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Los gérmenes de la discrepancia: Louis Pasteur y los
orígenes de la vida
La generación espontánea
eneración espontánea» es el nombre que se da a la doctrina según la cual, en
«
G las circunstancias adecuadas, la vida puede formarse a partir de la materia
inerte. En cierto sentido, casi todos creemos en la generación espontánea; creemos
que la vida nació del lodo químico primigenio que cubría la Tierra recién formada. Se
supone, claro, que esto ocurrió lentamente, por azar, y sólo una vez en la historia de
la Tierra; nunca debería verse en el curso de nuestra existencia.
La cuestión del origen de la vida es, ni que decir tiene, tan vieja como el
pensamiento, pero, en la segunda mitad del siglo XIX, el debate hizo furor en la
comunidad científica. ¿Podía surgir nueva vida de la materia estéril una y otra vez, en
unos cuantos minutos u horas? Cuando una redoma con nutrientes se pone mohosa,
¿es porque se ha contaminado con formas existentes de vida que se difunden y
multiplican, o es que la vida brota de nuevo, cada vez, en el seno de la rica fuente de
sustento? Era un problema polémico, especialmente en la Francia del siglo XIX
porque allí tocaba sensibilidades religiosas y políticas profundamente enraizadas.
Nuestra concepción moderna de la bioquímica, la biología y la teoría de la
evolución se basa en la idea de que, excepción hecha de las peculiares condiciones
que se dieron en la prehistoria, la vida sólo puede salir de la vida. Como nos pasa con
tantas otras de nuestras creencias científicas más extendidas, tendemos a pensar que
el punto de vista moderno se formó rápida y concluyentemente: con unos cuantos
experimentos brillantes realizados en la década de 1860, Louis Pasteur derrotó
velozmente y de una vez por todas a quienes creían en la generación espontánea. Pero
la ruta, aunque puede que fuera concluyente al final, no fue ni veloz ni directa. La
oposición quedó aplastada por maniobras políticas, porque el ridículo cayó sobre ella
y porque Pasteur atrajo a ganaderos, cerveceros y médicos a su causa. En una fecha
tan tardía como 1910, un inglés, Henry Bastian, creía en la herejía de la generación
espontánea. Murió creyendo que las pruebas disponibles avalaban su punto de vista.
Como en tantas otras controversias científicas, no fueron ni los hechos ni la razón,
sino la muerte y el peso del número lo que derrotó al punto de vista minoritario; los
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hechos y las razones, como siempre, son ambiguos. Y tampoco debería pensarse que
no se trata de otra cosa que de «los que no verán». La victoria más decisiva de
Pasteur, la derrota que le infligió a su colega francés Félix Pouchet, un respetado
naturalista de Ruán, ante una comisión constituida por la Academia de Ciencias
francesa, se cimentó en los prejuicios de los miembros de la comisión y en un gran
golpe de suerte.
Sólo retrospectivamente podemos ver cuán afortunado fue Pasteur.
La naturaleza de los experimentos
Los experimentos más conocidos que ponen a prueba la generación espontánea
son conceptualmente sencillos. Las redomas de sustancias orgánicas —leche, agua
con levadura, infusiones de heno o lo que sea— se hierven primero para destruir la
vida existente en ellas. El vapor extrae el aire de las redomas. La redomas se sellan
entonces. Si permanecen selladas, no crece nueva vida en ellas; esto no lo discutía
nadie. Cuando se volvía a admitir el aire, crecía el moho. ¿Es que el aire contiene una
sustancia vital que permite la generación de nueva vida, o más bien contiene los
gérmenes ya vivos —no metafórica, sino literalmente— del moho? Pasteur sostenía
que el moho no crecía si el aire de nuevo admitido carecía de organismos vivos.
Intentó mostrar que la admisión de aire estéril en las redomas no producía efecto
ninguno; sólo el aire contaminado causaba la putrefacción. Sus oponentes aseveraban
que incluso la admisión de aire puro bastaba para que ocurriera la putrefacción de los
fluidos orgánicos.
Los elementos del experimento eran, pues:
1. hay que saber que el medio de crecimiento es estéril pero con valor nutritivo;
2. hay que saber qué pasa cuando las redomas están abiertas; ¿entra aire estéril
sólo, o entra también la contaminación?
