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A J P Taylor Los Origenes de La Segunda Guerra MundialR1

El documento resume la biografía y obra del historiador británico A.J.P. Taylor y su libro polémico "Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial". Taylor argumentó que Hitler no planeó inicialmente una gran guerra, pero terminó involucrado en parte por accidente y las vacilaciones de otras potencias europeas. Su libro reexaminó verdades aceptadas sobre la guerra y abrió un nuevo debate, aunque también fue fuertemente atacado por supuestamente defender a Hitler.
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A J P Taylor Los Origenes de La Segunda Guerra MundialR1

El documento resume la biografía y obra del historiador británico A.J.P. Taylor y su libro polémico "Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial". Taylor argumentó que Hitler no planeó inicialmente una gran guerra, pero terminó involucrado en parte por accidente y las vacilaciones de otras potencias europeas. Su libro reexaminó verdades aceptadas sobre la guerra y abrió un nuevo debate, aunque también fue fuertemente atacado por supuestamente defender a Hitler.
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A.

J. P. Taylor, uno de los historiadores más populares y controvertidos


del siglo XX, que hizo accesible la historia a millones de personas,
provocó una oleada de reacciones con este polémico bestseller.
Reexaminando lo que eran verdades aceptadas acerca de la Segunda
Guerra Mundial, argumentó que Hitler no consideraba en sus planes
hacer una gran guerra, pero que acabó metido en ella en parte por
accidente, y también por las vacilaciones de las otras potencias
europeas.
Ferozmente atacado por una supuesta vindicación de Hitler, Taylor
indaga en los acontecimientos que precedieron a la invasión nazi de
Polonia el 1 de septiembre de 1939, abriendo con ello un nuevo
debate. Su libro ha sido reconocido por muchos como una obra
brillante y un clásico de la investigación histórica contemporánea.
A. J. P. Taylor

Los orígenes de la segunda


guerra mundial
ePub r1.1
loto 30.08.14
Título original: The Origins of the Second World War
A. J. P. Taylor, 1961
Traducción: Luis del Castillo Aragón
Retoque de cubierta: jandepora
Editor digital: loto
ePub base r1.1
PRÓLOGO[*]
Escribí este libro para satisfacer mi curiosidad histórica; en palabras de un
historiador más afortunado, «para comprender lo que sucedió, y por qué
sucedió». Frecuentemente a los historiadores les desagrada lo que sucedió, o
bien desean que hubiese sucedido de un modo diferente. Pero no pueden
hacer nada acerca de ello. Tienen que exponer la verdad tal como la ven, sin
preocuparse de si ésta sorprende, o bien confirma los prejuicios existentes.
Puede que yo asumiese esto demasiado inocentemente. Quizá debiese haber
puesto al lector en antecedentes de que yo no me acerco a la historia como
juez; y de que cuando hablo de moralidad me refiero a los sentimientos
morales existentes en la época sobre la que estoy escribiendo. Por mi parte no
omito ningún juicio moral. Así cuando escribo que «a la paz de Versalles le
faltó validez moral desde el principio», lo único que quiero decir es que los
alemanes no la consideraron justa, y que en los países de los aliados mucha
gente, la mayor parte, creo yo, estaba de acuerdo con ellos. ¿Quién soy yo
para decir que aquello fue «moral» o «inmoral» de un modo abstracto?
¿Desde qué punto de vista en todo caso?… ¿Del de los alemanes, del de los
aliados, del de los neutrales, del de los bolcheviques? De los autores, algunos
la creyeron moral, otros necesaria, y otros inmoral e innecesaria a la vez.
Entre los últimos se contaban Smuts, Lloyd George, el partido laborista
británico y muchos americanos. Ésas dudas morales ayudaron a que más tarde
los convenios de la paz de Versalles fueran derrocados. Sobre el acuerdo de
Múnich he escrito: «Fue un triunfo para lo mejor y lo más esclarecido de la
vida británica; un triunfo para aquéllos que habían predicado la igualdad y la
justicia entre los pueblos; un triunfo para aquéllos que habían denunciado
valerosamente el rigor y la ceguera de Versalles». Quizá debiera haber
añadido goak here, a la manera de Artemus Ward. No obstante no se trataba
de una broma, por lo menos no del todo. Los mejor informados y más
concienzudos cronistas de asuntos internacionales habían argüido durante
años que no habría paz en Europa hasta que los alemanes recibiesen la
autodeterminación que les había sido concedida a otros. Por mal acogida que
fuese su forma, Múnich fue, en parte, el resultado de sus escritos; y hubiese
sido mucho más difícil llegar al acuerdo de Múnich si no se hubiese creído
que había cierta justicia en la pretensión de Hitler. Incluso durante la Segunda
Guerra Mundial un miembro de «All Souls»[1] le preguntó al presidente
Benes si él, no creía que Checoslovaquia hubiese sido más fuerte si hubiese
contado, digamos, con un millón y medio de alemanes menos. Hasta ese
extremo persistía el espíritu de «pacificación». De hecho, no había solución
intermedia: o tres millones y medio de alemanes en Checoslovaquia, o
ninguno. Los mismos checos lo reconocieron expulsando a los alemanes
después de la Segunda Guerra Mundial. No me concernía a mí el apoyar o
condenar la pretensión de Hitler; sólo me concernía el explicar por qué fue tan
ampliamente apoyada.
Siento decepcionar a los alemanes que imaginaron ingenuamente que mi
libro, en cierto modo, había «vindicado» a Hitler. No obstante no simpatizo
con los que en este país se lamentaron de que mi libro, equivocadamente o no,
hubiese sido bien acogido por antiguos simpatizantes del dictador. Creo que
es un argumento indigno de ser empleado contra una obra histórica. Un
historiador no debe vacilar, incluso si sus libros prestan ayuda y confort a los
enemigos de la Reina (aunque no es ése el caso del mío) o incluso a los
enemigos comunes de la Humanidad. Por mi parte, incluso registraría hechos
que hablasen en favor del Gobierno británico, si encontrase alguno que
registrar. No es culpa mía el que, según los informes, la crisis austríaca fuese
promovida por Schuschnigg, no por Hitler; ni es culpa mía el que, según los
informes, fuese el Gobierno británico, y no Hitler, el primero en promover la
desmembración de Checoslovaquia; como tampoco es culpa mía el que en
1939 el Gobierno británico le diese a Hitler la impresión de estar más
interesado en imponer concesiones sobre los polacos que en resistir a
Alemania. Si estas cosas hablan en favor de Hitler es culpa de leyendas
previas que han sido repetidas por los historiadores sin ser examinadas. Estas
leyendas tienen larga vida. Sospecho que he repetido algunas de ellas. Por
ejemplo, creí hasta el último momento que fue Hitler quien llamó a Hacha a
Berlín; sólo cuando el libro ya había entrado en pruebas examiné los informes
de nuevo y descubrí que, por el contrario, fue Hacha quien pidió ser recibido
en Berlín. Sin duda otras leyendas se han deslizado entre estas páginas.
El destruir esas leyendas no es una vindicación de Hitler. Es un servicio a
la verdad histórica, y mi libro debiera ser discutido sobre esa base, no sobre la
consecuencia política que las gentes elijan extraer de él. Este libro no es una
contribución al «revisionismo», excepto en cuanto sugiere que Hitler empleó
métodos diferentes a los que usualmente se le atribuyen. Nunca he podido ver
sentido alguno en la cuestión sobre guerra culpable y guerra inocente. En un
mundo de Estados soberanos, cada uno hace todo lo que puede por sus
propios intereses; y, como máximo, puede ser criticado por equivocaciones,
no por crímenes. Como de costumbre, Bismarck tenía razón cuando en 1866
dijo, sobre la guerra austro-prusiana: «Austria al oponerse a nuestras
pretensiones, no estaba más equivocada que nosotros al hacérselas». Como
ciudadano común, creo que esta lucha por la grandeza y la dominación es
idiota, y me gustaría que mi país no tomase parte en ella. Como historiador,
reconozco que las potencias serán siempre potencias. En realidad, mi libro
tiene poco que ver con Hitler. Creo que la cuestión vital corresponde a Gran
Bretaña y a Francia. Ellas eran las vencedoras de la Primera Guerra Mundial.
Tenían la decisión en sus manos. Era perfectamente obvio que Alemania
trataría de convertirse de nuevo en una gran potencia; y, después de 1933, era
también obvio que su dominación sería peculiarmente barbárica. ¿Por qué no
se opusieron las potencias victoriosas? Hay varias respuestas: timidez,
ceguera, dudas morales, quizás el deseo de volver la fuerza de Alemania
contra la Rusia Soviética. Pero sean cuales sean las respuestas, creo que ésta
es la cuestión, y mi libro gira alrededor de ella, aunque gire también,
naturalmente, alrededor de otra cuestión: ¿por qué se opusieron al final?
No obstante, algunos críticos armaron gran alboroto acerca de Hitler,
atribuyéndole a él solo toda la responsabilidad de la guerra. Por consiguiente,
discutiré a Hitler un poco más, aunque no con espíritu de polémica. No tengo
deseos de hacer prevalecer mi opinión, sino de hacer las cosas bien. Creo que
son dos las versiones corrientes de Hitler. Desde un punto de vista, Hitler
deseaba una gran guerra por sí misma. Sin duda pensó también, aunque
vagamente, en los resultados: Alemania sería la mayor potencia mundial, y él
el conquistador del mundo, como Alejandro Magno o Napoleón. Pero
principalmente deseaba la guerra porque ésta traería como consecuencia la
destrucción total del hombre y de la sociedad. Era un maniático, un nihilista,
un segundo Atila. El otro punto de vista le hace más racional, y, en cierto
sentido, más constructivo. Según ese punto de vista, Hitler tenía un plan a
largo plazo, coherente y original, que perseguía con firme persistencia. Por
causa de este plan buscó el poder, y fue este plan el que determinó toda su
política exterior. Intentaba darle a Alemania un gran imperio colonial en la
Europa Oriental, y para ello pensaba derrotar a Rusia, exterminar a todos los
habitantes y llenar de alemanes el territorio vacante. Este Reich de cien o
doscientos millones de alemanes duraría mil años. Me siento sorprendido,
incidentalmente, de que los que abogan por este punto de vista no hayan
aplaudido mi libro. Porque, con toda seguridad, si Hitler estaba planeando una
gran guerra contra la Rusia Soviética, su guerra contra las potencias
occidentales fue una equivocación. Hay en todo esto algún punto que yo no
he comprendido.
Naturalmente, Hitler especuló mucho sobre lo que estaba haciendo, tanto
como los observadores académicos que tratan de encontrar coherencia en los
actos de los hombres de Estado contemporáneos. Quizás el mundo se hubiese
ahorrado muchas preocupaciones si a Hitler se le hubiese dado un empleo en
alguna institución alemana equivalente a Chaham House, donde hubiese
podido especular inofensivamente durante el resto de su vida. Pero se
encontró envuelto en un mundo de acción, y creo que, más que seguir planes
coherentes y precisos, lo que hizo fue explotar los acontecimientos. La
historia de cómo llegó al poder en Alemania me parece suficiente para
explicar su posterior comportamiento en asuntos internacionales. Anunció
persistentemente que intentaba apoderarse del poder, y que cuando lo
consiguiese haría grandes cosas. Mucha gente le creyó. El elaborado complot
por medio del cual Hitler se apoderó del poder fue la primera leyenda
establecida acerca de él, y fue también la primera en ser destruida. No hubo
plan a largo plazo. Hitler no tenía idea de cómo llegaría al poder; sólo la
convicción de que llegaría. Papen y otros conservadores pusieron a Hitler en
el poder por la intriga, con la creencia de que le habían hecho prisionero. Él
explotó su intriga, de nuevo sin tener idea de cómo escaparía de su control,
sólo con la convicción de que de algún modo lo lograría. Esta «revisión» no
vindica a Hitler, aunque desacredite a Papen y a sus asociados. Es
simplemente revisión por sí misma, o más bien por causa de la verdad
histórica.
Una vez en el poder, Hitler no tenía idea, de nuevo, de cómo sacaría a
Alemania de la depresión, sólo la determinación de hacerlo. La mayor parte
de la recuperación fue natural, debida al general trastorno de las condiciones
del mundo, que ya había comenzado antes de que Hitler consiguiese el poder.
Él contribuyó con dos cosas. Una fue el antisemitismo. Para mí, eso fue lo
único en lo que creyó persistente y genuinamente desde su comienzo en
Múnich hasta sus últimos días en el búnker. La defensa de esta idea le hubiese
privado de soporte, aislándole del resto en cualquier país civilizado.
Económicamente era irrelevante y verdaderamente perjudicial. Su otra
contribución fue la de estimular el gasto público en carreteras y edificios.
Según el único libro que ha examinado lo que ocurrió en vez de repetir lo que
Hitler y los demás dijeron que estaba ocurriendo[2], la recuperación germánica
se debió al retorno del consumo privado y de tipos de inversión
completamente ajenos a la guerra, a los niveles de prosperidad de 1928 y
1929. El rearme tuvo poco que ver con ello. Hasta la primavera de 1936, «el
rearme fue en gran parte un mito»[3]. De hecho, Hitler no aplicó ningún plan
económico preconcebido. Hizo lo primero que le vino a mano.
El mismo punto es ilustrado con la historia del incendio del Reichstag.
Todo el mundo conoce la leyenda. Los nazis necesitaban una excusa para
introducir las leyes excepcionales de dictadura política; y ellos mismos
incendiaron el Reichstag para proveerse de esa excusa. Quizá fue Goebbels
quien le prendió fuego, quizá Göring; quizás Hitler no conociese el plan de
antemano. De todas formas, fueron los nazis quienes lo hicieron. Ahora la
leyenda ha sido hecha añicos por Fritz Tobias, en mi opinión de un modo
decisivo[4]. Los nazis no tuvieron nada que ver con el incendio del Reichstag.
Fue obra del joven holandés Van der Lubbe, que lo hizo completamente solo,
tal como él mismo dijo. Hitler y los otros nazis fueron tomados por sorpresa.
Creyeron que era obra de los comunistas, e introdujeron las Leyes
Excepcionales porque creyeron genuinamente que existía la amenaza de un
alzamiento comunista. Ciertamente había una lista preparada de aquéllos que
debían ser arrestados. Pero no preparada por los nazis. Había sido preparada
por el predecesor de Göring: el socialdemócrata Severing. Repito de nuevo
que aquí no hay vindicación de Hitler, sino únicamente revisión de sus
métodos. Él esperaba que se presentase una oportunidad, y ésta se presentó.
Naturalmente, tampoco los comunistas tenían nada que ver con el incendio
del Reichstag. Pero Hitler pensó que sí, y fue capaz de explotar el peligro
comunista de un modo tan efectivo, principalmente porque él mismo creía en
él. También esto nos proporciona un paralelo con la actitud de Hitler, más
tarde, en asuntos internacionales. Cuando otros países pensaban que estaba
preparando una guerra agresiva contra ellos, Hitler se sentía igualmente
convencido de que esos otros países intentaban impedir la restauración de
Alemania como gran potencia independiente. Su creencia no era del todo
infundada. En cualquier caso, el Gobierno británico y el Gobierno francés han
sido condenados a menudo por no emprender a tiempo una guerra preventiva.
Creo que aquí se halla la llave del problema de si Hitler aspiraba a la
guerra deliberadamente. No aspiró a la guerra, sino que supuso que ésta
llegaría, a menos que pudiese evitarla con algún truco ingenioso, del mismo
modo que había evitado la guerra civil. Los que tienen designios perversos se
los atribuyen con facilidad a los demás; y Hitler esperaba que los demás
hiciesen lo que él hubiese hecho en su lugar. Inglaterra y Francia eran
«antagonistas inspirados por el odio»; la Rusia Soviética estaba planeando
cómo destruir la civilización europea, vana amenaza que los bolcheviques
habían hecho a menudo; Roosevelt estaba en camino de arruinar a Europa.
Ciertamente, Hitler dio instrucciones a sus generales para que se preparasen
para la guerra. Pero lo mismo hizo el Gobierno británico, y lo mismo hubiese
hecho, en el mismo caso, todo otro Gobierno. La ocupación de los Estados
Mayores Generales es la de prepararse para la guerra. Las directivas que
reciben de sus gobiernos les indican la guerra posible para la que tienen que
prepararse, y no son prueba de que el Gobierno en cuestión haya decidido
hacerla. Desde 1935 en adelante, todas las directivas británicas se dirigían
únicamente contra Alemania; las de Hitler se limitaban a hacer a Alemania
cada vez más fuerte. Por tanto, si tratásemos (equivocadamente) de juzgar las
intenciones políticas basándonos en los planes militares, resultaría que el
Gobierno británico había preparado la guerra contra Alemania, y no al
contrario. Pero, naturalmente, le concedemos al comportamiento de nuestro
propio gobierno una generosidad de interpretación, que no hacemos extensiva
a los otros gobiernos. La gente considera a Hitler como un malvado, y
entonces encuentran pruebas de su maldad en evidencias que no usarían
contra otras personas. ¿Por qué? Únicamente porque en primer lugar dan por
sentada la maldad de Hitler.
Es peligroso deducir las intenciones políticas por medio de los planes
militares. Algunos historiadores, por ejemplo, han deducido que el Gobierno
británico preparaba la guerra por medio de las conversaciones militares
anglofrancesas antes de 1914. Otros, en mi opinión más prudentes, han
negado la posibilidad de esta deducción. Arguyen que en los planes militares
no hubo intención agresiva, sino mera precaución. No obstante, las directivas
de Hitler han sido interpretadas a menudo de este último modo. Voy a dar un
ejemplo de ello: el 30 de noviembre de 1938, Keitel le envió a Ribbentrop un
proyecto para las conversaciones militares italogermanas, que había
preparado bajo las órdenes de Hitler. La cláusula 3 decía: «Bases político-
militares para la negociación. Guerra de Alemania e Italia contra Francia e
Inglaterra, con el objeto de liquidar primero a Francia»[5]. Un crítico
responsable ha sostenido que esto es una clara prueba de las intenciones de
Hitler, destruyendo así mi tesis. No obstante, ¿de qué podían hablar los
generales alemanes e italianos al encontrarse, excepto de la guerra contra
Francia y Alemania? Ésa era la única guerra en la que Italia tenía
probabilidades de verse envuelta. En aquella misma época los generales
ingleses y franceses discutían acerca de la guerra contra Alemania e Italia. No
obstante, eso no es una prueba contra ellos, y mucho menos contra sus
Gobiernos. La arriba mencionada historia del proyecto de Keitel es muy
instructiva. Fueron los italianos, no los alemanes, los que hicieron presión
para sostener conversaciones militares. Después que el proyecto fue
preparado, nada ocurrió. Cuando Hitler ocupó Praga el 15 de marzo de 1939,
las conversaciones aún no habían sido sostenidas. Los italianos iban
impacientándose. El 22 de marzo, Hitler ordenó: «Los proyectos político-
militares… han de ser aplazados por el momento»[6]. Las conversaciones se
sostuvieron por fin el 4 de abril. Keitel registró: «Las conversaciones
empezaron algo repentinamente, como consecuencia de la presión de
Italia»[7]. Resultó que los italianos, lejos de desear la guerra, deseaban insistir
en que no podían estar preparados para ella hasta 1942, lo más pronto; y los
representantes alemanes se mostraron de acuerdo con ellos. De este modo esta
maravillosa directiva únicamente prueba (si es que prueba algo) que a Hitler,
en esta época, no le interesaba una guerra contra Francia y Gran Bretaña; y
que a Italia no le interesaba en absoluto una guerra. O quizá prueba que los
historiadores debieran ser más prudentes y no tomar una cláusula aislada de
un documento sin leer más allá.
Por supuesto, los ingleses creían que su Gobierno sólo deseaba mantener
las cosas tranquilas, mientras que Hitler deseaba complicarlas. Para los
alemanes, el statu quo no fue un tratado de paz, sino de esclavitud. Todo
depende del punto de vista. Las potencias victoriosas deseaban guardarse los
frutos de su victoria con algunas modificaciones, aunque lo hicieron de un
modo inefectivo. La potencia vencida deseaba recuperarse de su derrota. Esta
última ambición, agresiva o no, no era peculiar de Hitler, sino que era
compartida por todos los políticos alemanes, por los socialdemócratas, que
terminaron la guerra en 1918, tanto como por Stresemann. Nadie definió con
precisión lo que representaba el recuperarse de la derrota de la Primera
Guerra Mundial, ni siquiera Hitler. Implícitamente, representaba el recobrar el
territorio perdido entonces; el restaurar el predominio alemán sobre la Europa
central, que había sido dado previamente con la alianza con Austria-Hungría;
y, por supuesto, el acabar con todas las restricciones sobre el armamento
alemán. Los términos concretos no importaban. Todos los alemanes, Hitler
incluido, asumían que Alemania se convertiría en la potencia dominante en
Europa, una vez se hubiese recuperado de su derrota, tanto si esto sucedía por
medio de la guerra como de otro modo; y esta idea era compartida de un
modo general por otros países. Los dos conceptos de «liberación» y
«dominación» se fundieron en uno, y ya no hubo modo de separarlos. Eran
meramente dos palabras diferentes para una misma, cosa; y únicamente el uso
de una en particular decidió si Hitler fue un campeón de la justicia nacional,
o, en potencia, un conquistador de Europa.
Un escritor alemán[8] ha criticado recientemente a Hitler por desear
restaurar a Alemania como gran potencia. La Primera Guerra Mundial, arguye
el escritor, había demostrado que Alemania nunca podría ser una potencia
independiente a escala mundial; y Hitler fue un loco al intentarlo. Esto no son
más que palabras huecas. La Primera Guerra Mundial hizo tambalearse a
todas las grandes potencias envueltas en ella, a excepción de los Estados
Unidos, que virtualmente no tomaron parte en ella; y quizá después, al tratar
de seguir siendo grandes potencias, cometieron todas la misma locura. La
guerra total está probablemente más allá de la fuerza de cualquier gran
potencia. Ahora, incluso, los preparativos para tal guerra amenazan arruinar a
las grandes potencias que quieren llegar a ella. Esto no es nuevo. En el siglo
XVIII, Federico el Grande condujo a Prusia al colapso en su esfuerzo por
convertirla en una gran potencia. Las guerras napoleónicas despojaron a
Francia de su primacía en Europa, y ya nunca ha recobrado su primitiva
grandeza. Éste es un dilema extraño, inevitable. Aunque el objeto de ser una
gran potencia es el de ser capaz de hacer una gran guerra, el único camino
para seguir siendo una gran potencia es el de no hacer esa guerra, o el de
hacerla a escala limitada. Éste fue el secreto que mantuvo la grandeza de Gran
Bretaña mientras ésta se aferró a las luchas navales y no trató de convertirse
en una potencia militar al modo continental. Hitler no necesitaba las
instrucciones de un historiador para darse cuenta de esto. Uno de sus temas
preferidos era la inhabilidad de Alemania para hacer una gran guerra, así
como el peligro que amenazaba a Alemania si otras grandes potencias se
unían contra ella. Hablando de este modo, Hitler se mostraba más razonable
que los generales alemanes que imaginaban que todo iría bien si conseguían
que Alemania volviese a la posición que ocupaba en marzo de 1918, antes de
la ofensiva de Ludendorff. No obstante, Hitler no sacó la consecuencia de que
era una tontería que Alemania se convirtiese en una gran potencia. En vez de
ello se propuso tratar el problema con habilidad e ingenio, como habían hecho
los ingleses. Donde éstos utilizaron el poderío marítimo, Hitler utilizó el
engaño y la estratagema. Lejos de desear la guerra, una guerra general era lo
último que deseaba. Deseaba los frutos de una victoria total sin una guerra
total; y gracias a la estupidez de los demás casi lo consiguió. Las otras
potencias pensaron que se enfrentaban con la elección entre guerra total o la
rendición. Al principio eligieron la rendición; después eligieron la guerra
total, para completa ruina de Hitler.
Esto no son suposiciones. Fue largamente demostrado por el armamento
alemán antes de la Segunda Guerra Mundial, e incluso durante ella. Hubiese
resultado obvio mucho antes si los hombres no hubiesen estado cegados por
dos equivocaciones. Antes de la guerra escucharon lo que Hitler decía en vez
de observar lo que hacía. Después de la guerra desearon achacarle a él toda la
culpa de lo que había ocurrido, sin tener en cuenta la evidencia. Esto se
demuestra, por ejemplo, por la casi universal creencia de que fue Hitler el
primero en bombardear la población civil, cuando en realidad fueron los
dirigentes de la estrategia británica, como algunos de los más sinceros han
declarado. No obstante, el informe sobre el armamento alemán está al alcance
de la mano de cualquiera que quiera usarlo, desapasionadamente analizado
por Mr. Burton Klein. He citado ya su conclusión sobre los tres primeros años
de Hitler: hasta la primavera de 1936, el rearme alemán fue prácticamente un
mito. Esto no significa únicamente que los períodos preliminares del rearme
no estaban produciendo poderío creciente, como ocurre siempre. Ni siquiera
los períodos preliminares eran llevados a cabo con seriedad. Hitler engañaba a
las potencias extranjeras y al pueblo alemán en un sentido completamente
opuesto al que generalmente se supone. Él, o, mejor dicho, Göring, anunció:
«La pólvora antes que la mantequilla». De hecho, puso la mantequilla antes
que la pólvora. Tomo al azar algunos ejemplos del libro de Mr. Klein. En el
año 1936, según Churchill, dos tasadores independientes estimaron que en el
rearme alemán se gastaban doce mil millones de marcos al año[9]. Pero el
gasto real era de menos de cinco mil millones. El mismo Hitler aseguró que el
Gobierno nazi había gastado noventa mil millones de marcos en armamento
antes del comienzo de la guerra. De hecho, el gasto total del Gobierno
alemán, en la guerra y fuera de ella, no se elevó a mucho más que eso entre
1933 y 1938. El rearme costó unos cuarenta mil millones de marcos en los
seis años fiscales que terminaron el 31 de marzo de 1939, y cerca de
cincuenta mil millones hasta el comienzo de la guerra[10].
Mr. Klein discutió el porqué el rearme alemán se hizo a escala tan
limitada. Para empezar, Hitler no deseaba debilitar su popularidad reduciendo
el nivel de vida de la población civil en Alemania. Lo máximo que hizo el
rearme fue impedir que éste se elevase más rápidamente de lo que se hubiese
elevado de otro modo. Incluso así los alemanes vivían mejor que nunca hasta
entonces. El sistema nazi era ineficiente y estaba corrompido. Y, lo que es
más importante, Hitler no quería aumentar los impuestos, y no obstante se
sentía aterrado por la inflación. Ni siquiera el trastorno de Schacht hizo
tambalearse las limitaciones financieras, a pesar de que se supuso que sí. Y,
más importante que todo, Hitler no hizo grandes preparativos para la guerra
simplemente porque «su concepto de la guerra no los requería». «Más bien
planeó resolver el problema del espacio vital de Alemania a remiendos… por
una serie de pequeñas guerras»[11]. Ésta es la conclusión a la que también yo
llegué independientemente del estudio de la situación política, a pesar de que
sospecho que Hitler esperaba salir adelante sin ninguna guerra. Estoy de
acuerdo en que en su mente no había una clara línea divisoria entre su genio
político y la pequeña visión, habilidad, destreza, como el ataque a Polonia. Lo
que él no planeó fue la gran guerra que tan a menudo se le ha atribuido.
El pretender que se estaba preparando para una guerra y el no hacerlo
realmente era una parte esencial de la estrategia política de Hitler; y los que
dieron el toque de alarma contra él, como Churchill, le ayudaron torpemente
en su trabajo. La trampa era nueva y todo el mundo cayó en ella. Antes, los
Gobiernos gastaban en armamento más de lo que admitían, como muchos
siguen haciendo hoy día. A veces lo hacían para engañar a su propio pueblo;
otras, para engañar a un enemigo en potencia. En 1909, por ejemplo, el
Gobierno alemán fue acusado por muchos ingleses de acelerar secretamente
la construcción naval sin la aprobación del Reichstag. La acusación era
probablemente falsa. Pero dejó el permanente legado de sospecha de que los
alemanes lo harían de nuevo; y esta sospecha fue reforzada por las evasivas al
desarme impuesto por el Tratado de Versalles, que los sucesivos Gobiernos
alemanes practicaron, aunque con poca eficacia, después de 1919. Hitler
estimuló esta sospecha y la explotó. He aquí un buen ejemplo: el 28 de
noviembre de 1934, Baldwin negó la afirmación de Churchill de que la fuerza
aérea de Alemania era igual a la de la Gran Bretaña. Baldwin tenía razón;
Churchill, informado por el profesor Lindemann, estaba equivocado. El 24 de
marzo de 1935, Sir John Simon y Anthony Eden visitaron a Hitler. Él les dijo
que la fuerza aérea de Alemania era ya igual a la de la Gran Bretaña, si no
superior. Se le creyó esta vez, y, desde entonces, se le ha creído siempre.
Baldwin quedó desacreditado y cundió el pánico. ¿Cómo iba a ser posible que
los hombres de Estado exagerasen sobre su armamento en vez de ocultarlo?
Sin embargo eso era lo que Hitler había hecho.
El rearme alemán fue prácticamente un mito hasta la primavera de 1936.
Entonces, Hitler le dio algo de realidad. Su motivo principal fue el temor al
Ejército Rojo; y, por supuesto, Gran Bretaña y Francia habían empezado
también a rearmarse. De hecho, Hitler corrió a la altura de los demás, sin
llevarles demasiada ventaja. En octubre de 1936, le dijo a Göring que
preparase la Armada y la Economía alemana para una guerra, aunque sin dar
más detalles. De 1938 a 1939, el último año de paz, Alemania gastó en
armamento cerca de un 15% de su producto nacional bruto. La proporción
británica era casi la misma. El gasto alemán en armamento bajó después del
acuerdo de Múnich y permaneció a bajo nivel, de modo que la producción
británica de aeroplanos, por ejemplo, estaba muy por encima de la alemana en
1940. Cuando en 1939 estalló la guerra, Alemania tenía 1450 aviones de caza
modernos y 800 bombarderos; Gran Bretaña y Francia tenían 950 aviones y
1300 bombarderos. Los alemanes tenían 3500 tanques; Gran Bretaña y
Francia tenían 3850[12]. En cada caso los servicios de información aliados
estimaban que la fuerza de los alemanes era más del doble de la verdadera.
Como de costumbre, se creyó que Hitler había planeado una gran guerra y se
había preparado para ella. De hecho era falso.
Se puede objetar que estos ejemplos no hacen al caso. Fuesen cuales
fuesen las deficiencias del armamento alemán sobre el papel, cuando llegó el
momento de la verdad, Hitler ganó una guerra contra dos grandes potencias
europeas. Esto es ir contra el consejo de Maitland y juzgar por lo que sucedió,
no por lo que se esperaba que sucediese. Aunque Hitler ganó, ganó por
equivocación, equivocación que él mismo compartió. Naturalmente, los
alemanes confiaban en que podrían derrotar a Polonia si las potencias
occidentales no les molestaban. Aquí el juicio político de Hitler de que los
franceses no harían nada probó ser más acertado que las aprensiones de los
generales alemanes. Pero Hitler no tenía ni idea de que derrotaría a Francia al
invadir Bélgica y Holanda el 10 de mayo de 1940. Ése fue un movimiento
defensivo: el de asegurarse el Rhur contra una posible invasión de los aliados.
La conquista de Francia fue una bonificación imprevista. Ni siquiera después
de esto se preparó Hitler para una gran guerra. Imaginó que, al igual que a
Francia, podría derrotar a la Rusia Soviética sin hacer un esfuerzo serio. La
producción alemana de armamento no se redujo únicamente durante el
invierno de 1940-1941, sino que se redujo aún más en el otoño de 1941,
cuando la guerra contra Rusia había empezado ya. No hubo ningún cambio
serio después del inicial revés en Rusia, ni tampoco después de la catástrofe
de Stalingrado. Alemania continuó con su «economía pacífico-guerrera».
Sólo los ataques de las bombas británicas sobre las ciudades alemanas
estimularon a Hitler y a los alemanes a tomarse la guerra en serio. La
producción alemana para la guerra llegó a su cénit al mismo tiempo que las
bombas de los Aliados: en julio de 1944. Incluso en marzo de 1945 Alemania
producía más material militar que cuando atacó a Rusia en 1941. Desde el
principio hasta el final, el ingenio, no la fuerza militar, fue el secreto del éxito
de Hitler. Hitler estuvo perdido cuando la fuerza militar fue decisiva, y eso él
lo supo siempre.
De este modo me siento justificado al considerar los cálculos políticos
como más importantes que la mera fuerza en el período anterior a la guerra.
Hubo algún cambio de énfasis en el verano de 1936. Entonces no solamente
Hitler, sino todas las potencias, empezaron a tomarse en serio la guerra y los
preparativos para ella. Erré al no hacer hincapié con más claridad en este
cambio de 1936, y quizá también en encontrar demasiados cambios en el
otoño de 1937. Esto muestra lo difícil que es prescindir de las leyendas,
incluso cuando se trata de hacerlo. Fui engañado por el Memorándum de
Hossbach. Aunque dudé de si sería tan importante como dijeron la mayoría de
los escritores, pensé no obstante que debería tener alguna importancia, ya que
todos los escritores hablaban de ello. Me equivoqué; y los críticos que
apuntaron a 1936 acertaron, aunque aparentemente no se dieron cuenta de
que, al hacerlo, estaban desacreditando el Memorándum de Hossbach. Sería
mejor que desacreditase un poco más esa «acta oficial», como la ha llamado
un historiador. Los puntos a discutir son técnicos, y podrán parecerle triviales
al lector corriente. No obstante, los entendidos conceden gran importancia a
esos puntos técnicos, y tienen razón. Según la práctica moderna, un acta
oficial consta de tres cosas. En primer lugar, un secretario debe tomar notas
que debe escribir después de forma ordenada. Después su relación debe ser
sometida a los participantes para que la corrijan y la aprueben. Finalmente, el
acta debe ser colocada en los archivos oficiales. Ninguno de esos requisitos
tuvo lugar en lo concerniente a la reunión del 5 de noviembre de 1937,
excepto el de que Hossbach asistió a él. Pero no tomó notas. Cinco días más
tarde escribió de memoria una relación de la reunión, y en dos ocasiones se
ofreció a mostrarle el manuscrito a Hitler, que replicó que estaba demasiado
ocupado para leerlo. Éste era un trato francamente curioso para lo que se
supone es «su última voluntad y testamento». Puede que Blomberg le echase
una mirada al manuscrito. Los otros ni siquiera sabían que existía. El único
certificado de autenticidad fue la firma del mismo Hossbach. Otro hombre vio
el manuscrito: Beck, jefe del Estado Mayor General, y, entre los generales
alemanes, el más escéptico respecto a las ideas de Hitler. El 12 de noviembre
de 1937 escribió una respuesta a los argumentos de Hitler; y esta respuesta
fue presentada más tarde como principio de la «resistencia» alemana. Incluso
se ha sugerido que Hossbach escribió el memorándum para provocar esa
respuesta.
Todo esto son especulaciones. En aquella época nadie le dio importancia a
la reunión. Hossbach dejó el Estado Mayor al poco tiempo. Su manuscrito fue
archivado con otros papeles, y luego olvidado. En 1943 un oficial alemán, el
conde Kirchbach, le echó una mirada al archivo, y copió el manuscrito para la
sección de historia militar. Después de la guerra los americanos encontraron
la copia de Kirchbach, y la cogieron a su vez para el proceso de Núremberg.
Tanto Hossbach como Kirchbach opinaron que esta copia era más corta que el
original. En particular, según Kirchbach, el original contenía críticas de
Neurath, Blomberg y Fritsch sobre los argumentos de Hitler, críticas que
ahora se han perdido. Quizá los americanos «editasen» el documento; quizá
Kirchbach, como otros alemanes, intentase darle toda la culpa a Hitler. No
hay modo de saberlo. El original de Hossbach y la copia de Kirchbach han
desaparecido. Todo lo que sobrevive es una copia, quizás acortada, quizás
«editada», de una copia de una relación cuya autenticidad no ha sido probada.
Contiene temas que Hitler usaba también en sus discursos públicos: la
necesidad del Lebensraum, y su convicción de que otros países se opondrían a
la restauración de Alemania como gran potencia independiente. No contiene
directivas para la acción, sino sólo el deseo de incrementar el armamento. Ni
siquiera en Núremberg se empleó el memorándum de Hossbach para probar la
culpabilidad de la guerra de Hitler. Eso se dio por supuesto. Lo que la
acortada forma del memorándum «probó» fue que los acusados de
Núremberg —Göring, Reader y Neurath— se habían sentado junto a Hitler y
aprobado sus planes de agresión. Se asumía que los planes eran agresivos, con
la finalidad de probar la culpabilidad de los acusados. Los que, en los
procesos políticos, creen en la evidencia, pueden seguir citando el
memorándum de Hossbach. Pero también debieran poner a sus lectores en
antecedentes (cosa que no hacen los editores de Documentos sobre la Política
Exterior Alemana, por ejemplo) de que el memorándum, lejos de ser un «acta
oficial», es un candente tema de discusión[13].
El memorándum de Hossbach no es el único proyecto que se alega sobre
las intenciones de Hitler. Ciertamente, a juzgar por lo que dicen algunos
historiadores, Hitler hacía tales proyectos continuamente, influido sin duda
por su deseo de ser arquitecto (?). Esos historiadores incluso rebajan la
producción de Hitler. Saltan directamente desde Mein Kampf hasta el
memorándum de Hossbach, y luego a las conversaciones de sobremesa[14] de
la guerra de Rusia[15]. De hecho, Hitler esbozaba un proyecto casi cada vez
que hizo un discurso; su mente trabajaba de ese modo. Obviamente no había
nada secreto en esos proyectos ni en Mein Kampf, que se vendió a todo el
mundo cuando Hitler llegó al poder, ni en los discursos dirigidos a grandes
auditorios. Por tanto, nadie puede enorgullecerse de su perspicacia en adivinar
las intenciones de Hitler. Es igualmente obvio que el Lebensraum siempre
apareció como un elemento en esos proyectos. Ésa no era una idea original de
Hitler, sino un lugar común de la época. Volk ohne Raum, por ejemplo, escrita
por Hans Grimm, se vendió mucho mejor que Mein Kampf, cuando fue
publicada en 1928. En cuanto a esto, los planes para adquirir nuevos
territorios fueron muy difundidos en Alemania durante la Primera Guerra
Mundial. Se solía pensar que ésos eran los planes de unos cuantos
teorizadores chiflados de una organización extremista. Ahora sabemos mejor
a qué atenernos. En 1961, un profesor alemán hizo un reportaje sobre los
resultados de su investigación sobre los objetivos de la guerra alemana[16].
Éstos eran, ciertamente, «un proyecto de agresión», o, en palabras del
profesor, «un apoderarse del poder mundial»: Bélgica, bajo el control alemán;
las minas de hierro francesas, anexionadas a Alemania; Ucrania, convertida
en alemana; y, lo que es peor aún, Polonia y Ucrania libres de sus habitantes
para ser repobladas por alemanes. Estos planes no eran únicamente el
producto del trabajo del Estado Mayor General alemán. Fueron respaldados
por el Ministerio alemán de Asuntos Exteriores, y por el «buen alemán».
Bethmann Hollweg. Hitler, lejos de superar a sus respetables predecesores,
fue realmente más moderado que ellos cuando buscó su Lebensraum
únicamente en el Este, repudiando, en Mein Kampf, las ganancias en el Oeste.
Hitler se limitó a repetir la charla ordinaria de los círculos de derechas. Como
todos los demagogos, Hitler recurrió a las masas. De modo distinto a otros
demagogos, que buscaron el poder para seguir una política de izquierdas,
Hitler se valió de los métodos de izquierdas para dominar a las masas y
pasarlas a las derechas. Por eso las derechas le acogieron.
¿Pero era el Lebensraum la única idea de Hitler, o la que dominaba su
mente? A juzgar por Mein Kampf, se hallaba obsesionado por el
antisemitismo, que ocupa la mayor parte de su libro. De las setecientas
páginas, sólo dedica siete al Lebensraum. Entonces, y de entonces en
adelante, ha sido la razón final que justifica las supuestas intenciones de
Hitler. Quizá la diferencia entre las personas que creen en un plan constante
de Hitler para el Lebensraum, y yo, resida en cómo se entienda la palabra
«plan». Para mí es algo que ha sido preparado y llevado a cabo con detalle.
Pero ellos parecen entender por «plan» un deseo pío, o, en este caso, impío.
Según mi punto de vista, Hitler nunca tuvo un plan para el Lebensraum. No
hubo estudio de los recursos de los territorios que habían de ser conquistados;
ni se definió lo que estos territorios iban a ser.
No se constituyó ningún Estado Mayor General para llevar a cabo estos
planes, ni se investigó sobre los alemanes que podían ser movilizados.
Cuando grandes partes de la Rusia Soviética fueron conquistadas, los
administradores de los territorios conquistados se encontraron sin saber qué
hacer, sin poder conseguir ninguna directiva sobre si debían exterminar a las
poblaciones existentes o explotarlas, o sobre si debían tratarlas amistosamente
o no.
Ciertamente, Hitler pensó que Alemania tendría muchas probabilidades de
adquirir ganancias en la Europa oriental cuando se convirtiese en una gran
potencia. Esto estaba motivado, en parte, por su creencia en el Lebensraum.
Había más consideraciones prácticas. Durante largo tiempo, equivocadamente
o no, pensó que sería más fácil derrotar a la Rusia Soviética que a las
potencias occidentales. Realmente, casi llegó a creer que era probable que los
bolcheviques se rindiesen sin una guerra, creencia ampliamente compartida
por muchos hombres de Estado occidentales. De ese modo él podría
conseguir sus ganancias sin ningún esfuerzo. Además, el Lebensraum pudo
ser presentado con facilidad como una cruzada antibolchevique, y eso le
ayudó a ganarse los corazones de aquéllos que, en los países occidentales, le
consideraron campeón de la civilización occidental. No obstante, él no fue
dogmático acerca de esto. No rehusó otras ganancias cuando le salieron al
paso. Después de la derrota de Francia, anexionó Alsacia y Lorena a
Alemania, a pesar de sus previas declaraciones de que no haría tal cosa; y
tomó buenas medidas acerca de las regiones industriales de Bélgica y del
nordeste de Francia, tal como Bethmann había intentado hacer antes que él.
Los términos, bastante vagos, con los que proyectó la paz con la Gran Bretaña
en el verano de 1940, incluían una garantía para el Imperio británico, pero
también tenía intención de reclamar el Irak, y quizás Egipto, para el mundo
germánico. Así, fuesen cuales fuesen sus teorías, no se adhirió en la práctica
al statu quo en el Oeste, y a las ganancias en el Este. El especulador abstracto
se convirtió en un hombre de Estado que no consideraba de antemano lo que
haría o cómo lo haría.
Llegó tan lejos porque los otros no supieron qué hacer con él. De nuevo
quiero comprender a los «pacificadores», no vindicarlos ni condenarlos. Los
historiadores hacen un mal trabajo cuando escriben sobre los pacificadores,
considerándolos estúpidos o cobardes. Fueron hombres que tuvieron que
enfrentarse con problemas reales, y que hicieron todo lo que pudieron en las
circunstancias de su tiempo. Reconocieron que una Alemania independiente y
poderosa tendría, de algún modo, que encontrar un lugar en Europa.
Experiencias posteriores sugieren que tenían razón. En cualquier caso,
seguimos dándole vueltas al problema alemán. ¿Puede un hombre en su juicio
suponer que otros países pudieron haber intervenido por la fuerza armada en
1933 para derribar a Hitler, que había llegado al poder por medios
constitucionales, y se hallaba aparentemente apoyado por la mayoría del
pueblo alemán, por ejemplo? ¿Hubiese sido posible, acaso, planear algo para
hacerle menos popular en Alemania, a no ser, quizás, el intervenir para
echarle de Renania en 1936? Los alemanes pusieron a Hitler en el poder; ellos
eran los únicos que podían derribarle. De nuevo, los pacificadores temían que
la derrota de Alemania sería seguida por la dominación rusa en gran parte de
Europa. Posteriores experiencias sugieren que tampoco en eso estaban
equivocados. Sólo los que deseaban que la Rusia Soviética ocupase el lugar
de Alemania tienen derecho a condenar a los pacificadores; y no acierto a
comprender cómo la mayor parte de los que les condenan están ahora
igualmente indignados por el inevitable resultado de su fracaso.
Tampoco es cierto que los pacificadores formasen un círculo cerrado, que
encontró gran oposición en aquel tiempo. A juzgar por lo que se dice ahora,
uno supondría que prácticamente todos los conservadores defendían la
resistencia contra Alemania, en alianza con la Rusia Soviética, y que todo el
Partido Laborista clamaba por un gran armamento. Por el contrario, pocas
causas han sido más populares. Todos los periódicos del país aplaudieron el
acuerdo de Múnich, a excepción del Reynold’s News. No obstante, las
leyendas son tan poderosas que incluso al escribir esta frase me resisto a
creerla. Naturalmente, los pacificadores pensaron en primer lugar en sus
propios países, como hacen la mayoría de los hombres de Estado, a los que
generalmente se alaba por ello. Pero también pensaron en los demás. Dudaron
de si los pueblos de la Europa oriental saldrían beneficiados con la guerra. La
posición del pueblo británico en septiembre de 1939 fue sin duda heroica;
pero, principalmente, se trató de un heroísmo a expensas de los demás. El
pueblo británico sufrió comparativamente poco durante los seis años de la
guerra. Los polacos sufrieron verdaderas catástrofes durante la guerra, y no
recuperaron su independencia después de ella. En 1938, Checoslovaquia fue
traicionada. En 1939, Polonia fue salvada. Menos de cien mil checos
murieron durante la guerra. Seis millones y medio de polacos fueron
asesinados. ¿Qué fue mejor, ser un checo traicionado, o un polaco salvado?
Me alegro de que Alemania fuese derrotada y Hitler destruido. Pero también
me doy cuenta de que otros pagaron el precio de ello, y reconozco la
sinceridad de los que pensaron que el precio era demasiado alto.
Hay controversias que debieran ser discutidas en términos históricos.
Sería fácil el prepararles un sumario a los pacificadores. Quizá perdí el interés
por ello por haberlo hecho ya en una época en que, según mis recuerdos, los
que ahora despliegan su indignación contra mí no tomaban parte activa en la
plataforma pública. Me interesa más descubrir por qué no pude conseguir lo
que deseaba más que repitiendo las viejas denuncias; y si tengo que condenar
las equivocaciones de alguien, prefiero condenar las mías. No obstante, no
forma parte del deber del historiador el decir lo que se debiera haber hecho.
Su único deber es averiguar lo que se hizo y el porqué. Poco podrá
descubrirse mientras sigamos atribuyéndole a Hitler todo lo que se hizo. Él
fue un elemento dinámico y poderoso, pero no fue más que combustible para
una máquina ya existente. En parte fue la creación de Versalles, y en parte la
creación de las ideas comunes en la Europa de aquel tiempo. Y, sobre todo,
fue la creación de la historia alemana y del presente alemán. Hitler no hubiese
contado para nada sin el soporte y la cooperación del pueblo alemán. Parece
ser que hoy día se cree que Hitler lo hizo todo él solo, incluso el conducir los
trenes y el llenar de gas las cámaras. No fue así. Hitler fue la tabla de armonía
de la nación alemana. Miles, cientos de miles de alemanes llevaron a cabo sus
perversas órdenes sin una objeción. Como gobernante supremo de Alemania,
recae sobre él la mayor responsabilidad de actos de inconmensurable maldad:
la destrucción de la democracia alemana; los campos de concentración; y, lo
peor de todo, la exterminación de pueblos durante la Segunda Guerra
Mundial. Sus órdenes, que los alemanes ejecutaron, fueron de una maldad sin
comparación en la historia de la civilización. Pero su política exterior es un
asunto distinto. Aspiraba a convertir a Alemania en la potencia dominante en
Europa, y quizá, más remotamente, en el mundo. Otras potencias han tenido
aspiraciones similares, y las tienen todavía. Otras potencias tratan como
satélites suyos a los países más pequeños. Otras potencias tratan de defender
sus intereses vitales por la fuerza de las armas. En asuntos internacionales,
Hitler no tenía ningún defecto especial, excepto el de ser alemán.
CAPÍTULO I

