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Alfredo de Braganza Actos de Guerra

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Actos de Guerra

Copyright © 2021 Alfredo de Braganza


Todos los derechos reservados.
Edición: Kassfinol
Portada: Shutterstock

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Contenido
ACTOS DE GUERRA
PREFACIO
PRIMERA PARTE: LOS SECUESTROS
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
SEGUNDA PARTE: NORTE DE ÁFRICA
11
12
13
14
TERCERA PARTE: LA SUIZA DE MARRUECOS
15
16
17
CUARTA PARTE: LA HUIDA
18
19
20
21
22
23
24
25
ACTOS DE
GUERRA
Para Dino y Ariam.
A Ori Ansbacher.
«El verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele».
Marco Aurelio

«Vería con cierta tranquilidad que perdonaseis a esos hombres nefastos, si tal
condescendencia no terminara en vuestra ruina. Son tan violentos que no basta con dejarlos
impunes del mal que hicieron, si no se les quita también la posibilidad de repetirlo».
Salustio

«Si quieres algo bien hecho, hazlo tú mismo».


Napoleón
PREFACIO

E n algunas zonas de España, sobre todo en Cataluña, Valencia y Madrid, además de Ceuta,
Melilla y las Islas Canarias, estaba formándose de facto un Estado dentro del Estado que iba
creciendo, cuya enorme entidad pasaba inadvertida para la mayoría de la sociedad, pero no para
los políticos que promovían la inmigración ilegal descontrolada. Según los informes de los
servicios de inteligencia, esta situación superaba ampliamente los límites constitucionales.
Los medios de comunicación españoles habían recibido con absoluta consternación el último
comunicado del grupo yihadista autodenominado “Estado Islámico”. No solo amenazaba de
nuevo a España, sino que aseguraba que continuarían con los atentados en todo el mundo.
«Con el permiso de Alá, Al-Ándalus volverá a ser lo que fue, tierra de califato. Quien cumpla
lo que Alá le ha prometido, obtendrá una gran recompensa. El islam es el camino correcto y, sin
él, somos escoria. Hay que vengar la sangre de los musulmanes derramada por los cristianos.
Morir, en nuestros cálculos, es una victoria. Nuestra guerra contra los infieles españoles durará
hasta el fin del mundo».
La siempre diversa y compleja sociedad musulmana había encontrado en Cataluña un caldo
de cultivo para movimientos de raíz islámica radical.
De este modo, la organización islámica Al Adl Wa Al Ihsan, de origen marroquí, que
promovía la sharía, y la Liga Islámica para el Diálogo y la Convivencia, se habían establecido en
Barcelona a través del Centro Cultural Islámico Catalán, donde divulgaban la ideología de
grupos terroristas como Al Qaeda o Hamás; así como la organización islámica radical Hizb ut-
Tahrir, denominada también Partido de la Liberación; la Tabligh al-Dawa, llamada también de
diferentes formas, y la Dawat-e-Islami, de orientación salafista.
Estas organizaciones, y otras tantas más, representaban la mayoría del colectivo musulmán
en Cataluña formado por inmigrantes marroquíes y españoles nacionalizados, pero también por
muchos musulmanes procedentes de Pakistán, India, Gambia, Argelia o Senegal.
Una sentencia de la Audiencia Nacional había denegado, hacía escasos días, la nacionalidad
española a un hombre residente en Barcelona, de ideología tabligh. Ejercía de imán en una
concurrida mezquita y, en numerosas ocasiones, había demostrado públicamente su falta de
integración en la sociedad española y su absoluto desinterés en ella. Predicaba el islam ortodoxo
con mensajes radicales e incitaba a los jóvenes a tomar la violencia en las calles «aunque fuese
con un cuchillo de cocina o unas tijeras».
Aquella tarde, se celebraba en Barcelona el Día Internacional del Orgullo Gay, y en el
Cervantes, organización clandestina antiterrorista, se había dado luz verde a una operación contra
una célula islamista que pretendía atentar contra la multitud concentrada.
Miles de personas estaban en las calles para reivindicar «el día de los gais, lesbianas y
transexuales». El ruido en la zona era ensordecedor.
En un ambiente festivo, se había organizado una concentración en la plaza de la universidad,
donde varios activistas del movimiento en favor de la liberación sexual iban a leer un manifiesto
en el que denunciarían, entre otras cosas, la falta de libertad de expresión en la sociedad, y
propondrían la regularización inmediata de todas las personas migradas, la derogación de la ley
de extranjería y el derecho de asilo para la comunidad LGTB.
Con una peluca de pelo rizado negro, y vestido con un pantalón corto ajustado, también de
color negro, y unos tirantes sobre su abultada barriga desnuda, Varun Grover había terminado de
colocar en la calle cuatro dispositivos del tamaño del capuchón de un bolígrafo en lo alto de
varios sitios estratégicos.
Llevaba a cuestas una escalera y, con la excusa de fijar coloridas pegatinas con eslóganes
LGTB en las farolas, había colocado la última cámara de lector facial.
—¿Cómo vas, Varun? —le dijo una voz masculina a través de su pinganillo.
Varun plegaba la fina y portable escalera mientras un tumulto de gente pintoresca pasaba a su
alrededor saltando, bailando, cantando, besándose…
—He terminado —contestó.
—Ve con Laura —escuchó—. Ha desconectado y no sabemos nada de ella. Entró en el
edificio número 8, al lado del estanco. Apartamento 3 B.
—Voy.
En medio de la plaza, se había levantado un escenario, donde los organizadores enarbolaban
banderas del arcoíris de todos los tamaños. Mientras, otros terminaban de colgar una enorme
pancarta en la que se podía leer: «Tus derechos, nuestros derechos, los derechos humanos».
Otros miembros de la organización movían cables y aparatos electrónicos sobre los andamios y
sus alrededores.
La plaza estaba a rebosar de gente de todas nacionalidades y etnias. La canción «A quién le
importa», cantada por Alaska, tronaba desde unos enormes altavoces colocados sobre tarimas a
cada lado del escenario.
Varun se colocó en los oídos unos auriculares, y al ritmo de la canción «Temptation»,
interpretada por Heaven 17, comenzó a moverse con gracia entre la muchedumbre. Tras llegar al
portal del edificio número 8, dejó la escalera en un rincón del portal mientras canturreaba la
canción inglesa al tiempo que movía brazos y piernas al mejor estilo de género pop.
Subió por las escaleras moviendo su orondo cuerpo al son de los compases cuando una
sombra apareció en la parte de arriba. Levantó la vista: un hombre bajaba despavorido hacia él.
De repente, vio cómo su cabeza estallaba y la pared se llenaba de sangre. El cuerpo cayó de
golpe sobre los escalones, como si hubiera sido aplastado por una fuerza inmensa.
Una figura femenina surgió en el descansillo del tercer piso. Por un instante, Varun Grover
pensó que era una de las participantes en la manifestación. Pero no era así. Laura García, vestida
con un ajustado top y un pantalón corto de cuero negro, apareció frente a él. «Lárgate de aquí»,
leyó en sus labios mientras la música seguía sonando en sus oídos.
Sin embargo, se había quedado tan impactado por la escena que había sucedido a escasos
metros de distancia que permanecía quieto como un palo sobre el escalón, sin moverse. «Que te
largues de aquí», volvió a leer en los labios de Laura, que descendía por las escaleras. Pero él
seguía sin poder oír sus gritos. La música del grupo Heaven 17 sonaba en sus oídos.
Laura se aproximó bajando de dos en dos los escalones y le dio un bofetón que le hizo
regresar a la realidad.
Varun se quitó los cascos.
—¡Que te largues de aquí! —Volvió a gritar Laura.
Cuando Varun se fue corriendo como si la vida se le fuera en ello, Laura levantó el cuerpo y
lo arrastró escaleras arriba. Lo llevó hasta el interior del apartamento 3 B, lo dejó tirado junto a
una pared y entró en el salón con la pistola en la mano. En una silla, estaba maniatado otro
hombre de aspecto árabe. En un rincón, había varios bidones de dicromato potásico y carbonato
amónico, además de latas de aceite para lubricar y limpiar armas.
—Ahora quiero que me digas en qué lugar de la plaza habéis pensado accionar el explosivo.
—Se aproximó con la pistola en la mano, la levantó y, antes de dispararle en la rodilla derecha, le
advirtió—: El tiempo corre y mi paciencia tiene un límite.
El grito desesperado de dolor fue ahogado por el sonido musical a todo volumen de la
canción «A quién le importa» que sonaba por los estruendosos altavoces en el exterior.
PRIMERA PARTE
LOS SECUESTROS
1

A ntonio Goroicochea lo había escuchado y se sentía estremecido. Conocía el árabe, un dato


que sus secuestradores ignoraban.
Era su segundo día de cautiverio.
Frente a la cámara de vídeo, el jefe del grupo terrorista, con la cabeza cubierta con un
pasamontaña de color negro, había agitado una pistola y dicho en árabe que España debía
abandonar las Islas Canarias, Ceuta y Melilla. Si no cumplían sus demandas, Antonio sería
ejecutado.
Escuchando aquellas palabras, el español sufrió una avalancha súbita de miedo en su máxima
intensidad que se convirtió en horror.
El plazo dado por los terroristas para que se cumplieran sus exigencias era de quince días.
El cronómetro se puso en marcha.
Tictac, tictac.
Los instantes previos a la grabación habían sido especialmente traumáticos para Antonio, ya
que vio entrar en la habitación a más personas con gruesas capuchas con agujeros para los ojos y
la boca, como las que había visto desde su primer día de cautiverio.
La sola presencia de un enmascarado ya era terrorífica, por eso, en aquel momento, presentía
que su vida se iba a acabar en poco tiempo.
Aquel estado fue debido al exceso de norepinefrina en una parte del cerebro llamada locus
cerúleo, que con frecuencia subyace bajo el fenómeno de un ataque de pánico. Bien lo conocía
él, ya que había trabajado en zonas de guerra. Se le aceleró el pulso de tal forma que el corazón
palpitó con fuerza en su pecho y la respiración aceleró su ritmo haciéndose cada vez más
dificultosa.
Antonio Goroicochea era periodista freelance. Colaboraba con un periódico español de tirada
nacional y se encontraba en Marruecos realizando un reportaje para el suplemento del diario. Le
habían advertido que investigar sobre el tema de los inmigrantes ilegales que salían del norte de
África hacia Europa era peligroso debido a las mafias que operaban en aquel negocio tan
lucrativo. Sin embargo, él ya llevaba muchos años de experiencia a su espalda, viajando a países
en conflicto, y había sido corresponsal de guerra en Siria, Irak y Sri Lanka.
Había cumplido sesenta años y se encontraba en perfecto estado físico. Hablaba francés e
inglés con fluidez, y se defendía en árabe. Había viajado a un lugar cercano a la frontera con
Argelia después de estar investigando para su reportaje sobre el modus operandi de la
inmigración ilegal a las Islas Canarias en el norte de Dajla, en el Sáhara occidental.
En el momento en el que fue obligado a punta de pistola a meterse en el interior de una
furgoneta, se quedó mudo. No supo reaccionar por el miedo y no dijo ni una sola palabra. Ni una
queja. Lo amarraron con fuerza como a un pollo, lo encapucharon y lo tendieron en el suelo del
vehículo.
Debido al ataque de ansiedad que había sufrido durante el secuestro, y a un golpe que recibió
en la nuca, perdió el conocimiento. A las pocas horas, se despertó en el interior de una celda. No
tenía reloj, zapatos ni cinturón, y le habían vaciado los bolsillos.
Desde el principio, los había entendido a la perfección y supo enseguida quién era el jefe.
Entender a escondidas sus conversaciones le proporcionó alguna ventaja, pero también mucha
angustia y ansiedad. Mucha ansiedad.
Identificó desde el primer día quién lideraba el grupo terrorista: se llamaba Rami. No tendría
más de treinta años, con pelo largo y rizado y barba poblada. Olía mucho a sudor.
Su segundo al mando era un incompetente. Al menos, eso dedujo Antonio, porque Rami no
dejaba de proferirle insultos a cada momento. De hecho, tras producirse el secuestro,
conduciendo la furgoneta, el segundo al mando se equivocó de dirección. Antonio pensó que
Rami le metería un tiro en la cabeza, como amenazaba a voz en grito. Y después, al poner el
trípode de mala manera, Rami le dijo a su subordinado que si no prestaba más atención lo
mandaría a Libia, donde le tendrían en la cocina trabajando.
Ahora Rami había grabado la perorata y se habían marchado todos de la celda.
Antonio se encontraba de nuevo solo, sentado en el frío y húmedo suelo de cemento. Se
preguntaba cómo había sido posible que se hubiera dejado secuestrar con tanta facilidad.
«La edad. Es eso, la edad. Mis sentidos cognitivos me han fallado. ¿En qué diablos estaría
pensando? ¿Creía que me iban a dar un alegre paseo? Debí gritar, forcejear… haberme dejado
disparar en plena calle. Quizá, al haber mostrado resistencia, me habrían disparado, pero no me
habrían matado. Ahora estaría en un hospital recuperándome y no aquí como un rehén,
esperando mi muerte. Mis hijos, ¡cuánto los echo de menos!».
Era consciente de que iba a morir. España no iba a abandonar su territorio en Ceuta y Melilla,
ni mucho menos en las Islas Canarias, por lo tanto, se haría la voluntad de Alá, como había dicho
Rami ante la cámara, y él sería ejecutado.
En el momento de la grabación, cuando colocaban en la pared una bandera negra del Estado
Islámico tras él, Antonio había escuchado una conversación en francés entre dos encapuchados.
Uno de ellos decía que no había presenciado jamás la degollación de un extranjero. El otro le
contestó que había pasado a cuchillo a veinte personas en un pueblo junto a la frontera de Túnez,
y que fue lo más estimulante que había experimentado en su vida. Aquellas palabras le aterraron.
Como sucedía desde el primer día, dos hombres con pasamontañas eran los encargados de
llevar y recoger su bandeja de comida. Le golpeaban en el estómago. El español sabía la razón,
ya que había entendido la orden en árabe. El jefe les había dicho que jamás golpearan el rostro
del infiel: se reservaba el buen estado del rostro de Antonio para poder mostrarlo al exterior. Pero
¿hasta cuándo?
Pasó el segundo día.
Al tercer día, tenía dolores tan fuertes en la barriga, debido a las patadas que le habían
infligido, que no podía mantenerse erguido. Desde entonces, Rami comenzó a ocuparse de él.
Hablaba un español decente, aunque con acento.
Tras ver el estado físico en el que se encontraba el extranjero, ordenó a gritos, y muy
enfurecido, que nadie volviese a tocarlo y que ninguno entrase en la celda sin estar él presente.
Era Rami quien le traía la comida y, solo estando él en la celda, le mandaba a un hombre
vaciar el mal oliente cubo donde hacía sus necesidades.
Pasaron los días. Antonio perdió la referencia del tiempo transcurrido, y si era de día o de
noche.
Era consciente de que el gobierno español no admitiría ninguna demanda de los terroristas.
Pero si ellos sabían que no iban a ser satisfechas, ¿a qué se debía su secuestro? «Todo es
publicidad, ruido mediático, salir en las noticias. Necesitan amenazar a Occidente. Tan solo soy
una persona dispensable, un objeto de usar y tirar. Tras el plazo de quince días, me matarán.
Después, secuestrarán a otro, se sucederán atentados en ciudades europeas, en África... y yo
estaré relegado en el más mísero olvido».
Llegó un momento en el que tuvo la sensación de que el tiempo parecía estar suspendido.
Entonces, Rami entró en la celda.
—Venga, Antonio, anímate —vociferó con tono triunfante. Dejó la bandeja con comida en el
suelo y se sentó al lado del español.
En lo único que podía pensar Antonio Goroicochea era en el plazo de tiempo que los
terroristas habían dado al gobierno español, cuando grabaron a Rami en su agresiva alocución
durante el segundo día de cautiverio.
Alzó la vista y vio un plato de paella con guisantes en la bandeja. Aquello sí era una
novedad.
—¿Qué es eso? —preguntó señalando la comida.
El terrorista se rio.
—Pero, hombre, ¿es que no ves que es paella?
—¿Y eso?
Rami le dio una palmada en la espalda y le sonrió con gesto comprensivo.
—Hoy quiero ser especialmente bueno contigo. Pero no pienses que tenemos olla exprés. Es
de supermercado, congelada. ¿A que no sabes de cuál supermercado?
—No —contestó cohibido y con la mirada puesta en el suelo; estaba afectado de gravedad,
de manera psíquica y física.
—Del supermercado Día, en Melilla. Pero seguro que la encontrarás tan buena que nos darás
una estrella Michelín.
Se rio de su comentario, que le pareció especialmente ocurrente y jocoso.
Antonio se daba cuenta de que ese día era la fecha límite, de que el plazo se acababa de
cumplir.
—No tengo hambre.
—¿Por qué?
—Me vais a matar.
Rami le había asegurado días antes que nada le iba a suceder, que solo querían amedrentar
«un poco» a la opinión pública española. «Porque, de verdad, Antonio, vuestro Gobierno es más
débil que nunca». Y al día siguiente, cuando le dejó la bandeja de comida, Antonio imploró que
no lo mataran. Rami, entonces, le contestó: «Si hay un llamamiento civil, si salen a las calles de
todas las ciudades de España tus compatriotas clamando por tu liberación, entonces nos daríamos
por satisfechos. Te lo digo en serio. Aunque los políticos no ordenen el abandono de las fuerzas
de seguridad españolas de Ceuta, Melilla y de las Islas Canarias».
Pero ya habían pasado los quince días estipulados, el plazo había acabado. La presencia de
aquel plato de comida lo daba a entender. Lo sabía.
Ni se había producido ninguna movilización ciudadana ni el Gobierno admitía las locas
demandas de los terroristas islamistas.
—Come, que te sentirás mejor —le conminó Rami en tono paternalista.
Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta, que no tenía picaporte ni cerradura.
Tras el sonoro golpe de la puerta al cerrarse, y quedarse otra vez solo, Antonio no pudo evitar
verter lágrimas. No quería morir. Quería vivir. No había sido cristiano practicante, pero sintió
una inmensa necesidad de aferrarse a una esperanza salvadora. Comenzó a rezar.
Imploró a Dios, a Jesús, a Jesucristo, que le diese una oportunidad.
Sin ánimo, agotado psíquicamente, puso la cabeza junto a la pared y se quedó sumido una
vez más en sus pensamientos.
«¿Qué estarán haciendo ahora mismo mis compañeros de profesión? Los periodistas
cuidamos de los nuestros. Somos una hermandad. No importa la filiación política de unos
cuantos corresponsales extranjeros y cómo se han vendido a ideologías partidistas. Cuando uno
está en momentos como el mío, somos una piña. ¡Claro que sí! Seguro que, durante estos días, ha
habido editoriales hablando de mí. La gente se habrá manifestado en ayuntamientos, en plazas,
clamando mi libertad a los políticos. Habrá entrevistas a los compañeros que me conocen. Mi ex
y mis hijos estarán movilizando a todos nuestros contactos. Las empresas de comunicaciones con
las que colaboro estarán presionando al Gobierno. Seré el tema del momento en Twitter. Cuando
salga liberado, igual me dan un premio. Bien merecido, porque para aguantar esta presión…».
En su fuero interno, se hacía creer que las diversas asociaciones de periodistas a las que
pertenecía se estarían movilizando, concienciando a políticos y a la opinión pública para su
inmediata liberación a través de las redes sociales, vía telefónica y en cadenas de radio y
televisión. Frente a la embajada de Marruecos, en Madrid, habría concentraciones
multitudinarias. Incluso, hubo un momento en el que pensó en escribir un libro una vez que fuese
liberado, tal vez una novela, relatando su experiencia. «Quizá se convierte en una película».
En sus reportajes, no había hablado mal del gobierno marroquí. En sus redes sociales y en su
trabajo, nunca se había enzarzado en discusiones ni en cuestiones delicadas que pudieran
molestar a las políticas que llevaban a cabo los países musulmanes. Tan solo se había limitado a
informar sobre hechos, a ser comprensivo con la realidad sin criticarla de manera abierta.
Durante toda su carrera profesional, su trabajo había ganado fama por este motivo: daba al
lector la información de manera objetiva para que la interpretase o la analizase según su criterio.
Además, desde los tres últimos años, escribía en blog sobre cine clásico y literatura; y desde
hacía un año, estaba realizando una serie de reportajes sobre cocina. Este último proyecto le
entusiasmaba, ya que, por su trabajo de corresponsal, y luego de reportero freelance en el
extranjero, había adquirido, con el transcurso de los años, muchos conocimientos sobre las
distintas y peculiares formas de elaboración de la comida en lugares dispares en el mundo.
La oferta del trabajo por el reportaje, sobre la galopante inmigración ilegal de África a
territorio español, se la había ofrecido un antiguo amigo que era director de un medio de
comunicación muy importante en España. No podía decirle que no, sobre todo por la retribución,
que era generosa.
Levantó la mirada y vio la bandeja «Del supermercado Día». Probó el arroz cogiendo un
puñado con los dedos; le sabía a plástico y, además, estaba frío. Después del primer bocado,
empujó el plato a un lado.
Tras contener una arcada seca, pegó la espalda a la pared, se abrazó el estómago y lloró su
disgusto y su malestar hasta que el frío húmedo del lugar le hizo tiritar.
«Ahora mismo estarán presionando al Gobierno para mi liberación. Estoy convencido de
ello. Exigirán mi liberación a diestro y siniestro. ¡Claro que sí! No pierdo la fe en mis
compañeros. Ante situaciones como esta, los periodistas cuidan de los suyos como el gobierno
español de sus ciudadanos. Pulsarán todas las teclas que sean necesarias. Estoy convencido».
Con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas pegadas al pecho, Antonio Goroicochea
sonreía sumido en su optimismo. Pero al oír pasos que se acercaban desde el exterior, la sonrisa
desapareció de su rostro.
—Tengo que grabar un nuevo vídeo —dijo Rami al abrir la puerta de par en par. Detrás de él,
entraron cuatro hombres con pasamontañas y fusiles Kalashnikov; uno de ellos traía una silla,
como la vez anterior.
—No, no... no te... no te creo —tartamudeó.
—Vamos, vamos, Antonio… ¿no te trato bien? Por cierto, el Barcelona ganó ayer, hizo un
partidazo.
—Pero… —dijo mientras veía a un hombre colocar el trípode y la cámara digital Canon
Legria.
—Solo voy a recordar a tu presidente del Gobierno que estás vivo. Será muy breve, como
aquel que te hice hace unos días.
A duras penas, Antonio se puso de pie, apoyándose en la pared. Las piernas le temblaban;
todo su cuerpo le temblaba.
—Tú sabes tan bien como yo que España no va a aceptar tus demandas —dijo muy seguro,
tanto que hasta se sorprendió él mismo—. No quiero morir.
Rami se encogió de hombros y sonrió. Era una sonrisa tranquila y amplia.
Antonio supo enseguida que era el fin, lo leyó en su movimiento corporal. Había adquirido
suficiente experiencia entrevistando a toda clase de personas en el mundo durante su carrera
profesional para saber cuándo le estaban mintiendo o diciendo la verdad. Su captor mentía.
—Tú eres un reportero extranjero, un periodista —dijo alzando los brazos—. ¿Por qué
íbamos a matar a un periodista?
Antonio sentía que iba a perder el conocimiento; notaba la sangre golpeándole en los oídos y
el corazón le latía desbocado.
—No es la primera vez que matáis a un periodista. Además, soy cristiano, lo sabes. Según
vuestras creencias, soy un infiel dispensable.
Rami miró por encima del hombro y masculló unas palabras en árabe a sus hombres. Uno de
ellos puso una silla frente a la cámara y otros dos colgaron, como habían hecho anteriormente,
una gran bandera negra en la pared para que se viera bien detrás de la silla.
—Siéntate, Antonio.
—Tengo que hacer pis. —Sus labios no dejaban de temblar. Levantó un poco la cabeza—.
Me estoy orinando.
Rami se le quedó mirando un instante, se giró y comentó en árabe a los demás hombres
encapuchados que el infiel estaba ya tan muerto de miedo que se hacía sus necesidades encima.
Se escucharon unas carcajadas apagadas.
—Lo siento, no hay tiempo. Puedes orinarte encima. Luego te daré una chilaba. De verdad,
háztelo encima.
—Pero…
—No hay pero que valga —dijo sonriendo—. ¿No es eso lo que decís en España? Mira, solo
será unos minutos, como el primer vídeo. No tienes nada que temer.
Él no dudó ni un instante que le estaba mintiendo y comenzó a temblar, la orina se le escapó,
y la parte delantera de los pantalones se oscureció. Se sintió tan humillado que dio a conocer su
secreto.
—Yo te entiendo —dijo en árabe. Rami dio un respingo y los demás se quedaron quietos
observándolo con asombro—. Os he entendido desde el principio. —Sus rostros cambiaron, sus
risas al ver que se había orinado encima se apagaron; lo observaron estupefactos—. Tú hablas
muy bien mi idioma materno, pero yo también el tuyo.
Rami levantó el brazo. Antonio vio venir el golpe, pero no tenía fuerzas para esquivarlo, o
más bien no quiso. El bofetón fue tan fuerte que se cayó hacia un lado, golpeándose la cabeza
contra la pared. En su fuero interno, Antonio quiso pensar que el fin que habían pensado para él
era sustituido por ese ataque de ira.
—Siéntate en la silla —le ordenó enfurecido.
—No me mates, por favor —imploró.
Rami hizo un gesto a sus hombres y dos de ellos agarraron a Antonio por los hombros, lo
levantaron y le hicieron sentar en la silla. Luego se puso la capucha, y junto con los demás, se
colocó a los lados del prisionero.
Le tendió una botella de agua.
—Bebe un poco, te sentará bien —le dijo haciendo un gesto hacia delante con la mano.
El hombre que estaba tras la cámara asintió con la cabeza y comenzó a grabar.
Rami empezó a hablar en árabe ante la cámara. Señalaba con el brazo extendido al
prisionero, y varias veces a la bandera negra a su espalda, y cuando lo hacía, sus hombres
entonaban la misma frase al unísono.
Antonio Goroicochea escuchaba su agresiva perorata mientras sorbía agua de la botella con
lentitud. Su respiración se hacía cada vez más agitada mientras el terrorista continuaba hablando
sin cesar. Era el mismo argumento que el de la primera grabación, pero esta vez el tono era más
amenazador y el discurso más largo.
De repente, Rami cambió el tono de su alocución. Ahora, vociferaba en español. Hablaba de
lo mucho que había contribuido el islam en España y que pronto dominarían las Islas Canarias,
Ceuta, Melilla y todo el sur de España.
—Iremos a por vosotros donde menos nos esperéis. Y os mostraremos la tragedia, con el
permiso de Alá, en vuestros hogares, mientras estáis decepcionados y en estados de pérdida,
asustados y aterrorizados, desprevenidos y humillados. Sois cobardes e infelices. Nuestra yihad
continuará hasta el Día del Juicio, con el permiso de Alá. Disfrutamos de una gran gracia que
solo conoce aquel que nos la concedió, y le agradecemos que nos permita cortaros el cuello y
sacrificar vuestra sangre por Él.
A Antonio le temblaban tanto las manos que la botella de agua se le cayó a los pies. En el
momento en que hizo amago de inclinarse hacia delante para recogerla, notó que le agarraban
con fuerza del cabello y que tiraban de él con brusquedad hacia atrás, dejando al descubierto su
garganta.
Sintió un profundo calor mientras escuchaba a todos gritar Allahu Akbar, Alá es grande. No
tuvo dolor. Cerró los ojos sabiendo que le había cortado la tráquea. La sangre le corría a
borbotones. Todo se volvió negro.
2

