Cada Hombre Es Una Raza - Mia Couto
Cada Hombre Es Una Raza - Mia Couto
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Mia Couto
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Título original: Cada Homem é uma Raça
© 2002. Editorial Caminho, S. A., Lisboa
Con autorización de Dr. Ray-Güde Mettin,
Literarische Agentur, Bad Homburg, Alemania
© De la traducción: Mario Morales
Revisión de la traducción: Mario Merlino
© De esta edición:
2004, Santillana Ediciones Generales, S.L.
Torrelaguna, 60, 28043 Madrid
ISBN 84-204-0050-5
Depósito legal: M. 13.228-2004
Impreso en España
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Al ser interrogado sobre su raza, respondió:
— Mi raza soy yo, Juan Pajarero.
Al pedírsele que explicara eso, añadió:
— Mi raza soy yo mismo.
La persona es una humanidad individual.
Cada hombre es una raza, señor policía.
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Rosa Caramela
Encendemos pasiones en la mecha del propio corazón.
Lo que amamos es siempre lluvia,
entre el vuelo de la nube y la prisión del charco.
Al final somos cazadores
que a sí mismos se hieren con su azagaya.
En el lanzamiento certero
va siempre algo de quien dispara.
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De ella se sabía muy poco. Se conocía así, jorobada-gibosa desde niña. La
llamábamos Rosa Caramela. Era de esas a quienes se les pone otro nombre. El que
tenía, por naturaleza, no servía. Rebautizada, parecía más a tono como ser de este
mundo. De ella no queríamos aceptar parecidos. Era Rosa. Subtítulo: la Caramela. Y
nos reíamos.
La jorobada era un mezcla de todas las razas. Su cuerpo cruzaba muchos
continentes. La familia se había alejado, apenas la hubo entregado a esta vida. Desde
entonces, el escondrijo de ella no era un lugar para ser visto. Era una casucha hecha
de piedra espontánea, sin cálculo ni plomada. En ella, la madera no había ascendido a
ser tabla: seguía siendo tronco, pura materia. Sin cama ni mesa, la jorobada no se
atendía a sí misma. ¿Comía? Nunca nadie le vio sustento alguno. Incluso sus ojos le
eran insuficientes por esa falta de querer, un día, ser mirados, con ese redondo
cansancio de haber soñado.
A pesar de todo, su cara era bonita. Excluyendo su cuerpo, era capaz de despertar
deseos. Pero si por detrás la observaran entera, enseguida se anularía tal lindura.
Nosotros la veíamos que vagaba por las aceras, con sus pasitos cortos, casi juntos. En
los jardines, ella se entretenía: hablaba con las estatuas. De las enfermedades que
padecía, ésa era la peor. Todo lo demás que hacía eran cosas con un silencio
escondido, nadie veía ni nadie oía. Pero eso no, nadie podía admitir que parlotease
con estatuas. Porque el alma que ella ponía en esas charlas llegaba incluso a asustar.
¿Quería curar la cicatriz de las piedras? Con maternal inclinación, consolaba a cada
estatua.
—Espera yo te limpio. Voy a quitarte la suciedad, es suciedad de ellos.
Y pasaba una toalla, inmundísima, a esos cuerpos petrimuebles. Después volvía a
tomar los atajos, iluminándose a intervalos en el círculo de cada poste.
De día nos olvidábamos de su existencia. Pero, en las noches, el claro de luna nos
confirmaba su silueta tortuosa. La luna parecía pegársele a la jorobada, como moneda
en mano avara. Y ella, frente a las estatuas, cantaba con ronca e inhumana voz: les
pedía que salieran de la piedra. Soñaba demasiado.
Los domingos ella se recogía, nadie podía verla. La vieja desaparecía, celosa de
los que llenaban los jardines, alterando el sosiego de su territorio.
De Rosa Caramela, finalmente, no se buscaba explicación alguna. Sólo un motivo
se contaba: cierta vez, Rosa se había quedado con las flores en la mano, inmóvil a la
entrada de la iglesia. El novio, ese que tenía, tardó en llegar. Tardó tanto que nunca
llegó. El le había advertido: no quiero ceremonias. Vamos tú y yo, solamente los dos.
¿Testigos? Sólo Dios, si estuviera desocupado. Y Rosa suplicaba.
—Pero ¿mi sueño?
Toda la vida ella había soñado con la fiesta. Sueño de brillos, cortejo e invitados.
Sólo ese momento era suyo, ella una reina, preciosa como para despertar envidia.
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Con el largo vestido blanco y el velo disimulando su espalda deforme... Afuera, mil
bocinas. Y ahora, el novio le negaba la fantasía. Se deshizo de sus lágrimas, ¿para
qué otra cosa sirve el dorso de las manos? Aceptó. Que fuera como él quisiera.
Llegó la hora, pasó la hora. El no vino ni llegó. Los curiosos se fueron, llevándose
sus risas, sus mofas. Ella esperó y esperó. Nunca nadie esperó tanto tiempo. Sólo ella,
Rosa Caramela. Se acurrucó en el consuelo del peldaño, la piedra sosteniendo su
universal desencanto.
Historia que cuentan. ¿Tiene algo de verdad? Lo que parece es que no había
ningún novio. Ella había sacado todo aquello de su ilusión. Se había inventado como
novia, Rosita-enamorada, Rosa-casadera. Pero como nada de eso sucedió, mucho le
dolió el desenlace. Su razón quedó herida. Para sanar sus ideas, la internaron. La
llevaron al hospital, no quisieron saber más. Rosa no tenía visitas, nunca tuvo el
alivio de una compañía. Ella hablaba a solas, abandonada. Se hizo hermana de las
piedras, de tanto apoyarse en ellas. Paredes, suelo, techo: sólo las piedras le daban
cabida. Rosa descansaba, con la levedad de los apasionados, sobre los fríos
pavimentos. La piedra era su gemela.
Cuando le dieron el alta, la jorobada salió en busca de su alma mineral. Fue
entonces cuando se enamoró de las estatuas, solitarias y compenetradas. Las vestía
con ternura y respeto. Les daba de beber, las socorría en los días de lluvia, en la
estación fría. Su estatua preferida era la del pequeño jardín, frente a nuestra casa. Era
el monumento de un colonizador de nombre ilegible. Rosa desperdiciaba las horas en
la contemplación del busto. Amor sin correspondencia: el hombre de la estatua
permanecía siempre distante, sin dignarse a prestar atención a la jorobada.
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esfuerzo que parecía estar agarrando el mismo suelo. Subía el par de zapatos y los
miraba con fingida despedida:
—Me cuesta.
Sólo debido al médico se quedaba. Le prohibieron los excesos del corazón, las
prisas de la sangre.
—Maldito corazón.
Se golpeaba el pecho para castigar el órgano. Y volvía a conversar con el calzado:
—Atención, zapatitos: tenéis que volver a la hora señalada.
Y recibía el dinero por adelantado. Se quedaba contando los billetes con muchos
gestos. Era como si leyera un libro grueso, de esos que gustan más de los dedos que
de los ojos.
Mi madre era la que ponía los pies sobre la tierra. Salía a su oficio muy temprano.
Llegaba al bazar, la mañana era aún pequeña. El mundo se transparentaba, como
estrella solar. Mi madre arreglaba su puesto antes que las otras vendedoras. Entre las
coles apiladas se veía su cara gorda de tristes silencios. Allí se sentaba, ella y el
cuerpo de ella. En la lucha por la vida, mi madre nos rehuía. Llegaba y partía estando
oscuro. De noche, la escuchábamos, reprendiendo la pereza de mi padre.
—Juca, ¿tú piensas en la vida?
—Pienso, y mucho.
—¿Sentado?
Mi padre se ahorraba las respuestas. Ella, sólo ella lamentaba:
—Yo solita, trabajando dentro y fuera.
Al poco rato, las voces se apagaban en el corredor. De mi madre aún restaban
suspiros, desmayos de su esperanza. Pero nosotros no le echábamos la culpa a mi
padre. El era un hombre bueno. Tan bueno que nunca tenía razón.
Y a eso se reducía la vida en nuestro pequeño barrio. Hasta que, un día, nos llegó
la noticia: Rosa Caramela estaba presa. Su único delito: venerar a un colonialista. El
jefe de las milicias dictó sentencia: añoranza del pasado. La locura de la jorobada
escondía otras razones políticas. Así habló el comandante. De no haber sido eso, ¿qué
otro motivo tendría ella para oponerse, con violencia y cuerpo, al derrumbe de la
estatua? Sí, porque el monumento era un pie del pasado a rastras por el presente.
Urgía circuncidar a la estatua por respeto a la nación.
De manera que se llevaron a la vieja Rosa para curarla de los desavíos que
alegaban. Sólo entonces, en su ausencia, vimos hasta qué punto ella formaba parte de
nuestro paisaje.
Pasó el tiempo sin tener noticias suyas. Hasta que, cierta tarde, nuestro tío rompió
el silencio. El venía del cementerio, llegaba del entierro de Jawane, el enfermero.
Subió los pequeños escalones de la terraza e interrumpió el descanso de mi padre.
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Rascándose las piernas, mi viejo guiñó los ojos, calculando la luz.
—¿Y? ¿Me has traído los zapatos?
Mi tío no respondió inmediatamente. Estaba ocupado aprovechando la sombra,
secándose la transpiración. Se sopló los labios, cansado. En su rostro vi el alivio de
quien regresa de un entierro.
—Aquí están, nuevecitos. ¡Eh, Juca, hermano, me vinieron bien estos zapatos
negros!
Buscó en los bolsillos, pero el dinero, siempre tan rápido para entrar, tardó en
salir. Mi padre le corrigió su gesto:
—A ti no te los alquilé. Somos de la familia, calzamos juntos.
El tío se sentó. Tomó la botella de cerveza y llenó su vaso grande. Después, con
habilidad, agarró una cuchara de palo y echó la espuma en otro vaso. Mi padre se
aprovechó de ese otro vaso que sólo tenía espuma. Al prohibírsele los líquidos, el
viejo se dedicaba únicamente a los espumantes.
—Es ligera la espumita. El corazón no nota su paso.
Se consolaba, apuntaba como si prolongara su pensamiento. No había más que
fingimiento en ese ahondar en sí mismo.
—¿Había mucha gente en el entierro?
Mientras se desabrochaba los zapatos, mi tío le explicó la gran concurrencia,
multitudes pisando los arriates, todos despidiendo al enfermero, pobre, también él se
murió.
—Pero ¿realmente se mató?
—Sí, el tipo se colgó. Cuando lo encontraron ya estaba tieso, parecía planchadito
en la cuerda.
—Pero ¿por qué razón se mató?
—No lo sé. Dicen que fue por causa de mujeres.
Se callaron los dos, sorbiendo los vasos. Lo que más les dolía no era el hecho sino
la causa.
—¿Morir así? Más vale fallecer
Mi viejo recibió los zapatos y los inspeccionó con desconfianza:
—¿Esta tierra viene de allá?
—¿A qué allá te refieres?
—Pregunto si viene del cementerio.
—Tal vez sí.
—Entonces vete a limpiarlos, no quiero polvo de los muertos aquí.
Mi tío bajo las escaleras y se sentó en el último escalón, a cepillar las suelas.
Mientras tanto, contaba. La ceremonia transcurría, el cura recitaba las oraciones,
confortando las almas. De repente, ¿qué sucede? Aparece Rosa Caramela, vestida de
riguroso luto.
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—¿Rosa ya salió de la prisión? —preguntó, atónito, mi padre.
Sí, ya había salido. En una inspección que hicieron en la cárcel, le dieron
amnistía. Ella estaba loca, ése era su único crimen. Mi padre insistía sorprendido:
—Pero ¿ella, en el cementerio?
El tío prosiguió su relato. Rosa, por debajo de sus espaldas, iba toda de negro.
Como un cuervo, Juca. Fue entrando, con andares de enterradora, espiando las fosas.
Parecía que quería escoger un hoyo para ella. En el cementerio, tú sabes, Juca, allí
nadie se demora visitando tumbas. Pasamos deprisa. Solamente esa jorobada, la tipa...
—Cuéntame lo demás —cortó mi padre.
Prosiguió la narración: Rosa allí, en medio de todos, empezó a cantar. Con
educado asombro, los presentes se fijaron en ella. El cura continuaba con la oración
pero ya nadie lo oía. Fue entonces cuando la jorobada comenzó a desvestirse.
—Mentira, hermano.
Te lo juró por Cristo, Juca, que me caigan dos mil cuchillos encima. Se desvistió.
Se fue quitando las prendas, más despacio que este calor que hace hoy. Nadie se reía,
nadie tosía, nadie hacía nada. Ya desnuda, sin nada encima, se acercó a la tumba de
Jawane. Alzó sus brazos, arrojó sus ropas a la sepultura. La multitud temió la visión,
retrocedió unos pasos. Entonces Rosa rezó:
—Llévate estas ropas, Jawane, te van a haver falta. Porque tú vas a ser piedra,
como los otros.
Mirando a los presentes, ella levantó la voz, parecía más grande que una criatura:
—Y ahora: ¿lo puedo querer?
Los presentes retrocedieron, solo se oía la voz del polvo.
—¿Eh? ¡Puedo querer a este muerto! Ya no pertenece al tiempo. ¿O a éste
también me lo prohiben?
Mi padre dejó la silla, parecía casi ofendido.
—¿Rosa habló así?
—Palabra.
Y el tío, inmediatamente, imitaba a la jorobada con su cuerpo oblicuo: ¿y a éste,
lo puedo amar? Pero mi viejo se negó a oir.
—Cállate, no quiero oir más.
Brusco, lanzó el vaso por los aires. Quería vaciar la espuma pero, por un error
improcedente, se le escapó todo el vaso de la mano. Como si pidiera una disculpa, mi
tío se puso a recoger los añicos caídos de espaldas por el patio.
Esa noche, no pude dormir. Salí, senté mi insomnio en el jardín de enfrente. Miré
la estatua, estaba fuera de su pedestal. El colono tenía las barbas en el suelo, parecía
que era él mismo quien se había bajado, al cabo de grandes cansancios. Habían
arrancado el monumento pero olvidaron retirarlo, la obra requería retoques. Sentí casi
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pena por el barbudo, sucio por las palomas y cubierto totalmente de polvo. Me
encendí, entrando en razón: ¿estoy como Rosa, poniéndoles sentimientos a los
pedruscos? Entonces vi a la misma Caramela, como atraída por mis conjuros. Me
quedé casi helado, inmóvil. Quería huir, pero mis piernas se negaban. Me estremecí:
¿yo me convertiría en estatua volviéndome ahora blanco de las pasiones de la
jorobada? Qué horror, que la boca huya de mí para siempre. Pero no. Rosa no se paró
en el jardín. Atravesó la carretera y se aproximó a las pequeñas escaleras de nuestra
casa. Se agachó en los escalones, limpió en ellos el claro de luna. Sus cosas se
posaron en un suspiro. Después, ella se entortugó, disponiéndose, quién sabe, a
dormir. O tal vez su impulso sólo obedecía a la tristeza. Porque la oí llorar, en un
murmullo de aguas oscuras. La jorobada se deshacía en lágrimas, parecía que era su
turno de convertirse en estatua. Me obcequé en ese espejismo.
Fue entonces cuando mi padre, con esmerado silencio, abrió la puerta de la
terraza. Lento, se aproximó a la jorobada. Por unos instantes, se quedó inclinado
sobre la mujer. Después, moviendo la mano como si fuera sólo un gesto soñado, le
tocó los cabellos. Al principio, Rosa ni se delineaba. Pero, después, fue saliendo de
sí, con su rostro a la mitad de la luz. Se miraron los dos, adquiriendo belleza.
Entonces, él le dijo susurrante:
—No llores, Rosa.
Yo casi no oía, el corazón me llegaba a los oídos. Me aproximé, siempre detrás de
la oscuridad. Mi padre hablaba todavía, nunca le había oído aquella voz.
—Soy yo, Rosa. ¿No te acuerdas?
Yo estaba en medio de las buganvillas, sus nudos me arañaban. Pero no los sentía.
Me punzaba más el asombro que las ramas. Las manos de mi padre se hundían en el
pelo de la jorobada, esas manos parecían personas, personas que se ahogaban.
—Soy yo, Juca. Tu novio ¿no te acuerdas?
Al rato, Rosa Caramela perdió realidad. Nunca había existido tanto, ninguna
estatua le había merecido tantos ojos. Con la voz aún más dulce, mi padre le dijo:
—Vamos, Rosa.
Sin querer, yo me había apartado de las buganvillas. Ellos me podían ver, pero ya
no me importaba. La luna pareció atizar su brillo cuando la jorobada se levantó:
—Vamos, Rosa. Recoge tus cosas, vámonos.
Y se fueron los dos, adentrándose en la noche.
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El apocalipsis privado
del tío Gueguê
—Papá, enséñame la existencia.
—No puedo. Sólo conozco un consejo.
—¿Y cuál es?
—El miedo, hijo mío.
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La historia de un hombre siempre se cuenta mal. Porque cada persona no deja
nunca de nacer. Nadie sigue un vida única, todos se multiplican en diversos y
transmutables hombres.
Ahora, cuando desentraño mis recuerdos, aprendo mis muchos idiomas. Ni así me
entiendo. Porque mientras me descubro, yo mismo me vuelvo noche, a no ser que
haya cosas sólo visibles en plena ceguera.
No nací de nadie, fui yo el que me concebí. Mis padres me negaron la herencia de
sus vidas. Manchado aún de sangre me dejaron en el mundo. No me quisieron ver
yendo de animal a niño, moqueando baba, débil hasta en la tos.
Sólo tuve a Gueguê, mi tío. Fue él quien siguió mi crecimiento. Sólo a él se lo
debo. Nadie más puede contar como fui yo. Gueguê es el solitario guardián de esa
infinita caja donde voy a buscar mis tesoros, pedazos de mi infancia.
Sin embargo, él me traía poco: un mendrugo de pan, unas sobras limpias. De
dónde extraía el sustento, él no lo decía. Su conversación era siempre menuda, lluvia
que ni mojaba, agua arrepentida de haber caído. Utilizaba los sueños.
—Mañana, mañana.
Esa fue la instrucción que me dio: lecciones de esperanza cuando ya había
empezado a desaparecer el futuro. Pues yo surgí en un tiempo de caminos cansados.
Mi tío me protegía el porvenir, sugiriendo que otros colores brillaban a lo lejos.
—Nos levantamos temprano y nos vamos para allá. Mañana.
No había ni temprano ni allá. Y mañana seguía siendo el mismo día. El tío
inventaba misiones. Un pobre no puede sobornar el destino. El mismo se engañaba
con expectativas, con tiempos y lugares imposibles.
Un día me trajo una bota de militar. Grande, de tamaño excesivo. Miré aquel
calzado soltero, tardé en meter el pie. Dudaba entre ambos, izquierdo o derecho. ¿Un
zapato sin su par tiene algún pie correcto?
—¿No te gusta, verdad?
—Sí claro.
—¿Entonces?
—Es que le falta el cordón —mentí.
Gueguê se encorajinó. La paciencia de él era muy quebradiza.
—¿Tú sabes de dónde viene esa bota?
El borceguí llevaba la garantía de la historia: había recorrido los gloriosos
tiempos de lucha por la independencia.
—Esas son botas veteranas.
Entonces, él me maldijo: yo era un irrespetuoso, sin subordinación a la patria. Yo
habría de llorar con tropezones y pisotones. ¿O estaba a la espera de que las
carreteras se ablandaran para andar de un lado al otro a gusto?
—¿No te la quieres poner, no es así?
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Agarró la bota y la alejó lejos. Sucedió entonces algo extraño: lanzada al aire
adquirió capacidad volátil. La cosa revoloteaba con veloces remolinos. ¿El tío
Gueguê había desafiado a los espíritus de la guerra?
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hacia el camino. Sin rumbo alguno, yo acabé a la mafurreira, ↵ lugar en donde había
dejado la bota. Pero ésta ya no dormía allí. Un viandante me explicó: pasó por aquí
un tío, junto con el camarada secretario. Tuvieron una pequeña reunión, discutieron la
temática de la bota. El secretario se pronunció: esta bota es demasiado histórica, no
puede tener como destino la basura. Gueguê estuvo de acuerdo, no se podía tirar
tamaña herencia. Pero el camarada secretario corrigió:
—No se engañe, Gueguê: es necesario tirar esta porquería.
—¿Tirarla? Pero ¿no es muy histórica la bota?
Por eso mismo, contestó el secretario. Pero no podemos llamar la atención
pública. Cuanto menos entendía, más razón le daba Gueguê.
—Claro, claro.
—¿Sabe qué es lo que haremos, Gueguê?
—¿Qué, camarada jefe?
—Vamos a ahogar esta bota en los pantanos.
Y se fueron. El viandante no supo más de los dos. Volví a casa para esperar a
Gueguê. Llegó la noche y él sin regresar. Me afligí: ¿había ocurrido algo? ¿Se
habrían llevado a mi tío, el que había dado sombra a mi vida? El nunca dio golpe, ¿lo
habían trasladado a Nyassa, en la campaña contra los improductivos?
