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Una-Pequeña-Historia-de-La-Filosofia - Cap. 1

El documento habla sobre Sócrates, un filósofo griego que hacía preguntas incómodas a la gente en la plaza del mercado para demostrarles que no sabían tanto como creían. Aunque era físicamente feo, tenía un gran carisma e inteligencia. Fue ejecutado por hacer demasiadas preguntas. El documento también menciona a Platón, el pupilo de Sócrates que escribió diálogos sobre las conversaciones de Sócrates.

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Una-Pequeña-Historia-de-La-Filosofia - Cap. 1

El documento habla sobre Sócrates, un filósofo griego que hacía preguntas incómodas a la gente en la plaza del mercado para demostrarles que no sabían tanto como creían. Aunque era físicamente feo, tenía un gran carisma e inteligencia. Fue ejecutado por hacer demasiadas preguntas. El documento también menciona a Platón, el pupilo de Sócrates que escribió diálogos sobre las conversaciones de Sócrates.

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Nigel Warburton

Una pequeña historia


de la filosofía
Traducción de
Aleix Montoto
Título de la edición original: A Little History of Philosophy
Traducción del inglés: Aleix Montoto

Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 1.º 1.ª A
08037-Barcelona
[email protected]
www.galaxiagutenberg.com
Círculo de Lectores, S.A.
Travessera de Gràcia, 47-49, 08021 Barcelona
www.circulo.es

Primera edición: enero 2013


Segunda edición: febrero 2013
Tercera edición: abril 2013

© Nigel Warburton, 2011


© de la traducción: Aleix Montoto, 2013
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2013
© para la edición club, Círculo de Lectores, S.A., 2013

Preimpresión: Maria García


Impresión y encuadernación: Liberdúplex
Depósito legal: B. 32359-2012
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-15472-36-0
ISBN Círculo de Lectores: 978-84-672-5205-7
N.º 34249

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública


o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización
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Una pequeña historia de la filosofía


capítulo 1

El hombre que hacía preguntas


Sócrates y Platón

Hará unos dos mil cuatrocientos años, ejecutaron a un hombre


en Atenas por hacer demasiadas preguntas. Hubo otros filóso-
fos antes de él, pero fue con Sócrates que la disciplina adquirió
entidad. Si la filosofía tiene un santo patrón, ése es Sócrates.
De nariz respingona, gordinflón, desastrado y un poco
extraño, Sócrates no encajaba. Aunque era físicamente feo y
solía ir sucio, tenía un gran carisma y una mente brillante.
Todo el mundo en Atenas estaba de acuerdo en que nunca
había habido alguien como él y probablemente no lo volve-
ría a haber. Era único. Pero también extremadamente mo-
lesto. Se veía a sí mismo como uno de esos moscardones que
pican: los tábanos. Son molestos, pero en el fondo no hacen
ningún daño. Sin embargo, no todo el mundo en Atenas es-
taba de acuerdo. Algunos le adoraban; otros le considera-
ban una influencia peligrosa.
8 Una pequeña historia de la filosofía

De joven había sido un valiente soldado y había luchado


en las guerras del Peloponeso contra los espartanos y sus
aliados. Ya maduro, deambulaba por la plaza del mercado,
deteniendo a personas de vez en cuando y haciéndoles pre-
guntas incómodas. Ésa era más o menos su única ocupación.
Las preguntas que hacía, sin embargo, eran afiladísimas. Pa-
recían sencillas; pero no lo eran.
Un ejemplo sería la siguiente conversación con Eutide-
mo. Sócrates le preguntó si engañar se podía considerar un
acto inmoral. Por supuesto que sí, le contestó Eutidemo. Le
parecía que era obvio. Pero, le preguntó Sócrates, ¿qué pasa
si le robas el cuchillo a un amigo que se encuentra muy de-
primido y podría intentar suicidarse? ¿Acaso no es eso un
engaño? Por supuesto que lo es. ¿Y hacer eso no es más mo-
ral que inmoral? Sí, contestó Eutidemo, quien a estas alturas
ya se había hecho un lío. Mediante un inteligente contra-
ejemplo, Sócrates le había demostrado que su presunción de
que engañar es inmoral no se podía aplicar a todas las situa-
ciones. Hasta entonces, Eutidemo no había sido consciente
de ello.
Una y otra vez, Sócrates les demostraba a las personas
que se encontraban en la plaza del mercado que en realidad
no sabían lo que creían saber. Un mando militar podía co-
menzar una conversación absolutamente convencido de lo
que significaba «valentía» y, tras veinte minutos en compa-
ñía de Sócrates, terminar completamente confundido. La
experiencia debía de ser desconcertante. A Sócrates le en-
cantaba poner al descubierto los límites de lo que los demás
realmente comprendían, así como cuestionar los postulados
sobre los que construía su vida. Para él, una conversación en
la que todo el mundo terminaba dándose cuenta de lo poco
que sabía era un éxito. Mucho mejor que seguir creyendo que
comprendías algo cuando en realidad no era así.
En aquella época, los atenienses ricos enviaban a sus hi-
jos a estudiar con los sofistas. Se trataba de unos profesores
muy inteligentes que instruían a sus alumnos en el arte de la
oratoria y que recibían por ello unos honorarios muy eleva-
El hombre que hacía preguntas 9

