Ortega y Las Artes Una Estetica Raciovit
Ortega y Las Artes Una Estetica Raciovit
Al evocar el tema del arte y la estética en la obra de José Ortega y Gasset se piensa de inmediato en el
famoso ensayo sobre La deshumanización del arte que el filósofo publicó en 1925 después de desgranar
sus páginas en artículos publicados en el diario El Sol. Sin embargo, no se suele considerar a Ortega como
un especialista de temas estéticos. De hecho, si hay un punto común entre todos los ensayos del filósofo
sobre el arte, es su afirmación de no entender nada al asunto. Confesó así ser un “un pésimo lector de
novelas”, no saber nada de pintura, ser ignorante en materia de poesía1. ¿No se trataría de una afirmación
de docta ignorancia, al modo socrático? El pensamiento estético de Ortega está lejos de limitarse a La
deshumanización, aunque éste constituya, junto con los Papeles sobre Velázquez y Goya, un hito en su
reflexión sobre el arte. Desde su años de formación hasta el final de su vida, el pensador nunca dejó de
interesarse por la pintura, las letras, el teatro o la música. Sus obras completas reúnen casi cincuenta
artículos, ensayos, prólogos o discursos vinculados con la cuestión del arte2. A pesar de no constituir un
tema central en la obra orteguiana, la estética se encuentra estrechamente relacionada con los asuntos que
preocupan al escritor y por lo tanto constituye una pieza más de su sistema. Ortega afirmó repetidamente
que su teoría del arte estaba en perfecta coherencia con su filosofía raciovitalista, como en 1908, cuando
afirmó:
“no es decente mantener en el alma compartimientos estancos, sin comunicación los unos con los
otros. […] El sistema es la honradez del pensador. Mi convicción política ha de estar en armonía
sintética con mi física y mi teoría del arte”3.
¿Porqué y bajo qué modalidades llegó Ortega a insertar el pensamiento estético dentro del sistema
filosófico de la razón vital? En este capítulo se intentará primero mostrar cómo el pensador se aproximó a
las artes desde su postura inicial frente al modernismo imperante en la estética española de principios del
siglo XX hasta entablar una relación estrecha con las vanguardias. El segundo apartado dará una
aproximación a la estética raciovitalista de Ortega, tal como se definió durante los años veinte alrededor
de la publicación de La deshumanización del arte, y se desarrolló en las décadas posteriores. El tercer
apartado se interesará por la forma en que Ortega practicó el comentario de obras de arte, reveladora de
la evolución de su método intelectual.
19355 que retomaba el rótulo inventado por Azorín6. Mientras el simbolismo europeo, que vino a barrer
los criterios estéticos y literarios del siglo XIX –realismo, naturalismo o romanticismo—, el modernismo
español pretendía mudar de piel integrando y superando los logros de la estética decimonónica. Esta
lógica, ejemplar del proceso intrínsecamente dialéctico de la modernidad –que siempre busca superarse a
sí misma—, permitió que arrancara un movimiento irremediable de renovación en las artes españolas,
que culminó con las vanguardias históricas de la llamada “Edad de plata”7.
Ortega, siempre atento a las variaciones de la “sensibilidad vital” de sus coetáneos, tomó acto de la
voluntad de superación inherente al modernismo, pero criticó la ingenuidad de su planteamiento,
pretendiendo mostrar cómo esta postura, lejos de ser definitiva, iba también a ser superada. Si bien la
pretensión de ruptura con los cánones decimonónicos que animaba el modernismo seducía al pensador –
que intentaba, forjando su teoría de la razón vital, superar el racionalismo idealista y el positivismo—,
esta lógica de contestación no le parecía suficiente para construir un nuevo orden estético. El nihilismo
pesimista del modernismo le parecía inapto a constituir un modelo válido a ojos de la generación de la
postguerra mundial, “desorientada” y afanosa de apoyarse en nuevos valores, ya que “los principios
normativos de todo orden –en ciencia, en arte, en política– han dejado de ser vigentes”(V, 200).
Conforme con su afán de ser “nada moderno y muy siglo XX” (II, 165), buscando una forma de
terminar a la vez con el tradicionalismo y el modernismo, Ortega siguió de cerca la eclosión de las
vanguardias que también se erguían contra la estética de principios de siglo en búsqueda de novedad8.
La publicación de La Deshumanización del arte también coincidió con el despliegue de una nueva
modalidad de acción pública en la práctica orteguiana. Alejado de la esfera política, el pensador dedicaba
sus esfuerzos al desarrollo de su filosofía por un lado, y por otro a la potenciación de la cultura española
mediante una red de plataformas de difusión cultural (preexistentes, como el Ateneo, la Residencia de
Estudiantes, la JAE y la ILE, etc., o recién creadas, como los diarios y revistas España y El Sol, la editorial
Calpe, la Revista de Occidente y la editorial epónima) que utilizaba tanto para difundir sus propios
trabajos como para importar a España lo mejor de la cultura europea. Dada la estrategia de
“culturización” del país que iba desarrollando desde 1914 en círculos concéntricos, Ortega se encontraba
en el centro del movimiento de renovación de las artes, las ciencias y las letras españolas de los felices
veinte.
5
Pedro Salinas, « El concepto de generación literaria aplicado a la del 98 » (1935), en Literatura española del Siglo XX.
Madrid: Alianza, 1970.
6
Vid. AAVV, Azorín et la Génération de 1898. Pau : Université de Pau et des Pays de l'Adour, Faculté des Lettres,
Langues et Sciences Humaines (1998).
7
Vid. José Carlos Mainer, La edad de plata (1902 –1939). Ensayo de interpretación de un proceso cultural. Madrid:
Cátedra, 2ª ed. (1981), p. 466.
8
Vid. Serge Salaün y Carlos Serrano Lacarra, coords., Los felices años veinte : España, crisis y modernidad. Madrid:
Marcial Pons (2006).
