MODERNIDAD, SECULARIZACION
Y E S TA D O L A I C O
Francisco Piñón Gaytán
I N T RO D U C C I Ó N
La secularización viene de vieja historia. Los griegos, al vivir su específica
racionalidad, forjando la tecnópolis, anunciaban, in nuce, los acentos pri-
meros de la ciudad del hombre, o sea, una modernidad que se sabe mun-
dana y terrenal, porque no necesitaba de dogmas religiosos para recrear su
vivencia. Su ciudad estaba plagada de dioses y de mitos, en ellos y por ellos
expresaban su problemática “demasiada humana”. Tal vez por eso, en este
renglón, Aristóteles, mucho antes que Kant y por otros motivos, “seculari-
zaba” la filosofía cuando afirmaba que “lo verdadero y lo falso no se hallan
en las cosas mismas”, como si el criterio de verdad y moralidad no recayese
en un “objetivismo, sino en el entendimiento”.42 Todo el universo griego,
aun en su recreación divina, se construía a partir de la “cuestión del hombre”.
La modernidad tendrá ese mismo horizonte griego. Descartes lo explotará
con la metodología de su secularismo cogito, i.e., el pensamiento del hombre
que, en cuanto pensamiento, en su idea clara y distinta, mide, valora y pone
los límites a lo que racionalmente se considera como verdad. Incluso, de ahí,
de los griegos, partirá el núcleo de lo que será la “teología racional”, una lar-
vada secularización de la misma idea de Dios. Kant, Hegel, Feuerbach y el
mismo Heidegger, detrás de la línea cartesiana, no harán sino proseguir esa
“racionalización” griega. Por algo, el teísmo griego, pagano, ya casi secular, se
enfrentará con la sentencia lapidaria del teísmo cristiano del tribuno converso
Tertuliano: ¿”Quid Athenis et Ierosolymis”? Pero, recordemos que detrás de la
imagen de Jerusalén estaba la bíblica expulsión del Paraíso. El Dios viejo del
Antiguo testamento que expulsó a Adán del paraíso, condenándolo a ganar
el pan con el sudor de su frente, ¿no estaba poniendo las bases de un mundo
42
Aristóteles, Methafisica, Ea4, 1027b, p. 25.
47
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del hombre, pragmáticamente, ya secular de sus dioses? El Dios Iahvé, aun el
colérico y pasional, por medio de la creación entra a la historia del hombre,
pero a éste lo deja ya solo en el mundo frente a su destino. El final de este
destino él, el hombre, se lo tiene que forjar. Será su tarea. Será la secularidad
bíblica, iniciada desde las primeras páginas del Génesis.
Posteriormente, a partir del siglo ii y iii, con la influencia platónica y el
dualismo de la teología paulina, se impondrá una visión espiritualista y dua-
lista que confrontará, maniqueamente, Dios-mundo, espíritu-cuerpo, ciudad
de Dios-ciudad del hombre. Por un lado, temas de secularización y confron-
tación que en germen, anunciaban un porvenir y, por el otro, un horizonte
donde el hombre, haciendo su histórica, la hará como drama o tragedia. La
modernidad, tal vez, ya estaba más que insinuada. Descartes le pondría la
metodología, la racionalidad como criterio fundamental de toda verdad, aun
en la filosofía de la sospecha. Grocio le daría a la ciencia del derecho su “racio-
nalidad” separada ya de las crisálidas medievales. Kant le pondría sus límites,
mientras que Hegel ampliaría sus horizontes.
1. Modernidad y Secularización no son, ciertamente, sinónimos, pues no toda
modernidad fue ni lineal ni igual. Hubo tantas “modernidades” cuantos fi-
lósofos. Pero hubo una predominante: la que definió su tiempo histórico, le
dio su perfil, sus paradigmas y su racionalidad. Esa modernidad, que recorre
los siglos xv y xvii, fue, sin duda, la secular. Fueron tiempos de renacimiento,
de una nueva “invención” del mundo y del hombre, porque fueron otros los
instrumentos del conocimiento. Ya se habían roto las crisálidas medievales.
El mundo no se definía en sus campos como civitas Dei en confrontación,
tan sólo, con la civitas hominis. San Agustín, independientemente de sus ge-
nialidades en el retratar el mundo del mundo en su incipiente “filosofía de la
historia” y proporcionarnos una muy realista radiografía del poder terrenal en
su concepción de lo que él llamaba el “Regnum”, ya no podríamos entender
con herramientas agustinianas, o posteriormente, tomistas, ese nuevo mundo
del hombre que la incipiente ciencia nos describía. Sus nuevos filósofos y
sabios, ya no serán los Platón, Aristóteles, Polibio, Cicerón (aunque estos se-
guirán inspirando en muchos renglones), sino los muy modernos Pico Della
Mirándola, Ficino, Vesaglio, Bruno, Kepler, Copérnico, Maquiavelo. Y en
cuanto a la filosofía, como abriendo un nuevo horizonte en el pensamiento
humano, en cuanto al criterio de verdad, el filósofo Descartes. Nacía con ellos,
la “modernidad”, con un nuevo paradigma: la secularización. Al ser estudiada
modernidad, secularizacion y estado laico 49
y descrita, la “Naturaleza”, con los instrumentos del nuevo método científi-
co, también el hombre se describía a sí mismo como un ser natural (como
en el pensamiento griego), pero ya “ambientado” en la casa del hombre. El
Renacimiento, en cuanto forma mentis, sin renegar del todo con el pasado
greco-latino, ya hacía del hombre el hacedor de su propio mundo y destino.
