Fernando VII Un Rey Imaginado para Una Nación Inventada
Fernando VII Un Rey Imaginado para Una Nación Inventada
Un rey imaginado
para una nación inventada
VÍCTOR MÍNGUEZ
E n los inicios del siglo XIX la monarquía española sigue gobernando serenamente sus
amplísimos dominios americanos. Han pasado trescientos años desde que los españo-
les conquistaron estos territorios, y durante este dilatado periodo temporal no se ha pro-
ducido ninguna crisis importante que haya hecho peligrar dicho gobierno. Ha habido
algunas revueltas indígenas, alguna invasión a cargo de alguna potencia extranjera, y algu-
na conspiración en la sombra, pero las revueltas han sido sofocadas, las invasiones recha-
zadas y las conspiraciones anuladas sin mayores consecuencias. Por lo que respecta a las
elites hispanoamericanas, el criollismo es un movimiento político más intelectual que real,
y apenas unos pocos radicales cuestionan el derecho de los reyes de España sobre el terri-
torio americano. La lealtad de los súbditos ultramarinos está por tanto garantizada y ni
siquiera el terrible año de 1808 la hace peligrar seriamente. Cuando ese año el ejército
napoleónico invade la península y Fernando VII es hecho prisionero, las ciudades de la
Nueva España no aprovechan tal circunstancia para romper sus lazos con la metrópoli.
Antes al contrario: proclaman su lealtad al monarca cautivo, y los donativos y préstamos
para ayudar a financiar la guerra en la península contra el emperador francés son cuantio-
sos. Pero hay más: siguiendo con el caso novohispano, cuando en 1810 el cura Miguel
Hidalgo inicia la insurrección contra el dominio español con el famoso «grito de Dolores»,
la consigna es «¡Viva Fernando VII y mueran los gachupines!». Es decir, la propia revolu-
ción que reacciona contra el mal gobierno manifiesta su lealtad al monarca reinante. Y la
lealtad novohispana a la familia real todavía conoce otro ejemplo extremo: cuando en
1821 el Plan de Iguala declara finalmente la independencia del país, los victoriosos rebel-
des ofrecen el trono del nacido imperio mexicano... ¡a Fernando VII o en su defecto, a un
infante español!
Todos estos hechos ponen en evidencia la innegable devoción americana por sus reyes
españoles, y concretamente por el joven rey Fernando. Esta devoción, conocida en México
como fernandinismo, participa de ciertos rasgos mesiánicos, y sorprendentemente fue una
actitud innegable tanto en el bando realista como entre las filas insurgentes. Para compren-
der esta paradoja hay que tener presente el gran calado social del imaginario monárquico
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español tras tres siglos de intensa y eficaz propaganda. No obstante existe la tesis de que los
insurgentes utilizaban el nombre del rey para ocultar sus verdaderos propósitos –la inde-
pendencia– y mantener mientras tanto el apoyo popular. Es lo que se llamó la «máscara»
de Fernando VII, metáfora utilizada por Morelos que apareció antes y después en numero-
sos textos realistas aludiendo peyorativamente a la estrategia de engaño practicada por los
insurgentes. Esta hipótesis de la ocultación de los verdaderos fines de la rebelión mediante
la invocación a Fernando VII no es, según Marco Antonio Landavazo que ha estudiado
recientemente esta cuestión, errónea pero sí reduccionista1.