UN PROBLEMA OLVIDADO
Han pasado más de veinte años desde que empezara la Segunda Guerra
Mundial, y más de quince desde que terminó. Para los que la vivieron,
formará parte de su experiencia directa hasta el día en que, de pronto,
comprendan que, como la que la precedió, ha entrado en la Historia. Para un
profesor, llegará ese día cuando se dé cuenta de que sus alumnos no habían
nacido al iniciarse el conflicto y que no pueden siquiera recordar su final;
cuando vea que la consideran tan lejana, como él la guerra de los Boers. Sin
duda, habrán oído a sus padres contar algunos episodios de ella; sin embargo,
tendrán que aprenderla ante todo en los libros. Los más grandes actores han
abandonado la escena: Hitler, Mussolini, Stalin y Roosevelt han muerto,
Churchill se ha retirado de la vida pública, y únicamente De Gaulle continúa
desempeñando un papel. La Segunda Guerra Mundial ha dejado de pertenecer
al «hoy», para desplazarse al «ayer». Los historiadores tienen la palabra. La
historia contemporánea, en su sentido estricto, estudia los acontecimientos
cuando todavía están «calientes», los juzga según los criterios del momento,
despierta en el lector un sentimiento de participación. Nadie menospreciará la
Segunda Guerra Mundial en tanto tenga ante los ojos el gran ejemplo de Sir
Winston Churchill. Pero llegará un momento en el que el historiador habrá de
juzgar aquellos acontecimientos con la misma objetividad que la Cuestión de
las Investiduras o de la Guerra Civil Inglesa. Al menos, tendrá que intentarlo.
Eso fue lo que se pretendió después de la Primera Guerra Mundial, pero
desde un punto de vista algo diferente. La guerra en sí misma ofrecía
relativamente poco interés. La disputa en torno a la gran estrategia fue
considerada como un asunto particular entre Lloyd George y los generales. La
historia militar y oficial británica —contribución polémica a aquella disputa
— no se acabó hasta 1948. Casi nadie estudió las tentativas de paz negociadas
ni la evolución de los fines de la guerra. Fue necesario esperar hasta hoy para
tener algunos elementos sobre un tema tan capital como lo fue la política de
Woodrow Wilson. La cuestión que monopolizó el interés de los historiadores
fue la de saber cómo había estallado el conflicto. Los gobiernos de todos los
grandes países, exceptuando el de Italia, hicieron abundantes revelaciones
extraídas de sus archivos diplomáticos. Los periódicos franceses, alemanes y
rusos centraron su interés exclusivamente en aquel aspecto. Ciertos escritores
consiguieron labrarse una reputación merced a su estudio: Gooch, en
Inglaterra; Fay y Schmitt, en los Estados Unidos; Renouvin y Camille Bloch,
en Francia; Thimme, Brandenburg y Von Wegerer, en Alemania; Pribram, en
Austria; Pokrovsky, en Rusia, por no citar sino a algunos.
Un determinado núcleo de investigadores se concentró en el análisis de
los acontecimientos de julio de 1914; otros llegaron hasta la crisis marroquí
de 1905 o hasta la diplomacia de Bismarck; pero todos coincidieron en
estimar que aquél era el único período interesante. Los cursos universitarios
se detuvieron bruscamente en agosto de 1914 y aún hoy siguen estancados en
esta fecha. Los alumnos estaban de acuerdo: querían oír hablar de Guillermo
II y de Poincaré, de Grey y de Iswolski. El telegrama a Krüger les parecía más
importante que Passchendaele, el tratado de Björko más importante que el
acuerdo de Saint-Jean-de-Maurienne. El desencadenamiento de la guerra
constituía el gran suceso que había modelado el presente. Cuanto se había
producido a continuación, representaba el desarrollo de determinadas
consecuencias inevitables, sin significado para la actualidad. Al
comprenderlo, debíamos estar en condiciones de saber cómo habíamos
llegado al punto en que nos encontrábamos, y, naturalmente, cómo actuar para
no volver a hallarnos en una situación semejante.
Por lo que se refiere a la Segunda Guerra Mundial, el proceso ha sido casi
inverso. El gran motivo de atracción, tanto para los autores como para los
lectores, resultó ser la guerra en sí misma. No sólo las campañas, aunque
hayan sido minuciosamente estudiadas, sino también la política, y, muy
especialmente, la de los grandes aliados. Sería difícil contar los libros
publicados sobre el armisticio francés de 1940, o sobre las conferencias de
Teherán y de Yalta. La «cuestión polaca», se interpreta como la disputa entre
la Rusia soviética y las potencias occidentales, con la cual terminó el
conflicto, y no se piensa en las exigencias alemanas que hicieron que
comenzase. Los orígenes despiertan relativamente escaso interés. Se estima,
en líneas generales, que aparte de algunos nuevos detalles de carácter
eventual, no queda nada importante por descubrir. Nos sabemos todas las
respuestas y ya no hacemos más preguntas. Los autores que han abordado el
tema —Namier, Wheeler-Bennett, Wiskemann, en lengua inglesa, Baumont,
en francés— han publicado todos sus libros poco después de terminada la
guerra y en ellos expresan las ideas que alimentaban durante el curso del
conflicto, e incluso antes. Veinte años después de que se desencadenase la
Primera Guerra Mundial, pocas personas hubiesen aceptado sin más las
explicaciones dadas en agosto de 1914. Más de veinte años después del final
de la segunda, casi todo el mundo acepta las explicaciones dadas en
septiembre de 1939.
Quizá, por supuesto, no haya nada nuevo que descubrir. Quizá, esta
Segunda Guerra Mundial, planteada conjuntamente con todos los demás
grandes acontecimientos de la Historia, tenga una explicación muy sencilla y
definitiva, evidente desde el principio y no modificada después por nada.
Parece, sin embargo, improbable que los historiadores que escriban dentro de
cien años, consideren estos acontecimientos del mismo modo que los
consideraron las gentes de 1939, y el historiador actual debería tratar de
anticipar el juicio del porvenir en vez de repetir el del pasado. Pero no lo
hacen y son varias las razones que motivan su negligencia. Todos los autores
tratan de ser objetivos, imparciales, de elegir su tema y de expresar su opinión
sin preocuparse de las circunstancias que se pudieran plantear en cada caso.
Pero, como seres humanos, viven dentro de una colectividad y responden,
aunque sea inconscientemente, a las necesidades de su época. El gran profesor
Tout, cuya obra transformó la historia medieval en nuestro país, ha
desplazado el acento, por razones de saber abstracto, de la política a la
administración. De igual modo, podría decirse que los historiadores del siglo
XX escriben preferentemente para los funcionarios civiles, en tanto que los del
XIX lo hacían para los estadistas. Es así como los autores de obras en torno a
las dos guerras mundiales deberían haber considerado todo cuanto suscitaba
todavía algún problema, o cuanto proporcionase lecciones para el presente.
Nadie escribe un libro que no tenga la suficiente garra como para interesar a
los demás ni mucho menos un libro que ni siquiera le interese a él.
Desde el punto de vista militar, la Primera Guerra Mundial parecía
plantear pocos problemas. Generalmente fue considerada, sobre todo en los
países aliados, como una especie de combate sin tregua en el que uno de los
luchadores termina desplomándose bajo el peso de la fatiga. Fue precisa la
experiencia de la Segunda para llegar a preguntarse si una estrategia o una
política mejores hubiesen podido conseguir que terminase antes. Además, a
partir de 1918, se admitía comúnmente que no volvería a repetirse una
conflagración semejante, y que, por tanto, no podía extraerse ninguna lección
provechosa para el presente. Por otra parte, el gran problema que había
engendrado la guerra, continuaba siendo el centro de interés de las cuestiones
internacionales cuando aquélla terminó: no era otro que Alemania. Los
Aliados podían pretender que la guerra había tenido por origen la agresión
alemana; y podían los alemanes replicar que su causa había sido la negativa a
conceder a Alemania su verdadero lugar como gran potencia. Tanto en uno
como en otro caso, era aquel lugar de Alemania la cuestión en litigio.
Subsistían otros problemas, que arrancaban de la Rusia soviética hasta llegar
al Extremo Oriente, pero podía suponerse razonablemente que había una
solución para ellos y que el mundo continuaría en paz, siempre y cuando el
pueblo alemán se reconciliase con sus antiguos enemigos. El estudio de los
orígenes de la guerra presentaba, pues, un carácter urgente y práctico. Si los
países aliados adquirían el convencimiento de que los alemanes no eran
verdaderamente los «culpables» del conflicto, estaban en condiciones de
suavizar las cláusulas represivas del tratado de Versalles, y de considerar a los
alemanes como víctimas de un cataclismo natural, de igual modo que ellos
mismos lo habían sido. Y, a la inversa, si se podía convencer a los alemanes
de su culpa, aceptarían sin duda el tratado como justo. En la práctica, este
proceso de «revisión» tomó el primero de los cauces. Ciertos historiadores
británicos y americanos, e incluso algunos franceses, se esforzaron en
demostrar que sus respectivos gobiernos eran mucho más culpables y el
gobierno alemán mucho más inocente de lo que los autores del tratado de
1919 habían admitido. Pocos fueron los historiadores germanos que se
ocuparon de demostrar lo contrario, lo cual no deja de ser natural. Incluso el
historiador más objetivo escucha la voz de su patriotismo cuando su país ha
sido derrotado y humillado. Por añadidura, la política exterior de cada uno de
los países aliados había sido objeto de críticas con anterioridad a que se
desencadenase el conflicto. La de Grey en Inglaterra, la de Poincaré en
Francia, la de Woodrow Wilson en los Estados Unidos —por no hablar de los
bolcheviques que habían atacado al gobierno del zar— volvieron al primer
plano, constituyendo la base de las teorías «revisionistas». Estas controversias
internacionales y domésticas carecen ya de importancia. Baste saber que
despertaron en su día el suficiente interés como para conducir al estudio de
los orígenes de la Primera Guerra Mundial.
Por lo que respecta a la Segunda, no ha sucedido nada semejante. En el
plano internacional, Alemania dejó de ser el problema central de los asuntos
internacionales antes incluso de que terminase la guerra, y fue sustituida por
la Rusia soviética. Todo el mundo quiso conocer los errores que se habían
cometido en las relaciones con esta última, y no aquéllos que se habían
cometido en las relaciones con Alemania antes de que estallase el conflicto.
Además, tanto los occidentales como los rusos, en su condición de aliados,
pretendían repartirse Alemania, y preferían hablar lo menos posible de la
guerra. Los alemanes estaban de acuerdo. Después de la Primera Guerra
Mundial habían insistido para que su país continuase siendo tratado como una
gran potencia; después de la Segunda fueron los primeros en sugerir que
Europa había dejado de determinar el curso de los acontecimientos mundiales,
con la implicación tácita de que Alemania no podría nunca más provocar un
gran conflicto y que, en consecuencia, valía más dejarla seguir su propio
camino, sin interferencias ni control.
Desde el punto de vista interno, sucedió otro tanto. En los países aliados
se habían producido ásperas fricciones antes de 1939; mucho más ásperas,
desde luego, que en las vísperas de 1914, pero las primeras se habían calmado
durante el conflicto y la mayor parte de los que las habían promovido se
inclinaban a olvidarlas. Los antiguos defensores del «apaciguamiento»
pudieron seguir su política con mayor justificación; los defensores de la
resistencia abandonaron sus temores a propósito de Alemania ante la
necesidad de hacer frente común a la Rusia soviética.
Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial presentaban poco interés en
un momento en que se estudiaban ya los de la Tercera. Quizás este interés
hubiese aumentado de haber surgido alguna duda, alguna pregunta. Pero
existía una explicación satisfactoria para todos y que parecía excluir cualquier
discusión: Hitler había deseado la Segunda Guerra Mundial, él sólo era su
autor. Esta explicación bastó a todos los «resistentes», desde Churchill a
Namier. Lo habían manifestado antes de 1939, y pudieron, por tanto, declarar:
«¡Ya lo habíamos dicho! Desde el primer momento no hubo otra solución sino
resistir a Hitler». Esta explicación fue también satisfactoria para los
partidarios del «apaciguamiento». Podían sostener que una conciliación
habría sido la política prudente y, sin duda, acertada, si Alemania no hubiese
estado en manos de un loco. Pero, sobre todo, la solución agradó a los
alemanes, con la excepción, tal vez, de algunos nazis impenitentes. Después
de la guerra de 1914-18, los alemanes trataron de librarse de la
responsabilidad pasándola a los Aliados, o afirmando que nadie tenía la culpa.
Pero era mucho más sencillo volcar todo el peso sobre Hitler, quien, al fin y al
cabo, estaba muerto. No cabe duda de que, en vida, había hecho mucho daño
a Alemania; pero se redimió parcialmente gracias a su sacrificio en el búnker.
Ya no podría molestarle ninguna acusación póstuma. Todo —la guerra, los
campos de concentración, las cámaras de gas— podía ser cargado sobre sus
hombros. Al convertir a Hitler en culpable, todos los demás alemanes se
volvían inocentes, y esos mismos alemanes que, antaño, habían rechazado con
tanta energía las culpas que se les imputaban en la Primera Guerra Mundial,
aceptaron de buen grado las de la Segunda. Algunos de ellos se las arreglaron
para dar un giro especial a la maldad de Hitler. Ya que, evidentemente, era un
monstruo de perversidad, debería habérsele opuesto una decidida resistencia.
En consecuencia, si había algún responsable, eran los franceses por no
haberlo expulsado de Renania en 1936, o Chamberlain, por haber cedido ante
él en septiembre de 1938.
Todo el mundo estaba, pues, totalmente de acuerdo. Entonces, ¿de qué
servía una «revisión»? Algunos países neutrales, particularmente Irlanda,
expresaron no pocas dudas, pero su participación en la guerra fría hizo callar
incluso a aquéllos que se habían mantenido al margen durante el conflicto con
Alemania; y parecidas consideraciones, aunque de signo contrario,
condujeron a la misma conclusión a los historiadores soviéticos. En los
Estados Unidos perdura una escuela de «revisionistas», supervivientes de
aquéllos que combatieron durante la Primera Guerra Mundial; para este
grupo, su propio gobierno es el peor de todos. Desde el punto de vista
científico, sus trabajos no producen muy buena impresión. Por añadidura, se
ocupan fundamentalmente de las hostilidades con el Japón; tienen una buena
razón para ello: fue Hitler quien declaró la guerra y no hay pruebas de que
Roosevelt hubiese hecho intervenir a su país en el conflicto europeo, si Hitler
no le hubiese proporcionado gratuitamente la ocasión. Por lo que respecta al
Japón, no existe duda alguna. En un determinado momento, se planteó una
pregunta: ¿debían colaborar los Estados Unidos con China o con el Japón?
Para desdicha de la política americana, los acontecimientos se han encargado
de responder. Ha sido admitido universalmente que el Japón constituye el
único amigo en el que América puede confiar en Extremo Oriente. Así, pues,
la guerra contra esta nación parece haber sido un error. ¿Quién lo cometió?
Después de todo, quizá fueran los propios japoneses. Estas disquisiciones
actuales ayudan a explicar por qué los orígenes de la Segunda Guerra
Mundial no son objeto de gran discusión, pero no las causas por las cuales los
historiadores están casi unánimemente de acuerdo en tal punto. Si hubiesen
existido documentos contradictorios, los eruditos no habrían dejado de
impugnar el veredicto popular, a pesar de su general aceptación. No ha
sucedido así por dos razones, en apariencia opuestas: la abundancia y, al
mismo tiempo, la falta de documentación. La que se reunió para el proceso de
los criminales de guerra en Núremberg es superabundante; si bien es cierto
que los muchos volúmenes que la recogen, producen una fuerte impresión,
constituyen un material peligroso de utilizar por el historiador, ya que los
documentos fueron ordenados a toda prisa, casi al azar, para servir de base a
las conclusiones de los magistrados. No es ésta la manera de proceder de los
historiadores; los abogados se informan para litigar, aquéllos lo hacen para
comprender. Las pruebas que convencen a los juristas, no suelen satisfacernos
a nosotros; nuestros métodos les parecen faltos de precisión, y son ellos, sin
embargo, los que sienten remordimientos de conciencia cuando piensan en el
proceso de Núremberg. Los documentos fueron elegidos, no sólo para
demostrar la culpabilidad de los acusados, sino también para disimular la de
las potencias vencedoras. Si hubiese sido una cualquiera de ellas la que
hubiera dirigido los debates, habría levantado más polvareda. Los
occidentales habrían sacado a la luz el pacto gerrnanosoviético; Rusia habría
replicado esgrimiendo la conferencia de Múnich y algunas otras transacciones
más turbias. Pero como las potencias eran cuatro, la única solución estaba en
admitir de antemano la exclusiva culpabilidad de Alemania. El veredicto
había sido dictado previamente y los documentos se prepararon para sostener
una conclusión ya elaborada. Los documentos, desde luego, son auténticos,
pero trucados, y quienquiera que se apoye en ellos, descubre que es casi
imposible escapar de su engaño.
Si tratamos de proceder más objetivamente, siguiendo un camino
científico, comprobamos que estamos en condiciones de inferioridad respecto
a aquéllos que antaño estudiaran los orígenes de la Primera Guerra Mundial.
Antes de que pasase una generación después de terminada ésta, todos los
grandes países, excepto Italia, habían abierto sus archivos diplomáticos en el
apartado correspondiente a la crisis que había precedido a la ruptura de las
hostilidades. Existía, además, una gran cantidad de documentos anteriores:
austrohúngaros, que se remontaban a 1908, británicos, a 1898, franceses y
alemanes, a 1871; los rusos hicieron aparecer igualmente abundantes
publicaciones, aunque hilvanadas más a la ligera. No obstante, se encontraban
lagunas. Podríamos lamentarnos de la falta de documentos italianos, que
aparecieron con posterioridad, o serbios, de los que seguimos careciendo. Sin
duda todas aquellas publicaciones contenían omisiones deliberadas, y
cualquier historiador consciente hubiera deseado ver los archivos con sus
propios ojos. A pesar de todo, en conjunto, era posible seguir en sus más
pequeños detalles la diplomacia de cinco de las seis grandes potencias.
Ciertamente, ni aún hoy se ha llegado a una plena asimilación del problema.
Seguimos encontrando nuevos aspectos dignos de estudios, nuevas
interpretaciones por realizar.
Comparativamente, la documentación relativa a los años anteriores a 1939
es en verdad lamentable. Austria-Hungría ha desaparecido, se ha eclipsado
del grupo de las grandes potencias; de las cinco que quedan, tres no han
revelado, hasta hoy, ningún dato de sus archivos. Los italianos han empezado
a reparar su anterior omisión sacando a la luz sus documentos
correspondientes al período comprendido entre el 22 de mayo de 1939 hasta
la ruptura de las hostilidades, y habrán de remontarse hasta el año 1871. Ni
los franceses ni los rusos nos han suministrado referencia alguna. Los
franceses tienen excusa, ya que, el 16 de mayo de 1940, tras enterarse de que
los alemanes se habían infiltrado por Sedán, quemaron la mayoría de los
documentos relativos al período que va de 1933 a 1939. Están reuniendo
laboriosamente algunas copias con la ayuda de sus colaboradores en el
exterior. La razón del silencio de los soviéticos, como toda su política, no
puede ser objeto sino de conjeturas. ¿Tiene su gobierno algo particularmente
vergonzoso que ocultar? ¿Se niegan a someter su conducta al juicio de las
potencias extranjeras? ¿No existen, quizá, documentos, porque la Comisaría
de Asuntos Exteriores haya sido incompetente para elaborarlos? Tal vez se
hayan aprendido la lección que recibieron no pocas veces: el único modo
inatacable de sostener una causa es no presentar ningún documento para
sostenerla. En definitiva, no podemos referirnos más que a la documentación
alemana y británica cuando tratemos de obtener un cuadro continuo de las
relaciones diplomáticas que se sucedieron entre las dos guerras, todo lo cual
produce la impresión, sin duda falsa, de que esas relaciones fueron sólo un
diálogo entre ambos países.
Pero aún limitándonos a estas dos fuentes, el material no es tan
sustancioso como el del período anterior a 1914. Los Aliados se apoderaron,
en 1945, de todos los archivos alemanes. Al principio, tuvieron la intención
de publicar la documentación completa desde 1918 a 1945, pero, por razones
de economía, decidieron limitarse a la referida al período posterior a 1933,
fecha, ésta, en que subió al poder Hitler. Aun así, existe una laguna que va de
los años 1935 a 1937. Los archivos han sido restituidos al gobierno de Bonn,
lo cual puede llevar consigo más retrasos. Además, los editores aliados, a
pesar de su conciencia, han compartido el punto de vista de los jueces de
Núremberg en lo que respecta a la culpabilidad. Y aún se presenta otra
complicación: el Ministerio alemán de Asuntos Exteriores pretende con
frecuencia haber obrado en contra de Hitler y no de acuerdo con sus órdenes;
no sabemos, pues, a ciencia cierta, si un determinado documento representa
un informe serio o si ha sido compuesto para librar de culpas a su autor.
La documentación británica cubrirá todo el período comprendido entre la
firma del Tratado de Versalles y el comienzo de la guerra; ahora bien, esta
documentación va apareciendo muy lentamente. De momento, no tenemos
nada relativo a los años 1919 y 1920, ni a la fase que va desde la segunda
mitad de 1934 a marzo de 1938. Las recopilaciones están consagradas a la
política activa, no revelan sus motivos, como pretendieron hacerlo las
referidas a los antecedentes de la guerra de 1914. Existen pocas notas que
demuestren la evolución de los debates en el seno del Foreign Office, y no
hay actas de las deliberaciones ministeriales, aunque, como es notorio, el
Primer Ministro y el Gabinete tuviesen, en este aspecto, más importancia que
anteriormente.
En lo que concierne a los documentos menos oficiales, estamos aún peor
abastecidos. La mayoría de los personajes que dirigieron el primer conflicto
mundial sobrevivieron a él y publicaron sus memorias, haciendo su propia
apología o justificándose. En el segundo, fueron muchos los que murieron
durante las hostilidades; otros fueron ejecutados, con o sin proceso, al final de
él. Es estremecedor el contraste entre las listas de obras escritas por quienes
ocupaban puestos capitales al tiempo de romperse las hostilidades en 1914 y
en 1939. En la guerra de 1914-18, fueron autores de algún trabajo las
personalidades que, por países, se relacionan:
Gran Bretaña:
Primer Ministro.
Ministro de Asuntos Exteriores.
Francia:
Presidente de la República.
Presidente del Consejo, que llevaba, al mismo tiempo, la cartera de
Asuntos Exteriores.
Rusia:
Ministro de Asuntos Exteriores.
Italia:
Presidente del Consejo de Ministros.
Alemania:
Canciller.
Ministro de Asuntos Exteriores.

En cuanto a la guerra de 1939-45, la lista se limita a un solo título.

Francia:
Ministro de Asuntos Exteriores.

El Ministro italiano de Asuntos Exteriores, que fue fusilado durante la


guerra, dejó un diario. El Ministro alemán redactó una defensa fragmentaria,
mientras aguardaba el momento de ser ahorcado. Se conservan algunos restos
de la correspondencia del Primer Ministro británico, algunas páginas
autobiográficas del Ministro inglés de Asuntos Exteriores. Sin embargo no
existe ni una palabra, ni una línea de cualquiera de los tres dictadores (Hitler,
Mussolini y Stalin). Es preciso conformarse con lo que cuentan ciertos
personajes de segunda fila: intérpretes, funcionarios, periodistas, que, a
menudo, no saben mucho más de lo que sabe el gran público.
No obstante, hay que señalar que los historiadores no tienen nunca
documentos bastantes para sentirse satisfechos. Dudo que se pueda ganar
mucho esperando diez o quince años, y puede que sea mucho lo que se pierda.
Los pocos supervivientes de la civilización podrán, para entonces, haber
renunciado a leer libros, y no hablemos de redactarlos. He tratado, pues, de
contar la historia tal y como podría forjarla un futuro historiador; he trabajado
con un material incompleto. Tal vez, el resultado sea demostrar que los
historiadores carecen de informaciones o que se equivocan, pero no por ello
se dejará de cultivar la Historia. De igual modo que mi imaginario sucesor, a
menudo me veré en la obligación de confesar mi ignorancia. He comprobado
también que los documentos, considerados con imparcialidad, me conducían
con frecuencia a unas interpretaciones distintas de aquéllas que la gente, yo
incluido, dieron por aquel entonces. No ha sido éste para mí motivo de
preocupación. Lo que deseo es comprender lo que ha sucedido, no justificar o
condenar. Estuve en contra de la conciliación desde el día en que Hitler tomó
el poder y, sin duda alguna, volvería a adoptar la misma postura en
circunstancias similares. Pero esto no guarda ninguna relación con la Historia.
Considerando las cosas retrospectivamente, ha de afirmarse que, si bien
muchos fueron culpables, nadie fue inocente. La acción política debe
proporcionar paz y prosperidad y, a este respecto, todos los hombres de
Estado, por una razón o por otra, fallaron. Éste será, pues, un relato sin
héroes, y quizá, incluso, sin «traidores».
CAPÍTULO II

