“Algunas cuestiones sobre la voz narrativa y el punto de vista”.
Conferencia dictada en el Postítulo de Literatura Infantil y Juvenil, 23/8/2005.
María Teresa Andruetto
“Compartiré con ustedes hoy algunas anotaciones, siempre parciales, siempre precarias, sobre este
tema, porque aunque me aproximo a cuestiones teóricas, es desde el propio lugar de escritura y desde
los conflictos e inquietudes que las cuestiones sobre el narrador presentan a quien escribe historias,
que voy a hablar/leer esta mañana aquí. Componer un texto narrativo implica, de entrada, tomar una
decisión sobre el punto de vista –dice María Filinich– Es precisamente la adopción de un ángulo de
observación de los sucesos por parte de un sujeto de enunciación lo que confiere a una serie de
hechos el carácter de historia. Porque –ahora continúo yo como sucede en la cultura desde la
prohibición del incesto, la resolución de una historia se asienta en buena medida en la prohibición, en
la selección, en el recorte y en la renuncia. Es bueno entonces saber que optar por un narrador es al
mismo tiempo una decisión y una renuncia, aceptación de los límites y de las leyes del narrar, porque
es precisamente la sujeción a una ley lo que hará que una historia pueda nacer desde el caos.
1. Para que la narrativa sea posible, es decir para que podamos acceder a los hechos que se nos
cuentan es indispensable entonces la figura del narrador. Así, un narrador es, en principio, la persona
verbal a través de la cual se ejerce el acto de contar. Pero, no tardamos en verlo, un narrador es
mucho más que eso, es por sobre todo la conciencia del relato, la conciencia a través de la cual pasan
los hechos contados. Así, en el acto narrativo que es el cuento (o la novela), el narrador cuenta, lo
que es decir da cuenta de su particular modo de ver esos hechos, ya que las cosas no son lo que son
de un modo absoluto sino que, podríamos decir siguiendo la frase popular, son según el cristal con
que se miran. Un narrador es entonces la conciencia (la ideología en su sentido más amplio) por la
que pasan unos hechos, por lo cual ese narrador ostenta un saber (y un poder) sobre lo narrado y
sobre el narratario, en tanto este no tiene otro modo ni otro camino de acceso a lo narrado, más que
ese.
2. Podríamos clasificar gruesamente a los narradores según la persona verbal utilizada, como
narradores en primera, en segunda, en tercera persona. Sin embargo, bastaría echar mano a los dos o
tres primeros ejemplos que encontremos para comprobar cómo lo sencillo puede volverse
infinitamente complejo, infinitamente rico en matices, según quién y cómo use la palabra yo, una
palabra que lo abarca todo: conciencia, ideología, sentimientos, conocimientos, lenguaje, cultura,
espacio geográfico, tiempo histórico, capacidad de comprensión, singularidad sobre todo pero
también pluralidad, distancia con lo contado, posición/ afinidades/ diferencias respecto de lo contado
y tantos otros matices y aspectos.
‘No quería un solo recuerdo de mi vida anterior. Lo que sí, había guardado una mini negra
killer total, un par de pantalones, las tres remeras que me hacían flaca y unas bombachas
sucias que encontré a último momento. Lo demás no me interesaba. Tenía que guardar
espacio para mis objetos preferidos: el autógrafo de los menudo, que custodiaba celosamente
desde los siete años, mis dos álbumes con fotos de Ricky y la botella de agua mineral
Villavicencio, de las de vidrio, que él me había dado en persona en la disco Gualeguaychú–
Pamela. Un poster de la Teleclick, tamaño doble, donde se le ve la pierna entera y parece
desnudo, mi medallita de la virgen de Lourdes y el pañuelo blanco con la ‘E’ a un costado y
con la transpiración de Ricky impregnada a fuego en la tela. Eso y el teléfono de Nélida
Doménico era todo loque necesitaba. ...
... pensé que me iba a deshidratar. Había perdido litros llorando y no paraba de hacer pis,
con la nariz tapada y haciendo fuerza con las piernas, tratando de mantener el equilibrio
para no tocar el inodoro. Agotada. Entonces entró Titina, la vendedora de la disquería
Chorus, a los saltitos, como si fuera una aparición en forma de conejo. Falsa como siempre y
con las uñas larguísimas y prolijas haciendo juego con la chomba.
Esperanza, ¿qué hacés acá?, me dijo sorprendida y gangosa con voz de que se meaba.
Me voy a Buenos Aires, le confesé, a tener un hijo de Ricky Martin, y me arrepentí al instante
de habérselo dicho.’