D ios mío, el mundo se va al infierno —dijo Óscar sentado al volante mientras miraba a la
gente a través del cristal; movía un palillo en la comisura de sus labios.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Fabián desde el asiento de atrás, con una mano
tras la nuca y los pies entrecruzados sobre el respaldo delantero; observaba a una pareja de
lesbianas contoneándose al son de la música.
Óscar se quitó el palillo e hizo una mueca como si tuviera un sabor amargo en la boca.
—Es solo una expresión, quiero decir que nos encaminamos hacia la locura —contestó con
desdén.
—Ya, solo una expresión que no tiene el más mínimo sentido.
Óscar alzó la mano señalando hacia el exterior.
—¿No me dirás que el espectáculo de fuera sí tiene sentido?
—Joder, mira que eres sensible.
—Like a baby's ass, motherfucker —dijo riendo, secundado por Fabián.
—¡Ah!, muy buena Boardwalk Empire, pero prefiero Los Soprano.
—Hoy en día enciendes la tele y hay series para todos los gustos. Como decía, esta sociedad
es una mierda.
—Bueno, bueno, una concentración LGTB no quiere decir que se vaya a acabar el mundo.
—¿Y por qué los heterosexuales tenemos que soportar esto?
—Oye, a mí me mola ver a lesbianas pegarse el lote —dijo Fabián con tono irónico, sin
perder de vista a la pareja que sin ninguna inhibición se besaba en medio de la calzada.
—No me vengas con tonterías, quiero decir que por qué tenemos que soportar que se nos
imponga la celebración de un colectivo de la sociedad manifestando sus tendencias sexuales.
—Óscar, estoy lo suficientemente aburrido como para darte argumentos. Estamos en España
y aquí se respeta toda manifestación permitida por el Gobierno. Además, mientras lo hagan de
manera pacífica y haya buen rollito, ¿por qué te vas a sentir molesto? Y te recuerdo que estamos
aquí porque miembros radicales de cierta religión quieren atentar. —Se repantingó en el asiento
al ver pasar a una mujer semidesnuda junto a la furgoneta—. Menuda tía.
Óscar se quitó el palillo.
—No es una tía. Es un tío.
—Pues qué bueno.
Óscar se giró y le lanzó una fugaz mirada desde su asiento, apuntándole con el palillo.
—Será mejor que nos vayamos pronto de aquí o me querrás dar por culo.
Fabián se rio.
—Tú no eres mi tipo. Mira, debes abrazar el estoicismo como método para sobrellevar tu
ansiedad, temores y miedos. Aunque no podemos controlar lo que nos pasa en la vida, podemos
controlar nuestra percepción. —Pasaron a escasos metros de la ventanilla dos chicas con los
pechos al aire; él les clavó la mirada y soltó un silbido, girándose en el asiento hasta que se
perdieron entre la multitud—. En resumen: sé emprendedor de ti mismo.
Como varios agentes operativos del Cervantes, Fabián había estado trabajando en áreas de
conflicto como mercenario para empresas privadas. En zonas como Afganistán e Irak, había que
adaptarse psicológicamente al estado de tensión permanente. Como tantos compañeros, se
ejercitaba todos los días en el gimnasio de la base, y estaba adiestrado para una determinada
forma de combate.
Sin embargo, en Oriente Medio, los enemigos no luchaban como hombres, pues el continuo
peligro estaba puesto en ser blanco de francotiradores y de explosivos improvisados. Los
islamistas no arriesgaban sus vidas, sino que mataban a distancia. Fabián, como Óscar y otros de
sus compañeros, no se habían sentido más vivos que cuando comenzaron a trabajar en el
Cervantes.
La labor de vigilancia era a veces, como aquel día, interminable. Llevaban horas sentados en
el interior de la furgoneta viendo a gente pasar.
—Hablando de gais —continuó diciendo Fabián sin perder de vista la variopinta gente que
paseaba por el exterior—. ¿No fue el maricón que interpretó Peter O’Toole en Lawrence de
Arabia quien comenzó a hacer uso del miedo como arma? Inoculó a los turcos el miedo a viajar
en tren, organizando actos terroristas con artefactos explosivos. Hizo volar durante varios años
las líneas de ferrocarriles al paso de los vagones; igual a lo que hacen hoy día los terroristas
islamistas, pero a gran escala.
—Lo mismo hicieron los miembros del grupo terrorista ETA. Estaban interesados en los
atentados ostentosos, con explosiones espectaculares, e incluso avisaban antes. Pero hoy en día
los islamistas no avisan, sino que utilizan otra estrategia que es la de máximo terror con mínimo
riesgo.
—Como sucedió el 11-M.
Los atentados producidos el 11 de marzo de 2004, en España, fueron una serie de ataques
terroristas en cuatro trenes de la red de Cercanías de Madrid, que causaron casi doscientos
muertos y más de dos mil heridos. Se responsabilizó a Al Qaeda de la masacre, pero a pesar de la
versión oficial, todo indicaba que fue un golpe de Estado muy bien planeado desde la sombra.
—Así es, solo que Al Qaeda no tuvo que ver. —Óscar se quitó el palillo, se giró desde su
asiento delantero y señalándole con el palillo le dijo—: Tú mismo lo has dicho.
—¿El qué?
—Joder, que utilizaron el mismo método que en Lawrence de Arabia. Los cabecillas eran
cabezas pensantes británicos o sudafricanos. Mercenarios, claro está. Unos atentados planeados
por personas que han recibido entrenamiento militar.
—¿Y eso?
—Joder. Eres lelo, Fabián. Solo hay que estudiar las secuencias de las bombas. Es un ataque
típico a un convoy. Primero se ataca al vagón de cabecera para inmovilizar todo el convoy y,
después, se ataca a placer a los vagones de detrás. En los atentados del 11 de marzo de 2004,
¿dónde estalla el primer explosivo? En el tren más avanzado. ¿Cuándo? Cuando está ya parado
en la estación de Atocha. Esto provoca automáticamente la inmovilización de la vía, y unos
minutos después, los otros trenes son atacados de manera sincronizada. ¿Te das cuenta? Es el
mismo patrón que utiliza el maricón de «Lorenzo de Arabia». Quienes organizaron los atentados
del 11-M fueron un comando mercenario anglosajón con entrenamiento militar.
—Tío, escribe un libro.
—Prefiero leerlos. —Tras un momento de silencio en el que solo se escuchaba la música del
exterior, y las voces de la ruidosa multitud que pasaba por el vehículo, Óscar preguntó—: ¿Tú
tienes fe?
—¿Qué tiene que ver eso, tío?
—¿Cómo que qué tiene que ver? Mucho. Ellos nos ganan en este sentido. Mientras nosotros
nos preocupamos por sobrevivir en un tiroteo, ellos están dispuestos y preparados para morir. No
tienen miedo. Ahora mismo, mantenemos una conversación estúpida sobre el colectivo LGTB
mientras ahí fuera hay unos locos a punto de organizar una matanza.
—Entonces ¿quieres decir que, psicológicamente, tienen la guerra ganada?
—Quiero decir que esto no tiene fin mientras en las madrasas sigan adoctrinando en el
yihadismo, mientras los imanes en las mezquitas españolas vomiten sus proclamas radicales.
Fíjate en lo que te digo. Al líder de una célula terrorista le es más fácil convencer a un incauto
joven musulmán de poner en una estación de tren una bomba de fabricación casera, que reclutar
a un terrorista suicida para que se haga explotar en un abarrotado centro comercial.
—Verdaderamente, las grandes potencias tienen que pensar en utilizar otro tipo de estrategias
en países como Irak, Afganistán o Siria. Solo hay que darse cuenta de cómo están entrando cada
vez más terroristas con los inmigrantes ilegales en las pateras. El enemigo se está volviendo cada
vez más ilocalizable.
—No comprendo por qué no se van en dirección opuesta. A Dubái, por ejemplo, capital de
Emiratos, un país musulmán. Allí estarían como Dios, nunca mejor dicho.
—Ciudades como Dubái, Abu Dabi, Doha, etcétera, son puro negocio, tío. Pagan millones y
millones para mantenerse libres de gentuza islámica como la que nos entra en Europa. Mantienen
acuerdos tácitos con los fundamentalistas islámicos para mantener sus lujosas ciudades libres de
terroristas.
—¿Hiciste el curso? —preguntó Óscar mientras movía el palillo con los labios.
—¿Qué curso?
—El curso que dio el psicólogo Joaquín Núñez a todo el personal del Cervantes.
—¿El loquero matasanos?
El teléfono móvil de Óscar sonó. Lo sacó del bolsillo y leyó el mensaje.
—Malditos cabrones.
—¿Qué sucede?
—Han asesinado al periodista Antonio Goroicochea.
—Joder, ¡malnacidos!
—Nadie hizo nada.
—Ahora, ¿quién será el próximo?
—El gobierno de lo políticamente correcto no hizo nada por no enemistarse con los
marroquíes.
—Es de vergüenza.
—¿De qué te sorprendes? Sabías que no iban a hacer nada por liberar a Antonio.
—¿Te das cuenta del lodazal de mierda que es todo esto, tío? El gobierno políticamente
correcto nos vende a Marruecos.
—A los políticos no les importa lo que pensemos.
—No somos más que peones de un gran juego.
—Por eso trabajamos en el Cervantes.
—Nos venden a Marruecos, Argelia y a quien quieran, con tal de firmar contratos
empresariales y no llevarse mal. Todos son iguales. Y de esta hipocresía que abunda en los
políticos occidentales, los islamistas radicales sacan partido. Los políticos se creen que todos los
musulmanes son iguales, pero no es así.
—A ver, listo, ¿cómo diferenciarías a un chií de un suní haciendo trabajo de campo?
—Muy sencillo, le seguiría hasta que entrase a una mezquita.
—Ya, y antes de entrar, verás un cartel que diga «mezquita chií y no suní». Venga, ya
¡hombre! Me refiero aquí, en España, no en Irán.
—Como te iba diciendo —dijo Óscar—, le seguiría hasta una mezquita o un punto de rezo,
pero estaría pendiente de su modo de orar. Porque cuando rezan, los chiíes ubican las manos en
los costados, mientras que los suníes las mantienen hacia el pecho. Otro aspecto es la forma de
vestir, porque los chiíes adoptan ropa occidental con más frecuencia. Los suníes, digamos que
los más ultraortodoxos, se dejan la barba y mantienen cubiertas a sus mujeres. Por otro lado, no
te puedes imaginar las fiestas que se pegan los chiíes a puerta cerrada, con las cortinas echadas
en sus viviendas. ¡La madre que los parió! Corre el vino ¡y a bailar la danza del vientre!
—¿Y cómo distingues a un paki de un indio, de un singalés o de un bangladeshí?
—No conviene utilizar la palabra paki.
—¿Y eso? —preguntó distraído, al tiempo que giraba el cuello para observar a una mujer a
medio vestir, que bailaba de manera sensual en medio de la calle.
—Les parece insultante, ofensivo.
—Vaya, ahora me sales con que eres políticamente correcto. ¿Quién diablos se va a sentir
ofendido? No tiene sentido.
—Hay formas de identificarlos. Por ejemplo, por su manera de hablar o de andar, o por sus
rasgos.
—¡Venga ya, tío! Es como distinguir a un vietnamita de un chino, de un japonés o de un
coreano.
—Los coreanos son más altos.
—Oye, lo que estás diciendo puede ser indicio de racismo subyacente —dijo Fabián entre
risas.
—En esta época diplomática hay que tener cuidado con las palabras que se utilizan.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Según mi experiencia, a las minorías se les permite más libertades que a la mayoría —
contestó Óscar señalando el exterior—. Mira ahí fuera. ¿Crees que esta comunidad LGTB
representa a la mayoría de los ciudadanos? ¿No has pensado en que el alarde público de su
tendencia sexual puede ofender a otro colectivo?
—Vale, te vas por las ramas.
—Volviendo a lo que decías, Fabián. Dime tú cómo diferencias a un argelino de un marroquí
o de un árabe de Oriente Medio.
—Desde luego, por la forma de hablar. Pero ¿qué importancia tiene que un terrorista sea
bangladeshí, paquistaní o indio?
—Sirve de mucho. No solo para realizar estadísticas y estudiar los cambios; sino de modo
fundamental, para conocer y predecir comportamientos.
—¿Comportamientos? Para los musulmanes radicales, solo existe un mundo en blanco o en
negro. Y ellos lo tienen muy claro. Los hombres escogen para su vestimenta el color blanco, que
refleja el sol, mientras que dejan el negro para las mujeres. ¡Toma ya! El color negro, que
absorbe el sol, para que se asen las mujeres. ¿No te parece un poco cruel?
—Es que para ellos el mundo es de hombres, y por eso usan el color blanco, como el papa.
No hay que ir a Irak o Afganistán para darse cuenta. Paséate por algunos barrios de Alemania,
Francia o incluso de Inglaterra, y lo verás.
—Por cierto, ¿cómo crees que los británicos distinguen a un turco de un bosnio o de un ruso?
¿O a un jamaicano de un africano? Los fichan, los clasifican. Y por ello no hay que sentirse
ofendido. Es así como luchan contra las mafias.
A través de sus pinganillos, escucharon la voz de Julián Fernández, que monitorizaba la
operación desde el Cervantes.
—Vamos a ver, prehistóricos. ¿Seríais tan amables de centraros? Toda esta conversación está
siendo grabada.
—No nos vaya a llevar a los tribunales, jefe —dijo sonriendo Óscar.
—A veces tu sentido del humor es exasperante.
—Mensaje recibido y comprendido, jefe —respondió moviendo una mano hacia una de las
diminutas cámaras ocultas, situadas en el techo de la furgoneta.
Fabián se incorporó en el asiento trasero al ver que Varun Grover se acercaba.
—Atento —exclamó—. Aquí viene el indio.
Varun abrió la puerta corredera de la furgoneta y la cerró de inmediato mientras tomaba
asiento. Fabián silbó de manera irónica, y Óscar y él se rieron del aspecto que tenía.
—Eres la versión Homer Simpson de Freddie Mercury —comentó Óscar tronchándose de
risa.
—Si eres gordo, pero eres inteligente, sigues siendo gordo, y lo sabes, lo sabes porque eres
inteligente. Ahora bien, si eres musculitos, pero no tienes nada en la cabeza, solo eres
musculitos.
Desde su asiento frente al volante, Óscar hizo amago de aproximarse a él y se rio.
—A ver, ¿no te dije que fueras a donde está Laura? —le recriminó Óscar.
—Chicos —dijo Varun mirando a uno y otro—, Laura se ha cargado a uno de ellos y me dijo
que me largase.
—Fantástico, tomando acción según su criterio. Así acaba con los malos ella sola y nos
largamos de aquí.
—Laura se acerca —anunció Fabián—. Atentos a su indumentaria, que es de infarto.
Óscar no disimuló y observó con absoluto descaro y la boca abierta el ajustado vestido que
llevaba puesto.
—A ver, ¿os vais a quedar aquí todo el día o seguimos con esto? —dijo ella echando chispas
por los ojos nada más entrar a la furgoneta y cerrar la puerta.
Laura García había estado realizando el seguimiento a Omar Adlbi. Era el musulmán más
guapo que había conocido desde que se dedicaba a la lucha contra el terrorismo islámico.
Se llegó a preguntar qué otra vida pudo tener aquel joven si no hubiera estado imbuido por el
adoctrinamiento islamista radical. Hubiera hecho feliz a una joven, se hubiera comportado como
un hombre joven normal, un ciudadano más cuya preocupación habría estado formada por la
responsabilidad de poder tener un puesto de trabajo digno para sostener a una futura familia.
Había adquirido hacía poco material explosivo y, en el Cervantes, habían averiguado que
planeaba provocar una masacre durante la fiesta del colectivo LGTB en Barcelona. Su fin era
matar o mutilar al mayor número posible de personas.
—Estamos a la espera de tus órdenes —contestó Óscar.
—Está situado en la cafetería Cosmos —informó ella. Varun, de inmediato, comenzó a
mover los dedos sobre una pantalla táctil adherida al respaldo de un asiento. Mientras tanto,
Laura dijo a través de su pinganillo—: Julián, envía a un equipo de limpieza al apartamento 3B.
—Ahora mismo —se escuchó.
Obteniendo imágenes desde los dispositivos que había colocado en la calle, Varun Grover
comenzó la lectura facial de la multitud agolpada.
Datos con nombres, edades y nacionalidades iban surgiendo de manera rápida, hasta que
localizó a Omar Adlbi, de pie, junto a la mencionada cafetería.
—Ahí está —señaló Varun—. Lleva una gorra y una mochila a la espalda.
—No es necesario estar entrenado por el Estado Islámico para empezar a disparar como un
energúmeno en un centro comercial o en un lugar público abarrotado de gente. En esa bolsa,
contiene suficiente explosivo para matar a un centenar de personas. —Laura miró a Fabián y a
Óscar, preguntó—: ¿Estáis listos?
Óscar respondió de manera afirmativa.
—Que empiece el baile —dijo Fabián incorporándose para salir de la furgoneta.
Laura salió del vehículo y se mezcló entre el gentío con absoluta destreza. Fabián la seguía a
corta distancia. Él era el especialista en desactivar explosivos.
Mientras, Óscar movía la furgoneta hacia una calle transversal. Con anterioridad, ya había
planeado la ruta de huida.
«A las tres y media, sospechoso», escuchó Laura por su pinganillo. Se giró en aquella
dirección. Movió los ojos de derecha a izquierda con rapidez. Su respiración era agitada.
Reconoció a Omar.
Laura sacó su pistola y sujetó el arma con el cañón hacia abajo. Fue caminando entre la
multitud. Fabián se movió en diagonal.
Allí estaba, al lado de una papelera, con la mochila sobre sus hombros. Conforme Laura se
fue acercando, vio cómo se la quitaba de la espalda y la mantenía sujeta con una mano.
—Alerta. Va a dejar la mochila. Mierda, no llego con tanta gente —dijo Laura.
—Estará preparada para ser activada a distancia —respondió Fabián a través del pinganillo.
Laura se fue acercando hacia el otro lado de la calle con aire resuelto, procurando no parecer
demasiado entusiasmada por el ambiente festivo.
Omar Adlbi observaba a la muchedumbre que saltaba y cantaba. Una canción inglesa sonaba
al mismo tiempo que otra española. El ruido musical era estruendoso. Le llamó la atención una
atractiva mujer morena que caminaba hacia él. Se dio cuenta de que lo miraba con atención. Por
un instante, pensó en desviar la mirada, pero aprovechó que no tenía a ningún compañero
consigo y admiró sin descaro sus pechos. Ella le sonrió mientras se aproximaba. Omar, cautivado
por la atención que aquella mujer semidesnuda le mostraba, le devolvió la sonrisa, dejando al
descubierto una dentadura grande y perfecta.
Entonces, ocurrió lo inevitable.
Omar giró la cabeza hacia la mochila, que había dejado en el suelo, a sus pies. La bala
impactó sobre su sien derecha y salió por el lado opuesto, acompañada de sangre y una sustancia
gris que se esparció por la cristalera de la cafetería Cosmos.
Cuando el cuerpo cayó en el suelo, recibió dos disparos más a la altura del corazón. No se
produjo un súbito alboroto, ya que la multitud no se percató de inmediato de lo sucedido. Fue
cuando un grupo de jóvenes gritaron, cuando las personas que estaban a pocos metros corrieron
en dirección opuesta al suceso. Laura se agachó, le registró y sacó sus pertenencias, además de
un pequeño aparato negro para accionar la bomba a distancia.
El pecho de Laura subía y bajaba al respirar y tenía las mejillas encendidas. Hizo un gesto a
Fabián y este se acercó corriendo; cogió la mochila, la abrió con rapidez, manipuló el explosivo
del interior, lo extrajo y tiró la mochila vacía a un contenedor.
Era hora de irse.
3

E l Honda CRV frenó frente al almacén.


Los pasajeros permanecieron en sus asientos durante un tiempo observando el exterior.
Karthik, desde el asiento de copiloto, señaló al frente. A unos cincuenta metros de distancia,
una motocicleta Royal Enfield aparcó junto al bordillo.
—Creo que nuestro cliente es ese.
Su acento al pronunciar el hindi, que no podía evitar, reflejaba su origen del estado del sur,
Tamil Nadu. Además, era algo más mayor y robusto que su compañero.
—Tiene pinta de serlo —dijo Anil.
Su aire de estrella de Bollywood solo se veía estropeado por una serie de feos agujeros en el
rostro, que intentaba evitar a base de cremas que no hacían efecto. Su rostro picado era
estremecedor.
—Vamos a ver cómo se porta —añadió Karthik.
Salieron del vehículo y se dirigieron hacia un viejo almacén.
Anil subió la reja metálica y los dos entraron en el interior.
David Ribas se bajó de la moto y cruzó la calle.
Los dos hombres esperaban de pie. El almacén estaba vacío, excepto por varias mesas
cubiertas con plástico. Una rata enorme cruzó a toda velocidad y se escabulló con rapidez entre
varias cajas apiñadas en un lateral.
—Si no eres quien dices que eres, eres hombre muerto —advirtió Karthik. Su voz resonó por
el eco.
David sonrió y levantó las manos; en una sostenía una bolsa.
—Mi contacto me dijo que vendéis armas. Yo quiero comprar, y por eso os traigo el dinero, y
sin ningún respaldo. Podéis registrarme.
—Claro que lo vamos a hacer —contestó él haciendo una señal con la cabeza a su
compañero.
Anil se aproximó y lo cacheó.
—No lleva nada.
—Mira en el interior de la bolsa —le ordenó Karthik desde la distancia, arrugando el
entrecejo.
Anil le arrebató la bolsa sin obtener resistencia.
—Billetes. Nada más —dijo al observar el interior.
Karthik se aproximó a una mesa que estaba junto a una pared y tiró de un plástico que cubría
varias cajas.
—Acércate y estudia la mercancía —dijo haciendo una señal con la mano para que se
aproximara.
David se acercó y levantó la tapa de una caja.
—No quiero fusiles.
—Ya lo sé. Me dijeron que buscas pistolas. Solo quería enseñarte estas armas que hemos
recibido hace poco.
Anil puso ante David una caja metálica.
—Mira si te gusta lo que hay dentro. El precio incluye cuatro cajas de proyectiles.
David abrió la caja. En su interior, había cuatro pistolas en sus nichos de gomaespuma. Cogió
una y la examinó. La dejó en su sitio e hizo lo mismo con las otras tres.
—¿Cuánto por las cuatro?
—Cuatro mil —respondió Karthik.
—Dólares —puntualizó su compañero señalando la bolsa.
David sonrió. Sacó un fajo de billetes de cien, luego sacó tres más y luego otros tres.
—Aquí los tienes.
Anil iba a coger el dinero, pero Karthik se adelantó y comenzó a contarlos.
—Hay un punto que quiero discutir —comentó David.
—¡Ah!, ¿sí? —dijo Karthik mientras pasaba con rapidez las yemas de los dedos por los
billetes.
—Una de las armas ha sido usada.
Anil se encaró.
—No puede ser, ¿cuál?
David sacó de la caja la pistola a la que se refería.
—Aquí, esta —dijo mostrándosela.
—Bueno, pero solo como prueba —añadió Anil. Desmontó la pistola con absoluta destreza,
pieza a pieza, y añadió—: Es un arma de calidad.
Karthik hizo un chasquido con la lengua.
—Tenemos un problema —dijo alzando el último fajo de billetes—. Faltan trescientos
dólares.
—He dicho que una de esas armas ha sido usada.
Karthik meneó la cabeza con pesar.
—No ha sido utilizada contra nadie. Mi compañero te ha dicho que solo han sido disparos de
prueba.
—Cuatro mil es mucho.
Karthik suspiró. Con un golpe sobre la mesa, dejó los fajos de billetes y los empujó hacia
David.
—Ese es el precio. Lo tomas o lo dejas.
Hubo un silencio.
—Hay otra opción —intervino Anil.
—¿Cuál? —preguntó David.
—Por ese precio, puedes llevarte dos Glock y te olvidas de estas.
David alzó una mano.
—No, gracias —dijo siguiendo con su fingida actuación—. Se encasquillan y dejan
casquillos por todas partes.
—No opino de ese modo —dijo Karthik—. Si sabes cómo utilizar la Glock, puede ser más
fiable que cualquier otra pistola.
David sonrió.
—No, gracias. –Sacó de la bolsa otro fajo de billetes y se lo tendió—. Aquí tienes los
trescientos que faltaban, pero añade la munición.
Karthik asintió con la cabeza y le dedicó una sonrisa forzada.
—Ya te dijo antes mi compañero que está incluida en el precio. No comprendo tu
desconfianza.
—Entonces, trato hecho.
Karthik examinó con lentitud los billetes y, al terminar, hizo un gesto de asentimiento a Anil.
—Según tú, cuándo se trata de matar a alguien, las pistolas te facilitan en gran manera el
trabajo, ¿es así? —preguntó Karthik con tono de curiosidad.
—Así es —contestó David—. Digamos que el cuchillo es algo más personal, ya sabes. Hay
que mirar a los ojos, acercarte y hundirlo en la carne. Con un arma, es relativamente sencillo,
apuntas, aprietas el gatillo y la tecnología hace el resto.
Anil trajo las cajas de proyectiles, las abrió para que David viera el interior, las cerró con
ruido sordo y las puso sobre la caja metálica.
—Encantado de hacer negocios con vosotros —sentenció mientras juntaba las palmas de las
manos a la altura del pecho. Ellos le imitaron.
David metió las cajas en su bolsa, la puso bajo su brazo izquierdo y se dispuso a salir del
almacén.
—Si en un futuro necesitas algo más, ya sabes cómo ponerte en contacto con nosotros —dijo
Karthik alzando la voz a su espalda mientras se alejaba.
Tres hombres aparecieron en la entrada obstaculizando la salida a David.
Uno de ellos, el más grande, sacó un cuchillo de trinchar con el mango de madera. Otro
hombre se metió la mano en el bolsillo del pantalón vaquero y extrajo una navaja automática. El
tercero llevaba un bate de béisbol en la mano.
—¿Qué se supone que es esto? —preguntó David mirando hacia atrás, en dirección a
Karthik.
—Muy sencillo: que nos quedamos con el dinero y con las armas.
—Ah, ¿sí?
—Aquí has venido a perder el tiempo. Deja las armas en el suelo y vete. Si no dejas las
armas, mis hombres te convencerán para hacerlo.
—Yo pierdo el tiempo que haga falta siempre que me dé la gana, no porque me lo diga un
simio como tú. —Karthik frunció el entrecejo y David comprendió que lo había ofendido—.
Cuanto lo siento. No quería decírtelo de esta manera. A decir verdad, los simios son demasiado
buenos para que una persona como tú pueda descender de ellos.
Khartik hizo un gesto con la cabeza hacia los hombres.
El hombre del cuchillo de trinchar se aproximó a David con una mirada de odio. Él le
respondió con una sonrisa.
El cuchillo chocó con estrépito contra el suelo de cemento. Luego la navaja y enseguida el
palo de béisbol.
No sabían con quién se enfrentaban.
4