EL LEGADO DE LA PRIMERA GUERRA


MUNDIAL
La Segunda Guerra Mundial fue en gran parte repetición de la Primera
aunque con diferencias evidentes. Italia combatió en el campo opuesto, si bien
antes del final cambió de postura. Las hostilidades que comenzaron en
septiembre de tuvieron por escenario Europa y África del Norte, y se
superpusieron en el tiempo, aunque no en el espacio, a las que, en 1941, se
iniciaron en Extremo Oriente. Fueron distintas, pero no obstante las segundas
crearon grandes dificultades a Gran Bretaña y a los Estados Unidos. Alemania
y el Japón no unieron nunca sus fuerzas; sólo, en un determinado momento,
hubo una real coincidencia: cuando el ataque a Pearl Harbour, Hitler, bien a
pesar suyo, se vio en la precisión de declarar la guerra a los Estados Unidos.
Dicho con otras palabras: el conflicto europeo y sus orígenes pueden ser
tratados dejando a un lado los acontecimientos que se desarrollaron en Asia.
El Extremo Oriente no produjo más que diversiones ocasionales. En la
Segunda Guerra Mundial puede decirse que fueron los mismos aliados los que
combatieron a los mismos adversarios que en la Primera. Aunque el péndulo
de la batalla tuviese oscilaciones más violentas, el final fue el mismo: la
derrota de Alemania. El nexo entre las dos guerras fue profundo. Alemania
combatió ante todo para echar por tierra el veredicto de la Primera Guerra
Mundial y para destruir el orden que había nacido de ella. Sus adversarios
pelearon, si bien más inconscientemente, en defensa de aquel orden y
consiguieron mantenerlo… aunque fuesen los primeros sorprendidos. No
faltaron proyectos utópicos, pero, cuando todo concluyó, las fronteras de
Europa y del Próximo Oriente siguieron como antes, a excepción —excepción
verdaderamente notable—, de las de Polonia y los Estados Bálticos. Dejando
a un lado estas modificaciones de la Europa del nordeste, el mapa, desde el
Canal de la Mancha al océano Indico, no sufrió más que un cambio serio: el
traspaso, por parte de Italia, de Istria a Yugoslavia. La Primera Guerra
Mundial destruyó los viejos imperios e hizo nacer nuevos Estados. La
Segunda, no creó ningún nuevo Estado y destruyó solamente Estonia, Letonia
y Lituania. Ante la pregunta simplista de: «¿Para qué sirve la guerra?», la
respuesta es, en el caso del primer conflicto: «Para decidir cómo había de ser
transformada Europa»; y, en el del segundo: «Para decidir si aquella Europa
transformada debía de continuar». La Primera Guerra explica la Segunda y, en
definitiva, fue la que la provocó, en la medida en que un acontecimiento es
causa de otro.
La Primera Guerra Mundial llevó a un cambio de Europa; pero este
cambio no fue en absoluto la causa de su comienzo, ni siquiera la meta
perseguida con plena consciencia. Todo el mundo está hoy más o menos de
acuerdo sobre cuáles fueran sus causas inmediatas. El asesinato del
archiduque Fernando hizo que Austria declarase la guerra a Serbia. Rusia se
movilizó en apoyo de esta última, lo cual hizo que Alemania, a su vez, le
declarase la guerra y, al mismo tiempo, se la declarase a su aliada, Francia. La
negativa alemana a respetar la neutralidad de Bélgica incitó a Gran Bretaña a
declarar la guerra a Alemania. Pero hubo otras causas más profundas sobre las
cuales los historiadores mantienen todavía opiniones divergentes. Algunos
cargan el acento sobre el conflicto entre los teutones y los eslavos en Europa
oriental; otros han dado en llamarla «la guerra de sucesión de Turquía». Hay
quienes hacen referencia a las rivalidades imperialistas que se proyectaban
allende Europa; y quienes invocan la ruptura del equilibrio europeo. Se ha
llegado a destacar algunos puntos concretos, tales como la oposición alemana
a la supremacía naval de los ingleses, o el deseo francés de recobrar la
Alsacia-Lorena, o la ambición rusa de establecer un control sobre
Constantinopla y los estrechos. Han sido tantas las explicaciones que se han
dado que se llega a pensar que ninguna de ellas sea válida. Se libró la Primera
Guerra Mundial por todas esas razones… y por ninguna de ellas. Eso fue, en
definitiva, lo que descubrieron los beligerantes cuando se vieron en medio del
fragor de los combates. Cualesquiera que hubiesen sido los planes, los
proyectos, las ambiciones previas, pelearon solamente para conseguir la
victoria, para responder a la pregunta de Humpty-Dumpty: «¿Quién será el
amo?». Los combatientes trataron de «imponer su voluntad al enemigo», y
empleamos el lenguaje militar de aquel entonces, sin tener una idea clara de
en qué consistía aquella voluntad. Los dos bandos tuvieron dificultades para
definir sus fines bélicos. Cuando los alemanes formularon algunas
condiciones para la paz, como lo hicieron con Rusia, en 1917, y, más
claramente, con las potencias occidentales, se preocuparon únicamente de
mejorar su posición estratégica en vistas a una próxima guerra, aunque esta
segunda guerra no hubiese sido precisa si hubieran ganado la primera. Para
los Aliados, el planteamiento fue algo más sencillo: podían simplemente
reclamar la restitución por parte de los alemanes de sus conquistas iniciales.
Pero, poco a poco, presentaron concepciones más idealistas, tal vez por la
ayuda o la instigación de Estados Unidos, las cuales concepciones no
suponían ciertamente los fines por los que habían iniciado las hostilidades, ni
siquiera aquellos por los que aun entonces combatían. Este programa idealista
nació más bien de la convicción de que una guerra que se libraba a tal escala
y al precio de tantos sacrificios, debía de tener un epílogo grande y noble. Los
ideales fueron una especie de subproducto, una glosa acerca de la lucha
fundamental, aunque, por otra parte, no dejaran de influir sobre los
acontecimientos ulteriores. De un modo esencial, la victoria era la meta de la
guerra. Inspiraba la política subsiguiente. Proporcionaría en definitiva un
resultado, como de hecho ocurrió. La Segunda Guerra Mundial fue fruto de
las victorias de la Primera y del modo en que éstas fueron utilizadas.
De 1914 a 1918, hubo dos victorias decisivas, aunque, en aquella época,
una se viese oscurecida por la otra. En noviembre de 1918, Alemania fue
vencida por las potencias occidentales en el frente del Oeste, si bien ella había
vencido no menos decisivamente a Rusia en el Este, todo lo cual ejerció una
influencia profundísima sobre los acontecimientos que habrían de
desarrollarse entre los dos conflictos. Antes de 1914, existía un equilibrio, en
el que la alianza francorrusa actuaba como contrapeso de las potencias
centrales. Aunque Inglaterra mantuviese una asociación bastante debilitada
con Francia y Rusia en virtud del Triple Acuerdo, pocos pensaron que su
intervención era esencial para hacer inclinar la balanza. En sus comienzos, la
guerra tuvo un carácter continental y se libró en dos frentes: cada potencia del
Continente puso en pie de guerra varios millones de hombres e Inglaterra sólo
cien mil. Para los franceses, en particular, la colaboración rusa aparecía como
una necesidad vital y el apoyo británico como un grato complemento. Pronto,
todo cambió. Los ingleses levantaron también un sólido ejército y
contribuyeron con sus millones a la causa, a los que hubo que añadir los
millones incorporados por los Estados Unidos cuando éstos entraron en
guerra, en 1917. El fortalecimiento del frente occidental se produjo
demasiado tarde para salvar a Rusia, que fue eliminada a causa de las dos
revoluciones de 1917, sumadas a una catástrofe militar. En enero de 1918, los
nuevos «señores bolcheviques» concluyeron una paz de capitulación en Brest-
Litovsk. Algunos descalabros, en el Oeste, obligaron a Alemania a abandonar
las conquistas realizadas, pero el resultado capital fue ya definitivo. Rusia
salió de Europa y dejó provisionalmente de existir como gran potencia. La
constelación europea se vio profundamente transformada, con ventaja para
Alemania. En tanto antaño un gran país limitaba con su frontera oriental, a
partir de aquel momento iba a quedar sustituido por una «tierra de nadie»,
integrada por una serie de minúsculos Estados y, más allá, por las tinieblas de
lo desconocido. Durante muchos años, nadie pudo decir si Rusia tenía todavía
algún poder, ni, en caso afirmativo, cómo lo emplearía.
A finales de 1918, nada de esto parecía tener demasiada importancia. El
único hecho que llamaba la atención era que Alemania hubiese sido vencida
sin ayuda de los rusos y, sobre todo, derrotada, aunque no exclusivamente, en
el frente occidental. La victoria alcanzada en aquel reducido espacio,
determinó la suerte de toda Europa, por no decir la suerte de todo el mundo.
Aquel resultado inesperado dio al Continente un carácter diferente del que
tenía antes de 1914. Por aquellas fechas, las grandes potencias eran Alemania,
Francia, Italia, Austria-Hungría y Rusia, con una Inglaterra embarcada sólo a
medias en la empresa. Berlín era el centro. A partir de 1918, las grandes
potencias serían Francia, Alemania e Inglaterra, con la inclusión, por cortesía,
de Italia, y unos Estados Unidos que ocupaban el antiguo lugar periférico de
Inglaterra. El centro de esta nueva Europa se encontraba a orillas del Rin, en
Ginebra. Rusia había quedado descartada: la monarquía de los Habsburgo no
existía ya. «Europa», como concepción política, se había desplazado hacia el
Oeste. En 1918 y aun muchos años más tarde —en efecto, hasta 1939—, se
pensó que la formación del mundo estaba en manos de quienes habían sido,
en otro tiempo, las «potencias occidentales».
Aunque Rusia y Alemania hubiesen sido vencidas en 1918, los resultados
de ambas derrotas habían sido muy diferentes. La primera se eclipsó; los
países vencedores ignoraban cuál era su gobierno revolucionario, su propia
existencia. Pero, Alemania continuó unida, fue reconocida por los vencedores.
La decisión que había de conducir a la Segunda Guerra Mundial se tomó, por
muy elevados y sensatos motivos, algunos días antes de que terminase la
Primera. Esa decisión no fue otra que la de conceder un armisticio al gobierno
alemán. Las razones fueron, ante todo, militares. El ejército alemán, vencido
en el campo de batalla, no estaba ni derrotado ni destruido. Los ejércitos
inglés y francés, aunque vencedores, se hallaban al borde del agotamiento.
Era difícil medir, desde fuera, el grado de derrumbamiento alemán.
Únicamente Pershing, comandante en jefe americano, no temía un nuevo
conflicto. Sus fuerzas continuaban frescas, apenas habían derramado una gota
de sangre. Le hubiese gustado llegar hasta Berlín. El hecho de que los
americanos hubiesen soportado el peso principal de la lucha en 1919,
constituía un mayor atractivo para él. Su país podría imponer sus opiniones a
los Aliados casi con la misma fuerza que a los alemanes y en un grado que no
hubiese sido posible prever en 1918. He aquí una razón más entre las que
determinaron a las potencias europeas a concluir la guerra lo más rápidamente
posible.
Los americanos no perseguían ningún fin concreto con la guerra. No
aspiraban a ninguna conquista territorial precisa. Todo ello hacía,
paradójicamente, que deseasen con menos calor llegar a un armisticio.
Querían la «rendición incondicional» de Alemania y estaban dispuestos a
luchar hasta conseguirla. Los Aliados deseaban también deshacer Alemania,
pero alimentaban al mismo tiempo otros deseos prácticos y urgentes.
Inglaterra y Francia aspiraban a liberar Bélgica; los franceses querían
igualmente la liberación de la parte nordeste de su país e Inglaterra la
eliminación de la flota alemana. Un armisticio podía proporcionárselo todo.
¿Cómo habrían podido ambos gobiernos, en tales circunstancias, pedir nuevos
sacrificios sangrientos a sus pueblos, cansados ya de la guerra? Además, el
armisticio, en los términos que lo solicitaba el gobierno alemán, colmaba las
ambiciones de los Aliados que no deseaban, como en todo momento lo habían
afirmado, destruir Alemania. Luchaban para demostrar a los alemanes que
una agresión no era «rentable». Este resultado se había obtenido con toda
claridad. Para los jefes militares aliados y alemanes era evidente que
Alemania estaba vencida, aunque más tarde se vio que para el pueblo alemán
era mucho menos evidente. En noviembre de 1918, dio la impresión de que
también el pueblo había contribuido a que cesasen las hostilidades. Los
Aliados habían proclamado generalmente, si bien no siempre de un modo
unánime, que combatían al Káiser y a sus consejeros militares, y no al pueblo.
Alemania se había convertido en una monarquía constitucional y se
transformó en república antes de que se firmase el armisticio. El nuevo
gobierno alemán se inclinó por la democracia, reconoció la derrota, estuvo
dispuesto a devolver todas las conquistas de Alemania y aceptó, como base de
la paz, los principios idealistas enunciados por el presidente Wilson en los
Catorce Puntos —principios aceptados también por los Aliados, aunque a
regañadientes y no sin formular reservas—. Todo abogaba, pues, en favor de
un armisticio, siendo muy pocos los argumentos en contra.
Hubo algo más que una conclusión de las hostilidades. Los términos del
armisticio fueron cuidadosamente calculados para que Alemania quedase en
situación de no volver a fomentar la guerra. Los alemanes tuvieron que
entregar una gran cantidad de material bélico, retiraron sus fuerzas al otro
lado del Rin y rindieron su flota. Los Aliados ocuparon la orilla izquierda del
río y situaron, en la derecha, cabezas de puente. Todas estas condiciones
alcanzaron el fin perseguido: en junio de 1919, en tanto los alemanes
discutían acerca de si debían firmar el tratado de paz, el alto mando tuvo que
confesar, no sin pena, que le era imposible empezar de nuevo la lucha.
Pero, el armisticio tuvo otro aspecto: ató a los alemanes para el presente
inmediato, y ató a los Aliados para el porvenir. Éstos querían por encima de
todo que la nación alemana reconociese su derrota, y concluyeron, pues, el
armisticio con los representantes del gobierno alemán, no con una delegación
militar. Los alemanes reconocieron su derrota y, en compensación —casi sin
darse cuenta—, los Aliados reconocieron a aquel gobierno. Ya pudieron
ciertos franceses emprendedores tratar, de inmediato, de provocar un
separatismo que se fraguara entre bastidores y ya pudieron algunos
historiadores animosos deplorar que no hubiese sido destruida la obra de
Bismarck: todo fue en vano. El armisticio zanjó la cuestión de la unidad
alemana, en la medida en que esta unidad dependía de la Primera Guerra
Mundial. La monarquía de los Habsburgo y el imperio otomano se vinieron
abajo. El Reich alemán siguió existiendo. Y no es esto todo: no sólo
reconocieron los Aliados al Reich, sino que su permanencia fue esencial para
que el Armisticio fuese respetado. Las potencias occidentales se vieron
transformadas, sin darse cuenta, en «aliadas» de aquel Reich para defenderlo
de cuanto pudiera amenazarlo: el descontento popular, el separatismo, el
bolchevismo…
El tratado de paz, y de nuevo inopinadamente, dio cuerpo a aquella
situación. Contenía condiciones muy duras… por lo menos para algunos
alemanes. Los representantes germanos dieron, no sin pesar, su aprobación,
tras largos debates en los que llegó a plantearse si no sería preferible no
firmar. Pero se firmó, no obstante, a causa de la debilidad del ejército, del
agotamiento del pueblo y de la presión ejercida por el bloque aliado, aunque
no se tuviese la convicción de que sus términos fuesen equitativos, ni siquiera
tolerables. El gobierno alemán aceptó, aun así, el tratado y, al hacerlo, se
apuntó una baza importante. El documento había sido concebido para
proporcionar una garantía frente a una nueva agresión alemana, pero no podía
prosperar si no era con la colaboración del gobierno de Berlín. Alemania
procedería al desarme, pero los Aliados no pasarían de enviar una comisión
de control para verificar que se hacía así. Pagaría en concepto de
reparaciones, pero, incluso en este punto, sería su gobierno el que se
encargaría de percibir el dinero, recibiéndolo los Aliados de éste. Por si todo
ello fuera poco, aun la ocupación militar de Renania dependía de la
colaboración alemana. La administración civil siguió como antes y si se
hubiese negado a colaborar habría producido una confusión contra la cual el
tratado no ofrecía ningún medio de neutralización. En 1919, el tratado pareció
un acto de venganza, un Diktat[1], como lo llamaron los alemanes. Dentro de
una perspectiva más amplia, su carácter capital fue el de que se concluyese
con una Alemania unida. Bastaba con que ésta obtuviese su modificación o lo
repudiase por completo para que se volviese a encontrar tan fuerte, o casi tan
fuerte, como en 1914.
Tal fue el resultado decisivo y fatídico del armisticio y del tratado de paz.
La Primera Guerra Mundial no sólo no resolvió el «problema alemán», sino
que lo hizo más agudo. No se trataba de la agresividad, ni del militarismo de
Alemania, ni de la maldad de sus dirigentes; en tanto existiese el tratado se
agravaría el problema. Así, pues, la cuestión esencial era de orden político, no
moral. Aunque Alemania se convirtiese en una nación democrática y pacífica,
no por ello dejaba de ser, y con mucho, la mayor potencia del Continente;
incluso más que antaño, gracias a la desaparición de Rusia. Tenía 65 millones
de habitantes, frente a los 40 millones de Francia, la otra única potencia con
verdadero carácter. Su preponderancia era aun mayor en cuanto a producción
de carbón y de acero, los cuales, en nuestros días, son verdadera fuente de
poder. En 1919, era vencida y su debilidad constituía el escollo inmediato,
pero, pasados algunos años de vida normal, el problema volvería a ser el de su
fuerza. Aun más, el antiguo equilibrio, que la mantenía dentro de ciertos
límites, acababa de romperse. Rusia se había retirado, Austria-Hungría
quedaba eclipsada. Sólo se mantenían Francia e Italia, ambas inferiores en
número y aun más en recursos económicos, las dos hondamente debilitadas
por la guerra. Si los acontecimientos seguían su curso «libremente», a la
antigua usanza, nada podría impedir a Alemania cubrir Europa con su sombra,
aunque no fuese ésa su intención.
El problema no fue ignorado en 1919, aunque ciertas personas negasen, en
verdad, su existencia. Eran aquéllos —una exigua minoría en cada país— que
habían considerado la guerra como inútil y el peligro alemán, como
imaginario. Incluso algunos de los que habían dirigido la lucha con vigor, se
inclinaban a creer que Alemania había quedado debilitada para mucho
tiempo. Se puede perdonar a cierto político inglés que dio por acabadas sus
inquietudes tras haber visto hundirse la flota alemana. Pesaba la amenaza de
la revolución, Alemania se encontraba asolada por el descontento social, y
todo el mundo, excepto los revolucionarios, admitía que semejantes
experiencias terminaban minando la fuerza de un país. Además, algunas
gentes, ancladas todavía en el mundo económicamente estable de finales del
siglo XIX, suponían que la prosperidad estaba condicionada a un presupuesto
en equilibrio y a una moneda convertible en oro. Desde este punto de vista,
resultaba claro que a Alemania le quedaba un largo camino por recorrer, y
parecía más importante, en interés de todos, ayudarla a levantarse antes que
permitir que continuase hundida. Incluso los franceses más pesimistas no
creyeron que estuviesen amenazados por una nueva invasión. El peligro
estaba en un futuro hipotético. Pero ¿quién podía decir en qué consistiría ese
futuro? Al final de cualquier guerra de grandes magnitudes, se dice que lo que
empieza es sólo una tregua, pasada la cual los vencidos se alzarán de nuevo
en armas. Rara vez ha ocurrido así, o, si ha ocurrido, ha sido sólo
mitigadamente. Francia, por ejemplo, esperó cuarenta años antes de
reaccionar frente a la situación planteada en 1815[2] sin que los resultados
fueran, por otra parte, sensibles. Cabe decir, pues, que quienes así pensaban
estaban en un error, aunque en esta ocasión la Historia viniera a darles la
razón. La recuperación de Alemania, aunque se produjo con retraso, no tenía
precedentes ni por su rapidez, ni por su potencia.
Existía otra manera de negar el problema alemán. Podía admitirse que
Alemania recuperaría su fuerza, que volvería a encontrar su puesto entre las
grandes potencias, pero cabía, igualmente, añadir que nada de esto tenía
mayor importancia. Los alemanes habían aprendido a no intentar el logro de
sus fines por las armas. Si llegaban a dominar a los Estados europeos más
débiles gracias al poder económico y al prestigio político, no habría en ello
ningún peligro; muy por el contrario, sería motivo de satisfacción para todos.
La Gran Guerra había traído consigo el nacimiento de algunos países
independientes repartidos por toda Europa y, lo que no deja de ser curioso,
este hecho era ya deplorado por muchos idealistas, los cuales, pocos años
antes, se habían erigido en campeones del nacionalismo. Estos Estados eran
considerados como reaccionarios, como militaristas, como económicamente
atrasados. Cuanto antes los conglomerasen los alemanes, mejor sería para
todas las partes interesadas. Este punto de vista fue propagado por un
distinguido economista de Cambridge, J. M. Keynes, y el propio Lloyd
George pareció en cierto modo compartirlo. Lo importante no era impedir el
restablecimiento alemán, sino asegurar que fuese encauzado en forma
pacífica. Había que tomar precauciones contra las quejas de Alemania, no
contra una agresión por su parte.
En 1919, esta opinión no había tomado todavía cuerpo. El tratado de paz
perseguía en gran parte una seguridad, por lo menos en lo que se refería a sus
disposiciones territoriales, determinadas por principios de equidad natural, tal
como ésta era entendida entonces. Alemania perdió únicamente los territorios
sobre los que no tenía derecho nacional. Los propios alemanes no se quejaron,
o si se quejaron no lo hicieron abiertamente, de la pérdida de Alsacia-Lorena
o del Schleswig septentrional. Se lamentaron de tener que ceder algunos
territorios a Polonia, pero esto era inevitable desde el momento en que su
existencia fue reconocida, y, si se la trató generosamente, la razón hay que
buscarla en la desproporción con que se interpretaron sus reivindicaciones
nacionales; no se tuvieron en cuenta consideraciones estratégicas. Hubo un
punto en que Lloyd George actuó en contra de sus propios aliados y a favor
de Alemania. Los franceses y los norteamericanos propusieron la
incorporación de Dantzig a Polonia, puesto que la ciudad, aunque de
población alemana, era esencialmente polaca en el plano económico. Lloyd
George pidió que fuese constituida en ciudad libre, bajo la autoridad de un
Alto Comisario nombrado por la Sociedad de Naciones. Fue así como la
petición alemana que, aparentemente, causó el estallido de la Segunda Guerra
Mundial, se resolvió en su momento a favor de los germanos. Una disposición
territorial de carácter negativo se opuso, por razones de seguridad, a un
principio nacional. Austria, país de lengua alemana, último resto de la
monarquía habsburguesa, se vio ante la prohibición de asociarse a Alemania
sin la autorización de la Sociedad de Naciones, lo cual no dejó de extrañar a
la mayoría de los austríacos, incluido el cabo Hitler, a la sazón de
nacionalidad austríaca. Mas no fue esto motivo de agravio para la mayor parte
de los alemanes, que habían vivido en una Alemania bismarckiana y para los
cuales Austria seguía siendo un país extranjero, cuyas preocupaciones no
querían ver sumadas a las suyas propias. Otro tanto puede decirse respecto a
las minorías alemanas de Checoslovaquia, de Hungría y de Rumanía, que bien
pudieron sufrir ante la necesidad de adoptar la nacionalidad de estos Estados,
sin que sus compatriotas del Reich pareciesen enterarse, ni mucho menos
preocuparse.
Hubo otra cuestión territorial que, en sus orígenes, tuvo carácter
estratégico: la ocupación de la Renania por las fuerzas aliadas. Los ingleses y
los americanos tomaron esta decisión como medida de seguridad provisional
e hicieron que se admitiese que no duraría más de quince años. Los franceses
querían que tuviese carácter permanente, y, al no poderlo obtener, trataron de
llegar al mismo resultado haciendo depender la evacuación del pago de las
reparaciones. De aquí nació el problema que ocuparía el primer plano en los
años siguientes, llegando a adquirir doble y aun triple dimensión. La
compensación deseada nacía del deseo razonable de que los alemanes
reparasen los daños causados por ellos, pero los franceses retrasaron el pago
en la esperanza de quedarse a orillas del Rin. Las deudas de guerra entre los
propios aliados vinieron a incrementar la confusión. Los ingleses, invitados a
pagar las que habían contraído con los americanos, hicieron saber, en 1922,
que no reclamarían a los demás sino lo necesario para satisfacer sus
obligaciones con los Estados Unidos. A su vez, los otros aliados propusieron
pagar sus deudas a Inglaterra con lo que recibiesen de Alemania a título de
reparaciones. De este modo, la decisión definitiva pasó, sin que nadie se diese
cuenta, a los alemanes. Habían firmado el Tratado y admitido una obligación:
a ellos solos correspondía el cumplirla. Si aceptaban pagar, se abrirían las
puertas a un mundo pacífico, la Renania sería evacuada, la cuestión de las
deudas de guerra dejaría de ser venenosa. No cabía más que una alternativa; o
se negaban o se declaraban incapaces de cumplir sus compromisos. A partir
de este punto los Aliados se encontraron enfrentados a una pregunta: ¿qué
otra garantía poseían además de la firma del gobierno alemán?
El desarme de Alemania planteaba la misma cuestión. Pretendía dar vigor
a la seguridad, y no otra cosa, aunque se impusiese la obligación de que los
demás países procediesen también al desarme. El proyecto sería eficaz si los
alemanes querían, pero ¿y en caso contrario? Una vez más, los Aliados se
hallaban ante el problema que consistía en hacer ejecutar el Tratado. Los
alemanes tenían la inmensa ventaja de poder minar el dispositivo de seguridad
que había sido montado contra ellos, mediante la sencilla fórmula de no hacer
nada, de no pagar las reparaciones y de no proceder al desarme. Estaba a su
alcance la posibilidad de comportarse como cualquier país independiente.
Para mantener el sistema, los Aliados tenían que ejercer un esfuerzo
consciente, recurrir a extremos «artificiales», todo lo cual iba en contra del
sentido común. La guerra había tenido lugar para zanjar un cierto número de
cosas. ¿Para qué había servido, si era preciso montar nuevas alianzas,
proceder a nuevos armamentos, establecer complejos sistemas internacionales
más artificiosos que los de antaño? No era fácil contestar, y el no contestar
suponía abrir el camino a una segunda guerra.
La paz de Versalles careció desde su principio de validez. Había que
imponerla, ya que no podía imponerse por sí misma. Ningún alemán la acogió
como un arreglo honesto, entre pares, «sin vencedores ni vencidos». Todos
pensaron en librarse de ella tan pronto fuera posible. No estaban de acuerdo
acerca del mejor momento: algunos querían actuar de inmediato, otros (sin
duda, la mayoría) preferían dejar la empresa a cargo de una generación futura.
La firma estampada no tenía peso ni constituía obligación de ninguna especie.
En otros países, el Tratado apenas fue respetado. En 1919, todo el mundo
aspiraba a actuar con más sentido que sus predecesores de 1815, y la mayor
acusación formulada contra el congreso de Viena fue la de que había querido
ligar, de manera indisoluble, un «sistema al futuro». Las grandes victorias
liberales del siglo XIX habían sido conseguidas contra ese «sistema». ¿Cómo
iban unos hombres de ideas lúcidas a defender otro de parecidas
características, a implantar una nueva rigidez? Algunos elementos liberales
propusieron una fórmula muy diferente. Habiendo preconizado con
anterioridad la independencia nacional, llegaron a creer en un orden
internacional superior, representado por la Sociedad de Naciones. La
discriminación entre antiguos enemigos y antiguos aliados resultaba
improcedente; todos debían asociarse para asegura y preservar la paz. El
Presidente Wilson, que había contribuido tanto como cualquier otro a la
redacción del Tratado, aceptó las cláusulas establecidas en contra de
Alemania sólo en la convicción de que la Sociedad de Naciones, una vez
creada, las haría desaparecer o las inutilizaría.
Al margen de estas objeciones morales, la aplicación del Tratado tropezó
con varias dificultades prácticas. Los Aliados podían amenazar, pero, cada
una de sus amenazas perdía fuerza, quedaba desvirtuada por la anterior. En
1918, era más fácil amenazar con la continuación de las hostilidades que
hacerlo, en junio de 1919, con una reanudación de las mismas, y en 1920 ó en
1923, se hizo virtualmente imposible mantener esta postura. A la gente le
repugnaba cada vez más abandonar sus hogares para incorporarse a una
guerra que, según les habían dicho, ya habían ganado; los contribuyentes se
negaban a pagar los gastos de un nuevo conflicto cuando aún no veían muy
claros los producidos por el anterior. Además, todo el mundo se hacía una
pregunta: ¿si no se había considerado conveniente proseguir las hostilidades
para obtener una «rendición incondicional», para qué romperlas de nuevo con
vistas a algún objetivo inferior? Podrían conseguirse ciertas «conquistas
positivas»: el Ruhr u otras regiones industriales; pero ¿de qué servirían? Se
conseguiría una nueva firma del gobierno alemán que haría honor a ellas, o
que no lo haría, como había ocurrido con la anterior. Más tarde o más
temprano, las fuerzas de ocupación deberían retirarse, y, entonces, se volvería
a la antigua situación: la decisión quedaría de nuevo en manos de los
alemanes.
Existían otras medidas coercitivas, distintas de la reanudación de la guerra
o de la ocupación de territorios: medidas económicas. Podía establecerse una
especie de bloqueo como el que, según se creía, había contribuido
decisivamente a la derrota de Alemania y a la aceptación del Tratado de 1919.
Podía ser restablecido con el mismo rigor que en tiempo de guerra y en la
seguridad de que resultaría igualmente eficaz. Pero, si Alemania caía en el
caos económico, si su gobierno se desplomaba, ¿quién aplicaría los términos
del Tratado? Las negociaciones con los Aliados se convirtieron en una serie
de tentativas de chantaje, cuajadas de episodios sensacionales, como en una
película de «gánsteres». Los Aliados, o, al menos, algunos de ellos,
amenazaron con ahogar a Alemania; los alemanes amenazaron con su muerte.
Ni los unos ni los otros se atrevieron a llegar al final. Las amenazas se fueron
diluyendo cada vez más para dejar paso a las ofertas. Los Aliados propusieron
reintegrar a Alemania en el puesto que justamente le correspondía en el
mundo, siempre y cuando diese satisfacción a sus peticiones; los alemanes
replicaron que no habría paz en el mundo en tanto esas peticiones no fuesen
rebajadas. Había una creencia casi universal, no compartida por los medios
bolcheviques, en que el único porvenir seguro de la humanidad residía en una
vuelta al sistema económico liberal, de un mercado mundial libre, idea que se
había abandonado, al parecer, provisionalmente, durante la guerra. Los
Aliados contaban con una importante baza a su favor, que era precisamente la
oferta de readmitir a Alemania en el mercado mundial, pero los alemanes
tenían otra, puesto que ningún mundo estable podía ser levantado nuevamente
sin ellos. Los Aliados se vieron conducidos así, por su propia política, a tratar
a Alemania como un igual, lo que les llevó al antiguo e insoluble problema: si
se encontraba situada en el mismo plano que las otras potencias, se convertiría
en la más fuerte de Europa; si se tomaban algunas precauciones particulares
contra ella, no recibiría un trato de igualdad.
Lo que los Aliados querían, era un sistema aceptado voluntariamente por
los alemanes. Produce extrañeza que semejante idea pudiese ser considerada
como viable, pero, en aquel momento de la Historia, las abstracciones
desempeñaron un gran papel en las relaciones internacionales. Las antiguas
monarquías valoraban solamente los tratados que otorgaban derechos,
prestando apenas atención a aquellos otros que implicaban obligaciones. La
nueva actitud correspondía al principio de «santidad del contrato» que es el
elemento fundamental de la civilización burguesa. Los reyes y los aristócratas
no pagan sus deudas y rara vez respetan su palabra. Los regímenes capitalistas
se derrumbarían si sus partidarios no hiciesen honor, sin vacilaciones, a sus
más insignificantes promesas. De ahí que se esperase que los alemanes
observaran esta regla. Algunas otras razones de índole más práctica obligaban
a confiar en los tratados; de todas ellas, la más evidente nacía del hecho de
que sólo existían aquellos tratados. En esta circunstancia residía el mayor
contraste entre el período que siguió a la Primera Guerra Mundial y otras
épocas análogas. El problema planteado por la existencia en Europa de una
potencia incontestablemente más fuerte que las demás, no era nuevo en
absoluto; muy por el contrario, no había dejado de repetirse en el curso de tas
cuatro siglos anteriores. Los hombres nunca se habían fiado de las cláusulas
de un tratado ni de las promesas que hacían los más fuertes de no utilizar su
fuerza. Los países débiles, pacíficos, se habían unido, casi inconscientemente,
y habían formado alianzas o asociaciones gracias a las cuales vencieron o
intimidaron al agresor. Ésta fue la barrera con la que tropezó España en el
siglo XVI, los Borbones en el siglo XVII y Napoleón en el XIX; y otro tanto
ocurrió durante el primer conflicto mundial.
Pero esta experiencia no fue tenida en cuenta después de 1919. Por una
razón de principios, la gran coalición se disolvió. Los vencedores se sentían
avergonzados de haber actuado de acuerdo con el postulado del equilibrio de
fuerzas. Mucha gente creía que este equilibrio había sido el origen de la
guerra y que el seguir adherido a él llevaría a otro conflicto. En el terreno
práctico, fue considerado como algo inútil. Los Aliados habían tenido mucho
miedo, no obstante lo cual consiguieron una gran victoria. Llegaron
fácilmente a la conclusión de que esta victoria sería definitiva. Cuando se ha
ganado una guerra, es difícil creer que se vaya a perder la siguiente. Cada una
de las potencias vencedoras se consideraba en libertad de adoptar su propia
política, de obrar de acuerdo con sus propias tendencias, resultando de ello
que quedó eliminada toda posible coincidencia. No se repudió formalmente la
asociación establecida en tiempo de guerra. Fueron los acontecimientos los
que separaron a los Aliados y ninguno de ellos se esforzó mucho para impedir
la separación.
La unidad no sobrevivió a la conferencia de paz, lo cual no es muy
extraño si se piensa que se mantuvo, muy a duras penas, durante el transcurso
de la misma. Los franceses pedían ante todo seguridad; los americanos y,
hasta cierto punto, los ingleses, se inclinaban a pensar que su misión había
concluido. Llegaron a ponerse de acuerdo sobre el Tratado, pero el presidente
Wilson no consiguió que el Senado lo ratificase. Fue un serio golpe para el
nuevo orden, pero, no de tan decisiva importancia como entonces se
pretendió. Más que la política, fue la geografía la que determinó el curso de
las relaciones entre los Estados Unidos y Europa. El Atlántico los separaba.
Aunque el Senado hubiese aprobado el Tratado de Versalles, habría sido
necesario retirar las tropas americanas del Continente. No obstante, algunas
de ellas permanecieron junto al Rin. El prestigio de la Sociedad de Naciones
se habría visto sin duda incrementado con la incorporación de los Estados
Unidos, pero la política seguida por los ingleses en Ginebra hizo creer que la
presencia de otra nación anglosajona disminuiría las posibilidades de la
asamblea de convertirse en el eficaz instrumento de seguridad que anhelaban
los franceses. En 1919, y después de la retirada americana, se hicieron
grandes esfuerzos para dar vida al tratado de garantía, merced al cual Wilson
y Lloyd George persuadieron a Clemenceau de que renunciase a la anexión de
Renania. Pero el tratado abortó y sus proyectos de seguridad se convirtieron
en papel mojado. No debían quedar en Francia tropas americanas ni inglesas.
Ambos países redujeron sus fuerzas a los efectivos normales en tiempos de
paz, y, en consecuencia, sus soldados, llegado el caso, no estarían en
condiciones de prestar ayuda. Así lo señaló Briand, en 1922, cuando Lloyd
George hizo una oferta de colaboración, por supuesto, sin participación
americana. El político francés manifestó que los alemanes tendrían tiempo
suficiente para llegar a París y a Burdeos antes de que los soldados ingleses
pudiesen detenerlos, y esto fue lo que sucedió, a pesar de la alianza, en 1940.
La garantía angloamericana no hubiese pasado, en el mejor de los casos, de
una promesa de liberar Francia en el supuesto de que fuese ocupada, promesa
que, por otra parte se cumplió en 1944, sin necesidad de tratado alguno. La
geografía y su posición política impedían a los Estados Unidos pertenecer a
un sistema europeo de seguridad; lo único que se les podía exigir era una
intervención tardía en caso de que aquel dispositivo de seguridad fallase.
La retirada americana no fue, sin embargo, total. Aunque los Estados
Unidos no ratificasen el Tratado de Versalles, aspiraban a una Europa pacífica
y a un orden económico estable. Su diplomacia no dejó de ocuparse de las
cuestiones europeas. Los planes Dawes y Young, concebidos para facilitar a
Alemania el pago de las reparaciones, fueron dirigidos por los americanos y
llevaron el nombre de un americano que fue el Presidente de los mismos. Los
préstamos concedidos con razón o sin ella, por los Estados Unidos,
permitieron la recuperación de la economía alemana; pero su insistencia
acerca la liquidación de las deudas de guerra de los Aliados complicaría el
problema de las reparaciones. Algunos representantes americanos habían
patrocinado aquel estado de «opinión pública» que se veía favorecido por el
desarrollo de las discusiones económicas y políticas a las que nos venimos
refiriendo; sus historiadores apoyaron abiertamente la campaña contra las
teorías de la «culpabilidad» alemana en punto a la declaración de la guerra, y
pusieron más calor en la empresa del que habrían puesto los propios
alemanes. Los Estados Unidos no podían disociarse de Europa por el simple
hecho de rechazar el Tratado de Versalles. Su participación en el conflicto
había contribuido grandemente a la derrota de Alemania y, sin embargo, su
política posterior fue básica para la recuperación de aquélla. Cabe decir que
los Estados Unidos quedaron engañados por su misma fuerza. Partieron de la
suposición exacta de que Alemania, una vez vencida, no constituía una
amenaza para ellos, y de ahí llegaron a la conclusión errónea de que tampoco
podía serlo para los países de Europa.
Esta política americana no hubiera tenido mayores consecuencias si las
grandes potencias europeas hubiesen pensado del mismo modo. Francia, Italia
e Inglaterra formaban una coalición estimabilísima, a pesar de cuanto
posteriormente se dijera de ella. Las tres habrían perseverado hasta el final
frente a Alemania, en el supuesto de que no la hubiesen vencido. Italia era la
más débil, tanto por sus recursos económicos como por su falta de cohesión
política. Reprochaba a sus aliados el que no le hubiesen concedido la parte del
botín que creía en justicia merecer. No había conseguido que se eliminase
totalmente el imperio otomano y se lamentaba amargamente de haber sido
engañada en el reparto de las colonias. Por otra parte, gozaba de una
seguridad ilusoria, pues apenas pasaba de ser una isla, con relación a Europa.
Su enemigo había sido Austria-Hungría, y no Alemania y, tras la caída de los
Habsburgo, se vio rodeada por una vecindad de minúsculos Estados. El
«problema alemán» le parecía muy lejano y los políticos italianos no dejaron
incluso de alegrarse ante las dificultades que producía a Francia, y, en algún
momento llegaron a explotar la situación, presentándose como árbitros
imparciales entre ambos países. Fuere como fuese, el caso es que Italia tenía
poco que aportar a un sistema de seguridad y, lo poco que tenía, no lo aportó.
La ausencia italiana hubiera tenido escasa importancia si Francia e
Inglaterra hubieran continuado viendo con los mismos ojos, pero aquí falló
decisivamente la coalición de los tiempos de guerra. Los dos países siguieron
estrechamente asociados. El hecho de que en Inglaterra se llegara a decir que
Francia pretendía restablecer en Europa la dominación napoleónica, no pasó
de ser una aberración pasajera. En líneas generales, ambas siguieron actuando
como «democracias occidentales», tutoras de Europa y triunfadoras comunes
en la guerra. Esta asociación fue, incluso, demasiado estrecha, ya que cada
una de las dos se las arregló para entorpecer la política de la otra. Durante el
conflicto, los ingleses habían acusado despiadadamente a Alemania,
subrayando que la lucha era una lucha por la vida, y, a la postre, creían
haberla ganado. Ya no quedaba nada de la flota alemana, la competencia
colonial había cesado y, en el terreno económico, les interesaba más levantar
a Alemania que mantenerla postrada. Los jefes del ejército fueron advertidos
de que ya no tenían que prever ningún gran conflicto, al menos en los
próximos diez años, y análogas instrucciones se repitieron hasta en 1933. Se
ha hablado mucho del «desarme inglés para dar ejemplo». Si lo que se trataba
de dar a entender fue que el desarme excedía de los límites exigidos por la
seguridad nacional, tal y como ésta era entonces entendida, no cabe duda de
que dicho intento fue un error. El desarme inglés estuvo inspirado por razones
de economía, y se llevó a cabo por descuido y por una serie de errores de
apreciación; nunca por una cuestión de principios. Muy por el contrario: los
ingleses estimaron su seguridad más inquebrantable de lo que nunca había
sido. Liquidaron su ejército después de la guerra en la convicción de que no
tendrían que volver a tomar parte en un conflicto semejante. Y si, con el
tiempo no formaron un cuadro suficiente de unidades blindadas, fue porque
las autoridades militares, dignas del mayor respeto, juzgaron que los caballos
eran más útiles que los carros de combate. Su predominio naval quedó
establecido claramente en aguas europeas; por lo menos, con mayor claridad
que en 1914. Las marinas de los demás países habían desaparecido, con
excepción de la francesa, y resultaba inconcebible que Francia e Inglaterra
pudieran llegar a la guerra, aun en el supuesto de que, de vez en cuando, se
cruzasen entre ellas palabras más bien violentas.
Si «seguridad» quería decir tan sólo protección frente a una invasión
posible, nunca, en efecto, las Islas Británicas habían gozado a lo largo de su
historia de otra parecida. Como siempre ocurre después de un gran conflicto,
el país se encerró en el aislamiento, todo el mundo empezó a preguntarse si
valía la pena haber librado la guerra, y, como consecuencia, se experimentaba
algún resentimiento hacia quienes habían sido sus aliados y cierta simpatía
por los antiguos enemigos. Pero los políticos ingleses no fueron nunca tan
lejos. Deseaban colaborar con Francia y reconocían que una Europa estable y
pacífica servía a los intereses de Inglaterra. Sin embargo, este criterio no era
bastante para disponerles a refrendar todas las exigencias que Francia había
planteado a Alemania. Se inclinaban a considerar la evocación del peligro
alemán como un romanticismo histórico, si bien pertenecía a una historia que
no era sino riguroso presente. La obsesión francesa de «seguridad» les parecía
tan exagerada como errónea, e incluso algunos de entre ellos, que trataron de
disipar dicha obsesión, no pensaron en que habrían de traducir en hechos sus
palabras. Aún más: las promesas inglesas de ayudar a Francia no fueron
presentadas como complemento de medida alguna de seguridad, sino más
bien como una alternativa destinada a hacer comprender a los franceses lo
inútil que toda medida resultaba. Los ingleses reflexionaron mucho sobre los
errores que, en política, habían cometido con anterioridad al año 1914. Cierto
sector, naturalmente, sostuvo que Inglaterra no debería haberse dejado
arrastrar por un ajuste de cuentas de las potencias continentales; pero la
mayoría admitió que la guerra podría haber sido evitada si Inglaterra hubiese
tenido establecida una alianza formal con Francia. Los alemanes se habrían
dado cuenta de que la Gran Bretaña, en tales condiciones, tomaría parte en el
conflicto. Igualmente los franceses, y en mayor grado los rusos, habrían
comprendido que los ingleses no querían verse comprometidos en «una
disputa oriental». Terminada la guerra la alianza con Francia adoptó una
forma velada de aislamiento. Inglaterra, al comprometerse a defender la
frontera francesa, demostró que, más allá de este límite, no se consideraba
obligada a nada.
Al mismo tiempo, la política inglesa, aunque aparentase la más franca
colaboración, no iba dirigida en contra de un restablecimiento de Alemania,
sino que, en alguna manera, constituía una garantía frente a las consecuencias
que dicho restablecimiento pudiese tener. Francia debía pagar el apoyo de
Inglaterra con la renuncia a todo interés que estuviese dirigido allende el Rin,
o, lo que es lo mismo, a su estatuto de gran potencia europea. Una sugerencia
de esta índole había sido hecha por Londres antes de 1914, pero, entonces, los
franceses alimentaban una concepción distinta de las cosas. La asociación con
Inglaterra no les ofrecía más que una ayuda limitada en caso de invasión,
aunque esta ayuda llegase a ser, de hecho, mucho más considerable. Pero,
hasta el momento en que estalló la guerra, la colaboración inglesa brindó a los
franceses un interés simplemente secundario. Lo que daba a Francia su
independencia como potencia de primera magnitud era su alianza con Rusia,
la cual alianza reducía, automáticamente, en un cincuenta por ciento los
efectivos alemanes. Todavía en 1914, los jefes militares galos daban,
justamente, mayor importancia a la invasión por los rusos de la Prusia
oriental, que al hecho de tener junto a su flanco izquierdo al minúsculo cuerpo
expedicionario inglés. Esta impresión persistió hasta 1917, fecha en que Rusia
abandonó la lucha. Fue entonces cuando falló la política europea de Francia.
La guerra se ganó en el Oeste y el Este se vio aliviado consecuentemente con
motivo de esta victoria, pero la batalla en aquel frente no influyó directamente
sobre la que se desarrollaba en el último. Por esta causa Francia evidenció ser
la más joven en relación con las demás democracias occidentales.
El acontecimiento fue motivo de crecida alegría para algunos políticos
franceses. Clemenceau, en particular, siempre había sido contrario a la alianza
con Rusia, por considerarla extraña a la democracia francesa y por creer que a
causa de ella su país se vería embarcado en las remotas cuestiones balcánicas.
Trató de impedir que la misma se consumase, y fue grande su satisfacción
cuando se vino abajo. Su implacable hostilidad hacia el bolchevismo nació no
sólo del resentimiento contra la deserción rusa, sino, principalmente, de la
seguridad de que el nuevo orden ruso imposibilitaría otra alianza. Clemenceau
conocía Inglaterra y los Estados Unidos mejor que la mayoría de sus
compatriotas y creía apasionadamente que el porvenir de Francia y de la
humanidad dependía de las potencias occidentales. «Para llegar a un acuerdo
[con las potencias occidentales] haría cualquier sacrificio», declaró ante la
Cámara de Diputados el 29 de diciembre de 1918. Gracias a que, de entre
todos los políticos franceses, él era el más favorable a los anglosajones, el
Tratado de Versalles terminó siendo aceptado por todos. Sin embargo una
minoría de sus colegas no pensaba tan lúcidamente como él. Algunos
energúmenos de la extrema derecha conservaban el viejo odio a Inglaterra,
pero, prácticamente nadie estaba en contra de América. Ahora bien, muchos
desconfiaban de la constancia de las dos potencias anglosajonas. Unos
cuantos, intoxicados por la victoria, soñaban con devolver a Francia la
preponderancia de que había gozado en la época de Luis XIV, o, simplemente,
antes de Bismarck. Los más modestos estimaban que unos aliados orientales
compensarían la superioridad de la población alemana y conseguirían que
Francia volviese a su anterior puesto como gran potencia.
Dichos aliados orientales no podían ser, a causa del bolchevismo, los
rusos. Los países occidentales, habían llegado a intervenir contra el
bolchevismo antes, incluso, de que terminase la guerra con Alemania. Habían
propugnado la constitución de un cordon sanitaire[3] que se extendiese a lo
largo de la frontera soviética. Pero, en definitiva, se resignaron a una política
de no-reconocimiento, si bien, y muy a su pesar, accedieron a algunos
intercambios económicos. Por su parte, los dirigentes soviéticos, cuando, en
noviembre de 1917, tomaron el poder, rompieron ostensiblemente con el
mundo corrompido del capitalismo y pusieron su fe en la revolución
internacional. La Tercera Internacional tuvo para ellos más importancia que
su Ministerio de Asuntos Exteriores, aun cuando vieran que la revolución
internacional no se producía. En teoría, las relaciones entre la Rusia soviética
y las potencias europeas no fueron sino una guerra larvada, y algunos
historiadores consideran este fenómeno como la clave del período entre
ambas guerras. Los historiadores soviéticos proclaman que Inglaterra y
Francia querían vencer a Alemania para poner en marcha una cruzada, una
nueva intervención contra su país, y algunos de sus colegas occidentales
pretenden que los dirigentes soviéticos suscitaron sin cesar incidentes en el
campo de las relaciones internacionales con la esperanza de fomentar una
revolución. Esto es lo que habría sucedido si cada una de las dos partes
hubiese tomado en serio sus principios y creencias, pero ni una ni otra lo hizo.
Los bolcheviques confesaron implícitamente su sentimiento de seguridad y su
indiferencia hacia el resto del mundo, cuando adoptaron la fórmula: «El
socialismo en un solo país». Los políticos occidentales no tomaron nunca lo
suficientemente en serio el peligro soviético como para prever una guerra de
intervención. El comunismo siguió aleteando por Europa como un espectro
(espectro llaman los hombres a sus temores y a sus pecados). Pero la cruzada
contra el comunismo fue aún más imaginaria que aquel espectro.
Hubo otras razones que impidieron toda tentativa de atraer nuevamente a
Rusia a los asuntos europeos. Las derrotas que había padecido durante la
guerra destruyeron su reputación de gran potencia; se supuso, y con acierto,
que después de la revolución estaba condenada a un debilitamiento que
duraría, cuando menos, una generación. Alemania se veía abocada a una
revolución política bastante benigna; pero, lo que se había producido en Rusia
había tenido las características de un verdadero temblor de tierra. En realidad,
muchos políticos occidentales sintieron una gran alegría cuando se esfumaron
los rusos; si bien este pueblo había resultado útil como contrapeso de
Alemania, en cuanto aliado resultó difícil y exigente. En el curso de los veinte
años que se mantuvo asociado a Francia, esta nación se negó en todo
momento a satisfacer sus pretensiones sobre Constantinopla. Por fin, se
vieron obligados a acceder en 1915, y fue grande su alegría cuando se
liberaron del cumplimiento de esta promesa. A los ingleses les preocupaba
menos la cuestión de Constantinopla, pero, en cambio, habían tenido también
muchas dificultades con los rusos en el Próximo y Medio Oriente. La
propaganda comunista desarrollada en la India, después de la guerra,
entrañaba bastante menos amenazas que la actividad zarista en Persia. Al
margen de cuestiones tan precisas como éstas, lo que es indudable, como todo
el mundo sabe hoy, es que los asuntos internacionales marcharon mucho
mejor sin la participación soviética. Pero el principal motivo de exclusión de
Rusia, fue un simple detalle geográfico. El cordon sanitaire resultó de la
máxima utilidad. A lo que parece, tan sólo Balfour lo había previsto. «Si
lográis una Polonia absolutamente independiente —declaró, el 21 de marzo
de 1917, ante el gabinete de guerra imperial—, habréis aislado por completo a
Rusia del Oeste. De este modo, dejará, o estará a punto de dejar, de constituir
un factor de la política occidental». Así fue. Rusia no quiso ni pudo
desempeñar ningún papel en los asuntos europeos. Pero ¿por qué iba a
quererlo? El cordon sanitaire actuaba también en sentido opuesto, si bien el
fenómeno no fuese observado hasta pasados varios años. A causa de él, Rusia
quedó excluida de Europa, pero, también Europa de Rusia. La barrera, que
había sido creada en contra de la Unión Soviética, se convirtió igualmente en
una protección para ella.
Según los franceses, los países que integraban el cordon sanitaire,
desempeñaban una función aún más importante. Eran unos preciosos
sustitutos del aliado desaparecido, y, desde luego, menos irregulares e
independientes y más seguros y respetables. «Nuestra más cierta garantía
frente a una agresión alemana —declaró Clemenceau al Consejo de los
Cuatro—, es que Checoslovaquia y Polonia ocupan una excelente posición
estratégica detrás de Alemania». Si Clemenceau creía en este argumento,
¿cómo extrañarse de que otros franceses hiciesen de la alianza con aquellos
Estados sucesores de Rusia el tema principal de la política de su país? Fueron
pocos los que se dieron cuenta de la paradoja que encerraba el planteamiento.
Aquellos Estados a los cuales inspiraba el entusiasmo nacional eran satélites y
clientes; pero, a pesar de su nacionalismo habían sido conducidos a la
independencia por la victoria de los Aliados, y también habían sido ayudados,
más tarde, por el dinero francés y por consejeros militares franceses. Los
tratados de alianza con ellos tuvieron un carácter como de tratados de
protección, al igual que lo habían tenido los que concluyó Inglaterra con los
nuevos Estados del Oriente Medio. Los franceses veían las cosas de distinta
manera. Consideraban las alianzas orientales como triunfos, no como
obligaciones. Querían una protección para Francia, sin que ésta se
comprometiese a nada. Los franceses reconocían que los nuevos Estados
tenían necesidad de su dinero, como antaño Rusia, pero creían que la
necesidad sería pasajera. Desde todos los puntos de vista, la situación ofrecía
grandes ventajas para Francia. Los países de reciente creación, distintamente
de Rusia, no tendrían que ocuparse de satisfacer ambición ninguna ni en
Persia ni en Extremo Oriente, ni nunca entablarían relaciones amistosas con
Alemania. Edificados de acuerdo con el modelo democrático francés,
resultarían más estables en tiempo de paz y más firmes en tiempo de guerra.
Jamás pondrían en tela de juicio el papel que les había correspondido
desempeñar en la Historia y que no era otro que el de fijar y dividir, en
beneficio de Francia, las fuerzas alemanas.
Esta visión exageraba de manera extraña el potencial de los checos y de
los polacos. Los franceses se dejaban engañar por las experiencia de la
reciente guerra. Aunque se hubiesen decidido, a última hora, a emplear los
carros de combate, seguían considerando a la infantería como la «reina de las
batallas», y contaban los efectivos por bayonetas, como si éstas lo fueran
todo. Francia, con sus 40 millones de habitantes, era evidentemente inferior a
Alemania que tenía 65 millones. Pero, con los 30 millones de polacos,
alcanzaba el mismo nivel, y lo rebasaba con los 12 millones de
checoslovacos. Además, todo el mundo miraba al porvenir en función del
pasado, y los franceses no podían imaginar una guerra futura que no se
iniciase por un ataque alemán contra ellos. En todo momento, su pregunta era:
«¿cómo pueden ayudarnos nuestros aliados orientales?». Nunca, «¿cómo
podemos ayudarlos nosotros?». A partir de 1919, los preparativos militares de
Francia tuvieron cada vez un mayor carácter defensivo. El ejército fue
equipado para una guerra de trincheras y, a todo lo largo de la frontera, se
fueron alineando fortificaciones. Su diplomacia y su estrategia llegaron a ser
contradictorias. El mismo sistema diplomático fue un piélago de
contradicciones. El acuerdo anglofrancés y las alianzas orientales, no se
completaban, sino que se anulaban. Francia no podía actuar en ofensiva para
ayudar a Polonia o a Checoslovaquia, como no contase con el apoyo
británico, pero no obtendría tal apoyo como no fuese en el caso de tener que
defenderse de una agresión dirigida contra ella, nunca contra los distantes
países de la Europa central. Se trataba de un callejón sin salida que, sin
embargo, no se planteaba como consecuencia de los cambios producidos en
los años treinta, sino que existía desde el primer momento. Ni los ingleses ni
los franceses encontraron una fórmula que les permitiese salir de él.
Hoy, podemos calibrar perfectamente aquellas dificultades, pero en la
época en que surgieron fueron menos evidentes. A pesar de la desaparición de
Rusia y de la retirada de los Estados Unidos, Inglaterra y Francia siguieron
actuando como el más alto Tribunal de Europa, y sus decisiones fueron ley
para el Continente todo. En cuanto a las alianzas y a las guerras futuras,
perdieron su fuerza como consecuencia de la actuación de aquel órgano
nacido de la conferencia de paz: la Sociedad de Naciones. Inglaterra y Francia
se forjaron una idea muy distinta de esta última. Los franceses querían verla
transformada en un sistema de seguridad dirigido contra Alemania; los
ingleses la consideraban como un sistema de conciliación que llevaría al
acercamiento de los germanos. Los primeros creían que la guerra había sido
causada por una agresión alemana; los segundos se fueron afianzando en la
convicción de que había estallado por error. Nunca llegaron los dos países a
discutir a fondo su divergencia. Y, en todo momento, cada uno concluyó sus
compromisos con la reserva mental, de que no había sido convencido por el
otro. Esperaban que los acontecimientos les diesen la razón y, con el tiempo
muy a su pesar, vieron cumplidos sus deseos. En la práctica, la interpretación
británica fue la que triunfó. Como primera providencia el Convenio de la
Sociedad de Naciones se redactó en términos generales. Iba dirigido contra la
agresión, no contra Alemania. Por añadidura, era difícil acusar a ésta no
siendo miembro de pleno derecho de la organización. Una política negativa es
siempre más fuerte que una política positiva; abstenerse es más fácil que
intervenir. La opinión inglesa había sido directamente engendrada por la
decisión que se tomó en noviembre de 1918 de concluir un armisticio y, más
tarde la paz, con un gobierno alemán. Ya que se había decidido no destruir
Alemania, se tenía que pensar, más tarde o más temprano, en su incorporación
a la comunidad de naciones. Los gobiernos de París y de Londres, distraídos
en extremo por las dificultades interiores de sus respectivos países, no podían
trazar una política clara y consistente, y, si ésta alcanzó alguna coherencia, fue
en el terreno de los esfuerzos realizados para llegar a la reconciliación con
Alemania y en el de los consiguientes fracasos.
CAPÍTULO II

