SOSPOSSCOCVUV II VOVVUVUVYVVOCeseeeee ceEL CASO DE LOS TRES ESTUDIANTES
pasado en el cuento “Lo aventura de los tres
, de arthur Conan Doyle
estudionte:
Cuando nos tocé resolver el caso de los tres estu-
diantes, Holmes y yo estabamos en Londres. Una
tarde, recibimos la visita de Hilton Soames, pro-
fesor del Colegio Universitario de San Lucas. Se lo
veia muy alterado. Un delito se habia cometido en
el Colegio pero el profesor no quiso Hamar a la
Policia para evitar un escdndalo. Entonces decidié
recurrir a Sherlock Holmes, pues conocia su fama
de sagaz y discreto investigador. Asi fue como planted
su problema:
Lo que ha ocurrido es muy serio y por eso acudo
a usted, mi estimado Holmes. Voy a ponerlo en tema
y le ruego que haga todo lo posible para ayudarme.
Sueede que mafana tres alumnos comenzarin los
eximenes que les permitiran obtener la prestigiosa
beca Thomson. Yo les tomaré el primero, que consis-
te en traducir un texto del griego al inglés. Como los
me
eeoeoaean
duu Cun Lalits
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cuENtos,
candidatos no pueden conocer el contenido de los
exdménes, estos se mantienen en secreto hasta el dia
de la evaluacion. Hoy, a eso de las tres, Iegaron de
fa imprenta, Cada uno corresponde a un alumno y
lene un texto diferente. Debia leerlos con mucha
atencién ya que, como se imaginard, no pueden tener
ningiin error. A las cuatro y media todavia no habia
terminado. Pero tenia una cita para tomar el té con
un amigo, de modo que dejé los examenes apilados
sobre el escritorio, cerré mi despacho como hago
siempre que salgo y me fui. Estuve ausente mas de una
hora y, al volver, vi con asombro una llave en la cerra~
dura. Pensé que yo la habria dejado puesta. Pero no
eva asi, pues levaba conmigo el Ilavero completo.
Bannister, mi criado, es el tinico que tiene una copia
y supuse que la habria olvidado alli, Entré y, apenas
miré el escritorio, me di cuenta de que alguien habia
estado revolviendo las hojas de los examenes. Solo una
de ellas seguia en su lugar. Otra estaba tirada en el
suelo y la tercera, en una mesita cerea de la ventana,
Holmes, que hasta ese momento habia escuchado
impasible el relato, se acomodé en el sillén y, por
primera vez, se mostré interesado.
_Por un momento —continué el profesor—supuse
que Bannister se habfa tomado In imperdonable
libertad de examinar mis papeles. No fue asf. Eran
sus Ilaves, pero el pobre las habia olvidado al salir del
;
departamento. Sin duda alguien mas habia estado en
mi oficina. No tardé en descubrir otras sefiales de la
presencia del intruso: en mi escritorio habia virutas
de un lipiz al que le habia sacado punta, un trozo de
mina rota y restos de arcilla negra pegoteados con ase-
rrin, Pero no vi huellas de pisadas ni ningiin indicio
de su identidad.
Cuando Soames terminé, Holmes sonrié de un
modo enigmatico, me miré y respondié:
—Bien. Creo que el asunto justifica nuestra inter-
vencién, verdad, Watson? Vayamos a ver qué nos
revela el lugar del hecho.
Y partimos los tres hacia el Colegio. Cuando llega-
mos, Holmes se detuvo en el jardin. El departamento
del profesor estaba ubicado en Ia planta baja del edi-
ficio y, a través de un ventanal que se alzaba como aun
metro y medio del piso, podia verse su despacho.
Desde el jardin también se divisaban los cuartos de
los pisos superiores, donde vivian los estudiantes
que rendirian el examen.
Una vez adentro del departamento, mi amigo
Holmes revisé todas las evidencias mencionadas por
Soames y planted una hipétesi
—Quien intents copiar los eximenes rompié la mina
de su lapiz. Busquemos ese lapiz, Soames, y quizé
tendremos a su hombre.
Luego, analiz6 los restos de arcilla y descubrié que,
Oss
CsCameduvu COT Uidetrés de un cortinado, habia una especie de monticu-
Jo del mismo material. Pero, fiel a su estilo, no hizo
mayores comentarios al respecto.
Después de haber revisado detenidamente cada rin-
cén del departamento, formulé algunas preguntas
sobre los estudiantes que debian rendir el examen.
—En la primera planta —respondié Soames— vive
Gilchrist, un muchacho agradable. muy buen alumno
yatleta. Ha representado a la universidad en com-
petencias de salto, siempre con éxito. Su padre es el
famoso terrateniente Sir Jaberz Gilchrist, quien per-
dié su fortuna apostando en las carreras de caballos.
Desde entonces, mi alumno quedé en la pobreza.
Pero es muy aplicado y trabajador, y saldra adelante.
En la segunda planta vive Daulat Ras, un hinds calla~
do ¢ inescrutable como la mayoria de los hindues. Es
serio y metédico y le va muy bien en sus estudios, aun-
que el griego es su punto d
vive Miles McLaren. Es un tipo
mejores cerebros de la uni
Y en el siltimo piso
Jante, uno de los
xrsidad, pero inconstante
y haragén.
Holmes visité a los jévenes y, con la excusa de ser
un experto en arquitectura clisica, solicité entrar en
sus habitaciones, Supuestamente estudiaba detalles
del edificio que, por cierto, era muy antiguo.
‘Alatleta y al hind les pidié un lapiz prestado para
hacer unos dibujos en su anotador y, deliberadamente,
“
SeSSSSSSHAHHAHAAHHHHMAMS(we
les rompié la mina. Pero ninguna era como la encon-
tredaen el despacho de Soames. El tercer estudiante
Ys ante su insistencia, le respondié
es decidio abendonar la investigacién del
lapiz. No lo entendi en ese momento, pero supuse
que tendria una buena raz6n para hacerlo. Entonces.
interrogé a Bannister, quien se mostré afligido por
haber olvidado la lave en la cerradura. Pero al mismo
tiempo se lo veia nervioso. Algo en su conducta no
encajaba. Holmes quedé pensativo. Los afios que
levaba compertiendo con él la tarea de investigador
aficionado me permitian conocer esa expresin en su
rostro. No podia culpar a Bannister pero tampoco
crefa total:
jente en su version.
Después de observar, como he relatado, cada deta-
le del lugar y hechas las averiguaciones necesarias, nos
despedimos de Soames hasta el dia siguiente.
Durante la cena, hice algunos comentarios sobre el
caso. Los tres alumnos tenfan motivos para buscar una
ventaja en el examen. Gilchrist atravesaba problemas
econémicos serios, Daulat Ras los tenia con el griego
y Miles McLaren, con su carécter y su falta de cons-
tancia en los estudios. Pero como de costumbre, mi
amigo investigador no agregé nada y pronto nos
fuimos a nuestros cuartos a descansar.
“me
Alla mafana siguiente, Holmes salié temprano y
mado Watson, he solucionado el misterio.
Es hora de volver al Colegio.
Cuando legamos. Soames estaba muy alterado. En
pocas horas comenzarie e! examen y él no sabia si dara
conocer los hechos o callarse. En el primer caso, ten-
dria que suspender le evaluaci6n hasta preparer nuevas
pruebas. En el segundo, permitiria que el culpable
tuviera oportunidad de ganar la beca Thomson hacien-
do trampa. Ambas posibilidades eran escandalosas.
Holmes le recomend6 que se tranquilizara y le
pidié que llamara @ Bannister y a los tres estudiantes.
Cuando estuvimos todos reunidos en el despacho de
Soames, expuso lo que realmente habia sucedido:
—En un principio, concentré la atencién en les
personas que se verian beneficiadas con el cono:
miento previo del examen: los tres postulantes a le
beca. Pero los primeros pasos de la investigacion no
dieron un resultado favorable: ni Gilchrist ni Daulet
Ras usan lépices como el que se empleé ayer en esta
habitacién. No puedo decir lo mismo del senior
MeLaren, pues no lo sé. Pero su falta de cortesia y su
negativa a atenderme me hicieron sacar una conclu-
ston: cualquier persona inteligente, y sebemos que el
muchacho lo es, habria tratado de pasar inadvertido s1
acabara de cometer un delito. De modo que decidi
au
ESUdileduv CUI wlcontinuar mi anélisis del caso por otro camino.
Cuands vinimos por primera vez al Colegio, usted,
Soames, me vio examinar la ventana desde afuera. Se
habré preguntado qué importancia tenia eso, si estaba
claro que el intruso habia entrado por la puerta.
‘Tiene razén. Pero, en realidad, yo buscaba calcular
qué tan alto debia ser un hombre para poder ver desde
alli los papeles que habja sobre su mesa. Sin duda, se
necesita ser muy alto. Por lo tanto, alguien muy alto
habia visto por la ventana que los eximenes estaban
sobre el escritorio. Cuando esa persona pasé por la
puerta de su departamento, aproveché el descuido de
Bannister, entré y copié los examenes. Esta mafiana
recorri el Colegio y, no muy lejos de este despacho,
descubri la arcilla que encontramos sobre el escritorio
y detras de la cortina. Supe que habia resuelto el enig-
maa tiempo.
Soames miraba a Holmes con perplejidad y no se
atrevia a preguntar lo que no lograba entender. Pero,
con evidente fastidio, McLaren le pidié una inmedia-~
ta aclaracién.