J oaquín Núñez, el psicólogo del Cervantes, era quien evaluaba a los empleados y realizaba un
correspondiente informe sobre si una persona era apta para un destino determinado, si estaba
dañada psíquica o anímicamente. o si presentaba los más mínimos síntomas que pudieran
galvanizarse luego.
Sus reuniones con el personal eran aleatorias, pero normalmente se realizaban tras el
cumplimiento de una operación, sobre todo si esta era considerada “delicada” y de un nivel
“significativo”, y de cuyas acciones se habían sucedido repercusiones “dramáticas”.
Su principal cometido era hacer un seguimiento de las personas expuestas a situaciones
conflictivas. Durante las reuniones con ellos, observaba el lenguaje corporal, verbal y cualquier
señal sutil que denotase un punto importante para evaluar la situación de la persona que tenía
enfrente.
Pero el departamento del psicólogo Joaquín Núñez, en el Cervantes, hacía algo más que el
mero propósito de tener controlados a los empleados. Desarrollaba una peculiar labor contra el
crimen organizado y el terrorismo.
Buscaba puntos débiles en las personas para poder manipularlas, y una vez realizados sus
informes, junto con Julián Fernández, estudiaba de qué manera se podía explotar aquella
información íntima y personal.
Para el Cervantes, era tan importante el departamento de psicología como cualquier otra
labor imprescindible. Sus informes sobre las personas eran tan brutales que incluso se realizaban
operaciones clandestinas para manipular vidas.
Como jefe del departamento de psicología, Joaquín se encargaba de asesorar a los agentes
operativos durante aquellas peculiares operaciones contra determinadas personas.
Se cancelaban sus vuelos de pronto y sin explicación aparente, se les estropeaba el coche o
les dejaban sin conexión wifi en sus residencias. Tenían carta blanca para hacer uso de la
imaginación si querían presionar a un individuo. Cancelar la hipoteca de un inmueble, cerrar
cuentas bancarias de un día para otro, emitir facturas duplicadas de cualquier cosa que hubiesen
adquirido, e incluso generar multas de tráfico por infracciones que no habían cometido. Agentes
del departamento se introducían en las viviendas y mezclaban en sus comidas y bebidas polvos
que cambiaban el comportamiento psíquico.
El resultado era tal que las vidas de las personas que tenían como objetivo se convertían en
un desastre total.
Este tipo de trabajo lo realizaban sobre todo con las personas más duras, como gánsteres,
jefes de carteles de droga y del tráfico de personas, multimillonarios y magnates árabes, rusos o
chinos. No había líderes de mafias y del crimen organizado que se les pudiera escapar.
El objetivo era desestabilizarlos psicológicamente, porque comenzaban a cometer errores en
sus actividades, y era entonces cuando el Cervantes obtenía todo tipo de información. Una vez
completada esta fase, Julián Fernández daba la orden para la siguiente: detenerlos o eliminarlos.
En una ocasión, en Marbella, secuestraron a los chihuahuas de la mujer de un magnate ruso
que vendía armas en el mercado negro. La mujer acabó tan amargada por la desaparición de sus
queridos animales que sufrió un ataque de ansiedad. En aquellos momentos, su marido se
encontraba cerrando una operación multimillonaria con el dictador de un país africano. La mujer
comenzó a fastidiar tanto a su marido que este la golpeó. Ante la denuncia de un ciudadano
anónimo, que argumentó que se estaba produciendo violencia contra una mujer, la Policía
Nacional se presentó en el yate atracado en Puerto Banús, y encontraron un cuerpo mutilado en
el suelo de la cocina.
Ni el magnate ruso ni su mujer ni ningún otro empleado de la embarcación pudieron saber
nunca cómo pudo acabar el cuerpo de un traficante de drogas ucraniano asesinado en la cocina
de la embarcación.
En otra ocasión, la Policía Nacional necesitaba reunir pruebas sobre un imán de origen libio
que pertenecía a la comunidad islámica de un pueblo de Valencia. Este hombre constituía un
enorme peligro y formaba parte de un comando que había partido desde Siria y que, según las
fuentes policiales, había logrado acceder a España en patera a través de las costas de Almería.
A pesar de que la conducta del imán, predicador de ideología salafista-wahabí, constituía una
amenaza real y suficientemente grave para la seguridad nacional, la policía no conseguía la
autorización judicial para su inminente expulsión, debido a que el ministro del Interior bloqueaba
el proceso administrativo a través de los políticos afines.
Enterados de esta situación, el departamento de Joaquín Núñez instaló unos aparatos que
desprendían ondas sónicas desde los cercanos postes de la mezquita. El nivel de potencia de estas
ondas fue aumentando conforme pasaban los días. Al final del primer mes, tres islamistas
radicalizados que tenían fichados se suicidaron. El imán fue sufriendo paulatinamente ataques de
ansiedad, hasta que llegó el día en que le pasó factura durante una soflama radical. Cogió una
pistola que nunca había utilizado antes y decidió, con excesivo entusiasmo, enarbolarla frente a
sus fanáticos seguidores.
Aquel momento fue grabado en vídeo en secreto. Tras realizar las gestiones legales
pertinentes, la Secretaría de Estado de Seguridad expulsó a dicho imán, imponiéndole además la
prohibición de entrar en España.
En otras ocasiones, cuando consideraban que habían apretado hasta el límite a las personas
que tenían como objetivo, y se encontraban anímica y psicológicamente al borde del colapso, se
iniciaba otro proceso en la operación en el que se les chantajeaba de tal manera que se convertían
en meros instrumentos del Cervantes, mostrándose colaboradores ante cualquier cosa que se le
pidiese para salir del infierno en que se habían convertido sus vidas.
Otras veces, hacían experimentos con políticos y empresarios. ¿Cómo reaccionarían ante
ciertas situaciones inesperadas? ¿Qué pasaría si de repente se vieran seducidos por una atractiva
mujer? ¿Cómo responderían si un agente de inteligencia extranjero les propusiese espiar para
ellos? ¿A quién acudirían si se produjese una inesperada situación en sus vidas? ¿Qué haría tal
político si un empresario le ofreciera dinero por obtener la comisión de un contrato público?
Obtenían información de una persona que ningún hacker, espía o utilizando los medios
policiales convencionales podían conseguir. La razón estaba en que, basándose en sus informes,
podían acertar en deducir la futura reacción de una persona ante un determinado suceso.
Pero aquella mañana, Joaquín Núñez no estaba realizando una operación sino una reunión
con Laura García.
Él conocía todo lo concerniente a su vida profesional y privada. Laura había tenido en los
últimos años alguna que otra pareja sexual, aunque ninguno de ellos podía ser considerado como
novio. Laura estaba por completo enfocada en su trabajo, cuya prioridad era salvar vidas y
proteger a los ciudadanos españoles de atentados terroristas. Empleaba poco tiempo en
actividades que no estuvieran relacionadas con su labor de agente operativa. Estaba resignada a
la soltería y ya se había convencido de que nunca formaría una familia.
Joaquín Núñez era consciente de que ella era una persona especial. La presencia de alguien
tan hábil como Laura le hacía tomar las riendas de la conversación de manera un tanto
enrevesada, para causar confusión y poder pillarla desprevenida, diciendo algo de manera
inoportuna sin medir sus palabras.
—¿Te gusta tu trabajo?
Ella se cruzó de brazos y sonrió.
—A estas alturas ¿me haces este tipo de preguntas?
—Contéstame, por favor.
—¿Qué quieres que responda? ¿Qué eres un loquero que te has propuesto mandarme al paro?
—No empieces, Laura —le espetó.
Ella lo miró fijo y dijo:
—No vendría aquí a trabajar si no me gustara.
—Pones en riesgo tu vida por el sentido del deber. De acuerdo, no estás aquí por el dinero,
aunque desde luego tu salario es bastante abultado. Pero, dime ¿qué te gusta?, ¿trabajar rodeada
de hombres?
—¿Te has levantado hoy caliente? —respondió guiñándole un ojo.
Joaquín Núñez resopló.
—Contéstame.
—Es estimulante —dijo sonriendo.
Él frunció el entrecejo.
—No creo que sea solo por la descarga de adrenalina.
—Aunque suene cursi, el desafío me estimula.
—La mayoría de las veces, tienes que enfrentarte a hombres muy malos…
—Ha habido una o dos excepciones —dijo interrumpiéndole—, pero sí, la mayoría de los
terroristas a los que me enfrento y persigo a diario son hombres, si es a eso a lo que te refieres.
—¿Te estás mudando de vivienda?
—Vaya giro de preguntas. Tu departamento se mete en la intimidad de todos nosotros.
Acabáis sabiendo más que nuestros propios amigos o familiares. ¿Esta vez no quieres saber si
estoy saliendo con alguien?, ¿algún contexto más emocional e íntimo?
—Laura…
—Sí, me mudo. Estoy tramitando los papeles para la compra de una vivienda con una
agencia inmobiliaria.
—¿Cerca?
—Prácticamente. Seguro que en mi informe ya tienes apuntada mi nueva dirección.
—Las mudanzas siempre son un tremendo dolor de cabeza.
—Para mí, no —puntualizó ella con una amplia sonrisa—. Ya tengo apalabrado el
compromiso de los miembros de mi unidad para empaquetar y cargar cajas. Son todos hombres,
por cierto.
—Todas tus pertenencias tendrán que pasar el filtro de seguridad antes de ser trasladadas.
Laura sonrió y negó con la cabeza.
—Mira, mi clasificación de seguridad es la más elevada en toda esta organización. Además,
no me llevo ningún mueble, y mis pertenencias personales caben en cinco o seis cajas de cartón,
más un par de bultos.
—Si no trasladas muebles, ¿para qué necesitas al equipo de tu unidad?
—Ah, no has puesto tus ojos en mi figura nada más entrar, ¿eh? —Laura rio y le señaló con
el índice—. Tu lector de mente que se dedica a meterse en la cabeza de los demás te deja en
evidencia. Tengo un equipo de fitness. Mancuernas, barras, una bicicleta estática de spinning,
discos, pesas rusas... Para ese tipo de peso necesito a mis musculados hombres.
—Ayer disparaste a un hombre en plena calle.
—¿Ahora vamos a entrar en ese terreno?
—Minutos antes, en el interior de un edificio, mataste a otro hombre y torturaste a otro —
Joaquín observó su fichero y levantó la vista—. Las fotos que muestran cómo encontró nuestra
unidad de limpieza a ese hombre son brutales. Le metiste una bala en un ojo, pero antes lo
torturaste.
—Eran terroristas islamistas que iban a cometer un atentado. Sobre ese otro, necesitaba una
información primordial. Simplemente me limité a conseguirla.
—¿Te resultó más fácil matar sabiendo que eran terroristas?
—Iban a matar a inocentes. Mi trabajo es proteger la vida de las personas.
—¿Crees que tomaste la decisión acertada? En esa operación Julián no te dio luz verde para
que eliminases a esas personas. Pudiste haber inmovilizado al hombre que huía del apartamento,
por ejemplo, o incluso herir al otro hombre y ahora los tendríamos bajo interrogatorio. Actuaste
sin previa orden.
—¿Por qué no me preguntas si puedo sufrir estrés por no saber nunca si seré yo la siguiente
en morir? Yo tomo una decisión en el momento crítico, difícil, donde del modo en el que yo
reaccione dependerá si viven o no muchas personas inocentes. Sí, tienes razón y ya lo hablé con
Julián horas después. En aquel momento asumí una decisión delicada, tomé una decisión
correcta sin su previo consentimiento, porque ellos, desde la sala de operaciones, no podían
observar lo que yo sabía.
»En ese apartamento había dos terroristas islamistas de los que podía conseguir la vital
información de en qué preciso lugar pensaba atentar Omar. —Laura arrugó la frente y añadió—:
Y no los ejecuté como castigo, sino que cumplí con mi deber disparándoles para evitar que
mataran a otros. Así de sencillo.
5

D avid Ribas se encontraba en una cafetería sorbiendo un té masala mientras veía las noticias
en el televisor que colgaba de la pared.
En la pantalla, un hombre de mediana edad y una mujer con sari y labios gruesos se estaban
riendo de nada en particular. En unos segundos cambiaron el semblante y representaron unos
rostros de fingida preocupación.
Mientras su compañero miraba a la cámara con expresión desafiante, con el rostro contraído
la mujer anunció el secuestro del director de una empresa agropecuaria española en Marruecos.
—Una vez más se ha producido un nuevo secuestro en el norte de África —explicó la
locutora—. Esta vez en Marruecos. El empleado es un hombre de nacionalidad india llamado
Narendra Singh, de treinta y nueve años, que trabaja como director internacional para una
empresa española en la región de Agadir, al suroeste del país. Ha sido secuestrado por un grupo
terrorista islámico que exige la retirada de las fuerzas de seguridad españolas de las Islas
Canarias, y el reconocimiento de Ceuta y Melilla como territorio marroquí.
En la pantalla apareció Narendra Singh de rodillas, rodeado de un grupo de personas con
pasamontañas que no dejaban de gritar eslóganes en árabe.
—Este suceso ha ocurrido después de que hace unos días un periodista español fuese
secuestrado y asesinado también en Marruecos, después de que el gobierno de España ignorara
las demandas impuestas por los captores.
«Vaya, ahora hay que jugar con la semántica —pensó David Ribas—. El degollamiento de
un rehén lo causan modernos Robin Hoods, y quien no acepta sus demandas es culpable y
cómplice de sus atrocidades. Así nos va».
Su teléfono móvil sonó. Tras ver el origen de la llamada, contestó.
—¿Estás viendo las noticias? —preguntó una voz femenina.
—Así es.
—Tenemos que vernos.
David alzó la mirada, se fijó en el sucio reloj Ajanta de pared y calculó el tiempo de su
trayecto.
—Estaré contigo en cuatro horas.
—Muy bien.
6

L aura salió del ascensor y caminó por el pasillo. Miró de nuevo la pantalla de su móvil.
Varun Grover no había leído el mensaje en el que le informaba que tenía que ir con urgencia
a la planta superior para reunirse con ella y Julián Fernández.
Llegó a una puerta en la que había un interfono con varios botones en un lado. Pulsó uno de
ellos y levantó la vista, sonriendo hacia la cámara de circuito cerrado que controlaba el acceso.
Tras un zumbido, entró y recorrió otro pasillo.
Luego de cruzar varios departamentos, llegó a una puerta y la abrió sin esperar permiso para
entrar.
Se quedó quieta observando cómo Varun Grover y tres informáticos tecleaban al mismo
tiempo en sus consolas mientras imágenes pornográficas aparecían en las pantallas.
En una pared había una docena de fotografías pegadas, planos e imágenes de vigilancia
captadas con teleobjetivos. Laura, por el tipo de calles, supo de un vistazo que se trataba del
Reino Unido. Debajo de cada fotografía había un papel con la descripción de cada hombre,
además de detalles físicos.
Varun se puso en pie de un salto, levantó la mirada hacia la pantalla central y se quitó las
gafas.
—No veo bien.
—Toma estas —le dijo un informático ofreciéndole las suyas al tiempo que seguía tecleando
en su ordenador.
Varun se quedó pasmado mientras veía en una de las cuatro pantallas un coito entre una
mujer y un hombre.
—¿A este nivel hemos llegado? —preguntó Laura en voz alta.
Un informático se giró, y al ver la presencia de Laura García, llamó la atención a Varun
tocándole la espalda.
—No sabes lo que he descubierto —dijo él con tono risueño.
—¿El enigma de la procreación? ¿Que las cigüeñas no existen?
—Mira —le dijo ofreciéndole las gafas.
Laura permaneció quieta con la mirada desafiante puesta en Varun, sin saber si coger las
gafas o no. Se las arrebató de las manos y se las puso. Entonces se dio cuenta de lo que en verdad
sucedía. Sobre las imágenes de los vídeos pornográficos, se podían leer textos en columnas como
si estuvieran escritos en WhatsApp. Estaban en inglés, con faltas ortográficas, y se mezclaban
con palabras sueltas en urdu.
—Es una célula que hemos detectado en Manchester —explicó Varun—. Son islamistas de
origen paquistaní. Utilizan un medio de comunicación bastante peculiar, ¿verdad que sí?
Ella se quitó las gafas y se las devolvió.
—Y que lo digas —dijo alzando la vista hacia la pantalla donde una mujer desnuda estaba
sentada a horcajadas sobre un hombre—. Si antes eran sucios, ahora son unos guarros
pervertidos.
—No lo comprendes. A través de estas páginas pornográficas, pueden realizar este tipo de
comunicaciones. Es un nuevo método para enviar mensajes entre células y lobos solitarios, para
predicar el terror y para instruir. Solo pueden ser leídos con este tipo de gafas. Las
comunicaciones las sobreimpresionan digitalmente en las grabaciones pornográficas.
—¿Cómo lo has averiguado?
—La policía metropolitana de Londres encontró este tipo de gafas en varios apartamentos de
personas vinculadas con el terrorismo islámico. No sabían cuál era su uso. A nosotros nos
despertó la curiosidad.
—¿Hackeaste a la policía británica?
—No, al MI5 —intervino ufano un informático mientras continuaba tecleando en su
ordenador.
—Primero creíamos que eran para participar en algún tipo de juego virtual —continuó
explicando Varun—, como complemento para ver en 3D o algo similar. Pero no. La verdad es
que esta gente se está profesionalizando muy rápido en sistemas informáticos. Ya no solo crean
aplicaciones en teléfonos móviles para difundir sus mensajes, sino que llevan a cabo estos
adelantos.
—Estamos en la era digital descerebrada.
—Por cierto, ¿qué quieres de mí? —preguntó mostrando una sonrisa de oreja a oreja y
guiñándole un ojo.
Ella le soltó una obscenidad articulando las palabras sin pronunciarlas.
—Tenemos reunión urgente con Julián.
—¿Por el último secuestro producido en Marruecos?
—Tú sube —dijo dirigiéndose hacia la puerta—. Y la próxima vez, estate atento a tu móvil,
no quiero llevarme otro sobresalto viendo cómo trabajas.
7

D avid Ribas llamó a la puerta con los nudillos. La abrió un hombre de más de un metro
noventa. Era uno de los últimos guardaespaldas profesionales que Hassena madame, como
popularmente la llamaban, tenía como protección privada.
—David, me alegro de verte.
Hassena mantuvo la mirada fija en unos documentos, los firmó y se los entregó a una persona
que permanecía con diligencia a la espera; el guardaespaldas le abrió la puerta, y tras marcharse,
David Ribas se acercó y tomó asiento.
—Todo salió como estaba previsto —dijo él.
—No todo.
—No, no todo. Ellos querían las armas y el dinero, pero no consiguieron salirse con la suya.
—David, se suponía que, haciéndoles el seguimiento, podríamos conocer todo el entramado
del negocio de venta de armas desde Sri Lanka.
Habían marcado los billetes con un sofisticado seguimiento electrónico, no perceptible a
simple vista. El plan era que, una vez entregado el dinero, se les pudiera seguir el rastro hasta
conocer toda su organización y red de contactos.
—La situación se complicó, Hassena.
Ella se levantó y movió la cadera, haciendo estiramientos.
—Tengo que seguir con mis ejercicios de yoga, porque tantas horas sentada en esta silla me
van a destrozar la espalda. —De pie, junto a su larga mesa de madera maciza, daba la impresión
de dirigir todo el país. Iba vestida como solía ser habitual en ella, con un sari de color verde
claro. Tomó de nuevo asiento y añadió—: David, ya está siendo habitual. Lo que ocurrió en el
almacén fue una matanza.
Él refunfuñó.
—Hassena, eran cinco contra uno.
—Seis. Cinco en el interior, pero fuera encontraron un cuerpo tendido en plena calle.
—Seis, vale. Me tendieron una trampa. No querían que saliera vivo.
—¿Crees que sospecharon algo?
—No. Lo que sucedió es que debía haber hecho una compra mucho mayor. De este modo,
hubieran pensado que sería un buen cliente y no un simple matón que hace una compra y luego
desaparece, bien porque ha acabado muerto, bien porque ya tiene su arma y no va a comprar
más.
—¿Qué sugieres?
—Que la próxima vez vaya acompañado, que me vean como jefe de una banda criminal, que
se note el poder adquisitivo que tenemos y esperen más compras por nuestra parte.
—Bien, lo tendré en cuenta para cuando se presente la oportunidad, porque después de lo
ocurrido, cualquier vendedor de armas estará sobre aviso. Ahora, empecemos con lo prioritario,
el secuestro que se acaba de producir en Marruecos. Como está siendo evidente, la situación
actual en tu país de origen cada vez es más complicada. Tus compatriotas se comportan como
verdaderos ovejunos.
—Preocupante —apostilló él.
—Peligrosa. Algún español llega a balar, a lo mucho, pero el resto ni se manifiesta ni toma
conciencia del peligro que supone la invasión de inmigrantes ilegales musulmanes.
—¿Desde cuándo está secuestrado?
—Desde hace dos días. —Hassena señaló la pantalla de televisión y pulsó el mando a
distancia. Los primeros cincuenta segundos no habían sido emitidos por la televisión india, por lo
que no aparecía el logotipo del canal—. Estas imágenes son más nítidas que la versión
retransmitida.
Vieron en silencio el vídeo enviado por los terroristas al gobierno indio. En las declaraciones,
decían que el ciudadano indio era culpable de colaborar con los infieles cristianos españoles
explotando las tierras de los marroquíes. Por tanto, si el gobierno indio no presionaba a los
españoles para que abandonaran las Islas Canarias, Ceuta y Melilla, matarían al prisionero.
Hassena apagó la pantalla y miró fijo a David.
—Me reuní con su familia. Su mujer, y madre de dos hijos pequeños, no dejó de llorar y
gimotear. Vino a verme con los padres de los dos. El padre de Narendra Singh es militar y no
espera que ningún gobierno haga algo para liberar a su hijo. —Guardó silencio durante un
instante, tamborileó los dedos sobre la mesa y añadió—: Quiero que viajes a Marruecos y lo
liberes.
Hassena era una mujer a la que admirar y respetar, había quien la idolatraba como una diosa;
ofenderla o ir en contra de sus negocios e intereses suponía exponerse a ser asesinado, o acabar
desaparecido. Sin embargo, sus actividades violentas contrastaban con su verdadera
personalidad. Hassena estaba dotada de una gran inteligencia y de un ingenio del que carecían
otros jefes del crimen organizado, además de sentir una profunda empatía por la desgracia ajena.
Eran muy conocidas sus donaciones de alimentos en las barriadas pobres.
Por el respeto que se había ganado, muchos ciudadanos de Bombay acudían a ella para
pedirle ayuda.
Varias veces a la semana, abría las puertas de su residencia para celebrar un foro. Dejaba
entrar en el salón principal a los habitantes del suburbio y a quien quisiera acudir a ella para
pedir ayuda.
Hassena asumía entonces el papel de juez y policía: era ella quien resolvía conflictos
familiares y contrademandas por disputas sobre herencias, premiaba a jóvenes mujeres con
máquinas de coser a pedal y eléctricas, regalaba libros, firmaba documentos para admisiones de
niños en ciertas escuelas y daba su visto bueno al pago de matrículas, en colegios y
universidades.
Si algún joven conseguía destacar académicamente, Hassena se aseguraba de que estudiara
en las universidades más prestigiosas de la India. Había un rumor muy extendido por entonces,
según el cual un político muy importante, procedente de una familia humilde de vendedores de
leche de búfala, había llegado tan lejos gracias a ella.
A pesar de la dura rivalidad diaria con otros grupos criminales de la mafia, su fuerte posición
en el crimen organizado era tal que, en el sur de Bombay, no se podía construir ningún edificio ni
abrir un negocio sin su permiso. Como acto de respeto, la gente acudía a ella para bendecir sus
nuevos proyectos empresariales.
David expresó entre dientes su conformidad.
—La realidad es que las exigencias son en verdad delirantes.
—También quiero que seas consciente de que no vas a seguir las normas habituales, vas a
cruzar la línea.
David sonrió, ya había violado la ley con anterioridad fuera de la India, tenía su propia guerra
particular contra el fanatismo islamista y no había nada que lo detuviese y que no fuera a hacer
por personas inocentes.
—Hace unos días, se produjo un secuestro similar en Argelia —comentó él.
—Sí, se trata de un periodista compatriota tuyo. Todos los últimos secuestros en Marruecos
han seguido un patrón similar. Una vez secuestrados, transcurren unos días sin noticia alguna.
Entonces se difunde un vídeo con el discurso de siempre, con la bandera negra detrás y
mostrando las armas al aire, y hacen pública las exigencias marcando una fecha límite.
»Más tarde, a medida que se va acercando el plazo, se difunde una imagen del prisionero con
un periódico en las manos para dar a entender la fecha en la que se encuentra en esos momentos,
o se hace otro vídeo en el que se habla de forma más amenazadora. Después de días de silencio,
las plataformas digitales y las cadenas de televisión van difundiendo un vídeo con la ejecución
del rehén.
—La experiencia nos dice que tanto el gobierno indio como el español no harán nada y que
las peticiones de ayuda caerán en saco roto. No tengo mucha esperanza de que Narendra Singh
salga con vida del norte de África.
—David, esa es la realidad. No hay que ser un experto analista de inteligencia para llegar a
esa conclusión. De hecho, ese indio no es una prioridad. Si fuera un actor de Bollywood que
estuviera rodando unas escenas exteriores para un número musical de su nuevo blockbuster, se
movilizarían los partidos políticos de todas las esferas y se removería mar y tierra para liberarlo.
Pero se trata de un ciudadano común, un John Doe, como dirían los americanos. Por otra parte, el
gobierno español no negocia con terroristas, bueno… excepto con los nacionales. ¿Cómo se
llaman?
—La banda terrorista ETA —contestó David—. Tienen un partido político llamado Bildu,
aunque cada cierto tiempo van cambiándole el nombre para sortear la justicia. Son de extrema
izquierda o de ultraizquierda marxista. La verdad es que no sé bien cómo definirlos, pero lo que
está claro es que son fascistas, y que yo sepa, aunque hayan dejado las armas, amenazan y
promueven el terrorismo callejero.
—Pues eso —dijo ella suspirando—. En definitiva, que los españoles no aceptarán jamás el
abandono de las Islas Canarias, Ceuta y Melilla. Por lo tanto, nos encontramos ante una situación
límite. Hay una fecha marcada y asesinarán a ese indio si no hacemos nada.
Los dos permanecieron en silencio durante un instante.
—Existen muchos grupos terroristas que operan en aquella zona, pero creo que no están
interrelacionados —comentó David con aire distraído—. Antes y después de Narendra Singh,
seguirá habiendo secuestros.
—¿Qué quieres decir?
—Vayamos por partes. —Se enderezó en el asiento y añadió, señalando la pantalla del
televisor—: Analicemos lo que tenemos. El punto común es la bandera. Vale, nos dan a entender
que se trata de un grupo afín al Estado Islámico. Ese vídeo debe ser analizado.
—En una familia de ciegos, el niño tuerto es el que más ve. A ver, ¿qué quieres decir?
—Que, si hay organizaciones terroristas de muchos perfiles operando, como facciones de Al
Qaeda y grupos del Estado Islámico, puede haber un denominador común.
—¿Qué es? —volvió a preguntar alzando las cejas.
—El tráfico de personas. Si no consigo liberar a Narendra Singh, al menos intentaría
desestabilizar a ese grupo u organización. Ahora secuestran otra vez en Marruecos y los
yihadistas nos muestran un vídeo, pero no es un occidental la víctima, sino un indio —aclaró
David—. ¿Cómo es posible que grupos yihadistas hayan perdido el tiempo en secuestrar a un
asiático?
—¿Y?
—Pues que se lo han endosado. Un grupo organizado se dedica a hacer estos secuestros y
vender a sus víctimas a organizaciones terroristas. Habrán pagado menos, por no ser blanco, pero
como trabaja para una empresa española, lo han comprado. Y si a un occidental lo tratan mal, a
Narendra Singh lo deben de estar tratando aún peor. Pero en ese vídeo hay más información de la
que creemos.
—¿Qué has notado? —preguntó Hassena.
—El que habla lo hace con un acento que no es marroquí ni argelino ni de ningún sitio de
África. Esa persona tiene como idioma materno el inglés.
—Muy bien. Entonces, aparte de esa bandera del Estado Islámico, no sabemos quién lo tiene
secuestrado ni de qué célula o grupo armado se trata. Puede estar en algún lugar de Marruecos o
Argelia, o en algún otro rincón del norte de África. Aquí, en Bombay, estamos a miles de
kilómetros de distancia de donde se puedan encontrar… Así que…
—Así que… —repitió él en su susurro.
—¿Quién puede analizar ese vídeo mejor que tus amigos del Cervantes? —propuso Hassena.
—No son mis amigos, ya sabes que en el pasado han intentado asesinarme.
—David, no empecemos —dijo haciendo un gesto de rechazo con la mano—. Tu relación
con ellos se ha convertido en la de una pareja mal avenida. Amor y odio. Te quiero, pero no te
aguanto. Lleváis así años. Y a pesar de esa ambivalencia emocional, habéis admitido en
numerosas ocasiones que cuando existe un momento de imperiosa necesidad recurrís él uno al
otro.
—Está bien. Me pondré en contacto con Varun Grover. Pero el plazo estipulado es una
cortina de humo. El verdadero propósito de los terroristas es filmar la ejecución y propagar esas
imágenes, como hicieron con el periodista español.
—¿Eso te da alguna idea de por dónde empezar?
—Si averiguamos cómo han distribuido el primer vídeo, podremos saber el paradero de ese
pobre indio —propuso David.
—Esa es la clave —dijo Hassena—. Haz que el Cervantes averigüe quiénes están detrás y
dónde se encuentran.
8