Podría ser teista, a su manera, cristiano creyente como contenido mental, pero
su arquitectura ideológica ya era otra: vivía y experimentaba una muy prag-
mática secularización. Nacía la modernidad, en esa su especificación como
mundo secular. La otrora definición del hombre como imago Dei, que llenaba
la teología y filosofía medievales, ahora se trastocaba como el ser constructor de
su propia historia, aquél que no necesitaba ni de ministros, ni hasta de Dios,
para gozar o vivir su mundo. El hombre ya estaba, o se sentía, en su propia
casa. Maquiavelo lo dirá de una manera cruenta y directa. El florentino es-
cribía que no venía a enseñar cosas que nunca habrán sido, ni nunca serían,
sino aquellas que se podían encerrar en la verdad efectiva, o sea, “objetiva” de
las cosas. ¿Secularidad política tan sólo? No. Una nueva visión del hombre y la
sociedad, y, por lo tanto, con esta mirada secular, una nueva Eticidad.
Si, en el campo de la teoría política, Maquiavelo nos abrió el horizonte de
la técnica, o de la tecno-ciencia en la consecución y preservación del poder, fue
Descartes el que inició la separación radical, a nivel del conocimiento, del
pensar, entre la razón teórica (diría Kant) y todo ese horizonte trascendental y
metafísico de la antigua filosofía grecolatina. Es Descartes, con su cogito ergo
sum, quien poniendo la idea clara y distinta como único criterio de verdad (y
esté constituido de números, figuras y movimientos) puso y echó a rodar que
es el propio pensamiento del hombre el que decide el criterio de lo que es
verdadero o falso, y, siendo lógico que también La razón (i.e., el pensamiento)
la que, en última instancia sea la juez la que dictamine sobre lo que puede ser
bien o mal. Sabemos que Descartes no llegó a estas conclusiones. El “cristia-
no” Descartes no podía distinguir, ni separar, su método, de su “ciencia”, de la
tradicional idea de Dios. Pero sí lo realizó el filósofo Kant. Pero Descartes pon-
dría los cimientos a una modernidad “secularizada”, y re-elaborada dentro y
desde el mismo pensamiento. De aquí en adelante, por y dentro, de la razón,
se tendría que “demostrar” toda verdad, inclusive la existencia del mismo
Dios. No fue otra su intención al escribir su Discurso del Método. La futura
“filosofía de la sospecha” estaba fundada. La razón separaba no sólo sujeto-
objeto, sino mundo-naturaleza y Dios; sobre todo, Dios y hombre. Seculariza-
ción, pues, radical. El hombre, en su historia, solo frente al mundo, frente a su
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Dios que, con su razón, tendría que comprobar, y comenzando con el propio
mundo y su real situación de convivencia. La modernidad, ya secularizada,
situada en esta finita mundanita, tendría que sacar conclusiones de todo tipo,
económicos, filosóficos-políticos y, por supuesto, religiosos.
El laicismo, o el Estado laico, tendrían en la secularización su fundamento
histórico-filosófico. En otras palabras, la separación Iglesia-Estado tendría en
la modernidad, su específica expresión. Prolongaría, es cierto, la siempre lu-
cha y competencia entre trono y altar, un hecho histórico siempre renovado
a través de los siglos desde la vieja Europa, pero ya con otras reglas, otra fiso-
nomía y otro lenguaje. El Estado laico, también, parodiando a Maquiavelo,
podría gobernarse sin la ayuda de los “Padrenuestros”. El laicismo moderno
tendría, con la visión secular, además de la nunca interrumpida lucha de
competencias entre “trono y altar”, la forma mentis de una secularización que
le permitía entender que la casa del hombre, el mundo, tendría que construir-
se con materiales, ya no tanto celestiales, sino precisamente los hechos por el
mismo hombre. Aunque sabemos, como lo anunciara Hegel, que tendría que
atreverse a “aullar entre lobos”.
2. La modernidad, se entiende la de la vieja Europa, ya secularizada, con la
conciencia de ser hija de su propio tiempo histórico, podría proseguir, con
otros lenguajes, de muy mundana vestimenta, la confrontación entre Iglesia
y Estado. Hobbes primero, Rousseau y Hegel después, tendrían detrás una
tradición de varias centurias.
Las fuentes están en la historia de Europa, ahí donde se fundó, para bien
y para mal, según criterios post festum, cristianismo y civilización, historia de
Roma y Bizancio, Pax romana y cesaropapismo, constantinismo y cocniliarismo.
O sea, la doctrina que el poder viene “desde arriba”, descendente, y que ate-
rrizará en el cesaropapismo y poder divino de los reyes y que se enfrentará a
aquella otra doctrina, descendente, que viene “desde abajo”, la conciliarista,
que, inclusive, ponía limitaciones al poder papal aun dentro de la misma
Iglesia Católica (léase el tiempo de Inocencio VI).