En la angustia de la demora, yo me daba ánimos. Al fin y al cabo, aquel hombre
me era ya muy paternal. Y yo con él me sentía como un hijo, como si fuera verdad
que hubiera salido de su cuerpo. Así pensaba cuando lo vi llegar. Como de
costumbre, rodeó la casa. Comentaba el porqué: el escarabajo da dos vueltas antes
entrar en su agujero. Cuando se aproximó a la luz, vi la sorpresa: en su brazo llevaba
un brazal rojo, en el que se leía con letras negras: G.V.
—Grupo de Vigilancia, sí, Señor. Ahora también lo soy.
Mi tío, ¿vigilante? No era posible. Un vigilado, querrá decir. Porque, con justicia,
él únicamente merecía desconfianza. Su sustento era digno de gran sospecha. Yo no
le preguntaba nada para que no se empañase mi sentimiento de hijo. Prefería no
saber. Pero ¿ahora él desempeña el servicio de vigilancia popular? Sin duda estaría
sólo a prueba. Sin embargo, él lo confirmó: era uno de ellos. Con el paño rojo sobre
la camisa andrajosa, mi tío daba órdenes:
—Shote-kulia, shote-kulia.↵
Y viendo como llenaba la vanidad su flacura, marchando a nobles tropzones,
redoblé la risa. El reaccionó serio:
—Me van a dar entrenamiento, ¿sabes?
Hablaba. Aún así, me asaltaron más dudas. ¿Sería posible que se entregara la
llave de la puerta al propio ladrón? ¿Cómo podía ser él un defensor de la Revolución?
—¿Y ahora —pregunté—, lo llamo camarada, tío?
Debes comprender, respondió. No se pude quedar uno pequeño toda la vida.
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¿Sabes quién me escogió? Fue el secretario, él mismo. Me conoce desde pequeño,
somos primos, casi familiares. Y terminó con amenazas: ahora esos tipos van a saber
quién soy yo, Fabião Gueguê.
En la tarde siguiente, él partió. Fue al entrenamiento, al cuartel de los milicianos.
Se quedó allí algunas semanas, volvió sin saber mayores artes. Ni disparar sabía. Sólo
marchaba: shote-kulia, shote-kulia.
Tenía el cuerpo hecho polvo por las fatigas que le impusieron. El me miró,
suspiró hondo. Después se acostó y cerró los ojos.
—Tío, ¿va a dormir así? Al menos quítese el uniforme.
—Cállate la boca. Si me cansé con el uniforme, debo también descansar con él.
Me mandó calentar té. No quería dormirse con el estómago despierto. Así como
estoy, no distingo las espaldas de la barriga, se lamentaba.
—No puedo hacer el té, tío. No hay hojas.
—No importa, lo tomamos así: té de agua.
Pero cuando el agua hirvió el ya dormía. También yo me dormí cuando atisbé
sombras. De la silueta salió una mujer con el pareo sobre su espalda. Protegió el
rostro con su brazo, tosió por el humo que subía de la hoguera. Cuando advirtió mi
presencia, apuntó hacia el suelo:
—¿El que está ahí es Gueguê?
Asentí. Ella se preparaba para sacudir al durmiente pero yo, presintiendo el enojo,
me adelanté:
—No lo despierte, señora. El está un poco enfermo.
Ella volvió la cabeza. Sus mejillas enteras se encendieron con la luz. Entonces vi
que no era una señora. No pasaba de ser una muchacha de mi edad. Era bella, con
ojos como para despertar deseos y el cuerpo a flor de piel.
—Me llamo Zabelani.
Era dueña de su nombre. Hablaba con un susurro, parecía una voz nacida de alas,
no de garganta. Mi tío debía de estar despierto pero no se movió. Estaba quieto con la
apariencia de un difunto. La chica decidió sentarse. No imaginaba yo aquella
habilidad para sentar tan redondo cuerpo en una mínima cajita de madera. El asiento
se balanceaba sin rechinar.
—Y tú ¿quién eres?
—Soy sobrino de Gueguê.
Hizo una pausa, como ausente. Restregándose los brazos me pidió que alimentara
la hoguera. El fuego tiene frío, dijo:
—¿Vienes a quedarte con nosotros? —le pregunté.
Sí, ése era su propósito. Ella me explicó: venía huyendo de los terrores del
campo. El mundo allá se acababa, en flagrante suicidio. Sus padres habían
desaparecido en un anónimo paradero, raptados por salteadores. Todo aquello lo
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contaba sin el desliz de la más breve lágrima.
—Ahora vengo a quedarme aquí, Gueguê es mi tío también.
Preparé un estera, le di una cobija. Se durmió inmediatamente. La mañana estaba
avanzada y ella dormía aún. El tío Gueguê contemplaba el cuerpecito ovillado y
movía la cabeza:
—Esta niña te hará perder el juicio, muchacho.
Sentenciaba: bastan dos árboles para obstruir el camino. Vosotros dos juntos me
vais a traer problemas. Mientras desayunábamos, él me aconsejaba con vagas
expresiones. Es el mar, decía, el que hace la redondez de las islas. La belleza de esa
niña, sobrino, eres tú quien la pone. Las mujeres son muy extensas, uno las viaja, uno
siempre se pierde en ellas.
—Pero, tío: ni siquiera he mirado a esta niña.
Gueguê proseguía. Que frecuentase la cantidad y la variedad. Pero que nunca,
nunca me pusiese en gastos con ninguna mujer. Tanto por la arras como por las
modernas tradiciones, yo debía de evitar los anillos. La mejor familia ¿cuál es? Son
los desconocidos parientes de los extraños. Sólo ésos valen. Respecto a los otros,
intrafamiliares, nacemos ya con deudas. El tío Gueguê negaba los valores de la
tradición, el lazo de la familia, avecinando las existencias.
Los días pasaron. Casi dejé de ver a mi tío. El salía muy temprano, ocupado en
sus secretos. No debían de ser cosas válidas, seguro. Entretanto yo paseaba con
Zabelani. Con el andar del tiempo, yo reconocía el aviso de Gueguê. Aquella chica
me obligaba a urgentes aplazamientos. Con ella yo sentía vértigos: yo quería mucho,
pero poco sabía. Todo mi cuerpo soñaba pero temía las ocasiones. ¿Sería aquel amor
un estado de infinita llegada? ¿O será que, de nuevo, Fabião Gueguê lo ratificaba: la
mujer de nuestra vida es siempre futura?
En la tarde de un sábado, llevé a Zabelani hacia uno de esos lugares solamente
míos. Caminábamos por debajo de los cocoteros, vagábamos por entre sus cuellos
oscilantes. La brisa animaba las copas: yendo y viniendo de aquí para allá. En el
pastizal, los bueyes erraban mientras las garzas soltaban súbitos destellos blancos en
el paisaje. Siempre de espaldas, ella se fue acercando, acurrucando. Hasta que todas
sus formas se acomodaron a mi cuerpo. Yo sentía que la piel llegaba a los nervios.
Entonces ella dejó caer la falda y, con las pausas de la luna, rodó hasta enfrentarme.
El instante fue profundo, casi eterno. Además del río, sólo se oía nuestra respiración.
Cuando regresamos, el tío Gueguê me llamó hacia un rincón. Yo esperaba sus
reproches, pero él se demoraba, masticando un brizna de hierba.
—¿Estás follando con esa vieja?
—Tío, no hables así...
—Claro que sí —y escupió—: ¡Putas!
Y enseguida ordenó a Zabelani preparase sus cosas. Se la llevaba de ahí, la
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separaría de mí, la pondría en un lugar sólo por él conocido. Pero solté toda mi furia,
toda con un griterío. Mi tío me desconocía. Maldije sus bribonadas, su acostumbrada
fuga del trabajo. Incluso lo quise agredir, pero él me agarraba los brazos. A decir
verdad, yo profería más llanto que palabras. El bajó mis manos, sujetándome a mí
mismo. Cansado de lloriquear, me calmé. Nos sentamos, una triste sonrisa llegó a su
rostro. El enojo había recogido su malestar, el aire se reblandecía.
—¿Sabes, hijo mío? Te lo voy a decir: el trabajo es una cosa muy infinita.
El endulzaba su entendimiento —que aquello, en él, ni pereza era—. El sólo
estaba sacando partido de los deleites del mundo sin desperdiciarlos. Que no juzgara
mal sus ahorros: en esta vida sufren quienes están presentes. La ventaja del ausente es
que nunca se altera.
—Mira, sobrino: un buey. Dentro del agua ¿un buey nada? No, él sólo holgazanea
en la corriente. La destreza del buey es llevar el agua a trabajar en su viaje.
Sonreí, somnoliento. Esa es la garantía del llanto, dar un cansancio total. Después,
ya no nos importa. Gueguê se iba a llevar a aquella que amaba. Pero yo ya no me
oponía. Rendido a mis párpados, me quedaba sólo un rayo de luz en el alma.
—Eso, sobrinito: duerme. Porque mañana, muy temprano, te voy a enseñar como
se las puede arreglar uno en esta vida.
Gueguê me despertó muy temprano. Ordenó que me lavara y me preparase. Miré
alrededor: ya se habían llevado a Zabelani. Me contuve, sin valor para preguntar. Ni
la cara de Gueguê podía darme ánimo. Me senté, lo escuché. Su plan era sencillo: tú
vas a casa de tía Carolina, asaltas el gallinero, robas gallinas. Después, prendes fuego
a la trasera.
—Pero, tío...
—Vete, no tardes.
El agregó: quello era el comienzo. Seguirían otras cosas. Yo debía generar
confusión, divulgar el miedo. Gueguê se sentía ancho, crecía dentro del uniforme,
lleno de poder.
—Pero, tío, un señor, un miliciano, como puede...
—¿Tú piensas que la milicia existe mientras hay paz?
Yo me negué. Primero sufrí sus amenazas. Si yo no la hacía, debería atenerme a
las consecuencias. Que no me olvidase que él custodiaba el destino de Zabelani.
Después, escuché sus promesas: si yo aceptaba, no habría de qué lamentarse.
Partí, me fui sin mí. Realice maldades, tantas que ya no me recordaba las
primeras. Al cabo de vastas crueldades, yo ya me temía. Porque lo hacía casi con
gusto, me enorgullecía.
De esas maldades me quedaba una sorpresa: yo nunca sentía arrepentimiento. Era
acostarse y dormir. Al final, ¿dónde estaba mi conciencia? El tío respondía:
—No hay buenos en este mundo. Hay sólo malvados con pereza.
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Sea Gueguê y hágase su palabra. Porque, al fin y al cabo, ¿acaso puede haber
bondad en un mundo que ya no espera nada? Siempre me lo repetí: existen los que
quieren, existen los que esperan. En el barrio ya no había ahora ni querer ni espera.
Finalmente, se explicaba el sueño de mi madre. Aquello ni sueño fue, fue un
espejismo de sueño. Yo, a fin de cuentas, había nacido sin principios, sin ningún
amor. ¿Cómo pretendía mi madre instruir mi tardío corazón? Tal vez Zabelani
pudiera aún endulzar mi carácter. Pero mi tío no quería oírme hablar de eso. Los
amores debilitan al hombre, a ti te serán dadas otras tareas, más difíciles misiones.
Pasado un tiempo, mi tío me entregó un fusil. Miré el arma, olí el cañón, el perfume
de la muerte.
—Te llevas un lienzo, te tapas la cara. No deben saber quién eres.
Gueguê no era castigado por la conciencia. Todo era ligero como su vigente
risotada:
—Los tipos van a entrar en pánico.
Con el arma, me hice ducho en maldades. Asaltaba corrales, vaciaba comedores.
Cuando no robaba, enmascarado, era un agregado de la milicia. Era a la vez, por
turnos, policía y ladrón. Para tal efecto, el tío me colocaba el brazal rojo. Así, ya
podía yo esparcir castigos. Me agradaba muchísimo controlar la carretera. Sacar las
gallinas de los cestos, exigir las guías de expedición, desamarrar los cabritos. Y poner
pegas a los documentos.
—¿Esa foto es tuya?
—Claro que sí, por favor.
—Pero es que está muy clara.
—No es mi culpa, el fotógrafo me la tomó así.
Yo gozaba con aquellos tartamudeos. Enredaba las cosas:
—¿No me dirá que tiene vergüenza de su raza?
Al final, decretaba sanciones: acarrear piedras, cavar fosas, limpiar terrenos. Poco
a poco por obra mía y de Gueguê, había nacido una guerra. Allí ya nadie era dueño de
largas circunstancias. Casa, coche, propiedades: todo se había tornado demasiado
mortal. Tan pronto había, tan pronto ardía. Entre los más viejos ya se había esparcido
la añoranza del pasado.
—Valía más la pena...
Y todos suspiraban: si hubiera al menos una ley. No importa cuál, con tal de que
atendiese a la persona en sus humanos anhelos. Algunos se amargaban haciendo
balance de sus sacrificios:
—¿Fue para eso para lo que luchamos?
Hasta que, cierta tarde, surgió un aviso para mí. Fue una señal, breve pero dictada
letra por letra. Yo venía por el sendero de los pantanos. Por ahí, un grupo de hombres
pescaba el ndoé.↵ Siempre me ha gustado ayudar en ese trabajo, es la única pesca
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que se hace en la tierra y no en el mar, los hombres traen lanzas y las clavan en el
suelo, en busca de los hoyos donde vive el pez ndoé durante la seca. Es bonito verlo:
de repente, salta el pez, color plata, al oscuro fango. El ndoé es un animal acuático
que sale al aire, respirando fuera y dentro.
En aquel momento, no obstante, yo sentía un apretón en le pecho. Me senté. Era
como si la muerte hablara dentro de mí, con sus chiflidos sordos. Los hombres habían
atrapado un pez. El animal se contorsionaba, iluminado en los zigs, brillaba en los
zags. Del ndoé no se puede esperar que se ahogue: es necesario cortarle la cabeza.
Así lo hacía aquella gente, poniendo al pez sobre una piedra. Esta vez, todo aquello
me huía de los ojos, la realidad no me daba hospedaje. Mientras la sangre se escurría
en el lodo yo recibí la señal. Ahí, en pleno fango: la bota militar. La misma que yo
había rechazado, la misma que mi tío había tirado en los pantanos. Parecía escapar de
su tamaño, casi fuera de sí. Sobre ella se derramaba la sangre, un rojo de bandera.
Los pescadores vieron la bota, la recogieron, la examinaron. Me miraron, se
encogieron de hombros y la arrojaron. La bota vino a caer junto a mí, pesada y grave.
Entonces la recogí y, en un charco de agua, la lavé por dentro y por fuera. La mimé
como si fuera un niño. Un niño huérfano, como yo. Después, escogí una tierra que
estuviera muy limpia y oficié un digno funeral. Mientras inventaba la ceremonia me
llegaron los toques de la banda militar, el tremolar de mil banderas.
Era tarde ya cuando volví a casa. Yo quería contarle a Gueguê aquel entierro. No
pude, nunca. El me empujaba, con su ansia cargada, apenas llegué:
—Dame mi parte, ¿dónde está mi parte?
No entendí. Pero el hervía con todo el humor de su enojo, ya no hablaba ninguna
lengua.
Me exigía. Revisó mis cosas, metió la mano en mi bolsa. No encontró lo que
buscaba.
—Pero, tío, se lo juro, no hice nada.
El agarró su cabeza con ambas manos. Dudaba de sí, dudaba de mí. Repetía: un
bribón no le toma el pelo a otro bribón. Viéndole así vencido, me decidí a darle
consuelo. Mi corazón titubea cuando acaricié su hombro. Gueguê cedió, aceptó mi
verdad. Entonces explicó: había en el barrio otros sucesos sanguinarios. Otros
alborotadores aumentaban, soldados de nadie. En todos lados se propagaban los
asaltos, conspirateos, animaldades. La muerte se había vuelto tan frecuente que sólo
la vida causaba asombro. Para no ser notados, los sobrevivos imitaban los difuntos.
Al carecer de víctimas, los bandoleros retiraban los cuerpos de las sepulturas para
volverlos a matar.
—¿No andarás con ellos, sobrino? ¿No te habrás unido a esas bandas?
Lo negué. Pero ni la voz me salió. La garganta se me había anudado,
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tartamudeaba silencios. ¿Cómo podría ser yo capaz de tanto crimen? Mi tío se quedó
inmóvil, mirando mi respuesta. No me creía.
—Entonces, dime: ¿qué enterrabas hoy allá en los pantanos?
—Enterraba la bota.
El se sorprendió: ¿la bota? Si ella ya estaba hundida en el profundo olvido, ¿qué
veía yo en aquella bota?, ¿qué diálogo tenía yo con ese trasto? Se quedó enumerando
dudas, una, otra y otra más. Me pidió que prometiera olvidarme de aquella basura. Lo
prometí.
—Tío, quiero saber ahora: ¿dónde queda la casa de Zabelani?
El titubeó, yo insistí. Era urgente recoger a aquella chica, salvarla de los
bandidos. Puede que ya sea tarde, quién sabe, vacilaba Gueguê. Estos son peligros
que rebasan tus fuerzas, sobrino.
—Tío, hágame el favor, dígame dónde.
El se iba por las ramas: aquel tiempo no era para contemplar amores. ¿Cómo
podía enamorarme de ella en un lugar tan mortífero?
—Tío, vamos a salvar a Zabelani.
En fin, él pareció darse por vencido. Maldecía ya mi insistencia, ¿puede alguien
advertirle a una lagartija que la piedra está caliente? Oye, sobrino, no tienes remedio.
Si tu madre te viese.
—¡Nunca más me hable de mi madre!
Gueguê se abismó. Yo había comenzado a odiar aquella ausencia. La sombra de
mi madre me traía un peso insoportable. No se puede sufrir nostalgia de una persona
que nunca existió, yo debía matar aquella ausencia. Ser nativo de mí mismo, asumir
mi entera natalidad.
—Esa muchacha, tío. Esa muchacha, ahora, es mi única madre.
El tío se levantó, me dio la espalda. ¿Escondía lágrimas? Respeté su retiro, no
observé. El entró en la casa, trajo el arma. Agarró mi mano y puso en ella algunas
balas.
—Esta vez te llevas las balas, las verdaderas.
Entonces, me dio el domicilio de Zabelani. Nos quedamos todavía un rato
cogidos de la mano. Hallé extraño a Gueguê, aquella gran emoción suya. Mi tío
parecía despedirse.
Corrí por dolorosas arenas, sospechando que el tiempo ya se me había anticipado.
De hecho, así fue. Los vecinos de Zabelani me contaron: a la chica ya se la habían
llevado esa noche. Quemaron la casa, robaron las cosas de valor. ¿Podían los
bandidos, sólo por su iniciativa, haber hecho aquella canallada?
—Díganme, amigos míos: ¿ustedes sospechan quién fue?
Alguien guió a esos bandidos, dijeron los presentes. No era desconfianza: vieron
quién había sido. Era uno de esos milicianos. No había mostrado el hocico, pero
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debía de ser un amigo, un familiar. Porque Zabelani, al ver al sujeto, salió por su
propia voluntad, con los brazos abiertos. Y, además, ¿qué extraño podría conocer el
escondrijo de la chica? Eran ellos. Volví a casa con el alma a rastras. Mis pies se
contenían como si pospusieran la orden de toda mi rabia. Pasé por el pantano, allá
dónde dormía la bota, en su subterránea morada. Llegué a nuestro patio, ya había
oscurecido. Dentro, brillaba un candil, mi tío no dormía. Me paré en la entrada, grité
su nombre. El apareció en la puerta, arrastrando las zapatillas. El candil quedó atrás,
él sólo tenía contornos. El resto era sombra, ni rostro se le veía. Mi tío desaparecía en
su misma silueta, eso me ayudó a ganar fuerzas. Levanté el arma, apunté con la
neblina de las lágrimas. Gueguê habló entonces. Sus palabras no obtuvieron
traducción, tanto se nublaban mis sentidos.
—Dispara, hijo mío.
Mis ojos se apartaban de mí. Mi odio, al contrario, me instruía: aquél era el
momento justo. En breves segundos, repasé toda mi vida. Gueguê acompañándome
en el tiempo, almohada única de mis hondos desánimos. ¿Algún pájaro desbarata su
nido?
Pero mi tío, cada vez más firme y obstinado, me rogaba con una humildad que yo
desconocía:
—Dispara, sobrino. Soy yo el que te lo pido.
El tiro me ensordeció. No oí, no vi. Si acerté, si corté el hilo de su vida, eso lo
dudo todavía hoy. Porque en el momento, mis ojos se llenaron de mucha agua, toda la
que me había faltado en anteriores tristezas. Y huí a la carrera para nunca más volver
ahí.
Ahora pienso: no merece la pena conocer el destino de aquella bala. Porque fue
dentro de mí dónde sucedió: yo volvía a nacer de mí mismo, renovaba mi antigua
orfandad. A fin de cuentas, disparaba contra todo aquel tiempo, matando ese vientre
donde, en nosotros, renacen las fallecidas sombras de este viejo mundo.
