En 1910, una Buenos Aires feliz se prepara para los festejos del
primer Centenario. Alejandro, un joven periodista, recibe un encargo
tan siniestro como perturbador: investigar la desaparición de cinco
niños ocurrida más de dos décadas atrás.
Una joven que no recuerda nada de su vida, un hombre que se
comporta como un perro y las oníricas imágenes de una sesión de
hipnosis, son las pistas que guiarán a Alejandro, y también al lector,
hacia un final completamente inesperado.
Martín Blasco
La oscuridad de los colores
Título original: La oscuridad de los colores
Martín Blasco, 2015
Revisión: 1.0
26/04/2021
DIARIO DE J. F. ANDREW
28 de febrero de 1885
La casa no está mal. Algo lejos del centro, una zona poco habitada. No
me atrevo a decir que es ideal pero casi. Estamos terminando las reformas.
Tengo que trabajar a la par para dar el ejemplo. Mi personal deja mucho
que desear: Joseph, Marie, Félix y Brian. Cinco personas, contándome a
mí, para tamaña tarea. Joseph: sin estudios, ha sido marinero la mayor
parte de su vida; es bastante corto de entendederas, pero me ha
demostrado su fidelidad en varias ocasiones. Marie ha sido desde siempre
una gran admiradora de mi trabajo. Tiene amplios conocimientos de
medicina y la he puesto a cargo de la salud de los niños. Dadas las
condiciones en las que deberán vivir (encierro, poco movimiento), pueden
enfermarse. Aparte se encargará de que gocen siempre de buena salud.
Félix y Brian son mis dos mejores discípulos. En Félix veo una clara
inclinación a la crueldad que a veces me preocupa, aunque también me
serviré de ella para los pasos más difíciles del proyecto. Brian, por el
contrario, se muestra demasiado débil.
¡Somos muy pocos! Por eso me arremango la camisa y trabajo como
uno más. Quiero tener todo listo en menos de dos semanas. Lo más
importante ahora es conseguir los niños.
DE ESO SE TRATA EL TRABAJO
—¿Ya te vas? —preguntó el padre.
—No, tengo unos minutos todavía… —respondió Alejandro.
—Ah…
—¿Quieres que me quede?
—No, vas a llegar tarde…
—Estoy trabajando en una nota para el diario, muy interesante…
—Es mejor que salgas ahora. Digo… para llegar a tiempo.
—Sí, es cierto… mejor.
Caminar por las calles de Buenos Aires se hacía cada día más difícil.
Las veredas angostas, los hombres malhumorados con ríos de sudor
corriendo debajo de sus sombreros, los canillitas afónicos de tanto vocear
sus diarios, los vendedores ambulantes balbuceando ininteligibles ofertas,
los grupos de niños jugando a la tapadita o a la arrimada volvían imposible
la tarea más básica que puede realizarse en una calle: caminar. Alejandro
avanzaba a codazo limpio. No había otra forma. Tan exigente como la
esgrima, el arte del codazo requería concentración, reflejos y estrategia.
Movimientos justos y contenidos que ocultaran la alevosía, acompañados
con una letanía a medio pronunciar, unión amorfa de las palabras disculpe,
permiso, perdón y gracias que, como en el encantamiento místico que
realizan los beduinos con sus flautas para dejar mansas a las serpientes,
transformaba la grosería de un codazo en ejemplo de comportamiento
ciudadano. El porte ayudaba. La figura desgarbada y los rasgos finos, casi
aniñados, falsamente madurados con una barba cortada con esmero, le
daban un aspecto general de niño grande y evacuaban cualquier duda sobre
su respeto a las normas del buen convivir. Las únicas merecedoras de
piedad ante los codos de Alejandro eran las mujeres. Respetar su paso
justificaba llegar tarde. Tan difícil se había vuelto caminar por las calles del
centro que cada día se las veía menos; se quedaban en sus casas, sentadas
en pequeñas sillas con sus incómodos vestidos. Se le ocurrió que podía
escribir un artículo para el diario sobre el tema «¿Dónde están las mujeres?
¿Por qué se las ve cada vez menos?». Propondría, un poco en broma un
poco en serio, la creación de sendas especiales por las que pudieran pasear
sin ser atropelladas. Aquí iban dos conversando con sus polleras
acampanadas y trajes cruzados con grandes botones forrados; allá, una con
largas y estrechas mangas que terminaban sobre sus manos con adornos y
botones. Como era verano, la mayoría visaba sombreros grandes con alas
caídas que ocultaban parte de la cara. Algunas, las más coquetas, los
adornaban con cintas, flores, fantasías de plumas teñidas y hebillas
brillantes, siguiendo los dictados de las revistas de moda o las vidrieras de
Harrods y Gath & Chaves. ¿Y esas exquisitas visiones debían apretujarse
como sardinas al recorrer las calles del centro? Las sendas especiales eran
la solución.
En ese año de 1910, año del primer Centenario de la República, ideas
más estúpidas aún eran tomadas en cuenta. El feroz crecimiento de las
últimas décadas obligaba a repensar la ciudad y cada día surgía un nuevo
proyecto. Que aquí una diagonal, que allá un puente, que hay que mover
este edificio de lugar. Los barrios se llenaban de plazas y las plazas de
monumentos. Cada mañana, Alejandro encontraba una nueva estaca
clavada en el lomo de Buenos Aires; una pirámide, fuente o torre regalada
por alguna potencia extranjera con motivo del Centenario, que pasaba a
llamarse «Torre de los Ingleses». «Fuente de los Alemanes», y así con cada
nación y su monumento. Tanto cemento y hormigón regalados provocaban
que Alejandro se preguntase por qué los países hacían presentes tan inútiles;
si un amigo cumplía años, él no lo obsequiaba con una pirámide para el
jardín, sino más bien con un perfume o un bastón. Ese día entre estas
reflexiones y la práctica eficiente del codazo, Alejandro se mantuvo
entretenido hasta llegar a la Avenida de Mayo.
Trabajaba en el diario La Prensa. Luego de unos años de escribir
ocasionales colaboraciones en varias publicaciones, finalmente había
conseguido un puesto estable como cronista, gracias a un viejo compañero
de estudios cercano a la familia Paz, dueña del diario. Es que si había algo
que Alejandro podía agradecerle a su padre era la esmerada educación que
había tenido: buenos colegios, institutrices inglesas, clases de piano,
membresías en los mejores clubes. Y una buena educación deja siempre
buenos contactos; algunos de los niños con los que había compartido su
infancia ocupaban hoy destacados puestos en el gobierno, la industria y el
comercio. La desilusión paterna al empeño puesto en su formación vino
cuando Alejandro dejó atrás la niñez y no coronó su aprendizaje con un
título universitario, como pretendía su padre, y prefirió matar sus horas en
los cafés discutiendo con improvisados compinches sobre política, poesía y,
por qué no, moda. Alejandro era un apasionado del presente; amaba seguir
las novedades políticas, estar al tanto de las luchas sociales que se estaban
dando en buena parte del mundo, oír los encendidos discursos de
anarquistas, socialistas y radicales sobre ese futuro que cada día parecía
más cercano. Por eso el periodismo. El hecho de que Alejandro fuera hijo
único hacía más grande la desilusión paterna, ya que no había otro más que
él para engrandecer el honor familiar. Con el tiempo, su padre se había
acostumbrado a la idea, o quizá fuera que en realidad nunca había tenido
grandes esperanzas sobre el futuro de su hijo. No tenían una mala relación;
Alejandro ni siquiera podía recordar una sola pelea entre ellos. Más bien la
relación era nula, inexistente, con su padre habitando a metros por encima
de él, en un mundo de ideas puras, mientras Alejandro se revolvía en el
barro de los pequeños hombres. Con los años, la balanza se había ido
inclinando hacia el lado de Alejandro, que con su sueldo de periodista
mantenía a los dos. Pero no por eso su padre dejaba de considerar al
periodismo una ocupación poco seria.
Al llegar a la Avenida de Mayo, el gentío pudo expandirse y Alejandro,
respirar. El edificio de La Prensa apareció ante sus ojos en todo su
esplendor. Ningún diario en el mundo tenía uno como ese. Ni el New York
Herald ni Le Fígaro. Doce años atrás, cuando la construcción estaba por
terminarse, más de veinte mil personas habían presenciado con asombro
cómo la estatua de bronce de la diosa Palas Atenea era subida por medio de
un elevador hasta la cima del edificio desde donde ahora observaba la
ciudad. La diosa, de pie sobre un globo terráqueo, sosteniendo en su mano
izquierda un periódico y en su mano derecha una antorcha, era —se suponía
— una imagen inspiradora. Pero a Alejandro se le hacía algo siniestra, con
eso de pararse sobre el mundo.
Entro por la puerta que daba al patio central y de allí subió al primer
piso, donde estaba la redacción. Su jefe lo esperaba con los brazos cruzados
y exudando mal humor.
—Llego tarde, ya sé —se excusó Alejandro—. Es que me quedé
dormido. Pero en el camino se me ocurrieron un par de buenas ideas para
notas. Una: ¿dónde están las mujeres este verano?, ¿por qué se las ve cada
vez menos por la ciudad?
—Qué estupidez…
—Otra: ¿por qué las naciones del mundo insisten en regalarnos
monumentos?
—Basta, Alejandro, por favor. Te tengo otra cosa. Hay un tipo
esperándote desde hace más de una hora. Es el dueño de una fábrica de
artículos de bazar, uno de nuestros auspiciantes. Pidió hablar con vos. No
me dijo qué es lo que quiere. Está allá.
En la puerta de la redacción se encontraba un hombre bajo, calvo, más
bien rechoncho y con un fino bigote que contrastaba con sus gruesos labios.
Por cómo retorcía su sombrero entre las manos, se notaba que estaba
nervioso.
—Alejandro Berg —se presentó Alejandro—. Me dijeron que quería
verme.
—Sí, mucho gusto, señor Berg. Mi nombre es Omar Annuar. Quisiera
hablar con usted… en privado de ser posible.
—Hable tranquilo que no nos escucha nadie.
Omar Annuar recorrió con su vista la redacción repleta de hombres.
—Lo que voy a decirle es muy importante, realmente me gustaría hablar
en privado…
—Le repito que no tiene de qué preocuparse, ningún lugar es más
privado que este. Observe.
Alejandro subió el tono de voz.
—¿Entonces me dice que usted es anarquista y piensa poner una bomba
en el Congreso? Ajá. ¿Y que le gustaría matar al general Roca? ¡A quién
no, amigo, a quién no! Puede contar con mi ayuda y con La Prensa, que sin
duda lo apoyará en una causa tan noble. ¿Necesita armas? ¿Dinero? ¿Qué
podemos hacer por usted?
Omar Annuar palideció al oír semejantes barbaridades, pero al notar que
nadie alrededor mostraba la menor reacción, ya que todos estaban hablando,
escribiendo o sumergidos en sus propios problemas, entendió lo que
Alejandro buscaba demostrar.
—¿Lo ve? Hable tranquilo, aquí somos todos periodistas.
Tomándolo del brazo, llevó al visitante a un rincón del salón y le ofreció
una silla que previamente le había robado a Bontelli, el encargado de las
críticas teatrales, a quien Alejandro no soportaba.
—Entonces, ¿cuál es ese asunto tan misterioso que no quiere que nadie
escuche?
—Tengo un trabajo para usted, puedo pagarle muy bien. Mi hija…
—¿Qué pasa con su hija?
—Estuvo desaparecida.
—Eso es malo.
—Ahora ha vuelto.
—Eso es bueno.
—Fue robada de nuestra casa cuando tenía un año de edad.
A Alejandro se le desdibujó la sonrisa mientras se echaba hacia atrás.
—Por Dios… no sabía que era algo tan serio, cuánto lo lamento. ¿Y
dice que ahora ha vuelto?
—Si veinticinco años después.
—¡Veinticinco años! ¿Pero dónde ha estado todo este tiempo?
Una ráfaga de odio nubló la vista de Omar Annuar mientras respondía:
—De eso se trata el trabajo.
DIARIO DE J. F. ANDREW
4 de abril de 1885
Mañana será el gran día. Si llega a pasar algo, sí por alguna razón la
policía atrapa a Joseph o a Brian o a Félix… confío en ellos, no me
delatarían, pero perderlos sería el fin. Son hombres fieles que estuvieron
dispuestos a seguirme hasta aquí. No son criminales, bueno, quizá Joseph
lo sea un poco… pero entrar a una casa y robar a un niño requiere mucho
coraje. ¿Podrán hacerlo? Mañana, mañana será el gran día.
LOS ANNUAR
—¿Puedo ofrecerle algo de beber?
Los Annuar vivían cerca de la estación Constitución. La entrada
principal daba a un pasillo que comunicaba con los cuartos; al fondo se veía
el patio con una parra. La decoración era típicamente árabe: había
caligrafías en casi todas las paredes, un enorme lápiz: con un paisaje
campestre del Líbano, alfombras y grandes almohadones bordados. Omar y
Alejandro se encontraban en el salón principal, un recinto oscuro con una
alfombra que cubría casi todo el piso.
—Excúseme de presentarle a mi mujer. Para ella el regreso de Amira
fue una gran alegría, pero también una gran conmoción. Temo por su salud.
Por eso prefiero que tengamos esta charla a solas.
Alejandro no terminaba de saber qué hacía allí exactamente. Se había
visto arrastrado por Omar hasta su casa. La idea de un trabajo inesperado
había contribuido porque, si bien contaba con un sueldo estable, siempre
estaba corto de dinero.
—Ya le dije que mi hija fue robada cuando era una niña y que
recientemente ha regresado —dijo Omar, mientras le servía una taza de té
—. Ahora le voy a explicar lo que espero de usted, Alejandro. Empecemos
desde el principio.
Omar dejó la tetera sobre la mesa. Antes de comenzar a hablar,
encendió un cigarrillo.
—Hace dos semanas, mi mujer estaba en el patio regando las plantas y
llamaron a la puerta. Abrió y se encontró con una mujer joven que la miraba
con expresión desorientada. Le preguntó quién era y qué quería, y la joven
solo dijo que se llamaba Amira Annuar. Ese era… ese es, perdón, el nombre
de mi hija. Mi esposa casi se desmaya al oírlo.
El té no era del gusto de Alejandro, hubiese preferido un mate. Durante
unos segundos se dedicó a revolver el té con una cucharita para hacer algo
con sus manos.
—¿Y están seguros de que es su hija?
—Por supuesto que no lo creímos inmediatamente, había que
comprobar que realmente fuera ella. Yo no hubiese sabido cómo. La última
vez que la tuvimos con nosotros era un bebé. ¿Cómo reconocer a esa niña
en una mujer adulta? Pero mi esposa estaba preparada. Las madres son algo
especial. ¿Su madre vive, señor Berg?
—No, prácticamente no la conocí.
—Cuánto lo siento. Los hombres podemos esforzarnos en ser buenos
padres, podemos amar a nuestros hijos más que a nuestra propia vida y, sin
embargo, el amor de una madre siempre será superior. Zainab no abandonó
nunca la esperanza de reencontrarse con Amira. La muerte de nuestra hija
hubiese sido menos el olorosa para ella que su desaparición. Vivió torturada
por preguntas sin respuestas: ¿estará viva? ¿La habrá criado otra familia?
¿Sabrá de nosotros? ¿La volveremos a ver? Ni no sucumbió a la tristeza fue
porque se aferró a la esperanza de que Amira regresaría. Obligó a su
memoria a conservar cada seña particular que le sirviera para reconocer a su
hija. Y cuando esta joven se presentó, unos pocos minutos después de
hacerla entrar a la casa, revisó su cuerpo y encontró las señas que
recordaba: una mancha de nacimiento sobre el hombro izquierdo, el
pequeño lunar debajo del pezón derecho, los dedos gordos de los pies más
cortos que el resto, las orejas casi sin lóbulos, el cuello largo, la boca que se
inclina un poco hacia la izquierda. Fue una gran alegría, Masha Allah,
Alhamdulil Allah ua Shukrarilil Allah.
Alejandro interrumpió a Omar temiendo que con la emoción se olvidase
del castellano.
—¿Cómo fue que su hija desapareció?
—En ese entonces vivíamos en un conventillo, no hacía mucho que
habíamos llegado a la Argentina y éramos muy pobres. Como única alegría
teníamos a nuestra hija, y una mañana simplemente desapareció. Alguien la
robó de su cuna en plena noche.
—Por Dios… ¿Y que pasó después?
—Nada. Vino la policía, no se preocuparon demasiado, luego nos
enteramos de que esa misma noche habían desaparecido otros niños en
casas cercanas.
—¿Y no supieron nada más en todos estos años?
—Nada. Con el tiempo logramos una mejor posición y compramos esta
casa. Sin embargo, nunca fuimos felices, el dolor por la pérdida de nuestra
hija nunca nos abandonó. Hasta que volvió.
—¿Pero dónde estuvo todos estos años?
—Esa es una pregunta que Amira no puede responder y por eso está
usted aquí.
—No entiendo.
—No recuerda nada. Amira no puede recordar nada de lo que sucedió
en su vida antes de tocar a nuestra puerta.
Cansado ya de revolver, Alejandro dejó la taza sobre la mesa. Lo que
acababa de oír no tenía demasiado sentido para él.
—Ya sé lo que esta pensando, que es imposible —continuó Omar—. Yo
pensé lo mismo. Pero parece que sufre algún tipo de conmoción que no le
permite recordar. Creímos que pronto mejoraría, pero han pasado tres
semanas y sigue igual. La han visto montones de doctores en estos días y
dicen que está sana, pero su memoria no vuelve. Y yo quiero descubrir la
verdad.
—¿Fue a la policía?
—No hicieron nada en su momento, ¿para qué voy a llamarlos ahora?
Por otro lado, no quisiera poner en riesgo la seguridad de Amira. Amira
es… extraña, no es solo que no recuerde… Hay algo más, algo con lo que la
policía no podría tratar. Por eso pensé en recurrir al diario. ¿O no se dedican
los periodistas a la búsqueda de información? Eso es lo que yo quiero,
información.
—¿Y por qué yo?
—Porque usted es de los nuestros, señor Berg.
Alejandro comprendió. Pocos temas dividían a la opinión pública como
el de la inmigración. Los hombres y las mujeres que un día habían bajado
de los barcos sin nada entre sus manos Hoy eran mayoría. Sus hijos no solo
eran argentinos de nacimiento, sino que se habían convertido en abogados,
arquitectos, profesores y médicos, cumpliendo el sueño de sus padres. Eran
jóvenes que, además, aspiraban a tener influencia en la política argentina.
Sus padres habían atravesado el mundo para que ellos tuvieran mejores
oportunidades, entonces no podían quedarse de brazos cruzados. Cada día,
dos visiones de la Argentina se enfrentaban en los diarios y las revistas del
país. Estaban los que acusaban a los italianos, españoles, alemanes, polacos
y rusos de corromper una supuesta pureza nacional; y estaban los que creían
que el problema era que la antigua oligarquía local temía perder el poder.
Como hijo de inmigrantes, Alejandro había dejado clara su posición en
algunas notas firmadas para publicaciones menores, en las que podía
expresarse con más libertad que en La Prensa. Una de esas notas, en la que
se burlaba de la ley contra los inmigrantes propuesta por Miguel Cañé,
había sido bastante popular entre quienes estaban a favor de la inmigración.
—El secuestro de mi hija y el de los demás niños que desaparecieron el
5 de abril de 1885 fue un crimen contra los inmigrantes. Esos niños, de no
haber sido robados, hoy serían jóvenes luchando por hacer oír su voz,
jóvenes como usted. ¿Quién mejor, entonces, para ayudarnos?
Alejandro entendió perfectamente la argumentación de Omar. Supo,
además, que no solo sería una oportunidad de ganar un dinero extra, sino
también de investigar un caso que merecía ser resuelto y que jamás iba a
tener la atención de las autoridades.
—Me está ofreciendo jugar al detective…
—Si quiere pensarlo así…
—Muy bien, cuente conmigo. Pero voy a tener que hablar con ella.
—Por supuesto. Sígame, lo llevaré a su cuarto.
DIARIO DE J. F. ANDREW
15 de abril de 1885
Ha sido un éxito. Como imaginé, no hubo ningún problema. Mientras
escribo estas líneas, cinco niños regordetes y sanos juegan en la alfombra.
Por el momento, los niños dormirán juntos en una habitación hasta que
estemos listos para comenzar. Me estremezco al pensar en lo que vendrá.
¿Arrepentimiento? ¿Temor? No, emoción.
AMIRA
La habitación estaba en penumbras. Sentada sobre una pequeña cama,
Amira Annuar miraba por la ventana. No lo había oído entrar, así que
aprovechó a observarla en silencio antes de presentarse. Llevaba puesto un
vestido blanco; el pelo negro y ondulado caía sobre sus hombros. La piel
era tan blanca que parecía que nunca la había tocado el sol. Las manos de
dedos largos estaban cruzadas sobre el regazo. La línea de los labios,
pequeña y roja, le daba un aire indefenso. El cuello, desnudo y delicado, lo
inquietó. Era una mujer hermosa. Sin embargo, el conjunto tenía algo de
fantasmal. Buscando una cualidad que la definiera, Alejandro pensó que
Amira era etérea Quizá fuera la pose inerte o la exagerada blancura de su
piel. Lo cierto es que la imagen de esa mujer contemplando la nada le
impedía dar un paso más, como si fuera un error irrumpir en su espacio
físico: todo en ella pedía soledad.
—Ayer soñé con usted.
La voz de Amira resonó en el cuarto interrumpiendo sus pensamientos.
Había abandonado la ventana y ahora su mirada se posaba en él. Alejandro
reprimió un primer impulso de huir. Dio un paso adelante.
—¿Perdón?
—Anoche tuve un sueño en el que usted aparecía.
—¿Y cómo sabe que era yo, si no me conocía?
—Ahora lo sé.
—Mi nombre es Alejandro Berg…
—¿Vino a averiguar qué es lo que pasa conmigo?
—Su padre… —de inmediato se arrepintió de dar por sentado que
Amira era hija de Omar, pero ya no había vuelta atrás—, él me pidió que lo
ayudase a entender qué fue lo que pasó con usted. Por lo que me dijo, ha
perdido la memoria…
Amira no registró el menor cambio en su rostro. Su mirada absorta
podía indicar por igual concentración o absoluta falta de interés.
—¿Recuerda cómo llegó a esta casa?
Amira negó con la cabeza.
—Y de lo sucedido antes, ¿recuerda algo?
De nuevo el mismo movimiento escueto que hacía oscilar su pelo
suelto.
—¿Una imagen, aunque sea?
La mirada de Amira abandonó la de Alejandro y se dirigió a la ventana.
—Blanco —dijo.
—¿Su mente está en blanco?
Amira volvió a mirar a Alejandro.
—No. Eso es lo que puedo recordar. Blanco.
—¿Qué cosa blanca? ¿Una casa blanca, una persona blanca?
—Todo blanco.
Alejandro dio unos pasos más hacia el interior del cuarto.
—Voy a tratar de averiguar qué fue lo que pasó. ¿Está usted de acuerdo?
Amira asintió.
—Y me ayudará intentando recordar, ¿sí?
Amira bajó la cabeza. ¿Iba a largarse a llorar? Alejandro no era bueno
con las mujeres. Y esta era particularmente extraña. En un rincón del cuarto
vio una manta y una antigua muñeca de juguete.
—Hermosa muñeca —dijo, con la esperanza de evitar las lágrimas de la
joven—. Debió haberle pertenecido cuando era niña. ¿No es así?
—Sí, mi madre la guardó todos estos años.
Amira fijó sus enormes ojos negros en la muñeca. Parecía llamarle la
atención.
—¿La muñeca le trae algún recuerdo?
—No…
Un leve cambio en el semblante de Amira sugirió curiosidad.
—Si quiere preguntarme algo, no dude en hacerlo —la animó
Alejandro.
—¿Soy yo? —dijo, señalando la muñeca.
Alejandro no estaba seguro de entender la pregunta.
—Es una muñeca con la que jugaba cuando era niña.
Amira siguió observando la muñeca.
—Sí, pero… ¿Soy yo?
—¿Quiere decir si la representa, si es una imagen de usted de niña?
—Sí.
—No, es un juguete, una muñeca de juguete. De hecho, no se le parece
mucho, tiene el pelo rubio. Supongo que sabe lo que es un juguete…
Amira no respondió. Parecía cansada. Su mirada se dirigió de nuevo a la
ventana.
Alejandro se preguntó qué era lo que pasaba con esa muchacha.
¿Realmente era posible que no recordara absolutamente nada de su vida?
Nadie que estuviera fingiendo ser una persona desaparecida durante
veinticinco años en busca de algún beneficio tomaría una actitud tan
excéntrica. ¿Y qué era eso de que había soñado con él?
—Amira, ¿en qué país estamos?
Amira dejó de mirar la ventana. Con la vista perdida en el piso, parecía
tratar de encontrar una respuesta.
—No sé…
—Argentina. ¿Le resulta familiar?
—No.
—¿Nunca oyó ese nombre?
—No lo recuerdo.
—¿Se da cuenta de que eso es muy extraño?
—Supongo que sí.
Estaba cansada. Alejandro supo que por el momento no iba a poder
conseguir de ella ningún dato más.
—Será mejor que la deje descansar…
Ya estaba abandonando el cuarto, cuando ella lo llamó.
—Alejandro…
Oír su nombre en los labios de Amira lo turbó. Sus ojos negros brillaban
como si estuvieran despertando de un largo sueño.
—Ayúdeme… a entender.
—Por supuesto, haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarla.
Por primera vez, en los labios de A mira se dibujó una tenue sonrisa.
DIARIO DE J. F. ANDREW
15 de mayo de 1885
¿Qué es lo que pretendo? ¿Cuál es el objetivo que persigo con este
experimento? Lo que todo hombre que se precie de tal desea, el único
objetivo sensato que alguien puede ponerse en la vida: cambiar el mundo.
Entre estas paredes crecerá la humanidad del mañana. El siglo XX se
aproxima y de mis manos saldrán sus hombres.
UNA MADRE
«5 de abril de 1885, cinco niños de alrededor de un año de edad
desaparecen de sus bogares en mitad de la noche» apuntaba el escueto
informe de la policía al que Alejandro pudo tener acceso luego de visitar a
conocidos bien ubicados en la fuerza pública. Previamente, había revisado
sin suerte los archivos de La Prensa; solo había hallado un artículo de unas
pocas líneas con el título «Sospechan robo de niños», en el que ni siquiera
se hacía mención de la cantidad de niños desaparecidos y mucho menos de
los nombres de las familias afectadas. Ante la falta de pruebas, la causa
había sido archivada. El informe policial precisaba que en ninguno de los
casos se habían registrado actos de violencia ni robos, que desapariciones
habían ocurrido en la misma noche con algunas horas de diferencia y que
todas las familias afectadas vivían en conventillos o casas de alquiler, sitios
de donde era fácil entrar y salir. ¿Estaban las desapariciones conectadas?
No podía confirmarse, habían ocurrido la misma noche y los niños tenían
edades similares, eso era todo. En el informe figuraban los nombres y las
direcciones de las cinco familias afectadas, incluidos los de Omar y Zainab.
Alejandro armó una lista con los datos.
Familia Dirección
López, Narda y Juan (españoles) Independencia 1921
Manino, Elma y Corradino (italianos) San José 850
Chernovich, Fedor y Karina (rusos) México 671
Authier, Antoel y Charlotte (franceses) Saavedra 614
Annuar, Omar y Zainab (libaneses) Cochabamba 1225
La analizó con cuidado, buscando coincidencias. Todas las
desapariciones habían ocurrido en un radio de un par de kilómetros. Según
los reportes policiales, en todos los casos se trataba de familias de
inmigrantes recién llegados, que no dominaban bien el castellano, sin
contactos ni conocidos en el país y con pocas posibilidades de defenderse:
ante semejante desgracia. En cuanto al origen de los niños, cada uno
pertenecía a una colectividad distinta. Alejandro había fantaseado con
encontrar, detrás de la desaparición de Amira, alguna historia árabe, quizá:
un ajuste de cuentas que había cruzado el océano persiguiendo a Omar y a
Zainab. Teoría descartada.
El siguiente paso era encontrar a los integrantes vivos de las familias
afectadas y averiguar qué había sido de sus vidas en los últimos veinticinco
años.
Conocía bien esos barrios y la intimidad de esas casonas llamadas
conventillos, donde los inmigrantes convivían en unos pocos metros. En
general, se trataba de antiguas residencias reformadas, con habitaciones que
no superaban los dieciséis metros cuadrados. Los edificios más modestos
eran de una sola planta, pero había otros con uno o dos pisos. En el interior
de las habitaciones, casi siempre mal ventiladas, había un olor pesado,
húmedo y desagradable. ¿Cómo podían soportar esas pobres personas vivir
así, amontonadas? Alejandro había tenido más suerte. Su padre, aunque
inmigrante también, había llegado como un respetable profesional y
siempre había gozado de una posición económica, si no abundante, al
menos despreocupada. Pertenecía al tipo de inmigración que soñaban
recibir los líderes argentinos cuando decidieron abrir las compuertas
nacionales y poblar el país de europeos. Pero eran los menos; la mayoría de
los que habían respondido al llamado eran obreros y campesinos.
Alejandro entró al primero de los conventillos que figuraba en su lista.