La modernidad, en cuanto confrontación de poderes, no empezaba de
cero. En el cuarto y quinto siglo de nuestra era, en el último período del Im-
perio Romano, se pusieron los fundamentos histórico-ideológicos del poder
político en Occidente. Por lo menos ya de una manera casi moderna. En
380, la Iglesia de Roma es ya un institutio y el Papado una Suprema Autori-
dad, cimentada por una antigua tradición del primado de San Pedro, legado
modernidad, secularizacion y estado laico 51
directamente a sus sucesores. Es el cesaropapismo que culminaría con León I
en el siglo v.
También, por otro lado, el poder secular de los emperadores romanos,
culminaba en la figura de Augusto, el del poder princeps legibus solutus, en
la sacrosantitas, en el sentido del imperium y del dominus de las tradiciones
romanas y españolas. Será la herencia ideológico-política de los futuros mo-
narcas europeos y será esta forma mental del poder secular la que se enfrentará
a la conciencia que del poder tenían los Papas. Esta será la larga lucha entre
poder temporal y poder espiritual.
En 313, con la exaltación del emperador a poderes casi divinos, se inicia la
confrontación entre Trono y Altar. Es el edicto del emperador Teodosio. El
cristianismo no era sino la realización —así se creía— de la Pax Romana se-
gún el pensamiento del historiador Eusebio. Es la controversia entre San Ata-
nasio y Constantino, entre San Ambrosio y el emperador Teodosio, al margen
y en contra de las reflexiones de San Agustín sobre filosofía de la historia en
De civitate Dei. Es el tiempo histórico del casamiento ideológico de Virgilio,
Ovidio y Aristóteles con los personajes bíblicos. Es el tiempo de Lactancio,
como el escritor puente entre Cristo y el imperio y el emperador Teodosio,
como ejemplo de príncipe cristiano. La unificación político-ideológica, entre
cristianismo e imperio, estaba consumada. Sus “razones” de poder, sus cona-
tos de predominio o incluso de cierto espíritu de independencia, nacen de
esos primeros siglos.
Esta será la heredad que recogerá el Medievo. Los filósofos medievales en
sus disquisiciones teológicas que no tenían nada de “abstractas”, porque ex-
presaban los problemas de su tiempo en formas ideales, usaban precisamente
el famoso problema de los universales para fundamentar, inclusive, la cuestión
sobre el poder. Los nominalistas, al negar “objetividad” real a los juicios sobre
la ley natural y considerar a éstos por tanto como meros Flatus vocis, recurrían
indirectamente a la voluntas del príncipe para erigirla como fundamento de la
obligación jurídica y moral. Era la voluntad del príncipe y no el recurso a la ley
natural lo que originaba el fundamento del poder. Estaban con esto atacando
los ingredientes ideológicos de un poder de los reyes, que se alegaba de origen
divino, pero que era conocido por la lex o el ius naturae. La mentalidad me-
dieval, con las teorías de Marsilio de Padua, Guillermo de Ockman y Dante
Alighieri, empezará a recrear una tradición de poder secular como indepen-
diente del poder eclesiástico. Pero ya antes el nominalismo filosófico del siglo
xii había echado los cimientos a los futuros sistemas doctrinarios del absolu-
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tismo y liberalismo clásicos. Todos estos pensadores medievales empezaban a
romper los velos de la Civitas christiana, al colocarlas de frente y en compe-
tencia con los poderes temporales. Nacía, pues, un secularismo y se iniciaba
así la muerte del cuius regio eius et religio. Serán los futuros pensadores, como
Maquiavelo y Hobbes, los que radicalizarán esa independencia y separación
entre el poder temporal y el poder espiritual. Ese será el contenido ideológico
de lucha y confrontación entre los dos poderes a lo largo de la posterior his-
toria de Europa. Será la Europa culta y expansionista la que exportará a otras
latitudes esa misma visión sobre el origen y los alcances del poder eclesiástico
y civil. Hobbes y los pensadores liberales recogerán y sistematizarán esa tradi-
ción de confrontación.
Por consiguiente, por todo lo anterior, no es extraño que por medio de la
conquista nos haya llegado a América, en el siglo xvi, nuestra “idea” de impe-
rium, de dominium, de relaciones de poder entre Iglesia y Estado. Las culturas
de la vieja Roma y de la antigua Hispania, amalgamadas y recreadas por la
práctica política del Medievo, nos vinieron con el arma et litterae de los hu-
manismos italianos y españoles. Descubrimiento y conquista nos importaron,
además de valores luminosos y positivos, la añeja lucha europea entre Trono
y Altar, espada y tiara, poder religioso y poder político. Nos llegó la imperial
“idea” de que Fernando “El Católico” era Augusto y Carlos V era Marco Au-
relio. Pero también la conciencia de que el Papa y sus representantes eran la
Suprema Auctoritas y el emperador el Defensor fidei et pacis.