—Muy bien, caballeros, voy a explayarme. La perso-
na que buscamos pasé gran parte del dia de ayer fuera
de su departamento. A media tarde regresé para tomar
un baso, y vio por la ventana del despacho los papeles
que Soames habia dejado sobre el eseritorio. Imaging
que eran los eximencs. Al pasar frente a la puerta,
am
descubrié la lave en la cerradura y entré. Se sacé las
zapatillas para no dejar huellas y las puso sobre el
escritorio. Supuso que contaba con poco tiempo para
copiar los textos. Y como no tenia a mano algo para es
cribir, usé uno de sus lépices, profesor. Si usted los
compara con la mina rota, vera que son iguales.
—Me los envia mi hermana —aclaré Soames.
—Bueno, bueno —continué Holmes, a quien no le
gustaba ser interrumpido con detalles innecesarios—.
Pero déjeme seguir. Cuando usted regres6, el intruso
recogié las zapatillas y se escondié. Sobre el escritorio
cayé un pegote de tierra que se desprendié de la suela.
Un segundo pegote quedé en el piso, detras de la cor
tina. Esta mafiana, cuando fui a la pista de atletismo,
comprobé que est cubierta de una arcilla negra y
aserrin, iguales a los restos encontrados en el escrito
rio y en el parquet. Entonces hice algunas preguntas
Y averigié que ayer Gilchrist pasé gran parte del dia
en las pistas de atletismo. Creo haber aclarado el asun-
to. gEstoy en lo cierto, sefior Gilchrist?
—Si, fui yo —contesté el muchacho, avergonzado.
Estoy arrepentido y no me presentaré al examen.
Bannister me ha hecho ver mi error.
—Pero claro —intervino Holmes—. aqui es donde
entra Bannister en la historia. Antes de trabajar para
usted, Soames, este hombre fue sirviente de la fa
milia Gilchrist. Dejé esa casa cuando la situacién
Mis
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€conémica los obligé a despedirlo, pero conservé
un gran afecto por el muchacho. Bannister supuso
que él habia cometido el delito porque, si ganaba
la beca Thomson, podria completar sus estudios.
Hablaron y el joven se sinceré.
—éEs asi, Bannister? —pregunté el profesor.
—No puedo negarlo. El chico estaba obsesionado
con la oportunidad de ganar la beca. Por eso pensé
que tal vez habia sido él... Cuando confesd, ya estaba
arrepentido y decidido a no presentarse al examen.
Entonces intenté cubrirlo para evitar que quedara
como un tramposo.
—Eso aclara su participacién, Bannister. En cuanto
a usted, Gilchrist, ha caido bajo. Pero es la primera
vez. Veamos qué tan alto puede llegar en el futuro.
Profesor Soames —concluyé Holmes—, hemos resuel-
to su pequeiio problema. Aqui ya no tenemos nada
mas que hacer. Nos aguarda el almuerzo, asi que nos
retiramos.
Como siempre, Holmes habia develado el misterio
haciendo uso de su mente analitica y con la més
absoluta naturalidad.
RIN
an
EL ORO DE LOS OGILVIE
Bosado en el cuento “ta honrader de Israel
Gow", de Gilbert Chesterton
Caja Ia tarde cuando el Padre Brown llegs al castillo
de Glengyle, perteneciente a la familia Ogilvie. La
antigua construccién tenia techos inclinados y ciispi-
des de pizarra negra, semejantes a los sombreros de las
brujas. y la rodeaba un bosque de pinos, tan oscuro
como una bandada de cuervos.
El sacerdote habia dejado sus trabajos en Glasgow.
para ira ayudar a Flambeau, su amigo y colaborador,
ya muter Craven, inspector de Scotland Yard. Ambos
estaban en el castillo investigando la vida y la muer-
te del difunto Archibaldo Ogilvie, altimo conde de
Glengyle.
Perteneciente a una familia famosa por su locura,
excentricidad y ambicién, Archibaldo habia hecho lo
Xinico original que les faltaba a los Ogilvie: desapare-
cer. Aunque su nactmiento constaba en el registro de
la iglesia, nadie lo habia visto jams, salvo el inico
ESCdileauv CUIl Udlllosirviente de aquella propiedad. Israel Gow —asi se
Hamaba ‘el criado— era un sujeto flaco, pelirrojo, de
fuerte mandibula, ojos azules, y tan sordo que algunos
Jo tomaban por mudo y otros. por tonto. Siempre se lo
veia cultivando papas 0 en la cocina. Por su manera de
actuar, parecia estar trabajando para el conde. Pero si
alguien le preguntaba por su amo, afirmaba con la
mayor seguridad que estaba ausente
Una manana, el director de la escuela y el ministro
de la iglesia presbiteriana recibieron una cita para
acudir a Glengyle. Alli se enteraron de que Israel Gow
se habia encargado de meter en un atatid a su noble y
difunto sefior. El cadaver del conde (si es que era
su cadaver) ya estaba sepultado en la colina. Esto les
llamé la atencién y convocaron a musler Craven para
que invesugara el hecho.
EI inspector de policia conocia la habilidad de
Flambeau para resolver casos insélitos y pidié su cola
boracién. A su vez, Flambeau se comunicé con su viejo
amigo, el Padre Brown, y asi fue como el sacerdote
legs desde Glasgow.
El cura atravesaba el oscuro jardin para entrar en
el castillo, cuando vio a un hombre con traje negro,
sombrero alto y una enorme azada al hombro. La
combinacién resultaba ridicula. El atuendo era el
de un sepulturero y la actividad, la de un labrador:
Supuso que se trataba de un sirviente extravagante.
Flambeau en persona le abrié Ia puerta. El vestibu-
lo del castillo estaba completamente abandonado
y casi vacio. Desde las paredes, retratos palidos y
burlones de los perversos Ogilvie parecian con-
templarlos. Una larga mesa de roble ocupaba gran
parte del salén. En un extremo, habia papeles gara~
bateados, botellas de whisky y tabaco. El resto estaba
ocupado por varios objetos, formando grupos. El
sacerdote distingui6 unos trozos de metal, un pufiado
de polvo oscuro y. mas lejos, lo que quedaba de
un bastn.
—Esto parece un museo geolégico —dijo el Padre
Brown, sefialando con la cabeza los metales y el
polvo.
—No se trata de un museo geolégico, sino mas bien
de un musco psicolégico —aclaré Flambeau.
—gDe qué habla? —intervino Craven.
—Bueno —replicé Flambeau—, quiero decir que
estos objetos muestran que el conde era un maniatico.
La silueta de Gow, con su sombrero de copa y su
azada al hombro, pasé por la ventana. El Padre Brown
Jo contemplé risuefio y luego exclam
—Obviamente algo extraiio le sucedia. {Permanecié
enterrado en vida y se dio mucha prisa para enterrarse
al morir! Pero gqué razones tiene, mi querido
Flambeau, para suponerlo loco?
~Y. vea lo que el sefior Craven encontré en la casa.
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—Habré que encender una vela —propuso el ins-
pector—, Va a caer una tormenta y ya esté muy oscuro
para leer.
—éHa encontrado usted alguna vela entre todos
estos objetos? —le pregunté el Padre Brown, 2 quien
la situacién parecia divertirlo.
—También esto es curioso. Veinticinco velas y
ni rastro de candelabros —respondio Flambeau.
En la oscuridad creciente, el Padre Brown bused
una vela en la mesa y, al hacerlo, se incliné sobre
el polvo oscuro, No pudo contener un estornudo:
aquello era rapé.
Encendié la vela y la metié en una botella vacia. El
aire inquieto se colaba por la ventana desvencijada y
agitaba la llama. En torno al castillo podian oirse
como un rugido, los centenares de pinos sacudidos
por el viento.
Voy a leer el inventario de todas las cosas extrafias
que hemos encontrado en el castillo —anuncié Craven.
Evidentemente uno o dos cuartos han sido habitados
por alguien que no es el criado Gow y que llevaba
una vida muy simple, aunque no miserable. He aqui
a lista:
1. Un verdadero tesoro en diamantes sueltos, como
si fueran monedas que se llevan en los bolsillos. Es
suiy natural que los Ogilvie tuviesen piedtas precioses,
pero no que estén despojadas de sus engarces de oro.
2. Montones de rapé suelto sobre las repisas de les
chimeneas, sobre el piano, en cualquier parte, menos
guardado en sus estuches. Como si el caballero no
hubiera querido tomarse el trabajo de abrir una tapa.
3. Aqui y alla, por toda la casa, pedacitos de metal
parecidos a las piezas de un reloj.
4. Por tlumo, las velas, que hemos tenido que ensar-
tar en botellas porque no hay un solo candelabro.
Y luego de leer el inventario, el inspector se dirigié
al Padre Brown:
—Estamos investigando si el conde realmente vivi6
aqui, si realmente murié, si este espantajo pelirrojo
tuvo algo que ver con su muerte, Ahora bien: supon-
ga usted que el criado maté a su amo, o que este en
verdad no murié, 0 que el amo se ha disfrazado de
criado, 0 que el eriado ha sido enterrado en lugar del
amo. Invente usted la tragedia que més le guste.
Todavia asi le sera imposible relacionarla con Ia ausen-
cia de candelabros, el rapé desparramado por todas
partes y las piezas de relojeria trituradas sin un motivo.
—Yo creo ver la conexién —dijo el sacerdote sin
inmutarse—. El difunto conde de Glengyie era un
ladrén, Llevaba una oscura vida paralela. No tenia
candelabros, porque cortaba las velas en trozos.
pequefios y los usaba en la linternita que llevaba cuan-
do salia de fechorias. El rapé lo arrojaba a los ojos de
sus perseguidores para evadirlos. Y la prueba més
nae
:
CSCdMeauy CUI Udllloconcluyente son los diamantes y las rueditas de acero.
Con estos elementos se pueden cortar las vidrieras.
—Diamantes y rueditas de acero —repitié Craven—.