Respuestas prácticas a las cuestiones experimentales
Hoy en día creemos que podrían responderse estas preguntas con bastante
facilidad, pero en el siglo XIX las técnicas de determinación de qué era estéril y qué
vivo estaban aún formándose. Ni siquiera estaba claro qué había de entenderse por
vida. Se aceptaba por lo general que la vida no podía existir durante largo tiempo en
un fluido que hirviese, así que el hervir era un método de esterilización adecuado.
Pero, claro está, el medio no se podía hervir en seco sin que se destruyese su valor
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nutritivo. Aun cuando se hervía más suavemente, a lo peor la «fuerza vegetativa» del
nutriente quedaba destruida junto con los organismos vivos. No estaba todavía claro
qué aire debía ser tenido por estéril. Se desconocían la distribución de
microorganismos en el mundo que nos rodea y su efecto en el aire que fluye hacia las
redomas.
Pasteur intentó observar los gérmenes directamente. Observó con microscopio
polvo filtrado del aire y vio formas que recordaban la de un huevo; supuso que eran
los gérmenes. Pero ¿estaban vivos o eran sólo polvo? La naturaleza exacta del polvo
sólo podía determinarse como parte del mismo proceso que estableciese la de la
putrefacción.
Si los gérmenes del aire no se podían observar directamente, ¿qué indicaría si el
aire que se admitía en la redoma estaba contaminado o no? Se podía hacer que el aire
pasase a través de potasa cáustica o de ácido sulfúrico, se lo podía calentar a una
temperatura muy alta o filtrarlo a través de algodones con el propósito de retirar de él
todo rastro de vida. Los experimentos de principios y mediados del siglo en los que
se usaba aire que había pasado por ácidos o álcalis, calentado o filtrado, eran
sugerentes, pero no decisivos. Aunque en la mayor parte de los casos la admisión de
aire tratado de esta manera no hacía que se pudriesen los fluidos esterilizados, había
suficientes casos de putrefacción para que la hipótesis de la generación espontánea
siguiese viva. En cualquier caso, era posible que, al tratar el aire de manera extrema,
el componente vital que engendraba la vida se destruyese, con lo que el experimento
se volvía tan vacuo como el aire.
4.1. Una de las redomas de Pasteur con cuello de cisne.
El aire se podía tomar de sitios distintos en las alturas de las montañas, o abajo,
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cerca de campos cultivados, —pues se esperaba que el alcance de la contaminación
microbiana sería distinta.
Para establecer la conexión entre el polvo y los gérmenes, se podían usar otros
métodos de filtración. Pasteur usó «redomas de cuello de cisne» (véase la figura 4.1),
en las que el cuello se estrechaba y doblaba de manera que el polvo que entrase
quedara recogido en las paredes húmedas del orificio. Los experimentos se realizaron
en los sótanos del Observatorio de París porque allí el aire estaba lo bastante
tranquilo como para que el polvo portador de vida se asentase. Más tarde, el
científico británico William Tyndall almacenó aire en vasijas untadas de grasa para
que éste atrapara todo el polvo antes de que entrase en contacto con las sustancias
putrescibles. Por cada resultado aparentemente definitivo, habría, sin embargo, otro
experimentador que hallaría moho en lo que debería haber sido una redoma estéril.
Los tipos de argumentos que los protagonistas esgrimían pueden disponerse en un
sencillo diagrama.
Posibles interpretaciones de los experimentos de generación espontánea
El recuadro 1 es la postura de quienes piensan que los experimentos hechos por
ellos muestran que la vida crece en el aire puro y creen en la generación espontánea.
Piensan que esos experimentos prueban su tesis. El recuadro 2 es la postura de
quienes se fijan en los mismos experimentos, pero no creen en la generación
espontánea; piensan que debe haber habido algo erróneo en el experimento; por
ejemplo, que el aire no era en realidad puro.
El recuadro 4 representa la posición de quienes piensan que han hecho
experimentos que muestran que la vida no crece en el aire puro, y no creen en la
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generación espontánea. Piensan que los experimentos prueban su hipótesis. El
recuadro 3 es la posición de quienes se fijan en los mismos experimentos, pero creen
en la generación espontánea. Piensan que tiene que haber habido algo equivocado con
el aire; por ejemplo, que sus propiedades vitales se destruyeron en el proceso de
purificación.
