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Exilio y Profetas Del Exilio

Este documento resume la vida y profecías de Jeremías durante el exilio de Judá en Babilonia. Jeremías presenció la caída de Jerusalén y la destrucción del templo en el 587 a.C. Animó a los judíos deportados a aceptar su situación en el exilio y les aseguró que Dios los restauraría en su tierra en el futuro. También escribió Lamentaciones para lamentar la destrucción de Jerusalén y profetizó que Dios sería fiel a su alianza con Israel a pesar de su castigo.
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Exilio y Profetas Del Exilio

Este documento resume la vida y profecías de Jeremías durante el exilio de Judá en Babilonia. Jeremías presenció la caída de Jerusalén y la destrucción del templo en el 587 a.C. Animó a los judíos deportados a aceptar su situación en el exilio y les aseguró que Dios los restauraría en su tierra en el futuro. También escribió Lamentaciones para lamentar la destrucción de Jerusalén y profetizó que Dios sería fiel a su alianza con Israel a pesar de su castigo.
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10.

EXILIO Y PROFETAS DEL EXILIO

a) Jeremías, testigo de la caída de Jerusalén


Jeremías es testigo de una de las épocas más duras del pueblo de Dios. El
país camina irremediablemente hacia su ruina. La catástrofe se ha hecho
inevitable. Jeremías está convencido de la inutilidad de toda resistencia frente a
Babilonia, que avanza pisoteando los reinos de los alrededores. Los profetas de
la paz no son enviados de Dios. Con sus ilusiones de que todo va bien alejan al
pueblo de la conversión a Dios. Jeremías, que comprende que la desgracia está
decretada por Dios, desea impedir que Jerusalén se defienda de Babilonia.

Nabucodonosor, cansado de las provocaciones de Yoyaquim, decide acabar


con él. Pero antes de llegar a Judá, Yoyaquim muere de muerte violenta. Su hijo
Joaquín, de dieciocho años sube al trono y reina durante tres meses.
Nabucodonosor llega a Jerusalén y la cerca. El asedio dura poco más de un mes
y acaba el 16 de marzo del año 597. Joaquín se rinde y, por ello, como
prisionero, es tratado mejor de lo que después será tratado el rey Sedecías. Pero
Joaquín, con su madre, sus ministros, generales y funcionarios, es deportado a
Babilonia. Y con él son deportados los personajes importantes y los artesanos
capaces de trabajar el metal, unos siete mil hombres, junto con sus familias, y
un botín enorme (2R 24,10-16).

Tras la deportación del rey Joaquín, Nabucodonosor establece en Jerusalén


un rey a su gusto, el tío del rey destronado, hijo de Josías. Es otro joven, de
veintiún años, que recibe en su coronación el nombre de Sedecías (2R
24,17). Vasallo de Babilonia, presta juramento de fidelidad a
Nabucodonosor (2Cro
36,13). Sus primeros años transcurren con relativa calma. Pero en el 588,
obligado por sus consejeros, se niega a pagar el tributo a Babilonia.
Nabucodonosor le declara la guerra. En el año 587, diez años después de la
primera deportación, se cierra de manera definitiva el ciclo de la monarquía de
Judá y de Israel. Sedecías, más por cobardía que por convicción, lleva a
Jerusalén y a sus habitantes a la ruina total.

El cinco de enero del 587 comienza el asedio de Jerusalén. El ejército de


Nabucodonosor acampa frente a ella y construye torres de asalto a su alrededor
(Jr 52,4). El hambre aprieta en la ciudad y no hay pan para la población (52,6).
En julio se abre la primera brecha en la muralla. Tras año y medio de
resistencia, la capital se rinde el 19 de julio del 586 (39,1-3). En el mes de agosto
Jerusalén es destruida. Los conquistadores la saquean y la incendian. El templo
de Salomón arde en llamas. Jeremías es ahora, en el momento de la aflicción, la
voz del pueblo: “¡Ay de mí, qué desgracia! ¡me duele la herida! Mi tienda ha sido
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saqueada, y todos mis tensores arrancados. Se han ido los hijos y no queda ni
uno. No hay quien despliegue ya mi tienda ni quien sujete mis
toldos” (10,19-20). Sobre estos acontecimientos del día de la caída de Jerusalén,
Baruc escribe la crónica (39,1-10; 52,6-14; 2R 25,4-7).