& solo eso tiene en cuenta usted para considerar
correcta su explicacién?
—No dije que lo fuera —replicé el sacerdote serena~
mente—. Pero ustedes aseguraban que era imposible
establecer la menor conexién entre esos cuatro obje-
tos... Resulta muy fécil elaborar diez falsas teorias
sobre las pistas encontradas en el castillo de Glengyle.
Pero lo que necesitamos es la verdadera explicacion
del misterio. Vamos aver, gno hay mas documentos?
Graven rié y Flambeau sefialé a lo largo de la mesa:
Documentos nimero cinco, seis, siete: todos muy
variados. Aqui hay una curiosa coleccién de trozos de
grafito sacados de algin portaminas: més alla, el resto
de un bastén sin empufiadura, que bien pudo ser el
arma usada en el crimen. Solo que no sabemos si
hubo crimen. Y lo demés: algunos antiguos misales.
Los hemos incluido en nuestro museo porque fueron
extrafiamente dafiados.
‘Afuera, la tempestad arreciaba y la oscuridad era
completa, El Padre Brown, que examinaba las pégsnas
de los misales, volvié a hablar, aunque ahora su voz
sonabe alterada:
Seftor Craven, usted tiene autorizacién para
examinar la sepultura, {verdad? Entonces, hagémoslo
ahora. Asi entraremos de Ileno en este horrible
misterio.
Ahora? —pregunt6, asombrado, el inspector—-
gPor qué tiene que ser ahora? {Con esta tormenta!
Porque este asunto es grave, Ya no se trata solo
de rapé o de diamantes sueltos. Estas estampas reli-
giosas han sido dafadas de un modo muy sospechoso:
el nombre de Dios y el halo en torno a la cabeza
del Nino Jestis fueron raspados en cada lugar donde
aparecen. Asi que vamos ahora mismo a abrir ese
ataid.
—éQué sospecha? —pregunté Flambeau.
Estoy pensando —contesté el sacerdote, y su voz
vencié el ruido de la tempestad— que el Diablo puede
estar sentado en el torreén de este castillo en este
‘mismo instante. Solo hay un medio para llegar de una
ver al centro de estos enigmas y es ir al cementerio de
la colina.
Y alli fueron. Craven, con un hacha en la mano y
la autorizacién para abrir la tumba en el bolsillo.
Flambeau Ilevaba la azada del jardinero y el Padre
Brown, un libro de donde habia desaparecido el nom-
bre de Dios. A medida que avanzaban, parecia que el
bosque impenetrable que rodeaba el camino daba
aullidos furiosos y errabundos.
—¢Saben? —dijo el sacerdote mientras caminaba—,
__ yo creo que los Ogilvie adoraban a los demonios.
MO O0eaeesas?
HHHADADBDADBHD|®
aoe eeeeen
‘ESUalleauU COITCAaMTTSSerge reer nearer
Enfrascados en esta conversacién.
pector C:
tura de Archibaldo Ogie. y Flambeau hincé la azada
en le uerr
En ese moi
cardos grises y marchitos y los errojé contra los inves-
taban profanando un lugar sagrado.
uaron. Flambeau cavé hasta que de pronto
. apoyéndose en le ezada como en un bastén.
sacerdote—. Estamos en el
teme usted?
—Le temo 2 la verdad —respondié Flambeau.
Craven traté de parecer valiente y tomé le palabra:
—gPor qué se esconderia tanto el conde? ¢Seria
muy feo?
—O algo peor —susurré Flambeau. y siguis cavan-
do en silencio. Pero después agregé—: Tal vez era
deforme...
Entre tanto, Ie tempestad habie errastrado poco
a poco las nubes y comenzaban a divisarse algunas
estrellas.
‘Al fin, Flambeau descubrié un gran atatid de roble
y lo levanté un poco sobre los bordes de la fosa.
aa
CsCalleduo Coll cairnsCraven lo golpeé con su hacha hasta romper la tapa.
Y asi,rel interior del cajén aparecié a la luz de las
estrellas.
—Huesos. jY son de hombre! —dijo Craven asom-
brado. Pero al inclinarse sobre el esqueleto grité—:
iOh, Dio:
—gLe falta la cabeza? —pregunté el Padre Brown—.
No tiene cabezal
Su tono de voz daba a entender que no le sorprendia
que al esqueleto le faltara algiin miembro, solo que no
esperaba que fuera el erdneo. Y los tres imaginaron
que en el castillo de Glengyle habia nacido un niiio
sin cabeza. Imaginaron un joven sin cabeza, ocul-
tandose de la vista de todos... La suposicién era tan
ridicula que la voz sensata del Padre Brown rompié
el silencio:
—{Qué estamos pensando? Nosotros somos los
hombres sin cabeza si se nos ocurren cosas tan
absurdas.
Graven abrié la boca para decir algo, pero contem-
pl el hacha que tenia en la mano, como si aquella
mano no le perteneciera, y la dejo caer.
—Padre —dijo Flambeau, con voz grave e infantil—.
Qué hacemos?
La respuesta de su amigo fue tan rapida como
inesperada
—Dormir. Hemos llegado al final del camino.
gSabe usted lo que es el sueiio, Flambeau? Es un acto
<0
de nutricién, y lo necesitamos. Ha sucedido algo muy
importante y que muy pocas veces ocurre.
Los labios de Craven, que atin permanecian abier-
tos, se unieron para preguntar:
—gQué quiere usted decir?
—Que hemos descubierto la verdad —respondio el
sacerdote. E, inmediatamente, eché a andar con un
paso inquieto y precipitado, muy raro en él.
‘Apenas llegaron al castillo, el Padre Brown se acos-
t6y se durmié con tanta naturalidad como un perro.
Ala mafiana siguiente, se desperté mas temprano que
sus camaradas investigadores. Y cuando estos se
levantaron, lo encontraron fumando su pipa y
observando a Israel Gow, quien trabajaba en la huerta.
El dia estaba soleado. El jardinero habia conversado
un rato con el Padre Brown pero, al ver a los detecti-
ves, clavé la azada en un surco, murmuré algo sobre el
almuerzo y se encerré en la cocina.
—Ese hombre cultiva muy buenas papas, pero tiene
sus fallas. Bueno, gquién no las tiene? Por ejemplo,
anduvo metiendo la azada por todas partes, menos en
este surco. Seguramente ahi se esconde una papa
gigantesca —comenté el cura como al pasar.
Flambeau, que conocia muy bien sus “comentarios
al pasar”, tomé la azada y la clavé en aquel sitio. Al
revolver la tierra, asomé algo que no parecia una
papa, sino un hongo monstruoso y enorme. Cuando
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CSCdiNeauv CUIl Udllls
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lo. y el
extraito objeto rodé como una pelota, dejando ver la
mueca de un crineo.
—Archibaldo Ogile —dijo el Padre Brown, melan-
célicamente—. Conviene ocultarlo otra vez.
la azada cayé sobre él, se escuché un chi
Y sin agregar nada mas, volvié a enterrar el erdneo.
—iBueno, yo renuncio! —exclamé Flambeau~. Esto
no me entra en la cabeza. Rapé, misales estropeados,
interiores de relojes 0 cajas de musica, bastones rotos
y qué sé yo qué més...
Pero el Padre Brown lo interrumpié:
—iCalle, calle! Si eso esta mas claro que el dia. Esta
maiiana, al abrir los ojos, entendi todo. El rapé, las
rueditas de acero y lo demés. Y después me he puesto a
probar un poco al viejo Gow, que no es tan sordo ni tan
esttipido como aparenta. No hay nada de malo en todos
esos objetos encontrados. Solo esto tiltimo me inquie-
ta... Profanar tumbas y robar las cabezas de los muertos
no es nada bueno. Quizis es algo de magia negra
Amigo mio —lo interrumpio Flambeau—, entién-
dame. Esto no termina de aclararse y esperar es
demasiado para mi impaciencia francesa. Para mi
todo tiene que suceder de inmediato. Ni siquiera
demoro para ir al dentista...
El Padre Brown dejé caer la pipa, que se rompié
en tres pedazos sobre el suelo, y sus ojos se abrieron
mostrando una expresién de enorme sorpresa.
2
—iDios mio, qué estipido soy! {Pero qué estuipido,
Sefior! jEI dentistal jAhi esta la clave! Amigos, hemos
pasado una noche infernal. Pero ahora se ha levanta-
do el sol, los pajaros cantan y la radiante mencién del
dentista devuelve la tranquilidad al mundo. Todo esto
es de lo mas inocente, apenas un poco extravagante.
iAqui no hay ningin crimen! Al contrario: se trata de
un caso de honradez absoluta. Se trata, quizd, del
nico hombre en la Tierra que sélo ha cumplido con
su deber. gSaben la vieja cancioncita que cantan por
aqui sobre los Ogilvie? Dice asi:
El oro para ls Ogilue una obsesién es
Jarnds lo olvies, amas lo olvides.
Significa que para ellos el oro no solo era una
muestra de riqueza; también se refiere a que coleccio-
naban oro, que tenjan una enorme cantidad de cosas
de este metal. {Que eran, en suma, maniaticos del
oro! Revisemos ahora todos los objetos sueltos encon—
trados en el castillo: diamantes sin engarees de oro,
velas sin sus candelabros de oro, rapé sin estuches de
oro, grafitos sin sus portaminas de oro, un bastén sin
mango de oro, piezas de relojeria sin las cajas de oro
de los relojes. ¥, aunque parezca un rasgo de locura,
el halo del Nifo Jesis y el nombre de Dios de log
Vigjos misales solo han sido raspados porque eran
cscameauo con vaisde oro legitumo. Gomo sabrin, antiguamente se usaba
oro para escribir el nombre de Dios y para dibujar la
aureola del Nifio Jestis en los libros sagrados.
