrancó el jersey y se lo ató alrededor del
muslo herido, torpemente pero con fuerza. Cuando levantó la vista de nuevo, vio que
Neven se había puesto en pie y corría hacia el sedán gris. El hombre que sujetaba a
Irina la había soltado. Alexandra vio que la anciana se tambaleaba y que Neven
llegaba a tiempo de sostenerla antes de que cayera al suelo. El otro hombre apartó de
sí a Lenka de un empujón. Se metieron los dos en el coche, arrancaron y, avanzando
entre los árboles, giraron hacia la carretera y se perdieron de vista. El Mago dio
media vuelta, les disparó una sola vez y sacudió la cabeza. Neven llevó a Irina en
brazos al asiento trasero del coche de Bobby. Alexandra dejó a Bobby un momento
para acercarse a ellos. Lenka, manchada de barro, se inclinaba ya sobre la anciana.
—Estoy bien —dijo Irina débilmente—. ¿Y Asparuh?
Alexandra regresó corriendo junto a Bobby. Tenía los ojos abiertos y la mirada
atenta, pero no dijo nada. Gemía de vez en cuando. Ella le dio la mano y vio cómo el
Mago le hacía un auténtico torniquete, le colocaba un vendaje y, por último, le ponía
una inyección. Al verlo se asustó, pero el Mago le hizo un gesto tranquilizador con la
cabeza.
—Es solo un calmante. No ha perdido mucha sangre. Creo que le ha salvado
usted la vida, señorita. Pero tienen que llevarlo al hospital. Hay uno en Novlievo.
Conviene esperar un minuto antes de intentar moverlo.
Se asomaron al fondo de la cantera, pero no había nada que ver, solo las rocas y la
vegetación del fondo.
—¿Y el Oso? —le preguntó Alexandra.
De pronto le parecía más un hombre y menos un mago, con su camiseta interior
blanca manchada con la sangre de Bobby.
—Quizás sea mejor así —repuso él—. No habría sobrevivido a lo que iba a
ocurrirle cuando publicaran ustedes su historia.
—¡Usted lo sabía! —exclamó ella, y la sorprendió oírse gritar.
Se arrodilló y besó a Bobby en la frente y en la cara. Él tenía los ojos cerrados,
pero su pecho subía y bajaba. Neven regresó a su lado y miró al Mago.
—Sí —contestó este—. Esperen un momento.
Se acercó al hombre al que Bobby había herido en el hombro y regresó enseguida.
—Kurilkov me pidió que buscáramos ciertos nombres y los marcamos en nuestro
sistema informático. El de Stoyan Lazarov era uno de los nombres marcados. Lo vi
cuando lo busqué para usted. Informé de ello a Kurilkov aunque no pensaba que
tuviera importancia, hasta que vi que el asunto le interesaba especialmente. Me dijo
que los siguiera y les diera un susto, pero no quiso decirme por qué. Entonces empecé

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a preguntarme qué era lo que ocultaba incluso a mis ojos.
El Mago se pasó las manos por los pantalones y señaló a Bobby.
—Venga, ayúdenme a levantarle, por ese lado. No me cabe duda de que Kurilkov
me habría culpado de esto a mí, y a la policía. Seguramente planeaba contarle a la
prensa que yo había inventado esa historia sobre su pasado. Hace dos días me enteré
de que pensaba matarme después de matarlos a ustedes. Sus hombres han escapado,
claro, pero ya los encontraré.
—No vamos a darle lo que quiere —dijo Alexandra. Le tembló la voz, pero se
obligó a decirlo.
Neven había incorporado a Bobby y ella se pasó su brazo por el hombro, pero el
Mago la apartó y ocupó su lugar.
—Señorita —dijo—, no tendrán que darme nada. Trabajé varios años con
Asparuh Iliev y no me cabe duda de que una copia de la historia de Stoyan Lazarov
obra ya en poder de cierto periódico. Además, estoy seguro de que la muerte de
Kurilkov será considerada un suicidio.
Alexandra se quedó junto a Bobby mientras lo trasladaban, y le acarició el pelo.
Él había abierto los ojos y parecía mirarla. Había hecho llegar la historia de Stoyan a
la prensa, tan seguro como que había llamado a un amigo para que le llevara un coche
cuando fue necesario. Debía de haber enviado una copia por correo desde el hotel
donde se habían alojado con Stoycho, pensó Alexandra, o en algún otro punto del
viaje. Así era Bobby. Y ahora tenían además una fotografía para ilustrar el relato.
Entonces comprendió que Stoycho había muerto y por qué.
El Mago puso una mano sobre la frente de Bobby como si quisiera comprobar si
tenía fiebre.
—Tengo que volver a Sofía para hablar con la prensa. Llamaré al hospital de
Novlievo antes de que lleguen. Aún no hemos perdido a nuestro mejor taxista.
Neven metió a Bobby con delicadeza en el asiento trasero del Ford. Irina y Lenka
lo sujetaron entre las dos y Alexandra montó delante con Neven.
—Date prisa —dijo.