En 1808, año de su subida al trono tras el motín de Aranjuez, y en escasos meses, se
produce en España y en América una idealización y mitificación de Fernando VII, como
no había habido otra con ningún otro monarca –por lo menos en tan corto espacio de tiem-
po. Se trata de un proceso de construcción de un rey imaginado, al que se hace depositario
de todas las virtudes y cualidades posibles, sin que su cautividad en Bayona merme en abso-
luto su prestigio. No deja de ser sorprendente porque se trata de un rey –a juzgar por sus
contemporáneos y por los acontecimientos que protagonizó– de carácter débil y de perso-
nalidad mezquina y cobarde2. Pero las conspiraciones contra su padre y la humillación pos-
terior a la que le somete el emperador de Francia en vez de poner en evidencia para los súb-
ditos sus carencias como rey contribuyen más que nada a agrandar su figura. Fernando se
convierte en El Deseado. El joven rey se beneficia obviamente de siglos de adhesión y res-
peto por la institución monárquica española. Tras las figuras grandiosas del siglo XVI –Car-
los V y Felipe II– el pueblo español se acostumbró a lo largo de los siglos XVII y XVIII
a depositar sus esperanzas en los príncipes herederos, en quienes se confió siempre que rege-
nerarían el país. El espejismo se repite de nuevo con Fernando VII, y probablemente la
intensidad de la crisis a que esta sometida la monarquía acentúa dicha percepción: Godoy
era el culpable de todo y Fernando VII la solución. La lealtad centenaria del pueblo espa-
ñol al sistema monárquico permanecía indemne en España, y también sucedía lo mismo en
América: cuando las noticias de que el rey ha sido hecho prisionero por Napoleón y ha esta-
llado la guerra con Francia cruzan el Atlántico se suceden en las ciudades del Nuevo Mun-
do proclamaciones de lealtad a la Corona, con una intensidad que raya el delirio y el entu-
siasmo.
Pero esta invención del monarca coincide en el tiempo con el proceso insurgente y la
construcción real y simbólica de las nuevas naciones americanas. Y por extraño que pueda
parecer, es del todo compatible la sublevación de las colonias contra el gobierno español
y la exaltación y el anhelo por el rey Fernando, incluso como he dicho entre los propios
rebeldes. A continuación voy a analizar esta paradójica situación en el caso novohispano. El
1. Véase Marco Antonio LANDAVAZO. La máscara de Fernando VII. Discurso e imaginario monárquicos en una época
de crisis. Nueva España, 1808-1822. México: El Colegio de México, 2001.
2. La bibliografía sobre Fernando VII es abundante y recientemente se han publicado dos libros importantes. Véase:
Rafael SÁNCHEZ MANTERO (ed.). Fernando VII. Su reinado y su imagen. Madrid: Marcial Pons, 2001 y Fernando
VII. Madrid: Arlanza Ediciones, 2001.
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La lealtad de los súbditos americanos se pone de relieve como he dicho en el difícil trance
que vive la monarquía española en 1808. Durante trescientos años los reyes austríacos
y borbones que han gobernado América lo han hecho desde la seguridad y firmeza de un
trono que nunca conoció serias amenazas exteriores que lo cuestionaran –la guerra de Suce-
sión fue, en definitiva, una guerra civil. Pero cuando Napoleón encierra a la familia real en
Bayona y depone a Fernando VII sustituyéndolo por José Bonaparte, el trono se tambalea
y la sensación de pertenecer a una monarquía imperecedera hace crisis. Emocionalmente
presionado, el pueblo americano afirma su lealtad inquebrantable al rey preso hasta el pun-
to de que probablemente ningunos otros festejos expresan con mayor determinación la leal-
tad de Nueva España a su monarca como las juras por Fernando VII.
M. A. Landavazo ha estudiado las ceremonias de jura de Puebla, Xalapa, Valladolid
y Aguascalientes. Sin embargo existen referencias de que la ceremonia se celebró en otros
muchos sitios, a lo largo y ancho del virreinato, en un arco temporal que abarca desde agos-
to de 1808 hasta principios de 18095. Yo voy a centrarme exclusivamente en las de Puebla
y Xalapa, pues las considero suficientemente representativas.
La ceremonia de jura es, junto con las exequias reales, la celebración regia más impor-
tante del Antiguo Régimen, pues permite mediante la proclamación la materialización de
un monarca físicamente ausente. El arte y el rito lo hacen visible ante el pueblo, que expresa
3. Estas fuentes escritas han sido pormenorizadamente analizadas por Marco Antonio LANDAVAZO. La máscara de
Fernando VII… [1], p. 59-221.
4. Véase al respecto de su importancia Carlos MARICHAL. La bancarrota en la Nueva España. México: Fondo de Cul-
tura Económica, 2000.
5. Marco Antonio LANDAVAZO. La máscara de Fernando VII… [1], p. 98-119.
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«Quiso Bonaparte hacer uso de las trampas del zorro, seguir las astucias del gorrión, e imitar
las mustias hipocresías del cangrejo, y de otros animalejos ruines y cobardes, que aprender de la
generosidad del león rey de las selvas, de la nobleza del delfín príncipe de los mares, de la circuns-
pección de la águila emperatriz del aire»8.
