Tierra de Sombras - Elizabeth Kostova
Tierra de Sombras - Elizabeth Kostova
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Elizabeth Kostova
Tierra de sombras
ePub r1.0
NoTanMalo 13.02.18
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Título original: The Shadow Land
Elizabeth Kostova, 2017
Traducción: Victoria Horrillo Ledesma
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Haz lo que te plazca, lo que más te
convenga. Yo lo enterraré.
Sófocles, Antígona
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Para Georgi
Noviembre de 1989
Con amor
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Este libro es un tren con muchos vagones, un tren
antiguo que circula trabajosamente por las vías, de noche.
Uno de los vagones contiene una pequeña provisión de
carbón que rebosa y se esparce por un conducto al
abrirse una portezuela interior. Para cruzar el pasillo hay
que pasar por encima de una capa de gravilla negra y
resbaladiza. Otro vagón contiene grano destinado a la
exportación. Otro está lleno de músicos, instrumentos
musicales y maletas baratas: casi media orquesta
sinfónica, cuyos miembros se agrupan en los
compartimentos de segunda conforme a lazos de amistad
y rivalidades. Otro vagón contiene pesadillas. El vagón de
cola, pese a no disponer de asientos, está lleno de
hombres dormidos que yacen apretujados en la oscuridad,
con los abrigos puestos.
La puerta de dicho vagón ha sido sellada con clavos
por fuera.
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Libro
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Sofía, año 2008. Mes de mayo, un tiempo primaveral intachable y la diosa del
Capitalismo sentada sobre su trono chabacano y raído. En lo alto de la escalinata del
hotel Forest aguardaba una joven (una niña aún, más que una mujer), extranjera por
más señas. El hotel se hallaba frente al NDK, el antiguo Palacio Nacional de la Cultura
del exrégimen comunista, una gigantesca afloración de cemento ahora frecuentada
por adolescentes cuyo cabello erizado centellaba al sol. Alexandra Boyd, agotada por
un viaje en avión interminable, trataba de mantener su largo cabello liso sujeto detrás
de una oreja mientras observaba a los chavales búlgaros maniobrar con sus
monopatines. A su derecha se alzaban bloques de pisos pintados de gris y ocre, así
como una edificación más reciente de acero y cristal y una valla publicitaria que
mostraba a una mujer en bikini cuyos pechos prominentes señalaban hacia una
botella de vodka. Cerca de la valla, árboles majestuosos se engalanaban con flores
blancas y magentas. Eran castaños de Indias. Alexandra los había visto durante un
viaje a Francia, estando en la universidad, en su única visita anterior al continente
europeo. Le escocían los ojos y tenía el pelo sucio por el sudor del viaje. Necesitaba
comer, ducharse, dormir. Sí, dormir, tras el último vuelo desde Ámsterdam, y
despertarse sobresaltada cada pocos minutos para hallarse expatriada por propia
voluntad al otro lado del océano. Se miró los pies para cerciorarse de que seguían ahí.
Su ropa, a excepción de las deportivas de color rojo vivo, era muy sencilla (una blusa
fina, vaqueros azules, un jersey anudado a la cintura), y se sentía desaliñada y mal
vestida al lado de las faldas de traje y los tacones de aguja que veía pasar a su lado.
Llevaba en la muñeca izquierda una pulsera ancha de color negro, y en las orejas
largos pendientes de obsidiana en forma de lanza. Agarró las asas de una maleta con
ruedas y un maletín oscuro que contenía una guía turística, un diccionario y algo de
ropa. Colgada del hombro llevaba una bolsa de ordenador y su bolso ancho y
colorido, con un cuaderno y una edición de bolsillo de Emily Dickinson al fondo.
Desde la ventanilla del avión había visto una ciudad enclavada entre montañas y
jalonada por altos bloques de pisos semejantes a lápidas. Al bajar del aparato con su
flamante cámara en la mano había aspirado un aire de olor extraño: a carbón y a
gasóleo, con una veta de aroma a tierra recién arada. Había cruzado la pista y subido
al autobús del aeropuerto, y se había fijado en las cabinas de aduanas, que relucían
como recién estrenadas, en sus taciturnos funcionarios y en el sello exótico que
habían estampado en su pasaporte. El taxi había serpenteado por las afueras de Sofía
antes de adentrarse en el corazón de la ciudad (siguiendo, posiblemente, una ruta más
larga de lo necesario, sospechaba Alexandra), y había pasado casi rozando las mesas
de las terrazas de los cafés y las farolas forradas de carteles políticos y anuncios de
tiendas eróticas. Desde la ventanilla del taxi había fotografiado varios Ford y Opel
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antiguos, Audi nuevos con las ventanillas tintadas tipo gánster, autobuses grandes y
parsimoniosos y tranvías semejantes a chirriantes megalosaurios cuyos raíles de
hierro despedían chispas. Para su asombro, el centro de la ciudad estaba pavimentado
con adoquines amarillos.
Pero el taxista no había entendido sus instrucciones y la había depositado allí, en
el hotel Forest, no en el hostal que tenía reservado desde hacía unas semanas.
Alexandra tampoco había entendido lo que sucedía hasta que, tras marcharse el taxi,
había subido los escalones del hotel para ver su entrada más de cerca. Ahora estaba
sola, más sola que nunca en sus veintiséis años de vida. De pie en medio de una
ciudad y una historia que no entendía, entre personas que subían y bajaban la
escalinata del hotel con paso decidido, se preguntaba si debía bajar de nuevo a la
acera para intentar coger otro taxi. Dudaba de que pudiera permitirse pagar una
habitación en el monolito de cristal y cemento que se erguía a su espalda, con sus
ventanas tintadas y sus clientes que, ataviados con trajes oscuros, como cuervos, iban
y venían o fumaban en los peldaños. Una cosa era segura: se había equivocado de
sitio.
Podría haber pasado así largo rato, de no ser porque de pronto se abrieron las puertas
corredizas que había a su espalda y al volverse vio que salían del hotel tres personas.
Una de ellas era un hombre de cabello blanco que, sentado en una silla de ruedas,
agarraba varias bolsas de viaje, pegadas contra su americana. Un individuo alto, de
mediana edad, manejaba la silla de ruedas con una mano mientras con la otra sostenía
un teléfono móvil; estaba hablando con alguien. Cogida de su brazo avanzaba una
mujer mayor, con las piernas arqueadas bajo el vestido negro y un bolsito colgado de
la muñeca. Una raya despejada y rala partía en dos su cabello rojizo y entrecano. El
hombre de mediana edad concluyó su llamada y colgó. La señora mayor lo miró y él
se inclinó para decirle algo.
Alexandra se apartó y, al verles cruzar con dificultad la entrada del hotel hasta la
escalinata, sintió, como le ocurría a menudo, una punzada de compasión por la suerte
de sus congéneres. No tenían modo de bajar las escaleras: no había ni rampa ni
acceso para silla de ruedas, como sucedía en su país. Pero el hombre alto de cabello
oscuro parecía ser extraordinariamente fuerte: inclinándose, levantó al anciano de la
silla de ruedas con equipaje incluido. Entonces la mujer de mirada vacua pareció
cobrar vida el tiempo justo para plegar la silla con un par de movimientos ensayados
y bajarla lentamente por los escalones. Ella también era más fuerte de lo que parecía.
Alexandra recogió sus bolsos y su maleta y les siguió, convencida de que la
determinación con que avanzaban le serviría de impulso. Al llegar al pie de la
escalinata, el hombre alto volvió a depositar al anciano en la silla de ruedas.
Descansaron todos un instante, y Alexandra se detuvo casi junto a ellos, al borde de
la parada de taxis. Advirtió que el hombre alto vestía chaleco negro y camisa blanca
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inmaculada, un atuendo demasiado abrigado y formal para un día como aquel. Sus
pantalones también relucían, y sus zapatos negros parecían bruñidos en exceso.
Llevaba el cabello oscuro, satinado de plata, firmemente peinado hacia atrás para
dejar la frente despejada. Tenía un perfil enérgico y, visto de cerca, parecía más joven
de lo que Alexandra había pensado en un principio. Fruncía el ceño, tenía la cara
sofocada y una mirada incisiva. Alexandra no habría sabido decir si rondaba los
treinta y ocho años o los cincuenta y cinco. Reparó, pese a su cansancio, en que era,
posiblemente, uno de los hombres más guapos que había visto nunca: ancho de
hombros e imponente bajo aquellas ropas extrañamente anticuadas, tenía una nariz
larga y elegante y unos pómulos altos que parecieron afilarse hacia sus ojos
luminosos y estrechos cuando se volvió ligeramente hacia ella. De las comisuras de
su boca irradiaban finas arrugas, como si poseyera un rostro distinto que reservara
para las ocasiones en que sonreía. Alexandra vio que era, en efecto, demasiado mayor
para ella. Su mano colgaba junto a su costado a solo unos pasos de la de ella.
Sintiendo una punzada de deseo, Alexandra se apartó un poco.
El hombre se acercó a la ventanilla del taxi más cercano y se enfrascó en un
regateo. El taxista protestó alzando la voz. Alexandra se preguntó si podría aprender
algo de todo esto. Mientras les observaba, experimentó un instante de vértigo; el
ruido del tráfico remitió hasta convertirse en un incómodo zumbido y un segundo
después regresó, aún más ensordecedor que antes, por efecto del jet lag. El hombre
alto no parecía capaz de ponerse de acuerdo con el taxista, ni siquiera cuando la
señora se inclinó e intervino, indignada. El conductor hizo un ademán despectivo y
subió la ventanilla.
El hombre cogió de nuevo su equipaje —tres o cuatro bolsas de nailon y loneta—
y se acercó a otro taxi, más cerca de donde aguardaba Alexandra, que decidió no
probar suerte con el primer taxista. El hombre alto puso fin bruscamente a sus
regateos y abrió la puerta trasera del segundo taxi. Depositó su equipaje en la acera y
ayudó al anciano encorvado a levantarse de la silla de ruedas y a sentarse en el
asiento trasero.
Alexandra no se habría acercado a ellos si la señora no se hubiera tambaleado de
repente al hacer amago de subir al taxi. Estiró el brazo y la agarró con una firmeza
que ignoraba poseer. A través de la tela negra de la manga de la anciana, notó un
hueso asombrosamente ligero y cálido. La señora se volvió para mirarla, se enderezó
y le dijo algo en búlgaro, y el hombre alto se volvió de cara a Alexandra por vez
primera. Quizás no fuera realmente guapo, pensó, pero tenía unos ojos
extraordinariamente llamativos: más grandes de lo que parecían de perfil, y con los
iris de color ámbar cuando los tocaba el sol. La anciana y él le sonrieron. El hombre
ayudó delicadamente a subir al taxi a su madre y con la otra mano recogió sus
maletas. Era como si supiera que Alexandra acudiría de nuevo en su auxilio. Y eso
hizo ella: recogió las bolsas más pequeñas y se las pasó, amontonadas. Él parecía
tener prisa de pronto. Alexandra seguía agarrando con firmeza su pesada bolsa de
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viaje y su portátil, y especialmente su bolso, por si acaso.
El hombre se incorporó y miró las bolsas que le había pasado. Luego la miró a
ella.
—Muchas gracias —le dijo en un inglés con fuerte acento búlgaro.
¿Tanto se notaba que era extranjera?
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó ella, y se sintió estúpida.
—Ya me ha ayudado. —Su sonrisa momentánea pareció borrarse y su semblante
adquirió una expresión triste—. ¿Está en Bulgaria de vacaciones?
—No —contestó Alexandra—. Soy profesora de inglés. ¿Están ustedes de visita
en Sofía?
Tras decirlo se dio cuenta de que su comentario no sonaba muy halagüeño. Era
cierto que sus ancianos padres y él no tenían un aspecto cosmopolita en aquel
entorno. Pero aquel hombre era la primera persona con la que hablaba en casi dos
días, y no quería que la conversación se acabara, a pesar de que los ancianos
esperaban dentro del taxi.
Él sacudió la cabeza. Alexandra había leído en su guía turística que los búlgaros
tenían la costumbre de mover la cabeza arriba y abajo cuando querían decir «no», y
de sacudirla a un lado y a otro cuando querían decir «sí», pero que ya no todos lo
hacían. Se preguntaba a qué categoría pertenecía aquel hombre.
—Teníamos planeado… ir al monasterio de Velin —dijo él, y miró a su espalda,
como si esperara ver a otra persona—. Es muy bonito y famoso. Tiene usted que
visitarlo.
A ella le gustó su voz.
—Sí, lo intentaré —contestó.
El hombre sonrió entonces: levemente, sin poner en juego todas sus arrugas. Olía
a jabón y a lana limpia. Hizo ademán de volverse, pero se detuvo.
—¿Le gusta Bulgaria? La gente dice que aquí pasa de todo. Que puede pasar
cualquier cosa —se corrigió.
Alexandra no llevaba el tiempo suficiente en Sofía para saber si le gustaba el país.
—Es un país precioso —respondió por fin, y al decirlo se acordó de las montañas
que había visto desde el avión—. Realmente precioso —añadió con más convicción.
Él ladeó la cabeza, pareció hacerle una leve reverencia (eran muy corteses, los
búlgaros) y se volvió hacia el taxi.
—¿Puedo hacerles una foto? —preguntó ella atropelladamente—. ¿Le
importaría? Son ustedes las primeras personas con las que hablo.
Quería tener una foto suya: nunca había visto un rostro tan interesante, ni volvería
a verlo.
El hombre se inclinó obedientemente hacia la puerta abierta del taxi, a pesar de
que parecía inquieto. A Alexandra le dio la impresión de que tenía prisa. Pero la
anciana se inclinó hacia fuera y le dedicó una sonrisa. Llevaba dentadura postiza, sus
dientes eran demasiado blancos y regulares. El anciano no se giró; sentado en la parte
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de atrás del taxi, miraba fijamente hacia delante. Alexandra sacó la cámara del bolso
e hizo rápidamente una fotografía. Se preguntó si debía ofrecerse a enviársela más
adelante, pero no sabía si en Bulgaria a las personas mayores (o a un hombre de
mediana edad y aspecto ceremonioso) les parecía aceptable intercambiar fotografías
por correo electrónico, especialmente con una extranjera.
—Gracias —dijo—. Mersi.
Mersi era el «gracias» más sencillo en búlgaro. No se atrevió a pronunciar la
versión más extensa, una palabra infinitamente más larga y compleja que había
tratado de memorizar. El hombre la miró un instante, y ella pensó que su rostro
parecía aún más triste. Se despidió levantando una mano y cerró la puerta del taxi.
Luego se acomodó en el asiento delantero, junto al conductor. Su conversación había
durado solo un par de minutos, pero uno de los taxistas de la fila se impacientó y
comenzó a pitar. El taxi arrancó haciendo chirriar los neumáticos, se zambulló en el
torrente del tráfico y desapareció de inmediato.
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¿Qué debía hacer ahora? El conductor del taxi siguiente parecía haber reparado en
ella. Bajó la ventanilla y, cuando la miró con expresión atenta y despierta, Alexandra
pensó que quizás pudiera llevarla por fin a su hostal.
—¿Taxi? —preguntó.
Alexandra se fijó en su cara pálida y en sus ojos separados, los primeros ojos
azules que recordaba haber visto desde su llegada a Sofía. Tenía el pelo liso y claro,
cortado a tazón, como un Beatle de la primera época. Cuando ella le mostró la hoja
de papel con una dirección escrita en alfabeto cirílico, asintió de inmediato con la
cabeza y levantó los dedos para indicarle la cantidad exacta de leva que le costaría la
carrera. Un tipo honesto, y al parecer, cuando inclinaba la cabeza arriba y abajo,
quería decir que sí. Se apeó de un salto del taxi, cogió su maleta grande y la metió en
el maletero.
Alexandra se sentó rápidamente en el asiento trasero. El taxista no volvió a
dirigirle la palabra, a pesar de que por el espejo retrovisor su rostro parecía afable.
Por lo visto, ya sabía lo suficiente sobre ella para darse por satisfecho. Alexandra
dejó sus bolsas en el asiento, a su lado, y se reclinó por fin. El conductor se incorporó
al tráfico y dobló la esquina. De pronto se hallaron inmersos en Sofía. Alexandra vio
altos y rectos chopos junto a la calzada, gente que caminaba deprisa en traje oscuro o
vaqueros, adolescentes con camisetas de colores estampadas con palabras inglesas, el
centelleo de los cristales rotos y la basura en los desaguaderos fangosos de la calle,
como si la ciudad fuera al mismo tiempo una especie de poblachón destartalado. Era
otro mundo, pero Alexandra comprendió de pronto que conseguiría desenvolverse en
él, sobre todo cuando hubiera pasado unas horas en una habitación tranquila, donde
pudiera cerrar la puerta con llave y echarse a dormir.
Justo en ese momento advirtió que la bolsa del hombre alto (¿o sería quizás del
anciano?) descansaba sobre el asiento, a su lado, metida entre las suyas. Las asas de
todas ellas caían juntas sobre su rodilla. Al verla, un hormigueo eléctrico recorrió su
cuerpo: la loneta negra y lisa, las largas asas negras, la parte de arriba cerrada por una
cremallera también negra. Tocó la bolsa. No, no era suya. Se parecía a su bolso más
pequeño, pero era la del hombre, la de aquella familia a la que había perdido de vista
en las calles de la ciudad.
Palpó la bolsa. No había etiqueta alguna en la loneta, ni en las asas o los laterales.
Tras respirar hondo, abrió la cremallera para ver si había alguna etiqueta dentro. Tocó
un objeto anguloso y duro, envuelto en terciopelo negro. Como no encontró ninguna
identificación, hurgó un momento dentro y, finalmente, desenvolvió la parte de arriba
del objeto.
Era una caja de madera bellamente pulida y con el reborde superior labrado. Allí,
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al fin, encontró una etiqueta, o mejor dicho una fina placa de madera con caracteres
cirílicos grabados. Dos palabras, una más larga que la otra: Стоян Лазаров. Notó que
el taxi doblaba una esquina. Dado que no había más datos, pronunció las palabras en
voz alta, muy despacio, recurriendo al alfabeto que había tratado de memorizar.
Stoyan Lazarov. No había ninguna fecha. El sufijo de la segunda palabra la indujo a
pensar, por lo que había leído en su guía, que debía de ser un apellido. Atónita,
Alexandra buscó en la bolsa, pero no parecía haber nada más. Movida por un impulso
involuntario, levantó la tapa de la caja sujeta con bisagras. Dentro había una bolsa de
plástico transparente, sellada. Estaba llena de cenizas, unas de un gris más oscuro y
otras de un gris más claro, mezcladas con partículas blancas más voluminosas. Tocó
la bolsa con la punta de un dedo. En circunstancias normales su gesto habría parecido
reverente, y de hecho, pese a su consternación, se sintió sobrecogida al tocarla.
Miró en derredor, a un lado y a otro de la calle difusa. No sabía qué hacer. Jack lo
habría sabido si viviera, si hubiera llegado a cumplir sus casi veintiocho años. En
situaciones así era cuando una necesitaba un hermano. Podrían haber viajado juntos
por Europa con sus mochilas a cuestas.
Estiró el brazo y tocó el hombro huesudo del conductor, zarandeándolo
bruscamente.
—¡Pare! —dijo—. ¡Pare, por favor!
Y acto seguido se echó a llorar.
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El libro que más nos fascinaba era, no obstante, un atlas del este de Europa. No sé
por qué estaba en nuestras estanterías, y nunca me acordé de preguntárselo a nuestros
padres hasta que ya era demasiado tarde. Seguramente había aparecido en alguna
mesa de expurgo de la universidad. Nos preguntábamos el uno al otro los nombres de
países y regiones que nadie que nosotros conociéramos había visitado jamás y cuyas
fronteras cambiaban según las fechas impresas en la parte de arriba de las páginas.
Jack tapaba un topónimo o incluso cerraba el libro y decía: «Vale, el pequeñito de
color rosa que hay en medio de la página, 1850. Cinco puntos». El que primero
conseguía más de cincuenta puntos tenía que hacer galletas para el otro, aunque era
yo quien solía acabar ocupándome del horno mientras Jack se iba a matar avispas o a
cavar un hoyo para hacer pis debajo del porche. Cada uno de nosotros tenía su país
preferido. El mío era Yugoslavia después de la Primera Guerra Mundial, que parecía
solidificarse como por arte de magia en una masa diáfana y amarilla a partir de los
recortes de distintos colores de la página anterior. A Jack le gustaban más los países
que formaban un anillo en torno al mar Negro: en teoría, al menos, podía pasarse de
uno a otro en barco, cosa que mi hermano pensaba hacer algún día. Bulgaria, de
verde pálido, era su favorito. Si yo era capaz de citar todos los países con los que
tenía frontera, me daba diez puntos más.
También leíamos cada uno por su cuenta, claro: Narnia y la Tierra Media, Arthur
Conan Doyle y las revistas de National Geographic que se amontonaban en el cuarto
de la estufa, al fondo de la casa. Yo devoraba algunos libros de chicas que Jack
despreciaba, como los de Nancy Drew. Mis padres escuchaban la radio en vez de ver
la televisión, y la biblioteca dominó nuestras vidas hasta que un amigo del colegio
llevó a Jack (y luego a mí) a un salón recreativo lleno de juegos maravillosos, y poco
a poco nos fuimos dando cuenta de que podía darse otro uso a los ordenadores de la
sala de matemáticas del colegio. Yo, que no era tan amante de los videojuegos como
Jack, ansiaba menos visitar los recreativos, y fue así como empecé a sentir que mi
hermano y yo íbamos distanciándonos.
Nos zaheríamos el uno al otro, como la mayoría de los hermanos. Él se portaba a
veces como un abusón y yo me chivaba, pero éramos inseparables en nuestro
aislamiento, cuidábamos el uno del otro y sabíamos buscarnos las mañas.
Aprendimos a montar una tienda de campaña, a hacer una fogata, a silbar con una
brizna de hierba, a trepar a gatas por rocas heladas sin hacernos daño y a seguir un
curso de agua montaña abajo hasta un asentamiento si nos perdíamos. Podíamos leer
en voz alta con viveza y elocuencia (aunque a Jack no solía gustarle esa tarea) y
sabíamos limpiar el gallinero, hacer magdalenas en las tacitas de cerámica de mamá y
recolectar patatas. Yo aprendí a tejer y a remendarme la ropa. También remendaba la
de Jack, dado que él no tenía ningún interés en hacerlo. Solía hacerse sietes en las
rodillas para los que yo inventaba discretos parches en colores oscuros. Podíamos
jugar allí donde nos apeteciera, excepto cerca de las casas que había al pie de la
carretera, con sus contenedores de basura al lado del arroyo y sus perrazos
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encadenados. «Una buena valla hace buenos vecinos», solía decir mi padre, que
siempre les saludaba tocándose la gorra cuando pasábamos en coche por delante de
sus porches.
Todo esto debería haber equivalido a la felicidad, y así era para mí con frecuencia,
porque me encantaba nuestra casa en la colina y tenía a mi hermano para hacerme
compañía. Pero, por una de esas extrañas reacciones químicas que se dan en la vida
familiar, Jack pareció incapaz de llevarse bien con nuestros padres desde muy niño, y
su descontento hacia ellos se hacía extensivo a todo lo que nos daban o proponían. A
los siete u ocho años, no había vez que le pidieran que hiciera algo sin que causara
algún destrozo: cuando nos tocaba desbrozar el huerto, en vez de quitar las malas
hierbas arrancaba media ringlera de zanahorias, y yo sabía que lo hacía a propósito.
Si teníamos que limpiar el sempiterno gallinero, yo trabajaba con ahínco; me
encantaba cómo cloqueaban las gallinas en los rincones las tardes calurosas,
descubrir nuevos huevos y que mi padre me felicitara por un trabajo bien hecho. Jack,
en cambio, solía entretenerse abriendo agujeros en la parte de abajo de las paredes
por los que entraban los zorros, lo que se traducía en una masacre un par de noches
después. Escribió «Al diablo con to’ el mundo» en la pared, encima de su cama,
usando un palo carbonizado. Y cuando una tarde quemó un árbol del huerto y el
fuego estuvo a punto de extenderse hasta la casa, nuestro padre lo castigó una semana
(aunque había poca cosa que pudiera quitarle) y nuestra madre pidió unas horas libres
en el trabajo para ir a hablar con el psicólogo del colegio.
En secundaria la cosa empeoró. Jack fumaba en la parada del autobús hasta que
otro chico se chivó, y yo me descubrí remendando quemaduras del tamaño de una
moneda de diez centavos en sus vaqueros, en vez de los desgarrones que se hacía al
meterse entre las zarzamoras. Se cortó sus rizos rojos por arriba y empezó a rebajarse
las cejas con la cuchilla, y le dijo a nuestro padre que era para ahorrar, como nos
recomendaban una y otra vez desde niños (el pelo siempre nos lo había cortado
nuestra madre con unas tijeras especiales). Al año siguiente les dijo que se escaparía,
que se escaparía en serio, si no le llevaban al pueblo una vez a la semana para salir
con «los colegas»: otros chavales de séptimo curso tan flacuchos y con el pelo tan
mal cortado como él. Nuestro padre le invitó a cumplir su amenaza, pero mamá
empezó a llevarle de mala gana al pueblo los sábados, alegando que nos estábamos
haciendo mayores y necesitábamos vida social. A mí me llevaba de paso a tomar una
copa de helado. Yo vivía con el temor de que estallara una pelea —una pelea aún
peor que las anteriores— entre Jack y nuestros padres. Pero conmigo Jack era casi
siempre cariñoso, e incluso me hacía confidencias. Cuando me contó que sus amigos
y él robaban a veces navajas baratas o paquetes de cecina, le guardé el secreto. Me
pareció lo más justo, sobre todo teniendo en cuenta que solía traerme golosinas y
tebeos que siempre decía que había comprado con su paga.
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Vivimos en el campo hasta que Jack iba a empezar noveno curso y yo séptimo.
Entonces nuestros padres vendieron la casa y compraron un piso en el recién
revitalizado centro de Greenhill, donde, aunque no podíamos tener huerto, podíamos
ir andando a los mejores colegios públicos de la zona. Una vez instalados en la
ciudad, mi hermano y yo comenzamos a llevar vidas separadas. Yo empecé a ir al
instituto (un establo lleno de chicos misteriosos y de chicas cuyo afán por arreglarse
me daba pavor) y Jack se echó nuevos amigos, chavales amantes del deporte y de
aspecto lozano, y comenzó a hacer atletismo y a jugar al baloncesto con los equipos
de bachillerato. Nuestros padres estaban visiblemente aliviados: mi hermano parecía
de pronto demasiado atareado para meterse en líos y, como se levantaba muy
temprano para ir a entrenar, por las noches se iba derecho a la cama, rendido de
cansancio. Aquel primer curso en la ciudad fue bien, y también el principio del
segundo. Pero yo echaba de menos a Jack, igual que echaba de menos nuestra casa en
la montaña. Tenía la sensación de que mi hermano se me había escapado en un
descuido. Era aún más amable conmigo que cuando éramos niños, pero también más
distante. Cuando mejor lo pasaba con él era cuando se dejaba ver por mi abarrotada
habitación por las tardes, a menudo cuando estaba haciendo los deberes.
«Ah, esas ecuaciones», decía. «Me acuerdo de ellas. ¿Quieres que te ayude?». O
entraba de repente con el pelo mojado, recién salido de la ducha, y se sentaba en el
borde de mi cama con un gruñido de cansancio. «Estoy muerto», decía. «Hoy hemos
tenido entrenamiento doble». Esos momentos nunca duraban mucho, porque al poco
rato me daba un coscorrón y se marchaba a hacer los deberes o a llamar a una amiga.
Creo que nuestros padres aceptaban este distanciamiento como una consecuencia
inevitable del proceso de maduración de un joven al margen de su familia. Pero, para
equilibrar las cosas, insistieron en conservar algunos rituales de nuestra vida anterior;
el principal de ellos, la excursión al monte que hacíamos los cuatro juntos una vez al
mes. Solíamos esperar a que hiciera buen tiempo: una mañana soleada y despejada
del fin de semana, cuando las montañas lucían en todo su esplendor, en cualquier
estación. Esos días experimentábamos de nuevo, al unísono, el placer de contemplar
las cordilleras y las estribaciones azuladas que se extendían más allá.
Así fue como perdimos a Jack.
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Cuando Alexandra abrió la urna se echó a llorar, no porque le dieran miedo las
cenizas humanas, sino porque aquello era la gota que colmaba el vaso. Estaba en un
país extraño, exhausta, sus planes ya se habían torcido y se sentía, con ese
dramatismo propio de la juventud, a merced de un poder superior: el destino, quizás,
o una conjura que tanto podía ser buena como mala.
Tuvo que zarandear varias veces al taxista por el hombro y gritar: «¡Pare!», antes
de que se volviera para mirarla y, al ver su cara acongojada, se apartara rápidamente a
una callejuela zigzagueando entre el tráfico. Un par de gatitos y un gato sarnoso
huyeron cuando el taxi se detuvo junto a la acera, y Alexandra vio que habían estado
comiendo algo sanguinolento. La calle estaba sombreada por grandes árboles que,
aunque ella no lo supiera aún, eran lipa, tilos cuajados de colgantes flores verduzcas.
La quietud que reinaba allí contrastaba extrañamente con el trasiego del enorme
bulevar y el hotel. Alexandra esperó, tratando de sofocar sus sollozos, mientras el
taxista aparcaba y dejaba el motor al ralentí.
—¿Hay algún problema? —preguntó el hombre.
A Alexandra le extrañó que hablara un inglés tan diáfano, y se preguntó por qué
antes no se había dirigido a ella en ese idioma.
—Por favor —dijo—. Lo siento… Lo siento, pero me he equivocado de equipaje.
Esta bolsa es de otra persona.
El hombre frunció el ceño como si hubiera hablado muy deprisa, o como si no
entendiera sus palabras, farfulladas con voz temblorosa.
—¿Qué? ¿Se encuentra bien?
—Sí, pero esta bolsa es de otra persona.
—¿De otra persona? —Estiró el cuello por encima del respaldo del asiento, y ella
señaló el bulto sin decir nada y dio unas palmaditas al objeto que contenía.
—¿No es suya?
El taxista la observó fijamente en lugar de mirar la bolsa. ¿Sería un rasgo
característico de los búlgaros, escudriñar el rostro de una persona en busca de pistas
antes de entrar en detalles? El hombre alto había hecho lo mismo, pero tal vez se
debiera a que era extranjera.
El taxista se bajó del coche y se acercó a su puerta. La abrió y se inclinó para
examinar las bolsas amontonadas.
—¿De quién es? —preguntó.
Estaba tan cerca de ella que Alexandra pudo a su vez mirarlo con atención. Le vio
entonces no como un chófer que la conducía a su alojamiento, sino como a una
persona, como a un hombre no mucho mayor que ella, de unos veintinueve años.
Treinta y pocos, como mucho. Advirtió de nuevo que tenía una cara pálida y angulosa
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y que, cuando se inclinaba, el cabello claro le caía sobre ella, tapándola en parte. Sus
ojos eran azules, auténticamente azules, no verdeazulados. No era alto ni fornido,
pero sí de manos finas y gestos delicados.
—No entiendo —dijo—. ¿Cómo es posible?
—Le cogí la bolsa al hombre que estaba a la entrada del hotel, con esos señores
mayores. Un hombre alto, un anciano en silla de ruedas y una mujer mayor —
respondió Alexandra tratando de pronunciar con la mayor claridad posible.
—¿Les ha robado la bolsa?
La mirada del taxista traslucía más sorpresa que reproche. Alexandra comprendió
que él también se había fijado en los ancianos cuando habían salido trabajosamente
del hotel.
—No. —Sintió de nuevo el escozor de las lágrimas—. La cogí sin querer cuando
les ayudé a subir al taxi. Pero creo que son… Mire.
Abrió la tapa de la urna y le mostró la bolsa de plástico que había dentro. El
hombre se inclinó (Alexandra tuvo la sensación de que su historia lo había dejado
perplejo) y la tocó, igual que había hecho ella. Frunció el entrecejo. Alexandra
observó que buscaba a tientas alguna marca en la caja, como había hecho ella, y que
examinaba la madera pulida del exterior. Retiró la bolsa de terciopelo y ella reparó
por primera vez en que lo que había labrado en el borde era una guirnalda de hojas
con la cabeza de un animal a cada lado. El taxista encontró el nombre antes de que
pudiera indicárselo y lo leyó en voz alta.
—Creo que se trata de una persona —dijo—. Que se trataba de una persona. De
un hombre.
—Lo sé —contestó ella, acordándose del anciano de la silla de ruedas.
Aquel recuerdo la hizo desfallecer. ¿Era posible que el anciano hubiera perdido a
su otro hijo? ¿O a un hermano?
—¿Entiende usted? Es el cuerpo de una persona —insistió el taxista.
—Lo sé —respondió ella—. Las cenizas, no el cuerpo.
—Sí, ceniza. —Su voz sonó aguda—. En búlgaro decimos prah. «Polvo». —
Tenía un sonido gutural—. Quizás debería devolvérselas cuanto antes.
—Claro que sí —dijo ella casi gimiendo—, pero no sé quiénes son, ni dónde han
ido. Creo que debería acudir a la policía.
Se imaginó a la policía buscando en sus archivos informáticos, encontrando aquel
nombre, haciéndose cargo respetuosamente de la urna y asegurándole que se la
devolverían a sus legítimos propietarios. O tal vez le dieran su dirección y tuviera que
llevarles la bolsa en persona. Luego se imaginó a sí misma frente a aquellas personas
cuyo tesoro tenía en su poder, y notó un nudo en la garganta. Debían de estar
buscándola por toda Sofía. Pero se había subido al taxi después de que se marcharan.
¿Habrían descubierto ya que les faltaba una bolsa? Sin duda, se habrían dado cuenta
enseguida.
—No. Tenemos que volver al hotel —se corrigió Alexandra—. Creo que podrían
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volver allí a buscarme.
—Es buena idea —respondió el taxista, cuya voz sonaba de pronto más calurosa
y flexible, pese a que seguía mirándola con desconfianza. Su acento resultaba difícil
de localizar, pero, sin duda, era británico, casi cockney—. Vamos. Tenemos que
volver enseguida.
A pesar de su zozobra, a ella le gustó la forma en que sus labios de trazo fino y
elegante tanteaban las palabras. Tenía los dientes delanteros un poco torcidos, y una
mancha oscura en uno de ellos, como una peca. Sus pómulos eran anchos, huesudos,
prominentes, y Alexandra reparó de nuevo en lo tersa y lechosa que era su piel, salvo
por una constelación de lunares de color marrón claro, junto a la comisura de la boca.
Cerró con cuidado la tapa de la urna y la cubrió con la tela. Luego se sentó tras el
volante y arrancó antes de que ella tuviera tiempo de darle las gracias.
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5
La senda de Windy Rock era una de las rutas más bellas de las Montañas Azules de
Carolina del Norte. Sin duda, sigue siéndolo. No voy por allí desde 2007, cuando
regresé para una dolorosa visita junto a mi madre.
Era, de hecho, una de nuestras excursiones favoritas, pero Jack se despertó de mal
humor aquella mañana de octubre. Nunca supe por qué. Después, durante años, lo
atribuí a que el día anterior había cumplido dieciséis años; quizás fuera por eso.
Aquel día le entregaron el permiso de conducir, que mi padre le acompañó a recoger,
pero no le regalaron un coche. Mis padres habían acordado que solo podían
permitirse invertir un par de cientos de dólares en comprarle un coche y que el resto
del dinero tendría que conseguirlo él, trabajando. Jack tenía algo de dinero ahorrado,
pero no lo suficiente para comprarse un automóvil que nuestros padres considerasen
seguro.
Puede que fuera esa la causa directa del enfado entre mi padre y él, o puede que
simplemente estuviera resentido por no tener coche una vez pasado el mágico día de
su dieciséis cumpleaños. Llegó medio dormido y enfurruñado a desayunar, antes de
irnos de excursión, y yo comprendí que era mejor abstenerse de hablar con él.
Mientras estábamos poniéndonos las botas y las chaquetas, hizo un intento desganado
de escaquearse de la excursión. Mi madre debió de poner cara de pena, o puede que
mi padre lo mirara con dureza, inquisitivamente, porque Jack desistió de inmediato.
Estuvo muy callado durante el trayecto en coche por la carretera de la sierra, hasta
el lugar donde pensábamos tomar la senda. Para olvidarme de su extraño mal humor,
me puse a mirar por la ventanilla el follaje otoñal, que se marchitaba en los álamos en
tonalidades castañas y doradas, y el rojo llamativo de las bayas de los serbales,
prendidas entre sus grises ramas. Era un día luminoso y despejado, y las montañas se
veían en oleadas, una tras otra. Me asombró, como me había asombrado siempre
durante mi infancia, que de lejos fueran tan universalmente azules cuando, vistas de
cerca, podían ser tan coloridas. La primera vez que vi una cordillera montañosa en los
Balcanes doce años después, sentí una punzada de extrañeza y, acto seguido, un
aguijonazo de nostalgia: aquellas montañas se elevaban en picachos en lugar de
replegarse serenamente sobre sí mismas, y sus laderas formaban una imponente masa
de color negro y verde oscuro, jalonada de riscos. Pero se erguían con la misma
majestuosa impasibilidad, con la misma reconfortante solidez que las montañas de mi
tierra.
Mi padre aparcó al comienzo de la senda y bajamos los cuatro, nos pusimos
nuestras mochilas y Jack se ató las botas, primero una y luego otra, apoyándose en el
parachoques con semblante malhumorado. A mí me encantó verle así, como si fuera
el de siempre y al mismo tiempo pareciera haberse hecho adulto de repente: su
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estatura, a la que todavía no me había acostumbrado, sus hombros tan anchos, sus
recias piernas debajo de los pantalones caqui y la enorme bota de cuero con cordones
a rayas que apoyaba con firmeza sobre el parachoques. Levantó la vista en ese
instante y me dedicó la última sonrisa que me brindaría nunca, creo. Después, me
indicó con un gesto que me adelantara. Teníamos la costumbre de que mi padre
abriera la marcha; detrás iba mi madre y a continuación yo. Desde que se había hecho
mayor y podía desenvolverse con soltura, Jack ocupaba siempre la retaguardia. Si
sufríamos algún asalto por la espalda, Jack sería el primero en hacerle frente, lo cual
me preocupaba (por él) y al mismo tiempo me tranquilizaba.
Estábamos subiendo la primera cresta cuando gritó: «¡Un minuto!», y al volverme
vi que se estaba atando una de las botas sobre un lecho de roca. Me quedé allí cerca,
observándole en silencio, y pasado un momento le oí mascullar, enfadado, que no
había tenido ganas de venir desde el principio.
—Hoy tenía un montón de cosas que hacer.
Tiraba del cordón mientras yo observaba su cara morena, puesta de perfil, tan
parecida a la de nuestro padre. Parecía enfadado hasta con las botas.
—¿No te cansas de tener que trepar por una montaña solo porque papá y mamá lo
digan, cuando a ellos se les antoja, sin pensar en nada más?
—Pero siempre hemos venido de excursión —contesté yo torpemente—. A mí me
gusta.
—Ya, pero parece que se les olvida que ya soy mayor para que anden dándome
órdenes. Aquí estamos otra vez, en medio de la nada.
Había acabado de atarse el cordón y abarcó con un ademán el extenso paisaje, el
cielo y las montañas. A mí me encantaba aquel panorama.
Dije entonces algo que no debí decir. De pronto me enfadé porque se empeñara en
estropear el único día que pasaba con nosotros. Detestaba que hablara con tan poco
respeto de nuestros padres que, aunque no acertaran, tenían buenas intenciones.
Detestaba sus defecciones previas. Que sus amigos, sus novias y sus partidos de
baloncesto acapararan su atención, y que fuera incapaz de disfrutar estando un rato
conmigo, para variar.
—Bueno —dije enfadada—, ¿por qué no te pierdes, si vas a ponerte tan
desagradable con todo?
Me miró con la incredulidad reflejada en la cara (y cómo amaba yo aquella cara a
pesar de haber provocado su furia, y cómo la amo todavía). Entonces me dijo dos
cosas. Una, que me fuera al infierno. Y, dos, que él haría lo mismo.
Esas fueron sus palabras exactas, aunque no las ponga entre comillas: las últimas
palabras que, que nosotros sepamos, dirigió a otra persona. A mí se me saltaron las
lágrimas de arrepentimiento por mi propia mezquindad, y de pura pena. Di media
vuelta y seguí caminando a paso ligero, sin hacer caso del silencio que dejaba
rápidamente atrás. No se oían sus pasos. Me dije que se tenía merecido que le dejara
plantado un rato. Crucé un arroyo o, mejor dicho, pasé de piedra en piedra por el
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arroyo que cruzaba nuestra senda, escogiendo con cuidado el camino entre el agua
fragorosa, y pasados unos minutos vi a mis padres un poco más adelante, andando
tranquilamente, y les seguí.
Jack aún no nos había alcanzado cuando paramos a beber agua en el primer
mirador, desde el que se divisaba un inmenso panorama de montañas que, como olas,
rompían en el horizonte envueltas en una neblina azul. El valle se extendía a nuestros
pies, a más de un kilómetro de distancia, más allá de las hojas de color vino de los
arándanos que flanqueaban el camino. Mi madre me dedicó una sonrisa animosa y
buscó a mi hermano con la mirada. Luego nos sentamos los tres con las piernas
estiradas y esperamos unos minutos.
—¿Jack iba detrás de ti? —preguntó mi madre al cabo de un rato.
Les expliqué que se había parado a atarse los cordones, pero no les dije que
habíamos discutido.
