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Sara Gallardo - Eisejuaz

Este documento es la introducción al libro "Eisejuaz" de Sara Gallardo. Presenta información sobre los datos de publicación del libro como el año, editorial, ISBN y créditos de ilustraciones y fotografía. También incluye una advertencia sobre la prohibición de reproducir el libro sin autorización de la editorial o herederos.
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Sara Gallardo - Eisejuaz

Este documento es la introducción al libro "Eisejuaz" de Sara Gallardo. Presenta información sobre los datos de publicación del libro como el año, editorial, ISBN y créditos de ilustraciones y fotografía. También incluye una advertencia sobre la prohibición de reproducir el libro sin autorización de la editorial o herederos.
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Sara Gallardo

Eisejuaz
Prólogo de Mónica Velásquez Guzmán

3
Gallardo, Sara
Eisejuaz / Sara Gallardo; con prólogo de Mónica Velásquez Guzmán
Santa Cruz: Dum Dum editora, 2017.
176 p.; 21x14 cm.

ISBN: 978-99974-888-5-5
Depósito legal: 8-1-711-17

© Herederos de Sara Gallardo: Eisejuaz, 1971


© Dum Dum editora, 2017
© Ilustraciones: María José Vera
Diseño y producción: Aimara Barrero
© Fotografía de solapa: Fotografía de Sara Gallardo. Se reproduce
con la autorización de Paula Pico Estrada.

Facebook: /dumdumeditora
Santa Cruz de la Sierra, Bolivia
Impreso en Bolivia

Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin autorización previa de la


editora y/o herederos.

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Eisejuaz

13
EL ENCUENTRO

1515
Dije a aquel Paqui:
–Procurá no morirte. A la tarde te ayudaré.
Había llovido mucho por esos días y los camiones no podían
entrar en el pueblo. Renegaban los camineros a causa de la lluvia;
renegaban, por tanta agua.
Yo no conocía a Paqui. Lo creí muerto, en el barro.
Pero me dijo:
–Algún día podés encontrarte como estoy yo.
Iba a mi casa, al otro lado del aserradero de don Pedro López
Segura, donde fui motorista cuando tuve los sueños. Manejaba la
caldera en aquel tiempo de los sueños, ya pasado. Iba a mi casa y
pensé: “¿No será el que estoy esperando?”.
Por eso volví atrás:
–Procurá no morirte. A la tarde te ayudaré.
Un camionero dijo entonces:
–Yerba mala nunca muere.
Él ni nada. Como muerto. Y semejante mugre.
Llegué a mi casa y dije al Señor: “Si es este, hacémelo saber”.
Tres, diez veces, veinte pedí: “Si es este es, que yo lo sepa”. Y nada
no pasó. Ni paró la lluvia. Puse a cocinar el pescado, y nada.
Tenía un trabajo urgente, hice mi trabajo. Fui a buscar a aquel
Paqui.
Los camioneros estaban en el almacén de Gómez esperando
que parara la lluvia. “Ahí va Vega”. Otro: “¿Buscás un tesoro?”.
Nada no hablé. Llevaba una hamaca para envolverlo, porque no
podía caminar.
–¿Estás vivo? Vine a ayudarte.
No contestó.

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–¿Estás vivo? Vine, como te dije.
No contestó. Entonces pensé que me había equivocado, que
no era el mandado por el Señor. “Mejor para mí –pensé–. Mejor”.
Iba a alegrarme. Pero vi que había abierto un ojo y que lo cerró.
Entonces lo envolví en la hamaca y lo cargué en mi espalda.

Había mucho barro. Me caí. Aquel hombre se quejó. También


me caí otra vez. También se quejó. Quedé lleno de barro enton-
ces, con semejante mugre. Cuando pasamos por el almacén de
Gómez los camioneros dijeron: “Ahí va Vega. Encontró su teso-
ro”. Y a Paqui: “Vas en carroza, carroña”.
Di una vuelta grande para no cruzar por el aserradero, llegué
a mi casa, dejé a ese Paqui en un rincón, calenté la sopa de pes-
cado, hablé al Señor. No supe con qué palabras, solamente le dije:
“Aquí estoy, aquí estoy”.
Llovió mucho esas noches, llovió esos días, ya no había ropa
seca, nada no había.
El Paqui era un estropeado, un paralizado, un enfermo. Yo no
sabía su nombre. Le saqué las ropas y las puse al lado del fuego.
Me saqué las ropas y las puse al lado del fuego. Pero el agua en-
traba por la puerta.
Dijo:
–Algún día podés encontrarte como estoy yo.
Dije:
–Ya estuve sucio, ahora estoy desnudo. ¿Qué más querés?
Dijo:
–Todos ustedes son sucios y desnudos. Te podés quedar
duro, y hacerte encima las suciedades; tener hambre y morder el
bocado en la tierra. Y tener a las mujeres con el pensamiento. Es
lo que te digo. Así podés quedar. Así quiero verte.
“Aquí estoy, aquí estoy”. Di la sopa de pescado a aquel hombre
y se quedó dormido en el rincón. Dormido, en aquel rincón.
Dije al Señor: “No dejes que me arrepienta”.

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Al otro día entraron los camiones en el aserradero. Traían
cedro, quebracho, lapacho, palosanto, algarrobo, pacará, mora,
palo amarillo, palo blanco, incienso. Cargaron las tablas y se fue-
ron para Salta.
Había sol ese día, y Mauricia Suárez bajó con las otras a la
canilla del agua. Yo estaba con mi botijo buscando agua. Y me
habló:
–Las cosas van mal. ¿Cuándo vas a volver?
–No voy a volver, Mauricia, ya sabés. Decile a tu marido que
se ocupe.
–Mi marido no sirve. ¿Cuándo vas a volver?
–Ya sabés que no puedo volver. Ya no voy a volver a ese cam-
pamento. Ya no vuelvo a esa misión.
–Se vamos a morir todos si no volvés.
Yo me tapé las orejas y me fui con el agua. Las mujeres se
rieron. Por el camino dije al Señor: “¿Hasta cuándo tanta mala
sangre? ¿Hasta cuándo?”. Lo decía por los paisanos, tanta mise-
ria, y por mí, tanto dolor.

Paqui siempre dormido en su rincón. Y tuve un pensamiento:


“¿No he visto a este hombre en alguna parte?”.

Yo soy Eisejuaz, Este También, el comprado por el Señor, el


del camino largo. Cuando he viajado en ómnibus a la ciudad de
Orán he mirado y he dicho: “Aquí descansamos, aquí paramos”.
Allí mi padre, ese hombre bueno, allí mi madre, esa mujer ani-
mosa con el hijo de encargue, allí tantos kilómetros saliendo del
Pilcomayo a pies hicimos por la palabra del misionero. Allí mis
dos hermanos. Allí yo, Eisejuaz, Este También, el más fuerte de
todos. Veo y digo: “Aquí se descansamos, aquí paramos”. Los lu-
gares no tenían nombre en aquel tiempo.

19
He visto esos lugares desde el ómnibus una vez, cuando fui
a la ciudad de Orán a pedir el primer consejo, en aquel tiempo
en que tuve los sueños. Pero llegó un día en que no fui a ninguna
parte: ni a Orán, ni a Tartagal, ni a Salta, ni tampoco trabajé más
en el aserradero. Hice la casa de paja colorada pasando las vías
del tren, y esperé el momento que el Señor me anunció. Esperé al
que me iban a mandar.

Paqui, en su rincón:
–¿Para qué me trajiste aquí, che, decime?
El fuego no había secado las ropas; le pasé un diario bajo del
cuerpo y otro por encima. “¿No he visto a este hombre en alguna
parte?”.
–¿Qué podés mover? Las manos, las patas, decí: qué.
Se puso a gritar:
–No voy a vivir aquí, no voy a vivir aquí. Aquí no.
Le di la sopa y moví las ropas en el sol. Gritó:
–Salvaje. No sabés quién soy.
Colgué las ropas en el viento y me fui al pueblo.
En la puerta del hotel, doña Eulalia. Ingrato, me dijo. Yo la
saludé.
–Ayer cumpliste años. ¿Te acordaste?
Yo no me había acordado.
–Quince cumplías el día que te tomé en el hotel. Treinta y
cinco has cumplido ayer. El tiempo pasa.
–No se cumplimos años los que nacemos en el monte, señora.
Dijo:
–No hay que ser agreste, hijo, hay que agradecer.
Supe en esa hora que sí era Paqui aquel que me mandaba el
Señor, aquel que había esperado, y que podía tratarlo como mío.
Dije:
–En ese tiempo empezaba el segundo tramo de mi camino,
señora. Hoy empezó el último.
Doña Eulalia me llamó incorregible.

20
–Siempre estás alto como la puerta, ancho como un caballo,
pobre Lisandro. El tiempo pasa. Ya me ves viejita y pesada. Pero
San José castísimo no abandona a sus corderos.
Yo le dije hasta luego señora. Doña Eulalia: si trabajaba de
nuevo en el aserradero, si era motorista otra vez, si hacía otro
trabajo. “No, ya no”. “Es feo ser haragán, Lisandro. Has sido buen
trabajador”. Pero yo seguí mi camino, y cuando estuve solo dije
al Señor: “Era el que me mandabas; aquel que me anunciaste.
Bueno. Cumpliré. Bueno”.
Caminé hacia el río por dentro del monte para no encontrar
gente ni camiones, y levanté los brazos. Y saludé al río porque
es hermano del Pilcomayo, y la tristeza me echó al suelo. Dije al
Señor: “¿De dónde lo sacaste así, tan malo?”. Por Paqui lo decía.
“¿Cómo lo pensaste así? ¿No pudo ser de otro modo? ¿Por qué
pensaste tu promesa de esta forma?”.
Lloré: “¿No podía ser de otro modo?”.
Me golpeé la frente y grité:
–¿No podía ser de otro modo?
El Señor brilló sobre el río pero no me habló, movió el monte
pero no me habló.
–Aquí está Eisejuaz, Este También, tu servidor, ¿y no le ha-
blás? Ya empezó el último tramo de su camino, ¿y no le hablás?
Pero Eisejuaz, Este También, fue comprado por tu mano. Y en el
hotel, lavando las copas, oyó tu palabra.
Así lloré. El Señor movió el monte, y me sonrió.
Y me volví al pueblo sin secarme las lágrimas.
Los camiones pasaban para Salta llevando tablas. “¿Dónde
dejaste la bicicleta, Vega?”. Y levanté el brazo para decir adiós.
“Empezó el tramo final”, quería decir. Caminaba, y el barro me
puso blancas las zapatillas.

Tanta mosca y tanto olor del Paqui saliendo por la puerta de


mi casa. Y no era la puerta de mi casa, era la casa de los dos. Sin

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hablar quité los diarios sucios, le eché agua, lo sequé con pasto,
con papeles, le di el cabo del pescado, el final, lo que quedaba del
pescado. Y ya no quedó pescado. Gritó de nuevo:
–Aquí no voy a vivir, aquí no. Ni sabés quién soy.
Comí afuera de la casa una papa que tenía, pensando. Afuera
de la casa, pensando: “Hay que trabajar ahora, Eisejuaz, hay que
alimentar, hay que cuidar”.
Me levanté:
–¿Cuál es tu nombre?
Cerró los ojos.
–¿Cuál es tu nombre?
Se puso a gritar:
–¡No voy a vivir aquí! ¡Aquí no; aquí no voy a vivir; aquí no!
Busqué la hamaca, se la eché encima sucia como estaba, lo
cargué en la espalda.
Lo dejé cerca del zanjón.
–¡Eh, ayudá, loco, ayuden, no me dejen morir!
Lo dejé allí, aunque llegaba la noche.

Vino Mauricia, y yo en la casa.


–Mauricia, ¿qué hacés aquí?
–Ya sabés, vos. Ya sabés qué hago aquí.
Como su hermana, para turbar el corazón. Linda, para tur-
bar el corazón.
–Andate, che, tu marido te va a matar.
–¿Dijiste alguna vez: tu marido te va a matar? El reverendo
quiere que vayas. Él me manda.
–No te manda, che, andate. No tengo dos palabras.
Se echó al suelo como hacía antes, igual que antes. Yo salí
afuera de la casa. Le dije:
–Andate.
Ella me quiso arañar la cara. Le dije:
–Ya empezó el último tramo de mi camino. Ese que esperaba
ya llegó.

22
Ella:
–Un día te pesará lo que me has hecho.
Tenía la cara de su hermana, y yo quedé con el corazón turba-
do, porque su hermana fue mi mujer y fue mi compañera y tuvo
más conocimiento de todas las cosas. Pero eso también terminó.
Y Mauricia, esa muchacha linda, siempre nos envidió.
Cuando vino la noche bajé al zanjón. Me senté a escuchar qué
hablaba solo aquel Paqui en aquel sitio, y hasta la medianoche
lo escuché sin entender lo que decía. Fue mejor; solo maldades
salían de su boca. Y después me vio, porque la luna había subido.
Y gritó:
–¡Otra vez!
Nada no hablé.
–¡Tengo hambre! ¡Tengo frío!
Nada no dije. Lo miré y no hablé.
–Mátenme, entonces. Matame vos, que ni sabés quién soy.
–¿Cómo es tu nombre?
–Paqui es.
–¿Y qué es lo que vos querés?
–Morirme, eso quiero.
–Te mato ahora.
–¿Para qué? –Asustado–. No te sirvo de comida.
–No se comemos gente pero sabemos matar.
–No soy gente.
–Ya sé.
–Soy una carroña.
–Ya sé. ¿Y qué es lo que querés?
–¿Qué es lo que querés vos, así pegado a mí?
He hablado a Paqui en esa noche.

Dice Eisejuaz:
Yo le entregué mis manos al Señor, porque me habló una vez.
Me habló otras veces, antes, pero usando sus mensajeros. Me ha-
bló con sus mensajeros en el Pilcomayo, cuando fui chico y andu-

23
ve con las mujeres juntando los bichos del monte. Me habló con
sus mensajeros en la misión, y el misionero me puso siete días en
penitencia. Pero lavando las copas en el hotel me habló Él mis-
mo. Tenía dieciséis años; recién casado estaba con mi mujer. El
agua salía por el desagüe con su remolino. Y el Señor de pronto,
en ese remolino. “Lisandro, Eisejuaz, tus manos son mías, dá-
melas”. Yo dejé las copas. “Señor, ¿qué puedo hacer?”. “Antes del
último tramo te las pediré”. “Ya te las doy, Señor. Son tuyas. Te
las doy ya”. El Señor se fue. Quedó el remolino con la espuma del
jabón brillando. Gómez, el que tiene boliche, era mozo allí. Vio
las copas sin secar, las secó y las llevó sin hablar. Siempre me tuvo
miedo. Porque yo, Este También, Eisejuaz, sin ayuda arrastré la
segunda viga desde el camión hasta el comedor. La viga segunda
de quebracho, grande como cuatro hombres, yo solo, cuando hi-
cieron la ampliación. La viga primera se puso hace treinta años,
cinco peones de doña Eulalia la movieron. Por eso Gómez no
dijo nada. Por la fuerza que tengo, y si alguno dice que fueron
varios hombres los que movieron la viga, miente. Gómez nada
habló. Yo salí del hotel. Pasé tres días sin hablar, sin mirar, sin
comer. Mi mujer:
–¿Qué hay en tu cara que no conozco?
Fue al hotel. “Mi hombre está enfermo. No habla, no mira, no
come”. “Llevalo al médico”. Yo no fui. No hablé. Era el cuarto día.
Doña Eulalia en nuestra casa. “¿Cómo quieren civilizarse?
Nadie los va a comer en el hospital. Siempre lo mismo. Si no van,
no pagaré estos días de falta”. Nada no hablé. Mi mujer era bue-
na, tenía conocimiento de las cosas, y lloró. Tampoco esa noche
hablé, ni comí.
El quinto día le dije:
–¿Hay agua? Traé agua.
Trajo el agua. Era poca.
–Aquí el agua es poca. Aquí no hay agua. Ya lo sabés.
Solo había un botijito de agua. Me levanté. Eché el agua sobre
mi cabeza y sobre mis manos. Y no hubo más.

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–Prepará comida.
–Solo hay una galleta y dos batatas.
–Es bastante.
Comimos la galleta y las batatas. Dije a mi mujer:
–El Señor me habló cuando lavaba las copas.
–Y ahora –dijo mi mujer–. ¿Qué vamos a hacer?

“¿Qué vamos a hacer?”, es lo que dijo.


Con sus mensajeros, dos veces me había hablado el Señor.
Andaba en el monte juntando bichos con las mujeres. Langostas,
hormigas, lagartijas. Mi madre me dijo: “Sos grande, pronto ca-
zarás con los hombres sin tener la edad. Algún día serás jefe”. Una
mujer, madre de varones, la oyó y se puso a gritar, la golpeó, se
cazaron del pelo. Mi madre era fuerte y le rompió cuatro dientes.
Vino el jefe, porque no nos habíamos alejado todavía, vino y gri-
tó fuerte, pero no lo escucharon. Así que alzó el bastón y rompió
un brazo de la mujer que había pegado a mi madre: una parte
del hueso salía por abajo y la otra apuntaba por arriba. Todas las
mujeres empezaron a llorar y a gritar, y dos que eran viejas bus-
caron cómo arreglar el brazo roto. “¡Quiere verte muerto! –gritó
la mujer–. ¡Quiere que el hijo sea jefe!”. Quedó como muerta.
Cric, cric, hacía el brazo. Los pedazos de sus dientes rotos en la
tierra. El jefe me miró. Nada dijo. Las mujeres lloraban. Él levan-
tó el bastón para pegar a mi madre, y mi madre no escapó, no sal-
tó, no huyó. Pero él no golpeó. Solo dijo: “¿Recién cambiaste los
dientes y ya querés ser jefe?”. Nada dije. Y gritó a las que lloraban:
“¡Silencio!”. Una vieja, que era su madre, levantó mucho la voz:
“¿Quebrás los huesos de una mujer y no debemos llorar?”. Él alzó
de nuevo el bastón. “¡A tu madre, sí, golpeala, rompele los hue-
sos –gritó la madre vieja– y no a aquella que busca tu muerte!”.
Él dijo: “Su cachorro apenas ha cambiado los dientes. Su pichón
no está emplumado todavía”.
Entonces un mensajero del Señor pasó para hablarme. Era

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una lagartija. Pero con su color igual que el sol. Yo la seguí, la
corrí. Llegué a un claro. En ese claro no la encontré. La busqué y
no la encontré.
Entonces, cuando vino la hora de comer, toda la gente estaba
enojada. Los hombres habían vuelto sin caza, la mujer del bra-
zo roto gritaba: “Uuu Uuu”, y a mi madre, aunque no fue quien
rompió el brazo, la amenazaron: “Te mataremos”. Mi padre quiso
golpear a mi madre también, y ella no se movió, no huyó. Había
mucho humo, humo sobre la mujer enferma, y humo de los fue-
gos porque la leña estaba verde. Y la gente seguía enojada, y solo
se comía lo que juntamos con las mujeres: langostas, lagartijas,
las echábamos en las brasas, se retorcían, las comíamos. Y yo re-
cordé al mensajero del Señor que pasó esa tarde para hablarme.
Era noche ya. En el monte anochece muy temprano. Corrí para
buscarlo. Estaba en el tronco de un cevil, brillando. Nada dije,
ni me moví tampoco. Esa lagartija tampoco. “Te va a comprar
el Señor –me dijo–, le vas a dar las manos”. Nada dije. “El Señor
es único, solo, nunca nació, no muere nunca”. Yo la oía. Brillaba.
Dijo: “Ahora hablá”. Yo le dije: “Sí. Bueno”.
Pero todos habían salido con mucho ruido a buscarme, con
luces, por miedo al jaguar. Caminé y corrí, y llegué a donde esta-
ban y se enojaron. Mi padre: qué hacía. Mi madre, también. Nada
dije.
A la mañana me llevaron a mirar las huellas. Fuimos hasta
el cevil, y vi las huellas de mis pies. Y las huellas del jaguar da-
ban cuatro vueltas alrededor de mis huellas y después las seguían
cuando caminé y cuando corrí.
Yo no lo había visto. Él no me había tocado.
Desde ese día no me preguntaron nada.

Yo soy Eisejuaz, Este también, el del camino largo, el compra-


do por el Señor. Paqui está aquí. Ya sale el sol. Ya sale el tren. La
campana del tren, la campana del franciscano. El último tramo
del camino de Eisejuaz empezó. El auto del reverendo sale para

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Salta porque es la fiesta de los gringos noruegos; los hijos se po-
nen corbata de moño para la fiesta y son como cría de gallina.
“Hoy es tu cumpleaños, Lisandro –decían– y pasado mañana la
fiesta del noruego”. Pero Eisejuaz no puede volver con los norue-
gos. Ya terminó el segundo y el tercer tramo de su camino.
Suena el tractor del misionero gringo inglés y va al aserradero.
Suenan los camiones, temprano, por la bruta calor. Paqui ha ha-
blado:
–Tengo hambre y frío; qué es lo que querés conmigo, indio de
porquería, matame de una vez.
Puedo tratarlo como mío, es aquel que me mandó el Señor.
Por eso lo echo al agua del zanjón. A mediodía se bañan las mu-
jeres del campamento y los vestidos se les hinchan. Mi mujer se
bañaba. Se alegraba. Jugaba en el agua con las mujeres y con los
hijos de las mujeres. La Mauricia se baña. Mi mujer ya murió,
pero las otras se bañan. Paqui abre la boca abajo del agua. Ya se
va a morir.
Eisejuaz, el que llevó solo la viga del hotel, regaló sus manos
al Señor. El Señor se las dio a Paqui, el paralizado, el baldado, el
enfermo, semejante mugre. A Paqui, la carroña. “Bueno, Señor.
No dejes que me arrepienta”. Lo he metido en la hamaca, he ido a
casa de Eisejuaz. A la casa que no es de Eisejuaz solo. Para secar-
lo, para vestirlo, para alimentarlo.

27
LOS TRABAJOS

29
Dije a Cándido Pérez:
–¿No sabés de un trabajo?
Barre la plaza, mete la mano en las fuentes, saca las hojas.
–Busco un trabajo ahora.
–No se comemos: no se trabaja bien. Así dice el doctor. No se
comemos, che, no hay fuerza.
–Yo busco un trabajo, ahora.
–En el aserradero, ¿no podés volver?
–Ya hay maquinista, ahora. No hay lugar para mí.
–En el aserradero, tu patrón te quería.
–No hay lugar para mí.
–No se comemos, che. ¿Por qué no te casás con mi hija?
–No me puedo casar, ya sabés, por cosas del Señor. Tu hija es
buena, fuerte, es linda. No me puedo casar, che.
–No te podés casar. Te casás con un blanco, un enfermo, un
malo, un maldito. La gente está enojada. Vas a trabajar para él. Y
nosotros no se comemos, no trabajamos, estamos enfermos.
Le dije al Señor: “No dejes que la sangre me entre en el cora-
zón. Y no dejes que me arrepienta”.
Le dije a Cándido Pérez:
–Voy a pescar, entonces.
–Ya no dejan pescar al pobre. ¿No sabés? El río tiene dueños.
–Voy a pescar entonces, che. Adiós.
Sé pescar en el Bermejo, hermano del Pilcomayo, río traidor.
Ha llevado gentes, animales, ha llevado pescadores de Salta, nada-
dores, se llevó un tren. Yo sé dónde pescar. Sé pescar con la fija y
con la red y con la mano y con el hilo. De noche mejor que de día.

31
Allí me espera el dorado grande. Lo saqué. Lo esperé cinco
horas, viendo subir el sol y después bajar, y lo saqué. Lo llevo en
la carretilla para vender.
–Che –dice el dentista, el hombre gordo–, a cuánto el dora-
do.
–Doscientos pesos, señor.
–Qué doscientos; vení, te doy cien.
–No, señor.
Ahí, los de la ferroviaria:
–¿Cuánto el dorado?
–Doscientos.
–Lindo bicho. Tomá.
–Gracias, señor.
El dentista comía demasiado. Fue y comió. Mezcló las bebi-
das y las comidas. Llegó a su casa y se murió. Su mujer fue a
dormir, lo encontró muerto, gritó. La mujer era de los turcos, de
los ricos. Gritó: “¿Quién me lo devolverá ahora?”.
Lo llevaron a enterrar en la bruta calor. El hermano de la se-
ñora se murió en el camino, con el traje negro, en la bruta calor.

Doña Eulalia me manda decir: “Necesito que hagas un traba-


jo en el hotel”.
En el hotel está un tordo de Santa Cruz de la Bolivia, más
silbador que todo pájaro de aquí, que es amigo del diablo. Y no
descansa.
–Lisandro, ¿por qué llegas tarde, hijo?
Antes que saliera el sol ya estuve en la vereda.
–Lisandro, son las diez, ¿por qué llegás tarde? Son pícaros
ustedes, hijo, taimados. Vos no, pero los otros sí. ¿Qué sabés de
Benigno?
–Nada sé, no, señora.
–Dice que está enfermo. ¿Será verdad? ¿Qué sabés, vos, Li-
sandro?
–Enfermo estará.

32
–Pero sabrás si es cierto.
–No se comemos: se enfermamos.
–No comemos, hijo. No comen porque toman. Así se enfer-
man. Y no quieren ir al hospital. Una semana hace que Benigno
no viene. Estoy vieja, pesada, se me nublan los ojos, nadie piensa
en mí: no me limpian las jaulas de los pájaros, no les cambian el
grano. La lengua se me pega al paladar. Ahora te estoy hablando
y no te veo. Tengo la boca como algodón. No me dejan tomar
agua porque me engorda. Once pastillas distintas tomo cada día
para la salud. Te estoy hablando y no te veo. Te conozco por el
tamaño, hijo, pero no me quiero morir, ya ves. ¿Por qué será que
la vida me gusta todavía? Una semana sin venir, el Benigno, y las
gallinas, y el gallinero, y los pollos, y las plantas. Te necesito a vos,
Lisandro, porque has sido buen trabajador.
–Bueno, señora.
–Ya sé lo que pensás: yo tan fuerte, en el gallinero. Con estos
brazos, con este pecho de toro, con este pescuezo de buey. Hay
que pedir paciencia a San José, resignación a San Antonio. No
te ha ido bien con los noruegos, hijo. Nunca te pregunté qué te
pasó. No te pregunto ahora, ya me lo contarás algún día, no te
voy a forzar. Yo te dije que fueras a San Francisco. Pero ustedes: a
los noruegos, a los ingleses, al hereje. No me digas que ahora vas
con los ingleses.
Buenos días, chifla ese tordo, hola, chifla, un chiflido más
fuerte que el de todo pájaro de aquí. Buenos días, nada más; hola,
nada más, buenos días.
–Tu mujer era buena, hijo, pero las muchachas de ustedes
son muy ardientes. Limpian el hotel, y los viajantes, ya sabés,
hijo. ¿Vivís con alguna mujer? ¿No te has vuelto a casar? Si ellos
tienen su necesidad, yo no tengo por qué meterme, pero ellas
están siempre dispuestas, hijo. Ya sabés la historia de la Clorinda,
siempre durmiéndose en la silla. Mirá hijo, ya sabés dónde está el
maíz. Cargá la bolsa, pues. Mirá estas gallinas, ¿cuánto hace que
no comen? Por qué no seré joven otra vez, no andarían las cosas
tan mal. Siempre durmiéndose sentada, amamantando al hijo.

33
Con ese pecho tan grande lo ahogaba, ni se fijaba. ¿Te acordás
qué pechos tan grandes tenía la Clorinda, hijo? Ahogaba a las
criaturas, ni se fijaba si se alimentaban, dormida se quedaba. No
me pongas una cara brava, hijo. Te cuento la verdad. Dos cria-
turas dejó morir así. De hambre. Inanición, dijo el doctor. A la
tercera dije: no. Morenito era, de ojos azules. Algún viajante. Si
ellos tienen sus necesidades yo tengo que cerrar los ojos, la pieza
que pagan es su casa, ya comprendes, hijo. Te hablo así por ser
vos. Dije no, y se lo llevaron gentes ricas del Rosario: un auto con
chofer tiene ahora para él solo a los diez años. Me gusta hacer el
bien, no sé por qué será, soy así, ya me conocés. Mirá el rosal,
hijo, si no da pena. ¿No te casaste?, ¿por qué? Te veo grande y
fuerte, Lisandro. Tenés que casarte. ¿Cómo podés vivir solo, hijo?
El hombre no es como la mujer. Una pobre mujer vieja como
yo puede ser viuda. Un hombre como vos, hijo, necesita mujer.
Mujer buena, joven, ya me entendés, hijo. Me dicen que te has
vuelto agreste, cómo es eso, pues. No es eso lo que te enseñaron
los gringos. ¿O te enseñaron? Yo te dije: andá a San Francisco. ¿Te
enseñaron eso? ¿Es lo que enseñan?
“Que la sangre no me entre al corazón”, digo al Señor. “Bue-
nas tardes, nada más; hola, nada más”. Tordo cruceño amigo del
diablo. Desde el tercer patio se lo oye.
–La Clorinda es una perla ahora, ves. Está en Salta, cuidando
a los hijos de mis parientes. Ya no se queda dormida en las sillas.
–No se comemos: no se trabaja bien, se es flojo.
–Anda a la cocina, hijo, que te den algo. Y después hay que
limpiar las jaulas.
–Yo sí comí.
En la cocina del hotel, lavando las copas, me habló el Señor.
Apareció en el remolino. No me habla, ahora. No me habla ni me
mira. No me habla ni me manda mensajeros.

34
LA PEREGRINACIÓN

35
Ya estaba solo. Ya se había muerto mi mujer. Yo salí de mi
casa, en el campamento del revendo, de noche a causa de los
mensajeros del Señor. Hay tres algarrobos juntos y allí levanté los
brazos:
–Ángel del anta, haceme duro en el agua y en la tierra para
aguantar el agua y la tierra. Ángel del tigre, haceme fuerte con la
fuerza del fuerte. Ángel del suri, dejame correr y esquivar, y dame
la paciencia del macho que cuida de la cría. Ángel del sapo ro-
coco, dame corazón frío. Ángel de la corzuela, traeme el miedo.
Ángel del chancho, sacame el miedo. Ángel de la abeja, poneme
la miel en el dedo. Ángel de la charata, que no me canse de decir
Señor. Díganme. Vengan aquí; prendan sus fuegos aquí; hagan
sus casas aquí, en el corazón de Eisejuaz, ángeles mensajeros del
Señor Ángel del tatu, para bajar al fondo, para saber, cuero de
hueso para aguantar. Ángel de la serpiente, silencio. Vengan, dí-
ganme, prendan sus fuegos, hagan sus casas, cuelguen sus hama-
cas en el corazón de Eisejuaz.
El reverendo al lado del algarrobo.
–Cómo, reverendo, aquí, de noche.
–Cómo vos, Lisandro, aquí de noche.
–Tenía que hacer, que rezar.
–Ya te escuché. Tantos años me engañaste.
–No engaño, reverendo. No soy hombre que engaña.
–Las cosas que te enseñamos, el camino que hicieron tus pa-
dres, el bautismo, para nada. Tus padres muertos, tus hermanos
muertos, el camino, para nada.
–Por mí se hizo ese camino. Yo dije: tenemos que ir.