Hubo un período, en la década de 1860, durante el que los argumentos del tipo
descrito en el recuadro 3 fueron importantes, pero esta fase del debate duró bastante
poco; terminó en cuanto los experimentadores dejaron de esterilizar el aire por
medios artificiales y se pusieron a buscar fuentes de aire puro o métodos de
«filtración» a temperatura ambiente. La importancia de los argumentos del recuadro 2
fue más duradera. Gracias a ellos pudo Pasteur considerar prácticamente todo el aire
que daba lugar a vida en las redomas como contaminado, pudiese demostrarlo
directamente o no. Esto se manifiesta sobre todo en la parte de su debate con Félix
Pouchet que se refirió a los experimentos donde se usaba mercurio, como veremos.
El debate entre Pasteur y Pouchet
Hay un episodio del largo debate entre Pasteur y los que creían en la generación
espontánea que ilustra con claridad muchos de los temas de esta historia. En este
drama, el viejo (tenía sesenta años) Félix Pouchet sale a escena para representar al
«antagonista» del papel, que encarnaba Pasteur, de joven (tenía treinta y siete años) y
brillante experimentador. Pasteur, no cabe duda alguna, derrotó a Pouchet en una
serie de célebres enfrentamientos, pero los relatos retrospectivos y triunfalistas pasan
de puntillas sobre las ambigüedades que presentaron estos careos tal y como
ocurrieron en su época.
Como en todas estas controversias sobre experimentos, la clave está en los
detalles. La discusión entre Pasteur y Pouchet versó sobre lo que sucedía cuando una
infusión de heno —un «té de heno», cabría decir— que se había esterilizado
hirviéndola era expuesta al aire. No hay duda de que la infusión se enmohece —
crecen formas microscópicas de vida en su superficie—, pero la pregunta habitual
seguía abierta: ¿eso pasaba porque el aire tiene propiedades generadoras de vida o
porque lleva «semillas» vivas del moho?
Experimentos «bajo el mercurio»
Pouchet creía en la generación espontánea. En sus primeros experimentos preparó
infusiones esterilizadas de heno «bajo el mercurio», por usar la jerga. Este método
consistía en llevar a cabo el experimento con todas las vasijas sumergidas en un
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depósito alargado de mercurio a fin de que no pudiese entrar el aire ordinario.
Se introducía un aire especialmente preparado dentro de las redomas por medio
de burbujas que atravesaban el depósito de mercurio. Ésta era la manera corriente de
meter diversos gases experimentales dentro de espacios experimentales sin que
entrase en ellos el aire ordinario. En el caso de Pouchet, las burbujas eran de aire
purificado. Se consideraba que se podía lograr un aire purificado calentando el
ordinario o generando oxígeno mediante la descomposición de un óxido; daba la
coincidencia de que el óxido que solía calentarse para obtener el oxígeno era el óxido
de mercurio.
Invariablemente, Pouchet halló que cuando se preparaban las infusiones de heno
purificadas bajo el mercurio y se las exponía a aire puro se desarrollaba vida
orgánica. Parecía, pues, que, habida cuenta de que todas las formas de vida existentes
se habían eliminado, la vida nueva tenía que haber surgido espontáneamente.
Pouchet abrió el debate escribiéndole a Pasteur los resultados de estos
experimentos. Pasteur le escribió a su vez a Pouchet como contestación que no era
posible que hubiese sido tan cuidadoso como se debía en sus experimentos. «… En
sus recientes experimentos usted ha introducido, sin apercibirse de ello, aire común
[contaminado], así que las conclusiones a las que ha llegado no se fundan en hechos
de exactitud irreprochable» (citado en Farley y Geison, 1974, p. 19). Aquí, pues,
vemos que Pasteur usa un argumento del tipo que se halla en el recuadro 2 supra. Si
Pouchet había encontrado vida cuando introdujo aire esterilizado en infusiones de
heno esterilizadas, es que el aire tenía que estar contaminado.
Más tarde, Pasteur iba a sostener que, en esos experimentos, si bien la infusión de
heno era estéril y el aire artificial carecía igualmente de vida, el mercurio sí estaba
contaminado con microorganismos —estaban en el polvo que había sobre la
superficie del mercurio— y era la fuente del germen.