Esta forma mentis, en confrontación continua por espacios de poder, con
el telón de fondo de sus respectivas visiones del mundo y de la sociedad,
impregnaron la práctica política de los gobiernos conservadores y liberales
del siglo xix mexicano. Estarán presentes en la lucha ideológica J. Ginés de
Sepúlveda, el consultor del rey y Francisco de Vitoria, el humanista crítico del
poder papal. Serán sujetos sociales importantes en estas relaciones de poder
en América: el Patronato indiano, el régimen del virreinato, las Cortes de
Cádiz, los movimientos de independencia. Los nuevos escenarios mexicanos
de los siglos xviii y xix no cambiaron ni los radicalismos, ni las confronta-
ciones. En cuanto al poder político se refiere, éste será el drama del siglo xix
en México. Sus personajes centrales serán los cardenales Justiniani, Consalvi
y Della Somaglia por un lado, y el Primer Congreso Constituyente por el otro.
A ellos se sumarán, en la sede pontificia, León XII, Pío VIII, Gregorio XVI
y Mons. Pablo Francisco Vázquez, representante ante los Estados pontificios
por parte del nuevo gobierno mexicano. En la recién constituida República,
modernidad, secularizacion y estado laico 53
en toda su complejidad política y social, las controversias por los “derechos”
y “privilegios” de las respectivas instituciones, estarán a cargo, principalmente,
de Gómez Farías, Juárez, Lerdo de Tejada y Don Clemente de Jesús Murguía.
Serán dos tradiciones de poder en confrontación. Dos visiones de un pasado
europeo redivivo. De nuevo, en la praxis de las relaciones sociales, en México
como en Europa, el eterno conflicto entre religión y política.
La Iglesia de México, en el siglo xix, en su modalidad de jerarquía eclesiás-
tica, tendrá en la conciencia del poder, eclesiástico y civil, una visión en con-
frontación con respecto a la que tendrá el naciente Estado mexicano. Ambas
instituciones se nutren y repiten tradiciones culturales del pasado.
A partir del siglo iv y, sobre todo, en el vi, se fincaron los cimientos ideoló-
gicos de una de las más importantes teorías del poder. La confrontación entre
los Papas y los Emperadores daría por resultado una praxis y una primera siste-
matización del fenómeno del poder que tendría larga y profunda influencia en
los tiempos modernos. La ciencia política, en sus diversas modalidades, la mo-
derna y la contemporánea, extraerá de esos siglos muchas de sus herramientas
y conceptos (ley, soberanía, poder político) con los cuales construirá, más tarde,
los grandes sistemas del pensamiento político, sobre todo, la relación entre
gobernantes y gobernados y, en ellas, la relación entre poder civil y eclesiástico.
En estos último, por lo menos, en las motivaciones y fundamentaciones ideo-
lógicas de sus propios conceptos de soberanía, de poder de derecho.
En el siglo vi, en especial, se iniciarían las concepciones doctrinarias del
poder de lo que hoy conocemos como el Occidente europeo. El Papa Gregorio
(590-603) será el motor de esa idea de Europa, como unidad política, que
saldría de sus previsiones de lucha en contra del poder de Constantinopla.
Gregorio romanizó y latinizó, al mismo tiempo que cristianizó, esa parte de
Europa que no dominaba el Imperio de Constantinopla. Además, no hay que
perder de vista que la universalización del latín, por medio de la pedagogía
de la traducción de La Vulgata, universalizó también (con símbolos de la li-
turgia), la educación política de Europa occidental. Las “ideas” sobre el poder,
civil y eclesiástico, se propagaron y fundieron con otras tradiciones inglesas,
francesas, alemanas y españolas.
3. La confrontación entre Trono y Altar que, en cuanto lucha de competencias
de poder entre Iglesia y Estado, tuvo otro telón de fondo con la modernidad
y, en especial, con el encuentro de un mundo que comenzaba a secularizarse.
Y en un campo de controversia y de nuevas interpretaciones tuvo lugar la
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ciencia del derecho. La pregunta ya no era la simple cuestión: ¿quién legisla y a
quién?, sino sus límites y, sobre todo, sus competencias. El derecho, en cuanto
instrumento de gobernabilidad, fue un nuevo campo de batalla. Acompañó
a la naciente visión de la tecnociencia en una modernidad que se sabía hija y
expresión de los primeros años de la “cientificidad”. Según el derecho, como
ciencia del pensamiento humano en su búsqueda de la convivencia, un ex-
celente instrumento para gobernar o para defenderse del Princeps. Pero la
modernidad ya reflexionó su derecho a la luz de los nuevos tiempos. El racio-
nalismo, el naturalismo o, inclusive, las críticas a la religión, le darían nuevos
horizontes y nuevas formas de lenguaje. Pero no podía marginar sus tradicio-
nes. La vieja Europa, en este terreno, guardaba una rica tradición jurídica. No
podía, ni debía, ignorarla. Ante todo, lo mejor de los antiguos humanismos,
el terco sueño de lograr un mundo en donde se lograse la convivencia hu-
mana, aquél mitigado por los dioses cuando Zeus y Themistes mandaban a
la tierra a su hija Diké en la forma del Derecho. Desde entonces el Derecho
tiene rostro de divinidad y fue revestido de racionalidad ética. Forma parte,
también, de lo que Prometeo robó a los dioses.