37
–Sos un falso. Capataz de campamento traidor. Andate ahora
de aquí. Ya irás a la coca, al alcohol, al tabaco, al juego, a enfer-
marte, a no tener trabajo. Por infiel, por traidor, por mal cristia-
no. Llevate tus cosas hoy. Que mañana no salga el sol sobre vos
aquí en el campamento, amigo del diablo, veneno del alma de los
matacos, de los tobas de la misión.
Pedí: “Que la sangre no me entre al corazón”.
Dije:
–Lisandro no es traidor. Es buen cristiano. Pero conozco a
los ángeles del Señor, a los mensajeros del Señor. Yo los conozco.
Mis ojos los ven. Ellos me quieren. Han hechos sus fuegos en mi
corazón, sus toldos en mi corazón, han colgado sus hamacas en
mi corazón. Pero ahora se van. Los veo irse. Ya se van.
Yo grité: “¡Se están yendo! ¡Los veo irse, se van!”.
Dije al reverendo:
–Dale mi casa a la Mauricia y al marido. De mis cosas no
queda ninguno, como sabes. Ahora me voy.
Levanté la voz, grité:
–Reverendo. Un día me verás llegar y la lengua que quiera lla-
marme quedará pegada en tu paladar. La muerte vendrá por vos
con golpes y con fierros. Antes de morir pensarás en mí. Como el
suri cazado ve correr a su cría, muy demasiado chica para vivir,
verás disparar a tus hijos y estarás muriendo. Eisejuaz no podrá
impedirlo, nadie no podrá.
Yo salté, bajé la cuesta. Pasé la canilla del agua, donde golpea-
ron a mi mujer.
–Canilla del agua, no te maldigo.
Salté el zanjón. No me cuidé de víboras. Ni de nadie.
Yo pedí: “Mensajeros del Señor, vuelvan. Vuelvan para que
pueda hablar al Señor”. Quedé sin fuerza. Quedé enfermo. Sin
fuerza para levantarme, para trabajar en el aserradero. Abajo de
un quebracho. Allí vi las arañas y una bandera que habían tejido
desde el quebracho hasta el incienso, y allí estaban todas, como
las estrellas en el cielo. Yo pensé: “¿Irá tal vez a tejerse una tela
para mi corazón?”. No tenía fuerza, ni pude abrir los ojos. Y lloré.

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“¿Qué te hice para que me retires tus mensajeros? Ahora me ten-
go que morir”. Vacío de mensajeros, el corazón se estaba por apa-
gar. Hueca, el alma por irse. Dije: “Tanto sufrimiento, mi mujer
no puede aconsejarme. Qué te hice yo. ¿Para esto me compras-
te?”. Vi las arañas como pájaros en las lagunas, como pescados
que bajaron por el río, todas juntas en la bandera tejida desde el
quebracho hasta el incienso. “¿Una red se irá a tejer para pescar a
los mensajeros y pegarlos de nuevo en mi corazón?”. Pero nadie
no me contestó.
Así, la noche entera.
Vino un hombre, con una ropa blanca. Era paisano. Mataco.
La ropa blanca como una flor. Yo no lo conocía. Habló pensando
que me hubiera picado la víbora.
–No fue la víbora, che, estoy enfermo, no tengo fuerza.
–Haré que avisen por la misión.
–Ya no vuelvo por la misión.
Quedo callado.
–No puedo dejarte así, pero tampoco puedo llegar tarde a la
escuela.
Supe quién era, entonces. Y él llamó a su gente, a sus hijos,
y se fue. Vinieron unos viejos, una mujer, y no tuvieron fuerza
para llevarme. Los chicos se reían, los viejos se lamentaban, pero
nadie pudo moverme.
Hicieron un fuego cerca del quebracho. La vieja me dio agua,
me preguntó: “¿Qué te duele?”. No contesté. Uno de los viejos, el
que caminaba rengo, dijo: “Hay que avisar en la misión”. Todos
me conocían pero yo a ellos no.
–En ningún lado avisen.
La vieja preguntó de nuevo:
–¿Qué lugar tenés enfermo?
Pero no contesté.
Cuando vino el mediodía el hombre joven volvió.
–¿Por qué no lo han llevado a casa?
–No tenemos fuerza para llevarlo.
Él tampoco no la tuvo, porque era alto pero flaco, y pensó

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pedir prestada una carretilla. Entonces un viejo, el que caminaba
rengueando, se levantó y le habló aparte: “Este hombre es muy
grande. Come mucho. No lo lleves a casa”. El hombre joven se
enojó: “Sí, lo voy a llevar”. Y llamó a su mujer para que hiciera
la comida sobre aquel fuego que había cerca del quebracho. Los
hijos del hombre fueron a buscar la carretilla y la mujer trajo una
lata llena de agua, y en el agua la cabeza de una oveja.
–Si está enfermo no debe comer.
Así dijo el viejo que rengueaba; y rengueaba por una flecha
que le entró en la nalga cuando era chico y le salió por la cadera;
pero eso me lo contaron después. Dije:
–El corazón tenés torcido como las patas; no pasarán treinta
días sin que el Señor te castigue.
Quedó asustado. Pero yo vi que sin los ángeles mensajeros del
Señor en mi alma no podía hablar de las cosas del Señor, y que
había hablado con la lengua sola, y me mordí la lengua, y no volví
a hablar. La sangre de mi lengua corrió, y empezó a salir por un
lado de la boca, y goteó al suelo. Esa gente creyó que me moría.
La mujer del hombre joven se levantó a buscar al marido, y lloró,
porque era buena. Pero yo dije:
–No voy a comer. No necesito nada. Me mordí la lengua so-
lamente.
Y en mi corazón decía al Señor: “¿Por qué pasó esto?”. Era de
día, y todo lo veía como de noche. Forzaba los ojos, y veía oscuro.
Miraba, y veía negro. El alma ya se quería escapar. No había sitio
para ella, vacía como estaba. Sin fuegos, sin hamacas, sin casas
para los mensajeros del Señor lista para irse, no había sitio para
ella en el mundo sin los ángeles que atan al mundo.
El fuego que habían prendido cerca del quebracho, allí donde
cocinaban, empezó a echar humo hasta las arañas: unas corrían,
y muchas empezaron a caer. Caían al fuego, o en la tierra, y la tela
se volvió negra y ni una sola de las arañas se vio por allí. Yo dije:
“Así, mi alma quedará como esa tela, y ya nada habrá para pescar
a los mensajeros del Señor, ya nada la habitará, ya está deshecha”.
Quise echar las culpas al reverendo, pero no era culpa del reve-

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rendo. No sabía por qué se habían ido los ángeles mensajeros del
Señor. Se me escapaban los quejidos.
Entonces el hombre joven trajo la carretilla, y entre todos
pudieron llevarme hasta la casa. No era de paja colorada ni de
adobe la casa, hecha de lata estaba y de pedazos de tablón. Allí
me pusieron, sobre la tabla, allí me cuidaron. Yo no comí, no me
moví, no miré. Ellos me cuidaron, ellos avisaron a don Pedro que
no podía ir al aserradero a trabajar.
El hombre joven dijo:
–Don Pedro era nuestro padre; el padre de todos los paisa-
nos; por eso lo echaron; por eso ya no es intendente.
–Los turcos lo echaron, los ricos lo echaron, él quiso que nos
pagaran lo justo en los trabajos.
El hombre joven:
–Don Pedro me dio trabajo liviano cuando supo que yo es-
tudiaba en la escuela. Ordenanza fui, sentado en la silla, dentro
de la intendencia. Ya me lo quitaron. Con los camiones de basura
ando la tarde entera hasta la noche. Y la mañana toda en la escue-
la. Uno se cansa. Aguanta poco.
Yo le dije:
–¿No sabés hacer casas de paja colorada?
–Estamos aquí por un tiempo no más. Venimos de Misión
Chaqueña. Cuando sea maestro nos vamos a volver al monte.
Mucha miseria hay en el monte. Ya no hay para cazar. Ya no hay
para pescar. Todos los bichos huyen por los ruidos, por lo moto-
res, por lo barcos, por los cazadores, por los aviones. La gente se
muere de hambre. Los paisanos tienen que aprender a trabajar,
todos se están muriendo.
Le dije:
–¿Te vas a acostumbrar al monte vos?
–Me voy a acostumbrar.
Esa noche el hombre y la mujer y los hijos dormían en la
tabla, y los viejos hablaban afuera de la casa. La mujer vieja dijo:
“Cuando yo fui joven, la víbora picó a mi hermano en el monte,
lejos de las casas. No pudo volver a tiempo. Mucho cantó, mucho

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pidió el brujo, pero ya se iba a morir mi hermano en medio de las
casas. Todos los hombres cantaron en la noche con el brujo para
salvar al que ya se moría, ese hombre joven, bueno, mi hermano.
Abrió un rastro ancho por el monte, mi hermano arrancó ramas
marcando el rastro. Todo perro disparó al monte a aullar, a llorar
de miedo. Toda mujer, todo chico, casi todo hombre se metió
arrastrando en las casas. Era tigre cebado, que no trepa al árbol.
Cuatro hombres lo mataron a flechazos. Uno era el padre de mi
hermano, mi padre. Otro el jefe. Y otros dos. Trajeron a mi her-
mano. Las tripas le colgaban hasta el suelo. Muerto como estaba,
la cara del terror le había quedado”.
Yo dije al Señor:
–¿Qué me dice tu voz por esta vieja? ¿Muerto quedaré como
su hermano? ¿Muerta mi alma?
El hombre joven se levantó antes de amanecer y dijo:
–Te quedaste dormido. Hoy buscaré al médico.
Yo le dije: “Hoy estaré bien”.
Lo dije porque lo vi bueno, y su familia grande, y la comida
falta.
–No podés estar sano si no comiste nada.
Un viejo dijo fuera de la puerta:
–Llamemos a la que cura, la que está en la misión de San
Francisco y cura sin que sepan los frailes.
El hombre joven se enojó:
–Soy cristiano y vos también. Aprendé a tener fe en Cristo.
Porque Misión Chaqueña es de los misioneros gringos ingleses.
–Ese hombre enfermo es cristiano también, aunque de otros.
Es hombre de la iglesia noruega. Ocho años ha sido capataz
de la misión.
Cuando el hombre joven se fue a la escuela, dije a su mujer:
–Si me prestás un hacha y la carretilla que te prestaron iré a
hacer carbón. De lo que venda te daré la mitad.
–No estás sano todavía. No tenés fuerza para hachar.
–Si me prestás esas cosas me sanaré antes.
La mujer temió por esas cosas que eran de ellos pero me dijo:

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–Antes parate, que te vea de pie.
No pude estar de pie. Quedé doblado, apoyado en un palo.
“Igual me voy”. Entonces mandó a sus hijos que llevaran la ca-
rretilla y el hacha y un botijo de agua. Yo caminé doblado hasta
la tierra. Los hijos eran tres.
No habían cambiado los dientes todavía. Dejaron las cosas
donde les dije y se volvieron para la casa. Y yo no tuve fuerza para
levantar el hacha. Sentado me quedé. Dije al Señor: “¿Qué pecado
levanté contra vos?”. Pero nadie no contestó.
Y también:
–¿Qué has hecho de Eisejuaz? ¿Qué queda de Este También?
¡El hombre no puede vivir así!
Pero nadie contestó.
Recordé la lagartija de color de sol, mensajera que dijo: “El
Señor está siempre, vive siempre, nunca nació, no muere nunca”.
–Pero has cortado a Eisejuaz de tu vestido. Lo has dejado caer
de tu collar.
Me levanté:
–¡La cuenta que cae del collar se recoge en la mano!
Pero nadie me contestó.
–¡El hombre no puede vivir así!
Pero nadie no contestó.
Una vieja apareció por allí. Yo no quería mirar a nadie, no le
hablé.
–Te vi ayer desde mi casa, che, te he visto hoy. Vengo a verte.
Nada le hablé.
La vieja agarró el hacha.
–¿Quién te dio esa hacha, che?
–Soltá esa hacha.
–¿Quién te dio esta hacha?
–Soltá esa hacha o te la hago soltar.
Yo le arranqué el hacha de la mano. La vieja se enojó.
–¿Son demasiado buenos los dueños para mí?
Era de la gente chahuanca, del botón verde en el labio.
–Te vi ayer desde mi casa, che, te he visto hoy, vengo a verte.

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–¿Cuál es tu casa?
–Por afuera y por adentro quedaste seco. Yo te puedo ayudar.
Nada quiero de esa vieja yo, amiga del diablo. Nunca la vi,
nunca más quiero verla.
–Demasiado orgulloso, muy soberbio seco así como estás.
Para jefe naciste, nunca serás jefe; para fuerte y estás sin fuerza;
rico fuiste, con bicicleta, y nada te queda. Mujer tuviste y se mu-
rió. ¿Adónde querés ir? Perderás también tu trabajo en el aserra-
dero. Te creíste elegido pero estás peor que la iguana, peor que el
tatu: ni cueva donde dormir tenés, ni fuerza para cavártela. Yo te
puedo ayudar y me ponés mala cara.
Supe quién era.
–Vivís en la misión de San Francisco.
–¿Me conocés?
Nada le hablé. Era una mala mujer, amiga del diablo. Mi pa-
dre también curaba pero fue hombre bueno. Que llamar a los
fuertes, a los mensajeros, a los demonios que se esconden tenía,
era hombre bueno y curó a muchos; y no curó más, bautizado en
el campamento. Cantó cuando murió. Cantó su canto de muerte,
como mataco macho, como hombre mataco.
Dije al Señor:
–¿Vas a dejar que ella se burle?
Pero la fuerza no me volvió. Quedé sentado. Pedí otra vez:
–¿Así vas a dejar las cosas?
Ella tocó el hacha. Tres veces la tocó, y se rio de mí:
–Buen carbón llevará tu carretilla.
Se rio de mí. Le dije:
–Otro día habremos de encontrarnos.
–Otro día. Yo sé cuál y vos no.
Así se burló. Y se fue.
En el camino, los tres hijos del hombre joven. Dos que lloran.
Uno muerto. Cargado en la carretilla lo vuelvo a su casa.

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La mujer del hombre joven:
–Cristo no abandona, señor Vega. Si tenés fuerza, andate. Si
no tenés fuerza, quedate. Mi marido ya viene de la escuela, va a
sufrir mucho.
Vino el doctor:
–¿Cuándo lo destetaste?
–Hace un mes, doctor.
Era el que llevaba el botijo, ese chico.
–Vinchuca tiene que haber en esta casa, mujer.
–Hay, doctor, hay, sí.
–Pero soltalo un poco, que lo pueda revisar.
–Tarde es doctor ya, tarde es, tarde es.
Fuera de la puerta, la vieja al viejo:
–A ese hombre, abajo del quebracho, le vi la nariz de la Muer-
te, la boca de la Muerte. Yo le pregunté: ¿Qué tenés? ¿Qué lugar te
duele? Nada me contestó. Le di agua. Nada tenía. Muerte, nomás.
–Yo había dicho: no lo traigas a casa. Él se enojó.
Ya supe entonces lo que pregunté al Señor cuando dije: “¿Qué
dice tu voz por esa vieja que habla de tigre?”. La muerte salta, está
cebada, arrebatada en medio de las casas me había dicho.
Los viejos lloraban fuerte. La mujer no. Llegó el hombre jo-
ven de la escuela, miró al hijo, tocó al hijo. Cayó al suelo sin ha-
blar, como muerto.
Abajo, en el camino, dice el doctor:
–¿No sos Vega vos, el capataz de la misión?
–Soy, doctor.
–Enfermo te veo.
–Enfermo estoy.
–¿Qué sentís? Dame esa mano.
–Sin fuerza me encuentro.
–Sin pulso. ¿Tenés un sueldo en el aserradero? ¿Te alimentás,
vos?
–Sí tengo, me alimento.
–Me acuerdo de tu mujer, pobrecita. ¿Cuándo te has enfer-
mado? ¿Por qué no fuiste al dispensario?

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–Ya iré, doctor.
–Hoy mismo.
–Así será.
–Esa gente, ¿es de tu familia?
–No es, doctor. Es más que eso. Más que eso es, doctor.

Mi amigo Yadí, Pocho Zavalía, mi hermano en el monte, para-


do cerca del almacén.
–¿Qué hacés aquí? ¿No trabajas en el aserradero?
–Aquí estoy nomás.
–¿Y la misión del gringo, arriba?
–Se acabó para mí.
–Mejor así. No es vida de hombres, sin fumar, sin tomar, los
chicos ni pueden jugar a la pelota, sin bailar.
–Es vida de hombres. No hables si no sabés.
En esos días andaba muy bruta la calor por el pueblo y sona-
ba siempre la voz que dice: vayan al cine, compren zapatos. Hasta
afuera del pueblo sonaba, más lejos que las vías del tren. Allí la
madre vieja de Yadí, Pocho Zavalía, buena tejedora, allí su mujer,
sus hijos.
–Acabado te veo; enfermo, feo, flaco, amarillo. Entra pues en la
casa. ¿Qué tenés?
–No entraré. Aquí me quedaré. Abajo del palosanto dormiré.
No sé qué ha pasado en mi corazón: donde entro entra también la
muerte.
–Un mal te han hecho. ¿Y la bicicleta?
–Se acabó para mí.
–No tenés hijos, no tenés mujer, no tenés nietos.
–Nada tengo, che. No tengo nada. Ni fuerza tengo ya.
Con mi amigo Yadí, Pocho Zavalía, fuimos hermanos en el
monte. Íbamos en secreto a visitar a los chahuancos, esa gente
brava, la más brava. Chicos éramos y nunca nos echaron. Vimos
hacer las máscaras, vimos la piedra blanca que sirve de remedio;
los brujos la guardan en bolsitas y la calientan para curar. Mi padre

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no lo sabía, no las usaba. Los chahuancos hacen veneno con grasa
de víbora y lo echan en la chicha: al otro día el hombre se enferma.
En secreto íbamos con Yadí, Pocho Zavalía, de chicos en el monte.
Ahí aprendimos. Recordando esas cosas él hace máscaras, caretas
grandes; las lleva al hotel, al Círculo, a la librería. Hace el paisa-
no con el arco, el paisano que lleva el agua en caña por el monte,
los paisanos que luchan, mueven los brazos, las piernas. Los sale a
vender.
–¿Qué hay de comer? Vengo vacío yo.
–Un puñadito de fideo. Malos días son estos.
–El señor me volverá la fuerza. Ya comeremos vaca, chivito,
lechón, gallina, oveja.
Las mujeres se ríen.
–Cuánto lujo, che, de dónde tanta riqueza.
Pero vi su corazón: asustadas, miedosas de mi corazón sin
mensajeros; temiendo que les llegara un mal.
Por eso dije adiós.
Bajamos con mi amigo Yadí, Pocho Zavalía, para el pueblo otra
vez, y vendió un tenedor de mora en la librería.
–¿Por qué dos puntas solas, amigo? Te lo pago menos.
–Llevá comida a tu gente, che.
Pero hemos entrado en el almacén de Gómez. Allí, tantos pai-
sanos esperando; allí, tomando. Dice Gómez: “Vega, tanto tiempo.
¿Y el aserradero?”. No contesté. “Burritos”, ha dicho mi amigo Yadí,
Pocho Zavalía. Burritos nos sirvió, y burritos hemos tomado.
Llegaron tres autos de Tartagal. Bajaron siete hombres. Dijo
uno, con la baba salpicando mentiras, uno, con cuatro caras:
–Hay muchos amigos paisanos aquí. Que tomen todos. Yo
convido.
Ha dicho:
–Amigos, yo tengo la amistad de diez caciques. Ya saben
quién soy. ¿Conocen al cacique Carancho, al cacique Tigre? Ami-
gos míos. Aquí están.
Allí estaban. Ha dicho:
–Cómo los engañan, en qué miseria viven. ¿Qué esperan, allá

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afuera de la puerta? Changas. Las changas no llegan. Cuando lle-
gan ¿quién pone el precio? El que encarga. Doscientos pesos una
carretilla llena de leña para carbón, hachada por ustedes, busca-
da por ustedes, traída por ustedes. Enfermos los veo. Sus hijos,
sus nietos se mueren cada día. En el monte, ¿se enfermaron algu-
na vez? Hasta los viejos eran sanos allí. Digan si es verdad.
–Verdad –dicen todos–. Verdad era.
–Y toman burritos. No alcanza para comer, hay que beber.
Otros toman caña, toman whisky, toman ginebra; los paisanos
toman alcohol para farmacias con un poco de agua, burritos. Di-
gan ahora: ¿Cuánto deben al amigo Gómez? Todo lo que todavía
no han ganado. Y está bien amigos, no se enojen con el amigo
Gómez, quédense tranquilos. Si beben para olvidar. El paisano
era el dueño de la tierra, todos lo usan. Los gringos lo usan, le
enseñan a hablar en lenguas gringas, a rezar a otro Dios. Todos lo
usan. El paisano tiene que ser el ciudadano de honor de la patria
argentina. Estoy aquí para eso, y también mis diez caciques ami-
gos y todos sus hombres.
Un hombre falso, toba de raza, que anduvo por cada misión
y aprovechó a los gringos ingleses que enseñan carpintería, apro-
vechó a los gringos noruegos, aprovechó a los franciscanos, dijo:
“¡Viva don Omar!”. Yo he gritado al hombre de Tartagal:
–Vos mentís, querés política. Vos querés votos. Vos tenés pa-
trón. El gringo enseña a hablar en castellano, habla del Señor in-
visible. Vos mentís.
Mi amigo Yadí:
–Está borracho, señor:
El cacique Tigre:
–Traidor.
Carancho:
–Traidor.
Todos:
–Traidor.
Yo grité: “Volvió la fuerza para castigarlos”. Levanté una mesa
en cada mano, por la pata las hice revolear. “Caranchos, come-

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dores de tripas, mienten al paisano, usan al paisano, olvidan al
paisano. Ya lo sabemos. Ya lo hemos visto. No nos importa. Hay
una sola ayuda: ese que alimenta los corazones”. Yadí ha dicho:
“Vámonos”. He cantado: “Aquí un barro haré con la maldad, un
barro con mis pies, una planta nacerá, la cortaré; una flor echará,
la quemaré”. He cantado más: “Se acabó el tiempo de nosotros,
pero no importa. Amasen sus corazones, hagan un botijo, llénen-
lo de agua, mensajera del Señor”. Nadie habló. Nadie se movió
por causa de las mesas, que cortaban el aire.
Ha llegado la policía. Me golpearon de atrás. Golpearon a
Yadí, Pocho Zavalía. Nos llevaron.

En esa comisaría se oye también la voz que dice: “Vayan al


cine, compren zapatos”. Dice ahora: “Eisejuaz, Eisejuaz, Lisandro
Vega”. Yo: “¿Qué, Señor?”. Nadie me contestó.
Dice otra vez: “Vayan al cine”.
Y la fuerza se me retiró de nuevo.
Ninguno de los ángeles mensajeros del Señor volvió.
Y yo dije: “En esta cárcel estuvo mi mujer aquel día que la
golpearon junto a la canilla de agua”. Pero yo pasé y dije: “Canilla
del agua, no te maldigo. ¿No vale eso para que me mires, Señor?”.
Dije a mi mujer: “Si en este calabozo sufriste y pensaste en tu
hombre y es verdad que estás con el Señor y no necesitas ya men-
sajeros del Señor, hacé que me conteste”.
Ella me mandó un sueño en esa noche.
He soñado que entré en el aserradero esa noche para dormir
en el galpón, cerca la caldera, porque es verdad que ya no tengo
casa donde dormir. Y estaban allí los troncos y las tablas que cor-
tamos, tablones y tablitas para cajones, y todo. Alcé los brazos y
canté: “Ángeles mensajeros de los palos quédense en mí, hagan
sus fuegos, cuelguen sus hamacas en el corazón de Eisejuaz. Ce-
vil, siendo corteza formás un agua fuerte, curtís los cueros, en la
tirantería del techo sostenés, yo conozco tu secreto de semilla, mi
padre lo supo, lo cumplió, vos llevaste su alma a caminar, a bus-

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car sus mensajeros escondidos, esos que curan. Cevil moro, este
que no se raja, que no se rompa tampoco mi corazón; este colo-
rado que se raja, rómpase mi corazón, que se abra, que reciba al
Señor. Pacará bueno para el agua, para chalanas, que mi corazón
sepa flotar en el agua del Señor, que no pese, que no se hunda.
Enfermizo para hacer casas pacará, que el corazón Eisejuaz sepa
flotar sin salud, sin paz.
”Conozco dos palos que son fuego, un bejuco de hojas chi-
quitas, ese con flor, ese nichauk. Esos que son fuego que vengan,
que vivan en Eisejuaz, que cuelguen sus hamacas, armen sus ca-
sas en la lengua de Eisejuaz.
”Digo al quebracho, al colorado: ¿y ese gusano? Le digo: ¿Y
ese blanco, ese grueso como el dedo, ese que camina hasta tu
corazón? ¿No eras duro como la piedra? He sabido ahora cómo
los ángeles mensajeros del Señor vienen con mezcla, enseñan a
vivir con mezcla, colorado quebracho. Al año de aserrado vienen
a verte del ferrocarril; cuentan ciento y veinte y ocho agujeros del
gusano y no te quieren; ciento y veinte y siete y sí te compran. ¿Y
no sos duro como la piedra? Con mezcla vienen, enseñan a vivir
con mezcla, ángeles, enviados, hijos del Señor que es solo, quieto,
que vive siempre”.
He despertado de ese sueño que me mandó mi mujer y he
dicho a Yadí, Pocho Zavalía, en el calabozo:
–Mi mujer me ha mandado un sueño.
Pero él dormía. Otro que estaba allí me dijo:
–Mataco hediondo, a ver si te callás.
Lo dijo porque me vio sin fuerza. Yo le dije:
–Hablás así porque me ves sin fuerza. Hablás porque no sabés
quién soy. Pero yo sé quién sos, y que mataste a uno, y que maña-
na te llevan a Salta y que vas a morir en Salta, viejo maldecido.
Era un hombre joven, y ya estaba cuando nos metieron allí.
Ahora era de noche, y nada se veía.
–¿Qué venís a contar, si me sacaron fotos en todos los dia-
rios? ¿Mataste a uno, decís? Yo no maté a uno. ¿Mataste a uno?
A una maté, a esa vieja que era mi mujer, esa que tuve encerrada

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cuatro años, esa que comía lo que le echaba al piso, esa que ame-
nacé cada día, de este lado del cogote, y le corté el cogote, me
quedé sin diversión, eso fue, y me sacaron en todos los diarios,
fotos al lado de la cama, al lado de la puerta, al lado de la casa, si
no leíste será porque no sabés leer.
–Sí, sé. Me enseñaron. Pero no leo. No leo.
–Podías haber mirado. Un gentío miraba, me quisieron matar.
Mi amigo Yadí, Pocho Zavalía, ha dicho:
–No se puede dormir.
–Mi mujer me ha mandado un sueño esta noche.
–¿Bueno o malo?
–Bueno ha sido.
Hemos oído entonces una voz que gritaba en nuestra lengua.
“Es mi mujer”, dijo Yadí. Ha subido a mis hombros, ha gritado
por la ventana: “Estamos bien, estamos bien”. Ahí entró el policía
con una luz. “Quieren escapar”. Nos han golpeado, no han dejado
mal.

Ahora salió el sol para un día triste. Don Pedro López Segura
me vino a hablar.
–¿Qué te pasó, Vega?
–Ya no estoy más en la misión, don Pedro.
–Lástima, Vega. Allí siguen las órdenes del médico, no hay
vicios, es bueno para ustedes.
–Ya se acabó para mí, señor.
–¿Qué te ha pasado, pues?
–Enfermo estoy, sin fuerza para nada.
Ahí habló el policía:
–Estaba en una borrachera, revoleaba una mesa en cada
mano. Ha insultado al señor Selim, de Tartagal.
Ahí don Pedro callado.
–Quiero trabajar, yo. Quiero volver al aserradero. Pero no en-
cuentro la fuerza en mi cuerpo.
Don Pedro López Segura no quiere hablarme delante de ese

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policía. Ha caminado un paso, me ha dicho:
–Vega, todos pasamos cosas malas. Ya me ves. Ya te acordás
cuando fui intendente, cómo los ayudé. Ya te acordás de la pileta
que hice abrir en la misión, y los camiones que subían al agua.
Ya te acordás cuando vos y el viejo Torres fueron delegados. Ya
te acordás cuando quise que los dueños de las chacras pagaran
lo que debían. Ya te acordás cuando hice una escuela arriba y
cuántos chicos fueron. Ya te acordás cómo los turcos, y los due-
ños de las chacras, se juntaron para perderme. Ya supiste cuando
los diarios dijeron que yo era enemigo de la colectividad. Ya me
viste echado del puesto, ya viste la pileta vacía, la escuela vacía.
Ya viste cuando nadie me saludaba en este pueblo. Te digo, Vega,
que hay que tener paciencia en la mala. Si vos sufriste mucho yo
te digo que también sufrí mucho. Pero hay que aguantar, no hay
que ponerse bravo.

He quedado solo en ese calabozo. Y la voz que dice: “Vayan al


cine, compren perfumes en la farmacia” sonaba siempre hasta me-
dianoche. De nuevo ha dicho: “Eisejuaz, Eisejuaz”. “¿Qué, Señor?”.
“Dormí temprano”.
“El Señor me va a mandar un sueño”. Me acosté a dormir antes
de que trajeran la comida. Pero no dormí. Y la voz: “Vayan al cine”.
Después trajeron la comida, y comí. Echaron adentro varios
hombres. “Hiede a indio”. Insultaron, gritaron; yo, tratando de
dormir. Y cuando dormí, no soñé.
Otra vez abren la puerta:
–Andate.
Me sacaron porque venían más hombres, de la ferroviaria,
que habían peleado, con mucho olor a vino. Llenaban el calabo-
zo.
Fuera de la comisaria quedé, y ya había pasado la media-
noche. Y me reí: “Esta ha sido tu casa, esta la mujer que tuviste
para cocinar, Eisejuaz, capataz de la misión, hijo de tu padre”. El

52
policía que estaba en la puerta:
–¿De qué te reís vos?
No contesté. Me fui a dormir en el borde de la escuela. Y no
tuve sueños. Pero sí me fue mandando un pensamiento: visitar a
Ayó, Vicente Aparicio, en Orán.
Allí me alcé antes que el sol naciera, antes que el cuidador de
la escuela se despertara, y me fui a sentar en el banco de la plaza.
Hice uaj, y cayó un gusano de mi nariz y empezó a caminar
por el banco. Yo lo miré. Hice uaj otra vez, y cayó un gusano de
mi nariz y caminó por el suelo. Pensé: “¿Qué es esto?”. Y dije: “Ha
entrado ya el gusano en el hijo menor del hombre joven, el que
llevó el botijo, el que murió por causa mía”. Y lloré. Dije: “A pies
iré para Orán. No en tren, no en ómnibus. A pies. Y a lo mejor
vuelven los mensajeros a mi alma”.
Un hombre de lentes, con barriga, pero no viejo, se paró y me
habló. Era gringo.
–Amigo. Te daría unos pesos. Te traería la chiripa, la vincha,
el arco. ¿Dejarías que te saque una foto?
Nada le dije.
–No te enojes. Sos grande, fuerte, sos mataco puro. Sabrás
que hay una foto de Voyé en el Círculo.
Nada dije.
–Conociste a Voyé seguramente, aquel pobre enviciado de
coca, el que murió de un tiro robando una gallina. No fue grande,
pero supo alzar al hombro los durmientes del ferrocarril. Ahora
su foto adorna el comedor del Círculo Argentino, con la chiripa,
la vincha, el arco, la flecha. Los ricos del pueblo comen allí, y lo
miran. Los turistas comen allí, y lo miran.
Nada dije. Sonó la campana del franciscano.
–Saco muchas fotos. Yo te las mostraré.
Nada dije.
–Soy de aquí, de San Francisco; soy un franciscano.
Pero tenía pantalón gris, camisa gris, no el traje del francisca-
no. He gritado:

53
–¿Podrías resucitar a los muertos y andás sacando fotos?
–Soy un pobre hombre que sirve al Señor, no puedo resucitar
a los muertos.
–El Señor no está contento de vos.
–Por él he venido hasta aquí. Soy extranjero. Soy hombre de
estudios. Pero me han traído a este pueblo.
–No está contento de vos. Otra cosa te digo: en tu misión hay
una mujer de los chahuancos, vieja, que hace daños.
–No deben seguir odiándose aquí como en el monte. Hay que
hacer la paz.
Me he ido.

En el aserradero, don Pedro.


–¿A dónde vas a curarte? Quince días te guardaré el trabajo.
–Ya va a volver la fuerza, don Pedro. Ya tiene que volver.
–¿Tenés parientes a donde ir? ¿Tenés dinero?
La señora me llamó a la casa. Cría pájaros de todas las clases,
plantas de todas las clases, y dentro de la casa tiene flores azules,
verdes, amarillas, que limpia con jabón. Ha dicho:
–Pobre Vega, ya te sanarás. Pasa a la cocina a desayunar.
A nadie dije: se han retirado los mensajeros del Señor. Me
dieron café, leche, azúcar, pan, queso, manteca. Y comí. Me han
dado un cigarrillo. Y fumé.
Y me he ido a pies para Orán, sin nada, en la bruta calor. No
por el borde del camino, sino por el monte. Veía el camino y los
que andaban por él no me veían, ni los camiones, ni los autos,
nadie. Y en el monte los pájaros, los bichos, los palos, los bejucos
que cuelgan de arriba.