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Rosalinda, la ninguna
Es necesario que comprendan:
nosotros no tenemos capacidad para acomodar
a los muertos en el lugar de lo eterno.
Nuestros difuntos desconocen su condición definitiva:
desobedientes, invaden nuestra vida cotidiana,
se inmiscuyen en el territorio donde la vida
debería dictar su exclusiva ley.
La consecuencia más seria de esta promiscuidad
es que la propia muerte,
al no ser respetada por sus inquilinos,
pierde la fascinación de la ausencia total.
La muerte deja de ser la más incurable
y absoluta diferencia entre lo seres.
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Rosalinda era mujer de retaguardia, provista de asentaderas. Señora de mucha
pulpa, carnes aquende y allende la ropa. Sufría de tanto volumen que se sentaba en su
propio peso, superlativa. Había sido esbelta, de esas mujeres que expresan el amor.
Esbeltez con éxito en sus tiempos. Pero al quedarse viuda, se dejó estar, se echó a
perder. Rosalinda, ahora, se cansaba de tantas horas: mascaba mulala,↵ reteniendo la
saliva naranja. Las mujeres gordas no se enojan con la vida: hacen recordar a los
bueyes que nunca esperan tragedias.
En el desgranar de las tardes, ella se sumía en una triste rutina. Visitaba el
cementerio y eso lo hacía todos los días. La tumba del marido fallecido, Jacinto,
quedaba muy al fondo del cementerio. Condecía con el lugar que él siempre había
tenido en la parte trasera de la vida. Con paso menudo, Rosalinda vagaba entre las
moradas subterráneas; vacilando como si penara en su propia sombra. Ya en el lugar,
ella en sí se arrodillaba, dominando las piernas. Y allí se dejaba estar, en la compañía
única del difunto.
Así se fueron postrando las fechas, años sudados, años sumados. Rosalinda se
antepasaba, de tantos que eran ya los parientes envueltos en el gran sueño. Sólo
quedaba ella, con sus retroactivos pensamientos. Junto a la tumba, ella hacía
memoria:
—Jacinto, gran cabrón.
Con un gesto tierno, ella alisaba la arena, acariciando recuerdos. Que Dios la
castigara, que Dios la enfermara. Pero ¿quién explicaba aquella añoranza del
sufrimiento, el dulce sabor de amargos recuerdos?
—Tú me amarraste la vida, me trataste a golpes.
Ella tenía razón: Jacinto sólo había jurado fidelidad a las botellas. Si es que
partió, su alma debió haber viajado en forma de botella. Para colmo, él se había
multiplicado en amores, repartiéndose entre muchas mujeres. Cuando llegaba a casa,
en la noche impropia, ya sus labios estaban ciegos. A esta hora, decía él, sólo sé leer
en las copas. Hablaba así sólo para lastimarla. Porque él se había matriculado en la
escuela nocturna, cumpliendo su promesa de cambiar de vida. Asistió a las clases
pero sólo pocas noches. Laurindiña: te estoy explicando. La vida no merece tanto
sacrificio. No soy un hombre de escuela, las letras me cansan demasiado. Yo soy un
fruto, Laurinda. Un fruto, la misma cosa que el anacardo. ¿Alguien le enseña al fruto
a transformarse en maduro? Contesta, Laurinda. ¿Alguien le explica algo al
anacardo? Nadie. El sólo recibe lecciones de la tierra. Entonces, un hombre
únicamente tiene que quedarse encima del suelo, beneficiarse de las raíces completas.
No es como esos que dejan la tierra, se van al extranjero, acaban por sentir el suelo
que pisan. Esos son leña seca: un poquito de fuego y arden al punto.
Rosalinda ya sabía. Aquella era la charla previa a los mamporros, prefacio de la
paliza. Apenas surgiera el fondo de la botella, las palabras daban lugar a los
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puntapiés. Después, él salía, harto de ser marido, cansado de ser gente.
Jacinto, en fin, sólo le daba dispendio al corazón de la dulce Laurinda. Incluso en
el lecho de muerte, los ojos de él, recién fallecidos, insistían en atisbar el mundo. Ya
nada veían. El silencio reinaba en la sala, ni una palabra osaba moverse. Pero cuando
alguien se dispuso a cerrarle los párpados al difunto, una voz ordenó:
—¡No le cierren los ojos!
El asombro hizo que todos sintieran escalofrío. Rosalinda bajo el rostro, evitando
el resquemor de la vergüenza.
—Ese hombre todavía está esperando a alguien.
Y fue así como Jacinto se quedó atónito, con la vista abierta, atento a los
encuentros del porvenir. Incluso conociendo su eterna infidelidad, Laurinda le destinó
la ropa más perfumada. Tal como lo había hecho en vida, cuidando de su apariencia,
antes de que él saliera:
—¿Vas a encontrarte con las mujeres, así desaliñado? Deja que te arregle bien.
¿La boca es el escondrijo del corazón? En este caso, ni siquiera eso. Ella
engrandecía al marido con sincera voluntad. Que las otras no pensaran que ella no
cumplía con sus deberes de esposa. Que en el gozo de Jacinto ellas respetasen la
mano de su obra vanidosa. Ahora, al interrumpirse su vida, Rosalinda recordaba todo
con benevalentía. En su tránsito al otro mundo, ella le perdonó todo: mujeres, copas,
largas ausencias. La bondad le había surgido ya desde el primer rezo, al borde de la
tumba. Mientras oraba, su alma se derretía. Después de los amenes, descubrió que
estaba enamorada, como quien se estrena en la estera de la vida. Al final, Jacinto, mi
Jacinto.
—Amor verdadero es más que único.
Muerto sin cura, amor sin remedio. Al fin y al cabo, ¿cuánto tiene la viudez de
orfandad?, ¿cuánto se desnuda la existencia, dejando a la persona con el ombligo en
la mano? Los otros se sorprendían de la gorda Rosalinda. Entonces, ¿sólo después de
fallecer su hombre ella lo coronaba en el trono de su corazón? Sí. Sólo ahora también
ella disponía totalmente de Jacinto, sólo ahora él le pertenecía entero, exclusivo. Al
final, aquellos ojos que él se había llevado abiertos de par en par estaban destinados
únicamente para ella. Sólo para mí, se congratulaba Rosalinda. El nunca más se
repartiría entre regazos ajenos. Jacinto estaba garantizado en un imaginario
juramento. Sólo un retrato podía ser así de fiel.
El triste consuelo se confirmaba en ella: la muerte de Jacinto no era más que
matrimonio que siempre había soñado. Las otras, las rivales, se esfumaron, tipejas y
momentáneas. De repente, ellas no eran más que soplo de labios olvidados. Mujer
perversa no se preserva. Laurinda, ahora, concebía: la vida que juntos dilapidaron fue
un simple enlace, cosa de inacabado juicio. Y aceptaba, sin amargura, el recuerdo de
sus viejas injurias:
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—Tu nombre, Rosalinda, son dos mentiras. Al final, ni rosa ni linda.
Con una sonrisa, rememoraba. Suspiraba abriéndose en una marea del alma. En el
tardío presente, toda ella se dedicaba a Jacinto, en un subterráneo amorío. La gorda se
derramaba como zumo de fruto caído. Ya no se arrodillaba. Ese gesto viudo. Ahora
ella se embellecía, iluminando su reciente matrimonio.
Pero un día Rosalinda, mientras compraba flores, vio llegar a una moza bella y
alegre. La extraña se aproximó a la tumba de Jacinto y allí se postró, mostrando su
tristeza. Rosalinda se sintió rara. Sus ojos se nublaron, menos viendo que adivinando.
Aquélla era una joven muy concreta, reconcentrada. Se veía que nunca había usado
pareo, nunca haía requerido de mulalas.
—Esa debe ser Doriña, la última de él.
La viuda se puso más cerca pero sin dejarse ver. No pisaba fuera de las huellas.
Se detuvo en la tumba vecina, se quedó atisbando, emboscada en sus propios ojos. La
otra exhibía un puñado de lágrimas, poco peso de añoranza. Rosalinda maldijo a la
llorojica.
—Y tú, Jacinto, ahí bajo el suelo, apuesto a que te estás riendo. Bien que gozaste
en vida hideputa: ahora, se acabaron las bromas.
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Sucedió como ella lo había previsto. Al día siguiente, la intrusa apareció y
descargó sus sentimientos en la tumba errada. Rosalinda se nutría de risas, mientras
espiaba la equivocación. Ella se santiguaba, más para sí misma que para Dios:
—En vida me engañaron. Ahora me toca a mí.
Rosalinda, la esposa póstuma, se vengaba. Y fue por etapas el ajuste. Así que un
día pensó: antes, yo nunca lo logré. Siempre fui nada. Pero ahora siento mis poderes.
Rosalinda se llenaba de esa creencia, ella se metía más allá de la muerte, allá donde
ya no había ningún destino. Y así, creía entender un juicio sin dimensión. Por las
ruinas del cementerio, Rosalinda soltaba sonoras risotadas.
—Vamos, Jacinto, vamos a beber licor de anacardo.
Echaba licor en un vaso invisible, se complacía con ocultas caricias. Cada tanto lo
reñía:
—Deja los libros, marido mío. ¿Para qué quieres estudiar ahora?
Y empujaba a nadie. Sus risas, inauditas, por algún tiempo estremecieron los
mudos rincones del cementerio. Poco después, los encargados de la seriedad temieron
sus desórdenes. La viuda desconocía los métodos de la tristeza, sus carcajadas
alteraban el sagrado reposo de la almas.
Y se llevaron a la mujer gorda, aquella que fue viuda antes de haber sido esposa.
Se la llevaron hacia un lugar sombrío en donde se convirtió en ausencia. Rosa, por
fin, acabó siendo ninguna.
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El baobab que soñaba pájaros
Pájaros,
todos los que en el suelo no conocen su morada.
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Ese hombre será siempre sombra: no habrá memoria suficiente para salvarlo de la
oscuridad. En verdad, su astro no era el Sol. Ni su país era la vida. Tal vez por ello
vivía con las prevenciones de un extraño. El vendedor de pájaros no tenía siquiera el
amparo de un nombre. Lo llamaban el pajarero.
Todas las mañanas pasaba por los barrios de los blancos cargando sus enormes
jaulas. El mismo fabricaba aquellas jaulas, de material tan ligero que no parecían
servir de prisión. Parecían jaulas aladas, volátiles. Dentro de ellas, los pájaros
aleteaban sus colores repentinos. En torno al vendedor, había una nube de píos, tantos
que hacían mover las ventanas.
—Mamá, ¡mira al hombre de los pájaros!
Y los niños inundaban las calles. Las alegrías se entremezclaban: el griterío de las
aves y el trino de las criaturas. El hombre sacaba una armónica e interpretaba
sonámbulas melodías. El mundo entero se volvía fábula.
Por detrás de las cortinas, los colonos reprobaban esos abusos. Les infundían
sospechas a sus pequeños hijos: ¿quién era ese negro? ¿Alguien tenía referencia de
él? ¿Quién había autorizado a esos pies descalzos a ensuciar el barrio? No, no y no.
Que volviera el negro a su debido lugar. Pero los pájaros son tan encantadores,
insistían los niños. Los padres se oponían: estaba dicho.
Pero pocos cumplirían aquella orden. Sobre todo desobedecía uno de los niños,
dedicándose al misterioso pajarero. Era Tiago, un chico soñador, sin otra habilidad
que la de perseguir fantasías. Despertaba temprano, se pegaba a los cristales,
aguardando la llegada del vendedor. El hombre aparecía y Tiago bajaba la escalera,
treinta escalones en cinco saltos. Descalzo, atravesaba el barrio, desapareciendo junto
con la nube del pajarerío. El sol se ponía y el niño sin regresar. En casa de Tiago se
desgranaban reproches:
—Descalzo, como ellos.
El padre deseaba el castigo. Sólo la suavidad materna aliviaba la llegada del
chaval, en plena noche. El padre reclamaba aunque fuera una mínma explicación:
—¿Fuiste a casa de él? Pero ¿ese vagabundo tiene casa?
Su residencia era una baobab, el desocupado agujero del tronco. Tiago contaba:
aquel era un árbol muy sagrado, Dios lo había plantado cabeza abajo.
—Vean lo que el negro le anda metiendo en la cabeza al niño.
El padre se dirigía a su esposa, echándole la culpa. El niño proseguía: es verdad,
mamá. Ese árbol es capaz de grandes tristezas. Los más viejos dicen que el baobab,
en su desesperación, se suicida presa de las llamas, sin que nadie le prenda fuego. Es
verdad, mamá.
—Que disparate —atenuaba la señora.
Y ponía a su hijo fuera del alcance paterno. El hombre, entonces, se decidía a
salir, para juntar su rabia con la de otros colonos. En el club, todos ellos aclamaban:
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era necesario acabar con las visitas del pajarero. Que la medida no podía ser de
muerte violenta, ni cosa que ofendiera a la vista de las señoras ni de sus hijos. Habría
que decidir cuál sería el remedio mejor.
Al día siguiente, el vendedor repitió su alegre invasión. A pesar de todo, los
colonos vacilaron: aquel negro traía aves de una belleza nunca vista. Nadie podía
resistirse a sus colores, a sus trinos. Aquello no parecía ser cosa de este verídico
mundo. El vendedor se mantenía anónimo, en una humilde ausencia de sí:
—Estos son pájaros excelentes, de esos con las alas todas de fuera.
Los portugueses se interrogaban: ¿de dónde traía él tan maravillosas criaturas?
¿Dónde, si ellos ya habían desbrozado los matorrales más extensos?
El vendedor guardaba el secreto, respondiendo con una sonrisa. Los señores
ponían en duda sus propias sospechas —¿tendría aquel negro derecho a ingresar en
un mundo al que ellos carecían de acceso?—. Pero pronto se disponían a disminuirle
los méritos: el tipo dormía en los árboles, en medio de los pájaros. Ellos se igualan a
los animales salvajes, concluían.
Fuera por desdén de los grandes o por gloria de los pequeños, la verdad es que,
poco a poco, el pajarero se convirtió en el tema dominante en el barrio de cemento.
Su presencia fue llenando lapsos, insospechados vacíos. Conforme le compraban, las
casas estaban más repletas de dulces cantos. La música causaba extrañeza a los
moradores, mostrando que aquel barrio no pertenecía a esta tierra. Entonces, ¿los
pájaros les quitaban lo auténtico a los residentes, haciéndolos extranjeros? ¿O el
culpable sería ese negro, ese canalla, que se apropiaba de la existencia, ignorante de
sus deberes de raza? El comerciante debería saber que sus pasos descalzos no cabían
en aquellas calles. Los blancos se inquietaban con esa desobediencia, acusando al
tiempo. Sentían celos del pasado, de la buena disposición de las personas por su
apariencia. El vendedor, así sobremiso, anticipaba al mundo otras percepciones.
Hasta los niños, gracias a su seducción, se olvidaban de las reglas de conducta. Ellos
se volvían más hijos de la calle que de la casa. El pajarero se adentraba incluso en sus
devaneos:
—Haz cuenta de que soy tu tío.
Los niños emigraban de su condición, desdoblándose en otras felices existencias.
Y todos se familiarizaban, parientes aparentes.
—¿Tío? ¿Dónde se ha visto que se le diga tío a un negro?
Los padres querían tapiarles el sueño, su pequeña e infinita alma. Surgió la orden:
tenéis prohibida la calle, no volveréis a salir. Se corrieron las cortinas, las casas
cerraron sus párpados.
Parecía que ya imperaba el orden. Fue cuando surgieron las sorpresas. Las puertas
y las ventanas se abrían solas, los muebles aparecían volcados, los cajones fuera de
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lugar.
En casa de los Silva.
—¿Quién abrió este armario?
Nadie, nadie había sido. El mayor de los Silva se indignaba: todos, en la casa,
sabían que en aquel mueble se guardaban las armas. Sin vestigios de fuerza, ¿quién
podía ser el asaltante? Duda del indignatario.
En casa de los Peixoto:
—¿Quién echó alpiste en el cajón de los documentos?
¿Quién?: nadie, ninguno, nada. El jefe máximo de los Peixoto advertía: ustedes
saben muy bien qué tipos de documentos tengo ahí guardados. Invocaba sus secretas
funciones, sus sigilosos asuntos. Que se denunciara al vendedor de alpiste. Mierda de
pajarracos, rezongaba.
En el hogar del presidente del municipio:
—¿Quién abrió la puerta de los pájaros?
Nadie la había abierto. El gobernante, víctima del desgobierno, había sorprendido
a un ave dentro del armario. Las serias instancias municipales estaban llenas de
cagarrutas.
—Vean ésta: cagada incluso en el sello.
En la suma de los acontecimientos, un alboroto general se apoderó del barrio. Los
colonos se reunieron para tomar una decisión. Se juntaron en casa del papá de Tiago.
El niño eludió la cama. Permaneció en la puerta escuchando las graves amenazas. No
esperó a escuchar la sentencia. Se lanzó hacia el bosque, rumbo al baobab. El viejo
estaba allí acomodándose al calor de una hoguera.
—Allí vienen, te vienen a buscar.
Tiago jadeaba. El vendedor no se alteró: que ya sabía, estaba a la espera. El niño
se esforzaba, nunca aquel hombre le había demostrado tanto valor.
—Huye, todavía hay tiempo.
Pero el vendedor se confortaba, soñolento. Sereno, entró en el tronco y allí se
demoró. Cuando salió ya tenía una corbata y traje de hombre blanco. De nuevo se
sentó, apartando la arena del suelo. Después, permaneció balconeando, retocando el
horizonte.
—Vete, niño. Ya es de noche.
Tiago se quedó. Observaba al pajarero, aguardando su gesto. Si al menos el viejo
fuese como el río: fijo pero en movimiento. Pero no. El vendedor se mantenía más en
la leyenda que en la realidad.
—¿Y por qué te pusiste el traje?
Explicó: es que él era nativo, retoño de aquella tierra. Debía saber recibir a los
visitantes. Le correspondía el respeto, los deberes de anfitrión.
—Ahora vete, vuelve a tu casa.
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Tiago se levantó, era difícil partir. Miró al enorme árbol, como pidiéndole
protección.
—¿Estás viendo la flor? —preguntó el viejo.
Y recordó la leyenda. Aquella flor era la morada de los espíritus. Quien hiciese
daño al baobab sería perseguido hasta el final de su vida.
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respondieron los pájaros.
Decidió volver al árbol. Otro paradero para él ya no existía. Ni calle ni casa: sólo
el vientre del baobab. Mientras caminaba, las aves lo seguían, en un cortejo de
gorjeos, por encima del cielo. Llegó a la residencia del pajarero, miró el suelo
cubierto de pétalos. Ya no estaban rojos, habían vuelto a su blanco original. Entró en
el tronco, se mantuvo en la distancia de un rato. ¿Valía la pena esperar al viejo?
Seguramente se habría esfumado, huyendo de los blancos. Mientras tanto, él volvió a
tocar la armónica. Se fue arrullando en el ritmo, dejando de oír el mundo de fuera. Si
hubiera puesto la atención debida, habría notado la llegada de muchas voces.
—El canalla del negro está dentro del árbol.
Los pasos de la venganza rodeaban al baobab, pisando las flores.
—Es el tipo con su flauta. ¡Toca, cabrón, que vas danzar!
Las antorchas se aproximaron al tronco, el fuego sedujo a las viejas cortezas.
Dentro, el niño había empezado un sueño: sus cabellos figuraban como hojas
pequeñitas, las piernas y los brazos se volvían madera. Los dedos, leñosos, buscaban
lombrices en la tierra. El niño transitaba de reino: arborecido, en un estado de
consentida imposibilidad. Y desde el sonámbulo baobab subían las manos del
pajarero. Tocaban las flores, las corolas se encapsulaban: nacían asombrosos pájaros
y se soltaban, como pétalos, sobre la cresta de las llamas. ¿Las llamas? ¿De dónde
llegaban estas, excediendo la lejanía del sueño? Fue cuando Tiago sintió la herida de
las llamaradas, la seducción de la ceniza. Entonces el niño, aprendiz de la savia,
emigró entero hacia sus recientes raíces.
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La princesa rusa
[…] Bastó que corriese la fama
de que en Manica había oro
y se anunciara que para transportarlo
se construiría una línea férrea,
para que enseguida se invirtieran
muchísimos miles de libras para abrir tiendas,
establecer líneas de navegación a vapor,
montar servicios de transporte terrestre,
experimentar industrias, vender aguardiente,
intentando explotar de mil formas no tanto el oro,
sino a los propios explotadores del futuro oro […]
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Disculpe, padre, no estoy arrodillado como es debido, es mi pierna, usted lo sabe:
esta pierna izquierda delgadita no se ajusta bien a mi cuerpo.
Vengo a confesar pecados de hace mucho tiempo, sangre pisada en mi alma,
tengo miedo sólo de acordarme. Hágame el favor, padre, escúcheme despacio, tenga
paciencia. Es una larga historia. Como yo digo siempre: sendero de hormiga nunca
termina cerca.