En él habían vivido los López, padres de uno de los niños desaparecidos:
José López. Alejandro dijo ser un viejo amigo de la familia y preguntó por
ellos. Los vecinos evidenciaron incomodidad. Unos meses atrás, un
atentado perpetrado por un anarquista ruso se había cobrado la vida del jefe
de la policía Ramón Falcón y las autoridades estaban especialmente
recelosas con los inmigrantes, a quien se acusaba de introducir en el país
ideas revolucionarias. Los rusos llevaban la peor parte, pero las demás
colectividades también eran víctimas de la sospecha. Los inmigrantes
estaban a la defensiva, por temor ser relacionados con estos delitos. A
Alejandro, sin embargo, le bastó con presentarse adecuadamente para
demostrar que, a pesar de las apariencias, «era uno de ellos». Para mayor
tranquilidad de los interrogados, sinceró su intención a quien quiso oírlo, y
aclaró que buscaba información sobre los niños desaparecidos el 5 de abril
de 1885. Los vecinos cambiaron de actitud al oírlo; aquel episodio formaba
parte esencial de la historia de la casa. Los López habían vivido unos años
más en el conventillo luego de la desgracia, según creían recordar los
vecinos. Luego se habían mudado, nadie sabía bien adónde. Desilusionado,
agradeció la información y siguió hacia la próxima dirección.
Unas cuadras más al sur vivían los Manino, la segunda familia de la
lista, cuando su hijo Dante fue secuestrado. Allí se dirigió Alejandro y
luego de preguntar en la dirección que tenía, encontró finalmente a Elma
Manino, madre del desaparecido, en otro conventillo, a unas pocas cuadras.
Alejandro se presentó y no tuvo que esforzarse mucho para que la mujer lo
invitara a pasar a su humilde casa. Tenía unos cincuenta años y era de esas
personas que inspiran confianza con solo verlas. Puso un mate en manos de
Alejandro y trajo de la cocina algunos bizcochitos.
—El motivo de mi visita no es fácil de explicar…
Vino a verme por mi hijo…
—Sí… ¿Cómo lo sabe? ¿Ha venido alguien antes que yo? —preguntó
Alejandro.
—No, pero no suelo recibir visitas, y si además dice que quiere hablar
de algo difícil de explicar… quiere decir que viene por mi hijo. Además ese
es mi deseo, no pasa un día en que no espere ansiosa alguna noticia,
cualquier noticia a esta altura.
—Pues lamento decirle que no traigo ni buenas ni malas noticias. Más
bien vengo con preguntas. Estoy investigando lo sucedido con su hijo y con
los otros niños que desaparecieron en la misma fecha. Pero no quisiera
despertarle falsas esperanzas, tiene que tener en cuenta que pasaron
veinticinco años…
—Veinticinco años no es mucho para una madre.
A continuación, Elma respondió a las preguntas de Alejandro y le dio
un relato detallado de la noche de la desaparición, que no difería de lo
narrado por Omar. Al igual que los Annuar. Elma conservaba algunas
pertenencias de su hijo. Mientras pasaba su mano por unos escarpines,
Alejandro se preguntó si en todas las casas encontraría esos pequeños
altares de recuerdos donde las madres juntaban fuerza rememorando a sus
hijos perdidos. La información dada por Elma confirmó lo que ya sabía, y
ningún dato nuevo surgió de la charla.
—Le agradezco su amabilidad, ya le dije que…
—No se preocupe. Solo le pido que si logra averiguar algo no deje de
decírmelo. Siempre tuve la ilusión de que mi hijo estuviera vivo. Ahora
puedo soñar con que usted me lo traerá.
—No, señora, ya le dije…
—Tranquilo, las ilusiones van por mi cuenta. Solo manténgame al tanto.
DIARIO DE J. F. ANDREW
2 de julio de 1885
Cada niño está instalado donde corresponde. Llamaré a cada uno con
un color. No quiero ponerles nombres estúpidos que no significan nada,
pero en la práctica no podernos estar refiriéndonos a ellos como «sujeto
experimental uno» o «sujeto experimental dos». Así que la niña árabe será
Azul; el español, Verde; el italiano, Blanco; el francés, Negro, y el ruso,
Marrón. Al niño francés le tocó la peor parte. Por eso lo llamo Negro. Si
estuviera aquí mi hermana, diría que lo elegí por mi aversión a los
franceses. No es cierto. Es el más grandote y tengo miedo de que, en caso
de elegir a uno más débil, no resista. La violencia es parte del ser humano,
está en todos nosotros. Sin embargo, la negamos e intentamos ocultarla
cuando en realidad es parte de nuestra naturaleza. En Negro esa violencia
se expresará libremente y alcanzará todo su poder.
LOS AUTHIER
Con el gusto amargo que le habían dejado las tiernas esperanzas de
Elma, Alejandro continuó recorriendo las direcciones que le faltaba visitar.
La siguiente familia eran los Chernovich, inmigrantes rusos que, según su
lista, vivían en la calle México, casi en la esquina de Perú.
Desgraciadamente, no los encontró allí. Los vecinos más antiguos contaron
que, unos años después de la desaparición de su hijo Dimitri, los
Chernovich habían abandonado Buenos Aires. Si regresaron a Rusia o
emigraron a otra ciudad, nadie lo sabía. Para la investigación de Alejandro,
los Chernovich quedaban fuera de juego.
Solo le restaba una casa por visitar, la de la familia Authier, de origen
francés, los padres de Demien. Alejandro llegó y preguntó por ellos. Lo
atendió una mujer mayor de rostro curtido.
—¿Qué quiere?
—Busco a la familia Authier.
—¿Por qué asunto?
—Quisiera hablar con ellos.
—¿Sobre qué?
—Estoy investigando un hecho ocurrido hace veinticinco años.
La mujer sufrió un leve estremecimiento que de inmediato intentó
ocultar.
—No estamos interesados —dijo y luego cerró la puerta. Alejandro
volvió a golpear. Esta vez, lo atendió un hombre.
—¿Qué quiere?
—Solo hacerles algunas preguntas.
—Ya le dijo mi esposa que no nos interesa hablar de nuestro hijo.
—¿Entonces son ustedes los padres de Demien Authier?
—Por supuesto. ¿Es usted policía?
—De ninguna manera —le resultaba molesto que lo confundiesen con
un policía.
—Entonces, ¿quién es usted y qué quiere?
—Ya le dije que solo quiero hacerle unas preguntas. La familia de uno
de los niños desaparecidos me contrató para que los ayude a investigar lo
sucedido.
Algo cambió en la expresión del hombre.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué veinticinco años después?
—Eso no se lo puedo explicar de momento, pero si me permite pasar,
verá que…
—Ha vuelto, ¿no?… Ese otro niño… ¿ha vuelto? Alejandro se tomó
unos segundos antes de responder. El único modo de que ese hombre
imaginara que Amira había regresado era si su hijo había vuelto también.
—Señor Authier, ¿su hijo ha regresado?
Authier no respondió. Miró a Alejandro de arriba abajo, haciendo un
esfuerzo por decidir qué hacer.
—Señor Authier, si su hijo volvió es muy importante que me deje
hablar con él.
La duda dio paso a la amargura en el rostro de Authier.
—Eso sí que va a ser difícil.
DIARIO DE J. F. ANDREW
29 de julio de 1885
Sujeto experimental tres, la niña árabe: Azul. Por ahora descansa en un
cuarto completamente blanco, donde pretendo que pase la mayor parte de
su vida. En su caso usaremos diferentes drogas que desde hace tiempo se
sospecha que pueden incrementar la conciencia humana. En las culturas
aborígenes el uso de drogas es propiedad de los chamanes, se supone que
con ellas alcanzan elevados estados de percepción. ¿Vamos a darle la
espalda al mundo primitivo cuando quizá todavía tengamos mucho que
aprender de él? ¿Y si es posible la clarividencia? Por algo estas prácticas
han estado presentes en todas las civilizaciones. Sin caer en fantasías,
limitándome siempre al conocimiento experimental, es importante saber si
el hombre esconde en su mente posibilidades más altas. ¿Qué pasa si se
experimenta con estas drogas desde que la persona nace, cuando su
conciencia está aún en formación? En lo demás, pretendo que Azul aprenda
a hablar, a leer y escribir, que tenga una educación normal pese a las
circunstancias especiales en las que transcurrirá su vida. Marie será la
encargada de suministrarle las drogas y velar por que su cuerpo las resista.
DEMIEN
Lo hicieron pasar a un cuarto en el fondo de la casa. Desde la ventana se
filtraban unos pocos rayos de sol. El cuarto, prolijamente ordenado, contaba
con una cama, una silla y un pequeño escritorio. Cuando Alejandro entró,
Demien estaba sentado en el piso con las piernas cruzadas; a pesar de estar
sentado se notaba que era bastante grande: espalda ancha y brazos gruesos.
Levantó la vista del piso y miró a Alejandro casi sin pestañear.
Según le explicaron los Authier, Demien estaba así desde que había
llegado. Al igual que Amira, había aparecido de la nada en la puerta de la
casa. Al principio no sabían quién era porque Demien no hablaba. Después,
Charlotte, su madre, reconoció rasgos particulares de su familia y
comprendió que ese joven extraño era el hijo que había perdido.
Mientras se acercaba, Alejandro notó que Demien tenía en la mano un
auto de madera, un juguete al que hacía correr por el piso. Estaba jugando.
—Mi nombre es Alejandro, necesito saber cómo llegó a esta casa.
Demien no respondió. Lo miró por un segundo, y luego siguió jugando.
—¿Puede hablar? ¿Me escucha?
Demien volvió a mirarlo. Abrió la boca, pero en vez de palabras
salieron de ella extraños sonidos guturales. Al parecer tenía alguna
incapacidad que no le permitía hablar. Alejandro buscó papel y un lápiz en
el escritorio. Se los dio.
—¿Puede escribir?
Demien parecía no entender.
—¿Sabe leer y escribir? Necesito que me diga qué fue lo que le pasó.
Demien observó el papel con curiosidad. Lo olfateó, lo estrujó entre sus
manos, se lo pasó por la cara: no parecía tener idea de qué era.
Alejandro se levantó y salió del cuarto. Afuera lo estaban esperando los
Authier.
—¿Cuánto hace que llegó?
—Más de dos semanas —respondió la madre.
—¿Hizo algo extraño? ¿Se comunicó con ustedes de alguna manera?
—No. Come la comida que le preparo… y nada más. No quisimos
llevarlo a la policía, tenemos miedo. ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Qué le
hicieron?
La madre se echó a llorar. Su esposo intentaba contenerla mientras
lloraba él también. Alejandro no sabía qué decir. Demasiadas lágrimas para
un solo día.
DIARIO DE J. F. ANDREW
4 de agosto de 1885
Cinco niños, cinco colores: negro, azul, verde, marrón y blanco. Negro
será la violencia, respirará violencia cada segundo de su vida. Azul no
conocerá este mundo como lo conocemos nosotros; ella estará metida
hacia adentro, en un viaje espiritual en busca de las capacidades perdidas.
Verde, en cambio, recibirá la más brillante educación que nadie haya
tenido. Le daré lo mejor de mí, seré tan exigente con él como lo sería si me
estuviese educando a mí mismo. Voy a crear una mente brillante. Marrón,
el niño ruso, está instalado ya en el galpón que construimos en el fondo del
terreno. Con él quiero acortar la distancia que nos separa de los animales.
Para eso, hemos acondicionado el galpón como una gran perrera. En ella
viven cinco perros (dos machos y tres hembras) y desde anoche, Marrón.
Los perros están entrenados por Joseph; son incapaces de hacerle daño. No
solo evitaremos el contacto con el niño siempre que podamos dejando su
entera crianza a los perros, sino que, en las pocas ocasiones en que nos
acerquemos a él —por ejemplo, cuando Joseph les lleve la comida— será
tratado como un perro más. Nunca verá un espejo, ni hablará con nadie, ni
usará ropa, ni recibirá el menor trato humano. En definitiva, no tendrá
ninguna pista sobre su humanidad. ¿Podrá descubrirla solo? ¿Qué imagen
tendrá de sí mismo? ¿Se creerá un perro defectuoso? ¿O su inteligencia
encontrará la forma de manifestarse? Y por último, Blanco, el niño
italiano, se podría decir que es el más afortunado de los cinco, aunque yo
no lo creo. Será criado aparte, fuera de esta casa, y vivirá en todo sentido
una vida normal. Ya tengo un departamento en el centro donde una nodriza
se hará cargo de él hasta que pueda enviarlo a un colegio. Yo pasaré todos
los días a visitarlo. ¿Por qué pierdo uno de los pocos niños que tengo en un
proyecto tan poco interesante? Porque necesito un referente para evaluar el
crecimiento de los otros cuatro. No puedo confiar en lo que dicen otros
investigadores sobre cómo crece un niño normal, tengo que tener un
ejemplo de normalidad propio y cercano para compararlo con los demás
niños y ver cuáles son las diferencias entre sus respectivos desarrollos. Por
lo tanto, Blanco será normal.
HERMANOS
Qué soñó esa noche, no pudo recordarlo con exactitud. Pero al
despertar, Alejandro se descubrió empapado en sudor. Solo sabía que en su
sueño aparecían Amira, la casa en la que él vivía cuando era chico y un
mono. ¿Y por qué un mono? No lo sabía. Pero, por lo que recordaba, era un
mono grande, tal vez un gorila, que en algún momento del sueño se largaba
a llorar.
Se lavó la cara y el sueño fue deshaciéndose al mismo tiempo que sus
lagañas. Se miró al espejo durante un rato más largo de lo habitual, no
porque hubiera descubierto nada raro en su rostro, sino porque sentía la
necesidad de ponerse al día con él. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que
no había dejado de pensar en Amira. Hasta en sueños se le aparecía. Se
vistió lentamente. Era domingo y no tenía planes. Visitar a Omar y ponerlo
al tanto de las novedades le daba una buena excusa para verla.
Al llegar, los Annuar lo recibieron con amabilidad. Esta vez estaban los
dos. Zainab, la esposa de Omar, se le hizo severa pero confiable. No dijo
una palabra mientras estuvieron en el salón principal. Luego se retiró y
Alejandro aprovechó para anoticiar a Omar sobre las novedades. Habló
sobre su visita a las demás familias afectadas y sobre el encuentro con
Demien.
—Malditos… ¿Qué les hicieron?
—Pensé que… si pudiera pasar más tiempo con Amira, quizá podría
descubrir algo. Estar con ella y ver cómo reacciona ante distintos estímulos
podría darme alguna clave que me permita seguir investigando.
—Confío en usted. Disponga lo que le parezca necesario.
Preguntó por las actividades de Amira durante la última semana. No
había habido mucho cambio: pasaba las horas observando la calle desde su
ventana, hablaba poco, comía menos y cada tanto daba un paseo
acompañada por Omar o Zainab. Se entretenía con cualquier cosa: el
espectáculo deprimente y falto de acción que le ofrecía su pequeña ventana
era suficiente para ella. Cuando entró al cuarto, Alejandro la halló en una
posición muy similar a la de la primera vez.
—¿Y qué es lo que encuentra tan interesante en esa vista? —dijo a
modo de saludo.
Amira abandonó la ventana y lo contempló unos segundos. Sonrió.
—Todo… todo es interesante.
—Entonces, ¿qué le parece si le propongo un plan mucho más
atractivo? Un paseo por Palermo, por ejemplo, con visita al zoológico
incluida.
—¿Zoológico?
Alejandro pensó que era lógico que Amira, quien al aparecer ni siquiera
sabía lo que eran los juguetes, desconociera la existencia de los zoológicos.
—Ya lo verá —respondió—. Le aseguro que encontrará más atracciones
que las que esa ventana puede ofrecerle.
Con el permiso de Omar y de Zainab, Alejandro se llevó de paseo a
Amira. Tomaron el tranvía hacia Palermo y Alejandro pagó los dos boletos
de diez centavos. Amira, con su ascético vestido blanco y el pelo suelto
cayendo sobre los hombros, llamaba bastante la atención. Alejandro había
pensado proponerle que al menos se hiciera un rodete, pero no se atrevió a
molestarla con semejante frivolidad y el pelo siguió libre. Se sentaron
juntos. Ella, del lado de la ventanilla, miraba absorta cada esquina, cada
calle, cada persona que iba caminando. En un asiento cercano, unos
hombres despotricaban contra las elecciones. «Radicales», pensó Alejandro,
y de inmediato sintió simpatía hacia ellos. Amira no les prestaba atención,
parecía querer retener cada imagen que la ciudad ofrecía. El viaje fue largo
y apenas intercambiaron palabra.
Caminaron por la Avenida Sarmiento, muy concurrida por ser domingo.
Familias, grupos de amigos y parejas tomadas del brazo cruzaban ante ellos
y Amira los miraba incansable.
—Es un paseo hermoso, y por suerte nos ha tocado un día precioso. ¿No
es cierto?
Amira asintió, sin dejar de mirar todo y a todos con voracidad.
—¿Le gustaría conocer el Jardín Botánico? Le aseguro que es uno de
los lugares más hermosos de la ciudad.
Alejandro hubiese preferido que el Botánico no estuviera tan lleno de
gente, pero a ella parecía no importarle. Paseaba entre las plantas y los
árboles deslumbrada por lo que veía, mientras Alejandro la observaba a ella
con el mismo deslumbramiento. ¿Cómo podía ser tan hermosa? Comenzó a
explicarle el desarrollo del Jardín y a darle, con cierta arrogancia, los
detalles que conocía sobre el trabajo de Carlos Thays, el arquitecto a cargo
y el hombre detrás de casi Lodos los espacios verdes de la ciudad. Aunque
no tenía la menor idea de si era totalmente cierto, aseguró con convicción
que el Jardín Botánico de Buenos Aires era único en el mundo. Estaba
pensado como un manual de botánica viviente en el que la flora de las
regiones del mundo estaba abundantemente representada por sus especies
características. Las locales, también.
—Detengámonos un momento, Amira, por favor —dijo, y aprovechó
para tomarle la mano por un segundo—. Frente a usted se encuentra nuestro
querido ombú, el árbol más original de estas tierras. ¿Ha visto alguna vez
alguno? ¿Ah, no? Pues este árbol es muy especial. Y le voy a decir por qué:
su gran mérito es que no sirve absolutamente para nada.
Amira sonrió con curiosidad.
No se ría, que es cierto. Es el único árbol del que las langostas no
quieren probar ni un poco y, gracias a esto, ha podido desarrollarse
libremente. Tampoco el hombre ha logrado utilizar lo que los insectos
voraces rechazan. En otras palabras, la gran ventaja del ombú, la que le
permite alzarse tranquilo y sin preocupaciones en medio de la Pampa, es
que no sirve para nada. Ni siquiera para hacer fuego. Está allí solo para
agradar a la vista. Lo que para mí, si soy sincero, es más que suficiente.
Amira acercó su mano a la superficie rugosa del árbol. Acarició las
extrañas figuras que formaban las raíces retorcidas.
—Extraordinarias, ¿no es cierto? Siempre me han fascinado las raíces
del ombú —acompañó Alejandro.
Fijó sus ojos en los de ella y encontró júbilo.
—Es hermoso —dijo Amira—, tan hermoso… parece un sueño…
Alejandro sintió en carne propia la alegría de Amira.
—Así es, el ombú es un árbol extraordinario. Pero no se rinda a sus
pies, o mejor dicho a sus raíces, porque aquí cerca tenemos a otro habitante
del reino vegetal autóctono que también merece su atención. Amira, le
presento al palo borracho.
Amira se detuvo frente al árbol que Alejandro le señalaba.
—Con el palo borracho entramos, por el contrario, en el mundo del
utilitarismo sin tregua. Lo de borracho no es más que una calumnia, so
pretexto de que parece que se tambalea. Le aseguro que este tranquilo
ciudadano de los bosques es ajeno al mundo del alcoholismo.
La expresión desconcertada de Amira le indicó que su chiste había
caído en saco roto.
—Este árbol debe tan penoso nombre a su extraño tronco, estrangulado
en el cuello y en las raíces e hinchado en su parte media. Los indios usan de
él la madera, que puede volverse dura como el cemento, y sus frutos verdes,
grandes como una manzana.
Amira también dedicó unos instantes al nuevo exponente de la flora
local, pero sin el arrebatamiento que le había producido el ombú. Alejandro
decidió continuar el paseo en el zoológico no sin temer que a Amira le
molestara ver animales enjaulados. Por más que las jaulas simularan ser
pomposos palacios orientales, no dejaba de ser un poco triste ver a esos
tigres, leones u osos paseando con desgano por los pocos metros cuadrados
de que disponían. Sin embargo, a Amira pareció no molestarle en absoluto
aquel encierro. Entusiasmada, se acercaba tanto a las jaulas que Alejandro
tenía que estar atento a que no metiera las manos dentro. Suspiraba con
idéntica fascinación ante la grandeza de los elefantes, la majestad del león o
la puerilidad de algún pato que andaba libremente entre la concurrencia.
Para Amira, todo era sorprendente y único. También parecía desear
comunicarle a Alejandro las emociones que la embargaban y no encontrar
las palabras justas.
—Deslumbrante, ¿no? —trató de ayudarla él.
Amira afirmó enfáticamente.
—¿Recuerda haber visto a algunos de estos animales anteriormente?
—No.
—¿A ninguno de ellos?
—A ninguno.
—Sin embargo, los conoce, ¿no? Por ejemplo, ¿cómo se llama aquel?
Alejandro señaló un gigantesco hipopótamo que acababa de salir del
agua.
—Hipopótamo —contestó Amira sin pensar.
—Muy bien. ¿Y aquel?
—Jirafa.
—¿Y ese otro?
—Tigre.
—Los conoce pero no recuerda haberlos visto antes, eso quiere decir
que alguien le ha hablado de ellos, ¿no?
—No… creo que he soñado con todos ellos —respondió Amira con
naturalidad.
—Ajá…
Alejandro prefirió no insistir y seguir adelante con el paseo. En silencio
él se hacía preguntas sobre ella. ¿Confundía su pasado con un gran sueño?
¿Creía que lo que había vivido hasta el presente había sido parte de su vida
onírica y no de la realidad?
—Por un momento temí que le molestara ver animales enjaulados…
—¿Por qué?
—Bueno… algunas personas consideran que es triste ver animales
salvajes encerrados…
—¿Sí?
—Y… se supone que no son felices fuera de su hábitat natural.
—Ah… ¿Y cuál es su hábitat natural?
—Pues la selva, la jungla, el desierto, depende del animal. ¿No le da
lástima verlos así?
—No. Al menos ellos saben que están encerrados. Nosotros, y toda esta
gente aquí caminando, nos creemos libres. ¿Usted es libre, señor Berg?
—Alejandro…
—¿Es libre, Alejandro?
—Bueno… por lo menos me va mejor que a él —dijo Alejandro y
señaló un gran oso que respiraba con desgano.
—¿Está seguro?
—Oigamos que no se lo ve muy feliz. ¿No cree?
—No, feliz, no. Pero sí quizá sabio…
Se acercaron al oso, y si Amira veía en él sabiduría, a Alejandro se le
hacía la imagen misma de la desazón. No quiso discutirle, pero tomó nota
mental de las particulares opiniones de la joven. También podían significar
algo. Cuando llegaron al sector de las aves, volvió sobre la cuestión
señalando a un águila que, desde su ornamentada jaula, parecía mirar con
tristeza los cielos abiertos.
—¿Y qué me dice de aquella águila? —preguntó Alejandro—. No va a
decirme que está feliz de no poder volar libre…
Amira observó al águila que, con una extraña sincronización, le
devolvió la mirada.
—Puede ser… —respondió—, pero si estuviera libre se perdería todo
este espectáculo.
—¿Qué espectáculo?
—Nosotros, toda esta gente, ante ella, observándola.
Mientras Amira hablaba, una mariposa se posó en su pelo. Ella la notó
y, en vez de espantarla, permaneció inmóvil. Lentamente comenzó a mover
su brazo derecho, como indicándole que continuara por ahí. La mariposa le
hizo caso, y de su pelo descendió al brazo y luego a la mano, que Amira
llevó ante sus ojos para observarla con cuidado mientras sonreía
entusiasmada. La mariposa revoloteó una vez más y, como en una suerte de
saludo final, se posó durante unos segundos en la nariz de la chica. Luego,
se marchó.
—¡Eso fue increíble! —exclamó Alejandro deslumbrado.
—Gracias, siempre me entendí bien con las mariposas.
La propia Amira reaccionó con asombro ante sus palabras.
—¿Qué recuerda, Amira? —insistió Alejandro—. Piense en la
mariposa, ¿qué recuerdos le despertó?
—Solo recuerdo una mariposa… de alas blancas… yo jugaba con ella…
era mi amiga…
—¿Qué más, Amira, qué más?
—Nada… solo eso… me siento muy cansada.
Alejandro supo que ya era suficiente y dio por terminado el paseo.
Mientras volvían, se preguntó si la jornada había significado un avance. La
relación peculiar de Amira con el mundo de los sueños, su discutible tesis
sobre que a los animales les gusta estar encerrados, la extraña familiaridad
que había demostrado tener con esa mariposa y el recuerdo de otra que,
según ella, había sido su amiga, ¿significaban algo? ¿Era posible entender
su pasado con esos pocos datos? Era extraño, pero Alejandro había tenido la
sensación de que la mariposa obedecía a Amira. ¿Era eso posible? ¿Tenía
que ver con su pasado? ¿Había sido entrenadora de mariposas? ¿Existía tal
profesión? Con la mirada perdida en la sucesión de esquinas que se veían
desde la ventana del tranvía, Amira Annuar permanecía en silencio.
Alejandro la miraba. Nada. No tenía nada.
De repente, los ojos de Amira se iluminaron. Alejandro se dio vuelta
siguiendo su mirada y encontró qué era lo que le había llamado la atención:
en unos asientos más atrás, un niño y una niña jugaban bajo la mirada
cansada de su madre. Amira los observaba con toda su atención. Luego,
levantó la mano y los señaló.
—Hermanos —dijo sonriendo.
DIARIO DE J. F. ANDREW
5 de agosto de 1886
Dedico a cada niño al menos una hora al día. A Negro paso a verlo por
su oscuro cuarto. Por ahora, lo único que hace es llorar. No le hablo ni
permito que nadie le hable; necesito que crezca un poco más para empezar
con la parte importante de su crianza. Marrón se lleva bien con sus
hermanos perros. A la noche, si hace frío, duerme entre ellos, lo que denota
la bondad natural de estos animales y no una característica especial en él.
Está gateando. Aunque los niños de su edad suelen gatear, tengo la ilusión
de que en él se deba a que está asumiendo su condición de perro. De Azul
se encarga principalmente Marie; yo paso a verla y a hablar un poco con
ella por las tardes. Por ahora es una niña regordeta de lo más común.
Verde tiene esa mirada curiosa que me inspiró a elegirlo para la tarea más
importante. Tampoco es mucho Lo que se puede decir de él; camina muy
bien y habla bastante, buenas señales de inteligencia. Blanco es el único al
que paso hasta una semana sin ver, pero por lo que me dice su nodriza
viene avanzando bien. Las primeras palabras: la de Verde ha sido caca; la
de Azul, papá. Suelo hablar con los dos y trato de estimularlos a que me
imiten. Verde es rapidísimo y su vocabulario se incrementa a diario. A Azul
le cuesta más, tiene problemas para concentrarse (por las drogas, claro),
pero poco a poco va entendiendo. Marrón y Negro no han dicho ninguna
palabra, ni la dirán jamás: no les enseñaré a hablar, está decidido. En el
caso de Marrón, porque para su vida perruna no lo necesita, incluso he
ordenado a Joseph que trate de no hablar en su presencia, no vaya a ser
cosa que aprenda a imitarlo y arruine el experimento. En cuanto a Negro,
lo he pensado mucho y creo que el lenguaje nos ablanda, nos obliga a
contener los instintos y a pasar por el tamiz de las palabras nuestros
impulsos. Dejémoslo libre de esa carga, veamos cómo evoluciona.
EL DR. LANDORE
Su escritorio era un desastre. Bastaba con ausentarse un día de la
redacción para que, al volver, su mesa de trabajo se hallase a punió de
desbordar. Como no había mucho lugar para apoyar cosas, cualquier
superficie plana disponible quedaba en pocos minutos cubierta de papeles.
Cada uno defendía como podía su lugar de trabajo de la ola de papel que
tarde o temprano taparía todo. Con desgano, Alejandro fue ordenando su
correspondencia. La mayoría pasó de su mano al tacho. Invitaciones a actos
políticos, cartas de lectores que por los misteriosos designios de la
burocracia periodística habían terminado en su escritorio, publicidades. Un
único papel llamó su atención. Era una invitación a una charla a realizarse
esa misma tarde.
«La Unión Asturiana invita a Ud. a la conferencia del Dr. Máximo
Landore: La hipnosis y sus posibilidades. Recién llegado de España, el Dr.
Landore brindará una conferencia sobre esta nueva técnica médica y sus
probables aplicaciones. El Dr. Landore, destacado especialista en esta joven
ciencia, ha tratado con éxito a pacientes con pérdida de la memoria y otros
trastornos mentales, logrando resultados extraordinarios. En una charla
abierta, explicará sus métodos de trabajo y los alcances de la hipnosis».
«Pacientes con pérdida de la memoria», releyó Alejandro. Para La
Prensa no era de utilidad una conferencia como esa; para él, sí. Comenzaba
en una hora, debía apurarse. Su escritorio iba a tener que conseguir otro que
lo defendiera.
Una hora después se encontraba en una pequeña sala con butacas,
esperando que el Dr. Landore comenzara su conferencia. Entre el público
vio algunas caras conocidas; los habituales seguidores de lo esotérico, desde
el espiritismo a la cura con metales. Alejandro había estado ya en algunas
reuniones de ese tipo, más por divertimiento que por otra cosa. Unas
semanas atrás había concurrido a una sesión de una médium llegada de
Inglaterra que aseguraba tener el poder de contactar con el mundo de los
muertos a voluntad. Alejandro era lo suficientemente escéptico como para
no deslumbrarse; aquellos ruidos extraños y esos leves movimientos de la
mesa en la que los convocantes de espectros juntaban sus manos no le
habían parecido gran cosa. Esto parecía más serio. Pero habría que ver.
—Buenas tardes.