6. Víctor MÍNGUEZ. «Reyes absolutos y ciudades leales. Las proclamaciones de Fernando VI en la Nueva España».
Tiempos de América. Revista de Historia, Cultura y Territorio (Castellón). 2 (1998), p. 19-33. Véase también mi
libro Los reyes distantes. Imágenes del poder en el México virreinal. Castellón: Universitat Jaume I, Diputación de
Castellón, 1995, p. 125-137. En estos dos textos avancé ya reflexiones sobre las juras de Fernando VII en Nueva
España.
7. Véase José GARCÍA QUIÑONES. Descripción de las demostraciones con que la muy noble y muy leal ciudad de la Pue-
bla de los Ángeles, segunda de este reino de Nueva España... solemnizaron la pública proclamación y el juramento…
prestó el pueblo a nuestro augusto, ínclito, amado y muy deseado monarca el señor don Fernando de Borbón Séptimo de
este nombre, nuestro rey... [Puebla de los Ángeles]: Imprenta de D. Pedro de la Rosa, 1809.
8. José GARCÍA QUIÑONES. Descripción de las demostraciones… [7], p. 7-8.
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A partir de ahí, todo el libro es una proclama de lealtad a la Corona española, la más
fuerte de las expresadas en la literatura de fiestas novohispana, y curiosamente, sólo dos años
antes del «grito de Dolores» y trece de la independencia de México. Dichas muestras de lealtad
se ejemplifican en el deseo popular de organizar con los numerosos voluntarios un regi-
miento de infantería, un escuadrón de caballería y un cuerpo de artilleros –este último a car-
go del gremio de plateros– para el acto de la jura.
Para el ritual se dispusieron tres tablados, uno de ellos decorado con un hermoso arco
triunfal –pintado por Miguel Jerónimo Zendejas–, que mostraba un retrato de Fernando
VII cubierto por un dosel de damasco. Los intercolumnios del arco y el zócalo del tablado
se decoraron con doce emblemas ovalados, alusivos a la lealtad americana al monarca espa-
ñol. Uno de ellos, de composición muy interesante, muestra a un «americano español» con-
templando un corazón que sostiene entre las manos, y que obviamente metaforiza al
monarca, al que «no necesita ver su imagen, supuesto que tiene en su corazón el original»9.
Llevaba por lema In corde video, y por letra, el expresivo soneto siguiente:
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Otros muchos jeroglíficos decoraron el arco triunfal que levantó el colegio de San
Pablo y los balcones que lo enmarcaban, con mensajes similares a los ya vistos.
Resulta muy significativa la reacción del pueblo cuando, en el transcurso del solemne
acto de jura se descubre la efigie de Fernando VII:
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de su real trono. ¡Qué combate de amarguras y alegrías! ¡Qué gusto! ¡Qué tormento! ¡Qué conster-
nación! ¡Qué gozo! [...] por todas partes se oye: Viva la Religión; muera la perfidia: Viva España,
viva la Patria: por el austro y septentrión el estruendo de la artillería y los fusiles: por el oriente y
occidente el rumboso sonido de las campanas: por este lado los timbales, los clarines, los tambores:
por aquél las músicas marciales, y por todo el pueblo: Viva FERNANDO VII, viva, viva»11.
Este texto, además de poner de relieve el sentimiento americano por su monarca, evi-
dencia magníficamente el poder de la imagen como instrumento causante de una catarsis
colectiva, con un eficaz apoyo acústico y teatral.
En la introducción de José María Villaseñor Cervantes a su crónica sobre las fiestas de
aclamación al trono de Fernando VII en Xalapa en 1808, el autor afirma que el Nuevo
Mundo:
«… adora en efecto a sus Reyes, porque respeta en ellos una copia de la deidad: los ama, por-
que en ellos admira las perfecciones de la soberanía, perenne manantial de cuantos beneficios dis-
fruta: últimamente les jura vasallaje, porque sabe que sus sienes augustas se coronan por la suprema
mano de donde toda potestad se deriva, […] jamás se ha detenido en investigar las circunstancias
de sus príncipes, porque sabe son concebidos en el seno de las virtudes: sóbrale conocer que el nue-
vo rey desciende de sus antepasados, para reverenciar en su persona el conjunto de perfecciones que
constituyen la regia majestad [...] sea cualquiera el nombre que distinga a su dueño, lo proclama con
regocijo inexplicable, y lo jura con lealtad reverente»12.