dos. Sócrates, en cambio, no cobraba por sus servicios. De


hecho, aseguraba que no sabía nada así que, ¿cómo iba él a
enseñar algo? Esto, sin embargo, no fue óbice para que los
alumnos acudieran a él y asistieran a sus conversaciones.
Tampoco le hizo demasiado popular entre los sofistas.
Un día, su amigo Querefonte fue a ver al oráculo de Apo-
lo en Delfos. El oráculo era una anciana sabia, una sibila,
que contestaba las preguntas que le hacían sus visitantes.
Solía ofrecer respuestas en forma de acertijo. «¿Hay alguien
más sabio que Sócrates?», le preguntó Querefonte. «No»,
fue la respuesta. «Nadie es más sabio que Sócrates.»
Cuando Querefonte se lo contó a Sócrates, al principio
éste no se lo creyó. Le resultó realmente desconcertante.
«¿Cómo puedo ser el hombre más sabio de Atenas si sé tan
poco?», pensó. Y se pasó años haciéndole preguntas a otros
para ver si había alguien más sabio que él. Finalmente, en-
tendió lo que había querido decir el oráculo y concluyó
que tenía razón. Mucha gente era buena en lo que hacía; los
carpinteros eran buenos en la carpintería, y los soldados sa-
bían luchar. Pero ninguno de ellos era realmente sabio. No
sabían realmente de lo que hablaban.
La palabra «filósofo» proviene de las palabras griegas
que significan «amor por el saber». La tradición filosófica
occidental, objeto de este libro, surgió en la Antigua Grecia
y se expandió por vastas regiones del mundo, asimilando en
ocasiones ideas procedentes de Oriente. La sabiduría que
valora está basada en la discusión, el razonamiento y el
cuestionamiento, no en creer algo simplemente porque al-
guien importante te ha dicho que es cierto. Para Sócrates, la
sabiduría no consistía en saber muchas cosas o en cómo ha-
cer algo. Significaba comprender la verdadera naturaleza de
nuestra existencia, incluidos los límites de lo que podemos
conocer. Hoy en día, los filósofos hacen más o menos lo
mismo que Sócrates: cuestionan las cosas y examinan distin-
tas razones y evidencias con el fin de llegar a responder algu-
nas de las preguntas más importantes que nos podemos ha-
cer sobre la naturaleza de la realidad y cómo debemos vivir.
10 Una pequeña historia de la filosofía