Más adelante recordaría solamente un instante del trayecto de bajada por la ladera
boscosa, y pensó que tal vez lo había soñado: un flanco rayado y una cola entre los
árboles, un animal escabulléndose en el monte.

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81

La noche siguiente, en la cocina de baba Vanka, el jefe de policía de Sofía apareció


en las noticias de televisión, con su desproporcionada cabeza vuelta hacia la cámara.
Estaba leyendo una declaración acerca de Kurilkov, el ministro de Obras Públicas,
que al parecer había muerto en un desgraciado accidente (un suicidio, posiblemente)
acaecido en una cantera cercana al antiguo campo de trabajo de Zelenets. La
investigación en curso había determinado que Kurilkov fue en tiempos guardia del
campo de prisioneros. Por lo visto, estaba allí para visitar la zona. Según todas las
evidencias, había comprado años atrás las tierras en las que se hallaban tanto la
cantera como las minas. De no haberse quitado la vida, afirmó el Mago
solemnemente ante la cámara, habría sido procesado por los crímenes que cometió en
Zelenets, crímenes que pronto aparecerían documentados en la prensa gracias al
testimonio de un músico ya fallecido, Stoyan Lazarov. El proyecto de reapertura de
las minas quedaba suspendido hasta que se hicieran las debidas pesquisas. Tras el
comunicado del comisario, el presentador informó de que se habían descubierto
varias fosas comunes en el bosque, cerca de la cantera. Los periodistas habían llegado
por fin, abriéndose paso con sus cámaras entre la maleza, y ahora desfilaban ante los
edificios desde los que Neven había contemplado el campo en silencio a través de
una puerta abierta.
Sentada entre Bobby y Neven, Alexandra posaba la mano sobre la pierna de su
amigo. Sabía que pronto se pondría a escribir. Sentía ya su mano deslizándose sobre
la hoja y, más tarde, tocando las teclas de su ordenador portátil. Esta vez, sus relatos y
poemas tratarían sobre un nuevo mundo. Tal vez se convirtieran también en ensayos,
se dijo. O en artículos: el activismo de la pluma.
A la mañana siguiente fue a despedirse de Irina y de Lenka, que se alojaban a las
afueras de Morsko. El hijo de baba Vanka se había ofrecido a llevarlas en coche a
Plovdiv. No hablaron de la historia de Stoyan Lazarov, pero cuando Alexandra se
sentó a su lado Irina le dijo:
—Te habría querido mucho, tesoro. Eres valiente, y él apreciaba la valentía y la
practicó toda su vida.
Al despedirse de ella con un beso, Alexandra vio brillar su broche entre las
sombras. En su centro, entre flores y enredaderas, había una imagen difusa, semejante
a la cara de un apóstol.

Cuando volvieron a Borech para cenar con los Lazarovi, la casa les pareció casi como
la primera vez que la visitaron, salvo porque —como señaló Bobby con una tenue
sonrisa— ahora las cortinas estaban descorridas. Tocaron a la puerta y Neven salió a

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abrir, como había soñado tantas veces Alexandra. La besó en las mejillas y luego
ayudó a Bobby a cruzar la puerta con las muletas. Alexandra estaba deseando verlo
desde que, un par de días antes, él se había marchado de Morsko con sus padres
(suponía que ahora debía llamarlos así). Neven, sin embargo, se mostró taciturno y
formal. Fue Vera quien les urgió a entrar y quien abrazó a Alexandra y le acarició el
pelo. Milen Radev, en su silla de ruedas, le estrechó la mano. Vera instaló a Bobby en
el diván de la cocina para que pudiera tener la pierna en alto.
Se sentaron a cenar. Neven sirvió rakiya y brindó por Bobby, por Alexandra y en
recuerdo de Stoyan Lazarov. Alexandra observaba su belleza, su anticuada reserva.
¿Qué sería, se preguntaba, del resto de su vida en un mundo en el que escaseaba el
trabajo, abundaba la pobreza y solo un puñado de nuevos ricos disfrutaban de una
vida acomodada y vulgar? A pesar del talento de Stoyan Lazarov, de su valentía y su
lucidez, la gente como los Lazarovi solo poseía su dignidad, e inmersos en esa
dignidad iban consumiéndose. Cuando se pusieron todos a comer, Neven le dijo que
había vuelto a su trabajo en Burgas pero que no podía concentrarse y luego,
finalmente, dejó que sus ojos dorados se encontraran con los de ella desde el otro
lado de la mesa.
Al acabar la cena, cuando Vera sacó unas porciones de tarta, Alexandra se armó
de valor y tomó la palabra.
—He estado pensando —dijo, pero durante unos segundos le costó continuar.
Se le apareció la imagen de Jack. Estaba sentado en una esquina de la mesa, con
expresión traviesa. Alexandra se volvió hacia Vera y Neven.
—Me queda algún dinero de lo que tenía ahorrado para viajar este año. —Se
interrumpió de nuevo y se esforzó por hablar con determinación—. Si queréis, puedo
ayudaros a llevar a Venecia las cenizas de gospodin Lazarov. No sé cómo se obtiene
permiso para un entierro en un sitio así, pero tiene que haber una manera.
Bobby la miró fijamente (ella no le había contado lo que se proponía) y luego
tradujo sus palabras para Vera y Milen. Los ojos oscuros de Vera se agrandaron hasta
hacerse enormes. Neven hizo un leve ademán y sacudió la cabeza, pero le brillaban
los ojos.
—No creo que haya dinero suficiente para que vayáis todos —añadió Alexandra
—, pero podríais ir vosotros dos.
Hablaron entre sí en búlgaro. Vera se llevó una mano a la cara y Milen dio unas
palmadas a su silla de ruedas, resignado. Neven asintió con un gesto.
—Mis padres no pueden hacer un viaje tan largo —dijo serenamente—. Saben
que no están en condiciones de hacerlo. Pero estoy pensando… Creo que yo sí podría
ir. Si a ti no te importa acompañarme.

