CONTENIDO
Icamani
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Epílogo
Hijo de la Oscuridad
Icamani
JANA WESTWOOD
Prólogo
Londres, 1833
Hacía una apacible mañana. Los pájaros entonaban sus trinos
mientras los londinenses paseaban ajenos al torbellino de
emociones que embargaban el corazón de Robert Balshaw. Con
manos temblorosas y la respiración agitada entró en el club
dispuesto a enfrentar todos sus problemas de una vez.
Por fin había hablado con Felicia y esa conversación no le resultó
más fácil que la que debería mantener de inmediato con Anthony
Portrey, su socio y mejor amigo desde que podía recordar. Anthony
y él habían crecido juntos y se querían como hermanos. Aun así, el
temblor de sus manos seguía recordándole que le había fallado.
—¡Robert! —lo llamó Anthony en cuanto lo vio entrar en el salón
—. Estos dos señores dicen que habían quedado contigo.
El recién llegado trató de no mostrar su disgusto al ver que no
estaba solo.
—La cita era para dentro de media hora —dijo Robert con
expresión seria.
—Hemos calculado mal el tiempo. Su amigo ha sido tan amable
de invitarnos a una copa. Yo soy Rippin y este es Dermot.
Que se presentaran de un modo tan informal demostraba a las
claras su condición, pero Robert no era un esnob y estrechó las
manos que le ofrecían.
—Acaban de llegar de América y dicen que vienen de parte de
Lord Crowley. —Anthony miró a su amigo con curiosidad.
—Quería ponerte al día antes de la reunión, por eso quedé con
ellos más tarde —respondió Robert.
—No se preocupen —intervino Rippin—. Nosotros les
explicaremos la oferta y después los dejaremos solos para que
hablen tranquilamente de ello.
Tomaron asiento y Robert pidió que le trajeran un whisky,
necesitaba un poco de ayuda para su ánimo.
—Verán —dijo Rippin—, hemos encontrado una veta de oro
enorme, pero por desgracia no contamos con los recursos
necesarios para poder extraerlo. Estamos buscando socios
interesados en explotarla y con el capital suficiente para cubrir los
gastos de dicha empresa. Vinimos a Londres y hablamos con varias
personas hasta llegar al señor Crowley. Él nos dijo que ustedes
podrían estar interesados. En concreto nos mencionó al señor
Balshaw y quedó en concertarnos una entrevista con él.
Andrew miró a su amigo con aquella expresión burlona a la que
Robert estaba tan acostumbrado.
—¿Oro, Robert?
—Lord Crowley me habló de ello la otra noche en la cena de los
Durham a la que no quisiste asistir. Me pareció que valía la pena
escucharles, pero no me comprometí a nada.
Anthony enarcó las cejas al ver la seriedad de su amigo. Desvió
la mirada hasta Dermot.
—¿Dónde se encuentra esa mina?
—Está en territorio de los cuervo y es un yacimiento de los
gordos.
—¿Y esos cuervo están de acuerdo en ceder ese oro?
Los dos hombres se miraron con una sonrisa un tanto perversa
antes de asentir.
—Los indios son como las mujeres —dijo Rippin—, les encantan
nuestras baratijas. Cuanto más coloridas y brillantes, mejor.
Tendremos que gastar algo de dinero con ellos, pero se conforman
con poco, eso no será un problema. El gasto importante será para la
extracción en sí. Hacen falta hombres y herramientas.
—¿Lord Crowley va a participar? —preguntó Anthony.
Rippin asintió. Robert analizó el aspecto de aquellos dos
hombres. Iban bien vestidos y era evidente que se codeaban con
gente importante, Crowley no recibía a cualquiera. Miró a su socio
con expresión interrogadora.
—Es un territorio salvaje, los periódicos…
—No es tan fiero el león como lo pintan —le cortó Rippin—. Esos
indios solo quieren que los dejemos en paz, no se meterán con
nosotros si no les tocamos las narices. El oro no les interesa, ha
estado ahí siempre. Para ellos es como los árboles o las piedras del
camino. No entienden por qué nos provoca tanta emoción
encontrarlo.
Robert tenía los ojos fijos en Dermot, desde el primer momento
tuvo la impresión de que él era el que llevaba la voz cantante,
aunque dejase que el otro hablase como si importase lo que decía.
—Parece un buen negocio —comentó Anthony—. Y si Lord
Crowley está dispuesto a participar…
—¿Usted qué opina? —Robert interrumpió a su amigo sin dejar
de mirar a Dermot.
—¿De qué exactamente?
—¿No es peligroso?
—¿Ha oído usted hablar de los indios, señor… Balshaw?
Robert asintió antes de responder.
—Por eso le pregunto. Escuchando a su amigo pareciera que nos
están proponiendo un paseo por el parque y debo decirles que a mí
no me gusta mucho pasear, me parece una pérdida de tiempo.
—No, imagino que no es eso lo que a usted le gusta.
La sonrisa con la que acompañó su mirada perversa le reveló que
sabía cuál era su situación respecto a Crowley. Andrew frunció el
ceño con disgusto, había aguas subterráneas en aquel túnel.
—Miren —siguió Dermot—, no les voy a decir que no haya
ningún peligro, los pieles rojas tienen sus manías y a veces se
enfadan porque al pasar has roto una rama que consideraban
sagrada. Pero les aseguro que los cuervo saben muy bien de lo que
soy capaz y no se atreverían a hacerme enfadar. ¿Que podrían
robar algún caballo o asustar a alguna mujer para quedarse con sus
vasijas cuando levantemos el campamento? Es posible, pero no
pasarán de ahí.
—Lo que les proponemos es una gran empresa que les hará muy
ricos —intervino Rippin—. Pueden estar seguros.
—Deberíamos hablar de esto a solas —dijo Anthony.
Los dos visitantes se pusieron de pie.
—Esperaremos hasta mañana. Nos alojamos en el hotel que hay
al final de la calle. —Rippin les estrechó la mano.
Dermot se acercó a Robert y lo miró fríamente a los ojos.
—Lord Crowley se alegrará si aceptan —dijo y después le tendió
la mano.
—Estoy seguro —respondió Balshaw estrechándosela.
Los dos amigos volvieron a sentarse y la expresión en el rostro
de Anthony no dejaba lugar a dudas.
—¿Qué pasa, Robert?
El mencionado se llevó la mano a la frente y la arrastró como si
eso pudiera librarle del dolor de cabeza.
—He contraído una enorme deuda, Anthony.
Su amigo frunció el ceño y su rostro se fue tensando a medida
que comprendió de qué se trataba.
—Te dije que Thompson no era de fiar.
—Lo sé y tienes derecho a recriminarme todo lo que quieras, he
sido un estúpido. Me perdió la avaricia. Creí que con ese negocio
nuestra empresa remontaría y llegaría a ser lo que siempre hemos
soñado…
—¿Cuánto? —Anthony estaba furioso, pero siempre había sido
un hombre pacífico y calmado que rara vez perdía los nervios, así
que se mantuvo sereno a pesar de su enfado—. ¿Cuánto invertiste?
La palidez de su rostro hizo evidente lo grave que era la
situación.
—Eso es la mitad de nuestro capital.
Robert asintió pesaroso.
—Lo solucionaré, Anthony, te lo juro.
Su amigo se llevó las manos a la cabeza con evidente angustia.
Había invertido todo su dinero en cerveza, no podía creerlo. Lo
habían discutido, él fue muy claro en sus opiniones.
—No tienes de qué preocuparte, es mi dinero el que puse en
juego —aclaró Robert—. De haber tenido beneficios los habría
invertido en nuestra empresa, pero las pérdidas serán solo mías.
Disolveremos nuestra sociedad, no permitiré que mi quiebra te
salpique.
—¿Tu dinero? ¿Qué dinero, Robert? Acordamos dedicar todos
nuestros esfuerzos a esta empresa. Convertirla en la más
importante de Inglaterra, ¿lo has olvidado? Nuestro capital personal
era una salvaguarda para el negocio. ¡Dios! ¿Crees que esto se
soluciona largándote? ¿Qué hago yo entonces? Tenemos contratos
que cumplir, gente que espera un sueldo…
—Baja la voz, por favor —pidió Robert viendo que algunos socios
los miraban con severidad.
Anthony soltó el aire de sus pulmones tratando de relajarse.
Cuanta menos gente estuviese al tanto de sus problemas, mejor.
—Crowley se ofreció a ayudarme —dijo Robert.
—¿Crowley? ¿Arthur Crowley se ofreció a ayudarte?
Robert asintió consciente de la fría relación que había entre ellos.
El padre de Anthony y lord Crowley habían tenido problemas mucho
tiempo atrás y las relaciones entre ambas familias eran nulas por
ello.
—Se enteró de la catástrofe de la empresa de Thomson y supo
de mi participación en ella. Ya sabes que Crowley está al tanto de
todo lo que pasa en Londres. Me envió una nota para que fuera a
verlo hace dos días y me habló de la mina de oro. Él va a participar,
Anthony. Ese hombre no arriesga nunca su dinero. Es una magnífica
oportunidad, estoy seguro.
Su amigo lo miraba muy serio.
—¿Quieres que arriesgue mi dinero?
Robert sintió un escalofrío.
—Pensé que te interesaría comprar mi parte de la empresa y yo
invertiría ese dinero en este negocio. Cuando obtenga los beneficios
que se esperan volvería a entrar en…
—No digas tonterías —lo cortó—. No tengo suficiente dinero para
comprar tu parte. Robert, somos amigos desde que puedo recordar,
nuestros padres ya eran amigos antes de que tú y yo naciéramos,
¿de verdad crees que voy a darte la espalda?
—He sido un estúpido, es lo que merezco.
—Sí, lo has sido, pero tú estuviste siempre ahí cuando fui yo el
que la cagó. No te voy a negar que me has disgustado mucho, creía
que confiabas en mí.
—Y confío.
—Pero, aun así, te aliaste con Thomson a pesar de nuestra
larguísima charla sobre el tema.
—No sabes cuánto lo lamento.
Anthony torció una sonrisa.
—Porque has fracasado. Pero no es eso de lo que hablo. Somos
socios y somos amigos, no podemos actuar a espaldas del otro. Eso
es lo que más me duele. Estoy preparado para fracasar, Robert, es
algo que puede suceder, pero siempre he pensado que si eso
sucedía no sería tan duro porque no estaría solo. Y que juntos
podríamos empezar de cero y salir adelante con cualquier cosa que
nos propusiéramos. Pero ahora resulta que tú pensabas otra cosa.
—¡No! —exclamó Balshaw apesadumbrado—. Te juro que
pensaba lo mismo. Creí…
Movió la cabeza sin saber qué más decir. Se sentía hundido y al
borde de un precipicio.
—Hablaré con Lord Crowley y dependiendo de lo que me diga
daré una respuesta. No entraré en ese negocio con dudas. Pero si
acepto seré yo el que tomará las decisiones, Robert, solo yo.
Su amigo asintió sin decir nada.
—¿Felicia lo sabe? —preguntó Anthony.
—Sí.
—Bien. Debes decirle que no hable con Leslie de esto. Quiero ser
yo el que se lo cuente, pero antes debo tener las ideas claras y para
eso necesito un par de días. Lo solucionaremos y dentro de unos
años hablaremos de ello como de un mal sueño.
Robert asintió y una punzada intensa le atravesó el costado como
si de un afilado cuchillo se tratase.
Leslie Portrey, antes MacDonald, de los MacDonald de las
Hébridas, en Escocia, miraba a su marido impertérrita. No lo había
interrumpido ni una sola vez desde que empezó a hablar y no era
muy común que Leslie callara durante tanto rato. Así que Anthony
empezó a ponerse nervioso y se le trabó la lengua un par de veces
antes de terminar su exposición.
—¿Y bien? —preguntó al ver que permanecía en silencio—. ¿No
vas a decir nada?
La señora Portrey conocía bien a su marido. De hecho, solía
decir que lo conocía tan bien como si lo hubiese parido. Su relación
antes de casarse no había sido como la de la mayoría de sus
congéneres. Al contrario que las demás jóvenes de su época Leslie
MacDonald no tenía el menor interés en casarse y había jurado y
perjurado a todo aquel que quisiera escucharla que jamás
pertenecería a hombre alguno. Hasta que Anthony Portrey se
presentó frente a ella y la llamó estúpida insolente en su cara y sin
remilgos.
—¿Tengo algo que decir? Aunque está claro que ya lo has
decidido tú todo sin contar conmigo.
—Por supuesto, querida, habla sin remilgos.
Ella asintió al tiempo que se mordía el labio y levantaba una ceja
con disgusto, odiaba que la llamase querida porque solo lo hacía
cuando pretendía marcar distancias entre ellos. Se puso de pie y
avanzó los seis pasos que la separaban de él.
—De acuerdo, puedes ir a ese viaje, pero solo si nosotros te
acompañamos.
Anthony abrió los ojos como platos.
—¿Te has vuelto loca?
—Es mi única condición y no es negociable.
Su marido comprendió que aquella no iba a ser una empresa fácil
y cuadró sus hombros dispuesto a utilizar la baza de su condición
masculina, cosa que no había hecho nunca hasta el momento.
—No puedes imponerme ninguna condición, soy tu esposo y me
debes obediencia y respeto. —No se inmutó al ver la decepción en
los ojos de su esposa—. Son negocios, querida, tú no tienes nada
que decir al respecto.
Leslie se mantuvo inmóvil ante él.
—¿No vas a decir nada? —preguntó su marido cuando ya no
pudo aguantar más aquel tenso silencio.
—¿Qué debo decir, querido? Ilumíname con tu sabiduría
masculina y te serviré como la esclava que soy.
—Leslie…
—No puedes irte sin mí, porque si te marchas te juro que no me
encontrarás aquí cuando regreses.
Había fuego en sus ojos y Anthony sintió las llamas quemándole
la piel.
—Has dicho hasta en tres ocasiones que no será un viaje
peligroso —siguió su esposa—. No me casé contigo para que me
protegieras, me casé porque eres el hombre que más admiro de
este mundo y al que quiero con todo mi ser.
—Leslie, vamos, sé juiciosa, tienes que cuidar de nuestro hijo…
—Andrew tiene seis años, no es ningún bebé, y no tengo
intención de dejarlo aquí. —Lo cogió de las solapas de su chaqueta
mirándolo a los ojos con fijeza—. Si fuese un viaje peligroso tú no
irías, porque sabes que si a ti te pasara algo para mí sería peor que
la muerte. Así que, si tú vas a América, nosotros vamos contigo.
—Leslie…
—No voy a ceder y lo sabes —dijo sonriendo con seguridad—.
Eres mi mundo, querido, y donde tú vayas yo iré.
Tiró de la chaqueta y lo besó en los labios con la intensidad
necesaria para obligarlo a responder. Anthony Portrey amaba a su
esposa por encima de todo y, desde el primer momento, separarse
de ella había sido lo más difícil de emprender aquel viaje.
—¿Estás segura, amor mío? —preguntó cuando fue capaz de
apartarse lo suficiente.
Leslie sonrió.
—Ya tuviste bastantes aventuras tú solo antes de casarnos. No
vas a librarte de mí ahora. En cuanto a Andrew —sonrió—. Es como
su padre, le entusiasmará la idea de hacer un viaje tan apasionante.
Anthony la estrechó contra su cuerpo y apartó un mechón de
cabello sin desligarse de su mirada.
—No vuelvas a hacerlo —le advirtió ella.
Su esposo frunció el ceño sin comprender.
—Llamarme «querida». Sabes que lo detesto.
Anthony sonrió perverso.
—Pero yo te quiero, ¿por qué ha de molestarte?
—Te lo advierto —amenazó ella—. Si vuelves a irritarme así
dormirás en el vestidor una semana.
—Eres muy mala —dijo él aguantándose la risa.
—Pero me quieres. —Sin dejarlo responder selló sus labios de
nuevo.
Robert entró en el despacho de su amigo, visiblemente alterado.
—¿Te has vuelto loco?
Anthony terminó de redactar el documento en el que trabajaba y
dejó la pluma en su sitio antes de mirar a su amigo.
—No vas a ir.
—Ahora mismo están comprando los pasajes.
Robert se sentó en la silla que había al otro lado de la mesa y
miró a su amigo con temor.
—No es necesaria tu presencia, Rippin y Dermot ya se encargan
de todo.
—No voy a invertir mi dinero en una empresa sin tener pleno
conocimiento de dónde me meto. A Lord Crowley le pareció muy
buena idea.
—Anthony…
—Sabes que me gusta viajar y desde que me casé no he tenido
oportunidad de hacerlo. Tú puedes encargarte del negocio mientras
estamos fuera.
—¿Estamos? —Robert empalideció.
—Leslie insistió en acompañarme y ya sabes que no se separaría
de nuestro hijo. Quita esa cara, Rob, esos dos hombres saben muy
bien lo que hacen. Aquella es su tierra, allí está su familia. Si ellos
pueden vivir allí nosotros podremos pasar unas semanas. He estado
en lugares mucho más peligrosos —le recordó sonriente—. No soy
ningún necio, sé lo que hago.
Eso era cierto, Anthony había viajado a lugares inhóspitos antes,
pero entonces él era su única responsabilidad.
—Quiero asegurarme de que los cuervo están de acuerdo en
ceder parte de su terreno para que podamos extraer el mineral. Les
explicaré que cuando hayamos sacado el oro nos marcharemos y
recuperarán el territorio por completo, además de una justa
recompensa por él. No pienso dejar que Rippin y Dermot los
engañen vilmente, quiero dejarles claro que esto es un intercambio
justo. No digo que vaya a pagarles lo mismo que pagaríamos aquí
en una situación similar, no tendría sentido, pero te aseguro que
será un trato rentable para ellos.
—Deja que vaya yo —pidió Robert—. Iré solo, hablaré con los
cuervo y negociaré en tu nombre…
Anthony negó con la cabeza sin dejar de sonreír.
—¿Crees que te voy a dejar a ti la diversión? —Se levantó para
dirigirse al mueble bar y sirvió un dedo de whisky en sendos vasos
—. De eso nada. Rob, no tienes de qué preocuparte, si creyera que
hay peligro real no llevaría a mi familia conmigo. Lord Crowley envío
a Walter Blake a tratar con los cuervo antes de aceptar el trato.
—¿Has hablado con Walter?
Anthony asintió.
—Me aseguró que es cierto lo que dice Dermot, esos indios le
tienen miedo. Además, estuvieron de acuerdo en las condiciones
que ellos les ofrecieron y yo pienso aumentar dicha oferta, así que
todo irá bien.
—Tengo un mal presentimiento, Anthony, de verdad que preferiría
que me dejases ir a mí.
—La próxima vez irás tú, pero esta vez el viaje es mío. —Levantó
su vaso a modo de brindis y dio por terminada la charla.
El pequeño Andrew se despidió de Robert y de su esposa Felicia
con muy buenos modales, era un niño apacible y muy bueno lo que
llenaba de orgullo a sus padres. La pequeña Rose lo miraba con
una expresión de devota entrega cuando él se inclinó para que sus
ojos quedaran a la misma altura.
—Cuida de Toby mientras no estoy —pidió Andrew sintiendo una
punzada de tristeza al pensar que no iba a ver a su perro durante
meses.
—Me gusta Toby —dijo la niña.
—Te traeré un regalo —afirmó él—, algo bonito y brillante.
El rostro de Rose se iluminó y sonrió al tiempo que asentía con
entusiasmo. Le gustaban las cosas brillantes. Andrew sonrió
satisfecho y subió al carruaje mientras sus padres se despedían de
sus amigos.
—Cuida del barco mientras no estoy —pidió Anthony sonriente—,
no dejes que se hunda.
Robert reconocía el entusiasmo en los ojos de su amigo, lo había
visto antes. Cuando viajó a Oriente y durante todo un año o a África
justo antes de casarse. Sabía que aquel viaje insuflaba aire fresco a
sus pulmones y le quitaba años de encima. Aunque eran años que
caían sobre él haciéndolo sentir más viejo y cansado que nunca.
Sabía que no podía repetir lo que tantas veces le había dicho
durante los últimos días, así que se limitó a desearles buen viaje y a
despedirlos con un rostro serio y taciturno.
—Parece que Robert no está muy contento con la situación —
musitó Leslie antes de subir al coche.
Anthony la ayudó a subir y después se volvió a mirar a su amigo.
Felicia lo había cogido del brazo para darle apoyo y la pequeña
Rose permanecía entre ambos con aquella mirada curiosa y atenta
que la caracterizaba. Tenía solo dos años, pero era una niña muy
especial, con una sorprendente perspicacia y gran sensibilidad. Hizo
un gesto con la mano a modo de saludo y subió al carruaje después
de advertir al cochero de que ya podían partir. Se sentó junto a su
esposa y miró al pequeño Andrew con emoción. Siempre había
viajado solo y la idea de compartir aquella experiencia con las dos
personas que más quería en el mundo lo llenaba de satisfacción.
Robert Balshaw siguió observando el carruaje mientras se
alejaba. Su mala cabeza había puesto en peligro la empresa que
compartían. En su interior una voz que era idéntica a la suya propia
repetía una y otra vez que era él quien debería ir en aquel carruaje y
no Anthony.
—Vamos dentro, ya se han ido.
La voz de Felicia lo sacó de sus pensamientos y se esforzó en
sonreír.
—Volverá pronto —musitó su esposa y él asintió al tiempo que
dejaba escapar el aire de sus pulmones suavemente.
Entraron en la casa y la puerta se cerró tras ellos.
Capítulo 1
Territorio Lakota, 1848
En lo alto de la pared rocosa el joven titonwan observaba al grupo
que se había detenido a dar de beber a los caballos. No le
sorprendió que se atreviesen a cruzar su territorio, así era el
wasicun, como los lakotas llamaban al hombre blanco, atrevido y
estúpido. Se volvió hacia su padre y le hizo un gesto con la mano, a
lo que el hombre respondió negativamente con un gesto de cabeza.
—Hay dos mujeres —dijo el joven como argumento.
Su padre volvió a negar con la cabeza y se giró para regresar.
Una vez le dio la espalda el viejo titonwan apretó los labios. Sabía
porqué Icamani quería atacar a esos wasicun. Las dos mujeres que
llevaban con ellos eran jóvenes y parecían sanas. Tenían largos
cabellos rubios y hacía tiempo que su hijo sentía la llamada de la
naturaleza.
—¿No hay mujer en nuestra tribu que pueda satisfacerte? De
sobras sé que tienes a varias bien dispuestas.
Icamani miró a su padre con el ceño fruncido.
—Son mis hermanas, no puedo yacer con ellas.
Wiyaka miró a su hijo con expresión burlona.
—¿Y en las tribus amigas? ¿No hay ninguna a la que puedas no
considerar «hermana»?
Icamani negó con la cabeza.
—Creía que te gustaba Wanapin y que por eso habías ido a la
zaga de Tunkan.
—Ella lo eligió a él —respondió Icamani muy serio.
Su padre asintió. Frente a eso no había discusión posible.
—Esos hombres eran cuatro e iban bien armados.
Icamani suspiró. Los dos sabían que a Wiyaka no le gustaba la
violencia si no era necesaria y satisfacer los anhelos masculinos de
su hijo no lo era.
—Encontrarás a la predilecta, ya lo verás, solo es cuestión de
tiempo. Y de que rebajes tus exigencias —añadió con tono severo
—. Hay mujeres lakota que podrían darte buenos hijos.
Icamani, que se había hartado de hablar del tema, azuzó a su
caballo poniéndolo a la carrera. Wiyaka no tuvo más remedio que
seguirlo.
—¿Qué le pasa a tu hijo? —preguntó Sinaska mientras raspaba
una piel de bisonte con ahínco.
El padre de Icamani se quedó junto a ella pensativo. Hubo un
tiempo, muchos inviernos atrás, en los que ansió tomar a Sinaska
como esposa, pero igual que le pasara a su hijo con Wanapin, ella
eligió a Tatanka. A pesar de los años que habían pasado, él contaba
ya cuarenta y siete inviernos, seguía sintiendo la comezón en el
pecho que le atacaba cuando lo acariciaba con su suave voz y
podía oler el aroma de su piel cercana.
—Mi hijo considera a todas las mujeres y hombres de nuestra
tribu como parientes suyos. Cuando una muchacha se le acerca la
trata como a su hermana y eso la ahuyenta.
Sinaska siguió raspando la piel con entusiasmo y durante un
buen rato no se escuchó más que el ruido de su trabajo. Cuando
hubo terminado suspiró y se puso de pie para mirar a Wiyaka con
fijeza.
—¿Y ahora te das cuenta de eso? Has estado todos estos años
tan interesado en que todos lo vean como uno más que te has
olvidado de lo que tus palabras hacían en él. El muchacho ha
crecido pensando que debía ganarse su sitio permanentemente y
por eso ahora no tiene una mujer a su lado.
—Hay algo más. Siente una atracción instintiva por las hinziwin
—dijo refiriéndose a las mujeres de pelo dorado—. Quería que
atacásemos a un grupo de cuatro wasicun pertrechados con palos
de fuego porque llevaban a dos de ellas.
—Es por ese sueño —dijo Sinaska—. Deberías hablar con
Tonweya, pedirle que realice una ceremonia sanadora para limpiar
su espíritu.
—No quiere oír hablar de ello, ya se lo he dicho, pero no quiere
dejar de soñar con ella.
—Pues cada vez hay más hinziwin por aquí y si le dejas acabará
por asaltar a todos los wasicun que vea con ellas solo para
comprobar si alguna es la mujer flor de su sueño. Nos traerá
problemas. Cuando trajiste a Icamani te dije que habías dejado una
puerta abierta por la que algún día entrarían nuestros enemigos y
ahí la tienes.
Wiyaka la miró con severidad.
—Icamani es mi hijo.
Sinaska posó sus ojos en el joven cuya larga melena rubia
brillaba con el sol mientras charlaba con Tatewin. Sabía de la
predilección que tenía su hija menor por él y también que él la veía
tan solo como una hermana. Todos en el poblado conocían el sueño
repetitivo que tenía Icamani desde que cumplió diecisiete inviernos.
Tatewin, también, pero a ella no parecía importarle que su espíritu
estuviese comprometido.
—Esa cabellera es un estandarte, Wiyaka. Los hombres blancos
lo reconocerán como uno de los suyos y querrán llevárselo. Debes
estar preparado para lo que vendrá. Todos debemos prepararnos.
El consejero titonwan adoptó una pose regia y cruzó los brazos
frente al pecho con expresión severa.
—Cuando llegue el momento él será quien decida sobre su
destino.
Tatewin lo guio hasta el río y se detuvo frente a sus aguas
cristalinas en silencio. Desató la piel que cargaba desde el
campamento y la dejó en el suelo. Icamani percibía la tensión en la
muchacha y supo que iba a tener lugar una escena que rompería el
vínculo que había entre ellos.
La joven hija de Sinaska se giró hacia él y soltó el cinturón de
castidad. Después se despojó de sus ropas y se mostró
completamente desnuda. Icamani sintió una punzada en su corazón,
sabía bien que aquella no era la manera correcta de proceder y
también que aquel acto podría traer vergüenza a la casa de Tatanka,
el jefe de la tribu.
—Hermana…
—No soy tu hermana y no deseo que me trates como tal. Soy una
mujer y quiero entregarme a ti. Quiero que seas mi verdadero
esposo, y que me trates como a tu wakanka. Si me rechazas me
deslizaré por ese río y no volverás a verme jamás.
Icamani abrió los ojos como platos y miró las aguas que partían
veloces sobre las piedras.
—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo? —la reprendió—.
Deberías avergonzarte…
—¡No tienes esposa y ya has cumplido veinte inviernos! Eres un
bravo guerrero, ¿es que acaso no deseas fundirte con una hembra?
Yo estoy dispuesta y te daré hijos sanos y fuertes. ¿Tan repulsiva te
resulto?
Icamani frunció el ceño y miró a Tatewin de arriba abajo. Cuando
su cuerpo respondió a la llamada la joven sonrió con placer.
—Escucha a tu naturaleza, Icamani. No importa si no me amas,
yo tengo suficiente amor por los dos y seré una buena esposa.
Nunca te gritaré ni avergonzaré a tu familia. Cuidaré de ti y de
nuestros hijos y prometo envejecer lentamente para poder
satisfacerte durante mucho tiempo.
Se acercó a él, le cogió una mano y la colocó en uno de sus
pechos como había visto hacer a su madre en la intimidad con su
padre. Icamani sintió que se agitaba su respiración y el deseo
inundó sus sentidos.
—No he seguido las costumbres de nuestro pueblo. Debo cazar
con tus hermanos y entregarle la caza a tu madre. Debo regalarle
dos caballos a tu padre y adornos a tus hermanas…
Tatewin consciente de su inminente triunfo sonrió, lo tomó de la
mano para llevarlo hasta la piel que había traído y se tumbó sobre
ella. Icamani pudo ver el amor que inundaba sus ojos y se sintió
conmovido por la inocente entrega de la joven. Se colocó junto a ella
y le sonrió al tiempo que acariciaba sus cabellos negros entre los
dedos. Tatewin alzó la mano e hizo lo mismo con los mechones
dorados de él.
—Tú pelo es como los rayos del sol. He soñado muchas veces
que acariciabas con él mi cuerpo desnudo. Hace muchas lunas que
te amo, Icamani.
El joven guerrero se rindió al fin a los deseos de su cuerpo y a los
anhelos de la joven. Acarició suavemente sus pechos y después
bajó pasando por su cintura hasta detenerse en sus nalgas. Sin
palabras llevó uno de sus dedos hasta la secreta hendidura que
debía acogerlo y la acarició sin dejar de mirarla, buscando la
humedad que necesitaba. La muchacha respondió como esperaba y
eso lo satisfizo enormemente. Sonrió y se inclinó sobre ella
musitando unas palabras profundas y firmes.
—Deberás obedecerme siempre en todo, jamás me pondrás en
evidencia y mis deseos serán los tuyos. Solo así te convertirás en
«la que está por encima de todo».
Ella asintió con decisión. Caminaría sobre ascuas ardiendo por él
si se lo pedía con tal de ser su wakanka. Icamani se puso de pie y
se desnudó frente a ella. Después se tumbó de nuevo y descendió
hasta colocar la cabeza entre sus muslos. Tatewin se aferró con
fuerza a la piel sobre la que yacían. El joven guerrero sabía bien en
qué consistía el acto, aunque aquella fuese su primera vez. Los
organizadores de ceremonias le habían explicado lo que debía
hacerse y cómo el hombre debe conseguir que su esposa se rinda
frente a él. Cómo la lengua del hombre debe conocerla y su aliento
ha de acariciarla antes de penetrarla. Icamani persistió en sus
caricias a pesar de los ruegos y quejas de ella que no sabía lo que
estaba sucediendo en su cuerpo. Lo único que Tatewin sabía era
que quería algo más, algo que aun siendo desconocido ansiaba con
frenesí.
Su tribu había ideado una ceremonia para crear los lazos que
unirán al wicahca con su wakanka.
En esa ceremonia el hombre entregará a la mujer la semilla de
generaciones pasadas para continuar con su legado y la mujer
pondrá buen cuidado en no desperdiciar ningún resto de dicha
semilla, manifestando así su deseo de preservar la vida.
—Mihigna, Mihigna —susurró ella completamente entregada.
Entonces Icamani la aceptó como suya y se unió a ella con
pasión convirtiéndola en su esposa. Aunque en su mente fuese otra
la que yacía bajo su peso.
—El hombre blanco solo trae enfermedad y muerte, debemos
mantener a nuestro pueblo alejado de él —expresó Wiyaka con
firmeza.
El consejero del jefe Tatanka era conocido por decir siempre lo
que pensaba y en esa ocasión no había sido diferente. Los jóvenes
guerreros lo miraron con desprecio mal disimulado y un murmullo se
extendió por la rueda de ancianos de la tribu.
—Esos comerciantes solo quieren nuestras pieles —adujo uno de
aquellos ancianos—. Y a cambio nos ofrecen sus palos de fuego.
—Nosotros queremos esos palos de fuego —intervino Oglesa,
uno de los guerreros más audaces del poblado—. Con ellos puede
matarse a un enemigo a mucha distancia.
—¿Y qué honor aportará eso a un guerrero? —dijo de nuevo
Wiyaka—. ¿Qué mérito se otorgará al hombre que siegue la vida de
otro con tan poca justicia? El hombre que hace un incursión en un
asentamiento enemigo para robar sus caballos y lleva tan solo un
cuchillo para defenderse, es un guerrero honorable. ¿Queréis
convertir la guerra en una simple matanza? ¿No veis en qué
convertirá eso a nuestro pueblo?
—Que las cosas hayan sido de un modo hasta ahora no significa
que deban seguir siéndolo para siempre. El hombre blanco está
aquí y no va a marcharse si no lo echamos. Si ellos mismos quieren
ofrecernos la herramienta para lograr ese fin, que así sea. Hay que
acabar con ellos de manera que ningún otro se atreva a venir
después. —Sonrió con expresión burlona—. ¿No estás de acuerdo,
Wiyaka? ¿O es que ya eres viejo y has perdido el fervor guerrero de
antaño?
Icamani miró a su amigo con expresión furibunda, pero contuvo
su lengua consciente de que sería una falta de respeto hacia su
padre si intervenía.
—Oglesa, agradezco la sinceridad de tus palabras, pero debes
saber que mi ardor guerrero no ha disminuido por mi edad. Nunca
he sentido pasión por matar, lo que no ha menguado en absoluto mi
resolución a participar en la lucha siempre que ha sido necesario.
No creo que con tus palabras pretendas poner en duda mi valentía.
—El joven guerrero hizo un gesto para confirmar que no pretendía
semejante ofensa en absoluto—. Esos comerciantes no buscan
nuestro beneficio sino el suyo y esa bebida que tanto gusta a
nuestros hermanos los sicangu, no nos traerá nada bueno. Como
tampoco lo hará el palo de fuego. Es mi opinión y así la expongo,
aunque respetaré la decisión de la mayoría como he hecho siempre.
—Wiyaka ha hablado bien —sentenció Tatanka, el jefe de la tribu.
El resto de los presentes asintió con murmullos de aceptación.
Todos allí respetaban a Wiyaka, aunque también sentían la
atracción que ejercían aquellos comerciantes con sus abalorios,
vasijas y otros utensilios, además de los palos de fuego capaces de
matar a un enemigo a distancia.
—Si les damos todas nuestras pieles, ¿con qué nos cubriremos
en invierno? —siguió Tatanka—. Si algo hemos aprendido del
hombre blanco es que no importa cuánto les des, siempre quieren
más. Debemos actuar con raciocinio, ver lo que ocurre con nuestros
hermanos sicangu, que tanto tratan con ellos. Observar y aprender,
ese ha sido siempre nuestro modo de actuar. Los titón hemos vivido
de la tierra durante siglos y no vamos a abandonar nuestras
tradiciones y costumbres por el hombre blanco. —Hizo una pausa
para que sus palabras encontraran sitio entre los pensamientos de
su tribu—. Tampoco somos temerosos y no nos acobardaremos
ante lo que viene. No digo que no comerciéis con ellos, si así lo
deseáis, pero tened cuidado y no os dejéis deslumbrar por sus
objetos llamativos. Las pieles nos proveen de calor, que lo que os
den a cambio cumpla una misión equiparable. Wiyaka también tiene
razón en cuanto a esa bebida que despoja al hombre de su
inteligencia. No dejéis que os conviertan en seres sin alma.
Una vez terminado el consejo Oglesa se acercó a Icamani y lo
miró con rostro muy serio.
—No escuchan nada de lo que digo. Si no lo impedimos seguirán
viniendo y acabarán con nuestra tierra.
Icamani no dijo nada. Estaba molesto por cómo Oglesa había
hablado a su padre.
—Hace dos lunas los oí hablar de ti.
El hijo de Wiyaka lo miró sorprendido.
—¿De mí?
Oglesa asintió con la cabeza una vez.
—Hay dos wasicun que te buscan. Uno de los comerciantes le
dijo al otro que pagaban mucho dinero a quien les diese información
sobre «el titón de pelo dorado».
Icamani miró a su amigo con sincera admiración, se había
empeñado en que debían aprender la lengua del hombre blanco
para saber así cuándo miente. Nadie había mostrado el menor
interés, pero él había conseguido que Icamani recordase palabras
de su antigua lengua y compartiese con él aquellos pocos
recuerdos. Con eso y algo de imaginación aseguraba entender lo
que decían.
—Así que ahí es adonde vas todas las noches.
Oglesa lo miró impertérrito.
—Debo proteger a nuestro pueblo.
—¿Tú solo?
—No. Contigo, hermano.
Icamani asintió pensativo. ¿Por qué lo buscaban? Él era un
titonwan y no quería nada del hombre blanco. Esos hombres
traerían problemas a la tribu, Oglesa tenía razón. Hablaría con su
padre, lo más acertado sería levantar el campamento y alejarse. Al
otro lado del río estaban los cuervo con los que había tenido algún
problema.
—Deberíamos dirigirnos a las Colinas Negras —apuntó Oglesa
como si pudiera leerle el pensamiento—. Allí nos reuniremos con los
mahto y los sicangu. Vas a tener un hijo, debes pensar en él.
Icamani volvió a asentir.
—Hablaré con mi padre —confirmó.
—No vamos a irnos, este es nuestro hogar. —Tatanka miraba a
Wiyaka con expresión severa—. Ningún wasicun conseguirá
echarnos de nuestra tierra.
El consejero asintió, estaba de acuerdo con él, aunque era
consciente del peligro que eso entrañaba para su hijo y por tanto
para toda la tribu.
—Icamani deberá tener cuidado y evitar en lo posible el contacto
con ellos. Falta poco para iniciar nuestra marcha hacia el este antes
de que lleguen las lluvias. —El jefe titón colocó una mano sobre el
hombro de su amigo y lo miró a los ojos—. Te he escuchado
siempre y sé que crees que no debemos comerciar con ellos, pero
hasta ahora no nos han dado ningún problema y algunos de los
objetos que nos proporcionan son de gran utilidad para nuestras
mujeres. Si las obligo a no comerciar definitivamente el ambiente en
el campamento se deteriorará. Las mujeres descontentas alterarán
a los hombres y ya sabemos lo que eso nos traerá. Si no me
respetan, buscarán a otro jefe. Les pediré que no comercien con
ellos hasta que regresemos en primavera y espero que me hagan
caso.
Wiyaka asintió. Tatanka tenía razón, a las mujeres de la tribu les
encantaban las vasijas y las mantas de vivos colores del hombre
blanco. Y los titonwan no entendían el concepto de prohibición ya
que la libertad individual era un hecho no discutible. Podían
marcharse cuando quisieran y eso harían si no estaban a gusto en
el campamento.
Las mujeres aceptaron no comerciar hasta el regreso en
primavera y todo se solucionó de manera natural. Los titones se
reunieron con sus hermanos para pasar el invierno y la vida en el
campamento fue tranquila durante esos meses.
La primavera llegó y volvieron a establecerse cerca del río. Tras
ella, el verano traía la promesa de la pronta llegada de una nueva
vida a la tipi de Icamani y Tatewin.
Tumbado sobre una manta, el hijo de Wiyaka observaba a su
esposa mientras se bañaba en las cristalinas aguas del río. Su
abultado vientre la hacía parecer aún más hermosa de lo que ya
era. Saber que su hijo crecía allí dentro lo emocionaba y admiraba a
partes iguales. Pero el sentimiento hacia su esposa no había
cambiado. Podía cumplir sin esfuerzo con su deber de esposo, pero
su corazón no latía por ella. Tatewin salió del agua y miró a su
marido con deseo. Sin decir nada se sentó a horcajadas sobre él y
durante unos minutos solo se escucharon sus gemidos en aquel
tranquilo paraje. Después, se acurrucó entre sus brazos, con el
vientre apoyado en su cuerpo.
—¿Tomarás a otra esposa cuando este niño reclame mi
atención?
Icamani trató de buscar su rostro, pero su esposa lo mantenía
oculto contra su pecho.
—¿Piensas desatenderme?
—Los bebés necesitan a sus madres —musitó ella con la voz
ronca.
Icamani sonrió y después de unos segundos se sentó llevándola
con él. Le cogió la cara con las manos y la obligó a mirarlo.
—Tomar otra esposa es un derecho y un deber para un titón.
—Lo sé.
—Debo procrear y una mujer necesita nueve meses para ello. Mi
semilla no puede malgastarse.
Tatewin bajó la cabeza para ocultar las lágrimas de sus ojos.
Sabía que no tenía derecho a llorar por ello, pero lo amaba tanto
que la sola idea de que yaciese con otra mujer le dolía de un modo
insoportable.
—Siempre tendrás un lugar prominente en mi casa —dijo él
volviendo a tumbarse con ella en los brazos.
No pudo evitar las lágrimas y ocultó su rostro para no
avergonzarlo. Icamani sentía la humedad deslizándose sobre su
pecho, pero no dijo nada, pues nada había que decir. Se había
casado porque era su deber y acogería a otra esposa por el mismo
motivo. Así era la vida de los titonwan y él estaba de acuerdo con
ello.
Tatewin tampoco dijo nada. De un modo infantil, había imaginado
que al preguntarle él le diría que no, que jamás tomaría a otra
esposa. Pero ella sabía que él no la amaba. Se había casado con
ella únicamente para cumplir con sus deberes con la tribu y acallar
las quejas de su padre. Trató de regocijarse pensando que a esas
otras esposas tampoco las amaría porque no serían la hinziwin con
la que soñaba. La primera vez que lo oyó llamarla «mi wahcawin»
en sueños, se arrancó un mechón de pelo a tirones. Pero él no se
compadeció de ella, al contrario, estuvo varios días sin tocarla como
castigo por su comportamiento. Entonces decidió conservar su larga
melena y taparse los oídos cuando su sueño la despertaba. Y ahora
tomó la determinación de no volver a quejarse de su suerte y
disfrutar todo lo que pudiese del placer que le ofrecía. Se secó las
lágrimas y lo miró con una sonrisa.
El bebé llegó antes de lo esperado y hubo gran alegría en el
campamento. Era un niño sano y fuerte y su nacimiento colmó el
corazón de Tatewin de un modo que no había podido ni soñar. En un
mes ese niño se convirtió en el centro absoluto de su vida y el amor
que sentía por su esposo creció hasta tal punto que se volvió del
todo generoso. Ya no ambicionaba que él se lo devolviese en igual
medida, se sentía satisfecha con el regalo que había recibido por el
inmenso amor que le profesaba. Pero según el bebé crecía, en la
mente de la joven también comenzó a crecer el miedo a perderlo.
Un miedo oscuro y amenazante que la hizo dar un paso arriesgado.
—¿Eres feliz? —preguntó a su marido mientras amamantaba a
su hijo.
Icamani apartó la mirada del fuego y los observó satisfecho.
Asintió ligeramente. Tenía una hermosa esposa y un hijo fuerte que
lo llenaba de orgullo y al que llamarían Mahtola hasta que cumpliese
la edad de adquirir su verdadero nombre.
—Los espíritus nos han bendecido —siguió ella al tiempo que se
acariciaba el rostro sonrosado de Mahtola—. Quisiera hacer un ritual
de agradecimiento, si me das permiso.
Icamani volvió a asentir.
—También quiero pedirle a los espíritus que protejan a nuestro
hijo y que oscurezcan su pelo. —Suspiró aliviada una vez lo hubo
dicho—. No te enfades conmigo, amor mío, temo por él y solo quiero
protegerlo.
Su esposo hizo un gesto con la mano para indicarle que se
acercase. Tatewin obedeció inmediatamente, como hacía siempre.
Se arrodilló frente a él y agachó la cabeza dispuesta a escucharlo
con respeto.
—Puedes realizar un ritual de agradecimiento, pero te prohíbo
que prives a mi hijo de la herencia de su padre. Yo soy quien soy y
mi hijo es el que es. Tú no puedes intervenir en su destino. Su pelo
es dorado como el mío y así debe ser. Yo enseñaré a mi hijo a
protegerse, como mi padre me enseñó a mí. No dejaré que lo
conviertas en una débil niña asustadiza.
—Marido mío, perdóname, sé que es mi miedo el que habla. Pero
no quiero que el hombre blanco se lo lleve. Déjame pedir ayuda a
los espíritus, por favor, apiádate de mí.
Icamani apretó los dientes con evidente enojo y Tatewin temió
que le levantara la mano por primera vez. El esposo la miró dolido y
después apartó la mirada clavando sus ojos en las llamas. «La que
está por encima de todo» se deslizó hasta él y apoyó la cabeza en
su hombro. Icamani no se movió hasta que percibió sus sollozos.
Sin hablar los rodeó a ambos con su brazo y Tatewin se acurrucó
sentándose entre sus piernas como una niña que necesita consuelo.
Los espíritus escuchan, pero rara vez explican sus decisiones.
Tatewin realizó su ritual de agradecimiento, arrodillada sobre la
manta que el comerciante le había regalado a Wanapin aquella
misma mañana. Y, contraviniendo los deseos de su esposo, pidió
también que oscurecieran el pelo de su hijo, lo que provocó el
monumental enfado de Icamani. El marido la expulsó de su tipi y le
prohibió acercarse a su hijo hasta que él lo autorizase, por lo que
tuvo que trasladarse a la tienda de sus padres, con la vergüenza y la
tristeza que eso supuso para ella.
A la mañana siguiente Tatewin despertó con la piel cubierta de
manchas rojas y con el cuerpo ardiendo. Sus ojos lloraban
escocidos y su vientre se descompuso con dolorosos espasmos. No
fue la única. El mal se extendió entre los miembros de la tribu,
empezando por las mujeres y los niños y continuando hasta algunos
de los hombres, los que más en contacto estuvieron con las
enfermas. Tatanka ordenó que quemaran las mantas aconsejado
por Tonweya, el sanador, que aseguró que todas las mujeres que
habían enfermado recibieron como regalo del comerciante una de
esas mantas. Cuando varios de los hombres acudieron a preguntar,
descubrieron que el hombre blanco se había marchado y eso les
pareció prueba suficiente de que las mantas eran las culpables de la
súbita desgracia.
Aquel mal desconocido para los titonwan arrasó el campamento
de Tatanka y se llevó la vida de quince de los sesenta miembros.
También la de Tatewin. El sexto día su espíritu abandonó el mundo
de los vivos. Su esposo se quitó la ropa que llevaba y se visitó con
otras sucias, según la costumbre titonwan. Se pintó el rostro con
pintura negra y salió de la tienda en la que permanecía el cuerpo de
su esposa. Las mujeres la atendieron. La lavaron y la cubrieron con
el ropón rojo de la muerte para su último viaje. Icamani se alejó solo
y caminó hasta el río deteniéndose en el lugar en el que Tatewin se
entregó a él por primera vez. Allí se arrodilló, sacó el cuchillo y
agarrando con fuerza su larga melena la cortó. Durante unos
minutos sostuvo aquellos cabellos rubios en su mano y dejó que las
lágrimas cayeran de sus ojos. La quiso como a una hermana y, a
pesar de saberlo, ella lo amó con toda la fuerza de su corazón. Con
su entrega incondicional había despertado en él un cálido
sentimiento que ahora se volvía árido e hiriente por no haber podido
corresponderla. Levantó la mirada al cielo y gritó con fuerza salvaje.
Un grito desgarrador que esperaba que ella escuchara. Segundos
después lanzó las hebras doradas al río y las vio alejarse con la
corriente.
—Esposa mía, no temas por Mahtola. Te prometo que cuidaré
siempre de él y lo convertiré en un guerrero fuerte y poderoso —
murmuró en la lengua de los titón.
Y con el mismo cuchillo que había sesgado sus cabellos se hizo
una marca profunda en el pecho para no olvidar nunca su promesa.
Wiyaka se sentó frente a él y encendió su pipa. No era una pipa
cualquiera, aquella contenía unas hierbas que nunca había utilizado
con él. Después de lanzar varias bocanadas de humo se la pasó a
Icamani con mano firme.
—Ya hemos despertado siete días desde la muerte de tu esposa.
—Hizo una pausa mientras Icamani aspiraba el humo con los ojos
cerrados—. Hace quince inviernos que eres mi hijo y ha llegado el
momento de hablar del pasado.
Icamani le devolvió la pipa con expresión desconcertada. No
sentía el menor deseo de hablar de eso. Wiyaka miró su cabello mal
cortado con respeto y después fijó la vista en sus ojos azules y de
mirada profunda.
—¿Qué recuerdas de tu otra vida? —preguntó.
—¿A qué viene recordar el pasado ahora, padre?
—Hay momentos en nuestro camino en los que es necesario
detenerse y echar la vista atrás. Es el único modo de encontrar las
respuestas que buscamos antes de que la pregunta no nos deje
vivir. Tienes que saber qué le dirás a tu hijo cuando la haga.
—Le diré que nací el día que tú me encontraste. Que tú eres mi
padre y él es mi hijo. Eso le diré —respondió con voz profunda.
Wiyaka recordaba muy bien aquel día. Un niño sin vida en la
mirada, con expresión ausente, que caminaba de manera
inconsciente. Lo tomó en brazos y lo llevó al campamento. Se
dejaba alimentar y cuidar como si en realidad no estuviese allí.
Wiyaka había visto los cadáveres mutilados de los que debían ser
sus padres. La mujer fue torturada con ensañamiento y al hombre lo
abrieron en canal. El titonwan comprendió entonces que el niño no
sobreviviría si no le daba a fumar la pipa del olvido. Muy pocas
veces se la habían ofrecido a un niño. Lo normal en esos casos era
acabar con su vida, pero por algún motivo Wiyaka se sentía unido a
él, a su espíritu, y optó por la hierba del olvido.
Después de fumar durante dos noches el dolor del niño se tornó
mutismo y las aterradoras imágenes de lo que había visto se
ocultaron tras el velo que todo lo cubre. Wiyaka lo acogió en su tipi y
lo trató como a un recién nacido que debe volver a aprender lo que
ha olvidado. Así nació su hijo, Icamani. Tardó un año en decir su
primera palabra en la lengua de los titón. Y aquella fue la primera
vez que Wiyaka escuchó su voz.
Capítulo 2
Londres, 1850
Rose entró en el despacho de su padre y se dejó caer en el sofá con
una mano en la frente. Su gesto melodramático no provocó ninguna
reacción en él, acostumbrado como estaba a la afición de su hija por
el teatro. La joven lanzó un largo y sonoro suspiro buscando con ello
alterarle los nervios y que se viese obligado a responder de algún
modo, preferiblemente con una pregunta sobre su estado.
—¿Qué te ocurre, Rose? —se rindió ella en voz alta al ver que
sus intentos no surtían el menor efecto. Se incorporó y miró a su
padre con expresión furibunda—. ¿Te puedes creer que no me
dejan participar en la subasta, papá? Dicen que no admiten mujeres
porque somos demasiado… ¿Qué palabra ha utilizado ese estúpido
e insoportable Stuart? ¡Emocionales! ¡Eso es! Dice que somos
demasiado emocionales.
Su padre levantó la vista del documento que revisaba y la miró
con ironía, a lo que ella respondió ignorándolo. Se dejó caer contra
el respaldo del sofá y bufó con fiereza.
—Domino el lenguaje muchísimo mejor que él y lo sabe, por eso
no me deja participar. Tiene miedo de que lo deje en evidencia, cosa
que haría solo con ponerme a su lado…
—Rose…
—¿Qué? Es cierto. Mido por lo menos cinco centímetros más que
él, no es mi culpa que sea bajito. Tampoco lo es suya, lo sé, pero de
lo que sí tiene la culpa es de ser un estirado y un simple y un…
Su padre dejó la pluma en su sitio y la miró con atención. Estaba
claro que no iba a dejarlo trabajar hasta que se hubiese desahogado
y a él no le quedaba otra que rendirse y aceptarlo. El tiempo en el
que podía corregirla había pasado. Su hija iba a cumplir diecinueve
años, ya no era una niña a la que pudiese castigar sin postre. Atrás
quedó la época en la que sus consejos y palabras severas tenían un
efecto correctivo sobre su carácter.
—¿Quieres que te expulsen también de la asociación Mary
Campbell?
Rose lo miró dolida al percibir cierta crítica en sus palabras.
—Lo dices como si fuese culpa mía que no me dejen participar en
esas reuniones, papá. Sabes que en todas y cada una de esas
ocasiones fui tan solo una víctima de la mediocridad y la simpleza
de…
—Tu vocabulario ofensivo es cada día más prolijo, hija mía.
La joven no pudo disimular una sonrisa.
—Mamá me dijo ayer que mi lengua es como un afilado cuchillo.
—Estoy seguro que no lo dijo como un halago —aclaró al verla
sonreír con satisfacción.
Robert negó con la cabeza y se puso de pie para servirse un
poco de whisky mientras su hija tamborileaba con los dedos sobre el
brazo del sofá.
—¿Has pensado ya en la propuesta de tu madre? —Con el vaso
en la mano, se sentó en su sillón orejero, que estaba colocado
perpendicular al sofá.
Rose cambió su expresión borrando su sonrisa.
—No quiero un baile, papá, ya se lo he dicho, pero ella insiste e
insiste e insiste. —Se recostó de nuevo apoyando la cabeza en el
respaldo.
—Es su método para derrotarnos —sonrió con cariño.
—Pues yo no quiero ceder. Odio los bailes, me aburren
mortalmente.
—Quizá si bailaras…
—Me siento estúpida dando vueltas por un salón abarrotado de
gente. —Se puso de pie y se arrodilló junto al sillón de su padre
apoyando las manos en el reposabrazos—. ¿No puedo seguir
siendo quién soy, papá? No quiero bailes y tampoco quiero casarme
con ninguno de esos jóvenes que me propone mamá. Lo he
intentado, de verdad que sí…
Robert torció una sonrisa mirándola con ironía.
—¿Qué? —Rose se puso de pie y lo miró con las manos en la
cintura—. Fui a pasear con Oscar Parnell.
—Y saliste corriendo afirmando que te estabas quedando ciega.
—¿Y qué me dices de Elliot Lamarck?
—Rose… Llevarlo contigo a ver a tu abuela no es darle una
oportunidad. Los dos sabemos que ningún joven se atrevería a
regresar después de conocer a esa santa mujer.
Su hija disimuló una sonrisa pícara y bajó la mirada con
afectación.
—Acepté bailar con Jack Chesterton en la fiesta de Florence.
—Y le dijiste que tu prima estaba profundamente enamorada de
él.
—¡Pero era cierto! —exclamó fingiendo sorpresa—. Aunque en
realidad yo no lo supiera.
—Y aun así no dudaste en decírselo provocando que Belinda
dejara de hablarte durante un mes.
Se encogió de hombros mientras se movía con ligeros giros a
izquierda y derecha.
—Debería haberme explicado que era un secreto.
—¡No lo habría sido de habértelo contado, hija! —exclamó con
severidad.
Rose arrugó la boca con expresión de pesar, no le gustaba que
su padre la regañara. Estaba acostumbrada a las quejas de su
madre, pero él siempre había sido su aliado.
—Ven aquí. —Robert dio unos golpecitos en el reposabrazos y
Rose se arrodilló de nuevo junto a él mirándolo con atención—.
Escúchame, hija. Nunca voy a obligarte a hacer nada que no
quieras. Si no quieres casarte, no te casarás, pero quiero que sepas
que eso me hará muy infeliz. No quiero saber que vas a estar sola
cuando tu madre y yo no estemos…
—Dentro de cien años —lo interrumpió.
Robert acarició su pelo con una sonrisa triste en los labios.
—Me gustaría que encontraras a un joven digno de ti, alguien que
te haga reír, que te proteja y, sobre todo, capaz de gobernarte.
Rose sonrió con malicia, a la vista de los acontecimientos estaba
segura de que ese hombre no existía.
—Creo que prefiero «gobernarme» yo misma, gracias. —Se puso
de pie—. No tendrás que preocuparte por mi futuro, papá, sé lo
bastante de la empresa como para poder dirigirla algún día. Siempre
has dicho que no tendrías reparos en dejarme al frente, a pesar de
lo que diga la gente.
—Esa «gente» son tus conciudadanos, personas que te pondrán
las cosas muy difíciles si no acatas sus normas, ya deberías
saberlo. Una cosa es que te expulsen de una asociación femenina
por ser irritante y otra muy distinta es que te den la espalda por
contravenir sus normas. Ninguna mujer puede sobrevivir en nuestra
sociedad si eso sucede. Ni siquiera tú, Rose.
—Me has educado bien, papá. Soy fuerte, inteligente, y sé todo lo
que hay que saber sobre los telares. No hay nadie mejor preparado
para dirigir Portrey & Balshaw que yo.
Su padre asintió sin decir nada y después apuró el contenido de
su vaso y lo depositó sobre la mesita que había a su derecha.
—Papá… —Rose sabía que aquel era un tema delicado—. ¿Por
qué no le has cambiado el nombre? Han pasado diecisiete años.
Al ver que su expresión se entristecía, Rose se arrodilló de nuevo
y apoyó la mejilla en su mano.
—No fue culpa tuya.
Robert cerró los ojos con pesar mientras su corazón se
estremecía.
—El tío Anthony sabía lo que podía pasar y aun así quiso ir.
Mamá siempre dice que era un hombre muy testarudo y que no
habrías podido impedírselo de ningún modo.
Su padre suspiró, pero no dijo nada. Recostó la cabeza en el
respaldo del sillón mientras acariciaba el cabello de su hija, como
haría con uno de sus perros, a los que también adoraba.
—Rose, de verdad vas a acabar con mi paciencia. —Felicia
miraba a su hija con expresión severa—. ¡Es el mejor vestido que
tienes!
—Te empeñaste en que me lo pusiera hoy, ¿qué querías que
hiciera? Tenía que ir a la fábrica, una de las máquinas se estropeó
y…
—¡Oh! ¿Qué voy a hacer contigo?
Rose corrió hacia su madre y la abrazó con tanta fuerza que le
cortó la respiración y acto seguido la levantó del suelo.
—¡Niña, para! —exclamó Felicia sin poder contener la risa.
—Te quiero, mamá, te quiero cada segundo de cada día, pero,
por favor, por favor, por favor no me obligues a ir a ese baile.
—Es el compromiso de Belinda —dijo su madre apartándola con
suavidad—. Tú los emparejaste, ¿cómo le vas a hacer ese feo a tu
prima?
—¿Y a quién le importa que yo no vaya? Se tienen el uno al otro
—sonrió con inocencia.
Esa sonrisa era capaz de desarmar a cualquiera, también a su
madre, pero esta vez no iba a ceder.
—Ve a cambiarte. Ponte el vestido celeste, el que te compré para
cuando diésemos el baile por tu cumpleaños. Está claro que ese
baile no se va a celebrar.
Rose entornó la mirada. Su madre era muy lista, le daba una de
cal y otra de arena. Si aceptaba ir al baile de Belinda no tendría que
ser la protagonista obligada del suyo propio.
—Vamos, ¿a qué esperas?
—Estoy decidiendo si te doy un abrazo y un beso o solo un beso.
Felicia sonrió satisfecha y abrió los brazos para acogerla en ellos.
—Deberíamos haber tenido más hijas —dijo después de besarla
con ternura—. Si hubieras tenido hermanas no estarías tan mimada.
Rose la miró satisfecha y se dirigió a la puerta.
—Me encanta cómo son las cosas —dijo y antes de salir le guiñó
un ojo a su madre.
—¡Rose! —exclamó reprobadora, pero su hija ya había salido del
salón—. Esta niña no aprenderá nunca a comportarse como es
debido.
Rose se puso frente al espejo y se miró con ojo crítico. El azul
celeste iba bien con sus ojos, y sus rizos oscuros caían sobre el
cuello de satén de un modo delicado. El corte realzaba su figura.
Demasiado, se dijo marcando las curvas de sus senos y bajando
hasta su cintura. El hecho de que no fuese escotado no hacía que
fuese menos sensual, al contrario, y a ella eso no le gustaba nada.
Odiaba sentir en su cuerpo la mirada de algunos hombres y sabía
que eso era exactamente lo que iba a ocurrir en la fiesta de
compromiso de Belinda. Sobe todo temía la mirada de Jack
Chesterton, el prometido de su prima. Se sacudió la falda del vestido
y sopesó la posibilidad de ponerse otro. Tendría que discutir con su
madre, pero no creía que por culpa del vestido cambiase de opinión
respecto a la fiesta de su cumpleaños. Bufó para tratar de descargar
la tensión que sentía y se dirigió al ropero decidida. Sabía que todo
sería mucho más fácil si le contase a su madre las insinuaciones y
la persistencia de Jack Chesterton con respeto a sus sentimientos.
En especial si le contaba lo sucedido en el camino de Beneitfield la
semana anterior. Aún se le erizaba la piel al recordarlo y esperaba
que él no olvidase el rodillazo que recibió como respuesta a sus
perversas intenciones. Negó con la cabeza después de valorar la
posibilidad de hablar con sus padres. Seguramente eso no evitaría
en absoluto la fijación de su madre por los bailes y sí provocaría un
revuelo en la familia que, sin lugar a dudas, la convertiría de nuevo
en el problema. Estaba segura de que, si la persecución de
Chesterton llegaba a oídos de la tía Lucy, para la madre de Belinda
solo habría una culpable: ella.
Optó por la decisión menos problemática y se cambió de vestido
eligiendo uno gris con abotonadura de perlas. Una opción de lo más
recatada que podría ponerse hasta la abuela Isobel. Pensar en su
abuela le arrancó una sonrisa en medio de aquella tensión. Sus
palabras tras conocer a Chesterton resultaron ser casi proféticas.
«Huye de ese muchacho en dirección contraria, muchacha. Ese
joven tiene la mirada más sucia que yo haya visto nunca».
—¿Ya estás…? —Felicia enmudeció al ver a su hija y se quedó
petrificada con la mano sujetando el pomo de la puerta.
—No te sulfures, mamá. No me sentía cómoda con el vestido
azul, es demasiado bonito y no quiero molestar a Belinda, ya sabes
lo quisquillosa que es. Si aparezco con un vestido más bonito que el
suyo no me lo perdonará nunca.
Su madre entornó ligeramente los ojos. Que su hija era
tremendamente considerada con todo el mundo, lo sabía, pero por
algún motivo le pareció que aquella excusa ocultaba algo más. Soltó
la puerta y se acercó a ella para escrutar en sus ojos lo que
pretendía ocultarle.
—Creía que confiabas en mí —dijo colocándole un rizo—. No
sabía que me ocultaras cosas.
—No te oculto nada, mamá. —Bajó la mirada sintiéndose muy
incómoda.
—Así era antes, pero últimamente has cambiado conmigo. Algo
debo haber hecho mal.
—Mamá… —Quería decir algo que la contradijese, pero su
madre era demasiado inteligente como para dejarse engañar.
Felicia suspiró y después fijó su mirada en los ojos de su hija.
—Sé que debes tener tus motivos para no querer ir a la fiesta de
compromiso de Belinda y también para haber elegido este vestido.
Pero has de saber que siempre podrás confiar en mí. No hagas
caso de mis regaños ni de mi empeño por llevarte por el buen
camino —sonrió con cariño—, en el fondo sé que soy la madre más
afortunada del mundo por tener a una hija como tú.
Rose estuvo a punto de caer en la trampa, pero se dio cuenta de
la artimaña justo a tiempo.
—Te quiero, mamá —dijo abrazándola y a Felicia no le quedó
otra que darse por vencida.
Cuando bajaron vieron que Robert hablaba con Stevens, el
mayordomo, sobre una nota que acababa de entregarle.
—¿Y dice que acaban de traerla?
—¿De quién es, Robert?
Su esposo fruncía el ceño sin apartar la vista del papel.
—De Lord Crowley. Me pide que vaya a verlo cuanto antes. Esta
misma noche.
—¿Ha ocurrido algo?
—No lo sé. En la nota solo dice eso.
—Qué extraño.
—Iré a verle y después me reuniré con vosotras en casa de mi
hermano.
—Pero…
—Ninguno de los dos va a dejar de pensar en esto, Felicia. Es
mejor que averigüe de qué se trata para que podamos disfrutar de la
velada.
Su esposa asintió consciente de que tenía razón. Rose le dio un
beso a su padre en la mejilla y las dos mujeres salieron de la casa
sin decir nada más.
Capítulo 3
—Lord Crowley lo está esperando en el salón. Acompáñeme. —El
mayordomo lo guio hasta el lugar y lo anunció tras abrir la puerta.
—Adelante, adelante —dijo el anfitrión apresurándose a recibirlo
—. Wilkins, tráiganos un tentempié, me temo que he estropeado la
cena al señor Balshaw.
—No es necesario…
—Insisto —ordenó Crowley mirando a Wilkins—. ¿Le apetece
una copa de vino mientras esperamos? Siéntese, siéntese.
Robert aceptó el vino y tomó asiento en la butaca que le señaló.
Empezaba a sentirse incómodo.
—Me gustaría saber cuál es la urgencia. Mi sobrina celebra hoy
su compromiso…
—Lo sé, lo sé —interrumpió Crowley sentándose frente a él—,
pero cuando le explique el motivo verá que era totalmente necesaria
su presencia. Tengo una buena y una mala noticia que darle y es
algo que no podía esperar, dado el carácter de dicha información.
Robert sintió que se le erizaba el pelo de la nuca y bebió un sorbo
de vino tratando de calmar los nervios.
—¿De qué se trata?
—Es referente a… —Lord Crowley se detuvo, al parecer él
también estaba nervioso—. Esta tarde he tenido una visita
inesperada. ¿Recuerda a los señores Rippin y Dermot?
—¿Cómo olvidarles? —La sangre abandonó su rostro.
—Bien, bien. Pues han venido a verme y me han hecho una
revelación sorprendente que, como comprenderá enseguida que
sepa a qué me refiero, no era fácil de creer. Ante mis reticencias, me
han llevado hasta el lugar en el que se halla el sujeto y debo decir
que el parecido es asombroso a pesar de… todo.
—No entiendo nada de lo que dice, señor Crowley, ¿podría ser
más concreto?
La puerta se abrió y entraron dos doncellas portando sendas
bandejas con sándwiches fríos, té y pastelitos.
—Déjenlo ahí —ordenó Crowley impaciente—. No hace falta que
lo sirvan, váyanse.
Las doncellas se apresuraron a salir y cerraron la puerta
procurando no hacer ruido. Lord Crowley dejó escapar el aire de
golpe de sus pulmones y asintió con la cabeza como si mantuviese
una conversación consigo mismo.
—No hay otra forma de decir esto que no sea haciéndolo sin
más, veo. Los señores Rippin y Dermot han rescatado a Andrew
Portrey, el hijo de su amigo Anthony.
La copa resbaló entre sus dedos y el líquido cayó sobre sus
pantalones sin que Robert se inmutase. Lord Crowley se apresuró a
recogerla del suelo y le entregó una servilleta para que se limpiase,
pero Robert la miró como si no supiese qué hacer con ella.
—¿Andrew? —musitó.
—Sé que es una noticia asombrosa, pero hay algo más.
—¿Algo más?
Robert no conseguía asimilar la información. En su mente solo
tenía cabida la imagen del pequeño de seis años que lo saludaba
desde el carruaje antes de partir hacia el puerto donde les esperaba
el barco que los llevaría a América.
—El muchacho ha estado viviendo con los salvajes todos estos
años y su mente… —Crowley carraspeó, no sabía cómo decir
aquello—. Él no es…
—¿Andrew? —repitió Robert.
De repente se dio cuenta de que tenía los pantalones mojados y
miró la mancha de vino con el ceño fruncido. Pasó la servilleta sobre
ella, pero la mancha no desapareció. Se puso de pie y lord Crowley
lo imitó.
—¿Dónde está? —preguntó recuperando la serenidad y la
claridad de pensamiento.
—Lo tienen en una cabaña en el camino de Hartford… No
pueden traerlo aquí, su comportamiento… Ya sabe lo que dicen de
los indios.
—Vamos —ordenó Robert—. Quiero verlo ahora mismo.
—¿Está seguro? ¿No prefiere esperar a mañana? Vaya a la
fiesta de su sobrina y duerma esta noche. Mañana lo verá todo con
más claridad y podrá tomar una decisión al respecto. Esos señores
saben que usted ofrecía una recompensa por el muchacho y no han
dejado de buscarlo durante estos años. Según él no ha resultado
nada fácil traerlo, se había integrado por…
—Vamos ahora —ordenó de nuevo con firmeza—. Debo
asegurarme de que es él.
Lord Crowley se dio por vencido y asintió.
—Está bien, lo llevaré hasta allí.
Los dos hombres salieron de la casa y subieron al coche que
esperaba fuera.
Dermot, sentado en un taburete delante de su prisionero, volvió a
llevarse el puro a la boca succionando con deleite. Después soltó el
humo con parsimonia.
—Mañana tendrás visita —dijo en lengua lakota—. Vamos a tener
una charla para que comprendas que debes comportarte como una
persona y no como lo que eres.
Acercó el puro a su pie sin que el joven hiciese ademán de
apartarlo. El olor a carne quemada estremeció el estómago de
Rippin, pero Icamani no movió un músculo ni emitió el menor
sonido.
—Vas a dejarlo marcado y te van a pedir explicaciones —dijo su
compañero visiblemente incómodo.
Dermot apartó el cigarro y se lo llevó de nuevo a la boca.
—¿Y quién va a saber que se lo he hecho yo?
—Tiene el cuerpo lleno de heridas, no sé ni cómo se aguanta
sentado. Eres un sádico. ¡Pero si le arrancaste un pedazo de carne!
Esos comanches te reventaron la cabeza, Dermot. No nos pagarán
nada por un cadáver.
El otro miró al lakota y sonrió.
—¿Vas a morirte? Después de todo lo que hemos pasado juntos,
no me irás a hacer esa faena, ¿verdad.
—Tranquilo —dijo el titonwan—. Hasta que te mate pienso
sobrevivir y después de eso no creo que a ti te importe lo que me
pase.
Dermot soltó una carcajada.
—Me caerías bien si no te hubieses unido a esos asquerosos
indios. —Se encogió de hombros—. Puedo soportar a un salvaje,
pero a uno como tú… —Negó con la cabeza—. Hay que ser muy
hijo de puta para hacerse amiguito de los que mataron a tus padres.
El titón lo miró fijamente y Dermot tuvo que reconocer que si no lo
tuviese encadenado probablemente tendría serios problemas con él.
De hecho, incluso con esas cadenas todos los de aquella casa
corrían peligro.
—Se nos va a acabar la diversión, muchacho. Creo que ese
Robert Balshaw no me va a dejar seguir jugando contigo. Lo hemos
pasado en grande durante la travesía, ¿verdad? ¿Me echarás de
menos?
Icamani torció una sonrisa con mirada asesina.
—Tranquilo, volveremos a encontrarnos y entonces seré yo el
que se divierta.
Rippin puso los ojos en blanco. ¿No podía estarse calladito? Lo
que fuese que le había dicho había puesto a Dermot de pie y ya
tenía el madero en la mano.
—Déjalo estar, hostias, que nos vas a traer la ruina.
—No te preocupes —dijo el otro antes de asestarle el primer
golpe de aquella tanda—. Mientras no le rompa los dientes, no
tendremos problemas.
Rippin trató de detenerlo y recibió su parte.
—Su aspecto no es muy bueno —advirtió Dermot antes de abrir
la puerta del agujero en el que lo tenían encerrado—. Nos ha dado
muchos problemas todo el trayecto en barco y no ha parado al llegar
aquí.
—A mí me abrió la cabeza —mintió Rippin mostrando la brecha
que aún sangraba en su frente y que había sido obra de Dermot.
Quizá si corroboraba su versión, Balshaw les pagaría igual.
—Es muy fuerte y lucha como un auténtico guerrero lakota —
advirtió Dermot—. No se deje embaucar por su pelo rubio y sus ojos
azules, ese cabrón es un auténtico salvaje.
Robert lo miró con severidad y sin escuchar nada más lo apartó
para entrar en la estancia. Tuvo que taparse la nariz, el olor a
excrementos y orín era insoportable. En un rincón había un hombre
encadenado, de rodillas y sentado sobre sus pies, que lo miró con
profundo odio. El dolor lo traspasó como un cuchillo cuando sus ojos
se encontraron. Se quedó sin respiración y tuvo que buscar apoyo
en la pared para no perder el equilibrio. La voz del joven sonó
gutural y profunda. No entendió nada de lo que decía, pero a juzgar
por su entonación parecía estar maldiciéndolo y amenazándolo al
mismo tiempo.
—¿Andrew? —musitó Robert.
El salvaje respondió en el mismo tono que antes y de manera
igual de ininteligible.
Robert se giró hacia Dermot que había entrado tras él y se
mantenía a cierta distancia.
—Se está acordando de todos sus muertos —explicó burlón—.
Estos salvajes son muy creativos a la hora de matar y este en
concreto no ha dejado de enumerar todas las formas en las que va a
hacernos sufrir en cuanto consiga librarse de esas cadenas.
—¿No entiende nuestro idioma?
El otro se encogió de hombros antes de responder.
—Ni idea, conmigo habla en la lengua titón.
Robert hizo ademán de acercarse, pero Dermot se lo impidió.
—Ni se le ocurra. Es capaz de arrancarle la nariz de un mordisco
y se lo digo porque ya lo ha hecho, con uno de sus guardianes. No
es nada bonito de ver, se lo aseguro. Manténgase a distancia.
—Andrew —repito dirigiéndose al encadenado—. ¿No me
recuerdas? Soy Robert. Robert Balshaw, el mejor amigo de tu
padre.
La retahíla de palabras del titonwan se detuvo y sus ojos miraron
al intruso con mayor atención. Robert descubrió el brillo de la razón
en aquella mirada y librándose de Dermot se acercó
peligrosamente.
—¿Recuerdas a tu padre? Anthony, Anthony.
—Anthony… —musitó el salvaje.
Robert sonrió entusiasmado.
—¡Sí! Anthony era tu padre y Leslie, tu madre. ¿Los recuerdas,
Andrew? ¿Me recuerdas a mí? ¿Sabes quién soy?
Lord Crowley, que se había mantenido en un segundo plano todo
el tiempo, dio un paso adelante con preocupación.
—Robert, no deberías…
Con un ágil movimiento Icamani se incorporó y rodeó el cuello del
intruso con uno de sus brazos inmovilizándolo de espaldas a él,
pero sin apretar. Robert no trató de soltarse, pero cuando vio a
Dermot coger el madero para golpearlo levantó la mano para
impedírselo.
—No le hagáis daño —ordenó con firmeza—. No le toquéis.
—¡Suéltalo! —gritó Dermot en el idioma de los titón, sin dejar de
amenazarlo. De ningún modo iba a permitir que se cargase al idiota
ese sin haber cobrado—. Como le hagas daño te reviento la cabeza,
maldito animal. Solo un salvaje atacaría al único hombre al que le
importa lo que le pase.
—Agua —musitó Icamani.
Robert abrió mucho los ojos emocionado al escucharlo utilizar su
idioma.
—Ha dicho agua —ordenó de nuevo mirando a los dos hombres
que se la habían negado durante dos días—. Traigan agua
inmediatamente.
Rippin hizo lo que decía al ver que Dermot no se iba a mover.
Icamani soltó a Robert muy despacio y lo dejó ir. Balshaw lo vio
beber con fruición, había desesperación en sus gestos y comprendió
que lo habían matado de sed. Se fijó de nuevo en las múltiples
heridas de su torso desnudo, por no hablar de las de su cara. El
pelo se le pegaba a la cabeza por la sangre y le daba un aspecto
siniestro y peligroso.
—Quiero que traigan a un médico para que lo examine. Y limpien
esta pocilga. No se comportará como un humano si lo tratan como a
un animal.
—¿Y qué pasará si mata al médico? —sentenció Dermot—. Si
usted se hace cargo de las consecuencias…
—Descuiden, todo lo referente a este hombre es cosa mía.
Pagaré lo que estipulé con ustedes. Y me encargaré de sufragar
todos los gastos en lo que a él se refiere. Pero no permitiré que lo
traten de un modo tan inhumano. Está malherido y agotado. —Se
puso de pie y lo miró con compasión—. Por segunda vez lo han
apartado de los suyos y lo han torturado. ¡Apenas puede aguantar
su propio peso sentado! No creo que se den cuenta de lo mucho
que se parecen ustedes a esos que llaman salvajes. En cuanto esté
con personas que lo traten como a un ser humano, responderá
como tal.
Rippin lo miró incrédulo.
—¿Se lo va a llevar a su casa? ¿Con su familia?
—Por supuesto —afirmó rotundo—. Con paciencia y cuidados
conseguiremos que recuerde quién es.
—El niño que usted conoció ya no existe —sentenció Dermot—.
Ese joven de ahí es un guerrero lakota y ha hecho cosas que le
pondrían los pelos de punta. No espere nada de él y así no se
sentirá decepcionado. Con mano dura es posible que consigamos
que deje de lanzarse contra nosotros, pero ni siquiera de eso estoy
seguro.
Robert volvió a mirarlo con dureza.
—Por suerte para él esto no es asunto suyo, señor Dermot.
Recibirán su dinero y podrán volver a sus negocios y olvidarse de
nosotros para siempre. Envíen a alguien a buscar al doctor Pellico,
estará en la fiesta de mi hermano. —Sacó de su bolsillo la invitación
en la que constaba la dirección y se la entregó a Rippin—. Díganle
que es muy urgente.
Rippin salió de la habitación y lord Crowley se acercó a Robert.
—Podrían llevarlo a Blunt Manor —dijo sin quitarle los ojos de
encima—. Hace dos años que nadie va por allí. Mis hijos no quieren
alejarse de Londres en verano y mi mujer no va a ninguna parte si
no es con ellos, así que está vacía. Tan solo viven dos criados, el
guardés y su esposa. Podrían llevarlo allí y con vigilancia y
paciencia…
Robert lo miró pensativo. Él no tenía una segunda residencia y
llevarlo a su casa atraería toda la atención de sus conciudadanos.
Sortear la curiosidad de sus vecinos no iba a ser tarea fácil, además
estaban Felicia y Rose. De ningún modo podía ponerlas en peligro.
Blunt Manor estaba a cinco horas de Londres, una distancia
prudencial, no demasiado lejos para poder visitarlo a menudo, pero
sí lo bastante como para que nadie lo molestase durante su proceso
de recuperación. Miró a Andrew que volvía a estar inmóvil con los
ojos clavados en algún lugar invisible. Su lugar estaba en casa y allí
es adonde lo llevaría. Encontraría el modo de protegerlos a todos,
incluso a él.
—De momento vendrá conmigo a casa —dijo mirando a lord
Crowley—. Le agradezco el ofrecimiento y si mi idea no funciona le
pediré su ayuda, por lo que le pido que no retire su oferta.
—Cuente con ello. Le ayudaré en todo lo que pueda. Anthony
Portrey era un amigo, a mí también me importa su hijo. Daré orden
de que lo tengan todo preparado en Blunt Manor por si surge la
necesidad de su traslado.