Esto es interesante, pues parece que para explicar algunos de los primeros
resultados de Pasteur hacía falta la hipótesis del mercurio contaminado. Comunicó
que, de sus propios intentos de evitar la aparición de vida preparando infusiones bajo
el mercurio, sólo el 10 por 100 le salieron bien. Aunque, en esos momentos, no sabía
cuál era la fuente de la contaminación, no aceptó que tales resultados apoyasen la
hipótesis de la generación espontánea. En sus propias palabras, «… no publiqué esos
experimentos, pues las consecuencias que necesariamente había que sacar de ellos
eran demasiados graves para que no sospechase que había alguna causa oculta de
error a pesar del cuidado que había puesto en que fuesen irreprochables» (citado en
Farley y Geison, 1974, p. 31). En otras palabras, era tan firme la oposición de Pasteur
a la generación espontánea que prefirió creer que había en su trabajo algún fallo
desconocido a publicar sus resultados. Definió los experimentos que parecían
confirmar la generación espontánea como fallidos, y viceversa. Más tarde, la idea del
mercurio contaminado reemplazó al «fallo desconocido».
Si miramos hacia atrás, hay que aplaudir la perspicacia de Pasteur. Tenía razón,
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por supuesto, y tuvo el valor de mantener sus convicciones hasta el punto de rechazar
que las torciese lo que, a la vista estaba, era una indicación experimental adversa.
Pero fue perspicacia. No se trató de la aplicación neutral del método científico. Si
Pasteur, como Pouchet, hubiese sido partidario de la hipótesis equivocada, diríamos
ahora de sus actos que fueron «una terca cabezonería ante los hechos científicos». Un
perfecto conocimiento retrospectivo es un aliado peligroso de la historia de la ciencia.
No entenderemos el debate entre Pasteur y Pouchet tal y como se vivió a menos
que suprimamos nuestra facultad de ver retroactivamente.
Redomas expuestas en un lugar elevado
El asunto de los experimentos bajo el mercurio fue sólo la escaramuza preliminar.
El debate principal empezó con los experimentos de Pasteur con redomas abiertas al
aire en un lugar elevado y con el rechazo de Pouchet.
Pasteur preparaba las redomas poniendo los cuellos al fuego.
Hervía una infusión de levadura y sellaba el cuello una vez se había extraído el
aire. Si no se abría, el contenido no se alteraba.
Tomaba entonces las redomas y les rompía el cuello en distintos lugares,
permitiendo que el aire entrase de nuevo. El aire que entrase tenía que ser de lugares
limpios de gérmenes, así que Pasteur rompía el cuello con unas largas pinzas que
había calentado con una llama y mantenía la redoma por encima de su cabeza, para
evitar que sus ropas la contaminasen. Una vez había entrado el aire de los lugares
escogidos, Pasteur sellaba otra vez la redoma con una llama. De esta manera preparó
una serie de redomas que contenían infusiones de levadura con muestras de aire
tomadas de diferentes lugares. Halló que la mayoría de las redomas expuestas en
lugares corrientes se enmohecían, mientras que las expuestas a gran altura, en
montañas, raramente cambiaban. De veinte redomas expuestas a dos mil metros en un
glaciar de los Alpes franceses, sólo una quedó afectada.
En 1863 Pouchet puso en entredicho este resultado. Con dos colaboradores, viajó
a los Pirineos para repetir los experimentos de Pasteur. Esta vez las ocho redomas
expuestas a una gran altura quedaron afectadas, lo que sugería que hasta el aire no
contaminado bastaba para poner en marcha el proceso de formación de la vida.
Pouchet aseveró que había seguido todas las precauciones de Pasteur, sólo que, en
vez de pinzas, había usado para abrir las redomas una lima calentada.
Pecados por «comisión»
En la estructura muy centralizada de la ciencia francesa del siglo las disputas
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científicas las zanjaban comisiones que, para decidir sobre ellas, constituía la
Academia de Ciencias, radicada en París. Los veredictos de esas comisiones se
convertían en el punto de vista cuasioficial de la comunidad académica francesa. Dos
comisiones sucesivas examinaron la controversia de la generación espontánea. La
primera, formada antes de los experimentos pirenaicos de Pouchet, ofreció un premio
a «quien, por medio de experimentos bien realizados, arroje nueva luz sobre la
cuestión de la llamada generación espontánea». Por accidente o por convicción,
ningún miembro de la comisión simpatizaba con las ideas de Pouchet, y algunos
anunciaron sus conclusiones antes incluso de examinar los materiales que habían de
juzgar. Dos de los miembros habían ya reaccionado negativamente a los primeros
experimentos de Pouchet, y era notorio que los otros eran contrarios a la generación
espontánea. Pouchet se retiró de la competición, y dejó que Pasteur recibiese sin
oposición el premio por un manuscrito que había redactado en 1861, donde daba
cuenta de su famosa serie de experimentos en los que se demostraba que la
descomposición de una variedad de sustancias se debió a gérmenes que llevaba el
aire.