Usted tal vez no sepa pero esta pequeña ciudad ya disfrutó de otro tipo de vida.
Hubo tiempos en los que llegaba gente de muy lejos. El mundo está lleno de países,
la mayor parte de ellos extranjeros. Ya llenaron los cielos de banderas, ni yo me
explico cómo pueden circular los ángeles sin chocar con los lienzos. ¿Cómo dice?
¿Que entre directamente en la historia? Sí, claro. Pero no lo olvide: yo ya le pedí
muchito de su tiempo. Es que una vida tarda, padre.
Continúo, entonces. En esa época, llegó también a la ciudad de Manica una
señora rusa. Nadia era su nombre. Decían que era princesa en la tierra de donde
venía. Acompañaba a su marido Yuri, ruso también. La pareja llegó debido al oro,
como todos los demás extranjeros que venían a desenterrar riquezas de nuestro suelo.
El tal Yuri compró las minas, con la esperanza de volverse rico. Pero conforme dicen
los más viejos: no corras detrás de la gallina con la sal ya en la mano. Porque las
minas, padre, eran del tamaño de una polvareda, basta un soplo y casi no queda nada.
Sin embargo, los rusos traían restos de sus haberes, lujos de antaño. Su casa, si
usted la hubiera visto, estaba llena de cosas. ¿Y los sirvientes? Eran muchísimos. Y
yo, como tenía documento portugués, quedé como jefe de los criados. ¿Sabe cómo
me llamaban? Encargado general. Era mi categoría, yo era alguien. No trabajaba: les
ordenaba trabajar. Yo atendía las peticiones de los patrones, que hablaban conmigo
con buenos modales, siempre con respeto. Después yo transmitía las peticiones y les
gritaba las órdenes a los sirvientes. Gritaba, sí. Unicamente así obedecían. Nadie
desempeña el trabajo sólo por gusto. ¿El mismo Dios, cuando expulsó a Adán del
paraíso, no lo echó a puntapiés?
Los criados me odiaban, padre. Yo sentía la inquina de ellos cuando les robaba los
días festivos. No me importaba, hasta me gustaba que no me quisieran. Esa inquina
me hacía sentirme ancho, yo me sentía casi el patrón. Me dijeron que ese gusto por
mandar es un pecado. Pero yo creo que es mi pierna la que me aconseja hacer
maldades. Tengo dos piernas, una de santo, otra de diablo. ¿Cómo puedo seguir un
solo camino?
A veces, lograba escuchar las conversaciones de los criados en sus cuartuchos.
Les daban inquina muchas cosas, hablaban mostrando dientes. Yo me aproximaba y
ellos se callaban. Desconfiaban de mí. Pero para mí era un elogio aquella sospecha:
infundía un miedo que los hacía sentirse pequeños. Se vengaban, se burlaban
siempre, siempre remedaban mi cojera. Se reían, los cabrones. Discúlpeme por usar
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palabrotas en un lugar de respeto. Pero, para mí, ese antiguo enojo permanece actual.
Nací con este defecto, fue el castigo que Dios me reservó incluso antes de que yo me
convirtiese en persona. Yo sé que Dios es completamente grande. Con todo, padre,
con todo: ¿usted cree que El fue justo conmigo? ¿Estoy injuriando al Santísimo?
Bueno, me estoy confesando. Si ofendo ahora, usted después me impone más
penitencias.
Tiene razón, prosigo. En esa casa los días eran siempre iguales, tristes y callados.
Tempranito en la mañana, el patrón salía hacia la mina, machamba ↵ del oro, era así
como la llamaba. Volvía solamente por la noche, a las tantas. Los rusos no tenían
visitas. Los demás, ingleses y portugueses, no paraban por allá. La princesa vivía
encerrada en su tristeza. Se vestía con formalidad incluso dentro de la casa. Ella,
puedo decirle, se visitaba a sí misma. Hablaba siempre entre murmullos, para ser
escuchada teníamos que acercar el oído. Yo me aproximaba a su cuerpo delicado, una
piel tan blanca como jamás he vuelto a ver. Esa blancura se me apareció con
frecuencia en sueños, todavía hoy me estremezco por el perfume de ese color.
Ella solía quedarse en un pequeña salita, mirando un reloj de cristal. Oía las
manecillas que goteaban el tiempo. Era un reloj de su familia y sólo a mí me confiaba
su limpieza. Si ese reloj se rompiera, Fortín, toda mi vida quedaría hecha allí añicos.
Ella siempre me hablaba así, aconsejándome tener cuidado.
Una de esas noches yo estaba en la choza encendiendo el candil, cuando una
sombra tras la mía me asustó. Miré, era la señora. Traía una vela y se acercó
despacito. Observó mi cuarto, conforme la luz bailaba en los rincones. Me quedé
perturbado, incluso hasta avergonzado. Ella me veía siempre con aquel uniforme
blanco que usaba para el servicio. Ahora, yo estaba allí en bermudas, sin camisa ni
respeto. La princesa circuló alrededor y después, para mi asombro, se sentó en mi
estera. ¿Se da cuenta? ¿Una princesa rusa en una estera? Ella se quedó allí un buen
rato, sólo sentada, inmutable. Después preguntó, con esa manera suya de hablar
portugués:
—Así que ¿usté vive aquí?
No tenía respuesta. Empecé a pensar que estaba enferma, que su cabeza estaba
trocando los lugares.
—Señora mía: es mejor que vuelva a su casa. Este cuarto no es bueno para usted.
Ella no contestó. Volvió a preguntar:
—¿Y por usté es bueno?
—Para mí es suficiente. Basta un techo que nos separe del cielo.
Ella corrigió mis afirmaciones. Los animales, dijo, son los que usan las
madrigueras para esconderse. La casa de una persona es un lugar para quedarse, el
sitio donde sembramos nuestras vidas. Le pregunté si en su tierra había negros y no
pudo parar de reírse. ¡Oh, Fortín, usted hace cada pregunta! Me sorprendí: si no había
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negros, ¿quién hacía los trabajos pesados allá en su tierra? Son blancos, contestó.
¿Blancos? Mentiras de ella, pensé. Finalmente, ¿cuántas leyes existen en el mundo?
¿O acaso la desgracia no fue distribuida según las razas? No, no le estoy preguntando
a usted, padre, sólo estoy pensando en voz alta.
Fue así como conversamos aquella noche. Ya en la puerta, ella me pidió ver la
habitación en donde dormían los otros. Primero, me negué. Pero, en el fondo, yo
deseaba que ella fuera allá. Para que viera que aquella miseria era peor que la mía. Y,
por eso, acepté: salimos bajo la oscuridad para ver el lugar de esos con categoría de
criados. La princesa Nadia se llenó de tristeza al asistir a aquellas vivencias. Quedó
tan impresionada que empezó a mezclar lenguas, a saltar del portugués a su dialecto.
Ella ahora entendía el motivo del patrón para no dejarla salir, nunca le dio
autorización. Es sólo para que yo no vea toda esa miseria, decía. Noté que lloraba.
Pobre señora, me dio pena. Una mujer blanca, tan lejos de los de su raza, allí, en
plena selva. Sí, para la princesa todo aquello debía de ser una selva, alrededores de
selva. Incluso la casa grande, arreglada según la voluntad de sus costumbres, incluso
su casa era residencia de la selva.
Al regresar, me clavé uno de esos pinchos de acacia espinosa. La espina se hundió
profunda en el pie. La princesa me quiso ayudar pero la aparté:
—No puede tocar. Mi pierna señora...
Ella comprendió. Empezó a darme un consuelo, que ése no era defecto, que no
debía avergonzarme de mi cuerpo. Al principio, no me gustó. Sospeché que sentía
lástima, compasión, nada más. Pero, después, me entregué a aquella dulzura suya,
olvidé el dolor en el pie. Parecía que esta pierna ambulante ya no era mía.
Desde esa noche, la princesa empezó a salir siempre, a visitar los alrededores.
Aprovechaba las ausencias del patrón, mandaba que le mostrase los caminos. Un día
de éstos, Fortín, tenemos que salir temprano e ir hasta las minas. Yo sabía las órdenes
del patrón, que prohibía las salidas de la señora. Hasta que, una vez, la cosa estalló:
—Los otros criados me han dicho que andas saliendo con la señora.
Cabrones, me acusaron. Sólo para demostrar que yo, como ellos, me agachaba
ante la misma voz. La envidia es la peor víbora: muerde con los dientes de la propia
víctima. Y entonces, en ese momento, me eché atrás:
—Yo no soy el que quiere, patrón. Es la señora la que manda.
¿Se da cuenta, padre? En un instante, yo estaba denunciando a la señora,
traicionando la confianza que depositaba en mí.
—Que sea la última vez, ¿me has oído, Fortín?
Dejamos de salir. La princesa me lo pedía, insistía. Sólo una distancia cortita,
Fortín. Pero yo no tenía valor. Y así, la señora volvió a quedar prisionera de la casa.
Parecía una estatua. Incluso cuando llegaba el patrón, ya de noche, ella se mantenía,
inmóvil, mirando el reloj. Veía el tiempo que sólo se mostraba a los que, en la vida,
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no tienen presencia. El patrón no se preocupaba por ella: se dirigía directamente a la
mesa, pedía de beber. El comía, bebía, repetía. Ni notaba a la señora, que parecía
subexistente. No la pegaba. Las palizas no son cosa de príncipes. Ellos no propinan
golpes o la muerte, los encargan a otros. Nosotros somos la mano de sus voluntades
sucias, nosotros que estamos destinados a servir. Yo siempre pegué por orden de
otros, repartí mamporros. Sólo le he pegado a gente de mi color. Ahora miro a mi
alrededor, no tengo a nadie al que pueda llamarle hermano. A nadie. No olvidan esos
negros. Pertenezco a una raza rencorosa. Usted también es negro, puede entenderlo.
Si Dios fuera negro, padre, estaría frito: nunca más voy a obtener perdón. ¡Es que
nunca más! ¿Cómo dice? ¿No puedo hablar de Dios? ¿Por qué, padre, acaso El me
oye aquí, tan lejos del cielo, a mí tan minúsculo? ¿Puede oír? Espéreme, padre,
déjeme rectificar mi posición. Rayo de pierna, siempre se niega a obedecer. Listo, ya
puedo seguir confesándome. Fue como le dije. Decía, por cierto. No había historia en
casa de los rusos, no ocurría nada. Sólo silencio y suspiros de la señora. Y el reloj
sonando en aquel vacío. Hasta que, un día, el patrón me apresuró con su griterío:
—Llama a los criados, Fortín. Todos allá fuera.
Reuní a los criados, mayores y menores, y también el cocinero gordo, Nelson
Máquina.
—Vamos a la mina. Deprisa, súbanse todos a la carreta.
Llegamos a la mina, nos dieron palas y empezamos a excavar. Los techos de la
mina se habían caído una vez más. Bajo la tierra que pisábamos había hombres,
algunos ya bien muertos, otros despidiéndose de la vida. Las palas subían y bajaban,
nerviosas. Veíamos aparecer brazos clavados en la arena, parecían raíces de carne.
Había gritos, confusión de órdenes y polvo. A mi lado, el cocinero gordo tiraba de un
brazo, se armaba de toda su fuerza para desenterrar el cuerpo. Pero qué va, era un
brazo suelto, arrancado del cuerpo. El cocinero cayó con aquel pedazo muerto sujeto
en sus manos. Sentado sin compostura, se empezó a reír. Me miró y aquella risa suya
empezó a llenarse de lágrimas, el gordo parecía un niño perdido, sollozando.
Yo, padre, no aguanté. No pude más. Fue un pecado pero le di la espalda a aquella
desgracia. Aquel sufrimiento era demasiado. Uno de los sirvientes intentó sujetarme,
me insultó. Desvié el rostro, no quería que él viera que estaba llorando.
En aquel año, la mina caía por segunda vez. También por segunda vez yo
abandonaba el rescate. No sirvo para nada, lo sé, padre. Pero usted nunca ha visto un
infierno como ése. Rezamos a Dios para que, después de fallecer, nos salve de los
infiernos. Pero finalmente nosotros ya estamos viviendo los infiernos, pisamos sus
llamas, llevamos el alma llena de cicatrices. Era como allí, aquello parecía una
machamba de arena y sangre, la gente tenía miedo sólo de pisar. Porque la muerte se
enterraba en nuestros ojos, tirando de nuestra alma con los muchos brazos que tiene.
¿Qué culpa tengo, dígame con sinceridad, qué culpa tengo de no poder tamizar
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pedazos de persona?
No soy hombre de salvar vidas. Soy una persona para ser asistida, no para asistir.
Todo eso pensaba yo mientras regresaba. Mis ojos no observaban el camino, parecía
caminar en mis propias lágrimas. De repente, me acordé de la princesa, creía oír su
voz pidiendo socorro. Era como si ella estuviera allí, en la esquina de cada árbol,
suplicando de rodillas como estoy yo ahora. Pero yo, una vez más, me negaba a
dispensar ayuda, me alejaba de la bondad.
Cuando llegué a la choza me costaba oír aquel mundo alrededor, lleno de los
sones bonitos del anochecer. Me escondí en mis propios brazos, cerré el pensamiento
en un cuarto oscuro. Sucedió entonces que las manos de ella se aproximaron.
Lentamente desplegaron aquellas culebras tercas que eran mis brazos. Me habló
como si yo fuera un niño, el hijo que nunca tuvo:
—Hubo un desastre en la mina, ¿verdad?
Respondí sólo con la cabeza. Ella profirió maldiciones en su lengua y salió. Fui
con ella, sabía que sufría más que yo. La princesa se sentó en la sala grande y, en
silencio, esperó a su marido. Cuando el patrón llegó, ella se levantó despacio y en sus
manos surgió el reloj de cristal. Ese que me recomendaba tanto. Subió el reloj muy
arriba de su cabeza y, con mucha fuerza, lo arrojó al suelo. Los cristales se
esparcieron, brillantes granos cubrieron el piso. Ella siguió rompiendo otros objetos,
haciendo todo sin prisa, sin gritos. Pero aquellos cristales cortaban su alma, yo lo
sabía. El patrón, el sí, gritó. Primero en portugués. Dio la orden de que no siguiese.
La princesa no obedeció. El gritó en su lengua, ella ni le oyó. Y ¿sabe lo que hizo
ella? No, usted no lo puede imaginar, incluso a mí me cuesta dar testimonio. La
princesa se quitó los zapatos y, mirando la cara de su marido, empezó a bailar encima
de los cristales. Bailó, bailó, bailó. ¡La sangre que dejó, padre! Lo sé, fui yo el que
limpié. Llevé el trapo, lo pase por el suelo como si acariciara el cuerpo de la señora,
aliviando tantas heridas. El patrón me ordenó que saliera, que dejara todo como
estaba. Pero me negué. Tengo que limpiar esta sangre, patrón. Respondí con una voz
que no parecía la mía. ¿Desobedecía yo? ¿De dónde venía aquella fuerza que me
sujetó al suelo, preso a mi voluntad?
Y así lo imposible se hizo verídico. Mucho tiempo pasó en un santiamén. No sé si
por causa de los cristales, al día siguiente la señora se enfermó. Quedó acostada en
una habitación separada, dormía sola. Yo tendía la cama mientras ella descansaba en
el sofá. Hablábamos. El asunto no variaba: recuerdos de su tierra, arrullos de su
infancia.
—Esta enfermedad, señora, sin duda es nostalgia.
—Tode mi vide está allá. El hombre que amo está en Rusia, Fortín.
Yo me balanceé, afectado. No lo quería entender.
—Se llama Antón, ése es único sañor de mi corrazón.
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Estoy imitando su lenguaje, no me estoy burlando. Pero así conservo lo que me
confesó de su amante. Hubo más confidencias, entregándome siempre recuerdos de
ese amor escondido. Yo tenía miedo de que alguien oyese nuestras conversaciones.
Mandaba hacer el servicio aprisa sólo para salir de la habitación, pero un día me
entregó un sobre cerrado. Era un asunto de máximo secreto, nadie jamás lo podría
sospechar. Me pidió que entregase aquella carta en el correo, allá en la ciudad.
Desde ese día en adelante, siempre me entregaba cartas. Eran seguidas, una, otra,
otra más. Escribía acostada, las letras del sobre temblaban por la fiebre.
Pero, padre: ¿quiere saber la verdad? Nunca entregué esas cartas. Nada, ni una.
Tengo este pecado y lo sufro. Era el miedo el que frenaba la debida obediencia,
miedo de ser agarrado con aquellas pruebas ardientes en plena mano.
La pobre señora me miraba fijamente con bondad, creyendo en un sacrificio que
yo no hacía. Me entregaba la correspondencia y yo empezaba a temblar, parecía que
los dedos agarraban lumbre. Sí, digo bien: lumbre. Porque ése fue el destino de todas
aquellas cartas. Las eché todas al fogón de la cocina. Allí se quemaron los secretos de
mi señora. Yo oía el fuego y creía oírla suspirando. Caramba, padre, estoy sudando
sólo de hablar de esta vergüenza.
Así pasó el tiempo. Las fuerzas de la señora no hacían más que empeorar. Entraba
en su habitación y me miraba mucho, casi me perforaba con aquellos ojos azules.
Nunca me preguntó si había llegado contestación. Nada. Unicamente aquellos ojos
robados del cielo me escudriñaban en una muda desesperación.
El médico, ahora, venía todos los días. Salía de la habitación, sacudía la cabeza,
negando alguna esperanza. Toda la casa se mantenía en penumbras, las cortinas
siempre cerradas. Sólo sombras y silencio. Una mañana vi que de la puerta se abría
casi una rendija. Era la señora que atisbaba. Con una seña, me hizo entrar. Pregunté
por su mejoría. Ella no contestó. Se sentó frente al espejo y esparció aquel polvo
oloroso, simulando el color de la muerte sobre su cara. Se pintó la boca pero tardó en
atinar con la pintura en los labios. Las manos temblaban tanto que el rojo manchaba
la nariz y parte del mentón. Si yo fuera mujer ayudaría, pero, siendo hombre, me
quedé sólo mirando, con reserva.
—Señora, ¿va a salir?
—Voy a la esteción. Vamos los dos.
—¿A la estación?
—Sí. Antón va a ir en este tren.
Y, abriendo el bolso, me mostró una carta. Dijo que aquélla era la respuesta de él.
Había tardado, pero al fin llegó, decía agitando el sobre como los niños cuando tienen
miedo a que les quiten sus fantasías. Dijo algo en ruso. Después habló en portugués:
el tal Antón venía en el tren de Beira, venía para llevársela muy lejos de allí.
Delirios suyos, seguro. La señora sólo estaba viviendo una ilusión. ¿Cómo podría
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haber llegado una contestación, si era yo el que recogía toda la correspondencia, si
para colmo las letras de la señora se habían encrespado en el fuego?
Apoyada en mi brazo, ella entró en la carretera. Fui su garrota hasta cerca de la
estación. Fue entonces, padre, cuando cometí el máximo pecado. Soy muy duro
conmigo, no me tolero. Sí, yo me defiendo de todo menos de mí. Por eso me quita
peso esta confesión. Ya cuento con Dios para mi defensa. ¿No tengo razón, padre?
Entonces, escuche.
La piel de la princesa estaba pegadita a mi cuerpo, yo transpiraba el sudor de ella.
La señora estaba en mis brazos total, abandonada. Empecé a soñar que, en realidad,
estaba huyendo conmigo. ¿Quién era yo sino ese tal Antón? Sí, yo me reconocía
como el auténtico escritor de la carta. ¿Fui un intruso? Tal vez, pero en aquel
momento estuve de acuerdo conmigo mismo. Finalmente, si la vida de la señora ya
no tenía validez, lo que importaba era ayudarla en sus delirios. Quizás esas locuras
pudieran sanar la herida que le sustraía el cuerpo. ¿Pero se ha dado cuenta, padre, de
qué papel estaba haciendo? ¿Yo, Duarte Fortín, encargado general de los criados,
huyendo con una blanca, princesa para colmo? Como si algún día ella pudiese
quererme a mí, a un tipo de mi color y con las piernas desiguales. No hay duda, tengo
alma de lombriz, me arrastraré por el otro mundo. Mis pecados piden muchísimas
oraciones. ¡Rece por mí, padre, rece mucho por mí! Porque lo peor, lo peor todavía
no se lo he contado.
Yo cargaba a la princesa por un camino desviado. Ella no se dio cuenta de ese
desvío. Llevé a la señora hacia la margen del río, la acosté sobre la yerba blanda. Fui
al río a buscar un poco de agua. Le mojé la cara y el cuello. Ella sintió escalofríos,
aquella máscara de polvo empezó a deshacerse. La princesa respiraba con dificultad.
Miró alrededor y preguntó:
—¿La esteción?
Decidí mentir. Le dije que estaba allí, justo al lado. Estábamos bajo aquella
sombra sólo para escondernos de los demás que esperaban en el patio de la estación.