LOS DIEZ AÑOS QUE SIGUIERON A LA GUERRA


En el paréntesis que se abrió entre las dos guerras, la historia de Europa
giró en torno al «problema alemán». Su solución era la solución de todo. Sin
embargo, si no se resolvía, Europa no volvería a recobrar la paz.
Comparándolos con éste, todos los demás problemas perdían importancia. El
peligro bolchevique, por ejemplo —que nunca llegó a ser tan grave como lo
creía la gente—, cesó bruscamente cuando los ejércitos rojos fueron arrojados
de Varsovia en 1920; a partir de este momento, el comunismo perdió, para los
veinte años que seguirían, toda oportunidad de imponerse más allá de las
fronteras rusas. De igual modo, el «revisionismo» húngaro hizo mucho ruido,
allá, por los años veinte, aunque, desde el punto de vista territorial, menos que
el «revisionismo» alemán. Proyectó apenas una sombra de guerra local, en
modo alguno hizo que se pensase en una conmoción general. También Italia
tuvo fricciones con Yugoslavia por asuntos relativos al Adriático y, como
consecuencia, se declaró de inmediato nación «insatisfecha». Esta discusión
no pasó de los grandes titulares de los periódicos, sin llegar a despertar
alarma. Todo ello contribuiría a que el problema alemán quedase casi como
único y ello constituía un hecho nuevo. Ya en 1914 el poderío alemán había
supuesto un quebradero de cabeza; pero también habían surgido otros: el
deseo de Rusia de incorporarse Constantinopla, el francés de recuperar la
Alsacia-Lorena, el irredentismo italiano, el problema de los eslavos del Sur,
afincados en Austria-Hungría, la agitación interminable de los Balcanes… Sin
embargo, en el momento que nos ocupa, sólo existía uno: el de la posición
alemana.
Hubo otra importante diferencia con el período anterior. Antes de 1914,
las relaciones entre las grandes potencias europeas habían sido
frecuentemente influidas por cuestiones extraeuropeas: Persia, Egipto,
Marruecos, África tropical, Turquía asiática, Extremo Oriente, etc. Algunos
expertos observadores creían, equivocadamente, que los asuntos europeos
habían perdido su agudeza. H. N. Brailsford, persona inteligente y bien
informada, escribió a principios de 1914: «Los peligros que obligaron a
nuestros predecesores a formar coaliciones y a librar varias guerras de
carácter continental, han desaparecido para siempre… En la medida en que
algo pueda ser cierto en política, puede decirse que las fronteras de nuestros
Estados nacionales y modernos han alcanzado su trazado definitivo». Ocurrió
exactamente lo contrario. Europa se vio transformada de los pies a la cabeza y
el tormento de los políticos empezó de nuevo. Ni uno sólo de los problemas
exteriores que habían sido causa de dificultades antes de 1914, volvió, en el
período entre las dos guerras, a motivar ninguna crisis seria en Europa. Nadie,
por ejemplo, supuso que Inglaterra y Francia pudiesen disputar por Siria,
como habían estado a punto de hacerlo por Egipto. Sólo hubo una excepción:
la cuestión de Abisinia en 1935, que sólo afectó a Europa en cuanto parte de
la Sociedad de Naciones y no pasó de ser un conflicto de orden puramente
africano. Aparentemente, se produjo otro, el referido al Extremo Oriente, pero
éste se refirió directa y únicamente a Inglaterra.
Otra novedad fue la de que Inglaterra se convirtiese en la sola potencia
con carácter mundial de Europa. Ya lo era antes de 1914; pero también
pesaban considerablemente Rusia, Alemania y Francia en la «era del
imperialismo». Posteriormente, Rusia quedó al margen de Europa y en alianza
con la rebelión antieuropea de los pueblos colonizados. Alemania había
perdido sus colonias y había renunciado, por lo menos provisionalmente, a
sus ambiciones imperialistas. Francia, aunque seguía siendo una potencia
colonial, se sentía obsesionada por las dificultades europeas y relegaba a
segundo plano su imperio; su preocupación básica se centraba en sus
fricciones con los demás, incluida Inglaterra. El Extremo Oriente demostraba
hasta qué punto habían cambiado las cosas. Antes de 1914, existía en él un
equilibrio tan complicado como el de Europa. El Japón tenía que contar con
Rusia, con Alemania y con Francia, así como con Inglaterra, y esta última
podía intervenir ya a su lado, ya en contra de él. Durante algunos años
después de terminada la guerra, los Estados Unidos mantuvieron igualmente
una política extremadamente activa, que pronto habrían de abandonar. En
1931, con ocasión de la crisis de Manchuria, Inglaterra se encontró
prácticamente frente al Japón. Este hecho nos permite comprender el porqué
los ingleses se sentían apartados de las potencias europeas y experimentaban
con frecuencia el deseo de retirarse de la política continental.
Igualmente, podemos entender la razón por la cual el problema alemán se
convirtió en una cuestión exclusivamente europea. Ni los Estados Unidos ni
el Japón se consideraban amenazados por un país que no tenía ni flota, ni, en
apariencia, intereses coloniales. Inglaterra y Francia se daban perfectamente
cuenta de que habían de resolver este problema solas. Inmediatamente
después de 1919, supusieron que llegarían rápidamente a una solución,
cuando menos si el Tratado era aplicado honradamente, y en este punto no
estaban del todo equivocadas. Las fronteras de Alemania quedaron trazadas
definitivamente cuando un plebiscito, que se interpretó de modo bastante
artificial, llevó al reparto de la Alta Silesia entre ella y Polonia. Su desarme se
iba efectuando con más lentitud y con más subterfugios de lo que preveía el
Tratado, pero, al fin, se efectuaba. El ejército alemán había dejado de
constituir una fuerza de mayor importancia y nadie tenía que inquietarse por
una guerra con Alemania, que no estallaría en muchos años. Las evasivas se
produjeron bastante tarde; y, entonces, algunas personas declararon que las
cláusulas relativas al desarme no habían sido respetadas o que no poseían
valor alguno. Sin embargo, se consiguió con ellas, en tanto estuvieron en
vigor, el fin perseguido. Todavía, en 1934, Alemania no podía aspirar a hacer
la guerra a Polonia y, mucho menos, a Francia. Algunas otras disposiciones
del Tratado, tales como el juicio de los criminales de guerra, fueron
abandonadas, después de algunas tentativas infructuosas. En este punto, se
capituló ante las protestas y la obstrucción de los alemanes, pero, sobre todo,
porque se llegó al convencimiento de que era absurdo perseguir a unos
criminales de guerra de «segunda fila», en tanto que el principal responsable,
Guillermo II, se encontraba seguro en Holanda.
En 1921, se habían satisfecho muchas de las obligaciones del Tratado.
Podía pensarse, con razón, que aquel instrumento perdería su carácter
contencioso. Los hombres no pueden disputar indefinidamente sobre una
cuestión que ha quedado zanjada, aunque haya sido grande la cólera
experimentada en los primeros momentos. Los franceses, que se habían
olvidado de Waterloo, trataron de olvidarse, incluso, de Alsacia-Lorena, a
pesar de sus reiteradas manifestaciones en el sentido de que continuaban
teniendo presente este asunto. Los alemanes podían olvidar también, o, en
todo caso, aceptar, cuando pasase algún tiempo. El problema del poderío
alemán seguía en pie, pero no se vería agravado por una voluntad decidida de
quebrantar el acuerdo de 1919 a la primera oportunidad. Sin embargo, sucedió
todo lo contrario: el resentimiento contra el Tratado creció de año en año. Por
una parte, no se aplicó enteramente, y las discusiones a este propósito
pusieron sin cesar en tela de juicio su contenido. El asunto de las reparaciones
constituyó la parte no aplicada —he aquí un ejemplo de las consecuencias de
la buena voluntad, o, por mejor decir, de la ingenuidad—. En 1919, los
franceses quisieron dejar bien sentado el principio de que Alemania «pagaría
la factura», pero quedó mal definida la obligación, en la que iba confusamente
implícita la necesidad de incrementar los pagos a medida que Alemania se
fuese recuperando económicamente. Los americanos, con mejor sentido,
propusieron que se fijase una cantidad exacta. Lloyd George pensó que, dado
el extremo de tensión que se había alcanzado en 1919, la suma quedaba fuera
de las posibilidades alemanas. Esperaba que, con el tiempo, todo el mundo, y
él el primero, entraría en razón: los Aliados formularían una petición lógica,
los alemanes harían una oferta igualmente lógica, y los números presentados
por unos y otros serían casi los mismos. Se puso, pues, del lado de los
franceses, aunque por distintos motivos: éstos aspiraban a unas cantidades
extraordinariamente elevadas, él pretendía rebajarlas. Los americanos
terminaron por ceder. El Tratado estableció, sólo, el principio de las
reparaciones, cuyo monto sería fijado posteriormente.
Lloyd George pretendió facilitar la reconciliación con Alemania, y lo que
consiguió fue hacerla casi imposible, ya que las diferencias entre los franceses
y los ingleses surgieron de nuevo en cuanto se trató de determinar una
cantidad: los primeros trataban de que fuese elevada; los segundos, de
reducirla. Los alemanes no demostraron ninguna buena voluntad para
colaborar; lejos de valorar su capacidad de pago, rodearon de confusión sus
asuntos económicos, pues comprendían que si los aclaraban, se verían
inmediatamente en la precisión de rendir cuentas. En 1920, los Aliados
celebraron varias conferencias extremadamente agitadas; en ese mismo año,
tuvieron otra con los alemanes; en 1921, más conferencias, y, más aún, en
1922. En 1923, los franceses trataron de intimidar a los alemanes y ocuparon
la cuenca del Ruhr. Al principio, éstos replicaron con la resistencia pasiva, y,
más tarde, se sometieron sin reservas empujados por la catástrofe de la
inflación. Los franceses, casi tan extenuados como los alemanes, aceptaron
una fórmula de compromiso: el plan Dawes —redactado en gran parte por
presión inglesa— que fue dirigido por su creador, un político americano. Este
arreglo provisional no satisfizo ni a los franceses ni a los alemanes, pero las
reparaciones fueron efectivamente pagadas durante los cinco años siguientes.
Más tarde, se celebró una nueva conferencia y se produjeron nuevos litigios, y
nuevas acusaciones, y más demandas, y otras evasivas. El plan Young,
dirigido también por un americano, nació inmediatamente. Acababa apenas de
empezar a operar, cuando la gran crisis económica alcanzó a Europa. Los
alemanes afirmaron que ya no podían pagar. En 1931, la moratoria Hoover
suspendió las reparaciones por doce años. En 1932, otra conferencia, reunida
en Lausana, puso punto final a esta cuestión. Para llegar a un acuerdo
definitivo, habían sido necesarios trece años de desconfianzas y de agravios
por parte de todos. Y, al final, los franceses se creyeron engañados, y los
alemanes, robados. Las reparaciones habían mantenido la pasión de la guerra.
De cualquier modo, no cabe duda de que dicha cuestión fue motivo de
disputas y, a causa de la incertidumbre que reinó constantemente, las disputas
se hicieron crónicas. En 1919, mucha gente creía que el pago de las
reparaciones reduciría a Alemania a una pobreza asiática. J. M. Keynes, como
todos los alemanes, fue de esta opinión, y, probablemente, también lo
pensasen muchos franceses, aunque a ellos no les entristeciese la perspectiva.
En el curso de la Segunda Guerra Mundial, un francés, joven e ingenioso,
Etienne Mantoux, demostró que Alemania habría podido pagar las
reparaciones sin empobrecerse, y Hitler lo probó prácticamente cuando hizo
que el gobierno de Vichy le entregase grandes sumas de dinero; pero este
extremo ofrece sólo un interés académico. Seguramente Keynes y los
alemanes exageraban sus temores en gran medida. Seguramente, el
empobrecimiento de Alemania fue motivado por la guerra, no por las
reparaciones. Seguramente, los alemanes hubiesen podido pagar si hubiesen
hecho del pago una cuestión de honor, planteada equitativamente. En efecto,
como todo el mundo sabe hoy, Alemania ganó mucho en las transacciones
financieras de los años veinte; y recibió todavía más de los prestamistas
particulares (cantidades que, por otra parte, no llegó a devolver) de lo que
pagó a cuenta de las reparaciones, Esto no fue ningún consuelo para los
contribuyentes alemanes, que no habían sido, por supuesto, los prestatarios.
Ni tampoco para los contribuyentes de los países aliados, pues vieron cómo se
entregaba a los Estados Unidos, para saldar las deudas de guerra, las mismas
cantidades recibidas de Alemania. En resumidas cuentas, el único resultado
económico de las reparaciones fue el de crear una serie de empleos para
muchos contables; su valor, pues, se redujo a un puro símbolo. No sirvieron
sino para crear resentimientos, sospechas, un clima de hostilidad
internacional… Y, en mayor grado que cualquiera otra circunstancia,
prepararon el camino para la Segunda Guerra Mundial.
Las reparaciones afirmaron a los franceses en una actitud de resistencia
hostil, aunque sin esperanza. En resumidas cuentas, reclamaban algo que, en
justicia, les pertenecía. La zona nordeste de su país había sido asolada y, al
margen de la cuestión de las responsabilidades por razón de la guerra, era
lógico que los alemanes les ayudasen a reparar los daños habidos. Pero,
siguiendo el ejemplo de los otros aliados, los franceses no jugaron limpio en
esta cuestión. Algunos, pretendían arruinar a Alemania para siempre. Otros,
esperaban que las reparaciones no fuesen pagadas para que, en consecuencia,
el ejército de ocupación pudiese continuar en Renania. A los contribuyentes
franceses se les dijo que los alemanes pagarían y, cuando aquéllos vieron que
sus impuestos aumentaban, se indignaron contra éstos. A la postre, los
franceses fueron engañados: no obtuvieron prácticamente nada, a excepción
de una censura moral por haber reclamado las reparaciones. Desde el punto de
vista galo, se habían extremado las concesiones con el solo objeto de
complacer a los alemanes y, en definitiva, acabaron por retirar todas sus
demandas. Ahora bien, los alemanes salieron del asunto más descontentos que
nunca. Los franceses llegaron a la conclusión de que cualesquiera otras
concesiones en los demás terrenos —el del desarme o el de las fronteras—
carecerían igualmente de importancia, y pensaron también, aunque con menor
convicción, que se llegarían a hacer tales concesiones. El rasgo fundamental
del pueblo francés, que lo caracterizaría durante los años que precedieron a la
Segunda Guerra Mundial, fue la falta de confianza en sus dirigentes y en sí
mismo. Este cinismo desesperado tiene un origen antiguo y complejo que los
historiadores han analizado a menudo con detalle; pero la cuestión de las
reparaciones fue su causa directa, práctica. Los franceses habían salido
indudablemente perdiendo y sus dirigentes demostraron una singular
incapacidad para cumplir sus promesas. Las reparaciones hicieron tanto daño
a la democracia francesa como a la alemana.
Tuvieron igualmente una nefasta influencia en las relaciones entre Francia
e Inglaterra. En los últimos momentos del conflicto, los ingleses —tanto los
políticos como el común de la población— habían compartido el entusiasmo
que sentían los franceses por las reparaciones. Fue un estadista británico, y de
alto prestigio, quien propuso que se exprimiese al máximo a los alemanes, e
incluso Lloyd George fue partidario de tal medida, aunque más tarde afirmase
otra cosa; y es que los ingleses cambian con facilidad de opinión. Tras
apoderarse de la marina mercante alemana, empezaron a denunciar la locura
de las reparaciones; quizá lo hiciesen influidos por las obras de Keynes.
Puede decirse, sin embargo, en un plano menos ideal, que el principal motivo
que los impulsó fue el de restaurar la vida económica de Europa para que las
industrias británicas de exportación recobrasen su anterior prosperidad.
Escucharon complacidos la enumeración que hacían los alemanes de las
desdichas que seguirían a los pagos que habían de hacer. Condenaron, pues,
las reparaciones, y, de paso, condenaron igualmente otras cláusulas del
Tratado. Las reparaciones eran injustas, y, en consecuencia, lo eran
igualmente el desarme de Alemania, o la frontera con Polonia, o la existencia
de los nuevos Estados nacionales. En conjunto, se trataba de algo más que de
un daño; se trataba de una causa justificada de queja por parte de los alemanes
que no se contentarían, ni recobrarían la prosperidad si no se abrogaban
aquellas cláusulas. Los ingleses se indignaban ante la lógica de los franceses,
ante la ansiedad que los embargaba cuando se hablaba de la recuperación
alemana, y especialmente ante su insistencia para que los tratados, una vez
firmados, se respetasen. Sus pretensiones respecto a las reparaciones
constituían otros tantos absurdos, perjudiciales y peligrosos; lo mismo cabía
decir de sus exigencias a propósito de la seguridad. En verdad, los ingleses
tenían algunas razones plausibles para quejarse. En 1931, tuvieron que
abandonar el patrón oro, en tanto los franceses, que pretendían estar
arruinados como consecuencia de la guerra, se hallaban en poder de una
moneda estable y de la mayor reserva oro de Europa. ¡Mal comienzo de unos
años difíciles! El desacuerdo entre ingleses y franceses a propósito de las
reparaciones, hizo casi imposible una línea de acción común durante los años
que precedieron a la Segunda Guerra Mundial.
Pero el efecto más catastrófico de las reparaciones habría de ejercerse
sobre los propios alemanes. Desde luego, no fue éste su único motivo de
lamentación: habían perdido la guerra y también habían perdido no pocos
territorios; se habían visto obligados a proceder al desarme; se les había
culpado de una guerra de la que no se sentían responsables. Se trataba, sin
embargo, de agravios de carácter moral, de simples motivos de queja: en
ningún caso de imputaciones tales como para perturbar el curso de su vida
cotidiana. Ahora bien, las reparaciones afectaron, o parecieron afectar, a los
alemanes en lo más íntimo de su ser. Sería inútil discutir ahora, como inútil lo
fue en 1919, si las reparaciones empobrecieron o no a Alemania. Ningún
alemán estaba dispuesto a aceptar el punto de vista adoptado por Norman
Angell, en The Great Illusion, y según el cual la indemnización que Francia
pagara a Alemania en 1871, había beneficiado a aquélla y perjudicado a ésta.
El sentido común nos enseña que un hombre se empobrece cuando se
desprende de su dinero, y lo que es cierto para el individuo parece que lo sea
igualmente para una nación. Alemania pagaba reparaciones, en consecuencia
se empobrecía; de ahí que, un tanto elementalmente, se concluyese que las
reparaciones eran la causa única del empobrecimiento alemán. El hombre de
negocios en apuros, el maestro mal remunerado o el parado echaron la culpa
de sus males a las reparaciones. El llanto de los niños hambrientos se alzaba
contra ellas. Los ancianos caminaban hacia la tumba a causa de las
reparaciones. La gran inflación de 1923 fue atribuida a la misma causa, como
lo sería la de 1929. Y no pensaban así tan sólo el hombre de la calle, sino
también los expertos financieros y los políticos más distinguidos. La campaña
contra la Diktat no necesitaba agitadores. La menor dificultad económica
incitaba a los alemanes a sacudirse «las cadenas de Versalles».
Cuando la gente rechaza un tratado, no se puede esperar de ella que
determine la cláusula precisa que repudia. Los alemanes creyeron en
principio, con más o menos razón, que las reparaciones los llevaban a la
ruina, y pronto tuvieron la convicción, mucho menos razonable, de que era el
tratado, en su totalidad, la causa de su lamentable situación. Finalmente,
volviendo sobre sus pasos, concluyeron que su ruina había sido originada por
algunas cláusulas que nada tenían que ver con las reparaciones. Por ejemplo,
el desarme podía resultar humillante, poner a Alemania en situación de ser
invadida por los polacos o por los franceses, pero, económicamente, era
favorable en tanto en cuanto no ejercía efecto alguno[1]. Sin embargo, no fue
esto lo que pensó el alemán medio: si las reparaciones lo empobrecían, otro
tanto había de ocurrir con el desarme e incluso con las cláusulas territoriales.
Claro es que este último aspecto ofrecía sus inconvenientes. La frontera
oriental hacía que no pocos alemanes quedasen dentro de Polonia y que no
pocos polacos se viesen desplazados a Alemania. Se habría podido mejorar la
situación mediante un canje de personas, si bien semejante solución
repugnaba al concepto que de la civilización se tenía a la sazón. Pero un juez
imparcial, si es que hubiera podido encontrarse, no habría visto muchos
inconvenientes en este arreglo territorial, una vez admitido el principio de los
Estados nacionales. El llamado pasillo polaco estaba habitado en gran parte
por polacos, y las medidas tomadas para asegurar las comunicaciones
ferroviarias con la Prusia oriental, eran acertadas. Desde el punto de vista
económico, más le hubiera valido a Dantzig ser incorporado a Polonia. Y, en
cuanto a las antiguas colonias alemanas, origen de constantes quejas, siempre
habían sido causa de gastos y no fuente de ingresos.
Todos estos detalles no se tuvieron en cuenta ya que se subordinó todo el
Tratado a la cuestión de las reparaciones. Los alemanes creían que estaban
mal vestidos, hambrientos o sin trabajo porque Dantzig era una ciudad libre,
porque el pasillo separaba a Prusia del Reich, o porque su país se había
quedado sin colonias. Incluso Schacht, el banquero, hombre de notable
inteligencia, atribuyó las dificultades financieras de Alemania a la pérdida de
sus colonias, idea que continuó sosteniendo, sin duda sinceramente, incluso
después de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes no fueron los únicos en
mantener este criterio; con ellos, fue compartido por ingleses de espíritu tan
liberal como Keynes, por casi todos los dirigentes del partido laborista y por
todos los americanos que se interesaban por las cuestiones europeas. Sin
embargo, es difícil comprender cómo la pérdida de las colonias y de algunos
territorios europeos habría podido paralizar la economía alemana. Después de
la Segunda Guerra Mundial, Alemania ha sufrido pérdidas mucho más
importantes, lo cual no ha impedido que alcance un nivel de prosperidad más
elevado que en cualquier otro momento de su historia. Es imposible encontrar
una demostración más clara al hecho de que las dificultades económicas
experimentadas entre las dos guerras fueron originadas por defectos de su
política interior y no porque sus fronteras fuesen determinadas injustamente.
No obstante, esta demostración resulta vana: todos los libros de texto
continúan atribuyendo las dificultades al Tratado de Versalles. El mito fue, y
sigue siendo, llevado más lejos. En principio, se hizo responsable al Tratado
de los problemas económicos; más tarde, se observó que los problemas
seguían en pie. Y de ahí se llegó a la conclusión de que no se había hecho
nada antes de 1938 para reconciliarse con Alemania o para modificar el
sistema establecido en 1919; cuando se intentó, era ya demasiado tarde.
Nada más lejos de la verdad. Las reparaciones fueron revisadas
constantemente, con la intención de disminuirlas, si bien es cierto que se
empleó demasiado tiempo en la revisión. En otro aspecto, la conciliación fue
intentada desde antes con éxito. Lloyd George llevó a cabo la primera
tentativa. Sustrayéndose a duras penas de la cuestión de las reparaciones,
resolvió convocar una nueva y más auténtica conferencia de paz, a la que todo
el mundo asistiría: los Estados Unidos, Alemania, la Rusia soviética y los
Aliados. Era posible arrancar de un nuevo punto de partida. La iniciativa de
Lloyd George fue secundada por Briand, por aquel entonces Presidente del
Consejo, y que era otro mago político, capaz de hacer esfumarse los
problemas. Pero la asociación duró poco. En enero de 1922, la Cámara
derribó a Briand, so pretexto de que había sido puesto en ridículo por Lloyd
George, pero en realidad su caída fue motivada porque se mostraba «débil» en
lo que se refería al Tratado de Versalles. La oferta británica de garantizar la
frontera oriental de Francia no impresionó a Poincaré, sucesor de Briand, y el
representante francés que asistió a la conferencia de Génova, de abril de 1922,
insistió únicamente en el pago de las reparaciones. Los americanos se negaron
a participar en la reunión.
Los rusos y los alemanes sí acudieron a ella pensando, no sin razón, que
lo que se quería era enfrentarlos. Los primeros serían invitados a reclamar
reparaciones a Alemania; los segundos, a unirse a la explotación de Rusia.
Ahora bien, los representantes de los dos países se reunieron secretamente en
Rapallo y se pusieron de acuerdo para no perjudicarse mutuamente. El
Tratado de Rapallo hizo fracasar la conferencia de Génova y tuvo un gran eco
mundial. Se consideraba entonces a los bolcheviques como seres fuera de la
ley y se acusó a los alemanes de maquiavelismo por haber llegado a un
entendimiento con ellos. Posteriormente, cuando los alemanes pasaron a
desempeñar el papel de «ofensores», la mala fe de los acuerdos de Rapallo
fue imputada a los rusos.
En la realidad, este tratado tuvo un carácter modesto y negativo. Es
verdad que impidió una coalición europea para cualquiera nueva intervención
en Rusia y que hizo imposible un resurgir de la Triple Entente[2], pero,
también es cierto que ninguna de estas dos posibilidades presentaba un valor
práctico. Sea como fuere, lo que sí se puede afirmar es que el Tratado apenas
ofrecía posibilidad de colaboración entre los dos signatarios. Ninguno de ellos
estaba en condiciones de oponerse a la fórmula de paz que había sido
propuesta y lo único que pedían es que se les dejase tranquilos. Su
consecuencia más tangible consistió en que los alemanes prestasen cierta
ayuda económica a la Rusia soviética, aunque menor —lo cual no deja de ser
absurdo— que la que le brindaran los americanos, los cuales no habían
reconocido al régimen soviético. Los rusos, por su parte, permitieron a los
alemanes eludir las restricciones del Tratado de Versalles (del cual ellos no
eran parte), al autorizarles el montaje en su territorio de algunas escuelas de
pilotos y de ciertos centros de estudio de los gases de combate. En definitiva,
pequeñeces. La amistad germanorrusa nunca llegó a ser sincera y ambas
partes lo sabían. Los generales y los elementos conservadores alemanes que la
preconizaron, despreciaban a los bolcheviques, quienes, a su vez, aplicaban el
principio de Lenin según el cual a un hombre hay que tenderle la mano antes
de echársela al cuello. Rapallo demostró que a Rusia y a Alemania les
resultaba fácil entenderse en términos negativos; muy caro, aunque también a
muy largo plazo, habrían de pagar los Aliados esta amistad.
La conferencia de Génova constituyó el último esfuerzo creador de Lloyd
George. Su postura como jefe espasmódicamente iluminado de una coalición
oscurantista le impidió obtener cualquier resultado sorprendente. Cayó en el
otoño de 1922. El gobierno conservador presidido por Bonar Law, que fue
quien le sucedió, veía los asuntos europeos con gran escepticismo. Poincaré, a
la sazón Presidente del Consejo, encontró vía libre para tratar de obligar a los
alemanes al pago de las reparaciones mediante la ocupación del Ruhr. Así se
quebró la línea de la conciliación, pero la ruptura no tuvo un carácter
definitivo. Los franceses podían acariciar la esperanza de ver disgregarse
Alemania, pero el único fin de la ocupación era el de obtener una oferta de
pago por parte de los alemanes y la ocupación acabaría cuando se formalizase
la promesa.
Esta medida de Poincaré ejerció un terrible efecto sobre el franco. El
Presidente del Consejo pensó sin duda que Francia podía actuar
independientemente, pero, a finales de 1923, llegó a la misma conclusión que
Clemenceau, esto es: que lo primero que habían de buscar los franceses era
estar en la más estrecha relación con Inglaterra y con los Estados Unidos. En
1924, los electores franceses pronunciaron su veredicto al elegir una coalición
de las izquierdas hostil a Poincaré. La ocupación del Ruhr, con el tiempo,
constituyó el argumento más poderoso en favor de la conciliación. Cabe
preguntarse, entonces, ¿cómo terminó dicha ocupación? Mediante nuevas
negociaciones con Alemania. De este modo se demostró palpablemente que
tan sólo con la colaboración del gobierno alemán podría ser aplicado el
Tratado de Versalles. En consecuencia, era preferible recurrir a la conciliación
antes que a las amenazas. Este argumento fue válido entonces y siguió
siéndolo después. Cuando Alemania empezó a librarse cada vez más de sus
obligaciones, mucha gente —especialmente los franceses— pensaron en la
ocupación del Ruhr y se preguntaron qué es lo que se podía conseguir con el
empleo de la fuerza: únicamente nuevas promesas que sustituyesen a las que
acababan de ser violadas. El precio sería ruinoso en comparación con tan
pobres resultados. La seguridad sólo podía conseguirse ganándose a los
alemanes, no amenazándoles.
La ocupación del Ruhr también ejerció algún efecto sobre Alemania. Si
enseñó a los franceses cuán locas eran sus medidas coercitivas, también
enseñó a los alemanes lo desatinada que era la resistencia. Todo terminó con
una capitulación: la de Alemania, no la de Francia. Stresemann llegó al poder
con la intención declarada de cumplir con el Tratado, lo cual, naturalmente,
no quería decir que aceptase la interpretación que al mismo habían dado los
franceses, no que estuviese dispuesto a satisfacer las peticiones de éstos, sino
sencillamente que defendería los intereses alemanes por medio de
negociaciones y no recurriendo a una resistencia activa. Estaba de igual modo
tan resuelto como el nacionalista más avanzado a librarse del Tratado y de sus
consecuencias: de las reparaciones, del desarme, de la ocupación de Renania,
de la frontera con Polonia, pero esperaba conseguirlo merced a la presión
constante de los acontecimientos, no por medio de amenazas y mucho menos
de la guerra. Si muchos de sus compatriotas consideraban que era necesaria
una revisión del Tratado para devolver a Alemania su poderío, él creía que la
recuperación de ese poderío sería la que llevaría a la revisión del Tratado.
Después de su muerte, cuando la publicación de sus documentos reveló
claramente su intención de destruir las condiciones del Tratado, se alzó contra
él un considerable e injustificado clamor. Si se partía de la existencia de una
gran Alemania, grandeza que los mismos Aliados habían hecho posible con
sus actos, una vez terminada la guerra, era inconcebible que cualquier alemán
considerase Versalles como una solución permanente. Se planteaba una sola
cuestión: el Tratado podía revisarse y Alemania volvería a ser la mayor
potencia, bien pacíficamente bien por la guerra. Stresemann prefería el primer
camino: pensaba que era el medio más seguro, más eficaz y menos costoso.
Durante el curso de las hostilidades, había sido un nacionalista pugnaz, pero,
aun entonces, si se había inclinado por la paz no había sido por principios más
éticos que los de Bismarck. Como éste, miraba por los intereses de Alemania,
lo que permite considerarlo tan gran alemán, tan gran estadista europeo, o,
incluso más, que Bismarck. En todo caso, su papel fue más difícil, puesto que
Bismarck sólo había tenido que mantener una situación existente en tanto él
tuvo que crear una nueva. Su éxito se mide por el hecho de que, mientras
vivió, Europa caminó a la vez hacia la paz y hacia la revisión.
Tales resultados no se debieron sólo a Stresemann. Los políticos aliados
también tuvieron una participación, sobre todo Ramsay Mac Donald que tomó
el poder en 1924 e imprimió su huella a la política exterior de la Gran Bretaña
durante los quince años siguientes. Su nombre es hoy menospreciado e
ignorada su existencia, cuando, sin embargo, debería considerársele como el
modelo de cualquiera de los actuales estadistas occidentales que preconizan la
colaboración con Alemania. Hizo frente en mayor grado que cualquier otro
político inglés al «problema alemán» y trató de resolverlo. La coerción era
ineficaz, como lo había demostrado la ocupación del Ruhr. La eventualidad de
atraer a Rusia a Europa había sido descartada, con o sin razón, por los dos
bandos allá, hacia los años veinte. No quedaba, pues otro camino que el de la
conciliación y, si se decidía tomar por él había de hacerse sin reserva mental.
Mac Donald no desconocía las inquietudes francesas y las recogió con más
generosidad que cualquier otro político inglés anterior o posterior a él. La
violación del Tratado, aseguró a Herriot en julio de 1924, «llevaría consigo el
desmoronamiento de los cimientos permanentes sobre los que reposa la paz
tan dificultosamente lograda». Tomó la iniciativa del abortado protocolo de
Ginebra, en virtud del cual Gran Bretaña, como los demás miembros de la
Sociedad de Naciones, garantizaba todas las fronteras de Europa. Pero, si se
mostró tan generoso, fue porque consideraba infundadas aquellas inquietudes.
Incluso en agosto de 1914, se había negado a ver en Alemania una potencia
agresora y peligrosa, dispuesta a la dominación de Europa; en 1924 seguía
pensando lo mismo. Las promesas del protocolo que parecían «negras… y
enormes sobre el papel», constituían, en realidad, «una droga inofensiva para
calmar los nervios». Todos los problemas podían resolverse por medio de «un
acto continuado de buena voluntad». Lo importante era poner en marcha las
negociaciones. Si podía animarse a los franceses a dar este paso haciéndoles
únicamente promesas de seguridad, había que hacer las promesas, de igual
modo que se incita a un niño a entrar en el agua asegurándole que el agua está
caliente. El niño se da cuenta de que no es verdad, pero se acostumbra a la
frialdad y aprende rápidamente a nadar. Otro tanto sucedería en las cuestiones
internacionales. Cuando los franceses empezasen a reconciliarse con los
alemanes, verían que la cosa era menos alarmante de lo que pensaban. La
política británica debía consistir en invitar a los franceses a conceder mucho,
y a los alemanes a pedir poco. «Llevémoslos muy especialmente a formular
sus peticiones de modo tal que Gran Bretaña esté en condiciones de decir que
apoya a ambas partes», declaró Mac Donald años más tarde.
Todo esto sucedía en el momento oportuno. Los franceses estaban
dispuestos a evacuar el Ruhr cediendo en sus exigencias a propósito de las
reparaciones, y los alemanes a presentar una oferta seria. La solución
temporal obtenida por el plan Dawes y la mejora en las relaciones
francoalemanas que de él se siguieron, fueron esencialmente obra de Mac
Donald. Las elecciones de noviembre de 1924 derribaron al gobierno
laborista, pero Mac Donald continuó influyendo indirectamente en la política
exterior de la Gran Bretaña. El camino de la conciliación presentaba
demasiados atractivos como para que cualquier gobierno inglés se decidiese a
abandonarlo. Austen Chamberlain, conservador, que fue el sucesor de Mac
Donald, se especializó en la lealtad (sin duda para expiar el pecado de signo
contrario que su padre había cometido); le hubiera gustado volver a presentar
el ofrecimiento de una alianza directa con Francia, pero la opinión pública —
tanto de los conservadores como de los laboristas— era por aquel entonces
totalmente opuesta a tal medida. Stresemann sugirió la solución: un pacto de
paz entre Francia y Alemania, garantizado por Gran Bretaña e Italia. La
fórmula sedujo considerablemente a los ingleses. Una garantía frente a un
«agresor» no especificado correspondía exactamente a aquella justicia
imparcial deseada por Grey antes de la guerra y que tanto predicara Mac
Donald; los amigos de Francia, tales como Austen Chamberlain, podían sin
embargo consolarse pensando que el único agresor imaginable sería
Alemania, lo cual suponía en algún modo una alianza francobritánica. Los
italianos se sintieron igualmente poderosamente atraídos, ya que, después de
haber sido tratados como parientes pobres cuando terminó la guerra, se veían
elevados al mismo nivel que los ingleses al ser considerados también como
árbitros entre Francia y Alemania. A los franceses no les entusiasmó tanto la
idea. La Renania continuaría desmilitarizada, pero, una vez puesta bajo la
garantía angloitaliana, dejaría de constituir una posible vía de amenaza a
Alemania.
Por su parte, los franceses también tenían al estadista que les convenía:
Briand, quien, en 1925, había sido nombrado Ministro de Asuntos Exteriores.
Valía tanto como Stresemann por su habilidad diplomática y tanto como Mac
Donald por el alto vuelo de sus ideas; al mismo tiempo era un gran maestro en
el arte de expresarse. Algunos de sus colegas hablaban como «duros» sin
serlo, él hablaba como un «blando» sin serlo tampoco. El resultado de la
ocupación del Ruhr había demostrado la inutilidad de la acción «dura»;
Briand tenía una oportunidad más de encontrar la seguridad para su país
valiéndose de las palabras. Anuló la ventaja moral conseguida por Stresemann
al pedir a Alemania que prometiese respetar todas sus fronteras, tanto las del
Este como las del Oeste. El gobierno de Berlín no podía aceptar. La mayoría
de los alemanes admitían la pérdida de Alsacia-Lorena y pocos de ellos
replantearon la cuestión antes de la derrota francesa de 1940, pero ninguno
admitía la frontera con Polonia. Podía ser tolerada, mas no confirmada.
Stresemann fue demasiado lejos, a juicio de los alemanes, en el camino de la
conciliación, cuando ofreció firmar algunos tratados de arbitraje con Polonia
y Checoslovaquia. Sin embargo, según él, Alemania pretendía «revisar» sus
fronteras con ambos países, desde luego, pacíficamente, tal y como suelen
afirmar los estadistas que aún no están a punto para hacer la guerra, aunque en
boca de Stresemann la expresión pudiese ser sincera.
Fue así cómo se abrió una brecha en el sistema de seguridad: Stresemann
repudiaba abiertamente las fronteras orientales. Los ingleses no querían hacer
nada por llegar a un arreglo. Austen Chamberlain habló con suficiencia del
pasillo polaco «por el cual ningún gobierno inglés querría o podría nunca
arriesgar la vida de un granadero británico». Briand brindó una alternativa.
Francia reafirmó sus alianzas con Checoslovaquia y con Polonia y los
signatarios del pacto de Locarno admitieron que si los franceses actuaban
dentro del cuadro de estas alianzas, no cometerían una agresión contra
Alemania. Teóricamente, Francia quedaba, pues, en libertad de prestar ayuda
a sus aliados orientales a través de la Renania desmilitarizada sin lesionar por
ello su amistad con los ingleses. Sus dos sistemas contradictorios de
diplomacia quedaban conciliados, al menos, sobre el papel. Locarno fortalecía
la alianza occidental con Gran Bretaña, preservando al mismo tiempo la
establecida con los dos Estados satélites.
En esto consistió el tratado de Locarno, firmado el 1 de diciembre de
1925, y que constituyó el punto clave entre las dos guerras. Con su firma,
concluyó la primera, su renuncia fue el prólogo de la segunda. Si es que un
acuerdo internacional tiene por meta el satisfacer a todo el mundo, Locarno
fue verdaderamente un tratado excelente. Dio satisfacción a las dos potencias
garantes que habían reconciliado a Francia con Alemania y que habían hecho
posible la paz en Europa, sin crearles, a su juicio, otras obligaciones que no
fuesen morales. Ni Inglaterra ni Italia tomaron nunca disposiciones para
cubrir su garantía. Y, ¿cómo hubiesen podido hacerlo si el «agresor» sólo
sería conocido en el momento de la «agresión»? El resultado práctico, extraño
e imprevisto, fue que quedase eliminada toda posibilidad de colaboración
militar entre Gran Bretaña y Francia en tanto el tratado estuviese en vigor. Sin
embargo, Locarno también agradó a los franceses. Alemania aceptaba la
pérdida de Alsacia-Lorena y la desmilitarización de la Renania. A cualquier
estadista francés de 1914 le hubiese entusiasmado semejante éxito.
Simultáneamente, los franceses quedaban en libertad de poner en marcha sus
alianzas orientales y de desempeñar, si es que lo deseaban, un gran papel en
Europa. Los alemanes también podían sentirse satisfechos. Se hallaban
protegidos contra una nueva ocupación del Ruhr y, a partir de aquel momento,
tratados como iguales, no como vencidos; al mismo tiempo, tenían abierta una
puerta para la revisión de sus fronteras orientales. Un político alemán del
1919, o incluso de 1923, no hubiera hallado motivo alguno de queja. Locarno
fue el mayor triunfo del «apaciguamiento». Lord Balfour lo calificó, con
justicia, de «símbolo y causa de una gran mejora del sentimiento público
europeo».
Locarno supuso para Europa un período de paz y de esperanza. Alemania
fue admitida en la Sociedad de Naciones, aunque tras un plazo más largo de
lo que se había previsto. Stresemann, Chamberlain y Briand aparecieron
regularmente por Ginebra, ciudad que llegó a parecer el centro de una Europa
renovada. Por fin, la orquesta sonaba al unísono y los asuntos internacionales
se arreglaban por medio de discusiones, sin ruido de armas. Por aquellos años
nadie echó de menos la presencia de Rusia ni la de los Estados Unidos: todo
marchaba mejor sin ellos. Por otra parte, nadie se propuso seriamente hacer
de la Europa de Ginebra un bloque antiamericano o antisoviético. Los países
europeos, lejos de desear independizarse de los Estados Unidos, se esforzaban
en pedirles dinero. Algunos iluminados hablaban todavía de cruzada contra el
comunismo, pero eran palabras hueras. Los europeos no alimentaban ningún
deseo de emprender una cruzada contra quienquiera que fuese. Por su parte,
los alemanes querían estar a buenas con los rusos para reservarse una carta en
la manga, una especie de póliza de seguros que pudiese ser útil, algún día,
contra las alianzas orientales de Francia. Inmediatamente después de Locarno,
Stresemann renovó con los soviéticos el acuerdo concluido en 1922 en
Rapallo, y, cuando Alemania entró en la Sociedad de Naciones, Stresemann
subrayó que, como quiera que su país había sido desarmado, no podía
participar en ninguna sanción eventual —lo cual no dejaba de ser una
declaración velada de neutralidad con respecto a la URSS—.
La presencia de Italia en el sistema Locarno-Ginebra constituía un fallo
más grave que la ausencia de los Estados Unidos y de Rusia. Aquel Estado
había sido incorporado al acuerdo de Locarno únicamente para reforzar la
apariencia de imparcialidad de la Gran Bretaña. Nadie podía suponer entonces
que estuviese en condiciones de mantener el equilibrio entre Alemania y
Francia. Esto importaba poco, por cuanto Locarno, como la Sociedad de
Naciones, se apoyaba sobre el cálculo y la buena voluntad, y no sobre la
fuerza bruta. En consecuencia, cuando las circunstancias se agravaron, el
recuerdo de Locarno ayudó a mantener la ilusión de que Italia tenía realmente
un peso con el que actuar en la balanza, y los dirigentes italianos fueron
también víctimas de esta ilusión. En la época de Locarno, Italia padecía una
enfermedad más grave que la falta de fuerza: carecía de moral. Las potencias
del tratado pretendían representar los grandes principios por los que se había
librado la guerra, y la Sociedad de Naciones se proclamaba asociación de
pueblos libres. Sin duda alguna, había en todo esto algo de fraudulento.
Ningún país es nunca tan libre, ni se inspira en tan elevados principios como
declara. Sin embargo, aquellas afirmaciones tenían alguna autenticidad. La
Gran Bretaña de Baldwin y de Mac Donald, la República alemana de Weimar,
la Tercera República francesa constituían verdaderas democracias, en las que
existía la libertad de expresión, en las que reinaba la Ley, en las que se
abrigaban buenas intenciones respecto a los demás. Eran naciones que tenían
derecho a proclamar que, agrupadas en la Sociedad de Naciones, ofrecían a la
humanidad su mejor esperanza y que, en general, representaban un orden
político y social superior al de la Rusia soviética.
Semejantes postulados, al referirse a la Italia de Mussolini, se volvían
falsos. El fascismo nunca tuvo un impulso tan desprovisto de escrúpulos
como el nacionalsocialismo, ni tuvo tampoco su fuerza material, pero,
moralmente, resultaba igualmente corruptor, o quizá más, a causa de su
falsedad innata. En efecto, todo cuanto se refería al fascismo era falso: el
peligro social del que, pretendía, había salvado al país, la revolución por la
que había alcanzado el poder, la competencia y el espíritu político de
Mussolini. El régimen fascista estaba corrompido, vacío, resultaba
incompetente; el propio Mussolini era un charlatán vano, sin verdaderos
ideales, sin fines. La Italia fascista vivía dentro de un estado de ilegalidad y su
política exterior repudió, desde el primer momento, los principios de Ginebra.
Ramsay Mac Donald llegó sin embargo a escribir cartas cordiales a Mussolini
—precisamente cuando fue asesinado Matteoti—; Austen Chamberlain
intercambió su fotografía con la de él, y Winston Churchill proclamó que era
el salvador de su país y un gran estadista europeo. ¿Cómo, entonces, creer en
la sinceridad de los dirigentes occidentales cuando halagaban a Mussolini de
tal modo y cuando lo aceptaban como uno de los suyos? No es de extrañar
que los rusos considerasen la Sociedad de Naciones y su actividad como una
conspiración capitalista —ni tampoco que la Rusia soviética y la Italia
fascista entablasen prontamente cordiales relaciones y que, luego, las
mantuviesen—. Evidentemente, siempre existe un margen entre la teoría y la
práctica y resulta desastroso, para gobernantes y para gobernados, cuando el
margen se hace demasiado amplio. La presencia de la Italia fascista en
Ginebra, la de Mussolini en Locarno, constituyeron símbolos extremos de la
irrealidad en que vivía la Europa democrática de la Sociedad de Naciones. Ni
los propios estadistas creían en lo que decían, y los gobernados siguieron su
ejemplo.
Aunque Stresemann y Briand fueron sinceros, cada uno a su modo, no
consiguieron la adhesión de sus compatriotas. Uno y otro político justificaron
Locarno en su propio país valiéndose de argumentos contradictorios que
debían conducir a una desilusión. Se trataba, dijo Briand a los franceses, de
un acuerdo definitivo que cerraba el camino de cualesquiera nuevas
concesiones. La meta de Locarno, aseguró Stresemann a los alemanes,
consistía en la iniciación de otras concesiones, que se producirían a ritmos
más acelerados. Briand, gran retórico, esperaba que una nube de frases
amables llevaría a los alemanes a olvidar sus motivos de agravio. Stresemann,
con su modo paciente de hacer las cosas, creía que, con la práctica, se
afirmaría en los franceses la costumbre de ceder. Ambos se vieron
decepcionados; ambos se encontraban al borde del fracaso cuando les
sorprendió la muerte. Se hicieron otras concesiones, pero se hicieron de mal
grado. La comisión encargada de controlar el desarme se disolvió en 1927. En
1929, el plan Young revisó las reparaciones, y con ello se abandonó el control
exterior de las finanzas alemanas; las tropas de ocupación evacuaron la
Renania en 1930 —la evacuación se produjo, pues, con cinco años de
antelación—. Sin embargo, no se consiguió el apaciguamiento. Muy por el
contrario: creció el rencor alemán. En 1924, algunos nacionalistas pasaron a
formar parte del gobierno y ayudaron a aplicar el plan Dawes; en 1929, el
plan Young tropezó con una cerrada oposición nacionalista… Todas estas
dificultades precipitaron la muerte de Stresemann.
En el resentimiento alemán, había una parte de cálculo: para obtener
nuevas concesiones, era necesario tachar de insuficiente cada nuevo logro. La
causa de los alemanes era defendible; si Locarno los trataba como iguales,
¿por qué, entonces, mantener en pie las reparaciones o un desarme que sólo a
ellos afectaba? Los franceses no encontraban ninguna respuesta lógica a este
argumento, pero sabían que, si aceptaban nacería de su tolerancia el
predominio alemán en Europa. La mayor parte de sus contemporáneos les
reprocharon esta actitud. Los ingleses, en particular, pensaron cada vez más
tenazmente que, una vez iniciada la conciliación, era necesario proseguirla tan
rápida y sinceramente como fuera posible. Más tarde, algunos censuraron a
los alemanes el no haber aceptado la derrota de 1918 como definitiva. Es
inútil suponer que algunas concesiones más o algunas concesiones menos
hubiesen variado en algo la cuestión. El conflicto entre Francia y Alemania se
mantendría en tanto se mantuviese la ilusión de que Europa seguía siendo el
centro del mundo. Francia trataría de preservar las seguridades artificiales de
1919, y Alemania intentaría restablecer el orden natural de las cosas. Los
Estados rivales no pueden llegar a la amistad como no sea que les amenace la
sombra de algún riesgo más grave; ni la Rusia soviética ni los Estados Unidos
proyectaban una sombra tal sobre la Europa de Stresemann y de Briand.
Esto no quiere decir, ni mucho menos, que la sombra de la guerra se
cerniese sobre la Europa de 1929. Ni siquiera los dirigentes soviéticos
pensaban en el fantasma de una nueva guerra de intervención capitalista.
Volviendo más que nunca la espalda al mundo exterior, tradujeron la fórmula
«el socialismo en un solo país» en los términos concretos del plan quinquenal.
Y es que, en realidad, los profetas de la guerra no podían poner su mirada sino
en la más insensata de las anticipaciones: un conflicto entre la Gran Bretaña y
los Estados Unidos. Ambos países habían ya aceptado, en 1921, la igualdad
del número de sus acorazados y volvieron al mismo acuerdo en la conferencia
naval de Londres, en 1930. Seguía existiendo una agitación nacionalista en
Alemania, pero la mayoría de la gente llegaba a la conclusión de que sucedía
así porque el proceso de conciliación había sido demasiado lento. En todo
caso, los nacionalistas eran sólo minoría; los demás, aunque se opusiesen
igualmente al tratado de Versalles, aceptaban la idea de Stresemann, de que
podía llegarse a la eliminación del Tratado por vías pacíficas. Hindenburg,
Presidente desde 1925, era el símbolo de este estado de ánimo: mariscal y
nacionalista, no por ello dejaba de ser el jefe consciente de una república
democrática, ni de aplicar lealmente la política de Locarno, ni de mandar, sin
quejarse, un ejército al que el tratado de paz había reducido a la impotencia.
La divisa más popular en Alemania era: «¡No más guerras!», y no «¡Abajo el
Diktat!». Los nacionalistas sufrieron una dura derrota cuando organizaron un
referéndum contra el plan Young. En 1929 se publicó el más célebre de todos
los libros contra la guerra: Sin novedad en el frente, de Remarque.
Simultáneamente, un buen número de novelas análogas hacían su aparición en
las bibliotecas de Francia y de Inglaterra. La revisión del Tratado, al parecer,
iba a verificarse gradualmente, casi imperceptiblemente, y de ella resultaría
un nuevo sistema europeo sin que nadie pudiese precisar el instante en que se
iba a producir.
Sólo parecía persistir un peligro: la posibilidad de una acción agresiva por
parte de la Francia «militarista», ya que era el único país que contaba con un
gran ejército, y, a despecho de las aseveraciones italianas, el único que podía
ser considerado como la gran potencia del continente europeo. Pero, también
ésta era una suposición sin fundamento. Existían razones más sólidas que la
retórica de Briand para suponer que Francia había aceptado su fracaso. En
teoría, conservaba una puerta abierta para actuar contra Alemania: la Renania,
que continuaba desmilitarizada, y las alianzas con Polonia y Checoslovaquia,
que seguían conservando su valor. Ciertamente, Francia había dado el paso
decisivo que hacía imposible aquella acción contra Alemania. Al disponer
ésta de recursos humanos e industriales muy superiores, la única esperanza
consistía, pues, en atacarla antes de que pudiese empezar a movilizarse. Para
ello, era necesario «un ejército activo, independiente y móvil, dispuesto en
todo momento a penetrar en territorio enemigo». Y Francia no tenía un
ejército que reuniese tales características. El de 1918 había sido arrastrado a la
guerra de trincheras y no tuvo tiempo de estructurarse en el breve espacio de
tiempo del rápido avance. Después de 1918, tampoco se introdujo en él
reforma alguna. Cuando hubo de ocupar el Ruhr, tuvo que pasar por no pocas
dificultades, si bien no tropezó con resistencia alguna.
En cuanto a la política interior, tenía el mismo signo. Todo el mundo
reclamaba la reducción a un año del servicio militar, y así se hizo en 1928. A
partir de aquel momento, el ejército, aun movilizado totalmente, tuvo sólo
fuerza suficiente para defender el «territorio nacional»[3]. Los soldados
recibieron una preparación y un equipo puramente defensivos. La línea
Maginot dotó a la frontera oriental del más poderoso sistema de
fortificaciones hasta entonces conocido. El divorcio entre la estrategia y la
política fue total. Los políticos franceses seguían hablando de actuar contra
Alemania, pero ya no existían los medios para llevarlo a cabo. Lenin, en
1917, declaró que los soldados rusos habían votado por la paz con los pies, al
huir. Los franceses, sin darse cuenta, votaron contra el sistema de Versalles
con sus preparativos militares. Renunciaron a los frutos de la victoria antes de
que se hubiese siquiera empezado a discutirlos.
CAPÍTULO IV

