Vosotros Sereis Mi Vida (Corazones Heridos 3) - Towanda Richardson
Vosotros Sereis Mi Vida (Corazones Heridos 3) - Towanda Richardson
Towanda Richardson
© Towanda Richardson.
Portada: Towanda Richardson.
Sinopsis
Prólogo
Cinco años después
1 El comienzo de una historia
2 El regreso
3 Reencuentros
4 Convivencia
5 Escaleras y alas
6 ¿Incómodos?
7 Calor
8 Enamorados
9 Triángulo
10 El día en que todo cambió
11 El horror
12 Jodido
13 Más real
14 Hospital
15 Ser medio hombre
16 Des-hogar
17 Sucio
18 A ella no
19 Al fin, una decisión
20 Londres
21 Cuando pase un año
22 El regreso
Epílogo
Sinopsis
Alex y Emma llevan juntos toda una vida. Enamorados casi desde niños, cumplen en San
Francisco todos sus sueños. Hasta que, pocas horas después de graduarse en la universidad, y con
todo listo para empezar su nueva vida, Alex le rompe el corazón a Emma. Ella solo encuentra
consuelo en los brazos de Sam, un buen amigo de ambos, al que acude porque el dolor es tan
fuerte que no puede soportarlo sola.
Cinco años después, cuando Emma y Sam viven una existencia de lo más plácida y tranquila,
Alex llama un día a su puerta. Y lo pone todo patas arriba. La tranquilidad, los recuerdos y todo lo
que los tres creían saber sobre las relaciones de pareja. Porque… ¿puede una pareja estar
formada por más de dos personas? ¿Pueden amarse tres personas sin celos, prejuicios ni miedos?
Cuando la vida les ponga en el camino el más duro de los obstáculos, el amor se pondrá a
prueba. ¿Sobrevivirán Emma, Sam y Alex a la devastación más absoluta?
Prólogo
La historia de Alex y Emma es de esas que se pueden escribir como una biografía conjunta. La
historia de dos vidas que, en realidad, solo fueron una. Porque Alex y Emma se conocieron antes
de tener uso de razón suficiente como para valorar que la afortunada casualidad de que sus
familias compartieran vecindario marcaría para siempre su existencia. La de los dos.
Cuando empezaron la guardería, sus padres —los de ambos— ya bromeaban con que eran
novios. En el colegio de Primaria, ellos mismos estaban orgullosos de autodenominarse así. En el
instituto, las cosas se pusieron más serias. Aunque los dos eran buenos estudiantes, se saltaron en
aquellos años más clases de las que podían recordar, y no era difícil encontrarlos bajo las gradas
del campo de fútbol del instituto, con las manos metidas en los pantalones del otro y los labios
enredados en besos sin final. Cuando llegó el momento de elegir universidad, ambos tenían muy
claras sus vocaciones (Alex tenía un talento innato y no dudaba que estudiaría Bellas Artes; Emma
se había decidido por la decoración de interiores). Pero, sobre todo, tenían claro que no se
separarían. No podrían sobrevivir si lo hacían.
San Francisco fue la ciudad elegida para ver cumplidos todos sus sueños de futuro. Se
matricularon en Berkeley, en cuyo campus, además, compartían facultad. Después de un arduo
trabajo de convicción con sus respectivas familias durante el verano anterior a la universidad,
habían conseguido que no los enviaran a una residencia universitaria, sino que les alquilaron un
pisito, muy pequeño pero acogedor, en el mismo recinto del campus. Allí fue donde Emma realizó
sus primeras prácticas como decoradora, llenando cada rincón con su sello personal, con miles de
detalles, de fotos, de objetos que contenían recuerdos… Nunca en toda su vida sería más feliz con
su trabajo que decorando aquel primer nidito de amor que compartió con Alex.
Las mañanas las pasaban en la facultad, empapándose de los conocimientos que necesitarían
para desarrollar unas carreras profesionales que estaban deseando que empezaran. Dedicaban las
tardes a recorrer la ciudad; conocieron cada rincón de la bahía, los pueblos que rodeaban un San
Francisco que, como chicos llegados desde una ciudad de tamaño pequeño del Medio Oeste, les
había parecido una jungla de asfalto la primera vez que la habían visto. Y las noches… esas eran
solo para ellos. Para disfrutar entre las sábanas, abrazarse en la cama hasta caer dormidos, hacer
el amor como la máquina perfecta que habían sido en ese sentido desde que, a los quince años,
habían decidido regalarse sus respectivas virginidades. No. «Máquina perfecta» sonaba
demasiado frío. Y eso era algo que ellos jamás habían sido entre las sábanas. Eran pura pasión y
estaban orgullosos de serlo.
Se hicieron mayores juntos. Maduraron como si cada uno de ellos fuera una parte del cuerpo
del otro. De su alma. Hicieron un grupo de amigos numeroso, aunque no demasiado íntimo,
porque, entre ellos, había poco espacio para más gente. Pronto dejaron incluso de viajar a sus
hogares excepto para lo estrictamente necesario. Crearon su burbuja y eran tan felices en ella que
querían al mismo tiempo que pasara el tiempo y que se quedara congelado en el punto exacto en el
que se encontraban.
Apenas habían cumplido los veinte y ya hablaban de matrimonio. No de boda, en realidad,
porque los dos eran muy modernos, muy liberales, y no creían demasiado en las relaciones
tradicionales, a pesar de lo que pudiera parecer desde fuera. Pero sabían que ellos serían un
matrimonio, pasaran o no por el altar. De hecho… probablemente ya lo eran. A Emma le
provocaba horror la idea de tener hijos, pero no negaba que, quizá, con el paso de los años, le
apeteciera. Alex tampoco es que quisiera ser un padre joven, pero muchas veces se descubría
soñando con una mini Emma o un mini Alex correteando por las calles de San Francisco, después
de que Emma saliera de trabajar en su propia empresa de decoración de interiores y él acabara de
ilustrar un libro, un videojuego o incluso preparara su propia exposición.
Qué bonitos eran los sueños. Qué precioso era vivir uno desde dentro.
Alex y Emma brillaban. Todos sus compañeros de facultad lo sabían. Eran populares,
simpáticos, sociables. Y también eran muy guapos. Más de lo conveniente para la salud mental de
cualquiera que los observara. Él medía aproximadamente un metro noventa y era muy delgado. A
pesar de que siempre había hecho deporte, su constitución era flaca por naturaleza y, para
desconsuelo de muchos de sus amigos, podía comerse todos los Big Macs que le diera la gana sin
engordar ni un gramo. De niño era tan rubio que parecía albino, pero, con el paso de los años, su
color de pelo se aproximaba más al dorado. Él lo llevaba largo, en una melena lacia que muchas
veces le caía por delante de los ojos y le daba un aire descuidado que era su auténtica seña de
identidad. Casi parecía uno de esos cantantes de boy band que se lleva a las adolescentes de
calle.
Emma, por su parte, tenía el aspecto de una modelo de Victoria’s Secret. Incluso en los
primeros años en San Francisco se ganó algún dinero extra posando para pequeñas marcas de
ropa que le pagaban poco, pero suficiente para poder permitirse algunos caprichos. Era alta, tenía
un cuerpo de escándalo, con las curvas justas en los lugares adecuados y unos ojos verdes que
hipnotizaban a quien los mirara, por más que ella rara vez los posara sobre alguien que no fuera
Alex. Pero aquello por lo que todos la reconocían era su melena. Larga, rizada, de color rubio
oscuro, con matices más claros por momentos, y un aspecto asilvestrado que ella achacaba solo a
la comodidad de no tener que peinarse nunca, y que era la envidia de todas sus amigas y el objeto
de deseo de cualquier hombre con el que se cruzara.
Llegaron al último curso de la carrera sin que se les pasara por la cabeza que, jamás, un
nubarrón pudiera teñir de gris su felicidad. Al menos… en el caso de Emma. Acababan de cumplir
veintitrés años y llevaban juntos, de manera oficial, once años y medio, la mitad exacta de sus
vidas. ¿Cómo podría alguien plantearse que una historia tan preciosa se rompiera? Era
impensable.
Los últimos meses antes de licenciarse se les perdieron entre planes de futuro. Los dos tenían
muy claro que querrían trabajar en las profesiones que habían estudiado, pero aún no habían
decidido si se quedarían en San Francisco, aunque adoraban la ciudad, o si se trasladarían a algún
otro lugar del país. Ninguno de los dos quería que sus profesiones se supeditaran a su relación…
ni tampoco lo contrario. Así que se limitaban a cruzar los dedos muy fuerte para encontrar un
trabajo que satisficiera sus aspiraciones profesionales y que estuviera en la misma ciudad. No era
tanto pedir, ¿no?
La noche de la graduación en la universidad fue extraña. Debería haber sido una de las noches
más felices de sus vidas. Emma estaba radiante, con un vestido rojo de pronunciado escote en
pico, en el frente y en la espalda. Alex la acompañaba vestido de smoking, con una pajarita roja a
juego con el vestido de ella. Salieron de casa nerviosos, felices, al menos en apariencia…, pero
la ceremonia, las conversaciones posteriores, los brindis y las felicitaciones fueron dejando una
capa espesa de algo difícil de reconocer sobre ellos.
Cuando sus respectivos padres se fueron al aeropuerto a última hora de la tarde para
marcharse de vuelta a Ohio, ellos se unieron al enorme grupo de amigos que había decidido
celebrar en privado el fin de sus estudios con una gran cena y una barra libre posterior. A esas
alturas, Emma ya se había dado cuenta de que a Alex le pasaba algo, pero no se había atrevido a
preguntar. La relación con sus padres nunca había sido una maravilla; eran demasiado
tradicionales y nunca se habían entendido bien. Y Emma prefirió achacar aquel mal humor
aparente a la presencia de sus progenitores en la ciudad que asumir que hacía ya unas cuantas
semanas que Alex se mostraba poco participativo cuando ella se volvía loca buscando un
apartamento más grande en el que vivir —porque el contrato del que tenían se acababa más o
menos al mismo tiempo que el curso universitario—, un trabajo para ella, otro para él… Planes de
futuro en los que él parecía cada vez menos proclive a participar.
Cuando Emma despertó a la mañana siguiente, notó el punzante dolor de la resaca clavándose
en sus sienes. No es que hubiera bebido demasiado la noche anterior —desde luego, había bebido
menos que todos sus amigos—, pero estaba tan poco acostumbrada al alcohol que siempre le
dejaba secuelas dolorosas en la cabeza. Pero no sería aquella resaca, por desgracia, lo que
siempre recordaría de su primer día como graduada en Decoración de Interiores, sino la cara de
Alex, recién duchado y perfectamente vestido, sentado en una pequeña butaca de color azul que
Emma había logrado encajar en el exiguo espacio entre la mesilla de noche y la ventana del
dormitorio.
—¿Qué ocurre? —le preguntó. La cara de él era tan ambigua, en el peor sentido del término,
que se asustó sin necesidad de que empezara a hablar. Algo iba mal. Terriblemente mal.
—Emma, yo…
—¿Alex? —Los ojos de Emma se abrieron como platos en el momento en que reparó en que, a
los pies de Alex, junto a la butaca, estaba la gran bolsa de viaje con la que se había trasladado a
San Francisco cinco años atrás. Y estaba llena. Estaba llena, joder.
Lo que ocurrió en las horas siguientes fue algo que Emma sabía que recordaría durante toda su
vida como una pesadilla. Alex no tardó ni dos titubeos en decirle que necesitaba marcharse un
tiempo. Que la quería, por supuesto que la quería. La querría para siempre. Pero necesitaba
encontrarse a sí mismo. Lo necesitaba tanto que se ahogaba solo de pensar en quedarse para
siempre en la vida que llevaban meses planeando tener juntos.
Emma gritó. Gritó mucho. Y lloró. También mucho. Se desgañitó intentando encontrar la razón
por la que su mejor amigo desde que era una niña, el amor de su vida, podría encontrar la
felicidad solo apartándola de su lado. ¿En serio era ella la causante de su infelicidad? ¿Podría
soportar vivir con eso?
Alex tardó mucho en contarle la verdad. Fueron horas de conversación en bucle, en las que
acabaron cansados de llorar, de despedirse, de amarse, de odiarse. Ya casi estaba cayendo la
noche sobre la ciudad cuando al fin Alex confesó su verdad.
Era gay. Siempre lo había sido, aunque no siempre lo había sabido. Había querido tantísimo a
Emma, y desde tan joven, que las primeras sospechas adolescentes sobre su posible tendencia
sexual habían quedado extinguidas entre besos y noches de sexo que —y de esto no tenía ninguna
duda— siempre había disfrutado. El paso de los años fue haciendo más profundas sus sospechas,
pero… también era cada vez más intenso el amor que sentía por Emma. Sabía que nunca se
excitaba con mujeres, con otras mujeres que no fueran ella, y, sin embargo, alguna vez, en el
gimnasio, se le había quedado la mirada fija en el cuerpo de algún hombre. En los últimos
tiempos, en aquel último año de universidad que para Emma había estado teñido de ilusión y para
Alex de dudas, incluso alguna vez había tenido que recurrir a imágenes masculinas para conseguir
excitarse como debía con Emma.
Y necesitaba largarse. Odiaba hacerle daño. Sabía que la añoraría tanto que sería como si se
arrancara la piel a tiras. Y después le echara una mezcla de tequila, limón y sal. Pero no podía
vivir el resto de su vida sabiendo que era gay y vivir aquella farsa de estar junto a una mujer,
casarse, tener hijos… Sabía que podría resistirlo, e incluso ser feliz haciéndolo, porque Emma
para él era y sería siempre sinónimo de felicidad, por más que de aquella conversación ella
estuviera extrayendo la conclusión contraria, pero… le daba auténtico pavor vivir una crisis tan
grande como aquella diez, quince o treinta años después y destrozar una familia. En aquel
momento aún tenían veintitrés años. Emma tendría toda la vida por delante para olvidarlo, para
rehacerse, para encontrar a alguien que la quisiera tanto como él —suponiendo que eso fuera
posible— y que, además, estuviera plenamente disponible para amar a una mujer. Para disfrutar
del sexo con ella. Para sentirla sin necesidad de pensar en alguien del sexo opuesto, lo que
convertía en realmente sórdido algo que solo debería ser bonito.
—¿A dónde te vas? —logró preguntarle Emma con la voz calmada, aunque ronca, pues las
lágrimas habían arrasado sus cuerdas vocales.
—A Ámsterdam.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Compré el billete hace dos semanas. —Alex bajó la cabeza—. Lo siento. No sabía cómo
decírtelo. No me atrevía a… a hacerte tanto daño.
—¿El billete es solo de ida?
—Sí.
Pasaron muchas horas intentando asimilar tantos cambios. Emma comenzó sintiendo un rencor
infinito por haber sido engañada. No soportaba pensar que, mientras ella hacía planes de futuro,
Alex… también. Pero sin ella y al otro lado del mundo.
Era de madrugada cuando él se marchó. Y Emma se quedó tan desolada que sintió que habría
que inventar una nueva palabra para definir su estado. Lo peor quizá fue darse cuenta de que no
estaba tan sorprendida como debería. Quizá era el shock. O quizá era una absoluta locura.
Porque… ¿a qué mujer en su sano juicio le confiesa su novio de toda la vida que es gay y no se
queda sorprendida?
Alex siempre había tenido algo de pluma. Que no es que eso fuera una garantía de algo, ni su
ausencia de lo contrario, pero… pluma sí había tenido. Una sensibilidad exquisita, que quizá era
su mejor cualidad como ilustrador, de hecho, y algunos otros tópicos que la sociedad en general
suele asociar a los hombres homosexuales podrían haber supuesto pistas que nadie siguió nunca
porque, al fin y al cabo, cualquier persona que hubiera conocido a Alex a partir de los once años
lo habría hecho con Emma de la mano. ¿Y quién va a pensar que un hombre es gay si lleva toda la
vida enamorado de una mujer?
Emma pasó muchas horas convencida de que toda su vida hasta el momento había sido una
mentira. Ya ni siquiera albergaba rencor hacia Alex. Lo quería tanto que se sentía empática con su
propio infierno personal. No le cabía ninguna duda de que habría atravesado el peor de los
avernos durante meses antes de atreverse a tomar la decisión de irse al otro lado del mundo para
encontrarse en aquel hombre que siempre había sido y, a la vez, nunca. Solo esperaba que la vida
le devolviera la felicidad perdida. A ella y a él. Aún era demasiado pronto para saber si, en la
ruleta rusa de los sentimientos, con el tiempo acabaría odiándolo, si seguiría queriéndolo para
siempre o si quedaría diluido en la bruma del olvido, aunque siempre lo recordara con cariño.
El momento de verlo marcharse había sido desgarrador. Se dijeron adiós con un beso lleno de
amor y amistad, de incomprensión y dolor, de miedo y dudas. Las lágrimas mojaron aquel beso
más que la saliva. Y cuando el apartamento se quedó al fin en silencio, Emma se hundió en un
pozo tan profundo que estaba convencida de que jamás sería capaz de salir de él.
Lloró. Lloró tanto que su cara era ya una mueca grotesca. Y no solo lo hacía por el desamor, la
añoranza y la aterradora idea de no volver a ver a Alex nunca más —en aquel momento, aún no
quería ni pensar que esa fuera una opción—. También estaba desesperada porque su vida acababa
de convertirse en un folio en blanco que no tenía ninguna fuerza para llenar. No tenía trabajo. En
pocos días se le acababa el alquiler del piso y tendría que marcharse. Tenía amigos, sí, pero
ninguno demasiado íntimo. Su único amigo de verdad era un hombre que, a esas horas, estaría
surcando el Atlántico sin mirar atrás. Su mejor opción en ese momento era recoger su título de
licenciada, empacar todas sus cosas y coger un avión de vuelta a Ohio. Volver a vivir con sus
padres y, tal vez, en el mejor de los casos, encontrar un empleo como dependienta en alguna tienda
de muebles, cortinas… Eso sería lo más parecido a su carrera a lo que podría aspirar. Adiós a su
sueño de montar su propia empresa de decoración de interiores.
La mañana la encontró desvelada. Había perdido la cuenta de las horas que llevaba sin
dormir. Aquella resaca del alcohol de la fiesta de graduación la recordaba tan lejana como la
propia fiesta, a pesar de que su vestido rojo seguía abandonado sobre la alfombra del dormitorio.
Ahora tenía resaca de tristeza y llanto.
No fue hasta el mediodía que Emma consiguió levantarse de la cama. Aunque fuera lo que
menos le apeteciera del mundo, tuvo que reunir fuerzas de flaqueza para darse una ducha y
empezar a plantearse qué hacer con el resto de su vida.
Cuando salió de la ducha, le ardía la piel. Y no solo por la temperatura del agua, que rozaba la
ebullición, como siempre. Ni por una posible fiebre psicosomática que le hubiera venido con el
disgusto, aunque esa era una posibilidad que no habría que descartar. Le ardía la piel de la pura
necesidad de tatuarse algo que le recordara aquel momento, el más bajo de toda su existencia, y
que se convirtiera en un punto de partida desde el cual coger impulso para afrontar el resto de su
vida.
Así que Emma lo tuvo claro… Tenía que ir a ver a Sam.
***
Sam Thornton era el tatuador más conocido del campus de Berkeley. Tenía veintisiete años, solo
cuatro más que Emma y Alex, pero, en algunos sentidos, parecía mucho mayor. Había vivido
mucho —lo había vivido todo— y eso se notaba en cada uno de los aspectos de su vida.
Emma y Alex habían conocido a Sam un par de años antes, cuando estaban más o menos a
mitad de su tercer curso en la universidad. Llevaban algún tiempo deseando tatuarse algo
significativo y, al final, se habían decidido por las coordenadas del parque infantil más cercano a
sus casas, allá en Ohio, el lugar exacto donde se habían visto por primera vez. Todo el mundo en
la facultad parecía haber caído en la adicción a los tatuajes por aquella época y todos coincidían
en que el estudio de Sam Thornton era el lugar donde había que hacerlo. Por supuesto, Sam estaba
encantado con la idea. Su cuenta corriente no había dejado de crecer desde que sus diseños se
habían puesto de moda y, por primera vez en su vida, no le daban escalofríos cuando pensaba en
pagar el alquiler a final de mes.
A aquella primera visita a su estudio siguieron unas cuantas más —Alex y Emma, finalmente,
se hicieron adictos a la tinta, aunque siempre se decantaron por diseños pequeños—. Y aquello
derivó en una cierta amistad que, aunque no muy profunda, los tres apreciaban. Se había forjado
entre cervezas, tatuajes y consejos de Sam para sacarle el máximo partido a la ciudad. Él sabía
bastante sobre ello, de eso cabían pocas dudas.
Sam había nacido en Londres, hijo de un militar británico y una corista californiana, pero el
matrimonio de sus padres había durado menos y nada, así que sus primeros recuerdos ya eran del
lluvioso norte de California. De su padre no volvió a saber nada hasta que era un adolescente y
recibió la noticia de que había muerto en una cárcel del Reino Unido. Junto a la comunicación,
había recibido también una pequeña herencia —muy pequeña; no se puede decir que Samuel
Thornton padre hubiera sido un hombre ahorrador—, que fue una verdadera bendición, porque le
permitió tener un mínimo colchón para escapar de la vida que Sam llevaba junto a su madre.
Porque Candy Thornton era otra historia. Sam tendría solo ocho o nueve años cuando dejó de
aprenderse los nombres de sus diferentes novios, porque no merecía la pena el esfuerzo. Al
principio, cuando solo era un niño inocente, veía en cada uno de ellos una posible figura paterna
que sustituyera aquella figura mítica que su padre real era en su mente. Después, se limitó a
intentar esquivar los golpes que todos se empeñaban en que recibiera cuando se interponía en las
discusiones para defender a su madre. Los últimos años de su vida familiar los pasó Sam en un
club de moteros de Oakland, tan al estilo Sons of Anarchy que daba auténtico pavor. Deseó huir de
aquel ambiente sórdido durante tantas noches que el día que lo hizo no volvió a mirar atrás. Lo
único que se llevó en la maleta fue la pasión por los tatuajes y una Harley Davidson que había
aprendido a montar antes de tener la edad legal para hacerlo.
La madre de Sam murió cuando él acababa de cumplir los diecinueve. La lloró, porque era su
madre y lo había querido, aunque fuera de aquella retorcida manera en que siempre parecían ser
más importantes los novios de turno que su propio hijo. Y lloró también por su propia situación,
porque tenía una edad a la que la mayoría de los chicos norteamericanos están preocupados solo
por sus fiestas universitarias y él ya estaba solo en el mundo y sin más posesiones que una vieja
motocicleta y unos cuantos dólares heredados en el bolsillo. Lo único que se le ocurrió en aquel
momento fue depurar su técnica para tatuar —había aprendido técnicas casi carcelarias en el club
de moteros— y utilizar su herencia paterna para montar un pequeño estudio. Así había comenzado
su nueva vida, una en la que estaba muy solo, sí, pero también era, por primera vez, responsable
único de sus decisiones y sus ambiciones.
La suerte le había sonreído. El talento había aportado algo, según decían los abundantes
clientes del estudio. Y a los veintisiete años Sam se había convertido en un tatuador profesional
de éxito y, lo más importante de todo, en un tío feliz que al fin había encontrado su lugar en la
vida. Nunca sería una persona especialmente popular —una infancia y adolescencia solitaria era
una cicatriz difícil de curar—, pero tenía muchos conocidos, algunos amigos y una lista
interminable de mujeres deseando pasar la noche con él, algo que no solía rechazar.
Porque Sam era un buen tío, era un tatuador rozando la excelencia y muchísimas otras cosas
que podían añadirse a su nómina de cualidades, pero… también era un portento físico. Alto,
musculado, lleno de tatuajes —pues se había convertido a sí mismo en el primer lienzo en el que
desarrollar su arte—, con una melena castaña larga, bastante por debajo de los hombros, y con un
cierto aire descuidado. Con sus vaqueros siempre negros, siempre rotos, su cazadora de cuero
desgastada, sus botas moteras y la Harley a su lado. Era casi un mito ya en San Francisco. Había
mujeres —y unos cuantos hombres— que habrían vendido su alma a Satanás a cambio de solo
algunos minutos de placer a su lado.
Sam vivía en un apartamento en la última planta de una casa de estilo victoriano en el centro
de la ciudad. Apenas estaba amueblado, ya que él pasaba mucho más tiempo en su estudio de
Berkeley que en casa. Pero tenía una cama, un armario, una tele, una cocina y un techo. Y Sam
había tenido toda su infancia para aprender que eso, únicamente eso, era más que suficiente para
tener una vida plena. Y él la tenía.
Fue la puerta de madera antigua de ese apartamento, precisamente, la que golpeó con sus
nudillos Emma aquella mañana. Ella había estado allí un par de veces, después de noches de
marcha con Alex y Sam en las que sus ganas de fiesta, las de los tres, habían sido superiores a los
horarios de los locales de moda de San Francisco, y en aquel apartamento habían tomado las
últimas copas. En noches como aquellas se habían convertido, también los tres, en un tipo especial
de amigos. No de esos a los que llamas a diario para mantenerlos al tanto de tu rutina, pero sí de
los que sospechas que, si tienes un problema realmente grave, podrás contar con ellos cualquier
día, a cualquier hora, en cualquier circunstancia.
Y la circunstancia de Emma aquella mañana era tan urgente que no encontró otra persona a
quien recurrir que a Sam. Quizá si, de camino a su apartamento lo hubiera pensado dos veces, se
habría dado la vuelta y habría llamado a alguna buena amiga, de San Francisco o de las pocas que
había dejado en Ohio. Pero Sam tenía una máquina de tatuar y Emma, la necesidad de dejarse
aquella fecha grabada en la piel para siempre.
Cuando Sam abrió la puerta de su estudio, su primera reacción fue de una enorme sorpresa por
encontrarse a Emma en su umbral. Y, a continuación, cuando se fijó en la cara de ella, la
preocupación lo invadió todo. Sam Thornton podía presumir de haber visto muchas cosas en su
vida, pero nunca —y eso era mucho decir— había visto una imagen de la desolación tan tangible
como la cara de Emma aquella mañana.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó, aunque su primer instinto había sido decir «¿Qué haces
aquí?». Por suerte, se calló a tiempo.
—¿Puedo pasar? No sé… —Emma empezó a balbucear—. No sé por qué he venido aquí, pero
el caso… El caso es que no sabía a dónde ir.
—Pasa, pasa. Por supuesto. ¿Quieres beber algo?
—El cuerpo me pide un whisky, pero… supongo que lo que me hace falta es un té.
—¿Un té con un chorrito de Jim Bean te parece correcto?
Emma esbozó una sonrisa. Triste…, pero sonrisa. Y le pareció un milagro ser capaz de dibujar
ese gesto.
Se sentaron en el salón de Sam y Emma empezó a contarle su historia. La historia de las
últimas cuarenta y ocho horas, y también la de los veintitrés años anteriores. La de su amor por
Alex, que no había decaído ni un ápice a pesar de la ruptura; tal vez incluso se había
incrementado. Fueron horas de conversación trufada de sollozos, de llanto, de nostalgia, de la
auténtica incredulidad de Emma al recordar que en su apartamento ya no quedaba ni rastro de las
cosas de Alex. Se había llevado todos sus enseres, pero había dejado una huella imposible de
borrar.
Emma habló mucho, pero… no llegó a decir la razón real de la marcha de Alex. Sam no quiso
intervenir. Él era hablador, extrovertido y solía dirigir las conversaciones en las que participaba,
pero aquel día supo que su misión era ser un oído que supiera escuchar y un hombro en el que
apoyarse. Y cuando le preguntó a Emma si Alex le había dado algún motivo concreto para aquella
necesidad de encontrarse a sí mismo… él ya sabía la respuesta. Y Emma pareció presentirlo.
—¿Cuál dirías tú que es? —le preguntó ella, con el ceño fruncido y la mente algo embotada
por la mezcla de whisky, falta de sueño y lágrimas.
—Es gay —afirmó Sam, quizá con demasiada poca delicadeza, pero convencido de que poner
paños calientes no ayudaría en nada a Emma. Y Dios sabía que él daría cualquier cosa por que
Emma dejara de llorar.
—¿Pero es que soy yo la única que jamás se lo planteó?
Sam le explicó que, cuando los había conocido, tardó tiempo en darse cuenta de que eran
pareja. Llegó a pensar que eran hermanos. Luego, mejores amigos. Y solo la primera vez que se
sorprendió al verlos darse un beso se dio cuenta de que eran novios. A Sam nunca le había cabido
la menor duda de que se querían. Mucho. Muchísimo. Más de lo que se había querido ninguna
pareja a la que él hubiera conocido en toda su vida. Pero tampoco tenía demasiadas dudas de que
a Alex… le gustaban más cosas. Incluso creía haberlo descubierto mirándolo un par de veces,
joder…
—¿Quieres echarte un rato? Se te ve agotada, Emma.
—No, Sam… Bastante he abusado de tu hospitalidad por hoy.
—Ni se te ocurra. Échate un rato en el sofá del otro cuarto. —Sam señaló hacia la puerta
cerrada que quedaba a su izquierda. La otra correspondía a su propio dormitorio—. Lo verás todo
más claro después de dormir un rato.
—Pero… yo he venido aquí a pedirte algo.
—Tú dirás. —Sam se sobresaltó un poco, pero en su expresión fue imposible de deducir.
—Quería hacerme un tatuaje —le respondió Emma, algo sonrojada. Aquello parecía una
estupidez del mismo calibre que las de sus amigas cuando se hacían un corte de pelo radical
después de una ruptura.
—Pues yo tengo una norma: jamás tatúo a alguien hasta que estoy convencido de que ha
reflexionado la decisión, así que —Sam levantó un brazo cuando vio que Emma estaba a punto de
protestar— métete en ese cuarto y, si al despertarte sigues queriendo que te tatúe, estaré encantado
de hacerlo.
—Vale.
Emma obedeció y, cuando despertó tres horas después, tardó un rato en orientarse. No sabía
dónde estaba ni por qué su pecho, incluso en aquel estado semiinconsciente, seguía albergando
una presión que solo podía traducirse como dolor. Cuando recordó las razones por las que su
cuerpo le recordaba que estaba destrozada, se planteó darse la vuelta y seguir durmiendo, o
llorando, o las dos cosas a la vez. Pero aquella no era su casa y la vergüenza por haber desnudado
su alma delante de alguien que era un amigo no demasiado cercano pudo con ella. Se preparó para
salir de allí como alma que lleva el diablo y no volver a hablar jamás con Sam de lo ocurrido
aquella tarde.
Pero, cuando salió de aquel cuarto anodino de invitados, lo que encontró la hizo recordar de
repente la razón original que la había llevado a aquel apartamento. Sam había extendido una
camilla portátil en medio del salón–cocina y preparaba en aquel momento una máquina de tatuar
de aspecto algo rudimentario. Sobre la mesita de centro había una crema antiséptica, algo de
vaselina y un bote de tinta negra.
—Espero que no tengas en mente nada con color, porque aquí, en casa, solo tengo tinta negra y
la antigua máquina que usaba en el estudio. Aunque te confieso… que es mi favorita.
—¿No vas a asegurarte de que es una buena idea que me tatúe en mi estado anímico?
—No. —Sam levantó la mirada de lo que estaba haciendo y Emma se dio cuenta por primera
vez, a pesar de los años que hacía que lo conocía, de que sus ojos eran tan dorados como el
mismísimo Sol—. Eres una tía inteligente, Emma, de eso nunca he tenido ninguna duda. Si has
descansado y sigues queriendo tatuarte, estoy seguro de que no te arrepentirás.
—Gracias por todos esos piropos que no estoy muy segura de merecerme —le dijo, sonrojada
de nuevo—. Pero quizá te asustes cuando te diga lo que tengo en mente.
—Dispara.
—Quería… tatuarme unas alas.
—¿Dónde?
—En la espalda. —Emma asintió. Aquel era un diseño que siempre le había encantado, pero
nunca había pensado que llegaría un día en que se atrevería a marcar su cuerpo hasta tal punto.
—¿En alguna parte en concreto?
—Me temo que no me has entendido. Lo quiero… en toda la espalda.
—¿Qué?
—En toda la espalda, ya me has escuchado. —A Emma se le escapó una inesperada sonrisita
—. La parte más ancha de las alas en los omoplatos, llegando casi a los costados, y las plumas del
final alargadas hasta la cintura.
—Emma, me parece… Tú solo te has hecho tatuajes pequeños y, justo en este momento en que
estás un poco sensible…
—¿Un poco?
—Bueno, vale… Un mucho. —Sam se rio—. No me parece una buena idea.
—Pues tendré que buscarme otro estudio donde me lo hagan… —Era un farol, y los dos lo
sabían, pero funcionó.
—Dame una razón que me convenza y lo haré —concluyó Sam.
—Está bien. —Emma se sentó en el sofá, suspiró y empezó a hablar—. Alex ha sido la mitad
de mi vida desde que tengo uso de razón. Siempre me he sentido muy libre a su lado, no te voy a
mentir. Ni voy a hacer esa cosa tan patética de las rupturas de decir que me robó parte de mi
libertad, porque… yo me habría pasado la vida entera a su lado y me sentiría una mujer plena. —
A Emma se le rompió la voz al darse cuenta de la imposibilidad de sus palabras—. Pero es
indudable que una relación estable, una que dura toda la vida, de hecho, te roba una parte de ti. Y
dicen que lo más sano que se puede hacer cuando se atraviesa una ruptura es pensar en cómo
podría mejorar tu vida estando soltera. Y yo lo tengo claro: si tengo que sacar algo bueno de esto,
aunque ahora mismo me cueste imaginarlo, es ser libre. Para siempre. Volar con mis propias alas.
Vuelva a enamorarme o no. Pero siempre libre.
—No sé si mi opinión te sirve de algo, Emma, pero… nunca te he visto como otra cosa que
una mujer preparada para comerse el mundo, para volarlo entero. —Sam se calló, porque se dio
cuenta de que se estaba poniendo demasiado emotivo—. Y por si te quedaba alguna duda… no
seré yo el primero que te corte las alas. Tendrás tu tatuaje.
—Gracias, Sam. —Emma sintió que las lágrimas invadían sus ojos; no supo hasta aquel
momento cuánto significaba para ella aquel tatuaje. Cuánto significaba, precisamente, su
simbolismo—. No he traído dinero ahora, pero…
—No pienso cobrarte.
—¡Bajo ningún concepto! Ya me has acogido en tu casa, me has dado consuelo…
—No, Emma. Bajo ningún concepto te cobraré. Tómatelo como el regalo de inauguración de tu
nueva vida.
Aquellas palabras convencieron a Emma. Y la mirada tierna de Sam hizo el resto.
—Pues… deberías tumbarte en la camilla y… sacarte la camiseta. Y… y el sujetador también.
Sam no había tartamudeado en su vida delante de un cliente a la hora de pedirle que se
desnudara. Y ni que decir tiene que tampoco le había costado nunca ni una mierda pedirle a una
mujer que se sacara el sujetador. Pero Emma… Joder, ella era diferente.
Algo que Sam nunca le había contado a nadie es que, desde el primer día que había conocido a
Emma, había sentido algo especial. No iba a decir que estuviera enamorado de ella, ni mucho
menos, pero sí que… le había dado envidia ver aquella relación tan bonita que compartía con
Alex. Él nunca se acostaría con una mujer con pareja, eso lo había tenido siempre claro. Se
respetaba demasiado a sí mismo y respetaba las relaciones de otras personas, así que esa era una
norma que no solía saltarse, ni siquiera con rollos esporádicos de una noche. Por eso a Emma
siempre la había visto como a través de un velo de prohibición. Pero era preciosa, inteligente,
divertida… y le gustaba. Ya no podía negarle a nadie que siempre le había gustado. Ni que tenerla
desnuda en su salón, aunque fuera por una causa nada sexual, lo ponía nervioso.
—Tengo que advertirte —Sam cambió a su tono más profesional y decidió centrarse en lo que
tenía por delante, que era lo suficientemente importante como para reclamar toda su atención—
que esto va a doler. Mucho.
—Me da igual. —Emma suspiró—. Bueno, en realidad me asusta, pero… prefiero que me
duela la piel que el alma.
—Comprendo.
Vaya si lo comprendía Sam. Él se había hecho su primer tatuaje a los trece años, apenas veinte
minutos después de encontrarse a su madre en la cama con el motero más asqueroso de aquel
grupo de Ángeles del Infierno con los que se relacionaba. Dolor físico para vencer el dolor
emocional. Sí, conocía esa receta.
—Pues deja que te enseñe unos cuantos diseños de alas que he buscado en el móvil…
—No, Sam. Lo dejo en tus manos. —Emma lo miró. Estaba ya tumbada boca abajo en la
camilla y, al girarse un poco, Sam atisbó la sombra de un pezón. Apartó la mirada—. Dibújalo tú.
Me fío al cien por cien.
—Vaya… Muchísimas gracias.
A Sam lo emocionó la confianza que ella acababa de depositar en él. No porque fuera Emma,
sino porque siempre era satisfactorio para un artista —y Sam defendía, sin titubeos, que un
tatuador lo era— saber que ponían en él toda la confianza para una obra que se llevaría para
siempre sobre la piel sin posibilidad de arrepentimientos.
Fueron horas de trabajo. Muchas muchas horas. Emma no podía evitar, sobre todo hacia el
final, que su cara se dibujara en un rictus de dolor, porque aquella tortura de agujas sobre la piel
era difícil de soportar. Sam le aplicó un par de veces una crema anestésica, sin pedirle permiso ni
comunicárselo siquiera, porque él se había tatuado zonas tan grandes como aquella y sabía que
para Emma tendría que estar siendo difícil de soportar. Nada interrumpió aquel momento. Ni una
llamada de teléfono, ni un mensaje, ni una visita inesperada a casa de Sam. La noche cayó sobre
San Francisco, Sam se apartó solo un segundo de la espalda de Emma para encender la lámpara
del salón y les dio la madrugada perdidos en un tatuaje que desprendía calor. Y dolor.
—Esto ya casi está, Emma. —Sam hablaba en susurros—. Has sido una jodida campeona
aguantando esto.
—Me ha costado, no te voy a mentir. —Emma suspiró, porque no encontró palabras con las
que expresar el alivio de que la tortura hubiera acabado. Pero había funcionado. El alma le dolía
un poco menos.
—Espera un segundo, que voy a aplicarte la crema.
—¡Eh! Antes enséñamelo, ¿no?
—Ay, sí… —Sam se puso nervioso mientras iba a buscar el espejo de cuerpo entero para que
Emma pudiera admirarse en toda su extensión. Lo aterrorizaba que ella no estuviera satisfecha con
el resultado—. A ver si eres capaz de verlo…
Las palabras de Sam se perdieron en la nada cuando Emma se incorporó para mirarse. Con el
torso desnudo, pero ya no pegada a la camilla sino mostrando su pecho sin rubor. Tan bella. Tan
libre. Él se quedó sin aliento y, a continuación, sin palabras, cuando vio las lágrimas de ella
fluyendo tranquilas por sus mejillas. Tan diferentes a las de hacía unas horas. Emma no estaba
llorando de pena. Estaba llorando de emoción.
—¿Te gusta? —Se atrevió a preguntar él, y en su voz se detectaba un leve temblor.
—Es… Es maravilloso, Sam. —Emma hablaba entre sollozos. Si su desgarrado corazón
hubiera sido capaz de sentir alegría, aquel sería un momento realmente feliz—. No me he dado
cuenta hasta este momento de que no quería unas alas de ángel. Que quería unas alas de salvaje. Y
tú lo has sabido captar sin necesidad de palabras.
—Es que tú, Emma…, puedes ser muchas cosas, todas ellas buenas, pero… jamás te he visto
como una mujer angelical. Te pega más lo de salvaje.
—Gracias a Dios. —Los dos se rieron.
—Deja que te eche la crema, que es importante.
—Ah, sí, sí, claro.
Sam se estiró para alcanzar la crema que había dejado sobre la mesa y se maldijo a sí mismo
cuando sintió un tirón en los vaqueros… a la altura de la entrepierna. De repente lo apretaban.
Puto cerdo, joder… Emma estaba en una situación de vulnerabilidad absoluta, en muchos sentidos
diferentes, y su polla decidía unirse a la fiesta. Pero es que aquel cuerpo desnudo… madre mía.
Le extendió la crema casi como en una caricia, en un masaje tan relajante que a Emma incluso
se le escapó un gemido. En cinco minutos, como mucho, debería haber quedado solventada la
tarea de extender la crema, pero… se prolongó. Mucho. Y en la penumbra de aquel salón, Emma y
Sam se cruzaron una mirada. Una mirada que decía que no podía ser, pero que… iba a ser.
—Sam… —susurró Emma. Ninguno tenía ni idea de qué había ocurrido, pero de repente
estaban a solo unos milímetros uno del otro. Se respiraban el aliento.
—Emma…
Y en ese momento, a Emma se le olvidó el dolor, aunque solo fuera durante un instante. No
solo el del alma, también el de la espalda. Se le olvidó que no tenía trabajo y que incluso ese
tatuaje había sido una irresponsabilidad dado el estado de su cuenta corriente. Se le olvidó que en
pocos días tendría que abandonar su piso y buscarse la vida sin saber siquiera por dónde empezar.
Se le olvidó que Sam no era más que un amigo; uno sumamente atractivo, que siempre le había
llamado la atención por su físico, pero con el que jamás se habría planteado nada más allá de una
amistad, porque para Emma nunca hubo cabida para esos pensamientos mientras Alex formaba
parte de su vida. Se le olvidó también que tenía el corazón roto. Y cualquier cosa que pudiera
hacerle olvidar que los pedacitos de su alma eran tan diminutos en aquel momento… tenía que
merecer la pena.
Se fundieron en un beso que tenía un poco de amistad, un poco de amor, un poco de ganas.
Pero, sobre todo, tenía toneladas de pasión. De sexo. De ansia. Emma y Sam se devoraron, con la
mente en blanco, porque si lo hubieran pensado tal vez no lo hubieran hecho. Se separaron
jadeantes, sudorosos. Calientes.
—Esto no puede ser, Emma —le dijo Sam, muy serio, muy convencido, pero sin apartarse un
ápice del cuerpo aún semidesnudo de ella.
—No… No puede ser. —Pero, contradiciendo sus palabras, ella atrapó con su mano la cintura
de él.
—Emma…
Se quedaron quietos. Y callados. En un silencio sepulcral tan cargado de cosas por decir que
era casi tangible. Tan cargado de ganas que lo extraño era que no estuvieran ya los dos desnudos
en aquel momento.
Emma se levantó de repente. Su idea inicial era recoger la camiseta y el sujetador que había
dejado sobre el respaldo del sofá. Pero algo la frenó y la hizo cambiar de idea. Una neurona
suelta. Un cable que se le cruzó. La más absoluta cordura, aunque pareciera lo contrario. ¿Quién
lo sabe?
A Sam le ocurrió algo parecido. Las ganas fueron más fuertes que la contención. Y Emma era
puro deseo, puro sexo, pura vida. Era la mujer de la que podría haberse enamorado por primera
vez en su vida si se hubieran conocido en circunstancias diferentes.
Lo siguiente que ambos supieron era que la espalda de Sam estaba pegada a la pared de la
cocina y Emma encaramada a su cuerpo, con las piernas abrazándole la cintura, y sus sexos,
aunque vestidos, muy pegados. Palpitantes. Volvieron a besarse, a tocarse, a abrazarse. Los
gemidos se convirtieron en la banda sonora de aquel apartamento, de aquel momento. Los jadeos
eran tan eróticos que estuvieron a punto de batir un récord de excitación. A cada segundo parecía
que era imposible alcanzar una cota más alta…, pero lo lograban. Era un crescendo constante.
Estuvieron a punto de correrse sin siquiera desnudarse, sin tocarse de forma explícita. Aquello
habría sido sexo incluso aunque hubiera habido cincuenta metros de distancia entre ellos.
Hasta que Sam lo paró.
—Emma, joder… —Se pasó la mano por la cara, frustrado, muerto de arrepentimiento por lo
que acababan de hacer… y todavía más por estar parándolo—. Es que no puede ser. De veras.
—¿Por qué? —preguntó ella. Era patético suplicar, lo sabía. Pero que la matasen si no iba a
hacer todo lo posible por volver a sentirse mujer. Y solo en brazos de Sam veía posible que eso
ocurriera a corto plazo.
—Porque te vas a arrepentir. Porque no hace ni dos días que has roto con el único novio que
has tenido en tu vida y, créeme, un polvo rápido no es nunca la solución a nada.
—Pues hazlo lento —le dijo ella. Y a Sam se le dibujó una sonrisa al tiempo que mascullaba
una maldición porque aquella chica salvaje se lo estaba poniendo realmente difícil.
—Emma…
—¿Y a ti qué más te da, Sam? —preguntó ella, con tono retador—. ¿Qué te importa a ti que me
arrepienta? Hoy ya has demostrado que eres un buen tío, puede que el mejor con el que he tenido
la suerte de cruzarme en mi vida… ¿Por qué te importa tanto que me pueda arrepentir si lo
hacemos?
—Porque…
Sam no iba a contestar. Dejó la respuesta en el aire, a pesar de que la tenía clarísima. El
silencio se hizo denso.
—Habla, Sam.
—Porque no me gustaría que, si ocurre, fuera la última vez.
Ya estaba. Ya lo había dicho. Y aquella declaración tan ambigua y tan clara a la vez fue el
pistoletazo de salida a la mejor sesión de sexo que recordaran Sam, Emma y la ciudad de San
Francisco al completo. Se arañaron, se tocaron con tanta pasión que les quedaron marcas, Emma
ni siquiera sentía dolor en aquella espalda que aún seguía tan sensible. Joder, no sentía dolor en
ninguna parte del cuerpo. Acabaron cuando ya amanecía sobre la bahía, tumbados en la enorme
cama de Sam. Sudorosos, calientes y satisfechos. Se quedaron dormidos… y, sin que ellos
pudieran sospecharlo en aquel momento, firmaron el comienzo de una nueva vida. Una que
ninguno de los dos esperaba. Una que era completamente diferente de la que habían planeado. Una
que… pondría paz en su alma después de unas vidas llenas de momentos difíciles.
Cinco años después
1
El comienzo de una historia
Emma nunca llegó a buscar piso, ni a marcharse de San Francisco ni… nada de todo aquello que
tanto la atormentaba en las horas siguientes a la marcha de Alex de la ciudad. A aquella noche de
pasión, incomparable a nada que ninguno de los dos hubiera vivido nunca, le siguió una mañana
de incertidumbre, de miedo, de culpabilidad. Fue Sam quien tuvo que tomar las riendas de la
situación para que no se descontrolase. Emma apenas era dueña de sus decisiones, confusa como
estaba por haber vivido la noche más pasional de su vida en el que era, al mismo tiempo, su peor
momento. Y la culpabilidad la acechaba porque, por más que hubiera sido Alex quien se había
marchado, ella no podía evitar ese pensamiento tan dañino de creer que se lo merecía. Que se
merecía el dolor porque no había tardado nada en arrojarse en otros brazos. Y, sin embargo, a
pesar de toda la culpa y la incertidumbre, se sentía cómoda en aquella cama que había compartido
con Sam. Demasiado cómoda.
—Antes de que sigas comiéndote la cabeza… vamos a hablar —le había dicho Sam, porque
Emma siempre había sido transparente en sus pensamientos y era obvio lo que se le estaba
pasando por la cabeza.
Con aquella conversación, que duró horas, las emociones de Emma no quedaron mucho más
claras que antes de comenzarla. Pero sí se solventaron algunas cuestiones prácticas. En cuanto
Sam supo que ella estaba a punto de quedarse en la calle, al acabarse su contrato de alquiler, le
ofreció instalarse en su cuarto de invitados durante todo el tiempo que necesitara, sin que, por
descontado, eso implicara nada más entre ellos. Solo un gesto de necesidad a una amiga en
apuros. Emma se resistió un poco, pero no podía engañar a nadie: aquella salida que le ofrecía
Sam era la única manera que se le ocurría de evitar volver a Ohio con el rabo entre las piernas y
unos cuantos fracasos vitales en el equipaje. Además, daba la casualidad de que Sam había
tatuado a un decorador de interiores muy conocido en San Francisco, que siempre estaba a la
búsqueda de nuevos talentos. No es que Sam pudiera asegurarle nada, pero al menos Emma acabó
aquella conversación con una entrevista de trabajo fijada para la semana siguiente. Sam había
estado rápido al enviarle un mensaje a su cliente para explicarle la situación.
—Bueno… y ahora que hemos resuelto las cuestiones más urgentes, deja que te eche la crema
cicatrizante en la espalda, anda. ¿Te duele mucho?
—Un poco —le respondió ella, sonrojada. Era incapaz de olvidar que aquel tatuaje tan
precioso que lucía en toda su espalda, y que había cambiado su aspecto físico para siempre, había
sido el pistoletazo de salida a una noche de pasión que jamás olvidaría.
Y en cuanto ella se sacó la camiseta vieja de él con la que había dormido y las manos callosas
pero suaves de Sam se posaron sobre ella… la pasión regresó. Y esa vez hubo menos
culpabilidad en lo que hicieron, pero muchas más incertidumbres. ¿Qué demonios les estaba
pasando?
Las primeras semanas de convivencia de Sam y Emma estuvieron llenas de emociones
disparadas. Y contradictorias. Ella seguía inmensamente triste por la marcha de Alex. Había sido
capaz de racionalizar que su relación no tendría ningún futuro si él era gay. Y la pasión que sentía
por Sam, y que se materializaba en unos encuentros ocasionales que hacían que saltaran chispas en
el apartamento, la hacía dudar de si realmente habría estado tan enamorada de su exnovio como
siempre había pensado. Pero echaba de menos a su mejor amigo. A aquella persona que había sido
una presencia permanente en su vida y de la que hacía ya demasiados días que no sabía
absolutamente nada. Alex le había asegurado, el día de su ruptura, que cortar el contacto sería un
paso imprescindible para la salud mental de ambos —y para permitirles rehacer sus vidas sin
lastres del pasado—, pero a Emma le parecía increíble que no hubiera sentido ni una sola
tentación de llamarla. Si ella hubiera tenido el número holandés de él, no tenía dudas de que lo
habría llamado más de una vez.
Pero no todo fue negativo en aquellos tiempos. Emma consiguió el trabajo para el que Sam le
había conseguido la entrevista. Su jefe se había mostrado muy interesado en las ideas tan
revolucionarias sobre diseño que habían convertido a Emma en una de las mejores alumnas de su
promoción y no había dudado en contratarla. Desde aquel momento, podía ya ponerse a buscar un
lugar donde vivir para dejar de abusar de la confianza de Sam. Aunque, cuando se lo planteó a
él…
—La verdad es que llevaba tiempo planteándome buscar un compañero de piso que me ayude
con los gastos del apartamento y así poder ahorrar para ejercer la opción de compra que tengo
sobre él. Pero no acabo de decidirme porque eso de convivir con un desconocido después de
tantos años viviendo solo… —Sam chasqueó la lengua—. No sé si te lo planteas.