—No deben vernos, es mejor esperar el tren en este escondrijo.
Ella, pobre, me agradeció los cuidados. Dijo que nunca había visto un hombre tan
bondadoso. Pidió que la despertara cuando llegase la hora; estaba muy cansada,
necesitaba reposo. Me quedé mirándola, apreciando su presencia tan próxima. Vi los
botones de su vestido, adiviné todo el ardor que había debajo. Mi sangre acuciaba. Al
mismo tiempo yo sentía miedo. ¿Y si el patrón me pillaba allí, en medio del césped
con su señora? Bastaba con apuntarme con el hocico oscuro del fusil y disparar. Fue
ese temor de ser fusilado lo que frenó. Me quedé solamente mirando a aquella mujer
en mis brazos. Fue entonces cuando el sueño, una vez más, empezó a huir de mí.
¿Entiende, padre? Ella tenía la piel blanca que era la mía, su boca me pertenecía, sus
ojos azules eran míos. Era como si yo fuese un alma distribuida en dos cuerpos
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contrarios: uno macho, otro hembra; uno negro, otro blanco. ¿Lo duda? Sepa, padre,
que los opuestos son los más iguales. ¿No lo cree? Escuche: ¿el fuego no es lo que
más se parece al hielo? Ambos queman y, en los dos, sólo mediante la muerte el
hombre puede entrar.
Pero si yo era ella, estaba yo muriendo entonces en mi segundo cuerpo. Así, me
sentí debilitado, desapercibido. Caí a su lado y nos quedamos los dos sin movernos.
Ella, con los ojos cerrados. Yo, evitando la somnolencia. Sabía que si cerraba los
ojos, nunca jamás los volvería a abrir. Yo ya estaba muy dentro de mí, no podía bajar
más. Hay momentos en los que nos parecemos mucho a los muertos y esa semejanza
da fuerzas a los difuntos. Y no nos perdonan que nosotros, los vivos, seamos tan
parecidos a ellos.
¿Y sabe cómo me salve, padre?: metiendo los brazos en la tierra caliente, como
hacían los mineros moribundos. Fueron mis raíces las que me ataron a la vida, fue eso
lo que me salvó. Me levanté todo sudado, con mucha fiebre. Decidí salir de allí, sin
tardanza. La princesa todavía estaba viva e hizo una seña para que me detuviera.
Desprecié su petición. Volví a casa con la misma congoja que sentí cuando abandoné
a los sobrevivientes en la mina. Cuando llegué, le dije al patrón: encontré a la señora
ya muerta, en un árbol cerca de la estación. Lo acompañé para que él mismo lo
confirmase. En aquella sombra, la princesa todavía respiraba. Cuando el patrón se
agachó, ella le aferró los hombros y le dijo:
—¡Antón!
El patrón oyó aquel nombre que no le pertenecía. Aún así le besó la frente,
cariñoso. Fui a buscar la carreta y, cuando la levantamos, ella ya estaba muerta, fría
como las cosas. De su vestido cayó, entonces, una carta. Yo intenté recogerla pero el
patrón fue más rápido. Miró con sorpresa el sobre y después observó mi rostro. Me
quedé cabizbajo, temiendo que él me preguntara. Pero el patrón estrujó el papel y lo
metió en su bolsillo. Nos fuimos en silencio hasta la casa.
Al día siguiente, huí a Gondola. Hasta ahora sigo allí, en el servicio de trenes. De
vez en cuando, vengo hasta Manica y paso por el viejo cementerio. Me arrodillo junto
a la tumba de la señora y le pido disculpas ni yo sé de qué. No, tal vez lo sepa. Le
pido perdón por no haber sido aquel hombre que ella esperaba. Pero eso es sólo un
fingimiento de culpa, usted sabe hasta que punto es mentira que yo me arrodille,
porque mientras estoy allí, frente a la tumba, solamente me acuerdo del sabor de su
cuerpo. Por eso le confieso esta amargura que me roba el gusto por la vida. Ya falta
poco para irme de este mundo. Incluso le he rogado permiso a Dios para morir. Pero
parece que Dios no escucha mis ruegos. ¿Cómo dice, padre? ¿No debo hablar así,
desahuciado? Pero es así como yo me acuerdo de mí, viudo de mujer que no tuve. Es
que ya me siento tan poca cosa. La única alegría que me entusiasma, ¿sabe cuál es?:
salir del cementerio e ir a pasear entre el polvo y las cenizas de la antigua mina de los
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rusos. Aquella mina ya cerró, murió con la señora. Yo me encaminó allá solo.
Después me siento en un viejo tronco y miró hacia atrás, hacia esos caminos que he
pisado. ¿Y sabe entonces qué veo? Veo dos huellas diferentes, pero ambas salidas de
mi cuerpo. Unas de pie grande, pie masculino. Otras son marcas de pie pequeño, de
mujer. Ese es el pie de la princesa, de esa que camina a mi lado. Son huellas, padre.
Estoy completamente seguro. Ni Dios puede negar esta certidumbre. Dios puede que
no me perdone ningún pecado y así me arriesgo al destino de los infiernos. Pero a mí
no me importa: allá, en las cenizas de ese infierno, he de ver el rastro de sus pasos,
que avanzan siempre a mi izquierda.
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El pescador ciego
El barco de cada uno está en su propio pecho.
REFRÁN MACUA
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Vivimos lejos de nosotros, en distante fingimiento. Nos desaparecemos. ¿Por qué
nos preferimos en esa oscuridad interior? Tal vez porque lo oscuro junta las cosas,
cose los hilos de lo disperso. En el cobijo de la noche, lo imposible gana la
suposición de lo visible. En esa ilusión descansan nuestros fantasmas.
Escribo todo esto incluso antes de empezar. Escritura de agua de quien no quiere
recuerdos, el definitivo destino de la tinta. Todo por Maneca Mazembe, el pescador
ciego. El caso fue que él se vació ambos ojos, dos pozos bebidos por el sol. Cómo
perdió la vista es cosa de no creer. Existen esas historias que, cuanto más se cuentan,
menos se conocen. Muchas voces, al final, sólo producen silencio.
Sucedió un día de pesca: Mazembe se perdió en el sinfín. La tempestad había
asustado al pequeño concho ↵ y el pescador se ilimitó, desnortado. Pasaron las horas,
llamadas por el tiempo. Sin red ni reservas, Mazembe tuvo fe en la espera. Pero el
hambre comenzó a anidar en su barriga. Decidió lanzar el hilo, ya sin esperanza: el
anzuelo carecía de cebo. Y nadie conoce un pez que se suicide por gusto, mordiendo
un anzuelo vacío.
Durante las noches, el frío se encaprichaba. Maneca Mazembe se cubría a sí
mismo. No existe mejor cobijo que el cuerpo, pensaba. ¿O acaso los bebés, dentro del
vientre, sufren de frío?
La semana transcurrió, llena de días. El barco se mantenía, sobremarino. El
pescador resistía, sobrevivo. Cuando le daba hambre, se palpaba las costillas en la
moldura del cuerpo:
—Ya no me aparezco siquiera.
Así son las cosas: el juicio adelgaza más rápido que el cuerpo. Con esa delgadez
creció la decisión de Maneca. Sacó el cuchillo y retuvo el gesto con firmeza. Se
arrancó el izquierdo. Dejó el otro para los restantes servicios. Y clavó el ojo en el
anzuelo. Era ya un órgano extraño, desenterrado. Pero se estremeció al contemplarlo.
Parecía que aquel ojo desamparado lo seguía mirando, con pesarosa soledad de
huérfano. Y así aquel anzuelo, entrando en su ajena carne, le dolió más que la herida
de cualquier aguijón.
Arrojó el hilo y esperó. Adivinaba ahora el tamaño de un pez, ahogándose en el
aire. Sí, porque no todos los días un pez puede morder un manjar semejante. Y se rió
de sus propias palabras.
El pez, al cabo de muchos «vaya vaya», llegó, gordo y plateado. Pero ¿cuándo se
ha visto un pez delgadito? Nunca. El mar es generoso, más que la tierra.
Así pensaba Mazembe mientras se vengaba de los ayunos. Asó el pescado en
pleno barco. Cuidado, un día arderá el concho, contigo adentro. Era la advertencia de
Salima, su esposa. Ahora, con el estómago colmado, sonreía. Salima, ¿qué sabía
Salima? Delgaducha, su delicadeza era la de los juncos sumisos, incluso bajo una
suave brisa. No se sabía qué fuerzas sacaba de sí misma cuando alzaba muy alto el
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palo del pilón. Y con el arrullo de Salima, Maneca se enterneció hasta dormirse.
Pero no se mide el árbol por el tamaño de la sombra. El hambre, pertinaz, regresó.
Mazembe quería remar y no podía. Ya ninguna fuerza le respondía. Se decidió,
entonces: se arrancaría el derecho. Así, de nuevo, practicó la cirugía. La oscuridad
envolvió al pescador. Mazembe, biciego, sólo a sus dedos confiaba la visión. Volvió a
lanzar el hilo al mar. No dudó al sentir el estirón, anunciando el pez más grande que
jamás había pescado.
En el transitorio alivio del hambre, sus brazos recobraron fuerzas. Su alma había
regresado del mar. Remó, remó, remó. Hasta que el barco chocó, lo oscuro al
encuentro de lo oscuro. Por el modo del mar, entre murmullos de olas infantiles,
intuyó que había llegado a una playa. Se levantó y gritó pidiendo ayuda. Esperó
varios silencios. Por fin, oyó voces, gente que llegaba. Se sorprendió: aquellas voces
le eran familiares, las mismas de su propia aldea. ¿Tal vez sus brazos habían
reconocido el camino de regreso sin ayuda de los ojos? Lo recogieron muchas manos
que lo ayudaron a bajar.
Había llantos, sobresaltos. Todos lo querían ver, nadie lo quería mirar. Su llegada
esparcía alegrías, su aspecto sembraba horrores. Mazembe había regresado despojado
de aquello que nos constituye: los ojos, ventanas donde se nos enciende el alma.
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Pero, al ahondarse el tiempo, el hambre se hizo fuerte. Salima se arrastraba, más
puntual que las mareas, recogiendo cáscaras de miseria, demasiada concha y poco de
comer.
Salima entonces le anunció a su marido: por mucho que le costase, embarcaría al
día siguiente. Iría a pescar, su cuerpo escondía poderes que él ignoraba. Mazembe se
negó, desesperado. ¡Nunca! ¿Cuándo se ha visto a una mujer que pesque, dirigiendo
un barco? ¿Qué dirían los otros pescadores?
—Aunque tenga que amarrarte a mi pie, Salima. Tú no vas al mar.
Dicho esto, gritó llamando a sus hijos. Bajó camino de la playa. Toda su flacura
se hacía tensa en el arco del cuerpo. La marea estaba baja y la embarcación se había
tumbado con la barriga en la arena, perezosa.
—Vamos, chicos. Vamos a arrastrar este barco hasta arriba.
Él y sus hijos empujaron el barco hasta lo alto de las dunas. Lo llevaron a donde
nunca llegaban las olas. Mazembe sacudía las manos, riñendo a su mujer.
—Tú, Salima, no me provoques.
Y, volviéndose hacia el barco, dictaminó:
—Ahora vas a ser casa.
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éste, carente de luz; aquél, añorante de las olas. Cuando ya se iba, Salima se detuvo al
oír que la llamaba.
—Mujer, te pido que me traigas fuego.
Ella se estremeció. ¿Para qué el fuego? Un hondo presentimiento la hizo negarse.
Llorando, obedeció. Le acercó un leño ardiendo.
—No lo hagas, Maneca.
El ciego sujetó la antorcha como si fuera una espada. Después, prendió fuego al
barco. Salima gritaba, alrededor de las llamas, como si éstas ardiesen dentro de sí.
Aquella locura de él era una incitación a la desgracia. Por eso, ella le sacudió la vieja
camisa para que él escuchase su decisión de partir, de llevarse a sus hijos para nunca
más volver. Y la mujer se fue, sin dejar siquiera que sus hijos se despidieran de su
viejo padre, en estado de hechizo, que maldecía sus vidas.
El pescador se quedó solo, parecía que el arenal se había vuelto aún más inmenso.
En su ínfimo contorno él se dejó anochecer, palpando en los dedos el sabor de las
cenizas. Tantear los restos le daba un sentido de grandeza. Al menos que le cupiese
deshacer, destruir todo lo que le estaba prohibido.
Los días se sucedieron sin que Maneca lo notase. Cierta noche, no obstante, se
confirmó el presagio de Salima: aquel fuego había volado demasiado alto, y los
espíritus estaban molestos. Porque, en la copa de los cocoteros, el viento se puso a
aullar. Mazembe se acongojó, el suelo mismo tuvo escalofríos. Súbitamente, el cielo
se rasgó y gruesas piedras de hielo cayeron por toda la playa. El pescador corría en el
vacío en busca de refugio. El granizo, implacable, lo castigaba. Maneca no
encontraba explicación. Nunca antes se había enfrentado a tales fenómenos. La tierra
subió hasta el cielo, pensó. Vuelto del revés, el mundo dejaba caer sus materiales.
Con angustia de huérfano, el pescador ciego cayó de rodillas, con los brazos sobre su
cabeza. Ni a sí mismo se oía, sólo se notaba que llamaba a Salima, entre sollozos
suyos y gemidos de la tierra.
Fue cuando sintió la suave mano que le tocaba los hombros. Alzó el rostro:
alguien le enjugaba la fiebre. Primero se resistió. Después se abandonó, aniñándose
en regazo materno. Preguntó:
—¿Salima?
Silencio. ¿Quién era aquella silueta tan llena de ternura? Sin duda era Salima,
aquel cuerpo de mujer, esbelto y firme. Pero las manos de ésta semejaban más edad,
con arrugas de numerosas tristezas.
Ella lo llevó a un refugio, tal vez su vieja cabaña. Sin embargo, el lugar parecía
tener otro silencio, otra fragancia. Fuera, los vientos se fatigaban. La tempestad
amainaba. Ahora las manos le lavaban el rostro, amansando la sal.
—No sé quién eres tú...
Un peine le ordenó los cabellos. En el arrullo, Maneca casi se durmió. Con un
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movimiento del hombro, le ayudó a que se pusiera una camisa, ropa planchada.
—Tú, seas quien seas tú, te pido: nunca uses tu voz. No quiero oír nunca tu
palabra.
La identidad de aquella mujer, en el silencio, habría de perderse. Fuesen o no de
Salima aquellas manos, fuese o no aquella su cabaña, en la ignorancia él habría de
aceptarse. Además, él estaba al tanto de la habilidad de las mujeres para amansar a
los hombres, convertirlos en niños, almas de insuficiente confianza.
Maneca fue así retomando el tiempo. Se dejaba llevar por el consuelo de aquella
mujer anónima. Ella cumplía su petición, sin pronunciar jamás siquiera un suspiro.
Todas las tardes él se ausentaba camino del bosque. Cumplía una tarea
clandestina, su única devoción. Hasta que una tarde, apareció frente a la compañera
enmudecida y le dijo:
—Llévate esos remos. En la playa hay un barco que he hecho para que salgas de
pesca.
Y prosiguió: que saliese, que asumiese el mando de aquel barco, que no se
preocupara por él. Él se quedaría a la orilla del agua, dedicado a los despojos del mar.
—Ten en cuenta que ando buscando los ojos que perdí.
Desde entonces, todas las infalibles mañanas, se vio al pescador ciego
vagabundeando por la playa, removiendo la espuma que el mar deletrea en la arena.
Así, con pasos líquidos, él aparentaba buscar su rostro completo entre generaciones y
generaciones de olas.
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El ex futuro padre
y su previuda
La vida es una tela que teje la araña.
Que el bicho se crea cazador
en casa legítima poco importa.
En el contrario instante,
el se torna cautivo en trampa ajena.
Se confirma en esta historia,
que sucedió en virtuales y menudos parajes.
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Era Benjamim Katikeze. Desde pequeño se había dedicado a las ausencias,
paralelo al cielo. Los otros jugaban, festejando las ínfimas minucias de la infancia.
Sólo Benjamim se consumía en la catequesis, entre santos e incienso. Incluso sus
padres, que lo querían serio y ordenado, pensaban que se excedía.
—Ve a jugar, Ben. Aprovecha que eres niño.
Pero Benjamim, sin dar oídos, se desaniñaba. El cuerpo maduraba, más que la
edad. Las noches desfilaban y se hacían cóncavas para provecho de chicos y chicas.
Sólo las manos del susodicho se mantenían juntas, pegadas, inmaculadas. Ben iba
más alto que las almas.
Hasta que un día apareció Anabela, anabellísima. Era un caramelo, capaz de
provocar deseos en los más pacíficos ojos. Anabela se enamoró de Benjamim. El
pobre ni con eso: al contrario, se internaba todavía más en habilidades de kongolote.
↵ La muchacha le envió misivas, mensajes más suspirados que garabateados. En
presencia de él, Anabela se desenvolvía. Pero siempre es así: cuando hay pan falta el
afán. Y para mujer arrojadiza, hombre escurridizo. Pónganse las íes bajo los puntos.
Ajústese.
El barrio, mientras tanto, entretenía sus mil bocas con el romance desavenido. En
el bar vecino se comentaba:
—¿Mujeres? Mientras más menean el cuerpo, más cierran el corazón.
—Yo sé lo que ella quiere: parné y billetera abultada. Al fin, sólo la lluvia es
buena y gratis.
—No, no se trata de dinero. Si al mismo Henrique, mulato como ella, le fue
negada la mano.
Hubieran dicho. Dijeran lo que dijesen, la verdad era sólo una: Anabela, deseada
por todos, sólo quería a Benjamim. Con todo, él seguía sus votos, recluido. Quería
entrar al seminario, estudiar patrología. A la espera, su único empeño era la oración.
Ben era bastante oractivo.
Los acosos de Anabela se hicieron más cerrados. Parecía que cuanto más
inviable, más en él se empecinaba. ¿O quizá la voluntad se nutre de imposibles?
Anabela llegó a visitarlo en horas provocadoras. Muchos la vieron salir de casa de
Benjamim sin hurtadillas, atrevivida.
La muchacha parecía buscar el escándalo. Incluso al pronunciar el nombre de él,
cometía desliz: «¿Benjamim me besa a mí?». Las gentes susurraban. ¿Hasta cuándo
el chico resistiría, beato repeliendo el acto?
—No resiste. ¿Algún hombre que sea inoxidable?
Pero las apariencias son más grandes que las ocurrencias. Y el real asombro: la
barriga de Anabela empezó a crecer. Anabela, Anabela.
Su padre, el respetuoso Juvenal, tomó entonces honrosas profilaxis. Al final,
todos lo sabían: Juvenal era un hombre muy intrépido. Se esperaban las
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consecuencias. El dedo en el timbre de la casa de Benjamim anunció la tempestad:
—¿Señor Benjamim?
—Sí, soy yo.
—Vengo a saber la fecha.
—¿Qué fecha?
—La fecha de la boda.
—¿Boda? ¿De quién?
—De la suya, señor Benjamim. Su boda con mi hija Anabela.
La mandioca ya se agriaba. Ben se volvía extranjero en su propia casa. Ciudadano
con apuros de supervivencia, sólo pudo balbucir. Pero el otro:
—¿Es seminarista? ¿Y? Los conozco: ¡son los peores!
Juvenal, suegro en víspera de investidura, no aceptaba argumentiras: el nasciturus
era indudable, legítimo e incondicional. Y así, el hombre se fue, dejando a Benjamim
a las puertas de la noche. Estaba con el pensamiento desmemoriado, sin palabra. Al
fin y al cabo, no hay tristeza que pueda explicarse. Porque es una herida más allá del
cuerpo, un dolor más allá del sentimiento. Y la angustia de Benjamim era una
inundación que lo cubría todo. El se adivinaba bajo el manto de la oscuridad, como si
la vida y la muerte le fueran simétricas. Sólo por causa de un engaño, todo su sueño
se había anulado. Ya no sería cura, su única aspiración. Y tendría que casarse con
alguien que únicamente le inspiraba inquietud. Sin auxilio terreno, Benjamim rezaba
con tanto fervor que todos sus pantalones se rompieron a la altura de las rodillas.
Incluso tuvieron que remendar las del traje de boda.
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gusto: eran paredes de máxima confianza. Anabela le confesó el motivo de su
infelicidad: el seudo Benjamim. El viejo oyó palabras, lágrimas, suspiros. Por fin,
hizo la síntesis:
—Es decir, él la desposó pero no ejerce la soberanía.
A ella le gustó el resumen, pero no coincidió con el siguiente comentario.
—Es una cosa que se ve, Anabela. Se ve que no es una esposa completa. Usted
anda siempre muy cabizbaja.
Ella hizo una seña intentando interrumpir, pero Bila prosiguió: Me sorprende, con
lo fornido que es Ben. Y luego se rió: Es como un costal de carbón, parece corpulento
pero no se sostiene en pie.
