El Perú entre 1680 y 1750
1 Tau Anzoátegui, 2004, p. 433.
1Los historiadores han afirmado con frecuencia —a partir de consideraciones de diverso tipo:
económicas, políticas y, también, algunas referidas a desastres naturales que asolaron el territorio,
como los grandes terremotos del Cuzco en 1650, y de Lima en 1687— que el virreinato del Perú
entró en un proceso de decadencia en la segunda mitad del siglo xvii. De entre dichas
consideraciones, se suelen mencionar la caída de la producción minera; la crisis producida con
respecto al empleo de la mano de obra indígena, por el aumento de las denuncias frente a los
abusos que se producían; las incursiones de piratas y de corsarios en las costas peruanas; y la
menor capacidad política de los virreyes de ese tiempo, a excepción del conde de Lemos y del
duque de la Palata1. Fue también grave la crisis fiscal en el virreinato, perceptible en la
disminución de los ingresos de la Real Hacienda, en el contexto de una indudable crisis imperial.
Sin embargo, lo cierto es que el siglo xvii se caracterizó por una creciente autosuficiencia del Perú
en el contexto de la monarquía hispánica, tanto en lo referido a lo económico —con el crecimiento
y mayor dinamismo de los circuitos mercantiles internos— como en lo tocante a los intereses de
los grupos poderosos locales que empezaron a imponerse frente a los designios de la Corona,
representada por los agentes de la Administración.
2 Burkholder, Chandler, 1984.
3 Muro Romero, 1982.
2En efecto, a lo largo del siglo xvii los agentes de la Administración desempeñaron sus funciones
en una sociedad en la que se iba fortaleciendo el sentimiento criollo, y en la cual eran crecientes
las dificultades para hacer valer la autoridad de la monarquía de modo efectivo. Además, en
muchos casos, los agentes de la Administración llegaron a aliarse con las élites locales, con el
consecuente perjuicio para los intereses de la Corona. En ese sentido, cabe citar a Burkholder y
Chandler, quienes denominaron «edad de la impotencia» —desde una perspectiva monárquica—
a buena parte de ese siglo xvii2, al punto de llegarse a la «reforma del pacto colonial» en Indias3,
en virtud de la cual el soberano aceptó tácitamente el predominio de los intereses locales en el
Nuevo Mundo.
4 Puente Brunke, 2012, p. 49.
3Así, en el ámbito del gobierno de las Indias, esa impotencia de la Corona se manifestó en muchos
aspectos a lo largo del siglo xvii, y muy particularmente en sus décadas finales. Pongamos el
ejemplo de los ministros de la Audiencia de Lima: sus vinculaciones con la aristocracia de la tierra,
los insuficientes salarios, los largos períodos durante los cuales permanecían en un mismo destino
y otros factores concomitantes llevaron a que esos magistrados, que representaban al monarca, se
aliaran con frecuencia con los intereses locales. Estos se fortalecieron a lo largo del siglo xvii, al
punto de que la crisis económica de la Península tuvo un correlato distinto en el Perú: se dio un
notable desarrollo interno en lo económico y mercantil, con el consecuente beneficio para las
élites peruanas4.
5 Andrien, 2011, p. 68.
6 Lohmann Villena, 2000, p. 13.
4El período constituido específicamente por las dos décadas finales del siglo xvii y las cinco
primeras del siglo xviii fue bastante complejo. A fines de la decimoséptima centuria, el virreinato
peruano ya había dejado de ser la principal fuente de recursos indianos para la Corona. En efecto,
hasta la década de 1670 había sido el Perú la fuente de las cantidades más sustanciales de rentas
que llegaban a la metrópoli. Después, los envíos efectuados desde Nueva España fueron
superiores5. Además, la autoridad de los agentes de la Administración —como acabamos de decir
— tenía cada vez más dificultades para prevalecer. Por otro lado, las dos primeras décadas del
siglo xviii presentaron una situación de inestabilidad en lo referido al ejercicio de la autoridad
virreinal, debido a la sucesión de varios personajes en la primera magistratura en un corto período
temporal. Tal como afirma Lohmann Villena, «las interrupciones en la transmisión del gobierno se
suceden casi con la variedad de imágenes de un caleidoscopio». En efecto, en 1705, a causa de la
muerte del conde de la Monclova, la Audiencia asumió el gobierno de modo interino. Dos años
después se inició el período gubernativo presidido por el marqués de Castelldosrius, que solo duró
tres años. En 1710 reasumió el poder la Audiencia, para transmitirlo al obispo de Quito, Diego
Ladrón de Guevara. Este gobernó hasta 1716, tras lo cual el poder recayó nuevamente en la
Audiencia y luego en el arzobispo de La Plata, Diego Morcillo. Entre 1716 y 1720 gobernó el
príncipe de Santo Buono, tras cuyo mandato volvió a ejercer la autoridad virreinal el prelado
Morcillo, quien ya por entonces era arzobispo de Lima6.