—Pues la verdad es que yo…
Emma se había quedado pensativa porque en su mente libraban una cruenta batalla su corazón
y la razón. Su corazón le decía que Sam era un gran amigo, que se había portado de maravilla con
ella, que su maltrecha alma se sentía más curada cuando estaban juntos… y qué diablos, que aquel
piso le encantaba. Pero la razón hablaba de que no parecía una idea demasiado buena convivir
con un hombre al que no podía evitar echar más de un vistazo cuando se cruzaban por el pasillo,
que la hacía sudar cuando estaba en la ducha y ella lo imaginaba desnudo… y con el que ya varias
veces se había enrollado, a pesar de que cada vez se prometía que sería la última. Alguien tendría
que enseñarle un poco de fuerza de voluntad, porque lo cierto era que cada vez le resultaba más
difícil resistirse a un hombre que era tan desbordantemente atractivo como encantador. Por no
hablar de que… en la cama se las sabía todas, el muy cabrón.
Pero al final aceptó. ¿La razón? Ni ella misma la sabía. Pero se lo pedía el cuerpo y, después
de tanto tiempo destruida por la decisión de otra persona, necesitó tomar las riendas de su vida y
optar por aquello que parecía una locura, pero que tenía pinta de acabar haciéndola feliz en el
futuro.
Así que Sam la acompañó a su antiguo apartamento para ayudarla a recoger sus cosas, a la
oficina de la inmobiliaria para entregar sus llaves y dedicaron juntos un fin de semana a que ella
instalara sus pertenencias en el apartamento de Sam. Bueno… en el de ambos ya.
Y la vida fluyó. Muy despacio y muy rápido al mismo tiempo. Muy despacio por el día,
porque Emma tardó meses en conseguir que su corazón roto por Alex comenzara a cicatrizar. Y
Sam fue muy paulatinamente sintiendo algo profundo por ella; tan profundo y tan paulatino que se
sorprendió de veras la primera vez, unos seis meses después de empezar a convivir, que se
planteó en serio si no se estaría enamorando de ella. Y muy rápido por las noches, porque ahí
desaparecieron enseguida las dudas, las incertidumbres y la culpabilidad, y pronto el dormitorio
de Emma se convirtió solo en el lugar donde guardaba sus cosas y trabajaba cuando se llevaba
tareas pendientes a casa, porque dormir… dormir es algo que pasó a hacer siempre en la cama de
Sam. Dormir… y muchas otras cosas.
Fue el sexo el que cambió muchas dinámicas. Sam nunca había sido tímido, ni había tenido
prejuicios y era indudable que tenía mucha más experiencia en el sexo que Emma… y que la
mayor parte de habitantes de San Francisco. Y ella aprendió a catalizar el dolor que aún la
atacaba muchas veces, y también todos aquellos nuevos sentimientos que habían empezado a
surgir en su corazón por Sam, a través de noches de pasión que le enseñaron muchas cosas y la
reconciliaron con aquella mujer libre, salvaje y desinhibida que siempre había querido ser. Eran
cada uno de ellos gasolina para la chispa del otro.
El día en que se cumplía un año desde la marcha de Alex, Emma invitó a Sam a cenar. Era la
primera vez que tenían algo parecido a una cita, lo cual era realmente curioso, teniendo en cuenta
que compartían todo su ocio juntos —a veces solos, a veces con amigos—, que pasaban noches
enteras hablando de lo que atormentaba sus almas en conversaciones tan profundas que los unieron
a un nivel diferente a cualquier cosa a la que hubieran estado acostumbrados antes y que era ya
bastante obvio para ambos, y para cualquiera que los viera interactuar, que se habían enamorado.
Pero… lo cierto es que nunca habían tenido una cita.
—Pues… tú dirás. —Habían acabado de cenar en una marisquería preciosa del puerto y a
Sam lo estaba matando la impaciencia de saber que ella había propuesto aquella cita para hablar
de algo importante. Y estaba aterrorizado a que fuera a ponerle fin a aquel año que había
empezado de una forma tan extraña, pero había acabado por convertirse en el mejor de toda su
vida.
—Impaciente… —se burló ella—. Pero tienes razón. Te he citado aquí para decirte algo, unas
cuantas cosas, en realidad, y no quiero posponerlo más.
—¿Debería asustarme? —preguntó él, en tono de guasa, pero con la voz teñida de prudencia.
De miedo.
—Quizá. —Emma le sacó la lengua y, a continuación, empezó a hablar—. Hoy hace un año del
día que me instalé en tu casa…
—Nuestra casa.
—Bueno, en aquel momento era solo tuya. —Los dos sonrieron—. Y hace también un año del
día en que se me rompió el corazón y estaba convencida de que jamás se recuperaría. No te voy a
mentir, porque nunca lo he hecho y porque esto también lo hemos hablado otras veces: aún me
duele pensar que Alex lleve un año sin enviarme siquiera un mensaje para decirme que está bien.
—Lo sé.
—Pero ya no me duele como su exnovia.
—¿No?
—No, Sam. Me duele como su amiga, como la niña que se crio a su lado y la adolescente que
estaba allí cuando nos prometimos que siempre seríamos lo más importante en la vida del otro. No
porque estuviéramos enamorados, sino porque éramos familia, amigos, los mejores amigos del
mundo. —A Emma se le rompió la voz y se le escapó una lágrima—. Pero ya no pienso en Alex
como un hombre del que alguna vez estuve enamorada. No… no queda ni rastro en mí de ese
sentimiento.
—¿Estás segura?
—¡Sí! —Emma se echó a reír a carcajadas y Sam se sintió cada vez más desconcertado—. Me
río porque es increíble que haya tardado tanto tiempo en darme cuenta. Hace meses y meses y
meses que ya no estoy enamorada de Alex.
—¿En serio?
—Sí, Sam. Y si lo sé… Si lo tengo tan meridianamente claro… es porque estoy bastante
segura de que…
—¿De qué? —preguntó Sam, con la voz teñida de esperanza.
—De que me he enamorado de ti. A lo bestia. Como una loca. Como pensé que jamás podría
volver a amar a nadie.
Sam se quedó boquiabierto ante aquella confesión. Si le hubieran preguntado un día antes,
habría asegurado sin titubeos que él estaba enamorado de Emma como un crío, pero lo máximo a
lo que se habría atrevido a aspirar era que a ella le siguiera pareciendo bien eternamente eso de
ser amigos, compañeros de piso y amantes apasionados. Nunca pensó que ella podría estar
sintiendo algo tan fuerte como lo que desde hacía meses albergaba él en su pecho. Y decidió
actuar por impulso, porque su historia con Emma era la mejor demostración de que por impulso
llegaban las mejores cosas de la vida.
—Entonces, solo me queda una cosa que hacer…
Sam dejó su servilleta sobre la mesa, se levantó, se acercó a ella, la tomó en brazos y le dio
un beso que hizo que todos los demás comensales de aquel restaurante tan elegante estallaran en
aplausos y vítores. Emma estaba sonrojada, tanto por haberse atrevido a hacer aquella declaración
de amor tan reveladora como por la reacción de Sam. Pero también estaba feliz, emocionada, con
las lágrimas bailando en sus pestañas y la sensación de que al fin volvía a sentir felicidad en cada
poro de su piel, después de un año vagando por un desierto de dolor y añoranza. Su relación con
Sam, su amor por él, era como la flor que nace entre las cenizas de un incendio. Extraña, quizá, en
su primer brote, pero tan fuerte que nada podría destruirla.
***
Y la vida siguió fluyendo. Emma se dio cuenta de cuánta felicidad podía encontrar en una vida que
ya no estuviera presidida por el dolor… ni por el rencor. Tardó muy poco en ser capaz de pensar
en Alex como una parte preciosa de su pasado, que no había querido en realidad hacerle daño de
manera intencionada, sino que se había marchado porque una parte de sí mismo nunca habría
logrado ser cien por cien feliz junto a ella. Y solo podía esperar que hubiera encontrado la
felicidad, o al menos la paz interior, donde quiera que estuviera.
La vida con Sam era fácil. Y preciosa. Pasaban muchas horas del día trabajando, pero las
últimas horas de la tarde, las noches y los fines de semana eran suyos, solo suyos. Viajaron mucho,
conocieron la parte más profunda del alma de cada uno, se convirtieron en una pareja adulta, con
todas las letras. Lo que Emma no había llegado a ser nunca con Alex, aunque en el momento no se
hubiera dado cuenta. Lo que Sam nunca se había planteado que sería con nadie. Y se amaron. Se
amaban de una forma tan espiritual, incluso, que le daban cada día gracias a la vida por haberlos
puesto en el mismo camino.
Profesionalmente, fueron prosperando mucho. Sam había ampliado su estudio de tatuajes,
primero, y posteriormente lo había trasladado a la zona de Haight-Ashbury, el barrio
tradicionalmente hippy de San Francisco, donde los alquileres eran más caros, pero el público
potencial mucho mayor que en Berkeley. No tardó en tener una lista de espera superior a un mes y
su nombre sonaba con fuerza entre los entendidos del sector. Por supuesto, él siguió tatuándose a
sí mismo cuando encontraba algo lo suficientemente importante como para grabárselo a fuego. Así
lo hizo cuando se cumplían dos años de la llegada de Emma a su vida y uno de aquella
declaración de amor en el puerto que había sellado el futuro. Ese día dejó que uno de sus
empleados, del que más se fiaba, le tatuara la imagen de un ángel salvaje, sexy, con la cara de
Emma, tan fielmente reproducida que ella se había enamorado un poco de sí misma al verse. Y un
mucho de él, claro. Más incluso de lo que ya estaba. Enamorarse uno del otro un poco más cada
día. Era algo que se habían prometido y que jamás dejaría de ser así.
Emma dejó el trabajo en el estudio de su jefe, del primero que le había dado una oportunidad,
un par de años después de empezar a trabajar allí. Lo hizo deshaciéndose en agradecimientos por
todo lo que había aprendido, pero con unas ganas inmensas de volar sola, como en todo, con
aquellas alas que tenía grabadas a fuego, literal y figuradamente. Había hablado mucho con Sam, y
consigo misma, sobre la posibilidad de montar su propio negocio de decoración de interiores… y
había decidido lanzarse a ello. Hacía ya casi tres años que lo había inaugurado y su nómina de
clientes no dejaba de crecer.
Y la decisión más importante había llegado año y medio atrás, cuando hacía tres años y medio
desde que Emma había aparecido ante la puerta de Sam en el que acabaría por ser el día más
decisivo de sus vidas. Sam había cumplido su viejo sueño de hacer efectiva su opción de compra
sobre el apartamento, pero… no lo había hecho solo. Su firma figuraba junto a la de Emma como
flamantes copropietarios de aquel piso en el que habían vivido tanto. En el que eran tan felices. En
el que les quedaba tanto por soñar. Ninguno de los dos creía demasiado en el matrimonio
tradicional, pero el día que firmaron una hipoteca en común para cumplir un sueño… sintieron que
se estaban comprometiendo mucho más que si hubiera un anillo de por medio.
Emma se acomodó en el sillón en el que llevaba horas trabajando con el portátil sobre las
rodillas. Le gustaban mucho las tardes en que trabajaba en casa, a pesar de que tenía alquilado un
taller a las afueras de la ciudad en el que en ocasiones recibía a sus clientes. Pero para crear, para
diseñar, para convertir en algo tangible los sueños de vivir en una casa de ensueño de las
personas que decidían contratarla… nada como la calidez de su hogar, de ese apartamento que
llevaba cinco años decorando, no porque fuera su profesión, sino porque se dejaba el alma en
ello.
Si en su trabajo dedicaba muchas horas a localizar muebles, restaurarlos, darles una nueva
vida y elevar el vintage a sus más altas cotas de elegancia, no podía negar que sus piezas
favoritas se las había llevado a casa. Todo el espacio estaba pensado al más mínimo detalle.
Incluso la cocina la había convertido en un espacio acogedor, muy lejos de aquel gris impersonal
que la presidía cuando ella se había mudado. Evidentemente, ya era oficial que la antigua
habitación de Sam era ahora la de los dos, así que había dejado su toque personal, el de ambos,
porque conocía bien el gusto de Sam y —por suerte— lo compartían bastante. El antiguo
dormitorio de invitados, en el que Emma había pasado sus primeros meses, se había convertido en
algo a medio camino entre un estudio y un segundo cuarto en el que alguna vez habían recibido a
los padres de Emma, que estaban encantados con la relación de su hija. Y qué decir de los dos
cuartos de baño, decorados en un estilo a medio camino entre lo minimalista, lo victoriano y lo
industrial. Una combinación que había sonado difícil la primera vez que Emma se la había
comentado a Sam, pero que lo había dejado a él maravillado cuando comprobó el resultado.
Emma cerró un par de programas de diseño que tenía abiertos y se frotó los ojos. Comprobó
en el reloj del horno que Sam estaría a punto de llegar de trabajar y, casi al instante, escuchó el
ronroneo de su Harley Davidson atronando en el barrio. A Emma le encantaba que Sam disfrutara
de aquella moto. E irse con él, muchas veces, a recorrer las carreteras de California con su pecho
pegado a la espalda de él y sus muslos rodeándole las caderas. Era puro sexo sobre ruedas, como
casi todo lo que los implicaba a ambos.
—Hola, nena. ¿Llego muy tarde? —preguntó él mientras dejaba el casco sobre la mesa antigua
de la entrada. Emma le sonrió y esperó a que él se acercara y le diera uno de aquellos besos que
la dejaban sin respiración.
—Justo a tiempo para cenar.
—Genial. Porque me muero de hambre.
—Pues cómeme a mí.
Emma lo dijo de broma, pero él lo interpretó en serio. Y ella, encantada, ni que decir tiene. La
cena se chamuscó un poco en el horno, pero, a cambio, ellos la disfrutaron con tres orgasmos —
Emma— y dos —Sam— en su haber.
Así eran sus vidas. Tranquilas. Pausadas. Sosegadas. Eso, durante el día. Apasionadas.
Calientes. Llenas de vida, sexo y amor. Durante la noche o… cuando sus obligaciones se lo
permitían. Llevaban cinco años juntos, eso era lo que celebraban aquella noche con una cena
especial en la que, más que los alimentos, fueron inolvidables el aperitivo y un postre que acabó
con la espalda tatuada de Emma sobre la pared del pasillo y el cuerpo increíble de Sam
empujando sobre ella hasta llevarla a un orgasmo que ya habían perdido la cuenta de qué número
hacía.
—Te quiero muchísimo —le dijo ella, en un susurro, poco antes de quedarse dormida aquel
lunes que daba comienzo a una nueva semana ilusionante. Todas lo eran junto a Sam.
—Ni te imaginas cuánto te quiero yo, nena… —La voz de Sam sonaba incluso torturada. Él,
que nunca había sentido amor en su infancia y adolescencia. Él, que siempre se había convertido
en un lobo solitario por decisión propia. Él, que un día había llegado a pensar que jamás sería
capaz de ser monógamo, hasta que encontró a la mujer que consiguió que nunca volviera a pensar
en otra. Él… se moría a veces de miedo a que algo se truncara, porque ya hacía tiempo que había
asumido que no podría seguir viviendo sin despertar cada mañana con Emma a su lado.
Se abrazaron. Hicieron el amor una vez más. Se les hizo más tarde de lo que les habría
gustado, porque los dos eran remolones por las mañanas si no habían dormido lo suficiente,
aunque siempre merecía la pena robarle esas horas al sueño a cambio de dejar que sus pieles
hablaran por ellos. Y se durmieron convencidos, como siempre, de que aquella vida era un sueño
hecho realidad. Quizá un poco demasiado estable y calmada para una chica de veintiocho años y
un hombre de treinta y dos, pero tan llena de amor y felicidad que nunca pensaron que algo
pudiera alterarla. Ni mejorarla.
Y mientras la Luna se reflejaba en el océano Pacífico bajo las vigas naranjas del Golden Gate,
Sam y Emma relajaban su respiración y dormían a pierna suelta. Y la vida jugaba con los hilos del
destino para demostrarles que nada es permanente, sosegado ni tranquilo. Que a veces… puede
ser mejor que eso. Ni Sam ni Emma tenían ni idea de que, después de cinco años de estabilidad y
amor, al día siguiente sus vidas se pondrían patas arriba.
En el mejor sentido de la expresión.
2
El regreso
Era un martes cualquiera. A Emma le habían cancelado una reunión en el último momento, así que
se había visto con un día libre como salido de la nada. Sam se había pasado toda la tarde anterior
tatuando a una pandilla de chicos de Chicago que estaban en San Francisco de despedida de
soltero y habían decidido celebrarla con un tatuaje de recuerdo. Eran trece, así que, aunque el
tatuaje era pequeño, Sam había hecho suficientes horas extra como para poder permitirse tomarse
el día siguiente libre. Habían sido sus propios empleados los que lo habían convencido de ello; no
tenía concertada ninguna cita y ellos podían encargarse de los clientes que aparecieran sin cita
previa.
Así que Sam se levantó aquella mañana con ganas de proponerle a Emma algún plan fuera de
casa, pero se quedó callado cuando se la encontró con un peto vaquero —que le quedaba de
muerte, por cierto—, el pelo recogido con una bandana roja y un plumero en la mano. Ni siquiera
él, que odiaba con toda su alma las tareas domésticas, podía negar que a la casa venía haciéndole
falta una limpieza general desde hacía varios días. Así que no protestó, se armó con la aspiradora
y se afanó en hacer que aquel apartamento que tanto le gustaba tuviera un aspecto decente.
A media mañana, Emma abandonó el zafarrancho de limpieza y se dedicó a cocinar. Llevaban
algún tiempo con demasiado trabajo, sobreviviendo a base de precocinados y comida a domicilio,
así que se habían prometido empezar a cuidarse más. Los dos eran deportistas y se mantenían en
forma, pero también demasiado golosos. Y vagos a la hora de cocinar, eso sobre todo. Así que
hacía tiempo habían tomado la decisión de dedicar un día al mes a cocinar como si una hambruna
se aproximara al norte de California e ir congelando raciones para consumir sin tener que pasar
por la tortura de ponerse ante los fogones cada día. En aquel momento, hervían en la cocina un
caldo de verduras, una crema de espinacas y un arroz con zanahorias. El dispositivo de tuppers
dispuestos para ser llenados era impresionante.
—Mmmm… demasiado trabajo duro sin recompensa —susurró Sam en el oído de Emma, que
recibió sus palabras en el vértice mismo de sus muslos—. Todo el mundo merece un descanso de
vez en cuando, ¿no?
—Ah, ¿pero es que pretendes descansar? ¿O mejor nos cansamos un poco más? —le
respondió ella, que tenía muy claro lo que pretendía Sam con aquel acercamiento.
La chispa prendió. Aquella chispa que había surgido una noche, quizá la peor noche de la vida
de Emma hasta el momento. La llama que se encendió en un salón convertido en estudio de
tatuajes mientras su espalda quedaba para siempre marcada con dos alas que eran su mayor
orgullo. El de ella como portadora, el de él como artista. Ese instinto que hacía que se sintieran
atraídos como dos imanes de polaridades opuestas, como polillas hacia la luz, como dos
depredadores que vivían para cazar y ser cazados por el otro. Emma y Sam se amaban, de eso no
cabía duda. Pero, a pesar de tantos años ya juntos, nunca habían dejado de sentir aquella atracción
animal que siempre habían pensado que se apaciguaría con el tiempo. No solo no había ocurrido;
es que cruzaban los dedos muy fuerte cada día para que nunca ocurriera.
Se engancharon sobre la encimera de la cocina. Se atraparon. Se ataron en un nudo de cuerpos
en el que eran más ellos mismos que en ningún otro lugar. Sonaba música indie, de uno de
aquellos grupos que le encantaban a Emma y cuyos nombres Sam jamás era capaz de reconocer.
Los gemidos del orgasmo se fueron convirtiendo en jadeos apagados en el sopor poscoital. Los
dos lucían sonrisas tan esclarecedoras que a nadie que los viera se les escaparía lo que acababa
de ocurrir entre ellos.
Se vistieron entre sonrisas cómplices y miradas de reojo. Los dos sabían que, si sus ojos se
fijaran de veras en el cuerpo del otro, habría una segunda ronda. Y de veras que querían acabar de
hacer sus tareas domésticas, e incluso avanzar un poco con algunos trámites administrativos de sus
respectivos trabajos. En ese momento, aún no sabían que todo eso quedaría en planes que no
llegarían a cumplirse. Que ni siquiera recordarían pasadas unas horas.
Emma acababa de meter el último tupper en el congelador y Sam guardaba la aspiradora en el
armario de los trastos del pasillo cuando sonó el timbre. En aquel edificio tenían la maldita manía
de dejar abierta la puerta de la calle, así que las visitas siempre se plantaban en el rellano sin que
nada les opusiera resistencia. Y Emma se había negado en redondo, cuando planificó la reforma
de la casa, a instalar una mirilla en la magnífica puerta de cerezo de más de un siglo de antigüedad
que tenía el piso.
Así que aquello fue una sorpresa. La más increíble de sus vidas. La más potente. La que lo
pondría todo patas arriba.
Alex estaba al otro lado de la puerta.
—Hola, Sam. ¿Está…? ¿Emma…?
—¡¿Alex?! —Emma no esperó a que Sam, que parecía haberse quedado sin habla, respondiera
a la pregunta. Apareció en el umbral con la misma cara de sobresalto que tenía su novio.
Se podrían dedicar miles de horas a diseccionar los pensamientos —los sentimientos— que
atravesaban el cuerpo de las tres personas presentes en aquel recibidor.
Sam se sentía confuso. Hacía más de cinco años que no veía aquella cara, la de un chico que
había llegado a convertirse en un buen amigo, a pesar de que siempre había tenido la sensación de
que había un abismo de edad entre ellos. Apenas le llevaba unos pocos años a Alex, pero siempre
le había parecido que era poco más que un niño cuando era el novio de Emma en la época de la
universidad. Sin embargo, la persona que acababa de plantarse en el umbral de su puerta era
indudablemente un hombre. No hacía falta que hablara —ni siquiera sabía si iban a hablar o
Emma no querría saber nada del asunto— para que Sam se diera cuenta de que había crecido, no
solo físicamente. Su presencia allí podía responder solo a una visita a la ciudad, al deseo de
volver a ver a quien había sido su gran amor en una vida anterior, pero que ya no formaba parte
del presente más que como la protagonista de un puñado de buenos recuerdos de la adolescencia.
Pero, por alguna razón que no era capaz de explicarse…, Sam tuvo la sensación de que no era así.
De que aquello era algo más. O que acabaría por serlo.
Emma no daba crédito a lo que veían sus ojos. Desde que tenía uso de razón, Alex Coleman
había formado parte de su vida. Se habían criado juntos, habían ido al mismo jardín de infancia, al
mismo colegio, al mismo instituto… Se habían enamorado y habían trasladado sus vidas a
California. Juntos. Siempre juntos. Habían vivido unos cuantos años de un amor que, cuando ya
estaba más cerca de los treinta que de los veinte, le parecía algo inocente e ingenuo, pero que
había sido indudablemente hermoso. Muy diferente a lo que ahora tenía con Sam, pero… precioso.
Y después él le había roto el corazón. Se había marchado. Y ella no se había permitido pensar en
él ni una sola vez en los últimos cuatro años. ¿Qué sentía al tenerlo delante? Si hubiera tenido que
responder rápido, sin reflexionarlo ni darle una sola vuelta, la primera palabra que le habría
venido a la cabeza sería «nostalgia». La nostalgia de unos años preciosos, llenos de nuevas
experiencias, de primeras veces, de dulzura y una amistad pura, que siempre estuvo muy por
encima del amor. Pero si de verdad lo pensara, incluso por encima de la nostalgia y la sorpresa,
estaría la incredulidad. Para ella, Alex había dejado de existir al cabo de un tiempo después de
marcharse. Ese fue el único recurso que encontró para sobrevivir al dolor de la ruptura. No pensar
en él, no recordarlo, guardar bien lejos las fotos de aquellos años juntos. Por eso, encontrárselo
ante su puerta, ante la puerta de aquel apartamento que compartía con Sam en una vida diferente,
le parecía tan verosímil como que un marciano, con su nave espacial y todo, apareciera en el
mismo lugar.
Alex, por su parte, era el único que podía prescindir del factor sorpresa. Había pasado cinco
años lejos de San Francisco, intentando olvidar a Emma y, sobre todo, el daño que le había hecho.
Había viajado por medio mundo tratando de encontrarse a sí mismo —con bastante éxito— y de
encontrar el amor, si es que este decidía surgir —en eso había fracasado estrepitosamente—.
Había tardado más de cuatro años en volver a poner un pie en los Estados Unidos y ni siquiera se
había dejado caer por California. Había pasado una temporada en el Medio Oeste, visitando a sus
padres e intentando convencerlos de que su vida era normal, que el hecho de que le gustaran los
hombres no lo convertía en alguien diferente ni peor y que no volvería a pasarse casi un lustro sin
visitarlos. Le había costado, pero había logrado convivir con ellos con bastante cariño y sin
excesivos dramas. Y allí, en la misma ciudad que los había visto crecer, se había enterado de
algunas novedades que no había buscado conocer, pero… que tampoco había evitado. Supo que
Emma había cumplido su sueño de montar una empresa de decoración y que llevaba ya unos
cuantos años de relación con Sam, que vivían juntos en la buhardilla de una preciosa casa
victoriana. No le costó demasiado enterarse del nombre de aquella empresa que Emma había
fundado… y del resto de la investigación que lo llevaba hasta aquella puerta ya se encargaría él
solito.
—¿Puedo pasar?
El silencio fue la primera respuesta que recibió Alex. Un silencio que se hizo denso y que le
dio pavor, porque dejar a Emma había sido la decisión más difícil de su vida, una que le había
roto el corazón a él tanto como a ella y que solo había tomado porque no ser él mismo lo ahogaba
hasta un punto que era difícil de imaginar para alguien que no se hubiera visto en sus zapatos. Y la
perdió como amiga. Esa había sido una herida en su alma que no había logrado cicatrizar en los
cinco años que llevaba sin verla. Si ella no le permitía siquiera entrar en su casa… le costaría
mucho recuperarse.
—Sí… —Emma sonrió. Al fin, sonrió—. Pues claro que puedes pasar.
Del corazón de Alex se levantó un gran peso al escuchar aquellas palabras. También del de
Sam porque, en realidad, que Emma no le guardara rencor a Alex significaba que aquella ruptura
estaba superada. Que él ya lo sabía, pero… aquellas palabras se lo confirmaron. Emma, sin
embargo, sintió su corazón más pesado que nunca. En el mejor sentido de la palabra. Lo sentía
lleno. Del amor de su vida, con el que había hecho el amor apenas una hora antes de tal manera
que aún sentía los estertores del orgasmo en su cuerpo. Y de su mejor amigo, el que siempre lo
había sido y al que había echado de menos más de lo que se había atrevido a reconocerse a sí
misma. Ahora los tenía a los dos en su casa, uno a cada lado de ella. Aunque solo fuera por una
tarde, durante el tiempo que duraran las cervezas que compartirían, en aquel momento Emma
sintió que todas las piezas de su vida encajaban con tanta perfección como las de un puzle recién
terminado.
3
Reencuentros
Emma parpadeó varias veces, sentada en el sofá color azul pavo real de su salón, y ni así
consiguió estar segura de que aquello fuera real. Durante los cinco años anteriores, se había
permitido a sí misma tan pocas veces pensar en Alex que había llegado a borrarlo de su mente. Al
menos, de su mente consciente. En el fondo, supuso al tenerlo delante de nuevo, él nunca se había
marchado del todo de su subconsciente.
—¿Café, Alex? —le preguntó Sam, aparentemente mirándolo a la cara, pero con la vista, en
realidad, fija en un punto de la pared detrás de Alex. No podía olvidar que la última vez que había
visto a Alex en su vida, él era el novio de Emma. Y Sam solo un amigo de los dos. Y no es que
tuviera nada de lo que avergonzarse o por lo que pedir perdón, pero… la situación no acababa de
parecerle cómoda.
—Emmmm… Sí. Vale, sí, perfecto. —La respuesta de Alex también denotaba sus nervios.
Para él tampoco era cómoda la situación. Había llamado a aquella puerta sin tener siquiera claro
si Emma querría verlo o seguiría odiándolo por el daño que le había hecho. En Sam… prefería ni
pensar.
Para Alex había sido un shock enterarse de que Emma había rehecho su vida junto a Sam.
Después de cinco años viajando por Europa y Asia, trabajando aquí y allá, sin aferrarse a nada
estable, y cumpliendo aquel que había sido su objetivo al marcharse de San Francisco,
encontrarse a sí mismo, había regresado a Estados Unidos seguro de que ya se encontraba con las
fuerzas suficientes para comenzar su vida, su vida de verdad. Hasta entonces… todo había sido
aprendizaje. Su primera escala en su país natal fue Ohio, a pesar de que su salida del armario ante
sus padres lo había dejado con bastantes pocas ganas de verlos. Habían pasado cinco años, pero
ellos seguían reprochándole que hubiera optado por aquel estilo de vida y, sobre todo, que
hubiera dejado a Emma.
Volver a escuchar su nombre había sido como un disparo directo al corazón. La vida de Alex
había cambiado mucho en aquellos cinco años en los que había vivido en países tan diferentes
como Holanda, Dinamarca, Grecia, Corea del Sur, Birmania o India. Pero algo de lo que nunca
había podido deshacerse era el recuerdo del dolor de Emma. La culpabilidad que lo había
acompañado durante aquellos años por haberla dejado sola, cuando se habían prometido miles de
veces recorrer de la mano el camino de la vida, solo podría solucionarse de una manera:
volviendo a verla. Y si ella quería tirarle un plato a la cabeza, mandarlo a la mierda o decirle que
ni se le ocurriera dirigirle la palabra… que así fuera. Pero necesitaba verla bien, entera, segura.
No tardó demasiado en averiguar algunos detalles sobre la vida de Emma. Y la mandíbula
había amenazado con caérsele al suelo cuando sus padres lo habían informado de que hacía ya
cinco años —justo los mismos que él llevaba lejos— de relación con un tal Sam, que había ido
por la casa familiar de Emma todas las Navidades y cenas de Acción de Gracias. Sin tener ni idea
de por qué, Alex en ningún momento tuvo la menor duda de que aquel Sam era el mismo Sam al
que habían conocido los dos juntos. Y si Emma llevaba con él ya cinco años… supuso que sería
feliz. Y que, tal vez, podría ir a verla sin que ella le demostrara rencor por lo sucedido años atrás.
Y así había llegado hasta aquel sofá en el que Emma lo observaba como si no pudiera creerse
que estuviera allí realmente.
—Y… ¡cuéntame! —Emma estaba nerviosa, no dejaba de gesticular con las manos y la voz le
salía algo chillona—. ¿Qué has estado haciendo estos cinco años?
—Pues… viajar. Fundamentalmente. Y trabajar. Aquí y allá, en diferentes países,
adaptándome a distintas culturas y maneras de trabajar.
Sam escuchaba la verborrea de Alex y Emma desde la cocina. La cafetera italiana antigua que
tanto le gustaba a Emma —él se conformaba con el café de cápsulas— había dejado de hervir
hacía rato, pero él estaba como hipnotizado por la situación. No se atrevía a interrumpirlos,
porque le parecía pura magia que dos personas que no se veían desde hacía un lustro pudieran
haber comenzado una conversación, una que trataba precisamente sobre el tema que los había
separado, casi como si la estuvieran retomando después de apenas unos días sin verse. Él jamás
había tenido a nadie así en su vida, alguien que lo conociera desde que era un niño y con quien
pudiera comunicarse con apenas una mirada. Bueno… sí. Tenía a Emma, que en cinco años había
logrado meterse de tal manera dentro de él —y viceversa— que parecía que se conocieran de toda
la vida.
—¿Y cómo nos has encontrado? —le preguntaba en ese momento Emma a Alex. Y Sam exhaló
un aliento que no sabía que había estado conteniendo cuando la escuchó hablar en plural.
—Mis padres me contaron que vivías en San Francisco y tenías una empresa de decoración.
Te busqué en Google y la dirección de envíos postales de tu empresa es… este apartamento.
—Me temo que tendré que revisar mi privacidad. —Emma estalló en una carcajada, Alex la
secundó e incluso a Sam se le dibujó una sonrisa en la distancia.
—¿Sam? —Cuando escuchó su nombre, se sobresaltó un poco en su refugio con olor a café,
como si hubiera sido descubierto espiando… que era más o menos lo que había estado haciendo.
Pero lo que más lo sorprendió de todo fue que no era Emma quien lo llamaba, sino Alex.
Rápidamente, puso la cafetera, tres tazas y un azucarero sobre una bandeja y salió al salón.
—Dime, Alex.
—Que… —Alex levantó la mirada y se ruborizó un poco al chocar con los ojos dorados de
Sam—. Que no te quedes en la cocina, por favor. Ven a sentarte aquí. Estás en tu casa, joder.
Los tres esbozaron una sonrisa nerviosa, porque habían entendido a la perfección lo que Alex
había querido decir, aunque le hubieran salido las palabras algo bruscas. Los tres estaban
nerviosos, caramba, era lógico que la conversación no acabara de fluir.
Pero lo hizo. Entre tazas de café que les provocarían el insomnio que ya casi tenían asegurado
por los sobresaltos. Entre suspiros emocionados, miradas que hablaban más que las palabras,
confesiones inofensivas pero que decían más de lo que parecía.
—… y ahora estoy a punto de entregar el proyecto de unos lofts de estilo industrial que hemos
reformado sobre la base de una antigua fábrica de finales del siglo diecinueve. Es una auténtica
pasada. —El tema parecía inofensivo, algunos de los logros laborales de Emma, sin más…
—No te puedes imaginar lo orgulloso que estoy de que lo hayas logrado, Emma. —Alex la
interrumpió y, a mitad de frase, se le cortó la voz—. Nunca dudé que lo conseguirías.
Todo era susceptible de llevar a sus memorias recuerdos que ya no dolían, que solo eran
dulces, que emocionaban de pura melancolía.
—Bueno… ¿Y tú tienes pareja? —preguntó Emma de repente. A Sam hasta se le escapó una
carcajada.
—Caray —Alex también se rio—, no se te puede acusar de no ir al grano.
—Responde —le exigió ella, en tono de sorna, con un dedo acusador en alto.
—La verdad es que no. —Alex se secó las palmas de las manos a las perneras de los
vaqueros—. Yo…
—Alex —Emma se puso un poco más seria—, deberíamos poder hablar de cualquier cosa ya
a estas alturas, ¿no?
Sam y Alex se la quedaron mirando. Era increíble la capacidad de adaptación de Emma. No
hacía ni dos horas que Alex había entrado por la puerta y ella ya lo trataba como si fuera su viejo
amigo de la infancia que regresaba después de un tiempo y retomaban su amistad justo donde la
habían dejado. Pero el caso es que la fórmula funcionó. Alex se relajó y Sam… también.
—Conocí a mucha gente en los años que pasé viajando por el mundo —reconoció Alex—.
Bueno… a «mucha gente», no. A muchos tíos. Por un momento he pensado que estaba en la casa de
Ohio de mis padres y que tenía que referirme a los tíos en género neutro, para que aún tuvieran la
esperanza de que vuelvan a gustarme las vaginas.
—Sí que ha perdido la timidez de repente. —Se carcajeó Sam. Pero con un gesto invitó a Alex
a seguir hablando.
—Solo he tenido dos relaciones estables… y ni siquiera demasiado estables. —Fue entonces
el turno de Alex de reír—. Un holandés guapísimo con el que viví unos meses en Utrecht y un
canadiense con el que coincidí en una escuela de arte en Corea del Sur. No guardo mal recuerdo
de ellos, pero… no eran lo que buscaba, supongo, no sé.
—Estás tan cambiado…
A Emma se le escapó el comentario, pero no se arrepintió de que aquellos dos hombres a los
que tanto quería, de maneras y en momentos diferentes de su vida, la escucharan. Porque era una
verdad como un templo. Alex parecía una persona diferente a aquel chico perdido e inseguro que
se había marchado de San Francisco cinco años atrás. No solo porque ahora hablara de los
hombres que habían pasado por su vida y por su cama, algo que a Emma debería haberle parecido
surrealista, pero… no. De alguna extraña manera su alma se había reconciliado con él en su
ausencia, y había asumido todo lo ocurrido, y le parecía tan natural escuchar a Alex hablar de
hombres como si siempre hubiera sabido que era gay.
Pero Emma no había dicho que Alex estaba cambiado solo por esa seguridad en sí mismo que
desprendía al hablar. También parecía otra persona físicamente. Había sacado algo de músculo y,
aunque seguía siendo muy delgado, ya no recordaba a aquel chico escuálido con el que había
compartido tantos años de su vida. Su pelo se había oscurecido un poco y, aunque seguía siendo
más rubio que ella, ya no tenía aquel aspecto oxigenado. Echó un vistazo a sus brazos y descubrió
un par de tatuajes nuevos —él también parecía fijarse en los que ella había repartido por sus dos
brazos— que no estaban allí cuando se marchó. Le entró un ramalazo de nostalgia al darse cuenta
de que le habría gustado estar con él cuando se los hizo. Apartó de un manotazo aquel pensamiento
y siguió repasándolo. Los aros en sus orejas —solo había uno años atrás—, unos hombros más
anchos, aquellos vaqueros tan rotos que parecían destrozados, que quizá unos años antes no se
habría atrevido a ponerse… Era otro hombre. Normal… Ella también era otra mujer.
—Bueno… ¿Y vosotros qué? —Alex no sabía cómo abordar aquel tema, aunque era tan
evidente que ni siquiera sabía si había algo que abordar—. Me llevé una sorpresa cuando me
enteré.
—Fue… fue algo… Fue… —Emma no dejaba de balbucear.
—Emma… —Sam se aproximó más a ella y le echó un brazo por los hombros—, me parece
que Alex no te está pidiendo todos los detalles.
—Ya, ya. —A Emma le dio la risa. Alex se contagió. Sam ya se estaba riendo desde que había
hablado—. Pues… algún día te contaremos esos detalles, pero ahora… Quédate solo con que
llevamos juntos ya muchos años y estamos… bien.
—Muy bien —reafirmó Sam.
—Empezamos poco a poco —Emma al fin se lanzó a hablar con algo de propiedad—, no
fueron tiempos fáciles. —Los tres bajaron la mirada en ese momento; no había nada que explicar,
todos lo habían entendido—. Pero pronto nos dimos cuenta de que estábamos muy felices juntos y
fuimos dando pasos adelante.
—No sabes… No sabéis cuánto me alegro —dijo Alex. Y era sincero, pero no pudo evitar una
mirada melancólica que Emma y Sam fingieron no ver.
El teléfono móvil de Sam sonó en aquel momento, casi como si el cliente que lo llamaba para
concertar una cita para el día siguiente hubiera sabido que hacía falta algo para romper aquel
momento de tensión.
Alex y Emma se quedaron solos en el sofá y pasaron un buen rato en silencio, mirándose uno
al otro. Pero nada fue incómodo. Ni la ausencia de palabras ni aquellas miradas profundas que
pretendían ver más allá de la piel. Comprobar qué había cambiado. Qué seguía siendo igual. Solo
Emma se atrevió a romper aquel momento de amistad tan bonito que se reflejaba solo en cuatro
pupilas fijas.
—¿Eres feliz, Alex? —Emma no pudo evitar cogerle la mano al preguntarlo. Durante cinco
años, si alguien le hubiera preguntado cuál era el sentimiento que predominaba en ella, tal vez
hubiera habido algún rastro de rencor en sus palabras. El abandono tan duro que había sufrido
habría pesado más que los preciosos años vividos juntos. Pero solo necesitó tenerlo delante para
darse cuenta de que aquello estaba más que superado. Que su relación con Sam y su propia
fortaleza habían conseguido que Alex fuera solo un recuerdo del pasado al que le deseaba con
toda su alma que la vida lo hubiera tratado bien.
—Ahora que te he visto… —a él le tembló la voz al hablar—, creo que puedo empezar a serlo
del todo.
—¿Por qué?
—Porque… no he dejado de sentirme culpable por el daño que te hice ni un solo día de estos
cinco años.
—¿Por eso has venido? ¿Para comprobar si estaba bien?
—No, eso… Eso ya me lo había imaginado al saber que habías rehecho tu vida, montado tu
empresa… He venido porque ya no aguantaba más sin verte. Lo habría hecho antes, pero…
siempre me pudo el miedo a que mi presencia te doliera más de lo que te aliviaba.
—Joder, Alex…
Emma se lanzó a sus brazos. Aquel sí era su mejor amigo, el chico inseguro junto al que se
había criado, el que le llenó el corazón de amor y luego se lo rompió porque la otra única opción
habría sido rompérselo a sí mismo. Vivir una vida a medias. No encontrar su verdadero yo.
Reprimir su sexualidad. Si hubiera habido cualquier otra opción, Alex nunca le hubiera roto el
corazón a Emma. Lo tenía clarísimo. Y ella también.
Así los encontró Sam cuando regresó de su cuarto de atender la llamada. Y a pesar de ver a su
novia en brazos de otro hombre, del único —aparte de él— del que había estado enamorada en
toda su vida…, no sintió ni un ramalazo de celos. Así de fuerte era su relación. Y quería tanto a
Emma que se alegraba al ver que había cerrado una cicatriz —ya hacía mucho que no era herida—
que le había dejado la ruptura con Alex cinco años atrás. Estaba seguro de que ese abrazo la había
reconciliado más con su alma que todas las conversaciones del mundo.
La tarde transcurrió tranquila. Emma preparó algo rápido de comer cuando se dio cuenta de
que llevaban horas en la inanición. Sam y Alex se quedaron en el salón, solos, pero pronto
encontraron en los viajes de Alex por el mundo un tema de conversación neutro con el que
conectaron como solían hacer en aquella vida anterior en que habían sido amigos entre tatuajes y
cervezas.
—Bueno, yo… debería marcharme —dijo Alex cuando llevaba ya un montón de horas sentado
en aquel sofá. Su vida era un folio en blanco por delante, con tantas cosas por hacer que debería
ponerse manos a la obra cuanto antes.
Sam y Emma se dirigieron una mirada fugaz, una de la que solo dos personas que se
conocieran tan profundamente como ellos podrían sacar un significado. Y es que había una gran
pregunta en el aire. Una que Alex no había respondido motu proprio. Una que ni Sam ni Emma se
habían atrevido a formular en voz alta.
¿Alex había llegado a San Francisco para quedarse o estaba solo de paso?
Alex no se atrevió a hablar de ello porque no quería que Sam y Emma pensaran que estaba allí
para complicarles una vida que, al menos en apariencia, era perfecta.
Sam no se atrevió a preguntarlo por miedo a que esa vida se les complicara.
Y Emma no lo hizo… por miedo a querer complicársela.
—¿Cuánto…? —Sam carraspeó. Fue el único que acabó por echarle valor para hablar—.
¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte en San Francisco?
Alex resopló antes de responder. Era la hora de la verdad.
—He… he venido para quedarme. —Tenía tanto miedo a la respuesta de Sam y Emma que se
embaló a hablar—. Le he dado muchísimas vueltas a qué quería hacer después de acabar mi…
periplo por el mundo, por llamarlo de alguna manera. Dónde asentarme y todo eso. Como mi
trabajo puedo hacerlo desde cualquier parte, al final la decisión está en manos de… del lugar que
más feliz me haga. En Europa y Asia he estado bien, pero todo el rato he tenido la sensación de
que aquel no era mi lugar, que era algo temporal. Quiero vivir en los Estados Unidos, así que me
planteé volver a Ohio, pero…
—Dios, ¡a Ohio, no! —A Emma le salieron las palabras solas. Alex se rio, nadie mejor que él
sabía cuánto odiaban ambos su estado natal, tan opresivo y conservador. Después de unos cuantos
años en California, su pequeño pueblo de Ohio recordaba más a una cárcel que a una ciudad
donde vivir.
—Pues… eso. Quiero volver a vivir en San Francisco. —Alex se atrevió al fin a mirarlos a
ambos a la cara y no encontró nada parecido al rechazo que tanto temía; más bien, al contrario. Y
eso lo hizo respirar aliviado—. Hablando de eso… si sabéis de algún apartamento de alquiler que
no sea demasiado prohibitivo…
—¿En San Francisco? —Sam soltó una carcajada sarcástica—. Buena suerte.
—Sí, lo sé… Pero no me importa irme a Oakland o a cualquier otra ciudad de las afueras.
Mañana empieza la búsqueda.
—¿No has traído nada mirado? —se interesó Emma.
—No quería… —Alex suspiró hondo—. No quería tomar la decisión definitiva hasta estar
completamente seguro de que mi presencia en la ciudad no os molestaba.
—¡Por Dios, Alex! —Fue Sam el que le respondió, con una sonrisa cariñosa, algo paternal.
Alex era un buen tío, y que hubiera puesto una decisión tan importante sobre su futuro a expensas
de la posible incomodidad que les provocara su presencia lo demostraba.
—Bueno, pues eso… —Alex se levantó—. Ahora sí me marcho. Tengo que buscarme un hotel
para esta noche. He dejado todas mis cosas en el coche y ni siquiera he echado un vistazo por la
ventana para comprobar que sigan ahí.
Los tres se carcajearon y lo acompañaron a la puerta. La noche había caído sobre la ciudad y
no parecían las horas más adecuadas para ponerse a buscar un hotel. Emma estuvo a punto de
hablar, pero su novio, Sam, el amor de su vida… se le adelantó.
—Alex, no… —La puerta ya estaba abierta y Sam la cerró, se dio la vuelta y lo miró a la cara
—. No hace falta que te vayas a un hotel esta noche, joder. Ni hasta que encuentres piso. Puedes
quedarte aquí.
Emma estaba boquiabierta. Si ella no había emitido esa invitación antes, era porque no creía
que debiera haberlo hecho sin consultarlo con Sam. Y no se le ocurrió que a él le pareciera
demasiado buena idea compartir piso con un exnovio, por muy olvidados que estuvieran los
sentimientos románticos entre ellos. Y lo amó más que nunca, más de lo que jamás creyó posible
amar a otro ser humano, cuando el ofrecimiento salió del propio Sam.
—Pero…
—Vamos a por tus cosas —atajó Emma la protesta de Alex. Y enfiló escaleras abajo. Sam y
Alex se miraron, se encogieron de hombros, les dio la risa… y la siguieron.
Sam nunca supo decir de dónde le había salido la idea de ofrecerle a Alex que se quedara a
vivir con ellos. Pero sí supo… que jamás se había arrepentido.
4
Convivencia
Pronto encontraron una rutina de convivencia que funcionaba. Emma trabajaba la mayor parte de
los días fuera de casa, buscando clientes, visitando los proyectos que estaban en marcha o,
simplemente, llevándose su portátil a un Starbucks con vistas y diseñando desde allí. Sam pasaba
todas las mañanas en su estudio de tatuajes, atendiendo sobre todo a clientes que se acercaban allí
atraídos por su fama como tatuador y que acudían con cita previa; algunas tardes también iba,
aunque él solía preferir alargar la mañana y pasar las horas hasta que lo vencía el sueño
preparando diseños en casa. Alex, en cambio, apenas salía. Llevaba ya bastante tiempo trabajando
como ilustrador para diferentes empresas y clientes, como freelance, y siempre tenía encargos que
atender. Un par de veces dedicó el día completo a recorrer diferentes editoriales, sobre todo de
libros infantiles, que pudieran estar interesadas en contar con su trabajo para embellecer sus
publicaciones.
Aunque los trabajos de los tres eran muy diferentes, en el fondo, todos compartían su amor por
el arte. Emma era algo más pragmática, prefería la parte de su trabajo que se centraba en la
elección de materiales o la presentación a los clientes que el diseño puro y duro. Pero Alex y Sam
vivían para su arte. Lo respiraban. Era difícil verlos más de media hora sin sus respectivos
cuadernos en una mano y un lápiz en la otra. A Emma le encantaba cotillear a qué se estaban
dedicando en cada momento. Le gustaban lo mismo los dibujos oscuros y algo góticos que Sam
después imprimía en la piel de sus clientes como los diseños coloridos que Alex plasmaba en
libros, folletos y cualquier tipo de soporte posible.
Sam y Emma habían recibido la llegada de Alex con alegría. Incluso… con ilusión. Siempre
se habían llevado muy bien los tres y, aunque la configuración de quién era pareja en el pasado
había cambiado, la convivencia era sencilla y agradable. Siempre es bonito reencontrarse con
alguien de tu pasado que marcó un antes y un después. Así lo sentían.
Pero Alex no estaba tan cómodo en aquel apartamento. Bueno, en realidad sí lo estaba, pero
no quería, precisamente, acomodarse. Porque sabía que tenía que marcharse y permitir a Sam y a
Emma continuar con su relación de pareja, con aquello tan bonito que habían construido y que él
estaba orgulloso de poder presenciar. No había en él ni un atisbo de celos, a pesar de que por
Emma siempre sentiría algo un poco diferente a la amistad pura. Había sido el gran amor de su
vida, probablemente la única persona de la que se había enamorado de verdad, pero la quería
tanto que le gustaba verla feliz con otra persona. Quizá no resultara sencillo de entender para otras
personas, pero en su cabeza las piezas encajaban a la perfección. Y estaba seguro de que en las de
Sam y Emma también, porque, si no, difícilmente lo habrían acogido en su apartamento de la
manera en que lo habían hecho. Pero aquello… por desgracia, no podía seguir prolongándose en
el tiempo.
—¿Qué tal ha ido hoy? —le preguntó Emma en cuanto él entró por la puerta del apartamento.
Sam y ella estaban recostados en el sofá, ella con los pies sobre el regazo de él, que los
masajeaba con mimo.
—Un desastre. Para variar.
Alex soltó un suspiro de frustración. No recordaba ya cuántos apartamentos había visitado,
pero eran muchos. Aunque ni una millonésima parte de los que a diario visitaba desde su
ordenador, en busca de un lugar donde vivir que no implicara empeñar el hígado, un riñón y los
ahorros de toda su vida. Maldito fuera San Francisco y malditos fueran los precios de su mercado
inmobiliario.
—¿Por dónde has estado mirando? —le preguntó Sam con preocupación genuina. Los
primeros días que le preguntaba, que lo ayudaba a buscar, incluso, Alex se sentía incomodísimo.
Pensaba que era la manera de Sam de recordarle que su estancia en el cuarto de invitados de su
apartamento era temporal. Pero no tardó en darse cuenta de que no era así en absoluto.
Simplemente, Sam era una persona que se preocupaba por la gente que le importaba. Y quizá él
nunca había sido tan amigo de Sam en el pasado como para justificar esa preocupación, pero era
una especie de amor en diferido. Sam adoraba a Emma y sabía que Emma lo adoraba a él, así
que… los amigos de mis amigos son mis amigos, más o menos.