La segunda comisión se constituyó en 1864 en respuesta a los experimentos de
Pouchet en los Pirineos. Habían causado indignación en la Academia, la mayor parte
de cuyos miembros consideraba que el asunto ya se había zanjado. La nueva
comisión empezó por hacer la siguiente afirmación combativa: «En ciertos lugares,
siempre es posible tomar una cantidad considerable de aire que no ha estado sujeto a
ningún cambio físico o químico, y sin embargo ese aire no basta para producir una
alteración del tipo que sea en el más putrescible de los fluidos» (citado en Dubos,
1960, p. 174). Pouchet y sus colegas aceptaron el reto y añadieron: «Si una sola de
nuestras redomas permanece inalterada, reconoceremos lealmente nuestra derrota»
(ibidem).
La segunda comisión también estaba compuesta por miembros cuyas opiniones se
sabía que eran, sin excepción, fuertemente contrarias a las de Pouchet. Cuando
descubrieron su composición, Pouchet y sus colaboradores intentaron cambiar los
términos de la prueba. Quisieron extender el alcance del programa experimental,
mientras Pasteur insistía en que la prueba dependiese estrechamente de que la menor
cantidad de aire indujera siempre la putrefacción.
Todo lo que se requería que Pasteur mostrase era, según los términos originales
de la competición, que se admitiese aire dentro de algunas redomas sin que el
contenido de éstas sufriese cambios. Tras fracasar en que se alterasen los términos de
referencia, Pouchet se retiró, pues creía que sería incapaz de obtener una audiencia
equitativa habida cuenta del sesgo de los miembros de la comisión.
La posición de Pouchet no se podía mantener en vista de que se había retirado dos
veces de la competición. Que la comisión fuese o no absolutamente unilateral en sus
opiniones carecía de trascendencia para una comunidad científica que se alineaba con
Pasteur casi sin excepciones.
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El debate de Pasteur y Pouchet, pasado y futuro
La posición de Pouchet se parecía mucho a la de un acusado cuyo destino
dependiese de las pruebas forenses. Es cierto que al acusado se le dio la oportunidad
de llevar a cabo algunas pruebas por su propia cuenta, pero la interpretación estuvo
sólo en manos de la «acusación», que hizo además las veces de juez y jurado. Es fácil
comprender por qué se retiró Pouchet, y no cuesta más entender por qué Pasteur pudo
afirmar inmediatamente que los experimentos pirenaicos de Pouchet estaban
falseados por haber usado una lima en vez de unas pinzas para cortar el cuello de las
redomas. Podemos imaginamos los fragmentos de cristal, algo contaminados por la
lima aun cuando hubiese sido calentada, cayendo dentro de la infusión de heno y
sembrando allí los nutrientes. Podemos imaginamos que, si la comisión hubiese
forzado a Pouchet a usar pinzas esterilizadas, muchas de las redomas no habrían
sufrido cambio alguno. Podemos pensar, pues, que la comprensible falta de temple de
Pouchet para enfrentarse a esta camisa de fuerza técnica sólo le salvó de un embarazo
mayor. Aunque, por desgracia, las dos comisiones estaban sesgadas, ello fue
seguramente una contingencia histórica que ¿no habría afectado a la conclusión
científica exacta a la que llegaron?
Tiene su interés el que ahora parezca más bien que si Pouchet no hubiera perdido
el temple, no habría salido malparado de la competición. Una diferencia entre los
experimentos de Pouchet y Pasteur era el medio nutritivo que se usó en ellos. Pasteur
usó levadura, Pouchet infusiones de heno. Hasta 1876 no se descubrió que las
infusiones de heno sustentan una espora que no se mata fácilmente al hervirlas.