—Bueno, ya nos alcanzará —dijo mi padre, pero mi madre debió de mostrar
algún leve indicio de inquietud, porque añadió—: Ya es mayorcito.
Seguimos caminando más despacio. Yo me preguntaba si mis padres sabían lo
enfadado que estaba por haber tenido que salir de excursión, y luego dejé vagar mi
mente hacia otros asuntos: el corte de pelo que quería hacerme, como el de esas dos
chicas que iban a mi clase de Ciencias Sociales, y el cuento que teníamos que leer
para la clase de Lengua del lunes. Era una revisión de Caperucita roja con personajes
adolescentes, y yo no estaba muy segura de que el resultado fuera bueno. Pensé en
escribir otra versión para ver si podía hacerlo mejor. Mientras tanto iba mirando el ir
y venir de mis gastadas botas de montaña, que había heredado de Jack (mi madre
aseguraba que eran «unisex», y yo lo aceptaba, siempre y cuando no tuviera que
llevarlas al instituto).
Nos detuvimos en el siguiente mirador y mi madre propuso que sacáramos el
almuerzo aunque fuera un poco temprano y que nos sentáramos allí a comer mientras
llegaba Jack. Mi padre estuvo de acuerdo y se quitó la mochila de los hombros. Mi
madre encontró una zona llana cerca del sendero y yo la ayudé a extender el
mantelito de cuadros que llevaba siempre para nuestros pícnics. Llevaba en la
mochila huevos rellenos, que tanto me gustaban, y pan en rebanadas del que
preparaba mi padre en casa, y también una botella de limonada con gas para cada
uno, lo cual era todo un lujo en nuestro austero hogar. Puso la botella de Jack junto a
las rocas, lista para cuando llegara. Mi padre no vio razón para esperar, así que nos
pusimos a comer. Pero a mí el pan me supo reseco, como si estuviera mascando ya
las palabras airadas que le había dicho a mi hermano, y noté que mi madre miraba
camino abajo cada pocos minutos. Aún no teníamos teléfonos móviles: en aquel
entonces eran todavía bastante novedosos, aunque unos años después tendríamos uno
cada uno.
Por fin mi padre le tocó el hombro a mi madre.
—No te preocupes, Clarice —dijo—. Jack tiene mucha experiencia, sabe
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manejarse en el monte. Seguramente necesitaba pasar un rato solo. Se está haciendo
mayor.
—Ya lo sé. —Mi madre parecía casi irritada, cosa rara en ella.
—¿Quieres que retroceda un trecho y que le diga que venga?
Mi padre recogió los restos del almuerzo, sin dejar ni una sola miga para los
pájaros: lo que sobraba, volvía a guardarlo en la mochila.
—Sí, ¿te importa? —Mi madre sonrió como si fuera una molestia sin importancia
—. Podemos esperaros aquí.
Mi padre se ausentó una media hora y regresó solo, con una sombra de disgusto
en el semblante.
—He llegado hasta la curva grande —explicó—. Hasta he estado llamándole a
gritos un buen rato, pero no contesta. Me temo que ha vuelto solo al coche.
Yo conocía aquel matiz de su voz: quería decir que Jack había quebrantado las
normas de nuestras excursiones y que más tarde habría una bronca. Sabía también
que Jack tenía permiso de conducir y llave de nuestro coche (una concesión de mi
padre por su cumpleaños).
—No te hemos oído llamarle —dijo mi madre, incrédula—. No le habrás llamado
muy alto.
—Bastante alto, sí. —Él se sentó un momento—. ¿Qué os parece si seguís
andando despacio y disfrutáis de las vistas, y yo vuelvo al coche?
No hizo falta que añadiera: Si es que está allí.
—Si dentro de una hora no he regresado con Jack —dijo—, volved justo por aquí
y esperaremos juntos en el aparcamiento.
Y aunque el coche siga allí, Jack me va a oír.
Yo noté que mi madre se resistía a seguir andando sin saber dónde estaba Jack.
Años después me di cuenta de que debió intuir que, si lo hacía, si seguía caminando,
podía parecer que todo iba bien, o al menos prolongar durante un rato la impresión
ilusoria de que no pasaba nada fuera de lo normal. De esto, de la tibieza con la que
afrontamos el peligro y nuestros propios temores, me di cuenta mucho más adelante,
al convertirme en madre.
Mi padre echó a andar camino abajo y mi madre y yo emprendimos la marcha
despacio, cargando con su mochila porque llevaba dentro otra botella de agua. Al
poco rato no éramos más que dos mujeres apocadas caminando bajo el cielo inmenso.
La senda se abría formando praderas y cruzaba un calvero natural que a mí siempre
me había gustado especialmente porque estaba salpicado de árboles caídos, plateados
y vencidos por la intemperie. Mi madre consultaba su reloj de tanto en tanto, y por fin
me dijo en tono reticente que tendríamos que dar la vuelta.
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6
Cuando el taxista dio la vuelta para regresar al hotel, Alexandra vio que la calle en
la que se habían detenido era corta y estaba flanqueada por destartalados edificios de
viviendas con ropa tendida en los balcones. Ahora que contaba con la ayuda del
taxista, podía detenerse a echar un vistazo a su alrededor. La belleza de la ciudad
residía en sus árboles, que formaban espesos doseles engalanados con flores
amarillas, semejantes a millares de insectos con las alas plegadas, y matizaban la luz
moteando de sol los coches aparcados. Vio que un hombre de pelo largo, con una
mochila a cuestas, caminaba bajo los árboles mientras se cepillaba los dientes. Una
mujer con vestido azul y pardo metía una llave en la cerradura de un portal, a pie de
calle, cargada con varias bolsas de compra. Dos señores mayores, vestidos con traje,
avanzaban con cautela por el pavimento desigual. Alexandra se preguntó por qué no
arreglaban las aceras en un sitio tan bonito. Los dos hombres gesticulaban,
enfrascados en una discusión. Allí todo el mundo parecía dotado de una viveza a la
que no estaba acostumbrada, o quizás fuera que movían más las manos, o que estaba
tan cansada que se sentía medio muerta. Se apoyó sobre el regazo la bolsa del
desconocido y la rodeó con los brazos: no quería dejarla en el asiento, a su lado,
como si fuera algo vulgar. Podía al menos abrazarla hasta que se la devolviera, a
pesar de que el peso y la lisura de la urna, que notaba a través de la tela, le encogía el
estómago.
Un instante después se incorporaron a la corriente del ancho bulevar. El conductor
se detuvo en la parada de taxis del hotel y se apeó de un salto. Alexandra bajó más
despacio; dejó sus bolsas en el asiento, pero no se alejó demasiado. El taxista subió
corriendo la escalinata. Alexandra agradeció en su fuero interno la energía de aquel
hombre. Era delgado y se movía vigorosamente; vestía vaqueros azules, camiseta
negra y deportivas del mismo color, y al subir la escalera se apartó el pelo de los ojos.
Desapareció al otro lado de las puertas de cristal.
Pero cuando volvió a salir, minutos después, tenía un semblante inexpresivo. Se
detuvo a preguntar a un par de personas que había en el descansillo, y a algunas más
en los escalones. Luego regresó a la parada de taxis y se paró ante Alexandra.
—Lo siento —dijo—. He preguntado a todo el mundo y algunos empleados se
acuerdan de la familia con la silla de ruedas —dijo con su acento británico—. Pero no
están aquí. Tomaron café con un hombre en la cafetería antes de marcharse. No
estaban alojados en el hotel. Uno de los empleados dice que el señor más joven
discutió acaloradamente con el hombre con el que tomaron café, un periodista.
Quiero decir que el hombre con el que se reunieron era un periodista conocido en el
hotel. Se marchó de malos modos por la puerta de atrás, y luego el hombre alto y los
dos ancianos salieron por la entrada delantera. —Hizo un par de gestos elocuentes
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señalando en ambas direcciones.
Y entonces ella, pensó Alexandra, habló con ellos al pie de la escalinata.
El taxista de detrás comenzó a tocar el claxon. El conductor montó en el coche y
Alexandra lo siguió de mala gana. Él puso en marcha el motor, se apartó de la parada
y paró un poco más allá, junto al bordillo.
—¿Qué quiere hacer ahora? —preguntó.
Alexandra advirtió una nota de recelo en su voz y sus gestos, como si temiera que
no fuera a gustarle su respuesta, pero también de curiosidad.
—Creo que tengo que ir a la comisaría de policía a enseñarles esto —respondió
—. ¿Puede llevarme?
El hombre se quedó callado un momento.
—De acuerdo —dijo por fin—. Pero primero debo decirle que aquí la policía no
siempre es muy útil, a no ser que vayan a pedirte dinero si te pillan yendo demasiado
deprisa o hablando por el móvil mientras conduces. Entonces son muy eficientes. —
Una mueca de fastidio había ensombrecido su semblante—. Pero puedo llevarla a la
comisaría si quiere. Seguramente es lo mejor. Puede que tengan alguna información
sobre el nombre que hay en la caja, aunque me sorprendería que movieran un dedo.
Al llegar al centro del casco histórico de la ciudad, detuvo el taxi a media
manzana de un edificio de hormigón con puertas de cristal.
—Esa es la comisaría más cercana —dijo señalando discretamente con el dedo—.
Seguramente querrán ver su pasaporte a la entrada.
—¿Le importaría ayudarme a explicarles lo que ocurre? Puede que no hablen
inglés.
Él negó con la cabeza.
—Discúlpeme si no entro, por favor. Me gustaría ayudarla, pero… —De pronto,
como si su falta de galantería le pareciera imperdonable, se giró y la miró a los ojos
—. Verá, he tenido problemas con la policía últimamente y no me gusta mucho estar
aquí.
Alexandra sintió un peso en el corazón. Todo aquello era tan surrealista…
Llevaba apenas dos horas en Bulgaria y ya se había mezclado con personas poco
recomendables, además de tener que cargar con el peso de la bolsa que sostenía sobre
el regazo. Se imaginó lo que habrían dicho sus padres, y se preguntó si Jack lo habría
comprendido. Pero así eran las cosas: sencillamente, había sucedido.
El taxista parecía aguardar una respuesta.
—Entonces… —dijo Alexandra—. ¿Qué es lo que…?
—No soy un delincuente —respondió él proyectando la barbilla hacia delante—.
Por favor, no piense que lo soy. Me detuvieron en una manifestación el mes pasado.
Era una manifestación ecologista, nada más, pero la emprendieron con nosotros.
Hubo jaleo y decidieron dar un escarmiento conmigo. Estuve tres días detenido.
Alexandra se tranquilizó.
—¿Por qué se manifestaban?
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—El gobierno va a reabrir algunas minas del centro del país; minas que llevaban
muchos años cerradas porque no eran seguras para los mineros y porque vierten un
veneno espantoso en uno de nuestros ríos principales, que abastece a muchas
localidades. El gobierno piensa que todo el mundo lo ha olvidado, y algunos
empresarios piensan lo mismo. Pero sabemos que quieren reabrir esas minas sin
arreglar nada para ganar dinero con ellas. Ya ve.
Resopló.
—La policía me dijo que la próxima vez iría a la cárcel de verdad —añadió—, y
lo mismo les dijeron a otros detenidos. —Se quedó callado un momento—. Hay
varios motivos por los que no les tengo mucha simpatía.
—Bueno —dijo Alexandra, aliviada. Ella también había participado en una o dos
manifestaciones antibélicas estando en la universidad—. Entiendo que no quiera
volver a entrar ahí.
El taxista se rascó la mejilla.
—Hay algunos agentes de policía decentes, pero también los hay que siguen
creyendo que pueden dar palizas a la gente cuando quieran, incluso estando en
democracia.
Ella hizo un gesto afirmativo.
—Lo sé. —Aunque en realidad tenía una idea muy vaga—. De acuerdo.
Entonces… espere… —Hizo una pausa—. Dígame otra vez cómo se llama esto, las
cenizas.
—Prah —dijo él en tono paciente.
Alexandra lo repitió.
—Tampoco sé cómo llegar a mi hostal, pero imagino que eso podrá averiguarlo
después si tiene usted que marcharse. ¿Quiere que le pague ahora?
Él desdeñó su ofrecimiento con un ademán.
—Luego. Está usted muy cansada, y tengo su maleta en el maletero —añadió
como si fuera su padre o una persona de más edad. Después sacudió la cabeza—. No
pasa nada. No voy a robársela.
—Le creo —dijo Alexandra, y descubrió que era cierto.
—La espero aquí. Tardará más de media hora en hablar con alguien ahí dentro,
pero compraré unos periódicos.
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7
En cualquier ruta, sea cual sea su pendiente, siempre parece tardarse la mitad de
tiempo en recorrer el camino de vuelta que el de ida, y en aquella ocasión íbamos
casi siempre cuesta abajo. Avanzábamos deprisa y, mientras caminábamos, yo no
podía evitar mirar de reojo los bordes más abruptos de la ladera, que en algunas
partes terminaba en un tajo cortado a pico sobre el valle. Estaba segura de que mi
madre, detrás de mí, hacía lo mismo. Cuando llegamos al aparcamiento, mi padre
estaba apoyado contra el coche con los brazos cruzados. No dijo nada hasta que nos
acercamos. Entonces habló con un deje de amargura.
—He estado una hora y media buscándole, llamándole a gritos por todos lados. Si
esto es lo que él considera una broma o un gesto de rebeldía, se ha pasado de la raya.
—No le habrá pasado nada, ¿verdad? —preguntó mi madre con voz temblorosa.
Cuando encontráramos a Jack habría una bronca, y si no lo encontrábamos o
tardábamos horas en encontrarlo… Pero no, eso era inconcebible.
—Claro que no —replicó mi padre con aspereza—. Pero vamos a tener que
hablar muy seriamente con él. Asustar a la gente no tiene gracia.
—No creo que tuviera intención de darnos este susto —dije yo con una vocecilla
débil.
De pronto parecieron recordar que yo era la última persona que había visto a mi
hermano.
—Cariño —dijo mi padre—, ¿te dijo Jack si pensaba apartarse de la ruta o volver
al coche cuando estabas con él?
—No —contesté abatida—, pero estaba de muy mal humor. —Me costaba tragar
saliva—. La verdad es que discutimos.
—¿Que discutisteis? ¿Por qué? —Mi madre pareció sorprendida, y era verdad
que Jack y yo ya rara vez nos peleábamos.
—Pues porque no quería venir de excursión, ya sabéis y… Estaba enfadado y dijo
que íbamos a pasar todo el día en medio de la nada. Yo le dije que dejara de decir
esas cosas, me contestó mal y yo me fui y lo dejé allí.
—¿Eso es todo? —Mi padre sacudió la cabeza como si aquello no fuera de gran
ayuda.
—Sí —contesté yo porque no me atrevía a contarles lo demás. Omití la parte en
que le decía a Jack que se perdiera. Pero, sobre todo, me abstuve de decirles lo que él
me había contestado: que eso pensaba hacer.
—¿Creéis que puede habernos adelantado? Puede que nos esté esperando más
adelante. —Mi madre pareció casi complacida al pensarlo, aunque no era la primera
vez que sopesábamos esa posibilidad.
—Imposible. —Mi padre dio una patada al bordillo del aparcamiento—. No nos
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hemos apartado del sendero. Lo habríamos visto pasar.
—Bueno, pues vamos a esperarlo aquí un rato —dijo ella, y eso hicimos.
Nos apoyamos contra el coche, nos sentamos en el murete del borde del
aparcamiento, nos paseamos por el lindero de hierba. Pasaron horas, o esa impresión
tuvimos, aunque creo que en realidad solo pasaron cuarenta y cinco minutos antes de
que mi padre bajara al albergue más cercano a llamar por teléfono. Antes de que
regresara, llegaron tres agentes forestales en coches distintos y empezaron a
interrogar a mi madre y a rastrear la zona. Los vimos apartarse de la senda en
distintos puntos para buscar a Jack en el bosque. Llevaban radiotransmisores cuyo
chisporroteo se oía intermitentemente entre los árboles. Al regresar no nos trajeron
noticias.
—Esto sucede muy a menudo con los adolescentes —le dijo uno de ellos a mi
madre, a la que mi padre abrazaba por los hombros—. Se enfadan y se salen del
camino. Volverá aquí tarde o temprano, hambriento y enfadado, o arrepentido, o
saldrá a la carretera, un poco más abajo. El otro día tuvimos un chaval que fue
caminando desde Pisgah hasta su casa en Boone. A sus pobres padres les dio un susto
de muerte. Pero los adolescentes son así.
¿De verdad se había vuelto Jack «así»?, me pregunté. Mi hermano era rebelde,
pero no tonto. Habíamos crecido juntos recorriendo los campos y los bosques de
nuestra antigua casa, y no creía que fuera tan idiota como para ir andando hasta otro
condado solo para darnos un susto. El Jack que yo conocía se quedaba a nuestro lado
aunque discutiera por todo y a veces llegara al extremo de amenazar con escaparse.
Incluso —me dije con un nudo en la garganta— cuando alguien le decía que se
perdiera. ¿Tanto cambiaba la gente al hacerse mayor?
A pesar de las palabras tranquilizadoras del agente forestal, Jack no apareció
aquella tarde. Cuando llegó la hora de la cena yo estaba tan enfadada con él como mis
padres, y ya no sabía si el dolor que notaba en la tripa era de rabia, de miedo o de
culpa (mi nueva compañera). No fue a casa aquella noche, después de que uno de los
coches patrulla del Servicio Forestal nos llevara a mi madre y a mí a la ciudad por si
Jack había vuelto por su cuenta, y para que llamáramos a sus amigos para
preguntarles si le habían visto. Mi padre se quedó en el monte para seguir
buscándolo. Por la mañana, cuando la luz que entraba por las ventanas del piso
recortaba, implacable, el rostro demudado de mi madre y mi padre volvió a casa con
el mismo aspecto angustiado, seguía sin haber noticias suyas. Al verlos, comprendí
que no podía contarles el resto de mi conversación con Jack. De todos modos no
serviría para encontrarlo: los guardabosques le estaban buscando por todas partes. Si
no lo encontraban, conocer el contenido de nuestra conversación solo multiplicaría
por cien el dolor de mis padres, que quizás me culparan a mí, aunque no tanto como
me culpaba yo misma.
De hecho, ni las patrullas del departamento del sheriff y del Servicio Forestal que
salieron en su busca, ni sus perros adiestrados, ni ninguno de los voluntarios que al
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poco tiempo se sumaron a la búsqueda lograron encontrar a Jack. No apareció sano y
salvo siguiendo el curso del río hacia abajo (como nos habían enseñado a hacer de
pequeños si nos perdíamos) en ninguno de los valles del Parque Nacional, ni en los
pueblecitos de los alrededores. No entró tranquilamente en el museo Cradle of
Forestry, ni en ninguna tienda de la calle mayor de Brevard.
Mis padres y yo lo esperábamos en casa o subíamos otra vez por la carretera del
parque, buscándolo al azar. Jack no se presentó en el instituto el lunes por la mañana
para su clase de biología, ni acudió el lunes por la tarde al entrenamiento de
baloncesto, que no se saltaba ni siquiera cuando tenía la gripe. No lo encontraron
semanas después, enfurruñado pero triunfante, en casa de algún amigo en West
Greenhill o en un supermercado de Tennessee, o en un autobús con destino al oeste
del país. Nadie lo reconoció en Nuevo México, ni en Oregón, ni en el sur de Alaska, a
pesar de la campaña que, coordinada por mis padres con ayuda de todas las
autoridades disponibles, se puso en marcha para encontrar al «niño perdido» (aunque
mi padre insistió en que era casi un adulto). No apareció en un barco con rumbo a
Rusia, a Honduras o a Bríndisi. Y, por suerte quizás (sí, todavía sigo creyendo que
por suerte), su cuerpo joven, bello y fuerte nunca apareció destrozado al fondo de un
precipicio de las Montañas Azules.
Al principio guardé silencio porque todavía cabía la posibilidad de que lo
encontraran. Y después seguí sin contarle a nadie lo que me había dicho precisamente
porque no lo encontraron. El Parque Nacional era enorme, como nos recordaban los
guardabosques a diario, y no sería la primera vez que el desaparecido (así lo llamaban
ellos, «el desaparecido») moría sin que lo encontraran, aunque había habido casos de
desaparecidos a los que se encontraba años después. Aparte de los precipicios que se
alzaban por encima de la masa boscosa, había grietas profundas entre las rocas. Había
riachuelos gélidos que se precipitaban en cascadas y desaparecían en cavernas
subterráneas. Y cuando, más de un año después, celebramos al fin un funeral en su
honor, no hubo cuerpo que enterrar. Mis padres y yo solo teníamos nuestras lágrimas
y un trozo de tierra vacío cercano a nuestra casa en las montañas, los amigos, casi
unos niños, azorados y vestidos con sus mejores galas, y los parientes que nos
rodeaban sin saber cómo ayudarnos. Esa noche soñé con un oso negro que corría por
la larga cresta de la cordillera, siempre muy por delante de mí, hasta perderse de
vista.
Durante mucho tiempo seguí creyendo que Jack era incapaz de atentar contra sí
mismo. Estaba demasiado apegado a la vida, al placer cotidiano de sentir la pelota de
baloncesto bajo su mano, tenía demasiadas ganas de vivir y de perder la virginidad.
Lo sabía, del mismo modo que sabía que yo llegaría a hacerme vieja. Si se cayó, fue
un resbalón fortuito, un error causado por el enfado, un mal paso. Sabía también que,
aunque fuera capaz de abandonar temporalmente a nuestros padres, a mí no me
habría dejado, al menos tan prematuramente. Habría vuelto con nosotros, sucio y
desafiante. Pero tal vez, con mis palabras, le había empujado a correr algún peligro.
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Con el tiempo llegué a dudar de su amor por la vida, del que tan convencida había
estado antes. Cada vez que miraba a mis padres o veía a algún amigo de Jack, me
preguntaba si debería haber dicho algo más, y entonces recordaba que había jurado
ahorrarles más sufrimientos.
Jack desapareció, sencillamente, y se llevó consigo toda nuestra paz.
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8
Alexandra se bajó del taxi con el bolso colgado del hombro y la bolsa con la urna
en los brazos. Recorrió un tramo de calle y subió los cuatro escalones de cemento. En
el vestíbulo del edificio encontró dos guardias sentados dentro de un cubículo
acristalado, al lado de un escritorio de madera arañado. Un mostrador rodeaba por
fuera el cubículo. Uno de los guardias estaba llenando una taza con el agua caliente
de un hervidor eléctrico. El otro, más joven, abrió la ventanilla de su lado y miró a
Alexandra con escaso interés.
—Dobur den —dijo ella, y aquellas palabras le supieron extrañas—. ¿Habla
inglés?
El agente se encogió de hombros mirando a su compañero, que había dejado el té
y la estaba observando.
—No —contestó el del té.
—Un poco —dijo el más joven como si se hubiera acordado de pronto.
—Soy estadounidense, profesora, de visita en Bulgaria. Llegué a Sofía esta
mañana y he cogido por accidente la bolsa de otra persona. —Trató de mantenerse
muy erguida al sacar su pasaporte—. Quisiera encontrar a esa persona para
devolvérsela.
El policía más joven cogió su pasaporte, lo abrió y se rascó el cuello. Vestía una
camisa azul de uniforme tan cuidadosamente planchada que, cubierto con ella, su
voluminoso pecho parecía el de un maniquí.
—Seguramente debería preguntar en el aeropuerto. Aquí no podemos ayudarla
con el equipaje.
Alexandra dejó la bolsa entre sus pies, oprimiéndola con los tobillos. No le
gustaba dejarla en el suelo, pero pesaba mucho.
—No es equipaje corriente. Conocí a un hombre en un hotel y cogí sin querer una
de sus bolsas.
—¿En un hotel? —Su rostro perfectamente afeitado mostró un destello de
sospecha, o quizás de desprecio, y Alexandra comprendió que se había equivocado
diciendo aquello—. ¿A un hombre? ¿Sabe cómo se llama?
—No, pero tengo un nombre que quizás pueda ayudar. Creo que la bolsa contiene
cenizas humanas. —Sintió que sus ganas de llorar afloraban de nuevo y procuró
sofocarlas.
El otro agente se acercó como si no tuviera nada más urgente que hacer que
escuchar un idioma que no entendía.
—¿Senisas? —preguntó al más joven—. ¿Qué es eso?
—Cenizas —repitió ella, notando que una oleada de desaliento empezaba a brotar
de sus pies cansados—. De una persona fallecida… Incinerada. Polvo, quiero decir.
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Trató de recordar la palabra que le había enseñado el taxista. Pero, como seguían
mirándola con el ceño fruncido, sacó su diccionario de bolsillo y la buscó
laboriosamente.
—Prah. —Les mostró la página.
El joven le dijo rápidamente algo al mayor, que meneó la cabeza. ¿Quería decir
que sí o que no, en este caso?, se preguntó Alexandra. El joven se rascó la coronilla
(llevaba el pelo muy corto) como si se abochornase por ella o por la persona cuyas
cenizas había robado.
—Enséñemelo.
Ella levantó la bolsa negra y la puso sobre el mostrador.
—Están aquí, pero preferiría no abrir la bolsa.
Entonces cayó en la cuenta de que podían pensar que llevaba algo peligroso: un
arma o una bomba. Los dos agentes salieron del cubículo y un par de mujeres que
acababan de entrar en el edificio volvieron la cabeza y la miraron boquiabiertas.
—Tiene que abrir la bolsa si quiere que la ayudemos —dijo el joven con firmeza.
Alexandra abrió la cremallera y les mostró la funda de terciopelo y, a
continuación, la caja de madera labrada. Odiaba todo aquello. Una vida expuesta a las
miradas implacables de dos burócratas.
—¿Lo ven?, hay un nombre en la caja.
Destapó el nombre grabado y se lo indicó al policía joven, que a su vez se lo
señaló a su compañero, cuyos labios se movieron al leer. Luego volvió a tapar
cuidadosamente la caja y cerró la cremallera de la bolsa. El viaje en avión le parecía
de pronto tan lejano que tenía la impresión de que había pasado un año entero; le
costaba creer que hubiera aterrizado esa misma mañana.
—Está bien —dijo el joven—. Venga conmigo. Veremos a alguien de personas
desaparecidas. Tienen un sistema informático para encontrar a gente desaparecida.
Acompáñeme.
El mayor se desentendió del asunto y siguió preparándose su té en el escritorio
arañado. Alexandra pensó que Stoyan Lazarov no era un desaparecido, sino un
muerto, pero aun así siguió la espalda musculosa y bien planchada del policía hasta el
ascensor. No pudo evitar sentir un asomo de inquietud al acordarse del comentario
del taxista acerca de los policías que seguían creyéndose con derecho a pegar a la
gente incluso en una democracia. Aquel policía en concreto podía romperle el cuello
con un solo ademán hecho al desgaire. ¿Y si llegaban a la conclusión de que había
robado las cenizas (o la bolsa) y decidían detenerla? Probablemente, no tenía dinero
suficiente para pagar la fianza o lo que hubiera que pagar para salir de allí: una multa,
o un soborno. ¿Le permitiría dar clases el Instituto Inglés después de aquello? Quizás
debería haber acudido a la embajada de Estados Unidos, se dijo. Pero ya era
demasiado tarde.
El policía sostuvo la puerta del ascensor para dejarla pasar y se situó a su lado,
rascándose el cuello, con la mirada fija en la anticuada aguja que marcaba los pisos.
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Tras la desaparición de Jack, pasé como una exhalación por el instituto, me gradué
antes de tiempo y fui la universidad, donde estudié Literatura inglesa. Abandoné mi
primer nombre, el que siempre había usado mi familia, y empecé a hacerme llamar
por el segundo, Alexandra. Era menos doloroso porque nunca había salido de la boca
de Jack. En la facultad comencé a escribir poemas y relatos fuera de clase, nunca
sobre adolescentes muertos, y a prepararme a tientas, como suele sucederles a los
escritores jóvenes, para la labor que emprendería más adelante. Fregaba platos en los
comedores universitarios y trabajaba en la biblioteca, donde a veces tenía la
impresión de que Jack estaba a mi lado. Y mientras tanto procuraba aprender mi
nuevo oficio a ratos, intermitentemente.
Por el camino me enamoré aún más profundamente de los libros. De las personas,
en cambio, me costaba mucho más enamorarme incluso cuando quería hacerlo. Mis
escasas relaciones con hombres (o, mejor dicho, con jóvenes universitarios)
entrañaron atracción, conversación y, en ocasiones, métodos anticonceptivos, pero
nunca afecto duradero. Ahora me doy cuenta de que lo que más me hacía disfrutar era
romper con ellos, la cara que ponían cuando les pedía que no volvieran a llamarme,
esa luz que se apagaba en sus ojos. En casa, mis padres también rompieron, vencidos
por el silencio (estaba segura de ello), no por las discusiones. Yo sabía mucho de
silencio: reconocía los síntomas. Me informaron de ello juntos, con los ojos
colorados, durante las vacaciones de primavera de mi primer curso en la facultad, y a
continuación dividieron equitativamente mi tiempo entre sus nuevos apartamentos,
más pequeños. Dijeron que sabían que era injusto para mí, porque nada de aquello era
culpa mía. Fueron más cariñosos conmigo que nunca, y cuando hablaban entre sí por
teléfono también derrochaban afecto. Yo, por mi parte, deseaba poder pedirle a Jack
que hiciera una fogata en el cuarto de estar de alguno de ellos, o que excavara un
agujero en sus pulcras cocinitas de solteros.
Después de la universidad volví a instalarme en Greenhill, donde dividía mi
tiempo entre los apartamentos de mis padres, y trabajé en la biblioteca colocando
libros. De ese modo disponía de unas cuantas horas libres a la semana para ejercer
como voluntaria en el colegio Montessori local por si acaso quería dedicarme a la
enseñanza más adelante (una muy vaga idea), y para escribir relatos y leer. Sabía que
a mis padres les preocupaba que no «pasara página», pero yo procuraba esquivar sus
miradas cuando desayunaba o cenaba con ellos. A veces, en verano, salía de noche
con mis amigos del instituto que volvían a Greenhill de vacaciones. Nunca me
preguntaban por Jack y yo nunca hablaba de él; quizás por eso no me preguntaban:
era un acuerdo perfecto.
Me acuerdo de aquellas noches de verano como si fuera ayer. Subíamos por la
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carretera del parque antes de que se pusiera el sol y nos sentábamos en el mirador
hasta que estaba tan oscuro que no se veían los árboles que coronaban las cumbres de
los cerros más lejanos. Ellos bebían cerveza y yo, que era abstemia, me instituía
como conductora oficial para llevar el coche de vuelta al pueblo. Pero, mientras
observaba sus caras y escuchaba sus risas y su cháchara, me parecían mucho menos
reales que el chico de la senda, con sus fornidos y peludos brazos de dieciséis años y
su hermoso rostro ceñudo. A veces me sentaba en la hierba de cara a los picos
difuminados por la distancia y me clavaba a un lado de la pierna, donde nadie podía
verlo, un palo afilado. Una noche me di cuenta de que estábamos sentados en lo alto
de una ladera muy empinada, casi vertical, cubierta de bosque pero perfecta para que
un coche se lanzara hacia su completa destrucción. Su estruendo, el ruido que haría al
chocar contra los troncos de los árboles y hacerse pedazos, me pareció más real que
las caras de mis amigos. Por un instante, me pareció incluso más real que mi recuerdo
de Jack.
Más tarde, esa misma noche, estando en mi cuarto en el apartamento de mi
madre, me pasé lentamente el filo de un cuchillo de cocina por la cara interna de la
muñeca, con la fuerza suficiente para abrir en la piel un surco rojo y profundo. El
dolor que tanto ansiaba no me produjo ningún alivio, pero me hizo volver en mí con
un sobresalto: de pronto cobré conciencia de lo feo, de lo estereotipado que era todo
aquello. Tardé en limpiar la sangre por completo, y me embargó la vergüenza al
pensar que tal vez tuviera que pedir auxilio, pero conseguí detener la hemorragia
manteniendo fuertemente vendado el brazo toda la noche. No volví a hacerlo, y
después de aquello siempre llevaba manga larga. Ni siquiera mis padres vieron la
cicatriz, que, aunque poco profunda, me picaba y me pesaba como un lastre.
Curiosamente también me impedía escribir, como si los relatos y poemas que había
practicado durante años se hubieran escapado con aquel reguero de sangre,
perdiéndose para siempre.
Permanecí casi tres años en Greenhill después de la noche en que me sajé el
brazo: trabajaba, leía y seguía allí por mis padres, sin comprender que mi tristeza no
podía servirles de consuelo. No me sentía preparada aún para continuar mis estudios,
pero una mañana de otoño, cuando iba a pie hacia la biblioteca en la que trabajaba
(tediosamente, a jornada completa), me di cuenta de que no podría seguir soportando
mis recuerdos mucho más tiempo. Poco después comencé a presentar solicitudes para
trabajar como profesora de inglés en el extranjero: en Bulgaria, por ejemplo, un país
en el que me fijé durante mis búsquedas en Internet porque era nuestro secreto, aquel
misterio de color verde claro que tanto amaba Jack y que ya nunca visitaría en
persona.
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lavar— parecieron agraviarla. Alexandra sintió el impulso de explicarle que se había
duchado hacía no tanto tiempo, aunque ahora le pareciera que esa ducha había tenido
lugar en otro planeta.
La mujer dio media vuelta y llamó a una puerta tachonada con remaches de latón,
y un instante después se hallaron en presencia de un hombre sentado tras un largo
escritorio, más allá de una mesa aún más larga. Alexandra pensó inevitablemente en
el grande y poderoso Mago de Oz. El hombre era prácticamente calvo y tenía las
cejas grises e hirsutas. Se levantó sin decir nada y Alexandra vio que, aunque no
vestía uniforme, sino camisa blanca y corbata, llevaba una pistolera vacía a la altura
del cinturón. Supuso que la pistola estaría en algún cajón cercano. La piel venosa de
sus sienes palpitaba visiblemente, y el párpado de uno de sus bondadosos ojos
marrones temblaba y se estremecía cuando le estrechó la mano.
—Dobur den —dijo ella.
El hombre le preguntó en búlgaro si hablaba búlgaro.
—Ne —contestó Alexandra en voz demasiado alta.
—Siéntese, por favor —le dijo él en un inglés perfectamente inteligible.
Había una sillita frente al escritorio. El hombre despidió con sendas inclinaciones
de cabeza al joven agente y a la dragona que le servía de secretaria. Alexandra
lamentó que no pudiera quedarse al menos el policía, al que ya consideraba en cierto
modo un aliado.
El Mago volvió a sentarse detrás del escritorio y la observó desde el otro lado.
—Bueno… Por lo visto tiene usted una maleta que no es suya.
—Exacto —contestó Alexandra apoyando las manos sobre la bolsa—. Pero le
aseguro que no era mi intención cogerla.
—¿Es usted estadounidense?
Ella no logró interpretar su tono.
—Sí.
—Su pasaporte, por favor, señorita.
Alexandra se lo entregó y el hombre lo examinó con precisión, sin perder un
instante. Ella reparó de nuevo en el temblor de su ojo, fijo en el sello de su visado. El
hombre anotó algo en un cuaderno.
—¿Cómo ha pasado esto? El asunto de la bolsa.
Alexandra le contó brevemente lo ocurrido, describiéndole a las tres personas con
las que había coincidido a los pies de la escalinata del hotel: la anciana de aspecto
frágil con su bolso colgando junto al costado y el hombre más joven vestido de negro
y blanco (¿para un funeral, quizás?). Cuando concluyó, el Mago juntó las manos
encima de la mesa, en horizontal, en un gesto que recordaba al de la oración. La luz
de una serie de ventanas se reflejaba en su calva.
—Ya veo. Entonces, desea devolver esa maleta. ¿Y dice que hay un nombre en la
caja?
Ella se lo mostró.
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—También tengo una foto de esas personas.
Sacó su cámara y buscó la fotografía, agrandándola para enseñársela al policía.
No había logrado captar la belleza del hombre alto. El Mago le echó una ojeada sin
mucho interés.
—Bueno… Stoyan Lazarov —dijo—. Podría haber mucha gente en Bulgaria con
ese nombre. Dice usted que la familia no es de Sofía. Puede que eso ayude.
Se volvió hacia el ordenador que había a un lado de su escritorio. Luego sonrió (a
la pantalla, no a ella) y comenzó a teclear.
Alexandra esperó, sujetando la bolsa. Unos minutos después, el hombre leyó algo,
tocó una tecla y volvió a leer.
—No, este vive en Sofía. Y este otro también. No, este no vive en Sofía pero está
vivo, y este también.
Luego se detuvo y miró la pantalla más fijamente, con el codo sobre la mesa,
inclinándose hacia delante con una atención parsimoniosa que quedaría para siempre
grabada en la memoria de Sofía. Pulsó otra tecla. La miró.
—¿No sabe usted cuándo murió esa persona exactamente?
—No. Bueno, imagino que hace poco tiempo —repuso ella con la mano sobre la
bolsa—. No puedo saberlo porque ni siquiera sabía que la bolsa contenía cenizas
cuando me la llevé sin querer. ¿Ha venido alguien preguntando por ella, quizás, o han
llamado?
El Mago pareció examinar sus palabras en el aire. Luego sacudió la cabeza.
—¿Me permite ver de nuevo la fotografía, si hace el favor?
Alexandra le pasó la cámara con cierta inquietud. El hombre observó las tres
figuras. Su ojo ya no parecía temblar. Alexandra alargó de nuevo el brazo para coger
la cámara en cuanto le fue posible sin que su gesto pareciera descortés.
—¿Hay algo de particular en esas personas? —preguntó—. A mí me parecieron
bastante… normales.
El hombre se tocó la barbilla.
—Voy a hacer una llamada. Discúlpeme. Veré si puedo ayudarla.
Sacó un teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta, marcó y se volvió hacia la
ventana como si quisiera concentrarse. Con un sentimiento de impotencia, Alexandra
le oyó hablar rápidamente en búlgaro. Resultaba extraño pensar que, seis meses
después, si estudiaba lo suficiente, si hacía amigos y escuchaba con atención, tal vez
pudiera entender una conversación como aquella. El hombre asintió con la cabeza en
silencio. Después volvió a hablar en tono mesurado, sin levantar la voz. Ella se fijó
en la piel tersa de su quijada, que se movía a un lado y a otro al articular los sonidos.
Colgó, se reclinó en la silla y pasó unos minutos más tecleando en el ordenador.
Luego miró a Alexandra, y ella tuvo la sensación de que no le importaba en absoluto
hacerle esperar.
—Lamento decirle que no podemos localizar de manera directa a las personas a
las que busca —dijo—. El sitio no está muy lejos de Sofía. Puede que, tratándose de
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un asunto tan delicado, convenga que vaya usted en persona y les explique lo que ha
pasado, si tiene tiempo.
Inclinó un poco la cabeza, como si fuera consciente de que, por su aspecto
desaliñado, debía de tener muchas cosas que hacer.
—Seguramente estarán muy preocupados —añadió. Volvió a posar las manos
sobre el escritorio como si se dispusiera a orar. Llevaba una ancha sortija de plata en
el anular derecho: una alianza de boda europea—. O —dijo, e hizo una pausa—, si
quiere, podemos guardar la bolsa aquí mientras va usted a buscar a su propietario
para que nosotros se la entreguemos. Aquí estará a buen recaudo hasta que vuelva.
Puede que incluso sea lo mejor.
Alexandra titubeó. Le incomodaba sentir el peso de la urna sobre el regazo, pero
no concebía la idea de abandonarla en un almacén. ¿Y si se perdía en algún laberinto
burocrático? Tal vez encontrara a la anciana pareja o a aquel hombre de ojos tan
bellos y, al llevarlos a la comisaría, descubrirían que su tesoro había desaparecido o
que no había forma de recuperarlo. ¿De qué serviría entonces que se disculpara? Posó
las manos en la bolsa. Comenzó a sentir el picor de la prolongada cicatriz de su
muñeca y tuvo que hacer un esfuerzo para no rascársela.
—Si no le importa —dijo—, prefiero que me dé la dirección. Quiero llevar las
cenizas yo misma. Así me quedaré más tranquila.
El hombre la miró con seriedad. Su ojo saltaba de pronto como si perteneciera a
otro sistema nervioso. Desplegó las manos sobre la mesa y se encogió de hombros.
—Como quiera —dijo.
Abrió de nuevo su pasaporte y anotó algunos datos. Sacó una hoja de papel en
blanco, dibujó algo en ella y se la pasó: era un pequeño plano dibujado con claridad.
Debajo había escrito algunas palabras.
—Aquí está la ruta. Es una localidad cercana a Sofía. ¿Tiene usted coche?
A Alexandra le pareció una pregunta innecesariamente sarcástica y temió que
estuviera a punto de ofrecerle un coche policial.
—No, no —dijo apresuradamente—. Pero tengo un amigo que puede llevarme.
Él asintió con un gesto. Quizás solo quería librarse de ella, al fin y al cabo.
—¿Por qué no me llama cuando haya devuelto la bolsa? Para que sepamos que es
asunto concluido. Aquí tiene mi tarjeta. ¿Tiene usted dirección postal o número de
teléfono en Bulgaria?
—No, lo siento —contestó ella—. Todavía no, quiero decir. Pero espero tener
pronto un teléfono. —Se abstuvo de decirle que ello dependería de cuánto costara—.
Voy a dar clases en el Instituto Central Inglés.
El Mago anotó la información. Su tarjeta estaba en alfabeto cirílico, y Alexandra
se la guardó en la cartera, con sus flamantes billetes búlgaros de diez y veinte leva.
—Gracias —dijo tendiéndole la mano.
Él se la estrechó afablemente, sin añadir nada más, y la acompañó hasta la puerta.