Este párrafo que les traje, ejemplo de narrador en primera persona, pertenece a La asesina de
Lady Di, de Alejandro López, editado por Adriana Hidalgo. Si bien no ha sido editado en el circuito
de literatura juvenil (descreo bastante de esas clasificaciones), creo que merecería estarlo, mejor
dicho, creo que los jóvenes merecerían acercarse a esta novela durísima en la que lo que parece una
historia de adolescentes caprichosas, va derivando –de un modo almodovariano– hacia el suspenso y
el terror.
La narradora –Esperanza–, una adolescente obsesionada por tener un hijo de Ricky Martin, sale
de Gualeguaychú abandonando a la madre y al padrastro para intentar realizar su sueño en Buenos
Aires. Su decir es un sistema inagotable –muy bien ensamblado– de citas televisivas y de saberes
aprendidos en revistas del corazón. Pero pronto lo banal se vuelve complejo, o mejor dicho, pronto
se muestra lo complejo que es la banalidad, porque en el mundo de Esperanza –en la profundidad su
Yo– las fotos del diario, la televisión, la guía telefónica, la noticia radial constituyen sus únicas
posibilidades. […]
La tradición oral, lo mismo que la literatura narrativa de carácter sagrado, implica la existencia de
un narrador cuya autoridad no sea puesta en duda. En la tradición oral el narrador trabaja a partir de
la tradición, en la literatura sagrada, el narrador es el inspirado a quien Dios le ha insuflado el
conocimiento, pero siempre es depositario de toda la verdad y tiene la última palabra sobre la
historia.
‘En un pueblo de Kateraka vivía un barataka llamado Luntaka, quien tenía un discípulo
llamado Kuntaka, que era tan tonto como tragón. Un día, en ocasión de una fiesta, Kuntaka
había recibido como limosna treinta y dos pasteles. Mientras volvía a su casa le acometió el
hambre y entonces pensó: de estos pasteles, mi maestro me dará la mitad que me
corresponde, de manera que puedo comerme mi mitad. Y así se comió dieciséis pasteles.
Luego siguió razonando de ese modo: ahora me dará la mitad de estos. Voy a comerme
inmediatamente mi mitad, que son ocho pasteles. Se comió los ocho pasteles y así continuó
hasta que solo le quedó medio pastel, que entregó a su maestro.
Este le dijo: —Pero, ¿qué es esto?¿Nuestro hijo espiritual no te ha dado más que medio
pastel, o tú te has comido la mitad?
El discípulo respondió: —Tu hijo espiritual te aprecia y por ello me ha dado treinta y dos
pasteles, pero yo me los he comido.
Al oírlo, el maestro dijo: —¡¿Cómo has hecho eso?!
Y entonces el discípulo, en presencia del maestro, se tragó la última mitad de pastel y dijo: —
¡Pues así es como lo he hecho! (en Fábulas Hindúes. Barcelona, Astri).’
5. En la mayoría de las obras narrativas para adultos del siglo XIX los escritores no aparecen muy
preocupados por el problema del narrador (el novelista cuenta y da por supuesto que unos lectores lo
leerán y eso basta). La conciencia acerca de la figura del narrador se acrecienta notablemente en
torno a Freud y al descubrimiento del inconsciente, sin los cuales no podrían explicarse ni Joyce, ni
Hermann Broch, ni Kafka, ni Faulkner, por dar solo algunos ejemplos, y desde entonces ya no cesa
de complejizarse, paralela a la convicción cada vez más potente de que no existen verdades
absolutas, que cada uno de nosotros construye su pequeña verdad. […]
6. Hasta la ruptura epistemológica que significó la finalización de la edad media (la revolución
copernicana, la caída de un mundo teocéntrico y de una concepción trascendente de la vida, la
aparición del humanismo, todo lo cual conforma una de las crisis mayores en la historia del hombre)
el narrador en tercera omnisciente fue, prácticamente, el único modo de contar: el hombre no
conocía, casi diríamos, otro modo más que este. Narrador en tercera omnisciente o un narrador/un yo
autobiográfico (primera persona, no ficcional, adherida al autor, que narraba lo que le había sucedido
a él). Por esa razón y por la cosmovisión que sostiene, al narrador omnisciente, aquel tipo de
narrador primigenio, el narrador del illo tempori, nos llevará siempre a hechos sucedidos – o como si
sucedieran– en el tiempo del Mito o en los comienzos de la Historia (tan en los comienzos que los
hechos son imprecisables en el tiempo e indefinidos en el espacio) y resultará de gran eficacia para el
relato épico y para el desarrollo de lo heroico, así como será parte constitutiva del género
maravilloso (también de lo maravilloso contemporáneo, incluso en buena medida de lo que llamamos
el realismo mágico). Se trata, hoy como ayer, de un narrador que posee un saber total sobre lo
contado, un narrador que a la manera divina sostiene un mundo donde luchan el Mal y el Bien, un
mundo de fuerzas antagónicas donde, después de muchas adversidades, el triunfo del bien puede ser
garantizado. Un narrador, en fin, en el que podemos confiar, razón por la cual aparece con mucha
frecuencia (aunque no siempre con la misma eficacia) en la literatura destinada a chicos y jóvenes.