Mientras el Padre Brown hablaba, el jardin parecié
Menarse de luz. El sol era ya mis vivo y la hierba res
plandecia. La verdad se habia revelado.
Todo ese oro ha sido sustraido. pero no robado
—continué el sacerdote—. Un Indrén nunca hubiera
dejado rastros semejantes. Se habria Ilevado los estu-
ches con rapé y todo, los portaminas, sin quitarles el
grafito y. por supuesto, las joyas completas. No se
hubiera tomado el trabajo de separar una cosa de otra.
Sin duda, estamos frente a un hombre que tiene una
conciencia muy singular, pero que tiene conciencia.
Esta mafiana, Israel Gow me conté una historia que
me permite reconstruirlo todo: el difunto Archibaldo
Ogilvie era Ia persona mas buena que jamés haya
nacido en Glengyle. La codicia de sus antepasados lo
torturaba, y se prometié a si mismo que, si encontraba
un hombre absolutamente honesto, lo haria duefio de
todo el oro de su familia, Pero como estorno parecia
probable, se encerré en su castillo sin la menor expe
ranza. Sin embargo, una noche un muchacho sordo y,
al parecer, medio tonto llegé desde la aldea a tracrle un
telegrama. Ogilve le quiso dar de propina un cuarto
de penique que llevaba en el bolsillo. Pero mis tarde.
‘cuando examiné las monedas que le quedaban, vio que
aiin conservaba el cuarto de peniquey que le faltaba una
mucho mis valiosa: una libra esterlina. Convencido
de la avaricia del muchacho, se fue a dormir. Pero a
media noche, alguien golpeé a la puerta y el conde tuvo
que levantarse a abrir. Era el muchacho que venia
a devolverle, no la libra esterlina, sino la suma exacta
de diecinueve chelines, once peniques y tres cuartos de
penique. Es decir que se habia quedado con el cuarto
de penique que el conde habia querido obsequiarle.
Este acto impresions al caballero: habia descubierto al
hombre honrado que buscaba. Entonces. trajo a su
enorme y abandonado castillo al muchacho, lo hizo
su criado y lo declaré heredero de sus bienes en un tes-
tamento que vi esta mafiana. Este hombre de escasa
inteligencia entendié muy bien las dos ideas fijas de su
sefior: la primera, que en este mundo lo esencial es ser
honesto, y la segunda, que ¢l seria el duefio de todo el
oro de Glengyle, justamente por ser honesto. Esto es
todo. El hombre ha tomado de la casa todo el oro que
habia y ninguna otra cosa que no fuera oro. Por eso
raspé los viejos misales, convencido de que dejaba
el resto intacto.
Pero algo faltaba para cerrar el caso. Y cuando
Craven estaba a punto de interrumpirlo con una pre-
gunta, el Padre Browm continu
—Esta mafiana comprendi lo sucedido. Pero habia
algo que todavia me atormentaba y mi buen amigo
nn
col
ee 4S
AMAAAMAAAAAMARAMAAAAMAAMMAAOMND
yessesss0229999 99900%
Flambeau vino a resolverlo sin querer. gPor qué Israel
Gow quité la cabeza del cadaver de su amo y la enterré
entre las papas? {Por qué habria de hacer semejante
cosa un hombre realmente bueno? La respuesta esté
en el material que utilizan los dentistas para hacer las
dentaduras postizas: el oro. Seguramente este hombre
devolveré el créneo a la sepultura en cuanto le haya
extraido las muelas de oro.
Y asi fue. A la mafiana siguiente, los tres vieron
que el extraiio criado se dirigia al cementerio. Llevaba
en una mano una bolsa con el créneo; en la otra, la
azada y se habia puesto el tétrico sombrero de copa en
la cabeza.
Luego, el Padre Brown se despidi
sus compaiieros y partié por el camino del valle, con
la misma serenidad que lo acompafiaba cuando llegé
al castillo.
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amablemente de
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ECCTCECSCCBGOGSCSED
hombre comtin esconderia una carta. Si embargo,
el ministro no es un hombre comin. Silo fuera, el
método detallista de Girard habria dado resultado.
Pero esos escondrijos rebuscados solo se utilizan en
ocasiones ordinarias, y son elegidos por delincuentes
igualmente ordinarios.
—¢Entonces usted, como el chico aquel del juego,
ha estudiado el modo de razonar del ministro y ha
descubierto el escondite de la carta?
—Me he metido en su cabeza. Quiero decir, he tra~
tado de pensar como él. Deduje que, por su trabajo en
el gobierno, conoceria los métodos policiales més
comunes. Entonces debié imaginar que buscarian
la forma de revisarlo disimuladamente. Por eso no
Ievaba encima la carta cuando fue asaltado. También
se habra imaginado que examinarfan su casa. Estoy
convencido de que sus legadas tarde por la noche
fueron a propésito. De esa forma facilitaba que ins-
peceionaran su hogar con ojos, agujas y lupas. Asi
descartarfan pronto la posibilidad de encontrar alli la
carta. Vi, por iltimo, que Dumond recurriria alo mas
simple. Quiz recuerde usted como se rié el prefecto
en su primera visita, cuando sugeri que tal vex el mis
terio lo perturbaba por ser simple y evidente.
—Me acuerdo muy bien —respondi.
Bueno, al prefecto jamas se le ocurrié que el
ministro podria haber dejado Ia carta delante de sus
40
canta noon
narices, para impedir que la viera—continué Dupin—
‘Cuanto mas pensaba en el ingenio de Dumond y en
Ia seguridad del prefecto de que la carta no se hallaba
en la casa, mas seguro me sentia de que, para escon-
derla, el ministro habia usado el mas simple y, ala vez,
sagaz de los recursos: no ocultarla. Dispuesto a confir-
mar estas ideas, me puse un par de anteojos oscuros y
fui, como por casualidad, a su casa. Hallé a Dumond
sin hacer nada y quejandose de un malestar fisico.
Para no ser menos, le hablé del mal estado de mi vista
y de la necesidad de usar anteojos. El color de los
cristales me permitié observar disimulada pero deta~
Madamente la sala, mientras aparentaba seguir con
atencién la conversacién. Miré con especial cuidado
un escritorio en el que aparecian mezcladas algunas
cartas y papeles. Alli no habia nada sospechoso. pero
Tuego detecté tin pequeio tarjetero en la repisa de la
chimenea. En él habia tarjetas y un sobre muy arru-
gado y manchado. Apenas lo vi, me di cuenta de que
era el de la cartd-que buscaba, Por cierto, tenia un
aspecto totalmente distinto del que habia descripto el
prefecto. En este caso, el sello era grande y negro; en
el otro, chico y rojo. La letra con que estaba escrito
era pequefia y femenina, muy diferente de los carac-
teres firmes y decididos del original. Solo el tamafto
era igual. Esas mismas, diferencias tan exageradas
lo hacian sospechoso, Ademés, la suciedad, el papel
a
Estdieauv cull Ualrisarrugado sugerian la intencién de engafar sobre el
verdadera valor del documento. $i a todo esto suma~
mos que estaba insolentemente colocado ante los ojos
de cualquier visitante, entender que mis sospechas se
hicieran cada vez més firmes. Esperé un rato y me fui,
dejando sobre la mesa una tabaquera de oro que me
sirmié como pretexto para volver al dia siguiente. Ya
estaba nuevamente en la casa del ministro, cuando se
oyeron unos gritos espantosos y las voces de una mul-
titud aterrorizada que llegaban desde la calle. Dumond
se asomé a la ventana. Aproveché para acercarme al
me la guardé en el bol:
tarjetero, saqué la cart y
la reemplacé por otra igual que habia llevado prepara
da. Inmediatamente después, yo también me ubiqué
lboroto calleyero habia sido cau-
que acababa de amenazar a un
en la ventana. EI
sado por un homb:
grupo de mujeres y nifios. Sin embargo, se comprobs
que su arma no estaba éargada y el hombre, a quien
consideraron borracho © loco, quedé en libertad]
‘Apenas se fue el supuesto lundtico, que p a
habia contratado, dejamos la ventana y me r
ro para qué reemplazé la carta por otra? ¢No
ypoderarse de ella en su prime-
—éPe
—pregunté intrigado
Dumond es un hombre resuelto a todo y lleno de
Si me hubiera atrevi-
coraje —me respondié Dupin—.
do a lo que usted sugiere, jamas habria s
50
SM PRAIA Canis
DIIWIIAIIIA NA RA KRAAAli in die ee ee ee ee
=
r,Y.
casa con vida. Y Paris no hubiese oido hablar nunca
mas de mi. Pero ademas, tenia un segundo objetivo:
ayudar a la dama en cuestién. Durante dieciocho
meses, el ministro la extorsioné. Ahora es ella quien
lo tiene en su poder. El ignora que ya no posee la
carta. Cuando ella lo desafie publicamente a mostrar-
la, esto lo Hevara al ridiculo y a la ruina politica.
Confieso que me gustaria conocer sus pensamientos
cuando abra la carta que le dejé en el tarjetero.
—gComo? gEscribis algo en ella?
—iNo me parecié bien dejar el interior en blanco!
Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, Dumond
me jugé una mala pasada y, sin perder el buen humor,
le dije que no la olvidaria. De modo que, como no
dudo de que sentira cierta curiosidad por saber quién
ha sido mis ingenioso que él, pensé que era una lastima
no dejarle un indicio. Como conoce muy bien miletra,
me limité a escribirle un pequeiio mensaje.