Alexandra se preguntó de nuevo si el súbito interés que le había parecido observar en
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él había sido un espejismo. Quizás solo quería desentenderse de un asunto tan nimio.
La dragona no se levantó para acompañarla hasta la salida.
En el pasillo, Alexandra miró la hoja que le había dado el hombre: una dirección
pulcramente anotada en cirílico y a continuación en alfabeto latino, pero sin número
de teléfono. El plano mostraba una carretera que iba desde Sofía a un punto negro
situado al este de la ciudad. Ciento veinte kilómetros, había añadido con su letra
impecable. No estaba muy lejos, aunque sí mucho más de lo que esperaba Alexandra.
Le chocó que no le hubiera anotado ningún nombre, pero no pensaba volver a llamar
a su puerta para preguntarle a quién tenía que buscar. Había guardado la esperanza de
que le hubiese anotado el nombre de un hombre alto vestido para un funeral.
Fuera, en la calle, brillaba el sol y hacía calor. Alexandra tuvo la escalofriante
sensación de haber salido de una cripta y hallarse viva otra vez. Los árboles y los
edificios parecían flotar bajo el peso de su cansancio. Entonces el taxista levantó la
vista de sus periódicos y la saludó con la mano a través del parabrisas, y por un
instante casi tuvo la sensación de estar en casa.
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— Veo que sigue teniendo la bolsa —dijo el taxista cuando subió al taxi.
Mantenía una expresión plácida, pero sus ojos parecían vigilarla a través del
retrovisor.
—Sí —contestó Alexandra—. Un agente de policía ha buscado la dirección de la
familia. No he querido dejar la urna en la comisaría.
Le dio la tarjeta del policía.
—Hum —murmuró el taxista antes de devolvérsela.
Alexandra le mostró el plano dibujado a mano.
—Bovech —dijo él.
—¿Qué?
—Es el nombre del pueblo. Un sitio muy pequeño. Aunque yo nunca he estado
allí.
Alexandra meneó la cabeza.
—No sé qué hacer. No sé si esas personas estarán todavía en Sofía, buscándome,
o se habrán ido sin la urna. Puede que aún no hayan llegado a casa. Puede que no
vuelvan hasta mañana, como mínimo. —Cogió la hoja y volvió a doblarla—. Estoy
pensando que debería haberle dejado la urna a la policía, a fin de cuentas. Así, si esa
gente fuera a la comisaría a preguntar, la encontraría allí.
El taxista negó con la cabeza.
—No es buena idea dejarle cosas a la policía —dijo como si le irritara que
considerara siquiera esa posibilidad—. ¿Quiere que la lleve a su hotel para descansar?
Puede esperar un día y luego ir a Bovech. Es una lástima que la policía no le haya
dado el número de teléfono de esas personas. No creo que en Sofía pueda
encontrarlas fácilmente, aunque estén aquí. Es una ciudad muy grande.
Alexandra se inclinó otra vez hacia delante para tocar el respaldo del asiento del
taxista.
—Hablé con el hombre alto antes de ayudarles con las bolsas —dijo—. Me
preguntó si estaba de vacaciones en Bulgaria. Y me dijo que pensaban ir al
monasterio de Velin. Yo ya había leído ese nombre en mi guía. Dijo que era precioso
y muy conocido, y que debería ir a verlo algún día.
El rostro del conductor pareció iluminarse.
—¿Iban a ir a Velinski manastir? Está cerca de Sofía. Seguramente querían
celebrar allí un funeral para el difunto, en la iglesia del monasterio. Puede que hayan
ido de todos modos, ya que sabía usted que tenían previsto ir allí. —Consultó su
teléfono móvil—. Solo nos llevan unos cincuenta minutos de ventaja, a no ser que
hayan ido en autobús, y en ese caso llegaremos antes que ellos. ¿Quiere que la lleve
allí?
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—Sí, por favor —contestó Alexandra—. Pero puede que sea un viaje muy largo
para usted. Hay que salir de la ciudad.
El hombre miró por encima de su asiento y pareció calibrarla con sus ojos
luminosos, por debajo del flequillo.
—Le cobraré solo la gasolina consumida hasta ahora —dijo—. Esto le ha pasado
por accidente. Puede pagarme solamente el viaje de ida y vuelta al monasterio. Serán
en total unos cuarenta y cinco leva. Cincuenta, quizás.
Era mucho para ella, aun así, pero no quería pararse a cambiar más dinero o
ponerse a discutir por el precio de la carrera. Le preocupaba más no conocer a aquel
joven, ni su cultura, y ahora estaba a punto de abandonar la ciudad con él llevando
todo su equipaje. Seguramente el desfase horario estaba afectando a su capacidad de
juicio. El taxista se estaba mostrando generoso, pero en ciertos momentos parecía
también un poco malhumorado. ¿Podía deducirse de ello que era una persona
colérica, tal vez incluso violenta?
Era, por otra parte, un profesional, ¿y cómo, si no, iba a devolver ella la bolsa?
Retorciéndose de inquietud bajo la mirada atenta del taxista, empezó a preguntarse si
aquellos ancianos la perdonarían cuando los encontrara. Pensó por un momento que
se sentirían agradecidos por que los hubiera buscado, en vez de enfadarse por su
error. Tal vez la invitaran a asistir al funeral, una vez les hubiera devuelto la urna.
Rehusaría dándoles las gracias humildemente, para que pudieran celebrarlo en la
intimidad. El hombre alto le sonreiría, sin reservas esta vez, iluminada la cara por el
asombro ante su diligencia y meticulosidad. Le estrecharía la mano antes de alejarse.
La anciana tendría lágrimas en los ojos. Se despediría de ellos discreta y
respetuosamente y le diría al taxista que la llevara a su hostal en Sofía. Se daría una
ducha con un montón de jabón y dormiría doce horas seguidas aunque fuera todavía
temprano para acostarse. Después, comenzaría de verdad su estancia en Bulgaria.
Pero primero tenía que resolver aquel enojoso asunto.
—Porque no pude detenerme ante la muerte —murmuró—, amablemente se
detuvo ella ante mí…
—¿Cómo dice? —El taxista fijó los ojos en ella, extrañado.
—Nada —contestó apresuradamente—. Gracias. Se lo agradezco de veras.
—Puedo ir muy deprisa —añadió él.
—No, por favor —le dijo Alexandra.
Se preguntó de nuevo qué le habría aconsejado Jack si hubiera podido contarle
cuál era su situación. Pero Jack no estaba allí. Sintió una punzada de rencor, casi de
rebeldía.
—Vamos —añadió rápidamente.
El taxista le tendió la mano.
—Soy Asparuh Iliev, por cierto —dijo.
Alexandra no consiguió entender el nombre, y el joven ladeó la cabeza
comprensivamente.
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—Asparuh es un nombre muy conocido en Bulgaria. Fue el rey que fundó el
primer estado búlgaro en el año 681. Hasta yo estoy harto de él. Puedes llamarme por
mi apodo, Bobby.
Pronunció Bobi, acortando las sílabas. Alexandra reparó de nuevo en su extraño
acento: hablaba como un taxista de Londres en una película, no como un taxista
búlgaro. Asintió con la cabeza y le estrechó la mano un momento. Tenía la palma
cálida y seca y la mano fina pero agradablemente mullida, como la zarpa de un mono.
—Yo soy Alexandra Boyd —dijo—. Debería haberme presentado antes.
—Alejandra de Macedonia —repuso él con una sonrisa—. ¿Sabes lo que significa
tu nombre?
—No. —Pensó que debería haberlo sabido, teniendo en cuenta el tiempo que
llevaba llamándose así.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Significa «defensora de los hombres». ¿Vas a protegerme?
Alexandra sonrió.
—Desde luego que sí —contestó.
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El trayecto hasta salir de Sofía la dejó anonadada: nunca había visto nada igual.
Había indicadores por todas partes, y la lentitud con la que avanzaban le permitía
distinguirlos con claridad: estaban en su mayoría en cirílico, pero algunos también en
inglés y, de vez en cuando, en francés, alemán o griego. Había señales de tráfico
dirigidas a los conductores y a los peatones, carteles que conducían a hotelitos, a
copisterías, a talleres de reparación de bicicletas y a carnicerías; y letreros que
indicaban puntos donde podían comprarse flores, rodeados de ramos metidos en
cubos. Vio placas doradas en monumentos a soldados y en estatuas de hombres
gesticulantes ataviados con largas levitas, algunos de cuyos pedestales estaban
cubiertos por pintadas de colores chillones.
Cuando Bobby se detuvo en un semáforo, observó los anuncios pegados a las
farolas y trató de adivinar lo que significaban: arranque este número y llame hoy
mismo para aprender inglés, para perder peso, para comprar una silla de ruedas, para
viajar a Grecia o a Turquía, para informar sobre el paradero de un perro extraviado…
Este último era muy evidente: llevaba una fotografía en blanco y negro, algo borrosa.
Había, de hecho, perros en muchas de las calles, cosa en la que no había reparado
antes. Pero no parecían perdidos; eran perros callejeros. Sorteaban el tráfico
temerariamente, orinaban en las aceras y se husmeaban entre sí y a los viandantes,
que procuraban apartar de ellos sus paquetes, sus faldas o sus manos. Le parecieron
lobos trotando en manadas por los linderos de los parques, sueltos pero enfrascados
en sus asuntos.
Había, no obstante, muchas más personas que perros, y no podía evitar mirarlas
con curiosidad por la ventanilla del taxi: se amontonaban en las aceras y en las
tiendas, conversaban en las terrazas de los cafés, vendían libros usados bajo toldos de
lona o zapatos nuevos en los escaparates de las tiendas, pedían monedas o apartaban a
sus hijos pequeños de quienes mendigaban en la calle. Vio brotar un torrente humano
de los edificios de la universidad, de las oficinas de cambio de moneda, de las
panaderías y las iglesias, llevando libros o bolsos, cigarrillos o bolsas de plástico. Vio
a la gente de Sofía consultar sus teléfonos móviles, sus relojes o sus bolsillos, vio a
mujeres retocarse el carmín en un espejito de mano, subir a un taxi, montar en los
trolebuses azules y amarillos bajo una telaraña de cables eléctricos. Había ancianos,
vestidos con chaquetas viejas pero cuidadosamente conservadas y gafas de cristales
gruesos, que se saludaban entre sí y se detenían a estrecharse la mano. Vio a chicas
con vaqueros ceñidos, lustrosas melenas rizadas y pestañas vertiginosamente largas; a
abuelas con vestidos estampados marrones y naranjas, con un niño en cada mano; a
jóvenes que fumaban con la suela de un zapato apoyada contra la fachada de un
banco; a mujeres maduras, calzadas con zapatos de tacón alto, dirigiéndose
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apresuradamente a su destino.
Al salir del centro de la ciudad, siguieron pasando ante bloques de viviendas.
Algunos eran de construcción reciente, pero la mayoría parecía tener al menos un
siglo de antigüedad. Bordearon un parque y pasaron frente a varios monumentos, tan
deprisa que no le dio tiempo a verlos con claridad, aunque distinguió un enorme
pedestal repleto de estatuas y fusiles.
—Disculpa —dijo, pero Bobby no pareció oírla.
Entonces se dio cuenta de que había visto aquella imagen en su guía turística: era
un monumento al Ejército Rojo que ocupó el país en septiembre de 1944. «Una
invasión de la Unión Soviética o una revolución comunista, dependiendo de con
quién hable el visitante», reflejaba la guía. Se preguntó con quién hablaría ella más
adelante, y si de verdad la gente seguía conversando sobre ese asunto, y dónde. ¿En
la cola del supermercado? ¿En las fiestas? En su país, la Segunda Guerra Mundial era
historia antigua —excepto en Hollywood— y había sido enterrada con honores. Su
tío abuelo, muerto hacía poco tiempo, había sobrevolado aquellas tierras siendo
apenas un adolescente, durante los bombardeos de Rumanía y Bulgaria. Alexandra se
preguntó si su avión habría dejado caer una bomba sobre el parque en el que se
alzaba ahora el monumento.
El taxi de Bobby aceleró en un ancho bulevar y el centro de la ciudad quedó atrás,
seguido por una destartalada zona comercial en la que los muebles, las telas, la ropa y
los enseres domésticos se exhibían ante las puertas de los locales o detrás de
escaparates polvorientos. De pronto pudo ver algunos de aquellos enormes bloques
de viviendas que había distinguido desde el avión unas horas antes. Bobby los señaló
y dijo algo, y ella se inclinó para oírle entre el cálido fragor del viento y el tráfico. El
taxi no parecía tener aire acondicionado, o quizás a Bobby no le gustaba utilizarlo.
Había dejado las ventanillas delanteras abiertas.
—¿Perdona? —gritó ella.
—Yo me crie ahí —repitió él alzando la voz.
Alexandra se volvió para mirar los gigantescos edificios arracimados. Desde
aquella distancia tenían un aspecto de precariedad: a sus pies se extendían ralas
arboledas de abedules jóvenes o descampados cubiertos de hierbajos, y en algunos
aparcamientos se veían vallas de obra. No supo a cuál de aquellos veinte o treinta
edificios señalaba Bobby. No eran blancos, como le habían parecido desde la
ventanilla del avión. Y aunque saltaba a la vista que eran modernos, semejaban ya
inmensas ruinas, con el revestimiento de las fachadas resquebrajado y desprendido en
algunas partes.
—Panelki, así los llamamos —gritó Bobby.
Alexandra tardaría aún varios días en aprender aquella palabra y comprender lo
que había dicho Bobby.
—Porque están hechos de paneles prefabricados —añadió él.
Ella no vio ningún panel: solo filas de balcones de aluminio, muchos de ellos con
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ropa tendida y algunos con flores y hasta con arbolitos plantados en macetas.
Bobby le hizo otro gesto por encima del hombro.
—Oficialmente se llaman blokove. Yo crecí justo ahí.
A Alexandra le parecían todos igual de sórdidos. Habría preferido un panorama
de pequeños pueblecitos. Prefería, además, que Bobby mirara hacia delante.
La carretera, que partía de la ciudad dividida en dos carriles separados por un
deteriorado murete de cemento, distaba mucho de ser una autovía. Vio pasar algunas
viviendas, una zona suburbana: casas chatas, con las fachadas enlucidas y pintadas de
distintos colores y en diverso estado de deterioro, la mayoría con cubierta de tejas
rojas, y muchas precedidas por vallas de alambre o tapias de cemento. Delante de una
de ellas había una alambrada detrás de la cual ladraban furiosamente dos perros de
gran tamaño. En otro patio vio un burro de ojos tiernos asomado a una tapia y se
preguntó si ya habían salido oficialmente de la capital. Pensó fugazmente en anotar lo
que iba viendo, pero ¿de qué serviría? Nunca utilizaría aquellas notas para nada,
ahora que se había quedado sin historias que contar.
Se asomó por la ventanilla con la cámara en la mano y fotografió las casas y los
patios, con sus manzanos y sus melocotoneros cuajados de hojas nuevas. Por todas
partes había huertos domésticos, vigorosas patateras, matas de guisantes y judías
sostenidas por rodrigones, tomateras cuyos pequeños frutos verdes comenzaban a
engordar. Vio a una pareja de ancianos en su huerto. La mujer tenía los brazos en
jarras y el hombre se apoyaba en una azada. De pronto cayó en la cuenta de que por
aquella carretera ya solo circulaba su taxi.
Se inclinó para gritarle de nuevo a Bobby.
—¿A qué distancia dijiste que quedaba el monasterio? ¿Cuánto queda?
—¿El tiempo?
Bobby frenó de repente. Cinco o seis gallinas cruzaron la calzada lenta y
ceremoniosamente. Bobby les pitó.
—Sí. —Alexandra tuvo que inclinarse un poco más para oírle.
—¿Quieres sentarte delante? —respondió él a gritos.
Paró el coche junto a un muro moteado, blanco y negro, como las gallinas.
Alexandra no quería dejar sola la urna, pero por fin la colocó en el suelo, sujetándola
con su equipaje para que no se volcara.
Cuando salió del taxi, todo le pareció de pronto distinto, dentro y fuera de ella. Ya
no tenía sueño, o quizás había dejado atrás el sopor para sumirse en un cansancio
nuevo y radiante. Sintió el impulso de tocar los árboles que asomaban por encima del
muro, un par de abedules de ramas colgantes y un melocotonero cuyos frutos, todavía
duros, tenían el tamaño de nueces. Pasada Sofía, el aire era suave y fresco y olía a
limpio. Se llenó los pulmones y se sentó en el taxi, al lado de Bobby. Resultaba
extraño estar tan cerca de otra persona en aquel lugar desconocido. La rodilla
enfundada en tela vaquera y la mano de Bobby se apoyaban contra la palanca de
cambios. Resolvió que, si trataba de tocarla, abriría la puerta y amenazaría con saltar.
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La parte delantera del taxi estaba más deteriorada que la trasera, pero parecía limpia.
El relleno del asiento se salía por los bordes, en torno a sus muslos. Colgado del
retrovisor había un rosario rematado con lo que parecía ser una moneda de plata
antigua. Vio una lechuza en una de sus caras. Entonces giró la moneda y apareció el
perfil de una mujer con el cabello anudado en un moño a la altura de la nuca.
Bobby volvió a enfilar la carretera.
—No hace falta que te pongas el cinturón —le dijo enérgicamente al ver que ella
buscaba la hebilla—. Soy muy buen conductor.
—Ya lo veo —repuso ella.
Era, al parecer, un tipo raro: irritable y exasperante en cierto modo. Se acordó sin
querer de los frecuentes cambios de humor de su hermano Jack.
—Le prometí a mi madre que siempre me pondría el cinturón de seguridad —dijo
—, hasta si iba a la luna.
Él se rio, volviéndose hacia ella. De pronto parecía mayor, quizás porque las
arrugas que se formaban alrededor de sus párpados cuando reía ocultaban casi por
completo el azul de sus ojos. Alexandra sintió alivio cuando volvió a mirar hacia
delante.
—Yo también se lo prometí a mi madre —dijo él—. No ir a la luna, sino usar el
cinturón de seguridad. Sobre todo porque me paso el día conduciendo.
—¿Trabajas en esto a jornada completa?
Bobby frunció el ceño mientras aceleraba. Más allá de los suburbios, a ambos
lados de la carretera, se extendía el campo abierto. Alexandra vio montañas a lo lejos.
Parecían más abruptas y empinadas que los montes que rodeaban Sofía. Se vio a sí
misma reflejada en el retrovisor: su cara pálida, ovalada y pecosa, sus ojos verdes y
serios, sus labios finos, las pestañas y las cejas rojizas heredadas de su padre, sus
hermosos pendientes de obsidiana. Fue como encontrarse con una vieja amiga en un
lugar imprevisto. Como le ocurría siempre, distinguió también a Jack en su rostro,
aunque ella tenía el cabello más castaño que rojizo y la piel blanca, más que
sonrosada. Los ojos, sin embargo, eran los mismos.
Bobby estiró los brazos, acomodándose detrás del volante.
—¿Que si me dedico a conducir a jornada completa? No, qué va. Solo unas
treinta y cinco horas semanales.
Alexandra pensó que treinta y cinco horas semanales eran casi una jornada
completa, pero quizás, dada la situación económica del país, Bobby tuviera que
compaginar dos trabajos. Le pareció una cuestión demasiado delicada para insistir, de
modo que se limitó a hacer un gesto afirmativo.
—¿Cuánto tiempo dijiste que tardaríamos en llegar al monasterio?
Él sonrió.
—No lo dije. Falta todavía una hora, más o menos.
A Alexandra le dio un vuelco el corazón.
—¿Una hora? Pero si llevamos ya media hora de camino, ¿no?
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—Sí, claro… Pero es lógico.
Ella se preguntó si le estaba tomando el pelo.
—Velinski manastir —explicó Bobby— no está muy lejos. El problema es la
carretera. Tiene muchas curvas, muchos giros. Está allá arriba, al pie de los montes
Rila. —Señaló la sierra boscosa a través del parabrisas—. Ya casi se ve. Pero la ruta
es complicada.
—Hablas muy bien inglés —comentó ella, en parte para distraerse y no pensar en
aquella carretera de montaña, y en parte para agradecerle que estuviera dispuesto a
llevarla hasta allí por tan poco dinero—. Me gustaría aprender un poco de búlgaro.
De momento solo sé cinco o seis palabras.
—Seguro que vas a aprender un montón —repuso él—. Pero es un idioma difícil.
No es fácil aprender nuestros verbos. —Se rio, visiblemente orgulloso de que sus
verbos desconcertaran a los extranjeros.
—Esa no es una buena noticia —contestó Alexandra.
Se sonrieron, y luego ella se agarró a los lados del asiento. Venía un coche de
frente, por su mismo carril. Intentó no gritar; se refrenó para no agarrarse del brazo de
Bobby. Una imagen de sus padres apareció de pronto en su cabeza. Entonces el otro
coche viró bruscamente hacia su carril y ella se dio cuenta de que estaba adelantando
a otro vehículo. Sentía latir su corazón en la garganta y en las sienes.
—¿Estás bien? —preguntó Bobby.
—Ese coche —dijo ella con voz débil—. Casi chocamos.
—No, no. Solo estaba adelantando. Por aquí se puede adelantar. Yo no hubiera
permitido que chocáramos.
Alexandra no supo qué decir. Tenía la sensación de que los faros del taxi y los del
otro coche casi se habían tocado. Había visto muy claramente al otro conductor frente
a ella, un hombre con camiseta de color verde clara; había visto sus ojos, su expresión
concentrada. A la velocidad a la que iba, debía de estar ya a varios kilómetros de
distancia. En las carreteras de su país, le habría parado la policía hacía rato para
ponerle una buena multa.
—Vaya —dijo—. Supongo que estoy acostumbrada a las carreteras de Estados
Unidos. Aunque allí también hay gente que corre mucho, claro.
No conseguía, sin embargo, que su sangre dejara de hormiguear. Se concentró en
los campos que se veían más allá de la ventanilla.
—¿De dónde eres exactamente? —le preguntó Bobby.
—De Carolina del Norte —respondió Alexandra—. Está en el sur.
—Me suena.
Alexandra notó que para él era un nombre misterioso y enigmático, como lo había
sido Bulgaria para ella y para Jack.
—¿Y qué hace una estadounidense aquí?
Bobby cambió de marcha. Delante de ellos se alzaba un collado, y Alexandra vio
que la carretera viraba suavemente hacia sus pliegues suaves y oscuros, en dirección
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a los montes más altos donde se hallaba su destino.
—Voy a enseñar inglés. —Trató de sosegarse—. Empiezo a trabajar a finales de
junio, dando clases. Quería venir con tiempo para viajar un poco por el país antes de
ocupar mi puesto.
—Pues ya estás viajando —repuso él—. ¿Vas a trabajar en Sofía?
—Sí, en el Instituto Central Inglés. —Alexandra observó su cara en busca de
algún indicio de burla, pero a Bobby pareció agradarle su respuesta.
—Qué bien. Tienen una reputación excelente y muchos alumnos. Es un centro de
primera.
Tomó una curva, a la sombra del bosque. Estaban dejando atrás los campos de
labor, los vastos prados y las aldeas lejanas, convertidas en borrosas manchas de
color rojo y crema. El espeso monte estaba tachonado de sol y poblado en su mayor
parte por abetos musgosos, robles y abedules.
—Entonces ¿crees que Sofía es un buen sitio para trabajar? —preguntó
Alexandra.
—El mejor —contestó él, muy serio—. En Sofía se pueden hacer muchas cosas.
Ir al teatro, a conferencias, a conciertos… Claro que esas cosas suelen costar dinero.
—¿Has vivido en otros sitios, dentro de Bulgaria, quiero decir, aparte de Sofía?
Bobby meneó la cabeza.
—No.
—¿Y fuera? ¿En otro país?
Sintió entonces que había cometido una grosería. Seguramente Bobby nunca
había tenido la oportunidad de viajar. Pero su respuesta la sorprendió.
—Sí, en Inglaterra.
—¿En Inglaterra? ¿Por qué?
—Trabajé una temporada en la construcción.
—¿En serio?
Así que era ahí donde había adquirido su acento.
—Verás, soy un intelectual de Sofía. —Bobby sonrió—. Y nosotros los
intelectuales de Sofía a veces vamos a Inglaterra a trabajar en la construcción. Me
tomé un año libre cuando estaba en la universidad, en plena carrera. Estuve en
Liverpool. Lo organizaron unos amigos míos. La verdad es que también aprendí
bastante polaco estando allí.
Alexandra estaba demasiado aturdida por el jet lag para asimilar todo aquello. ¿Y
por qué decía Bobby que era un intelectual? ¿Era aquello una especie de título en
Bulgaria?
—Debió de ser muy interesante —dijo con escasa convicción—. ¿Por eso hablas
tan bien inglés?
—No lo hablo tan bien —contestó él con su brusquedad habitual de vuelta—.
También estudié Filología inglesa en la Universidad de Sofía. Puedo contarte un
montón de cosas sobre George Bernard Shaw si quieres. Pero estoy olvidando
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muchas palabras.
Ella se quedó mirándole. Luego Bobby se rio.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
La miró un instante, no porque pareciera encontrarla atractiva, pensó Alexandra,
sino como si creyera que podía estar mostrando los primeros síntomas de inanición.
—Sí, un poco. Sobre todo estoy muy cansada.
Entonces se acordó de algo. Se desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó
hacia el asiento trasero y cogió su bolso. Dentro había un paquetito de rosquillas que
le habían dado en el avión. Le ofreció algunas, que él aceptó de inmediato.
—Gracias. Después podemos parar a comer, si te apetece —dijo—. Ahora no
quiero perder tiempo.
—Yo tampoco.
Lamentó no haber llevado una botella de agua y confió en que la propuesta de
Bobby no derivara en una invitación a cenar o a compartir habitación para pasar la
noche. Si tenía que dejarlo plantado, se llevaría la urna, la protegería y encontraría
otro modo de llegar al monasterio.
Él, sin embargo, la miraba divertido.
—Creía que tu madre te había dicho que llevaras siempre el cinturón de seguridad
puesto.
—Pues sí, ¿ves?, vuelvo a abrochármelo —contestó ella sintiendo una punzada de
alivio.
Allí estaba, sentada a su lado, y Bobby parecía bastante respetuoso. No le había
puesto la mano en la rodilla. Solo le había hecho un par de preguntas simpáticas.
Después de aquello pasaron un rato en silencio. Alexandra siguió pensando en
una comida normal, en una cama limpia y una ducha caliente, pero se alegró de tener
el estómago vacío cuando la carretera de montaña comenzó a girar vertiginosamente.
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Casi al final del trayecto, Bobby abandonó la carretera y tomó una pista de
montaña. Alexandra vio un cartel marrón que decía велински манастир/velinski
manastir, ilustrado con un símbolo blanco: una iglesia o un castillo. El camino, de
tierra lisa y compacta, discurría por una garganta pedregosa, medio escondida entre
los árboles.
Alexandra llevaba tanto tiempo despierta que ya no le importaba que su vigilia se
prolongara.
—Ya estamos aquí —anunció Bobby al pasar entre unos pilares de piedra y una
verja de hierro abierta de par en par.
Siguieron un camino flanqueado por enormes sicomoros de tronco pelado. Las
paredes del monasterio se alzaban ante ellos, imponentes pero suavizadas por el paso
de los siglos. A Alexandra le dio un vuelco el corazón: eran cosas como aquella las
que esperaba ver en el transcurso de su viaje. A un lado, entre las piedras, crecían
densas enredaderas, y por encima de los muros se veían torrecillas y tejados de
pizarra.
Echó un vistazo a la zona de aparcamiento, en la que había cuatro o cinco coches,
pero Bobby ya se había cerciorado:
—No hay ningún otro taxi —dijo en tono inexpresivo.
—Puede que le hayan dicho al conductor que vuelva a Sofía —comentó ella—. O
que hayan venido en autobús, como dijiste tú.
—Sí, claro. —Puso el freno de mano—. Seguramente sí. Sobre todo si piensan
pasar un par de días en el monasterio. —Luego pareció dudarlo—. Pero no creo que
lo hagan si no tienen la urna. Estarán buscándote o habrán vuelto a casa, a esperar.
—Entonces ¿aquí se puede alojar uno? ¿Aunque no seas… monje? —preguntó
Alexandra, pensando otra vez en una cama y una puerta con cerradura.
—Sí. Puedes alojarte aquí un mes si reservas previamente. Hay gente que lo hace
a veces, para descansar, o si se trata de personas muy religiosas. Si han cogido el
autobús, tendremos que esperarlos un buen rato. Media hora, como mínimo.
Alexandra cogió la bolsa con la urna y su bolso de mano y Bobby metió su
ordenador en el maletero, con el resto de su equipaje. La urna parecía pesar más que
antes: Alexandra no recordaba que le pesara tanto cuando estaba delante del hotel,
antes de darse cuenta de que no era suya. Pensó en la vida de aquella persona, en un
rostro que nunca había visto y que era incapaz de imaginar, en un ser humano de
carne y hueso, con sus recuerdos y sus vivencias. Y ahora esto. Quizás fuera un joven
de mentón firme y sonrisa radiante. Quizás los dos ancianos habían perdido a un hijo,
o a un nieto adolescente que ahora, convertido en cenizas, descansaba en brazos de
una desconocida. Se imaginó al hombre alto con la mano posada sobre el hombro de
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su hijo. El chico sería algo más bajo que él, pero extremadamente guapo, y el padre le
agarraría con su manaza. Sintió por un instante el calor de aquella mano sobre su
hombro. El chico sonreiría tímidamente. ¿Cómo podía haber sucedido tal cosa? Ella,
sosteniendo la urna de aquel muchacho en el aparcamiento de un lugar sagrado, bajo
aquellos árboles majestuosos. Sintió que la rabia le llenaba los ojos de lágrimas.
Bobby se había puesto una cazadora vaquera tan gastada como sus pantalones.
Hacía fresco allí, lejos de las calles de Sofía.
—Por aquí —dijo él.
Alexandra vio que, bajo un arco de piedra, las puertas del monasterio, de madera
mellada y oscurecida por el humo, estaban abiertas. Encima de ellas había un letrero
pintado con enrevesados caracteres cirílicos que ni siquiera sabía pronunciar.
Bobby se dio cuenta de que lo miraba.
—Dice algo así: «Este monasterio está consagrado a la gloria de Dios y de la
Santa Virgen María, 1349». Creo que la parte más antigua data de esa época. El resto
es más moderno, de principios del siglo XIX.
Un grupo de turistas se había congregado a su alrededor y estaba mirando el
letrero. Alexandra oyó que hablaban en francés. Las mujeres se subían las gafas de
sol, apoyándolas en el pelo.
—Vamos —dijo Bobby.
Dentro, el claustro estaba anegado de sol, excepto las umbrías galerías de madera
que rodeaban las dos plantas. En medio del patio, acomodada como una gallina
clueca, bien hincada en la tierra, había una pequeña iglesia rodeada por afilados
cipreses. Alexandra se fijó en una perra tumbada al sol en el suelo de adoquines, con
los pezones hinchados a la vista. Junto a la verja había una caseta acristalada, de
aspecto nada medieval, con un letrero encima. politsiya, leyó Alexandra. Sentado
dentro de la caseta había un agente uniformado.
Algunas personas paseaban o entraban en la iglesia, pero no vio por ningún lado a
un anciano en silla de ruedas, a una señora de extraño cabello gris y caoba y a un
hombre alto y erguido, con chaleco negro, buscando a la extranjera que se había
llevado su bolsa. Estaba tan convencida de que los vería allí que se quedó atónita al
no encontrarlos. Tenían que estar en alguna parte, dentro del monasterio.
Bobby la agarró del codo, pero enseguida pareció cambiar de idea y retiró la
mano. Alexandra no lo lamentó.
—Puede que estén en la iglesia —dijo él—. Quizás estén buscándote dentro. O
rezando, tal vez.
Pidiendo que les devuelvan su tesoro, pensó Alexandra. Asió con fuerza la bolsa
y lo siguió. La iglesia tenía un pequeño pórtico de madera. Dos retratos flanqueaban
la puerta: un hombre de larga barba negra y otro de larga barba blanca, envueltos
ambos en una aureola. Sus custodios gemelos. Alexandra pasó entre ellos,
adentrándose en una oscuridad que la luz mohosa de las velas disipó bruscamente. En
la entrada en penumbra, entre barrotes, una mujer vendía libros, postales y delgadas
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velas amarillas. Alexandra se sintió terriblemente sola. Dentro de la iglesia el aire era
frío y húmedo, como el hálito de una caverna. Sí, Jack y ella habían estado una vez
en las cuevas de Dixie, en Virginia, una de las pocas veces que hicieron un viaje por
carretera con sus padres, y allí abajo también olía así. Los cuatros juntos, apiñados,
caminando por las pasarelas de madera. Las profundidades de la tierra, la roca fría y
el agua chorreante. Si existía el infierno, pensó, tenía que ser un lugar frío, como el
Hades, una región de sombras donde reinara una quietud pavorosa, surgida de la
nada. Los griegos tenían razón: nada de fuego, solo el aliento gélido del Éstige, el río
que cruzaba el inframundo llevándose a todos los que amabas, y el ruido de los remos
hundiéndose calmosamente en su turbia corriente.
Bobby se detuvo delante del quiosco y compró varias velas.
—Una es para ti —dijo en voz baja, como si adivinara el curso que habían
tomado sus pensamientos.
Ella lo siguió, y se llevó otra sorpresa al ver el interior de la nave: era muy alta y
estaba pintada por entero con figuras borrosas. La luz entraba tamizada por la bóveda.
No había bancos, solo una fila de sillas altas como tronos, pegada a la pared. Al
fondo vio una reja de hojas y ramas doradas, unas cortinas de terciopelo púrpura,
rostros apiñados, crispados por la resignación. Aquí y allá se veían candelabros llenos
de velas amarillas medio derretidas. Olía a incienso y a lumbre, a cera de abeja.
Había otras cuatro personas en la capilla: un joven en chándal, dos mujeres vestidas
con falda negra y tacones altos que se santiguaban delante de un icono y un niño
pequeño en pantalón corto que, en pie, cruzaba las piernas con nerviosismo. Y detrás
de aquellas personas estaba ella, Alexandra, con aquel peso en los brazos, y a su lado
Bobby —Asparuh—, revestido de dignidad pese a su cazadora y a sus pantalones
vaqueros. Se volvieron y se miraron el uno al otro. Alexandra sintió que la larga
cicatriz de su muñeca empezaba a escocer. Acercó la otra mano, rodeando la urna,
para calmar el picor.
—Podemos buscar en el monasterio —sugirió Bobby.
Pero primero se acercó al candelabro más cercano, encendió una de las velas que
había comprado y la colocó en un soporte.
—Esta parte de aquí, la de arriba, es para los vivos —le explicó en voz baja—. Y
esta, la de abajo, la de la arena —añadió indicándole una caja de hojalata llena de lo
que, durante un instante de pavor, a Alexandra le parecieron cenizas— es para los
muertos. —Le tendió la otra vela—. Esta es para ti —dijo—. ¿Quieres ponerla en
algún sitio?
Alexandra se echó hacia atrás, asustada.
—¿Dónde quieres que la encienda? —preguntó él pacientemente.
—Ahí abajo, por favor —respondió ella—. En la arena.
Al salir dieron la vuelta al patio, buscando en todas direcciones. Alexandra vio a
un monje que caminaba apresuradamente por una de las galerías de la planta baja.
Qué viejo, qué increíblemente antiguo parecía todo aquello, incluso el monje, tan
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desgastado por el tiempo como los frescos de la capilla. Se cubría con un gorro alto y
negro que, semejante a una chimenea invertida, parecía brotar de su cabello negro, de
su barba negra, de su negro hábito. Bobby se acercó a hablar con él. Alexandra se
mantuvo apartada; recordaba haber leído en algún sitio que los monjes preferían no
hablar con las mujeres, no fueran a caer en la tentación. Bobby hacía señas con las
manos. El monje, en cambio, las mantenía posadas sobre el cinturón, tan inmóviles
como si hubiera atrapado un par de pájaros.
Habló por fin, y Alexandra vio que Bobby meneaba la cabeza. Regresó
lentamente a su lado.
—No están aquí —dijo ella.
—Es muy raro. Te dijeron que pensaban venir a Velin, y no regresaron al hotel. Si
vinieron directamente aquí, salieron media hora antes que nosotros, como mínimo. Y
ese cura acaba de decirme que hoy no viene ningún autobús. No todos los días hay
autobuses. Así que solo podían venir en taxi, o en coche si alguien les ha prestado
uno. Algo así. Ya deberían haber llegado. El monje me ha dicho también que hoy no
se ha registrado nadie en la hospedería que responda a su descripción.
—Entiendo —dijo Alexandra.
Deseó poder desembarazarse de la bolsa, dejarla discretamente en un rincón de la
capilla para que otra persona —aquel monje, quizás— la encontrara y se hiciera
cargo de ella. Tal vez enterraría las cenizas allí mismo, o donde estuviera su
cementerio. Sería casi perfecto, pensándolo bien.
—Es posible que hayan ido a la comisaría después de marcharme yo.
Empezaba a notar un regusto conocido en la boca: la senda vacía a su espalda, sin
nadie que pasara enérgicamente por encima de las raíces de los árboles. Tampoco
ahora había conseguido hacer lo correcto.
—Creo que deberíamos echar un vistazo al resto del edificio, para asegurarnos —
dijo Bobby.
—¿Podemos hacerlo?
Él se encogió de hombros.
—Si a alguien no le gusta, nos lo dirá.
Recorrieron por completo la galería de abajo, asomándose a todas las salas
abiertas. Los suelos eran de baldosas; los dinteles, enormes piedras colocadas en
horizontal. La oscura madera de las puertas parecía horadada por la carcoma. Había
una biblioteca repleta de libros decrépitos, y una sala desnuda, con una mesa larga y
bancos a los lados; el antiguo refectorio, quizás. Había un sinfín de estancias cerradas
con llave.
Llegaron a unas escaleras de madera y subieron a la galería de la primera planta.
Allí encontraron un aseo comunitario, grande y resonante, con antiguos lavabos de
porcelana y arañas en los rincones. Alexandra se quedó atrás para usar el váter, cuya
cisterna se accionaba tirando de una larga cadena colgante.
Las demás puertas de la planta superior estaban cerradas.
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—Seguramente, aquí viven los monjes —le dijo Bobby en voz baja.
Tomaron otra escalera para volver a la planta baja y, cruzando otra puerta abierta,
entraron en una sala llena de documentos de aspecto delicado y de objetos religiosos
guardados en vitrinas acristaladas. Más allá había otra estancia casi idéntica a la
primera: un museo dedicado a la historia del monasterio. Las tarjetas amarillentas que
había junto a los expositores estaban escritas en inglés y francés, además de en
búlgaro. No había por allí otros turistas, ni tampoco monjes. Bobby sacudió la cabeza
y condujo de nuevo a Alexandra hacia la galería.
La puerta por la que habían entrado en las salas del museo estaba cerrada, a pesar
de que Alexandra estaba segura de que la habían dejado abierta al entrar. Bobby
presionó el picaporte. Empujó. Luego se volvió hacia ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Alexandra.
—Me parece que está cerrada. —Volvió a probar suerte con el picaporte. Era
antiguo y pesado, de hierro forjado incrustado en madera, y emitió un débil
chasquido.
—Pero si acabamos de entrar —dijo ella.
Bobby se quedó pensando, con expresión hosca. Alexandra estaba tan agotada,
tan confusa, que casi le daba miedo mirarlo.
—Maldita sea —dijo él, y sus palabras sonaron como un exabrupto mucho más
grave—. Alguien ha cerrado por fuera.
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Alexandra no solo estaba muy cansada, sino que además era joven, tanto en edad
como en experiencia. Perder a su hermano le había hecho cobrar conciencia de la
imperfección del mundo, y el hecho de que la ausencia inexplicable de Jack hubiera
estado precedida por una infancia marcada por la sencillez y la bondad (los libros de
Julio Verne, las patatas que arrancaban de la tierra, el amor protector de sus padres)
solo había servido para hacer más patente esa imperfección. Su vida reciente (cuatro
años en una buena universidad, y un par de años más trabajando en una biblioteca) le
había proporcionado una vaga sensación de libertad exenta de desorden, salvo el que
se derivaba de su sufrimiento íntimo.
Ninguna vivencia anterior la había preparado, por tanto, para la impresión que le
produjo verse encerrada en la sala de un monasterio con un desconocido, a más de
ocho mil kilómetros de las Montañas Azules, sosteniendo una urna con las cenizas de
un extraño. Además de estar cansada y asustada, era de pronto una ladrona, una
vagabunda, una prisionera. ¿A quién puede extrañarle, pues, que cuando Asparuh
(cuyo aristocrático nombre de pila no era para ella más que un murmullo
incomprensible) anunció que estaban encerrados, su primera reacción fuera de
pánico? Bobby no era un buen chico: era él quien había cerrado la puerta. Llevaba en
el bolsillo una navaja balcánica y sentía predilección por la carne extranjera. La
puerta no estaba cerrada con llave, eso era lo que él intentaba hacerle creer y… ¿Qué
haría ahora? Le había parecido tan respetuoso, tan servicial, aunque un tanto arisco
por momentos. Se apartó de él un poco. Luego, convencida de que tenía que
cerciorarse a toda costa, se acercó rápidamente a la puerta y probó a abrirla. Era
cierto que estaba cerrada con llave. Por un instante, se sintió aliviada.
Se volvió hacia él.
—¿Crees que se habrá atascado?
Vio con sorpresa que se llevaba un dedo a los labios y que, inclinando la cabeza
para acercar la oreja a la cerradura, escuchaba con atención. Luego meneó la cabeza.