La ciencia del derecho es un instrumento. Depende de la racionalidad del
hombre encausarlo hacia direcciones ideológicas, político-económicos, que
el mismo hombre se proponga. Porque sabemos que el derecho, en cuanto
ciencia, igualmente que el Estado, no es reflejo mecánico de las estructuras
de dominación. Tiene la vida propia que cualquier instrumento de cultura.
Además de que el derecho no hace al Estado, sino al contrario. Es la vida es-
tatal, en su larga amplitud, la que es creadora y recreadora del derecho. Pero
¿cuál derecho? ¿El derecho que era un problema sobre el poder, como aquél
que recitaban los juristas romanos y que era la ciencia del “gobierno” y que
resumían en la famosa sentencia: cui competit legen condendi? La respuesta la
encontraban en el siglo ii, o como teoría “descendente”, que viene de Dios,
o la “ascendente”, que proviene del pueblo: lex est quod populus inbet ataque
constituit, tal y como el jurista Gayola definía.43 Detrás de la ley estaba ya, más
que en ciernes, por lo menos a nivel de la forma de lenguaje, la potestas del
pueblo. Se estaba gestando la jurisprudencia, la recreada por Ulpiano y Pal-
piniano, que ya encerraba el poder del pueblo hacia el emperador para pro-
mulgar las Constituciones. Los Rescripta y los Decreta ya tenían que tener un
cierto consenso del populus romanus. Se preparaba, así, la jurisprudencia de
43
C. Bailey, The Legacy of Rome, Oxford University Press, Oxford, 1968, p. 163.
modernidad, secularizacion y estado laico 55
los siglos xi y xii, sobre todo del jurista Irnerio (1055-1130) en la Universi-
dad de Bolonia. Irnerio ya empezaba a enseñar la “anatomía” del derecho y el
estudio directo de las fuentes del derecho de Justiniano. Ese corpus iurris me-
dieval, enriquecido por las aportaciones del derecho cristiano, de inspiración
romana, de Graciano, Jacobus de Revigny (1230-1296) y, principalmente,
Bartolo de Sassoferrato (1313-1257), conformarán la base, ya secular y laica,
independiente del papado, y en ocasiones en su contra, de lo que será el inicio
del derecho moderno. La sede de esas reflexiones eran las universidades de
Pavía y Ravena. Señal, también, de esa carrera triunfal de una secularización
que la modernidad renacentista comenzaría a forjar.
En el campo de la filosofía, con la “razón” del cogito cartesiano, con la con-
cepción efectivista de la veritá effetuale della cosa del pensamiento de Maquiavelo
y en un horizonte, ya sistemático, de la filosofía de Kant y Hume, la elaboración
de una “racionalidad” donde el hombre secular, hijo de su propio tiempo histó-
rico, consciente de que el mundo ya se podría “gobernar sin los padrenuestros”.
Nacía la modernidad, precisamente, con el nacimiento del método científico,
aquél que podía leer la naturaleza y al hombre con el dictum renacentista “iuxta
propia principia”. La modernidad no podría olvidar ese legado.
4. Pero colocándonos ya en la modernidad, hagamos la siguiente reflexión.
En cuanto a la ciencia del derecho, podemos preguntar, por ejemplo, si la así
llamada “teoría pura del derecho” tal vez si era “derecho”, para darle razón
a Kelsen cuando hablaba del derecho durante la dominación nazi, pero no
creo que se pueda sostener realmente que se “teoría pura”. Todo derecho es,
como la historia, impuro, hechura humana, recreado con los imprescindibles
ingredientes ideológicos que todo fenómeno humano contiene. Hasta la sola
“buena voluntad” de Kant es fruto de una racionalidad que se mide por una
supuesta razón pura (teórica) que es, in re, posición ideológica, i.e., forma de la
ley que es iluminada por unos “principios de humanidad” cuyo contenido de la
idea de bien está enraizado en la cultura de la filosofía moral greco-latina.
Sabemos que una parte de la modernidad parcializó, en una interpretación
positivista esa intuición kantiana de la “buena voluntad” como norma de
moralidad aplicada a la ciencia del derecho. Un derecho que podría inter-
pretarse, como lo hizo Gustav Radbruch en 1932, “sólo lo que es derecho”