7 Moreno Cebrián, 2000, p. 158.
5En 1724 inició su gestión al frente del virreinato el marqués de Castelfuerte, José de Armendáriz y
Perurena, quien llegó a Lima con el claro propósito de ordenar el gobierno y la Administración y
afirmar la prevalencia de los intereses de la Corona. Particularmente importante fue su interés por
reprimir el comercio ilícito, al cual se le atribuían no pocos de los problemas financieros por los
que la monarquía atravesaba. Castelfuerte consideró crucial la extinción de esa práctica, para
devolver «el curso y riqueza de los galeones y, por consiguiente, la opulencia antigua del Perú7».
8 Tau Anzoátegui, 2004, p. 432.
6Sin embargo, desde comienzos del siglo xviii se produjo el traslado del centro de gravedad
económico y estratégico del Imperio desde Lima a México, tanto por la mayor importancia de la
minería novohispana, como por el papel del Caribe, como región donde se dirimía la hegemonía
de las potencias colonialistas europeas8. No obstante, y a pesar de este hecho, tanto Nueva
España como el Perú iniciaron el período cronológico que estamos estudiando con una
característica en común: la de la notoria autosuficiencia económica que manifestaron a lo largo del
siglo xvii. Peter Bakewell lo ha explicado muy bien para el caso mexicano, en un párrafo que puede
ser también aplicable a lo ocurrido en el Perú:
9 Bakewell, 1997, p. 324.
Nueva España pudo prescindir de Europa como proveedora de mercancías y de capital, dejando de
ser un manantial del que manaban riquezas que atravesaban el Atlántico para sostener la
economía europea, y conservando cada vez más sus recursos para beneficio propio. La Nueva
España […] se convirtió en la fuente financiera de su propia defensa, en la proveedora de los
artículos que ella misma necesitaba, y en la sede de una sociedad definida que le era propia9.
7Además de reflexionar sobre las investigaciones desarrolladas en torno a la organización
territorial y el control administrativo en el virreinato peruano en el período propuesto, en este
trabajo nos referiremos también a la noción que se tenía por entonces de la Administración
pública, así como a lo relativo a las posibilidades reales que las autoridades tenían para hacer
eficaces sus mandatos, considerando las dimensiones territoriales del virreinato y las dificultades
en las comunicaciones.
El espacio del virreinato y la organización territorial
10 Hampe Martínez, 1988, p. 60.
8El estudio de la organización territorial del virreinato resulta muy complejo por diversas razones.
En primer lugar, las normas referidas al régimen gubernativo variaban con frecuencia y, por tanto,
se alteraban las relaciones de subordinación o de dependencia entre los ámbitos de la
Administración, muchas veces con repercusión en las jurisdicciones territoriales. Todo ello
confunde a quien estudia esta materia desde los paradigmas contemporáneos. Además, la propia
documentación emplea términos diversos —como reino, provincia o distrito— para referirse a las
circunscripciones territoriales, sin precisar sus peculiaridades10.
11 Ibid., pp. 66-67.
9Originalmente, el territorio del virreinato del Perú abarcó casi toda la América del Sur. De
acuerdo con una Real Provisión de 1543, seis grandes provincias o gobernaciones conformaron la
jurisdicción virreinal: Nueva Castilla, Nueva Toledo, Río de la Plata, Quito, Río de San Juan y
Popayán. A medida que fue avanzando el siglo xvi, se fueron creando nuevas gobernaciones
dentro del virreinato, como las de Bracamoros y los Quijos, las de Chucuito y Santa Cruz de la
Sierra, y las de Tucumán y Paraguay. Igualmente ocurrió con la gobernación de Chile y Tierra Firme
o Castilla del Oro, que a mediados del siglo xvi pasaron a depender de la Audiencia limeña11.
10Sin embargo, el poder verdadero lo ejercían las jurisdicciones de las audiencias. Por ello, el
virrey del Perú desplegaba su autoridad de gobernador de modo efectivo en el territorio
correspondiente a la Audiencia de Lima, al igual que en los de las audiencias subordinadas de
Quito y de Charcas. En los casos de las otras audiencias correspondientes al virreinato del Perú, el
poder radicaba en el respectivo presidente de cada audiencia y en sus magistrados.