—¿Hará que tapien las ventanas? —preguntó Dermot con una
sonrisa despreciativa—. Porque saltará por ella sin dudarlo con tal
de escapar. Y también deberán quitar la cama o la convertirá en
astillas y los atravesará con una de ellas para después sacarles las
tripas y ponérselas de collar.
—¡Dios Santo, Dermot! —exclamó lord Crowley—. Habrá un
modo de solucionar esto. Si hay que dejarlo en una estancia vacía,
no será un problema. Ustedes podrían encargarse de vigilarlo
mientras…
—No —lo cortó Robert—. No funcionaría. Han estado
maltratándolo y su presencia sería contraproducente. Tiene que ser
otra persona, alguien a quien no haya visto nunca y con quien
pueda empezar de cero.
—Pero debe ser fuerte para poder neutralizarlo en caso de ser
necesario —dijo lord Crowley con evidente preocupación.
—Conozco a alguien así —dijo Dermot—. Le llaman Capitán
porque lo fue durante años. Es escocés. Vivió bastante tiempo en
Nebraska. Conoce bien a los lakotas y habla su lengua.
—¿Está en Londres? —preguntó Robert confuso.
Dermot asintió.
—Se cansó de vivir entre salvajes. —No iba a explicarle la clase
de problemas que lo habían hecho abandonar el continente—. De
hecho, me dijo que regresaría a Escocia si no conseguía trabajo
aquí. Quiere establecerse definitivamente, y para eso hace falta
dinero.
Robert no estaba convencido de aceptar la ayuda de ese
desagradable hombre, pero debía reconocer que en su mundo no
había nadie de las características necesarias para realizar esa
tarea. Ningún criado se expondría a tratar con alguien en las
peligrosas circunstancias de Andrew. Y debía pensar en su familia.
—Está bien. Contrataré a ese Capitán, pero deben dejarle bien
claro mis condiciones. Nada de torturas.
—Será como usted quiera. —Dermot se encogió de hombros y
después cruzó los brazos frente a su pecho—. Usted paga y puede
hacer lo que le venga en gana. Pero, si alguien acaba herido, no
diga que no le advertí.
Lord Crowley y Robert se miraron sin poder disimular su
preocupación.
Tuvieron que sujetarlo entre tres para que el doctor Pellico
pudiera acercarse sin peligro para él. Después de unos minutos
Icamani se tranquilizó al ver que no pretendía hacerle daño y dejó
que el doctor lo examinara sin resistirse. Noah Pellico era un médico
experimentado, llevaba veinte años de profesión y había visto de
todo, pero cuando se apartó del tintonwan su rostro tenía una
expresión de lo más elocuente.
—Este joven a recibido un trato inhumano —aseveró mirando a
Robert—. Tiene heridas mal curadas por todo el cuerpo,
quemaduras que claramente buscaban la tortura y laceraciones por
haber sido arrastrado. Lo han colgado del cuello y golpeado de
manera salvaje. Está desnutrido y deshidratado. Necesita descanso
y buena comida para recuperarse completamente. Lo único que lo
ha mantenido vivo hasta ahora es la intensa furia que siente, sin eso
no habría sobrevivido. Tienes que sacarlo de aquí inmediatamente,
Robert.
Su amigo asintió repetidamente.
—Va a venir conmigo a casa.
—Voy a buscar a Capitán —dijo Rippin saliendo de aquel
cuchitril.
Dermot miró a Robert con una sonrisa burlona.
—¿Quiere que acompañemos a Capitán mañana o prefiere que
vaya él solo con el titón?
Robert miró al joven esforzándose en ver a Andrew.
—Mejor vayan los tres. Igualmente tenían que venir a casa para
recibir sus emolumentos. Sus servicios no terminan hasta que
Andrew esté conmigo. —Lo miró muy serio—. No le hagan daño. Y
denle el agua y la comida que necesite.
—Claro, no se preocupe. Si se pone bravo le pediremos que se
calme. Tranquilo —sonrió perverso.
Robert quería salir de allí cuanto antes y optó por ignorar su
insolencia.
—¿Conoce la dirección de mi casa?
Dermot asintió.
—Bien, pues mañana por la mañana les veo allí. Buenas noches,
Andrew. Pronto estarás en casa. Vamos, doctor Pellico, ya no
tenemos nada más que hacer aquí. Lord Crowley.
Los tres hombres salieron de allí sin mirar atrás. Icamani
permaneció de rodillas, sentado sobre sus pies con la cabeza baja.
Apenas tenía fuerzas para sostenerla erguida y sentía una tristeza
profunda que se extendía ya por todo su ser. Imágenes familiares
vinieron a su mente y escuchó el sonido del campamento en plena
ebullición. Las mujeres hablando y los niños riendo. En su mente
podía ir adonde quisiera, así es como había soportado las torturas
que aquel hombre le había infligido. Caminó hasta el río y casi pudo
sentir el agua deslizándose sobre su piel. Las lágrimas afloraron a
sus ojos cuando escuchó la voz de su padre llamándolo. Ni siquiera
pudo despedirse de él. Su mundo desapareció ante sus ojos y
despertó en aquella pesadilla oscura y siniestra. Así iba a ser ahora
su vida, un agujero inmundo y pestilente. Rodeado de personas
desconocidas y crueles que no tenían honor y atacaban por la
espalda y sin motivo. Vivir encerrado entre paredes que le quitaban
el aire y le privaban de ver el sol. Debía encontrar el modo de
regresar, necesitaba ver que su padre estaba bien, que su familia
estaba bien. Después moriría con gusto. Se reuniría con Tatewin y
su hijo y juntos caminarían por la senda que no tiene fin.
Colocó las palmas de las manos sobre sus muslos y dejó caer los
hombros en señal de rendición. Devolver los golpes no lo libraría de
su tormento. Estaba claro que sus captores no querían matarlo, no
si no era necesario, tan solo querían convertirlo en esclavo. Y un
esclavo vivo puede escapar. Rendirse ahora era su única opción.
Guardaría su hombría y su orgullo a buen recaudo y esperaría el
momento de librarse de sus cadenas. Eso le aconsejaría Wiyaka, el
hombre más sabio que jamás conoció. Su padre.
Capítulo 4
Las dos mujeres escucharon las explicaciones de Robert al regresar
de la fiesta de compromiso de Belinda. Las reunió en el salón y les
pidió que no lo interrumpieran hasta que acabase de contarles lo
que había descubierto.
—¿Y estás seguro de que es Andrew? —preguntó su esposa
cuando hubo acabado.
—Completamente —afirmó él.
—Pero ¡te ha atacado! —exclamó Rose perpleja—. ¿Cómo vas a
traerlo aquí?
—Lo han tratado como a un animal. Ha pasado un auténtico
calvario. Pobre muchacho.
Rose frunció el ceño, en ese momento no podía sentir ninguna
simpatía por ese salvaje que había cogido a su padre del cuello. ¿Y
si lo hubiese matado? Se estremeció al pensar en ello.
—¿Y por qué no enviarlo a Blunt Manor? —Felicia se retorcía las
manos pensando en su amiga y madre de Andrew y sintiéndose
culpable por ello—. ¿No será peligroso tenerlo aquí?
—Podría haberme hecho daño si hubiese querido. He visto su
mirada, es Andrew, Felicia. Además, no es tonto, seguro que
comprende que no le serviría de nada atacarnos. No tiene a dónde
ir.
—Ha vivido durante muchos años con esos salvajes —insistió su
hija—. Es todo lo que conoce. Y nosotros lo hemos traído contra su
voluntad. No creo que nos mire con muy buenos ojos, papá.
—Por supuesto que no, pero cuando vea que lo cuidamos y nos
preocupamos por él se dará cuenta de que no tiene nada que temer
de nosotros. Es el hijo de mi mejor amigo, soy el albacea de su
herencia, es mi obligación protegerlo.
—¿No sería mejor que lo hiciesen otros? —insistió Rose—. Tú
puedes pagar lo que haga falta para que cuiden de él. Podrías
ingresarlo en una institución. De algún modo es un enfermo mental,
¿no?
—Rose, estás hablando de Andrew —dijo su padre mirándola
decepcionado—. Eras muy pequeña y no te acuerdas de él, pero
solía jugar contigo y te dejó a Toby.
—Por lo que nos has contado ya no es él —negó rotunda.
Su padre suspiró con cansancio. Estaba agotado y necesitaba
dormir un poco para enfrentar lo que le esperaba al día siguiente.
—La decisión está tomada y no hay más que hablar. —Felicia
asintió y Rose apretó los labios consciente de que no esperaba que
dijese nada más—. Vendrá un hombre a ocuparse de él, tranquilas,
vosotras no tenéis que preocuparos de nada. Ahora vamos a dormir.
Rose caminó hasta la puerta, pero antes de salir regresó sobre
sus pasos y abrazó a su padre con sentido afecto.
—Eres demasiado bueno, papá.
Robert acarició el cabello de su hija y luego la apartó con
suavidad.
—Andrew es como un hijo para mí, Rose. ¿Crees que habría
fuerza humana capaz de alejarme de ti? ¿Que sería capaz de
abandonarte en una situación semejante?
—Papá, no…
—Anda, ve a la cama —dijo empujándola suavemente hacia su
madre—. No quiero hablar más del tema.
—Ven, hija. —Felicia la cogió de los hombros y miró a su marido
con una mezcla de ternura y admiración.
Cuando se quedó solo se dejó caer en la butaca, exhausto y con
el corazón hecho pedazos.
Hizo vaciar un cuarto en la planta baja. Tan solo quería allí una
cama, una mesilla y una butaca. Nada más. Pensó en tapiar la
ventana, pero finalmente decidió que era absurdo. Si trataba de
escapar se encontraría en una ciudad repleta de desconocidos y un
mundo que lo asustaría sin duda. Estaba seguro de que regresaría
antes de doblar la esquina. Nada de cadenas ni cuerdas. Era un ser
humano y como tal lo tratarían a partir de ahora.
A la mañana siguiente Dermot y Rippin llegaron con Andrew y el
enorme y musculoso hombre al que llamaban Capitán. El muchacho
no podía mantenerse en pie y los dos secuaces lo sostenían por las
axilas arrastrando sus pies.
—Supongo que ya le han dicho las condiciones de su trabajo —
dijo Robert mirando al Capitán—. Deberá mantenerlo limpio, darle
de comer y vigilar sus heridas. Nada de golpes ni torturas de ningún
tipo. ¿Está claro?
El hombre asintió sin decir nada. Su mirada era fría y su rostro no
tenía expresión. Dermot ya le había dicho que, si tenía que
reducirlo, se asegurase de no dejarle marcas. Icamani había sentido
el frío que emana de los hombres sin espíritu, exentos de
compasión y de honor. Ese individuo era como Dermot, no había
honor ni compasión en él. Si Robert hubiese tenido más opciones,
no lo habría aceptado, pero en ese momento esa era su única baza
para tener a Andrew en su casa y no poner en riesgo a su familia.
—Síganme —dijo Robert ante la desconfiada mirada de su
mayordomo, que no habría dejado entrar a esos hombres ni aunque
le dijesen que venían de parte de la mismísima reina Victoria.
Dermot y Rippin dejaron a Andrew en manos de Capitán y este lo
tumbó en la cama como si se tratase de una pluma. Robert miró sus
brazos y pensó que podría partirlo en dos solo con su propia fuerza.
—Usted dormirá ahí —dijo señalando una cama situada en la
esquina de la habitación—. No debe dejarlo solo bajo ningún
concepto si yo no lo ordeno. El médico vendrá más tarde y el
servicio se encargará de traerles la comida a las horas convenidas.
Asegúrese de que come bien y dele agua siempre que la pida. Yo
vendré a verlo siempre que pueda.
—Muy bien —dijo Capitán al ver que Robert no se marcharía
hasta que se asegurase de que lo había entendido.
Cuando se quedó solo con Andrew lo miró tendido en la cama,
dormido o inconsciente, no estaba seguro. Después observó la
habitación, no es que fuese un hotel de lujo, pero tampoco es que él
hubiese dormido en ninguno. Sonrió mostrando unos dientes rotos y
poco aseados. Caminó hasta la cama y se tumbó mirando al techo
con las manos debajo de la cabeza. El catre crujió de mala manera
y se preguntó si aguantaría su peso, pero no se movió. Nunca se
hubiese imaginado que le pagarían tanto por cuidar de un
desgraciado que había vivido toda su vida entre salvajes. Un lakota
blanco. ¿Quién lo diría?
La comida y el buen trato hizo efecto y en pocos días Andrew
estaba lo bastante fuerte como para levantarse de la cama y
permanecer sentado en posición reflexiva durante horas. Capitán lo
observaba con curiosidad y, de vez en cuando trataba de entablar
conversación con él fruto del aburrimiento que le suponía pasarse el
día encerrado en aquella habitación. Sus provocaciones no parecían
hacerle ningún efecto y que el titonwan lo ignorase día tras día
acabó por hacerlo enfadar. Empezó a comerse la comida de su
bandeja, dejándole solo las sobras. Cuando consideraba que
Andrew lo miraba mal por ello, escupía en su plato o se metía los
dedos en la nariz y después se los lavaba en el agua de su vaso.
Pero el titonwan seguía sin reaccionar y mantenía aquella postura
firme e inamovible que le resultaba tan irritante.
—¿Sabes que yo fui comerciante? Intercambié muchas baratijas
con los tuyos. —Se rio a carcajadas—. Ay que ver lo estúpidos que
llegáis a ser. Nos dabais pieles que valen mucho dinero por cosas
que no valen nada.
Icamani lo miró con frialdad.
—Me he cepillado unas cuantas mujeres mahto, ¿sabes? Las
sahielas son mejores haciéndolo con la boca, pero a mí me gustan
las mahto porque se resisten más.
Icamani sabía lo que ese hombre pretendía y también intuía que
no le convenía caer en su burda trampa. Capitán acercó la butaca a
la cama y se sentó frente a él.
—Debes haberlo pasado muy mal —dijo exagerando una
expresión compasiva—. ¿Cómo te dejaste coger? Aunque lo cierto
es que ese carbón de Dermot estuvo años con los Comanches y se
mueve como uno de ellos. ¿Mataron a los tuyos? ¿Se beneficiaron a
tu mujer? Apuesto a que sí, no dejan pasar una oportunidad.
Icamani siguió sin decir nada.
—Parece que eres poco hablador. Te voy a contar un secreto,
cuando me aburro se me ocurren muy malas ideas. Y estoy
empezando a aburrirme mucho. En Nebraska salía a cazar cuando
me aburría. A veces seguía a las mujeres que habían venido a
comerciar y me divertía con ellas antes de cargármelas. Por eso
tuve que regresar a Londres, ¿sabes? Se me fue la mano y cometí
un error. Esos mahto resultaron no ser tan tontos como creía y se
dieron cuenta. Aquí tengo que pagar por lo mismo, ¿sabes? Estas
zorras se llevan una buena pasta por dejarme usarlas un rato. Claro
que a las de aquí no tengo que matarlas y esconder sus cadáveres.
Así puedo volver al día siguiente. —Soltó una carcajada—. Vamos,
cuéntame algo. Eres guapo, se nota que tus verdaderos padres sí
eran humanos. ¿Te gustaría que te diese por detrás? Yo no le hago
ascos a nada…
Icamani sintió que se le encogían las tripas, pero permaneció
impertérrito.
—También me lo he hecho con algún winkte —siguió refiriéndose
a los miembros varones de la tribu que quieren ser mujer—. Cuando
la necesidad aprieta me tiro lo que sea.
Icamani había tensado sus músculos imperceptiblemente.
Capitán comprendió que no iba a sacar nada por ahí y decidió
cambiar de tema.
—Tu padre y el tipo que va a pagarme eran muy amigos.
—Mi padre es Wiyaka —dijo con orgullo.
—Me refiero a tu padre humano, no al animal, estúpido. ¿Ese
Wiyaka estaba contigo el día que te cogieron? —Esperó a que
Icamani asintiese—. Pues cuenta con que te has quedado huérfano
otra vez.
El titonwan no pudo disimular el endurecimiento de su expresión
y el otro sonrió satisfecho.
—Lo sé, muchacho, la vida es dura. En este mundo solo hay dos
tipos de hombres: los que matan y los que mueren. No hay más.
¿Tú de cuáles eras? De los que matan, ¿verdad? No habrías
sobrevivido entre salvajes si hubieses sido de los otros. —Se
encogió de hombros—. Y no te ha ido del todo mal. Sí, ya sé que
ahora estás encerrado en este cuarto conmigo, pero el tipo ese,
Balshaw quiere ayudarte. Solo tienes que fingir que estás de
acuerdo con él. Recuperar el dinero de tu padre y una vez ahí
podrás hacer lo que te plazca con él. Hay muchas satisfacciones
para los que pueden pagarlas.
Icamani entornó los ojos y lo miró con un brillo inteligente que
pasó desapercibido para Capitán. Las palabras se repitieron en su
cabeza una y otra vez: «una vez ahí podrás hacer lo que te plazca».
Sí había un modo de escapar. Tan solo tenía que ganarse la
confianza del hombre de sienes plateadas. Parecía que era
importante para él. Sonrió sin mover los labios, aquel wasicun
acababa de darle la esperanza que necesitaba para sobrevivir.
—Mamá, por favor, ¿otra vez? El pobre Edward no se merece
este maltrato. No le gusta mi compañía y a mí tampoco la suya. Su
madre me mira mal y no me sorprende.
—Rose, no seas mala. Su madre sabe que eres un magnífico
partido para él.
Su hija soltó una carcajada.
—Deja de engañarte, tu hija se quedará soltera y cuidará de ti
cuando seas una viejecita gruñona como la abuela.
—No digas eso ni en broma, hija, me das un disgusto cada vez
que hablas de ese modo. Lo último que quiero es saber que mi hija
estará sola cuando me vaya.
—¿Y quién dice que estaré sola? —sonrió divertida.
—Rose, hija, tienes que cambiar de actitud. ¿No puedes darle
una oportunidad al pobre muchacho?
—No, mamá, no puedo. De verdad que lo he intentado. Ya sé que
crees que no, pero te equivocas.
—¿Adonde vas? —preguntó al ver que se levantaba y caminaba
hacia la puerta—. No hemos terminado de hablar.
—Te dije que quería salir a montar, mamá. No voy a quedarme
toda la mañana hablando de esto. Las dos perderemos el tiempo.
—Al menos ve a la cocina y avisa de que hoy no tendremos
invitados, como había dicho. No es plan de tirar comida tontamente.
—Sí, mamá.
Felicia se quedó mirando la puerta cerrada con expresión
desconcertada. ¿Qué iba a hacer con esa muchacha? No había
modo de que entrase en razón.
Capitán era bastante soportable la mayor parte del tiempo, con
sus absurdos juegos para provocarlo, pero a veces conseguía
traspasar la barrera que había construido a su alrededor y en esos
momentos Icamani tenía que hacer acopio de su inteligencia para
no dejarse arrastrar por la fuerza. Esa mañana era uno de esos días
y al titonwan le resultó insoportable escuchar su relato sin
reaccionar.
—¿Qué pasa? ¿No lo sabías? —se rio el hombre mostrando sus
sucios dientes—. Sois demasiado confiados. Y muy tontos. Se os
engaña fácilmente. Como guerreros sois temibles, pero se os puede
eliminar con chucherías de colores llamativos. Vuestras mujeres
babean por esas mantas, ¿sabes? Les encantan. Y son tan
estúpidas que cuando se las regalamos no se plantean siquiera el
porqué. Un blanco nunca acepta un regalo si no hay un motivo claro
tras él. Sabemos que nadie da nada por nada y sospechamos
enseguida. Pero vuestras mujeres… ¡Son más tontas que las
nuestras! Ja,ja,ja,ja,ja.
El cuerpo de Icamani se cubrió de sudor. La tensión que estaba
soportando en ese momento le resultaba dolorosa. Capitán entornó
los ojos mirándolo con atención. Cuando las señales de alarma se
encendieron en su cabeza ya era demasiado tarde. Icamani lo
atrapó con agilidad y con gran astucia enroscó el cordón de cuero
alrededor de su cuello. La había cogido de unos zapatos y lo había
guardado todo ese tiempo por si lo necesitaba. Enroscó las piernas
sobre los brazos de su víctima inmovilizándolo y siguió tirando del
cordón con todas sus fuerzas dispuesto a arrancarle la cabeza si
podía. Capitán trataba de respirar y se agitaba como un pez fuera
del agua mientras el titonwan repetía una retahíla de maldiciones y
clamaba a los espíritus para que cumpliesen su venganza.
Rose salió de la cocina con una sonrisa aliviada. Se había librado
de un almuerzo incómodo y desagradable que no la llevaba a
ninguna parte. Su madre acabaría aceptando que ella era la más
perseverante de las dos. Se detuvo al escuchar sonidos extraños
que provenían de la habitación de Andrew. Frunció el ceño. Su
padre les había prohibido acercarse, ni siquiera lo habían visto
desde que llegó. El servicio se ocupaba de sus comidas y aquel
hombre enorme que le resultaba tan desagradable se encargaba de
vigilarlo todo el tiempo. Dio un paso para continuar su camino, pero
entonces oyó un claro forcejeo y gemidos y se asustó. Pensó en
buscar ayuda, pero ¿y si eran imaginaciones suyas y en realidad no
pasaba nada? Mejor ir a comprobarlo antes de dar la voz de alarma.
Con paso decidido fue hasta la puerta y agarró el pomo con mano
temblorosa. Lo que vio al abrirla congeló la sangre en sus venas.
—¡Detente! —gritó horrorizada.
Cuando Andrew miró hacia la puerta perdió las fuerzas. Soltó a
su víctima, que cayó hacia delante y se apoyó en el asiento de la
butaca, tosiendo con desesperación. Rose había llegado hasta él y
le quitó la cinta de cuero que se había quedado incrustada en su
cuello. Miró a Andrew como si fuese un monstruo y el titonwan se
arrastró en la cama hasta dar con la espalda en la pared con cara
de estar viendo a un fantasma.
—Wahcawin —musitó con ojos extraviados—. Wahcawin.
Capitán siguió tosiendo un buen rato, pero según iba
recuperando las fuerzas la furia iba extendiéndose por su cuerpo
como un veneno para el que nunca había tenido antídoto. Apartó a
Rose de un empujón que la hizo caer al suelo y se volvió hacia el
titonwan con la muerte en los ojos.
—Ibas a matarme, desgraciado.
Lo agarró del pelo y lo arrastró fuera de la cama. Rose abrió los
ojos aterrada y gritó con todas sus fuerzas cuando empezó a
golpearlo con aquellos puños que parecían mazas. Miró a su
alrededor, pero la habitación estaba tan vacía que no encontró nada
con lo que pudiese detenerlo. Corrió hasta la puerta y pidió auxilio
hasta que los criados acudieron. Pero Capitán no dejó de golpearlo
hasta que llegó Stevens con la escopeta de caza de su padre.
Capitán huyó de la casa y Rose tomó las riendas de la situación
pidiéndole a su madre que saliese de la habitación.
—Traigan paños limpios y agua caliente —ordenó a las criadas
que temblaban asustadas—. Tom, ve a avisar a mi padre. Que traiga
al doctor Pellico. ¡Corre! Stevens, llévese esa escopeta.
—Señorita, podría ser peligroso quedarse aquí con él…
—¿Es que no ve en qué estado se encuentra? No sé ni si
recuperará el conocimiento —murmuró arrodillándose en el suelo
junto a él—. No me atrevo a moverlo por si tiene algún hueso roto, lo
que no me extrañaría.
Dos doncellas trajeron el agua y los paños y se quedaron
pasmadas mirando, mientras ella le limpiaba la sangre para ver con
claridad el alcance de las heridas.
—No os quedéis ahí paradas. Id a hacer vuestras cosas. ¡Vamos!
—ordenó.
Rose se mordió el labio cuando se quedó sola con el salvaje.
Pensaba que la escena más horrible que había visto nunca era
cuando entró en el cuarto y vio a Andrew asfixiando a ese hombre,
pero lo que había pasado después había sido mucho peor. Nunca
había visto golpear a nadie de ese modo. En realidad, jamás había
visto una paliza de ningún tipo. Sentía deseos de llorar y de gritar y
una rabia desconocida. Estaba indefenso en el suelo y ese gigante
seguía golpeándolo sin compasión ni misericordia. ¿Qué clase de
monstruos eran los dos?
Dio un respingo al ver los ojos que la miraban fijamente y trató de
apartarse asustada. Andrew la agarró fuertemente por la muñeca sin
dejar de mirarla.
—Wahcawin.
Rose enarcó las cejas. Otra vez aquella palabra. Se señaló a si
misma.
—¿Wahcawin? —preguntó.
El joven asintió una sola vez y después perdió de nuevo el
conocimiento.
Robert llegó con el doctor Pellico y juntos subieron a Andrew a la
cama, después de que el médico comprobase que no había huesos
rotos.
—No sé si va a sobrevivir, Robert —dijo Pellico cuando hubo
terminado de examinarlo—. Es un ser humano y su cuerpo no es
inmortal.
Su amigo se llevó las manos a la cabeza, abrumado por la
tensión, la angustia y el miedo. Ver a Andrew en aquel estado lo
sacudió por dentro. ¿Cómo había podido ocurrir algo así? ¡Qué
estúpido había sido al permitir que esos dos le proporcionaran
ayuda! Viniendo de ellos ese Capitán solo podía ser un desgraciado.
—Debes buscarle una enfermera, Robert, no un matón. —El
médico cerró su maletín y comenzó a desdoblarse las mangas de la
camisa.
Su amigo dejó caer los hombros sintiéndose derrotado mientras
contemplaba cómo el rostro de Andrew se iba hinchando cada vez
más, completamente desfigurado. Si sobrevivía tardaría en poder
abrir los ojos siquiera.
—¿De verdad merece la pena retenerlo a toda costa? —preguntó
el médico—. ¿Crees que así vas a ayudarlo?
Robert negó con la cabeza sin ocultar la vergüenza que sentía.
—Si de verdad vas a devolverle su vida, debes tratarlo como al
hijo de Anthony. Si decide irse, es libre de hacerlo.
—Si lo he mantenido aquí encerrado es por temor a que hiciese
algo irreparable que lo llevase al patíbulo, Noah.
—Si crees que es capaz de matar a alguien no deberías haberlo
traído a Londres. Deberías enviarlo con aquellos que lo convirtieron
en lo que es. Pero, por lo poco que pude ver de él el día que me
llevaste hasta esa choza nauseabunda, no creo que sea un asesino.
Se giró para salir de la habitación y se topó con la mirada intensa
de Rose. Su vestido y sus manos aún estaban manchadas de
sangre.
—¿Quieres que te dé algo para los nervios, Rose?
La joven negó con la cabeza y lo dejó pasar.
—Volveré a verlo mañana. Si sigue vivo.
Robert miró a su hija con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué ha pasado, hija?
Ella se acercó a él y le relató lo sucedido.
—¿Lo soltó al verte?
Ella asintió.
—Me mira como si yo fuese un fantasma.
Robert frunció el ceño y miró a Andrew confuso, tenía tantos
interrogantes que no podía responder…
—¿Por qué no se defendió? ¿Lo dejó inconsciente desde el
primer momento?
Rose negó con la cabeza.
—No, papá Al principio tenía su vista clavada en mí mientras ese
gigante lo golpeaba una y otra vez. Vi cómo sus ojos perdían la vista
lentamente. —Gimió—. Ha sido horrible.
Su padre la abrazó consolándola y Rose lloró contra su pecho
dejando salir la tensión que había soportado.
Icamani podría haberse defendido, no le habría resultado difícil
neutralizar a ese hombre y dejarlo tirado en el suelo como un
pedazo de carne inerte. Pero, desde el momento en que ella entró
en la habitación, comprendió que aquel viaje había sido obra de
algún hechizo y que no podría regresar hasta que descubriese el
motivo. Mientras Capitán lo golpeaba con saña él solo podía mirar a
la mujer flor: Wahcawin. En un lugar remoto, en el que no era más
que un prisionero, había encontrado a la mujer de su sueño.
Capítulo 5
Rose se convirtió en su enfermera. No le costó trabajo convencer a
su padre y su madre no puso objeciones al ver lo indefenso que se
encontraba en su estado. Robert empezó a buscar a alguien que
realizase las tareas que había encomendado a ese desgraciado que
se hacía llamar Capitán y que debería haberse llamado rata de
cloaca. Esta vez se aseguraría de conseguir una buena persona, no
había prisa porque Andrew necesitaría varias semanas para
recuperarse del todo.
—Estás agotada —dijo su madre durante la cena, una semana
después del suceso—. Tienes ojeras y apenas comes nada.
Rose sonrió para tranquilizarla y se esforzó en coger el tenedor y
comer un poco más.
—Estoy cansada, pero en cuanto mejore podré recuperarme.
Esto no es nada, mamá. Ya has visto cómo está él.
—¿Ha dicho algo?
—No. Abre los ojos de vez en cuando y me mira, nada más. Al
menos ya no lo hace como si viese un fantasma.
—Qué extraño, ¿verdad? —dijo Felicia mirando a su esposo—.
¿Por qué la miraría así?
—Quizá se acuerda de ella.
—¡Rose solo tenía dos años! —se rio su madre—. ¿Cómo va a
recordarla?
—Al principio creo que le daba miedo —dijo su hija—. Pero sí
pareció reconocerme. O quizá me parezco a alguien que conoce.
—Ya nos lo explicará cuando pueda hablar.
—No habla inglés, papá.
—Ya aprenderá.
Al día siguiente, mientras lavaba su cuerpo con una toalla, pensó
en la conversación de la cena. Miró su rostro dormido y se preguntó
qué había visto en ella para reaccionar de un modo tan irracional.
¿Por qué dejó que le golpearan sin resistirse?
Terminó la tarea y una vez cambió los vendajes se fijó en la
cicatriz que tenía en su pecho. Sin pensar posó sus dedos en ella y
la acarició muy concentrada. Parecía tener una forma concreta,
como si alguien la hubiese trazado. La mano de Andrew se cerró
sobre su muñeca y la retuvo cuando ella quiso apartarse
bruscamente. Rose vio que tenía los ojos abiertos y la miraba muy
serio.
—Lo siento —dijo y volvió a intentar que la soltara.
Él dijo algo en su lengua y Rose negó con la cabeza tratando de
hacerle entender que debía soltarla. Finalmente Andrew se rindió y
dejó caer la mano sobre las sábanas. Con cierto temor lo cubrió con
las sábanas y recogió todo lo que había utilizado para curarlo.
—¿Tienes hambre? —preguntó al verlo tan despierto.
Él la miró confuso. Rose asintió para demostrarle que sabía que
no la entendía y escenificó un cuenco y una cuchara que luego
utilizó con ademanes exagerados.
—Hambre —repitió para que relacionara ambos conceptos.
El titonwan asintió una vez.
—Hambre —dijo.
Rose sonrió satisfecha.
—Voy a traerte algo de comer.
Hizo gestos para demostrarle que podía estar tranquilo y lo dejó
solo para ir a la cocina.
Icamani se quedó mirando a la puerta. Lo habían dejado solo. Al
parecer le habían perdido el miedo. Torció una sonrisa. Quizá todo
resultase más fácil de lo que había pensado en un principio. Se
incorporó lo bastante para poder arrastrarse hasta que su espalda
reposó en las almohadas. Tocó el colchón y las sábanas. Qué tela
tan suave y agradable. Y qué sitio más extraño para dormir.
Cuando Rose regresó y lo encontró sentado habría querido
aplaudir, pero tenía un cuenco de sopa en la mano, así que no pudo
hacerlo.
—Veo que ya estás mejor. Papá se alegrará de saberlo. En
cuanto acabes con esta sopa iré a contárselo. —Se sentó en la
cama y se dispuso a darle de comer.
El titonwan enarcó las cejas, pero no se resistió. Nunca le habían
dado de comer, pero no le desagradó la experiencia. Era cómodo y
divertido. Además, así pudo mirarla tranquilamente sin que ella se
apartara asustada. Tenía una piel lisa y blanca que provocó un
cosquilleo en la punta de sus dedos, aunque no se atrevió a tocarla.
Sus ojos eran azules y grandes. Sus largas pestañas se movían con
cada parpadeo y le hicieron sonreír. Pero lo que más atraía su
mirada fueron sus labios. Parecían suaves como pétalos de flor,
jugosos como fruta madura y cálidos al contacto. La erección fue
instantánea y cuando Rose siguió su mirada no pudo disimular la
sorpresa. Él sonrió de un modo extraño con una mirada que ella no
supo interpretar, pero que erizó el vello de su nuca. Se puso de pie
de manera instintiva dispuesta a apartarse de lo que fuese aquello
que se elevaba por debajo de las sábanas. Terminó de darle la sopa
de pie y cuando acabó se apresuró a llevar el cuenco a la cocina.
—¿Ha ocurrido algo? —Le preguntó la señora Allen, la cocinera,
al verla tan sofocada.
—Nnnno.
La mujer frunció el ceño sin dejar de mirarla.
—¿Seguro?
—Ha ocurrido algo extraño…
—¿Qué? —preguntó al tiempo que cogía el recipiente en el que
había dejado las patatas—. ¿Qué ha ocurrido?
—Estaba dándole de comer y de pronto… algo ha crecido.
—¿Cómo que algo ha crecido? —La miró sin comprender.
—Debajo de las sábanas… Una cosa puntiaguda se ha
levantado.
—¡Válgame el Señor! —Se rio la cocinera a carcajadas—.
¡Señorita! ¿Es que no sabe lo que es eso?
Rose la miraba confusa y sintiéndose estúpida.
—No tengo ni idea.
—Pero ¿su madre no le ha hablado de esto? Pero si ya está en
edad de casarse, debería habérselo explicado.
—¿El qué? Señora Allen, haga el favor de no traerme como si
fuese tonta y explíqueme que era eso.
—No sé si debería ser yo la que se lo cuente. ¿No prefiere
preguntarle a su madre?
—No. Cuéntemelo ya.
—Verá…
La cocinera se dio cuenta de que no sabía cómo le explicaban
esas cosas a una señorita de buena familia. Ella no tuvo el menor
problema al explicárselo a sus hijas, pero no quería que la señora la
regañase por meterse donde no debía.
Rose empezaba a ponerse de malhumor ante tantos remilgos.
—Estoy esperando.
—Pues verá, señorita. Los hombres no tienen ahí abajo lo mismo
que nosotras.
—Eso ya lo sé.
—Pues verá, la cosita que ellos tienen funciona de un modo
especial algunas veces.
Rose frunció el ceño de nuevo.
—¿Eso que he visto era su… eso? —se negaba a llamarlo
«cosita».
La cocinera asintió.
—Se levanta así cuando está contenta.
—¿Contenta? ¿Qué significa eso?
—Pues que cuando un hombre tiene cerca a una mujer puede
que su cosita se ponga contenta porque es su función.
—¿De qué función habla?
—Procrear, señorita.
Rose abrió mucho los ojos con cara de susto.
—¿Ha dicho procrear? ¿Andrew quiere procrear conmigo?
—Es una reacción involuntaria, señorita, no significa que tenga
que pasar nada.
—¿Pasar? ¿Qué tendría que pasar? ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo? No
me lo cuente. O sí, cuéntemelo. Debería saberlo para poder evitarlo,
¿no? ¿Y si pasa sin que me entere?
—O, créame, señorita Rose, eso es imposible.
—¿Es imposible que pase?
—Es imposible que no se entere.
Rose la miró con aquella curiosidad que tantos problemas le
había traído siempre.
—¿De verdad?
—Se lo aseguro. Cuando eso pasa nos enteramos muchísimo.
De hecho, la primera vez es bastante angustiosa.
—Me está asustando.
—Lo entiendo. Todas las jovencitas se asustan. Yo misma, la
noche de bodas pasé un miedo terrible. Dios Santo, la primera vez
que vi aquella cosa y entendí lo que mi esposo quería hacerme con
ella, casi me desmayo.
Rose empalideció.
—¿Te hacen algo con ella?
—De eso se trata, señorita. —Al ver la cara de susto que tenía
pensó que era mejor dejarlo ahí—. Pero no se preocupe, eso no va
a pasar con el señorito Andrew. Tan solo ha sido una reacción
involuntaria. No significa nada. Puede estar tranquila. Aun así, no
debería quedarse a solas con él cuando eso pase. Siempre que vea
que eso deja de ser una «cosita» márchese de su lado y deje que se
le pase.
Rose salió de la cocina verdaderamente asustada. Cuando
regresó a la habitación, asomó la cabeza y miró hacia la cama
enfocando bien la vista para asegurarse de que todo estaba como
tenía que estar. Soltó el aire que se había atascado en sus
pulmones y sonrió aliviada. Quizá no volvería a suceder nunca más.
Y, desde luego, no volvería a sentarse en la cama.
La abuela Isobel no estaba dispuesta a esperar a que Andrew se
recuperase para visitarlo y se presentó una tarde sin avisar para no
dar tiempo a su hija para encontrar una excusa que evitase su visita.
—¿Dónde está? —dijo después de entregar su abrigo y sus
guantes al Stevens—. Quiero ver a ese muchacho. Vamos, llevadme
con él.
Caminó hacia las escaleras y su nieta la cogió del brazo para
guiarla hacia la cocina.
—¿Dónde lo habéis metido?
—Papá pensó que era mejor que estuviese en esta planta.
—Como si eso fuese a impedir que os rebanase el cuello
mientras dormís. Mi yerno tan simple como siempre.
—Mamá… —pidió Felicia.
—Sabes que quiero mucho a Robert, pero no puedes discutirme
que es un simple. No digo que eso importe, dado que tiene un
corazón tan grande como el ego de lady Crowley, lo que me parece
mucho más digno de destacarse.
Rose abrió la puerta de la habitación y pasó delante de su abuela
para que Andrew no se asustase. El titonwan miró a las tres
mujeres, una tras otra, con evidente descaro.
—Vaya, vaya —dijo la abuela Isobel acercándose sin temor a la
cama—. ¿No vas a levantarte nunca de ahí, muchacho?
—Abuela, no entiende nuestro idioma aún —explicó Rose.
—Realmente se parece a Anthony y a Leslie. No puede negarse
que es Andrew.
La expresión del rostro masculino varió al entender el nombre por
el que todos allí lo llamaban. Andrew. ¿Quién era aquella anciana?
¿Y por qué estaba allí mirándolo con tanto interés? Las otras dos
mujeres la trataban con sumo respeto, como si fuese alguien
importante.
—Tiene muchas cicatrices —se giró hacia Rose—. ¿Por qué
tiene tantas cicatrices y moretones? ¿Es que le han dado una
paliza?
Rose miró a su madre sin saber qué responder. Le habían
ocultado deliberadamente lo ocurrido para no preocuparla, pero no
contaban con que su impaciencia la hiciese presentarse en la casa
de improviso.
—Sufrió un accidente —dijo Felicia colocándose al lado de su
madre.
—¿Ese accidente tenía herraduras? Porque parece que lo haya
pateado un caballo enfurecido.
—El hombre que se ocupaba de su cuidado resultó ser un
delincuente. Por suerte ya nos hemos librado de él.
—Por suerte para este muchacho, sobre todo. ¿Es que no pedís
referencia de los empleados que contratáis? Yo no me conformo con
menos de dos y deben ser de más de tres años. Acércame esa
butaca, niña.
Rose se apresuró a obedecer y su abuela se sentó, apoyó las
manos en su bastón y miró a Andrew sin el más mínimo pudor.
—Así que no entiende nada de lo que decimos. Qué oportuno
sería eso en muchas ocasiones. Sería muy beneficioso poder hablar
de la gente estúpida mirándolas a la cara y sin que entendiesen una
palabra. Aunque bueno, eso ya ocurre en algunas ocasiones. Cada
vez que asisto a una cena en casa de lady Graham tengo la
impresión de que esa mujer no entiende una palabra de lo que digo.
Siempre me mira con esa extraña expresión de sus ojos cuando le
hago una pregunta y no entiendo por qué se ríe y no contesta.
—No ve muy bien —dijo Felicia tratando de quitarle hierro al
asunto.
Su madre la miró como si hubiese dicho una tontería.
—Claro, eso que dices tiene mucha lógica, hija. ¿No te estarás
volviendo tonta tú también?
—Mamá, qué afán tienes hoy con llamarnos tontos a todos.
—A todos, no. —Se giró hacia Rose y la miró con una sonrisa—.
Esta niña no podría pasar por tonta ni aunque se lo propusiera.
Felicia sonrió también.
—¿Qué hay de tus pretendientes? ¿Alguno ha conseguido
acercarse siquiera a la torre?
—Me temo que no, madre. Rose no quiere ni oírme hablar de ese
tema.
—Sí, abuela, no empieces tú también.
Isobel arrugó el ceño mirándola con severidad.
—¿Piensas quedarte soltera, niña? Espero que no pienses que
porque vas a contar con mi herencia cuando yo me muera, tienes
las espaldas cubiertas. Si hay algo más desagradable que una
solterona es una solterona con dinero. Esas suelen sentirse por
encima de las demás, sin darse cuenta de que han venido a este
mundo a estorbar nada más.
Rose tuvo que girar la cara para que no vieran su risa. Odiaba
que los desagradables comentarios de su abuela la hicieran reír,
pero no podía evitarlo, siempre le pasaba lo mismo. Isobel sonrió
consciente de sus esfuerzos, aunque nadie lo vio pues sus sonrisas
no llegaban nunca a modificar la curvatura de sus labios.
—En fin —dijo volviendo a poner la atención en Andrew—. Ya
veo que no voy a tener mucha colaboración por tu parte, joven, así
que me iré a dar la lata a otra parte dejaré que aprendas a hablar
antes de volver a verte.
Se puso de pie y se inclinó hacia él.
—Yo soy Isobel —gritó—. La madre de Felicia.
—Abuela, no entiende nuestro idioma, pero oye perfectamente —
se rio Rose.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho él?
Felicia cogió a su madre del brazo y la llevó hacia la puerta.
—Vamos, tomaremos el té y podrás despotricar un poco sobre el
servicio.
—Oh, no me hables de ese tema que si empiezo a hablar no
podré parar. ¿Sabes cuál ha sido la última ocurrencia de cocinera?
¡Se ha empeñado en que debo comer menos carne!
Rose esperó a que la puerta se cerrase antes de volverse hacia
Andrew.
—Ella es mi abuela. A-bue-la —dijo sonriendo.
—Abuela.
Rose asintió. Señaló el lugar en el que había estado Felicia.
—Mi madre —dijo poniéndose la mano en el pecho—. Ma-dre.
—Madre.
Volvió a asentir. Señaló entonces la butaca en la que se había
sentado Isobel.
—Isobel. —Se tocó el pecho—. Mi abuela.
Icamani asintió.
—Felicia. Mi madre.
Icamani volvió a asentir.
—Yo Rose.
—Yorose.
—Nooo —se rio—. Rose.
—Rose.
Ella aplaudió riendo. Entonces se acercó y tocó su pecho con el
dedo.
—Tú, Andrew.
Él negó con la cabeza una vez. Rose ya se había dado cuenta
que solo afirmaba o negaba una vez con la cabeza, con rotundidad.
—Andrew —insistió.
Él agarró su muñeca y tiró de ella obligándola a poner la palma
de la mano en su pecho.
—Icamani —dijo sin apartar la mirada de sus ojos.
—¿Icamani? —repitió ella.
Él asintió.
Lentamente apartó la mano de su pecho y se mordió el labio.
Quería que lo llamase por su nombre indio. Icamani. De pronto
comprendió lo solo que debía sentirse allí. Sin nadie a quién
conociese o que le importase. En un lugar extraño donde era
considerado un salvaje y sin poder hablar en su lengua.
—Icamani…
Un escalofrío recorrió su espalda al escucharla decir su nombre y
se preguntó si esa mujer iba a ser su salvación o, por el contrario, la
que acabaría con él.
Rose abrió los ojos y se sentó en la cama de golpe al escuchar el
alboroto. Su expresión era confusa y somnolienta. ¿Quién gritaba?
Bajó los pies al suelo y se asomó a la ventana. Su padre estaba en
el jardín trasero y trataba de que Andrew volviese a entrar en la
casa.
—Tenemos que entrar, hace frío para estar aquí fuera. Vamos,
muchacho, ven conmigo.
Rose se apresuró a ponerse la bata y salió corriendo de su
cuarto.
—¿Qué ocurre, papá?
—No lo sé, hija. Andrew estaba aquí tumbado en el suelo con el
frío que hace, y no consigo que entre.
Él la miraba visiblemente enfadado. Estaba claro que le
molestaba que no lo dejasen hacer lo que quería, fuese lo que
fuese.
—Icamani —lo llamó. Se abrazó y tembló para hacerle entender
que tenía frío—. Frío.
—No frío —dijo él.
Rose tosió varias veces y luego le señaló el pecho.
—Frío, malo. Enfermo.
Él entendió esas palabras y negó con la cabeza.
—Yo bien. —Señaló el cielo—. Ver.
Rose miró hacia arriba y luego miró a Icamani.
—¿Las estrellas? —preguntó señalándolas—. ¿Querías ver las
estrellas?
—Ver estrellas —Asintió una vez.
Rose extendió la mano y esperó hasta que él se la cogió.
Entraron en la casa y subió las escaleras sin soltarlo. Ya en la
buhardilla se tumbó en el suelo y dio golpecitos a su lado para que
se tumbase junto a ella. Señaló la ventana que había en el techo y
que mostraba parte del cielo y las estrellas.
—Ver las estrellas —dijo.
Icamani miró aquel pequeño trozo de la inmensidad que era el
firmamento y sintió tristeza por ella. Pero no dijo nada porque le
gustó estar allí, los dos solos mirando aquella minúscula ventana.
—Todo el mundo quiere verlo. —Felicia miraba a su esposo con
preocupación—. No dejan de invitarse a tomar el té. Ayer fue la
señora Puck y anteayer Alice Bond. Andrew ya está bien y no
podemos tenerlo encerrado en ese cuarto para siempre. Tiene que
salir y relacionarse.
—No está preparado, mamá. —Rose la miró asustada—. No
podéis exponerlo ante esas personas. Lo abrumarán. No entiende
nuestro idioma.
—Tú te comunicas bastante bien con él.
—No es cierto, apenas podemos compartir conceptos básicos.
¿Cómo va a soportar una reunión social?
—¿Y si lo presentamos poco a poco? Invitamos a una o dos
personas cada vez…
—Papá, di algo, por favor.
—Opino como Rose. No está preparado. Hay que darle más
tiempo.
—No puedo dárselo, ¿no lo entendéis? No puedo impedir que
nuestros amigos nos visiten.
Rose miró a sus padres pensativa y en silencio. Intentando
encontrar un modo de hacer las cosas bien sin que nadie saliese
perjudicado.
—Papá, dijiste que lord Crowley te ofreció Blunt Manor para
Andrew.
Su padre asintió con expresión desconcertada.
—Sí, ¿qué estás pensando?
—Podríamos irnos allí. Andrew y yo.
—¿Andrew y tú? —Su madre la miró con ojos extraviados—. ¿Te
has vuelto loca?
—Pensadlo, sería la mejor forma de continuar avanzando sin
interrupciones. Es verdad que aquí no nos lo van a permitir y
Andrew mantiene un equilibrio muy frágil. Allí no habría
interferencias y sus «rarezas» no afectarían a nadie. Podría pulirlo y
convertirlo en quien debería ser.
—¿Tú?
—Sí, yo, mamá. Él confía en mí, lo habéis visto. —Se movió
nerviosa, como siempre que quería hacer algo para lo que
necesitaba su aprobación—. No estaríamos solos, Clarence vendrá
con nosotros. Y papá está buscando a alguien…
—Ya lo he encontrado.
Las dos mujeres lo miraron sorprendidas.
—Ya lo has encontrado —preguntó Rose—. ¿Quién es?
—Se llama Eric Berry y trabajó diez años para el viejo Chandler
hasta que murió el verano pasado. Está sin trabajo y ya he hablado
con él. Iba a contároslo hoy.
—¿Ves? Todo es perfecto. En Blunt Manor no tendremos que
preocuparnos de nadie y Andrew…
—Tienes razón —la cortó su padre pensativo—. Es una buena
idea. Blunt Manor es perfecto para esto y ahora que ya estoy seguro
de que Andrew no escapará, no importa que esté a cinco horas de
aquí. Yo podría ir una vez por semana o cada dos semanas. Es
perfecto. Hablaré con Berry para ver si tiene inconveniente, aunque
estoy seguro de que no.
—¿Vas a dejar que nuestra hija vaya a Blunt Manor con Andrew?
—Yo no he dicho eso —la corrigió su esposo—. No pienso darle
mi consentimiento hasta que tú le des el tuyo. A mí no me parece
mala idea, pero si tú no opinas lo mismo, no irá.
—Papá…
—Lo siento, hija, pero esto es innegociable. Tendrás que
convencer a tu madre.
Felicia miró a su hija y negó con la cabeza.
—No hace falta que te esfuerces. La respuesta seguirá siendo
no.
Capítulo 6
Eric Berry era un hombre apacible y tranquilo de cuarenta años.
Padre de cinco hijos, esposo fiel y muy apreciado en la pequeña
aldea en la que vivía con su familia. Robert quería asegurarse de
que era un hombre decente en quien se podía confiar, de manera
que fue personalmente a hablar con el párroco y con algunos de sus
vecinos, antes de visitarlo en su casa para ofrecerle el trabajo.
Berry estuvo de acuerdo en trasladarse a Blunt Manor y Rose fue
la encargada de explicarle a Andrew lo que iba a pasar intentando
que comprendiera los motivos. Cuando él le preguntó si ella iría le
costó mucho encontrar las palabras que lo expresaran sin provocar
su disgusto. No quería que eso lo hiciese oponerse de algún modo
al viaje, ya que estaba convencida de que era la mejor solución.
Pero al titonwan no pareció importarle lo más mínimo y Rose tuvo
que tragarse su orgullo y fingir que eso no la afectaba delante de
sus padres.
Los guardeses de Blunt Manor no los recibieron con excesiva
alegría. El matrimonio había vivido los últimos años con poco trabajo
y mucha libertad. Tener que habilitar habitaciones para los invitados
de sus señores, ocuparse de hacerles la comida y de atenderlos en
todo aquello que pudiesen necesitar, era un trabajo que a ninguno
de los dos apetecía. Pero ambos sabían que aquella buena vida no
podía durar para siempre y se resignaron a su suerte.
La primera noche en Blunt Manor, Berry sacó el colchón de su
cuarto y lo arrastró hasta colocarlo cerca de la cama de Andrew. El
joven titonwan lo miró con indiferencia suponiendo que quería
vigilarlo de cerca por si intentaba escapar. Como no podía decirle
que no iba a hacerlo y, además, él tampoco le habría creído, decidió
no interferir en su trabajo. Ese wasicun le caía bien y no le
molestaba su presencia.
Por las mañanas Berry bajaba a buscar el desayuno mientras
Icamani se aseaba en el baño. El señor Balshaw le dijo a Berry que
sería el ayuda de cámara de Andrew, y que estaría siempre con él,
si se llevaban bien. De manera que Berry estaba por encima de los
guardeses, Joshua Hartsell y su esposa, Lucy, y así se lo hizo saber
en cuanto llegaron. Mejor dejar las cosas claras desde el principio,
eso ahorra muchos malos entendidos.
Al día siguiente Berry pidió ayuda a Joshua para subir una mesa
y dos sillas, después de ver que a Lucy no le apetecía nada abrir el
comedor para ellos. Y es que una cosa era que él estuviese por
encima en la escala del servicio y otra muy distinta era actuar con
prepotencia y despotismo. Vamos, que a Eric Berry no se le daba
bien eso de estar por encima.
A Berry le gustaba cantar y su voz era agradable. Muchas tardes,
cuando el sol descendía en el horizonte entonaba una cancioncilla
infantil que solía cantarle a sus pequeños. Al titonwan le gustaba
escucharla y pronto fue capaz de repetirla en su cabeza, asimilando
las palabras, pero sin saber su significado.
A Icamani algunas noches se le hacían eternas. Le daba pavor
olvidar el rostro de su hijo, imaginar qué peligros lo acecharían sin
que él estuviese a su lado para protegerlo. Y, a veces, ese pavor
derivaba en un ansia feroz por regresar a casa y tenía que hacer
acopio de toda su fuerza y resistencia para no perder la cabeza.
Berry podía permanecer inmóvil durante horas sin inmutarse,
pero necesitaba el aire exterior para respirar. Icamani empezó a
sentir curiosidad por el enorme ser humano que lo acompañaba
paciente. Lo observaba con atención y disimulo, aunque podría
haberlo mirado fijamente pues a Berry no le incomodaba.
Robert los visitó la semana siguiente y fue testigo de la buena
sintonía que había entre ambos. Los dos se trataban con respeto y
no parecía haber temor hacia el otro por ninguna de las partes.
Aunque Berry no había conseguido que llevase puesta la camisa
más de una hora, en todo lo demás había tenido un rotundo éxito.
Le enseñó a afeitarse y le cortó el pelo respetando la largura que
Andrew indicó.
—¿Cómo ha ido todo esta semana? —preguntó Robert a Berry
mirando a Andrew—. Parece que está totalmente restablecido. Me
ha parecido que apenas cojea.
—Está bien.
—¿Algún problema?
—No le gusta el pollo.
Robert contuvo una sonrisa y trató de mantenerse serio mientras
asentía. Ya lo sabía.
—Pues nada de pollo entonces. ¿Ha hablado algo?
—No. Tan solo escucha y aprende. Es muy listo.
—¿Cree que entiende algo de lo que decimos?
—Ya le he dicho que es listo. Estoy seguro de que aún no todo,
pero algo sí.
Robert asintió complacido.
—Con seis años hablaba mejor que muchachos mayores que él.
Era un niño muy inteligente y le gustaba mucho leer. —Berry
escuchaba pensativo—. ¿Usted sabe leer, Berry?
—Me temo que no, señor.
—Había pensado que sería bueno que alguien le leyera. Hay
unos libros que a él… —se interrumpió al pensar que Rose habría
sido perfecta para eso—. Es igual, ya se me ocurrirá otra solución.
—Le dejo a solas con él. Es bueno que le hable.
—Gracias, Berry. Vaya a dar un paseo si quiere. Estaré por aquí
un rato.
Robert señaló las sillas que había junto a la mesa, pero Andrew
se sentó en la cama con las piernas dobladas rechazando el
ofrecimiento. Robert cogió una y se sentó frente a él.
Comenzó preguntándole cómo estaba, pero el titonwan no
respondió a sus preguntas, tal y como esperaba. Así que decidió
hablar él y no se le ocurrió un tema mejor que sus padres. Las
anécdotas fluyeron sin buscarlas y Robert habló y habló como si
Andrew pudiese entender lo que decía y la expresión de su rostro no
fuese de total indiferencia.
Icamani entendía algunas palabras, pero no podía seguir el ritmo
del que hablaba. Lo hacían demasiado rápido, con demasiada
emoción a veces y eso le dificultaba enormemente la tarea. Así que
se limitaba a escucharlos, como cuando Berry cantaba, sin esperar
entender, tan solo dejando que sus palabras encontraran lugar en su
cerebro. Pero una luz se encendió cuando escuchó su nombre:
Rose. Y se sintió molesto e irritado por no saber qué le estaba
diciendo sobre ella.
Después de llevar un rato hablando solo, Robert enmudeció. Era
absurdo contarle todo aquello a alguien que no solo no podía
entenderle, sino que, además, tenía problemas mucho más graves
que los suyos.
—Siento lo que pasó con ese, ese… monstruo que te golpeó —
dijo Robert tratando de descargar un poco del peso de la culpa—.
Sé que no puedes entenderme, pero quiero decírtelo igualmente. Lo
siento. Al igual que siento haber dejado que tus padres fuesen a ese
viaje. Echo muchísimo de menos a mi amigo, mi hermano, y no hay
un solo día en que no me acuerde de él. Voy a hacer todo lo que
esté en mi mano para traerte de vuelta, no importa lo que tarde, no
cejaré en mi empeño mientras viva. También te pido perdón por
arrancarte del que ha sido tu hogar durante años. Lo único que
pretendo es que Andrew regrese y recupere todo lo que es suyo.
Pero si, llegado ese momento, quisiera renunciar a todo y
marcharse con esos… titonwan… —Icamani entornó ligeramente los
ojos—. ¿Andrew?
—Yo, Icamani —dijo señalándose a sí mismo.
Robert asintió con tristeza.
—Lo sé, perdona. Icamani —dijo, tal y como le había dicho Rose.
El titonwan asintió.
—Tú, Robert. Amigo.
Balshaw sonrió abiertamente sin disimular su emoción.
Aquella noche Icamani se asomó a la ventana cuando Berry
dormía y bajo el cielo estrellado dejó escapar su tristeza. Lágrimas
ardientes que arañaban sus mejillas al pensar en su padre y en su
hijo. El dolor era una emoción intensa, tan intensa como el odio que
sentía hacia el hombre que había propiciado su desgracia. Él era el
culpable de todo. El pagó a aquellos dos hombres, a los que
pensaba matar del modo más atroz posible, para que lo metieran a
golpes en aquel sucio barco. Por su culpa lo humillaron y vejaron de
formas que no quería recordar para que la locura no anegase su
cerebro arrastrándolo al desastre más absoluto. La parte más difícil
de su plan iba a ser esconder en lo más profundo de su alma su
deseo de arrancarle la cabeza para lanzársela a los lobos. Robert.
Amigo. Apretó los dientes hasta notar que le sangraban las encías.
Por eso se alegraba de haberse alejado de la Wahcawin. Ella era el
punto débil en su plan.
Su única posibilidad de volver a ver a su hijo radicaba en su
capacidad para engañarlos a todos. Hacerles creer que estaban
consiguiendo su propósito. Y para ello necesitaba estar lejos de ella.
Lejos de sus cabellos brillantes, de sus ojos curiosos y, sobre todo,
de aquellos labios que deseaba besar con ansia. Dominarse había
sido su mayor proeza, sin duda alguna, y para salir victorioso no
debería tener cerca una tentación tan poderosa. Sonrió perverso. El
momento de su venganza llegaría. Solo debía respirar hondo y
esperar.
—Alguien debería hablar con tu padre, era muy arriesgado y nos
ha puesto a todos en peligro teniéndolo en vuestra casa.
Rose observaba a Emily Ellison con expresión serena, lo cual era
bastante sorprendente dado que era capaz de alterarle los nervios
con su sola presencia. Había acudido a tomar el té a casa de Olivia
Gregory para contentar a su madre, pero ya llevaba un buen rato
arrepintiéndose. Si Anna Puck no hubiese sacado el tema de
Andrew quizá habría podido soportar la reunión hasta su final, pero
escuchar sus opiniones sobre algo de lo que no tenían la menor
idea le estaba revolviendo el estómago. Y cualquiera que la
conociese sabía el peligro que eso conllevaba.
—Pero se trata de Andrew Portrey —insistió Anna—. ¿No lo
recuerdas, Emily?
—¿Cómo quieres que lo recuerde? Yo era casi un bebé entonces.
Y aunque lo recordase, ¿eso qué tiene que ver? Ahora no es
Andrew, es un salvaje. Mi madre me dijo el otro día que comen
carne humana. ¿Os imagináis lo que sería tener a alguien así entre
nosotros? —Se estremeció de repugnancia.
—Eso no es cierto —dijo Rose—. Los titonwan no son caníbales.
Emily la miró con suficiencia.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso has comido con ellos? —se
burló provocando las sonrisas de sus otras invitadas.
—No, no he comido con ellos, pero leo el periódico y he leído el
libro de Walter Dawson, algo que te recomiendo que hagas.
—¿Quién es Walter Dawson? —preguntó Anna.
—Es un escritor que murió poco después de publicar su único
libro —explicó Olivia que lo conocía, no porque hubiese leído nada
suyo si no porque había escuchado a su padre hablar de él con
bastante desafecto.
—¿Y vamos a fiarnos de lo que diga un escritor muerto? —
preguntó Emily con el mismo tono burlón—. Todos sabemos lo
mucho que les gusta inventarse cosas para que sus libros resulten
más atractivos. Me da igual lo que dijera ese Dawson, tu padre se
ha hecho cargo de un salvaje cuando lo que debería hacer es
entregárselo a las autoridades para que lo encierren. Quién sabe lo
que será capaz de hacer alguien que no tiene valores éticos de
ninguna clase. Seguro que no ha tenido ningún reparo en asesinar a
mujeres y niños —insistió Emily.
—Y cosas peores —musitó Olivia.
—¿Sabes si esos titon…wan arrancan las cabelleras de sus
víctimas? —Anna la miraba con morbosa curiosidad y provocó que
su estómago se revolviese aún más.
—Mi padre nos dijo que atacó a tu padre —añadió Olivia—. Que
casi lo estrangula. No entiendo cómo ha sido capaz de meterlo en
vuestra casa. Ahora al menos está en Blunt Manor, aunque tampoco
es que esté muy lejos, la verdad. No me siento nada segura.
Rose soltó el aire de golpe de sus pulmones y apretó los puños
en señal de contención. Aquello era lo último que necesitaba oír. La
conversación que había escuchado tras la puerta del despacho de
su padre, entre su madre y él, volvió a su mente como un látigo
sacudiéndola por dentro.
—Estoy muy preocupada, Robert, no me gusta el cariz que está
tomando la personalidad de nuestra hija. Siempre fue una niña
especial, pero ya no tienen gracia sus salidas de tono. Todo el
mundo habla de los desplantes que da a diestro y siniestro. Ya no
tiene ni amigas y cada vez recibe menos invitaciones de jóvenes
para asistir a eventos. Tendremos que ver cómo la arrinconan como
un mueble viejo que nadie quiere. Parece que se cree superior, pero
yo sé que no es así y sufro muchísimo. Antes, al menos, la gente
disimulaba, pero ahora ya la critican tan abiertamente que tengo que
esforzarme en no escuchar, porque si respondo...
—No debes hacerlo. Eso solo empeoraría las cosas.
—¿Tú también les has oído? ¡Oh, Robert! ¿Qué vamos a hacer?
—Debemos seguir a su lado y tratar de enmendarla con cariño.
—¿Y qué pasará cuando ya no estemos? Podría ser mañana.
Ella vive como si siempre fuese a tenernos, pero los dos sabemos lo
frágil que es la vida y lo rápido que se apaga. Mira a Anthony y a
Leslie. Mira cómo ha vivido su hijo.
—Eso es diferente.
—Lo sé. Ay, Robert, no sé ni lo que me digo.
—Nuestra hija no es desconsiderada ni egoísta, como dicen
algunos. Si no ha aceptado a ningún pretendiente es porque no se
ha enamorado y no es de las que se casaría sin amor.
Los sollozos de su madre le habían hecho mucho daño y había
requerido de un gran esfuerzo para no echarse ella a llorar aquella
noche durante la cena. Pero ahora comprendía a lo que su padre se
refería. Se vio a sí misma tal y como él la había descrito. Siempre
había pensado que era diferente a sus amigas, más profunda, más
inteligente… Solo porque no le interesaba casarse y había
aprendido todo lo referente a los negocios de su padre. Pero ahora
sabía que era igual de superficial y mezquina que cualquiera de
ellas. Una malcriada egoísta que lo había tenido todo en la vida, que
había hecho siempre lo que había querido y que creía que el mundo
era un lugar justo porque a ella le había ido bien. Por eso había
despreciado a todos sus pretendientes. A cada uno les había puesto
una etiqueta y se había comportado con relación a ese prejuicio.
Como aquellas tres sanguijuelas acababan de hacer con Icamani,
sin concederle la menor oportunidad.
Su voz sonó muy triste cuando les habló de nuevo.
—Andrew fue testigo de cómo mataban a sus padres de un modo
salvaje y cruel y después tuvo que aguantar que lo arrastraran a una
vida desconocida, lejos de su mundo y sus amigos. Durante
diecisiete años ha convivido con ellos y Dios sabe qué cosas le
harían para convertirlo en lo que hoy es. Pero ¿dónde está nuestra
caridad cristiana si no nos compadecemos de él? ¿No querríais
compasión si hubieseis pasado por una experiencia como esa?
—¿Qué dices, Rose? —exclamó Emily a voz en grito—. ¿Cómo
puedes pensar que nosotras…? Yo jamás haría las cosas que
hacen esos salvajes por muy sola y asustada que estuviese. ¿Qué
te has creído? Soy una persona muy…
—¿Eso crees? —Rose se sujetó las manos para disimular el
temblor que la sacudía—. No tienes ni idea de lo débiles que somos,
siempre protegidas entre algodones. Si alguien nos arrancase de la
calidez de nuestros hogares, si nos golpeasen, nos trataran con
crueldad, abusarán de…
—¡Oh! —Emily se puso de pie—. ¡Rose, basta! ¿Cómo puedes
hablar así?
Rose también se levantó y sus ojos lanzaban chispas.
—Andrew necesita ayuda y mi padre es un ser humano
maravilloso, compasivo y justo, capaz de verlo. No se tira la toalla
ante las dificultades, hay que luchar por aquellos a los que
queremos, ayudarles en los momentos duros. Estar ahí cuando todo
va bien no tiene el menor valor, Emily, eso es muy fácil. Y juzgar a
los demás según nuestra vida, es estúpido y desconsiderado.
Sus tres amigas la miraban como si hubiese perdido la razón.
—Cuando le ocurra una desgracia a alguien por vuestra culpa
vendrás llorando a pedirnos perdón y entonces tendré que
recordarte esta conversación.
—Será mejor que me marche. —Se dio por vencida.
—Rose… —Olivia debería haberle pedido que se quedara y
haber calmado la situación, pero deseaba tanto que se marchase
que no fue capaz de decir nada para detenerla.
Le dijo a su cochero que regresara a casa sin ella, que prefería ir
caminando. No quería llegar ofuscada y hecha un saco de nervios,
su madre querría saber y ella no podía hablar hasta haber pensado
bien en ello. Sabía que lo ocurrido era fruto de su angustia por haber
decepcionado a sus padres tan profundamente. Con quien estaba
enfadada era con ella misma. Al escuchar las palabras de su madre,
escondida tras la puerta del despacho, un boquete se abrió en su
pecho y un dolor desconocido e intenso inundó su corazón. Si había
algo de lo que siempre había estado segura era del amor
incondicional que su madre le profesaba. Y en ese amor, había dado
por hecho, iban incluidos la admiración y el orgullo que creía
merecía. Verse a sí misma a través de sus ojos, escuchar aquellas
duras palabras que describían a un ser mezquino, cruel e injusto
rebajó su autoestima a un nivel tan nimio que apenas podía mirarse
al espejo. Desde ese instante había comenzado a analizar cada uno
de sus actos. El modo en el que hablaba al servicio, su forma de
pedir la sal en la mesa, los libros que leía, la ropa que se ponía, todo
la hacía parecer superficial ante sus ojos. Había perdido la
seguridad, y la elevada opinión que tenía de sí misma se
resquebrajó hasta hacerse pedazos.
Había ido a tomar el té con aquellas a las que su madre llamaba
«sus amigas» para intentar darle la vuelta a la situación, pero, al
escucharlas hablar, se había dado cuenta de lo injusta que había
sido consigo misma. Ella sí se había puesto en el lugar de Andrew,
sí sentía compasión por él, por lo tanto no era mezquina, cruel e
injusta. Había comprendido por qué no podían ser sus amigas y la
causa no era que se sintiese superior. La caridad y la generosidad
no deben estar supeditadas a la familiaridad de quién la recibe ni de
quién la da. Son valores universales y hay que ofrecérselos a
aquellos que los necesitan, no a quienes nos resulta cómodo
otorgárselos. Y no debemos protegernos de ello, sino arriesgarnos y
ser valientes, aunque con ello alguien acabe herido. No volvería a
despreciar a nadie por sus prejuicios, permitiría que se acercasen a
la torre, incluso acabaría con las ramas entrelazadas de los árboles
espada en mano. Pero una vez allí, el elegido tendría que
demostrarle que tenía un corazón generoso, un espíritu fuerte y una
mente inquieta.
El corazón le latía acelerado y las lágrimas pugnaban por salir de
sus ojos. Lágrimas de alivio. Su madre se sentía decepcionada con
ella, pero iba a demostrarle lo equivocada que estaba.
Capítulo 7
—Ya sabes lo que piensa tu madre y me temo que no vas a hacerla
cambiar de opinión —dijo rotundo.
—Tú podrías. Ese hombre que has contratado parece buena
persona, pero no puede hacer el trabajo que Andrew necesita. No
se trata solo de vigilarlo, papá. Lo verdaderamente importante es
darle las herramientas para poder enfrentarse a un mundo que
desconoce y que le es hostil. Ya viste lo bien que me fue con él.
Estaba progresando.
—Tienes razón y por eso contrataré un profesor.
—¡Papá! ¿En serio? Un profesor no está preparado para
entender la idiosincrasia de Icamani. Quiero decir, de Andrew.
—Puedes llamarlo Icamani, sé que él lo considera su nombre.
—Dejó que yo me acercara. Estábamos avanzando. ¿Por qué
empezar de nuevo con otra persona?
—He dicho…
—Tenía pensado leerle los libros que tanto le gustaban de niño.
Aquellas historias que tú me leías a mí, ¿te acuerdas? Iba a hablarle
de Toby. ¿Qué profesor sabría esas cosas? Papá, ayúdame con
mamá, por favor.
Robert no pudo disimular la duda en sus ojos y eso fue suficiente
para que Rose intensase usar su ariete para romper la puerta.
—Te prometo que tendré mucho cuidado. Está Berry. Y me
llevaré a Clarence. Por favor, por favor.
Su padre puso aquella cara que ella conocía tan bien y Rose
contuvo una sonrisa. Había entrado.
—Siempre te gustó ese lugar. Recuerdo que cuando eras niña
me pedías que se lo comprara a lord Crowley. Incluso hablaste con
él para que me lo vendiera —se rio al recordarlo—. De acuerdo,
hablaré con tu madre para que al menos te dé la oportunidad de
explicarte. Y le diré que yo estoy de acuerdo.
Rose abrazó a su padre agradecida. Ahora venía lo más difícil,
aunque tenía un as en la manga.
Felicia miraba a su hija muy seria después de haber escuchado
su plan con mucha atención.
—Sigo pensando lo mismo.
—Escucha mamá. —La cogió de las manos sin dejar de mirarla a
los ojos—. Lo que les pasó a los Portrey nos podría haber pasado a
nosotros. Sé que papá quiso ir a América en su lugar y que tú le
habrías acompañado.
—¿Cómo sabes eso? —Felicia sintió un nudo en el pecho. Ahí
estaba de nuevo la culpa.
—Ellos eran vuestros amigos. Sé lo mucho que querías a Leslie.
Te he visto llorar cada vez que volvías de visitar su casa, porque no
tienes una tumba a la que ir.
—Eso no significa que permita que te expongas a las habladurías
de la gente. No necesitas esto, Rose.
—Sí lo necesito, lo necesito mucho. Quiero ser esta persona,
mamá, déjame serlo, por favor. He pensado mucho estos días y me
he dado cuenta de que mi vida cómoda y tranquila me estaba
convirtiendo en alguien que no quiero ser.
—¿De qué estás hablando, hija? Tú no…
—He ridiculizado, humillado y despreciado a todos los candidatos
que me has propuesto, ni siquiera he valorado la posibilidad de que
tuviesen algo que aportarme. Me he comportado como si yo fuese
superior a ellos. Incluso he sido insensible con Belinda, que siempre
ha querido mi bien.
—Eres muy joven, Rose, no seas tan dura contigo misma.
—Voy a cumplir diecinueve años, no soy ninguna niña y, aunque
lo fuese, eso no me da derecho a aprovecharme de vuestra
situación económica como si eso no pudiese cambiar. Cuando
Andrew se recupere papá le devolverá su herencia y él podría no
querer seguir con la empresa familiar. Estoy segura de que eso
afectará a nuestra situación económica, pero nunca me he
preocupado por ello. Ahora entiendo por qué te has empeñado en
encontrar un marido para mí, alguien que sirva de apoyo en caso de
que…
—Hija, yo no busco eso —la interrumpió su madre, consciente de
que estaba emocionalmente abrumada—. Mi intención siempre ha
sido asegurarme de que seas feliz. El dinero no ha tenido nada que
ver.
—No lo critico, mamá, eso es lo que hace una madre, procurar el
bien de sus hijos. Y para que veas que estoy dispuesta a cambiar y
que esto no es un juego para mí, te doy mi palabra de que si me
dejas ayudar a Andrew en esto no volveré a rechazar a ninguno de
tus candidatos. Seré honesta con ellos y les daré la oportunidad de
acercarse a mí y darse a conocer con una total colaboración por mi
parte. Asistiré a todas las fiestas que tú me digas y permitiré las
visitas de todos aquellos que tú elijas. Los miraré con buenos ojos,
como siempre me pediste. No me cerraré a nada, lo prometo.
Felicia no daba crédito a lo que oía. ¿De verdad estaba dispuesta
a hacer todo eso? Ni en sus mejores sueños había imaginado
conseguir una renuncia total y absoluta por parte de su hija.
—No quiero que actúes de manera impulsiva, hija. Podrías
arrepentirte…
—No lo estoy haciendo. Hace una semana que hablé con papá y
he tardado todo este tiempo en decidir lo que quiero. Y es esto.
Quiero ayudar a Andrew, devolverle su vida y que recupere todo lo
que es suyo. Por papá, por ti y por él. No podemos devolverle a sus
padres, eso por desgracia no está en nuestra mano, pero sí una
vida digna, estabilidad económica y tranquilidad. Una vez él esté en
pleno uso de su vida dedicaré cada nuevo día a lograr tu objetivo,
mamá. Aceptaré todas tus sugerencias y deseos. Solo espero que
no me obligues a casarme contra mi voluntad, aunque incluso en
esas circunstancias acataré tu decisión.
—Yo jamás haría eso, hija —dijo Felicia apretando sus manos
con cariño—. Mi prioridad siempre ha sido y será tu completa
felicidad. Pero, ¿no hay otro modo? Quizá podrías encargarte de
buscar a alguien…
—No, mamá. Tengo que hacerlo yo. Debo demostrarme que soy
la persona que creo ser y no la que… otros ven. —Desvió
ligeramente la mirada con disimulo, no quería que leyera en sus ojos
que ella estaba incluida.
Felicia tardó en responder. No dejaba de mirar a su hija con
atención consciente de que había mucho más de lo que había dicho.
Hubiese querido que le dejase ver su corazón, pero en la relación de
las hijas con sus madres siempre hay un momento en el que se abre
una grieta. En su mano estaba que la sima fuese más o menos
profunda.
—¿Me das tu permiso, mamá? —preguntó sin poder aguantar
más.
Felicia dudó aún un momento, pero finalmente asintió.
Robert miraba a su esposa con una sonrisa.
—Se ha propuesto hacer una buena obra.
—No has sido un gran aliado que digamos. —Dejó el cepillo
sobre el tocador mirándolo con reproche.
—No estará sola. Clarence va a ir con ella.
—Nuestra hija es muy lista. —Se metió en la cama junto a su
esposo y se quedó sentada con la espalda apoyada en el cabecero
mientras miraba fijamente el dosel a sus pies.
—Está decidida —apuntó Robert—. Debo reconocer que me
sorprendió su determinación. ¿Sabes a qué se debe?
Felicia negó con la cabeza y los dos se quedaron pensativos
durante unos segundos más.
—Andrew no es peligroso para ella, ¿verdad? —Felicia miró a su
esposo con una expresión que lo hizo fruncir el ceño.
—Ya lo viste. Con el único que perdió los nervios fue con ese
Capitán.
—No me lo recuerdes —dijo estremecida—. Aquello fue
espantoso. ¡Podrían haberse matado!
—Y nuestra hija estuvo ahí. Ya ves que el peligro puede darse
donde menos lo esperas.
Felicia lo miró severa.
—¿Estás intentando tranquilizarme? Porque eso no funciona.
—Solo quiero que pienses con inteligencia y dejes a un lado tus
miedos de madre. Si por ti fuera nuestra hija no habría salido nunca
de casa y trato de que entiendas que no por eso está exenta de
peligro.
—¿Confías en ese Berry?
—Es un buen hombre, lo investigué bien. Su mujer es
encantadora y sus hijos lo adoran. Los niños son el mejor
termómetro para estas cosas. —La miró consciente de que estaría
de acuerdo con esa afirmación. La había aprendido de ella—. Me
gusta Berry y está claro que a Andrew también. Está siendo una
buena influencia para él.
Felicia se deslizó bajo las sábanas y apoyó la cabeza en el pecho
de su marido mientras seguía dándole vueltas al asunto. Robert le
acarició el cabello tratando de gestionar sus propias dudas.
—¿Por qué has aceptado? —preguntó él con curiosidad.
—Ha prometido aceptar casarse cuando Andrew esté de vuelta.
Su marido dio un respingo y ella se incorporó para mirarlo.
—¿Casarse con quién?
—Con quien yo decida.
—¿Y tienes a algún candidato?
—Tengo muchos, pero aún no me he decantado por ninguno en
concreto. Tengo tiempo para estudiarlos a todos con calma. —Se
tumbó bocarriba y se tapó mirando al techo—. Voy a esforzarme
mucho en encontrar al hombre perfecto para nuestra hija, como hizo
mi madre conmigo. —Lo miró con una sonrisa—. Alguien que esté a
su altura.
—Y que la meta en cintura —añadió él.
—Nuestra hija es muy especial y no se casará con alguien a
quien no admire. —De pronto se dio cuenta de algo y se le escapó
una risita—. Creía que no había nada que hacer, no me puedo creer
que vaya a pasar. Tengo que hacerlo muy bien. Ay, Robert, temía
que se marchitase en esta casa. Que se volviese una mujer triste el
día que comprendiese que había perdido algo muy valioso.
—Solo tiene dieciocho años.
—Diecinueve en una semana. Recuerda que yo tenía esa edad
cuando nos casamos.
—Rose es diferente.
—Sí, lo es, y sus «diferencias» me ha quitado el sueño durante
muchas noches. —Sonrió levantando las manos hacia el techo—.
¡Bendito Andrew! Ese muchacho ha obrado un milagro sin saberlo.
Creo que esta noche dormiré como los ángeles.
Robert, en cambio, permaneció despierto toda la noche. Al
contrario que su mujer, el compromiso que había establecido su hija
con ella le había quitado el sueño. Por más que pensó no pudo
encontrar a nadie lo bastante bueno para ella y eso le produjo una
gran intranquilidad.
—¿Lo tienes todo, niña? —Clarence entró en el cuarto de Rose y
se encontró con la cama repleta de libros mientras que los vestidos
seguían colgados en sus perchas—. Pero, ¿qué es todo esto?