—No —dijo en voz baja—. No. He oído pasos fuera hace un minuto, y ahora esos
pasos se alejan por el pasillo.
—Puede que cierren el museo a esta hora —murmuró ella—. ¿Aporreamos la
puerta hasta que alguien nos oiga?
Bobby la detuvo con un gesto tajante.
—Estábamos hablando en tono normal. Cualquiera podía oírnos —susurró—.
Déjame pensar un momento.
Y eso hizo: se quedó pensando en perfecto silencio, con los pulgares enganchados
en los bolsillos delanteros de los pantalones. Alexandra, mientras tanto, lo observaba
con una extraña confianza. Pero ¿por qué demonios no aporreaba la puerta hasta que
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alguien se diera cuenta de que les habían dejado encerrados? ¿Era un paranoico por
naturaleza o acaso se había perdido ella algo, algo que él, en cambio, sí entendía?
—Creo que había otra puerta —dijo Bobby por fin.
Dio media vuelta y cruzó en silencio las dos salas. Alexandra lo siguió con la
urna. Una de las paredes de la segunda sala estaba cubierta por cortinajes oscuros,
probablemente para proteger las piezas del museo de la luz solar. Casi escondida más
allá de la última vitrina de relicarios y manuscritos mohosos, había, en efecto, una
puerta en la que Alexandra no se había fijado. La cerradura, con su orificio corriente
y su picaporte de acero, parecía moderna. Bobby se arrodilló para mirar por el
agujero y luego, muy despacio, probó a accionar el picaporte. Pero aquella puerta
también estaba cerrada con llave, y Alexandra sintió otro arrebato de pánico. Tal vez
Bobby estaba loco de verdad, y ella estaba allí, encerrada a solas con él, aunque no
pudiera culparle de haber cerrado las puertas. Entonces él buscó algo a tientas en el
forro de su cazadora vaquera y sacó lo que parecía un pequeño destornillador. Lo
insertó en la cerradura y comenzó a mover suavemente el picaporte con la otra mano.
Segundos después se oyó un chasquido.
Pero la puerta no cedió.
—Mierda —masculló él—. Hay un… un cerrojo por fuera. —Se volvió hacia ella
—. Ven. Vamos a tener que buscar otra salida. Pero sin hacer ruido, ¿de acuerdo?
Alexandra se quedó mirándole atónita (¿sabía abrir cerraduras con una ganzúa?)
y luego asintió. Bobby comenzó a inspeccionar las grandes ventanas y los alféizares.
Todas parecían cerradas con llave o condenadas. Bobby se paró de pronto y
Alexandra oyó pasos fuera, acercándose a la puerta de la galería. Veía la puerta a
través del vano entre las dos salas. Lo peor de todo era que no se oían voces, ninguna
conversación en el pasillo, solo el sonido de una llave introduciéndose suavemente en
la cerradura. A quien fuese le costó abrir y tuvo que probar de nuevo, y en ese
instante Bobby le tendió la mano y, tirando de ella, se metió detrás de las cortinas. No
vamos a caber ahí, quiso decirle Alexandra.
Pero, para su sorpresa, y quizás también para la de Bobby, al cruzar las cortinas se
encontraron en una estancia más grande, una especie de salón de actos con sillas de
plástico alineadas, una pantalla de vídeo en la pared y carteles con fotos del
monasterio. Al fondo había otras dos puertas. Moviéndose rápidamente, Bobby abrió
la primera y tiró de Alexandra. Era un armario que contenía unas cuantas cajas y un
cepillo de barrer. Bobby cerró sin hacer ruido y se quedaron a oscuras, apretujados
dentro del armario. Bobby parecía estar haciendo algo con la cerradura: estaba
cerrando la puerta por dentro. Alexandra sintió su respiración, más que oírla.
Oyeron entonces el ruido de unos pasos enérgicos. Parecían dos personas, como
mínimo. Alexandra, con la urna apretujada entre su estómago y la espalda de Bobby,
se preguntó por qué se estaban escondiendo. El corazón le latía con violencia, y
rezaba por que Bobby no empezara a tocarla en la oscuridad, manipulándola como
había manipulado la cerradura. Pero se quedó muy quieto, escuchando. Alexandra
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notaba su olor muy cerca de ella: un olor a limpio, a sudor suave y loción de afeitar.
Confiaba en que Bobby se lo explicara todo cuando salieran de allí. La oscuridad
parecía agolparse contra su cara y sus ojos, y pensó que quizás aquello formara parte
de una larga pesadilla. Tal vez estuviera en la cama de su hostal, en Sofía, o en el
apartamento de su madre en Greenhill. Lo que estaba sucediendo era demasiado
grotesco para ser verdad.
Pero el silencio absoluto de Bobby la mantenía paralizada. No se oían voces
fuera, solo pasos firmes, interrumpidos a intervalos. El ruido se fue acercando. Había
alguien en la sala de vídeo. Alexandra oyó que tropezaban. El ruido cesó durante un
instante y tuvo la impresión de que las personas del otro lado de la puerta aguzaban el
oído, igual que Bobby y ella. Luego volvieron a escucharse pasos, y alguien probó a
abrir la puerta del armario bruscamente. A oscuras, Alexandra pensó que iba a
desmayarse de terror. Bobby la agarró por la muñeca como advirtiéndole de que no se
moviera. Se oyó un gruñido fuera, y a continuación aquellas manos desconocidas
probaron a abrir la puerta contigua a la del armario, que tampoco se abrió. Alexandra
juntó las rodillas con fuerza: habían empezado a temblarle las piernas. Luego, los
pasos se alejaron. Oyó que la puerta exterior se abría y se cerraba, y un instante
después escuchó el ruido de un juego de llaves, el traqueteo del picaporte y el
chirrido de un cerrojo.
Siguieron esperando en la oscuridad un rato tan largo que, en medio de su
asombro, Alexandra pensó que iba a quedarse dormida. Por fin, Bobby abrió la puerta
sin hacer ruido. La empujó y, tras asomar la cabeza para echar un vistazo, le indicó
que saliera. Ella exhaló en silencio un largo suspiro. No había nadie en la sala de
vídeo pero dos de las sillas estaban descolocadas, como si alguien hubiera chocado
con ellas. Bobby probó a abrir la puerta contigua al armario. Estaba cerrada con llave,
como habían comprobado aquellos desconocidos, pero Bobby sacó de nuevo aquella
misteriosa herramienta y manipuló la cerradura hasta que consiguió mover el
picaporte. De nuevo se asomó primero y a continuación indicó a Alexandra que se
mantuviera pegada a él.
La puerta daba a un corto pasillo a oscuras. Al fondo había una puerta grande y
muy antigua que los condujo directamente a la luz del sol. Alexandra alcanzó a ver
unos árboles desgreñados y un pozo de piedra. Bajó detrás de Bobby varios peldaños,
hasta pisar la tierra desnuda, tratando de no tropezar deslumbrada por el sol. Las
montañas se alzaban justo por encima de ellos, y Alexandra comprendió de inmediato
que habían ido a parar a un huerto. Aquellos árboles eran manzanos cargados de
hojas verdes.
Bobby echó a andar bordeando los terrenos del monasterio. Oculto tras la pantalla
que formaban los árboles, se apoyaba en la tapia exterior cada vez que tropezaba.
Alexandra pensó que debían de tener un aspecto muy sospechoso, aunque se hubieran
quedado encerrados sin querer, y confió en que no hubiera nadie mirando por las
estrechas aberturas de las ventanas de arriba. Al igual que Bobby, se mantuvo pegada
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a la tapia y procuró no levantar la mirada hacia el enorme edificio. Él dio un largo
rodeo hasta llegar a los coches aparcados y abrió la puerta de su taxi sin apresurarse.
Puso el motor en marcha suavemente, echando un vistazo a su alrededor.
Alexandra no se atrevió a preguntarle nada hasta que estuvieron de nuevo en la
carretera.
—¿Qué ha…?
Bobby la interrumpió de inmediato.
—Lo siento, si te he puesto nerviosa —dijo, y ella vio el sobrio azul de su mirada
observándola.
Se había sentado automáticamente en el asiento trasero, pero Bobby no había
dicho nada al respecto. Miró varias veces por los retrovisores como si creyera que
alguien podía seguirles. Alexandra se giró, pero la carretera se desplegaba, desierta,
entre los árboles.
Bobby se enderezó, sentado al volante.
—La primera puerta me dio mala espina. Alguien nos ha oído hablar ahí dentro y
nos ha encerrado a propósito. No hay otra explicación. Estábamos hablando en tono
normal dentro del museo, no muy lejos de la puerta. Y otras personas, o quizás las
mismas, han entrado a buscarnos.
—Eso me ha parecido. Yo también lo he oído. —Alexandra estiró el brazo para
tocar la urna, que había colocado firmemente entre sus pies—. Pero ¿por qué nos han
encerrado?
Vio que Bobby echaba otra ojeada al retrovisor. Esta vez, habló sin mirarla.
—No estoy seguro.
—Entonces ¿por qué teníamos que escondernos?
Él se apartó el pelo de la frente con una mano.
—Cuando alguien me encierra en una habitación, no suelo tener muchas ganas de
verme cara a cara con esa persona.
—Pero ¿qué crees que habría pasado si nos hubieran encontrado? —dijo
Alexandra—. Esas personas, quienes fueran.
Bobby respondió con otra pregunta, y ella comprendió que no podría sonsacarle
nada.
—¿Qué quieres hacer ahora? —dijo—. ¿Te llevo de vuelta a Sofía?
Alexandra juntó las manos sobre el regazo.
—Supongo que debería ir a Bovech, a la dirección que me dio la policía. Creo
que está al otro lado de Sofía, muy lejos de aquí.
Apenas podía creer que estuviera diciendo aquello, pero ¿dónde si no podía llevar
la urna? Bobby parecía conducir aún más deprisa que en el trayecto de ida. Tal vez se
hubiera hartado de aquel asunto y estuviera deseando dejarla en Sofía y seguir con su
trabajo. Ahora que había pasado, aquel rato que habían estado escondidos en el
armario, a oscuras, le parecía tan irreal como su llegada a Sofía.
—Entonces ¿quieres ir a su casa? —preguntó él.
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—Bueno, creo que tengo que intentarlo.
—Claro —convino él—. Si fueran las cenizas de mi abuelo, me gustaría que
alguien lo intentara. Pero me parece que estás muy cansada. Quizás debas descansar
primero.
—¿Cómo es que sabes abrir así una cerradura?
Esta vez, sus ojos parecieron sonreírle desde el retrovisor.
—Una de las puertas del taxi se atasca a veces. Y también la puerta de mi piso.
Por eso siempre llevo encima algunas herramientas. ¿Tienes hambre, por cierto?
—¿Que si tengo hambre? —dijo ella casi gritando, y Bobby se echó a reír.
Alexandra vio que tomaba un desvío. Pasado un trecho, cuando ya apenas se
distinguía la carretera, tomó otro camino y aminoró la marcha.
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riachuelo se parece mucho a los que hay en mi tierra. Seguro que el agua está muy
fría y muy limpia. Pero la verdad es que no me apetece comer trucha.
Al final, pidió Bobby por ella: una sopa de ternera con verduras («Te sentará de
maravilla después del viaje», dijo, y Alexandra prefirió no confesarle que
normalmente no comía carne), ensalada de pepino y tomate con queso feta y un plato
de patatas fritas. Para él, pidió albóndigas, una ensalada como la de Alexandra y tres
cafés solos, uno detrás de otro. También se empeñó en pedir una Coca Cola para
Alexandra, aunque ella protestó alegando que no todos los estadounidenses bebían
Coca Cola.
—Así te sentirás más enérgica —argumentó Bobby, y al final Alexandra se la
bebió entera, sintiendo una punzada de nostalgia por su infancia, cuando beber Coca
Cola era un lujo raro, tan raro como comer pizza.
Se lo contó a Bobby y él se echó a reír.
—Aquí puedes tomar las dos cosas siempre que te apetezca. En Bulgaria hay
pizza por todas partes. Y Coca Cola también. Pero cuando yo era niño no era así.
Había una especie de Coca Cola búlgara llamada Altay. Las dos son igual de malas
para la dentadura. —Echó una rápida ojeada al salón, como si por un momento
hubiera olvidado mantenerse en guardia—. Yo tenía quince años cuando empezaron
los cambios, así que me acuerdo muy bien de los refrescos de antes. Y también de
otras cosas.
—¿Los cambios? —Alexandra estaba comiéndose aún la ensalada, que estaba
muy rica.
—En 1989, cuando fue depuesto el dictador comunista. Y al año siguiente
empezó la democracia… o por lo menos un nuevo tipo de capitalismo —explicó
Bobby—. Primero tuvimos a los turcos, luego a los rusos y ahora tenemos la Coca
Cola.
Alexandra tuvo la impresión de que, en opinión de Bobby, ninguna de aquellas
cosas había dado muy buen resultado.
—El resto de los problemas tampoco los hemos resuelto.
—Sí, he leído sobre lo de 1989 —comentó ella—. Pero no sabía cómo lo
llamabais, como no sea la caída del Muro de Berlín.
—El Muro de Berlín cayó muy lejos de aquí —repuso Bobby—. Demasiado
lejos, quizás. Siempre me ha parecido extraño que Ronald Reagan se congratulara del
fin del Muro y que los gobiernos de nuestro lado del Muro hicieran lo mismo. La
verdad es que todo el mérito es de Pink Floyd. Ellos construyeron El Muro y lo
hicieron caer trocito a trocito.
Alexandra no tenía ni idea de qué quería decir, pero se dio cuenta de que en parte
(solo en parte) era una broma y sonrió. Bobby estaba de pronto tan hablador que
pensó que podía preguntarle de nuevo por el asunto que más pesaba sobre su ánimo,
aparte de la urna.
—Antes, en el monasterio —dijo con cautela—, eso de que nos encerraran…
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Dijiste que no había sido un accidente. ¿Quién crees que ha podido hacer algo así?
Bobby suspiró.
—Ya te lo he dicho: no lo sé. Pero no me ha gustado nada. Si encierras a alguien,
es porque no quieres que esa persona se vaya. Por eso he querido que nos fuéramos
enseguida. O puede que alguien quisiera darnos un susto.
Alexandra seguía estando atónita.
—Pero, si alguien ha intentado encerrarnos allí por la razón que sea, ¿por qué
después no nos han seguido?
Paseó la mirada por el restaurante, como hacía constantemente Bobby desde que
se habían sentado. Tal vez, se dijo, las personas que se habían criado bajo un régimen
comunista desarrollaban una paranoia inevitable. Pero por lo visto era contagiosa.
—No nos ha seguido nadie y aquí no van a buscarnos —le aseguró él—. Este
sitio está muy escondido, no se ve desde la carretera, y seguramente pensarán que
hemos vuelto a toda prisa a Sofía. Además, no creo que nos hayan visto marcharnos.
Debían de creer que estábamos todavía dentro del monasterio.
Alexandra quiso preguntarle si creía que la policía aún lo estaba siguiendo por las
manifestaciones en las que había participado, pero Bobby tenía la vista fija en el
televisor de la esquina. Estaban emitiendo un noticiario en búlgaro.
—Shh —dijo él no muy amablemente.
A Alexandra le costaba oír aquel idioma ininteligible por encima del fragor de la
cascada de fuera. Hombres y mujeres provistos de cámaras y micrófonos se movían
rápidamente en torno a un hombre trajeado de anchas espaldas. Tenía una cara ancha,
pálida y envejecida, dominada por una barba y un bigote castaños. El cabello, rizado
y también castaño, le llegaba casi hasta los hombros: era una auténtica melena, limpia
y bien peinada, pero de aspecto poco natural. Alexandra pensó que debía de teñirse el
pelo, ya que lo tenía castaño y no gris. El hombre pareció sentirse acosado, dio media
vuelta y luego se giró de nuevo para decir algo. Saludó a las cámaras con la mano y
subió apresuradamente a una limusina. A continuación apareció una presentadora
hablando detrás de una mesa, con una foto a su espalda en la que se veía la ladera
arrasada de una montaña y diversas máquinas de construcción: apisonadoras,
excavadoras y camiones que volcaban tierra en grandes montones. La presentadora
sonrió desdeñosamente y dejó a un lado una hoja de papel. Siguió un anuncio que
hasta Alexandra entendió: era de detergente para lavadoras y mostraba a una madre
de gemelos capaz de transformar unas camisetitas llenas de suciedad en objetos
impolutos y blancos como la nieve. Un panorama idílico de los Alpes y la madre
mirando hacia el cielo, colmada de felicidad por primera vez en su vida.
—¿Qué era eso? —preguntó Alexandra.
Bobby cogió su taza de café.
—Una noticia sobre Kurilkov, nuestro ministro de Obras Públicas, un hombre
muy poderoso. El ministro del Interior y él se proponen abrir esas minas antiguas de
las que te hablé, ya sabes, ese asunto contra el que nos manifestábamos. Y hoy ha
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dado una rueda de prensa.
Alexandra advirtió la mueca de repugnancia que cruzó el semblante de Bobby.
—Entonces ¿esas minas son un problema medioambiental serio?
—Sí, eso por un lado. Contaminación del agua y envenenamiento de los suelos.
Pero también hay gente que afirma que Kurilkov ha recibido sobornos de algunas
empresas para que reabriera las minas y que van a repartirse los beneficios. Él lo ha
negado todo ante la prensa, claro. Las minas están en una zona muy agreste, en las
montañas del centro del país. No hay buenas comunicaciones. Tienen que construir
nuevas carreteras para sacar adelante el proyecto y Kurilkov va a dar su aprobación.
Alexandra pensó en las manifestaciones a las que había acudido en su país: minas
al aire libre, salario mínimo, el proyecto de construcción de una planta nuclear en un
valle fluvial cercano.
—¿No hay nadie que pueda pararle los pies? ¿Otro miembro del gobierno?
—En el gobierno nadie se atreve a enfrentarse a él porque es muy rico y popular.
Y quizás también porque les dan miedo sus contactos y su reputación de… No sé
cómo expresarlo. Es muy correcto, muy limpio y también muy duro con quienes se
oponen a él. Al final, siempre pierden su puesto. Se hace llamar «el Oso». —Bobby
sacudió la cabeza pensativamente, con expresión de disgusto.
—Entonces ¿por qué no se libran de él los demás políticos?
Bobby se encogió de hombros.
—Mucha gente piensa que algún día será primer ministro, así que prefieren no
enemistarse con él. Ha edificado toda su carrera sobre la idea de que a él no pueden
corromperle como a los demás, aunque hace muchos años formó parte del parlamento
comunista. Hasta lleva ese peinado tan peculiar para demostrar que él es distinto. A
todo el que se enfrenta a él, lo acusa de corrupción. —Dio unos golpecitos en la mesa
con su cuchara—. La «nueva pureza», lo llama en sus campañas. Nadie cree que sea
trigo limpio, pero tampoco pueden probar nada en su contra. Y para algunas personas
a las que les encanta la idea de que los proteja un oso, es una especie de mago. Así
funciona nuestro sistema, Alexandra.
Ella sintió que se había metido en un terreno pantanoso y estaba demasiado
cansada para reflexionar. Una cosa tenía clara, sin embargo: que Bobby era como las
personas con las que había crecido, sus padres, sus tías, sus tíos y sus profesores,
siempre tan interesados por la historia y la política. Quizás por eso se sentía a gusto
con él.
El camarero, que no les había sonreído ni una sola vez, cruzó el gran salón
desierto para traerles la cuenta. Alexandra la cogió y le dijo a Bobby que invitaba
ella.
Él puso mala cara.
—Estás de visita aquí. Eres una invitada —dijo.
Ella recordó con cierto sobresalto que no era una invitada en absoluto, sino una
pasajera de su taxi.
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—Pago yo —añadió Bobby.
Apartó delicadamente los billetes de Alexandra, sacó varios de su cartera y los
sujetó con unas monedas, en el centro de la mesa. Alexandra se quedó paralizada. No
sabía si debía protestar. ¿Cómo debía interpretar aquello? ¿Estaba contrayendo una
deuda con él?
Bobby, sin embargo, le dirigió una sonrisa agradable y relajada.
—Has tomado tu primera comida búlgara y no estaba mal del todo, ¿verdad?
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Era poco probable que lo olvidara, a no ser que no se despertara nunca, lo que
cabía dentro de lo posible.
Pero al echarse en su primera cama búlgara (una cama individual, estrecha, con
sábanas ásperas aunque muy limpias y una manta de cuadros) le costó quedarse
dormida. Su equipaje se extendía a un lado de la habitación cerrada con llave que
tanto había anhelado. Solo había abierto la maleta para sacar el pijama y la pasta de
dientes. Como fuera aún era de día, había bajado las persianas y cerrado las cortinas.
Reinaba una extraña atmósfera en la habitación: un suave zumbido eléctrico que
parecía emanar de la bolsa del rincón, de la urna pulimentada. Tenía miedo, pero le
gustaba aquel nuevo país; o, al menos, se alegraba de no haberse quedado en casa.
Cuando empezó a amodorrarse, se obligó a permanecer despierta todo el tiempo
que fuera posible. No quería quedarse a solas con un hombre cuya vida había
escapado por completo, cuyos recuerdos ni siquiera podía imaginar.
Luego el sueño se apoderó de ella, tumbándola como una aplastante resaca.
Por la mañana, Bobby ya estaba sentado en la cafetería del jardín cuando Alexandra
entró llevando la bolsa en brazos. Lo miró con cierta timidez por lo aturdida que
estaba el día anterior, al despedirse. Se sentía reconfortada por las largas horas de
sueño, la ducha y la ropa limpia, y había podido enviar un correo electrónico a sus
padres: He llegado sana y salva a Sofía. Esto es precioso, hay un montón de edificios
antiguos interesantes. Hoy voy a hacer una excursión con unos compañeros de
trabajo. No quería que se preocuparan más, por eso había convertido a Bobby en un
grupo de compañeros de trabajo. También había enviado un mensaje al Instituto
Inglés para que supieran que ya estaba en Sofía, lista para incorporarse al trabajo a
finales de junio, como estaba previsto.
Bobby se levantó cortésmente cuando se le acercó. Llevaba otra cazadora
vaquera, negra, con los puños raídos, y unos pantalones chinos bien planchados. Se
había afeitado y peinado cuidadosamente. Era más bajo de lo que recordaba
Alexandra, y también más fibroso, tenía el cabello más largo y sacaba los codos hacia
fuera.
—¿Qué tal estás esta mañana? —preguntó—. Podemos desayunar. Espero que
tengas hambre… otra vez.
Alexandra sonrió y se sentó frente a él. Su mesa estaba justo debajo de un árbol y
no había nadie más en el jardín. La chica del pelo verde salió a tomar nota de su
pedido, solo que esa mañana llevaba el pelo púrpura y sus pendientes eran rojos.
Bobby le dijo algo y, acto seguido, les llevaron dos tazas de té. Las tazas iban tapadas
con un platillo para que el té no se enfriara, con una rodaja de limón, un sobrecito de
azúcar y una cucharilla de plástico pulcramente colocados encima, y aquella
ceremoniosidad consiguió acaparar durante unos minutos la atención de Alexandra,
que ya se sentía completamente despejada. Bobby limpió la mesa con un pañuelo de
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papel que se sacó del bolsillo y colocó los platos de tostadas con queso que llegaron
después del té. Le cedió a Alexandra una de sus tostadas y una rodaja extra de
pepino.
—¿Qué tal has dormido?
Ella se quedó pensando un instante.
—Bien. Muy bien. Aunque ahora me acuerdo de que se oía una especie de aullido
que me despertaba por momentos.
Había oído aquel sonido en sueños, a través de la ventana, y se había preguntado
si era un bebé que lloraba, o los gritos de una mujer. Luego, al despertarse otra vez, se
había dado cuenta de que eran los gatos de la calle, maullándose unos a otros.
—Gatos callejeros —añadió. En celo, probablemente.
Bobby pinchó una rodaja de tomate.
—¿Te sientes con fuerzas para hacer otra excursión?
—Sí. Quiero acabar con esto de una vez. Devolver la urna lo antes posible, quiero
decir. Hasta que lo haga, no podré pensar en otra cosa.
—Te entiendo muy bien. —Bobby puso una avalancha de azúcar en su té—. Es
una suerte que la policía te haya dado una dirección. Seguramente, esa gente se habrá
marchado a casa a esperar noticias y se va a alegrar mucho de verte.
—Eso espero.
Alexandra sintió una punzada de auténtica curiosidad por lo que iban a encontrar
Bobby y ella en aquel pueblecito. Se preguntaba cómo sería la casa de los ancianos y
si aquel hombre de mediana edad estaría con ellos. O tal vez viviera un poco más
arriba, en la misma calle, con su familia. A no ser que aquellas cenizas fueran las de
su único hijo. Tal vez fuera viudo, además, y de pronto se encontraba terriblemente
solo. Mientras se comía su tostada, se imaginó de nuevo su sorpresa, sus expresiones
de gratitud. La señora mayor lloraría un poco y apretaría la mano de Alexandra entre
las suyas, hinchadas. El hombre alto, rodeando a sus padres por los hombros, le
preguntaría cómo podían agradecérselo. La llevaría en coche al monasterio de Velin y
todos juntos encenderían una vela en la iglesia en recuerdo de Stoyan Lazarov.
Luego, el hombre alto le daría un beso en la mejilla y le preguntaría en voz baja si
podía ir a Sofía para invitarla a cenar, en señal de agradecimiento. Pero tal vez no
pudiera permitírselo, o no se le ocurriera. Seguramente, tampoco le permitiría pagar
la comida, igual que Bobby.
Se llevó la mano a la mejilla para proteger el delicado cosquilleo que notaba allí.
—¿Alexandra? —Bobby se pasó una mano por el pelo, intentando en vano
apartárselo de los ojos, y ella vio una mirada afilada y canina: era como uno de esos
sorprendentes huskies siberianos de ojos azules que salían en National Geographic
—. Señorita Boyd —añadió, como si probara a pronunciar su apellido—. Dijiste
Boyd, ¿verdad? ¿Alexandra…? ¿Eres de origen ruso?
Ella se rio.
—No, solo que a mis padres les gustan los nombres anticuados. Y Boyd es un
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apellido inglés. Inglés de Inglaterra, quiero decir.
—Boyd —repitió él—. Suena como bird[1] y tú eres un poco como un pájaro.
¿Puedo llamarte así?
—Supongo que sí —contestó ella, aunque no estaba segura de que le gustara. ¿No
se estaba tomando Bobby demasiadas confianzas?
Él se levantó.
—Vamos, Bird. Ya has terminado de desayunar, creo.
Esta vez, Alexandra se sentó delante y colocó la bolsa entre sus pies, reparando
de nuevo en el medallón que colgaba del espejo retrovisor. Bobby maniobró
hábilmente para salir a la calle, sorteando los coches aparcados en las aceras y cuya
parte trasera invadía la calzada. Alexandra tenía una reserva de una semana en el
hostal, tiempo suficiente para recorrer Sofía. Luego pensaría en algún otro destino; tal
vez tomara un tren para ir a la costa del mar Negro, con su bañador y un buen libro, y
daría comienzo así a su periplo de un mes. Tendría que ser un viaje barato, más
barato que pagar un taxi todos los días para ir a pueblecitos, pero al menos el hostal
era económico y parecía limpio y seguro.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Bovech? —preguntó.
—No mucho. Dos horas, si no hay mucho tráfico.
Tomaron un bulevar bordeado por fachadas ennegrecidas, tiendas, un escaparate
lleno de sandalias de tacón alto. A Alexandra le pareció que el tráfico no pintaba bien,
pero Bobby iba silbando mientras ajustaba el retrovisor, aparentemente satisfecho de
cómo se presentaba el día. Alexandra observó los lunares que tenía junto a la
comisura de la boca. Había algo de atrayente en él, se dijo. Ese desasosiego suyo,
quizás.
—Me siento culpable por mantenerte ocupado tanto tiempo.
—Pues no te sientas culpable —dijo él alegremente—. Para mí es un placer. Mi
vida es muy aburrida casi siempre. Me apetece ayudarte a descubrir cómo devolver la
bolsa. Ahora mismo no tengo muchos alicientes.
—Lo dudo —repuso ella—. ¿A qué te dedicas, aparte de conducir el taxi y asistir
a manifestaciones ecologistas?
Bobby la miró un momento.
—Bueno, voy a muchas manifestaciones, no solo ecologistas. Ya va siendo hora
de que nos devuelvan nuestro país. La gente de mi generación debe esforzarse por
recuperarlo, para que todo el mundo tenga mejores condiciones de trabajo, una vida
cultural más normal, para que formemos de verdad parte de Europa en vez de
sentirnos como… como almas en pena. —Se abrochó el cinturón de seguridad.
—Pero todavía no me has dicho qué haces el resto del día —insistió Alexandra—.
Aunque sé que conduces el taxi treinta y cinco horas semanales.
Bobby frunció el entrecejo.
—No, no te estoy diciendo lo que hago, sino en lo que creo, constantemente, todo
el día. Y cuando no estoy conduciendo el taxi, organizo conferencias, escribo
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manifiestos y peticiones y colaboro en la edición de una revista de política y
literatura. Quedo con amigos casi todos los días. Salgo a correr para hacer ejercicio, y
además me gustan los retos. Tengo pensado correr por todas las calles de Sofía antes
de morirme.
—¿En serio? —preguntó ella—. ¿Aunque ya las hayas recorrido en taxi?
Se preguntó si también se veía con su novia casi todos los días, pero quizás no
tuviera novia.
—Eres una chica lista. —Se quedó callado un momento, sonriendo otra vez
mientras cambiaba de marcha.
Alexandra se preguntó si debía decirle que no la llamara «chica». O quizás: Tú no
tienes ni idea de las tonterías que he hecho. Ni de una cosa terrible que hice.
Pero Bobby estaba sacudiendo la cabeza.
—No, no estoy cansado de Sofía. Quiero ver todas sus calles a pie, no solo desde
el coche. Para mí, Sofía es como mi piel, mi caparazón. Ya he corrido por un
veinticinco por ciento de las calles de toda la ciudad, aproximadamente. Puede que no
parezca mucho, pero algunas son muy largas y la ciudad es muy grande. Tengo un
plano en el que marco por dónde he corrido. Empecé hace tres años.
—Es impresionante —comentó ella—. ¿Cuándo corres? ¿A las cuatro de la
mañana?
—A veces. —Sonrió—. Pero normalmente tengo otras cosas que hacer a las
cuatro de la mañana.
Sí que tiene novia, después de todo. Tal vez eso explicara esa reserva suya tan
caballerosa. Saltaba a la vista que era una persona discreta, menos en lo relativo a su
ideario político. Alexandra empezaba a preguntarse cómo estaba organizada su vida,
por qué podía permitirse abandonar sus quehaceres cotidianos para llevar a una
extrajera a recorrer el campo. ¿No tenía que responder ante nadie?
—¿Cuándo tienes tiempo para correr, entonces? —preguntó.
—De noche, cuando acabo de trabajar, o antes de desayunar, o ambas cosas, a
veces.
Alexandra lo vio acelerar por el bulevar. Se notaba que le gustaba correr. Tenía
los antebrazos surcados por venas abultadas y, mientras lo observaba sentado tras el
volante, entendió por qué parecía tan duro y fibroso. Pensó en el físico mucho más
recio de su hermano, en su cuerpo compacto cuando se sentaba frente a ella a la hora
de la cena. Sofocó con mano firme aquel arrebato de melancolía, como hacía
siempre. No quería sentirlo en un nuevo país; estaba allí para empezar de cero, al
menos durante las primeras semanas. La pena siempre estaba disponible, aguardando
para dejarse ver con el rabillo del ojo.
—Ese hombre —dijo—, el alto al que le cogí la bolsa… Me dijo que en Bulgaria
puede pasar cualquier cosa.
Bobby siguió mirando hacia delante, hacia la calle llena de obstáculos.
—Sí —contestó—. Pero también es un país en el que no sucede gran cosa.
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Pero, a diferencia del hombre alto, él sonrió al decirlo.
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—Gitanos —dijo Bobby—. Recogen madera a la antigua usanza, con carros, en
vez de camiones. Nada de emisiones nocivas. Es curioso: nos llevan la delantera en
cuestiones medioambientales, aunque nosotros podamos ir más deprisa en nuestros
ridículos coches y eso nos guste.
Unos minutos después, Alexandra vio más carros reunidos al borde de un campo.
Los caballos, atados con largas cuerdas, pastaban bajo los árboles mientras personas
vestidas con ropa vieja (las mujeres, con pañuelos en la cabeza) deambulaban por el
lindero de una arboleda. Estaban recogiendo ramas del suelo y amontonándolas en los
carros. También eran gitanos. Roma, los llamaban en su guía.
—¿Dónde viven? —le preguntó a Bobby.
—En zonas urbanas. Tienen sus propios barrios, como guetos. Estos seguramente
son de las afueras de Sofía. Los niños no siempre van al colegio.
Conducía ahora siguiendo el trazado de un valle. A lo lejos, donde se adivinaba el
curso de un río, se apreciaban árboles cubiertos de hojas nuevas. Alexandra vio
anchos campos de labor en los márgenes de la carretera, algunos de ellos arados y
plantados y otros en aparente barbecho. Más allá distinguió largos edificios
abandonados de madera y ladrillo, con el tejado hundido, las vigas caídas y los
cimientos invadidos de malas hierbas.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Bobby giró la cabeza.
—Granjas de la época comunista, colectividades agrarias. Ahora algunos campos
se arriendan para explotarlos, pero esos edificios no volverán a usarse. Mira cuántas
cosas viejas —dijo con un ademán.
Junto a las ruinas se veían máquinas herrumbrosas, los dientes rotos de una grada
apuntando hacia el cielo, un tractor colonizado por hierbajos y enredaderas. Un
brontosauro, pensó Alexandra.
—Si no están muy oxidados, la gente viene a llevarse la chatarra —explicó
Bobby—. Pero la mayoría de estas cosas volverán a la tierra. Puede que dentro de mil
años o de cinco mil.
Cruzaron un pueblo y luego otro. Alexandra vio que, en un solar vacío, estaban
construyendo una casa nueva de cemento, con vigas de metal y troncos de árboles
enteros.
—Bovech está más lejos de lo que creía —comentó.
Bobby, que parecía cavilar al volante, la miró distraídamente.
—Ya está cerca —dijo, y ella no volvió a preguntar.
Vio el cartel a la entrada de Bovech antes que Bobby porque estaba escrito en
caracteres latinos, además de cirílicos. Junto al indicador había otro, un letrero azul
con un círculo de estrellas amarillas. Bobby le explicó que era el símbolo de la Unión
Europea y que lo habían puesto allí hacía un año, aproximadamente. Pese a todo, ya
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empezaba a oxidarse por los bordes. Bovech parecía más grande que los pueblecitos
por los que habían pasado. Se extendía ampliamente por una llanura, pero los
edificios de las afueras parecían abandonados. Alexandra vio que un enorme pájaro
blanco y negro desplegaba sus alas angulosas sobre un nido colocado sobre un poste
de madera.
Bobby también estaba mirando el pájaro.
—Eso es una… shturkel. ¿Cómo se dice? Cigüeña. Una cigüeña. Hacen sus nidos
en las chimeneas, lo que puede ser un problema, así que la gente levanta estos postes
para que los usen.
—¿Son las que traen los bebés? —preguntó Alexandra.
—Bueno, aquí traen buena suerte. Y también nos traen la primavera. Cuando
vuelven, desde finales de marzo, sabemos que la primavera ya está aquí. En otoño,
cuando se van, siempre me pongo un poco triste.
Alexandra vio que la cigüeña se estiraba, apoyada en una sola pata. Agitó las alas
y las plegó de nuevo, acomodándose en el enorme nido mientras ellos pasaban.
—¿Adónde van?
—¿A pasar el invierno? Al norte de África. Incluso al sur de África.
Ella contuvo la respiración, consciente de pronto de la enormidad de aquel nuevo
mundo. Cruzando Grecia y el Mediterráneo se extendía otro continente.
Bobby detuvo el taxi en el centro del pueblo, le pidió la dirección y salió a
preguntar a un hombre que estaba sentado en lo que parecía ser una parada de
autobús. El hombre levantó la mano, hizo amago de señalar calle arriba y luego, tras
echar otra ojeada a la dirección, se encogió de hombros. Alexandra vio que Bobby se
acercaba a una mujer que cargaba con una pesada bolsa de la compra en cada mano,
como un buey bien equilibrado. La mujer ladeó la cabeza, atenta, y dijo algo en tono
rotundo y cortante, señalando con la barbilla.
Cuando regresó al taxi, Bobby parecía satisfecho.
—La calle está al otro lado del pueblo, pero no es difícil de encontrar.
Al final, sin embargo, les costó dar con ella. Dieron varias vueltas por aquel lado
del pueblo buscando los escasos carteles de las calles, sin apenas ver gente a la que
pedir indicaciones. Bovech parecía un lugar soñoliento incluso un día de entre
semana, a primera hora del día. Había carteles hechos jirones con fotografías de caras
gigantescas, signos de admiración y unas pocas palabras que Alexandra era capaz de
leer en cirílico, entre ellas ¡Bulgaria! Quizás fueran carteles electorales de hacía
mucho tiempo. Sacó su cámara y tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar de nuevo
la fotografía del hombre alto. Las casas de aquella parte del pueblo parecían cuidadas
y prósperas. Sentada en un patio, a la sombra, una anciana tejía algo de color claro.
Levantó la vista y sonrió al ver la cara de Alexandra en la ventanilla del coche.
Alexandra sintió que se le saltaban las lágrimas sin saber por qué y procuró sonreír.
En otra casa, detrás de una valla de poca altura, había una mujer sentada en el
umbral; dos niños pequeños jugaban a su alrededor, calzados con zapatitos rojos. La
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acera pública estaba agrietada y cubierta de malas hierbas, y la calzada llena de
baches, en contraste con las vallas y los muros recién pintados, los aseados patios de
las casas y los niños pulcramente vestidos.
—Creo que es aquí —dijo Bobby, y detuvo el taxi.
Salieron y compararon la dirección con la que llevaban anotada. La casa contigua
a la de la joven madre tenía delante una tapia de guijarros y una cancela en la que
figuraba el número indicado. Alexandra, nerviosa, sintió que se le encogía el
estómago. Buscaron el timbre y, al no encontrarlo, abrieron la cancela y subieron por
la senda, hasta una puerta de color verde. La casa no era la más vieja que habían visto
en el pueblo, ni tampoco la más nueva; se situaba en un lugar intermedio. Desprendía
un aire dulce y apacible y parecía haber sido reparada a menudo y encalada hacía
poco tiempo para dar uniformidad a sus paredes. No había nadie trabajando en el
patio, lo que supuso un alivio fugaz para Alexandra, y nadie apartó los visillos de las
ventanas.
Se detuvo con la urna en los brazos. No se atrevía a dejar que la bolsa le colgara
del codo, y mucho menos a depositarla sobre el peldaño de cemento manchado que
había junto a los tiestos de flores.
Bobby se enderezó la cazadora y se estiró. Luego, levantando una mano, llamó al
timbre.
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Esperaron el uno junto al otro. Oían jugar a los niños de la casa de al lado, aunque
no pudieran verlos. Hablaban en búlgaro y Alexandra los entendía tan poco como si
hablaran en japonés, pero por un momento se entretuvo convirtiendo aquellos sonidos
en palabras inglesas: stove, Buddhist, derby hat, why not? Pese a aquel intento de
distraerse, el corazón le latía con violencia.
Pero dentro de la casa nadie parecía haber oído el timbre, así que Bobby llamó
otra vez, manteniendo pulsado el botón un poco más de lo necesario. Alexandra se
preguntó si los dos ancianos serían sordos. La urna empezaba a pesarle en los brazos.
—No están —afirmó Bobby con decisión—. Imagino que aún no han vuelto de
Sofía.
Alexandra desplazó su cuerpo, sintiendo una punzada de exasperación.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿No podrían estar arriba?
—Esta mañana no ha salido nadie —contestó él—. En una casa como esta,
haciendo buen tiempo, habría zapatos aquí, en la puerta, y quizás algo de tierra ahí,
en esa cosa. —Señaló un rascador para zapatos empotrado al borde del camino—.
Las dos cerraduras de la puerta están echadas, no solo la del picaporte. Y, además, no
han regado las flores de estos tiestos. No creo que estén en casa. Todavía no han
vuelto de Sofía. Y hay algo que me da mala espina.
Meneó la cabeza y Alexandra se quedó mirándole y se preguntó de nuevo por qué
se levantaba a las cuatro de la madrugada y rehuía hablar de su vida.
—Puede que solo hayan salido a comprar y estén a punto de volver —conjeturó.
Pero Bobby dio media vuelta. Ella le siguió fuera del patio y lo vio cerrar
cuidadosamente la cancela. Luego caminó un trecho por la acera y llamó a la verja de
la casa de al lado. La joven madre estaba colocando rosquillas y zumo en una mesa
de madera y sentando a sus hijos en sendas sillitas. Al más pequeño —que parecía ser
un niño a pesar de que los dos tenían tirabuzones— le había puesto un babero. Se
acercó a la verja y la abrió. Tenía la cara tan bonita como sus hijos: inquisitiva y de
ojos tiernos, parecía también ella una niña. Bobby conversó con ella unos minutos,
durante los cuales la joven miró repetidamente a su acompañante extranjera como si
esperara que interviniera.