BINS
2M
EL MEDALLON DE ORO
Basado en el cuento “La pesquisa”,
de Poul Groussac
Una nocke, Enrique M., que habia sido comusario en Buenos Aires,
afrmeé: "En la mayor parte de las pesquisa, la caswalidad es la que nos
da a pst. Solo hace falta un buen olfato”. ¥ para probarlo, cont a
hustonia de uno de sus casos.
Ustedes recordaran un suceso trigico que ocurrié
en la Recoleta. En una casa donde vivian una anciana
y su hija adoptiva, se cometié un crimen horrible
durante una noche del invierno de 188... Yo era por
entonces el comisario de ese barrio y me tocé hacerme
cargo del caso.
Llegué al lugar a las einco de la mafiana, avisado por
un vigilante. Desde la calle, gotas de sangre mancha-
ban el suelo. El cadaver de un hombre estaba tendido
en las escaleras del vestibulo y el de la dueiia de casa, en
uno de los dormitorios. Junto a ella, sobre la alfombra,
habia un revélver.
mssLa hija, que declaré lamarse Elena C.,. permanecia
aturdida en un sillén del cuarto vecino. Tenia veinte
afios, era bonita, alta, de ojos claros y cabellos rubios.
Hablaba con pausa y precisién aunque, por momen-
tos, el Ilanto la obligaba a interrumpir su relato.
La historia de Elena era triste. Habia quedado huér-
fana muy pequefia. y la sefiora de C. y su marido la
adoptaron. Los tres vivieron sin sobresaltos hasta
la muerte del seHior C. Si bien la anciana siempre
habia sido inteligente y préctica, luego de enviudar
cayé en una especie de mania: sentia terror por las
casas bancarias. Por ese motivo, poco a poco habia ido
retirando del banco la modesta fortuna que tenia
depositada.
Las dos mujeres vivian con austeridad. Cada mes,
la sefiora de C. cambiaba un billete de cien pesos y
distribuia ese dinero para los gastos de esos treinta
dias. Elena suponia que su madre guardaba sus bienes
en un bat, detras de la cama. Pero nunca la habia
visto hacerlo. Declaré que sentia temor porque la
gente hacia circular rumores sobre la fortuna que
escondia la anciana en la casa. Y ellas vivian solas.
Era la combinacion ideal para tentar a un ladrén.
Con él fin de tranquilizar a Elena, la anciana habia
comprado un revélver que colocaba debajo de su
almohada. Pero como siempre sucede, este no sirvié
para nada.
ie
Luego de que me contara su historia, la interrogué
sobre lo ocurrido esa noche. La muchacha lo expli-
6 asi:
A las diez, después de rezer juntas, dejé a mi
madre en su dormitorio y me fui al mio. Estaba entre-
tenida con la lectura de una novela, cuando un grito
de mujer interrumpié el silencio nocturno. Di un
salto. pero después me quedé inmévil por el terror.
Aquello duré unos segundos... Entonces retumbé un
Aisparo, pereibi otro grito ahogado. ruido de gente
que luchaba, de un cuerpo que caia al suelo, y ense-
guida, un lamento que fue apagéndose lentamente. Al
fin, pude salir de mi pardlisis... Corri al dormitorio.
La puerta y la ventana que da a la galerie estaban
abjertas. Mi madre, sin vida. al pie de la cama.
Un médico constaté la doble muerte: la del hom-
bre, producida por una bala y Ie de la mujer. por un
arma cortante. Yo procuraba reconstruir la tragedia,
cuando dos puntos oscuros despertaron en mi una
vaga desconfianza y puse en alerta mi instinto de
sabueso policial. Los asesinos seguramente habian sido
dos. Para hacer esta afirmacién tuve en cuenta las
Pisedas que habia en el jardin. Supuse que. en un prin-
ipio, los delincuentes se habrian quedado al acecho.
en algin lugar oscuro, a la espera del momento ade-
cuado para irrumpir en la casa. Luego. mientras uno
entraba valiéndose de una ganzia, el otro hacia de
ae
nanaanaanm
aanVI9999IIZIDZRAOOHO
SSOSCGHOGDODGIIGGG
eo
campana. La vieuma, que don
siempre con una luz
encendida y su revélver bajo la almohada. se desperté
al sentir la garra feroz que le tapaba la boca. Y en el.
instante mismo en que el cucl
ganta, ella hacia fuego sobre su m
le abria la gar-
Asi habia construido la escena en mi mente cuando
adverti el revélver tirado sobre la alfombra. Lo examiné
Ys Para mi sorpresa, descubri que tenia sus seis cartu-
chos intactos. Luego recordé las manchas de sangre en
la entrada de la casa. Como el asesino habia quedado
rado en la escalera del vestibulo. mi hipétesis se
derrumbé. Entoness, la sefiora de C. no habia dispa~
rado el tiro que maté al hombre. El problema se
planteaba més extrafio y enigmatico que antes. Lo
indudable eran el cadaver de una mujer asesinada en
su cuarto y el de un extrafio que. luego de degollarla,
habia intentado escapar. Pero gquién lo habia deteni-
do en su fuga? ¢Quién habia matedo al matador? gDe
quign era la sangre que llegaba hasta la calle?
Mientras vagaba alrededor de la casa envuelto en
estas preguntas, un detalle llamé mi atencién: unas
pisadas de hombre partian de la ventana del cuarto de
Elena. Por la profundidad de las huellas parecia que
hubiera saltado desde alli. La joven habia declarado
que en cierto momento oyé un ruido afuera, pero
que no pudo ver nada porque los postigos estaban
cerrados, y no se atrevié a abrirlos.
56
escaneauy con vansEl asesino habia revuelto la habitacién de la sefiora.
La ropa y otros objetos estaban desparramados sobre
Taalfombra. En un cajén de la cmoda se encontré un
testamento que declaraba a Elena nica heredera. Una
de sus clausulas mostraba el espiritu algo extraviado de
la victima. Deeia exactamente:
Recomicude- a mi amada Elena que uo se separe
del medallor. que Mevo en ch cuctlo: alli este mi
verdadera fortuna, si ella la sabe buscar.
Ese medallén no se encontré. Por la marca en el
cuello de la victima, estaba claro que el asesino se
lo habia arrancado con violencia. Tampoco se hallé
dinero en el lugar en el que Elena creia que su madre
lo guardaba. El robo, evidentemente, habia sido el
‘inico mévil del erimen y los culpables se escapaban de
todas las pesquisas.
Tuve que ausentarme de la ciudad durante unos
meses y a mi vuelta, ya nadie hablaba de la tragedia.
Pero el caso volvié a interesarme cuando lei en un
diario el siguiente aviso:
Se pagarén mil pesos a la persona que devuelva un meda-
lien de oro con forma de candadito. No tiene valor econémico
pero si afectivo, por ser un recuerdo de familia. Dirigirse a
Concepci6n Lisa Garay. Poste restante.
‘Yo no conoefa a esa mujer, pero el dinero ofrecido
por Ia joya parecia superior a su valor. Presenti que
aquel podia ser un misterio interesante de investigar.
0
Y de repente, encontré la conextén: el medallén de
oro y el crimen de la Recoleta.
Desde ese momento intui que estaba en la pista
de una solucién para el caso. No disefié un plan de
Investigacion, pues el desarrollo de los acontecimien-
tos no me lo permits. Més bien, las cosas fueron
cocurriendo, y yo fui tras ellas.
En primer lugar, necesitaba saber si Elena habia
publicado el aviso en el diario con un nombre falso.
El paso siguiente seria encontrar al poseedor de la
Joya robada.
cémmplice.
Entre mis agentes, habia un belga llamado Hymans,
tan discreto como atrevido. A él le encargué que
investigara cémo vivia Elena y si entre sus amigas habia
alguna llamada Concepcion Lisa Garay.
—Elena tiene una sirvienta vasca, Concepcion
Lisagaray —me informé Hymans al dia siguiente.
Nunca reciben visitas y viven con sencillez
ra evidente que ese era el ladrén o un
—Vigilelas y aviseme si van al correo —le ordené.
Pero Hymans ya tenia ese dato: el dia anterior, una
mujer exhibiendo su pasaporte espaitol habia retirado
de alli una carta.
Indudablemente, habia perdido la oportunidad
de saber quién habia contestado el avso, pues Elena ya
tenia la respuesta en su poder. Pero era imposible que
el famoso medallén estuviera en el sobre. Seguramente
ms
9999999999879
art
“E
AAAS AAAAMAAARAMRMAAAMA
SCdNeauV CUI! UdlllsoAO CCOODOUODDIDIIGIIDI9II92I9000000
eo
cl autor de la carta propondria una cita para devolver
12 Joya. Si era asi, lo sabria por mi agente, que conti-
nuaba vigiléndolas.
Hymans se presenté en mi casa la tarde siguiente.
Parecia no traer muchas novedades.
—éNada nuevo? —grité con ansiedad cuando lo vi.
—iHay algo, sefior! Hace un rato la tal Concepeién,
fue a dejar una carta en el buzdn de Cinco Esquinas.
Luego...
—éConsiguis el nombre y la direccién del desti-
natario?
—La carta llevaba estos datos: Sr. Cipriano Vera,
calle Victoria 158 —me informé Hymans.
—iBien hecho, hijo mio! {Cuéntemelo todo! —le
grité con alegria.
En sintesis, supe que hacia dos dias que mi agente
enamoraba a Concepeién y por eso no habia tenido
mucha dificultad para conseguir el dato buseado. Al
saber que la mujer levaria una carta al buzén, se ofrecié
para acompatiarla, Ella acepts y él aproveché la oportu-
nidad para espiar la direccién y grabarla en su memoria.