9
La inauguración de Iberia de Debussy el 24 de enero de 1921 en el Teatro Price de Madrid, que provocó los silbatos del
público, estuvo en el origen de los artículos de Ortega titulados “Musicalia” (El Sol, 8 y 24 de marzo de 1921) y “Apatía
artística” (El Sol, 8 de octubre de 1921). Cfr. José M. García Laborda, “Los escritos musicales de Ortega y Gasset y su
“circunstancia” histórica”, Revista de Estudios Orteguianos, 10-11 (2005), pp. 245-271.
Eve Fourmont Giustiniani (2013), “Una estética raciovitalista”, Zamora Bonilla, Javier (dir.), Guía de Ortega, Granada, Comares, pp. 293-309 3
de investigación y difusión cultural y científica, donde no sólo dio varias conferencias a lo largo del
decenio sino que invitó a prestigiosos científicos extranjeros y frecuentó a todos los jóvenes artistas que
allí encontraban cobijo10.
También la Revista de Occidente, con su editorial y su tertulia, fue un importante centro de difusión de
las vanguardias tanto artísticas como literarias. La mayor parte de los novelistas, pintores y poetas que cita
Ortega en su ensayo de 1925 sobre La deshumanización del arte fueron objeto de artículos en la revista;
ésta constituía a la vez una fuente para el filósofo, que se remitía a la opinión de sus colaboradores, y un
lugar de culminación de sus propias teorías, a menudo retomadas y desarrolladas por estos últimos. La
revista era un canal de divulgación de las nuevas estéticas, ponía de relieve las relaciones entre poesía y
artes plásticas, arquitectura y música. Jóvenes artistas ilustraban sus portadas y páginas interiores. La
revista defendía o criticaba las nuevas tendencias: cubismo, poesía pura, surrealismo... Su línea editorial,
lejos de plebiscitar todas las vanguardias, era más bien crítica.
La revista se interesaba sin embargo por todo lo nuevo, denunciaba el desgaste de los cánones estéticos
del pasado, y daba cuenta de los grandes acontecimientos culturales del país. En 1926-1927, por
ejemplo, participó en el debate sobre la poesía pura y la poesía comprometida11, que se enraizó en el
Tercer centenario de la muerte de Góngora12. La literatura extranjera (francesa, latino-americana,
italiana, alemana o anglo-sajona13) ocupaba un lugar preferente en sus páginas críticas. Los más activos
colaboradores de la revista —Antonio Marichalar, Corpus Barga, Fernando Vela, Benjamín Jarnés,
Antonio Espina— no sólo publicaban en ella ensayos y críticas, sino también manuscritos o poemas. La
revista editaba poesías, extractos de novelas, cuentos de todas las figuras de la vanguardia literaria
española: Ramón Gómez de la Serna, Jaime Torres Bodet, Francisco Ayala, Rosa Chácel, Alberti,
Aleixandre, Cernuda, Gerardo Diego, García Lorca, Jorge Guillén… La editorial asociada a la revista
lanzó una colección novedosa dedicada a la joven poesía, “Nova Novorum”. Publicar en la Revista de
Occidente significaba, para estos novatos, medirse con los grandes, y llegar a un lectorado de calidad14.
Ortega y Gasset estaba pues al tanto de las nuevas tendencias estéticas, e incluso era uno de sus
principales promotores, en particular gracias al instrumento de la Revista de Occidente. Naturalmente, el
pensador no podía tener una visión lo suficientemente clara de los límites y confluencias existentes entre
estos distintos grupos, escuelas y tertulias que configuraban las vanguardias, que a menudo no sabían
delimitarse a sí mismos; a sus ojos, creacionismo, ultraísmo y demás -ismos participaban todos de un
mismo movimiento. “Las direcciones particulares del arte joven me interesan mediocremente”, afirmó en
La deshumanización, porque sólo intentaba sintetizar sus características esenciales, “filiar el arte nuevo
mediante algunos de sus rasgos diferenciales” (III, 849). Trataba de encontrar la unidad de la tendencia
10
Vid. Carmen Asenjo y Javier Zamora Bonilla, “Caminos de ida y vuelta. Ortega en la residencia de Estudiantes, 2ª
parte: 1923-1936”, Revista de Estudios Orteguianos, 7 (2003), pp. 33-91.
11
Fernando Vela analizó las modalidades francesas de este debate en un artículo titulado “Información de un debate
literario” (Revista de Occidente, 41 (1926), pp. 217-240). Para una aproximación general al tema, ver Juan Cano
Ballesta, La poesía española entre pureza y revolución : 1920-1936. Madrid: Siglo XXI (1996).
12
La revista publicó alrededor de esta conmemoración artículos de Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Antonio Marichalar;
y el mismo Ortega escribió en 1927 un artículo titulado “Góngora (1627-1927)” (IV, 175-186), que vino a completar los
juicios sobre poesía emitidos en La deshumanización. Aquí ponía de relieve la concreción de la nueva estética
neogongorina por los jóvenes poetas de vanguardia.
13
En la Revista de Occidente se habló, por ejemplo, de las publicaciones de James Joyce, uno de los pocos novelistas
coetáneos que cita Ortega en La deshumanización (Antonio Marichalar, “James Joyce en su laberinto”, Revista de
Occidente, 17 (1924), pp. 177-202 ; Benjamín Jarnés, “El artista adolescente”, Revista de Occidente, 39 (1926), pp. 382-
386). En cuanto a Luigi Pirandello, al que Ortega cita en La deshumanización como ejemplo de la impopularidad del
teatro actual, fue comentado por Fernando Vela en la ocasión de una representación de Seis personajes en busca de autor
en el Teatro de la Princesa (Revista de Occidente, 7 (1924), pp. 114-119).
14
Vid. Azucena López Cobo, “La narrativa del arte nuevo. Ortega y los límites de una influencia”, Revista de Estudios
Orteguianos, 7 (2003), pp. 173-194.