Por fin Bobby le dijo a Alexandra:
—Le he preguntado si aquí al lado vive una familia apellidada Lazarovi. No le he
dicho lo de las cenizas. Dice que vivieron aquí hasta hace unos tres meses, y que ella
solo lleva medio año en esta casa. No los conocía muy bien, pero le dejaron una
dirección en Plovdiv y un número de móvil. Dice que había dos señores mayores, un
hombre y una mujer, y un hombre más joven que también se estaba haciendo viejo
porque no había encontrado esposa. El número de móvil es suyo. Solo venía de visita
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de vez en cuando. Por lo visto trabaja en otra parte, puede que en la costa. No está
segura.
Bobby hizo una pausa para volver a escuchar a la joven, que se apartó el pelo
rizado de las sienes mientras hablaba. Tenía las uñas pintadas de rosa y llevaba un
anillito de oro. Bobby se volvió hacia Alexandra.
—Le pagan algo por cuidar de la casa y mantenerla limpia hasta que puedan
venderla. O puede que la hayan vendido ya, no está segura. Está esperando noticias
suyas. Pregunta si nos interesa comprar la casa. Puede enseñárnosla si queremos.
—Ah —dijo Alexandra.
Tenía la sensación de haber chocado contra un muro, un muro que estaba dentro
de su pecho. De pronto lamentaba no haber dejado la urna en comisaría. ¿Qué la
había impulsado a seguir adelante con aquel asunto teniendo tan poca información?
Pero el Mago de la comisaría parecía estar seguro de que aquella era la dirección
correcta, y lo era, en efecto, salvo porque la familia ya no vivía allí. Y el hombre alto
nunca se había casado, así que probablemente aquellas cenizas no eran las de su hijo
muerto. Quizás hubiera perdido a su hermano, igual que ella.
La guapa joven se había inclinado sobre sus hijos y estaba poniéndole un zapatito
rojo a uno de ellos. Los sacó de las sillas, volvió a depositarlos en el suelo e impidió
que el niño se comiera algo que había en el parterre de flores.
—Le he dicho que puede interesarnos comprar la casa y que nos gustaría verla. —
Bobby se enderezó la chaqueta sonriendo con aire decidido.
—¿Qué? ¿Por qué le has dicho eso?
—Porque queremos verla, claro está. Quédate callada, Bird, o perderemos esta
oportunidad, ¿entiendes? No le digas qué es lo que llevas ahí —añadió sonriendo con
firmeza.
—De acuerdo —repuso ella.
La mujer llevó a los niños al interior de la casa y la oyeron hablar con alguien.
Regresó sola, con una llave en la mano, y los condujo a la vivienda cerrada.
Alexandra se dijo que, además de ladrona y extranjera, iba a cometer un allanamiento
de morada. Bobby se limpió los zapatos en el felpudo antes de entrar.
Por dentro, la casa olía a moho y a humo, el aroma de la ausencia. Alexandra se
fijó enseguida en que, a pesar de estar amuebladas, las habitaciones parecían
desnudas, como si la vida cotidiana las hubiera abandonado por completo. Se
desanimó más aún: aquel viaje tan largo, para nada. Había tapetes de ganchillo en la
mesa de la entrada, pero no llaves, ni jarrones, ni revistas, ni chaquetas colgadas en el
perchero, junto a la puerta. Los visillos estaban corridos y una luz muda y verduzca
entraba por los cristales de las ventanas. En el saloncito, Alexandra vio una manta de
lana doblada sobre el respaldo de un sillón y un televisor en una esquina, pero no
plantas, ni fotografías. El sofá y el sillón estaban tapizados con una tela rasposa de
color naranja que había soportado durante años el peso de la gente que se sentaba en
ellos y el roce de sus faldas y pantalones. La alfombra, muy limpia, era de un marrón
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arañado. Sobre la mesa baja había una fuente de cristal vacía, colocada allí quizás
para que la habitación pareciera menos desangelada.
Detrás del viejo televisor había varios estantes de libros que Alexandra se detuvo
a mirar mientras la joven enseñaba a Bobby los apliques de la luz y la vista del jardín
trasero. Podía pronunciar el nombre de algunos de los autores, pero no los títulos.
Hemingwei, leyó con sorpresa. Charlz Dikenz. Eran libros de colección, con cuarenta
o cincuenta años de antigüedad, y algunos tenían manchas de humedad en el lomo.
Había muchos libros búlgaros: libros de historia o novelas, al parecer, y también
biografías de compositores: Bach, Mozart, Stravinski. Había algunos volúmenes en
francés y unos cuantos en alemán, además de varios libros de fotografía que parecían
recientes, de estilo más occidental, con los lomos de colores: Londres, Francia, Italia.
Vio también algunos libros más sobre Italia; entre ellos, dos sobre Venecia.
Bobby, que se había situado a su lado, también miraba los libros. El estante de
abajo, justo detrás del televisor, estaba lleno de partituras amarillentas, a pesar de que
no había piano ni ningún otro instrumento a la vista. Alexandra dejó la bolsa con la
urna sobre la mesa baja, diciéndose que sería más respetuoso que llevarla de
habitación en habitación.
Al otro lado del pasillo, enfrente del saloncito, había un comedor igual de
minúsculo. Los muebles, baratos y anticuados, seguían en su sitio, y sobre un
aparador se veía un jarrón de cristal tallado. La vitrina que había junto a la ventana
contenía tazas de porcelana apiladas, con estampado de flores, pero el resto de las
estanterías estaban vacías, exentas incluso de polvo. Quizás aquella casa hubiera
estado demasiado llena de recuerdos del hombre cuyas cenizas reposaban ahora
frente al televisor apagado; tal vez sus familiares se habían marchado en cuanto
habían podido, en busca de otro lugar donde vivir. Se habían ido a otra parte,
posiblemente para morir. Pero ¿por qué no había mencionado aquella vecina tan
guapa a otro hombre, al hombre al que pertenecían las cenizas? ¿Habría muerto en
otro lugar? De pronto la asaltó una idea espantosa: los dos ancianos se habían
trasladado a una residencia geriátrica (si es que las había en Bulgaria) y ya nunca
podría encontrarlos. Trató de calmarse mirando la cazadora negra de Bobby, que se
movía con aplomo por las habitaciones, delante de ella.
La cocina, situada al fondo de la casa, daba a un huertecillo. La vecina les dijo
que lo cuidaba ella misma, y les indicó con orgullo varios pimientos jóvenes y
algunos macizos de perejil. Una valla cubierta de enredaderas en flor daba a otros
patios traseros y, más allá, a los descampados de las afueras del pueblo. Muy a lo
lejos, Alexandra distinguió una cordillera montañosa difuminada por la niebla. En un
rincón de la cocina había un viejo fogón de leña, lo que explicaba el olor a humo.
Levantando con cuidado la tapa, atisbó un montón de ceniza. Olía exactamente igual
que la casa de su familia en las montañas durante los largos veranos. Encima de una
pila manchada de óxido y refregada había varios anaqueles con platos y tazas, y un
trapo incoloro se había fosilizado encima del grifo. No había ni rastro de comida,
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salvo un tenue olor a frito. Alexandra sintió el antiguo impulso de dar patadas a una
pared, como hacía Jack hacía tanto tiempo. El suelo de linóleo estaba limpio pero
agrietado en el centro, como si hubiera habido un terremoto en aquella habitación.
Detrás de la mesa de la cocina había una cama de hierro con almohadas y una manta
doblada sobre el colchón desnudo.
Arriba encontraron dos dormitorios con las paredes pintadas de un suave color
melocotón. Allí también estaba todo limpio, ordenado, silencioso y triste. En la más
grande de las dos habitaciones había dos estrechas camas individuales, sin sábanas.
Al entrar en el cuarto más pequeño, Alexandra se detuvo sorprendida. La cama de
matrimonio estaba hecha con sábanas blancas y gruesas mantas, y las impecables
fundas de las almohadas parecían esperar el peso de unas cabezas que ya nunca
reposarían sobre ellas. Sobre la mesilla de noche había un peine, un cepillo y una
navaja de afeitar. Al otro lado de la cama colgaba un calendario turístico de 2006,
cuya hoja mostraba una fotografía de varias muchachas en traje regional bailando
alrededor de un puente cubierto con un tejadillo de madera: юни, «junio». Al
detenerse delante del calendario, Alexandra recordó un poema.
—«Parad todos los relojes, cortad el teléfono[3]» —recitó entre dientes.
—¿Qué? —preguntó Bobby.
Alexandra se giró.
—Y mira esto.
Alguien había dejado allí al menos una docena de fotografías, colocadas en
marcos sobre la cómoda o colgadas de las paredes. Eran en su mayoría fotografías en
blanco y negro, algunas en tonos marrones o viradas al sepia. Las más antiguas
mostraban cortejos nupciales ataviados con ropa rígida de aire oriental, jóvenes que
miraban absortos un futuro convertido en pasado hacía mucho tiempo: los hombres
con polainas, gorros y chalecos de lana, las mujeres con pesados vestidos y velos
cortos o guirnaldas de flores. Aquí y allá, un rectángulo de pintura más clara delataba
la ausencia de un marco. Tal vez los Lazarovi se habían llevado consigo sus
fotografías más queridas. Alexandra se fijó especialmente en una. Mostraba a una
joven con una blusa de cuello de pico y pose hollywoodiense. Tenía una nariz
alargada, realzada por su cabello ondulado, el cutis luminoso como una gota de rocío
y unos ojos que miraban cándidamente al espectador. Lucía un largo collar de perlas
y pequeños pendientes, también de perlas. Alexandra no lograba apartar la mirada de
sus ojos.
La vecina había entrado tras ellos y Alexandra calculó que no debían prolongar
mucho más su visita. Pero Bobby estaba señalando una fotografía en blanco y negro:
una pareja con un niño pequeño, el hombre con americana y corbata, la mujer con
vestido oscuro y el cabello negro cardado. Estaban sentados en un diván, muy juntos.
El niño, que parecía tener seis o siete años, se erguía, larguirucho y solemne, entre
sus padres. Tal vez…, pensó Alexandra… Sí, tal vez se había convertido en un
hombre muy alto al hacerse mayor.
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—Pregúntale si sabe quiénes son las personas de las fotografías —le pidió a
Bobby.
Pero cuando él formuló la pregunta, la vecina asintió rápidamente con la cabeza y,
pasado un momento, Alexandra se dio cuenta de que era aquel «no» tradicional que
tanto la intrigaba.
Se inclinaron para mirar las últimas fotografías. Había una instantánea del mismo
niño en una fiesta, sentado entre sus padres. Parecía más pequeño que en la otra
imagen. Debía de contar cuatro años, tenía la cara suave y redondeada y había
apartado la mirada de la cámara en el último instante, volviéndola hacia su padre.
Había otro grupo sentado al aire libre, en un cumpleaños o un día de fiesta,
levantando sus copas de vino en torno a una mesa repleta de comida. Alexandra
descubrió al desgarbado adolescente al fondo y a su madre, todavía muy guapa,
sentada a su lado. El padre no parecía estar con ellos; quizás se había encargado de
tomar la fotografía, haciéndoles señas de que levantaran sus copas. El niño parecía
tímido o malhumorado. Tenía un rostro hermético pero indiscutiblemente hermoso, y
un grueso mechón de pelo le caía sobre la frente.
Encima del cabecero de la cama, entre otras fotografías, colgaba el retrato de un
joven vestido con un traje oscuro de grueso paño y un curioso cuello blanco, muy
alto. Era una fotografía más grande que las demás, y el marco, de estilo art déco,
debía de ser caro. El joven aparecía en pie, solo, junto a un pedestal con una planta en
una maceta. Sostenía delante de sí un violín con una mano, y con la otra un arco que
apuntaba hacia el suelo. La fotografía tenía una calidad exquisita, pensó Alexandra, y
abajo, a la derecha, leyó en letras doradas: K. Brenner fotografie,
Wienstrasse 27, 1936. El joven tenía un rostro delgado y de facciones
refinadas, los ojos oscuros y la frente despejada. Miraba a lo lejos como si su mirada
fuera singularmente aguda y pudiera ver las montañas más allá del fotógrafo. Tenía la
expresión circunspecta de las fotografías de estudio, pero Alexandra intuyó que, bajo
aquella apariencia, derrochaba energía y vehemencia. Sus movimientos serían
vigorosos, incluso petulantes: se apoyaría el violín bajo la barbilla con un solo
ademán, rápido y expeditivo. Alexandra le sonrió sin más motivo que su juventud y
su belleza. Por desgracia, él ya nunca podría devolverle la sonrisa.
—¿Por qué habrán dejado aquí tantas fotografías? —se preguntó en voz alta.
Bobby se encogió de hombros.
—Puede que para que la casa esté más bonita. Para ayudar a venderla.
—Pero son fotografías muy valiosas, muy personales.
O quizás ya no soportaran mirarlas más, tras la muerte de Stoyan Lazarov.
La vecina hizo amago de irse, como era lógico: había dejado a sus hijos en casa
con alguien y seguramente tenía cosas que hacer. Le dijo algo a Bobby y él asintió.
—Dice que podemos quedarnos unos minutos a echar un vistazo y que cerremos
la puerta al salir, que luego vendrá a echar la llave.
Pareció escuchar con atención hasta que oyeron que se cerraba la puerta de la
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calle. Luego se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó unos guantes de
látex y se los puso, produciendo un leve chasquido al tirar de la goma. Alexandra se
quedó de piedra. ¿Llevaba guantes de látex en el bolsillo? Bobby se acercó
tranquilamente a la cómoda, abrió todos los cajones y los registró. Estaban todos
vacíos menos uno, que contenía un par de camisetas interiores viejas, cuidadosamente
dobladas.
—Espera —dijo Alexandra, estupefacta—. ¿Por qué haces eso? ¿Qué estás
buscando?
Estaba otra vez un poco asustada, además de sorprendida. ¿Se dedicaba Bobby a
robar en casas, con sus guantes y sus ganzúas? ¿Era quizás el delincuente más
encantador que había sobre la faz de la tierra?
—Podría haber una agenda —contestó él en voz baja—. O algún carné viejo. O
más fotografías. Algo que nos ayude a encontrarlos si la dirección de Plovdiv
tampoco sirve. Deberíamos buscar, ya que estamos aquí. Seguramente se lo llevaron
todo, pero quiero echar un vistazo.
Registró la otra habitación procurando que todo quedara igual que antes, pero allí
tampoco encontró nada. Nerviosa y confusa, Alexandra lo siguió abajo y se quedó
mirando mientras él inspeccionaba los armarios y los cajones de la cocina (unos
cuantos tenedores, un montón de servilletas de papel rosa y una ratonera) y el cajón
de la mesa del televisor de la salita, donde encontró lo que parecía ser una guía
telefónica antigua. Se acercó a las estanterías, sacó uno o dos volúmenes y luego pasó
la mano por detrás de todos los libros, estante por estante, subiéndose a una silla para
llegar al de más arriba. Del segundo estante sacó un par de monedas que volvió a
dejar en su sitio. Apartó la mesa del televisor y metió la mano por detrás de la prieta
fila de partituras, palpando a ciegas.
—¡Bobby! —exclamó Alexandra—. ¿Quién te crees que eres? ¿Sherlock
Holmes? Podemos meternos en un buen lío.
Él sonrió.
—Me encanta Sherlock Holmes —dijo. Luego, como si advirtiera por fin su
preocupación, añadió—: No te preocupes, no intento robar nada. Solo estoy mirando
en los sitios donde la gente suele esconder cosas.
Metió el brazo más adentro, hasta que dejó de verse. Un momento después, sacó
algo de detrás de las partituras. Era una caja: una caja antigua de hojalata, con la tapa
puesta. Parecía haber contenido caramelos y tenía en la cubierta una ilustración
desdibujada por el paso del tiempo: formas borrosas e irreconocibles, de color rojo y
gris.
Bobby dejó la caja sobre la mesa baja, junto a la urna, y la miraron ambos.
Seguramente no será nada importante, estuvo a punto de decir Alexandra, pero se
detuvo. No quería abrir la caja de hojalata. Quería, sin embargo, que la abriera
Bobby. Él la abrió tras examinar la tapa y juntos se inclinaron para ver lo que
contenía.
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Alexandra pensó al principio, con súbita repugnancia, que dentro había un animal
muerto, o quizás la muda putrefacta de una serpiente. Bobby tocó su contenido con
los dedos enguantados, y luego volvió a tocarlo. Sacó un objeto; dos en realidad,
largos, fibrosos y parduzcos, y los desplegó sobre la mesa. Parecían dos bandas de
tela atiesada por la edad.
Alexandra sintió que un escalofrío le recorría los brazos y el cuello.
—¿Qué es? —Le pareció que se le trababa la lengua, que farfullaba las palabras
como si no conociera del todo el idioma en el que hablaba.
Bobby se había puesto de rodillas. Se acercó cautelosamente una de las ajadas
cintas a la nariz y la olfateó. Cuando miró a Alexandra, tenía una mirada de
perplejidad teñida de repugnancia.
—Apestan —dijo, y sus palabras sonaron distantes y amortiguadas, como las de
ella—. Pero muy levemente, como si fuera suciedad de hace mucho tiempo.
—¿Son vendajes? ¿Vendajes viejos?
Aquella mancha marrón, reseca por el paso del tiempo… Se le revolvió el
estómago.
Bobby seguía mirando el contenido de la caja.
—Creo que no. No parecen vendajes, exactamente. Pero sí algo podrido. Algo
horrible.
Pasado un momento, sacó su móvil y fotografió las dos tiras de tela sin dar
explicaciones. Volvió a enrollarlas, las guardó en la caja y colocó esta de nuevo
detrás de las partituras, con sumo cuidado. Alexandra notó que echaba un vistazo a la
habitación antes de que salieran, como para asegurarse de que lo habían dejado todo
tal y como estaba. Al recoger la bolsa con la urna, se preguntó por un instante si
debían dejarla allí sin más. Bobby no se quitó los guantes hasta que cerró la puerta de
la casa a su espalda.
Luego se acercaron a la casa de al lado y, a petición de Bobby, la vecina fue a
buscar un trozo de papel y les anotó la dirección de Plovdiv a la que se habían
mudado los Lazarovi y el número de móvil del hombre de mediana edad. Bobby le
dio las gracias y, en lugar de estrecharle la mano, inclinó un poco la cabeza.
—Mersi mnogo —dijo Alexandra, lo que impulsó a la vecina a sonreírles y a
hacerle una pregunta a Bobby.
—Ungarka —contestó él, y la joven levantó las cejas, visiblemente complacida.
—¿Qué? —preguntó Alexandra.
—Le he dicho que eres húngara. No digas nada, Bird. —Sonrió amablemente a la
vecina y esta vez le estrechó la mano—. No es necesario que lo sepa todo, ¿verdad?
Al subir al taxi se quedaron sentados un minuto largo, sin hablar, con las
ventanillas bajadas.
—¿Por qué querías entrar en la casa? —preguntó por fin Alexandra.
—He pensado que podíamos descubrir algo interesante.
—¿Y has descubierto algo?
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—Sí —respondió él—, aunque aún no estoy seguro de lo que es. ¿Y tú?
—He descubierto que son las mismas personas. Las personas a las que estamos
buscando, quiero decir. Estoy segura. Debería habértelo enseñado antes, pero no se
me ha ocurrido. —Buscó en su bolso y sacó su cámara de fotos—. Aquí están.
Le impresionó verlos de nuevo tras visitar la casa: el hombre alto y apuesto
inclinándose hacia su madre, sentada en la parte de atrás del taxi, y detrás de ellos la
figura borrosa del anciano. El rostro del hombre alto, con su mirada melancólica, le
resultaba ya familiar, y la anciana estaba casi guapa.
Bobby miró la pantalla.
—Sí, puede que sean los mismos. Ya lo veo. La edad parece coincidir, a juzgar
por algunas de las fotografías.
Alexandra contempló la única imagen que conservaba de ellos, con la cabeza
pegada a la de Bobby. Agrandó con cuidado la cara del hombre más joven. Vista de
cerca, con aquellos ojos estrechos y luminosos, era aún más hermosa.
—Creo que es el niño pequeño de las fotografías. La gente cambia mucho al
hacerse mayor, claro.
Al decir esto, sintió un alfilerazo debajo de una costilla, como solía sucederle:
Jack, su único hermano, ya nunca envejecería. No cambiaría al hacerse mayor.
Alexandra nunca oía expresiones como aquella (hacerse mayor, crecer, madurar, estar
en la flor de la vida) sin sentir un pinchazo de dolor, incluso cuando era ella misma
quien las pronunciaba.
—Lo que cuenta es otra cosa —comentó Bobby junto a su hombro—. Que
seguimos sin saber quién era Stoyan Lazarov. Puede que sea el hombre de esas fotos
o puede que no. Ni siquiera tenemos la certeza de que viviera aquí.
—No, así es.
Alexandra seguía pensando en Jack, en las pocas fotografías que tenía de él,
incluso en casa. Había hecho copias de las tres que más le gustaban y las había traído
consigo, entre ellas una pequeñita que rara vez sacaba de su cartera. Prefería llevar
copias que viajar con los originales, tan insustituibles como el propio Jack.
—Puede que Stoyan fuera más joven —dijo—. El hijo pequeño.
Arrancado en la flor de la vida.
—Sí, pero, si era hijo de esa pareja de ancianos, en las fotografías aparecerían dos
niños —señaló Bobby— o algún indicio del que murió.
—Bueno, en la casa había camas para cuatro personas —dijo Alexandra—.
Contando la de matrimonio.
Bobby la miró con una expresión que ella interpretó como de admiración.
—Cierto. Y la policía te envió a esta casa. Así que, aunque no aparezca en las
fotos, es probable que Stoyan Lazarov viviera aquí. ¿Qué fue lo que dijo el policía?
¿Que estaba seguro de que esta era la dirección de Lazarov?
—Eso entendí. Pero puede que quisiera decir que esta era la dirección de sus
familiares más cercanos.
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—Es posible —repuso Bobby—, pero preferiría que se lo hubieras preguntado.
—¿Tú lo preferirías? —Le sonrió a pesar de que su crítica le escoció un poco, y
guardó la cámara.
Bobby estaba otra vez muy serio.
—Entonces ¿le enseñaste esta foto a la policía?
—Sí. Pensé que podía ser de ayuda.
—Entiendo.
Alexandra sintió de nuevo que estaba molesto. Luego, Bobby hizo un gesto de
asentimiento, mirándola con sus luminosos ojos azules.
—Bueno, ahora tenemos un número de teléfono. Veamos si contestan.
Cogió su móvil y el papel que le había dado la vecina. Alexandra sacó el brazo
por la ventanilla del taxi y lo observó, sin dejar de pensar en aquel hombre alto de
ojos ambarinos. Oyó el pitido de la línea, interrumpido al cabo de unos segundos.
—No contestan —dijo Bobby—. Y no hay forma de dejar un mensaje.
Ella se mordió la parte interior del labio.
—¿Quieres ir a esa dirección de Plovdiv? —preguntó—. Aún me queda más de la
mitad del depósito de gasolina.
—Pero tendrías que conducir aún más —contestó Alexandra, nerviosa.
¿Por qué habría de estar dispuesto Bobby a seguir llevándola de un sitio a otro? O
bien pensaba cobrarle más de la cuenta, o bien se le insinuaría, tarde o temprano.
—Por favor —dijo Bobby—. Ya habíamos dejado claro que no es cuestión de
dinero. Quiero saber quién era ese Lazarov, igual que tú.
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de cruzar un ventisquero. Era un perro de mínimo común denominador: procedente
de cinco o seis razas distintas que, al mezclarse, se anulaban entre sí. Lo único que
quedaba era su condición perruna, sus ojos castaños, siempre alerta, y una lengua
rosa que colgaba amistosamente por un lado de su boca. El animal se dirigía hacia el
hueco de la valla, y Alexandra se acercó a saludarle.
Bobby le cortó el paso bruscamente.
—Atrás —dijo—. No sabemos si está rabioso.
—¿Qué?
—En Bulgaria hay muchos perros rabiosos. Muerden a la gente.
El perro se detuvo a unos pasos de distancia, se sentó y miró con calma a
Alexandra. O eso pensó ella: que la miraba fijamente. No había duda de que era un
macho. Estaba muy flaco pero, allí sentado, parecía aún más sereno y apacible que
los animales de cemento que tenía a su espalda.
—Le gusto —dijo.
—No estés tan segura —replicó Bobby, que observaba al perro atentamente—. Es
un perro callejero, pero parece muy inteligente. Y limpio.
—Sí, cualquiera diría que sabe hablar.
—¿En inglés? —dijo Bobby—. Venga, vamos a comer.
Alexandra se volvió de mala gana. Sentía la frustración de una niña a la que le
dicen que no acaricie al perro, al gato, al precioso ratoncito. En cuanto se alejaron, el
perro les siguió. Alexandra lo vio al mirar atrás.
—Kush —dijo Bobby meneando una mano pero con cuidado, como para no
hacerle enfadar.
El perro volvió a sentarse. Cuando echaron a andar de nuevo, se levantó y trotó
tras ellos sin apresurarse.
—En realidad eres tú quien le gusta —dijo Alexandra, burlona—. Estoy segura.
Bobby sacudió la cabeza: ya había tenido suficiente. Llegaron al bar y le abrió la
cancela a Alexandra. El perro se sentó en la acera; allí no podía entrar.
Había mesas colocadas delante del bar y Bobby eligió una a la sombra. Del
edificio salía una música que Alexandra no había oído nunca: una complicada
canción de aire oriental.
—No creo que tengan menú, pero puedes pedir un café y una tostada con queso
—explicó Bobby.
Se acercó una camarera adolescente y sonrió a Alexandra. Llevaba zapatillas de
lentejuelas plateadas y una camiseta negra que decía en inglés Get Me Going!
Mientras tomaban las tostadas y el café solo, el perro permaneció tranquilamente
sentado más allá de la cancela, a la vista de Alexandra. Los observaba en silencio. Un
reluciente hilillo de baba colgaba de su mandíbula.
—Tiene hambre —comentó.
Bobby sacudió la cabeza.
—No le hagas caso.
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A ella le chocó aquella aceptación de las cosas malas: el hambre, la soledad,
perros rabiosos sueltos, conducción peligrosa, aceras rotas. ¿Por qué la gente tenía
que ser tan conformista? Incluida ella, por supuesto.
—Voy a guardar parte de mi tostada para dársela —insistió.
Bobby se encogió de hombros. El sol estaba ya muy alto y se colaba por entre las
hojas, moteando sus platos vacíos.
—Tu tercera comida en Bulgaria —comentó Bobby, mirándola con la cabeza
ladeada.
—Sí —contestó ella—. Ya estoy perdiendo la cuenta.
Al volver a la acera, se quedó rezagada un momento y dejó que el trozo de tostada
resbalara de sus dedos. El perro se levantó de un salto. Alexandra se detuvo a mirarlo,
y Bobby se volvió y soltó un suspiro.
—Tiene muchísima hambre —comentó ella.
Él cruzó los brazos.
—Sí, claro que tiene hambre. Es un perro callejero.
El perro retrocedió, engullendo su golosina, y se sentó al pie de un árbol, junto a
la acera. Tragó y sacudió la cabeza; luego juntó las patas delanteras y se quedó
mirando a Alexandra, su benefactora. Había una hoja de papel plastificado grapada al
árbol, al nivel de los ojos. El perro se erguía, sentado, bajo el papel y les miraba
fijamente. Alexandra advirtió que los caracteres cirílicos impresos en la hoja le
resultaban familiares, al igual que la cara de la persona fotografiada en blanco y
negro. Bobby se acercó a pesar del perro, que seguía sin moverse.
—Sí —dijo.
Era el nombre completo, stoyan dimitrov lazarov, 1915-2006, y algunas
otras palabras impresas que Bobby le leyó en voz alta: fallecido el 12 de junio
de 2006, a la edad de 91 años. Nuestro emocionado recuerdo en
el primer aniversario de su fallecimiento. El hombre de la imagen
fotocopiada tenía los ojos hundidos, la nariz larga y fina, el cabello y las patillas de
color negro y un aire muy setentero. No era un anciano, eso saltaba a la vista. Y
aunque aquella fotografía tampoco estaba en la casa que acababan de visitar,
Alexandra conocía aquel rostro serio e intenso.
—Vaya —dijo—. Así que sí que vivió en Bovech. Debía de ser el del violín,
aunque aquí es mucho mayor, ¿lo ves? Y nació… —Hizo una pausa—. Durante la
Primera Guerra Mundial. Pero ¿qué hace su foto en un árbol?
De pronto recordó que había visto otras hojas como aquella, impresas en blanco y
negro, en paredes y verjas en algunos pueblos por los que habían pasado. Había dado
por sentado, distraídamente, que eran simples anuncios.
—Es un nekrolog —le explicó Bobby—. Se ponen cuando muere una persona. Y
después se colocan otros nekrolozi en el aniversario de la muerte.
—En mi país no tenemos esa costumbre —comentó Alexandra.
Bobby tocó el papel. Estaba descolorido y arrugado, a pesar de estar plastificado.
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—Aquí hay dos cosas que no están bien.
Alexandra se descubrió observando atentamente su perfil. No se parecía a nadie
que ella hubiera conocido, y no porque fuera búlgaro.
—¿Qué?
—Primero, esto es lo que echaba en falta en la puerta de la casa. Esta hoja debería
estar en la puerta o en la verja de delante, no solo aquí, en la calle. Cuando hemos
estado en la casa ha habido algo que me ha extrañado, pero no sabía qué era. En las
casas en las que ha muerto un miembro de la familia recientemente, siempre hay un
nekrolog en la puerta.
—Puede que la familia lo quitara para que la casa tenga mejor aspecto y atraiga
más compradores.
—Puede ser. Pero se venden muchas casas desocupadas con nekrolozi en la
puerta.
Alexandra miró al perro. Seguía sentado educadamente junto a sus pies y Bobby
parecía haberse olvidado de él.
—¿Qué es lo otro que te ha extrañado? —preguntó ella.
—¿Puedes decírmelo tú?
Ella se quedó pensando.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Piénsalo. Mira las fechas.
—Bueno, aquí dice que murió en 2006. —Miró a Bobby—. De eso hace dos
años. Si este papel recuerda el primer aniversario de su muerte, tiene que llevar aquí
casi un año.
—Sí.
—Ah —dijo Alexandra—. ¿Te refieres a por qué no lo han enterrado antes… o
han enterrado sus cenizas, mejor dicho?
—Sí, por qué —dijo Bobby—. ¿Por qué?
—En Estados Unidos, hay gente que guarda las cenizas en su casa hasta que
decide dónde enterrarlas. O que se las queda para siempre.
De hecho, yo habría preferido quedármelas si hubiera tenido elección, pensó,
aunque no creía que sus padres lo aprobaran, y de todos modos no habían podido
elegir.
—Aquí también hay crematorios, pero lo más normal es que se entierre a la gente.
Todos mis abuelos están enterrados. Nada de cenizas, en época comunista. —Bobby
se retiró el pelo lacio de la cara con los dedos—. Imagino que se debe a que en el
fondo, culturalmente, seguimos siendo un país ortodoxo. La Iglesia ortodoxa cree que
la gente necesitará sus cuerpos más adelante, cuando vuelva Jesucristo para escoger a
los que hayan sido buenos. Entonces uno necesitará su cuerpo entero para levantarse
y resucitar, y volver a vivir en el paraíso terrenal.
—Entiendo —dijo Alexandra.
No sabía si Bobby compartía esa creencia o solo le estaba ofreciendo una
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explicación. Si aquello era cierto, por casualidad, una persona que hubiera matado a
su propio hermano seguramente no resucitaría para vivir en aquel paraíso terrenal. De
pronto se le saltaron las lágrimas y confió en que Bobby no se diera cuenta. Pero él
seguía pensando en las cenizas.
—¿Por qué no enterraron a Stoyan Lazarov? —dijo—. Es decir, por qué no
enterraron sus cenizas.
—Puede que estuvieran esperando a celebrar el funeral. —Alexandra se aclaró la
voz—. Cuando los vi no parecían muy… adinerados, y ya hemos visto lo modesta
que era su casa.
Bobby negó con la cabeza.
—Un funeral es un funeral. Hay que encontrar la manera de celebrarlo aunque no
se disponga de dinero. Y la casa no es pobre, es muy decente. Además, hay un tercer
interrogante. ¿Quién es el otro anciano?
—¿El otro anciano?
—Sí, ya sabes. Viste a un señor mayor que llevaba las cenizas, pero Stoyan
Lazarov también era muy anciano cuando murió en 2006. Aquí dice que tenía
noventa y un años. No podía ser hijo del otro anciano.
—Ya veo lo que dices —repuso Alexandra.
—Puede que fuera su hermano. Sí, eso sería posible, teniendo en cuenta la edad
de ambos.
Sacó su móvil e hizo un par de fotos del nekrolog. El perro se giró de repente, lo
que hizo que ambos dieran un respingo, y apoyó las patas delanteras en el árbol.
Acercó el hocico al cartel descolorido como si percibiera su interés. Luego volvió a
sentarse.
—Parece que este perro nos trae buena suerte —comentó Bobby. Se puso en
cuclillas y miró atentamente al animal—. Es listo. Y parece estar sano, como tú
decías, pero si tuviera casa llevaría algo en el cuello. ¿Cómo lo llamáis? Se me ha
olvidado la palabra. Como lo de las camisas.
—Un collar —contestó ella.
—Un collar —repitió él.
Acercó la mano con la palma hacia arriba y el perro se la olfateó un instante.
Luego se retiró, tranquila y educadamente. En medio de su negra cara, los ojos
parecían extrañamente humanos, lo cual era un tópico, pensó Alexandra, solo que en
este caso era cierto.
—Creo que tienes razón. Es muy tranquilo y simpático —dijo Bobby—. Y ha
encontrado el nekrolog.
Alexandra vio con sorpresa que estiraba lentamente el brazo para acariciar la
cabeza del animal. Se lo tomó como una autorización para hacer lo mismo.
Inclinándose hacia delante, rascó al perro detrás de las orejas, le frotó el cuello y
acarició su lomo con los dedos, como había acariciado tantas veces a sus mascotas,
de pequeña. El perro se apoyó contra ella y su cola fuerte y fibrosa golpeó sus
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zapatillas. Tenía el pelo limpio y suave; solo sus patas estaban polvorientas. Hacía
mucho tiempo que Alexandra no hacía tan feliz a alguien.
Bobby se rio.
—Es muy gracioso —dijo—. Y le gustas, no hay duda.
Se dirigieron hacia el taxi y Alexandra miró hacia atrás un par de veces y vio con
pena —y con íntima satisfacción— que el perro los seguía. Pero cuando se volvió
para despedirse de él, Bobby abrió la puerta trasera del coche y el perro se subió de
un salto como si llevara con ellos toda la vida.
—¿Y si es de alguien? —preguntó Alexandra, incrédula.
—No creo que tenga dueño. Ya no.
El perro se acomodó en el asiento y Bobby cerró la puerta con cuidado de no
pillarle el rabo. Alexandra montó delante sin decir nada y volvió la cabeza una sola
vez, enamorada. Bobby puso en marcha el motor.
Ya habían recorrido un buen tramo de la calle cuando se dio cuenta de que había
olvidado echar un último vistazo a la casa de Stoyan Lazarov, 1915-2006.
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arregle. Y, además, le gustará que le demos una sorpresa.
Las dudas volvieron a asaltar a Alexandra. ¿Y si no había ninguna tía? ¿Cómo
podía saber adónde la llevaba Bobby? ¿A una casa vacía o un piso en cualquier parte?
Pero él no parecía entusiasmado, solo ligeramente complacido por haber resuelto
un detalle práctico.
—Es muy simpática y cocina de maravilla. Mis primos se independizaron hace
mucho tiempo y su marido murió, así que le gusta que la visite siempre que puedo.
Cuando yo era pequeño, nos mimaba mucho a todos, sobre todo a mí. Todavía me
mima. De hecho, esta moneda me la dio ella. —Señaló el talismán que colgaba del
espejo retrovisor: la mujer con el pelo recogido en un moño—. Es Atenea. Dice que
es para ayudarme a recordar que debo ser prudente cuando conduzco.
—¿Vivíais cerca cuando eras pequeño?
—No, yo vivía en Sofía, pero iba a su casa a pasar el verano, cuando mis padres
estaban demasiado ocupados para encargarse de mí.
Una nube cruzó su semblante. Bajó el parasol como si quisiera protegerse los ojos
del sol.
—Yo también tengo una tía así —comentó Alexandra para distraerlo y olvidarse
de las preguntas que tenía en la punta de la lengua. (¿Por qué tus padres no podían
hacerse cargo de ti?)—. Vive cerca de un lago muy grande, en el estado de Georgia,
y mi hermano y yo íbamos a pasar varias semanas con ella todos los veranos. Nos
encantaba estar allí porque nos dejaba hacer un montón de cosas que nuestros padres
nos habrían prohibido, como ir a pescar solos en medio del lago.
—¿Tu hermano no ha querido venir a Bulgaria?
Bobby le sonrió y ella vio que la carretera seguía el curso sinuoso de un río. Junto
a ella discurría un camino de tierra. Un anciano iba en bicicleta por el camino, con
varias bolsas de plástico llenas atadas al manillar. Delante de él, varias filas de
árboles podados, de escasa altura, bordeaban el camino; el sol del atardecer hacía
brillar las hojas de sus copas recortadas.
—Mi hermano está muerto —dijo Alexandra. Con el paso de los años había
ensayado varias versiones de aquel enunciado, y finalmente se había decantado por el
más sencillo—. Murió hace doce años.
—Lo siento mucho. —Bobby meneó la cabeza.
A pesar de que no vio moverse su mano, Alexandra tuvo la impresión de que
sentía el impulso de tocarle el hombro y se refrenaba.
—Sí —se obligó a decir—. Era… Siempre quiso viajar. Le habría gustado
conocer Bulgaria.
No añadió que Jack quería visitar el país, ni le explicó el motivo. Era un asunto
demasiado íntimo.
—¿Era más pequeño o mayor que tú?
—Mayor. Me sacaba dos años. Era un chico estupendo —añadió sin pretenderlo.
¿Seguía siendo un chico al otro lado de la muerte o era ya un hombre? Se imaginó
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a Jack en el asiento negro del taxi, inclinado hacia delante, riéndose con aquel
perfecto desconocido, comparando sus gustos musicales y diciéndole, quizás, algo al
oído a su hermana: ¿No te decía yo que esto sería fantástico?
—Lo siento. —Bobby pareció retraerse; luego cambió de postura detrás del
volante, estirando su cuello y sus hombros musculosos. Ladeó la cabeza, señalando el
asiento de atrás—. Bueno, ¿qué nombre le ponemos?
Alexandra, que se había olvidado del perro unos minutos, se volvió para mirarlo,
aliviada por poder cambiar de tema. Estaba dormido, con la espalda apoyada en el
respaldo del asiento, la cabeza y las patas relajadas y un ojo medio cerrado en su cara
aterciopelada. Le pareció inmensamente vulnerable, montado en el coche, con ellos,
rumbo a un lugar por el que ni siquiera podía preguntar.
—¿Qué hay de tu tía? —dijo—. ¿No le molestará tener un perro en casa?
—Puede dormir en el patio. No creo que a mi tía le importe. Pero tenemos que
ponerle un nombre.
—Puede que ya tuviera uno —reflexionó Alexandra en voz alta, y comenzó a
trenzarse el pelo sobre el hombro, como solía hacer cuando estaba pensando—. Pero
supongo que nunca lo sabremos.
—Por eso necesita uno nuevo.
—¿Cómo soléis llamar a los perros en Bulgaria?
Bobby se quedó pensando.
—Bueno, antes la gente los llamaba Sharo —dijo—. O sea, «Mancha».
—No, necesita un nombre más interesante —repuso ella—. Es un tipo
interesante. —Acercó la mano a los polvorientos pies del animal y luego decidió no
sobresaltarlo.
—¿Qué tal Prah? —sugirió Bobby.
—Dijiste que significa «cenizas» —contestó ella indignada—. Es un poco
siniestro, ¿no?
—Aprendes deprisa. —Bobby la miró—. Buena memoria.
—No, tenemos que ponerle un nombre bonito. —Dejó de trenzarse el pelo y
paseó la mirada por la larga llanura soleada y los sauces lejanos—. ¿Cómo se dice
«esperanza»?
—Nadezhda —le dijo Bobby—. Pero es femenino, y nombre de chica, además.
También se llama así un barrio muy grande de Sofía en el que viven algunos amigos
míos.
—¿Y Stoyan? —preguntó ella.
Él se rio.
—Eso es aún más siniestro —dijo—. Pero… vale. Es un buen nombre para un
perro porque significa… «resistente», no sé si se dice así en inglés. Y este perro es
muy resistente.
—Es un amor —repuso Alexandra, y esta vez acarició la pata huesuda del perro.
El animal se despertó y levantó la cabeza, entornando un ojo soñoliento. Luego se
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echó hacia atrás, se estiró en el asiento y volvió a dormirse.
—Podríamos llamarlo Stoycho —sugirió Bobby—. Se parece a Stoyan pero es
distinto, y suena más respetuoso. Y, además, a un perro puedes decirle stoy, que
significa «quédate ahí». —Miró hacia atrás—. ¡Stoy, Stoycho! ¿Lo ves? Me hace
caso.
—De acuerdo. —Alexandra levantó la mano—. Yo te bautizo Stoycho.
Plovdiv apareció ante sus ojos a la luz del atardecer, rojiza y dorada; se alzaba en la
llanura, recortándose en siluetas que parecían mitad antiguas, mitad futuristas, pensó
Alexandra con embeleso. Era mucho más grande que las demás ciudades por las que
habían pasado. Se extendía por una serie de collados y se precipitaba hacia vaguadas
urbanas: un tumulto de casas lejanas, iglesias antiguas, muros, árboles y, en las
afueras, altos bloques de apartamentos.