54
Esa vieja, esa sin ropas, la del pelo tan crecido me ha dicho:
–Ya no hago fuego. Sola estoy. Ya no hago fuego.
Porque yo había encendido un fuego con mi yesquero, y
puesto sobre la brasa una hoja y encima un sapo rococo grande
como mi pie.
Le dije:
–Sin embargo conozco dos palos que son fuego. ¿No los co-
nocés?
–Sí los conozco; ya no tengo fuerza para buscarlos; conozco
también esa piedra que es fuego, blanca y negra. Con un cachito
de fierro viejo sale el fuego.
–La conozco.
–Pero ya nada busco. Aquí me estoy. Busco de esa fruta, de
esa raíz, de ese gusano gordo.
Esa vieja mirando el fuego ha llorado.
–Es bueno el fuego.
Una pata del rococo y medio lomo arranqué. Se los di. Ha
llorado. Dijo:
–Era criatura allá en el monte, y me he perdido en el monte.
Quieta quedé. Oí silbidos: gente enemiga, tobas, chahuancos que
juntan algarroba. Escondida, escuché. Solo silbidos, y ninguna
palabra. Tuve miedo: señales para atacar, para incendiar allí don-
de están mis padres, para robar a la mujeres. Escondida, espié.
He visto dos serpientes, caminaban juntas, las más grandes que
he visto. Silbaba una, y silbaba la otra, y caminaban. Escondida,
las seguí. Caminaban, entraron en una cueva y el final de una
cola sobraba afuera. Tan grandes eran.

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Ha comido y lloró.
–¿Qué haces por acá, solo, vos?
–Voy para Orán, a pedir consejo a un hombre anciano.
–¿Cómo no vas por el camino?
–Conozco a camioneros, a gente que pasa, al del ómnibus,
pero no quiero hablar.
–Mi hijo trabajó en un obraje. Un quebracho le cayó encima.
Murió aplastado.
–Mujer, ¿por qué no vas al pueblo, a la misión? Allí hay paisa-
nos, hay fuego, casas de paja. No soy de allí pero puedo llevarte.
–Ni ropa tengo. ¿Ves estas cosas? Fueron pechos, tuvieron le-
che. Ya muerta estoy, terminada.
Así, hemos comido.
–Te doy esta camisa. Cuando vuelva de Orán te buscaré. Cua-
tro camisas tuve, y ya me ves.
La camisa le llegaba al pie. Y se rio, aplaudió.
–Hombre que no se ríe, ¿a quién buscás en Orán?
–A Ayó, Vicente Aparicio, un hombre anciano.
–¿Qué consejo querés? ¿Qué consejo te dio?
–Me dio, en el tiempo que tuve los sueños, un tiempo que ya
pasó.

Dice Eisejuaz a aquella vieja:


Soldado fui en Tartagal. Volví y el reverendo me ha puesto
de capataz en la misión. Un sueño me vino en ese entonces. Por
cuatro años, el sueño aquel. Cada tres noches, por cuatro años.
Hasta cansar, el sueño aquel. Siempre corriendo, Eisejuaz, Este
También, buscando. Viajando. Viniendo en bicicleta de Tartagal.
Subiendo al ómnibus, al tren. Buscando, Este También, por sitios
nuevos, por calles, por un pueblo. Buscando en el monte, al otro
lado de un río. Corriendo, buscando a su mujer, Este También,
cuatro años, cada semana, tres veces.
Dije a mi compañera:
–¿Vas a dejarme, pues? ¿Hay que matarte ahora?

56
–No es pensamiento mío ni es sueño mío.
Rio mi mujer. Me ha hecho reír.
Pero me cansé. Busqué al hombre conocedor, amigo de mi
padre, que vive en Orán. Busqué a Ayó, Vicente Aparicio. Fui a
donde trabajaba, en la YPF.
–Por como es, no te descuides, se cumplirá; hay que orar. An-
tes de unos diez años lo verás.
Dije a mi compañera:
–¿Mejor será estar muertos para entonces?
–No sabemos –ha contestado.
“No sabemos” fue lo que dijo mi mujer.
Dice Eisejuaz:
Guerra es ser capataz de la misión. Puro enojarse, puro gritar,
puro pelear, puro ordenar, puro sufrir la envidia de cada uno.
Se han cumplido los años y llegó otro sueño:
Vi dos vacas. La grande que entra a pelear. La chica en su
debilidad quiere esconderse. Tremendo animal la grande le hinca
los cuernos, vuelve a hincar, a atropellar. Aquel ruido, aquella
lucha tal que asusta, y por miedo subo a un cerro muy alto.
Desperté en la noche y aquel ruido sigue en mi corazón. He
despertado y el miedo me hace temblar. He despertado y llamo a
mi mujer.
–¿Qué sueño he tenido?
–Por como es, hoy se va a cumplir. No tiembles más. Hoy se
va cumplir.
Dice Eisejuaz:
En aquel día siete mujeres entraron en la casa mientras estaba
en el aserradero. Las manda esa vieja que peleó con mi madre
en el monte, la que perdió cuatro dientes, la del brazo quebrado.
Entraron en la casa. Golpearon a mi mujer.
Y la esperan abajo, en la canilla del agua. Con piedras la gol-
pean, la hieren, la voltean. Mojada del agua, rotos los botijos, allí
sangra en la tierra. Allí la policía lleva a todas, la buena con las
malas, la herida, la que llora con las que insultan, la que piensa
en mí con las que esperan verme muerto. En la noche he encon-

57
trado mi casa vacía, sin fuego. Y en la mañana soltaron a todas, la
buena con las malas, sin justicia.
Ya nunca se sanó. No sanó mi compañera Quiyiye, Lucía
Suárez, ya no sanó. Su hombre a los quince de mi edad. Mi mujer
a los trece. No miró a otros. No tuvo hijos y lloró escondida. Tuvo
conocimiento de las cosas, supo de la vida humana, dijo: “¿Qué
vamos a hacer?”, cuando me habló el Señor en el hotel, lavando
las copas. No sanó. Fue hija de tobas y matacos, mi compañera.
Linda fue.
Allí vi toda cosa que viera en esos sueños. Mi patrón la man-
dó a Salta a curar. Vi mi casa vacía. Me vi corriendo, Eisejuaz,
Este También, buscando. Viajando. Viniendo en bicicleta de Tar-
tagal. Subiendo al ómnibus, al tren. Buscando, Este También, por
sitios nuevos, por calles, por un pueblo. Salta era aquel pueblo,
esas calles, aquel sitio. Y aquel hombre que me habló en el sueño
salió del hospital y me habló. Buscando a mi mujer, corriendo,
trabajando en el aserradero.
No se curó. Uno dijo: es esto; otro: es aquello. La han opera-
do, la han tocado: es esto; aquello. Todo vendí por fin viajando,
curándola. Esa bicicleta, esa olla, las zapatillas, la manta. Y han
traído a mi mujer de vuelta para morir.
Entonces caminó, engordó, se rio.
Pero tenía que morir.
En el suelo dormimos, sobre papel. Rompí mi ropa para sacar
aquello que corría, aquel mal olor; y después papeles; y después
nada. Descalzo me vi, desnudo en mi trabajo, sin pan. Grité al
Señor: “Si levanté un pecado contra vos hacémelo saber. Y si no
¿qué es esto?”. Clamé al último. No hubo contestación.
Dice Eisejuaz:
Dormido, sin cuidarla, en la noche me he visto. Sin cuidarla,
cansado.
Una noche: “Eisejuaz, Eisejuaz”. No me moví. “Eisejuaz”. Del
suelo me alcé.
Murió entonces. Ha muerto.
Murió, entonces, mi mujer.

58
He saltado por aquella barranca, golpeé la puerta del reverendo:
–¿Cómo han sido estas cosas? ¿Por qué? ¿Cómo es?
–Por qué tienen que sufrir los mejores, no lo sabemos.
Dice Eisejuaz:
Allí quedé, en aquel campamento, sin cumplir mi venganza.
Pudiendo matar a cinco, a siete, a diez, y escapar al monte en la
noche. Sin cumplir venganza, en aquel campamento, de capataz
quedé. Porque Eisejuaz no nació para esas cosas, comprado por
el Señor antes de cambiar los dientes. Y mis primeros dientes
quedaron en el monte. Donde quedaron, hablan por mí. Y los
segundos dientes caminaron conmigo; volverán a la tierra donde
lo diga el Señor, el día que Él escribió sobre su labio, antes de
escupir a los mensajeros con su saliva, salidos de su boca para
hablar de Él.

Esa vieja de pelo tan crecido, vestida con mi camisa, se ha


arrimado al fuego para dormir. Yo, sentado, pedí: “¿Qué me dijis-
te con las palabras de esta mujer sobre las serpientes, esas que vio
en su primer edad?”.
En ese monte sentí también a los mensajeros de los palos. Les
he dicho:
“Mora buena, que no arde, amarilla, que no calienta la mano,
buena para manejar el fuego, buena para cabo de hacha, de mar-
tillo, buena para durmiente en las vías del tren. Afata, fría en la
mano. Palo blanco, que no tiene sámago, que no se pica, que se
quiebra, que calienta la mano. Palo amarillo, que no se quiebra,
que sí calienta la mano. Dígame cómo viene con mezcla, viene
con nube, viene con sol, el secreto, la palabra secreta del Señor.
Guayavil mensajero del Señor, nunca grande, aguantador del
viento, espejo de ese lanza blanca. Lanza amarilla huérfano de
flor, que no me duela, que no llore, que no diga ¿por qué? Y ese
que se hace liviano con el tiempo, ese palo que será poroso, que
no pesa, que el sol no raja, ese bueno para arzones, para bastos,
cazazapallos.

59
”Y ese bueno para pilote cuadrado, para tirantes, lapacho. Y
ese fragancioso roble, fraganciosa quina, fragancioso cedro. Ese
urundel y ese quebracho que arden, esa mora que no arde. Ese al-
garrobo que nunca se gasta, que fue cama de carros, que es tablón
de camiones, que es petiso, que no pasa dos hombres. Y ese pa-
losanto verde con perfume, duro como piedra, amigo del fuego,
que arde mojado. Curen, vengan, sanen, alimenten, sostengan el
corazón de Eisejuaz. Palos, ángeles de los palos, cada uno con
su sabor en la boca del leñador, cada uno con una palabra del
Señor”.
Pasaban las luces de los autos y de los camiones, pero a noso-
tros no nos veían. Y miré a la vieja que dormía al lado del fuego,
respirando, y dije al primer mensajero, que es el aire: “Ángel pri-
mero, no descuelgues tu hamaca, la que está sola en el corazón
de Eisejuaz, hasta que pueda llegar y encontrar a los mensajeros
de los bichos y curarme”. Así dije al primer mensajero, que es el
aire.
Esa vieja se ha arrimado mucho al fuego buscando calor, y la
camisa se encendió en una punta. Le eché tierra y la pisé.
–No duermas tan cerca del fuego.
Despertó, vio la camisa quemada y ha gritado. Se la quitó y la
tiró al fuego. Hubo una llama grande y se quemó. La vieja quedó
desnuda, y lloró.
–Mujer sin seso, mujer estúpida, ¿qué has hecho?
Pero ella lloró. Yo apagué el fuego. Me fui.

Los chaqueños que despertaron cuando salió el sol eran tres.


Uno me vio, el que había cantado, y me invitó al fogón para co-
mer. Nada preguntaron y nada hablé. Tenían los caballos abajo
del algarrobo, lindos, sanos. Nada preguntaron y nada hablé.
Comieron y comí.
Dinero llevaban en el cinto; no hablé. Enfermo me han visto,
no preguntaron. Vi el agua buena que iba a caer sobre su campo,
salida del jugo de sus corazones; nada dije, me alegré.

60
–Adiós paisano, que se mejore, amigo.
–Adiós –les dije–. Gracias.

En la bruta calor, caminé. Y llegando al ingenio, cerca de


Orán, vi al colla. Estaba a la orilla de la acequia, con sus mujeres
y con sus hijos, lavando las ropas, descansando de cortar caña,
bañándose. Allí, como aquellos pájaros en el estero, y los pesca-
dos que saltan en la red, como aquellas arañas en la tela, tantos
y tantas, el colla descansaba. Yo no miré. Tuve miedo del colla,
gente rara. Caminé despacio, con mi bastón, en esa tarde.

Los camioneros del camión verde ya frenan para la nafta del


surtidor.
–Paisano, se le cayó el yesquero.
Caído de mi bolsillo, en el suelo, al lado de mi pie mientras
tomaba agua.
–Se lo compro.
Yo recojo el yesquero.
–Se lo doy.
–No, hombre, se lo compro.
–Se lo doy he dicho.
Lo ha tomado.
–Yo quería comprarlo, paisano.
He dado mi yesquero de cola de quirquincho, que era de mi
padre. Y no tuve ni camisa ni yesquero. Ya no tuve nada. Ni mujer,
ni casa. Ni nada.

61
Gritó una mujer, cerca ya la noche. Gritó, en una lengua que
no conozco, allí donde están las cañas cortadas del ingenio. El
alma en pena que corre por el monte revolviendo las plantas y los
palos, que al otro día se va a mirar y están sin huellas, grita en la
noche como gritó esa mujer llorando fuerte, bramando. Yo me
levanté para mirar. Lloraba sentada en la tierra, pasando las ma-
nos por su cabeza. Y estaba trasquilada, la cabeza entera desde la
frente.
Allí apareció aquel hombre amigo del Señor, con el olor del
pobre y del cansado, el que vive en los puros huesos. Y quiso
consolarla. Vi las lágrimas en los ojos de él cuando regañó a todas
en una lengua que no conozco, a ella y a las otras que allí se la-
mentaban, todas de la gente orgullosa de los chiriguanos, menos
el hombre, que es gringo.
Bramaba la mujer, llorando fuerte, pasándose las manos por
la cabeza. El hombre después me miró. Y yo lo miré. Me miró y
yo lo miré. Se fue a las casas del ingenio. Yo lo seguí.
Entonces vi esa iglesia que el hombre rico hizo para el Señor
en el ingenio. Y tuve miedo de esas casas y de esas calles. Y me
senté cerca de las cañas grandes. Y esperé.
Apareció el hombre mensajero del Señor y me miró.
–Necesita comida, hijo. No ha comido.
Me hablaba en español. Nada dije. Solo había tomado agua en
esos días.
–Venga a comer.
Vestía la ropa grande de los franciscanos, pero bastante rota.
Y dijo a unas muchachas que me sirvieran de comer. Una le con-

62
testó con mal modo. Supe lo que dijo, aunque no conozco su
lengua. Fue:
–No sirvo a matacos.
Porque el hombre mensajero del Señor se enojó y dijo en es-
pañol:
–Yo, sí. Con mis propias manos sirvo a mis hermanos.
Se levantó ese hombre cansado, buscó de comer en la coci-
na y me lo trajo. La muchacha de los chiriguanos puso la boca
en trompa y se fue a encerrar. Las otras tuvieron miedo, pero
pensaban como ella. El hombre de los franciscanos las mandó a
dormir en otra casa, donde dormían. Y se fueron enojadas. Y de
ellas solamente una criatura con los primeros dientes, la del ojo
enfermo, no tuvo pensamientos de desprecio por mí.
Entonces subió la luna y la vimos desde el patio mientras yo
comía.
–Aquí todo era monte. ¿Oíste hablar cacique Tatu Caru, Quir-
quincho Tragón, chiriguano fuerte, aficionado a comer? Fuimos
amigos. Era un gran jefe. Aquí está la escuela que hicimos con él,
aquí viven sus gentes, sus familias, en casas hechas por nuestras
manos, aquí somos felices.
Le dije:
–He visto un camino que sale de tu corazón. ¿Qué es?
Dijo:
–¿Ya terminó de comer?
–He terminado de comer.
Este hombre cansado me dejó dormir en el patio y se fue a
dormir. Y cuando era noche todavía ya lo vi en la iglesia, pren-
diendo las velas. Y miré aquella iglesia que hizo en el tiempo vie-
jo el hombre rico para el Señor. Pero dije:
–He visto un camino que sale de tu corazón. ¿Qué es?
Me dijo:
–Nos echan de aquí. Necesitan la tierra para plantar caña.
Pero es mejor así.
Le dije:
–He visto un pozo de agua que sale de tu corazón. ¿Qué es?

63
Dijo:
–El día que tengamos un motor para sacar agua de aquel te-
rreno al que vamos, entonces podremos irnos, los chicos, las es-
cuelas, las casas, las mujeres, los hombres, y los viejos.

Llegaron mujeres a la iglesia. Dije a aquel hombre de los fran-


ciscanos:
–Sigo mi camino. ¿Qué podrías decirme?
Ha dicho:
–Hijo, un animal demasiado solitario se come a sí mismo.

Caminé por ese camino que va desde el ingenio hasta Orán.


Y allá pensé en las dos serpientes. Silbaban fuerte, eran felices.
Eisejuaz va callado, solo, y con dolor. Desde el ingenio hasta
Orán, agachado, con aquel bastón.
Un hombre espera el ómnibus que va desde el ingenio hasta
Orán. Se reía solo. Me miró, y yo lo miré. Quedó serio. Yo me
senté en la zanja. Pero pasaban esos camiones grandes del inge-
nio, como casas cargadas de caña, y no venía ningún ómnibus.
Ese hombre malvado esperó el ómnibus. Y vino el ómnibus, y ese
hombre se fue con su valijita.
Caminé por el camino que va desde el ingenio hasta Orán.
Y una nube que era verde como la lengua que ningún ojo pue-
de ver se levantó por encima de la ciudad. No dijo ninguna pala-
bra. Se levantó por encima de la ciudad y allí estuvo, hablando a
mi corazón sin mensajeros. Y supe que Ayó seguía vivo y que lo
encontraría.
Las calles estaban rotas y abiertas hasta las venas que llevan
el agua de las ciudades, y así me recibió la ciudad de Orán, así
que dije: “Rómpase mi superficie, mi cáscara, mi corteza, para que
pueda beber del agua de los mensajeros, que brota desde el centro
del corazón”. Allí los hombres trabajaban y golpeaban el suelo de
las calles. Y los caños del agua, que deben ser secretos, se veían.

64
Pero la nube se esfumó delante de mi vista, y nada quedó
sobre el cielo de esa ciudad de Orán. Yo caminé hasta la casa de
Aparicio.
Nada dijo de mi bastón ni de mi aspecto ni de mi desnudez.
Me vio parado en la calle, habló a su mujer, y salió a la calle. Y
caminamos en la bruta calor.
Ayó, Tigre, Vicente Aparicio, el hombre anciano. Y yo, Eise-
juaz, Este También, el comprado por el Señor.
–¿A dónde se han ido todos esos que recibiste?
–¿A dónde? No sé.
–Los mensajeros de la sangre caliente y de la sangre fría. ¿A
dónde?
–No sé.
En la bruta calor, llegamos a un lugar donde hay algunos árbo-
les, y nos sentamos para esperar la noche. Cuando vino la noche
busqué en mi pantalón unas semillas de cevil y se las di. Él se qui-
tó un zapato y las puso adentro. Buscamos una piedra, un fierro,
y encontramos un pedazo de la calle rota, un cacho de piedra.
Y molió las semillas de cevil. Mezcló ese polvo con el tabaco. Y
armó un cigarrillo. Y me miró, pero yo ya no tenía mi yesquero.
Entonces encendió el cigarrillo. Su alma salió de recorrida. Cantó:
“¿De qué vale la baya, la algarroba del mes de abril? Ya perdió
el gusto, ya perdió suavidad, pero ella no eligió la hora de su vida.
Debe cumplir. Debe ser molida, alimentar al hombre. Debe caer y
sembrarse. Debe cumplir.
”¿De qué vale el hormiguero que quedó en el desmonte, donde
la tierra es negra, donde pondrán la caña? ¿De qué vale? La hor-
miga mira lejos y ve negro. Mira cerca y ve negro. No hay hojas,
no hay pastos. Debe cumplir. No eligió la hora de su vida. No
eligió su lugar.
”No eligió. No eligió. Debe cumplir. Oh, no eligió. Debe cum-
plir.
”Se ha dicho: esos chiriguanos ofrecieron mistol, algarroba.
Devolvieron favores. Esos matacos dejados, torpes, brutos, pidie-
ron vino, pidieron alcohol, solo saben pedir.

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”No eligió. No eligió. Debe cumplir. No eligió”.
He fumado con él, mi alma salió de recorrida, cantó:
“En el centro de la tierra está el viborón. Enrosca las raíces
del monte. Duerme con ellas. Nadie eligió, oh no, nadie eligió. Ha
caído el monte, han muerto los palos, nadie eligió, oh, no, nadie
eligió, nadie eligió. Solo ya los palos cantan para Eisejuaz, solo el
aire. Hay que cumplir”.
Ha cantado Ayó, su alma que fue de recorrida:
“He visto las últimas mujeres que baten el barro, y amasan,
vuelven a amasar y forman el botijo, ese que suena como la cam-
pana del gringo, ese redondo como la mujer y el hijo. Y ese alto
con tres panzas. Y ese chiquito que lleva el agua al monte. For-
man el botijo, y tantos hombres van y compran tarros, van y bus-
can latas. Pero ellas tienen que amasar, tienen que hacer el botijo
hermoso, que suene como la campana del gringo. No eligió la
hora de su vida, no eligió, oh no eligió; debe cumplir.
”No lloremos si nuestro tiempo terminó.
”No lloremos, ¿y para qué llorar?
”Morimos juntos: el tigre, el monte, los ríos sueltos como pe-
los del Señor, y nosotros”.
Paró un auto y han gritado:
–¡Flor de borrachera! ¡Dejen dormir!
Entonces quedamos callados. Ayó me agarró la mano. Sopló
adentro de mi boca. Puso de su saliva sobre mi lengua. Cami-
namos después volviendo para su casa, y pasamos por las calles
abiertas de esa ciudad, sin obreros porque era de noche.
Estaba mareado todavía ese hombre anciano, y nos sentamos
en la calle.
Después me dijo:
–Hijo Eisejuaz, cuando entregues las manos ya será otra cosa.
El Señor no te ve bien así de solo; vas a perder la sed cuando en-
tregues las manos.
Y vi a ese hombre que había esperado el ómnibus con la vali-
jita: allí entraba en un hotel. Y también me vio.

66
La mujer de Ayó, que es gringa alemana, había preparado la
comida.
–No quiero comer hoy –he dicho–. Tengo hambre, pero no
he de comer.
–Mañana vas a comer.
Tuve hambre y me senté con ellos y no comí. Y llegó una de
sus hijas, que son enteramente blancas y trabajan como sirvien-
tas en la ciudad. Comió con ellos, y todos estuvieron alegres.

Cuando los mensajeros de los bichos volvieron a mi cora-


zón me volvió también la fuerza. Caminé rápido, sin el bastón.
Fue cuando salió el sol. Salió el sol y me tocó de lejos. Entonces
llegaron todos los mensajeros sin faltar uno, sin faltar los bichos
de la noche, enemigos del sol. Todos entraron de nuevo en mi
corazón, entraron por mi boca, y otros entraron por mi pecho.
El Señor me los mandó de vuelta. Yo levanté los brazos, les dije:
“¿Trajeron sus hamacas, sus fuegos? ¿Están aquí otra vez?”. Y
agradecí al Señor que me los había mandado de vuelta.
Por eso caminé rápido. Llegué allí donde encontré a la vieja.
Pero no estaba. Vi los rastros del fuego, los carbones mordidos,
comidos, masticados por ella. La llamé y nadie contestó.

67
Me aburrí de ser bueno. Me cansé de preguntar al Señor.
Volví cerca de la canilla del agua, y esperé. Pero las mujeres
pasan siempre en grupos. Me escondí y esperé. La Mauricia pasó
con su botijo y la arrastré. Cada día se escapó después para en-
contrarme, temblando por el miedo al marido, a veces temprano
y a veces tarde, a aquel lugar que yo conozco. A veces temprano
y a veces tarde, y temblando por el miedo al marido. En la casa
que hice por mi mano, para vivir con mi mujer, en la misión del
gringo noruego vive con su marido. Y la lluvia le entra por el te-
cho. Tres años duran esos techos. No han cortado la paja, no han
arreglado el techo, no han pensado en buscarla. Hombre el suyo,
capataz ahora, que siempre sirvió de poco.
Iba también al almacén de Gómez, y a otro almacén de un
gallego que hay cerca de la casa donde aquel hombre degolló a su
mujer. Y tomaba burritos. No tenía casa, ni quería tenerla. Toma-
ba esos burritos y me quedaba dormido en el borde del camino, y
no me cuidaba de víboras ni de nada. Tomaba, y me iba saliendo
del pueblo. No tenía ganas de comer, ni me ocupaba de comer.
Me levantaba en el borde del camino, y me iba para el ase-
rradero sin lavarme, sin sacarme la tierra de encima. Y me había
vuelto flojo para el trabajo, como son los paisanos, que no tienen
nunca para comer. Puse mi sueldo una noche en un tablón de
la casa del hombre joven, y después volví en la misma noche y
lo saqué. Y ese dinero lo apreté bien y lo enterré. Y allí se habrá
podrido. Y lloré.
Iba a la estación del tren y miraba a la gente. Miraba a los
paisanos, a las mujeres con las cosas para vender, o sin nada. A

68
las muchachas enfermas de andar con los hombres. Esa que se ha
puesto pantalones y nunca peinó su cabeza, y que se va a morir.
Miraba. Nada le pedía al Señor, ni le hablaba, ni tampoco oía su
voz.
Muy bajo estaba el cielo en esos días y esos meses, como una
nube por encima del pueblo y del monte. Mis orejas no oían la
voz que dice: “Vayan al cine”, ni la voz de nadie, ni tampoco el
ruido de la caldera, ni tampoco ningún motor de camiones, ni
sierras del aserradero, ni tampoco la campana del franciscano, ni
el tractor del inglés, ni cómo saluda el chaqueño cuando llega del
campo, ni tampoco en los días domingo el coro del noruego que
sale por la puerta.
Mauricia, la muchacha que siempre sufrió de envidia por
causa de la bicicleta y también porque tuvimos olla, y más que
nada porque su hermana tuvo mayor conocimiento de las cosas,
venía y se burlaba.
–¿Y dónde tenés casa o bicicleta? ¿Dónde la olla para coci-
nar?
Yo no hablaba. Ella venía temblando. Se iba apurada, tem-
blando por el miedo.
“Sos la peor de todas. Ni buena ni mala. No sabés odiar, ni
querer. Sin corazón, sin nada; de todas, la peor”. Y se enojaba, no
venía, esa muchacha linda. Y al tercero, cuarto día venía otra vez.
Yo estaba en el almacén. Volvía a irse escondida, corriendo. Yo
miraba las huellas. De nuevo aparecía al otro día. La esperaba. Y
a veces la cazaba por ahí, cuando no me esperaba.
Don Pedro me llamó. Su señora allí, cuidando las flores que
tiene dentro de las piezas, limpiándolas con cepillo y con jabón.
–Ahora sí dirán que el paisano no tiene arreglo. Que no hay
remedio para él ni compostura. Ni el mejor aguantó, van a decir.
Espero cada día que dejes de beber.

69
Atrás del almacén del gallego he pasado muchas horas dur-
miendo por el alcohol debajo de un árbol, el sábado y el domin-
go, y ya era la tarde. Dormía y oía voces; dormía y oía silencio.
Muchas horas pasé durmiendo. Y desperté.
Cerca, aquel viejo que rengueaba por causa de la flecha que
entró en la nalga cuando era chico. Me vio despertar, y esperó.
Nada no le hablé.
Me habló:
–He venido a pedirte una cosa.
No hablé. Dijo otra vez: “A pedirte una cosa”.
Nada hablé.
–Me dijiste: no pasarán treinta días sin que el Señor te casti-
gue.
No hablé.
–Vengo a pedirte que pares el castigo.
Nada dije. Ese viejo se quedó mirándome.
–Dejame, ahora. Ese castigo no te puede venir. Yo no tenía la
fuerza del Señor.
Ese viejo:
–Castigado estoy. Vengo a pedirte que pares el castigo.
El viejo se ha pasado las manos por la cara. Muchas veces. Se
pasaba las manos por la cara. Me miraba.
–Andate de acá, pues. No tengo dos palabras.
Ese viejo no se movió. Siempre mirándome.
Entonces me levanté, enojado. Me fui. Ese viejo detrás de mí,
con su renguera.
–Viejo, te voy a golpear. Dejame tranquilo.

70
Ese viejo quedó callado.
Seguí caminando. Me ha vuelto a seguir.
–¿Qué querés de mí, vos?
–Que pares tu castigo.
–Te dije que ese castigo no viene de mí. Yo no tenía la fuerza
del Señor.
–Ese castigo me ha venido. Te pido que lo pares.
–Viejo, no tengo dos palabras. No tengo paciencia.
Caminé de nuevo, y ese hombre atrás de mí.
Levanté la mano para mostrarle enojo. Se tapó la cabeza. Me
miró.
–¿No comprendés lo que te hablo? ¿No tenés orejas para oír?
Fue con la lengua sola. No tenía la fuerza del Señor. Ese castigo
no viene de mí.
–¿Tenés ahora la fuerza del Señor?
–Tengo el corazón seco y también ciego; sordo también para
pedir.
El viejo se tapó la cara con las manos, se pasó las manos por
la cabeza.
–Hombre grande, escuchá mi pedido.
–Dejame.
–Escuchá mi pedido.
–¿Qué querés?
–Mi hija ya se acaba en el hospital. Vení conmigo. Hacela sa-
nar.
Le dije:
–Yo no vuelvo allí. No pisaré ese hospital. No me he acercado
a ese hospital desde un día que sé.
El viejo se pasó las manos por la cabeza, y allí donde he ido,
allí me ha seguido. Entonces fui con él a ese hospital que conozco
muy bien, hasta la sala de las mujeres.
La enfermera vieja, Margarita, a la hija del viejo:
–Andate a reventar a otra parte.
La hija, de ocho años. Ya sin aire.
El viejo con la cabeza baja. No levantó el ojo del suelo. Y miré

71
a la vieja. Ella me vio. Dijo:
–San José purísimo, San Antonio bendito querrán mejorar
a esa nena. La Virgen sabe cuánto me aflijo por mis enfermos.
¿Cómo le va, Vega? ¿Es pariente suya?
He seguido mirándola. Sacó del pecho tantas medallas, las ha
besado.
–Santos del cielo que conocen mi alma afligida; cuánto me
apeno por mis enfermos. Veinte años en este hospital, veinte
años que no vivo de aflicción. Rezando noche y día por mis en-
fermitos.
La he mirado aún:
–Y los paisanos… –ha dicho.
Pero no habló ya; se fue apurada.
La hija del viejo con la respiración comida como tantos pai-
sanos de nosotros. Ya se estaba muriendo.
–Eso que le oíste decir a esa mujer vas a contárselo al doctor.
Pero el viejo tenía miedo.
–Así nos tratan por causa de ese miedo. Así nos morimos.
–Curame a mi hija.
–No puedo curar.
–Hombre grande, retirá tu castigo. Te lo pagaré.
–No es mi castigo. Ya te lo dije.
–Buscá la fuerza del Señor, llamala.
–No tengo, no puedo hacer nada. Dejame ya, che.
Quiso agarrarme la mano. Yo lo empujé. Se ha caído al lado
de la cama, y la hija abrió los ojos y ha mirado.
Yo me fui. He visto un fracaso de alcohol en la bandeja de la
enfermera y lo llevé. Ese viejo me ha seguido. Fue a agarrarme de
una pierna y lo empujé. Quedó en el suelo, ese viejo.
Y fui a un lugar que conozco y allí me eché a tomar ese alco-
hol. Y ha venido la noche.
Ha venido la noche con tanta oscuridad allí. Tanta negrura
que bajaba y se estiraba, y también crecía. Tanta oscuridad en ese
calor. Se me cortó el aire del pecho. No entraba ni salía. Quise
gritar, y no tuve voz. Ya el primer mensajero se había retirado,

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se cortó. Me he puesto de pie, y no entró, ni salió. Agarré mi
cogote y el aire no salió, ni vino. Me he caído con la rodilla al
suelo. Con la cara en el suelo. Todos esos ruidos que no oí, la voz
que dice vayan al cine, ese ruido de la caldera y ese de las sierras
del aserradero y también la campana del gringo, y también todos
los mensajeros de los bichos que habían vuelto, gritaron todos,
han gritado todos en mis orejas. He movido los brazos. Gritaron
todos. Palabras que no entendí. El aire, comido. Ya cortado. La
lengua colgando afuera. Pegada en la tierra del suelo, esa lengua.
Esa nariz, sin aire. Ya se termina Eisejuaz, Este También.
Y el primer mensajero miró de nuevo. Dijo: veremos.
Los mensajeros de los bichos y las otras voces gritaban toda-
vía sus palabras que no entendí.
Ha vuelto despacio, metió un dedo por mi boca. Ha entrado
despacio, abriendo las respiraciones, esas de los brazos muertos,
esas de los pies, las piezas cosidas, ya selladas en el cuerpo de Eise-
juaz, cerradas, ha llevado su viento por todos los rincones. Gritó él
también, ese primer mensajero, despegó cada tripa pegada a otra
tripa, ventiló ese corazón, todo su viento ha soplado, ha crecido y
ha sanado.
Me he levantado sobre mis pies y la humedad volvió a mi len-
gua. He caminado por esa noche tan enteramente oscura. He visto
el hospital. He entrado. El guardia dijo:
–No se puede entrar.
Pero yo lo miré. Tuvo miedo.
Entré por ese hospital y fui a la sala de mujeres en esa poca luz.
Y en su cama la hija del viejo estaba bien. Ella dormía y respiraba.
Así curé esa noche a la hija del viejo, sin querer y sin rogar.
El viejo no comprendió estas cosas. El viejo pensó que la Mar-
garita con sus medallas ha curado a su hija, por temor de oírnos
contar la maldad que salió de su boca.
Y el odio que tuvo ese viejo contra mí lo hizo buscar cada día
mi muerte.