Eve Fourmont Giustiniani (2013), “Una estética raciovitalista”, Zamora Bonilla, Javier (dir.), Guía de Ortega, Granada, Comares, pp. 293-309 4
debajo de la diversidad de las formas, o sea de iniciar, como ya lo preconizaba Heinrich Wöfflin en 1915,
una nueva forma de historia del arte, sin nombres, como una historia de los estilos15.
El pensador veía así en el espíritu de ruptura que caracterizaba el arte nuevo una manifestación de la
“sensibilidad vital” contemporánea, que ponía en cuestión los cánones decimonónicos y con ellos, toda la
ideología de la modernidad. El proyecto de superación del racionalismo idealista, de la “vieja política”, o
de la estética modernista participaban de una misma empresa intelectual de desconstrucción de la
modernidad y de todas sus expresiones. Este programa innegablemente vino a colmar un vacío teórico
para los artistas españoles. Ortega proporcionó un fundamento filosófico para su actitud estética; de ahí
el considerable éxito de la obra, y la multitud de críticas, positivas o negativas, de las que fue objeto. La
convicción europeísta de Ortega; su voluntad de dar criterios de rigor y excelencia a las producciones
culturales nacionales; su alejamiento de la política activa en beneficio de la acción cultural; su filosofía
raciovitalista, todos estos factores contribuyeron a hacer de Ortega un maestro para estas nuevas
generaciones artísticas.
15
Heinrich Wölfflin (1865-1945), Kunstgeschichtliche Grundbegriffe : das Problem der Stilentwicklung in der neueren
Kunst. Munich: Hugo Bruckmann (1920). La obra figuraba en la biblioteca de Ortega. El poeta José Moreno Villa la
tradujo al español para Calpe en 1924.
16
Citado por Guillermo de Torre, El fiel de la balanza, op.cit., p. 79.
17
Vid. Rafael Fuentes Mollá, “Ortega y Gasset en la novela de vanguardia”, Revista de Occidente, 96 (1989), pp. 25-44;
y José María Pino, Montajes y fragmentos : una aproximación a la narrativa española de vanguardia. Amsterdam:
Rodopi (1995).
18
Sobre estas definiciones, ver infra. Sobre la influencia de Ortega en los poetas coetáneos, consultar Philip Silver, “La
estética de Ortega y la generación del 27”, Nueva Revista de Filología Hispánica, 20 (1971), pp. 361-380.
19
Azucena López Cobo, “La narrativa del arte nuevo. Ortega y los límites de una influencia”, ob. cit., p. 194.
Eve Fourmont Giustiniani (2013), “Una estética raciovitalista”, Zamora Bonilla, Javier (dir.), Guía de Ortega, Granada, Comares, pp. 293-309 5
presentes en la obra, los “perjuicios” que generó o sus “catastróficas” consecuencias20. Pero los críticos
más virulentos fueron los partidarios de un retorno al realismo y a la preocupación social, agrupados
alrededor de los “Nuevos Valores” promovidos por la revista Ulises, como el crítico catalán Sebastiá
Gasch21. Al final de los años veinte la alternativa ya no oponía tradición y modernidad sino “arte
deshumanizado” y “arte humano”. Los artistas comprometidos denunciaban el conservadurismo latente
de las vanguardias orteguianas y su marcado elitismo, en el cual veían una verdadera traición22.
Reivindicaban la rehumanización del arte para, en términos de José Díaz Fernández, fertilizarlo con la
representación del “drama contemporáneo de la conciencia universal”23. Es verdad que el pensador
omitió mencionar, en su aproximación “sociológica” al arte, su función de reflexión de la realidad social.
Pero el grueso de las críticas que recibieron Ortega, su ensayo y sus epígonos se debían, no obstante, a
lecturas erróneas y parciales, con una pizca de mala fe, de su obra.
La “nueva sensibilidad estética” que Ortega definió y resumió bajo el concepto de “deshumanización del
arte” sintetizaba en pocas palabras los rasgos principales de la actitud vanguardista, que había podido
observar en las artes de este principio de siglo24: el rechazo del realismo mimético, o sea la
“deshumanización”; la tendencia a la depuración y la preocupación por la forma –dicho de otro modo, el
arte por el arte—; y la propensión a la ironía, al humor, al juego, es decir la “intrascendencia”. A estas
tres grandes características del arte nuevo, que concernían la intención artística y el proceso creativo
(explicadas más pormenorizadamente a continuación), Ortega añadió otra, que respectaba a la recepción
de la obra de arte, con la que empezó su ensayo y a la que dedicó un análisis de cariz psicosociológico: la
inexorable impopularidad del arte nuevo.
generaciones anteriores. Aun las personas maduras más resueltas a emplear la mejor voluntad, no
logran aceptar el arte nuevo por la sencilla razón de que no llegan a entenderlo”25.
Este desentendimiento entre generaciones se explicaba, según el pensador, por un mecanismo histórico y
sociológico natural : cada generación humana debe elaborar su propia “visión del mundo” articulando la
heredada de la generación precedente y su propia tendencia vital. En todas las épocas históricas, la nueva
generación se confronta así a la anterior y declara su insumisión a los valores del pasado. Pero cada
segmento de edad se divide a su vez entre una minoría visionaria y una masa de individuos reticentes a la
novedad, lo que explica la división entre una élite sensible al arte nuevo y una masa que no lo entiende.
Retomando una idea desarrollada en varios otros textos como El tema de nuestro tiempo y La rebelión de
las masas, hablaba incluso de de “dos castas diferentes de hombres”, cuidando siempre de precisar que no
correspondían con ningún grupo, estrato o clase social predefinida (aunque, por la fuerza, podían llegar a
superponerse con éstas). Para explicar la impopularidad del arte nuevo evitando el espinoso problema
político que planteaba tal acercamiento “sociológico” al estudio de la recepción de la obra de arte, el
pensador pasaba así del punto de vista sociológico –que reivindicaba siguiendo los pasos del francés Jean-
Marie Guyau26—, a un esquema psicológico. Presentaba la escisión entre los “hombres egregios” y los
“hombres vulgares” como el fruto de una desigualdad fisiológica natural, que dota a ciertos individuos de
una sensibilidad más fina, de un “órgano de comprensión del que los demás carecen” (III, 849).