—¿Te gusta? —Bobby sonrió y tamborileó sobre el volante—. Plovdiv es muy
interesante, y muy antigua. Era una ciudad griega. Filipópolis, se llamaba, por
Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro Magno. —La miró—. Antes había
gente que creía que Alejandro nos pertenecía. Ya sabes, porque era originario de aquí.
Ahora dejamos que los macedonios y los griegos se peleen por él. Todo el mundo
quiere a Alejandro, tu tocayo.
—Gracias —repuso ella.
Bobby ajustó el parasol, mirando hacia el cielo.
—Hasta hay un teatro romano en una de las colinas. Plovdiv está construida sobre
siete colinas, como la antigua Roma. Creo que es mejor que vayamos primero a casa
de mi tía. Está a punto de anochecer. Queda muy cerca de aquí. Mañana por la
mañana podemos ir a Plovdiv a buscar a los Lazarovi. Así podrás ver un poco el
casco antiguo, ¿de acuerdo?
Alexandra no creyó que pudiera negarse: la casa era de su tía, y el coche suyo.
Bobby tomó una salida rápidamente y un lustroso todoterreno negro cruzó por
delante del taxi haciendo chirriar sus neumáticos y se alejó a toda velocidad.
—Tápate los oídos, Bird —le dijo Bobby—. Necesito soltar algunos tacos.
—Si son en búlgaro, no importa —repuso ella.
Él se puso a despotricar y Alexandra le escuchó con atención.
—¿Qué has dicho? —le preguntó cuando acabó.
—Le he dicho a ese conductor que un gato debería comerse las vísceras de su
madre.
—¿En serio?
Bobby se rio.
—No, claro que no. He dicho las tonterías habituales, igual que en inglés.
Al tomar la salida, perdieron de vista la ciudad y sus vetustas colinas, y pusieron
rumbo al sur, hacia un pueblecito. Al llegar a las afueras, pasaron junto a una tapia
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pegada a la carretera. Estaba cubierta de pintadas y encima de ella había sentados en
fila varios niños gitanos que les saludaron con la mano, empujándose unos a otros.
Estaban muy morenos y vestían ropas abigarradas. El más pequeño parecía tener
apenas cuatro o cinco años. El muro tenía como mínimo tres metros de alto, y
Alexandra sintió una oleada de angustia por que alguno de ellos se cayera a la
carretera. Bobby sacudió la cabeza pero levantó la mano para saludar a los niños.
Alexandra se alegró al ver que el centro del pueblo era también antiguo y estaba
lleno de árboles cubiertos de hojas nuevas. Un enorme edificio de cemento que había
en la plaza arruinaba en parte su belleza. Tenía en la fachada una frase escrita en
grandes letras cirílicas, con algunos huecos en medio. Encima de las letras había una
escultura de metal herrumbroso: una niña de unos seis metros de alto, con un vestido
largo y largas trenzas, a la que le faltaban los pies. Como ocurría en Bovech, los
lugareños parecían moverse sin prisas, volviendo del trabajo o de hacer algún recado,
cargados con bolsas de plástico. Les adelantó una camioneta llena de hombres, uno
de los cuales se quitó la gorra para rascarse la cabeza. Frente al edificio de cemento
con sus eslóganes mellados en la fachada, había un corro de señores mayores vestidos
con traje y jerséis oscuros. Alexandra vio que un anciano tocaba el hombro de una
señora como para recordarle que debían irse; ella se volvió para besar en la mejilla a
otra señora.
Bobby se detuvo delante de un edificio de pisos con cornisas de piedra gris y
paredes desconchadas. Alexandra se desanimó de pronto.
—No tenemos correa para Stoycho —dijo—. Una cuerda, quiero decir, algo con
lo que sujetarlo.
—No va a separarse de nosotros —le aseguró Bobby—. Querrá cenar.
Dejó salir al perro del coche y Stoycho se tambaleó un momento y luego estiró las
patas.
—Tú —le dijo Bobby en tono severo—, ven conmigo.
Se señaló los zapatos y el perro los siguió hacia la parte de atrás del edificio,
donde había un patio.
—Quédate aquí —ordenó Bobby—. Te traeremos algo de comida y agua.
El perro orinó abundantemente en un arbusto, olfateó el charco y luego se sentó y
los miró. Alexandra vio que azotaba el suelo polvoriento con el rabo. El patio la
sorprendió: era un mar de barro seco con escuálidos atolones de grama aquí y allá y
un foso en un rincón, en el que alguien había arrojado el chasis de un anticuado
carrito de bebé. Lo rodeaba un muro ruinoso, rematado con trozos de cristal clavados
en el cemento, muchos de los cuales habían vuelto a romperse y estaban
desperdigados por el suelo. Confió en que Stoycho no pisara los cristales. Le acarició
la cabeza y, haciendo un esfuerzo, se alejó.
Cuando rodearon el edificio, vio que la acera de enfrente estaba agrietada y
fangosa. Se preguntó cómo pasaría Stoycho (y ella misma) la noche. De pronto deseó
estar en casa, en Greenhill, con sus lisas aceras. Casi se arrepentía de haber venido al
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país favorito de Jack, pintado de verde claro en el mapa.
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Bobby llamó a uno de los ocho viejos timbres, retrocedió y levantó la mirada.
Pasado un momento, alguien los llamó desde lo alto. Alexandra vio que una mujer de
cabello rojo, vestida con una bata, se inclinaba sobre un balcón, dos pisos más arriba.
Sonreía y saludaba impetuosamente con la mano.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Ay, Asparuh! Kakvo pravish tuk?
Bobby sonrió con las manos metidas en los bolsillos y contestó algo a voces.
—Pregunta qué hacemos aquí —le explicó a Alexandra—, y le he dicho que no
podía vivir ni un día más sin comer uno de sus guisos.
La mujer saludó a Alexandra levantando una mano y les indicó rápidamente que
esperaran. Alexandra la saludó con un ademán, sintiendo de pronto que aquello era
una locura. Entonces oyó a alguien en la escalera y la tía de Bobby abrió el portal del
edificio. Era mucho más baja que Alexandra y de complexión cuadrada, sin ser
gorda. Llevaba recogido por detrás el cabello de color caoba, a todas luces teñido.
Vestía una bata floreada con grandes bolsillos y calzaba unas pantuflas de felpilla.
Sus piernas desnudas estaban surcadas de varices. Besó a Bobby en las mejillas
cuatro o cinco veces, sonoramente. Él le presentó a Alexandra y su tía le estrechó la
mano, primero con una sola mano y luego con las dos.
—Pavlina —le dijo varias veces.
—Se llama así —explicó Bobby—. Dice que puedes tutearla. Y que subamos
enseguida. Pero primero voy a explicarle lo de Stoycho.
La tía Pavlina se puso seria un momento al oír hablar del perro, y Alexandra
adivinó por cómo miraba a Bobby que no era la primera vez que su sobrino se
presentaba con extrañas compañías, como una chica americana o un perro callejero.
Había confiado en que la tía invitara a subir al perro, pero no parecía que fuera a
hacerlo. La siguieron hasta el segundo piso. Alexandra trató de no prestar atención a
la mugrienta escalera. Pavlina abrió la puerta de su casa y volvió a cerrarla cuando
entraron.
Se encontraron en un saloncito con puertas cerradas a ambos lados. La luz del
atardecer entraba por la puerta abierta de la cocina y se derramaba por el suelo de
parqué, tan limpio que semejaba ámbar pulido. Las paredes estaban pintadas de un
tono tan claro que parecía confundirse con la luz. Alexandra vio colgada en una de
ellas una acuarela que representaba unas barcas varadas en la playa, con la proa
lamida por el oscuro oleaje. Bobby colgó su chaqueta en el perchero de un espejo
antiguo. Alexandra vio la mitad de su cara reflejada en el espejo y de pronto le
pareció extraña y difuminada como un daguerrotipo. Imitando a Bobby, se quitó las
deportivas y se puso unas pantuflas de lana que amortiguaban el ruido de sus pasos.
Luego, la tía Pavlina los hizo entrar en la cocina, donde olía a patatas cocidas y
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carne guisada. Bobby suspiró satisfecho y se dejó caer en el desvencijado diván que
había en el rincón. Sobre la mesa de formica roja había una tabla de cortar y un
cuchillo; en el fregadero, muy usado pero impecable, se veían varias mondas de
patata. El suelo parecía fregado hasta la saciedad, y el sol del ocaso entraba por las
ventanas, cuyos cristales estaban tan limpios que eran casi invisibles. La tía Pavlina
indicó a Alexandra que se sentara y bajó el volumen del pequeño televisor, en el que
un hombre vestido con esmoquin regalaba un coche deportivo a quien respondiera a
su siguiente pregunta. Era un programa estadounidense. Sobreimpreso en la pantalla
se leía: «¿Cuál es el mayor lago de Dakota del Sur?». El hombre trajeado daba a
elegir entre varias respuestas. Alexandra solo sabía que no era el lago Victoria.
Quizás en Dakota del Sur no hubiera ningún lago.
Antes de que descubriera cuál era la respuesta correcta, se interrumpió el
programa para dar paso a un boletín de noticias. Bobby se incorporó y se rodeó las
rodillas con los brazos. El locutor estaba delante de un podio en el que un joven
parecía estar presentando a un hombre mayor. Este se acercó al micrófono y
contempló a su público con una sonrisa. Tenía un aspecto vigoroso a pesar de su
edad, y el cabello, abundante y bien cuidado, le llegaba casi hasta los hombros. Esta
vez, Alexandra se fijó no solo en su espesa barba castaña y en su bigote, sino en que
tenía una franja de profundas cicatrices en la parte superior de las mejillas. Se acordó
de las mutilaciones rituales que veía en los números de National Geographic cuando
era pequeña.
El hombre leyó una escueta declaración y se oyeron los aplausos de varias
personas situadas allí cerca.
—¿No es ese tipo de las minas? —le preguntó Alexandra a Bobby—. ¿Qué está
diciendo?
Bobby no contestó hasta que empezó un anuncio (de queso, fabricado por ovejas
felices). Entonces se arrellanó de nuevo en el diván.
—Estupendo —dijo amargamente—. Sí, era Kurilkov, el ministro del que te
hablé. Acaba de anunciar su intención de presentarse a las elecciones con un partido
propio dentro de dos años, como todo el mundo preveía. Si su partido consigue
suficientes escaños en el parlamento, será primer ministro, el puesto más poderoso de
Bulgaria. —Arrugó el ceño—. Todavía no puede empezar a hacer campaña
oficialmente, pero ya nos ha dicho cuál va a ser su eslogan: Bez koruptsiya, sin
corrupción. Nos ha advertido de que va en serio y le han aplaudido.
—¿Por qué te parece tan mal? —Alexandra observó su semblante.
Bobby tiró de la borla de uno de los cojines de la tía Pavlina.
—Los políticos que hablan de pureza suelen acabar decidiendo quién es puro y
quién no. Kurilkov ya ha declarado a un periódico que todo búlgaro que no
contribuya de manera positiva a la sociedad será buscado y obligado a trabajar, a
través de nuestro sistema penitenciario, para reconstruir la economía. Es una cosa
muy rara, un disparate, pero hay mucha gente que lo quiere por ello. Imagino que se
La tía Pavlina le dio a Alexandra un camisón de nailon rosa que le quedaba cinco
tallas grande y le llegaba justo por debajo de la rodilla, una toalla con textura de
cartón almidonado, un cepillo de dientes limpio y, por último, un gorro para la ducha,
como si estuviera en un motel americano. Alexandra se encerró en el cuarto de baño,
se quitó la ropa y observó su rostro despierto y sus pechos pequeños en el espejo. Al
menos su cuerpo no había cambiado. El cuarto de baño no se parecía a ningún otro
que hubiera visto. La cisterna del váter, situada cerca del techo, se accionaba tirando
Mucho después, sin embargo, se despertó soñando que había algo horrible bajo su
cama, algo que se desenroscaba y cobraba vida y que luego, con la misma prontitud,
volvía a quedar inmóvil. La habitación estaba a oscuras. Sin pretenderlo, gritó y se
levantó de un salto. Oía un chillido procedente de la calle: alarmas de coches saltando
a su alrededor, por todas partes. Una fracción de segundo después Bobby irrumpió en
la habitación, la agarró de la mano y corrieron juntos por el pasillo, hasta la puerta del
piso. Parecía llevar puesta solo su ropa interior, unos calzoncillos blancos. Alexandra
vio a la tía Pavlina delante de ellos. Avanzaba rápidamente, en camisón, con el pelo
El hombre que se apeó del tren en la estación central de Sofía llevaba un periódico
bajo el brazo, un periódico de dos días antes: la Gaceta de Viena del 20 de mayo de
1940. Lo había enrollado como un telescopio a través del cual observar las montañas
de su patria, que llenaban por completo la ventanilla de su compartimento en el coche
cama, y lo llevaba ahora bajo el brazo mientras sostenía el asa de la funda de su
violín con más fuerza de la necesaria.
Los titulares de la Gaceta compendiaban los motivos por los que regresaba a
Bulgaria. Todos, menos dos: su madre y su padre, que lo esperaban en casa mientras
Europa comenzaba a arder. Les había enviado un telegrama para decirles que sí, que
regresaba para una temporada, y anunciarles la hora de llegada de su tren. Se
preguntaba si el telegrama habría alcanzado su destino: no había recibido respuesta
de Sofía. Tal vez aquella situación grotesca hubiera interrumpido ya las líneas
telegráficas. Se había quedado en Viena todo el tiempo que había podido. No quería
renunciar a su puesto en la Filarmónica, que tanto le había costado ganar, ni a su
nuevo cuarteto de cuerda. Pero durante las semanas anteriores había empezado a
temer no poder salir de Austria si esperaba mucho más tiempo. Hacía ya dos años que
se había expulsado a los músicos judíos de la Filarmónica de Viena, y después, a
todos los efectos, al propio Bruno Walter. Stoyan se ponía enfermo al recordarlo. Y
cabía la posibilidad de que los eslavos de la orquesta fueran los siguientes.
En la otra mano llevaba una maleta de piel que le había regalado su padre siete
años antes. El resto de su equipaje había preferido facturarlo y nunca más volvería a
verlo, cosa que sospechaba cuando aceptó el resguardo de envío. Había metido en la
maleta, envuelta en una camisa limpia, la cosa que más le importaba aparte de su
violín. La maleta contenía además de sus enseres para el afeitado, dos cepillos con el
dorso de plata y su libreta de direcciones. En el último momento había incluido
además una navajita que podía haberle servido para cortar queso y salami en el
hipotético caso de no haber tenido dinero para comer en el vagón restaurante.
Llevaba el pelo bien cortado. Su traje de paño ligero, que colgaba de su cuerpo
alto y delgado como de una percha, estaba algo raído por sus años en el extranjero,
sobre todo en la zona del codo derecho, pero le había dado un resultado excelente y
seguiría dándoselo. Encima de él llevaba una chaqueta de entretiempo, además de un
sombrero. Su rostro, afeitado con esmero, no era del todo juvenil, pero dejaba
traslucir una sólida inteligencia. Sus ojos oscuros sorprendían por su brillo. Tenía las
pestañas rizadas como las de un niño, y su piel, pese a su palidez, no era del todo
clara: solo necesitaba que le diera más el sol. Bajo el lado izquierdo de la barbilla
presentaba una marca marrón rojiza, como una piedra pulida. Su boca, amable, podría
haber formado una sonrisa generosa pero, al apearse del tren entre el resto de los
Irina Georgieva los acompañó a la puerta y los besó en las mejillas, primero a
Alexandra y luego a Bobby.
—Gracias, queridos —dijo—. Y buen viaje. Os llamaré en cuanto tenga noticias
de Vera para contaros cómo acaba la historia.
Seguía allí, con la mano apoyada en el quicio de la puerta, cuando Alexandra se
volvió en la acera para mirarla una última vez. Se arrepintió de no haber fotografiado
a la anciana y su casita pintada, pero era ya demasiado tarde. También había olvidado
despedirse de la urna, por absurdo que pareciera.
Bajaron por las calles empedradas hasta que llegaron a la esquina en la que
debían desviarse. Reinaba el silencio; el calor del sol se colaba entre los viejos
árboles; no había nadie a la vista. Bobby se detuvo bruscamente, con la correa de
Stoycho en la mano, y Alexandra se paró tras él.
El taxi estaba donde lo habían dejado una hora antes, pero en el parabrisas había
una mancha de pintura amarilla. No parecía una palabra, sin embargo. Alexandra
advirtió entonces que había en el cristal dos agujeros del diámetro aproximado de una
bala: uno en el lado del conductor y otro en el del pasajero, a la altura de la cara.
Largas grietas irradiaban de cada orificio.
—Bobby… —dijo.
Él se quedó callado, con los ojos entornados. Ni siquiera la miró cuando le tiró
del brazo. Había un papelito doblado debajo de unos de los limpiaparabrisas. Echó un
rápido vistazo alrededor, sacó el papel con cuidado y lo desdobló.
—¿Qué dice? —preguntó Alexandra en tono suplicante.
Habían empezado a temblarle las rodillas, lo que la hacía sospechar que, en
realidad, no quería saber lo que decía la nota.
Bobby tardó un momento en contestar.
—Dice: Varnete ya. —Su voz sonó desapasionada.
Alexandra pudo ver por sí misma que no había signo de exclamación.
—Significa «devuélvala». —Bobby hizo una pausa—. O también «devuélvanla».
—¿Devolver qué? —Ella seguía agarrándolo del brazo—. ¿Y por qué han hecho
disparos en el parabrisas?
Pero Bobby se había puesto a buscar por la calle. Corrió hasta el otro extremo de
la manzana sorteando coches aparcados y escudriñando paredes y jardines. Stoycho
corría tras él. Bobby regresó al taxi, se inclinó hacia la pintura y acto seguido se retiró
para observarla desde lejos. Rascó un poco con la uña y la olfateó.
—Todavía está un poco húmeda, claro.
—¿Por qué han hecho esto? —insistió Alexandra.
—No lo sé —respondió él con aspereza—. Veo muchas pintadas últimamente,
Cuando regresaron, Irina Georgieva estaba sentada debajo del emparrado, tomándose
lentamente unas pastillas con un vaso de agua. Los miró sin aparentar sorpresa.
—Sin estas medicinas podría morirme mañana mismo y el museo se quedaría con
mi casa —dijo—. Tienen derecho legal y lo esperan con ansia. —Señaló con un
ademán la mansión del otro lado del patio—. Pero con mis cuadros no van a
quedarse. Pienso donarlos a la escuela de arte. ¿Se os ha averiado el coche?
—Sí —contestó Bobby. Era la solución perfecta: un coche averiado—. ¿Le
importa que nos quedemos un poco más mientras decidimos qué hacer?
—Lo siento por vuestro coche —repuso Irina—, pero para mí es una suerte. —
Sonrió con ojos llorosos y brillantes.
—¿Quiere decir que ha llamado su hermana? —preguntó Alexandra
ansiosamente.
—No, querida. Ojalá, pero no ha llamado. Y he estado llamando a Neven y a la
casa de la sierra, y sigue sin haber respuesta. Nunca me ha gustado que vivan en las
montañas. Sobre todo, en invierno. Es un sitio muy pequeño, muy alejado de todo.
Pero me parece que no podemos quedarnos aquí sentados eternamente. Tienen que
haber vuelto allí, o volverán muy pronto. —Suspiró—. Si consigues que te arreglen el
coche pronto, podemos llegar al pueblo en menos de veinticuatro horas y llevarles la
urna en persona. Podríamos salir mañana por la mañana. Lenka vendrá también, para
ayudarme.
El nombre de la joven, por fin.
Alexandra miró a Bobby.
—¿Tienes tiempo?
Bobby había cruzado los delgados brazos sobre el pecho. El pelo le caía sobre los
ojos y su piel se veía pálida y verdosa bajo las hojas de la parra. Alexandra se
preguntó si era más guapo de lo que le había parecido al principio, o si se trataba
únicamente de ese fenómeno que hace que la gente parezca cada vez más guapa
Un par de días después empezaron a caer bombas sobre Sofía: bombarderos aliados
que venían de Italia y otros países y atacaban la ciudad haciéndola temblar. Como os
decía antes, ya nos habían bombardeado durante una breve temporada en 1941, como
represalia porque el rey se hubiera aliado con los alemanes. Pero la nueva ofensiva no
parecía tener fin. Los edificios se incendiaban, y se derrumbaban bloques enteros. No
sabíamos cuándo le tocaría a nuestra casa. Vera se volvía loca de angustia cuando no
estaba con Stoyan, pensando que podía estar muerto. Él seguía viniendo a cenar
siempre que podía, pero las alarmas antiaéreas solían interrumpir nuestras comidas.
Una vez, juro que besó rápidamente a Vera mientras estábamos todos sentados a
oscuras.
Después empezó a escasear seriamente la comida y ayudábamos a nuestra madre
a hacer pan con las cosas más extrañas, como lentejas o bellotas. Teníamos siempre
un poco de hambre, en el mejor de los casos. Nos veíamos obligados a bajar al sótano
a todas horas y a sentarnos allí con las rodillas pegadas a las de nuestros familiares,
temblando. Yo odiaba sentir temblar a los demás porque me contagiaban su temblor y
yo quería ser valiente. Mi padre decía que todo el mundo sabía ya que el rey, que para
entonces había muerto, había cometido un terrible error. Habíamos unido nuestra
suerte a la de una Alemania bárbara, no a la Alemania que él había conocido en su
juventud, antes de la Primera Guerra Mundial.
Llegó el año nuevo, 1944, y en primavera los bombardeos eran tan constantes y
fuertes que nos sentíamos atrapados en una pesadilla de la que no había forma de
despertar. Escaseaba la comida y tuvimos que invertir los pocos ahorros que nos
quedaban en comprar lo que podíamos. Mi padre dijo que Stoyan podía casarse con
Vera antes de lo previsto. Por si acaso nos mataban a todos, supongo. No quería
negarles eso, aunque no lo dijera. Stoyan tocaba a veces el violín para nosotros a
oscuras, aunque nunca en el sótano abarrotado. Decía que los aviones volaban tan
alto que no podían oírle. Estoy segura de que si esos pilotos aliados hubieran podido
escucharle, habrían dejado de tirar bombas y nos habrían dejado en paz para siempre.
Así pues, Stoyan le pidió a mi hermana que se casara con él, pero en privado, en
algún momento en que pudieron encontrarse a solas en la calle, a salvo, o quizás no
tanto. Vera me contó después que Stoyan le hizo prometer primero que entendía una
cosa: que, cuando acabara la guerra, tendrían que viajar por todo el mundo por el bien
de su carrera como músico. Se casaron muy discretamente una tarde, en una capilla
que había cerca de nuestro vecindario. Estábamos todos allí y, justo cuando estaba
acabando la ceremonia, empezó a sonar la alarma antiaérea. Por suerte el sacerdote ya
Mientras el coche se alejaba de casa de Irina cargado con todos ellos, Alexandra se
giró una vez más para ver la alta pared del patio y los árboles enormes. Iba sentada
delante, con Stoycho tumbado sobre su regazo y la bolsa con la urna a sus pies. Las
dos mujeres mayores iban detrás, con su cesto y el bastón de Irina en el medio.
Alexandra miró a Bobby, sentado como siempre tras el volante. Conducía con
cuidado, en primera o segunda, por las calles empedradas. El coche se tambaleaba
lentamente, cuesta abajo, pasando frente a las grandes casonas de Plovdiv. El sol de la
mañana ya había empezado a esparcir manchones de luz sobre los muros azules y
ocres y los portones de madera. Cinco días antes, se dijo Alexandra, no había visto
nunca aquellas calles, ni conocía a aquellas personas. Ni a aquel perro. Abrazó el
cuello polvoriento de Stoycho y el animal le acarició la mejilla con el hocico.
Al poco rato, las estribaciones de las montañas aparecieron ante ellos formando una
masa verdinegra. La carretera parecía ir derecha hacia aquel muro, cercada por
barrancos y árboles precariamente enraizados: una hendidura abierta por la
modernidad, pensó Alexandra, aunque quizás hubiera habido caminos mucho más
antiguos que se adentraban en las montañas. La carretera parecía acobardarse bajo las
altas arboledas y cruzaba ruidosos riachuelos. Acababa de mirar hacia atrás para ver
si Irina Georgieva estaba disfrutando de las vistas cuando Bobby frenó en seco en
medio de un puente. Stoycho se incorporó, clavándole las uñas en la rodilla.
—¡Dios mío! —exclamó Alexandra.
A su derecha, casi un tercio de la anchura del puente se había derrumbado y caído
al río con barandilla y todo, de modo que el pavimento colgaba sostenido apenas por
unas hilachas de metal. Vio las rocas y el agua blanca unos doce metros por debajo de
ellos. Árboles enteros habían quedado trabados en las empinadas orillas, prendidos
del bosque como de una maraña de pelo.
—Maldita sea —dijo Bobby—. Habrá sido el terremoto, seguramente. O puede
que las inundaciones, o ambas cosas.
Puso el freno de mano. Alexandra lo observó con nerviosismo cuando salió del
coche y avanzó unos metros para asomarse al vacío.
Los primeros pueblos de los montes Ródope que vio Alexandra se aferraban a las
laderas de barrancos, sobre un río de montaña. Enseguida se fijó en sus tejados, que
no eran de barro rojo estriado, como los de los pueblos por los que habían pasado
anteriormente, sino de tejas de pizarra gris dispuestas en complicados escalones. Le
comentó a Bobby que las casas de piedra sin desbastar parecían haber brotado
espontáneamente, de manera natural, o haber sido apiladas por gigantes. Él le
contestó que en cierto modo habían surgido, en efecto, de los montes, dado que las
habían construido personas que solo contaban con los materiales que ofrecía la
naturaleza para edificarlas.
—Los ecologistas primitivos —agregó.
La carretera, muy empinada, los llevó por laderas cubiertas de pastos y más
adelante hasta una meseta con un pueblo grande en cuyo centro había un río llano y
liso y la estatua de un hombre sosteniendo una bandera de bronce hecha jirones. Al
otro lado del río había un edificio amarillo sobre el que se inclinaban árboles añosos,
y en las laderas más altas se veía un amontonamiento de casas de piedra. Al bajar la
ventanilla, Alexandra oyó el ruido del agua y sintió el olor penetrante y limpio del
frío aire de las montañas, apenas rozado por el sol. Vio varios indicadores de hoteles
de tres estrellas, con flechas que señalaban montaña arriba. Después reparó en dos
hombres que estaban pegando un cartel en la pared de una tienda. Uno de ellos estaba
subido en una escalera de mano y sujetaba la parte de arriba del cartel contra la pared.
—Mira —dijo Bobby.
Aminoró la marcha y miró por la ventanilla de Alexandra: era una enorme
fotografía de un hombre sonriente, con el cabello hasta los hombros.
—Kurilkov —masculló Bobby—. Otra vez. Bez koruptsiya! No dice nada
concreto sobre su campaña para preservar la pureza nacional, pero eso será lo
siguiente. —Cambió de marcha—. Están eligiendo las zonas más pobres para colgar
los carteles.
Siguieron subiendo, pasando por casas antiguas y adentrándose en laderas
boscosas. Alexandra vio en un indicador que faltaban cuatro kilómetros para Gorno.
—Pero antes había uno que decía que faltaban tres —le dijo a Bobby—. ¿Cómo
puede ser que esté cada vez más lejos?
Bobby se encogió de hombros.
—Pregúntale al ministro de Obras Públicas.
Sostenía el mapa sobre la rodilla mientras conducía. Irina tocaba a veces su
hombro o le indicaba el camino. Las carreteras, encajadas entre altos barrancos, eran
cada vez más estrechas. Las poblaciones por las que pasaban eran muy pequeñas y las
casas se alzaban al pie de la calzada. Algunas parecían abandonadas, con una cruz de
Unos minutos después avanzaban entre las primeras casas, que eran todas de piedra y
parecían surgir de la tierra misma. El firme se había vuelto tan resbaladizo y estaba
tan incrustado de grandes piedras que Bobby aminoró la marcha al máximo. Pasaron
junto a una pequeña ermita uno de cuyos lados estaba adornado por una profusión de
La cocina resultó ser una cueva de piedra, oscura y fría hasta que encendieron el
fogón de leña. Estaba muy ordenada y limpia. Varias cazuelas colgaban de clavos
sobre la encimera de madera enjalbegada, y de las vigas del techo pendían ristras de
cebollas y ajos trenzados. En un extremo había una chimenea con un banco ancho
junto al hogar. Alexandra siempre había sido muy sensible al olor de los lugares que
visitaba por primera vez, y allí tuvo que refrenarse para no olfatear sonoramente. El
aroma que desprendía la cocina era complejo: frío y terroso, como si la casa estuviera
construida dentro de la montaña. Se imaginó el viento invernal, las grandes nevadas,
los aguaceros. La casa había sobrevivido a todo aquello año tras año, como una
tumba bien resguardada. El día luminoso que hacía fuera parecía haberse desvanecido
hasta que Bobby abrió con esfuerzo la única ventana y dejó entrar el aire. Lenka llenó
una tetera con agua del grifo y le añadió un puñado de hierbas de su bolso. Había un
teléfono en un rincón, pero no antiguo, como el que Alexandra imaginaba que tenía
Irina en su casa de Plovdiv. Las hormigas subían y bajaban del azucarero y recorrían
el filo del hule de un estante. Cuando estuvo lista la infusión, Lenka le llevó una taza
a Irina.
Bobby y Alexandra se sentaron a la desvencijada mesa y se bebieron el agua
caliente aromatizada con hierbas.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó ella—. ¿Y si la persona que está
escribiendo esos mensajes vuelve aquí? Quizás deberíamos marcharnos cuanto antes.
Bobby se arremangó, se lavó la cara con agua fría del grifo y se pasó las manos
por el pelo para humedecérselo.
—No creo que Irina esté en condiciones de hacer otro viaje —dijo—. Pero
tampoco creo que debamos dormir aquí esta noche, ni aunque cerremos bien todas las
puertas y las ventanas. Habrá que encontrar otro sitio. Y puede que los Lazarovi
lleguen mañana, si vienen de camino. Podemos seguir llamando al móvil de Neven.
—Y si no llegan, ¿qué hacemos?
—Habrá que ver cómo se encuentra Irina.
—¿Crees que está enferma?
Bobby negó con la cabeza.
Una hora más tarde, Irina estaba de nuevo echada en la cama, en el cuartito que baba
Yana había elegido para ella. Irina apoyó la cabeza en la almohada con visible alivio.
Habló de nuevo débilmente cuando Alexandra se disponía a salir de la habitación.
—Pregúntale por esta casa —dijo—. Y por nuestra familia.
Alexandra encontró a Bobby sentado fuera, en la puerta de la casa, hablando con
la anciana ciega. Dio unas palmadas a la silla vacía que había a su lado, invitándola a
sentarse. Antes de que Alexandra pudiera decir nada, baba Yana levantó la cabeza
hacia las primeras estrellas del anochecer como si pudiera verlas. Su voz sonó fuerte
y grave.
—Stoyan Lazarov —dijo.
En fin, os estoy contando más cosas de las que queréis saber, pero el caso fue que
seguimos cultivando y comiendo y durmiendo, y yo guisaba todos los días para un
montón de gente, para toda mi familia. ¿Qué íbamos a hacer, si no? Hay que seguir
viviendo, no queda otro remedio. La guerra se terminó y en el pueblo teníamos leyes
especiales, porque habíamos implantado el socialismo, y había un centro cultural
nuevo en vez del chitalishte, la antigua biblioteca. Me dio pena que la derribaran,
pero decían que las paredes estaban agrietadas por dentro y que era peligroso.
También tiraron algunos libros. La iglesia cerró por obras, que duraron una eternidad,
unos cuarenta años, quizás.
También teníamos funcionarios nuevos, y algunos hombres del pueblo
participaban en los comités de la ciudad, y había una estrella roja en la fachada de la
escuela. Mi bisnieta, la mayor, empezó a ir al parvulario bajo la estrella roja; Marina,
tan pequeñita, la que tenía el pelo más rizado de toda la familia. Me acuerdo de ella
porque se parecía mucho a mí, aunque ya no me acuerdo de cómo se llamaban los
demás. Un día que estaba en tercer curso, más o menos, llegaron a la escuela unos
hombres de una población grande que se llama Smolyan y le preguntaron a Marina si
su padre había dicho en casa que quería marcharse de Bulgaria porque no le gustaba
la Revolución. Contestó que no hasta que por fin la creyeron y dejaron de preguntarle
por su padre. Pero empezaron a preguntarle si a nuestro vecino Lyubo, que era
bisnieto del cabrero, no le gustaba el sistema nuevo, y ella contestó que no lo sabía.
Así que se llevaron a Lyubo. Se lo llevaron llorando, esposado, y no volvimos a
verlo. Después de aquello, los cabreros se volvieron aún más locos que antes. En los
periódicos dicen que ahora ya podemos hablar de lo que queramos, pero ¿vosotros os
lo creéis? Mi abuela, que vivió toda su vida bajo los turcos, solía decirme que una
solo puede hablar de lo que quiera si es una vieja. Es la única norma que no cambia.
Así que ahora me toca a mí, y siempre se me olvida lo que iba a decir.
A lo mejor queréis saber qué pinta Stoyan Lazarov en todo esto. Se me ha vuelto
a olvidar hablaros de él. Pero primero tengo que contaros lo del terremoto, eso ha
sido lo que me lo ha recordado. La familia de Vera e Irina heredó su casa de un tío
abuelo suyo de Plovdiv que estaba casado con una mujer de Gorno. Estuvieron aquí
un par de veces, de pequeñas, mucho antes de la guerra. Eran niñas de ciudad, las
recuerdo con sus vestiditos blancos, que se manchaban en un abrir y cerrar de ojos, y
con cintas blancas en el pelo cuando venían de visita. Su padre era un hombre
simpático. Tuvo no sé qué accidente y empezó a venir más a menudo al pueblo, por
su salud, a tomar aire fresco, aunque eso no lo ayudó a caminar de nuevo. Pero aun
así sabía sonreír.
Yo ya estaba casada con Anton cuando Irina y Vera vinieron a quedarse en la
— Ya sabéis que Stoyan Lazarov murió —concluyó Baba Yana serenamente, como
si no supiera que había omitido el resto del relato—. No sé dónde está enterrado.
Aquí no, aunque quizás le habría gustado. Seguramente en algún sitio elegante de
Sofía, donde descansan los suyos.
Se había hecho de noche y en la ventana, detrás de la anciana, brillaba una
bombilla eléctrica. Lenka se afanaba en la cocina. Alexandra contempló la casa que
Stoyan Lazarov había construido a partir de un montón de escombros. Sabía que
Bobby estaba cansado de traducirle el relato de baba Yana, pero aún tenía una
pregunta que hacerle.
—Pregúntale si volvió a ver a Stoyan, si siguió viniendo al pueblo.
Bobby asintió con un gesto. Cuando formuló la pregunta, la anciana pareció
desconcertada y desvió sus ojillos negros de la luz de la ventana. Apartó una mano
del bastón y acarició la cabeza de Stoycho, que estaba apoyado contra ella. El perro
golpeó la tierra con el rabo.
—Pues no estoy segura. Creo que después de aquello vinieron un par de veces, a
pasar una semana de vez en cuando, y que Stoyan volvió a tocar su tsigulka, allá, en
su casa. Todavía sube aquí cuando necesita ver la casa que construyó para mí. Creo
que estuvo aquí ayer. O anteayer. El tiempo es una cosa muy rara, así que no me
acuerdo bien. Le hice la comida.
—Pero, babo Yano, nos has dicho que está muerto —le recordó Bobby
suavemente.
—Claro que está muerto —repuso ella—. Todo el mundo muere. Menos yo. —Se
rio sin emitir sonido, dejando ver el brillo de sus encías desdentadas hacía tiempo.
Alexandra pensó que solo podría comer sopa o yogur; quizás por eso era tan
menuda, vestida con su ropa de hombre. Parecía un viudo minúsculo, como si le
hubiera cambiado el sitio a su esposo muerto.
—Pregúntale otra vez si sabe dónde están Vera y Milen Radev… y Neven —le
dijo Alexandra a Bobby.
Pero baba Yana parecía haber perdido el hilo de la conversación.
—¿Queréis una taza de té? —preguntó—. No tengo café. Me hace daño, se me
suelta la tripa. El café es para gente joven como vosotros.
Rehusaron la invitación dándole las gracias. La anciana golpeó el suelo con su
bastón y bostezó abriendo de par en par su boquita.
—Dadle recuerdos a Irina cuando la veáis. —Evidentemente, había olvidado que
Irina estaba dentro, descansando—. Un ave rara. Tengo entendido que tuvo una hija
cuando ya era muy mayor, con un escritor de Plovdiv. Era un secreto y él murió hace
mucho tiempo, según dicen. Pero por lo menos tiene a alguien para que cuide de ella.
Alexandra, casi demasiado cansada para sentir miedo, se echó a dormir en el cuarto
de atrás, en una cama que, pese a estar limpia, exhalaba un leve olor a moho. Para
mayor seguridad, Bobby había guardado la urna en un armario de la cocina y dormía
cerca de allí. Por un instante, a solas en la oscuridad, Alexandra pensó en las cenizas
con una punzada de dolor y se preguntó si las estaba echando de menos. Stoyan
Lazarov había tocado el violín en aquella misma casa, o en su patio. Se arropó con un
montón de mantas. Hacía frío para estar en mayo, como si las piedras no llegaran
nunca a caldearse del todo, y, aunque llevaba puesto un jersey, se había ido a la cama
tiritando. El peso de las mantas resultaba sofocante; algunas eran ásperas y otras
suaves, pero todas tenían un ligero olor graso, como los animales de los que
procedían. La muerte estaba presente en aquella habitación: el marido de baba Yana
sepultado bajo los escombros, los soldados griegos avanzando a trompicones hacia el
pueblo, los ojos cerrados de Irina en su cara lívida; y, naturalmente, cómo no,
también Jack.
Tiró de las mantas para taparse bien los hombros y se obligó a pensar en personas
vivas: en Neven, por ejemplo, el hijo de Stoyan, que, pese a ser un hombre maduro,
conservaba el vigor y la energía de la juventud, de pie en la escalinata de aquel hotel
de Sofía. Trató de recordar su chaleco negro, sus zapatos formales y el ademán de su
mano grande y elegante. Aquel estremecimiento de deseo que había sentido al verlo.
¿Dónde estaba ahora? ¿Por qué no contestaba al teléfono, ni siquiera cuando su tía lo
llamaba una y otra vez? Pero, antes de que le diera tiempo a aventurarse por la senda
de aquella nueva ansiedad, entró en calor y el sueño se apoderó de ella.
Se despertó cuando todavía era de noche, sintiéndose completamente despejada y
con el deseo urgente de salir de aquella casa para respirar un poco de aire fresco. De
pronto, se acordó de lo que había soñado: en el sueño, Jack le había dicho dónde
estaba Neven Lazarov, en un lugar ardiente y borroso en el que a ella no se le habría
ocurrido mirar. Había visto a Neven justo delante de ella, había dejado la pesada urna
en el suelo y se había arrojado a sus pies, se había postrado ante él porque no
encontraba palabras con las que ofrecerle una disculpa. Él la había levantado sin
El lobo y el oso; solía contárselo a mis hijos cuando eran pequeños, dijo baba
Yana. No trata de baba Metsa, la osa, ese les gustaba todavía más. Pero es bueno. Mi
abuelo nos lo contaba aquí mismo cuando los turcos todavía eran dueños de esta
región y ya entonces nos decía que era un cuento muy antiguo, así que podéis estar
seguros de que lo es. Veréis, había una vez un oso que era el más fuerte y feroz de
todos los animales, cuando Bulgaria todavía era joven. Era tan grande y tan alto que
se le veía caminar por las montañas, y gruñía así: aaaarrrr. Mis hijos se ponían a
chillar cuando les contaba esta parte, y más tarde también mis nietos. Todo el mundo
le tenía miedo al oso por su fuerza y su tamaño. Decían que podía comerse una oveja
o a una niñita de un solo bocado. El oso vagaba por el campo y todo el mundo
procuraba evitarlo.
Al mismo tiempo, había un lobo que era grande y fuerte pero no tan grande como
el oso. Pero el lobo era muy listo y un día entró en una aldea no muy lejos de aquí y
les dijo a los aldeanos: «Si me hacéis vuestro zar, yo os protegeré del oso. Y no solo
eso, sino que recuperaré todas las ovejas y las cabras que os han robado otros lobos
—vergüenza debería darles— y las repartiré entre la gente del pueblo».
Los aldeanos le tenían un poco de miedo al lobo, pero todos querían recuperar su
ganado, así que aceptaron. Y el lobo se convirtió en el gobernante de la aldea y de
muchas otras aldeas, y recuperó no solo las ovejas y las cabras que se habían perdido,
sino muchas otras que robaba a los granjeros ricos para dárselas a los campesinos
pobres. Los aldeanos eran felices y no preguntaban de dónde venía toda aquella
comida. A veces venía gente de otras granjas y aldeas, muy enfadada, y trataba de
atacar la aldea, pero el lobo los ahuyentaba y mantenía el pueblo a salvo.
Ahora bien, el lobo tenía una joven criada que le barría la casa y le preparaba la
comida, y que era tan bonita como el sol. Cuando el lobo llevaba unos años
gobernando la aldea, le dijo a la criada que tenía que salir de viaje y que debía
mantenerlo todo en orden y no mirar en la cámara que había debajo de la piedra de la
chimenea, donde guardaba su caja de tesoros, ni dejar que nadie entrara en la casa en
su ausencia. Luego se marchó sin decir cuándo volvería. La muchacha no sabía que
había una cámara debajo de la piedra de la chimenea, ni que el lobo tenía un tesoro,
pero aceptó sus órdenes sin rechistar.