A diferencia de Sócrates, sin embargo, los filósofos moder-


nos disponen de la ventaja de casi dos mil quinientos años
de pensamiento filosófico sobre los que fundamentarse. Este
libro examina ideas de algunos de los pensadores clave que
conforman esta tradición de pensamiento occidental, una
tradición que Sócrates inició.
Lo que hacía a Sócrates tan sabio era que no dejaba de
formular preguntas y siempre estaba dispuesto a debatir sus
ideas. La vida, declaró en una ocasión, sólo merece la pena
si uno piensa en lo que está haciendo. Una existencia irre-
flexiva es válida para el ganado, pero no para los seres hu-
manos.
Cosa inusual para un filósofo, Sócrates se negó a dejar
nada escrito. Para él, hablar era mucho mejor que escribir.
Las palabras escritas no pueden replicarle a uno; ni tampoco
explicarle nada cuando no las entiende. La conversación
cara a cara, mantenía él, es mucho mejor. En una conversa-
ción podemos tener en cuenta el tipo de persona con el que
hablamos y adaptar lo que decimos para comunicar el men-
saje. Como Sócrates no dejó nada escrito, básicamente co-
nocemos a través de su pupilo estrella, Platón, sus ideas y las
cosas sobre las que discutía. Éste escribió una serie de con-
versaciones entre Sócrates y las personas a las que pregunta-
ba. Son lo que se conoce como Diálogos Platónicos y son
grandes obras literarias además de filosóficas. En cierto
modo, Platón fue el Shakespeare de su época. Leyendo estos
diálogos, podemos hacernos una idea de cómo era Sócrates;
de su inteligencia y de lo exasperante que podía llegar a ser.
Aunque en realidad no es tan sencillo, pues no podemos
estar siempre seguros de si Platón escribió lo que Sócrates
realmente dijo o si puso sus propias ideas en boca de un per-
sonaje llamado «Sócrates».
Una de las ideas que la mayoría de la gente conside-
ra más de Platón que de Sócrates es que el mundo no es para
nada como parece. Hay una diferencia significativa entre la
apariencia y la realidad. La mayoría de nosotros confun-
dimos apariencia con realidad. Creemos que las sabemos dife-
El hombre que hacía preguntas 11

renciar, pero no es así. Platón creía que sólo los filósofos


comprenden cómo es realmente el mundo. En vez de confiar
en sus sentidos, descubren la naturaleza de la realidad gra-
cias al pensamiento.
Para argumentar esto, Platón describió una caverna en la
que hay personas encadenadas de cara a uno de los muros.
Ante ellos ven sombras parpadeantes que toman por la rea-
lidad. No lo es. Se trata de las sombras que hacen los objetos
que hay delante de una hoguera. Estas personas se pasan
toda la vida creyendo que las sombras que se proyectan en
la pared son el mundo real. Entonces uno de ellos se libera
de sus cadenas y se vuelve hacia el fuego. Al principio tiene
la mirada borrosa, pero al poco comienza a ver dónde se
encuentra. Poco después, consigue salir a trompicones de la
cueva y finalmente logra ver el sol. Cuando regresa, nadie
cree lo que cuenta sobre el mundo exterior. El hombre que
se ha liberado es como un filósofo. Ve más allá de las apa-
riencias. La gente común no tiene mucha idea de lo que es la
realidad porque se conforman con mirar lo que tienen de-
lante en vez de reflexionar profundamente sobre ello. Pero
las apariencias engañan. Lo que ven son sombras, no la rea-
lidad.
Esta historia de la caverna está relacionada con lo que se
conoce como la Teoría de las Formas de Platón. El modo
más sencillo de comprender esta teoría es mediante un ejem-
plo. Pensemos en todos los círculos que hemos visto en
nuestra vida. ¿Alguno de ellos era un círculo perfecto? No.
Ninguno era absolutamente perfecto. En un círculo perfec-
to, cada punto de la circunferencia estaría exactamente a la
misma distancia del centro. En la realidad, los círculos no son
así. Sin embargo, entendemos perfectamente qué queremos
decir cuando utilizamos las palabras «círculo perfecto». En-
tonces, ¿qué es un círculo perfecto? Platón diría que la idea
de un círculo perfecto es la Forma de un círculo. Si uno quie-
re comprender lo que es un círculo, debería pensar en su For-
ma, no en lo que uno puede dibujar o experimentar a través
del sentido de la vista, pues éstos son imperfectos de uno u
12 Una pequeña historia de la filosofía