—Es todo lo que necesito llevarme, pero no encuentro el modo
de meterlos en el baúl para que quepa mi ropa. Había pensado
llevarme un par de vestidos de día y uno elegante por si tenemos
alguna visita inesperada, pero creo que no me va a caber. —Miró a
su nana convencida—. Así que lo dejaré aquí.
—¡De ningún modo! —La vieja criada la miró con severa
expresión mientras negaba con la cabeza—. En Blunt Manor hay
biblioteca, pero no hay vestidos. No vas a llevarte solo dos de diario
y uno de vestir, a no ser que pienses quedarte solo una semana.
Rose abrió los ojos como platos y volvió a mirar los libros
esparcidos en su cama.
—En tu baúl ira tan solo tu ropa, nada de libros. ¿Dónde se ha
visto semejante tontería?
—Clarence…
—Venga, empieza a hacer el equipaje o tendré que hacerlo yo y
ya tengo demasiado trabajo. —La mujer caminó hacia la puerta,
segura de que sus órdenes serían cumplidas.
Rose se puso inmediatamente con la tarea sin poder evitar que
de vez en cuando se le fuesen los ojos hacia la cama en la que
había dejado los libros. Cuando el baúl estaba a la mitad, se rindió a
la tentación y cogió los dos cuentos infantiles que su padre le leía de
niña. Las historias favoritas de Andrew. Un libro sobre piratas y otro
que contaba la historia de un joven príncipe convertido en una bestia
por una bruja disfrazada de mendiga. Rápidamente, los escondió
entre las ropas y continuó llenando el baúl antes de que Clarence
regresara y la descubriese.
—Prométeme que tendrás cuidado. —Felicia acariciaba el rostro
de su hija con evidente preocupación—. ¿De verdad quieres ir?
Puedes echarte atrás, no…
—Mamá, estaré bien, no tienes que preocuparte por nada.
Además, papá vendrá todas las semanas.
—Sin falta —apuntó su padre.
Su hija sonrió cómplice. Después los besó a ambos y subió al
carruaje donde la esperaba Clarence. Se alejaron de la atenta y
preocupada mirada de Felicia.
—Todo irá bien —dijo Robert. Y juntos entraron en la casa.
Rose contempló el paisaje a través de la ventanilla con un
extraño y reconfortante sentimiento latiendo en su pecho. Se sentía
llena de energía, con la certeza de acometer una empresa digna de
ser realizada y que le traería un sinfín de recompensas. Frunció el
ceño, al plantearse en lo que pensaría Icamani cuando la viese.
Esperaba que no creyera que hacía eso porque tuviese algún
interés personal en él. Haría lo mismo por cualquiera. No se trataba
de él, se traba de emprender un objetivo con la vista puesta en su
resolución. Sonrió satisfecha con su diatriba mental y llenó de aire
sus pulmones. Le demostraría a su madre que era digna de
admiración y capaz de conseguir todo aquello que se propusiera.
Clarence, en cambio, no se sentía tan optimista. En sus más de
cincuenta años había vivido las suficientes experiencias como para
saber que las cosas no suelen salir como uno las planea. Aquella
niña era todo fuego, ilusión y ganas. Siempre acometía sus
propósitos con la fuerza de un torbellino y esa misma fuerza era un
peligro que la acompañaba allí donde fuese. Pensó también en
Andrew, en el muchacho dulce y cariñoso que trataba a todo el
mundo con respeto y quería a Rose como a una hermana pequeña.
Pero ni Rose era aquella niña de dos años ni él era ya Andrew. Se
había convertido en un ser primitivo y salvaje, incapaz de entender
unas normas que le eran ajenas y que, sin duda, debía esconder
oscuros sentimientos hacia aquellos que lo habían arrancado de su
hogar y su familia. No, la vieja Clarence no se engañaba, para él,
Rose era el enemigo y no entendía cómo le permitían meterse en la
boca del lobo.
La joven se giró a mirarla al sentir que le cogía la mano.
—¿Estás preocupada? —preguntó Rose con una dulce sonrisa.
Clarence negó con la cabeza, pero siguió apretando su mano un
rato más.
Blunt Manor era una mole de piedra blanca, alta y cuadrada. Con
grandes columnas jónicas y profusión de decoraciones de estilo
botánico. A Rose siempre le había gustado ese lugar. Claro que
cuando había ido por allí estaba repleto de vida. Cuando era niña
los Crowley organizaban una fiesta en verano que duraba varios
días y a la que asistían un gran número de amigos. Sus padres se
quedaban siempre a dormir y para Rose era lo mejor del verano.
Había actividades de todo tipo, mucha comida, risas y música. Los
hijos de lord Crowley siempre habían sido amables con ella. Richard
era tan solo cuatro años mayor que Rose, pero siempre se
comportaba como si le doblase la edad. Jeffrey era el más revoltoso
de los tres y alguna vez se habían metido en problemas juntos. A los
dos les gustaba hacer travesuras y eran buenos aliados a la hora de
protegerse de los mayores y sus normas.
Cuando bajó del carruaje vio que las hojas secas cubrían con su
manto todo el jardín delantero y el camino hasta la casa. Hacía ya
un mes que habían dejado el otoño atrás por lo que era evidente
que nadie se ocupaba de limpiarlo.
—Me parece que el servicio está bajo mínimos —dijo en voz alta.
—Eso se soluciona fácilmente. —Clarence ya se dirigía a la
entrada con ánimo resuelto.
—Lleva a descansar a los caballos y encárgate del equipaje, Alfie
—ordenó al mozo de cuadras que las había acompañado—. Luego
ve a la cocina para que te den algo de comer.
—Sí, señorita.
El joven condujo el carruaje hasta un lugar resguardado. Cuando
Rose levantó la vista se topó con Icamani, que la observaba desde
una de las ventanas. La única que estaba abierta. El joven no
llevaba camisa y sus cabellos rubios ondeaban al viento.
Por primera vez sintió miedo. Toda la seguridad y la confianza en
sí misma de la que había estado alardeando esos últimos días
desapareció como por ensalmo. Su corazón se aceleró y gotas de
sudor perlaron su frente. No pudo evitar hacerse aquellas dos
perturbadoras preguntas. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué es esto
que siento? Respiró hondo y se irguió. Recordó una frase que decía
siempre su abuela: «Convence a los demás de que eres quien
quieres ser y acabarás por creértelo tú». Podía hacerlo. Se cogió el
vestido y caminó resuelta hacia la entrada.
—¿Entonces querrá que abramos el comedor? —La guardesa, la
miraba sin la más mínima satisfacción por su presencia allí—. Eso
nos dará mucho más trabajo. ¿No podrían comer en el saloncito?
Ellos comen en la habitación.
Rose trató de no mostrar su desagrado al oírla. Cierto era que en
la casa tan solo había dos criados y su inesperada llegada
aumentaría el trabajo considerablemente, pero viendo cómo estaba
todo en aquel lugar se preguntaba qué habían estado haciendo
durante el tiempo que llevaban viviendo allí como únicos inquilinos.
—Ya no tendrá que ocuparse de las comidas del señor Portrey y
el señor Berry, como tampoco de las nuestras. Clarence se
encargará de ello, al igual que de todo lo que se refiera a mí. Usted
y su esposo solo tienen que cuidar de la casa como deberían haber
estado haciendo hasta ahora.
—Pero quiere que abramos el comedor solo para usted —dijo la
mujer con tono de burla—. Tendré que limpiarlo a menudo.
—¿Es que no lo limpian aunque esté cerrado? —Clarence miraba
a la guardesa con expresión de desagrado—. Está claro que han
dejado el exterior abandonado, no había visto un jardín peor cuidado
en mi vida, pero ya veo que tampoco limpian dentro de la casa. Esto
es inadmisible.
Lucy la miró molesta.
—Soy la única criada aquí, ¿cómo voy a poder hacerlo todo yo
sola?
—Si hace falta que se lo explique es que no está preparada para
el trabajo que le han encomendado. Además, no está sola, no me
ha parecido que su marido estuviese manco. Bien puede coger un
trapo.
—Clarence, por favor, déjame a mí —pidió Rose.
La guardesa apretó los labios para contener el río de palabras
que pugnaban por salir de su boca. Rose no esperaba tanta
hostilidad por parte de la sirvienta, pero estaba claro que con su
actitud amigable y cercana no conseguiría el efecto que buscaba.
—Señora Hartsell, lord Crowley le habrá informado de que
mientras estemos aquí debe tenernos la misma consideración que le
tienen a él. Corríjame si me equivoco. —La criada asintió con
desagrado—. Bien, pues a partir de ahora se desayunará, almorzará
y cenará en el comedor, como le he dicho. Si en algún momento
considera que no está capacitada para llevar a cabo su trabajo,
hágamelo saber y buscaré a alguien que pueda realizarlo. Clarence
se encargará de las comidas, como ya le he dicho, también de
servirlas, así que eso no afectará a sus ocupaciones. Me instalaré
en la habitación situada al final del pasillo.
—Le había preparado la que está junto a las escaleras por si…
—Clarence puede instalarse en esa.
La señora Hartsell abrió los ojos como platos.
—¿Una criada en la primera planta? ¿Qué dirá el señor si se
entera? Ya le había preparado un cuarto aquí abajo…
—Pues ya tiene una habitación menos que limpiar —dijo
mirándola sin acritud—. En Londres, Clarence se aloja en la primera
planta con la familia, y aquí será igual.
—Como usted quiera.
—Bien, creo que por ahora eso es todo, señora Hartsell. Si me
indica cuál es la habitación del señor Portrey, por favor. —Se giró
hacia Clarence—. ¿Te encargas del equipaje?
La nana asintió con una sonrisa que pretendía darle un poco de
calor.
—¿No prefieres que te acompañe?
Rose negó con la cabeza y siguió a la guardesa.
Capítulo 8
Icamani estaba de pie frente a la ventana, tal y como ella lo había
visto al llegar. Cuando la oyó entrar se volvió despacio y la miró con
fijeza. El cabello rubio le caía sobre los hombros y enmarcaba un
rostro hermoso y sereno. Aquellos impresionantes músculos
seguían atrayendo su mirada, pero el tiempo que estuvo cuidando
de él la entrenaron para disimularlo. Desvió la mirada hacia Berry
cuando este entró en la habitación.
—Señorita Rose, ya ha llegado…
—Hola, Berry —lo saludó afable—. Me he entretenido hablando
con la señora Hartsell. Aún no nos hemos instalado, quería
saludarlos primero.
—Hola, Icamani —dijo mirándolo de frente.
Él la miraba con fijeza y sin expresión alguna en su rostro.
Observó sus delicados rasgos y percibió la tensión que trataba de
disimular. ¿Le tenía miedo o era otra cosa? Inclinó la cabeza
ligeramente para observarla desde otro ángulo y ella se mordió el
labio forzándose a sonreír después. ¿Por qué sonríes? La miró de
arriba abajo y volvió a subir la mirada hasta su pecho. Respiraba
agitada. Estaba nerviosa. Sus mejillas se fueron coloreando
mientras sus manos se tocaban inquietas.
Rose apartó la mirada y se dirigió a Berry.
—¿Cree que ha aprendido algo en estas semanas?
El hombre se encogió de hombros.
—¿Y cómo saberlo?
—¿Cómo se comunica con él?
—Como lo hacía con mis hijos cuando eran demasiado pequeños
para comprender el lenguaje de los adultos. Es fácil cuando se tiene
práctica.
En ese momento Rose notó un roce en su pelo y el recogido que
se había hecho se deslizó dejando su melena suelta. Se volvió hacia
Icamani y vio que sostenía el lazo y las dos horquillas entre las
manos.
—¿Qué haces?
—Suelto —dijo el titonwan.
Rose lo miraba sin decir nada.
—Creo que le gusta que lleve el pelo suelto —apuntó Berry como
si no lo hubiese entendido.
—Ya. —Cogió las horquillas y volvió a ponérselas sin dejar de
mirarlo. Después colocó el lazo en su sitio. Sonrió provocadora—.
Así está mejor.
Icamani endureció su expresión y Rose se dio por satisfecha.
—¿Sabe mucho sobre indios, Berry?
—No mucho, señorita.
—Pues entonces tendremos que aprender juntos —dijo ella
sonriendo—. Voy a quedarme el tiempo que sea necesario, pero
vengo dispuesta a traer a Andrew de vuelta a casa.
Icamani frunció el ceño sin variar su expresión. Rose estaba
convencida de que, de algún modo, entendía el mensaje que
proyectaban sus palabras.
—Es un muchacho muy listo, pero le gusta mantener ocultos sus
avances —sonrió Berry—. Supongo que quiere controlar la
información que conseguimos de él.
Una chispa brilló en los ojos de Icamani y Berry sonrió cómplice.
—¿Han hecho alguna excursión?
—De momento, no. Su padre nos dijo que era mejor que por
ahora nos limitásemos al jardín y la casa.
Rose analizó entonces el cuarto. Austero y sin apenas muebles.
—¿Dónde está su ropa?
—Compartimos eso. —Berry señaló un pequeño baúl.
—Ahora entiendo por qué no lleva camisa —dijo sonriendo.
—Ja, ja, ja, no es por eso, es que no le gustan. Tampoco parece
tener nunca frío, ya ha visto que tenemos la ventana abierta. Odia
los espacios cerrados.
—La señora Hartsell me ha contado que comen aquí —dijo
señalando la mesa.
—No quería abrir el comedor.
—Pues eso va a cambiar. —Volvió a centrar su atención en
Icamani. Analizó su torso y sus brazos—. ¿Cómo está de sus
heridas? ¿Alguna molestia?
—Nunca se queja y tampoco cojea ya.
Rose asintió satisfecha y se dirigió hacia la puerta.
—He de ver si mi equipaje está deshecho y planificar algunas
cosas con Clarence para la cena de esta noche. Desde hoy ella se
encargará de las comidas y le aseguro que se van a alegrar. No sé
cómo cocina la señora Hartsell, pero nana es la mejor cocinera que
conozco, aunque esa nunca haya sido su principal tarea. ¿Conoce a
Clarence, Berry? Es como una segunda madre para mí.
—¿Y a su madre no le importaba compartir a su hija con otra
mujer? Mi esposa no dejaría que otra mujer se ocupase de sus
hijos. Se moriría de celos… —Sonrió.
—Adoro a mi madre, la quiero con todo mi corazón, pero siempre
ha sido una mujer con muchas inquietudes, aparte de la maternidad.
No me malinterprete, no quiero decir que no quisiera ser madre,
pero es una mujer inteligente y muy culta, siempre está haciendo
cosas o planeando hacerlas. —Agarró el pomo de la puerta y sonrió
con mirada cómplice—. Le advierto, Berry, que suelo hablar mucho.
Mi padre decía cuando era niña que me gustaba escuchar mi propia
voz.
—Tiene una voz muy bonita.
Rose rio divertida.
—Si alguna vez lo abrumo con mi charla puede decirlo con total
honestidad. No soy nada susceptible.
—Lo tendré en cuenta.
—Nos veremos a la hora de la cena. Adiós, Icamani.
—Allí estará —dijo Berry inclinando la cabeza.
El joven la siguió con la mirada hasta que salió de la habitación.
Después se giró hacia la ventana y observó el paisaje en silencio,
para que Berry no pudiese ver su perversa sonrisa. Así que quería
jugar con él. Una dulce gacela entrando en la cueva del oso. ¿Qué
mayor sufrimiento hay para un padre que ver sufrir a su hija?
Respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente relajando sus
músculos. Sabía que era un arma de doble filo, esa hechicera tenía
un gran poder. Había entrado en sus sueños y lo había torturado
durante tres años. La había buscado sin descanso en cada hinziwin
que encontraba en su camino y ahora la tenía al alcance de la
mano. Sus entrañas ardían y el deseo lo atormentaba siempre que
estaba cerca. Debía aplacarlo y dominarlo o acabaría por perder el
control y entonces sería ella la que lo tendría en sus manos. Rose
era el arma que necesitaba para cumplir su venganza y por todos
los espíritus ancestrales que iba a utilizarla.
Lo esperaba inquieta, había bajado antes de la hora porque no
quería que se le adelantase y se encontrase solo en un lugar
extraño. Berry se despidió de ellos y cerró la puerta tras de sí.
Icamani la miraba con mucha intensidad y eso la hizo dudar sobre
su elección. Se había puesto un vestido sencillo, en un color blanco
empolvado y con pocos adornos. En la parte superior la tela se
ceñía a cuerpo dándole un aspecto más etéreo a su figura, mientras
que el escote mostraba apenas la delicada piel de sus senos y la
falda se ahuecaba sobre la crinolina.
No había dado ninguna indicación respecto al atuendo que él
debía vestir, pero percibió la intención de Berry al ver que se había
puesto un chaleco sobre la camisa y que llevaba zapatos.
—Estás muy guapo —dijo intentando sonar relajada, aunque los
nervios latían en su cuello casi imperceptiblemente.
Icamani frunció el ceño y se pasó las manos por el pecho,
arrastrándolas por la suave tela de damasco. Con gusto se la
quitaría. Y aquellos horribles e incómodos zapatos que no dejaban a
sus dedos moverse con libertad.
—¿No sentamos? —preguntó Rose señalándole el sitio que
había preparado para él.
El titonwan esperó a que ella lo hiciera para imitarla. Apartó la
silla con cierta torpeza y se sentó demasiado lejos de la mesa. Rose
se había propuesto no sorprenderse con nada que hiciese, en su
deseo de no molestarlo. Ya habría tiempo de enseñarle protocolo y
explicarle que un caballero no debe sentarse antes de que lo haya
hecho la dama que lo acompaña.
—Cubiertos —dijo señalándolos. Ella misma había vestido la
mesa y había puesto solo un juego para no complicar más la tarea
aquella primera vez.
Icamani enarcó las cejas y observó aquellos objetos relucientes
que descansaban a los lados de su plato. Ya los conocía, había
visto a Berry utilizarlos, pero él se había negado a comer con ellos.
Excepto con la cuchara, que no se diferenciaba en exceso a la de
madera que utilizaban los titonwan. El resto le parecía totalmente
innecesario. Resultaba mucho más eficiente usar las manos. Miró a
Rose con desagrado, ¿iba a obligarlo a utilizarlos?
—Cuchara —explicó Rose cogiendo la suya y haciendo el gesto
de comer de su plato vacío—. Para la sopa.
Icamani levantó una ceja con suficiencia, pero enseguida la cogió
y la giró entre sus dedos tocándola con ambas manos. Era más
hermosa que las que llevaba Berry para sus comidas y muchísimo
más que las rudimentarias de su tribu. Cuando la puso delante de su
cara se vio deformado en la parte abombada y sonrió. Después le
dio la vuelta y la cuchara mostró su reflejo cabeza abajo lo que hizo
que su sonrisa se ensanchase. Al ver la complacencia en el rostro
de Rose soltó el cubierto sobre la mesa y lo miró con desprecio.
Inmediatamente pasó a coger el tenedor. Lo analizó con atención
girándolo entre sus dedos como había hecho antes con la cuchara.
Se parecía a los peines que usaban los titonwan y desde luego
tendría más utilidad si lo usaran para ese menester en lugar de
usarlo para pinchar la carne antes de llevársela a la boca. Berry
comía muchas veces con las manos como él, pero otras utilizaba
aquellas herramientas estúpidas y entonces él se burlaba.
—Tenedor —dijo Rose. Y acto seguido fingió utilizarlo para
pinchar algo invisible en su plato y después se lo acercó a los labios.
Icamani volvió a levantar una ceja con una expresión que
mostraba cierta arrogancia. Aquella mujer pensaba que él era
estúpido, estaba claro. Pero eso no lo molestó, al contrario, era
bueno que lo pensara. Cuanto más estúpido lo creyese más difícil
sería que se diese cuenta de sus intenciones.
—Ya lo habías visto, claro —dijo Rose al descifrar su mirada.
Debía haber visto a Berry utilizarlos.
—Bien. ¿Sabes cómo se llama esto? —preguntó esta vez.
Icamani dijo una palabra en su lengua.
—Cuchillo —dijo Rose muy despacio y lo repitió dos veces más.
—Cuchillo —imitó él con una extraña sonrisa.
Podría rebanarte el cuello con él sin esfuerzo, pensó al cogerlo.
Lo movió en su mano con maestría durante unos segundos y de
pronto, con gesto rápido y brusco lo clavó en bollo de pan que
descansaba sobre un platito. Aquel movimiento hizo que Rose diese
un bote en su asiente y el vello en la nuca se le erizó. En ese
momento llegó Clarence portando una sopera que depositó sobre la
mesa entre ambos.
—¿Ocurre algo? —preguntó al percibir la tensión.
Icamani recuperó el cuchillo y lo dejó en su lugar ante la atenta
mirada de la criada.
—¿Rose?
—No pasa nada. Le estaba enseñando los nombres de los
cubiertos. —Cogió el cazo—. Yo sirvo la sopa, nana.
—¿Nana? —interrogó Icamani.
Rose lo miró mientras buscaba las palabras que explicasen ese
concepto.
—Me ha cuidado desde que era una niña —dijo soltando el cazo
dentro de la sopera y escenificando a una mujer sosteniendo un
bebé.
—Madre —dijo él.
—No, yo no soy su madre —intervino Clarence—, pero la quiero
como si lo fuese. Y le partiré el cráneo a cualquiera que le haga
daño.
—¡Clarence! —Rose la miró sorprendida, pero al girarse hacia
Andrew vio que él no había entendido una palabra.
—En quince minutos os traeré el segundo plato —dijo la nana
caminando hacia la puerta con evidente malhumor.
No le gustaba nada aquella situación y se había manifestado en
contra con bastante vehemencia. Pero no había conseguido
convencerla de que desistiese en su empeño.
Rose sirvió la sopa y comenzó a comer ante la atenta mirada de
Andrew.
—Ella —Icamani señaló hacia la puerta y después puso cara de
enfado.
—¿Si está enfadada?
—Enfadada —repitió él al tiempo que asentía.
Rose acercó el dedo índice al pulgar, ambos de su mano
derecha.
—Un poco —dijo sonriendo.
Icamani volvió a imitarla.
—Un poco —repitió él juntando también los dedos.
Rose le cogió la mano y se los separó, pero al mirarlo a los ojos
se sintió cohibida por el contacto y lo soltó de golpe.
Él dijo algo en su lengua que Rose no entendió, pero lo que alteró
los latidos de su corazón fue el tono profundo y áspero de su voz,
que sintió como una caricia. Tratando de retomar el motivo de
aquella cena, Rose sirvió los platos y le mostró cómo coger la
cuchara del modo correcto. Se la llevó a los labios varias veces y
luego esperó a que él la imitara.
Icamani sonrió burlón y cogiendo la cuchara, se la mostró y
después la dejó de nuevo en la mesa. Tomó el cuenco con las dos
manos y se lo llevó a la boca, bebiendo directamente de él. Rose
siguió mirándolo hasta que lo dejó vacío sobre la mesa.
¿Por qué ha hecho eso? ¿Trata de decirme algo? ¿Me está
retando? Pensó ella.
Dejó la cuchara junto al plato con mucha delicadeza y cogió el
cuenco con ambas manos sin apartar la mirada. Después lo llevó
hasta sus labios y bebió tal y como había hecho él.
¿Por qué ha hecho eso? ¿Se está burlando? Pensó Icamani
observándola con atención.
Cuando llegó el segundo plato Rose trató de explicarle que se
trataba de su comida favorita cuando era niño y esta vez Icamani
intentó utilizar el tenedor y el cuchillo tal y como ella le mostraba.
Sus gestos eran bruscos y el tenedor resbaló en el plato varias
veces haciendo que su gesto se fuese agriando. Rose no pudo
evitar alguna que otra sonrisa escondida y es lo molestó aún más.
—No me estoy riendo de ti, es que…
El titonwan soltó los cubiertos y apartó el plato con brusquedad
derribando la copa con él. Rose la levantó rápidamente y secó el
agua con su servilleta.
—No debería haberme reído, lo siento —dijo, aunque no creía
que él pudiese entenderla.
Pero Icamani la entendió, no todas las palabras, pero sí la idea
que pretendía trasmitirle. Se sintió más fuerte y comprendió algo
que no había visto hasta ese momento: a ella le importaba Andrew.
Y Andrew era su prisionero. Él lo dominaba. Solo él. Miró la comida
de su plato. Estaba deliciosa, a pesar de todo.
Levantó la mirada y posó sus ojos en ella con una expresión
indescifrable en ellos. Rose se sintió intimidada, pero no había
violencia en su gesto. Lo vio coger de nuevo el cubierto y volver a
intentarlo esta vez con mayor cuidado y acierto. Icamani le señaló el
plato con el cuchillo indicándole que comiese y Rose obedeció sin
decir nada. Se sentía extrañamente alegre, como si hubiese
conseguido un logro con esa cena.
Lo mismo sentía Icamani. Habían entrado en otra fase del juego y
cada avance le mostraba que tenía nuevas armas en su poder.
Sonrió con un gesto que demostraba el placer que le proporcionaba
aquella deliciosa comida y ella se mordió el labio satisfecha.
A la mañana siguiente Rose entró en la habitación de Icamani
con desmesurado entusiasmo. Demasiado temprano. Y sin llamar.
El joven titonwan estaba completamente desnudo frente a la
ventana abierta y hacía gestos extraños con los brazos, como si de
un ritual se tratase.
—¡Oh! —La joven se tapó la boca para ahogar una exclamación y
quedó paralizada en medio del cuarto.
Icamani se giró a mirarla mostrándose sin pudor tal y como Dios
lo había traído al mundo.
—¡Señorita Rose! —exclamó Berry que acababa de llegar—.
Dese la vuelta, por favor.
Como si necesitara indicaciones para saber qué hacer, la joven
obedeció y el ayuda de cámara aprovechó para darle los pantalones
al titonwan y apremiarlo a que se los pusiera.
—Ya puede volverse —dijo Berry y contuvo una sonrisa divertida.
El rostro de la joven era un poema—. No debería entrar así en el
cuarto de un hombre. Mejor llame a la puerta antes.
—Sí, sí… tiene razón. Yo… no pensé… Creí…
Decidió fingir que no había pasado nada y quedarse su sonrojo
para cuando estuviese sola y pudiera morirse.
—¿Qué estaba… haciendo? —preguntó cuando la situación fue
casi normal.
—Es un ritual que realiza por las mañanas para recibir al sol.
Cosas de indios.
Rose asintió. Debería empezar a familiarizarse con esas «cosas
de indios» de las que hablaba Berry.
—El desayuno ya está servido en el comedor —anunció—.
Quería enseñarle un libro a Icamani antes de bajar.
Se acercó a él y se lo ofreció.
—Quizá te ayude a recordar, era uno de tus cuentos favoritos,
según papá. Y se convirtió en el mío.
Icamani miró el objeto que sostenía con la misma indiferencia con
que la que solía mirar todos los objetos del hombre blanco.
Rose no recordaba apenas al Andrew que se marchó años atrás,
ella tan solo tenía dos años y nunca estuvo segura de si los pocos
recuerdos que tenía eran reales o fruto de las muchas veces que su
madre se los había relatado. A pesar de ello, al mirarlo con aquel
libro en las manos, creyó reconocerlo vagamente.
—Cuidé bien de Toby —dijo de pronto—. Lo quise muchísimo y
fui muy desgraciada cuando murió. Él nunca se olvidó de ti. Se
escapaba y ladraba frente a la puerta de vuestra casa siempre que
estábamos cerca.
Para escenificar de lo que estaba hablando ladró varias veces y
repitió el nombre del perro. Icamani no reaccionó y Rose posó la
mirada en el libro decepcionada. Que no recordase a Toby la llenó
de tristeza.
El titonwan no estaba siendo sincero. Algo se había agitado en su
corazón al oír ese nombre, pero ahogó ese sentimiento antes de
que emergiera y mantuvo así su indiferente expresión.
Rose volvió a coger el libro de sus manos y lo abrió por la primera
página. Comenzó a leer con voz pausada. La entonación de su voz
y la suavidad de sus movimientos lo hipnotizaban, pero en lugar de
provocarle una sensación placentera, sus nervios se iban alterando
sin que él pudiera impedirlo. Soportarla durante la cena ya había
sido una dura prueba. No necesitaba su amabilidad y odiaba que
sonriera cada vez que lo miraba. ¿Por qué era dulce con él? ¿Qué
clase de estúpida era que no se daba cuenta de que no estaba a
salvo a su lado? Le estaría bien merecido todo lo que iba a pasarle.
Ella se lo había buscado.
—Icamani —dijo golpeándose el pecho con el puño.
Rose levantó la mirada de la página que leía y lo miró confusa.
—Lo sé —dijo ella—. Eres Icamani.
—Soy el que camina al lado de mi padre, Wiyaka, pluma de la
cola del águila —dijo en la lengua titón—. Soy un guerrero titonwan
y no conseguirás vencerme. Regresaré con mi pueblo o moriré. No
vas a detenerme con esa mirada que me retuerce las entrañas. No
voy a compadecerme de ti.
Rose lo miraba embelesada, sin poder disimular la fascinación
que le provocaba escuchar su voz hablando en aquella extraña e
incomprensible lengua. Pero el tono denotaba enfado y miró el libro
sin comprender qué era lo que lo había molestado. Aquel fragmento
narraba la muerte del padre de William, el protagonista, a manos de
los piratas que lo capturaron. Miró de nuevo a Andrew con expresión
interrogadora.
—Robert, mi padre —dijo señalándose.
Él asintió una vez.
—Wiyaka, ¿padre de Icamani?
El titonwan la miró sorprendido y después de unos segundos
asintió de nuevo.
—Wiyaka —repitió Rose pensativa.
—Águila —dijo él en inglés y después hizo gestos como si se
señalara una cola invisible.
—Wiyaka ¿significa «cola del águila»?
Icamani hizo como si arrancase una pluma de la cola.
—¡Pluma de la cola del águila! —Rose rio entusiasmada—.
Wiyaka significa «pluma de la cola del águila», Berry. ¿Lo has oído?
—Sí, señorita, lo he oído.
Rose tenía una sonrisa luminosa de esas capaces de llevar el sol
hasta una habitación cerrada, pero Berry estaba muy serio. No le
gustaba nada cómo la había mirado el titonwan.
—¿Qué significa Icamani? —preguntó ella ajena a las
tribulaciones del criado.
La cogió del brazo y la hizo caminar a su lado. Se señaló a sí
mismo.
—¿Caminar? —escenificó el significado ella sola y él asintió.
—Caminar —repitió antes de seguir.
Entonces caminó él solo y luego volvió a hacerlo junto a ella.
—¿El que camina con otro? —dijo señalándolos a ambos.
Icamani no estaba seguro de si eran las palabras correctas, pero
había captado la idea y eso lo hizo feliz.
Rose tenía aquella mirada curiosa y después de reflexionar unos
segundos, cambió su versión.
—El que camina a mi lado —murmuró. Después miró a Berry
visiblemente emocionada.
—No tardará en enseñarlo a hablar —dijo el criado.
Rose volvió a abrir el libro para leerle un poco más antes de bajar
y del rostro de Icamani desapareció toda alegría. Berry volvió a ver
la mirada de antes y frunció el ceño. ¿Era por el libro o por ella?
—Debería dejar eso para más tarde —dijo el criado.
—¿Por qué? —Sonrió—. Estoy segura de que el fragmento que
le he leído ha despertado algo en su mente. Lo he visto en sus ojos.
—Eso es lo que no me gusta, señorita. Lo pone nervioso.
Rose lo miró interrogadoramente y se sorprendió al ver la frialdad
de su mirada. Quizá Berry tenía razón, pero estaba segura que el
motivo de que lo alterara era porque despertaba sus recuerdos y
seguía siendo reacio a ello. Aun así, decidió hacer caso al criado y
dejó el libro en la mesa con sumo cuidado.
—Después de desayunar volveré a leértelo —dijo acercándose
de nuevo a él.
Teatralizó la escena para que la entendiese y entonces Icamani
bufó con irritación, fue hasta la mesa, cogió el libro y lo hizo
pedazos. Después tiró lo que quedaba de él a los pies de Rose
mirándola con fuego en los ojos.
Había esperado miedo, que huyera despavorida de la habitación
y no regresara. Pero se encontró con un total desconcierto y
confusión en sus ojos llenos de lágrimas. La joven se agachó a
recoger cada uno de los pedazos del libro y los abrazó como si de
un tesoro se tratase.
Berry contemplaba la escena dispuesto a intervenir en caso de
ser necesario, pero en el fondo creía que era bueno que ambos
descubriesen dónde estaban y evitar así males mayores.
—Será mejor que bajemos a desayunar —dijo Rose limpiándose
las lágrimas avergonzada y dolida—. Les espero en el comedor.
Salió de la habitación con el libro apretado contra su pecho.
—Eso ha sido una estupidez, muchacho. —Berry negó con la
cabeza mostrando su descontento—. Esa joven solo quiere
ayudarte.
El titonwan se cruzó de brazos retándolo con la mirada, pero
Berry no era un adversario fácil. Sonrió al tiempo que se encogía de
hombros.
—Tú sabrás lo que haces, pero si tu plan es ganarte su
confianza, no has escogido un buen camino para ello. Vamos a
desayunar. Me muero de hambre.
Icamani lo siguió con la cabeza llena de preguntas que no podía
ni quería formular aún. Pero entendía lo bastante como para haber
captado el mensaje que escondían sus palabras y se preguntó si
conocería Berry sus intenciones. De ser así, tendría que ser más
cuidadoso. Le caía bien, pero sabía que no había nadie allí a quien
pudiese llamar amigo. La flecha no siempre acierta en el blanco la
primera vez. La constancia sí. Solo era cuestión de seguir
disparando.
Capítulo 9
Rose se paseaba arriba y abajo del salón en un estado de nervios.
De vez en cuando miraba el libro destrozado que había extendido
en el sofá y le daban ganas de gritar. ¿Por qué había hecho eso?
Estaba claro que no tenía ni idea de cómo tratarlo. Era paciente con
él y andaba con pies de plomo por temor a molestarlo, pero era
evidente que no estaba consiguiendo ganarse su confianza. ¿No le
quedó claro cuando se marchó? A Icamani no le importó en absoluto
que no la dejaran acompañarlo. Después de haber cuidado sus
heridas y haberle enseñado que podía ver las estrellas sin salir de
casa, a él le dio igual irse sin ella. ¿Qué esperaba? ¿Que diera
saltos de alegría al verla?
Para Icamani ella, el libro de Andrew y cualquier cosa que
pudiese ofrecerle no tenían el menor valor. Se dejó caer en una
butaca y apoyó la cabeza en el respaldo con la vista clavada en el
techo. Debía ponerse en su lugar, si quería ayudarlo, debía ponerse
en su lugar. Pero, ¿cómo hacer eso? Ni siquiera el libro de Walter
Dawson la había ayudado a entenderlo. Él hablaba de los indios
desde la observación, no como si fuese uno de ellos. ¿Tenía que
darse por vencida? ¿Regresar a casa y cumplir la promesa que le
hizo a su madre sin haberse ganado su respeto y su consideración?
—¿Qué ha pasado? —Clarence entró en el salón y se sentó junto
a ella.
Rose señaló el libro.
—¡Dios Santo! ¿Qué ha pasado? —repitió la nana.
—No tengo la menor idea. No lo entiendo, de verdad. No hay ni
una pizca de simpatía en su mirada, nana. Creo que me odia.
—¿Y por qué iba a odiarte?
—¡No lo sé! Solo quiero ayudarle a recordar.
—¿Y no has pensado que quizá no quiera hacerlo?
Rose la miró confusa.
—¿Por qué no iba a querer?
La nana acarició su mano con ternura mientras ordenaba sus
pensamientos.
—Ese muchacho ha sufrido mucho. No sabemos si vio lo que les
hicieron a sus padres, pero si fue testigo, cosa probable, debió de
ser una experiencia espantosa. ¿No has pensado en ello?
La confusión agrandó su espacio en el cerebro de Rose.
—Andrew tenía solo seis años. Los niños de seis años aún no
tienen bien afianzados sus recuerdos. Quizá para él era más fácil
olvidarlo todo.
Rose lo pensó un momento.
—Tienes razón —musitó.
—Este va a ser un proceso muy doloroso, Rose, no estoy segura
de que tú seas la más adecuada para llevarlo a cabo. Podría ser
peligroso.
Lo era, Rose no pensaba engañarse al respecto. Había visto lo
que era capaz de hacer. La imagen de Icamani estrangulando a
Capitán la hizo estremecer.
—Encontraré el modo —afirmó para sí—. Conseguiré atravesar
su coraza y traerlo de vuelta. Pero para ello debo conocerlo,
entender quién es ahora. Así será como llegue hasta Andrew.
Clarence asintió.
—No intentes convencerlo. Deja los libros para cuando te
entienda. Empieza por cosas más sencillas. Sal a pasear con él,
llévalo a montar a caballo. Haz cosas con las que pueda sentirse
cómodo.
—Deberías ser tú la que lo ayudase y no yo —dijo agradecida.
—Anda, no digas tonterías. —Clarence se levantó y caminó hacia
la puerta—. Bastante tengo con esa Hartsell y sus quejiqueos. Esa
mujer me va a volver loca, lo estoy viendo desde que llegué. Yo voy
a esforzarme, pero no sé cuánto aguantaré, porque…
La voz de la vieja criada se fue perdiendo según se alejaba por el
pasillo y Rose sonrió consciente de que seguía hablando con ella
como si tuviera el poder de escuchar a través de las paredes. Un
plan mejor, eso necesitaba. Había ido a Blunt Manor llevando solo
su buena voluntad y su soberbia. Convencida de que con su sola
presencia las cosas cambiarían. Ahora sabía que ella no importaba
en aquella ecuación y que debía entender cómo se sentía él para
conseguir establecer una mínima comunicación entre ambos.
En lugar de ir al comedor, se dirigió a la biblioteca. Era mucho
más pequeña de lo que recordaba, claro que entonces era ella la
que no medía más de cuatro pies de altura. Aun así, encontró lo que
buscaba y estuvo hojeando el libro de dibujo un buen rato, hasta
que escuchó la voz de la señora Hartsell hablando con otra mujer
fuera de la casa, muy cerca de la ventana. Al principio le costó
entender lo que decían, pero la criada fue subiendo la voz hasta que
oyó el llanto de una niña. Se acercó a la ventana para mirar a
hurtadillas a través de las cortinas y la vio a una mujer joven que
llevaba en brazos a la niña que había oído llorar. Sus ojos se
abrieron como platos y al ver que la madre pretendía marcharse
corrió hacia la entrada para alcanzarla.
—¡Espere! —gritó cuando estuvo fuera.
La señora Hartsell la miró con cara de susto.
—No se preocupe, señorita Balshaw, Celeste ya se iba.
La joven se había detenido y la miraba con timidez.
—No se vaya —pidió bajando los dos escalones de la entrada—.
Necesito hablar con usted.
—¿Conmigo? —La joven parecía asustada.
—¿Qué quiere hablar con mi hija? Ella no trabaja para…
—¿Es su hija? Oh, encantada de conocerla —dijo saludando a la
joven que devolvió el gesto con timidez.
—Celeste, para servirla.
—Soy Rose Balshaw. ¿Podría entrar un momento? Me gustaría
que charlásemos, si no está muy ocupada.
—¿Ocupada? —se burló Lucy—. Ya me gustaría a mí que
estuviese ocupada en algo que no fuese esa criatura y en el
haragán de su padre.
Las dos jóvenes se miraron incómodas, pero Rose consiguió que
la siguiese al interior de la casa.
—Señora Hartsell, vaya a hacer sus cosas tranquila. Yo hablaré
con Celeste en la biblioteca.
—Me llevaré a Mary a la cocina.
—No, por favor —la detuvo—, deje a la niña también, es de ella
de quien quiero que hablemos.
—¿Qué quiere hablar de la niña? —preguntó la abuela de un
modo un poco agresivo.
Rose se dio cuenta de que estaba llevando el tema muy mal y
suspiró.
—Discúlpenme, últimamente parece que tengo algunos
problemas para explicarme —sonrió, pero las otras no entendieron
su humor—. Verán necesito que me ayude a comprender cómo se
comunica con la niña. ¿Ya habla?
—Apenas, es muy pequeña —respondió Celeste, aliviada—. Dice
algunas palabras y de manera muy graciosa, pero no muchas.
—¡Perfecto! —Rose dio una palmada sin pensar y las dos
mujeres volvieron a mirarla desconcertadas—. ¿Me acompañáis?
Una vez en la biblioteca cerró la puerta y miró a Celeste con una
enorme sonrisa.
—Adelante, Celeste, háblame de Mary. No te calles nada. Quiero
que me cuentes todo lo que hablas con ella y cómo consigues que
te entienda. ¿Le lees cuentos? ¿Le haces dibujos?
La hija de la criada respiró hondo, se sentía un poco abrumada
por aquel inesperado interés, pero ¿a qué madre no le gusta hablar
de sus hijos? Cuando empezó ya no fue capaz de parar.
—¿Qué trae esta vez?
Berry la recibió con una sonrisa y Andrew detuvo su paseo por la
desangelada habitación. Rose sonrió al ver que llevaba puesta una
camisa y se lo agradeció a Berry con un gesto de cabeza. Después
miró al titonwan y le indicó que se acercase a la mesa. Dejó en ella
todo lo que traía y se sentó. Berry amplió su sonrisa al ver los
pliegos de papel y los lapiceros.
—¿Le va a hacer un retrato?
—Quizá —respondió ella sin apartar la mirada de Andrew.
Le señaló la silla que había junto a ella para que se sentara.
Icamani puso mala cara pero obedeció. Rose cogió uno de los
lapiceros y lo apoyó en la primera hoja. Recitó en voz alta lo que
escribía.
—I-c-a-m-a-n-i.
El tintonwan abrió los ojos como platos y se inclinó sobre el papel
para verlo bien. Rose volvió a recitar el nombre pasando el dedo
sobre cada una de las letras. A continuación hizo lo mismo con su
nombre.
—R-o-s-e.
—Icamani —dijo él pasando su dedo tal y como ella lo había
hecho.
Estaba tan cerca que Rose podía sentir su calor.
—Rose.
—Sí —respondió ella rápidamente para romper el clima y
disimular su sonrojo.
A Icamani no le pasó desapercibida su turbación, pero en ese
momento estaba más interesado en lo que sujetaba entre sus
dedos. Aquel objeto capaz de manchar el papel le resultaba familiar.
Sin pedir permiso, se lo quitó de la mano con brusquedad. Berry
hizo ademán de intervenir, pero Rose lo detuvo con un gesto.
Icamani movía el lápiz entre sus dedos buscando el modo más
cómodo de sujetarlo. Su expresión era idéntica a la de la pequeña
Mary, una mezcla de sorpresa y curiosidad. Lo apoyó en el papel y
comenzó a trazar líneas, primero rectas y después onduladas, tal y
como haría un niño con un palo en un suelo de tierra. Poco a poco
esas líneas formaron un dibujo, basto y sin detalle, pero lo
suficientemente claro para que Rose supiese que se trataba de una
de esas tiendas que había visto en el libro de Walter Dawson.
—Tipi —dijo la joven señalándola.
Icamani la miró y, por primera vez desde que estaba allí, había
una expresión de sincera satisfacción en su rostro.
—Tipi —repitió él al tiempo que asentía.
—Espera un momento. —La joven se puso de pie y salió
corriendo de la habitación ante la confusa mirada de Icamani.
Cogió el libro de Dawson de su mesilla de noche y regresó con él
para enseñárselo. Cuando Icamani lo vio en sus manos sintió un
instintivo rechazo, pero Rose ignoró su expresión, lo abrió y pasó las
páginas con rapidez buscando algo.
—Tipi —dijo deteniéndose en un dibujo de Dawson, mucho más
detallado y con decoraciones de colores.
Icamani se puso rígido y un escalofrío recorrió su espalda.
—Tatanka —dijo emocionado—. Tipi de Tatanka.
Rose lo miró confusa, después volvió a mirar el dibujo y leyó lo
que Dawson había escrito debajo: Tipi del jefe Tatanka, de la tribu
de los titonwan.
—Tatanka —musitó al tiempo que miraba a Berry con asombro—.
Este libro habla de su tribu.
El hombre se inclinó sobre la mesa y observó también el dibujo.
Después miró a Icamani que tenía los ojos brillantes y una expresión
feroz en su rostro. Rose también vio el cambio que se había
producido en él y su cerebro trabajaba a gran velocidad tratando de
averiguar qué estaba pensando que lo turbaba tanto. Miró de nuevo
el dibujo.
—¿Te pone triste? —preguntó señalando la tipi.
Acto seguido escenificó con gestos ese sentimiento. Icamani
frunció el ceño y comenzó a hablar en su lengua y Rose solo
entendió Tatanka y tipi lo que la hizo sentir muy frustrada. Cada vez
entendía mejor cómo debía sentirse él cuando ella trataba de
explicarle algo. Se acordó de pronto de que el editor había incluido
un autorretrato del escritor en la edición publicada tras su muerte,
que era la que ella tenía. Pasó las páginas del libro con rapidez
hasta llegar al dibujo y se lo mostró a Icamani.
—Pahaha —dijo él, asombrado.
Después señaló con el dedo el rostro de Dawson y repitió esa
palabra varias veces.
—¿Pahaha? ¿Lo conoces?
—Pahaha. Visita. Pelo… —Movió un dedo haciendo círculos
junto a su cabeza.
—¿Rizado? ¿Pelo rizado? ¡Pahaha es pelo rizado!
Icamani asintió.
—Parece que ese escritor estuvo en su poblado —dijo Berry muy
serio. Aquello estaba siendo todo un espectáculo para un mero
observador como él.
Rose miraba el libro con expresión reflexiva.
—Pahaha es Dawson —dijo en voz alta—. Está claro que conoció
a Andrew. ¿Por qué no habló de él en su libro? Lo he leído varias
veces y no menciona a ningún niño rubio. ¿Cómo pudo dejarlo allí
sabiendo que lo habían secuestrado? Entiendo que no se lo llevara
él mismo, pero ¿por qué no dio parte a las autoridades?
—Quizá la historia que le contaron lo convenció de que era mejor
no decir nada —dijo Berry pensativo.
Rose no se mostró nada convencida. ¿Qué persona en sus
cabales haría algo así?
Icamani pasó las páginas observando los dibujos.
—Mahtos, Oglalahca… —El titonwan fue enumerando las tribus
que reconocía y su entusiasmo al ver aquellas imágenes le hizo
olvidar por unos segundos dónde estaba.
Cuando Rose se levantó de la silla para marcharse Icamani le
pidió que le dejase el libro. Ella se lo entregó con cierto temor, no
quería que lo hiciese pedazos como el otro, pero él lo apretó contra
su pecho y fue a sentarse sobre la alfombra. Lo vio abrirlo con sumo
cuidado y pasar sus páginas como si se tratase de un libro sagrado.
La emoción que emanaba de sus gestos la traspasó y por primera
vez pudo ver al auténtico Icamani.
—Hoy ya no le molestaré más —dijo al despedirse de Berry.
—Señorita Balshaw —la llamó él cuando ya estaba en el pasillo
—. Eso ha estado muy bien.
Rose asintió agradecida y recorrió el pasillo hasta su habitación.
Una vez dentro se apoyó en la puerta cerrada y se deslizó hasta el
suelo presa de una congoja inesperada. Escondió el rostro entre las
manos y lloró.
Al día siguiente se despertó con un ánimo excelente y muchas
ganas de encarar una nueva jornada.
—Buenos días, Clarence —dijo al entrar en el comedor—.
¿Cómo has dormido?
—Muy bien —dijo la nana poniendo un servicio en la mesa—.
Veo que tú has descansado, a juzgar por esa sonrisa.
—Siéntate conmigo, anda, solo hoy. No quiero desayunar sola.
—Berry traerá a Andrew enseguida y nosotros desayunaremos
en la cocina, como corresponde, niña.
—Nanaaa…
Clarence la miró con severidad y Rose bajó la cabeza como
cuando era niña y la reprendía por hacer alguna travesura. La mujer
terminó de servirle y sin decir nada se sentó a la mesa y la miró
expectante.
—Cuéntame lo que quieras, pero no pienso comer nada. Y me iré
en cuanto lleguen.
—Me sentía muy triste por Icamani, pero he decidido que lo mejor
que puedo hacer por él es ayudarle, no compadecerle.
La nana enarcó las cejas.
—¿Qué tienes en esa cabecita?
—No tiene por qué dejar de ser Icamani para recordar a Andrew.
Puede ser ambas cosas. Aquellos titonwan también son su familia y
no tiene porqué renegar de ellos. Voy a averiguar todo sobre su
vida, sobre sus padres, si tiene hermanos, si está casado…
Clarence apretó los labios y negó con la cabeza.
—¿Qué ocurre?
—Descubrirás cosas horribles. ¿Has pensado en ello?
—Sabemos solo lo que cuentan algunos, pero él ha vivido con
ellos. Quizá esos que los pintan como unos salvajes crueles y
desalmados, exageran. O mienten. Dawson dice en su…
—Dawson era un escritor que quería vender su libro, hija, no
puedes fiarte de lo que él dijese. Escúchame, niña. Entiendo que
quieras ayudarlo, yo también quiero, pero debes tener cuidado. Tú
mejor que nadie sabes de lo que es capaz, lo viste con sus propios
ojos. Si no hubieses entrado en aquella habitación ese hombre
estaría muerto y a Andrew lo habrían condenado por asesinato.
—No lo sabemos —dijo reacia—. Se detuvo porque quiso, yo no
podía hacer nada para detenerlo.
—Rose…
—Necesita ayuda para recuperar lo que le quitaron, pero no
podemos obviar estos años y pretender que deje de sentir lo que
siente. Él ama a esas personas, sean como sean sus costumbres.
—¿Y qué harás cuando empecéis a comunicaros y descubras
que esas costumbres te repugnan? ¿Crees que podrás separar esa
parte de él y continuar como si nada?
—Soy más fuerte de lo que crees. Y te lo demostraré. Os lo
demostraré a las dos —dijo pensando en su madre—. No voy a
derrumbarme como una niña mimada y tonta que no sabe lo que
pasa más allá de la puerta de su casa. Yo también tengo cosas que
aprender y si son dolorosas las afrontaré con madurez. Al fin y al
cabo para eso estamos aquí, para aprender de nuestros errores,
¿no es eso lo que siempre me has dicho, nana?
La criada miró disconforme y preocupada. Quería a esa
muchacha como si fuese su hija y lo último que deseaba para ella
era un camino de espinas. Pero era lo bastante vieja para ver el
brillo en sus ojos e interpretar las señales. Las rosas florecerían
pronto y no creía que estuviese preparada para cosecharlas sin
acabar herida por sus espinas.
Colocó el lápiz sobre el papel y comenzó a dibujar. Al terminar se
apartó para que Icamani pudiese verlo con claridad. Había dibujado
a un niño despidiéndose de una niña más pequeña frente a un
carruaje.
—Andrew y Rose —dijo señalándolos.
Él observó la imagen con atención.
—Somos tú y yo. —Lo señaló con el dedo—. Andrew.
—Icamani —negó mirándola muy serio.
—Sí —afirmó ella con rotundidad—. Tú, Icamani. Antes, Andrew.
El titonwan apretó los dientes, pero ella puso la palma de la mano
en su pecho y lo miró a los ojos desde muy cerca.
—Tú, Icamani —repitió muy despacio—. Antes, Andrew.
El rostro de él se fue suavizando, percibía el aroma de su pelo y
lo hipnotizaron sus ojos tan azules. Asintió una vez.
—Antes, Andrew —dijo.
Rose sonrió agradecida.
—Estoy muy contenta. Contenta. —Señaló su sonrisa. Después
se puso seria y sonrió alternativamente para que lo entendiera.
—Contenta —repitió él.
Rose se puso de pie.
—Salgamos —dijo mirando a Berry—. Demos un paseo.
—Su padre…
—Vamos, Berry, mi padre estaría de acuerdo. Hace un día
precioso. Hace frío pero está despejado, aprovechémoslo. Demos
un paseo hasta el bosque de hayas. No son más de dos millas. Nos
sentará bien a los tres.
—Yo salir —dijo Icamani poniéndose también de pie—. Pasear.
—¡Oh! —exclamó ella riendo—. ¿Lo has oído, Berry? ¡Quiere
salir a pasear!
Los dos hombres sonrieron al ver su entusiasmo.
Icamani aceptó ponerse una chaqueta encima de la camisa y
también cedió a los zapatos, aunque le resultaban de lo más
incómodos. Habían desaparecido todas las hojas secas de la
entrada y la casa tenía mucho mejor aspecto. Durante la primera
parte del trayecto Rose no dejó de hablar, era como si estar en el
exterior hubiese quitado el tapón de la botella y sus palabras fluían
sin freno ni medida. Sabía que le hablaba a él y también que era
consciente de que no la entendía, pero por algún motivo eso le
provocó cierta ternura. Entre toda aquella verborrea reconoció el
nombre del escritor y, además, ella añadió Pahaha a ese nombre.
Lo recordaba bien, el hombre de pelo rizado que llegó al
campamento una primavera y se quedó con ellos hasta el otoño.
Tenía un propósito y no le costó ningún esfuerzo amoldarse a sus
costumbres. Eso le enseñó una lección: si quieres ganarte su
confianza, debes actuar como ellos. Él podía hacerlo. Ya lo estaba
haciendo. Observó a Rose. Se sentía orgullosa y satisfecha porque
había conseguido que reconociera que un día fue Andrew. Y su
expresión de satisfacción era como un cuchillo clavado en su pecho
hasta la empuñadura. ¿De qué estaba tan orgullosa? ¿De tenerlo
sometido? Ninguna mujer había mandado jamás sobre él y ahora
tenía que obedecerla como si no fuese más que un esclavo. Si ella
le ordenase arrodillarse a sus pies ¿lo haría? ¿Berry lo obligaría?
Claro que lo haría, no podía engañarse. Que fuesen aparentemente
amables con él no significaba que no fuese su esclavo. Cuando ella
lo miró Icamani intentó sonreír, pero el peso de su corazón no le
dejó resquicio para fingir.
Me odia, se dijo Rose, me odia sin remedio. No puede evitarlo.
Veo cómo se esfuerza. ¿Por qué me odia? No le he hecho ningún
daño y solo me preocupo por su bienestar. ¿No debería
preocuparme? ¿Debería marcharme y dejarlo a su suerte o en
manos de Berry? Quizá todo sea más sencillo de lo que lo hacemos.
Quizá solo habría que subirlo a un barco y enviarlo de vuelta con los
suyos. Los titonwan. Ellos son su familia. Ni siquiera sé si está
casado. Quizá hay una mujer esperándolo. Llorando por su
ausencia, mientras yo estoy aquí empeñada en que aprenda su
antiguo nombre.
El ánimo de los dos fue decayendo hasta que se hizo el silencio y
solo se escuchaban sus pasos. No llegaron hasta el bosque de
hayas, dieron la vuelta mucho antes y la alegría con la que salieron
de la casa se esfumó en un suspiro.
A pesar de sus dudas, Rose continuó con sus esfuerzos por
enseñarle más y más palabras y conceptos, al tiempo que ella
aprendía la lengua de los lakotas. Muchas veces Berry los dejaba
para dar un paseo o charlar con Clarence de algo más animado e
interesante que el nombre de los objetos que Rose dibujaba en su
cuaderno. Las clases se trasladaron a la biblioteca y de ese modo
ella pudo utilizar los libros para mostrarle palabras y dibujos sobre
los que hablar. Sabía que lo primordial era la comunicación y por
eso centró toda su atención en ese tema, hasta lograr una calidad
suficiente como para avanzar hacia otras tareas. Durante ese
periodo surgieron algunos problemas pues el titonwan no tenía
ningún pudor y ponía a Rose en situaciones delicadas.
Icamani señalaba el dibujo en el que se veía a una niña dándole
un beso en la mejilla a un niño.
—Beso —dijo ella un poco cohibida.
—Beso —repitió él.
Ella asintió sin mirarlo, como si estuviese muy ocupada
descifrando el texto al pie del dibujo.
Icamani se inclinó y la besó en la mejilla.
—Yo beso Rose.
—Doy un beso a Rose —corrigió ella con timidez.
—Doy un beso a Rose —repitió.
Entonces cogió su barbilla y le giró la cara hasta tenerla de frente,
inclinó ligeramente la cabeza hacia el lado izquierdo y la besó en los
labios. Fue un beso suave y tan casto como el que le había dado en
la mejilla, pero el corazón de Rose se aceleró de un modo
extraordinario.
—Doy un beso a Rose —repitió de nuevo sin soltar su barbilla y
tan cerca que ella sentía su aliento haciéndole cosquillas en la nariz.
Lo apartó suavemente y se libró de su mano.
—No debes hacer eso nunca más —dijo casi sin voz.
—¿No gustarte?
Ella negó con la cabeza.
—Sí gustarte.
Rose lo miró a los ojos y su respiración era tan superficial que su
pecho se movía a demasiada velocidad.
—No puedes besarme así.
Icamani enarcó las cejas.
—¿Tú tienes hombre? Yo no verlo en tu casa.
—¡Nooo! —Se puso de pie tan roja que le ardía la cara—. No hay
ningún hombre, pero no está bien besar a quién tú quieras. Tienes
que pedir permiso primero.
Icamani se acercó a ella y Rose tuvo que reprimir el impulso de
salir corriendo. Sabía que él no veía nada malo en lo que estaba
haciendo, así que se convenció de que podría encauzar la situación
si se lo hacía entender.
—¿Qué pedir permiso?
—¿Qué es pedir permiso? —lo corrigió de nuevo.
Icamani se quedó esperando la respuesta.
—Antes de besar a una dama se debe hablar con su padre para
poder cortejarla.
—¿Cortejarla? Icamani no conocer esa palabra.
—Significa… —Reflexionó un momento—. Salir a pasear con
ella, visitarla en su casa. Y mucho después de todo eso, podrás
besarla…
—Yo ya pasear con Rose. Y vivir en la misma casa. Ahora besar.
—¡No! —exclamó asustada—. Claro que no puedes besarme.
—¿Por qué?
—Porque no está bien.
—A ti gustar. A mí gustar. ¿Por qué no disfrutar? —preguntó
desconcertado.
Su lógica era aplastante.
—Hay unas reglas que debo enseñarte, pero antes hemos de
poder comunicarnos con mayor fluidez. —Trató de escabullirse—.
Son conceptos muy complejos.
—¿Complejos?
—Difíciles —explicó, nerviosas.
—¿Reglas dicen no besar a Rose?
Ella asintió.
—¿Por eso tú sola? Yo entiendo. Nadie besa Rose. Rose triste.
Aquella lógica la dejó sin argumentos. Después de ese suceso
decidió vigilar muy bien los dibujos que le enseñaba durante sus
clases.
Capítulo 10
Salían a pasar todos los días y a Rose se le ocurrió que quizá le
gustaría montar a caballo. Cuando se lo propuso, Icamani no fue
capaz de disimular su alegría.
—¿Qué hace? —preguntó el titonwan al ver que Alfie ponía la
silla sobre el lomo del animal.
—Está colocando la montura —explicó Berry.
—Icamani no quiere montura.
Frunció el ceño al ver que el mozo de cuadras ataba las correas
sin hacerle caso.
—Le hace daño —insistió.
—No, no le hace daño, está acostumbrado —dijo Berry con tono
amable.
—Acostumbrado a que hagan daño.
Berry negó con la cabeza.
—En realidad la silla lo protege. La fricción de la ropa que llevas
le causaría rozaduras y a la larga, heridas.
—Estos caballos no han sido montados nunca a pelo —dijo Rose
consciente de su incomodidad—. Sería desagradable para ellos.
El titonwan no estaba de acuerdo, pero aceptó lo inevitable y
montó sobre aquella incómoda silla. Lo único que quería era sentir
el aire en su cara y poder galopar y ejercitar sus músculos.
—¿Tú no venir? —preguntó al ver que solo había dos caballos.
—Yo no monto —dijo Berry—. Iréis los dos solos, así que cuida
bien a Rose.
Icamani sonrió y asintió una vez, pero la sonrisa se congeló en su
boca al verla montar a mujeriegas.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Las damas montamos así —explicó sin darle importancia.
Icamani se mostró perplejo, cada vez entendía menos a esos
blancos. Se puso en movimiento sin esperarla. Rose estuvo a punto
de protestar porque él tomase la delantera, pero se mordió el labio
antes de que las palabras salieran de su boca. Era consciente de
que estaba muy contento y no quería estropearlo.
—Hoy demos un paseo tranquilo —pidió ella colocándose a su
lado—. No te alejes de mí. No conoces bien la zona y podrías sufrir
un accidente. —O provocarlo, pensó.
Icamani no respondió. Era un magnífico explorador, podría
galopar por ese camino con los ojos cerrados, pero no estaba
seguro de que le interesara que ella lo supiese. Cada vez que lo
trataba como un niño o como si fuese estúpido, le daba ventaja.
Poco a poco, con el pasar de los días, Rose se fue relajando y
soltando la cuerda invisible que había atado a su cuello. La primera
vez que le permitió alejarse al galope, el titonwan gritó de alegría y
su cuerpo reaccionó con entusiasmo al ejercicio.
Cada vez tenía más soltura en cuanto al lenguaje y ya había muy
pocos conceptos que no entendiese. Podía responder con facilidad
y las propias conversaciones fueron limando las imperfecciones en
su pronunciación.
En sus visitas, Robert fue testigo de los enormes logros que
estaba consiguiendo su hija. Se comportaba de modo adecuado en
la mesa, se vestía correctamente y sus charlas resultaban cada vez
más provechosas. Por ello, el padre de Rose regresaba a casa cada
vez más convencido de que no tardarían mucho en tener a Andrew
de vuelta. Y Felicia hacia planes para el regreso de su hija.
Aquel día de mediados de enero amaneció con un frío intenso
que no mejoró al avanzar la mañana. Rose propuso no salir, pero
Icamani demostró que podía ser mucho más persistente que ella,
alabando los beneficios de resistir las bajas temperaturas y
asegurando que eso fortalecería su espíritu. En realidad, necesitaba
salir a montar. Aquel era el único momento en el que podía recordar
quién era y su mente se llenaba de los momentos felices vividos con
los suyos.
Aquella mañana se sentía melancólico y triste, pero también
asustado. Necesitaba aferrarse a sus recuerdos y en un intento
desesperado por no olvidar, pensó en Oglesa y en las batallas en
las que habían combatido juntos, arco en mano. Recordó cómo
Wiyaka lo había enseñado a usarlo sobre el caballo. Casi podía
sentirlo en su mano igual que sentía la presión en los muslos antes
de disparar, mientras se sujetaba solo con las piernas. Wiyaka…
¿Estaría a salvo? ¿Mahtola estaría a salvo?
La miró a ella de soslayo y una rabia intensa hizo presa de él.
Rose, con su paciencia, su buen carácter y su perseverancia estaba
consiguiendo doblegar su voluntad. Le gustaba escucharla leer y le
maravillaban aquellas historias que leía. Esperaba ansioso que
llegase el momento de ir a la biblioteca y utilizar el lápiz para escribir
o dibujar. Había descubierto que le gustaba dibujar y que tenía una
sorprendente facilidad para ello. Pero lo que más lo asustaba era
sentirse tan bien a su lado. Se descubría a sí mismo estudiando
cada rasgo de su rostro, deleitándose al oírla reír. Y había
empezado a fantasear con tenerla en sus brazos, preguntándose a
qué sabría su boca, deseando rozar la suave piel de su cuello con
los dedos.
Rose lo pilló desprevenido y sus ojos se encontraron sin que
pudiera mudar de expresión. Icamani apartó la vista rápidamente,
consciente de que no había podido esconderle sus pensamientos.
Ella se estremeció y apretó las manos alrededor de las riendas.
¿Qué era aquello que había en sus ojos? No sabía qué clase de
sentimiento podía provocar aquella mirada tan intensa, ni el fuego
que ardía en ella.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó atrevida.
Icamani la miró de nuevo ya recuperado el control de sus
emociones.
—Puedes hablarme de ello. Me gusta cuando me hablas de los
titonwan.
—¿Te gusta? —Entornó los ojos para mirarla con atención—.
¿Qué significa que te gusta?
—Sabes lo que significa. Que me resulta agradable escuchar tus
historias. Cómo era tu vida…
—¿Crees que mi vida es como uno de esos libros que lees?
Rose asintió sincera y a él pareció molestarle. Endureció la
mandíbula y miró hacia otro lado.
—¿Estás enfadado conmigo? ¿Por qué? ¿Qué he hecho?
Querías salir y hemos salido, a pesar de que hace un frío
espantoso.
Icamani sentía que volvía a perder el control. De nuevo esa
dulzura hacia él, como si le importara. ¿Por qué no se limitaba a
tratar de dominarlo? ¿A demostrar que ella tenía un poder sobre él?
¡Era su prisionero! Sin una palabra apretó los muslos y arreó a su
caballo. Rose frunció el ceño y fue tras él.
—¡No vuelvas a hacerlo! —gritó desmontando junto a él—. Ese
caballo no está acostumbrado a correr tanto. Podrías matarlo.
—Es un caballo, han nacido para correr —dijo él con la frente
perlada de sudor—. Y yo soy un titonwan y nací para ser libre.
—Eres libre.
La miró enfadado.
—¿Libre? ¿Esto es ser libre? —dijo señalándola con desprecio—.
¿Tenerte siempre pegada a mí es ser libre?
—¿Tanto te desagrada mi presencia? —preguntó dolida—. Creí
que éramos amigos.
—¿Amigos? Los amigos van donde quieren. A los amigos no se
les dice cómo cabalgar ni hasta dónde pueden ir. —Dio un paso
hacia ella y se inclinó ligeramente—. A los amigos no se los captura
contra su voluntad, se los aparta de su familia y se los encierra.
—Icamani…
—Aquí no eres un prisionero y te lo he demostrado. Si te doy
indicaciones es porque me preocupo por ti.
—¡Deja de preocuparte por mí! —gritó furioso—. Deja de
cuidarme, de tratarme con tanta… tanta…
—¿Qué? —preguntó ella temblando—. ¿Qué es lo que te
molesta tanto de mí? Dímelo para que pueda dejar de hacerlo.
Icamani no respondió, en lugar de eso la agarró por la nuca y la
atrajo hacía sí para besarla. Para su sorpresa, Rose no se apartó y
dejó que su lengua atravesara la barrera de los labios sin oponer
resistencia. El titonwan sintió cómo su enfado desaparecía al tiempo
que su deseo aumentaba y la rodeó con sus brazos para apretarla
contra su cuerpo. La curiosidad de Rose la estaba llevando por una
senda peligrosa, lo intuía aunque no sabía muy bien lo que le estaba
pasando. ¿De dónde procedía aquel ansia desconocida que la
empujaba hacia él? Gimió presa de un gran desconcierto y se le
doblaron las rodillas, pero Icamani la sostuvo sin inmutarse. Hasta
que de repente, recuperó la razón y abrió los ojos asustada. ¿Qué
estaba haciendo? Se apartó de su boca y lo empujó.
—¡No! —exclamó.
Él sonrió burlón.
—¿No qué?
—Esto no está bien.
—¿No está bien que te guste?
Rose se puso completamente roja.
—No vuelvas a hacerlo.
Él siguió sonriendo y ella dio un golpe en el suelo con el pie.
—Eres odioso.
—¿Dejaré de ser odioso si no vuelvo a besarte?
Ella apretó los labios sin decir nada y regresó al caballo. Una vez
montada esperó a que él hiciese lo mismo, pero Icamani se quedó
un momento contemplando el paisaje sin decir nada. De ese modo
Rose puso calmarse y recuperó la compostura. Sin darse cuenta se
llevó los dedos de la mano hasta los labios y los acarició. Icamani
subió al caballo con semblante tranquilo y juntos regresaron en
silencio.
Los días posteriores a ese suceso Rose estuvo inquieta en su
presencia y le costaba enormemente mantener la atención en sus
clases. Constantemente aparecían los labios del titonwan en su
campo de visión o le llegaba su olor provocándole un
estremecimiento.
—Hagamos algo especial —dijo de pronto obligándolo a apartar
los ojos del libro que leía—. Una cena formal. Nos vestiremos
elegantes y le pediré a Clarence que nos haga platos un poco más
elaborados que sorprendan a tu paladar. Y postres, también varios
postres a elegir. Después podemos pasar al salón y tocaré el piano
para ti. Y te enseñaré a jugar a cartas.
Icamani la vio ponerse de pie y caminar de un lado a otro. Miró el
libro de nuevo, le estaba gustando la historia, pero ella parecía
querer seguir hablando.
—Cuando estemos en Londres asistirás a muchos eventos.
Bailes, cenas de gala… Tendrás que saber manejarte en esos lares.
Cuanto antes empecemos, mejor. Tampoco falta tanto para el
verano. —Lo miró un instante, pero enseguida continuó con su
paseo—. En verano es cuando se organizan más bailes. El de los
Crowley es muy sonado. Antes se organizaba aquí, en Blunt Manor.
A mí me gustaba muchísimo venir. Nos quedábamos a dormir y eran
varios días de celebraciones y juegos. Me encantaba. Ahora no me
gusta tanto, pero tendrás que asistir. Todo el mundo querrá
conocerte. Y habrá muchas jovencitas casaderas. Mamá hará
planes para ti, al igual que los hace para mí, estoy segura. De
hecho, no me sorprendería nada que ya tuviese alguna candidata.
—¿Candidata? —Frunció el ceño.
—Para ser tu esposa.
El titonwan no sabía si echarse a reír o enfadarse, así que optó
por mantenerse impertérrito.
—Tienes que aprender a bailar —dijo como si acabase de darse
cuenta—. No sé cómo no lo había pensado, pero es imprescindible.
Le pediré a Berry y a Clarence que nos ayuden.
Icamani vio como caminaba hasta la puerta y salía de la
biblioteca. Durante unos segundos se quedó esperando que
volviese al darse cuenta de que lo había dejado plantado. Pero
después de un rato comprendió que la clase de aquella tarde había
finalizado. Cerró el libro y lo colocó en su lugar en la estantería.
Después se dio la vuelta con las manos en la cintura y sin poder
contenerse rompió a reír a carcajadas.
El titonwan miraba las prendas extendidas sobre el colchón con
expresión abrumada.
—¿Tengo que ponerme todo eso?
—Tranquilo, yo te ayudaré —dijo Berry—. La señorita Rose ha
tenido que explicarme para qué sirve cada cosa, porque yo no soy
un caballero y tampoco había sido nunca ayuda de cámara.
A Icamani empezó a picarle todo el cuerpo solo de pensarlo. Se
agachó y tocó algunas de esas telas. Las había suaves, pero
también recias y no le apetecía nada ponérselas.
—Me parece que es mejor que te lo pongas todo. Las que están
en contacto con la piel son más suaves y evitarán que las otras te
hagan… rozaduras.
—Como la silla al caballo.
—Eso es, muchacho.
El titonwan dejó escapar el aire de sus pulmones de un soplido y
se tumbó bocarriba en el colchón mirando al techo. Aquella hinziwin
no iba a ponérselo nada fácil.
Cuando estuvo completamente vestido, Berry hizo que se mirase
en el espejo y la imagen que vio lo desconcertó. No se reconocía a
sí mismo, pero tampoco le desagradaba del todo. Ahí estaba otra
vez esa parte de sí mismo que detestaba y, de nuevo, Rose era la
culpable.
—Estás muy elegante, muchacho —sonrió Berry—. Todo un
gentleman, sí señor. Compórtate como es debido y sé amable con la
señorita Balshaw. Yo estaré en la cocina con Clarence, los Hartsell y
Alfie, el mozo de cuadras. Nosotros también vamos a disfrutar de
una cena especial.
Icamani ya estaba en el comedor cuando Rose llegó y no pudo
disimular lo impactado que quedó ante su aparición. Nunca la había
visto tan hermosa y delicada. El color azul del vestido hacía juego
con sus ojos y daba a su piel un tono suave y aterciopelado. Sus
mejillas rosadas y su sonrisa sincera fueron el remate que
necesitaba, pero Icamani no pudo evitar fijarse en la cinta de raso
de su cuello y Rose llevó su mano hasta ella de manera instintiva.
Ella también se sintió impresionada por su aspecto. Se había
atado el pelo en una coleta y su rostro le pareció el más perfecto
que había visto nunca. Su mandíbula era contundente y su nariz
dotaba a su rostro de una firmeza corroborada por aquella mirada
intensa y carente de pudor.
—Señorita Balshaw —la saludó besándole la mano.
—Señor Portrey —respondió ella.
Andrew la acompañó hasta la mesa y retiró la silla para que se
sentara. Después fue a su lugar y desdobló la servilleta para
colocarla convenientemente y sirvió el vino en las copas.
Clarence necesitó la ayuda de la señora Hartsell para servir los
platos, pues eran muchos, pero la guardesa parecía encantada a
pesar de ello y Rose supuso que la suculenta cena de la que iban a
disfrutar tenía algo que ver con ello.
—¿Te gusta el pato? —preguntó al ver que mojaba un poco de
pan en la salsa.
—Está delicioso —dijo él.
A Rose le pareció que estaba un poco decaído y quiso
preguntarle el motivo, pero temió que lo pondría en su contra si lo
hacía, así que se contuvo y trató de animarlo con su charla.
Icamani sentía un nudo en la garganta. Aquellos platos eran
exquisitos, pero habría preferido un pedazo de bisonte quemado,
sentado en el suelo junto a Wiyaka. Cada vez que disfrutaba de algo
lo atacaba aquel sentimiento de culpa que le corroía las entrañas.
Miraba aquella cosa de un verde brillante que temblaba en su
plato y su expresión mostraba a las claras lo poco apetecible que le
parecía.
—Es gelatina de menta —dijo Rose divertida—. Pruébala. Está
muy rica. Nadie la prepara como Clarence. Va, pruébala, no seas
cobarde.
Icamani cogió una porción con la cuchara y antes de llevársela a
la boca se le cayó. Volvió a intentarlo y esta vez poniendo mucho
cuidado llegó a su destino. Los ojos del titonwan se abrieron
sorprendidos y antes de decir nada probó otra vez.
—Te gusta —afirmó Rose satisfecha.
Icamani volvió a coger otro pedazo y después asintió una vez con
la cabeza.
—Desde hoy este es mi postre favorito sin duda.
—¿De verdad? —Ahora la sorprendida fue ella.
—¡Mmmm! —Se deleitó y acabó lo que le quedaba—. ¿Puedo
servirme más?
Rose se rio a carcajadas al tiempo que cogía su plato para
ponerle otra porción.
Mientras disfrutaban del postre aprovechó para explicarle de qué
temas podía hablarse durante la cena y de qué temas no. Cómo
debía dirigirse a los anfitriones y cómo atender a los comensales
que tuviese sentados a uno y otro lado y a los de enfrente. Andrew
escuchó atentamente, pero lo cierto es que se sintió aliviado cuando
pasaron al salón y Rose le ofreció un oporto.
—¿Quieres quitarme el alma? —preguntó él muy serio.
—¿Quitarte el alma? No te entiendo —dijo sosteniendo la copa
en el aire a la espera de que él la cogiera.
—Esa bebida roba la inteligencia y convierte a un guerrero en un
niño.
Rose miró el vino y comprendió a lo que se refería.
—¿Te refieres a un borracho? Pero eso no pasa si solo bebes
una copa. Tomándolo en su justa medida produce un efecto
beneficioso y agradable.
Icamani sonrió divertido.
—¿Te estás riendo de mí? —preguntó ella moviendo la cabeza
en señal de reproche.
—Me gusta mucho —dijo él, y Rose no supo si le gustaba el
oporto o reírse de ella.
Se sentaron uno frente a otro en sendos sofás. Debían esperar a
que los demás cenasen antes de proceder con la clase de baile.
—No sé si los titonwan celebráis vuestro cumpleaños. Me
explicaste que vosotros contáis los inviernos.
Icamani negó una vez con la cabeza.
—No celebramos cumpleaños.
—Para nosotros el día en que nacemos es muy importante —
explicó Rose—. Cada año lo celebramos haciendo una fiesta o
recibiendo regalos. Hoy es mi cumpleaños y cumplo diecinueve
años.
—Yo tengo veintidós inviernos —dijo él—. No sé día qué nací,
pero mi padre calculó que tenía cinco inviernos cuando llegué a la
tribu.
Rose negó con la cabeza.
—Naciste en primavera —explicó poniéndose seria—. Y tenías
seis años cuando hiciste ese viaje con tus padres. En realidad tienes
veintitrés años y la próxima primavera cumplirás veinticuatro.
Icamani miró su copa y se removió incómodo en el sofá. Empezó
a molestarle la ropa y estar allí sentado con aquella copa en la
mano. Tiró del pañuelo del cuello para aflojárselo, pero el nudo se
atascó.
—Déjame a mí —dijo Rose poniéndose de pie.
Dejó la copa en una mesita y se sentó junto a él en el sofá.
Desanudó el pañuelo y lo aflojó apartándolo de su cuello.
—¿Mejor así?
Estaba tan cerca de él que Icamani pudo ver las chispas oscuras
de sus ojos. Su olor, fresco y suave, despertó sus sentidos. Hacía
mucho que no tomaba a una mujer y en ese momento deseó
hacerla suya. Quizá eso habría ayudado a levantar su ánimo.
Rose sintió aquella electrizante sensación y posó la mirada en su
boca mordiéndose el labio inferior.
—¿Por qué no estás casada? —preguntó muy serio.
Rose apartó la mirada, incómoda y se encogió de hombros.
—¿No quieres un hombre?
—Bueno, yo… —No sabía cómo salir de aquello—. Es que no…
—¿Hay algo malo en ti? —La señaló de arriba abajo—. ¿Todo
funciona bien?
Rose abrió la boca sorprendida y ofendida a partes iguales. Le
costó un momento recordar con quién estaba hablando.
—Claro que funciona todo bien. Solo tengo diecinueve años, ¿por
qué habría de tener prisa en casarme? ¿Con cuántos años se casan
las mujeres titonwan?
—Depende. Algunas con catorce inviernos otras con dieciséis…
Rose abrió los ojos como platos. ¿Catorce años? Ella con catorce
años no pensaba en esas cosas. ¡Dios Santo! Pero si casi no lo
pensaba ni con los diecinueve que acababa de cumplir.
—Serás vieja cuando tengas hijos.
La expresión del titonwan era de tal naturalidad que resultaba
evidente que no pretendía ofenderla, tan solo mostraba su
desconcierto por unas costumbres que no entendía. Y Rose se lo
repitió una y otra vez en su cabeza, aunque le estaba costando
aceptarlo.
—Mi madre estaría de acuerdo contigo —murmuró.
—Tu madre es una mujer sabia.
Rose no se esforzó más en disimular que la estaba molestando.