Me despedi de Hymans en la puerta de calle, con
esta recomendacién:
—Siga usted al acecho y avise en la comisaria si
ocurre algo. Yo voy a ver qué encuentro en Ia calle
Victoria.
ot
Subj a un coche para dirigirme a la direccién indi-
cada en Ia carta, Pero algo surgié en mi cabeza que me
hizo cambiar de idea. Entonces ordené al chofer: "jA.
Recolet
Eran las nueve de la noche del veinticuatro de
diciembre, visperas de Navidad. Me bajé en Cinco
Esquinas y continué mi camino a pie. Estaba Ilegando
ala casa, cuando un bulto negro se desprendié de
Ia pared y vino hacia mi, Era Hymans. Nada nuevo
habia ocurrido, pero sabia que Goncepeién iria a la
misa de Nochebuena. Comprendi que Elena necest-
taba quedarse a solas y por eso no iba a acompafiarla.
Llamé a la puerta, Pasaron algunos segundos. Of
un ruido de pasos, y una mujer con acento vasco
pregunté:
—éQuign es?
—Cipriano Vera —contesté en vor baja.
La puerta se abrié y entré sin agregar una palabra.
La sirvienta me indicé el camino y salié. Subt las
escaleras del vestibulo. La sala estaba en penumbras,
Entonces Elena aparecié y, con una voz que me pare
€i6 emocionada, murmuré
aa estis aqui, Cipriano? No te esperaba tan
pronto,
Y se adelanté hacia mi con los brazos abiertos.
alverme, dio un grito de panico y un paso hacia
mientras yo balbuceaba una confusa disculpa:
Pero
atrés,
ma
escameauy Cull Udiiis—Elena, no se asuste. Siento un
sttuacign. Ese hombre, Ci
objeto de gran valor
rect
nterés sincero por
no Vera,
a usted. Por lo que ha dicho
comprendo que e
apor qué necesita poner
‘0 suyo, Pero entonces.
wiso en el diario pa
?
comuntcarse con él y reeuperar la Joy
—Ci
nen —respondio sin titubear y
0 se Ilevé el medallén de oro la noche del
rando hacia abajo.
1c del asesino?
Apenas escucho mis iiltmas palabras, la muchacha
—Entonees... ges el eémp
se levanto bruscamente y exclamé:
Cipriano?!
no es un asesinol... Voy a
confesarle todo.
La de Elena era la vigja historia de un amor incom-
prendido. Un dia se vieron al salir de la iglesia y desde
entonces se amaron. Cipriano tenia veintiséis altos y
vivia con su madre, a quien mantenia con un pequenio
sueldo de guardia. Elena, feliz por primera vez en su
vida, les cont a sus padres adopuvos su romance. Pero
ellos eran egoistas y no querian compartitla con nadie.
reron que lo vie
de modo que le pro! A pesar de
esto, los jvenes se encontraban a escondidas. Después
de la muerte del sefior C., cuando todas las luces de
la casa se apagaban, el muchacho comenzé a entrar
en el cuarto de la joven por la ventana del jardin.
Solo esperaba un aumento de sueldo para coneretar el
matrimonio. Entonces Elena volveria a hablar con su
a
madre pero, si se negaba a dar su aprobacion, se
casarian de todos modos.
Como siempre, Ia noche del asesinato el muchacho
gio al cuarto de su
escalé la reja de la calle y se di
novia. A las dos de la madrugada, Ia muchacha escu~
Ao en el dormitorio de su madre y
ché un ruido extr:
le
Pi
grito de la victuma retumbé en el silencio nocturno.
16 a Cipriano que se eallara. El joven la abrazé
Pero en ese momento, el estridente
serenar
Elena salié de su cuarto mientras Cipriano. revélver
en mano, saltaba por la ventana para ver st algo ocu~
rria afuera. Cuando volvié a entrar, esta vez por el
frente, se topé en la escalera del vestibulo con un hom=
bre que huia. Chocaron y en ese momento sintié un
dolor agudo. Cipriano dis
6 para salvar su vida y
cl hombre se desplomé. Un objeto metilico rods y el
joven lo levanté. Al colocarlo en su bolsillo, nots que
habia recibido una punalada. Con el agresor muerto,
el peligro habia terminado y debia irse para no com-
prometer a Elena, Sangrando. aleanzé a tomar un
coche que lo deyé en su casa, casi desmayado.
Escuch¢ el relato con profunda emocién. No podia
dudar- su explicacién era tan verdadera como sus
igrimas. Le hice una altima pregunta:
—Entiendo todo, pero s1 el asesino sélo se Ilevé el
medallén, gdénde estara la fortuna de su madre?
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DARA AAAAAAAAADAABABABAA AM AAAAAAMBMBMAD°
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C
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\e
—Mi madre oculté su dinero en algin lugar de esta
casa. Ignoro dénde, pero estoy segura de que el meda-
Uén de oro nos lo revelara. Ahora sé que Cipriano lo
trene. |Cuanto he padecido en estos meses sin expli-
carme su silencio y su abandono aparente! Pero una
carta suya, que recibi ayer, me revelé la verdad. En.
ella me cuenta que su herida fue grave. Pensé que iba
a morir y no quiso causarme otro dolor. Pero sand,
Justo cuando yo publiqué el aviso en el diario y él lo
leyé. Entonces me escribié explicindolo todo y fijan-
do el reencuentro para esta noche.
En ese momento se oyé lamar a la puerta de calle.
Elena me tomé la mano murmurando:
—Es Cipnano...
—Abrale, Elena. Ya terminamos —la animé.
Sali6 y volvis un momento después, seguida por un
muchacho pilido y delgado todavia. Me saludo, escu-
cho de boca de Ia joven algunas explicaciones y luego,
toméndola de la mano carifiosamente, le dijo:
—Celebremos. Elena. No solo te traigo el famoso
medallén, sino el secreto que encierra.
Lo sacé de su bolsillo. Era redondo y liso, sin mas
roseta de brillantes en el centro. La
y me parecié incomprensible
jovenes le daban. Entonces,
adorno que una
joya no tenia gran valor
Ja importancia que los
“aM
Cipriano lo apreté con fuerza y la tapa se abrid. Nos
aproximamos a la luz, y leimos estas palabras grabadas
en el interior:
TRAS DE MI COMODA
ELENA.
La joven dio un gnito de alegria y nos condujo ala
pequeiia cémoda del dormitorio. La movimos y
detris aparecié la puerta de una caja de hierro embu-
tida en Ia pared. No tenia una cerradura comin, sino
una rueda de acero con las letras del alfabeto grabadas
en el contorno. Una semana atrés, Elena habia descu-
bierto el singular escondite. Su instinto femenino le
decia que la clave para abrirla era el medallén de oro.
Cipriano hizo girar la rueda siguiendo el orden de
las letras del nombre de su amada. La caja se abrié. En
su interior, una enorme eartera de cuero contenia
cuarenta mil pesos.
Un mes después, Cipriano y Elena se casaron...
RINEL MISTERIO DEL TREN ESPECIAL
Basado en el cuento “él tren especial
desaparecido”, de Arthur Conan Doyle
Sin duda, la vida de un investigador esta lena de
imprevistos y sorpresas. Pero Collins, el jefe de detecti-
ves de la Compafia Real de Transportes, Llevaba veinte
aitos haciendo un trabajo rutinario. Diariamente se
enfrentaba con intentos de robo a pasajeros distraidos
y de contrabando de mercaderias, pero tenia distin-
tos métodos para evitarlos. Y si el delito se cometia de
todos modes, ponia en marcha un plan ya elaborado
para dar con los responsables. Todo funcionaba como
un mecanismo de relojeria, tal como el horario de
los trenes. Hasta que la irrupeién de un caso quebré
esa rutina,
Lo oeurvide fue tan desconcertante que recién
pudo explicarse ocho atios después. La confesién de un
delincuente, Herbert Lernac, sentenciado a muerte en
Marsella, eché luz sobre el delito mas misterioso
cometido en los ferrocarriles ingleses.
as
ANAIAMBAAAWMMMND
SCdNedauV CUI! Udlllso
an
AABWDAAAAAANRANA RAR AA
“EeSOCOOOOGOOVODYDVIDIVIIGIIZIIZZGDGOOOS
‘Todo comenaé el 3 de junto de 1890. Un eaballe-
ro francés que dijo lamarse Louis Caratal pidié una
entrevista con James Bland, superintendente de |
estacion de ferrocar
en Liverpool. Caratal era de
baja estatura, edad mediana, pelo negro y espalda
encorvada, Lo acompafiaba un hombre de fisico impo-
nente, al parecer, su empleado. Su nombre no se dio
@ conocer pero, por su tez morena y su acento, parecia
ser espafiol o sudamericano. Llevaba un portafolios de
cuero negro, sweto ala mufeca 1zquierda por medio
de una correa. Y si bien esto no lamé la atencién en
ese momento, los acontecimientos posteriores demos-
traron que sila tenia.
Caratal entré en el despacho de Bland y le conté
que habia Hegado Liverpool aquella misma tarde
proveniente de Centroamérica. Ciertos asuntos de
maxima importancia exigian su presencia urgente en
Paris y, como habia perdido el expreso de Londres,
necesitaba contratar el servicio de un tren especial.
Bland, siempre dispuesto a dar una solucién a los
pasajeros en problemas, llamé al director de trafico y
dejé arreglado el asunto en cinco minutos. El serneio
especial saldria tres cuartos de hora mas tarde, pues
ese era el tiempo que se requeria para asegurarse de
que la linea estuviera libre.
Inmediatamente Potter Hood, el director de trifi-
co, hizo preparar el tren que Ilevaria a Caratal. Lo
“@
conduciria una poderosa locomotora, a la que se le
engancharon dos coches y un furgén detras para un
guarda. El primer vagén solo servia para disminuir las
molestias producidas por Ia oscilacién de la formacién.