Cuando se hierve una infusión de levadura, se mata toda forma de vida; en cambio,
así no se esteriliza una infusión de heno. Los comentaristas modernos, pues, han
sugerido que Pouchet quizá hubiera tenido éxito si hubiese mantenido el rumbo, ¡sólo
que por razones equivocadas! Merece la pena observar que en ninguna parte hemos
leído que Pasteur repitiese el trabajo de Pouchet con el heno. En realidad, aparte de
deplorar que éste usara una lima en vez de pinzas, apenas si mencionó los
experimentos de los Pirineos, y gastó la mayor parte de su energía crítica en los
experimentos previos del depósito de mercurio, para los que tenía una explicación ya
preparada. Los experimentos pirenaicos, por supuesto, se realizaron sin mercurio, el
supuesto contaminante de sus anteriores investigaciones. Como señala una de las
fuentes: «Si Pasteur repitió alguna vez los experimentos de Pouchet sin mercurio,
mantuvo los resultados en privado» (citado en Farley y Geison, 1974, p. 33). La
conclusión del debate se alcanzó, pues, como si los experimentos pirenaicos no
hubiesen tenido lugar.
La diferencia entre el heno y la levadura, tal y como la conocemos hoy, le añade
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una sabrosa ironía a los resultados de la comisión. Sin embargo, no pensamos que
Pouchet se hubiera comportado más sabiamente, si hubiese seguido adelante con el
reto, y los hechos científicos hablan por sí mismos. La interpretación moderna
sugiere que los hechos tocantes a las infusiones de heno habrían hablado, hasta a una
comisión con prejuicios, con la voz inconfundible de la generación espontánea.
Nosotros no creemos eso. La comisión habría encontrado la manera de explicar los
resultados de Pouchet.
Epílogo
Es interesante también que a los defensores de Pasteur les moviese en parte lo que
ahora parece otra herejía científica. Se pensaba en esa época que el darwinismo se
basaba en la idea de la generación espontánea. En un ataque al darwinismo que se
publicó el mismo año que se constituyó la segunda comisión, el secretario de la
Academia de Ciencias empleó como principal argumento el fracaso de la generación
espontánea. Escribió que «se acabó la generación espontánea. El señor Pasteur no
sólo ha iluminado la cuestión, la ha resuelto» (citado en Farley y Geison, 1974, p.
23). Se consideraba, pues, que Pasteur le había propinado un golpe definitivo a la
teoría de la evolución con el mismo que había derribado a la generación espontánea
de la vida. Una herejía destruyó a la otra. A quienes les parezca que, como «todo salió
bien al final», la ciencia queda vindicada, deberían recapacitar.
Finalmente, señalemos que ahora sabemos que hay un número de cosas que
podrían haber hecho que los experimentos de Pasteur dejaran de funcionar bien con
que los hubiese llevado un poco más lejos. Hay varias esporas, aparte de las que se
hallan en el heno, que resisten la extinción cuando se hierve a cien grados. A
principios del siglo XX, Henry Bastian apoyaba la idea de la generación espontánea
porque, sin saberlo, descubrió más esporas resistentes al calor. Además, la inactividad
de las bacterias no sólo depende del calor, sino también de la acidez de la solución.
Las esporas que parecen muertas en una solución ácida pueden dar lugar a vida en un
ambiente álcali. Por lo tanto, los experimentos del tipo que formaron la base de este
debate pueden dar lugar a confusión de varias maneras. Para asegurarse de que un
fluido es completamente estéril, es necesario calentarlo a presión a una temperatura
de unos ciento sesenta grados, y/o someterlo a un ciclo de calentamientos y
enfriamientos que se repitan varias veces a intervalos apropiados.
Como sabemos ahora, los experimentos de Pasteur pudieron, y debieron, salirle
mal de muchas maneras. La mejor conjetura que podemos hacer es, inevitablemente,
que, en efecto, le salieron mal; pero sabía qué debía contar como resultado y qué
como «error».
Pasteur fue un gran científico, pero lo que hizo poco recuerda al ideal que
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propugnan los modernos textos del método científico.
Cuesta ver cómo podría haber suscitado los cambios que experimentaron nuestras
ideas acerca de la naturaleza de los gérmenes si le hubiese constreñido ese estéril
modelo de comportamiento que, para muchos, es también el modelo del método
científico.
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