y “no si también es justo”.44 Una expresión, muy radical del positivismo ju-
44
G. Radbruch, Rechtsphilosophie, Stuttgart, 1974, p. 178.
56 francisco piñón gaytán
rídico. Claro que el mismo Radbruch se preguntaba si este deber jurídico,
este sacrificium intellectus, era “éticamente posible”. Radbruch perseguía la
“seguridad jurídica”, primordialmente, antes que la justicia, “porque así la
ley lo quiere”. Pero, a la luz de las amargas experiencias de la modernidad y
postmodernidad, sabemos que quienes ignoran o marginan la justicia, ese
“regalo de los dioses”, son aquellos que, aunque tarde, sienten rodar sus ca-
bezas. Recordemos, por otra parte, que la ciencia del derecho ha cambiado
después de los años treinta. Para bien de la disciplina, se entiende. El jurista
Radbruch, después de 1946, en “arbitrariedad legal y derecho supralegal” ya
matizaba su fría dicotomía entre seguridad jurídica y justicia, dándole a la jus-
ticia su primacía ante un “derecho injusto” que, cuando la ley es intolerable,
ésta tiene “que ceder ante la justicia”.45 Esto es, evidentemente, una vuelta a la
vieja teoría del derecho natural, ese que aplicado a las ideas metafísicas, según
Kant, proporciona orden y sentido a la existencia. La buena modernidad, esa
que se expresa en la ciencia del derecho, creo que puede estar a salvo de las
incursiones del real positivismo, sencillamente porque tiene detrás una larga
y fecunda historia sobre su fenomenología. La modernidad renacentista, en
cuanto a ciencia humanística se refiere, y en particular en cuanto a la ciencia
del derecho, un fundamento ideológico, y académico, en la enseñanza de la
ley y el derecho en las Universidades Medievales, ya desde el siglo xii, xiii y
xiv. La idea de justicia, recordemos, era considerada como una causa intrín-
seca a la idea del derecho. Lo escribía Baldo de Ubaldis, en pleno Medioevo:
“Iustitia est causa intrinseca iuris, y el todavía más claro: “ius descendit, id est
nascitur a iustitia, quod iustitia non est aliud quam aequitas et boni - tas et ius
est aliud quam ars boni et aequitas, ergo si sunt conexa, ius sine causa nasci non
potest.46 Esta “Ratio iuris” medieval, será la “racionalización” de una ciencia
del derecho que la modernidad recogerá. Derecho moderno que encerraría,
en ejemplar binomio jurídico, la idea de consenso e idea de justicia. Derecho,
como ciencia, que recogerá el derecho moderno, ya laico y secular. Sobre
todo, aquel derecho que, a partir de Kant, mirará la forma de la ley, la que po-
drá acoger la “universalidad”, aquella que no puede sujetarse a un solo grupo,
línea cultural o visión religiosa. Creo que esa será la mayor herencia de la secu-
laridad y en el laicismo moderno su mejor expresión. Que ese derecho, en su
forma secular y en su expresión laica, encierra, también, los otros continentes
45
G. Radbruch, Arbitrariedad legal y derecho supralegal, Buenos Aires, 1962, p. 345.
46
Baldo de Ubaldis, Comm. Iu Dig. Veteris, 1, 7.
modernidad, secularizacion y estado laico 57
de justicia y sentido de comunidad, es otro problema. Pareciera que ese legado
de la jurisprudencia antigua está todavía por cumplirse. Podríamos afirmar,
tal vez, en una reflexión de filosofía de la historia cultural, que la vieja Europa,
y en ella y con ella la modernidad, usó la escalera de la racionalidad jurídica,
de la buena filosofía, para ascender a lo alto de lo mejor de la edad moderna.
Pero, después, esa misma racionalidad tumbó, ella misma, su propia escalera.
Es parte de nuestra crisis de una modernidad que ha visto que sus dioses han
huido del mundo.