La liturgia de la sinagoga proclama las Lamentaciones en la celebración


conmemorativa de la destrucción del templo. La primera Lamentación comienza
con una pregunta que sube hasta el cielo y se precipita hasta la tierra sin
respuesta: “¡¿Cómo?!”. Se trata del lamento, de la oración hecha de preguntas
entre sollozos. Es una lamentación personal y comunitaria; cada orante siente
el dolor punzante en su corazón; y la nación entera, con una única voz
coral, eleva el llanto común. Es el llanto que resuena desde Jerusalén
hasta los canales de Babilonia, donde los desterrados “nos sentamos a llorar con
nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras guitarras.
Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar; nuestros opresores a
divertirlos: Cantadnos un cantar de Sión. ¡Cómo cantar un cantar del
Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice
la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de
ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías” (Sal 137).

La segunda Lamentación repite la confesión de fe en Dios como Señor de la


historia: es él quien ha destruido la ciudad (Lm 2,1-9) y la causa han sido
nuestros pecados (Lm 2,10- 18). Pero en esta segunda Lamentación aflora algo
nuevo: la súplica al Señor para que tenga misericordia (Lm 2,19-22). En la
tercera Lamentación se invita a examinar la propia conducta y a volver al
Señor, elevando a él el corazón y las manos (Lm 3,40-44). La cuarta
Lamentación parece ser la narración de un superviviente de la catástrofe, que
no logra quitarse de sus ojos las escenas que ha contemplado. Pero al final se
alza, para borrar todo el horror, el anuncio de la esperanza y del perdón: “¡Se ha
borrado tu culpa, hija de Sión, no seguirás en el destierro!” (Lm 4,21-22). Es la
súplica humilde de la quinta Lamentación, que pide al Señor que renueve a su
pueblo los antiguos prodigios: “Tú, Yahveh, eres rey por siempre, tu trono dura
de generación en generación. ¿Por qué has de olvidarnos para siempre, por qué
nos abandonarás por toda la vida? ¡Señor, haznos volver a ti y volveremos!
Renueva los días pasados” (Lm 5,19-22).

Jeremías, que asiste a la caída de Jerusalén, al incendio del templo, al


derrumbamiento de Judá, tiene dos focos de atención: los desterrados y los que
quedan en Jerusalén. A ambos grupos invita a aceptar que Dios les ha
entregado en poder de un rey extranjero. Para los desterrados esto equivale a
renunciar a la esperanza de un pronto retorno. Para los habitantes de Judá
equivale a renunciar a la independencia y someterse a Babilonia. Esa es la
voluntad de Dios (27,5-11). Jeremías despide a los desterrados con un aviso que
les permita salvar su fe exclusiva en Dios. La victoria del emperador de
Babilonia parece demostrar la superioridad de sus dioses; además, faltándoles
el culto al Señor en tierra extranjera, el pueblo puede sentirse atraído por
el
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esplendor de las ceremonias religiosas de sus nuevos señores. Jeremías les
inculca, deseando que lo lleven grabado en su corazón, que los ídolos son
hechura de manos humanas, mientras que el Señor ha hecho cielo y tierra. Se
dirige a ellos con el título de Israel, pueblo elegido de Dios, al que siguen
perteneciendo, aunque se hallen lejos de la tierra de Israel: “Israelitas,
escuchad la palabra que Yahveh os dirige: No imitéis el proceder de los gentiles,
ni os asusten los signos celestes que asustan a los gentiles. Porque las
costumbres de los gentiles son vanidad” (10,1-11). Los ídolos son algo tan
muerto y falso como un espantapájaros en un pepinar (10,12-16; 51,15-19).