Durante tres días, limpió la casa y preparó buenas comidas por si el lobo volvía, y
no le abrió la casa a nadie ni tocó la piedra de la chimenea. Pero el lobo no volvía.
Entonces le entró tanta curiosidad que no pudo resistirse más, así que cerró con llave
la puerta de la casa y levantó con mucho cuidado la piedra del hogar, que era muy
ligera.
(Dadme mi otro jersey, ese de ahí, queridos… Está bajando el sol y a esta hora
Irina estaba mejor. Otro vecino las había llevado a Lenka y a ella con la bolsa de la
urna hasta su casa, y Bobby y Alexandra las encontraron en la cocina. Irina bebía té
rodeando la taza con los dedos. Cuando entraron, los miró inquisitivamente. Stoycho
estaba tumbado en el suelo junto a la mesa, pegado a Lenka. Se puso de pie y husmeó
sus zapatos, lamió la mano de Alexandra y volvió a echarse. Bobby se dejó caer en el
banco, al lado de ella, y Lenka les llevó unas tazas de té que olía a heno y a hierbas.
Ella también parecía intrigada.
—¿Qué tal la comida? —preguntó Irina.
Se lo contaron con desgana, y su rostro adquirió una expresión preocupada. Tocó
el broche que llevaba sujeto a la altura del esternón como si buscara consuelo en él.
Alexandra fijó la mirada en su taza humeante, preocupada también, aunque por otra
cosa. Pero ¿por qué? Era algo que la inquietaba. Había visto y no había entendido.
Pero algo había visto.
—Si están listas, voy a traer el coche —anunció Bobby—. Debemos llevarlas a
casa lo antes posible.
Irina suspiró.
—Gracias, tesoro. Espero que podamos hablar con mi hermana para advertirle de
que no venga aquí de momento. A no ser que ya lo sepa, claro. Sí, trae el coche. La
urna está en el aparador. ¿Puedes acercarla, Alexandra?
Alexandra abrió una puerta de madera desvencijada y sacó la bolsa. Al sentir de
nuevo su peso, notó un cambio en su percepción: un recuerdo.
—Esperad, por favor —dijo—. Bobby… Señora Georgieva, ¿le importa que la
abra otra vez? Solo la bolsa, quiero decir.
La miraron extrañados, pero dejó la bolsa sobre la mesa, descorrió la cremallera y
retiró la funda de terciopelo. Tocó la tapa labrada y bruñida de la caja: una guirnalda
o una enredadera con la cara de un animal a cada lado, dos caras, las dos distintas.
Bobby la observó reflexivamente.
—Estas hojas —dijo—, creo que son zdravets.
Irina se inclinó para verlas mejor.
—Me parece que tienes razón. —Se volvió hacia Alexandra—. Es uno de
nuestros símbolos nacionales. Una planta muy conocida. Su nombre procede de la
palabra búlgara que significa «salud». A mí siempre me ha encantado porque es muy
fragante. La habrás visto ya en muchos sitios. De hecho, tengo zdravets en mi jardín,
en Plovdiv.
—Pero los animales… —dijo Alexandra—. Puede que sean solo imaginaciones
mías, por el cuento que nos contó baba Yana. —Notó un escalofrío en los brazos y el
cuello—. Ese animal, la cara entre las hojas… Creo que es un oso. Aquí… —Giró
Las carreteras de montaña los condujeron de nuevo a la población que había más
abajo, para ascender luego hacia una sierra más alta. Por último, siguieron un
estrecho valle rodeado por picos verdinegros. Era ya última hora de la tarde.
Alexandra, deprimida por lo que ella llamaba la melancolía de las montañas, empezó
a sentirse mareada. El trayecto hasta Gorno el día anterior había estado tan plagado
de novedades que lo había soportado mejor. Ahora, en cambio, el recuerdo de Jack le
revolvió el estómago hasta que apenas pudo tragar saliva. Su hermano desapareció en
unas montañas no muy distintas de aquellas. Su desaparición le había arruinado para
siempre el placer por la montaña. Le oprimía el corazón, le cerraba la garganta. ¿Se
había caído Jack por un despeñadero como el que se alzaba por encima de ellos? Si
había sido así, se habría caído lejos de cualquier carretera, donde sus huesos pasarían
a engrosar otra estadística: de media, anualmente desaparecían 2,5 excursionistas en
Esto sucedió en octubre de 1949, cinco años después de la Revolución y tres meses
después de la muerte del primer presidente comunista, Georgi Dimitrov. Había
música en las calles de Sofía esa mañana.
Curiosamente, Stoyan no podía recordar después de dónde procedía aquella
música. ¿De una banda militar? ¿O era simplemente una radio en alguna tienda con la
puerta abierta, emitiendo música militar? El ensayo matinal de su orquesta tenía que
empezar a las nueve. En las calles reinaba una sensación de urgencia, la gente estaba
más callada de lo normal y parecía tener mucha prisa, como si la ciudad misma
estuviera nerviosa. Los árboles se combaban sobre los bulevares y dejaban caer sus
hojas, teñidas por ese marrón gentil del otoño de Sofía.
Esa mañana la orquesta debía ensayar una sinfonía de Mozart, la Número 40 en
Sol Menor, una obra que él ya se sabía casi de memoria. Ese detalle no le costó
recordarlo, años después. Por la noche su cuarteto se reuniría para empezar a ensayar
un par de obras que no habían abordado hasta entonces. Stoyan llevaba su chaqueta,
aunque soplaba un aire cálido y brillaba el sol. Dentro del auditorio haría frío y a él le
gustaba proteger la musculatura de sus brazos. Vio a un policía joven de pie en la
esquina, conversando con un niño, vestido de civil. Las mañanas así le encantaban.
De los parques llegaba un olor que era casi como el del otoño en Viena y que se
colaba por las calles, y se oía una mezcla de sonidos que conocía desde su niñez: el
ruido de algún objeto pesado al ser descargado en la acera, un grito, la bocina de un
automóvil, el chirrido de las ruedas de madera con cerco metálico, el sonido hueco de
los cascos sobre el empedrado, dos ancianas hablando a voces en la esquina…
Al llegar a la puerta del teatro dejó atrás la luz del sol y penetró en la penumbra y
ese olor a moho y a tiza que desde hacía muchos años se mezclaba con el de los
ensayos. Era el mismo aroma que el del auditorio de Viena en el que ensayaba
siempre la orquesta de la Academia, y hasta el de la Filarmónica de Viena. Puede que
todos los ensayos del mundo olieran así. Encontró a la orquesta reunida a medias en
el escenario, sacando los instrumentos. Uno de los clarinetistas se estaba acabando
una grasienta porción de banitsa cuyo queso se desmigajaba, y se limpió las manos
con un pañuelo antes de tocar el estuche de su instrumento. Mitko Samokovski, el
director, ya había llegado y estaba dando instrucciones a los flautistas para que
recolocaran unas sillas del fondo. Compartían el auditorio con otras producciones: la
ópera, a veces una obra de teatro… Y todo estaba siempre donde no debía.
Stoyan se sentó en su sitio, en la segunda silla, con el estuche de su violín sobre
las rodillas y levantó la vista un momento hacia los telones alineados allá arriba, la
familiar falta de luz, la ausencia de cielo y el ajado terciopelo de color frambuesa, de
fines del siglo anterior. Movió el cuello y luego los hombros, una vieja costumbre que
Vera estaba preparándole la comida cuando llegó al piso. Stoyan sintió el olor en
la puerta. Como tenía por costumbre desde hacía unos meses, en el momento de
quitarse los zapatos se preguntó por qué no tenían hijos. Desde que se había
recuperado de sus semanas de servicio en la guerra, era más dado que nunca a
aquellas asociaciones de ideas: la de los zapatos y el interrogante sobre los hijos; sus
dudas acerca de su abuela paterna y la última enfermedad que había padecido cada
vez que empezaba a tocar cualquier pieza en la menor, como si esa fuera la clave de
su declive; y otra pregunta que se hacía cada vez que se encontraba en el bordillo de
la acera esperando para cruzar una calle. Este último interrogante tenía que ver con
un infiernillo roto que habían heredado de una prima de Vera y que tenían en el
balcón, hecho trozos; era ligeramente más grande que el que estaban utilizando.
Stoyan sabía que quizás nunca llegara a repararlo, pero por alguna razón se le venía a
la memoria cada vez que se detenía en el bordillo a esperar a que pasaran los coches o
los camiones del ejército, o un carro tirado por caballos.
Ahora, al quitarse los zapatos junto a la puerta del piso, pensó en las muchas
veces que habían hecho el amor en su incómoda cama sin que de ello se derivara la
existencia de niños que salieran a recibirlo a la entrada gritando: «¡Tatko! ¡Ha llegado
tatko! ¿Me has traído…?».
La oyó abrir la puerta del horno y cuando entró en la cocina vio primero las cintas
de su delantal, su espalda esbelta bajo el vestido de algodón y, debajo, sus piernas
enfundadas en unas medias de gruesas costuras. Tenía veintisiete años, y Stoyan sabía
que se preguntaba si sería demasiado tarde para ella. Se acicalaba incluso para estar
en casa; a menudo se ponía un lazo a la altura de la nuca y siempre llevaba medias
con las pantuflas, como si nunca hubiera abandonado del todo su uniforme escolar.
Stoyan había visto atisbos de las esposas de algunos de sus amigos, que, pese a
arreglarse para salir, en casa iban siempre desaliñadas. Aquella prueba de la elegancia
natural de Vera, de su educación, acrecentaba el orgullo que sentía por su esposa.
Al oírlo entrar, ella se apartó del horno y dejó el plato. Luego le rodeó el cuello
con los brazos. Stoyan sintió el calor antinatural de sus brazos sobre su piel. La besó
en los labios y la nariz. Qué cosa tan extraña, vivir con una mujer. Había vivido
durante años con su madre, claro, pero ella nunca le había parecido una mujer; era
solamente su madre, con su gruesa figura encorsetada, reconfortante pero andrógina.
Se lavó las manos en la pila de la cocina y se las secó con el paño que le dio Vera;
se sentó a la mesa, junto a la única ventana, que ese día estaba abierta a los sonidos
del patio de más abajo. Vera sirvió la sopa humeante y un pedazo de pan, primero a él
y luego a sí misma. La carne escaseaba, pero a Stoyan le agradó el aroma de las
patatas, las judías verdes y el caldo hecho con los pocos huesos que lograba comprar.
Cuando Angelov dejó de hablar, el último sol de la tarde había abandonado las
ventanas del estudio dejando su rostro en sombras. Alexandra tenía las manos
entumecidas: se había sentado sobre ellas. Había estado mirando fijamente los dientes
inferiores del pintor; los de arriba le faltaban, y en cada uno de sus huecos se veía una
raíz de color marrón: una imagen horrenda pero fascinadora. Cuando el anciano
sonrió, Alexandra se olvidó por completo del espectáculo y vio únicamente sus ojos
líquidos en medio de la habitación destartalada.
Y Stoyan se había quedado paralizado, mirando los tres cadáveres tendidos en el
suelo de la cocina.
Bobby se levantó despacio, pulsó la llave de la luz, junto a la puerta, y el
crepúsculo se disipó de golpe. Irina meneaba la cabeza, la boca curvada hacia abajo.
—Sabía que pasó algo con aquella orquesta. A Stoyan no le gustaba hablar de
eso, nunca lo hacía. Pero no sabía que era esto.
—Dios mío —dijo Bobby—. Tuvo que ser muy peligroso para él ser testigo de
algo así. ¿Qué le ocurrió después? ¿Se lo contó?
Irina y Angelov se miraron, y Alexandra vio que el pintor bajaba la vista. Bobby
tradujo sus palabras:
—Dice que hay más, pero que no está seguro de que deba contárnoslo.
Angelov se volvió y señaló con el dedo. Bobby miró a Alexandra.
—Dice que pongas la bolsa en la mesa y la abras.
Ella obedeció. Pasado un momento, el pintor se levantó y sacó la urna de su
envoltorio.
—Sí, fue él quien talló la urna —dijo Bobby—. Dice que fue Stoyan quien le
pidió que la hiciera, y de un modo especial.
Angelov tocó el reborde de hojas y flores y levantó la tapa pulida. Hacía varios
días que Alexandra no veía la urna abierta, y nunca la había visto despojada por
completo de su funda de terciopelo. Sintió un arrebato de intranquilidad, como si
dentro pudiera haber algo vivo. Angelov sacó la bolsa de plástico del interior, con su
carga de cenizas grises y blancas, y la depositó con mucho cuidado sobre la mesa. A
continuación metió la mano dentro de la urna vacía y la giró. La levantó de nuevo y
presionó en un lado del fondo, y Alexandra vio casi antes de que las piezas se
separaran que tenía que haber otro compartimento debajo, una base deslizante casi
invisible salvo para aquel que la había construido. Angelov dejó a un lado la parte de
arriba de la urna y les enseñó la caja oculta, cerrada con su propia tapa. Sus dedos
carcomidos temblaban. Se detuvo, dijo algo y Bobby tradujo sus palabras para
Alexandra:
—Dice que está incumpliendo una promesa.
Bobby se detuvo para aclararse la garganta. Irina estaba muy pálida, apoyada contra
el hombro de Lenka. Angelov permanecía sentado, con las manos romas cruzadas
sobre la mesa y el rostro demudado. Para Alexandra, aquella era la primera vez que
las palabras no eran únicamente un medio de expresión, sino algo tangible. Había
leído poesía y novela, y había extraído placer de su lectura. Había leído también algo
de Historia, y le había causado dolor. Pero aquello iba más allá. Bobby continuó
leyendo al cabo de un momento; leyó en voz alta, hasta el final, las páginas
quebradizas, traduciéndolas lentamente al inglés, y ella supo que vería su realidad
una y otra vez con el ojo de la imaginación, durante días y días.
Fue a Irina Georgieva a quien se le ocurrió una nueva posibilidad. Estaba
secándose la cara con un pañuelo que llevaba en la manga.
—Stoyan escribió en la primera página que solo Milen Radev estaba al corriente
de esto.
—Pero tampoco sabemos dónde está —objetó Bobby.
—No —repuso ella—, pero me estaba acordando de su sobrina. —Irina conversó
brevemente con Angelov, que meneó la cabeza en un gesto de asentimiento—. Mi
hermana y Milen iban a menudo a ver a Bogdana, la sobrina de Milen, a Yambol, y
ella también los visitaba a veces. Les tiene mucho cariño, a ellos y también a Neven.
Lenka la llamó esta mañana para preguntarle si por casualidad habían ido a Yambol.
Puede que Bogdana sepa si Milen Radev tiene más información sobre la urna.
—¿Y han ido allí? —Alexandra empezó a levantarse de su asiento.
Irina suspiró.
—Me temo que no. Bogdana me dijo que hace mucho tiempo que no van a
visitarla. Pero Milen la llamó hace unos diez días para decirle que pensaban enterrar
las cenizas de Stoyan. Y prometió que irían a verla pronto. Le dijo que no fuera al
entierro porque iban a hacerle una despedida muy sencilla en el monasterio de Velin.
Ella siempre tiene mucho trabajo, y de todos modos Stoyan llevaba ya dos años
muerto. No ha vuelto a tener noticias desde entonces, ni ha podido contactar con
ellos. Me dio la sensación de que estaba preocupada por algo y no quería decirme qué
era. Le expliqué que tengo unos amigos que quieren devolverles una cosa, por si
acaso Milen vuelve a llamarla.
Bobby parecía pensativo.
—¿Cree que podríamos ir a hablar con ella? ¿O que ellos podrían ir de camino
hacia allí?
Irina asintió.
—Sí, a mí también se me ha ocurrido. Además, Bogdana conoce muy bien a su
tío. Os daré su número de teléfono y la avisaré de que vais para allá. Puede que Milen
El orfanato estaba en una calle cortada, a las afueras de Yambol: el lugar perfecto
para ubicarlo, pensó Alexandra. La calle no concluía, sino que parecía desvanecerse
en un descampado cubierto de hierbajos, como si sus moradores no fueran razón
suficiente para continuar el asfaltado. El orfanato era un edificio grande, de cemento,
con techumbre de tejas rojas y cercado por vallas metálicas. Dentro de las vallas
había un grupito de melocotoneros o albaricoqueros cargados con frutos todavía
verdes. Alexandra se imaginó a los huérfanos recogiendo la fruta en pleno verano; tal
vez aquella fuera su única forma de acercarse a la naturaleza, a no ser que alguna vez
los llevaran de excursión. Ella, que nunca había visitado un orfanato, pensó que aquel
término estaba obsoleto, que parecía sacado de una novela del siglo XIX, que no
formaba parte del mundo moderno.
Bobby ató a Stoycho a un árbol al borde del aparcamiento y Alexandra se abrazó
un momento a su cuello, tratando de ofrecerle un talismán contra los ladrones de
perros. Llamaron luego al timbre eléctrico de la verja y esperaron. Por fin, salió una
mujer apresuradamente, como si tuviera muchas otras cosas que hacer. Tenía en los
brazos algo que a Alexandra le pareció en un principio un sarpullido o un tatuaje,
pero que resultó ser un ribete de pintura azul y roja. Echó un vistazo a Bobby y a
Alexandra y, sin decir nada, los hizo pasar a un patio y los condujo por la entrada
principal. Evidentemente, no tenía tiempo para detenerse a pensar en los posibles
peligros que entrañaba su presencia.
Una suave luz amarillenta inundaba los pasillos del edificio. No se veían niños,
pero Alexandra oyó un murmullo lejano que podía ser de voces o de música. Las
paredes, pintadas en tonos pastel, estaban decoradas con hojas de papel con los
bordes doblados, cubiertas de abigarrados dibujos infantiles. A Alexandra le
sorprendió lo limpio que estaba todo: suelos relucientes y un tenue aroma a
desinfectante. El comentario de Bobby le había hecho imaginar un lugar mugriento;
horrendo, incluso. El edificio, en cambio, se le antojó extrañamente tranquilizador,
como la escuela rural de su infancia: las mismas puertas cerradas con cristales
esmerilados, el mismo murmullo de actividad bienhechora.
Bobby hablaba tranquilamente con la mujer de la pintura, que había aminorado el
paso y parecía estar llevándoles de gira por el edificio, y Alexandra comprendió que
estaba preguntándole por la sobrina de Milen Radev y quizás por el orfanato mismo.
De pronto, los pasillos se llenaron de niños que parecían ir en tromba a alguna
actividad. Los mayores tenían siete u ocho años; los más pequeños, tres. Vestían ropa
limpia aunque muy usada y sus cabellos y sus caras relucían. Bobby le dijo en voz
baja que muchos eran roma, y Alexandra se acordó de los niños que había visto a las
afueras del pueblo de la tía Pavlina, posados como pájaros en una tapia. Al ver a los
El tren pareció continuar su marcha casi todo el día. Solo se detuvo dos veces a lo
largo de su ruta. En cada una de las paradas, pensé que abrirían el vagón para
conducirnos a nuestro destino desconocido, o para que entraran más hombres, o al
menos para darnos un poco de agua. En mi caso, el ansia de dejar atrás la oscuridad y
el hedor se impuso a todo lo demás. Cada vez que nos deteníamos, un hombre que se
hallaba cerca de la puerta aplicaba el ojo a una rendija y nos informaba de lo que
veía. En la primera parada, más o menos una hora después de abandonar Sofía, nos
dijo que estábamos en un campo, cerca de un bosque, y un murmullo de esperanza y
temor surcó la oscuridad. Durante un rato, estuve convencido de que nos dirigíamos
hacia el este.
—Deberían dejarnos salir —dijo un hombre a mi lado—. Necesitamos orinar.
Pero lo dijo débilmente, como si no esperara que sus palabras tuvieran efecto
alguno, y así fue, de hecho. El tren permaneció inmóvil un tiempo; luego, el suelo
comenzó a temblar. Después, nuestro vagón se sacudió un instante, aterradoramente.
Habían dejado pasar a otro tren. Me pregunté dónde nos habíamos detenido, pero
nunca llegué a saberlo. Volvimos a acomodarnos en la oscuridad tratando de
mantener el control sobre nuestras vejigas, pero luego alguien tropezó con un cubo
colgado en un rincón y nos dijo a los demás que iba a ponerlo en el suelo. Cuando ya
no podíamos aguantar más, nos acercábamos a gatas al cubo, agarrándonos a
hombros e incluso a cabezas anónimas, y orinábamos. Todo el que podía se apartaba
del cubo, que fue oliendo cada vez peor a medida que avanzaba el día. Al final,
rebosó. Hacía calor para estar en octubre.
Durante un tiempo fuimos cuesta arriba. Cada vez que tomábamos una curva
cerrada, el tren hacía sonar su silbato con antelación. La segunda vez que se detuvo,
el mismo hombre pegó el ojo a la ranura de la puerta y anunció:
—Montañas. Grandes, con pinos.
Conjeturé entonces que habíamos tomado la línea del norte, la que se adentraba
en Stara Planina, pero no supe calcular adónde habíamos llegado. No percibía otro
olor que el de la orina rancia y el del hombre sentado al otro lado del vagón, al que no
le habían permitido limpiarse los pantalones, pero allá fuera, sin duda, soplaba el aire
fresco de la montaña y se dejaba sentir el olor de los pinos bajo el sol otoñal. Yo
conocía aquella región por un viaje que hice con mis padres cuando era pequeño, para
visitar a una tía abuela que se estaba muriendo. No me acordaba de la anciana de la
que fuimos a despedirnos, pero sí del farallón de roca cortado a pico, de los pinos que
Nos dividieron en tres grupos y nos asignaron a diversos «jefes de brigada», como
los llamaban ellos. A mí los jefes de brigada me parecieron más bien prisioneros, con
su ropa desgarrada y unos zapatos que nunca eran de su talla, y pronto me enteré de
que, en efecto, eso eran: reclusos a los que habían ascendido. Portaban garrotes que
no necesitaban en esos momentos. Fuimos con ellos al aseo de hormigón de nuestro
nuevo alojamiento. Entre los hombres que iban conmigo, reconocí al borracho de
Sofía, que estaba tan aturdido que no podía hablar. Reconocí también, aunque solo de
vista, a un joven de aspecto amable, con la barba marrón y los ojos de color castaño
claro. Se movía con delicadeza y me lanzó una mirada tan llena de dignidad, dolor y
rabia que sentí que en ese breve instante habíamos mantenido una conversación
completa. Puede que hubiéramos coincidido alguna vez en un café o una biblioteca
de Sofía, donde nos habríamos limitado a saludarnos con una inclinación de cabeza.
En el aseo nos ordenaron desvestirnos. Vi que el joven de la barba tenía ronchas
en la espalda, cubiertas con costras como granates. Nuestro jefe de brigada parecía
tan anciano que me pregunté si sería capaz de mantener el orden en nuestro grupo y si
había sobrevivido a los horrores de aquel lugar. Luego me di cuenta de que no era
viejo, sino que había perdido casi todos los dientes, de modo que su cara se había
hundido y sus ojos habían descendido hacia las mejillas. Nos dijo que se llamaba
Vanyo, nada más. Nos registró mientras estábamos desnudos, expeditivamente, y a un
hombre le quitó un reloj de pulsera y a otro una cadena con un icono. Se guardó el
reloj en el bolsillo y el icono lo tiró a un cubo de inmundicias que había en un rincón.
Luego ordenó a otro prisionero que lo ayudara a afeitarnos la cabeza, lo que
resultó muy penoso, y a mirar si teníamos piojos. Se sirvieron de cuchillas viejas, de
cubos de agua fría y de pastillas de áspero jabón de sosa colocadas en bandejas de
madera. No volví a ver mi ropa. Nos entregaron varios montones de camisas, ropa
interior y pantalones para que eligiéramos y nos observaron mientras nos
intercambiábamos las prendas que podían quedarnos mejor. Ropa de muertos,
pensábamos todos, aunque cuando nos la dieron estaba relativamente limpia. Había
algunos calcetines y zapatos sueltos, y no bastaban para todos. Varios hombres que
tenían los pies más grandes se quedaron descalzos esa primera noche. Yo encontré un
par de zapatos de calle, de piel y muy gastados, que, si me ataba fuerte los cordones,
no se me salían.
Nuestro jefe de brigada nos llevó de nuevo al patio y repartió entre todos el
contenido de varias bandejas de pan y de una cazuela de sopa de alubias. Estaba
Esa primera mañana subí a pie con mi brigada por una carretera que serpenteaba por
detrás del campo adentrándose en las montañas, por espacio de unos dos kilómetros.
La calzada discurría en paralelo a una vía de ferrocarril, aunque yo no había oído
pasar ningún tren cerca del campo. Me pregunté si aquella vía era la misma que nos
había llevado hasta el pueblo de Zelenets y si algún preso habría intentado escapar
subiéndose de un salto a un tren en marcha. No había adónde escapar, aunque nos
hubiéramos atrevido a desafiar a los guardias. La falda de la montaña ascendía
abruptamente a nuestra izquierda, nada más cruzar la vía del tren, y entre sus rocas
desnudas solo crecían algunos árboles raquíticos. A nuestra derecha, el terreno caía
en picado entre matorrales, de modo que cualquiera que osara dejarse resbalar por
aquel abismo se mataría en cuestión de minutos o sería alcanzado fácilmente por una
bala desde arriba. Me pregunté quién había construido aquella carretera bordeando la
montaña. Quizás otras almas en pena, como nosotros.
La caminata hasta nuestro destino me habría resultado fácil apenas unos días
antes. Ahora, hambriento y desfallecido, me descubría jadeando en cuanto el terreno
ascendía ligeramente. Las armas nos urgían a avanzar, y advertí que varios de los
guardias más jóvenes, entre ellos el angelical Momo, portaban garrotes mientras
marchaban a nuestro lado.
Al doblar un recodo de la carretera, la falda de la montaña desembocaba en una
zona llana en cuyo centro se abría un foso de unos sesenta metros de profundidad.
Distinguí las rampas que ascendían en zigzag desde las terrazas de tierra del interior
de la cantera hasta su borde, y las carretillas colocadas en sus inmediaciones.
Dispersos por el descampado había numerosos montones de roca a medio romper. La
línea de ferrocarril pasaba justo al lado, y había una larga vía muerta para que los
trenes se detuvieran.
—¡Cantera! —gritó uno de los guardias, y la mitad de las brigadas, entre ellas la
mía, se separaron de la larga fila y le siguieron hacia el foso.
El resto de los presos, tanto los esqueletos como los recién llegados, siguieron
carretera arriba, y vi que el hombrecillo encorvado del garrote caminaba tras ellos
acompañado por dos guardias vestidos con uniforme. Momo vino con nosotros hasta
el borde de la cantera. Cuando me giré y advertí su presencia, me lanzó una mirada
Dos horas después conducían cuesta arriba, hacia la calle de Irina. La verja del
muro no estaba cerrada con llave, pero nadie salió a abrir la puerta de la casita roja.
Alexandra sujetaba la correa de Stoycho. La bolsa con la urna colgaba firmemente del
hombro de Bobby. Él llamó otra vez, y Alexandra notó que miraba un momento las
ventanas del piso de arriba mientras aguardaban.
—Voy a echar un vistazo en el jardín —dijo Bobby.
Se perdió de vista unos segundos y cuando volvió su rostro reflejaba esa calma de
la que Alexandra había aprendido a desconfiar.
—Ten, coge la bolsa. Vuelve al coche —le dijo.
Le dio las llaves tan rápidamente que ella no se percató de lo que ocurría hasta
que las sintió en la palma de la mano.
—Echa el seguro y, si hay algún problema, vuelve al centro de la ciudad y aparca
allí, en una calle principal.
Le sonrió como si estuvieran hablando de banalidades y Alexandra dio media
vuelta sin decir nada e hizo lo que le ordenaba, cerrando la verja del museo al salir.
Se quedó sentada en el coche con Stoycho, con el pestillo echado. Recordaba aquel
miedo, la lenta insistencia con que aumentaba su latido cardiaco. Eso bastó para
distraerla del problema que afrontaban: aquel terror tenía vida propia. Se quedó
mirando la verja del muro. Detrás de aquella tapia, Bobby estaría rodeando con
cautela la casa de Irina, o abriendo quizás la puerta de la cocina con su ganzúa. La
mesa a la que se habían sentado a la luz de la luna estaría vacía, limpia, sin uso. O,
peor aún, llena de platos sucios y de hormigas pululando por las últimas migajas del
queso blanco que tanto les gustaba a Irina y a Lenka.
O peor todavía… Pero trató de no imaginarse que seguían allí y que no eran
capaces de pedir socorro. Pensó que tal vez no tuviera paciencia para esperar el
regreso de Bobby. Se sentó sobre una mano sudorosa y tocó la llave de contacto con
la otra. Stoycho jadeaba ruidosamente en la parte de atrás del coche. Hacía un calor
sofocante. Alexandra bajó su ventanilla y pensó por enésima vez que hacía años que
no montaba en un coche como aquel, con manivelas en lugar de elevalunas eléctricos.
A veces, la espera era la peor parte. De eso también se acordaba. Y de que era el
resultado de la búsqueda lo que determinaba posteriormente si de verdad la espera
había sido lo peor o no.
Por fin se abrió la verja y salió Bobby. Al verle con el pelo metiéndosele en los
ojos y las ágiles piernas de corredor enfundadas en unos vaqueros negros y gastados,
sintió una emoción cuya fuerza superaba la del amor. Estaba vivo, era tangible y
estaba unido a ella hasta el momento en que uno de los dos muriera. Se lo juró a sí
misma, sofocando la vocecilla que le recordaba que a menudo la gente abriga esos
La segunda mañana, justo antes de despertarme, soñé por primera vez con Vivaldi.
Era un poco mayor que yo, pelirrojo y vestido con su largo hábito de sacerdote.
Estaba abriendo la portezuela lateral de una iglesia, al amanecer. Lanzó una ojeada a
la luz que se reflejaba en las aguas del Adriático, rota en miles de cristales. Yo oía el
murmullo del mar entre el tintineo de las grandes llaves herrumbrosas, pero él parecía
tan acostumbrado a ese sonido que no le causaba impresión alguna. Vi que forcejeaba
con la cerradura y que conseguía por fin abrir la puerta de madera. El interior de la
iglesia era tan frío como un pasadizo subterráneo y su techo se elevaba como una voz
por encima de él. Por la razón que fuese, un gato blanco y rosa se lamía sentado en el
pasillo, pero por lo demás la iglesia estaba desierta. A un lado de la nave había un
biombo de madera repujado en oro: ramas y hojas brillantes por entre las cuales
asomaban un millar de minúsculos ojillos.
Vivaldi se acercaba al altar. Colocaba sillas, bancos y atriles que no se parecían a
ninguno que yo hubiera visto, aunque enseguida me di cuenta de lo que eran. Colocó
con sus largas manos las partituras recién copiadas en los atriles, las suficientes para
veinte músicos. Yo esperé a que cogiera su violín. De hecho, me extrañaba que no lo
llevara consigo. ¿Lo guardaba acaso en la iglesia? ¿Estaba allí a salvo? ¿O lo había
dejado en otra parte? De pronto me entró el pánico. ¿Y si se lo habían robado?
Cuando sonó la corneta desperté sobresaltado y me hallé tumbado sobre la estera
hecha jirones y la ropa vieja de mi camastro.
El tercer día que pasé en Zelenets, empecé a practicar de nuevo. Esperé hasta que vi
mi estrella, Beta-49, y hasta que respondí cuando dijeron mi nombre al pasar lista, a
primera hora de la mañana. Una vez cumplidas esas dos tareas, me puse a ensayar de
memoria las partitas de Bach, que siempre me habían servido como calentamiento.
Las toqué más despacio que de costumbre. Al principio pensé que solo podría oír las
notas dentro de mi cabeza, pero pasados unos minutos descubrí que también podía
ver parte de la digitación. A veces me saltaba una nota y me obligaba a empezar
desde el principio.
Decidí entonces trabajar en las partitas sin acompañamiento, que me sabía de
memoria, empezando por la Partita número dos en re menor. Comencé por el primer
movimiento, «Allemande», y continué hasta la sublime «Chacona». Me costaba oír la
música en aquel lugar infame, pero me obligué a seguir adelante. La partita en re
El cuarto día y el quinto descubrí algo importante observando a los otros presos: si
procuraba tener siempre dos juegos de vendas para mis manos y aclaraba uno con
agua de las jarras del aseo antes de acostarme, dispondría de un vendaje más o menos
Una noche trajeron a un minero de vuelta al campo con una mano amputada. Otros
dos presos le ayudaban a caminar. Se sujetaba con fuerza la manga harapienta sobre
el muñón para intentar detener la hemorragia. Había habido un desprendimiento en la
mina y las rocas que le cayeron encima le aplastaron contra el suelo de la galería. Sus
compañeros le hicieron un torniquete en el brazo aplastado y lo mantuvieron en alto,
lo que le salvó de morir desangrado. Me extrañó que los guardias de la mina hubieran
permitido que lo socorrieran, pero así fue. Pasó varias horas inconsciente hasta que lo
trajeron de vuelta al campo, y todavía parecía muy aturdido. Lo llevaron al cobertizo
grande que servía de enfermería. Por lo que yo había oído hasta entonces, muy pocos
salían de la enfermería, como no fuera dentro de un saco. Después de que lo llevaran
allí, pasaron lista en el patio y nos dejaron sin cenar. El guardia uniformado, ese al
que los demás llamaban «jefe», estuvo gritándonos mientras hacían recuento. Nos
dijo que, como habíamos podido ver, allí los descuidos se pagaban muy caro, y que
nos convenía recordarlo. Cuando alguien no respondía al oír su nombre, el jefe
empezaba a pasar lista otra vez desde el principio.
Por la mañana, apenas podíamos caminar o trabajar, con aquel desayuno de té
endulzado con un pegote de mermelada que parecía mierda. Yo pensaba aún más en
la mano amputada de aquel hombre que en mi dolor de estómago. ¿Seguiría aún bajo
un montón de rocas, en la mina? Era la mano izquierda, la mano que hacía sonar las
notas si eras violinista. Esa mañana me olvidé de practicar. Pensaba una y otra vez en
mi hijo y en su amor, sentados junto al río. No intenté tocarles una serenata; me limité
a bajar a la orilla del río y me mantuve en silencio, a su espalda, contemplando los
destellos que el sol arrancaba a su cabello. El mío había empezado a caerse. Di
gracias porque no supieran que estaba allí, porque no pudieran volver la cabeza y
verme.
Una mañana soleada, cuando llevaba unas tres semanas en Zelenets, tenía las manos
tan hinchadas que me descubrí incapaz de tocar, ni siquiera de cabeza. Las ampollas
habían reventado muchas veces, claro está, y tenía las manos calientes y enrojecidas
por todas partes, no solo en las zonas heridas. Aquel ardor solo tenía una ventaja:
que, gracias a él, sentía menos el dolor de mis tripas. Me lavé y me vendé las manos,
y traté de pensar en alguna otra forma de pasar las largas horas de trabajo. Fue
entonces cuando empecé a preguntarme por mi hijo. Hasta entonces no había pensado
Aquella alegría no duró: ninguna alegría podía durar mucho tiempo en semejante
sitio. Al día siguiente estaba tan triste que me prometí no volver a pensar en mi hijo
hasta pasados tres días. Primero, dedicaría un día a ensayar, aunque mis manos
apenas pudieran soportarlo. Luego pasaría un día pensando únicamente en Vivaldi y
en sus ensayos con la orquesta. El tercer día, volvería a practicar: ejercicios, sonatas,
un concierto. El cuarto, empezaría por fin a educar a mi hijo. Si entre tanto sucedía
algo espantoso, podría ir a visitarlos a él y a su amor a la orilla del río, hasta que
acabara. Allí siempre era comienzos de verano, y el río nunca corría enfangando por
el hielo verde grisáceo, como el arroyo junto al que pasábamos camino de la cantera.
Como es lógico, mi hijo tenía que nacer para que yo pudiera empezar a criarlo
aquel cuarto día. Como no soportaba la idea de que Vera sufriera, el suyo fue un
parto milagrosamente fácil. Resolví que ocurriría por la tarde, de repente, cuando
Vera estuviera redonda y madura como un melocotón. Esa mañana, antes de irme a
ensayar, me dijo que le dolían los riñones más de lo normal y, al darle un masaje, la
redondez animal de su cuerpo me pareció tan hermosa y delicada como la curvatura
de un violonchelo. Noté el calor de su piel en las manos y ella me dijo que se
encontraba mejor, que su madre iba a venir a verla y que pensaban preparar más
dulces por si acaso el bebé se presentaba antes de lo previsto. Me sobresalté tanto al
pensarlo que se me resbaló la carretilla un instante y me golpeó el empeine
dejándomelo muy magullado. Tendría que pasar el resto del día disimulando la
cojera.
Vera sonrió al cerrarme la puerta. Parecía cansada pero tenía buen color, y lo
siguiente que supe fue que su padre había ido a buscarme al ensayo, durante el
descanso, para no interrumpirnos, por si se enfadaba el director. Corrimos al hospital,
el mismo en el que nací yo, que ahora tenía una estrella roja sobre la entrada
principal. Subí corriendo las escaleras y les supliqué a las enfermeras que me dejaran
pasar, aunque ignoraba si estaba permitido. Vera yacía en una cama estrecha y limpia
del piso de arriba, atendida por mi suegra. La besé y acaricié su cabello. Me sonrió,
radiante y orgullosa, pero también muy cansada. El bebé estaba en una sala grande
con otros recién nacidos, y la enfermera me señaló cuál era. Estaba bien envuelto en
franela blanca, tenía la cara tersa y soñolienta y los ojos cerrados. Se me saltaron las
lágrimas al verlo y tuve que dejar la carretilla un momento para secarme los ojos con
las mangas. Me preguntaba si podría cogerlo, y luego si podría cogerlo sin hacerle
daño. Una enfermera me enseñó a hacerlo y me lo puso en los brazos. Él abrió los
ojos y me miró. Apoyado en mi brazo, su cuerpecillo me pareció extraordinariamente
ligero, pero cálido.
Luego fui a ver a Vera.
—Me gustaría llamarlo Neven —dijo, amodorrada—. He soñado que se llamaba
así.
Pensé en ello. Neven era, en realidad, un nombre de mujer (Nevena, o Nevyana,
«caléndula»), y yo creía que le pondríamos el nombre de mi padre, como era
costumbre. Pero era de verdad como una caléndula, con su cara redonda y rubicunda
y sus ojos dorados, de mirada difusa.
Ese día, la comida fue algo distinta. Por lo visto se habían quedado sin judías y nos
dieron una especie de nabo estofado casi incomible, con sabor a tierra. Confié en que
fuera algo transitorio. Pensé para mis adentros que no sería bueno para Vera mientras
estuviera amamantando al niño; debía comer comida de verdad, y en abundancia.
Entonces me di cuenta de lo que estaba pensando y me sobresalté. Tendría que
preservar mi mente también de otra manera, defenderla no solo de aquel lugar, sino
de sí misma. Me di órdenes estrictas: si volvía a notar que la línea entre mis fantasías
y aquella realidad pavorosa empezaba a emborronarse, me dedicaría un día entero a
practicar escalas. Nada de conciertos, ni de Bach, ni Venecia, ni Vera, ni Neven: solo
escalas, hasta que volviera a sentirme dueño de mí mismo.
El siguiente cuarto día, empecé a conocer a mi hijo. Neven resultó ser un bebé
tranquilo, que comenzó a sonreír y a reírse muy pronto, aunque los primeros meses
pasamos algunas noches sin dormir. A Vera le preocupaba que nuestros vecinos del
piso, con sus finísimos tabiques, se molestaran cuando lloraba. Pero tuvieron mucha
paciencia con él y con nosotros. La señora que vivía a la derecha, en un piso que
antaño había formado parte del nuestro, se encariñó con él y a veces nos ayudaba a
cuidarlo. Vera era una madre feliz que acunaba y mecía a su bebé y velaba su sueño,
y mi suegra venía constantemente a cuidar de ambos.
Dicen que los padres se impacientan, igual que los vecinos, pero yo no me
cansaba de tenerlo en brazos, me encantaba el olor de la leche y hasta la peste que
echaban los pañales enjabonados cuando hervían en el fogón. Vera leía los libros de
mi pequeña biblioteca mientras Neven dormía la siesta, o limpiaba el piso, o
aprovechaba para dormir ella también. Quería seguir estudiando alemán y francés.
Una vez pensé confusamente que debía de estar pasándolo fatal, ocupándose del bebé
sola mientras yo estaba encerrado en aquel agujero, y pasé todo el día siguiente
tocando escalas en todas las claves.
Fue un día difícil: las escalas no conseguían distraerme del foso y del dolor de las
manos, las piernas y la espalda. Al acabar la tarde, en lugar de hacernos volver al
campamento, el guardia, Momo y un par de ayudantes más nos pusieron en fila,
eligieron a dos esqueletos y les pegaron un tiro, para dar ejemplo. Yo no sabía que
usaran sus armas, excepto para tenernos vigilados. Todos parecían preferir los
Practicaba cada tres días, y tenía la impresión de haber repasado ya por lo menos dos
veces todo mi repertorio. Seleccionaba una o dos piezas para centrarme en ellas, y
por la mañana empezaba siempre con Bach; luego, pasaba toda la tarde ensayando las
piezas escogidas. Me preguntaba si sería posible que estuviera mejorando. A veces
me parecía que recordaba mejor que antes una pieza concreta, y que mi fraseo se
había perfeccionado, especialmente en una sinfonía de Dvořák, la tercera, que
siempre me había encantado. Cada vez oía con mayor claridad las otras partes en mi
cabeza. La orquesta de la Academia la tocaba con frecuencia en Viena, y una vez
también en Praga. Esa noche tocamos muy bien. El público de Praga nos dedicó una
ovación magnífica, con silbidos y zapatazos, ellos, que consideraban a Dvořák de su
propiedad. Aquella sinfonía parecía estar mejorando, al menos en mi memoria, y su
plenitud y su dulzura llenaron para mí el foso durante varios días.