El segundo estaba divdido en dos compartimientos:
uno de primera clase y otro de segunda. El de prime-
ra fue reservado a los viajeros. El otro quedé vacio. Se
designé a James McPherson como jefe del tren. pues
contaba con mucha experiencia, y como fogonero a
William Smith, quien era nuevo en su oficio.
Caratal y su acompaiiante se instalaron de inmedia-
to enl tren. Y mientras esto sucedia. en el despacho
de Bland ocurrié una curiosa coincidencia. El hecho de
que alguien solicitara un tren especial no era cosa
extraordinaria en una estacién tan comercial como
Lwerpool. Pero que la misma tarde se pidiesen dos,
eso si resultaba extraiio.
En la oficina del superintendente se presenté otro
pasayero, Horace Moore. que también necesitaba
viajar con urgencia. Explicé que su esposa, quien se
hallaba en Londres, habia sufrido una enfermedad
grave y repentina, Era tan evidente su angustia, que
Bland decidié hacer todo lo posible para complacerlo.
Pero como los trenes especiales complican el servicio
normal, no podia agregarse otro mis. Solo quedaba
una opcié:
que Moore compartiese los gastos y el
tren contratado por Caratal.
ae
escaneauy con vansAA pesar de las explicaciones del director de trafico,
Caratal nechazé rotundamente el pedido. El tren seri
de su uso exelusivo. Cuando Horace Moore supo que
su Unica posibilidad era esperar la partida del tren
comin de las 18 horas, abandoné la estacién muy
afligido.
Como estaba arreglado, el semncio especial partié
de Liverpool a las 16.31 en punto. No haria ninguna
escala y arribaria a Manchester antes de las 18. Pero a
las 18.15, los empleados de la estacién de Liverpool se
levaron una gran sorpresa: un telegrama enviado
desde Manchester anunciaba que el tren no habia
arribado todavia.
De inmediato consultaron a la estacién de St.
Helens, a un tercio de distancia entre Liverpool y
Manchester, y desde alli recibieron le siguiente
informacién:
Bl especial pasé por aqui a las 16.52,
segiin lo previsto.
A las 18.50 se recibis desde Manchester un segun-
do telegrama.
sin noticias del especial amunciado por
ustedes.
Y diez minutos més tarde, un tercer telegrama
todavia mds desconcertante decia:
7M
Suponenos algin error de intornacidn, 31
tren comin procedente de St. Helens, que
debia llegar después del especial, acaba de
arribar y no sabe nada de este iltino.
Wanchester.
Parecia dificil que el tren programado pudiera
hacer el mismo recorrido, usando las mismas vias, sin
encontrarse con el especial. Si a este le hubiera ocu~
rrido algun accidente, deberian haberlo advertido.
Pero gen qué otra cosa podia pensarse, sino en un
accidente? gDénde podia encontrarse el tren en cues-
tién? gLo habrian desviado a alguna via secundaria
por alguna causa?
El misterio debia aclararse de inmediato, pues un
tren, con locomotora y todo, no desaparece asi como
asi. Ymenos uno de la Compaiiia Real de Transportes
Britdnicos. Por ese motivo se enviaron telegramas a
todas las estaciones intermedias entre St. Helens y
Manchester. El superintendente y el director de trafi-
co esperaron las respuestas de cada estacién, que no
tardaron en llegar.
Especial pasé por aqui a las 17. Collins
Green,
Especial pasé por aqui 17.05. Zarlestown.
Especial pasé por aqui 17.15. Newton.
‘eScaneauu con Lain
DADMAMAADAAAMAAAANAARAAAADIAMAMAAMAAMAAD
i
Hlad
OO PEELE DE AEE SS
Especial pasé por aqui 17.20. Empalne
de Kenyon.
Ningiin especial pasé por aqui. Barton
Moss.
Después de leer este ultimo telegrama, los dos fun-
clonarios se miraron aténitos.
—No me ha ocurrido cosa igual en mis treinta aftos
de servicio —confesé el superintendente Bland.
—Esti claro que algo le ha pasado al especial entre
Empalme de Kenyon y Barton Moss —afirmé Hood,
el director de tréfico.
—Pero no existe una playa de maniobras entre
ambas estaciones, asi que el especial no pudo salir
de la via principal —razoné el superintendente.
—Entonces. gcémo es posible que el tren comin
haya pasado por la misma linea sin chocar con él? g¥
sin siquiera verlo? —pregunté el director de trafico.
—Debis descarrilar. Telegrafiemos a Manchester
pidiendo informes, y que la gente de Empalme de
Kenyon revise la via hasta Barton Moss —decidis
Bland.
Los telegramas se enviaron y las respuestas, nueva~
mente, no se hicieron esperar:
Sin noticias del especial desaparecido.
liaquinista y jefe del tren comin airman
2@
rotundamente que ningun descarrilamiento
ha ocurrido entre Empalme de Kenyon y
Barton loss. La via, completamente libre,
sin nada fuera de lo corriente. lanchester.
fabra que despedir a ese maquinista y a ese jefe
de tren! —exclamé Bland, a punto de verse traicionado
por los nervios—. Ha ocurrido un descarrilamiento y
ni siquiera lo notan. Ya vera, Hood. pronto aparecera
la maquina en el fondo de algin barranco.
Pero media hora después legé la respuesta de
Empalme de Kenyon.
Sin ningtin rastro del especial desaparecido.
Ia linea completamente libre, sin sefial de
accidente.
—iParece cosa de locos! —exclamé Bland—. gPuede
esfumarse un tren, en Inglaterra, a plena luz del dia?
Asi estaban las cosas aquella tarde, hasta que ocurrié
algo lamentable que agregé otro elemento al caso. Un
nuevo telegrama de Empalme de Kenyon informaba:
Gaddver de John Slater, maquinista tren
especial, encontrado a dos millas de este
empalme. CayS de locomotora, rods barranco
abajo y tue hallado entre arbustos. No hay
rastros de tren.
azLas noticias corren como reguero de pélvora pero.
en un juicio
. Se acusaba de corrupeién
francés. Este tema
ios del gob
as de los periédicos y la extraiia desapa~
Escdileduy CUI! Ue
ren no desperté atencién. La Compa
je Transportes Br:
nicos aproveché la situacién,
para no preocupar a los pasajeros y decidié enviar al
westigara el caso
jefe de detectives Collins para que
con prudencia,
Ala mafana siguiente, ya en Liverpool, Collins se
entrevisté con Bland. Este le confirmé que no ex
rastro del tren desapareeido y que, ademas, resultaba
imposible explicar el hecho.
El detective se dirigié a Empalme de Kenyon yal
comprobé que, en el trayecto comprendido entre esa
estacién y Manchester, habia siete vias laterales que
conducian a las minas de carbon. Cuatro de ellas esta~
ban fuera de servicio, asi que habian sido levantadas
sus conexiones con la via principal. Quedaban tres en
condiciones de ser usadas. Una terminaba en un gran
depésito vacio. Averigué que el 3 de junio, la segunda
linea estuvo bloqueada por dieciséis vagones cargados
de hierro. En la tercera y mas importante, cien-
tos de hombres habian trabajado durante ese dia. Los
interrogé a todos y nadie pudo aportar datos sobre
Li
uacl tren desaparecido ni sobre sus pasajeros. el jefe del
tren 0,el fogonero.
Collins estaba desconcertado. Solo tres hechos eran
Seguros: el tren salié de Empalme de Kenyon, no llegé
a Barton Moss y el maquinista murié. Era sumamen-
te improbable, pero cabia dentro de lo posible, que el
tren hubiera sido desviado por una de las siete vias
laterales existentes. Pero cuatro de ellas estaban fuera
de uso, por lo tanto las alternativas se reducian a las tres
vias en actividad. Sin embargo, ya habia comprobado
que el tren no habia pasado por ninguna de ellas.
La investigacién estaba estancada, cuando ocurrié un.
nuevo incidente: el 14 de julio la esposa de McPherson,
el jefe del tren especial, recibié una carta con fecha § del
mismo mes. La mujer ya habia dado por muerto a su
marido, pero la carta provenia de Nueva York y estaba
escrita por el mismisimo James McPherson. Le pedia
que viajara a Estados Unidos para encontrarse con él.
De inmediato, la mujer se comunicé con Collins.
Dudaba del origen de la carta, pero estaba segura de que
la letra y Ja firma eran las de su marido. El detective
supuso que esta novedad conduciria al esclarecimiento
del caso, pero su optimismo no duré demasiado.
Decidié utilizar a la mujer como cebo. De modo
que arregl6 todo siguiendo las instrucciones de la carta.
La sefiora McPherson se embarcé rumbo a Nueva York
y, sin que lo supiera, junto con ella también viajé uno
76M
de los agentes de Collins. Una vez en esa ciudad. se
hospedé en el hotel que su marido le habia indicado y
aguard6 durante dos semanas su legada. El agente la
vigilaba dia y noche, pero finalmente la mujer regresé
a Liverpool sin que nadie se contactara con ella.
Nada nuevo sucedié a partir de entonces. Durante
ocho aiios no hubo noticia alguna sobre la extraordi~
naria desaparicion del tren especial. El caso se cerré.
Pero Collins no podia aceptar que algo tan extrafio,
pudiera suceder sin que tuviera una explicacién légica.
Por ese motivo, si bien el asunto no formaba parte de
su trabajo cotidiano, se mantuvo atento ante cualquier
novedad que pudiese relacionarse con él. Asi supo que
Caratal era un francés que desarrollaba sus actividades
comerciales y politicas en Centroamérica. Y que su
acompafiante, Eduardo Gémez, era su guardaespaldas.