Jeremías les escribe además dos cartas, advirtiéndoles que, contra lo que
anuncian los falsos profetas, el destierro será largo; no deben alentar falsas
esperanzas, sino aceptar su situación. “Edificad casas y habitadlas; plantad
huertos y comed de sus frutos; tomad mujeres y engendrad hijos e hijas; casad a
vuestros hijos y dad vuestras hijas a maridos para que den a luz hijos e
hijas” (29,5-6). Es una palabra de Dios, que sigue considerando a los
desterrados como su pueblo. Cada hijo que nazca en Babilonia será un acto de
confianza en Dios, que les asegura un futuro. Cuando llegue el momento
previsto, Dios realizará una salvación superior a la del primer éxodo: “Al
cumplir setenta años en Babilonia, yo os visitaré y cumpliré con vosotros mi
promesa de traeros de nuevo a este lugar; mis designios sobre vosotros son
designios de paz y no de desgracia. Me invocaréis, vendréis a rogarme, y yo os
escucharé. Me buscaréis, y me encontraréis cuando me busquéis de todo
corazón; me dejaré encontrar de vosotros; devolveré vuestros cautivos, os
recogeré de todas las naciones y lugares a donde os desterré” (29,10-14).

Jeremías alberga la certeza de la redención de Israel. Dios es más potente


que todas las potencias de este mundo. El centro de la historia no se encuentra
en Asiria, que ha caído, ni en Egipto, que se halla debilitado, pero tampoco en
Babilonia, que ahora emerge con toda su fuerza. Asiria, Egipto y Babilonia no
son más que criaturas sometidas a Dios. La victoria final es de Dios y de su
pueblo. El vínculo que une a Dios con su pueblo no se afloja con la caída, sino
que se estrecha con más fuerza. Dios es fiel a su alianza. La caída de Israel se
ha hecho necesaria, pero no para su desaparición, sino para su recreación (CEC
710; Lc 24,26). La caída queda integrada en el marco de la alianza; es el camino
de salvación para Israel como pueblo de Dios. Paradójicamente, la vida está en
alejarse de Jerusalén; y la muerte está en quedarse aferrado a Jerusalén.
Seguir a Dios, en vez de confiar en el lugar, es el camino de la vida. El que lo
pierde todo por Dios encuentra la vida (Jn 12,25). El camino de la vida o de la
muerte lo traza Dios. La voluntad de Dios, aunque pase por la muerte, es
el único camino que lleva a la vida:“Yo os pongo delante el camino de la vida y
el camino de la muerte. Los que se queden en esta ciudad, morirán de espada,
de hambre y de peste. Los que salgan y se entreguen a los caldeos, que os
cercan, vivirán. Porque esta ciudad será entregada al rey de Babilonia,
que la incendiará” (21,8-10).

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Jeremías recibe el encargo de Dios de dejar por escrito, como testimonio de
sus designios, el anuncio de la salvación futura: “Escribe todas las palabras que
te he hablado en un libro, pues he aquí que vienen días en que haré tornar a los
cautivos de mi pueblo” (Jr 30,1-3). Es una palabra de salvación, que Dios no
quiere que se olvide nunca. Sobre Jerusalén y Judá pesa el juicio aniquilador de
Dios, pero Dios mira a lo lejos y consigna por escrito la visión. No termina la
historia. Habrá un futuro de paz y felicidad. Jeremías anuncia la salvación a
través de la prueba, la curación a través de la herida. La vuelta será
extraordinaria, obra de la potencia de Dios, siempre fiel a su pueblo: “Llegará el
día en que griten los centinelas en la montaña de Efraín: ¡En pie, subamos a
Sión, a visitar a Yahveh, nuestro Dios. Pues así dice Yahveh: Gritad jubilosos
por Jacob, alegraos por la capital de las naciones; hacedlo oír, alabad y decid:
¡Ha salvado Yahveh a su pueblo, al resto de Israel! Yo os traeré del país
del norte, os recogeré de los confines de la tierra. Retornarán el ciego y el
cojo, la preñada y la parida. Volverá una gran asamblea. Porque yo soy para
Israel un padre y Efraín es mi primogénito” (31,6-9).

El exilio no prueba que Dios haya muerto. La conversión a él puede


suscitar de nuevo la esperanza de una recreación del pueblo. Con el
hundimiento de Jerusalén no ha terminado la historia de la salvación. Dios es
capaz de sacar la vida de la muerte (2Co 4,12). El anuncio de salvación es
luminoso, irrumpe y colma de alegría. En Judá, ahora arruinada, volverán a
verse todas las expresiones de alegría: amor, fecundidad, familia; se oirán los
cantos de los salmos, alabando la bondad de Dios (Jr 33,6-13). El Señor, en
aquellos días, suscitará a David un vástago legítimo, que establecerá la justicia
y el derecho. Jerusalén entonces será realmente Jerusalén, ciudad donde reina
la paz; todos la llamarán “Señor-nuestra-justicia” (Jr 33,14-22).