Esta concepción de la minoría intelectual y de la sensibilidad superior de sus gustos artísticos, además de
insertarse en el marco general de la socio-historia orteguiana y de su teoría de las generaciones, coincidía
con los credos vanguardistas del arte por el arte y de la literatura pura. En el clima de frivolidad de los
felices veinte que tanto contrastaba con el patetismo de la generación precedente debe buscarse la clave
tanto del rechazo de las vanguardias al compromiso político, como de su búsqueda formal de “arte puro”,
también analizada por Ortega.
pone en relación con lo real en un modo distinto al acostumbrado. El pintor, por ejemplo, “nos deja
encerrados en un universo abstruso, nos fuerza a tratar con objetos con los que no cabe tratar
humanamente” (III, 858).
La operación “mágica” por la cual el artista transmuta la realidad para crear estos ultra-objetos no es otra
que la metáfora27. Ésta es a la vez el proceso de transformación por el cual el arte crea una realidad virtual,
y el resultado de este proceso. Es ella la que conforma la belleza del objeto estético: nos presenta una
imagen, un instantáneo de la “atmósfera” de la realidad. No representa la cosa, sino que la des-cubre. Por
ello puede definirse como una transparencia, tal como el cristal de la ventana, que deja ver la realidad a
través de él. La metáfora no crea ex nihilo otra realidad; no crea presencia ni objeto nuevo más que
metafórico. Este ser metafórico no es un ser real; es un “cuasi-ser”, dijo Ortega en 1946, “es la irrealidad
como tal”28.
Por ejemplo, el hecho de que la pintura de Velázquez se defina habitualmente como “realista” no
significa que renunciara a “des-realizar” los objetos pintados en sus cuadros. Antes de Velázquez, se
obtenía esta “desrealización” pintando objetos que no pertenecían a lo real. Su genio fue “conseguir que
la realidad misma, trasladada al cuadro y sin dejar de ser la mísera realidad que es, adquiera el prestigio de
lo irreal”29. Técnicamente, esto se tradujo por la supresión de todo “dato táctil” en la obra, y la reducción
al extremo del número de pinceladas, lo que daba al objeto que surgía en el lienzo el carácter de una
perpetua aparición (VI, 645).
Según Ortega, la realidad sólo estaba presente en la obra de arte de forma desrealizada. Por ello el arte no
podía ser mimesis; en tal caso hubiera dejado en el acto de ser artístico. La metáfora, esencia de la creación
artística, consistía en una “des-realización”, y éste era el primer sentido del término de
“deshumanización”. Ortega, de hecho, no hablaba de arte deshumanizado, sino de deshumanización del
arte: se trataba antes que nada de un proceso, de una operación.
27
Para una definición de la metáfora como desrealización en la estética orteguiana ver el sintético artículo de Antonio
Gutiérrez Pozo, “Obra de arte y metáfora en la estética de la razón vital”, Ágora, 19-1 (2000), pp. 129-151.
28
Idea del teatro (1946), IX, 839.
29
“Velázquez”, en Papeles sobre Velázquez y Goya, VI, 644-645.
30
“Tiempo, distancia y forma en el arte de Proust” (1923), II, 790-798. Véase también el párrafo sobre “Dostoyevski y
Proust” de Ideas sobre la novela (1925), III, 890-893, donde Ortega define la escritura proustiana con el término de
“morosidad”.
Eve Fourmont Giustiniani (2013), “Una estética raciovitalista”, Zamora Bonilla, Javier (dir.), Guía de Ortega, Granada, Comares, pp. 293-309 8
Para Ortega, la esencia de la obra de arte no radicaba en su contenido (humano), sino en su estilo
(formal). “Estilizar es deformar lo real, desrealizar. Estilización implica deshumanización”, sintetizó en el
ensayo epónimo (III, 860). La voluntad de estilo conllevaba la purificación, la eliminación en la obra de
cualquier elemento que no fuera estrictamente estético31. A partir de la metáfora, el artista inventaba una
vida nueva, creaba un orden entre los signos, trastornaba la perspectiva espontánea : operaba una “vuelta
del revés” de lo real.
El arte no podía ser realmente creativo, poiético, si no pasaba de la realidad viviendo sólo de sí mismo, en
otro términos, si no era “intrascendente”. Y el arte auténtico era el que, partiendo de lo real y
desrealizándolo, no representaba nada fuera de sí mismo, y no era sino pura consciencia de sí mismo en
cuanto arte. Esto sería la definición de un arte puro, “solamente artístico”, hermético a lo real. “El arte
evoluciona inexorablemente en el sentido de una progresiva purificación; esto es, va eliminando de su
interior cuanto no sea puramente artístico”, escribió Ortega en un ensayo de 1921 sobre la música
contemporánea (III, 371).
Este proceso era, según el filósofo, particularmente destacable en la escritura novelesca, que asemejaba a
la creación de un “universo hermético”: para crear tal universo, “hace falta que el autor sepa primero
atraernos al ámbito cerrado que es su novela y luego cortarnos toda retirada, mantenernos en perfecto
aislamiento del espacio vital que hemos dejado” (III, 901). El hermetismo era por lo tanto la forma
novelesca de la intrascendencia del arte: la novela “no puede ser más que novela, no puede su interior
trascender por sí mismo a nada exterior” (III, 902). En 1911, Ortega había escrito líneas similares sobre la
pintura, a propósito de la Gioconda de Da Vinci (II, 132-141) o de un cuadro de Zuloaga32 : lejos de
copiar miméticamente la realidad, el arte –en este caso, la pintura— crea otra realidad, otro mundo de
coordenadas distintas, un universo supra-real. En este sentido, y contra la cómoda concepción del arte
como duplicación de la realidad, afirmaba Ortega que la obra de arte vivía únicamente de sí misma, y era
un aguijón que nos obliga a salir de lo real, desrealizándolo. Para apreciar el arte –y el arte nuevo en
particular, ya que llevaba al extremo este proceso— había que hacer el esfuerzo de superar el contenido,
el tema, los valores humanos que constituían la trama o el argumento de la obra, para aprehender el
objeto estético en su puro carácter de irrealidad. En suma, de superar la persistente concepción burguesa
del arte como ornamento, como instrumento para gozar de determinado contenido33.
mismo se [hizo] broma” (III, 873). La irrupción de la iconoclasia y del juego en la práctica artística
atestiguaba por lo demás un cambio de sensibilidad histórica más global. Ya en El tema de nuestro tiempo,
Ortega vinculaba esta iconoclasia artística con el final de los Tiempos modernos, es decir el
destronamiento de la razón pura en beneficio de la razón vital.