—No es lo que usted piensa. Únicamente me gustaría que ayudase al pobre Ben.
—Disculpe, Anabela, pero no servirá de nada.
El divulgó sus limitaciones: como enfermero nada sabía, como vecino menos aún
podía.
—Esas cosas no le incumben a un hospital.
Bila se levantó. Sacó un pañuelo y se limpió el rostro. Después, se acercó a la
ventana y atisbo hacia ningún lado. Se acomodó la chaqueta antes de hablar.
—La cura de esos males sólo se encuentra en la tradición. Pero ustedes, los de la
ciudad, ya la empiezan a negar...
—Yo no niego nada. Ben es el que nunca aceptaría debido a la religión.
—Pero ¿qué? ¿Amar a la mujer legítima va contra alguna religión?
—No, pero eso de usar hechizos...
—Déjeme a mí, Anabela. Convenceré a Ben, que lo conozco desde hace mucho
tiempo.
El enfermero le explicó el procedimiento: el marido en apuros empezaría a
bañarse en agua de raíces.
—¿Es para lavar su chissila ↵?.
Anabela dudó, quería los detalles. ¿Chissila? Sí, era el origen de la mala suerte
del marido. Las raíces lavarían al pobre Ben del mal de ojo. Después, prosiguió Bila,
vendría la vacuna.
—En ese momento entra usted como enfermero.
El vecino lo negó. Era una vacuna tradicional, hecha con polvos del fuego,
cenizas de hueso de león.
—¿León? ¿Dónde se encuentran leones en estos tiempos?
—Son leones antiguos, coloniales. Calidad garantizada.
Quien aplicaría la vacuna sería una vieja hechicera que él conocía, con artes
capaces de inflamar de pasión un hormiguero de termitas. Iban a consultarla incluso
cooperantes. La hechicera, decía el vecino, era varias veces internacional. Pero
Benjamim se tendría que trasladar, con alma y equipaje, a la residencia de la vieja.
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—Un curso de capacitación, como dicen por ahí.
Tendría que pasar por la prueba final con la propia hechicera. Si Bejamim
aprobaba, nunca más desperdiciaría la oportunidad con la hermosa Anabela.
—¿Mi Benjamim durmiendo con la vieja?
No había alternativa, dijo el enfermero. Las heridas de la boca se curan con la
propia saliva. Ella argumentó sus temores:
—He oído decir que hay hombres que sólo pueden hacerlo con viejas, sobre todo
las de edad muy avanzada. Con las jóvenes no lo consiguen.
Anabela volvió a casa llena de dudas. Una pesadilla la persiguió durante muchas
noches. Soñaba que, al dormir, se convertía en vieja, cubierta de arrugas y de
escamas. Envejecía en el preciso momento en que conciliaba el sueño. Su marido
desconocía esos cambios, ora bella, ora monstruo. Cierta vez, sin embargo, el sueño
se desarrolló así: después de consumar los amores, ella se durmió mientras él la
contemplaba con pasión. Entonces, ante los ojos del hombre se dio la espantosa
transfiguración. La piel lisa se agrietó, el cuerpo fresco se resecó. El se quedó atónito,
casi a punto de desexistir. Fue a ver al vecino, consultó a Bila.
—Necesito que un hechicero anule el hechizo que pesa sobre Anabela.
Bila le contestó con una pregunta: ¿cómo sabía él si Anabela no era, de hecho,
una vieja que se hacía joven durante el día?
—¿Y qué diferencia hay?
—Una gran diferencia, Ben. Si su mujer fuera esa que usted vio dormida,
entonces se quedará con una vieja arrugada para toda la vida.
—Pero yo quiero deshacer el hechizo.
—Está bien. Pero después no diga que no le advertí.
Aún en el sueño, Anabela se veía despertando en una mañana brumosa. Al
mirarse en el espejo se descubría arrugada, parecía una difunta arrepentida. Rompía
el espejo hasta ver su rostro astillado. Pero en cada pedazo de vidrio se volvía a ver
encarrujada. Se lavaba con agua tibia, se alisaba con cremas de hierbas. Nada, las
arrugas porfiaban, invencibles. Y cuando intentaba salir del cuarto, las piernas,
entumecidas, no le respondían.
Anabela despertaba de la pesadilla, bañada en sudor. Corría al espejo para
comprobar su aspecto. El espejo la devolvía suave y tersa. Ella suspiraba con el
consuelo de la realidad.
Los malos sueños continuaron incluso después de que Benjamim hubo partido
hacia la casa de la hechicera. Anabela no lograba imaginar qué argumentos habría
usado el enfermero para convencer a su marido. Pero la verdad es que Benjamim
preparó una pequeña maleta y, sin decir palabra, se ausentó. Permaneció tres semanas
en la curación. Anabela contó desesperada los días con los dedos. ¿Volvería normal?
¿O traería nuevos hábitos por la convivencia con la vieja? Finalmente, él llegó.
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Anabela permaneció con los ojos muy abiertos, sin preguntarle nada. Benjamim
estaba pálido, más trastornado que retornado. Se sentó en la cama y miró
prolongadamente a su esposa. Ella se interrogaba sobre esa actitud. ¿Qué alma estaría
por detrás de aquel hombre?
Se quedaron callados por un rato. Ben le hizo una seña para que se aproximase.
Anabela se incorporó, sintiendo que ya la inundaba el volcán del deseo. Se arrodilló
frente a su marido:
—¿Qué, Ben?
El brazo de él se deslizó, embriagado, cerca de sus senos. Ella se sonrió, se acercó
más. Benjamim murmuró algo, más suspiro que palabra. El temblor de una mano
invisible estremeció a la joven esposa.
—Yo quiero —dijo él.
Ella empezó a desabrocharse, parecía que el vestido temblaba bajo sus dedos. Se
sentó más cerca de él, a la espera. Un nuevo murmullo se escapó de los labios de
Benjamim:
—Yo quiero...
—Yo también.
—Yo quiero agua. Dame agua, Anabela.
Un hondo desánimo le recorrió la carne. Se quedó inmóvil, entre el descrédito y
la frustración. Durante la pausa, Benjamim se levantó bruscamente. Sin embargo,
antes de dar un paso, titubeó en el aire y cayó pesadamente en el suelo con menos
consistencia que una alfombra.
Se lo llevaron, lo acostaron, intentaron en vano despertarlo. Pero Benjamim se
mantenía más allá de los párpados: respiraba con dificultad. Anabela lloraba por su
marido en estado vegetal, le hablaba con dulzura como si él aún la oyera. Pasaba las
noches en blanco, atenta al ser extendido a su lado.
El tiempo pasó. Una noche, ya la luna alta, Anabela se durmió, vencida por el
cansancio. En medio del sueño, sin embargo, ella sintió un escalofrío como si alguien
la tocara. Se quedó inmóvil, esperando. No había duda: eran manos con artificios de
ternura. Ahora le envolvían la cintura y la llenaban de un ardor que desde hacía
mucho desperdiciaba en suspiros. Su sangre se aceleró: ¿quién sería el autor de esas
apetencias? ¿Benjamim? No, no podía ser él. Si él nunca se había atrevido, incluso
antes del accidente. Entonces se hizo la dormida y el anónimo amante se reflejó en su
cuerpo, mar y playa se entreveraron. Con los ojos siempre cerrados, ella acogió al
intruso, ese ladrón de su triste soledad. Varias noches se repitió el encuentro ciego.
Con los párpados siempre cerrados, ella recibía al extraño. Se amaban con furor pero
en silencio. Ella temía que Benjamim despertara y sorprendiese al desconocido. Y
Rieron madrugadas largas con gemidos, suspiros hondos de quien pierde el ser.
Hasta que un día, el enfermero Bila, durante su visita diaria al enfermo, anunció:
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—Benjamim ya mueve los dedos. Mañana estará del todo despierto.
Hubo aplausos, risas. Todos lo festejaron. Todos, menos Anabela. Los suegros
notaron su indiferencia. La madre, guardando las apariencias:
—Pobre. Está tan abatida que ya no reacciona.
La joven esposa, realmente, había adquirido el rostro ceniciento de las viudas. Y,
al acompañar a las visitas hasta la puerta, se la veía contener una lágrima. El
enfermero, preocupado, la llamó aparte:
—¿Qué tiene, Anabela? ¿No se siente bien?
No hubo respuesta. Bajó el rostro y rompió el dique de su íntima amargura.
Aceptó el pañuelo y compuso su aspecto. Se repuso, con voz trémula:
—¿No podría dejar que él durmiera unos días más? ¿Sólo unos días más?
El enfermero se sorprendió, levantando la cabeza. Ella se explicó:
—Es que me gustaría pasar un tiempo más con él. Me gustaría tanto, señor
enfermero.
—¿Quién es él?
Y de nuevo, lágrimas. El vecino, con perpleja anuencia, más cura que enfermero.
Creyendo haber recibido la confesión de una falta de juicio, tranquilizó a la joven
esposa:
—Tiene razón, hija, lo entiendo muy bien: usted es tan bonita, tan pretendida.
¿Cómo es que se pudo guardar tantísimo tiempo?
Y se dirigieron los dos hacia la habitación del vivibundo. Mientras el enfermero
preparaba las jeringuillas, ella se inclinó junto a su marido. Tal vez únicamente él, el
retirado Benjamim, haya escuchado el secreto que ella le entregó. Por lo menos, el
enfermero notó algo así como una sonrisa en la comisura de los labios de Benjamim.
Y, sonriendo él también, le inyectó nuevas somnolencias.
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Mujer en mí
El hombre es un hacha, la mujer el azadón.
REFRÁN MOZAMBIQUEÑO
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Aquella noche, las horas me recorrían, insomnes manecillas. Yo sólo quería
olvidarme. Así acostado, no sufría otra carencia que no fuera, tal vez, la muerte. No
aquélla, arrebatadora y definitiva. La otra: la muerte-estación, invierno subvertido por
guerrilleras floraciones.
El calor de diciembre me hacía desaparecer, atento sólo al derretirse del hielo en
el vaso. El cubito de hielo era mi semejante, ambos transitorios, convirtiéndonos en la
previa materia de la cual nos habíamos formado.
En ese instante ella entró. Era una mujer de ojos limpios que humedecían la
habitación. Rondó por ahí, como no creyendo en su propia presencia. Sus dedos se
paseaban por los muebles, con distraído afecto. ¿Tal vez era sonámbula y aquella
realidad le resultaba ficticia? Yo quería avisarle que estaba equivocada, que aquél no
era su verdadero domicilio. Pero el silencio me alertó de que ahí estaba
transcurriendo un destino, el cruce de aconteceres fatales. Entonces, ella se sentó en
mi cama, acomodó su delicado lugar. Sin mirarme, empezó a llorar.
No me contuve: ya mis caricias se deslizaban por su regazo. Ella se acostó,
imitando a la tierra en estado de gestación. Su cuerpo se me entreabría. Si
hubiésemos continuado, habríamos llegado a los hechos. Pero en los avances, vacilé.
Voces ocultas me detenían: no, yo no podía ceder.
Pero la extraña me tentaba, bajándose su escote. Su pecho me atisbaba,
sobornando mis intentos. Las leyendas antiguas me advertían: vendrá una que
encenderá la luna. Si resistes, merecerás el nombre de la gente guerrera, el pueblo del
cual desciendes. Ni siquiera descifraba bien el mensaje de la leyenda. Lo cierto era
que ahí, en aquella habitación, estaba en juego yo mismo y si era capaz de
dominarme.
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Pero la extraña notó en sí una ausencia. Debía irse. Prometió que regresaría
inmediatamente. Enseguida, a más tardar. En el umbral de la puerta, sopló un beso
con modales de antiquísima esposa. Salió, se sumió en la penumbra.
No sé cuánto tardó. Tal vez unas cuantas noches. O escasos instantes. No lo sé.
Porque me dormí, ansioso por eliminarme. Me dolió despertar, malamanecí. En esa
dificultad, entendí: despertar no es el simple paso del sueño a la vigilia. Es más bien
un lentísimo envejecimiento, y cada despertar suma el cansancio de la humanidad
entera. Y concluí: la vida, toda ella, es un extenso nacimiento.
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había brotado en la flor de los dedos?
Me levanté, procurando un respiro. Pero aquella habitación me desprotegía, me
volvía huérfano. Porque, a la vista de las cosas, uno va transitando del útero hacia la
casa, cada casa no es más que otra edición del vientre materno. Como un pájaro que
teje sin cesar el nido, el suyo, para sus futuros nacimientos y no el de las crías.
Aquella mujer me recordaba que la casa, al fin y al cabo, no me daba ninguna
acogida.
Atisbé por la ventana, vi que la mujer llegaba. Me vino al pensamiento la
sospecha, certera, de que ella no era más que uno de esos seres venideros, enviado
para retirarme del reino de los vivientes. Su tentación era ésa: llevarme al exilio del
mundo, hacerme emigrar hacia otra existencia. A cambio, yo le daría la caricia, en
materia de cuerpo, eso que sólo los vivientes logran poseer.
Necesitaba pensar rápido: ella tenía la ventaja de que no precisaba consultar la
razón. Yo debía descubrir, rápidamente, la salida de ese momento. Me llegó por
medio de la intuición: en algún sitio deberían existir los asesinos de los muertos, los
justicieros de los prenacidos. Lo que yo necesitaba era convocar a uno de esos
matadores para suprimir no la vida sino la sospecha de aquella mujer. La pregunta
era: ¿dónde encontraría a uno de esos matadores?, ¿cómo provocar su repentina
aparición? Porque todo urgía, ella estaba cada vez más cerca, sus pasos ya llegaban al
final de la escalera.
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¿Qué venía a hacer entonces? Porque mientras más se embellecía, más me
perturbaba. La enviada prosiguió:
—¿No comprendes? Vengo a buscar un lugar en ti.
Me explicó sus razones: sólo ella guardaba la eterna gestación de las fuentes. No
siendo ella, yo no estaba completo, hecho sólo en la arrogancia de las mitades. No
encontraría yo en ella mujer que fuese mía sino mujer en mí, esa que, en adelante, me
encendería en cada luna.
—Déjame nacer en ti.
Cerré los ojos, en un desvanecimiento lento. Y así acostado, todo yo, oí mis pasos
que se alejaban. No seguían una marcha solitaria sino junto a otros de femenino
desliz, a la manera de las horas que, esa noche, me recorrieron como insomnes
manecillas.
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La leyenda de la novia
y el forastero
He aquí mi secreto: ya he muerto.
Pero esa no es mi tristeza.
Lamento que sólo algunos me crean: los muertos.
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Era un lugar que quedaba más allá de todos los viajes. Por ahí sólo el viento se
paseaba, aguamente. En aquel suelo solitario, hacía mucho que el tiempo había
envejecido, abuelo de otroras.
Cierta vez, no obstante, pasó por ahí un forastero. Era un hombre sin retrato ni
versiones. Si mucho se acercó, más permaneció. Todos temían al terrible intruso, al
entrometido sin reputación. En los ojos de él, en verdad, no asomaba alma alguna,
como ciego que atisbase fuera de las órbitas.
Cuando las tardes se inclinaban, se acercaba a la aldea en busca de alguna cosa
que sólo él sabía. Los aldeanos se preguntaban:
—Pero ese hombre: ¿de dónde vino? ¿Cuál es su nombre?
Nadie lo sabía. Había aparecido sin información. Había llegado en febrero, de eso
se acordaban. El mes ya se mojaba, con el agua presente. El extraño traía un perro,
sus pasos se unían: uno del hombre, dos del perro. Hombre y animal multigoteaban.
Fueron atravesando la tierra fangosa, pero, cuanto más andaban, menos se alejaban.
Cuando desaparecieron allende los árboles, la lluvia paró, en súbito desmayo. Todos
entendieron, todos se inquietaron.
El extraño se había amparado en una ilegible distancia. Poco a poco, se fue
haciendo tema de discusión. Y en las noches, bajo el estallar de las estrellas, las voces
no variaban: el hombre, el perro. Conversación de sombras, sólo para alejar el
silencio. Todos aportaban sus versiones, atribuyendo razones al intruso. Inventaban,
se sabía. Pero todos escuchaban, crédulos.
Unos decían haber sorprendido al extranjero durmiendo.
—Lo vimos mientras cabeceaba.
Los demás pedían detalles, como si el miedo fuera una hoguera siempre
necesitada de más leña.
—¿Qué vimos? Vimos que la lengua se le salía fuera de la boca, que se paseaba
sola, separada del cuerpo.
Los oyentes no dudaban. Ya imaginaban esa lengua vagabundeando, húmeda,
escupidora. ¿Hablaba? ¿Lamía? ¿Besaba? Nadie lo podía confirmar. En los rumores
de la noche, sin embargo, todos veían en todo pura obra de la lengua errante.
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una maldad consagrada. Lo habían visto morder a un cabritillo. El pobre animal no
duró en este mundo. Primero, se le deshicieron los cuernos. No se le cayeron, dobles
y firmes. No. Se consumieron, líquidos, derramados. Después, el color del cabrito se
enfrió y los pelos se echaron a volar, plumas de ceniza al viento. Sin pelo, menos
denso que una nube, el rumiante reculó hacia dentro del cuerpo. Y acabó vaciado,
polvo, cerniduras de animal.
Todos coincidían: el perro volaba. Así se explicaban esos píos. El animal se
volvía lechuza en la copa de los árboles, la baba goteaba quemando hojas y ramajes.
La escupida echaba hervores en el suelo y paría humos azulentos.
El cazador partió, gota en el paisaje. Toda la aldea se reunió para desearle suerte,
los tambores tocaron mientras él se perdía en la inmensidad de los matorrales. Los
días pasaron veloces, y el cazador sin regresar. Las voces seguían la dilación del
tiempo:
—¿Chimaliro ya volvió?
Nada, no había vuelto. Murima, mujer del cazador, se cerraba ya en una cóncava
viudez. Cierta mañana, Murima salió finalmente de su casa. Lo extraño, sin embargo,
era que ella llevaba un pareo amarrado a la espalda. Dentro del tejido se entreveían
las redondeces de un recién nacido. La aldea se interrogaba: ¿qué criatura traería ella
consigo? Si no tenía ningún hijo, ¿entonces qué cuerpecito llevaba Murima a cuestas?
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Los ojos se alargaban, ávidos de una explicación. En las hogueras, los rumores
llenaban las noches.
—Ese que lleva en la espalda no es ningún bebé. Es su propio marido, Chimaliro.
Hubo primero quien lo dudara. ¿El cazador de ese tamañito? Sí, sucedió como
castigo. ¿Quién le mandó enfrentar al intruso? Cómo sucedió fue una historia que
nadie vio pero que todos sabían. Cuando el cazador y la presa se clavaron la mirada,
Chimaliro vio que las manos le menguaban. Como si fueran de tortuga, piernas y
brazos entraban en el vestuario. Sintió una calentura que le iba subiendo. Por dentro,
los huesos se quemaban y se derretían. Chimaliro disminuía. Intentó huir y no pudo.
El suelo le parecía enorme, el bosque interminable. Deambuló sin destino hasta que la
mujer lo recogió en aquel estado de miniatura. Ella entonces le limpió los mocos y se
lo llevó a casa.
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engullidos por el gran vacío del mundo. En aquellos novios estaba la simiente de la
tribu. ¿Ofrecer a Jauharia a los apetitos del monstruo? Más valían total ausencia,
postrimerías.
—¿Y cuál es tu voluntad?
Nyalombe inquiría a la hermosa muchacha. Pero ella dejaba brotar extensas
lágrimas y sólo el levantar de un hombro salió de su gesto. Su novio la envolvió en
sus brazos y se la llevó de ahí.
Todos reconocieron el dolor de Nyambi. Y recordaron cómo, en su adolescencia,
el joven no se decidía. Pues él había tardado demasiado en la orientación de su afecto.
Parecía tener el corazón en un bostezo: su deseo no parecía siquiera despuntar. Los
más viejos se preocuparon: debía de ser chicuembo, maldición que pesaba sobre el
muchacho. Hicieron la ceremonia para limpiar su mala suerte. Llevaron a Nyambi al
centro de la aldea, pusieron un viejo gallo encima de su cabeza. Toda la noche el
cocorico ↵ se equilibró en el redondo aseladero. En la madrugada, fueron a observar:
los espolones del gallo se adentraron en la carne del chaval, la sangre le escurría por
el pecho. Ahuyentaron al animal y ayudaron a Nyambi a salir de ahí.
—Ahora, se acabó la mala suerte. Tendrás tantas mujeres cuantas puede tener un
gallo.
Voz del viejo Nyalombe. Pero el joven, en sí, no quería muchas. Deseaba sólo a
Jauharia, esa múchachita de ojos que amansaban al mundo. Por causa de ella, las
demás se volvían ninguna.
Los padres, sin embargo, advirtieron: esa niña es demasiado bonita, sus modales
pertenecen a otra gente. Que él escogiera a una sin apariencia. Nyambi se negaba, fiel
a su pasión. La madre se puso a conversar con él, con el fin de buscar razones:
—El problema de esa mujer es que pertenece a otra raza.