Aquel 3 de junio de 1890, Caratal necesitaba llegar a
Paris con gran urgencia. Y Paris en ese entonces era la
sede de un escandalo financiero y politico, su especia-
lidad. Este detalle no parecia casual, pero gen qué
medida estaria vinculado Caratal con los conflictos
franceses?
El detective intentaba encontrar una conexién entre
estos datos. Parecia improbable que un tren desapare-
cieva de la faz de la tierra, sin dejar rastros. La légica
indicaba que la solucién debia estar cerca de las vias de
Inglaterra, pero la vinculacién con Paris estaba siempre
a
Escaneado con Lamspresente. Sin embargo, las pistas se perdian en la des-
aparicién del tren y de las personas que viajaban en él.
Y nada nuevo aparecia
Collins era un buen detective, famoso porque no
dejaba nada librado al azar, Pero este caso probable-
mente nunca se hubiera resuelto, de no ser por una
casualidad. Y esa casualidad se dio ocho aftos después
de cerrada la investigacién. En ese tiempo, Collins se
encontraba de vacaciones en Marsella. Un dia, leyendo
el perisdico local, legé a la seccién de las cartas de
lectores y descubrié una muy enigmitica, Era de un
tal Herbert Lernac, juegado por asesinato y que aguar-
daba en prisién su condena a muerte. Mas que una
opinién, parecia un mensaje 0 una amenaza. Decia:
“Estoy en la cércel y me espera la muerte. No tengo
nada que perder. Pero hay quienes si tienen, y mucho.
A cambio de un indulto, guardaré informacién sobre
ciertas personalidades de la politica, involucradas en
el crimen del financista Caratal. No revelaré sus nom-
bres por el momento, a la espera de una respuesta
de los interesados. jReflexionen, caballeros de Paris,
sobre todo lo que puedo llegar decir!”.
La relacién con la desaparicién del tren especial era
evidente. Habia sido planeada para matar a Caratal, y
aquel habia sido un erimen por encargo. Sin duda, los,
destinatarios de esas amenazas eran unos politicos fran~
ceses que se verian en serios problemas si Lernac abria
7a
laboca. ¥ aunque era importante descubrirlos, Collins
seguia siendo el jefe de detectives de la Compafia Real
de Transportes Britanicos: lo que més le interesaba
era dilucidar como habia desaparecido el tren. Enton~
ces fue a la prisién, mostré sus credenciales, explicé el
motivo de su presencia y consiguié ver al reo.
‘Al principio, Lernac no quiso dar ningun detalle.
Pero cuando supo que Collins era un detective del
ferrocarril que durante ocho afios habia tratado de
descubrir el misterio, se sintié orgulloso de su plan.
Entonces confirms algunas de las sospechas del detec~
tive y le revelé el resto.
Era cierta la relacién entre el caso y el juicio por
corrupeién que se Ilevé a cabo en 1890. Quien acu-
saria a los hombres mas destacados de Francia era
Caratal, que debia viajar a Paris para atestiguar. Con
su declaracién, todos ellos terminarfan en Ia cércel,
de modo que habia que interrumpir su viaje. Asi que
buscaron a alguien capaz de hacerlo desaparecer.
Ese hombre fue Herbert Lernacy, sin duda, acertaron
en su eleccién.
Lernac planed paso por paso el operativo que le
impedirfa a Caratal Hegar a Paris. El plan para dete-
nerlo comenzé antes de que el testigo partiera hacia
Europa. Envié a un hombre de confianza a Centro~
américa para que se embarcara con él, lo liquidara
durante la travesia y destruyera sus documentos.
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2
SOVVDDINIIZIGRI?
Lernac sabia que Caratal viajaba acompafiado de un
individuo de apellido Gomez, que iba bien armado.
Este levaba los documentos confidenciales en un
portafolios sujeto a su museca y los protegeria, como
a su jefe. Por desgracia, el asesino legé cuando el
barco ya habia zarpado. Ante este contratiempo, alqui-
16 un pequefio bergantin armado para cortar el paso
al buque, pero tampoco tuvo éxito.
Lernac era un profesional. Los contratiempos lo
estimulaban y cuanto més dificil era lograr su objetivo,
mejor se sentia. Por eso habia preparado distintas
alternativas que se ejecutarfan si una fallaba. Y asi lo
hizo. Con el orgullo de un estratega, le conté a Collins
que tenia seis planes para matar a Caratal a partir de su
legada a Liverpool. Todo estaba dispuesto por si viaja~
ba en un tren ordinario o especial. De cualquier modo
le saldrian al cruce. Habia sobornado a varios funcio-
narios del ferrocarril. Uno era McPherson porque. si
el viaje se hacia en un tren especial, seguramente él
seria el jefe. También Smith, el fogonero, estaba a sus
érdenes. El maquinista John Slater resulté ser dema~
siado terco, por lo que prescindieron de él.
‘Aquel Horace Moore que solicits otro tren especial
era cémplice de Lernac. Suponia que le ofrecerian
compartir el tren contratado por Caratal, pero este.
temiendo por su seguridad, no quiso que nadie viajase
con él. Entonces Moore salié de la estacién, luego
20
ingresé en ella por una puerta lateral y, sin ser visto,
se ubicé en el furgén.
Mientras tanto, Lernac esperaba en el Empalme de
Kenyon. Sabia que alli siete Iineas secundarias se
conectaban con la principal, y que las investigaciones
se centrarian en las tres que seguian en uso. Por eso,
la via que eligié para desviar el tren fue una de las cua~
tro que estaban fuera de servicio y que terminaba en
una vieja mina de carbén abandonada. Para volver a
conectarla, solo hizo falta que se colocaran unos pocos
rieles sin Hamar la atencién. Asi, cuando el especial
Megs. se desvié hacia la linea lateral tan suavemente,
que los dos viajeros no lo advirtieron.
Smith, el fogonero, debia dormir con cloroforme al
maquinista, para que desapareciera con los pasajeros.
Pero el hombre se manejé con tal torpeza que John
Slater cayé de la locomotora al resistirse. Segan
Lernac, su muerte anticipada fue el unico error.
Por entonces, el tren especial ya iba rumbo a la
mina abandonada. El fogonero redujo la velocidad.
McPherson y Moore saltaron del tren a tierra. El fogo-
nero lo hizo justo después de acelerar la locomotora a
su maxima potencia.
Los tnicos pasajeros que quedaban se asomaron a
la ventanilla, alertados por el repentino cambio de
velocidad. La formacién ya se desplazaba sin control y
las ruedas chirriaban sobre los rieles. Lernac pudo
Cr)
~—esvareauo cor vantsdivisar a Caratal, que hacia gestos desesperados y a
Gémez, que arrojaba por la ventana el portafolios con
los documentos. Estaba claro lo que querian decir:
si les perdonaban la vida, ellos prometian no hablar.
Pero el tren ya no podia detenerse. En otros tiempos.
esa mina de carbén habia sido una de las mas grandes
de Inglaterra. Por eso, las vias del ferrocarril llegaban
hasta el montacargas, que ahora estaba desmantelado.
Solo quedaba el pozo y el tren caeria alli. La explo-
sién que provocaria el impacto cubriri
carbén toda evidencia.
con tierra y
Ni Lernac ni sus cémplices lo vieron, pero si escu-
charon una sucesién de traqueteos, ruides y golpes
producidos por el choque de la locomotora y lot
vagones contra las paredes del enorme hueco. Después
sintieron un estruendo escalofriante: el tren habia
tocado fondo. Solo faltaba borrar cualquier rastro y
retirarse. Levantaron los rielesy, sin demoras, todos
Jos involucrados salieron del pais. La mayoria hacia
Francia, Moore hacia Manchester y McPherson se
embarcé a Norteamérica.
Collins estaba sorprendido por la precisin con la
que habia actuado la banda. Por un momento, llegé a
pensar que Lernac era un artista, pero esa imagen se
desvanecié cuando le revelé lo sucedido a McPherson
en Nueva York:
2M
El torpe cometié el error de escribirle a su esposa.
No podiamos confiar en él, de modo que hicimos lo
necesario para que nunca llegara a entrevistarse con
ella. A veces pienso que seria amable escribirle a esa
mujer y asegurarle que no hay ningdn impedimento
para que vuelva a casarse.
Finalmente la desaparicién del tren especial estaba
aclarada, Antes de dejarlo, Collins le pregunté qué
habia ocurrido con los documentos de Caratal.
—Los entregué a quienes me encomendaron la
misién. Pero me quedé con algunos, por si algo me
rrabajo” posterior me trajo a
respondis
ocurria, Un error en un
la cdrcel. Ahora estoy dispuesto a usazlos
Lernac.
—¢Entonces piensa dar a conocer esos documentos?
Seguro. No voy a dejar que me leven a la guillo-
tina sin hacer todo lo posible por salvarme. Si tiene
usted un poco més de tiempo, le daré algunos datos
interesantes.
Collins volvié a Inglaterra con la respuesta al enig-
ma que lo habia inquietado durante ocho afios y con
Ja satisfacci6n de la tarea cumplida. Apenas llegé, ley
en el periédico que Lernac habia muerto, luego de
revelar los nombres y apellidos de los que habian
contratado sus servicios.
aa
a
staneauy con Cains
A
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ARAAAASAAAAAANARARRAARADRMRAROD AASS
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®
s
8
v
v
.
.
e
.
.
Aquellos poderosos funcionarios se opusieron a que
se aceptaran como verdaderas las pruebas presentadas
Por un delincuente. Pero no contaban con el aporte
de un sabueso mglés como Collins. con buena memo-
via y antecedentes intachables. El detective declaré
os
Hosa Tat
Escaneado con CamS