El Dr. Landore apareció completamente vestido de negro, con papeles
bajo el brazo y el pelo un poco más largo de lo recomendable. Se lo veía
algo desaliñado para ciar una conferencia. Como si recién hubiese salido de
la cama. En realidad, había un gran contraste entre él y su vestimenta. El
traje era irreprochable y poco tenía que ver con el hombre de ojeras, mirada
dormida y pelo revuelto que lo usaba.
—Podríamos decir —comenzó a explicar el Dr. Landore, con un tono de
voz desganado que obligaba a la audiencia a extremar el silencio para poder
oírlo— que la hipnosis se remonta a los antiguos egipcios, cuyos sacerdotes
la practicaban en algunos ritos. Pero no fue hasta mediados del siglo XMIII
que se inició el primer estudio sistemático sobre este estado especial de
conciencia que más tarde se conocería con el término de hipnosis. Franz
Antón Mesmer, en su tesis doctoral titulada De planelarum influxu,
influenciada por las teorías de Paracelso sobre la Ínter relación entre los
cuerpos celestes y el ser humano, formuló la famosa teoría del magnetismo
animal que nos venía a decir que todo ser vivo irradia un tipo de energía
similar o parecida al magnetismo. Las teorías de Mesmer demostraron ser
bastante fantasiosas, pero sirvieron para popularizar la técnica de la
hipnosis. Hoy día, el mundo científico no ha tomado una posición unificada
sobre el tema; hay quienes la consideran un truco de feria y también quienes
la ven como la cura a todos los males del hombre.
Seguramente, la verdad se encuentre en el medio de estas dos opiniones.
Si no sabemos con exactitud cuál es el alcance de la hipnosis es porque aún
es una ciencia en pañales. Puede tratarse de la puerta a una nueva etapa del
conocimiento humano o de una herramienta para magos trasnochados. Se
supone que soy una autoridad en el tema y no tengo una respuesta. ¿Sirve
de algo? Puede que sí, puede que no. Quién sabe.
Entre el público hubo algunos cuchicheos y expresiones de disgusto. Si
Landore pretendía despertar el interés por la hipnosis, no lo estaba
logrando.
—Entiendo que mis palabras pueden desconcertarlos, pero no quiero
mentirles. Aún tenemos muy poca información sobre los alcances de la
hipnosis. Con algunos pacientes resulta de gran ayuda; con otros, una
pérdida de tiempo. Como se habrán dado cuenta también, no soy un buen
orador. Preferiría pasar a una demostración práctica. ¿Alguien quiere ser
hipnotizado?
Jamás en su vida Alejandro había levantado la mano ante una pregunta
de esa clase, pero intuyó que para descubrir si la hipnosis podía ser de
utilidad en el caso de Amira tendría que probarla en carne propia.
—Bien, un hombre. En general son siempre mujeres las que se
proponen como conejillos de Indias… ¿Su nombre?
—Alejandro Berg.
—¿Qué quisiera que hiciéramos con usted, señor Berg? ¿Qué espera de
la hipnosis?
—Me interesa eso de la recuperación de recuerdos olvidados.
—¿Hay algo en especial que desee recordar?
—No me acuerdo.
El chiste fácil de Alejandro generó risas entre el público pero no le
causó gracia al Dr. Landore, que siguió observándolo con la misma
expresión adormilada.
—Disculpe, fue una broma estúpida…
—No hay problema. Relájese y fije su vista en el reloj que tengo en la
mano.
De la nada apareció un reloj de bolsillo en la mano de Landore.
Alejandro se dispuso a seguir las indicaciones fielmente, pero ¿realmente
pensaba que podría relajarse con toda esa gente mirando?
—Comenzaré a mover el reloj como si fuera un péndulo, Alejandro.
¿Alejandro dijo que era su nombre, no? Muy bien. Y mientras el reloj se
mueva, usted no apartará la vista de él en ningún momento. Exactamente.
Ahora voy a indicarle lo que debe hacer. Le resultará muy fácil. Acompañe
los movimientos del reloj con su respiración. Inspire profundamente.
Luego, espire. Perfecto. ¿Nota una agradable sensación de calor en su
cuello? Inspire. Concéntrese en esa sensación de calor en el cuello. Note
cómo se intensifica. No preste atención a las personas que nos rodean. Solo
estamos usted y yo. Usted y yo. La respiración pausada comenzará a
hacerlo sentir muy cómodo. Espire. Sus músculos se distienden. Inspire. Si
quiere bajar los párpados puede hacerlo. Espire. Disfrute de la sensación de
relajación. Deje caer sus párpados. Inspire. No luche contra ellos,
Alejandro, deje caer sus párpados. Espire. Cierre los ojos. Ahora tiene
mucho sueño. Cuando yo se lo ordene quedará profundamente dormido.
Mantenga los párpados cerrados, sienta el cansancio que lo invade. Duerma.
A partir de este momento usted está profundamente dormido. Pero aún
dormido, podrá hablar conmigo. Como mucha gente que habla dormida,
usted podrá hablar conmigo. Voy a contar hasta diez, y cuando termine,
usted tendrá cinco años…
Lo que siguió no pudo recordarlo después con exactitud. Solo le quedó
la borrosa sensación de la sala y de todos los presentes desapareciendo. A
continuación se encontró persiguiendo una sombra en el patio de su casa
paterna. Andaba con cuidado. Alguien se había ido. Alguien que había
estado con él y ahora se había ido. Eso le daba miedo. «¿Papá?», llamó. No
hubo respuesta. «¿Papá?». La sombra se movía. Podía verla. No, no podía
verla, pero podía escucharla. Se daba cuenta por el ruido que hacía al
golpear el piso de piedra. Clac, hacía contra el piso. Clac. ¡El bastón de
plata! Corrió hacia él, pero cuando llegó ya no estaba. ¿Por qué hacía eso?
¿Por qué jugaba a desaparecer? ¿No se daba cuenta cuánto lo asustaba?
Clac, clac, clac. El bastón se acercaba. Clac. Clac. Clac. «¿Papá?».
Cuando despertó, Alejandro estaba de pie, aunque no recordaba haberse
movido. Sus ojos vidriosos contemplaban a una multitud que reía con
ganas. Se reían de él. El último «papá» todavía resonaba en su boca y se dio
cuenta de cuál era el motivo de las risas: había hecho el ridículo. Como un
niño pequeño a punto de llorar. Había estado llamando a su padre a los
gritos. Se dio vuelta y se encontró con Máximo Landore, todavía sentado y
con el reloj en la mano. Alejandro le había pedido un recuerdo perdido y
Landore se lo había dado. Le había traído al presente otra de las
desagradables costumbres de su padre. Cuando Alejandro era pequeño, el
juego preferido de su padre eran las escondidas. A Alejandro el juego le
procuraba más sustos que alegrías y ante cada desaparición de su padre
sufría temiendo no encontrarlo jamás. ¡Y el bastón de plata! ¡Lo había
olvidado completamente! Su padre jamás se separaba de él. Un bastón de
madera negra con una empuñadura de plata que representaba una cabeza de
león. ¿Adónde habría ido a parar? No importaba. Lo que importaba era que
él lo había olvidado y ahora lo recordaba.
El Dr. Landore le echó una mirada tímida, como disculpándose por el
mal rato que le había hecho pasar. Pero Alejandro no se enojó y respondió a
la mirada con una sonrisa. Había podido comprobarlo en carne propia: la
hipnosis funcionaba.
DIARIO DE J. F. ANDREW
23 de marzo de 1887
Me doy cuenta del sutil equilibrio que debo tener en mi relación con los
niños. Por un lado, debo pensar en ellos como sujetos experimentales, con
la frialdad con la que un científico observa un objeto de análisis. Y por otro
lado, son más preciados para mí que un hijo para su madre, porque en mi
caso no estoy criando niños, sino algo más puro, más importante, un
cambio: una nueva humanidad que se conoce mejor a sí misma y que no
tiene miedo de explotar todo su potencial. La noche que los trajeron, la
primera vez que los vi jugando en la alfombra, me dije: «Estos niños ya
están muertos». Y desde entonces me he repetido lo mismo todos los días.
Por supuesto que yo quiero que vivan —son mi material de trabajo—, pero
me digo eso para no verlos como personas, para no albergar afecto hacia
ellos. Pienso que ya murieron, que alguna enfermedad fruto de la pobreza
se los llevó de esos conventillos inmundos de donde los sacamos. Y por otro
lado, los quiero casi como si fueran mis hijos. No puedo evitarlo. Son mi
obra, el fruto de mi pasión por el conocimiento.
LOS MUERTOS
Mientras observaba los ridículos movimientos que el hombre hacía al
intentar limpiar una mancha de salsa que le había caído sobre la camisa,
Alejandro trató de relacionar la triste imagen de ese anciano enclenque que
tenía enfrente con los recuerdos que había despertado la sesión de hipnosis.
Su padre había cambiado mucho. Básicamente, había envejecido, destino
común a todo hombre que, sin embargo, le pareció extremadamente cruel.
Su padre alguna vez había tenido un porte imponente. Ahora le costaba
mantener los alimentos dentro de la boca.
—¿Hoy vas a trabajar? —preguntó su padre, seguramente con la única
intención de evitar las miradas de Alejandro sobre la reciente mancha de
salsa en su camisa.
—Sí…, salgo ahora.
Alejandro intentó sonreírle, verlo tan anciano lo conmovía un poco. Se
dispuso a salir, mientras su padre continuaba luchando con la mancha.
El hotel estaba sobre la Avenida de Mayo así que solo tuvo que caminar
unas pocas cuadras desde la redacción del diario. Dándole un incentivo al
conserje obtuvo el número de habitación, y unos minutos después estaba
tocando a la puerta.
—¿Quién es?
Máximo Landore tenía peor aspecto aún que en su conferencia del día
anterior, ya sin el traje negro que ayudaba a disimular sus lagañas y su
incipiente calvicie.
—¿Lo desperté?
—No… Sí… Puede ser. ¿Usted quién es?
—¿Ya me ha olvidado? A ver si esto le refresca la memoria: ¡Papá!…
—Ah, sí, claro, el de la conferencia. ¿Alejandro era su nombre?
—Exactamente.
—Mire, Alejandro. Si vino a ajustar cuentas por lo de ayer le
recomiendo que la próxima vez no levante la mano si después se va a sentir
avergonzado…
—Todo lo contrario. La de ayer fue una experiencia extraordinaria, y
por eso vengo a ofrecerle un trabajo.
Landore lo miró con desconfianza a través de sus lagañas. Finalmente,
se decidió a dejarlo entrar.
El cuarto no estaba sucio, pero sí tan repleto de cosas que apenas se
podía caminar. Pilas de libros, cartas y papeles ocupaban la mayor parte del
piso. En un rincón, apoyada contra una pared, descansaba una guitarra.
—¿Es usted de los que aprecian el antiguo y nunca suficientemente
valorado gusto del agua? Pues porque, hombre, no tengo nada más para
ofrecerle.
—No se preocupe. ¿Hace mucho que está en Buenos Aires?
—Menos de un mes. He venido por mi cuenta, ¿sabe? Esta ciudad es
muy especial.
—¿Por qué?
—Es el futuro.
—¿Buenos Aires, el futuro? ¿Quién le dijo eso? ¿El gobierno?
—No, qué va, los gobiernos no me importan. Es la mezcla, la mezcla de
sangre que está ocurriendo en América, y en Buenos Aires más que en
ninguna otra ciudad. Por eso decidí que debía estar presente en vuestro
Centenario. Para mí… ustedes, los argentinos, son casi un objeto de estudio.
—Eso suena un poco soberbio, ¿no? ¿Acaso somos insectos a los que
puede observar con la lupa?
—No, no. No quise ofenderlo. Todo lo contrario, como dije antes creo
que aquí está naciendo el verdadero nuevo mundo del siglo XX. Estoy aquí
para aprender.
Landore se desparramó en una silla ubicada del otro lado de su
escritorio. Entre diarios, hojas sueltas y pesados volúmenes, el escritorio
parecía flotar como una única superficie recta en un mar de irregulares
montículos de papel.
Mientras observaba el rostro del hipnotizado, Alejandro se dio cuenta de
que le era difícil calcular su edad. Podía tener la misma que él o ser algo
mayor. Tomando en cuenta su estado general y la expresión de su
semblante, le daba menos de treinta años. Las mejillas lisas y el constante
fluir de gestos con los que ocupaba sus manos daban una impresión general
de juventud. La mirada, sin embargo, hacía pensar que en verdad era un
viejo.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Cuál es el motivo de su visita?
—Necesito que hipnotice a alguien, doctor.
En pocas palabras Alejandro lo puso al tanto de la existencia de Amira,
de su regreso y de su extraña falta de memoria. Sumó al relato sus
apreciaciones sobre la actitud de la joven y las pocas conclusiones que
había podido sacar durante el paseo por el Jardín Botánico y el Zoológico.
No habló de Demien porque le pareció que nada tenía que ver con lo que
había venido a buscar.
—¿Y quiere que le dé mi opinión? —dijo Landore cuando Alejandro
terminó.
—No, lo que quiero es que la hipnotice y la ayude a recordar su pasado.
El padre de la chica cubrirá los costos. —Entiendo, pero ¿quiere mi
opinión?
—¿No debería conocer a Amira primero?
—No hace falta. Le digo lo que pienso: está mintiendo.
No había razón para enojarse, pero el comentario de Landore lo
violentó. Tuvo que contenerse para no ponerse de pie y exigirle que se
retractase. Se dio cuenta de que le resultaba insultante que alguien pusiera
en duda la veracidad de Amira.
—¿Y por qué cree eso?
—Porque tengo experiencia en casos reales de pérdida de la memoria y
nunca oí nada semejante. Sin embargo, me gustaría conocerla. Me da
curiosidad descubrir si es una charlatana o si sufre algún tipo de histeria.
Alejandro evaluó la posibilidad de no seguir adelante, dar por terminada
la consulta y retirarse. No quería poner a Amira en manos de un hombre
que hablaba de ella como de una charlatana histérica. Sin embargo, ¿no era
mejor así? Ahora descubría que había perdido toda objetividad, que un
sentimiento de verdadera simpatía hacia esa joven que parecía estar fuera
del mundo nublaba su juicio. Se preguntó cuál era la causa de que Amira le
hubiese causado una impresión tan honda. Por lo general, no se dejaba
influir fácilmente. Pero en ella había algo especial. De cualquier manera,
Máximo Landore podía aportar una nueva mirada.
—Y en caso de que la trajera —dijo Alejandro—, ¿cómo sería su
tratamiento?
—¿Tratamiento? Es una palabra demasiado ambiciosa para lo que yo
hago. Podría hipnotizarla y ver si logro que recuerde algo… Si es que esos
recuerdos existen, por supuesto. Pero aunque su amiga estuviera diciendo la
verdad, no se haga ilusiones de que podré ayudarla. Ya oyó ayer mis
opiniones sobre las posibilidades de la hipnosis…
—Sí, y no fueron muy alentadoras, la verdad. Parece no estar muy
seguro de que realmente sirva para algo.
—Así es, no estoy muy seguro.
Máximo se paró, dio una vuelta por el cuarto tocando allí y acá algunos
de los libros y papeles, pero sin ordenar nada. Fue hasta la ventana y miró la
Avenida de Mayo que ya comenzaba a llenarse de gente.
—¿Sabe por qué comencé a dedicarme a la hipnosis? Porque prefiero
una ciencia por nacer a una ya muerta.
Máximo se dio vuelta y enfrentó a Alejandro.
—¿Sabe cuál es nuestro peor enemigo?
—No creo tener enemigos…
—¡Claro que los tiene! Todos los tenemos, nos están rodeando en este
mismo momento.
Alejandro recorrió con su mirada el estudio y no encontró enemigos. Ni
reales ni imaginarios.
—¡Los muertos! —gritó Máximo señalando los libros que lo rodeaban.
—¿Los muertos?
—Los muertos. Ellos son el enemigo, no lo dude. Los muertos a los que
idolatramos, a los que seguimos ciegamente. Muertos y vivos luchando
eternamente.
Máximo volvió a despatarrarse en su sillón.
—Hoy pertenecemos a un bando; mañana, al otro. Ya lo dice Esquilo en
Las Coéforas: «Sábelo, los muertos matan a los vivos». Los muertos nos
oprimen con su arte, con su ciencia, su política, su pensamiento. Nos
gobiernan desde el otro mundo. No nos dejan progresar, ser libres de una
vez. Por eso, ¡viva la ciencia de los vivos, la música de los vivos, el arte de
los vivos! Aunque se trate de una ciencia mercantilista, una música
inexcusable y un arte superficial, siempre es mejor que seguir a los muertos.
—¿Y Mozart? ¿Cervantes? ¿Newton?
—¡Enemigos! ¡Escupamos sobre sus tumbas y sigamos adelante!
Estamos en guerra con todos ellos.
—Muy simpática su idea, pero la cantidad de libros que veo en este
cuarto me hace pensar que no está hablando en serio.
—Al contrario. El primer paso para ganar cualquier guerra es conocer
bien al enemigo.
Alejandro supo que iban a entenderse bien. A pesar de sus
extravagancias, o quizá por ellas, el Dr. Landore había terminado por
simpatizarle. No creía que por eso fuera un buen profesional, pero al menos
valía la pena intentarlo.
—Si le parece entonces, la próxima vez vendré con Amira.
Muy bien. Pero le repito que, en mi opinión, esa señorita está
mintiendo.
DIARIO DE J. F. ANDREW
20 de febrero de 1888
Algo llamativo: ninguno de los niños que está en la casa tiene la menor
idea de lo que significa la muerte. Al no salir nunca de sus habitaciones, no
han tenido contacto con otros seres vivos —ni siquiera con animales o
insectos— y supongo que ven las cosas (y a sí mismos) como eternas e
inamovibles. ¿Esto quiere decir que la idea de la muerte no es natural al
ser humano? ¿Será por eso que nos resulta siempre tan extraña, tan
incomprensible?
Noto un marcado decaimiento en el ánimo de Azul. Se la ve triste. Creía
yo que estos niños, que jamás salieron al exterior ni tuvieron contacto con
otros seres humanos, no iban a ser capaces de extrañar esa falta de
experiencia y contacto. Pero ahora creo que sí. No con todos es igual. A
Marrón se lo ve contento; probablemente va asimilando el carácter
despreocupado de los perros. A Negro se lo ve triste (llora mucho) y
asustado. ¡Pero quién no lo estaría en su lugar! Verde es un niñito algo
melancólico; logro mantenerlo ocupado con constantes desafíos a su
naciente inteligencia. Fue el primero en darse cuenta de la situación de
encierro en la que vive. Tímidamente, me pidió si podía salir del cuarto. Le
dije que todos los niños del mundo se quedaban en sus cuartos hasta estar
preparados para salir. Lo noté algo decepcionado, pero no me discutió. Se
porta muy bien. Ya hace sus necesidades solo, en su bacinilla. Blanco,
como ejemplo de normalidad, no sé si presenta diferencias importantes con
los demás niños. Es verdad que se lo ve más contento, más feliz que a
cualquiera de los otros cuatro, pero es lógico teniendo en cuenta que no ha
sido sometido a una prueba tan difícil como la de sus hermanos. Azul es la
única que realmente me preocupa, en su caso la tristeza puede ser
perjudicial y no puedo entretenerla de la misma forma que a Verde. Por eso
he decidido hacerle un regalo: una mariposa. Fui a visitarla y, ante su
enorme sorpresa, lancé al aire una pequeña mariposa blanca que de
inmediato se puso a revolotear por el cuarto. ¡Qué sorpresa! ¡Cuánta
alegría en su pequeño rostro! Es su primer contacto con un ser vivo que no
sea Marie, Joseph, Brian o yo. La persiguió de una punta a la otra, dando
brincos en su camita para poder alcanzarla. La dejé jugando y me retiré.
Aunque no era parte de mi plan inicial, creo que fue una decisión acertada.
La relación de Azul con la mariposa es algo extraordinario. Lo primero que
llamó mi atención fue que no la matara, pues me parecía que lo más
esperable en una niña que no ha tratado jamás con ningún tipo de vida tan
frágil era que, queriendo o sin querer, matase a la mariposa como parte de
su juego. Pero no; como si fuera consciente de lo delicada que era, Azul
cuidó de ella hasta que la mariposita dejó de mover sus alas y quedó
estática en un rincón del cuarto. La pobre niña no entendía por qué su
amiga no volaba más y pasó la mayor parte del día sentada en el piso
contemplándola en silencio, esperando que la mariposa se decidiera a
volar de nuevo. Cuando se durmió, aproveché partí sacar a la mariposa del
cuarto.
LOS CHERNOVICH
—No van a llevárselo de nuevo.
La noche se instalaba en el descampado y recortándose entre las
sombras del atardecer, la figura del padre de Dimitri le recordó a Alejandro
una ilustración que había visto siendo pequeño en un libro de su padre. En
ella se mostraba un iceberg grande como un edificio flotando a la deriva en
un mar helado. Los diferentes tonos grises transmitían la soledad y la
belleza del témpano. Al principio le costó precisar qué tenían en común ese
bloque de hielo dibujado y el hombre clavado en la tierra de un confín de
Buenos Aires, mirando a su alrededor con ojos muertos. Los rasgos duros,
la expresión fría, la determinación inquebrantable que se adivinaba en la
forma en que sus puños permanecían cerrados produjeron en Alejandro la
misma tristeza que el témpano solitario. Ese hombre había sufrido. Mucho.
Alejandro pudo encontrarlo gracias a uno de sus antiguos vecinos que, a
cambio de unas monedas, había confesado el nuevo paradero de los
Chernovich: no habían vuelto a Rusia, ni muerto, ni desaparecido
mágicamente. Se habían mudado al campo. Alejandro estaba por descubrir
las razones del nuevo paradero.
Del cinto de Chernovich colgaba un cuchillo. La mano cerrada estaba
cerca. No había salido a recibirlo, más bien se interponía en el camino de
Alejandro como recomendándole que no avanzara.
—No quiero llevármelo.
Hasta dos semanas antes de que Alejandro pasara a preguntar por ellos,
los Chernovich seguían viviendo en el conventillo de la calle México. ¿Qué
había pasado entonces? Su hijo había regresado. Temiendo que alguien
viniera en su búsqueda, y tomando en cuenta el estado en el que se
encontraba el joven, se habían ido a vivir al campo. Un matorral perdido
sobre un pedazo de tierra abandonado, una casucha de material y un corral
eran su nuevo hogar. Un lugar donde nadie se fijara en ellos, un lugar donde
Dimitri llamara menos la atención.
La mujer, compacta como una roca, lanzó con voz firme una
advertencia en ruso. El hombre la miró con ojos cansados, pero no le hizo
caso y se acercó aún más a Alejandro.
—No tengo vergüenza.
«¿Vergüenza? ¿De qué puede tener vergüenza un padre que ha
recuperado a su hijo después de veinticinco años?», pensó Alejandro.
No tengo vergüenza. Es mi hijo. Ustedes tendrían que tener vergüenza.
—Le aseguro que no tengo nada que ver con la desaparición de su hijo
—respondió Alejandro—. Al contrario, estoy aquí para ayudarlo.
El hombre sonrió con una mueca rota de labios secos.
—¿Ayudarnos?
Escupió en la tierra y la sonrisa no se fue. Intervino la mujer.
—Disculpe a mi marido… cuando Dimitri volvió nos pusimos
contentos, pero verlo así… yo no entiendo quién…
La mujer dejó de hablar. Estaba llorando. Lo hacía de una forma muy
particular, con pequeños silbidos agudos que salían de su pecho como si se
estuviera ahogando.
—… Él… ni siquiera sabe hablar… —dijo entre silbido y silbido.
—¿Cómo volvió? —preguntó Alejandro.
El hombre respondió a esta pregunta.
—Alguien lo dejó en la puerta. Desnudo. Con un cartel con su nombre
colgando del cuello.
La voz áspera expresaba asco. ¿De su hijo? ¿De quienes lo devolvían
desnudo veinticinco años después? No: de Alejandro, de sus modales
educados, de su búsqueda de la verdad, de su intención de justicia. El
mundo no era así, el mundo no tenía buenos modales, no tenía verdades ni
justicias. En el lodazal, hablar de limpieza era repugnante.
—Todavía está desnudo… no nos deja vestirlo…
La voz de la mujer dolía más. Expresaba algo anterior al asco.
—No es el único que ha vuelto. Necesito verlo.
Hombre y mujer, por un segundo, dejaron de ser tales. Fue como si
desaparecieran, o desapareciera lo que habitaba sus cuerpos y quedaran las
cáscaras vacías de carne y hueso. El dolor y el desprecio se fueron: quedó la
consternación, la fría extrañeza que les producía enfrentar a su propio hijo.
Se dieron vuelta casi al mismo tiempo y caminaron hasta el corral.
Alejandro los siguió. El hombre abrió la puerta. Entraron. Oscuridad. Olor
rancio. Cuando los ojos se acostumbraron a la penumbra, Alejandro vio una
sombra que se movía contra la pared. Era un hombre. Caminaba en cuatro
patas.
—Ahí lo tiene.
DIARIO DE J. F. ANDREW
30 de julio de 1889
Ayer tuve un enfrentamiento con Marrón. Fui al galpón a ver cómo se
encontraban nuestras mascotas y enorme fue mi sorpresa al encontrarlo
parado en dos patas y dando sus primeros pasos. Con gritos y algunos
golpes de mi bastón le indiqué que volviera a la posición que corresponde a
los de su especie. Entonces comenzó a hablar; hablar es una forma de
decir, por supuesto, pues empezó a producir unos extraños sonidos que
querían formar un lenguaje. Una queja, una amarga queja llena de
reproche, hecha de sonidos amorfos y desagradables. Al igual que si un
perro me ladrara, lo mandé a su cucha mientras lo amenazaba con mi
bastón.
Finalmente volvió a andar en cuatro patas y se dirigió hacia donde
estaban los demás perros sin dejar de emitir su incomprensible lamento.
PERRO HOMBRE
Lentamente se va acercando. Al principio, desconfía. Mueve la cabeza.
Agudiza el olfato. Se aproxima dando rodeos. La espalda está
completamente encorvada, la espina dorsal dibuja en la oscuridad una curva
de huevos montañosos. La piel está sucia, curtida de tierra, lluvia y sol,
como cruzada de líneas negras que trazan dibujos incomprensibles. Las
extremidades se extienden y contraen con cada paso. Las manos se apoyan
en la tierra mientras avanza. Entonces los ojos. La animalidad en ellos es
más notoria aún que en las piernas y los brazos deformados. Es la mirada
expectante del perro: la boca abierta, la lengua colgando. Alejandro siente
que el frío le sube desde los pies y mientras el hombre se acerca trata de
evitar el temblor, pero no lo logra. Ya casi lo tiene encima. El hombre,
primero, lo mira, como hacen los perros cuando buscan una señal de
confianza. Al rato, como si fuera un hocico, la nariz se refriega contra la
pierna de Alejandro, que se contiene, aunque quiere gritar, quiere correr,
quiere llorar. Pero se contiene. Mientras el hombre lo olfatea él piensa que
no hay que sentir miedo porque los animales lo notan. La forma en que
mueve la cabeza, la postura de su cuerpo, los gestos que hace mientras lo
huele, todo en él es animal; del hombre solo queda la forma. La nariz se
acerca a la entrepierna. Alejandro da un paso hacia atrás. El hombre
desnudo sigue olfateándolo con largas inhalaciones y gestos de placer. Es
casi como verlo alimentarse. Entonces salta. Permanece sobre sus piernas
por poco tiempo. Se nota que no está acostumbrado a caminar sobre ellas.
Apoya las manos sobre los hombros de Alejandro y logra sostenerse. Como
haría un perro. Ahora están frente contra frente. El hombre desnudo lo tiene
aprisionado. Su olor es nauseabundo. Saca la lengua y le lame la cara.
Alejandro no resiste más. Como puede, se libera. El hombre desnudo
vuelve a su rincón.
Afuera, Alejandro vomita. Al levantar la cabeza se encuentra con la
sonrisa muerta del padre de Dimitri. Ahora la comprende. Comprende el
odio. En la tranquera, al abrirle, el padre de Dimitri vuelve a mirarlo con
desprecio.
—Mi hijo no es un perro —dice—. No importa lo que le hayan hecho,
no es un perro…
—No, no… —balbucea Alejandro.
La mueca muerta no se va. El desprecio en la mirada, tampoco.
Responde algo que no se escucha, un insulto en ruso, y vuelve a su casa.
DIARIO DE J. F. ANDREW
17 de septiembre de 1889
Neqro: pasó su primera prueba importante. Dejamos libre en su cuarto
a un pequeño ratón. El animalito tenía varios días sin comer y apenas
entró, fue directo hacia él hago esto con la idea de que aprenda a
defenderse y atacar. Pienso ir enfrentándolo a animales cada vez más
grandes. Él sabe lo que es la violencia, para eso Félix le ha pegado y
maltratado cada día de su existencia. Cuando el ratón se le acercó, lo
destripó de un solo golpe.
Verde: he logrado con él algunas conversaciones muy interesantes,
aunque no llegue a los cuatro años. Ya habla perfectamente y en nuestras
charlas voy enseñándole el mundo. Lo que son los animales, los océanos, el
Sol, los árboles. Escucha mis palabras con la mayor atención y es un
espectáculo extraordinario ver esa mente flexible incorporando conceptos.
A diferencia de lo que sucede con la mayoría de los niños —que conocen un
árbol y luego aprenden qué es un árbol—, la educación de Verde es
completamente abstracta. Es imposible saber hasta qué punto entiende lo
que le enseño y con qué imágenes representa en su mente los conocimientos
que va adquiriendo. Pero por las preguntas agudas que hace, creo que el
estar obligado a tanta abstracción lo ayuda a desarrollar un tipo de
inteligencia más profunda.