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82

Una tienda en Praga, en torno a 1937 o 1938, una antikvarna especializada en


música. El hombre que abre la puerta (un extranjero con un estuche de violín en la
mano) tiene poco más de veinte años. Alto y de cabello oscuro, camina con paso tan
enérgico que el dueño de la tienda levanta la vista de su catálogo. El joven pertenece
a un tipo de clientes que conoce bien: normalmente son estudiantes pobres, pero de
vez en cuando, si tienen algún dinero ahorrado, sienten el impulso de gastarlo en un
tesoro. El anticuario se inclina sobre sus libros para echar un vistazo a la funda del
violín, que es de buena calidad, y luego a los zapatos del joven, algo desgastados por
el uso pero también excelentes. Y lustrados a conciencia.
El joven saluda tocándose el sombrero y luego se lo quita.
—He visto su cartel sobre partituras antiguas —dice en francés.
En fin, si no tienen otro idioma en común, tendrán que apañarse con ese.
—Sí —contesta el dueño de la tienda—. ¿Qué está buscando?
—Nada en particular. —Los ojos del joven brillan.
—Veo que es violinista.
—Sí.
—¿Y también coleccionista?
El joven se echa a reír.
—De melodías, sí. De partituras caras… desgraciadamente, no.
Tiene una sonrisa encantadora, y su aire de energía invencible y de irreductible
alegría resulta tan subyugante que el anticuario sonríe también y cierra el catálogo.
—Tengo algunas cosas excelentes, y no siempre caras —dice con cautela—. Para
violín, además.
El joven deja educadamente su estuche sobre el mostrador, donde no estorbe.
—Gracias —dice—. Me gustaría verlas.
El anticuario, sin embargo, todavía quiere hacerle algunas preguntas.
—¿Viene de Viena, por casualidad?
Sabe por su acento que el chico no es vienés, desde luego.
Stoyan Lazarov vuelve a reírse.
—Sí —contesta.
El hombre deja escapar un silbido.
—Estuve anoche en su concierto. No me lo habría perdido por nada del mundo,
costara lo que costase la entrada. Bien, yo diría que tuvieron un gran éxito.
Stoyan sonríe. La Filarmónica tocó la Serenata para cuerdas de Chaikovski y, al
concluir, los estudiantes de las filas de arriba pasaron cinco minutos vitoreándolos y
dando zapatazos. Luego, demostrando una gran osadía, el cuarteto de cuerda de
Stoyan tocó el Cuarteto americano de Dvořák allí, en la ciudad del compositor, y los