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Fueron muchas las imágenes oficiales de Fernando VII realizadas durante los años de la Gue-
rra de Independencia, es decir, en una coyuntura política determinada por el exilio forzoso
de Fernando VII a territorio francés, por la ocupación militar de la península por el ejército
invasor napoleónico y por el inicio del proce-
so insurgente en América. Es difícil imaginar unas
circunstancias más negativas: el rey prisionero, el
territorio invadido y las colonias en pleno proce-
so de rebelión. Sin pretender ser exhaustivo
voy a detenerme brevemente a analizar alguna
de estas imágenes13. Veamos en primer lugar
ejemplos de las realizadas en España.
El primer lienzo que nos interesa fue
pintado por Vicente López Portaña: Retrato
del rey Fernando VII (Ayuntamiento de Valen-
cia, 1813). Según algunos investigadores es
una réplica del original, encargado en 1808
por el Ayuntamiento de Valencia y desapare-
cido durante la guerra contra el ejército de
Bonaparte14. Bajo un gran cortinaje a manera
de dosel aparece Fernando VII de cuerpo
entero cubierto con el manto de la Orden de
Carlos III. La mano derecha sostiene el cetro,
y la apoya en una mesa –decorada con un bor-
dado de seda con las armas de la ciudad de
Valencia– donde también vemos la corona
sobre la almohada. Detrás de la mesa y a
mayor altura descubrimos un relieve escultóri-
co en el que la alegoría de la victoria consuela
Retrato del rey Fernando VII. Vicente López
Portaña, 1813. Ayuntamiento de Valencia. a un triste, cabizbajo y presumiblemente heri-
do león. La mano izquierda del monarca se
13. Me centro exclusivamente en la iconografía de Fernando como rey, dejando de lado sus representaciones como
príncipe heredero, aunque incluyen obras tan fundamentales para la historia del retrato político como La familia
de Carlos IV, de Goya (Museo del Prado).
14. Según la idea extendida este cuadro es réplica del conservado en el Museo Histórico Municipal de Játiva, el cual
a su vez es copia de la versión perdida en la guerra contra el ejército napoleónico. Una cuarta versión atribuida al
mismo pintor se conserva en la Diputación Provincial de Alicante. Véase Miguel Ángel Catalá, ficha 1.1.4 del catá-
logo de la exposición, La alianza de dos monarquías: Wellington en España. Madrid: Fundación Hispano-Británi-
ca, 1988, p. 247 y 248. No obstante, esta hipotética sucesión de versiones es puesta en duda por José Luis Díez
en su catálogo razonado sobre el pintor Vicente López. Véase José Luis DÍEZ. Vicente López (1772-1850).
[Madrid]: Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 1999, II, p. 83-88.
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Encuentro en Bayona de Fernando VII y Napoleón. Anónimo, 1808. Museo Municipal de Madrid.
apoya asimismo en un trono decorado con un león de oro. El lienzo original fue expuesto
públicamente en diciembre de 1808, «siendo objeto de una encendida proclama en que se
manifestaba la lealtad de la ciudad a Fernando VII»15. Los códigos del retrato áulico bor-
bón, presentes en este lienzo, seguían funcionando por lo tanto eficazmente como discurso
simbólico capaz de despertar las emociones del pueblo.
Cuatro estampas realizadas en 1808 revelan el proceso de fabricación de la imagen
idealizada del nuevo monarca. Cada una de ellas recurre a un lenguaje iconográfico distin-
to. El primer grabado, Encuentro en Bayona de Fernando VII y Napoleón, 1808 (Museo
Municipal de Madrid), es un aguafuerte iluminado y anónimo. Pertenece a una serie de
cuatro estampas sobre las intrigas de Napoleón para destronar a los reyes de España (todas
conservadas en el Museo Municipal). La acción transcurre en Bayona, en el castillo de
Marrac. La estampa muestra en el centro a Napoleón, Fernando VII y Tayllerand (apare-
cen identificados por inscripciones), rodeados de diversos consejeros españoles y franceses.
