Caminando en El Poder Del Espiritu
Caminando en El Poder Del Espiritu
EL PODER
DEL
ESPÍRITU
A. W. TOZER
Tozer, A. W.
Caminando en el poder del Espíritu. - 1a ed. - Buenos Aires:
Publicaciones Alianza, 2011.
80 p.; 21x15 cm.
ISBN 978-950-759-110-5
CONTENIDOS
1. Poder en acción
2. Participación de Dios y del hombre
3. Los frutos de la obediencia
4. Los milagros siguen al arado
5. Impedimentos doctrinales
6. A través del derramamiento del Espíritu
7. Unidad y avivamiento
Este libro nos muestra el camino a un mayor poder espiritual. Cada idea principal es un
camino que lleva a una vida de abundante gracia. Si queremos experimentar la gracia de
Dios, debemos andar en su Espíritu. El conocimiento de la verdad no es suficiente; la
verdad debe ser vivida.
1. PODER EN ACCIÓN
El mayor hecho de la historia fue la venida de Jesucristo al mundo para vivir y morir
por la humanidad. El siguiente hecho más importante fue el avance de la iglesia para
encarnar la vida de Cristo y para difundir el conocimiento de su salvación por toda la tierra.
La tarea que enfrentó la iglesia, cuando bajó del aposento alto, no fue fácil: consistía en
continuar la obra de un hombre famoso porque lo habían matado (muerto como mueren los
criminales) y además la iglesia debía persuadir a la gente de que este hombre se había
levantado de la muerte y que él era el Hijo de Dios y el Salvador. A simple vista, esta
misión, por su misma naturaleza, estaba condenada al fracaso desde el comienzo. ¿Quién
creería semejante historia? ¿Quién pondría su fe en alguien a quien la sociedad había
condenado y crucificado?
Abandonada, la iglesia hubiera parecido como miles de sectas malogradas antes que
ella, sin dejar nada para que recuerden las siguientes generaciones.
La razón por la que la iglesia no murió fue que exis-tía un elemento milagroso dentro de
ella. Ese elemento fue suministrado por el Espíritu Santo, quien vino en Pentecostés para
darle poder. La iglesia no era una mera organización ni un simple movimiento, sino la
encarnación viviente del poder del Espíritu Santo. Por esa razón logró en pocos años
conquistas morales tan prodigiosas como inexplicables. La única explicación posible para
estas conquistas es Dios mismo.
Resumiendo, la iglesia comenzó en poder, se movió en poder y se siguió moviendo
mientras tuvo poder. Cuando dejó de tener poder, se encerró en sí misma y trató de
conservar sus logros. Pero sus bendiciones fueron como el maná: cuando trataron de
conservarlos, durante la noche crió gusanos y echó mal olor. Del mismo modo, hemos
tenido énfasis como el monasticismo, el escolasticismo y el intitucionalismo, entre otros;
todos han sido indicadores de lo mismo: ausencia de poder espiritual. En la historia de la
iglesia, cada retorno al poder del Nuevo Testamento ha marcado un nuevo avance, una
fresca proclamación del Evangelio, un resurgimiento del fervor misionero; y toda
disminución de poder ha visto el surgimiento de algún nuevo mecanismo de conservación y
defensa.
Si este análisis es razonable, entonces podemos pensar que en la actualidad estamos en
un estado de muy baja energía espiritual: porque no puede negarse que la iglesia moderna
se ha hundido hasta las orejas y está luchando desesperadamente para defender el poco
terreno que posee. Carece del discernimiento espiritual para saber que su mejor defensa es
una ofensiva, y se encuentra muy lánguida como para actuar según ese conocimiento.
Si queremos avanzar, necesitamos tener poder. El paganismo está cercando la iglesia y
su única reacción son algunas respuestas pobres y tímidas. Tales actividades significan un
poco más que una leve contracción de los músculos de un adormecido gigante, demasiado
somnoliento. Si la iglesia quiere tener una posición de influencia espiritual tiene que tener
poder; tiene que llegar a ser formidable. Debe ser una fuerza moral impactante para llegar a
ser tenida en cuenta y hacer de su mensaje una cosa revolucionaria, conquistadora.
Considerando que “poder” es una palabra que se presta para múltiples usos y abusos,
permítanme explicar lo que quiero decir con ello. Primero, quiero significar energía
espiritual de suficiente voltaje como para producir grandes santos. Una generación de
cristianos indulgentes e inocuos son un pobre ejemplo de lo que puede hacer la gracia de
Dios cuando actúa poderosamente en un corazón humano. El acto carente de emoción de
“aceptar al Señor” practicado entre nosotros conserva poca semejanza con las conversiones
dramáticas del pasado. Necesitamos el poder que transforma, que llena el alma con una
dulce intoxicación, que hará que cualquiera esté conmocionado por el amor de Cristo.
Actualmente tenemos “santos teológicos” que pueden (y deben) ser probados como
santos, mediante una apelación al original griego. Necesitamos santos cuyas vidas
proclamen su santidad y que no necesiten recurrir a la concordancia para su autenticación.
En segundo lugar, por “poder” quiero decir unción espiritual que produce unción
celestial a nuestra adoración, que endulza nuestros lugares de encuentro con la presencia
divina. En un lugar tan santo, los sermones altisonantes y las personalidades radiantes están
fuera de lugar. El egocentrísmo y el egoísmo son una gran tristeza para el Espíritu Santo. El
poder divino hace que el énfasis recaiga donde corresponde, es decir, sobre el Señor mismo
y su mensaje a la humanidad.
Asimismo, por “poder” me refiero a esa cualidad celestial que marca la iglesia como
algo divino. La mayor prueba de nuestra debilidad en la actualidad es que ya no existe nada
terrible o misterioso acerca de nosotros. La iglesia ha sido explicada (la evidencia más
segura de su caída). Actualmente tenemos muy poco que no pueda ser explicado por la
psicología y la estadística. En aquella primera iglesia, sus miembros se reunían en el pórtico
de Salomón y tan grande era el sentido de la presencia de Dios que “ningún hombre se
atrevía a reunirse con ellos”. El mundo vio fuego en ese arbusto y retrocedió aterrado. Por
el contrario, nadie les teme a las cenizas. Hoy cualquiera se atreve a acercarse tanto como
se le antoja. Incluso palmean en la espalda a la novia profesa de Cristo con grosera
familiaridad. Si alguna vez volvemos a impresionar a hombres perdidos, con un temor
saludable a lo sobrenatural, será porque tenemos una vez más la dignidad del Espíritu
Santo. Deberemos conocer nuevamente el temor reverente que tienen los hombres y las
iglesias cuando se hallan plenos del poder de Dios.
Por “poder” me refiero a esa energía efectiva que Dios ha soltado en la iglesia y en las
circunstancias que la rodean, tanto en tiempos bíblicos como posbíblicos, que la hicieron
fructífera e invencible entre sus enemigos.
¿Milagros? Si, cuando y donde fueren necesarios. ¿Respuestas a la oración?
¿Providencias especiales? Todo esto y aún más. Todo está resumido en las palabras de
Marcos: “y fueron y predicaron por doquier, el Señor con ellos y confirmando las palabras
con señales que las sucedían”. Todo el libro de los Hechos y los más nobles capítulos de la
historia de la iglesia, desde los tiempos del Nuevo Testamento, son una extensión de ese
versículo. Palabras tales como aquellas del segundo capítulo de Hebreos se erigen como un
reproche para los cristianos escépticos de nuestra época: “Testificando Dios juntamente
con ellos, con señales y prodigios y distintos milagros y repartimientos del Espíritu Santo
según su voluntad”. Una iglesia fría se ve forzada a “interpretar” tal lenguaje. No puede
penetrar en él, de modo que lo explica constantemente. Por eso, en esa triste situación, se
puede incluso llegar a usar cualquier intento interpretativo y cualquier exposición sin
respaldo escritural, para salvar las apariencias y justificar nuestra condición agonizante. Tal
exégesis defensiva es solamente un refugio para la ortodoxia escéptica, un escondite para
una iglesia demasiado débil como para estar de pie.