Dios, que rige con solicitud y fidelidad el cielo y la tierra, la noche y el día,
es el Señor de la historia y mantiene su fidelidad a su pueblo, que “en aquel día”
será recreado (rahamim) (33,23-26). Durante sus cuarenta años de ministerio,
Jeremías ha comprobado que el “corazón es engañoso”, “está viciado”. El
hombre, “acostumbrado a hacer el mal”, es incapaz de curar la enfermedad de
su corazón. El, como profeta, puede dar una palabra nueva, pero no un corazón
nuevo. Es Dios quien puede “dar un corazón para conocerle, pues él es Dios” (Jr
24,7). Dios dará un corazón nuevo y con ese corazón hará una alianza nueva:
“Mirad que vienen días en que yo pactaré con la casa de Israel y con la casa de
Judá una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando
les tomé de la mano para sacarles de Egipto, que ellos rompieron y yo hice
estrago en ellos. Esta será la alianza que yo pactaré con la casa de Israel:
pondré mi Ley en su interior, la escribiré en sus corazones, yo seré su Dios y
ellos serán mi pueblo” (31,31-33). El imperio de Babilonia pasará, pero la
alianza de Dios con Israel durará por siempre. Llegará el día en que los hijos de
Israel y de Judá irán juntos en busca de Yahveh, su Dios: “Vamos a unirnos a
Yahveh con alianza eterna, irrevocable” (50,4-5). Jeremías, después de tanto
destruir y arrancar, termina edificando y plantando la promesa de una alianza
10
nueva, que no significa sólo el perdón del pecado, sino la conversión radical de
Israel. Dios dará a su pueblo “un corazón y un camino” y sellará una alianza
que será eterna (32,39-40), que nunca será violada (50,40).

Dios, Señor de la historia, mantiene su fidelidad. A Israel, disperso


por todas las naciones, le hará retornar a Jerusalén. El se encargará de
que un resto retorne a Sión. El número será reducido: “uno de una ciudad, dos
de una familia”, pero ese germen mantendrá viva la esperanza. Dios
suscitará para ellos pastores “según su corazón”: “Os iré recogiendo uno a uno
de cada ciudad, dos de cada familia, y os traeré a Sión. Os pondré pastores
según mi corazón que os den pasto de conocimiento y prudencia” (3,14-15).
Después del retorno, Israel tiene como excelentes pastores a Zorobabel, a
Esdras y Nehemías. Pero todos ellos no son más que figura del Buen Pastor, el
Mesías. “En aquellos días”, cuando llegue el Mesías, Israel se multiplicará
hasta constituir una comunidad numerosa. Entonces no será necesaria el arca,
signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. No sentirán nostalgia de
ella ni necesitarán las tablas de la ley, ni el templo, pues Dios llenará con su
presencia los corazones de sus fieles, donde llevarán escrita la nueva ley.
Toda la ciudad será llamada “trono de Yahveh”. Y hacia la nueva Jerusalén
confluirán todos los pueblos (Je 3,16-18). La nueva Jerusalén no tendrá templo,
ni necesitará del sol ni de la luna, porque Dios y el Cordero harán sus veces para
los bienaventurados (Ap 21,23).

b) Ezequiel, el profeta en el exilio


El 19 de julio del año 586, tras abrir brecha en las murallas, los generales
babilonios entran en Jerusalén y dividen al pueblo en tres grupos: los que
quedarán en libertad, los que serán deportados y los que deben ser juzgados
personalmente por Nabucodonosor. Un nuevo grupo de judíos -832 personas- es
deportado (2R 25), engrosando las filas de los que marcharon al exilio de
Babilonia el 597. Entre los deportados va Ezequiel.