—Estás siendo desagradable conmigo. Este no es el trato que
una dama espera recibir de un caballero.
Icamani le sostuvo la mirada.
—¿Por qué soy desagradable?
—Porque me haces sentir incómoda.
—¿Qué es exactamente lo que te hace sentir incómoda? ¿Qué te
hable de matrimonio?
—Un hombre no debe hablarle de estos temas a una señorita —
insistió—. No es nada galante.
—¿Qué ser galante?
—Ser delicado, amable. Hacer que tu pareja se sienta cómoda.
Hablarle de temas triviales que no la hagan sentir que está siendo
juzgada.
—Muéstramelo —pidió él poniéndose de pie.
Rose lo miró confusa.
—Vamos, será divertido —la animó—. Yo haré de ti y tú de mí.
Rose se puso de pie dudosa, pero finalmente sonrió nerviosa y
asintió.
—Está bien. Pongamos que acabamos de encontrarnos en una
fiesta —aclaró—. Que alegría verla, señorita Rose, está usted
espléndida esta noche. ¿Me concederá el placer de bailar conmigo?
Si no es que ya tiene completo su carné para esta noche, claro.
—¿Y tú qué le dirías? —preguntó él.
—Pues… Señor Rimfomflem, es usted un adulador —sonrió
coqueta—. Sí, por supuesto, bailaré con usted. —¡Oh! —exclamó
cambiando de personaje—. Acaba usted de alegrarme la noche,
señorita Rose. ¿Le apetece que vayamos a buscar un pastelito de
guirlache? Están deliciosos.
Hizo como si caminase junto a alguien y Andrew rompió a reír a
carcajadas.
—¿De verdad pretendes que haga eso? —preguntó sin dejar de
reír—. ¿Pastelito de guirlache?
Las carcajadas resonaron por toda la habitación y acabaron por
contagiar a Rose.
Cuando dejaron de reír Icamani la miró burlón.
—¿Nunca te habían besado antes? —afirmó rotundo.
—¡Andrew! —exclamó anonadada—. ¿Es que no has entendido
nada?
El titonwan no dejó de mirarla con aquella insistencia tan molesta
que hacía que no pudiese ignorarlo.
—Responde a mi pregunta —ordenó.
Ella levantó el mentón con arrogancia.
—Por supuesto que sí.
—¿Quién? —preguntó él rápidamente.
—Jack Chesterton.
—¿Jack Chesterton era tu cortejador?
Rose sonrió ante aquella palabra inventada.
—No.
—¿Por qué te besó?
Ella se encogió de hombros y trató de volver al sofá, pero él la
sujetó del brazo y se lo impidió.
—¿Por qué?
—Porque quiso —dijo librándose de él.
Icamani frunció el ceño.
—¿Qué más hizo Jack Chesterton porque quiso?
Rose volvió a intentar darse la vuelta y esta vez él la sujetó por
ambos brazos obligándola a mirarlo.
—Rose...
—No hizo nada. Solo… No quiero hablar de eso, fue muy
desagradable.
Él apretó los labios sin dejar de mirarla.
—Está bien. —Sacudió los brazos para que la soltara—. Me
arrinconó contra la pared y no… dejaba que me apartara.
Sus mejillas rojas resaltaban la mirada furiosa que trataba de
ocultar.
—¿Él te obligó?
—Me obligó a quedarme allí hasta que me soltó, sí.
Icamani la soltó con los ojos muy abiertos y dijo una ristra de
palabras en la lengua lakota con tono iracundo.
—¿Está muerto? —preguntó de nuevo visiblemente nervioso—.
¿Sufrió antes de morir?
—¿Qué? ¡No!
—¿Tu padre no lo mató después de que él te tomara por la
fuerza?
Rose empalideció horrorizada.
—¿De qué estás hablando? No me… tomó… Yo no…
El titonwan se detuvo en su irritado vaivén y la miró
desconcertado.
—Has dicho que te obligó.
—Me obligó a quedarme allí mientras me besaba, pero no pasó
nada más. ¡Dios mío, no! —dijo con un escalofrío de repugnancia—.
Chesterton es despreciable, pero no creo que fuese capaz de llegar
a eso.
Icamani se apartó el pelo de la cara. Se le había deshecho la
coleta.
—¿Por eso no te gusta ningún hombre? ¿Por culpa de ese
Chesterton?
—La mayoría de las veces, eso no importa. Quiero decir que en
nuestra sociedad no es importante si a una señorita le gusta o no le
gusta su pretendiente. Nosotras no elegimos con quién nos
casamos, son nuestros padres los que buscan un candidato. Parece
ser que ellos saben mejor lo que nos conviene y lo único que
debemos hacer nosotras es esforzarnos en complacerlos.
Desvío la mirada de aquellos ojos que la escrutaban como si
pudiesen entrar en su cerebro y ver todas las palabras que se
callaba. Aun así siguió sintiendo su escrutinio y el calor volvió a sus
mejillas poniéndola en evidencia.
—¿A tus padres les gusta ese Chesterton? ¿Por eso él te besó a
la fuerza?
Rose negó con la cabeza.
—Jack Chesterton es el prometido de mi prima Belinda.
De nuevo el ceño del titonwan mostró su confusión y Rose
suspiró deseando terminar con aquel tema que le resultaba tan
desagradable.
—Pidió su mano después de aquello.
—¿Por qué querría solo su mano? —preguntó él incrédulo.
—Es una forma de hablar. Cuando un caballero pide la mano de
una joven lo que está pidiendo es permiso para casarse con ella.
El titonwan asintió una vez en señal de que por fin lo había
comprendido.
—Entonces si un hombre quiere yacer con una mujer, debe pedir
su mano.
Rose se sonrojó de nuevo y desvió la mirada, mientras se
preguntaba mentalmente ¿cómo habían llegado hasta allí sin
detenerse?
—Yo quiero yacer con Rose —dijo él con expresión calmada—.
¿Tú lo deseas?
—Dios mío —musitó ella sin dar crédito a lo que acababa de
escuchar.
Miró a su alrededor como si quisiera asegurarse de que nadie
más lo había oído por accidente y respiró aliviada al ver que
Clarence o Berry no había aparecido de repente sin que ella se
percatase. Respiró hondo y lo miró severa.
—Escúchame, Icamani. Nunca, jamás debes decirle algo así a
ninguna mujer. Si alguien te oyese hablarme de este modo no me
permitirían estar a solas contigo nunca más. Eso es del todo
inaceptable, ¿me oyes? Una mujer solo yace con su esposo y tú no
eres mi esposo.
—¿Esposa es wakanka?
Ella lo miró sin saber qué responder.
—Wakanka, la que está por encima de todo —explicó él.
Rose sintió un temblor en el corazón. Era un modo precioso de
decirlo. Asintió repetidamente.
—A veces la mujer titonwan elige esposo. A veces eligen sus
padres por ella.
Rose sonrió al tiempo que asentía.
—Veo que la vida de vuestras mujeres no se diferencia tanto de
la nuestra. —Era el momento de preguntarlo—. ¿Tú tienes esposa?
Icamani negó una vez y su expresión se endureció.
—Ya no. Tatewin murió.
Un dolor punzante e incomprensible atravesó el pecho de Rose.
—Lo siento —dijo sincera.
—Un wasicun regaló a nuestras mujeres mantas con el espíritu
de la muerte. Las que utilizaron esas mantas enfermaron y en pocos
días murieron. La luz de los ojos de Tatewin se apagó y me dejó
solo… —Iba a mencionar a Mahtola, pero se detuvo en el último
momento.
—¿El hombre que os dio las mantas se llamaba wasicun?
Icamani negó brevemente con la cabeza.
—Wasicun. Hombre blanco. Un comerciante al que le vendíamos
nuestras pieles.
Rose ahogó una exclamación.
—¿Por qué hizo eso?
—Mal año. Pocas pieles.
—Dios mío… ¿Y mató a esas mujeres solo por eso?
—El hombre blanco es codicioso, siempre quiere más.
—¿Qué significa Tatewin? —preguntó Rose esforzándose en
contener las lágrimas.
—Mujer del viento.
Capítulo 11
—¿Estáis listos?
Berry y Andrew estaban en el centro del salón y en posición de
inicio. Habían retirado todos los muebles que estorbaban mientras
Rose se sentaba al piano. Andrew miraba a su oponente con
expresión confusa.
—¿Entonces yo soy la mujer? —preguntó Berry con el ceño
fruncido—. Pero si soy el más grande de los dos. ¿No tendría que
ser el hombre?
—Andrew será el hombre en el baile, Berry, debe aprenderse su
papel.
—Espero que vuestras mujeres sean más agraciadas que este
pte —dijo usando el nombre que los titonwan daban al bisonte.
Rose escondió una sonrisa y comenzó a tocar un vals.
—Un, dos, tres. Un, dos, tres —contaba Berry.
—No os miréis los pies. Cabeza erguida.
—¿Cómo no voy a mirármelos? Si Berry me pisa me aplastará un
dedo.
—No voy a pisarte, por eso vigilo.
—Vamos, vamos, poned atención en la música.
Andrew cerró los ojos para intentar imaginarse que bailaba con
una mujer y poder así centrarse en escuchar la melodía.
—¡Me has pisado! —exclamó Berry soltándolo—. Menudo
zoquete, bailar con los ojos cerrados...
—¿Yo zoquete? Estoy intentando no verte la cara.
La puerta del salón se abrió y apareció Clarence. Se paró en
seco al ver la escena y rompió a reír a carcajadas.
—¿Qué se supone que estáis haciendo?
—Rose quiere enseñar a bailar a Andrew —explicó Berry.
—¿Y tú eres su dama? —La mujer no pudo contener la risa y los
dos hombres se separaron enfurruñados—. ¿Cómo se te ha
ocurrido, niña? ¿A quién sacará a bailar? ¿A la tía de Chesterton?
Escuchar ese nombre atrajo la atención de Icamani.
—Anda, levanta —dijo la nana acercándose al piano—. Yo tocaré
y tú bailarás con él.
Rose obedeció y Berry se apartó con una enorme sonrisa de
alivio.
—Tú puedes servirte una copita de oporto, Berry —dijo la mujer
antes de poner manos a la obra.
Los bailarines se situaron correctamente y la música empezó a
sonar. Andrew fijó la mirada en ella y sonrió al ver cómo se
esforzaba en evitar que sus ojos se cruzaran. También percibía la
resistencia que ofrecían sus brazos para evitar un acercamiento por
su parte. Eso lo divirtió porque ese gesto decía más de lo que ella
hubiese querido. La atracción que sentía hacia él era tan evidente
que el titonwan comprendió que se le entregaría sin apenas
esfuerzo por su parte. Arrastró suavemente la mano por su cintura
hasta acariciarle la espalda cuando Clarence no podía verlo. Rose
miró a Berry y a su nana con preocupación, pero la mujer tenía la
vista fija en la partitura y Berry contemplaba el cielo a través de la
ventana. Miró a Andrew furibunda y dijo que se estuviese quieto sin
emitir sonido. El titonwan leyó sus labios y sonrió satisfecho. Lejos
de obedecer, siguió jugando con los dedos en su espalda.
—Perfecto, nana —dijo cuando ya no pudo aguantar más y se
separó de él con cierta brusquedad—. El vals lo domina lo
suficientemente bien. Ahora deberíamos practicar bailes de pasillo,
que requieren algo más de esfuerzo.
—Para eso hacen falta más bailarines —dijo Clarence pensativa
—. Por lo menos dos. Iré a buscar a Lucy.
Cuando se quedaron los tres solos, Berry miró su copa de oporto
y arrugó la expresión con disgusto. Entonces se le ocurrió la
solución a sus cuitas.
—Creo que lo más adecuado sería que el señor Hartsell baile con
su esposa —dijo al tiempo que dejaba la copa sobre un mueble—.
Iré a ver si lo convenzo. No tardaré.
Salió del salón dejándolos solos y Rose aprovechó para mirar a
Andrew con severidad.
—No vuelvas a hacer eso.
Él sonrió con expresión burlona.
—¿Tanto te gusta?
Ella lo miró fingiendo sorpresa.
—¿Gustarme? No sé de dónde sacas eso, pero estás muy
equivocado. Bailar un vals es un a...
Se acercó peligrosamente a ella y Rose dio un paso atrás sin
poder contenerse.
—Estoy deseando bailar contigo delante de todos. Será muy
divertido ver cómo tratas de escapar de mis brazos.
—Cuando eso ocurra tendrás muchas jóvenes con las que bailar
y no tendrás ganas de jugar conmigo.
—Me parece que sí voy a tener ganas de jugar contigo, Rose.
Se le secó la garganta y sintió que le faltaba el aire.
—Hace mucho calor en este salón. Esa chimenea tiene unos
troncos demasiado grandes —dijo fingiendo que se alejaba de ella y
no de él.
—Si fueses una titonwan ya te habría convertido en mi esposa.
Se giró hacia él con mirada hostil.
—Pues es una suerte que no lo sea.
Andrew dio un paso hacia ella y Rose retrocedió chocando con el
banco de piano y perdiendo el equilibrio. Él evitó que se cayera
sujetándola con firmeza entre sus brazos. Aspiró el aroma que
desprendían sus cabellos y se inclinó peligrosamente. Rose lo
empujó con determinación apartándolo y se alejó caminando
presurosa hasta la ventana. El corazón le latía desbocado y se
sentía mareada. Cuando escuchó voces tras la puerta se puso a dar
pasos de baile ante la burlona mirada del titonwan.
—¿Ves? Este es el segundo paso que se re… ¡Oh, por fin! Creí
que tendría que bailar sola todo el rato.
—Descansa un poco, niña, pareces sofocada —dijo Clarence
moviendo la cabeza.
Rose se abanicó con la mano y Andrew rompió a reír a
carcajadas
Rose apenas pudo dormir esa noche. Al principio estaba
enfadada, después asustada y finalmente triste. Pasó por todos
esos estados de ánimo saltando de uno a otro durante horas. Pero
el que se quedó en su corazón hasta que amaneció fue la tristeza y
un extraño e incomprensible sentimiento de culpa. Al pensar en
Tatewin lloró y se compadeció profundamente de ella. Pero también
de sí misma. Estando sola no podía negar sus propios sentimientos
y saber que él había pertenecido a otra hacía que le doliese el
corazón.
—Eres ridícula, Rose. Completamente ridícula. ¿Qué creías que
iba a pasar? Solo siente un interés físico por ti. Como el que sentía
Chesterton. ¿Crees que le interesas lo más mínimo? Es un titonwan
y en cuanto tenga oportunidad se irá de aquí y no se acordará ni de
que existes. ¿No lo viste cuando se marchó de Londres? No le
importó en absoluto que tú no estuvieras a su lado. ¿Crees que ha
cambiado algo porque te besó?
Se tocó los labios con los dedos y los apretó contra ellos tratando
de recordar lo que sintió. Pero aquellos dedos no eran su boca,
cálida y dulce. Sacudió los puños enfadada y se acercó a la ventana
abriéndola de par en par. El intenso frío la dejó helada en pocos
segundos y tuvo que cerrar de nuevo temblando.
—Es Icamani, no debes olvidarlo. No importa que se vista como
un caballero ni que sepa con qué tenedor se come el pescado.
Sigue siendo un titonwan. Un salvaje —dijo con rabia—. Capaz de
matarte y de arrancarte la cabellera si considera que eres su
enemiga.
Las lágrimas la cogieron por sorpresa y trató de detenerlas sin
éxito. Se metió en la cama y escondió la cara en la almohada para
ahogar los sollozos. Se sintió tan insignificante como una hoja seca
flotando en las frías aguas del lago.
Clarence la observaba mientras colocaba unas flores en el jarrón
del salón. Rose canturreaba al tiempo que movía los pies. En un
momento estaba eufórica y al siguiente languidecía en un sillón con
la mirada perdida en quién sabe qué pensamientos. Hacía días que
la nana se había dado cuenta de lo que ocurría y había estado a
punto de hablarlo con Robert en su última visita. Si no lo había
hecho era por una cuestión de confianza. Rose se sentiría
traicionada.
—Niña, ven, siéntate un momento conmigo —pidió la mujer
desde el sofá en el que arreglaba la costura de unos guantes que se
había descosido.
La joven dejó las flores sobre la mesa y fue a sentarse con ella.
Vio la preocupación en sus ojos y frunció el ceño.
—¿Qué ocurre, nana? ¿Problemas con la señora Hartsell? Pensé
que al contratar a su hija se había calmado.
—No es por Lucy. Es por ti por quién estoy preocupada.
—¿Por mí?
—Escúchame, Rose. —La cogió de las manos—. Ese muchacho
no es para ti.
La sonrisa se congeló en sus labios y la alegría de sus ojos se
apagó de golpe. Apartó las manos con suavidad.
—No sé de qué hablas, nana.
—Sí lo sabes. He visto cómo brillan tus ojos cuando le miras. Y
cómo se llenan de lágrimas de repente.
Rose respiró hondo y centró la atención en sus dedos.
—No quiero que sufras.
Miró a la mujer con tristeza.
—¿Por qué no, nana? Al menos así siento algo.
—No digas eso. Eres muy joven.
—Cuando regresemos a Londres tendré que aceptar las
atenciones de los jóvenes que mamá elija para mí. ¿Crees que eso
me hará más feliz?
—Andrew no es un caballero. Ha vivido…
—¡Lo sé! —la interrumpió enrabiada—. Y sé que, igual que tú, los
demás tampoco dejarán que lo olvide.
—¿Crees que él quiere olvidarlo? Rose, se siente orgulloso de
ser quien es. No va a renegar de ello. Finge ser como tú, pero nunca
lo será realmente. Tú lo viste aquel día, sé que no lo has olvidado.
Rose se levantó de golpe y se apartó de ella con nerviosismo.
—Escúchame, sabes que solo hablo por tu bien —insistió
Clarence—. ¿Te ha contado lo que hacen para demostrar su
hombría? ¡Tienen que matar a otro ser humano! ¿Crees que le
importarían tus creencias? ¿Qué respetará los valores cristianos
después de eso? Esas cosas no se pueden olvidar porque aprendas
a usar los cubiertos o cómo se debe hablar en una reunión. Ha
torturado a personas y disfrutado con ello.
—¡Basta! —pidió Rose conteniendo las lágrimas.
—Estoy segura de que hay una parte buena en él —afirmó la
mujer—. La he visto. Pero ¿cómo estar seguras de que será lo
bastante fuerte como para hacerle olvidar todo lo que ha vivido?
¿Qué pasará si un día hace daño a alguien? ¿Si ese alguien eres
tú?
Rose la miró horrorizada al escuchar en su boca lo que ella
misma había pensado. Se había sentido fatal consigo misma por
habérselo cuestionado. Jamás me haría daño, dijo para sí, él no es
así.
—Nuestros valores cristianos no valen nada si no somos capaces
de creer en la redención.
—¿De verdad crees que Andrew volverá? Dime la verdad, niña.
Rose se limpió una lágrima furtiva con rabia.
—No lo sé —dijo sincera—. Pero voy a intentarlo con todas mis
fuerzas.
Salió del salón sin esperar respuesta. Clarence se levantó del
sofá y se dispuso a terminar de arreglar las flores que habían
quedado esparcidas sobre la mesa. Suspiró con tristeza, estaba
claro que Rose no iba a cejar en su empeño y también que sus
mayores temores se habían confirmado. Estaba enamorada y no
comprendía lo peligroso que era eso para ella. Lo vulnerable que
era frente a él. Un cordero tratando de dominar a un lobo.
Mientras escuchaba a Berry hablar de sus hijos Icamani sintió un
pellizco en el corazón. Hacía muchas lunas que no veía a Mahtola,
pero su hijo seguía presente en su pecho como una losa de piedra
que apenas lo dejaba respirar. Cuando lo separaron de él sus ojos
tenían ya el brillo de la curiosidad y pronto empezaría a querer saber
el porqué de todo lo que le rodeaba. Se le retorcían las entrañas al
pensar que él no estaba allí para responder a sus preguntas. Sabía
que todo el poblado estaría cuidando de él y su padre se encargaría
de que no lo olvidase… Si Wiyaka estaba vivo. Otra duda que
reconcomía su corazón sin que nadie pudiese calmarla.
—Casarme con Lena fue la mejor cosa que hice en mi vida. Y
podía haberlo estropeado todo, porque yo era un tarambana de
mucho cuidado. —Vio la expresión confusa en el rostro del titonwan
—. Un mujeriego, que me gustaban mucho las mujeres, vaya. Al
principio no tenía intención de casarme, Lena me gustaba más que
las otras, pero renunciar a todas para quedarme solo con una…
Cuando la dejé preñada tuve que tomar una decisión. Si no me
casaba con ella los condenaba a los dos a una mala vida. Ninguna
casa decente la contrataría y todos le darían la espalda. Y mi hijo
sería un bastardo que iría por el mal camino. Así que me casé. Y fue
la mejor cosa que he hecho en mi vida —repitió.
Icamani lo miraba con el ceño fruncido y expresión interrogadora.
Berry suspiró, a veces se le olvidaba quién era.
—En todos los países civilizados, las mujeres que se entregan a
un hombre sin estar casadas, son unas unas furcias. Putas. Mujeres
de mala vida.
Icamani asintió una vez. Un titonwan podía tener varias mujeres,
pero ellas solo podían disfrutar de un marido. Si una esposa era
repudiada, quedaba marcada de por vida. Solo la viuda podía volver
a casarse sin problemas siempre que hubiese un hombre que la
aceptase.
—¿Y qué les pasa a esas furcias?
—Se convierten en unas apestadas. Y en esto no hay diferencia
entre clases, da igual si es una señorita de familia bien o una pobre
sin dinero. Si se deja manosear por un hombre que no es su marido
la despreciarán. En el caso de la gente de postín también la familia
de la joven se verá mancillada por la culpa y les harán el vacío.
Icamani entornó los ojos pensativo. Berry siguió hablando durante
un buen rato mientras la mente del titonwan trazaba líneas claras y
muy marcadas en su plan maestro. Sin saberlo, su amigo acababa
de darle una nueva arma que sería su decisión utilizar o no.
El titonwan era un excelente jinete. La primera vez que lo vio
cabalgar a gran velocidad se quedó sin palabras. Era capaz de
descolgarse de su caballo por un lado, incluso de ponerse de pie en
plena carrera sin que el animal lo desmontara. Sus acrobacias la
hicieron aplaudir como una niña en un espectáculo de circo. Era
muy emocionante verlo y para él resultaba vigorizante y lo ayudaba
a calmar su nostalgia.
Aquella mañana salieron a montar como todos los días, pero
Rose estaba seria y meditabunda. Icamani sonrió y sus ojos la
miraron como un tigre mira a su presa valorando si era el momento
de atacar. Vulnerable, se dijo satisfecho. La charla con Berry había
despertado en él un instinto salvaje y primitivo. Por un lado, el deseo
que contenía entre sus piernas era cada vez más difícil de dominar
y, por otro, saber que si daba salida a sus anhelos podría degustar
el dulce sabor de la venganza.
Cuando llegaron frente al lago propuso bajar del caballo y
contemplar las vistas. Rose aceptó, ajena por completo a las
elucubraciones del titonwan.
—¿Te ocurre algo? —preguntó jugando con las riendas.
Rose soltó el aire de golpe, pero no dijo nada.
—Entonces es por mi culpa, ya que no quieres hablar de ello
conmigo —dijo Icamani después de un minuto en silencio.
—He discutido con Clarence esta mañana. —Se giró hacia él—.
Y sí, ha sido por ti, aunque no sea culpa tuya.
—¿He hecho algo malo?
¿Ser un indio salvaje te parece algo malo?
—¿Cómo demuestran su hombría los titonwan?
—¿Qué? —preguntó desconcertado—. ¿Esa es la causa de
vuestra discusión? No entiendo qué interés puede tener tu nana
en…
—¿No quieres responderme? —lo cortó seca—. Yo quiero
saberlo. Quiero saber todo de tu vida con los…
—¿Salvajes?
Rose se encogió de hombros.
—Iba a decir titonwan. Tienes tantos prejuicios como nosotros —
masculló bajando el tono.
—Hay muchas formas. —Decidió responder a su pregunta—. La
primera vez que matamos un pte, vosotros lo llamáis bisonte. La
primera vez que hacemos una incursión contra un enemigo. Cuando
tomamos a una mujer…
—¿Cuando dices incursión te refieres a matarlo?
Él asintió una vez.
—Si es necesario.
—¿Alguna vez no lo es? —preguntó con rabia.
Volvió a asentir de igual forma.
—Cuando atacamos a cazadores, esperamos a que hayan
abatido a sus presas y cuando se disponen a prepararlas para el
traslado al campamento, hacemos la incursión. La mayoría de las
veces eligen perder la comida y salvar la vida.
—¿Has matado a muchas personas?
Icamani notaba su hostilidad creciente.
—No las he contado.
—¿Disfrutabas al hacerlo?
Por fin comprendió a dónde quería llegar.
—Eso lo que hacemos los salvajes. —Entornó los ojos con
mirada gélida—. Matamos y disfrutamos descuartizando a nuestros
enemigos. Es un deporte, como vuestro criquet, chapotear en su
sangre mientras su espíritu se pierde en la nada. ¿No quieres
preguntar si nos comemos su corazón después de arrancarlo con
nuestras propias manos?
Ella no pudo disimular el horror y el asco que esa imagen le
produjo.
—No puedes bromear sobre algo así. Ni siquiera tú puedes ser
tan cruel —musitó.
—¿Bromear? —Había dureza en su mirada y su cuerpo tenía una
posición agresiva—. ¿Quién está bromeando? Nunca he hecho
nada de lo que deba avergonzarme. Cuando un titonwan mata no es
por placer sino por necesidad. Que eso aporte honor al guerrero no
significa que disfrutemos con ello. No sentimos compasión por un
enemigo abatido. Si lo merece tiene nuestro respeto y si no nuestro
desprecio.
—¿Por qué no matarlos y ya está? ¿Por qué tenéis que
arrancarles la cabellera o…? No puedo decirlo en voz alta… —
musitó aterrada.
—Las cabelleras son para demostrar que hemos cumplido una
venganza —explicó con voz áspera—. Las presentamos ante
nuestro pueblo para que sepan que ya podemos vivir en paz. Los
wasicun no arrancan cabelleras, pero son tan crueles como pueda
serlo cualquier tribu. La única diferencia es que a ti no te importa lo
que hagan con nosotros.
—Eso no es cierto —dijo molesta—. Te he demostrado que…
—¿Qué me has demostrado? —la cortó acercándose tanto a ella
que pudo sentir su aliento en la cara—. No me has demostrado
nada. Estás aquí para domesticarme, para convertirme en la
persona que todos queréis que sea. No te importa cómo me siento
ni lo que deseo, tan solo quieres cumplir tu misión y recuperar a ese
Andrew al que tanto añoráis todos.
Rose dio un paso atrás inconscientemente. Icamani apretó los
puños al ver temor en sus ojos. Por algún motivo que no se paró a
analizar aquella reacción lo desbordó sin remedio. Toda su
contención y resistencia se evaporaron como por ensalmo y una
furia primitiva se apoderó de él.
—Desde que me capturasteis no he escuchado otra cosa que la
palabra salvaje, pero ¿quién es de verdad el salvaje? Los sicangu
mataron a los que vosotros llamáis mis padres, pero no vinieron
aquí a buscarlos, defendían a los suyos. Querríais poseer la tierra,
el agua y el cielo, queréis todo lo que veis como si estuviese ahí
solo para vosotros. Los árboles son vuestros, el río que fluye sin que
nadie lo gobierne es vuestro. Todo es vuestro. Y si no os lo dan, lo
robáis. Matáis para coger la piedra dorada que siempre había
estado ahí sin causar daño alguno. Un titón mata para comer, para
salvar a su pueblo, para defenderlo y protegerlo.
Rose lo miraba con el corazón estremecido. Icamani tenía los
ojos en llamas y todo su cuerpo desprendía una energía abrasadora
que contagió su espíritu.
—Los titonwan me acogieron. Wiyaka se convirtió en mi padre, mi
protector. Me enseñó todo lo que sé y me amó como se ama a un
hijo. Mi pueblo me aceptó a pesar de que mi pelo contuviese los
rayos del sol y en nada se pareciese mi rostro a los suyos. Me
trataron como uno más, con respeto, dándome siempre la
oportunidad de demostrar mi valía. Vosotros me arrancasteis de mi
hogar, me tratasteis como a un perro. Me golpeasteis y humillasteis
tratando de doblegar mi espíritu. ¿Salvaje? —gritó con voz profunda
—. Un titonwan jamás mataría a una mujer con las malas artes que
usaron los wasicun para matar a las nuestras. Sois mezquinos y
cobardes.
—Tú también eres un wasicun —dijo ella temblando—. Eres
Andrew por más que te empeñes en negarlo, hijo de Anthony
Portrey y Leslie MacDonald. Tus padres no querían robarle la tierra
a nadie y jamás habían hecho daño a ningún ser vivo. Si fueron allí
fue para evitar que engañaran a esos indios a los que tanto
defiendes. Es verdad, ellos cuidaron de ti, pero lo hicieron después
de matar a tu familia. Y seguro que lo hicieron de un modo cruel y
salvaje. Sí, salvaje, ¡salvaje! —gritó—. Solo por el color de su piel y
de su pelo, ese que dices que aceptaron en ti.
El cuerpo de Icamani estaba tenso como la cuerda de un arco
antes de disparar la flecha. Rose vio paralizada como empezaba a
hablar al tiempo que se despojaba de su ropa, como si con ello se
librase de todo lo que no le pertenecía. Todo lo que no quería de
ellos.
—Soy Icamani, hijo de Wiyaka. De la tribu de los titonwan.
Hermano de los lakotas. Guerrero de mi pueblo. Y, tú, mujer, no
podrás doblegar mi espíritu, por mucho que lo intentes.
Extendió la mano y la agarró del pelo atrayéndola hacia sí. La
besó con furia, sin contención. Debía dominarla, someterla hasta
aniquilar su fuego para que no pudiese consumirlo en él.
Rose sintió que caía desde muy alto y se agarró a él como su
única salvación. Dejó que la arrastrara hasta el bosque sin apartar
su boca. La estaba devorando, su lengua se movía ávida y exigente
reclamándola por entero. La tumbó en el suelo y sintió su mano bajo
la falda, no podía reaccionar, estaba completamente paralizada.
Icamani consiguió librarse de todo aquello que no le permitía tocarla
y llegó hasta donde quería. La miró cuando la penetró con sus
dedos, quería verla derrotada, quería ver miedo en sus ojos. Pero
en ellos solo encontró confusión, angustia y una profunda tristeza.
Cuando las lágrimas se deslizaron por sus mejillas su mano se
detuvo.
—Tú deseas esto tanto como yo —dijo dolido—. He visto cómo
me miras y sé que has soñado con tenerme dentro de ti.
—Pero yo te amo —dijo ella casi sin voz—. Y tú solo quieres
destruirme.
Porque ahora sabía lo que él pretendía y comprendió que ese era
su plan desde el principio. Lo había visto en sus ojos mientras
hablaba. El odio rancio y espeso que destilaba su mirada. Lo único
que buscaba al aceptar sus esfuerzos era convencer a todos de que
era Andrew, para poder así vengarse de los que lo capturaron con
violencia y regresar después con los suyos. Ella no era más que
herramienta para conseguir ese fin y el dolor que sintió al
comprenderlo la partió de arriba abajo. Porque no pudo odiarlo, por
más que lo intentase. Había otro sentimiento latiendo en su corazón
y su veneno se extendía ya por sus venas sin que nada ni nadie
pudiese pararlo. Clarence intentó advertirla, pero no había servido
de nada.
Icamani respiraba con dificultad, sus ojos vidriosos decían que no
pararía, que iba a hacerla suya aunque tuviese que forzarla, pero
continuó inmóvil y con aquella mirada desesperada. Estaba sobre su
piel, rozando la delicada hendidura, pero inmóvil. Su sexo en
plenitud le pedía aliviarse y sentía el dolor en los testículos tras tan
larga espera. Quiso gritar y despojarse de aquella extraña
conciencia que le impedía lograr su anhelo. Pero no pudo, se
levantó con brusquedad, mientras de su boca salía una retahíla
imparable de palabras en su lengua.
Rose se arregló la ropa en silencio antes de ponerse de pie. Se
limpió las lágrimas y respiró hondo varias veces para recuperar la
compostura. Su voz salió ronca de su garganta cuando habló.
—Icamani. Hijo de Wiyaka. De la tribu de los titonwan. Hermano
de los lakotas. Guerrero de tu pueblo. Yo jamás he deseado
doblegar tu espíritu. Solo he querido que fueses libre y que tuvieses
una vida plena. Te respeto y sufro por el modo en que fuiste
obligado a venir. Pero debes saber que mi padre solo pensaba en tu
bien y nunca quiso que te hicieran daño. Eres el hijo de su mejor
amigo, amaba a tu padre como a un hermano y tan solo ha
pretendido que tuvieses opción de elegir tu destino. —Tomó aire
tratando de relajar sus músculos en tensión—. No puedes saber a lo
que renuncias si antes no te lo muestran, así que queríamos
mostrártelo. Por Andrew. Él tampoco eligió que lo arrancasen de los
brazos de sus padres, no eligió ser testigo de sus muertes y tener
que vivir lejos de todo lo que le era familiar. Anthony y Leslie eran
dos buenas personas que jamás le hicieron daño a nadie y no se
merecen que su hijo reniegue de ellos. Puedes ser Icamani, si es tu
deseo, volver con aquellos a los que consideras tuyos, pero no
tienes por qué ser cruel e injusto con las personas que te dieron la
vida. Estoy segura de que eso no está bien, tampoco para un
titonwan.
Él la miraba como si no entendiese las palabras y el ruido creció
en su cabeza hasta convertirse en un estruendo. Había borrado todo
rastro de Andrew y eso le había permitido vivir una vida plena. Era lo
que Wiyaka quería al darle la hierba del olvido. Era lo que los
titonwan pretendían al permitirle tener una ceremonia de nacimiento.
Pero las palabras de Rose atravesaron la bruma del tiempo y
resquebrajaron el velo, peligrosamente. Era una hechicera y estaba
dispuesta a derrumbar todas sus defensas. Quería dominarlo,
doblegar su espíritu con buenas palabras. Y lo estaba consiguiendo,
ya la sentía dentro, palpitando en su pecho, corriendo por sus venas
el mismo veneno que ella tenía.
—¿Me golpeasteis y encadenasteis para convertirme en un
hombre libre? —Había dolor en su mirada, aunque no quisiera
mostrarlo—. Atacaron a los míos, quizá incluso mataron a mi
padre… ¿En qué os diferencia eso de lo que hicieron los sicangu?
Rose soltó el aire por la nariz con un sentimiento de insoportable
impotencia, no conseguía que la entendiera porque no quería
entenderla. La quería como enemiga y no iba a dejar caer el muro
que había construido a su alrededor para hacerlo posible.
—Se lo debes a Andrew —dijo con firmeza—. Puedes odiarme,
puedes hacer lo que quieras después, pero ahora se lo debes. Paga
tu deuda y vete, si es lo que quieres. Me da igual.
Tenía el pelo revuelto, la ropa arrugada y una mirada fiera que
despertó el respeto del titonwan.
—Si cumplo con lo que deseas y finjo ser ese Andrew al que
tanto ansías recuperar, ¿me ayudarás a regresar?
—Te doy mi palabra.
—No volveré a tratarte como lo he hecho —dijo sin apartar la
mirada—. Desde ahora solo te daré lo que me pidas.
Recogió sus ropas para volver a ponérselas y subieron a sus
caballos.
—Los titonwan no comemos carne humana —aclaró solemne
antes de emprender el regreso—. Eso va contra nuestras creencias.
Capítulo 12
—¿Va todo bien? —Su padre la miraba con preocupación—. ¿A qué
se deben esas profundas ojeras?
Rose se recriminó por no haberlas ocultado con algo de polvos.
Aunque eso también habría desconcertado a su padre ya que no
solía utilizarlos nunca.
—La cena de anoche tenía coles y no me sentaron bien. Apenas
he dormido, pero ya me encuentro mejor, no te preocupes.
—Creía que no las comías nunca.
Rose se encogió de hombros evitando decir más mentiras.
—¿Qué tal esos paseos a caballo con Andrew? Tengo entendido
que los indios son excelentes jinetes.
—Deberías verlo —dijo esforzándose en imprimir normalidad a su
tono de voz—. Es capaz de hacer auténticas proezas sobre el
caballo.
Robert asintió, había leído un artículo en el que hablaban de los
comanches y contaban cosas como esa. Para un londinense como
él los comanches y los titonwan eran primos hermanos.
—Debes saber que tu madre está haciendo planes para el verano
—la avisó, cambiando de tema—. Sabe que para entonces Andrew
ya estará de regreso y que tú podrás asistir a los bailes y fiestas que
suelen producirse en esas fechas.
Su padre la miró con atención y no percibió el más mínimo
rechazo en ella.
—¿De verdad vas a aceptar sus decisiones en este tema?
Rose asintió sosteniéndole la mirada con tranquilidad.
—Es mi deber como hija honrar a mis padres. —Sonrió—. Yo no
tengo buen criterio y tampoco la mejor disposición, así que mejor
que sea mamá quien decida. Acataré su elección con sumo gusto.
Su padre la miró atentamente y levantó una ceja con suspicacia.
—¿No tienes buen criterio? ¿Hay algo que no me hayáis contado
tu madre y tú? ¿Algún pretendiente que desconozco?
—No papá, no temas, no hay nada que contar. Dejemos a mamá
estos asuntos y centrémonos en el que tú y yo tenemos entre
manos ahora mismo.
—¡Hombre, muchacho!
Rose se giró sobresaltada y vio que Andrew había entrado en el
salón sin que ella se diese cuenta.
—¿Cómo estás, muchacho? —saludó Robert acercándose a él
—. Te veo estupendo. Está claro que las comidas que prepara
Clarence te sientan fenomenal. Pero ven, siéntate con nosotros.
Tenía muchas ganas de verte. Te he traído el libro del que estuvimos
hablando la última vez que vine. Te he conseguido una muy buena
edición. Ventajas de conocer a los editores. ¿Te apetece una copita
de vino?
—¿No es un poco temprano, papá?
—Un día es un día, hija. Ya sabes que nunca bebo antes de las
cinco de la tarde, pero no puedo quedarme hasta esa hora, así que,
hagamos una excepción. ¿Verdad muchacho?
Sin esperar respuesta fue directamente hasta el mueble bar para
servirlas.
—Os dejo solos —dijo Rose poniéndose de pie—. Tendréis cosas
de las que hablar y yo tengo algo que hacer. Nos veremos en el
almuerzo.
Andrew se quedó de pie hasta que ella salió del salón y antes de
volver a sentarse cogió la copa que le ofrecía Robert.
—¿Todo bien por aquí, muchacho? Parece que mi hija es una
buena maestra.
—Es muy paciente conmigo.
—No sabes lo que me sorprende oír eso. Si de algo nos hemos
quejado de ella su madre y yo es de lo poco paciente que es. No
sabes lo difícil que se pone a veces, sobre todo cuando cree que
algo es injusto. La han echado de varias asociaciones por no
callarse su opinión cuando nadie se la pedía. —Sonrió orgulloso—.
Entre tú y yo, no se lo digas a ella, pero en el fondo siempre me ha
gustado que fuese tan atrevida. Pero su madre tiene razón en que
eso no le conviene en absoluto. Felicia no era así cuando tenía su
edad y menos mal, no sé qué habría sido de mí. —Se rio a
carcajadas.
—Tiene mucho carácter, es cierto.
—¿Ya te has dado cuenta? —Volvió a reír—. Me imagino que te
habrá dado alguna de sus reprimendas o la habrás oído despotricar
sobre las injusticias que tienen que sufrir las mujeres, los pobres, los
criados o cualquier alma que despierte su compasión. Tiene un
corazón enorme, pero no sabe gestionar sus emociones. Yo diría
que se parece a su abuela. Realmente es a la única que mi suegra
soporta, así que algo debe ver en ella.
Andrew bebía de su copa y fingía interés en su charla, sabía que
con algún asentimiento y comentario al azar Robert tendría
suficiente. Y mientras él podía pensar en lo que lo preocupaba de
verdad.
—¿Adonde vas, niña? —Clarence la abordó en la entrada.
—Necesito dar un paseo, nana, estaré de vuelta para el
almuerzo.
La mujer frunció el ceño con preocupación.
—Anoche no cenaste y te has levantado con muy mala cara.
¿Pasó algo que no me has contado?
—No ocurre nada. Tengo cosas en las que pensar y para eso
necesito tranquilidad. Me paso el día ocupándome de los demás y
ahora necesito estar sola. Por favor, nana, no me interrogues más.
—Se dio la vuelta sin esperar respuesta y salió de la casa dando un
portazo.
Clarence movió la cabeza con pesar, no es que no estuviese
acostumbrada a esos cambios de humor repentinos, y la había visto
dar muchos portazos en su vida, pero tenía el convencimiento de
que aquello tenía que ver con el indio y movió la cabeza,
descontenta.
Aceleró el paso como si la persiguiese el mismo diablo.
Necesitaba alejarse de la casa. Alejarse de todos. Que la dejasen
en paz. No podía disimular más su estado de ánimo o le explotaría
la cabeza. Pensaba que podría seguir adelante como si nada
hubiese pasado, como si lo sucedido el día anterior pudiese
relegarse a una mera anécdota sin importancia, pero al verlo tuvo
deseos de gritarle por hacerla sentir como se sentía. No había
pegado ojo en toda la noche recordando cómo la había tocado de
un modo tan impúdico y tan íntimo.
Lo odiaba, lo odiaba profundamente por hacer que sintiera esa
opresión en su pecho y esa ansia que la devoraba por dentro. Y al
mismo tiempo estaba aterrada porque le había mostrado lo que
tendría que permitirle al hombre que su madre eligiese para que
fuera su esposo. Ese hombre podría hacer lo que quisiera con ella,
eso que Andrew le había hecho y lo que estuvo a punto de hacerle.
No podía sacárselo de la cabeza y la sola idea le revolvía las tripas
llenándola de terror. También pensó en Chesterton. ¿Era eso lo que
buscaba cuando la aplastó contra la pared? Sintió tal rabia que de
haberlo tenido delante lo habría golpeado.
Lanzó un grito sordo y contenido al tiempo que apretaba los
puños con rabia. No lo haría, no se casaría jamás. Su madre tendría
que comprenderlo. ¿Cómo podía querer ella que se entregase a un
hombre de ese modo? Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no
eran lágrimas de tristeza sino de furia. No podía faltar a su palabra.
Ella sola se había metido en ese lío y nadie iba a sacarla de él. Si no
cumplía, sus padres jamás volverían a confiar en ella.
—¡Oh, maldita sea! —exclamó.
Detuvo su frenética caminata y respiró hondo varias veces para
tratar de calmarse. Estaba perdiendo la cabeza y eso no la llevaría a
ninguna parte. Debía pensar con serenidad, aclarar sus ideas y
tomar decisiones. Para eso había salido de la casa, para estar sola
y recuperar la cordura que Icamani le había quitado. Siguió
caminando ahora más tranquila y después de unos minutos empezó
a serenarse.
Habían hecho un trato y estaba segura de que él cumpliría su
parte. Nada de venganza y nada de… lo otro. A partir de ahora la
dejaría en paz, podía relajarse.
—Si papá descubriese cuáles eran sus intenciones lo destrozaría.
No puedo permitir que lo sepa de ningún modo. No voy a rendirme
—dijo deteniéndose de nuevo—. Cumpliré lo que me propuse, debo
demostrarme a mí misma que puedo superar cualquier obstáculo
que el destino ponga en mi camino. No dejaré que sean los demás
los que dirijan mi vida más allá de lo inevitable.
Icamani entró en el salón y la encontró de pie esperándolo. Su
expresión era fría, pero ya no tenía aquella mirada dura y cortante
con la que lo había mirado esa mañana.
—Ahora que mi padre acaba de irse me gustaría que hablásemos
de lo ocurrido. ¿Nos sentamos?
Él asintió sin decir nada, primero quería saber qué tenía que decir
ella. Se sentaron frente a frente, manteniendo las distancias.
—Le he estado dando muchas vueltas a la situación —dijo Rose
—. En primer lugar, quiero decirte que comprendo tus sentimientos y
reitero mis disculpas por lo que te ha sucedido. También insisto en
dejar claro que nunca fue nuestra intención…
—¿Vamos a repetir todo lo que dijimos ayer? —la cortó con
dureza—. Di lo que sea. Sin adornos.
—Está bien, como quieras. He tomado una decisión y no es
negociable. Tienes dos opciones: me prometes por lo más sagrado
que tengas que no harás daño a mi familia en modo alguno y yo te
ayudo a conseguir tu deseo, o…
—¿Mi deseo? —El titonwan sonrió perverso.
—Me refiero a tu intención de regresar con los tuyos.
—Claro. —Mantuvo la sonrisa.
Rose soltó el aire por la nariz recordándose que no debía caer en
sus provocaciones.
—Si no me lo prometes le contaré tus intenciones a mi padre,
incluido lo que sucedió ayer. Eso complicará mucho tus planes.
—Creí que eran dos opciones, pero yo solo he oído una
amenaza. —Inclinó la cabeza y la miró burlón—. Pondré yo la
segunda opción: Satisfago mis deseos contigo y después os mato a
todos. ¿Qué me dices?
Rose empalideció.
—Eso es lo que haría un salvaje, ¿verdad? —siguió Icamani—.
¿Te fiarías de mí si accediera a prometértelo? ¿Podrías dormir
tranquila en tu cama sabiendo que estoy a pocos metros de ti? ¿Y si
entrase en tu alcoba una noche y te rebanase el cuello mientras
duermes?
—Eres un monstruo —dijo casi sin voz.
Él endureció su mirada.
—Si intentas acorralarme lo seré, te lo aseguro. No vas a
imponerme condición alguna porque yo no tengo nada que perder y
tú sí. Soy yo el que dirá cómo van a ser las cosas de ahora en
adelante… Rose —dijo su nombre de un modo extraño, como si se
deleitara en ello.
Se levantó del sofá para acercarse y ella se apresuró a colocarse
detrás del respaldo.
—No te acerques a mí —ordenó sin convicción.
—No voy a tomarte hasta que tú me lo pidas, siempre cumplo lo
que digo. Y tampoco voy a degollarte mientras duermes, pero podría
hacerlo y es bueno que no lo olvides. Me ayudarás a convertirme en
la persona que todos quieren que sea. Seré Andrew porque de ese
modo conseguiré el poder que necesito en vuestro mundo. Y
después, me vengaré, dalo por hecho. Hu ihpeya wicayapo.
Rose lo miraba interrogadora, pero él no respondió a su
curiosidad.
—No dejaré que le hagas daño a mi padre. Antes sería capaz
de…
Al ver que se acercaba de nuevo trató de huir, pero él la alcanzó
sin dificultad y la agarró del pelo haciendo que se soltara su
recogido.
—¿De qué? —dijo hablándole al oído—. ¿De matarme? Sé que
serías muy capaz en las circunstancias adecuadas. Como todos.
—No te quepa duda. —Lo miraba a los ojos con intensidad y a
pesar del miedo consiguió imprimir la suficiente convicción en ellos.
—¿Y cómo lo harías? ¿Con esas pequeñas manos?
—Con un cuchillo. —Temblaba como una hoja.
—¿Y dónde me lo clavarías? No mata si no lo haces bien. Tengo
pruebas en mi cuerpo que lo demuestran.
—Te lo clavaría en el corazón, aunque para ello tendrías que
tener uno.
—Oh, lo tengo, puedes estar segura. Y está en el mismo sitio que
el tuyo —dijo esto poniendo una mano sobre su seno—. Lo siento
latir con fuerza debajo de esta tibia carne. ¿Es por miedo o porque
me deseas?
—Suéltame o me pondré a gritar. Berry…
—Berry es un buen hombre. El mejor que he conocido aquí, pero
no es rival para mí, te lo aseguro. ¿Le harías eso a su familia?
¿Dejar sola a esa pobre mujer con tantos niños?
Rose sintió que las lágrimas afloraban imparables, no podía fingir
más una seguridad que no sentía. Tenía miedo y estaba en sus
manos. Icamani la soltó.
—Nunca vuelvas a amenazarme —dijo con dureza—. Jamás
atentes contra mi hombría o pagarás un alto precio por ello.
Además, no tienes nada que temer, no voy a hacer daño a tu padre
ni a nadie que te importe.
—¿Cómo voy a confiar en ti? —Se limpió las lágrimas que no
dejaban de resbalar por sus mejillas.
—No tienes más opciones. Como ves, yo también te he dado solo
una.
A partir de aquella conversación Rose se concentró en su tarea
evitando poner atención a la persona con quién debía realizarla.
Establecía un objetivo diario y se evaluaba al acabar el día para
asegurarse de haberlo conseguido. Para ella dejó de ser Icamani y
se convirtió en Andrew. No volvió a llamarlo por su nombre titonwan
y, aunque ese era el plan, él lo vivió como una pérdida dolorosa
difícil de asumir.
Ya conocía las reglas del protocolo, hablaba con propiedad, sabía
cómo debía comportarse ante una dama o quienes eran las
personas más importantes de Londres. Mantenían conversaciones
triviales sobre temas impersonales y de ese modo aprendió a
socializar. Eso unido a que conocía los bailes del momento a la
perfección dio prácticamente por terminado su aprendizaje. Y solo
estaban en primavera.
Lo miraba de soslayo, apenas había tocado la comida y la
paseaba por el plato con desgana. Había estado muy raro todo el
día y no se atrevía a preguntarle el motivo. Se sirvió otra copa de
vino.
—Es la tercera —dijo sin poder contenerse—. Y apenas has
comido.
Él la miró muy serio, se llevó el vino a los labios y se bebió hasta
la última gota.
—Muy bonito. —Había decepción en su voz—. Ahora quieres
emborracharte.
—¿Te importa? —Rellenó su copa—. ¿Algo de lo que me pasa te
importa?
Ella lo miró confusa.
—¿Lo preguntas en serio?
—Sí.
—Creo que lo he demostrado con creces.
—¿Eso crees? ¿Por qué? ¿Porque me has enseñado a hablar, a
bailar y a vestirme como un fantoche?
—¿Quién te ha enseñado esa palabra?
—No solo hablo contigo, ¿sabes? Aquí hay más personas.
—No eres ningún fantoche.
—¿Seguro? ¿No puedes ver los hilos con los que me manejas?
—¿Qué te ocurre, Andrew?
El desvió la mirada irritado y se levantó de la mesa dispuesto a
marcharse del comedor. Pero cuando llegó a la puerta se dio la
vuelta, fue hasta ella, la cogió de la mano y la arrastró hasta el salón
contiguo cerrando la puerta tras de sí.
—¿No podemos ser amigos, al menos? —preguntó encarándola.
Rose no disimuló su sorpresa. No sabía si reírse o llorar. ¿Y a
qué venía aquella expresión desvalida, como si ella fuese la que
hubiese estropeado su relación?
—¿A qué viene todo esto? ¿Qué ha pasado para que de repente
te importe que seamos amigos?
—¡Tú! ¡Tú has pasado! —Se apartó el pelo de la cara, nervioso.
—¿Yo?
—Sí, tú y ese modo de comportarte cuando estás conmigo.
¿Sabes que no te he visto reír ni una sola vez en el último mes? ¡Ni
una sola!
—No digas tonterías.
—Ni una sola —masculló.
Rose caminó distraída hasta el piano y acarició la madera de
espaldas a él para que no viera su turbación.
—He cumplido con lo que acordamos —dijo sin volverse—. Con
lo que ordenaste.
Andrew se dejó caer en el sofá y escondió la cara entre las
manos inclinado sobre sus rodillas. Ahora sí lo miró y le sorprendió
su actitud. Parecía profundamente decaído. Se acercó con
precaución.
—¿Qué te ocurre, Andrew?
Él levantó la mirada y sus ojos estaban llenos de agua.
—¿No podrías llamarme Icamani? Solo esta noche, por favor.
Rose sintió que su corazón se estremecía y sin pensarlo se sentó
junto a él.
—Dime lo que te ocurre, Icamani.
Él hizo un sonido extraño y dejó caer la cabeza como si le
pesara.
—Hoy me he sentido más solo que nunca.
Ella se conmovió ante aquella confesión y puso una mano en su
hombro para tratar de darle consuelo.
—Habla conmigo —pidió—. Háblame de lo que quieras. Yo estoy
aquí.
Él la miró con el ánimo tembloroso y el corazón encogido.
—Nunca te habría hecho daño —dijo de pronto—. A ti no, Rose.
Ella respiró hondo y asintió.
—Lo sé —sonrió. Se apoyó en el respaldo del sillón sin dejar de
mirarlo—. Cuéntame cosas, Icamani.
Capítulo 13
—No tengas miedo, el animal es capaz de sentirlo. Déjate llevar, sé
parte de él.
Rose estaba sentada a horcajadas sobre su caballo. Le habían
quitado la silla y sentía el contacto firme y musculoso entre sus
piernas. Nunca antes había montado de ese modo, como un hombre
y sin silla. Estaba tensa y excitada, como cuando era niña y hacía
alguna trastada que debía ocultar a sus padres.
Icamani montaba el otro caballo y la miraba sonriente, se notaba
que estaba disfrutando.
—¿Lo sientes? ¿Sientes su fuerza?
Rose asintió repetidamente.
—Bien, pues ahora piensa que esa fuerza es tuya y galopa.
Vamos, sin miedo y sin freno. Galopa lo más rápido que puedas.
Sin esperar reacción por su parte apretó las piernas contra los
lomos de su montura y su caballo se puso en marcha alejándose de
ella. Rose se mordió el labio y respiró hondo antes de seguirlo. El
viento cálido y primaveral la acarició y los ojos se le llenaron de vida.
Una emoción desconocida se apoderó de su pecho y empezó a
emitir los sonidos que le había escuchado gritar a Icamani siempre
que montaba de aquel modo. Cuando llegó hasta donde él estaba y
detuvo su carrera empezó a reír a carcajadas. No podía parar de
reír y tampoco entendía el motivo de su risa. El titonwan la miraba
embelesado, con una expresión de sereno bienestar.
—Ha sido… —No tenía palabras para expresar lo que sentía—.
Nunca volveré a montar como una mujer. Jamás. ¡Qué injusto es
que nos obliguen a ello! Eso sí, prefiero una silla, los huesos y
músculos del caballo son demasiado duros y me…
Icamani sonrió abiertamente consciente de que aquella zona
sensible se había resentido y no era capaz de decirlo en voz alta.
—Me alegra verte disfrutar. Tu rostro se ha iluminado como el
amanecer.
Rose desvió la mirada, no estaba acostumbrada a escucharle
hablar con dulzura, siempre tan distante y rudo con ella. Iniciaron un
paseo tranquilo de regreso hacia Blunt Manor.
—Anoche terminé el libro —dijo él mirándola orgulloso.
—¿Y te gustó?
—Sí. Esos bandidos eran un poco estúpidos, pero en general no
se diferenciaban mucho de algunas tribus que conozco.
Rose lo miró de soslayo, hacía mucho tiempo que tenía ganas de
preguntarle algunas cosas, pero no se decidía a hacerlo. Temía su
reacción y que recordar lo trasformase de nuevo en ese ser cruel e
insensible que le había mostrado semanas atrás.
—Siempre hablas de Wiyaka como tu padre —dijo al fin sin poner
contenerse—, pero nunca mencionas a… una madre titonwan.
—Wiyaka no tomó nunca esposa.
Rose lo miró interesada y vio su perfil regio y perfecto. Hablar de
los titonwan provocaba en él un orgullo inmediato que hacía que se
irguiese y adelantase el mentón, como si retase al destino.
—Es el consejero principal del jefe Tatanka y es muy respetado
en nuestra tribu. Pero todos lamentan que no tomara esposa cuando
era joven. Una vez me confesó que Sinaska era para él «la que está
por encima de todo», su wakanka.
—¿Por qué no se casaron?
—Ella eligió a Tatanka.
—Sigue asombrándome que las mujeres titonwan puedan elegir
libremente a sus esposos.
—Casi siempre —puntualizó él—. Oí la conversación que tuviste
con tu padre aquel día, cuando estabas enfadada conmigo.
Rose asintió tratando de mostrar orgullo, aunque pensar en ello la
alterase enormemente.
—¿Por qué hiciste ese trato con tu ina?
Rose recordó que ina significaba madre.
—Fue mi decisión.
—A cambio de que te dejara venir aquí.
Ella se encogió de hombros quitándole importancia.
—Mi madre lleva mucho tiempo queriendo que acepte
pretendientes y siempre me he librado de sus elegidos de mala
manera.
—¿Mala manera?
—No les he hecho ningún daño —dijo riendo al ver su expresión
—. Utilizaba otra clase de artes. Llevarlos a conocer a mi abuela era
mi preferida. La abuela Isobel es un hueso duro de roer.
Icamani sonrió, le seguían haciendo gracia aquellas frases tan
descriptivas que tenían tan poco que ver con la realidad. Al principio
las tomaba como literales y eso dio lugar a más de una carcajada de
Berry o de la propia Rose. Ahora ya sabía que «hueso duro de roer»
no significaba que la abuela Isobel careciese de carne sobre su
osamenta.
—La recuerdo. Vino a verme cuando estaba en casa de tus
padres. No entendí nada de lo que dijo, pero sí me di cuenta de que
era «un hueso duro de roer». —Sonrió divertido—. Lo que no
entiendo es que espantase a tus pretendientes. ¿Por qué?
—Mi abuela es muy observadora y no tiene buen carácter.
Cuando alguien no le gusta, averigua su punto débil y le ataca sin
compasión —explicó sin dejar de sonreír—. No lo hace con maldad,
pero te aseguro que más de uno se ha ido de su casa sin ánimos
para regresar.
—Supongo que antes se aseguraba de que no te interesaban.
—¡Oh, no! A ella no le importa mi opinión. Siempre dice que soy
una cabeza hueca y que, si de mí depende, me casaré con un
botarate que me meterá en problemas y no sabrá atarme en corto.
Otra de esas expresiones, se dijo Icamani.
—Tatewin —dijo Rose con timidez—. ¿Ella te eligió o fue una
imposición de su ina?
—Me eligió.
La mente de Icamani voló lejos y su expresión se suavizó hasta
mostrar cierta ternura.
—Mi padre me había regañado por no tomar esposa. No había
ninguna a la que quisiera como mi wakanka. Pero Tatewin era
decidida y persistente. Hacía tiempo que me había confesado sus
sentimientos esperando que yo diese el paso, pero para mí era una
hermana, como las otras. Escogió el momento adecuado y me
arrastró hasta el río. Allí se me entregó. Yo la deseaba y la tomé.
Después le hice saber cuáles serían mis exigencias y cuando las
aceptó me convertí en su wicahca.
—¿Cómo era? —Rose tenía la mirada fija en el camino y su
corazón latía muy deprisa.
—Tenía el cuerpo de una niña y gritaba como ellas —sonrió—.
Las demás mujeres la apreciaban sinceramente porque siempre se
portaba bien con todas ellas. Era dulce con los niños y severa con
los hombres que bebían. Tenía el cabello negro como la crin de este
caballo y una sonrisa brillante. Era sumisa y se desvivía por
hacerme feliz. Su dependencia a veces me irritaba. No quería que
tomase otra esposa, aun sabiendo que era mi deber…
—¿Otra esposa? —lo cortó sorprendida.
Icamani asintió.
—Los titonwan somos muy fogosos y nuestra semilla es
poderosa. Debemos procrear y una sola mujer es demasiado poco
para nosotros.
—¿Demasiado poco? —Lo miraba con aquella expresión tan
suya que indicaba colisión inminente.
Él torció una sonrisa con expresión burlona.
—Vosotras necesitáis nueve meses para gestar a un bebé.
¿Sabes cuánta simiente se malgastará en ese tiempo?
Se ruborizó, pero eso no la detuvo.
—Hablas como si las mujeres solo estuviésemos en el mundo
para… eso.
—¿Qué hay más importante que crear nueva vida?
—Somos personas y tenemos otras inquietudes. No podemos
estar siempre teniendo hijos como animales.
—¿Qué tiene de malo traer hijos al mundo?
—No he dicho que tenga nada de malo. Pero creo que
merecemos ser consideradas como algo más que meras gestantes.
¿Es que no querías a Tatewin? ¿Cómo pudiste decirle que tomarías
a otra esposa? Eso debió hacerle mucho daño, si como dices te
amaba.
—Me amaba y sí, le hizo daño, pero sigo sin ver qué tiene eso
que ver. Un titonwan debe…
—¡Oh, déjate de monsergas! —lo interrumpió—. Si de verdad
amases a tu esposa no habrías pensado en hacer hijos con otra. ¿O
es que acaso los titonwan no tienen sentimientos? Si amas de
verdad a alguien no puedes entregarte a otra persona. Eso sería
como compartir tu alma. No puede haber más que uno.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso has amado alguna vez?
Rose enrojeció y sus labios se cerraron.
—Un hombre puede desear a muchas mujeres y su deber es
esparcir su simiente para que dé fruto. Las mujeres de una tipi
deben acomodarse las unas a las otras. Tatewin era mi primera
esposa y como tal deberían respetarla las demás, pero envejecería
y…
—¡Será posible! —Volvió a interrumpirlo—. ¡Tú también
envejecerás!
—Pero el hombre es fuerte y capaz durante más tiempo. Y debe
mantener su deseo, para ello es mejor que la mujer sea joven.
—No puedo creer lo que escucho. Era lo que me faltaba por oír.
Icamani no entendía qué era lo que la escandalizaba tanto. ¿Es
que no tenía lógica lo que él decía? Durante siglos así había sido y
estaba seguro de que seguiría siendo igual mientras los titonwan
existiesen.
—¿Crees que a tu marido no le gustaría yacer con una mujer
más joven cuando tú envejezcas? ¿Que no querrá engendrar nueva
vida cuando tú estés gestando?
Lo miró horrorizada.
—Jamás me casaré con un hombre que desee a otra mujer.
Icamani frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Porque no? ¿Esa es tu respuesta?
Rose se sentía abrumada y confusa. No sabía lo que era amar y
ser amada y tampoco tenía muy claro lo que ocurría en la intimidad
de la alcoba de un matrimonio exactamente. Aun así, de lo que sí
estaba segura era de que no soportaría que su marido tuviese más
esposas. Le parecía humillante y denigrante, una declaración
expresa de su falta de importancia. De que puedes ser sustituida
como mero receptáculo. Como si lo único que uniese a un hombre
con una mujer fuese… aquello.
—Será mejor que dejemos de hablar de esto —dijo visiblemente
incómoda—. Está claro que no vamos a entendernos nunca.
—Tú has preguntado.
—Cierto. Y ya no quiero saber nada más.
Continuaron con el paseo en silencio y con un ánimo nada
jocoso.
Las noches del sábado Rose y Andrew jugaban a juegos de
mesa, normalmente de cartas y el titonwan no tardó en superar a su
maestra.
—Otra vez me has ganado —dijo ella levantándose para
desentumecer los músculos.
—No entiendo por qué perdéis vuestro tiempo en algo tan
absurdo.
Rose lo miró sorprendida.
—¿No te gusta jugar?
—¿Gustarme? ¿Estar incómodamente sentado en esta silla
durante horas lanzando pedazos de papel dibujado sobre la mesa?
Se me ocurren un millón de cosas que desearía más. Incluso
desmontar la tipi con las mujeres me parece más placentero.
Rose frunció el ceño, pero optó por no preguntar.
—Los wasicun tenéis costumbres muy curiosas —dijo cogiendo el
libro que Rose había estado leyendo aquella tarde y que
descansaba sobre una mesita auxiliar.
—No nos llames así o empezaré a llamarte piel roja —pidió ella.
Icamani sonrió burlón.
—Tú me has enseñado muchas cosas —dijo soltando el libro con
delicadeza—. Quizá debería enseñarte yo algo a ti.
—Me has enseñado a montar como un hombre, y a no utilizar
silla…
—Hace una noche preciosa —dijo él ignorándola—. ¿Por qué no
nos tumbamos a mirar las estrellas?
—¿Tumbarnos dónde?
—Fuera. Sobre la tierra.
—¿En el suelo?
—Os afanáis en cubrirlo con piedra pulida, pero en realidad ese
suelo ya os sustenta sin adornos. Y ¿no es más hermoso el cielo
estrellado que cualquier artesonado que el hombre haya construido?
La cogió de la mano y la llevó hasta una de las puertas que
daban al jardín. Salieron al frescor de la noche sin que Rose se
resistiese. Echaron a correr dejando la casa atrás y llegado a un
punto, Andrew se detuvo y se tumbó en el suelo.
—Ven, wahcawin —pidió extendiendo la mano.
Rose se preguntaría más tarde por qué lo había hecho, pero en
ese momento le pareció lo más lógico del mundo tumbarse junto a
él.
—El ancho cielo anuncia la llegada de las lunas cálidas.
Rose contempló el manto estrellado y sintió una dulce paz
extendiéndose por su cuerpo.
—Cuando era niña me gustaba contar las estrellas. Me levantaba
de la cama cuando mamá salía de mi cuarto y las contaba
empezando por las más brillantes.
—Las ancianas titonwan no dejan que los niños cuenten las
estrellas. —Giró la cabeza para mirarla—. ¿Sabes por qué?
Rose negó levemente.
—Porque dicen que eso sería como esperar la muerte. —Señaló
hacia el cielo—. Esas cuatro muestran a una familia y esa es una
mujer con su hijo a la espalda. El camino hacia el gran espíritu cruza
el cielo y se pueden ver las almas recorriendo el sendero. Wiyaka
me dijo que mis padres blancos brillaban entre ellas y que siempre
que las mirase ellos me verían a mí. Durante un año no dije una
palabra. Lo necesitaba para olvidar todo lo que había vivido y poder
así nacer de nuevo.
Rose miró el firmamento como si lo viese por primera vez. La voz
de Icamani era profunda y suave y tenía una calidez que le resultó
desconocida. Imaginó que aquel momento lo había llevado de vuelta
a su hogar, con los suyos, y eso lo hacía vulnerable y auténtico.
Volvió a mirarlo y sus ojos se llenaron de lágrimas. No quería pensar
en las cosas terribles que había vivido porque eso la debilitaba
frente a él, pero en ese instante le fue imposible resistirse a ello.
—Los oglalas se ponen una pluma en el pelo cada vez que
realizan un acto valeroso —siguió contándole cosas de su vida—.
Es una manera de señalar a los mejores guerreros de la tribu. Ha de
ser de un águila, un halcón, un ave que vuele alto, para así
recordarle que porta algo que una vez tocó las nubes. Los oglalas
son mis hermanos.
—Lo siento —musitó Rose sin poder contenerse ya.
El titonwan giró la cabeza y la miró confuso.
—No es culpa tuya —dijo en el mismo tono.
Rose se mordió el labio y una lágrima se deslizó por la comisura
de su ojo. Apartó la mirada y volvió a ponerla en el cielo estrellado.
—¿Cómo me has llamado antes? —preguntó después de unos
minutos en silencio.
—Wahcawin. Significa mujer flor.
—Wahcawin —repitió ella suavemente—. Me llamaste así la
primera vez que me viste.
Icamani asintió una vez.
—Llevaba tres años soñando contigo.
Ella lo miró sorprendida y él continuó con la mirada en las
estrellas.
—Cuando Berry me dijo lo que significaba tu nombre me sentí…
conmovido. En mis sueños yo te llamaba «mujer flor» y fue como si
de repente todo tuviera sentido.
Rose se removió incómoda.
—Será mejor que entremos en la casa o nos enfriaremos —dijo
poniéndose de pie nerviosa.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó él cortándole el paso.
Ella lo miró con sus ojos grandes e inocentes y el titonwan deseó
besarla.
—Tengo miedo de ti —dijo sincera—. De que me nubles la mente
con tus palabras y me hagas hacer cosas que no quiero hacer.
—Querrás decir cosas que sí quieres hacer.
—No, Icamani, no quiero, porque eso haría daño a mis padres y
jamás podría perdonarme por ello.
La cogió por los hombros mirándola fijamente a los ojos.
—Escúchame bien, Wahcawin, no debes temerme. Antes de
hacerte daño me cortaría las manos. Te deseo más de lo que he
deseado jamás a otra mujer, pero no te tomaré por la fuerza.
Rose supo que le decía la verdad, pero eso no la tranquilizaba en
absoluto. En realidad tenía miedo de sí misma y de lo que sentía,
pero no iba a repetírselo.
—No hablemos más de esto —pidió.
Él hizo un gesto de aceptación y después la dejó pasar delante
como un buen caballero. Regresaron a casa en silencio.
—Un titonwan no se arrodilla.
—No es arrodillarse, Icamani, tan solo una reverencia un poco
más acusada. —Rose volvió a escenificarla por enésima vez.
—¿De verdad cree que lo va a recibir la reina, señorita? —Berry
no estaba nada convencido de que eso fuese buena idea.
—Nunca se sabe y mi obligación es prepararlo para cualquier
eventualidad. Vamos, Icamani, por favor.
El titonwan hizo lo que pudo, que de ningún modo fue suficiente,
y Rose acabó dándose por vencida.
—Esperemos que no tengas ocasión de poner esta lección en
práctica. Me dejarías en muy mal lugar.
—Dijiste que hoy es mi cumpleaños y que en ese día yo soy el
rey.
Rose abrió los ojos sorprendida y temerosa de lo que pensaba
pedirle.
—¿Podemos comer un poco de gelatina? —La expresión de
enfado se borró por completo del rostro masculino y en su lugar
mostró una enorme sonrisa.
—Son las cinco y media, acabamos de tomar el té hace… —
Rose soltó una carcajada al ver su mueca de disgusto.
—Está bien. Berry, por favor, trae la gelatina de menta para este
niño insaciable.
El titonwan frunció el ceño, pero no dijo nada hasta que el
empleado regresó con el esperado manjar. Se sentó sobre la
alfombra, de nuevo sonriente.
—He traído para todos —dijo Berry sentándose con a él.
Miraron a Rose de manera elocuente y ella se encogió de
hombros y los imitó.
—Si entra Clarence le diréis que me habéis obligado a hacerlo.
—¿A hacer qué? —preguntó Icamani—. ¿A sentarte en la
alfombra o a comer gelatina a deshoras?
—Las dos cosas —dijo llevándose la cuchara a la boca—. ¿Por
qué será que así sabe mejor?
Berry asintió con mirada reflexiva.
—Eso es lo que les pasa a los niños. Basta que les digas que no
deben hacer algo para que disfruten más haciéndolo. Lena siempre
dice que hay que ser más listo que ellos si quieres conseguir lo que
quieres y utilizar eso en su contra.
—Tu mujer debe echarte mucho de menos —dijo Rose con pesar
—. Siento que tengáis que estar alejados tanto tiempo.
—Lena es una mujer fuerte y está contenta de la suerte que
hemos tenido con este trabajo.
—¿Quieres más gelatina? Aprovecha ahora que puedes —dijo
Rose mirando a Andrew como a un niño.
Una sonrisa iluminó el rostro del titonwan como si lo único
importante allí fuese la temblorosa gelatina verde.
—Claro que quiero más —dijo colocando el plato para que ella le
sirviera—. Nunca me cansaré de comerla.
—¿Alguna vez ha visto a la reina Victoria, señorita Rose? —
preguntó Berry interesado.
—Una vez, cuando era niña. Ella aún no era reina. No lo recuerdo
apenas, me pareció una joven muy normal. Quien sí me produjo
gran impresión fue su tío, el rey Guillermo. Pensé que era muy viejo.
Berry soltó una carcajada.
—A los niños todos los adultos les parecen viejos.
—Cierto.
Rose se quedó un momento con la cucharilla suspendida en el
aire. Se dio cuenta de lo bien que sentía sentada en la alfombra con
ellos dos charlando tranquilamente. Pensó en su madre y en lo que
diría si los viese. En sus amigas, en cómo mirarían a Andrew…
—Me apena decir que cuando estemos en Londres esto no podrá
repetirse —dijo de pronto. Los dos hombres la miraron confusos—.
No me refiero solo a que no podremos sentarnos en la alfombra. De
hecho, si Clarence entrase ahora en el salón correría a avisar a mi
padre de que he perdido la cabeza y me he vuelto una salvaje.
—¿Tan terrible es comer a deshora? —se burló Icamani.
—No es solo eso. Tampoco podremos hablar así como lo
hacemos… los tres juntos.
—Por supuesto, señorita —Berry hizo ademán de levantarse—.
Yo no debería estar aquí.
Rose puso una mano en su antebrazo para frenarlo.
—No, Berry, no te vayas. En Blunt Manor nosotros ponemos las
reglas y ahora somos tres amigos celebrando un cumpleaños. No
importa de dónde venimos ni quiénes son nuestras familias, solo
charlamos mientras comemos gelatina de menta a deshoras. Lo que
lo hace más divertido, como diría tu mujer. Además, Andrew es el
rey y no te ha dado permiso para marcharte. —Sonrió con
complicidad.
—Me habéis contado que vuestro jefe, al que llamáis «rey o
reina», lo es porque su padre lo fue —dijo Icamani—. Para un lakota
eso sería ridículo. Tatanka es nuestro jefe porque así lo hemos
decidido y si un día dejamos de confiar en él y en sus decisiones, lo
abandonaremos sin más. Tampoco entiendo por qué Berry no puede
sentarse a la mesa con nosotros a la hora de la cena o por qué hay
personas que os sirven y os tratan con deferencia, como si fueseis
distintos a ellos. No son esclavos, no han sido capturados después
de una batalla. Les pagáis un sueldo por lo que hacen, pero aun así
los tratáis como a inferiores. Me va a resultar muy difícil asimilar
estos conocimientos y ponerlos en práctica cuando nos marchemos
de aquí.
—Berry podría ayudarte con eso —dijo Rose mirándolos a ambos
—. Cuando regresemos a Londres podrías llevarlo contigo. Podría
seguir siendo tu ayuda de cámara. Y su mujer podría ser tu ama de
llaves. De ese modo toda su familia viviría contigo. Ahora mismo la
casa de tus padres no tiene servicio. Mi padre se encarga de que la
mantengan limpia y cuidada, pero nadie vive allí desde que…
Bueno, desde hace años. Cuando viajemos a Londres te instalarás
en ella y necesitarás criados que te atiendan.
Andrew miró a Berry casi suplicante.
—¿Vendrías conmigo?
El empleado mostró una enorme sonrisa y asintió.
—¡Trato hecho!
Los dos hombres rieron mientras se estrechaban la mano de
manera fraternal. Rose sonrió con cierta tristeza.
Andrew miraba el objeto, delicadamente envuelto, que Rose
sostenía en la palma de sus manos.
—El día de tu cumpleaños es habitual recibir regalos —explicó
ella—. Es una tontería y no tienes que usarlo si no quieres.
El titonwan se deshizo del envoltorio y sacó el pañuelo que
contenía. Al desplegarlo vio que habían bordado su nombre en la
punta.
—¿Lo has hecho tú?
Rose asintió con las mejillas coloreadas mientras él acariciaba
cada una de las letras con la yema de sus dedos.
—¿Por qué has puesto Icamani y no Andrew? —dijo con la
mirada fija en el precioso y delicado trabajo que había realizado con
hilo de seda.
—Porque es el nombre que llevas en tu corazón.
La miró a los ojos y por un instante todas sus barreras de
protección se vinieron abajo dejándolo expuesto ante ella.
Capítulo 14
Dejaron los caballos pastando y emprendieron el paseo. Rose tenía
los ojos fijos en los tallos que florecían a sus pies y meditaba
silenciosa, mientras que Icamani la miraba de soslayo consciente de
que algo pasaba.
—Mañana cuando venga mi padre voy a decirle que ya estás
preparado.
El titonwan se detuvo y esperó a que ella levantase la cabeza
para capturar su mirada.
—¿Lo crees de verdad o solo pretendes librarte de mí?
—Lo creo de verdad. Eres mejor caballero que muchos jóvenes
que conozco. Te sabrás desenvolver a la perfección.
—Solo hace una semana que me regañaste por estrechar la
mano de Berry.
—No te regañé, solo te dije que cuando estuvieses en Londres no
podías tener esa familiaridad con él ni con nadie del servicio en
presencia de otros.
—Y tampoco podrá tutearme —añadió él, a lo que Rose
respondió negando con la cabeza—. ¿Estarás conmigo?
A Rose se le aceleró el corazón.
—Debo volver a casa.
—¿Y qué pasará si me equivoco? ¿Si me olvido de fingir que soy
Andrew?
—Eres Andrew —dijo ella con desánimo y retomó el paseo—.
Todo irá bien.
—¿Estás segura? —Su mirada se congeló y el frío llegó hasta
ella, cortante y veloz.
Al ver que no se detenía la alcanzó y la sujetó del brazo
obligándola a mirarlo. Lo que le dijeron sus ojos lo dejó desarmado y
sin fuerzas.
—Todo saldrá bien —repitió Rose esforzándose en sonreír—.
Todos te aceptarán, estoy segura. Y pasado un tiempo prudencial
podrás regresar con los tuyos. ¿No es eso lo que quieres?
Percibía la tristeza en ella, casi podía verla emanando de su
cuerpo como un halo gris y apagado. Llevaba así todo el día.
Apenas había hablado durante el desayuno y la habitual energía
que la dominaba cuando salían a montar no había hecho acto de
presencia en ningún momento.
—Anoche soñé que caminaba por el cerro del oso pardo —dijo
mirándola fijamente—. Mis pies pisaban su hierba muelle y las flores
de mil colores. Escuché el sonido del agua del río y me dirigí hacia
él para refrescarme. Los árboles que crecen junto al río tienen
buena madera para hacer arcos y recordé cuando mi padre me
enseñó a hacer uno. Se reía de mí porque tenía demasiado
entusiasmo y poca traza. —Sonrió y el corazón de Rose se
estremeció—. De pronto estaba de nuevo en el cerro y las viejas
piedras me miraron con desprecio. ¿Qué haces tú aquí? Me
preguntaron sin boca. Soy Icamani, hijo de Wiyaka. He vuelto. ¿Un
titón con el sol en el pelo? Tú no eres de aquí. Márchate por donde
has venido. Me gritaron.
Rose se mordió el labio al comprender lo que trataba de decirle.
—Eso no va a pasar. Todos se alegrarán de verte. Tu padre…
—Temo estar perdiendo mi alma, wahcawin.
—¿Tan fácil es perder el alma para los titonwan?
—Hace muchas lunas que me alejasteis de ellos. He aprendido
vuestra lengua, vuestras costumbres. Me pongo ropas que
acomodan mi cuerpo, duermo en un altar de madera, dentro de una
caja de madera con ventanas por las que apenas puedo ver el cielo.