—Por toda la ciudad. Incluso por barrios en los que me daría miedo real vivir. —Emma soltó
una risita y todos se contagiaron, aunque el tema no acabara de tener ni puñetera gracia—. Pero
nada. Lo poco digno que he visto… tiene unos precios que no sé, sinceramente, quién se puede
permitir.
—Lo sé —admitió Emma—. He reformado apartamentos para ingenieros de Silicon Valley, de
los que ganan sueldos de seis cifras, y me cuentan que han tenido que estar años ahorrando para
poder permitirse vivir en la ciudad.
—Perdonad que os lo pregunte así de sincero, pero… ¿cómo coño podéis vosotros permitiros
este apartamento tan precioso? —Alex no sabía si les sentaría mal la indiscreción, pero se lo
comía la curiosidad desde hacía días con aquello.
—Bueno, a Sam le va realmente bien en el estudio de tatuajes… y yo heredé una cantidad
escandalosa de dinero cuando murió mi abuela —confesó Emma—. Entre eso y una hipoteca que
estaremos pagando hasta el día del Juicio Final…, pudimos permitírnoslo.
—Joder… Y yo que pensaba que estabais de alquiler… —Alex abrió los ojos como platos—.
Si llego a saber que teníais este pisazo en propiedad habría alucinado mucho más.
—Tuvimos mucha suerte —admitió Sam.
—Tú sí que tuviste suerte al encontrarme, nene —se burló Emma, coqueta, al tiempo que se
levantaba del sofá, no sin antes dejar un beso de lo más tórrido en los labios de su novio—. Y
ahora me voy a dormir. Mañana a las seis y cuarto suena el despertador y querré morir.
Sam miró el precioso reloj de pared restaurado que Emma había conseguido en un mercadillo
y que presidía ahora el salón. Pasaba de las once de la noche, pero él no tenía ni un atisbo de
sueño.
—¿Te quedas un rato, Alex? —le preguntó al tercer inquilino del piso, que tampoco parecía
tener mucha intención de irse a la cama.
—Sí. Soy nocturno como un búho, si me meto ahora en la cama daré vueltas hasta las cuatro de
la mañana.
—Yo igual. —Sam se rio. Miró a Emma, que pasaba en aquel momento frente a la puerta de la
cocina y puso cara de cachorrito—. Cielo, ¿nos traes un par de cervezas?
—Anda que… menudo morro tenéis —protestó Emma, aunque en tono de broma, porque
enseguida apareció con dos Budweiser bien frías y les deseó de nuevo buenas noches.
Antes de cerrar la puerta del cuarto que compartía con Sam, sonrió al verlos ya a ambos con
sus cuadernos y sus lápices en las manos.
—¿Puedo echar un vistazo? —le preguntó Sam a Alex al cabo de un rato.
—Claro.
El amor por el arte era un lenguaje que solo quienes lo compartían lograban entender. Sam y
Alex eran muy parecidos en su concepción del arte, aunque muy diferentes en su forma de
plasmarlo. Alex era más académico, no en vano se había pasado cuatro años estudiando Bellas
Artes en la universidad. Sam, en cambio, dibujaba por instinto innato. Nadie, él el que menos,
tenía ni la menor idea de dónde había sacado sus cualidades, pues en su familia nadie había tenido
ningún interés por el dibujo. Él solo recordaba pasarse las horas muertas después del colegio en
el club de motoristas que frecuentaba su madre en aquella época, imitando en servilletas de papel
los tatuajes que veía por todas partes en la piel de aquellos moteros de los noventa con tanto
aspecto de canallas. Siempre había pensado que allí, en aquel lugar que había llegado a odiar por
cuánto se había degradado su madre dentro de sus paredes, habían nacido, paradójicamente, sus
dos grandes pasiones: los tatuajes y las motos.
Sam le prestó también su cuaderno a Alex, para que él echara un vistazo a los últimos diseños
que había estado preparando y ambos se alabaron mutuamente el talento. Era agradable hablar con
alguien que se ganaba la vida también con lo que saliera de su inspiración y sus manos. La
primera cerveza dio paso a la segunda y a la tercera. La medianoche había pasado hacía rato.
—¿Dónde te hiciste ese? —Sam señaló un diseño geométrico, una especie de signo de igual,
que Alex llevaba tatuado en la muñeca—. No es exactamente lo que yo suelo hacer, demasiado
minimalista para mí, pero la ejecución es impecable. No hay ni un solo fallo en la aplicación de la
tinta.
—¡Ah! Este… Es curioso que me preguntes justamente por este. Fue el primero que me hice
después de… de marcharme de San Francisco.
—O sea que fue el primero que te hicieron unas manos que no fueran las mías. —Los dos se
rieron porque, aunque Alex no se había dado cuenta, era cierto. Durante la universidad, Sam los
había tatuado, a Emma y a él, un par de veces. Los había desvirgado en eso de marcarse la piel.
—Pues sí. —Alex se perdió en una mirada nostálgica al pasado, a un tiempo que no había sido
demasiado fácil—. Me lo hice en Londres, en Camden Town. Es una especie de símbolo de la
comunidad LGTBi. No lo sabía hasta que lo vi allí, en Europa, por todas partes. Fue mi forma
de… de autorreivindicarme, supongo.
—Fueron malos tiempos, ¿no?
—Horribles. Había dejado aquí a Emma, que no solo había sido mi novia, sino siempre, desde
niños, mi mejor amiga. Mis padres no querían saber nada de mí. Ahora… lo aceptan, supongo.
Aceptan que exista, siempre y cuando no hable de novios, ni se me ocurra presentarlos y, por
descontado, que no hable delante del resto de mi familia de mi tendencia.
—Joder…
—Sí, aún existe gente así. Más de la que te imaginarías. Por eso este tatuaje. Para decirle a
todo el mundo que, si fui capaz de dejar atrás a las personas más importantes de mi vida, nadie
tendrá poder para hacerme creer que soy un tío raro o diferente por que me gusten más las pollas
que los coños.
—Es una forma bastante gráfica de decirlo. —Sam se rio y Alex se contagió.
—¿Y tú? ¿Cuál es el tatuaje más especial de los que tienes? Que no son pocos…
—No, no son pocos. —Sam se acarició la barba antes de responderle—. Son más de
cincuenta, pero ninguno es como este.
Sam se levantó la manga de la camiseta y dejó a la vista su bíceps derecho, en el que
destacaba, entre muchos diseños más pequeños, la silueta de un ángel con algunos toques de color
en el relleno.
—Joder… ¿Es…? —preguntó Alex.
—Pues claro. Quién iba a ser.
No era fácil de percibir para alguien que la conociera menos, pero el rostro de aquella mujer
no era otro que el de Emma. No es que a Alex le gustara aquel tipo de tatuajes tan old school, pero
sabía reconocer el arte donde lo veía. Y aquel tatuaje, que era en realidad una prueba de amor, era
Emma en estado puro. No. Era Emma y Sam en estado puro.
—El mío también fue, un poco como el tuyo, una forma de autoafirmación. Llevaba un año,
aproximadamente, con ella cuando me di cuenta de que siempre la iba a querer. De que lo mejor
que me había pasado en la vida fue que ella apareciera. Yo… no tuve una infancia fácil. De la
adolescencia mejor ni hablamos. Y estaba tan solo en el mundo que estaba convencido de que
nunca habría para mí ningún aliciente más que mi moto, mi trabajo tatuando y alguna chica
esporádica los sábados por la noche. Hasta que apareció ella.
Alex no le respondió más que con un asentimiento y una mirada en la que se lo dijeron todo.
Alex le dijo a Sam que entendía cuánto podía llegar un ser humano a amar a Emma, porque lo
sabía de primera mano. Sam le dijo a Alex que Emma era la mujer de su vida y que estaba muy
orgulloso del respeto que ambos mostraban por el papel del otro en la vida de ella.
Era ya de madrugada cuando se fueron a dormir, con sus cuadernos en las manos y un montón
de planes para el día siguiente.
—¿Sabes qué, Alex? —le preguntó Sam cuando ya se habían dado las buenas noches—. El
tatuaje más especial… siempre es uno que está por llegar.
5
Escaleras y alas
Pasaron las semanas. Cuando todos se quisieron dar cuenta, habían pasado ya cuatro meses desde
aquel día en que Alex había aparecido en el umbral de la puerta de Sam y Emma y se había
instalado en su cuarto de invitados. La búsqueda de apartamento en San Francisco era una
pesadilla, eso bien lo sabían todos, por haberlo sufrido en carne propia o por todos los
comentarios que hacían sus amigos cuando llegaba el dramático momento de tener que cambiar de
vivienda. Así que nada hacía indicar que Alex fuera a marcharse pronto. Su trabajo como
ilustrador freelance estaba tardando en arrancar y eso no ayudaba a que pudiera permitirse un
lugar decente en el que vivir.
Sam y Emma, sin que ninguno de los dos se preguntara en voz alta por qué, no estaban en
absoluto molestos con la situación. Alex era agradable, nada intrusivo en su intimidad y le tenían
tanto cariño que no permitirían que se marchara hasta que encontrara un apartamento en el que
iniciar su nueva vida en la ciudad. Él, en cambio, insistía constantemente en aceptar una
habitación en cualquiera de los pisos compartidos —y terriblemente cutres— que visitaba cada
día. Sus horas en internet se limitaban a repasar compulsivamente diferentes portales
inmobiliarios, comprobar cada habitación, estudio, apartamento… casi hasta trastero, que
estuviera allí anunciado.
Sam pasaba muchas horas en el trabajo en aquellos meses. Su estudio había salido en un par
de revistas como referencia del sector y los clientes se habían multiplicado a una velocidad
mucho mayor que los empleados que iba contratando para hacerlo crecer cada vez más. Y
mientras estaba allí dedicaba los pocos ratos libres que tenía a pensar por qué coño se sentía tan
cómodo con Alex en casa. Por qué no le sobraba un tipo que había sido el primer gran amor de la
vida de su novia y al que habían instalado en la habitación de invitados.
Emma había estado toda aquella semana lijando. La profesión de decoradora solía obligarla a
estar delante del ordenador diseñando proyectos, o reuniéndose con clientes para presentarles sus
propuestas. Pero de vez en cuando también había que ponerse manos a la obra. Y ella estaba
entonces inmersa en una reforma que implicaba encontrar muebles antiguos y darles un aire
modernizado. Así que llevaba días y días lijando, imprimando, pintando y barnizando un juego de
comedor y otro de dormitorio que había rescatado de una casa victoriana declarada ruinosa y que
había convertido en un arco iris de color gracias a pinturas a la tiza y mucho buen gusto. Y
mientras movía la lija adelante y atrás, adelante y atrás… pensaba en Alex. En lo cómodos que se
sentían todos con él en casa. En que habían creado una convivencia a tres que ya no sentían, al
menos en lo que respectaba a Sam y a ella, que fuera provisional. Incluso lo habían echado de
menos durante un fin de semana largo que Alex había aprovechado para volar a Texas para
reencontrarse con un viejo amigo con el que había coincidido en el sureste asiático. Era extraño.
Era demasiado extraño. Y aún lo era más que no los preocupara nada. Sam y ella siempre habían
tenido la filosofía de huir de lo que no los hacía sentir bien y, dentro de aquel apartamento, en
aquel momento, todos se sentían de maravilla.
Claro que… a veces se agradecía un poco de intimidad. A lo único que Sam y Emma habían
tenido que renunciar por la presencia de Alex en su casa era al sexo espontáneo, en cualquier
rincón y a cualquier hora. Aquella era una afición que siempre habían disfrutado. Por todo lo alto.
Dentro y fuera de los límites de su hogar. Maldita sea, incluso una vez habían estado a punto de
ser detenidos por escándalo público después de una sesión de cine que habían convertido en…
sexo puro. Con el mejor estilo adolescente, vaya.
Y no es que Sam y Emma tuvieran queja de lo que ocurría en el interior de su dormitorio cada
noche (y alguna mañana, alguna tarde…), pero lo cierto es que cuando, aquel domingo, Alex
anunció que había quedado con unos viejos amigos de la facultad y se marchaba toda la tarde a
tomar cañas, Sam y Emma quisieron evitar la mirada pícara que se dirigieron, pero… se les
escapó. Y esa mirada lo dijo todo.
No tardaron ni medio segundo en desnudarse. En el sofá, sin moverse de allí. Sam estaba
sentado, casi repantingado, con los brazos extendidos en cruz sobre los cojines del respaldo y las
piernas entreabiertas. Su desnudez era espléndida. De eso se daba cuenta Emma y se daría cuenta
cualquier ser humano que lo observara. Su pelo largo revuelto, enmarcando una cara de rasgos
perfectos. Sus ojos dorados inyectados en fuego. Su sonrisa blanca, alineada, torcida en un gesto
canalla que a Emma le hacía hervir la sangre. Sus hombros anchos, que parecían poder abarcar un
mundo entero. Sus pectorales marcados, llenos de tinta que contaba historias. Su estómago plano,
moldeado en una tableta de músculos torneados y calientes. Sus piernas, firmes y algo cubiertas de
un vello castaño que a Emma le encantaba enredar entre sus dedos. Y aquel sexo. Grande, grueso,
suave. Emma pasó sus dedos por la base de la polla de su novio. Allí estaba la gran joya de la
corona de Sam. Cuando, unos años atrás, él le había preguntado si a ella le importaría que se
hiciera una escalera de Jacob, ella no había sabido qué contestar porque… no tenía ni idea de lo
que era tal cosa. Sam se lo explicó entre carcajadas. Se trataba de una sucesión de piercings
paralelos que atravesaban su piel. Cinco barras rematadas por dos bolas en cada lado que, al
introducirse en el cuerpo de Emma, provocaban un placer que ella nunca antes había sentido con
nada. Ni siquiera con los muchos juguetes sexuales que compraban de vez en cuando para echarle
un poco de sal a la vida. Habían tenido que sufrir casi un mes de sequía sexual mientras aquello
cicatrizaba —con mucha diferencia, el periodo más largo que habían estado sin sexo desde que
habían comenzado su relación—, pero… había merecido la pena. Con mucho.
Emma se sentó a horcajadas sobre él. Con las piernas muy abiertas, como a él le gustaba, y su
pelo asilvestrado cayéndole a borbotones sobre la espalda. Con los ojos devorándolo. Con sus
pechos, grandes y duros, justo delante de su mirada, rebotando un poco con cada uno de sus
movimientos. Con sus tatuajes repartidos por diferentes partes de su cuerpo, su piercing en la
lengua jugueteando con el lóbulo de la oreja de Sam, con una piel que olía a sudor. Y un sudor que
olía a sexo. A la anticipación del sexo.
Enseguida Sam estuvo dentro de Emma. La penetró de una sólida y certera embestida que ella
sintió que le llegaba a lo más hondo de su ser, en todos los posibles sentidos del término. Sam
levantó un poco su culo del sofá, para llegar más adentro. Más, más, más. Emma jadeaba, gritaba
y gemía, a medio camino entre el placer y el dolor, pero incluso este era tan intenso que tenía
mucho más de agradable que de lo contario.
Dios… qué bueno era. Qué jodidamente maravilloso.
—Nena, Dios… —gimió Sam, con la excitación preñando su voz—. Lo haces tan bien. Me
pones…
—Fóllame duro, Sam. Fóllame fuerte.
Que Emma hablara sucio en la cama —o en el sofá, en ese caso— hacía que todo fuese aún
mejor. Los bamboleos de su cuerpo bailando la danza más antigua del mundo se convirtieron en
algo delicioso. Los acercó al orgasmo, pero ellos sabían bien cómo posponerlo. Se acercaban y se
alejaban. Se unían y se separaban. Jugaban a retrasar la gratificación porque querían convertir
aquellos momentos en eternos.
El orgasmo estaba rondándolos ya cuando escucharon un sonido que, en el fragor de la batalla,
no supieron identificar. O no le dieron importancia. Siguieron a lo suyo como si aquello no
hubiera ocurrido, como si…
—¡Oh, joder! —El grito de Alex junto a la puerta (sí, aquel sonido que oían a diario, el de la
puerta de su casa abriéndose, era el que el sexo les había impedido identificar) los sacó de su
ensoñación—. ¡Dios mío! ¡Lo siento!
Alex había regresado a casa apenas un cuarto de hora después de salir porque, cuando ya se
encontraba en su coche de camino a la calle Fillmore, donde había quedado con sus amigos, se
había dado cuenta de que le faltaba la cartera. Y había recordado el lugar exacto donde se la había
dejado, el mueble del recibidor de la casa que compartía con Sam y Emma. Y maldita fuera su
imprudencia al no plantearse llamar antes de entrar con su propia llave.
Su primer pensamiento fue que debía buscarse un piso cuanto antes, porque se sentía tan
cómodo viviendo con Sam y Emma que a veces se le olvidaba que ellos eran una pareja que tenía
todo el derecho del mundo a follar en el sofá de su casa sin que un exnovio de ella apareciera de
repente y les estropeara la diversión. Pero ese pensamiento duró poco, ya tendría tiempo más
tarde de sentirse culpable por ello…
Porque su segundo pensamiento fue que… lo que tenía delante era la imagen más sensual que
había visto en toda su vida. Ni todo el sexo que había practicado con la propia Emma en su
adolescencia y primera juventud, cuando lo descubrían todo juntos, cuando se amaban como
parecía imposible. Ni todos los hombres a los que había conocido después, en noches de sexo
esporádico o en relaciones a las que exprimía todo el jugo porque a eso había dedicado cinco
años de su vida, a conocerse a sí mismo y a descubrir todo lo bueno que la vida podía deparar.
Nada. Absolutamente nada de todo lo que había visto o vivido se podía comparar con la imagen
de Emma a horcajadas sobre Sam.
Fue la belleza de ambos lo primero que lo impactó. Por supuesto, vivía con ellos y sabía que
eran guapos. Eran bellísimos, joder. Pero lo eran más desnudos que vestidos, algo que solo
ocurría en rarísimas ocasiones, solo con personas especiales. Pero juntos, unidos —tanto como lo
estaban en aquel momento, que era el máximo que dos cuerpos humanos podían unirse—… eran
como de otro planeta. Si más gente los viera, podrían haber convertido sus cuerpos en lugar de
peregrinación. Aunque Alex prefería… verlos solo él. Era algo demasiado hermoso como para
compartirlo.
Alguna vez, en aquellos cuatro meses de convivencia, había atisbado un tatuaje de grandes
dimensiones en la espalda de Emma. Pero no había logrado distinguirlo. Solo había captado algún
retazo aquí y allá entre las transparencias o las mangas sisas de algún pijama. Y cuando observó
aquellas alas de ángel, aunque nada angelicales, de espaldas a él, arqueándose al ritmo que
marcaban las embestidas de Sam… Joder, por primera vez en cinco años, quizá en algo más de
tiempo, se le había puesto la polla dura como el cemento armado ante la visión de una mujer
desnuda.
Emma ni siquiera se giró. Sam mantenía los ojos fijos en Alex, quien, a su vez, estaba
paralizado en la entrada de la casa, con su cartera recuperada entre sus manos —esas mismas
manos que tenían los nudillos blancos de apretar el objeto entre ellas— y la boca abierta. Por la
sorpresa. Por la vergüenza. Por la excitación. Porque aquella no era la Emma que él recordaba.
Porque aquel no era el Sam al que hasta aquel momento había visto como a un amigo. Porque
estaba demasiado impresionado por la química sexual que había podido comprobar en apenas
unos segundos.
Y si la sorpresa estaba presente en Alex hasta aquel momento… se multiplicó
exponencialmente en el momento en que Sam volvió a embestir, con fuerza, con pasión
desbordada. Y sin ninguna inocencia. Porque quizá las primeras embestidas que Alex había visto
respondían a la simple inercia, a continuar con lo que estaban haciendo antes de que él irrumpiera,
pero… esas nuevas las estaba dando siendo plenamente consciente de que Alex los miraba. Y
Emma seguía de espaldas, sí, pero entre el ruido de la puerta y su grito de disculpa posterior, era
imposible que no supiera que él estaba allí. Que seguía allí. Mirándolos como solo se mira un
objeto de deseo imposible de apartar.
—Emma, creo que tenemos público —susurró Sam, en voz baja, sí, pero suficiente como para
que se escucharan sus palabras bien claras en el silencio sepulcral que el sexo y la excitación
habían impuesto al ambiente—. ¿Te gusta lo que ves, Alex?
Emma eligió aquel instante para girarse y… Dios mío, estaba preciosa. Con los ojos acuosos
por la excitación, con las mejillas sonrosadas por el roce de la barba de dos días de Sam, con una
mirada dirigida a él que era dulzura, morbo, amistad, amor, sexo, pasión, ganas. Lo era todo
aquella puta mirada.
Alex solo supo responder con un balbuceo.
Emma no se sintió tan cortada como debería. O como habría creído que estaría si algún día se
veía en una situación como aquella. Se limitó a girarse, volver a clavar su mirada llena de todo en
Sam… y cabalgó como la jodida amazona que era sobre su polla, sin importar que Alex estuviera
mirando. O quizá incluso con más ganas que si no lo estuviera haciendo. No pasaron ni dos
minutos antes de que todos esbozaran en sus caras sonrisas que ya no tenían nada de tímidas.
—Ponte cómodo, joder —le sugirió Sam a Alex, al tiempo que daba una palmada en el sofá, a
su lado, invitándolo a ser espectador incluso más de primera fila de aquella sesión de sexo.
Y Alex no dudó. Nunca habría sabido explicar por qué si alguien le hubiera preguntado. Emma
le dirigió una mirada fugaz cuando se sentó a su lado, pero… siguió a lo suyo. Y lo suyo era Sam,
su excitación, el sexo puro que desprendían.
Alex se sentó en aquel rincón en penumbra del salón y los observó. Fijamente. Habría podido
recordar cada detalle durante el resto de su vida. Desde aquella distancia no se le escapaba
ningún detalle. Ni las gotas de sudor que impregnaban la piel de todos hasta aquel increíble
tatuaje del bíceps de Sam que representaba a un ángel sexy con la cara, perfectamente
inmortalizada, de Emma. Habría dado lo que fuera por tener a mano su cuaderno y su carboncillo,
porque jamás en su vida había tenido delante una imagen que mereciera más ser inmortalizada que
aquellos dos cuerpos entrelazados creando poesía con gemidos.
No sabrían decir cuánto tiempo pasó antes de que los orgasmos llamaran a la puerta. El de
Emma golpeó primero. Fuerte, intenso, desmembrador. El de Sam llegó en cuanto vio que los ojos
de ella se ponían en blanco y sus gemidos alcanzaban la categoría de música celestial. El salón se
convirtió durante unos minutos en una banda sonora de jadeos incontenibles, de sudores que
hacían resbalar los cuerpos. De sexo en estado puro.
Y el silencio llegó a continuación. Un silencio en el que Sam y Emma no pudieron evitar
pensar que jamás se habían corrido con tanta intensidad como aquella tarde. Un silencio en el que
a Sam se le escapó una sonrisa socarrona, porque él era el especialista en llevar juguetes a la
cama y disfrutarlos, pero jamás pensó que uno de aquellos juguetes sería Alex. Un silencio en el
que Emma pensó que debería sentirse más extraña, una vez pasada la bruma de la excitación, al
darse cuenta de que acababa de hacer el amor con el hombre de su vida delante de quien había
sido su novio más de diez años. Un silencio del que Alex tuvo que salir corriendo, pero ya no por
vergüenza o culpabilidad, sino porque no quería correrse delante de ellos y, sin ni siquiera
haberse tocado, sentía que las primeras gotas de semen manchaban ya sus pantalones vaqueros.
Ninguno lo diría en voz alta, pero aquella había sido, sin duda, la sesión de sexo más excitante de
la que jamás hubieran tenido noticia.
6
¿Incómodos?
La noche siempre es una fiel compañera para las ideas locas. Una aliada para hacer esas cosas
que a plena luz del día no nos atreveríamos a llevar a cabo. Por eso, Alex, Emma y Sam se fueron
a dormir la noche anterior con la sensación de haber vivido algo excitante. Morboso. Caliente.
Pero a la mañana siguiente… todo se ve diferente. Por eso, aunque aún no había amanecido en San
Francisco, los tres protagonistas de la noche anterior estaban ya sentados ante la mesa de la
cocina, con el desayuno desplegado ante ellos y un silencio sepulcral que hablaba por sí solo de
la incomodidad que reinaba en el ambiente y lo violentos que se sentían.
Hacía al menos una hora que se habían levantado. Aunque los dos dormitorios contaban con
baño propio, y por tanto se encontraron cuando estaban ya perfectamente duchados y vestidos, el
sobresalto en el pasillo no se lo ahorró nadie. Emma y Sam habían compartido cama, así que entre
ellos la situación era más fluida. Con poco más que una mirada, comprendieron que aquello había
sido una sesión de sexo —excelente, por cierto— que se les había un poco de las manos. Pero
verse cara a cara, de nuevo, con Alex… había sido diferente.
Se podría haber compuesto una sinfonía solo con el sonido de los cubiertos contra las tazas y
platos. La percusión la compondrían los ruidos de la saliva atravesando con fuerza las gargantas
de los tres. Con las capacidades para el dibujo que todos tenían, podrían haber reproducido sin
problema el diseño de la vajilla con los ojos cerrados, porque no habían levantado la mirada ni
una sola vez en todo el desayuno.
Querían fingir que todo era normal para no estropear una convivencia que llevaba meses
siendo algo muy bonito. Extraño pero agradable y bonito.
Los silencios, los carraspeos e incluso alguna pequeña frase del estilo «pásame la
mantequilla» quedaron interrumpidos con una carcajada. Sonora y hasta estridente, que resonó en
las paredes de la cocina e hizo dar un respingo a Emma y Alex. Fue Sam quien la soltó, por
supuesto.
Solo él podría haber roto la tensión. Por su carácter, por la seguridad en sí mismo que siempre
había exudado y que a Alex y a Emma les llamó la atención desde el primer día que lo conocieron.
Quizá fue esa misma seguridad la que a ella acabó enamorándola unos cuantos años más tarde.
Sam era dialogante, abierto, un hombre sin dobleces que siempre dejaba que los demás opinaran y
respetaba a todo el mundo por igual. Pero, aun con esa tolerancia innata, era indudable que en
cualquier lugar en el que se encontrara, Sam Thornton sería el líder nato. Durante años, Emma
achacó esa fuerza a la diferencia de edad, pero, ahora que los años habían igualado eso, no le
cabía ninguna duda de que era un rasgo de carácter.
—¿De qué te ríes? —le preguntó ella, ya con un comienzo de sonrisa asomando a su cara.
—De que estamos aquí todos cortados como gilipollas. —Alex levantó entonces la mirada y
también en su rostro se percibía un gesto gracioso—. ¿Qué pasa? Ayer follamos como bestias. —
Emma, que jamás había sido tímida, se ruborizó al escucharlo—. Alex miró, probablemente se
hizo después una paja como un campeón en su cuarto y ya está. Hoy es otro día y estas tortitas
están cojonudas pese a ser de bote. Todo apunta a que el día estará soleado. Tenemos trabajo y,
con un poco de suerte, esta noche nos dará tiempo a tomarnos unas cervezas antes de dormir. ¿Se
puede saber cuál es el problema que tanto nos atormenta?
Alex solo se atrevió a responder con un encogimiento de hombros, porque él siempre había
sido el más tímido de los tres. Aunque no podía negar que el argumento de Sam era impecable y
estaba cargado de razón. Emma se rio, no con carcajadas tan escandalosas como las de su
novio…, pero se rio. Y desde ese momento el desayuno fluyó como cualquier otro día, como una
pieza más de un engranaje que llevaba cuatro meses formándose y del que ni siquiera eran
conscientes sus protagonistas.
Sam se quedó degustando la última tortita de la bandeja mientras Alex y Emma se apresuraban
a salir del apartamento. Él tenía menos prisa y podía disfrutar del desayuno con calma, algo que
siempre había considerado uno de los grandes placeres de la vida. Los observó con calma y con
una sonrisa pintada en la cara. Eran iguales. Alex y Emma, quería decir. Le hacía gracia que ellos
no se dieran cuenta de lo parecidísimos que eran, aunque desde fuera no se notara del todo.
Incluso a pesar de que hiciera cinco años que no se veían. Y que tampoco se habían permitido
pensar el uno en el otro. Pero se habían criado juntos, se habían hecho mayores de la mano y eso
imprimía algo al carácter. Los convertía casi en hermanos, aunque la noche anterior hubiera
quedado bastante claro que esa no era la palabra adecuada. Sam se permitió incluso un pequeño
canto a la nostalgia, a la añoranza de algo que nunca había tenido, en realidad. Él no conservaba a
ninguna de las personas junto a las que se había criado; la mayoría habían sido seres de paso,
hombres que pasaban por la vida de su madre, a veces con sus propios hijos, que se convertían en
hermanos temporales de Sam durante semanas o meses, a veces incluso años. Pero que luego se
marchaban. Como ya lo había hecho su padre antes incluso de que él pudiera conocerlo bien.
Como acabó haciéndolo su madre. Si lo pensaba bien…, las personas que más tiempo llevaban en
su vida eran las dos que vivían en su apartamento en ese momento. Y a uno de ellos había estado
cinco años sin verlo.
Alex y Emma bajaron juntos en el ascensor. Él tenía una cita en menos de media hora en la
zona de la bahía para visitar un apartamento que cruzaba los dedos para poder permitirse. O, al
menos, para que no fuera un nido de ratas que tuviera que compartir con sesenta compañeros para
poder pagar el alquiler.
Emma, por su parte, ya llegaba tarde a una reunión en la otra punta de la ciudad. Estaba a
punto de aceptar un encargo para decorar todos los pisos piloto de una conocida inmobiliaria de
lujo. No es que fuera un proyecto ilusionante en el sentido de dar vida a una casa que después
habitarían personas, pero sí era muy positivo desde el punto de vista mercantil. Le abriría puertas,
inyectaría una buena cantidad de fondos a la cuenta corriente de su empresa y, probablemente,
muchas de las personas que se enamoraran tanto del piso piloto como para acabar comprando el
apartamento, querrían también que la misma diseñadora de interiores se encargara de decorárselo.
El único consuelo que le quedaba a su retraso era que el promotor con el que estaba citada era el
hombre más impuntual de la tierra y tenía muchas opciones de llegar incluso más tarde que ella.
—¿Quieres que te lleve? —le preguntó Emma a Alex cuando estaban a punto de despedirse
junto al coche de ella, un Mini de color rojo del que estaba locamente enamorada.
—No, tranquila, vamos en direcciones opuestas.
—¿El piso que vas a ver hoy es el de la bahía?
—Sí. Y más vale que sea el definitivo, porque me he jurado que de esta semana no pasa que
deje de okupar vuestra casa.
—¡Bah! Tonterías.
—No, Emma, tonterías no. Llevo ya cuatro meses aquí y ni siquiera me dejáis pagaros un
alquiler. Contribuyo a los gastos de la compra y poco más. Eso no puede seguir así.
—Mira, Alex… —Emma no sabía cómo decir lo que sentía. Sí sabía, en realidad, pero no se
atrevía. No quería decirle a Alex que ella había sido muy feliz con Sam durante los últimos cinco
años, y que sabía que seguiría siéndolo aunque él se marchara, pero que se moriría de añoranza
por aquellos cuatro meses tan bonitos en que habían vivido los tres juntos; era demasiado extraño,
y ella ni quería asustar a Alex ni ofender a Sam—. Entiendo que quieras marcharte, vivir por ti
mismo y encontrar una casa que no tengas que compartir con una pareja a la que en cualquier
momento te puedes encontrar follando en el sofá.
—Qué cabrona. —Alex ahora sí dio rienda suelta a las carcajadas—. Sabía que no tardarías
en utilizarlo para hacer bromas.
—El caso es… Solo prométeme que tu decisión no tendrá nada que ver con lo que ocurrió
anoche.
—¿Y qué es lo que ocurrió anoche? —Alex fingió cara de despiste y Emma le dio un puñetazo
en el hombro.
—¿Tan lamentable fue que ya lo has olvidado?
—Oh, no, Emma… Créeme. Lo que vi ayer… no lo olvidaré jamás. —Alex le guiñó un ojo y,
a continuación, miró su reloj—. ¿Tú no llegabas tarde?
—¡Mierda!
7
Calor
Alex y Sam pasaron mucho tiempo solos en casa en la época que siguió a aquel encuentro extraño.
El estudio de Sam llevaba tiempo pidiendo reformas y él al fin se había decidido a acometerlas,
aunque le diera muchísima pereza. Así que había decidido tomarse un mes de supuestas
vacaciones, aunque en realidad lo dedicaba, sobre todo, a crear nuevos diseños para ofrecer a sus
clientes cuando se incorporara al trabajo. Hacía años que no pasaba tantas horas con el cuaderno
y el lápiz en la mano, así que estaba feliz como un niño pequeño.
Alex, por su parte, había conseguido su primer buen contrato desde que había regresado a
Estados Unidos. Una editorial independiente, pero con trabajos muy interesantes en el mercado, le
había contratado la ilustración de un libro infantil. No es que esa fuera exactamente la
especialidad de Alex, pero había aceptado sin dudarlo en el momento en el que le aseguraron la
libertad creativa.
—¿Puedo? —Sam señaló con la cabeza la tableta gráfica con la que Alex solía trabajar.
Estaban los dos dibujando ese día en la mesa del comedor, porque la luz era mucho mejor que en
los respectivos dormitorios—. Ver lo que estás haciendo, digo. Si no te importa enseñarlo…
—Solo si me dejas ver esos tatuajes con los que piensas marcar a todo San Francisco.
—¡Claro!
Como era más sencillo cambiar ellos de silla que pasarse los materiales, aprovecharon que se
levantaban para rescatar un par de cervezas y hacer un pequeño descanso dentro de su jornada
laboral. Emma tardaría en llegar; ese día tenía una reunión con proveedores en el otro lado de la
ciudad y cogería tráfico a su regreso.
Pasaron un buen rato comentando los diferentes diseños en los que estaban trabajando. Y
cuando Alex comentó que aquel estilo se alejaba bastante de lo que solía hacer, Sam lo animó a
enseñarle los dibujos que él considerara más suyos. Entonces, Alex desplegó un cuaderno lleno de
ilustraciones muy oscuras, lineales, llenas de formas geométricas. Muy bonitas. A Sam le encantó.
Aunque él no solía tatuar diseños de aquel estilo, alguna vez lo había hecho, y le parecía
fascinante que hubiera artistas capaces de expresar con apenas unos trazos lo que a él le llevaba
horas de trabajo mostrar a través de intrincados diseños.
—Tú mismo eres un puto lienzo de dibujos barrocos. —Alex lo señaló. Sam se había
remangado la camiseta que llevaba y en sus brazos se distinguían gárgolas, ángeles, calaveras,
flores, catrinas mexicanas…
—Sí, por lo que veo, tú también llevas tu estilo tatuado. —Alex no tenía ni la cuarta parte de
piel cubierta por tinta que Sam, pero sí se había hecho algunos trabajos de ese mismo estilo lineal
que solía presidir sus trabajos. La mayoría los había diseñado él mismo.
—¡Y más que me gustaría tener! —Alex buscó entre sus diseños uno concreto, una maraña de
líneas y formas geométricas que tenía algo difícil de precisar, pero… algo especial—. En cuanto
pueda pagarte, quiero que me tatúes esto.
—Estás de broma, ¿no? A los amigos no les cobro, joder —se indignó Sam.
—Vivo en vuestra casa, apenas me cobráis gastos… Ya me estoy aprovechando suficiente de
vosotros.
—Casi literalmente, de hecho —bromeó Sam, recordando aquella noche loca compartida días
atrás. Los dos se echaron a reír a carcajadas—. En serio, ¿tienes claro dónde quieres tatuártelo?
—Sí, aquí. —Alex se giró un poco, hasta mostrar la piel virgen de tinta de la parte superior de
su codo izquierdo—. En el brazo.
—Pues, si lo tienes claro, pasa a mi cama y te tatúo allí. —Sin que ninguno de los dos
entendiera bien por qué, ese «pasa a mi cama» hizo que se coordinaran dos respingos—. Tengo en
la cómoda todo el instrumental bueno, que me daba pánico dejarlo en el estudio con los obreros
rondando por allí.
—¿En serio?
—¡Claro, joder! No te irás a acojonar ahora, ¿no?
—Ni hablar.
Alex se sacó la camiseta y se tumbó en la cama, boca arriba. Sam se fijó en que, a pesar de ser
tan delgado, los músculos de sus pectorales estaban bien definidos. Y a continuación se preguntó
por qué cojones se estaba fijando en el cuerpo desnudo de un tío, cuando veía habitualmente unos
diez o doce al día.
Algún tipo de electricidad extraña se expandió por aquel cuarto. No era exactamente sexual.
Pero tampoco era solo amistad. Quizá es lo que ocurre entre dos personas que han compartido
algo como lo que ocurrió con Emma aquella noche. O tal vez eran las ganas de repetir. ¿Puede ser
que fueran las ganas de ir más allá? Ninguno de los dos se atrevió a mencionarlo, aunque no
lograban sacárselo de la cabeza mientras las agujas entraban y salían de la piel de Alex, entre
otras cosas porque jamás pensarían siquiera en algo así sin que estuviera Emma presente.
Emma, casi como si la hubieran invocado, entró justo en ese momento en el dormitorio. Saludó
a Sam con un beso que estuvo a punto de provocar que en el brazo de Alex quedara marcada para
siempre una raya informe y se fijó enseguida en el diseño que su novio estaba tatuando.
—¡Hala! ¡¡Pero qué bonito!!
—Sam es un jodido artista —dijo Alex, que, con tantas distracciones, ni siquiera se había
parado a mirar con demasiado detalle su nuevo tatuaje.
—El dibujo es suyo, así que… es mérito de los dos —concedió Sam, modesto.
—No se puede negar que trabajáis bien en equipo —les respondió Emma. Y los dos, tal vez
los tres, se preguntaron por qué, de pronto, todo sonaba tan sexual, como una proposición que ni
siquiera entraba en el orden del día.
Emma se sentó en el borde de la cama y observó como Sam daba los últimos retoques al
tatuaje. Le aplicó la crema antiséptica, se lo vendó con film transparente y le preguntó si le
gustaba, a lo que Alex respondió con una sonrisa que no necesitó ir acompañada de palabras.
—Y ahora… el descanso del guerrero —suspiró Sam—. Necesito una cerveza.
—Yo te la traigo —se ofreció Emma—, pero… aún no vas a descansar.
—¿Ah, no?
—Pues no. Llevo años oyéndote decir que no trabajas en casa, que me pase por tu estudio si
quiero un tatuaje o un piercing, así que… hoy no te vas a escapar.
Para sorpresa de Alex, y también un poco de Sam —para qué mentir—, Emma se sacó en ese
momento la camiseta y se llevaba ya los dedos al cierre de su sujetador cuando los dos la pararon.
—¿Qué estás haciendo? —preguntaron con una voz tan estridente que no hizo falta más prueba
tangible de que allí se estaba cociendo algo. Algo… muy caliente. Y cuando al fin lo desabrochó y
sus grandes pechos quedaron a la vista, dos nueces empezaron a subir y bajar por las gargantas de
dos hombres. Sam no pudo evitar mirar a Alex y la cara de este no dejaba lugar a dudas sobre
cuánto le gustaba lo que veía, pero… curiosamente, no sintió celos.
—¿Qué… qué haces, Emma? —se atrevió a preguntar Alex, aunque su voz sonó balbuceante.
—Quiere un piercing en los pezones —respondió Sam por ella, al tiempo que ponía los ojos
en blanco—. Bueno, en realidad, dos piercings, como te imaginarás.
—Y hoy no me voy a ir a la cama sin ellos —anunció ella, con una sonrisa triunfante.
Cama, piercing, pezones… Pero ¿qué demonios pasaba para que todo condujera a un único
lugar?
—Le debe de parecer que no me pone lo suficientemente cachondo al natural —Sam se acercó
a Emma y agarró su culo con fuerza, dándole un apretón que subió un par de grados la temperatura
de la habitación—, veinticuatro putas horas al día.
—¡Calla!
Entre risas y bromas, Emma se tumbó en la cama, justo en el lugar del que Alex acababa de
levantarse. En el apartamento hacía mucho calor —ninguno de ellos era capaz de precisar si
debido a la temperatura ambiente, a las muchas horas que había entrado el sol por los ventanales
aquella tarde o… a la conversación y las putas ganas— y Emma no estaba nada excitada, a
diferencia de sus compañeros de piso, así que… sus pezones tampoco lo estaban.
—Joder, Emma, me siento un fracaso como novio y como persona que lleva diez años
haciendo piercings. No he visto unos pezones menos erectos en la vida. —Sam resopló—. Alex,
¿puedes traer un par de cubitos de hielo del congelador?
Alex se levantó, pero, cuando pasaba por al lado de Sam, este alargó un brazo y lo detuvo.
—También podemos probar con otra cosa… si os apetece.
En aquel cuarto se cruzaron muchas miradas. Y en todas había algo de prudencia, un poco de
miedo, tal vez incluso vergüenza… pero lo que más había era morbo. Ganas. Sexo en estado puro,
a pesar de que aquello ni siquiera había empezado. Emma asintió y ese gesto fue lo que todos
necesitaron para lanzarse al vacío. Sin red de seguridad. El mejor jodido vacío de todas sus
vidas.
—Ponte de rodillas al lado de ella —ordenó Sam, que, por alguna razón desconocida, parecía
llevar la voz cantante de todo aquello. Alex obedeció, a pesar de que ninguna postura le resultaba
cómoda con la tremenda erección que lucía bajo sus pantalones vaqueros.
Sam podía dirigir aquello con esas dotes de líder que en él resultaban del todo naturales, pero
Alex solo tenía ojos para Emma en aquel momento. Solo quería hacer lo que ella le pidiera. Así
que, cuando la que había sido el gran amor de una vida anterior dirigió una mirada a sus propios
pezones, Alex la sintió como una orden. Se agachó un poco sobre ella y dejó que la punta de su
lengua rozara levemente el pezón derecho de Emma, que estaba tan duro que quedaba más que
claro que aquel movimiento, paradójicamente, ya no era necesario.
—¿Te gusta, nena? —preguntó Sam, y Emma solo pudo responder con un jadeo de placer.
Sam, por su parte, parecía indiferente a lo que estaba ocurriendo, aunque era una pose
estudiada. Preparaba el material para agujerear los pezones de su novia mientras luchaba para no
correrse con la simple visión de otro hombre llevándola al límite del placer.
—Tendré que desinfectar con un poco de alcohol la zona antes de clavar la aguja, ¿vale,
Emma?
—Sí —respondió ella, con voz temblorosa. La sola mención de las agujas, del dolor futuro, la
excitaba más que la asustaba.
—¿Sabes que te va a joder, verdad? —advirtió Sam—. Yo me lo hice hace años y lo recuerdo
muy doloroso.
—Si pretendías disuadirla —intervino Alex, apartando por primera vez sus labios de los
pechos de Emma—, creo que llegas tarde.
—Eso también es cierto.
—Hazlo ya, Sam —ordenó Emma, con una mirada que estuvo a punto de precipitar la
excitación de todos.
Sam se acercó a la cama, con el catéter, la aguja y las dos joyas de acero quirúrgico que iba a
colocarle. Al hacerlo, su erección, tan prominente que no habría pasado desapercibida a nadie,
quedó a la altura de la cara de Emma. Y ella se sintió invitada a probarla.
Sam tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para que no se le cayera el instrumental de las
manos en el momento en que Emma desabrochó sus pantalones y posó su lengua encima del
glande. Alex seguía chupándola, aunque no parecía atreverse a moverse de la zona delimitada.
—Si sigues así, vas a volver a quedarte sin piercings —dijo Sam, aunque en realidad aquello
pareció más un jadeo prolongado que una frase con sentido.
—¿Te dejo trabajar y luego seguimos? —le preguntó Emma, muy seria. De verdad deseaba
aquellos piercings.
Sam asintió. Emma agarró la cabeza de Alex y, después de dirigirle una mirada a Sam a la que
él respondió con un asentimiento, la colocó sobre su propia entrepierna. En su sexo, tapado por
unos vaqueros que no tardaron en volar.
La situación se precipitó. Y qué perfecta es la precipitación cuando sabe tan bien. Alex
comenzó a lamer el sexo de Emma, sus labios, su clítoris. Acompañó el movimiento con unos
cuantos dedos que se colaron en lo más hondo de su vagina. Emma estaba a punto del orgasmo y
no dudaba en demostrarlo con gritos, gemidos y jadeos. Su mano se dirigió a la polla de Sam,
concluyendo que él bien podría hacer el trabajo aunque ella lo masturbara.
Si algún día Sam necesitó comprobar su propia profesionalidad, fue aquella tarde. Fue capaz
de verter una mezcla de alcohol y líquido antiséptico en un algodón, frotó con él los pezones
hipersensibilizados de Emma y llevó la aguja hasta el punto exacto en el que ella tendría de por
vida un pendiente con el que ya estaba deseando jugar. Todo ello, mientras Emma bombeaba su
pene arriba y abajo, arriba y abajo.
—Va, Emma —avisó Sam.
El primer agujero le provocó a Emma una mezcla de placer y dolor que Alex sintió sobre su
lengua. Con el segundo, emitió un grito que debió de escucharse en toda la mitad sur de San
Francisco. Y fue de placer, de dolor, de… todo. Alex siguió succionando su sexo, todos sus jugos.
Ella arqueó tanto la espalda que, durante un segundo, pareció que iba a romperse. Sam necesitó
más y, en cuanto le hizo las curas básicas, se abalanzó sobre la cama y… dejó que Alex cambiara
de destinatario de sus placeres.
Un minuto después, Sam comprobaba lo que se sentía cuando un hombre que te atrae en cierto
modo, al que quieres en otro cierto modo, te chupa hasta conseguir que te corras en su boca.
Emma estaba sentada sobre su cara, sobre la de Sam, que había iniciado una segunda ronda de
aquel sexo oral gracias al cual ella ya se había corrido cuando Alex se lo había practicado.
Los orgasmos se multiplicaron. Las posturas cambiaron. Casi todos probaron casi todo. Sin
ninguna duda, todos sintieron que aquello era lo más excitante que habían hecho jamás. Y,
sorprendentemente, en ningún momento temieron que nada cambiara a la mañana siguiente. Aquel
sexo magnífico había surgido de forma espontánea, como lo hacen las mejores cosas de la vida,
pero todos sintieron que, de alguna retorcida manera, era una decisión muy meditada.
Aquella noche, el apartamento victoriano más bonito de San Francisco se convirtió en una
sesión eterna de sexo, atracción, amistad, ganas… y algo que empezaba a parecerse un poco al
amor.
8
Enamorados
Los meses fueron pasando. Seis, siete, ocho… Cuando se quisieron dar cuenta, Alex llevaba ya un
año viviendo en una estancia que un día se había llamado «habitación de invitados» y que había
acabado convirtiéndose en su cuarto de pleno derecho. Aunque pasara más tiempo en el que había
al otro lado del pasillo que en ese. El título de propiedad de los cuartos en aquella casa se basaba
más en el lugar donde cada uno guardaba sus cosas que en dónde dormía. Porque eso solía ocurrir
en la cama más grande del piso, donde seis piernas se entrelazaban entre jadeos, besos y horas de
sueño.
Ni Sam ni Emma echaban de menos el tiempo en que vivían solos en aquel precioso
apartamento. Incluso se les hacía extraño pensar que habían estado así cinco años. Y habían sido
muy felices, sí, pero lo que habían sentido en el último año… estaba a otro nivel. Alex había
dejado de buscar piso hacía unos cuantos meses… y un poco más tarde que eso, había dejado de
fingir que no se sentía mejor en aquella casa de lo que había estado jamás en cualquier otro sitio.
Se había pasado cinco años de su vida viajando por el mundo para encontrarse a sí mismo, para
dejar de sentir aquella inquietud vital que se lo comía a veces por dentro… y había acabado
encontrando ese lugar en la misma ciudad de la que había huido y en los brazos de la misma mujer
a la que había abandonado. Pero… ahora todo era diferente.
Y es que Alex, Emma y Sam eran grandes amigos. Familia, en realidad. Se querían. Se habían
vuelto imprescindibles unos para los otros. Pero lo que redimensionaba todo lo que eran y lo
convertía en algo diferente a lo que jamás hubieran vivido… era el sexo. Era algo de otro planeta.
Una experiencia diferente a todo lo que habían conocido. Más excitante, más pasional, más llena
de vida y de capacidad para hacerlos volar. Cuando llevaban ya unos cuantos meses acostándose a
tres —aunque a veces seguían haciéndolo a dos, en las diferentes combinaciones posibles—, una
tarde estaban en una cervecería del centro y, en la mesa contigua, una pareja se comía a besos.
Cuando se marcharon, probablemente en busca de más intimidad, Alex y Sam no pudieron evitar
comentar que ahora les daban un poco de pena las personas que disfrutaban del sexo de dos en
dos. Emma se rio y, aunque no les quitó la razón, les dijo que pensaran que eso mismo era lo que
habían hecho ellos toda la vida y no habían tenido queja.
—Porque no habíamos probado esto —respondió Sam, lleno de razón y con una sonrisa
matadora pintada en la cara—. Esa gente se está perdiendo algo magnífico.
Y es que Sam había resultado el más sorprendido por la nueva configuración sentimental de su
vida. Al fin y al cabo, Alex y Emma tenían una historia anterior y no era muy complicado que, una
vez superados prejuicios y ataduras, entre ellos el sexo, y el amor, volviera a funcionar como una
maquinaria bien engrasada que resiste los envites del tiempo. Emma era heterosexual y se
acostaba con dos hombres, así que eso tenía sentido. Alex era homosexual, aunque siempre había
dicho que Emma no había dejado de excitarlo jamás, así que… también tenía sentido que lo
hiciera en aquellas sesiones de sexo a tres. Pero Sam nunca había dudado de su heterosexualidad.
Había experimentado cosas en su juventud, sí, más por diversión, promiscuidad o borrachera que
por que tuviera dudas o curiosidad. Pero nunca había pasado de que algún amigo borracho se la
chupara después de una fiesta cargada de excesos. Y en esas circunstancias, ojos que no ven…
Con los ojos cerrados, no habría distinguido a esos tíos de una mujer.
Pero con Alex era diferente. Con Alex se excitaba. Alex le gustaba. Y él había sido el primer
sorprendido cuando el morbo de aquellos primeros encuentros pasó y lo que quedó fueron… las
ganas. Y Sam le tenía unas ganas locas a Alex, probablemente las mismas que Alex a él. No se
habían acostado nunca los dos a solas, sin Emma. Aún. Y Sam había sido siempre la parte activa
cuando interactuaban en aquellos tríos que se habían convertido casi en adicción. Pero no decía
que no a nada a largo plazo. Quién sabía. Si había llegado ya hasta allí, cualquier cosa era
posible.