EL FIN DE VERSALLES
En 1929, el sistema de seguridad contra Alemania, concebido por el tratado
de Versalles, seguía intacto. Alemania estaba desarmada, la Renania,
desmilitarizada, los vencedores seguían, en apariencia, unidos y la Sociedad
de Naciones reforzaba este estado de cosas. Siete años más tarde, todo se
venía abajo, sin que se hubiese disparado ni un solo tiro. La gran depresión
económica que se inició en 1929 dio al traste con la estabilidad internacional
y, a la par, quebró la estabilidad económica. Este fenómeno no tenía relación
alguna con la guerra anterior, aunque así lo creyera entonces todo el mundo,
ni había sido tampoco motivado por las disposiciones, aún vigentes, del
tratado de paz. Todo nació como consecuencia del derrumbamiento de una
campaña de especulación iniciada en los Estados Unidos; el paro que
inmediatamente se produciría, vino de la imposibilidad de mantener el poder
adquisitivo a la altura del incremento de las fuentes de producción. Hoy, nadie
ignora la validez de este razonamiento, ni nadie ignora que el mejor remedio
contra una crisis de este tipo consiste en que el gobierno aumente el
presupuesto de gastos. Pero, en 1929, no se sabía esto o quienes lo sabían no
ejercían ninguna influencia en la política. La deflación era considerada como
la única solución posible. Se necesitaba una moneda sana, unos presupuestos
equilibrados, una reducción de los gastos del Estado y una disminución de los
salarios. Se creía que únicamente este camino conduciría a una baja de los
precios hasta un nivel que permitiese a la gente comprar de nuevo.
Esta política sumió en la miseria y en el descontento a todos los países en
que fue aplicada y fue causa de tensión internacional. El presupuesto militar
de Gran Bretaña alcanzó su cifra más baja con Neville Chamberlain, Canciller
del Tesoro en el gobierno de 1932. Los franceses, por sus partes, actuaron con
menos rigor que anteriormente. La política de F. D. Roosevelt tomó un cariz
más aislacionista que con su predecesor republicano.
Alemania constituyó un caso particular. Como quiera que había
experimentado los terribles efectos de la inflación de 1923, se lanzó con todas
sus fuerzas en dirección contraria. La mayoría de los alemanes consideraban
que ésta era realmente la solución, pero los resultados fueron en extremo
impopulares. Suele ocurrir que las fórmulas aplicadas para con los demás nos
parecen satisfactorias, pero cuando esas mismas fórmulas son aplicadas a
nosotros, nos molestan. El Reichstag no consiguió ofrecer la mayoría a un
gobierno deflacionista que, sin embargo, era el que el país necesitaba. En
consecuencia, Brüning gobernó durante más de dos años sin gozar de aquella
mayoría y tuvo que imponer la deflación por medio de decretos
presidenciales. Hombre sincero, inteligente, renunció a la popularidad de que
habría gozado si hubiese suavizado los efectos de su política. Sin embargo, su
gobierno consiguió no pocos éxitos merced a la política exterior que realizó.
Curtius, Ministro de Asuntos Exteriores, trató de llevar a cabo la unión
económica con Austria en 1931 —proyecto que no ofrecía ninguna ventaja
económica—, y Treviranus, otro de los miembros de su gabinete, levantó
mucha polvareda al plantear la cuestión de la frontera con Polonia. En 1932,
Papen, sucesor de Brüning, reclamó la igualdad de armamentos. Ninguna de
estas medidas se relacionaba con la crisis económica, pero el alemán medio
no se dio cuenta de ello. Hacía diez años que se le repetía machaconamente
que todos los problemas eran fruto del Tratado de Versalles, y, como
realmente algunos sí lo eran, llegó a creérselo. Además, con la crisis se
desvaneció cualquier idea de prosperidad, y sólo una situación próspera
hubiera hecho olvidar el Tratado. En los momentos de desahogo y de
tranquilidad, olvidamos cualquier motivo de queja; en los adversos, se nos
refresca la memoria.
Las dificultades internacionales tenían otro origen. En 1931, la Sociedad
de Naciones tuvo que hacer frente a su primer conflicto serio. El 19 de
septiembre de aquel mismo año, los japoneses habían ocupado Manchuria,
zona que, teóricamente, formaba parte de la China. Esta última acudió al
organismo internacional. El problema no era de fácil resolución. Los
japoneses tenían sus buenos argumentos. La autoridad del gobierno central
chino, debilitada por muchas circunstancias, no era ejercida en Manchuria,
que se encontraba sumida en el caos desde hacía muchos años. Los intereses
comerciales de los nipones se resentían de esta situación. Existían otros casos
de acciones independientes llevadas a cabo en territorio chino; de ellos, el
más próximo había sido el desembarco de los ingleses en Shanghai en 1926.
Además, la Sociedad de Naciones carecía de medios de actuación. En plena
crisis económica, ningún país tenía ganas de romper sus relaciones
comerciales con el Japón. Tan sólo los ingleses pesaban de algún modo en el
Extremo Oriente, y no cabía esperar que interviniesen en el momento en que
se habían visto obligados a renunciar al patrón oro, y en el que iban a tener
lugar unas elecciones generales, disputadísimas. En último extremo, tampoco
ellos disponían de medios para actuar. El acuerdo naval de Washington daba
la supremacía local al Japón, y los sucesivos gobiernos británicos
consolidaron esta supremacía al aplazar deliberadamente el
acondicionamiento de la base de Singapur. ¿Qué supondría la condena del
Japón por la Sociedad de Naciones? Sencillamente una manifestación de rigor
moral, cuyo efecto, si alguno se producía, sería poner a los japoneses en
contra de los intereses comerciales de los británicos. Había un solo argumento
a favor de esta condena moral: los Estados Unidos, aunque no formaban parte
de la asamblea de Ginebra, propugnaban el no-reconocimiento de cualquier
cambio territorial que se realizase por la fuerza. Los doctrinarios ginebrinos
podrían haberse escudado tras esta postura americana, pero, como sea que los
Estados Unidos no parecían dispuestos a romper sus relaciones comerciales
con el Japón, imperó el sentido práctico de los ingleses, frente a los intereses
chinos.
Con o sin razón, el gobierno de Londres daba más importancia al
restablecimiento de la paz que a cualquier manifestación de rigor moral. Los
cínicos y endurecidos miembros del Foreign Office y los supuestos
reaccionarios, con Mac Donald a la cabeza, que componían el gobierno, no
eran los únicos en pensar así; el partido laborista alimentaba los mismos
sentimientos y, por aquel entonces, no condenaba la «agresión», sino la
«guerra». En 1932, cualquier acción botánica contra el Japón, si es que
hubiese podido llevarse a cabo, habría tropezado con la oposición unánime de
las izquierdas, que hubiesen visto en ella una espantosa defensa de los
intereses imperialistas. El partido laborista —que en este punto representaba
la opinión inglesa en general— quería que Gran Bretaña no obtuviese ningún
beneficio de la guerra. Propuso que se prohibiese la entrega de armas a
cualquiera de los dos bandos, la China y el Japón, medida que el gobierno
aceptó. Fue, incluso, más lejos. Los británicos habían visto siempre en la
Sociedad de Naciones un instrumento de conciliación y no una máquina para
garantizar la seguridad; y de aquel instrumento se valieron. La asamblea
ginebrina constituyó, atendiendo una iniciativa japonesa, la comisión Lytton,
que habría de investigar sobre los hechos y de proponer una solución. Esta
comisión no pronunció un veredicto simple. Según hizo constar, los motivos
de queja de los nipones eran, en gran parte, fundados. El Japón fue
condenado, no por haber cometido una agresión, sino por haber recurrido a la
fuerza antes de agotar todos los medios pacíficos. Los japoneses, en señal de
protesta, se separaron de la Sociedad de Naciones, pero la política británica
salió vencedora. Los chinos se consolaron de la pérdida de una provincia
sobre la que no ejercían ningún control desde hacía muchos años, y la paz se
restableció en 1933.
En lo sucesivo, el asunto de Manchuria adquirió una importancia
simbólica y fue considerado como la primera etapa en el camino hacia la
guerra, como la primera traición decisiva de la Sociedad de Naciones. Fue
precisamente el gobierno inglés el que más contribuyó a dar esta
interpretación. Y, en realidad, la asamblea no había hecho otra cosa sino
aquello para lo que los ingleses consideraban que estaba: limitar un conflicto,
y llevarlo a término, aun de manera poco satisfactoria. Por añadidura, este
asunto, lejos de debilitar los poderes coercitivos de la Sociedad de Naciones,
hizo que naciesen. Gracias a él, organizó —siempre por iniciativa británica—
el mecanismo de las sanciones económicas, del cual había carecido hasta
entonces, y que, por desgracia para todos, iba a permitirle actuar con ocasión
de la cuestión de Abisinia, en 1935.
El caso de Manchuria tuvo a la sazón una cierta importancia, aunque no la
que posteriormente se le atribuyó. Fue la causa de que la atención se desviase
de Europa precisamente en el momento en el que las cuestiones europeas se
agudizaban y, en particular, hizo que el gobierno británico se impacientase por
el curso de aquellas cuestiones. Reforzó, con argumentos discutibles, su
preferencia por la conciliación y no por la seguridad, y determinó las líneas
generales de la discusión que, a principios de 1932, se había suscitado en
torno al desarme. La conferencia sobre este extremo se reunió en un momento
especialmente inoportuno. Las potencias vencedoras, al obligar el tratado de
paz a Alemania a que procediese al desarme, se habían comprometido a
llevarlo a cabo como un primer paso hacia «una limitación general de los
armamentos de todas las naciones». La promesa no implicaba que aquéllas se
pusiesen al nivel alemán, sino que se haría todo lo posible para llegar al
desarme. En el curso de los años veinte, el compromiso fue constantemente
eludido, lo cual no hizo sino favorecer el juego de Alemania. Los aliados,
insistían los alemanes, debían cumplir su promesa, o bien librarlos a ellos de
la necesidad de proceder al desarme. El gobierno laborista, que subió al poder
en 1929, los apoyó. La mayoría de los ingleses pensaba que los grandes
armamentos constituían en sí una causa de la guerra o, si se quiere, que
permitían que la confusión o el error hiciesen brotar la chispa (como había
sucedido en 1914), «antes de que pudiese operar un período de enfriamiento».
Ramsay Mac Donald, de nuevo Primer Ministro, ardía en deseos de volver
otra vez sobre su iniciativa de 1924 y de concluir la obra de apaciguamiento.
Fue el gran artífice del éxito de la conferencia naval de Londres de 1930, en
la cual se extendieron a otras categorías de navíos las limitaciones que, en
1921, y para los acorazados, habían sido aceptadas por la Gran Bretaña, por
los Estados Unidos y por el Japón. La conferencia hizo una advertencia de
siniestro augurio, que en aquellos momentos fue ignorada. Italia reclamó la
paridad con Francia que esta última no estaba dispuesta a aceptar; así se inició
entre los dos países el alejamiento que debería conducir finalmente a Italia al
campo alemán.
En este segundo ministerio laborista, Mac Donald entregó, contra su
voluntad, la cartera de Asuntos Exteriores a Arthur Henderson, cuyos puntos
de vista no coincidían con los suyos. Henderson, contrariamente a Mac
Donald, había formado parte del ministerio durante la guerra y difícilmente
podía considerar ésta como una locura inútil. Si Mac Donald creía que las
inquietudes francesas eran imaginarias, Henderson deseaba conciliar el
desarme con la seguridad. Propuso la utilización del desarme como una
palanca que hiciese aumentar las obligaciones de los británicos para con
Francia, tal y como lo había pretendido Austen Chamberlain con Locarno,
aunque las obligaciones no habrían sido onerosas, por supuesto, si se hubiese
procedido a una reducción general de los armamentos por parte de todos.
Henderson encandiló a los franceses con la perspectiva de que, si aceptaban
su desarme, recibirían, como compensación, un mayor apoyo inglés. La
propuesta era ventajosa para los franceses. Pocos, o quizá ninguno,
comprendían la ineficacia de su ejército en cuanto arma ofensiva, pero
pensaban aun menos en la posibilidad de que, gracias a él, pudiesen mantener
indefinidamente en jaque a los alemanes. La seguridad ofrecería un aspecto
diferente si los británicos, en lugar de contar con Locarno, se viesen en la
necesidad de pensar en términos militares. Quizá reconociesen la precisión de
un gran ejército francés, o bien aumentasen el suyo. Insistieron también en
favor de la conferencia de desarme, con Henderson como presidente, lo cual
no constituía sólo un homenaje a las grandes dotes de éste como conciliador,
por muy grandes que fuesen, sino al mismo tiempo un cálculo: Gran Bretaña
no podría zafarse de un aumento de las obligaciones que se le irrogarían de un
desarme general.
Las circunstancias habían cambiado mucho cuando, a principios de 1932,
se reunió la conferencia. El gobierno laborista había sido derrocado y
Henderson ya no era Ministro de Asuntos Exteriores; como presidente de la
conferencia no podía comprometer a su país, sino tan sólo tratar de actuar, sin
resultados, sobre un gobierno al que era políticamente hostil. Mac Donald ya
no se veía presionado por Henderson; más bien, contenido por el nuevo
Ministro de Asuntos Exteriores, Sir John Simon, liberal, el cual había estado a
punto de dimitir al principio de la guerra, en 1914, y que dimitió dieciocho
meses más tarde, para protestar contra las quintas. También Simon
consideraba imaginarios los temores franceses. Por otra parte, el gobierno
británico sólo pensaba en economizar; lejos de estar dispuesto a aumentar las
obligaciones de su país, había hecho cuestión de honor el reducirlas. Los
franceses comprendieron con consternación que se les pedía el desarme sin
concederles compensación alguna. Mac Donald no dejaba de repetírselo: «Las
peticiones francesas crean siempre dificultades; nos piden que contraigamos
unas obligaciones que, por el momento, no podemos concertar». Una sola
posibilidad se oponía al razonamiento del político inglés: la de que la actitud
británica podía variar.
Los ingleses fraguaban su propio proyecto para orientar el desarme en
favor de la seguridad. Si los franceses contaban con ellos, ellos, a su vez,
contaban con los americanos, los cuales estaban representados en la
conferencia. En tanto los republicanos estuviesen en el poder, este plan tenía
algunas posibilidades de prosperar; pero, en noviembre de 1932, F. D.
Roosevelt, demócrata, fue elegido Presidente. Por supuesto, el hecho de que
Wilson, en 1919, hubiese incorporado a los demócratas a la Sociedad de
Naciones, obligó a Roosevelt a implicar a los Estados Unidos en la política
internacional. Sin embargo, las elecciones de 1932 constituyeron una victoria
del aislacionismo. Los demócratas no eran unos simples «wilsonianos»
desilusionados. Algunos creían que Wilson había engañado al pueblo
americano, otros, que había sido él el engañado por los estadistas europeos,
pero casi todos consideraban que las potencias europeas, en especial las que
habían sido sus aliadas, eran incorregiblemente perversas: cuanto menos se
ocupase América de Europa, mejor. El idealismo que, no hacía mucho, les
había llevado a desear ardientemente la salvación del mundo, los impulsaba,
ahora, a volverse de espaldas a él. La mayoría demócrata del Congreso tomó
una serie de medidas conducentes a impedir que su país desempeñase un
papel en los asuntos internacionales, y el Presidente Roosevelt las aceptó sin
rechistar. El efecto de dichas medidas se vio reforzado por la economía,
intensamente nacionalista, que acompañó al New Deal[1]. Otro signo, menor,
de la misma tendencia, lo constituyó el «reconocimiento», por parte del
gobierno de Roosevelt, de la Rusia soviética y la buena acogida que se
dispensó a Litvinov, Comisario para Asuntos Exteriores, cuando éste visitó
Washington. La exclusión de Rusia del concierto europeo fue considerada
como una ventaja. No cabía ya esperar ninguna colaboración de los
americanos, y los propios ingleses se vieron apartados de Europa por la
influencia americana —en la medida en que pueda hablarse de «influencia»
americana—.
La solución definitiva de la cuestión de las reparaciones, a la que se llegó
en el verano de 1932, fue otro contratiempo para la conferencia del desarme.
Hubiera sido de desear que se realizara antes, pero se produjo en el peor
momento. El gobierno alemán, dirigido a la sazón por Von Papen, era más
débil y más impopular que nunca, y, por consiguiente, necesitaba en mayor
escala una serie de éxitos en la política exterior. Las reparaciones no
constituían ya un motivo de queja; había pasado a ocupar su lugar el asunto
del desarme unilateral de Alemania. Era imposible emprender el camino de
unas negociaciones verdaderas, puesto que lo que el gobierno alemán quería
era un éxito sensacional. Los alemanes abandonaron la conferencia
protestando de manera dramática, y no volvieron a incorporarse a ella hasta
que no obtuvieron la promesa de «una igualdad de estatuto, dentro de un
sistema de seguridad», promesa que carecía de significado. Si los franceses
obtenían la seguridad, no habría igualdad de estatuto, y si no la obtenían,
tampoco lo habría. La promesa no impresionó a los electores alemanes,
aunque, realmente, ni una concesión de verdad les habría impresionado. Para
ellos sólo contaban la miseria y el paro masivo; y consideraron la conferencia
como una gigantesca farsa, lo que en definitiva no dejaba de ser cierto. Los
estadistas europeos hicieron lo posible por ayudar a Von Papen jugando con
las palabras. No pensaron en que pudiera existir un peligro alemán. En 1932,
se temía fundadamente el derrumbamiento alemán, no la fuerza de los
alemanes. ¿Cómo iba a suponer un observador competente que un país que
tenía siete millones de parados, sin reservas oro, con un comercio exterior
cada día más reducido, pudiera convertirse bruscamente en una gran potencia
militar? La experiencia moderna enseña que el poder corre parejas con la
riqueza y, en 1932, Alemania parecía extremadamente pobre.
Todos estos cálculos se vinieron por tierra cuando, el 30 de enero de 1933,
se produjo un acontecimiento que fue aureolado por la leyenda: Hitler se
había convertido en canciller. No se trató de «un golpe de Estado», como lo
proclamaron los nacionalsocialistas. Hitler fue nombrado por el Presidente
Hindenburg de una manera estrictamente constitucional y por sólidas razones
democráticas. Digan lo que digan ciertos ingeniosos especuladores, liberales o
marxistas, Hitler no fue designado Canciller para ayudar a los capitalistas
alemanes a destruir los sindicatos, ni porque quisiera facilitar un gran ejército
a los generales, ni mucho menos porque quisiera «brindarles» una gran
guerra. Fue nombrado porque él y sus aliados nacionalistas podían
proporcionar una mayoría al Reichstag y poner así fin al régimen anormal que
duraba desde hacía cuatro años y que consistía en gobernar por decretos
presidenciales. No se esperaba que llevase a cabo cambios revolucionarios ni
en la política interior, ni en la exterior. Muy por el contrario, los
conservadores, dirigidos por Von Papen, que fueron los que lo recomendaron
a Hindenburg, se reservaron todos los puestos clave, pensando que el
Canciller actuaría como simple figurón. Pronto se vería que estos cálculos
eran falsos. Hitler rompió las ligaduras artificiales con las que se le había
pretendido atar y se convirtió poco a poco en un dictador omnipotente —
aunque el proceso fuese más lento de lo que ha pretendido la leyenda—.
Cambió la mayoría de las cosas de Alemania, destruyó la libertad política y el
imperio de la ley, abolió los Estados separados e hizo de Alemania, por vez
primera, un país unido. En un solo terreno no modificó nada: su política
exterior siguió siendo la de sus antecesores, la de los diplomáticos
profesionales, la que querían prácticamente todos los alemanes. Hitler quiso
también liberar a su país de las restricciones del tratado de paz, levantar un
gran ejército, hacer de Alemania la mayor potencia de Europa. Para lograrlo
varió ligeramente la trayectoria hasta entonces seguida. Quizás hubiese
prestado menos atención a Austria y Checoslovaquia si no hubiese nacido
súbdito de los Habsburgo, quizá su origen austríaco le hizo, en principio,
sentir menos hostilidad hacia los polacos. En general, sin embargo, puede
decirse que mantuvo sin variar los esquemas que, en materia de relaciones
internacionales, habían adoptado quienes lo precedieron en el poder.
No ha sido éste el criterio generalmente admitido. Algunos autores de
gran solvencia han visto en Hitler un estafador que, desde el primer momento,
se dedicó a preparar una gran guerra que destruyese la civilización existente,
para poder, así, convertirse él en el amo del mundo. A mi juicio, los estadistas
viven demasiado absortos por los acontecimientos como para seguir un plan
preconcebido. Dan un paso, del que nace, espontáneamente, otro. Los
sistemas son creados por los historiadores, como en el caso de Napoleón. Y
los que han sido atribuidos a Hitler son, en realidad, los de Hugh Trevor-
Roper, Elisabeth Wiskemann y Alan Bullock. Tales especulaciones, sin
embargo, tienen su base. Hitler fue un historiador aficionado o, más bien, un
generalizador de la Historia, y creó, en sus ratos de ocio, unos cuantos
sistemas que no eran más que sueños despiertos. Charlie Chaplin lo
comprendió, con su genio de artista, cuando mostró al Gran Dictador
transformando el mundo en una pelota y lanzándolo al techo de un puntapié.
En sus sueños, Hitler se veía siempre como dueño del mundo, pero aquel
mundo que él quería dominar y la manera de llegar al dominio variaban con
las circunstancias. Mein Kampf fue escrita en 1925, bajo el impacto de la
ocupación del Ruhr por los franceses. Soñó entonces con destruir la
supremacía francesa en Europa, por medio de una alianza con Italia y la Gran
Bretaña. Sus Conversaciones de Sobremesa tomaron cuerpo en territorio
ocupado, durante la campaña de Rusia; soñaba entonces con un imperio
fantástico que encauzara su carrera de conquistador. Su testamento fue
redactado en el búnker, inmediatamente antes de su suicidio, y no es
sorprendente que concluyese en él una doctrina de destrucción universal. La
ingeniosidad académica ha descubierto en todas aquellas palabras al discípulo
de Nietzsche, al geopolítico o al émulo de Atila[2]. Yo sólo veo en ellas las
generalizaciones de un espíritu poderoso pero no educado, una serie de
dogmas que reflejan los ecos de una conversación en un café vienés o en una
cervecería alemana.
La política exterior de Hitler contuvo un elemento de sistema, pero de un
sistema que no era nuevo. Se aspiraba a una política «continental», como ya
lo hiciera Stresemann antes que el propio Hitler. El Canciller no pretendió
hacer revivir la «política mundial» que Alemania había perseguido antes de
1914, no preparó el plan para organizar una gran flota de combate, no insistió
particularmente en la pérdida de las colonias, excepto para molestar a los
ingleses, ni siquiera se interesó por el Oriente Medio; de ahí su ceguera ante
la ocasión que se le brindó en 1940, tras la derrota de Francia. Esta manera de
ver las cosas puede atribuirse a su origen austríaco, de hombre alejado del
océano, o creer que le nació por influencia de algún geopolítico de Múnich;
pero, en general, su criterio respondió a las circunstancias de la época. Las
potencias occidentales habían vencido a Alemania en noviembre de 1918, de
igual modo que ésta había vencido a Rusia en enero del mismo año. Hitler,
como Stresemann, no ponía en tela de juicio la solución que habían dado a las
cosas los occidentales. No quería destruir el Imperio británico, ni siquiera
privar a Francia de la Alsacia-Lorena. A cambio de ello, quería que los
aliados aceptasen el veredicto de enero de 1918, que se volviesen atrás de la
anulación que de aquel veredicto habían hecho después de noviembre de
1918, que reconociesen, en suma, que Alemania había vencido en el Este. No
se trataba de un programa absurdo. Muchos ingleses, por no hablar de Milner
ni de Smuts, lo habían aceptado desde 1918; otros muchos lo aceptaron
después, y la mayoría de los franceses llegó a la misma conclusión. Los
Estados nacionales de la Europa oriental no gozaban de demasiada
popularidad, y mucho menos la Rusia soviética. En tanto Hitler se mostrase
deseoso de restablecer los acuerdos de Brest-Litovsk, podía considerarse
como el paladín de la civilización europea frente al bolchevismo y frente al
peligro rojo. Puede ser que sus ambiciones se limitasen realmente al Este,
pero, tras su conquista, tal vez hubiese venido la de la Europa occidental o la
del mundo entero. ¿Quién podría decirlo? Únicamente los acontecimientos
habrían dado una respuesta; mas, por un extraño concurso de circunstancias,
nunca llegaron a hacerlo. Contra lo que hubiera podido esperarse, Hitler se
encontró en guerra con las potencias occidentales antes de haber conquistado
el Este. Sin embargo, su expansión en aquella dirección fue el fin primordial,
por no decir el único, de su política.
Esta política no tuvo nada de original. Hitler poseía la cualidad
excepcional de transformar las ideas sin importancia en acción. Se tomaba en
serio lo que, para los demás, no eran más que palabras. Actuaba impulsado
por un literalismo aterrador. Muchos escritores denigraban la democracia
desde hacía medio siglo. Fue preciso Hitler para crear una dictadura
totalitaria. En Alemania, casi todo el mundo estimaba que era preciso hacer
«algo» con el paro. Hitler fue el primero en insistir sobre la «acción». Dejó a
un lado las reglas convencionales y llegó de este modo a la economía de
pleno empleo, exactamente como F. D. Roosevelt en los Estados Unidos.
Tampoco el antisemitismo representaba nada nuevo. Había sido, durante
muchos años, el «socialismo de los locos». Nada había salido de él. Seipel,
Canciller de Austria hacia 1920, decía del antisemitismo, que era predicado
por su partido, pero no practicado: «Das ist für die Gasse»[3]. Hitler fue la
«Gasse». Muchos alemanes experimentaron serios escrúpulos ante las
persecuciones que culminaron en el indecible horror de las cámaras de gas,
pero pocos supieron cómo protestar. Todo lo que Hitler hacía con los judíos,
nacía lógicamente de las doctrinas raciales en las que creía la mayoría de los
alemanes. Otro tanto sucedió con la política exterior. Muy pocos se
preocupaban apasionada, constantemente de ver a Alemania dominar a
Europa, pero hablaban de esto como si fuese a suceder. Hitler les tomó la
palabra. Con gran pesar de ellos, los puso entre la espada y la pared.
Por sus principios y por su doctrina, Hitler no fue peor que la mayor parte
de los demás estadistas de su época. Pero, por sus actos de perversidad, los
aventajó a todos ellos. La política de los estadistas occidentales reposaba, en
definitiva, sobre la fuerza —la francesa, sobre el ejército; la inglesa, sobre la
armada—, pero esperaban no verse obligados a emplearla. Hitler, por el
contrario, pensaba hacerlo, o, cuando menos, amenazar con hacerlo. Si la
moralidad de Occidente parecía superior, era, sobre todo, porque era la
moralidad del statu quo. Hitler representaba la amoralidad de la revisión.
Existía una contradicción curiosa, aunque sólo fuese superficial, entre sus
fines y sus métodos. Su fin era cambiar, derribar el orden establecido en
Europa; su método era la paciencia. A despecho de sus fanfarronadas y de sus
palabras violentas, era un maestro en el arte de esperar. Nunca atacó de frente
una posición preparada, al menos, no lo hizo hasta tanto su juicio no se vio
perturbado por una victoria fácil. Prefería, como Josué ante las murallas de
Jericó, esperar que las fuerzas opuestas hubiesen sido minadas por su propia
confusión y le ofreciesen, así, la oportunidad de un triunfo. Ya había
empleado este método para hacerse con el poder en Alemania. No lo
«arrebató». Esperó que el poder le fuese confiado por los hombres que,
previamente, habían pretendido mantenerlo alejado de él. En enero de 1933,
Papen e Hindenburg le imploraron que se hiciese cargo de la Cancillería y él
accedió graciosamente. Otro tanto puede decirse que ocurrió en el campo de
la política exterior. No formuló peticiones precisas, limitándose a anunciar
que estaba descontento, y, después, esperó que le hiciesen concesiones,
tendiendo la mano para recibir más. No conocía ningún país, porque no había
viajado; rara vez escuchaba a su Ministro de Asuntos Exteriores y nunca leía
los informes de sus embajadores. Alimentaba la convicción de que conocía a
fondo a todos los políticos «burgueses», alemanes y extranjeros, y de que
perderían el control de los nervios delante de él. Esta convicción estuvo tan
cerca de la realidad como para poner a Europa al borde del desastre.
Al principio, la espera puede que no fuese ni consciente ni deliberada. Los
grandes maestros de la política son aquéllos que se guían de su instinto.
Durante sus primeros años en el poder, Hitler casi no se ocupó de los asuntos
exteriores, Se pasó la mayor parte del tiempo en Berchtesgaden, lejos de los
acontecimientos, soñando, según su antigua y cómoda manera. Cuando volvía
a la vida práctica, era ante todo para asegurar su dominio absoluto sobre el
partido nacionalsocialista. Observaba, e incluso suscitaba, las rivalidades
entre los principales dirigentes nazis. Después, tenía que mantener el control
sobre el Estado y sobre el pueblo alemán, interesarse por el rearme y por la
expansión económica. Hitler adoraba los detalles mecánicos: carros de
combate, aviones, cañones. La construcción de carreteras lo fascinaba; y los
planos de los arquitectos, todavía más. En consecuencia, los asuntos
exteriores figuraban al final de su lista de preferencias. En todo caso, no podía
hacer mucho en tanto Alemania no estuviese rearmada. Los acontecimientos
le impusieron una de las esperas que tanto le gustaban. Podía dejar la política
exterior en manos de los profesionales de la Wilhelmstrasse. Después de todo,
éstos perseguían la misma finalidad que él: minar los acuerdos de Versalles.
No precisaban para actuar más que de una incitación ocasional, de una audaz
iniciativa que, con frecuencia, era suficiente para arreglar las cosas.
Este estado de cosas se reflejó pronto en las discusiones sobre el desarme.
Los estadistas aliados no alimentaban ninguna ilusión sobre las intenciones de
Hitler. Sus representantes en Berlín les procuraban informaciones precisas y
exactas. Podían, además, estar al tanto de la realidad a través de cualquier
periódico, a pesar de las constantes expulsiones de corresponsales británicos y
americanos. Suponer que Hitler no advirtió claramente a los estadistas
extranjeros sería cometer un grave error. Muy por el contrario, les advirtió en
demasía. Y vieron el problema en toda su magnitud. Alemania tenía un
gobierno fuerte que quería hacer de ella una gran potencia militar. Pero ¿cómo
habían ellos de reaccionar? En no pocas ocasiones formularon esta pregunta a
los demás y se la formularon a sí mismos. Una solución evidente consistía en
intervenir para impedir por la fuerza el rearme alemán. Los representantes
ingleses en la conferencia lo sugirieron, y los franceses llegaron a proponerlo.
La idea fue estudiada con cuidado en varias ocasiones, y rechazada otras
tantas, pues, desde dondequiera que se la mirase, resultaba impracticable. Era
evidente que los Estados Unidos no participarían en una intervención. Muy
por el contrario: la opinión pública americana se opondría violentamente a
ella; semejante contingencia suponía mucho para Inglaterra. Por otra parte, la
misma opinión británica era contraria, no sólo la de las izquierdas, sino
también la que emanaba del propio seno de gobierno. Éste, sin hablar siquiera
de las objeciones de principio, no podía pensar en incrementar los gastos —
una intervención resultaría costosa— y no disponía, tampoco, de un ejército
bastante. Mussolini se mantenía a la expectativa, esperando que el
«revisionismo» se volviese en favor de Italia. Quedaba, pues, únicamente
Francia, y los franceses no estaban dispuestos a actuar solos. Si hubiesen sido
honrados consigo mismos, habrían añadido que tampoco ellos contaban con
fuerzas capaces de intervenir. Y, por añadidura, ¿qué se habría conseguido con
una intervención? Si Hitler caía, Alemania conocería un caos peor que el que
había seguido a la ocupación del Ruhr; y si no caía, el rearme se volvería a
plantear inmediatamente después de la evacuación de las tropas aliadas.
La alternativa consistía en no hacer nada: en abandonar la conferencia del
desarme y en dejar que los acontecimientos siguiesen su curso. Los ingleses y