E n Madrid, tras haber dado instrucciones a uno de sus informáticos, y en el mismo instante en
que Varun Grover se disponía a marcharse, sonó una llamada imprevista en uno de sus
cuatro teléfonos móviles. Volvió a tomar asiento y pulsó el botón verde.
—Vaya sorpresa, David —contestó tras haber detectado un número desconocido desde algún
lugar de Asia—. No creo que sea una llamada de cortesía, pero me alegra mucho saber de ti.
—Te llamo por el secuestro de Narendra Singh.
—Vi el vídeo que difundieron. ¿Durante cuánto tiempo utilizarás este número de contacto?
—Dos días, como máximo.
David Ribas solía utilizar teléfonos móviles con tarjetas SIM de prepago y, de manera
continua, cambiaba tanto de número como de terminal.
—Anotado. Dime.
—¿Qué sabes del vídeo que han difundido por los medios de comunicación?
—El primer medio que recibió el vídeo fue Al-Jazeera —comenzó a explicar—, que tiene su
sede en Qatar, que solo critica a los países extranjeros. Este es un ejemplo de un nuevo formato
de medios apoyados por el Estado, que es nacionalista en casa mientras que es crítico en el
exterior. A medida que los medios occidentales sufren recortes presupuestarios, hay despidos
masivos de personal y hay menos periódicos, menos periodistas y, en general, menos cobertura
de temas importantes, porque internet lo cubre todo en pocos minutos y, por este motivo, ese
vacío lo están llenando los medios estatales o progubernamentales de países menos
democráticos.
—Ya vemos que Al-Jazeera es solo un ejemplo. Pero si consigues rastrear ese vídeo hasta la
fuente, quizá podamos averiguar dónde se encuentra secuestrado Narendra Singh.
—Pero antes tendré que consultarlo con mi jefe.
—Ya, claro. No creo que vaya a haber alguna objeción, sino al contrario. Seguro que ahora
mismo estará escuchando esta conversación.
Varun se giró, pudo ver en la pantalla de un ordenador portátil un punto rojo intermitente, y
asintió.
—Casualmente, me espera arriba para una reunión. Analizaré el vídeo, seguro que encuentro
cosas que se puedan investigar y nos ayuden.
—Estudia el tono de voz, el acento. Yo pienso que es de origen británico. Si lo visualizas una
vez más con detalle, podrás notar que intenta disimular el típico acento inglés, pero hay ciertas
entonaciones de palabras que lo delatan.
En el Cervantes, cribaban a diario millones y millones de mensajes de voz enviados por
WhatsApp, conversaciones por aplicaciones como Skype y cualquier otra alternativa disponible
para realizar videollamadas, además de conversaciones a través de móviles y teléfonos fijos.
—Se lo pasaré a la gente del departamento de lingüística, ellos lo podrán determinar con
absoluta precisión. Luego lo cotejaré, y si consigo identificar la voz, te informaré.
9
La población musulmana en España había aumentado exponencialmente durante los últimos
años. El flujo migratorio era incesante y la llegada seguía siendo masiva.
El gobierno de Marruecos había orquestado un amplio plan militar, diplomático y económico
contra el gobierno y el pueblo español. Su objetivo final era extender su soberanía nacional a los
territorios españoles de Gran Canaria, Fuerteventura, Lanzarote, Ceuta y Melilla.
El ardid del dictador Mohammed VI, rey de Marruecos, tenía varias fases. La primera había
sido apropiarse de las aguas territoriales canarias, y ante este hecho, el gobierno español no había
realizado ninguna gestión diplomática para restablecer la legalidad existente con anterioridad.
La segunda fase estaba en marcha desde hacía unos años y se trataba de trasladar al
archipiélago canario a un enorme número de marroquíes en perfectas condiciones físicas y en
edad militar, es decir, entre dieciocho y treinta años.
Tras la estancia en territorio español, viajaban o eran trasladados en grupos a distintas
ciudades de la península y comunidades autónomas como el País Vasco, Cataluña, Andalucía y
la Comunidad Valenciana. Todo ello a pesar de que cada vez se producían más detenciones por
actividades yihadistas.
Mientras tanto, los políticos españoles en el gobierno querían ocultar la situación real
contestando beligerantemente a los críticos que se podía hablar de mensajes radicales entre los
musulmanes ilegales, pero no violentos, y que todas las mezquitas de España eran lugares de paz
y oración.
Los que opinaban lo contrario, argumentaban, querían promover la islamofobia y eran unos
fascistas de extrema derecha.
Para detrimento de los negacionistas, políticos y ONG que se lucraban con subvenciones del
Estado, que contradecían que el islam estuviera representando un grave riesgo en España, el
presidente de la Comisión Islámica de España (CIE), el máximo órgano representativo de las
comunidades religiosas islámicas, fue detenido por la Policía Nacional por pertenencia a
organización criminal, colaboración con organización terrorista, financiación del terrorismo,
blanqueo de capitales, fraude fiscal, falsedad documental y favorecimiento de la inmigración
ilegal.
Paralelamente a esta invasión de musulmanes en España, el gobierno de Marruecos había
conformado un formidable ejército y lo había dotado de un armamento moderno, sofisticado y
letal. Además, había reforzado su alianza con países como los Estados Unidos, como lavado de
imagen hacia el exterior y como medio de no recibir apercibimientos ni mucho menos sanciones
comerciales contra sus intereses económicos.
En todo el territorio español, había un incesante adoctrinamiento y enaltecimiento del
terrorismo islamista, situación de la que el Cervantes era muy consciente.
Varios grupos de jóvenes terroristas bien entrenados se habían infiltrado en la marea de
inmigrantes ilegales que habían llegado a las costas españolas en patera. Estos musulmanes, que
habían asumido los postulados más violentos de los grupos yihadistas que los habían entrenado
en el norte de África, viajaban a las ciudades españolas, se integraban en los barrios y
comunidades musulmanas, y como lobos solitarios, quedaban a la espera de recibir órdenes para
actuar.
Aquel día, en la sala de conferencias del Cervantes, se encontraban reunidos Laura García,
Varun Grover y Julián Fernández.
—ISIS, Al Qaeda, DAESH, Estado Islámico… —dijo Julián Fernández, director del
Cervantes—. Hoy en día, operan más como una marca que como una organización propiamente
dicha. En los últimos diez años, el escenario ha cambiado mucho.
Laura asintió con la cabeza.
—En el mundo de hoy —intervino ella—, ese Blofeld, antagonista de las películas de James
Bond que aparecía en la pantalla acariciando un gato y soñando con dominar el mundo, se ha
acabado.
—Como en la canción «Video Killed the Radio Star» —comentó Varun—. Acababan de
llegar los reproductores de vídeo, lo que había cambiado la vida de la gente... Sentían que la
radio era el pasado y el vídeo era el futuro... El cambio estaba por llegar…
Laura le lanzó una fulminante mirada, molesta por haberle interrumpido.
—Los tipos con una mente criminal que quieren el control absoluto son hoy tan ficticios
como decir que uno de nuestros operativos de campo, durante su larga espera en el trabajo de
seguimiento a un sospechoso, mata el tiempo tomando un aperitivo de caviar con un Dom
Perignon del 46.
—En todo caso, hablaríamos de un bocadillo de calamares con mahonesa, acompañado de
una cerveza bien fría —comentó Varun con una sonrisa radiante.
Laura le miró, observó con descaro la abultada barriga del indio, y soltando un bufido, negó
con la cabeza. El gesto era amistoso, no despectivo.
—Sería conveniente que cuidaras tu dieta.
—Ha sido una broma —alegó Varun mostrando una generosa sonrisa.
—Estos grupos que operan en Marruecos y Argelia, lo más probable, son adiestrados por el
Estado Islámico —dijo Julián—, pero hoy son como franquicias del terror cuyo propósito es
provocar el mayor caos posible.
—Así es, no te equivocas. Son franquicias del terror —apostilló Laura—. Como si fueran
Kentucky Fried Chicken. Un KFC de Alicante no tiene que pedir autorización a la sede central
para preparar un bucket de pollo crujiente. Estoy segura de que muchas de nuestras fuentes
dentro de grupos terroristas no tienen la menor idea de dónde pueden tener retenido a ese indio
que han secuestrado.
—Vamos a dar vía libre a David Ribas una vez más —aseveró Julián mirando a Laura y a
Varun.
Varun asintió conforme con la decisión, pero Laura dio un profundo bufido mostrando su
desacuerdo.
—Puedo ir yo con un grupo reducido de operativos —dijo de manera imperativa alzando las
palmas de las manos—. No tenemos porqué recurrir a él.
—No, no irás —ordenó Julián—. Aquí tienes mucho que hacer. No voy a dejar que paséis
allí los días intentando sobrevivir y buscando información sobre el terreno, mientras células
terroristas no dejan de operar en Barcelona y otras ciudades a su libre albedrío. Aquí estamos en
un nivel terrorista sin precedentes.
El riesgo de amenaza se calificaba de bajo cuando un atentado terrorista se consideraba
altamente improbable; moderado, cuando era posible pero improbable; significativo, cuando era
probable; severo, cuando se consideraba muy probable; y crítico, cuando era altamente probable
en un corto espacio de tiempo. En la actualidad, el nivel de indicios de posibles ataques
terroristas en distintos puntos de la península había sido incrementado de nivel severo a crítico.
Ella le dirigió una mirada de hastío.
—Sabemos movernos, Julián.
—Laura, no. Además, ya no solo como mujer, es que como occidentales tú y tu equipo
seríais un blanco perfecto.
—¿Y David no lo sería?
—David ha adquirido un color de piel que dificulta precisar si es indio, paquistaní o árabe. El
clima de la India, la comida, la polución… le han cambiado su aspecto. Puede pasar por lo que
pretenda en una tierra hostil como es el norte de África. Nuestra mejor baza en estos momentos
en el noroeste de África, Magreb o como diablos lo quieras llamar, es la información humana.
David Ribas nos conviene en el momento más oportuno, con el secuestro de ese ciudadano indio.
—¿Cuándo ha sido la última vez que lo has visto?
—El servicio secreto israelí me pasó unas imágenes suyas.
—¿Y eso?
—Un agente local que tienen en Cachemira lo identificó y le sacó varias fotos. Lo que quiero
decir es que desde aquí tenemos una perspectiva más amplia y podemos ver el bosque a través de
los árboles. El que hayan secuestrado a ese empleado de origen indio nos viene como anillo al
dedo. Es el mejor argumento para que David se vea inmiscuido en este problema. Así que he
decidido dar mi aprobación para que Varun coopere con él en todo lo necesario.
—Es decir, que dejamos que se pierda en el bosque —intervino Varun.
—Ese comentario es impertinente, Varun —observó Julián—. Pero intentaré contestarte
bajando a tu nivel para que lo entiendas. Había una vez una niña muy guapa que vivía en el
bosque con su mamá, que le había hecho una capa roja para protegerse del frío y el viento. A la
niña le gustaba tanto la capuchita que la llevaba a todas horas, por lo que todo el mundo la
llamaba Caperucita Roja. ¿Te suena el cuento?, ¿o no te lo enseñaron en la India cuando eras
pequeño, allí que sois tan proclives a las mitologías y demás leyendas? Continúo. Un día, su
abuelita, que vivía al otro lado del bosque, se puso malita y su madre le pidió que le llevase una
cesta con pasteles, frutas y miel.
»Me ahorraré el resto del cuento, que bajo su apariencia de sencillez, encarna algunas de las
preocupaciones más complejas y fundamentales del género humano, como otros muchos relatos
populares. Porque las pasiones, los miedos y los anhelos de los seres humanos son siempre los
mismos en todas las épocas. Varía el escenario, pero el argumento se repite generación tras
generación.
»Fanatismo, miedo, deseo y una poderosa historia de amor son los ingredientes de esta
historia, que es mucho más que un cuento infantil. Es un espejo en el que se reflejan los impulsos
oscuros del alma, el miedo primitivo a la parte animal que forma parte inseparable de nuestra
naturaleza: cuidado con el lobo. El lobo como encarnación del lado oscuro del ser humano.
—Es decir, el terrorismo islámico como encarnación del mal —dijo Laura.
—¿Y quién salva a la protagonista de los dientes y garras de la bestia? —preguntó Julián.
—¿El cazador? —preguntó Varun.
—Así es. Y, en esta ocasión, se llama David Ribas.
—Y a él también se lo habrá pedido esa mujer de Bombay, Hassena —comentó Laura—. Por
eso ha llamado a Varun.
—Desde luego, estoy convencido de que esa señora ejerce un gran poder de coacción sobre
David Ribas en la toma de decisiones —apostilló Julián. Sacó unos papeles de una carpeta, se
reclinó en su asiento y, dirigiéndose a Varun, le preguntó—: ¿Me puedes explicar a qué vine el
continuo hackeo de más de un centenar de páginas pornográficas? Te di el visto bueno para las
veinte que me solicitaste, pero en los últimos días veo que se está multiplicando el número.
—Necesitábamos hacer un barrido en todas esas webs que operan en el Reino Unido.
—¿Y en España? —inquirió cruzándose de brazos.
—A eso vamos. Estamos realizando un informe. Creemos que este método nuevo de
comunicación lo emplearán pronto aquí. De momento, los más precavidos utilizan los
videojuegos como medio para compartir mensajes.
—Pues date prisa, porque estar todo el día viendo gente copulando en todas las posiciones
imaginables no creo que sea muy sano —dijo Julián llevándose el dedo índice a la cabeza.
—Cuando acabes, te recomiendo una sesión con Joaquín —sugirió Laura sonriendo.
—Tengo cita con él mañana —dijo Varun.
—Tendrás que demostrarle que no has perdido la chaveta, que no te has vuelto adicto al sexo
y que todavía puedes andar en línea recta sin caerte. Una sesión de meditación y desintoxicación
mental antes de verle no te iría mal.
—Volviendo al tema, Varun —dijo Julián—. ¿Alguna novedad en tu trabajo?
—Aparte del método de la implantación digital de textos en imágenes, como ya te expliqué
en su día. justo hoy hemos detectado cómo dos islamistas radicales británicos se han comunicado
de la manera más original jamás pensada a través de una de esas páginas pornográficas.
—Sorpréndenos —dijo Julián.
—Haciendo uso de una peculiar página porno en la que no hay imágenes, sino sonidos.
—¿Entonces?
—¿Qué?
—Si no hay imágenes, no hay texto escrito posible. ¿Cómo se comunican?
—Sonidos.
—¿Entre jadeos?
—Los sonidos son falsos, son fingidos en esas páginas. Es como un locutor poniendo voz o
dramatizando un texto escrito para un audiolibro. El fin es despertar la imperiosa satisfacción que
buscan los más dependientes. Pero entre esos sonidos, hay otros electrónicos muy difíciles de
detectar para una persona que esté escuchando los jadeos sexuales. Esos desapercibidos sonidos
los lee una aplicación que los traduce en textos.
—Vaya por Dios, qué adelantos nos trae la tecnología —dijo Laura.
—¿Y qué información has conseguido obtener?
—Están preparando un atentado con coche bomba en un suburbio de Manchester.
—Entonces quiero que mandes un comunicado de máxima urgencia al MI5. Ya lo sabes,
como otras veces: encriptado y enviado por cauces legales, metiéndote en la red informática del
Centro Nacional de Inteligencia, haciendo creer a los británicos que es el CNI quien les da la voz
de alarma.
—¿De qué tipo de ataque hablan en sus comunicaciones? —preguntó Laura.
—Hablan sobre cómo obtener subfusiles —precisó—. Además, han adquirido cinco kilos de
polvo de aluminio y otros cinco de azufre, material químico para fabricar explosivos.
—¿Has logrado identificarlos? —Volvió a preguntar Laura.
—Son tres hermanos de origen sirio. Dos viven en Manchester y el tercero en Liverpool.
Llevan en Inglaterra desde 2005. No se habían visto involucrados hasta el momento en ningún
tipo de actividad terrorista. Son un auténtico peligro.
—Los llamados «invisibles» —añadió Julián—. Terroristas de cosecha propia, británicos;
lobos solitarios que no están fichados, ciudadanos sin antecedentes, adaptados a su comunidad,
integrados en la sociedad. A simple vista, el vecino más ejemplar que nunca llama la atención. Es
un verdadero peligro al que se enfrentan nuestros amigos británicos. Con la marea de
inmigrantes ilegales, nosotros muy pronto nos veremos en esa situación.
—¿Han comentado algo sobre el objetivo que tienen pensado atacar? —preguntó de nuevo
Laura.
—La información que ahora mismo manejamos es que están planeando un ataque a un centro
comercial. Uno de ellos hablaba esta mañana sobre disparar a familias que estuvieran haciendo
compras como una forma de causar el máximo daño posible.
—De acuerdo, pues —dijo Julián—. Manda sin demora la información a los británicos, y
ponte de inmediato a trabajar en el vídeo que difundieron los terroristas islámicos, para dar
asistencia a David Ribas.
10

D avid Ribas se encontraba practicando el tiro en la parte trasera de un almacén. Con él,
estaba un grupo de cuatro personas asociadas a las actividades criminales de Hassena. En el
suelo, tenían varios tipos de armas de fuego.
Su móvil vibró en su bolsillo. Al ver un número extraño, contestó de inmediato, haciendo un
gesto a uno de sus compañeros de tiro, el más grande de ellos, para que dejasen de disparar. El
hombre, al que llamaban Barbas Largas, alzó la mano hacia los demás para que no hicieran
ruido.
—Varun, ¿qué tal?
—Dime que soy un genio.
—Eres un genio.
—Dime que soy maravilloso.
—Eres maravilloso y, además, muy inteligente. Venga, Varun, al grano.
—Estoy convencido de que el mismo grupo que ha secuestrado a Narendra Singh es el que
asesinó al periodista español Antonio Goroicochea. Aunque lo intenta disimular bajo el
pasamontañas, la voz de los dos vídeos es de la misma persona.
—En aquella ocasión, ¿pagaron el rescate por Antonio Goroicochea?
—¿Quién?
—¿Cómo que quién?
—Nadie estaba interesado en pagar. Ni siquiera los yihadistas en cobrar un rescate.
—¿Y eso?
—Era un periodista que estaba en el lugar y en el momento equivocado. Sus últimos trabajos
no estaban cayendo demasiado bien en las élites políticas.
—Élites políticas… ¿de España?
—Pues claro, las demandas las plantearon al gobierno de España.
—Es decir, que nadie se preocupó.
—Eso es, pero no lo malinterpretes. Los políticos más bien poco, pero sus compañeros de
profesión hicieron piña y movieron todos los posibles recursos. Fue en vano, aunque buscaron la
ayuda de algunas ONG y en la embajada de Marruecos en Madrid.
—¿Y el gobierno de Marruecos? ¿Qué sabéis de él?
—¿Qué quieres decir?
—Varun, vamos a ver. Hablar contigo en ocasiones es exasperante. A estas alturas, no creo
que sea útil ocultarme información. Me refiero a la implicación de las fuerzas de seguridad
marroquíes en estos secuestros. Los terroristas islamistas están operando a sus anchas en
Marruecos, no en Mónaco. Algo sabréis. ¿Es cómplice Marruecos?
El Estado Islámico no dejaba de difundir vídeos en los que animaba a sus combatientes y
actores, lobos solitarios, a que cometieran atentados. Lo más grave, como le explicó Varun
Grover, eran los vídeos de corta duración, de tres o cuatro minutos, con voz superpuesta en
idioma español. Una de las últimas grabaciones las difundieron durante la temporada de
vacaciones navideñas y la titularon: «Mátalos fríamente con terror y rabia».
—En esa grabación, incluyeron imágenes inéditas del atentado perpetrado en Viena, del de
Barcelona, de otros cometidos en Francia, como el de Niza en 2016, en el que un camión
atropelló a una multitud, así como acciones de guerra y de supuestas víctimas causadas por los
enemigos occidentales, entre ellos, niños.
—Vale. Te preguntaba por el gobierno marroquí.
—Las bandas yihadistas que operan en Marruecos y Argelia están al tanto de los
movimientos de la inmigración ilegal hacia Europa, propiciados por el rey de Marruecos. Por eso
están enviando infiltrados en las pateras, para cometer atentados en distintos puntos de Europa. Y
está claramente confirmado que las mafias operan gracias a la permisividad y aliento de
Mohamed VI, que no deja de abrir el grifo de la inmigración ilegal.
»Según algunos analistas, además de la intención de realizar una invasión en Canarias, Ceuta
y Melilla, el rey de Marruecos está facilitando una vía de escape a sus jóvenes, desesperados por
la superposición de la crisis económica y la pandemia de la COVID-19, para intentar reducir el
riesgo de revueltas en su país, como sucedió con las huelgas que agitaron las «primaveras
árabes».
—Bueno, ¿has analizado el vídeo? Necesito imágenes por satélite, una dirección, algo.
—¿Cuándo viajas?
—Pronto.
—He obtenido valiosos datos a través de un programa SIGINT británico que pertenece a la
red Echelon.
—¿Y?
—Ellos nos quieren a todos a cuatro patas, rezando a Alá cinco veces al día.
—Un mundo regido por esos locos islamistas no es un mundo del que me guste formar parte.
Varun, ¿qué información has obtenido?
—David, míralo desde un punto de vista original.
—¿Y es?
—Si se invirtieran los papeles, probablemente, te dedicarías a asesinar para proteger tu forma
de vida.
—Maldita sea, Varun. ¿Y no es lo que hacéis vosotros desde el Cervantes y yo llevo
haciendo en la India desde hace años? Pero hay una diferencia con ellos: Que vosotros y yo no
matamos por una ideología, matamos para salvar a personas inocentes de las garras de estos
lunáticos que nos quieren a todos muertos o convertidos; esto último, pensando que, incluso,
están salvando nuestras almas.
—Entonces sí estamos de acuerdo. Esta serie de secuestros que se están sucediendo en
cadena no solo son por el mero hecho de querer llamar la atención internacional; sino que,
matando a infieles extranjeros frente a una cámara, pretenden provocar una reacción que una a
los musulmanes contra Occidente. La guerra contra el terrorismo es una cruzada que tanto tú
como en el Cervantes estamos dispuestos a ganar.
—Y así será, cueste lo que cueste. Pero vayamos ahora al grano, Varun. ¿Quién entregó en la
India el vídeo del secuestro de Narendra Singh a los medios de comunicación?
—Lo entregó el corresponsal de Al-Jazeera en Bombay. Lo envió a las televisiones indias
metiéndose en la deep web a través de un correo encriptado.
—¿Cómo se llama?
—Hamad Al Kuwari.
—Eres un genio maravilloso, Varun.
—Soy un genio maravilloso.
—Vale, ahora dime, genio, ¿qué más información has podido obtener analizando el vídeo?
Varun alzó la cabeza y clavó la vista en la imagen congelada que proyectaba la pantalla que
tenía delante; los hombres enmascarados estaban de pie ante la bandera negra; entre ellos se
encontraba Narendra Singh; varios gráficos y números estaban escritos en diferentes colores
sobre la imagen.
—Dime que soy el mejor analista informático que jamás hayas conocido.
—Eres el analista informático más pesado que jamás he conocido.
—Eso me ha herido el ego —dijo él sonriendo—. Escucha, según la longitud total del
Kalashnikov AK-47, que varía con la versión nueva del AK-74, he podido calcular la altura de
ese hijo de satanás con pasamontañas, además de las medidas corporales y una precisa
aproximación del peso de todos los que salen en la pantalla. No solo eso, sino que he podido
detectar y analizar sus huellas dactilares. No saben lo adelantados que estamos nosotros
tecnológicamente, porque de lo contrario, se grabarían con trajes de buzo y escafandra.
—¿Cómo se llama?
—Rami Khan. Te mando su foto al móvil. Tenías razón, es de origen británico. Nació en
Liverpool.
—Para dar con él, tengo que ir primero por Hamad Al Kuwari.
Tras terminar la llamada, David hizo un gesto a Barbas Largas, que esperaba sus
instrucciones.
—Recogemos. Tenemos trabajo.
SEGUNDA PARTE
NORTE DE ÁFRICA
11

D avid Ribas se encontraba en el asiento delantero, al lado del conductor, observando el


exterior. Era de noche. Las calles en aquella zona residencial estaban alumbradas por la
escasa luz de las farolas. Cruzó la calle un perro y luego otro. Se escuchaba el lejano tráfico de la
carretera principal.
Durante el tiempo que llevaban esperando, habían visto pasar de largo varios autorickshaws
y automóviles de gama alta, uno de estos con matrícula azul diplomática.
—El transporte público está cerrado —dijo un hombre desde el asiento trasero mientras
seguía escudriñando el exterior—. Y si no tiene coche, ¿cómo va a llegar a casa a estas horas?
—Andando o en taxi —contestó otro.
—O en bicicleta, ya nada me sorprendería.
—Es más probable que vaya en taxi —añadió Barbas Largas sentado ante el volante y sin
quitar la vista al espejo retrovisor exterior.
—¿No tiene moto?
—No.
—Puede que esté bebiendo en algún bar —comentó una cuarta persona.
—No, es musulmán acérrimo y no se dejará ver tomando alcohol en público —dijo David
observando el oscuro y denso parque que tenían enfrente, en el que unos perros husmeaban en un
montículo de basura acumulada—. Tranquilicémonos, que llegará en breve.
—Estad preparados —dijo Barbas Largas al ver llegar varios vehículos que comenzaron a
circular por la zona.
Barbas Largas sacó una pistola semiautomática de gran potencia y comprobó su
funcionamiento. David se giró hacia él.
—Ojo, no lo quiero en el hospital —advirtió—. Si sale herido, la habremos fastidiado.
Hemos venido a secuestrarlo, no a matarlo.
El hombre mostró su arma.
—Es por si las cosas se ponen feas, David.
—El único peligro que puede haber es el conductor del taxi o del coche privado que lo traiga,
porque ese hombre debe de ser un empleado adiestrado y estará armado.
—Puede ser ese —anunció Barbas Largas señalando con el pulgar hacia atrás mientras
observaba el exterior.
Todos se dieron la vuelta.
Un hombre se bajó de un taxi. Al cerrar la puerta, se acercó a la ventanilla del conductor y le
dio instrucciones antes de despedirse.
—Tomo nota de la matrícula para Hassena madame —dijo Barbas Largas apuntando el
número en un trozo de papel—. Más tarde cogeremos a ese desgraciado.
—Seguro que le pagan bien los árabes.
—No lo dudes, porque de lo contrario, no les haría el servicio —dijo David.
El taxi se marchó del lugar.
—Tiene toda la pinta de ser nuestro hombre, David —susurró Barbas Largas.
—Se nota que no es indio —añadió uno.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó otro.
—Su forma de andar, además de su físico, esas espaldas, el corte de pelo...
Hubo un instante en que el hombre se dio la vuelta y echó un vistazo alrededor. Entonces
todos vieron su rostro bajo la débil luz del alumbrado: era Hamad Al Kuwari.
—Cuando nos digas, David —dijo Barbas Largas.
—De acuerdo, cogedlo —ordenó él.
Hamad Al Kuwari se dirigía con aire resuelto al portal de su edificio cuando un vehículo
frenó a pocos metros de distancia, del que saltaron a la acera cuatro hombres. Uno, con la pistola
alzada, los cubría mientras los otros tres lo agarraban y tiraban de él hacia el interior del
automóvil.
El periodista árabe fue introducido en el vehículo sin tener tiempo de gritar, pidiendo auxilio.
La furgoneta arrancó de inmediato y desapareció del vecindario a gran velocidad.
En pocos segundos, Hamad se vio tumbado, encapuchado y con una rodilla presionándole la
cabeza.
—¿Quiénes diablos sois? —llegó a proferir entre dientes—. Si sois israelíes, perdéis el
tiempo. No tengo información alguna.
Se escucharon carcajadas entre los pasajeros.
—¿Israelíes? —pronunció alguien entre risas.
—¡Qué ocurrencia! —dijo otra voz.
Hamad sintió que alguien le ponía en la sien el cañón de un arma.
—Si pronuncias una palabra más, te meto un tiro aquí mismo —le advirtió Barbas Largas
con un tono de voz que dejaba claro que su intención era contundente y no una mera amenaza
intimidatoria.
La ciudad de Bombay no es diferente a otras de la India en cuanto a sus pautas de
conducción. La mayoría de los conductores golpean sus cláxones a la menor oportunidad para
proclamar prioridad de paso en unos carriles que pocos respetan.
Aunque ya era de noche, fue aquello con lo que se encontraron nada más salir de la zona
residencial. Las leyes de tráfico son salvajes y la principal norma es procurar que no te golpeen.
El conductor movía el volante, aceleraba, frenaba y volvía a acelerar cambiando de marcha con
absoluta precisión.
La furgoneta salió de Bombay por el sur, atravesó dos poblaciones y se metió por un camino
rural lleno de baches.
Tras una hora de trayecto por aquel sendero, el vehículo se detuvo ante una casa en medio del
campo.
Dada la oscuridad, dejaron las luces puestas para que alumbraran la entrada de la vivienda.
Barbas Largas se adelantó corriendo para abrir la puerta principal. Mientras, los otros cogieron
por los brazos a Hamad Al Kuwari y lo trasladaron a la fuerza al interior.
—Soy periodista —alegó tras hacerle sentar en una silla y atarle las manos al respaldo—. No
pueden hacer esto.
—Lo estamos haciendo —dijo David—. ¿Sabes por qué estás aquí?
—No.
—Porque quiero que me digas cómo y por qué tu canal de televisión recibe en exclusiva los
vídeos de los secuestrados en Marruecos.
—No sé de qué me hablas.
—Pero ¿cómo qué no? ¿Te crees que hemos perdido el tiempo trayéndote aquí? Conocemos
tu involucración. Es muy sencillo: o hablas o todo esto que observas a tu alrededor será lo último
que veas en vida.
El periodista lo miró con asombro.
—¡Qué dices!
David sacó una pistola y apuntó con ella a la cabeza del árabe.
—Digo que si no hablas te meteré un tiro en la cabeza y serás enterrado ahí fuera, en medio
del campo. Nadie sabrá de tu paradero.
El árabe arrugó el entrecejo.
—Me los dio… me los dio… —dijo titubeando—. No puedo decirlo. Es secreto profesional.
David se aproximó y lo miró con cara de pocos amigos.
—Un terrorista que pasa a un periodista unas imágenes de unas personas secuestradas no es
un secreto profesional —le susurró al oído—. Eres cómplice de sus acciones porque les ayudas a
difundir sus objetivos.
—Limítate a responder rápido, porque tenemos prisa —dijo Barbas Largas desde la
penumbra.
Aquella voz le causó temor y el árabe asintió con la cabeza.
—Se llama Rami —repuso él.
—¿Dónde se encuentra?
—La última vez que supe de él, estaba en Marruecos. No me preguntes en qué población,
porque no lo sé. Lo que sí puedo decirte es que su grupo se mueve entre Argelia y Marruecos.
—Su nombre es Rami Khan y es de origen británico, ¿verdad?
Hamad mostró su asombro.
—Así es. Estudió allí, pero yo no mantengo contacto con él.
—¿Qué quieres decir?
—Que se limita a mandarme la información. Solo he hablado con él en una ocasión.
—¿Dónde?
—En Doha, en la embajada de Marruecos. Pero…
—¿Pero…? —le instó David.
—No me dio la sensación de que fuera el líder del grupo, sino más bien un peón prescindible.
Las personas importantes dentro del yihadismo no actúan de ese modo; están en la sombra,
evitan ser reconocidos en público, no van a reuniones, impiden ser grabados en los aeropuertos…
—El vídeo en el que aparece Narendra Singh y que difundiste en la India, ¿cómo te lo
entregó?
—A través de un correo electrónico encriptado. Los servicios de inteligencia americanos y
británicos vigilan nuestras oficinas centrales, aunque a veces en nuestras embajadas en el
extranjero mantenemos reuniones secretas con grupos islámicos.
David lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Reuniones, dices? ¿Un té y unas galletas?
—Son ellos los que se prestan.
—Ya, y vosotros encantados. Les abrís la puerta, les ponéis la alfombra roja y tomáis un
refrigerio como si fuera la cosa más normal del mundo. Creo que se les puede llamar promotores
del terrorismo islámico.
—¿No son mayores los crímenes cometidos por las fuerzas de coalición?
—¡Ah!, sí, ahora resulta que vamos a debatir aquí sobre quién mata a un mayor número de
personas, y según las estadísticas, etiquetamos a los buenos y a los malos.
David le dio un puñetazo en el estómago. Hamad soltó un aullido.
—Dime, ¿tú de verdad te crees que puede haber manera de que un gobierno negocie la
liberación de uno de sus ciudadanos secuestrados?
Hamad sacudió la cabeza.
—No.
—¿Por qué?
—Suéltame. Me hacen daño estas cuerdas.
Lo desató y Hamad se rascó las muñecas.
—¿Por qué? —Volvió a preguntar David.
—¿Con quién iban a negociar?
—Pues con ese tal Rami Khan.
—No.
—Explícate. —Se oyó decir a Barbas Largas desde un rincón de la habitación—. Me estoy
aburriendo con tanta palabra.
Hamad le echó una mirada de reojo y volvió la cabeza hacia David Ribas.
—Como Rami Khan, hay diez más por todo el norte de África; no tan listos como él, eso sí,
pero es que no hay nadie con quién negociar —aseveró—. El norte de África es un avispero de
células terroristas y diferentes grupos. Allí el terrorismo islámico es como un virus que no cesa
de mutar.
David se hizo una idea de la situación actual.
—Entonces, llegamos a un punto en el que no logro comprender qué supone para ti difundir
el vídeo de los terroristas; porque no es dar una noticia, es colaborar con ellos para propagar su
objetivo y amedrentar a la gente con sus acciones.
—Es algo puramente político, es la decisión de la empresa con la que trabajo. En Marruecos,
secuestran a un empleado de una empresa española, es de origen indio, yo soy el corresponsal de
la cadena de televisión en la India, y por eso me lo envían a mí para difundirlo. ¡Yo no hago nada
malo! —insistió.
—Emitís imágenes de personas inocentes que van a ser degolladas.
—Yo solo informo, son los empleados en Qatar quienes editan las imágenes, las emiten y las
colocan en nuestra web, no yo.
El conductor de la furgoneta entró sujetando bolsas de comida empaquetada y dejando la
puerta abierta de par en par.
—Traigo arroz biryani, mucho mutton curry y naan con mantequilla —anunció alegremente
en voz alta.
Hamed Al Kuwari se abalanzó corriendo hacia el exterior. El árabe corrió con desesperación
mientras sus pies se hundían en la tierra labrada y su tribulación aumentaba.
Barbas Largas salió con una pistola en la mano, apuntó con cuidado y disparó.
—Poneos a cavar —ordenó David—. En cuanto terminéis, comemos y nos largamos.
12