***
El día que Alex cumplía treinta años, Emma y Sam se propusieron hacerle una fiesta, pero, como
sabían que él odiaba las sorpresas, lo avisaron un par de días antes. Así aprovechaban también
para que él les diera alguna pista sobre los invitados que no eran amigos comunes y a los que
tendrían que llamar para que la diversión fuera completa. La sorpresa llegó cuando Alex les dijo
que no le apetecía esa fiesta. Que prefería que cenaran los tres. Solos. En casa. Que se esmeraran
con el menú y eso lo consideraría el mejor regalo posible. Y añadió…
—Es que quiero hablar con vosotros de algo importante.
Dice mucho del nivel de confianza que habían adquirido los tres el hecho de que Sam y Emma
no necesitaran más que mirarse el uno al otro para saber que los había recorrido un
estremecimiento por la espalda al pensar que quizá Alex fuera a decirles que se marchaba. Ya no
se imaginaban cómo sería la vida sin él allí, con sus sonrisas tímidas, sus conversaciones durante
el desayuno, sus noches de sexo desenfrenado. Y quizá aquella decisión fuera la más lógica. Una
relación a tres sonaba a algo temporal, no era una situación que pudiera durar toda la vida, ¿no?
¿O sí sería posible? Sam y Emma se habían esforzado mucho para que Alex no se sintiera el
tercero en discordia, como una especie de invitado que había llegado a una pareja estable para
hacerla mejor. Por nada del mundo querrían que él se sintiera utilizado. Un simple juguete para
añadir sal a las relaciones sexuales de una pareja que había caído en la monotonía. En absoluto
era así. Ni ellos habían buscado nada, porque el sexo era fantástico ya antes de que llegara Alex,
ni consideraban que dentro de aquella cama, de aquella casa, hubiera ningún tipo de jerarquías.
Eran todos iguales. Como debía ser.
La noche antes de aquella cena, Emma apenas pegó ojo, por puro miedo a que las imágenes
que más daño le habían hecho en toda su vida, las de Alex marchándose para siempre, pudieran
repetirse. Sam también pasó un buen rato en vela, al principio preocupado por la manera en que
afectaría a Emma ver salir de su vida a quien un día había sido su gran amor, sí, pero que por
encima de todo había sido siempre su mejor amigo. Pero después de unas horas mirando al techo
de su dormitorio, se dio cuenta de que también estaba preocupado por sí mismo. Que no temía
solo por Emma, que no era tan altruista. A Sam le daba miedo perder a Alex porque se había
convertido ya en una parte fundamental de su vida.
Necesitaron un par de siestas y un café bien cargado para, al menos, cumplir con aquello que
Alex les había pedido: que se curraran una buena cena. Prepararon unas bruschettas de ajo,
mermelada de tomate, sardina ahumada y cebollino como entrante y se esmeraron en el segundo
plato: una lubina a la espalda con patatas, brócoli y zanahorias. Ninguno de los dos era demasiado
aficionado a la cocina, esa era la especialidad de Alex, así que con la tarta no se atrevieron.
Compraron un enorme pastel de chocolate y crema pastelera, con un «Felices 30» escrito sobre la
cubierta. No sabían cuál sería el resultado final, pero, al menos, cuando Alex llegó a casa, todo el
apartamento olía de maravilla y él lo notó.
—¿Ayudo en algo? —preguntó, cuando los vio algo agobiados con los remates finales de la
cena.
—¡En absoluto! —exclamó Emma, cogiéndolo de la mano y dirigiéndolo a la silla que
presidía la mesa de comedor—. Tú eres el homenajeado. Siéntate, sírvete una copa de vino y
disfruta.
Alex sonrió y, enseguida, Sam apareció en el comedor con las bandejas de comida. Fue una
cena deliciosa, cómoda y feliz. Alex sopló las velas y no quiso decir a nadie el deseo que había
pedido. Él parecía tranquilo aquella noche, o al menos era el único de aquella mesa que conseguía
disimular los nervios. Porque tranquilo del todo no estaba, aunque él, al menos, sí tenía muy claro
lo que quería decirles. Y cruzaba los dedos muy fuerte para no haber malinterpretado unas cuantas
señales que llevaban meses saltándole delante de la cara y que se habían convertido en la ilusión
más grande de su vida.
—Bueno… ¿Y qué era eso tan importante que querías contarnos? —Sam y Alex se miraron y
estallaron en una carcajada porque, si algo estaba claro desde el comienzo de la cena, era que
sería Emma la que no podría aguantar la impaciencia y acabaría preguntando. Cuando las risas se
extinguieron, empezó la conversación seria.
—Pues… si algo aprendí en los años que estuve viajando por el mundo es que los
malentendidos son una mierda. Y que se pueden evitar hablando las cosas claras, aunque ponga
nervioso y dé un poco de miedo.
—Sabia actitud —reconoció Sam.
—Y por eso… quería que habláramos un poco sobre… sobre… nosotros.
—¿Sobre… esto? —preguntó Emma, haciendo un gesto con las manos que quería abarcar
muchas cosas.
—Sí. Sobre lo que somos. Lo que seremos. No es que haya que sentar las bases de nada en una
sola cena, pero… al menos saber lo que vosotros opináis. No he conocido nunca a nadie en
nuestra situación, así que no sé cuáles son las normas, si las hay.
—A la mierda las normas —opinó Sam.
—A la mierda, sí, pero… —Emma dudó—. Entiendo que algo habrá que establecer. Lo peor
que nos podría pasar sería que unos esperáramos unas cosas y otros, otras. No sé si me explico.
—Perfectamente. —Alex le sonrió—. Eso es justo lo que yo quiero evitar. Que nadie salga
herido, vaya.
—¿Qué propones? —preguntó Sam, muy serio, rezando internamente para que esa
conversación no acabara con la ruptura de algo que le gustaba tanto, donde se sentía tan pleno.
—Creo que deberíamos aclarar si esto que lleva pasando tantos meses es… solo sexo. O si
hay algo más.
—Por mi parte… Yo… —Emma alternaba la mirada entre Alex y Sam, con las ideas muy
claras, pero algo de arrepentimiento por haber sido ella la primera en lanzarse a hablar.
—Empezaré yo —la rescató Alex—. Para mí no es solo sexo.
—Para mí tampoco —dijo Sam, tan rápido que podría parecer que no se había pensado la
respuesta, pero… vaya si lo había hecho.
—Ni para mí —secundó Emma.
—Y entonces… ¿qué es? —preguntó Alex—. Y de nuevo, respondo yo a lo que siento. Yo
estoy casi seguro de que me he enamorado… de los dos. De una forma extraña. Si algo he
aprendido es que no hay una sola fórmula para amar. Pero lo que siento por vosotros… no puede
ser otra cosa que amor. Emma, a ti te he querido siempre. Incluso cuando me marché… seguía
queriéndote. Y no solo como amigo. Y a pesar de que soy gay, o tal vez bisexual, aunque tú eres la
única mujer con la que me he planteado estar en los últimos seis años…, te quiero. Estoy
enamorado de ti.
—¿Y de mí? —preguntó Sam, incapaz de morderse la lengua.
—A ti te quiero menos que a ella, pero me pones más —respondió Alex, medio en serio,
medio en broma.
—Yo os quiero a los dos —confesó Emma—. De manera diferente quizá. A Alex más como al
amor de toda una vida que ha vuelto y se ha convertido en familia. A Sam como el hombre con el
que quiero pasar el resto de mi vida. No… —se corrigió sobre la marcha—. La verdad es que,
según lo he dicho, he pensado que es con los dos con quien me gustaría pasar el resto de mi vida.
—Supongo que soy yo el que lo tiene más complicado de explicar. —Sam resopló, cruzando
los dedos para hacerles entender algo que en su cabeza estaba clarísimo—. Yo soy heterosexual,
pero… supongo que me pasa lo mismo que a ti, Alex, pero al revés. Nunca me había planteado
enamorarme de un hombre, pero… lo que siento por ti… se parece bastante a eso.
El silencio tomó el mando de la sobremesa, pero fue tan cómodo como los que siempre solían
compartir. Las confesiones estaban hechas y la diosa Fortuna quiso que todos coincidieran en sus
sentimientos. O tal vez fue Cupido, dado que los tres se consideraban enamorados de los otros
dos, sin diferencias, prejuicios ni celos. Qué bonito fue ese momento, joder…
—Solo una cosa más… —dijo Sam, que no había pensado en ello hasta aquel momento, pero
se alegraba de que se le hubiese ocurrido—. Creo que esta pareja de tres, o como coño se llame
esto, puede funcionar. En serio, confío en el futuro de la misma manera que si fuéramos una pareja
tradicional…
—¿Pero…? —adivinó Emma.
—Pero sin ver a nadie más. Si somos nosotros… seremos solo nosotros. Cualquier relación
sexual, afectiva o de cualquier tipo romántico fuera de esta casa, para mí, sería una infidelidad.
Yo no tengo intención de estar con nadie, Emma entiendo que tampoco, pero… ¿Alex?
—¿De verdad creéis que, teniéndoos a vosotros, iría a buscar algo fuera? —dijo, ahogando
una carcajada sarcástica.
—Pues… esto habrá que celebrarlo, ¿no? —propuso Emma.
Y no necesitó hacer más aclaraciones, porque todos tenían clarísimo de qué manera se
celebraban las cosas en aquel apartamento. Solo les faltó echar una carrera para ver quién era el
primero en llegar al dormitorio, mientras las prendas de ropa iban quedando desperdigadas por el
pasillo.
9
Triángulo
Y la vida siguió fluyendo. Ni Alex ni Emma ni Sam se habían molestado jamás en dar
explicaciones a nadie sobre lo que ocurría en sus vidas, así que mucho menos iban a empezar a
hacerlo pasados los treinta años. Quizá si Alex y Emma hubieran tenido a sus familias en la
ciudad —o si Sam hubiera tenido familia en algún jodido lugar— habrían tenido que sentarse con
ellos para hacerles entender que no todas las relaciones son iguales, que el mundo había cambiado
lo suficiente en las últimas décadas —especialmente allí, en la ciudad que había inventado el
concepto de «amor libre»— como para que nadie tuviera que asustarse por que tres personas
hubieran decidido compartirlo todo. Sobre todo, amor. Nada podía ser mal visto, al menos por
personas normales sin prejuicios, si el amor era el que lo presidía todo. Y si hacía felices a las
tres personas que protagonizaban la anómala relación, sin que ninguno sintiera celos, ni ninguna
otra emoción dañina.
Así, recorrieron las calles de San Francisco de la mano. Los tres. Besándose en cada esquina,
cada vez que les apetecía. A la gente que sospechara lo que ocurría entre ellos —los amigos
comunes parecían saberlo, pero ellos nunca lo habían confirmado— les podía parecer lo más
extraño del mundo, pero era tan sencillo como que, al irse cada mañana a trabajar, cada uno de
ellos besaba a dos personas, en lugar de a una, como ocurría en la mayoría de hogares. Bueno…,
en realidad los chicos no se besaban entre sí, salvo en el ámbito del sexo, y con Emma de por
medio, cuando no había ningún tabú ni barrera entre ellos. Solo debería haber los límites que cada
uno quisiera imponer, pero la confianza y la transparencia entre ellos era tal que nunca habían
sentido la necesidad de dejar claro ninguno.
Viajaron mucho. Sus trabajos les consumían mucho tiempo, pero también habían empezado a
darles un buen rendimiento económico y, para qué engañarse, compartir todos los gastos del día a
día entre tres en lugar de entre dos era otra de las magníficas ventajas de aquella relación que a
ellos les parecía la piedra filosofal, de tan perfecta que era. Visitaron la costa este, pasaron una
semana al sol de Florida y, en un verano que los tres recordarían para siempre como el mejor de
sus vidas, cogieron un avión transoceánico y recorrieron Europa con sus billetes de Interraíl en
los bolsillos. Ni Sam ni Emma habían cruzado nunca el charco, así que se dejaron guiar durante
cuatro semanas por un Alex que había vivido sus momentos de mayor crecimiento personal en el
viejo continente. Bueno…, eso era lo que hacían por el día. Las noches se les pasaban entre
jadeos, gemidos y un amor que nunca menguó. Solo crecía con cada amanecer.
Según fueron pasando los meses, las preguntas curiosas de su entorno empezaron a brotar. A
ellos les daba la risa, porque no se podían creer que la gente hubiera tardado tanto en darse cuenta
de que allí había algo más que una bonita amistad. ¡Pero si había pasado más de un año y medio
desde que Alex había llegado a su apartamento! Y ya ni siquiera tenía su propio cuarto, el de
invitados, sino que habían convertido ese segundo dormitorio en un despacho para los tres y la
habitación principal en el cuarto en el que dormían… y muchas otras cosas. Nadie pareció
asustarse y, si los juzgaron a sus espaldas, a ellos no pudo importarles menos.
Eran felices. Muy felices.
La noche en que se cumplían dos años desde que Alex había entrado por la puerta de aquel
apartamento sin imaginar que aquello desencadenaría los veinticuatro meses más felices de sus
vidas, Sam les anunció durante la cena que quería tatuarse algo. No es que aquello fuera una gran
novedad, ya que incluso él mismo empezaba a mostrarse preocupado por la posibilidad de
quedarse sin espacio en su cuerpo para nuevos diseños. A veces conseguía pasar seis o siete
meses sin dibujarse nada en la piel, pero luego le venía una racha compulsiva y volvía a cambiar
el aspecto de aquel lienzo que, para Alex y Emma, era el más bonito del mundo. Así había llegado
a la situación de que quedaban muy pocos espacio en blanco en su cuello, sus brazos, su pecho o
su espalda. Solo sus piernas conservaban el color original, siempre algo moreno incluso en
invierno, de su piel.
Pero Sam no hablaba de un tatuaje cualquiera. Hablaba precisamente de estrenar la piel de
sus piernas para llevar un único diseño. Entre risas por el desastre de relleno para fajitas que
había preparado Emma, les juró que aquel nunca lo rodearía por otros dibujos que le quitaran
protagonismo. Llegado ese punto, Alex y Emma ya solo querían que confesara qué tenía en mente.
—Un triángulo.
—¿Un triángulo? —preguntó Alex, sin querer ilusionarse por el significado de aquel tatuaje.
—Sí. Equilátero. Sencillo pero precioso. —Los miró a ambos a los ojos de forma consecutiva
y suspiró—. Como nosotros.
Emma y Alex compartieron una mirada tras sus ojos humedecidos. Sam nunca había sido un
hombre de grandes declaraciones de amor, al contrario que ellos, a los que se les escapaban los
sentimientos en forma de palabras. Pero aquel gesto decía más de lo que ningún otro podría
haberlo hecho. Era un tatuaje diferente a todos los demás que tenía, en un lugar que había
permanecido virgen hasta aquel momento. Quizá como su corazón hasta que los había conocido.
Significaba tanto…
—¿Te importaría…? —empezó a decir Alex, pero no se atrevió a completar su frase.
—¿… que nosotros también…? —Emma titubeó, pero la idea ya estaba clara, sentada a
aquella mesa de la misma manera que ellos.
—Será un honor. —Sam sorbió por la nariz. Aquella conversación podía parecer baladí vista
desde fuera, pero estaba tan llena de emoción que era imposible contenerla toda—. Un jodido
honor.
Podrían haber esperado al día siguiente, pero… para qué. Ninguno iba a cambiar de idea y les
pareció precioso hacerlo así, en casa, en aquel momento lleno de sentimientos compartidos a tres.
Sam puso una sábana vieja, aunque impecablemente limpia, sobre la cama auxiliar del despacho, y
empezó a preparar los materiales para tatuar mientras Alex y Emma preparaban unos mojitos en la
cocina. Bien cargaditos de ron, aunque Sam no fuera muy partidario de beber y tatuarse a la vez,
pero… un día era un día. Y aquel era uno especialmente importante. Era su forma de sellar un
compromiso, más permanente que cualquier anillo, tan privado como les permitía su situación. Era
la boda que tendrían aquellos cuya situación no estaba regulada por las leyes. Ni falta que les
hacía.
—¿Dónde lo queréis? —les preguntó Sam en cuanto entraron en el cuarto.
—Yo… aquí. —Emma señaló el dorso de su mano.
—¿Así, tan… visible? —preguntó Sam, extrañado. Emma estaba llena de tatuajes, y él se
enorgullecía de habérselos hecho todos, pero nunca se había atrevido con ninguno que quedara a
la vista cuando se vestía de impecable empresaria y diseñadora de interiores.
—Sí. Quiero tenerlo siempre presente. Y que lo vea todo el mundo, porque me moriré antes de
llegar algún día a ocultar lo que tenemos, porque es lo mejor que me ha pasado jamás.
Sam y Alex intercambiaron una mirada que significaba que querían tanto a aquella mujer que
morirían y matarían por ella.
—¿Y tú? —preguntó Sam a Alex, en parte para aliviar la intensidad de aquella conversación.
—Aquí.
Pero no fue posible hacer menos denso aquel ambiente cargado de amor, porque lo que hizo
Alex a continuación fue llevarse las palmas de sus manos al pecho, al lado izquierdo, justo al lado
del corazón. Sería su primer tatuaje en el torso. Una primera vez para todos en algún sentido. Una
buena metáfora de la primera vez que se habían enamorado de verdad.
—Pues vamos allá.
Aquel tatuaje dolió, pero fue un dolor dulce. Uno que repetirían un millón de veces en sus
vidas. Alex fue el primero, y se sintió más pleno que nunca cuando se miró, en calzoncillos, al
espejo. Su pecho, blanco y apenas cubierto de vello, estaba ahora marcado. Sonrió tan fuerte al
darse cuenta de lo positivo que era el significado de ese verbo «marcar» que casi se le desencajó
la mandíbula.
A continuación llegó Sam, que tenía la misión más complicada al tener que tatuarse a sí
mismo. Pero era un profesional con muchísima experiencia y consiguió que el diseño de su tobillo
izquierdo quedara perfecto. Estuvo a punto de emocionarse de veras cuando vio sus piernas largas
rodeando a Emma y diciéndole con un dibujo que estaba encantado de ser una arista de aquel
triángulo perfecto.
Y ella fue la última. El ambiente de la habitación se había caldeado bastante durante aquellas
horas de la madrugada. Demasiada piel a la vista y demasiadas ganas. Emma no se tumbó, sino
que se sentó en el sofá y puso la mano sobre la mesa del despacho. Alex estaba detrás de ella,
besando su cuello largo, bajando hasta su escote profundo, mirando a Sam mientras lo hacía,
porque le gustaba tanto excitarse como excitar como ver la excitación en los ojos de un tercero.
Sam, por su parte, estaba manifiestamente cachondo mientras tatuaba. Tuvo que hacer un
esfuerzo extra para que el tatuaje de Emma quedara bien, porque su sangre no estaba concentrada
precisamente en el cerebro.
Cuando estuvieron los tres tatuados, protegidos por la crema antiséptica y vendados con film
transparente… se miraron al espejo. Se sintieron orgullosos de lo que veían. Emma, tan diosa,
vestida solo con un conjunto de ropa interior de encaje negro que dejaba al aire las alas de su
espalda, esas que la convertían en el ángel caído más sensual del cielo y la tierra. Sam lucía una
erección brutal bajo sus bóxer de algodón grises. Estaba bien dotado, eso lo sabían bien los otros
dos, pero aquello parecía casi inhumano. Alex dirigió la mirada hacia aquel bulto, gemelo al que
lucía él en sus calzoncillos, y se le escapó una risita breve que pronto cortó para hacer algo más
inteligente.
—Gracias por esto, Sam. —Alex se acercó a él por detrás, dirigió su mano a la entrepierna de
Sam y le dio un apretón que al otro hasta le dolió—. Y no me refiero solo al tatuaje.
—Pues agradécemelo en condiciones, ¿no? —Sam esbozó una sonrisa torcida y Emma no
tardó en reaccionar. Se situó detrás de él y empezó a bajar su ropa interior. Para entonces, Alex ya
había caído de rodillas y el glande de Sam se introducía entre sus labios hinchados por el deseo.
Una hora después, los tres se habían corrido —y no solo una vez—, y yacían tranquilos y
felices sobre el sofá del despacho.
—Os quiero. —Las palabras de Sam lo llenaron todo. Él mismo nunca se había sentido más
pleno que en ese momento. Y nunca encontró esas palabras menos tópicas que allí, entonces—. Os
quiero muchísimo, joder.
Él nunca lo había dicho. Alex y Emma sabían perfectamente que los quería, pero él no lo
decía, no con esas palabras. A Emma sí le decía «te quiero» a menudo, como había hecho
siempre, antes de que Alex apareciera. Y a Alex también se lo había dicho, pero añadiendo un
«tío» al final. Aquellos «te quiero, tío» siempre sonaron menos profundos que el «os quiero» que
ahora llenaba los oídos —y el alma— de sus dos compañeros de vida.
Y ellos no respondieron con un «yo también», sino con otros dos «os quiero» que resonaron en
las paredes del apartamento y que esperaron que se convirtieran para siempre en la banda sonora
de todo lo que serían en el futuro.
Lo que aún no sabían era que el futuro les tenía preparada una jugada demasiado cruel. Una
que podía mandar aquellas vidas de ensueño por los aires.
10
El día en que todo cambió
Alex y Emma estaban solos en casa el día que todo cambió. Era domingo y habían amanecido
tarde, después de una noche de sábado que había llevado la palabra «placer» a sus cotas más altas
de significado. Había sido sexo, sí, pero también había sido amor, complicidad, amistad,
atracción, pasión. Vida. Eran más de las cuatro de la madrugada cuando se habían quedado
dormidos y pasaban de las once cuando despertaron, los tres enredados en la misma cama.
Hacía dos años que era difícil ver a Alex, Emma y Sam hacer algo por separado, a excepción
del tiempo que los tres dedicaban a trabajar. Pero había una afición que no podían disfrutar todos
juntos, a pesar de que, con el paso de los meses, todos habían ido aficionándose a las cosas que
les gustaban a los demás. Y esa afición era la pasión de Sam por las motos. Alguna vez habían
bromeado con que, para no separarse ni siquiera unas horas de vez en cuando —hasta eso se les
hacía cuesta arriba—, lo ideal sería que Sam se comprara un sidecar para acoplar a su Harley. Y
ya más en serio, alguna vez Alex había pensado en comprarse una moto, que siempre le habían
gustado, y que entre ambos se turnaran para llevar de paquete a Emma, que no parecía muy por la
labor de unirse a la pasión motera. Pero al final no lo había hecho porque lo más potente que Alex
había conducido sobre dos ruedas era un scooter con el que se movía en la época en la que había
vivido en Asia.
Así que aquel domingo Sam salió a hacer la única cosa de la que aún disfrutaba sin Alex y
Emma. Recorrer las intrincadas carreteras del norte de California. Perderse por paisajes
desconocidos pero que no tenían nada que envidiarles a los más famosos del país. Sentir el viento
en la cara y poner la mente en blanco. Notar bajo su cuerpo el ronroneo de un motor que conocía
como la palma de su mano. Y convivir con lo poco de sí mismo que quedaba de aquel adolescente
demasiado atormentado y perdido que había sido veinte años atrás. Él se había hecho mayor en un
club de moteros en el que había aprendido a amar las motos y, por suerte, a odiar todo lo demás
que se hacía entre sus paredes, con la única excepción de los tatuajes. Allí le habían enseñado a
arreglar un motor —también a trucarlo—, a controlar la moto en casi cualquier situación
imaginable y a disfrutar de algo que para algunos era una afición, pero para otros se había
convertido en una forma de vida.
—Volveré tarde. —Sam se había vestido en tiempo récord, de cuero de la cabeza a los pies, y
se disponía ya a recuperar su moto del garaje del edificio, pero pasó por el dormitorio a
despedirse de Alex y Emma, que aún remoloneaban en la cama—. Alex, deja de mirarme así o me
jodes el domingo motero.
—Es que todo ese cuero… —Alex soltó una exclamación que se pareció más a un gruñido—.
Vamos, no me jodas.
—Lárgate ya, Sam —exclamó Emma, mientras se partía de risa—. Me tenéis agotada, joder.
Hoy no pienso sacarme las bragas.
—Para eso tendrías que ponértelas en algún momento, cielo. —Sam le guiñó un ojo y todos se
rieron—. No lo paséis demasiado bien sin mí. Volveré a la hora de cenar más o menos.
Y con esas frases se marchó, dejando a Alex y Emma con todo un día por delante para hacer lo
que les diera la gana. Las primeras veces que se habían encontrado en esa situación, que Sam se
marchara en la moto a pasar todo un día fuera, se les había hecho raro. También les había pasado a
Emma y a Sam cuando Alex tuvo que salir un par de días de la ciudad por un viaje de trabajo.
Parecía extraño que, después de todo el tiempo que habían pasado juntos por separado, dado que
Emma había sido durante muchos años pareja de cada uno de ellos, ahora la vida pareciera
incompleta cuando no eran tres. Era difícil creer que las cosas hubieran fluido de una manera tan
cómoda, tan natural.
Al final, Alex y Emma se quedaron en la cama todo el día. Vagueando, durmiendo a ratos.
Viendo una peli tonta en el ordenador. Picoteando de una bandeja llena de snacks de lo más
insanos que Alex preparó y que ambos prometieron quemar al día siguiente en el gimnasio.
Riéndose a carcajadas cuando se dieron cuenta de que, en cuanto volviera Sam, lo más probable
era que los quemaran en la cama. Charlando. De ellos, de la vida, de Sam. Del concepto que
tenían del amor, que había cambiado radicalmente en los últimos dos años.
—Quién nos iba a decir que algún día acabaríamos así, ¿no? —dijo Emma, aunque más que
una pregunta era un pensamiento en voz alta que le apetecía compartir con quien había sido su
mejor amigo desde que era una niña.
—Ya…
—Te juro que, cuando te marchaste… Es decir, una vez que pasó todo el dolor, que no fue
fácil. —Emma quiso morderse la lengua porque se dio cuenta, por la cara de Alex, de que a él le
habían dolido aquellas palabras. Pero ya había empezado y prefirió acabar su argumento, que no
tenía nada de triste—. Ya llevaba mucho tiempo con Sam, aunque él sabía que estaba un poco a
medio gas, intentando volver a ser yo. Y ahí, cuando todo estaba ya bien, conmigo misma y con él,
pensé que era imposible ser más feliz de lo que era. Hasta que volviste, creamos esto… y supe lo
que significaba la expresión «tocar el cielo con las manos».
—¿Tú me has perdonado, Emma? —le preguntó Alex, sin atreverse a levantar la mirada.
—¡Pero ¿es que no me has escuchado?! Lo que te estaba diciendo era algo bonito, joder. No
podemos estar con miedo a mencionar el pasado porque hubiera dolor en él.
—Ya. Ya lo sé. —Alex se acercó un poco más a ella y le acarició la mejilla—. Pero es que a
veces yo mismo no me perdono el daño que te hice.
—Pues olvídalo. Aquello fue jodido, por supuesto que sí, pero… si nunca hubiera ocurrido, ni
de broma ahora estaríamos donde estamos. Y te aseguro que no cambio mi situación actual por
ninguna del mundo.
—¿Ni siquiera por la época en que estabais Sam y tú solos?
—No. Aquello fue precioso, claro que sí. Como lo fueron también los años que compartimos
tú y yo. Pero la vida son etapas, Alex. Y la que estamos viviendo ahora es algo que poca gente se
atreve a vivir, o simplemente no quieren, y están en su perfecto derecho, solo faltaría… Pero para
nosotros… es lo mejor que nos ha pasado jamás, ¿no crees?
—Lo creo tanto que ni siquiera lo cambiaría por la época que pasamos nosotros dos solos,
Emma. Y a pesar de que se acabó y fue doloroso, te aseguro que aquellos años contigo fueron muy
felices. Lo más feliz que yo pensaba que llegaría a ser algún día hasta que os encontré a los dos.
Como para sellar aquellas palabras tan bonitas y sentidas, Alex y Emma acabaron haciendo el
amor. Como Sam había predicho muy acertadamente antes de marcharse, ella ni siquiera había
llegado a vestirse en todo el día. Fue sexo lento y pausado, porque los dos estaban agotados del
maratón de la noche anterior, pero también porque cada una de las tres personas que vivían en
aquella casa aportaban algo diferente al conjunto. Sam era pasión pura; era salvaje, intrépido, le
gustaba experimentar, sentir, transmitir con su cuerpo lo que sentía su alma de forma
completamente instintiva. Alex, en cambio, era más tierno, más delicado, romántico. Juntos, eran
una combinación perfecta. Algo que Emma alguna vez decía en broma que deberían probar,
aunque solo fuera una vez en la vida, todas las mujeres del planeta. Aunque bien sabía ella que no
permitiría que ninguna se acercara a menos de dos metros de distancia de sus dos hombres. De los
dos hombres de su vida. ¿Y qué era Emma en aquel triángulo? El centro de todo, el perfecto
catalizador que convertía en posible lo imposible, en aceptable lo que para otras personas sería
extraño, en amor de verdad lo que podría haber parecido solo sexo.
Cerca de las nueve de la noche, Alex se encontraba con las manos metidas en el horno. Allí,
en la cocina, se manejaba como pez en el agua, y disfrutaba experimentando nuevas recetas con la
certeza de que Sam y Emma se comerían todo lo que les ofreciera, porque eran dos auténticos
glotones. Aquella noche se decidió a hacer una receta vegana que le había pasado un antiguo
compañero de facultad que, en un extraño giro a su carrera, se había convertido en chef de un
restaurante vegetariano. Se trataba de una musaka rellena de una pasta deliciosa de pimientos,
calabaza y berenjena. El color del plato era espectacular y lo que él había probado mientras iba
preparando los ingredientes prometía mucho disfrute para sus papilas gustativas. Además, se
podía comer fría o calentar sin dificultad por si Sam finalmente llegaba a casa demasiado tarde y
con hambre.
—Joder, como sepa la mitad de bien de lo que huele, Alex… —lo piropeó Emma al salir de la
ducha. Iba envuelta en un albornoz blanco y con el pelo empapado goteando sobre el suelo del
salón–cocina.
—Eso espero. —Se acercó a ella y le dio un beso. Él también había necesitado pasar por la
ducha después de tanto sexo y remoloneo en la cama—. ¿Crees que Sam llegará para cenar?
—¿A qué hora estará listo?
—Pues… en unos diez minutos.
—Yo me muero de hambre, así que… le tocará comérselo frío.
Los dos se rieron y Alex se dedicó a darle los últimos retoques al plato mientras Emma ponía
la mesa. Aprovechó para poner música en el tocadiscos que habían comprado Sam y ella hacía ya
muchos años en un mercadillo de segunda mano cerca de la bahía. Apenas había empezado a sonar
la voz de Michael Jackson en el salón cuando el móvil de Emma sonó, estridente. Ella se
sorprendió un poco, porque en esa época de whatsapps y notas de voz era raro recibir una
llamada fuera de jornadas de trabajo, pero Alex la distrajo con una sospecha que ella enseguida
hizo suya.
—¿Qué te apuestas a que es el motero llamando para avisarnos de que se le ha hecho tarde y
que pasará la noche en un motel perdido en las montañas?
—Seguro. —Emma se rio, pero enseguida cambió a tono serio al ver que el número que
aparecía en su pantalla no lo tenía registrado—. ¿Sí?
—Buenas noches. ¿Hablo con Emma Weisburger?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—La llamo del hospital John Muir. Mi nombre es Michelle.
—¿Qué ha pasado? —Aunque no gritó, la voz de Emma se convirtió en un aullido desgarrado,
que hizo que Alex acudiera a su lado a toda velocidad. Los dos, solo con ese breve intercambio
de frases, estaban ya aterrorizados.
—Acaba de ingresar un paciente de urgencia llamado Sam Thornton. Ha sufrido un accidente
en una de las carreteras de circunvalación a la ciudad. Una ambulancia lo ha recogido y lo han
traído aquí. Su nombre y su teléfono figuraban como contacto en caso de emergencia.
—¡¿Cómo está?!
—No puedo informarla de nada por teléfono, además de que acaba de llegar y habrá que
esperar a la valoración del equipo médico, pero…
—¿Qué?
—Yo en su lugar intentaría llegar al hospital lo antes posible. No pierda tiempo. —El tono de
voz de la persona al otro lado del teléfono fue tan significativo que a Emma se le escaparon las
lágrimas que llevaba toda esa conversación reteniendo. Serían las primeras de muchas que
estaban por llegar, y eso ya lo sabía en aquel momento.
—Así lo haré. Muchas gracias.
Colgó el teléfono y se abrazó a Alex. Con necesidad de encontrar un pecho conocido en el que
consolar su dolor, pero sobre todo con miedo. Con pavor. Cinco minutos antes, estaban
preparando una cena bonita con la que recibir a Sam. Cinco minutos después, Sam podía morirse.
Era un eufemismo pensar en cualquier otra cosa después de aquella llamada de teléfono. Y
ninguno de los dos creía que pudieran sobrevivir si eso llegaba a ocurrir. Ningún triángulo existe
si le falta una arista. Quedan solo dos líneas perdidas en el vacío, destinadas a desaparecer.
El abrazo no duró ni diez segundos, los que tardaron en darse cuenta de que el tiempo
apremiaba. Se vistieron con las primeras prendas que encontraron, a la velocidad del rayo.
Salieron del apartamento sin saber cuándo regresarían a él, pero siendo muy conscientes de que,
cuando lo hicieran, no serían las mismas personas. En aquel salón siguió sonando, sin que nadie lo
escuchara, un viejo vinilo de Michael Jackson que hablaba de amor.
11
El horror
Alex y Emma llegaron al hospital aterrorizados. No habría otro adjetivo para describir el estado
en el que se encontraban. Eran jóvenes, habían pasado por diferentes situaciones en la vida,
algunas más fáciles, otras más difíciles, pero aún tenían esa edad en la que todo el mundo piensa
que es inmortal. Sobre uno mismo y sobre las personas cercanas a las que se quiere con locura. Ni
a Alex ni a Emma se les había pasado jamás por la cabeza que a alguno de ellos, de los tres,
pudiera pasarles algo horrible, pero… aquella llamada dejaba muy claro que ya había sucedido. Y
que ellos debían enfrentarse a las consecuencias. Quisieran o no.
Tal vez no tardaron mucho en atenderlos, pero a ellos para siempre les quedaría la sensación
de que habían pasado una eternidad de tiempo en una sala de espera anodina que jamás podrían
olvidar. Emma estuvo a punto de perder los nervios la cuarta vez que la recepcionista les dijo que
los médicos estaban a punto de salir a hablar con ellos. Alex parecía poner calma, pero en
realidad estaba tan paralizado por el pánico que no tenía capacidad de reacción.
Una mujer lloraba al fondo de la sala de espera. En otro momento, quizá Emma se habría
levantado a ofrecerle su ayuda, pero sus propias lágrimas la estaban ahogando tanto que no era
capaz de hablar con otro ser humano; ni siquiera con Alex. La máquina de café emitía un ronroneo
sordo que se convirtió en la banda sonora del peor momento de sus vidas; al menos hasta
entonces.
Era casi medianoche cuando al fin un doctor salió a hablar con ellos. «¿Familiares de Sam
Thornton?», preguntó, y ellos se levantaron sin plantearse que fueran una cosa diferente a familia.
Una familia de tres que no tenía ninguna intención de dar explicaciones, aunque, para simplificar
los trámites hospitalarios, se presentaron como la novia y el hermano del paciente.
—¿Les gustaría…? —El doctor carraspeó. A nadie le pareció una buena señal—. ¿Querrán
acompañarme a mi despacho, por favor? Así podremos hablar más en privado.
Por suerte, la sala a la que los condujeron estaba cerca. Los fluorescentes emitieron un
zumbido cuando el doctor pulsó el interruptor, y una luz blanquecina los cegó durante un instante.
Se sentaron en las dos sillas que les ofrecieron y observaron la cara del médico, como queriendo
leer en ella la realidad a la que se enfrentaban.
—Está vivo. —Las palabras sonaron como una exhalación. Lo único importante estaba
resuelto—. Muy débil pero vivo. Ha perdido mucha sangre. Estamos transfundiéndole en este
momento grandes cantidades para que se recupere y somos optimistas.
—¿Sí? —La voz de Emma sonaba tan llena de esperanza que Alex deseó que el doctor se
callara. Que no dijera nada más, porque presentía que no era nada bueno lo que les quedaba por
escuchar.
—Teniendo en cuenta el estado en el que llegó tras el accidente… Bueno, a los médicos no
nos gusta hablar de milagros, pero puedo asegurarles que estamos muy orgullosos de haberlo
sacado adelante.
—Y nosotros… nosotros les estamos muy agradecidos —logró articular Alex—. ¿Podemos
pasar a verlo?
—No esta noche. Hasta mañana por la mañana estará ocupado con muchos procedimientos
médicos. El horario de visitas de la UCI empieza a las nueve.
—Aquí estaremos.
—Pero hay varias cosas que me gustaría comentar con vosotros… ¿Puedo tutearos? —Alex y
Emma asintieron, y el doctor continuó—. Sam ha salvado la vida, pero… no está bien.
—¿A qué se refiere? —Alex titubeó un poco al hacer la pregunta, porque sintió el apretón
fuerte de Emma en su mano. Los dos habían alcanzado otro punto álgido de terror.
—Tiene lesiones… graves. Muy graves, en realidad. Le quedan por delante muchos meses de
hospital y muchos más de recuperación. Años, tal vez.
—¿De qué lesiones estamos hablando?
—Voy a empezar por las buenas noticias. Afortunadamente, no tiene lesiones internas. Eso sí
que es, sin ninguna duda, un milagro. Sus órganos están en buen estado y, teniendo en cuenta que es
un hombre joven y en buena forma física, las cosas serán indudablemente más sencillas que para
cualquier otro.
—¿Y las malas noticias? —preguntó Emma, que prefería sacarse ya la tirita de un tirón,
recibir las peores noticias para empezar a pensar en cómo afrontarlas.
—Su cuerpo ha recibido… muchos impactos contra el suelo. Todavía no hemos recibido el
informe policial, pero… han tenido que ser muchos. Contra el asfalto y contra un guardarraíl de la
carretera. Tiene múltiples fracturas. Tres de ellas en las costillas, aunque afortunadamente no han
perforado los pulmones. Le hemos vendado el torso y, con inmovilización, no tardarán demasiado
en estar curadas.
—Esto va a ir a peor, ¿verdad? —Alex esbozó una sonrisa sarcástica.
—Sí, desgraciadamente… Ya os he dicho que prefería empezar por las buenas noticias.
También tiene rotos el brazo y la clavícula derechos. Lo hemos operado para estabilizar las
fracturas y, por supuesto, también se lo hemos inmovilizado. Le dolerá y tendrá que hacer
fisioterapia cuando pase lo peor, pero tampoco son esas las lesiones que nos preocupan.
—¿Y cuáles son?
—Sus… piernas. No hay una forma buena de decir esto, así que, simplemente…, lo diré. En el
accidente, ha perdido la pierna izquierda.
Alex y Emma tardaron un segundo en asimilar esa información y, cuando lo hicieron, dieron un
respingo en el sitio. A Emma incluso se le escapó un pequeño chillido. Alex se llevó las manos a
la boca, quizá para evitar unirse a ese coro macabro de sonidos que expresaban lo que las
palabras no eran capaces. Las lágrimas que a duras penas habían sido capaces de contener se
asomaron entonces a sus ojos. Los desbordaron. Ellos se desbordaron, en el dolor de una pérdida
que sentían como propia. Porque los tres eran uno y ahora uno de los tres había perdido algo. Y no
pensaban en ello como solo una pérdida física. Era algo más. Lo sabían. Sería algo mucho más
profundo que eso.
—Y eso no es todo… La otra pierna, la derecha… está destrozada. Tiene diecisiete fracturas
solo entre la rodilla y el pie, además de otras en el fémur y la cadera, aunque esas son menos
preocupantes.
—¿Volverá a caminar? —preguntó Emma, leyéndole el pensamiento a Alex, que habría hecho
exactamente la misma pregunta si ella no se hubiese adelantado.
—Eso dependerá de varios factores. De nuestro acierto como médicos, y creedme que
haremos todo lo que esté en nuestras manos, y más, por lograrlo. De la suerte; no nos engañemos,
siempre tiene alguna importancia. Y quiero pensar que Sam ya ha agotado su cupo de mala suerte
para esta vida y un par más. Pero, sobre todo, sus opciones de volver a caminar dependerán de
cuánta fuerza de voluntad ponga él en su recuperación.
—Pero las posibilidades… ¿existen?
—La prioridad ahora mismo es recuperar lo máximo posible la pierna derecha. Está muy
maltrecha, con muchísimas fracturas, pérdida de masa muscular, daño en los nervios, en los
tendones. Tendrá que pasar por quirófano unas cuantas veces y no estará en condiciones de iniciar
la rehabilitación, en el mejor de los casos, hasta dentro de un año.
—¿Un año? —preguntó Emma, a quien en aquel momento aún se le hacía un mundo pensar en
doce meses de Sam postrado en una cama. No tenía ni idea de que las cosas siempre son
susceptibles de ser mucho peores.
—Pero… ¿y la otra pierna? —Esa fue en cambio la pregunta de Alex. Él prefería pensar en el
presente. Ni siquiera había registrado del todo el dato sobre ese año infernal.
—La otra pierna, por desgracia, ya no está. Llegó a Urgencias con ella prácticamente separada
del cuerpo por completo. Perdió muchísima sangre, las lesiones cerca de la femoral siempre…
—¿De la femoral? —preguntó Alex—. ¿Tan arriba?
—Muy arriba, sí, lamentablemente. Pero conseguimos salvar un muñón suficiente como para
que pueda acoplarse una prótesis funcional. Si hubiera sido más cerca de la cadera…
—¿Qué es una prótesis funcional? ¿Cómo… cómo es? —A Emma la movía la curiosidad, sí,
pero también necesitaba tener el máximo posible de información para tranquilizar a Sam cuando al
fin pudieran verlo.
—La tecnología médica ha avanzado muchísimo en los últimos años. Hay prótesis cada vez
más perfectas. El único límite suele ser el dinero y, teniendo en cuenta que todo apunta a que el
accidente ha sido culpa del otro conductor, supongo que recibirá una indemnización suficiente
para no tener que preocuparse por eso.
—Menos mal…
—Podrá conseguir una rodilla biónica.
—¿Una… rodilla biónica? —Emma no salía de su asombro. Toda aquella información nueva
la fascinaba, en el peor sentido del término.
—Es una prótesis que se encajará en el muñón, cuando esté curado del todo, en unos tres o
cuatro meses, calculo yo. La parte del muslo y la pantorrilla son rígidas, pero la rodilla dispone
de unos microchips que aprenden a andar al mismo tiempo que lo hará Sam. Imitará sus
movimientos y la única precaución que deberá tener es mantener siempre su batería cargada.
—¿Y el tobillo?
—El tobillo no es problema. El movimiento es mucho más sencillo, no es necesario que sea
biónico, aunque esa también es una opción.
—Por lo que nos cuenta… ¿Podemos tener esperanzas, entonces?
—Respecto a la pierna amputada, sí, sin duda. Pero no podéis perder de vista que, para que
algún día Sam pueda llegar a usar una pierna ortopédica, necesitará su pierna sana en perfecto
estado.
—Y está muy lejos de tenerla —concluyó Emma, sacándole las palabras de la boca al doctor.
—Efectivamente. ¿Puedo preguntaros… cómo es Sam? Su carácter, su actitud ante la vida…
Emma y Alex se miraron, esbozaron una sonrisa nostálgica —porque ya sentían la pérdida— y
ella fue la que habló.
—Es fuerte, optimista y divertido. Deportista y amante de la vida sobre todas las cosas. Y
resiliente, aunque ha tenido motivos suficientes para venirse abajo en el pasado.
—Pues eso… es la mejor noticia que podríais darme.
—No, no, doctor. —Emma suspiró—. No se confunda. Ese Sam del que le hablo es el hombre
que se levantaba de un salto cada mañana y que soñaba con coger su moto, irse a su estudio de
tatuajes y volver conmigo a casa cada noche. —Alex le apretó el muslo justo en ese instante, como
dejándole claro que sabía que en ese conmigo quería decir con nosotros.
—No podemos ni imaginarnos cómo será un Sam mermado —continuó Alex. Emma se había
quedado sin voz por culpa de los recuerdos—. O mucho me equivoco o… me lo imagino como
una persona con muy poca capacidad para asumir que vaya a convertirse en un discapacitado.
—Mejor hablad de… una persona con capacidades diferentes. Es más justo para la gente que
sufre este tipo de lesiones. No podéis ni imaginaros las personas a las que he atendido a lo largo
de mi carrera y las cosas que han conseguido. Hace años, traté a un alpinista que había perdido las
cuatro extremidades en una avalancha en los Alpes y ahora corre maratones. No voy a decir que
eso sea lo habitual, que sea sencillo o que vaya a ser el caso de Sam. Solo que… la actitud es tan
importante como los cuidados médicos o la suerte.
—Me gustaría ser yo… que fuéramos nosotros… quienes se lo dijéramos. ¿Es posible? —
preguntó Emma.
—Tuvo algunos breves momentos de consciencia tras el accidente y en la ambulancia, así que
es posible que tenga algún recuerdo de lo ocurrido, pero ahora estará horas sedado. Siempre
damos a los familiares la opción de contar las malas noticias ellos mismos al paciente, o hacerlo
acompañados de un doctor, que lo haga el doctor solo, acudir al servicio psicológico del
hospital… Ponemos todas las opciones a su disposición.
—Se lo diré yo —repitió Emma—. Creo… creemos que será lo mejor, ¿verdad? —Miró a
Alex.
—Sin duda. Y yo estaré a tu lado.
Se despidieron del médico entre agradecimientos por parte de ellos y palabras de ánimo del
doctor. Quedaron en regresar a las nueve en punto, cuando probablemente Sam ya estuviera
despierto. Y se fueron a casa sabiendo que al día siguiente mantendrían la conversación más
difícil de sus vidas. Y que no había nada que pudiera prepararlos —y mucho menos a Sam— para
lo que estaba por venir.
12
Jodido
Alex y Emma no podrían desear ni a su peor enemigo que pasara una noche como aquella. Ni
siquiera llegaron a meterse en la cama cuando llegaron a casa. Ni siquiera se pusieron más
cómodos; se limitaron a quedarse sentados en el sofá, uno junto a otro, con la mirada perdida en la
pared y los corazones palpitándoles con tanta fuerza en el pecho que llegaron a temer que se les
saliera de la caja torácica. Demasiados sentimientos se agolpaban: miedo, pena, angustia,
compasión… Todos se podrían resumir en la palabra «pánico».
No fueron capaces de conciliar el sueño. Sentían el cansancio pegado a sus párpados, pero no
podían dormir. No lo intentaron porque no lo habrían conseguido. Tenían una necesidad
demasiado intensa de que llegara al día siguiente, para ver a Sam, aunque, al mismo tiempo,
temían el momento de que Sam se viera a sí mismo. A la nueva versión de sí mismo. Aunque los
médicos los habían advertido de que hasta las nueve de la mañana no podrían pasar a verlo, a las
siete y media ya estaban en el aparcamiento del hospital. Y aquello fue aún peor. Estar lejos de
casa no ayudaba a que la ansiedad se redujera. Apenas habían hablado en las últimas horas.
Era el fin de una era. No necesitaban ver a Sam para saberlo. Y dolía por eso, pero sobre todo
dolía por Sam. Porque, cuando quieres a alguien de la manera en que ellos tres se querían, darías
cualquier cosa por evitarle el sufrimiento. Tanto Alex como Emma habrían dado cualquier cosa
por llevarse para sí mismos parte del dolor de Sam.
Y al fin llegó la hora de la verdad. Alex y Emma llevaban la última hora y media en el entorno
de aquel hospital deseando que llegara el momento de ver a Sam, pero, mientras se dirigían hacia
el box que le habían asignado en la zona de cuidados intensivos, el pasillo se les hizo demasiado
corto. Querían llegar y no querían. Eran todo confusión y miedo.
Cuando al fin entraron, encontraron a Sam dormido. La enfermera de turno los avisó de que no
estaba ya sedado, que había estado despierto durante unos breves instantes, pero el cansancio y el
cóctel de medicamentos que tenía en la sangre habían hecho que volviera a quedarse dormido.
Apenas les dio tiempo a temer el momento en que despertara y tuviera que enfrentarse a la cruda
realidad. Casi como si él hubiera podido percibir su presencia, abrió los ojos en el momento en
que Emma se sentaba en la silla que había junto a la cama.
—Hola… —dijo con voz rota. Carraspeó a continuación, pero o bien no fue capaz de
aclararse la voz o bien no encontró nada más que decir.
—Hola, mi amor.
Emma se levantó y se acercó a acariciarle el pelo. Siempre le había encantado aquella
impresionante melena rubio oscuro que tenía Sam y que, en aquel momento, parecía la única parte
de él que permanecía intacta. Su piel había adquirido un color cetrino, sus ojos estaban rodeados
por unos círculos demasiado oscuros y en su cuerpo… era mejor ni pensar. Emma cerró los ojos
antes de besarlo. Un beso tierno, algo más largo de lo que habían planeado, mucho más lleno de
amor de lo que habrían podido describir con palabras.
Alex despertó del letargo que le había provocado la imagen de Sam en aquella cama. Si algo
le había gustado de él desde el primer día en que lo había conocido, era aquel porte fuerte, aquel
cuerpo esculpido a cincel que, de alguna manera, encajaba a la perfección con su personalidad
firme. Y desde que había entrado en la habitación no fue capaz de apartar la mirada de aquel
cuerpo maltrecho en el que nada parecía estar en el lugar que le correspondía. Pero reaccionó. Se
acercó a Sam por el otro lado de la cama y lo besó. Lo besó con los labios, la lengua y el corazón.
En aquel momento ninguno de los tres se dieron cuenta, pero fue la primera vez que Sam y Alex se
besaban entre ellos fuera de un contexto sexual.
Así se quedaron los tres durante un rato, nadie sabría decir si cortísimo o eterno. Ellos, y el
silencio que los acompañaba como una pesada losa. Emma tomó asiento. Alex también. Sam ni
siquiera hizo amago de incorporarse; su cuerpo no estaba por la labor. Lo único que era capaz de
ver desde su posición, tumbado en la cama, era su brazo derecho escayolado y una vía que le salía
del izquierdo.
—Estoy jodido, ¿no? —se atrevió a preguntar al fin. Ya no estaba afónico, pero aquella voz
seguía sin parecer la suya.
Solo Emma se atrevió a responder, sin voz, con un asentimiento que le llenó los ojos de
lágrimas.