5. Cierto, el camino de la modernidad no fue sin sobresaltos. Incluyendo
la azarosa aventura del derecho. Se detecta en la historia que podemos con-
templar en cuanto al historicismo jurídico antiguo y moderno. Hegel, lo
sabemos, en contra de lo que pensaba Kant, no se dejaba embrujar de la exal-
tación modernizante del derecho romano. En cuanto al método, se entien-
de. Tal vez radicalizando su mirada, veía en el derecho romano el elemento
“privado-burgués”. O mejor, no era sino una crítica a los “formalismos” de la
escuela histórica del derecho, en particular de Savigny, quien se daba cuenta
que con la modernidad, especialmente con la cultura iluminística del siglo
xviii, se perdía el sentimiento de grandeza de otros tiempos. Identificaba
negación revolucionaria y utopía, revolución y mesianismo, precisamente
elementos de la ideología conservadora. Negación, pues, de una moderni-
dad que, según él, impedía el movimiento de la historia, de la lengua y del
derecho. Pugnaba por una restauración en contra de las ideas disolventes
del “arbitrio racionalístico y iusnaturalista Hegel, aun criticando la filosofía
iluminística, su no larvado racionalismo, sí auspiciaba la revolución del con-
cepto, del espíritu que irrumpía en la historia. Esto lo sabían los enemigos
de Hegel. De ahí su crítica a un hegelianismo, según ellos, de especulación
abstracta. Véase, por ejemplo, Weiss que, en contra de Hegel, identificaba
en la historia de la filosofía, empírea y religión. Lo mismo dígase de Schelling
que criticaba a Hegel por haber eliminado lo empírico, lo “viviente” y “real”,
poniendo en su lugar el “concepto lógico”. De ahí se seguía una filosofía ju-
rídica de la conservación. No es casual que Rosenkranz, al criticar al último
Schelling, lo definía como un compacto y sólido conservador y que, en con-
clusión, “trono y altar podían confiarse de él”.47 Una “modernidad”, pues,
que renegaba de su carga histórica prometeica; una secularización que, según
47
K. Rosenkranz, Schelling, Danzing, 1840, p. 375.
58 francisco piñón gaytán
los críticos de Hegel, ignoraba la dimensión ultramundana de lo real. Por lo
demás, tal vez, Hegel, detrás de Savigny, se daba cuenta que en la “ciencia”
y en la “forma” del derecho, se escondía todavía un “dios escondido” en la
nueva razón jurídica de la modernidad. Sobre todo la de Kant. La del primer
Kant. Creo que Hegel intuía que un derecho privado, “abstracto” y “formal”,
podía encerrar, al mismo tiempo, una “ciencia” igualmente “abstracta”, “in-
telectualísitca” y “formal”. Por lo menos en su crítica a Savigny. O sea, Hegel
criticaba ese derecho, pura forma, privado de espíritu, una “ley muerta y fría”,
que aceptada así, en ella no se podían distinguir los “falsos hermanos” ni “los
amigos del así llamado pueblo”.48 Hegel expresaba la fractura, en tanto cien-
cia del derecho, de una modernidad que separaba pueblo y ciencia, libertad
concreta e idea de ley y estado. Los falsos hermanos y los falsos amigos que,
inclusivo hoy, se pueden encontrar en las formalidades de las instituciones
democráticas. Hegel, pues, preparando el camino a Marx, aun sabiendo no-
sotros que el pensador Hegel no rompería del todo (Marx dixit) con los
ambientes conservadores de la Alemania de su tiempo. Su “modernidad” era
fruto de su tiempo histórico. Pero ya se perfilaba su gran crítica a la sociedad
de su tiempo. Por ejemplo, su denuncia, feroz y radical a lo que él entendía
por “sociedad civil”. Ante todo, su concepto de eticidad. Hegel secularizaba
el mundo, otrora predicado de Dios; y bajando a Dios a la tierra, divinizaba
al mundo y al hombre, pero con ropaje totalmente histórico, mundano. El
mundo se hacía racional y lo racional se mundanizaba. Por eso Schelling,
criticándolo, decía que Hegel había ignorado a Kant cuando éste ponía lími-
tes a la razón humana. Y que Hegel, en el colmo, atribuía “un conocimiento
del todo perfecto de Dios y de las cosas divinas, cuyo conocimiento Kant
había negado a la razón”.49 Secularización, pues, de la misma religión. De
ahí saldría el futuro Feuerbach de la esencia del cristianismo. Al “secularizar”
la misma idea de Dios, en un sentido naturalístico, se tendía un fundamento
ideológico, un soporte real de forma mentis, a una modernidad seculariza-
dora. Kant, detrás de Grocio, sistematizaba la secularización del derecho. Le
daba un soporte y fundamentación racional. Detrás de Descartes, se entien-
Hegel, Lineamenti di filosofía del diritto, trad. F. Messineco, 1965, Bari, p. 65. Ver R.
48
Rossi, Da Hegel a Marx, p. 1. La formazione del pensiero político di Hegel, Milano, 1970,
p. 67. Antonio Negri, Alle origini del formalismo giuridico, Padova, 1962.
49
F.W.J. Schelling, Rünchener Vorlesungen: Zur Geschichte der neueren philosophie
(1827), p. 128, trad. it., Lezioni Monachesi, Firenze, 1950, p. 151.
modernidad, secularizacion y estado laico 59
de. Hegel lo haría con la historia: Deus sive storia. El mundo moderno, en el
siglo xx, despertaría como un mundo secular y laico. ¿También justo o en
paz?, sería la siguiente pregunta. ¿Podríamos afirmar que hemos practicado
los mejores humanismos del pasado o realizado lo más grande y significativo
que soñaron nuestras revoluciones del pasado? Esta es, tal vez, hoy, nuestra
gran cuestión. El estado moderno, en cuanto laico y secular, tiene la palabra.
La nuestra.
6. Concluyamos. La modernidad, tal y como la estamos describiendo, no pro-
dujo, sin más, linealmente, una “secularización”. De la misma manera que
las “ideas” de “secularización” europea no produjeron la laicización. Entendá-
monos, así como los primeros insurgentes, en México, no se convirtieron en
promotores de la Independencia porque fueron “lectores” de Rousseau o Vol-
taire, sino, en todo caso al revés; así, de la misma manera, el espíritu secular no
produjo mecánicamente el laicismo o una de sus expresiones, el Estado Laico.
La modernidad secularizada acompañó, ambientó, participó, en ese otro mo-
vimiento histórico que fue el nacimiento y el crecimiento del espíritu laico.
La secularización fue primero. La “ciudad secular”, como casa del hombre, fue
el escenario natural en donde se gestó o nutrió el trabajo del hombre, en los
diferentes campos.