12 Diego-Fernández Sotelo, 2000, p. 542.
11En el caso de las audiencias virreinales —como la de Lima— el poder político lo compartían el
virrey y la Audiencia. No obstante, los virreyes no permanecían muchos años en sus cargos —salvo
algunas excepciones— y muchas veces debían dar por concluidas sus funciones justo cuando se
estaban familiarizando con el gobierno. En cambio, los ministros de las audiencias en general
permanecían en sus puestos durante más tiempo, usualmente estaban vinculados a las élites
locales, y además era la Audiencia el cuerpo político de donde emanaba la ley, la administración
de justicia y las decisiones políticas más importantes, por medio del real acuerdo, o bien cuando
ejercía de Audiencia gobernadora por fallecimiento o ausencia del virrey12.
12En este sentido, Bravo Lira ha explicado muy claramente la trascendencia de las jurisdicciones
audienciales:
13 Bravo Lira, 2004, pp. 395-396.
El espacio político se constituyó, conforme al principio iurisdictio cohaeret territorium, a partir de
la Real Audiencia, como supremo tribunal. En cuanto tal, la audiencia cierra y encierra
jurisdiccionalmente el territorio, en términos que nadie dentro de él puede ir a pedir justicia fuera,
como tampoco nadie de fuera venir a pedirla dentro. […] No sin razón algunos han visto en él […]
el origen del que surgió más tarde un país independiente, cuyos límites territoriales son más o
menos los mismos de la Audiencia13.
14 Ibid., pp. 396-397.
13El mismo autor nos recuerda que, del mismo modo en que ocurría en las chancillerías de
Valladolid y de Granada, las audiencias en el Nuevo Mundo representaban al rey; así, se les
otorgaba el apelativo de real, recibían el tratamiento de alteza, que era el propio del monarca, y
sus actuaciones se desarrollaban bajo un dosel. Además, las audiencias custodiaban el sello real,
que era el máximo símbolo de la realeza en Castilla. La entrada del sello real en una ciudad se
hacía con todas las solemnidades propias de la entrada del rey en persona14.
15 Pietschmann, 1994, p. 84.
14Así, las jurisdicciones territoriales en las que se ejercía un poder efectivo eran las de las
audiencias, y no las de los virreinatos. Pietschmann ha señalado cómo «los virreinatos no tenían la
autoridad suficiente en toda su extensión territorial como para aglutinar de forma duradera
determinados territorios15».
16 Tau Anzoátegui, 2004, p. 433.
17 Hampe Martínez, 1988, pp. 69-70.
15Formalmente, sin embargo, a inicios del siglo xviii el «superior gobierno» del virrey del Perú iba
desde Panamá hasta Tierra del Fuego, y comprendía al menos cinco audiencias. Tal como había
afirmado un siglo antes el marqués de Montesclaros, a los lugares más periféricos apenas llegaba
«la punta de los dedos»16 del virrey. Así, el poder directo del vicesoberano estaba referido a la
jurisdicción de la Audiencia de Lima y a las de las mencionadas audiencias subordinadas de Quito y
de Charcas, cuyos presidentes no ostentaban el oficio de gobernador. En cambio, los presidentes
de las audiencias de Panamá y de Chile sí ejercían dicho oficio17.
18 Tau Anzoátegui, 2004, p. 434.
19 Lohmann Villena, 2000, p. 15.
16A lo largo del siglo xviii, el virreinato del Perú se desmembró en varias ocasiones. La primera se
produjo con la creación del virreinato de Nueva Granada, entre 1717 y 1723, y luego desde 1739
en adelante. En 1742 se estableció de modo independiente la capitanía general de Venezuela, y se
produjo la separación de la capitanía general de Chile. Finalmente, la creación del virreinato del
Río de la Plata, en 1776, terminó por reducir los límites territoriales del virreinato peruano. El Alto
Perú e, incluso, la provincia de Puno se incluyeron en la jurisdicción rioplatense —con Potosí—.
Además, el puerto de Buenos Aires cobró un gran protagonismo en relación con el comercio con la
península ibérica18; el contrabando a través de ese puerto generó en Lima preocupaciones cada
vez mayores. Lohmann Villena se ha referido específicamente a cómo este problema preocupó al
virrey marqués de Castelfuerte, quien lo «contempló impotente fuera de su órbita directa de
actuación19».