—No es negra como nosotros...
—Eso es sólo por fuera. Por dentro ella tiene otra raza.
La belleza, así completa, constituía una especie propia, alejada. Si él se obstinaba,
suscitaría la irritación de los espíritus, esos que vigilaban el sosiego de la aldea.
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destino de todos los ríos que se desvanecen en sus propias aguas. Pues Jauharia
escondía una profunda tristeza, tal vez fuera la apetencia de otro vivir. ¿Le gustaría a
ella otro, ya conocido, nadie? ¿Tendría ella nostalgia de un tiempo que nunca hubo?
Dudas que jamás llegaron a ninguna boca, a ningún oído. Nyambi, ahora, se
interrogaba: ¿cómo podría perder a su novia, entregarla a los brazos de un
malhechor? Nunca. El, si quisiera, se haría guerrero, haría frente al intruso.
—Nunca, no irás.
—Pero Nyalombe, yo no puedo dejarla ir.
El viejo sentenció: el hombre es como el pato que, en su propio pico, experimenta
la dureza de las cosas. El joven accedería a las fatalidades, sin fruto ni ventaja. Aquel
adversario no lidiaba con armas vulgares. Sólo la belleza de un amor lo pillaría por
sorpresa.
—Pero si ella no vuelve, la aldea se muere.
—En este mundo, se morirán todas las aldeas.
El viejo se explayó: no era la aldea la que merecía salvación. Era la gente, la
gente humana, esas personas que forman aldeas, familias de aldeas.
—Ahora vete, Nyambi. Y confía en que Jauharia es fuerte, capaz de doblegar al
extranjero.
El joven se retiró con el corazón fustigado, arrastrando los pies.
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vieron al extraño cruzando los bosques. Sólo que, esta vez, él no traía un solo,
exclusivo perro. Dos animales babeantes le rozaban las piernas.
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—Yo ya amaba a ese hombre, Nyambi.
El rodeó a la joven, intrigado. Un gruñido lo alertó. A los pies de la novia, el
perro anulaba su ferocidad. La mano de Jauharia bajó sobre la bestia, le alisó el pelo,
ordenándole sosiego.
Ella habló, serena: el hombre a quien él había dado muerte era una persona de
bondades mayores. Había recorrido las tierras, había conocido su inmensidad. En ese
mundo había visto cómo el tiempo, con sus prisas, echa a perder la familia del
hombre.
Entonces, se había impuesto la misión: encontrar un lugar distante, una isla
terrestre y proteger la soledad de ese sitio, bregando contra la llegada del tiempo. Ese
era el encargo del forastero y ella había entendido cuánto amor costaba esa tarea,
cuánta ternura se ocultaba en su deshumanidad.
—Esta es la línea de la frontera, Nyambi. Ahora elige: ¿regresas a la aldea o vas
hacia el mundo?
Nyambi meneó la cabeza, como si se sacudiese el alma. Se quedó con un mirar de
mendigo, creyendo que ella aún podría salir del hechizo en el que había caído. Pero
Jauharia enmudeció, prodigando sólo caricias a la fiera. Entonces, él emprendió el
regreso junto a los suyos. Allá al fondo, las pequeñas casas ya encendían sus
lucecitas. Sin otro sueño disponible, la aldea se hacía fábula, al margen de los siglos,
más allá del último camino.
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Sidney Poitier en la barbería
de Firipe Beruberu
Imperio:
de pie, río a banderas desplegadas.
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La barbería de Firipe Beruberu estaba situada bajo el gran árbol, en el bazar de
Maquinino. El techo era la sombra del azufaifo indio. Paredes no había: venteaba y el
aire era más fresco en la silla donde Firipe sentaba a los clientes. Un letrero en el
tronco mostraba el precio de los servicios. Estaba escrito: «Cada cabeza 7$50». Con
el crecer de la vida, Firipe corrigió la inscripción: «Cada cabezada 20$00».
En la vieja madera se balanceaba un espejo y, al lado, amarillecía un cartel de
Elvis Presley. Sobre un cajón, junto al asiento de la espera, se sacudía una radio al
ritmo del chimandjemandje ↵.
Firipe segaba las cabezas en voz alta. Parloteo de barbero, que si patatín que si
patatán. Con todo, a él no le gustaba que la chachara adormilase a los clientes.
Cuando alguien se dormía en la silla, Beruberu aplicaba una tasa extra al precio final.
Hasta en el letrero, debajo de lo escrito, añadió: «Cabezada con dormida: 5 escudos
más».
Pero bajo la sombra generosa del azufaifo no había malestar. El barbero distribuía
buen humor, apretones de manos. Quien fuese todo oídos al pasar por ahí sólo oiría
conversaciones sonrientes. Como propaganda del servicio, Firipe no perdía ocasión:
—Hablo en serio: soy maestro de barberos. Pueden andar por ahí, por los
alrededores, buscando en los barrios: todos dirán que Firipe Beruberu es el mejor.
Algunos clientes toleraban, pacientes. Pero otros lo provocaban, fingiendo
contrariarlo:
—Buena propaganda, mesire ↵ Firipe.
—¿Ah sí, propaganda? ¡La realidad! Si hasta he cortado cabellos finos de
blancos.
—¿Qué? No me diga que un blanco ha venido a esta barbería...
—No he dicho que aquí haya llegado un blanco. He dicho que le corté su pelo. Y
se lo corté, palabra de honor.
—Explíquese, Firipe. Si el blanco no llegó hasta aquí, ¿cómo es que se lo cortó?
—Es que me llamaron desde su casa. Corté el suyo y corté también el de sus
hijos. La razón es que a ellos les daba vergüenza sentarse aquí, en esta silla. Nada
más que eso.
—Disculpe, mesire. Pero ése no era un blanco de alto rango. Era un xikaka.↵
Firipe hacía cantar las tijeras mientras la mano izquierda sacaba la billetera.
—¡Humm! Ustedes siempre dudan, desconfían. Ahora les mostraré la prueba de
la verdad. A ver, ¿dónde está?... Ah, aquí está.
Con miles de cuidados desenvuelve una postal a colores de Sidney Poitier.
—Miren esta foto. ¿Ven a este tipo? Observen su cabello: fue cortado aquí, con
mis manos.
Le metí tijera sin saber cuál era su importancia. Sólo noté que hablaba inglés.
Los clientes seguían en la duda. Firipe respondía:
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—Les estoy diciendo que este tipo trajo su cabeza desde América, A-mé-ri-ca,
hasta aquí, a mi barbería...
Mientras hablaba miraba la copa del árbol. Tomaba sus precauciones para
esquivar los frutos que caían.
—¡Mierda de azufaifas! No hacen más que ensuciarme la barbería. Después
vienen los chicos a llevarse la fruta. Si veo aquí a uno, lo echo a puntapiés.
—Así que, mesire Firipe, ¿no le gustan los niños?
—¿Que qué? Si incluso el otro día un chico trajo un tirachinas y apuntó al árbol
del demonio para hacer caer la fruta. La piedra dio en las hojas, baaa, y cayó en la
cabeza del cliente. ¿Resultado?: en vez de cortarse el pelo aquí, al cliente lo raparon
en la enfermería.
Cambiaba el cliente y repetía el comentario. Del bolsillo del maestro Firipe salía
la vieja postal del actor estadounidense, dando testimonio de sus glorias. No obstante,
el más difícil era Baba ↵ Afonso, un gordo de corazón muy adulado que se demoraba
arrastrando el trasero. Afonso dudaba:
—¿Ese hombre estuvo aquí? Disculpe, mesire. > No le creo una palabra.
El barbero, indignado, ponía las manos en jarras:
—¿No me cree? Estuvo sentado en la silla donde ahora está usted.
—Pero un hombre rico como ése, para colmo extranjero, iría a un salón de
blancos. No se sentaría aquí, mesire. ¡Nunca!
El barbero se fingía ofendido. Su palabra no podía ponerse en duda. Utilizaba
entonces un último recurso:
—¿Lo duda? Entonces voy a presentarles a un testigo. Ustedes lo van a ver,
espérenme aquí.
Y salía, dejando a los clientes a la expectativa. Afonso era calmado por los
demás.
—Baba Afonso, no lo tome en serio. Esta discusión no es más que una broma.
—No me gusta que digan mentiras.
—Pero eso ni siquiera es mentira. Es propaganda. Haga como que se lo cree y
listo.
—Para mí es mentira —repetía el gordo Afonso.
—Tiene razón, Baba. Pero es una mentira que no perjudica a nadie.
El barbero no había ido muy lejos. Se había alejado sólo unos cuantos pasos para
conversar con un viejo vendedor de hojas de tabaco. Regresaron los dos, Firipe y el
viejo:
—Aquí está el viejo Jaimão.
Y volviéndose hacia el vendedor, Firipe le ordenaba:
—Hable usted, Jaimão.
El viejo carraspeaba a fondo antes de confirmar.
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—Sí. Realmente yo vi al hombre de la foto. Le cortaron el pelo aquí. Soy testigo.
Y llovían las preguntas de los clientes:
—Pero ¿usted llegó a oír a ese extranjero? ¿Qué idioma hablaba?
—Ingrés.
—¿Y con qué dinero pagó?
—Con monedas.
—Pero ¿qué monedas?, ¿escudos?
—No. Era dinero de otra parte.
El barbero se sentía satisfecho, pecho en proa. De vez en cuando, Jaimão
rebasaba lo acordado y se atrevía a contar otros detalles:
—Después, ese hombre fue al bazar a comprar cosas.
—¿Qué cosas?
—Cebollas, naranjas, jabón. Compró también hojas de tabaco.
Baba Afonso saltaba de la silla, apuntando con su mano gorda:
—Ahora lo he pillado: un hombre de ésos no compra hojas de tabaco. Es puro
cuento. Un tipo de esa categoría fuma tabaco con filtro.
Jaimão, usted sólo está contando mentiras, patrañas, nada más. Jaimão se
sorprendía con la repentina terquedad. Miraba, receloso, al barbero y volvía a intentar
un nuevo argumento:
—Huyyy, no es mentira. Hasta me acuerdo de que fue un sábado.
Después, había risas. Porque ésa no era una batalla seria, la razón de esa duda no
pasaba de ser una broma.
Firipe se fingía enfadado y aconsejaba a los que dudaban que se fuesen a otra
barbería.
—Listo, no tiene por qué fastidiarse, nosotros lo creemos, aceptamos su
testimonio.
Y hasta Baba Afonso se rendía, prolongando el juego:
—Seguro que hasta ese cantante, Elvis Presley, también estuvo aquí en
Maquinino para que le cortaran el pelo...
Pero Firipe Beruberu no trabajaba solo. Gaspar Vivito, un chico lisiado, ayudaba
en la limpieza. Barría la arena con cuidado para no levantar polvo. Sacudía, lejos, los
trapos. Firipe Beruberu siempre le ordenaba que tuviera precaución con los cabellos
cortados.
—Entiérralos bien hondo, Vivito. No quiero bromas con el n'uantché-cuta.
Se refería a un pajarito que roba los pelos de la gente para fabricar su nido. Dice
la leyenda que, en la cabeza del propietario ultrajado, ya no vuelve a crecer ni un pelo
más. Firipe veía en el descuido de Gaspar Vivito la causa de todas las bajas en la
clientela.
Sin embargo, no se le podía pedir mucho al ayudante. Porque él era un
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minusválido completo: las piernas se bamboleaban como si bailasen la marrabenta ↵
a toda hora. La cabeza pequeñita se sacudía sobre los hombros. Las palabras salían
mezcladas con babas, salivando las vocales, escupiendo las consonantes. Y tropezaba
cuando intentaba espantar a los niños que recogían azufaifas.
Al final de la tarde, cuando únicamente quedaba un cliente, Firipe le pedía a
Vivito que pusiese todo en orden. A esa hora llegaban las reclamaciones. Si Vivito no
tenía don de gentes, Firipe se esmeraba más en los chistes que en el arte de afeitar.
—Disculpe, mesire. Mi primo Salomão me pidió que presentase esta queja: no le
gusta cómo le ha cortado el pelo.
—¿Y cómo se lo corté?
—Es que no le ha quedado ni un pelo, está totalmente pelado. Anda con la cabeza
calva y hasta le brilla como si fuera un espejo.
—¿Y no fue así como me lo pidió?
—No. E incluso ahora le da vergüenza salir. Por eso me ha pedido que viniese a
reclamarle.
El barbero recibía la queja de buen humor. Hacía sonar las tijeras mientras
hablaba:
—Mira, muchacho: dile que se lo deje así. Calvo, se ahorra el peine. Y que si le
he cortado de más, lo tome como una propina.
Daba vueltas alrededor de la silla, se alejaba para apreciar su talento.
—Vamos, levántese, ya he terminado. Pero es mejor que se mire bien al espejo,
no sea que después venga también su primo y reclame.
El barbero sacudía la toalla, esparciendo los cabellos. Invariablemente, el cliente
unía sus protestas a las del quejica.
—Pero, mesire, usted me cortó casi todo por delante. ¿Se ha fijado hasta dónde
me llega ahora la frente?
—¿Qué dice, si en la frente apenas le he tocado? Hable con su padre o su madre y
pregúnteles por qué le han dado esa forma a su cabeza. Yo no tengo la culpa.
Los quejicas se juntaban, lamentando la doble calvicie. En ese momento el
barbero filosofaba sobre las desgracias capilares:
—¿Saben por qué una persona se queda calva? Por usar el sombrero de otro. Por
eso una persona se queda calva. Yo, por ejemplo, no uso una camisa que no sé de
dónde viene. Ni, mucho menos, unos pantalones. Fíjense: mi cuñado compró
calzoncillos de segunda mano y miren cómo está ahora...
—Pero, mesire, yo no puedo pagarle este corte.
—No necesita pagar. Y tú, dile a tu primo Salomão que pase aquí mañana: voy a
devolverle sus cuartos. Ah, el dinero, el dinero...
Y era así: un cliente descontento tenía derecho a no pagar. Beruberu sólo cobraba
las satisfacciones. Desde la mañana hasta el anochecer, el cansancio le pesaba en las
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piernas.
—Rayos, desde la mañana, dale que te pego. ¡Ya es demasiado! La vida es dura,
Gaspar Vivito.
Y se sentaban los dos. El maestro en la silla, el ayudante en el suelo. Era el ocaso
de mesire, hora de meditar sus tristezas.
—Vivito, me temo que no estás enterrando bien los pelos. Parece que el pajarito
n'uantché-cuta me está robando los clientes.
El muchachito respondía solamente con unos sonidos sofocados, se defendía en
una lengua que sólo era de él.
—Cállate, Vivito. Fíjate a ver si hemos hecho mucho dinero.
Vivito agitaba la caja de madera y dentro tintineaban las moneditas. La risa se
extendía por el rostro de ambos.
—¡Qué bien suenan! Mi negocio va a crecer, palabra de honor. Hasta estoy
pensando en poner teléfono. Puede ser que en el futuro lo cierre al público. ¿Eh,
Vivito? Trabajar sólo por encargo. ¿Me oyes, Vivito?
El ayudante observaba al patrón, que se había levantado. Firipe discurría
alrededor de la silla, disfrutando el futuro. Después el barbero encaraba al lisiado y
era como si su sueño rompiera las alas y cayese en aquella arena oscura.
—Vivito, tú deberías preguntar ahora: pero ¿cerrar cómo, si este lugar no tiene
paredes? Eso es lo que deberías decir, Gaspar Vivito.
Pero no era acusación, su voz estaba ya por los suelos. Y él se acercaba a Vivito y
dejaba que su mano suspirara sobre la cabeza bamboleante del muchacho.
—Veo que ya te hace falta un corte de pelo. Pero no te estás con la cabeza quieta,
siempre pendulando.
Con dificultad, Gaspar se subió a la silla y se ató el babero al cuello. El mozo,
angustiado, señaló hacia la oscuridad que había alrededor.
—Todavía da tiempo de echarte unos tijeretazos. Ahora quédate quietecito para
terminar cuanto antes.
Y los dos se perfilaban bajo el gran árbol. Todas las sombras ya habían muerto a
esa hora. Los murciélagos rayaban el cielo con sus gritos.
Ése era el momento en que la vendedora Rosita pasaba por ahí, de regreso a casa.
Ella aparecía y el barbero se quedaba en suspenso, todo él absorto en su mirada
ansiosa.
—¿Has visto a esa mujer, Vivito? Guapa, demasiado guapa. Suele pasar por aquí
a esta hora. A veces pienso si no me entretengo a propósito: arrastrar el tiempo hasta
el momento en que ella pasa.
Sólo entonces el mesire confesaba estar triste, otro Firipe sobrevenía. Pero se
confesaba a nadie: así callado, ¿entendería Vivito la tristeza del barbero?
—Sí, Vivito, estoy cansado de vivir solo. Hace tiempo mi mujer me abandonó. La
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muy zorra me dejó por otro. Pero también tuvo que ver este oficio de barbero. Uno
está aquí atado, no se puede salir a echar un vistazo a ver qué pasa en casa, para
controlar la situación. El resultado es éste.
Entonces él disimulaba su inquina. Se quitaba aquel peso metiéndose con los
animales. Apedreaba las ramas, intentando darle a los murciélagos.
—¡Malditos animales! ¿No se dan cuenta de que ésta es mi barbería? Este local
tiene dueño, es propiedad del maestro Firipe Beruberu.
Y ambos corrían tras los imaginarios enemigos. Acababan tropezando, sin ánimo
ya para enfadarse. Y, cansados, esbozaban jadeantes una ligera sonrisa, como si
perdonaran al mundo aquella ofensa.
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—Pero recibir, ¿cómo? Yo no recibo a nadie, yo no me meto en política.
El agente se pone a inspeccionar el lugar, sin dar oídos. Se para enfrente del
letrero y deletrea a la sordina:
—¿No recibes? Entonces, explícame qué es esto: «Cabezada con dormida: 5
escudos más». Explícame qué es eso de la dormida...
—Eso sólo se refiere a algunos clientes que se duermen en la silla.
El policía está cada vez más furioso.
—Dame la foto.
El barbero saca la postal del bolsillo. El policía interrumpe el gesto, arrebatándole
la fotografía con tal fuerza que la rompe.
—Así que éste también se durmió en la silla, ¿no?
—Pero él nunca ha estado aquí, se lo juro por Dios, señor agente. Esta foto es del
artista de cine. ¿Nunca lo ha visto en las películas esas de los americanos?
—¿Así que americanos? Ya se ve. Debe de ser compañero del otro, del tal
Mondlane que vino de América. ¿Así que éste también vino de allá?
—Pero éste no ha venido de ningún lado. Todo esto es mentira, es propaganda.
—¿Propaganda? Entonces tú debes de ser el responsable de la propaganda de la
organización...
El agente sacude al barbero por la bata y los botones se caen. Vivito intenta
recogerlos pero el mulato le da un puntapié.
—Atrás, cabrón. A ver si tú también vas preso.
El mulato llama al otro agente y le habla al oído. El otro parte por el atajo y
regresa, minutos después, trayendo al viejo Jaimão.
—Hemos interrogado a este viejo. El confirma que recibiste aquí a ese americano
de la fotografía.
Firipe, con la sonrisa forzada, casi no tiene fuerzas para explicar.
—¿Ve, señor agente? Otra confusión. Yo le pagué a Jaimáo para que actuase
como testigo de mi mentira. Jaimão se puso de acuerdo conmigo.
—De acuerdo, vaya.
—Eh, Jaimáo, díselo: ¿no fue eso lo que acordamos?
El pobre viejo, sin entender, se movía dentro de su chaqueta andrajosa.
—Sí, realmente yo vi a ese hombre. Estuvo aquí, en esta silla.
El agente empujó al viejo, atando sus brazos a los del barbero. Miró alrededor,
con unos ojos de buitre flaco. Enfrentaba a la pequeña multitud que asistía a todo
silenciosamente. Le dio una patada a la silla, rompió el espejo, rasgó el cartel. Fue
entonces cuando Vivito intervino, gritando. El lisiado agarró el brazo del mulato pero
pronto perdió el equilibrio y cayó de rodillas.
—¿Y éste quién es? ¿Qué idioma habla? ¿También es extranjero?
—Este muchacho es mi ayudante.
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—¿Ayudante? Entonces también queda detenido. Listo, ¡vámonos! Tú, el viejo y
este pelele bailarín, todos andando delante de mí.
—Pero Vivito...
—Cállate, barbero, no hay más que hablar. Te vas a encontrar en la cárcel, con un
barbero especial para que os corte el pelo, a ti y a tus amiguitos.
Y ante el asombro del bazar entero, Firipe Beruberu, vestido con su bata
inmaculada, tijeras y peine en el bolsillo izquierdo, siguió el último camino por la
arena de Maquinino. Atrás, con su antigua dignidad, el viejo Jaimão. Lo seguía Vivito
con su paso tambaleante. Cerrando el cortejo venían los dos agentes, envanecidos por
su cacería. Se acallaron entonces las pequeñas discusiones del cuánto cuesta y el
mercado se sumió en la más profunda melancolía.