Ningún profeta describe como Ezequiel la irrupción de Dios en la vida del


profeta: “La mano de Yahveh cayó sobre mí” (Ez 8,1). Por siete veces anota esta
irrupción de Dios en su vida. El espíritu de Dios entra en él, lo coge, lo arrastra,
lo lleva, lo tira, lo deja o lo mantiene en pie. La voz de Dios resuena en
su interior con tal fuerza que lo aplasta, lo derrumba; sólo se mantiene en pie
gracias al espíritu (2,1). Es la experiencia de Dios la que le hace testigo de Dios,
voz de su palabra. Si Jeremías está ávido de la palabra (Jr 15,16), Ezequiel la
devora (2,8-10). Ezequiel, de familia sacerdotal, recibe su formación en el
Templo, donde oficia como sacerdote hasta el momento del destierro. Su misión
en los primeros años consiste simplemente en destruir las falsas esperanzas. Es
vano confiar en Egipto, la catástrofe está a las puertas. La caída de Jerusalén
confirma su profecía. Durante el asedio de la ciudad, muere su esposa. Como el
celibato de Jeremías, la viudez de Ezequiel es signo profético del exilio del
pueblo. Ezequiel se niega a llevarle luto para señalar la desgracia todavía
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mayor que va a ocurrir (24,15-27). Ezequiel se encierra en su casa, mudo y
atado con sogas; de este modo remeda en su persona el asedio de la
ciudad (3,24-27).

Reclinado sobre un lado y luego sobre otro, representa el estado de


postración en que caerán los dos reinos (4,4-17). Con la barba y los cabellos
cortados sugiere el destino trágico del pueblo (5,1-3). Cargando con un saco de
emigrante, anuncia la marcha al destierro de los habitantes de Jerusalén
(12,1-16). Se alimenta con una comida miserable como signo de la suerte que
espera al pueblo (12,17-20). Uniendo en su mano dos varas, que representan el
reino del Sur y el del Norte, anuncia la unificación futura de los dos reinos
(37,15-28). Palabra y gesto se unen para transmitir el mensaje del Señor. La
palabra y el gesto se hacen parábola elocuente en el anuncio del asedio de
Jerusalén (24,1-14).

Ezequiel, profeta y sacerdote, vive en su carne la experiencia de dolor del


pueblo, tiene verdaderamente una “cura de almas” (3,16-21). Ezequiel expresa
la fuerza transformadora del culto en el poema de la fuente que brota del
templo y que corre a curar, transformar y fecundar la tierra entera (47,1-12).
Pero Ezequiel contempla cómo la gloria de Dios, que había llenado el Templo
ante los ojos de Salomón, abandona el lugar santo para seguir al pueblo en su
exilio (10,18). Dios no abandona al pueblo. El mismo va en exilio con Judá
(3,12-13; 10,18-22; 11,22,25). En el exilio Ezequiel comienza a pronunciar sus
oráculos contra las naciones, para arrancar del corazón de Israel toda confianza
en los poderes humanos. Luego pasa a suscitar una esperanza nueva, fundada
únicamente en la gracia y fidelidad de Dios.

Ezequiel, lejos del Templo, contempla la historia como una inmensa


liturgia en la que Dios se da a conocer en su vida. El exilio le ha sacado del
Templo, del lugar que daba sentido a su vida. En esta situación existencial
Ezequiel proyecta en el futuro la imagen del Templo, como centro de la vida del
pueblo de Dios. Pero ya en el presente descubre en la historia lo que antes
encontraba en el Templo. Es en la historia donde se da el “conocimiento de
Dios”. Todos los árboles del campo (17,2), toda carne (21,4), todos los habitantes
de Egipto (29,6), los hijos de Amón, de Moab, de Edom, los filisteos (25,5-17),
todas las naciones (36,23) reconocerán en la historia que Dios es el Señor.
Igualmente, en el perdón inmerecido conocerá la infiel Jerusalén que El es Dios
(16,61). La vuelta a la vida de la casa de Israel, tan descarnada como un montón
de huesos, dará a conocer a Dios como el salvador de Israel (37,1-14). En el
retorno a la vida de un pueblo al que creían irremediablemente perdido, las
naciones reconocerán a Dios como Señor de la historia (17,24; 36,23.36; 37,28;
39,7). La historia se hace teofanía, revelación de Dios.