Nadie puede negar la necesidad de una ayuda sobrenatural en el trabajo de la
evangelización mundial. Nos hallamos en desventaja por las fuerzas superiores del mundo.
Y el hecho de no tener la ayuda de Dios significa una segura derrota. El cristiano que sale
sin fe en los milagros, regresará sin fruto. Que nadie se atreva temerariamente a tratar de
hacer cosas imposibles, salvo que haya sido previamente facultado por el Dios de lo
imposible. Nuestra garantía de victoria es que “el poder de Dios estaba allí”.
Finalmente, por “poder” quiero decir esa inspiración divina que mueve el corazón y
persuade al oyente a arrepentirse y a creer en Cristo. No es elocuencia, no es lógica, no es
argumento. No es ninguna de estas cosas, si bien puede acompañar a cualquiera de ellas o a
todas. Es más penetrante que el pensamiento, más desconcertante que la conciencia, más
convincente que la razón. Es el sutil milagro que sigue a la predicación ungida, una
misteriosa operación del Espíritu divino sobre el espíritu humano. Tal poder de estar
presente en cierta medida antes de que alguien pueda ser salvo, es la facultad fundamental
sin la cual hasta al más fiel seguidor le faltaría verdadera fe salvadora.
Tendremos tanto éxito en el trabajo cristiano como poder tengamos, ni más ni menos.
La falta de fruto por un período prueba falta de poder. Las circunstancias externas pueden
ser un obstáculo por un tiempo, pero nada puede oponerse por mucho tiempo al poder de
Dios, así como el hecho de tratar de luchar contra los relámpagos intermitentes es oponerse
a ese poder cuando es liberado sobre los hombres. O salvará o destruirá; traerá vida o traerá
muerte.
“Recibiréis poder” es la promesa de Dios y la provisión de Dios. El resto depende de
nosotros.
CAPÍTULO 1
PREGUNTAS PARA REFLEXIONAR Y CONVERSAR SOBRE ESTE CAPÍTULO DE
SENDAS DE PODER:
Es clave distinguir qué parte le corresponde a Dios y qué parte a nosotros. El hecho de
confundir o no comprender la parte de Dios y la parte del hombre en lo que concierne a la
salvación ha impedido encontrar la paz a innumerables seguidores y ha dejado sin poder a
comunidades enteras de la iglesia de Cristo.
Declaramos enfáticamente que existen algunas cosas que sólo Dios puede hacer; y sería
desperdiciar nuestros esfuerzos el intentar hacerlas nosotros mismos. Y que hay otras cosas
que solo el hombre puede hacer y pedirle a Dios que las haga es desperdiciar nuestras
oraciones. Es en vano que intentemos hacer lo que sólo puede hacer la gracia soberana;
igualmente es en vano que imploremos que Dios haga lo que ha sido ordenado.
Entre las cosas que sólo Dios puede hacer se destaca la obra de redención. Es clave para
nosotros. La expiación fue consumada en ese lugar santo adonde nadie sino un divino
Salvador podía llegar. Esa obra gloriosa no le debe nada al esfuerzo de ningún hombre. Lo
mejor de la raza de Adán nada podía agregar allí. Todo fue obra de Dios y el hombre
simplemente no podía participar.
La redención es un hecho objetivo. Es una obra potencialmente salvadora forjada para
los hombres, pero realizada independientemente del individuo y fuera de él. La obra de
Cristo en el Calvario trajo expiación para todos los hombres, pero no salvó a ningún
hombre.
La salvación es personal. La salvación es la redención hecha efectiva por la obra de
Dios, hecha posible mediante la obra de Dios en la cruz. Tanto la obra de la redención
hecha una vez, como la obra de salvación multiplicada muchas veces, son cosas que sólo
Dios puede hacer. Ningún hombre puede perdonar sus propios pecados; ninguno puede
regenerar su propio corazón; ningún hombre puede declararse justificado y limpio. Todo
esto es la obra de Dios en el hombre, la que emana de la obra que Cristo ya hizo por el
hombre. La expiación universal hace que la salvación esté universalmente disponible pero
no la hace universalmente efectiva en cada individuo.
Si la expiación fue hecha para todos los hombres, ¿por qué no todos son salvos? La
respuesta es que antes de que la redención se haga efectiva en un individuo en particular,
hay un acto que ese hombre debe realizar. Ese no es un acto de mérito, pero sí de
condición. Y es un acto de importancia eterna para nosotros, ya que su no cumplimiento
nos impide recibir la obra efectiva de Cristo de salvación personal. Este acto de apropiarse
de la salvación es algo que sólo el hombre puede hacer. La ortodoxia de nuestro tiempo
tiene temor de enfrentar esta verdad. Hemos sido enseñados en la doctrina de la gracia y
tememos declarar las cosas lisa y llanamente, no sea que pongamos en duda la gracia y
disminuyamos la gloria de la obra consumada por Cristo. Pero es un error hablar
tímidamente de un tema tan vital para el alma.
Debemos distinguir claramente y también ser tan audaces como la verdad lo exige. No
temamos empañar la gloria de Dios haciendo honor a la verdad que él mismo ha revelado.
El hecho de no distinguir el rol de Dios del rol del hombre ha traído como consecuencia
confusión mental e inercia moral en muchos cristianos. Se requiere que sepamos y
practiquemos la verdad tal como nos fue revelada en la Santa Palabra.
En la categoría de “cosas que no le corresponde hacer a Dios” se halla lo siguiente:
Dios no puede llevar a cabo nuestro arrepentimiento en lugar de nosotros. En nuestros
esfuerzos por magnificar la gracia, hemos predicado la verdad de modo tal que damos la
impresión de que el arrepentimiento es una obra de Dios. Esto es un grave error. Dios ha
demandado que todos los hombres se arrepientan. Es algo que sólo ellos pueden hacer. Es
moralmente imposible que un hombre se arrepienta por otro. Ni aún Cristo podía hacerlo.
Podía morir por nosotros, pero no puede arrepentirse en lugar de nosotros.
Dios en su misericordia puede “inclinarnos” al arrepentimiento y mediante su Espíritu
ayudarnos en nuestro arrepentimiento. Pero antes de que podamos ser salvos, debemos
arrepentirnos ante Dios por nuestra vida lejos de él y creer en Jesucristo. Esto lo enseña
claramente la Biblia y está ampliamente apoyado por la experiencia. El arrepentimiento
involucra la reforma moral. Las prácticas erróneas son obra del hombre y sólo el hombre
puede corregirlas. Por ejemplo, mentir es un acto del hombre por el cual debe asumir toda
responsabilidad. Cuando se arrepienta, dejará de mentir. Dios no dejará de mentir por él,
sino que el hombre dejará de hacerlo por sí mismo.
Afirmado así de simple, todo parece obvio, y po-dríamos pregunarnos cómo puede ser
que las personas razonables esperen que alguna otra persona los releve de su obligación
personal de arrepentirse. No obstante, en la práctica y bajo la presión de una fuerte emoción
religiosa, las cosas no son tan simples como podríamos suponer.
El hecho es que el énfasis de decir que “todo ha sido hecho, tú no puedes hacer nada”,
ha causado una interminable confusión. En medio de esta confusión, se le ha dicho a la
gente que han de perecer por lo que son, no por lo que hacen. De este modo, muchos llegan
a pensar que lo que hacen no tiene ninguna importancia. Y además se recuerda que no
pueden hacer nada por la salvación. Incluso sugerirlo se lo presenta como ofensa a Dios:
¿no es acaso suficiente prueba de esto el horrible ejemplo de Caín? De este modo, son
arrojados inevitablemente entre el primer Adán y el último Adán. Uno cometió sus pecados
y el otro ha hecho todo lo demás. De este modo, con una enseñanza que genera confusión,
es cortada la fibra de su vida moral y se hunde nuevamente en la desesperanza sin moverse
por medio a ser culpables de un pecaminoso esfuerzo propio. Al mismo tiempo se hallan
profundamente preocupados por la noción de que algo anda muy mal en sus vidas. La
solución para toda esta confusión y estos mensajes contradictorios es ver con honradez el
devenir de la historia. Los hombres están perdidos porque pecan individual y
personalmente. Nunca seremos juzgados por los pecados de Adán, sino por los nuestros
propios. Somos y seremos plenamente responsables por nuestros pecados hasta que hayan
sido traídos y colocados en la cruz de Jesús.