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estudiantes de Praga, locos de júbilo, lanzaron al aire sus sombreros y hasta sus
abrigos. De hecho, todo el mundo enloqueció. Más tarde, un anciano que había
conocido a Dvořák personalmente obsequió al director con un libro de memorias y
varias mujeres les arrojaron flores cuando salieron del auditorio.
Esa noche, durante su última actuación en Praga, tienen previsto tocar la Sinfonía
número 3.
—Tengo algo que tal vez le interese —dice el dueño de la tienda—. No se lo
enseño a todo el mundo, pero usted es violinista y lo que voy a mostrarle algún día
será un tesoro.
Se acerca a un armario que hay detrás del mostrador, lo abre y rebusca entre
varios montones de partituras de aspecto quebradizo. Lo que busca está envuelto en
papel marrón y atado con un cordel: un envoltorio especial. El anticuario desata el
paquete y lo abre sobre el mostrador, a la vista del joven.
—Es muy antiguo, ¿sabe?
Stoyan Lazarov se inclina para mirar la partitura desplegada ante él. El papel,
tenuemente pautado, parece resistente pese a estar descolorido. Stoyan ve con
asombro que se trata de una partitura escrita a mano: un original manuscrito. La letra
hace que le dé un vuelco el corazón: las notas se precipitan por el pentagrama,
garabateadas vertiginosamente, formando resonantes florituras, intrincadas como
patas de araña. Stoyan adivina, por su conocimiento de Bach y Händel, que se trata
de una página del barroco, pero no se parece a ninguna que haya visto antes. Es una
obra enormemente compleja, solo apta para un virtuoso, sobre todo si se toca con el
tempo que imagina Stoyan.
Mira al anticuario, que lo observa atentamente.
—¿Qué es?
El hombre pasa la hoja. La pieza parece estar formada por tres únicas páginas
que, sin embargo, brindan numerosas oportunidades para la repetición y quizás
también para la ornamentación. Están cosidas toscamente por un borde. Stoyan
comienza a oír parte de los compases de la melodía. La música vuela vertiginosa,
pero también resplandece de emoción. Es algo muy distinto a su querido Bach.
El anticuario pasa la última página y señala un par de pequeñas letras. «pv,
1715», pone con una letra diáfana, completamente distinta al tenso frenesí de la
notación musical.
—Sospecho —dice el anticuario— que este símbolo corresponde a Vivaldi, a
Antonio Vivaldi, el compositor veneciano. ¿Ve? La música tiene su estilo, y Vivaldi
era sacerdote, de modo que la «P» podría significar «Prete».
Stoyan toca con delicadeza el borde inferior de la última página.
—Sí, conozco su nombre y una o dos piezas para orquesta de cámara.
Se queda pensando un momento. Tiene constancia desde hace tiempo de los
conciertos que escribió Bach inspirándose en los de Vivaldi. Y también de una pieza
que el gran Fritz Kreisler aseguraba que era de Vivaldi y que años después reveló que

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era en realidad una composición propia. Stoyan siempre ha asociado vagamente el
nombre de Vivaldi con algo pintoresco y cantarín, no con la apasionada impaciencia
que advierte en la página desplegada ante él.
—Un colega de Roma me ha ayudado a examinar otras partituras, pero aún no he
tenido oportunidad de mostrarle esta. Se marchó de Praga antes de que la recibiera.
Me escribió contándome que en Italia han encontrado muchos más originales de
Vivaldi estos últimos años, pero están todos en bibliotecas y colecciones privadas.
—¿De dónde procede esta partitura, entonces?
Stoyan no puede apartar los ojos del manuscrito. Su energía parece saltar de la
página como si la tinta aún no se hubiera secado. Solo las dos iniciales del final
permanecen estáticas. Puede que el compositor las escribiera más tarde y con más
calma.
—La encontré dentro de un libro, un volumen de grabados de Venecia que vendí
hace unos años. Por un buen precio, por cierto. Pero la partitura la saqué porque al
comprador no le interesaba la música.
—Creo —dice Stoyan pensativo— que es una cadenza.
El anticuario hace gesto de escuchar con atención.
—Sí —dice Stoyan—. ¿Ve?, no tiene título, ni número en la parte de arriba y,
viendo la melodía, yo diría que pertenece a una pieza más larga. Seguramente se trata
de una ampliación de una obra ya escrita, un solo. Puede que una forma espectacular
de acabar la pieza. Un reto.
—¿Le gustaría tocarla? —pregunta de repente el anticuario.
No hay nadie en la tienda.
—Será bastante difícil la primera vez. ¿Tiene un atril a mano?
Sí: un atril casi tan viejo y elegante como la partitura. Lo colocan entre los dos y
Stoyan afina su violín.
Es, en efecto, una pieza muy difícil. Parece mofarse de él, como si la mano del
maestro corriera por delante de la suya por la página. Al parecer, aquel sacerdote
veneciano podía componer como un ángel, pero también sabía tocar como un
demonio.
Mientras toca, a Stoyan se le acelera el corazón. Sigue sin haber nadie en la
tienda, de modo que vuelve a intentarlo. Es una pieza muy corta, escrita con un
registro muy amplio, por momentos tan agudo que Stoyan tiene que aguzar su oído
cuidadosamente entrenado para que no se le escape el tono. Es una pieza tan
intrincada que desborda su lógica interna, y, sin embargo, una extraña dulzura emana
de sus notas. Stoyan tardará semanas en dominarla y meses en memorizarla con
precisión. Es, se dice, uno de esos tesoros que un gran violinista puede hacer suyos,
convertir en su marchamo, en su propina característica al acabar un concierto. Y
nunca antes la ha oído. Posiblemente, nadie la haya escuchado desde hace doscientos
años.
Pero para comprarla tal vez tenga que estar a pan y agua una larga temporada,

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claro. Se vuelve hacia el anticuario, que asiente con la cabeza.
—¿Cuánto pide por ella? —pregunta Stoyan Lazarov.