Ezequiel, en la larga y lírica alegoría del capítulo 16, lleva a su


culminación el símbolo del matrimonio introducido por Oseas y Jeremías. Con
ternura y realismo describe a Jerusalén como una niña recién nacida, desnuda

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y abandonada en pleno campo, cubierta por su propia sangre, sin nadie que le
proporcione los cuidados necesarios. El profeta piensa en el desierto, en el
tiempo en que nació el primer amor entre Yahveh e Israel, cuando se celebraron
los esponsales. Jerusalén, por su origen cananea, pagana, a punto de morir, es
salvada gratuitamente por Dios, que pasa junto a ella, la recoge y cuida hasta
llegar a enamorarse. La descripción es ampliada con los múltiples y valiosos
regalos, que le otorgan el esplendor y la majestad de una reina. Estos regalos
ratifican la elección. Y siendo el matrimonio una alianza, se confirma con
juramento. La unión se refuerza por el nacimiento de hijos e hijas. Ezequiel
insiste en la gratuidad de todos estos dones. Se trata de un matrimonio
enraizado en el amor; esta unión indisoluble no soporta la idea de infidelidad,
que sería un crimen imperdonable contra la alianza de Dios. Pero ésta es la
tragedia, que entra en escena con un dramatismo conmovedor: “Te engreíste de
tu belleza y, amparada en tu fama, fornicaste y te prostituiste con todo el que
pasaba” (16,1-26).

En sus fornicaciones olvida por completo la historia pasada: “Con todas tus
abominables fornicaciones, no te acordaste de tu niñez, cuando estabas
completamente desnuda, agitándote en tu propia sangre”; y hacías esto “para
irritarme”. Es más, en lugar de recibir el precio por sus prostituciones, ella
misma ofrece las joyas de su matrimonio para atraer a los amantes: “A las
prostitutas les hacen regalos; tú, en cambio, diste tus regalos de boda a tus
amantes; los sobornabas para que acudieran de todas partes a fornicar contigo.
Tú hacías lo contrario que las otras mujeres: a ti nadie te solicitaba, eras tú la
que pagabas” (16,22-34).

Ezequiel presenta en dos cuadros minuciosos el contraste entre la fidelidad


pasada y la infidelidad presente. Describiendo los cuidados y cariños de Dios,
Ezequiel pretende reavivar la memoria de tantos particulares olvidados y, así,
hacer ver el crimen que supone la infidelidad actual. Es el intento de llamar al
pueblo al arrepentimiento y a volver al Señor, que permanece siempre fiel y no
olvida: “Yo me acordaré de la alianza que hice contigo en los días de tu juventud
y haré contigo una alianza eterna. Tú te acordarás de tu conducta y te
sonrojarás. Yo mismo haré alianza contigo, y sabrás que soy el Señor, para que
te acuerdes y te sonrojes y no vuelvas a abrir la boca de vergüenza, cuando yo te
perdone todo lo que hiciste” (16,60-63). Pero en el final del capítulo Ezequiel
insiste en la gratuidad del amor de Dios, concedido a Israel no en virtud de su
arrepentimiento, que vendrá después de la alianza, sino por pura benevolencia.
La unión conyugal definitiva, ligada a una fidelidad recíproca, es la esperanza
final en la alianza de gracia. Orienta ya el espíritu hacia el tiempo
“escatológico”, hacia la unión que se completará cuando Cristo aparezca y
muestre su amor a la Iglesia, su Esposa (Ef 5,21-33).

Jesucristo es el esposo fiel y es también el buen pastor que Ezequiel


anuncia: “Como un pastor vela por sus ovejas cuando se encuentran dispersas,
así velaré yo por mis ovejas. Las sacaré de en medio de los pueblos, las

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apacentaré en buenos pastos. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la
descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma. Yo suscitaré para
ponerlo al frente un solo pastor que las apacentará” (34,11-31; Jn 10). Y Jesús
es quien inaugura el culto espiritual que el profeta, por dos veces, promete de
parte de Dios: “Yo os recogeré de en medio de los pueblos, os congregaré de los
países en los que habéis sido dispersados, y os daré la tierra de Israel. Yo
os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Quitaré de su
carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne para que caminen
según mis preceptos y así sean mi pueblo y yo sea su Dios” (11,17-21; 36,26; Jn
4,19-24).