Azul: hasta la fecha le he regalado ya cuatro mariposas. En cada caso
la sorpresa y la alegría fueron enormes, creo que ya espera con ansias que
le traiga periódicamente una nueva amiga. Es sorprendente la relación que
establece con ellas; el otro día pude observarla y juraría que la mariposa
respondía a sus órdenes. Azul se paraba en medio del cuarto con sus
bracitos en cruz y si ladeaba la cabeza hacia la izquierda, la mariposa se
posaba en su palma izquierda, y si lo hacía a la derecha, en la derecha.
¡Extraordinario! ¿A qué se deberá? ¿Logrará algún tipo de conexión con
las mariposas, una empatía especial con ellas? ¿Por las drogas, quizá? ¿Es
tal cosa posible? De lo sucedido hasta ahora, es lo que me resulta más
asombroso; escapa completamente a mis cálculos. Debo seguir con
atención esta relación. Me duele un poco, con cada muerte de una
mariposa, presenciar la reacción de Azul. En algunos casos pasa horas sin
mover ni un músculo; no termina de comprender qué es lo que pasa con sus
amigas cuando deciden dejar de mover sus alas y quedarse petrificadas
para siempre. Y una vez muertas, no nos permite que las saquemos del
cuarto. Al darse cuenta de que aprovechábamos su descanso para hacerlo,
comenzó a tomar por las alitas con muchísimo cuidado a su amiga muerta
y a dormir con ella entre sus manos para evitar que se la robemos, sin
comprender que la mariposa ya no despertará.
Blanco: si comparo mis conversaciones con Blanco y Verde (dejo fuera
a Azul, su caso es especial; y Marrón y Negro no hablan) queda claro que
Verde es más inteligente. Blanco, que conoce el mundo exterior, que en todo
sentido es un niño normal, demuestra ya, desde tan pequeño, la
característica estupidez de la gente normal. Es caprichoso, poco estable en
sus estados de ánimo, dado a la distracción, a buscar el divertimento por
encima de todo. Verde, en cambio, es serio, introvertido, agudo observador
y sediento de conocimiento.
Marrón: escondí un suculento pedazo de carne entre las plantas. Un ser
humano normal, más un niño, jamás podría haberlo encontrado guiándose
únicamente con su olfato. Sin embargo, a Marrón le llevó solo tres minutos.
¿Quiere decir eso que ya está desarrollando características propias de sus
compañeros perros? Eso significaría que incluso los sentidos del hombre, y
por lo tanto su percepción de la realidad, pueden ser muy diferentes si se
trabaja sobre ella. Creo que estamos ante un gran avance.
Los cinco son todavía muy chicos; sin embargo, ya comienzan a
demostrar lo que van a ser.
HIPNOSIS
—¿Está de acuerdo con lo que vamos a hacer, Amira?
—Sí.
—Para que la hipnosis funcione necesito que se relaje y confíe en mí.
¿Usted confía en mí?
—…
—Está bien, no es necesario que mienta, no tiene por qué confiar en mí.
Para eso está con nosotros Alejandro. ¿Confía en Alejandro, Amira?
—Sí.
—Alejandro, ¿usted cree que este tratamiento será beneficioso para
Amira?
—Sí…, lo creo.
—¿Ve? Alejandro confía en mí, por lo tanto usted puede confiar en mí
también. Ahora vamos a empezar, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Relájese y fije su vista en el reloj que tengo en la mano. Comenzaré a
mover el reloj como si fuera un péndulo. Usted no apartará la vista de él en
ningún momento. Muy bien. Ahora voy a indicarle lo que debe hacer. Le
resultará muy fácil. Acompañe los movimientos del reloj con su
respiración. Inspire profundamente. Luego espire. Perfecto. Inspire. La
respiración pausada comenzará a hacerla sentir muy cómoda. Espire. Sus
músculos se distienden. Inspire. Si quiere bajar los párpados puede hacerlo.
Espire. Disfrute de la sensación de relajación y deje caer sus párpados.
Inspire. No luche contra ellos. Espire. Cierre los ojos. Ahora tiene mucho
sueño. Cuando yo se lo ordene quedará profundamente dormida. Mantenga
los párpados cerrados, sienta el cansancio invadiéndola. Duerma. A partir
de este momento usted está profundamente dormida. ¿Está dormida,
Amira?
—Sí…
—Muy bien. Duerma. Continúe respirando profunda y regularmente,
sintiéndose a gusto, e intente imaginar una escalera. Me gustaría que
imaginara una escalera, no importa de qué tipo, una escalera de diez
escalones. Imagínese en lo alto de esa escalera. ¿Ya está? Perfecto. Se
encuentra mentalmente en lo alto de la escalera y desde el escalón que está
pisando ve algunos escalones más. Dentro de un momento voy a empezar a
contar, con voz clara y fuerte, de uno a diez. Cada vez que yo pronuncie una
cifra, usted bajará un escalón. Con cada escalón que baje, retrocederá en el
tiempo hacia su infancia. Cuando llegue al último escalón, tendrá diez años.
Esta escalera la llevará a su niñez. Solo debe descender escalón por escalón,
hasta llegar al último. No me importa cuántos años tenga en cada escalón;
lo importante es que, cuando termine de descender la escalera, tendrá diez
años. ¿Ha entendido correctamente?
—Sí…
—Muy bien. Voy a comenzar a contar. Uno. Baja al primer escalón,
comienza a volver en el tiempo hacia su infancia. Dos. Baja al segundo
escalón, es un poco más joven. Tres. Baja al tercer escalón, recuerde que
cuando termine de descender tendrá diez años. Cuatro. Baja al cuarto
escalón, sigue retrocediendo hacia su infancia. Cinco. Baja al quinto
escalón, se encuentra en la mitad de la escalera, cuando la descienda tendrá
diez años. Seis. Baja al sexto escalón, pronto habrá vuelto a tener diez años.
Siete. Baja al séptimo escalón, falta muy poco. Ocho. Baja al octavo
escalón, ya es una niña; cuando termine de descender la escalera, tendrá
diez años. Nueve. Solo falta uno, al descenderlo tendrá usted diez años.
Diez. Ha descendido la escalera, tiene diez años. Abra los ojos.
DIARIO DE J. F. ANDREW
4 de marzo de 1890
Azul ha comprendido finalmente lo que es la muerte. Hace unos días
entré a su cuarto y la encontré tirada en el piso con los ojos abiertos y una
mueca rígida en su carita. Me acerqué asustado. Al intentar moverla no
reaccionó. Por un segundo temí lo peor, pero enseguida noté que estaba
caliente, y al comprobar su pulso, lo encontré normal. Entonces le hice
cosquillas y no pudo evitar largar una risita. Estaba jugando a hacerse la
muerta. Tanto esperar en silencio a que las mariposas revivieran la ha
llevado a comprender que, cuando el impulso de la vida abandona el
cuerpo, este queda duro y no se puede esperar nada más de él.
Pasa buena parte del día en esa posición. Hacerse la muerta es ahora
su juego favorito.
En cuanto a mi personal, si bien cada cual cumple con las tareas que le
corresponden, me preocupa que el aislamiento en el que vivimos pueda
afectarlos. Especialmente a Joseph. Ya son varias las noches en que lo
encuentro borracho al punto de no reconocerme. Entiendo que sufre más
que el resto esta soledad, dado que, al no tener ningún tipo de inclinación
intelectual, no encuentra en el estudio el sosiego que si encontramos Brian,
Félix, Marie o yo.
JOSEPH, EL CANGREJO GIGANTE
—¿Cuántos años tienes, Amira?
—Yo no soy Amira…
Alejandro y Máximo Landore intercambiaron miradas.
—¿Cuál es tu nombre entonces?
—Azul.
—¿Azul? Es un bonito nombre.
—Gracias.
—¿Dónde te encuentras, Azul?
—En mi habitación.
—¿Cómo es tu habitación?
—Blanca.
—¿En qué parte de tu habitación te encuentras?
—Estoy sentada en mi cama.
—¿Qué haces?
—Nada.
—¿Cómo te sientes?
—Aburrida.
—Descríbeme la habitación con más detalle.
—Es blanca.
—Más detalles…
—Paredes blancas, techo blanco, piso blanco, una puerta blanca.
—¿Estás sola?
—Siempre… casi siempre.
—Y cuando no estás sola, ¿con quién estás?
—Con alguno de ellos.
—¿Quiénes son ellos?
—Los que están del otro lado de la puerta.
—¿Puedes abrir la puerta?
—No.
—O sea que no puedes salir…
—Sí, puedo, pero no por la puerta.
—¿Y por dónde sales entonces?
—Por el pozo.
—¿Qué pozo?
—El pozo que tengo en mi habitación. Yo misma lo cavé.
—¿Y para qué sirve el pozo?
—Para escapar.
—¿Vas a escapar pronto?
—Puedo escaparme cuando quiera. Lo he hecho muchas veces. Si
quiero puedo escapar ahora. Solo tengo que tirarme al pozo. Abajo está el
pasillo.
—¿El pasillo?
—Sí, el pasillo.
—¿Y adónde lleva el pasillo?
—A la playa.
—¿Has estado en esa playa?
—Si.
—¿Cuándo?
—Voy todo el tiempo. Bajo al pozo, recorro el pasillo y salgo a la playa.
—¿Cómo es la playa?
—Hay sol y mar y arena.
—¿Estás en la playa ahora?
—Sí…
—¿Te gusta?
—Mucho. Quiero ir al agua.
—Descríbeme la playa, Azul.
—Es hermosa. El agua es transparente. No hay olas. Está fría.
—¿Y qué es lo que haces cuando vas a la playa?
—Quiero meterme. Quiero meterme al agua.
—¿Sueles hacerlo?
—Siempre. Primero piso con mi pie el mar… lo tengo debajo de mi
pie… piso con el otro… Estoy caminando. Es hermoso.
—¿Por dónde estás caminando?
—Por el mar…
—¿Quieres decir por la playa?
—No. Por el mar… Sobre el agua…
—¿Caminas sobre el agua?
—Sí.
—¿Cómo puedes hacerlo?
—Lo hago siempre. Me vuelvo liviana. Así. Me vuelvo liviana para no
hundirme. Si quiero puedo saltar. También correr o bailar. Ahora estoy
corriendo. Más rápido, cada vez más rápido.
—¿Y adónde vas?
—A ningún lado.
—¿Qué hay del otro lado del mar?
—Nada. El mar no va a ningún lado. Solo está ahí. Pero puedo alejarme
por él todo lo que quiera.
—Azul, quiero que vuelvas a tu cuarto y me cuentes quién te puso ahí.
—No quiero.
—¿Por qué no quieres?
—Me gusta caminar por el mar, no quiero volver.
—Necesito que lo hagas…
—No puedo volver ahora. Es peligroso.
—¿Por qué es peligroso?
—Por Joseph.
—¿Quién es Joseph?
—Un cangrejo. Un cangrejo gigante. Se cree la gran cosa porque es
marinero. Pero es basura. No sirve para nada, siempre se lo dicen.
—¿Cómo es Joseph? Descríbelo.
—Es un cangrejo gigante. Tiene tenazas con pinzas y patas de insecto.
Los ojos están incrustados en la cara, metidos para adentro. La nariz es roja
y se le cae. Escupe. Es fuerte pero idiota. Ahí viene.
—¿Joseph viene?
—Sí. Me tengo que ir. Ya me vio.
—¿Qué hace?
—Se sumerge en el mar para atraparme. Yo corro. Está furioso. Escupe.
Le pega al mar para hacerme caer. Pero no me caigo. Sigo corriendo sobre
el agua. Tengo miedo, esta cerca. Abre la boca. Me quiere comer.
Asqueroso… es asqueroso… Alguien le grita que no lo haga. Que si lo hace
lo va a matar. Y Joseph tiene miedo.
—¿Quién le grita a Joseph?
Los gritos vienen de la playa. Es un hombre. Acaba de salir de una
cueva. Solo veo su sombra. Me saluda con la mano. Lo conozco.
—¿Quién es ese hombre, Azul? ¿Quién es?
Los grandes ojos negros de Amira brillan en la oscuridad del cuarto de
Máximo. La espalda se arquea y un ligero temblor recorre sus hombros
mientras en sus labios se dibuja una pequeña sonrisa de emoción.
—Es Andrew. Mi padre.
DIARIO DE J. F. ANDREW
4 de abril de 1890
A veces me pregunto si mi equipo de trabajo es consciente de la
importante misión de la que forman parte. Pareciera que por momentos
olvidan por qué hacemos lo que hacemos. Marie; quizá por ser mujer, se
muestra demasiado sensible con los niños. Necesita endurecer su carácter
si quiere continuar con esta tarea. A Félix, en cambio, debo controlarlo si
no quiero encontrarme un día con un niño muerto. Brian es el más medido
e inteligente. ¡Pero es tan inútil y torpe! A veces logra ponerme
verdaderamente nervioso. Por las noches cenamos los cuatro juntos (Brian,
Félix, Marie y yo; Joseph anda por ahí, en sus asuntos, emborrachándose).
Discutimos sobre nuestras últimas lecturas y casi nunca hablarnos de los
niños. En general llevo yo la palabra y ellos me oyen con atención. Trato
de enseñarles, de que aprovechen el momento que pasan conmigo para
incrementar sus conocimientos. Ellos también son mi responsabilidad.
REALIDAD
Muchos años atrás, en una de las pocas visitas a un cabaret que había
hecho en su vida, Alejandro había tenido una especie de revelación.
Observaba a una señora algo mayor para su oficio y bastante gorda.
Mientras la mujer sonreía y posaba provocativamente con su corsé blanco,
Alejandro comprendió una importante verdad sobre la imaginación humana.
La mujer jugaba a ser sensual, creaba un personaje y se entregaba dando su
mejor esfuerzo. El corsé blanco era su disfraz, la entrada a una versión
distinta de ella misma. Pero el atuendo le quedaba chico. Los pliegues de
carne escapaban al control del pedazo de tela; se salían por arriba, por
abajo, pequeños y grandes rollos que se asomaban curiosos en completa
rebeldía a la figura impuesta. El corsé dibujaba en el cuerpo una cintura
fina, un busto prominente, una cadera armónica. Pero ni la cintura, ni el
busto, ni la cadera eran reales: la verdad estaba en los rollos. El vestuario
elegido era la ficción; el cuerpo, la realidad. La ficción, la fantasía, la
imaginación, como el corsé, pretendían imponer un orden a la realidad:
«este es el comienzo», «este es el final», «esta historia trata de esto», «este
es bueno, aquel es malo». Pero la realidad siempre era más grande, siempre
más compleja. Como el desbordante cuerpo de aquella mujer, la realidad no
permitía ser encorsetada.
Ahora, Amira Annuar caminaba junto a él y no había corsé posible que
la abarcara. Su historia parecía escapar a cualquier orden lógico que
Alejandro intentara imponerle. Lo que más le molestaba era saber que esta
historia se desarrollaba sin su participación, sin que pudiera tomar ninguna
decisión para cambiar el rumbo de los acontecimientos. La maquinaria
infernal que se había puesto en funcionamiento la noche en que los niños
desaparecieron, aún ahora, veinticinco años después, seguía su marcha
inexorable hacia un final que no comprendía. ¿Qué podía hacer él ante
Amira y su mundo de sueños? ¿Qué hacer ante Demien y su silencio? ¿Qué,
ante Dimitri y su actitud perruna? ¿Cómo luchar contra un cangrejo gigante
llamado Joseph? Solo podía dejar que todo siguiera su curso y sorprenderse
ante cada nueva pieza del rompecabezas. ¿Y si el rompecabezas no formaba
ninguna imagen? ¿Y si las piezas se sucedían unas a otras agregando más y
más confusión?
Al salir de lo de Landore, Amira le había pedido que volvieran
caminando. No cruzaron palabra en todo el canino. Mientras la miraba
andar, Alejandro se pregunto hasta qué punto ella sería consciente de lo que
había dicho en la habitación del hipnotizador. Había cruzado algunas
palabras con Máximo antes de abandonar su despacho, mientras Amira lo
esperaba en la habitación contigua. Landore estaba tan confundido como él
en cuanto a los resultados de la sesión.
—¿Y? ¿Cuál es su opinión? —le había preguntado Alejandro.
—No sé qué pensar. No parece estar mintiendo. Por otro lado, lo que
dijo no tiene el menor sentido, al menos para mí. ¿Usted entendió algo?
—No… pensé que usted sí…
—No. Yo solo puedo hipnotizarla, de ahí a entender lo que dice…
Mientras pensaba, Máximo recorría con la mano su barba rojiza.
Alejandro descubrió que ese gesto era habitual en él, pues ya lo había
notado en el encuentro anterior. Pasaba el pulgar y el índice lentamente por
su barba, de una punta a la otra, en una especie de reconocimiento del
terreno. Cada tanto se detenía en algún pelo en particular para, luego de
amasarlo durante unos segundos entre las dos yemas, arrancarlo de un tirón.
Cuáles eran los pelos que debían ser arrancados, solo sus dedos parecían
saberlo.
—Era como si relatara un sueño… —dijo Máximo después de una larga
pausa reflexiva durante la cual tres pelos fueron forzados a abandonar su
barba—. Puede que haya expresado sus recuerdos a través de símbolos…
Es muy extraño, nunca vi nada igual…
—¿Y por qué no recuerda las cosas tal como fueron?
—No sabría decirle. Ya expliqué varias veces que la hipnosis es una
ciencia con zonas oscuras. El caso de Amira es complejo. Esto, por
supuesto, si es que no está mintiendo.
—Creí que esa opción había quedado descartada. Acaba de decir que no
parecía estar mintiendo…
—Dije que no parecía, pero pudo engañarme. ¿Por que no? Mi
veredicto no prueba nada, una mujer tan hermosa como Amira puede
engañarme fácilmente, se lo aseguro. Pero si no mintió, lo único que
podemos hacer por ahora es meditar sobre lo que oímos y tratar de buscarle
un sentido.
Alejandro se preguntaba si ese sentido existiría, si realmente habría
alguna forma lógica de interpretar el relato de Amira bajo hipnosis.
Mientras la acompañaba a su casa, lo invadió una pena infinita. No pena por
ella, sino más bien por él. Por su incapacidad para ayudarla. El dinero ya no
importaba. Pensó en sus amigos y compañeros de estudios dedicados a la
política, comprometidos con causas nobles que involucraban el futuro, el
progreso, la Nación. Pensó en los festejos del Centenario inflamando los
discursos, en los corazones encendidos por la búsqueda del cambio. Pensó
en la democracia, la justicia, la libertad en sus mil formas, muchas veces
opuestas. Él tenía una causa más humilde: ayudar a esa niña grande a salir
de su mundo de fantasía. Y estaba fracasando. Por simple que fuera su
meta, no lograba correr el velo que se cernía sobre el pasado de Amira.
Cuando llegaron a la casa de los Annuar, se despidieron con un gesto
confuso a mitad de camino entre el saludo formal y la confianza de dos
amigos. Ella lo miró directo a los ojos y sonrió. Era su forma de decirle que
no se preocupara demasiado, que todo iba a estar bien. Una sonrisa que era
también de agradecimiento, que indicaba que, a pesar de lo desconectada
del mundo que parecía estar, entendía los esfuerzos que él estaba haciendo
por ayudarla. Y él sintió esa sonrisa como si fuera el mejor de los abrazos.
Alejandro siempre había disfrutado especialmente el momento previo a
dormirse. El estado de conciencia adormecida, intermedio entre la vigilia y
el sueño, en el que las imágenes del día comienzan a mezclarse con el barro
acumulado de años de experiencias, y juntos gestan la materia de los
sueños. Ese momento había sido siempre de los más felices de su vida. Una
felicidad íntima, secreta, cercana a lo religioso, mística.
Cerró los ojos. En la oscuridad de su cuarto, en la oscuridad de sus ojos
cerrados, en la oscuridad de su mente confusa, comenzó a dormirse y el
mundo fue desapareciendo junto con la vigilia. Desapareció su cuarto de
prolija austeridad, desapareció Buenos Aires y los hombres que recorrían
sus calles dándole forma, desaparecieron el Centenario, la redacción del
diario, las discusiones, las voces y las opiniones, desaparecieron las mujeres
y el deseo, desapareció el mundo y todo lo que hay en él. Y cuando ya
estaba sumergido en la zona donde vigilia y sueño se hacen uno, apareció
un rostro. Líneas que se cruzaban. Rectas, curvas, daban formas, dibujaban
con luz en la oscuridad. Dibujaban labios finos, ojos negros brillantes; un
rostro que Alejandro conocía. El rostro de Amira Annuar brillando en todo
su esplendor. El mundo no competía con ella, había desaparecido para
dejarle el lugar que merecía. Alejandro la contemplaba en un tiempo sin
tiempo y mientras lo hacía descubrió que la amaba, que desde el primer día
en que se encontraron no había dejado de pensar en ella. Y aunque ya
estaba dormido, el descubrimiento le dolió.
DIARIO DE J. F. ANDREW
18 de septiembre de 1890
Azul: le he hablado sobre la Tierra y los animales que viven en ella. Le
ha gustado mucho. También le mostré algunas ilustraciones. La que más le
ha gustado es una de una isla en el medio del mar. Pidió quedársela y se
pasó un día entero con sus ojos negros fijos en ella.
Negro: soltamos un conejo en su cuarto. No hizo falta que el conejo le
hiciera nada, dos minutos después de que entrara, Negro ya le había roto el
cuello y acabado con su vida. Lo extraño vino después. Tuvo el cadáver
varios días en su poder, y se ponía loco si intentábamos tomarlo. Le sacó
las tripas, las enroscó alrededor del cuello del animal, le arrancó una pata
y se la puso en la boca. Yo no entendía qué era lo que estaba haciendo
hasta que finalmente me di cuenta: estaba jugando. El cadáver del conejo
era su primer juguete.
Blanco: ¡por Dios, cómo me aburro cada vez que voy a visitarlo! Debo
soportar que me cuente sus insignificantes vivencias, que me haga
preguntas estúpidas. La normalidad… el mayor de nuestros enemigos.
Verde: le estoy enseñando a leer. ¡Es tan inteligente! No deja de
sorprenderme y darme satisfacciones.
Marrón: se ha convertido en todo un perro: ladra, muerde; ya no tiene
el menor atisbo de humanidad.
VISITA AL PUERTO
—Andrew… ¿Su padre?
—Eso dijo.
Omar caminaba nervioso de una punta del salón a otra.
—¿Y qué más?
—No mucho.
—Su padre… su padre…
—Por supuesto que no se refería a usted.
Las manos de Omar lo tomaron por las solapas del saco antes de que
pudiera reaccionar.
—¡Claro que no! ¡No vi a mi hija durante veinticinco años! ¿¡Quién es
ese hombre!? ¿¡Quién me robó a mi hija!?
—Tranquilícese, por favor…
Alejandro empujó suavemente a Omar para no tirarlo al piso, pero con
la suficiente fuerza como para sacárselo de encima. Al tomar conciencia de
lo que había hecho, Omar se retiró avergonzado a la otra punta del salón.
—Perdón… yo soy su padre… ¡yo! ¿Quién es? Tengo que saberlo…
—Y lo vamos a saber.
En la calle cada día había más banderas. A medida que el 25 de mayo se
acercaba, un patriotismo embriagador invadía el ánimo de los porteños.
Alejandro caminaba entre las banderas blancas y celestes con la cabeza en
otra parte. Rehacía en su mente la sesión de hipnosis de Amira. Máximo le
había aconsejado que encontrara el sentido del relato y, desde aquella
noche, lo intentaba. Una y otra vez evocaba la voz de Amira que hablaba de
la habitación blanca, de la playa, del caminar sobre el agua, del cangrejo
gigante, de su papá, y, poco a poco, el asombro ante lo extraño de la historia
fue despejándose para dejar al desnudo algunos datos concretos.
Separando cada uno de los elementos del relato, Alejandro pudo
distinguir lo que le era de utilidad para su investigación. Tenía un lugar, una
especie de celda blanca que mediante un túnel comunicaba a una playa.
Tenía a un personaje, el cangrejo gigante, y ahí la cosa se ponía más
interesante pues al menos sabía el nombre —Joseph— y su profesión: «El
cangrejo gigante es marinero» más algunas señas particulares, como los
escupitajos constantes. Si tomaba en cuenta estos datos, llegaba a un
resultado con apariencia, al menos, de pista, un marinero llamado Joseph.
Pero ¿por qué un cangrejo? Luego de pensarlo mucho recordó que los
marineros solían tatuarse símbolos de su oficio; quizás, en la confusión
mental de Amira, un marinero con un cangrejo tatuado se había convertido
en un cangrejo gigante.
Decidió que ya era momento de pasar a una etapa más activa de la
investigación. Si había un marinero involucrado, él sabía dónde encontrarlo.
Esperó a que se hiciera de noche y salió.
Hacía frío para esa época del año. Dejó atrás el centro, luego el Bajo y
entró en el puerto. Las calles del puerto eran de las más sucias; ni siquiera
los preparativos para los festejos del Centenario, verdadera lavada de cara
para la ciudad entera, evitaban que las ratas anduviesen a su antojo por el
lugar.
Alejandro había tenido la precaución de vestir humildemente para que
quien lo cruzase lo tomara por un vecino del lugar. Sabía bien adonde tenía
que ir para encontrar lo que estaba buscando y pronto el sonido de las risas
y la música proveniente de los piringundines le indicó que había llegado.
Entró en uno de los tantos tugurios que cruzó. El lugar estaba bastante lleno
y el ánimo era festivo.
Entre los parroquianos, buscó al más apropiado para sus fines. Encontró
candidato en un viejo de boina, barba blanca y pocos dientes que en una
mesa roñosa tomaba una caña. Lo encaró.
—Buenas noches —saludó mientras se arrimaba a la mesa.
El viejo lo miró con curiosidad.
—Buonasera —respondió con desgano.
—¿Le invito otra copa?
—Grazie.
La aceptación del viejo le daba derecho a sentarse a la mesa.
—Estoy buscando a alguien —dijo Alejandro.
El viejo se limitó a realizar un gesto difuso con los hombros, como
diciendo «mucha gente busca a mucha gente».
—Un marinero de nombre Joseph, extranjero seguramente, con un
tatuaje de un cangrejo en alguna parte del cuerpo…
El viejo daba vueltas y no respondía; se distraía con el barullo de las
mesas circundantes, se reía de chistes que nadie le hacía. Obviamente
estaba esperando una recompensa mayor por su respuesta que un vaso de
caña. Alejandro ya tenía listo el billete entre el dedo índice y el mayor, y
con solo mostrarlo fugazmente recuperó la atención del viejo.
—Yo no sé nada… Sé que hay gente que se esconde. El puerto es un
buen lugar. Muchos hicieron cosas malas. Hay que tener cuidado…
El viejo se calló y miró ansioso la mano que tenía el billete.
—No me ha dicho nada que no supiera —contestó Alejandro con
frialdad.
El viejo volvió a hacer uno de sus gestos difusos mientras se rascaba la
cabeza.
—Pero es que yo no sé nada. Conozco gente que sabe, pero yo no sé
nada…
—Entonces, ¿por qué no me lleva con alguien que sepa? Me haría un
buen favor.
Refunfuñando en italiano, el viejo le indicó que lo siguiera. Salieron a la
calle. Casi se llevan por delante a una pareja que se divertía en la puerta del
boliche. El hombre los insultó, pero ni el viejo ni Alejandro le hicieron
caso. Caminando en la oscuridad, se apartaron un par de calles hasta llegar
a otro local tan pestilente como el anterior. Entraron. En la mitad del salón,
el viejo le índico con un gesto que lo esperara ahí mientras él se arcaba a
una mesa del fondo en la que un hombre corpulento besaba el cuello de una
muchacha sentada en su regazo. El hombre oyó lo que el viejo decía y, a
través de la capa de humo que los separaba, clavó la vista en Alejandro.
Despidió a la muchacha, que dejó los arrumacos fastidiada. La mirada
adusta del hombre le indicó que se acercara. Mientras se sentaba a la mesa,
el billete que llevaba en la mano izquierda pasó a la derecha del viejo, y al
instante desapareció. El hombretón liquidó de un trago su bebida y observó
a Alejandro mientras se rascaba el mentón.
—Bueno, amigo, ¿qué lo trae por aquí?
—Estoy buscando a alguien.
Con solo una mirada el hombre pidió otra bebida a la chica que antes
estaba sentada en su regazo.
—Primero lo primero: antes de que me diga a quién busca, me gustaría
saber por qué lo busca. No vaya a ser cosa que ayude a alguien a quien no
quiero ayudar…
—Un asunto personal. Es amigo de una amiga, necesito hablar con él.
No soy policía, si eso lo que le preocupa.
El hombre rio con fuerza mostrando una blanca hilera de dientes en
mejor estado de lo que se podría esperar.
—Pero claro, amigo, ¿cómo va a ser policía con esa cara?
Alejandro prefirió pensar que no tener cara de policía era una especie de
elogio.
—Y este amigo de su amiga… ¿sabe el nombre?
—Joseph, un marinero. Tiene un cangrejo tatuado en alguna parte del
cuerpo.
Como si recorriera rápidamente un enorme archivo de datos ubicado en
algún rincón de su mente, el hombre mantuvo la mirada en suspenso
durante unos segundos.
—No me suena. Y eso que por acá conozco a todo el mundo. Me parece
que está buscando en el lugar equivocado.
—¿Está seguro?
—Sí.
«Algunas personas se cambian los nombres —pensó Alejandro—.
Especialmente aquellas que no quieren ser encontradas».
—¿Y algún marinero con un cangrejo tatuado? Olvídese del nombre.
—El tema de los tatuajes es difícil; no todos están a la vista, algunos son
muy graciosos… Pero cangrejo, no. No recuerdo haber visto ninguno.
Decepcionado, le dio algunos billetes al hombre y se paró dispuesto a
abandonar el lugar.
—Lamento no haber sido de ayuda. Si tiene algún dato más véngame a
ver, nunca se sabe.