los franceses la desecharon como «inconcebible», «impensable», como «un
consejo nacido de la desesperación». ¿Qué camino quedaba? ¿Qué idea
ingeniosa podía satisfacer a los alemanes sin poner a los franceses en peligro?
Éstos declaraban que no podían aceptar la igualdad de armamentos con
Alemania, si no era contando con una firme garantía británica, apoyada en
unos acuerdos entre los estados mayores y en un ejército inglés más fuerte.
Los ingleses rechazaban categóricamente esta proposición, alegando que,
puesto que la igualdad de armamentos satisfaría a los alemanes, ya no se
hacía necesaria garantía alguna. Si Hitler aceptaba un acuerdo, «podía creerse
incluso obligado a observarlo… Su firma vincularía a Alemania como no la
había vinculado la de cualquier estadista anterior»[4]. Si no la respetaba, «toda
la opinión mundial se alzaría contra él»[5], «el mundo entero comprendería
sus verdaderas intenciones»[6]. Es imposible decir si los mismos ingleses
tomaban sus propios argumentos en serio. Quizá creyesen todavía que la
intransigencia francesa constituía el principal obstáculo para que la paz
reinase en Europa y, en consecuencia, no experimentaran demasiados
escrúpulos sobre los medios con los que lograrían hacerla desaparecer.
Guardaban el recuerdo del precedente de 1871. Rusia había repudiado
entonces las cláusulas del tratado de París, las cuales la obligaban a
desarmarse en la zona del mar Negro; las demás potencias habían cedido a
condición de que los rusos buscasen la aprobación en una conferencia
internacional. Aquello era respetar la ley pública de Europa. Lo que una
conferencia había hecho, otra podía deshacerlo. Lo importante era, por tanto,
no el impedir el desarme alemán, sino el asegurar que se efectuaría dentro del
cuadro de un acuerdo internacional. Alemania, seguían suponiendo los
ingleses, aceptaría pagar «la legalización de sus ilegalidades»[7]. A los
británicos siempre les ha gustado tener la Ley de su parte y pensaban, con la
mayor naturalidad, que los alemanes debían tener el mismo sentimiento. Que
una nación quisiera volver a la «anarquía internacional» les parecía
inconcebible. No podía ser ésta la intención de Hitler. Él también deseaba un
orden internacional, que era un «orden nuevo», no una modificación del
sistema de 1919.
Otra consideración contribuyó sobre todo a determinar la atmósfera de
aquellos años. Todo el mundo, incluidos los ingleses y los franceses, creía
tener mucho tiempo por delante. Al advenimiento de Hitler al poder,
Alemania se encontraba todavía prácticamente inerme; no tenía ni carros, ni
cañones pesados, ni reservas acumuladas. Normalmente, le harían falta diez
años para adquirir una potencia militar que resultase de temer. Este cálculo no
era del todo falso. Hitler y Mussolini también lo hacían. Admitían en sus
conversaciones que 1943 sería el año del destino. Gran parte de la alarma que,
al principio, se había producido en torno al desarme, era falsa. Así, en 1934,
cuando Churchill aseguró que la aviación alemana superaba con mucho al
potencial indicado por el gobierno británico, Baldwin señaló que no era cierto
y, hoy lo sabemos por los archivos del Reich, tenía razón. Incluso en 1939, el
ejército no estaba equipado para una guerra larga, y, en 1940, las fuerzas
alemanas de tierra eran inferiores a las francesas en todos los aspectos,
excepto en lo que se refiere al mando. Las potencias occidentales cometieron
dos errores: no tuvieron en cuenta que Hitler era un jugador, capaz de
arriesgar apuestas muy elevadas con recursos inadecuados, y no apreciaron en
su justo valor las hazañas económicas de Schacht, quien hizo que aquellos
recursos creciesen mucho más de lo que habrían crecido sin él. Dentro de la
economía más o menos libre de aquella época, los países funcionaban al 75%
de su capacidad. Schacht puso en marcha el sistema del pleno empleo y llegó
a utilizar, de esta manera, casi el 100% de la capacidad de Alemania. Hoy,
esto no es más que un lugar común, por aquel entonces pareció cosa de
brujería.
La conferencia del desarme no sobrevivió largo tiempo a la aparición de
Hitler. En el verano de 1933, los ingleses y los italianos apremiaron a los
franceses para que concedieran a Alemania la «igualdad» teórica de
armamentos. Después de todo, tenía que llover mucho antes de que la
igualdad se realizase. Estuvieron a punto de lograrlo. El 22 de septiembre, los
ministros franceses e ingleses se reunieron en París. Los primeros dieron a
entender que aceptarían la igualdad o algo parecido. Más tarde, Daladier, a la
sazón Presidente del Consejo, formuló la siguiente pregunta: «¿Quién
garantizará la observancia del convenio?». Volvía a plantearse la vieja
dificultad. «El gobierno de Su Majestad —respondió Simon— no puede
aceptar nuevas responsabilidades sobre la naturaleza de las sanciones. La
opinión pública inglesa no lo apoyaría». Una voz más cargada de autoridad
que la de Simon se dejó oír. Baldwin, jefe del partido conservador, cabeza no
reconocida del gobierno, había llegado desde Aix para asistir a la reunión, y,
en el intervalo, había reflexionado sobre la situación europea. Apoyó a
Simon: los ingleses no podían contraer nuevas obligaciones. «Si se pudiese
probar que Alemania se rearma —añadió—, estaríamos ante una nueva
situación a la que Europa tendría que hacer frente… En este supuesto, el
gobierno de Su Majestad habría de examinar las cosas muy seriamente; pero
tal situación no existe todavía»[8]. Se pedía a los franceses que abandonasen
una superioridad que creían real, ofreciéndoles tan sólo la perspectiva de
hacer algo indeterminado si los alemanes se conducían mal. Esto no podía
satisfacer a los franceses; retiraron su oferta. Cuando la conferencia prosiguió,
anunciaron que aceptarían la igualdad únicamente si Alemania continuaba
todavía desarmada durante un «período de prueba» de cuatro años.
Era la oportunidad para Hitler. Sabía que Francia estaba sola, y que Gran
Bretaña e Italia veían con simpatía su postura. El 14 de octubre, Alemania se
retiró de la conferencia de desarme; una semana más tarde, abandonó la
Sociedad de Naciones. No sucedió nada. La iniciativa de Hitler aterrorizó a
los ministros alemanes. «La situación se ha desarrollado como estaba previsto
—les declaró—. Las amenazas contra Alemania no se han materializado y ya
no tenemos que temerlas… Probablemente el momento crítico ha pasado»[9].
Efectivamente. Hitler acababa de ensayar su método en el dominio de los
asuntos extranjeros y producía los resultados supuestos. Había esperado la
desmoralización de los oponentes de Alemania y había chasqueado a la
oposición, con toda facilidad. Después de todo, los franceses no podían
invadir Alemania porque ésta se hubiese retirado de la conferencia de
desarme. Sólo podrían actuar tras un rearme efectivo, y, entonces, sería ya
demasiado tarde. Los ingleses continuaron manifestando simpatía por las
reivindicaciones alemanas. Incluso en julio de 1934, el Times escribía: «En el
curso de los años por venir, hay razones para creer que deberá temerse más
por Alemania, que de Alemania». El partido laborista reclamó siempre el
desarme general como previo a la seguridad. Mac Donald fijaba todavía el
camino a seguir tanto por el gobierno como por la oposición. Hitler tenía tan
gran confianza que llegó a burlarse de los franceses ofreciéndoles aceptar la
desigualdad: un ejército alemán limitado a 300 000 hombres y una aviación
inferior en la mitad a la francesa. Esta confianza estaba justificada: los
franceses sufrían una desesperación intolerable. El 17 de abril de 1934,
Barthou, Ministro de Asuntos Exteriores del gobierno nacional que siguió a
las revueltas del 6 de febrero, se negó a legalizar cualquier rearme alemán, y
declaró: «De ahora en adelante, Francia mantendrá su seguridad por sus
propios medios». La conferencia del desarme murió, a pesar de algunas
tentativas que se hicieron para reavivarla. Los franceses acababan de hacer el
disparo que daba la salida para la carrera de armamentos. Sin embargo, los
propios franceses no corrieron en ella como Dios manda. Durante la
preparación de la conferencia habían reducido sus gastos militares, pero hasta
1936 no alcanzaron el mismo nivel que en 1932.
El final de la conferencia no llevaba necesariamente implícita una guerra.
Había una tercera vía, a pesar de la afirmación en contrario de los ingleses: la
vuelta a la diplomacia tradicional. Todo el mundo entró de nuevo en ella no
más Hitler hizo su aparición. Mussolini, el primero. Nunca le había gustado
Ginebra ni lo que Ginebra representaba. En su calidad de fascista más antiguo
de Europa, se sintió halagado al ver que Hitler lo imitaba y supuso que
Alemania sería el perrillo faldero de Italia, nunca al revés. Consideraba, sin
duda alguna, que las amenazas y las fanfarronadas de Hitler eran tan huecas
como las suyas. En todo caso, lejos de temer el renacimiento de Alemania, lo
saludó como un medio para obtener concesiones de los franceses y quizá, más
tarde, de la Gran Bretaña, punto éste que los ingleses ignoraron
complacientemente. Mussolini propuso un pacto cuatripartito. Alemania,
Inglaterra, Francia e Italia se erigirían en directorio europeo, marcando la
pauta a los Estados menos poderosos y efectuando una «revisión pacífica». A
los ingleses les encantó la idea. Ellos también deseaban arrancar algunas
concesiones a los franceses, sobre todo en beneficio de Alemania. La fórmula
según la cual Gran Bretaña e Italia podrían representar un papel de
mediadoras, databa de antiguo. Ya quedaba incluida en el tratado de Locarno,
aunque Mussolini hubiese intervenido muy escasamente en él. John Morley
también la había evocado en 1914, cuando se esforzó para que Alemania se
mantuviera al margen de las hostilidades. Simon y Mac Donald la habían
apoyado entonces y volvían ahora con fervor a ella, de suerte que los antiguos
radicales, por extraño que parezca, consideraban a Mussolini como el
principal pilar de la paz europea. Hitler también aceptaba que Mussolini le
sirviese de ojeador. Los franceses, indignados, se sentían como prisioneros en
medio de la custodia de ingleses e italianos. Al principio, no obstante, se
mostraron de acuerdo, si bien especificaron que la revisión debía llevarse a
cabo con el consentimiento de todos, sin olvidar el de las partes interesadas.
Más tarde, invocaron la retirada alemana de la Sociedad de Naciones para dar
al traste con el pacto, que nunca llegó a ratificarse. Aun así, siguió siendo la
base de la política italiana durante varios años y también de la política inglesa
casi hasta el momento en que estalló la guerra. Y, lo que es todavía más
extraño, los franceses pasaron por él antes de 1939.
La importancia del pacto se hizo sentir, por aquel entonces, en la Europa
oriental. La Rusia soviética y Polonia se espantaron, pero su miedo tuvo
resultados opuestos en cada caso. Los rusos se apartaron de los alemanes para
aproximarse a los franceses; Polonia, en cierta medida, actuó a la inversa. Una
asociación de las cuatro potencias europeas había sido siempre la pesadilla de
los estadistas soviéticos, ya que veían en ella el preludio de una nueva guerra
de intervención. Hasta el advenimiento de Hitler, se habían protegido de
semejante eventualidad estimulando el resentimiento alemán contra Francia y
desarrollando la colaboración económica y militar apuntada en Rapallo. A
partir de aquel momento, dieron media vuelta. Al contrario que sus colegas
occidentales, tomaban muy en serio las palabras de Hitler. Pensaban que éste
pretendía destruir el comunismo no sólo en Alemania, sino también en Rusia,
y temían que la mayoría de los estadistas occidentales viesen con muy buenos
ojos una tal perspectiva. Estaban convencidos de que Hitler contaba con
apoderarse de Ucrania. Habían adoptado una postura puramente defensiva.
Hacía mucho tiempo que se había desvanecido su esperanza de una
revolución mundial. Veían el mayor peligro en Extremo Oriente, en donde,
con un Japón establecido en Manchuria y en buenas relaciones con la China,
esperaban un inminente ataque nipón. En aquella zona tenían sus mejores
tropas y únicamente pedían a Europa que los dejase tranquilos. Después de
haber denunciado el «Diktat» de Versalles, predicaron el respeto de la ley
internacional, asistieron lealmente a la conferencia del desarme,
anteriormente calificada de «farsa burguesa», y, en 1934, se incorporaron a
aquella otra «farsa» que fue la Sociedad de Naciones.
Los franceses encontraron en los rusos unos amigos hechos a la medida:
constituían una gran potencia resueltamente opuesta a la «revisión»; la Unión
Soviética les aliviaría de la presión que sobre ellos ejercían Gran Bretaña e
Italia. Esta asociación tomó cuerpo, aunque no se declarase abiertamente, en
1934, y conservó un carácter limitado. Los rusos se adhirieron al sistema
francés únicamente porque, a su juicio, les ofrecía mayores seguridades; no
pensaron que también podía aumentar sus obligaciones. Valoraron por alto la
fuerza tanto material como moral de los franceses y, al igual que todo el
mundo, excepto Hitler, valoraron en demasía la fuerza que, sobre el papel,
tenían los compromisos; y todo a pesar de su independización ostensible de la
moral «burguesa». También ellos consideraban muy importante tener a su
favor la Ley internacional. Sin embargo, los franceses no abrigaban la
intención de restablecer seriamente la alianza con los rusos. No les inspiraba
demasiada fe la fuerza de los soviéticos, y mucho menos su sinceridad.
Sabían que aquella amistad era muy mal vista en Londres, y, aunque los
irritase a menudo las instigaciones inglesas a la conciliación, los aterrorizaba
aún más la perspectiva de perder el poco apoyo que les dispensaba la Gran
Bretaña. La aproximación francosoviética no fue más que una apariencia de
seguridad.
Incluso planteada así la situación, bastaba para inquietar a los dirigentes
de la política exterior alemana. Para ellos, el compromiso concluido en
Rapallo había constituido un elemento esencial de la recuperación de
Alemania. Había garantizado la seguridad frente a Polonia, había ayudado a
arrancar algunas concesiones a las potencias occidentales, y, en el plano
práctico, había ayudado en cierto modo al rearme ilegal. «No podemos hacer
nada si Rusia no cubre nuestra retaguardia», declaró Neurath, Ministro de
Asuntos Exteriores[10]. «Unas buenas relaciones germanosoviéticas son de
importancia capital para Alemania», escribió Bülow, su adjunto[11]. El único
que no se inmutó fue Hitler. Sin duda alguna, su anticomunismo era sincero;
como austríaco, no compartía la inclinación hacia Rusia que corrientemente
mostraban los conservadores prusianos; se daba cuenta de que una ruptura
con la Unión Soviética le permitiría erigirse en campeón de la civilización
europea frente a la revolución bolchevique. Pero sus motivos inmediatos eran
de carácter más práctico: Rusia no podía hacer nada contra Alemania. No sólo
Polonia separaba a los dos países, sino también el hecho de que los dirigentes
soviéticos no deseasen actuar. Muy por el contrario, se habían pasado al
bando francés porque, según creían, de su postura derivarían menos
compromisos y menos riesgos para ellos de los que supondría una amistad
con los alemanes. Votarían contra Alemania en Ginebra, pero no actuarían.
Hitler vio, sin pena alguna, cómo se eclipsaba Rapallo.
Por otra parte, Polonia podía actuar contra Alemania y hablaba de hacerlo;
Varsovia lanzaba frecuentes, aunque hueras, llamadas a la guerra preventiva.
Desde 1918, ningún ministro alemán había pensado en entablar relaciones
amistosas con los polacos, ni siquiera temporalmente; la herida de Dantzig y
del pasillo seguía abierta. Hitler estaba libre de este prejuicio, como estaba
libre de otros. Había alcanzado un dominio tal sobre la «clase dirigente»
alemana que podía desentenderse de ciertos motivos de queja, y el hecho de
que su actitud no levantase el menor murmullo, demostraba la indiferencia del
pueblo hacia aquellas quejas. Algunos alemanes se consolaron pensando que
se trataba de una renuncia temporal, y Hitler los dejó que creyeran lo que
quisiesen. Su verdadera intención quedaba al margen de cualquier juicio
ajeno. En el fondo, no le interesaba una simple «revisión» de las fronteras; lo
que quería era establecer el dominio alemán en Europa y, en consecuencia, le
preocupaba más convertir a sus vecinos en satélites que arrancarles un trozo
de sus territorios. Con el solo fin de conservar la amistad italiana, renunció al
Tirol meridional que, para él, suponía un motivo de descontento tan serio
como el del pasillo de Dantzig. Comprendió que Polonia, al igual que Italia,
era «revisionista», a pesar de que debiese su independencia a la victoria aliada
de 1918; pensaba ganarse su colaboración como la de Italia y la de Hungría.
Dantzig y su pasillo no constituían un precio demasiado elevado para
semejante ganancia. Hitler no anexionó nunca un territorio pensando en su
valor intrínseco. Como lo demostraría su política ulterior, no pretendía objetar
nada a los demás países en tanto actuasen como secuaces de Alemania.
Pero, en la cuestión polaca, como en la mayoría de las cuestiones, Hitler
no tomó la iniciativa, y dejó que los demás trabajasen por él. Pilsudski y sus
amigos, que gobernaban en Polonia, aspiraban a representar el papel de una
gran potencia. Se indignaron ante el pacto cuatripartito porque consideraron
que iba dirigido contra su país, y se sintieron inquietos al ver el acercamiento
francosoviético. Los polacos no podían olvidar que si Dantzig y su pasillo
mantenían en pie el resentimiento alemán por lo que se refería a la frontera
occidental, ellos tenían un número diez veces mayor de territorios no polacos
al Este, y, si temían mucho a Alemania, los coroneles que rodeaban a
Pilsudski temían mucho más a la Rusia soviética. Además, siempre les había
halagado ser los principales amigos de Francia en la Europa oriental, pero
quedar en vanguardia de una alianza francosoviética era harina de otro costal.
Beck, ministro de Asuntos Exteriores, tuvo siempre una gran confianza en sí
mismo, aunque no tuviese otra cosa. Estaba seguro de poder tratar a Hitler de
igual a igual, incluso suponía que llegaría a domar al tigre. Ofreció mantener
mejores relaciones con Alemania y Hitler aceptó de buen grado. De ahí nació
el pacto de no agresión de enero de 1934; fue un nuevo golpe para el
tambaleante sistema de seguridad. Hitler se veía liberado de cualquier
amenaza de una intervención polaca en favor de Francia; a cambio, sin
renunciar a las reivindicaciones de Alemania, se comprometió a no
satisfacerlas por fuerza —fórmula impresionante, muy utilizada también por
la Alemania occidental después de la Segunda Guerra Mundial—. Fue el
primer gran éxito de Hitler en el campo internacional; a éste, seguirían otros
muchos. En el fondo, se trataba de un tremendo equívoco, y no podía
esperarse otra cosa de un acuerdo entre hombres como Hitler y Beck. El
primero suponía que Polonia se había desligado del sistema francés, lo cual
era verdad, y también que los «coroneles» aceptarían su consecuencia lógica:
Polonia se convertiría en un satélite leal, acomodándose a los planes y a los
deseos alemanes. Beck creía que no se convertía en satélite de nadie y que
hacía de Polonia un país más independiente que antes. Hasta aquel momento,
Polonia no había tenido más que su alianza con Francia, y había debido seguir
la política francesa, lo cual, a la razón, podría haber supuesto una
subordinación a los soviéticos. El acuerdo con Alemania le permitía hacerse
la sorda ante las instigaciones francesas, pero seguía manteniendo su alianza
con ella por si acaso Alemania llegaba a causarle molestias. No se trataba de
una elección entre Alemania y Rusia, pronunciándose en favor de la primera,
sino de un medio para mejor mantenerse en equilibrio entre las dos.
Las divergencias pertenecían al porvenir. En 1934, el acuerdo ayudó
considerablemente a Hitler para alcanzar una mayor libertad de acción; sin
embargo, éste no estaba preparado para sacar de inmediato las consiguientes
ventajas que la situación le ofrecía. El rearme acababa apenas de iniciarse, y
el Canciller se encontraba con dificultades de orden interno: tenía que hacer
frente a la oposición simultánea de los conservadores y de sus propios
secuaces revolucionarios. Esta crisis doméstica tuvo su desenlace el 30 de
junio; por orden de Hitler fueron asesinados cuantos se habían mostrado
contrarios a sus principios, Hindenburg murió un mes más tarde. Hitler le
sucedió como Presidente; se abría una nueva etapa en el camino hacia el
poder absoluto. No era el momento de llevar una política exterior aventurada
ni aun no aventurada. Al principio, los acontecimientos con los que Hitler
contaba se volvieron contra él a causa de Austria, su patria. Los autores de la
paz de 1919 habían impuesto a este país una independencia artificial que
constituía una garantía para la seguridad de Italia, al crear un Estado que
actuaba como tapón entre ella y Europa. Si Alemania se la anexionaba o
llevaba a ella su control, el aislamiento cesaría. Además, existían 300 000
personas de lengua alemana en el Tirol meridional convertido en el Alto
Adigio, y los viejos austríacos seguían sintiéndose, en el fondo de su alma,
alemanes. Si el nacionalismo germánico triunfaba en Austria, surgiría otro
peligro.
Hitler sabía bien que unas buenas relaciones con Italia le reportarían más
ventajas que un entendimiento cordial con los polacos. En Mein Kampf ya
designaba a Italia como aliada predestinada contra Francia. En 1934, todo el
mundo podía comprender que una amistad entre los dos dictadores sería de un
inmenso valor para Alemania durante un «período de peligro». No obstante,
Hitler experimentaba más dificultades en renunciar a Austria, por simpatía
hacia Italia, que en retrasar la controversia sobre Dantzig y el pasillo, por
simpatía hacia Polonia. Esta línea de conducta se la dictaba más el hombre
que el jefe del pueblo alemán, el cual pensaba más bien lo contrario. En
Austria había sido un nacionalista germánico mucho antes de convertirse en el
jefe del nacionalismo alemán. Por otra parte, la cuestión austríaca se imponía
frente a las necesidades de la alta política. La Austria independiente se
encontraba en muy mala coyuntura y no había recobrado la confianza en sí
misma después de los tratados de paz, aunque de ellos hubiese salido muy
bien parada desde el punto de vista económico. Los clericales y los socialistas
seguían siendo enemigos irreconciliables a los que ni siquiera la amenaza
alemana llevó a un acercamiento. Dollfuss, canciller clerical, se situó bajo la
protección italiana y, empujado por Mussolini, destruyó el movimiento
socialista y la República democrática en febrero de 1934.
Esta guerra civil estimuló a los nazis austríacos. La dictadura clerical era
impopular y esperaban que se uniesen a sus filas los antiguos socialistas.
Alemania les envió dinero y armas; la radio de Múnich los estimuló. No
constituían, sin embargo, como se pensó en el extranjero, unos simples
agentes alemanes, sobre los que éstos actuaban a capricho. A Hitler le
resultaba fácil excitarlos, pero no tanto calmarlos, sobre todo cuando pensaba
que él mismo, de no haberse convertido en el jefe de Alemania, habría sido
uno de aquellos agitadores nazis. Todo lo que se podía esperar de él es que no
enconase más la cuestión austríaca. «Estoy dispuesto a no hablar de Austria
durante algunos años, pero no puedo decírselo a Mussolini», declaró ante sus
ministros[12]. Los diplomáticos alemanes, incapaces de frenarlo, pensaron que
podría hacer algunas concesiones si se encontraba con Mussolini, y así
dispusieron la entrevista entre los dos dictadores para el 14 de junio, en
Venecia. Por primera vez, que no sería la única, Mussolini era llamado para
llevar a cabo lo que a cualquier otro le era extremadamente difícil: «moderar»
a Hitler.
La reunión no dio los resultados apetecidos. Los dos hombres
comprobaron su común aversión hacia Francia y hacia la Rusia soviética; tan
contentos les puso su acuerdo en este punto que se olvidaron de discutir la
cuestión austríaca. Hitler renunció, con bastante sinceridad, a su deseo de
anexionársela. «Una persona con ideas independientes» sería el canciller de
Austria; habría elecciones libres y, más tarde, los nazis se incorporarían al
gobierno. Sencilla solución: Hitler conseguiría lo que deseaba sin haber
tenido que combatir. Los nazis, replicó Mussolini, debían abandonar su
campaña terrorista y Dollfuss, entonces, los trataría mucho más
amistosamente, lo cual no sería problema, en el momento que aquellos
resultasen inofensivos[13]. Hitler, por supuesto, no hizo nada por satisfacer
esta petición; no trató de frenar a los nazis austríacos, quienes, excitados por
los acontecimientos que habían tenido lugar en Alemania el 30 de junio,
quisieron también recibir su bautizo de sangre. El 25 de julio, los de Viena
ocuparon la Cancillería, asesinaron a Dollfuss y trataron de hacerse con el
poder. Hitler, aunque le alegrara la muerte de Dollfuss, no pudo hacer nada
para ayudar a sus partidarios austríacos. Las tropas italianas se aproximaron
ostensiblemente a la frontera con Austria, y Hitler tuvo que presenciar,
impotente, cómo Schuschnigg, sucesor de Dollfuss, restablecía el orden.
La revuelta austríaca proporcionó a Hitler una humillación gratuita, y
destruyó igualmente el hermoso equilibrio del que Mussolini se prometía
obtener tantos beneficios. Este último esperaba que la política alemana
seguiría su línea anterior, y que Hitler se limitaría a reclamar concesiones de
Francia, primero, y de Polonia, después, pero dejando a Austria a un lado.
Podría él representar, entonces, el papel de mediador entre Alemania y
Francia, recibiendo recompensas de ambas partes, sin tener que
comprometerse ni con la una ni con la otra. Pero se habían vuelto las tornas:
al estar amenazada Austria, Italia necesitaba del apoyo francés. Y Mussolini
tenía que convertirse en defensor de los tratados y en paladín de la seguridad
colectiva, cuando, hasta entonces, había sido él el abogado de la revisión… a
costa de los demás. Los ingleses aceptaron satisfechos el viraje que habían
dado los acontecimientos; y no es extraño, si se tiene en cuenta la importancia
que, sin que se sepa la razón, siempre habían concedido a Italia. Nunca
consideraron el hecho clarísimo de la debilidad económica de Italia: su
carencia de carbón, la ausencia relativa de industria pesada… Veían en ella,
simplemente, una «gran potencia», y unos cuantos millones de hombres,
incluso mal armados, les parecían temibles en comparación con sus propias
fuerzas, tan limitadas. La palabrería de Mussolini les confirmaba igualmente
en su parecer. Lo calificaban de hombre fuerte, de caudillo guerrero, de gran
estadista; le daban crédito.
Los franceses, al principio, se mostraron menos acomodaticios. Barthou
esperaba cerrar el camino a Alemania, sin tener que pagar el precio reclamado
por Mussolini. Su solución era un Locarno oriental: Francia y Rusia
garantizando el statu quo que imperaba al este de Alemania, como Inglaterra
e Italia garantizaban el del oeste. El proyecto disgustaba tanto a Alemania
como a Polonia, que eran los dos países más interesados. La primera no
quería ver cómo la influencia francesa se extendía por la Europa oriental; la
segunda estaba más que resuelta a no permitir que Rusia reapareciese en el
escenario europeo. Hitler, de acuerdo con su costumbre, esperó, dejando que
los polacos echasen por tierra el proyecto de aquel Locarno oriental. Barthou
tuvo que resignarse con un vago acuerdo, según el cual Francia y la URSS
intervendrían conjuntamente en el caso de que se les pidiera que lo hiciesen.
Por añadidura, los días del político francés estaban contados. En octubre de
1934, Alejandro de Yugoslavia acudió a Francia para consolidar su alianza
con este país. En Marsella, un terrorista croata, instruido en Italia, lo asesinó.
Barthou, sentado a su lado, fue herido por la misma bala; lo dejaron morir
desangrado en plena calle. Pierre Laval, su sucesor, era hombre de formación
más moderna y, sin duda, el más inteligente y menos escrupuloso de los
estadistas franceses del momento. Había empezado como socialista de
extrema izquierda y, como muchos antiguos socialistas, Mac Donald, por
ejemplo, tenía una pésima idea de la Rusia soviética y una inmejorable
opinión de la Italia fascista. Aunque dejara seguir la política de Barthou hasta
llegar a la firma de un pacto francosoviético, en mayo de 1935, el pacto quedó
en el aire, sin que nunca fuese completado por unas conversaciones de
carácter militar; sin que nunca fuese tomado en serio por gobierno francés
alguno, ni quizá, siquiera, por los propios rusos. Todo lo que los franceses
obtuvieron de él fue que Stalin diese orden a los comunistas de Francia para
que no perturbasen las actividades conducentes a reforzar la defensa nacional
—orden que casi se bastó por sí misma para transformar a los patriotas
franceses en derrotistas—.
Laval había puesto todas sus esperanzas en Italia. Visitó Roma y pensó de
buen grado que la cuestión austríaca había curado a Mussolini de sus
aspiraciones revisionistas. En punto a Hitler, parecía que Laval hiciese
deliberadamente todo lo posible para consolidar la unidad de frente contra
Alemania. Hitler se desembarazó, despectivamente, de las últimas
restricciones sobre el rearme alemán y, al final, en marzo de 1935, anunciaba
el restablecimiento del servicio militar obligatorio.
Por primera vez, los antiguos vencedores opusieron alguna resistencia. En
abril de aquel mismo año se celebró una gran reunión en Stresa: acudieron a
ella Mac Donald y Simon, Flandin, Presidente del Consejo francés, y Laval, y,
desde luego, Mussolini, que estaba en su propia casa. No se había producido
nada semejante desde las sesiones del Consejo Supremo, en época de Lloyd
George. Fue un último despliegue de la solidaridad aliada, un eco burlón de
los días de victoria, que resultaba tanto más extraño cuanto las tres potencias
que habían «permitido a la democracia liberal instalarse en el mundo», se
encontraban representadas por unos socialistas renegados, dos de los cuales,
Mac Donald y Laval, se habían declarado en contra de la guerra de 1914, y el
tercero, Mussolini, había acabado con la democracia en su propio país. Italia,
Francia y Gran Bretaña se comprometieron solemnemente a mantener la
organización existente en Europa y a resistir toda tentativa de modificarla por
la fuerza. Palabras impresionantes, pero que llegaban tarde, en unos
momentos en los que tantas cosas ya habían cambiado. Cabe preguntarse:
¿eran sinceros los tres estadistas? Los italianos prometieron enviar tropas para
defender Belfort, y los franceses enviar tropas para defender el Tirol. La
verdad es que cada una de las potencias esperaba ser ayudada, sin tener que
ofrecer nada a cambio. Y todos se alegraban de ver cómo los demás habían de
hacer frente a no pocas dificultades.
Hitler, por su parte, acababa de recibir un importante estímulo moral. En
enero de 1935, el Sarre, separado del Reich en 1919, votó por la
determinación de su porvenir. La mayoría de sus habitantes eran obreros
industriales, socialdemócratas o católicos. Sabían lo que les esperaba en
Alemania: la dictadura, la destrucción de los sindicatos, las persecuciones
religiosas. Sin embargo, en el curso de unas elecciones, indiscutiblemente
libres, el 90% votó por la reincorporación a Alemania. Ésta era la prueba de
que la llamada del nacionalsocialismo resultaría irresistible en Austria, en
Checoslovaquia, en Polonia. Con esta fuerza en las manos, Hitler no perdió el
tiempo con nuevas demostraciones diplomáticas, pasadas de moda. No había
transcurrido un mes desde que se celebrara la reunión de Stresa, cuando ya
repudiaba las últimas cláusulas del Tratado de Versalles, relativas al desarme,
«dado que las otras potencias no habían cumplido con la obligación, que
habían aceptado, de proceder al desarme». Prometió, simultáneamente,
respetar las disposiciones territoriales de Versalles y las estipulaciones de
Locarno. El sistema de seguridad «artificial» acababa de morir, lo cual
probaba con toda evidencia que un sistema no puede sustituir a la acción, sino
sólo facilitarle oportunidades. En dos años, Hitler se había desembarazo de
todas las restricciones impuestas al rearme y no había tenido que hacer frente
en ningún momento a un verdadero peligro. Este estado de cosas confirmó la
lección que él ya había sacado de la experiencia alemana: quien tuviese más
templados los nervios, siempre conseguiría la victoria. Nunca su «bluff», si es
que había «bluff», fracasaría. Desde aquel momento, iba a avanzar con la
«seguridad de un sonámbulo», y los acontecimientos de los doce meses
siguientes no harían sino reforzar su punto de vista.
CAPÍTULO V