—Dejó escapar el aire lentamente entre sus labios, como si
expulsara el humo de una pipa—. Me gusta el vino que antes
detestaba. Me gusta montar a caballo sobre una silla. Me gusta
vuestra comida. Y los libros, me gustan mucho los libros, aunque leo
tan despacio que jamás podré leer los que me has mostrado. Me
gusta vuestra música, es lo más bello que he escuchado nunca…
Rose vio lágrimas en sus ojos y sintió humedecerse los suyos.
—Pero, sobre todo, me gustas tú, wahcawin, mi mujer flor. Me
gusta cómo sonríes, cómo caminas. Me fascina el modo en el que
hablan tus ojos, aunque tú no quieras. Mi corazón se desboca
cuando apareces en una habitación y mi deseo es un caballo
bajando contenido por una empinada pendiente.
—Andrew…
El titonwan negó con la cabeza.
—Lo siento, Rose, lo siento, pero nunca voy a ser Andrew.
Andrew murió aquel día con sus padres. Decidió irse porque no
podía entender lo que le había pasado. No podía entenderlo y
mucho menos soportarlo. Se marchó para siempre y no va a volver.
Yo no quiero que vuelva.
Rose extendió la mano y la posó en su mejilla con suavidad.
—No me importa quién seas, Icamani o Andrew, porque ahora sé
que eres tú. Eres al que he estado esperando. Por eso yo no podía
aceptar a nadie más.
Se puso de puntillas y lo besó. Fue un beso dulce y tierno, un
beso inocente e inexperto que revolvió las entrañas del lakota y
endureció su corazón. La apartó sujetándola de los hombros para
mirarla a los ojos.
—Vendrás conmigo —afirmó rotundo—. Mitawin, mi esposa.
Rose se apartó sin darse cuenta.
—Dejarás a tus padres —continuó él sin permitir que desviase la
mirada—. Te desprenderás de todas tus cosas. Vivirás en mi
mundo. Aprenderás mi lengua y mis costumbres. Dormirás sobre
pieles en lugar de hacerlo en una cama. Y, cuando llegue el
momento, aprenderás a compartirme con otras mitawin.
Rose empalideció y sus labios temblaron.
—Tú no me amas.
Icamani dejó escapar el aire de su boca en un largo y sonoro
suspiro. Durante unos interminables segundos no dijo nada. Rose
sentía cómo el corazón le golpeaba en el pecho y contuvo la
respiración temerosa de que su respuesta la hiciese pedazos.
—Sí, te amo. Y es un sentimiento que desconozco y que no sé
cómo dominar. Pero no voy a quedarme. No me convertiré en esto
—señaló su indumentaria—. No adoptaré vuestras costumbres
estúpidas, vuestra forma de vivir artificial y absurda.
El mazo calló sobre su cabeza haciéndola añicos. Asintió
lentamente mientras se retorcía las manos en un intento de
mantener el control de sus emociones.
—Ni siquiera por mí.
Se acercó tanto a ella que podía ver las chispas grises de sus
pupilas tras el velo acuoso.
—No, ni siquiera por ti —dijo golpeándose el pecho— . Aunque
me ates una cadena y me cuelgues de tu cuello.
—Yo no haría eso.
—Sí lo harías. Yo quiero que lo hagas. Lo has hecho durante el
tiempo que hemos estado juntos. Me has dirigido, dominado y
doblegado. Has hecho que piense en ti antes de dormir y que tu
imagen sea lo primero que recuerdo al despertarme. Que te desee
como no he deseado jamás a otra mujer. Que caigan lágrimas de
mis ojos por no poder tenerte.
—Eso no es un hechizo. Es amor. Es lo mismo que siento yo, ¿no
lo ves? Te amo con todo mi corazón y desearía…
—Lo sé y sé que no lo había sentido antes. Pero no voy a
quedarme. No puedo hacerlo.
—¿Por qué? ¿Por qué no puedes quedarte? Tú naciste aquí,
perteneces a este lugar. Con el tiempo…
—Jamás abandonaré a Mahtola.
—¿Mahtola?
—Mi hijo.
Rose empalideció.
—No me habías dicho que…
—No quería que tuvieses un arma tan poderosa contra mí.
Lo miró dolida.
—¿Qué crees que iba a hacer con esa información?
—Te recuerdo que mi intención era vengarme de tu padre antes
de regresar. ¿Te habrías quedado quieta mirando cómo lo destruía?
¿O habrías utilizado cualquier medio para detenerme?
Rose se mordió el labio conteniendo su impotencia. Ahora
entendía que no había nada que ella pudiese hacer para que se
quedase.
—¿Vendrías conmigo si te prometo no tomar otra esposa jamás?
Los labios de Rose temblaron mientras lo pensaba. Las lágrimas
resbalaron por sus mejillas. No podía hacerlo. Vivir de ese modo,
soportar sus costumbres…
—No. Yo pertenezco a este mundo —dijo casi sin voz.
Icamani se irguió y la miró con frialdad.
—Entonces, separémonos cuanto antes.
—¿Estás segura de esto? —Robert miraba a su hija con
preocupación—. He visto sus avances, es cierto que sabe
comportarse perfectamente, pero ¿crees que está lo bastante
tranquilo? Quiero decir, aquí está aislado, solo tiene que
relacionarse contigo y con Berry. En Londres recibirá toda clase de
estímulos, algunos no serán agradables. ¿Crees que podrá
enfrentarse a ello, hija? No sé si es demasiado pronto aún. Dijimos
para el verano y aún faltan más de dos meses.
—Estoy segura, papá. Hemos practicado mucho. Icamani…
quiero decir, Andrew, resiste perfectamente las provocaciones y
tiene un gran aplomo. Tanto Berry como yo, e incluso Clarence —
sonrió al mencionarla—, no hemos escatimado esfuerzos en ponerlo
de los nervios.
Robert sabía del carácter de la criada y si había superado sus
inquinas y ataques realmente estaba preparado para cualquier cosa.
Sonrió también.
—De acuerdo, hablaré con él y si está de acuerdo haré los
preparativos para su regreso a casa.
—Lo estará, papá, ya hablamos de ello.
—Estoy muy orgulloso de ti, Rose. Tu persistencia y tus cuidados
han dado sus frutos. No sabes lo feliz que me hace.
Su hija desvió la mirada y la posó en la ventana con aire
pensativo. Estaba distinta, más seria y comedida. Ya hacía semanas
que percibía ese cambio en ella, pero ese día lo notó más acusado y
no pudo evitar preocuparse.
—Será mejor que vaya a hablar con Andrew ahora mismo.
Cuanto antes emprenda el regreso a Londres antes lo tendré todo
listo para vuestra llegada.
—¿No te quedarás a comer como siempre? —preguntó Rose
regresando de sus pensamientos.
—Es mejor que no me entretenga. La casa de Anthony ha estado
deshabitada durante años y necesitará un buen lavado de cara. He
procurado que estuviese en buen estado, pero ya sabes cómo son
estas cosas, nunca es suficiente.
—Está bien, papá, como tú quieras. Nosotros estaremos listos
para cuando tú nos avises. Iré a hablar con Lucy para decirle que no
comerás con nosotros.
Robert miraba a Andrew con expresión inquisitiva y el titonwan se
mantuvo impertérrito ante su escrutinio.
—¿Lo has pensado bien? No quisiera que el bullicio de Londres
te abrumase. Si es demasiado pronto podemos esperar al verano,
como habíamos pensado.
—Rose cree que estoy listo y confío en su criterio.
—Ya veo —asintió—. Debo decir que mi hija se ha entregado en
cuerpo y alma a esta tarea. Cuando me lo propuso no las tenía
todas conmigo. Creí que en unos pocos días regresaría a casa
suplicándole a su madre que la liberase del pacto que habían
establecido.
Icamani sintió un pellizco en su corazón y tuvo que hacer acopio
de su contención para no mostrar su desagrado.
—Como comprenderás, la que estará más contenta con tu
regreso a Londres será mi esposa. Felicia lleva mucho tiempo
intentando dominar a esa muchacha y llegas tú y le pones la
solución en bandeja. —Robert sonreía anticipándose al buen humor
de su mujer sin percatase de la tensión que sus palabras
provocaban en su protegido—. Tiene una larga lista de candidatos
para proponerle y otra de todos los eventos sociales y bailes a los
que Rose deberá asistir con cada uno de ellos. Auguro un verano
muy agitado para los Balshaw.
El titonwan respiró hondo por la nariz y se obligó a serenarse.
Nada de aquello tenía que ver con él. Su plan era cumplir con los
esfuerzos que Rose había hecho y dar una imagen impecable en
Londres. Buscaría a Dermot y Rippin y se encargaría de ellos. Y
después regresaría a casa con su hijo y se olvidaría de toda aquella
pesadilla. Pero de ella no podría olvidarse.
—Haré todo lo posible para no decepcionarlo, señor Balshaw.
—No me llames señor, muchacho. —Se acercó a él y le dio unas
palmaditas en la espalda—. Para ti soy Robert nada más. No sabes
lo mucho que quería a tu padre, éramos como dos hermanos. Tengo
muchas anécdotas que contarte de él. Estoy seguro de que cuando
regreses a la que fue tu casa recordarás todo lo que allí viviste.
Anthony y Leslie deben estar viéndote desde el cielo y estoy seguro
de que se sentirán orgullosos de que hayas sido capaz de dejar
atrás todo lo que has pasado estos años. —Lo cogió del hombro y
caminó con él hasta la ventana—. Esta tierra es maravillosa y tiene
mucho que ofrecerte. Se acabó lo de vivir como un zarrapastroso,
sin propiedades ni futuro alguno. Ahora te convertirás en un hombre
de provecho. Recuperarás tu herencia, por supuesto, y tu parte de la
empresa. Y vete haciendo a la idea de que mi santa mujer no parará
hasta encontrarte una buena esposa. Ya verás, muchacho, vas a
tener una vida magnífica.
Cuando Robert se marchó Rose salió de la casa sin decir nada a
nadie y se fue directamente a las caballerizas. Salió de allí al
galope, montando como un hombre y sin mirar atrás. Icamani la vio
desde la ventana del salón y dejó a Berry con la palabra en la boca
para ir tras ella. Cuando Rose escuchó los cascos del otro caballo
supo que era él, pero no quería que la alcanzarla por eso apretó las
piernas y azuzó a su montura para que volara. Icamani hizo lo
mismo y masculló palabras en su idioma solo aptas para el caballo.
Rose iba demasiado rápido y no era lo bastante buena amazona
para ello. En pocos minutos el titonwan llegó a su altura y con gran
presteza y ante la mirada furiosa de su presa cambió de caballo
sentándose detrás de ella. Le arrebató las riendas y con firmeza
hizo que el animal se detuviera. A continuación, bajó del caballo y
tiró de Rose sin miramientos haciéndola caer al suelo.
—¿Cómo te atreves? —le espetó enfadada.
Él sostuvo su mirada sin responder.
—No tienes derecho a tratarme así.
—¿Adónde ibas tan rápido? —preguntó tranquilo viendo cómo se
levantaba.
—A ninguna parte. —Se sacudió la tierra de la falda—. Solo
quería airearme.
—La próxima vez usa un abanico.
Rose entornó los ojos. ¿Se estaba riendo de ella?
—¿Te burlas de mí?
Icamani levantó una ceja y sonrió levemente.
—Me lo pones muy fácil.
—Serás…
Él cruzó los brazos delante del pecho y colocó las piernas
ligeramente abiertas en una pose relajada. Los músculos de sus
brazos se marcaban bajo las mangas de la camisa y el sol
provocaba destellos dorados en su pelo.
—¿Estás disgustada porque nos vamos de aquí?
Rose frunció el ceño y levantó la barbilla con orgullo.
—¿Disgustada? ¡Lo estoy deseando! He sido yo la que se lo ha
dicho a mi padre.
—Pues no pareces muy contenta.
Apretó los labios consciente de que le ganaría la batalla si no se
andaba con cuidado.
—¿Qué te preocupa?
—No es algo que tenga que hablar contigo.
—¿Es por la promesa que le hiciste a tu madre?
Rose no fue capaz de esconder su sorpresa.
—Por lo que me has contado de tu madre, no te obligará a
casarte contra tu voluntad.
—Eso es exactamente lo que hará —musitó ella y se acercó a su
caballo para acariciarlo con suavidad—. Lo siento, bonito, no quería
apretarte tanto.
Icamani torció una sonrisa. Solo ella podía llamar «bonito» a un
animal poderoso como aquel.
—A los caballos les gusta correr.
Rose dejó escapar un suspiro y se rindió.
—Está bien, lo reconozco, estoy asustada. Temo los planes de
mamá, sé que habrá estado estos meses organizándolo todo para…
mí. ¿Y si ninguno de ellos me gusta? Hasta ahora nunca me han
gustado, ¿por qué habría de cambiar eso? Ya sé que dije que me
esforzaría y que dedicaría toda mi atención a esto, pero… —Bufó
por no poder acabar la frase—. ¡Soy estúpida! Nunca debí
comprometerme a algo así. ¿En qué estaba pensando? Podía haber
conseguido que me dejaran venir de otra manera. ¡Qué rabia! La
culpa de todo la tienen esas estúpidas de Emily Ellison y Anna Puck.
Ella me azuzaron con sus comentarios injustos e hirientes sobre ti.
Soy una bocazas y una…
—Vaya, así que tengo la culpa otra vez —la cortó divertido—.
¿Es por lo que sientes por mí?
Rose se mordió el labio sintiéndose avergonzada. ¿Cómo se le
ocurría hablar de aquello con él? ¡Precisamente con él!
—Por supuesto que no. Lo que ha pasado entre nosotros fue una
infantilidad fruto de mi inexperiencia. Es absurdo… —Se echó a reír
—. No sé ni cómo se me pudo pasar por la cabeza. Tú eres un…
un…
—¿Salvaje? —Su expresión volvía a ser burlona.
—Desconocido —puntualizó—. No tenemos nada en común y
pertenecemos a mundos distintos. Está claro que mi corazón se
confundió. Pero lo he pensado bien y estoy segura de que exageré
mucho mis sentimientos.
Icamani no dijo nada y siguió mirándola con fijeza aunque ya no
había ni pizca de humor en sus ojos.
—Nunca he sido enamoradiza, supongo que me afectó el hecho
de que fueras tan distinto a todos los… las personas que he
conocido en mi vida. —Forzó una sonrisa nerviosa—. Espero que
olvides todo lo que hice y dije. Y, por favor, no me lo recuerdes
nunca. Me muero de vergüenza solo de pensar en ello. Está claro
que en cuanto regresemos a Londres este episodio quedará
completamente olvidado. ¿Ya has pensado cuánto tiempo te
quedarás? —Desvió la mirada y la posó de nuevo en el caballo—.
No será necesario que esperes mucho para disponer de tus bienes
y hacer con ellos lo que quieras. Comprar un pasaje a América no te
costará mucho. Si quieres yo misma te ayudaré a hacerlo cuanto
antes. Papá lo entenderá. ¿Regresamos?
Subió al caballo y lo miró desde su montura. La brisa movía los
cabellos del titonwan y su perfil se veía hermoso. Rose sintió una
punzada en el pecho, pero se había prometido ignorar cualquier
emoción al respecto e iba a cumplir con su propósito y a
demostrarse que podía gobernar su corazón. Realmente pensaba lo
que había dicho, que todo había sido fruto de su ingenuidad e
inexperiencia. Y creía que, tal como había llegado, aquel
sentimiento se evaporaría al regresar a casa y alejarse de él.
—Empezaré a prepararlo todo para el viaje. Pronto estarás en
casa. Icamani.
La vio alejarse impertérrito y después de unos segundos asintió.
Así debían ser las cosas. A fin de cuentas, solo era una mujer.
Capítulo 15
Andrew y Berry se instalaron en la casa de los Portrey. La familia del
que había sido contratado como mayordomo y ayuda de cámara lo
abrumó con su insistente agradecimiento y las afectuosas muestras
de afecto que le dedicaron durante días. Tuvieron que pasar dos
semanas para que la vida de Andrew empezase a vislumbrar cierta
calma.
Todo el mundo quería conocerlo y tuvo que aceptar invitaciones a
tomar el té, a cenar y alguna que otra partida de cartas. En esos
momentos Rose siempre estaba a su lado y eso hacía que se
sintiese seguro y calmado.
—¿Cenará en casa esta noche? —preguntó Berry entrando en el
salón—. Grace, ¿qué haces?
Andrew estaba sentado en la alfombra y la pequeña de los Berry
tenía las manos en su cabeza mientras cantaba una de sus
canciones infantiles.
—Estoy peinándole, papá. ¿Has visto que pelo tan bonito tiene?
Y es suave como el terciopelo. Ven, tócalo, ya verás.
—Lo siento mucho —se excusó cogiendo a su hija y tirando de
ella con suavidad.
—Papá, déjame…
—Berry, no te preocupes, me gusta. —Andrew sonrió divertido—.
Grace tiene unas manos de oro. Me alivia el dolor de cabeza. Y es
muy divertida. Me estaba contando la historia de la señora pato y el
engreído cisne.
Su padre puso los ojos en blanco.
—¿Desde cuándo pasa esto? No me había dado cuenta de que
mis hijos lo molestasen. Le pido disculpas.
—Yo no le molesto, papá, ya te lo ha dicho. Además, cuando sea
mayor me casaré con él y seré la señora de esta casa. Pero no te
preocupes que no te despediré, seguirás siendo el mejordomo de
todo Londres.
—Mayordomo —rectificó Andrew sin poder contener la risa—.
Pensaba que me dejarías decírselo a mí.
—Es mejor que lo sepa ya, así no me castigará por estar aquí.
¿Verdad, papá? —Lo miró haciendo muecas con la boca.
—¿De verdad tiene cuatro años? —preguntó el titonwan
incrédulo.
—Doy fe de ello —afirmó Berry—. Vamos, mocosa, tu madre te
va a dar una azotaina como se entere de esto.
—No se lo digas, papá —dijo la pequeña abrazándose a sus
piernas—. No volveré a peinarle si tú no quieres, pero no se lo digas
a mamá.
Los dos hombres se miraron cómplices.
—Dile a Lena que cenaré en casa, Berry. Gracias.
El mayordomo salió con su hija en brazos y Andrew se levantó de
la alfombra. Volvió a recogerse el pelo en una coleta y se estiró cuan
largo era. Realmente las manos de Grace obraban milagros, el dolor
de cabeza había desaparecido, así que ya podía continuar
revisando la ingente cantidad de papeles que había sobre su
escritorio.
El mes de abril llegó a su fin y mayo apareció luminoso y repleto
de promesas. Mientras Rose aceptaba los designios de su madre y
recibía las atenciones de sus pretendientes con el mejor ánimo
posible, Andrew se zambulló en su propia empresa. Tras una larga y
clarificadora conversación con Robert comprendió que para que le
traspasase la herencia que según sus leyes le correspondía, debía
demostrar que había dejado atrás por completo su vida de los
últimos diecisiete años. Para Balshaw sería muy fácil conseguir que
lo declarasen mentalmente inepto y perder toda posibilidad de
regresar a casa. Así que debía someterse a su voluntad, aunque el
padre de Rose no lo hubiese expresado de ese modo.
Robert quiso que visitara la empresa, que conociese el
funcionamiento de los almacenes y le mostró los contratos que
tenían con lord Crowley y su naviera. A través de sus barcos traían
la mercancía que luego distribuían en suelo inglés. Al principio, le
provocaban dolor de cabeza todos aquellos datos, números y
asientos contables, pero poco a poco y según iba avanzando en el
estudio sobre el funcionamiento de la empresa empezó a resultarle
incluso interesante. Le parecía increíble cómo habían conseguido
organizar tanta información, creando procesos tan bien
estructurados como para ser capaces de gestionar la enorme
cantidad de productos que viajaban de una parte a otra del mundo.
El mundo. Ahora sabía lo grande que era y los millones de
personas que habitaban en él. Rose le había mostrado dibujos de
un sinfín de lugares extraños en los que vivían personas con muy
distintas costumbres. Pero no fue hasta llegar a Londres y caminar
por sus calles, que empezó a comprender el alcance de sus
explicaciones. Saber que la empresa que creó su padre junto a
Robert era capaz de traer productos de la China, un lugar situado a
miles de kilómetros de allí, le parecía asombroso y excitante. Pero
pensar en viajar él mismo y descubrir los secretos que aquel lugar
escondía, le provocó un ansia desconocida.
La abuela Isobel lo miraba con expresión escrutadora. El titonwan
aguantó estoico sin mover una pestaña y con una actitud de serena
elegancia.
—Así que ya entiendes lo que digo e incluso puedes mantener
una conversación más o menos inteligente.
—Si por conversación inteligente quiere decir que sé utilizar
palabras complejas de significado dudoso e interpretarlas a mi
conveniencias, sí, creo que puedo hacerlo casi tan bien como usted.
La abuela de Rose frunció el ceño.
—Vaya, muy orgulloso y arrogante para haber vivido entre
salvajes. Ven aquí a mi lado, Rose, y háblame de él —dijo
extendiendo la mano hacia ella, pero sin apartar la mirada de
Andrew—. Tú, siéntate ahí y espera tu turno.
—¿Qué quieres que te diga, abuela? Tú conociste a los Portrey y
sabes lo que les sucedió hace años. Andrew ha estado todo este
tiempo viviendo con los titonwan, una tribu perteneciente a los
lakota. Pero ya ha vuelto a casa y todos estamos muy contentos por
ello.
La anciana mujer seguía con la mirada clavada en él y el ceño
fruncido en señal de desaprobación.
—¿No podías haberte escapado? Han pasado muchos años
desde que mataron a tus padres y te capturaron. ¿Quién querría
vivir con los salvajes que asesinaron a su familia.
—¡Abuela! —Rose la miró horrorizada—. No de…
—Los titonwan no mataron a mis padres —la cortó Andrew—.
Fueron los sicangu.
—¿Y qué más da qué salvaje fuera? La cuestión es que no
deberías haberte quedado con ellos.
—Tenía seis años cuando me capturaron. Estaba asustado y
solo, no creo que pudiese llegar muy lejos en mis circunstancias.
Isobel levantó una ceja con una expresión crítica.
—Y ahora estás aquí —afirmó—. Y por lo que yo sé no es que
vinieras por tu voluntad.
—Me capturaron y me trajeron atado a unas cadenas. Como ve,
tampoco preguntaron mi opinión.
Rose vio una chispa de humor en la mirada de su abuela y
frunció el ceño. ¿Se estaba divirtiendo? De ella podía esperarse
cualquier cosa, pero aquello le parecía demasiado.
—¿Y debo creerme que ahora estás tan contento? ¿Qué pasa
con los salvajes que dejaste allí?
—Pienso regresar en cuanto me sea posible.
Ahora sí que Rose ya no pudo negar su asombro. Abrió la boca y
los ojos como si hubiese visto al mismísimo Lucifer entrar por la
puerta. Isobel, en cambio, asintió con la cabeza aprobatoriamente.
—Ya veo. Has aceptado todo este tinglado para salirte con la
tuya. ¿Y ya lo sabe ese alma de cántaro que tengo por yerno?
—No quiero disgustarlo, así que no.
—¿Tienes esposa?
—La mataron los blancos regalándole una manta infectada de
sarampión.
—Qué manera más estúpida de morir. —Isobel negó con la
cabeza sin mostrar la más mínima compasión.
Extrañamente a Icamani no le importó su falta de sensibilidad. Su
franqueza y la falta de subterfugios al hablar hacía que se sintiese
cómodo frente a ella. Miró a Rose a su lado y pudo entrever el
parecido al que ser refirió su padre.
—¿Y por qué querrías volver? ¿Es que no has visto lo bien que
se vive aquí cuando tienes dinero? Y tú lo tienes, muchacho.
—Debo volver.
—Si tu mujer está muerta, nada te ata a ese lugar. Puedes
olvidarte de ellos y…
—Tengo un hijo —la cortó.
—¿Un hijo? —Arrugó el ceño—. Eso lo cambia todo.
—Se llama Mahtola, abuela —intervino Rose.
—¿Qué clase de nombre es ese? Deberías llamarlo Anthony,
como tu padre. Siempre me gustó tu padre, ¿sabes? Y tu madre.
Eran dos personas auténticas, buenos amigos de Robert y de mi
hija. Te pareces a él. Y a tu madre, tienes sus ojos. ¿Has pensado
en traer a tu hijo aquí? ¿No crees que tendría mejor vida siendo un
Portrey en lugar de un tito… lo que sea?
—Titonwan, abuela.
—No pienso aprenderme ese nombre. Es ridículo.
—Puede llamarlos lakota, si le gusta más —sonrió Andrew.
—Lakota —repitió la anciana con expresión pensativa—.
¿Arrancáis cabelleras?
Icamani asintió.
—Algunas veces.
—Qué costumbre más desagradable. Aunque imagino que lo de
regalar mantas con sarampión tampoco es muy bondadoso que
digamos. ¿Cuántos años tenía tu esposa?
—Dieciséis.
Rose lo miró sorprendida. Con dieciséis años Tatewin ya se había
casado y tenido un hijo. Debía de ser casi una niña cuando Icamani
la tomó. El rubor tiñó sus mejillas y bajó la mirada tratando de
esconderlo.
—Yo me casé a los diecisiete —dijo Isobel—. Era tonta e
inmadura, no sé cómo mi marido me soportaba. ¿Tu mujer era
estúpida? Debía serlo si aceptó alegremente el regalo de un
enemigo.
—No sabía que era un enemigo. —La expresión de Andrew se
endureció—. Y, no, no era estúpida. Las mujeres titonwan maduran
muy rápido. No crecen entre algodones.
—Eso lo dice por ti, querida —dijo mirando a su nieta—. Que yo
sepa eres la única joven que conoce. Pues debes saber que esta
niña es mucho más madura que ninguna de las jóvenes que vas a
conocer en Londres. Harás bien en hacerle caso en todo lo que te
diga si quieres salir airoso de tu propósito.
—Estoy de acuerdo —afirmó él.
—El mejor modo de saber las cosas es abrir los ojos y los oídos.
Si lees los periódicos te darás cuenta de lo mucho que puedes
aprender estando aquí. Imagino que eso es lo que quieres, aprender
de nosotros para que no volvamos a pillarte desprevenido. —Isobel
lo miró a los ojos con fijeza—. Me caes bien, muchacho, obviando
eso de que le arranques la cabellera a la gente, no me pareces más
salvaje que cualquier londinense. Pero quiero mucho al inocente de
Robert, y esta muchacha —dijo cogiendo la mano de su nieta—, es
la niña de mis ojos. Así que te advierto que no dejaré piedra sin
remover si les haces el menor daño a cualquiera de ellos. Robert no
fue quien te trajo encadenado, él sería incapaz de hacerle eso a otro
ser humano, por muy salvaje que sea. Cuando ofreció dinero por tu
rescate solo pretendía darte una oportunidad. Estás en tu derecho
de comportarte como un estúpido y desaprovecharla, pero ni se te
ocurra hacerles daño.
—No tengo intención de hacer daño a su familia, señora Ross. El
señor Balshaw no me ha hecho ningún daño y su hija, tampoco.
La abuela Isobel entornó los ojos con mirada astuta. No le había
pasado desapercibida la puntualización que había hecho. No había
dicho que no tuviese intención de hacer daño a nadie. Así que sí
había un enemigo para él y sospechaba quién podía ser. Apretó los
labios con firmeza. Si pretendía vengarse acabaría haciendo daño a
su familia de algún modo y si no sabía eso es que era más estúpido
de lo que pensaba.
—Mira, muchacho, voy a darte un consejo y espero que, al
menos, reflexiones sobre lo que te digo. La venganza no acepta
nunca una victoria. Siempre pierden ambas partes por mucha razón
que uno tenga. Tenemos un dicho para eso: si vas a vengarte, cava
dos tumbas. En este mundo en el que ahora estás las cosas no se
arreglan arrancando cabelleras, aquí todo se paga con dinero. Si lo
que quieres es regresar a tu… bueno, a donde sea que quieres
volver, ocúpate de no dejar un rastro que seguir. Vive
silenciosamente, acata las costumbres del lugar en el que estás y
después márchate sin dejar cadáveres. Así evitarás que el ciclo de
venganza se eternice y, sobre todo, protegerás a tu hijo. Te aseguro
que con dinero uno es capaz de conseguir lo que quiera. Eso vale
para ti y también para tus enemigos. —Dio unas palmaditas en la
mano de su nieta y la miró con intención—. En cuanto a ti, ya me ha
contado tu madre que te estás comportando como una buena hija,
obediente y sumisa. ¿Eso es lo que te he enseñado? ¿Vas a casarte
con cualquier botarate que ella elija?
Rose se movió incómoda en su asiento. Sentía los ojos de
Icamani clavados en ella.
—Lo prometí.
—¿Para ayudar a este salvaje? Mira que te dije que era una
estupidez, pero eres tan cabezota como lo era mi santo marido. En
fin, si vas a casarte, al menos que no sea estúpido, por favor.
Puedes elegir a un hombre feo o pobre, soportaré que tengas hijos
poco agraciados y que necesites mi dinero, pero no podría tolerar
verte languidecer junto a un hombre poco inteligente. ¿Ese Willis es
tonto?
—No, abuela, es muy culto.
—Sabes que no es lo mismo, pero puedo tolerarlo, si es lo que tú
quieres. ¿Es lo que tú quieres o vas a hacer todo lo que diga mi hija
como si fuese lo único que importa?
—Se lo prometí —repitió ella con tono bajo.
—Las promesas hay que cumplirlas, es cierto. No somos nada si
no tenemos palabra. —Se giró a mirar a Andrew que seguía con los
ojos clavados en Rose—. ¿Qué opinas, muchacho? ¿Tú tienes
palabra?
Asintió una vez.
—Abuela, deberíamos irnos ya.
Isobel miró a su nieta y después al titonwan con la misma
perspicacia.
—Lo que sea que ha pasado entre vosotros, debéis olvidarlo. La
gente podría llegar a perdonar que hayas vivido entre salvajes, pero
de ningún modo aceptarán a un niño medio indio.
—Abuela, por favor… —la interrumpió Rose y después se mordió
el labio angustiada.
Isobel miró a Andrew con dureza.
—Lo siento, muchacho, pero no me caracterizo por poner paños
calientes. Las cosas no son como uno quiere que sean, son como
son. Tu hijo es un salvaje, sobre eso no hay duda. Si no estás
dispuesto a renunciar a él, debes marcharte y vivir con esos…
¿lakotas? —Icamani asintió muy serio—. Así que apártate de mi
nieta y arregla tus cosas lo antes posible para que ella pueda
continuar con su vida.
Rose lo miró mortificada y con una muda petición de perdón en
los ojos.
—Y tú, niña, quítate esas ideas de la cabeza. Tu madre jamás
consentiría semejante relación.
—Yo no…
—Ni se te ocurra intentar engañarme —la cortó con firmeza—.
Todavía puedo darte un cachete sin que me tiemble la mano. Sé
muy bien lo que tratas de ocultar, pero debes saber que finges muy
mal. Sacúdete esos sentimientos y acepta la propuesta del joven
Willis. Al final va a resultar que sería mejor que fuese estúpido.
Cuanto antes te cases, antes apagarás ese fuego que este
inconsciente ha encendido. —Se volvió hacia él—. Y tú, escúchame
bien, si le pones un dedo encima a mi nieta, te juro por Dios que no
descansaré hasta acabar contigo.
Andrew asintió otra vez.
—Bien. —Isobel respiró hondo y dejó escapar el aire de golpe—.
Todo aclarado. Antes del baile de lord Crowley debéis aprender a
fingir o todo el mundo verá lo que he visto yo. No entiendo como tus
padres… En fin, esos dos viven en la inopia, no sé de qué me
sorprendo. Sondra, la madre de ese Willis, es muy astuta y va a
mirarte con su lupa, te lo aseguro. No dejará que su hijo más
querido se case con cualquiera. Es una Chesterton, como el
inminente esposo de tu prima Belinda. Y ya sabes lo estirados que
son. Lo cierto es que el hijo de los Willis es un buen partido, su
padre…
El resto del tiempo de la visita, la abuela Isobel se explayó en
cantar las alabanzas de los Willis y de su abultado capital. Rose la
miraba y fingía escucharla, mientras su corazón se encogía hasta
volverse casi invisible. Icamani, en cambio, miraba a las dos
mujeres imaginando cómo sería Rose a la edad de su abuela. Él no
viviría tanto, la mayoría de los guerreros titonwan no llegan a viejos
y ahora la amenaza del hombre blanco lo hacía aún más difícil.
Rose se casaría con ese Willis del que hablaba su abuela sin parar,
tendría hijos y envejecería. Quizá alguna noche al mirar las estrellas
se acordaría de él y se alegraría de que hubiese decidido
marcharse. Su presencia allí solo le traería problemas.
De pronto pensó en Wiyaka, en el día en el que le habló de sus
sentimientos por Sinaska. Hubo un tiempo en el que pensó que lo
que él sentía por Wanapin era parecido a lo que sentía su padre,
pero aun así pudo casarse con Tatewin y engendrar un hijo en ella
sin problema. Llegó a pensar que los sentimientos de Wiyaka eran
algo desconocido para él. Hasta ese momento. Al mirar a Rose
mientras escuchaba a su abuela con las manos enlazadas y tensas
se preguntó si no sería eso que latía en su pecho de lo que le había
hablado su padre. Rose desvió levemente su mirada y sus ojos se
cruzaron un instante. Y aquel segundo fue suficiente para que la
tristeza inundara su espíritu.
Lord Crowley vertió un dedo de whisky en cada vaso y después le
ofreció uno a Robert con una sonrisa.
—Qué maravilloso trabajo han hecho con ese muchacho. —Se
sentó frente a su invitado que no disimulaba su orgullosa
satisfacción—. No parece la misma persona. Lo que han hecho no
tiene precio, amigo Balshaw.
—Era lo menos que podíamos hacer por él. Andrew es el hijo de
Anthony y era una deuda pendiente para mí.
—Puede estar satisfecho. No queda vestigio del salvaje que vi en
aquella cabaña. ¿Y qué planes tiene para él? Imagino que se
incorporará a la empresa familiar.
—Por supuesto. Ya he hablado con los abogados para que
reviertan la herencia de sus padres a su verdadero destinatario. Yo
solo he sido un mero albacea, a la espera de su regreso.
—Eso le honra, amigo mío, otro en su lugar no estaría tan
contento de desprenderse de tanto dinero.
—Es suyo, no podría ser de otro modo. Además, ese joven me es
muy querido. Ojalá cuente conmigo como con un padre. Pienso
ayudarlo en todo lo que me sea posible.
—Estoy seguro de ello. Es usted un buen amigo, sin duda, y
Portrey estará orgulloso de ello allí donde esté.
Robert clavó la mirada en su vaso con tristeza.
—Pero no nos pongamos melancólicos —dijo lord Crowley
soltando una carcajada—. Parecemos dos viejos hablando de su
juventud. Lo importante es que Andrew ha regresado y a partir de
ahora podrá tener una vida plena.
—Gracias por organizar un baile en su honor, eso facilitará su
entrada en sociedad. Agradézcaselo también a su esposa. Ha sido
todo un detalle teniendo en cuenta que no falta mucho para la gran
celebración de los Crowley.
—A mi mujer le encantan estas cosas. En realidad ella le está
agradecida por darle la oportunidad de entretenerse. Y en mi caso,
es lo menos que podía hacer.
—Bueno, teniendo en cuenta que fue usted el que lo trajo de
vuelta…
—Eso no fue nada. Pura casualidad. Ya sabe que Dermot y
Rippin han seguido trabajando para mí todos estos años. No
pudimos emprender la explotación de la mina en aquel entonces,
pero nunca hemos dejado el proyecto definitivamente. Tan solo
esperábamos el momento idóneo. Y gracias a que ese momento
llegó, ellos encontraron a Andrew.
Robert frunció el ceño.
—¿Van a volver a intentarlo?
—Sí, amigo mío. Las circunstancias son distintas ahora. El
gobierno ha colocado un destacamento militar en la zona y pronto
los indios cuervo dejarán de ser un problema para nosotros. No
ponga esa cara, hombre, no van a eliminarlos, tan solo harán que se
muevan un poco. Hay mucho territorio, suficiente para todos. Esa
mina de oro no les sirve para nada, no hacen nada con ella, así que
no les importará poner sus tiendas en otro sitio. ¡Hay tierra suficiente
para todos ellos!
Se rio de nuevo a carcajadas, aunque Robert no le veía la gracia.
—Mi amigo, el señor Willis, ya se ha unido al proyecto y estoy
seguro de que no será el único. Si quiere participar, usted siempre
tendrá las puertas abiertas. De hecho, pensaba proponérselo
también a Andrew. Sería un buen activo en esta empresa porque
conoce muy bien el terreno.
—No sé si es buena idea…
—Dejaremos que el muchacho decida, ¿qué le parece? Si va a
ser uno de los nuestros tendrá que tomar sus propias decisiones. La
cuestión es que vamos a ganar mucho dinero, Robert, no querría
que se perdiera tan grandiosa oportunidad.
Una grandiosa oportunidad que le costó la vida a mis mejores
amigos y provocó que Andrew se pasara diecisiete años entre
salvajes, se dijo Robert. Aunque a él no le vendría mal una
inyección de capital le repugnaba la idea de participar en ese
negocio.
—Pensaré en ello —dijo por compromiso—. Tengo que hablar
con mi mujer.
—Claro, claro. Tómese su tiempo. Hasta el mes que viene no
empezaremos los trámites para comprar las tierras. Háblelo con
quien quiera y deme una respuesta cuando la tenga. Aquí estaré. —
Levantó su vaso a modo de brindis y después bebió.
Capítulo 16
—Siento lo de mi abuela.
Regresaron a casa caminando.
—Es una mujer sincera y ha dicho lo que piensa, no hay nada por
lo que debas disculparte.
Ella lo miró y sonrió.
—Has aguantado muy bien. Debo decir que me has sorprendido.
Andrew también sonrió.
—He practicado mucho.
—Con Clarence —rio Rose.
—Las dos son «un hueso duro de roer» —citó él.
—Cierto. Solo Clarence puede competir con ella. Mi abuela se
quedó viuda después de tener a mi madre. Podría haberse vuelto a
casar, pero no lo hizo. Eso provocó que tuviese que encargarse de
todo ella sola y la endureció por fuera. Pero en el fondo tiene un
gran corazón.
—Te pareces un poco a ella. Aunque también tienes cosas de tu
padre y de tu madre.
—Mi madre es mucho más dulce que yo. Ya lo viste. Te recibió
como al hijo pródigo, solo le faltó sacrificar un cordero para la cena.
Andrew asintió. Lo había sorprendido su efusividad y había
reaccionado como un niño asustado.
—¡Rose! ¡Qué alegría verte!
Olivia Gregory estaba frente a ellos con una enorme sonrisa.
Acababa de salir de su modista y su lacayo sostenía un montón de
paquetes con expresión indiferente.
—Puedes dejarlos en el coche, Tom. Pero, qué alegría que nos
hayamos encontrado. Te hemos echado mucho de menos.
—Andrew, te presentó a Olivia Gregory, una amiga. Olivia, este
es Andrew Portrey.
Él tomó su mano y se la llevó a los labios con elegancia.
—Encantado de conocerla, señorita Gregory.
—¡Oh! —La joven no esperaba que el salvaje del que todos
habían estado hablando fuese un joven tan increíblemente guapo,
elegante y educado—. Igualmente.
—No queremos entretenerte —dijo Rose con expresión amable
—. Tu lacayo ha terminado de colocar todos tus paquetes en el
landó.
—He comprado mucho, sí —se rio con afectación—. Entre otras
cosas un precioso vestido de terciopelo para el baile que los
Crowley van a dar en honor del señor Portrey. En realidad ya lo
había encargado antes en previsión del inicio de la temporada, pero
he decidido estrenarlo para tan memorable ocasión. Supongo que tú
tendrás que hacértelo aún. Has pasado tanto tiempo lejos de
Londres. —Los miró a ambos con malsana curiosidad—. Debe
haber sido muy aburrido estar los dos solos en Blunt Manor todo
este tiempo.
—No hemos tenido tiempo de aburrirnos —dijo Rose con maldad
—. Y no estuvimos solos, Clarence vino conmigo.
Su amiga la miró sorprendida de que considerase a una criada
como alguien digno a tener en cuenta en este caso, pero no hizo
ningún comentario al respecto.
—¿Qué le ha parecido Londres? —preguntó mirando a Andrew
—. Imagino que no recordará nada de su infancia.
—Apenas nada, pero estoy seguro de que pronto me sentiré
como en casa.
Tenía unos dientes perfectos y una boca que hipnotizaba. Olivia
no podía dejar de mirarlo como una boba.
—Espero que me conceda el honor de hacerme un hueco en su
carné de baile, señorita Gregory. No conozco a casi nadie y sería un
atrevimiento pasarme la noche bailando con la señorita Balshaw.
—Oh, desde luego —respondió horrorizada ante semejante
imagen—. Una señorita no puede bailar más de dos veces con un
joven soltero. Por supuesto que le reservaré un baile y estoy segura
de que nuestras amigas, las señoritas Puck y Ellison, harán lo
mismo.
—Me siento muy afortunado. —Sonrió seductor—. Será un
enorme placer conocerlas, si son tan amables y encantadoras como
usted.
—¡Oh! —Olivia se rio sin disimular su turbación—. Tú irás con
David Willis, ¿verdad Rose? Ya me han dicho que os han visto
paseando juntos un par de veces. Qué callado te lo tenías, pillina.
Rose no dijo nada a pesar de la mirada inquisitiva de su amiga.
—Bueno, les dejo seguir con su paseo, pues tengo mucho que
hacer. Me he alegrado de conocerlo, señor Portrey. Rose, ven a
verme pronto. Tienes que contarme esas novedades que has
llevado tan en secreto.
Las dos jóvenes se besaron ligeramente y se despidieron con
amabilidad.
—La familia de Berry parecía muy contenta —dijo Rose cuando
retomaron el paseo, intentando sonar trivial.
—Así es. A la pequeña Grace le gusta tanto vivir en mi casa que
me pidió que no me casara hasta que ella fuese lo bastante mayor
para ser mi esposa. —Sonrió—. Lo más divertido fue ver la cara de
Berry al escucharla. Casi le da un síncope.
Rose sonrió divertida.
—Tuviste una gran idea —continuó él—. Es mucho más
agradable vivir allí con ellos. No me siento tan solo.
—No será mucho tiempo —musitó ella.
—Echo de menos nuestras charlas y los paseos a caballo.
Londres no es un lugar para cabalgar y, de momento, no quiero
aventurarme a investigar por los alrededores. Quizá quieras
acompañarme algún día y mostrarme…
—Estoy muy ocupada —se apresuró a interrumpirlo—. Mamá no
deja de organizarme reuniones. Apenas me queda tiempo para leer
o pasear.
—Lo entiendo.
Se detuvieron frente a la puerta.
—¿Quieres entrar? Mamá se alegrará de verte.
—No. Mejor me voy a casa. Tengo muchos papeles que me dio tu
padre para que los revisara. Está empeñado en que conozca bien el
negocio y no quiero desanimarlo.
—Ya no nos veremos hasta el baile de lord Crowley —dijo ella
subiendo los peldaños de las escaleras hasta la entrada.
—¿Me concederás al menos un baile? —preguntó él jugueteando
con el sombrero en la mano—. Aunque supongo que ese David
Willis te querrá para él solo.
Rose se volvió a mirarlo y había tal intimidad en sus ojos que él
se estremeció.
—Te concederé un baile.
—Me conformaré con eso, wahcawin.
Rose sintió que su corazón temblaba al escuchar esa palabra de
nuevo. Era como si ese nombre fuese un conjuro mágico que la
ponía a su merced. Se apresuró a entrar en la casa rogando
mentalmente que él no se hubiese percatado de ello. Pero sus
ruegos no fueron escuchados.
El salón de baile de los Crowley era un espacio magnífico.
Enormes lámparas de araña, adornos dorados y maceteros con
orquídeas situados entre los altos ventanales. Por no mencionar la
tela de damasco que cubría las paredes. Andrew observaba la rica
ostentación de los anfitriones al tiempo que estudiaba con
detenimiento a sus invitados. Se hallaba abrumado y confuso ante
tal profusión de colores y ruido. Muchas voces que trataban de
hacerse oír por encima de la música. Copas que campanilleaban al
chocar en las bandejas que portaban los criados de un sitio a otro
de la sala, risas estridentes y el humo de los cigarros de algunos
caballeros. Las mujeres iban ataviadas con metros y metros de
diferentes telas con texturas densas o delicadas superpuestas.
Icamani recordaba haber aprendido los nombres de algunas de
ellas, pero en ese momento esas palabras se atascaron en su
cerebro sin poder salir.
—Querido Andrew —lo saludó lord Crowley acercándose a él—.
Déjame que te presente a mi socio y amigo, el señor Matthew Willis.
—Señor Portrey. —El otro le estrechó la mano con expresión
afable—. Me alegro mucho de conocerlo al fin. Se parece usted a su
padre, Dios lo tenga en su gloria.
Así que este es el padre.
—Encantado, señor Willis.
—Matthew y yo nos conocemos desde hace años y somos tanto
amigos como socios. En este mundo nuestro las amistades y el
trabajo van muchas veces de la mano, ¿verdad, Matthew?
—Así es. Si uno tiene algo bueno entre manos, ¿qué mejor que
compartirlo con los amigos? De hecho, la nueva empresa que
estamos acometiendo es una gran oportunidad y…
—Pero, Willis —lo cortó Crowley—, ya habrá tiempo para hablar
de trabajo en otro momento con el joven Andrew. Ahora estamos
aquí para divertirnos. ¿Has podido ya bailar con alguna joven,
muchacho? Ven, te presentaré a algunos de mis invitados, pero
luego tú tendrás que hacer el resto.
Después de recorrer la sala escuchando nombres y más
nombres, Andrew se encontró frente a una joven que lo miraba
como si acabase de descender de una de las peanas que sostenían
las estatuas que adornaban las esquinas. Una mezcla de
admiración y temor que daban a su expresión un tinte infantil.
—¿Me concede este baile, señorita Ellison? —solicitó después de
ser debidamente presentados.
—Encantada, señor Portrey.
Emily Ellison era una de las jovencitas más hermosas de
Londres. Por desgracia, ahí radicaba todo su encanto, como Andrew
pudo comprobar enseguida. Su conversación se limitaba a unos
pocos monosílabos y algún que otro suspiro mientras se deslizaba
por la pista de baile con bastante gracia. Y los temas elegidos para
dicha profusión de contenido carecían por completo de interés para
el titonwan. Saber lo mucho que le había costado a su modista
entender sus indicaciones para colocar el lazo de seda, no era
precisamente una de sus preocupaciones. Después bailó con la
señorita Anna Puck y con Olivia Gregory. Las tres amigas de Rose.
Ese concepto de amistad no fue fácil de asimilar para Icamani. Para
un titonwan un amigo es capaz de sacrificar su vida para salvarte,
pero en Londres un amigo era aquel con el que se tomaba un té o
se jugaba a las cartas. Dudaba mucho que la señorita Gregory
estuviese dispuesta a saltar de su caballo para lanzarse sobre un
comanche que quisiera la cabellera de Rose.
—Debe parecerle todo demasiado hermoso para soportarlo, ¿no
es así, señor Portrey? Después de haber vivido entre salvajes… No
se preocupe por nada, aquí todo el mundo quiere ayudarle y estoy
segura de que pronto lo considerarán una persona normal. Parece
una persona normal —dijo esto último sonriendo con afabilidad—.
Le confieso que cuando supimos que Rose iba a estar en Blunt
Manor con usted todas nos preocupamos muchísimo. Queremos
mucho a Rose. —Otra vez esa sonrisa bobalicona—. Pero, seguro
que me entiende. Usted ha vivido con esos… indios. Y ya sabe lo
que cuentan de ellos…
—No estoy seguro de a qué se refiere concretamente, señorita
Gregory —dijo Andrew al borde del colapso.
—Pues a las cosas que les hacen a las mujeres.
El titonwan buscaba a Rose entre los invitados, pero estaba claro
que seguía sin hacer acto de presencia. Frunció el ceño y se esforzó
en prestar atención a sus palabras, aunque le estaba resultando
verdaderamente difícil.
—Ya sabe, «esas cosas» —insistió Olivia—. Una dama no puede
hablar de ello, pero usted ya me entiende. Y, claro, allí no iba a
haber más que criados aparte de ustedes dos. —Movió la cabeza
con expresión preocupada—. No pude dormir durante al menos dos
noches dándole vueltas, ¿sabe? Pero eso es lo que hacen las
amigas, se preocupan las unas por las otras.
—Ya veo. ¿Y de qué le serviría a Rose que usted no durmiese?
En caso de que yo hubiese sido un salvaje y la hubiese atacado,
claro.
—¡Oh! —Lo miró asustada—. No quiero ni pensar en ello, Dios
Santo, habría sido espantoso. Rose habría quedado deshonrada
para siempre y su familia… Oh, no puedo, no puedo ni pensar en
ello.
Andrew sonrió con inocencia.
—Siento mucho provocarle esta zozobra, señorita Gregory, y
perdone mi ignorancia, pero sigo sin comprender de qué le serviría a
Rose que usted no durmiese. Quiero decir, una amiga debería poder
hacer algo más para «salvar» a alguien a quien quiere tanto.
—¿Y qué iba a hacer yo? Solo soy una mujer. Las mujeres no se
meten en esas cosas. Tan solo podía preocuparme por ella y rezar
para que Dios la protegiese.
—Ya veo. No dejo de maravillarme de la forma de actuar de los…
londinenses —se corrigió antes de decir wasicun y tener que
explicarle el concepto de la palabra.
—Oh, no se preocupe. Hace muy poco que se ha instalado en
Londres, necesita tiempo para acomodarse a nuestras costumbres.
—Sonrió al tiempo que dejaba caer sus pestañas en una pose
estudiada—. Supongo que en cuanto recupere su herencia buscará
esposa.
Icamani la miró con una sonrisa que no coincidía con la expresión
de sus ojos.
—No tengo mucha información sobre ese tema. ¿Querría usted
ilustrarme al respecto, señorita Gregory?
La joven sintió que el rubor teñía sus mejillas y dejó escapar una
risita nerviosa y tonta.
—Señor Portrey, ¿cómo podría yo hablarle sobre eso? Soy del
todo inexperta en el tema. Me muero de vergüenza solo de
pensarlo.
Andrew buscó por enésima vez la figura de la única persona a la
que le interesaba ver esa noche. ¿Dónde narices estaba? ¿Es que
no iba a acudir al baile? Tenía ganas de conocer a su pretendiente y
ver qué clase de hombre era. Sonrió sin darse cuenta, estaba
seguro de que ella no iba a ponérselo nada fácil a ese Willis y eso lo
llenaba de regocijo. Era una mujer demasiado inteligente y con una
vida interior plagada de matices. El hombre que la conquistase
debía ser merecedor de su espíritu. No podía ser cualquier hombre.
Apretó los labios sin darse cuenta y Olivia lo miró con preocupación.
—¿He dicho algo que lo ha molestado? No pretendía
aleccionarle, pero usted me ha pedido que…
—Disculpe, señorita Gregory, necesito un poco de aire fresco. —
Se separó de ella y la dejó en medio de la pista.
La luna brillaba en lo alto del firmamento y las estrellas, únicas
amigas a las que reconocía, lo miraban indiferentes. Icamani tiró del
pañuelo de su cuello para aflojarlo y respiró hondo varias veces. Le
habían presentado a mucha gente de la que no recordaba ni el
nombre ni el rostro. Había sonreído y respondido con comentarios
educados y amables a todo aquel que se interesó por conocerlo.
Había bailado con aquellas jóvenes y se había esforzado en
mantener una actitud amable y solícita con cada una de ellas. Pero
cada minuto que pasaba se sentía más y más solo, más y más
abrumado. Lo que había vivido en Blunt Manor no lo había
preparado para aquella profusión de estímulos absurdos e
incomprensibles. La cabeza le daba vueltas y no dejaba de
preguntarse dónde estaba Rose. ¿Quizá su pretendiente la había
llevado a otro lugar? ¿Querría estar a solas con ella? Apretó los
puños para contener su irritación. Ese Willis era un caballero.
Llevarla a un lugar para estar a solas sería lo que haría un salvaje.
Lo que haría él.
—Hu ihpeya wicayapo —masculló entre dientes la expresión
lakota que manifiesta el deseo de derrotar a tu enemigo.
—Mamá, ¿no deberíamos irnos ya? —Rose se retorcía las
manos nerviosa—. Andrew debería haber ido con nosotros. Es una
situación difícil para él y está allí solo…
—No digas tonterías —se burló su madre—. La casa de los
Crowley estará llena de gente, ¿cómo va a estar solo? No podemos
irnos hasta que llegue tu acompañante, hija. Seguro que el joven
Willis tiene algún motivo para llegar tarde.
—Papá…
Robert se encogió de hombros. Había prometido a su esposa no
intervenir en ese asunto y no iba a fallar ante el primer obstáculo.
—Disculpen la tardanza —dijo David Willis entrando en el salón
—. He sufrido un percance inesperado y eso me ha retrasado.
—No te preocupes, muchacho —lo tranquilizó Robert
acercándose a saludarlo—. Las mujeres estaban un poco inquietas
por si te había sucedido algo, pero ya vemos que estás
perfectamente.
Willis sonrió agradecido e inmediatamente saludó a las damas
con galantería.
—Ya podemos irnos —anunció Felicia caminando hacia la puerta.
Los caballeros las dejaron pasar delante. Subieron al carruaje y el
joven inició enseguida una conversación con Robert.
—Me ha dicho mi padre que va a usted a participar en el negocio
del oro en territorio indio.
Rose lo miró confusa y luego posó sus ojos en el rostro de su
padre con expresión interrogadora. Robert ignoró aquella mirada
consciente de la velada crítica que se apreciaba en ella.
—Aún no le he dado una respuesta a lord Crowley. Tengo
entendido que tu padre es su socio en esto.
—Así es —afirmó el joven—. Mi padre y lord Crowley comparten
riesgos y beneficios en varias empresas y esta es una de ellas.
—Ya veo.
—Si me permite darle mi opinión creo que no debería perder una
oportunidad semejante. Aquella tierra es muy valiosa y está
desaprovechada. El oro no significa nada para esos salvajes, no les
interesa lo más mínimo, así que ¿por qué no cogerlo? —Sonrió
satisfecho—. Es una cuestión lógica, ¿no cree? Enormes beneficios
con una mínima inversión. ¡Estaríamos locos si no nos
aprovecháramos!
—Supongo que piensan pagar a sus legítimos dueños —dijo
Rose sin poder contenerse.
David Willis la miró con una sonrisa condescendiente. Empezaba
a conocer bien a Rose Balshaw y una de las cosas que más le
atraían de ella era el reto que supondría llegar a dominarla.
—Por supuesto, Rose, nosotros no somos salvajes, no los
mataremos para robarles, como sí hacen ellos con sus congéneres.
Por suerte las cosas que quieren a nosotros nos cuestan muy poco.
Son poco menos que baratijas.
—Exceptuando las armas —siguió ella—. Tengo entendido que
algunos hombres «civilizados» comercian con ellos vendiéndoles
armas a cambio de pieles. ¿Qué pasará cuando se den cuenta de
que el oro es muy valioso para nosotros? ¿No cree que querrán
sacar partido de ello? Si consiguen armas dejarán de estar
indefensos ante nuestros ataques y quizá ya no sea efectivo
venderles mantas con sarampión para aniquilarlos.
—¿Indios indefensos? Señorita Balshaw está claro que no lee
usted los periódicos y no conoce el tema en profundidad. Los indios
no han estado nunca indefensos. De hecho, se han dedicado a
matar a gente inocente que lo único que querían era establecerse y
vivir honradamente en una tierra que no era de nadie.
—Es cierto que los indios no consideran la tierra como una
posesión. Al igual que el agua o el cielo, pero ellos llevaban siglos
viviendo en ella, desde mucho antes de que a los hombres
«civilizados» se les ocurriese la idea de construir allí sus casas.
Quizá deberíamos haber actuado con mayor sutileza.
—Se les ha pagado por ello.
—¿Pagado? Oh, sí, les damos cuentas de colores y mantas
infectadas de sarampión.
—Eso es una leyenda para asustar a jóvenes influenciables como
usted —se burló—. Nadie en su sano juicio se creería que
utilizaríamos un sistema tan ridículo para acabar con un pueblo
zarrapastroso y sin civilizar. Somos muy superiores y podríamos
eliminarlos si nos lo propusiéramos. Si siguen vivos es porque
nosotros sí somos civilizados, señorita Balshaw, aunque usted repita
la palabra una y otra vez con retintín.
—Habla usted como si fuese americano, señor Willis. Que yo
sepa se libraron de nosotros hace tiempo.
A Willis le sorprendía que sus padres no interviniesen en aquella
discusión y permitiesen que su hija hablase como lo hacía.
Empezaba a entender por qué ella se comportaba de ese modo tan
poco apropiado para una joven casadera y los comentarios que
había oído al respecto.
—Siento haber tocado este tema —dijo mirando a Robert y
Felicia—. Es evidente que la llegada de Andrew Portrey deber
haberles provocado sentimientos encontrados al respecto. Me
abstendré de hablar de ello en el futuro y les reitero mis disculpas
por el espectáculo.
Rose respiró hondo por la nariz para tratar de calmarse. Estaba
claro que pretendía ponerla en evidencia delante de sus padres y la
mirada severa de su madre le decía que se había salido con la suya.
Durante el resto del camino se limitó a mirar por la ventanilla sin
decir nada más.
Capítulo 17
Habían sido los últimos en llegar. El salón abarrotado y las
numerosas bandejas vacías en el comedor daban buena cuenta de
ello.
—Siento haber sido tan desconsiderado al discutir con usted
sobre un tema tan complejo —dijo David Willis cuando se quedaron
a solas—. Espero que perdone mi falta de tacto al incomodarla
delante de sus padres.
Rose tuvo que esforzarse en sonreír.
—No me haga mucho caso —pidió—. Seguro que ya había oído
hablar de mi fuerte carácter.
Ya lo creo que sí y estoy deseando pulir esas astillas hasta
dejarla suave como el terciopelo.
—No suelo prestar atención a las opiniones de los demás,
prefiero escuchar las mías.
Rose aceptó que su respuesta había sido de lo más pertinente y
se recordó a sí misma que tenía una deuda con su madre. Sonrió
con sinceridad y le tendió la mano.
—¿No le apetece bailar?
—Lo estoy deseando —respondió Willis llevándola hacia el centro
del salón junto al resto de bailarines.
Andrew se había ido alejando de la música dando la vuelta a la
casa por el exterior. La luz que emergía de una de las ventanas, lo
atrajo. Se acercó sigiloso y escuchó a lord Crowley hablando con
otra persona cuya voz también le resultó familiar. Con la espalda
pegada a la pared puso atención a sus palabras para no perder
detalle.
—… nos prometió su dinero.
—Todavía es pronto para captar al muchacho. Hay que darle
tiempo para acostumbrarse a la vida en Londres.
Andrew frunció el ceño.
—¿Balshaw dirá que sí?
—Por supuesto, ¿por quién me tomas? Todo el mundo sabe que
soy un hombre de negocios en el que se puede confiar. Robert
también entrará, como lo hizo Willis.
—Necesitamos suficiente dinero para pagar a hombres armados
que protejan a los mineros. Y hay que sacar el oro de allí, lo que
tampoco será nada fácil. Ya se estropeó todo una vez y no
queremos que vuelva a ocurrir lo que pasó por culpa de ese
estúpido de Portrey. Le dijimos que no podía hablar con ellos, pero
no nos hizo ningún caso.
—Quizá, si le hubieseis contado que habíais asaltado el poblado
sicangu cuando los hombres estaban de caza y que habíais matado
a mujeres y niños sin compasión, Portrey no habría cometido el
error de pisar sus tierras llevando a su familia con él.
—Esos sicangu también son estúpidos.
Icamani entornó los ojos y apretó los puños al reconocer a
Dermot. Así que el otro debía de ser Rippin.
—Aquello ya no importa —dijo Crowley—. Ellos murieron y
nosotros perdimos un gran negocio por vuestra culpa. Si no nos
hubiésemos retirado, los americanos os habrían colgado por
saltaros su tratado y a mí no me habrían permitido volver a hacer
negocios allí. Me pongo furioso cada vez que me acuerdo, así que
no deberíais sacar el tema si queréis seguir trabajando para mí.
—Enterramos los cadáveres y borramos todo rastro para que
nadie pudiera localizar al muchacho. De ese modo nadie podía tirar
de la cuerda que llevaba a usted.
—¿Nadie? —La voz de Crowley denotaba su enorme enfado—.
¿Y qué me decís de Dawson? Ese maldito escritor estuvo a punto
de echarlo todo a perder con su libro. Si la casualidad no hubiese
hecho que yo me enterase del contenido, todo habría acabado
descubriéndose por vuestra culpa, estúpido. Tuve que pagarle
mucho dinero para que sacara al niño rubio de su manuscrito.
¡Mucho dinero!
—Han pasado muchos años desde entonces —intervino Rippin
con voz de preocupación—. Y nos libramos de ese escritor en
cuanto nos lo ordenó.
—No me siento orgulloso de eso —dijo Crowley bajando el tono
—. Pero no podía dejar ese cabo suelto. Dawson era escritor y les
encanta hablar.
—No tiene sentido pensar en aquello ahora —dijo Dermot—. Le
hemos traído al muchacho como usted ordenó. Pero ¿por qué lo
dejó en manos de Balshaw? Su hija lo ha ralentizado todo llevándolo
a Blunt Manor. El trato era…
—El trato es el que yo diga —lo cortó lord Crowley—. Para poder
quedarnos con su dinero primero tiene que recuperarlo. Eso solo
sucederá si Robert confía en él. Y esa muchacha se ha encargado
de domesticarlo hasta convertirlo en su perrito faldero. Tendríais que
verlo ahora, parece un corderito.
—Vaya, vaya con la lady —dijo Rippin burlándose—. Imagino lo
que le ha dado para tenerlo tan bien atado.
—Ahora que lo pienso eso puede ser bueno para nosotros —dijo
Dermot—. Si la cosa se tuerce podemos llevárnosla a la cabaña y
usarla para obligar al indio a hacer lo que nosotros le digamos.
Icamani estaba pálido como la muerte y sus tensos músculos
estaban preparados para atacar en cualquier momento. Aquellos
hombres no saldrían vivos de esa casa.
—Ni se os ocurra tocarla sin mi permiso —dijo Crowley dando un
golpe en la mesa—. ¡Ni se os ocurra! Limitaos a cumplir mis
órdenes, que es para lo único que servís. Me habéis costado mucho
dinero y quebraderos de cabeza.
—También le hemos resuelto muchos problemas que no podía
afrontar usted mismo. —La voz de Dermot sonó poco amigable.
—Recibiréis vuestro dinero cuando llegue el momento. —Crowley
suavizó el tono consciente de que estaba hablando con un asesino
—. Ahora, marchaos. Tened cuidado para que Andrew no os vea.
Icamani respiraba agitado y permaneció pegado a la pared e
inmóvil hasta escuchar que la puerta del despacho se cerraba por
segunda vez. Se acercó a la ventana y saltó dentro del despacho.
Le pareció un lugar asfixiante con tanta madera oscura. Olía a
colonia y a cuero, pero también detectó el olor a sudor de los dos
hombres que lo habían capturado y lo habían torturado durante
semanas. Tenía todos sus sentidos alerta y estudió cada detalle del
mobiliario buscando algo que le sirviese. En realidad no sabía lo que
estaba buscando, ni siquiera sabía por qué había entrado allí. Era
un guerrero titonwan, que podía seguir un rastro durante largas
distancias. Capaz de detectar el menor cambio en el paisaje. Pero
allí en aquel lugar lleno de cosas que no significaban nada para él,
sus capacidades se veían anuladas. Era como un niño sin
experiencia al que le dieran un arco sin flechas. Tenía que hacer
algo, debía proteger a Rose y no tenía armas para un mundo que no
comprendía. Su instinto le había dicho que debía matarlos a los tres
allí mismo, pero sabía que eso le costaría la vida y no volvería a ver
a Mahtola. Debía serenarse y planear sus acciones con gran tino si
quería seguir siendo libre.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué haces aquí?
Icamani la vio en la ventana mirándolo perpleja.
—¡Sal de ahí ahora mismo! —Se apartó indicándole el camino,
como una madre que regaña a su hijo.
Icamani saltó la ventana como había hecho antes y recordó las
palabras de Crowley.
«Esa muchacha se ha encargado de domesticarlo hasta
convertirlo en su perrito faldero. Hace todo lo que ella le dice».
Y ahora está en peligro por mi culpa.
—Pero ¿cómo se te ocurre? —preguntó Rose ajena a sus
pensamientos.
—¿Me has visto?
—¡Claro que te he visto! Y podría haberte visto cualquiera. ¿Te
has vuelto loco?
—Estaba paseando…
—Ah, vale, estabas paseando y se te ocurrió saltar dentro del
despacho de lord Crowley a través de una ventana.
—No pretendía robarle, si es lo que estás pensando.
—Ahora mismo no soy capaz de pensar. Casi se me sale el
corazón por la boca cuando te he visto colarte. He corrido tanto que
me he quedado sin aire. ¿Qué esperabas encontrar?
—No lo sé.
Rose empalideció. ¿Era su venganza otra vez? ¿Estaba
planeando hacer daño a Crowley?
—No deberías mentirme. Creí que éramos amigos.
—Tenéis un sentido de la amistad que no consigo comprender.
Ella suspiró y se encogió de hombros. La noche le estaba
resultando de lo más extraña y agotadora. Se fijó entonces en el
pañuelo de su cuello, era el que ella le había regalado. Andrew llevó
la mano hasta él y lo acarició de un modo que le erizó el vello de la
nuca.
—Será mejor que regresemos al baile. Después de todo, lo han
organizado en tu honor.
—No soporto estar entre esa gente. No soporto sus gritos y sus
risas. Prefiero quedarme aquí.
—Pero no puedes, Andrew, no puedes hacer lo que te dé la gana
igual que yo tampoco puedo. Debes actuar como ellos quieren. Has
de hacerlo para conseguir lo que buscas. Si mi padre sospecha que
no estás recuperado no te traspasará la herencia y no podrás irte.
Hemos trabajado mucho para que puedas regresar, no vas a
estropearlo porque no te guste su risa.
Icamani sabía ya que era su aliada, que se preocupaba por él y
pretendía ayudarlo. El tiempo en el que pensaba en Rose como la
herramienta de su padre para dominarlo, como la tentación que el
destino ponía ante él para vencerlo, ya había pasado. Ahora sabía
la verdad. Desde el principio solo había querido ayudarlo. Primero a
ser Andrew, porque creía que eso era lo que necesitaba, pero en
cuanto comprendió que nunca dejaría de ser Icamani su única
intención fue conseguir que regresara con su hijo.
Por un segundo dudó si contarle la conversación que había
escuchado, pero se dio cuenta de que eso la pondría en un mayor
peligro. Crowley había dejado claro a Dermot y Rippin que no
debían tocarla, la consideraba casi una aliada, pero si se sentía
amenazado por ella no dudaría en actuar, igual que actuó contra
Pahaha. No, ella no podía saber nada. Era demasiado peligrosa, no
se quedaría de brazos cruzados. Mantenerla fuera de todo era la
única manera de que estuviese a salvo y eso era lo único que le
importaba en ese momento.
—Gracias, wahcawin —dijo sincero.
Rose frunció el ceño confusa.
—¿Por qué me das las gracias?
—Por ser como eres. Por querer ayudarme. Gracias de corazón.
—Se puso la mano en el pecho y luego la llevó hasta su cabeza con
gran simbolismo.
Ella se ruborizó y apartó la mirada. Cosas de indios, escuchó la
voz de Berry en su cabeza.
—Dejémonos de charla y volvamos a la fiesta. David Willis se
debe estar preguntando dónde me he metido todo este rato.
Caminaron uno junto al otro.
—¿Qué tal está siendo tu acompañante?
—Aún no lo sé. Hemos discutido durante el trayecto y me ha
parecido un estúpido y un presuntuoso, pero luego al llegar aquí me
ha pedido disculpas y se ha comportado de un modo encantador.
Creo que necesito más tiempo para saber quién es en realidad,
aunque mi madre ya escucha campanas de boda.
Cuando llegaron a la terraza Willis salió a su encuentro.
—Creía que había perdido a mi pareja de baile —dijo sonriendo.
—He salido un momento a tomar el aire y me he encontrado con
Andrew. Te presento al señor David Willis. Andrew Portrey.
Los dos hombres se estrecharon la mano y el titonwan recordó lo
que Rose le contó la primera vez que le explicó ese ritual.
«En la antigüedad los hombres se estrechaban la mano como
gesto de buena voluntad y para demostrar que no sostenían un
arma. Y, una vez unidas las manos, las sacudían con firmeza arriba
y abajo para asegurarse que tampoco llevaban un cuchillo
escondido en la manga».
No necesito un cuchillo, se dijo el titonwan. Si no eres bueno con
Rose me bastarán mis propias manos.
—Me alegro de conocer por fin al famoso Andrew Portrey. Yo no
tuve el gusto de conocer a sus padres, pero he oído hablar de ellos
a menudo. Eran dos personas muy queridas en Londres.
—Gracias. —Volvió la mirada hacia Rose—. Me habías prometido
un baile y creo que esas notas son de un vals. ¿Me equivoco?
—¿Le importa? —preguntó Rose mirando a Willis antes de
aceptar.
—Adelante, la esperaré aquí. Hace una noche preciosa.
Rose cogió la mano que Andrew le ofrecía y entró con él al salón
de baile. Willis se había dado la vuelta y contempló la oscuridad de
la noche con expresión enfadada. Iba a ser más trabajo del que
hubiera deseado, pero la victoria de verla humillada a sus pies bien
merecería el esfuerzo.
—Por fin le he conocido —dijo Andrew con un deje burlón—.
Parece todo un caballero. Te auguro noches excitantes jugando a
las cartas.
—Es un joven distinguido y de muy buena familia —dijo ella
dispuesta a aguantar el tipo—. Y es divertido jugar a las cartas.
—Oh, sí, ya lo creo. Casi tanto como caminar con piedras en los
zapatos.
Rose lo miró con fijeza.
—¿Piensas boicotear a mis pretendientes?
—Solo a los que no me gusten.
—Pues lo siento por ti, pero la única opinión que importa es la
mía.
—¿De verdad? Creía haberte oído decir que la única que importa
es la de tu madre.
—Estás siendo antipático.
Sintió que apretaba la mano de su cintura y la acercaba
peligrosamente a él.
—No hagas eso —dijo mirando a su alrededor de soslayo—.
Todos están pendientes de tu comportamiento, haz el favor de no
estropearlo tan pronto.
—Voy a tener que abstenerme de dar mis opiniones sobre el
señor Willis o acabarás lanzándote en sus brazos solo por
contrariarme.
—¿Por quién me tomas?
—No te enfades, wahcawin. Si ve el mal carácter que tienes huirá
a toda velocidad y ni siquiera tu madre podrá alcanzarlo.
—Disfrutas burlándote de mí.
—Lo cierto es que sí —confirmó con mirada inteligente—. Me
gusta cómo levantas la nariz cuando te enfadas. Y las llamaradas
que lanzan tus ojos cuando desearías darme un puñetazo. —Bajó la
voz—. Me conmueve tu expresividad y el modo en que aprietas los
puños como si con ello pudieras detener la marea de tus palabras.
Eres puro fuego, wahcawin, y no he conocido jamás a ninguna
mujer como tú. No creo que haya un hombre en esta sala digno de
poseerte. Exceptuándome a mí, claro.
Rose sintió que no podía respirar y su corazón latía tan rápido
que casi podía escucharlo por encima de los músicos. Andrew se
inclinó ligeramente.
—He sostenido el pañuelo que bordaste para mí durante muchas
noches. Dejaste tu aroma impregnado en cada fibra y ahora se
mezcla con el mío, tal y como querría que se mezclaran nuestros
cuerpos.
Por suerte para ella en ese momento acabó el vals y pudo
alejarse sin llamar la atención de todos. Por un instante temió que
su cuerpo estallara en llamas delante de todos.
—¿Se encuentra bien? —Willis la esperaba en la terraza, tal y
como habían quedado, y no se le escapó el nerviosismo y el intenso
rubor con el que ella acudió a su cita.
—Hace un calor sofocante ahí dentro —improvisó—. Necesitaba
aire fresco.
—Pues aquí hay bastante de eso —sonrió—. ¿No le parece que
la luna brilla de un modo especial esta noche? Tengo la impresión
de que es por nosotros.
Rose se estremeció adelantándose a lo que venía a continuación.
—Señorita Balshaw, imagino que es usted consciente de cuáles
son mis intenciones…
¡No! ¿Tan pronto?
—Debo decir, sin ánimo de sonar engreído, que mi buena
posición económica es incuestionable. Además de que soy miembro
de una distinguida familia que usted conoce perfectamente.
Corríjame si me equivoco, pero me ha parecido notar que no le
molesta mi compañía y ha accedido con agrado a todas las
invitaciones que le he propuesto. Por todo ello me he decidido a dar
el paso y preguntarle si estaría de acuerdo en que hable con su
padre sobre… nosotros.
Lo miró, miró sus propias manos que se retorcían nerviosas,
volvió a mirarlo. Debía darle una respuesta y sabía que solo podía
ser afirmativa. Su madre se sentiría terriblemente decepcionada si lo
rechazaba. Además, ¿con qué motivo? De todos los jóvenes con los
que se había relacionado desde su regreso de Blunt Manor, David
Willis era, sin duda, el mejor partido. Sin embargo, no sentía hacia él
la más mínima atracción. La sola idea de que la rodease con sus
brazos y la besase le producía un rechazo visceral agudo. Si decía
que sí, ¿qué vendría después?
—¿Podría darme unos días? Querría hablar con mi madre antes.
Ella es mi mejor consejera y no quisiera precipitarme en mi decisión.
Willis sonrió creyendo entender que estaba inclinada a aceptarlo
y solo quería la confirmación de lady Felicia, cosa que estaba
seguro de que obtendría. La madre de Rose había mostrado
claramente sus simpatías hacia él.
—Por supuesto que sí —dijo sonriendo—. Aunque mi corazón
late anhelante por tenerla entre mis brazos, contendré mis impulsos
masculinos en aras de su tranquilidad. Hable con su madre y deme
una respuesta a la mayor brevedad posible.
—Me comprometo a ello —dijo aliviada por haber ganado un
poco de tiempo.
—¿No le parece que la casa de los Crowley está un poco
anticuada? El damasco en las paredes ya no se estila. Espero que
no quiera damasco en su casa, señorita Rose, me resultaría
decepcionante.
—No tengo una opinión al respecto —dijo incómoda.
No te creo, pensó Andrew apostado bajo la balaustrada.
Había salido por otra de las puertas al jardín y se había quedado
debajo de la terraza para asegurarse de que ese fantoche se
comportaba como es debido.
No hay nada sobre lo que no tengas opinión. No es eso en lo que
piensas. Estás huyendo de él, sorteando el momento crítico para
conseguir tiempo. No quieres que hable con tu padre, no quieres la
opinión de tu madre. La sola idea de ser suya te remueve las
entrañas. Porque no soy yo. Lo he visto en tus ojos, mientras te
sostenía entre mis brazos durante el baile. Ya no hay velo entre tú y
yo. He escuchado a tu corazón gritándole al mío que no te
abandone. Lo he oído y lo he sentido en el pecho, como una fuerza
extraordinaria que te empujaba hacia mí. Juro por todos los espíritus
que si esta noche estuviésemos en Blunt Manor te haría mía. Y sé
que sería bien recibido, aunque con mi simiente sembrase tu
desgracia. Soy un peligro para ti, mi wahcawin. Debo cruzar el
ancho río y hundir mi barca sin mirar atrás o te arrastraré a tierra
yerma, porque no soy tan fuerte como creía. Yo, un guerrero
titonwan, he sido vencido por una frágil mujer flor que se ha
adueñado de mi espíritu.
Se alejó de allí sin hacer ruido mientras Rose fingía escuchar la
interminable cháchara sobre los gustos decorativos de David Willis.
Y pensaba en él.
—Andrew, llevo un rato buscándote. —Robert lo interceptó junto
a la puerta del salón de baile—. Un segundo estabas bailando con
Rose y al siguiente habías desaparecido. Estás pálido, ¿te sientes
bien?
—Algo de lo que he comido me ha revuelto el estómago. He
salido fuera a ver si el aire me ayudaba a encontrarme mejor, pero
creo que voy a marcharme a casa.
—Vaya, lamento escuchar eso. Yo siempre digo que hay que
tener cuidado con lo que comemos en estas fiestas. Hace mucho
calor y tanta comida… En fin. Quería hablar contigo, pero no es el
mejor momento, está claro. ¿Por qué no vienes a verme al
despacho? Te mostraré los nuevos materiales que han llegado y
podrás darme tu opinión sobre algunas dudas que no sé cómo
resolver.
—Iré a verlo cuando usted me diga.
—¿Qué te parece el jueves a las tres? Y luego puedes venir a
cenar a casa. Felicia se alegrará de verte. Y Rose también, por
supuesto.
—De acuerdo —aceptó nervioso. Tenía que salir de allí cuanto
antes o le estallaría la cabeza.
—Vamos, ve a casa a descansar. Tienes muy mal aspecto.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches, hijo.
—Espero que te hayas divertido, y que hayas conocido a alguna
jovencita que haya despertado tu interés. He visto que has bailado
con todas las que están en edad casadera y siguen solteras. —Lord
Crowley sonreía con complicidad mientras se despedía de él en el
hall—. Cuando estés familiarizado con el negocio de tu padre,
pásate por aquí y hablaremos. Tengo alguna cosa que proponerte.
Pero primero has de coger las riendas y sentirte cómodo con tu
nueva vida. No dudes en pedirme cualquier cosa que necesites. Tu
padre estaría muy orgulloso de ti, muchacho.
Andrew inclinó la cabeza a modo de saludo y se dirigió a su
carruaje con paso decidido. Subió al vehículo y cuando se puso en
marcha apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos con el
corazón latiendo desbocado y un nudo en la garganta. Aquel
hombre tenía todo lo que pudiese desear. Una familia, dinero y
poder para hacer lo que quisiera. No tenía que preocuparse por la
comida, ni porque llegase un enemigo a asaltar su campamento.