—He perdido las piernas, ¿verdad? —preguntó de nuevo. Sam había estado muy pocos
instantes consciente entre el accidente y la llegada de Alex y Emma, pero ese había sido su mayor
temor. Y se había intentado autoconvencer de ello, con la esperanza de que alguien acabara
diciéndole que no, que por supuesto que no había perdido las piernas, que podía levantarse, irse a
casa y tener algo más de prudencia la siguiente vez que cogiera la moto.
—Has perdido… —Sam cerró los ojos— una. La izquierda.
Fue entonces el turno de Sam para asentir. Para hacer aquel gesto por fuera mientras por
dentro intentaba empezar a asimilar algo que ya nunca tendría solución. No era una lesión que
podría curarse con mucho esfuerzo, dolor y suerte. No existía un tratamiento milagroso que hiciera
crecer una pierna amputada. Y aunque la siguiente vez que habló intentó hacerlo con serenidad, no
lo consiguió del todo. No habría podido engañar a las dos personas que mejor lo conocían en el
mundo.
—¿Por encima o por debajo de la rodilla?
A Emma se le escapó una sonrisa triste al comprender el sentido de aquella pregunta. La
familia paterna de Sam tenía una larga tradición militar en Inglaterra y dos de sus tíos habían
combatido en Irak. Por eso Sam conocía la diferencia entre una amputación por encima o por
debajo de la rodilla. Las posibilidades de recuperar una vida normal eran mucho mayores si se
conservaba la articulación propia.
—Por encima. Un poco… —A Emma se le quebró la voz—. Un poco por debajo de la cadera.
—¿Queda…? —Sam dirigió la mirada a Alex, que permanecía en un silencio tan sepulcral que
asustaba—. ¿Queda espacio para que puedan ponerme una prótesis?
—¡Sí! —Alex intentaba que la desolación no se le notara en la voz, pero su fingida
tranquilidad no engañaba a nadie—. Aún te queda mucha recuperación por delante, tendrás que
trabajar duro y… sufrir…, pero podrás volver a caminar.
Sam respondió con una mueca que pretendió ser una sonrisa, pero se perdió por el camino.
Alex y Emma le preguntaron si recordaba algo del accidente, porque no querían seguir hablando
de las terribles lesiones que sufría, pero tampoco tenía sentido comentar los resultados de la
última jornada de béisbol o el variable tiempo de aquel día en San Francisco.
—No iba rápido. Estaba ya de vuelta a casa, joder. Solo recuerdo ir por una carretera de las
afueras y pensar que el coche que se aproximaba por la derecha parecía ir demasiado rápido
como para parar en el siguiente stop. Doy por hecho que no lo hizo y… por eso estoy aquí.
Siguieron hablando un buen rato. Sam no quiso saber nada de sus lesiones. Detuvo a Emma en
cuanto ella le comentó que había perdido mucha sangre de la arteria femoral tras la amputación,
que se había producido de forma traumática contra un guardarraíl de la carretera, pero la rápida
llegada de la ambulancia había conseguido salvarle la vida. A partir de ahí… no quiso escuchar
más.
Intercambiaban la información de la que disponían —Alex y Emma, a través de los médicos;
Sam, por lo poco que recordaba—, pero en realidad hablaban como desde fuera de sus cuerpos,
como si estuvieran contando algo que le hubiera pasado a otra persona. Todos temían el derrumbe,
el momento en que Sam fuera consciente de cuánto había cambiado su vida en un solo segundo, y
no pudiera soportar el dolor. No solo el físico, que también debía de ser intenso, a pesar de los
medicamentos; también el emocional. Sobre todo el emocional.
Sam dormitó a ratos aquella mañana en que los responsables del equipo médico hicieron la
vista gorda con el abuso que estaban haciendo Alex y Emma del horario de visitas. El médico
pasó a visitarlo, pero él no le hizo ninguna pregunta. Aún no había sido capaz de ordenar todas las
incertidumbres que le bullían en la cabeza para ser capaz de formular cuestiones con sentido.
Necesitaría estar solo para hacerlo, pero, al mismo tiempo, le daba terror el momento de que ellos
se marcharan. Alex y Emma eran en aquella coyuntura su salvavidas.
Sus peores momentos llegaron cuando tuvo que comer, que dejar que lo asearan, la
incomodidad de hacer sus necesidades tumbado y frente a un auxiliar de enfermería. Sabía que,
durante el resto de su vida, sería una persona con discapacidad funcional, pero esperaba trabajar
duro para volver a caminar y a llevar una vida lo más normal posible. Pero aún quedaba mucho
tiempo para eso. De momento, tenía un brazo completamente inmovilizado, una pierna colgada de
un contrapeso y la otra… ni siquiera existía. Así que no podía hacer nada, excepto compadecerse,
sin ayuda de otros. Algo demasiado difícil de digerir para un hombre que no había dependido de
nadie, en ningún sentido, desde que tenía diecisiete años.
Las enfermeras les dieron a Alex y Emma el último aviso de que tenían que marcharse poco
después de las cuatro de la tarde. Ellos asintieron, pero arañaron al reloj unos cuantos minutos
para no dejar aún solo a Sam. Cuando la partida ya fue inevitable, se despidieron prometiendo
regresar a primera hora de la mañana del día siguiente.
—¡Alex! —Sam lo llamó cuando él ya se marchaba.
—¿Qué?
—¿Podrías conseguirme un par de almohadas, por favor? Seguro que las enfermeras…
—Vuelvo en un segundo. —Alex esbozó una sonrisa amarga. Sin saber por qué, habría
imaginado que Sam le pediría cualquier cuestión práctica a Emma, que era la persona más
eficiente del mundo, así que se alegró de sentirse útil. Todos tendrían que arrimar el hombro en
los siguientes meses hasta un punto difícil de imaginar.
Alex regresó solo unos segundos después, con Emma a su retaguardia. Traía dos almohadas de
distintos grosores y se acercó a Sam haciéndole un gesto para que eligiera. Sam le dirigió una
mirada que Alex sintió que lo traspasaba. De la pura desolación. Del dolor. Incluso de la
vergüenza.
—No es… No la quiero para…
—¿Qué ocurre, cielo? —Alex tomó las dos almohadas en una mano y usó la otra para
acariciarle la mejilla.
—¿Podrías…? —Sam cerró los ojos con fuerza—. Nada, da igual… Se lo pediré a una
enfermera.
—No me jodas, Sam. Déjame hacer algo por ti. ¿Qué quieres?
—¿Puedes poner la almohada bajo la sábana? Donde… Donde debería estar…
Sam hizo un gesto con la barbilla hacia delante y Alex entendió a qué se refería. Quería que
pusiera la almohada en el lugar donde debería estar su pierna. Donde había estado hasta pocas
horas antes. Solo entonces alcanzó el mando de la cama y se atrevió a incorporarse un poco.
Emma miraba al suelo porque no quería que Sam la viera llorar.
—Ya sé que es engañarme a mí mismo —susurró Sam, casi más para él que para que lo oyeran
ellos—, pero no estoy preparado aún para verme tal como soy ahora. Como seré… para siempre.
Alex y Emma asintieron, se acercaron a él para darle un beso y se marcharon. Una nueva vida
empezaba. Era el fin de una era, sí, de la más bonita que cualquiera de los tres pudiera llegar a
imaginar jamás. Y era el principio de otra. Solo les quedaba rezar para que fuera menos terrible
de lo que se intuía.
13
Más real
Alex y Emma regresaron al hospital a primera hora de la mañana. Apenas habían hablado en el
tiempo que pasaron en el apartamento, a pesar de que les costó horas conciliar el sueño. Tampoco
cenaron, y habían perdido ya la cuenta del tiempo que llevaban sin ingerir alimento. Pero es que el
silencio fue la única respuesta que se sintieron capaces de dar a lo que le había ocurrido a Sam.
Era tan desolador que no había mucho que decir…
El siguiente día fue incluso peor que el anterior. Porque todo era más real. El shock inicial iba
pasando y lo único que dejaba detrás de él era incertidumbre, miedo, dolor y pena. Pérdida, si
hubiera que resumirlo en una palabra. Cuando Alex y Emma entraron en la habitación, Sam estaba
tumbado, en la misma postura en que había pasado casi todo el día anterior —tampoco es que sus
lesiones le permitieran demasiada movilidad— y con la almohada puesta en el lugar que hasta un
par de días antes había ocupado su pierna. No se atrevieron a preguntar si había pedido a alguna
enfermera que se la volviera a colocar en su lugar o si no lo habían movido en todas esas horas.
Apenas los saludó con un movimiento de la barbilla. Ni siquiera los miró a los ojos. La vista
de Sam estaba perdida en algún punto de la pared que había frente a su cama: en el televisor
apagado, en la pintura descolorida, tal vez en un póster informativo sobre las medidas de higiene
necesarias en la clínica… En cualquier lugar menos en Emma y Alex. En cualquier lugar menos en
la realidad.
Ni Alex ni Emma se atrevieron a preguntarle cómo se encontraba, porque parecía una cuestión
fuera de lugar. Era obvio que mal. Muy mal. Y ojalá fuera solo físicamente. En eso… estaba tan
medicado que imaginaban que no sentía demasiado dolor. Otra cosa era el que lo estaba
carcomiendo por dentro.
—¿Quieres que te levante un poco la cama, Sam? —Emma era incapaz de quedarse callada
durante todo el día. Se sentía inútil y habría dado cualquier cosa por ser capaz de aliviar a Sam de
alguna manera, aunque solo fuera intentando que se pusiera más cómodo.
—¡No!
La reacción de Sam fue tan vehemente que hizo que incluso Alex, que llevaba toda la hora que
había transcurrido desde su llegada con la mirada perdida a través de la ventana, reaccionara con
un respingo.
—¿Qué pasa? —Emma se agachó junto a la cama de Sam y pudo al fin hacer contacto visual
con él. Y lo que vio la destrozó más, si es que eso era posible. Porque de los ojos de Sam no
dejaban de caer lágrimas, y así debía de ser desde hacía horas, desde mucho antes de que ellos
llegaran, porque del blanco de sus ojos no quedaba nada; era todo rojo.
—No quiero… no estoy preparado para verme aún. Ni siquiera con la almohada ahí puesta.
—Sam… —La voz de Emma fue un lamento, pero enseguida se dio cuenta de que eso no era lo
que él necesitaba, y prefirió darle su apoyo con palabras—. Cuando sientas que lo estás, nosotros
no nos separaremos de tu lado. Lo pasaremos los tres juntos.
Sam no respondió. Y tampoco dio la sensación de sentirse agradecido por aquellas palabras.
Más bien parecía que todo le diera igual, aunque la realidad fuera exactamente la contraria. Pero
todo en sus gestos transmitía indolencia y nadie podía culparlo por ello.
—Es la pierna izquierda —dijo, después de varios minutos de un silencio tan espeso que casi
se podía tocar con las manos.
—Sí… —respondió Alex, que se había dado cuenta de que no podía dejar a Emma con toda la
responsabilidad de llevar la voz cantante en las escasas conversaciones, por mucho que a él lo
único que le apeteciera fuera hundirse en el mismo fango en el que se encontraba Sam. Si algo
tenían claro los dos, aunque ni siquiera fueran conscientes de ello, era que si había alguna salida a
aquella desolación solo Emma podría encontrarla.
—El tatuaje… He… He perdido el tatuaje.
Y con esas palabras, a las que ninguno de los dos supo qué responder, Sam se derrumbó del
todo. Empezó a llorar con movimientos tan convulsos que incluso llegaron a temer por su brazo
escayolado. Porque sí, con aquel accidente, además de tantas otras pérdidas, también se había ido
el tatuaje de aquel triángulo que tanto representaba. Alex y Emma no pudieron hacer más que
sentarse cada uno a un flanco de la cama de Sam y transmitirle su apoyo con caricias, presencia y
cercanía.
Porque todos sabían que Sam no lloraba por el tatuaje, sino por todo lo que representaba. Por
el fin de aquella época. Lloraba en una sinécdoque del dolor que hablaba de la parte por el todo.
Lloraba por el tatuaje porque era demasiado inmenso llorar por la pierna perdida.
Las convulsiones entre sollozos de Sam fueron remitiendo. Solo el tiempo transcurrido y la
presencia de una enfermera para tomarle las constantes y hacerle algunas curas pudieron acabar
con aquel acceso de llanto. Les pidió perdón en un susurro, aunque no quisieron ni siquiera
escucharlo, porque incluso una demostración de emociones tan triste como aquella era mejor que
la indolencia absoluta y fingida.
—Contadme un poco… —Sam suspiró. Los miró a la cara y esbozó una sonrisa tan breve que
ellos intentaron memorizarla, porque presentían que no la verían muy a menudo. Pero fue tan
efímera que no les dio tiempo—. Habladme del resto de mis lesiones. No he querido ni escuchar
al médico cuando lo ha intentado. Pero… —Sam movió la cabeza a un lado y a otro, como
echándose un vistazo a sí mismo, o al menos a la parte de su cuerpo que quedaba al alcance de su
mirada—. Tengo bastante claro que estoy muy jodido, independientemente de lo de la pierna.
—No, Sam, no es así para nada. —Emma empezó a hablar y Alex la miró con una sonrisa
triste dibujada en sus labios. Sabía lo que iba a hacer: intentar suavizar tanto las consecuencias
del accidente que se parecería más a una mentira que a la verdad—. El brazo está roto, supongo
que de eso ya te habrás dado cuenta, pero no tardarás en recuperarlo. Solo debes tener paciencia.
—¿Y la otra pierna?
—Bueno… esa está bien. Bastante bien. —Acabó la frase con un carraspeo, porque ni ella
misma acababa de creerse que sus palabras resultaran verosímiles—. Lo mismo… Tendrás que
armarte de paciencia y hacer mucha rehabilitación, pero…
—Emma, para —la advirtió Alex. Sam lo miró y estuvo a punto de no reconocerlo, por el
gesto tan serio que lucía su cara.
—¿Qué pasa? —preguntó con un arqueo de cejas—. ¿Me lo está endulzando o qué?
En ese momento pasó el médico a hacer su ronda diaria. Y fue providencial, porque Alex se
sentía incapaz de verbalizar lo mal que estaba todo en la salud de Sam, Emma estaba dispuesta a
seguir mintiendo y el propio paciente había decidido al fin afrontar la realidad y no estaba
dispuesto a dejar pasar esa oportunidad.
—¿Cómo se encuentra, Sam? —preguntó el doctor, ajeno, al menos en apariencia, al tornado
emocional que estaba arrasando aquella habitación.
—Pues… justamente eso es lo que quiero saber. Yo… —Sam suspiró—. Siento mucho si mis
reacciones de los últimos días no fueron demasiado… agradables. Pero creo que ahora sí estoy
preparado para escuchar a qué voy a tener que enfrentarme.
Todos sabían, incluido el propio Sam, que no estaba preparado para eso, pero tampoco tenía
sentido seguir cubriendo con un velo tupido la realidad.
—Está bien. —El doctor tomó asiento en una silla junto a su cama y lo miró a los ojos—. Las
lesiones de cintura para arriba curarán. Será pesado tener que llevar el corsé y la escayola, pero
las fracturas de las costillas, el brazo y la clavícula soldarán sin necesidad de más cirugías.
Paciencia, algo de rehabilitación cuando te retiremos la escayola… y poco más.
—¿Y las piernas? O, mejor dicho…, ¿la pierna que me queda?
—Ahí es donde está la situación verdaderamente preocupante, Sam. —El médico soltó la
planilla que llevaba en las manos y le habló sin perderse en términos médicos; lo hizo como le
habían enseñado muchos años de práctica: como a un ser querido que se encontrara en la misma
situación. Con delicadeza pero con franqueza—. Tienes rotos el fémur y la cadera, pero esas
operaciones son sencillas. Te hemos insertado un clavo intramedular en el fémur y algunas placas
en la cadera y eso no creo que te dé más problemas después de que estén curados que algunos
dolores muy llevaderos cuando haya demasiada humedad.
—¿Pero…? —A Sam no se le escapaba que la peor información estaba por llegar y no
soportaba la espera.
—Pero de rodilla para abajo las cosas están muy mal. La tibia, el peroné, el tobillo y el pie
están… No es un término médico demasiado preciso, pero la palabra más apropiada sería…
destrozados. Te hemos operado, te hemos puesto clavos, placas, tornillos y unas sujeciones
externas para intentar que los huesos vayan soldando lo mejor posible. Pero es difícil. Tendrás
que pasar muchas más veces por quirófano…
—¿Muchas? —interrumpió Emma, asustada.
—Muchas —confirmó el doctor—. Es imposible precisar cuántas, pero… no serán tres ni
cuatro. Habrá que ir corrigiendo lesiones a medida que vayan surgiendo, según vaya curando la
pierna. Y con el paso de los meses, irán apareciendo nuevos inconvenientes que tendrán que
solucionarse en quirófano también.
—¿De cuántos meses estamos hablando? —preguntó Sam, que se hundía un poco más con cada
nueva información, pero había llegado ya al punto de querer todo el derrumbe de una sola vez.
—Sam, me temo… —El doctor miró a Emma y a Alex, sus caras de miedo y esperanza
combinados; luego de nuevo a Sam, con un terror impreso en los ojos que difícilmente olvidaría, a
pesar de llevar muchos años de carrera dando malas noticias—. Me temo que no debemos pensar
en meses. Más bien… en años.
—¡¿Años?! —A Sam se le escapó un grito.
—Es imposible calcular el tiempo de recuperación de la pierna derecha, Sam, pero… incluso
aunque no surgiera ningún problema durante la recuperación, cosa que es prácticamente
imposible, no estaría recuperada en menos de un año. Esa sería la previsión más optimista y…
posiblemente, algo ilusa.
—¿Hablamos de una recuperación completa? Si hago todo lo que me digan que tengo que
hacer, me machaco en rehabilitación e incluso si tengo algo de suerte… —Alex y Emma miraron a
Sam y, a continuación, se miraron el uno al otro. Les costó reconocer aquella voz en Sam, tan fría,
tan impersonal. Fue como si él mismo hubiera tirado una capa de hielo sobre todo lo que le estaba
pasando.
—No. —Y si el hielo lo había llevado Sam a la conversación, la respuesta tajante del doctor
fue como si una nueva glaciación hubiera llegado a San Francisco en ese momento—. Siento ser
tan crudo, pero debes eliminar de tu cabeza el concepto de recuperación completa. Tienes que
empezar a pensar en que la recuperación sea la mejor que permitan las circunstancias. Y pensar
que esa… no es una pierna normal.
—¿En qué sentido?
—Es la única pierna que vas a tener —dijo el médico, apenas en un susurro.
—Vaya. Muchas gracias por recordármelo, doctor. —El sarcasmo llegó, para unirse a la
frialdad, y Alex y Emma no dejaban de preguntarse hasta dónde podía llegar el dolor, porque
llevaba horas subiendo sin parar y parecía no tener límite.
—Lo siento, pero es que es así. Tu pierna derecha tendrá que sostener todo tu peso el resto de
tu vida. En la izquierda tendrás una prótesis, sí, cuando tu cuerpo esté preparado para que
podamos adaptártela, pero todos los movimientos, la fuerza y… todo… eso dependerá de lo
recuperada que esté la pierna derecha.
—Vamos… que hay un montón de posibilidades de que me pase el resto de mi vida en una
silla de ruedas, ¿no?
Por si la frase de Sam no hubiera sido lo suficientemente lapidaria, la acompañó de una
carcajada amarga. El doctor se despidió recordándole que lo único importante en aquel momento
era que tuviera paciencia. Y que pensara en el día a día. En avanzar un mínimo cada jornada, con
la esperanza de que, sumándolas todas a final de año, diera como resultado una vida mejor de la
que estaba imaginando ahora.
Pero de poco sirvió. En cuanto el doctor abandonó la habitación, Sam usó su brazo bueno para
echarse la sábana sobre la cabeza y así, en aquella postura aislada del mundo, pasó el resto del
día. De nada sirvió que Alex intentara hablarle, que Emma tratara de animarlo. Se rindieron
pronto porque sabían que las consecuencias de su accidente eran algo que él tendría que rumiar a
solas. Cuando la enfermera apareció por tercera vez para recordarles que el horario de visitas
había terminado, Alex y Emma se marcharon a su apartamento con la horrible sensación de que el
Sam que algún día conocieron ya ni siquiera existía. Que había muerto en una carretera. Y que
nadie sabía a qué nuevo Sam tendrían que enfrentarse, pero… las perspectivas eran poco
halagüeñas.
14
Hospital
Las semanas fueron pasando. Cuando Alex y Emma se quisieron dar cuenta, la nueva rutina, tan
diferente a la anterior que dolía, se había instalado en sus vidas. A los pocos días del accidente,
los médicos decidieron que Sam ya no necesitaba cuidados intensivos y lo pasaron a planta. Allí,
contaba con una habitación más amplia y de uso individual, además de que podía recibir todas las
visitas que quisiera sin límite de horarios, pero eso no sirvió para animarlo. Nada servía, en
realidad. De hecho, una de sus primeras decisiones fue prohibir las visitas, a excepción —y ellos
daban gracias a Dios por ello— de las de Alex y Emma. Nunca permitió que sus compañeros del
estudio de tatuajes, ni tampoco los amigos que tenía en diferentes grupos, vieran su nueva
situación. Emma trataba de mantenerlos informados a través del teléfono, pero pronto las llamadas
se fueron espaciando porque… tampoco se podía culpar a la gente de mantenerse al margen de
algo de lo que manifiestamente se les apartaba.
Alex tomó las riendas de la parte profesional. Cuando el shock inicial fue remitiendo —
aunque sabían que nunca lo haría del todo—, Emma y él se sentaron un día a repartirse las tareas
meramente prácticas. Y a Alex le tocó, porque él insistió en hacerse cargo, gestionar que el
estudio de Sam, que tantísimo esfuerzo le había costado levantar, no se fuera a la mierda al mismo
tiempo que lo hacía su dueño. Habló con los empleados, nombró encargado al más veterano, les
dio su teléfono para que le reportaran las cuentas y cualquier posible inconveniente que pudiera
surgir, y comprobó, aliviado, al cabo de algunas semanas, que el estudio seguía funcionando. Con
menos citas de las habituales, porque mucha gente se acercaba allí atraída exclusivamente por la
fama de Sam en el sector, pero suficientes como para compensar los gastos, pagar el alquiler y los
salarios de los empleados, y que aquello que había sido un sueño no se evaporara.
Las lesiones más leves de Sam se habían ido curando también. A las seis semanas del
accidente le retiraron los vendajes del torso y comprobaron que las fracturas de las costillas no le
causarían ningún problema en el futuro. Un problema menor, pero… también un problema menos.
Con el brazo fue un poco más complicado. La clavícula había soldado bien, pero el cúbito y el
radio estaban aún algo débiles y debió hacer bastante rehabilitación para recuperar la movilidad
al cien por cien. A pesar de que Emma y Alex habían tenido pánico a que, debido a su indolencia,
no quisiera comprometerse en los ejercicios que le ordenaban los fisioterapeutas, comprobaron
aliviados que se equivocaban. Gracias a su buena forma física de toda la vida y lo acostumbrado
que estaba a dejarse la piel haciendo deporte, Sam tardó muy poco en volver a mover el brazo
como si nada hubiera ocurrido.
Pero la indolencia seguía ahí. Alex y Emma se habían acostumbrado ya a que el silencio fuera
la única compañía en las muchas horas que pasaban junto a su cama de hospital. Al principio,
hacían turnos, para poder seguir teniendo al menos unas horas cada uno libres fuera del ambiente
asfixiante del hospital. Pero era tan angustioso pasar ocho horas cada día con la única compañía
de un Sam que ni hablaba, ni sonreía, ni siquiera parecía él… que acabaron decidiendo ir al
hospital juntos cada día. Al menos, así se hacían compañía el uno al otro. Ambos trabajaban desde
allí, excepto los escasos días en que tenían alguna reunión en la ciudad, y casi podría dar la
sensación de que su apartamento se había trasladado a la habitación de aquel hospital. Salvo por
el hecho de que Sam… ni siquiera parecía estar presente.
Una de las cosas que más indignaban a Emma del nuevo carácter cerrado de Sam era que
parecía incapaz de alegrarse de sus avances. Y habían sido muchos. Ya podía erguirse en la cama
por sí mismo, comer sin que nadie lo ayudara, llevar a cabo la mayor parte de sus tareas de aseo y
moverse lo suficiente como para que no hubiera peligro de trombos por la inmovilización. Alex le
decía que tenía que ser paciente, comprender que Sam estaba atravesando un proceso de duelo
complejo, que no era culpable de comportarse así. Y Emma lo comprendía, claro que sí, pero era
incapaz de respetar que él no se alegrara, al menos un poco, de no tener que depender de los
demás para todo.
Y lo peor de todo ni siquiera era eso. Hacía ya nueve semanas del accidente y Sam se negaba
a salir de la cama, por mucho que le insistieran los profesionales —fisioterapeutas, médicos,
enfermeras e incluso dos psicólogos del hospital— y las dos personas que más lo querían. Todos
le decían que debía ir acostumbrándose a moverse en la silla de ruedas, ahora que su brazo estaba
recuperado. Que le vendría bien levantarse de una cama en la que llevaba tanto tiempo y que,
incluso, podría salir al jardín interior del hospital, sentir el viento en la cara y tratar de animarse,
que el aire libre siempre era un buen aliado para ello.
—No pienso usar esa mierda en mi puta vida. —Esa había sido la respuesta de Sam aquel día.
Las iba variando en intensidad y número de palabras malsonantes, pero siempre se trataba de
comentarios parecidos—. Saldré de este hospital caminando, como coño sea que se camine con
una pata de palo, pero no en una silla de ruedas como un jodido inválido. Y ahora, dejadme solo
de una puta vez.
Alex abandonó la habitación como cada día, con la mirada fija en el suelo y una voluntad muy
firme de que las lágrimas no salieran de sus ojos, pero Emma… Emma masculló una maldición
por lo bajo y dejó solo a Sam después de dar un portazo que hizo retemblar los cimientos del
hospital John Muir.
—¿Por qué has hecho eso? —Alex se giró hacia ella, sobresaltado por el ruido, y la encaró—.
¿No te das cuenta de que él es el que peor lo pasa?
—¡Y peor que lo va a pasar! Sobre todo si sigue refiriéndose a sí mismo con comentarios
como «jodido inválido». O reacciona o se va a joder la vida… y nos la va a joder a los demás.
—¿Y crees que va a reaccionar por que te bajes a su nivel? ¿A insultar, maldecir y dar golpes?
Porque, si os ponéis los dos en ese plan, el que va a acabar enloqueciendo seré yo.
—Pues no lo sé, Alex —Emma se acercó a él y le acarició el brazo con cariño; era su
frustración la que hablaba, en absoluto que ella estuviera enfadada con Alex, que en ese momento
parecía ser la única persona que le quedaba en el mundo—, pero nada funciona. Ni los
psicólogos, ni los vídeos motivadores sobre todo lo que puede hacer una persona amputada, ni
nosotros dándole cariño…
A Emma se le rompió la voz; podía estar muy enfadada a ratos, pero, sobre todo, estaba
inmensamente triste. Alex no supo qué más añadir y se limitó a abrazarla bien fuerte y animarla a
salir a comer a algún restaurante cerca del hospital. Llevaban semanas y semanas alimentándose
de forma precaria con la horrible comida de la cafetería y les vendría bien un respiro. Contra todo
pronóstico, ella aceptó.
Cuando regresaron al hospital, al menos parecían estar de mejor humor —aunque la pena
nunca se iba del todo—, pero el humor les cambió en cuanto vieron al doctor encargado de la
recuperación de Sam esperándolos en el pasillo junto a la puerta de su cuarto. Por el gesto que
lucía en su cara, se avecinaban malas noticias. Para variar.
—Buenas tardes —saludó Alex—, ¿ocurre algo?
—No… no mucho más de lo habitual. —El doctor resopló en voz alta, frustrado—. De nuevo,
se niega a sentarse en la silla de ruedas y no parece entender que, incluso en el mejor de los casos,
que pueda volver a caminar, la silla de ruedas será siempre una ayuda necesaria. Repito, incluso
aunque consiga la mejor recuperación posible, algo que ahora mismo no parece siquiera factible,
siempre la necesitará para determinados desplazamientos, para estar en casa muchas veces…
Es… es frustrante.
—No hace falta que nos lo diga —ironizó Emma. Y a continuación hizo gala de su célebre
perspicacia—. Pero hay algo más, ¿verdad?
—Sí… —El doctor les hizo un gesto con la mano señalándoles el pasillo—. ¿Podéis
acompañarme al despacho?
A Alex le recorrió el cuerpo un estremecimiento, e imaginó que Emma estaría sintiendo algo
similar. Cada vez que los doctores habían querido hablar con ellos en privado, habían recibido
malas noticias.
—Las cosas no van bien. —La primera frase del doctor dejó claro que no se habían
equivocado en el presentimiento.
—¿Ha habido algún problema en el… muñón? —A Emma todavía le costaba decir aquella
palabra. Y eso era algo que tenía que ir cambiando, si pretendía exigirle a Sam normalidad.
—No, no, eso está evolucionando bien. Mucho mejor de lo previsto, de hecho. Si la otra
pierna estuviera bien, a estas alturas estaríamos ya tomando las medidas para la prótesis.
—Así que es la otra pierna… —adivinó Alex.
—Efectivamente. Las operaciones han funcionado, pero… solo a medias. Le quedan por
delante muchas cirugías todavía, y no tengo del todo claro que vayan a merecer la pena. No es una
opinión personal —aclaró cuando Alex y Emma estaban a punto de interrumpirlo—, es algo que
hemos estado valorando todo el equipo de traumatólogos del hospital.
—¿Qué quiere decir que pueden no merecer la pena? —preguntó Emma con el ceño fruncido.
No entendía de qué manera podía no merecer la pena que Sam se sometiera a todas las
operaciones necesarias para volver a caminar.
—Si seguimos el plan de cirugías que ideamos en el primer momento tras el accidente, cuando
valoramos el global de las lesiones, estaríamos hablando de unos cuantos meses más de
operaciones. Unos cuantos meses más ingresado y, teniendo en cuenta que se niega a levantarse de
la cama, mucha más pérdida de masa muscular. Casi podríamos afirmar que, aunque todas las
operaciones salieran bien, cuando quisiera levantarse de la cama ni siquiera podría.
—¿Eso significa que, si conseguimos que espabile —Emma no tenía ni idea de cómo iba a
conseguirlo, pero no pensaba permitir que Sam pasara el resto de su vida en una silla de ruedas si
dependía de él evitarlo—, que se levante y se empiece a mover, dentro de sus posibilidades, algún
día saldrá de aquí caminando?
—Por desgracia… no. Su actitud es solo uno de los inconvenientes para que eso suceda. Pero
no nos engañemos, por mucha buena actitud que tenga, esa pierna no la va a recuperar fácilmente.
—Ni difícilmente, ¿no? —se aventuró Alex—. Simplemente… no se va a recuperar. ¿Me
equivoco?
—Al cien por cien, no, desde luego —confirmó el médico—. Eso ya lo sabíamos desde el
primer día. El problema es que ahora mismo estamos aspirando a que la recupere al cuarenta o
cuarenta y cinco por ciento… y ni siquiera eso lo tenemos nada claro.
—Dios mío… —A Emma se le llenaron los ojos de lágrimas, pero enseguida se repuso,
porque quería tener toda la información de forma objetiva y no podía permitirse que las
emociones se interpusieran. Ya habría tiempo para ello.
—Como le dije a él en su día, esa pierna tendrá que sostener todo su peso el resto de su vida.
Si Sam aún tuviera su pierna izquierda, si la tuviera sana, le daríamos el alta en un par de
semanas. Sí, cojearía el resto de su vida y sufriría dolores, pero podría hacer una vida más o
menos normal. Pero no es su caso. Y esa pierna jamás podrá ser la pierna buena que necesita para
contrarrestar la otra.
—¿Eso significa que se pasará el resto de su vida en una silla de ruedas? —se atrevió a
preguntar Emma.
—Bueno… existen diferentes opciones. Os lo voy a explicar en términos médicos, aunque
espero hacerme entender. Si os surge alguna duda, por favor, preguntad libremente.
—De acuerdo.
—En la última cirugía, tuvimos que hacerle una fusión de tobillo. Había tantos huesos sueltos
alrededor del astrágalo que era imposible otra opción. En esa operación tuvimos que unir varios
de esos huesos con placas y tornillos, lo cual significa que la movilidad de la articulación ha
quedado muy comprometida. Hemos tardado unas semanas en someterlo a esa cirugía porque solo
queríamos utilizarla como última opción, pero… no ha quedado más remedio.
—¿Qué significa que la articulación ha quedado muy comprometida? —preguntó Alex.
—Que apenas tendrá movilidad. Un poco de movimiento arriba y abajo, pero nada de
rotación. —El doctor los miró a la cara y continuó con su narración—. Vuelvo al tema anterior.
Esa sería una situación complicada para una persona con la otra pierna sana, pero es… un
imposible para un amputado de la otra pierna. Básicamente, el resumen es que un tobillo con una
fusión como la que le hemos hecho a Sam no puede soportar la movilidad cuando en el otro lado
hay una prótesis.
—Creo… creo que lo entendemos. —Emma se llevó los dedos al puente de la nariz, porque
no era capaz de evitar un dolor de cabeza persistente ante toda aquella nueva información.
—Las personas que no trabajan en servicios médicos o no tienen un caso en la familia no
suelen entender cómo funciona la vida diaria de un amputado de extremidades inferiores. La
adaptación a las prótesis no es sencilla, pero en eso confiaría en Sam, la verdad. No hay más que
ver cómo ha recuperado el brazo. Pero la prótesis no se puede llevar puesta todo el día. Lo
habitual es que las personas que sufren este tipo de lesiones usen las prótesis fuera de casa y se la
retiren en la intimidad. Es decir, que en casa suelen moverse con muletas. Y eso sería imposible
para Sam con la fusión de tobillo, esa pierna no podría soportarlo. Además, en determinados
gestos al caminar, la prótesis no consigue un movimiento natural, por muy perfecta que sea, y ahí
son la rodilla y el tobillo contrarios los que tienen que responder. Y tampoco sería posible en el
caso de Sam.
—Comprendo. —Alex resopló—. Es decir… ¿la silla de ruedas es la única opción?
—No. —El doctor los miró de una forma tan profunda que Alex y Emma se temieron que la
peor información estuviera por llegar. Y no imaginaban algo peor que la condena de por vida a
una silla de ruedas para alguien que ni siquiera toleraba verla apoyada contra la pared de su
habitación—. No es la única opción. Habría una posibilidad de que Sam volviera a caminar,
pero…
—La que sea —atajó Emma. La esperanza había vuelto a empezar a crecer dentro de ella.
Quizá no debería haber sido tan rápida—. Sam lo único que quiere es volver a caminar. Y lo
conozco lo suficiente como para saber que jamás volverá a ser feliz si no puede hacerlo. Así
que… le escuchamos.
—Después de muchas valoraciones por parte de todo el equipo médico, incluidos
traumatólogos, fisioterapeutas y protésicos, hemos llegado a la conclusión de que solo hay una
posibilidad de que Sam vuelva a caminar. Y esa posibilidad es amputando la pierna derecha.
El silencio se adueñó del despacho. Alex cerró los ojos. Emma los abrió de par en par. Las
palabras se les atascaron en la garganta, a pesar de que las preguntas iban surgiendo como hongos
dentro de sus cabezas. Así que el doctor trató de responder a las que imaginó que más los
preocupaban.
—Hoy en día, las posibilidades de caminar y llevar a cabo una vida normal para una persona
con una doble amputación son muy positivas. De hecho, me atrevo a afirmar que, si Sam hubiera
sufrido una doble amputación in situ, el mismo día del accidente, hoy estaríamos hablando de
tomar medidas de los muñones para ir preparando las prótesis. Y en un par de meses estaría
poniéndose de pie. Y quién sabe si quizá en cinco o seis meses ya caminando.
—Pero… pero… —A Emma ni siquiera le salían las palabras.
—¿Queréis que os diga la verdad? Ojalá hubiera sido como os digo. Yo, como médico, tengo
clarísimo que la mejor decisión que puede tomar Sam es someterse a la amputación de la pierna
derecha. Además, una amputación planificada es mucho más fácil de recuperar que una traumática.
Haríamos el corte en el lugar ideal para que los especialistas le adapten la prótesis de la mejor
forma posible y no habría lesiones adyacentes que complicaran las cosas. —El doctor se tomó
unos segundos para hacer una pausa—. Pero yo soy el médico, no el paciente. Si fuera mi
pierna… no tengo tan claro que me pareciera una buena idea prescindir de ella. Que la elección
dependa de él es, en realidad, el mayor problema.
—Nunca va a aceptar —sentenció Alex, poniendo en palabras el pensamiento de todos ellos.
—No lo sé. Nosotros podemos explicarle todos estos detalles que os he expuesto a vosotros y
muchos más. Pero tengo la sensación de que la tarea de convicción dependerá más de vosotros. Y
aun así… no tengo claro que tengáis éxito.
—Tiene razón Alex. Sam ya no puede soportar la idea de verse sin una pierna. Han pasado
más de dos meses y sigue cerrando los ojos cuando le hacen alguna cura en el muñón porque se
niega a verlo. No va a querer ni escuchar.
—Ya, Emma. —Pasaban tanto tiempo en el hospital que todo el personal médico los llamaba
ya por sus nombres de pila—. Pero tampoco soporta ver la silla de ruedas. Y esto sí que no es
negociable. Sam puede decidir si se somete a la amputación e intenta volver a caminar, que
tampoco será fácil. O puede pasarse el resto de su vida en una silla de ruedas. No hay una opción
C.
—O sea… que tendrá que elegir entre dos cosas que odia —dedujo Alex.
—Algo así. No… no os envidio la tarea de hablar con él, desde luego —les comentó el doctor
—. Como siempre, sabéis que, si lo preferís, seremos nosotros los que hablemos con él.
—No, no… —aclaró Emma—. Nosotros nos encargamos. No tengo ni idea de cómo lo vamos
a hacer, pero… me temo que es la única opción.
—Os deseo mucha suerte, chicos.
El doctor se despidió de ellos, pero les permitió quedarse un momento a solas en su despacho.
Imaginó que lo necesitaban. Y así era. En cuanto el médico cerró la puerta, ellos cruzaron una
mirada y… no necesitaron más. Se echaron a llorar a la vez, con convulsiones hasta violentas, con
las lágrimas arrasando con todo. Por las noticias que acababan de recibir, por el miedo a
comunicarle a Sam cuáles eran sus dos únicas opciones, pero, sobre todo, porque les dolía el
dolor de él. Porque, por mucho que se enfadaran y se frustraran, no querían ni imaginar lo que
podía pasársele por la cabeza a alguien en su situación. Pero, por encima de todas las cosas, Alex
y Emma se derrumbaron porque ya les tocaba. Porque habían llorado bastante desde el día del
accidente, sí, pero nunca a la vez. Cuando uno se rompía, el otro apoyaba, se mantenía fuerte,
como un bastión. Y necesitaban ya ese abrazo, ese romper las compuertas del dolor uno en brazos
del otro. Para renacer más fuertes. Porque Sam necesitaba que alguien lo fuera. Y amar consiste en
eso.
15
Ser medio hombre
Ni Alex ni Emma tenían la menor idea de cómo había pasado, pero, cuando quisieron darse
cuenta, llevaban ya cuatro meses acompañando a Sam en el hospital. Un par de días después de la
conversación que habían mantenido con los doctores, intentaron hablar con él, hacerle ver que
quizá —el «quizá» sobraba, pero fueron incapaces de eliminar toda esperanza ante sus ojos— el
plan de recuperación inicial que habían propuesto los doctores para que algún día volviera a
caminar debía sufrir algunas modificaciones que, aunque dolorosas en el momento, podrían
suponer muchos beneficios de cara al futuro. Sam ni siquiera quiso escucharlos. Se reafirmó, e
insistió para que la enfermera lo dejara apuntado en su planilla, en que quería continuar con el
plan de cirugías que habían previsto. Y punto final. Ni una palabra más sobre el asunto. En aquel
momento, Emma y Alex comprendieron que el hecho de que Sam viviera en aquella especie de
aislamiento emocional autoimpuesto no significaba que hubiera perdido de repente su capacidad
deductiva, su inteligencia. Entendieron que él debía de sospechar a lo que se enfrentaba y no
quería escucharlo.
Así que los doctores cumplieron con su obligación y respetaron los deseos de su paciente. Lo
operaron un par de veces más, o quizá fueron tres, pero a esas alturas Sam llevaba ya más de
quince operaciones, y Alex y Emma habían perdido la cuenta después de la décima o la undécima.
El tiempo había perdido todo sentido en aquellos cuatro meses. Los días habían dejado de ser
conjuntos de veinticuatro horas para convertirse en el tiempo que pasaba entre una operación y
otra. Incluso Alex y Emma habían descuidado sus trabajos y sobrevivían gracias a los ahorros
familiares, que se habían visto incrementados de forma bestial con el ingreso de la generosísima
indemnización que cobró Sam por el accidente. No pasaban tiempo trabajando y tampoco apenas
en casa, el justo para dormir, o intentarlo, y eso solo porque Sam se negaba a compartir las noches
con nadie. Decía que necesitaba estar solo. Como si no lo estuviera incluso cuando se encontraban
a su lado. Su cuerpo estaba maltrecho, de eso no podría tener dudas nadie que lo viese allí,
tumbado sobre su cama de hospital, pero no había ni una sola persona en el mundo, ni siquiera
quienes mejor lo conocían, que fuera capaz de calibrar la magnitud de lo maltrecha que estaba su
alma.
—Tenemos que hablar con él de una puñetera vez, Alex. —A Emma se le escapaba la
frustración en forma de palabras—. Hace ya semanas que sabemos cuál es la única opción de que
Sam vuelva a caminar. No podemos seguir pasando días y días en el hospital sin que nada avance.
¿Hasta cuándo, joder?
—No lo sé, Em… Yo no me siento capaz…
—Ya. —Emma se pasó la mano por la cara en un gesto de desesperación—. Yo tampoco.
—¿Y si hablamos con los médicos para que se lo expliquen? A ellos no puede echarlos de la
habitación. O eso creo. Y se lo explicarán de forma más convincente que nosotros.
Cuando fueron a decirle al doctor que no eran capaces de afrontar aquella conversación con
Sam, que lo habían intentado y él no quería escuchar, se sintieron incluso más frustrados de lo
habitual. Fracasados. Pero nadie del personal médico se lo reprochó; en muchas ocasiones, en
casos tan complicados como el de Sam, era mejor que los profesionales tomaran el mando de las
conversaciones difíciles. Les comentaron que ese día la psicóloga de planta ya se había marchado
a casa y que preferían que estuviera presente en aquella charla que se avecinaba complicada. Los
emplazaron para la mañana siguiente y Alex y Emma regresaron a la habitación de Sam.
No hablaron, claro. Esa era la tónica de todos los días. Alex se aferró a una novela de ciencia
ficción que llevaba semanas leyendo, aunque su capacidad de concentración era tan nula que había
tardes completas en las que no conseguía pasar de página. Emma, por su parte, se dedicó a
terminar un presupuesto que debería haber enviado dos días antes, pero… ella tampoco estaba en
su mejor momento para implicarse en algo que no fuera la tortura mental de intentar bajar al pozo
y sacar a Sam de él.
—¿Y mi moto?
Alex y Emma se miraron cuando escucharon la voz de Sam. Por lo extraño que era oírlo
hablar, pero también porque, con aquella pregunta, llegaron a creer que había perdido la cordura.
—¿Qué? —Fue Emma la que se atrevió a hablar.
—Que qué ha sido de mi puta moto. No creo que sea una pregunta tan difícil de entender,
Emma.
—Quedó siniestro total en el accidente.
Fue Alex el que respondió. Y lo hizo con la verdad cruda que les habían comunicado desde la
agencia de seguros y un tono cortante que no pudo evitar porque no soportaba que Sam le
contestara mal a Emma. Lo había hecho varias veces, también con él, pero a Alex siempre le dolía
más cuando ella era la destinataria de aquellas frases llenas de sarcasmo e insolencia. No podía
soportar el sufrimiento que anegaba los ojos de ella ante la aterradora realidad de que había
perdido a Sam porque él se había perdido a sí mismo.
Pero el rencor hacia Sam se le cortó de golpe cuando vio que los hombros se le
convulsionaban en unos movimientos que solo podían significar que estaba llorando, a pesar de
que se tapó con la sábana para evitar que lo vieran. Emma, por el contrario, una vez repuesta de la
sorpresa inicial —hacía semanas que no veían llorar a Sam, justo desde que había empezado
aquella indolencia insoportable—, casi hasta se alegró de ver algún tipo de reacción. Ella sabía
que Sam era incapaz de desahogar el dolor de su accidente, de las consecuencias que había tenido
sobre su cuerpo, de forma directa. Por eso parecía indolente todo el tiempo, pero se derrumbaba
con lo que, para quien no lo conociera, podrían parecer simples detalles. El tatuaje perdido. La
moto siniestro total. Esas eran las metáforas de la vida que Sam sentía que ya nunca recuperaría.
—Siniestro total. —Sam soltó una carcajada sarcástica que heló la sangre de Emma y Alex—.
Mira. Como yo.
Y esas fueron sus últimas palabras del día. Alex y Emma ni siquiera intentaron que fuera de
otra manera. Ya bastante complicado sería el día siguiente. Y ya bastante habían intentado. A
Emma no se le iba de la cabeza la mañana en que había intentado hacerle ver que la gran noticia,
la enorme y maravillosa noticia, era que siguiera vivo, a pesar de haber sufrido un accidente
terrible. Por la mirada que le echó después de hacerla callar a gritos, Alex y Emma tuvieron claro
que a él no le parecía nada positivo estar vivo. Y aquello los aterró.
Alex también estaba muy cerca de la rendición definitiva. Había intentado ofrecerle un par de
veces soluciones a Sam, si no para curarse, porque eso no estaba en su mano, al menos sí para lo
poco que podía aportar: hacer que las horas en el hospital pasaran de forma un poco más
entretenida. Los dos conocían a Emma, sabían que ella era pura energía, que podía llegar a
aturullar en su intención de ayudar. Alex era pausado, un mar en calma, y pensó que él podría
conseguir arrancarle algo más de las dos o tres palabras habituales. Pero no tuvo suerte tampoco.
Nadie podía tenerla. Toda la vida de Sam consistía en dejar la mirada perdida en la horrible
programación gratuita de la televisión del hospital. Silencios. Miradas borrosas. Y gestos de
dolor que trataba de disimular, muchas veces sin éxito, cuando le hacían curas en la pierna
derecha o en el muñón de la izquierda, que seguía negándose a mirar si no era absolutamente
imprescindible.
Y la mañana siguiente llegó, después de una nueva noche en vela y otra sesión de nervios
difíciles de soportar para Alex y Emma. Él incluso acabó vomitando el desayuno, porque su
estómago se había acostumbrado a tolerar poco más que el horrible café de máquina del hospital.
En cuanto Sam observó las caras de ambos al entrar en su habitación, seguidos por el equipo
médico de traumatólogos y por la psicóloga de planta —con la que siempre se había negado a
hablar, alegando un simple «estoy bien y no necesito su ayuda»—… supo que algo ocurría. Algo
más de lo habitual. Algo que convertiría aquella mañana en una diferente a las que conformaban la
larga lista de mañanas que llevaba en el hospital. No. «Diferente» no era la palabra. Sería una
mañana peor.
Alex y Emma habrían pagado un buen dinero por olvidar las dos horas siguientes. Los
doctores expusieron los mismos hechos objetivos que les habían explicado a ellos en privado: que
su pierna derecha nunca tendría la fuerza ni la movilidad suficientes como para soportar todo el
peso de su cuerpo y que eso haría imposible que volviera a caminar a pesar de lo buena que fuera
la prótesis que pudieran acoplarle. Sam escuchó en silencio, sin perturbar en absoluto su gesto.
Cualquiera que viera la escena sin sonido, podría pensar que le estaban explicando algo que no
tenía nada que ver con él.
—Las posibilidades de caminar son amplias en caso de que optes por la amputación
voluntaria —explicó uno de los traumatólogos protésicos—. El porcentaje de éxito en casos de
amputación bilateral asimétrica, es decir, de la amputación de ambas piernas a diferentes alturas,
es grande, especialmente cuando se trata de pacientes jóvenes, acostumbrados a hacer deporte, no
fumadores y con un peso adecuado. Implicaría mucha rehabilitación, por supuesto, para aprender
la técnica necesaria… Bueno, para aprender a caminar de cero, vaya. Pero te aseguro que he visto
a gente mayor que tú, con lesiones más complicadas y peor forma física, conseguirlo en menos de
un año.
—Lo más importante, en mi opinión, Sam, es que se acabaría el sufrimiento físico. —La
psicóloga ya no sabía por dónde atacar. Se había aprendido de memoria los datos que le había
dado uno de los traumatólogos y creía que aquel era el único flanco por el que sería posible
penetrar en la inexpugnable psique de Sam—. El tobillo derecho te dará problemas de por vida,
incluso aunque no camines con él. El dolor crónico es una de las principales causas de depresión
y la solución con analgésicos, en forma de tratamiento de por vida, tampoco es demasiado
positiva, ya que… o resultan insuficientes o se toman en tal proporción que acaban por provocar
adicción. Por mucho que los doctores te estén medicando en vena y que tú disimules, sabemos que
los dolores en la pierna derecha deben de rozar lo insoportable. —Alex y Emma lo miraron y no
se podían creer que su gesto continuara imperturbable; ellos estaban conmocionados porque
apenas un par de veces lo habían visto esbozar gestos de dolor. Pero nada, él seguía sin
reaccionar—. Las cosas no van a mejorar, sentimos mucho decírtelo así. Pero según vayan
pasando los años, los dolores irán a peor, la movilidad general también y surgirán lesiones
asociadas al uso continuado de la silla de ruedas. Entenderíamos que no quisieras someterte a la
cirugía, de verdad que lo entenderíamos todos, si eso te diera una opción a caminar. Pero es justo
al contrario.
—Esa pierna es un lastre, Sam. —El doctor que más habitualmente trataba con Sam decidió
cortar la palabrería de la psicóloga. Él prefería ser más directo… y que aquel tema acabara ya. La
situación de Sam le provocaba una gran compasión, pero cosas peores había visto en su carrera y
se negaba a seguir insistiendo con alguien que no mostraba ningún interés en curarse—. Puedes
deshacerte de ella, por muy jodido que suene, e intentar volver a caminar y retomar tu vida. O
puedes aferrarte a algo que ya ni siquiera funciona y que condicionará los años que te queden por
vivir, que por suerte son muchos.
Los doctores ya no tenían nada más que decir. La suerte estaba echada. Y se traducía dentro de
aquella habitación en un silencio tan denso que casi podía tocarse con las yemas de los dedos.