Afuera, la noche continuaba. Quiso llenarse de aire para oxigenar sus
ideas y fue un error; el olor a restos marinos del puerto golpeó con fuerza
sus fosas nasales. Un borracho pasó dando tumbos en busca del equilibrio
perdido; dos pasos a la izquierda, tres a la derecha, de nuevo a la izquierda,
otra vez a la derecha; avanzaba en zigzag, caminando de costado… ¿Cómo
un cangrejo? Se preguntó si a eso se referiría la imagen del relato de Amira.
¿Un marinero borracho? ¿Eso era el cangrejo?
—Olvídese del cangrejo, estoy buscando a un marinero borracho.
El hombre, que de nuevo cargaba a la señorita sobre su regazo, le
devolvió una mirada cansada mientras reía sin mover los labios.
—¿Un marinero borracho? Tire una piedra por la ventana y seguro le
pega a uno.
Con las imágenes de la descripción de Amira en mente, Alejandro fue
convirtiendo al cangrejo en hombre.
—Un marinero extranjero, ahora debe ser un hombre grande, arriba de
los cincuenta; los brazos gruesos, fuertes como tenazas; las piernas
flaquitas, como de insecto; tiene los ojos chiquitos, metidos para adentro,
como incrustados en la carne; y la nariz roja, muy roja, parece como que se
le cae, puede ser que debido al alcohol. Y escupe, está constantemente
escupiendo.
La chica se paró y fue a atender otra mesa. El hombre bajó la mirada
mientras pronunciaba el nombre.
—El viejo Tomás…
—¿Tomás? ¿Así se llama?
—La descripción que usted hace suena a Tomás…
—¿Lo conoce? ¿Sabe dónde está?
—Sí… es un buen hombre. Grande ya, no molesta a nadie. ¿Qué hizo?
—No sé qué hizo, pero necesito encontrarlo.
—¿Para qué?
—Para hablar, solo para hablar.
El hombre se rascó la barbilla y observó a Alejandro un rato, como
evaluándolo.
—El viejo Tomás no molesta a nadie, vive en el barrio de las ranas vaya
a saber desde cuándo, en un rancherío que si lo ve no puede desearle nada
peor. A veces los hombres jóvenes cometen errores que después los
persiguen hasta viejos. Es lo que yo les digo siempre a mis hijos: cuidado,
que lo que hagan ahora después se paga y caro. Si lo busca a Tomás por
alguna macana que se haya mandado de joven, tenga en cuenta que peor de
lo que está no puede estar.
—Ya le dije que solo quiero hablar con él, nada más. Quizá ni siquiera
es la persona que busco.
—Habla y nada más. Y a mí ni me menciona…
—Por supuesto.
Al llegar al lugar, entendió las advertencias del hombre. Se trataba de la
parte más oscura del barrio de las ranas. «Seguro que aquí no la traen de
visita oficial a la infanta Isabel de Borbón», pensó Alejandro. Era la cara
oculta de los festejos del Centenario, lo que había que tapar con las fiestas y
los monumentos. En una callejuela de tierra inmunda, donde un par de
ranchos precarios apenas se distinguían de la basura que los rodeaba, vivía
el viejo Tomás, posible candidato a ser Joseph, el cangrejo gigante.
Por la descripción del informante, Alejandro distinguió la vivienda
enseguida: un montón de chapas amontonadas, una cortina de tela raída
como puerta, un par de pilotes torcidos haciendo las veces de columnas y en
el frente una montaña de basura que un perro hambriento trepaba buscando
algo que comer. Alejandro se escondió y esperó. Cayó una lluvia fina que le
caló los huesos. La noche se fue haciendo profunda. Finalmente, una mano
velluda se asomó por la cortina-puerta y, un instante después, un hombre
grande con la cara surcada de arrugas, los ojos azules y chiquitos, el pelo
rubio ennegrecido por la mugre y la nariz tan roja como una enorme
remolacha, salió de la casa. Con las manos en la cintura y los ojos apenas
abiertos, escupió con tanta fuerza que casi pierde el equilibrio. Alejandro
abandonó su escondite.
—Buenas —dijo y comenzó a acercarse.
—Buenas… —respondió el hombre sorprendido, mientras trataba de
despejar el cerebro y ponerlo en funcionamiento.
Alejandro se le paró enfrente. Pensó que probablemente ese hombre no
tenía nada que ver, seguro solo era un pobre borracho más. Pero decidió
arriesgarse y actuar como si supusiera otra cosa.
—Joseph —dijo mirándolo a los ojos.
El hombre no tuvo tiempo de inventar nada. La boca abierta, la mirada
desorbitada y el pequeño temblor que recorría su cuerpo no dejaban dudas:
Alejandro había encontrado lo que buscaba. El hombre volvió a meterse en
la casa.
—Vamos, Joseph, sé que es usted. No le voy a hacer nada, solo necesito
hacerle algunas preguntas.
Silencio. Intuyendo problemas, el perro que hurgaba en la basura se fue
sin hacer mucho ruido: tampoco había demasiado por qué quedarse, la
basura era basura para él también. Pasó un minuto exacto; Alejandro no se
movió del lugar. El hombre volvió a salir. Se lo veía más tranquilo,
resignado quizás. A pesar de la oscuridad, Alejandro pudo observar en
detalle el rostro agotado y surcado de arrugas. «Que estropicio humano»
pensó. Casi sintió lástima.
—Tenemos que hablar —dijo Alejandro con firmeza.
El hombre miró hacia todas partes, constatando que nadie los estuviera
espiando.
—Acá no.
Se puso a caminar y a Alejandro no le quedó otra opción que seguirlo.
Una luz fantasmal, que parecía venir de la luna aunque no hubiera luna en
el cielo, volvía difusas las formas y borraba los contornos. Pasaron las grúas
que al comenzar el día serían dueñas del puerto; pasaron los galpones, los
depósitos donde se guardan los granos de cereales, toneladas y toneladas de
alimento que atravesarán el mar para llegar a destinos distantes; riqueza de
otros y para otros. Llegaron a un descampado. Yuyos, ratas y ellos. Nada
más. El hombre se detuvo. La luz apenas alcanzaba para remarcar lo
desolado del lugar y llevó a Alejandro a preguntarse si había hecho bien en
seguirlo hasta allí. El viejo se volvió hacia él. Mientras se acercaba le
brillaban los ojos. Alejandro comenzó a preguntarse si el brillo era producto
del contraste con la oscuridad o algo que le venía al viejo desde adentro, un
brillo relacionado con la determinación que ahora veía también en la forma
en que los músculos del rostro se le contraían, en cómo los labios se
apretaban, en la endurecida quijada con los pocos dientes que quedaban en
la boca apretándose unos contra otros. Todo eso veía Alejandro mientras el
viejo se le acercaba. No llegó a ver el cuchillo; al cuchillo lo sintió
demasiado tarde, cuando ya entraba en su cuerpo. Solo sintió la punzada en
el estómago y luego cayó al suelo.
DIARIO DE J. F. ANDREW
2 de noviembre de 1890
¿Marie oculta sentimientos hacia mí? Supongo que no, pero a veces la
descubro observándome con una mirada que conozco en las mujeres. No sé,
quizás sea solo una impresión. Pero me parece que guarda el deseo de que
nuestra relación pase a ser en algún momento de tipo amoroso. Pobre
chica, es lógico, soy para ella un referente, el faro que guía su vida
intelectual. ¿Cómo no va a sentirse atraída?
Negro atacó a Félix. Sabía que tarde o temprano iba a pasar: debe
odiarlo con toda su alma. Félix se distrajo y el niño le mordió la mano con
fuerza haciéndolo sangrar. Si no se lo hubiera sacado de encima con un
golpe, podría haberlo atacado en alguna zona sensible. Aunque Félix está
furioso, yo estoy contento. Me parece que es un adelanto.
DESPERTAR
—Gracias a Dios está bien.
La voz suena dulce, tranquilizadora. Cuando llega a sus oídos crea un
eco y ese eco se convierte en una melodía, una secuencia de notas
armónicas que sigue una cadencia casi imperceptible, sin el compromiso en
la constancia que suele significar el ritmo, sin corcheas, negras o blancas, es
un pulso más cercano al ritmo de la vida. Ese que sincroniza la respiración
con el fluir de la sangre, la rotación del Sol con el crecimiento de un
helecho, la marea y el pestañear de unos ojos que la contemplan. Como la
melodía es ejecutada por la voz humana, cada nota está cargada de un sinfín
de sentimientos que ningún otro instrumento podría lograr. En sus ojos
cerrados, la melodía se viste con colores tenues y de paleta cromática de la
carne; de ahí el calor que sien al escucharla, como si fuera un líquido tibio
que entra su cuerpo por los oídos para llegar al torrente sanguíneo y
revitalizarlo en su extensión. Se deja invadir por la dulzura y siente cómo el
calor se concentra en su pecho, que de a poco se va expandiendo. Ya no es
una cueva cerrada donde apenas pasa el aire, ahora su pecho es una
extensión de tierra firme abierta al cielo interminable; una postal horizontal
y vertical mente infinita. Y en el cielo de su pecho y de esta ensoñación
musical, surge como un rayo algo inesperado: el sentido. La melodía, que
ya era dulce, que ya era cálida, que ya era viva, se completa cuando cobra
sentido, y no es el sentido de las palabras el que entiende, porque las
palabras se le escapan, no existen para él, solo existe la música, y si la voz
dice «Gracias a Dios está bien», él entiende exactamente eso pero
musicalmente, y si las palabras transmiten preocupación, afecto, amistad, la
música maneja un sentido más profundo, pleno, único, sin divisiones, un
sentido que lo arropa y crea ese cielo interminable en su pecho abierto en el
que, de ser posible, se quedaría a vivir por siempre.
Cuando Alejandro abre los ojos descubre que está solo. ¿Y la voz?
Entonces recuerda a Joseph y el puerto: estuvo a punto de morir. ¿Cómo
llegó a su cama? Una punzada en el costado derecho le quita la fuerza.
Lleva la mano a la parte de su cuerpo de la que viene el dolor y encuentra
que tiene el abdomen vendado. Se concentra en su estado de salud solo para
poder concentrarse en algo. Con esfuerzo, quita la venda y observa la
herida. Se alegra al cubrir que no es muy profunda. Por un momento se
inca, pero después recobra el equilibrio. ¿Quién curó su herida? ¿Quién lo
salvó y lo sacó de las manos del cuchillero? Tiene que volver al puerto y
encontrar a ese hombre. Da unos pasos por el cuarto para comprobar si
puede caminar con facilidad. A cada paso siente un pequeño tirón en el
abdomen. Abrocha los botones de su camisa y nota una mancha de sangre
que quedaba tapada con el saco puesto. Busca sus zapatos; pasa su mano
por el pelo revuelto y se prepara para salir.
Aunque quince minutos después está en la calle, al puerto nunca llega.
Con solo poner un pie afuera, Alejandro sabe que pasa algo raro. Lo nota en
el aire, un malestar que asciende desde los rostros crispados cruza la calle,
llena el clima denso y opresivo de la tarde. Ojos entrecerrados, labios
retorcidos por el asco; temor en los pasos rápidos, apurados por llegar a
casa o al trabajo.
Hacía tiempo que Alejandro había descubierto entre la ciudad y él un
compromiso no escrito que lo obligaba a sentir en carne propia cada
desgracia que le sucediera a la urbe. No sabía si esta relación se daba entre
todos los hombres y el lugar en el que vivían; pero él sufría cada herida que
la ciudad recibía. Buenos Aires y Alejandro estaban atados en un pacto de
sufrimiento mutuo. Si ocurría una inundación, un incendio, un derrumbe,
sin importar que fuera cerca o hubiese conocidos afectados, Buenos Aires
se lo hacía saber en el modo en que el viento golpeaba contra su ventana, en
la frialdad con que las baldosas recibían a sus pies y en modos inefables que
no se daban a través de ningún ejemplo sensitivo. Pero ¿sufría Buenos Aires
las desgracias que le ocurrían a él? Cuando él era el incendiado, el
inundado, el derrumbado, ¿a Buenos Aires se le achicaba el corazón hasta
sentirse inútil?
Corre hasta un canillita para comprar el diario. El pobre niño sufre un
breve instante de temor al ver a Alejandro: una prueba más de que algo raro
pasa. Alejandro le saca un diario de la mano. La tapa está dedicada a un
caso policial. Las letras de molde parecen haber sido creadas especialmente
para escribir esa noticia, esa y ninguna otra. El horror salta de ellas como
chispas y Alejandro lee tan rápido que mezcla la primera línea con la
quinta, descifra varias oraciones a la vez, tratando de hacerse una idea
completa del cuadro y volviendo una y otra vez al espeluznante titular con
el que comienza la nota: «ATROZ CRIMEN EN EL PUERTO».
DIARIO DE J. F. ANDREW
4 de agosto de 1891
Esperaba que las drogas tuvieran un efecto más profundo en Azul. Es
una niña distraída, una pequeña mística, podríamos decir, pero yo esperaba
algo más… Últimamente estoy aplicando en ella una nueva técnica:
enseñarle en sueños. Mientras duerme me siento a su lado y voy
transmitiéndole conocimientos de la más diversa índole. Hablo en tono
pausado y claro, repitiendo varias veces cada frase para que quede
grabada en su memoria. Después, cuando está despierta, sondeo si lo que
le he dicho en sueños quedó registrado en su conciencia.
Ahora que Verde está leyendo, debo tener mucho cuidado en la
selección de los conocimientos que le imparto. Con sus cinco años no
puedo darle nada demasiado complejo, pero además debo cuidar que sus
lecturas no contradigan la idea del mundo que le he transmitido. Es muy
importante que siga creyendo que los niños pasan encerrados la primera
parte de sus vidas hasta que están listos para afrontar el mundo exterior:
Esa idea es la que lo mantiene tranquilo y estudiando. Por eso, tengo que
descartar todo libro en el que se hable de niños libres. ¡Y en la mayoría de
los libros infantiles los niños juegan, salen al exterior, tienen madres, van a
la escuela! Me he visto en la obligación de reescribir las historias que le
doy. He tomado cuentos clásicos y los he adecuado a la visión del mundo
que tiene Verde. Reescribí Hansel y Gretel, sin Gretel y sin padres. La
terrible aventura con la bruja que quiere comer a Hansel sucede cuando el
niño escapa del cuarto donde está encerrado, estudiando.
A Blanco, en cambio, sí permito que su nodriza le lea esos libros para
niños que, en mi opinión, no son más que manuales de adaptación sumisa a
las normas sociales. Ser bueno, respetar a los mayores, preocuparse por los
demás, el valor de compartir: la escuela de la mediocridad.
LA OBRA
Los vecinos del puerto fueron rodeando la obra a medida que llegaban.
Primero uno, después otro, formaron un semicírculo contemplativo a su
alrededor. En el centro de lo que antes era un descampado desolado, la obra
brillaba bajo el sol matinal. Primero ganó la curiosidad. Si se acercaron, fue
porque intuyeron que algo extraño sucedía. Ninguno de los presentes llegó
a preguntarle a su compañero «¿qué es esto?», «¿quién lo puso aquí?»,
«¿cuándo apareció?». Porque en quien contemplaba la obra la curiosidad y
la sorpresa daban paso rápidamente al deslumbramiento frente a la belleza y
a una sensación de paz y sosiego, completamente absurda si se tenía en
cuenta el origen violento de la obra. Parecía estar ahí para despertar, en
quienes tuvieran el honor de estar frente a ella, los más sublimes
sentimientos.
El rojo y el azul eran los colores predominantes; los mismos rojo y azul
que cualquier pintor aconsejaría no combinar, colores opuestos y hasta
enemigos: el rojo es cálido y se expande; el azul es frío y se contrae. Pero
en la obra no solo no competían, sino que se potenciaban y hasta se
explicaban uno a otro. Había también signos lineales, filiformes;
indicaciones de posibles movimientos, Triángulos, círculos y cuadrados
estaban unidos por un criterio imposible de explicar, pero presente. Y si era
un conjunto de formas y colores sin sentido, ¿por qué transmitía esa
sensación de plenitud, de profundidad espiritual? ¿Por qué esa señora,
apenas vestida con un pedazo de tela carcomida por las polillas y que en sus
continuas privaciones y luchas por la subsistencia jamás tuvo tiempo para el
vuelo del espíritu, excepto quizás en el rezo por un hijo enfermo, sentía
ahora una emoción olvidada o nunca conocida?
Arte. La idea fue haciéndose espacio poco a poco en sus mentes. Lo que
estaban viendo era arte. Poco sabían ellos de arte; el arte jamás había
formado parte de sus vidas. Y si la obra no representaba nada, si no había
en ella figuras, ni escenas, ni historia, y era solo una explosión de colores y
texturas, ¿cómo podía ser arte? Los vecinos del puerto, pobres y
analfabetos, no se hicieron la pregunta en estos términos porque las
reflexiones sobre el arte no entraban dentro de sus posibilidades; pero,
justamente, como no había en ellos esa reflexión, sabían que era arte. No les
importaba que hasta ese momento el arte fuera esas tristes esculturas de
hombres a caballo, bustos y gente desnuda rompiendo cadenas; eso estaba
muy bien, pero esto era otra cosa. Y esto era arte.
Felices, exultantes, embriagados, con ojos ávidos recorrían la obra de
punta a punta prestando atención a todo menos a su origen material.
Querían demorar el mayor tiempo posible la comprensión de lo sucedido
para poder así disfrutar de la obra. Por unos instantes, lo lograron. Luego —
lo que desde un primer momento era evidente— se volvió ineludible que
ese rojo furioso era sangre, que esa columna que se elevaba en el centro
estaba formada de intestinos y huesos, que esa explosión de colores eran
vísceras y fluidos, y que cada elemento de la obra había formado alguna vez
parte de un hombre vivo. Recién entonces se oyeron los primeros gritos.
DIARIO DE J. F. ANDREW
3 de junio de 1892
Azul: desde que le he hablado del mundo exterior, de las diferentes
tierras y seres vivos que hay más allá de su habitación, está convencida de
poder viajar a esos lugares con solo cerrar los ojos. Se sienta en su camita
y pasa horas soñando despierta. Luego, me cuenta unas increíbles
aventuras que por lo general dejan al descubierto su pobre y errada
concepción del mundo. Por ejemplo, está convencida de que es posible
caminar sobre el agua. ¡Si supiera la antigüedad de esta idea! Pero en ella
no responde a un simbolismo religioso, sino que al observar las
ilustraciones sobre el mundo marino que le traje, intuyó —con cierta lógica
— que el agua capaz de levantarse sobre sí misma y formar olas y espumas
era de una categoría muy distinta al agua que ella conoce, la que Marie
usa para bañarla o la que le damos de beber. Y si en las ilustraciones las
olas se alzan como amenazadoras montañas, ¿por qué no se iba a poder
caminar sobre ellas?
Marrón: se lo ve algo deprimido, falto de voluntad, pero al menos su
comportamiento es completamente perruno.
Verde: su cuarto es el único que tiene una pequeña ventana que da al
jardín. Me pareció buena idea que tuviera ese mínimo contado con el
mundo exterior, principalmente para que recibiera algo de sol y aire fresco.
Marrón tiene mucho más espacio y luz en su galpón perrera; para lo que
pretendo de Negro sería perjudicial; y a Azul, la pobre Azul, le vendría bien
un poco de sol, su piel es tan blanca que parece una estatua, pero todo no
se puede, una ventana en su cuarto daría a la calle con el riesgo de que
pasase alguien. Últimamente, la obsesión de Verde con la ventana le ocupa
la mayor parte del día. Parado en puntas de pie, mira y mira hacia afuera,
a veces directo al sol, lo que de seguro no es bueno para su vista. Pero
¿qué puedo hacer? Si clausuro la ventana ahora, moriría de la tristeza.
Blanco: lo he internado en un colegio pupilo. Así que por un tiempo
puedo olvidarme de él. Un problema menos.
Negro: la semana pasada lo enfrentamos a un perro salvaje y acabó
con él en pocos minutos. Sigue con la desagradable costumbre de jugar con
los cadáveres; por ahora lo dejo.
EL CUERPO HUMANO
Alejandro tenía en su cabeza demasiadas preguntas sin resolver. Al
misterioso regreso de los niños secuestrados y lo surgido en la sesión de
hipnosis con Amira, se sumaba ahora un asesinato. Y también, el deseo de
descubrir quién lo había salvado del cuchillo de Joseph. Necesitaba a
alguien que lo ayudase a pensar y por el momento solo contaba con
Máximo Landore.
Se encontraban en la confitería La Ideal, en una mesa apartada.
Alejandro le había pedido a Máximo que se vieran allí.
Observándolo fuera de la habitación de su hotel, en un ambiente tan
poco habitual para el hipnotizador como una confitería, Alejandro pensó
que era un tipo bastante raro. Esta impresión se hizo más fuerte cuando el
hipnotizador pareció entusiasmarse mientras Alejandro lo ponía tanto de las
novedades y le explicaba cómo había descifrado lo dicho por Amira en la
sesión de hipnosis hasta encontrar en el puerto a Joseph, el cangrejo
gigante, y cómo el antiguo marinero había intentado matarlo, para unas
horas después aparecer muerto.
—Leí algo sobre ese crimen en los diarios, no sabía que usted estuviera
involucrado…
—Y no lo estoy.
—¿Está seguro de eso?
—No sé lo que pasó. Estaba vivo.
—¿Y luego?
—Solo sé lo que leí en los diarios: alguien lo asesinó en el mismo
descampado en el que yo estaba, ensañándose especialmente con el
cadáver…
—Sí. Dicen que no fue un asesinato normal, que fue algo… artístico.
La palabra artístico quedó flotando en el aire durante un incómodo
silencio. Cerca de ellos, contra una pared, descansaba el busto de algún
prócer. En la otra punta del salón, una ninfa o alguna otra representación
idealista de la femineidad alzaba sus brazos al cielo. Eso era arte. Sin
embargo, lo encontrado en el puerto tenía poco que ver con esa clase de
arte.
—El cuerpo humano es tan poca cosa… —dijo Máximo.
—¿Perdón?
—¿No es ese el motivo de todos nuestros sufrimientos? Somos capaces
de soñar lo que no podemos realizar. He ahí la desgracia del hombre. Puedo
imaginarme levantando vuelo, y si me esfuerzo, puedo sentir ahora mismo
el aire golpeando contra mi rostro mientras me remonto al cielo. Sin
embargo, si me subo a lo más alto de este edificio y salto, ambos sabemos
que terminaré estrellado contra el piso. ¿Por qué?
—¿Porque no es un pájaro?
—No, hombre, le hablo de otra cosa. ¿Cómo es posible que seamos más
en nuestros sueños? ¿Qué nos impide superarnos?: nuestro cuerpo. Hay
quien se admira, con razón, de las cualidades del cuerpo humano y su
innegable armonía. Y no hay dudas de que se trata de una maquinaria
extraordinaria, tan extraordinaria como el cuerpo de una ballena, el de un
león, o el de una lombriz. Y sin embargo, mi alma es tanto más… y digo la
mía porque la suya no la conozco, ni la de nadie más, ni siquiera sé si las
almas existen; me refiero con alma a este conjunto de impresiones que soy
yo. ¡Y es tan increíble! Le aseguro que, si no fuera por mi cuerpo, podría
volar. Le digo más: si no fuera por mi cuerpo sería un extraordinario
pianista, un atleta de excepción y un gran bailarín, porque si no fuera por mi
cuerpo, mi alma no tendría límites. ¿Me sigue?
—La verdad es que no…
—Vamos, ¿no siente por momentos una fuerza descomunal, totalmente
desproporcionada con respecto a la que su cuerpo tiene? Cuando se enoja,
por ejemplo, ¿no siente que sería capaz de incendiar el universo entero si
pudiera hacer salir de su cuerpo el fuego inmenso que lo posee?
—No entiendo a qué viene todo esto…
Por un momento Máximo pareció decepcionado.
—El alma de un dios en el cuerpo de un animal: esa es la desgracia del
ser humano.
—Ajá. ¿Y qué tiene que ver eso con el asesinato?
—Piense en lo que el asesino hizo con el cuerpo. ¿No es esa una forma
de acabar con el límite del que le hablo? ¿No intentaba el asesino convertir
el cuerpo humano en algo grandioso? Al transformar el cuerpo de su
víctima en una obra de arte, ¿no buscaba expresar lo que realmente es el ser
humano? Convirtió el cuerpo de un viejo borracho en algo maravilloso,
extraño, inexplicable. Como el alma.
—Sí… un viejo borracho que hasta hace poco estaba vivo, y aquí la
cuestión es filosofar menos y descubrir quién lo asesinó y por qué.
—Estoy tratando de pensar como la persona que cometió el crimen.
¿Prefiere que piense que esto es obra de fantasmas o de seres malignos
escapados del infierno y que a usted lo rescató un grupo de ángeles?
—No…
—A mí me gustaría; tengo debilidad por lo fantástico, aunque hasta el
momento mi vida haya sido estrictamente realista…
Alejandro interrumpió a Landore.
—Ese anciano era Joseph, el cangrejo gigante del relato de Amira, de
eso estoy seguro. Por lo tanto, quien lo baya matado lo hizo para que no
hablara. Por ahora, lo único que podemos hacer es realizar otra sesión de
hipnosis con Amira. ¿Está de acuerdo?
—Le dije cuando lo conocí que lo más probable era que su amiga
estuviese mintiendo, pero los últimos acontecimientos me están empujando
a creerle. Así que cuente conmigo; haremos otra sesión.
DIARIO DE J. F. ANDREW
23 de julio de 1893
¡Qué rápido crecen los niños! Pasar la vida entre ellos es estar frente al
constante recordatorio de nuestro propio envejecimiento. Porque si pienso
en el día en que los trajimos a la casa —¡esos bebés regordetes que no
sabían caminar!— y los miro ahora, grandes, formados, llego a la
inevitable confirmación de que el tiempo pasa, aunque para mí esté fresco
el recuerdo del comienzo de esta aventura.
Ya tienen nueve años. Azul es una mujercita en miniatura; Verde, tan
solemne, me sorprende cada día con su lucidez e inteligencia; Negro se ha
convertido en lo que esperábamos, una auténtica máquina de matar. En
cuanto a Marrón, a veces al verlo me olvido de que estoy frente a un ser
humano; y de Blanco, ¿qué puedo decir? Que ya es todo un bobalicón,
como la mayoría de los chicos normales de esa edad. Pero nuestra tarea
continúa. ¡No hay que bajar los brazos! Recién estamos empezando, solo es
el punto de partida para que estos chicos se conviertan en seres realmente
únicos y extraordinarios. A través de ellos sabremos más sobre lo que
oculta nuestra mente, y sobre nuestro instinto y nuestras verdaderas
capacidades, más que nunca antes en la historia.
Me descubro fantaseando con que los niños son grandes y me felicitan y
me agradecen lo que hice por ellos. Que entienden que han sido parte de
algo maravilloso. Cuando ese día llegue, cuando podamos vernos a la cara
como iguales y entiendan la maravillosa misión que he cumplido con ellos,
creador y obra se reconocerán mutuamente, ya no habrá distancia entre
nosotros, y solo quedará el orgullo de la tarea cumplida.
EL PARQUE LEZAMA
Aunque no viajaba mucho, en una oportunidad había intentado escapar
de la ciudad. Con la excusa de una propuesta de trabajo en un diario local y
veintidós años recién cumplidos, Alejandro se fue a vivir a un pueblito en
las afueras de Córdoba jurándose no volver. Su padre había reprobado la
mudanza, por supuesto.
Durante dos años, lo logró. En una casita humilde pero acogedora, pasó
los años cordobeses preguntándose por qué no había decidido emigrar
antes. A la distancia, la vida que llevaba en Buenos Aires se le hacía insana.
Lo suyo era el campo; el cielo despejado, el tiempo transcurriendo con
lentitud. En Córdoba descubrió que prefería los zigzagueantes caminos de
tierra a las calles marcadas a cuadrícula; el canto de los pájaros a los gritos
de los canillitas; las bocanadas de aire seco a la constante sensación de
ahogo que le producía caminar por el centro. Sin embargo, con voluntad no
alcanzaba, y si él prefería la naturaleza, la naturaleza no lo prefería a él: no
lo querían ni el cielo abierto, ni el arroyo zigzagueante, ni el pájaro cantor.
Se lo hacían saber a cada rato. Si el pájaro cantaba era por el terror que le
producía su presencia, si el paisaje era despejado era para esquivarlo, si la
tarde era calurosa era para sofocarlo. No hizo un solo amigo y las mujeres
pasaban a su lado como si fuera invisible.
Aguantó todo lo que pudo. Finalmente supo que, aunque nada quería
menos, tendría que volver a la capital.
Cuando llegó, Buenos Aires lo recibió con una sonrisa. En poco tiempo
rehízo sus relaciones y consiguió trabajo. La ciudad era buena con él y con
esa bondad buscaba humillarlo. Si antes la gran ciudad había accedido a ser
abandonada era para demostrarle que, tarde o temprano, volvería
arrepentido a su regazo.
Fue en ese regreso que el contrato entre Buenos Aires y Alejandro tomó
forma. Era bastante más complejo que un simple pacto de mutuo
sufrimiento e incluía muchas cláusulas. Pero había un lugar que Buenos
Aires entregaba a Alejandro, un regalo para él y nadie más, sin importar que
fuera público y que por allí transitaran cientos de personas: ese lugar era
suyo y era el corazón de Buenos Aires, no corazón en el sentido de centro o
de territorio de mayor importancia; corazón por escondido, por íntimo. Era
el sitio en que Buenos Aires se mostraba a Alejandro sin artificios, sin
pompas, en su bella intimidad. Ese lugar era el Parque Lezama. Por eso,
cuando le ofreció Amira ir a pasear por el parque, lo hizo con la intención
de mostrarse tal cual era, de sincerarse ante ella: recibirla en su intimidad
abriéndole las puertas de su pequeño reino de lomas y árboles de raíces
retorcidas. Y al mismo tiempo, buscaba contemplar a Amira. Porque el
parque tenía una cualidad que Alejandro apreciaba por encima de cualquier
otra luz. Era probable que solo él lo notara o que el efecto se debiera a la
familiaridad que tenía con el paisaje, pero la luz del parque no se parecía a
ninguna otra. En el parque no se podía mentir, no a Alejandro al menos. Y
bajo esa luz particular, pudo confirmar lo que ya sabía: Amira era hermosa.