Tan solo tenía que vivir y disfrutar de lo que su mundo le ofrecía. Y,
sin embargo, allí estaba, de pie frente a la escalinata, viendo
alejarse su carruaje con una sonrisa mientras pensaba en robar al
hijo del hombre al que hizo que mataran. Fueron Dermot y Rippin
los culpables directos, pero eran sus esbirros y lo que hacían en su
nombre era su responsabilidad. No habrían estado allí si Crowley no
los hubiese enviado. Además, no hizo nada cuando lo supo, cuando
le contaron lo que le habían hecho a la familia del que se empeñaba
en decir que era su amigo. Cuando supo que los titonwan se lo
habían llevado. Nada.
Algo se había quebrado en su interior. Lo sentía en los huesos y
podía verlo en el temblor que agitaba su pierna dentro del coche. Al
llegar a casa, en lugar de subir a su cuarto, se quedó en el salón. Se
sentó en una butaca, casi a oscuras. Como única luz los rayos de
luna que se colaban entre las cortinas mal cerradas. Le pesaba el
corazón y un sentimiento viscoso y mugriento fue cubriendo su
ánimo y despojando su mente de la protección que durante años lo
había mantenido a salvo de la locura.
Sabía de la masacre que Dermot y Rippin habían cometido en el
poblado sicangu. Había oído hablar de ese día y de que habían
muerto seis mujeres y cinco niños. Once miembros de una tribu
compuesta por veintisiete. Los habían diezmado y destruido como
grupo y se habían tenido que unir a otra tribu para no ser tan
vulnerables. Y esa fue la causa de que los sicangu atacaran la
caravana en la que viajaban sus padres. En la que viajaba él.
Andrew. El Andrew que ella ansiaba traer de vuelta. Cerró los ojos
para impedir que las lágrimas escaparan de ellos y escuchó el grito
de guerra antes de atacar. Los sicangu, lakotas como él. Sus
hermanos.
Fueron sus hermanos los que mataron a sus padres después de
torturarlos salvajemente. Solo él conocía las atrocidades que les
hicieron para vengarse de Dermot y Rippin. Aquellas imágenes,
tanto tiempo ocultas en un lugar oscuro y frío de su cerebro, se
manifestaron en ese momento frente a él como si hubiese viajado
en el tiempo. Escondido detrás de una piedra, aterrado y al borde de
que su mente se rompiera para siempre, fue testigo del horror que
sufría su padre al ver cómo abusaban de su esposa para después
desmembrarla ante sus ojos. Los gritos del hombre suplicando
compasión por ella y pidiendo que lo mataran. Cada corte del
cuchillo, cada golpe del hacha resonó en aquel salón con gran
estruendo. Un estruendo que solo él podía escuchar. El dolor corría
por sus venas a una velocidad vertiginosa anegando su alma. Las
lágrimas brotaban de sus ojos con inusitada fiereza cuando la culpa
lo tiñó todo de rojo sangre.
Wiyaka lo había hecho olvidar. Sabía cómo hacerlo. Y gracias a
eso se había convertido en un lakota, uno más de la tribu titón.
Renunció a sus orígenes, a su historia a sus vínculos afectivos y
siguió respirando. Y ellos lo acogieron, como antes habían acogido
a otros en idénticas circunstancias, después de matar a sus familias
o recogiéndolos tras una masacre de otra tribu. Dermot y Rippin
mataban indios por el mero hecho de serlo. Debía enfrentarse al
hecho de que los sicangu no eran mejores que eso. Mataron a
inocentes para vengarse de los crímenes que habían cometido
otros. No los mataron por el oro, en eso tenían razón los que decían
que no significaba nada para ellos. Los mataron porque eran
blancos y ansiaban venganza.
Como él cuando llegó allí. Quería matarlos a todos. Romper,
cortar y mutilar…
Como ellos.
Un salvaje.
Berry se paró frente a él y lo miró desde su altura. Icamani tenía
los ojos rojos de tanto llorar y su rostro era el de la misma muerte. El
criado no dijo nada, fue hasta el mueble bar y sirvió una generosa
cantidad de whisky en un vaso, después se lo puso en la mano e
hizo que bebiera.
—Yo no tengo una pipa que fumar, pero puedes hablar. No estás
solo. Habla conmigo —dijo el mayordomo tuteándole como hacía
antes. Se sentó en la alfombra y esperó.
Icamani se deslizó desde la butaca y cayó a plomo en el suelo. El
pelo enmarañado de tanto sacudírselo con las manos se pegaba a
su rostro mojado y le daba el aspecto de un demente. Comenzó a
hablar sin darse cuenta y ya no pudo parar. Berry lo escuchó en
silencio y lloró con él. Era padre y le dolió su sufrimiento como si
fuera el de su propio hijo. Bebieron los dos y los encontró el
amanecer sin que se hubiese movido de aquella alfombra.
—Gracias por escucharme —dijo ya más tranquilo—. Me sentía
perdido y sin nada a lo que agarrarme.
—Tienes a tu hijo.
—¿Mi hijo? La mitad de su sangre es titón.
—¿Y eso qué importancia tiene? Uno es de donde le quieren. Si
vas a buscarlo y lo traes aquí, crecerá como un niño cualquiera.
—Sabes mejor que yo que eso no es cierto. Nunca lo aceptarían
y todos se encargarían de que tuviese muy claro que no pertenece a
su mundo. —Negó con la cabeza—. No puedo traerlo.
—Y ahora tampoco te ves capaz de quedarte con él allí.
Andrew echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el asiento del
sofá. Con la mano apoyada en su rodilla doblada y la camisa
desabrochada a Berry le pareció más joven aún de lo que era.
Realmente se le veía perdido y agotado.
—Habla con la señorita Rose, ella podrá ayudarte.
El otro respiró hondo y bajó la cabeza. El cabello le cubrió el
rostro y permaneció oculto tras él durante unos minutos sin decir
nada.
—¿Crees que soy un monstruo por quedarme con ellos, Berry?
—preguntó mirándolo tras la maraña de pelo.
El mayordomo negó con la cabeza.
—Eras solo un niño, no podías hacer otra cosa. Tenías que
sobrevivir.
—¿Cómo pude olvidarlo todo? Debería haberme vengado.
—Me has hablado de las pócimas de Sinaska y de las hierbas
que utilizaba tu padre para su pipa. Seguramente te hicieron olvidar.
De nada sirve tratar de retener el agua entre los dedos. Por más que
te esfuerces acaba escapando. Lo mismo pasa con el pasado,
debes dejarlo ir porque no hay modo de que puedas cambiarlo. No
te tortures pensando cosas imposibles. Eras una criatura inocente
que sufrió lo indecible aquel día. Has conseguido regresar a casa.
La casa de tus padres. Puedes honrar su memoria quedándote.
—Mahtola…
—Él estará bien. Ellos lo cuidarán y crecerá escuchando historias
sobre su padre, un valiente guerrero de pelo dorado llamado
Icamani.
Por más que intentaba renegar de su vida entre los titonwan, no
podía. No se sentía avergonzado por haber sido Icamani y seguía
sintiendo afecto por aquellos con los que creció. Y era eso lo que lo
estaba matando por dentro. Soltó el aire de golpe de sus pulmones
y se puso de pie.
—Voy a regresar. Debo hacerlo por mi hijo. Y también por
Wiyaka. Debo sentarme frente a él para que me explique la verdad.
—¿Te dejarán volver si decides hacerlo? —Berry se levantó
también.
—Hay una palabra lakota, tawamiciya, que significa que uno solo
se pertenece a sí mismo. Nadie obliga a un titonwan a quedarse
donde no quiere estar.
—¿Estás seguro de que eso es lo que quieres? ¿Qué pasará
con… esto? —señaló a su alrededor.
—No necesito nada de lo que hay en esta casa. Lo único que
necesito no lo puedo tener. Encontraré el modo de vivir sin ella.
Berry lo vio salir del salón completamente derrotado. Estaba
seguro de que se repondría igual que lo estaba de que Rose sentía
lo mismo por él.
Capítulo 18
Felicia miraba a su hija con fijeza. De nuevo aquellas ojeras bajo
sus ojos, y se había mordido la piel de los labios. Estaba segura de
que no había pegado ojo una noche más.
—¿Tú qué quieres, Rose? —preguntó directamente.
Su hija bajó la cabeza con resignación.
—Haré lo que tú digas. Me comprometí a ello y cumpliré mi
promesa.
—No has contestado a mi pregunta. ¿Quieres casarte con David
Willis?
Rose se resistía a responder porque sabía que eso era hacer
trampas. Su madre la quería muchísimo y no podría obligarla a
hacer algo que sabía que la haría desgraciada. Así que mantuvo su
postura y su mutismo. Felicia suspiró y se puso de pie.
—No puedo tomar una decisión sin saber lo que tú deseas, hija.
De nada sirve que ese joven sea un buen candidato si te desagrada.
—Mamá. Háblame de cómo conociste a papá. ¿Cómo supiste
que era él?
Felicia miró a su hija con una sonrisa maternal y volvió a sentarse
frente a ella. Cogió sus manos y las acarició con ternura.
—No sé por qué nunca hemos hablado de esto —musitó
pensativa—. Nuestro matrimonio fue concertado. Yo apenas conocía
a tu padre cuando me casé con él.
—Entonces… ¿no os amabais? —La sorpresa y el temor hicieron
presa de su rostro.
—No, hija, no nos amábamos. Al principio simplemente nos
esforzamos por tratarnos bien. Ser amables y cuidadosos, ya sabes.
La intimidad… Tranquila, no entraré en detalles. Pero, eso, no
ayudó mucho, la verdad. Era algo demasiado… extraño para no
afectarnos. Así que un día, tu padre, muy serio y comedido, ya le
conoces, me llamó a su despacho y me dio una larga charla sobre la
amistad y los valores que hacían que los seres humanos nos
diferenciásemos de los animales. Me dijo que no volveríamos a
dormir en la misma cama hasta que nuestra relación se hubiese
fortalecido. Me preguntó si yo estaba dispuesta a poner todo de mi
parte para lograrlo y le dije que por supuesto. Me ofreció su mano,
como haría con un hombre y me la estrechó con firmeza. Dijo que
aquello era un pacto entre caballeros y que como tal debíamos
respetarlo.
Rose no pudo evitar sonreír, a pesar de lo confusa que se sentía.
—Desde ese momento empezamos a conocernos. Hacíamos
cosas juntos, hablábamos sin parar. Me hacía reír tanto que a veces
tenía que salir de la habitación para poder respirar. —Rio al
recordarlo—. Nos enamoramos perdidamente. Y poco después me
quedé embarazada. Un día hablando con tu abuela le pregunté por
qué lo había elegido para mí y me dijo que cuando yo tenía catorce
años él estuvo en casa con sus padres y nos había visto charlando
sentados en el alféizar de la ventana. Dijo que nunca me había visto
reír con tantas ganas como aquel día.
Rose se vio a sí misma riendo sobre el caballo la primera vez que
cabalgó como un hombre. Y el día que Icamani le hizo un columpio
y ella trató de enseñarle a utilizarlo. Había tantos momentos en los
que él la había hecho reír que le sería difícil escoger solo uno. Y no
era solo eso. Le gustaba mirarlo en silencio y se estremecía cuando
era él quien la miraba. Le gustaba el sabor de sus labios y lo que le
hacía sentir su contacto. Quería consolarlo como a un niño cuando
lo veía sufrir y que la tomara entre sus brazos cuando se sentía
vulnerable.
—No quiero casarme con David Willis, mamá.
—¿Amas a otro?
Rose apartó la mirada. No podía decírselo porque eso la llevaría
a un terreno peligroso. Sus padres la querían muchísimo y si su
felicidad estaba con Andrew lo aceptarían como yerno. Entonces
tendría que contarles que Andrew quería volver porque tenía un hijo
y todo se descubriría. Su padre podría no querer devolverle su
herencia, quizá pediría que lo declararan incapaz de cuidar de sí
mismo.
—No es eso —dijo tratando de sonreír—. Es que no me gusta
nada. Me aburre su conversación, es presuntuoso y nada caritativo.
Cuando estamos solos me mira de un modo que me pone los pelos
de punta. Por favor, mamá, no me obligues a casarme con él. Sé
que te lo prometí y quiero que sepas que estoy dispuesta a
complacerte, puedes seguir proponiéndome…
—Tranquila, hija, no voy a obligarte a casarte con Willis. Si no es
el adecuado seguiremos buscando. Pero me ayudaría mucho que
me contaras lo que sientes, si hay alguien que te gusta. Te conozco
bien y sé qué tipo de persona es la adecuada, pero no es fácil
encontrarla.
Rose la abrazó con fuerza.
—Te quiero tantísimo, mamá. Eres la mejor madre del mundo.
—Aduladora.
Apoyó la cabeza en su hombro como cuando era niña y respiró el
aroma que desprendía. Olor a mami, decía cuando era pequeña.
—Nunca imaginé que vuestro matrimonio fuese de conveniencia
—murmuró sin apartarse.
—Ya sabes que los caminos del Señor son inescrutables. Nunca
sabes dónde te espera el amor verdadero. Yo lo encontré en el
alféizar de una ventana.
Yo en los ojos de un titonwan.
—¿Qué opinas de Andrew, querido?
Robert levantó la vista del libro que leía y miró a su esposa
confuso.
—¿Qué quieres decir? Ya sabes que le tengo mucho afecto.
—Ya, pero ¿crees que todo está bien con él? Quiero decir, si se
encuentra a gusto entre nosotros.
—Pues claro que se encuentra a gusto. Después del calvario que
ha vivido…
—No sé, no lo tengo tan claro. —Felicia se levantó de la butaca
en la que cosía y fue a sentarse sobre las piernas de su marido que
la recibió gustoso—. ¿No te parece que pasa algo entre ellos?
—¿Entre quienes? —preguntó temeroso.
—Entre Rose y Andrew. Me da la impresión… —Miró a su marido
entornando los ojos—. ¡Tú sabes algo!
—Pero qué dices, mujer. —Se levantó y fue a servirse un poco de
vino—. ¿Quieres un jerez?
Felicia asintió y comenzó a pasearse por el salón.
—Si tú te has dado cuenta, que no te enteras de nada, entonces
es que realmente pasa algo entre ellos. Eso explicaría la
conversación que he tenido con Rose. Algunas cosas que ha dicho
me han dejado confundida.
—¿Lo dices porque ha rechazado a Willis? A mí tampoco me
gusta.
—A ti no tiene que gustarte. Eres un hombre —dijo cogiendo la
copa que le ofrecía.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Andrew es un buen partido. Obviando el hecho de que se ha
pasado diecisiete años viviendo entre salvajes…
Robert la miró con velada crítica.
—Ya sabes lo que quiero decir. Aprecio a ese muchacho, Robert,
pero ha visto cosas… incluso las ha hecho. No podemos saber
cómo le afectará todo eso en el futuro.
—¿Temes que sea capaz de hacer daño a alguien? —Su marido
negó con la cabeza mostrando su disconformidad—. Es un buen
muchacho, de verdad, se nota que tiene buen corazón. Y tampoco
estamos seguros de que él haya hecho esas cosas de las que
hablan los periódicos. Son prejuicios. Nada más. Además, ¿de
dónde sacas que pasa algo entre ellos? ¿Es que Rose te ha dicho
algo?
—No, pero conozco a mi hija y sé que hay algo que no me
cuenta.
—Si hubiera algo entre ellos nos lo diría —dijo con preocupación
—. Rose no se guardaría algo así, es demasiado sincera.
Felicia no dijo nada más, había llegado hasta donde quería.
Sabía que una vez inoculada la duda en el cerebro de su esposo él
se encargaría de averiguar la verdad. Robert era un buen hombre, el
hombre al que amaba, pero a veces se sorprendía de lo simple que
era.
Rose caminaba entre la gente que abarrotaba Piccadilly Circus
acompañada de Clarence, que tenía la expresión de alguien que
teme que caiga el cielo sobre su cabeza en cualquier momento.
—No deberíamos estar aquí a estas horas, muchacha. Volvamos
a casa de una vez.
Como si despertara de un sueño Rose miró a su alrededor.
—¿Qué hacemos aquí?
—Eso digo yo. Regresemos, falta solo una hora para la cena. Ya
hemos caminado bastante por hoy.
La joven se dejó llevar y volvió a su mutismo. Clarence suspiró
con preocupación. Finalmente había sucedido lo que se temía y
ahora se veía en la tesitura de no saber si hablar con Robert o con
su esposa sería una solución o empeoraría el problema. Debería
haberlo hecho en cuanto se encendieron las alarmas en su cabeza.
Estaba claro que se estaba haciendo vieja porque su corazón se
había ablandado tanto que le había nublado el entendimiento. No
volvería a pasar, no dejaría que sus sentimientos pasaran por
encima de la razón.
Dermot la observaba desde una prudencial distancia, la había
estado siguiendo durante la última hora y había sonreído satisfecho
al verla entrar en Piccadilly. Ese era su territorio y era una
oportunidad magnífica para hacerse con ella. Los ricos se piensan
que su palabra es ley, ordenan y exigen como si el mundo estuviese
a sus pies y todos tuvieran que obedecerlos. Como si él no tuviese
pensamientos propios. Desde el día que dejó su casa a los catorce
años no había dejado de pensar por sí mismo, y no iba a cambiar ni
por Crowley ni por nadie. No le había dicho nada a Rippin porque
era un bocazas y se iría de la lengua en cuanto tomase dos tragos,
pero seguía creyendo que esa jovencita era el seguro que
necesitaba para lograr su objetivo. Si no tenía cuidado Crowley se
quedaría con todo, la mina, la herencia del salvaje, todo. Y ellos
cargarían con las culpas y las consecuencias de los actos de aquel
maldito cabrón. Por eso había decidido que iba a pasar de la mina.
No quería volver a territorio lakota. No, hasta tener dinero suficiente
como para acabar con quien quisiera entrometerse en sus asuntos.
Quizá algún día sería él quien extraería el oro para sí, pero por
ahora solo quería el dinero del salvaje y vivir a cuerpo de rey.
Regresaría a Irlanda. Quizá hasta fuese a visitar a su padre para
tirarle algunos peniques a la cara. Sonrió al pensar en esa
posibilidad.
Rose pasó junto a él en ese momento, pero ni siquiera lo miró.
Iba enfrascada en sus pensamientos sin saber de la amenaza que la
acechaba. Dermot respiró el aroma suave y afrutado que
desprendía y sintió un inmediato deseo de poseerla. Nunca había
estado con una dama y menos con una tan joven e inocente. Quizá
conseguiría algo más que dinero, después de todo. La dejó seguir
su camino.
—Volveremos a encontrarnos —musitó.
Rose se detuvo y giró la cabeza. Miró al hombre que se alejaba
en dirección contraria y frunció el ceño desconcertada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Clarence mirando en la misma
dirección.
—Me ha parecido… He tenido la sensación de que alguien nos
observaba, pero no es nada. Volvamos a casa, nana, creo que estoy
demasiado cansada.
Andrew acudió a su cita del jueves y Robert le explicó las dudas
que tenía referentes al último pedido de sedas que pensaba hacer a
China. El joven escuchó con atención y revisó los documentos que
habían generado sus dudas y que tenían que ver con los plazos y
con el hecho de que fuese un nuevo proveedor con el que no había
trabajado antes.
—Me has dado muy buenos consejos —dijo cuando terminaron
de revisarlo todo—. Hay que reconocer que tienes la intuición
natural de tu padre para los negocios. Anthony era así.
Sus ojos brillaron emocionados al recordar a su amigo y Andrew
sintió por primera vez una conexión con él.
—Hábleme de mi padre.
Aquella petición lo sorprendió y se frotó las manos nervioso.
Había esperado mucho esa conversación y curiosamente no estaba
preparado para ella. Se sentó frente a Andrew, al otro lado del
escritorio y organizó sus pensamientos antes de hablar.
—Anthony era… No sé por dónde empezar.
—Cuénteme cómo se conocieron.
—¿Tienes prisa, muchacho?
El joven sonrió.
—Mientras no lleguemos tarde a cenar, ninguna. No quiero que
su esposa se enfade conmigo.
Robert sonrió.
—Yo tampoco, muchacho. Yo tampoco.
—Debes estar agotado —dijo Felicia sonriendo—. Cuando Robert
empieza a hablar de esa época no puede parar.
—Ha sido muy gratificante escucharlo. Tiene una imagen
admirable de mi padre.
—Era un hombre admirable —corroboró Robert—. Pero no
hemos hablado solo de eso, también me ha estado ayudando con el
próximo pedido a China.
—Esas sedas son magníficas —afirmó Felicia cogiendo su copa
—. Estoy deseando hacerle un vestido a Rose con ellas.
—Mamá, tengo demasiados vestidos que no me pongo —
intervino su hija—. Si quieres hacerme uno más que sea para
montar a caballo.
—Si por ti fuera solo tendrías ropa de diario y trajes de amazona.
Rose sonrió abiertamente satisfecha y su madre movió la cabeza
fingiendo reprobarla.
—Por cierto, Robert —siguió Felicia—, le habrás hablado a
Andrew de la excelente impresión que se llevaron todos en el baile.
En especial las jovencitas.
Rose apretó el tenedor sin darse cuenta y el guisante de su plato
rodó por el mantel.
—Hay un montón de tarjetas invitándome a tomar el té en la
bandeja de la entrada. Berry las va dejando allí para que las revise,
pero no sé muy bien qué hacer con ellas.
Felicia lo miró con simpatía.
—Debes aceptarlas todas, por supuesto. Cuantas más jóvenes
conozcas menos te costará encontrar una que se adecúe a tu gusto
y conveniencia.
—¿Me invitan a tomar el té para que haga una selección? —
Frunció el ceño—. Qué costumbre más curiosa. ¿Y qué debo hacer?
¿Debo decir allí mismo si es de mi agrado o hay algún tipo de
protocolo?
Rose oyó la risa de su madre sin apartar la mirada del plato.
—No hace falta que seas tan directo, por Dios —dijo la mujer
entre risas—. Si una joven te gusta, la invitas a dar un paseo o te
ofreces a ser su pareja en alguno de los eventos de este mes.
—Gracias por aclarármelo. Me sentía un poco abrumado al no
saber cómo actuar.
—¿Alguna joven llamó tu atención en el baile de los Crowley?
Estaba claro que ni Robert ni su hija querían participar en aquella
conversación a dos.
—Estás en familia —añadió Felicia—. Puedes hablar con total
tranquilidad.
—Todas fueron encantadoras conmigo.
—Por supuesto, son muchachas de buena familia. Pero habría
alguna que despertara tu interés de manera especial, supongo. Allí
estaba lo mejorcito de Londres.
—Ninguna especialmente.
—Bailaste dos veces con Julia Nicolson.
Andrew la miró sonriendo.
—Es usted muy observadora. Es cierto, la señorita Nicolson me
cayó especialmente bien. Es una conversadora inteligente y no
mencionó la tela de su vestido en ningún momento.
Rose sonrió ligeramente, pero siguió sin levantar la mirada.
—No atosigues al muchacho —pidió Robert al fin—. Deja que sea
él quien decida y tú limítate a tu hija. Casamentera.
Felicia miró a su marido con ternura y sonrió satisfecha.
—Es lo que haría su madre si estuviese aquí.
—Gracias, señora Balshaw.
—No hay de qué, Andrew. Espero que cuando tengas una
favorita vengas a contármelo. Yo solo quiero que seas feliz. Igual
que lo deseo para Rose. —Miró a su hija pero ella siguió
concentrada en contar los guisantes que aún quedaban en su plato.
Cuando terminaron de cenar pasaron al salón y Robert sirvió una
copa de jerez para las damas y un brandy para los caballeros.
Charlaron sobre la remodelación de la fachada del Palacio de
Buckingham y sobre los viajes de la reina a Francia. Andrew
escuchaba las apasionadas opiniones de los padres de Rose
mientras la observaba a ella desde detrás de su copa. No lo había
mirado a los ojos ni una sola vez en toda la noche. Y sabía que era
perfectamente consciente de su escrutinio. Lo había estado
evitando. Desde el baile en casa de los Crowley no habían
coincidido en ningún evento y estaba seguro de que no había sido
por casualidad. Había pasado una semana desde su derrumbe
emocional y volvía a sentirse fuerte y decidido. Aun así, su
presencia tenía un poderoso efecto sobre él. La estructura
sólidamente construida para la ejecución de sus planes se
tambaleaba en ese instante de un modo altamente peligroso.
—Debo irme —dijo de pronto poniéndose de pie—. Ha sido una
velada muy agradable, pero me levanto muy temprano.
—¡Oh, por supuesto! —Robert dejó su copa sobre una mesilla y
se acercó—. Me ha gustado mucho que vinieras al despacho,
espero que lo repitas a menudo. Te acompaño a la puerta, hay algo
que quiero comentarte.
Andrew se despidió de las damas y los dos hombres salieron del
salón.
—Quería decirte que ya he concertado una cita con los abogados
para firmar los documentos de tu herencia. Será el lunes a las diez
de la mañana. No hagas planes para entonces.
El joven lo miró agradecido.
—¿Está seguro?
—Completamente. Ese dinero es tuyo y la mitad de la empresa
también. Es lo que tú padre habría querido, yo solo he sido un mero
custodio mientras estuviste… lejos. —Le ofreció la mano y Andrew
se la estrechó con firmeza—. Ya te lo he dicho otras veces, puedes
contar conmigo para lo que sea. Si hay algo de lo que quieras
hablarme siempre te escucharé con el corazón.
El joven sintió una punzada en el pecho sabiendo que era
sincero. Ojalá pudiera…
—Gracias, señor. Siempre le estaré agradecido por lo que ha
hecho por mí.
Robert asintió consciente de que no iba a abrirse con él y lo dejó
marchar con un sentimiento agridulce. Había visto cómo miraba a
Rose y también como su hija había evitado el contacto durante toda
la noche. Aunque su mujer creyese que no se daba cuenta de nada,
en sus visitas a Blunt Manor ya vislumbró el sentimiento que crecía
entre ellos. Y no le desagradaba la idea de ver a su hija casada con
el hijo de su mejor amigo, ¿qué padre no desearía algo tan
perfecto? Pero si había algo seguro en aquella situación es que era
cualquier cosa menos perfecta. Andrew no era como debería haber
sido. Su vida sufrió un descalabro imposible de obviar. ¿Cómo estar
seguro de que sería un buen marido? Sus cicatrices, esas que
cubrían su cuerpo y las que no podían verse, eran profundas y
contaban una historia terrible. ¿Dejaría su mayor tesoro en sus
manos?
Cuando se giró vio a su esposa que lo observaba en silencio.
Negó con la cabeza y Felicia suspiró antes de caminar hasta él.
—Vayamos a la cama. Es tarde.
—¿Y Rose?
—Ha salido al jardín. Hace una noche magnífica.
Capítulo 19
—¿Cuando nos casemos me enseñarás a montar a caballo? —
Grace y Andrew estaban sentados en la escalinata de entrada a la
casa.
Él la miró con ternura.
—Aprenderás mucho antes —dijo sonriendo.
La niña se agarró a su brazo y apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Por qué estás triste? —preguntó.
—Echo de menos a alguien.
—¿A tu mamá?
Aquella pregunta en la voz de la niña hizo temblar su corazón.
—También.
Grace cambió de posición para poder mirarlo.
—¿Está en el cielo?
Andrew asintió.
—¿Con tu papá?
Volvió a asentir.
—No te preocupes —lo tranquilizó dándole un golpecito en el
brazo—. El cielo es un lugar muy bonito. Nunca hace frío y se come
muy bien.
—Ah, ¿sí?
La niña asintió repetidamente con la cabeza.
—Los niños no podemos ir porque primero tenemos que crecer y
hacer cosas buenas. ¿Tú has hecho cosas buenas?
Y malas, pensó él.
—Seguro que has hecho cosas muy buenas, porque tú eres
bueno. Si no lo fueses yo no querría casarme contigo. Papá es muy
bueno, por eso mamá se casó con él. Solo deberían casarse las
personas buenas. No como el padre de Willy que le pega cuando
empina el codo. No me gusta.
Andrew le acarició la cabeza. A él tampoco le gustaba el padre de
Willy.
—Le he dicho a papá que me compre un perro, pero dice que no
podemos tener uno porque esta no es nuestra casa. ¿A ti te gustan
los perros?
Andrew tenía la mirada perdida. Su mente viajó hasta un cálido
día de verano de muchos años atrás. Toby correteaba y saltaba a su
alrededor mientras él lo torturaba impidiéndole coger la golosina que
tenía en la mano.
—Vamos, Toby, cógela. Perro tonto, no me mires así, ¿te crees
que me das pena?
Pero se agachó a darle su premio y acarició con cariño su cabeza
tirándole las orejas hacía atrás.
—No dejes que te tomen el pelo. Voy a estar fuera mucho tiempo,
semanas incluso. Rose cuidará de ti y ya sabes cómo es, le gusta
hacerte rabiar y tirarte de las orejas así. —Tiró de ellas suavemente
—. No quiero que te hagan daño, eres el perro más bueno del
mundo. —Lo besó y se tumbó en el suelo dejando que el animal se
le subiese encima—. Ja, ja, ja, perro tonto, me haces cosquillas.
—Sí —afirmó con la voz ronca—, me gustan los perros.
Robert y Andrew visitaron a los abogados de los Balshaw y
firmaron los papeles que le daban al hijo de Anthony Portrey plenos
derechos sobre la fortuna familiar y sobre la empresa que compartía
con su mejor amigo.
Lo primero que hizo, una vez cumplido el trámite de recuperar su
herencia, fue contratar a un investigador privado para que indagase
en los negocios de lord Crowley en América. Quería un informe
detallado de todos sus movimientos de los últimos veinte años y no
escatimó un penique en dicha tarea. A continuación visitó a su
abogado para pedirle que redactase su testamento y le indicó cómo
debía repartirse su fortuna en caso de que a él le sucediese algo.
Sabía que esos hombres no se andaban con miramientos y cuando
supiesen lo que pretendía intentarían matarlo.
No podía dormir más de dos horas seguidas. Su cerebro era
presa de una actividad frenética y no lo dejaba apenas descansar.
Se pasaba las noches sentado en la butaca del salón dando vueltas
y más vueltas a sus recuerdos. Alimentando el insomnio con los
detalles de una vida que ya no le pertenecía. Todos sus pilares se
habían desmoronado y ya no quedaban más que montones de
arena en un interminable desierto. No era Andrew y tampoco
Icamani. Solo una sombra solitaria vagando bajo el ardiente sol y sin
una gota de agua con la que mojar sus labios.
Sufrió de alucinaciones en las que se le aparecía Wiyaka y le
hablaba del valor, la justicia y el destino. Sus palabras, que siempre
le parecieron sabias, sonaban ahora vacías. Y el afecto que sentía
por él hacía añicos su corazón cada vez que pensaba en el calvario
que sufrieron sus padres. ¿Por qué no podía odiarlo? ¿Cómo
hacerlo si él mismo había permitido que sus recuerdos
desapareciesen para sobrevivir y había llamado hermanos a los
sicangu?. Era un hombre partido en dos y sangraba a borbotones
por la herida. Hiciera lo que hiciera no volvería a tener paz y su vida
seguiría sin tener sentido.
Hacía días que había encontrado los diarios de viaje de su padre
y noche tras noche los leía y releía imaginando aquellas anécdotas
y vivencias como propias. Tantos lugares exóticos y diferentes
hacían que su pequeño e insignificante mundo perdiese todo su
valor. Pero lo más importante era que con esos cuadernos había
recuperado al hombre que lo alzaba sobre sus hombros y jugaba
con él en el jardín trasero. Al que lo empujó con sus fuertes manos
gritándole que se salvara. El hombre que renunció a todo por el
amor de Leslie MacDonald, a la que definía en una de esas páginas
como «la mujer de su vida». Una página en la que había dibujado un
retrato de ella que Andrew acariciaba con la yema de sus dedos
como si de un objeto sagrado se tratase. Recordó la dulzura de su
madre al mirarlo y la sonrisa con la que solía besarlo todas las
mañanas.
Entonces pensó en Rose y una profunda calidez inundó su
espíritu. Una sensación placentera que le hizo cerrar los ojos y
apoyar la cabeza en el respaldo del sillón. La recordó sobre el
caballo, cabalgando libre, con aquella centelleante risa que era una
caricia para su corazón. Con el pelo suelto y las mejillas enrojecidas
mientras la acariciaba con sus dedos. Aquel anhelo en su mirada
que, desconocido y violento, retó su voluntad a resistirse. La vio
tumbada junto a él mirando las estrellas, con aquella curiosidad
innata que solo tienen los niños que quieren saberlo todo. Sentirlo
todo. Percibió el sabor de su boca en los labios y todo su cuerpo
respondió al estímulo. Un quedo gemido escapó entre sus dientes y
sus ojos se llenaron de lágrimas.
¿Cómo podía ser ella? Tan lejos. Tan distinta. ¿Cómo saberlo
mientras esperaba en el poblado a que llegase el deseo irrefrenable
por poseer a alguien? Por pertenecer a alguien. Y de repente allí
estaba «la mujer de su vida». Mirándolo con sus enormes ojos
azules y exigiéndole una entrega que ni siquiera entendía. Tan
inocente y tan poderosa. Enseñándolo a hablar. A leer. A sentir…
Daría lo que le quedase de vida por pasar una noche con ella. Por
estar dentro de ella. Por sentirla temblar entre sus brazos y
escucharla decir las palabras que él nunca había pronunciado.
—Tacihila —musitó—. Te amo.
Aquella mañana la pequeña Grace tuvo una gran sorpresa.
Andrew llegó con un foxterrier de apenas un mes y medio que
depositó en sus brazos.
—¿Es para mí? ¿Es para mí? ¡Papá! ¡Papá! —La niña lanzó un
sonoro grito que asustó al cachorro.
—Lo matarás de un susto si gritas de esa manera —dijo Andrew
con una enorme sonrisa—. Debes calmarte.
—Pobrecito, lo siento, pequeñín, no volveré a asustarte —dijo
bajando el tono—. ¿Cómo se llama?
—Eso has de decidirlo tú —dijo Andrew poniéndose de pie.
—¿Cómo se llamaba tu perro? —preguntó la niña mirándolo con
sus enormes y brillantes ojos.
—¿Cómo sabes…? No importa —dijo haciendo un gesto con la
mano. Si algo había aprendido de Grace era que su inteligencia
emocional superaba a la de cualquiera que hubiese conocido—. Se
llamaba Toby.
—Entonces le llamaré Toby, así tu perro sabrá que no le has
olvidado. Hola, Toby, bonito. ¿Tienes hambre? Vamos a ver a mamá
y no te asustes si grita, no le gustan mucho los perros, pero a ti te
querrá mu…
Andrew la vio desparecer tras la puerta que llevaba a la cocina.
Soltó el aire en un fuerte suspiro y se dirigió a su despacho
sonriente. Hacía tiempo que no se sentía tan bien.
—¿Lo del perro ha sido idea tuya o te lo ha pedido ella? —
preguntó Berry entrando en su despacho.
—Ha sido idea mía. Me gustan los perros y me apetecía tener a
uno correteando por la casa, sin tener que ocuparme de él. Tu hija
se encargará del trabajo duro y yo disfrutaré de los frutos. —Sonrió.
—Ya.
—Berry —lo llamó antes de que saliera—. Siéntate un momento,
quiero hablarte de algo.
El mayordomo hizo lo que le pedía.
—Estoy seguro de que a la señorita Rose no le gustaría nada ver
cómo están siendo las cosas entre nosotros. Yo no debería tutearte
y tú no deberías pedirme que me sentara. No es propio de un
caballero.
Desde la noche del baile en casa de los Crowley, Andrew le
prohibió volver a tratarlo de usted si no había nadie extraño
presente.
—Los dos sabemos que nunca seré un caballero —sonrió—.
Dejemos ese problema para cuando se produzca, ahora hay algo
mucho más importante que quiero contarte. Eres la única persona
en la que confío y a la que puedo explicárselo.
Berry frunció el ceño consciente de que, fuese lo que fuese, iba a
traerle más de una preocupación. Andrew le relató lo sucedido en
casa de lord Crowley la noche del baile. La conversación entre él y
sus dos secuaces. El mayordomo escuchó con atención y sin mover
un músculo, aunque por dentro se le estuviesen retorciendo las
entrañas.
—¿Y qué vas a hacer al respecto? Como hagan daño a la
señorita Rose, juro por Dios que yo mismo iré a romperle el cuello a
ese lord.
—Tranquilo, no permitiré que eso suceda. Voy a poner mis cartas
sobre la mesa y eso centrará toda su atención en mí. He hecho
testamento.
Andrew acarició con los dedos la lustrosa madera de su
escritorio. Su padre se había sentado en aquella misma silla y había
tocado esa madera muchas veces antes que él.
—Lo enfrentaré y acabaré con él, pero es posible que no salga
con vida de esto. —Berry lo miraba impertérrito, como siempre—.
Pero si lo consigo regresaré a buscar a mi hijo.
El mayordomo asintió una vez, pero siguió esperando a que
acabara su relato antes de dar su opinión.
—No voy a abandonarlo. Sé que si me marcho no podré volver
aquí, vivir en esta casa, que me acepten de nuevo. Pero el mundo
no termina en Londres. He leído los diarios de mi padre sobre sus
viajes. Era un hombre increíble. Valiente y decidido. Quiero conocer
los lugares que describe en esas páginas repletas de dibujos y
anécdotas. Y me llevaré a mi hijo conmigo. Juntos aprenderemos
una nueva forma de vivir.
Berry asintió despacio.
—¿Y la señorita Rose?
Andrew negó con la cabeza y su rostro se trasformó en una
máscara dura sin expresión.
—Ella pertenece a este mundo y aquí es donde debe estar. A mi
lado solo tendría sufrimiento. Sé que muchos verán a mi hijo como
un salvaje y tendré que darle todo mi amor para que pueda crecer
como un hombre de honor. Pero el desprecio que ella tendría que
sufrir por nosotros… No soportaría. Rose es… Pura luz. Su corazón,
su inteligencia, lo que me… —No podía expresarlo con palabras.
—Por no hablar de su belleza —sonrió el mayordomo—. Y de su
genio.
Andrew sonrió aliviado de poder escapar de la red que él mismo
había tejido.
—Cierto, eso también.
—¿Cree que esos dos intentarán algo a pesar de lo que les dijo
lord Crowley?
—No lo sé. Ya le ocultaron información una vez y podrían volver a
hacerlo. No creo que intenten nada contra Rose, pero es mejor
asegurarnos. Busca a alguien para que la proteja. Desde la
distancia, no quiero asustarla. —Le dio un papel con un nombre y
una dirección—. Ve ahí. Es gente experimentadas en estos asuntos.
Que averigüen en qué agujero se esconden esas dos ratas de
Dermot y Rippin y asegúrate de que no salen de él sin que lo
sepamos. Yo me encargo de lord Crowley. Está muy seguro de
tenerme en el bolsillo, pero se va a llevar una gran sorpresa.
—Mañana empezaré mis pesquisas. Tú, ten cuidado.
Andrew asintió.
—Lo mismo digo.
Ajena a los peligros que acechaban a su hija, Felicia entró esa
noche en su habitación y la encontró leyendo entre las sábanas.
—No deberías leer tanto —dijo sentándose en el borde de la
cama—. Mi madre te diría que se apagará el brillo de tus ojos.
—La abuela también dice que si sigo riéndome tanto seré una
vieja arrugada. A lo que yo le digo que prefiero eso a ser una vieja
amargada sin arrugas.
—Qué mala eres —se rio su madre. Después le cogió las manos
y la miró a los ojos con ternura—. ¿Qué vamos a hacer contigo,
Rose?
—¿De qué hablas, mamá?
—¿Cuándo vas a sincerarte conmigo, hija?
Rose retiró las manos con suavidad y dejó el libro sobre la mesilla
de noche. A continuación arregló las sábanas y las planchó con las
manos. Estaba claro que su madre se había dado cuenta, pero
mientras pudiese aguantar sin reconocerlo no tendría que contarle
nada.
—Estoy bien.
Felicia se cruzó de brazos y la miró severa.
—¿Organizo una reunión entonces? ¿Qué te parece John
Edwards?
El labio de Rose tembló imperceptiblemente.
—Lo que tú decidas me parece bien, mamá. —La miró un
instante—. Creía que estaba en la academia militar.
—Y lo está, pero viene todos los fines de semana y su madre
estaría encantada de que lo recibieras. Ayer, sin ir más lejos, me la
encontré en la sastrería cuando fui a buscar el chaleco de tu padre.
Me preguntó por ti y me dijo lo encantadora que estabas en el baile.
Se alegró mucho cuando le dije que David Willis ya no viene por
aquí.
Rose fijó la mirada en los ojos de su madre y no pudo evitar cierto
reto en ella.
—Adelante, mamá, pondré todo de mi parte, te lo pro…
—No prometas cosas que no puedes cumplir, hija. —Felicia se
puso de pie—. No haré perder el tiempo a esos pobres muchachos
que lo único que quieren es encontrar la felicidad al lado de alguien
que desee lo mismo que ellos. Sé que te pasa algo y sospecho lo
que es, pero debes tener un motivo muy serio para no querer hablar
de ello y no voy a atosigarte. Solo quiero que entiendas que eres mi
hija y que sufro mucho por ti.
Rose se levantó de la cama y la abrazó con fuerza.
—¡Hija! No puedo respirar —rio su madre.
—Te quiero, mamá, te quiero con toda mi alma. Siento no ser la
hija que mereces, pero a cambio te juro por lo más sagrado que
siempre te voy a querer. Hasta el fin de mis días.
—Mira que eres tonta —dijo apartándola para verle la cara. Le
cogió el rostro con ambas manos y la miró como solo una amorosa
madre puede mirar—. Mi niña, mi preciosa y adorable niña, tu padre
y yo no estaremos siempre aquí. Es ley de vida que un día
tendremos que abandonar este mundo y me duele el corazón
pensar que puedas quedarte sola.
—Tengo diecinueve años, mamá, todavía hay tiempo de que
aparezca alguien.
—Ay, hija, qué ingenua eres. El tiempo pasa tan rápido que deja
una estela a su paso. Cuando quieres darte cuenta eres vieja como
yo.
—Tú no eres vieja. Qué tonterías dices. —La arrastró hasta el
espejo y la abrazó por detrás mirando por encima de su hombro—.
Mírate, mamá, eres hermosa y joven. Papá está enamoradísimo de
ti. Yo solo quiero… No sé lo que quiero.
Su madre se giró para abrazarla y la acunó con cariño como
cuando era niña.
—Estoy aquí si me necesitas —musitó—. Puedes contármelo.
—No, mamá, aún no. Te lo contaré pronto, pero ahora no.
—Está bien. —Se limpió una lágrima y sonrió—. Será mejor que
vuelva a la cama o tu padre vendrá a buscarme.
Rose la vio salir de su habitación y en lugar de meterse en la
cama se acercó a la ventana y miró el cielo repleto de estrellas. Los
momentos vividos en Blunt Manor volvieron de nuevo a ella y sintió
el corazón constreñido por una mano invisible que amenazaba con
romperlo. Se agachó sentándose sobre sus pies y lloró como una
niña, sin contención ni recato, a moco tendido. Era la manera de
hacerle saber al destino que aceptaba sus designios.
Capítulo 20
Lord Crowley miraba a Andrew con fijeza y crispación.
—No sé de qué me hablas.
—Estamos solos, puede dejar esa pose digna conmigo. Sé que
fue usted el culpable de la muerte de mis padres. También fue usted
el que hizo que sus dos secuaces me trajesen aquí encadenado y
me tratasen como un animal. No hace falta que me diga que no les
dio esas órdenes, porque eso da igual. Han seguido trabajando para
usted durante todo este tiempo, así que tienen su beneplácito. —
Torció una sonrisa perversa—. Lo que sí les ordenó fue que mataran
a Walter Dawson, el escritor que estuvo conviviendo con los
titonwan y al que conocí siendo un niño.
La palidez en el rostro de Crowley respondió por él. Ya lo tenía
donde quería.
—Les escuché hablar en su despacho la noche del baile. No es
usted muy listo al arriesgarse tanto. Pero si algo he podido
comprobar es que es usted un arrogante pretencioso y estúpido, así
que no me sorprende.
—¡Cómo te atreves a hablarme así! —Golpeó la mesa furioso—.
No eres más que un asqueroso salvaje.
—Gracias a usted —respondió sin inmutarse—. ¿Conocía a mi
madre? Estoy seguro de que sí. Desde que llegué a Londres siendo
Andrew he oído hablar de ella muchas veces. Todo el mundo dice
que era una mujer extraordinaria. Generosa, compasiva y muy
agradable. ¿Está de acuerdo, lord Crowley?
El hombre apretó los labios, pero sus ojos mostraron cierto pudor.
—¿Sabe lo que hicieron con ella los sicangu después de violarla?
No creo que pudiera soportar la visión de una escena semejante. Es
usted un cobarde que se limita a dar órdenes desde ese sillón, pero
nunca se mancha las manos de sangre. Mi padre, en cambio, tuvo
que presenciar toda la escena antes de que lo mataran. Igual que
yo. ¿Imagina lo que supone eso para un niño de seis años? —Sus
ojos tenían el brillo combinado del acero y las llamas contenido en
las partículas que flotaban en sus pupilas.
—Yo nunca quise…
—Ya, ya, ya. Usted habría preferido una muerte rápida, indolora
incluso, para así no tener que renunciar a su conciencia y poder vivir
creyendo que no es un monstruo.
—Nunca quise que murieran. Ni siquiera estaba de acuerdo en
que hicieran ese viaje, pero su padre era un cabezota que no
aceptaba otra opinión que no fuese la suya. Tanto Robert como yo
intentamos que desistiera, pero fue inútil. Era un buen negocio y nos
habría hecho ricos a todos.
—¿Eso le ayuda a dormir por las noches?
—Escúchame, muchacho. Esos dos hombres son muy
peligrosos. Traté de librarme de ellos, pero no pude. Yo no sabía
que habían provocado aquella masacre y tampoco que esos indios
atacarían a personas inocentes solo porque estaban con ellos.
Cuando supe lo que esos monstruos les habían hecho a tus padres,
me propuse rescatarte. Pero para eso los necesitaba, ¿no lo
entiendes? Ellos conocen la zona y a esos malditos indios. Saben
cómo tratar con ellos. Jamás habríamos podido traerte de vuelta sin
su ayuda.
—¿De verdad se cree que puede engañarme con su palabrería
vacía?
—Lo de Dawson fue inevitable —insistió el otro desesperado—.
Lo sabía todo y tarde o temprano acabaría por contarlo. Aceptó mi
dinero por borrar las partes en las que hablaba de ti. Consiguió que
el hombre que te hacía de padre le contase lo ocurrido. No le costó
mucho descubrir de quién le hablaban y eso era muy peligroso para
mí y no te beneficiaba a ti en nada. Dijo que eras feliz, que te
querían…
—Es usted un ser despreciable —escupió con repugnancia—.
¿Esa es la realidad en la que ha vivido toda su vida? Mentiras y más
mentiras para no tener que aceptarse como realmente es.
—¿Le has hablado de esto a Balshaw? —preguntó temblando—.
Si se lo cuentas a alguien…
—¿Qué va a hacer? ¿Ordenará que me maten? —Siguió
sentado, pero Crowley empujó la silla hacia atrás como si lo tuviese
a un centímetro de su cara—. Lo sé todo de usted. He jugado con
sus reglas, no como un salvaje. Ha estado enriqueciéndose
comprando pieles a cambio de baratijas y se ha librado de aquellos
que no se dejaban comprar. Tiene un testaferro en Estados Unidos
que se encarga de vender tierras a incautos colonos a los que
convence de que no hay ningún peligro en establecerse en territorio
Comanche. —Crowley no pudo disimular su sorpresa y Andrew
sonrió satisfecho—. Sé lo del banco y también conozco a su
amante, esa que tiene polla y lo espera todos los jueves en la casa
que usted le compró. De día secretario y de noche winkte —dijo
usando el nombre que daban los lakotas al hombre que se siente
mujer
—¿Cómo has…? —Le temblaba tanto la voz que no pudo
terminar la frase.
—Ya le he dicho que lo sé todo y voy a hacer que los demás
también lo sepan. Ya he contactado con algunas personas a las que
les interesa toda esta información. Por lo que sé de ella, a la reina
Victoria tampoco le gustará descubrir cuál es su verdadero rostro.
Vaya preparándose para cambiar de vida. Tanto que se enorgullece
usted de haber podido saludarla en una ocasión. Le aseguro que no
volverá a darse tal circunstancia.
Lord Crowley se agarró con manos crispadas a su escritorio
como si quisiera hacerlo pedazos.
—No saldrás vivo de esta, lo juro por Dios —masculló con los
ojos tan abiertos que parecía que se le fuesen a salir de las
cuencas.
Andrew dio la vuelta a la mesa y lo agarró por el cuello
obligándolo a ponerse de pie. Lo empujó contra la pared y se acercó
para hablarle en susurros.
—Ni se imagina lo que podría hacerle con ese abrecartas que
tiene sobre la mesa. Podría sacarle el corazón y comérmelo
mientras sus ojos aún pudiesen ver. ¿Sabe cuánto tiempo puede
vivir un hombre con las tripas fuera? Yo podría mostrárselo aquí
mismo. No sabe a quien está amenazando, señor Crowley. No temo
a la muerte, viaja conmigo desde aquel aciago día en el que me
robaron mi vida. ¿Y usted?
Lo soltó con la misma brusquedad con la que lo había empotrado
contra la pared y Crowley perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Se
llevó una mano al cuello intentando coger aire con urgencia.
—Busque un agujero en el que esconderse porque el juego ha
terminado para usted. —Caminó hacia la puerta y salió del
despacho dando un portazo.
Crowley se dejó caer en la silla sin fuerzas para sostenerse. El
corazón se le iba a salir por la boca y el terror corría por su sangre
sin encontrar salida. Se tapó la cara con las manos y sollozó como
un niño. Nunca había visto su muerte tan clara. Mejor la ignominia
que ver cómo ese animal se comía su corazón.
Tardó casi una hora en calmarse y poder articular palabra de
manera coherente. Y entonces comenzó a darle vueltas a un plan
para librarse de una muerte segura. No estaba seguro de si
funcionaría, pero mejor intentarlo a esperar cada noche a que ese
salvaje apareciese en su alcoba para arrancarle el corazón de cuajo.
—¡Será desgraciado! —Rippin dio un puñetazo a la pared
después de escuchar el relato de Dermot—. No podemos permitir
que se salga con la suya. Con todo lo que hemos hecho por ese
malnacido. ¿Quién se encargará ahora de sus negocios?
Dermot llenó su vaso de aguardiente y lo bebió de un trago. La
conversación con Crowley no había ido con él esperaba. Por
primera vez en mucho tiempo había perdido el control de sus
emociones. Si no hubiese estado con él aquel tipo con aspecto de
gorila le habría rebanado el cuello con el cuchillo de su bota sin
pestañear. Qué pronto se había buscado protección, el indio debía
haberlo asustado de verdad. Volvió a llenar el vaso y de nuevo lo
bebió de un trago mientras Rippin seguía despotricando.
—Debería haber ido contigo. Ya me olía mal que solo quisiera
verte a ti. Ese hijo de la gran puta… ¿Se ha creído que vamos a
cargar con sus mierdas? De eso nada, no pienso dejar que me
cojan. Debemos irnos cuanto antes. Ahora mismo, antes de que ese
hijo de la gran puta vaya a las autoridades con un cuento.
Dejaremos un tiempo para que se calmen las cosas y volveremos
para coger el dinero que nos pertenece y cargárnoslos a los dos.
¿Por qué no dices nada? ¡Dermot!
—Yo no me voy sin el dinero —dijo muy calmado—. No volveré a
casa con las manos vacías después de tantos años. Esa mina es
mía y voy a ser rico.
—Querrás decir nuestra, ¿no? —Se rio Rippin enseñando sus
sucios dientes.
Dermot lo miró con desprecio y sin mediar palabra sacó su
revólver y le pegó un tiro en la frente. El otro se desplomó sin emitir
sonido alguno.
—Ya te he aguantado bastante. Lo siento, pero no hay más que
una plaza en este barco. Para lo que tengo que hacer me manejaré
mejor solo.
Capítulo 21
Berry la recibió con una enorme sonrisa.
—Señorita Rose, qué alegría verla. Hacía mucho que no venía
por aquí.
—He estado muy ocupada, Berry. ¿Cómo estáis todos? ¿Lena
sigue haciendo esos pasteles tan deliciosos?
El mayordomo se tocó la barriga con una amplia sonrisa.
—Están todos encantados de estar aquí. Es mi hija la causante
de su visita, ¿verdad?
—Así es. Ha enviado a Kevin a mi casa para pedirme que viniera
urgentemente. Al parecer sucede algo grave que requiere mi
atención.
—Esta niña no tiene límites. Espero que no la moleste mucho
haber venido.
—De ningún modo, Berry, me encanta tener la oportunidad de
veros a todos.
—Venga, la acompañaré. Está en la habitación de juegos del
último piso. Lleva dos días sin salir de allí. Ahora verá el motivo.
Subieron las escaleras hasta la última planta.
—Debo dejarla para atender un asunto urgente —dijo el
mayordomo antes de entrar en el cuarto.
—Vaya tranquilo, ya me encargo.
Entró en el cuarto y se encontró con la pequeña Grace tumbada
en el suelo junto a su pequeño Foxterrier.
—¡Oh!
—Señorita Rose. —La niña se levantó para correr hacia ella y
lloró desconsolada en sus brazos—. Toby está enfermito y no sé
qué hacer. No come nada y tampoco quiere salir a pasear conmigo.
¿Se va a ir al cielo, señorita? ¿Es porque le llamé Toby? Creí que
eso haría feliz al señorito Andrew.
—Veamos a este cachorrillo.
Llevó a la niña de la mano hasta el perrito y se arrodilló junto a él.
Le cogió la cabeza para mirarlo a los ojos y luego le palpó la barriga.
Frunció el ceño, no parecía haber nada mal. Se fijó entonces en su
pata superior derecha, tenía una posición un poco extraña. Se la
cogió con mucho cuidado y entonces vio cuál era el problema. Se la
soltó con cuidado y se giró a mirar a la pequeña.
—Tiene el hombro dislocado. Hay que colocárselo, pero es mejor
que lo haga un veterinario. Yo le podría decir al señor Jones que
venga a verlo, ¿qué te parece?
La niña se limpió las lágrimas con expresión esperanzada.
—¿No se va a morir?
—No, Grace, claro que no se va a morir. Debió de caerse jugando
y se hizo daño en el hombro. El señor Jones se lo colocará y
después de un poco de reposo volverá a correr y a saltar como
siempre.
—Es muy juguetón, ¿sabe? Nunca se está quieto. Seguro que se
lo hizo al saltar la vaya del parterre. O jugando con el cubo del agua.
Es tremendo, señorita, no se imagina el trabajo que me da. —La
niña suspiró y se apartó el pelo de la cara con expresión de
cansancio.
Rose no pudo evitar reírse al verla imitar a su madre.
—Que no se mueva —aconsejó poniéndose de pie—. Y tápalo
para que no se enfríe.
La niña asintió y rápidamente hizo lo que le decía.
—Lo cuidaré muy bien. Vaya, señorita, vaya a buscar al señor
Jones. Que venga enseguida. Muy rápido, muy rápido.
Rose sonrió y salió del cuarto. Cuando bajaba las escaleras se
encontró con Andrew que subía.
—Me ha dicho Berry que estabas aquí —dijo—. No sabía lo de
Toby, he estado muy ocupado estos días.
—Tiene el hombro dislocado. A nuestro Toby también le pasaba.
Andrew asintió.
—Lo recuerdo.
Rose abrió los ojos sorprendida.
—¿Lo recuerdas?
Andrew asintió.
—Pero…
—¿Cómo estás? —la interrumpió.
—Bien, bien. Pero ¿desde cuándo?
Andrew frunció el ceño y miró hacia la entrada.
—¿Has venido sola?
Rose se mostró desconcertada por su comportamiento.
—La nota decía que era muy, muy, muy urgente. —Forzó una
sonrisa—. He venido con Kevin que ha esperado hasta saber mi
respuesta.
—Vamos al salón quiero hablarte de algo —ordenó muy serio.
Rose lo siguió y lo observó cuando cerró la puerta.
—¿Qué ocurre? Estás empezando a preocuparme.
—A partir de ahora no salgas sola de casa. Nunca.
Ella frunció el ceño desconcertada.
—¿Por qué?
—No puedo hablarte de ello aún, pero hazme caso, por favor.
—No pienso hacer tal cosa si no me explicas lo que pasa. ¿Qué
ocurre, Icamani?
—¡No me llames así! —dijo furioso—. Nunca vuelvas a utilizar
ese nombre.
—Qué ha pasado? —Dio un paso hacia él, pero su mirada la
detuvo—. ¿Qué has hecho? Esos hombres… ¿Los has matado?
—No he matado a nadie de momento.
—¿De momento? Dime lo que ocurre.
—Te llevaré a tu casa y no saldrás de allí sin ir acompañada. Es
lo único que necesitas saber.
—¿Por qué no quieres que te llame Icamani? No entiendo nada.
—Entornó los ojos ignorando la mirada que le advertía de que
estaba en terreno peligroso—. ¿Es por lo que has dicho de Toby?
¿Has recordado algo que…? Por Dios, Andrew, háblame.
Andrew respiraba con fuerza, como si el aire tuviese que
atravesar un espeso velo. Ella se acercó ya sin prevención alguna y
le cogió la cara con las manos para obligarlo a mirarla.
—Estoy aquí, puedes contármelo. ¿Qué ocurre? ¿Qué te
atormenta?
—No, no, no, no —susurró cerrando los ojos—. No hagas esto,
Rose.
Se separó de ella y comenzó a pasear a un lado y a otro del
salón mientras hablaba en la lengua de los lakotas. Rose sentía la
tensión que soportaba y quería ayudarlo, pero no sabía qué hacer.
Hasta que lo abrazó por detrás enlazando sus manos para que no
pudiera apartarla y apoyó la cabeza en su espalda.
—Habla conmigo. Déjame ayudarte.
—Mi wahcawin —susurró él sintiendo el calor que desprendía su
cuerpo—. Mi dulce y preciosa flor. No me atormentes así…
Rose apretó su abrazo y cerró los ojos.
—Estoy aquí, contigo. No quiero que sufras, Andrew.
Como si manejase una pluma tiró de ella hasta tenerla delante.
Acarició su rostro sin apartar la mirada de aquellos ojos que
hablaban sin palabras. Rose se puso de puntillas y lo besó y cuando
Andrew se apartó con un gemido, volvió a besarlo.
—Te amo —musitó—. Nada podrá borrar estas palabras del libro
del destino. Te amo, Icamani, Andrew o como quieras llamarte. Y
eso no va a cambiar porque te vayas y me dejes. Te amaré en la
distancia. Te amaré mientras viva y no necesito que me protejas.
Solo necesito que me ames.
El corazón del hombre se inflamó de orgullo y el deseo lo derribó
como una gigantesca ola capaz de arrasarlo todo. La silenció con su
boca y la sujetó fuertemente amarrada a su propio cuerpo. Quizá fue
demasiado brusco, demasiado primitivo. Rose lo agarró del pelo y él
la arrastró hasta el sofá y se tumbó sobre ella sin separarse un
milímetro. Ella sintió la erección dura y amenazadora que oprimía su
vientre, pero estaba demasiado asustada por lo que pasaba en su
propio cuerpo.
Icamani percibió su rendición, sintió como su cuerpo se amoldaba
a él y buscaba inconsciente saciar su propia ansia. Sonrió experto
sabiendo que la naturaleza jugaba a su favor. Rose se creyó
valiente y buscó ávida su lengua, recorrió los dedos la espalda
masculina y gimió dentro de su boca. Quería saber qué venía a
continuación, qué más tenía darle. Icamani besó su rostro, la punta
de la nariz, los ojos, la comisura de sus labios y de nuevo buceó en
su boca. Hambriento, exhausto de tanto resistirse. Las palabras de
Berry resonaron en su cabeza: si está prohibido sabe mejor.
—Señorita Rose, señorita Rose.
La voz de la pequeña Grace corriendo por el pasillo lo paralizó.
Rose salió de su delirio como si emergiera de un mar embravecido
que trataba de retenerla. Abrió los ojos mirándolo asustada, pero
Icamani no se movía.
—Yuza —dijo con mirada intensa.
—Grace va a entrar —suplicó ella.
—Yuza —repitió la palabra titón para tomar a una mujer.
—Andrew, por favor.
El titonwan emitió un gruñido animal y se echó a un lado para
dejar que se levantase. Rose terminaba de colocarse la falda
cuando la puerta se abrió y entró la niña con ojos llorosos.
—¿Por qué no ha ido a buscar al señor Jones? ¿Es que no le
importa Toby, señorita Rose?
—Tenía que tratar un asunto con Andrew, cariño, pero ya me voy.
Tranquila.
—Señor Andrew, venga a ver a Toby. —Grace lo agarró de la
chaqueta.
—Espera un momento Grace, tengo que acompañar a Rose a su
casa.
La niña tiró de la manga de su chaqueta con insistencia tratando
de arrastrarlo con ella.
—Toby está malito, ¿es que no le importa? —repitió de nuevo.
—Sí me importa, Grace, pero ahora…
—Ve con ella —animó Rose—. Yo puedo regresar sola.
—No.
Rose lo miró confusa. ¿Por qué ese empeño en que no fuese
sola?
—Señor Andrew, por favor, por favor venga conmigo…
—¡Basta, Grace!
Se sacudió a la niña con tal violencia que la pequeña cayó al
suelo como un fardo y comenzó a llorar desconsolada.
—Ven, cariño, vamos arriba a ver cómo está Toby. —Lo miró con
severidad y sacó a la niña de allí.
Andrew apretó los puños presa de una inquietud inexplicable.
Necesitaba calmarse. Se sirvió un poco de whisky y apuró el vaso
de un trago. ¿Qué le estaba pasando? Sentía la sangre corriendo
por sus venas como un torrente violento, su corazón latía
desbocado y el deseo había estado a punto de hacerle perder la
cabeza. Respiró hondo varias veces y dejó que la bebida hiciese
efecto en sus nervios.
Grace estaba de nuevo tumbada junto a Toby y Lena, su madre,
le acariciaba el pelo con ternura.
—¿Dónde está Rose? —Andrew recorrió la habitación con la
mirada.
—Se ha ido a casa —dijo Lena poniéndose de pie rápidamente
—. ¿Necesita algo?
—¿Por qué ha dejado que se marche? ¡Maldita sea! ¿Cómo
puede ser tan obstinada? —se preguntó saliendo del cuarto a
grandes zancadas.
—Dijo que tenía prisa… —Lena elevó la voz y trató de seguirlo,
pero iba demasiado rápido.
Andrew salió a la calle y miró a su alrededor buscándola, pero no
reconoció su grácil figura ni el vestido rosa que llevaba puesto.
Sabía que no era necesario, que Berry había contratado a alguien
para que la vigilara, pero no se quedaría tranquilo hasta saber que
había llegado a casa sana y salva.
El edificio de los Balshaw estaba a solo un kilómetro y sabía que
caminaba mucho más rápido que ella, por eso sintió cierto
desasosiego cuando llegó frente a la puerta sin haberla alcanzado.
Esperó pacientemente a que el mayordomo abriese.
—Buenos días, señor Portrey. —Stevens se apartó para dejarlo
pasar.
—¿Ha llegado la señorita Rose?
—No, señor. Dijo que iba a su casa con ese muchacho… Kevin.
Andrew empalideció y su garganta se contrajo.
—¿Podría comprobarlo, por favor? —Entró en el hall y se quedó
allí mientras el criado hacía lo que le había pedido.
Stevens volvió al cabo de un momento.
—No ha vuelto, como le había dicho. ¿Quiere que avise a su
madre?
—No, Stevens, gracias.
Salió de la casa.
—Stevens, ¿dónde vive Jones, el veterinario que atiende los
caballos del señor Balshaw? —preguntó antes de que el
mayordomo cerrase la puerta.
—En el 26 de la calle Russell, señor.
Andrew frunció el ceño, eso estaba en la dirección opuesta. Echó
a correr ante la mirada reprobadora de los transeúntes que no veían
con buenos ojos que un caballero se desplazase de ese modo.
Berry estaba frente a la puerta de su casa esperándolo.
—¿Ha pasado algo? —preguntó.
—No lo sé. Seguro que no. Pero Rose… No ha llegado a su casa
y estoy… Tengo un mal presentimiento.
—Doyle la vigila.
—Lo sé. —Se puso las manos en la cintura y miró a su alrededor
—. No me quedaré tranquilo hasta que sepa que está bien. Ya sé
que es una estupidez, pero ¿me acompañas a casa del veterinario?
—Por supuesto.
Las calles estaban muy concurridas a esa hora y el tamaño de
Berry dificultaba el adelantamiento en algunas zonas estrechas pero
finalmente se detuvieron frente al número 26 de Russell Street.
Andrew llamó a la puerta con insistencia y una mujer les abrió la
puerta vestida con un delantal y limpiándose las manos de algo que
parecía a mermelada de fresa. .
—Buenos días, ¿está el señor Jones en casa?
—Se ha marchado hace un cuarto de hora, más o menos. Una
señorita ha venido a buscarlo y se han ido juntos. Al parecer había
algún problema con un perro.
—Gracias —dijo haciendo ademán de quitarse el sombrero.
—Debemos habernos cruzado —dijo Berry con expresión
divertida.
—No se lo diremos. Pensará que soy estúpido.
—No tienes de qué preocuparte. Doyle cuidará de ella cuando
salga de casa.
Andrew asintió y cruzaron la calzada.
—Los niños son así —explicaba el veterinario mientras
esperaban que abrieran la puerta—. Adoran a sus animales más
que a las personas.
Rose asintió.
—Yo tenía un perrito cuando era niña y es cierto que lo quería
muchísimo. No puedo pensar en él sin que se me encoja el corazón.
—No será nada. No es la primera vez que me encuentro con ese
problema en los foxterrier. Es una raza magnífica, pero sus hombros
son propensos a dislocarse y hay que…
Rose había dejado de escucharlo y puso toda su atención en el
hombre que los observaba desde el otro lado de la calzada.
Apoyado contra una pared y con el sombrero bajo, la miraba con
fijeza. Ya lo había visto antes, en Picadilly Circus.
—… siempre que se pueda, claro. ¿No le parece, señorita
Balshaw?
Rose lo miró confusa y sonrió antes de disculparse.
—Me he distraído un momento. No he entendido la pregunta.
La puerta de la casa se abrió y apareció Lena.
—Señorita Rose, el señor ha salido…
—Este es el señor Jones, el veterinario. Ha venido a ver a Toby.
¿Podría acompañarlo? Yo debo regresar a casa.
—Sí, sí, claro, no se preocupe. Adelante, señor Jones. Mi hija se
alegrará mucho de verle.
—Que tenga un buen día, señorita Balshaw —dijo el veterinario al
despedirse.
—Igualmente. Adiós, Lena.
—Adiós, señorita Rose.
Antes de iniciar el regreso buscó al hombre al que había visto en
la otra acera, pero ya no estaba. Frunció el ceño malhumorada.
¿Quién era? ¿Y por qué la seguía? Apretó los labios y soltó el aire
por la nariz. Si volvía a verlo le diría lo que pensaba.
Esa tarde Berry fue a verla y Rose lo recibió en el jardín. Quería
terminar de arreglar el parterre y tenía las manos llenas de tierra, así
que pidió al mayordomo que lo hiciese pasar.
—Siento recibirte aquí, Berry, pero ya ves que estoy enfrascada
en una tarea ineludible —sonrió afable.
—Quería hablarle de una cosa, señorita Rose.
Ella percibió la seriedad en su tono y dejó las herramientas en el
suelo para ponerse de pie. Se quitó los guantes y sacudió su
vestido.
—¿Qué ocurre?
Berry miró a su alrededor como si quisiera asegurarse de que no
había nadie escuchando.
—Verá, señorita, han pasado algunas cosas que nos tienen
preocupados y An… el señor Portrey ha creído conveniente
contratar a alguien para que la proteja.
—Querrás decir para que me vigile. —Se puso las manos en la
cintura—. ¿Con qué permiso osa tomar esa decisión?
—Es por su bien.
Rose entornó los ojos y lo miró con fijeza.
—¿Tú tampoco me vas a contar qué ha pasado? ¿Por qué tiene
miedo? ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—No tiene nada que ver con usted, señorita, pero a veces,
cuando alguien quiere hacernos daño puede que utilice un
método… indirecto. Ya me entiende.
—Pues no, la verdad, no le entiendo en absoluto.
Berry se llevó la mano a la cabeza nervioso. Tenía órdenes
directas de no explicarle nada de nada y no sabía cómo hacer para
que lo entendiera sin entrar en detalles.
—Si alguien quisiera hacerme daño de verdad el mejor modo de
conseguirlo sería hacérselo a uno de mis hijos. O a Lena. Si alguien
quiere hacer daño al señor Andrew usted es su mejor arma.
El rubor subió por su cuello y llegó hasta la raíz del pelo. Rose
carraspeó y se sacudió el vestido con brío. Berry contuvo una
sonrisa, al parecer no se explicaba tan mal.
—Entonces creen que alguien quiere hacer daño a Andrew.
Berry asintió.
—¿Dermot y Rippin?
—No puedo contarle nada, señorita. Andrew me colgará de los
pulgares si lo hago.
Ella se mordió el labio pensativa. Así que ese tipo tan perturbador
que la seguía era alguien que debía protegerla. Pues jamás lo
habría dicho, mas bien parecía lo contrario.
—Está bien. Dile a Andrew que tendré cuidado y que no se
preocupe por mí. ¿Tú cuidarás de él, Berry?
—No lo dude, señorita. No se preocupe por él, solo faltan unos
días para que reciba las noticias que espera antes de dar el paso
definitivo. Una vez lo haga, todo habrá acabado y estará a salvo.
—Y entonces se marchará.
Berry respiró hondo y asintió.
—Ya lo sabe.
—Sí —respondió ella con la misma tristeza en la mirada.
—Es su hijo, señorita.
—Lo sé. Y lo entiendo, Berry. Pero… ayer no me dejó que lo
llamase Icamani. —Frunció el ceño—. Y me parece extraño que siga
pensando en volver con los titonwan si no soporta oír ese nombre.
—Ha hecho un viaje al pasado y los recuerdos han abierto
heridas muy difíciles de curar.
Rose empalideció.
—¿Recuerda lo que ocurrió? ¿Lo que les pasó a sus padres?
Berry asintió y ella se tapó la boca para ahogar un gemido.
—No le pregunte, señorita. —Negó con la cabeza—. Cualquier
cosa que imagine no se acercará ni remotamente a lo que pasó. Es
demasiado horrible como para que pueda compartirlo con usted.
Los ojos de Rose se llenaron de lágrimas y apretó el puño contra
sus labios para tratar de contener los sollozos. Era un niño de seis
años…
—Su vida no ha sido fácil, los dos lo sabemos. Ahora está
tratando de lidiar con lo que él considera una traición, porque olvidó
para sobrevivir y se convirtió en uno de ellos. Por eso no soporta oír
ese nombre.
—Un nombre que llevaba con orgullo —musitó—. Su padre…
Wiyaka… ¿Tuvo algo que ver?
—No.
Rose respiró aliviada. Juntó las manos como si quisiera orar y
apoyó los labios en la punta de sus dedos. Después dejó escapar un
largo suspiro y se limpió las lágrimas con resolución.
—Le ayudaremos a superarlo. No dejes que se preocupe por mí.
—Eso es imposible.
Rose sonrió con tristeza. Ella tampoco podría.
—¿Toby está bien? —preguntó antes de que Berry se marchara.
—Sí, señorita. Grace le está muy agradecida. Dice que el
próximo perro que tenga se llamará Rose.
Capítulo 22
Dermot miró a través de la ventana. Todo estaba en silencio, pero
sabía que no podía confiarse. Había entrado en muchas casas, pero
era la primera vez que iba a hacerlo en la de un titonwan. Era
distinto al aire libre, ahí podía manejarse como cualquiera de esos
salvajes, de hecho ellos le enseñaron a hacerlo.
Se había quedado sin opciones y de ningún modo iba a dejar que
lo cogieran. Pero la muerte le parecía menos amarga si se podía
llevar por delante al cabrón que lo había estropeado todo. Como su
padre la otra vez. Se dio unos segundos para pensar en lo que
podría haber sido su vida de haber podido sacar el oro, pero nunca
había sido de recrearse. Ni de pensar, para que se iba a engañar
llegado ese punto de su vida cuando apenas le quedaba tiempo más
que para cagarse en la puta madre que lo parió.
Alguien había dejado la ventana abierta del salón y saltó dentro
todo lo sigiloso que fue capaz. Se pegó a la pared y barrió la
estancia para situar los diferentes bultos que vislumbraba apenas y
poder sortear así los muebles. Las habitaciones estaban en el
primer piso y él se hallaba en el lado opuesto a la puerta.
Andrew estaba sentado en la butaca, como todas las noches. Los
cuadernos de su padre extendidos en la mesa y una botella de
brandy a su lado. Esa forma de moverse no era la de un blanco, ya
lo pensó la otra vez. Entornó los ojos mientras sus oídos
permanecían alerta. Ahora entendía el modo rastrero en que lo
capturó.
—¿Te apetece una copa? —dijo cogiendo la botella.
Dermot dio un respingo y fijó la mirada en la butaca a la izquierda
de donde él estaba.
—Si das la voz de alarma tendré que matarlos a todos.
—Te he ofrecido una copa, no me he puesto a gritar.
—Prefiero no beber, gracias.
Andrew vertió el líquido en su vaso y lo cogió.
—Sintehla wicasa. —Ese era el nombre con el que los titón
llamaban a los comanches—. Ellos te enseñaron.
El intruso dio un paso hacia él, pero entonces el titonwan levantó
la mano y la hoja de un flamante cuchillo brilló resplandeciente en
medio de la oscuridad.
—¿Has venido a matarme o a morir?
—¿No es lo mismo?
El peor escenario, pensó Andrew.
—Creía que eras más listo —dijo—, pero está claro que no se me
da bien catalogar a las personas.
—De eso no hay duda. ¿Te creíste de verdad que el que
importaba en esto era Crowley?
—Supongo que te has cargado a Rippin. Siempre me pareció el
más tonto de los dos.
Dermot sonrió y se atusó la barba en un gesto aprendido de tanto
repetirlo.
—Tienes claro que no verás un penique y por eso has decidido
morir matando, al estilo comanche.
—Esa fue una de las cosas que aprendí de ellos.
—¿Te capturaron?
—¿Vamos a compartir recuerdos? ¡Qué bonito!
—Solo trataba de ganar tiempo —dijo Andrew burlón.
—Entiendo que esto es una putada para ti —dijo el otro en el
mismo tono—. Ahora que ya tienes la pasta vengo yo y te borro del
mapa. Supongo que no te lo esperabas.
Andrew emitió un sonido onomatopéyico que Dermot no entendió.
—Verás, Crowley no es tan tonto como te piensas. Estaba
convencido de que en cuando te dijera que no ibas a ver tu dinero te
volverías contra él. Por eso había aquel tipo con él cuando fuiste. Lo
que no sabes es que yo también estaba allí y escuché todo lo que
dijiste.
Dermot torció una sonrisa.
—Me esperabas.
Andrew se puso de pie y se giró para mirarlo en la oscuridad.
—Vuelve a sentarte. —Lo apuntó con el cuchillo.
—Sabes que no te va a resultar tan fácil matarme a mí como lo
fue matar a tu compañero. Es muy probable que me claves ese
cuchillo que llevas en la mano y también es posible que consigas
lanzarme el otro que tienes escondido, pero yo no soy manco.
—Quizá muramos los dos o quizá no, ¿quién sabe? —dijo
Dermot sonriendo. Realmente no esperaba diversión esa noche, tan
solo un final justo. Pero la cosa mejoraba por momentos.
—¿No habría sido más inteligente huir?
—¿Huir adónde? ¿Para qué? Ya has visto que aquí sin pasta no
eres nadie. Ya me he cansado de eso.
—Te entiendo.
—Deja de decir que me entiendes. Tú no entiendes una mierda.
¿Sabes por qué me ensañé contigo? ¿Por qué te torturaba una y
otra vez mientras estuviste en mi poder? Porque me sacabas de
quicio sin mover un músculo. Tu sola existencia me irrita.
—¿Gracias?
—Si salgo vivo de aquí —lo señaló con la punta del cuchillo—,
¿sabes adónde iré? A por esa zorra a la que te beneficiaste durante
esos meses que estuviste en aquella casa. Espero que la hayas
entrenado bien porque te juro por Dios que me la follaré hasta
reventarla.
El rostro de Andrew se trasformó en una máscara, sus músculos
se endurecieron y su mente calculó cada uno de sus posibles
movimientos.
—El día que atacaste a los sicangu provocando que ellos
mataran a mis padres, perdiste la oportunidad de hacerte rico.
Siempre has tomado malas decisiones.
Dermot se llevó la mano a la barba y antes de que sus dedos la
rozaran sintió la hoja del cuchillo deslizándose por su cuello. Con la
misma rapidez lanzó la otra mano hacia atrás y clavó su puñal en la
pierna del titonwan a la altura del muslo. Andrew ni se inmutó, siguió
sujetándolo hasta que sintió que el intruso perdía las fuerzas.
Entonces lo dejó caer al suelo.
—Debería… hab… traídoo… e… Colt.
—Habrías hecho mucho ruido —dijo Andrew apretando la herida
de su pierna.
Estaba perdiendo mucha sangre. Miró hacia la puerta y sin dejar
de apretar arrastró la pierna hacia allí.
—¿Por qué atacaste a los sicangu? —preguntó por curiosidad
mientras avanzaba lentamente.
—Me… roba…ron el caballo.
—¿Lo recuperaste? —Andrew se detuvo junto a la puerta y
apoyó la otra mano en el marco—. ¿Recuperaste… el caballo?
—Murió en… la… refriega.
—Qué… estú...pido.
Andrew gritó el nombre de Berry una vez y se desplomó en el
suelo sin un gemido.
Abrió los ojos lentamente y dejó que la bruma se disipase un
poco con cada parpadeo. El intenso dolor en la pierna lo hizo
sonreír. Estaba vivo. Los sonidos a su izquierda desviaron su mirada
hacia una figura femenina que trajinaba con algo en una mesa. Los
rizos dorados que caían sobre su espalda dibujaron una sonrisa en
sus labios.
—Wahcawin —murmuró.
Rose soltó lo que tenía en las manos y se acercó rápidamente a
él.
—Andrew… —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Te duele
mucho?
—Apenas —mintió.
Trató de moverse y ella puso las manos en su pecho para
impedírselo.
—Tienes que hacer reposo, el doctor Pellico dice que has perdido
mucha sangre y estás muy débil. Necesitas fuerzas para que se
cure tu herida. —Se sentó en la cama con mucho cuidado de no
moverlo—. Andrew…
Él le cogió la mano y entrelazó sus dedos.