El “cambio de actitud vital frente al arte” era, según Ortega, la señal precursora de un trastorno más
amplio en las mentalidades. El juego, el deporte, el culto del cuerpo vehiculaban valores propios de la
juventud y le llevaban a pensar que el siglo XX entero sería marcado por el signo de esta estética nueva,
juvenil y lúdica. La oponía Ortega a la ética del trabajo, utilitarista y pragmática, que caracterizaba el
positivista siglo XIX. El juego, en cuanto agente de transgresión y de subversión, implicaba una
superación crítica: jugar es innovar, es probar nuevas formas y valores frente al prestigio de los antiguos,
es ironizar sobre todas las ideas establecidas. La afirmación del sentido lúdico de la vida permitía
“deconstruir” la moral racionalista. Para los jóvenes artistas, el arte, en cuanto se tomaba en serio, ya no
era arte, porque perdía su dimensión vital de espontaneidad creadora.
La estética de la razón vital colocaba así en el centro del fenómeno artístico la afirmación del “sentido
deportivo y festival de la vida” pregonado por Ortega en El tema de nuestro tiempo (III, 608). Así ataba el
filósofo los cabos de su estética raciovitalista: el arte nuevo –jocoso, iconoclasta e intrascendente—,
rompía con los valores fenecidos del dramático siglo XIX y el patetismo de sus cánones estéticos,
transportando al espectador en una dimensión irreal de valores propios, que sólo los espíritus más
abiertos al cambio de sensibilidad vital podrían penetrar.
Aunque Ortega hablara del proceso de deshumanización del arte, de su irrealidad y de su intrascendencia,
no significaba que para él, el arte nuevo dejara de ser una producción humana. Para abarcar plenamente
el sentido desprendido por una obra, todas las herramientas de la razón histórica podían, y debían,
aplicarse a su entendimiento.
de artículos de prensa), intentaban encontrar en tal o cual obra, fenómeno novelesco o pictórico los
rasgos característicos de su época.
“El arte no es un juego, ni una actividad suntuaria: es más bien, como dice Schmarsow35, una
explicación habida entre el hombre y el mundo, una operación espiritual tan necesaria como la
reacción religiosa o la reacción científica”36.
Consecuentemente, la crítica debía atañerse a “potenciar” lo que la obra encerraba de significado
humano, es decir la medida en que expresaba “el tema de su tiempo”. Por ello afirmó Ortega un artículo
de 1946 que el sentido histórico era indispensable para comprender la obra de arte37. No en vano insertó
en sus Papeles sobre Velázquez y Goya unos documentos de archivo, reproducidos sin ningún comentario,
para dejar que el lector se percatara por sí mismo del “formalismo” de la España “halucinada” que era la
de Velázquez. Estos documentos revelaban más del espíritu de su obra que los análisis formales
desconectados de su contexto.
La crítica de arte según Ortega, al articular biografía e historia de los valores, era pues una prolongación
de la Razón histórica. De ahí que en sus obras, la crítica artística tendiera a menudo a concentrarse en la
interpretación del significado de una obra puntual, o bien, mediante una aproximación biográfica, en la
“circunstancia” del artista, para poner de relieve la determinada “perspectiva” que venía a ofrecer la obra
sobre la época en la que había sido gestada. El comentario de las obras servía así al filósofo de pretexto
para desarrollar sus propias concepciones sociológicas, antropológicas o filosóficas.
toda la cultura mediterránea”40. En la obra de Goya, el “tupido paisaje de plebeyismo” que se ofrecía al
espectador no era más que la plasmación de “la auténtica “alma colectiva” de Madrid cuando Goya llegó
a la Villa y Corte” (VI, 762). Este plebeyismo, asociado a la decadencia de las elites, era un fenómeno que
se daba al mismo tiempo en toda Europa, aunque adquirió en España un cariz específico41. También
buscó Ortega en Ignacio Zuloaga lo que tenía de específicamente español:
“En la pintura de Zuloaga rebotan los corazones y van a parar rectos al problema español; sus cuadros
son como unos ejercicios espirituales que nos empujan, más que nos llevan, a un examen de
conciencia nacional. Ahora bien, esto es lo más grande, lo más glorioso que puede hacer al porvenir de
su raza un artista hispano: ponerla en contacto consigo misma, sacudirla y herirla hasta despertar
totalmente su sensibilidad”42.
El filósofo intentaba así cernir lo que del alma hispana revelaban sus artes43. En una serie de artículos
titulados “Arte de este mundo y del otro”, en la que glosaba los Problemas formales del arte gótico de
Worringer, Ortega definió el arte español como “realista”, abrigándose detrás de Alcántara, Cossío,
Menéndez Pelayo, Unamuno y Menéndez Pidal, que todos habían utilizado este calificativo para
describirlo (I, 434). Pero Ortega añadía que esta “sensibilidad ardiente para las llamadas cosas reales, para
lo circunscripto, para lo concreto y material” no era más que la expresión del “pathos materialista del
Sur”, que oponía al “pathos transcendental del Norte”44. Un magnífico ejemplo de ello era dado por la
arquitectura religiosa medieval: estilo románico y estilo gótico reflejaban estas dos visiones del mundo
totalmente opuestas. La arquitectura era pues, para Ortega, un perfecto documento “del espíritu en ella
expresado”, ya que “es un arte étnico y no se presta a caprichos”: expresa unos “estados de espíritu” que
no son de “carácter individual, sino los de un pueblo o de una época” (I, 437). Como lo volvió a afirmar
en 1952, la arquitectura era paradigmática “de lo que en efecto pasa en una nación”, y era uno de los
mejores ejemplos de lo que la razón histórica podía sacar de la observación de una obra de arte45.