La idea de que podemos delegar el arrepentimiento es una inferencia errónea extraída
de la doctrina de la gracia, pero mal presentada y malentendida.
Otra cosa que Dios no puede hacer es creer por nosotros. Es cierto que la fe es un don
de Dios, pero el hecho de que actuemos o no sobre esa fe depende enteramente de nuestra
decisión. La verdadera fe requiere que cambiemos nuestra actitud para con Dios. Significa
que no sólo reconocemos nuestra situación y su persona, sino que nos disponemos a creer
en sus promesas y obedecer sus mandamientos. Esa es una fe bíblica; otra cosa es
autoengaño. Si Dios es el objeto de la fe, no puede ser también el sujeto ejecutor. El
pecador arrepentido es el sujeto, y como tal debe poner su fe en Cristo como su Salvador.
Esto lo debe hacer por sí mismo. Dios puede ayudarlo y ser paciente, pero nunca puede
tomar su lugar y realizar el acto por él.
El día que se comprenda que Dios no será responsable de nuestro pecado e incredulidad
será un día de alegría, cambios y transformación para la iglesia de Cristo. La convicción de
que somos responsables personalmente por nuestros pecados individuales es un impacto
para nuestros corazones; aclarará el panorama y eliminará la incertidumbre. Los pecadores
recurrentes pierden su tiempo implorando a Dios que haga lo que él firmemente les ha
ordenado que realicen. Él no discutirá con ellos; simplemente los dejará en su desilusión.
La falta de fe es un gran pecado o, dicho con más exactitud, es una evidencia de pecados no
confesados. Arrepentirse y creer es el camino a seguir. La fe seguirá al arrepentimiento y la
salvación será la consecuencia.
Cualquier interpretación de la gracia que exime al pecador de la responsabilidad de
arrepentirse no es de Dios ni está de acuerdo con la verdad revelada. Dios tampoco es
responsable de ayudarnos a arrepentirnos. Él no nos debe nada. Realmente, si pensamos en
la justicia, debemos reconocer que el único hombre que recibe su merecido es el hombre
que muere en pecado y va al juicio sin obtener el perdón y la salvación. Todos los demás
son objeto de inmerecida misericordia.
¿Qué tiene que ver todo esto con la falta de poder en nuestras iglesias? ¡Mucho!
Millones comienzan su vida cristiana sin comprender su deber moral para con Dios. Tratan
de creer sin antes haberse arrepentido. Tratan de tener fe, sin intentar poner sus vidas en
conformidad moral con la voluntad de Dios. Como consecuencia, no tienen nada en claro.
Son personas llenas de dudas. Están desilusionados con sus vidas y, en su mayoría, viven
sin gozo ni entusiasmo. Es difícil tener deleite en medio de la incertidumbre.
No tiene sentido exhortar a tales “supuestos” cristianos a buscar poder; no tiene sentido
hablarles sobre la vida rendida al Señor. Ellos simplemente no pueden comprender.
Escuchan el sermón y siguen su camino, esperando en vano que Dios haga las cosas que él
mismo les ha ordenado a ellos realizar. Mientras no corrijan esto, es muy poco lo que se
puede esperar. Habrá esperanza solamente para aquel que se arrepienta y crea.
CAPÍTULO 2
PREGUNTAS PARA REFLEXIONAR Y CONVERSAR SOBRE ESTE CAPÍTULO DE
SENDAS DE PODER:
ü Según el autor, ¿por qué es tan importante diferenciar y entender qué parte le
corresponde hacer a Dios y cuál al ser humano?
ü ¿Qué pasa cuando esperamos que Dios haga lo que nos corresponde hacer nosotros?
CAPÍTULO 3
PREGUNTAS PARA REFLEXIONAR Y CONVERSAR SOBRE ESTE CAPÍTULO DE
SENDAS DE PODER:
ü ¿Qué es obedecer?
ü ¿Cuáles son los problemas principales que hay en la iglesia con la obediencia al Señor?
ü ¿Por qué, según el autor, hoy en día entendemos mal lo que significa la obediencia?
“Sembrad para vosotros en justicia, segad para vosotros en misericordia; haced para
vosotros barbecho; porque es el tiempo de buscar a Jehová, hasta que venga y os enseñe
justicia (Os. 10:12)
Hay aquí dos tipos de suelo: tierra sin cultivar y tierra que ha sido arada. El campo sin
cultivar está limpio, contento, protegido del impacto del arado y la agitación de la
trilladora. Un campo así, mientras yace año tras año, se convierte en un lugar favorito para
el cuervo y para cualquier tipo de predadores. Si tuviera inteligencia, podría tener una gran
satisfacción en su reputación. Tiene estabilidad. La naturaleza lo ha adoptado. Puede
confiarse en que permanecerá siempre igual, mientras que los campos que lo rodean
cambian de marrón a verde y nuevamente al marrón. Seguro e inalterable, se tiende
perezosamente al sol, dando un cuadro de somnolienta satisfacción. Pero está pagando un
enorme precio por su tranquilidad: nunca ve el milagro del crecimiento; nunca siente los
movimientos de la vida que nace. Tampoco ve la maravilla de las semillas que estallan ni la
belleza del grano que madura. Nunca conocerá el fruto, como tampoco pasó por él ni el
arado ni la trilladora.
Por el otro lado, el campo cultivado se ha sometido a la aventura de vivir. La cerca
protectora se abrió para admitir el arado. Y el arado ha venido como siempre vienen los
arados, práctico, cruel, ejecutivo y apurado. La paz se ha quebrado por los gritos del
labrador y el resonar de las maquinarias. El campo ha sentido el dolor del cambio; ha sido
dado vuelta, trastornado, lastimado y roto. Pero las recompensas por sus esfuerzos llegan.
La semilla germina y muestra su milagro de vida; curiosa, explorando el nuevo mundo que
asoma por encima de ella. Por todo el campo la mano de Dios está trabajando en el antiguo
y siempre renovado funcionamiento de la creación. Nuevas plantas nacen, para crecer,
madurar y consumar la gran profecía latente en la semilla cuando penetra la tierra. Los
milagros de la naturaleza siguen al arado.
También existen dos tipos de vidas: la vida sin cultivar y la que ha sido arada. Para
encontrar ejemplos de la vida sin arar no necesitamos ir lejos: son demasiado numerosas
entre nosotros.
El hombre a quien podemos tipificar como una vida sin arar está satisfecho consigo
mismo y con el fruto que una vez tuvo. No quiere ser molestado. Sonríe con tolerante
superioridad a los avivamientos, ayunos o exámenes de conciencia y a todo el sufrimiento
para producir frutos y la angustia por avanzar. El espíritu de aventura está muerto dentro de
él. Es estable, siempre igual, siempre en su lugar habitual (como el viejo campo),
conservador; constituye una especie de mojón en la pequeña iglesia. Pero no da fruto. La
maldición de una vida así es que su condición es permanente. Se ha cercado a sí mismo y al
hacerlo ha dejado fuera a Dios. Lejos también está el milagro del crecimiento.