73
AGUA QUE CORRE

75
Como estuve curado me sentaba y miraba.
Me sentaba y pensaba cómo la vieja habló de dos serpientes
juntas, y cómo el hombre santo de los franciscanos dijo: un ani-
mal demasiado solitario se come así mismo, y cómo Ayó, Vicente
Aparicio, el hombre anciano, dijo: cuando entregues las manos
perderás la sed.
Trabajaba en el aserradero y don Pedro estaba satisfecho otra
vez. Dijo su mujer: “Mi marido le habló y él se corrigió”.
Yo no pensaba en esas cosas. No dije: “Curé a la hija del viejo
y me curé”. Trabajaba y decía el espíritu que me habita: ¿Cuál es
tu nombre?
Una mañana ha venido Pocho Zavalía, Yadí, por el fondo del
aserradero. “¿Tenés algo de mora? ¿Algo de cedro?”. Le di un ca-
cho de mora bueno para tenedores de mango largo, que no se
queman, y fui a buscar cedro que había atrás del galpón.
Vino allí un cambio de la luz.
En ese cambio de la luz vi a uno, parado, que me miraba. Era
alto y enteramente serio. Le dije:
–¿Quién sos?
–Mirame bien para que me conozcas.
Y le dije otra vez:
–¿Quién sos, señor?
–Soy ese espíritu que te fue dado.
–¿Cuál es tu nombre, para que te sirva, para que sirvamos?
Y dijo ese alto en ese cambio de la luz:
–Mi nombre es Agua Que Corre.
Y se fue.

77
He llevado aquel pedazo de cedro a Yadí, y volví a trabajar.
Dije al espíritu que me habita, ese que soy yo, Este También, ese a
quien debo servir y llevar hasta el final del camino, ese que volará
junto al primer mensajero y quedará libre:
–Ahora sé. He comprendido las palabras que oí. Vendrá uno
que me mande el Señor. Y a ese entregaré mis manos. Yo seré
cumplido de ese modo. Y él será cumplido aceptándolas. Bueno.
He dicho que bueno. Ya lo sé. Digo que bueno.
Salí de allí y la Mauricia me estaba esperando.
–Hoy no te quiero ver.
Se echaba al suelo y abría las piernas. Pensé: “¿No querrá el
Señor mandarme otra compañera?”. Pero compañera ya había te-
nido, y no había más compañera para mí. Fui al suelo como ella
quería y le dije:
–Ya pronto se acabará esto de vernos. Hoy conocí al espíritu
que guardo, y ahora mi vida va a cambiar.
Ella no dijo nada. Y ha dicho: “¿Si tengo un hijo de vos?”.
–El hijo es del padre que lo cría. Yo no tengo hijos en esta
tierra.
Esa muchacha linda que no sabe querer ha dicho:
–Si mi hombre se muere podrás volver a la misión, a ser capa-
taz; acabarían las peleas allí. Sé cómo hacerlo morir. El reverendo
nos casará. Todos los días y todas las noches haremos sin miedo
esto que hacemos escondidos.
Le he dicho:
–Ya te dije que esto va a cambiar. No volveré a la misión. Mu-
chas cosas terminaron ya.
–Ser capataz es bueno, te obedecen.
–Ser capataz es una guerra y tu marido no sirve para eso. Yo
sirvo, porque soy jefe. Pero no he nacido para ser jefe. Puedo
arreglar las cosas de mi gente, y no he nacido para arreglar las
cosas de mi gente.
Esa muchacha dijo:
–Probemos otra vez.
Le dije:

78
–Fue la última vez. Ahora me tengo que ir.
Bajé a un lugar, lejos de allí, tomé barro del suelo y me cubrí
el cuerpo con él. Barro blanco en todo el cuerpo, y barro colo-
rado en el pecho. Me cubrí con él y estuve así. Me puse de pie y
canté al espíritu que me fue dado:
–Agua Que Corre baja y lava, ataca, salta, empuja. Agua Que
Corre riega, alimenta, destruye, se alegra. No puede pensar ni
remansar, no puede sonreír, no puede dormir. No puede volver.
Agua Que Corre topa, dispara, se levanta, conduce, apura y rom-
pe. Yo te vi, yo te vi, yo te vi. Yo te llevo, Eisejuaz, Agua Que Co-
rre, para cumplir.
Caminé por el monte y llegué al Bermejo. Me bañé en ese río
traicionero hasta que el agua se salió y quedé lavado. Y cuando
estuve seco me vestí.
Así trabajé todo ese año en el aserradero. Y cuando ese año se
cumplió bajé al aserradero y dije a don Pedro:
–No voy a trabajar más, don Pedro.
Me preguntó por qué, se afligió, pero yo no podía explicar.
Me dijo: “¿No hiciste nada malo? ¿No querrás escapar? ¿Tenés un
trabajo mejor?”. Sabiendo que no había por allí ningún trabajo
mejor.
Dejé de trabajar. Y me había hecho una casa de paja colorada
bien atrás de las vías del tren. Y volví a pescar, a hacer changas,
preparándome. Y pasé dos años preparándome, hablando con el
Señor, esperando el día escrito por él, la llegada de aquel que me
anunciaron, ese a quien debía entregar las manos. Y comiendo,
durmiendo, pasé cada día, así como la raza de los hombres los
pasa en esta tierra, que es esperando.

79
PAQUI

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Paqui habló solo. Y lo oí, sentado afuera de la casa.
–Hijo de perros, bestia hedionda, ¿quién te creés que soy?
Mataco inmundo, vagabundo, por los caminos sin camisa, con
un palo en la mano. Salvaje. Pobre corazón, pobre Paqui viejo
querido, cómo te ves, dónde quedaste. Y aquel traje de hilo, ah
viejo llorón hablando de tus hijos, cobráselo a tu abuela, viejo
llorón. Y el traje marrón cruzado, con chaleco rayado. ¿Por qué
tienen que llamarme traidor ustedes, hijos de ratas, si no quedó
ninguno para contar la historia? Paqui, Paqui querido; mataco
hijo de mil perros.
Entré, me senté cerca del fuego. Y lo miré.
Lo miré, pero él cerró los ojos. Y creyó que pensé que dormía.
Me senté cerca del fuego y allí estuve, mirándolo. Estuve allí des-
de que el sol vino en la mañana hasta que llegó el final de la tarde,
así como se espera el pescado en el borde del río. Y en esa hora
Paqui dijo: uuuuy. Se quejaba. Pero yo nada dije, ni me moví.
Y él: Uuuuy.
Pero no hablé.
–No comés nunca, che mataco.
Y abrió los ojos. Y me miró.
Yo pensé: “¿Cómo es que me vio sin camisa, con aquel bas-
tón?”. Y también: “Sé quién es”.
Dije:
–Sé quién sos. Vos subiste en el ómnibus en el camino que va
del ingenio hasta Orán. Vos te reías solo. Yo te vi. Entraste en un
hotel, te vi.
Cerró los ojos otra vez, como si durmiera otra vez. Y le dije:

83
–Sé ahora qué era aquello que llevabas en ese valijita. Sé por
qué te reías solo en el camino.
Pero no abrió los ojos.
Grité:
–Llevabas el pelo de esa mujer, y de otras mujeres que embo-
rrachaste en el ingenio. Vos lo vendés en las peluquerías de Salta.
Vos sos una rata.
Me paré, y la rabia vino con su temblor desde el pie hasta la
cabeza, y me borró la vista. Ya no vi la casa hecha por mis manos.
Ni vi nada. Allí parado soporté esa rabia tan grande que no se
me pasaba. Y las manos me crujían. Los dientes me golpeaban.
Esa rabia subió y me hinchó el pescuezo. Golpeaba en cada lado
del pescuezo para hacerlo reventar. Borró la luz delante de mí.
Pero allí parado la aguanté. Ella entonces volvió para atrás y en-
tró en mi corazón. Ese corazón pesó como las piedras. Ya pude
ver las cosas de la tarde y el humo que subía, ya pude respirar, ya
me moví. El corazón con ese peso tan pesado caminó, pero con
lucha todavía. Allí me senté al lado del fuego. No encima de las
brasas; encima de unos alambres que trencé y crucé en los años
que trabajaba en el aserradero. Y allí puse la lata para que el ali-
mento se haga doble: sopa y comida. Pero las manos no querían
servirme por causa de la rabia. Y cuando la comida estuvo lista,
no quisieron moverse ni alimentar a Paqui. Yo oré al Señor: “Son
tuyas. ¿No me las pediste para servir a este hombre, que no se
vale? Prestales de tu fuerza”.
Me oyó. Las manos cumplieron, no con mi fuerza.
Comió, apoyado en el poste de la casa. Yo comí después, y
cubrí con la ceniza toda brasa para que el fuego no nos falte.
Allí vomitó Paqui la comida.
De nuevo lo serví limpiándole, sacándole la ropa. Envolvién-
dolo en papeles de diarios. Lavando esa ropa. Poniéndola a secar.
Mi lengua no quería hablarle. Ni mi corazón quererlo. Y pro-
bé de ser fiel al pedido del Señor, que pedía las manos pero tam-
bién el corazón. Y hablé:
–¿Tuviste un traje blanco y otro marrón rayado?

84
–Sí.
–¿Dónde están esas ropas ahora?
–No sé. En Rosario, en la calle España. O las habrán robado.
–Cuatro camisas tuve en un tiempo, y ninguna me quedó.
Ahora tengo dos: una azul que ves, y esta que es blanca. No co-
nozco la ciudad de Rosario.
–¡Qué vas a conocer!
–Hombre flojo y estúpido, solo importa conocer una cosa, y
no la conocés. ¿De qué podrías enorgullecerte?
–¿Qué cosa sería, señor profesor?
Y no le contesté.
Vi la voz del Señor pintada y saltando en todos los lugares,
brillando y siempre tapada, cantando y siempre callada, en to-
das partes esa misma voz de ese que es solo, no nació nunca ni
nunca morirá. Y vi los mensajeros de esa voz por todas partes,
como los pescados en la red y las arañas en la tela, saltando y
apretándose en su orden por todo el mundo, sosteniéndolo. Y
vi a ese de quien soy el cuerpo, Agua Que Corre, esperando mi
cumplimiento para quedar libre y para brillar. Y vi a Eisejuaz,
Este También, el comprado por el Señor, que empezaba el último
tramo de su camino. Levanté los brazos pero no canté, nada dije,
solo respiré para que el primer mensajero trajera y llevara a los
mensajeros del Señor con libertad por adentro de mí.
Me miraba pero no habló. Nada dijo. Miraba.
Quiso burlarse, pero tuvo miedo de mí.

Mauricia miró un día por la puerta. Habló, en la lengua de


nosotros.
–A todos lo contaré. Cada cual se reirá. Con quién se ha ca-
sado Eisejuaz.
–Andate, vos. Mi brazo es pesado.
Se rio más todavía. Enojada, se rio todavía más.
–Cada uno de los paisanos sabrá para quién se buscaba un
trabajo Eisejuaz.

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–No uses mi nombre con tu boca. Pesado es mi brazo. Andate
de aquí.
Esa muchacha que no tiene camino ha entrado en la casa.
He visto cómo en la orilla del Pilcomayo un incendio en
tiempos de mi abuelo ardió en cada palo del monte hasta la raíz,
dentro de la tierra. Quedaron esos pozos. No volvió a nacer allí
un palo grande de los que hubo. En esos pozos cayeron animales,
el anta, el jaguar, el oso hormiguero, allí murieron. En ese pozo
cayó un hermano de mi padre, un hermano que no había cam-
biado los dientes y allí encontraron sus huesos, con los huesos de
animales grandes. En un pozo de esos me habló el Señor. En ese
paraje quedó la tierra como son los corazones de los hombres, así
como es también el corazón de Eisejuaz.
Esa muchacha ha entrado en la casa; y Paqui, que no entiende
lo que hablamos, dijo:
–Sáquense el gusto sin pensar en mí.
Y se rio.
Ella se acercó, lo miró, y le escupió sobre la cara, y se escapó.
También eso he tenido que limpiar, la escupida de ella, la cara
de él.
Salí de la casa con un pensamiento: “¿Ha nacido Eisejuaz para
estas cosas? Dejaré estas cosas y me iré al monte. Nadie recordará
el nombre de Eisejuaz”.
Alegre, tuve este pensamiento en el día: “Dejaré esto y me iré
al monte. Nadie recordará el nombre de Eisejuaz”. Alegre, me reí.
“Serviré a mis hermanos del monte, que ya se mueren. Eisejuaz
no nació para estas cosas”.
Pero también: “¿Qué árbol te esconderá del Señor?”.
Y dejé aquel pensamiento. El pensamiento que era alegre.

Atendí a aquel hombre cada día sin darle amistad y sin pe-
dirla, pero oía en mi oreja: “El Señor no está contento de vos”.
“Buscaré una amistad entonces; compraré vino.”
Bajé al pueblo con la carretilla de carbón; pero ya otros ha-

86
bían vendido su carbón antes que yo. Nadie necesitaba mi car-
bón. Nadie me lo pidió. Doña Eulalia en el hotel no lo necesitó, y
en el Círculo ya habían cerrado la parrilla. Hasta la tarde anduve
con él y nadie me lo compró. Una señora lo quiso después y me
pagó de menos viendo que no era fácil para mí venderlo. Y com-
pré vino para abrir el corazón de Paqui y buscar una hermandad.
Ya esa calor tan grande bajaba con la tarde y lo saqué arras-
trando la hamaca, a recostarlo en un incienso que hay ahí.
–Traje vino. Para que te alegres.
Se alegró.
Comimos entonces y bebimos, y Paqui me quiso abrir su co-
razón.
–No sabés quién es este que vive en tu casa, cuánto ha vivido,
qué aventuras corrió. En el puerto de Rosario este que ves subió a
un barco para divertirse con los oficiales. Allí subieron mujeres;
nunca te imaginarás. Allí atamos a una, déjame que me ría, la su-
jetamos entre todos, nunca te imaginarás. Con una vela encendi-
da, déjame que me ría, dejame que me muera de la risa, no pudo
trabajar por meses. Ay, que me enfermo. A veces me enfermo de
la risa.
”No sabés quién es este que vive en tu casa, este que te habla
como un igual, este que ves pobre y desvalido, pobre Paqui viejo
querido. No sabés quién es.
”No sabés cuántos viajes por tierra, por auto, por tren, por au-
tobús, cuántos hoteles, cuánta venta, jabones de tocador, amigo, no
sabés.
”No sabés quién es este, quién lo ha visto y quién lo ve, Paqui
viejo querido.
”Quién lo ha visto bailar y llevar el compás, zapato lustrado,
vivir como un rey.
”Las mujeres lo han visto y se han muerto por él, pobre viejo
querido. Y él, el gran rey, el gran señor, el gran duque y que las
mujeres engañen a otros. Paqui las conoce bien. Ha entrado en
las peluquerías de Salta a vender sus trenzas y sus copetes y las ha
visto, feas, chanchas todas con la cabeza en el tanque de metal. Ay

87
que me enfermo, a veces me enfermo de la risa.
”Este que te habla como un igual sabe cómo tratarlas. ‘Salí
de acá –les digo–. Ese pelo es ajeno, a mí no me engañás, recién
despiojado está para más datos’. Echa su mantón el gran señor, el
pelo cae, qué cara ponen, los muchachos gritan de la risa, a veces
me enfermo de la risa.
”Te gusta esa morocha, la sucia, la que escupe, pero si fueras
Paqui sabrías qué son mujeres de verdad, qué son hombres, qué
es la vida, qué es la ciudad, qué es la grandeza y la risa, pobre sal-
vajón, no sabés quién te habla, aquí estoy yo, pobre viejo querido,
quién te vio y te ve, pobre viejo de mi alma, saludos de mi parte
y llámenle traidor a su abuela”.
Ha llorado después de tanta risa. Lloró por su valija. Su valijín
que le han robado. Allí donde lo alcé, allí en el barro estaba, dijo.
–Prometeme que lo buscarás. Nada tengo más que esas cosas.
Y lloró. Le di promesa de buscarlo. Esas cosas que tanto nece-
sita le dije que encontraré. Sus manos soy, sus piernas porque el
Señor lo quiso.
La noche sin embargo pasé afuera de la casa donde él dormía,
porque abierto su corazón con el vino, peor me resultó. Menos lo
quise. Mayor enemistad sentí.

Marché a buscar esa valija por el sitio donde lo encontré en


el barro, pero ya ni barro había. En el almacén de Gómez fui a
preguntar.
–Vega, muchas veces has estado aquí pero nunca me hablaste
de valijas.
–El hombre enfermo que recogí en el día de la lluvia dice que
perdió una valija y que la necesita. Que es importante para él.
–No sé de qué cosa te habrá hablado.
Vi que mentía, porque tiene dos caras y las veo juntas. Así,
levanté la voz:
–No me mientas, Gómez, porque te va a pesar.
Él siente miedo de mí como ya dije, y miedo tuvo.

88
–Preguntale a Galuzzo el camionero.
Pero ese hombre no estaba allí porque había llevado una car-
ga de tablones a Salta. He vuelto y se lo dije a Paqui. Se enojó.
Gritó. Ese valijín, ha dicho, es demasiado importante y se va a
perder. Dijo:
–Es importante y se va a perder y no podré seguir viviendo.
–¿Qué guardabas allí?
–Ninguna cosa para ser explicada.
Y gritó más.
Esperé los días que hubo que esperar hasta que aquel camio-
nero volvió al pueblo. Y fui a hablarlo allí donde estaba.
–¿Qué valija? –ha dicho. Y ha dicho otra vez–: ¿Qué valija,
Vega?
Y durante dos días no recordó qué valija era esa.
Bajé el almacén de Gómez y me paré en la puerta sin hablar.
–¿Viste a Galuzzo, Vega?
Nada no contesté.
Aquel hombre pasó por allí esa tarde y me ha visto.
–Paisano –ha dicho–. Ahora sé de qué hablabas. Preguntale a
mi hermano, pero no digas valija sino valijín.
Busqué al hermano, que tiene otro camión, y lo encontré en
el aserradero.
–Vengo a hablarte de un valijín. El hombre que encontré en-
fermo en el barro perdió su valijín en aquel día, y lo necesita. He
sabido que tenés una respuesta para mí.
Aquel hombre traía una carga muy grande de palos en su ca-
mión. Se ha dado vuelta y me ha mirado.
–Vega, ¿trabajás de nuevo en el aserradero?
–Ya no trabajo aquí. He venido a pedirte una respuesta.
–¿Y qué quiere ese hombre de ese valijín?
Dije:
–No apoyes la mano ahí.
La víbora salió de los troncos, cargada con su veneno, bajó
con enojo, con miedo, la golpearon, la han muerto, la vi delante de
mis pies caminando en la muerte y ya quieta, pregunté al Señor:

89
“¿Quién es esta?”.
–¿Cómo la viste?
–No la vi. El que es ojo abierto me la mostró antes que saliera.
–En el hotel de la viuda flaca, donde yo duermo, está el valijín
que andás buscando. Ella lo guarda en su ropero. Andá y decile
que Galuzzo el rubio te manda.
He ido a aquel hotel, que está cerca de la estación del tren. La
viuda me dio el valijín de Paqui, aquel que vi en su mano cuando
tomó el ómnibus en el camino de Orán, aquel donde llevaba el
pelo de la mujer que vi llorar.
Caminé para volver a mi casa y una mujer me dijo:
–Ha muerto la muchacha que se ponía pantalones, esa que se
paraba en la estación del tren.
Caminé para volver a mi casa, y un viejo:
–¿Qué llevas ahí para mi hambre?
–Dos brazos tengo para tu hambre. Mañana trabajaré para
vos.
–Hombre grande, traidor, llevás riqueza y la escondés.
–No sé qué llevo aquí porque nada de esto me pertenece.
Aquel viejo gritó:
–¿Desde cuándo hubo tuyo y mío entre paisanos?
Caminé para volver a mi casa, y tuve vergüenza.
He dado a Paqui su valijín.
En esa tarde abrió Paqui su valijín con sus manos enfermas es-
condiéndose de mí. Se ha reído, alegre. Hecha la comida y dada en
su boca se ha dormido con ese valijín debajo del cuerpo. Cuando
lo lavé de su roña en el amanecer se rio otra vez. Ha dicho:
–¿Viste las cosas que guardo allí?
–No las he visto, che, no las vi.
–¿Quisieras verlas?
–Quisiera y no quisiera. Es igual para mí.
Ha abierto el valijín con sus manos enfermas, con esa tardan-
za grande. Vi dos jabones nuevos, unas peinetas de mujer, unos
broches con vidrios.
–¿Por estas cosas dijiste: es importante y se va a perder y ya

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no podré seguir viviendo? ¿Por estas cosas sufrí vergüenza delan-
te de mis hermanos que tienen hambre, que me pidieron?
Se enojó. Muchísimo se ha enojado. Y no me habló una pala-
bra en varios días.

El invierno en ese tiempo había llegado y la calor tan fuerte se


calmó. Dije al espíritu que vive en mí: “Que te levantes, que sigas
como tu nombre lo dice. Que podamos cumplir como se desea
de vos, y de mí, que soy tu cuerpo. Que te levantes y corras como
Agua Que Corre. Para que lavemos, para que reguemos aquello
que mi corazón no sabe en su ceguera”.

En mi pensamiento caminé el camino entero que era mi ca-


mino, desde el Pilcomayo hasta el campamento de la misión. Vi
la casa del hombre bueno que perdió a su hijo por mi causa, y el
calabozo de la comisaría, y la vieja que vive en el monte, y el yes-
quero que di a esos hombres, y los tres chaqueños con sus caba-
llos, y el colla en la orilla de la acequia, y la mujer de los chirigua-
nos trasquilada de su pelo, y después el hombre santo, el hombre
cansado que tiene que irse, echado por el rico atado a su riqueza
como es el rico, y después la nube de color verde sobre la ciudad
de Orán, y después aquel hombre anciano Ayó, Vicente Aparicio,
que me trajo de vuelta los mensajeros del Señor. Caminé en mi
pensamiento el camino entero que era mi camino desde que mi
madre me parió en el monte hasta que Eisejuaz, Este También,
encontró a Paqui en el barro.

Volviendo de una changa que me dio Gómez en el almacén, y


que fue de llevar tantos cajones y tantas latas a una pieza nueva,
he sentido en mi casa el olor de la Mauricia. Miré a Paqui, pero
no abrió los ojos. Salí, y vi aquello que se hace para tapar huellas:
una hoja puesta aquí, y otra puesta allá, y palitos. Me senté junto

91
al fuego y nada hablé, ni di comida a Paqui, ni cociné. Pero esta
vez no se quejó. No habló tampoco.
Sin hablar, sin comer, en su falsedad y deseando alimento:
–Ayer vino esa morocha a buscarte. Hoy te va a buscar en el
hotel.
“¿Qué razón para esconder las huellas?”: mi pensamiento.
Volví esa noche de limpiar el gallinero del hotel y sentí otra
vez el olor de la Mauricia en esa casa. Él, en su falsedad:
–¿Fue a verte aquella muchacha de ayer?
La gana de matar me vino hasta las manos; pesadas se me
pusieron de muerte. Salí fuera de la casa. Grité al Señor:
–¿Esto has hecho esperar treinta años a tu servidor? ¿Esta
vida?
Golpeé aquel árbol de incienso, hice astillas una rama con mi
mano. Y entré otra vez y me senté a encender el fuego en la casa.
Aquel hombre esperó a que le hablara. Y como no le hablé se
enojó. Preguntó:
–¿Será por Dios que cumplís este trabajo de cuidarme? Con
muy mal corazón lo cumplís, muy disgustado está con vos tu Se-
ñor.
No lo miré siquiera una vez. Pero él habló:
–Con este que no puede trabajar tendrías que repartir los pe-
sos que ganás. Solo techo, solo comida no son bastante cuidado
para un hombre. Un hombre necesita dinero.
Y se puso a gritar:
–¡No sabes quién es este que vive en tu casa y te habla como
un igual!
Me paré y mi cabeza golpeó contra el techo:
–Con una mano te puedo desnucar. Puedo echar tu cabeza a
rodar por el camino. Puedo dejar tu cuerpo pataleando sin cabe-
za. Tu cabeza haciendo muecas sin cuerpo. Con una sola mano,
rata deshecha.
En el otro día tomé la carretilla y el hacha y el botijo de agua,
como si fuera a hacer carbón. Pero me escondí.
Allí llegó Mauricia, disimulándose. Y me acerqué a esa casa

92
para mirar. Y tenía uno de esos broches con vidrios en el pelo. Y
para ese hombre enfermo hacía lo que no debe.
Con mis brazos arranqué la pared de paja colorada. Con mi
mano la cacé del pelo. Así como estaba la eché al camino.
He destruido el techo y las paredes de la casa y esparcí las
pajas en el viento. Y desparramé las brasas del fuego y las apagué
con tierra.
He ido detrás de la Mauricia y me la he llevado.
Y dejé a Paqui solo en ese lugar.

Así viví con esa muchacha sin dejarla volver a casa del marido.
Si me iba, la ataba. Si volvía, la desataba. Comida fiada, alcohol fia-
do tomé a Gómez. Allí por la mañana y en todas las horas hicimos
lo que queríamos hacer, allí tomé alcohol y tomó ella. Tenía miedo,
lloraba. Entre plantas, sin casa, sin techo, sin abrigo. Bien poco se
comía en ese lugar. Ella tenía miedo del reverendo y del comisario,
de que la buscaran. Miedo de volver al marido. Miedo de mí.
Dijo:
–No me ates, que me va a comer el tigre, me va a morder la
víbora. Necesidades tengo, no me puedo mover.
Dije:
–Se acabó el correr y el engañar, se acabó el tapar huellas, se
acabó el mentir. Ahora estás aquí en la pura verdad. De verdad sin
escapar, sin engañar y para aquello que se quiera hacer. ¿Acaso te
va a llorar ese marido?
Darme quiso de beber para escaparse. Bebía, se reía, quería
arañarme la cara, bailaba, hacía burla de su marido, del reverendo
y de las mujeres del campamento.
–¿Vive todavía aquella mujer vieja a quien mi madre quebró
los dientes?
–Ya se murió la vieja.
Imitaba a la vieja, que asomaba la lengua para hablar a causa
de los dientes rotos. Y quiso también hablar contra mi mujer, su
hermana.

93
–No fue hecha tu boca para nombrar a esa que tuvo alma,
y vos no tenés. No te dieron espíritu bastante para nombrarla.
Colgada en el árbol me esperarás cuando me vaya: como la araña
cuelga del hilo.
Se asustó; aprendió a cuidar sus palabras.
Hemos vivido así, entre plantas, sin casa, sin techo, por días.
Bien poco se comía. Sí se bebía.
En un amanecer dijo una voz:
–¿Qué hiciste con aquel que te di?
Esa muchacha dormía, atada a mi brazo. He visto un tatu que
cavaba la tierra. Lo miré y me miró. Pero se escapó. Y cuando me
he sentado, ya no vi ni tierra removida. Corté la cuerda, corrí,
con esa vergüenza en el corazón. He subido la loma, he corrido,
con esa vergüenza. Corrí, y el día se nublaba delante de mis ojos.
Corrí, y he llegado a la que fue mi casa, a esos palos donde
hubo fuego, donde viví. Corrí, y vi ese árbol, ese incienso que dio
sombra. Corrí, y vi a ese hombre que se moría allí. Muerto de
roer el pasto, de morder, la boca en la tierra.
Yo lo levanté. Yo le puse la boca, yo le grité:
–Vos. Vos. Viví. Estoy aquí.
Ha abierto los ojos ese hombre casi muerto.
Le he dicho:
–Caminá. Vos. Caminá. Caminá. Vos, caminá, Paqui.
Ha estirado una pierna, dio un paso, ha estirado una pierna,
dio un paso. Dos pasos dio con sus piernas, tres pasos dio, cuatro
pasos. Y allí cayó. Ya no caminó.
Dije al Señor: “Cumpliré, entonces”.

94
LAS TENTACIONES

95
Cinco veces habló una voz para descorazonarme.
Una, los hombres del campamento sentados a la puerta de mi
casa:
–Es necesario que vuelvas, sumamente necesario que vuelvas
y ordenes en el campamento de la misión. El desquicio está allí,
la pelea. De nada sirve el que es capataz, que vive donde viviste
y no tiene pecho para órdenes. Mientras estabas, vivimos. Cada
cual se apretó, se mantuvo en su sitio. Ibas al aserradero, y se
dijo: “Vean cómo esta gente puede trabajar, puede ser más que el
blanco”. Ahora te hablamos: es necesario que vuelvas al campa-
mento y pongas orden. El mejor de nosotros no puede vivir en
esta forma, para servicio de una carroña de los blancos.
Dije a aquellos hombres:
–No por mi voluntad me fui de la misión, ni tampoco por la
del reverendo, aunque me echó de una manera injusta que uste-
des no supieron. Fue la voluntad de ese que nadie conoce, pues
la ceguera es nuestra herencia. Por esto se retiraron en aquel mo-
mento sus mensajeros de mí, ellos a quienes yo llamaba y alababa
en esa hora. Los mensajeros de los bichos, los de cuatro patas, los
de dos, de los insectos con alas y de aquellos que se arrastran por
la tierra y por debajo de la tierra, y en el agua. Así quedó mi alma
negra, sin mensajeros ángeles del mundo. Y otro paso padecí:
se retiraron los mensajeros de los que son fuego, de los que son
sombra, de los que son muerte, de los que son saludo, de los que
son señal, de los que son remedio y alimento. Solo me fue dejado
el primer mensajero, que es el aire. Y solo él quedó para mante-
nerme en el mundo mientras todo era negrura. La muerte salía

97
de mi mano, de mi respiración. Allí donde toqué, llegó la muerte.
Por qué ocurrieron estas cosas, no lo sabemos. Pero había termi-
nado el tercer tramo del camino. Y ahora ha empezado el último.
Dijeron, sentados frente a la puerta de mi casa.
–No entendemos todas las cosas que hablás, pero sabemos
que fuiste nuestro jefe, y queremos que vuelvas. En el monte hu-
bieras sido jefe, y en la misión lo fuiste. Ahora todo es tristeza,
revoltijo, celos. Miramos: nada vemos. Miramos otra vez: nada
vemos. No sabemos hacia dónde pueden marchar nuestros pen-
samientos.
Les dije:
–¿Creen que Eisejuaz no sufre? Es jefe, y no nació para ser
jefe. Ha visto al espíritu que lo habita y conoció su nombre, pero
sus hermanos están fuera de ese nombre. Y las razones de esto no
las sabemos.
Uno de ellos:
–No comprendemos todas tus palabras pero comprendemos
cómo nuestra vida se ha vuelto mala.
Yo les dije:
–¿Adónde irán los piojos del hombre que muere? Ya su ca-
beza se enfría. Ya huyen, turbados y perdidos, sin saber a dónde
van. Ciegos corren por el polvo, ajeno, enemigo, que no los re-
cibe. Angustiados, no saben a dónde los guía su corazón. Bus-
can nuevo calor, allí se meterán, sin elegir. Si hay piojos en aquel
lugar, malo será el encuentro. Si quieren vivir allí, se harán in-
soportables. Lavados, morirán, unos y otros. Ciegos y turbados
han corrido, sin saber a dónde ir. Su cría bajo la tierra, con aquel
hombre muerto, olvidará el calor y los mensajeros de la vida. Los
gusanos serán sus compañeros, y su recuerdo se perderá. Así
digo a mis hermanos matacos y también a los tobas: ¿a dónde
iremos, ahora que el monte se ha enfriado? A los chahuancos, a
los chiriguanos, a los chaneses y a todos digo: ¿a dónde iremos?
No hay lugar para nosotros ni allá ni acá. Allá el ruido de los
blancos termina con nuestro alimento. Y aquí nos alimentamos
de peste y de miseria.