Para seguir hablando de México, por ejemplo, la “conciencia del liberalis-
mo”, su crítica a las instituciones religiosas o su defensa a la libertad, encerra-
das también, en su concepción de la defensa del Estado laico, no se debió, tan
sólo, a que fueron “lectores” de la modernidad secularizada. Por eso, así como
los iluministas franceses no eran anti-religiosos, sino críticos de instituciones
religiosas, así también, los liberales mexicanos, eran, ciertamente, anticlerica-
les, pero no anti-religiosos. Es la razón, por lo que enarbolaban, como parte
de su laicismo, y de su concepción del Estado laico, gran parte de lo mejor
de las tradiciones humanísticas y cristianas de Europa. Por ejemplo, la idea
de libertad y de justicia.50 Respuesta de los liberales, y en esto se diferencian
de los criollos insurgentes: no sólo querían un nuevo país, formalmente, una
separación de la Metrópoli española, sino un cambio político-económico que
ya no se apoyase en las estructuras religiosas. Intentaban una transforma-
ción de la sociedad, política y social, no sólo trastocación de feudos como
50
(Nota: Mariano Soto, Contra ira, paciencia al furibundo impreso: “no hay peor cuña
que la del propio palo”, México, 1820, p. 7, Imp. de Don Mariano Ontiveros.
60 francisco piñón gaytán
algunos criollos. Creo que ésta era la esencia del mejor espíritu del “Estado
laico”.51 Que en el futuro mexicano no se haya cumplido con esos primeros
ideales, es otra cuestión. Sin embargo, su crítica a las instituciones políticas
de la Colonia era de largo alcance. Su crítica a la Iglesia Católica en especial,
habría que encerrarla en este horizonte. Los liberales mexicanos del siglo xix
indudablemente eran anticlericales, sin embargo, en general, respetaban los
sentimientos religiosos del pueblo. Criticaban, con razón, al eclesiástico “sin
carrera y sin erudición”, aquellos que “poseídos de avaricia” eran elevados a
las mitras y canonjías, pero, inclusive, su crítica era movida, al menos for-
malmente, por motivos de ética y tradición recibidas por la misma doctrina
cristiana.52 Exigían, por su misma inclinación liberal, la reforma estructural de
la misma Iglesia, por otro lado de urgente necesidad objetiva, dadas las condi-
ciones en que se encontraba una institución ya demasiado satisfecha y situada
en la mundanidad. La crítica al clero de los liberales no era, principalmente,
por motivos “antirreligiosos”, como algunos eclesiásticos alegaban, sino por la
práctica muy mundana y alejada del buen espíritu cristiano, que ya se alojaba
en buena medida, por los círculos de vida religiosa. Algunos miembros de la
misma Iglesia se daban cuenta de tal situación.53
De tal manera, que en esta misma línea de interpretación histórica, se en-
tiende el apoyo, primero, que muchos eclesiásticos dieron al movimiento de
independencia y, segundo, el que muchos cristianos y sacerdotes supieran
distinguir entre cristianismo como doctrina y mensaje, del cristianismo como
institución histórica, sujeta al vaivén de las muy reales limitaciones humanas.
Tal es el caso de la inteligente crítica de uno de los padres fundadores del libe-
ralismo: don José María Luis Mora. La crítica de la conciencia liberal, no era,
pues, “libresca”. Partía de vivencias políticas concretas. La Iglesia, en cuanto
institución, ofrecía, por una parte, un pasado doctrinario que los mismos
liberales en parte defendían, y por el otro, ese lado “institucional”, político,
de quien quiere someter al Estado y convertir a la Iglesia, precisamente, en
Ver, Francisco López Cámara, La génesis de la conciencia liberal en México, unam,
51
1988, México, p. 287.
52
El Religioso Constitucional, no. 4, México, 1820, p. 21. Ver también, Refuerzo al
benemérito amante de la Constitución contra el papel titulado: “Censura de un liberal”,
México, 1820, p. 2, Of. de Alejandro Valdés.
53
R.F., Papel segundo contra el que se dice amante de la Constitución, México, 1820, p.
4, Of. de D. Alejandro Valdés.
modernidad, secularizacion y estado laico 61
Estado. La misma institución eclesiástica, y lo sabemos acudiendo a la histo-
ria, ofreció ese flanco. No siempre estuvo a la altura de sus primeros gloriosos
misioneros. Para el siglo xviii y primeros años del xix, la Iglesia, como ins-
titutio, ya estaba lejos de expresar en su práctica institucional la savia y vital
experiencia cristiana. De ahí que la crítica de los pensadores liberales a la co-
lonia se convirtió, al mismo tiempo, por lo general, en la crítica del clero. De
esa real situación de experiencia histórica, no de las “lecturas” de los filósofos
europeos del racionalismo e iluminismo francés, saldría la lucha y defensa por
el “Estado Laico”. Tenía, por lo tanto, un fondo de eticidad.
Creo que la modernidad, en su fase de secularización, no fue sino una pre-
paración, muy de pragmatismo psicológico-político, al nuevo espíritu laico
que empezó a gestarse en las concepciones de teoría política. La modernidad,
sin más, no produjo la secularización, de la misma manera que el “liberalis-
mo”, en cuanto ideas de tractatus, no produjo el Estado Laico. La seculariza-
ción fue, ante todo, una actitud moral, una forma mental, visión del mundo y
del hombre, que implicó un sentido de gobernabilidad en un Estado-Nación
que ya no necesitaba de los “padrenuestros” para recrear la casa del hombre.