LA CUESTIÓN DE ABISINIA Y EL FIN DE


LOCARNO
El tratado de Versalles había muerto. Todo el mundo, excepto los franceses, se
alegraba, ya que había sido sustituido por el sistema de Locarno, el cual
contaba con la libre aceptación de los alemanes y con la promesa de Hitler de
respetarlo. Los ingleses demostraron lo que pensaban del «frente de Stresa» al
concluir inmediatamente con Hitler un acuerdo bilateral que limitaba la flota
alemana, todavía inexistente, a un tercio de la suya. Esto podría justificarse
como una tentativa razonable para salvaguardar las restricciones navales tras
el derrumbamiento de la conferencia de desarme, pero esta postura no era
compatible con el respeto de los tratados que habían sido concluidos en
Stresa. Los franceses se molestaron enormemente, ya que pretendían que
Hitler estaba a punto de capitular cuando la deserción británica le había
insuflado nuevas energías. Esta opinión, que aún sostienen los historiadores
franceses, no está confirmada por la documentación alemana; más bien parece
que Hitler se limitaba a esperar la ruptura del frente de Stresa.
Una vez más tenía razón. La reunión de Stresa se había concedido para
establecer una alianza sólida frente a la agresión. Empero, abrió una puerta a
una serie de acontecimientos que no solamente provocaron la disolución de
aquella alianza, sino que también acabaron con la Sociedad de Naciones y, al
propio tiempo, con el sistema de seguridad colectiva. Dichos acontecimientos
se centraron en torno a Abisinia. Su desarrollo externo está claro; su trasfondo
y su significación resultan un poco enigmáticos. Hacía ya tiempo que
Abisinia era codiciada por Italia, que había experimentado una derrota
desastrosa en Adua, en 1896.
La venganza de Adua pasaba a constituir un elemento más de la jactancia
fascista; pero el llevarla a cabo no era más urgente en 1935 que en 1922,
cuando Mussolini se hizo con el poder. Las condiciones en que Italia vivía no
exigían la guerra. No existía ninguna amenaza política contra el fascismo y
las circunstancias económicas aconsejaban la paz y no unas hostilidades que
habrían conducido al país a la inflación. La posición diplomática de Italia con
respecto a Abisinia no parecía tampoco estar en peligro. Italia había
apadrinado su entrada en la Sociedad de Naciones en 1925, probablemente
para fastidiar a los ingleses que juzgaban a aquel país demasiado bárbaro para
unirse a la comunidad civilizada de Ginebra. Gran Bretaña y Francia
reconocían que Abisinia se encontraba dentro de la «esfera de intereses» de
Italia, y la alianza de Stresa hacía aún más sólido aquel reconocimiento.
Quizás los italianos se alarmaron ante la presencia de algunos especuladores
americanos en Abisinia y de la calurosa acogida que les dispensara el
emperador Haile Selassie. Sin embargo, esto no pasa de ser una conjetura. El
propio Mussolini ha pretendido que quería sacar ventaja de las condiciones
favorables nacidas del hecho de que Italia se encontrase, al menos en teoría,
fuertemente armada, en tanto las otras potencias apenas habían empezado a
rearmarse. Subrayó Mussolini muy especialmente la amenaza alemana contra
Austria, amenaza que, sin duda, se reproduciría. Su ejército debía, pues,
conquistar Abisinia sin demora para estar de regreso en el Brennero lo antes
posible y poder, así, defender Austria cuando Alemania se hubiese rearmado.
La explicación parece absurda. Si realmente Austria corría peligro, Mussolini
debería haber dedicado todas sus energías a defenderla, sin ir a correr
aventuras a Abisinia. Tal vez pensase que, más tarde o más temprano,
perdería Austria, en cuyo caso la conquista de Abisinia le serviría de
consuelo. Pero lo más probable es que estuviese intoxicado por las
fanfarronadas de orden militar que desde hacía tanto tiempo venía lanzando y
en cuya ciencia bien pronto le aventajaría Hitler.
Sea como fuere, y por razones que aún hoy se nos escapan, Mussolini
decidió en 1934 la conquista de Abisinia. Laval, durante la visita que hizo a
Roma en enero de 1935, lo animó en su idea, ya que lo que el político francés
quería era ganar a Mussolini en el frente antigermánico; sin duda, no dejó de
prodigar palabras prometedoras a su colega italiano. Según una versión, Laval
se mostró favorable a las ambiciones italianas, con la condición de que se
estableciese pacíficamente el control sobre Abisinia, tal y como Francia
pretendía haberlo hecho en Marruecos. De acuerdo con otra versión, prometió
que la Sociedad de Naciones no opondría ninguna dificultad siempre y
cuando se le permitiese intervenir, en cuyo caso tampoco impediría a los
italianos que se aprovisionasen de petróleo. Este supuesto suena más bien a
historia forjada después de que la Sociedad de Naciones determinase las
sanciones a imponer a Italia; en 1935, Laval no podía prever este desenlace.
Lo más probable es que estimulase a Mussolini en términos generales, con el
fin de mantenerlo en la misma buena disposición.
La reunión de Stresa había dado a Mussolini la oportunidad de sondear a
los ingleses. Es imposible saber si lo hizo así, ni, si lo hizo, a qué conclusión
llegó. Hay quien afirma que, junto con Mac Donald y Simon, examinó varias
cuestiones de la política europea, y que, después, preguntó a los otros dos si
deseaban discutir sobre alguna otra cosa. Como quiera que le contestasen
negativamente, llegó a la conclusión de que no tenían que hacer ningún reparo
a su aventura de Abisinia. Sin embargo, el especialista en asuntos africanos
del Foreign Office acompañó a los ministros a Stresa; se hace difícil creer que
no encontrase nada que decir a sus colegas italianos. Fuese como fuere, los
ingleses no podían ignorar el incremento de dispositivos bélicos, italianos, en
el Mar Rojo. Se nombró una comisión para que estudiase las implicaciones
que podía llevar consigo dicho incremento; la comisión determinó que una
conquista de Abisinia por parte de Italia no afectaría a los intereses imperiales
de la Gran Bretaña.
Existía un solo aspecto delicado: Abisinia era miembro de la Sociedad de
Naciones y el gobierno de Londres no deseaba ver repetirse las dificultades
que había causado la acción del Japón en Manchuria. Por una parte, quería
mantener sinceramente la Sociedad de Naciones como un instrumento
coercitivo —y de conciliación— frente a Alemania. Por otra, cada vez la
perturbaba más la opinión pública interna. La propaganda en torno a la
asamblea ginebrina y a la seguridad colectiva pasaba por su fase culminante y
resolvía, a la vez, el dilema moral que se planteaba a los ingleses. El hecho de
apoyar a la Sociedad de Naciones proporcionaba un pretexto altruista a todos
aquéllos que se hubiesen abstenido con horror de defender el tratado de
Versalles. La seguridad colectiva, que parecía sostenida por la fuerza de
cincuenta y dos naciones, ofrecía un medio para resistir una agresión sin
necesidad de aumentar los armamentos ingleses. En el otoño de 1934, el mal
llamado «sondeo sobre la paz», mostró que, en Inglaterra, diez millones de
personas eran favorables a ciertas sanciones económicas, y que seis millones
lo eran incluso a sanciones militares contra un agresor condenado por la
Sociedad de Naciones —fórmula de opinión muy poco pacifista—. Sería
injusto sugerir que el gobierno británico se limitase a explotar este
sentimiento. De ordinario, los ministros ingleses comparten los principios y
los prejuicios de sus conciudadanos, y, hasta cierto punto, éste fue el caso. Sin
embargo, cabe pensar que la proximidad de las elecciones los influyese. La
seguridad colectiva ofrecía una maravillosa ocasión de dislocar la oposición
laborista, cuya mayoría seguía siendo favorable a la Sociedad de Naciones,
mientras otra fracción, la más agitadora, repudiaba todo apoyo a aquella
institución «capitalista» y toda colaboración con un gobierno inglés,
«imperialista».
Cuanto se acaba de decir no pasa de ser una pura conjetura. Nadie sabe
por qué el gobierno de Londres adoptó la línea que iba a seguir; tal vez ni él
mismo lo sabía. Se encontraba entre la espada y la pared: quería conciliarse
con Mussolini y mantener al mismo tiempo la autoridad de Ginebra. En junio
de 1935, Eden, a la sazón encargado de negocios cerca de la Sociedad de
Naciones, acudió a Roma con la esperanza de desembrollar la confusa
situación. Llevaba una oferta consistente: Gran Bretaña concedería a Abisinia
un acceso al mar a través de la Somalia; a cambio, Abisinia cedería una parte
de sus territorios exteriores a Italia. También hizo una advertencia: el Pacto de
la Sociedad de Naciones no debía ser violado. Los funcionarios del ministerio
italiano de Asuntos Exteriores querían aceptar la oferta. Pero Mussolini no
cedió; deseaba la gloria de una guerra victoriosa, no una rectificación de
fronteras. El encuentro entre Mussolini y Eden fue borrascoso; el primero
denunció la hipocresía británica que se había manifestado con la firma del
acuerdo naval angloalemán. Eden reiteró sus importantes principios. Volvió
de Roma violentamente impregnado de italofobia; y para siempre se
mantendría en esta postura. El Foreign Office se sintió menos conmovido.
Seguía tratando de encontrar una fórmula de compromiso y seguía contando
con la resistencia de los abisinios. Mussolini, se calmaría al encontrarse
constantes dificultades y, entonces, el gobierno británico conseguiría un
arreglo que restaurase el frente de Stresa y que, al mismo tiempo, mantuviese
el prestigio de la Sociedad de Naciones.
En este momento, la política exterior inglesa tomó un pulso más firme. En
julio de 1935, Baldwin sucedió a Mac Donald como Primer Ministro, ocasión
que fue aprovechada para efectuar una reforma general. Con o sin razón, Sir
John Simon se encontraba desprestigiado por el papel que había desempeñado
en el asunto de Manchuria; la opinión pública lo juzgaba demasiado
conciliador, demasiado ingenioso a la hora de encontrar excusas para el
agresor. Sir Samuel Hoare lo sustituyó en el Foreing Office. Intelectualmente,
era tan capaz como cualquiera de los que, en el curso del siglo, lo habían
precedido en el puesto, lo cual no quiere decir que fuera demasiado
inteligente. Tenía un defecto: era impulsivo.
Hacía frente a las dificultades, en lugar de tratar de evitarlas; así lo
demostró al final de sus días, cuando redactó una defensa del
«apaciguamiento», en tanto los otros partícipes, más prudentes, guardaron
silencio. Hoare se daba cuenta de los peligros que encerraba la seguridad
colectiva —sistema en el que los ingleses asumían las obligaciones, mientras
los demás se contentaban con hablar—, pero creía que podían ser superados
con una política lo suficientemente resuelta; sólo de este modo existía alguna
posibilidad de que los demás miembros del sistema se mantuviesen en él. En
septiembre de 1935, pronunció en Ginebra el más favorable de los discursos
en pro de la seguridad colectiva que jamás pronunciara ministro británico
alguno. Cuando Abisinia fue atacada en el mes de octubre, él fue el que con
más insistencia reclamó una serie de sanciones contra Italia. El mecanismo
había sido puesto a punto a raíz del asunto de Manchuria, y fue aplicado por
todos los países asociados, excepto por los tres Estados clientes de Italia:
Albania, Austria y Hungría, excepción que no suponía ningún serio
quebranto. Más grave, aunque tampoco demasiado, fue la postura adoptada
por dos grandes potencias que no formaban parte de la asamblea: Alemania y
los Estados Unidos. Hitler, que disfrutaba de la amistad inglesa, nacida con el
acuerdo naval, se sentía encantado al ver cómo surgía un punto de fricción
entre Francia e Italia. Le pareció, pues, provechoso simular una colaboración
oficiosa con la Sociedad de Naciones. En un plano más práctico, los alemanes
no querían verse inundados de liras sin valor y, en consecuencia, redujeron su
comercio con Italia. Los Estados Unidos, en el momento álgido de su
neutralidad, no podían tomar partido, pero suspendieron todo trato comercial
con los beligerantes; como sea que Abisinia no mantenía ninguno con
América, resultó, en efecto, de esta medida una sanción contra Italia.
El verdadero punto débil residía en la asamblea ginebrina. Aunque los
franceses no se pudiesen permitir entrar en conflicto con la Gran Bretaña, el
derrumbamiento del frente de Stresa preocupaba a Laval. Los franceses
volvieron a los antiguos argumentos británicos a favor de la conciliación y
contra la puesta en marcha automática de la seguridad colectiva, pero,
entonces, si es que no lo hizo antes, Laval aseguró a Mussolini que las
importaciones italianas de petróleo no pasarían por ninguna dificultad.
Tampoco en Gran Bretaña la opinión era unánime. No sólo existía divergencia
entre los «idealistas», que sostenían la Sociedad de Naciones, y los cínicos,
según los cuales la seguridad colectiva llevaba siempre consigo una serie de
riesgos y de cargas para Inglaterra, sin compensación alguna, sino que
también existía entre las distintas generaciones. Los jóvenes, representados
por Eden, eran firmemente italófobos y mostraban mayor disposición a
conciliarse con Alemania. Los tradicionalistas, que abundaban especialmente
en el Foreing Office, se preocupaban únicamente del peligro alemán,
consideraban la Sociedad de Naciones como un azote y deseaban volver a
ganar a Italia para el frente común contra Alemania. Vansittart, Subsecretario
permanente del Foreing Office, se inclinó por esta última fórmula. Desde el
principio hasta el fin, fue el impenitente defensor de una alianza con Italia; le
parecía que así se solucionarían todos los problemas. Incluso Winston
Churchill, que no dejaba de insistir en que había que estar alerta frente a
Alemania, permaneció fuera del país durante el otoño de 1935, para no tener
que pronunciarse a favor o en contra de los italianos. En apariencia, la política
inglesa era muy firme respecto a la seguridad colectiva; entre bastidores, no
pocos personajes influyentes esperaban poder presentar una nueva versión del
compromiso que, en junio, había rechazado Mussolini. Por aquel entonces, el
propio Emperador de Abisinia manifestó alguna obstinación, convencido de
que al presentarse como mártir de la seguridad colectiva estabilizaría su
tambaleante trono; lo cual sucedió realmente, pero a más largo plazo de lo que
él preveía.
Los patrocinadores ingleses de un compromiso no se desalentaron por su
fracaso inicial. En la Gran Bretaña como en otros países, los expertos
militares estimaban que la conquista de Abisinia, aunque probable, llevaría
mucho tiempo —por lo menos, dos campañas de invierno—. Entretanto, las
dificultades económicas apaciguarían a Mussolini, y lo mismo sucedería al
Emperador de Abisinia, quien cedería a causa de las derrotas que habría de
experimentar. Quedaría abierto el camino para el deseado compromiso; no
había, pues, que apresurarse. También el gobierno fue advertido por sus
consejeros navales de que la Flota británica del Mediterráneo, aun reforzada
por toda la Home Fleet[1], no podía afrontar la combinación de la flota y de la
aviación italianas. Era un argumento más para actuar con cautela y sin
precipitación; era preferible dejar que el tiempo llevase a cabo su obra de
conciliación, antes que provocar a Mussolini y hacerle atacar —y,
probablemente, destruir— la Flota del Mediterráneo. Pero los expertos
militares y navales se equivocaban de cabo a rabo. El ejército italiano
conquistó Abisinia en mayo de 1936; en los peores momentos de la Segunda
Guerra Mundial, la flota británica navegó de victoria en victoria, aunque las
condiciones fuesen mucho peores que en 1935, seguramente, aquellos errores
fueron cometidos honestamente, nacieron de una falta de cálculo: los
generales estimaron por bajo al ejército italiano, y los almirantes valoraron en
exceso a la marina.
Pero, había más. Todo experto es un ser humano, y los juicios técnicos
revelan la opinión política de quienes los formulan. Los generales y los
almirantes están siempre seguros de ganar una guerra que desean, y
encuentran argumentos decisivos en contra cuando la consideran
prácticamente indeseable. Los generales y los almirantes ingleses de aquella
época eran hombres de edad avanzada y extremadamente conservadores.
Admiraban a Mussolini, encontraban en el fascismo una muestra clara de
todas las virtudes militares. Por añadidura, detestaban a la Sociedad de
Naciones y todo lo que a ella se refería. Para ellos, «Ginebra» representaba la
conferencia del desarme, el abandono de la soberanía nacional, la búsqueda
de unos fines idealistas, inalcanzables. Quienes reclamaban sanciones contra
Italia, habían pasado los años anteriores tronando contra los armamentos y
contra los expertos militares británicos. No se podía esperar ver a aquellos
mismos expertos invadidos por el deseo de luchar como agentes de la
Sociedad de Naciones. En particular, los almirantes no podían sustraerse a la
tentación de volverse contra aquéllos que los hostigaban desde hacía mucho
tiempo, y de declarar que, gracias a la agitación en favor del desarme, la Gran
Bretaña se encontraba demasiado débil para correr el riesgo de una guerra. He
aquí por qué los sucesores de Nelson formularon tan cobarde opinión que, en
tiempos de un antiguo Almirantazgo, les hubiese valido un inmediato
licenciamiento.
El prudente apoyo que se había ofrecido a la Sociedad de Naciones, si
bien no consiguió frenar a Mussolini, constituyó una triunfal maniobra de
cara a la política interior. En el curso de los dos años anteriores, la oposición
laborista había atacado duramente al gobierno, acusándolo, en un momento,
de no sostener la seguridad colectiva, y, en otro, de minar la conferencia del
desarme. De este modo, esperaba ganar los votos, tanto de los pacifistas,
como de los partidarios de Ginebra. Con innegable habilidad, Baldwin dio la
vuelta a la situación. El principio: «cualquier sanción, pero la guerra, no», que
Hoare había predicado en Ginebra, situaba a los laboristas ante un terrible
dilema. ¿Había que pedir sanciones más fuertes, afrontando un riesgo de
guerra, y perdiendo así los votos de los pacifistas? O bien, ¿había que
denunciar a la Sociedad de Naciones como una broma peligrosa y alienarse,
entonces, los de aquéllos que eran sus entusiastas? Después de una discusión
agitada, los laboristas decidieron hacer ambas cosas, y se produjeron los
resultados inevitables. Las elecciones generales tuvieron lugar en noviembre
de 1935. El gobierno había hecho lo suficiente para satisfacer a los partidarios
de Ginebra, y no lo bastante para inquietar a los que aborrecían cualquier idea
de guerra. Los laboristas, que pedían sanciones más enérgicas, fueron
calificados de belicistas. El gobierno obtuvo una mayoría de más de
doscientos cincuenta escaños. Más tarde, se pretendió ver en esta victoria un
triunfo de la hipocresía. Sin embargo, la consigna: «cualquier sanción, pero la
guerra, no», era la de la mayoría de los ingleses, incluidos los partidarios de
los laboristas. El pueblo británico se inclinaba por la Sociedad de Naciones,
aunque no hasta el punto de llegar, por ella, a la guerra. La postura no dejaba
de ser lógica. ¿Para qué mantener una institución destinada a impedir la
guerra si, esa misma institución, era la que hacía brotar la chispa bélica? Era,
bajo otro aspecto, el mismo problema que el que se planteó a los vencedores a
partir de 1919: habían «hecho la guerra para acabar con la guerra», ¿cómo,
pues, iban a enzarzarse en otra?
Una vez concluidas las elecciones, el gobierno tuvo que sacar de ellas las
oportunas consecuencias. En Ginebra se pedía, cada vez más enérgicamente,
que se suspendiesen las entregas de petróleo a Italia. Se hacía más necesario
que nunca un compromiso. No había más solución que volver al que había
presentado Eden, durante su visita a Roma, en junio, y que Mussolini había
rechazado. Vansittart lo modificó, haciéndolo más generoso para Italia. Ésta
recibiría en mandato las llanuras fértiles, recientemente conquistadas a los
abisinios; el Emperador conservaría su antiguo reino de las montañas y los
ingleses le concederían un acceso al mar, a través de la Somalia (acceso al
que el Times bautizó con el nombre de «pasillo para camellos»). A principios
de diciembre, Hoare presentó el plan en París. Laval lo acogió bien.
Mussolini, advertido por sus expertos «volantes», de que la guerra había
tomado un mal cariz, estaba dispuesto a aceptar. El siguiente paso consistiría
en presentar el plan en Ginebra y, después, con el concurso de la asamblea, en
imponerlo al Emperador de Abisinia —magnífico ejemplo, repetido más tarde
en Múnich, de utilización de un mecanismo de paz para actuar contra la
víctima de una agresión—. No había hecho más que abandonar Hoare París,
cuando la prensa francesa ya publicaba el plan Hoare-Laval. Nadie sabe
cómo pudo suceder esto. Quizás Laval no creyó que Hoare estuviera
plenamente apoyado por su gobierno y cometió una indiscreción voluntaria
para comprometer a Baldwin y a los demás sin remisión. Quizás Herriot, o
cualquier otro enemigo de Laval, reveló el plan para dar al traste con él,
pensando que, si la Sociedad de Naciones actuaba resueltamente contra
Mussolini, también podría hacerlo contra Hitler. Quizás no hubiese ninguna
mala intención y se debiese todo al celo incorregible que los periodistas
franceses ponían en explotar sus contactos con el Quai d’Orsay.
Fuese como fuere, la revelación causó el efecto de una bomba en la
opinión pública inglesa. Los partidarios de la Sociedad de Naciones, que
habían concedido sus votos al gobierno se consideraron engañados y se
indignaron. El propio Hoare se encontró totalmente desplazado, después del
golpe que había recibido. Baldwin confesó, al principio, que el plan había
sido aprobado por el gobierno; luego, rechazó el plan y apartó a Sir Samuel
Hoare, a quien Eden sucedió en el Foreign Office. El plan Hoare-Laval se
eclipsó. Por lo demás, no cambió nada. El gobierno de Londres seguía
resuelto a no arriesgarse a una guerra. Preguntó a Mussolini si tenía que hacer
alguna objeción al hecho de que se cortasen las importaciones de petróleo a
Italia. Ante la respuesta afirmativa de éste, resistió victoriosamente a las
propuestas que, en tal sentido, se hicieran en Ginebra. El compromiso
quedaba en el aire; otra versión del plan Hoare-Laval tomaría cuerpo al final
de la campaña de invierno. Pero Mussolini echó por tierra las previsiones de
los expertos británicos… y de los suyos propios. Tras las primeras
dificultades, su Estado Mayor había propuesto lúgubremente una retirada a la
antigua frontera. En lugar de seguir estas recomendaciones, Mussolini envió a
Badoglio, jefe de aquel estado mayor, con la orden de terminar rápidamente
las hostilidades, y, por una vez, fue obedecido. El ejército abisinio, según se
ha dicho, se desmoralizó ante el empleo de gases; parece, sin embargo, más
cierto que, como el mismo Imperio, fuese más una mera apariencia que una
realidad. Se desmoronó en poco tiempo. El primero de mayo, Haile Selassie
abandonó su reino. Una semana más después, Mussolini anunciaba la
fundación de un nuevo Imperio Romano.
La victoria de Mussolini fue un golpe mortal, tanto para la Sociedad de
Naciones, como para Abisinia. Cincuenta y dos naciones se habían unido para
resistir la agresión y el resultado fue que Haile Selassie perdiera la totalidad
de su país en lugar de perder tan sólo la mitad. La asamblea, incorregible en
su falta de espíritu práctico, siguió ofendiendo a Italia al permitir que Haile
Selassie hablase ante ella, y, a continuación, lo expulsó de su seno por haber
cometido el crimen de tomarse el Pacto demasiado en serio. El Japón y
Alemania ya habían abandonado Ginebra; Italia los imitó en diciembre de
1937. La Sociedad de Naciones sólo pudo continuar su vida desviando la
mirada de cuanto sucedía en torno a ella. Cuando las potencias extranjeras
intervinieron en la guerra civil española, el gobierno de Madrid se dirigió a
ella. El Consejo, primero, «estudió la cuestión», para expresar, más tarde, sus
«sentimientos» y para aceptar que los cuadros del Prado fuesen llevados a
Ginebra y guardados en esta ciudad. En septiembre de 1938, es decir, en lo
más álgido de la crisis checa, la asamblea se reunió y consiguió llegar al final
de la sesión sin mencionar siquiera la crisis. En septiembre de 1939, nadie se
tomó la molestia de advertirla de que acababa de estallar la guerra. En
diciembre de 1939, expulsó a la Rusia soviética por haber atacado a
Finlandia, pero se mantuvo dentro de la neutralidad suiza al no mencionar el
conflicto entre Alemania y las democracias occidentales. Se reunió por última
vez en 1945 para liquidar cuentas y transmitir sus caudales a las Naciones
Unidas.
La Sociedad de Naciones murió en diciembre de 1935, no en 1939 o en
1945. De la noche a la mañana, dejó de ser la organización poderosa que
decretaba sanciones y que parecía disfrutar de una autoridad más firme que
nunca, para convertirse en un cuerpo vacío, privado de sustancia, que todos se
apresuraban a abandonar. La publicación del plan Hoare-Laval fue su muerte.
Y el plan, sin embargo, era perfectamente razonable, estaba en la línea de las
anteriores acciones de conciliación, de Corfú a Manchuria. Habría puesto fin
a la guerra, habría satisfecho a Italia y habría dejado a Abisinia un territorio
nacional más fácil de explotar. Dadas las circunstancias, el buen criterio que
inspiraba el plan constituyó su defecto mortal, ya que la intervención de la
Sociedad de Naciones contra Italia no fue el desarrollo sensato de una política
práctica, sino una pura y simple demostración de principios. Ni siquiera Italia
tenía en juego «interés» concreto alguno en Abisinia: Mussolini sólo quería
exhibir su fuerza, no alcanzar los beneficios (si es que existían) de un imperio.
Los poderes de la Asamblea estaban hechos para asegurar el respeto de su
Pacto, no para defender intereses de nadie. El plan Hoare-Laval parecía
demostrar que los principios y la política práctica no podían conjugarse. La
conclusión era falsa: todo estadista de categoría los conjuga, aunque en
proporción variable. Sin embargo, en 1935, todo el mundo creyó lo contrario.
A partir de aquel momento hasta la ruptura de las hostilidades, los «realistas»
y los «idealistas» se mantuvieron en campos opuestos. Los políticos de
espíritu práctico, especialmente los que estaban en el poder, obraron de
acuerdo con las oportunidades, sin preocuparse de los principios; los
idealistas, decepcionados, se negaron a creer que los hombres que estaban en
el poder pudiesen alguna vez ser apoyados por el empleo de las armas o
pudiesen siquiera disponer de armas. Los pocos que intentaron arreglar la
situación se encontraron en un difícil trance. Eden, por ejemplo, continuó al
frente del ministerio de Asuntos Exteriores; pero, en la práctica, se convirtió
en una simple pantalla de los «estadistas más viejos» y más cínicos: Simon,
Hoare y Neville Chamberlain. Incluso Winston Churchill, que hablaba en
términos tan elevados de la seguridad colectiva y de la resistencia a la
agresión, se alienó las simpatías de los idealistas al subrayar la necesidad de
que los armamentos británicos fuesen aumentados. Como consecuencia de
esta actitud fue, hasta la guerra, un personaje solitario del que desconfiaban
los dos bandos. Existe siempre, por supuesto, alguna diferencia entre los
principios y la política de oportunismo, pero nunca fue tan grande como
durante los cuatro años que siguieron al mes de diciembre de 1935.
La cuestión de Abisinia tuvo efectos más inmediatos. Hitler siguió
atentamente el conflicto, temiendo que una Sociedad de Naciones triunfadora
pudiese ser utilizada contra Alemania, mas deseando a la par meter una cuña
entre Italia y sus aliados de Stresa. Alemania redujo su comercio con Italia
casi en el mismo grado que si hubiese sido miembro de la asamblea ginebrina;
aplicó lealmente las sanciones, y, en diciembre, Hitler, que deseaba echar por
tierra el plan Hoare-Laval, ofreció incluso reincorporarse a la Sociedad de
Naciones, aunque, desde luego, puso algunas condiciones. Cuando el plan
fracasó y el ejército italiano empezó a encauzarse hacia la victoria, resolvió
sacar partido de la ruptura del frente de Stresa. Esta parece que sea la
explicación más probable de su decisión de volver a ocupar la Renania,
aunque, hasta la fecha, no tengamos datos precisos sobre cuál fuera su idea.
Hitler tomó como pretexto el que los franceses ratificaran, el 27 de febrero de
1936, el pacto francosoviético, el cual, según él, iba contra los principios del
tratado de Locarno. El argumento era poco válido, pero, sin duda, actuó sobre
los sentimientos antibolcheviques de la mayoría de los ingleses y de los
franceses. Lo que sucedió el 7 de marzo demuestra claramente toda la audacia
de Hitler. Alemania no contaba con medios para entrar en guerra. Los
soldados adiestrados de la antigua Reichswehr se encontraban dispersos en las
muchas unidades del nuevo ejército y éste no estaba todavía a punto. Los
generales protestaron y él les aseguró que se replegaría ante la primera señal
de una reacción positiva de los franceses; pero, en el fondo, alimentaba la
firme esperanza de que tal reacción no llegaría a producirse.
La nueva ocupación de la Renania no cogió por sorpresa a los franceses;
ya estaban recelosos desde el inicio de la cuestión de Abisinia. En enero de
1936, Laval dejó la cartera de Asuntos Exteriores —víctima, como Hoare, del
revuelo que despertó el plan que llevaba el nombre de ambos—. Flandin, su
sucesor, pretendía ser más anglófilo. Inmediatamente, se desplazó a Londres
para discutir el problema de la Renania. Baldwin le preguntó qué es lo que su
gobierno había decidido. Como no había decidido nada, Flandin volvió a
París para obtener de sus colegas una decisión. No lo consiguió, o, más bien,
consiguió tan sólo una declaración, según la cual «Francia pondría todas sus
fuerzas a la disposición de la Sociedad de Naciones si ésta tenía que oponerse
a una violación de los tratados». La resolución definitiva quedaba, pues,
transferida de París a Ginebra, en donde la Asamblea se encontraba ya en
pleno período de descomposición.
El 7 de marzo, los ministros franceses, llenos de indignación se reunieron.
Cuatro de ellos, entre los cuales figuraban Flandin y Sarraut, a la sazón
Presidente del Consejo, eran partidarios de una acción inmediata; pero, como
suele suceder, antes de alzar la voz, se habían asegurado de que eran minoría.
El general Gamelin, jefe del estado mayor central, que había sido convocado,
emitió el primero de una serie de juicios equívocos que serían el suplicio de
los estadistas franceses, e, incluso, de los ingleses, en el curso de los años
siguientes. Era un hombre inteligente, aunque poco combativo; más político
que soldado, estaba muy resuelto a no tolerar que los ministros se descargasen
de su responsabilidad para transmitírsela a él. En su calidad de jefe de las
fuerzas armadas, estaba obligado a proclamar que éstas estaban en
condiciones de llevar a cabo cualquier misión que les fuese confiada; pero,
por otra parte, deseaba persuadir a los políticos de que era indispensable
aumentar sensiblemente los gastos destinados al ejército para que el mismo
fuese realmente eficaz. En el fondo, estos sutiles equívocos de Gamelin no
eran solamente una expresión de su personalidad; reflejaban la contradicción
existente entre la resuelta postura francesa de mantenerse en su tradicional
actitud de gran potencia, y su resignación, inconsciente, aunque más franca,
de representar un papel modesto, puramente defensivo. Ya podía hablar
Gamelin de tomar la iniciativa contra Alemania: el armamento defensivo del
ejército francés y la sicología de Línea Maginot hacían imposible una medida
de tal género.
Para empezar, pronunció unas palabras valientes: estaba claro que el
ejército francés podía entrar en Renania y derrotar a las fuerzas alemanas.
Luego, planteó las dificultades. Según afirmó, Alemania tenía cerca de un
millón de hombres en filas, de los cuales, unos 300 000 estaban ya en
Renania. Habría que llamar a algunas clases de reservistas franceses, y, si los
alemanes ofrecían resistencia, sería preciso llegar a la movilización general.
Además, la guerra sería larga, y, al ser Alemania superior en el plano
industrial, Francia no podía aspirar a la victoria en tanto combatiese sola.
Necesitaba, cuando menos, la ayuda de los ingleses y la de los belgas,
colaboración que resultaba igualmente necesaria por razones políticas. El
tratado de Locarno autorizaba a Francia a obrar de inmediato y sola
únicamente en el supuesto de una «agresión flagrante». Y, ¿un movimiento de
tropas en la Renania constituía una «agresión flagrante»?. No afectaba al
«territorio nacional» y, si se tenía en cuenta la Línea Maginot, ni siquiera
amenazaba la seguridad de Francia en un futuro más lejano. Si Francia
entraba sola en acción, podía verse condenada como agresora por las
potencias de Locarno y por el Consejo de la Sociedad de Naciones.
Correspondía a los políticos el resolver estas espinosas cuestiones. Se
acercaban unas elecciones generales y ningún ministro podía pensar en una
movilización; sólo una minoría se declaró en favor de que los reservistas
fuesen llamados a filas. Toda idea de una intervención armada se esfumó. Le
llegó el turno a la diplomacia. Los franceses podían transmitir la
responsabilidad a sus aliados, tal y como Gamelin se la había transferido a los
políticos. Italia, aunque fuese una de las potencias firmantes del tratado de
Locarno, no haría nada en tanto pesasen sobre ella las sanciones. Polonia
declaró que cumpliría con las obligaciones del tratado francopolaco de 1921,
pero éste era puramente defensivo y, en consecuencia, los polacos únicamente
habrían de entrar en guerra en el caso de que Francia fuese realmente invadida
—lo cual, y ellos lo sabían, no estaba por el momento dentro de las
intenciones de Hitler—. Ofrecieron proceder a la movilización, siempre y
cuando Francia también lo hiciese; además, sus representantes votaron contra
Alemania cuando se sometió la cuestión al Consejo de la Sociedad de
Naciones. Bélgica mostró la misma reticencia. En 1919, había abandonado su
antigua neutralidad para aliarse con Francia, en la esperanza de que su
seguridad se viese así reforzada. Cuando la alianza entrañó la amenaza de una
posible entrada en acción, los belgas se desentendieron de ella.
Quedaban los ingleses. Flandin volvió a Londres con la clara intención de
solicitar ayuda. Quería, ante todo, transferir la responsabilidad a los ingleses.
Baldwin manifestó su simpatía y su buena voluntad habituales. Con lágrimas
en los ojos, confesó que la Gran Bretaña no contaba con fuerzas para sostener
a Francia. Añadió que, aunque hubiera sido de otro modo, la opinión pública
inglesa no lo habría permitido. Era exacto: Inglaterra aprobaba casi por
unanimidad que los alemanes hubiesen liberado su propio territorio. Baldwin
no se atrevió a decir que él también compartía aquella opinión. La nueva
ocupación suponía, desde su punto de vista, una mejora, un éxito de la
política inglesa. Desde hacía varios años, desde Locarno, o, incluso, antes, los
ingleses apremiaban a los franceses para que adoptasen una actitud puramente
defensiva y para que no se dejasen arrastrar a una guerra movidos por alguna
cuestión «oriental». En tanto la Renania siguiese desmilitarizada, Francia
podía, o parecía poder, amenazar a Alemania. Los ingleses se mostraban
obstinados a causa del temor de que pudiera repetirse la situación de 1914; les
atemorizaba verse enzarzados en un conflicto a causa de Checoslovaquia o de
Polonia, como ya les había sucedido en 1914 a causa de Rusia. Con la
ocupación de la Renania, desaparecía su miedo. A partir de aquel momento,
Francia, lo quisiese o no, se vería forzada a seguir una política defensiva; y es
el caso que la mayoría de los franceses no parecían descontentos de la
situación a la que se veían reducidos.
Flandin aceptó el veto de Baldwin sin discutir demasiado. Nunca había
entrado en sus cálculos una acción francesa independiente. Creía que toda
tentativa de imitar a los estadistas de 1914 provocaría una ruptura con la Gran
Bretaña, y Gamelin había declarado imposible cualquier acción en semejantes
condiciones. Puesto que los ingleses insistían en la necesidad de emplear la
diplomacia, habría que recurrir a ella. El Consejo de la Sociedad de Naciones
se reunió en Londres. El único que propuso que se dispusiesen sanciones
contra Alemania fue Litvinov, Comisario soviético de Asuntos Exteriores, y
el hecho de que la propuesta naciese de él, bastó para que no prosperase. El
Consejo declaró, aunque no por unanimidad, que los tratados de Versalles y
de Locarno acababan de ser violados. Hitler fue invitado a negociar un nuevo
sistema de seguridad para Europa, para que sustituyese aquél que él había
destruido. Respondió que no planteaba «ninguna reivindicación territorial»,
que deseaba la paz y que se ofrecía a concluir con las potencias occidentales
un pacto de no agresión, que tendría validez por cinco años. Los ingleses
trataron de obtener mayores precisiones, para lo cual le hicieron llegar una
lista de preguntas concretas. Hitler no les contestó. Y nadie habló más del
asunto. Lo que quedaba de Versalles acababa de esfumarse, y también se
había esfumado Locarno. Era el final de toda una época; el capital de la
«victoria» se había agotado.
El 7 de marzo de 1936 marcó un giro en la Historia, pero un giro más
aparente que real. La nueva ocupación de la Renania hacía teóricamente muy
difícil, incluso imposible, el que Francia ayudase a sus aliados orientales; en
verdad, los franceses habían abandonado desde hacía algunos años, si es que
alguna vez la habían albergado, cualquiera idea de una ayuda de aquel tipo, lo
cual, desde luego, no les afectaba desde el punto de vista defensivo. Si la
Línea Maginot era lo que se pretendía que fuese, su seguridad seguía siendo
tan grande como antes, y si no lo era, la seguridad no había nunca existido.
Por añadidura, Francia no sufría sólo descalabros. Alemania acababa de
perder la baza que la había situado en situación ventajosa: la de ser víctima
del desarme. La meta de un ejército es vencer a otro ejército. La derrota lleva
consigo algunas consecuencias políticas: quebranta la voluntad nacional del
pueblo vencido y lo sitúa en condición de obedecer al vencedor. Pero ¿qué
puede hacer un ejército si no cuenta con otro al cual vencer? Puede invadir un
país desarmado, pero la voluntad nacional de éste permanece intacta. Es una
voluntad que no puede ser dislocada si no es por el terror —la policía secreta,
las cámaras de tortura, los campos de concentración—, método que resulta
difícilmente aplicable en tiempos de paz. Los alemanes lo pudieron llevar
adelante, a duras penas, incluso en época de guerra, en países a los que habían
sumido en el conflicto bélico, como Dinamarca. Las democracias no podían
recurrir al mecanismo del terror, excepto, y hasta cierto punto, en sus colonias
de allende Europa. Francia y sus aliados no sabían, pues, qué hacer contra una
Alemania en estado inerme. Desde el momento en que volvía a ocupar la
Renania y levantaba un ejército poderoso, se hacía posible contenerla por la
vía normal…, es decir, por la vía de la guerra. Las potencias occidentales no
se prepararon para la guerra de manera consciente; más aun, antes de la
ocupación de la Renania, no se prepararon en absoluto. Se dijo por aquel
entonces, y se ha repetido después, que el 7 de marzo de 1936 había ofrecido
la «última oportunidad», la última posibilidad de detener a Alemania sin los
sacrificios y sin los sufrimientos de un gran conflicto. Técnicamente, sobre el
papel, era posible: los franceses tenían un ejército fuerte, los alemanes, no.
Sicológicamente, sucedía todo lo contrario. Los pueblos occidentales se
encontraban perplejos ante la pregunta: ¿qué se debe hacer? El ejército
francés podía entrar en Alemania y arrancar de los alemanes la promesa de
que se portarían mejor; luego, se retiraría. La situación volvería a ser la
misma de antes, o, peor, puesto que los alemanes se mostrarían ofendidos y
manifestarían una mayor agitación. En efecto, oponerse a Alemania no tenía
sentido, en tanto la oposición no pudiera ejercerse contra algo sólido, en tanto
el Tratado de Versalles no fuese destruido y Alemania no se hubiese
rearmado. Tan sólo un país que aspira a la victoria puede ser amenazado con
una derrota. El 7 de marzo tuvo una doble vertiente: abrió la puerta al éxito de
Alemania, pero también a su fracaso final.
CAPÍTULO VI