R adicada en Qatar, Al-Jazeera, cuyo significado podría traducirse como Península o Isla,
comenzó a llamar la atención internacional difundiendo las declaraciones de Bin Laden,
tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
—En un principio, jugaron a ser diplomáticos —dijo Hassena—. Por entonces, quienes
viesen el canal de televisión, no podrían decir si eran buenos o malos.
—Hipócritas —comentó David.
—Bueno… sería muy liviano definirlos de ese modo, saben lo que hacen. Obtienen las
imágenes de secuestros, las emiten y las ponen a disposición de las demás agencias de
comunicación. Juegan a ser neutrales, pero, obviamente, son afines al régimen de Qatar.
—¿Hay algún motivo por el cuál unos terroristas islámicos manden el vídeo a Al-Jazeera y
no directamente a un canal de televisión indio o español?
—No mandaron de manera directa el vídeo del secuestro de Narendra Singh a los españoles o
a los indios, porque no tenían garantías de que fuera emitido. Es evidente que los envían a Al-
Jazeera porque ellos sí lo hacen.
—Debo encontrar a ese Rami Khan, es el único vínculo que tenemos para acabar con esta ola
de secuestros y degollamientos.
—Te tengo mucha admiración, español —manifestó Hassena.
—¡Ah!, ¿sí? —reaccionó David con una sonrisa de complicidad amistosa.
—En todas las ocasiones difíciles, haces lo que tienes que hacer. —David no dijo nada y ella
prosiguió—. Aquí tu guerra es contra los terroristas islamistas, pero en el norte de África no hay
manera de saber quién es amigo o enemigo. Allí no poseo la influencia que tengo aquí.
—Si es una manera de decirme que te mostrarías preocupada por mí, te diré que no es la
primera vez que he estado en Marruecos.
—Lo sé, David. Pero esos terroristas no siguen ninguna norma de la guerra a la que tú estás
acostumbrado a batallar. Debes ser cauto, encuentra al líder, corta la cabeza a la serpiente, el
resto irá cayendo poco a poco. Lo normal es que, sin líder, se vayan devorando unos a otros, por
cuestiones triviales o internas entre ellos.
»Es como una obra dramática de Shakespeare, donde los personajes acaban muertos por
intrigas, celos, engaños y traiciones. Por eso, los analistas occidentales de geopolítica, por mucho
que les pese, llegan a la conclusión de que el mundo hubiera sido mejor con Saddam en Irak y
con Gadafi en Libia. Ambos controlaban el avispero que constituyen sus países.
—Necesitaré un pasaporte.
Hassena abrió un cajón de su mesa.
—Aquí tienes tu pasaporte hasta París, limpio como la nieve. Luego obtendrás otro diferente
y dinero en metálico.
David lo cogió y le echó un vistazo.
—Estupendo.
—Te comportas como si tuvieras ya un plan —aventuró Hassena.
Él sonrió.
—Y así es, me dejaré secuestrar —aseveró.
Hassena le apuntó con un dedo de forma admonitoria, pero estaba sonriendo.
—Para empezar, no es mal plan —manifestó con ironía.
13

E n el Aeropuerto Internacional Chhatrapati Shivaji de Bombay, David Ribas hacía fila frente
a la puerta de embarque. Iba a volar con pasaporte indio con el nombre de Ram Charan. El
destino, París, donde cogería un enlace a Rabat.
Mientras la fila de pasajeros se concentraba ante la puerta de embarque, en una pared,
colgaba una gran pantalla de televisión, que estaba retransmitiendo la comparecencia del
ministro de Exteriores ante las cámaras de los medios de comunicación.
—Estamos en permanente contacto con la familia. El Gobierno, a través del cuerpo
diplomático, está trabajando las veinticuatro horas ante esta situación sumamente difícil.
David tenía el convencimiento de que poco o nada iban a hacer por Narendra Singh. Al día
siguiente, no se vería nada más en los medios de comunicación, taparían el suceso del secuestro
del ciudadano indio para dar cabida a otros temas internos.
Tras casi diez horas de vuelo, y de pasar por el departamento de inmigración en el
Aeropuerto Internacional de Paris-Charles de Gaulle, fue conducido a una terminal, donde un
vehículo aeroportuario le llevó a un hangar en el que le esperaba un reactor Gulfstream.
Él era el único pasajero. Tampoco había azafata. Tras unas dos horas y media de vuelo, el
piloto dijo por el intercomunicador:
—Empezaremos a descender dentro de cinco minutos, asegúrese de llevar puesto el cinturón.
El reactor inició un giro hacia un lado, lo que produjo que a David se le revolvieran las tripas.
Entonces, la proa del avión se inclinó y empezaron a descender. El reactor se niveló, la proa se
levantó y las ruedas golpearon el suelo.
Tras besar la pista de rodaje, las ruedas del Gulfstream fueron disminuyendo su velocidad. El
avión corrió un tiempo por la pista, alejándose de la terminal principal hasta que se detuvo.
El capitán salió de la cabina.
—Caballero, bienvenido a Rabat.
Antes de abrir la puerta principal, sacó un maletín del compartimento superior de equipaje y,
del interior, extrajo un fajo de billetes y unos documentos que tendió a David.
—Gracias.
David se guardó un fajo de billetes de quinientos euros y otro de cien, así como la
documentación con pasaporte de nacionalidad española. Su nuevo nombre era Antonio
González.
Al pie de la escalerilla, se detuvo un vehículo encargado de llevar al pasajero al otro lado de
la pista, donde había pequeñas aeronaves, reactores privados y avionetas.
Al llegar al perímetro del aeropuerto, dos oficiales de aduanas le pidieron el pasaporte, lo
pasaron por un escáner y le indicaron el camino que debía seguir.
A pocos metros de distancia, de dos lujosos Mercedes, salieron un grupo de árabes con
inmaculadas dishdashas blancas y pañuelos gutra, también de color blanco, sujetos en sus
cabezas con cintas negras. Caminaron en fila empujando maletas de cuero hacia el control de
inmigración.
En el aeropuerto de Rabat-Salé, buscó un taxi. El calor seco era sofocante. Había hombres de
negocios occidentales con maletas de ruedas, turistas extranjeros con vestimentas veraniegas,
árabes con la piel curtida que acarreaban maletas y bultos cerrados con cinta adhesiva y cuerdas,
con mujeres y niños ataviados con ropas baratas; mucha gente por todos lados yendo y viniendo.
Tras apalabrar una cantidad con el conductor de un taxi privado, este le llevó a la ciudad de
Fez. Una vez allí, despidió al conductor y contrató a otro para llevarle a la ciudad de Nador.
Durante el trayecto, el taxista le comentó de manera amigable que la zona de la frontera con
Argelia cada día se estaba haciendo más peligrosa y que, por tanto, no le recomendaba adentrarse
sin un guía especializado.
David Ribas le dio las gracias y le hizo saber que iba a reunirse con un grupo de amigos que
habían organizado un tour por la zona, que incluía Melilla, desde donde viajarían a España.
Cuando llegó a Nador, el taxi se detuvo en las cercanías de la estación de tren, donde
encontró habitación en una pensión cercana.
En la recepción, contrató un taxi para la primera hora de la mañana para ir a Ras El Ma,
también conocida como Cabo de Agua, situada en la zona oriental de Marruecos.
Dominada en el horizonte por las islas Chafarinas, allí la playa era tranquila, rodeada de
dunas. Circularon por varios acantilados y una zona de pescadores.
El conductor le habló de varios lugares donde poder disfrutar de una buena comida, pero
David le dijo de pronto que condujera hasta la ciudad de Berkan. El hombre, sorprendido y
molesto por aquel imprevisto, le observó por el espejo retrovisor.
—En esa ciudad no hay más que fruta y verduras, sobre todo naranjas. No hay diversión.
¿Por qué ir ahí?
—Te pagaré más —le dijo David como respuesta.
—Quiero trescientos euros.
Fingiendo que lo pensaba y apretando los labios, dando a entender que era una suma de
dinero importante, David asintió con la cabeza. El conductor golpeó ligeramente el volante de
satisfacción, subió el volumen de la música y pisó el acelerador.
Al llegar, el conductor le advirtió en tono amistoso que en aquella ciudad se producía mucho
contrabando de Argelia.
Dos caballos, cuyas costillas se marcaban contra la piel, eran tirados por un hombre que
transportaba un somier y un colchón. Pasaron junto a un descampado donde unos niños pegaban
patadas a un viejo balón para meterlo entre dos postes improvisados.
—Lo sé muy bien —dijo el conductor dándose golpes con el índice en el pecho—. Debo
tener cuidado en esta zona para que no me llenen el depósito de combustible adulterado.
Buscó un buen hotel en la ciudad. El mejor método de llamar la atención era mostrarse
ingenuo, por lo que en la recepción mostró especial interés en apuntarse a una excursión guiada.
El recepcionista le correspondió con una sonrisa de oreja a oreja y le habló de la sierra
calcárea Montes de Beni Snassen, considerada de interés ecológico y biológico, cercana a la
frontera argelina y al sur del río Isly.
Antes de subir a su habitación y acostarse, compró ropa nueva en una tienda de mercadillo
situada en plena calle, cerca del hotel.
A la mañana siguiente, bajó por el ascensor vestido con una camisa veraniega con pequeños
estampados Paisley, pantalón vaquero y unas botas marrones de suela de goma.
David Ribas esperaba que la fase inicial de su secuestro discurriera según el manual. Lo
asaltarían en el momento menos imprevisto, le apuntarían con un arma, le pondrían una capucha,
lo introducirían a toda prisa en un vehículo con olor a gasóleo y, finalmente, sería golpeado en la
sien para evitar que mostrara resistencia. Después, circularía durante varias horas, sería
trasladado a la parte trasera de otro vehículo, tal vez una furgoneta, y llegaría al lugar secreto en
el que le tendrían cautivo.
Pero no fue así.
El recepcionista le estaba esperando. Un minibús con guía aguardaba frente a la entrada del
hotel. Seis turistas alemanes se habían apuntado en el último momento y contrataron el minibús
para comodidad de todos los viajeros. Además, como los alemanes habían pedido comida
empaquetada para llevar —sándwiches tostados y fruta— había incluido una bolsa para él.
—Es un guía de confianza —le informó el empleado, señalando al joven conductor frente al
volante, que llevaba puesta una gorra de imitación con el logo de los New York Yankees, con la
visera hacia atrás.
Tras salir de la ciudad, subieron la montaña, desde donde pudieron ver bellos paisajes de las
llanuras cercanas y varios rebaños de ovejas que pastaban en la zona.
El chófer se colocó el cable de un auricular en un oído y comenzó a cabecear hacia delante y
atrás, al ritmo de una ruidosa música árabe, mientras conducía.
Minutos después, atravesaron un bello paisaje, muy abrupto, y llegaron al pueblo de
Tafoughalt.
El conductor se quitó los auriculares y comenzó a hacer su trabajo de guía, comentando
aspectos históricos de la zona y sus peculiaridades culinarias, en especial, el queso de almendras.
El tema llamó la atención a los orondos alemanes, que quisieron saber más sobre aquella
especialidad.
El joven guía hablaba en un inglés muy correcto a través de un micrófono que sujetaba con
una mano, mientras que con la otra sujetaba el volante. Explicó que aquella población había sido
construida sobre una antigua instalación militar francesa y propuso parar en un determinado
tramo que era ideal para realizar una excursión por la sierra. Más adelante, comentó, había una
casa rural donde ya estaban informados de la visita y en la que habían preparado un refrigerio
con productos locales.
Un rebaño de ovejas que no cesaba de balar cruzaba con parsimonía la carretera. El minibús
se detuvo hasta que los pastores, con sus polvorientas vestimentas y cabezas envueltas en
pañuelos, las guiaron hasta el otro lado de la calzada. Aparcó en un descampado y los viajeros
bajaron. De repente, aparecieron tres vehículos que al frenar desprendieron una nube de polvo.
Nadie salió del interior.
El guía se alarmó y levantó la mano para llamar la atención de los turistas, a los que
recomendó que se mantuvieran juntos. Unas señoras se alarmaron.
De los tres coches, salieron hombres armados, vestidos con llamativa ropa occidental.
Después, apareció un personaje aún más pintoresco, que llevaba puestas unas gafas de sol de
aviador, una camiseta del Fútbol Club Barcelona, pantalones holgados y zapatillas blancas Nike.
El guía dio un paso al frente.
—Esta gente son turistas —anunció en francés—, invitados en nuestro país.
El hombre de las gafas de aviador se las quitó y miró al conductor, luego cerró los ojos con
lentitud y levantó el brazo haciendo una señal a uno de sus hombres. Este se acercó al guía, y
ante la aterradora mirada de los viajeros, le preguntó por la nacionalidad de todos ellos.
El guía dio un paso hacia atrás, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Por favor, soy el responsable de su seguridad. Si les ocurre algo, me quedo sin empleo.
El hombre se giró hacia quien parecía tener el mando y este asintió.
Una ráfaga acabó con la vida del guía. Los turistas comenzaron a chillar; unos hicieron
amago de huir corriendo, pero fueron rodeados a punta de fusil.
—¡Silencio! —gritó en inglés el hombre de las gafas de sol.
Todos callaron.
—Saquen sus pasaportes —ordenó.
David Ribas tenía la imperante necesidad de salvar la vida de aquellos turistas alemanes.
Salió del grupo con su pasaporte en la mano.
—Soy español. Trabajo para una empresa desaladora española y estamos realizando un
proyecto de viabilidad junto con el gobierno de Marruecos. Si buscan un rehén por quien pedir
un rescate, por favor, llévenme a mí, pero dejen libres a estos turistas alemanes.
El hombre de las gafas de aviador se aproximó, le arrebató el pasaporte y lo observó con
detenimiento. Sonrió y se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
—¿Y qué haces aquí?
—Es mi primer viaje a Marruecos. Me he reunido con algunos empresarios para estudiar la
construcción de una planta desaladora y quería hacer un poco de turismo antes de regresar a
España.
—¿Qué tipo de desaladora?
—Es el mismo proyecto que hemos implantado en Arabia Saudí. Una desaladora por
ósmosis, para producir agua potable con la generación de energía limpia. Gracias al rey de
Marruecos y su plan de fomentar la inversión extranjera…
El hombre de las gafas de sol no le dejó terminar de hablar: le arreó un bofetón. David lo vio
venir, pero se dejó golpear y caer al suelo. Acto seguido, el hombre hizo una señal a sus
hombres.
David se percató de la tragedia que estaba a punto de suceder. Se levantó de un salto e
intentó interponerse, pero algo duro le golpeó con tremenda fuerza justo detrás de la oreja; se le
aflojaron las piernas y finalmente se hizo la oscuridad.
De un lado a otro, comenzaron a disparar contra el grupo apiñado de extranjeros.
El hombre de las gafas de sol pasó por el cuerpo de David Ribas un moderno detector de
cualquier tipo de dispositivo transmisor. Tras dar negativo, dio orden a sus hombres de que se lo
llevaran.
14

S e despertó maniatado y encapuchado. Notó el sabor de la sangre en la boca y un dolor


abrasador en donde le habían golpeado.
Al rato, sin quitarle la capucha, le dieron de beber sorbiendo agua de una paja. Nada de
comer. Excepto el ruido de la puerta y de pasos, no escuchó palabra alguna por parte de sus
captores.
Permaneció así durante las primeras veinticuatro horas. La capucha era absolutamente opaca,
no sabía si era de día o de noche. Se trataba de que perdiera la noción del tiempo.
Este método tan inusual no era propio de unos terroristas islámicos pertenecientes a una
facción del Estado Islámico. Eran criminales. El hecho de quitarle todos los objetos que llevaba,
así como la ropa, implicaba que pensaban que podía tener un microchip de seguimiento que
delatase su ubicación.
—¡Sacadlo! —vociferó una persona.
Lo llevaron fuera en volandas. David sintió el calor del exterior.
Lo arrastraron hacia la puerta de una furgoneta, lo aplastaron contra el suelo y uno de ellos le
rodeó el cuello con una mano.
—Respira lento, no te queremos muerto, de nada nos servirías. —Reconoció la voz del
hombre de las gafas de sol y camiseta deportiva del Barça—. Así que conserva la calma. Si haces
todo lo que te decimos, vivirás. Asiente si comprendes lo que te estoy diciendo. —David movió
la cabeza de arriba abajo—. Bien. Entonces, continuemos.
Dio instrucciones en árabe al conductor y se pusieron en marcha.
Tras hora y media de conducción, la furgoneta se detuvo. Sacaron a David del vehículo y lo
llevaron con rapidez al interior de un edificio. Recorrieron un pasillo húmedo.
Frente a él, David escuchó que se abría una puerta metálica a pocos metros de distancia. Le
quitaron la capucha y las cuerdas atadas a las muñecas. Lo empujaron hacia el interior y cerraron
la puerta.
Más allá de una mirilla, a la altura de la cabeza, la puerta carecía de cualquier clase de
adminículo, ni picaporte ni cerradura.
La celda medía diez pasos de largo y ocho de ancho. Aparte de una manta raída de color
marrón, no había nada más en ella.
Pasó un día. Y otro.
Cada vez que entraba la persona encargada de llevarle comida, permanecía en la celda un
segundo hombre, también con pasamontañas, que mecía un Kalashnikov con el dedo puesto en el
guardamonte del gatillo.
Aproximadamente, cada hora, se oía un ligero ruido de pasos desde el exterior, seguido de un
breve silencio, cuando uno de los guardias observaba por la mirilla. Al entrar, gritaban al
prisionero para que se pusiera en pie frente a la pared y extendiera los brazos.
Este dato le dio a entender que se basaban en el factor humano. No había ningún sistema de
seguridad electrónico como cámaras de seguridad.
Entrar en la celda con un fusil Kalashnikov era una temeridad. Era todo un espectáculo para
impresionar. Esto le sugirió a David que aquel grupo no era profesional. No era cuestión de que
el arma fuera difícil de manejar, sino de que, si disparaba, la bala podía rebotar, además de
causar un ruido ensordecedor.
Al tercer día, un hombre se presentó; le habló en perfecto español. Tras notar el
comportamiento tan estoico del prisionero, dudó de que fuera a dejarse intimidar por amenazas
violentas.
David lo reconoció al instante gracias a la foto que le había enviado Varun Grover. Aunque
en la grabación de Narendra Singh tenía la cabeza cubierta, vestía la misma ropa y tenía la
misma constitución física.
Le dijo que se llamaba Rami y desconocía que David Ribas sabía que no le estaba mintiendo.
Hablaba de forma pausada y calmada. David tenía la suficiente experiencia con terroristas
islámicos como para saber que aquel hombre dominaba sus emociones, debido a que no temía a
la muerte y a que, sin duda, había visto morir a mucha gente. Se preguntaba dónde podría estar el
prisionero indio.
Rami le agradeció su comportamiento.
—Los españoles sois personas muy fuertes.
—Supe del secuestro de un directivo de una empresa española. Es de nacionalidad india. ¿Él
también se encuentra aquí?
—¿A ti qué te importa?
—Solo quería saber si los dos estamos en el mismo lugar y no hemos caído bajo las garras de
terroristas yihadistas.
—¿Quiénes crees que somos?
David Ribas sabía que una de las reglas de supervivencia en un secuestro es mostrarse
amistoso con los captores. De este modo, le identificarían como ser humano y no como un mero
cautivo.
—Bueno, pues… según lo he podido ver y escuchar en los medios de comunicación, los
yihadistas son unos salvajes. En cambio, tú hablas mi idioma y te muestras amistoso conmigo.
Rami hizo un gesto para hacerle saber que no quería escuchar adulaciones. Sin embargo,
había apreciado la actitud del prisionero. No dejó de mostrarse cortés y presumido. No levantaba
la voz, su modo de moverse y de caminar estaba ensayado. Se disculpó por la mala calidad de la
comida, pero le dijo que era la misma que ellos comían.
Siguiendo su papel de cautivo ingenuo y temeroso por su seguridad, David Ribas comentó
que no se encontraba preocupado, sino aterrado.
Rami le dio una palmada tranquilizadora en el hombro, asegurándole que no le ocurriría
nada, que en breve tiempo sería liberado y que podría volver a casa con su familia.
—Ya verás — dijo mirándole a los ojos—, esto acabará pronto.

Horas más tarde, estaba tumbado intentando conciliar el sueño cuando oyó que una persona
gritaba en francés, además de ruidos de cerrojos abriéndose y cerrándose con fuerza, voces en
árabe y empujones. Escuchó súplicas, también en francés. De repente, un grito desgarrador, e
inmediatamente después, voces que resquebrajaron el aire pronunciando al unísono: ¡Allahu
Akbar! Después, silencio.
Poco tiempo más tarde, otra voz masculina pedía ayuda en inglés, mencionando su origen y
su nombre. Tenía un fuerte acento italiano.
A quien le escuchara, decía a voz en grito, le rogaba que hiciera saber su paradero a su
gobierno para que su familia supiera de él. Pero antes de que pudiera proseguir, David escuchó
unos golpes. De nuevo, un grito desgarrador y las mismas soflamas gritadas por los islamistas:
¡Allahu Akbar! Y una vez más, se produjo un profundo silencio.
David comenzó a caminar alrededor de la celda mientras consideraba sus opciones. No
necesitaban nada de él, no era más que un peón, un pollo enjaulado a la espera del día de su
ejecución. Le grabarían como habían hecho con aquel francés, y con el italiano, y después le
rebanarían el cuello.
Si habían ejecutado a dos de los extranjeros secuestrados significaba que, por algún motivo,
se proponían mudarse de sitio. Presentirían que podían estar bajo vigilancia y que la seguridad
del lugar estaba comprometida.
Mientras se movía de un lado a otro de la celda, pensó en cómo podía sorprender a Rami
Khan la próxima vez que entrara a darle la comida.
Se tiró al suelo e hizo una tanda de flexiones de brazos, controlando la respiración. Cuando
hubo terminado, hizo una serie de ejercicios de abdominales. Luego se sentó con las piernas
entrelazadas, en posición de loto, y comenzó a realizar ejercicios de respiración.
No creía en las garantías, ya que no habían mantenido la promesa anterior de liberar a los
rehenes. Ningún extranjero había sido liberado hasta ese momento; todos habían sido degollados.
Al cuarto día, le dieron de comer un plato de arroz con estofado de cordero. Era consciente
de lo que podría llegar después. Se preparó mentalmente.
Y así fue. Se oyeron pasos, y acto seguido, fuertes golpes en la puerta.
TERCERA PARTE
LA SUIZA DE MARRUECOS
15