A la semana siguiente, vinieron dos cipayos. Arrancaron el letrero de la barbería.
Pero al observar el local, se sorprendieron: nadie había tocado nada. Enseres, toallas,
la radio y hasta la caja con el dinero menudo seguían como los habían dejado, a la
espera del regreso de Firipe Beruberu, maestro de los barberos de Maquinino.
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Los mástiles del Más Allá
Sólo queremos un mundo nuevo:
que tenga todo de nuevo y nada de mundo.
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La lluvia es carcelera porque recluye a la gente. Prisioneros de ella estaban
Constante Bene y sus hijos, encerrados en la cabaña. Nunca se había visto agua tan
copiosa: el paisaje llevaba diecisiete días goteando. El agua lastimaba a la tierra, que
apenas sabía nadar. Sobre el tejado de zinc, se estrellaban gruesas gotas, embarazadas
de cielo. En la cuesta del monte, sólo persistían los árboles, sin interrumpirse nunca.
Sentado en un rincón de la vieja cabaña, Constante Bene pesaba el tamaño del
tiempo. Desde el principio, era guardés de la propiedad del colono, el xikaka Tavares.
Habitaba entre naranjos, en un lugar a punto de huir de la tierra. Allí, en la cima de la
montaña, el suelo se comportaba, recto y bueno.
—Aquí sólo las naranjas tienen sed.
Sed de pájaros, mejor diría Constante. Pero él simplificaba la vida. A sus dos
hijos, Chiquiña y João Susodicho, les enseñaba los infinitos modos del sosiego. Sus
niños recibían cuidados, pues eran huérfanos. Ellos solos se encargaban de los
asuntos de la casa.
Chiquiña era superior en edad, con su cuerpo avanzado. Ya los pechos
protestaban contra el apretón de la blusa. Su padre miraba con dificultad su
crecimiento. Cuanto más ella se parecía a la difunta, más se aguzaba la tristeza de
Constante por el recuerdo.
El otro hijo, João Susodicho, se mantenía pequeño, ajeno al tiempo. A todos les
extrañaba su nombre. ¿Susodicho? Pero ese nombre sucedió sin orden de la voluntad.
Había llevado al niño a la ciudad para registrarlo. En la dependencia oficial se
presentó con intención civilizada:
—Quiero registrar a este niño.
Y el funcionario, en una lenta aptitud:
—¿Trajo al susodicho?
—No, señor, únicamente traje a mi hijo.
—Pues eso mismo: el susodicho. Pensó Constante Bene que se le estaba
añadiendo otro nombre al niño. Y así se llamó el pequeño, nacido de la muerte de su
madre. En el curso del tiempo, él fue entrando al mundo guiado por una sola mano,
en la mitad desigual de ser huérfano.
El guardés miraba las partes cimeras del mundo, los hombros de la tierra,
inmóviles como los siglos. Mientras tanto, pensaba: el mundo es grande, más
completo que una cosa llena. El hombre se cree muy enorme, casi tocando los cielos.
Pero llegue a donde llegue depende de su tamaño es un préstamo; su altura está en
deuda con la altitud.
¿Por qué las gentes no se conforman con ser como son? ¿Por qué se enfrentan a la
arrogancia de vencer siempre? Constante Bene temía las sanciones posibles por
querer más. Por eso, les prohibía a sus hijos atisbar más allá de la montaña.
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—Nunca, ni por asomo.
Lo dicho se mezclaba con lo entredicho. Se contaban muchas leyendas sobre la
otra ladera del monte. Parece que los colonos nunca habían pisado ese otro lugar.
¿Quizá la tierra perduraba allá con sus colores primigenios, con su perfume de
antaño? ¿Quizá aquellos parajes eran propensos sólo a la felicidad?
A ese lugar Bene lo llamaba Más Allá. Muchas veces, en el cansancio de la
noche, rondaban por la cabaña sus llamamientos secretos. El guardés tenía tales
sueños que ni a sí mismo confiaba su relato.
Una madrugada, se armó de valor, salió con rumbo a las escarpas. Subió los
peñascos, llegó a la cumbre. Sintió remordimientos: se estaba traicionando. Se
disculpó:
—Hoy es hoy.
Entonces, contempló la vertiente prohibida. Una niebla algodonaba el claro de
luna, se esparcía como un velo que envolviese la desnudez de una mujer. La neblina
era tanta que la tierra debía prescindir de la lluvia. Se dejó estar ahí, sentado. Hasta
que un búho le trajo el aviso. Aquella belleza era como el fuego: lejos no se veía,
cerca quemaba. Y volvió a la cabaña.
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—Pero ese hombre siguió su camino, ni siquiera entró en la plantación.
El padre consideró que tal vez João tenía razón. El extraño parecía destinado a
subir, allá donde los hombres no escriben huellas.
—Tienes razón, hijo. Pero que no se acerque.
Después de las lluvias, los hijos salieron a buscar al extranjero. Registraron los
lugares, entre las piedras de la cumbre. Lo encontraron en la última altura, en la boca
de una gruta. Miraron como sin querer: el mulato ya había descubierto el sitio donde
morar. Parecía que tenía hambre de habitar la tierra en medio de ese olor todo verde.
Vivía cerca del suelo, rastrero como ciertos animalitos. Sólo una hoguera y una manta
aliviaban su cansancio. João y Chiquiña observaban de lejos, sin valor para
presentarse.
En casa, su padre reprochaba esas intromisiones:
—No vayan mucho para allá. Yo siempre les aconsejo: la lumbre se enciende al
ser soplada.
Pero, en el fondo, a Constante le gustaba estar al tanto de las novedades. Inquiría
sobre las cosas que veían. Los hijos devolvían palabras sueltas, pedazos de una foto
rasgada. Después, el padre insistía: que no fueran mucho allá, tal vez era un loco
peligroso. Sobre todo, era un mulato. Y declaraba: un mestizo no es ni sí ni no. Es un
tal vez. Blanco si le conviene. Negro si le interesa. Y además, ¿cómo olvidar la
vergüenza que ellos traen de su madre? Chiquiña intercedía: no serían todos así.
Habría, ciertamente, tanto buenos como malos.
—Son ustedes los que no saben. No van allá y se acabó.
Por un tiempo, los hijos obedecieron. La muchacha, no tanto. Muchas veces
volvía a subir fingiendo que iba a buscar leña. El viejo padre, al ver cuánto tardaba,
sospechaba la desobediencia. Pero se quedaba callado, en espera del destino.
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—Sí.
—¿Sí? ¿Y qué te dijo ese mestizo?
Chiquiña se quedó como si nada hubiera oído. Su padre aguardaba en la esquina
de la curiosidad. Pero no se puede tardar en responder a un hombre viejo, por el
debido respeto.
—¿Qué pasa, hija? ¿No me has oído?
—Es que no recuerdo lo que dijo ese hombre.
El padre se calló. Movió la silla para poder levantarse. Cerraba la ventana cuando,
de nuevo, indagó:
—¿Has llegado a saber si existen otros lugares en el mundo?
—Parece que sí.
El viejo sacudió los hombros, no dando crédito. Dio una vuelta en la sala,
tropezándose con ruido. La hija quiso saber por qué no encendía la lamparilla.
—Para mí ya ha llegado la noche.
Chiquiña se acomodó el pareo en el arco de los hombros. Después se sentó y se
dejó estar. Se durmieron. Pero lo hicieron con el alma descubierta, lo que atrae malos
sueños.
En aquella pesadilla, el guardés sintió que estaba en el postrer instante. Y así vio
que el mulato era un mussodja↵ y caminaba por el huerto de árboles frutales con su
uniforme de guerrillero. Pero, con asombro, tocaba las naranjas y éstas se encendían,
con llamas redondas. El naranjal parecía una plantación de candiles. Sobre el susurro
de los follajes, se oían cantos:
Iripo, iripo
Ngondo iripo ↵
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Chiquiña se lo prometió, pero con una falsa convicción. Porque, desde ese día,
ella siguió volviendo tarde. Su padre no comentaba nada: sufría solo los dolores del
presagio.
Cierta vez, en un imprevisto esperado, Chiquiña se presentó muy erguida, con las
manos cruzadas sobre el vientre.
—Padre, estoy embarazada.
Constante Bene sintió que el alma se le caía a los pies. Chiquiña, aún tan joven,
¿cómo podía ya ser madre? ¿Qué justicia es ésta, Santo Dios? ¿Cómo una niña
huérfana puede ser madre de una criatura sin su debido padre? Era urgente encontrar
a ese progenitor sin aspecto.
—¿Fue él?
—Se lo juro, padre. No fue ése.
—Entonces, ¿quién es el autor del embarazo?
—No se lo puedo decir.
—Mira, hija: es mejor que hables. ¿Quién te ha montado?
—Padre, déjelo así.
La muchacha se sentó para llorar mejor. Constante pensó en pegarle para
arrancarle la verdad. Pero el cuerpo de Chiquiña revivió el recuerdo de la madre
difunta y su brazo se dejó caer, vencido. El viejo regresó a la habitación, encendió la
pipa y, por la ventana, fumó el paisaje entero.
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Pasaron días llenos de tiempo sin que Constante se aceptara como abuelo. La
muchacha muchas veces se quedaba cerca de su padre, esperando la bendición. A la
sordina cantaba canciones de cuna, las mismas que había aprendido de él. Cantaba
más para arrullar a su padre que al niño. Pero Constante Bene esquivaba turbándose
las miradas de la hija.
Una noche, cuando todos ya dormían, una luz trémula atravesó la habitación. Se
fue acercando a la cama de Chiquiña y ahí se quedó, iluminando. Tocada por la
claridad, Chica despertó y vio a su padre con la lámpara en la mano. Constante se
disculpó:
—Tu niño estaba llorando. Por eso he venido.
Chiquiña sonrió: eran mentiras. Si el bebé hubiera llorado, ella lo habría oído,
antes que nadie. João, más tarde, lo confirmó: el viejo iba todas las noches, a través
de la oscuridad, a observar la cuna. Chica no cabía en sí de contento. Abrazó a su
pequeño hijo con delicadísima felicidad.
Al día siguiente, con la mañana ya avanzada, el guardés mataba el gusanillo.
Masticaba sobras de la noche, chascando la lengua entre los dientes.
—Oye, Chica: ¿tu hijo no es demasiado claro?
—Los bebés son así, padre. Solamente después se oscurecen. ¿No se acuerda de
João?
—Eso es al principio, antes de que llegue la raza. Pero éste: ya han pasado
muchos días, es hora de que se le vea el color.
Chiquiña se encogió de hombros, sin saber qué decir. Peló una batata y se sopló
los dedos, algo escocidos. Su hijo, ahora, ya era nieto. De ahí en adelante, no sería
ella sola quien sostendría la vida del niño.
Así se inició un nuevo sentimiento en la cabaña. Incluso Bene parecía más joven,
canturreando, tejedor de tarareos. Chiquiña premiaba a su padre con comidas más
exquisitas para el paladar. João se entregaba a infantasías, corriendo por los atajos de
los bichos.
Constante no lo requería, respetando sus niñerías. Antes él jugaba con el hijo del
patrón. Los chicos, en el arco de las risas, desconocían la frontera de sus razas. A
Bene le gustaba ver a Susodicho recibiendo atenciones de otros.
—Al menos, allí se gana la comida.
Con todo, desde la llegada del mulato, el niño se desviaba hacia parajes más altos.
Cierta vez, preocupado por la tardanza de su hijo, Bene salió por el monte, rumbo a
las soledades por las que João se aventuraba. Estando junto al pozo, lo llamó. Pero
quien salió de entre los arbustos fue Laura, la mujer del leñador. Ella llevaba una lata
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de agua en la cabeza como si no sintiera el peso. Con el balanceo de los hombros,
caía algo de agüita que le mojaba la espalda, los brazos, los senos.
—Constante, usted es guardés, debería mirar por su vida.
—¿Y por qué? ¿Sólo porque soy viudo?
Bene pensaba que Laura lo quería desprender de la viudez. Miró a la mujer con
ojos penetrantes, adivinando su cuerpo bajo el pareo. Intentó una conversación
afable, pero ella cambió de tema:
—¿No sabe lo que todos dicen acerca de su hija, de cómo quedó embarazada?
Ella le repitió los decires: habían visto a la muchacha, pero nadie sabe quién,
nadie sabe por quién, cerca de las alturas. Y lo indecible: un hombre la había forzado,
montando en ella. Constante echó pestes, su voz se enfrió:
—¿Ese hombre era negro?
—No, dicen que no.
—Ya sé quién es ese impostor. Además, siempre lo supe.
Sin despedirse, retomó el camino de regreso. No entró en la casa. Del cajón del
patio sacó una catana. La pasó por entre los dedos, con la imagen de un corte de
navaja.
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El otro se rió desdeñoso. Esa risa, pensó Bene, era la señal de Dios. La catana
resplandeció en el aire, zas zas zas, y se clavó en el cuerpo del extraño. Gemebundo,
éste se le fue encima. Se aferró, como liana desesperada. Danzaron los dos, pisando
la hoguera. Bene no sentía las llamas en sus pies desnudos. Un golpe más y el intruso
se arrolló en el suelo, como si fuese un pangolín.
El guardés se acuclilló al lado de la víctima y, con las manos, confirmó su muerte.
Sintió que la sangre le almidonaba el gesto. Parecía que los dedos, viscosos,
señalaban su culpa. Se sentó en el suelo, cansado. ¿De dónde le venía tantísima
fatiga? ¿De matar? No. Aquel profundo desaliento le venía de los pies, abrasados en
la hoguera. Sólo ahora sentía las llagas.
Intentó levantarse y no lo logró. Los pasos apenas podían tocar el suelo. Divisó
las lucecitas en el valle. Esa era una distancia inviable, un imposible regreso.
Se arrastró hasta el sacudu↵ del mulato. Sacó una cantimplora y bebió. Después,
vació la mochila: cayeron papeles bajo la luz de la hoguera. Recogió las hojas sueltas,
despacito, y descifró las letras. Estaban escritos sueños lindos, promesas de un tiempo
afortunado. Escuela, hospital, casa: todo, en abundancia, para todos. Su pecho se
agitaba, amotinado. Volvió a sacudir la mochila. Debía estar, aunque fuera arrugada
en un rincón, tenía que estar.
Entonces, como una ola de plata, la bandera cayó de la bolsa. Parecía inmensa,
más grande que el universo. Bene se deslumbró, no podía creer que un día llegaría a
semejante visión.
Se acordó, entretanto, de las penas de aquel tiempo: el mástil de la
administración. Allí su recuerdo se arrodillaba, la matraca del policía negro: Pase sin
levantar polvo, mierda. No ensucie la bandera. Y él, arrastrando los pies, cargando a
sus hijos, sin levantar el paso. El patrón, en la acera, simulaba atender otros asuntos.
¿Puede una persona ser tan desalmada?
Pero ahora esa nueva bandera no parecía estar sujeta a ningún polvo, como si
estuviese hecha de la propia tierra. Los colores de la tela poblaron su sueño.
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Furioso, el guardés golpeó al muchacho. ¿Cómo se le ocurría? ¿Ayudar a un tipo
que había abusado del honor de Chiquiña, de él, de la familia?
—No fue él, padre.
—¿No fue él? ¿Entonces quién preñó a tu hermana?
—Fue el patrón, el mezungo.↵
Constante no se tomó la molestia de escuchar. El mulato se había montado en las
cabezas de sus hijos, se había convertido en su única creencia.
—Ese mestizo hideputa es de la Pide. Encontré la bolsa de un mussodja en la
gruta. ¿Alguna vez has pensado si son cosas de él? Es un Pide, un Pide que abusó de
tu hermana y robó la mochila de un guerrillero.
—Fue el patrón.
—Mira, João, no repitas eso otra vez.
—Fue él, padre. Yo lo vi.
—¿Lo juras?
El niño lo aseguraba, con lágrimas sinceras. Bene respiraba con dificultad. El
tamaño de aquella verdad no cabía en él. Le dolieron más los pies, la sangre
somnolienta sobre las heridas. Ya las moscas zumbaban, desprestigiando el sagrado
líquido. Con los dedos estrujó un terrón de arena. La tierra se sometía, pulverizada.
Aquella obediencia entre los dedos le fue trayendo, lentamente, el respirar sereno de
los decididos.
—No llores más, hijo. Mira lo que he encontrado en la bolsa.
Y extendió la bandera. João pestañeaba, en su débil entender. Una bandera, ¿sólo
por eso el viejo provocaba tanto alboroto?
—Dobla la bandera con sumo cuidado, dentro de la bolsa. Carga el sacudu,
vámonos, ayuda a tu padre.
João le ofreció los hombros y el viejo se montó a horcajadas, como si fuesen
niños. Bene entró en el juego:
—Vamos a cambiar: ahora yo soy el hijo y tú eres el padre.
Y ambos se rieron. El viejo, oblicuo, se sorprendía de la fuerza del chico, que ni
siquiera se tomaba un descanso para recobrar el aliento.
—Listos, hijo: el todo ya es mucho. Inclina tu cuerpo, quiero bajarme.
Estaban cerca de la casa. Se sentaron bajo la sombra de un gran árbol de mango.
João se puso a hablar, anunciando el futuro:
—Lo que dices es peligroso, hijo.
Pero João no se atemorizaba, repetía las enseñanzas del mulato. Esa tierra sólo
convenía a sus verdaderos hijos, cansada de sangrar riqueza para los extranjeros.
—Tavares...
—Deja al patrón tranquilo.
—Padre, no puede estar toda la vida cuidando esta tierra como guardés. Tenga en
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cuenta que nos la robaron los colonos.
El padre ya había montado en cólera. Que el muchacho se callase, que eso era
hablar por boca de otros. El viejo ordenó que se pusieran en camino. João hizo el
ademán de ayudar a su padre, pero éste se negó:
—No hace falta; no es cuestión de que crezca tu ingenio tan deprisa.
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—¡¿Pero qué pasa?! ¿Y por qué no, si me permite Su Excelencia?
—Ese no es su dialecto.
Tavares se rió, prefiriendo el desprecio, y se dispuso a irse. Antes de cerrar la
puerta, sin embargo, se dirigió a Chiquiña:
—Quedamos en eso, ¿has oído?
Y se fue. Ninguna palabra coloreó aquel espacio. Constante consultaba la ventana
y recibía los mudos recados del paisaje. Parecía que la pipa lo fumaba a él. Al cabo
de mucho silencio, el guardés llamó a su hijo.
—Tú sabes dónde está el mulato ese. Ve a decirle que quiero hablar con él, que
necesito que venga aquí.
Pero es tan de noche, se estremeció Chiquiña. Bene acarició el pelo de la
muchacha, atento a su congoja.
—Ve tú con João. Transmitís el mensaje al mulato, después vais hacia el monte y
me esperáis entre las piedras.
—¿Vamos al Más Allá?
Chiquiña tenía los ojos desorbitados por la excitación. Su padre sonrió,
complaciente:
—Ve, acompaña a tu hermano. Y cubre a mi nieto con esta manta. Esperadme, os
veré allí.
Los jóvenes respondieron obedientes. Prepararon un cesto de provisorias
provisiones.
—Oye, João: deja aquí la mochila del mulato.
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dejaba. La montaña se sobresaltaba por los gritos de los dos. Pero se impuso el enojo
de Chiquiña:
—Yo quería darle un padre. Alguien que nos sacase de esta miseria.
Fue cuando oyeron las temibles crepitaciones. Miraron el valle, parecía un fuego
ingrávido, llamas al vuelo que no necesitaban de tierra para que sucedieran. Sólo
después entendieron: el huerto de árboles frutales ardía.
Entonces, sobre el horizonte muy rojo, los dos hermanos vieron, en el mástil de la
administración, que se izaba una bandera. Flor de la plantación de fuego, el lienzo
huía de su propia imagen. Pensando que era por el humo, los muchachos se enjugaron
los ojos. Pero la bandera se afirmaba, como prodigio de estrella, mostrando que el
destino de un sol es no ser mirado nunca.
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Glosario
Amafengu: designación que los sobrevivientes de la tribu abambo se
daban a sí mismos. «Los abambos fueron una numerosa y poderosa tribu
bantú, de Natal. Derrotados y cruelmente perseguidos por otras tribus, se
volvieron errantes, llegando a ser conocidos como fingos. Buscaron refugio en
otras tribus, reduciéndose a un completo estado de servidumbre [...]. De
250.000 quedaron unos 35.000, que se dedicaron a la agricultura y a la crianza
de ganado.» Antonio Cabral, 1975. ↵
Cocorico: gallo. ↵
Machamba: plantación. ↵
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Mulala: raíz de una planta (Euclea natalensis) que se usa para la limpieza
de los dientes y que tifie de naranja los labios y encías de los que la utilizan
habitualmente. ↵
Sacudu: mochila; el término fue llevado por los guerrilleros del Frelimo
(Frente de Liberación de Mozambique), que fueron entrenados en Argelia, a
partir de la palabra sac-au-dos. ↵
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