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83

El viaje en tren desde Milán a la estación de Santa Lucia, y luego la travesía en


vaporetto por el Gran Canal, dejaron a Alexandra en un estado de estupor. Pero, pese
a su cansancio (o quizás debido a él), se trataba de un estupor fruto de la belleza.
Neven se sentó a su lado en la proa del barco, desde donde contemplaron los edificios
de color ocre y azul pizarra que se alzaban sobre las islas densamente pobladas. Entre
los zapatos de Neven viajaba una bolsa cargada con una urna de madera bruñida,
llena de livianas cenizas humanas. Era un atardecer de finales de mayo de 2008.
Neven había colocado junto a él, en los asientos del ferri, una maleta que parecía
tener cuarenta años de antigüedad y que a Alexandra le recordaba a las de sus
abuelos.
Ella llevaba consigo todo lo que había traído a Bulgaria, excepto algunas prendas
que ya no creía necesitar y que había dejado dobladas en un banco del parque, frente
a su hostal de Sofía. Llevaba encima de la blusa el collar de azófar y cornalina que le
había regalado Bobby, y de cuando en cuando jugueteaba con él. (Pasarían muchos
años antes de que dejara de ponérselo todos los días, años en los que el collar,
reparado varias veces, la acompañaría siempre, a lo largo de toda una vida dedicada a
la escritura, la maternidad y la enseñanza). En el bolsillo de la chaqueta llevaba un
poema plegado en un grueso cuadrado: un último regalo de Bobby.
—Es la primera vez que escribo un poema en inglés —le había dicho él—.
Escrito en inglés desde el principio, no traducido.
El poema se titulaba Un pájaro y Alexandra ya había memorizado su comienzo:
las primeras y sorprendentes palabras que se fundían en un segundo y tercer versos
igual de incisivos, el flujo contenido de la pena al transmutarse en historia, el bello e
inesperado verbo que el poeta había elegido para evocar los últimos momentos de
Jack.

Ahora hay campanarios a la vista, iglesias que abarcan islas enteras, volutas rizadas
como conchas de caracol. Agua saltarina y brillante en lugar de tierra. Alexandra se
frota la cara cansada y mira a Neven, y él coge su mano como habría hecho Bobby.
Permanecen así, en cómodo silencio, mientras su corazón late solo un poco más
fuerte que de costumbre. El vaporetto adelanta a las góndolas igual que un autobús
adelanta a los peatones. Ahora contemplan los palacios que parecen mecerse al borde
del agua.
Neven se ríe de pronto. Señala las aceras, la gente que camina por los
puentecillos, las orillas de las plazas.
—Mira —dice.

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—¿Qué? —Ella estira el cuello sin soltar su mano.
—La gente —contesta Neven—. Llevan ropa moderna.
En un embarcadero de la Piazza di San Marco pisan al fin tierra veneciana, se
detienen en el vetusto pavimento y aguardan mientras recogen el equipaje y tratan de
orientarse. Alexandra ha reservado habitación en un hotelito a seis manzanas de la
piazza, aunque no está segura de a qué equivale una manzana en Venecia. Primero
deambulan sin rumbo durante unos minutos, mirando los rosados muros del Palacio
Ducal y posando de tanto en tanto sus maletas en el suelo. La piazza es mucho más
grande de lo que imaginaba Alexandra, y las bandadas de palomas que se posan en
ella son inmensas, como aves en una costa antártica. Reconoce el Campanile y los
larguísimos soportales. Dominándolo todo, la catedral de San Marcos, en cuya
orquesta tocaba el padre de Vivaldi ya antes de que naciera su hijo.
Alexandra se acuerda de cuando entró con Bobby en la iglesia del manastir de
Velin. Quiere ir a la catedral en cuanto encuentren su hotel, para verla por él, por
Stoyan. Trata de recordar si en las iglesias católicas se venden velas para encender.
Intenta imaginarse la cara de Jack y descubre que se ha difuminado ligeramente.
Neven guarda silencio y, cuando ella le pregunta en qué está pensando, contesta
muy serio:
—Acabo de darme cuenta de que nunca he estado en ninguna parte.
Su hotel es, en efecto, muy pequeño, solo un poco más ancho que el portal del
edificio. A un lado de la puerta hay un naranjo en un tiesto. El arbolillo ocupa la
mitad del callejón, de modo que los transeúntes se ven obligados a sortearlo. Un poco
más allá, un puente cubierto comunica dos edificios. Alexandra lamenta que el puente
no forme parte del hotel, pero quizás puedan verlo desde su habitación. Habitación,
en singular, porque solo ha reservado una, a un precio astronómico, para cuatro
noches. Después, entre las comidas y los billetes de avión, sus ahorros de los últimos
tres años se habrán evaporado.
Cuando el encargado del hotel les enseña la habitación, las vistas resultan ser
mejores de lo que esperaba: desde la segunda planta, se ven ventanas ornamentadas y
un canal tan angosto como un resquicio de duda, un pasadizo que solo las lanchas
más estrechas pueden atravesar con el motor al mínimo. Un olor a aguas residuales, a
peces y a moho se eleva desde el canal, un olor muy distinto al aire fresco de Morsko.
Alexandra escucha el chapaleo de las olas al chocar con la estela que dejan las
embarcaciones en los canales cercanos. A pesar del olor, respira hondo. La habitación
es pequeña, como corresponde al edificio, y está ocupada no por dos camas gemelas,
como había pedido, sino por una enorme cama con dosel: un palanquín con cortinajes
de terciopelo dorado, tan ajados como el resto de la ciudad. En su país, piensa
Alexandra, aquella cama sería impensable, y en Bulgaria sería una extravagancia.
Allí, en cambio, es perfecta. Para ella, no obstante, constituye una calamidad. Trata
de preguntarle al encargado del hotel si puede cambiarlos de habitación. No, signora.
(Alexandra repara en aquella palabra, que designa a una mujer casada). El hombre