98
Y gritaron:
–¿Qué tenemos que ver nosotros con los chiriguanos?
Un viejo:
–¿Acaso no tenemos salvación?
Dije:
–Ha terminado nuestro tiempo y el de todos los paisanos.
Ahora cada cual debe vivir como pueda. Por qué nos ha tocado
nacer en estos tiempos, no lo sabemos. Todos los hombres tene-
mos la ceguera como triste herencia.
Uno dijo:
–No son las palabras de los misioneros.
Dije:
–Este incienso que nos da sombra tiene esa marca. Es de una
rama que arranqué con mi mano un día. Fue una herida grande
pero vivió, a causa de sus otras ramas y de sus hojas y del tronco.
Pero si todas sus ramas se hubieran roto y la corteza arrancada
y las hojas molidas no podría vivir. Así nos ha pasado, esto ha
ocurrido.
Dijeron:
–Eso queremos. Un hombre capaz de arrancar con su mano
semejante rama.
Contesté:
–Padres míos, hombres míos, hermanos míos. Soy un jefe,
hecho para ustedes aunque no comprendan ninguna de mis pala-
bras, y es justo que me busquen. Pero el Señor no me llamó para
eso. Ese es mi dolor. Y será el dolor de ustedes. Y por qué esto es
así, no lo sabemos.
Se levantaron con enojo. Se alejaron. De lejos gritaron:
–¿Naciste para ser mujer de una carroña blanca?
Se han echado a correr.

Segunda vez. Mi amigo Yadí, Pocho Zavalía, parado cerca de


aquel incienso. Me trae un pedazo de carne para comer.
–Ya conocés nuestra comparsa vos, que se bailamos para car-

99
naval. En estos días nos hemos juntado para cantar, para bailar.
Con mis manos hice varias máscaras como aquellas que sabés
pero bien adornadas, con dibujo de autos, de bichos con som-
brero, de mujeres, así como están en la puerta del cine. Hemos
bailado, hemos cantado. Ya sabés, pero hemos hablado. Dijeron
los hombres de la comparsa: “Si hubiera uno que hablara por no-
sotros, podría mejorar nuestra vida de paisanos. Uno que discu-
tiera trabajos, uno que viera al intendente, uno que supiera le-
vantar la voz y decir: “¿Por qué son así las cosas para nosotros?”.
Ya sabés. Se ha dicho: uno hay que pudo servir para eso, uno
solo, entre los paisanos. Ha salido tu nombre. Pero muchos pien-
san que perdiste el juicio y el pensamiento. Por eso dije: “Iré y le
hablaré, y verán cómo no es verdad. Iré y traeré su palabra”. Vine
para ir y decirles: “Él sabe lo que hace y va a volver”. Dirán todos:
“Entonces el paisano dejará de morir”.
He tenido que hablar a Yadí de esta manera:
–Hubo hombres antes que yo que fueron llamados por el Se-
ñor. Les dio visiones y enseñanzas para bien de sus pueblos y sus
pueblos se alegraban: felices de nosotros, porque este hombre ha
nacido aquí y hemos mejorado. Pero yo fui llamado solo para
esto. El Señor me hizo fuerte, solo para esto. Me pidió las manos,
solo para esto. Por qué pasaron así las cosas no lo sé. Pero voy a
cumplir. Camino con vergüenza delante de mis hermanos, pero
voy a cumplir. Con vergüenza delante de mi cara, pero no digo
nada. He nacido para cumplir las cosas del Señor.
Hemos hablado en esta forma con mi amigo Yadí, Pocho Za-
valía. Y cuando se fue tomé su regalo y comí la mitad, y di la
mitad a Paqui.
Y lloré también, en secreto, delante del Señor.

Allí la fiesta patria en la plaza del pueblo, con la música gran-


de del soldado, del que dice: “Vayan al cine”, y tantos para aplau-
dir, tantos de las escuelas con delantales blancos. El intendente
que habla fuerte y la campana del franciscano sonando. Allí la

100
bandera. El cura allí, doña Eulalia, el turco, el doctor, el rico, en el
palco del color celeste y blanco. El hombre joven con su delantal
en la fila con los que aprenden en la escuela. Y el paisano parado
lejos, mirando. Dice el viejo Torres, paisano viejo:
–¿Te acordás, vos y yo en aquel palco, de ropa nueva vos y
yo, en nombre del paisano para la fiesta patria? ¿Te acordás de
don Pedro que fue tu patrón, que fue intendente, che, que nos ha
nombrado?
Dije:
–Don Pedro sufre desde aquel tiempo si sale a la calle. Nadie
no lo quiere saludar.
–¿Él te lo dijo?
–Él me lo dijo.
Dice el viejo Torres:
–Ya te acordás, aquel piletón que mandó don Pedro hacer
arriba en la misión, y los camiones que subían el agua, tantos
años vacío desde entonces, vacío con la víbora que cae, el sapo
que cae.
–Ya me acuerdo. No vivo ni voy allí, pero me acuerdo.
–Adentro se ha caído el viejo ciego; quebrado está; bebido es-
taba. Dijo el reverendo: “¿Había bebido?”. “No”, hemos dicho. “Sí”,
ha dicho el capataz, ese hombre inútil ha dicho “Sí”. El reverendo:
“Si bebe otra vez, el viejo ciego quedará fuera de la misión. Quien
bebe se muere, se pelea, se enferma. Lisandro Vega bebió. Ya no
trabaja en la caldera, loco está, lo saben todos”.
Ahora la sangre me ha entrado al corazón con su calor. Pido:
“No dejes que esta sangre me borre la vista. No dejes que me en-
tre en las manos”.
Los asados para la gente en la plaza, las mesas en la sombra,
y los panes. Para el pobre y para el rico dijo el intendente, para
todos. El paisano con ese temor no se acerca.
Acá mi amigo Yadí, Pocho Zavalía:
–Comida hay, comamos. Una vez, comamos, paisanos. Carne
hay, pan hay. ¿No nos acercaremos? ¿No comeremos?
Su mujer no quiere.

101
–¿Qué tiene tu mujer, che? ¿Qué sufre tu compañera?
–Nuestro hijo enterramos ayer. Nuestro hijo, el mayor. El pri-
mero, lo enterramos ayer. No quiere comer. Pero tristes, hay que
comer; contentos, hay que comer. Una vez hay que comer. Una
vez carne, pan.
Aquel franciscano de los lentes, de la camisa gris:
–Aquí anda usted de nuevo, amigo. ¿Querrá sacarse aquella
foto con la flecha, con la chiripa? Sano lo veo. Lo vi amarillo, fla-
co. Lo veo fuerte. Esto está bien. Hay que alegrarse.
Lo he mirado. Se fue.
Una mujer de los nuestros, mi hermana en el monte:
–No sé contar pero soy de tus días. ¿Qué días tenés, ahora?
–Doce años cuando se vinimos. Dije a mis padres: “Se tene-
mos que ir”. Lo dije por la palabra del misionero. Y ellos: “Bueno;
ya en el monte no se puede vivir”. Tantos días a pies, saliendo del
Pilcomayo, caminando. Pero todos vinieron a morir con la peste
del blanco. Treinta y ocho de mi edad tengo. Treinta y ocho tenés.
Esa mujer sin dientes, con nietos, mi hermana en el monte, a
mí:
–He comido carne, pan. Como borracha, con sueño, como
de vino estoy, para recordar, para hablar lo que vi. Cosas que
viste, cosas que viví. El hermano de mi padre, ese joven Guans-
lá. Contento de su mujer linda, de gente churupís. Traída de la
guerra, gorda, con buena voz. Cada día se aleja, cada día volvió.
Nadie tuvo malicia, nadie desconfió. Su marido contento, nunca
la receló. Ha dicho: “Me he dormido”. Dijo: “Frutas busqué”. Ella
tiene hombre suyo, del tiempo de antes, y lo va a encontrar. Una
tarde: “Encontré un anta muerta, es fresca, vámosla a buscar”.
Siete hombres han ido, y el primero Guanslá. Allí los esperaban,
lo van golpeando, y es Guanslá. Grito me viene ahora, gana de
matar. Lo achicharran, lo pinchan, ella se ríe sin parar: con ma-
chete chaqueño corta la boca de Guanslá. De puro diente queda,
sin risa de verdad. Esa que baila y que le escupe la hombría le va
a cortar. Lo pinchan con las flechas, le ponen brasas, no dejan de
cantar: la tierra que levantan sobre la sangre se va a pegar. Ya abre

102
su boca rota, ya se muere el alegre Guanslá. Le ha atravesado un
ojo: “Te dejo el otro por bondad. Así me ves contenta, contento
a mi hombre y después reventás”. Ya viene aquel muchacho, el
escondido, el que espió. Ya cuenta lo que ha visto. Tu padre lla-
ma, el jefe alza la voz. Mandamos nuestros hombres, pero no hay
rastros, esa gente escapó. Al año vino batalla, matamos todos, el
mataco venció. A la mujer y al hombre trajeron vivos, quién no
los vio. Ya le queman los pechos, mi madre la cuereó; tu madre
con tizones su hembraje le quemó. Como tigra gritaba, le arran-
camos la piel. Le cortamos las manos, los dedos de los pies. Los
perros los tragaban, con bramidos gritó. Al fuego la tiramos, un
humo espeso hedió. Al hombre le sacaron todo el pelo y la piel.
Vi su cabeza cruda, le colgaba la piel. La sangre que escurría la
quería beber.
Dije:
–Mujer desgraciada, mujer sin seso ¿qué palabras me venís a
hablar?
–Son cosas que recuerdo, cosas que recordás.
Se alzaron mis pensamientos; la muerte me golpea: “¿Qué es-
perás? ¿Por qué tanta paciencia?”.
Empujé a esa mujer:
–Te conozco. Me engañaste y ahora te conozco.
Salté, corrí lejos de allí. Lejos de la Muerte Vengadora, que
emborracha todo corazón.

Fue la tercera vez. Y la cuarta por boca de Paqui.


En esos días lo saqué a la rastra y lo puse al sol, porque era
invierno y temblaba mucho. Dijo:
–¿Cómo no has pensado en llevarme al pueblo y dejarme en-
tre los blancos en un hotel, como es digno de mí?
–¿Con qué habrías de pagar ese hotel? Donde está el blanco
hace falta dinero. Donde no está, cosas muy distintas hacen falta,
que tampoco tenés.
–Muy ignorante en muchas cosas sos, pobre hombre, y no se

103
te puede acusar por eso. Pues ¿qué enseñanza de la vida tiene uno
que nació como vos, entre las fieras y los bichos del monte? Para
que sepas: uno como yo puede vivir entre los blancos sin que
nada le falte. Puede estar en un hotel y pasarlo bien. Tener días
placenteros. De modo que llevame al pueblo y dejame en el hotel
de la viuda flaca, o en el de doña Eulalia. Y allí viviré.
–¿Cómo no me has dicho estas cosas antes, cuando pasamos
hambre?
–Es cosa mía. Y por eso lavame bien y peiname. Y llevame
al pueblo hacia la noche, para que no me vean cargado como un
bulto. Y conseguime un poco de vino, que tome antes de llegar.
Hice lo que dijo. Le di el vino. Lo llevé al hotel de la viuda
flaca y lo senté en un banco que hay en la puerta. Esa mujer salió
del hotel y habló con él. Ha llamado, y lo entraron sentado en el
banco. Entonces caminé de vuelta para mi casa. Pensé: “¿Cómo
es esto, Señor? ¿Y cómo ha sido esto?”.
No supe qué pensar. Y estaba por alegrarme. “¿He hecho mal?
Pero no me lo diste como prisionero”. Y estaba por alegrarme.
Turbado en el corazón, sin pensamiento fijo: “¿No era el anuncia-
do? ¿Cuál cumplimiento? ¿No es este cumplimiento? ¿No empe-
zó el último tramo?”.
Sin respuesta me vi.
Molí semilla de cevil y la fumé para buscar contestación.
Como pajas en el viento, como flechas, como pájaros en el
mundo, vi los buenos mensajeros, los malos mensajeros del que
es solo, nunca nació, no muere nunca. He cantado allí:
–Eh, eh, eh. Digan. Eh, eh, eh.
Bailé.
–Vengan. Eh, eh, eh. Vengan. Eh, eh, eh.
Como las moscas sobre el guerrero muerto, como choca y
da vueltas el pescado en el agua, como lluvia que brilla, que se
mueve, alrededor de mí. Vinieron a mi boca.
Serpiente.
–¿Qué de mí? Dormía y, ¿qué de mí? Descansé y, ¿qué de mí?

104
–Vos. Para saber de la callada, de la silbadora, para dónde mi
oído, para dónde mi ojo, cómo el cumplimiento aquel.
–Eso lo esperarás. Eso verás.
Caballo.
–¿Qué de mí? Corría y ¿qué de mí? Golpeaba con mis patas y
¿qué de mí?
–Vos. Para saber, aquí. Del alto, del que tiene el trueno en
cada pie, para dónde este oído, cómo será.
–Eso lo esperarás. Eso verás.
He bailado, y golpeé el suelo con mis pies. Como el murciéla-
go en verano, como hojas en el viento frío, alrededor de mí.
–Ángeles mensajeros, busco la palabra del que es solo, no na-
ció, no morirá. Aquí del tatu, cuero de hueso, aquí del suri, buen
esquivador, aquí del rococo, escuchador con la garganta, aquí de
los palos, mensajeros del Señor. Aquí de la lluvia fuerte y de la
que es mansa, del viento grande y de los vientos, mensajeros, án-
geles del Señor. Díganme. Cómo es el cumplimiento, cómo será.
Cómo vino, cómo vendrá.
Dando vueltas: “Eso esperarás”. Girando: “Eso verás. Eh, eh,
eh. Eso verás”.
Hablaban por mi boca y la espuma salió de mi boca, mojó mi
pecho, mojó el suelo. Hablaban por mi boca y he bailado, golpeé
el suelo con mis pies.
Como el mosquito en el pantano, como el gusano, revolvién-
dose, empujándose.
–Eh, eh, eh. Vos y vos. Eh, eh, eh. Vos y vos.
–Eso lo esperarás. Eso verás. Eh, eh, eh. Eso verás.
Llamé a los pueblos chicos de bajo tierra. Los hombres chi-
cos del pantano, del agua. Los sin peso que corren por el monte,
pueblo chico corredor del monte. Los que andan, los que vigilan,
los que roban, los que curan. Como ratones, como bicherío que
escapa en la creciente, y no chilla ni habla, corre y no mira, corre
y se empuja, así vinieron los pueblos chicos de bajo tierra, del
pantano, del agua, y el pueblo corredor del monte.

105
Hablaron por mi boca.
–¿Qué es? Descansaba y aquí, ¿qué es? Descansaba y aquí,
¿qué es?
Como buitres moviendo las colas, picando, arrancando, mo-
viendo las cabezas, los pueblos chicos, los hombrecitos corredo-
res, a mis pies. Bailé, el suelo golpeé con mis pies. Y hablaron por
mi boca:
–Ya verás. Ya verás. Ya verás.
Y se han ido todos. La oscuridad me recibió el corazón. Allí
quedé, y descansé. Y me he levantado. He mirado el incienso
aquel que está a la puerta de la casa que hice con mis manos. Un
viento grande se alzó en ese momento y lo revolcó. Un viento lo
enroscó, lo arrancó.
Esa casa y aquel lugar se llaman desde ese día: Lo Que Se Ve.

Una vez más habló esa voz descorazonarme, la quinta vez.


En la canilla del agua aquella criatura, la hija del viejo que
renguea por causa de la flecha, esa que curé sin haberlo pedido,
y me curó a mí. Y al verme ha levantado su botijo vacío, echó a
correr.
–¿Por qué te vas? ¿Qué te he hecho?
Lejos se paró a mirarme.
–¿Sin agua vas a volver a subir?
Y nada me contestó. Me enojé.
–Vení a buscar tu agua o te voy a correr.
Y bajó con mucho miedo hasta la canilla del agua. Le tembla-
ban las piernas. No podía esperar.
–¿Qué miedo tenés de mí? ¿Qué mal te hice?
Pero no quiso hablar. Así, me enojé de nuevo. Y dijo:
–Te he visto empujar a mi padre, que es viejo, en el hospital.
Te he visto robar una botella de alcohol. Y no quisiste pedir la
salud para mí.
Me he reído. Fuerte, me he reído. Se le cayó el botijo enton-
ces. Se le rompió.

106
Lloró esa chica viendo el botijo roto, el agua esparcida.
–No llores. Este botijo mío te lo doy.
Y ha llorado más.
–¿Por qué debés llorar? Curada estás, y debías estar muerta.
Alegre tendrías que estar. La vida te vi retirada, el aire se te iba, roto
el aliento. Los mensajeros del mundo han vuelto a tu corazón.
Dijo:
–¿No necesitás mujer para casarte?
–¿Ya sos mujer? ¿Mujer, sos? ¿Mujer, serías?
–Sí, soy.
Y ha llorado otra vez.
Dije:
–Si el Señor quiere que me case, con vos será. Pero mi vida ya
entró en su última parte y no me piden eso. Otra cosa me piden,
que ahora no sé cuál puede ser.
Dijo:
–¿Cómo es que echaste a morir a aquel blanco que habías reco-
gido?
Y dijo:
–Vivo lo hemos visto pero ya va a morir. Nadie lo ha tocado
por temor a tu persona.
–¿Dónde está?
–Atrás de la casa perdida, de la casa rota.
Así, he corrido. Y he visto a aquel hombre sucio y para mo-
rir, igual que la primera vez. De nuevo le dije: “Esperame. No te
mueras”. Corrí. Volví con la hamaca. Lo cargué. Y lo llevé a la casa,
igual que la primera vez.
Igual que la primera vez.

Cada día cuidé a ese hombre, cada día gritó, se burló de mí.
Cada día hizo sus suciedades, cada día chiflaba. Cada día me vio
hablar al Señor y armó risas. Cada día cuidé a ese hombre. No
dije ya: “¿Acaso nació Eisejuaz para estas cosas?”. Trabajé y, no
hablé para quejarme.

107
EL DESIERTO

109
Estando en la primera casa tuve un sueño, y por él fuimos
a vivir al monte. Dos años pasamos en el monte. Fue un sueño
de nosotros dos caminando por un camino largo, y de bastón
llevaba aquel incienso que fue arrancado por los mensajeros el
día que me hablaron. Pasamos un río caminando por encima del
agua. Dijo Paqui en aquel sueño: “Hemos pasado el agua que co-
rre; ya estamos contentos”.
Dije en la mañana:
–Un sueño bueno. Tenemos que ir más lejos para bien de los
dos.
Trabajé con el hacha, puse palos haciendo bordes en la carre-
tilla, y los ajusté con alambre, con bejuco fino y corteza blanda
que conozco. De las cosas que tenía busqué dos botellas que es-
taban llenas de miel del monte, fui a casa de Yadí, Pocho Zavalía,
mi hermano en el monte, y se las di a su compañera. Pero no
dije: me voy. Volví a mi casa, la casa de los dos, y dormí esa no-
che.
Antes que el sol, subió la estrella temprana. Mensajera estrella
hermosa salió grande, blanca. Subió tranquila. Alegre subió en la
mañana. Me miró, la miré. La saludé. Ella que da conocimiento
a los hombres, a los ciegos que somos. También me saludó. Esa,
me ha saludado.
Puse a Paqui en la carretilla y su espalda en los palos del bor-
de. Ya gritó, preguntó. Ya quiso bajar.
De las cosas que teníamos hice así:
El hacha, la parrilla de alambres, dentro de la hamaca. De tres
latas que me dieron en la cocina del hotel: dos chatas y una de

111
durazno para el agua del Paqui, metí dos en la hamaca, dejé una
afuera. Y la grande de cocinar, en la hamaca. Las camisas, la azul,
la blanca, y una colorada del Paqui, en la hamaca. Lo de pescar,
en la hamaca. Un zapallo, en la hamaca. Envolví la hamaca, la
metí abajo de las piernas del Paqui. Un pedazo de rueda de autos
que es la almohada del Paqui, atrás del Paqui.
El botijo del agua nuevo lleno de agua. Y las brasas del fuego
las envolví en hojas de banano, las puse en aquella lata que dejé
aparte, y até bien para que no se cayeran de la carretilla.
Una carne seca en la cintura, con un alambre.
El cuchillo en la cintura.
Salió el sol. Nos miró.
Lo saludé. Mensajero grande. Señor mensajero. Señor grande.
Nos ha mirado.
Nada fácil llevar aquella carretilla. La llevé por senderos. Dije
al Señor: “Este que me diste no puede dormir sobre los árboles.
Por eso cuidalo, ya que has dicho que viajemos por el monte. ¿No
es también tu hijo el tigre? Sujetalo, entonces. Cuidanos en este
viaje”.
Diez días anduvimos por el monte y no era fácil. Por sende-
ros que sé, con tanto bejuco, tanta raíz, el árbol caído: sacando
al Paqui, atándolo con sogas, subiéndolo, descolgándolo, y subir
después la carretilla, y cada cosa. Cruzar aguas. No fue fácil el
viaje aquel.
Llegamos al claro que sé.
Entonces puse a aquel hombre que me dieron, el Paqui, en el
centro del claro redondo que hizo el fuego en el tiempo antiguo,
donde no volvió a nacer palo grande. Lo puse al sol. Y puse for-
mando una rueda alrededor cada cosa de nosotros: la carretilla,
el hacha, lo de pescar, la parrilla de alambres, la hamaca, las ca-
misas, las dos latas, el zapallo, la goma del auto, mi cuchillo. A
un lado el botijo del agua, con su agua. Al otro lado la lata con la
brasa del fuego. Y yo entré en aquella rueda, junto al Paqui, entre
el fuego y el agua.
–Eh, eh, eh, aquí estamos, para cumplir.

112
Nos faltó la comida el primer tiempo. Solo bichos, langosta, la-
gartija que tiraba en la brasa, se retorcían, los comía. El Paqui no
abrió la boca para comerlas; comió el zapallo aquel, y después nada.
Busqué raíces. Busqué tierra de esa blanca y la comí. Comió él, se le
pegó adentro, ya se iba a ahogar. Lloró, no quiso comer. Dije al Señor:
“¿Dejarás sufrir así al que me diste?”.
Lo primero que cacé fue el viborón. Lo maté, le saqué el cuero
y lo corté en dos partes. Puse una de las partes así como camina el
sol, una punta mirando a la mañana y otra mirando a la tarde: “Para
todo bicho suelto del monte que come carne, criaturas del que es uno,
hemos dejado esto nosotros, criaturas del que es uno”.
Cociné sopa y carne, contento. El Paqui cerró los ojos; comió llo-
rando.
Puse los sesos, la lengua, los ojos del viborón en el agua. Vinieron
pescados más chicos que dedos del pie. Con la camisa los pesqué. Fue
lo primero que pesqué y por eso, di también la mitad para todo bicho
comedor del monte.

En ese tiempo vi que Paqui lloraba cada día. Para alegrarlo traje
un mono y lo crié. Allí saltó, jugó aquel animal bueno, subió y bajó.
Aprendió. Sacó el piojo de los pelos al Paqui. Le dio la comida en la
boca. También se la quitó, fue a comerla en el árbol, la comió arriba
de la casa. El Paqui se rio.
Para alegrarlo traje un loro, que le enseñara a hablar. Se arrimaba;
ladeaba la cabeza, miraba. El Paqui silbó: él silbó. Cantó: él cantó. Y
una vez, volviendo del monte, oí todas las palabras sucias del blanco.
El Paqui le enseñó. Una mañana el mono le arrancó la cola. El Paqui
se rio. Quedó sin cola aquel animal hablador de maldad, triste el ani-
mal sin culpa.
Junté la semilla del zapallo que trajimos del pueblo y trabajé con
el cuchillo la tierra que está cerca de la casa; y sembré. Aquel hombre
en su hamaca se rio, y el loro con él. Silbaban canciones de mofa.

113
Paqui, un día:
–¿En qué pensás?
Mi corazón: “No le digás”.
Él, ese día:
–¿Qué pensás?
Mi corazón: “No le digás”.
Yo, a mi corazón: “¿Por qué no hablaré a quien me fue dado
por compañero? Ahora tengo ganas de hablarle”. Dije:
–Pensaba en el día que contó aquella mujer durante la fiesta
patria. Cuando trajeron a la que traicionó y al hombre del ene-
migo. Dijo verdad aquella en la fiesta patria: bailamos, pincha-
mos, quemamos, la cortamos. Los perros se comían sus peda-
zos delante de sus ojos y ella gritó. Yo y esa que fue después mi
compañera éramos de unos diez años. Cortamos cada cual una
oreja de ella, las echamos en la brasa, nos burlamos: “Linda oreja
tostadita, buena de comer”.
–¿Qué gusto tiene, salvajón?
–No somos gente que coma gente. Y no tampoco nadie tuvo
gana de comer en ese día por el olor del sangre, quitador de la
gana. Y después no dormimos; cerrábamos el ojo y se veía tanta
cosa fea, y brava. Después un día el reverendo en la misión vino
a decir cómo aquel hombre amigo del Señor, San Pedro, cortó la
oreja de uno, y el Señor Jesucristo Hijo del Señor se enojó, pero lo
perdonó. Me habló bajito aquella que fue después mi compañera:
“Entonces también podrá perdonarnos nuestras orejas”. Dije “Sí”
pero me reí por “Nuestras orejas”. El reverendo: “¿Qué es lo que
hablan?”. Dijimos: “Nada”. Nos puso en penitencia por hablar.
Mi corazón: “Qué mal hiciste; hablar de estas cosas con este”.

Durante muchos días pensé en mujer. Viéndome lo supo el


Paqui. Se burló de mí.
–Si te hubieras quedado en la primera casa no estarías en es-

114
tos pensamientos. Cerca del pueblo la vida es aliviada. No faltan
las mujeres. Está aquella morocha que te gusta, la buena enamo-
rada.
Habló de mujeres y de las cosas que tienen las mujeres. En-
señó al loro y el loro dijo las cosas que tienen las mujeres y se rio
como ellas. También le enseñó a decir:
–¡Linda oreja tostadita, buena de comer!
No me dieron descanso entre los dos.

Una noche que Paqui dormía entró despacio el Malo.


El miedo alzó mis pelos. Mi lengua no pudo decir: “Señor”. El
primer mensajero no entró ni salió del pulmón. Mi sudor formó
barro en el suelo.
Tan grande miedo despertó al Paqui. Chillando despertó. Y
su chillido volvió la palabra a mi boca. Dije:
–Señor.
El Malo se alejó como niebla. Quedó en el techo, negro como
humo. Dije otra vez:
–Señor.
Como nube salió, y en la noche voló. Dije a Paqui:
–Por el miedo tuyo se me pasó el mío. Ya ves cómo has sido
buen amigo del Señor.
–¿Miedo? ¿De qué? ¿No te da vergüenza?
Entonces pasaba los días con el temor de tener miedo. Habla-
ba al Señor: “Dame fuerza tuya, que me falló el coraje”. Y al que
me habita: “Hacete ver, que Eisejuaz aflojó”.
Vino otra noche, y no me asusté.
–Andate, che. Tengo la fuerza del Señor.
Vino como un filo, flaco, azotando.
–El Señor me compró, andate nomás.
Vino alto, como ventarrones, hinchado, a tirarme del pelo,
a empujarme, a silbar. Cansado, resollando, tirado en el suelo,
fatigado, Eisejuaz.
–Hacete ver, mostrate nomás.

115
Se mostró como fibras, como unos trompos girando y empu-
jando.
–¿No ves que el Señor me protege, che?
Se iba.
En la noche gritaba él y gritaba yo. Salían los animales del
monte a mirarnos. Miraban, los ojos como luces, los pelos pa-
rados. Las serpientes, las corzuelas, los tigres miraban, los chan-
chos del monte, cómo era la lucha, y cómo gritaba yo y el Malo
con su ruidaje me atacaba, cómo me golpeaba.
–No podés contra el Señor, flojo, bandido.
Lloró Paqui.
–Volvamos donde estaba la primera casa, cerca del pueblo.
Tengo miedo. Todo es gritar aquí. Todo es magia. Te has vuelto
amarillo y flaco. ¿Quién me va a cuidar?
–Yo te abandoné dos veces; el Señor nunca.
–¿De qué Señor me hablas? Soy hombre de la ciudad, uno
que sabe.

En esos días llegó una gente a aquel lugar. Paisanos de mi raza


trajinados, el hombre y la mujer, los hijos en los brazos.
–¿Está lejos el pueblo? Nos perdimos de un grupo que venía.
Del Pilcomayo caminamos, semanas que marchamos. Ya en los
huesos vivimos allí, pura miseria. Ya nos venimos, por la palabra
del misionero.
Vi cómo se iban a morir los cinco en el pueblo con la peste del
blanco.
–Asé un mono esta mañana; comámoslo. Tengo agua; beba-
mos.
Comían, y fui detrás de la casa. Dije al Señor: “¿Por qué tienen
que morir? ¿Se han cansado tus mensajeros, que quieren quitar
así a esta gente el aire que respira y los otros bienes? ¿No podías
hacerlo de otro modo? ¿Por qué tienen que morir?”.
Volví donde estaban y corté del mono para Paqui y se lo di en
la boca. Dijeron:

116
–Sufrimos mucho miedo en esta noche. En tanta oscuridad,
los bichos del monte salieron afuera de sus casas, con pelos tie-
sos, con golpear de dientes, con ojos como luces y miraban: había
gritos, una batalla, voces; y no de alma en pena; de otra cosa.
–Es el Malo, que pelea conmigo por las noches y a veces en el
día. Los bichos se asustan, salen a mirar. Ya no hay caso de mie-
do; hay uno que es más fuerte.
Así hablé, sin saber que iba a sentir miedo otra vez.
Volví detrás de la casa y dije al Señor: “Es necesario que estos
cinco vivan, y el perro que llevan también. ¿Por qué los hiciste
encontrarme si no querías que vivieran? ¿No se morimos cada
día demasiados? Dame señal”.
Y me acerqué a comer con esa gente.

Cuando hubimos comido me retiré otra vez a pedir.


Bajo de un árbol estaban, bajo de una enredadera. Era invier-
no, pero aquella enredadera echó sus flores. Dijo la mujer:
–Ha vuelto la leche que me faltaba, la que se retiró de mí por
los trajines.
Nada dije, para que no me agradecieran por obras que son del
Señor. Pero a Paqui se lo dije, para su enseñanza.