20 Moreno Cebrián, 2000, pp. 322-324.
17La defensa del territorio virreinal de las posibles amenazas externas —sobre todo las
provenientes por vía marítima a través de piratas o corsarios— fue una constante preocupación de
los gobernantes en el período estudiado. Merece una especial mención la labor desarrollada por el
virrey marqués de Castelfuerte, quien se empeñó en establecer una fuerza naval que —aunque
modesta por la falta de recursos— pudiera al menos ejercer un efecto disuasorio frente a los
posibles intentos de agresión por parte de las potencias europeas enemigas de la monarquía
hispánica. De este modo, dispuso que tres barcos custodiaran las flotas que se dirigieran a
Panamá, a defender las costas de piratas y a perseguir el comercio ilícito20.
La estructura administrativa y los agentes de la Administración
21 Maravall, 1972, p. 226.
18Para entender la estructura administrativa en el Perú virreinal, debemos, en primer lugar, hacer
referencia a las características del poder del monarca. Este era, tradicionalmente, el de la
jurisdicción (iurisdictio); en otras palabras, en lo fundamental su poder consistía en dar a cada uno
lo suyo y mantener, así, el equilibrio social. Los escritores políticos de la época solían afirmar que
el poder sobre los grupos humanos había tenido usualmente su origen en la usurpación y en la
violencia, y que lo que legitimaba a los gobernantes era el posterior ejercicio de la justicia. Así, era
la justicia lo que convertía a una agrupación humana en un reino, y por eso se decía que la
administración de la justicia es aquella por do los reyes reinan. O dicho de modo más rotundo: si
no se observaba la justicia, «no son otra cosa los reinos, sino grandes compañías de ladrones»21.
22 Weber, 1978, pp. 1028-1029.
23 Phelan, 1995, p. 475.
24 Molas Ribalta et alii, 1980, p. 87.
19Así, gobernar era primordialmente juzgar, en un contexto en el que aún no había aparecido la
noción de la división de poderes. Siempre es útil, en este sentido, la clásica distinción entre una
administración de carácter patrimonial, propia del Antiguo Régimen y que se caracteriza por una
borrosa distinción entre las esferas pública y privada —planteada por Max Weber—, y una de
carácter burocrático, Por tanto, la actividad política se entendía en buena medida como una parte
de los asuntos personales del gobernante, lo cual explica, por ejemplo, la extendida práctica de la
venta de cargos públicos22. De acuerdo con el ideal patrimonial, el mayor atributo de la soberanía
era la administración de justicia, siendo el rey el juez supremo. En consecuencia, el origen de las
que hoy consideramos funciones ejecutivas y legislativas residía en la autoridad judicial. Además,
es claro que los diversos órganos de gobierno en el Perú virreinal combinaron las atribuciones
judiciales con las administrativas, como son los casos de la Real Audiencia, de los cabildos y de los
corregimientos de indios, entre otros23. En esa misma línea, Pedro Molas sostiene que «la
administración se identificó durante siglos con la justicia», y que se entendía que el primer deber
de un rey era el de administrar justicia, tal como lo afirmaron las ordenanzas reales de Castilla de
1484: «El propio oficio del rey es hacer justicia»24.
25 Herzog, 1995.
26 Molas Ribalta et alii, 1980, p. 10.
20El estudio de la Administración pública y del poder de sus agentes en la América hispana ha
experimentado notables avances que, en buena medida, están vinculados al hecho de que en los
últimos años se ha producido un acercamiento entre los historiadores del derecho y aquellos que
trabajan otros aspectos historiográficos. En este sentido, se ha subrayado que la Administración
era un «fenómeno social25» y se ha buscado relacionar las disposiciones emanadas de las
autoridades con los intereses económicos y las características de las correspondientes sociedades.
Debemos mencionar, por ejemplo, la denominada «historia social de la administración», que
surgió concebida como fruto de una confluencia de la historia económica y social con la historia
política y la historia del derecho. Tal como afirmó hace ya algunas décadas Molas Ribalta, se
trataba de elaborar una «historia social del poder26» identificando y analizando la base social,
económica, cultural, religiosa o de otra índole de las personas que hubieran integrado una
determinada institución o que hubieran sido parte de alguna agrupación poderosa. El mismo autor
afirmó que con la historia social de la Administración se buscaba superar las tradicionales historias
políticas o administrativas:
27 Ibid., p. 18.
Supone una convergencia de factores políticos, económicos, sociales, culturales, religiosos, incluso
psicológicos. La historia social de la administración, la biografía cuantitativa o serial del poder, se
configura como una aportación a la deseada Historia total27.