La vida que podemos comparar con la tierra arada es la que en el acto de
arrepentimiento ha derribado las vallas protectoras y ha introducido el arado de la confesión
en el alma. La urgencia del Espíritu, la presión de las circunstancias y la angustia de una
vida sin fruto se han combinado para humillar el corazón. Una vida así ha eliminado las
defensas y ha abandonado la seguridad de la muerte por el riesgo de la vida. El descontento,
las ansias, el arrepentimiento. una obediencia valiente a la voluntad de Dios han golpeado
el suelo y lo han quebrado, de modo que una vez más está listo para la semilla. Y como
siempre el fruto sigue al arado. La vida y el crecimiento comienzan cuando Dios “hace
llover justicia”. Tal persona puede testificar: “y allí, la mano del Señor estaba sobre mí”.
Correspondientes a estos dos tipos de vida la historia religiosa muestra dos conceptos:
la dinámica y la estática.
Los períodos dinámicos fueron aquellos tiempos heroicos en que el pueblo de Dios se
esforzaba para cumplir el mandato del Señor y salía sin temor para llevar su testimonio al
mundo. Cambiaron la seguridad de la inacción por los riesgos del progreso inspirado por
Dios. Invariablemente el poder de Dios seguía a tales acciones. El milagro de Dios seguía a
su pueblo y se detenía cuando su pueblo se paraba.
Los períodos estáticos fueron aquellos en que el pueblo de Dios, cansado de luchar,
buscó una vida de sosiego y seguridad. Entonces se ocupaban de tratar de mantener las
ganancias logradas en aquellos días más intrépidos cuando el poder de Dios se movía entre
ellos.
La historia bíblica está repleta de estos ejemplos. Abraham “salió” en su gran aventura
de fe y Dios fue con él. Los resultados fueron revelaciones, teofanías, el regalo de la tierra
de Palestina, pactos y promesas de futuras y ricas bendiciones. Luego Israel bajó a Egipto y
los milagros cesaron por cuatrocientos años. Al final de ese tiempo, Moisés sintió el
llamado de Dios y se adelantó a de-safiar al opresor. Un torbellino de poder acompañó a
ese desafío e Israel pronto comenzó a marchar. Cuando osaba marchar, Dios enviaba sus
milagros para abrirle el camino. Siempre que Israel se rendía, el Señor interrum-pía su
bendición y esperaba que Israel se incorporara nuevamente.
Esta es una reseña breve pero clara de la historia de Israel. También es la historia de la
iglesia. Siempre que ellos iban y predicaban por doquier, el Señor trabajaba “con ellos…
confirmando la palabra seguida de señales”. Pero cuando se replegaban a los monasterios o
se recreaban construyendo bonitas catedrales, la ayuda de Dios se retiraba. Hacía falta un
Lutero o un Wesley para desafiar nuevamente al infierno. Entonces, invariablemente, Dios
derramaba su poder como antes.
Esta ley rige para cada denominación, sociedad misionera, iglesia local y aún para el
cristiano en forma individual. Dios obra cuando su pueblo vive osadamente. Cesa cuando
ya no requieren su ayuda. Tan pronto buscamos protección fuera de Dios, la encontramos
para nuestra propia ruina. Busquemos seguridad en un muro reglamentos, prestigio,
numerosas agencias para la delegación de nuestras obligaciones y una parálisis progresiva
se instalará de inmediato. Una parálisis que sólo puede terminar en muerte.
El poder de Dios sólo viene donde es invocado por el arado. Es derramado dentro de la
iglesia sólo cuando ésta hace algo que así lo requiera. Con la palabra “hacer” no quiero
significar solamente actividad. La iglesia ya tiene bastante activismo, pero en todas sus
actividades puede ser sumamente cuidadosa en dejar sin tocar su suelo no cultivado. Tiene
cuidado en confinar su activismo dentro de la seguridad de los límites que marcó el temor.
Ésa es la razón por la cual es estéril; se siente segura, pero sin cultivar.
Mire a su alrededor hoy y vea dónde tienen lugar los milagros que son evidencias del
poder. Nunca se dan en el seminario, donde cada pensamiento está preparado para ser
recibido por el estudiante, sin sufrimiento y siempre de segunda mano; nunca en la
institución religiosa donde hace ya tiempo la tradición y la costumbre han hecho
innecesaria la fe; nunca en la vieja iglesia donde las placas recordatorias pegadas sobre los
muebles ostentan el silencioso testimonio de una gloria pasada. Invariablemente, donde la
fe valiente lucha desesperadamente, allí está Dios enviando “ayuda desde el santuario”.
En la sociedad misionera con la cual he estado asociado por muchos años, he notado
que el poder de Dios siempre ha sobrevolado sobre nuestras fronteras. Los milagros han
acompañado nuestros avances y han cesado cuando y donde nos permitimos sentimos
satisfechos y dejamos de avanzar. La doctrina del poder no puede salvar a un movimiento
signado por la esterilidad.
Pero me preocupa más el efecto de esta verdad sobre la iglesia local y el individuo.
Mire aquella iglesia donde alguna vez abundantes frutos dieron algo constante y esperado,
pero que ahora muestra poco y nada de fruto, y el poder de Dios pareciera estar en
suspenso. ¿Cuál es el problema? Dios no ha cambiado, tampoco ha cambiado en lo más
mínimo su propósito para esta iglesia. No, la que ha cambiado ha sido la iglesia.
Un pequeño examen de conciencia revelará que la iglesia y sus miembros se han
convertido en tierra sin cultivar. Ha superado sus primeros dolores y ha aceptado ahora una
forma de vida más cómoda. Está satisfecha de llevar a cabo su programa indoloro con
suficiente dinero para pagar sus cuentas y una membresía lo suficientemente numerosa
como para asegurar su futuro. Sus miembros buscan ahora en ella seguridad, más que una
guía para la batalla entre el bien y el mal. Se ha convertido en una escuela en vez de un
cuartel. Sus miembros son estudiantes, no soldados. Estudian las experiencias de otros, en
vez de buscar nuevas experiencias propias.
El único camino hacia el poder para una iglesia así es salir de su escondite y, una vez
más, tomar el arriesgado camino de la obediencia. Su seguridad es su enemigo más mortal.
La iglesia que teme al arado escribe su propio epitafio; en cambio la que usa el arado
avanza en el camino del avivamiento.
CAPÍTULO 4
PREGUNTAS PARA REFLEXIONAR Y CONVERSAR SOBRE ESTE CAPÍTULO DE
SENDAS DE PODER:
ü El autor usa una parábola, ¿en qué consiste? ¿Qué quiere decir con ella?
ü ¿Cómo son los dos tipos de suelos? ¿Qué características principales tienen?
ü ¿Qué significa tener una “vida arada”? ¿Qué implicancias prácticas tienen? ¿Qué
podemos hacer?
5. IMPEDIMENTOS DOCTRINALES
A los ojos de cualquier observador sincero de la escena religiosa actual, hay dos cosas
que se harán evidentes de inmediato:
1. Que hay muy poco sentido del pecado entre los no redimidos.
2. Que el supuesto cristiano promedio vive una vida tan mundana y negligente que es
difícil distinguirlo del hombre inconverso.
El poder que trae convicción al pecador y capacita al cristiano a superarse en su diario
vivir está siendo obstaculizarlo en alguna parte. Sería una simplificación exagerada
nombrar una única causa de ese fenómeno, ya que muchas cosas se interponen en el camino
de la completa realización de nuestros privilegios en el Nuevo Testamento. No obstante,
existe una clase de impedimentos que sobresale tan notoriamente que no tememos
equivocarnos al atribuirle una gran parte de la culpa de nuestro problema. Me refiero a la
intrusión de doctrinas erróneas o al hecho de darle un énfasis desmedido a algunas
doctrinas correctas. Quiero destacar algunas de estas doctrinas, tanto de las primeras como
de las últimas. Permítame aclarar que no lo hago con el deseo de suscitar controversias,
sino que esta reflexión nos conduzca a un reverente examen de nuestra posición.