Una tarde, Nasko se inclinó mientras estaba picando piedra y me preguntó en voz
baja:
—¿Qué toca hoy?
Me sobresalté, receloso por un momento, pero luego pensé, ¿Por qué no?
—La Sinfonía número 3 de Dvořák —contesté en un susurro.
Esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza, satisfecho, antes de empuñar de nuevo el
pico. Tenía las mejillas hundidas y el cabello castaño entreverado de blanco.
Distinguí en sus ojeras moradas una sombra que confié no fuera la de la muerte.
Sabía que aquella sombra se extendía por la cara de todos nosotros como un aviso. A
veces se llevaba a los hombres por las noches, sigilosamente. Vivíamos bajo su ala.
Entonces Nasko volvió a bajar el pico.
—Yo ayer acabé un gran lienzo —susurró—. Un hombre a caballo, con cuatro
Era una suerte que el pequeño Neven se estuviera criando tan bien, porque yo intuía
que a mí empezaban a fallarme las fuerzas. No estaba enfermo, gracias a Dios,
aunque a veces tenía la impresión de que en aquel lugar no había un límite claro entre
la salud y la enfermedad. Las heridas de mi mano supuraban por las noches, pero aun
así me las restregaba a menudo hasta que me sangraban. Llegué a sentir como un
placer la purga, la sangre fresca, incluso el dolor. Se me infectaron las rozaduras de
las espinillas, que me arañaba constantemente contra el pie metálico de la carretilla.
Me esforzaba por no rascarme el pecho cuando las picaduras de los bichos se
convertían en verdugones infectados. A veces, por las noches, me atacaba la fiebre,
fruto de todas aquellas pequeñas infecciones. Eran demasiadas. Hacía constantemente
un esfuerzo de voluntad por no caer enfermo. Un hombre del barracón me vendió otra
camisa a cambio de parte de mi ropa de cama, y de ese modo pude lavar o al menos
orear una camisa mientras usaba la otra. Fuera empezaba a hacer frío y las noches
eran como de invierno, pero seguía teniendo una manta para arroparme.
Una noche trajeron a un grupo nuevo de presos. Vimos sus caras de perplejidad a
la luz del patio cuando volvimos del trabajo, ya oscurecido. Me di cuenta de que
debía de tener el aspecto de los presos que contemplé aquella primera noche:
demacrado, famélico, harapiento. Todavía no estaba esquelético, pero me faltaba
poco. Los nuevos, jóvenes y mayores, llenaron el último barracón medio vacío que
quedaba en el campo. Me pregunté si la Revolución nos obligaría a construir más
barracones para albergar a más y más presos. No les preguntamos por qué estaban
allí, aunque uno de ellos me dijo mientras íbamos a la cantera que ni siquiera él lo
sabía. Era moreno de pelo, de veintipocos años, y todavía parecía rebosante de salud.
—A todos los demás los han acusado de algo —susurró, como si necesitara
decirlo en voz alta. Yo no entendía por qué me había elegido a mí para hablar—. Pero
a mí no. Le he dado mil vueltas, pensando qué podía ser, pero no se me ocurre nada,
no he hecho nada malo, y ellos no me lo han dicho. —Hizo un gesto con el brazo,
Llegó el verdadero invierno y el frío vino a sumarse a nuestras miserias. Para entrar
en calor, empecé a trabajar de nuevo en Bach. Practicaba todas las piezas que
conocía, incluso los pasajes para violín de las misas. Una mañana, antes de que
amaneciera, el mundo pareció iluminarse extrañamente más allá de la puerta del
socavón. La nieve se extendía hasta donde alcanzaba la vista y, cuando salió el sol en
la cantera, todo se cubrió de color lavanda y oro.
Después de aquello, nevaba cada pocos días. Yo, que me lamentaba de que me
hubiera tocado en suerte el apestoso socavón, descubrí que allí hacía mucho menos
frío que en los edificios de madera, donde un hombre enfermo podía morirse el doble
de deprisa. En la cantera todos pasábamos frío, claro está, y los hombres que
trabajaban en las minas nunca entraban en calor, ni siquiera en pleno verano. El frío
se convirtió en nuestro compañero constante, rivalizando incluso con el hambre.
Algunos presos de mi barracón desaparecieron en la enfermería después de la jornada
de trabajo, con los dedos o incluso los pies enteros helados y amoratados, y ya no
volvieron. El enfermero se aventuró a salir por primera vez y nos recomendó que nos
abrigáramos más, como si tuviéramos prendas con las que cubrirnos. Era un hombre
de unos cuarenta años, de ojos negros como guijarros en una cara marchita. Su ropa
era solo un poco mejor que la nuestra, pero parecía bien alimentado. Los guardias lo
llamaban «enfermero Ivan». Después de hablar con nosotros con su grave voz de
barítono, evitando mirar nuestras figuras famélicas, el jefe le mandó marcharse y
repitió lo que había dicho el enfermero añadiendo algunas amenazas.
Nos esforzábamos por entrar en calor. Nos envolvíamos los pies con varias capas
de trapos viejos. Mis calcetines se habían desintegrado y me fabricaba largos
vendajes para llevarlos dentro de los zapatos. Me obsesionaba protegerme las manos,
que tenía hinchadas todo el tiempo, con la piel llena de escaras y cicatrices. Trataba
en vano de encontrar tiras de lana con las que envolvérmelas, en lugar de los jirones
de algodón mugriento. Me ardían horriblemente los dedos cada vez que se caldeaban
un poco. Algunos hombres tenían un guante o dos. En nuestra terraza de la cantera, se
los cedíamos al que estuviera levantando pedruscos helados. Una mañana de enero,
para mi asombro, Nasko me dio un par de guantes. Se los sacó del bolsillo en cuanto
llegamos al borde de la cantera. Tenían varios agujeros en los dedos, pero enseguida
comprendí que encontraría la manera de coserlos. Ignoraba de dónde los había sacado
Nasko, y tampoco estaba seguro de querer saberlo.
—Pero tú… —dije.
La primavera puso fin a aquel frío mordaz y espantoso, y el verano trajo la tibieza del
sol y, más tarde, el calor para reemplazarlo. En mi caso, el frío dio paso a un
sufrimiento mental que apenas podía describir, ni siquiera para mis adentros. A ese
sufrimiento siguió la fiebre. Tras sobrevivir a las gélidas jornadas de trabajo, mis
Alexandra y Bobby tardaron media hora, como mínimo, en sacar todas las
partituras del estante y revisarlas hoja por hoja. Bobby le enseñó cómo mantenerlas
en el orden en que las había encontrado. Alexandra aguzó el oído por si oía volver a
la vecina. Le preocupaba, además, haber dejado a Stoycho atado a la escuálida
sombra del patio, pero no dejó de trabajar mientras escuchaba, volviendo rápidamente
las páginas hasta que las notas se amontonaban bajo sus ojos. Había volúmenes de
música para violín solo (las partitas de Bach, Paganini) y montones de piezas
orquestales (Beethoven, Chaikovski, Rimski-Kórsakov), casi todas ellas con la
portada en cirílico. Al parecer, las orquestas en las que había tocado Stoyan tenían
predilección por los compositores rusos. Había verdaderas antigüedades entre
aquellos volúmenes, Alexandra estaba segura. Las más antiguas tenían las páginas
amarillentas y quebradizas. La lata de caramelos seguía sobre el estante, detrás de
ellos, y Bobby la puso sobre la mesa con una media sonrisa.
—El hombre de Dimchov no era tan bueno, después de todo —comentó
modestamente—. O puede que solo estuviera buscando personas, con cajas de
tesoros.
Pasaron página tras página, pero solo encontraron música. Las notas fueron
llenando la habitación calladamente. ¿Dónde está el violín de Stoyan?, se preguntó
Alexandra por primera vez. ¿Era el que baba Yana le había oído tocar en el pueblo,
aquella música que sonaba bajo las estrellas o que parecía salir por la chimenea?
Por fin, todas las partituras de Stoyan estuvieron amontonadas en el suelo, en
estricto orden. El trabajo de toda una vida.
—Puede que esté equivocada —dijo Alexandra.
—O puede que se refiriera a esto. A lo que sean estas cosas que hay dentro. —
Bobby estiró el brazo y abrió la caja de hojalata que había dejado sobre la mesa.
Las tiras de tela manchadas seguían enroscadas dentro.
—Y hemos mirado toda su música.
—No —dijo ella lentamente—. Toda, no. No hay ninguna de Vivaldi.
Bobby la miró en silencio. Ella se echó hacia atrás, en cuclillas.
—Irina dijo que tocaba a Vivaldi, y Radev le contó algo parecido a su sobrina:
que a Stoyan le encantaba la música de un italiano. Y… Nasko Angelov dijo que
sabía que Stoyan se encontraba mejor cuando lo oía tocar a Vivaldi. Pero aquí no hay
ninguna partitura de Vivaldi.
Estaba pensando también en otra cosa: en dos niños, un hermano y una hermana,
tumbados debajo de la mesa del comedor de una casa de campo mientras el elepé de
Las cuatro estaciones, el de sus padres, giraba en un tocadiscos ya anticuado, con
aguja de diamante. Les encantaba que la aguja fuera de diamante, porque era la única
El que vino a visitarme era Momo. No le vi hasta que estuvo muy cerca, de pie, a
mi lado. Después, se sentó en la silla de madera que había acercado a la cama. Se
inclinó y me zarandeó por el hombro. La silla estaba descuadrada, se inclinaba hacia
un lado, y pensé que, con aquel corpachón suyo, seguro que se vendría abajo. Pero
siguió allí sentado, sonriéndome con sus dientes separados, como un niño pequeño.
Confié en que aquello también fuera un sueño, pero Momo no desaparecía. Sus
manos recias, que habían matado a tantos hombres, no portaban el garrote; reposaban
recatadamente sobre sus rodillas. Parecía incapaz de pronunciar un saludo normal,
pero pasados uno o dos minutos se dirigió a mí.
—Te traje al hombro, como un saco de patatas —dijo.
Parecía estar considerando la posibilidad de que yo dijera algo, así que al cabo de
un momento contesté:
—Sí.
—Un saco de patatas. —Sonrió como si aquella imagen le complaciera.
—Sí —repetí con la esperanza de que se marchara.
Me preguntaba si había ido a visitarme para congratularse por haberme salvado la
vida, pero eso era absurdo. Tal vez se estuviera viendo a sí mismo bajo una luz nueva,
como un salvador en lugar de un asesino, y eso le resultaba interesante. Me pregunté
también cómo es que tenía tiempo libre para venir a verme, estando los presos a
punto de regresar de su jornada de trabajo. Tal vez incluso habría que eliminar a
algunos. ¿Acaso el jefe le había dado una hora libre?
Se acomodó mejor en la silla endeble.
—Tú eres el listo, ¿verdad? ¿El músico?
Permanecí inmóvil, observando lo que veía de su cara, tan vacía como un plato
pero provista de unos ojos astutos, sobre todo cuando sonreía.
—Bueno, en casa soy músico —respondí con la mayor indiferencia de que fui
capaz.
—El jefe me ha encargado una cosa —añadió— y necesito a alguien listo.
—Yo no soy tan listo —dije con calma—. ¿Crees que estaría aquí si lo fuera?
Se quedó pensando un rato, pero no pareció capaz de llegar a una conclusión,
aunque sospeché de nuevo, por el destello de su mirada, que su estupidez era, al
menos en parte, una estratagema. Se limpió la nariz con la mano.
—Pero eres listo, ¿no? Los otros decían que eres un músico famoso y que era una
pena que estuvieras enfermo.
Dos semanas después, pude andar lo suficiente para volver al trabajo. En realidad,
podría haberlo intentado antes, pero tuve buen cuidado de fingir que no me tenía en
pie durante un tiempo cuando ya había recobrado mis fuerzas. El enfermero Ivan me
envió por fin al infierno del barracón excavado y volví a dormir entre jirones de lana
Ese invierno estaba más débil que el anterior y en cierto modo también más fuerte,
acostumbrado ya a ciertas penurias aunque mi cuerpo estuviera en declive.
Fantaseaba con que moría y seguía viviendo como un fantasma, en mi propio cuento.
Quizás así podría ir a contarle al comisario cómo eran las cosas en Zelenets. Pero le
diría la verdad. Momo no abandonó el campo, ni siquiera unos días, así que tal vez no
llegara a ir a la ciudad. Seguramente, el jefe había ido en persona, o había mandado a
otro. Se me ocurrió que tal vez Momo solo había imaginado que el jefe quería que
fuera… o que había inventado aquella historia con el único propósito de
atormentarme.
Antes de la primera nevada llegó el primer grupo de presos nuevos y pude leer en
Alexandra también debió de quedarse dormida. Despertó a tiempo de ver una tenue
claridad del cielo a lo largo de la llana carretera, fábricas iluminadas entre las
marismas y, más allá, un resplandor que, según le dijo Bobby, era el mar Negro.
Había pensado que divisaría por primera vez el mar de manera muy distinta: desde un
tren, con su mochila y un libro. Estiró el cuello para mirar por la ventanilla del coche
y alargó una mano hacia atrás para tocar a Stoycho. El perro se removió, despierto, y
vieron los tres pasar una ciudad en penumbra, torres de pisos y calles vacías, una
torre de reloj en un puerto y, por último, una autovía más allá de la ciudad. Pronto se
haría de día.
—Burgas —dijo Bobby—. Aquí vivían los Lazarovi y la familia de la señorita
Radeva.
Al bajar la ventanilla, Alexandra aspiró el aire salobre y la oscuridad fangosa e
industrial. Bobby había puesto uno de sus cedés de Dylan, muy bajo. Pensó, echando
mano de sus escasos conocimientos, en el delta del Misisipi, cuna del blues. Allí
también debía de oler así. You ain’t goin´nowhere[5], mascullaba Dylan. La carretera
pasaba por campos de suave pendiente y trechos de monte bajo, con hoteles dispersos
al borde de la vía y franjas de viviendas semejantes a colmenas, como ruinas
prefabricadas, desprovistas de tejados a la luz del alba. El centelleo lejano del mar se
había desvanecido.
—Aquí están construyendo como locos —comentó Bobby—. Todo el mundo
quiere estar cerca del mar, incluidos muchos extranjeros. Hay gente que empieza a
construir y que luego no puede permitirse acabar.
Al cabo de un rato el cielo se volvió amarillo y rosa. Comenzó a alzarse el sol y,
al doblar una última curva, Bobby indicó con un gesto su destino: Morsko, un pueblo
antiguo, de tejados rojos, situado en una península elevada y bordeada de acantilados.
Se acercaron a él por una carretera aún más alta, y Alexandra vio el agua gris
rompiendo al pie de la población. Bobby condujo con cuidado. Cerca de la entrada de
la península había un coche de policía aparcado, con las luces y el motor apagados y
una confusa figura sentada al volante. Junto a la acera, vieron a dos hombres
colocando verduras en un tenderete de madera, y un turista solitario pasó a su lado en
traje de baño y sandalias, con una toalla doblada sobre el hombro. En el caballete del
tejado de una casa cercana, las gaviotas se quejaban entre sí en medio del silencio,
con chillidos ásperos y destemplados.
Bobby siguió un ancho puerto asfaltado en el que las barcas chocaban unas contra
otras, mecidas por el oleaje. Mar adentro, Alexandra distinguió una isla con un faro y,
más allá, un horizonte de agua incolora por el que se deslizaban algunos barcos con
las luces todavía encendidas al alba, arrastrando sus redes tras ellos. Bobby comentó
A veces, mientras veía a los guardias con sus pistolas cuando pasaban lista, al año
siguiente, imaginaba que tenía un arma en la mano, una pistola larga y pesada, y que
me disponía a disparar a un guardia con ella. Luego me acordaba de lo que vi el día
de mi detención. De eso hacía ya más de dos años. Las gigantescas escaras hacían
que me palpitaran las manos de dolor, y el hambre infinita inflaba mi estómago como
si fuera a salírseme flotando por la garganta. Todo me importaba ya tan poco, que no
podría haber disparado a un guardia ni aunque hubiera tenido una pistola en la mano.
Tenía que recordarme que aquello debía de estar sucediéndome todavía, puesto que
seguía vivo.
Neven, les dijo Vera, se había marchado la noche anterior a Plovdiv, a ver a Irina y
a Lenka, y no había regresado aún. Por el motivo que fuese parecía preocupado por
ellas, quizás porque llevaba un par de días sin poder contactar con ellas por teléfono.
Asió la mano de Alexandra mientras hablaba, y ella se dijo que Irina y Vera, que eran
hermanas, tenían más en común de lo que la gente parecía creer. Stoycho, sentado,
apoyaba la mejilla en la pierna de la anciana. Vera seguía teniendo una sonrisa muy
bella, y su forma de girar la cabeza sobre el cuello arrugado evocaba una elegancia
parsimoniosa. Alexandra no había advertido ninguno de esos rasgos en la escalinata
del hotel de Sofía, pero entonces no conocía a Vera Lazarova.
Bobby le pidió a Alexandra que sacara su cámara y le enseñara la fotografía. La
anciana asintió, muy seria, y habló a su vez, sirviéndose de Bobby como traductor.
Neven y ella no se dieron cuenta de que faltaba la bolsa hasta que estaban a medio
camino del monasterio de Velin, cuando ella notó de pronto que no la tenían. Por
insistencia suya, Neven pidió al taxista que volviera al hotel de Sofía, donde no
encontraron ni rastro de Alexandra o de la bolsa. Ella estaba muy angustiada y quería
acudir a la policía, pero Neven la convenció de que no debían hacerlo alegando que
su padre odiaba a la policía o no habría querido su ayuda.
De hecho, Neven había discutido con alguien del restaurante del hotel antes de
perder la urna y ya estaba de mal humor, nervioso y alterado. Milen y ella no habían
asistido a la discusión. Al final, regresaron al hotel y dejaron una nota en recepción
con el nombre de Neven y su número de teléfono. Como no podían quedarse en
Sofía, Vera propuso ir a ver a Irina y regresar luego a la casa de Gorno, en las
montañas, para esperar noticias, pero Neven se empeñó en traerlos directamente a la
costa. Y después no le permitió avisar a la policía ni a Irina, ni responder al teléfono.
Bobby le dijo a Alexandra:
—No le he dicho nada que pudiera alarmarla. Está claro que no saben dónde está
su hermana, y ya cree que a Neven le ocurre algo. Dice que llevaba toda la semana
nervioso y enfadado. Pero piensa que es por la pérdida de las cenizas de su padre.
—Pero tú no lo crees —repuso ella.
—Creo que se trata de algo más. Me parece que Neven está protegiendo a los
ancianos de lo que de verdad lo preocupa, sea lo que sea. Debía de saber que los
estaban siguiendo.
—Nadie los siguió cuando venían hacia aquí, ¿verdad? —Alexandra volvió a
recorrer la terraza con la mirada, desganadamente.
—Al parecer no vio a nadie —contestó Bobby—. Y, a fin de cuentas, Milen y ella
no tenían la urna. Aunque también podrían haberlos seguido creyendo que la tenían o
con intención de quitarlos de en medio.
No.
Algo se removió en alguna parte, muy lejos, primero en el gran Estado soviético,
donde había muerto Stalin, y más tarde en Sofía. El cambio nos llegó incluso a
nosotros, los esqueletos del campo. Aquella noche, cuando volvimos de la cantera,
había un extraño camión en la puerta del campo, y hombres con uniformes más
nuevos y limpios que los que vestían nuestros guardias. Algunos de ellos nos echaron
un vistazo y dieron una vuelta a nuestro alrededor, aunque, que yo sepa, no nos
dirigieron la palabra. Entraron en los barracones y las letrinas. Quedaron suspendidas
todas las actividades rutinarias. Varios de aquellos hombres escribían en cuadernos.
Los vimos hablar con el jefe y vimos que el jefe les tenía miedo. Los cocineros
olvidaron servirnos nuestras judías. Los guardias más jóvenes se quedaron
aguardando en los rincones, en su mayoría, pero Momo saludó ceremoniosamente a
los visitantes y fue por ahí enseñándoles las vistas. Incluso se atrevió a bromear con
ellos.
Por lo visto, aunque Momo no hubiera encontrado a un preso que fuera a declarar
ante la Comisión, esta había venido por fin a vernos.
Aquellos hombres se marcharon. Un día o dos después (puede que tres), llegaron
camiones aún más grandes. Hombres con estrellas más grandes en las gorras y
mejores pistolas en el cinto nos hicieron ponernos en fila y nos leyeron varias
declaraciones. Anunciaron que, dado que habíamos cumplido nuestras condenas (a
muchos de nosotros nunca nos habían condenado, pero de eso no se habló), iban a
trasladarnos a Sofía y a reinsertarnos en la sociedad, donde, sin duda, nos iría bien,
siempre y cuando no volviéramos a caer en la delincuencia ni difundiéramos mentiras
acerca de nuestro proceso de rehabilitación allí, en el campo. Quienes no hubieran
cumplido su condena serían transferidos a otro campo más moderno. No dijeron
dónde.
Un murmullo de sorpresa y desconcierto, mezclado con un tenue interés, cundió
entre nuestras filas. Creo que la mayoría no entendíamos en realidad qué estaban
diciendo aquellos grandes hombres. Yo intuí instintivamente que me trasladarían a
ese «campo más moderno», pero cuando los hombres de los camiones empezaban a
dividirnos en dos filas, a mí me pusieron en la de los liberados, o al menos en la de
los presos que serían trasladados a Sofía. Aún no podía creer que fueran a ponernos
en libertad. Sentía que las lágrimas me corrían por la cara, pero la esperanza se había
convertido en una emoción tan ajena a mí que me preguntaba qué les pasaba a mis
ojos. Momo había desaparecido de repente, y lamenté no saber al menos dónde
El pueblo en el que los había emplazado Neven era el más despoblado que había
visto Alexandra. No había nadie en las calles llenas de baches, ni sentado en sillas
oxidadas frente a la única tiendecita de alimentación. Las cigüeñas se estiraban y
batían las alas en sus nidos, sobre los tejados de las casas abandonadas. El mayor de
todos se alzaba sobre un edificio municipal que parecía desierto, pero que quizás en
tiempos había sido un colegio. Los perros dormían en el polvo que cubría la calzada.
Bobby detuvo el coche al final de una calle destartalada y salieron. Sujetando a
Stoycho por la correa, echaron un vistazo alrededor. El café estaba entre dos casas
bajas, con la puerta abierta. Dentro reinaba la oscuridad y las moscas zumbaban en el
patio de tierra, en torno a dos mesas.
—Debe de ser aquí —dijo Bobby, pero avanzó con cautela.
Alexandra ató a Stoycho a un árbol, lejos de los otros perros, y siguió a Bobby,
que acababa de cruzar la cortina de cintas de plástico de la puerta.
El interior del local parecía muy oscuro comparado con la luz del sol que brillaba
fuera. Era más bien un bar. Puede que, en un pueblo tan desierto, el mismo negocio
hiciera las veces de bar y cafetería, se dijo Alexandra. Había un mostrador de madera.
Detrás de él, una mujer de cabello claro, a mechas, se inclinaba sobre un crucigrama.
Olía fuertemente a café quemado, y una bandeja con galletas de queso languidecía
debajo de un cristal. No había clientes.
Entonces un hombre que estaba sentado en un rincón, detrás de una mesa, se puso
en pie. Su cabeza pareció rozar las vigas del techo. Alexandra no alcanzó a ver su
semblante en la penumbra, pero era tan alto y majestuoso que sintió que podía
desplegar de pronto unas alas inmensas. Su propio corazón pareció a punto de
ahogarla. El desconocido se acercó para estrechar la mano de Bobby y luego se
volvió y la miró fijamente.
Alexandra vio su cara, los pómulos anchos y el pelo corto y espeso, los ojos
dorados en forma de almendra, las arrugas en torno a la boca y la nariz. Esta vez,
distinguió en él la belleza de su madre. Era aún más alto de lo que recordaba, con los
anchos hombros ligeramente encorvados y los brazos y las manos ágiles y elegantes.
Vestía la misma camisa blanca que la otra vez, o una muy parecida, con las mangas
enrolladas. Había colgado del respaldo de la silla un impermeable negro y una
pequeña bolsa de piel. No dijo nada. Tras dar un paso hacia ella, pareció contenerse y
se detuvo.
Alexandra se obligó a mirarle a los ojos. Imaginó por un instante que se caía al
suelo, a sus pies, muda, y que se postraba ante él para pedirle perdón. Pero no fue
más que una ensoñación. En lugar de hacerlo, le tendió la mano con toda la firmeza
de que fue capaz.
Al día siguiente liberaron a mi grupo, uno por uno, en la ciudad, únicamente con lo
puesto.
Salí a las calles de Sofía con las manos enrojecidas y llenas de costras, tan
hinchadas que eran el doble de grandes que antes, intentando asimilar todavía que
estaba en libertad. No tenía dinero en el bolsillo, ni posesión alguna salvo los rollos
de vendajes sucios que había guardado y otra cosa que escondí en mi ropa vieja y
luego en la nueva. Eché a andar hacia el centro y después hacia nuestro barrio. Me
paraba cada diez minutos a descansar donde podía, para que mi corazón no
desfalleciera.
De pronto tenía más miedo que nunca. ¿Y si mis temores eran ciertos? ¿Y si Vera
se había olvidado de mí, o había dejado de esperarme, suponiendo que estaba
muerto? ¿Y si ya no me amaba? ¿Y si había muerto? ¿Y si me habían hecho un
funeral y habían seguido con sus vidas porque no podían hacer otra cosa? ¿Y si todo
aquello era una trampa y los guardias de la estación de las afueras de Sofía me
estaban siguiendo para que los condujera hasta Vera, hasta mis padres, y los detenían
también a ellos? ¿Y si ya los habían detenido y Vera estaba muy lejos, en algún
campo para mujeres?
Empecé a fijarme en la gente que había a mi alrededor. Hasta ese momento, me
habían parecido fantasmas. Ahora, en cambio, vi que estaban enteros, sanos y salvos,
o al menos que parecían preocupados y atareados como cualquier persona corriente.
Las chicas jóvenes vestían ropa de primavera, las mujeres iban a hacer la compra, los
chicos tenían sitios a los que ir, los señores mayores, con sus chaquetas apolilladas, se
detenían a charlar entre sí. Ninguno de ellos sabía nada de nosotros, de aquel campo
lleno de esqueletos. ¿O sí lo sabían, en cierto modo? Un marinero de uniforme, lejos
del mar, le estaba contando un chiste a otro hombre, y se pararon los dos en la acera
para echarse a reír. El fantasma era yo. Me vi reflejado en la luna de un restaurante; vi
mis enormes ojos vacíos. Vi que la gente me miraba con curiosidad o con lástima: un
hombre enfermo, pobre, tambaleante, prematuramente calvo, que caminaba
arrastrando los pies, calzado con unos zapatos ridículamente grandes.
Me hallaba ya en calles conocidas: una plaza preciosa de la que conocía cada
detalle, las callejuelas de adoquines amarillos del centro, el palacio antiguo cubierto
con glicinias en flor, las cúpulas de las iglesias refulgiendo por encima de las copas
de los árboles, el mausoleo del Gran Líder destellando al sol. Me senté a descansar al
borde de un parque, en un banco. Conocía no solo la calle y el parque, sino también
aquel banco, desde mi más temprana infancia. Apreté su borde con mi mano dolorida.
Irina soltó la cuchara y corrió a ayudar a Vera a levantarse. Le llevó agua para que
bebiera. Yo me senté en una silla y miré a Vera y al bebé, que meneaba los brazos y
seguía llorando. Entonces Vera se levantó, ayudada por su hermana, y se quedó
mirándome. No parecía oír al bebé. Estaba tan guapa como siempre, más cansada,
temblorosa y un poco mayor, pero entera.
Miré a Irina.
—¿El bebé es tuyo? —le pregunté con voz trémula.
—No, es mío —contestó Vera. No hizo intento de acercárseme—. Creíamos que
estabas muerto.
Al decir esto pareció perder los nervios y rompió de pronto a llorar
frenéticamente, doblándose por la cintura como si fuera a vomitar. Yo me quedé
pasmado. Me acordé del miedo que debía darle, yo, un cadáver. Y aquel bebé, que era
de Vera pero no podía ser mío… Me levanté, hice un ademán con las manos y pensé
que era para coger algo de la mesa y arrojarlo contra la pared. La taza de Irina,
quizás. Pero mis brazos rodearon a Vera y ella enlazó sus sollozos alrededor de mi
cuello. Estaba inmensamente viva, mucho más fuerte que yo, y abrazaba a un
esqueleto. Miró mi cara, acarició mi cabeza rapada, cogió mis manos retorcidas y las
miró. Lloraba y lloraba. Yo no podía hablar. Solo quería sentir su contacto y mirarla,
a mi vez.
Irina nos miraba como paralizada. Pasados un par de segundos, fue a coger al
bebé, que paró de llorar de inmediato y volvió hacia nosotros su carita roja. Llevaba
una camisa y unos pantalones de punto. Parecía tener unos seis meses, aunque a mí
no se me daba bien calcular esas cosas, y tenía los hermosos ojos de Vera. Le tendió
los brazos y ella lo cogió. Irina retrocedió hacia el rincón de la cocina, la única vez
que la he visto acobardarse. Vera me miró por encima de la cabeza del niño, que
también se giró para mirarme.
—Lo siento —dijo ella con la boca temblorosa. Puesto a su lado, el niño no se
parecía tanto a ella—. Creíamos que estabas muerto.
—¿Has vuelto a casarte?
Mantuve una mano apoyada en la mesa para no perder el equilibrio. Irina salió
discretamente pasando a nuestro lado. Yo la conocía: volveríamos a vernos más
adelante, y entonces podríamos saludarnos. El hecho de que me dejara a solas con
Vera significaba que estaba segura de que no iba a hacerle ningún daño a su hermana.
Esa certeza me dio ánimos.
—No —contestó Vera en voz baja.
Pensé en preguntarle por el nombre del padre del niño, pero al final dije:
—¿Quieres a su padre?
Fui un niño muy querido, le dijo Neven a Alexandra. Solo sabía que mi padre
estuvo fuera un tiempo, antes de que yo naciera, y luego en otras dos ocasiones,
cuando estaba en el colegio, y que mi madre se preocupaba y lloraba a veces. Me
acuerdo de la segunda vez que se fue, aunque no lo vi marcharse. Pero mi madre era
muy simpática, muy vital. Era más joven que mi padre, una persona muy fuerte, y
mis cuatro abuelos, que todavía vivían, nos ayudaban. Una vez, cuando tenía unos
ocho años, mi padre vino a vernos mientras todavía estaba cumpliendo condena. Nos
visitó en Burgas, pasó con nosotros tres días y me dijo que aún tenía que pasar una
temporada trabajando en un pueblecito porque lo necesitaban allí, y que yo debía
cuidar de mi madre cuando volviera a marcharse.
Cada vez que volvía, tenía las manos horriblemente magulladas. Era un músico
excelente, pero a menudo le molestaban los dedos. Artritis, decía. Después de cada
ausencia, empezaba muy despacio a practicar otra vez, hasta que podía tocar en
cualquier orquesta que lo quisiera, primero en Sofía y luego, cuando el tío Milen nos
ayudó a trasladarnos al mar, en Burgas. Allí mi padre consiguió trabajo en una fábrica
de alimentos procesados. Yo sabía que cuando estaba fuera no podía trabajar como
músico porque su violín siempre se quedaba en casa y mi madre lo guardaba al fondo
del armario, debajo de unas mantas. Una vez lo oí decirle a mi madre que le
permitían volver a veces con la orquesta solamente porque sabían lo bueno que era y
lo necesitaban. Me sorprendió la amargura con que lo dijo. Nunca hablaba así si sabía
que yo estaba escuchando.
A veces, cuando estaba enfermo y cansado y tenía unos días de permiso, mi
madre lo mandaba a visitar a su amigo Nasko Angelov, un pintor al que, según decía
mi madre, había conocido mientras trabajaba en el campo, antes de que yo naciera.
Nasko había vivido en Sofía un tiempo y luego, al casarse, había vuelto a su
pueblecito en los montes Ródope. Trabajaba en una pequeña fábrica, cerca del
pueblo. Mis padres no tenían muchos amigos, pero aquellos dos hombres, Nasko y el
tío Milen, nos tenían mucho cariño.
Mi padre quería que aprendiera a tocar el violín. Las lecciones no fueron un éxito.
Incluso cuando no estaba trabajando fuera, él estaba cansado y enfermo. Yo pensé
durante años que tenía que ser mayor de lo que decía que era. Y podía ser muy
reservado, muy taciturno. Sus ausencias interrumpían sus intentos de enseñarme
durante periodos tan largos que yo no avanzaba al ritmo que él quería. Creo
sinceramente que de todos modos no se me habría dado bien, aunque puede que a él
lo ayudara pensar que su hijo tenía un talento frustrado.
Destacaba, en cambio, en matemáticas y deportes. Hacía atletismo. Era rápido,
aunque nunca conseguí ganar una medalla importante. Me portaba muy bien, además.
Bobby aspiró de pronto bajo su boca y Alexandra sintió que su pecho se inflaba. El
color afluyó de nuevo a su cara. Ella se arrancó el jersey y se lo ató alrededor del
muslo herido, torpemente pero con fuerza. Cuando levantó la vista de nuevo, vio que
Neven se había puesto en pie y corría hacia el sedán gris. El hombre que sujetaba a
Irina la había soltado. Alexandra vio que la anciana se tambaleaba y que Neven
llegaba a tiempo de sostenerla antes de que cayera al suelo. El otro hombre apartó de
sí a Lenka de un empujón. Se metieron los dos en el coche, arrancaron y, avanzando
entre los árboles, giraron hacia la carretera y se perdieron de vista. El Mago dio
media vuelta, les disparó una sola vez y sacudió la cabeza. Neven llevó a Irina en
brazos al asiento trasero del coche de Bobby. Alexandra dejó a Bobby un momento
para acercarse a ellos. Lenka, manchada de barro, se inclinaba ya sobre la anciana.
—Estoy bien —dijo Irina débilmente—. ¿Y Asparuh?
Alexandra regresó corriendo junto a Bobby. Tenía los ojos abiertos y la mirada
atenta, pero no dijo nada. Gemía de vez en cuando. Ella le dio la mano y vio cómo el
Mago le hacía un auténtico torniquete, le colocaba un vendaje y, por último, le ponía
una inyección. Al verlo se asustó, pero el Mago le hizo un gesto tranquilizador con la
cabeza.
—Es solo un calmante. No ha perdido mucha sangre. Creo que le ha salvado
usted la vida, señorita. Pero tienen que llevarlo al hospital. Hay uno en Novlievo.
Conviene esperar un minuto antes de intentar moverlo.
Se asomaron al fondo de la cantera, pero no había nada que ver, solo las rocas y la
vegetación del fondo.
—¿Y el Oso? —le preguntó Alexandra.
De pronto le parecía más un hombre y menos un mago, con su camiseta interior
blanca manchada con la sangre de Bobby.
—Quizás sea mejor así —repuso él—. No habría sobrevivido a lo que iba a
ocurrirle cuando publicaran ustedes su historia.
—¡Usted lo sabía! —exclamó ella, y la sorprendió oírse gritar.
Se arrodilló y besó a Bobby en la frente y en la cara. Él tenía los ojos cerrados,
pero su pecho subía y bajaba. Neven regresó a su lado y miró al Mago.
—Sí —contestó este—. Esperen un momento.
Se acercó al hombre al que Bobby había herido en el hombro y regresó enseguida.
—Kurilkov me pidió que buscáramos ciertos nombres y los marcamos en nuestro
sistema informático. El de Stoyan Lazarov era uno de los nombres marcados. Lo vi
cuando lo busqué para usted. Informé de ello a Kurilkov aunque no pensaba que
tuviera importancia, hasta que vi que el asunto le interesaba especialmente. Me dijo
que los siguiera y les diera un susto, pero no quiso decirme por qué. Entonces empecé
Más adelante recordaría solamente un instante del trayecto de bajada por la ladera
boscosa, y pensó que tal vez lo había soñado: un flanco rayado y una cola entre los
árboles, un animal escabulléndose en el monte.
Cuando volvieron a Borech para cenar con los Lazarovi, la casa les pareció casi como
la primera vez que la visitaron, salvo porque —como señaló Bobby con una tenue
sonrisa— ahora las cortinas estaban descorridas. Tocaron a la puerta y Neven salió a
Ahora hay campanarios a la vista, iglesias que abarcan islas enteras, volutas rizadas
como conchas de caracol. Agua saltarina y brillante en lugar de tierra. Alexandra se
frota la cara cansada y mira a Neven, y él coge su mano como habría hecho Bobby.
Permanecen así, en cómodo silencio, mientras su corazón late solo un poco más
fuerte que de costumbre. El vaporetto adelanta a las góndolas igual que un autobús
adelanta a los peatones. Ahora contemplan los palacios que parecen mecerse al borde
del agua.
Neven se ríe de pronto. Señala las aceras, la gente que camina por los
puentecillos, las orillas de las plazas.
—Mira —dice.
Visité por primera vez Bulgaria, un país de belleza espectacular, en 1989. Llegué,
de hecho, una semana después de la caída del Muro de Berlín, que precipitó el
derrumbe del régimen comunista búlgaro tras cuarenta y cinco años de dictadura. La
mañana en que mi tren entró en este país misterioso, oculto durante tanto tiempo tras
el Telón de Acero, me desperté temprano y vi campos, aldeas y macizos boscosos
bajo un cielo gris. Al llegar a Sofía, la capital, la ciudad me pareció al mismo tiempo
elegantemente cargada de historia y teñida de esa lobreguez propia de los países del
Bloque Comunista. Al igual que la joven protagonista de Tierra de sombras, sentí en
cierto modo que había encontrado mi hogar.
Bulgaria, cuya población ronda en la actualidad los siete millones de habitantes,
es un país muy antiguo (el primer estado búlgaro data del año 681 d. C.), cuya
historia se ha caracterizado por siglos de ocupación extranjera y fusión cultural,
especialmente bajo el dominio de los imperios bizantino y otomano. El territorio de
Bulgaria es, arqueológicamente, uno de los más ricos de Europa. Sus yacimientos —
entre los que se incluyen algunos de los primeros asentamientos conocidos del Homo
sapiens— abarcan los periodos tracio, griego antiguo, romano, bizantino, medieval y
otomano. Como nación moderna, Bulgaria es, en cambio, relativamente joven: su
fundación data de 1878, cuando se liberó del yugo del Imperio otomano.
Llevo veintitantos años regresando a su paisaje poscomunista, y durante ese
tiempo me he casado con un búlgaro y he adquirido familiares, amigos y colegas en
mi país de adopción. Soñaba, entre tanto, con escribir una novela ambientada
íntegramente en Bulgaria. Esa novela versaría sobre diversos aspectos de la época
comunista, una etapa que para las generaciones más jóvenes queda ya muy atrás. No
fue, sin embargo, sino cuando me hallé en las ruinas valladas de un antiguo campo de
trabajos forzados cuando descubrí cuál sería el núcleo de mi novela.
Según algunas estimaciones, entre 1944 y 1989 (y especialmente hasta 1962)
funcionaron centenares de campos de prisioneros que suplían las necesidades de
mano de obra del régimen comunista, deshumanizando a una ingente cantidad de
ciudadanos que iban desde colaboracionistas nazis a comunistas leales, pasando por
disidentes políticos y jóvenes acusados de pequeñas infracciones de índole cultural. A
ellos hay que sumar a todos aquellos que fueron detenidos y encarcelados mediante
falsas acusaciones. Muchos fueron recluidos sin juicio ni sentencia. Estos campos de
trabajo tenían su fundamento y su razón de ser en el propio sistema soviético que los
imponía. Su existencia (desconocida en parte por la población, y en parte conocida y
temida) fue para el régimen un importante medio de control social. Nunca ha podido
establecerse la cifra total de personas encarceladas, pero la mayoría de los
historiadores está de acuerdo en que deben contarse, como mínimo, por decenas de
miles.
Quisiera dar las gracias a las muchas personas (familiares, amigos y colegas) que,
tanto en Bulgaria como en Estados Unidos, han hecho posible este libro. Quienes lo
leyeron y releyeron o debatieron conmigo acerca de él son tan numerosos que me
sería imposible mencionarlos a todos sin riesgo de dejarme alguno en el tintero, y los
pormenores de la ayuda que me prestaron durante los años que tardé en escribir y
revisar el libro no cabrían en estas páginas. Lo mismo puede decirse de numerosos
escritores, historiadores, periodistas y músicos cuyo trabajo ha contribuido a dar
forma a esta novela. Con todo, me gustaría expresar mi agradecimiento a unas
cuantas personas que me brindaron una ayuda extraordinaria a la hora de investigar,
viajar y documentarme: Dimana Trankova, Boris Deliradev, Anthony Georgieff,
Jeremiah Chamberlin, Lily Honigberg, Corina Kesler, Georgi Gospodinov y Vanya
Tomova. Gracias también a mi incomparable agente, Amy Williams.
Por último, y sobre todo, mi más profunda gratitud a mi editora de Ballantine,
Jennifer Hershey, mentora y ángel guardián de esta historia.
He compuesto esta obra de ficción con ánimo de respetuoso pesar por todos aquellos
cuyas vidas se vieron afectadas por los hechos históricos en los que está basada.
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