H acía frío. No sabía cuánto tiempo permanecería encerrado. Tenía que estar preparado para
cuando luchara contra sus captores.
—De pie, contra la pared —bramó Rami desde la mirilla.
David se levantó, extendió los brazos y se puso junto a la pared.
La puerta se abrió. Detrás de Rami, había cuatro hombres cubiertos con pasamontañas. Todos
sostenían fusiles AK-47.
Rami le dijo que se diera la vuelta y le pidió que se arrodillara.
En medio de la celda, un hombre puso un trípode con una cámara Panasonic.
—Date la vuelta.
David obedeció.
—¿Qué me vais a hacer?
—Es solo un vídeo para enseñar al mundo lo que tenemos —respondió con una fingida
sonrisa.
—¿Me vais a torturar?
—¿Torturar? —dijo entre carcajadas—. Eso lo hace tu gobierno y el americano con los
musulmanes. Además, ¿no fuisteis vosotros, los españoles, quienes inventasteis la Inquisición?
Nosotros, si acaso, hacemos un interrogatorio coercitivo.
David necesitaba ganar tiempo, desequilibrarlo psicológicamente, que perdiera la
concentración para poder atacarlo cuando estuviera desprevenido.
—Entonces, ¿vais a matarme? ¿A degollarme?
Rami se enderezó después de ajustar el ángulo de la cámara.
—No sé lo que quieres decir, la verdad.
—¿Cómo qué no? —preguntó David.
Rami vio que la batería no estaba cargada. Le llamó la atención a su segundo al mando.
David notó que estaba especialmente enfadado por aquel detalle. Enfurecido, dio un
manotazo a la cámara, tirándola al suelo junto con el trípode. De pie, se puso las manos en las
caderas, respiró hondo y ordenó que recogieran la cámara y le trajeran otra con la batería en
perfecto estado.
Cuando los hombres encapuchados se hubieron ido, excepto uno que quedó haciendo
guardia, Rami miró al suelo y se percató de que el plato de comida no había sido tocado.
—¿Por qué no has comido?
—No tengo hambre.
—Pues yo quiero que comas.
David juntó los labios y asintió con la cabeza.
Manteniendo la compostura, y siguiendo con su representación, comenzó a comer con la
mano derecha. Rami se dio cuenta de la destreza; un occidental no sabría comer arroz con los
dedos.
—¿Por qué sabes comer tan bien con los dedos?
—He viajado mucho a la India y he aprendido a comer así.
—¿Qué hacías en la India?
—Asistía a programas de meditación y yoga.
—Me caen bien los indios. En el Reino Unido, consumen mucha comida india. Yo estuve un
tiempo en Londres y en una ciudad llamada Reading. En los vagones de metro y en los
autobuses, había una diversidad racial que jamás había visto. Tendrías suerte hoy en día si ves un
grupo de pasajeros de cara blanca. Jamaicanos, asiáticos, africanos… Londres es una de las
ciudades más multirraciales que he conocido. ¿Y sabes qué? Es la comida india lo que más
comen los británicos. Pollo tikka masala, arroz biriyani, kebabs de pollo tandoori, lentejas estilo
indio, chutney de mango, pan naan con mantequilla, etcétera.
David quiso adelantarse para construir un vínculo entre él y su captor; era consciente de que
esto le desestabilizaría en el momento oportuno. Necesitaba darse prisa antes de que volviera el
grupo de terroristas con una cámara nueva.
—Me alegra que te guste la comida india, porque a mí me encanta —comentó esbozando una
sonrisa que pretendía mostrar lástima desde su condición de secuestrado—. Y me alegra también
que tengamos una cosa en común.
—Yo disfruté mi estancia en el Reino Unido gracias a la comida india —dijo Rami
ignorando el comentario que David había hecho, aunque de alguna manera, su subconsciente
había sido atrapado—. No pisé esos establecimientos de cadenas americanas de comida basura
que sirven en McDonald’s, Burger King, KFC y pizzerías. Pero volviendo a lo que te quería
decir. Allí los británicos consumen más comida india que pescado con patatas y rosbif.
David mostró su sorpresa; no sabía a dónde quería llegar, pero se le veía conversador.
—Ese dato lo desconocía.
—¿Tú sabes qué producto no les gusta servir a los indios en el Reino Unido?
—Pues no.
Rami se inclinó, acercándose de forma inconsciente al área de seguridad de David, y levantó
las cejas para dar importancia a lo que iba a decir.
—Cerdo.
—Nunca lo hubiera pensado —dijo llevándose una bola de arroz a la boca.
—¿Y sabes por qué?
David ya sabía la respuesta, pero siguió fingiendo que desconocía el tema del que hablaba.
—No —contestó moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Porque en la cocina trabajan musulmanes —dijo riéndose de modo despectivo—. Y por
ese motivo hemos ideado nuestro plan de ataque en España.
David quiso no mostrarse sobresaltado.
—¿En España? No entiendo. ¿Qué quieres decir?
—Hemos mandado a muchos de nuestros hombres a infiltrarse en restaurantes indios por
todo el país.
David sonrió de modo amigable.
—Sigo sin entender.
—Vamos a organizar un envenenamiento masivo. —Rami sonrió abiertamente—. No solo en
los restaurantes indios, sino en los turcos. Empezaremos en las empresas de fabricación de
kebabs de carne halal para restaurantes turcos.
David levantó la mirada.
—Si quieres mi opinión, eso no es una prioridad que deberíais tomar. Te diré que desde que
llegué a Marruecos he visto musulmanes sin ningún futuro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con tono airado.
—He visto jóvenes mendigando. Y supongo que no tienen asistencia sanitaria. ¿Por qué no
dedicar todo ese esfuerzo a solucionar estos problemas en vez de buscar la muerte en países
extranjeros?
Rami levantó el brazo para golpearle, pero no lo hizo.
—No te pego porque sé que hablas sin conocimiento. ¡Maldito seas, infiel! Lo que dices es
triste, pero cierto. Por otro lado, no es lo que te estoy diciendo. Mientras ese mendigo reza a Alá,
en el próspero Occidente desciende cada vez más el número de practicantes religiosos. Fíjate en
España. Ya no van a las iglesias a rezar. Lo único en lo que piensan es en fornicar, consumir los
fines de semana, sentarse en las terrazas de las cafeterías y amasar bienes materiales.
»Ese mendigo del que hablas, o cualquier otro joven musulmán de este país, conoce su
historia. Nosotros la conocemos. Pero en España hasta miran mal a quien saca la bandera del país
y se define como “patriota”. Os dais pena entre vosotros. No hay unidad ni respeto. Esto nos
diferencia de la sociedad occidental.
—No comprendo —dijo David con la intención de que siguiera exponiendo sus
pensamientos.
Rami clavó en David unos ojos duros como una piedra.
—Nosotros somos tan conscientes de nuestra historia que incluso podemos utilizarla para
predecir el futuro —continuó diciendo, recobrando la compostura—. Los británicos que han
renegado de su cultura, que se han rendido a la comida india, y los demás occidentales como
vosotros, los españoles, perderéis. Bueno, de hecho, ya habéis perdido, pero todavía no lo sabéis.
—David siguió aparentando docilidad mientras le escuchaba, cogió con los dedos otro montón
de arroz y se lo metió en la boca—. Esta comida está bien hecha, con higiene. Aunque seas un
prisionero, te estamos sirviendo una comida sana. Ojalá pudieras vivir muchos años.
—Inshallah —pronunció David ante el asombro de Rami y del hombre con pasamontañas
que continuaba en pie tras él.
—¡Ah¡, muy bien. ¿Sabes árabe?
David levantó la mirada y sonrió al ver su reacción.
—Los vecinos de mi casa de Málaga son musulmanes.
—Me caes bien —concedió el árabe—. Ojalá todos los españoles que vienen por aquí
tuvieran tu comportamiento.
—Allahu Akbar —añadió con la boca llena.
—Ahora me estás cayendo mejor —dijo arrugando la frente—. Esas son las dos frases que
todo el mundo debiera conocer, porque todo lo que ocurre es por voluntad de Alá. «Si Alá
quiere» y «Alá es grande». Alá es el verdadero Dios, y Mahoma, su profeta. Hasta que se exhala
el último aliento de vida, hay que ser musulmán, estar obligado a sentirlo cada minuto de cada
hora.
David le mantuvo la mirada y asintió. Sabía que podía romperle el cuello con tanta rapidez
que no tendría idea qué habría pasado. Luego, inmovilizaría al torpe con pasamontañas que tenía
detrás; podía darle un puñetazo antes de que tuviera tiempo de levantar el AK-47. El golpe sería
tan brutal que le hundiría el cartílago hasta astillarlo y atravesarle el cerebro. Se había fijado que
al andar cojeaba de un pie; y estaba completamente seguro de que, aunque tuviera tiempo de
apretar el gatillo, no conseguiría alcanzarle; su movimiento corporal lo delataba como persona
lenta y patosa. Le arrebataría el arma y se encargaría de los demás en el exterior.
—Estoy de acuerdo. Son frases esperanzadoras —dijo David al fin. Y utilizando los dedos,
se llevó de nuevo un montón de arroz a la boca.
—Pero tú no eres musulmán. Eres cristiano, ¿no?
—Sí, pero no practicante. No me vais a degollar por eso, ¿verdad?
Rami se echó hacia atrás, soltó una sonora carcajada y respondió:
—No, no.
—Entonces, ¿no debo preocuparme?
El árabe se puso en pie, y antes de marcharse, contestó:
—Estás en una situación complicada. Eso es todo lo que te puedo decir.
—¿Has matado a muchos infieles?
—No es el número lo importante —contestó Rami sonriendo—, si no la manera en que lo
haces.
La puerta se cerró con un sonoro portazo. Desde el exterior, oyó al terrorista gritar a sus
hombres preguntando por la cámara digital, y amenazándoles con enviarles a Nigeria con el
grupo de negros de Boko Haram.
16

N o transcurrió mucho tiempo antes de que su captor volviera a entrar en la celda y se


encontrara de nuevo ante él.
—Te has aprovechado del sufrimiento de nuestros hermanos musulmanes, y por lo tanto,
mereces morir —le espetó Rami con la mirada clavada en sus ojos.
Tras un momento de silencio, David levantó los brazos.
—Al menos, ¿podría ver el cielo por última vez? Quisiera sentir los rayos del sol y respirar el
aire.
Rami juntó los labios y negó con la cabeza.
Un hombre encapuchado entró en la celda; con una mano sostenía el fusil y con la otra una
silla de plástico, que puso junto a David Ribas.
—Ni el gobierno de Marruecos ni el de Argelia tienen capacidad tecnológica. Pero potencias
como Francia, Inglaterra, Israel y Estados Unidos tienen aparatos ahí arriba —dijo Rami
levantando un dedo hacia el techo—. Intentan controlar nuestras llamadas telefónicas y nuestras
comunicaciones por internet. Nos acechan a todas horas con sus modernos satélites. No.
—No quiero morir encerrado como un animal, con el cuello cortado, desangrándome como
un pollo rebanado que tiran a un cubo para que se desangre.
Rami sonrió, dio unos pasos hacia delante y se situó frente a él.
—No eres humano, eres un infiel. Por lo tanto, no hay que tratarte como a un ser humano.
Hizo un gesto con la cabeza y un hombre encapuchado se aproximó a David.
Era consciente de que, si le ataban las manos a la espalda, sus opciones serían limitadas;
podía hacer mucho daño usando las piernas, pero no le ayudaría en absoluto a salir con vida.
Consideró que era el momento oportuno.
El hombre encapuchado bajó el fusil sosteniéndolo con una mano mientras que con la otra
agarró con fuerza a David del brazo para hacerle sentar en la silla.
Todo ocurrió muy rápido. El encapuchado no lo vio venir: el inocente extranjero que tenía
delante le quitó de la mano el arma con tanta rapidez que no tuvo tiempo de reaccionar.
David levantó el fusil, apretó el gatillo y le metió una bala en la cabeza. Apuntó el arma a la
cabeza de Rami.
—No eres capaz —dijo él sosteniéndole la mirada.
David bajó el arma y le disparó en una pierna. El terrorista cayó al suelo sujetándose la
herida mientras maldecía.
Dos hombres entraron corriendo en la celda. Cayeron muertos sin haber podido levantar sus
armas.
—¿Dónde tenéis a Narendra Singh?
Rami se revolvía en el suelo de dolor, pero estalló en una risa descontrolada.
—Maldito seas. ¿Por eso te has dejado secuestrar? Hace dos días que grabamos su ejecución.
David bajó el fusil.
—No se ha cumplido el plazo estipulado.
—Qué más da. Los matamos y lo grabamos antes, así no tenemos que alimentarles.
David le pisó con fuerza una mano.
—¿Quién está por encima de ti? Dímelo o recibirás una bala en la cabeza. ¿Me has
comprendido, Rami? —Él asintió.
—Me puedes matar. No me importa. En esto, nos diferenciamos.
—Sí. En eso nos diferenciamos: yo protejo la vida, mientras que tú adoras la muerte.
Un terrorista entró en la celda. David se giró, levantó el fusil y le disparó dos veces.
Le registró los bolsillos a Rami y sacó su móvil.
—No saldrás con vida —dijo este sujetándose la pierna.
—Llama a tu superior. Dile que conoces a un miembro del gobierno marroquí que quiere
reunirse con él. Entiendo unas cuantas palabras en árabe, por eso quiero que hables con rapidez y
concisión.
—No puedo —dijo entre dientes.
David percibió el desagrado en la mirada de Rami Khan. Le cogió por la solapa de la
chaqueta, lo alzó y lo lanzó contra la pared. Cayó al suelo, gimiendo de dolor.
—O lo haces o te prometo que lo sentirás.
—No lo entiendes —bramó con dolor. La sangre le cubría todo el pantalón.
—¿El qué?
—En inglés, no en árabe –contestó jadeando.
—Cuando hablas con tu superior, ¿acostumbras a hacerlo en inglés?
—Su árabe no es bueno.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que solo comprende lo suficiente como para seguir el hilo de lo que se le dice. Y por
teléfono será complicado que me entienda en árabe. Además, sospechará y me preguntará por
qué no le hablo en inglés.
David le agarró y le hizo sentar en la silla.
Le dio el teléfono móvil.
—Entonces, en inglés. Rápido.
Rami pasó el dedo por los números de contacto y pulso el botón verde. Se llevó el aparato a
la oreja y comenzó a hablar rápidamente en inglés. Se disculpó por llamar en aquel momento.
Volvió a pedir disculpas por no ser una llamada programada. Entonces cambió de tono.
David se percató de que su interlocutor notaría la voz temblorosa de Rami y sus continuas y
profundas aspiraciones al hablar. Ya de por sí era evidente que no podía evitar la tensión de su
voz mientras el sudor le caía a chorros.
La llamada terminó.
—Bien hecho —comentó David.
—Se llama Jamel Ibourka y te espera en Ifrane —anunció.
—¿En qué sitio?
—Me ha dicho que cojas un taxi. A las afueras de Ifrane, pasas la gasolinera Shell y un hotel
llamado Le Relais Ras El Maa. Sales de la carretera principal por la P7229. Al cabo de unos
metros, hay una casa aislada con el tejado de color marrón canela.
—¿Cuánto dinero tienes en metálico?
Rami se metió la mano en el bolsillo y de su cartera sacó varios billetes de cien euros.
—Vaya, esta moneda me gusta más que el dírham —dijo David arrebatándole el dinero y
guardándoselo en el bolsillo.
—Enseña un puñado de billetes al primer conductor privado que te encuentres en la calle y te
llevará de inmediato a Ifrane sin ningún problema. Jamel conoce a todos los hombres desde al
menos cinco años. Tú no tienes la menor posibilidad de salir con vida. Nadie a quien no conoce o
no tiene confianza se aproxima a él. Ha sido adiestrado por los mejores, por eso ha eludido a los
extranjeros en Irak y Siria que quisieron apresarlo.
—Bien, entonces no tengo porqué perder más tiempo contigo —dijo apuntándole con el
arma.
Por el miedo reflejado en la cara de Rami, era evidente que estaba convencido de que lo
mataría.
—Un momento, no me mates.
—No hay que tratarte como a un ser humano —dijo imitando el amenazante tono con el que
había pronunciado aquellas mismas palabras hacía escasos minutos.
Le disparó primero en el pecho y luego le metió una bala en la cabeza.
17

H ubiera preferido salir a dar un largo paseo vestido de incógnito. Como había hecho otras
veces, habrían bastado unas gafas falsas de pasta gruesa y una gorra para impedir cualquier
posibilidad de que alguien lo reconociera.
Pero no, en aquellos momentos, el peligro era mayor. Jamel Ibourka caminaba de un lado a
otro de la estancia, balanceando los brazos. Él siempre creía que analizaba mejor la información
cuando estaba en movimiento.
Tenía sesenta y tres años, y debido a una metástasis agresiva, arrastraba consigo una botella
de oxígeno. Su médico particular le había pronosticado tres meses de vida. Nació y creció en
Inglaterra. Luchó en Afganistán siendo muy joven y luego en Irak. Desde la sombra, estuvo al
frente de Al Qaeda y, más tarde, del Estado Islámico en el norte de África.
Como en su día, los servicios de inteligencia paquistaníes protegieron a Osama Bin Laden en
su escondite de Abbottabad, los servicios de inteligencia de Marruecos le protegían a él en la
provincia de Ifrane, donde se había refugiado desde hacía años por motivos de salud.
No tenía seguridad a sus puertas ni en las inmediaciones de su residencia para no llamar la
atención. En el vecindario, se le conocía como un señor enfermo que debía pasar el día
guardando reposo. Poco o nada se le veía en el exterior. Tenía como sirviente a un joven que le
limpiaba la casa y cocinaba. Rara vez acudían visitas. Vivía en el más absoluto anonimato.
Mientras paseaba por la habitación, mantenía la vista hacia el suelo de cemento pelado y
rápidamente la levantaba hacia el techo, para acto seguido darse la vuelta y comenzar de nuevo.
Fue allí, en una remota zona montañosa, donde recibió un entrenamiento basado en el
fortalecimiento de la resistencia mental y física. No solo se había metido desnudo por completo
en agua helada, sino que durante las simulaciones de interrogatorio y detención era obligado a
escuchar durante horas música ensordecedora y ruidos emitidos a través de unos altavoces; le
vendaban los ojos, le golpeaban y le gritaban al oído en idiomas que no conocía.
En una ocasión, durante un último curso intensivo, lo ataron desnudo a una silla y lo
interrogaron durante horas. Después, le sumergieron la cabeza en una bañera hasta que perdió el
conocimiento.
Los experimentados y fornidos instructores probaron de todo: vejaciones, chistes, golpes,
presiones en puntos débiles que causaban dolores horribles, y hasta le tentaron ofreciéndole una
bandeja con exquisita comida gourmet y vino selecto que él rechazó. Le ofrecieron dormir y
descansar, lo adularon. Cualquier divulgación sobre su verdadera identidad habría provocado su
expulsión.
Maltrecho y magullado, apagaron la insoportable música y le propusieron dejar el proceso de
entrenamiento. Él se negó. Entonces le pusieron una capucha y lo arrastraron por el suelo al
exterior.
La temperatura estaba bajo cero, pero eso no parecía importar a los instructores que
arrastraban a aquel hombre desnudo por la nieve.
Lo llevaron a un descampado, donde había un profundo hoyo. Lo pusieron de rodillas y le
dijeron que le iban a matar, que había cometido un error durante el entrenamiento y que ya
habían elegido a otro candidato.
Le hicieron saber que él era ya dispensable, pero que podía manifestar su opinión antes de ser
ejecutado.
Jamel Ibourka sabía que debía permanecer con la boca cerrada hasta que todo finalizara. Era
consciente de que, en algún momento, todo acabaría. Si tenía que morir, entonces moriría, lo
tenía asumido. Esa era su fuerza interior: asumir la muerte o temerla.
Negó con la cabeza y, en silencio, ante la última sugerencia del instructor. El fornido hombre
le apuntó en la sien con una pistola y apretó el gatillo.
Tras haber perdido la conciencia, se despertó en la cama de un hospital. Todo había sido una
representación y había aguantado hasta conseguir el objetivo: superar el curso de selección.
Por su capacidad de resistencia y aplomo, entre aquel grupo de instructores, lo apodaron “el
león de Ifrane”, en referencia al extinto león que antiguamente habitaba en la cadena montañosa
del Atlas Medio.
Jamel Ibourka había quedado tan impresionado por los paisajes de la provincia de Ifrane que,
años después, cuando los médicos le detectaron un cáncer de pulmón, decidió asentarse en una
casa de las afueras. Allí esperaba su inminente muerte.
Creada por los franceses en 1930 como destino vacacional, Ifrane, capital de la provincia del
mismo nombre, se convirtió en el lugar donde hoy veranea la gente más adinerada de Marruecos.
Durante el invierno, «la Suiza de Marruecos» se convierte en uno de los destinos de esquí más
importantes del país.

David Ribas pagó al conductor y salió del taxi. En aquel lugar, no había gente ni tampoco
ruido de tráfico. Daba la impresión de ser un lugar de retiro, una zona residencial aislada.
Cruzó la calle y llamó a la puerta de la casa con el tejado típico de la zona, de color marrón
canela y en forma de pico, como las viviendas alpinas.
Un joven de unos dieciséis años le abrió y miró al recién llegado con hostilidad. Antes de que
pudiera decir nada, se escuchó una voz dando una orden en árabe desde el interior de la vivienda.
El joven cogió una chaqueta de la percha, volvió a mirar a David de manera amenazante y,
pasando a su lado, salió a la calle.
Cuando David entró en la casa, siguió notando sus ojos clavados en la espalda. Se giró y vio
al joven marcharse en una scooter, no sin antes dirigirle una última mirada.
—Cierre la puerta y pase —le dijo alguien en español.
En vez de encontrar a un temible terrorista al que hacer frente, halló a un hombre envejecido,
con la cara picada, calvo, excepto por una serie de pelos largos blancos y grises que colgaban
alborotados de su cabellera, y con unos tubos metidos en la nariz conectados a
una botella de oxígeno portátil sobre ruedas.
—Siéntese.
David Ribas permaneció un instante de pie sopesando la situación. Prestó atención a
cualquier ruido sospechoso que pudiera avisarle de una amenaza. Su instinto le decía que,
excepto del avejentado hombre, no había nadie más en la vivienda. Estudió al enfermo: ojeroso,
sin afeitar y con aspecto descuidado, no estaba armado y daba la impresión de no suponer un
peligro.
—He venido a buscar a Jamel Ibourka —anunció tomando asiento, pero manteniéndose
alerta.
—Soy yo.
—¿Eres tú quien ha estado ordenando los últimos secuestros de españoles?
El hombre le sostuvo la mirada.
—No realizo visitas a domicilio —contestó ahogadamente. Tosió. Un poco de saliva le salió
por la comisura de los labios y se limpió con la manga. Tosió de nuevo, se tapó la boca y dijo a
continuación—: El movimiento islámico moderno ya ha empezado. Fíjate en Cataluña. Dentro
de pocos años, seremos mayoría en otras tantas ciudades españolas. Los españoles sois unos
inútiles, unos borregos; los domina la izquierda radical y calláis como zorras. Gracias a las
políticas socialistas y de izquierda radical, hemos metido a nuestros hombres en territorio
español.
—Nunca ganaréis.
—Pues, poco a poco, vamos ganando batallas —dijo sonriendo burlón—. El islam y la
civilización occidental no pueden coexistir, por mucho que se crean esos estúpidos de las ONG,
la Cruz Roja y demás cínicos financiados por vuestras instituciones. Jamás coexistirán. No
queremos. La única manera de liberar a los musulmanes es destruir los actuales estados y
sustituirlos por uno solo bajo el dominio de un califa. Por eso estamos poniendo a todos los
musulmanes del Magreb en pie de guerra.
—Un mundo islámico sin fronteras, ¿verdad? Me imagino que España o Portugal o Francia
no serán vuestro límite.
—Hasta Alemania e Inglaterra, amigo —respondió con orgullo—. Tú y tus compatriotas
estáis abocados al fracaso. Todos vosotros, todo Occidente. Cuando Turquía entre en la Unión
Europea, que pronto será una realidad, porque nosotros ya nos estamos encargando de que eso
ocurra, todos los países europeos se llenarán de musulmanes, mezquitas y madrasas.
David Ribas sacó la pistola y la puso ante la vista del terrorista.
—Los rumores de mi muerte correrán —dijo mirando a David—. Puede que no mañana ni
pasado, pero no tardarán mucho hasta que den contigo.
—Se tendrán que poner a la cola, porque ya llevo tiempo pendiente de ciertas enemistades.
Él movió una mano como si tratara de espantar moscas.
—Un día entrarás en tu casa o en tu vehículo y ¡bum! —dijo subiendo el tono de voz en la
última palabra—. O quizá alguien se te acerque por la espalda y te dispare en la cabeza —añadió
entre dientes. Jamel Ibourka comenzó a reír, se detuvo y dijo—: Como el 11-M.
David Ribas se irguió en el asiento nada más escuchar aquello.
—¿Qué quieres decir con lo del 11-M?
—Nos culpasteis de los ataques en aquellos trenes. Pero no tuvimos nada que ver con
aquello. Desde la sombra, a través de medios de comunicación afines, ciertas personas se
encargaron de inundar la opinión pública de fake news hasta convencerla de que había sido un
atentado islamista.
—¿Quiénes?
Tras guardar silencio, dijo:
—Los que se reunieron con los dirigentes terroristas españoles, esos vascos de ETA.
—¿Quiénes? —inquirió de nuevo.
—Funcionarios del gobierno de España se reunieron con los dirigentes de ETA. Pactaron la
disolución del grupo terrorista, es decir, no más atentados. Los vascos les preguntaron: ¿cómo
vas a permitirnos formar un partido político y entrar en las instituciones si el gobierno de derecha
está en el poder? Ellos, los funcionarios del gobierno, les dijeron que lo cambiarían por un
gobierno socialista. Y así fue.
»Los servicios de inteligencia se pusieron en contacto conmigo para, a su vez, contactar con
un grupo de mercenarios y realizar los atentados en Madrid. Los que orquestaron la segunda fase
de la operación fueron los españoles, al convencer a la opinión pública de que habían sido
musulmanes quienes cometieron el atentado, argumentando que España apoyó la invasión de
Irak.
—¿Quiénes pusieron los explosivos?
—Un grupo de mercenarios que contraté yo. El cabecilla es británico, pero vive en Sudáfrica.
—¿Y quiénes fueron los que convencieron a los españoles de que la autoría correspondía a
Al Qaeda?
—No sé quiénes fueron con exactitud, desconozco sus nombres; lo que sí sé es que actuaron
como unos auténticos idiotas, unos imbéciles. Con el propósito de culpar a islamistas, pusieron
una mochila con metralla en una comisaría de policía, cuando en los trenes estallaron bombas sin
metralla. Hubo dos fases: una, la del atentado, bien planificado por profesionales militares que
contratamos desde aquí, en Marruecos; dos, la de cobertura, que fue realizada por los españoles
de manera improvisada y muy chapucera.
David, cada vez más nervioso, se levantó y le apuntó en el pecho con la pistola.
—Explícate.
—No hace falta que me amenaces. —Tras guardar un profundo silencio, añadió—: Estoy
hablando contigo de manera cordial.
—¿Por qué me estás contando todo esto?
—Para ganar tiempo, quizá.
David miró de un lado a otro. Pensó rápidamente qué peligro podía correr si continuaba en
aquella casa. El joven criado se habría marchado y ya estaría pidiendo ayuda. ¿Cuánto tiempo
tendría hasta que alguien llegase?
—Sigue hablando.
Tras varios segundos de espera, continuó:
—La fase de cobertura después del atentado tenía que seguir la misma línea que los atentados
de Omagh, que se atribuyeron a una facción disidente del IRA, lo que contribuyó a poner toda la
opinión pública contra esta organización, hasta el punto de que la paz en Irlanda fue más factible
y duradera.
»Lo que pretendían en España era que ETA culpase a una facción disidente de su grupo
armado, depusieran las armas, entrasen en política, se firmasen acuerdos de amnistías, y así, con
ETA constituida como grupo político, se avanzase hasta conseguir un país independiente de
España, como Irlanda con Irlanda del Norte. Conforme se sucedieron los acontecimientos, los
cabecillas vascos de ETA se asustaron. El número de muertos había sido muy grande y se dieron
cuenta de que la opinión pública podía ponerse en su contra.
»Entonces, ¿qué hicieron? Dejaron que todo siguiese el proceso con un cambio de gobierno y
continuaron culpando a Al Qaeda. Con un gobierno socialista, el grupo terrorista vasco sembraba
su agenda pactada con terceros de manera más sutil.
—¿Cómo se llama el líder de los mercenarios?
Jamel Ibourka permaneció de nuevo en silencio.
—No quiero perder más tiempo contigo —dijo mientras se quitaba los tubos de la nariz y le
lanzaba la botella de oxígeno.
David Ribas no tuvo mucha dificultad en esquivar el impacto.
Jamel se abalanzó hacia un armario. Sus movimientos eran lentos y torpes.
—Estate quieto —le gritó David—, no quiero dispararte.
Abrió un cajón, sacó una pistola y se giró. No tuvo tiempo de mirar a su objetivo. Una bala le
perforó la cabeza.
—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó David, lamentándose por su rápida reacción.
Había perdido la oportunidad de poder desentrañar el suceso del 11-M, el mayor atentado
terrorista sucedido en Europa, y vengar la muerte de su hermano mayor, policía nacional,
fallecido en la explosión del apartamento del barrio madrileño de Leganés, donde se inmolaron
los musulmanes que, supuestamente, habían cometido los atentados el 11 de marzo de 2004.
Con apremio, registró la casa. Abrió cajones, tirándolos con rapidez al suelo. Nada.
Ejemplares del Corán, periódicos, e incluso varias armas y municiones. No había nada
incriminatorio que lo asociase a grupos terroristas ni ninguna pista sobre toda la información que
había compartido con él.
Pero ¿y si todo no fueran más que delirios de una persona que se estaba muriendo? ¿Y si tan
solo pretendía poner en su cabeza una información para crear un falso argumento sobre lo
sucedido? Pero ¿con qué fin?, ¿ganar tiempo?
Salió de la vivienda por la parte de atrás. En el exterior, había ropa tendida que colgaba de
una cuerda atada de un poste a otro. A poca distancia, vio humo que salía de un bidón metálico.
Se aproximó con rapidez. Dedujo que antes de su llegada, Jamel Ibourka había ordenado a su
criado a quemar cualquier documento comprometedor.
Sacó el teléfono móvil y llamó a Varun Grover.
—Jamel Ibourka está muerto.
—¿Y Narendra Singh?
En la sala de operaciones del Cervantes, en Madrid, Varun observaba la pantalla digital; a su
lado, Julián Fernández escuchaba la conversación.
—Lo mataron hace días. Los terroristas no quieren dinero ni que España abandone Ceuta,
Melilla y las Islas Canarias. Saben que sus demandas no se llevarán a cabo. Es el terror lo que
pretenden. Quieren inocular el miedo en la sociedad española.
»Los que secuestraron a Narendra Singh no eran terroristas. Son bandas criminales que se
dedican a pasar droga a Europa y al tráfico de personas. Ahora buscan a nacionales españoles. A
cambio de dinero, a los radicales islamistas les venden extranjeros.
—Pero ese Jamel, ¿era de Al Qaeda, del Estado Islámico? ¿A qué grupo pertenecía?
—Suní, sin duda. Los de a pie son marroquíes y argelinos, pero los líderes, aunque sean
originarios del norte de África, pueden haber estudiado en Alemania, Francia o Inglaterra, como
Jamel Ibourka y Rami Khan. Aunque esto es un avispero, muchos jóvenes musulmanes se unen a
la llamada de la yihad, porque consideran que es una respuesta legítima para echar del país a los
infieles y se creen con derecho a extender el islam en Europa. Escucha. Hay dos cosas muy
importantes que en el Cervantes debéis saber.
—Dime.
—Tienen un plan para intoxicar con un potente veneno comida prefabricada de kebab.
Conviene que investiguéis distribuidores de comida halal que sirven a los restaurantes, en
especial, turcos. También los restaurantes asiáticos, sobre todo los de comida india. Han
infiltrado en las cocinas a lobos solitarios, que llegaron junto con inmigrantes ilegales en pateras,
para que manipulen los alimentos con ese veneno que pretenden distribuir por toda la península.
—Y dos…
David Ribas entró en la vivienda, cruzó el interior mientras hablaba y se dirigió hacia la
puerta principal.
—Tuve una pequeña conversación con Jamel Ibourka antes de matarlo. El hombre se estaba
muriendo de cáncer y, lo que me comentó, no creo que tuviera como propósito alimentar los
argumentos conspiranoicos sobre lo sucedido el 11-M.
Al oír esto último, Varun Grover alzó la mirada hacia Julián Fernández, que seguía
impertérrito asimilando la información.
—¿Estuvo implicado?
—Según él, recibió órdenes de los servicios de inteligencia marroquíes para contratar a un
grupo de mercenarios para atentar en Madrid. Estos mercenarios estaban liderados por gente
anglosajona. Esto se entiende por lo preciso que fue cada uno de los ataques a los trenes.
Julián se giró e iba a tomar la palabra cuando David abrió la puerta principal y vio a cinco
hombres que le apuntaban con pistolas. Bajó el brazo manteniendo el teléfono encendido.
El hombre de la camiseta del Fútbol Club Barcelona frente a él, y a su alrededor, cuatro
hombres apuntaban a David con sus armas. Se quitó muy despacio sus llamativas gafas de sol.
—Vaya sorpresa —dijo.
Alzó la mirada al cielo, gritó una orden en francés y corrió hacia el interior del vehículo.
Uno de sus hombres puso una capucha a David Ribas, mientras otro le ataba las muñecas a la
espalda. Otro le quitó el teléfono, lo golpeó contra el suelo, sacó con rapidez la tarjeta SIM y la
cortó con una navaja.
—¿David? ¿Sigues ahí?
Varun Grover accedió a un satélite que sobrevolaba la zona. Detectó el lugar donde se
encontraba David Ribas. Cuando la imagen captó la vivienda, se podía apreciar que la puerta
delantera estaba abierta. En esos momentos, se percató de que dos vehículos todoterreno se
marchaban de la zona a gran velocidad. Intentó captar el número de matrícula, pero la señal
desapareció de la pantalla.
—Mierda —dijo Varun golpeando la mesa.
—Llama a Laura —ordenó Julián—. Que prepare su equipo, debemos sacar vivo a David
Ribas.
Varun levantó la mirada.
—Si no hubiera mencionado la implicación de Jamel con el 11-M, ¿te hubieras mostrado
igual de complaciente?
—No, quizá lo hubiera dejado a su suerte.
—Antes, eras reacio a enviar al equipo de Laura. Después de lo que ha hecho dando caza a
los autores de los degollamientos, ¿por qué no habrías de ayudarle?
El director del Cervantes hizo un gesto con las manos sin saber qué responder. No se
sorprendía de aquel comentario del indio, a quien en el pasado David Ribas le había salvado la
vida y propuesto que se integrara en la organización contra el terrorismo. Con el paso de los
años, Varun Grover se había convertido en una persona imprescindible. Sin embargo, temía que
se viera obligado a tomar partido.
—Varun, a ver cuándo aprendes que la gratitud no es una virtud en el mundo de la
inteligencia.
—Gracias por la brutal honestidad. Lo tengo en cuenta para ir invirtiendo en un plan de
pensiones privado, así podré tener una jubilación protegida.
CUARTA PARTE
LA HUIDA
18