El fundamentalismo cristiano de nuestros tiempos está profundamente influenciado por
ese antiguo enemigo de la rectitud al que llamamos antinomianismo (creencia en que la fe
por sí sola asegura la salvación). El credo del antinomianismo afirma: “Somos salvos solo
por la fe. Las obras no tienen lugar en la salvación. La conducta es obra y por lo tanto no
tiene ninguna importancia. Lo que hacemos no puede importar mientras creamos
correctamente. El divorcio entre credo y conducta es absoluto y terminante. El tema del
pecado es resuelto por la cruz. La conducta está fuera del círculo de la fe y no puede
interponerse entre el creyente y Dios.” Tal es, en síntesis, la enseñanza del antinomianismo.
Y tanto ha permeado el cristianismo moderno que es aceptado por las masas religiosas
como si fuera la misma verdad de Dios.
El antinomianismo es la doctrina de la gracia llevada por una lógica incorrecta hasta el
punto de lo absurdo. Toma la enseñanza de la justificación por la fe y la retuerce hasta la
que la deforma. Esta enseñanza incorrecta molestó al apóstol Pablo en la antigua iglesia
primitiva y generó algunas de sus más duras acusaciones. Cuando se formula el
interrogante “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?”, él mismo contesta
con un enfático “¡No!”, con ese tremendo argumento del capítulo 6 de su carta a los
Romanos.
Los defensores del antinomianismo en nuestra época merecen nuestro respeto por una
cosa: en general, su motivación es buena. Su error surge de su celo por magnificar la gracia
y exaltar la libertad del Evangelio. Comienzan bien, pero se dejan llevar más allá de lo que
está escrito, por apegarse de un modo servil a una lógica indisciplinada. Siempre es
peligroso aislar una verdad y luego forzarla hasta sus límites sin tener en consideración
otras verdades. Las Escrituras no enseñan que la gracia nos hace libres para hacer el mal. Al
contrario, nos libera para hacer el bien. Entre estas dos concepciones de la gracia existe un
abismo insalvable. Se puede expresar como un axioma del pensamiento cristiano que todo
lo que hace permisible el pecado es un adversario de Dios y un enemigo de las almas de
los hombres.
Inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial se desató una epidemia de
evangelismo popular con el énfasis sobre lo que se llamó el Evangelio “positivo”. Las
palabras claves fueron: “creer”, “programa”, “visión”. La perspectiva era totalmente
objetiva. Los hombres se rebelaban contra el deber, los mandamientos y lo que ellos
desdeñosamente llamaban un decálogo de “no se debe”. Hablaban de un Jesús grande y
amoroso que había venido a ayudarnos a nosotros que somos pobres pero bien
intencionados pecadores, a obtener la victoria. Cristo era presentado como un Contestador
de Oración poderoso aunque no muy exigente. El mensaje era presentado de tal forma que
se fomentaba el concepto de Cristo como dador de panes y peces. Esa parte del Nuevo
Testamento que actúa como un incentivo para lograr una vida santa fue cuidadosamente
suprimida. Se decía que era “negativa” y no se toleraba. Miles de personas no tenía la
menor intención de dejar todo y seguir al Señor buscando ayuda. La voluntad de Dios era
interpretada como “Ven y tómalo”. De este modo Cristo se convirtió en el agente de una
convivencia útil, pero su indisputable reclamo de señorío sobre el creyente fue tácticamente
cancelado.
Mucho de esto ya es historia. La depresión económica de los años 30 en los EE.UU.
ayudó a ponerle fin, encareciendo las enormes reuniones que lo propagaban. Pero sus frutos
malignos perduran. La corriente del pensamiento evangélico fue contaminada y sus aguas
aún están turbias. Una de las cosas que perduran como una peligrosa consecuencia de esos
días festivos es el hábito cómodo de echarle al diablo la culpa de todo. Supuestamente
nadie debería sentir ninguna culpa personal; el diablo lo había hecho. Entonces ¿por qué
culpar al pecador por las fechorías del diablo? Éste se convirtió en el chivo expiatorio
universal, que cargaría la culpa de cada diablura humana desde Adán hasta nuestros días.
Uno infería que nosotros somos geniales y buenos adoradores, que no somos malos en
realidad; somos meramente conducidos por mal camino por la zalamería de ese viejo
fantasma malévolo de las regiones celestes. Nuestros pecados no son la expresión de
nuestras voluntades rebeldes; son sólo magulladuras donde el diablo ha estado
maltratándonos. Por supuesto, los pecadores no pueden sentir culpa, considerando que son
meramente las víctimas de la maldad de otros.
Bajo este tipo de enseñanza no puede haber auto-condenación, aunque puede haber -y
hay- un gran sentimiento de autocompasión por el maltrato de que fuimos objeto nosotros,
pecadores inocentes, por parte del diablo. Ahora bien, ningún estudiante de la Biblia
subestimará la siniestra obra de Satanás, pero hacerlo responsable de nuestros pecados es
practicar un autoengaño mortal. Y si uno mismo se autoimpone el engaño, será más difícil
de curar.
Otras doctrinas que obstaculizan la obra de Dios y que se escuchan en muchas partes es
que los pecadores no se pierden porque han pecado, sino porque no han aceptado a
Jesucristo. “Los hombres no se pierden porque matan, ni son enviados al infierno porque
mienten, roban o blasfeman; son enviados al infierno porque rechazan al Salvador”. Esta
prédica errónea bombardea constantemente y rara vez es puesta en tela de juicio por los que
la escuchan. Un argumento paralelo sería reclamado a gritos por tonto, pero aparentemente
nadie lo nota: “Ese hombre que tiene cáncer se está muriendo, pero no es el cáncer que lo
está matando; es su negativa a aceptar una cura”. ¿No es claro que la única razón por la que
el hombre necesitaría una sanidad es porque ya está condenado a morir por el cáncer? La
única razón por la que necesito un Salvador en su capacidad de tal es que yo ya estoy
marcado para el infierno por los pecados que he cometido. Rehusar a creer en Cristo es un
síntoma de maldad más profundo en la vida, de pecados no confesados de conductas
abandonadas. La culpa yace sobre actos de pecado; la prueba de esa culpa es evidenciada
en el rechazo al Salvador.
Si alguien quiere ignorar todo esto lo invito a hacer primero una pausa y pensar: la
doctrina de que el único pecado mortal es el rechazo de Jesucristo es lo que genera en
nuestra actualidad la falta de fuerza moral que nuestra iglesia tiene. No es otra cosa que un
sofisma teológico que, en la mente del cristiano moderno, ha llegado a identificarse con la
ortodoxia. Por esa razón es muy difícil de corregir. Por parecer inofensiva es una creencia
muy perjudicial, ya que destruye nuestro sentido de responsabilidad para con nuestra
conducta moral. Despoja al pecado de su horror y hace que lo malo sea un mero tecnicismo.
Y si este error no es corregido, el poder no se manifiesta.
Otro impedimento doctrinario es la enseñanza de que los hombres son tan débiles por
naturaleza que no pueden guardar la ley de Dios. Nuestra impotencia moral nos es
martillada con sermones y canciones, hasta que languidecemos y nos abandonamos a
nuestra desesperación. ¡Y como corolario, se nos dice que debemos aceptar a Jesucristo, a
fin de que podamos ser salvos de la ira de Dios por la ley transgredida! No importa lo que
diga el intelecto: el corazón humano nunca puede aceptar la idea de que seremos
considerados responsables por transgredir una ley que no podemos obedecer. ¿Algún padre
pondría una bolsa de 100 kilogramos sobre los hombros de su hijito de tres años para luego
pegarle porque no la puede llevar? Los hombres pueden o no agradar a Dios. Si no pueden
y no quieren, entonces son culpables; y como pecadores culpables, su destino final es el
infierno. Esto último es sin duda la realidad. Si se permite que la Biblia hable por sí misma,
enseñará la doctrina de la responsabilidad personal del hombre por los pecados que comete.
Los hombres pecan porque quieren pecar. El pleito de Dios con los hombres es porque ellos
no quieren hacer ni siquiera esa parte de la voluntad de Dios que comprenden y podrían
hacer.