otro modo. De igual manera, pensaba Platón, si uno quiere


comprender lo que es la bondad, necesita concentrarse en la
Forma de la bondad, no en ejemplos particulares que uno
haya presenciado. Los filósofos son las personas más ade-
cuadas para pensar sobre las Formas de este modo abstrac-
to, ya que la gente común se deja llevar por el mundo que
perciben sus sentidos.
Puesto que a los filósofos se les da bien pensar sobre la
realidad, Platón creía que ellos debían mandar y ostentar
todo el poder político. En La República, su obra más céle-
bre, describió una sociedad perfecta imaginaria en la que los
filósofos ostentarían la máxima autoridad y recibirían una
educación especial; a cambio, sacrificarían sus propios pla-
ceres por el bien de los ciudadanos a los que gobernasen. Por
debajo de ellos, estarían los soldados que habrían sido en-
trenados para defender el país, y bajo éstos se encontrarían
los trabajadores. Estos tres grupos, creía Platón, estarían en
perfecto equilibrio; un equilibrio que sería como una mente
en la que la razón mantuviera las emociones y los deseos a
raya. Lamentablemente, este modelo de sociedad era pro-
fundamente antidemocrático, pues en él se mantendría a la
gente bajo control mediante una combinación de mentiras y
fuerza. Platón hubiera prohibido la mayor parte del arte,
aduciendo que proporciona falsas representaciones de la
realidad. Los pintores pintan apariencias, y éstas represen-
tan las Formas de un modo engañoso. Todos los aspectos de
la república ideal de Platón estarían estrictamente controla-
dos desde arriba. Sería lo que ahora llamaríamos un estado
totalitario. Platón creía que dejar votar a la gente era como
permitir que los pasajeros gobernaran una nave; mucho me-
jor dejar al mando a quienes saben lo que hacen.
La Atenas del siglo v no se parecía demasiado a la socie-
dad que Platón imaginó en La República. Era algo así como
una democracia, si bien únicamente alrededor del diez por
ciento de la población podía votar. Las mujeres y los escla-
vos, por ejemplo, estaban automáticamente excluidos. Sin
embargo, todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, y
El hombre que hacía preguntas 13

existía un complejo sistema de lotería para asegurarse de


que todo el mundo tenía la posibilidad de influenciar en las
decisiones políticas.
Atenas no valoró a Sócrates en la misma medida que lo
hizo Platón. Antes al contrario. Muchos atenienses pensa-
ban que Sócrates era peligroso y estaba socavando el gobier-
no deliberadamente. En el año 399 a. C., cuando Sócrates
tenía 70 años, uno de ellos, Meleto, le llevó ante un tribunal.
Aseguraba que Sócrates estaba dejando de lado a los dioses
atenienses e introduciendo nuevos dioses propios. También
sugirió que enseñaba a los jóvenes atenienses a comportarse
mal y les animaba a volverse en contra de las autoridades.
Eran acusaciones muy serias. Es difícil saber cuán ciertas
eran. Puede que Sócrates sí animara a sus alumnos a dejar
de seguir la religión del estado, y se sabe que le gustaba bur-
larse de la democracia ateniense. Eso concordaría con su
carácter. En cualquier caso, lo que sin duda es cierto es que
muchos atenienses creyeron los cargos que se le imputaban.
Votaron si lo consideraban o no culpable. Poco más de la
mitad de los 501 ciudadanos que componían el enorme ju-
rado creyeron que sí lo era y lo sentenciaron a muerte. Si
hubiera querido, probablemente Sócrates habría podido
convencerles para que no lo ejecutaran. En vez de eso, fiel a
su reputación de tábano, irritó todavía más a los atenienses
argumentando que no había hecho nada malo y que, de he-
cho, deberían recompensarle con comidas gratuitas para el
resto de su vida en vez de castigarle. Esto no sentó demasia-
do bien.
Lo ejecutaron obligándole a ingerir cicuta, un veneno
que paraliza el cuerpo gradualmente. Antes de morir, Sócra-
tes se despidió de su mujer y sus tres hijos y luego reunió a
sus alumnos a su alrededor. Si hubiera tenido la oportuni-
dad de seguir viviendo tranquilamente, sin hacer más pre-
guntas difíciles, no la habría aceptado. Prefería morir. Una
voz interior le impelía a seguir cuestionándolo todo, y no
podía traicionarla. Luego se bebió el veneno. Poco después
murió.
14 Una pequeña historia de la filosofía

Sócrates sigue vivo en los diálogos de Platón. Este hom-


bre difícil, que no dejaba de hacer preguntas y que prefería
morir a dejar de pensar en cómo son realmente las cosas, ha
sido desde entonces una inspiración para los filósofos.
Sócrates tuvo una gran influencia sobre quienes le trata-
ron. Tras la muerte de su maestro, Platón siguió enseñando
de acuerdo a su espíritu. Su discípulo más relevante fue, de
lejos, Aristóteles, un pensador muy distinto a ambos.

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