—Amira, creo que tendríamos que realizar otra sesión de hipnosis.
Tardaba en responder. O eso parecía cuando separaba sus labios
lentamente y permanecía en silencio, como dándole vueltas a lo que iba a
decir, como si no pudiera encontrar las palabras adecuadas o se arrepintiera
antes de pronunciarlas. O quizás no, quizás hablaba con palabras
silenciosas, en una frecuencia no perceptible para el oído común, con
palabras únicas y bellas que nadie podía oír y recién después agregaba
palabras de las sonoras, de las comunes, para aquellos que no habían podido
escuchar lo que realmente había dicho.
—Yo… no sé si quiero…
—¿Por qué? ¿Fue una experiencia dolorosa?
—No, no lo fue, pero… ¿es realmente necesario?
—Creí que lo que más quería era recordar…
—La otra noche tuve un sueño. Usted y yo paseábamos por la ciudad,
que estaba más hermosa que nunca, porque no solo había coches y edificios
en las calles, sino también animales de todas las especies y árboles y flores,
y nosotros caminábamos y conversábamos, cuando de repente aparecía en
el cielo el águila, ya no en la jaula sino libre, volando libre, como usted dijo
que prefería. Y yo le hacía señas, le decía: «Ahí está el águila», y usted no
oía, me miraba pero no oía. Entonces el águila bajaba desde el cielo y con
sus garras, que eran gigantescas, lo tomaba a usted y se lo llevaba. Se lo
llevaba volando. Lo veía desaparecer en el cielo mientras el águila se
elevaba más y más…
—¿Y por ese sueño no quiere hacer otra sesión de hipnosis?
—Supongo que me preocupa lo que pueda pasarnos, a usted y a mí, si
seguimos adelante con esto.
—No se preocupe, Amira. No hay que prestarles atención a los sueños,
nada va a pasarnos.
Dejó a Amira en la casa de sus padres luego de combinar una segunda
sesión de hipnosis. Ya se había hecho de noche. Caminaba volviendo a su
casa cuando entre las sombras le pareció ver a alguien. Estaba a más de
cincuenta metros, parado en una esquina. Era bastante tarde y no había
nadie más en la calle. Aunque estaba lejos, lo que le llamó la atención fue la
inmovilidad del personaje. No iba ni venía. Estaba parado, sin más.
Alejandro caminó hacia él. El hombre no se movió. Al verlo con más
claridad, descubrió que llevaba un sombrero viejo, un traje muy gastado y
que tenía una posición corporal extraña, demasiado encorvada. Siguió
caminando. Entre las sombras, pudo ver el rostro. Descubrió un detalle
perturbador: el hombre tenía la boca abierta y media lengua afuera. Colgaba
la lengua y densos hilos de saliva caían sobre la camisa y el traje. Alejandro
caminó más rápido. El hombre se dio vuelta y comenzó a irse. Caminaba de
una forma extraña, forzada. Ahora sabía quién era. No lo había reconocido
por la ropa. Alejandro empezó a correr. Se estaba acercando. El hombre se
dio vuelta y, por un segundo, a Alejandro le pareció que sonreía. Luego,
cambió su posición y, corriendo en cuatro patas, se perdió en la oscuridad
de una calle de Constitución.
DIARIO DE J. F. ANDREW
25 de diciembre de 1893
Creo que Marie no ha tomado a bien mi idea. ¿Anoté ya en este diario
que la casé con Joseph? Me pareció que era lo mejor. El hombre y la mujer
han sido creados para estar juntos, y si entre mis seguidores tengo hombres
y mujeres (aunque la única mujer por ahora sea Marie), ¿por qué no van a
casarse entre ellos? ¿Qué mejor manera de continuar con nuestra tarea
que creando familias? Y de paso soluciono el problema de Joseph: una
buena mujer, como Marie, es la receta ideal para su mal Él es algo mayor
para ella, pero creo que eso es bueno en una pareja. Los problemas de
Joseph —su inestabilidad y el alcoholismo— encontrarán en Marie un
límite que los haga retroceder. La llamé a mi despacho para informarle la
noticia. Cuando entró se la veía muy contenta, pero su rostro fue
desfigurándose a medida que iba entendiendo. Pude ver su mueca de asco
mientras le hablaba de Joseph. Le expliqué que lo importante era que
Joseph es uno de los nuestros y ya que tarde o temprano, como mujer que
es, tendría que casarse, ¿qué mejor que hacerlo con un hombre de mi
confianza como Joseph? Le recordé que había jurado seguirme hasta las
últimas consecuencias y obedecer mis mandatos. «Sí, por supuesto»
respondió ya llorando. Dio media vuelta y se fue.
Celebramos la boda una semana después. Oficié de juez. Si un
sacerdote tiene el poder de unir matrimonios, ¿por qué no yo? Brian y
Félix fueron los testigos. Como una humorada, hice jurar a Joseph y a
Marie sobre un ejemplar de On the Origin of Species de Darwin. Los
muchachos rieron un buen rato. Después la pareja se retiró a sus
aposentos. A Marie se la veía asustada. Espero que Joseph haya sido suave
con ella.
MARIE
Flores era un lindo barrio. El oficial Ramírez pensó que si no cobrara
una miseria como policía, le gustaría comprar una casa en la zona. Estaba
un poco lejos del centro, pero pasaba el tranvía; había jardines cuidados y
las calles eran silenciosas. Un barrio tranquilo, con prolijas casas bajas,
como a él le gustaba. A una de esas casas se dirigía. La de la vieja y querida
Marie. De las muchas ancianas molestas con las que tenía que tratar en su
condición de policía, Marie era la menos complicada. Nunca nadie se
quejaba de ella ni ella de nadie. El oficial Ramírez ni siquiera la habría
conocido si no hubiera sido porque la anciana tenía grandes conocimientos
de medicina —había sido enfermera en su país natal, según le explicó de
manera apresurada— que habían salido a la luz una mañana en que un
vecino casi se mata usando unas tijeras de jardinería. Desde entonces, los
vecinos se habían acostumbrado a molestar a la vieja Marie con sus rodillas
sangrantes, sus uñas encarnadas, sus toses de medianoche. La anciana
rezongaba un poco, pero siempre terminaba dando un buen consejo con tal
de que la dejasen en paz.
Ese día el oficial Ramírez se dirigía a la casa de Marie porque los
vecinos habían comentado que durante la noche se había escuchado una
serie de ruidos dignos de un edificio en construcción. Nadie se había
quejado en realidad, tratándose de Marie podían hacer la vista gorda a una
noche de desvelo. Pero al ir a tocar la puerta, los vecinos no habían
obtenido respuesta y decidieron avisar a la autoridad.
El oficial Ramírez estaba acostumbrado a ese tipo de tareas a las que iba
gustoso. Por lo general era cuestión de llamar a la puerta, hablar con los
dueños, explicarles que los vecinos se habían quejado, pedirles que por
favor no hicieran más ruido, o que juntaran la basura, o no pelearan a los
gritos; en fin, que cumplieran con las reglas del buen convivir que estaban
quebrando, y listo. A lo sumo, si alguno se ponía terco, gritar un poco; en el
peor de los casos, amenazar con llevarlo a la seccional, algo que por
supuesto no iba a suceder con la silenciosa y parca Marie. Fácil, sin
problemas.
En cambio, los anarquistas… «Ese sí que es un problema grave»,
pensaba Ramírez. Había desarrollado un miedo irracional a los anarquistas.
Estaba convencido de que odiaban a los policías y deseaban verlos a todos
muertos. Para colmo, cualquiera podía ser anarquista. Había que andarse
con cuidado. Y la mejor manera de cuidarse era evitar la acción
dedicándose a tareas como la que le habían encomendado ese día.
Golpeó a la puerta y nadie respondió. Entonces sintió el olor. Un tufo
dulzón, tan fuerte que le hacía picar la garganta. No le costó mucho abrir la
puerta por la fuerza. En otra circunstancia no lo hubiera hecho, no tan
pronto al menos, pero el olor lo llamaba. Entró en la casa. Al principio solo
vio oscuridad. Y el olor. Porque al olor era como si pudiera verlo: una
humareda roja que provenía de la pared que estaba justo enfrente. Los ojos
se le fueron acostumbrando y la imagen en la pared comenzó a iluminarse.
El olor era su mensajero; el largo brazo con el que la imagen tomaba al
oficial Ramírez de la nuca y lo obligaba a contemplarla. Lo primero que vio
fue el gran triángulo central de texturas superpuestas sobre el que descubrió
un mundo de violetas y rojos ocultos. Ahora la imagen se ampliaba, como si
de ella misma surgiera la luz, y Ramírez pudo contemplar el cuadro entero:
sobre su base, el triángulo chocaba con un círculo que del enfrentamiento
salía herido y goteaba líneas que en su recorrido cobraban vida y salían
disparadas hacia el extremo izquierdo de la pared. Una media luna azul
contemplaba la lucha entre el triángulo y el círculo desde una esquina
mientras acunaba un trapecio de huesos molidos y sangre coagulada. El
cuadro —si es que a eso se lo podía llamar cuadro— era imponente por su
tamaño y por su vocación de esencia, como si fuera la primera vez, que esas
formas y esos colores eran pintados.
El oficial Ramírez cayó al piso, pero no dejó de mirar. Los ojos
permanecían abiertos, negando el deseo del cuerpo, que pedía escapar. Las
rodillas en el suelo y las manos sobre los muslos: la actitud del que reza
ante un ídolo. El rostro compungido, las lágrimas que comienzan a caer. En
un instante, un estallido de sensaciones formaron en Ramírez una zona
franca, libre de pensamiento, permitiendo que convivieran, en igualdad de
peso, sentimientos contrapuestos: la subyugación ante la belleza junto al
horror a la violencia; el amor al sublime misterio de la vida y la
repugnancia ante la carne podrida; el orgullo de la trascendencia que solo el
hombre posee y la vergüenza por lo que con esa trascendencia se hace. Y
sobre estos sentimientos, la certeza del crimen. Porque desde el primer
momento Ramírez entendió la obra. Supo que esa explosión de colores y
formas puras estaba compuesta por sangre, vísceras y huesos humanos. Lo
supo por cómo reaccionaron su sangre, sus vísceras, sus huesos.
Cuando la conciencia de sí mismo volvió, el oficial Ramírez se
descubrió de rodillas y llorando, como si hubiera estado en la iglesia en su
día de mayor fe. Reaccionó como si se hubiera descubierto adorando a un
ídolo infernal: tambaleando se levantó, se dio vuelta y comenzó a correr. En
la calle, la gente lo siguió con curiosidad; no todos los días se ve a un
policía corriendo y llorando. Lo que no sabían era que, en ese momento,
Ramírez ya no era un policía; más bien era un fantasma que ha visto el
futuro.
Mientras corre, Ramírez no recuerda ya su temor a los anarquistas
porque acaba de presenciar con sus propios ojos algo que le resulta más
oscuro que la falta de orden; aunque no podría expresarlo en palabras, sabe
que acaba de contemplar el nacimiento de un nuevo orden, despiadado,
cruel e incomprensible, un nuevo orden que para nacer necesita destruir lo
establecido y crear con sus vísceras.
DIARIO DE J. F. ANDREW
26 de noviembre de 1894
Le traje a Azul un nuevo regalo. Uno de esos hormigueros de vidrio en
los que pueden verse la actividad de las hormigas y sus laberínticos
pasillos y cámaras. Por supuesto que le encantó. Me abrazó con tanta
fuerza que creí que no me soltaría jamás. En su mirada había gratitud,
admiración y… amor.
Continuando con el amor: ayer pasé la tarde con Blanco. Él estaba con
sus juguetes y yo con mis libros, cuando de repente dejó lo que estaba
haciendo, vino y me abrazó. «Te amo, papá», dijo. Fue completamente
distinto a lo sucedido con Azul. En este caso sentí repugnancia. ¿Qué puede
saber ese niño sobre el amor? ¿Quién le ha enseñado esa palabra, en
primer lugar? Solo repite fórmulas que oyó a otros niños o a otros adultos.
Nada tiene que ver con el amor que había en los ojos de Azul: el de Blanco
es un amor de novela, de lugar común, el niño que se abraza a su padre y le
dice «te amo, papá». Tan pequeño y ya carece por completo de
personalidad, es solo otra oveja para engrosar el rebaño.
En cuanto a Negro, tuvo esta semana una dura prueba. Soltamos en su
cuarto a un lobo. Elegimos a uno pequeño, pero resultó ser bastante
salvaje. Por un momento evalué intervenir. Finalmente, Negro pudo
matarlo con sus propias manos, aunque quedó seriamente malherido.
Marie se puso de inmediato a trabajar en sus heridas. Como compensación,
he dejado en un rincón el cadáver del lobo para que Negro pueda jugar con
él cuando se sienta mejor.
RASCÁNDOSE CON UN PALO
Se podría decir que el segundo crimen pasó desapercibido. Con los
festejos del Centenario tan cerca, la prensa no tenía lugar para noticias que
desentonaran con el espíritu alegre y orgulloso. Los mismos titulares con
los que la noticia se comunicó contribuyeron a su pobre impacto: «El
asesino del puerto ataca de nuevo». A los periodistas, que necesitaban sus
mejores ideas para la Argentina centenaria, no les importó que el segundo
asesinato hubiera ocurrido en Flores, bastante lejos de la zona portuaria; a
falta de un nombre mejor, el asesino continuaría siendo «el asesino del
puerto», sin importar dónde cometiera sus crímenes. Tampoco por parte del
gobierno se tomó el caso con seriedad. La cantidad de invitados extranjeros
presentes empujaba a relativizar toda nota negativa. No se indagó, por
ejemplo, si había alguna relación entre las dos víctimas y tampoco parecía
interesar que ambos fueran extranjeros de los que ni siquiera se conocía su
verdadera identidad. La nueva víctima era una mujer mayor. Los vecinos la
conocían como Marie, aunque no se encontró documentación que probara si
este nombre era real, o cuál era su apellido. Vivía sola y casi no recibía
visitas. Lo único destacable sobre su persona era que sus conocimientos
médicos parecían ser bastante más profundos que los de la mayoría de las
enfermeras.
Alejandro no sintió esta vez ninguna alarma oculta en la ciudad. Se
enteró de lo sucedido bastante después del mediodía y solo por la
costumbre profesional de leer los diarios de punta a punta como si fueran
libros. La forma tan particular de destrozar los cuerpos para crear obras de
arte unía el reciente crimen con el de Joseph. ¿Qué papel ocuparía esa
anciana enfermera en el pasado de Amira y de los otros chicos
desaparecidos? ¿Y quién estaba llevando adelante esos crímenes? ¿Y qué
hacía Dimitri corriendo en medio de la noche?
Esa misma noche se encontraron los tres nuevamente en la habitación
del Dr. Landore. La sala estaba a oscuras; apenas se veían los muebles en
los que estaban sentados. Rompían la penumbra los esporádicos brillos del
reloj, que oscilaba con el ritmo preciso que le daba la mano del
hipnotizador. Amira estaba sentada en la misma silla que la vez anterior: la
espalda recta, el pelo cayendo sobre los hombros, las manos cruzadas sobre
el regazo. Máximo le ordenó que inspirara y que espirara; la respiración de
Amira llenaba la sala con un ritmo pausado y parejo. La mirada comenzaba
a cansársele, tal como se lo ordenaba Máximo. Su respiración y el pendular
del reloj estaban completamente sincronizados: eran uno. Alejandro sentía
esta unión, de la que poco a poco iba quedando afuera, mientras Máximo
envolvía a Amira con su voz. De nuevo los diez escalones, de nuevo el
retroceder en el tiempo con cada paso… el cambio empieza a notarse en
Amira, casi como si el físico acompañara a la mente, como si rejuveneciera
a medida que se sumerge en el estado de hipnosis. Es la expresión del rostro
la que va cambiando, reflotan los gestos de la niña: las cejas se arquean, los
labios se contraen, las manos ya no descansan tranquilas sino que se
retuercen juguetonas. Amira desciende los escalones hacia su infancia y
Alejandro, sentado en su silla observándolo todo, es como si caminara a su
lado…
—Hola, Azul. ¿Dónde te encuentras?
—En mi habitación.
—Quiero que prestes atención a lo que voy a preguntarte. ¿Conoces a
una mujer llamada Marie?
—Marie se encarga de cuidarme. Siempre está triste. No me gusta
porque me pincha.
—¿Con qué te pincha?
—Agujas. Marie es la reina de las agujas.
—¿Ella es amiga de tu papá?
—Ella hace todo lo que Andrew diga…
—¿Y Andrew es tu papá?
—Yo lo llamo «papá». Brian es quien lo llama «Andrew».
—¿Y quién es Brian?
—Brian se rasca la panza con un palo y grita: «Sr. Andrew, Sr.
Andrew»…
Amira comienza a tararear una melodía que a Alejandro le resulta
familiar.
—«Ta-ta-ta ta-ta ta-ta»… rascándose con el palo… «Ta-ta-ta ta-ta ta-
ta»… y se rasca con el palo izquierdo… Una vez lo hizo para mí… yo no
sabía qué era… oía «ta-ta-ta ta-ta ta-ta» y pensaba que sería un pájaro, un
hermoso pájaro cantor… «ta-ta-ta ta-ta ta-ta»… pero era Brian… Joseph,
Marie, Félix y Brian le dicen «señor Andrew». Y yo lo llamo «papá».
—Azul, necesitamos tu ayuda para encontrarlo, es muy importante que
encontremos a Andrew…
—No van a poder… nadie puede… él viene cuando quiere. No van a
encontrarlo jamás.
DIARIO DE J. F. ANDREW
12 de marzo de 1895
Los niños y la música: Verde y Azul (supongo que también Negro y
Marrón) han descubierto la música gracias a Brian. Se ha comprado un
chelo para matar sus horas libres y nos tortura a todos con sus prácticas.
Recién está empezando, pero no creo que tenga cualidades.
Marrón: algunas tardes voy al galpón a jugar un poco con él. A tirarle
una rama y que vaya a buscarla, ese tipo de juegos. Otros días me llevo un
libro para leer y él se acurruca a mis pies. Tenemos una linda relación.
Verde: ya habla al menos tres lenguas, tiene sólidos conocimientos de
matemática, química, botánica (teóricos, por supuesto) y gramática. Yo a
su edad apenas si sabía algo de piano. ¡Lo que va a ser este niño cuando
crezca! Su futuro no tiene límites.
Ayer hubo una pelea entre Félix y Brian, ninguno de los dos quiso
decirme el motivo y debo confesar que tampoco me interesa demasiado. El
problema es que se pusieron a discutir en el pasillo. Mi idea es que habían
tomado de más, por eso no quieren decir nada sobre lo que pasó. El
problema fue que con sus gritos asustaron a Verde.
Fui a calmarlo. Le expliqué que no pasaba nada importante, que solo
se trataba de una discusión entre dos hombres adultos. Me respondió que
quería salir. Comenzó a repetirlo una y otra vez: «quiero salir», «quiero
salir», «por favor, déjeme salir», decía mientras las lágrimas caían de sus
ojos. Le volví a decir que los niños pasan siempre la primera parte de su
vida estudiando encerrados, y que cuando fuera grande por supuesto que
saldría. «¿Cuándo?», preguntó. «A los quince años», dije sin pensarlo
demasiado. Con eso logré calmarlo y pudo dormirse nuevamente.
BRIAN
Luego de dejar a Amira en casa de los Annuar, Alejandro volvió a lo de
Máximo. Los dos daban vueltas por el cuarto, tirándose de a ratos en algún
sillón, estrujándose el cerebro para encontrar la solución.
—¿Qué tenemos? —preguntó Máximo.
—Andrew… siempre Andrew.
Alejandro bajó la vista para contener la rabia.
—También tenemos nuevos nombres: además de Joseph el cangrejo y la
fallecida Marie, nombró a un tal Félix y a un tal Brian.
—Que se rasca la panza con un palo…
—Esa música que tarareaba Amira, la conozco…
—Sí, yo también.
Máximo se puso de pie de un salto y comenzó a revolver sus papeles
apilados en el piso.
—Claro que la conozco… alguna vez intenté tocarla… no hace mucho
que se me dio por aprender a tocar la guitarra, todavía soy bastante malo,
pero tengo por aquí algunas partituras… Acá está, creo…
Máximo tomó su guitarra y siguiendo la partitura ejecutó una versión
bastante precaria de la misma melodía que había tarareado Amira.
—¡Es esa! —exclamó Alejandro— ¿Qué es?
—Bach. Preludio de la suite número uno para chelo.
Los dos guardaron silencio un instante, acomodando la historia al nuevo
dato.
—Chelo… Brian se rascaba la panza con un palo… —exclamó
Alejandro— Brian tocaba el chelo…
—¡Bien!
—¿Dijo con el palo izquierdo, no? Quiere decir que Brian era zurdo…
Ahora fue Alejandro el que se paró de un salto y con el mismo impulso
tomó su sombrero y se dispuso a partir.
—Con esto tengo suficiente, lo mantendré al tanto de las novedades.
Deséeme suerte.
Dos días le llevó encontrarse frente a la casa del Brian del relato de
Amira. No había tantos chelistas en Buenos Aires, y menos zurdos.
Alejandro estaba en lo cierto al sospechar que entre las muchas cosas que
los zurdos tienen complicadas está la de tocar instrumentos, especialmente
un instrumento de orquesta como el chelo. Descubrió que en el caso de los
guitarristas era común mandar a dar vuelta las cuerdas para que la mano
izquierda lleve el punzar y la derecha la digitación. Pero con los
instrumentos como el chelo no era frecuente, pues equivalía a quedarse
fuera de cualquier orquesta. Se supone que el conjunto de cuerdas de una
orquesta debe apuntar sus arcos hacia el mismo lugar, y que un arco a
contramano de los demás destruiría la armonía visual del conjunto. Tan
poco frecuente era que un chelista encargara a un luthier un chelo adaptado
para manejar el arco con la mano izquierda que, luego de hacer unas pocas
averiguaciones, descubrió que en todo Buenos Aires había un solo chelista
con un instrumento de estas características: el Dr. Francisco Cook, hombre
de negocios retirado, chelista ocasional.
Pensaba seguir la misma rutina que con Joseph y presentarse sin previo
aviso, diciendo la verdad. Pero esta vez, cuando el supuesto Dr. Francisco
Cook le abrió, le echó una mirada a Alejandro y sin darle tiempo para
hablar, dijo:
—Está buscando al Dr. Andrew, ¿no?
Alejandro tardó unos segundos en contestar.
—Me da la sensación de que me esperaba… Brian.
A Brian no le sorprendió en lo más mínimo que conociera su verdadera
identidad. Se metió de nuevo en la casa, permitiendo que Alejandro lo
siguiera. Lo primero que llamó su atención al entrar fue un grupo de valijas
a medio llenar con ropa y objetos.
—¿Piensa irse de viaje?
—Por supuesto que sí. Con más razón después de su visita.
—¿Por qué?
El hombre observó sorprendido a Alejandro.
—¿A qué ha venido? —preguntó.
—Usted lo ha dicho: estoy buscando al Dr. Andrew.
Al oír esa respuesta dejó de mirarlo y continuó llenando sus valijas.
—Vaya chiste… Andrew está muerto.
—¿Qué quiere decir?
—No tengo tiempo que perder, le pido que se retire.
Alejandro perdió la paciencia. Se abalanzó y lo tomó por el cuello.
—Óigame bien, no estoy jugando. Me va a decir ahora mismo toda la
verdad sobre ese Andrew y dónde encontrarlo.
—Usted no entiende nada, nunca entenderá nada… ¿Qué quiere que le
diga?
—Para empezar, qué fue lo que hicieron con esos chicos.
—El Dr. Andrew quería hacernos mejores, ¿se da cuenta? Él quería
hacer un mundo mejor, pero para eso hay que correr riesgos, ¿entiende? Y
él no temía correrlos. Voy a darle un ejemplo práctico que Andrew siempre
usaba: ¿sabe usted quiénes construyeron las primeras carreteras, fuertes,
edificios, teatros, monumentos, en fin, toda construcción importante de
cualquier civilización?: los esclavos. Sin los esclavos no tendríamos ni
pirámides de Egipto, ni Muralla China, ni Partenón, ni pirámides aztecas.
Fue gracias a esa mano de obra gratis, obligada a trabajar hasta morir, que
la civilización humana dio un paso adelante. La esclavitud es moralmente
incorrecta, por supuesto, toda persona civilizada y moderna está de acuerdo
en eso, pero la realidad es que si nunca hubiera existido, el mundo no sería
lo que es. No habría avanzado. Le debemos mucho a la esclavitud.
¿Moraleja? A veces es necesario dejar la moral de lado para avanzar…
—¡¿Qué hicieron con esos chicos?!
—¿Qué es lo que nos hace ser como somos? —dijo Brian de repente—
¿Los padres que nos tocan, la educación que se nos da, el entorno en el que
nos criamos? ¿Cómo sería un niño que no conociera el concepto de muerte?
¿Cómo crecería una persona si no tuviera contacto con ningún otro ser
humano? Cada chico recibió una crianza especialmente diseñada por
Andrew. Pero cuando cumplieron quince años, escaparon. Nunca supimos
cómo. Eso es todo lo que hay para decir. La mayor parte del equipo del Dr.
Andrew huyó. Solo yo me quedé junto al maestro, hasta que él mismo me
echó. Y lo hizo para protegerme.
—¿Protegerlo de qué?
—Andrew temía la venganza de los chicos. Sabía que volverían a
buscarlo.
Brian tomó un conjunto de papeles de su valija. Se los mostró a
Alejandro sin dejar que los tocase.
—Me lo envió antes de suicidarse. Es su diario. Lo único que queda de
su valioso trabajo… lo único, después de tantos años de investigación de
una mente brillante…
—Démelo.
Alejandro quiso sacarle el diario, pero Brian lo sorprendió pegándole un
cabezazo. Mientras Alejandro trataba de recobrarse, el otro tuvo el tiempo
suficiente para acercarse a un escritorio y tomar una pistola del cajón.
Un paso más y lo mato —dijo Brian.
Esto no va a quedar así…
¡Por supuesto que no! Todo va a ser mucho peor…
DIARIO DE J.F. ANDREW
25 de diciembre de 1895
Encuentro en Verde algo… extraño. No sabría cómo explicarlo. Algo en
su mirada, seguramente fruto de tantos años de introspección. Tiene una
mirada espantosamente profunda. Cuando entro en su habitación, clava sus
ojos en mí y no los aparta hasta que salgo. Es algo inquietante, difícil de
explicar.
Marrón mató a los demás perros. A todos. Aún no sabemos por qué.
Calculo que fue el resultado de una lucha de poder o la típica pelea por la
comida (aunque había de sobra). ¿Por qué los mató? ¿Será que su
humanidad, al no poder expresarse, se manifestó en violencia? ¿Mató a los
perros porque no quiere ser perro, porque odia su condición? Por ahora lo
dejamos solo en el galpón. Me parece que no voy a traerle más compañía
canina. Ya no es necesario.
Ayer entré al cuarto de Negro mientras dormía. No solo juega con los
cadáveres de los animales. Con sus sangres, huesos y pie les ha llenado las
paredes con una especie de pintura. Creo que es un descubrimiento
importante. Observando esos ejercicios plásticos —por ahora no se me
ocurre llamarlos de otra manera— me di cuenta de que estaba ante un arte
libre de toda influencia, como ningún arte del mundo moderno puede
estarlo; un arte libre de concepto, libre hasta de la idea misma de arte: un
arte que no se sabe tal. Más primitivo aún que el arte primitivo, más
antiguo que las pinturas rupestres, pues en ellas podemos imaginar que
quienes las hicieron habían aprendido de otros: pero aquí no, este es el
momento mismo en el que el hombre inventa el arte.
AULLIDOS
Esa noche se emborrachó. Después de haber sido vencido por un
hombre un par de décadas mayor, no correspondía otra cosa. Deambuló por
los peores antros de la ciudad y, aunque era temprano, encontró algunos
amigos que le echaban en cara el que hubiera estado desaparecido las
últimas semanas. Llegó a su casa en un estado deplorable. Ni siquiera se
sacó los zapatos para tirarse a dormir.
Todavía era de noche cuando oyó el primer aullido. Un sonido
penetrante atravesando el silencio. Quiso pensar que era un sueño, pero los
aullidos continuaban, tristes y feroces. ¿Un lobo? ¿Un perro? Sonó otro.
Sufrió un escalofrío de irrealidad mientras salía de la cama y se asomaba a
la ventana para averiguar de dónde venían. La calle estaba vacía. Solo había
un hombre cerca del farol. Vestía un traje viejo y arrugado y un sombrero
que echaba sombra sobre la cara. El hombre levantó la vista para mirar
hacia la ventana de Alejandro y aulló otra vez Alejandro se quedó helado.
Cuando pudo reaccionar, bajó a la calle. A cada paso de Alejandro, Dimitri
iba agachándose hasta retomar la pose perruna. Entonces comenzó a ladrar.
Largaba unos ladridos secos que no llegaban a ser de perro: su sonoridad
era horriblemente humana. La saliva que salía de su boca le mojaba la
camisa y los ojos se le abrían acompañando cada aullido. Alejandro estuvo
a punto de darse vuelta y salir corriendo, pero Dimitri lo hizo antes.