Algunos han extraído la doctrina de la incapacidad moral del testimonio de Pablo en el
Capítulo 7 de Romanos. Pero de cualquier manera que se interprete la lucha interior de
Pablo, es contrario a toda verdad conocida creer que él había sido un infractor permanente
de la ley y un violador consuetudinario de los diez mandamientos. El testificó
específicamente de que había vivido con buena conciencia ante Dios, lo que para un judío
sólo podía significar que había observado los requerimientos legales de la ley de Moisés. El
clamor de Pablo en Romanos no es por el poder para cumplir la simple moralidad de los
diez mandamientos, sino por la santidad interior que la ley no podía dar.
Es hora de que pongamos en orden nuestra manera de pensar sobre la ley. La debilidad
de la ley era tripartita: 1. no podía cancelar pecados pasados; esto implica que no podía
justificar; 2. no podía hacer que los hombres muertos vivieran; esto significa que no podía
regenerar y, 3. no podía transformar en buenos los corazones malos, esto quiere decir que
no podía santificar. Enseñar que la insuficiencia de la Ley radica en la incapacidad moral
del hombre para satisfacer sus simples demandas sobre el comportamiento humano, es
cometer un grave error. Si la Ley no pudiera ser obedecida, Dios estaría en la posición de
depositar sobre los hombres una carga moral imposible para luego castigarlos por no
cumplir con lo imposible. Creeré todo lo que halle en la Biblia, pero no me siento en la
obligación de creer una enseñanza que obviamente es una inferencia errónea, que por otra
parte contradice las Escrituras y ultraja la razón humana.
La Biblia en toda su extensión da por sentada la habilidad de Israel para obedecer la
ñey. La condenación vino porque Israel, teniendo esa habilidad, rehusó obedecer. Ellos
pecaron no por afable decaimiento, sino por rebelión deliberada contra la voluntad de Dios.
Esa siempre es la naturaleza del pecado: el rechazo voluntario de obedecer a Dios. Aún así
los hombres siguen tratando de lograr convicción en los pecadores, diciéndoles que pecaron
porque no podían evitarlo.
La moda de excusar el pecado, de buscar la justificación teológica para el pecado en vez
de tratarlo como un ultraje a Dios, está teniendo su terrible afecto entre nosotros. Una
profunda búsqueda del corazón y un firme deseo de apartarse del mal servirá de mucho
para traer nuevamente el poder de Dios a la iglesia de Cristo. Deberán escucharse
nuevamente los tiernos sermones llorosos sobre este tema, antes de que pueda venir el
avivamiento.
Las contradicciones observadas en las enseñanzas que hemos examinado aquí son otra
causa de debilidad. Por regla general los cristianos no disfrutan de gran poder hasta que
comienzan a pensar correctamente. Algunos pueden preguntarse si los metodistas tenían
razón en cada punto que sostenían. Sin embargo, todos debemos admitir que sus líderes
habían analizado tan claramente las cosas que no estaban dirigiendo a la gente en círculos.
Hasta donde alcanzaban a ver, no había contradicciones en su filosofía de fe y esto fue una
fuente de verdadera fuerza para ellos. Lo mismo era cierto en los avivamientos de Finney.
Dios usó a Finney para hacer que las personas pensaran correctamente sobre la religión.
Puede ser que Finney no haya estado acertado en todas y cada una de las conclusiones a las
que arribó, pero sí eliminó los estancamientos doctrinarios e hizo que las personas
comenzaran a moverse hacia Dios. Confrontaba a sus oyentes con la disyuntiva moral de
“esto o aquello”, de manera que siempre sabían dónde estaban.
CAPÍTULO 5
PREGUNTAS PARA REFLEXIONAR Y CONVERSAR SOBRE ESTE CAPÍTULO DE
SENDAS DE PODER:
ü “La salvación no es por obras.” Si bien todos estamos de acuerdo con esta frase, ¿de
qué modo, según el autor, podemos mal interpretarla y llegar a conclusiones
equivocadas?
ü ¿Cuáles son algunas de las consecuencias posibles de interpretar mal este concepto?
ü ¿Qué otros errores doctrinales nos alejan de la verdad? ¿En qué consisten? Enumere y
explique los que el autor señala.
Un observador neutral deduciría al leer las Escrituras que Dios desea promover su obra
entre los hombres mediante frecuentes derramamientos del Espíritu Santo sobre su pueblo.
Y que lo haría cuando lo necesitasen y estuvieran preparados para recibirlo.
Hacemos esta declaración con el total convencimiento de que será vehementemente
puesta en tela de juicio por algunos maestros. Hay quienes dicen: “no es bíblico orar o
esperar un derramamiento del Espíritu Santo hoy día. El Espíritu ya fue derramado una sola
vez para siempre en Pentecostés y no ha abandonado la iglesia desde entonces. Orar ahora
por el Espíritu Santo es ignorar el hecho histórico de Pentecostés.” Este es el argumento
usado para desalentar las expectativas, ha apagado con éxito el fervor de muchas
congregaciones y ha silenciado sus oraciones. Existe una lógica aparente en esta objeción,
hasta cierto aire de ortodoxia superior; pero es contrario a la Palabra de Dios y no armoniza
con las operaciones de Dios en la historia de la iglesia.
La Biblia no patrocina esta escalofriante doctrina de “bendición una vez para siempre”.
Más bien, nos anima a esperar “lluvias de bendición” y “aguas sobre el sequedal”. Era
imposible que el derramamiento que vino en Pentecostés afectara a personas que no se
hallaban presentes o a congregaciones que aún no existían. Es obvio que los beneficios
espirituales de Pentecostés deben prolongarse más allá del período de vida de las primeras
personas que los recibieron. El Espíritu debe llenar, no sólo ese primer grupo de
“aproximadamente ciento veinte”, sino también a otros, pues de otra manera las
bendiciones de esa experiencia cesarían con la muerte del último miembro de la agrupación
inicial.
Todo esto parece ser lo suficientemente razonable, pero tenemos un testimonio más
seguro de la Escritura: cierto tiempo después de Pentecostés un grupo de creyentes se
reunió para orar para recibir de Dios fuerza y poder y así enfrentar la crisis que vivían.
“Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos
del Espíritu Santo y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hch. 4:31). Algunos de
éstos eran del grupo original de los que fueron llenados del Espíritu Santo en Pentecostés.
No podemos pensar que Dios actúe contra su propia voluntad, llenándolos otra vez con el
Espíritu Santo después de Pentecostés. Se registran aún otros derramamientos en Hechos 8,
10 y 19. Todos ellos ocurrieron algunos años después del hecho original.
Resumiendo, la enseñanza del Nuevo Testamento es que el derramamiento en
Pentecostés fue el comienzo histórico de una era que habría de caracterizarse por un
continuo derramamiento del Espíritu Santo. A través del profeta Joel, Dios había prometido
que en los últimos días derramaría su Espíritu Santo sobre toda carne. La frase “los últimos
días”, se aplica a un período que comienza con la primera venida de Cristo y continúa hasta
el segundo advenimiento. Ésta es la posición que sostiene el doctor C. I. Scofield, tal como
puede apreciarse en sus notas sobre Joel 2 y Hechos 2.
Las experiencias documentadas de 2000 años de historia de la iglesia nos confirman
que la promesa de Dios de impartir su poder está destinada a la iglesia para todo el tiempo
de su lucha terrenal. Mientras que la cristiandad como un todo se ha conformado con el
credo y la forma, siempre ha habido un grupo más pequeño dentro del cuerpo principal que
ha probado las promesas y ha disfrutado de los frutos de Pentecostés. Poderosos
movimientos, algunos conocidos como “reformas”, embates de actividad misionera,
resurgimientos repentinos de llamaradas de avivamiento en comunidades y naciones, han
sido la señal del fuego en la noche para indicar los avances de Dios. En tiempos recientes,
como lo muestra la historia, estas visitaciones espirituales nos han dado a los moravos, a los
metodistas, al Ejército de Salvación y una pléyade de predicadores y misioneros poderosos,
cuyos nombres se hallan en el Libro de la Vida. En estos precisos días en que vivimos
existen evidencias dispersas de que Dios aún está derramando su Espíritu Santo sobre los
hombres. Eso es así ya que Dios siempre actua en la historia.