E n Madrid, se encontraban reunidos Laura García, Varun Grover y Julián Fernández en el


despacho de este último.
—¿Tienes ya localizado a Hamidou? —preguntó Julián al informático indio.
Dependiente del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Reales, la primordial función de
Hamidou Laghmari, como director general de Inteligencia Militar, era facilitar al estado
marroquí la capacidad de anticiparse a ciertas situaciones de crisis. Se dedicaba a la lucha
antiterrorista, al contraespionaje militar y a recabar información militar.
—Sí, acaba de llegar a Chipre. Ha alquilado una villa en un hotel-boutique.
—¿Es así como lo llaman hoy en día?
—Deberías salir más —dijo riendo Laura.
—Por Dios, no me interesa la prostitución con jóvenes, ni el lujo ni las vacaciones en lugares
exóticos. Pero esta gente tan incauta cae en trampas para convertirse en víctimas de chantajes.
—Busca conocer las debilidades del otro para utilizarlas en su contra —añadió Varun.
En el Cervantes, habían llevado a cabo, en tan solo un par de horas, un ciberataque al militar
marroquí. Como era costumbre entre las élites árabes, no fue difícil encontrar su debilidad, ya
que eran conocidos por la violación de personas, el acoso sexual, el estupro, el exhibicionismo,
la explotación de la prostitución y la pornografía, las relaciones sexuales con menores de ambos
sexos y el asesinato.
Varun Grover era un experto en hallar secretos íntimos de las personas. Las fuerzas de
seguridad llamaban a esta práctica «sextorsión», un chantaje sexual en el que el extorsionador
posee un contenido privado e íntimo del extorsionado. Fue muy fácil y rápido obtener la
información.
Habían averiguado que el militar marroquí Hamidou Laghmari pasaría cuatro días de
vacaciones en Chipre.
Conocían los vínculos del director general de Inteligencia Militar con islamistas radicales, y
con las mafias que operaban en el envío de jóvenes marroquíes a la península y a las Islas
Canarias. De hecho, él alentaba el tráfico de personas y se llevaba una suculenta comisión por
ello.
A través de él, podían averiguar el destino de David Ribas.
—¿Cuándo sales tú con tu equipo? —inquirió Julián a Laura.
—En dos horas.
—¿A quién te llevas?
—A Fabián y a Óscar.
—¿Esos dos de nuevo?
—El resto de mi equipo está realizando una operación en Dinamarca. Aun así, ellos son dos
especialistas, como demostraron en el último trabajo que llevamos a cabo en Barcelona.
—En eso te doy la razón, aunque son un poco habladores.
—Julián, las conversaciones son peligrosas en inteligencia si se tiene algo que ocultar, pero
ellos no tienen nada que esconder.
—Ahora concuerdo, debería salir un poco más.
19

A lo lejos, un gemido lastimero convocaba a los fieles a rezar. A diferencia de la vez anterior,
en la que se encontraba aislado del exterior, ahora David podía calcular el tiempo.
Había dormido en muchos sitios incómodos en la India, pero nada comparado con acostarse
en aquel suelo de cemento húmedo y sobre una raída manta. Estaba atado con cadenas en las
muñecas y con grilletes en los tobillos. Se le hacía difícil creer que, hacía poco, había volado de
París a Rabat en un avión que quizá no existiera de manera oficial. Ese era el poder que tenía
Hassena: podía organizar el viaje de una persona a cualquier parte del mundo sin pasar por
aduanas ni controles de inmigración; y, en dos ocasiones, había sido secuestrado. Sin embargo,
como en Bombay le había dicho, no tenía los tentáculos suficientes si en el norte de África
llegara a encontrarse en serias dificultades.
Se obligó a incorporarse con ayuda de la pared. Se levantó la camisa y examinó sus costillas.
Al sacarle del vehículo y meterlo en aquella habitación, se habían ensañado con él. Tenía los
costados enrojecidos, los músculos le quemaban. Respiró hondo. Aunque sentía dolores horribles
en sus maltrechas costillas, estaba seguro de que no tenía nada roto.
—En pie.
David se puso junto a la pared con los brazos extendidos, con las cadenas colgando.
—Me gustaría que me explicaras qué hago aquí.
—Baja los brazos.
A diferencia de los terroristas islamistas, aquel hombre vestía de igual manera a como le
había visto la primera vez: camiseta deportiva del Fútbol Club Barcelona, pantalones vaqueros
holgados y zapatillas blancas Nike. Se le veía en forma.
Decidió interpretar un carácter sumiso e ingenuo.
—¿Quién eres tú?
El hombre se giró, alzó los brazos hacia atrás con los pulgares apuntando hacia abajo,
indicando el número de la camiseta, y sobre este, el nombre del futbolista Messi.
—Llámame M&M —contestó dándose la vuelta y levantando las palmas de las manos hacia
arriba, a modo de rezo musulmán—. Mohamed Messi.
—Muy original, pero ¿me puedes decir si voy a permanecer mucho tiempo aquí encerrado?
¿Me vais a vender de nuevo a un grupo terrorista?
Se rio entre dientes.
—El dinero. Nosotros tenemos tanto derecho para lucrarnos como lo hacen esos líderes locos
islamistas y como lo hacen las potencias extranjeras invadiendo países musulmanes. A Saddam,
los británicos le pusieron la alfombra roja y le construyeron esa prisión a finales de los cincuenta
y principios de los sesenta, cuando Occidente estaba encantado de hacer negocios en Irak. Lo
mismo ocurrió aquí al lado, en Argelia, con los franceses explotando los recursos de la tierra con
el fin de potenciar la economía de su país.
—¿Qué quieres decir? ¿Que tanto unos como otros son malos?
—Ignorante. Saddam mató en cárceles, como la de Abu Ghraid, a miles de personas. Pero los
occidentes, con toda su gentuza de izquierdas movidos por lo que ellos llaman “derechos
humanos”, clamaron en contra de los norteamericanos por esas fotos y vídeos de torturas en Irak.
Hasta Saddam hacía experimentos con sus ciudadanos iraquíes en sus programas de armas
químicas. Lo que hicieron los norteamericanos en Irak fue una simple y pálida versión de lo que
Saddam hacia a su gente.
—¿Eres iraquí? —preguntó David.
—Así es —contestó encogiéndose de hombros.
—Se mire por donde se mire, vosotros os odiáis unos a otros. Los chiíes de Irak odian a los
suníes de Jordania, los suníes de Irak odian a los chiíes de Irán, los kurdos de Irak odian a los
turcos y, dentro del chiísmo, creo que hay tres facciones que se odian entre ellos como perros.
¿Qué tipo de iraquí eres?
Él sonrió abiertamente.
—El del equipo correcto —contestó alzando los pulgares y señalando el escudo de su
camiseta.
—Entonces, ¿me vais a vender a otro equipo?
—Pues claro. No te vamos a tener aquí como invitado. El dinero es lo importante, como en el
fútbol. Mataste a Jamel Ibourka, así que comprenderás que te hayamos puesto cadenas. Me da
igual quién seas. Yo no te voy a interrogar. Eres un producto que tengo en mis manos y que voy
a vender al mejor postor.
—Fue en defensa propia.
M&M comenzó a realizar movimientos de artes marciales de manera grotesca. Tras estar
golpeando a un contrincante imaginario, se quedó quieto e imitó el alarido de Bruce Lee al
tiempo que constreñía el rostro.
—Sí, claro. Me lo creo —dijo cambiando de posición y sonriendo de modo sarcástico—.
Eres un agente extranjero. Quizá de los servicios secretos de España o de inteligencia, o yo qué
sé; pero el hecho es que te voy a vender a gente afín a Jamel Ibourka y voy a ganar mucho dinero
por ello. Tu caché es muy alto.
Se escucharon unos golpes en la puerta. El hombre dio permiso con un grito como si
estuviera espantando a un perro sarnoso. La puerta se abrió y le tendieron dos cajas de pizzas.
Las cogió y la puerta se volvió a cerrar.
El extravagante hombre se sentó en el suelo con las piernas entrecruzadas, manteniendo una
distancia de seguridad con su prisionero.
—Toma —dijo lanzándole una pizza.
David se fijó en que las dos eran de pepperoni.
—Creía que los musulmanes no comían cerdo.
—Cada vez que Saddam quería probar un nuevo gas nervioso desarrollado por sus
científicos, secuestraba a un grupo de ciudadanos en la calle o en sus cárceles y los usaba como
ratones de laboratorio —dijo masticando con placer un trozo de pizza. Guardó silencio y añadió
—: Un día, arrebataron a un adolescente de sus padres y lo metieron en un laboratorio para
experimentar con él. Aquel joven sobrevivió y disfruta comiéndose hoy día de una pizza de
queso con pepperoni.
—Y huiste de Irak para venir a Marruecos y dedicarte al tráfico de personas.
—Me largué de mi país porque se estaba convirtiendo en un gigantesco laboratorio de ensayo
—dijo masticando de manera ruidosa con la boca abierta—. Aquello es un verdadero campo de
entrenamiento para los suicidas y para quien quiera hacer la yihad. Los extranjeros se apuntan a
campos de adiestramiento terroristas. Van a practicar la guerra urbana, a aprender cómo manejar
explosivos… Está lleno de saudíes y combatientes extranjeros de todo tipo. Allí, el único
panorama de futuro que tenía por delante era hacerme explotar o morir con un fusil en la mano.
No quería ni una cosa ni la otra. Un día iré a Barcelona a ver jugar a Messi.
—¿Por qué matasteis al grupo de turistas alemanes?
—¿Pretendes que alimente a base de pizzas a un grupo de barrigudos? —Tras engullir otro
trozo de pizza, añadió—: Por los españoles, pagan más. Esos alemanes me habrían traído
problemas. Muertos como los dejamos también sirven a nuestros propósitos, dar a conocer a la
opinión pública internacional que, a las puertas de Europa, opera el islamismo, nuestro
islamismo, el salafismo.
David Ribas comprendió que aquel hombre, con el ridículo apodo de M&M y de origen
iraquí, había optado por llevar una vida de venganza personal, rechazar las costumbres islamistas
y lucrarse todo lo posible. Sin embargo, no dejaba de ser igual o más violento y peligroso que un
yihadista, porque el mal habitaba en su corazón. Aunque no rezase el exigente número de veces
sobre la alfombra y no siguiese las doctrinas del islamismo, seguía odiando a los que consideraba
infieles, a los no musulmanes, incluso por mucho que imitase la apariencia de famosos jugadores
de fútbol y soñase con vivir el lujo que compartían públicamente en sus cuentas de redes
sociales.
A pesar de sus actividades y comportamiento, él estaría dispuesto a convertirse en un
justiciero de un nuevo desafortunado Samuel Paty, decapitado por mostrar a sus alumnos
adolescentes dos de las famosas caricaturas de Charlie Hebdo durante una clase sobre la libertad
de expresión en un instituto.
En el interior de sus bolsillos, sonó un teléfono móvil. El hombre sacó el último iPhone
disponible en el mercado y contestó la llamada. Sonrió escuchando a su interlocutor, y después
de colgar, dijo:
—Mi oferta de doscientos mil dólares por tu venta ha sido aceptada. Come, porque te quiero
sano y robusto ¡como un cerdo!
Se rio de su ocurrencia, que le pareció jocosa.
20

E n Chipre, Hamidou Laghmari se encontraba hospedado en una villa de lujo que tenía acceso
privado a la playa, con arena blanca y agua cálida y clara.
Salió del mar. El cuerpo lo tenía cubierto de vello y su pronunciada barriga se bamboleaba al
paso de sus pies sobre la arena. Caminó por una pasarela de madera hacia el jardín de la villa, se
puso unas gafas oscuras y sobre una tumbona tomó el sol boca arriba; el bochornoso aire del
Mediterráneo en aquella época del año le alborotaba el fino cabello negro tizón y le acariciaba el
rostro.
Las villas estaban situadas a escasos metros de la playa, eran espaciosas y estaban decoradas
con gusto exquisito. Junto con las sábanas de trescientos hilos de algodón egipcio mercerizado,
otro de los incentivos de su comodidad eran las toallas de seiscientos gramos hechas con algodón
exclusivo, cuyo tacto asemejaba a la seda, así como los albornoces y las zapatillas de nido de
abeja.
Un grupo de hombres jóvenes, delgados y fibrosos, con bañadores minúsculos, caminaron
por la orilla riendo y acariciándose. Hamidou se inclinó sobre la tumbona cubierta por una gruesa
toalla blanca de algodón, se colocó las gafas sobre la punta de la nariz y los observó
lascivamente hasta que se alejaron.
Volvió a tumbarse boca arriba y sonrió: aquella noche habría buen ambiente en el chiringuito
de la playa.
Con el paso del tiempo, se había convertido en un adicto a la vida nocturna en la isla
Afrodita, como él prefería llamarla; le gustaba decir que aún estaba sin domesticar.
La cantidad de bares y lugares nocturnos le aseguraban un tiempo memorable, donde el sexo
y la droga se ofrecía en los clubes que zumbaban de actividad hasta las primeras horas del
amanecer.
Un amigo cercano al rey de Marruecos, cuyos miembros del gobierno estaban llenos de
reprimidos sexuales, y que compartía sus mismos gustos homosexuales, le dio un consejo sobre
su comportamiento: evitar seguir un patrón. Por eso, cada vez que viajaba a la villa de Chipre
para desfogarse, buscaba y encontraba un nuevo amante.

La noche estaba despejada. La temperatura era fresca. El bar al aire libre tenía, sobre una
enorme pérgola con tejado de junco, un cartel de madera con bombillas de colores alrededor,
cuyo nombre hacía mención al cóctel brasileño Caipirinha.
La música era de jazz con un animado ritmo. El ambiente estaba concurrido de turistas y se
escuchaban distintos idiomas. Había un grupo que jugaba al billar, otros competían alegremente
tirando dardos a una diana, pero la mayoría estaba sentada en las mesas y, otros tantos, en los
altos taburetes o apoyados de pie en la barra. Todos eran hombres y eran servidos por jóvenes
camareros locales de piel morena.
Hamidou Laghmari encontró un espacio libre en la barra. Movió la cabeza en dirección al
barman y pidió un cóctel. El hombre le guiñó un ojo: no hacía falta mencionar el tipo de bebida,
porque ya lo sabía.
El militar marroquí de distinguido rango era un asiduo cliente al lugar. Siempre que podía
permitírselo, aprovechaba un hueco en su apretada agenda y viajaba de incógnito a aquel lugar.
Los camareros se movían entre las mesas sirviendo los pedidos; podían pasar por monitores
de windsurfing o submarinismo haciendo un trabajo extra; vestían pantalón corto y sus cuerpos
eran musculosos y firmes, sin grasa ni vello.
Hamidou se llevó la copa a los labios y admiró el paisaje que formaba la cosmopolita
clientela. El ritmo característico de la música emanaba del Caipirinha y todos los presentes
disfrutaban del momento. Al levantar la vista hacia un lateral, se encontró con la mirada
seductora de un hombre; vestía pantalón vaquero corto y camisa estampada de flores.
Desde detrás de la barra, el barman tosió llamando la atención del marroquí. Hamidou
Laghmari captó el gesto y se giró. El barman le guiñó un ojo como señal y él asintió al tiempo
que sonreía como respuesta. Volvió a girarse para dirigir de nuevo su atención al otro hombre.
Los empleados del resort utilizaban estos gestos para dar a entender al importante huésped
que la persona que podía llevarse a la cama era de confianza en el afamado local gay: estaba
limpio de cualquier enfermedad venérea y no era un anzuelo tendido por gobiernos rivales o
periodistas para cazarle en el acto.
En el Caipirinha, había llegado el momento de bailar al son de compases de ritmos latinos.
Un grupo se trasladó a un lateral, dispuesto como pista de baile, y todos comenzaron a mover las
caderas.
Hamidou no se lo pensó dos veces y fue hacia el hombre.
—¿Te apetece bailar?
—Eres un encanto —respondió el otro al tiempo que le tendía la mano.
Juntos se abrieron paso entre las mesas. Al llegar a la pista, comenzaron a contonearse
mirándose mutuamente.
Hamidou admiró el cuerpo de su pareja e intentó pensar en romper el hielo sin que fuera
demasiado sugerente.
—¿Practicas algún deporte?
—De vez en cuando.
—Tienes un buen cuerpo —agregó.
—¿Dónde te alojas? —preguntó tratando de encauzar la conversación.
—Estoy en una villa de aquí al lado —respondió el militar marroquí moviendo la cabeza
hacia aquella dirección.
—¿Damos un paseo? —sugirió con seductora sonrisa.
—Vamos.
21

V iajaban en un jet Cessna Citation CJ2.


Laura García desplegó un mapa y varias fotografías de gran tamaño sobre la mesa.
—Saltaremos el muro por aquí —dijo dando un golpecito a una de las imágenes—. Hay
palmeras que se extienden hasta la piscina y nos proporcionarán cobijo. Una vez dentro, tenemos
dos objetivos prioritarios. Cortamos las líneas telefónicas y accionamos el inhibidor de señales
móviles.
—Yo me encargo de eso —añadió Fabián.
—La villa es de un diseño estándar —continuó ella.
—¿Y eso qué quiere decir?
Laura levantó la mirada hacia Óscar.
—Que hay una planta baja y un piso superior y que está rodeada por un jardín. La parte de
atrás es la que da a la playa.
—¿Sin flores? —Volvió a preguntar Óscar.
Ella lo miró con reproche.
—¿Qué importa eso?
—En ese tipo de viviendas de lujo, cerca de la playa, ponen gravilla en zonas donde hay
flores para evitar que crezcan plantas silvestres alrededor y darle también un aire cool —dijo
mirando a Fabián y a Laura—. Ya sabéis, al estilo zen, para sugerir energía yin y yang y toda esa
parafernalia de relajación. Y si hay gravilla, debemos tener cuidado, porque puede haber
sensores que enciendan automáticamente una luz y alerten al huésped de una intrusión en la zona
de la playa.
Laura suspiró con hastío.
—Gracias por la explicación, pero no. No hay plantas ni gravilla. Solo hay palmeras y unas
cuantas macetas grandes. La parte delantera es de cemento, sin duda, para mejorar la estética y la
entrada y salida de vehículos —dijo señalando un punto en el mapa—. Este es el dormitorio
principal. Aquí abajo están el salón y la cocina. La entrada por la zona de la playa está aquí, que
es por donde entraremos.
—¿Cuantos sirvientes? —preguntó Fabián.
—Uno, que hace de cocinero y mayordomo. Duerme en una habitación junto a la cocina.
—¿Seguridad personal? —inquirió Óscar.
—Dos guardaespaldas que están hospedados en las habitaciones estándar del resort.
—¿Y vigilancia privada del hotel para cuidar a sus huéspedes VIP? —preguntó de nuevo
Óscar.
—Por la mañana, se presenta un vehículo para controlar que todo está en orden. Durante
unos cinco minutos, dan una vuelta por las inmediaciones y se marchan. ¿Todo claro, chicos? —
Los dos contestaron de manera afirmativa—. Bien, ahora memorizad el plano de la villa.
—Una moderna construcción en un sitio privilegiado —comentó Fabián.
—Las vistas desde la planta superior deben de ser espectaculares durante el amanecer —dijo
Óscar observando el diseño.
—Como podréis observar, habrá suficiente luz en el interior para no tener que llevar gafas de
visión nocturna. Habrá luna llena y hay claraboyas en el tejado que permiten ver en la penumbra.
Debemos movernos conociendo con exactitud cada estancia de la vivienda. No habrá ninguna luz
encendida que no sean nuestras linternas.
Mientras Óscar y Fabián comentaban el tipo de material que necesitaban para acceder al
interior de la vivienda y el número de habitaciones y entradas y salidas, Laura intercambiaba
desde su móvil correos y mensajes de rutina con el Cervantes.
Unos minutos más tarde, el avión se inclinó y comenzó a descender.
El pilotó pidió que se abrocharan los cinturones y que plegaran las mesas. Se aproximaban a
su destino, un pequeño aeropuerto en la isla de Chipre.
La toma de tierra fue perfecta. El aparato enfiló hacia una pista de rodaje y se dirigió a una
zona de hangares para aviones privados, donde según sus planes, tenían un vehículo potente
esperando, un Nissan Pathfinder equipado con caja manual en vez de automática. Óscar, el
experto conductor, lo había escogido así porque facilitaría la conducción si tuvieran que
internarse en zonas arenosas, ya que evitaría que las ruedas patinasen y que quedasen atascadas.

La noche estaba despejada. La brisa proveniente del mar era fresca. Se escuchaba música a lo
lejos. Habían aparcado en un terreno lleno de vegetación silvestre anexo al resort.
Laura García se puso unos guantes y un pasamontaña de color negro, alzó el pulgar y todos
comenzaron a subir por una fina pero resistente escalera. Se sentaron a horcajadas sobre el muro
y, uno a uno, fueron cayendo al suelo del jardín con un ruido sordo, doblando las rodillas para
amortiguar el impacto.
Con su pistola desenfundada, Laura fue guiando a su equipo y dando instrucciones a través
de su auricular.
Se reunieron junto a un grupo de palmeras datileras con unos troncos del tamaño de la cintura
de un hombre.
Una vez dentro de la zona exclusiva para las villas de lujo, se dirigieron hacia la parte trasera
de la vivienda que buscaban. Se movían en paralelo a la línea de la playa, de sombra en sombra,
de palmera en palmera, uno tras otro, manteniéndose agachados y procurando hacer el menor
ruido.
Desde la oscuridad, cruzaron el Caipirinha, donde sonaba los compases de una canción que
mantenía entusiasmado al público.
Take a chance on me
That's all I ask of you, honey
Take a chance on me...
—¿Qué mierda de música es esa? —preguntó Fabián entre susurros.
—Abba —respondió Óscar.
Dos figuras bailaban de manera sensual sobre una tarima; una con pelo rizado largo pelirrojo,
y otra rubia, ambas con pantalones ajustados de cuero blanco.
—Tío, yo ahí veo dos tías bailando en una tarima. ¿No era un centro gay?
—Qué tonto eres. Son manolos.
—Joder, que mal agüero, tío.
—Callaos y seguid —les amonestó Laura—. Recordad que a partir de ahora solo hablaremos
en inglés.
—Let the show begin! —susurró Fabián.
Las actividades clandestinas del Cervantes en el extranjero siempre se llevaban a cabo
evitando que hubiese cualquier prueba que pudiese señalar o incriminar a España. Ellos no
existían; oficialmente, la organización en la que trabajaban tampoco, y si eran escuchados
sembraban la duda sobre quiénes podían estar conversando en inglés con un perfeccionado
acento neutro.
Cuando llegaron a la villa, Laura hizo una señal a Fabián y este sacó un pequeño aparato: un
inhibidor de teléfonos móviles. Lo accionó, bloqueando de inmediato todas las señales
telefónicas en un radio de veinticinco metros. Antes, ya había cortado las líneas terrestres con la
villa.
Tras la confirmación de Fabián alzando el pulgar, Laura dio otra orden a Óscar.
Óscar se adelantó con sigilo, cruzó la zona del jardín y colocó un trozo de tela pegajoso sobre
el cristal de la puerta corredera que accedía al salón. Lo apretó suavemente y le dio un golpe seco
con el canto de la mano.
Sosteniendo en la boca una pequeña linterna, agarró el trozo de tela con el cristal hecho
añicos, lo dejó en el suelo, metió la mano y movió la manivela de la puerta: no se abría. Sacó el
brazo y, de un bolsillo, cogió un pequeño espejo para ver cuál era el problema. Volvió a meter la
mano sosteniendo el pequeño cristal y vio el reflejo de un pestillo. Se guardó el espejo, volvió a
meter la mano y subió el pestillo.
Entonces levantó la mano izquierda e inició la cuenta atrás desde tres con los dedos. Laura y
Fabián le observaban desde la oscuridad, donde permanecían agazapados a escasos metros de
distancia. Cuando Óscar bajó el último dedo, los tres entraron en la casa, iluminados por
pequeñas linternas.
Aquella villa era privada. No la alquilaban a otros huéspedes para prevenir que estuvieran
bajo vigilancia. Un día antes de la llegada del militar marroquí, un grupo de personas se
dedicaban a limpiar la vivienda de posibles micrófonos o cámaras minúsculas que pudiera haber.
En el Cervantes, habían averiguado que esa villa era utilizada no solo por Hamidou
Laghmari, sino por otros miembros del gobierno del rey de Marruecos, además de por
importantes empresarios. Se organizaban de tal forma que cada uno tenía reservada la estancia
durante días específicos a lo largo del año.
Laura indicó a Fabián que se dirigiera a la cocina e hizo un gesto a Óscar para que la siguiera
hacia las escaleras.
Fabián entró en una habitación junto a la cocina. Sacó de un bolsillo una pequeña jeringuilla,
se acercó y se la clavó en el cuello al hombre que estaba tumbado en el borde derecho de la
cama. Hubo un momento en que se alarmó al despertarse, pero el potente somnífero hizo su
efecto. Acto seguido, lo amordazó e inmovilizó, atándole las muñecas y los tobillos.
Laura y Óscar se situaron en un lateral de la curvilínea escalera y ascendieron con absoluto
sigilo mientras mantenían sus armas desenfundadas. De las paredes, colgaban cuadros con
paisajes de Chipre.
Una vez en el piso superior, Laura agarró con soltura la manilla de la puerta y la abrió unos
centímetros. Del interior; les llegó una corriente fría del silencioso aire acondicionado. Abrió de
par en par y entraron en la penumbra.
Bajo un recargado cabezal, yacían dos hombres de parecida corpulencia. Óscar miró a Laura
e hizo un gesto con una mano mostrando su sorpresa, a la vez que se encogía de hombros. Ella
iluminó con la linterna los rostros de las dos personas. Cuando identificó al militar marroquí,
hizo una señal a Óscar.
Hamidou Laghmari estaba tumbado boca arriba a la derecha. Su amante desnudo le daba la
espalda.
Laura se dirigió al lado de la cama donde estaba el militar. Avanzando muy lento, se situó a
pocos centímetros y puso el cañón de la pistola en la cara del hombre. Hizo un gesto a Óscar.
Cuando este fue a poner cinta aislante en la boca del amante, él abrió los ojos, pero ya era tarde
para reaccionar. Óscar se la tapó con fuerza, y agarrándolo del pelo, lo lanzó al suelo al tiempo
que lo inmovilizaba poniendo una rodilla sobre su nuca.
Hamidou se despertó con un respingo al oír el pataleo, momento en que Laura le tapó la boca
con la mano, al tiempo que le mostraba el cañón de la pistola a la altura de la frente.
—Será mejor que te calles o, de lo contrario, te meto una bala en la cabeza. Pero antes te
dejaremos ver cómo le cortamos los testículos a tu amante —dijo en inglés con un siseo.
Al otro lado de la cama, el hombre desnudo siguió forcejeando hasta conseguir liberarse de
manera parcial de la cinta adhesiva en la boca.
—Deja de moverte de una puta vez —ordenó Óscar—. Te lo he advertido.
—Que te follen —susurró él con los dientes apretados.
—Solo quiero atarte —añadió Óscar malhumorado.
En ese momento, el hombre intentó darle una patada. Óscar la esquivó con facilidad e hizo
un gesto a Laura. Ella asintió y entonces le apretó el cuello de tal forma que el cuerpo dejó de
moverse sobre el suelo enmoquetado.
—¿Qué le han hecho? —preguntó airado el militar.
—Tú te callas —le ordenó Laura.
—Si le habéis matado, no me importa, pero no dejéis aquí el cuerpo. No quiero verme
implicado.
—No está muerto, solo está inconsciente.
—Soy un hombre muy poderoso. No saldréis vivos de Chipre. Seáis quienes seáis, cerrarán
los aeropuertos, vigilarán los puertos. Los cazarán como a ratas.
—¡Cierra la boca! —le ordenó Laura con un sonido sibilante.
Laura lo amordazó, le juntó las manos a la espalda y, con unas bridas de plástico, le ató las
muñecas. Le agarró por los hombros y lo levantó. Entonces lo empujó hacia el exterior de la
habitación, al tiempo que hacía un gesto a Óscar.
—Piensa en el cuerpo de tu amante —le susurró al oído—. No nos hagas perder el tiempo y
limítate a portarte bien o lo encontrarán aquí los medios de comunicación, capado y bañado en
sangre. Las imágenes circularán por las redes sociales de inmediato.
Salieron del dormitorio seguidos por Óscar, que cargaba sobre los hombros al amante.
En el salón de la planta principal, Laura empujó al militar contra el suelo, a los pies de un
sofá con forma de ele. Óscar dejó también sobre el suelo al otro hombre y le puso de nuevo una
cinta adhesiva en la boca.
—Por fin —dijo Óscar.
Laura se acercó a él.
—¿No lo habrás matado?
—Qué va, se despertará dentro de un rato.
Fabián apareció desde la cocina en el momento en que una nueva canción se escuchó desde
el Caipirinha a un volumen más alto que la anterior.
—Y ahora, ¿qué horror es este? —preguntó.
—Parece música caribeña —contestó Óscar.
—Ya, solo faltan los Pet Shop Boys.
Laura le hizo un gesto con la cabeza.
—¿Cómo ha ido con el criado?
—Todo arreglado —respondió Fabián en voz alta levantando el pulgar.
Laura se sentó en el apoyabrazos del sofá, se inclinó hacia Hamidou Laghmari y le dio unos
golpecitos en la cabeza con el cañón de la pistola.
—Ahora te voy a hacer unas preguntas y me responderás —dijo mientras le quitaba la
mordaza.
—¿Quiénes sois? Me habéis hecho daño.
—Te aguantas.
—¿Qué queréis? Mi servicio de seguridad vendrá dentro de unas horas. Mis guardaespaldas
sabrán que estoy secuestrado y llamarán a los comandos especiales. La policía rastreará la zona.
Jamás saldréis vivos.
—No se preocupe por nosotros, ya somos mayorcitos. Haga lo que le diga y usted y su
amante podrán continuar disfrutando de lo que queda de noche.
—¿Qué queréis? ¿Dinero? Puedo daros dos millones de euros en metálico ahora mismo si me
prometéis que no nos vais a hacer ningún daño.
—No queremos dinero —dijo Laura al tiempo que le daba de nuevo golpecitos con la punta
del cañón en la cabeza.
—Si me vuelves a tocar, te mataré —dijo él con los dientes apretados.
—Uy, el chico tiene energía —intervino Fabián con voz afeminada.
—No queremos hacerte daño, solo queremos información y nos marcharemos de aquí.
—No pretenda ser condescendiente conmigo —replicó él.
—Qué cansino me estás resultando. Escucha. Estamos buscando a un amigo nuestro que ha
sido secuestrado por un grupo que opera con el tráfico de personas de Marruecos a España. Esta
gente tiene vínculos muy estrechos con Jamel Ibourka. Te suena, ¿verdad? Da la casualidad de
que tú te has estado lucrando con este tipo de actividades: el envío de jóvenes marroquíes a las
costas españolas.
—Si os digo dónde podría estar, ¿os marcháis y aquí no ha pasado nada?
—Si nos dices con absoluta seguridad dónde está, te aseguro que nosotros no hemos estado
aquí.
Hamidou guardó un instante de silencio con la mirada baja. Acto seguido, se irguió y asintió
despacio con la cabeza.
—No solo tendréis que rescatar a vuestro amigo, sino eliminar a todo el grupo —dijo
frotándose las muñecas—. De lo contrario, terceros podrían señalarme como la persona que les
dio el chivatazo.
—Nos ocuparemos de ellos, claro que sí —dijo Laura—. Pero para que estemos seguros de
que no exista ningún vínculo que te señale, también tendrás que anotarme en un papel los
nombres de las personas de tu gobierno que reciben dinero por el tráfico de personas a las costas
españolas.
El militar marroquí soltó un bufido de desesperación. Finalmente, levantó la cabeza y asintió.
Laura le tendió un bolígrafo que había junto a varios cuadernos y revistas de moda sobre una
mesita de café.
—Se hace llamar M&M.
—¡No me jodas! —exclamó Fabián—. ¿Como las bolitas de chocolate con leche?
Hamidou asintió.
—Quiero la dirección ahora —instó Laura.
—Sí, sí —dijo mientras comenzaba a escribir una lista de nombres y apellidos.
Pasaron cinco minutos.
Desde la playa, los sonidos rítmicos de la canción «Go West», de los Pet Shop Boys, se
dejaron oír en la estancia.
—Amigo, o eres gafe o es que estás tan habituado a este tipo de ambiente que ya te resulta
familiar —dijo Óscar girándose hacia Fabián con una mirada y un gesto con la cabeza, que
denotaba un tibio reproche cargado de burla.
—Que te den —contestó él vocalizando la frase sin pronunciarla, al tiempo que hacía un
gesto obsceno con la mano derecha.
En ese preciso instante, unas centelleantes luces iluminaron la estancia y se escuchó el sonido
de un vehículo aparcando en la entrada.
22