El narrador omnisciente, un narrador que en buena medida se acompaña por verbos en pretérito
imperfecto, que aportan un matiz de durabilidad en el pasado y de acción de efecto inacabado,
impreciso, remite –como decíamos– a un tiempo lejano, ya perdido, un tiempo atravesado por las
fuerzas del bien y del mal, atravesado también por el asombro y por la magia y fuertemente anclado
en una dimensión ética de la existencia. Se trata de un narrador que reclama un tú lleno de fe, un tú
que acepte sin remilgos el mundo narrativo que se le ofrece, un tú lleno de asombro y credulidad
[…].
8. En el caso de las narraciones en tercera persona no omnisciente, y también por supuesto en el
caso de los relatos en primera persona, el narrador tiene un saber y un poder parcial sobre los hechos,
como tendría un personaje y como también tenemos las personas. Por supuesto que apenas dicho esto
se abre otra vez una infinidad de matices, según quién sea ese Yo que se convierte en sujeto de
enunciación o según quien sea ese en el que focaliza el narrador. […]
9. En el caso de un narrador en tercera no omnisciente, la idea capital es (Roland Bourneuf/ Rèal
Ouellet: La Novela, Editorial Ariel):
¿El narrador está dentro o fuera de la historia que cuenta? ¿Qué tan adentro? ¿Qué tan afuera?
¿Hasta dónde debe/puede/quiere quien escribe hacer que el narrador en tercera acerque el ojo al
personaje focalizado?
Las más de las veces el grado de acercamiento o de distancia que el narrador mantiene respecto de
la historia es el efecto que garantiza el éxito de la narración. Grado de acercamiento o de distancia
que en el proceso de escritura no siempre obedece a una decisión teórica previa sino que más bien
cae como una intuición, o más aún como algo que el oído capta del mundo circundante y que deviene
en comienzo de una voz narrativa de cuyo hilo hay que empezar a tirar.
10. A la hora de escribir una historia, una vez decidida la voz narrativa y el punto de vista desde el
cual narrar, se vuelve fundamental el control de esa voz narrativa como una unidad (hecha de
cohesión, de coherencia ideológica, psicológica, social, cultural, lingüística) de todo lo contado para
que no se interponga nuestra propia voz ni interfieran otras voces posibles ni otros posibles saberes o
poderes sobre lo narrado. Hiperconciencia también acerca de las posibilidades, tonalidades y límites
que cada tipo de narrador ofrece.
Algunos narradores son más difíciles de sostener con elegancia a todo lo largo de un cuento o de
una novela. El narrador en segunda persona, por ejemplo, a menudo demanda verbos en futuro, y nos
lleva con frecuencia a un matiz imperativo, a lo indefectible, a cierta condición de inevitabilidad de
los hechos narrados. Cuestión que puede venir a enriquecer o a entorpecer lo contado, según el
proyecto de escritura que tengamos.
Suceden cuestiones similares en otras exploraciones narrativas poco usuales, tales como un
narrador impersonal sostenido por verbos en infinitivo a la manera de un instructivo (un ejemplo
muy interesante es el cuento “Antieros” de Tununa Mercado) que acaso también puede llevarnos a
ese callejón narrativo que –de no tener quien escribe un manejo excepcional de su herramienta–
puede convertirse en callejón sin salida. […]
11. El punto de vista desde el cual se cuenta una historia es lo más importante en esa historia, lo
primero a decidir, lo que determinará todo el resto, cada palabra, cada puntuación que ahí vaya. Me
atrevería a decir que el punto de vista y la voz nacen siempre –por lo menos así me sucede a mí a la
hora de escribir con la historia misma. Me parece que una historia no es tal por separado sino a
través de su narrador y su punto de vista. Que nosotros la separamos a los efectos de trasmitir el
proceso de escritura o de lectura, pero que ambas cuestiones– lo narrado y el punto de vistas son todo
una sola misma cosa.