40
“El Greco en Alemania”, La Prensa, 28 de diciembre de 1911, I, 525.
41
Ortega, en “El popularismo de Goya” (VI, 755 ss), describe ampliamente el fenómeno del plebeyismo español tal
como se dio a mitades del siglo XVIII al nivel político y sociológico y se manifestó, en particular, en dos expresiones
culturales específicamente españolas: las carreras de toros y el teatro.
42
“¿Una exposición Zuloaga?”, El Imparcial, 29 de abril de 1910, I, 343. Véase también “La estética de El enano
Gregorio el botero” (1911), II, 116-124.
43
Evidentemente, este tipo de análisis no se limita a obras de arte españolas, sino que Ortega lo aplicó a distintas culturas
y épocas. Por ejemplo, en su “Elogio del murciélago” (1921), no sólo critica el “viejo arte escénico” pregonando la
misma necesidad de depuración que en La Deshumanización del arte, sino que vincula la estética de los ballets rusos en
boga por aquel entonces con la revolución de 1917: “… asistiendo a la ejecución de Petruchka, la masa de pueblo
palpitante y rítmico que inunda la escena nos parece una vista de la revolución petersburguesa tomada desde un arrabal”
(II, 444).
44
I, 436. Ver también, en el primer volumen de El Espectador, “El pathos del sur” (1911), II, 82-85, y las Meditaciones
del Quijote, donde Ortega profundizó su definición de la cultura mediterránea como cultura “de la sensualidad, de la
apariencia, de las superficies, de las impresiones fugaces”; ése es el sentido del “realismo” hispánico, que es un
sensualismo, mientras que la cultura germánica, de las “profundidades”, es meditativa (I, pp. 773 y ss).
45
“En torno al coloquio de Darmstadt” (1952), VI, 799.
Eve Fourmont Giustiniani (2013), “Una estética raciovitalista”, Zamora Bonilla, Javier (dir.), Guía de Ortega, Granada, Comares, pp. 293-309 12
respectivamente, el optimismo renacentista, la llegada del misticismo y del racionalismo en una Europa
desencantada, y el materialismo español, que llevó a Velázquez a pintar, a modo de bacanal, una
borrachera en vez de una escena mitológica… (II, 192-200). Respecto a los géneros literarios, también
desarrolló Ortega en la “Meditación primera” de las Meditaciones del Quijote (justamente subtitulada
“Breve tratado de la novela”) una perspectiva histórica. En ella nos conducía desde “el sentido
racionalista de la estética” expresado en la épica de los antiguos griegos, pasando por la irrupción de la
realidad en la poesía que ofreció la novela cervantina, hasta la novela decimonónica, impregnada del
positivismo y del determinismo de su tiempo.
En el artículo “Sobre el punto de vista en las artes”, Ortega sistematizó esta puesta en relación de ideas
filosóficas y obras artísticas, al proponer un recorrido a través de la historia del arte desde el Quattrocento
hasta el impresionismo, mostrando cómo evolucionó la mirada del pintor sobre las cosas y
consecuentemente su tratamiento pictórico:
“La ley rectora de las grandes variaciones pictóricas es de una simplicidad inquietante. Primero se
pintan cosas; luego, sensaciones; por último, ideas. Esto quiere decir que la atención del artista ha
comenzado fijándose en la realidad externa; luego, en lo subjetivo; por último, en lo
intrasubjetivo. Estas tres estaciones son tres puntos que se hallan en una misma línea. Ahora bien:
la filosofía occidental ha seguido una ruta idéntica y esta coincidencia hace aún más inquietadora
aquella ley” (V, 171).
Así vinculaba Ortega “el realismo sustancialista” del Renacimiento con la “pintura de bulto”, es decir de
“cuerpos sólidos e independientes” de Giotto; la institución del espacio como única sustancia en la
filosofía cartesiana con el interés por el “hueco” observable en la pintura de Velázquez; y por fin el
“extremo positivismo”, que reducía “la realidad universal a sensaciones puras”, era asociado a la pintura
impresionista (V, 172). Según esta interpretación, la historia del arte se resumía por lo tanto a un proceso
de “desrealización” tal como lo acabó sintetizando en La deshumanización del arte.
personaje todo recuerdo de paisaje y objeto y dejaba a la figura flotando, fantasmal, en este fondo
desrealizado. Velázquez proponía como terminados unos lienzos que eran, a ojos de sus coetáneos,
inacabados, porque les faltaba el fondo. Si esta técnica empezó chocando al público, fue posteriormente
reutilizada por todos los pintores y finalmente aceptada por los espectadores. Con este ejemplo, Ortega
ilustraba su teoría de la innovación concebida como la irrupción subversiva de una “idea” individual en el
paisaje colectivo de las “creencias”, haciéndola solidaria de su visión de la historia del arte. En esta teoría,
el pensador resaltaba el papel creador del individuo, dejando en un segundo plano el análisis del espíritu
colectivo que explicara las características de su expresión personal: la evolución filosófica del propio
Ortega es sensible en esta aproximación tardía al fenómeno artístico desde el punto de vista biográfico.
En sus Papeles sobre Velázquez y Goya, propuso un nuevo método de crítica pictórica, fruto del desarrollo
de la razón vital en razón histórica.