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una sátira contra el emperador francés (Museo Municipal de Madrid, 1808). En primer
termino aparece un león sosteniendo con su garra la corona y el cetro sobre las dos esfe-
ras que representan los dos mundos. Al otro lado de la composición aparece un grotesco
Napoleón que intenta vanamente abrazar a Fernando VII en el umbral del palacio de
Bayona. De la cabeza de Napoleón brotan diversos hilos que se convierten en su recorri-
do en monstruos y ejércitos numerados que una leyenda situada en la parte inferior de la
estampa permite identificar. Representan los distintos acontecimientos trágicos que han
desembocado en la Guerra de la Independencia. Una mano divina que surge de una nube
se dispone a cortar el manojo de hilos con unas tijeras. La gallardía y nobleza del león
español, y la apostura de Fernando VII contrastan con el ejército de monstruos goyescos
que les rodean: Godoy es un cerdo flautista, José Bonaparte es un murciélago bebedor,
etcétera. La principal novedad que ofrece esta imagen es el humor que destila a través de la
burla y la caricatura, precisamente los instrumentos que más eficaces se revelan a la hora de
desmitificar al contrario.
Ya de 1810 es una estampa de Vicente Capilla, grabador valenciano formado en la
Real Academia de San Carlos de Valencia. Nos muestra un medallón oval con la efigie fer-
nandina, enmarcado por las alegorías de la Religión y la Justicia, que muestran en sus
manos sus respectivos atributos iconográficos a la vez que sostienen una corona sobre el
medallón. Justo debajo del medallón, entre los dos pedestales en que se apoyan las alegorías
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Enigma de las ideas de Napoleón para con la España. Anónimo, 1808. Museo Municipal de Madrid.
encontramos el rostro del Sol, si bien sus rayos se extienden por toda la composición,
disipando las nubes superiores. Bajo el Sol descubrimos la metaforización del difícil
momento que atraviesa la Monarquía Hispánica: una nube oscurece la tierra y un rayo
fulmina al águila imperial francesa, que pierde su corona, mientras el león de España
ruge victorioso. El escudo real y una nave que se aleja en el horizonte completan la com-
posición.
De tres años después, ya cerca del final del conflicto bélico, es la Entrada de Fer-
nando VII por la puerta de Atocha –escena que tuvo lugar el 24 de marzo de 1808. Se tra-
ta de un grabado al aguafuerte y buril de Francisco de Paula Martí Mora según dibujo
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18. Robert ROSENBLUM. «Goya frente a David: la muerte del retrato regio». En: Javier Portus (ed.). El retrato en el
Museo del Prado. Madrid: Anaya, [1994], p. 179-180.
19. Sobre estos y los restantes retratos de Fernando VII pintados por Vicente López véase José Luis DÍEZ. Vicente
López… [14].
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20. Véase al respecto la tesis doctoral inédita de Inmaculada RODRÍGUEZ MOYA. El retrato en México: 1781-1867.
Héroes, emperadores y ciudadanos para una nueva nación. Castellón: Universitat Jaume I, 2003.
21. Sobre las medallas en México existen dos libros fundamentales: Carlos PÉREZ MALDONADO. Medallas de México.
Monterrey: 1945, y el volumen I, Medals of the Spanish Kings, de la obra de Frank W. GROVE. Medals of Mexico.
San José: Prune Tree Graphics, 1970-1974, 3 v.
22. Si se mencionan varios metales –oro, plata y bronce por ejemplo– significa que se acuñó una serie en cada uno de
estos metales.
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Imagen de jura con retrato de Fernando VII. Alegoría de las autoridades españolas e indígenas.
Anónimo, principios del siglo XIX. Museo Patricio Suárez de Peredo, 1809. Museo Nacional
Regional de Guadalajara (México). del Virreinato.
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Reverso: Inscripción envuelta en laurel: A la fiel generosidad de los indios del reyno
de Guatemala.
• 1810. VERACRUZ. ORO, PLATA Y BRONCE. BATALLA DEL MONTE DE LAS CRUCES.
F. GORDILLO
Anverso: pequeño busto resplandeciente de Fernando VII mirando a la derecha,
sostenido por una alegoría mixta de la prudencia y la justicia, y un león armado.