Una noche vino el tigre. Caminó y olió. Rascó la pared de


paja colorada: trrr. Olfateó. Cada noche vino, y olió. Furr, furr, el
aire de su nariz.
Paqui temblaba.
–Levantá el fuego, subí la llama que está oscuro.
–¿No sabés que el fuego alto llama al tigre, que salta por enci-
ma?
Me levanté y fui a la puerta:
–Tigre, a vos te digo que te vayas. Ni te mataré ni nos matarás,
porque no vinimos aquí buscando tigres.
Aquel tigre ya no vino de noche. Vino cuando el sol se ponía.

117
Sentado debajo de una quina nos miraba. Traía a su compañera.

Paqui:
–A mí no me dejás aquí, solo entre las fieras. ¿Qué te creés
que soy, un postre? Si te vas a cazar hacé un cerco bien hecho,
con palos grandes, para que las fieras no vengan a comerme en
mi hamaca.
–No puedo hacer un cerco. Un cerco se ve desde el aire. Muy
pocos bichos hay aquí para comer; hemos sufrido hambre; he
tenido que aprender de nuevo a cazar, a pescar, a hacer flechas,
a tirar; me costó mucho. No tengo perro para cazar; sin un buen
perro la vida es demasiado dura en el monte. Si hago un cerco, el
blanco en el avión volará bajo para mirar; es conocido por curio-
so; y los bichos no volverán aquí.
–Vos quisiste venir. Yo soy hombre de pueblo y acostum-
brado al pueblo. No es justo que me dejes tirado entre las fieras
mientras te vas al monte.
–El Señor no nos hizo venir para ser comidos.
–Soy hombre de ciudad; no me hablés de esas cosas. Yo no te
elegí por compañero. Haceme el cerco.
Ya las semillas del zapallo habían brotado, y comíamos zapa-
llo, así que aproveché para cortar los palos del cerco. Sembré las
semillas otra vez; brotaron; una noche vino la corzuela y comió.
Le dije en la mañana:
–¿Todo el monte recibiste para tu alimento y te has comido el
nuestro? Pero yo ni te cacé, ni usé tu piel, ni asé tu carne todavía.
Aquí vivo cuidando a uno que no se vale por orden del Señor, no
por mi gusto. Y vos ¿en qué nos ayudaste para nuestro cumpli-
miento?
Volvió con su familia y comieron los tallos hasta la tierra. Allí
me enojé. Grité en mi enojo. Pero la corzuela no volvió por causa
del jaguar que venía a la quina con su compañera.

118
El Paqui:
–Te digo que tengo algo para hablar con vos, es un asunto se-
rio y escuchame bien, que no sos hombre acostumbrado a ideas.
Yo lo he pensado, y no soy don nadie. Te digo: ¿por qué no vamos
a trabajar a un circo? Harías estas pruebas con los animales y con
las flores. La vida será mejor que aquí. En el circo hay mujeres.
Hay viajes. No tendrás que andar saltando atrás de la comida;
hay letrinas, no irás buscando arbustos. Y plata para los dos. He
dicho para los dos porque yo sé hablar, soy educado, viajé, vendí
jabones de fina calidad, viví en hoteles, llegué al Paraguay. Este
Paqui que aquí ves hablaría por vos. Vos no hablás castellano. No
te acuso, pensando que has nacido entre las fieras del bosque, y
que tu idioma parece la tos de los enfermos. Hablaría por vos al
director del circo. Yo afeitado, de corbata, con zapato lustrado.
Vos igual que ahora, con semejante melena y algunas plumas de
colores. Hablaría para que hagas estas pruebas con fieras y con
flores. ¿Cómo es que te oigo reír? Es la primera vez. No son bro-
mas. Y tenés buenos dientes. Eso te envidio, che. Pobre Paqui
viejo querido, ni un diente sano en su lugar. Y te digo: ¿por qué
razón pensás que tu dios te obliga, salvajón mataleones que sos,
a cuidar del gran señor, del caballero? Para enseñarte a ser civili-
zado. Y para enseñarte a reír, cara de mono. Nunca te reís. Y para
buscarte un trabajo decente, en un circo, o en otro lado.
Me levanté yo, el del camino largo. Me levanté. Besé los pies
de ese hombre enfermo. Y se asustó.
–Esa palabra te fue puesta en la boca. Me reí, y el espíritu
que llevo se sintió bien. Me reí, y vi mejor la cara del Señor en el
mundo: aquello que es verde, todo lo que es bueno. Voy a decirte:
el nombre del que llevo no sabe reír. Empuja, salta, pero no sabe
reír. Yo tampoco tengo la risa cerca del corazón. Y tengo que reír,
porque el espíritu que me dieron no es risueño, y la risa es buena
para él y para mí.

119
–Todas tus palabras me enferman, me aburren, mataco de
porquería. Si pudiera morirme de tristeza me moriría ahora, de
aburrimiento. Si pudiera verte muerto aquí me alegraría, si no
fuera por la comida asquerosa que me das. Estoy cansado de tu
cara, de tus palabras, de tu olor a bestia. En un circo te aguanta-
ría. No hablé ningún chiste. ¿Ni siquiera sabés que hay un circo
que va a Orán, a Tartagal, que ha cruzado hasta Bolivia? Estoy
cansado de esta vida, y me quiero morir. No me hablés de risa.
No me aburras. Y no vuelvas a decir esa palabra: Señor.
–En otro tiempo hubieras tenido la muerte encima por ha-
blar eso, pero peleando contra el Malo me volví tranquilo. Tenés
que saber una cosa: tampoco me gustan tus palabras, tu cara ni
tu olor, y sin embargo hoy me hiciste ver la punta del camino que
el Señor pensó para nosotros y que le pregunté tantas veces sin
respuesta. Así como un bien me viene de vos, un bien tiene que
llegarte de mí. No puede ser todo malo, como decís. Así lo anun-
ciaron algunos que valen más que nosotros.

Un día sonaron las plantas y llegó el perro de aquella gente


que discutí al Señor. Llegó cansado, pelado, mordido, sucio, asus-
tado. En mi alegría, lo abracé. Me lamió. Lo curé, lo alimenté.
“Su gente está en el pueblo”, dijo mi corazón. Buen amigo, buen
cazador, ese perro blanco y negro; buen perseguidor; cazamos
juntos el tatu, el perezoso, el chancho jabalí, el suri. Ahumados,
del techo los colgué. Puse los cueros en otro palo, con el cuero
del primer viborón y de tantos otros bichos, monos, chanchos, y
muchos animales que comimos porque ya se cumplía el año que
estábamos allí.
Éramos cinco en aquel sitio, con el Paqui, el mono, el loro, y
el perro que me mandó el Señor. Buenos meses vinieron. Como
tuvimos carne, pude cortar los palos para el cerco de Paqui sin
pensar en cazar con apuro.
También eché picadas las entrañas, el seso, los ojos de todos
los bichos en el agua, para aquel pescado chico que vivía allí y

120
que se amontonaba para comer. Lo pesqué con la red fina que
hice una vez; lo asé en paquete de hojas; lo comimos.
Medio cerco tenía levantado por aquel tiempo, y vino una
tormenta.
Oscuridad como esa, ruido igual no se vio muchas veces en
el mundo, el trueno juntándose con el trueno, el rayo dando su
grito.
El agua no entraba en la casa hecha por mis manos. Era un
buen techo, y yo lo revisaba.
En esa noche vino el Malo otra vez; parado sobre el fuego.
De nuevo tuve miedo. Se me pegó la lengua, no pude decir
Señor. Temblaron mis rodillas. Sudé. No me moví.
Por ese miedo pasó esto:
El rayo fue a caer en un árbol grande. Y el árbol: “¿Dónde iré
a caer?”. El miedo: “Aquí, donde nadie nombra al Señor”. El ár-
bol cambió su pensamiento, cayó sobre la casa, hundió el techo.
Murió el fuego, aquel que traje del pueblo un año antes. En tal
negrura, en esa agua, gritó el Paqui: “Salvame de aquí. Me mue-
ro. Me mojo”. El loro, chilló. El mono, chilló. El perro, contra mi
cuerpo, callado.
En mi vergüenza, oí la risa del Malo.
En mi vergüenza: “Señor, Señor”.
Oscuro todo, en el agua, sin fuego, y con la pierna quebrada.

121
Sufrimos malos tiempos después de eso, sin fuego, la pierna
quebrada, la carne que ahumé mojada por la lluvia. Con palos y
con soga arreglé mi pierna, con barro seco, pero no quedó bien.
Conociendo los palos que son fuego, no podía sacarles fuego.
Me arrastré por la tierra. Solo pude pescar en el agua vecina, y
algunos días, y pescado del chico, y sin brasa para cocinarlo. En
aquel tiempo se murió el mono, triste, enfermo. Paqui lo sintió.
Lo había alegrado, le dio comida en la boca, le buscó el piojo. Yo
lo enterré al lado de aquella quina donde venía a sentarse el tigre
con su hembra muchas tardes.
Duro tiempo de sufrimiento, por el miedo que tuve y por no
decir Señor. Quedó el perro, mi compañero. Quedó el loro, com-
pañero de Paqui con su palabrería y sus risas de mujer.
Una noche me perdonó el Señor y encontré el fuego. Brillaba,
adentro de un tronco de los grandes que arden despacio días y
meses hasta terminar. Agradecí, y el corazón que tenía aplastado
se volvió a levantar.
Cuando pude, cacé otra vez. Levanté la casa rota. Saqué el
árbol caído. Con los palos cortados que esperaban hice el cerco.
Hablé a los mensajeros, y a quien los hizo y manda.
En el día que digo mi corazón: “Va a pasar algo. Algo va a
pasar”.
–Algo pasará en el día de hoy –dije a Paqui–. Pero he visto un
rastro de tatu grandísimo, y lo voy a seguir, para que no nos falte
el alimento pase lo que pase.
No contestó. Andaba enojado, insultador, enfermo en ese
tiempo, sin el mono que lo rascaba, vomitando, enemigo de todo.

122
Nada dijo. Busqué brasa, la envolví en hojas grandes y me fui con
el perro.
El perro no quiso seguir. Saltó a mis manos, llamó. Caminé
con él. Abajo del árbol, con su escopeta, el cazador.
–Por Dios, paisano, te lo pido, ayudame, la víbora me picó.
Mi corazón: “Matalo”.
–Si no hablás español, mirá esta pierna. Se me nubla la vista.
–Mi corazón me dice que te mate.
–Por el amor de Dios, tengo seis hijos, soy de muy lejos.
Como hacía mi padre, chupé y escupí para curarlo. Cuando
salió el huesito blanco se lo mostré.
–¿Qué es eso?
–Señal de que está; ya no hay veneno.
Mi corazón: “Matalo. Te dije matalo ya”. Y contesté: “¿Cómo
voy a matar a quien quité a la muerte? No se regala lo mismo
que se ha robado. Puedo matar a otro, si tan necesario te parece”.
Pasó el pájaro grande que llaman charata, me alcé, tiré la flecha,
murió. Caliente y aleteando la trajo el perro. Arranqué la flecha
marcada con mi dibujo y con ella salió la vida de la charata. Y en
su tristeza por morir, lloró. Afilé cada punta de un palo y clavé las
alas bien abiertas, que se le viera cada pluma. Y la puse en el lugar
de ese hombre, sobre el calor y la marca de su cuerpo.
Sobre mi espalda lo llevé, su arma en la mano. Descontento
por haberlo encontrado, no le hablé. Como muerto, flojo, lo llevé.
Paqui se alegró al verlo.
Dejé al hombre en la sombra. Alimenté a Paqui.
–Si este abre los ojos decile dónde está el agua. Lo picó la
víbora pero ya lo curé. Me voy. Ese quirquincho debe de estar ya
bastante lejos.
Caminamos con el perro hasta el fin de la tarde sin comer:
“¿Cómo puede andar tanto este quirquincho? ¿Qué pensamiento
lo hace caminar así?”. En el monte oscurece temprano, y su noche
es negra. En la última luz, la cueva del quirquincho. Allí llené su
entrada con hoja verde y rama seca que encendí, tapé con tierra
y apisoné saltando y empujando con mis pies. Con otra brasa

123
cociné dos sapos rococos que agarré en el camino. Cansados, co-
mimos. Cansados, bebimos del botijo chico.
Dije al perro: “Pasaremos la noche aquí. Mañana sacamos el
tatu, lo ahumamos, lo llevamos”.
Me levanté a cortar palos para formar cama sobre un árbol
flaco, donde no suba el tigre. Y en esa hora sonaron los tiros.
Todo pájaro del monte se asustó y voló; todo bicho quedó mudo.
Sonaban lejos, de un lado, muchos. Y del lado de la casa, pocos.
Mi corazón saltó, se calentó: “¿Cómo no pregunté a aquel
hombre si estaba solo? Estarán ahora todos en la casa, y algo va a
pasar”.
Al perro: “Nos vamos aunque no es bueno andar de noche
por el monte. Mañana buscaremos el tatu”.
Pero el perro no quiso caminar de noche. Se sentaba sobre
mis pies y lloraba. Lo levanté y caminé. Caminamos la noche en-
tera.
En lo oscuro del alba fui a la quina, me trepé para mirar por
encima del cerco, y sentí mis pies mojados. Vi los cazadores ha-
blando, las carpas, el fuego alto.
Ese Paqui, contento, a todos:
–Me ven robado por un indio que no tiene el juicio sano.
Habla solo, grita en la noche, salta, bufa. Van para tres años que
me agarró, no me suelta, me lleva a donde va. Me ven barbudo,
enfermo, sucio, desesperado. No me puedo escapar. Me alimenta
con pedazos de víbora, con langosta, con lagartija, con tierra, con
hormigas. Llamo a la muerte y no me libra. Soy hombre que co-
noce el mundo. He viajado. Soy hombre de hoteles, de vermouth,
de amigos. Llévenme con ustedes, déjenme en el pueblo, y viviré
otra vez.
El loro gritó allí sus palabras, sus risas de mujer.
–El indio le ha enseñado estas cosas. Aprendió castellano con
los curas.
Se han reído.
–Vaya curas.
–Vaya curas –dijo Paqui.

124
Salió el sol en esa hora y miré mis pies: rojos de sangre. Un
charco de sangre debajo de la quina.
Estaqueando en la casa, el cuero del jaguar.
Otra vez saltó y se calentó mi corazón: “¿Qué pensamiento
hizo venir al tigre aquí, al ruido de los tiros y de los cazadores?
No son cosas de tigre. Ahora está muerto, a causa de ese pensa-
miento que no era de tigre. Su compañera llorará por el monte
con el alma furiosa, abandonada”.
El cazador picado por la víbora:
–Pero salvó mi vida. Será loco, pero me curó. Quiero verlo
otra vez y darle dinero.
Cerró los ojos, enfermo. No tenía sus fuerzas todavía.
–¡No, no! Llévenme con ustedes antes que vuelva. Está lejos,
cazando.
–Es hombre solo; nosotros seis, y armados. Tenemos jeep y
a usted lo llevamos igual. Él salvó mi vida. Quiero darle dinero.
¿Cómo se llama?
–Eisejuaz. Pero no necesita dinero, créanme.
Los cazadores:
–Es justo pagarle lo que hizo.
Se pusieron de pie. Tiraron sus tiros en el aire. Gritaron:
–¡Eisejuaz! ¡Eisejuaz!
Los pájaros del monte se alborotaron, y golpearon las hojas y
las ramas, y dejaron sus nidos, y en su temor y apuro se cayeron
sus huevos y se aplastaron en el suelo, unos con el jugo amarillo
saliendo por el roto, otros con el pichón de ojo abultado ya muer-
to del golpe, asomado, sin movimiento. Igual, del mismo modo,
Este También, Eisejuaz se rompió por adentro, se alborotó, se
abrió cuando su nombre fue dicho así en el aire, en el viento. El
nombre, que no debe decirse de esa forma, el secreto del hombre.
El corazón vio negro, perdió el sentido. Vine a caerme desde la
quina y quedé en el pasto, escondido, diciendo al Señor: “¿Qué
desgracia me preparas ahora que mi nombre sonó de esa manera,
por cualquier parte, en cualquier boca? El agua derramada no se
junta más. El viento no vuelve atrás. El espíritu que llevo, Agua

125
Que Corre, se escondió, no respira con fuerza”.
Dentro de esa hora mala, más antes o más después, oí otro
tiro. Pasé allí mucho tiempo a causa de mi nombre dispersado.
Y cuando mis ojos vieron, el sol había caminado. La sangre del
tigre estaba negra, al lado de la quina, al lado mío, y las moscas
cantaban sobre ella.
Se habían ido. Abierto el cerco, caída la traba del portón, que
era un tronco puesto por mí y que ellos movían entre dos. Se
fueron con sus autos de monte, se llevaron a Paqui.
Todo se llevaron, por palabra de Paqui:
El hacha, la carretilla, la hamaca, las camisas: la colorada, las
mías azul y blanca, la red fina, la goma de auto, lo de pescar, el
botijo del agua, la parrilla de alambres, las tres latas chicas y la
grande de cocinar, los cueros de todos los bichos, las plumas, los
huevos de suri que colgué vacíos por adorno, y cascarones de
quirquincho, los zapallos para comer, la carne ahumada.
–Es todo mío. Él come carne cruda, bebe en el río, es salvaje.
En esa casa vacía, parado, mirando.
Y pensé en el perro.
En esa hora vi al loro. Muerto de un tiro que le pasó el cuerpo.
Ese tiro mismo llegó al perro, le entró en el hígado. Como el
tigre, ese perro encontró su final en aquel día. Yo salté, lo toqué,
era mi compañero. Abrió su ojo triste y vomitó una sangre. Y se
murió.
Allí me subió al pescuezo la tristeza, la rabia; me apretó, me
hizo arder. Muertos aquellos bichos sin culpa, y su sangre en el
suelo, y la hormiga oliendo.
Pensé enterrar al perro en el medio del claro, en el medio del
cerco que hice con mi mano. Y al loro debajo de la quina donde
está el mono.
El que me habita se levantó y me habló: “¿Es justo lo que estás
pensando?”.
Con mi cuchillo y con mis manos hice por eso un pozo en
medio del claro y del cerco y lo forré con hojas grandes. Puse allí
al perro y al loro juntos, como es justo. “Cumplieron, ya pueden

126
descansar”, les dije, tres veces. Los tapé con tierra hasta que no se
vio nada, ni una pluma, ni un pelo, y apreté con mis pies.
En esa hora miré alrededor de mí. Todo pájaro callado, todo
bicho quieto en su temor de los cazadores.
Estuve por alegrarme. Casa vacía, brasa, cuchillo, flechas
buenas que me costó lograr, cada una con su dibujo conocido
por mí. Yo solo, con el botijo chico, y aquel quirquincho grande
para ahumar.
Me subió la alegría al corazón, a la cara, en ese lugar que se
llamó Aquello Que Es.
El avión apareció. Con su curiosidad, para ver el claro. Con su
ruido, y cada pájaro se fue para siempre. Con su brillo, y saludó,
pero no me moví. Con su vuelo, y dijo: “A aquel blanco ¿lo vas a
abandonar?”.
Habló el avión con su brillo, su vuelo, su ruido diciendo: “¿Y
ese que te encargaron?”.
Y se fue.
–Ya comprendo. Ahora iré. Cumpliré.

127
LA VUELTA

129
Ya iba llegando al pueblo en el camino y frenó el auto del re-
verendo allí enfrente de mis pasos, y sus hijos, como cría amarilla
de gallina, iban con él. Al menor, que me quería más que ningu-
no, vi crecido; y no me miraba. Ninguno, solo el reverendo me
miró a la cara:
–¿Sos vos, Lisandro Vega?, ¿vos desnudo, vos rengo, con
esa traza? ¿Ves qué sucede cuando se deja el camino del bien?
Acercate, vení que te muestro, a ver si te atrevés todavía a pisar
nuestro pueblo, a ver si se te mueve el corazón olvidado de toda
enseñanza. Leé este diario.
–Ya no leo, reverendo.
–¿Veinte años en la misión y no leés?
–No leo. Sé leer pero no leo.
Miré aquel diario que me mostró en su enojo. Vi la foto del
Paqui afeitado, vestido. Y la foto de la carretilla que arreglé con
su borde de palos, y de los cueros de los bichos y toda cosa que se
trajo con él.
–Te diré lo que dice este diario entonces. Dice que vos, capa-
taz de la misión de los noruegos, robaste este hombre enfermo y
lo llevaste a vivir en el monte. Que cada noche gritaste hablando
solo, que comiste las orejas de una mujer asadas en la brasa, que
diste insectos para comer al hombre enfermo, y que unos cazado-
res lo salvaron. Ha venido una inspección de la iglesia noruega.
Después de tantos años de beneficios ¿no hay una voz que mueva
tu corazón? Es necesario que dejes al demonio. Arrodillate aquí
en la tierra y pedí perdón al que todo lo puede y todo lo perdona.
En la tierra; ahora; aquí.

131
–No puedo pedir perdón por mentiras, reverendo. Por otras
cosas puedo, pero no por estas.
–¡Sí, por estas! No hay un solo paisano en la misión ni uno
en el pueblo que no sepa que es verdad: que robaste ese enfermo,
que lo llevaste al monte. Lo dijeron el día de la inspección.
En mi vergüenza, no hablé. La fuerza que traía del monte,
fuerza prestada que achicó al tigre, que hizo nacer la flor en el
invierno, me faltó. Miré a los hijos del reverendo pero ninguno
levantó los ojos para mirarme.
–¡Adiós entonces, Vega! ¡Tal vez tu santa mujer te ayude des-
de el cielo!
Salió con su auto de monte. Dobló en la curva, la tierra se
levantó alta.
Allí sonó aquel ruido. Allí las plantas de la barranca remo-
vieron lo verde, se doblaron, se rompen. Corrí. Aquel auto había
volcado, había rodado, vi las ruedas en el aire, corriendo como
en la tierra. Vi los hijos, como los pollos, juntándose, gritando.
Grité, bajé por la barranca. Los hijos dispararon de mí, corrían.
Muerto, el reverendo. El seso afuera. El caracú saliendo del
espinazo. Grité a los hijos:
–¡No corran! ¡Vuelvan!
Corriendo lejos, gritaron.
Saltó un ruido. Y el fuego. Alto apareció, en los asientos, en la
ropa, más alto, en las plantas, se hicieron rojas, negras. Había llo-
vido y por eso no ardió la barranca entera en esa hora. Alto, gritó
el fuego. Abrió su boca para gritar. Como leche, hirvió el seso del
reverendo, hirvió el caracú en su hueso. Mostró los dientes en el
calor.
Subí la barranca. Los hijos corrían y gritaban y se caían; gri-
taban, se levantaban y corrían y llegaron al pueblo.

La madre de Yadí, Pocho Zavalía, mi hermano, ya teje en su


casa.
–¿Qué hacés por aquí amigo, hijo, cómo caminás así?

132
–Vengo otra vez. Voy a trabajar. ¿Dónde anda tu hijo, el que
fue mi hermano en el monte?
–Sentate pues acá, y vas a tomar agua caliente con yuyo, no
tengo más en esta hora para tu estómago y el mío. Te cortaré ese
pelo tan grande que traés. Quién te va a dar trabajo, quién te va a
hablar si te ve así. ¿Te acordás cuando tenías peine, vos? ¿Cuando
tuviste bicicleta? Bueno has sido con nosotros, buena tu mujer.
Sin hijos, sin nietos, sin bisnietos estás.
–Mucho es decir bisnietos, mujer. Cortame el pelo, y algún
día te lo podré agradecer. ¿Dónde anda mi amigo, tu hijo, en esta
hora?
–¿Del monte venís? Dicen que fuiste allí. ¿Comiste corzuela,
chancho, suri? Sueña mi corazón con un bocado de eso. En la
noche lo mastico en mi sueño. Yo, sin dientes, yo, comedora de
un puñadito de fideo.
–Sí, comí. ¿Vive aquel, tu hijo, mi hermano en el monte?
–Vive, sí, vive. Todos vivimos, menos mi nieto grande. Mi
nieto el más lindo, el más fuerte, el más querido.
–Estaba en este pueblo yo cuando murió tu nieto; van dos
años que falto, nada más. Voy a esperar a tu hijo sentado acá.
–Amigo, las cosas han cambiado. La gente se enojó con vos.
Un tiempo te quisieron como a nadie, un tiempo que ya pasó. Tu
amigo, mi hijo, se enojó también. Precisaban un jefe en su mise-
ria, eras jefe, y te fuiste con aquel hombre. Se hablan cosas que
no deben hablarse. No te enojes, no te levantes, he visto en este
mundo mucho enojo que crece y que se apaga; he visto que todo
pasa.
–Ya no me enojo como antes, y la muerte no me corre a las
manos como ayer. Me han dado una fuerza nueva allá en el mon-
te. Pero me levanto. Pero digo: fui buen hermano para tu hijo
en cada hora; allí en el monte y aquí en el pueblo. Sin esconder-
me del patrón ni de nadie le di madera del aserradero, comida
si pude, trabajo si pude le encontré. No se enojó en ese tiempo
conmigo. No es justo que se enoje ahora, cuando nada no tengo
para dar.

133
En esa tarde caminé a aquella casa que hice con mis manos,
bien atrás de las vías del tren. El sitio que fue llamado Lo Que Se
Ve, y que era santo, donde me hablaron los mensajeros y arranca-
ron el incienso, estaba ocupado, lleno de gente, familia de blanco
pobre que vivía en la casa.
Y me acordé del sueño que me fue mandado antes de salir,
donde cruzamos aquel río sin mojarnos y llevé aquel incienso
como bastón.
–Sé que no me engañé. Sé que cumplimos tu mandato.
Aquella gente se apuró a hablarme: “No hay reclamos. La casa
es nuestra”.
Yo me acordé: la estrella de la mañana y cómo me saludó; el
sol, y cómo nos miró. Nada dije. No les hablé. Me fui.
En esa tarde pasó el entierro del reverendo por el pueblo. Pa-
saron los hijos, el doctor, la enfermera del dispensario, los paisa-
nos de la misión levantando tierra en esa tarde, en el entierro del
reverendo.
Una vez dije a ese hombre que me enseñó las cosas del cris-
tiano: “Como el suri cazado ve correr a su cría, muy demasiado
chica para vivir, verás disparar a tus hijos y estarás muriendo.
Eisejuaz no podrá impedirlo, nadie no podrá”. Ya veo por qué lo
dije; ya lo veo enterrar.
Alguien se ríe, cerca de mí. La vieja de los chahuancos, amiga
del demonio, se rio de mí:
–Yo sabía cuándo, vos no. Ahora todavía sé cuándo, vos toda-
vía no, nos vamos a encontrar.

Nadie me dio trabajo. Nadie me quiso hablar. Como perro


enfermo para los míos, como perro enfermo para los blancos,
como perro que se acerca, tiembla, mira, y nadie quiere mirar.
Pasaba y no me veían. Cruzaban las calles para no cruzarme.
Como ciegos, cuando los saludé.
Solo, pregunté a mi corazón: “¿Dónde pondré el pie que le-
vanto? ¿Qué sabés de un camino para mí?”.

134
–Dijo: “Caminá, no preguntes”.

La vieja de la casa de las mujeres:


–Che vos, para limpiar, barrer, llevar los baldes, regar, te doy
la comida, nada más.
Dije:
–Bueno.

135
Eisejuaz en la casa de las mujeres llevó el agua, barrió. Jefe en
su corazón, no habló. Trajo la leña, cargó la ropa sucia. Limpió
la casilla del fondo con el olor de tanta suciedad. Conocedor del
mal entre los suyos, vio una tristeza nueva. No dijo nada. Oyó
pelear, vio llanto, vio risa, vio miseria. Vio el hijo sin nacer lleno
de moscas en el fondo del pozo.
Atrás de la pared, en tierra de ninguno, se hizo un rincón
para dormir.
Dijo a aquel que sabe lo por qué:
“Ya no pregunto nada. Estoy aquí. Tampoco no te pregunto
por aquel que me encargaste. Ya recuerdo cómo tus mensajeros
cantaron una vez: eso esperarás, eso verás”.

Antes que el sol, a buscar leña. En la vereda, el viejo que ren-


gueaba. Quiso esconderse, no pudo, habló:
–Hombre grande, ¿qué hacés aquí, sos rico ahora?
–¿Qué hacés vos, tan antes que el sol?
–Nada. Soy viejo, nadie me quiere, no duermo bien, ando por
las calles; nada más.
Y mentía. Pero como me odiaba por causa de su hija pensan-
do que no la curé, no dije una palabra, me fui.

Unos soldados de Tartagal vinieron a desfilar en la plaza para


la fiesta patria. Dijo Eisejuaz: “Iré a mirar la fiesta patria”. La voz
aquella que hace música y dice: “Vayan al cine” se oye también

136
desde la casa de las mujeres y en todo el pueblo. Aquel día sonó
fuerte. La vieja de la casa de las mujeres y el hombre que parece
el dueño, y algunas de ellas, se lavaron para ir a la fiesta patria,
salieron. Caminó Eisejuaz para la plaza. Nuevo intendente había,
pero igual aquel palco y sus banderas, igual, todo igual, los curas
y las escuelas, y el doctor y el turco en el palco, y aquellas monjas
caminando, cantando. Y también el paisano, con su temor, mi-
rando desde lejos.
Caminó Eisejuaz, y cuando pasó sus paisanos miraron a otra
parte. Caminó Eisejuaz y miró la fiesta patria en aquella plaza. Y
doña Eulalia lo vio desde el palco, la dueña del hotel, y cuando la
miró, miró a otra parte. La mujer del que fue su patrón, López Se-
gura, miró a otra parte. Dijo este hombre a aquel que lo ve todo:
“No me quejo, pero esto sucede por aquello que dejaste que
saliera en el diario. Te pido pues: hacé que mi corazón no se can-
se demasiado, porque esto es cansador”.
Pasaron los soldados de Tartagal con su tambor, con su ban-
dera, marchando, sonando con el pie, lindo de mirar. Y uno que
era paisano mataco se equivocó una vez con su paso. Pasaron las
escuelas y el hombre joven aquel que estudiaba ya no estaba allí.
Pasaron, y la gente alegre, aplaudiendo.
En la tarde:
–Vega, andá a traer vino, que vienen los soldados.
Vino traje en damajuanas grandes.
–Traé botellas de caña; traé carne; traé chorizos.
–Más leña.
–Vega, vas a hacer un asado.
Llegaron los soldados, llenaron el pasillo, el patio, bebieron,
gritaron, se cantó. Las mujeres corrieron en la noche, se rieron.
Hice aquel fuego, puse los asadores como rueda, inclinados,
que les diera el calor. El fuego levantó su llama, contento prendió
la leña, que era seca, sin humo. Aquellos chorizos en la parrilla
los puse en filas y los pinché, y salpiqué la carne con salmuera de
la botella y la salmuera chistó en la calor de la carne.
Los soldados, de broma:

137
–¿Falta mucho? ¿Puedo ayudar?
En su hora desparramé la brasa en la tierra y el jugo de los
chorizos caía en el suelo. Puse ladrillos de cada lado y acosté los
asadores, una punta sobre unos ladrillos y otra sobre los otros.
Con un palo acomodé las brasas. El calor subió parejo y la carne
se asó. Siempre escaseaba mi comida en aquel sitio. Saqué dos
chorizos y un pan y los metí en la tapia, que tenía agujeros, y tapé
con un cacho de palo.
Vino la vieja a mirar el asado:
–Faltan chorizos. Había treinta y seis, hay treinta y cuatro.
No la miré, ni le hablé.
Buscó al hombre que parecía el dueño, el que se sienta cada
tarde en el patio a leer el diario, y lo trajo con ella.
–¿No ve que faltan chorizos? Había tres docenas, faltan dos.
Parados allí contaron los chorizos de la parrilla. El hombre:
–Vega: es un buen asado.
Y se fue.
Los soldados, gritando: “Está listo. Está listo”; alzando los
brazos: “Comamos”.
Comieron, se rieron, pusieron música, levantaban los vesti-
dos de las mujeres.
Saqué mi comida, salté al otro lado de la tapia y comí. Se ale-
gró mi cuerpo con esa comida caliente. El jugo de los chorizos
goteó en mis brazos y lo lamí. Contento, me levanté a mirar, por-
que la luna había salido. Y vi una nube chica delante de la luna,
con dos colores en el borde. La miré, porque parecía queriendo
hablarme aquella nube chica, pero no me habló, pasó delante de
la luna, caminó su camino con paz y sin apuro. Mirando al mun-
do en esa noche aquella nube santa que yo miré.
Después me puse en el rincón aquel hecho por mí con una
tabla y con ramas en ese terreno de nadie, y me dormí tranquilo.
En el patio se peleó aquella noche.
La mujer vieja:
–¡Vega, Vega, Vega, Vega!
Allí salté.