Primero, dejó de ladrar y giró hasta darle la espalda. Luego comenzó a
correr en cuatro patas hacia el sur por las veredas angostas. Alejandro tuvo
que apurarse para no perderlo y se preguntaba cómo era posible que un ser
humano pudiera correr tan rápido en esa posición. Por momentos algún
farol lo iluminaba y Alejandro tenía la imagen de las piernas retorciéndose
con los pequeños saltos que daba al avanzar. El camino empezó a resultarle
familiar. Solo unas horas antes había atravesado esas calles. Dimitri se
detuvo frente a una puerta. La casa de Brian. Con una pata, con una mano
que usaba como pata, empujó la puerta. Estaba abierta. Luego volvió a
ladrar mirando a Alejandro. Después, dio media vuelta y se alejó.
Alejandro no sabía si entrar a lo de Brian, como parecía haberle
indicado Dimitri, o perseguir al hombre-perro, pero antes de que se
decidiera, Dimitri ya desaparecía doblando la esquina. Optó por entrar a la
casa. Estaba bastante oscuro, solo contaba con la luz que venía de afuera.
Pudo distinguir las valijas aún a medio llenar en el mismo lugar en que las
había visto a la tarde. La primera luz del día despertó un brillo rojizo en el
cuarto contiguo. Fue hacia allí. Estaba en las paredes, en el piso, en el
techo. Líneas y figuras que subían, bajaban, se retorcían y enfrentaban
explotando en formas y colores. La obra estaba fresca. Latía la vida en ella,
aún. En el centro del cuarto, justo en el medio, una extraña estructura se
elevaba a unos cuarenta centímetros del piso. En la base se encontraba la
cabeza de Brian. Tenía los ojos abiertos. La boca, también abierta, le daba
una expresión de infinito asombro. Sobre la cabeza, sus huesos apilados
formaban una especie de atril que sostenía unas hojas. Un manuscrito. El
diario de Andrew. Lo supo antes de leer una sola palabra. Mientras daba un
paso adelante y estiraba el brazo para tomar las hojas, supo que ese
movimiento también formaba parte de la obra. Estaba interpretando el papel
que el artista le había asignado.
DIARIO DE J.F. ANDREW
12 de octubre de 1898
Verde no habla más que de salir. Desde que le dije —para calmarlo—
que al cumplir los quince años los jóvenes terminan sus estudios y salen al
mundo, vive obsesionado con la llegada de ese momento. Cuenta los días
como un preso, lo que me resulta sumamente desagradable. Todavía faltan
dos años y medio. ¿Qué haré cuando la fecha llegue? Ya se me ocurrirá
algo.
Lo que requiere un trabajo enorme es adecuar los libros que le paso.
Tengo que tener mucho cuidado en que ninguna lectura delate mi engaño.
Por otro lado, resulta bastante complicado para el pobre imaginar,
figurarse las cosas que lee. Como no ha visto la mayor parte de ellas
(desde una flor hasta un edificio) tengo que explicarle cada cosa en detalle
para que pueda comprenderla. Últimamente encontramos un sistema que
nos ayuda: dibujar. Le he dado papeles y lápices de colores y le he
enseñado cómo usarlos. Luego, cuando yo le describo algo nuevo del
mundo exterior; él intenta dibujarlo para hacerse una imagen aproximada.
Algunos de estos dibujos son extrañísimos, casi parecen sacados de un
mundo alucinado y me demuestran cómo debo esforzarme en enseñarle
mejor para que comprenda lo que le espera afuera —¿lo que le espera
afuera?, ¿realmente he escrito eso?, ¿es que pienso dejarlo salir algún día?
—. En otros casos, sus dibujos se aproximan tanto a la realidad que me
sorprendo pensando si será acaso que el hombre carga ya desde su
nacimiento con una imagen del mundo, antes incluso de abrir los ojos. ¿Es
posible que ciertos entes —sol, río, montaña— estén grabados en nuestra
matriz más profunda, que sepamos de su existencia antes de verlos? ¿Será
parte de la herencia de las generaciones anteriores? ¿Una especie de fondo
de conocimiento común a todos los hombres?
Cada día paso más tiempo encerrado en mi despacho. Cada vez soy
menos constante con mi trabajo. La desidia va invadiéndome. ¿Por qué?
¿Qué me está pasando? Recuerdo cuando este experimento me
entusiasmaba, cuando me levantaba de la cama de un salto, ansioso por ir
a ver a mis muchachos. Ahora paso días sin verlos. Están bien. Verde es un
pequeño genio; Marrón, todo un perro; Negro, un asesino; Azul, una
mística. ¿Y qué? ¿De qué me sirve a mí? ¿Qué cambia? ¿Qué demuestra?
Dicen que Schubert dejó su Sinfonía en Si menor inconclusa porque estaba
enfermo (otros dicen que el entreacto en Si menor de la música de escena
para Rosamunda es en realidad el último movimiento). Yo creo que la
abandonó porque se dio cuenta de que, por más hermosa que fuera, no
serviría para nada, que no tenía sentido esforzarse, terminada o inconclusa
daba igual. Otra huella para que el viento borre. Espero levantarme de
mejor ánimo mañana.
24 de enero de 1899
Ayer fue un día importante: por primera vez, los chicos se vieron la
cara. Desde antes de empezar el proyecto había decidido mantenerlos
incomunicados al menos hasta los doce años, pero como ya todos
superaron esa edad me pareció que había llegado el momento adecuado
para presentarlos.
Por primera vez, Azul, Verde, Marrón y Negro salieron de sus cuartos y
se conocieron. Los junté en el jardín. Azul parecía no entender nada, pero
eso es habitual en ella. El sol enceguecía a Negro, estaba muy asustado.
Marrón permaneció a mi lado, como un perro fiel. Verde miraba
sorprendido a los otros. Supongo que Negro y Marrón lo asustaban y Azul
llamaba su atención. Le expliqué que eran sus hermanos, que también
estaban estudiando, aunque de una forma muy distinta a la de él. Los
cuatro estaban sorprendidos y asustados de encontrarse en el exterior.
Pude captar el instante en que Azul y Verde cruzaron miradas por primera
vez. Debe haber sido un momento extraordinario para ellos.
3 de febrero de 1899
Verde sigue haciéndome preguntas sobre el encuentro. Algunas
graciosas: preguntó por ejemplo si Azul era su madre (se ve que ha
comprendido ya lo que es una madre, no entiendo cómo; fui descuidado en
alguna de sus lecturas supongo). Ahora me ha pedido si puedo posar para
que él pinte mi retrato. Por supuesto que acepté.
7 de mayo de 1899
A modo de ejercicio, hoy he decidido escribir en este diario unas
palabras a cada uno de los chicos, no porque piense que algún día vayan a
leerlas, sino más bien para afinar mis conclusiones sobre ellos.
Querido Verde: en tu caso es probable que algún día leas este diario.
¿Por qué no? Pienso que puedes convertirte en mi sucesor. Nadie está
mejor preparado para continuar con esta histórica tarea. Estos últimos días
que pasé posando para tu retrato fueron de una paz y una alegría inmensas
para mí. Tu conversación es excelente, podría oírte horas sin aburrirme.
Será que tuviste que crear el mundo con tu imaginación (gracias a la
educación que te di), pero tus palabras tienen una fuerza que no es
habitual. Es como si pudiera verlas flotando en el aire. Después de todo lo
que pasó, me doy cuenta de que eres lo más cercano a un hijo que he
tenido.
Negro: ¿me odias? Es probable, yo también me odiaría si fuera tú.
Ahora sé que cuando comencé con mi trabajo estaba lleno de fantasías.
Pretendía crear superhombres. Pero el alma humana es mucho más
compleja de lo que creemos. Podemos hacer todo por dañarla, dominarla o
someterla, pero ella, a la larga, impondrá sus propios términos. ¿Sabes
quién me lo ha demostrado? Tú, Negro, tú. Porque te crie para asesino y te
convertiste en artista. ¿No es maravilloso?
Azul: ¿hago mal en decir que me has desilusionado? Intento ser
sincero, nada más. Y la verdad es que esperaba algo diferente. Te has
convertido en una joven radiante y hermosa, pero no me has aportado
conocimientos relevantes. Es la pura verdad.
¿Y a ti, Marrón? ¿Qué puedo decirte a ti? Tú sí que nunca leerás estas
palabras ni otras. ¿No es así, mi buen sabueso? Debería haber más como
tú en el mundo: el hombre es la mascota ideal.
Y si les escribo a los demás, también tengo que escribirte a ti, Blanco.
Pero me cuesta. ¿Y por qué me cuesta? Veo en lo que te has convertido y,
aunque has cumplido con lo que esperaba de ti, no deja de molestarme tu
falta de agradecimiento. Podrías estar en el lugar de Negro o de Marrón,
tu vida podría haber sido mucho peor y no lo sabes, eres un jovencito
normal, desagradecido y sobre todo muy aburrido.
12 de junio de 1899
Verde terminó su pintura. Me retrató majestuosamente sentado, con la
mirada en el horizonte. Parezco un rey. La colgué en mi despacho. Luego
me dijo que, según sus cálculos, debería estar por cumplir los quince años
en los próximos días. Se lo veía muy ilusionado por su próxima libertad.
Me tomó por sorpresa. Tengo que pensar qué decirle.
2 de julio de 1899
Resolví el asunto de Verde. Le dije que, debido a su gran desempeño e
inteligencia, habían decidido (no yo, sino quienes se encargan de
establecer la educación de todos los niños, una institución que inventé
sobre la marcha) retenerlo tres años más para que profundice sus
conocimientos. Le expliqué que era una buena noticia, que tenía que estar
orgulloso y seguir esforzándose. Se lo veía muy desilusionado. Pero sé que
comprenderá.
24 de agosto de 1899
¿Cuándo voy a dar fin a mi experimento? No lo sé. Supongo que
mientras los chicos vivan seguiremos adelante. Es cierto que empiezan a
perder su gracia. ¿A todos los padres les pasará lo mismo? ¿Se aburrirán
de sus hijos una vez que estos crecen? Ya no puedo esperar mucho de ellos.
Lo que son, son.
27 de septiembre de 1899
Ya se acaba el siglo, y siento como si yo fuera a acabar con él. El
mundo se hace más y más pequeño, las distancias se acortan gracias a los
modernos medios de transporte y comunicación. En un día no muy lejano,
el mundo entero será una nación única. Entonces habremos vencido al
espacio. Pero ¿venceremos alguna vez al tiempo? ¿Llegará el siglo en el
que todas las épocas sean una? ¿Seremos barrocos, clásicos, románticos,
modernos, todo al mismo tiempo?
2 de noviembre de 1899
Creo que Verde se ha resignado a pasar los siguientes años en su
cuarto. Se dedica al estudio con más fuerza que nunca. Encontré entre sus
papeles varios dibujos inspirados en la tarde del encuentro. Retratos de
Azul, de Marrón y de Negro. Se ve que le causó un gran impacto
conocerlos.
26 de diciembre de 1899
¡Cinco días para que termine el siglo! La noche de Año Nuevo vamos a
ir a la ciudad: no se festeja el fin de un siglo todos los días. Dejaré a Félix
a cargo una vez que los chicos se hayan dormido, y los demás nos iremos a
celebrar.
31 de diciembre de 1899
Adiós, siglo XIX, adiós. Esperemos que el siglo que comienza sea más
bondadoso con nosotros. Por mi parte, tengo entre mis deberes descansar
más. Me he quedado dormido mientras Verde me hablaba. Pero esta noche,
¡a festejar!
3 de enero de 1900
Esta será mi última anotación en este diario: todo ha terminado. Y lo
peor es que nunca sabré cómo. No lo entiendo. No entiendo cómo pudieron
escapar. Volvimos de los festejos del fin de año bien tarde y algo ebrios. Lo
que encontramos despejó nuestra borrachera. Los chicos se habían ido.
Todos. Sus habitaciones estaban vacías. No estaban Verde, ni Azul, ni
Negro, ni Marrón. Solo encontramos el cadáver de Félix, brutalmente
asesinado. Por el estado en que estaba su cuerpo, el asesino fue Negro. Fue
un error haber dejado solo a Félix. Al menos Joseph debería haberse
quedado también. ¿Pero cómo? Si los cuartos estaban cerrados con llave.
¿Cómo hicieron? ¿Quién fue? ¿Negro escapó y liberó a los demás? ¿O fue
Verde? ¿O Azul? ¡Si solo se vieron una vez! ¿Cómo fueron capaces de
escapar?
CARTA DE J.F. ANDREW A BRIAN BONNE
Buenos Aires, 19 de abril de 1905.
Querido Brian:
¿Cómo te han tratado estos años en los que estuvimos separados?
Espero que te encuentres bien. Si no acepté verte en alguna de las
oportunidades en que me lo pediste, fue para protegerte. Como te dije en su
momento, luego de que los chicos se fugaran me pareció que lo mejor era
separarnos y guardar las apariencias hasta averiguar qué era lo que
realmente había pasado. Fuiste el único al que esta decisión le dolió; de
Joseph y Marie no he vuelto a saber nada más. Tengo entendido que ya no
están juntos, que Joseph es un borracho de tiempo completo y que Marie
volvió a dedicarse a la medicina. Los matrimonios modernos duran cada
vez menos, por suerte nunca me case. Pero me alegra que no me hayan
contactado; siempre fueron unos desagradecidos, olvidaron pronto lo
mucho que hice por ellos. Pero tú no, Brian. Sé que si fuera por ti seguirías
a mi lado. Lamentablemente, no es posible. Últimamente me siguen. Y sé
que son ellos. Buscan vengarse. Todos mis esfuerzos por descubrir dónde
estaban fueron en vano. Y ahora vienen por mí. No los culpo, es lógico, yo
en su lugar haría lo mismo. Por eso he tomado una decisión drástica: voy a
suicidarme. Casi puedo oír desde aquí tus objeciones, pero no me negarás
que es una muerte acorde a la vida que he llevado. Nunca me sometí a los
caprichos del destino y no lo dejaré elegir el momento de mi muerte. Me
hice a mí mismo y seré yo el que me acabe. Además, de esa manera evitaré
que los chicos (¡muchachos ya!) me atrapen. No sé qué serían capaces de
hacerme si lo lograran.
Te escribo para pedirte un último favor: que borres mis huellas. Que
nadie descubra nuestra tarea, que nunca se sepa cómo terminé con mi vida.
Y que te cuides, porque después de mí, irán por los demás. No les demos el
gusto. Como habrás visto, te mando con esta carta mi diario personal: sé
que te traerá buenos recuerdos y que lo apreciarás. Es lo último que queda
de mi obra, el resto se perderá para siempre, exceptuando a ese grupo de
jóvenes que está ahí afuera esperando atraparme. Ellos también son mi
obra. Y si alguna vez los ves, si las vueltas de la vida te ponen frente a ellos
y te dejan hablar, diles de mi parte que nunca supe cómo escaparon ni
nunca lo sabré, pero que esa es la prueba final de que hice bien mi trabajo,
de que son especiales, únicos, excepcionales. Diles que, a mi manera, estoy
orgulloso de ellos.
Con cariño y mis mejores deseos, tu amigo y maestro,
J. F. Andrew
COMO UNA MARIONETA
Alejandro terminó de leer el diario y lo guardó en un cajón de su
escritorio. Había llegado a su casa casi sin darse cuenta, deambulando por
las calles con el manuscrito aferrado contra su pecho, luego de pasar un
buen rato inmovilizado frente al cuerpo destrozado de Brian, preguntándose
cómo era posible crear algo tan bello con huesos, sangre y tripas. No había
llamado a la policía ni pensaba hacerlo. Que encontraran el cadáver por sus
propios medios.
Sentado en su cama, trató de imaginar a Andrew. Le causaba más
repugnancia lo que había leído en el diario que el brutal asesinato de Brian.
Ahora entendía que el crimen al menos tenía una justificación: la venganza.
Detrás de los asesinatos no estaba Andrew; al contrario, era hacia él y sus
cómplices hacia quienes estaba dirigida la furia del asesino. Andrew había
mantenido a esos niños encerrados, entre ellos a un muchacho a quien quiso
convertir en asesino; este le estaba devolviendo la atención con esas
muertes y esas explosiones de colores que eran sus obras. Ese niño era
Demien, él era el asesino. Negro, según el diario. Ahora lo sabía. El trabajo
que se tomaba con los cuerpos era su firma, lo que había aprendido a hacer
con los cadáveres de animales durante su encierro.
Aunque no había dormido casi en toda la noche, se preparó para salir de
nuevo. La mañana iba poniéndose pesada sobre Buenos Aires y Alejandro
recorría las calles calurosas como una marioneta a la que le acabaran de
cortar los hilos. Llegó a la casa de los Annuar sintiéndose enfermo. Omar
Annuar lo atendió en el salón. Tenía un whisky en la mano.
—Tengo que ver a Amira —dijo Alejandro sin saludar.
—No va a ser posible…
—¿Por qué?
—Se fue y no volverá.
—No entiendo…
—No hay nada que entender. Aquí está su paga.
Omar le acercó un sobre con dinero.
—Pero…
—Sus servicios ya no son necesarios.
Alejandro acercó su rostro al de Omar hasta sentir su aliento
trasnochado.
—Me engañaron. Desde el primer momento…
—No tengo por qué darle explicaciones, usted fue contratado para un
trabajo y ese trabajo ha terminado. En realidad, tampoco podría dárselas; sé
tan poco sobre este asunto como usted, me limité a cumplir los deseos de
Amira.
—¿Y dónde está Amira ahora? ¿Dónde puedo encontrarla?
—Ojalá lo supiera. Me dijo que lo mejor era que la olvidáramos. ¿Y
sabe qué? Aunque la pudimos tener con nosotros solo algunos días, valió la
pena. Mi hija se ha convertido en una gran mujer.
—Murió gente… brutalmente asesinada…
Una lenta sonrisa se fue dibujando en los labios de Omar.
—Lo sé. Y no hay nada que pueda hacerme más feliz.
Alejandro apenas sentía el cuerpo. Mientras caminaba hacia la puerta,
Omar y la casa entera desaparecían a medida que Amira iba ocupando sus
pensamientos. Le había mentido. Lo había engañado desde el primer
momento. Con la mano en el picaporte, se limitó a hacer una última
pregunta a modo de despedida.
—¿Por qué yo?
La voz de Omar llegó como un último fragmento de la noche anterior.
—Ella lo eligió.
Salió a la calle. Mientras caminaba dando tumbos, la gente pasaba a su
lado y él no podía evitar ver burla en sus rostros, como si todos rieran de un
chiste que solo él no entendía.
Llegó a la casa de los Authier sin saber bien qué iba a hacer cuando
tuviera a Demien enfrente, ahora que sabía que era el autor de los brutales
asesinatos. Lo recibió Charlotte, la madre.
—Tengo que ver a su hijo —le dijo.
Por detrás de ella pudo ver al marido, acercándose también a la puerta.
—No está. Se ha ido.
Alejandro entró a la casa sin esperar a que lo invitasen.
—¿Cómo que se ha ido?
El padre de Demien tomó la palabra.
—Primero se fue y desapareció por un par de días. Luego volvió. Luego
se fue otra vez. No podíamos hacer nada por evitarlo. Cuando quería salir
no había forma de detenerlo. Esta noche vinieron a buscarlo y se lo
llevaron. Dijeron que era lo mejor, que ellos iban a cuidar de él. Nosotros
no podíamos hacernos cargo, no en ese estado… Los que se lo llevaron eran
sus amigos, él estaba contento de verlos. Nos dijeron que ya no corría
riesgo, que ahora estaba a salvo. Y él quería ir. Para nosotros lo único
importante es saber que está vivo.
—¿Quiénes? ¿Quiénes se lo llevaron?
El padre dudó un segundo si debía responder a esta pregunta.
Finalmente habló.
—No dijeron sus nombres. Eran dos hombres y una mujer, una mujer
muy hermosa.
Alejandro apenas sentía el cuerpo. Mientras caminaba hacia la puerta, el
mundo desaparecía para darle lugar al rostro de Amira. Le había mentido.
Lo había engañado.
Con cada paso que daba, la ciudad iba desvaneciéndose a su alrededor.
Ya no estaba en Buenos Aires ni en ningún otro lugar; se encontraba
atrapado en un territorio absurdo, nacido del diario de Andrew, de esos
niños torturados, de Joseph, de Marie, de Brian y también de sus cadáveres
deformados. Y sobre todo de Amira Annuar, de su rostro perfecto, de su
cuerpo resplandeciente. Esa era la realidad. Lo otro, lo que veía con los ojos
—las calles, la gente, el día que se iba—, era el sueño, la ilusión.
EL SUEÑO DEL ÁGUILA
Miró hacia abajo. Estaba volando. El vértigo le subió desde las piernas
y le hizo crujir los huesos. Pero no estaba volando. Él no sabía volar.
¿Entonces? Era el piso el que volaba; claro, porque no era un piso, era una
enorme águila y él viajaba sobre su lomo. A unos metros volaba un águila
de similares características. Y en su lomo viajaba Amira. ¡Amira! Alejandro
la saludó moviendo la mano; ella le devolvió el saludo y le dedicó una
enorme sonrisa. Amira señaló hacia adelante; entonces vio a otras águilas,
tres más, también con personas sobre sus lomos, volando junto con ellos
hacia el horizonte. Tantos años el hombre se había privado de volar, cuando
lo único que hacía falta era aprender a montar águilas. Él iba a comunicar al
mundo esta verdad Cuando estuviera de vuelta en el diario, le propondría a
su jefe una nota sobre sus vuelos en águila. Todos lo felicitarían. Se haría
famoso e importante gracias a esto. Pero su jefe lo miraría asombrado.
¿Montar águilas? ¿Cómo iba a ser eso posible? ¿Cómo va a cargar un águila
a un ser humano sobre su lomo? Y mientras oye estos reproches el águila en
la que viaja comienza a achicarse, a tener el tamaño normal que
corresponde a un pájaro de su especie. Alejandro le hace gestos
desesperados a Amira pidiéndole ayuda, pero ella sigue sonriendo y
señalando el horizonte. El águila es ahora un águila de tamaño regular,
peleando desesperadamente por sacárselo de encima mientras caen en
picada. Alejandro no se suelta, se aferra al pájaro con sus brazos y piernas,
sin permitirle escapar. ¡Vamos, maldito pájaro! ¡Levanta vuelo! Pero el
águila no puede hacer otra cosa que caer como una piedra, mientras la tierra
se acerca corriendo hacia ellos.
LOS HIJOS DE ANDREW
Despertó intentando aferrarse a algo. Recorrió con su vista el cuarto. Le
llamó la atención la pequeña silla apoyada contra la pared. Había alguien
sentado en ella. Alguien en su cuarto. Observándolo en silencio. Alejandro
se incorporó en la cama lentamente. Máximo Landore lo contemplaba desde
la silla. Se preguntó si seguía soñando, y mientras lo hacía, Máximo se puso
de pie y caminó hacia él. Se agachó al llegar a la cama.
—¿Cómo…? ¿Qué hace aquí? —preguntó Alejandro.
—Shhh… Vine a buscarlo.
—¿A buscarme…?
Máximo le respondió con una sonrisa. Luego, agrego.
—Vamos, no perdamos más tiempo.
—Yo no voy a ninguna parte —respondió Alejandro mientras pensaba
qué podría usar como arma en caso de que la situación se pusiera densa.
Máximo se levantó y caminó hasta la puerta.
—Vístase y venga conmigo. Le aseguro que no correrá ningún riesgo.
Alejandro supo que probablemente lo que decía Máximo fuera cierto: si
hubiese querido matarlo, ya lo habría hecho.
—¿Y por qué debería seguirlo?
—Porque Amira nos está esperando.
Bajaron a la calle. Todavía era de noche. Estacionado en la puerta, los
esperaba un automóvil. Alejandro estuvo a punto de volverse cuando
reconoció al conductor del vehículo: Demien. Tener enfrente al autor de los
asesinatos, al hombre capaz de usar restos humanos como material artístico,
le produjo, no miedo, pero sí una fuerte aprensión. Demien le sonrió con
inocencia.
—Puede estar tranquilo —le dijo Máximo al oído—, no le hará daño.
Máximo subió a la parte trasera del vehículo e invitó a Alejandro a
hacer lo mismo.
—Usted… usted…
—Suba, no tenga miedo; Demien es un excelente conductor. Le aseguro
que no tardaremos más que un par de horas en ir y volver. Ya ha leído el
diario del Dr. Andrew, ahora quisiéramos que conociera nuestra versión de
la historia.
—¿Cómo…? —dijo Alejandro en un suspiro y Máximo Landore sonrió.
Casi sin que Alejandro se diese cuenta, subieron al coche y partieron.
A medida que se internaban en el sur de Buenos Aires, la ciudad iba
quedando atrás y el campo se hacía presente. Era el único vehículo que se
movía en la noche y las calles que cruzaba estaban vacías. Demien conducía
con la vista fija en el camino. Máximo iba sentado al lado de Alejandro.
Conservaba su habitual gesto benevolente. Cada tanto le sonreía con cariño.
—Supongo que en realidad no es un hipnotizador —dijo Alejandro
cuando finalmente recuperó la palabra.
—Lo soy, lo soy. No tengo un título que me habilite, por supuesto, pero
la mayoría de los hipnotizadores tampoco lo tiene. Digamos que soy un
autodidacta. Y me extraña su pregunta, ¿no lo hipnoticé a usted la noche en
que nos conocimos?
Era cierto. Cuando Alejandro había ido a la conferencia de Máximo
había comprobado en persona el poder de la hipnosis.
—No entiendo entonces. Las sesiones de hipnosis, ¿fueron verdaderas?
—Por supuesto. Lo que oímos fueron los verdaderos recuerdos de
Amira, tal como ella los tiene. Como habrá leído en el diario de Andrew,
Amira estuvo drogada la mayor parte de su encierro. El funcionamiento de
su mente es algo confuso. Aunque me atrevería a decir que la mente
siempre trabaja de formas confusas.
El vehículo se detuvo frente a una enorme casona. Se encontraban en
Adrogué, en una zona de casasquintas que las familias pudientes de la
capital usaban para vacacionar. Alejandro nunca antes había estado allí,
pero pudo imaginarse dónde se encontraba: la mansión del diario de
Andrew, el lugar donde tenía a los niños encerrados. En la escalinata de
entrada a la casa los esperaba Amira, con un largo vestido blanco. A su
lado, como un fiel perro acompañando a su ama, Dimitri, apenas vestido, se
mantenía en cuclillas. Amira alzó los brazos hacia ellos a modo de
bienvenida.
—Alejandro, qué alegría que hayas venido. Vamos, quiero mostrarte la
casa.
Con un gesto lo invitó a entrar en la mansión. Amira caminaba unos
pasos adelante, oficiando de guía. Máximo iba junto a Alejandro y un poco
más atrás los seguían Demien y Dimitri. Primero fueron a la parte trasera,
adonde estaba el gran galpón.
—En este galpón se crio Dimitri —explicó Amira—. Andrew lo
llamaba Marrón y quiso convencerlo de que era un perro. Pobre Dimitri,
prácticamente no tuvo contacto con humanos hasta que lo liberamos. Ahora
estamos tratando de enseñarle a caminar como una persona normal, pero no
es fácil. También está aprendiendo a hablar. Vamos, Dimitri, muéstrale a
Alejandro lo que aprendiste.
Con gran esfuerzo y sonidos que parecían venir del pasado más remoto
de la humanidad, Dimitri habló:
—Hoa… mi nombe… es Dimití…
—¡Muy bien! —lo alentó Amira.
Entraron a la casa principal. Un pasillo comunicaba las celdas. Al final
del pasillo había una habitación con la puerta cerrada. La primera de las
celdas era una habitación completamente negra, en cuyas paredes se intuían
restos de sangre y pieles de animales. El cuarto de Demien. El muchacho
fue el único que no entró, prefirió permanecer en el pasillo esperando a que
salieran.
—A Demien no le gusta volver a este lugar —explicó Amira— y es
entendible; de todos nosotros fue al que le tocó la peor parte. Demien es
todo un testimonio de la fortaleza del ser humano. Su corazón es noble y
bueno. Él es nuestra espada. Andrew lo crio para que fuera un monstruo,
pero él es mucho más: es un ángel vengador.
Mientras escuchaba a Amira y observaba el cuarto, Alejandro se
preguntó cómo había sido posible que Demien hubiera sobrevivido; él no
podría haber resistido en ese lugar ni un día. Siguieron el recorrido. El
próximo cuarto tenía paredes blancas, piso blanco, techo blanco: el cuarto
de Azul. El cuarto de Amira.
Amira entró en el cuarto y se sentó en la cama. Miró sonriente a
Alejandro.
—A mí, en cambio, no me cuesta volver. No es que la haya pasado bien,
por supuesto. Pero ahora, volver es como renovar energías. Aquí puedo
poner mi mente en blanco, como estuvo los quince años que pasé encerrada,
y dejarla divagar…
—¿Pero cómo lograron escapar? No entiendo…
Ahora Amira dedicó su bella sonrisa a Máximo.
—Ah… eso es mérito de mi querido hermano, Máximo Landore, como
ha decidido llamarse una vez que estuvimos libres; José López, como lo
nombraron sus padres… o Verde, como lo llamaba Andrew.
Alejandro recordó lo que había leído en el diario. Comparó las dos
imágenes, la del Verde del diario y la del Máximo Landore que conocía, y
encontró en común el ánimo introspectivo, la inteligencia y los libros.
Salieron del cuarto de Amira y fueron al que estaba justo enfrente, la celda
de Máximo, que se adelantó y tomó la palabra.