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sale sonriendo sin siquiera disculparse.
Neven deja la urna de Stoyan Lazarov en el suelo, junto a una cómoda pintada
que semeja ser antigua. Ella cuelga su chaqueta y vuelve a descolgarla. Se lava las
manos en el lavabo que hay junto al minúsculo ropero y evita mirar a Neven, que ha
abierto su maleta y está guardando su ropa en el cajón de abajo de la cómoda,
dejándole amablemente los de arriba a ella, como si fueran a quedarse varias
semanas. En esta habitación tan pequeña parece aún más alto, más ancho, de brazos
más largos. Casi roza el techo.
—Vamos a cenar algo —dice ella.
Le inquietan la presencia de la cama y las dimensiones de la habitación, pero su
mayor problema no es ese, sino el exquisito aire de laxitud, la belleza embriagadora
que se extiende fuera de la ventana, las colgaduras de damasco, el aire cálido.
Fuera, en las plazas y callejuelas, esas sensaciones se agudizan: ha caído un
crepúsculo de tintes románticos, y los hoteles y restaurantes han encendido luces
tenues sobre sus puertas. El chapaleo del agua en la oscuridad, más fuerte ahora,
resulta delicioso. Se ha levantado la brisa. Alexandra se detiene ante un escaparate
repleto de frutti di mare cuyas patas, tentáculos y conchas de bordes afilados se
exhiben formando un montículo rosado. Neven y ella se sonríen, abrumados por tanta
abundancia y azorados por el precio de las cosas. Al final, encuentran un bullicioso
restaurante con terraza exterior y se sientan a comer espaguetis y largos palitos de
pan. Piden primero unas copas de vino, y luego una botella entera. Alexandra tiene la
impresión de estar bebiéndose un rubí.
—Tienes un hambre de lobo —le dice Neven—. ¿Se dice así en inglés?
Vuelven de nuevo a la enorme piazza para verla envuelta en su manto de luces,
cuyo fulgor se extiende por el agua. Alexandra nunca ha visto a tantas personas bellas
en una sola ciudad. Muchas de esas personas son turistas, pero también hay italianas
con faldas estrechas y tacones altos, e italianos con trajes ceñidos y el cuello de la
camisa desabrochado. Las puertas de la catedral, abiertas todavía, arrojan luz sobre el
extremo en sombras de la plaza, y Neven y Alexandra pasan bajo los airosos caballos
de bronce que ella siempre ha querido fotografiar.
Dentro hay más luz que en las iglesias búlgaras (las velas y las lámparas
eléctricas arrancan destellos al techo dorado), pero, al igual que en aquellas, abundan
los rostros bizantinos. Neven vuelve a cogerla de la mano y, sintiendo que se le
encoge el estómago, Alexandra descubre que ha estado esperando que lo haga.
Recorren la iglesia a lo ancho y a lo largo, tratando de adivinar dónde se situaba la
orquesta en tiempos de Vivaldi. Quizás por efecto del vino, el techo de la catedral
parece bailar, y Alexandra se detiene para mirar fijamente una de las bóvedas. Neven
se para a su lado y rodea suavemente sus hombros con el brazo. Al salir de la catedral
pasean sin rumbo por los callejones, extraviados durante largo rato. Cuando dan con
la puerta del hotel, ella entra primero y sube por las estrechas escaleras de caracol.
En su habitación, enciende la lámpara y Neven corre las cortinas, se quita los