138
Contra de la mesa, levantando el cuchillo, aquel soldado pai-
sano que erró su paso en el desfile. Ya se muere su compañero
blanco cerca del fuego, una tripa con grasa amarilla saliendo de
la panza.
–¿Qué hiciste? –yo, en nuestra lengua–. Dame ese cuchillo.
Se asoman, desnudos, de las piezas. Y el soldado blanco se
revolcó, murió; la tripa oscurecida en la ceniza.
En aquella hora vi su alma que se levantaba, asustada, miran-
do a cada uno, queriendo ya perderse, equivocar el camino. La
señalé. Le he gritado en mi lengua:
–¡No! ¡No vas a andar así como estás queriendo, en pena, ha-
ciendo ruido y alborotando y sufriendo! Eisejuaz, Este también,
el del camino largo, el comprado por el Señor; Agua Que Corre el
espíritu que lo habita te mandan: Andate a tu descanso, olvidate
de este mundo de sombras y de golpes. Olvidá a tus padres, que
te esperan, a tus hermanos en Tartagal. El mundo a donde vas es
bueno. Buscalo. Te lo mando.
El alma aquella obedeció, encontró su camino, se fue.
La gente asustada, vistiéndose, mirando.
Y miré a aquel mataco joven con el cuchillo en la mano, con
sus piernas temblando de la rabia, cómo ya se asustaba, movía los
ojos, no sabía qué hacer; la boca, seca, se le abría; el corazón se le
apocó.
–Dame ese cuchillo. De lo que te pase ahora y después no
tengas miedo. No tengo un hijo. No me lo dieron por causa tuya.
Sos mi hijo desde ahora. Mi alma cuidará de la tuya en los años.
Cuando salgas de allá a donde te llevan no estaré en este mundo.
Pero este espíritu que me habita y que te está viendo y cuyo nom-
bre has oído se acordará de vos cuando yo sea tierra y pasto. Él se
ocupará del tuyo. Lo acompañará en los días, y en la última hora
hasta su lugar.
Me dio su cuchillo. Ya entraba la policía, le pusieron fierros,
lo empujaron. Y me miró. Lo he mirado. Ya echaron un trapo
sobre el muerto. Ya lo sacaron.
Aquel patio allí quedó vacío.

139
Una mujer de aquella casa, hija de gringos, rubia, se lavaba
más que las otras y lavaba sus ropas, y se compró un balde grande
para el agua. Dijo:
–Vega, te pido que me traigas este balde cada día a mi pieza
porque sos forzudo, y nada más que en eso te voy a molestar.
Dije:
–Bueno.
Y le llevé cada día aquel balde.
Esa mujer hablaba mucho con los hombres y la vieja le dijo:
–No charlés tanto porque otros esperan y no hay que perder
tiempo.
No cambió su costumbre de charlar. La vieja entonces fue y
habló con el hombre en aquel patio. A la mujer:
–Te lo digo por última vez, y don Mario lo sabe.
–Sí, señora.
Galuzzo el camionero, el hermano de aquel que salvé de la ví-
bora por causa del valijín de Paqui, fue una noche con aquella mu-
jer rubia hija de gringos. Y la vieja se levantó a escuchar. Y llamó
al hombre aquel del patio, y escucharon los dos parados cerca de la
puerta. La oyeron charlar y reírse con aquel camionero Galuzzo.
Bien tarde en la noche castigaron a la mujer con rebenques, la
sacaron al patio el hombre y la vieja, la empujaron, se fueron. Subí
por la tapia. En el suelo, sangrando, rota la nariz, aquella. Traje
agua, la ayudé.
–Mi madre me salvaría, pero no vive, no vive, no vive ya.
Aquella se escapó después de aquella casa. Las otras: “Ya la van
a agarrar”. Una, llorando: “Nadie se escapa de acá”. Dormía con ella
por las noches. “Nadie se escapa”. Y también, enojada: “¿Por qué no
me lo dijo a mí?”.
La trajeron después de un mes. Flaca como los muertos, cada
hueso afuera con su piel. Ya no habló con los hombres, ni con na-
die, ni abrió su boca para hablar.
Y cuando pasó el tiempo engordó de nuevo, hasta se rio.

140
Me dijo:
–No creas que no sé agradecer. Serás paisano, pero nadie más
que vos me ayudó. Una vez, estoy para tu gusto.
Atrás de la casilla del fondo le agradecí, y allí me hizo aquel
favor.

Vi a Gómez una vez, el del boliche, saliendo de la casa de las


mujeres.
–¿Así que trabajás aquí, che Vega? ¿Qué te parece? Tendrás
para entretenerte.
No hablé.
–Estarás contento. Se ve de todo un poco.
–Nada en este sitio veo que no veas cada día en tu boliche.
Se rio, en su falsedad.
–Me parece que hay cositas por aquí que no se ven así nomás
por los boliches.
Nada dije, y entré. La vieja:
–¿Cómo es que conocés vos a ese hombre?
–Trabajamos en el hotel de doña Eulalia hace ya tiempo. Él,
mozo en el comedor, yo, pinche en la cocina.
–Pues te digo, che, que es el dueño de esta casa. Nadie lo sabe
en el pueblo si no es su mujer, el hombre que trabaja aquí y yo
que te estoy hablando.
Nada dije.
–Pero no serás tipo de andar contando secretos, ¿no? Ni dirás
lo que acabo de decir.
Y me dio un cigarrillo.
–¿Cómo te arreglas sin plata, con la comida sola? ¿Será que
estás contento aquí entonces? Mejor que con tu gente, ¿no?
–Lugares tristes hay muchos. Y los conozco todos.
–Todos no. –Se ha reído.
–Casi todos.
La mujer aquella que dormía en las noches con la mujer rubia
me habló una vez:

141
–¿Viste que hay una paisana tuya trabajando en la casa?
–No.
–Hace tantos días que está ¿cómo no la viste?
–No he visto mujer nueva en esta casa.
–Bueno, mirá: algunas no han querido a esa aquí; pero quién
hace caso de nosotras. Escuchá esto: hay dos hombres, uno de
este pueblo y otro de Tartagal, que andan locos, y en esta casa va a
haber lío por culpa de esa mataca y de esos dos. Mañana viene el
médico a revisarnos; si estás atento la podrás ver. Hablale. Decile
que se vaya a jorobar a otro lado.
Pero en la hora del doctor yo estaba partiendo la leña lejos
de allí, porque la vieja no quería comprar leña habiendo monte
cerca. Y pensé: “Si esa no miente, ¿cómo es que no he visto mujer
nueva en la casa?
Y estando allí donde duermo, una noche hubo gritos grandí-
simos en la casa de las mujeres.
El hombre del pueblo estaba en la pieza con aquella mujer
mentada de los matacos y vino el de Tartagal, con mucho alcohol,
y se enojó. Oí su voz gritando grandemente:
–¡Ya dije lo que te pasaría!
Era hombre fuerte y entró en la pieza, golpeó al otro, arrastró
por los pelos a aquella mujer así como estaba y la sacó al patio, y
allí se echó sobre ella y gritó:
–¡Miren nomás, vengan y miren!
Y en todo hizo como quiso aquel hombre furioso. Gritaba
esa mujer, y el golpeado saltó encima del hombre de Tartagal.
Aquellas mujeres y hombres salían por las puertas. Y más de un
hombre se escapó sin pagar.
Entré en el patio y golpeé primero al hombre del pueblo para
sacarlo del camino, y fue a caer atrás del sillón donde ese Mario
lee todas las tardes. Y el de Tartagal se levantó, arrastró a aquella
mujer abajo del farol gritando:
–¡Para que aprendan bien!
Y la dio vuelta, y otra vez.
Pero en la luz la vi. Y era aquella que me dijo: “Ya soy mujer”

142
y lloró, la hija del viejo que renguea por la flecha que le entró en
la nalga.
Golpeé a aquel hombre borracho de Tartagal y cayó con las
piernas abiertas en el patio.
Y esa me vio. Esa que tantos días se escondió de mí en aquella
casa. Y gritó como la tigra:
–¡Vos, vos, por vos estoy aquí, por vos!
Saltó. Me rajó el pecho con vidrios del suelo, la agarré, me ha
mordido. Como tigra:
–¡Por tu culpa, por vos estoy aquí!
–¡Sáquenlos! –las mujeres–. ¡Apesta a indio en esta casa! ¡Ya
no es vida, aquí! ¡Fuera, los salvajes! –También: –¡Vestite, negra
roñosa!
El hombre Mario y la vieja a agarrarla, a sujetarla:
–No la toquen ustedes a esta.
–Llevala a su pieza. Vega, que se calle.
La policía llegando.
–Llevala, cerrá la puerta. Cierren sus puertas. Silencio.
La pieza de aquella muchacha, luz colorada y cama hermosa
de fierro tan revuelta en sus mantas, y tanta flor de aquella de
lavar con jabón.
Tanta lágrima cayendo, y sin abrir sus ojos. Pero una vez ha-
bía abierto los ojos, me vio empujar a su padre, robar el alcohol
del hospital. Pero ha metido la cabeza debajo de su almohada y
gritó como alma que huye, como la tigra, saltó con su cuerpo su-
cio de la tierra del patio y de la sangre en las piernas, bramando
en su vergüenza y su rabia. Y dijo:
–¡Sola quiero estar! ¡Sola nomás!

Allá en aquel terreno de nadie donde duermo tomé un bas-


tón pesado que es obra de mi mano, y anduve sin cuidarme, gol-
peé los palos y las ramas y rompí y volteé y caminé y corrí. Y dije
a aquel que todo lo ve y todo lo permite:
“Ya no puedo callarme, ni tener el corazón quieto, ni decir:

143
Aquí estoy. Digo: ¿Cómo es esto? Digo: Fui fiel. Fui con aquel
blanco aborrecido de mi corazón. Cumplí. No me quejé. Pero
me quejo ahora. Me quejo. Digo: ¿Cómo es esto? ¿Cómo aquella
que era como la flor tiene que estar en estas cosas? ¿Cómo, por
mi obra? ¿Para esto se le salvó la vida? ¿De qué vale entonces
el cumplimiento de un hombre fiel? Pude decirle: bueno, como
deseaba yo. Pude llevármela, como era bueno para ella y para mí.
Ya no digo: Aquí estoy. Digo: ¿Cómo es esto? ¿Por qué es esto?
Digo: Que alguien me conteste. Digo: ¿Por qué? Ya se cansó mi
gran cansancio, se hartó mi pensamiento de ver sufrir, de mi-
rar cosas que no pueden verse. ¿Acaso el hombre fue hecho para
esto? ¿Y no fui fiel acaso? ¿No vine del monte por la palabra del
misionero, y vi morir de peste a los que más quise, venidos por
mi palabra? ¿Dije algo? ¿Pedí algo para mí: ser jefe como pensó
mi corazón, salvar a mi pueblo como era mi deseo, no pasar ver-
güenza delante de los míos como era mi derecho? ¿Acaso dije:
dame otra vez la visión de tu grandeza como aquel día en el hotel
lavando las copas? Cosí mi lengua en el aguantadero. Vi sufrir a
mi mujer, mi compañera, morirse allí entre gritos, no me vengué.
Me vi echado de la misión en el insulto, en la mentira. Me reti-
raste los mensajeros de la vida, no grité. Murieron inocentes por
mi causa, no hablé. Y también me cansé de ser bueno. Pero me
perdonaste cuando se sanó esa muchacha criatura de la muerte
en esa hora, sin respiración, el pecho roto, y me sané yo como
señal de tu perdón. Sufro en cada hora injusticia y vergüenza, no
me quejo. Digo como el pescado en el fondo del agua: Aquí estoy.
Pero digo también y rugiendo como todos los bichos que rugen:
¿Cómo es esto? ¿Cómo es? ¿Cómo es?”.
Quedó pelado aquel terreno en esa noche; blancas, a astillas,
molidas las plantas por mi bastón y por mis pasos. Y salió el sol
sobre esa hora mala. Le dije:
–Señor de los mensajeros del Señor, no puedo saludarte en
este día porque una noche negra sigue en mi corazón y seguirá, y
el mal del mundo ha reventado mi alma, y escapa su dolor, y solo
digo: ¿Cómo es esto? ¿Cómo es, cómo es?

144
Desde entonces se llamó aquel sitio: ¿Cómo Es Esto?

Esa muchacha, de noche, en el terreno.


–¿Por qué me enseñaron a usar vestidos, a tener vergüenza?
¿Para qué me cuidó la esposa del hombre joven, buena para mí
como una madre, mujer del que conociste y que es maestro? Mi
padre me llevó a Misión Chaqueña, sé lavarme, coser, aprendí a
respetar. ¿Para qué? Me trajo aquí también. Pasa cada semana a
buscar su dinero. ¿No lloró por mí en el hospital? ¿No te buscó
buscando mi salud? Dijo ahora, caminando conmigo: “En aquel
lugar estarás bien, aunque he visto allí a Eisejuaz, aquel hombre
malo, y tendrás que cuidarte de él”. En el monte me abandonó mi
madre, harta de hombre impedido. Se fue con un joven llevándo-
se a un hijo más querido que yo para ella. Allí estará en aquella
vida, sin pensar en mí la madre que me tuvo en su cuerpo, la que
me hizo nacer. ¿Por qué no me mató esa madrugada en el susto
y el apuro mientras todos dormían, antes de huir, ya que su co-
razón no me quería, me vio fea, débil como el pichón que cae del
nido y abre la boca en su hambre y su llamado, se ve morir, sus
padres vuelan afligidos cerca del suelo y gritan queriendo ayu-
darlo, y no pueden, y allí se muere, y las hormigas se lo comen?
Pero me dejó, viví, mi padre se vino con el misionero. Una criatu-
ra tiene el corazón humilde, no dice: ¿por qué?, sigue a su padre.
Me enseñaron en Misión Chaqueña. Siendo de seis años me cosí
un vestido. Siendo de siete remendé ropas de él. ¿No lloró en el
hospital? Ahora me dijo: “En aquel lugar estarás bien, pero he
visto allí a Eisejuaz, el hombre malo”. Pensé: “Iré y lo veré. Iré
y le hablaré”. Contenta: “Iré, allí estará”. Con mi primera sangre
de mujer fui a la canilla del agua para buscarte. Bajo del quebra-
cho te había visto, para morir, y dije: “No es así, él”. Te vi en el
hospital: “No hay como él”. Te vi: “Es bueno, grande en su alma.
Ningún hombre me mirará ni me tendrá. Con mi primera sangre
seré su mujer”. Ahora ya me has visto en aquel patio, delante de
tus ojos y de todos los ojos. Ya viste cada cosa de mí. Ya me viste
allí. Me viste. Me viste allí.

145
–No llores tan grandemente mucho, vos, que sos una flor en
este mundo. Si te vendió tu padre, a mí te trajo. Si te perdió, yo te
gano. Si te dejaron, te encontré.
–Mi padre es viejo, enfermo, sufre necesidad. Pero vos me
viste, me hablaste en la canilla del agua. Te dije: “¿No necesitas
mujer para casarte?”. Dijiste: “¿Sos mujer? ¿Mujer serías? Pero mi
vida ya entró en su última parte y no me piden eso. Otra cosa
me piden, que ahora no sé cuál puede ser”. Y corriste. Buscaste a
aquel sucio, que se moría, lo cargaste, lo llevaste a vivir. Pero ¿y
yo? ¿No era más que aquel pedazo podrido de los blancos? ¿Y
yo? Pero hubiera ido a servirte a vos y a él, a buscar agua para
vos y para él, a buscar comida para vos y para él, a coser la ropa
para vos y para él, a prender el fuego para vos y para él. Pero ¿me
miraste? Yo dije: “Soy mujer”, lloré por mi vergüenza. No me mi-
raste, corriste a la casa rota a levantar a aquella parte muerta de
los blancos, a cargarla, a servirla. ¿Creés que no te vi trabajar para
él? Me diste tu botijo. Lo llevé. No lo rompí. Cuidé de ese botijo.
Ya no lo necesito más. Mi padre lo usará, él que me trajo aquí, me
dejó sola, no me dijo adiós. Abrieron y creí que eras vos; pero era
el que viste de Tartagal, primero que tuve en mi cama. Pero yo
te había dicho: “¿No necesitas mujer para casarte? Ya soy mujer”.
Viejo te veo, no caminas como antes, pero sos fuerte igual, y para
mí siempre estás bien. Tengo catorce de mi edad.
–Tengo cuarenta y dos. Quince tenía cuando me casé con
mi mujer. Rengo quedé en el monte, castigado por mi debilidad.
¿Pero mejor que tu padre camino todavía?
–Nunca te vi reír. Te has reído, y se ha calmado mi corazón.
–Me he reído, y el espíritu que me habita vio mejor, sintió su
fuerza.
–Digo y digo: ¿Por qué estas cosas, para qué esperé, para qué
cubrí mi cuerpo con vestidos?
–Y digo: ¿Cómo no te buscaste trabajo mejor, de servicio,
limpiando?
–¿Por qué no lo buscaste vos y qué hacés aquí, esclavo de la
suciedad por la comida sola?

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–La vida se ha vuelto difícil para mí. Nadie me quiere ver. No
llores tanto. ¿No dijiste que se había calmado tu corazón?
–Se calma y se levanta cada vez. Pero ahora quiero que se-
pas esta cosa: llevo dos semanas en esta casa. Me ves lastimada,
enferma. Las mujeres se burlan de mí, no me quieren, se tapan
las narices cuando paso, se golpean las bocas. Pero te digo para
que después no me desprecies: ¿cuántos días pasarán y me verás
contenta? Porque ¿cuándo viste a uno de nosotros con pieza, con
cama, con cobijas, con luz, con alimento, con ropa? Un día diré
como mi padre: es un lugar para estar bien. Además: he conocido
aquello que busca la mujer, aquello que busca el hombre. Y lo
busco también. Lo buscaré después. ¿Cuántos días pasarán sin
que me veas reír, perdida la vergüenza? Por eso lloro. Lloro por
lo tanto que pensé de mí, y cómo me veo. Por tanto que me creí,
y cómo soy.
–¿Acaso no pensé cosas grandes de mí? Esto que te cuento
me lo contó doña Eulalia, que es dueña del hotel. Donde están
las vías y los galpones antes no había nada. Vino a acampar allí
gente de los nuestros, a mirar a aquellos que hacían el hotel, que
hacían el tren. Los jefes agarraban a sus hijas y las traían, las mos-
traban. Las mujeres de nosotros abrían las piernas, se señalaban,
chillaban, se movían. Allí los blancos: “Bueno; vos”; o: “Esa”, o:
“Aquella”. Y venían, contentas. Contentos sus maridos, sus pa-
dres. Oí decir: “El mataco es así. El más peor, el más bruto. El chi-
riguano lo desprecia”. En mi pensamiento dije en aquellos años:
“Este pueblo es así porque de mucho tiempo no le fue dado un
jefe pensador. Un jefe bravo y pensador es la alegría de un pue-
blo. Dice: No se puede prestar a la mujer por plata. Dice: No se
entierra el muerto en hoyo chico y pateando encima”. El pueblo
se enoja, habla. Él habla más fuerte, se enoja más, castiga. Ense-
ña. Habla con el brujo, con el viento que sabe y nadie escucha.
Al hombre joven lo van criando en una ley nueva. Hubo también
brujo pensador que supo hablar a un jefe y cambiaron al pueblo.
“Esto no se hace. Esto se debe hacer. Aquí hay remedio. Aquí hay
alimento. Esto está mal, o enferma, o mata”. Con los años, aquel

147
pueblo se hace fuerte, bueno. Pinche de cocina en el hotel, pensé:
“Nací jefe y es para eso. Nadie no elige el pueblo en que nació, ni
su hora, ni su cuerpo, ni el alma que lo habita. El pueblo mío es
bruto, anda bestia, confundido. Para eso nací. Y voy a cumplir”.
Mi corazón saltaba, se calentaba en sus pensamientos. No sabía
el nombre del espíritu que llevo, pero pensaba cada día en aquel
trabajo. Pensé en el toba, en el chahuanco, en muchos. Mi pen-
samiento se levantaba. En ese tiempo me habló el Señor: “Un día
me darás las manos”. Por cinco días con sus noches no hablé, ni
comí. Después esperé: “Daré mis manos; por esto de mi pueblo
ha de ser”. Después tuve un pensamiento nuevo: “Ya terminó la
hora de nosotros en el monte, ya terminó el monte y todo bicho
del monte. Es la hora del blanco. El camino del paisano tendrá
que pasar por allí”. Me preparé, hablando al Señor, trabajando,
de día y de noche. Me hicieron capataz de la misión. “Aquí voy a
aprender. Estaré listo en la hora que el Señor diga”. Me vi delega-
do del paisano, hablando al intendente, mi patrón, López Segura.
“Aquí aprendo”. Nada. Me vi echado de la misión. Los mensajeros
de la vida me fueron retirados. En esa hora me viste, para mo-
rir, abajo del quebracho. Caminé a pedir consejo a un hombre
sabio. A cada paso, oí sonar esta palabra: “Entregarás las manos
y empezará el bien”. Volviendo, pensé: “Me fue dado conocer al
hombre joven que se va al monte como maestro. Él es pensador;
yo soy jefe. Juntos, podremos trabajar”. Pero en ese tiempo me
aburrí de nombrar al Señor y una noche negra me tapó. Vos me
sanaste, en el hospital. Yo te sané, sin pedirlo ni saberlo. Curado,
esperé. Supe que debía entregar las manos al que oí llamar carro-
ña de los blancos. Cumplí. Frené mis pensamientos. En el monte
me fue dada una fuerza nueva. Ahora paso el día esperando un
aviso y no puedo alegrarme pensando: “Soy libre. Serviré a mi
pueblo”. Mi pueblo me odia; el blanco no me quiere; y tengo que
servir todavía a ese que me entregaron y que no sé dónde está.
Te digo: Es difícil cumplir en este mundo de sombras. Pero no
podemos llorar por lo que somos. Solo decir: “Aquí estoy, y en mi
ceguera digo: bueno”. Así como dice en su ceguera la semilla que

148
nada sabe, y nace el árbol, que ella no conoce.
–Yo no quiero decir: bueno; ni digo: bueno; ni diré: bueno. Yo
te digo: Sacame de aquí antes que me oigas pedirte: No me lleves,
estoy mejor aquí que en otro lado.
–Yo te veo enferma, lastimada. No digo bueno a eso. Digo:
dormí conmigo, dejá aquella cama, vámonos.
–Yo te veo caído, miserable. Digo: para mí estás bien, siempre
estás bien.
En aquel rincón que hice con ramas fue mi mujer esa que vi
criatura de la muerte. Pero me dijo, viendo salir el sol:
–Escuché en mi sueño las palabras que hablaste ayer: ¿qué
significa: “Paso el día esperando un aviso, tengo que servir a ese
que me entregaron y que no sé dónde está”?
–Es la verdad. También te dije: Es difícil cumplir en este
mundo de sombras.
Y se levantó enojada, saltó por aquella tapia; volvió a la casa
de las mujeres.

Mi corazón: “Caminá por el pueblo. Pasá por el hotel”.


Salí llevando la carretilla y el hacha, caminé por el pueblo, y
pasé por el hotel. Doña Eulalia me vio desde adentro, miró a otra
parte, pero mandó a un chico que me corriera.
–Señor, este sobre está en el hotel de tiempo atrás para su
nombre. Lo dejó uno de Buenos Aires, cazador, hombre rico. Y
es dinero.
Había un billete en aquel sobre.
Guardé el billete y caminé al almacén de Gómez.
–¿Qué haces por acá, Vega?
No le hablé mientras hubo gente. Quedamos solos:
–Ya sabés Gómez vos, que en esa casa donde trabajo hay una
mujer de mi pueblo. Te digo: sabés que siempre he conocido co-
sas por caminos que no se saben. Sé que sos el dueño de esa casa.
Por eso te digo: Te doy este billete para que se olviden de esa mu-
jer y la dejen libre y no la busquen nunca. Y no me digas: Vega,

149
no sé de qué me hablas.
–¿Esa mujer es tu hija, tu nieta, tu novia?
–Parienta es, por parentesco que sos hombre de comprender.
Y este es el billete que te digo.
–Sentate allí por un rato y mirá.
–No puedo. Si salí a buscar leña, debo llevar leña.
–Tengo leña en el fondo. Ya la llevarás. Sentate un rato, y es-
perá.
Han entrado clientes, compraron, se fueron. Pararon camio-
neros, tomaron y se fueron. Gómez:
–¿Viste? Ya gané más que ese billete tuyo. ¿Qué negocio pen-
sás que sea este que se te ocurre? No me interesa tu billete, amigo.
Bien poco es.
Así me habló aquel que en un tiempo me tuvo tanto miedo.
En la casa de las mujeres barrí esa noche, llevé el agua, y no
vi a la muchacha. De nuevo se escondió de mí. Quise verla y no
pude. Hubo trabajo, y varias mujeres salieron para entretener al
intendente.
En la otra mañana me dijo la que era rubia hija de gringos:
–Te felicito. ¿Sabés que tu paisana tuvo cliente que pagó la
noche entera? Llegó temprano, se fue hoy.
Nada dije. Y ella:
–Hombre casado. Gómez, el que tiene almacén.
En aquella hora mi corazón vio negro. Caminé y salí al mon-
te. Hice mi pintura con carbones y pinté negro mi cuerpo, negra
mi cara. Llamé a los mensajeros de la muerte, que me dieran su
fuerza. Mensajeros del golpe, de la sangre. Vinieron, me dieron a
beber el jugo negro de sus bocas. Lamieron mi cuchillo. Lavé mi
cara pero guardé mi cuerpo negro debajo de la ropa, y negra la
frente debajo del pelo.
Y caminé para volver al pueblo. Caminé para matar a Gómez
en su almacén, atrás del mostrador.
Caminé, y una mujer venía caminando. De los nuestros, ma-
taca. Con su pañuelo en la cabeza y la cuerda en la frente llevan-
do carga sobre el lomo, y era carga de bananas. Me dijo:

150
–¿Adónde vas, Eisejuaz, Este También?
Pensé: “¿Cómo se atreve a nombrarme?”.
–¿Dónde estás yendo, caminante?
Se me cayó el cuchillo en esa hora. Lo recogí, y esa mujer no
estaba. ¿Quién era, conocida de mi corazón?
Y dije:
–Era Quiyiye, Lucía Suárez, mi compañera.
Grité. No estaba. Quise correr. Adónde.
Vi en el suelo la marca de su pie, con la seña que tenía en la
planta.
Lloré en aquella hora hablando a mi mujer, Lucía Suárez,
Quiyiye, mi compañera. Volví al monte, lloré. Me lavé todo lo
negro.

En la tarde esperé a aquella muchacha, y la vi cuando salía de


la casilla del fondo.
–Mujer ¿cómo ya te olvidaste de este hombre?
Detrás de la casilla me habló, y lloró:
–Si nadie piensa en mí, yo sola pensaré. Si nadie me ayuda,
me ayudaré yo. ¿Qué me importa de nada?
–Yo sí pensé; yo sí te ayudaré; tengo dinero y sé. Vas a tomar
el ómnibus a Orán, y buscarás a un hombre, Ayó, Vicente Apa-
ricio, que vive allí. Le dirás: me manda aquel a quien devolviste
los mensajeros del Señor. Él estará en la puerta de su casa, es
hombre viejo, de saber. Donde él te ponga, nadie te encontrará.
Donde trabajes, nadie te buscará. Verán tu cara, no te conocerán.
Irás por la calle, nadie te tocará. Un velo te cubrirá por su mano.
Su mujer es gringa, sus hijas trabajan allí. Esa es tu casa, allí te
cuidarán. Un día que no conozco nos veremos de nuevo. Quiero
que sepas: Ya no me queda mucho tiempo en esta tierra.
–¡Entonces me quedo aquí, donde te veo! ¡Entonces quiero
morir con vos!
–Si no te vas mañana antes que el sol, ya no saldrás de aquí
más que vieja, enferma, o muerta.

151
Una de las mujeres:
–¡Ni al baño se puede ir tranquila ahora con estos negros la-
drando y metiendo la nariz en todas partes!

Antes que la luz primera del sol aquella muchacha, saltando


por la tapia. Y en las manos no traía nada.
El ómnibus que viaja para Orán con sus luces abiertas; ya
roncaba; y he comprado un boleto.
–No sé subir en esto, y tengo miedo.
–Cuando suban los otros vos subís; y te sentás; te va a gustar.
Este dinero es tuyo; te servirá.
Dijo:
–Dáselo a mi padre. Es viejo, está impedido, ya no sabrá dón-
de encontrar dinero.
–No es hombre que merezca nada.
–Él me cuidó cuando no podía valerme, cuando mi madre
me dejó. Cocinó frutas, las aplastó, me las puso en la boca; buscó
el gusano gordo; me cantó. No hablo de merecer. No quiero que
sufra por el hambre.
Dije:
–Llevá entonces esta parte de dinero y dásela a la mujer de
Ayó, porque las mujeres ponen el ojo en cosas distintas que el
hombre. Y esta parte será para tu padre.
–¿No me dijiste: dormí conmigo, dejá aquella cama, vámo-
nos? Dejé la cama, y todas las cosas nuevas que tenía allí. ¿Cómo
no venís?
–Por qué, lo sabe ya tu corazón.
Salió el sol, señor de los mensajeros. Tocó el ómnibus, y el
ómnibus aquel brilló, saludó. Tocó las casas, y la madera de las
casas se alegró, cantó. Y el cartel de ese almacén con su botella. El
del ómnibus:
–Nos vamos. Hola, Vega. ¿No venís?
–No. Esta que es mi hermana se va para Orán. Cuidala, che.
Subió aquella, y vi cómo el velo que dije ya cubría sus pasos.

152
Nadie no la iba a conocer, nadie a tocar ni a detener. Subió, con
su miedo. Subió, y se sentó. Subió, y me ha mirado. Aquel ómni-
bus se fue.
Se han reído cerca de mí. La vieja del chahuanco, sentada en
el suelo, con un bastón.
Y la he mirado, vieja amiga del diablo, en aquella hora. Vino
una risa a mi corazón. Y se levantó esa risa, alta, fuerte, mensa-
jera del Señor, lavó cada cosa. La vieja, asustada, quiso alejarse,
caminó. El espíritu que llevo, Agua Que Corre, se desplegó. Cada
cosa brilló ante su mirada.

153
LAS CORONAS

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La primera noticia:
–Quiero hablar con un señor Lisandro Vega.
–Che, Vega, salí y hablale afuera. Es una mujer; quiere entrar;
no sabe qué casa es esta.
Esa mujer:
–Estoy enferma y sin remedio. Vengo a pedirle una palabra
para aquel que cura, que hace oír al sordo y caminar al rengo, ese
que usted conoce.
–No sé quién es aquel.
Lloró.
–Señora: Conocí a un hombre como ese una vez en el tiempo.
No curaba, no hacía caminar, pero si vive podrá hacerlo, porque
la fuerza del Señor le sale por la piel y la palabra. Es hombre de
los franciscanos. Estaba en el ingenio, cerca de Orán.
–En Tartagal está ahora.
–¿Era en Tartagal aquel terreno que no tenía pozo de agua?
–No sé, no sé…
–Así será. En el tiempo que digo, el rico estaba echándolo del
ingenio con toda su gente de los chiriguanos para plantar caña
en el lugar de las casas y de la escuela, y yo vi el camino que
salía de su corazón. Sin embargo aquel hombre y un jefe amigo,
Quirquincho Tragón, habían hecho el desmonte con sus manos
en el primer tiempo. Pero el rico, esclavo de su riqueza, no puede
elegir.
–Señor Vega, por el amor de Dios le estoy pidiendo una pala-
bra para ese hombre, que no tengo salvación.
–No puedo dar esa palabra. Ese hombre no se acuerda de mí.