—Este fue mi cuarto. Pasé la mayor parte de mi vida entre estas
paredes, estudiando y soñando con el día en que finalmente saldría. A
través de los libros conocí el mundo. A veces, cuando recuerdo las ideas
que tenía sobre las cosas en esa época, me descubro riendo solo. ¡Estaba tan
confundido! Pero esa visión del mundo se rompió el día en que Andrew nos
juntó. Ahí comprendí por primera vez lo que realmente estaba pasando. Que
estábamos presos y no nos iban a soltar jamás. Desde ese momento,
dediqué cada uno de mis pensamientos a buscar una salida. Yo tuve una
ventaja que mis hermanos no tuvieron: los libros. Con el fin de convertirme
en una especie de sucesor intelectual manso, Andrew me proveyó lo mejor
de la cultura occidental. Y como debía tener especial cuidado en no
descubrir a mis ojos el mundo exterior, elegía textos científicos, de temas
abstractos y con pocas referencias sociales. Cuando estábamos viniendo
dije que era un hipnotizador autodidacta; pues bien, aquí fue que descubrí la
hipnosis y supe que sería mi única posibilidad de escapar. En uno de los
tratados sobre psicología que Andrew me dio a leer, se hablaba de esta
nueva técnica y sus posibilidades. No era mucho lo que explicaba: un
resumen histórico y los casos más famosos; suficiente para desatar mi
imaginación. Mi enemigo era Andrew; si quería escapar, primero tenía que
vencerlo. ¿Cómo? Debía meterme en su mente, como él se había metido en
la mía. Ya había descubierto un punto débil: su ego sin fin. Se consideraba
inteligente, brillante, único. Le ofrecí entonces pintar su retrato y, por
supuesto, la idea le encantó. Eso me permitió tenerlo a mi merced el tiempo
necesario para estudiarlo. Ensayé una y otra vez el uso de mi voz, hasta
convertirla en un arma con la que pudiera manipular a Andrew. Luego fui
aplicando esta voz en él. Mientras pintaba le hablaba, llevándolo hacia
donde yo quería. Cuando me sentí con la confianza suficiente, hice algunos
experimentos. El primero de ellos, hacerlo dormir. Hablando despacio
lograba adormecerlo, y luego, cuando ya casi estaba inconsciente, le
ordenaba que durmiese. No es nada fácil hipnotizar a alguien que no sabe
que está siendo hipnotizado; sin embargo, lo logré. Cuando ya podía
hacerlo dormir y despertar a mi antojo, lo hice hablar, contarme su verdad.
Supe de sus proyectos, de Amira, de Demien, de Dimitri, y también de
Marie, de Joseph, de Brian y de Félix. Le pregunté y me explicó cómo era
la casa, cuáles eran sus rutinas y hasta dónde guardaba el dinero. Supe que
iban a festejar el fin de siglo y que esa noche la casa quedaría al cuidado
exclusivo de Félix. Cuando Andrew estuvo en mi cuarto y cayó en el estado
de hipnosis, le ordené que al salir dejara su juego de llaves sobre la mesa. Y
así lo hizo. Esperé a que se hiciera lo más tarde posible y salí de mi cuarto.
Caminé por el pasillo bastante mareado por lo lejos que había llegado mi
plan, mientras pensaba cómo iba a deshacerme de Félix, nuestro único
guardia. Decidí liberar para eso a Demien. Fue una decisión arriesgada;
Negro era sumamente peligroso, podría haberme matado sin dejarme hablar.
Así que no hablé, le sonreí y le hice gestos para que me siguiera. Me miró
sin entender, creo que estaba preparándose para saltar sobre mí y hacer lo
suyo. Por suerte para mí, en ese momento apareció Félix, sorprendido de
vernos fuera de nuestras celdas. Aproveché su asombro para tirármele
encima y golpearlo con fuerza. Tenía todas las de perder: Félix era mucho
más fuerte que yo, sabía pelear y estaba armado. Estaría muerto si Demien
no hubiese decidido intervenir. Un par de segundos le bastaron para
quebrarle el cuello. Después comenzó a desatar tal violencia sobre el
cadáver aún caliente de Félix que no pude evitar vomitar. Lo dejé trabajar y
me fui a liberar a Amira y a Dimitri. Los dos estaban sorprendidos de
verme, no entendían qué estaba haciendo yo. Entré al despacho de Andrew
y tomé el dinero que tenía guardado en el último cajón de su escritorio. Casi
río al ver que había colgado el retrato que le había hecho en la pared
principal del despacho, arriba del escritorio.
»Nos escapamos. Los primeros años fueron difíciles. No podíamos ir
con nuestras antiguas familias porque iba a ser el primer lugar en el que
Andrew nos buscaría. Tampoco podíamos ir a la policía; para ellos nosotros
no existíamos. ¿Y qué hubieran hecho con Dimitri, con Demien? Sin
olvidar que ya éramos culpables de la muerte de Félix. Tuvimos que
arreglarnos por nuestra cuenta. Primero usamos el dinero que le habíamos
robado a Andrew, después buscamos cualquier trabajo que pudiéramos
realizar, especialmente Amira y yo, ya que no era mucho lo que podían
hacer Dimitri y Demien. Pero nunca nos separamos. Nos mantuvimos
juntos y velamos unos por los otros. Luego descubrí que la hipnosis podía
generarme un buen ingreso y creé esta falsa identidad de Máximo Landore,
hipnotizador recién llegado de España.
Máximo apoyó su mano en el hombro de Alejandro y lo miró con
cariño. Alejandro los entendía. Entendía el odio, el sufrimiento, el deseo de
venganza. Lo que no podía era perdonarlos. Lo habían usado.
—Ustedes me usaron. Pusieron en riesgo mi vida solo para que los
llevase hasta los secuaces de Andrew…
Habían salido de la habitación de Verde y se encontraban nuevamente
en el pasillo oscurecido. Ya habían visitado todas las celdas. Mientras
Alejandro hablaba, Máximo, Dimitri, Demien y Amira lo rodeaban. Al
terminar, Amira se quedó mirándolo fijo por algunos segundos, con infinita
piedad en sus ojos y una sonrisa cariñosa en su boca.
—¿Realmente te parece que tu ayuda fue tan importante? ¿Que no
podríamos haber llegado a Joseph, Marie o Brian por nuestros propios
medios?
—No entiendo…
—El recorrido aún no ha terminado.
Al final del pasillo una puerta permanecía cerrada. Hacia allí señalaba
Amira, incitando a Alejandro a ir y abrirla. Lo mismo indicaban con sus
miradas expectantes Máximo, Dimitri y Demien. Alejandro caminó por el
pasillo a tientas hasta llegar a la puerta. La abrió.
El despacho de Andrew. Una biblioteca, el escritorio ante el que se
sentaría por las noches a escribir en su diario, y por encima del escritorio,
en la pared que estaba detrás, el cuadro que había pintado Verde. Y en el
cuadro, mirándolo fijo a los ojos, su padre. Estaba ahí, colgando en la
pared: las cejas gruesas, el labio contraído, la mirada exigente.
—¿Qué hace mi padre…? —dijo Alejandro, y no pudo decir nada más.
—Nuestro padre —lo corrigió Amira—, el padre de estos cinco
hermosos niños que hoy se reúnen junto a su retrato para recordarlo.
Nuestro padre: Andrew.
—Pero yo…
—Tu nombre es Dante Mastropiero, hijo de Elma Manino y Conrado
Mastropiero, desapareciste de tu casa al año de edad.
—Yo no soy…
Blanco. Él era Blanco. El quinto experimento, ese niño al que Andrew
había criado como normal, entre nodrizas y colegios pupilos, solo para
poder compararlo con los demás; ese niño al que a lo largo de su diario
Andrew despreciaba una y otra vez, de quien pensaba que era un inútil, uno
más de la multitud, un caso perdido de mediocridad. Él.
—No… no puede ser…
Por un instante le pareció completamente lógico: la frialdad que él
siempre había interpretado como una limitación de su padre podía ser en
verdad auténtico desprecio.
—No puede ser, debe haber un error; mi padre está vivo, no se
suicidó…
—Ni por un segundo pensé que Andrew fuera capaz de suicidarse —
respondió Máximo—. Demasiado ego. Simplemente intentó engañarnos
para que no llegáramos a él.
Aunque se negaba a aceptar la idea de que su padre fuera Andrew, otra
preocupación surgió en la mente de Alejandro.
—Entonces, ustedes van a…
—¿Matarlo?
Máximo dio unos pasos hacia él, sonriendo.
—Lo podríamos haber hecho hace mucho. Pero más que la venganza,
siempre buscamos protegernos, los hermanos son lo primero. Podríamos
decir eso de «todos para uno y uno para todos», y tú eres uno de nosotros.
Por años te estudiamos hasta llegar a la conclusión de que también eras una
víctima, de que tu vida era una farsa como la nuestra. Quizá más cómoda,
pero farsa al fin. Por eso decidimos hacerte parte de nuestra venganza,
porque también es tu venganza, porque también debías vengarte de lo que te
hicieron. Y eso nos permitió contarte nuestra historia, ir introduciéndote
poco a poco en nuestro mundo para que nos entendieras a Amira, a Dimitri,
a Demien y a mí. Para que nos vieras como lo que somos: tus hermanos.
Fuimos armando un camino que nos llevara a este exacto momento.
Nosotros somos tus hermanos, tu familia. Esta es tu historia. Y por eso te
hemos dejado una gran responsabilidad: te corresponde decidir cuál es el
castigo adecuado para nuestro padre.
Con gran esfuerzo logra desviar la vista del cuadro. En un rincón,
apoyado contra la pared, está el bastón de plata que creía perdido. Casi
puede sentir la presencia de su padre en el cuarto.
Un paso, luego otro. Se van acercando. Amira pone la mano sobre su
hombro y lo aprieta. Dimitri refriega el rostro contra su pierna. Demien, con
sus brazos fuertes, lo abraza. Máximo apoya la frente contra la suya. Lo
rodean, le demuestran su cariño. Lo están abrazando. Dura una fracción de
segundo. Después, Alejandro los empuja y comienza a correr. Busca la
salida. Atrás vienen los cuatro persiguiéndolo, pero él no escapa de ellos,
escapa del cuadro, que aún lo mira, que aún lo sigue con la mirada por más
que corra. Suena la voz de Máximo.
—¿Preferías seguir en la ignorancia? ¿Vivir en la mentira?
Suena la voz de Dimitri: ladridos en la noche, quizás él piensa que son
palabras.
Suena la voz de Demien: un grito que a su manera pide también que se
quede.
Suena la voz de Amira.
—Alejandro… Dante. Más allá de la sangre, más allá de Andrew,
somos una misma cosa…
Pero Dante-Blanco-Alejandro ya se pierde en la noche, corre por calles
que no conoce y lo último que le llega de la mansión de Andrew es la voz
de Amira.
—Hermanos… somos hermanos.
PADRE
Cuando llegó a la casa, lo encontró leyendo. Con la edad, cada vez se le
hacía más difícil: acercaba el libro a los ojos y luego lo alejaba, acomodaba
los anteojos sobre su nariz tratando de descifrar las letras. Alejandro se le
paró enfrente. Él tardó bastante en notar su presencia. Cuando lo hizo
descubrió también el semblante alucinado con que Alejandro lo observaba.
—¿Y esa cara? —preguntó.
Pero no esperó respuesta, enseguida continuó con su libro.
—Estuve con ellos… —dijo Alejandro cuando logró que las palabras
salieran de su boca.
Su padre levantó nuevamente la vista del libro y lo observó con
curiosidad.
—¿Ellos?
—Ellos… Andrew.
Un pequeño temblor recorrió su cuerpo. Ese fue el único indicio de que
sabía de lo que le estaba hablando. Sin embargo, dijo:
—No te entiendo…
El libro voló varios metros. La mano de Alejandro había salido
despedida para golpear a su padre. Luego otro golpe. Y otro más. No creyó
que fuera posible. No creyó que él pudiera pegarle a su padre y, sin
embargo, lo estaba haciendo. Se apartó. Trató de contenerse. Andrew estaba
en el piso. No lo ayudó a levantarse.
—No sé qué fue lo que te dijeron… —dijo al fin—; yo… lo hice por la
ciencia… la ciencia…
—¿Ciencia?
Alejandro estuvo a punto de golpearlo de nuevo.
—¿Ciencia? Nos secuestraste… nos apartaste de nuestras familias…
torturaste a esos chicos… ¿Cómo pudiste?
—Era mi trabajo… eso es lo que hacía… creí que iba a lograr grandes
descubrimientos que beneficiarían a toda la humanidad… Era algo bueno…
algo bueno realmente… una buena obra… No me entregues a ellos, por
favor, no lo hagas… Estuve mal, lo sé… pero contigo me he portado bien…
soy tu padre.
Alejandro sacó el revólver y apuntó en medio de los ojos de Andrew.
—Leí el diario… sé que soy Blanco… Tuve más suerte que los demás,
eso es todo…
De repente, los ruegos de clemencia desaparecieron y por un momento
su padre recuperó el gesto altivo que lo había caracterizado durante la
infancia de Alejandro.
—Te están usando… Yo te usé, es verdad… pero ellos también… lo
están haciendo ahora… ¿Es Verde, no es cierto?… Todo esto es su plan…
En ese momento, mientras Alejandro sentía ya su dedo deslizándose
hacia el gatillo, casi estuvo a punto de reírse. Aun en ese momento Andrew
pensaba únicamente en sí mismo. A pesar de sus terribles crímenes,
Alejandro pudo verlo como lo que realmente era: un hombre triste y
patético.
Bajó el arma.
MADRE
La señora Manino no estaba acostumbrada a recibir visitas a esas horas
de la madrugada, y mayor fue su sorpresa cuando, al abrir la puerta, se
encontró con el joven que unas semanas atrás había estado haciendo
preguntas sobre su hijo desaparecido. Ella sabía que finalmente le traería
buenas noticias. ¿Pero por qué lloraba? ¿Por qué la miraba con esos ojos
desorbitados? Pensó invitarlo a entrar, ofrecerle algo de tomar así se
calmaba, unos mates quizás. Y mientras él no hablaba y seguía con la cara y
el cuerpo convulsionados, ella fue comprendiendo, entendió el motor que
activaba tanta emoción, y que ya comenzaba a activarla a ella también,
como un breve terremoto que nacía en la planta de los pies, iba subiendo
por su cuerpo y la empujaba a abrazarlo, besarlo y llorar, porque su
intuición era cierta, y como ella pensó, ese joven le traía de nuevo a su hijo.
EL SIGLO EN BLANCO
El 25 de mayo de 1910 la ciudad de Buenos Aires y el país entero
estallaron en un sinfín de variaciones de blanco y celeste, para festejar sus
primeros cien años como república. Los ejércitos desfilaron, las bandas
tocaron, los bailarines bailaron, los borrachos se emborracharon, los
visitantes ilustres ilustraron su visita, los políticos y gobernantes se
empalagaron de tanto escuchar sus propias palabras. Hubo discursos,
fiestas, jolgorio, peleas, gritos, empujones, fuegos, marchas y represiones.
Entre tanta exaltación se hacía difícil caminar por las estrechas calles, y
Alejandro lo hacía de la única manera que sabía: a codazo limpio. Porque
seguía siendo Alejandro; con la cara, los gestos, las virtudes y los defectos
de Alejandro, aunque ahora fuese también Dante Mastropiero. Ya no tenía
padre —su padre pertenecía ahora a los más horribles monstruos que se
esconden debajo de la cama—, pero a cambio había ganado una madre con
la que solía tomar mate por las tardes.
Sus amigos y compañeros de trabajo se sumergían sin culpa en la
algarabía y a él nada le hubiese gustado más que entregarse a la fiesta al
grito de «¡viva la patria!». Si no lo hacía era porque sentía una relación
secreta entre la obra de Andrew y esos festejos. La obsesión de Andrew
había sido el futuro, ese mismo futuro que era el centro de los discursos.
Mientras la tarde se ponía sobre la Avenida de Mayo, se preguntó si en
alguna parte de esa multitud uniforme estarían sus hermanos, porque ahora
sabía que tenían razón: eran sus hermanos. Imaginó a Amira, a Máximo, a
Demien y a Dimitri escondidos entre la gente. ¿Qué harían ahora?
Recién dos años después, tuvo la respuesta a estas preguntas.
CARTA DE MÁXIMO A ALEJANDRO BERG
Berlín, 2 de junio de 1912
Querido Alejandro:
¿O debo decir Dante? Los dos son bellos nombres. Espero que te
encuentres bien, en este momento te escribo desde Berlín. Cómo vinimos a
parar a esta ciudad… es largo de explicar. Lo que puedo decirte es que nos
estamos acomodando. Conocimos gente muy interesante y mis estudios
sobre psicología e hipnosis son valorados.
Amira ha provocado más de un suspiro de amor, si supieras la cantidad
de propuestas de matrimonio que debo rechazar en su nombre… No hay
Romeo que pueda convencerla, supongo que no quiere separarse de sus
hermanos. ¿Has ido al cinematógrafo últimamente? Cuando lo hagas
presta atención porque puede que te sorprenda encontrarte con su rostro.
Así es, Amira se ha convertido en actriz. Por supuesto que utiliza un nuevo
nombre… pero no te lo diré, ya lo descubrirás cuando sus películas crucen
el mar.
Sobre Demien me alegra decirte que está menos Negro que nunca.
Hemos conseguido que desarrolle sus impulsos con materiales más…
tradicionales. Es un artista. En realidad, siempre lo fue.
Con Dimitri es difícil, a veces cuesta que se comporte como un hombre.
Amira sigue intentando enseñarle a hablar.
¿Te alegran estas noticias? ¿Nos guardas rencor? Espero que no. Lo
que hicimos, lo hicimos por ti también. Por todos nosotros. Y tengo que
decirte esto: ¡qué sorpresa que decidieras dejar con vida al viejo Andrew!
No me lo esperaba. En realidad, en un principio me desilusionó tu piedad,
pero luego me di cuenta de que era un buen castigo que justo tú, Blanco, le
diera una lección de grandeza a Andrew. Pasar sus últimos años solo y en
la pobreza es un buen castigo también.
¿Vendrás a visitarnos algún día? Es nuestro mayor deseo, siempre te
tenemos presente y hablamos de ti a menudo.
A veces siento que tanto no se equivocó Andrew. Me da vergüenza y
odio decirlo, pero creo que algo del experimento funcionó. Él buscaba
crear a los hombres y las mujeres del futuro y, por momentos, lo somos.
Ahora se vive en toda Europa un clima especial, de cambio; los hombres
buscan nuevos horizontes, y tengo la sensación de que esos horizontes nos
pertenecen, que nosotros, los hijos de Andrew, somos ese futuro que todos
nombran. Creo que vienen días únicos para la humanidad y estoy haciendo
todo lo posible para formar parte de ellos. ¿Qué haremos de ahora en
adelante? ¿Cómo continuará nuestro camino? No puedo saberlo. ¡La
página está en blanco! ¡Todo por hacerse! Este hermoso siglo XX que
tenemos entre las manos traerá nuevos aires. Y lo mejor de todo es que
recién comienza…
Tus hermanos.
LA OSCURIDAD DE LOS COLORES
Alejandro vivió cuarenta y ocho años más y no pasó un solo día sin
preguntarse por Máximo, Amira, Demien y Dimitri.
A los veintinueve se casó con Emilia, la hija de su jefe en el diario. Se
fueron enamorando en cruces casuales e intercambios de saludos formales
por los pasillos oscuros de la redacción, hasta terminar sin poder sacarse los
ojos de encima uno del otro. Alejandro todavía estaba superando la
conmoción de haber descubierto su verdadera historia, que por momentos le
caía sobre los hombros como una carga insoportable hasta asfixiarlo, y
cuando conoció a Emilia, tan simpática, tan normal, fue como encontrar la
contracara perfecta de Amira. Encontró en su rostro algo que entendía, unos
brazos en los que refugiarse. Alguien en quien confiar.
Tres años después de casados fueron padres de una niña, María
Eugenia. Cinco años después repitieron la experiencia y nació esta vez un
varón, al que llamaron Juan Carlos.
Alejandro visitaba seguido a su recuperada madre, doña Elma. Oían
programas de radio, tomaban mate con bizcochitos, hablaban de política.
No mencionaban al hombre que los había separado; no había tiempo para la
pena. Juntos intentaron borrar el dolor. Se concentraron en un presente de
nietos, risas y tardes de sol.
Luego de que Alejandro bajara el revólver y le perdonara la vida,
Andrew vivió dos años más. Alejandro no lo mató, pero tampoco se
preocupó más por él. Lo dejó con sus fantasmas y no volvió a visitarlo.
Solo lo veía por las noches, en pesadillas formadas con las líneas de su
rostro arrugado.
Supo por la policía que Andrew había muerto. Sufrió un ataque cardíaco
en la casa que habían compartido. Alejandro tuvo que hacerse cargo de su
entierro y fue el único que asistió.
Bajó su cuerpo a la tierra; Andrew el padre, Andrew el monstruo, había
dejado de existir. Llovía, pero Alejandro no se apuró, dejó el cementerio
con paso lento.
Pasaron años antes de que se animara a contar su historia. La primera en
conocerla fue Emilia. Una noche, con ingenuidad de enamorada y sin saber
la puerta que estaba por abrir, le pidió a Alejandro que le contara su mayor
secreto. La historia contenida comenzó a brotar con abundancia de detalles,
sin que pudiera evitarlo. Emilia estuvo a punto de no creerle. Por suerte,
Alejandro conservaba todavía los diarios de Andrew.
Tener a alguien a quien contarle la verdad le hizo bien. Pero no pasaba
un día en el que no se preguntara por sus hermanos. Se había acostumbrado
a pensar en ellos de esa forma, como sus hermanos. Así los había llamado
Amira la última vez que se vieron, cuando decidió salir corriendo de esa
casa espantosa, del cuadro gigante de su padre, de esos jóvenes extraños
que lo consideraban un igual. Sentía hacia ellos una mezcla de piedad y
miedo. Eran víctimas y también asesinos. No había excusas para las
muertes de Félix, Joseph, Marie y Brian. Por más que estos fueran
cómplices de Andrew y culpables, sus muertes habían sido violentos
asesinatos.
Comenzó a ir con frecuencia al cine. Esperaba encontrar un día,
brillando en la enorme pantalla, el rostro perfecto de Amira, ese mismo
rostro que tanto lo había encandilado. En la sala oscura, antes de que la
película comenzara, lo consumían los nervios y la ansiedad. Luego
aparecían los cómicos, los cowboys y sus caballos, los galanes de mirada
penetrante; otras jóvenes hermosas, con otros misterios por resolver. Nunca
apareció Amira.
Leía con cuidado las noticias que llegaban de Europa, buscaba entre
líneas referencias a Máximo o a los otros. Se mantuvo al tanto de lo que
sucedía en el mundo del arte, esperando reconocer a Demien en la obra de
algún artista de vanguardia. No encontró nada.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, y mientras llegaban noticias
de batallas, pérdidas y muertes, Alejandro solo podía preguntarse qué
estarían haciendo. ¿Seguiría Amira siendo actriz? ¿Máximo continuaría con
la hipnosis? ¿Habría aprendido Dimitri a comportarse como un hombre? Y
Demien, el lado más oscuro del experimento… Mejor creer lo que decía la
carta.
Pasaron veinte años. Sus hijos crecieron, la ciudad cambió. Alejandro
era un hombre feliz, en la medida en que puede serlo cualquier hombre.
Casi no pensaba en Andrew. Pero releía, un par de veces al año, la carta que
Máximo le había mandado. Necesitaba saber qué había pasado con ellos.
Decidió viajar a Europa.
Durante seis meses recorrió grandes capitales y pequeños pueblos,
habló con científicos, artistas, periodistas. No encontró nada. Ninguna
noticia sobre un joven científico con capacidades extraordinarias para la
hipnosis, ni sobre una estrella de cine delicada, ni sobre un artista con obras
de llamativa violencia, ni sobre un hombre que ocultara ademanes de perro.
Volvió con las manos, más que vacías, apretujadas de preguntas.
¿Estaban muertos? ¿Habían abandonado Europa? ¿Para ir adónde? ¿Habían
vuelto a Buenos Aires? ¿Estaban a metros de su casa espiándolo como en el
pasado? ¿Por qué no había habido más cartas? ¿Por qué Máximo no había
vuelto a escribirle?
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, dudas más oscuras lo
atormentaron. En esta nueva guerra de infinitos horrores, ¿de qué lado
estarían sus hermanos? Le resultaba fácil imaginarse a Máximo convertido
en jerarca nazi; en la carta que le había mandado —ya treinta años antes—
hablaba sobre el futuro y la nueva humanidad, con un tono de soberbia
similar a la de Andrew. Esta posibilidad no lo dejaba dormir. Miraba con
atención las fotos de esos hombres en apariencia normales, tratando de
imaginar cómo se verían sus hermanos con varias décadas más y uniformes.
Pero la guerra terminó, los horrores del nazismo quedaron expuestos y no
apareció ninguna pista sobre ellos.
Con los años, comenzó a surgir una nueva posibilidad en la mente de
Alejandro. Quizá no se habían convertido tampoco en monstruos nazis.
Quizás habían tomado el mismo camino que él: habían llevado vidas
normales, habían sido felices. ¿Por qué no?
Con el tiempo fue asumiendo que sus hermanos habían desaparecido,
que no iba a resolver el misterio de sus destinos. Dejó de sentir la
responsabilidad de descubrir la verdad y se sintió liberado. Podía dejar su
mente divagar, imaginarlos como quisiera.
A veces pensaba en ellos con los colores que Andrew les había
designado: Máximo era Verde; Amira, Azul; Dimitri, Marrón; Demien,
Negro. Tal vez porque estaba seguro de que en esas décadas habían
cambiado de nombre muchas veces más; también porque era una forma de
limpiarlos, de darles a esos colores otro sentido que el del experimento y
unir las dos imágenes que tenía de ellos: los jóvenes que había conocido y
los niños que aparecían en el diario de Andrew. Comenzó a encontrar
sosiego en imaginar para ellos vidas posibles.
Verde-Máximo es profesor en una universidad, en Viena. Entra a clase
con el pelo revuelto y el traje arrugado, y el alumnado sigue con atención
sus ideas, fascinado con esa capacidad que tiene de encontrar en los temas
más triviales una nueva e inesperada mirada.
Amira-Azul, ya mayor, aún brilla. La vida nunca dejó de ser un misterio
para ella. Posa su vista sobre las cosas como aquella tarde en el zoológico,
con la misma extrañeza. Quizás algunas noches frente al mar, remontando
la distancia, recuerde a Alejandro.
Demien-Negro, Demien, el asesino, el artista. El pincel recorre la tela y
la violencia, esa misma violencia que le obligaron a sentir desde el primer
minuto de su vida, se convierte en otra cosa, se ilumina y ramifica ante sus
ojos, un arte de búsqueda interior que no necesita de nadie que lo
contemple.
Dimitri-Marrón va por la calle con las manos en los bolsillos. Se mueve
completamente como un hombre. Nadie podría darse cuenta de que alguna
vez fue otra cosa. Aún prefiere los exteriores. Los parques, las plazas.
Sentarse en un banco, ver pasar a sus iguales: las personas y los perros.
Aun cuando la vida, que todo lo abandona, va dejando también a
Alejandro, él agradece lo bueno, sus dos hijos, el amor de Emilia, lo visto y
lo vivido, pero sin dejar de tener presentes a sus hermanos, en un
pensamiento que es recuerdo pero también súplica, sosiego, posible cobijo,
un pensamiento que es cuidado, como si estuviera abrazándolos, como si
pudiera sanarles las heridas producidas por Andrew. Es lo que él puede
hacer por ellos, que le abrieron los ojos cuando no quería ver: ahora él los
abraza, los cura. En el final, Alejandro está con ellos y les limpia toda
oscuridad.
Verde… Los engaños y las trampas se van, solo quedan el cuarto lleno
de libros, la charla profunda, la inteligencia más pura que haya conocido.
Azul… ¿Y si fue amor? Ya no hay mentiras, Amira no puede mentir, en
su mundo de sueño no hay verdad, pero tampoco mentira.
Negro… Temido, incomprensible, tanto que duele pensar en él.
Marrón… Ya nunca más un animal sudoroso y maloliente; ahora, un
hombre, una persona.
¡Todos ellos, personas! A pesar de las torturas, del encierro, de la
enajenación. Porque los colores nacen de la luz, no de la oscuridad, y eso es
lo que ellos son: colores.
Verde…
Azul…
Negro…
Marrón…
Blanco.
AGRADECIMIENTOS
Gracias al batallón de amigos que leyeron esta obra en sus distintas
etapas: Sergio Aguirre, Pablo de Santis, Antonio Santa Ana, Leonel
D’Agostino, Gabriel Bobillo, Luciana Fernández, Adriana Blanco, Nancy
Giampaolo, Claudia Prado, Sol Baldino, Daiana Reinhardt, Violeta
Noetinger, Natalia Méndez, Camila Teitelbaum, Cecilia Rassi y María
Luisa García. Y sobre todo a Laura Leibiker, editora de esta novela, que
tiene mérito doble: hace cinco años leyó una fallida primera versión y
rechazó su publicación. Pero al hacerlo tuvo la gentileza de pasarme una
larga lista con todo lo que no le cerraba de la historia. Fue una lista muy
útil. Pasó el tiempo, logré acomodar las piezas, Laura tuvo la paciencia
necesaria para leerla de nuevo y acá estamos.
¡Y gracias a vos, lector, que ya te cuento como un amigo más! Años de
esfuerzo están ahora en tus manos.
MARTÍN BLASCO, nació en Buenos Aires en 1976. Estudió dirección y guion
de cine. Trabajó como guionista y productor en varios programas de
televisión. En Norma ha publicado Maxi Marote, Cinco problemas para don
Caracol, El misterio de la fuente, La leyenda del Calamar Gigante y El
desafío del caracol, en la colección Torre de Papel. Y, en Zona Libre, sus
novelas El bastón de plata y En la línea recta. Esta última fue seleccionada
para integrar la lista The White Ravens en 2007.