Alex hasta tenía taquicardias. No se atrevía ni a levantar la mirada. Emma, por su parte, miraba
fijamente a Sam, porque necesitaba ver en él al hombre al que había conocido durante años. El
que había luchado contras las mil circunstancias adversas que la vida le había puesto en el
camino, el que había hecho del amor y los sueños la gasolina que alimentaba sus ganas de seguir
adelante. Odiaba que los últimos cuatro meses hubieran transformado en miedo aquella
admiración que siempre había sentido hacia él. Odiaba no reconocer ya al hombre de su vida.
—¿Han terminado ya? —preguntó Sam, con un tono de voz tan teñido de odio, a los doctores,
al mundo o quién sabe si a sí mismo, que todos tuvieron claro que no iban a escuchar buenas
noticias—. Porque por un momento he dudado si no me habría matriculado en una asignatura de
Medicina sin enterarme.
—Sí, hemos terminado —respondió el médico, un poco desafiante él también.
—Pues ya pueden olvidarlo, ¿de acuerdo? Quiero seguir con el plan de operaciones y trabajar
duro para que mi pierna vuelva a funcionar y pueda salir de aquí de pie.
—Me temo que no lo has entendido bien, Samuel. —El uso de su nombre completo hizo que
Emma y Alex dieran un respingo; solo lo habían escuchado asociado a trámites meramente
administrativos—. No habrá más operaciones. No hay nada que hacer en esa pierna, ninguna
posibilidad de mejora. No tiene sentido seguir sometiéndote a preoperatorios, anestesias,
reanimaciones… con todos los riesgos que ello implica, si no existe posibilidad de mejoría.
—¿Es una cuestión económica? —Sam los miró a la cara. Alex y Emma prefirieron bajar la
vista porque empezaban a avergonzarse del espectáculo que estaban presenciando—. Porque
puedo pagar mi estancia aquí y también las operaciones que sean necesarias.
—Por supuesto que no es una cuestión económica. —El tono de voz del doctor siguió
subiendo, y todos los allí presentes tuvieron la sensación de que estaba haciendo un verdadero
esfuerzo para contenerse—. Es una cuestión relacionada con el juramento hipocrático, ¿sabes?
Ningún médico va a someter a un paciente a tratamientos dolorosos, con cierto riesgo, cirugías y
demás si el paciente no va a obtener ningún beneficio de ello.
—Entonces, ¿hemos terminado? ¿Hasta aquí lo que pueden hacer por mí? —Sam lo preguntó
con el mismo tono con el que habría interrogado a las enfermeras sobre el menú para la cena de
aquel día.
—Sam, deberías pensar… —Emma no fue capaz de quedarse callada, pero tampoco tuvo
demasiada oportunidad de intentar convencerlo, porque él la atajó enseguida.
—Voy a decirlo solo una vez y espero que os quede claro a todos. —Por primera vez desde
que había empezado la conversación, Sam alzó la mirada, de un modo incluso desafiante, y los
repasó uno a uno—. Prefiero vivir toda la vida en esa puta silla de ruedas que convertirme en
medio hombre.
Después de aquellas palabras de Sam, nadie pudo aportar ni un solo comentario más. Se
agotaron los argumentos. Se perdieron las esperanzas. Sam pasaría el resto de su vida en «esa
puta silla de ruedas» y nadie podría hacer nada por evitarlo. Alex y Emma ya ni siquiera tenían
ganas de hablar más. El equipo médico abandonó el cuarto y ellos se quedaron allí, en silencio,
sin mirar a Sam y sin mirarse siquiera entre ellos. Solo una frase rompió aquellos momentos tan
tensos, quizá los más violentos y tristes que habían vivido desde el ingreso en el hospital. Y eso
era mucho decir.
—Enteraos de qué cojones hay que hacer para comprar una silla de ruedas. Y tramitadme el
alta voluntaria para el primer instante en que los doctores digan que puedo marcharme a casa.
«A casa». Qué aterrador sonaba ese concepto en boca de un hombre al que habían amado
tanto, pero que ahora era incapaz de dirigirse a ellos con un mínimo de afecto, ni siquiera para
algo que debería haber sido una decisión a tres. Un hombre que parecía haber olvidado el
significado de los conceptos «por favor» y «gracias». Un hombre que ni siquiera tenía la menor
intención de hablar con ellos sobre la charla con los doctores, que había marcado el resto de su
vida y parecía haber caído en el cajón del olvido.
Alex y Emma se dirigieron al despacho de los doctores, que tampoco comentaron nada, porque
poco había que decir. Con una sola mirada se entendieron. Les comunicaron la decisión de Sam de
pedir el alta voluntaria y ellos les dijeron que no había nada ya que lo retuviera en el hospital.
Que debería quedarse unos días para aprender a manejarse en la silla de ruedas, para recibir los
consejos de los fisioterapeutas y los terapeutas ocupacionales, pero, como ya todos asumían que
tampoco querría escucharlo, llenaron el bolso de Emma de folletos y les pidieron
encarecidamente que llamaran al hospital si, una vez de vuelta en casa, se encontraban con dudas a
la hora de llevar a cabo las actividades básicas con Sam.
Ya solo les quedaba pasarse por administración para que les entregaran los documentos
necesarios para el alta voluntaria. Les aseguraron que a primera hora de la mañana siguiente
estarían todos los papeles preparados y solo tendría que firmarlos el doctor cuando pasara a hacer
su ronda.
De vuelta en la habitación, Emma dejó preparada la ropa que llevaría Sam al día siguiente.
Unas cuantas semanas antes, cuando aún había alguna esperanza de que él se sacara aquel
omnipresente pijama de hospital y saliera a los jardines de la clínica a tomar el aire, le había
preparado un pequeño equipaje, que él ni siquiera había querido mirar. Ese día extrajo unos
pantalones de chándal de la bolsa de viaje, una camiseta lisa y una sudadera con capucha. Miró
las zapatillas deportivas y a punto estuvo de romperse al darse cuenta de que, de todos los pares
de calzado que tenía Sam en casa, ya podrían ir deshaciéndose del zapato correspondiente al pie
izquierdo. Sacó solo la zapatilla derecha y la dejó junto a la butaca donde había depositado todo
el conjunto.
Sam ni siquiera miraba. Sabía perfectamente lo que ella estaba haciendo, pero no quería ni
pensar en el momento de volver a salir a la calle, sentado en una silla de ruedas a la que estaba
condenado de por vida y soportando las miradas de compasión. Por no hablar del jodido dolor
que le atravesaba la pierna derecha para recordarle que había decidido quedarse con él para
siempre. Que él había decidido que fuera suya para siempre.
La mañana llegó demasiado pronto. A Emma y a Alex la noche se les había pasado arreglando
el piso en la medida de lo posible para la llegada de Sam, aunque eran muy conscientes de que
harían falta muchas reformas en el apartamento para que estuviera adaptado a la vida con una silla
de ruedas. Cuando llegaron al hospital, encontraron a Sam sentado en la cama, con las piernas, o
lo que quedaba de ellas, colgando por fuera. Eso suponía toda una novedad; era la primera vez
que Sam se destapaba por completo en su presencia sin que un procedimiento médico lo
requiriera. Con la precaria ayuda de Alex consiguió sentarse en la silla de ruedas, a la que miraba
como si fuera su peor enemiga. Aún no sabía que tendría que convertirse en su mejor amiga.
Emma incluso titubeó a la hora de agarrar los asideros de la silla, pero no consideraba que
Sam estuviera preparado todavía para conducirla de manera autónoma. Salieron del hospital y la
luz del sol cegó a Sam. De malos modos, le pidió a Alex que le pasara unas gafas de sol, y este se
puso tan nervioso que le dio las que llevaba puestas, porque ni siquiera sabía si Sam tenía las
suyas propias en alguna parte. De nuevo con muchas dificultades, ayudaron a Sam a subirse al
coche, plegaron la silla de ruedas, la metieron en el maletero y arrancaron.
Emprendieron el camino a casa con la certeza de que la nueva vida que empezaba en aquel
momento estaría mucho más llena de piedras en el camino que de alegrías que celebrar. Pero
habría que seguir remando. Juntos. Hasta que algún día, y cruzaban los dedos para que no fuera
una esperanza vana, volvieran a ver la luz.
16
Des-hogar
La vida con Sam de vuelta en casa fue un infierno desde el principio. Ya lo habían anticipado
cuando estaban en el hospital, pero nada podría haber preparado a Alex y Emma para lo que
estaba por llegar. Porque la actitud de Sam no había mejorado con respecto a su estancia en el
hospital; seguía indolente, arisco y sumido en el aislamiento emocional más absoluto. Pero,
además, en casa había que ayudarlo. Él podía negarse cuanto quisiera, ellos podían querer
concederle una autonomía que sabían que le vendría bien…, pero era un hecho innegable que
todas las tareas que en el hospital asumían los enfermeros, auxiliares y celadores… en casa eran
responsabilidad de Alex y Emma.
Cada día intentaban ayudarlo a ducharse, pero lo conseguían una de cada cuatro veces.
Básicamente, cuando incluso el propio Sam era consciente de que su falta de higiene saltaba a la
vista… y al olfato. Llevarlo al cuarto de baño era una cuestión todavía peor, por lo inevitable y
porque a él lo ponía aún más nervioso. El día que Alex descubrió junto a su cama un par de
botellas de agua llenas de orina entendió que estaban librando una batalla perdida contra un
hombre al que ya no le importaba ni su propia dignidad.
Emma lo llevaba incluso peor que Alex, si es que eso era posible. Porque a la frustración, la
pena y el dolor innegable cuando Sam los trataba con desprecio, se unía en ella un cabreo que
aumentaba de intensidad cada día. Porque nadie ponía en duda que Sam había sufrido un accidente
cuyas consecuencias habían modificado para siempre su independencia, pero tampoco podían
seguir engañándose: si él hubiera hecho un mínimo de caso a los consejos de sus médicos,
fisioterapeutas y terapeutas ocupacionales, su situación sería muy diferente. Mucho mejor. Él no
había querido aprender a valerse por sí mismo para las cuestiones más básicas, así que a Emma le
costaba entender que tuviera derecho a quejarse por ser tan dependiente. En realidad… es que le
parecía que no lo tenía.
Alex se moría de pena. La situación de Sam no es que no mejorara; es que iba a peor con cada
semana que pasaba. Un día, mientras volvía de una reunión de trabajo en el centro, Alex atravesó
una de las zonas de la ciudad que frecuentaban las muchas personas sin hogar que vivían en San
Francisco. Dos o tres de ellos usaban una silla de ruedas, pero solo uno llamó la atención de Alex.
Era un chico de su edad, más o menos, con las dos piernas amputadas. Iba sucio, despeinado y
mostraba claros síntomas de estar bebido y, probablemente, bajo los efectos de otras sustancias
aún más nocivas. Alex se ruborizó cuando el chico le sacó el dedo corazón después de que él se
pasara demasiado tiempo observándolo. Pero es que aquella visión… casi le pareció una mirada
al futuro de Sam. Al que podría serlo. Si algún día decidía marcharse, si buscaba una solución
absurda a sus problemas en el fondo de una botella, si Emma y él lo dejaran solos, cosa que ni se
planteaban, pero… si estaban ya desesperados con solo unos meses de Sam de vuelta en casa,
¿qué acabaría pasando tres, diez o veintiocho años después? Nadie podía asegurarlo. Nadie
podría juzgar cómo reaccionara cada uno. No cuando una cuerda se tensa tanto que acaba
llevándose por delante la vida de los que están cerca.
Aquella noche, Emma lloró cuando Alex le contó ese pensamiento que lo había atravesado y
se le había clavado dentro como un puñal. Estaban muy tensos, pero… al menos se tenían el uno al
otro. Ahora, dormían juntos, solos, en la habitación principal, mientras que Sam se había
atrincherado en la de invitados, sin darles opción a persuadirlo de otra cosa. A veces les daba por
pensar que habían cortado su relación, aquella extraña pero maravillosa relación que los había
convertido en un solo ser, pero que fingían que no era así porque las necesidades mandaban.
«Atrincherado» era probablemente la palabra que mejor definía la situación de Sam en aquel
cuarto suyo que un día había sido el de invitados, luego el de Alex y, finalmente, el estudio de
todos. Él ya no necesitaba un estudio, porque no solo no trabajaba, sino que ni siquiera mostraba
el menor interés por los detalles sobre el curso de su empresa que intentaba comunicarle Alex de
vez en cuando. Tampoco comía demasiado; ni demasiado bien. Toda aquella masa muscular que
había hecho de su cuerpo puro fuego ya no estaba, incluso sus tatuajes se veían desvanecidos en su
piel. En su mesita de noche había permanentemente una botella de whisky, aunque Alex y Emma
controlaban que no se le fuera las manos el consumo. Al fin y al cabo, ellos eran los encargados
de hacer la compra y Sam se limitaba a apuntar una o dos botellas en el pedido mensual, así que
ellos le cumplían el capricho sin rechistar. Sobre todo, porque se habían quedado sin fuerzas para
discutir. Mientras el consumo no pasara de ahí, ni pensaban decirle nada.
Más complicado había resultado asumir que Sam hubiera empezado a fumar, algo que, por lo
que sabían Alex y Emma, no hacía desde que era un adolescente. Ni siquiera habían comprendido
a qué se refería Sam cuando había escrito en la lista de la compra «2 paquetes de Marlboro».
Estaba claro que no había tenido oportunidad de fumar por casualidad, debilidad o situación
social en los últimos meses, así que aquello sonaba a decisión autodestructiva planificada. En su
situación médica, además, cuando tenía que estar pendiente de no sufrir coágulos sanguíneos por
la medicación. La bronca que tuvieron Sam y Emma cuando ella se negó fue tan tremenda que Alex
salió de casa dando un portazo, regresó con un cartón de tabaco y se lo tiró a Sam al pecho. No
había sido la decisión más inteligente, pero en los últimos tiempos ninguna lo era.
Alex y Emma dormían juntos, sí, pero ya nunca hacían el amor. Alguna vez se besaban, la
pasión convertida en necesidad tomaba el mando y acababan masturbándose mutuamente, o
conformándose con unos toqueteos rápidos y no demasiado satisfactorios, pero no tenían fuerza
para mucho más. La vida que tenían había saltado por los aires y no les parecía que nada tuviera
sentido sin Sam. O quizá sí les habría parecido que tenía sentido sin Sam, pero no con él en casa
de esa manera. Presente pero ausente.
Cuando Alex y Emma se quisieron dar cuenta —no tenían ni idea de si Sam también era
consciente—, habían pasado nueve meses desde el accidente, más de cuatro desde que convivían
de nuevo en el apartamento, aunque el verbo «convivir» se pasaba de optimista en su caso. Sam
seguía bebiendo más de lo que debería —no debería beber nada en sus circunstancias—, había
perdido toda la masa muscular pero había ganado una tripa provocada por las muchas horas de
sedentarismo, sus ojos tenían permanentemente un color rojizo y de vez en cuando estallaba en
ataques de tos que, según sus propias palabras, no tenían absolutamente nada que ver con su
consumo cada vez mayor de tabaco. Claro que no. Nada que ver. A Alex y a Emma les costaba
creer que fuera tan imbécil por momentos…
Los videojuegos se habían convertido en su nuevo mejor amigo. En su único amigo, en
realidad. Había vuelto a instalar la PlayStation que tenían abandonada en un cajón del salón desde
hacía años y se pasaba horas —muchas, muchísimas horas— jugando. Y lo peor de todo es que ni
siquiera daba la sensación de disfrutarlo. Tenía la misma cara de amargado mientras ganaba
partida tras partida al Call of Duty que en cualquier otro momento del día. Además, cada día le
costaba más utilizar su silla de ruedas, porque la pérdida de tono muscular era tan acentuada que
le impedía los movimientos más básicos o, al menos, se los complicaba.
Emma decidió lidiar con los demonios dedicando cada vez más horas al trabajo. Ya nunca
diseñaba desde casa; se limitaba a estar las horas justas para liberar a Alex de responsabilidades
y que él no se cargara demasiado el cuidado de Sam a las espaldas. Pasaba el resto del tiempo en
el taller donde antes solo restauraba los muebles, y allí, entre olor a madera, polvo de serrín y
latas de barniz, conseguía desconectar la cabeza, aunque solo fuera durante unos minutos al día, de
aquel desastre en que se había convertido su vida. Una vida que había sido maravillosa, tanto que
Emma entendía mejor que nunca cuánto dolía una caída cuando se producía desde lo más alto.
Alex no podía soportar que hubiera más silencio en casa cuando estaba Emma que cuando no.
Era insufrible ver, justo ante sus ojos, como se había apagado la luz de la chica más brillante de
San Francisco. Él parecía llevarlo mejor. Lloraba menos que Emma. Le gritaba menos a Sam
cuando se frustraba. No es que eso fuera una gran noticia. La realidad era que sentía que se había
difuminado. Cada día daba vueltas en su cabeza a los giros y volteretas que había pegado su vida,
desde el día que había salido de Ohio de la mano de su novia de toda la vida, para acabar
rompiéndole el corazón, largándose a recorrer el mundo para encontrarse a sí mismo, regresando
a un punto de partida que en realidad no lo era. Había sido feliz. Había sido tan feliz con ellos,
joder… Y luego la vida había vuelto a ponerse del revés y a negarle esa felicidad que llevaba
persiguiendo desde siempre y que, ahora, le parecía que solo había tocado un instante con las
yemas de los dedos. Quizá cuando pasaran los años acabaría olvidando que un día había rozado el
cielo. Quizá aquella nube de depresión ponzoñosa acabaría por invadirlo todo.
Y lo peor, lo más duro de sobrellevar para Alex, era no saber ya lo que sentía por Sam. Con
Emma lo tenía clarísimo. La quería con toda su alma, la admiraba por su forma de luchar cada día
por que la vida siguiera y a todo eso se unía un instinto de protección que se incrementaba cada
día, porque no soportaba verla sufrir así. No soportaba que Sam la estuviera rompiendo en dos.
Por eso no sabía lo que sentía ya por él. Seguía queriéndolo, de eso no tenía dudas. Y seguía
enamorado de él, eso también. Pero lo odiaba en demasiados momentos, en más cada día, por el
dolor que le provocaba a quien menos se lo merecía, que no era él, sino Emma. En la montaña
rusa de sentimientos más aterradora, además, se sentía a ratos culpable por haber reaparecido en
las vidas de Sam y Emma. No es que eso tuviera ningún sentido lógico, no había ninguna relación
entre su regreso a San Francisco y el accidente que había sufrido Sam, pero su mente estaba tan
confusa que de vez en cuando le enviaba el mensaje de que el mundo sigue un orden establecido y,
si él no lo hubiera alterado, quizá Sam habría pasado aquel domingo con Emma, paseando por la
bahía, en lugar de coger la moto para recorrer las carreteras del norte de California. Y para
completar el cóctel, también se sentía empático con Sam. Porque sí, estaba insoportable, y eso ya
nadie se molestaba en negarlo. Pero no hacía falta estudiar Psicología para darse cuenta de que
aquello tenía toda la pinta de ser una depresión. Así que Sam, para Alex, era un enfermo por
partida doble. Se había roto su exterior, pero también su alma. Y eso no debería provocar otra
cosa que una profunda compasión. No quería ni imaginar cómo habría reaccionado él si un día se
despertara en un hospital sin sus dos piernas. O peor aún, tal vez: despertarse sin una pierna y
tener que tomar la decisión de pedir que le amputaran la otra. No era tan iluso como para pensar
que lo tomaría como un punto de inflexión en su vida para empezar a verlo todo bajo una capa de
enorme optimismo. No. Estaría como Sam. O peor. Tal vez, de toda la gente a la que había
conocido en su vida, solo Emma habría tenido la fuerza para salir de una situación como aquella,
aunque eso nadie pudiera asegurarlo sin haberlo vivido.
La vida continuaba. Aunque había días en que a ninguno de los habitantes de aquella casa le
apetecía que fuera así. Pero el sol seguía saliendo cada mañana sin pedirles permiso ni perdón y
ellos… sobrevivían. Mal. Pero como podían.
17
Sucio
El ser humano tiene la enorme capacidad de adaptarse a cualquier situación. Eso es algo que Alex
y Emma aprendieron en aquellos meses horribles que siguieron al accidente de Sam. Tardaron, por
supuesto, pero acabaron por asumir que aquella era su nueva vida y tocaba continuar con ella.
Volvieron a dedicar el tiempo suficiente al trabajo, consiguieron una rutina de tareas domésticas
que hizo que el apartamento volviera a funcionar como escenario de una vida y lidiaron según
iban surgiendo con las diferentes crisis que causaba Sam, a veces por su insolencia y otras,
directamente por su agresividad.
Y tal como llegó todo lo demás… lo hizo también el sexo. Eran dos personas jóvenes, que se
conocían mejor que nadie, que habían estado enamorados en dos vidas diferentes, que se deseaban
y que habían dejado de lado durante demasiados meses una faceta de la vida que siempre habían
considerado casi tan necesaria como respirar. Así que una noche que empezó con toqueteos
consoladores acabó con dos orgasmos que supieron agridulces porque aún pesaban las ausencias.
Pero la siguiente vez supo un poco mejor… y pronto se convirtió en una rutina que no tenía nada
de rutinaria, sino que volvió a ser excitante, emotiva y un consuelo nocturno a todo lo que les
torcía el gesto durante el día.
Como Sam pasaba en aquel momento por una fase de no abandonar su cuarto si no era
estrictamente necesario, pronto también perdieron el pudor a besarse y tocarse fuera de la
nocturnidad de su dormitorio. Lo echaban de menos, claro, también en aquel ámbito —quizá,
sobre todo, en aquel ámbito—, pero Emma había intentado besarlo un día y la respuesta de Sam
había dejado claro, sin necesidad más que de una mirada y una huida airada, que para él el sexo
había acabado en el mismo vertedero de basuras en el que estaban el resto de emociones y facetas
de su vida anterior.
Los ánimos se caldearon una tarde de sábado, una en la que a Alex y Emma les habría
encantado salir a disfrutar del clima soleado y fresco con el que había amanecido San Francisco,
pero habían preferido quedarse en casa por si Sam los necesitaba para algo, porque no eran
capaces aún de concederle una independencia que él pedía, aunque no luchaba para conseguirla.
Pasaba tantas horas al día tirado en la cama que dejarlo solo era un riesgo a que surgieran mil
dificultades a las que Alex y Emma, al contrario que Sam, no daban la espalda.
Pero aquella tarde quisieron las circunstancias que Sam saliera de su cuarto justo en el
momento en que Alex y Emma habían dejado de ver la película que habían puesto después de
comer para dedicarse a una sesión de besos que no había tardado en subir de temperatura. En
concreto, Emma había perdido ya la camiseta —y ella no solía usar sujetador—, Alex tenía
desabrochados los dos primeros botones de los vaqueros y sus lenguas se enredaban en un beso
que estaba claro que tenía más de pasión que de simple gesto de cariño. En el momento en que
escucharon la puerta del dormitorio de Sam y el leve chirrido de las ruedas de su silla sobre el
suelo de madera… se quedaron como congelados en el acto.
—No os cortéis, por favor —respondió Sam en un tono neutro que ni siquiera quienes mejor
lo conocían habrían salido dilucidar qué significaba—. Seguid a lo vuestro, yo no quiero molestar.
Emma y Alex se dieron cuenta de que las cosas estaban peor de lo que parecían —y mira que
parecían estar mal— cuando sintieron, por primera vez desde que se habían reencontrado, que
estaban engañando a Sam. Y no era verdad, joder. Ellos eran una pareja, una de tres, en la que uno
de los miembros había decidido ponerse en stand-by, pero nadie había dicho que ellos dos
también tuvieran que hacerlo. Si no compartían demasiadas muestras públicas de afecto, era más
por respeto a un Sam que se encontraba inmerso en una depresión que porque creyeran que no
tenían derecho a amarse. ¡Pero cómo no iban a tenerlo! Daba igual cuánto intentaran racionalizar
el pensamiento: en aquel momento, semidesnudos sobre el sofá, piel contra piel, sintieron que
estaban traicionando a aquel hombre al que, a pesar de todo, tanto querían.
Sam, por su parte, había utilizado un tono de voz neutro porque ni él mismo sabía cómo se
sentía. Imaginaba la sensación que daba desde fuera: la de un hombre egoísta y amargado que
estaba destrozando a los dos amores de su vida. Y odiaba que fuera así. Porque lo que nadie sabía
eran las muchísimas horas que Sam pasaba llorando en la soledad de su cuarto. Al principio lo
hacía solo por la frustración de su nueva condición física; pero hacía ya muchas semanas que
lloraba más por la culpabilidad y el daño que les estaba haciendo a Alex y Emma que por sí
mismo.
Por eso había decidido salir del cuarto aquella tarde. Porque llevaba un buen rato escuchando
el parloteo de ambos en el sofá y, cuando se habían quedado callados, sabía que solo había dos
opciones: o estaban echándose la siesta o estaban haciendo… algo más caliente. Y presentía que
era lo segundo. No en vano llevaba ya un tiempo escuchándolos hacer el amor en la soledad de su
cuarto, aunque estaba seguro de que ellos pensaban que eran muy discretos y silenciosos. Y quiso
verlos. De hecho, le daba igual verlos durmiendo o haciendo el amor. Cualquiera de las dos
opciones le valía. Serían ellos en estado puro. Y los echaba tanto de menos que le ardía la piel
solo de pensar que era él mismo el que los alejaba. Pero no sabía cómo evitarlo. Su vida era un
jodido caos de dolor.
Pero la verdad era que, en cuanto los vio, su corazón dio un vuelco. Uno que no fue agradable.
Emma, tan bonita, tan diosa, sentada a horcajadas sobre Alex, como tantas veces lo había estado
sobre él mismo. Alex, tan guapo, tan sentido, tan lleno de amor por ambos. Le había dolido. Él
quería formar parte de aquello. Quería volver a ser una arista de aquel triángulo perfecto. Pero no
se atrevía, no se sentía capaz, no pensaba permitir que lo vieran con aquel cuerpo mermado que,
más que volver a excitar a alguien, sería el mejor jarro de agua fría sobre cualquier escena de
pasión. Así que les había dicho que siguieran con su encuentro sexual, en parte enfadado, en parte
excitado. Triste. Todo.
Sam pensaba en todo ello mientras se acercaba al frigorífico, de espaldas a la escena que
estaba teniendo lugar en el sofá, para coger un botellín de cerveza. Cuando se dio la vuelta, allí
seguían ellos. Congelados. Sin haberse atrevido a separarse, pero sin tocarse apenas. Casi como
dos actores en medio de una escena amorosa cuando el director grita «¡Corten!».
—Lo digo en serio, joder. —Las palabras le salieron frustradas, pero el tono fue conciliador
—. Follad. —No quiso que sonara a orden, así que lo expresó de nuevo como súplica—. Follad,
por favor.
Alex y Emma se miraron durante unos segundos eternos. Parecía, desde fuera, que estuvieran
teniendo una conversación telepática. Y es que lo estaban haciendo. La conversación solo terminó
cuando Emma decidió liarse la manta a la cabeza, acabar con aquella tensión que algún día la iba
a matar y dar una cabalgada soberbia sobre la entrepierna de Alex. Se encajaron al instante. Y
Alex no necesitó mucho más que aquel movimiento para que la excitación borrara las
preocupaciones y participara de aquello que, más que un acto de amor, se parecía demasiado a
una exhibición pública.
Estaba siendo un encuentro breve, intenso y agridulce. Recordaba demasiado a aquella
primera vez que Alex había observado desde cerca a Sam y Emma, a los pocos meses de llegar a
San Francisco de vuelta. Pero era mucho peor. Aquello había sido puro morbo, fervor y ganas.
Esto estaba siendo sucio. Para completar la sordidez del asunto, Sam, en un determinado
momento, se sacó la polla de los pantalones de chándal. Lo hizo porque, por primera vez en
meses, había sentido algo parecido a la excitación sexual. Llevaba meses sin ponerse cachondo,
sin intentarlo siquiera, más por una incapacidad mental que física. Y pensó que Alex y Emma,
desnudos, tocándose y gimiendo, serían una receta infalible para excitarse. Pero el odio que sentía
hacia la idea de no volver a formar parte de aquello jamás, que era algo muy parecido al odio a sí
mismo, se había llevado lejos cualquier erección que hubiera podido surgir.
Alex y Emma estaban muy excitados, pero el orgasmo era un concepto que quedaba bien lejos.
Los ojos se les desviaban hacia Sam, que miraba su propia entrepierna con una mezcla de
estupefacción y asco. Cuando vieron que daba una especie de palmada frustrada sobre su sexo y
volvía a guardárselo en los pantalones, los dos se dieron cuenta, sin necesidad de comentarlo, que
lo mejor era acabar con aquel horror que estaban protagonizando y que los hacía sentir más sucios
que si llevaran una semana sin ducharse. Pero sabían que, si lo interrumpían de forma abrupta,
Sam se enfadaría, o reaccionaría mal, o… lo que fuera. Así que Emma decidió fingir, por primera
vez en su vida, un orgasmo. Y Alex ni siquiera necesitó hacer algo parecido, porque Sam, quizá
dándose cuenta de todo lo que estaba pasando, de lo feo que era aquello, se dio la vuelta con una
rapidez inusitada en él y volvió a encerrarse en su cuarto.
Emma le había dicho una vez a una amiga, una que tenía una relación demasiado tóxica con su
pareja, que el hombre de tu vida debe dejarte mojada la entrepierna, no los ojos. Y esa frase fue la
que le acudió a la mente cuando, aún con Alex dentro de ella, sintió su sexo más seco que nunca y
sus mejillas empapadas por las lágrimas que no había podido evitar derramar. Alex quiso atajar la
incomodidad cuanto antes y se retiró de ella, volvió a vestirse y subió el volumen del televisor.
No fueron capaces de mirarse a la cara, y solo esperaban olvidarlo pronto.
Lo que ninguno de los dos supieron en aquel momento fue que Sam no se había ido a su cuarto
porque estuviera frustrado, porque se sintiera culpable o porque la situación que él mismo había
propiciado lo hubiera superado, aunque todas esas cosas fueran verdad. Sam se fue a su
dormitorio aquella noche porque no podía permitir que las dos personas a las que más quería en
este mundo lo vieran llorar como un niño.
18
A ella no
Alex y Emma ya no recordaban lo que era tener un buen día. La vida transcurría de forma
monótona, porque la rutina era la única tabla de salvación a la que podían agarrarse para no
enloquecer. Habían intentado todo lo que estaba en sus manos para que Sam levantara cabeza,
aunque solo fuera un poco, pero nada funcionaba. Estaban tan desesperados que los fines de
semana eran ahora peores que los días de trabajo, porque implicaban quedarse en casa, los tres,
en aquel ambiente asfixiante en que apenas veían a Sam, porque casi no salía de su cuarto, pero
sentían su presencia en todas partes.
Ni ellos ni Sam recordaban lo que era un buen día, pero sí que había días especialmente
malos. Aquel viernes fue uno de ellos. Emma leía en el sofá del salón una novela negra que tenía
fama de enganchar a los lectores de tal manera que muchos acababan leyéndola del tirón. La había
comprado el día anterior porque sentía que eso era exactamente lo que necesitaba, encontrar un
mundo de ficción en el que perderse durante unas horas para olvidar todo lo malo que ocurría en
su mundo real. Pero llevaba ya media hora en la misma página, releyendo frases sencillas pero
que a ella le costaba entender, porque su cerebro era incapaz de concentrarse. Alex escuchaba
música en la terraza, algo que se había convertido en costumbre en los últimos tiempos. En el
balcón apenas había espacio para una persona, así que esa era su forma de asegurarse la soledad.
Los auriculares, con rock duro sonando a todo volumen, eran la herramienta que usaba para acabar
de aislarse del mundo.
Y entonces Sam salió. Emma levantó los ojos de su libro, sin apenas hacer perceptible el
movimiento, para no asustarlo, espantarlo o lo que fuera que una mirada pudiera provocar en él.
Pero no pudo evitar esperanzarse. Alex había perdido la fe y a veces incluso le reprochaba que
fuera tan inasequible al desaliento, porque lo único que conseguía era sufrir más, pero ella… Ella
aún esperaba que Sam volviera algún día a ser el mismo de siempre, el hombre maravilloso del
que llevaba años enamorada. Con más dolor, con más sufrimiento, con una mochila a la espalda
que a nadie le resultaría fácil portar. Pero él. Cada vez que Sam hacía algo fuera de su rutina de
leer, jugar a videojuegos y dejarse morir en la cama, Emma soñaba con que fuera un primer paso.
—¡Me cago en la hostia, joder!
Solo hicieron falta dos minutos para que Emma perdiera la esperanza. Dos minutos, tres
palabrotas y un grito. Dedujo en una mirada rápida que Sam había intentado acercarse a la cocina,
algo que hacía solo muy de vez en cuando, ya que tenía todo un arsenal de snacks y bebidas en su
cuarto. Pero su silla de ruedas se había encallado en el retranqueo que hacía el pasillo antes de
abrir paso al vestíbulo, donde se encontraba la puerta de la cocina. Emma tuvo que morderse la
lengua —hasta casi hacerse sangre— para no recordarle que llevaba semanas pidiéndole que la
escuchara cuando ella le proponía las reformas de accesibilidad que serían necesarias en aquel
apartamento victoriano —que, definitivamente, no estaba habilitado para minusválidos— para
facilitarle la vida. A él y a todos. Pero Sam se largaba a su cuarto, a su encierro, cada vez que ella
sacaba el tema. Emma ya no sabía si aquella actitud era parte de su proceso de negación a aceptar
lo que le había ocurrido o una prueba de que no tenía demasiada intención de seguir viviendo en
aquella casa.
Ese era uno de sus mayores temores. Que Sam decidiera marcharse algún día. Sabía que la
situación en la que estaban era insostenible, a veces incluso sospechaba que Alex seguía allí solo
por no dejarla sola…, pero al mismo tiempo no quería ni pensar en la opción de que se marchara.
Sam no tenía familia, en los últimos tiempos ni siquiera tenía trabajo —conservaba su empresa
porque sus empleados la mantenían en pie, pero no había vuelto a pasarse por el estudio desde el
accidente— y no tendría a donde ir, mucho menos en el estado físico en el que se encontraba.
Emma dejó sus meditaciones para más tarde —no dudaba de que aparecerían en cuanto se
metiera en la cama y el insomnio viniera a visitarla— y se levantó a ayudar a Sam.
—¡Déjalo, joder! Ya puedo solo —le espetó Sam, sin mirarla siquiera a los ojos, cuando ella
agarró los pomos de la silla de ruedas y lo desencajó del lugar donde se había quedado atrapado.
—Ya veo, ya…
Emma no pudo callarse. Ella nunca había sido una chica sumisa, mucho menos desde que las
experiencias de los últimos años la habían hecho crecer tanto como persona, pero llevaba meses y
meses callada. Aguantando. Aceptando convertirse en el saco de boxeo del dolor convertido en
malas contestaciones de un hombre al que amaba, pero al que ya no reconocía.
Entonces Sam sí que la miró. Con los ojos echando fuego. Quizá él también se había
acostumbrado a que tanto Alex como Emma le dijeran que sí a todo durante demasiado tiempo. A
que su compasión fuera tan grande que no le llevaran la contraria, ni siquiera cuando él estaba
deseando que lo hicieran. Si le hubieran preguntado apenas unos minutos antes, Sam habría dicho
que prefería que lo trataran como a una persona normal, sin rastro de piedad, pero en el momento
en que Emma le respondió con la voz cargada de sarcasmo… lo vio todo rojo.
—Habría acabado saliendo de aquí por mí mismo, ¿sabes, Emma? —Soltó una carcajada
sarcástica que a ella la estremeció—. Pero claro… tú necesitas ayudar. ¡Tú necesitas que esté así,
joder! ¡Pues no hace falta! ¿¿Crees que no sé lo que piensas cuando me ves??
—¿Qué…? —se atrevió a preguntar Emma entre titubeos.
—Que te has jodido la vida —susurró Sam, pero ese tono bajo no fue ni un ápice menos
aterrador de lo que eran sus gritos—. Que ojalá pudieras largarte a vivir tu vida, con Alex o sola,
lo que sea, pero sin el lastre de un hombre que ya ni siquiera es tal cosa, sino solo un jodido
inválido. ¡¡¡Eso es lo que piensas!!!
Y con ese grito retumbando en las paredes del apartamento, se dio media vuelta y regresó a su
cuarto.
Emma se derrumbó en el sofá. Sam se había comportado de forma distante, fría y desagradable
desde el accidente, pero nunca había sido cruel hasta ese día. Por eso Emma tocó fondo. Y todas
las lágrimas que retenía cada día ante lo insoportable de la situación se desbordaron de sus ojos.
Había tocado fondo. Se acurrucó en el sofá, agarrada a un cojín como si este fuera su tabla de
salvación y lloró, lloró, lloró…
Alex no se había enterado de nada. Los auriculares lo habían mantenido ajeno a la catástrofe,
pero algo hizo que mirara hacia dentro del salón. Quizá el instinto, quizá un hilo invisible que
siempre lo había mantenido atado a Emma… y en los últimos años, también a Sam. Y cuando entró
a trompicones y se la encontró llorando como jamás la había visto llorar, ni siquiera en aquel
momento horrible de su ruptura años atrás… él también tocó fondo.
Mientras Emma le contaba una versión resumida de lo que había ocurrido, interrumpida
constantemente por sollozos e hipidos, Sam, en su cuarto, era consciente de que también había
tocado fondo. De que su cuerpo estaba roto en pedazos, su alma también, pero lo peor de todo era
ser consciente de que había destrozado también a la mujer a la que más había amado en toda su
vida. A la única. La culpabilidad lo destrozó y lamentó, por enésima vez en los últimos meses, que
su cuerpo no le respondiera a lo que realmente necesitaba, que en aquel momento no era correr,
montar en bici, trabajar o, simplemente, levantarse y darse una ducha como había hecho durante
toda su vida. En aquel momento habría querido tener piernas para levantarse de su silla de ruedas
y emprenderla a patadas con todo lo que quedara a su alcance.
No tuvo tiempo para seguir lamentándose, porque, apenas unos minutos después de haberse
retirado a su cuarto, y justo cuando estaba planteándose salir a pedirle disculpas a Emma, si es
que ella quería aceptarlas, la puerta de su cuarto se abrió con una fuerza tal que golpeó la pared y
descascarilló la pintura con la manilla. Sam se volvió todo lo rápido que supo —su encierro no
había contribuido demasiado a que dominara los movimientos en la silla— y encontró a Alex
cerniéndose sobre él.
Sam siempre había sido un tío fuerte. Alto, de hombros anchos, musculado. De hecho, su físico
siempre había sido su carta de presentación, muy a su pesar, lo primero en lo que se fijaba la gente
al conocerlo. Y Alex era todo lo contrario. También era alto, pero muy delgado, sobre todo
cuando era más joven, aunque en los últimos tiempos había desarrollado músculo a base de
deporte. Pero, si se hubieran enfrentado en plenas facultades en un ring, nadie habría apostado un
dólar a las posibilidades de Alex.
Pero la furia puede hacer milagros. La ira, más que las dificultades físicas de Sam después del
accidente, hicieron que Alex cogiera a Sam por el cuello de su camiseta, lo alzara en aire e
hiciera chocar su espalda contra la pared. A continuación, se acercó a él, dejando su cara a
escasos milímetros de la de Sam y sus ojos se encontraron en una mirada que podrían haber
prendido fuego a todo San Francisco.
—A mí destrózame si quieres —le dijo Alex, con la voz entrecortada. No por el esfuerzo de
mantener el peso de Sam entre sus manos, porque, por muy enfadado que estuviera, se moriría si
él se hiciera daño por culpa de su arrebato. Lo que le había robado octavas a sus cuerdas vocales
era el dolor—. Ya lo has hecho, en realidad. Pero a ella, no. A ella… ¡no!
—Alex, yo… Suéltame.
La petición llegó en un susurro suplicante. No había rencor en las palabras de Sam. No había
odio por haberse sentido poco más que un muñeco de trapo en las manos del hombre al que
amaba. Solo la petición de que rebajaran la tensión, a pesar de que sabía que había sido él quien
había prendido la mecha.
Alex le hizo caso, por supuesto. No se sentía cómodo con la idea de haber agredido a una
persona en las condiciones físicas de Sam. Lo dejó con delicadeza sobre su silla y ambos se
recolocaron la ropa antes de volver a mirarse a la cara.
—¡Mírala, joder! —Alex había dejado la puerta abierta y Emma había acudido a la habitación
a intentar parar aquello que había ocurrido, pero se había quedado paralizada en la puerta. Su
aspecto no podía ser más patético. Sus ropas estaban arrugadas, su pelo hecho una maraña
incomprensible y sus ojos tan rojos y llenos de lágrimas como sus mejillas y el resto de su cara—.
Mira cómo está. Mira en qué la has convertido.
Sam no se atrevió a levantar la mirada. No era tan imbécil como para no haberse dado cuenta
de que Emma —y también Alex— sufrían en su propio cuerpo las consecuencias de los meses de
horror que habían pasado. Y no lo soportó más. Había llorado mucho a solas en aquellos meses de
larga travesía por el desierto. Pero hacía mucho tiempo, muchísimo, desde aquellos primeros días
en el hospital, que no se permitía derrumbarse delante de Alex y Emma.
Ellos tardaron un instante en darse cuenta de que los hombros de Sam se movían
convulsionados por el llanto. Y entonces todo quedó olvidado. El miedo, el rencor, el sarcasmo,
las malas contestaciones, la compasión, la depresión. Los dos se agacharon y, juntos, hicieron una
piña. Abrazados, por primera vez en meses. Como en los buenos tiempos, aquellos cuya nostalgia
hacía más duro el presente. Ninguno habría sabido medir en minutos cuánto tiempo estuvieron así.
El tiempo se medía entonces en lágrimas y en los latidos de tres corazones.
—Chicos, yo… —Sam tuvo que aclararse la voz antes de seguir hablando—. Ahora quiero
pediros que os vayáis, pero…
—¿Sí? —preguntó Emma, y su tono teñido de esperanza rompió un poco el corazón de Sam.
—Me voy a quedar aquí encerrado de nuevo. Pero no como hasta ahora. Esta vez… cuando
vuelva a salir de este cuarto, os juro que seré una persona mejor. Esta vez sí.
Alex y Emma asintieron, aunque aún no las tenían todas consigo. Pero la esperanza era mayor
que la prudencia. No pudieron evitar sonreír.
—¡Alex! —gritó Sam cuando ambos salían ya de la habitación. Alex se volvió hacia él—.
Gracias.
—¿Gracias por zarandearte? —le preguntó, con el sonrojo mezclado en su cara con una
sonrisa pícara.
—Exactamente por eso. Aunque… —Sam sonrió. Fue precioso verlo— no descartes que
acabe dándote una paliza por ello algún día.
19
Al fin, una decisión
Sam tardó cuarenta y seis horas en salir de su cuarto. Si comió algo durante ese tiempo, sería
porque guardaba comida en su dormitorio. Si durmió o no, nadie lo supo. Si continuó con aquella
espiral de autodestrucción en la que llevaba ya tantos meses, no hubo ningún síntoma externo de
ello. Alex y Emma se mostraban preocupados, pero menos que si aquel encierro hubiera ocurrido
unas semanas atrás. Algo habían visto en la cara de Sam durante aquel enfrentamiento que había
empezado terrible, pero había acabado siendo esperanzador. Anduvieron de puntillas durante
aquellos días por casa, por miedo a alterar algún tipo de alquimia que pudiera estar teniendo lugar
en el cerebro de Sam para sacarlo del pozo. Para que diera el primer paso para ello, al menos.
Tenían la sensación de que, si no era entonces, no sería nunca.
Por eso, cuando la puerta de su cuarto se abrió casi dos días después de la última vez que lo
habían visto, Emma y Alex contuvieron el aliento. Él se aproximó en su silla de ruedas,
sorprendentemente aseado y vestido —hacía ya un rato que a Alex y Emma les había parecido
escuchar la ducha— y resopló delante de ellos.
—¿Tenéis un segundo? —preguntó, con la mirada fija en el suelo. Ni siquiera se atrevía a
mirarlos a la cara.
—Claro —respondió Emma, deseando pedirle que los mirara a los ojos, que nada podía salir
mal si se miraban con franqueza.
—Llevo todo este tiempo… buscando información. Y reflexionando. Y hablando con
profesionales para que me asesoren. Entiendo que habréis pensado que me había pasado las horas
durmiendo, o tirado sin querer hacer nada, pero… cuando os dije que iba a cambiar, era en serio.
—¿Y qué has decidido? —preguntó Alex, con cautela. Parecía mentira que, con todo lo que
habían compartido, no se atrevieran a soltarse.
—Voy a operarme —dijo al fin Sam, tras un silencio en el que tuvo que lidiar con sus propios
demonios para hablar en voz alta de ello—. No os voy a engañar, no he tenido una epifanía en los
dos últimos días y he visto claro que la vida va a ser maravillosa si lo hago. Odio, no os podéis
imaginar cuánto, la idea de mi cuerpo reducido prácticamente a la mitad. Pero me he dado cuenta
de que odio más la perspectiva de pasarme el resto de mi vida en una silla de ruedas.
—Sí, te entiendo —le dijo Emma, cogiéndole la mano en un gesto instintivo que él no rechazó.
Ni se lo planteó.
—He hablado con los médicos y nada va a ser fácil. No es tan sencillo como operarme, dejar
que curen las heridas, ponerme unas prótesis y salir del hospital caminando.
—Ya nos imaginamos —aportó Alex.
—Siendo, además, las dos amputaciones a diferente altura, no lo favorece. Tendré que trabajar
mucho el equilibrio, la fuerza… la técnica necesaria para aprender a usarlas. Quizá nunca consiga
caminar sin muletas, pero… al menos estaré de pie. No me voy a marcar unos objetivos muy
firmes porque eso sería garantía de frustraciones. Iré poco a poco, aprenderé a tener paciencia y
lucharé por volver a caminar, pero también sé que me conformaré con cualquier mejora con
respecto a la situación actual. Que, teniendo en cuenta que estoy en la mierda, no creo que sea muy
difícil mejorar un poco. —Sam acabó su alegato con una sonrisa tímida.
—Sam, ¿puedo…? —Emma se corrigió sobre la marcha. Había tanta prudencia en su voz que
ni parecía ella—. ¿Podemos abrazarte?
—Joder, Emma… —Sam bajó la cabeza—. Pues claro.
Los dos se acercaron a él y lo abrazaron fuerte. Emma frente a él; Alex a su espalda. Sam les
dijo entre balbuceos que sentía muchísimo que la situación hubiera llegado a tal punto de tensión
que le tuvieran que pedir permiso incluso para abrazarlo. Ellos no le respondieron, pero las
lágrimas de los tres hablaron por sí solas. Fue un momento triste, pero también el más parecido a
la esperanza en muchos, demasiados, meses.
—¿Has hablado con los médicos? ¿Sabes cuándo podrán operarte? —le preguntó Alex, en un
intento de devolver la conversación al aspecto puramente práctico, para quitarle un poco de carga
emotiva.
—Mañana.
—¿Qué?
—Tengo que estar en ayunas desde casi casi… ya. —Sam miró su reloj—. Así que si
preparamos algo de cena, me vendría muy bien.
Aquella noche cenaron los tres juntos a la mesa casi como si nada hubiera ocurrido.
Compartieron un poco de charla distendida —puede que la primera de ese tipo en un año—, Sam
les contó algunos detalles más sobre la operación a la que lo someterían al día siguiente y acabó
por confesarles que aceptó el primer hueco de quirófano libre porque sabía que esa operación era
la mejor opción, pero no podía evitar el miedo a que, si pasaba demasiado tiempo, la decisión se
enfriara y él acabara acobardándose y volviendo al letargo anterior.
La mañana llegó demasiado pronto. O eso les pareció a los tres, que habían dormitado juntos
en los sofás del salón, porque no querían hacerlo por separado, pero les dio pánico —a cada uno
de ellos por separado y sin comentarlo entre ellos— proponer compartir cama después de tanto
tiempo y que eso generara tensión en el peor momento.
En el trayecto al hospital, a Sam se le escapaban los nervios por los poros de la piel. Era muy
evidente sin necesidad de que lo comentara, pero es que, además, no paraba de repetirlo. Alex y
Emma trataron de calmarlo, pero ellos tampoco estaban precisamente tranquilos. Aquella
operación era algo deseable, algo que serviría para mejorar la vida de Sam, pero a ninguno se le
escapaba, a pocas horas de que tuviera lugar, que era una operación de importancia y algo podría
ir mal.
Pero no fue mal. Sam regresó de quirófano unas tres horas después de que lo hubieran bajado,
y tardó otras tantas en estar lo suficientemente despierto como para mantener una mínima
conversación. Entonces, el doctor acudió a su lado para informarlo de que todo había salido según
lo esperado, que habían amputado la pierna por una zona ideal para que la adaptación a la prótesis
fuera lo más fácil posible y que en los días siguientes tendría bastante dolor, pero que no se
cortara en pedir toda la analgesia necesaria.
—¿Cuánto tiempo permaneceré ingresado? —preguntó Sam, porque tenía bastante claros los
siguientes pasos que daría (no literalmente, por desgracia) y estaba algo impaciente por continuar
con su recuperación. Esa era, sin ninguna duda, una buena noticia.
—Unas dos o tres semanas, Sam. Si todo va bien, no tendrías por qué permanecer aquí mucho
más tiempo. Vamos a cruzar los dedos para que sea así.
—¿Y después?
—Ya sabes, por experiencia, cuál es el proceso de recuperación de la parte conservada de la
extremidad. Pasarán unos tres o cuatro meses antes de que se cierren del todo las cicatrices y el
tamaño definitivo se estabilice. No debes tener grandes oscilaciones de peso en ese tiempo o se
complicará esto último. Pero, por lo demás, en esos tres o cuatro meses, deberían estar
empezando a adaptarte las prótesis y… a caminar.
—Suena demasiado fácil —comentó Sam, aunque con una sonrisa somnolienta que fue el gesto
más agradable que los doctores vieron en su cara desde que lo conocían.
—No lo será. No será ni fácil… ni imposible. Quédate con esa idea.
Sam asintió, se despidieron para dejarlo descansar y Sam, por primera vez desde el accidente,
les pidió a Alex y a Emma que se quedaran a su lado aquella noche. Cuando le trajeron a Sam la
cena y fue a elevar su cama por primera vez desde que había salido de quirófano, Emma abrió el
armario del cuarto, cogió una almohada y le preguntó con la mirada a Sam si le parecía bien que
se la pusiera bajo las sábanas, siguiendo aquel truco visual tan triste que a él le ofrecía consuelo
durante su anterior ingreso.
—No, Emma —le respondió, de nuevo sonriendo—. Ya no tiene sentido fingir. Si no empiezo
a asumir lo que soy ahora… nada saldrá bien.