21Sin embargo, otros autores han puesto de relieve algunas limitaciones que tendría la historia
social de la Administración. Así, se ha señalado que enfrenta el eventual peligro de quedarse
encerrada en el ámbito de una institución determinada, sin profundizar en el estudio de, por
ejemplo, la relación de sus integrantes con quienes formaban parte de otras instituciones o con la
sociedad. Investigaciones más recientes han subrayado, en el marco de la historia institucional, la
importancia del análisis de las redes sociales y de la denominada teoría de los vasos comunicantes.
Su consideración es especialmente interesante en los estudios referidos a sociedades del Antiguo
Régimen. Dicha teoría se explica, entre otras cosas, por el carácter integral del sistema social en el
contexto del Antiguo Régimen, en el cual no se da una separación entre lo público y lo privado, ni
tampoco entre lo sagrado y lo profano, lo cual explica la ocupación, por parte de una misma
persona, de diversos cargos en la Administración civil o en la religiosa. Tal como afirma Chacón
Jiménez con respecto a los grupos de poder en la Castilla del Antiguo Régimen —siendo una
reflexión igualmente válida para el Perú virreinal— se debe buscar
28 Chacón Jiménez, 2000, p. 362.
… la necesaria superación del estudio individualizado de una institución o cargo y de sus
responsables durante un período de tiempo, para pasar a conocer y explicar los puestos en
diversas instituciones o cargos desempeñados por una familia, su parentela y clientela, así como
sus relaciones con otras familias28.
29 Puente Brunke, 2002, pp. 122-124.
22En realidad, son diversos los métodos y las técnicas con los cuales se ha ido abordando el
estudio de los agentes de la administración en el virreinato del Perú. Una especial importancia ha
tenido la técnica prosopográfica, centrada en elaborar «biografías colectivas», muchas veces
referidas a integrantes de una determinada institución, a partir fundamentalmente del estudio de
fuentes notariales, o de la propia documentación de la correspondiente institución29.
30 Dedieu, 2000, pp. 15-16 y 21-23.
31 Ibid., pp. 15-16 y 21-23.
32 Herzog, 1995, p. 306.
23Diversos autores han destacado cómo la figura del agente de la Administración pública en el
Antiguo Régimen tuvo una serie de peculiaridades. Por ejemplo, al no existir por entonces una
clara línea divisoria entre los ámbitos personal e institucional, gobernar significaba, también,
administrar relaciones privadas. Así, por ejemplo, los casos de enriquecimiento personal
aprovechando un cargo público no eran disfunciones de la organización administrativa. Tal como
afirma Dedieu, se trataba de fenómenos más que frecuentes; tan frecuentes que eran «la base
misma30» sobre la que descansaba el sistema. La monarquía mantenía sus relaciones y su poder
por medio de «un flujo constante de intercambios»; así, el rey buscaba colaboración para tener
garantizada la gobernabilidad por medio de la concesión de favores, plazas, pensiones u
honores31. En este sentido, la autoridad de los agentes de la Administración —y en particular la
de los jueces— no dependía solo de su posición institucional. Era muy frecuente la utilización de
recursos privados en el trabajo público. Así, el cargo ennoblecía, a la vez que la designación de
personas importantes e influyentes añadía crédito a la Administración32.
33 Castellano, 2000, pp. 38-39.
34 Herzog, 1995, pp. 151-152 y 157.
24Resulta fundamental entender que los mecanismos de nombramiento de los agentes de la
Administración estuvieron más relacionados con la antigua concepción de la regalía que con la
noción moderna de soberanía. De este modo, la concesión de un oficio era una gracia del príncipe,
con lo cual este podía gozar de mayor libertad de acción en los nombramientos, dado que no
estaba condicionado necesariamente por la idoneidad de los candidatos. Igualmente, el entender
la concesión de oficios como una regalía permitía la venta de los mismos33. Así, la íntima conexión
entre el cargo público y el concepto de servicio público, que desde la época de la Ilustración
resulta indiscutible, no aparecía tan clara en tiempos del Antiguo Régimen. En ese contexto, la
distinción entre la actuación legítima y el cohecho era —en el mejor de los casos— difusa. Tamar
Herzog destaca esta idea, al explicar la importancia del ius amicitiae, que no solo permitía, sino
que incluso exigía el intercambio de bienes como una forma de comunicación y de integración
social. Considera la misma autora que el tráfico de influencias era lo que mejor expresaba las
relaciones entre los agentes de la Administración y quienes integraban la sociedad en la que
aquellos desempeñaban sus funciones. Que la sociedad estuviera constituida como una
agrupación de redes se reflejaba también en el seno de la Administración, que manifestaba las
mismas formas de comportamiento y las mismas lógicas de actuación. «Nadie, en la práctica,
pareció exigir a los ministros ser mejores que la sociedad de su entorno34».