c) El libro de la consolación de Isaías


Isaías anuncia la recreación de la alianza rota. En los cantos del libro de la
Consolación (c. 40-55) aparece el símbolo profético del matrimonio, desarrollado
en la perspectiva inmediata del retorno solemne de la esposa abandonada a la
casa de Yahveh. Oseas, Jeremías y Ezequiel han profetizado que la ruptura no
es definitiva, Isaías anuncia el cumplimiento de esas predicciones: “Pero Sión
dice: Yahveh me ha abandonado. El Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una
madre a su niño de pecho? Pues aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvido.
Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada. Por mi vida, oráculo de
Yahveh, como con velo nupcial te vestirás y te ceñirás como una
novia” (49,14-26). “Así habla Yahveh: ¿dónde está esa carta de divorcio de
vuestra madre, a quien repudié? ¿A cuál de mis acreedores os vendí? Mirad que
por vuestras culpas fuisteis vendidos y por vuestras rebeldías fue repudiada
vuestra madre” (50,1). Sión, la exiliada, no ha recibido carta de repudio, la
ruptura no ha sido definitiva. Isaías canta el retorno al hogar de la esposa
abandonada y el matrimonio definitivo que Yahveh contrae con su pueblo:
“Porque tu Esposo es tu Creador y el que te rescata, el Santo de Israel. Porque
como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor. La mujer de la
juventud ¿es repudiada?, dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné, pero
con gran cariño te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un
instante, pero con amor eterno me he compadecido de ti, dice Yahveh, tu
Redentor” (54,5-8).

Se trata de recrear las relaciones conyugales. El Esposo de Israel es el


Creador. Yahveh es el Dios del comienzo absoluto, el Dios que renueva todo.
Como Esposo de Israel, su Creador puede recrear radicalmente la vida
conyugal, por maltratada que esté: “Tu Redentor será el Santo de Israel” (54,5).
El nuevo matrimonio prolonga la alianza, establecida una vez por todas, pero
ahora constituye un comienzo absoluto. Este matrimonio, restablecido por una
creación, por una actuación salvadora de Dios, es un gesto que renueva
absolutamente todo, creando algo sorprendente: “¡Grita de júbilo, estéril que no
das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no has tenido los dolores,
porque más son los hijos de la abandonada, que los hijos de la casada,
dice
10
Yahveh. Porque a derecha e izquierda te expandirás. Tus hijos heredarán
naciones y ciudades despobladas poblarán” (54,1-3).

La nueva situación será inmensamente fecunda en amor y descendencia.


Serán tiempos de amor permanente: “No se retirará de ti mi misericordia ni mi
alianza de paz vacilará” (54,10). La esposa de Yahveh no será sólo el pueblo de
Israel, sino la humanidad entera transformada por la gracia. Yahveh, protector
de Israel, es ahora considerado como el Creador del universo y de todos los
pueblos. De este modo, la idea de que “el Creador de cielo y tierra” es ahora el
Esposo de Israel va a otorgar dimensiones universales a la raza escogida (54,3).

Se trata de una visión simbólica de la nueva Jerusalén de esplendores


futuros, descritos en la última parte del libro: “Porque los montes se correrán y
las colinas se moverán, pero mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de
paz no se moverá.

Pobrecilla, azotada por los vientos, mira que yo asiento en carbunclos tus
piedras y voy a cimentarte con zafiros. Haré de rubí tus baluartes, tus puertas
de piedras de cuarzo y todo tu término de piedras preciosas, todos tus
hijos serán discípulos de Yahveh y será grande la dicha de tus hijos” (54,10-13).
La unión esponsal entre Dios e Israel triunfa por encima de todas las
infidelidades del pueblo: “Ya no te llamarán Abandonada. A ti te llamarán Mi
favorita, y a tu tierra Desposada, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra
tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te
construyó; y con gozo de esposo por su esposa se gozará por ti tu Dios” (62,4-5).

El símbolo está maduro para pasar de ser figura a realidad histórica,


cumplimiento al que le llevará Jesucristo. Con Cristo, la omnipotencia creadora
de Dios purificará realmente a la Iglesia y la preparará para las bodas
definitivas con Cristo. Isaías nos describe esta recreación de Dios como un
segundo Exodo, más glorioso que el primero. El primer Exodo, en cuanto
acontecimiento, tuvo sus limitaciones; pero, en cuanto salvación divina, no se
agota, sino que se transciende al futuro. La salvación de Dios penetra la
historia y la desborda hacia una plenitud eterna. Con imágenes y símbolos nos
proyecta Isaías a la salvación mesiánica y escatológica. Dios es el Dios creador y
señor de la historia: crea siempre algo nuevo y saca la vida de la muerte.