Ella volvió a guardar la almohada e hizo su mayor esfuerzo, al igual que Alex, para no mirar a
Sam a la cara en el momento en que él se irguiera. Creían que él necesitaría intimidad para un
momento complicado, pero fueron incapaces de no echar al menos una mirada de reojo. Lo vieron
quedarse con los ojos fijos en el final de la cama, en aquella sábana que caía de forma
incongruente sobre sí misma porque en el cuerpo faltaba una parte. Su mandíbula se tensó, sus
ojos se llenaron de lágrimas y, finalmente, exhaló un suspiro que dijo más cosas que muchas
conversaciones.
—Pásame la bandeja, anda —le pidió a Emma, aunque en sus ojos también había una súplica
silenciosa de que no mencionaran aquello. Todos estaban pensando lo mismo, no hacía ninguna
falta ponerlo en palabras.
Sam cenó en silencio, y Alex y Emma lo respetaron. Aquellas dos amputaciones que había
sufrido Sam tenían mucho de proceso de duelo. La psicóloga del hospital lo había definido así,
aunque Sam no hubiera querido ni escucharla. Y Alex y Emma se dieron cuenta en aquel momento
de que era cierto. Sam tenía que llorar sus piernas como algo, una parte de sí, que había estado
con él desde su nacimiento, que lo habían acompañado para caminar, correr, montar en moto,
hacer deporte y cualquier otra actividad cotidiana y que, de repente, habían desaparecido. Y a su
vez, también Alex y Emma, aunque no querían ni destacar el dolor que ellos también sufrían,
tenían que acostumbrarse a que Sam tenía ahora una nueva realidad corporal que, para ellos, por
supuesto que no cambiaba la esencia de quién era Sam, pero sí que tenían que reconocer que tenía
algo de traumático verlo tan mermado físicamente. Por suerte o por desgracia, para uno y para los
otros, todo sería cuestión de dejar que pasara el tiempo y se acabaran acostumbrando a aquella
visión.
Alex y Emma acompañaron a Sam en el hospital durante casi las veinticuatro horas del día, de
cada día. En las escasas escapadas que hacían a la cafetería, porque Sam los obligaba a ir juntos
para que tuvieran algo de vida social fuera de aquella habitación, hablaron de que, en cuanto él
regresara al apartamento, tendrían que retomar de alguna manera la vida anterior a aquel accidente
que lo había puesto todo patas arriba. Volver a dejarse la piel en el trabajo, hacerse con un
mínimo de rutinas diarias, retomar las tareas domésticas… una vida normal. Ese era en aquel
momento el único sueño de sus vidas. Y sabían que lo compartían con Sam.
Durante aquellas dos semanas Sam estuvo meditabundo y muy callado. Solo él sabía los
demonios internos con los que estaba lidiando, pero Alex y Emma respetaron su actitud por dos
razones. La primera, que habían aprendido de la experiencia —incluso Emma— que de poco
servía presionarlo; solo lo alejaba más. Y la segunda, y más importante, que ya no veían en él la
misma actitud que en la anterior estancia en el hospital. Ya no estaba indolente, arisco ni
desesperado. Daba la sensación de que sus silencios actuales se debían más a una reflexión
interna profunda que a la necesidad de estar ausente. De vez en cuando, incluso se relajaba y
sonreía un poco; así, se parecía algo a aquel hombre al que un día habían conocido, del que se
habían enamorado, al que a veces les costaba recordar.
Al fin llegó el día en que a Sam le darían el alta. Se había pasado los últimos días de ingreso
buscando información en su tablet, y Alex y Emma habían visto un par de veces de refilón
imágenes de prótesis y vídeos de redes sociales de personas con lesiones parecidas a las suyas.
Imaginaron que trataba de motivarse, o al menos de saber a qué se enfrentaría en los próximos
meses, y lo consideraron una buena noticia. La noche anterior los médicos los informaron de que a
la mañana siguiente podrían irse a casa, así que aquella mañana se convirtió en una vorágine de
recoger equipaje, organizar cosas y firmar papeleo.
—Esperad, chicos… Yo…
Algo en su tono de voz les indicó a Alex y Emma que Sam tenía algo importante que decirles.
No supieron qué fue, quizá que aún seguía vivo aquel vínculo interno que nunca dejarían de
compartir, pero los dos rápidamente dejaron lo que estaban haciendo, cogieron dos sillas y se
sentaron junto a la cama de Sam.
—¿Qué pasa? —preguntó Emma, siempre más impaciente.
—No me atrevo a miraros a la cara para deciros esto. —Efectivamente, Sam no los miraba. Y
el escalofrío de pánico que recorrió los cuerpos de Emma y Alex alcanzó magnitudes que se
podrían haber medido en la escala de Richter—. Hay algo que llevo callándome desde que decidí
operarme.
—¿Sam? —Alex frunció el ceño. No estaba preparado, ahora que el optimismo y el deseo de
volver a la rutina empezaba a mostrar la cabeza, para que algo volviera a partirlos por la mitad—.
¿Qué está ocurriendo?
—No voy a volver a casa con vosotros.
Había ocurrido. Lo que más temían Alex y Emma en el mundo. Que se marchara, que se
alejara, que el universo perfecto que habían creado durante dos años ya no fuera el lugar en el que
Sam se sintiera a gusto. Terror. Dolor. Miedo. Angustia. Demasiados sentimientos negativos
atravesaron los corazones de Alex y Emma en pocos segundos.
—Me han aceptado en uno de los mejores centros de terapia para amputados del mundo —
siguió hablando Sam, ante el silencio sepulcral de las dos personas más importantes de su vida;
decidió que ya había llegado la hora de contarles la historia completa—. Ponerme en contacto con
ellos e informarme de las opciones es parte de lo que hice durante todas aquellas horas que me
pasé encerrado antes de la operación. Y he seguido hablando con quienes dirigirían mi
rehabilitación por correo electrónico estos días. Mañana mismo ingresaré allí.
—¡Pero Sam…! —Emma esbozó una sonrisa enorme, que Alex le imitó. No los estaba
dejando, no lo estaba haciendo. Al contrario, estaba poniendo la siguiente piedra en el muro sobre
el que se asentaría una recuperación que los llevaría de nuevo al hogar que habían sido los tres
juntos—. ¡Vaya susto nos has dado! ¡Esa es una noticia maravillosa!
—Ya, solo que… —Sam al fin levantó la vista; lo mínimo que se merecían Alex y Emma era
que él fuera valiente y los mirara a los ojos cuando dijera aquello—. Es en Londres.
—¿Qué?
—Como sabéis, mi padre fue militar en el ejército británico, antes de conocer a mi madre y
de… bueno, de mandar su vida a la mierda. Nunca pensé que tendría algo que agradecerle a ese
hombre al que ni siquiera conocí, pero… los mejores centros para amputados del mundo, por
razones obvias, están destinados a militares. En concreto, los dos más prestigiosos son el
americano y el inglés. El de aquí está en Washington, pero no admite pacientes externos al
ejército, excepto en casos muy excepcionales. El de Londres recibe pacientes militares y también
a familiares si hay plazas libres. Resulta que ahora mismo, como no hay ninguna guerra demasiado
cruenta para el ejército británico en marcha, hay vacantes. Es una oportunidad que no puedo
desaprovechar.
—Por supuesto —convino Alex—. Nos alegramos muchísimo. ¿Sabes cuánto tiempo durará el
ingreso?
—Un año, tal vez. Es imposible saberlo.
—Bueno… te echaremos muchísimo de menos —dijo Emma—. Pero no tardarás en regresar.
Y el día que lo hagas, será caminando. Estoy segura.
Sam sonrió ante el eterno optimismo de Emma, que por momentos había llegado a exasperarlo,
pero que ahora, después de tanto tiempo, asumía que había sido el pilar que los había mantenido a
todos en pie. O todo lo en pie que estaban, que no era demasiado, ni figurada ni literalmente. Pero
aquella sonrisa fue triste. Fue desoladoramente triste y Alex se dio cuenta.
—Sam… —atrajo su atención acariciando su hombro—, vas a regresar, ¿verdad?
—No lo sé.
—¿Qué? —preguntó Emma, con los ojos como platos y algo llenos de lágrimas ya.
—No sé si voy a regresar ni en qué condiciones voy a hacerlo. Ahora mismo no me puedo
imaginar un escenario en el que no me apetezca regresar a vosotros, pero… un año es mucho
tiempo. Y puede que incluso sea más que un año. Lo único que sé es que no quiero que me
esperéis.
—¿Pero cómo puedes…?
—No, Emma, déjame hablar a mí. —Sam resopló. Lo que iba a decir era el equivalente verbal
a clavarse astillas bajo las uñas, pero también era su obligación. Y ya era hora de que dejara de
mirarse el ombligo y pensara en las dos personas que más lo querían en el mundo—. Vosotros…
os conocéis desde niños. Nunca habéis dejado de quereros, de una manera o de otra. Estáis tan
enamorados entre vosotros como podéis estarlo de mí, o yo de vosotros, porque, aunque me haya
esforzado durante un año en demostraros lo contrario, os aseguro que ni por un segundo dejé de
sentir que me abriría el pecho y me arrancaría el corazón por vosotros.
—Sam… —A Alex se le escaparon las emociones en un gemido sollozante.
—Necesito que viváis. Que volváis a ser algo, algo bonito, algo grande. Yo era el que menos
aportaba, joder. Vosotros solos, sin mí, sois mejores que cualquier pareja que haya conocido en
toda mi vida. Intentad olvidar el horror que ha sido el último año.
—¿Y por qué no podemos hacerlo mientras esperamos a que regreses? —Ahí estaba su Emma,
la chica combativa que no pensaba dejar que nadie le dictara las normas de su propia vida.
—Porque no podréis hacerlo de forma plena si estáis esperándome, recibiendo llamadas,
mensajes, informes sobre mi recuperación… No podéis seguir pendientes de mí, joder. Lleváis así
un año, casi sin trabajar, sin atender a nada más que a un tío que ha dado más problemas que
soluciones. —Sam tuvo que dejar de mirar a Emma porque sentía que ella tendría siempre la
capacidad de disuadirlo incluso de aquello de lo que más seguro estaba. Y de aquella huida a
Londres estaba segurísimo.
—¿Eso significa que no sabremos nada de ti?
—Creo que es lo mejor. Para todos. Yo tengo que estar cien por cien concentrado en lo que
tendré entre manos porque toda mi vida depende de ello. Lo siento si suena egoísta, porque ya
habéis aguantado por mi parte más egoísmo en un año del que nadie debería tolerar en toda una
vida. Pero si estoy pensando en volver cuanto antes, seré impaciente, me precipitaré en la
rehabilitación… y no es eso lo mejor en este momento. Quiero dedicar el tiempo necesario, sea un
año o sea más, solo a volver a caminar. A exprimir esa opción hasta que lo consiga o hasta que
alguien me diga que me rinda porque es imposible. Y no sé cuánto tiempo tardaré. No pienso
teneros esperando. No pienso dejar que os pudráis delante de un teléfono esperando una llamada
con un montón de husos horarios de distancia. Os echaré tanto de menos que me parecerá que,
además de las piernas, me han cortado el alma, pero… estoy convencido de que será lo mejor
para todos.
—Pero nos moriremos de preocupación, joder…
—Emma. Te entiendo. —Sam se incorporó un poco y la cogió de la mano. Se la besó, y ella
tuvo la sensación de que hacía años que no lo tenía tan cerca como en ese momento—. Pero…
¿sabes eso de que no tener noticias significa buenas noticias?
—Eso es una m…
—No seas malhablada. —Le hizo una caricia en la nariz, en un tono de broma que hizo que
todo fuera un poco más distendido. Solo un poco—. Eso es cierto. Por supuesto, dejaré vuestros
datos de contacto en la clínica para que, si me ocurriera cualquier cosa, si necesitaran recurrir a
un familiar directo para venir a buscarme, para ayudarme o para… lo que sea, sea a vosotros a
quienes llamen de inmediato. Así que sí, Emma, que no sepáis nada de mí… probablemente
signifique que todo va bien.
—Pero…
—Déjalo, Emma. —La voz de Alex, aunque algo rota, nunca había sonado con tanta autoridad
como en aquel momento—. Sam tiene razón. Es lo mejor. No sé si para nosotros, probablemente
sí. Pero es lo mejor para él.
Si Sam hubiera albergado alguna duda sobre la necesidad de que Alex y Emma se rehicieran
juntos en su ausencia, la interacción de sus miradas en los siguientes segundos la habría
despejado. Todas sus palabras no habían servido para convencerla. Una sola frase de Alex había
obrado la magia.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó Emma, aún muy seria pero ya más calmada.
—Mi avión sale esta tarde. —Sam bajó la cabeza, avergonzado—. Siento muchísimo no haber
tenido el valor para decíroslo antes, pero… creo que no habría hecho más que entristecernos antes
de tiempo. Estos quince días en el hospital han sido duros —Sam hizo una mueca al recordar
algunos momentos de dolor físico a los que él se había enfrentado, y que Alex y Emma habían
presenciado— pero también bonitos.
—Vamos a casa —dijo Alex, al tiempo que cogía la mochila de Sam del suelo—. Tendrás que
hacer el equipaje.
La despedida fue dura. Sam había contratado un servicio de transporte para personas con
discapacidad para que lo acercara desde el apartamento hasta el aeropuerto. No quería decirles
adiós a Alex y Emma en una fría terminal, rodeados de pasajeros. Lloraron mucho mientras se
decían adiós. Vieron abrirse un montón de incertidumbres que quizá no tendrían respuesta antes de
un año… que tal vez no la tuvieran nunca, en realidad. Volvieron a besarse, como no lo habían
hecho desde antes del accidente. A tumbarse juntos en el sofá y dejar que sus cuerpos estuvieran
tan cerca que se transmitieran piel a piel todo lo que sentían. No hubo sexo. No fue necesario. Ni
siquiera les apetecía. Solo querían acariciarse, besarse y recordarse cuánto se habían amado.
Cuánto se amaban aún. La esperanza de volver a reencontrarse pronto aún flotaba en el aire.
Parecía tan sencillo… Sam se recuperaría, en la medida de lo posible, y regresaría. Volverían a
ser quienes nunca debieron dejar de ser.
Pero la vida no era tan sencilla. Y un año —o más— era mucho tiempo. Los sentimientos
podían enfriarse, podían conocer a otras personas, encontrar otras motivaciones en la vida… Tal
vez Alex y Emma no fueran capaces de rehacerse sin Sam y sus caminos se separaran de tal
manera que nunca volverían a ser tres. Quizá Sam encontrara su lugar en Londres y no le quedaran
ganas de volver a cruzar el charco en un viaje de regreso. Las opciones eran muchas, eran
infinitas. Y es precioso creer que el amor puede con todo, pero Sam, Alex y Emma eran personas
realistas y sabían que… casi nunca es así.
Eran las seis de la tarde cuando se dijeron adiós por última vez, en el umbral de aquel
apartamento en el que habían vivido algunos de los mejores momentos de sus vidas. En el que
habían formado una pareja de tres, una familia de tres. En el que habían conocido el significado de
la palabra «plenitud». Allí… se dijeron adiós sabiendo que quizá nunca volverían a verse.
20
Londres
Sam llegó a Londres aterrorizado como no lo había estado nunca. Ni siquiera cuando recibió las
primeras malas noticias tras su accidente había tenido tanto miedo. Al fin y al cabo, incluso en el
peor momento de su vida, estaba dentro de su zona de confort, en su ciudad y con las personas a
las que más quería en el mundo. Pero allí, al otro lado del océano, en un país donde se
encontraban las raíces de su familia paterna, pero que jamás había visitado, se encontraba solo.
Como un niño tímido que llega por primera vez a una guardería en la que no conoce a nadie. Con
la única ventaja a su favor de que él ya pasaba de los treinta y cinco, pero la enorme desventaja de
que no podía caminar y ni siquiera se movía con soltura con la silla de ruedas.
Salir del aeropuerto, en el momento en que los asistentes para personas con movilidad
reducida lo dejaron, no resultó fácil. Subirse y bajarse del taxi… mucho menos. Y cuando al fin se
vio ante las puertas automáticas de la clínica de rehabilitación de Battersea, ya había un temblor
extendiéndose por todo su cuerpo. El dolor físico tampoco ayudaba. La cirugía de la pierna
derecha estaba aún muy reciente y los famosos dolores fantasma lo estaban volviendo loco. Hasta
le picaban los dedos de un pie, cosa que era imposible porque —y eso no conseguía olvidarlo ni
un segundo— él ya no tenía pies.
Al menos los trámites de ingreso fueron rápidos y sencillos. Y el personal de la clínica debía
de estar acostumbrado a tratar con todo tipo de pacientes, porque no se extrañaron ni con su
actitud ni con la magnitud de sus lesiones. Lo instalaron rápidamente en una habitación individual
—gracias a Dios; no podía ni plantearse tener que relacionarse con un compañero de cuarto— y le
dieron unos cuantos folletos informativos sobre las normas del centro y las rutinas a las que
tendría que acostumbrarse mientras estuviera allí. Lo agradeció con algo parecido a una sonrisa:
no habría podido soportar, especialmente después de un vuelo transoceánico doloroso e
incómodo, una charla aleccionadora.
El plan de trabajo en la clínica era multidisciplinar. Estaba por un lado la parte médica, en la
que varios doctores de diferentes especialidades continuarían con la recuperación que se había
iniciado en San Francisco. Todos esperaban que Sam no tuviera que volver a pasar por quirófano,
porque su cuerpo ya había sido muy maltratado por las múltiples cirugías. A partir de aquel
momento, se esperaba que su piel se recuperara de forma adecuada y no necesitara recurrir a
injertos dolorosos y de lenta recuperación. Y si eso estaba bien, los huesos tampoco parecía que
fueran a dar problemas. Las visitas médicas serían más de supervisión que de actuación directa.
Por otra parte, estaba la fisioterapia. Ahí es donde Sam tendría que redoblar esfuerzos. El plan
era que, al fin, empezara el plan de trabajo para volver a caminar. O para intentarlo, al menos.
Habría fisioterapeutas, osteópatas y protésicos implicados. El muñón de la pierna derecha aún
tenía que curar, pero en cuanto lo hiciera empezaría la adaptación de esas prótesis en las que Sam
pensaba con ansiedad, ilusión y miedo, en proporciones diferentes según el día.
También había un equipo de psicólogos al servicio de los pacientes que se encontraban allí
ingresados. Al principio Sam pensó que no podrían aportarle mucho a él, porque aquella era una
clínica militar y las terapias se especializaban en el tratamiento del estrés postraumático, la
afección más común entre quienes regresaban de la guerra con heridas en su cuerpo y en su alma.
Pero pronto le hicieron entender que lo que a él le había ocurrido no era muy diferente. Su vida
había saltado por los aires en un accidente de moto como las de sus compañeros de convalecencia
lo habían hecho por culpa de una bomba o un ataque terrorista.
Pronto Sam se adaptó a la rutina. Le dolía reconocerlo, pero la ausencia de Emma y Alex,
aunque dolía tanto como las heridas abiertas de su piel, le hacía bien. Con ellos cerca, aunque en
la práctica hiciera todo lo contrario, estaba demasiado preocupado por hacerlos felices, por que
continuaran con sus vidas, por que superaran el accidente aunque él mismo no lo hiciera. Allí, en
Londres, estaba como aislado del mundo real, y lo único de lo que tenía que preocuparse era de
seguir el estricto plan de trabajo que habían ideado para él quienes dirigían su recuperación.
Cada mañana comenzaba muy temprano con la ronda de los médicos. Por suerte, todo iba bien
en ese sentido, así que Sam podía respirar tranquilo al menos en un aspecto. A continuación,
tocaba un desayuno sano, que primero le servían en su habitación, pero pronto le exigieron, dado
que su situación física lo permitía, que bajara al comedor y se sentara a la mesa con otros seres
humanos, que tampoco eso lo iba a matar. El resto de la mañana consistía en tareas combinadas de
fisioterapia y terapia ocupacional. Poco a poco fueron trabajando en la adaptación de sus prótesis,
pero tampoco se olvidaban de enseñarle lo que sería, para el resto de su vida, la rutina de Sam.
Aprender a transferirse de la silla de ruedas a diferentes superficies, como la cama, un sofá, una
silla o el asiento de un coche. Moverse con soltura sin que sus brazos y manos sufrieran lesiones
colaterales por el esfuerzo. Ducharse. Ir al cuarto de baño. Actividades cotidianas, que la inmensa
mayoría de habitantes del planeta realizan sin plantearse, y que para él siempre serían diferentes.
Y cuanto más sencillas y naturales le resultaran, mejor sería su futuro.
Después de una comida —también sana—, llegaba un rato libre, que él solía emplear en
dormir una siesta, ya no por aquella indolencia que lo había caracterizado durante el año siguiente
al accidente, sino porque siempre había sido remolón y en Londres parecían ser demasiado
madrugadores para su gusto. Bueno… y también porque llevaba casi un año antes de ingresar en la
clínica convertido en una persona completamente sedentaria y sus nuevas rutinas lo dejaban
agotado.
Las tardes eran el momento de las terapias psicológicas, que Sam al principio recibió con el
morro torcido, pero que acabó reconociendo —con el paso de los meses— que lo ayudaban.
Aunque, si hubiera que mencionar una gran ayuda para Sam en sus primeros meses en Londres,
no sería ninguna de las anteriores. Algunos de los otros pacientes, con los que compartía las
comidas, le habían comentado que había bastantes voluntarios que dedicaban unas cuantas horas
de su tiempo libre a visitar a los ingresados. Muchos de ellos eran de fuera de Londres y no tenían
familia o amigos en la ciudad que pudieran visitarlos, así que esa era básicamente la tarea de los
voluntarios. Y a él, que era probablemente el que más lejos tenía a su gente, le tocó en suerte Lena
Bouvier.
La primera vez que Sam vio a aquella mujer pequeña y algo pizpireta entrar en su cuarto en su
silla de ruedas, pensó que era otra paciente. Hasta que ella se presentó, Sam descubrió que
también era de San Francisco —y eso creó una indudable empatía entre ellos— y ya en la segunda
o la tercera frase dejó a Sam boquiabierto:
—Mi tarea aquí es que saques la cabeza de dentro de tu culo y te espabiles. Porque tú puedes
pensar que ahora mismo tu vida es una puta mierda por el accidente, pero en realidad lo es por tu
actitud.
Aquello podría haber acabado fatal, pero… no lo hizo. Al contrario. Su franqueza y resolución
tocaron algo en el interior de Sam y se convirtieron en algo parecido a amigos. Ella le contó la
historia de su propio accidente, de cómo se había quedado paralítica después de un accidente de
tráfico cuando era solo una adolescente que se dirigía a Pekín para participar como gimnasta en
los Juegos Olímpicos. Y Sam comprendió que, precisamente por eso que había dicho Lena de
tener la cabeza metida en su propio culo, ni siquiera se había planteado que había mucha gente ahí
afuera con situaciones igual de jodidas que la suya. O más, incluso. Él aún tenía la oportunidad de
volver a ponerse en pie algún día, soñaba con volver a caminar porque esa era una posibilidad
real… Lena, en cambio, se había encontrado a los quince años con la noticia de que jamás
volvería a caminar, ni a correr, ni a practicar su deporte favorito, ni a disfrutar del sexo, ni
siquiera a saber cuándo necesitaba ir al baño. Y ahí estaba, exprimiendo la vida al máximo,
dirigiendo desde su silla de ruedas un proyecto profesional que la había llevado al otro lado del
mundo y sin compadecerse de sí misma ni una sola vez.
—Así que la clave está en consolarme con que hay gente que está peor que yo, ¿no? —le
preguntó una tarde, durante una de sus visitas, medio en broma, medio en serio.
—Pues suena un poco absurdo, pero… sí. Pero no siempre tienes que compararte con otras
personas; también puedes hacerlo con lo que sería tu vida si en el accidente hubieras tenido aún
más mala suerte. Podrías estar muerto, supongo que alguna vez lo habrás pensado.
—Claro —reconoció Sam.
—O podrías haberte destrozado la cabeza, el cuello… estar paralizado de por vida,
convertirte en un vegetal… No suena bonito eso de perder las dos piernas, Sam…, pero hay cosas
mucho peores, créeme.
—Si ya lo sé, Lena, pero… a cada uno le duele lo suyo.
—Por supuesto. También ayuda bastante tener algo realmente importante por lo que luchar.
Que todos deberíamos luchar por nosotros mismos, sí, pero… es más fácil si tienes la posibilidad
de recuperar un trabajo que te apasiona, una pareja a la que adoras y quieres recuperar… algo así.
—¿Tú lo tienes? —se atrevió a preguntar Sam. Las conversaciones se habían convertido en
algo muy íntimo en poco tiempo.
—Ahora sí. —La sonrisa de Lena fue radiante—. Bueno… Ahora justo estoy en un momento
algo complicado, pero… hay una persona. Y mi trabajo me ha apasionado siempre.
—¿Una persona? —le preguntó Sam, con una sonrisa irónica, porque le había hecho gracia la
manera de expresarlo de Lena.
—Un tío —le respondió ella, resoplando—. Se llama Nick, está en San Francisco y he huido
de él como una cobarde. Pero esa es otra historia. Yo ahora ya no voy a derrumbarme por mi
lesión. Lo difícil fue cuando era una cría.
—Fuiste muy valiente —le dijo Sam, porque no podía callárselo.
—Soy muy valiente. Y también soy muy cotilla. —Le guiñó un ojo—. Así que cuéntame qué te
has dejado tú en San Francisco.
Y entonces Sam se derrumbó y le contó toda la historia. Sintió un alivio enorme cuando
comprobó que Lena no juzgaba la naturaleza de su relación. Lo creyó cuando él dijo que eran tres
personas enamoradas y no tuvo prejuicios que lo pusieran en duda. Sam incluso lloró —cosa que
lo mortificó bastante— cuando le confesó a Lena lo mal que los había tratado. Cómo los había
perdido, porque huir lejos fue la única manera que encontró de dejar de destrozarles la vida.
Cuando la narración, que había durado más de tres horas, acabó… había lágrimas en los ojos de
ambos.
—Moriría por recuperarlos, Lena —susurró él, porque la voz se le había ido rompiendo poco
a poco—. No. Moriría por que ellos fueran felices. Con o sin mí.
—Ya lo sé. —Ella asintió con la cabeza—. Pero te equivocas en la forma de expresarlo. Por
lo que me has contado…, no creo que ellos lleguen a ser cien por cien felices sin ti. No seas tan
imbécil de pensar que podrán olvidarte. Y deja de utilizar el verbo «morir». Nadie quiere que
mueras. Solo volverás a ellos si te recuperas.
—Para eso estoy aquí. Para intentar volver a caminar y que mi vida se parezca lo más posible
a…
—No, no me has entendido. Recuperar eso. —Lena se acercó y, con el dedo índice, tocó la
cabeza de Sam. Y a continuación, el corazón—. Y esto. No creo que ellos esperen que llegues y
corras un maratón. Querrán que vuelvas a ser la persona que eras antes, lo cual no tiene
absolutamente nada que ver con que tengas o no piernas.
Poco a poco, esas conversaciones con Lena fueron calando en Sam. Su ánimo se iba
recuperando día a día, y él mismo se sorprendía al darse cuenta de cuantísimo tiempo había
pasado en una tiniebla imposible de soportar. Pero el día que vio a Lena entrar en su cuarto
acompañada por un tío muy guapo, que cojeaba un poco pero sonreía mucho… tuvo pavor a que
ella lo abandonara. No había dudas de que aquel era Nick.
—Hoy no vengo a darte el coñazo con lemas motivadores. —Los dos se rieron—. Vengo a
presentarte a Nick y a decirte que…
—Que te marchas —acabó él la frase, porque prefería decirlo que escucharlo.
Se despidió de Lena, de aquella mujer que tal vez nunca sabría lo importante que había
resultado para su recuperación emocional, con promesas de volver a verse cuando llegara el
lejano día en que Sam regresara a San Francisco. Cuando ella salió de la habitación, Sam sintió el
primer bajón grave desde que había ingresado en la clínica. Pensó que no sería capaz de seguir sin
el apoyo de aquella mujer cada tarde, sin contarle sus pequeños avances diarios, sin sentirse
acompañado.
Pero las primeras veces lo salvaron. Porque, en las siguientes semanas, llegaron muchas
primeras veces para Sam. La primera vez que le probaron las prótesis, la primera vez que fue
capaz de hacer todo el proceso —desde levantarse hasta pasarse a la silla y llegar por sí mismo al
comedor— sin necesidad de contar con ayuda… Y, por encima de todo, la primera vez que se
puso en pie. Las prótesis que le habían probado eran aún provisionales, de aprendizaje, mucho
más básicas que las que esperaban que pudiera utilizar en el futuro. Pero él sintió que eran las
mejores del mundo cuando pudo mirar a los ojos, a la misma altura, a su doctor, que estaba de pie
a su lado, vigilante de que no se fuera al suelo a la menor oportunidad. Quedaban meses para que
fuera capaz de caminar, y tal vez nunca llegara a hacerlo sin el apoyo de unas muletas o un bastón,
pero verse de pie después de más de un año fue el empujón que necesitaba para no dejar de
luchar.
No todas las primeras veces fueron agradables, claro. Después de unos primeros pasos
dolorosos y titubeantes, llegaron las primeras caídas. Manejarse sobre unas prótesis, dos en el
caso de Sam, y además de diferentes tamaños, no era nada fácil, ni siquiera para un tío que había
sido siempre ágil. La tercera o la cuarta vez que se cayó al suelo, no recordó protegerse y acabó
lesionándose una muñeca. Solo fue un esguince, pero los médicos prefirieron escayolársela y eso
lo tuvo dos o tres semanas de vuelta de nuevo en la inmovilidad y la dependencia absolutas. Y
Sam ya se había desacostumbrado a esa situación y la frustración se lo comió.
—Tienes que tener paciencia, Sam. —El doctor resoplaba, también él frustrado, junto a la
cama de Sam, que no había dejado de protestar en toda la visita rutinaria de la ronda—. Debes ser
consciente de la importancia que tienen tus muñecas, que van a tener toda tu vida. Aunque vuelvas
a caminar, es probable que necesites muletas. Y la silla de ruedas va a ser necesaria siempre. Así
que no puedes arriesgarte a no recuperar bien este esguince o será peor el remedio que la
enfermedad.
—¡Ya, joder! Si todo eso es fácil de decir, pero… ¡tendrías que verte en mi situación para
comprender lo jodido que estoy! —chilló él, pero al médico lo impresionó muy poco.
De hecho, fue Sam el que se quedó con la boca abierta cuando el doctor, con un gesto
condescendiente que se merecía la situación, levantó las perneras de su pantalón de pinzas y le
mostró a Sam dos prótesis metálicas en el lugar donde deberían haber estado sus piernas.
—Basora. Año 2007. Soy médico militar y estuve varios años destinado en Oriente Medio. En
el último despliegue, un artefacto explosivo casero alcanzó el vehículo militar en el que estaba.
Pasé tres meses en coma y nadie daba una libra por que fuera a sobrevivir. Cuando desperté,
descubrí que no tenía piernas. Los efectos de la metralla habían sido tan graves que tuvieron que
amputarme las dos poco por debajo de la ingle. Pasé tres años en una silla de ruedas y fui
aprendiendo a caminar muy poco a poco. Tardé unos ocho años en ser capaz de moverme sin
muletas. Aún hay días en que me duelen tanto los muñones que me cuesta trabajar. Pero mi sueño
siempre fue salvar vidas y a eso me agarré para salir adelante. Llevo ya muchos años trabajando
aquí, viendo casos similares al que yo viví. Así que…
—Lo siento —se sintió obligado a decir Sam. Había metido bien hasta el fondo la pata, nunca
mejor dicho.
—… teniendo en cuenta que, técnicamente, tengo incluso menos piernas que tú —el doctor
ignoró la disculpa—, créeme que puedo entender lo frustrado que te sientes.
«Siempre hay alguien que está peor que tú». Joder. Cuánta razón había tenido Lena al decirle
aquello. No es que fuera a consolarse en la desgracia de su médico, pero sí que le había dado
unos ánimos increíbles saber que había convivido con aquel hombre durante meses sin darse
cuenta siquiera de que era un amputado. Sí era cierto que cojeaba un poco, pero Sam nunca pensó
que le ocurriera algo más grave que una rodilla algo tocada por jugar al tenis o una lesión similar.
Aquello le dio muchas más esperanzas de llegar a recuperar algún día una vida normal.
Y siguieron llegando las primeras veces. Sam ya se había convertido, en aquellos meses, en
todo un experto en manejar la silla de ruedas, con la que era ágil e intrépido. Se había llevado
algún susto por arriesgar demasiado, pero el resultado había sido lograr moverse con total fluidez
por cada rincón del hospital. Así que… estaba claro cuál sería el siguiente paso. Salir a la calle.
Y agradeció tener la oportunidad de hacerlo en Londres, donde nadie lo conocía, donde, si recibía
alguna mirada de lástima, sería de personas a las que no volvería a ver jamás. Aunque al principio
le costó mucho, acabó acostumbrándose a dedicar un par de horas cada tarde a recorrer los
alrededores de la clínica de Battersea en su silla, a veces solo, a veces acompañado por otros
compañeros de convalecencia. Incluso un par de veces se lanzó a la aventura de coger el metro —
asegurándose previamente de que las estaciones estaban adaptadas para usuarios de sillas de
ruedas, que no era algo en lo que Londres destacara precisamente— y conocer algunos de los
puntos turísticos más célebres de la ciudad.
La adaptación a las prótesis continuaba su curso, lento pero progresivo. Los avances eran tan
pequeños, vistos desde fuera, que no parecía haber demasiado avance, pero Sam aprendió a mirar
con perspectiva y darse cuenta de cuánto había mejorado en unos cuantos meses. Ya caminaba
cada día alrededor de cuarenta y cinco minutos, a veces dando vueltas monótonas en las barras
paralelas de la sala de rehabilitación, a veces en una cinta de caminar. Entonces, llegó el momento
de lanzarse a hacerlo con un andador, que acabó por odiar y pronto cambió por unas muletas que
lo acompañarían quizá el resto de su vida. Probó diferentes opciones de muletas, bastones y
andadores hasta que encontró el apoyo ideal para sentirse seguro al caminar. Y, entonces, de
nuevo, se lanzó a las calles. Sabía que era mucho más cómodo y práctico utilizar pantalones
cortos, por si tenía que echar una mano rápida a las prótesis en algún momento, pero él no se
sentía cómodo aún atrayendo las miradas. Quizá nunca lo haría. Así que se puso sus pantalones
vaqueros de siempre y, pasito a pasito, fue avanzando cada día un poco más.
Cuando llevaba casi un año en Londres, los doctores empezaron a hablar de darle el alta. Su
condición médica ya no iba a mejorar, fuera eso bueno o malo. Los muñones estaban fuertes —sus
horas de gimnasio le había costado conseguirlo— y la piel que los recubría, aunque siempre sería
una cuestión de la que estar pendiente, no le había dado más disgustos que algunas dolorosas
ampollas cuando él había abusado demasiado de las prótesis, por culpa de su impaciencia natural.
Los terapeutas ocupacionales le daban un sobresaliente a su recuperación. Sam se movía con
la silla de ruedas mejor que la mayoría y había logrado una independencia plena a la hora de ir al
cuarto de baño, asearse, realizar pequeñas tareas domésticas y, en general, en todo aquello que
constituiría su rutina. Lo advirtieron varias veces de que la vida fuera no sería tan sencilla como
en la clínica, en la que todas las instalaciones estaban adaptadas para sillas de ruedas, pero que
los inconvenientes con los que se encontraría en la vida real eran tan imprevisibles que tendría
que ir sorteándolos a medida que surgieran.
Los fisioterapeutas y protésicos también estaban satisfechos. Para aquellas fechas, Sam ya
caminaba con muletas en terrenos lisos e incluso era capaz de dar algún paso sin necesidad de
apoyarse en nada. Quedaría trabajo por hacer, seguiría mejorando si nada se torcía, pero ya no
tenía sentido pasarse las veinticuatro horas del día ingresado en un centro específico. Estaba
preparado para volver a casa y, simplemente, tendría que buscarse un especialista en
rehabilitación que lo ayudara de forma ambulatoria.
Incluso los psicólogos, que habían tenido que lidiar con la parte más complicada de la
recuperación de Sam, estaban satisfechos con su evolución. Quedaban complejos por superar,
frustraciones que vencer y escollos que, en realidad, tampoco eran muy diferentes de los que
encontraba cualquier persona cuando una gran piedra se derrumba ante sus ojos en el camino que
tenían previsto para sus vidas.
Estaba preparado para volver a casa. Eso decían todos, pero… ¿lo estaba de verdad? Quizá sí
físicamente, quizá sí emocionalmente, quizá sí funcionalmente. Pero, para él, «volver a casa» no
era coger un avión y regresar a San Francisco. No era recuperar del fondo de su mochila las
llaves del apartamento y retomar su trabajo en el estudio de tatuajes, suponiendo que este siguiera
existiendo. Para Sam, volver a casa era volver a ellos. A los dos amores de su vida, en los que no
había dejado de pensar ni un solo día en todo el año. A los que no había dejado de amar como lo
que eran, los dos pilares en los que se asentaba todo lo que soñaba tener Sam para el resto de su
vida. Y el miedo que tenía dentro no era a encontrarse obstáculos físicos, que sabía que los
tendría, ni al dolor en su cuerpo, ni a los complejos, miedos o prejuicios con los que se fuera a
encontrar en los años que le quedaran por delante. El miedo real de Sam era que Alex y Emma ya
no lo quisieran a su lado. Que hubieran continuado con sus vidas, juntos o por separado, y que él
ya solo fuera un mal recuerdo del pasado; quizá dulce si pensaban en aquellos dos años
maravillosos que habían compartido, pero demasiado empañado por el horror de persona en que
se había convertido Sam tras el accidente.
Pero Sam Thornton había aprendido una lección mientras atravesaba aquel infierno del que al
fin veía el final. Y es que el miedo nunca es un buen compañero de viaje. Volvería a San
Francisco. Y se dejaría el aliento que le quedaba para volver a recuperar aquella felicidad que a
ratos parecía un sueño irreal. Pero no. Aquello había ocurrido. Y si había una mínima posibilidad
de que regresara, no sería él quien dejara de luchar para recuperarlo.
21
Cuando pase un año
La vida también había continuado en San Francisco. Las primeras semanas después de la marcha
de Sam habían sido horribles. A Emma y a Alex se los comía la preocupación, la intriga por saber
cómo le iría al otro lado del mundo, el miedo a que fracasara, a que sufriera, a que estuviera solo.
Al fin y al cabo, ellos se tenían el uno al otro, pero Sam no tenía a nadie. Emma trataba de
tranquilizar a Alex, diciéndole que la falta de noticias eran buenas noticias, porque, si Sam se
hubiera visto desesperado en Londres, los habría llamado para que lo rescataran. Alex callaba,
pero estaba en radical desacuerdo con ese pensamiento. Tenía la sensación —probablemente
acertada— de que Sam no los llamaría en un mal momento. Ya habían presenciado demasiados de
esos y Sam se había marchado precisamente para alejarlos de ese dolor. Eso no habían tardado
demasiado en entenderlo.
La añoranza estuvo a punto de volverlos locos aquellas primeras semanas. Echaban de menos
los buenos tiempos, como llevaban meses haciendo, pero, sobre todo, añoraban a Sam. A él, como
persona, como el hombre maravilloso que siempre había sido y que había perdido su rumbo al
mismo tiempo que su autonomía física. Solo podían cruzar los dedos para soñar con que las cosas
estuvieran yéndole bien en Londres.
Pero la vida se fue normalizando. Un día, se descubrieron haciendo una limpieza general en el
cuarto de invitados, el que había sido la cueva de Sam durante aquellos meses de dolor. Fue duro
guardar muchos de sus enseres en el armario, en los cajones de la cómoda, en un par de cajas que
había bajo la cama, pero… lo habían hecho. Otro día, se rieron a carcajadas cuando Emma se tiró
un café encima y la mancha que dejó la bebida en su camiseta tenía una cierta forma fálica. Los
sorprendió tanto escuchar sus propias risas que intercambiaron una mirada llena de esperanza.
Quizá algún día el halo de tristeza que lo llenaba todo se fuera diluyendo.
Alex y Emma eran pareja. Habían conseguido volver a serlo a pesar de la ausencia de la
tercera arista de aquel triángulo perfecto que habían formado con Sam. Se gustaban, se querían y
estaban enamorados el uno del otro. Además, compartían ese amor que sentían por otra persona y
que no les restaba nada, sino que sumaba. Sumaba porque podían compartir el dolor sin miedo a
que el otro sintiera celos. A los dos les faltaba algo. Eso era así y ninguno pretendía negarlo.
Pero, además de pareja, Alex y Emma eran familia. Lo habían sido desde niños. Por eso
sobrevivieron durante los primeros meses, porque había un sentimiento de amor mucho más
profundo que el enamoramiento. Sobrevivieron cada uno de ellos de forma individual y
sobrevivieron como conjunto.
Un día, más de cuatro meses después de que Sam se marchara, Alex y Emma se reencontraron
como pareja, como los seres sexuales que eran. Como dos personas jóvenes que seguían sintiendo,
que seguían teniendo instintos, que seguían atrayéndose entre las sábanas, aunque todo lo ocurrido
hubiera dejado esa faceta en stand-by durante meses de nuevo tras la marcha de Sam. Se
acostaron, se acariciaron, se corrieron. Y, al acabar, lloraron. No porque hubiera sido malo el
sexo —nunca lo era cuando ellos estaban implicados—, ni porque se sintieran culpables —que no
lo hacían—. Lloraron porque allí faltaba algo. Faltaba alguien. En el sexo, sí, pero sobre todo en
el amor.
Pero los meses fueron pasando y las aguas se fueron templando. La rutina tomó el mando y los
días fueron adquiriendo un ritmo lógico, tranquilo, pausado. El sexo dejó de traer aparejadas
lágrimas y regresaron los jadeos, los gemidos, el placer. Consiguieron volver a ser felices,
siempre con el rumor de la nostalgia resonando en sus oídos, pero felices, al fin y al cabo. Se lo
debían a sí mismos… y se lo debían también a Sam.
Hacía once meses que Sam se había marchado y Emma y Alex no habían tenido ni una sola
noticia suya. Ni una llamada, ni un mensaje, ni una carta. Sabían, porque se habían informado tanto
sobre asuntos médicos durante los primeros meses tras el accidente, que la rehabilitación de unas
lesiones como las de Sam era un proceso largo y lento. En los días optimistas, lo imaginaban en
ese proceso, avanzando un pasito más cada día. Literalmente. Quizá ya puesto en pie, adaptándose
a sus prótesis o, si eso no había funcionado, aprendiendo a hacer una vida normal en su silla de
ruedas. En los días en que los nubarrones se instalaban sobre sus cabezas… preferían ni pensar en
cómo podría estar. En si habría abandonado la rehabilitación, en si se encontraría solo y perdido
en Londres, en si habría vuelto a Estados Unidos pero prefería mantenerse alejado de ellos…
—Dentro de poco hará un año del día que se marchó —susurró Alex. Estaban los dos
tumbados en la cama, desnudos, después de decirse con sus cuerpos lo que con palabras repetían a
todas horas. Que se querían, que algún día solo habría felicidad.
—Lo sé. —Emma se incorporó un poco en la cama y se ciñó la sábana bajo los brazos. La
desnudez no le parecía el estado ideal para mantener esa conversación—. He pensado mucho en
esa fecha últimamente.
—¿Sí?
—Sí.
—Quizá lo mejor que deberíamos hacer ese día es irnos a trabajar como si fuera cualquier
otro día del año, un día normal… E intentar pensar lo menos posible.
—Pues… yo creo que no —dijo Emma, frunciendo el ceño—. Creo que deberíamos convertir
ese día en un punto de inflexión.
—¿En qué sentido?
—En el de… que el día en que ya haya pasado un año, dejemos que la vida empiece de cero.
Ya no habrá primeros aniversarios. Ya habremos superado el día de su cumpleaños, el del mío, el
del tuyo, el aniversario del día que regresaste, de la primera vez que nos dijimos «te quiero», «os
quiero», el del día del accidente, el del día que se marchó… Y si sobrevivimos a todos esos días,
probablemente signifique que podemos sobrevivir a cualquier cosa.
—¿Crees que porque pase un año dejaremos de echarlo de menos, Emma?
—No. Claro que no. Pero dolerá menos.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque ya me funcionó una vez. —Emma respiró hondo y lo miró a la cara; Alex fruncía el
ceño, sin entender muy bien a qué se refería ella—. Cuando fuiste tú el que se marchó.
Alex le dirigió una sonrisa triste y le dio un beso lleno de amor, de promesas que sabía que
esa vez sí cumpliría. Se quedaría con ella para siempre.
Ojalá Emma hubiera podido leerle el pensamiento. O simplemente confiar en que Alex
estuviera seguro de eso. Porque ella sabía que la quería, nunca lo había dudado. Pero también
había sabido que la quería en la universidad…, pero se había marchado y la había dejado con el
corazón roto en mil pedazos. Tampoco tenía ninguna duda de que Sam la adoraba…, pero se había
marchado y había reabierto las heridas del abandono que habían conseguido cicatrizar con muchos
años de esfuerzo. A Emma se le dibujó una sonrisa al escuchar la respiración pausada de Alex; se
había quedado dormido. A ella también la estaba atacando el sueño, pero, antes de cerrar los ojos,
no pudo evitar pensar si siempre iba a acabar perdiendo a la gente a la que quería. Si siempre iba
a acabar siendo ella la abandonada.
Despertaron algo más de una hora después. La tarde había robado luz a la ciudad y la
habitación dibujaba sombras en sus paredes. Alex se espabiló antes que Emma y encendió la luz
tenue de la mesita de noche. Miró a Emma y pensó en lo preciosa que era. A él podían gustarle los
hombres, pero no era imbécil a la hora de juzgar la belleza femenina. Y la hermosura en estado
puro era la cara de aquella mujer que, incluso recién despertada, con el pelo enmarañado, los
labios algo hinchados y los ojos entrecerrados, era tan bonita que dolía.
—Creo que tienes razón, Em… —le dijo, en cuanto supo que ella ya había reconectado el
cerebro tras la siesta—. El día que haga un año… dejaremos el duelo.
—¿Sí?
—Guardaremos sus cosas en el trastero del garaje. No voy a decir que lo olvidaremos, porque
es evidente que eso nunca pasará del todo, pero quizá ese día marque el momento de asumir… que
Sam es pasado.
—Que nunca será más que un recuerdo —completó Emma aquel pensamiento tan triste. Tan
lleno de dolor.
Los dos se quedaron remoloneando en la cama el resto del día, aunque estuvieron más
meditabundos que habladores. Emma sabía que aquella teoría del primer año era una buena idea.
Hubo un día en que ella había llegado a pensar que nunca superaría la marcha de Alex, pero…
ocurrió. Y fue muy feliz con Sam antes de que Alex regresara, aunque no tanto como cuando fueron
tres. Nunca ninguno sería más feliz que cuando habían sido tres. Tal vez ahora también funcionara,
pero… ¿por qué no acababa de creérselo?
Alex, por su parte, no dudaba que lo que Emma proponía era lo más sano. Sam llevaba casi un
año sin dar señales de vida, y eso podía significar muchas cosas, pero una de ellas era,
indudablemente, que había continuado con su vida sin mirar atrás. Dudaba que fuera la opción más
probable, pero… debían estar preparados si era así, si nunca más volvían a saber nada de él. No
podían pasarse el resto de sus vidas esperando a un fantasma sin enloquecer.
Quizá por eso fue incongruente lo que cada uno de ellos pensó por su lado. Algo que podrían
haber compartido en voz alta, porque a Alex y a Emma los unía un hilo tan potente que estaban
pensando exactamente lo mismo al mismo tiempo. A los dos se les ocurrió una idea. Loca,
arriesgada, puede que insana. Pero una idea al fin y al cabo. Podrían dedicar el día del
aniversario de la marcha de Sam a hacer todo lo posible por olvidarlo. O podían… hacer algo
mejor.
22
El regreso
El nivel de nervios que tenía encima Sam podría haber generado la energía suficiente para que el
avión en el que estaba hubiera atravesado el Atlántico sin necesidad de más combustible. No es
que los procesos previos al vuelo hubieran sido demasiado agradables, pero al menos lo habían
mantenido distraído. Cuando había volado en sentido contrario, de San Francisco a Londres, iba
con los sentidos tan anestesiados que no se había dado cuenta de la pesadilla que era subirse a un
avión siendo usuario de silla de ruedas. Pero a la vuelta había tenido que resignarse a depender
del personal de la aerolínea para abordar su vuelo, aunque esa era una buena prueba de fuego para
testar algo que le habían repetido mucho en la clínica: que tenía que trabajar su tolerancia a la
frustración asumiendo que ya nunca volvería a ser cien por cien independiente. Bueno… estaba en
ello, al menos. Y sentado en el asiento 11C de aquel avión trasatlántico descubrió que cualquier
incomodidad merecería la pena si al llegar a su ciudad, la que siempre lo había sido, encontraba
el final feliz con el que soñaba.
Hacía ya un año que había dejado San Francisco. Y allí, a los dos amores de su vida. Un año
exacto desde el día en que tomó la primera buena decisión en mucho tiempo: marcharse lejos para
dejar de hacerles daño. Y también para encontrar el camino de vuelta a su vida, tratar de volver a
caminar y muchas otras cosas que algún día estaría orgulloso de haber conseguido, pero… lo
cierto es que, en el momento en que se marchó, lo hizo solo porque no podía soportar herirlos a
diario.
En el trayecto en taxi entre el aeropuerto de San Francisco y el apartamento en el que había
vivido los momentos más felices de su vida, no dejó de pensar en cuántas cosas podrían haber
cambiado en un año. Moría de ganas por ver a Emma y a Alex, a quienes no solo no había
olvidado durante su estancia en Londres, sino que estaba seguro de que lo que sentía por ellos se
había multiplicado. Pero no tenía ninguna garantía de que pudieran recuperar aquello que habían
tenido y que tan felices los había hecho. Le costó mucho tiempo, pero al fin en el hospital de
Londres había asumido que su condición física no tenía por qué ser un impedimento para ello. Si
Alex y Emma de verdad lo querían —y no tenía ninguna duda de que lo habían hecho… de que
quizá aún lo hicieran—, no lo rechazarían por muy duras que fueran sus lesiones físicas. Así que
Sam tuvo que enfrentarse a la verdad más jodida de todas: que si ellos no querían saber nada de
recuperar aquella relación a tres, sería por culpa de todo el daño que les había hecho con su
actitud después del accidente. Un año era mucho tiempo, pero creía que Alex y Emma no lo
habrían olvidado, pero tal vez… tal vez se hubieran dado cuenta de que vivían mucho más
tranquilos sin aquel tío amargado que había resultado ser Sam.