Ahora, si Dios dispone derramar su Espíritu Santo sobre nosotros, ¿por qué no reciben
más cristianos y más iglesias una experiencia de poder como la de la iglesia primitiva? El
hecho de que algunos lo han recibido es admitido con gozo pero, ¿por qué tan pocos?
Cuando la provisión es tan amplia y la promesa tan segura, ¿qué nos lo impide?
Me gustaría compartir con usted algunos pensamientos al respecto. Este análisis es el
resultado de una observación hecha con cuidado y oración.
Un obstáculo para recibir el poder es el miedo generalizado a que nuestras emociones
toquen la vida religiosa. Esto ha ido tan lejos que, para muchas personas formales, se ha
convertido en una fobia. Hombres que deberían conocer mejor, se arrodillarán por una hora
al lado de alguien que se halla en la búsqueda, cuidándose todo el tiempo de sus emociones,
como si fuesen el mismo diablo. Muchos maestros de la Biblia declaman contra los
sentimientos, hasta que llegamos a avergonzarnos de admitir que alguna vez hayamos
considerado algo tan depravado. En la enseñanza moderna, la fe y los sentimientos se
oponen uno al otro y se le da a entender al oyente que cualquier demostración de emociones
es algo poco delicado, cuando no carnal, y debe ser evitado a cualquier precio. Si bien esto
no se aplica a todos los cristianos de la actualidad, debemos admitir que hay muchas
personas que sí podrían sentirse identificados con esto.
Este antisentimentalismo, si bien es fomentado por algunas buenas personas y circula
en ámbitos bastante ortodoxos es, sin embargo, una deducción injustificada. No es una
doctrina bíblica. Y está en violenta oposición con la psicología y el sentido común. ¿Dónde
hallamos en la Biblia que fe y los sentimientos son opuestos? El hecho de que la fe
engendra sentimientos es tan cierto como que la vida engendra movimiento. Es verdad,
podemos tener sentimiento sin fe, pero nunca podremos tener fe sin sentimiento. La fe
como una luz fría y sin emociones es totalmente desconocida en las Escrituras. La fe de
esos héroes bíblicos, citados en la carta a los Hebreos despertó emociones y condujo a una
acción positiva en la dirección de su fe.
Una afirmación, una promesa, una advertencia, siempre produjeron una correspondiente
reacción en los sentimientos del creyente. Noé “con temor preparó el arca”. Abraham “se
regocijó” y “obedeció”.
El Libro de los Hechos rebalsa de gozo exuberante. Quizá la mejor síntesis de todo esto
la hizo Pablo al escribir a los romanos: “Porque el reino de Dios no es comida ni bebida,
sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. Y Pedro dice “Creyendo, os alegráis con
gozo inefable y glorioso”.
Otro impedimento para recibir el poder es el temor al fanatismo. La instintiva aversión
a los excesos carnales y a la conducta necia e indisciplinada por parte de algunos que
profesan logros espirituales elevados, ha cerrado la puerta a una vida de poder para muchos
de los verdaderos hijos de Dios. Han sido demasiado refinados para soportar las burdas
torpezas y el mal gusto de aquellos herederos del estilo propio de Pentecostés. Han
cometido el error de poner bajo la misma categoría a todas las enseñanzas relacionadas con
el Espíritu Santo y, consecuentemente, no quieren tener nada que ver con ninguna de ellas.
Esto es tan deplorable como fácil de entender. Debe enseñarse a tales victimas que el
Espíritu Santo es el Espíritu de Jesucristo y es tan bondadoso y hermoso como el Salvador
mismo. Deberían tenerse en mente las palabras de Pablo: “Porque Dios no nos ha dado
espíritu de temor, sino de poder, de amor y de dominio propio”. El Espíritu Santo es la cura
para el fanatismo, no la causa del mismo.
Otra cosa que obstaculiza enormemente al pueblo de Dios es un endurecimiento del
corazón causado por la constante prédica sobre el Espíritu por parte de personas que no
tienen el Espíritu Santo. No hay doctrina más desalentadora que la de presentar a un
Espíritu Santo limitado por la fría pasividad y la incredulidad personal. Los oyentes se
alejarán en pesada apatía de una exhortación a ser llenados con el Espíritu Santo, a menos
que el Espíritu mismo esté dando exhortación a través del orador. Es posible aprender esta
verdad y predicarla fielmente y aún así hallarse totalmente desprovisto de poder. Los
oyentes perciben la carencia y sus corazones se adormecen. La suya no es oposición a la
verdad, sino una inconsciente reacción ante la irrealidad. Aún así, difícilmente uno de los
oyentes pueda decir al otro cuál es el problema; es como si hubieran estado escuchando un
eco y no la voz; o viendo un reflejo y no la luz misma.
Quiero mencionar entonces otra cosa que claramente impide a los creyentes disfrutar
del poder del Espíritu Santo: es el hábito de instruir a los seguidores para “asumirlo por fe”
cuando comienzan a preocuparse por su necesidad de la plenitud del Espíritu Santo. Ahora,
es un hecho manifestado a lo largo de todo el Nuevo Testamento que los beneficios de la
expiación serán recibidos por fe. Esto es básico en la teología de la redención y cualquier
alejamiento de esto es fatal para la verdadera experiencia cristiana. Pablo enseña
enfáticamente que el Espíritu se recibe mediante la fe y censura a todo aquél que enseña en
forma diferente. Así parecería, en la superficie, que fuera un procedimiento instruir al que
busca a que lo “tome por fe”. Pero hay un error en alguna parte. Nos vemos forzados a
preguntarnos si la expresión por fe significa lo mismo cuando es usada por maestros
modernos como lo fuera por Pablo.
Se observa un acentuado contraste entre los cristianos llenos del Espíritu Santo del
tiempo de Pablo y muchos que actualmente dicen estar llenos del mismo. Los que se
convirtieron con Pablo recibieron al Espíritu por fe, pero ellos realmente lo recibieron a él:
miles ahora van a recibirlo por fe, y creer que lo hacen, pero muestran con su contínua
debilidad que ellos no conocen conocen a Dios en su poder real.
El problema radica, aparentemente, en nuestra concepción de la fe. La fe, como Pablo la
veía, era algo viviente, ardiente, que conducía a la redención y obediencia a los mandatos
de Cristo. La fe en nuestros días a menudo no significa más que un pasivo asentimiento a
una doctrina. Muchas personas, convencidas de su necesidad de poder, pero renuentes a
pasar por la dolorosa lucha de la muerte a la vida vieja se vuelven con alivio a esta doctrina
de tomarlo por fe como una salida de su dificultad. De este modo sienten que salvan su fe y
eso les permite marchar juntos con el verdadero Israel. Pero debemos darnos cuenta de que
son ellos los que constituyen la multitud mixta que retrasa el progreso de la iglesia y causa
la mayoría de los problemas. Cuando la situación se ponga difícil, estarán destinados a
pasar el resto de sus vidas en íntima desilusión.
Recordemos que nadie recibió el poder del Espíritu Santo sin saberlo. Él siempre se
anuncia a la conciencia interior. Dios derramará su Espíritu Santo sobre nosotros en
respuesta a la fe simple. Pero la fe verdadera estará acompañada de una profunda pobreza
de espíritu y poderosos anhelos de corazón que se expresarán en fuerte llanto y lágrimas.
CAPÍTULO 6
PREGUNTAS PARA REFLEXIONAR Y CONVERSAR SOBRE ESTE CAPÍTULO DE
SENDAS DE PODER:
ü ¿Según el autor, es bíblico esperar que el Espíritu Santo nos visite muchas veces? ¿Por
qué?