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zapatos y los coloca, uno junto al otro, bajo la cómoda. Alexandra pasa unos minutos
en el cuarto de baño, lavándose la cara y tratando de ordenar sus pensamientos.
Cuando vuelve a salir, él está de pie junto a la cama, completamente vestido, alto y
serio, los ojos ambarinos fijos en ella. Alexandra lo conoce muy poco, pero sabe tanto
de su pasado que eso no parece importar. Neven le acaricia el pelo y le pone unos
mechones detrás de las orejas. En la habitación se escucha un suave murmullo, pero
ella no alcanza a saber si procede del exterior o de la urna, colocada en un rincón en
sombras.
Al día siguiente, piensa, verán la puerta de la iglesia donde fue bautizado el cura
pelirrojo. Un temblor se ha instalado justo debajo de sus costillas. Caminarán durante
horas, visitarán los palazzi y los museos que ansiaba ver Stoyan Lazarov, y
descansarán a la sombra de edificios junto a los que quizás se detuvo también Vivaldi
a descansar. Se sumergirán en la acústica de la gran basílica del Ospedale della Pietà,
construida dos décadas después del fallecimiento del compositor, donde Stoyan
Lazarov habría tocado el violín si las fronteras de Europa se hubieran trazado de otro
modo. Caminarán kilómetros y kilómetros, como han de hacer los turistas en Venecia,
seducidos por cada recodo de sus calles, subyugados por sus fantasmas.

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Nota de la autora

Visité por primera vez Bulgaria, un país de belleza espectacular, en 1989. Llegué,
de hecho, una semana después de la caída del Muro de Berlín, que precipitó el
derrumbe del régimen comunista búlgaro tras cuarenta y cinco años de dictadura. La
mañana en que mi tren entró en este país misterioso, oculto durante tanto tiempo tras
el Telón de Acero, me desperté temprano y vi campos, aldeas y macizos boscosos
bajo un cielo gris. Al llegar a Sofía, la capital, la ciudad me pareció al mismo tiempo
elegantemente cargada de historia y teñida de esa lobreguez propia de los países del
Bloque Comunista. Al igual que la joven protagonista de Tierra de sombras, sentí en
cierto modo que había encontrado mi hogar.
Bulgaria, cuya población ronda en la actualidad los siete millones de habitantes,
es un país muy antiguo (el primer estado búlgaro data del año 681 d. C.), cuya
historia se ha caracterizado por siglos de ocupación extranjera y fusión cultural,
especialmente bajo el dominio de los imperios bizantino y otomano. El territorio de
Bulgaria es, arqueológicamente, uno de los más ricos de Europa. Sus yacimientos —
entre los que se incluyen algunos de los primeros asentamientos conocidos del Homo
sapiens— abarcan los periodos tracio, griego antiguo, romano, bizantino, medieval y
otomano. Como nación moderna, Bulgaria es, en cambio, relativamente joven: su
fundación data de 1878, cuando se liberó del yugo del Imperio otomano.
Llevo veintitantos años regresando a su paisaje poscomunista, y durante ese
tiempo me he casado con un búlgaro y he adquirido familiares, amigos y colegas en
mi país de adopción. Soñaba, entre tanto, con escribir una novela ambientada
íntegramente en Bulgaria. Esa novela versaría sobre diversos aspectos de la época
comunista, una etapa que para las generaciones más jóvenes queda ya muy atrás. No
fue, sin embargo, sino cuando me hallé en las ruinas valladas de un antiguo campo de
trabajos forzados cuando descubrí cuál sería el núcleo de mi novela.
Según algunas estimaciones, entre 1944 y 1989 (y especialmente hasta 1962)
funcionaron centenares de campos de prisioneros que suplían las necesidades de
mano de obra del régimen comunista, deshumanizando a una ingente cantidad de
ciudadanos que iban desde colaboracionistas nazis a comunistas leales, pasando por
disidentes políticos y jóvenes acusados de pequeñas infracciones de índole cultural. A
ellos hay que sumar a todos aquellos que fueron detenidos y encarcelados mediante
falsas acusaciones. Muchos fueron recluidos sin juicio ni sentencia. Estos campos de
trabajo tenían su fundamento y su razón de ser en el propio sistema soviético que los
imponía. Su existencia (desconocida en parte por la población, y en parte conocida y
temida) fue para el régimen un importante medio de control social. Nunca ha podido
establecerse la cifra total de personas encarceladas, pero la mayoría de los
historiadores está de acuerdo en que deben contarse, como mínimo, por decenas de
miles.