157
–Se acuerda. Por eso vengo.
Y dije:
–No sé qué palabra puedo dar, señora.
Se fue llorando esa mujer, las manos en la cabeza, y pregunté
al Señor: “¿Por qué no me fue dado consolar a ninguno?”.
Un hombre llegó una noche a la casa de las mujeres, pero no
las miró. Dijo:
–¿No trabaja aquí uno que llaman Vega?
Me mandaron buscar. Cuando lo vi lo conocí. Era el más jo-
ven de los tres chaqueños que me convidaron asado cuando ca-
miné para Orán, aquel que cantó. Me conoció:
–Paisano… ¿Es usted?
Y no habló más. Salimos a aquel patio. Dijo:
–Mi padre, aquel hombre que usted vio aquella vez, se cayó
del caballo. Ha quedado mal. Mi madre está desesperada. Quiere
una palabra de usted para aquel hombre que da vista al ciego y
que está en Tartagal.
–Amigo, no puedo dar esa palabra. No soy quién.
–Si es o no, no es cosa mía. Sé que usted lo conoce. No le
pido más. Nuestro campo queda lejos, viajé la noche entera, pasé
el día preguntando. Por fin me han dado el nombre suyo, cómo
encontrarlo.
–Han venido una vez con esa pregunta y no sé cómo vienen
a mí. Aquel hombre, si está en Tartagal, no necesita de palabra
ajena. Miraba, y consolaba. Hablaba, y el Señor salía por su boca.
Llévele su padre. Yo no puedo hacer nada.
Las mujeres lo llamaban. Él se fue sin mirar.
A comprar vino me mandó la vieja un día, y aquel chico que
me dio el dinero me siguió por la calle. Caminé, y caminé. Le
dije:
–¿Me seguís, vos?
–Doña Eulalia, la dueña del hotel, pide que vaya a hablar con
ella.
–¿A mí me lo pide?
–Sí, señor.

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En el hotel, doña Eulalia.
–Lisandro, hijo, el tiempo pasa y no cambiás. Siempre estás
fuerte, hermoso, siempre con tu pescuezo de toro, tu pecho de
buey. ¿Por qué caminás de esa manera, entonces? Pobre de mí,
vieja, pesada, el tiempo me agobia, pero San José no abandona
a sus fieles. Se me nublan los ojos, nadie piensa en mí: no me
limpian las jaulas de los pájaros, no les cambian el grano. Las
flores se mueren en el jardín, nadie alimenta las gallinas. Ahora
te estoy hablando y no te veo. Te conozco por el tamaño, hijo. La
lengua se me pega al paladar. Ahora tengo la boca como algodón.
No me dejan tomar agua porque me engorda. Catorce pastillas
distintas tomo cada día para la salud. Pero no me quiero morir,
ya ves. ¿Por qué será que la vida me gusta todavía? Me han dicho
que buscaste trabajo en cierta casa, hijo. ¿Eso te enseñaron los
protestantes? ¿No hay otros lugares donde trabajar en este pue-
blo? Habrás pensado: “Yo, con este cuerpo, semejante hombrón,
tengo que aprovechar la vida”. Los hombres no piensan más que
en estas cosas. Tienen la sangre fuerte, no los deja dormir. Ya
me imagino que te pagarán bien. Sin embargo hijo es un sitio
maligno para la salud. No te hablo del alma solamente sino del
cuerpo. Hay enfermedades que te infectan la sangre desde la raíz.
Los hombres no piensan en nada cuando les entra ese capricho
en la cabeza. Te lo digo, pobre vieja devota de San José castísimo
que soy, porque deseo tu bien. El reuma no me deja dormir. Me
ahogo. Siete almohadas uso en la cama y no me sostienen para
mi descanso. Lloro, y nadie me quiere consolar. Una nuera, ¿de
qué vale para una vieja abandonada? Solo para desear la muerte
de quien le ha dado todo. Le ha dado su hijo, le ha dado casa, le
da todo. Un hijo, si está casado, escucha más a su mujer que a la
madre que le sacrificó la vida. ¿Sirvientas? Ya sabés cómo son.
De noche no están. La de turno lo pasa en las piezas de los via-
jantes. Ya sabes hijo: hay que hacer ojos ciegos, pues la pieza que
alquilan es su casa. Hijo, solo me resta en mi ancianidad recurrir
al que siempre se apiada, ese que yo te dije que es nuestro úni-
co consuelo, pero vos no me oíste. Mirá, de los muchachos que

159
trabajaron aquí en aquel tiempo en que eras lavacopas, solo Gó-
mez se ha vuelto hombre decente, de provecho. Vos tuviste todo
y lo dejaste perder. Y te has ido a esa casa donde ya me imagino
cuántos bochinches verás, cuántas vergüenzas, cuántas mujeres
perdidas y hombres extraviados. Verdad será lo que dicen, que
hay mujeres desnudas en las fiestas y hombres borrachos que ha-
cen lo que quieren con ellas, y que les rompen las blusas y ellas
se ríen, que el Señor bendito las perdone. ¿Es verdad? ¿Sí? ¿Lo
viste? ¿Eh? Pero San José protege a sus fieles, el castísimo santo
del cielo. Hijo, Lisandro, he sabido sobre vos cosas que no he
creído, en fin, hasta el diario las publicó. Ahora te digo para qué
te he llamado, porque a vos hay que llamarte, agreste como sos,
orgulloso, ingrato, que no venís a saludar a los protectores de tu
juventud. Sé que conocés a ese hombre maravilloso, ese santo.
Los árboles han ardido en Tartagal por su palabra. La gente reu-
nida vio aquello, gritó. Se curaron muchos. Algunos malvados se
hicieron buenos. En cambio ya viste el final del pastor noruego.
Yo te dije: “No vayas con ellos, son herejes, son extranjeros”. Pero
¿quién puede cambiar esa cabeza dura? Hijo, solo quiero pedirte
una cosa. Ese hombre viene al pueblo mañana. Solo te pido: abri-
me paso hasta él, vos que lo conocés, vos que sos fuerte, a mí que
estoy pesada y ciega. Decile una palabra por mí.
–¿Mañana viene?
–Hijo, lo trae la piedad popular. Una cosa te pido, una sola:
vení al hotel; buscame a las nueve de la mañana; acompañame;
abrime paso. Mi salud depende de ese momento, mi vida depen-
de. Me gusta la vida porque no me canso de hacer el bien, vos ya
sabés. ¿No te di trabajo desde jovencito? ¿No te aconsejé? ¿No
protegí a tu mujer? ¿No te llevabas las sobras de la cocina? Ha
llegado el momento de saber agradecer. No me falles. ¿Vas a estar
mañana a las nueve acá?
–¿Dónde está aquel tordo cruceño silbador?
–¡Mi Pochito! ¿Te acordás de él? Mi pobrecito Pochito que-
rido. Mirá qué corazón blando tengo, ya me pongo a llorar. Al-
guien me le hizo daño; se murió. Estas chinas no tienen remedio

160
ni compostura. Dicen que comió demasiado. ¿Qué demasiado va
a comer él? Y aquel viajante, cada vez que venía, la misma histo-
ria: “Ese pájaro no deja dormir, se lo oye en todas partes desde el
amanecer”. Y todos a darle razón. ¿Qué le habrán hecho, pobre
animalito inocente? ¿Qué habrá comido, ese mimoso, que ponía
la cabeza en la reja para que lo rascaran? Qué blando tengo el
corazón. Vos solo te acordás, Lisandro, y yo ¡cuánto he llorado!
–Más vale muerto. No era bicho bueno.
–¿Nada aprendiste entonces de civilización en esta casa? Te
espero mañana a las nueve hijo, me abrirás paso, dirás una pala-
bra por mí.
Salí de aquel hotel; vi la viga de quebracho que llevé solo al
comedor; vi la cocina donde me habló el Señor.

Esa noche en aquel terreno hablé a los mensajeros y los vi.


Saltando, volando en todas partes. Y vi al mensajero de la noche
por la primera vez. Se levantó; azul; alto; lo conocí, lo saludé.

Tanta gente empujándose, alborotando cerca del hotel de la


viuda flaca. Gritando. Como las olas del río cuando crece, avan-
zando, atropellando. Con enfermos. Levantando a sus hijos.
Como el agua contra el barro de la orilla, como enjambre zum-
bador en el árbol, esa gente, pisoteando, llorando. Doña Eulalia
con su hijo. Yo adelante: “Abran paso, dejen pasar”. “¡Hubieran
venido antes! ¡Dormimos en la calle! ¡Esperamos desde anoche!”.
Vi que la viuda flaca había volteado la pared de una pieza y
allí entraba la gente chillando, se movían banderas, luz de velas,
el humo, cantaban: “Bendito Dios bendito”, con tanta lágrima y
empujón en aquel lugar que no me gustaba, y mi corazón, a cada
paso: “¿Pero qué es esto? Retírate de aquí”.
En aquel desorden dos mujeres con cintas rojas, con canastas:
“La donación, la donación”. Monedas, pesos, anillos, un pañuelo
recogían, zapallo, huevos, un poco de fideo. “La donación”, aque-

161
llas mujeres en ese ahogo, empujando, de mal corazón. Y tanta
gente afligida, gritando, cansada: “¡El santo! ¡El santo! ¡La pala-
bra!”. “La donación”, aquellas dos. Tantos que tosían en el humo,
se desmayaban. Doña Eulalia:
–Me muero, me siento mal. Hijito mío, no te veo, dónde es-
tás. No me empujen.
Una colcha colgaba en el fondo de aquella pieza.
Una mujer, de las de cinta roja:
–¡Silencio! ¡Silencio para recibir la palabra!
En aquella hora han corrido la colcha que colgaba en el fon-
do. Vi una puerta cerrada.
Un viejo:
–¡Estoy curado! ¡Puedo caminar!
Se levantó, lloró. Esa gente:
–¡Milagro!
Un grito grande solo.
Y una de las mujeres, levantando sus brazos:
–Silencio.
Se callaron. Y callados lloraban, esperaban. Y se abrió la
puerta. Y en la puerta, en una cama alta, con barba, el Paqui.

Allá afuera un camión con muchas colchas y cuadros se mo-


vía, atropellaba. Con su canto: “¡Bendito, bendito!”, aquella gente
empujaba el camión, arrancaba pedazos de trapo, de estampa, de
tabla. El camión caminaba. La gente: “¡Por acá! ¡Saldrá por acá!
¡Una palabra!”.
–¡Vega! ¡Vega! ¡Mi mamá!
Volteada doña Eulalia, cada uno tropezando, pisándola. Volví
para atrás. “¡Salgan! ¡Salgan de acá!”. La lengua le colgaba, los an-
teojos rotos. Tropezaban, se caían sobre ella, la pisaron. Allí largó
sangre negra por la boca, allí giró los ojos, la vi morir.
–¡Vega!
La arrastramos afuera. Los zapatos se le quedaron allí. Ya no
vivía. El hijo:

162
–¡Buscame un médico, indio bruto! ¡Un doctor, un doctor!
¡Socorro! ¡Mamá, mamita!
Aquel camión se vino adentro del hotel por la pared volteada.
Vi al Paqui por el aire, en su camilla, que entraba en el camión, y
lo ponían en una cama de colcha colorada. La gente alzando sus
enfermos, sus criaturas: “¡Una palabra! ¡Una palabra!”. El Paqui:
–He luchado con el Malo anoche y he venido. Queden tran-
quilos.
Un solo grito grande.

Caminé siguiendo la huella de aquel camión la tarde entera.


Y después la seguí siguiendo la voz de mi corazón, porque ya
no había luz. Y vi un resplandor abajo de unos árboles. Era el
camión, y la luz estaba adentro. Entonces me acerqué y miré. Vi
a aquel Paqui en aquella cama, limpio. Las mujeres contaban la
limosna de los canastos, y de un lado ponían lo que era alimento,
de otro lo que era joya, y de otro el dinero. En aquel camión con
estampas y cartones había un calentador. Dieron la comida en la
boca al Paqui, le limpiaban la baba. “Maestro”, decían. Y él:
–Otra almohada. Más comida. Agua.
Daban, apuradas, calladas.
Y comieron en aquella mesa, sin hablar, sin levantar los ojos.
Pasando el tiempo, dijo:
–Están perdonadas.
Se levantaron, empujaron la mesa, llorando le besaron los
pies, las manos.
–Que no suceda más.
Lloraron de nuevo, movieron sus cabezas.
–Desvístanse ahora. Pueden venir.
Vergüenza me dio quedarme allí. En la noche caminé.

Los árboles se rompieron delante del cine con sus ramas lle-
nas de gente, y la tierra de la calle fue una nube grandísima por

163
aquel pataleo y revolverse y andar de tantos; la fila del policía con
sus palos se cortaba, se sacudía. Vi a aquel franciscano de panta-
lón gris sacando fotos, y dijo:
–El obispo de Orán tiene que intervenir.
Hombres apurados con una máquina bajaron de un camión.
En esa hora vi a aquella gente de los míos que se perdió en el
monte, dueña del perro que fue mi compañero, la que peleé a la
muerte hablando con el Señor. Un blanco los traía.
–Aquí están. Hablen. Es la televisión.
La mujer, asustada:
–Sí. Es verdad. Comiendo con él volvió la leche a mi cuerpo
y brotó la flor en el invierno.
El marido:
–Lo vi y es verdad. Comiendo con este que llaman el Maestro.
Hablaban nuestra lengua. Un paisano lo dijo en español.
El blanco, fuerte:
–¿Qué comieron en aquella soledad, en la choza aquella?
Callados, les dio vergüenza decir mono. Dijeron:
–No nos acordamos.
Llegó el camión colorado del Paqui, la gente a arrancarle pe-
dazos, a chillar. La policía con sus palos, golpeando, empujando.
El Paqui, en la camilla, asustado. El camión caminó para atrás
entrando en el cine. Y los carteles del cine se cayeron con el peso
de tanta muchedumbre.
Entré con mucha fuerza en aquel lugar que no conocía, y de
nuevo las banderas, los gritos, el enfermo en mantas, aquel olor,
el canto aquel; de nuevo aquellas mujeres: “la donación, la dona-
ción”. Y cada cual daba lo que podía.

Colgaba una cortina grande. Cada uno la miraba.


Se abrió, y vi la policía en fila allí, el gordo aquel que maneja-
ba el camión. Y trajeron al Paqui en la camilla alta.
Con el ruido del trueno se levantaron todos, saltaron, “¡El
santo! ¡El santo! ¡Una palabra!”, pero el gordo:

164
–Si se mueve uno, el Maestro se irá. El Señor está en todas
partes. ¡Quietos y silencio!
–Permiso –los hombres con su máquina–, la televisión, per-
miso.
–¡Una palabra! ¡Una palabra! ¡Bendito! ¡Bendito!
El Paqui, con voz fuerte:
–¡El Señor me habló! ¡Yo le hablé! Es uno, no morirá. Vi el
jaguar manso. El Señor me habla, me habló.
Me levanté. Caminé. Aquel me vio. Se ha callado. Pálido que-
dó. Despacio me acerqué. Subí esos escalones. Me miraba. Le
dije:
–Quiero saber una cosa: ¿Por qué tenían que morir el perro y
el loro?
–¡Me quiere matar! ¡Me quiere matar!
Con el ruido del trueno aquella gente, otra vez. Una mujer:
–¡Este lo tiró al agua del zanjón hasta verlo ahogado pero el
Señor lo resucitó! ¡Mátenlo! ¡Agárrenlo!
Aquella vivía con otros en la primera casa, en aquel sitio Lo
Que Se Ve, y tenía miedo de que yo volviera a reclamarla. Otro:
–¡Caníbal! ¡Caníbal!
Otros:
–¡Policía! ¡Agárrenlo! Este lo llevó al monte para matarlo
pero el tigre lo protegió, la corzuela le cuidó el maíz.
Allí miré. Vi a los mensajeros del Señor. Como pajas cuando
el viento sopla, girando, atropellándose, los vi. Vi al mensajero de
la noche, una vez más.
Miré a esa gente. Quedaron callados. Se movían las banderas,
pero nadie no habló. Miré a la policía. Ninguno no se movió.
Miré al gordo; no respiró.
Miré al Paqui.
El Paqui, la boca abierta, pálido; allí su cabeza colgó.
Despacio, salí. Los mensajeros me rodeaban. Y aquella corti-
na grande, vieja, se cayó sobre el Paqui, sobre la policía, sobre la
gente. Pero yo no la vi.
No la vi. Era de noche, y caminé, viendo los mensajeros, sin

165
hablar. Y me senté en la puerta de un jardín. Venía detrás de mí
una mujer de aquellas de la casa, la que de noche duerme con la
hija de gringos, y me habló:
–Vega ¿qué sucedió? Yo estaba al fondo. El telón se cayó.
¿Qué pasó? ¿Qué pasó?
–No sé. Pero diga a esa señorita, la que duerme con usted,
que el balde de agua que le dejé hoy era el último de mi parte. Ya
no vuelvo allí a trabajar.
–¿Adónde irás? ¿Qué es lo que sucedió?
–No sé, pero es así.
Se fue aquella mujer. Y pensé en mi compañera, Quiyiye, Lu-
cía Suárez, cuando la vi con carga de bananas y me habló. En este
jardín había un banano con su fruta madura. Corté el cacho en-
tero de banana. El perro bravo de esa casa vino. Pero no ladró. Lo
miré: “Ya ves. Tiene que ser así”. Nada dijo. Me fui, con toda esa
banana. Al otro día me hice una casa encima de una barranca,
con latas y con palos. Y comí esa banana sin trabajar, esperando,
por nueve días, hablando con el Señor.

Una mañana anduvieron bichos del monte por las calles: el


chancho, la corzuela, el mono sobre los techos de las casas; la
víbora corría sin mirar a los lados, se subió en los bancos de la
plaza. La gente:
–¡El río! ¡Entró en el monte! ¡Crece!
Trepaban a las lomas. En autos ponían sus muebles, sus hijos;
y a los camioneros del ganado, de la nafta, del palo, a los hombres
del ómnibus:
–Amigo, le pago, lléveme mi gente, mis cosas.
Hablaban por las calles, asustados.
–¡Se llevó el puente nuevo y dos autos que lo estaban cruzan-
do! Ese río Bermejo es sin medida.
–¡Entró en el cementerio, ha roto mucho!
El cajón de aquel turco de los ricos, el que murió en la bruta
calor volviendo del entierro del dentista, se lo lleva aquel río para

166
abajo, apurado, flotando. Dos mujeres de la casa aquella, en la
mañana:
–Adiós Vega. Andá a mirar. Se ha roto el cajón de doña Eula-
lia, la vieja del hotel; el pelo le ha crecido, la enterraron con traje
de fiesta.
Se reían. La gente se apuraba. El Paqui con su camión andaba
lejos, por otros pueblos.

Encontré un paisano viejo en la canilla del agua. Cargó unas


latas llenas en una carretilla de palo y no tenía fuerza para hacer-
la andar. Se la llevé hasta arriba, a la puerta de la misión donde
fui capataz por tantos años.
–Gracias, che. ¿Viste el río? Tal como está, no viene solo.
–No te comprendo, che padre.
–Algo de otro lo va a acompañar; muy mucha lluvia, muy
mucho frío, vaya a saber.
–¿Frío, acá?
–No te descuides.
Pensando: “los viejos saben cosas, y ha de ser lluvia”, arreglé el
techo de mi casa, que era la más peor de las casas hechas por mis
manos, porque ya no tenía mi hacha, y recogía lo que encontraba
y lo ponía allí encima. Y aunque el río no entró en el pueblo, por
causa de aquella creciente hubo trabajo para mí, de cargar, de
llevar, de traer, de levantar, en el puente y en el cementerio viejo,
y en otro que hicieron después en un sitio que no alcanza el río.
Me compré un hacha.
Pero fue frío. El más grande que el pensamiento piense, y na-
die no recordó uno igual. De los paisanos murieron cantidades,
enfermos, débiles como andan, y más que nada chicos, viejos,
y de aquellos muchos con el aliento roto en el pecho. Murieron
blancos, y cómo no. Se helaron las frutas todas de las quintas de
los gringos: frutillas y de toda clase de frutas, y la verdura que hay
tanta por el campo de allí. Los camiones no tenían qué llevar, si
no es leña y cuero mal cuereado de animal que murió enfermo.

167
Ni el colla qué recoger. Y murieron helados por el frío muchos
animales del chaqueño. Tanto árbol se volvió negro y no renació.
El ganado no supo qué comer. La tierra como piedra. La caña se
perdió. Y de tanta tristeza solamente el turco andaba alegre, ven-
diendo abrigo, ropa, estufas. La leña se hizo cara lo mismo que el
carbón, y con el hacha no me faltó trabajo.
Vi una bandada en esos días que cruzaba gritando. La miré.
Vi que volaba de un modo diferente. La saludé. Y la escuché. De-
cía: “Vienen, vienen, vienen”. “Bueno”, dije al Señor.
En esa tarde, aquella muchacha apareció allí.
–Vine, por no dejarte en este frío. Vine, a hacerte el fuego,
a dormir con vos. Vine porque no me buscaste en Orán. ¿Tenés
salud, tenés comida, estás bien?
–Estoy, ahora que te veo. Y sigo esperando a aquel, como te
dije. Por eso no te busqué.
La alegría vino a mi corazón.
–¿Ves este que traigo?
Vi un chico lindo, los dientes recién cambiados.
–Nació mellizo de otro; el padre quiso matarlo; ya sabés, no
hay comida en el monte. La mujer de aquel que es maestro dijo:
“Dámelo”. Le puso un nombre. Tampoco ellos pueden alimen-
tarlo ahora, andan enfermos, les cuesta vivir allí. Los vi en Orán,
iban al hospital. Dije: “Dámelo”. Aquí lo traigo. Se llama Félix
Monte.
–Ves que tengo hacha. He de hacer una casa para ustedes dos,
porque no tarda ya aquel que me encargaron. Unos pájaros me
han dicho: “Ya vienen”. Viniste vos. Falta él. No has de dormir
donde él duerme ni respirar donde él respira.
“Que se haya muerto”, era mi pensamiento. “¿No se habrá
muerto?”. “Que se haya muerto”, fueron mi pensamiento y mi de-
seo en tantos meses.

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En aquel frío, en el amanecer, en la puerta de mi casa, el Pa-
qui. Nada hablé. Lo metí adentro. Con los ojos cerrados, no quiso
hablar. Puse leña en el fuego. No me miró. Calenté agua, le eché
yuyo, lo hice tomar. Tomó. No me miró. Allí me he reído.
–¿Te reís? –enojado.
–Es lo mejor que me enseñaste.
No habló. Flaco, temblando, sucio. Callado, en su rincón.
Aquella muchacha y el chico miraron por la puerta. Se rieron,
mirándolo.
–No se rían. Sufre, y hay que dejarlo en paz.
–Quiero decirte a vos: encontré a mi padre; lloraba; le regalé
dos papas.
El Paqui:
–¡No quiero oír más ese ladrido asqueroso, ese ruido a vó-
mitos! ¿Aquí tengo que verme otra vez? ¿Aquí, aquí? ¡En esta
miseria, otra vez, en esta basura, otra vez!
El sol subía en aquel frío matador de tantos y aquel hielo
como polvo sobre el pasto se hacía agua, y en aquella humedad
se mojaban los pies del caminante.
–Si no hubieras robado todo al irte, algo verías para tu utili-
dad. Miseria encontrás, miseria nos dejaste. ¿Y qué podías hacer
vos con el hacha, con mis camisas, con la carretilla? ¿Por qué de-
bieron morir el loro y el perro? Pura maldad. Aquí estás, y de lo
que tuviste nada te queda, ni, por obra tuya, me queda a mí para
hacerte la vida más mejor.
Enojado, sucio, callado, temblando, en su rincón, lloró.

169
Bajé en la mañana al monte donde el río una vez entró creci-
do, blanco todavía y negro, con barro, con animal muerto, hoja
podrida, bajé y caminé por ese lugar y caminé por todo el día y
con mis manos hice un sitio santo, pelado, en rueda. Y me paré
para visitar al hombre del consejo, Ayó, Vicente Aparicio. Alcé
los brazos en esa soledad, buscándolo. En esa niebla y negrura
de esa rueda subí, buscando por el aire y el espacio y el tiempo a
aquel del consejo. Allí lo vi, tapado con piel de jabalí, mirándo-
me, sentado, en la negrura de mi visita. Y serio me miró, no con-
tento, enojado: “¿Por qué, che, vos, aquí?”. “A preguntar, a pedir
mi consejo”. “¿Quién sos?”. “Eisejuaz, Este También, el comprado
por el Señor, el del camino largo; yo, Agua Que Corre, inmor-
tal”. “¿Qué querés aquí vos, che?”. Sacando su mano por la piel de
jabalí, mirando, serio, los ojos quietos, brillando. “A preguntar,
padre de mi camino, qué haré. Ya llegó. Y ahora qué haré; cómo
será, qué debo hacer, adónde ir, cómo pensar”. Dijo: “Esperate
aquí. Esperate aquí”.
No me miró. Esperé. Esperé. En la piel de jabalí, él. En aquella
niebla, esperé, en lo negro, esperé, lejos, tan alto, sin hablar, con
frío, con silencio; callado, con miedo, cansado, esperé, deseoso,
mudo, con vergüenza. Y habló, movió la piel, sacó otra mano.
Vi sus ojos. Serio, nublado, con niebla, arrugado, el padre de mi
camino, Ayó, Vicente Aparicio.
“Volvé a tu casa. No te entretengas. No pierdas tiempo. Cada
ángel mensajero ya salió a buscarlos, el de cada uno, los de los
dos. Cada cual tendrá su corona, de un color, de un olor, allí;
como no sabés y como sí sabés, hijo, allí. Apurate, hijo, Eisejuaz.

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Apurate, no te entretengas. Hijo feliz”.
Bajé de lo negro y de lo alto. Bajé a la rueda, el barro, la hoja
podrida, el animal muerto, y caminé, apurado, para volver.
El grito del leñador, arriba, largo. “¡Eisejuaz!”. “He de apurar-
me. Me apuraré”.
El dorado en el río, asomado, grande. “¡Eisejuaz!”. “He de
apurarme. Me apuraré”.
El camión blanco, hermoso. “¡Eisejuaz, Lisandro Vega!”. “He
de apurarme. Me apuraré”.
Caminé. El aire, primer mensajero, haciendo humo en el frío,
nublado en la respiración. Caminé. Volví.

–¿Dónde estabas? –aquella muchacha–. ¿Qué hay en tu cara


que no conozco? Hablame a mí. Contestame.
Dije:
–Hablame, vos.
–Ha venido mi padre. Saludó al enfermo blanco. Miró, se fue.
Trajo regalos. Dijo: “Felicidad para tu hombre”. Quiero decirte:
¿Vas a comer? Cociné dos batatas, una galleta.
–Dámelas.
Las aplastó, las comí.
Aquel chico, Félix Monte de nombre por voluntad de la mu-
jer que perdió un hijo por mi causa, esposa del maestro que está
enfermo en su lucha, aquel chico:
–Una mujer rubia como los hijos de los gringos ha traído esto
para vos. Dijo: “Vega me conoce. Es un regalo y le servirá”.
Vi una pala.
–Gracias. Es una buena pala. Ponela allí.
En esa hora gritó el Paqui, gritó. Corrí. Vomitó, gritó. Movió
los brazos, se paró. Gritó:
–¡Me muero, che!
Caminó. Salió.
–Che amigo, che, sosteneme, che, no veo, che, adiós.
Le dije:

171
–Paqui. Adiós. Te busca tu ángel, che. Adiós, amigo. Adiós.
Cayó allí. Se revolcó. Murió.
El Paqui allí, hermoso, entre los yuyos. Limpio, allí, quedó.
Aquel chico, Félix Monte, corriendo:
–¿Quién trajo esto? ¿Quién trajo esto acá?
La muchacha:
–Mi padre. Es un regalo. Es comida. Hace trac sobre el fuego
como el maíz.
El chico:
–¿No lo sabés? Huevos de sapo. ¿No conocés? Rococo gran-
de; es veneno, y ¿no sabés?
Ella:
–¡Vos lo comiste, hombre fuerte, por mi mano, con la batata,
con la galleta! Era un regalo de mi padre. Se lo dio una amiga que
tiene, vieja, del chahuanco. Para vos me lo trajo. Me alegré. Te lo
di. Le di a este blanco, mal querido de mi corazón, para portarme
con él igual que vos. No te mueras, no te mueras, no te mueras,
no te mueras, quedate aquí. Era un regalo; no te vas a morir.
Dije:
–No llores, sos una flor del mundo. Hagan un pozo grande
con esa pala que nos trajeron. Cuando se canse uno siga el otro,
no duerman. Cuando esté listo avísenme.
Sacaron una vela porque era noche ya. No se movió, no había
viento, y trabajaron.
Yo caminé. Dije:
–Bueno, Señor. Ya está.
Vi en esa hora tanta cosa allá afuera. Los mensajeros del solo
como pájaros, como las arañas en la tela, como el pescado en la
red. Dije a mi mujer, Quiyiye, Lucía Suárez, mi compañera:
–Bueno, ya está. A aquel hijo asustado que está en la cárcel
Agua Que Corre lo cuidará. Cuídalo vos también que tiene mie-
do.
Dije:
–La piedra que fui se ablandó; dejó libre el hueco. Aquel ba-

172
rro que él fue se lavó. Ya cumplimos. Queda el camino limpio.
¿Qué diré ahora? Diré: Bueno. Como la semilla en su ceguera, sin
conocer el árbol de mañana.
Allí, la muchacha:
–No te vas a morir. No te vas a morir, vos. Viví; vivirás. Yo
creí en un regalo; me alegré; te quise regalar; te maté.
Le dije:
–Mensajera del Señor muchacha, he visto a aquel que será tu
marido bueno. Es uno que se parece a Galuzzo el camionero ru-
bio y está cerca. Mañana cuando me hayas enterrado tomá de la
mano a ese chico Félix Monte y caminá a la estación del ómnibus.
No busques a tu padre, no te enojes con él, no te despidas, no llo-
res. El hombre que esté allí donde dice YPF te va a saludar. Es tu
marido. Decile: “No puedo separar de mí a este chico”. Dirá: “Bue-
no”. Vayan con él. Es bueno, tu hombre para siempre, guardián de
Félix Monte.
–¡Sos vos! ¡No me hables de ese modo! ¿Por qué tomé este
chico a mi cuidado? Sin él me mataría con vos, me acabaría con
vos, me iría con vos.
Dije:
–Vayan, y corten hoja de banano.
Volví. Puse hojas en el fondo del pozo, y a Paqui en un lado de
aquel pozo grande.
Y salió el sol en esa hora cantando un canto que nunca no le
oí. Cantó su canto apareciendo tan grande y sonaba para todos
dando gloria, conocimiento, grandeza. Cantaba y canté con él,
grandemente canté con el señor de los mensajeros del Señor.
He gritado.
Dije a aquella y al chico:
–Cuando esté muerto pónganme en ese pozo, al lado de ese
hombre, y tápenme con hojas como yo lo tapé. Con la pala cú-
brannos de tierra hasta arriba, y apreten bien la tierra saltando
con sus pies. Este lugar y estas casas se llaman ahora Lo Que Está
y Es. No duerman, ya habrá tiempo de dormir. No lleven nada de

173
aquí en sus manos. Caminen a donde les dije y párense al lado del
surtidor de nafta. Y sepan que Agua que Corre es inmortal y los
seguirá siempre.
Rompí mi cuchillo. Puse cada parte en un bolsillo de mi pan-
talón.
Y vino una negrura alta a taparme los ojos. Grité:
–¡Hablame, muchacha!
–Mi hombre, mi marido, mi señor.
Dije:
–Por vos el mundo no se ha roto, y no se romperá.
Agua Que Corre se levantó, y una alegría lo llenó, y lo pintó
de un color que no puede decirse, y estuvo libre, y abrió el brazo
que tiene y que es verde, color de la lengua que nadie puede ver,
y gritó. Y se fue. Eisejuaz, Este También, quedó para ser barro y
pasto. Y cumplió.

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ÍNDICE

Prólogo de Mónica Velásquez Guzmán 5

El encuentro 15

Los trabajos 29

La peregrinación 35

Agua Que Corre 75

Paqui 81

Las tentaciones 95

El desierto 109

La vuelta 129

Las coronas 155

175

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