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Bajo el medallón se descubre una colina con cruces y una batalla con tropas realis-
tas de caballería, infantería y artillería que combaten a los insurgentes el 30 de octu-
bre de 1810. Orlando el busto se lee Fernando VII rey de España e Indias.
Reverso: solo inscripción: Al exmo. sor. Venegas. Al regimiento de las tres villas y
demas tropas que con sus comandantes Truxillo Mendivil y Bringas sostuvieron la glo-
riosa accion del monte de las Cruces Veracruz.
Hubo en Nueva España otras muchas medallas similares a estas, que en vez del re-
trato del soberano mostraban el escudo real. Y otras muchas que mostraban en el anver-
so el busto del rey y en el reverso sólo una inscripción. Pero he seleccionado las que ofre-
cen una iconografía más sugestiva. Tras su análisis podemos ver que la imagen habitual
de Fernando VII es el busto de perfil, vestido con casaca y luciendo una banda y el Toi-
són. A partir de la restauración de 1814 abundan los retratos «a lo romano» del monarca,
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si bien es cierto que en 1808 las medallas grabadas por la Universidad de México ya ofre-
cían esta imagen, y también diversas medallas poblanas.
En ocasiones la imagen del rey se acompaña de alegorías que resaltan sus virtudes
políticas. Además, en torno al retrato o en el reverso descubrimos el habitual despliegue
de trofeos, banderas, guirnaldas, coronas, globos, soles y leones. Mezclada con toda esta
retórica simbólica aparece la imagen de América, de sus ciudades y de sus habitantes:
sacerdotes paganos y estatuas prehispánicas, alegorías mitológicas, motivos heráldicos
–el águila sobre el nopal– e incluso un retrato del gobierno provisional, como en la
medalla financiada por El Colegio Mexicano. La lealtad de los súbditos novohispanos
durante la crisis se hace patente por medio de diversas imágenes metafóricas: corazones
sangrantes, cadenas rotas, la alegoría de la fidelidad venciendo a la discordia, etcétera.
Y en los lemas, como en los dos confeccionados por el intelectual Bustamante en 1808:
Fernando VII (...). Padre de un pueblo libre, y Siempre fieles y siempre unidos. Sin embar-
go, ni siquiera la propaganda realista puede obviar el conflicto insurgente, y en una
medalla veracruzana de 1810 podemos ver la batalla del Monte de las Cruces entre lea-
les y rebeldes.
La mitificación de Fernando VII es paralela como hemos visto al proceso insurgente ibe-
roamericano. Como decíamos al principio todavía en 1821, recién obtenida la inde-
pendencia, los mexicanos ofrecen el trono de la nueva nación a Fernando VII, al que,
pese a su reacción absolutista y su política represora, siguen considerando su monarca
legítimo. No obstante, el entusiasmo de 1808 ha disminuido considerablemente.
Durante su cautiverio en Francia los súbditos novohispanos celebraron la Constitu-
ción de Cádiz, entendiendo –igual que los peninsulares– que el reconocimiento de la
Constitución era compatible con el juramento otorgado años antes al monarca. Sin
embargo, Fernando VII deroga dicha constitución a su regreso al trono, y esta deci-
sión política provoca en México la fractura en el ánimo de las lealtades y la decepción
por el nuevo monarca. Aun así en 1821 el trono le es igualmente ofrecido, pero al
rechazarlo, Fernando VII pone el punto final definitivamente a todo un imaginario
monárquico que había demostrado ser eficaz durante más de trescientos años. Y una
vez desmontado el artefacto retórico y quebrada la institución monárquica, el distancia-
miento de los ciudadanos americanos con los antiguos reyes españoles es vertiginoso.
Como bien explica Landavazo, la muerte del Fernando VII en 1833 pasó prácticamen-
te inadvertida entre los antiguos súbditos novohispanos23. Todavía cuarenta y cuatro
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años antes el fallecimiento de Carlos III había sido llorado en México con la intensidad
acostumbrada desde 1559, año en el que se celebraron en América las primeras exequias
por un monarca español. Pero ahora, en 1833, las naciones americanas están constru-
yendo e inventando una historia propia, con sus propios mitos y héroes, y los viejos
reyes ya no tienen cabida en el nuevo imaginario que las naciones recién inventadas
están fabricando.
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