La nueva crítica de arte, según el Ortega de los años cuarenta, debía adoptar el método de la “ciencia
histórica”: un método hipotético, que partiera de los “hechos establecidos” e imaginara hipótesis para
explicarlos. Aplicado a la pintura, ello consistía en “imaginar al hombre” que pinta. Cabía, pues, adoptar
un método genuinamente biográfico : “La vida de un pintor es la gramática y el diccionario que nos
permitiría, si la conociésemos, leer inequívocamente su obra”48. Ortega proponía así emplear en la
historia del arte el mismo método que en la historia de la filosofía, que empezaba por la
circunstancialización del hombre y su obra49. En una conferencia de 1942 sobre la figura del humanista
Juan Luis Vives, Ortega definió asimismo su método biográfico:
“Podemos reducir los componentes de toda vida humana a tres grandes factores: vocación,
circunstancia y azar. Escribir la biografía de un hombre es acertar a poner en ecuación estos tres
valores” (VI, 637).
La vocación del artista, que el azar viene a veces a ayudar y otras a estorbar, es lo que permite descifrar las
“intenciones” subyacentes a su obra, que son las únicas que pueden aclararnos su auténtico significado50.
El trabajo del crítico de arte consiste por lo tanto en interpretar la obra (el cuadro, en este caso) en
cuanto sistema de signos portador de las intenciones del artista. Ortega, a mediados de los años cuarenta,
aplicó este método a dos grandes nombres de la pintura española. En la ascensión social que vivió Goya,
vio la clave de la mirada que ofreció en su pintura sobre las clases populares de las que procedía; una
mirada renovada por el contacto con la clase nobiliaria que empezó a frecuentar en Madrid. En la
personalidad de Velázquez, Ortega también destacó la importancia de la aspiración nobiliaria de su
familia : al ser nombrado, muy joven, pintor de corte, esta aspiración se vio satisfecha, y el artista pudo
dedicarse exclusivamente a su arte, sin preocuparse por su subsistencia y desde luego por la apreciación
del público. Ello explicaba, según el filósofo, que pudiera acometer su ruptura con la tradición pictórica.
En estos dos ensayos de estética a manera de biografías, Ortega vertió así sus análisis sobre el proceso
histórico español, el papel de las minorías y las masas en el orden social, y su teoría de las ideas y
creencias: nunca fue más coherente su teoría del arte con su sistema filosófico.
4. CONCLUSIONES
48
“Preludio a un Goya”, IX, 767.
49
“Prólogo a Historia de la filosofía, de Émile Bréhier” (1942), VI, 135-173.
50
“La reviviscencia de los cuadros”, en Papeles sobre Velázquez y Goya (VI, 609-623) ; sobre la intención en la obra, en
p. 609.
Eve Fourmont Giustiniani (2013), “Una estética raciovitalista”, Zamora Bonilla, Javier (dir.), Guía de Ortega, Granada, Comares, pp. 293-309 14
Las múltiples y fecundas teorías sobre el arte que lanzara Ortega en 1925 con La deshumanización del arte
están lejos, pues, de agotar su concepción del fenómeno estético. En su filosofía del arte desembocaba su
filosofía raciovitalista y en su aproximación a artistas, obras concretas y corrientes estéticas se encontraban
las mismas intuiciones y se aplicaban los mismo métodos que al tratar de temas etnológicos, sociales,
políticos o científicos. Por ello el arte, en la filosofía de Ortega, no se abordaba como una esfera
autónoma del resto de las “producciones culturales” humanas –moral, derecho, ciencia, política, etc.—,
sino que se concebía como una reveladora expresión del espíritu de su tiempo. Así, la crítica estética tal
como la concebía el filósofo trataba de aprehender la “fluencia intelectual” de la que procedía una obra,
la “placenta materna desde que se ha nutrido”, “el secreto ambiente de ideas, preferencias, postulados,
datos que fueron su atmósfera de germinación” (IV, 151).
Ello no impedía que el arte fuese una producción cultural de un género peculiar, en cuanto proponía
justamente una alternativa al mundo real, evadiéndose de la mera circunstancia via la metáfora para crear
ultra-objetos o supra-realidades: la obra de arte constituía para Ortega “una abertura de irrealidad que se
abre mágicamente en nuestro contorno real”, era “una isla imaginaria que flota rodeada de realidad por
todas partes” (II, 434). Cabía pues, para respectar esta especificidad, abordar el arte con herramientas
críticas adecuadas –que el pensador se empeñó en definir en La deshumanización y los ensayos que la
rodearon—. Pero la insistencia, en este ensayo, sobre la “irrealidad” creada por la obra de arte (teoría que
por lo demás nunca renegaría Ortega) se debió quizás al hecho de que esta característica fuese
particularmente acusada en el arte de vanguardia, cuya eclosión (o explosión) empujo al escritor a
redactar su conocido ensayo.
La intrascendencia, la iconoclasia, la estilización que el arte pone en práctica, si bien eran notas aplicables
a cualquier obra de cualquier época, fueron llevadas a su extremo en el “arte puro” reivindicado por las
primeras vanguardias. Para estos artistas, el arte debía desconectarse de la realidad, cuanto más cuanto
que era marcada, en la Península, por la dolorida preocupación por el “ser de España” derivada de la
crisis del 98, y en Europa por el dramatismo de la guerra de 1914-1918 y de la angustia existencial
provocada por la crisis de los valores. Los artistas volvieron las espaldas a esta melodramática realidad
para encontrar refugio en las actividades artísticas, lo que explica que para ellos, arte por el arte y
apolitismo formaran sistema. Lo mismo acontecía con el fenómeno de la impopularidad del arte nuevo,
fenómeno transhistórico (los análisis de Ortega sobre las impopulares rupturas estéticas acometidas por
Velázquez, por ejemplo, lo atestiguan) pero especialmente notable al principio del siglo XX. De ahí la
centralidad de estos temas en La deshumanización, ensayo, como todos los de Ortega, dictado por unas
circunstancias particulares.