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Los antiguos campos se hallan ahora, en su mayoría, perdidos en remotas zonas
rurales, y a sus víctimas se les niega abrumadoramente el reconocimiento histórico
que merecen. Mientras contemplaba las ruinas desoladoras de barracones y garitas,
me pregunté de dónde sacaban fuerzas los presos para sobrevivir en lugares como
aquel y cómo podía yo contribuir, humildemente, a promover el pujante movimiento
social que aboga por reexaminar la historia reciente de mi querido país de adopción.
Estando allí comprendí que tanto mis personajes como yo tendríamos que lidiar con
ese pasado.
El libro resultante es en gran medida una obra de ficción, y todos sus personajes
son fruto de mi fantasía. En él hablo de lugares imaginarios inspirados en pueblecitos,
ciudades, ríos y montañas de la Bulgaria real. He tratado de ceñirme fielmente a los
hechos históricos (en especial, a las experiencias que contaron más tarde los
supervivientes de los campos y sus familiares), sin violar en exceso lo sagrado de las
vivencias personales. En este sentido, estoy en deuda con la obra de Tzvetan Todorov
Voices from the Gulag: Life and Death in Communist Bulgaria (traducido al inglés
por Robert Zaretsky, Penn State Press, 1999), así como con las personas que me
concedieron entrevistas personales y con las asociaciones, periodistas, artistas y
escritores búlgaros que, haciendo gala de valentía, se están encargando de sacar a la
luz este difícil legado histórico. Para ellos, mi respeto y gratitud más sinceros.

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Agradecimientos

Quisiera dar las gracias a las muchas personas (familiares, amigos y colegas) que,
tanto en Bulgaria como en Estados Unidos, han hecho posible este libro. Quienes lo
leyeron y releyeron o debatieron conmigo acerca de él son tan numerosos que me
sería imposible mencionarlos a todos sin riesgo de dejarme alguno en el tintero, y los
pormenores de la ayuda que me prestaron durante los años que tardé en escribir y
revisar el libro no cabrían en estas páginas. Lo mismo puede decirse de numerosos
escritores, historiadores, periodistas y músicos cuyo trabajo ha contribuido a dar
forma a esta novela. Con todo, me gustaría expresar mi agradecimiento a unas
cuantas personas que me brindaron una ayuda extraordinaria a la hora de investigar,
viajar y documentarme: Dimana Trankova, Boris Deliradev, Anthony Georgieff,
Jeremiah Chamberlin, Lily Honigberg, Corina Kesler, Georgi Gospodinov y Vanya
Tomova. Gracias también a mi incomparable agente, Amy Williams.
Por último, y sobre todo, mi más profunda gratitud a mi editora de Ballantine,
Jennifer Hershey, mentora y ángel guardián de esta historia.

He compuesto esta obra de ficción con ánimo de respetuoso pesar por todos aquellos
cuyas vidas se vieron afectadas por los hechos históricos en los que está basada.

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ELIZABETH KOSTOVA Nació el 26 de diciembre de 1964 en New London,
Connecticut (Estados Unidos), hija de Eleanor y David Johnson. Estudió Inglés en la
Universidad de Yale y se instruyó en escritura creativa en la Universidad de
Michigan. Se casó con el búlgaro Gyorgi Kostov (de donde tomó el apellido
Kostova). Kostova siempre ha mantenido un fuerte interés por su origen balcánico y
las costumbres y leyendas tradicionales, sobre todo aquellas en las que se hablaba de
la figura de Drácula. Es justamente sobre esta figura, la del príncipe Vlad Tepes,
sobre la que construyó La historiadora (2005), obra en la que mezcla historia y
ficción a partes iguales. Ganadora de premios como el Quill Award o el Book Sense
de 2006, Kostova consiguió con su obra de debut un éxito a nivel mundial, siendo
superventas tanto en Estados Unidos como en varios países europeos. Los derechos
para adaptar La historiadora al cine ya han sido vendidos a Sony Pictures. Más tarde
apareció El rapto del cisne (2010), una novela protagonizada por el psiquiatra
Andrew Marlow, quien intenta adivinar por qué uno de sus clientes, un pintor
llamado Robert Oliver, destrozó un cuadro en la Galería Nacional afirmando que «lo
hi[zo] por ella».

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Notas

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[1] Pájaro. (N. de la T.). <<

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[2] Verso de la canción Thunder on the Mountain: «Esto te digo: que tus sueños me

importan un comino». (N. de la T.). <<

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[3] Stop all the clocks, cut off the telephone. Poema de W. H. Auden. (N. de la T.). <<

www.lectulandia.com - Página 409


[4] Paul Bunyan: gigante leñador de la cultura popular estadounidense. (N. de la T.).

<<

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[5] «No vas a ninguna parte.» (N. de la T.). <<

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