ü El autor enumera varias razones por las cuales los cristianos no tenemos más visitas del
Espíritu Santo, ¿cuáles son?
ü ¿Por qué los cristianos nos tenemos más visitas del Espíritu Santo? ¿Qué otras razones
usted ve en su entorno?
ü ¿De qué modo podrían cambiar nuestras iglesias para permitir el movimiento del
Espíritu?
7. UNIDAD Y AVIVAMIENTO
Dios siempre obra donde su pueblo reúne sus condiciones. Cualquier visitación
espiritual será limitada o extensa dependiendo de la forma en que son alcanzadas estas
condiciones y en qué medida.
La primera condición es la unidad de pensamiento entre las personas que están
buscando la visitación.
“¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es
habitar los hermanos juntos en armonía!
Es como el buen óleo sobre la cabeza,
el cual desciende sobre la barba,
la barba de Aarón,
y baja hasta el borde de sus vestiduras;
Como el rocío de Hermón,
que desciende sobre los montes de Sion;
porque allí envía Jehová bendición y vida eterna”
(Salmo 133).
Aquí la unidad precede a la bendición; y es así a lo largo de toda la Biblia. Un individuo
puede buscar y obtener gran ayuda espiritual de Dios y eso es todo lo que alcanza. Pero si
un grupo de personas se une para buscar una nueva visitación de Dios para todo el grupo, el
resultado puede ser algo muy diferente. Es una tarea espiritual muy superior al del primer
caso. Aquel es un asunto personal y puede comenzar y terminar fácilmente con una sola
persona; el otro, puede continuar bendiciendo a una cantidad ilimitada de personas.
No puede dudarse que haya muchas personas llenas del Espíritu Santo, que viven vidas
puras y devotas y que, no obstante, ejercen poca o ninguna fuerza en busca de un
avivamiento. Viven en hermoso aislamiento, sin hacer nada para traer “lluvias de
bendiciones” sobre el grupo mayor. Gente como ésta se ha rendido al espíritu de los
tiempos y ha dejado de aguardar alas de avivamiento. Ellos oyen a Jesucristo decir:
“tiremos el anzuelo y la línea para un pescado” en vez de “bajen la red para una carrada”.
Hay tal cosa como un torrente de bendición donde una experiencia se mezcla con otra,
la gracia de un día se introduce al siguiente. El ambiente espiritual persiste de una reunión a
otra, permitiendo al Espíritu Santo desarrollar su tarea. Elimina la desalentadora necesidad
de repetir cada domingo el trabajo realizado la semana anterior. Concede el gran beneficio
de la acumulación y sirve para atraer un creciente número de personas a la fuente. ¡Esto es
lo que necesitamos hoy!
Históricamente, los avivamientos han sido primordialmente el logro de una unificación
de pensamiento entre un grupo de creyentes cristianos. En el segundo capítulo de Hechos se
registra que todos “estaban unánimes juntos” cuando el Espíritu bajó sobre ellos. Notemos
que el Espíritu Santo no vino para ponerlos a todos en armonía; él vino porque ya estaban
en armonía. El Espíritu nunca viene para dar unidad (si bien su presencia ciertamente ayuda
y perfecciona la unidad que pueda existir). Él viene a ese grupo de personas que han unido
sus corazones mediante el arrepentimiento y la fe.
Esto puede molestar a algunos que no han cesado de cuestionar la doctrina comúnmente
aceptada de que la unidad entre cristianos es una obra soberana de Dios y que nosotros no
tenemos parte en ello. Esta opaca doctrina de inacción nos ha enseñado que debería esperar
para hacer nada y esperar vagamente que Dios de alguna manera nos aúne.
Si lograr la unidad es únicamente obra de Dios, ¿por qué somos exhortados
constantemente a la unidad por Cristo y sus apóstoles? “Completad mi gozo, sintiendo lo
mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa” (Fil. 2:2). “Solícitos
en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Ef. 4:3). “Ruego a Evodía y a
Síntique que sean de un mismo sentir en el Señor” (Fil. 4:2). “Os ruego, pues, hermanos,
por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa y que no haya
entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un
mismo parecer” (1 Co. 1:10).
De todo esto se deduce claramente que los creyentes tenemos una gran parte en lograr y
mantener la unidad entre nosotros. En esto como en todo lo demás, Dios debe proveer
ayuda efectiva, pero él no puede hacer el trabajo que nos corresponde a nosotros. Debe
existir cooperación activa por parte del creyente. Y ya que el Espíritu Santo puede hacer sus
obras poderosas sólo allí donde existe la unidad, se hace sumamente importante que todo
aquél que desee el avivamiento haga todo lo que esté a su alcance para lograr tal estado de
unidad en la mayor escala posible.
Ahora bien, es fácil encontrar en esta enseñanza un motivo de desaliento para el
esforzado pastor: “Si la unidad de espíritu es tan importante para el obrar del Espíritu
Santo, entonces pierdo la esperanza para mi iglesia. Su membresía se compone de una
mezcla protestante, con opiniones teológicas de una docena de matices. Concuerdan en los
fundamentos, es verdad, pero difieren en tantos puntos que nunca tendré la esperanza de
unirlos. ¿Cómo pueden eliminar las diferencias que surgen de los variados trasfondos
religiosos? ¿Cómo podrán ver alguna vez todos los puntos bajo un mismo ángulo? Si Dios
no puede enviar un renuevo hasta que hayamos logrado lo que yo creo que es imposible,
entonces nuestro caso no tiene esperanza.” Algo como esto será la respuesta a nuestra
exhortación a la unidad y el alma afligida que así expone su caso, no será un opositor, sino
un sincero amante de Dios y de los hombres.
Este argumento parecería destruir todo lo que se ha dicho a favor de la unidad que
busca avivamiento, si no fuese por dos hechos: 1. la unificación de la que hablamos no es
unificación teológica; y 2. no es requerida una unidad que abarque al 100% de las personas
antes de que Dios comience a trabajar. Dios responde aún a “dos o tres” que puedan
hallarse reunidos en su nombre; la amplitud y el poder de su obra dependerán del tamaño
del núcleo de personas en reacción al número de creyentes en la iglesia.
La unidad de avivamiento no es lo mismo que la unidad doctrinal. Dios demanda
unidad sólo en lo que importa, en todas las otras cosas tenemos libertad de pensar como
queramos. Los discípulos en Pentecostés eran uno solo en las cosas del Espíritu; en todo lo
demás eran ciento veinte. La armonía puede definirse como la unidad en los puntos de
contacto. No se requiere más que esto para llenar requisitos de un avivamiento.
Dios bendecirá un grupo de hombres y mujeres que son uno en propósito espiritual, aun
cuando sus posiciones doctrinales no sean idénticas en todos los puntos.
Luego, debería alentarnos el hecho de saber que Dios no espera la perfección en
ninguna iglesia. Un grupo más pequeño dentro del cuerpo principal puede ser la clave del
avivamiento. Aquellos que componen este grupo sólo necesitan llegar a unirse en corazón y
propósito y Dios comenzará una obra entre ellos, una obra que puede continuar abrazando
grupos más numerosos, cuando reúnan las sencillas condiciones. En cualquier iglesia,
cuanto mayor es el número de personas que sean de un corazón y una mente, más
poderosamente se moverá el Espíritu Santo; pero él nunca espera la participación total de
los miembros.
Cada iglesia deberá procurar la unidad entre sus miembros, no lánguidamente sino
diligentemente y con optimismo. Cada pastor debe mostrar a su gente las posibilidades de
poder que existe en esta fisión de muchas almas en una.
CAPÍTULO 7
PREGUNTAS PARA REFLEXIONAR Y CONVERSAR SOBRE ESTE CAPÍTULO DE
SENDAS DE PODER:
1 Tozer, A. W. (2011). Caminando en el Poder del Espíritu (1o edición, pp. 3–78). Buenos Aires,
Argentina: Publicaciones Alianza.