12. ¿Dónde colocar el ojo? El punto de vista está constituido por la siempre particular voz que
narra, por la distancia, vinculación, grado de compromiso y ángulo de mirada que el narrador tiene
con respecto a lo narrado, más eso inapresable (lo más difícil de alcanzar en la narrativa) que es el
tono, acaso el estado íntimo y el grado de subjetividad con que quien escribe una historia pretende
que el narrador narre lo narrado. El tono: estado, sutileza, espiritualidad que el narrador imprime de
un modo sutil, casi invisible (como una lluvia de polvo) sobre lo narrado.
13. El tono va siempre en estrecha relación con el narrador elegido y con el punto de vista y se
manifiesta –como todo en un texto– en las palabras elegidas y en su especial, particular,
combinatoria.
Al respecto, recuerdo muy bien el tiempo que me tomé en elegir los nombres de los personajes en
los cuentos de El anillo encantado: resulta obvio que es muy diferente el efecto de llamarlos
Longobardo, Ifigenia, Sadha o Talafú, a llamarlos Juan, Alicia, María o Mirta. Tampoco, entre los
nombres occidentales, contemporáneos y familiares da igual llamar a un personaje Juan o María,
apelando quizás a lo arquetípico –pienso en Juancito y María, los personajes de Javier Villafañe–
que llamarlos Susana o Rubén. Porque, como en aquel cuento de Iris Rivera, cada palabra tiene su
peso y su poder y le corresponde a quien escribe aprender a sacar partido de ellas. […]
14. Podemos ver el tono poético del narrador en tercera en Un cuento por donde pasa el viento
(Cecilia Pisos, Editorial Sudamericana) tono al que se ingresa y del que se sale, en contrapunto, con
suave ironía, de modo que el tú que por momentos está lleno de fe, por momentos se retira, sonríe y
reflexiona sobre ese tipo de cuentos. Podemos ver esto ya desde el pequeño párrafo introductorio que
nos advierte acerca de la diferencia entre lo que leeremos y los cuentos tradicionales de princesas:
‘En este cuento hay un ogro que guarda una torre. En la torre hay una princesa gordita y
llena de moños. Y en el corazón de la princesa, un príncipe enamorado.’
Lo que inmediatamente muestra el envés de los cuentos de maravilla tradicionales, al mismo
tiempo que la ironía –aquella sonrisa de la razón– hacia ellos (por lo de la princesa gordita, digo). A
partir de allí, lo clásico (el tono poético) y lo contemporáneo (la ironía sobre lo poético) alternan y se
sostienen –con pericia oscilante– lo primero en las convenciones temporales y espaciales (muchos
años atrás, con sus manos como garras/ El tiempo pasaba, la princesa/ Un día el ogro ya había
contado/ El príncipe salió al galope en su caballo) y lo segundo en la desmesura y en la
incorporación de elementos foráneos al illo tempori (la princesa baldeaba cada mañana la terraza
de la torre con sus lágrimas/ el príncipe la miraba desde la carpa/ tomaba matecitos de menta).
12. La parodia requiere del yo que narra un tono que presupone que comparte con el tú que
recepta un saber previo. Es lo que sucede en el narrador redondo y sin fisuras que utiliza Ema Wolf
en Barbanegra y los buñuelos (Kapelusz, colección La Manzana Roja), narrador en tercera
focalizado en el personaje de Doña Trementina Barbanegra, que relata al mismo tiempo que las
aventuras del pirata apasionado por los buñuelos, la parodia de una historia de piratas, un tipo de
relato que –se supone– conocen por igual narrador y narratario, tanto como el autor y el lector.
‘Doña Trementina Barbanegra –así se llamaba– subió a bordo del Chápiro Verde el día en
que su hijo se hizo a la mar por primera vez, y solo para alcanzarle el tubo de dentífrico
concentrado que el muy puerco se olvidaba.
El Chápiro Verde soltó amarras y nadie notó sino hasta tres días después que la señora
había quedado a bordo. La encontraron dándole consejos al cocinero de cómo preparar la
salsa tártara en un molde de budín inglés.
–¡Madre! –dijo Barbanegra al verla.
–¡Hijo! –dijo Trementina.
Y se quedó.
El amanecer, el mediodía y el crepúsculo la encontraban en cubierta sentada sobre un barril
de ron antillano, atenta al laboreo de las velas, vigilando los borneos del viento y
desparramando advertencias a voz en cuello.