—Siento haberte preocupado tanto.
—Sabías que Dermot vendría a por ti, ¿verdad?
—Eso me dio algo de ventaja. —Jugueteó con sus dedos. Eran
tan suaves.
Rose se llevó su mano a los labios y la besó con ternura dejando
que las lágrimas mojaran su palma.
—¿Por qué no avisaste a Berry? Podría haberte…
—Si a Berry le ocurriese algo, Grace no querría casarse conmigo.
Rose sollozó entre risas.
—Lo siento —musitó él con el corazón tembloroso.
—Si hubieras muerto… —Enterró la cara en las sábanas que lo
cubrían a la altura de su pecho.
Andrew acarició su pelo suavemente mientras cerraba los ojos
para contener sus propias emociones.
—¿Dermot…? —preguntó cuando notó que se tranquilizaba.
Rose levantó la cabeza y se limpió las lágrimas.
—Está muerto. Berry te oyó llamarlo y te encontró en un charco
de san…gre.
Los sollozos volvieron y Andrew tiró de ella y la abrazó apretando
los dientes para soportar el dolor que aquel movimiento causó en su
pierna. Le dolía desde el pie hasta la altura de las costillas y sentía
como cada gesto de sus brazos o de cualquier parte de su cuerpo
rebotaba en su muslo. Era como si aún tuviese el cuchillo clavado.
—¿Cuánto tiempo…?
—Has estado inconsciente tres días —lo cortó incorporándose.
Le arregló las sábanas mientras hablaba—. Ibas y venías, pero
hasta hoy no habías despertado del todo.
—¿Y tú has estado aquí todo el tiempo?
Rose asintió evitando su mirada. Se puso de pie y estiró las
sábanas como si fuese muy importante que no tuvieran arrugas. Él
volvió a tirar de su mano haciendo que cayera sobre él. No pudo
disimular el dolor que ese impulso le produjo, pero cuando ella quiso
apartarse no se lo permitió apresándola con sus brazos.
—Tacihila —musitó muy cerca de su boca.
—¿Qué significa?
—Tendrás que averiguarlo —sonrió burlón.
La puerta se abrió de golpe y entró Berry.
—Su madre está aquí, señorita Rose —la avisó—. Grace la
entretendrá un par de minutos.
De un salto se apartó de la cama. Se estiró el vestido, se colocó
el cabello y se aseguró de que no había rastro de lágrimas en su
rostro. Cuando Felicia entró en la habitación la escena era de lo más
aséptica.
—¿Estás bien en este cuartucho? —preguntó la mujer
acercándose a la cama.
—Mamá, no puede subir escaleras. Es mejor que esté aquí,
aunque no sea una habitación muy grande.
—A mí no me importa —dijo él con una sonrisa.
—Me alegra ver que estás mejor —dijo Felicia y después se giró
hacia su hija—. He venido para llevarte de vuelta a casa. Tus días
de enfermera han terminado.
—No puedes quedarte aquí. —Su madre la miraba con expresión
inflexible—. De ningún modo. No, ahora que ya está consciente.
Una cosa era mientras permanecía en ese estado delirante, pero
ahora que ha despertado ya no es posible. De ningún modo —
repitió.
—Mamá, está muy débil, necesita una enfermera y yo puedo…
—Tú no eres enfermera.
—Estás siendo irracional. ¿Qué crees que va a pasar?
—No importa lo que yo crea, lo que importa es lo que crean los
demás. ¿Es que no lo entiendes? Ya se habla de ti por haber
pasado esos meses en Blunt Manor con él. No puedes seguir
alimentando la palabrería de esa gente.
—¿Qué importa lo que digan?
—¿Que qué importa? ¡Importa muchísimo! ¡Esas habladurías
pueden destrozar tu futuro! —exclamó su madre elevando la voz.
—¿Qué futuro? ¿Qué futuro, mamá? No voy a casarme, acéptalo
de una vez. No quiero hacerlo. No, si no es con Andrew.
Su madre quedó petrificada y Rose cerró los ojos un instante. No
era así como debería habérselo dicho. Cogió a su madre de la mano
y la llevó hasta el sofá.
—Sé que lo sabías. Me conoces demasiado bien como para que
hiciera falta que te lo dijera.
Felicia asintió levemente.
—¿Vas a casarte con él? —preguntó.
Rose bajó la mirada y la posó en su falda. Necesitaba un
momento para controlar sus emociones, lo último que quería era
ponerse a llorar otra vez. Cuando estuvo lista levantó la cabeza con
orgullo.
—No, mamá, no vamos a casarnos. Andrew volverá con los
titonwan en cuanto se recupere. Tiene un hijo y… —Se detuvo—.
¿También lo sabías?
Felicia sonrió con tristeza y cogió las manos de su hija sin dejar
de mirarla.
—Desde hace tiempo.
—La abuela.
Su madre asintió.
—Me dijo que tú lo amabas y que posiblemente él también,
aunque no lo conocía lo bastante como para estar segura. También
me contó lo del niño.
Rose se mordió el labio. Podía controlarlo.
—Entonces ya sabes que no va a casarse conmigo. Jamás
abandonaría a Mahtola y yo no quiero que lo haga.
—¿Así se llama? ¿Mahtola?
—Significa osezno. —Rose asintió con una tierna sonrisa.
Felicia era consciente del sufrimiento de su hija, no necesitaba
que ella lo expresara con palabras. Quería ayudarla, pero ¿cómo
hacerlo?
—¿Crees que podrá volver a vivir con ellos después de haber
estado aquí? ¿Sintiendo lo que siente por ti?
Los labios de Rose temblaron y desvió la mirada hacia la
ventana.
—Su nombre titonwan es Icamani, que significa «el que camina a
tu lado». Su padre, Wiyaka, se lo puso porque cuando lo rescató el
niño no se separaba de él. Ellos lo cuidaron y lo convirtieron en uno
más de su tribu. Ahora está dolido y sufre porque ha recordado lo
que les ocurrió a Anthony y a Leslie y de algún modo se siente
culpable por haber aceptado su destino. —Dejó que las lágrimas
fluyeran, consciente de que era un esfuerzo absurdo detenerlas—.
Pero cuando esté allí recordará lo que sentía por ellos y recuperará
la paz que nosotros le quitamos. Yo quiero que sea feliz. No importa
lo lejos que esté de mí, siempre lo llevaré en mi corazón.
Felicia abrazó a su hija y al hacerlo lo vio apoyado en la puerta
del salón. Pálido como un muerto y con la desolación en la mirada.
Él se dio la vuelta en silencio y se marchó arrastrando la pierna
herida
Una semana después Andrew ya podía caminar unos pasos
apoyándose en un bastón, lo que le permitía poder desplazarse del
dormitorio improvisado hasta el salón o la biblioteca. Rose
continuaba en la casa y trataba de entretenerlo leyéndole el
periódico y charlando de los temas sobre los que leían. Se
comportaban como dos amigos y se limitaban a aquello que les
permitía cierta tranquilidad.
Luego, cuando se quedaban solos, cada uno debía conjurar sus
demonios y en eso la que lo llevaba mejor era Rose. Un día
después de la charla con su madre habló consigo misma y se
convenció de que no tenía sentido sentirse tan desgraciada. La vida
era hermosa y estaba llena de pequeños milagros. No tenía por qué
llorar por amar a Andrew, ese sentimiento era una bendición, no un
castigo. Tomó una decisión trascendental con la que sabía que
renunciaba a un futuro distinto al que se le planteaba. Pero,
curiosamente, eso le devolvió la paz que había perdido y pudo
volver a sonreír.
Para Andrew resultaba más difícil. Tenía un boquete en el pecho
que no conseguía cerrar. No había escenario en el que no perdiese
y sabía que tampoco estaba en su mano decidir. No le había dicho a
Rose que no se quedaría con los titonwan, porque para eso tenía
que hablar de ello y era demasiado doloroso. Solo Berry conocía
sus verdaderas intenciones. Su buen amigo Berry, que había sido
una bendición en su vida. Pensaba en ello mientras acariciaba a
Toby que estaba a su lado en el sofá. Grace apareció en el salón
con un cuenco en el que temblaba una gran porción de gelatina de
menta.
—Toma —dijo dándosela a Andrew.
Él la cogió sonriente.
—Mmmm —dijo después de saborearla.
—Tengo que decirte algo.
Se sentó junto a Toby de manera que pudiese mirarlo a él de
frente. A Andrew ya no le sorprendía que la niña lo tutease unas
veces y otras no. Grace era demasiado complicada para intentar
entenderla.
—He decidido que no debes esperar a que me haga mayor para
casarte conmigo.
Él frunció el ceño y la cuchara regresó al cuenco con cierto
nerviosismo. ¿Quería casarse ya?
—No podemos casarnos —dijo la niña con gran solemnidad—.
No te pongas triste, pero la señorita Rose no se movió de tu lado
durante el tiempo que estuviste muerto. Su vestido quedó
empapado de sangre y no se lo quitó en dos días porque no quería
separarse de tu lado. Yo creo que eso merece que te cases con ella.
Era un vestido muy bonito.
—No lo dudo —dijo anonadado y aliviado a partes iguales.
—Además, ha llorado mucho y se pone muy fea cuando llora. No
encontrará marido siendo fea, así que creo que tú debes casarte
con ella. —Apoyó las manos en su falda sin dejar de mirarlo con
aquella expresión de sabionda—. No querrás que se quede soltera
para toda la vida. Mi madre dice que las que se quedan solteras no
son felices porque no tienen hijas como yo.
A Andrew dejó de parecerle una conversación divertida.
—La señorita Rose es muy buena y yo no quiero que esté triste.
¿Podrías hacerlo? ¿Te casarás con ella? Ya sé que yo soy mucho
más guapa y que ella es vieja. —Se encogió de hombros—, pero te
hará gelatina de menta siempre que quieras y te cuidará cuando
estés malito. Como ahora.
Andrew miró la gelatina con cara de bobo.
—¿La ha hecho ella?
Grace asintió.
—Ha hecho un montón. —Se rio—. Y mi mamá la regañó porque
dijo que había gastado todo el azúcar y había puesto la cocina patas
arriba.
Le tembló la mano cuando rompió la textura sólida con la cuchara
y después se la llevó a la boca. Cerró los ojos disfrutando del frescor
que sintió en el paladar. La niña se relamió sin darse cuenta y de
repente le entraron ganas de comerla. Se bajó del sofá y Toby saltó
inmediatamente tras ella.
—Yo también quiero —dijo y sin más salió del salón dejándolo
solo.
Andrew se recostó en el respaldo mirando aquella gelatina verde
como si fuese el tesoro más preciado que hubiese poseído jamás.
Capítulo 23
Lord Crowley lo miraba conteniendo sus emociones. Se había
librado de tener que soportar el peso de la ley. Gracias a sus
muchos contactos la sentencia lo exoneraba de los delitos
cometidos por Dermot y Rippin mientras estaban a su servicio. El
juez dictaminó que, aunque utilizaron su dinero para realizar sus
fechorías, él era ajeno a dichas prácticas. Por supuesto tuvo que
olvidarse de seguir haciendo negocios en América. Que las
autoridades inglesas lo eximiesen de pagar por lo que había
ocurrido no significaba que el gobierno de Estados Unidos
compartiese dicha decisión. Eso lo ponía en una situación precaria,
tesitura que utilizó Andrew para conseguir algo que deseaba.
—Estará disfrutando de lo lindo —dijo Crowley, al que parecían
haberle caído veinte años encima.
Empujó el contrato de venta firmado y Andrew pasó el secante
por encima antes de doblarlo y metérselo al bolsillo.
—Debería estar aliviado —dijo poniéndose de pie y mirándolo
desde su altura—. Sigue vivo y con las tripas en su sitio.
Crowley empalideció.
—Ha pagado por Blunt Manor mucho menos de lo que vale —dijo
Crowley con voz temblorosa.
—Dé gracias que he pagado. Mi primera intención fue
arrebatárselo todo. Si me he compadecido de usted es por su mujer
y sus hijos, que no sabían la clase de hombre que era su padre.
—No se haga el generoso, sé que ha intentado por todos los
medios encontrar pruebas que me incriminen del asesinato de
Walter Dawson y si no me ha acusado de ello es porque no las hay.
—Cierto. Y no crea que me habría temblado el pulso al hacerlo.
—Ese hombre lo vendió sin dudarlo. No crea que tuve que
insistirle mucho.
Andrew se inclinó sobre la mesa y lo miró de cerca.
—No se interponga jamás en mi camino y aproveche esta
segunda oportunidad de vivir como un hombre decente.
Crowley lo vio salir de su despacho con el corazón en un puño.
Estaba seguro de que sería capaz de matarlo de la manera más
atroz y él nunca fue un hombre valiente. Con el dinero que había
cobrado por la propiedad de Blunt Manor su empresa seguiría
funcionando y eso era todo lo que deseaba. La pesadilla había
terminado y, como ese salvaje había dicho, «estaba vivo y con las
tripas en su sitio».
Al salir de casa de los Crowley, Andrew se dirigió a Portrey &
Balshaw. Robert levantó la vista de los documentos que revisaba y
sonrió al verlo.
—¡Muchacho! Me alegra verte totalmente recuperado —dijo
levantándose para recibirlo.
—Aún tengo algunas molestias, pero nada importante —dijo
golpeándose en la herida con el puño.
—Siéntate ahí —señaló la zona de estar—. Voy a pedirle a
Preston que nos traiga un café.
—Por mí no lo haga, por favor, no quiero nada.
—Está bien. Como quieras. —Se sentó frente a él—. Adelante,
habla sin miedo. Supongo que has venido a decirme que te
marchas.
Andrew asintió.
—Mi barco zarpa en diez días. Por eso quería hablar con usted
de algunas cosas.
Robert se recostó en el respaldo y juntó las manos dispuesto a
escuchar lo que tuviera que decir.
—He comprado Blunt Manor. Es para Rose.
Balshaw frunció el ceño.
—No puedes…
—Déjeme hablar antes, por favor —pidió.
Robert suspiró y le hizo un gesto para que continuara.
—Rose es… —Le costaba decirle aquello precisamente a él, pero
debía hacerlo—. La amo.
—Pero vas a volver con tu hijo.
Ahora fue Andrew el que asintió.
—Quiero que ella tenga algo mío. Algo que pueda ser un…
refugio.
—¿Refugio? —Robert frunció el ceño. ¿Por qué iba a necesitar
su hija un refugio?
—Señor Balshaw, su hija es la persona más maravillosa que he
conocido, pero estará de acuerdo conmigo en que no encaja muy
bien en la sociedad londinense.
—Es una cuestión de madurez. Estoy seguro de que las cosas
cambiarán a partir de ahora.
Andrew lo miró esperando sinceridad por su parte.
—Rose no cambiará nunca. Y estoy seguro de que usted, igual
que yo, no desea que cambie.
—La dejé acercarse a ti sin saber que no estabas siendo sincero
conmigo, ahora me arrepiento. No digo que lo hicieras de mala fe,
pero debiste pensar en ella y no lo hiciste.
Andrew bajó la cabeza. Se sentía mucho más culpable de lo que
podía verbalizar sin confesarle cuáles eran sus verdaderas
intenciones al principio. Pero sabía que contarle sus deseos de
venganza no le haría ningún bien y sería un daño gratuito.
—Sabes que tanto Felicia como yo te aceptaríamos si quisieras
casarte con ella. A pesar de que no sería fácil para ninguno de
nosotros. Porque, seamos sinceros, nuestra sociedad es demasiado
arcaica como para aceptar sin más que hayas convivido con esos
titonwan durante años.
—¿Usted abandonaría a su hija?
—No es lo mismo. Y lo sabes.
Robert lo miró de frente. Sabía lo que estaba haciendo y no podía
permitírselo.
—Quieres que te dé mi bendición para destruir la vida de mi hija y
no puedo hacerlo. Esa casa será un recordatorio constante de lo
que ha perdido y no puedes pretender que ella viva el resto de su
vida con ese peso.
—¿No debería dejar que ella decidiese lo que quiere? Hay
muchas cosas que no comprendo de la forma en que viven, pero la
falta de libertad es la que más me cuesta aceptar. Rose podría tener
una vida plena si la dejasen ser quién es, pero se empeñan en
convertirla en una flor de invernadero, delicada y mustia, cuando en
realidad es una flor salvaje, apasionada y capaz.
—¿Y tú vas a conseguir eso llevándola a Blunt Manor y
marchándote después? ¿Crees que eso será suficiente para ella?
¿Que vivirá del recuerdo de unos pocos días el resto de su vida? —
Robert también se puso de pie y su rostro evidenciaba lo enfadado
que estaba—. Quieres dejarla marcada para siempre y que nosotros
veamos las consecuencias. Sé sincero, Andrew, dime toda la
verdad.
Andrew se llevó una mano a la cabeza y apartó el pelo que le
caía sobre los ojos.
—¿Está seguro de que quiere sinceridad?
—Lo estoy.
—Cuando conocí a Rose mi intención era vengarme en ella —
gritó furioso—. Quería hacerles daño a todos, a Crowley, a Dermot y
Rippin, a usted… Quería usar a su hija para golpearlo de la manera
más brutal por haberme traído aquí del modo que lo hicieron. Por el
sufrimiento que me causaron, pero sobre todo por el miedo. Porque
ese miedo me hizo recordar al niño que llevaba encerrado y
amordazado diecisiete años.
Robert empalideció.
—¿Ibas a destruir a Rose?
—Sí —confesó con el corazón latiendo desbocado y un dolor
insoportable en el pecho—. Esa era mi intención. Estaba roto y
necesitaba encontrar un modo de recomponerme. Pero ella… ella…
—Dios, Andrew. —Robert le dio la espalda.
—Sé que no lo entiende. Es normal, pero así era yo. Hasta que
Rose me miró y su mirada me traspasó, revolvió mi espíritu, mis
creencias… Y todo aquello que creía verdadero se esfumó como
una nube de polvo. Simplemente, desapareció, y en su lugar me vi
queriendo todo lo que ella quería. Me vi cuidando de Berry y su
familia, adorando a esa niña que no sabe lo que son los límites y
que le ha puesto Toby a su perrito para que yo sea feliz. Quería ser
digno del afecto del mejor amigo de mi padre. El único que podía ser
su recuerdo vivo. Y, sobre todo, quería que ella me mirara siempre
con ese brillo intenso en sus ojos, con esa sonrisa que me derrite
los huesos. Quería ser el que la hiciese feliz, el que la cuidase y
protegiese el resto de su vida.
Robert lo agarró por la pechera y lo sacudió.
—¡Pues hazlo! ¡Hazlo, maldita sea!
—¡No puedo! —gritó desesperado—. Esta sociedad que usted
defiende no me lo permite. Tengo que abandonar a mi hijo o
abandonarla a ella. Y le juro por mi vida que no quiero abandonarla.
Pero mi hijo es un niño indefenso que crecerá en un mundo violento
y cruel. Sé que Wiyaka lo querría como me quiso a mí y que
cuidarían de él en la aldea, pero también sé que tendrá que
demostrar su hombría y pasar por pruebas que a usted, un hombre
adulto, lo harían temblar de miedo. Y tendrá que matar a personas y
fingir que no siente nada cuando gritan y suplican.
Robert lo había soltado y lo miraba petrificado.
—¿Dejaría usted a su hijo sabiendo que va a sufrir de ese modo?
¿Que no tendrá a su padre para protegerlo? —Negó con la cabeza
—. Estoy seguro de que no. No voy a dejarlo y tampoco voy a
quedarme con ellos. No, después de recordar el sufrimiento de mis
padres. Me lo llevaré de allí ahora que aún es muy pequeño y le
daré la vida más pacífica que pueda conseguir para él. Y para eso
necesito su ayuda.
Robert frunció el ceño.
—¿Mi ayuda?
—Cuando me marche sé que no podremos volver aquí y también
sé que me quitarán mi herencia y todo lo que poseo. Mi hijo solo me
tendrá a mí y quería pedirle que en caso de que algo me suceda, no
deje que…
Robert levantó una mano para hacerlo callar.
—Nadie va a quitarte lo que es tuyo. —Seguía enfadado, aunque
agradecía su sinceridad—. Te quedes o te vayas, sigues siendo el
hijo de Anthony Portrey.
Andrew sintió una profunda emoción. Hubiese querido abrazarlo,
pero sabía que eso ya no era posible después de lo que le había
contado.
—¿Me da permiso para llevar a Rose a Blunt Manor? —preguntó
con voz profunda—. Me iré sin despedirme si me lo pide, pero le
suplico que piense solo en ella por esta vez. Solo ella.
Robert sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Sabía que
su hija lo amaba y también sabía que nunca se casaría con otro.
—Si ella quiere ir, tienes mi permiso.
Andrew asintió una vez con la cabeza y mantuvo su mirada firme
durante unos segundos antes de marcharse. Ojalá hubiese sabido la
clase de persona que era desde la primera vez que lo vio. Habría
llorado en su hombro como en el de un padre.
—¿De verdad no te molesta nada la pierna? —preguntó Rose
con cara de preocupación—. Me parece demasiado pronto para que
puedas montar.
—Prometiste que no discutirías —dijo Andrew burlón—. Por
supuesto, no te creí. Vamos, sube a tu caballo de una vez.
Ella obedeció, feliz de poder hacerlo a horcajadas, y echó a
correr sin esperarlo.
—¡Hasta la vista! —gritó.
Andrew soltó una carcajada y le dejó ventaja consciente de que
no tenía nada que hacer contra él. Cuando la rebasó escuchó su
risa y el titonwan se sintió capaz de volar. Extendió los brazos en
cruz y dejó que el caballo galopase sin guía mientras gritaba a pleno
pulmón: ¡Anheeeeeeeee! Ella cerró los ojos un instante para
guardar ese recuerdo en un apreciado lugar de su cerebro.
Aminoraron el paso al acercarse al lago hasta detenerse. Ataron los
caballos para dar un paseo a pie. Querían decirse muchas cosas,
pero ninguno de los dos encontraba las palabras.
—Tu barco zarpa en dos días —dijo Rose rompiendo el silencio.
Andrew se detuvo con la cabeza baja y la mirada clavada en sus
pies. De repente había recordado sus suaves mocasines y casi
pudo sentirlos al mover los dedos dentro de aquellas botas. Se miró
las manos y percibió entre los dedos la brisa seca de las montañas
rocosas y el olor de la tierra en la que creció. Escuchó los sonidos
de los titonwan, las mujeres desmontando las tipis para levantar el
campamento. Los hombres organizando el viaje y charlando sobre
banalidades…
Se vio a sí mismo de pie en medio de todo aquel ajetreo y se
sintió solo, profunda y dolorosamente solo. Contuvo sus emociones
dentro de sus puños y levantó la cabeza para mirarla. Rose cogió
aquella mirada y la guardó junto a sus otros recuerdos. Sonrió con
ternura y lo cogió de la mano.
—No hace falta que digas nada. Tu nombre significa: el que
camina a tu lado. Nunca reniegues de tu nombre, pues te lo
pusieron para que no olvidaras este momento. Camina conmigo,
Icamani.
Tiró de ella y la besó. Suave y lento exploró su boca como si
quisiera memorizar cada detalle, cada sensación, en algún lugar
secreto al que poder regresar siempre que se sintiera solo. Siempre.
Ella se abrió a él sin reservas. Acarició sus labios con la lengua y
arrancó un gemido desesperado de su garganta al rodearle el cuello
con los brazos, anclándose a él como el eslabón de una cadena.
Cuando se separaron permanecieron un rato mirándose, buceando
en los ojos del otro, dejando una impronta perpetua en aquella
mirada. Ella lo tomó de la mano y caminaron en silencio. ¿Cómo
resumir en unas pocas palabras lo que dirías durante una vida
entera?
—La señora Hartsell ha aprendido mucho desde la última vez que
estuve aquí —dijo Andrew después de probar el pavo con salsa de
peras—. Juraría que esta receta no es suya.
Rose sonrió cómplice.
—Clarence ha vuelto a tomar posesión de la cocina. Y, por lo que
he visto, a la señora Hartsell le ha parecido estupendamente.
—Berry se quedará con vosotras hasta que tú decidas volver a
Londres.
—Me iré cuando tú te vayas.
—No tienes por qué, la casa es tuya.
Rose bajó el tenedor lentamente hasta dejarlo en el plato.
—La he comprado para ti. Quiero que tengas tu propia casa.
—Andrew…
—Escúchame, Rose —pidió muy serio—. Sé que la gente
hablará, sé que tu padre no quiere que te la quedes, sé todo eso,
pero también sé que eres una mujer fuerte y valiente, que no dejará
que nada de eso la amilane. Vive tu propia vida, wahcawin, no dejes
que nadie decida por ti.
—Hablaste con mi padre.
—Y le pareció una pésima idea.
—Porque sabe lo que pensarán todos. Pero, tienes razón, no voy
a dejar que nadie decida por mí. Me la quedaré, incluso viviré aquí
—dijo mirando alrededor con una extraña sonrisa—. Me gusta esta
casa, siempre me ha gustado. Haré que arreglen el jardín y, si a ti te
parece bien, le pediré a Berry y a su familia que vengan a vivir
conmigo. Cambiaré las cortinas porque odio ese…
Andrew sintió una cálida sensación al escuchar sus planes. Sus
ojos brillaban emocionados y había paz en su rostro. ¿Cómo podía
ser tan fuerte? Él estaba hecho polvo y apenas podía soportar el
dolor que lo embargaba, pero ella estaba allí, hablando y sonriendo
como si nada fuese a cambiar.
—¿Te apetece una partida de cartas? —preguntó ella mientras él
servía dos copas de oporto.
—Tanto como arrancarme los pelos de la cabeza uno a uno. —Le
entregó su copa y se sentó junto a ella en el sofá.
—Sigo sin entender qué tienes contra las cartas. Es un juego
divertido.
—Igual de divertido que clavarse una raíz en un pie.
—¿Te has clavado muchas raíces? —preguntó ella llevándose la
copa a los labios.
—Algunas.
Rose lo miró con fijeza y Andrew se estremeció.
—¿Cuándo vas a contarme tus planes? —preguntó directa.
—No los tengo muy claros.
—Irás a buscar a Mahtola, ¿y después? ¿Regresarás a Londres
o irás a otro lugar? Deberías cambiarle el nombre. Quiero decir,
ponerle uno más…
—Anthony —dijo interrumpiéndola—. Le llamaré Anthony, como
mi padre.
Rose asintió y volvió a beber de su copa.
—Creo que viviremos un tiempo en Italia —confesó él al fin—. Mi
padre hablaba de un lugar en la Toscana, San Gimignano. En sus
diarios escribió que si tuviese una segunda vida la viviría allí.
—Una vez estuve en Roma —dijo ella—. Tenía unos diez años,
creo, y no disfruté mucho aquel viaje porque no me entendía nadie y
no podía estar preguntándolo todo, todo el rato.
Andrew sonrió al imaginarlo.
—Era una niña insoportable —siguió Rose—. No sé de dónde
sacaba tanta curiosidad.
—Sigues igual de curiosa. Al principio de estar aquí, cuando
apenas entendía una centésima parte de lo que decías, no parabas
de atosigarme para que te lo contara todo sobre mí.
—Me parecías fascinante.
—¿Te parecía?
Ella sonrió al tiempo que asentía.
—Ahora ya no hay misterio, compréndelo.
—Tú me sigues pareciendo igual de fascinante que el primer día
que te vi.
Ella sintió el calor que la envolvía, pero ya no se esforzaba en
disimular delante de él.
—Nunca me has contado tu sueño. Ese en el que aparecía yo.
Se recostó en la silla y la miró con fijeza al tiempo que recreaba
en su mente aquel extraño y maravilloso presagio.
—Yo estoy corriendo. No puedo verme a mí mismo, pero siento
una urgencia imparable que me empuja a buscarte. De repente me
detengo al verte. Estás en una especie de campo o jardín, no lo sé
muy bien. Tienes los brazos elevados y extiendes una tela blanca
mientras tarareas una canción. Llevas el cabello recogido, pero el
viento acaba soltándolo y al ver tus rizos mi corazón se estremece.
Me siento triste y alegre a la vez, es muy perturbador.
Rose esperó a que continuara, pero él siguió mirándola con
aquella intensidad y sin decir palabra.
—¿Y? ¿Qué ocurre después?
—Me despierto.
—¡¿Qué?!
Andrew sonrió y se encogió de hombros.
—Es mucho peor para mí, porque yo lo viví muchas veces y
cuando despertaba sentía una soledad insoportable en mi corazón.
—¿Ya no lo sueñas?
—No. Desde que eres real no.
—Recuerdo tu expresión al verme la primera vez —dijo pensativa
—. Era como si hubieses visto un fantasma. Vi la conmoción en tus
ojos.
—Terror —confesó él—. Sentí verdadero terror. De repente
estabas ante mí. No del mismo modo que aparecías en mi sueño,
pero eras tú. Pensé que los espíritus eran muy crueles al ponerte en
mi camino siendo mi enemiga.
—Pero yo no era tu enemiga, solo quería ayudarte.
—Entonces no lo sabía.
—Prométeme una cosa —pidió ella—. Para compensarme por
ser tal mal pensado, desde hoy me dirás que sí a cualquier cosa que
te pida.
—Rose, no puedo que…
Ella le puso un dedo en los labios para enmudecerlo.
—No es eso lo que voy a pedirte —susurró—. Solo quiero que
seas feliz. Que tengas una buena vida. Quiero saber que, estés
donde estés, todo te va bien. Prométemelo.
—Te lo prometo —dijo él.
—Pero para que yo lo sepa tendrás que escribirme. —Rose se
levantó y le tendió una mano que él cogió para seguirla—. Cada
mes una carta durante el resto de nuestras vidas.
—¿Adónde me llevas?
—Quiero ver las estrellas.
Cogió la manta que había dejado en el sofá y salieron por la
puerta de atrás de la casa. La luna creciente guio sus pasos hasta el
claro que había junto al bosque de abedules. Allí extendió la manta
y se tumbó sobre ella, después le hizo un gesto a Andrew para que
la imitase y su mirada lo dijo todo por ella.
Y por primera vez él tuvo miedo, miedo de hacerle daño, de
asustarla, de destruirla en el fuego que lo consumía por dentro. La
deseaba con toda su alma, y su cuerpo le gritaba que la tomara allí
mismo. Él era suyo. Siempre sería suyo y de nadie más. Pero temía
que aquella parte de su ser, salvaje y primitiva, arrasara todo lo
bueno, dulce y puro que había en ella. Porque después se iría y la
dejaría para siempre. Se quedó unos segundos de pie frente a ella
sin hacer ni decir nada.
Rose suspiró suavemente dejando escapar la desilusión y la
tristeza con su aliento. Había hecho tantos esfuerzos en mostrarse
animada y feliz que ya no le quedaban fuerzas para seguir
fingiendo. Se puso de pie y recogió la manta.
—Creía que me deseabas —musitó—. Volvamos a casa.
Él la detuvo abrazándola desde atrás.
—Wahcawin —susurró en su oído—. Mi mujer flor. Mi rosa
fragante y dulce. Jamás pensé que podría sentir algo así. Me duelen
los huesos y el alma de lo mucho que te deseo. Tú eres mi
verdadera wakanka, la que está por encima de todo. ¿De verdad
crees que no quiero tomarte? No hay una sola fibra de mi ser que no
esté gritando ahora mismo. Pero tú perteneces a este mundo y aquí,
hacerte mía sería un ultraje. Una vergüenza para ti y los tuyos. No
puedo hacerlo. Ni siquiera yo soy tan salvaje.
Rose apoyó la cabeza en su pecho sin tratar de girarse. Dejó que
la acunase entre sus brazos sintiéndose más unida a él que a
nunca. Regresaron a casa sin hablar y se separaron, con un triste
«buenas noches».
Capítulo 24
Rose seguía despierta y lo oyó. Era un sonido apenas audible, con
una cadencia suave y constante. Se levantó de la cama y se asomó
a la ventana. Desde allí no podía verlo. Se puso la bata y las
zapatillas y salió del cuarto. Bajó las escaleras y abandonó la casa
siguiendo el sonido de su voz. Según se acercaba la canción era
más clara y pudo detectar sus matices. Andrew había encendido un
fuego y cantaba danzando a su alrededor. Se quedó paralizada ante
aquella imagen poderosa y espiritual que erizó el vello de su nuca y
aceleró los latidos de su corazón. Solo llevaba los pantalones
puestos y en su torso sudoroso brillaba las llamas. Los movimientos
eran a la vez pausados y vigorosos, saltaba en círculos o se
balanceaba como si estuviera preso de una extraña posesión. Al
final de aquella danza, cayó al suelo y quedó completamente inmóvil
y en silencio.
Rose se acercó despacio, como si temiera despertarlo de un
profundo sueño. Icamani se puso de pie y la miró desde el otro lado
de la hoguera. Su corazón latía acelerado y un anhelo desgarrador
inundó su pecho. Quiso gritarle que se alejase de él, pero su cuerpo
tomó el control de sus movimientos y lo llevó hasta ella con paso
firme y decidido. Rose no se movió, no huyó ni lo detuvo. Tomó una
de sus manos y la colocó en su mejilla para luego besarla.
—Tómame. —No había súplica en su voz, tan solo una certeza
absoluta.
La levantó del suelo y la llevó en brazos hasta la casa. Ella se
deleitó contemplando su hermoso rostro, con el corazón tembloroso
y un temor extraño y desconocido alojado entre sus piernas. Icamani
subió las escaleras sin prisa, como si quisiera disfrutar de cada
segundo, deleitarse con la espera.
Entró en su habitación y cerró la puerta con el pie. La llevó hasta
la cama y la depositó en ella con sumo cuidado, como si temiera
que incluso las sábanas pudieran dañarla. Después se tumbó a su
lado, mirándola, con la cabeza apoyada en su brazo doblado. Rose
se colocó de lado hacia él, imitándolo.
—¿Qué era eso que bailabas? —preguntó en susurros.
—La danza de la bestia. Habla de la lucha ancestral del hombre
entre su parte espiritual y su parte carnal.
—¿Tiene una historia? —Las costumbres de los titonwan siempre
la tenían.
Él asintió y con voz profunda comenzó a narrar.
—Un guerrero titón al que le han arrebatado a su esposa se pinta
los colores de guerra y sale a caballo en busca de su enemigo para
recuperarla. En el camino se encuentra con una anciana que le pide
agua. La mujer le dice que ha iniciado su último viaje y que no
llegará a su destino si le faltan las fuerzas. El guerrero no se apiada
de ella y la abandona a su suerte. Antes de que se aleje, la anciana,
que era una hechicera, exhala su último suspiro enviándole su
aliento. El joven titón cae al suelo al desaparecer su caballo y
cuando intenta ponerse de pie ve cómo su cuerpo se cubre de pelo
y sus dedos se convierten en garras. Sin que pueda hacer nada se
trasforma en un oso y huye de aquel lugar en busca de los suyos
para pedirles ayuda. Cuando llega hasta su campamento lo reciben
con flechas y cuchillos y por más que intenta decirles quién es y lo
que le ha pasado, nadie lo entiende y siguen atacándolo. Sin querer
da un zarpazo a su padre y lo mata. Aterrado por lo que ha hecho y
temeroso de hacer daño a alguien más, huye de allí. Pasa días
caminando en busca de su esposa. Está seguro de que ella lo
reconocerá y podrá ayudarlo a sobrevivir. Pero cuando la encuentra
no se atreve a acercarse a ella. Está prisionera en un campamento
enemigo y la observa desde la distancia. No la tratan mal, la ve reír
entre las mujeres y trabajar como ellas. Es la más hermosa de todas
y el guerrero llora de tristeza. ¿Cómo podrá abrazarla sin desgarrar
su carne? ¿Cómo yacer con ella sin destrozarla? La ama
profundamente y la desea igual que antes, pero ya no podrá ser
suya nunca más. Acepta su desgracia y decide irse de allí para
protegerla. Pero entonces uno de los cazadores lo ve y da la voz de
alarma. Los guerreros toman sus armas y van tras él. Saben que
quien lo mate será el orgullo de su tribu y por eso rivalizan entre
ellos para tratar de conseguir dicho honor. El guerrero titón es
abatido por las flechas y agoniza en un charco de sangre. La joven
cautiva corre hacia él entre lágrimas gritando: wicahca, wicahca…
—Mi verdadero esposo —dijo Rose con voz suave y la carga de
una revelación.
Icamani asintió una vez sintiendo la calidez de un abrazo.
—La mujer entonces se abraza al oso y, ante la sorprendida
mirada de los guerreros que lo han abatido, el animal se trasforma
en un hombre y muere en los brazos de su amada.
—¡No! —exclamó Rose incorporándose—. ¡De ningún modo! La
historia no puede terminar así.
Icamani no pudo evitar una sonrisa.
—¿Cómo debería acabar?
—Está claro —dijo ella volviendo a tumbarse—. Al reconocerlo su
esposa, el guerrero se trasforma y sus heridas desaparecen junto
con el oso, que es al que habían atacado.
—Bonito final.
—Es el único posible. De ningún modo voy a permitir que ese
guerrero titón muera de un modo tan cruel. Si no se detuvo a dar de
beber a la anciana fue porque a su mujer la habían secuestrado sus
enemigos. A saber qué peligros la acechaban. Y esa anciana
debería haber sido más comprensiva con él. Si era su último viaje es
que iba a morir de todos modos. ¿A qué viene ser tan rencorosa?
¿Ves como la venganza solo trae cosas malas?
—Tienes razón —musitó él apartándole el pelo de la cara con un
gesto suave—. Hay otra versión de la misma historia. En ella el
guerrero no puede resistirse a sus impulsos y, cuando el
campamento duerme, entra en la tienda de su mujer y la mata al
tratar de poseerla.
Ella cogió su mano de nuevo y se la llevó a los labios.
—Te amo —susurró.
—Márchate ahora —pidió él.
—No.
—Rose, por favor.
—No voy a irme .
—No soy tan fuerte.
—No quiero que lo seas.
Llevó hasta él una de sus manos y le tocó el pecho tímidamente.
Lo sintió cálido y fuerte y quiso explorar esas sensaciones.
—Rose, no…
Ella hizo caso omiso y se acercó hasta sus labios.
—Quiero. —Afirmó rotunda.
—Wankanl yanka —masculló contenido que era un ser
misterioso.
Rose estaba decidida y acarició sus labios con la lengua antes de
besarlo. Él gimió impotente y cuando sintió su lengua moverse
dentro de su boca quedó sin aliento.
—Quiero ser tuya —dijo ella con la mirada en llamas—. No moriré
intacta. Si no me tomas esta noche te juro que me entregaré al
primer…
La respiración de Andrew se volvió áspera y su mirada salvaje
cuando la empujó sobre el colchón. Sin miramientos rasgó su
camisón de arriba abajo dejándola expuesta para él. Acarició sus
senos deteniéndose en la protuberancia rosácea que había
emergido demandando su atención. Besó su vientre, mientras se
deslizaba anhelante hasta aquel lugar prohibido en el mundo al que
ella pertenecía. Se tumbó colocando las manos bajo sus nalgas y
empujó hacia sí sus caderas para acoplarlas a su boca. Rose se
agarró a las sábanas presa de una curiosidad insoportable y de un
ansia desconocida. Lo sintió explorando sus más recónditos
secretos, su aliento sobre la humedad de su propio cuerpo y su
lengua jugando con aquella zona tan extremadamente sensible…
—¡Madre mía! —gimió sin poder contenerse, agradecida de que
tanto Berry como Clarence durmieran en la planta de abajo.
Cuando la penetró con su lengua sufrió una explosión de
sensaciones que la hicieron doblarse con tal flexibilidad que se
sorprendió de sí misma. No podía resistirlo, era demasiado intenso,
demasiado poderoso para no dejarse ir.
Andrew se apartó en el momento crítico y subió serpenteando
sobre ella. Arrastrándose hasta que Rose pudo notar la dureza de
su erección empujando en el lugar en el que hacía aun instante
tenía su lengua.
—Voy a entrar dentro de ti —anunció sin apartar la mirada de
aquellos ojos brillantes y emocionados—. Te dolerá. Puedes
arañarme, pero no grites. Solo será la primera vez. Cuando el dolor
se haya calmado y estés lista te tomaré de nuevo, y entonces solo
te daré placer. Te prometo que me pedirás que no pare, porque
tenerme dentro te resultará aún más placentero que lo que te he
hecho sentir con mi lengua. Agárrate a mis brazos y no te resistas.
Déjame entrar, wahcawin.
Sintió la humedad que lo envolvía y se deslizó en su interior sin
detenerse, suave pero implacable hasta quedar completamente
encajado. Rose tenía los ojos muy abiertos y se agarraba a sus
brazos tan fuertemente que dejó la marca de sus pequeños dedos.
Dolía y quemaba, pero se mordió los labios para no quejarse. No
quería que se apartara, aunque sí quería. Se sintió confusa y
mareada. Mezcladas la alegría por saberse unida a él de un modo
tan íntimo y la incomodidad de la abrupta invasión.
—¿Por qué duele? —atinó a decir.
—El dolor quería protegerte, pero ahora ya eres mía y pronto te
daré placer —dijo él con voz ronca—. Quédate quieta hasta que yo
lo diga.
Estaba utilizando toda su resistencia para contenerse. Deseaba
moverse y disfrutar de ese momento que tanto había esperado, pero
no se permitió pensar en él y centró toda su atención en ella. En
lugar de moverse allí abajo, se inclinó sobre sus senos y comenzó a
dibujarlos con su lengua. Rose percibió el cambio que se producía
en ellos, de nuevo erectos y sensibles. Cuando él capturó uno de
aquellos botones no pudo estarse quieta y su cadera se elevó
perceptiblemente. Icamani se alejó entonces para volver a ella con
más ímpetu que antes. Ella se estremeció y elevó las caderas para
sentirlo más profundamente. Era como si su cuerpo supiese lo que
debía hacer, una danza ancestral como la de la bestia, trasmitida sin
palabras de madres a hijas.
—Deja que yo te guíe —pidió él con la voz áspera y contenida—.
Deja que llegue a la sima más profunda antes de llevarte hasta el
cielo. Ábrete del todo para mí, wahcawin. Debo poseer hasta el
último rincón de tu cuerpo para hacerte totalmente mía.
—Tú ya eres mío —dijo desafiante.
Se agarró a las sábanas y sin pensar enlazó las piernas
alrededor de sus nalgas. Una alegría salvaje la inundó y lo apretó
con fuerza para sentirlo en toda su plenitud. Icamani gimió
incontenible, se tensó dentro de ella y empujó ya sin ninguna
contención. Respondiendo a su deseo. Acelerando el ritmo hasta
verla explotar y rendirse.
—Ahora me toca a mí —dijo con una sonrisa perversa.
El pelo caía sobre su cara empapado en sudor y le daba un
aspecto salvaje. Sus movimientos eran profundos e intensos, casi
violentos y ella gemía y se estremecía presa de una nueva subida a
la cima. Icamani irguió el torso apoyado sobre las palmas de sus
manos, tenso como la cuerda de un arco, hermoso como un dios
griego. Entonces llegaron las sacudidas intensas y el titonwan
exhaló un largo y contundente suspiro antes de derrumbarse
exhausto y vencido.
—No quiero que el guerrero muera de ese modo.
Rose estaba entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su
pecho, trazando líneas invisibles con los dedos sobre su piel.
Andrew estaba recostado sobre las almohadas y tenía los ojos
cerrados mientras disfrutaba de esa extraña y desconocida
sensación a la que todos llamaban felicidad.
—Y tampoco quiero que la mate a ella.
Él abrió los ojos y sonrió con dulzura.
—Pues a partir de ahora ni el guerrero ni su esposa morirán.
Ella se removió satisfecha y levantó la cabeza para mirarlo con
una enorme sonrisa.
—Dejaremos que vuelva a su campamento con su esposa y
entonces ella podrá poseerlo como yo te he poseído a ti.
Icamani asintió y sus ojos brillaron emocionados. Amaba a esa
mujer con desesperación, ¿cómo iba a poder marcharse y dejarla
atrás? Rose comprendió lo que aquellas nubes en sus ojos
representaban y se incorporó poniéndose de rodillas ante él.
Desnuda y desvergonzada.
—Iré contigo.
Por una milésima de segundo él quiso creer que eso era posible,
pero el instante fue tan breve que ni siquiera sus ojos mostraron una
chispa de alegría.
—No.
—No voy a separarme de ti.
Icamani se levantó de la cama, también desnudo, y Rose no pudo
evitar ruborizarse al verlo tan espléndido y perfecto.
—Sé que no tomarás más esposas —dijo ingenua, como si eso
fuese lo que lo frenase—. Aprenderé a ser una titonwan.
—No tienes ni idea de lo que dices. —Se acercó a ella y la agarró
por los hombros mirándola con dureza—. ¿Qué sería de ti si a mí
me pasara algo?
Rose empalideció.
—Aquel es tu mundo y yo iré adonde tú vayas. Si mueres, moriré
contigo.
Él la sacudió con firmeza.
—No digas eso. No vuelvas a decir algo así jamás. No me
conoces, ¿me oyes? No sabes de lo que soy capaz —masculló
temblando—. No sabes las cosas que he hecho…
Rose no tenía miedo. Sonrió con ternura y puso la palma de la
mano en su mejilla.
—Te conozco mejor que tú mismo. Has matado. Yo también
mataría para proteger a quienes amo, lo sé aunque no haya tenido
que hacerlo.
Él negó con la cabeza.
—¿Qué harías si te captura un comanche? ¿Pedirle que no sea
brusco cuando te viole? —Rose se estremeció—. ¿Mirarás para otro
lado cuando coja a tu hijo recién nacido por los pies y le reviente la
cabeza contra el suelo? ¿Eso harás? No sabes de lo que hablas,
Rose, eres una niña mimada y protegida que ha vivido entre
algodones toda su vida. Cuyo mayor peligro era que su madre la
obligase a ir a un baile con un joven de conversación poco
interesante. Esa eres tú, Rose, esa. No una guerrera, no una
titonwan, una estúpida e ingenua niña mimada.
Aquello le dolió. De pronto se sentía vulnerable estando desnuda
y tiró de la sábana para envolverse con ella. Él se la quitó
bruscamente y agarró uno de sus pechos sin delicadeza.
—¿Es así como vas a defenderte? ¿Tapándote con una sábana?
—Basta, Andrew.
—¿Basta? ¿Basta? ¿Crees que una esposa titonwan puede
decirle «basta» a su hombre? —La empujó sobre la cama y se
tumbó sobre ella—. Si vinieras conmigo estarías a mi merced y solo
me tendrías a mí, ¿lo entiendes? Nadie te ayudaría si pidieras
auxilio porque eres una mujer y eres blanca, lo que te despoja de
toda valía.
—Deja de hacer esto —pidió con voz temblorosa—. Lo he
entendido.
Los ojos de Andrew estaban llenos de lágrimas, pero seguía
furioso con ella. ¿Cómo se le ocurría decirle que iría con él? ¿Es
que acaso no sabía el dolor tan insoportable que iba a provocarle
dejarla? ¿Quería añadir más sufrimiento a su corazón maltrecho?
—No podrías soportarlo —musitó—. Y yo tampoco.
Se incorporó, fue hasta la butaca en la que había dejado sus
pantalones y se los puso. Después cogió la bata de ella y se acercó
para dársela, pero la vio encogida llorando en silencio y se detuvo.
—Rose… —susurró—. Por favor, no llores.
Ella se limpió la cara y se levantó de la cama sin mirarlo. Cogió la
bata que seguía en sus manos y se la puso con manos temblorosas.
Abrazó su cuerpo con ella y se quedó frente a él, con la cabeza baja
y las lágrimas deslizándose por sus mejillas.
Andrew extendió la mano y atrapó una de aquellas lágrimas con
la yema de su dedo.
—Perdóname —pidió sin mirarla.
Rose lo abrazó, apretando su cuerpo contra él.
—Tacihila —dijo quedamente, utilizando la palabra que usaban
los titonwan para decir «te amo».
Icamani la rodeó con sus brazos y escondió la cabeza en su
cuello. La sintió tan pequeña y frágil que se le estremeció el
corazón.
—Tacihila —susurró él contra su pelo.
Rose se apartó ligeramente para mirarlo a los ojos con los suyos
aún acuosos.
—Sé lo que querías enseñarme y lo he entendido. Es cierto que
soy una estúpida niña mimada y que no tengo la más mínima idea
de lo que ha sido tu vida. Por muchas cosas que me hayas contado
sé que siempre has obviado aquellas que crees que no debo saber.
Comprendo que si te acompañara convertiría tu vida en un infierno,
porque tendrías que estar constantemente protegiéndome y
preocupándote por mí. Te pido perdón por no darme cuenta de que
no he hecho más que aumentar el dolor que sientes por tener que
dejarme.
Icamani lanzó un gruñido contenido entre sus dientes y la abrazó
con fuerza, abrumado por su compasión.
—Estoy lista —murmuró ella contra su pecho.
Él se apartó lo bastante como para interrogarla con la mirada.
—Has dicho que cuando estuviese lista me darías placer en lugar
de dolor. Estoy lista.
El rostro de Icamani mostró su enorme sorpresa. ¿De verdad le
estaba pidiendo…? Ella se separó de él y dejó caer la bata al suelo,
después desató el cordel de su pantalón y lo ayudó a quitárselo.
—Solo voy a tener dos noches de amor y quiero aprovecharlas
bien —dijo sincera.
Icamani quería ver lo que venía a continuación, así que la dejó
hacer. Rose cogió su mano y lo llevó hasta la cama. Se tumbó en
ella y esperó. Él la miraba con curiosidad, su miembro erecto daba
cumplida muestra de su buena disposición, pero no se movió.
—¿Hay algo que deba hacer? —preguntó ella confusa.
Icamani sonrió divertido por su ingenuidad y decidió que ya había
jugado bastante con ella. Subió a la cama y se tumbó a su lado.
Rose se sintió embriagada por su olor y excitada por su proximidad.
Entonces él colocó una mano en su abdomen y lentamente la
deslizó hacia abajo hasta detenerse entre sus piernas. Estaba
mojada.
—Estás hecha para el amor, mi adorable wahcawin.
Rose se ruborizó haciendo que sus ojos brillaran con mayor
intensidad.
—Cuando me miras así…
Se inclinó sobre ella y cubrió su boca con un profundo y sentido
beso. Después comenzó a acariciarla con suma ternura,
deteniéndose en cada porción de piel. Rose se vio arrastrada a una
vorágine de sensaciones y descubrió la verdadera esencia de la
unión entre un hombre y una mujer. Cuando todo es compartir y
confiar. Hubo pasión extrema en aquella segunda vez, pero, sobre
todo, hubo una unión completa de cuerpos y almas. Y un
compromiso de amor eterno que les ayudaría a soportar la espera
hasta que volviesen a encontrarse. En otra vida o al otro lado.
Capítulo 25
Territorio lakota, 1951
A media mañana los exploradores titonwan descubrieron al wasicun
que cabalgaba sin prisa hacia la zona en la que se asentaba la tribu.
Su cabello rubio era un estandarte, a pesar de llevarlo bajo un
sombrero de ala ancha. Oglesa se puso de pie saliendo de su
escondite y entrecerrando los párpados afinó su mirada para
asegurarse.
—Icamani —murmuró—. ¡Es Icamani!
Al oír ese nombre los otros exploradores miraron con mayor
atención al jinete solitario y también reconocieron al hermano que se
habían llevado por la fuerza. Oglesa ya cabalgaba hacia él antes de
que ninguno pudiese reaccionar.
Los dos amigos desmontaron y se fundieron en un sentido
abrazo.
—Has regresado.
Icamani asintió una vez, como era su costumbre.
—¿Wiyaka está bien? —preguntó ansioso.
—Tu padre se recuperó de las heridas, aunque temimos por su
vida.
—¿Y…?
—Mahtola también está bien. Es más listo que tú —se burló—.
Vayamos al campamento, todos hemos esperado demasiado tiempo
tu regreso.
Icamani se quitó el sombrero, la chaqueta y el chaleco y los tiró al
suelo antes de volver a montar. Oglesa sonrió satisfecho y pusieron
sus caballos al galope. Querían llegar cuanto antes.
Después del recibimiento, las danzas y los cánticos que
celebraban el regreso de Icamani, por fin el joven titonwan pudo
disfrutar de la compañía de su hijo y de Wiyaka. Su padre lo miraba
con fijeza. No había hablado apenas desde que vio a su hijo
aparecer.
—Todos creían que habías muerto, pero yo sabía que no —dijo
cuando estuvieron solos en la tipi.
La noche era apacible y cálida y fuera se escuchaban murmullos
de los que seguían reunidos bajo las estrellas. Icamani acariciaba el
cabello rubio de su hijo dormido. Había caído rendido después de
tanta algarabía.
—Todo este tiempo he temido por tu vida —dijo el hijo, sincero—.
No sabía si habías muerto en la refriega.
—Debieron pensar que me habían matado, pues les demostré
que no iba a permitir que te llevaran sin luchar.
Icamani asintió y después miró a Mahtola.
—¿Ha estado bien?
—Es un niño feliz, si es lo que quieres saber. Todos lo quieren,
como te querían a ti.
Icamani entornó los ojos con todos sus sentidos alerta. «Como te
querían a ti». Hubo un silencio espeso que llenó la tipi de
incertidumbre.
—¿Has vuelto para quedarte? ¿O vienes a llevártelo?
—¿Dejarías que me lo llevara?
El hombre miró al niño, que se había convertido en su razón para
vivir, y después miró al que aún consideraba su hijo, aunque ya no
sintiese vibrar ese vínculo en su corazón.
—Has vuelto a ellos.
—He recordado.
Wiyaka asintió despacio.
—Y te preguntas por qué nunca te conté la verdad.
—Dejaste que los llamase hermanos.
—Eran tus hermanos. Hermanos del que nació a la edad de seis
inviernos en este campamento.
—Siete —lo corrigió—. Tenía seis años cuando me capturasteis.
Cuando me diste la ceremonia de nacimiento había cumplido los
siete.
—¿Te capturamos? Creí que te había salvado y te había dado un
hogar.
—Yo también lo creía.
Sabía que se estaba arriesgando mucho, que si se mostraba
como enemigo no saldría vivo de allí, pero ver al que había
considerado su padre, al que había amado y respetado tanto,
removió sus entrañas de un modo insoportable.
—¿Por qué crees que te hice olvidar? —El titonwan parecía muy
tranquilo y su mirada era amable y tierna, como siempre.
—Para que pudiese unirme a vosotros.
—¿Y por qué habría de querer yo que la cría de un wasicun se
uniese a nosotros? —Negó con la cabeza—. Tú me lo pediste. Me
suplicaste llorando que te matara. Lo dijiste en una lengua que todos
podemos comprender. Cogiste mi cuchillo y lo pusiste en tu cuello,
pero no fuiste capaz de hacerlo solo. Nunca olvidaré tus ojos. Me
atravesaron y tocaron mi corazón.
Icamani detuvo su mano y se quedó unos segundos pensativo.
Después se levantó para ir a sentarse frente a Wiyaka.
—Cuando recordé lo que los sicangu les hicieron a mis padres
me volví loco.
—Lo comprendo.
—Recordé que tú estabas allí y me cogiste de la mano para
llevarme contigo.
Wiyaka respiró varias veces antes de responder.
—Tus padres llevaban muertos dos días cuando te encontré.
Seguías agazapado tras la misma piedra en la que te escondiste. Yo
no estaba allí cuando los mataron, aunque siendo sinceros eso no
habría cambiado nada. Los wasicun matan cheroquis, matan
comanches y también matan lakotas. Son como la mala hierba, han
sembrado su semilla y tenemos que arrancarla si no queremos que
lo invadan todo. Los sicangu perdieron a mujeres y niños a manos
de esos blancos y se estaban cobrando su venganza. Así es el
mundo desde que es mundo y no podemos hacer otra cosa que
aceptarlo.
—Mis padres no tuvieron nada que ver en lo que les pasó a los
sicangu.
Wiyaka se encogió de hombros.
—¿Crees que la venganza se le cobra siempre al culpable? —
negó con la cabeza—. La mayoría de las veces pagan unos por
crímenes que cometieron otros.
Estuvo solo varios días antes de que Wiyaka lo encontrara. No se
atrevió a salir de detrás de aquella roca para no tener que
enfrentarse a los cuerpos mutilados de sus padres. El alivio lo bañó
como una cascada fresca y sanadora.
—Cuando te encontré estabas sediento y al borde de la
inconsciencia. Delirabas y tu espíritu trataba de abandonar tu
cuerpo. Aun así fuiste capaz de coger mi cuchillo y ponértelo en el
cuello suplicándome que te matara. En lugar de eso, te cogí de la
mano, te subí a mi caballo y te traje a mi tipi.
—Y me convertiste en tu hijo.
—Eso sucedió muchas lunas después. Y de nuevo fuiste tú el
que me eligió. Me señalaste y dijiste: hunka, convirtiéndome en tu
único pariente. Y entonces decidí llamarte Icamani, porque siempre
caminabas a mi lado. Silencioso y meditabundo, aprendiendo de lo
que veías y sin decir nada hasta que estuviste preparado para ello.
—Y olvidando lo que no soportaba recordar —musitó.
Wiyaka asintió una vez.
—El niño que fuiste murió aquel día, cuando sostenía mi cuchillo
en su cuello. Olvidar es la muerte y era el único modo que tenía de
sobrevivir. No debes culparte por ello. Fuiste un buen hijo de tus
padres y también lo has sido mío. Has tenido dos vidas, no es
motivo de sentirse avergonzado.
Lo miró en silencio durante un largo rato. Analizando los cambios
que se habían producido al estar de nuevo en su otro mundo.
—Y ahora, responde a mi pregunta. ¿Has venido a quedarte o a
llevarte a tu hijo?
—Aún no lo he decidido —dijo y al escucharse sintió un mordisco
en el corazón.
Icamani se agachó junto a Pesla que miraba el pellejo con el
recuento de inviernos de la tribu. Señaló el lugar en el que estaba
dibujado su nacimiento. El poseedor de la memoria fue señalando
con el dedo los lugares en los que había dejado constancia de algún
hecho importante relacionado con él. Así Icamani volvió a sentir el
orgullo de su primer día de caza. La tensión de su primera batalla y
la pasión de la primera vez que tomó a una mujer. Ahora, Pesla,
debía marcar el día de su regreso, pero Icamani detuvo su mano y
le pidió que esperara pues aún no sabía si había regresado.
—No importa si vas a quedarte —le respondió el guardián de la
memoria—. Ahora estás aquí y debo reflejarlo en nuestra historia.
Oglesa se acercó a ellos y tocó en su hombro para llamar la
atención de su amigo.
—Ven —dijo, y sin esperar inició el camino alejándose del
campamento.
—He visto a tu hijo —comentó Icamani—. Tiene fuertes
pulmones.
Oglesa asintió y sacó pecho con orgullo.
—Será un magnífico guerrero. Yo me encargaré de ello. —Se
detuvo creyendo que ya estaban lo bastante lejos—. Ya has oído lo
del tratado. De eso quiero que hablemos. Ahora que has convivido
con los wasicun, ¿qué opinas de ellos? ¿Crees que su palabra vale
algo?
—No confiaría en ello. Son demasiados los que tendrán que
cumplirlo y no todos tienen honor.
El titonwan bufó con evidente malhumor.
—Van a firmarlo —afirmó rotundo—. Los cheyenne, los arapaho,
los cuervo… Todos se creen las mentiras de los wasicun.
—También los lakotas —añadió Icamani. Su padre le había
explicado en qué consistía el Tratado de Horse Creek, que decía
asegurarles a los suyos la propiedad de Colinas Negras.
—A cambio de Colinas Negras quieren que dejemos en paz a sus
colonos. Que les permitamos pasar libremente. ¿Y qué harán
cuando hayan ocupado el territorio que les corresponde? ¿Crees
que se conformarán? —Oglesa negó visiblemente enfadado—.
Querrán más y vendrán a quitarnos lo nuestro. Nadie me escucha,
los ancianos insisten en que es mejor firmar la paz que estar
abiertamente en guerra con ellos. Pero yo digo que al final
tendremos que luchar igual y entonces ya estarán instalados aquí y
será mucho más difícil echarlos.
—Los nuestros tampoco respetarán ese tratado, Oglesa. Sé
honesto. ¿Crees que los lakota y los cuervo pueden ponerse de
acuerdo y mantener una alianza como esa?
Su amigo apretó los dientes enfadado, pero en el fondo sabía que
Icamani tenía razón. No sabía quién faltaría antes a su palabra, pero
no podía asegurar que no fuesen ellos mismos.
—Quieren el oro —dijo Icamani—. El oro los atraerá a cientos. A
miles. Tienen muchas cosas, más de las que podrías siquiera
imaginar. Pero nunca sienten que sea suficiente. El oro les
proporciona riqueza y con esa riqueza obtienen más y más cosas.
Oglesa lo miraba confuso. Entendía las palabras pero no su
significado. Para un lakota el concepto de «propiedad» era relativo.
No necesitaban dos tipis, ni un baúl lleno de ropa. No necesitaban
seis sillas alrededor de una mesa. Ni una cama con dosel. Les
bastaba con poder ver las nubes y las estrellas. Calentarse frente al
fuego mientras charlaban de lo que había ocurrido ese día. Comer la
carne del animal que habían cazado y disfrutar de una mujer antes
de dormirse.
—No podéis luchar contra ellos, no estáis en igualdad de
condiciones —dijo Icamani—. Sus armas son muy poderosas.
Deberíais encontrar el modo de sacar partido de lo que ellos
quieren. No ceder las tierras sin más, aceptando que ellos decidan
en qué lugar os quedáis. Los jefes deberían planificar una
estrategia, ceder algo a cambio de algo.
—¿Qué quieres decir? —Oglesa lo miraba con dureza—. ¿Por
qué hablas como si tú no fueses uno de los nuestros?
—No sé si voy a quedarme —confesó sincero.
Oglesa apretó los labios visiblemente decepcionado. Tardó unos
segundos en recuperarse.
—Habla con Tatanka de esto —dijo con voz áspera—. Quizá te
escuche.
Icamani asintió, aunque no tenía mucha fe en que sirviese de
algo.
—El tratado no es la solución —decía Tatanka después de
escucharlo—. Nosotros no estuvimos de acuerdo porque no nos
fiamos de esos wasicun, pero otras tribus de la nación lakota, sí, y
firmarán en nombre de todos.
Icamani comprendió que no había nada que decirle a Tatanka
sobre el tratado, ya que el jefe Titon estaba de acuerdo con él. Así
que pasó a hablarle del enorme interés del hombre blanco por el oro
y que ese interés atraería a muchos hombres, tantos como hierba
crece en la tierra. Tatanka lo escuchó con atención y después de
que terminase de hablar se quedó un rato pensativo.
—Encontraremos el modo de comerciar con ellos. Háblame del
hombre blanco. Tú has estado en su mundo y has convivido con
ellos una larga temporada. Cuéntame cómo piensa y cómo vive para
que pueda entenderlo un poco mejor.
Icamani asintió y comenzó a hablar de lo que había visto y lo que
había aprendido. En especial al estudiar los documentos de la
empresa de su padre. Tatanka lo miraba asombrado y de vez en
cuando lo interrumpía para hacerle una pregunta. El joven titonwan
intentó explicarle la forma de pensar de los blancos, el hecho de que
su máxima era el mayor beneficio en el menor tiempo posible y su
insaciable deseo de conseguir más y más posesiones. Pero el jefe
lakota no lo entendió y acabó cansándose de una charla tan poco
edificante.
Antes de salir de su tipi, Icamani se detuvo dudoso y, finalmente
volvió a sentarse para añadir algo más.
—El único modo de ganar una guerra al hombre blanco es
luchando como una sola tribu.
Tatanka lo miró confuso.
—¿Te refieres a todos los lakotas juntos?
Icamani negó con la cabeza.
—Me refiero a lakotas, apaches, cheyenes, arapahoes,
cheroquis, pies negros, cuervos, arikara, comanches, kiowa… Todas
las tribus juntas
Tatanka lo miró como si estuviese loco.
—¿Luchar juntos? Estás loco. No haría falta el hombre blanco
para vencernos, lo haríamos entre nosotros.
—Si no sois capaces de uniros para vencer a vuestro enemigo
común, os aniquilarán.
El pequeño Mahtola no se separaba de su lado y su padre se dijo
que el nombre de Icamani le hubiera ido tan bien como a él mismo.
Wiyaka observaba la afinidad natural que se produjo entre ellos y
dejó que las cosas sucedieran como el destino tuviese fijado. Una
noche, un mes después del regreso de su hijo al campamento, cogió
la pipa y el fardo de hojas de fumar y salieron juntos como hacían
siempre que tenían que hablar de algo importante. Se alejaron lo
bastante para tener intimidad y se sentaron bajo las estrellas con la
luna como la luz más brillante. Wiyaka cogió la cazoleta de la pipa,
la llenó con las hojas y la prendió de manera ceremonial
—He estado pensando mucho en todo lo que nos has contado —
empezó el titonwan—. Reconozco que me cuesta imaginar la
mayoría de las cosas de las que hablas, pero he podido darme
cuenta de que piensas que la amenaza que se cierne sobre
nosotros es real.
Icamani asintió una vez.
—Has regresado muy cambiado. —Le ofreció la pipa después de
dar una profunda bocanada—. Y he sentido el dolor que pesa en tu
corazón.
Su hijo apartó la mirada y aspiró de la boquilla con fruición antes
de devolvérsela. Esperaba que su padre hubiese elegido alguna
hierba capaz de calmar ese dolor, pero no una que lo hiciese olvidar.
Sus recuerdos eran ahora los que lo mantenían cuerdo.
—¿Tan mal te trataron?
Icamani negó con la cabeza.
—Los hombres que me capturaron sí me torturaron. De hecho, se
ensañaron conmigo. En especial uno de ellos que utilizó prácticas
propias de comanches.
Su padre asintió una vez y volvió a pasarle la pipa.
—Pero ese no es el dolor con el que cargas.
Aspiró profundamente sintiendo el humo penetrar en sus
pulmones.
—Encontré a la que está por encima de todo, padre. La única en
mi corazón.
Desde su regreso aquella fue la primera vez que lo escuchó
llamarlo por ese nombre y el espíritu de Wiyaka se conmovió al
oírlo.
—La amo profundamente. —Sus ojos brillaron a través del humo.
—¿Por eso has venido a llevarte a Mahtola? Has decidido vivir en
su mundo con ella.
Icamani negó con la cabeza.
—Su mundo está plagado de prohibiciones y trampas. No puede
amar a quien quiera. Vive bajo unas incomprensibles reglas morales
que dictan lo que puede y no puede sentir.
—¿Ella te quiere como verdadero esposo?
Icamani asintió.
—Entonces nada de eso importa —sentenció su padre.
—No lo entiendes, Wiyaka, sí importa. Importa mucho. Si regreso
con Mahtola y me caso con ella, todo el mundo nos repudiará. No
nos invitarán a visitar sus casas, no seremos bienvenidos en
ninguno de los lugares que han formado parte de la vida de Rose
hasta hoy. Incluso sus padres serán despreciados por mi causa.
—¿Tan pequeño es su mundo que no podéis encontrar un lugar
en el que vivir en paz? Si no os aceptan en sus casas, ¿por qué
permanecer allí? —Lo miró fijamente y le pasó la pipa una última
vez—. Buscad el modo de estar juntos. Después solo queda el río
de la muerte en el firmamento.
Icamani aspiró el fragante humo y cerró los ojos sintiéndose el
hombre más solo de la tierra.
—¿Por qué no la traes aquí?
Su hijo abrió los ojos lentamente y después de unos segundos lo
miró con tristeza. Hubiese deseado no tener que contestar a esa
pregunta.
—Esta vida no es para ella —dijo sincero.
—¿Qué tiene de malo nuestra vida? Ha sido la tuya durante
muchos inviernos.
—Y no reniego de ello, padre, pero he visto otro mundo en el que
la violencia no es necesaria. Un mundo gigantesco repleto de
nuevas experiencias y distintas formas de pensar. No quiero esto
para ella. Ni para Mahtola.
—Aquí podrías tenerla.
Icamani negó con la cabeza. Sentía mucha tristeza al hablarle
así, sabía que sentiría que despreciaba su vida. Una vida que él
amaba profundamente.
—No quiero que sufra. Antes prefiero no volver a verla.
—¿Crees que no sufre ahora?
—Es fuerte —dijo convencido—. Lo superará.
—Tú también —afirmó Wiyaka.
Icamani miró las estrellas y deseó que ella también las estuviese
mirando en ese justo instante porque eso hacía que la sintiese
cerca.
—Realmente la amas. —Su padre dejó la pipa sobre la cazoleta y
reflexionó un momento antes de seguir hablando—. Si ese mundo
es tan grande como dices, debe haber algún lugar en el que podáis
estar los tres juntos sin que nadie os desprecie.
—No sé si existe un lugar así.
—Si no estás dispuesto a buscarlo, entonces deberías dejar a
Mahtola aquí.
Icamani se quedó pensativo. ¿Y si Wiyaka tenía razón? ¿Y si
buscaba…?
—Crees que nos vencerán, ¿no es así? —Su padre interrumpió
sus pensamientos—. Has visto su fortaleza y has creído que nos
echarán de nuestra tierra. La tierra en la que hemos vivido durante
tiempo inmemorial. La tierra de nuestros antepasados y de nuestros
hijos. Una tierra que no se puede poseer, como no puede poseerse
el agua del rio o las estrellas del cielo. Has visto lo que un guerrero
titonwan es capaz de hacer. Tú mismo has hecho cosas imposibles
y has vencido a enemigos más poderosos que tú. Si crees que
vencerán, temo que tengas razón.
—Ya ha ocurrido antes, padre —dijo recordando los libros que
Rose le había leído sobre romanos o egipcios—. La vida es un río
imparable y nosotros no somos más que guijarros en su lecho.
Los dos hombres permanecieron en silencio durante mucho rato.
Su conversación había despertado visiones de un mundo
agonizante que ninguno de los dos quería verbalizar. Esa noche
Wiyaka tuvo un sueño. En su sueño se veía a los titonwan en una
larga caravana de hombres, mujeres y niños hambrientos y
desfallecidos que caminaban por un sendero cubierto de lágrimas.
Icamani miraba a Wanapin con ternura. Hubo un tiempo en el que
creyó que ella era la mujer que el destino le tenía reservada. Que el
deseo que sentía por ella era ese sentimiento profundo y auténtico
del que le habló su padre una vez. Ahora sabía lo equivocado que
estaba. Al pensar en Rose su corazón tembló de un modo doloroso
y dulce al mismo tiempo. Se estaba acostumbrando a esa mezcla de
sufrimiento y alivio que lo invadía cada vez que pensaba en ella. Las
dos noches que pasaron juntos bien valían una vida entera. Y los
meses compartiendo los paseos a caballo, las comidas, la lectura y
esas conversaciones con las que disfrutaban tanto…
Habían visto las estrellas tumbados en la manta y habían hecho
el amor como si no hubiese nadie más en el mundo. Ella quería ser
suya un millón de veces antes de quedarse sola. Una garra afilada
le traspasó las entrañas retorciéndose en su interior sin compasión.
La había dejado sola en un mundo que no la comprendía. Sola y
rodeada de gente. Como él en ese momento, en medio del trajín del
campamento. Se alejó de allí sin destino, caminando hacia las
montañas. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Pensaría en
él? ¿Lo odiaría ya o todavía creería que le bastaba con haber
amado?
—Wahcawin —musitó para escuchar su propia voz nombrarla—.
Mi adorada Rose.
Alguien se agarró a su pierna y lo frenó. Icamani bajó la vista y se
encontró con los enormes y sonrientes ojos de Mahtola. Hizo que lo
soltara y se agachó delante de él.
—Yo con papá.
—¿Quieres venir conmigo?
El niño asintió una vez con firmeza.
Rose se paseaba arriba y abajo de su cuarto, retorciéndose las
manos y con la cabeza bullendo como una olla. Clarence la miraba
con enorme preocupación.
—Ay, mi niña, ¿qué vamos a hacer?
De repente se detuvo y miró a su nana con una determinación
que estaba lejos de sentir.
—Ya está hecho y no me arrepiento.
—Rose…
—Ahora toca encontrar una solución y para ello tengo que hablar
con mis padres. No tiene sentido seguir ocultándoselo. Pronto lo
sabrá todo el mundo.
—Les vas a dar un gran disgusto.
—Lo sé y eso es lo que más me duele, pero de nada sirve
lamentarse. Vamos, ya deben estar en el comedor.
Rose entró en la habitación con paso decidido y sujetándose las
manos para que no viesen que estaba temblando.
—Papá, mamá, debo hablaros un momento. ¿Podemos ir al
salón?
Sus padres, que ya estaban sentados frente a la mesa la miraron
preocupados.
—¿Ocurre algo malo, hija?
—Por favor —pidió sin responder.
Su padre fue el primero en levantarse y su madre los siguió
inmediatamente.
—¿Qué estás qué? —Robert la miraba como si hubiese utilizado
unas palabras incomprensibles.
—Embarazada —repitió. Lo diría tantas veces como fuese
necesario—. He tenido dos faltas, es seguro.
Su madre buscó asiento sin decir una palabra y miró a Clarence
con una mirada de reproche. Estaba claro que su nana lo sabía y se
lo había ocultado.
—Andrew… ¡Maldita sea! —exclamó Robert.
—No le culpes a él. Fui yo la que propició que ocurriera. Lo amo y
he aceptado quedarme soltera el resto de mi vida, pero no quería
dejar de… —No pudo terminar la frase ante la severa advertencia
en los ojos de su padre—. Si tienes que odiar a alguien, ódiame a
mí porque no me arrepiento de lo que hice.
Robert le dio la espalda para evitar decir algo de lo que luego
seguro se arrepentiría. Rose sintió aquel desprecio como una
bofetada, pero lo aceptó sabiendo que lo merecía.
—¿Cómo lo vamos a explicar? —se lamentó Felicia—. Dios mío,
esto va a ser tu ruina, hija.
—Solo hay una cosa que puedo hacer —dijo Rose con voz firme,
aunque su corazón temblaba como el de un niño asustado—. Tengo
que marcharme de Londres. Al extranjero. Me iré lejos y viviré sola
con mi hijo, pero necesito vuestra ayuda. Sé que podría vender
Blunt Manor, Andrew la puso a mi nombre y me pertenece solo a mí,
pero preferiría no hacerlo si me lo permitís. No tiene que ser nada
costoso, me conformo con una pequeña casita en algún lugar
tranquilo donde no nos conozca nadie.
—¿Y dónde es eso? —preguntó su madre angustiada y con los
ojos llenos de lágrimas.
—Podría ir a Escocia —dijo Robert dándose la vuelta—. No
estaría demasiado lejos, pero sí lo bastante para que nuestros
conocidos no tuviesen la tentación de molestarla. No es necesario
que te marches al extranjero.
—San Gimignano —dijo Rose—. Es un precioso pueblecito de la
Toscana. Quiero vivir allí.
Robert frunció el ceño.
—Recuerdo que Anthony estuvo allí cuando éramos muy jóvenes
y regresó enamorado de ese lugar, no hablaba de otra cosa. ¿Cómo
lo has escogido?
Rose se limpió una lágrima que escapó impertinente por la
comisura de su ojo.
—Lo vi en un libro —mintió.
—Hija… —Su madre se levantó a abrazarla y la llevó hasta el
sofá para que se sentara—. Andrew no va a volver. No deberías
torturarte con esperanzas vanas. Italia está muy lejos.
Felicia tenía el sexto sentido de las madres y podía leer en su hija
como en un libro abierto. Rose miró a sus padres alternativamente
con la súplica en sus ojos.
—Quiero vivir allí, de verdad. No os costará mucho dinero y
estaremos bien. Clarence vendrá conmigo. ¿Verdad Clarence?
La mujer asintió sin dudarlo. Iría hasta el fin del mundo por esa
muchacha.
Felicia dejó escapar el aire de sus pulmones y miró a su marido
interrogadora.
—Haré algunas averiguaciones y ya os diré algo —dijo él sin
comprometerse.
Su abuela la miraba severa. Había escuchado todo lo que su
nieta tenía que decir y no parecía dispuesta a ponérselo fácil. Rose
estaba preparada para todo y no se movió ante su escrutinio. Con la
mirada baja en señal de respeto, pero sin humillarse.
—Has sido una estúpida —dijo de pronto—. Quedarte
embarazada… Jamás imaginé que precisamente tú caerías tan
bajo.
Isobel abría y cerraba la mano que sujetaba el bastón con gesto
nervioso.
—¿Qué va a ser de tus padres? ¿Has pensado en ellos? Su
nombre arrastrado por el fango. Todo el mundo los señalará con el
dedo por no haber sabido educarte. ¿Y todos esos jóvenes de
buena familia a los que rechazaste? Ahora se frotarán las manos
aliviados de haberse librado de una mujerzuela como tú.
Rose sintió que las lágrimas afloraban sin remedio y no hizo nada
para detenerlas. Su abuela siguió mirándola con severidad unos
segundos más y de pronto su gesto se suavizó y dio un golpe con el
bastón en el suelo.
—Ya has oído todo lo que tenías que oír. A partir de ahora no
dejes que nadie te humille ni te avergüence. —Sonrió con ternura—.
Niña tonta, ven aquí a mi lado.
Rose se levantó de la butaca en la que la había hecho sentarse y
se acercó. Su abuela le cogió una mano y se la apretó con cariño.
—Así que vas a marcharte de Inglaterra. Como una apestada.
—Es lo mejor, abuela.
—¿Y cuándo podré verte? No pretenderás que vaya hasta Italia a
visitarte. Estoy demasiado vieja para eso.
Las lágrimas caían de los ojos de Rose a borbotones.
—Anda, ven aquí —dijo Isobel abriendo los brazos. Rose se
apresuró a obedecer y lloró con verdadero sentimiento haciendo que
su abuela se emocionase—. Pequeña, llora todo lo que quieras. La
vida es dura para las mujeres. Ellos creen que somos hermosos
jarrones que colocar en sus estanterías para lucirnos como premios
a su hombría. No nos dejan tener inquietudes, anhelos ni deseos.
No podemos amar sin medida, ni entregarnos a ese sentimiento. A
las que no cumplen con sus reglas las expulsan sin compasión.
La apartó para mirarla a los ojos con una sonrisa.
—Pero a algunas eso nos ha hecho más astutas y siempre
hemos encontrado el modo de escabullirnos de sus jaulas. Levanta
la cabeza, endereza la espalda y plántales cara. Ve a donde
quieras, pero vayas a donde vayas, que nadie te amilane. No
olvides que eres la nieta de Isobel Ross —sonrió—. Hagamos como
si eso significara algo.