Esto explica también que el “pico” de la reflexión orteguiana se encuentre a mediados de los años veinte,
aunque el escritor dedicara al arte sus primeros textos (que eran críticas literarias) y uno de sus últimos
libros publicados en vida, los Papeles sobre Velázquez y Goya. Así, superpuesta a una remarcable
continuidad en la reflexión estética orteguiana, puede observarse una evolución en su modo de
aproximarse al fenómeno artístico, que sigue en realidad la de su pensamiento filosófico general. En sus
primeros textos sobre el arte intentaba diferenciarse de los escritores del 98, a la par que definía una
actitud filosófica (la superación del idealismo), política (la superación del liberalismo) y vital (la
superación del pesimismo decadentista). El encuentro con las vanguardias, a principios de los años
veinte, le llevó a reflexionar sobre el sentido de la ruptura que proponía este arte nuevo, porque la
entendía como un signo de los tiempos : “La evolución conducía la pintura –y en general el arte–,
inexorablemente, fatalmente, a lo que hoy es”, escribió en 1932 (V, 171). A partir de esta constatación,
Ortega ensanchó la perspectiva y se interrogó sobre la correlación entre los sistemas filosóficos (es decir,
la visión del mundo) de cada época histórica y las formas de sus expresiones artísticas. Esta evolución
Eve Fourmont Giustiniani (2013), “Una estética raciovitalista”, Zamora Bonilla, Javier (dir.), Guía de Ortega, Granada, Comares, pp. 293-309 15
corrió paralela con el desarrollo de la razón vital en razón histórica, y culminó durante los años cuarenta
con la aplicación del método biográfico a la historia del arte.
Este método reunía y sintetizaba las distintas etapas del pensamiento estético de Ortega y Gasset, al
articular la biografía (y por lo tanto la consideración de la “generación” a la que perteneció el artista
estudiado), y la historia (o sea la reconstrucción del espíritu de la época en la que vivió). Si se trataba de
un gran artista, es muy probable que se hubiera opuesto a las “creencias” de su tiempo, rebelándose
contra la tradición, para forjar ideas nuevas (un estilo nuevo), revolucionando la forma de entender el
arte. Los magníficos textos de Ortega sobre Goya y Velázquez eran una aplicación directa y concreta del
proceder de la razón histórica: elucidación de las tensiones estructurantes en la vida de un hombre,
proyección de estas claves sobre el conjunto de su obra, descubrimiento de los caracteres decisivos que
hicieron que cambiara con él, no sólo el “estilo”, sino la entera manera de concebir la función del arte en
la economía general del quehacer humano.
BIBLIOGRAFÍA
Fuentes
A continuación se enumeran obras de Ortega sobre la estética y el arte, sin pretensión de exhaustividad.
Sobre pintura:
“¿Una exposición Zuloaga?” (1910), I, 342-344
“La estética de El Enano Gregorio el Botero” (1911), II, 112-115
“La Gioconda” (1911), II, 132-138
“Tres cuadros del vino (Tiziano, Poussin y Velázquez)” (1911), II, 192-200
“El Greco en Alemania” (1911), I, 521-527
“Del realismo en pintura” (1912), II, 142-145
“Los hermanos Zubiaurre” (1920), II, 395-398
“Estafeta romántica. Eva ausente” (1918), III, 100-103
[Prólogo Al catálogo de la exposición Bacarisas] (1921), III, 379-381
“Sobre el punto de vista en las artes” (1924) V, 160-173
“Diálogo sobre el arte nuevo” (1924), III, 710-714
“Preludio a un Goya” (1946), IX, 759-794
“Sobre la leyenda de Goya” (1946), IX, 795-823
Curso de cuatro lecciones. Introducción a Velázquez (1947), IX, 887-928
Papeles sobre Velázquez y Goya (1950), VI, 603-673
“Se discute, en la luz y en la sombra, la vida y el arte de Goya” (1950), VI, 579-581
“Introducción a Velázquez” (1954), VI, 896-929
Eve Fourmont Giustiniani (2013), “Una estética raciovitalista”, Zamora Bonilla, Javier (dir.), Guía de Ortega, Granada, Comares, pp. 293-309 16
Sobre novela :
“Unamuno y Europa, Fábula” (1909), I, 256-261.
Ideas sobre Pio Baroja (1910), II, 211-261
“Al margen del libro AMDG” (1910), II, 112-115.
“Ideas sobre Pío Baroja” (1910), II, 211-261 y
“Nuevo libro de Azorín” (1912), I, 535-539.
“Calma política. Un libro de Pío Baroja” (1912), I, 540-544
“Pío Baroja: anatomía de un alma dispersa” (1912), VII, 270-294.
Meditacion del Quijote, “Meditación primera (breve tratado de la novela)” (1914), I, 795-827
“Primera vista sobre Baroja” (1917), II, 209-262.
“Azorín o primores de lo vulgar” (1917), II, 291-322
“Azorín o Primores de lo vulgar”, (1917), II, 291-322
“Tiempo, distancia y forma en el arte de Proust” (1923), II, 790-798
“Leyendo Le petit Pierre, de Anatole France” (1917), I, 359-364
“Nota a Marcelo Proust de Benjamin Crémieux” (1924), III, 709-710
“Epílogo al libro De Francesca a Beatrice” (1924), III, 725-741
“Del horror al libro” (1925), III, 819-821
“Lectura y relectura” (1926), IV, 15-18
“El Obispo leproso. Novela, por Gabriel Miró” (1927), IV, 145-150
“Sobre un periódico de las letras” (1927), IV, 51-54
“Un diálogo. Sobre Henri Massis, Réflexions sur l’art du roman” (1927), IV,161-164
“Cuestiones novelescas” (1927), IV, 165-169.
“Prólogo a Aventuras del capitán Alonso de Contreras” (1943), VI, 334-352
Sobre poesía :
“Moralejas. Crítica bárbara Poesía vieja, poesía nueva” (1906), I, 92-98
“Los versos de Antonio Machado” (1912), II, 146-151
“La poesía de Ana de Noailles” (1923), V, 149-155
“Mallarmé” (1923), V, 195-198
“Góngora, 1627-1927” (1927), IV, 175-186.
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