Era un año sin saber nada de ellos. Se había hecho al marcharse la promesa de no ponerse en
contacto con ellos hasta volver a ser el hombre que siempre quiso ser y, cuando al fin lo
consiguió, no tenía ya sentido seguir lejos, así que… en vez de llamar por teléfono o enviar un
mensaje, como una persona normal, allí estaba, ante la puerta de entrada a su edificio, cruzando
los dedos para que las cosas no hubieran cambiado demasiado en su ausencia. Alguna vez se
había planteado si Alex y Emma habrían seguido juntos sin él. Y aunque pensó que una ráfaga de
celos pasaría por su mente al imaginarlos, en realidad se sorprendió cruzando los dedos para que
así fuera, para que se hubieran tenido el uno al otro durante aquellos tiempos duros, para que, si
todo salía mal para él, al menos pudiera irse con la tranquilidad de que algo bueno hubiera salido
de los dos maravillosos años de edén que habían compartido los tres. A veces pensaba en aquella
época y llegaba a parecerle irreal aquella felicidad, recordada desde el dolor.
Él sabía lo suyo: estaba enamorado. De Emma. De Alex. De los dos a la vez, como conjunto y
por separado. Y también del concepto de ellos tres juntos que ojalá fuera posible recuperar. Con
eso como bandera, se atrevió a llamar al timbre.
***
Emma y Alex estaban pasando una mañana horrible. A pesar de que habían planeado salir a pasar
el sábado por la ciudad, no consiguieron animarse a hacerlo, porque no conseguían sacarse de la
cabeza que ese día hacía justo un año de la marcha de Sam. Un año sin verlo, sin sentirlo, sin
hablar con él, sin tener una sola noticia sobre su recuperación… o la ausencia de ella. Habían
querido creer que esa falta de noticias significaba buenas noticias, pero los ánimos flaqueaban
cuando la añoranza se les hacía bola en la garganta.
Cuando sonó el timbre, Emma ya había llorado tres veces y Alex, dos. Se miraron un segundo,
como preguntándose uno al otro si habían hecho algún pedido que pudiera justificar la presencia
de un mensajero ante su puerta, pero no llegaron a pronunciar la duda en voz alta. No hubo tiempo.
Cuando Emma abrió la puerta y se encontró ante ella a Sam, a un Sam de pie, erguido, apoyado en
la jamba, no pudo hacer otra cosa que sollozar su nombre y abrazarse a él con una fuerza que fue
un auténtico milagro que no tirara a Sam al suelo.
—Sam…
Esas tres letras alertaron a Alex, que había querido albergar la fugaz esperanza de que su
hombre, el amor de su vida, hubiera recordado aquella efeméride y la llamada al timbre lo
devolviera a sus vidas. Cuando alcanzó en dos largas zancadas el umbral del apartamento,
encontró a las dos personas que más quería en el mundo con sus cuerpos aferrados y los ojos
cerrados. Sam los abrió, Alex vio un par de lágrimas escapando de ellos. E hizo lo único que el
cuerpo le permitió. Se acercó a Sam, puso la mano en su nuca y lo besó con un ansia que posponía
cualquier conversación porque, en aquel momento, mandaba el instinto.
Sam volvió a sentirse pleno, por primera vez en casi dos años, con la lengua de Alex dentro
de su boca y Emma tan pegada a su torso que casi parecían un solo cuerpo. Una sola alma.
Se separaron después de un tiempo eterno que se les hizo cortísimo. Sam tardó un poco en
enderezarse y recuperar la estabilidad que aún no había logrado del todo. Alex y Emma se fijaron
en que, tras él, estaba su silla de ruedas con la mochila que se había llevado un año atrás colgada
en el respaldo. Todos necesitaron unos minutos para reponerse, secarse las lágrimas y entrar en el
salón–cocina que daba acceso a la vivienda.
—Pero ¿por qué no nos has llamado para que te fuéramos a buscar al aeropuerto? —le
preguntó Emma, para romper el hielo, porque el comienzo de aquel reencuentro había sido
esperanzador, pero ahora de repente estaba nerviosa por lo que Sam pudiera ir a decirles.
—Porque… ser capaz de llegar aquí yo solo, sin depender de nadie, es parte de todo lo que
quería demostrarme. Nunca he necesitado tanto hacer algo por mí mismo como venir a veros.
Alex asintió, Emma salió al rellano para meter dentro la silla de ruedas y se fijó en que Sam
caminaba con cierta soltura, aunque con una mano apoyada en la pared hasta que llegó al sofá.
—Bueno… —Alex se plantó frente a Sam y le sonrió—. ¿Una cerveza?
—Por favor. —Sam le devolvió la sonrisa, y ellos se dieron cuenta de que hacía tanto tiempo
que no veían aquel gesto que les pareció la obra de arte más bella que habían tenido jamás
delante.
—¿Cómo estás? —le preguntó Emma, en cuanto Alex regresó del frigorífico con tres latas de
Budweiser—. Joder, cuéntanos… ¿Cómo te han ido las cosas? Tienes un aspecto increíble, si te
sirve de algo que te lo diga.
—¡Cómo no me va a servir! Es genial saber que por fuera se nota que ya no soy aquel tío que
se marchó hace un año. —La mirada de Sam se ensombreció al recordar aquellos momentos y
decidió iniciar la conversación con lo primero que tenía que decirles. Era una obligación casi—.
Antes de nada, quiero pediros perdón por aquello. No voy a excusarme con mi situación, porque
mi comportamiento durante aquellos meses no admite disculpas. Me comporté como un cabrón, en
ningún momento pensé en vuestro dolor y sé perfectamente que os hice mucho daño. No creo que
nunca llegue a perdonarme del todo, pero me sentiría muy aliviado si supiera que no me guardáis
rencor. O que no me lo guardaréis para siempre, al menos.
—Aquello está olvidado —dijo Emma—. Bueno, no sé si olvidado, porque olvidarlo sería no
aprender nada de ellos, pero…
—Por supuesto que está perdonado —terminó Alex la frase—. Y tu dolor no era una excusa.
Era real. Demasiado.
—Ignoremos el pasado, Sam. —Emma lo miró y la sonrisa se le dibujó sola—. Cuéntanoslo
todo sobre este año. Dónde has estado, qué has hecho, cómo te encuentras.
—Vale, vale. —Él levantó las manos en señal de rendición—. No sé ni por dónde empezar.
Supongo que por pediros perdón de nuevo por no haberme puesto en contacto, pero… necesitaba
evitar añoranzas que interrumpieran mi recuperación. Os echaba de menos a diario, pero tenía que
centrarme en conseguir ser el hombre que pretendía antes de volver a casa.
—¿Y lo has conseguido?
—Por fuera… quedan algunos arreglos de chapa y pintura por hacer, pero por dentro… creo
que sí. ¿Puedo contaros lo que ha sido este año?
—¡Es que no sé a qué estás esperando! —Emma se desesperó—. Me mata la curiosidad.
—Está bien, señorita impaciente. —Todos se rieron a carcajadas—. He estado todo el año en
Londres, todo el año en la clínica de rehabilitación, de hecho. Ni siquiera salí de ella en los
primeros seis meses. Tenía muchísimo trabajo físico que hacer y en eso nos centramos las
primeras semanas. Recuperar tono muscular, curar las cicatrices de los muñones, ganar fuerza,
aprender a usar la silla de ruedas de verdad… Creo que nunca había sudado tanto, aunque en
Londres hace un clima de mierda que casi me hacía echar de menos el de San Francisco.
»A los cuatro meses de llegar, más o menos, me adaptaron las primeras prótesis. Fue…
extraño. Por un lado, la alegría increíble de volver a ponerme de pie, aunque tuvieran que
sujetarme por todas partes porque ni siquiera me mantenía por mí mismo. Y por otra, la sensación
de que aquellas cosas extrañas estarían siempre unidas a mí. He tenido una especie de relación de
amor–odio con ellas, pero… no me queda más remedio que acostumbrarme. Ahora ya las voy
sintiendo como parte de mí, pero… ha sido un proceso muy lento, del que aún me queda mucho.
Hace más o menos seis meses di mis primeros pasos solo. Agarrado a las barras paralelas de la
sala de rehabilitación, pero… yo solo. Eso sí que fue alucinante, joder, ojalá hubierais estado allí
para verlo.
La emoción se apropió de ellos. Todos derramaron lágrimas porque aquella frase parecía
simple, pero encerraba sentimientos muy complejos, muy enraizados.
—¿Llevas, entonces, unos seis meses caminando? —preguntó Alex, para romper un poco la
tensión.
—Bueno… caminando, caminando… Igual es una expresión demasiado optimista. —Sam
torció el gesto, pero acabó esbozando una sonrisa—. Di mis primeros pasos hace seis meses, sí.
Tampoco podía dedicar muchas horas a ir aprendiendo a caminar porque hay que ir usando las
prótesis poco a poco para evitar que se hagan ampollas, que he descubierto en estos meses que
son mis peores enemigas. Además, no todo es caminar en terreno liso. Me pasé un mes solo para
aprender a subir escaleras. Bajarlas… aún me da pánico. Pero si algo he aprendido, y quizá eso
sea lo más importante de todo, es a tener paciencia.
—Pues ya me darás la receta —le dijo Alex, con una sonrisa que Sam pilló al vuelo—, para
aplicársela a Emma, más que nada.
—¡Idiota! —Ella le dio un puñetazo cariñoso en el brazo, a pesar de que sabía que Alex tenía
razón.
—¿Puedo enseñar…? —Sam resopló. Cómo le costaba aquello, maldita sea—. ¿Puedo
enseñaros cómo funciona esto? Quiero decir… Es difícil para mí hacerlo, pero… creo que es
necesario darle normalidad ya de una vez.
—Pues claro.
Sam volvió a resoplar. Y a continuación se echó hacia delante en su asiento y se agachó para
remangar las perneras de sus pantalones vaqueros. Alex y Emma mantuvieron su cara lo más
neutra posible, no porque el instinto les pidiera rechazar aquella visión, ni muchísimo menos, sino
porque sabían que cualquier gesto podría ser malinterpretado por Sam en un momento de tanta
tensión. La pierna derecha terminaba un poco por debajo de la rodilla y, de ahí hacia abajo, había
una prótesis de color gris oscuro, con un mecanismo similar a una bisagra —bastante sofisticada
— en el tobillo. Cuando Sam se descalzó, pudieron comprobar que el pie estaba replicado de una
forma bastante realista, casi como si fuera el suyo real. El pie izquierdo era similar, pero en el
lugar de la pantorrilla de Sam había una vara metálica que unía el mecanismo del tobillo con una
rodilla biónica en la que brillaba una pequeñísima luz verde que, dedujeron Alex y Emma,
significaría que tenía la batería cargada.
Sam les hizo una pequeña demostración de cómo funcionaban lo que él llamó sockets, una
especie de calcetines de silicona que protegían lo que quedaba de sus piernas para que las
prótesis no lo rozaran ni le hicieran daño. Debía ponérselos siempre antes de usarlas, ya que en
ellos estaba el mecanismo de enganche que unía los muñones con sus nuevas piernas. No fue más
de media hora de explicación en total, pero Alex y Emma tenían la sensación de haber aprendido
muchísimo sobre amputaciones y adaptaciones protésicas, algo de lo que nadie sabía demasiado si
no le tocaba de cerca.
—Todavía no me animo a salir a caminar sin muletas. —Sam hizo un gesto de fastidio con la
cara—. Me siento muy inestable, pero voy mejorando. Esos pasos que he dado hoy para entrar en
casa… han sido los primeros sin usar bastón ni muletas ni nada. Quería que fueran aquí. Tenían
que ser aquí.
Todo lo que hablaban era emoción pura. «Entrar en casa». Qué bonito había sonado.
—Y dentro de casa tendré que usar siempre, o casi siempre, la silla de ruedas, para evitar
sobrecargar las piernas. Y hay una cosa que quiero dejar clara antes de que hablemos de nada
determinante para el futuro. —Sam los miró con una profundidad que a Alex y Emma los asustó,
sobre todo ante la mención del futuro—. Estoy en el mejor momento que tendré nunca. O lo estaré,
si todo sigue su curso, dentro de unos meses. Me ha costado muchísimo asumirlo, pero la realidad
es que mi estado físico seguirá un declive progresivo. Con sesenta años, mucha suerte tendría que
tener para seguir caminando con una doble amputación. Lo más probable es que dentro de quince
o veinte años, o los que sea, mi vida esté atada de forma definitiva a una silla de ruedas.
—¿Y cómo te hace sentir eso? —le preguntó Emma.
—Resignado —afirmó Sam, con convicción—. No voy a decir que sea la ilusión de mi vida,
igual que no voy a caer en esos tópicos de deciros que el accidente ha sido una experiencia
positiva por todo lo que he aprendido sobre valorar la vida. Yo ya adoraba estar vivo antes de que
me pasara esto. Ojalá nunca hubiera ocurrido. Pero me ha costado más de un año entender que la
vida no tiene botón de rebobinado y que tengo que tirar para adelante con las circunstancias que
vayan surgiendo en cada momento. Habrá días malos, por supuesto que los habrá. Y pequeñas
frustraciones cuando no pueda hacer algo que deseo de la misma manera que lo hacía antes de
perder las piernas, pero… ¿qué otra opción tengo más que aprender a vivir así? ¿Matarme? No,
creedme, eso ni siquiera ha sido una opción jamás.
Alex y Emma sonrieron al escucharlo aferrarse a la vida. Habían temido demasiadas veces
que se le escapara entre los dedos por no haber encontrado argumentos para agarrarse a ella.
—Te veo muy centrado —se le escapó a Emma—. Perdona que lo diga así, pero…
—Pero es la verdad —reconoció Sam—. O eso intento, al menos. Os he explicado el proceso
físico, pero es más complicado haceros entender el psicológico. Ha sido arduo, complicado y, al
final, la aceptación ha llegado casi sin que me diera cuenta. Trabajándolo mucho, pero sin
esperanzas de que saliera tan bien como al final ha salido. Lo cierto es que eso no puedo
explicároslo sin hablaros de Lena…
—¿Lena? —La voz de Emma se convirtió en un chillido agudo, que acompañó con una mirada
que era puro fuego. Puros celos. A Alex se le congeló una sonrisa de pavor en la cara ante la
mención de aquella mujer que ni sabían quién era.
—Tranquilos, tranquilos. —Sam se dio cuenta de que debería haber dicho quién era Lena
antes de mencionarla delante de dos personas con las que lo unían tantos sentimientos, así que no
pudo evitar las carcajadas nerviosas—. No es lo que creéis. Lena es una chica parapléjica, de
aquí, de San Francisco, que estuvo trabajando unos meses como voluntaria en la clínica en la que
yo estaba ingresado. Por si os tranquiliza —los miró con una sonrisa pícara—, está tan enamorada
de su novio, Nick, que caga corazones de gominola. Ni siquiera creo que se diera cuenta de que yo
era un hombre. Pero… hablando en serio, sin ella no creo que hubiera hecho el cambio de chip
que mi cerebro necesitaba.
—¿Y cómo lo consiguió? —Emma no lo reconocería, pero en aquella pregunta también había
un rastro de celos. No románticos, no afectivos, no sexuales, pero… sí por que ella hubiera sido
capaz de conseguirlo y ni Emma ni Alex lo hubieran logrado.
—Explicándome su situación y su filosofía de vida. Tal vez sea algo que solo podemos
comprender los que hemos visto como nuestro cuerpo nos traiciona de la forma más cruel posible.
Ella se quedó en una silla de ruedas, para siempre, sin solución posible, cuando tenía quince años
y era una deportista de élite. Estuvo casi un año sin poder mover más que los ojos, así que, el día
que consiguió tener independencia gracias a la silla de ruedas, ni siquiera le importó no poder
caminar, no tener el control de esfínteres o las muchas lesiones que llevaba implícitas una
inmovilidad como la suya.
—Mmmm… —Alex reflexionó en voz alta—. ¿Consolarse en que siempre hay alguien que
está peor?
—Sí, algo así. Que siempre puede haber alguien más jodido que tú y, sobre todo, que habría
sido fácil que ni siquiera tuviéramos la oportunidad de seguir viviendo. Ella también sufrió un
accidente de tráfico. Y los dos tenemos muy claro que un centímetro más aquí o más allá en esos
accidentes y, en vez de enfrentándonos a una discapacidad funcional de por vida, estaríamos
enterrados bajo tierra.
—Ni siquiera lo menciones, por favor. —Emma no fue capaz de reprimir un escalofrío.
—Pero, sobre todo, Lena me enseñó que no hay mejor motivación para salir adelante después
de un hecho tan traumático que tener un objetivo por el que luchar. —Sam exhaló un suspiro
sonoro, que atrajo las miradas fijas de Emma y Alex. Había llegado el momento de la verdad, los
tres lo sabían—. Y mi objetivo en la vida es volver a vivirla junto a vosotros. Mi objetivo… sois
vosotros.
La suerte estaba echada. Aunque no había suerte, en realidad. En aquella sala había tres
personas, y todas deseaban lo mismo. Bendito fuera el amor.
—Bueno… y vosotros… ¿cómo… qué habéis…? —Sam se frotó los ojos con los dedos; tenía
tanto miedo que no le salían las palabras—. ¿Qué tal ha ido este año?
—Pues… las cosas no han sido fáciles, como imaginarás —reconoció Alex—. Al principio
estábamos muy… ¿perdidos? Quizá esa sea la palabra más adecuada.
—Sí, lo es —confirmó Emma.
—La verdad es que llegó un momento en que nos propusimos olvidarte —soltó Alex de
repente, consiguiendo que a Sam y a Emma el corazón se les saltara un latido—. Es la realidad, no
podemos negarlo. Hace algunas semanas tomamos la decisión de seguir con nuestras vidas sin
mirar atrás, justo el día que hiciera un año de tu marcha. Justo… hoy.
—Vaya. No me digas que os he estropeado los planes. —Las palabras de Sam podían parecer
bordes, pero las acompañó por aquella sonrisa canalla que había sido marca de la casa antes de
que todo se derrumbara, y Alex y Emma entendieron la ironía a la perfección.
—Lo cierto es que no —le confirmó Emma con una sonrisa—. Nos lo propusimos y estuvimos
muy decididos a que fuera así… durante un par de días. Y a continuación hicimos esto. —Emma
se levantó y les hizo un gesto para que la siguieran—. ¿Necesitas ayuda?
—Quizá… no me vendría mal un brazo al que agarrarme —reconoció Sam, Alex se acercó de
inmediato y juntos emprendieron el recorrido turístico que Emma le había preparado mentalmente
a Sam, por unos lugares que había diseñado sin atreverse siquiera a soñar que él algún día los
conociera.
—He leído bastante sobre viviendas accesibles en los últimos tiempos. Vergüenza debería de
darles en la facultad no enseñarnos más sobre eso. El caso es que… ya sabíamos que en casa
tendrías que moverte en silla de ruedas, así que se me ocurrió esto. —Emma se acercó a la cocina,
que parecía la misma de siempre, excepto por algunos pequeños detalles sin importancia, y
accionó un botón que elevaba el suelo en una especie de pasarela flotante—. El suelo ahora se
levanta lo suficiente como para que una persona en silla de ruedas pueda acceder a prácticamente
todos los armarios y, por supuesto, a los fuegos de la cocina, el horno, el microondas, la nevera…
Sam no salía de su asombro ante todo lo que Emma y Alex habían creado antes siquiera de
saber si él volvería a dar señales de vida algún día. Se habría echado a llorar si la curiosidad no
se hubiera llevado por delante la emoción. Emma seguía caminando y se dirigía a la zona de los
dormitorios. Alex aprovechó que ellos iban detrás y con un paso más lento para comentarle a Sam
que en el estudio de tatuajes lo esperaban. Es más, que su ausencia lo había convertido casi en un
mito y había una lista de espera de casi un año desde el momento en que se incorporara al trabajo.
Sam abrió la boca de par en par por la sorpresa, pero aquel dato fue crucial para que recibiera el
último impulso necesario para recuperar cada faceta de su vida, la laboral incluida.
—Supongo que no te habrás dado cuenta porque he sabido disimularlo muy bien, pero estas
puertas tienen ahora el tamaño ideal para que puedas pasar por ellas y girar sin llevarte golpes en
las manos ni quedarte atascado. —El recuerdo les voló a todos a aquel nefasto día en que Sam se
había quedado atrapado en el pasillo, pero la alegría del presente era demasiado grande como
para verse eclipsada por el dolor del pasado—. Hemos cambiado la cama. Ahora, además de ser
más ancha y cómoda, tiene también ese cabecero —Emma lo señaló— que resiste mucho peso,
para que puedas utilizarlo para impulsarte, moverte, pasarte a la silla… sin necesidad de que
nadie te ayude ni riesgo de que se venga abajo al hacer fuerza sobre él. Y lo mejor es que parece
una pieza de diseño. La verdad es que soy la hostia en mi trabajo, ¿verdad?
—La mejor —dijo Sam, porque el nudo de la garganta no le permitía articular más palabras.
—Y la más modesta —bromeó Alex.
—Por supuesto, los dos cuartos de baño están adaptados. Hay asideros junto al inodoro,
también en la ducha y un banco para que puedas asearte sentado. Al principio íbamos a hacer la
reforma solo en el baño del dormitorio principal, pero al final decidimos que, ya metidos en
obras, mejor en los dos, para que no tengas que estar pendiente de si uno está libre, el otro
ocupado o lo que sea. Y… creo que eso es todo. Aunque, si te quedas a vivir aquí —Emma
carraspeó, nerviosa; no se podía creer que esa decisión la hubiera mencionado de una forma tan
superficial—, seguro que te van surgiendo necesidades para las que, seguro, encontraremos una
solución.
—¡Ah! Y otra cosa —recordó Alex—. La comunidad de vecinos ha aprobado el inicio de la
obra para que el ascensor baje hasta el garaje. Tardará un par de meses, pero, a partir de ahí,
podrás usar los coches sin problema. Los dos. Tanto el todoterreno como el Mini… les hemos
hecho los cambios necesarios para que puedas conducir desde unos mandos en el volante.
—Tendré que aprender a hacerlo, entonces, porque… no tengo ni idea —reconoció Sam, que
ni se había planteado aprender aún a conducir, cuando ni siquiera había logrado caminar del todo
—. No me puedo creer todo lo que habéis hecho —dijo, al tiempo que se sentaba sobre la cama
—. No… no sabía que me queríais tanto.
—Pues ojalá hubiéramos sabido demostrártelo mejor —dijo Emma, con un deje de pena en la
voz.
—¡No! —la corrigió Sam—. No es eso, por Dios. Es simplemente que… no sabía que podía
existir un amor tan grande como para que alguien haga todo esto por una persona que ni siquiera
sabes si regresará… y que no se portó demasiado bien antes de irse.
—Existe… —susurró Alex y, realmente, no quedaba mucho más que hablar. Con una mirada se
lo dijeron todo. Que sí. Que lo iban a intentar. Bueno, no… en realidad se dijeron que lo iban a
conseguir.
—Al final te has salido con la tuya en lo de la reforma, ¿eh, Emma? —le dijo Sam, con un
cariño infinito tiñendo su voz.
—Sí. Y he puesto lo mejor de mí, lo poco que podía hacer a distancia, en beneficio de este
nosotros extraño y perfecto que construimos.
—Y que pretendemos que dure para siempre —aportó Alex, por si no hubiera quedado claro
que aquella era una proposición en firme.
—No he venido solo a visitaros —afirmó Sam—. He venido para quedarme.
Sam se sintió tan seguro de lo que decía… como inseguro solo unos minutos después, cuando,
tras besarse todos para celebrar la buena noticia de que volvían a ser tres, de que volvían a ser
uno, Emma le dio un pequeño empujón en el pecho para que él se quedara tumbado. Se encaramó a
horcajadas sobre él y se agachó para besarlo hasta que lo dejó sin aliento. Alex no tardó en unirse,
tumbándose junto a Sam y acariciándole el pecho en los escasos espacios que Emma dejaba
libres.
—Os quiero… —Sam había abierto la boca para decirles que no se sentía demasiado seguro
de que fuera buena idea aquello, pero se dio cuenta sobre la marcha de que era el miedo el que
hablaba por él. Y él no quería volver a tener tanto miedo que le impidiera disfrutar de las cosas
buenas de la vida. Así que les dijo las únicas palabras que podían resumir todo lo que sentía—.
Os quiero muchísimo.
—Y nosotros a ti —habló Alex por los dos.
—Fóllame, Emma —se atrevió a pedir Sam—. Algún día volveré a follaros yo a vosotros,
pero hoy… necesitaré ayuda.
Ahí estaba la clave. Tener la confianza suficiente en tu pareja, en tus parejas, como para
reconocer que te aterra desnudarte delante de ellos porque tu cuerpo ha cambiado demasiado. Y
que ellos lo entiendan. Y que ni le den importancia. Alex y Emma no intentaron desnudarlo. Emma
se había encaramado a horcajadas sobre él, desabrochándole solo un par de botones de los
vaqueros, pero sin intentar que aquello que aún hacía sentir algo acomplejado a Sam quedara tan a
la luz del día que pudiera eclipsar todo lo demás que iba a pasar en el dormitorio.
En cuanto su polla se hundió en el interior de Emma, Sam supo que aquello iba a ser rápido.
Hacía más de un año que no se corría. Tardó muchísimo tiempo en recuperar las ganas, un mínimo
de libido, y, cuando al fin lo hizo, ya no quiso que fuera a solas. Todo de él, toda su esencia, hasta
la más primitiva, sería para Alex y Emma. Pero, además de rápido, también supo que sería bueno.
—Ven aquí —le dijo en un susurro a Alex, que los miraba desde la cercanía con el deseo
pintado en los ojos. Estaba como hipnotizado por aquella imagen tan erótica y que llevaba tanto
tiempo deseando volver a presenciar.
Alex se acercó y Sam se apresuró a bajarle el pantalón de chándal que llevaba. Su erección
hasta rebotó frente a la cara de Sam. Estaba tan excitado por el cuerpo desnudo de Emma subiendo
y bajando sobre Sam, con sus grandes pechos al aire, por los gemidos que emitían ambos… que
habría podido correrse con poco más que una mirada. Y cuando sintió la lengua de Sam
acariciando su glande, tuvo que agarrarse a aquel cabecero de la cama tan moderno y comprobar
si realmente era resistente.
La perfección debe de ser eso que ocurre entre tres personas que llevan un año sin verse, que
han sufrido traumas de esos que pueden marcar una vida, que han tenido siempre una relación que
quizá muchas mentes no podrían concebir, que albergan complejos entre las sábanas que tardarán
tiempo en curarse… y, sin embargo, logran correrse de forma absolutamente simultánea la primera
vez que vuelven a encontrarse.
Con tres sonrisas y un abrazo a tres bandas, Sam, Alex y Emma se dijeron todo aquello que las
palabras no alcanzaban a expresar. Que se querían. Que aquello había sido fantástico. Que estaban
agradecidos a la vida, a pesar de todo. Y que en aquella casa, entre aquellas paredes y aquellos
brazos, todos habían encontrado su lugar en el mundo. Su lugar en el amor.
Epílogo
Sam no se podía creer los números que reflejaban las velas de aquella tarta. Un cuatro y un cero
que todos los presentes en su salón sabían lo que significaban. Que tenía cuarenta. Cuarenta años.
Joder.
Emma y Alex lo miraban y se reían. A carcajadas, en ocasiones. Y no es que ellos tuvieran
muy lejano entrar en la siguiente década, pero esperaban sinceramente no llevarlo tan mal cuando
llegara el momento como lo estaba llevando Sam.
Aunque en el fondo… todos sabían que era una pose. Incluso el propio Sam. Porque, si algo
había aprendido en la vida, en la dura vida que le había tocado vivir, era que precisamente eso, el
hecho de estar vivo, era algo tan bonito para celebrar que daba igual que las velas señalaran un
cuarenta o un sesenta y dos.
Habían pasado cuatro años desde su regreso a San Francisco después de aquel año en Londres
que le abrió los ojos y lo devolvió a la vida. Y cada mañana se seguía levantando dando gracias
por haber sido capaz de encontrar la senda de regreso. No es que las cosas fueran siempre fáciles,
pero todo merecía la pena si pensaba en que había llegado a cumplir los cuarenta con algo muy
parecido a la felicidad anidando en su pecho y, sobre todo, con Alex y Emma amaneciendo a su
lado, cada uno a un lado de su cuerpo.
Lo primero que hizo Sam cuando regresó a San Francisco fue ponerse de nuevo al frente de su
estudio de tatuajes. En muchas horas de terapia en Londres, en aquel centro de rehabilitación al
que le estaría agradecido el resto de su vida, había entendido que para recuperar lo más parecido
a una vida normal… debería empezar por retomar las rutinas que aún eran posibles de su vida
anterior. Así que, dando gracias cada día a sus trabajadores por haber mantenido el estudio en pie
y a Alex por haberlo gestionado todo incluso durante el tiempo en que no sabía si él regresaría
algún día, volvió al trabajo. Solo tuvo que hacer algunas pequeñas modificaciones de
accesibilidad para que le resultase cómodo tatuar en su nueva condición física y… volver a ser él
mismo. Aquella lista de espera de un año que parecía una leyenda urbana no lo fue, en realidad.
Muchos fans de su trabajo habían visto incentivadas sus ganas de tatuarse por la larga ausencia de
Sam y acudían en masa a su estudio. Incluso Alex y Emma tuvieron que decirle un par de veces
que rebajara el ritmo, que tampoco era cuestión de que acabara sufriendo un ataque de estrés por
las ganas locas de volver a trabajar. Aunque en realidad estaban encantados de que volviera a
sentirse pleno en ese sentido.
La recuperación física fue lenta, algo que Sam había tardado en asumir y que aún le provocaba
frustraciones cuando algo se torcía. Después de su regreso, tardó más o menos un año en ser capaz
de caminar sin necesidad de usar muletas ni bastón. No fue sencillo, aún cuatro años después le
costaba enfrentarse a escaleras o terrenos irregulares, así que Emma consiguió convencerlo de que
no era necesario que aspirara a que todo fuera perfecto siempre y que podía llevar un bastón
plegable en su mochila. A regañadientes, pero él hizo caso. A punto de cumplir los cuarenta,
conseguía caminar con bastante fluidez la mayor parte de tiempo que estaba fuera de casa,
recurriendo a ayudas solo cuando se alejaba de los terrenos que eran su zona de confort. En casa,
por el contrario, usaba casi siempre la silla de ruedas. No le gustaba hacerlo —podían pasar
cuatro años o doscientos, que eso no cambiaría—, pero sabía que era el precio que debía pagar si
quería que las prótesis funcionaran como debían. Si abusaba de ellas, sus muñones tendrían más
desgaste y podrían formársele ampollas. Así que venció rápido aquella especie de pudor que le
daba que Alex y Emma lo vieran en la silla y ellos enseguida se acostumbraron a que esa era la
nueva imagen de Sam y… no les gustaba ni un ápice menos que la que habían conocido siempre.
El sexo fue… perfecto. Quizá era a lo que más miedo había tenido Sam durante su larga
ausencia de un año en Londres. Y, sin embargo, fue lo más sencillo. Porque en ese universo
paralelo que creaban cuando estaban los tres juntos entre las sábanas, eran perfectos. Todo fluía,
no había secretos, ni prejuicios ni complejos. Solo placer, morbo y ganas. No tardaron más de dos
noches en encontrar las posturas perfectas, aquellas en las que Sam no echaba de menos nada de
lo que había tenido antes, en las que no sentía las ausencias, las pérdidas.
Y así, entre días de retomar la rutina y noches de pasión, todo volvió a fluir.
Hacía un par de años que Sam se había encontrado una sorpresa realmente agradable al hacer
entrar a su cabina del estudio a una chica que había pedido cita para un tatuaje. Cuando vio que su
clienta entraba en el cubículo en una silla de ruedas, sintió una oleada de solidaridad, porque justo
además aquel día él había decidido utilizarla en el trabajo, para dar algo de descanso a sus
maltrechas piernas. Pero al mirarla a la cara y reconocerla, a punto estuvieron las lágrimas de
brotar de sus ojos. Porque aquella mujer era Lena Bouvier, la primera cara amiga que se había
encontrado en la clínica de rehabilitación de Londres, la primera que le había hablado claro y le
había dicho que su recuperación dependería solo de él mismo. Que los médicos harían su trabajo,
los fisioterapeutas el suyo, pero que, si él no tomaba la decisión en firme de exprimir al máximo
las posibilidades que le ofrecía la vida, nada merecería la pena. Y que si realmente amaba a Alex
y a Emma como decía hacerlo, no se le ocurría una razón más importante por la que luchar con
todas sus fuerzas.
Aquella conversación con Lena había provocado algún tipo de clic dentro de la cabeza de
Sam. Él siempre la había recordado como el punto de inflexión que lo había impulsado a dejarse
el alma en el intento de recuperar su antigua vida. O mejor… de construir una nueva, con aquella
nueva realidad que se le había cruzado en el camino en una carretera de las afueras de San
Francisco, y ser feliz. Algo que, hasta aquel momento, creía que le estaría vetado. Algo que Lena,
de la mano de su novio Nick en aquella última visita al hospital, parecía ser por encima de todas
las cosas.
Muchas veces había pensado en llamarla después de regresar a California. Sabía que ella era
entrenadora de baloncesto en silla de ruedas en la Universidad de Berkeley y supuso que no le
habría costado localizarla. Pero lo había ido posponiendo y, al final, había sido ella quien había
surgido en su estudio de tatuajes. Aquel día le tatuó una pieza de puzle y la abrazó muy fuerte.
Compensó aquella dejadez en haberla llamado con la sinceridad de una conversación en la que no
titubeó al explicarle lo importante que había sido para él en su proceso de recuperación. La
sonrisa no le cabía en la cara a Lena cuando supo que la relación de Sam con Alex y Emma no
solo había vuelto a ser lo que era, sino que había salido reforzada de aquella experiencia tan
traumática.
Dos días después de aquella cita profesional, Lena y Nick estaban invitados a cenar en el
apartamento de Sam, Alex y Emma. Fue la primera de muchas noches compartidas, en la que todos
se abrieron con los demás y se convirtieron en grandes amigos. A Sam no le pasaba desapercibida
la paradoja de que, después de pasar los peores momentos de su vida, los de mayor aislamiento,
había acabado teniendo más relación con amigos de la que había tenido en toda su vida. Porque a
Lena y Nick los siguieron Jamie y Annie. Él era jugador en el equipo de baloncesto adaptado que
entrenaba Lena y mantenían una relación de amor–odio que los hacía a todos reír, porque sabían
que había muchísimo más de lo primero que de lo segundo. Para Sam, además, era reconfortante
ver que varias personas que habían pasado por experiencias traumáticas similares a la suya
continuaban con sus vidas normales. Aunque hubieran sobrevivido a un infierno, o precisamente
por ello.
Jamie había sido en el pasado un jugador de baloncesto de élite, hasta que un accidente de
esquí, cuando estaba en lo más alto de su carrera, lo había truncado todo y lo había dejado
recluido en casa durante una década, hasta que Annie apareció para salvarlo. La vida de la propia
Annie tampoco había sido fácil. Había sido víctima de una violencia machista insufrible, que
había acabado dejándole secuelas físicas de por vida. Lena, por su parte, había pasado por una
experiencia muy similar a la de Jamie, quizá por eso se entendían tan bien. Era una gimnasta
olímpica que apenas acababa de entrar en la adolescencia cuando un accidente de coche la había
dejado paralizada de cintura para abajo. Y siempre había mirado a la vida con optimismo, pero no
fue hasta que conoció a Nick cuando dejó entrar también en ella al amor. Él tuvo que dejar su
carrera profesional como futbolista por un estúpido accidente casero y, aunque sus secuelas eran
mínimas, entendía bien muchas de las frustraciones de Sam.
Con tanto deportista en su renovado grupo de amigos —en el que Alex y Emma habían
encajado como si los conocieran de toda la vida, tal vez porque jamás juzgaron su relación, sino
que incluso la admiraban—, fue inevitable que acabaran convenciendo a Sam para que
incorporara el deporte a sus rutinas. No solo las horas que él pasaba en el gimnasio fortaleciendo
la parte superior de su cuerpo, para que fuera más sencillo moverse en la silla de ruedas. También
el deporte en equipo, que añadía un plus a la práctica. Llevaba ya unos cuantos meses entrenando
en un equipo de ciclismo en silla de ruedas y estaba encantado. Nunca volvería a subirse en una
moto —no solo por las limitaciones físicas, sino porque había decidido apartarse de algo que ya
para siempre asociaría al dolor—, pero aquellas bicis adaptadas le provocaban una sensación
similar de libertad.
Y eran precisamente esos amigos que tan presentes estaban ahora en sus vidas los invitados a
la fiesta de cumpleaños de Sam. Nick, Lena, Jamie, Annie y los cuatro hijos que tenían entre los
cuatro, Andrea, Mark, Patrick y Julianne. Pronto llegarían y la casa se llenaría de bullicio, gritos,
carreras, besos, abrazos, algún berrinche y muchas risas. Se llenaría —más— de vida.
—Estás tan guapo que no sé si cerrar las cortinas, fingir que no estamos en casa y follarte
hasta que no me sienta ni las piernas. —Emma se aproximó a él por detrás, lo abrazó y le habló al
oído de una forma tan sensual que la erección de Sam fue automática.
—No me parece la frase más inteligente que decirle a un hombre que ni siquiera tiene piernas,
pero… tú misma. —El humor. Esa también había sido una buena tabla de salvación para todos. Al
principio, Alex y Emma se sentían extraños y les costaba entrar al trapo de las bromas de Sam,
pero… pronto eso también fluyó—. Y no diría que no a eso de dejar que me folles.
—Que corra el aire, joder, que dentro de diez minutos habrá cuatro niños en este salón. —
Alex puso cordura al asunto, aunque estalló en una carcajada al mirar bien a Sam—. Y bájate esa
erección como puedas o lo mismo acabamos en comisaría.
Todos se carcajearon, pero ni Alex ni Emma pudieron dejar de mirar a Sam. Aquel día había
decidido ponerse las piernas —esa también era una expresión extraña, pero se habían
acostumbrado a escucharla—, por pura coquetería, en realidad. Vestía unos pantalones vaqueros
negros que le sentaban como un guante, una camiseta gris clarito algo ajustada a aquellos
músculos que no habían dejado de crecer desde que había empezado a tomarse en serio su
recuperación y su larga melena, su auténtica seña de identidad, suelta al viento, salvaje y brillante.
Cómo un hombre que, en términos objetivos, estaba tan mermado físicamente podía verse tan
poderoso era algo que solo se explicaba con dos palabras: Sam Thornton.
Si a Alex y a Emma les hubieran preguntado unos cuantos años atrás si Sam podría hacer algo
para resultar más atractivo, ellos habrían respondido sin dudar que no. Pero la vida estaba llena
de sorpresas —eso lo sabían bien— y Sam había tomado una decisión sin consultarles poco
tiempo después de volver al trabajo en su estudio de tatuajes. Nunca había dejado de lamentarse
por haber perdido aquel triángulo tatuado que tanto significaba para todos. Y ya no tenía una
pierna donde tatuárselo, así que decidió hacer algo un poco más… radical. Pidió a su mejor
empleado que le replicase aquel diseño… en la cara. En un tamaño algo más pequeño que el
anterior, pero bien visible. Soportó como pudo el dolor de las agujas en una zona tan sensible
como un lateral de su rostro, cerca de su ojo. Pero se sintió orgulloso cuando estuvo terminado.
Alex y Emma alucinaron al verlo —ninguno de los tres se había atrevido nunca a decorarse la
cara—, pero él les explico que precisamente lo quería muy visible porque, si algo había
aprendido en su larga travesía por el dolor, era a no esconderse ni avergonzarse de lo que era. Ni
de lo que aún le dolía, ser un hombre sin piernas, ni de lo que le daba la vida, amar a dos
personas, un hombre y una mujer, sin prejuicios ni miedos.
El timbre del apartamento sonó justo cuando la cena estaba a punto de quemarse porque Alex
se había distraído repasando a Sam con la mirada y relamiéndose al pensar en la celebración que
llegaría después de la cena, cuando se quedaran los tres solos. Las dos familias llegaron casi al
mismo tiempo, así que hubo unos momentos de saludos, abrazos y felicitaciones al homenajeado
antes de que Alex sirviera la cena. La disfrutaron como lo que era: una comida excelente rodeados
de personas entre las que habían encontrado su lugar, un lugar donde nadie los juzgaba. Después
de que Sam soplara las velas, hubo otro pequeño momento de bullicio con la entrega de regalos,
pero las aguas volvieron enseguida a su cauce. Los niños se quedaron dormidos poco después de
las diez de la noche y entre Nick y Annie los acomodaron en la cama del dormitorio principal.
Alex sirvió unas copas y la conversación se volvió más pausada y adulta, con el sonido de un
vinilo de los años setenta sonando en el salón.
—Pues… tenemos una cosilla que comentaros —dijo Emma, aprovechando uno de los escasos
silencios en la conversación. Acompañó sus palabras con un carraspeo y esa fue la señal que
necesitaron todos para mirarla fijamente, porque sabían que significaba que estaba nerviosa.
—¿Qué pasa, Emma? —le preguntó Annie, con el ceño fruncido.
—¿Se lo contamos ya? —Alex movía las cejas arriba y abajo, con una cara de alegría que les
dejó claro a todos los presentes que la noticia que tuvieran que comunicar era buena.
—¡Yo lo cuento! —gritó Sam, aunque enseguida bajó la voz por miedo a despertar a los niños.
Pero es que estaba tan ilusionado, y había estado durante un tiempo tan acostumbrado a dar solo
malas noticias, que necesitaba que esas palabras salieran de su boca—. Vamos… ¡Vamos a ser
padres!
Un murmullo de felicitación recorrió la mesa, aunque algunos ceños fruncidos se unieron al de
Annie. Lena conocía toda la intrahistoria de la relación entre Sam, Alex y Emma desde que se
había encontrado con Sam en aquella clínica de Londres y enseguida puso al tanto de todos los
detalles a Nick, que al principio había alucinado un poco, pero no había tardado en darse cuenta
de que su vida se había limitado a un entorno bastante tradicional de personas y no se había ni
planteado que existieran otras formas de amar diferentes. Cuando Jamie y Annie aparecieron en la
vida del trío, les explicaron lo mismo, lo que eran, por qué lo eran y, sobre todo, que no se
avergonzaban de nada. Había sido Jamie quien había dicho «¿Y por qué coño se supone que
deberíais avergonzaros de quereros?», y esa pregunta había dibujado una sonrisa en los rostros de
Emma, Alex y Sam, que supieron que significaba una aceptación absoluta.
En los años que habían pasado desde que todos se habían hecho amigos, nunca habían sentido
que los rechazaran. Tampoco que los juzgaran. Y cuando aquella relación que seguía siendo
anómala comparada con el estándar de las relaciones provocaba alguna pregunta en sus amigos…
ni ellos se sentían intimidados para hacerla ni Sam, Alex y Emma para responderla. Todos
aportaban tolerancia, una cualidad que estaban convencidos de que, si fuera más frecuente, el
mundo sería un lugar mejor. Y si no entendían algo, porque al fin y al cabo nadie se había criado
rodeado de parejas poliamorosas, lo preguntaban y ellos respondían. Ni más ni menos.
Y aquella confesión inesperada en la sobremesa de una fiesta de cumpleaños… generó unas
cuantas preguntas.
—Igual me mandáis a la mierda por esto, pero… —Jamie carraspeó, pero no pudo evitar que
se le escapara una risita nerviosa— entiendo que vais a ser padres… los tres, ¿no?
—Efectivamente —respondió Alex.
—Ya… —murmuraron un par de voces en la mesa.
—Os estáis preguntando quién es el padre biológico, pero nadie se atreve a hacer la pregunta
en voz alta, lo cual es realmente extraño, teniendo en cuenta que la bocazas de Lena está a la mesa.
—Sam estalló en una carcajada, que se intensificó más cuando la aludida le lanzó un pedazo de
pan, indignada.
—Venga ya, desembucha —le exigió Nick.
—No hay padre biológico —explicó Emma—. O sea, evidentemente sí que lo hay, pero… no
sabemos quién es. Ni queremos saberlo. Yo dejé de tomar la píldora hace medio año, más o
menos, porque, por si eso también os lo estáis preguntando, esta ha sido una decisión muy
meditada y hablada. Y uno de ellos dos hizo diana hace más o menos tres meses. Ni lo sabemos
ahora ni lo sabremos nunca ni nos importa. Nuestro hijo, o hija, tendrá dos padres y una madre. La
biología, como todos sabemos, no importa una mierda en esto.
Annie y Jamie recibieron con una enorme sonrisa ese comentario. Sus hijos eran adoptados y
jamás los habían sentido ni un ápice menos propios que si Jamie los hubiera concebido y Annie
los hubiera parido.
—¿Y habéis pensado en cómo… se lo explicaréis el día de mañana?
—Eso es precisamente lo que ha hecho que tardáramos más en decidirnos a ser padres —
explicó Sam—. Ninguno de los tres habíamos querido nunca hacerlo, pero pasados los treinta y
cinco… joder con el reloj biológico de los cojones. —Su comentario, tan vehemente, fue recibido
con risas por todos los presentes, tal vez porque todos habían pasado por ello en otros momentos
de sus vidas—. Pero nos echaba para atrás el miedo a que una familia diferente, como la nuestra,
le afectara en el futuro.
—No será así —afirmó Lena, tan convencida que ni siquiera se esforzó en dar más
explicaciones.
—Lo sabemos. —Alex le respondió con una sonrisa—. Estamos los tres seguros de que,
además de las necesidades básicas, lo único realmente importante que necesita un niño es amor.
Mucho, muchísimo amor. Y eso en esta casa lo tenemos por triplicado.
Todos asintieron, con enormes sonrisas en sus labios, y no hizo falta explicar nada más.
Porque lo que había dicho Alex era la única gran verdad. La vida podía dar las vueltas que
quisiera, pero el amor siempre vencía. No muchos años atrás, incluso en la siempre liberal San
Francisco, muchas personas se preguntaban si un niño criado por una pareja homosexual podría
sentirse normal en el futuro o se vería afectado por esa circunstancia. En aquel momento, ya a casi
nadie se le ocurría cuestionarse algo así. El mundo avanzaba a pasos agigantados, y Emma, Alex y
Sam cruzaban los dedos para que, cuando el hijo que esperaban tuviera uso de razón, ya nadie
pusiera cara de extrañeza al saber que lo criaban dos padres y una madre, en relación de iguales,
como tenía que ser, y con tanto amor entre ellos que se les desbordaba por las ventanas de su
ático.
—Oye… —Lena frunció el ceño—, ¿has dicho que estás ya de tres meses?
—De trece semanas, para ser exactos —respondió Emma, orgullosa—. No hemos querido
contarlo hasta que pasara el riesgo, pero lo cierto es que estoy teniendo un embarazo facilísimo y,
además, estos dos chicos me tienen muy mimada.
—Como tiene que ser —aportó Jamie—. Más les vale.
—Tranquilo, fiera —lo frenó Sam—. Algo sabemos de cómo tratar a nuestra chica.
—¿Y se quedará en hijo único? —preguntó Nick, medio en broma, medio en serio.
—¡Pero, tío! —se quejó Alex—. Que ni siquiera se le nota aún el embarazo ¿y ya quieres que
seamos familia numerosa?
Todos se carcajearon y la sobremesa continuó entre especulaciones sobre el sexo del bebé —
que a todos les daba exactamente igual, porque ese bebé sería lo que quisiera cuando creciera—,
la posible fecha de parto —incluso se montó una porra improvisada— y otras muchas cuestiones
en las que participaron tanto los chicos como las chicas. A Alex, Emma y Sam no se les borraba la
sonrisa de la cara. Después de atravesar el cielo y el infierno en un período relativamente corto de
tiempo, aquel proyecto era lo que más los había ilusionado en toda su vida. Sabían que tendrían un
hijo al que criarían con más amor del que recibiría ningún niño en toda la ciudad, quizá con la
única excepción de los cuatro que dormían en aquel momento en su cama. Empatado con ellos, en
cualquier caso.
Y es que en aquel salón todos sabían muy bien lo que es el amor. Y la capacidad que tiene
para curar heridas. Nadie como ellos, como los siete, sabían cuánto pesan las cicatrices, cómo
pueden condicionar nuestras vidas, hacernos sentir diferentes, peores. En aquel salón había un
hombre que se había avergonzado tanto de sí mismo que no había salido de su casa en diez años,
una mujer que había sufrido tanto por un amor mal entendido que había renunciado para siempre a
amar, un hombre que se había odiado tanto por un error estúpido que no se sentía digno de ser
amado, una mujer que había pensado que el amor romántico no era para ella antes siquiera de
conocerlo, un hombre que había creído que, al perder las piernas, se había perdido a sí mismo. Y
luego estaban Alex y Emma, que nunca habían sufrido en carne propia las cicatrices que la vida
hubiera querido imponerles, pero que formaban un solo ser con Sam y sabían lo que dolía ver un
cuerpo mermado por las circunstancias.
Pero había algo de lo que ninguno de los siete dudaba: que el amor puede curarlo todo. Jamie
jamás habría salido de su encierro si Annie no hubiera aparecido. Annie no habría superado sus
miedos si Jamie no la hubiera llenado de confianza, en sí misma y en él. Nick nunca se habría
perdonado a sí mismo si Lena no lo hubiera hecho antes incluso de conocer los detalles de su
secreto. Lena jamás habría pensado que enamorarse era una posibilidad antes de que Nick se lo
demostrara. Sam nunca habría pensado que podría volver a ser feliz, incluso a vivir una ilusión
tan gigantesca como aquella futura paternidad, si Alex y Emma no lo hubieran empujado siempre a
salir del pozo. Y ellos no habrían vuelto a ser felices, no del todo, si Sam no hubiera regresado a
la vida.
Cuando los niños despertaron, Jamie, Annie, Nick y Lena se marcharon. Se despidieron entre
besos, felicitaciones y promesas de volver a verse pronto. Y salieron de aquella casa con el
mismo pensamiento en la cabeza que también tenían Alex, Emma y Sam mientras se desnudaban y
se enredaban en una noche de pasión sin final: que los corazones pueden sufrir heridas, pero el
amor tiene la capacidad de convertirlas en cicatrices que ya ni siquiera duelen. Que son el mejor
recordatorio de que incluso el sufrimiento merece la pena si lo que hay al final del camino es el
amor de tu vida. O, en algunos casos…, los amores.
FIN
Towanda Richardson es una escritora española que debutó en la novela romántica con la serie
Amar a un multimillonario:
La serie Corazones heridos comenzó con Yo curaré tus heridas, continúa con Yo caminaré de tu
mano y se cierra con el libro que tienes en tus manos.