Su nieta sonrió y se limpió las lágrimas. Para ella lo significaba.
Capítulo 26
San Gimignano, 1855
—¡Camille! Hija, ¿dónde estás? Berry, ¿has visto a Camille?
—Grace está enseñándole a plantar geranios —respondió Berry
—. Están en el jardín de atrás, por eso no la han oído llamarla.
—Ese limonero queda perfecto en el rincón, Berry —dijo
bordeando la casa—. Una idea magnífica, como siempre.
—Buenos días, señora Rose —saludó Kevin al cruzarse con ella
—. ¿Quiere algo del pueblo?
—¿Vas a ver a tus amigos? —preguntó aminorando el paso, pero
sin detenerse—. A la vuelta trae unas rosquillas de anís de las que
vende la madre de Giancarlo, las merendaremos esta tarde. ¿Qué
te parece?
—Estupendo, señora, me encantan esas rosquillas.
—Y a mí —sonrió.
Las dos niñas estaban de rodillas en medio de un montón de
tierra y Grace le daba instrucciones a Camille sobre cómo plantar
los geranios.
—Mamá, voy a tener mi propio jardín —dijo la pequeña
entusiasmada—. Grace sabe mucho.
—Va a quedar precioso —afirmó la otra niña con una gran
sonrisa—. Tengo pensado hacerle un caminito y rodearlo de setos
bajos para que Camille pueda pasear por él sin pisar las flores.
—Tendréis que vigilar a Toby, le encanta pisotear mis lilas.
Grace asintió pensativa.
—Quizá los setos no deberían ser tan bajos…
—Eso creo yo. —Miró a su hija y colocó un mechón rebelde en su
lugar—. ¿No habíamos quedado tú y yo que esta mañana iríamos a
casa de la señora Teresa? Ya ha terminado tu ropa y querías darle
las gracias por hacerte cosas tan bonitas.
—Pero es que mi jardín es más importante que unos vestidos,
mamá. Sabes que las flores son seres vivos y los vestidos no,
¿verdad? No puedo ir contigo, lo siento, tendrás que arreglártelas
sin mí.
Rose sonrió. Era muy divertido oír hablar a Camille como si fuese
una anciana de ochenta años.
—Podemos seguir luego —dijo Grace poniendo una mano en su
hombro—. El jardín no se va a ir a ninguna parte.
—De ninguna manera —dijo la pequeña con mirada resuelta
negando con la cabeza—. Mamá puede ir a ver a la señora Teresa
sola, no le va a pasar nada.
Rose miró el vestido de la niña manchado de tierra y después de
darle un beso en el pelo se puso de pie.
—No os preocupéis. —Se colocó las manos en la cintura y
contempló el cielo despejado—. No estéis mucho rato al sol.
—Tranquila —dijo Grace—. Tendremos cuidado.
Rose sonrió a la pequeña de los Berry y se alejó hacia la casa
dispuesta a dar un largo y agradable paseo hasta el centro. Cogió
un sombrero de ala ancha para proteger su rostro del sol, y un
bolsito con el dinero que le debía a la señora Teresa. Hacía un día
espléndido, como siempre. Una de las cosas que más le gustaba de
vivir en San Gimignano era el sol. Nada que ver con el clima de
Londres.
—Buenos días, señora Rose. —La saludó uno de los braceros
que trabajaban en el campo del señor Matías—. ¿A dar un paseo?
—Sí, Luigi. Voy al pueblo a buscar unos vestidos para Camille.
—Esa niña es un tesoro, señora, mi mujer siempre lo dice.
—Gracias, Luigi. Dile a tu mujer que se cuide, ya queda muy
poco para el parto.
—Lo haré, señora. Gracias. Que tenga un buen día.
Siguió caminando hasta pasar frente a la fachada de la masía del
señor Matías. La casa en la que vivían también le pertenecía y
estaba dentro de sus tierras, una enorme extensión de olivos. Era
un hombre gruñón, siempre preocupado por mil posibles problemas
que al final nunca se producían. Su esposa inválida, en cambio, era
el optimismo personificado. Estaba claro que se complementaban a
la perfección, solo hacía falta verlos juntos para saber lo mucho que
se querían.
—Buenos días, Francesca —saludó desde la pequeña verja de la
entrada—. Voy al pueblo, ¿quiere que le traiga algo?
La mujer estaba sentada en la terraza tomando el desayuno.
—Buenos días, Rose. No te preocupes, no necesito nada. —
Levantó su tostada con aceite de oliva y se la mostró—. Manjar de
dioses, ¿verdad?
—Así es. Clarence no desayuna otra cosa desde que lo
descubrió.
—¿Vas a por los vestidos de Camille? Seguro que han quedado
preciosos, Teresa tiene manos de ángel.
Rose asintió. Estaba totalmente de acuerdo.
—¿Cuándo llegan tus padres? Estoy deseando darle las gracias
a tu padre por esta maravillosa silla con ruedas que me mandó. Es
una maravilla. Ahora puedo moverme por la casa con mayor
facilidad, aunque sigo necesitando ayuda, claro.
—Estarán aquí mañana. Seguro que vendrán a verla en cuanto
lleguen. Me marcho ya. Que tenga un buen día.
—Y tú, cielo —dijo despidiéndola con la mano.
La gente de San Gimignano era muy cariñosa. Se abrazaban y
besaban a menudo y siempre le hablaban con cariño. Al principio le
resultó muy extraño, acostumbrada a la flema y al carácter distante
de los ingleses, pero al nacer Camille todo cambió. Ahora disfrutaba
de las muestras de afecto y era mucho más extrovertida que antes.
Lo cierto era que se sentía más integrada entre aquellas personas
de lo que se había sentido nunca en Londres.
Llevaba cuatro años viviendo en aquel precioso lugar y su vida
había mejorado cada día desde el nacimiento de Camille. Los
primeros meses, con el embarazo y la tristeza por la ausencia de
Andrew, fueron muy duros para ella. Estar lejos de casa y de su
padre no le resultó nada fácil. Su madre se pasó la mayor parte del
tiempo en San Gimignano durante el embarazo, pero después
regresó a Londres con él.
Cuando su hija nació el mundo se convirtió en un lugar mágico y
toda su tristeza se evaporó en un suspiro. En cuanto la tuvo en sus
brazos y la recién nacida la agarró con sus diminutos dedos, el
corazón le explotó de felicidad. ¿Cómo se puede amar tanto a
alguien tan increíblemente pequeño al que acabas de conocer?
Definitivamente aquello era pura magia. Tenía muchos motivos para
sentirse feliz y agradecida y era algo que se repetía, después de
abrir los ojos en su solitaria cama, todos los días. La llegada de sus
padres era uno de ellos. La visitaban tres veces al año, un mes
entero en verano, y a Rose le gustaba tanto tenerlos allí como se
entristecía al verlos marchar. Sonrió acelerando el paso con alegría,
ya se pondría triste entonces, ahora quería disfrutar de su pronta
llegada.
Entró en el pueblo y sonrió ante el bullicio de sus calles. Era
agradable escuchar aquellas voces hablando en un idioma que ya
no le resultaba extraño y que hablaba con bastante fluidez y buen
acento.
—Señora Balshaw, acaban de llegarme unas fresas deliciosas —
le dijo el frutero al verla cruzar la calle—. ¿Quiere que le lleve una
caja?
Rose se acercó a olerlas y puso los ojos en blanco.
—Mándame dos, Pietro, a los niños les encantan cuando las
preparo con nata. Se las comerán de una sentada. —Le pagó lo
convenido y siguió avanzando por la calle principal.
Cuando doblaba la esquina que llevaba a la iglesia se detuvo en
seco. Su corazón se aceleró al reconocerlo. A pesar de llevar el pelo
corto y estar de espaldas supo que era él. Hablaba con un niño que
parecía muy interesado en algo que había visto en el escaparte de
una sombrerería. Rose se acercó a ellos sin pensarlo y se detuvo a
menos de un metro de distancia.
—Papá, una señora te está mirando —dijo el muchacho en
inglés.
El hombre se giró y su rostro perdió el color convirtiéndose en
piedra. No encontraba las palabras y sus manos parecían haber
perdido la fuerza pues cayeron de golpe a ambos lados de su
cuerpo.
—Rose…
Ella sonrió haciendo que su rostro se iluminase.
—¡Andrew! —exclamó.
—¿Qué…? ¿Cómo…? —Miró a su alrededor como si creyera
que podía encontrar la explicación a esas preguntas que no podía
formular, mirando a las personas que caminaban por la calle.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó ella, que se había
recuperado con mayor rapidez.
—Hoy. Ahora.
Rose asintió y miró entonces al pequeño Mahtola.
—Tú debes ser…
—Anthony —la interrumpió su padre—. Es mi hijo, Anthony.
Ella lo miró con los ojos ligeramente entornados y después volvió
a fijarse en el niño. Su cabello era rubio y el color de su piel, aunque
un poco más oscuro que el de su padre, no evidenciaba su origen.
Comprendió y miró al niño con simpatía, extendiendo la mano para
saludarlo.
—Encantada de conocerte, Anthony. Yo soy Rose.
El niño miró a su padre.
—Papá, se llama Rose.
—Sí, hijo.
—Como la mujer del cuento.
Andrew se ruborizó y Rose los miró a ambos con curiosidad.
—¿Has venido de vacaciones? —preguntó él, desviando el tema.
—Vivo aquí —dijo sin pensar.
Andrew frunció el ceño.
—¿Vives aquí?
Ella asintió.
—No en el pueblo, he venido a buscar unos vestidos para mi hija.
Vivimos en una finca de olivos a un par de kilómetros.
A Andrew se le cortó la respiración al oírla. La pregunta le
quemaba en los labios, pero por más que lo intentó no fue capaz de
hacerla.
—Venid a visitarnos, te daré la dirección. Esperad. —Se apresuró
a ir hasta el frutero para pedirle papel y lápiz.
Andrew la observaba perplejo. El latido en su cuello evidenciaba
el ritmo acelerado de su corazón.
—Berry y su familia viven con nosotras —dijo después de
entregarle la hoja—. Y Clarence. Todos se alegrarán de verte. Y de
conocer a Anthony. Además, mis padres llegan mañana. Vienen a
pasar el verano todos los años. Será una bonita reunión.
—Tienes una hija.
Rose sonrió al tiempo que asentía.
—Se llama Camille —dijo con un brillo de orgullo en la mirada—.
Te lo habría contado, pero no escribiste.
—¿Iremos, papá? —preguntó Anthony interesado—. Nunca
visitamos a nadie.
Rose le sonrió con simpatía.
—Pues ya no podrás decir eso nunca más. Tu padre tiene a
muchos amigos aquí. Y todos se alegrarán de conocer a su
maravilloso hijo.
El niño sonrió al tiempo que asentía.
—¿Es usted la Rose del cuento?
Ella frunció el ceño interrogadora.
—El cuento del guerrero que se convierte en oso. Su mujer se
llama Rose y lo salva de morir cuando es abatido por las flechas de
sus enemigos.
Sintió un estremecimiento en el corazón y tuvo que tragar antes
de poder responder.
—Cuando vengas a casa me cuentas esa historia y yo te diré si
soy yo o no —dijo enigmática. Después miró a Andrew muy seria—.
Por favor.
Él asintió sin decir nada y se guardó la dirección en el bolsillo de
la chaqueta.
—Hasta mañana, entonces. Me alegro de haberte conocido,
Anthony.
Se alejó de ellos con una sonrisa capaz de eclipsar al sol.
Andrew trataba de no cortarse con la navaja de afeitar y le estaba
resultando realmente difícil. Se miró en el espejó y se rio de sí
mismo. Se había enfrentado a guerreros de la tribu cuervo,
atravesado con los pies descalzos ascuas ardiendo, sufrido las
torturas comanche del maldito Dermot y allí estaba, frente al espejo,
tratando de afeitarse con un temblor en las manos propio de un niño
estúpido y asustado.
Ni en sus mejores sueños o quizá en sus peores pesadillas soñó
que podría encontrársela de ese modo. No había vuelto a pisar
Londres. Ni siquiera se había acercado a Inglaterra desde que
Anthony y él dejaron a los titonwan. Había estado en Nueva York,
París, Barcelona, el Peloponeso, Pompeya…, pero siempre evitó
Inglaterra por temor a cruzarse en su camino. Y ahora sabía que
había hecho bien, aunque saberlo a ciencia cierta le provocase un
dolor insufrible. Soltó la cuchilla de afeitar y se agarró al mueble que
sostenía la palangana. Apretó tan fuerte que los nudillos se pusieron
blancos. ¿No era eso lo que él quería? ¿Que rehiciese su vida? Si
se había casado, su marido tenía que ser una buena persona. Ella
no se conformaría con menos. Además, estaba lo de su virginidad.
De pronto se dio cuenta de que quería conocer a ese hombre.
Quería verlo y asegurarse que merecía la pena. Que haberse
mantenido alejado había sido una buena idea.
—¿Y qué harás si descubres que no es así, imbécil? —murmuró
al espejo con evidente desprecio—. ¿Quién eres tú para meterte en
su vida?
—¿Has dicho algo, papá? —Anthony se acercó a la puerta
abierta y asomó la cabeza.
—No, hijo, no he dicho nada.
—Te has afeitado media barba —se rio el crío—. Estás muy
gracioso.
—¿No te gusta? Es una nueva moda y creo que voy a quedarme
así. —Se quitó los restos de jabón con la toalla y se paseó por el
baño pavoneándose—. ¿No crees que estoy muy elegante?
Además, mira que útil, por aquí puedo ser un señor barbudo y
respetable y por aquí un hombre joven y apuesto.
El niño se reía a carcajadas.
—¿De qué te ríes? ¿Me estás faltando al respeto? Voy a tener
que castigarte, muchachito.
Corrió tras él y tras darle alcance comenzó a hacerle cosquillas
hasta que los dos acabaron tumbados en el suelo sin parar de reír.
Después se quedaron allí mirando al techo y con las manos juntas
en el abdomen.
—Papá, ¿quién es Berry? La señora Rose ha mencionado a un
Berry y a su familia. ¿De qué los conoces? ¿Y de qué conoces a la
señora del cuento? ¿Y por qué nunca me habías hablado de ella?
—Son amigos. Amigos que hace años que no veo.
Su hijo giró la cabeza y lo miró con curiosidad.
—¿Por qué ahora no tenemos amigos? Nunca vemos a nadie.
Su padre lo miró también.
—Es difícil hacer amigos si no te quedas en un sitio. Nosotros
estamos siempre viajando.
El niño asintió como si eso lo explicara todo.
—¿Algún día nos quedaremos en un sitio? —preguntó curioso.
—¿Te gustaría?
—No lo sé. Pensaré en ello.
—Muy bien. Cuando tengas la respuesta, me la dices.
—El niño asintió una vez.
—¿Cómo se te ocurre invitarlo? —Clarence la miraba
secretamente asustada—. ¿Te has vuelto loca? En cuanto vea a
Camille sabrá…
—Quiero que lo sepa. Nunca he querido ocultárselo. Si aún no se
lo había dicho es porque no sabía cómo ponerme en contacto con
él.
—Sin duda, te has vuelto loca. ¿Qué crees que va a pasar? ¿Que
se va a quedar con vosotras y vais a ser una familia feliz? ¡Rose!
¡Despierta, criatura! No se ha interesado por saber de ti en años y
todavía piensas que merece la pena.
Su niña la miró con ternura.
—Tú no lo entiendes, nana. No importan los años que hayan
pasado, ni lo que parezca, ni lo que piense nadie, yo sé quién es
Andrew. Lo conozco bien, mejor de lo que se conoce él mismo. Se
apartó de mí porque creía que así me protegía. Es un estúpido y un
tonto por pensar eso, pero sé que lo hizo por amor. Si vieras cómo
me ha mirado al encontrarnos, su corazón se ha detenido por un
momento y he visto en sus ojos el dolor de la ausencia. El mismo
dolor que veo en los míos cuando me lo permito.
—Tonterías de niña cursi.
Rose abrazó a su nana consciente de que temía por ella. ¿Por
qué todos temían por ella? ¿Es que no se daban cuenta de que con
ese temor le hacían más daño que bien?
—¿Y qué harás si te equivocas? ¿Eh? ¿Qué harás entonces?
Ese cuento de hadas que te has contado desde la primera vez que
lo viste debe terminar para siempre. —Clarence la miró suplicante
—. Piensa en esa niña. Camille es feliz tal y como están las cosas,
si le dices que él es su padre y la niña descubre que no la quiere…
—Jamás haré nada que dañe a mi hija —la cortó poniéndose
seria—. No vuelvas a ponerlo en duda, nana, ni siquiera a ti te lo
consiento. Mi hija lo es todo para mí y no permitiré que nadie le
haga daño mientras yo viva.
—Está bien, no diré nada más, pero, por favor, te lo suplico,
piénsatelo bien. No actúes precipitadamente y no vuelvas a darle tu
corazón para que lo haga trizas.
La mujer salió del salón y la dejó sola con sus pensamientos.
Rose trató de sonreír, pero sus esfuerzos fueron vanos. ¿Y si nana
tenía razón? ¿Y si había vivido todos esos años engañada? Al
principio, cuando no tuvo noticias suyas pensó tantas cosas
horribles. Que si habría muerto, si estaría cautivo. Después se
autoconvenció de que si fuese así ella lo sabría, lo sentiría en el
corazón. Entonces se preguntó por qué no le escribía tal y como ella
le pidió y el dolor se hizo más hondo, más profundo. Entonces su
madre le dijo que si amaba a la criatura que llevaba en el vientre no
podía estar triste pensando todo el tiempo cosas que amargaran su
espíritu, porque esa amargura podría hacerle daño a su hijo.
—Esa vida que crece dentro de ti es tu responsabilidad, hija, y
debes procurar su felicidad por encima de la tuya propia. Ella no te
pidió que la trajeras al mundo, fuiste tú con tus actos la que lo
propiciaste. Deja de llorar, deja de pensar en él y céntrate en cuidar
tu salud y la de tu bebé. Cuando nazca verás que todo eso que te
angustia desaparece para siempre.
Sonrió al pensar en su hija y en lo contenta que estaba con su
jardín. Todo el mundo quería a Camille, era imposible no quererla.
Su alegría contagiosa curaba cualquier pena y su entusiasmo te
hacía trabajar aunque estuvieses agotado. Esa niña era un tesoro,
como había dicho la mujer de Luigi, y no necesitaba nada más para
ser feliz. No importaba nada de lo que había dicho Clarence. Si
estaba equivocada, Andrew se marcharía tal y como había llegado y
ella lo dejaría ir para siempre.
—Pero no me equivoco —musitó testaruda.
Capítulo 27
—Camille, estos son Andrew Portrey y su hijo Anthony.
La niña hizo una reverencia un poco exagerada y esperó a que
ellos respondieran del mismo modo. Anthony se dobló por la cintura,
también un poco exagerado.
—Encantada de conoceros. Bienvenidos a nuestra casa —dijo la
niña—. Tenemos rosquillas de anís. ¿Tenéis hambre?
Andrew sonrió, pero fue Anthony el que respondió.
—Yo sí.
—Ven conmigo —dijo tendiéndole la mano—. Tenemos muchas
cosas ricas. Clarence cocina muy bien. Tú no sabes quién es
Clarence, te la presentaré y le podrás pedir que te prepare un
chocolate. Hace el…
Los niños entraron en la casa y sus voces se alejaron. Andrew y
Rose se quedaron solos y ninguno de los dos supo cómo iniciar la
conversación.
—¿Tus padres no han llegado aún? —preguntó él al fin.
—Sí, llegaron esta mañana. Hace un rato se fueron a saludar al
señor Matías y a Franccesca, su esposa. Esta casa es suya.
Andrew miraba a su alrededor con disimulo. No quería preguntar
por su esposo, pero sería menos angustioso si se lo hubiese
presentado ya.
—¿Quieres dar un paseo? Te puedo enseñar la propiedad. Es
muy extensa y tiene rincones muy bellos. Así podrás contarme qué
has hecho todos estos años.
Andrew asintió y la acompañó caminando a su lado en silencio.
—Anthony es un niño encantador. Lo estás educando bien.
—No sé quién de los dos educa a quién —sonrió con orgullo—. A
veces me parece que es él quién me está enseñando las cosas
verdaderamente importantes de la vida.
—¿Habéis viajado mucho?
—Sí. Pasé unos meses con los titonwan para que se
acostumbrara a mí. No quería llevármelo a la fuerza y que sintiera
que lo alejaba de todo lo que amaba. Pero lo cierto es que en
cuanto me vio, me adoptó —dijo sonriendo con ternura.
—¿Tu padre estuvo de acuerdo? ¿No fue una marcha traumática
como temías?
Andrew negó una vez y suspiró.
—Un destacamento de soldados estadounidenses atacó a otra
tribu lakota. Podrían haber elegido la nuestra, estábamos solo a
medio día a caballo. Mataron a cien titones entre hombres mujeres y
niños. —Rose lo miró asustada—. Al día siguiente Wiyaka dijo que
debíamos marcharnos.
—Es terrible, lo siento mucho. Sé que las cosas no están bien
para ellos. Firman tratados que nadie cumple.
—Es imposible. Muchas de las tribus que firman esos tratados
son enemigas acérrimas. En cuanto surge el menor contratiempo
vuelven a guerrear entre ellas. Y los estadounidenses tampoco
ponen demasiado interés en que los colonos no crucen las líneas
que ellos mismos han marcado. Es un sinsentido.
—Sé que sonará egoísta, pero me alegro de que salierais de allí.
—Anthony apenas recuerda nada de aquello. Hemos viajado
tanto que los pocos recuerdos que conserva los ha guardado como
parte de esos viajes. No pretendo robarle su historia y algún día,
cuando sea lo bastante mayor para entenderlo, le contaré quién fue
su madre y todo lo que ocurrió. Ahora dejo que crea que siempre ha
estado conmigo y que es tan inglés como yo.
—Haces bien.
Siguieron caminando entre olivos el uno cerca del otro.
—¿Y tú? —preguntó él—. Cuéntame qué ha sido de tu vida.
—Ya lo has visto. Camille es toda mi vida.
Andrew frunció el ceño. ¿Por qué se empeñaba en no mencionar
a su esposo? ¿Acaso lo hacía para no hacerle daño? ¿Tan débil lo
sabía?
Rose se detuvo de pronto y con las manos en la cintura lo encaró
decidida.
—¿Por qué no me escribiste?
Andrew no se esperaba aquella intervención tan directa y la miró
confuso.
—No hubiera sido buena idea. Pasé casi un año con los titonwan
y después iniciamos un largo viaje que aún no ha acabado.
Rose negó con la cabeza sin dar crédito.
—¿Pensaste que para mí sería mejor no saber si estabas vivo o
muerto? ¿Es eso? ¿A ti no te importaba saber si yo seguía
respirando?
—Sabía que estabas bien.
Rose frunció el ceño desconcertada.
—¿Cómo que sabías que estaba bien?
—Escribí a Clarence desde París y me dijo que estabas muy
bien, que tenías una vida excelente y que no te molestase.
Rose empalideció.
—¿Escribiste a Clarence?
Andrew asintió una vez y Rose lanzó un gruñido entre dientes al
tiempo que se movía nerviosa.
—¿Cómo ha podido? ¡No se lo perdonaré nunca!
—No querría que volvieras a pensar en…
No terminó la frase y Rose lo miró incrédula.
—¿No volver a pensar en ti? ¿No volver…? ¡Oh, claro! —Se rio
con cinismo.
—Rose, yo me alegro de que hayas rehecho tu vida. Puedes
presentarme a tu marido, no soy ningún pusilánime. Podré con ello.
Ella lo miró como si le acabasen de salir dos brazos más.
—¿Presentarte a mi marido? —Al ver que asentía no supo si reír
o llorar—. ¿De verdad has venido para que te presente a mi marido?
—Creía que era lo que querías…
Rose negó con la cabeza. Había visto a Camille, había visto su
rostro, sus ojos y ese pelo rubio y lacio que en nada se parecía al de
ella.
—Volvamos —dijo dándose la vuelta.
Andrew percibía una gran tensión y no captaba los mensajes que
le enviaba. Eso lo puso más nervioso aún. La cogió del brazo y la
obligó a detenerse.
—¿Qué es lo que pasa aquí, Rose? Háblame claro.
Piensa en esa niña. Camille es feliz tal y como están las cosas, si
le dices que él es su padre y no la quiere…
La voz de Clarence resonó en su cabeza y la paralizó.
—No pasa nada. Volvamos con los niños. Mi hija tiene mucha
imaginación y es posible que Anthony no esté preparado para
enfrentarse a ella.
Clarence estaba en la cocina con Lena. Cuando Rose entró la
sonrisa de la esposa de Berry se congeló en sus labios al ver cómo
miraba a su nana.
—¿Puedes dejarnos solas un momento, Lena?
—Por supuesto. Avísame cuando hayas terminado.
—No te preocupes por la ropa —dijo Rose mirándola cuando
pasaba a su lado—. Yo la tenderé cuando acabe lo que he venido a
hablar con Clarence.
Lena salió de la cocina y las dos mujeres se quedaron solas
frente a frente.
—Ya lo sabes —dijo la mujer que la había cuidado desde que
nació. Se limpió las manos en el trapo y después volvió a pasarlas
varias veces por el delantal—. Hice lo que creí mejor para ti.
—¿Mejor para mí? Cómo puedes ser tan cruel. Me viste sufrir y
no dijiste nada. ¡Llegué a pensar que había muerto!
Clarence la miró desafiante.
—Hubiese sido lo mejor. Que creyeras que había muerto te
habría permitido continuar con tu vida.
—¡Clarence!
—Es lo que pienso. Desde que le conociste no has hecho más
que sufrir. No trajo nada bueno a tu vida.
La mirada de Rose la traspasó.
—Quería decir… Rose, sabes lo mucho que quiero a Camille. No
hablaba de ella.
—Me has hecho mucho daño, nana, no sabes cuánto. —Se dio la
vuelta para salir de la cocina.
—¡Tuve miedo! —exclamó Clarence deteniéndola—. Me aterraba
la idea de que volvieras a hundirte. Camille te necesitaba y tú
estabas feliz con ella. ¿Cómo iba a reabrir esa herida?
—¿Y después? —Rose dejó caer sus lágrimas. De nuevo
aquellas viejas lágrimas que le quemaban la piel y la garganta—.
¿Por qué no me lo dijiste después? ¿Sabes el alivio que habría sido
para mí saber que estaba bien? No entiendo cómo pudiste hacerme
eso.
—Esperé porque creí que volvería y cuando pasó el tiempo sin
más noticias, pensé que no te merecía.
—Le dijiste que no me molestara.
—¡Y me hizo caso! ¿Tú me habrías hecho caso?
—Andrew no es como yo —dijo dolida—. ¿No puedes reconocer
por una vez en tu vida que te equivocaste? No importa si lo hiciste
por nuestro bien o por el motivo que sea. ¡Te equivocaste, nana!
—Podría haberte escrito a ti, pero no lo hizo.
Aquel fue un golpe inesperado que la dejó sin aliento. Era cierto,
fue él quien no le dio siquiera la oportunidad de decidir. Escribió a
Clarence, no a Berry. Berry se lo habría dicho y Andrew sabía que
Clarence no. No quería que ella supiese de él, prefería que pensara
que había muerto o que se había olvidado de ella. Se limpió las
lágrimas, no tenía sentido crear tanto alboroto por algo que ya no
tenía sentido. Quizá ella estaba equivocada después de todo. Quizá
él no la había amado tanto como creía. Cerró los ojos un instante y
las imágenes de aquellos dos últimos días volvieron a ella como un
ciclón arrasando con todas sus dudas.
—Lo siento —dijo Clarence de pronto—. Lo siento, mi niña.
Tienes razón, me equivoqué. Debería habértelo contado. Si sirve
para que me perdones, piensa que no sé lo que es el amor entre un
hombre y una mujer.
Rose lo agradeció. No necesitaba nada más. Se acercó a su
nana y la abrazó con cariño. Después se separó y la miró a los ojos.
—Sé que siempre te ha movido tu preocupación por mí y ahora
eres igual con Camille. No cometeremos los mismos errores con
ella. Siempre dejaremos que decida cómo quiere que sea su vida en
cada momento. La ayudaremos y la acompañaremos en su camino,
pero no le ocultaremos las cosas ni decidiremos por ella.
—¿Le vas a contar que Andrew es su padre?
Rose asintió
—Antes de que se marche se lo diré a los dos. Es lo que debo
hacer y sé que él no le hará daño. —Miró a su nana con interés—.
Nana, ¿por qué no te casaste?
La mujer se mostró un poco turbada por la pregunta.
—Nunca tuve un pretendiente.
—Creía que el señor Nicolson…
—Eso eran cosas de tu madre, que veía flores donde solo había
cardos. El señor Nicolson estaba interesado en una modistilla con la
que finalmente se casó. Por eso dejó la casa de tus padres y se
marcharon juntos a Gloucester. Nunca se sintió atraído hacia mí. Al
menos no que yo supiera. Hablábamos mucho, es cierto y quizá yo
sí tuve un sentimiento especial hacia él, pero no creo que fuese
amor porque lo olvidé rápido —sonrió—. No se está mal sola. Nadie
me dice lo que tengo que hacer.
Rose asintió pensativa. Ciertamente era agradable para una
mujer ser su propia dueña, no tener que esperar a que un hombre le
dijese qué debía hacer o cómo debía comportarse. También
resultaba gratificante tomar todas tus decisiones y no necesitar la
aprobación de tu marido para realizar cualquier gestión referente a
la casa o al dinero. Aunque para ello su padre tuviera que otorgarle
plenos poderes dos años atrás.
—Si lo pienso, he tenido una buena vida —dijo Clarence
reflexiva.
Rose la miró satisfecha y sonrió de nuevo con buen humor.
—Estás igual que siempre —dijo Andrew después de saludar a
Berry con gran alegría.
—Aquí se vive muy bien. Lena y los niños no habían sido nunca
tan felices. —Lo miraba con verdadero afecto—. Conocerte a ti fue
una bendición para mí. Quería darte las gracias por haberte dejado
atrapar por aquellos dos malditos.
Andrew lo miró burlón sacudiéndolo con firmeza y Berry soltó una
carcajada.
—Anda, vamos a tomarnos un vino. ¿Has probado los Castello di
Querceto? ¡Oh!, es bebida de dioses, te lo aseguro.
—Veo que te mueves por la casa como si fuese tuya —sonrió.
—La señorita Rose nos trata como si fuésemos su familia, no sus
empleados.
Andrew asintió.
—Es una mujer extraordinaria —siguió Berry—. Aunque eso ya lo
sabes.
Lo miró de un modo especial, como si le reprochara algo, pero no
dijo nada.
—Nunca imaginé encontraros así, de una manera tan… extraña.
—El destino tienes sus propios planes. Y hablando de ese
muchacho tuyo, parece que se ha aclimatado bien a su nueva vida.
Andrew asintió una vez y Berry sonrió. De pronto recordó la
primera vez que lo vio. Sentado en el suelo con las piernas
cruzadas, erguido y orgulloso, mirando al vacío e ignorándolo por
completo. Un titonwan impresionante, con su melena rubia y sus
fuertes músculos, que se empeñaba en mostrar sin pudor. Berry
nunca se había topado con alguien como Icamani.
—¿Cómo has dicho que se llama este vino?
—Castello di Querceto —repitió el criado—. Es el preferido de la
señorita Rose y como has podido comprobar, tiene muy buen
paladar.
—Sigues llamándola señorita Rose.
Berry asintió y después bebió de su copa. Andrew frunció el ceño
y desvió la mirada hacia la ventana. Los visillos se movían mecidos
por una suave brisa. Repasó la conversación que había mantenido
con ella paseando entre los olivos. Volvió a verla en el pueblo el día
anterior. Su sonrisa sincera, su mirada emocionada al verlo. Miró a
Berry con el corazón en los ojos y manos temblorosas.
—No se ha casado.
Berry negó con la cabeza y Andrew se puso de pie de golpe. Dejó
la copa sobre una mesa y miró a su amigo, aterrado.
—Esa niña… ¿Cuántos años tiene?
—Es tuya.
Andrew apretó los puños y todo su cuerpo se tensó.
—Yo… Rose…
—Por eso vivimos aquí. Tuvo que marcharse para no perjudicar a
sus padres. —Berry se había puesto de pie también y lo miraba sin
acritud—. Tranquilo, ahora es feliz. Esa niña es todo su mundo.
—Pero…
—¿Por qué no escribiste, Andrew? A mí, al menos. Yo te lo
habría contado.
¿Por qué no escribiste? Aquella pregunta se repitió una y otra vez
en su cabeza cuando salió de la habitación y corrió en busca de
Rose. Y siguió escuchándola hasta que se topó con Anthony y
Camille frente a una porción de tierra removida.
—Mira papá, Camille está construyendo un jardín para ella sola.
—Voy a plantar muchos geranios. Es mi flor preferida —dijo la
niña con una enorme sonrisa—. ¿Tú tienes una flor preferida?
—La rosa —dijo Andrew sin pensar.
—Pues plantaré un rosal también —afirmó Camille asintiendo una
vez.
Andrew se acercó a la niña con el corazón estremecido. Ahora
veía el parecido.
—Mi segunda flor favorita es la camelia. ¿Querrás plantar alguna
también?
La niña sonrió sintiéndose especial.
—Yo soy una camelia —dijo entusiasmada—. Mamá me llama
wahcawin, que significa mujer flor.
Andrew sintió que una garra le estrujaba el corazón. Miró a los
dos niños y vio el gran parecido que había también entre ellos.
Anthony sostenía la pequeña mano de su hermana y ella parecía
muy a gusto con él.
—¿Sabéis dónde está Rose?
Camille frunció el ceño con actitud reflexiva.
—Ha dicho que iba a tender las sábanas —señaló hacia el lateral
de la casa—. Por allí.
Andrew echó a correr y frenó en seco cuando llegó hasta ella.
Tenía los brazos elevados extendiendo la blanca tela mientras
tarareaba una canción. El cabello despeinado se movía con la brisa
escapando de su ligero recogido. Repasó su figura y sintió una
opresión en el pecho al recordarla en su sueño. Allí estaba el
destino mostrando sus cartas. Qué estúpido había sido creyendo
que podía vivir sin ella. No había pasado un solo día en el que no
hubiese algo que se la recordase. Un sonido, un aroma, un
estremecimiento… El corazón le latía acelerado y bombeaba sangre
con tal fuerza que la sentía fluir por todo su cuerpo.
Rose percibió su sombra y se giró sobresaltada. Había olvidado
lo sigiloso que podía llegar a ser.
—Andrew, ¿qué?
—Wahcawin —murmuró—. La llamas Wahcawin.
Rose sonrió ligeramente y sin que él dijese nada más soltó la
prenda que tenía en las manos y rodeó su cuello con los brazos.
—Sabía que volverías a mí.
Andrew se inclinó y la besó con tal ternura que hizo desaparecer
toda la tristeza y la soledad de sus corazones. Como si jamás
hubiese existido.
—¿Vais a casaros? —Felicia miraba a su hija sin saber si
emocionarse o asustarse.
—Sí, mamá. Cuanto antes.
—Pero…
No pudo encontrar nada que decir en contra de esa decisión. Los
dos eran adultos, tenían hijos a los que criar y vivir lejos de Londres
les facilitaba mucho la vida. No creía que a los habitantes de San
Gimignano le importase nada dónde había estado Andrew todo ese
tiempo. Una enorme sonrisa se fue dibujando en su rostro a medida
que las nubes de tormenta se disipaban en su cabeza.
—Casaros es… ¡Claro! ¡Es una idea excelente! ¿Se lo has dicho
a Camille?
—Se lo va a contar Andrew. A los dos.
—Entonces, tú eres mi papá —La niña lo miraba con el ceño
fruncido—. Y él es mi hermano.
Anthony también se estaba enterando en ese momento.
—Pero Rose no es mi madre —dijo el muchacho sin esconder su
decepción.
—No, pero lo será a partir de ahora.
Camille miró al muchacho sensible a su tristeza.
—No te preocupes, Anthony, aquí tendrás muchas madres y
abuelas. Lena, Clarence, la señora Francesca… Y ahora también
está la abuela Felicia. Mamá puede ser muy pesada dando besos, a
veces parece que no va a parar nunca, pero te acostumbrarás. Yo te
ayudaré. Si quieres puedo dejarte plantar algo en mi jardín. Y
podrás pasear por él siempre que quieras. ¿No te gusta ser mi
hermano? Yo soy muy buena y no voy a molestarte mucho. Prometo
no enfadarme más de una vez al mes. —Levantó la mano derecha
mientras ponía la izquierda en su pecho, tal como le había
enseñado a hacer Kevin.
Anthony había suavizado un poco su expresión, aunque la
tristeza no había desaparecido del todo. Rose observaba la escena
desde la puerta sin que ninguno de ellos se hubiese percatado de su
presencia y decidió que era el momento de intervenir.
—Anthony, ¿querrías venir conmigo un momento? Creo que aún
no has visto los caballos. Camille, ¿podrías quedarte con Andrew un
ratito más? —pidió al ver que la niña hacía ademán de levantarse
también—. Tu padre querrá que le cuentes todo lo que has
aprendido en estos años que él no ha estado con nosotras.
La niña miró al hombre de ojos azules como los suyos y asintió
una vez. Andrew sonrió con ternura y después miró a Rose para
agradecérselo con la mirada, pero ella y Anthony ya salían del
salón.
—¿Te gusta montar, Anthony?
El niño acariciaba un caballo bayo que aceptó paciente sus
caricias.
—No he montado nunca —dijo él.
Rose no disimuló su sorpresa. Que Andrew hubiese renunciado a
montar le pareció lo más asombroso de todo lo que había
descubierto en los últimos días.
—Ven, vayamos a sentarnos a aquel banco de allí —señaló fuera
de las caballerizas, un rincón rodeado de olivos.
El niño aceptó como si no tuviera más opciones y se acomodó a
su lado en silencio.
—Antes me has preguntado si yo era la Rose del cuento del
guerrero que se convierte en oso. —Había que ponerle un título a
ese cuento, se dijo—. Sí, yo soy esa Rose. Conocí a Ic… a Andrew
hace años, cuando tú eras un bebé. Y te voy a contar una historia
increíble para que sepas quién es de verdad tu padre y porqué
tenerlo a él es algo tan maravilloso.
Con voz suave y templada Rose comenzó su relato narrando las
historias que Andrew le contó sobre su vida antes de conocerla. Le
habló de los titonwan, de Tatewin, su mujer del viento… Le contó lo
que le ocurrió a su madre y cómo su padre lo cuidó y lo quiso hasta
que lo secuestraron y se lo llevaron de allí. Lo mucho que luchó por
volver y todo lo que sufrió hasta conseguirlo. También le habló de
ella y de cómo se enamoraron. El niño la miraba con ojos brillantes y
emocionados. Se había sentado con las piernas cruzadas sobre el
asiento, al estilo indio, colocándose de frente a ella.
—¿Y te dejó para ir a buscarme?
Rose asintió.
—Eres un niño muy afortunado, Anthony. Nunca te sientas triste
por no tener a tu madre, porque tienes un padre que te quiere por
los dos. —Le revolvió el pelo con ternura sin dejar de mirarlo a los
ojos—. Y quiero que sepas que hay hueco para ti en mi corazón. Un
espacio cálido y dulce junto al de Camille. Yo seré tu madre, si me
dejas.
El niño asintió una vez y cuando ella le abrió los brazos no dudó
en encerrarse en ellos.
—Aquí serás muy feliz, te lo prometo.
Anthony sonrió. Por fin iba a tener un hogar.
Epílogo
El verano se despedía en la Toscana. Los días eran más cortos y la
luz cambiaba la perspectiva del paisaje avivando los colores y
resaltando sus diferencias. Los padres de Rose se habían marchado
hacía dos días y la casa había retomado el pulso natural de su
rutina. Con la excepción de sus nuevos habitantes.
Observaba a los niños desde la ventana de su habitación. Con el
corazón pletórico de amor los veía como el mayor logro que alguien
pueda conseguir. Anthony se había integrado con tanta facilidad que
parecía que siempre hubiese vivido allí. La paz reinaba por doquier
y estaba segura que parte del éxito era de San Gimignano.
—¿Me estabas esperando?
La voz de Andrew la hizo volverse. Su marido se libró de la
camisa y la lanzó sobre una silla.
—¿Qué haces? —dijo ella riendo al verlo acercarse—. Los niños
están ahí abajo y podrían…
—Estoy sudado —la interrumpió, rodeándola con sus brazos—.
He ayudado al señor Matías a mover unos muebles y voy a darme
un baño. Pero podrías acompañarme…
Ella lo empujó sin dejar de reír, pero no tenía nada que hacer si él
no la soltaba.
—¿Qué pasa, señora Portrey? ¿Ya se ha cansado de su esposo?
—Jamás. —Respondió a su beso con deleite, recreándose en la
caricia de su lengua.
—Será mejor que salgas de este cuarto y te vayas muy lejos o no
podré contenerme —dijo él con voz ronca sin que sus labios dejaran
de rozarse.
Rose se apartó y caminó hacia la puerta.
—Esta noche tendremos una fiesta de aniversario —dijo Andrew
haciendo que se detuviera.
Rose se volvió a mirarlo con tal intensidad que lo dejó paralizado.
Su primera vez… Asintió como solía hacer él y se marchó dejándolo
sin aliento.
Esperaron a que todos estuvieran dormidos. Salieron de la casa
con una manta bajo el brazo, una botella de Castello di Querceto y
dos copas y se alejaron entre los olivos. La luna menguante los
miraba desde el cielo, pero Rose podría caminar por aquellos
senderos con los ojos cerrados.
Extendieron la manta en el lugar escogido y se sentaron uno
junto al otro. Querían saborear aquel momento único y nada mejor
para ello que el delicioso vino. Andrew sirvió las copas y brindaron
sus recuerdos.
—Todos los años hacía esto —explicó él—. Buscaba un lugar en
el que poder mirar las estrellas y pensaba en aquellos dos días que
pasamos siendo el uno del otro.
—Yo también —dijo ella—. Venía exactamente aquí e imaginaba
que estabas viajando por lugares exóticos y viviendo experiencias
maravillosas. Eso aliviaba mi corazón.
La miró y un velo de tristeza cubrió sus ojos.
—Hice todo lo que podía hacerse mal —musitó él—. No tendré
años suficientes para resarcirte por ello.
Rose sonrió feliz, vació su copa y la dejó apoyada en el tronco de
uno de aquellos olivos que los rodeaban. Después se giró hacia él y
tomó su rostro entre las manos.
—No tienes nada de lo que resarcirme, soy tan feliz que me duele
el corazón.
Andrew la tumbó con suavidad y luego hizo lo mismo
colocándose a su lado.
—Mirábamos las mismas estrellas —musitó.
Rose asintió y durante unos minutos permanecieron así, en
silencio, recordando cada uno su soledad y disfrutando de saberse
juntos. Ella giró la cabeza para observarlo complacida. Ya no había
un ápice de tristeza en su corazón. Nunca había reído tanto como
durante ese verano. Los niños, la boda, despertarse a su lado cada
mañana… Ni un ápice.
Andrew la miró con ojos encendidos y se incorporó para quitarle
los zapatos. Estaba dispuesto a deshacerse de su ropa interior, pero
descubrió gratamente sorprendido que no llevaba nada debajo del
vestido.
—Vengo muy bien preparada —dijo ella con absurda timidez.
—Ya lo creo que sí —respondió sonriendo.
Acarició sus piernas subiendo desde los tobillos y deteniéndose
en la parte interna de sus muslos.
—Eres tan dulce. Tan suave…
La tocó ligeramente y notó lo húmeda que estaba.
—Mi wahcawin —dijo con voz ronca antes de cubrir su boca con
un beso dulce y suave.
—¿Alguna vez soñaste con esto? —preguntó ella—. ¿Imaginaste
formar una familia conmigo?
Las caricias se detuvieron y la miró sorprendido.
—¿Alguna vez? ¡Cada noche!
Rose sonrió satisfecha.
—¿No hubo ninguna titonwan que despertara tu instinto mientras
estuviste allí? No hace falta que me mientas, sé que eres un hombre
fogoso y…
Andrew la miró muy serio.
—Jamás nadie después de ti —dijo muy despacio.
Ella lo miró con sus enormes ojos de niña curiosa.
—¿Ni una sola vez?
Él cogió una de sus manos y la hizo descender hasta introducirla
dentro de su pantalón.
—¿Crees que dejaría que alguien me tocara así, después de
haber tenido a la mujer más maravillosa de todos los mundos
posibles? No estoy loco.
—Icamani… —Se mordió el labio emocionada.
Él no necesitó más, utilizó sus manos y sus labios para responder
a su llamada. Rose sintió como se embotaban sus sentidos ante
tantos estímulos, pero aun así consiguió desabrochar los botones de
su pantalón y liberar el poder que escondía.
La tomó despacio. Quería sentir cada roce, escuchar cada
gemido de placer con sus sentidos alerta. Era suya para siempre y
disfrutaría de esa dulce agonía todos los días de su vida. Rose se
moldeó a su juego y cuando notó que sus movimientos se
aceleraban peligrosamente, lo empujó para colocarse encima. Sin
pausa volvió a introducirlo en su interior, pero se quedó casi inmóvil
mientras se quitaba la ropa. Andrew la miraba con ojos extraviados
y la amenaza de una explosión descontrolada si no se calmaba.
—Amor mío… —gruñó tenso—. Me estás matando.
Quedó expuesta ante él, con la luz de la luna bañando su cuerpo
y sus enhiestos pezones retándolo atrevidos. Andrew tomó uno de
sus senos con su mano y lo apretó con mirada perversa. Después
utilizó su dedo pulgar para acariciarle el pezón y jugar con su parte
más sensible. Rose se arqueó hacia atrás y entonces él lo pellizcó
con firmeza durante un segundo..
—¡Oh! —exclamó Rose sintiendo una conexión directa entre ese
punto y el lugar que él llenaba con su sexo.
Aquel momento les pertenecía solo a ellos, libres de cualquier
convencionalismo o tradición absurda que les impidiese mostrar lo
que verdaderamente sentían. Un guerrero titonwan y una joven
inglesa unidos por un sentimiento capaz de mover montañas y
trasformar a bestias en hombres. O viceversa.
Eran uno solo y la felicidad les impuso una única regla que
deberían cumplir sin excusas.
Amarse hasta el fin de los tiempos.
Nota de la autora:
Gracias por leer la historia de Icamani y Rose, espero que te haya gustado
tanto como a mí escribirla. Si es así, te agradecería que dejaras tu comentario en
Amazon.
Si me has descubierto con esta novela, te animo a buscarme en tu Kindle o en
Amazon directamente. Solo tienes que escribir mi nombre, Jana Westwood, en el
buscador y verás que hay muchas novelas románticas más, tanto históricas como
contemporáneas. Te dejo el primer capítulo de otra de mis novelas al final de este
libro.
Puedes encontrarme en Facebook e Instagram y estar así al día de las
novedades, además de poder contactar conmigo directamente.
Y a mis queridas y fieles lectoras, gracias por estar siempre ahí. Gracias por
acompañarme en esta aventura y por vuestro apoyo con cada nueva novela.
Gracias por compartir vuestras impresiones y por recomendarlas siempre. Me
siento muy afortunada por teneros y sois mi motivación a la hora de escribir.
Este año pienso contaros muchas historias, entre ellas una de piratas que
estoy segura os dejará sin aliento. También habrá la testigo de un asesinato, un
broker, alguna que otra infidelidad y muchas sorpresas. Mi cabeza bulle de
historias y estoy deseando compartirlas con vosotras.
Sois increíbles. Un abrazo enorme.
Hijo de la Oscuridad
«Los Darwood 1»
Capítulo 1
Heaven, Peterborough, Inglaterra, 1852
—Hija, Dios estará contigo en todo momento y debes esforzarte
en ser una buena esposa. ¿Podrás cumplir con tu obligación, por
muy dolorosa que te resulte a veces?
Elizabeth Hallsworth miró a su padre, confusa. Pero al pensar en
la vida que le esperaba al lado de su futuro esposo, una brillante
sonrisa iluminó su mirada.
—Sí, padre. James Darwood es un buen hombre y me tratará
bien, no se preocupe. —Se acercó al viejo párroco y cogió sus
manos—. Jamás imaginé que algo así pudiese sucederme.
¿Quién podía imaginarlo? Rowan Hallsworth, pastor de la rectoría
de Heaven, en Peterborough, no, desde luego.
James Darwood era propietario de dos minas de cobre y hierro en
Newley, en el condado de Yorkshire. Y, si no hubiese sufrido aquel
percance con su caballo cuando iba a visitar a unos amigos, jamás
se habría detenido frente a su casa. El pastor miró a su hija y
suspiró. No es que no creyera que un hombre pudiera enamorarse
de ella, él se había enamorado de su madre y ambas se parecían
como dos gotas de agua. Pero James Darwood… Ese hombre era
como el viento, había fuego en su mirada y no estaba seguro de que
Elizabeth, que era demasiado frágil y sensible, pudiese mantener
esa llama prendida sin llegar a quemarse.
—Lo único que siento es no tenerlo conmigo en el día más
importante de mi vida. Habría sido totalmente feliz si usted nos
hubiese casado —dijo abrazándolo.
—Tu futuro esposo tiene sus propios planes —respondió su padre
con seriedad.
—Pero no olvide que debe venir a visitarnos pronto.
—Mi único deber ya es para con mis feligreses. Tú, a partir de
ahora, pasarás a ser responsabilidad de tu esposo. Te dejo para que
puedas terminar de preparar tu equipaje, no debes retrasarte.
Cuando estuvo sola, Elizabeth se llevó las manos a la cara y
comprobó que las mejillas le ardían de la emoción. Aún no podía
creer que se fuera a convertir en la esposa de James Darwood. El
corazón le latía desbocado solo de pensarlo y no podía ni respirar.
Miró la ropa extendida encima de la cama y sintió deseos de llorar.
James le había dicho que no debía preocuparse por nada y que, a
partir de ese momento, tendría todo lo que pudiese desear, ya que
él se encargaría de dárselo.
Estaba deseando llegar a Newley House. Había oído hablar tanto
de esa casa, que ya la sentía como propia. Acostumbrada a vivir en
la pequeña rectoría de su padre, el cambio a la magnífica mansión
en la costa de Yorkshire iba a ser extraordinario.
—Pero ¿aún estás así? —Su tía, Jane, entró en el cuarto como
una tromba—. Vamos, niña, que el cochero está esperando.
La boda se celebró inmediatamente y Elizabeth se sintió la mujer
más feliz de la tierra… hasta que llegó la hora de cumplir con sus
obligaciones maritales. Había disfrutado de las insinuadas caricias y
los furtivos besos que su ya esposo le había prodigado en los cuatro
meses de cortejo, pero cuando llegó el momento de que esa
intimidad llegase hasta sus últimas consecuencias, todo su mundo
se vino abajo. Nadie le había explicado en qué consistía la
culminación misma de la unión entre un hombre y una mujer. Y
aquella suerte de jadeos, dolor y tensión, resultó insoportable para
ella. Su esposo necesitó tres días para poder penetrarla y conseguir
así que el matrimonio fuese consumado. Los dos primeros días hizo
acopio de toda su paciencia y cariño, pero al tercero no se contuvo
más, lo que para Elizabeth resultó una trasformación brutal.
Durante los meses que siguieron a la boda, ambos trataron de
establecer los cimientos de una feliz relación. Pero cada noche que
James la buscaba, era un suplicio para ella y eso la llevó a verlo
como un ser desprovisto por completo de humanidad. Aquello en lo
que se trasformaba cuando se colocaba sobre ella, era más cercano
a un animal que a un hombre. Pero lo que no podía entender era
que quisiera que ella hiciese esas cosas que le pedía. ¿Qué clase
de mujer creía que era?
James tuvo que acostumbrarse a hacerle el amor a su esposa
mientras ella le giraba la cara. Su autoestima y hombría se vieron
amenazados por las lágrimas que ella vertía cada vez que él la
tomaba, haciendo que se sintiera como un monstruo. No era así con
otras mujeres, solo con ella, la mujer a la que había elegido como
esposa. El momento más sublime en la relación de un marido con
su mujer, se convertía en un acto de depravación total a ojos de
Elizabeth y a James le costaba cada vez más soportarlo.
Después de cuatro meses de casados, Elizabeth quedó
embarazada y consiguió que su marido dejase de molestarla por las
noches con la excusa de que podía hacerle daño al bebé. Esa fue la
época más feliz para Elizabeth como señora de Newley House. A
partir de ese día, su rostro recuperó la sonrisa y sus ojos el brillo
que habían perdido. No le importaba lo que hiciera su esposo
respecto a sus necesidades masculinas y por eso nunca se enteró
de los detalles, pero sabía que James buscaba en otros lechos lo
que ella no le daba.
Aun así, su felicidad no duró mucho. En cuanto su vientre
comenzó a hincharse, empezó a vivir el embarazo como había
vivido lo que lo provocó. Trataba de no mirarse al espejo, de obviar
a aquel ser que crecía en sus entrañas sin que ella lo quisiera allí.
Cuando estaba sola se sentaba en el saloncito de tarde y hablaba
con la criatura de un modo que habría puesto el vello de punta a su
esposo, si la hubiese escuchado.
—No deberías estar ahí, pequeño monstruo —susurraba con voz
dulce—. Mamá no te quiere y se pondría muy contenta si
desaparecieras. Este mundo es horrible, estoy segura de que
estarías mucho mejor en el cielo. Serías un querubín y allí solo
conocerías la belleza y la bondad, hijo mío. Aquí te convertirás en
un hombre y harás cosas horribles. O, peor aún, serás una mujer y
el día de mañana tendrás que soportar que un hombre te haga las
cosas que tu padre me hizo a mí…
Curiosamente, Elizabeth jamás pensaba en su padre como esa
clase de hombre, no se planteaba el hecho de que, si ella estaba en
el mundo, era porque sus padres fornicaron tal y como lo había
hecho su esposo con ella. Jamás pensaba en ello, porque era muy
selectiva con sus pensamientos.
Sus rezos y súplicas al bebé no tuvieron el efecto que ella
buscaba y su vientre siguió creciendo lenta y paulatinamente, hasta
que llegó el temido día del parto. Nunca un alumbramiento tuvo
tantos visos de funeral. No había alegría alguna en la madre y el
padre estaba casi inconsciente después de una noche de alcohol y
sexo desenfrenado en un lupanar que era como su segunda casa,
de tanto que lo visitaba.
Connor Darwood no había sido un niño deseado y tampoco sería
un niño amado. Su padre lo toleraba con más o menos disimulo y su
madre lo ignoraba, como ignoraba el olor a perfume barato que
impregnaba la ropa de su esposo.
James y Elizabeth encontraron, en su indiferencia mutua, un
aceptable equilibrio. El ambiente en el hogar ofrecía una imagen de
aparente tranquilidad a todo aquel que los visitase. Su mujer era una
anfitriona extraordinaria, eso había que reconocérselo. Agasajaba a
los amigos de su esposo con una elegancia admirable y su cultura y
saber estar resultaban de lo más conveniente para James, que se
había ganado a pulso la fama de libertino y depravado. Sus
escarceos amorosos eran públicos y notorios, y a Elizabeth le
costaba cada vez más esfuerzo ignorar los comentarios en voz baja
de los criados.
Tras los reproches que la hija del párroco le lanzó a voz en grito,
James optó por llevarse a su hijo de dos años a sus encuentros con
mujeres de alta cuna y baja cama. El niño le servía de escudo frente
a las malas lenguas. O eso creía él, porque en Yorkshire todo el que
conocía a James Darwood, sabía de sus correrías. Entrando por la
puerta y teniendo que salir, en muchas ocasiones, por la ventana
tras la llegada del dueño verdadero de los afectos que él robaba. En
más de una ocasión se dejó olvidado al pequeño Connor, que le fue
entregado a su madre por un criado con mal talante.
Para compensarlo por esos descuidos, cuando cumplió tres años,
James le regaló un potrillo al que Connor llamó Rockett. Gracias a
él, el pequeño dejó de sentirse solo, ya tenía alguien con quien
jugar. Al principio era más una mascota, como uno de los perros de
su padre, solo que mucho más grande. El caballo los seguía a él y a
su niñera a todas partes y el niño solo se mostraba feliz cuando el
animal estaba cerca. A los cinco años su padre lo subió a su lomo
por primera vez y el caballo se mostró cauteloso y lento, como si se
asegurara de su protección. Enseguida, caballo y criatura, formaron
una unidad perfecta y Connor aprendió a montarlo con tal soltura,
que parecía sentirse más seguro sobre el animal que con los pies en
el suelo.
—¿Quién es esa mujer? —Elizabeth, que miraba a través de la
ventana como su hijo trotaba sobre su caballo ante la atenta
vigilancia de Craig, el mozo de cuadras, se volvió hacia él con
expresión arrogante—. No intentes negarlo, sé que se llama
Marguerite Dubois. ¿Creías que no iba a enterarme? ¡Todo el
mundo habla de vosotros!
James la miraba desde el sillón en el que estaba sentado
fumando su pipa y con un vaso de whisky en la otra mano.
—He tenido un día duro —dijo calmado—. No tengo ganas de
discutir, Elizabeth.
Su esposa lo miró con desprecio.
—¿No te importa que tus depravados actos estén en boca de
todos? Después de esa zarrapastrosa lavandera, creí que no
podrías caer más bajo. Pero ¿una francesa? ¡A saber lo que dirán
de nosotros cuando no estamos delante! ¿Cómo eres capaz de
hacerme esto?
—¿Es necesario que se entere todo el servicio de tu inestable
carácter?
—Que se enteren todos cuanto antes de la clase de hombre que
es su señor. ¿Te crees que no sé qué utilizas a nuestro hijo para
entrar en las casas de esas mujeres?
James torció el gesto y la miró con ironía.
—Todas piensan que es un niño encantador, no como su madre,
que no soporta tenerlo cerca. A algunas incluso les gusta abrazarlo
después de…
—¡Eres un monstruo! —lo cortó Elizabeth, furiosa—. ¿Sabes por
qué no lo soporto cerca? ¡Porque se parece a ti!
—Pues espero que el día de mañana consiga una esposa más
complaciente que la mía. Llevamos seis años casados y las veces
que hemos compartido lecho, ha sido contra tu voluntad. —Se puso
de pie después de dejar el vaso sobre la mesilla—. No sabes lo
agradable que puede llegar a ser cuando la mujer es dócil y
complaciente en lugar de una dura roca.
Ella lo miró con altivez.
—Te he dado un hijo, ¿qué más quieres?
—Ahora ya no quiero nada, querida. Buscaba una esposa, una
mujer que no huyese de mí cuando la rozase con mis dedos. Una
para la que tenerme dentro fuese un goce indescriptible, no una
tortura.
—Eso lo conseguiste con creces —le escupió Elizabeth mirándolo
con asco—. Y no solo entre mujeres de nuestra clase, también has
hurgado en la basura.
—Cuando a una mujer la despojas de sus ropas, no hay
diferencia.
—Eres… ¡Oh, te detesto!
—Tranquila, querida esposa, pronto dejarás de soportarme.
Como te decía, buscaba a alguien que me amase…
—Eso no es amor —lo cortó Elizabeth, tratando de disimular el
temor que había empezado a crecerle en el estómago—. Eso en lo
que te conviertes cuando… Eso es fruto de alguna posesión
demoníaca.
Elizabeth miró de nuevo a través de la ventana, Craig ayudaba a
Connor a bajar del caballo. El niño reía y brincaba entusiasmado y
su madre sintió un irracional rechazo hacia él. ¿Quién había
engendrado verdaderamente a aquel ser en su vientre? Su padre lo
tenía claro, estaba en los libros y se lo había explicado con suma
claridad. Lucifer había hecho presa de James y, por mucho que ella
trató de curarlo durante el tiempo que hizo uso de su derecho
marital, no pudo lograrlo.
James sintió que la rabia lo arrollaba como una ola. ¿Cómo se
atrevía a mirarlo con tanto asco?
—¿Y te extrañas de que busque en otra lo que tú nunca me has
dado? —escupió—. Marguerite es la mujer más dulce y encantadora
que he conocido jamás. La amo, es mejor que lo sepas, la amo
como jamás te amé a ti. Ella se derrite con mis caricias y no me mira
con ese desprecio que he aguantado de ti.
Elizabeth empalideció.
—¿Que la amas? —preguntó anonadada—. ¿Has dicho que la
amas? ¿Crees que eso es amor? Eso que haces con esas mujeres,
es una aberración. Lo que me hiciste a mí…
—¿Qué te hice que tanto te horroriza? ¿Cómo crees que tu padre
te engendró? —La había agarrado por los hombros y la obligó a
mirarlo—. Ese hombre al que tanto veneras, se metió en tu madre
igual que hice yo, ¡estúpida puritana!
—¡No! —gritó Elizabeth—. Mi padre jamás hizo esas cosas. Mi
madre se tumbó en la cama y él plantó su semilla en ella, pero no
hizo… lo que me hiciste tú. Eso no era un acto puro de entrega
era… era…
—¡Era un acto de amor! —exclamó él a punto de perder los
nervios.
—¿Amor? ¡Hiciste que me inclinara sobre la cama! Me sujetabas
los pechos mientras…
James entornó los ojos, como si no entendiera lo que tanto la
horrorizaba. Elizabeth estaba roja de vergüenza y temblando como
una hoja.
—Me llevaste al sótano y me obligaste a desnudarme, ¿ya no lo
recuerdas? Hiciste que yo te… que te tocara. Y luego me apoyaste
contra la fría pared de piedra y… ¡Oh, no puedo recordar aquello!
Eras un depravado, un monstruo…
Él apartó la mirada con cierta turbación. Quizá sí fue un poco
desmedido, teniendo en cuenta que ella era inocente y
completamente neófita en esos asuntos. Además, estaba lo de su
educación profundamente religiosa.
—Es cierto que debí tener un poco más de paciencia contigo —
dijo al fin—. Pero te aseguro que esas prácticas son normales entre
los esposos.
—Me niego a creer semejante desfachatez —dijo ella sintiendo
que estaba ganando la partida—. ¿Los esposos obligan a sus
mujeres a ver cómo…? No, no puedo decirlo en voz alta. Pero a
pesar de todo, yo cumplí como esposa, a pesar de la repugnancia
que me provocaba todo aquello, te di un hijo. Al menos merezco
respeto.
James apretó los labios.
—¿Y no te respeté? Cuando decidiste que no volverías a
compartir mi lecho, ¿no te dejé hacer tu voluntad?
—Sí, lo hiciste, pero solo porque tenía un arma contra ti. Aún la
tengo —dijo mostrando su última carta.
James la escudriñó con atención y su expresión fue cambiando a
medida que pasaban los segundos. Antes de escucharle hablar,
Elizabeth ya sabía que había perdido la batalla.
—Voy a divorciarme de ti.
—¡No! —gritó ella, asustada—. No lo permitiré. ¡Lo haré público!
Todos sabrán que fuiste tú… que tú eres…
James torció el gesto en una sonrisa.
—Hazlo, de ese modo el divorcio se me concederá de manera
instantánea. No tiene sentido que sigamos con esta farsa, tú me
detestas y yo dejé de amarte hace muchos años.
—Yo no te detesto. —Negó Elizabeth, aterrada—. Siempre te he
amado.
—¿Amor? No tienes ni idea de lo que es eso. Mira lo que le has
hecho a tu hijo, es una criatura triste y solitaria. Nunca has mostrado
el menor afecto hacia él.
—Eso no es cierto —dijo turbada.
—Nunca lo has querido —insistió—. Nunca lo abrazas, ni lo tocas
siquiera, como tampoco me tocabas a mí. Sabía que no te habría
causado ningún dolor que hubiese muerto antes de nacer. Pero creí
que, al tenerlo frente a ti y al poder abrazarlo, te conmoverías. —
Negó con la cabeza—. Pero ya sé que eso es imposible, porque
tienes el corazón más duro que haya visto jamás en un ser humano.
Eres incapaz de amar.
Elizabeth estaba temblando, nunca lo había visto así, ni siquiera
cuando perdía los nervios por su indiferencia. Se acercó lentamente
y puso una mano en su brazo, tratando de mostrar ternura.
—Estás molesto, ahora lo veo. Lo siento mucho, James —mintió
—. Sé que para ti la relación carnal es… distinta. Por eso he mirado
para otro lado cada vez que buscabas a esas mujeres… ¿No tienes
bastante con eso? Yo jamás me interpondré, puedes seguir
visitándolas, no me importa…
—¿Qué no te importa? ¡Pero si estás encantada! Preferirías que
me acostase con todas las rameras y damas de Yorkshire, si así
evitas que te exija aquello a lo que tengo derecho.
—No hables así —dijo mirando hacia la puerta—. Alguien del
servicio podría escucharte.
—¿Te crees que no lo saben? Todos son conscientes de que mi
mujer no me deja meterme en su cama.
—¡James!
Él negó con la cabeza y en su rostro había una firmeza que ella
no le había visto jamás.
—Se acabó, Elizabeth. Estoy dispuesto a dejarte ir en paz, no te
abandonaré a tu suerte, pero no puedo seguir con este falso
matrimonio. Marguerite es la esposa que yo necesito y no hay más
que hablar.
Elizabeth sentía que las olas se alejaban y se llevaban con ellas
toda su vida. ¿Cómo iba a permitirlo? ¿Cómo iba a dejar que esa
mujerzuela le arrebatase todo lo que era suyo?
—Está bien —dijo con la expresión de una reina que cede ante
sus súbditos—. Dejaré que vuelvas al lecho conyugal.
—¿Qué?
—Dejaré que tú… que vuelvas.
—Quítate la ropa —ordenó él—. Ahora.
Elizabeth empalideció.
—James…
—Quítate la ropa aquí, en este salón, y haz todo lo que te diga. —
Se acercó a ella y puso una mano encima de uno de sus pechos—.
Si me obedeces sin protestar, si eres capaz de disfrutar con lo que
te haga y juras por lo más sagrado que serás mi esposa en cuerpo y
alma, te doy mi palabra de que jamás volveré a mencionar el
divorcio.
Elizabeth temblaba como una hoja, pero no era de excitación,
sino de asco. Su cerebro le decía que hiciese lo que él le ordenaba.
Una voz le advertía a gritos dentro de su cabeza que iba a perderlo
todo para siempre.
—No lo permitiré —dijo con la voz helada—. No me sacarás de
mi casa.
James sonrió con cinismo.
—No puedes impedírmelo, querida y lo sabes. Podemos hacerlo
por las buenas o por las malas, tú decides. Estoy dispuesto a todo,
dejaré que todas mis infidelidades salgan a la luz. Incluso te acusaré
de adulterio, conseguiré que alguien jure sobre la biblia que se
acostó contigo. Tengo suficiente dinero para eso y para cualquier
otra cosa que se me ocurra.
Su esposa se tapó la boca con las dos manos para ahogar el grito
desesperado que se escapaba de su garganta.
—Te irás de esta casa y volverás con tu padre, ese mezquino y
falso hombre de Dios. Podrás vivir como una monja de clausura el
resto de tus días, si eso es lo que quieres. A mí me da lo mismo. —
Se dio la vuelta para marcharse.
—No te dejaré a Connor. —Lo dijo muy rápido, para no
acobardarse—. Me lo llevaré de esta casa y trataré de arrancarle
todo el mal que tú le hayas traspasado.
James la miró, levantando una ceja con total desprecio.
—Puedes llevártelo. Tenerlo aquí no haría más que recordarme el
error tan grave que cometí contigo.
Al girarse para salir del salón, se topó con la mirada intensa y
azul de su hijo, que estaba parado con la mano apoyada en la
manilla de la puerta.
—Lo siento, muchacho —dijo sin remordimientos—. Tu madre y
tú os marcháis a Heaven para siempre.
Los ojos del niño se llenaron de lágrimas mientras negaba con la
cabeza.
—La vida no siempre nos da lo que queremos, hijo. Tendrás que
ser fuerte y soportarlo. —Miró a su esposa, que sollozaba en medio
del salón—. No voy a abandonaros, no os faltará de nada. Tan solo
quiero vivir una vida plena con alguien que está dispuesta a
dármela.
—Está bien —aceptó Elizabeth limpiándose las lágrimas con
rabia, consciente de que había perdido su oportunidad—. Connor y
yo nos iremos de esta casa, pero solo si prometes que seguirás
considerándolo como tu legítimo heredero.
James miró al niño y después otra vez a Elizabeth.
—Legalmente seguirá siendo mi hijo, dejaré que te lo lleves
porque no quiero que mi nuevo matrimonio se vea empañado por mi
anterior error, pero si Marguerite…
—Sigo siendo guardiana de tus secretos, James. Y estoy segura
de que al duque de Cavendish le encantaría conocerlos.
—No me provoques, Elizabeth.
—No es una provocación, es una advertencia. Dame un motivo
para que te proteja o tendrás que enfrentarte a él. Los dos sabemos
que por mucho poder que tú tengas, el duque tiene más.
—No le tengo miedo —dijo con la mirada fría—. De ser así, no
me habría metido en la cama de su esposa, ¿no crees? Y puedes
apostar a que disfruté con cada una de las veces…
Elizabeth lo miró de la misma forma que él lo estaba haciendo.
Ella conocía bien la diferencia entre un hijo y una esposa.
—Como desees —dijo y pasó por su lado para dirigirse a la
puerta en la que seguía Connor como mero espectador.
—Espera. —La detuvo su aún esposo—. Está bien, te lo prometo,
aunque no es necesario. Connor habría sido mi legítimo heredero
igual, no tenía intención de hacer nada contra su derecho. Después
de todo, mis futuros hijos serán medio franceses, no me conviene
que mis compatriotas duden de mi fidelidad hacia la corona inglesa.
—Debes escribir un documento —dijo Elizabeth—. Quiero que
todo sea legal. Lo firmarás en presencia de testigos y me lo
entregarás. Además, Connor pasará aquí todos los veranos hasta
que cumpla la mayoría de edad, después él decidirá. ¿Estás de
acuerdo?
—Sí, mujer, estoy de acuerdo —dijo James con cansancio. No
veía el momento de librarse de ella.
—Cuando tenga ese documento, me marcharé y no volveremos a
vernos —dijo estirando tanto el cuello que se marcaron los tendones
como si alguien hubiese tirado de sendas cuerdas—. Maldigo el día
en que te paraste frente a la rectoría. Sin duda, ese día fui tentada
por el demonio y Dios me está castigando por mi mala decisión.
Salió del salón con actitud digna, pasando junto a su hijo sin el
menor gesto de consuelo, a pesar de sus lágrimas. James la siguió
enseguida, ignorándolo también. El niño se quedó allí, sujetando la
manilla de la puerta con una expresión de profunda y triste
desolación.
—Deja que me lo lleve, papá, por favor. —Su hijo lo miraba
suplicante con sus enormes ojos azules anegados en lágrimas.
James le acarició la cabeza, como se acaricia a un perro
obediente. Después se agachó para verle la cara y también para no
ver a Elizabeth, que los observaba desde el coche con impaciencia.
—Es mejor que se quede aquí, ¿no crees? —le preguntó—. No
hay sitio para él en Heaven, tu abuelo no tiene cuadras…
Connor miró a Rockett y sus ojos brillaron como diminutos
cristales con destellos acuosos.
—No quiero irme —musitó el niño sin apartar la vista de su
caballo, al que mantenía sujeto el mozo de cuadras—. No quiero.
Papá, deja que me quede, por favor, por favor.
Su padre lo cogió de la cintura y lo zarandeó un poco, obligándolo
a mirarlo.
—Eres un hombre, muchacho y los hombres no lloran. Algún día
todo esto será tuyo —dijo señalando a su alrededor—. Y tendrás
muchos caballos. Además, vendrás a pasar los veranos y Rockett
estará aquí esperándote, siempre.
Connor se soltó de su padre y corrió hacia el caballo.
—Ayúdame a subir, Craig. Vamos, date prisa —suplicó sin poder
contener las lágrimas.
El mozo de cuadras no se movió, aunque su rostro mostraba lo
conmovido que estaba. Él mejor que nadie sabía el enorme vínculo
que había entre ese niño y su caballo.
—Por favor, papá —susurró el pequeño cuando James llegó
hasta él y lo agarró de la mano—. Deja que me lleve a Rockett, es
mío, tú lo dijiste.
Su padre tiró de él y lo llevó hasta el coche. Lo obligó a subir y
cerró la portezuela después de empujarlo dentro.
—Marchaos de una vez —dijo irritado por el espectáculo.
El coche se puso en marcha y James se dio la vuelta para entrar
en la casa. Connor se quedó pegado a la ventanilla, mirando cómo
Craig se llevaba a Rockett de regreso a las cuadras. Sin lugar a
duda, aquel fue el día más triste en la vida de Connor. El más triste
hasta ese momento
Marguerite daba vueltas alrededor de la mesa recién traída de
París, como una niña jugando al corro de la patata, dando palmas y
sin dejar de reír.
—¡Oh, James! ¿No es preciosa!
Su esposo la miraba sonriente y satisfecho. Siempre era así con
todo, la alegría la desbordaba de un modo contagioso.
—Sí, lo es.
—Ahora ves que es tal y como te dije. Perteneció a Luis XV y ha
estado en mi familia desde que el rey nos la regaló. ¿Cómo has
conseguido que mi padre te la diera?
—Ha sido sencillo, le dije que tú la querías.
—¡Oh, mon cher père!
—¿Estás contenta?
Corrió hacia él, le rodeó el cuello con los brazos y, poniéndose de
puntillas, lo besó apasionadamente. Nunca dejaba de sorprenderle
la pasión con la que se entregaba a él. Era puro fuego en la cama y
parecía siempre hambrienta de sus caricias.
—Cuidado —dijo él poniendo una mano en su abultado vientre—.
El pequeño…
—Al pequeño le encanta que sus padres se quieran —dijo ella sin
soltar su abrazo.
James estaba convencido de que por fin había dado en el clavo,
que ella sería suficiente. Sintió la calidez que lo envolvía y la atrajo
hacia su cuerpo, haciendo que apoyara la mejilla en su pecho.
—¿Oyes mi corazón? —susurró mientras aspiraba el aroma de
sus suaves cabellos rubios—. Late por ti, amor mío, solo por ti.
—Y por tus hijos.
—Y por mis hijos —repitió él.
—Te amo, James, te amo muchísimo —dijo levantando la cabeza
para clavar sus casi transparentes ojos en él.
James lo sabía, lo sabía con cada poro de su piel, con cada
nervio y cada músculo. Lo amaba y él la amaba a ella como nunca
antes había amado. Y estaba seguro de que jamás podría amar a
nadie que no fuese su Marguerite.
—Connor, ¿por qué lo has hecho? —Su padre lo miraba con
severidad.
Marguerite trataba de contener las lágrimas, pero su rostro
evidenciaba el profundo disgusto que tenía. Había entrado en el
salón y había encontrado a Connor destrozando la preciosa mesa
francesa con la punta de una tijera.
El niño miraba la mesa con indiferencia y sin mostrar la más
mínima contrición.
—Te he hecho una pregunta. ¿Es que te has quedado sordo?
—No, señor.
—Entonces, ¡responde! —dijo sacudiéndolo del brazo con
violencia.
—Mamá dice que los franceses quieren quedarse con nuestros
territorios en África —dijo el niño de solo seis años, cabizbajo.
Su padre lo miraba sin comprender. ¿Había destrozado la mesa
porque era francesa?
—Connor… —Marguerite se arrodilló frente a él con dificultad, a
causa de su avanzado estado de gestación. Lo miró con los ojos
anegados en lágrimas—. Pero eso no tiene nada que ver conmigo,
mon chéri. Solo hace unos pocos meses que la mesa está bajo mi
custodia y mira lo que ha pasado. ¿Qué dirá mi papá? Tú sabías lo
mucho que quería esta mesa…
El niño la miró a los ojos con fijeza.
—Tú nos quitaste a mi padre. —Seguía sin levantar la cabeza y
hablaba con un tono triste—. Por tu culpa, ahora tengo que vivir en
aquella casa.
Marguerite empalideció cuando James giró al niño hacia él y lo
abofeteó con tal fuerza, que lo hizo caer al suelo. La francesa dio un
paso atrás y uno de sus pies trastabilló con la alfombra, haciéndola
caer de espaldas. James gritó su nombre, aterrado, pero no pudo
evitar la caída.
Connor permaneció de pie junto a la puerta de la habitación de su
padre toda la noche. Él no lo vio porque no se separó de su esposa.
El niño no respondió a ninguna de las apreciaciones que le hacían
los criados para que comiera o se retirara a dormir. Tampoco se
sentó en la silla que le llevó el mayordomo. Siguió de pie junto a la
puerta hasta que el médico visitó a Marguerite de nuevo al día
siguiente y confirmó que todo estaba bien. Aquel día, Connor supo
que su madre tenía razón, era un engendro del demonio. Había
estado a punto de matar a su hermano y había hecho daño a la
única persona que lo había tratado con cariño. Cuando Reece nació
dos días después y vio la mirada, absolutamente devota de
Marguerite, se hizo la firme promesa de odiarlo profundamente el
resto de su vida.
—¿Cómo está la pequeña Emily? —preguntó James mirando la
dulce carita sonriente.
—Está muy bien —dijo su madre, sosteniéndola orgullosa.
Imogen McLoughlin era la viuda de Brian McLoughlin, mano
derecha de James y responsable de la mina sur. Brian había muerto
la semana anterior en la inundación de uno de los túneles, cuando
trataba de salvar a varios de los mineros que habían quedado
atrapados. James pensaba encargarse de que a Imogen y su hija no
les faltase de nada, por eso le pareció buena idea que la mujer se
convirtiese en el ama de cría de Reece. No quería que Marguerite
perdiera la lozanía y firmeza de sus generosos pechos.
—Ya me ha dicho mi esposa que el pequeño Reece está
encantado contigo.
Imogen sonrió.
—Es un niño precioso, señor. Pero ¿seguro que su esposa está
contenta con que yo lo amamante? Ayer la vi llorando cuando
Reece terminó de comer.
—Mi mujer está sensible por el parto, Imogen. No tienes de qué
preocuparte.
—Muchas gracias, señor. Gracias por todo.
—No tienes nada que agradecer —la interrumpió levantando la
mano—. Sabes el aprecio que siempre le he tenido a tu familia.
Imogen posó los ojos en su niña y trató de que no se le notara la
turbación que le habían provocado sus palabras.
—Cualquier cosa que necesitéis, no dudes en pedírmelo
directamente, Imogen. Quiero que os sintáis aquí como en vuestra
casa.
La mujer asintió y sin más, madre e hija abandonaron el salón.