Q uiénes pueden ser? —preguntó Laura en voz baja—. ¿Seguridad privada del resort?
—No, son mis guardaespaldas —contestó Hamidou—. Se alojan en los apartamentos.
—¿Por qué llegan a estas horas? —inquirió Fabián.
—No se alteren, por favor —dijo el marroquí a la defensiva—. No van a entrar. Solo dan una
vuelta alrededor, se aseguran de que no ocurre nada anómalo y se marchan. Hace poco hubo un
robo, por eso hacen rondas durante la madrugada.
—¿Son de la DGST, los servicios secretos de interior? —preguntó Laura.
Hamidou se mostró confundido.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—¿Tres o cuatro personas?
—Cuatro. Por cierto, ¿quiénes son ustedes? ¿Israelíes? Su acento inglés es diferente.
Ella ignoró la pregunta y se dirigió a sus compañeros.
—Vale, estos pájaros siempre hacen lo mismo, actúan como un manual. Darán una vuelta a
la villa de derecha a izquierda. Óscar, te quedas aquí. Fabián, te encargas de uno que pasará por
delante de la puerta de servicio. Estate atento, porque guardando las distancias, irá un segundo
hombre. Yo me encargaré del que se queda dentro del vehículo, y de otro que estará en la puerta
principal esperando a sus dos compañeros que han ido a dar la vuelta a la villa.
—Por favor, que no haya disparos. Evitad un escándalo —suplicó Hamidou.
—Eres un puñetero cínico. Nos dices a nosotros que evitemos un escándalo, cuando tú estás
aquí disfrutando del turismo sexual —dijo Óscar.
—Soy realista.
—Tú sigue escribiendo —le dijo Laura—. Cuanto más completa sea la lista de nombres,
antes nos largaremos.
Fabián fue hacia la cocina en dirección a la puerta corredera que daba al exterior. Laura salió
por el salón y dio la vuelta a la vivienda por la izquierda.
El hombre frente al volante no pudo prevenir lo que le iba a suceder, ni siquiera pudo
escuchar nada, porque cuando paró el motor y sus tres compañeros salieron del vehículo a hacer
la ronda de reconocimiento, se puso unos auriculares.
Laura le reventó la cabeza con su pistola con silenciador. Caminó deprisa hacia la parte
frontal. Un hombre encendía un cigarrillo. Se oyeron dos zumbidos: un disparo en la frente y
otro en el corazón. Mientras tanto, Fabián eliminaba con la misma efectividad y profesionalidad
a los otros dos hombres.
De repente, se escuchó un alboroto dentro de la vivienda. Cuando Laura y Fabián llegaron, se
encontraron con el amante de Hamidou muerto, con un disparo de bala en un ojo, y al militar
herido con otro disparo en el pecho.
—Se abalanzó contra mí y este desgraciado intentó quitarme la pistola —dijo Óscar
señalando con su arma al militar marroquí, que respiraba profundamente y mantenía los ojos
abiertos de par en par escudriñando desde el suelo a los tres.
—No creo que dure mucho con vida —comentó Fabián—. ¿Y la lista?
Laura la recogió del suelo, y alumbrando el trozo de papel con la linterna, la leyó por encima.
Sacó su teléfono móvil, tomó una foto y se la envió a Varun Grover.
—Nos vamos —anunció.
—¿Y él? —preguntó Óscar señalando al militar marroquí.
—Yo me ocupo —respondió ella con voz seca y desapasionada antes de dispararle en la
cabeza.
Regresaron a gran velocidad al hangar del aeropuerto. El avión despegó de inmediato y
llegaron a Fez. Durante el vuelo, Laura contactó con el Cervantes para que tuvieran dispuestos a
su llegada un vehículo de las mismas características que el que habían utilizado en Chipre.
23

M &M entró con una botella de agua. Se la tiró a su prisionero para que la cogiera al vuelo.
—Bebe, hidrátate.
David se bebió la mitad de un solo trago. El agua estaba caliente, pero sabía bien. El resto la
vertió sobre su nuca y se limpió la cara.
—¿Vas a decirme cuánto tiempo voy a permanecer aquí?
—El que sea necesario.
—Hasta que recibas el pago, quieres decir.
—Así es.
—Pues creo que me he torcido un tobillo y que estos grilletes y cadenas no mejoran mi
aspecto. Sabiendo que soy una mercancía que vale mucho dinero, deberías cuidarme mejor.
M&M se acercó, pensando por su aspecto deplorable y por lo que había mencionado que no
presentaba peligro físico alguno. Lo agarró por el cuello, y levantándolo con brusquedad, lo
empujó hacia atrás.
—Permanecerás aquí el tiempo que yo quiera —dijo entre dientes. Lo agarró de la camisa y
lo lanzó contra la pared.
El golpe fue tan brutal que David Ribas rebotó y cayó al suelo. Para evitar que perdiera el
conocimiento, el árabe lo levantó y le abofeteó en la cara. Aquel era el momento que esperaba
David: le hizo una llave con las piernas, lo tiró al suelo, le rodeó el cuello con el brazo y apretó.
Los ojos se le abultaron en las cuencas y apretó con tal intensidad que sintió un chasquido en el
cartílago. Cuando estaba a punto de matarlo, un hombre armado entró apuntándole.
David soltó a M&M. El árabe, jadeando en el suelo, levantó las manos para que no disparara
al prisionero. Sujetándose en la pared, consiguió levantarse, le quitó el fusil a su compañero, y
cuando iba a matar a David, las cabezas de los dos árabes estallaron.
Laura García entró en la celda con un subfusil Uzi en las manos.
—Ha llegado la caballería.
David levantó una mano a modo de saludo.
—Te estaba esperando.
Ella sonrió.
—Échate a un lado, que voy a romper las cadenas —dijo levantando el arma para usarla a
modo de martillo.
—No, no. La llave la tiene en el bolsillo el de la camiseta del Barça.
—¡Ah!, ¿este era M&M?
—¿Lo conoces?
—Digamos que he oído hablar de él —contestó sacando la llave de los grilletes de uno de los
bolsillos de M&M.
Durante unos segundos, se escucharon unos disparos. Fabián entró y dijo:
—Todo despejado.
—Hora de irse —ordenó Laura.
24

E n Madrid, desde la sala de operaciones del Cervantes, Varun Grover y varios ingenieros
aeronáuticos vigilaban los movimientos de los españoles a través de un moderno avión no
tripulado MQ-9 Predator B, antes conocido como Reaper.
El avión guiado volaba a seis mil metros de altitud, transmitiendo imágenes en alta
resolución en tiempo real.
Varun estaba sentado junto a quien era uno de los mejores de Europa en manejar este tipo de
aviones radioguiados, de once metros de longitud y veinte de envergadura.
—¿Todo va bien? —preguntó Julián.
—Según lo previsto —contestó escudriñando la pantalla—. Los marroquíes aún no se han
percatado de la operación. Saldrán del país sin obstáculo alguno. En la pista, están dispuestos los
dos aviones, nuestro Citation y un viejo avión privado para David para que lo lleve a París y
tome su enlace a Bombay.
—Bien. Voy a mantener una conversación con David Ribas —anunció.
El indio se había preguntado qué necesidad había de realizar un gasto económico tan enorme,
mandando el dron a Marruecos para proteger a Laura García, su equipo y a David Ribas. No
hacía falta alguna. En un inadvertido movimiento, así se lo había hecho saber a Laura
mandándole un mensaje a su teléfono móvil, dándole a entender sus sospechas de qué podía
pasar una vez eliminado aquel grupo criminal, vínculo entre los terroristas islamistas y el
gobierno marroquí.
El piloto jugueteaba con la palanca de control como un adolescente entreteniéndose con un
videojuego.
Además de poseer unas potentes cámaras, que podían captar sin dificultad alguna incluso
matrículas de vehículos, el Predator estaba equipado con misiles.
El avión había despegado de una escuela de aviación privada que utilizaban como tapadera
de cara al público. Allí, el Cervantes disponía de varios drones que operaban sin ser advertidos;
realizaban misiones de inteligencia, vigilancia y reconocimiento. Si eran detectados, entonces se
informaba al gobierno español de que eran aparatos de las Fuerzas Armadas y se cerraba
cualquier investigación que hubiera al respecto.

Óscar tenía toda su atención en la carretera. Miraba de manera constante por el retrovisor; no
veía ningún automóvil tras ellos que representase una amenaza.
Durante el trayecto a gran velocidad hacia el aeropuerto de Fez, David Ribas contó lo que
había averiguado de Jamel Ibourka y su relación con el 11-M, además de lo que había
mencionado a Varun Grover sobre el plan de envenenamiento masivo de kebabs, y sobre lobos
solitarios infiltrados en las cocinas de restaurantes asiáticos.
—¿Cuándo vendrás a España? —preguntó Laura.
—No sabría decirte. Lo que he llegado a saber sobre los atentados del 11-M me dan mucho
en qué pensar. A lo mejor regreso antes de lo que te imaginas.
Laura, resignada, apoyó la cabeza entre las manos.
—Tú nunca dejarás esta lucha entre el bien y el mal, porque te has vuelto adicto a las
descargas de adrenalina —dijo sin mirarle a los ojos—. Yo también lo soy, amo la emoción.
Fabián se giró desde el asiento de copiloto, y tendiendo una tableta a David Ribas, dijo:
—Julián quiere saludarte.
—Gracias por enviarme al séptimo de caballería —dijo David sosteniendo la pantalla.
—Ya me ha informado Varun de tu conversación con Jamel Ibourka. La historia oficial del
11-M nunca me la he creído, pero si piensas volver a España para remover esa mierda que han
echado encima para que no se sepa la verdad, te hundirán —dijo sin tapujos el director del
Cervantes. David abrió la boca para hablar, pero él se adelantó—: La versión oficial es tan
escurridiza y vaga que no sabría cómo digerirla, por eso conviene dejar de momento las cosas
como están.
—Desde tu posición en el Cervantes, puedes hacer uso de ciertos recursos que están a tu
alcance. No creo que sea muy difícil para un hombre de tu situación investigar y averiguar lo que
en verdad sucedió.
—En la actualidad, existe gente poderosa cuyos intereses no quieren que se vean
perjudicados, David. Hoy día, nuestra máxima prioridad es el terrorismo islamista, cada vez más
alarmante. Operamos en territorio español y en el extranjero. Nos encontramos desbordados. Si
tú decides volver a España para saber lo que pasó, yo comprendería tus razones, pero no podré
evitar las consecuencias; es probable que haya ciertas represalias por parte de terceros.
David lo miró con reproche, esbozó una sonrisa compasiva y se quedó callado un instante
antes de volver a hablar.
—No sé si algún día nos enteraremos de lo que realmente sucedió, pero yo no quiero morir
sin realizar antes un último intento. Tras cuarenta minutos de conducción, llegaron al aeropuerto
de Fez-Saïss, donde dos aviones, el jet Cessna Citation CJ2 y un antiguo modelo Gulfstream, les
esperaban. Fueron a una zona de pista reservada para VIP. Óscar se encargó de tramitar la
documentación para pasar inmigración; añadió a los oficiales de aduana marroquíes una
cuantiosa cantidad de euros en billetes nuevos entre las páginas de un periódico.

—Estamos a punto de la pérdida de sustentación —anunció el piloto mientras manejaba el


mando con los ojos fijos en su pantalla.
Varun Grover se giró hacia Julián Fernández, que seguía de pie observando las imágenes en
la pantalla gigante.
—¿Mandamos el aparato de vuelta a casa?
—No. Quiero que mandes uno de los dos misiles Hellfire contra el reactor Gulfstream
cuándo esté en el aire.
Varun escuchaba aquellas palabras al tiempo que, con una mano escondida entre las piernas,
mandaba un mensaje a Laura García.
—Es una locura.
—Haz lo que te digo. No me discutas. Esta decisión es igual de difícil para mí.
Un misil Hellfire de un metro y medio de largo tenía un alcance efectivo de más de siete mil
metros. En tan solo unos segundos, sus ocho kilos de explosivos podían hacer impacto y destruir
su objetivo.

Laura García echó un rápido vistazo a la pantalla de su teléfono móvil antes de salir del
vehículo. Fabián y Óscar se despidieron de David, y Laura le acompañó hasta el avión, que
mantenía la escalera bajada; el piloto permanecía en cabina listo para despegar en cualquier
momento.
—Es una locura —dijo ella.
Él se detuvo frente a la escalera, suspiró, levantó la mirada hacia el cielo azul y despejado y
luego giró la cabeza para observar los ojos de Laura.
—Una locura, ¿por qué?
—Porque tú representas una verdadera amenaza para aquellos que no quieren que se sepa la
verdad.
Él alargó la mano derecha, cerrando el puño; Laura hizo chocar el suyo con el de David.
—Gracias, te debo una —dijo David mientras comenzaba a subir por la escalera.
—Un momento, espera —dijo a su espalda alzando la voz.
David se dio la vuelta. Ella permaneció callada durante un instante.
—Tengo que dejar a Fabián y a Óscar en Hungría. Van a realizar un entrenamiento militar
privado, ya sabes, en el Cervantes, los operativos no pueden estar oxidados.
—¿Y?
—Ven con nosotros. Nuestro avión es mucho más moderno, rápido y cómodo que esta
cafetera que te ha puesto Hassena. En Hungría, dejamos a mis hombres, repostamos y seguimos.
¿Para qué vas a volar hasta París y de allí en un vuelo comercial a Bombay? Con nosotros,
estarás en la India en unas horas.
—¿Y tú?
—Yo tengo que recoger a parte de mi equipo operativo en Dinamarca y después regreso a
España.
David lanzó una mirada apática alrededor.
—Tu insistencia me hace sospechar.
Laura se cruzó de brazos con fingido enfado y le dirigió una gélida mirada.
—A ver, ¿de qué?
—¿No pretenderéis secuestrarme? —preguntó con una mueca irónica—. Porque ya he tenido
suficiente experiencia estos días.
—Veo que conservas tu sentido del humor.

—¿Qué está pasando? —preguntó Julián Fernández.


—El Gulfstream permanece en la pista —dijo el piloto, que movió el mando hacia un lado
para aumentar la imagen hasta que se vio la figura de un avión parado en la pista—. Y nuestro
Citation se dirige al este.
—¿Qué quieres decir?
Varun Grover se irguió en su asiento y se adelantó en contestar:
—Creo que Laura va a Budapest a dejar a Fabián y a Óscar, y me da la impresión de que
David Ribas viaja con ellos.
—Maldita sea —masculló Julián mientras miraba fijamente la pantalla.
—¿Mandamos el dron a casa? —preguntó.
Él y el piloto esperaron un largo instante a que Julián reaccionara.
—Sí, tráelo de vuelta —dijo saliendo furioso de la sala de operaciones.

Laura García sonrió cuando leyó un mensaje en su teléfono móvil. En un asiento delantero,
se encontraba David Ribas, que pasó casi todo el vuelo durmiendo.
25

H as vuelto después de una operación y aquí estás —dijo Joaquín Núñez. Levantó su taza de
té verde, sorbió, y tras dejarla sobre la mesa, se cruzó de brazos—. Hace apenas una
semana que tuvimos nuestra última reunión. Y aquí te tengo, tan tranquila.
—Sí —respondió haciendo un gesto con la cabeza al tiempo que ahuecaba la boca—. Fue
una misión algo complicada.
Él descruzó los brazos que mantenía sobre su estómago y le apuntó con un dedo.
—Solucionar el problema de la «hipótesis de Riemann» es complicado. Sé lo que hiciste y sé
dónde estabas cuando metiste una bala en la cabeza a un alto militar de Marruecos.
Laura García estaba segura de que podría mirarle a los ojos al mismo tiempo que era capaz
de decir una verdad o una mentira con absoluta credibilidad. Al fin y al cabo, engañaba, mentía y
manipulaba para acercarse a sospechosos o a gente a la que luego traicionaría.
Ya lo hizo antes con David Ribas, cuando unos años atrás viajó a Bombay para matarlo.
Podía actuar de aquel modo si quería, sin ningún cargo de conciencia. Ella estaba acostumbrada
en el Cervantes a obtener resultados: costase el esfuerzo que costase, conseguía hacer justicia
cuando los métodos convencionales fallaban.
—A ver, ¿qué me quieres decir?
Él guardó silencio manteniéndole la mirada.
—Me interesaría saber qué haces para divertirte. Por favor, no me hables de tu trabajo. Ya
sabes a qué me refiero —señaló hacia el exterior, aunque no había ventanas en la habitación—.
Cuando no estás trabajando, ¿qué haces para divertirte?
—Salgo a hacer footing.
—Jogging.
—En español, salgo a correr.
—Huyes.
Laura se rio entre dientes.
—Vamos, Joaquín. No puedes estar buscando a todo una interpretación psicológica. Corro
porque me gusta, me hace sentir bien, quemo calorías, me mantengo en forma y, desde luego, me
ayuda a quitar tensiones, a descargar. Ya sabes.
—No, no sé.
—¿Cómo qué no? Correr me distrae la mente de la mierda con la que tengo que lidiar todos
los días. ¿Y tú? ¿Qué haces para saltar estos muros altos y gruesos? —Él permaneció callado
observándola—. Vale, no pretendía inmiscuirme en tu vida privada.
—Así es. Lo que yo haga fuera de este edificio en mi tiempo libre es asunto mío. Yo estoy
aquí para analizarte a ti, no al revés.
—Es cierto —reconoció Laura sonriendo—. No te lo tomes como algo personal.
—Y eso, ¿por qué?
Joaquín echó un bufido dando a entender su cansancio y ella respondió:
—¡Ah!, me estás dando a conocer un punto débil, ¿acaso te estoy desequilibrando?
Los dos se quedaron mirándose fijamente. Mientras ella sonreía de manera burlona, él
permanecía serio.
—Laura, por favor, no empieces.
—Lo siento, debe de ser por lo que hago.
—Por eso estás aquí, en mi despacho, conversando conmigo.
—Quiero decir, que por culpa de lo que hago tan a menudo, realizando operaciones
encubiertas, mantengo oculta mi verdadera personalidad.
—Pues se está convirtiendo en un hábito.
Laura levantó las cejas.
—Puede.
—¿Crees en Dios?
—Por mi experiencia en la lucha contra el terrorismo islámico, creo que este mundo sería
mejor si no hubiera religión alguna.
—¿Qué tiene que ver que creas en Dios y que luches contra unos locos que tergiversan una
religión a su antojo?
—Que por lo que he experimentado, las religiones provocan conflictos.
—Pero, pese a los terroristas y fanáticos creyentes, está comprobado que seguir una religión
suele hacer que la gente se comporte mejor.
—¿No será porque la muerte les da miedo?
—No creo que el cristiano que reza a Jesús o el católico que va a la iglesia esté pensando en
qué va a ser de él cuando muera. Creo que piensa en sus problemas e inquietudes cercanas, en
vivir una vida plena de felicidad, cariño, amor… Porque creer en un Dios implica pensar que éste
vela por ti, estando vivo, y tiendes a ser mejor con las personas que te rodean.
—No entiendo a dónde quieres ir a parar, Joaquín. Pero estoy de acuerdo contigo. Creer en
un Dios es bueno. Y si seguir una determinada religión implica convertirte en mejor persona, en
un ser humano respetuoso, bienvenido sea.
—¿Eres tú una buena persona con tus semejantes?
—No estoy orgullosa, pero tampoco me siento avergonzada. Te lo he dicho en anteriores
ocasiones, yo no obtengo placer en infligir daño a nadie.
Joaquín, observador avezado del comportamiento humano, había conseguido lo que
pretendía: obtener una abrupta contestación inesperada, porque él no se había referido a la
violencia. Sin duda, era un tema que anidaba en el subconsciente de Laura.
—¿Entonces?
Ella se encogió de hombros.
—Conseguir información sobre el paradero de David Ribas justificaba mi actuación. Punto.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Dispara.
Él sonrió de modo desgarbado ante la rápida respuesta cargada de ironía.
—¿Tienes cierto temor o preocupación por tu comportamiento? Quiero decir, por lo que
haces.
—Puedo hacerte yo mismo esa pregunta.
—Yo me ciño a las normas de mi departamento y a las órdenes de Julián Fernández.
—No, Joaquín. No me des lecciones. Tú tampoco parece que sigas las normas. Tu
departamento escudriña a diario la vida íntima de las personas. Te adueñas de sus teléfonos
móviles y ordenadores, interviniéndolos, haciendo fotografías y grabando vídeos, además de
escucharlos cuando quieres a través de los micrófonos. Tus actividades dejan en pañales a la
Unidad 8200 israelí y a los americanos de la NSA. Tú has destrozado psicológicamente a mucha
gente. Tú robas la intimidad. Has llegado a poner a muchas personas al borde del suicidio.
—Laura, tú no estás aquí para cuestionar mi trabajo, ni mucho menos mi capacidad. Así que
no voy a realizar ningún tipo de comentario sobre el trabajo que llevo a cabo en mi
departamento.
—Vale, pues contestando a tu pregunta, yo sigo las normas que me dicta mi conciencia.
—Es decir, tú dictas tus propias normas.
Laura sonrió.
—No tergiverses mis palabras. En unos momentos difíciles, en una situación de extrema
delicadeza, no voy a coger el móvil y llamar a Julián para pedirle permiso sobre si digo o hago
esto o lo otro, cuando mi tiempo de reacción debe ser en breves segundos. No hay tiempo. Actúo
como se espera que actúe, por el bien de España, por el bien de sus intereses.
—Pero tiene que haber unas normas. En el mundo real, las hay.
—Porque la gente se comporta siguiendo unos estereotipos, ¿no es eso? Dime, ¿tú las tienes?
—Claro que sí, Laura. Yo tengo un jefe. Aunque no estoy controlado hasta el punto de
limitar mi independencia, sigo unos reglamentos y unas normas.
—Si los malos no las siguen, ¿por qué voy a seguirlas?
Joaquín se irguió y se echó hacia delante sobre la mesa.
—Aunque los malos no lo vean así, deben existir unos controles.
Laura sonrió con burla.
—No lo entiendes.
—¿El qué? —preguntó reclinándose en su butaca—. A ver, dime ¿qué ves de malo con que
en la organización en la que trabajas exista una rendición de cuentas por el comportamiento de
sus empleados?
—Mira, estoy encantada de no estar obligada a seguir unas normas que a ti te parecen
normales. No creo que mi trabajo diera tan excelentes resultados, como está dando últimamente,
si tuviera que ceñirme a controles y rendir cuentas.
—¿Por qué?
—Porque es por mi modo de actuar en el que entra en juego la obtención de información
sensible.
—¿Qué modo es ese?
—Seguir las normas que me proporcionan sentido de justicia. Es decir…
—Es decir, que tú creas tu propio código de actuación.
—No. Lo que yo hago es moralmente justificable.
—Dime, ¿no te preocupó que en aquel resort de Chipre muriesen aquel hombre y el militar
marroquí? No contemos a los cuatro hombres encontrados con disparos en la cabeza. Porque
cualquier otra persona que hubiera secuestrado a un miembro de un gobierno extranjero y a su
amante acabaría en la cárcel, pero tú no. A ti te felicitan.
—Me llevó a conseguir cierta información vital.
—Cualquiera que mata va a la cárcel, pero a ti te dan un premio.
—Estás dando vueltas a la conversación, Joaquín. Sabes que mato para salvar vidas. De esto
ya hemos hablado. No pretendas desestabilizarme con tus juegos de palabras, que te conozco
bien.
—Sí, ya sé que asesinas cumpliendo con tu deber. Tienes un centro moral fuerte. Y si tus
operaciones contra el terrorismo islamista tienen éxito, es porque crees que haces lo correcto en
momentos de dificultad, en los que dudar durante una milésima de segundo puede repercutir en
la muerte de personas inocentes.
—Esto es una guerra. Hay ganadores y perdedores. Los que pierden mueren. Los que ganan
viven. Son actos de guerra.
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Quisiera mencionarte que la mejor recompensa para mí como escritor es que tú, estimado
lector, hayas disfrutado de la lectura de ACTOS DE GUERRA.

Para mí es de suma importancia tu opinión ya que esto me ayudará a compartir con más
lectores lo que percibiste al leer mi obra.

Si estás de acuerdo conmigo, te agradeceré que publiques una opinión honesta en la tienda de
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Muchas gracias.

Alfredo

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