Estas bodas, recreación del amor de Dios a los hombres, se realizan en la


cruz de Jesucristo. Es lo que ya anuncia Isaías en los cuatro cánticos del Siervo
de Yahveh. Sus sufrimientos y su agonía son los dolores de parto de la salvación
que, según el profeta, está por venir. El Señor está por desnudar su brazo ante
los ojos de todas las naciones (52,10). Si el hombre sufre como castigo por sus
pecados, Dios sufre como redentor de los pecadores. Su Siervo tiene la misión de
cargar con los pecados y dolencias de los hombres para sanarlos: “Mirad, mi
Siervo tendrá éxito. Como muchos se maravillaron de él, porque estaba
desfigurado y no parecía hombre ni tenía aspecto humano. Le vimos sin aspecto

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atrayente, despreciado y desecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de
dolencias, como uno ante quien se vuelve el rostro. ¡Eran nuestras dolencias las
que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros lo tuvimos por
azotado, herido de Dios y humillado. Ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas. El cargó el castigo que nos trae la salvación y con
sus cardenales hemos sido curados” (52,112-16).

Se trata de pasar a la vida por la muerte. Israel ha de entrar en la muerte


para experimentar la resurrección. Es el anuncio que Dios confía a Jeremías. Israel
ha de morir, no como las demás potencias, que desaparecen con sus dioses,
barridos por el soplo del nuevo imperio de turno. Israel muere, pero su Dios no
muere. Su Dios vive para resucitar a su pueblo transfigurado. Jeremías anuncia el
decreto inmutable e incomprensible: el reino de Judá está condenado a muerte, la
santa ciudad será arrasada y el mismo templo destruido. El pecado del viejo Israel,
que ha rechazado la mano de Dios, no puede subsistir. Dios no quiere una
conversión a medias, un cambio superficial de conducta. Dios busca un corazón
totalmente fiel. El hombre es incapaz de darse este corazón enteramente fiel
a Dios. Así, pues, el viejo Israel tiene que morir para que Dios cree un Israel
nuevo, de corazón dócil y fiel. El verdadero culto que Dios desea prescindirá del
templo, de la ciudad santa, del rey, del sacerdote, pues será un culto interior y
personal, un culto en espíritu y verdad (CEC 2581).

En las orillas del Eufrates se formará el Israel nuevo, renacido según el


corazón de Dios. Ezequiel, el joven deportado, es ahora el profeta elegido para
seguir manteniendo viva la Palabra de Dios. Jeremías, símbolo de la muerte de
Israel, muere en Egipto. Ezequiel, símbolo de la nueva generación de los
desterrados, verá caer a Babilonia y a Israel liberado de sus cadenas. Ezequiel
anuncia la llegada del reino nuevo de Dios. Sus ojos de profeta, iluminados por
Dios, ven a lo lejos el gran misterio de los huesos secos que se levantan y
caminan penetrados por el espíritu de Dios. La palabra de Dios, que un
día llamó al ser a la creación entera, llama ahora a los muertos para que
resuciten de la muerte (Ez 37,1-14; Mt 22,29-32; 1Co 15; Ap 20,4-6).

Cuando todas las esperanzas se desvanecen y todo el engreimiento se hace


pedazos, el hombre comienza a añorar lo que tanto ha despreciado. En la
oscuridad, Dios se hace más claro y se siente más cercano. Cuando se abandonan
todas las pretensiones se comienza a sentir el peso de la culpa. Es más fácil volver
desde una distancia extrema que desde la complacencia de una buena conciencia.
Dios golpea y restaura, hiere y cura, “arranca y destruye para plantar y
reconstruir” (Jr 1,10). La fidelidad de los profetas es la encarnación de la fidelidad
de Dios en este mundo. En su persona, Dios se reviste de “la forma de hombre” y
anuncia la venida de Otro profeta más grande que todos los demás profetas. El
mantendrá su fidelidad a la palabra hasta la muerte en cruz (Flp 2,8). Su persona
y su palabra anuncian que la victoria germina de la derrota, que de la muerte nace
la vida; a través de los dolores de parto germina la nueva vida; con su muerte el
grano de trigo da fruto. “El exilio lleva ya la sombra de la Cruz y el resto de pobres
que vuelven del exilio es una de las figuras más transparentes de la Iglesia” (CEC
710; 769).
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