UNA PAZ ARMADA (1936-1938)


La nueva ocupación de la Renania marcó el final del sistema de seguridad que
se había establecido después de la Primera Guerra Mundial. La Sociedad de
Naciones no era más que una sombra; Alemania podía proceder a su rearme
sin restricciones; las garantías de Locarno ya no existían. Tanto el idealismo
wilsoniano como el realismo francés se habían venido abajo. Europa volvía al
sistema, o a la falta de sistema, de la época anterior a 1914. Todos los Estados
soberanos, por grandes o pequeños que fueran, tenían que recurrir otra vez,
para garantizar su seguridad, a la fuerza armada, a la diplomacia y a las
alianzas. Los antiguos vencedores habían perdido sus ventajas; los vencidos
se veían libres de trabas. Quedaba restaurada la «anarquía internacional».
Mucha gente, incluso algunos historiadores, creyó que esto bastaba para
explicar la Segunda Guerra Mundial, lo cual, en cierto sentido, es verdad. En
tanto haya Estados que no admitan limitación alguna a su soberanía, habrá
guerras —unas, intencionadas, la mayoría, nacidas de un error de cálculo—.
La explicación falla porque no explica nada de puro querer explicarlo todo. Si
la «anarquía internacional» engendra fatalmente la guerra, los Estados
europeos, desde la Edad Media, no habrían gozado nunca de la paz. Sin
embargo, se han producido largos períodos apacibles, y, con anterioridad a
1914, esa anarquía hizo que reinase en Europa el más largo de los que el
Continente había conocido desde el final del Imperio Romano.
Las guerras se parecen bastante a los accidentes de carretera. Proceden al
mismo tiempo de causas generales y de causas particulares. Todo accidente de
carretera es motivado, en definitivas cuentas, por el invento del motor de
combustión interna y por el deseo humano de desplazarse de un lugar a otro.
En este sentido, el medio de evitarlos consistiría en prohibir los automóviles.
Pero un conductor a quien se acusase de imprudencia, haría mal si invocara
en su defensa la existencia de los automóviles. La policía y los tribunales no
llegan al fondo de las cosas. Buscan, para cada accidente, una causa
específica: error por parte del conductor, exceso de velocidad, embriaguez,
fallo de los frenos, malas condiciones de la carretera… Otro tanto sucede con
las guerras. La «anarquía internacional» las hace posibles, pero no seguras.
Después de 1919, más de un historiador se ha labrado una reputación al
demostrar las causas profundas del primer conflicto mundial, y, aunque la
demostración fuese con frecuencia correcta, desvió la atención de otro
aspecto: el de saber por qué aquella determinada guerra se había producido en
aquel determinado momento. Ambas pesquisas se llevan a cabo en planos
distintos; se completan, no se excluyen mutuamente. La Segunda Guerra
Mundial tuvo también causas profundas, pero brotó, a la vez, de
acontecimientos específicos que conviene examinar con detalle.
En las vísperas del año de 1939, la gente hablaba mucho más que antes de
esas causas profundas de las guerras, y, como consecuencia, las tales causas
llegaron a adquirir más importancia. Después de 1919, se convirtió en un
tópico al decir que sólo el éxito de la Sociedad de Naciones podía evitar un
nuevo conflicto. Ahora bien, la Sociedad de Naciones había fracasado, y todo
el mundo se apresuró a señalar que, entonces, la guerra sería inevitable.
Algunos llegaron incluso a pensar que era contraproducente tratar de
prevenirla por medio de alianzas y de la diplomacia. Otros pretendieron que el
fascismo engendraba «ineluctablemente» la guerra; en abono de esta teoría
estaban los discursos de los propios dirigentes fascistas. Hitler y Mussolini
glorificaron la guerra y las virtudes guerreras. Blandieron la amenaza de la
guerra para conseguir sus fines. Pero en tales palabras no había nada nuevo;
los estadistas suelen hablar así. La retórica de los dictadores no era peor que
el «ruido de los sables» de los antiguos monarcas, ni que lo que se enseñaba
en las escuelas inglesas de la época victoriana. Sin embargo, a pesar de las
fanfarronadas de este cariz, siempre habían existido períodos de paz. Ni
siquiera las dictaduras fascistas hubiesen ido a la guerra si no hubieran creído
tener una oportunidad de ganarla; la causa no fue sólo su propia «maldad»,
sino también los fallos cometidos por los demás. En la medida en que sus
deseos eran conscientes, Hitler pensó probablemente en una gran guerra de
conquista contra la Rusia soviética, pero es inverosímil que entrara dentro de
sus cálculos la que estalló en 1939 contra Francia y la Gran Bretaña. El 3 de
septiembre de 1939, se sintió tan consternado como se sintiera Bethmann el 4
de agosto de 1914. Mussolini, a pesar de sus bravatas, trató desesperadamente
de mantenerse al margen de las hostilidades, más desesperadamente, incluso,
que los últimos y tan denigrados dirigentes de la Tercera República francesa,
y únicamente se decidió a entrar en guerra cuando la creyó ganada. Los
alemanes y los italianos aplaudieron a sus jefes, y sin embargo esta guerra no
fue tan popular entre ellos como lo había sido la de 1914. Entonces, la
multitud había aclamado por todas partes el anuncio de la declaración de
guerra. Durante la crisis checa de 1938, reinó en Alemania una profunda
tristeza, que fue seguida, al año siguiente, por una resignación nacida de la
impotencia. Ninguna guerra de la Historia fue tan mal acogida por el mundo
como lo fue la de 1939.
También, con anterioridad a 1939, se discutió otro género de «causa
profunda». Se pretendía que las condiciones económicas conducen
inevitablemente a un conflicto. Era la doctrina marxista de la época; y a
fuerza de ser repetida, llegó a ser aceptada por muchas personas que no eran
ni por asomo marxistas. La idea era nueva y el propio Marx la había ignorado.
Sus adeptos anunciaban antes de 1914 que las grandes potencias capitalistas
se repartirían el mundo y, dentro de los límites en que ellos preveían las
guerras, las consideraban bajo la especie de luchas por la emancipación
nacional, dirigidas por los pueblos coloniales. Lenin fue el primero en señalar
que el capitalismo lleva «inevitablemente» consigo la guerra; hizo su
descubrimiento cuando el primer conflicto mundial estaba ya en marcha.
Naturalmente, tenía razón. Como quiera que, en 1914, todos los grandes
Estados eran capitalistas, resultaba evidente que el capitalismo había sido la
«causa» de la guerra, pero, con la misma evidencia, había también sido la
«causa» del largo período de paz precedente. Ésta era una nueva explicación
general, que lo explicaba todo y que no explicaba nada. Con anterioridad a
1939, los Estados capitalistas, Inglaterra y los Estados Unidos, eran los que se
mostraban más decididos a evitar la guerra, y, en todos los países, incluida
Alemania, los capitalistas fueron los que más se opusieron a ella. En efecto, si
se puede reprochar algo a los capitalistas de 1939 es el que fuesen en exceso
pacifistas y tímidos y que no fuesen ellos los que provocasen el conflicto.
No obstante, sin llegar a tales extremos, el capitalismo tuvo alguna culpa.
Si las grandes potencias imperialistas se encontraban, quizás, satisfechas, y si
sus instintos eran pacifistas, el fascismo, según se proclamaba, representaba el
último estadio agresivo de un capitalismo en crisis, y el impulso del fascismo
sólo podía ser alimentado por la guerra. Algo, aunque no mucho, había de
cierto en esta afirmación. La fórmula del pleno empleo, a la que la Alemania
nazi fue el primer país europeo que recurrió, dependía, en gran medida, de la
producción de armamentos, pero podría haberse llegado a ella (y se llegó
parcialmente) a través de otros medios, como la construcción de carreteras y
de grandes inmuebles. El secreto nazi no residió en la fabricación de
armamentos, sino en la emancipación de los principios económicos que hasta
entonces habían sido tenidos por ortodoxos. Los gastos públicos producen
todos los felices efectos de una inflación atenuada, en tanto que la dictadura
política, al destruir los sindicatos y al establecer un control riguroso de los
cambios, evita algunas consecuencias desastrosas, tales como la subida de los
salarios y el alza de los precios. El argumento en favor de la guerra no habría
entrado en juego ni siquiera en el supuesto de que el régimen nazi se hubiese
apoyado en la producción de armamentos. Alemania no nadaba en la
abundancia de armas. Muy por el contrario, los generales alemanes
subrayaron unánimemente, en 1939, que su país no estaba equipado para la
guerra y que se necesitaban muchos años para dar cima a un «rearme a
fondo». No había, pues, que inquietarse por razón del pleno empleo. Por lo
que respecta a Italia, el argumento económico no tenía ningún valor. No
existía un sistema económico fascista, sino tan sólo un país pobre, gobernado
por un régimen basado, a la vez, en el terror y en el prestigio. Italia no estaba
en modo alguno preparada para la guerra, como lo admitió el propio
Mussolini en 1939, al observar la «no beligerancia». Cuando decidió lanzarse,
Italia estaba mucho peor equipada, en todos los aspectos, que cuando, en
1915, se metió en el primer conflicto.
Hubo otra explicación de carácter económico que gozó de gran
popularidad antes de 1939. Se afirmaba que tanto Italia como Alemania eran
potencias «impotentes» puesto que no tenían suficientes accesos a los
mercados exteriores y disponían de pocas materias primas. La oposición
laborista incitaba constantemente al gobierno para que deshiciese estos
entuertos en lugar de incorporarse a la carrera de armamentos. Quizás
Alemania e Italia eran potencias «impotentes». Pero, en caso de que tuviesen
poder, ¿adónde querrían llegar? Italia acababa de conquistar Abisinia y, lejos
de conseguir beneficios, se dio cuenta de que la pacificación y el desarrollo de
su colonia le impondría una serie de cargas a las que, con sus menguados
recursos, no podría hacer frente. Aunque algunos italianos se instalaron en
ella, semejante obra de colonización había sido dictada por razones de
prestigio; hubiese salido más barato y habría resultado más provechoso que
aquellos italianos se hubieran quedado en la metrópoli. Inmediatamente antes
de que el conflicto estallase, Mussolini reclamó en varias ocasiones Córcega,
Niza y la Saboya. Ahora bien, no habría obtenido ventaja económica alguna
de tales concesiones, excepto quizá, de Niza; sin embargo, la anexión de esta
última ciudad no le hubiese ayudado a resolver su problema fundamental: el
de que Italia fuese un país pobre, con una gran densidad de población.
Más plausible resultaba la petición de Hitler de un espacio vital,
Lebensraum; cuando menos, existían motivos suficientes para convencer al
propio Hitler de que la petición estaba justificada. Pero ¿qué pretendía con
ella? Alemania no tenía necesidad de mercados; más bien era al contrario.
Schacht utilizó los acuerdos bilaterales para dar virtualmente a los alemanes
el monopolio del comercio con la Europa del Sudeste, y la guerra puso fin a
una serie de proyectos parecidos que estaban en vías de elaboración y cuya
finalidad era la conquista económica de la América del Sur. Tampoco sufría
Alemania una penuria de materias primas. Su ingenio científico le procuraba
sucedáneos de aquéllas que no podía adquirir fácilmente, y ni siquiera durante
el curso de la contienda conoció la escasez, a pesar del bloqueo británico;
sólo, en 1944, cuando fueron destruidas sus fábricas de petróleo sintético, se
vio en tal situación. El Lebensraum, en sentido estricto, era una petición de
espacios vacíos en los que los alemanes se pudiesen establecer. Ahora bien,
Alemania no estaba excesivamente poblada, si se la compara con la mayoría
de los países europeos, y en Europa no existía ningún espacio vacío. Cuando
Hitler se lamentaba: «¡Ah! Si nosotros tuviésemos una Ucrania…», parecía
olvidarse de la existencia de los ucranianos. ¿Se proponía explotarlos o
exterminarlos? Al parecer, nunca se detuvo a considerar la cuestión. Cuando
Alemania conquistó totalmente Ucrania, Hitler y sus secuaces ensayaron
ambos métodos… sin conseguir con ellos resultado económico alguno. Los
espacios vacíos se encontraban allende el mar, y el Gobierno inglés,
aceptando las reivindicaciones de Hitler al pie de la letra, le ofreció con
frecuencia ciertas concesiones coloniales; nunca escuchó Hitler estas ofertas.
Sabía que las colonias constituían una fuente de gastos, nunca de ingresos, al
menos, mientras no estuviesen desarrolladas; el conseguirlas le hubiese
privado de los motivos en los que basaba sus exigencias. En resumen:
Alemania no fue a la guerra por el Lebensraum. Fue a causa de la guerra, o de
una política de agresión, por lo que pidió el Lebensraum. Ni Hitler ni
Mussolini se vieron empujados por razones económicas. Como la mayoría de
los estadistas, apetecían el éxito, pero se diferenciaban de los demás en que su
apetito era mayor y en que trataron de satisfacerlo sin escrúpulos.
El fascismo hizo sentir sus efectos sobre la moral pública, no sobre el
terreno económico. Envileció constantemente el espíritu de las relaciones
internacionales. Hitler y Mussolini se vanagloriaban de haber pasado por
encima de las normas tradicionales. Hacían promesas sin la intención de
cumplirlas. Mussolini violó el Pacto de la Sociedad de Naciones, Pacto que
Italia había aceptado. Hitler admitió Locarno un año, para repudiarlo al
siguiente. En el curso de la guerra civil española, ambos se burlaron
abiertamente del sistema de no intervención al que se habían adherido. Y
fueron aún más lejos, al indignarse cuando alguien ponía en duda sus palabras
o les recordaba las promesas que no habían cumplido. Los demás estadistas
estaban desconcertados ante aquel desprecio a las normas tradicionales, pero
no encontraban medio de atajarlo. Siguieron tratando de dar con un acuerdo
que sedujese hasta tal punto a los dirigentes fascistas que los hiciese volver al
camino de la buena fe. Éste fue el caso de Chamberlain en Múnich, en 1938,
y el de Stalin, a raíz del pacto germanosoviético de 1939. Más tarde, ambos
mostrarían una ingenua indignación cuando vieron que Hitler se portaba
como siempre se había portado. ¿Cómo iba a reaccionar de otro modo? Sólo
un acuerdo, del género que fuese, podría evitar la guerra; y, hasta el último
momento, se tuvo el desesperante sentimiento de que estaba próximo el
acuerdo. Los políticos no fascistas tampoco pudieron escapar al contagioso
clima de la época. Cuando intentaron tratar a los dictadores fascistas como si
fuesen unos gentlemen dejaron ellos mismos de ser unos gentlemen. Los
ministros franceses e ingleses, tras haberse resignado a la mala fe de los
dictadores, se indignaban cuando alguien dudaba de éstos. Hitler y Mussolini
mintieron descaradamente a propósito de la no-intervención; Chamberlain y
Eden, Blum y Delbos, tampoco quedaron muy airosos. Los estadistas
occidentales se vieron envueltos por una especie de niebla intelectual y moral;
a veces, fueron engañados por los dictadores, a veces se engañaron a sí
mismos, y, a veces, llevaron la confusión a la opinión pública de sus países.
También ellos llegaron a creer que la única solución consistía en una política
sin escrúpulos. Resulta difícil imaginar que Sir Edward Grey o Delcassé
estampasen su firma al pie del acuerdo de Múnich, y resulta increíble que
Lenin y Trotsky, a pesar de su desprecio por la moral bourgeoise[1]
estampasen la suya en el pacto germanosoviético.
El historiador debe pasar por sobre la fronda de las palabras y llegar hasta
la realidad. Y, en las cuestiones internacionales, siempre existieron realidades:
las grandes potencias trataron en todo momento, aunque ineficazmente, de
defender sus intereses y de preservar su independencia. Los acontecimientos
de 1935 y de 1936 habían modificado profundamente la situación europea.
Las dos democracias occidentales se habían orientado por el peor de los
caminos en la cuestión de Abisinia; optaron por dos políticas contradictorias y
en las dos fracasaron. No quisieron apoyar a la Sociedad de Naciones hasta el
punto de correr el riesgo de una guerra o de acabar con Mussolini en Italia;
sin embargo, su afecto por éste tampoco les llevó a renunciar a la asamblea
ginebrina. Las contradicciones no cesaron hasta que la campaña hubo
terminado y hasta que el Emperador se exilió. Evidentemente, no podía
hacerse nada por aquella desdichada víctima del idealismo occidental. Se
acabaron las sanciones. Neville Chamberlain las calificó del «colmo de la
locura». Pero siguió pesando sobre Italia la condena por agresión, y las dos
potencias del Oeste no pudieron determinarse a reconocer al Rey de Italia
como Emperador de Abisinia. El frente de Stresa quedaba definitivamente
roto; Mussolini se veía obligado a pasarse al campo alemán, lo cual no le
satisfizo del todo. Su intención era explotar la tensión creada por la cuestión
del Rin, no inclinarse por Alemania; pero había perdido la libertad de
elección.
Hitler halló la libertad justamente en el momento en que Mussolini la
perdía. El fin de Locarno hizo de Alemania una potencia plenamente
independiente, a la que no frenaba ninguna restricción artificial. Cabía esperar
que tomase iniciativas en el terreno internacional. Sin embargo, se mantuvo
tranquila durante casi dos años. Esta «pausa engañosa», como la llamara
Churchill, nació, en parte, de un hecho inevitable: todo plan de rearme tarda
en llegar a la madurez. Hitler tenía que esperar a que Alemania estuviese
verdaderamente «rearmada», momento que solía fijar para 1943. Pero
también se preguntaba qué es lo que podría haber hecho si hubiese contado
con medios suficientes. Fuesen cuales fueren sus proyectos a largo plazo (si
es que llegó a elaborarlos), su política inmediata iba dirigida a la «destrucción
de Versalles». Éste era el tema de Mein Kampf y de todos los discursos que
pronunció en materia de asuntos exteriores. La idea gozaba del apoyo
unánime del pueblo alemán, y presentaba a la vez la ventaja de estar, por así
decirlo, ya elaborada: tras cada victoria, bastaba leer el tratado para encontrar
otra cláusula lista para ser aniquilada. Hitler supuso que esta tarea le llevaría
muchos años y que en ella tropezaría con graves dificultades. El triunfo
definitivo le proporcionaría un gran prestigio. Sin embargo, el acabar con
Versalles y, por añadidura, con Locarno, representó sólo tres años y despertó
tan escasa alarma que hoy nos preguntamos por qué Hitler no fue más de
prisa. A partir de marzo de 1936, no cabía esperar honra alguna nacida de un
ataque al Tratado de Versalles. Cuando Hitler denunció, poco después, una de
las pocas cláusulas restrictivas que permanecían en vigor, la
internacionalización de los ríos alemanes, nadie, ni en el interior, ni en el
exterior, prestó la menor atención. La época de los éxitos fáciles había
terminado. Echar por tierra las condiciones legales de un tratado de paz, era
una cosa, destruir la independencia de otros países, por pequeños que fuesen,
era otra. Además, el método de Hitler consistía en no tomar nunca la
iniciativa. Le gustaba que los demás hiciesen su trabajo, y, así, esperó a que el
sistema europeo se debilitase, como había esperado el derrumbamiento del
tratado de paz. Las cosas hubieran podido tomar otro rumbo si Hitler hubiese
tenido algún motivo urgente y concreto de queja a raíz de la nueva ocupación
de la Renania. Pero, de momento, su caudal de reclamaciones se hallaba
bastante menguado. Muchos alemanes experimentaban cierto resentimiento a
causa de Dantzig y de su pasillo, pero el pacto de no-agresión con Polonia
databa de apenas dos años atrás. Era ésta una de las acciones más originales
que Hitler había llevado a cabo en el plano internacional y se resistía a
renunciar a ella. Los alemanes de Checoslovaquia no tenían, entonces, la
impresión de constituir una minoría oprimida.
Quedaba Austria. La estúpida revuelta nazi del 25 de agosto, durante la
cual se había asesinado a Dollfuss, constituyó uno de los pocos reveses que
Hitler recibiera. Sin embargo, se rehízo de él con notable facilidad. Von
Papen, aquel conservador vanidoso, que había ayudado a elevarlo a la
cancillería, fue nombrado embajador en Viena. La elección era excelente.
Papen era un católico devoto, que servía lealmente a Hitler, en consecuencia,
un modelo para los austríacos clericales. Había estado a punto de ser
asesinado en el curso de la purga del 30 de junio de 1934, y se encontraba,
pues, especialmente calificado para convencer a los dirigentes de Austria de
que las tentativas de asesinato por parte de los nazis no eran cosa de broma.
Cumplió a la perfección su tarea. El gobierno austríaco, dentro de su carácter
autoritario, era ineficaz. Estaba dispuesto a perseguir a los socialistas, pero no
a los católicos ni a los judíos; incluso utilizaría la fraseología del
nacionalismo alemán por todo el tiempo en que el país siguiese autorizado a
seguir existiendo. Esto es lo que convenía a Hitler. Aunque desease ver cómo
Austria dependía de Alemania en el terreno internacional, no le corría prisa
destruirla. Tal vez ni siquiera llegara a tener semejante idea. Era lo bastante
austríaco como para encontrar inconcebible el que Austria desapareciese; no
lo comprendió hasta el momento en que aquella nación se vino abajo. Más
aún, si es que por alguna circunstancia lo pensó, le tuvo que desagradar la
posibilidad de que Viena (por no mencionar Linz) fuese eclipsada por Berlín.
Papen tardó dos años en ganarse al gobierno austríaco. La mutua
desconfianza perdió bastante de su rigor, si es que no desapareció. El 11 de
julio de 1936, ambos países concluyeron un Gentleman’s agreement[2] —por
primera vez, sea dicho de pasada, se empleó esta absurda expresión—. Fue
una invención de Papen, quien pronto encontró imitadores. Hitler reconoció la
«plena soberanía» de Austria. Schuschnigg, a cambio, reconoció que Austria
era un «Estado alemán» y aceptó el que entrasen en su gobierno algunos
miembros de la «sedicente oposición nacional». Con el tiempo, este acuerdo
pareció fraudulento a las dos partes, y no era así, aunque, por supuesto, cada
uno de los signatarios viese en él lo que quería ver. Hitler suponía que los
nazis se irían infiltrando poco a poco en el gobierno y que terminarían por
hacer de Austria un Estado nacionalsocialista. Pero admitía que el proceso
siguiese un curso imperceptible, sin crisis dramáticas. El acuerdo de julio de
1936 proporcionó a Hitler casi lo mismo que él, dos años antes, en Venecia,
había propuesto a Mussolini, excepto que ahora Schuschnigg no dejaba su
sitio a un «personaje de ideas independientes»; sin embargo, con el tiempo
llegaría a hacerlo, o, al menos, así lo esperaba Hitler. Estaba convencido de
que las murallas de Viena se derrumbarían por sí mismas. En febrero de 1938,
volvió a declarar a los jefes nazis de Austria: «La cuestión austríaca no se
resolverá nunca por medio de una revolución… Desearía ver adoptar un
camino evolutivo, y no que se llegue a una solución violenta, ya que el
peligro, en el plano internacional, es cada año menor para nosotros»[3].
Por su parte, Schuschnigg se alegró de escapar de la dependencia italiana,
dependencia que todos los austríacos detestaban y de la que no podían obtener
beneficio de ninguna especie. En Austria, no existía una democracia que
salvar, sólo un nombre. Schuschnigg era capaz de pasar por todo lo que los
nazis querían, excepto por su propia desaparición, y, para el futuro, se creyó
cubierto de esta eventualidad. Del acuerdo de julio de 1936 él obtuvo una
sombra protectora y Hitler se quedó con la substancia; y, así, los dos quedaron
contentos. Schuschnigg no podía defender la independencia de su país como
no fuese recurriendo a una conciliación humillante con las potencias
occidentales, la cual, por otra parte, no era seguro que la garantizase. En eso
consistió la sombra, en el mantenimiento del nombre de Austria. En el fondo,
seguía latente el conflicto entre las políticas austríaca e italiana. Mussolini
quería mantener su protectorado sobre Austria y sobre Hungría y extender su
poderío en el Mediterráneo, a expensas, sobre todo, de Francia. Hitler trataba
de hacer de Alemania la potencia dominadora de Europa, manteniendo, en
medio, a Italia, como compañera más joven. Ninguna de las dos naciones
tenía ganas de estimular las ambiciones de la otra; y las dos meditaban sobre
el modo de sacar provecho del desafío que, ambas, habían lanzado a las
potencias occidentales esperando alcanzar con esta política alguna concesión
por separado. En tales condiciones, la discusión de las cuestiones prácticas
puede degenerar fácilmente en un conflicto. Los dos estadistas subrayaron
también su semejanza «ideológica» —el espíritu moderno y creador de sus
dos Estados, espíritu que, según ellos, los situaba por encima de las
democracias decadentes—. En esto consistió el Eje Roma-Berlín, anunciado a
bombo y platillos por Mussolini en noviembre de 1936, en torno al cual, dijo,
habría de girar toda la futura política europea.
Por aquella época, Hitler seguía con el Japón una línea de actuación
parecida. Sin embargo, ni Alemania ni el Japón estaban de acuerdo en cuanto
a la consideración de ciertos aspectos prácticos. Hitler quería que los
japoneses se enfrentasen a Rusia y a la Gran Bretaña, sin que quedasen
perjudicadas sus relaciones con la China, cuyo ejército seguía siendo
organizado por generales alemanes; el Japón se negaba a tolerar a Alemania
en el Extremo Oriente, como se negaba a tolerar a cualquiera otra potencia
europea. Y el Japón esperaba que Alemania le sacase las castañas del fuego, y
Alemania que se las sacase el Japón. Ribbentrop, consejero particular de
Hitler para política exterior, encontró la solución —sería su primer éxito y el
que habría de llevarle al Ministerio de Asuntos Exteriores al cabo de algo más
de un año—. Fue el pacto anti-Komintern, declaración de principio muy
aparatosa que no comprometía a ninguna de las partes a la acción. Dirigido
únicamente contra el comunismo, no constituía ni siquiera una alianza contra
Rusia y, como lo demostrarían los hechos, ninguno de los dos países llegaría
nunca a actuar frente a aquélla. El pacto, pues, sólo tenía de tal la apariencia.
Los dirigentes soviéticos se atemorizaron ante él y, si es que su política llegó
a tener una clave, habría que encontrarla en la situación planteada por el
pacto. Llegaron a la convicción de que serían atacados, bien por Alemania,
bien por el Japón, bien por los dos a la vez. Su miedo inmediato, su mayor
miedo, era tener que combatir en Extremo Oriente contra el Japón. Por una de
esas ironías que con frecuencia depara la Historia, fue la única guerra que
llegó a preverse por aquel entonces y que nunca estalló.
El pacto anti-Komintern y el Eje Roma-Berlín, vagamente anticomunista,
no afectaron tan sólo la política soviética, sino que también ejercieron en una
gran influencia sobre Inglaterra y sobre Francia. Rusia y las potencias
occidentales podrían mantener su acercamiento por tanto tiempo como las
relaciones internacionales se desarrollasen sobre una base abstracta, desligada
de la política interior. Francia concluyó el pacto francosoviético, Occidente
aceptó a Rusia, aunque bien a su pesar, como un miembro leal de la Sociedad
de Naciones, y se vio precisado a mostrarse también leal con respecto a Rusia,
a causa de los elogios que Litvinov hacía de la «seguridad colectiva». El
pacto anti-Komintern se planteó en el terreno de las ideas políticas, y un
cierto número de gentes pertenecientes a las dos democracias, sintió también
la llamada del anticomunismo. Esas personas se inclinaron por la neutralidad
en el conflicto entre el fascismo y el comunismo; incluso hubo quien
proclamó la conveniencia de declararse a favor del primero. Temían a Hitler
como jefe de una Alemania fuerte y agresiva, pero lo estimaban —por lo
menos, muchos de ellos— como protector de la civilización europea frente al
bolchevismo. Ingleses y franceses adoptaron, a este respecto, una postura
diferente. No pocos de entre los primeros, sobre todo miembros del partido
conservador, pensaban: «Más vale Hitler que Stalin». Ninguno, a excepción
de Sir Oswald Mosley, jefe fascista, pensó: «Más vale Hitler que Baldwin… o
que Chamberlain… o que, incluso, Attlee». En Francia, las elecciones
legislativas de 1936 dieron la mayoría a los partidos de izquierdas: radicales,
socialistas y comunistas. Nació un gobierno de Frente Popular y muchos
franceses conservadores y ricos pensaron no sólo: «Más vale Hitler que
Stalin», sino también: «Más vale Hitler que León Blum».
No fue ésta la única razón por la que las relaciones entre los rusos y el
Oeste, que habían parecido mejorar, empezaron a atirantarse. El año 1936
conoció el comienzo de la gran purga llevada a cabo en Rusia. Prácticamente,
todos los antiguos dirigentes bolcheviques fueron ejecutados o encarcelados y
miles, quizá millones, de personas de menor importancia fueron deportadas a
Siberia. Al año siguiente, la purga se extendió al ejército; Tukhatchevsky, jefe
del Estado Mayor Central, tres de cinco mariscales, trece de quince jefes de
ejército y otros muchos militares fueron fusilados tras un proceso secreto, o
sin proceso alguno. Nadie conocía las razones de aquella matanza. ¿Se había
emborrachado Stalin de poder autocrático? ¿Recibió alguna indicación de que
los generales y sus adversarios políticos trataban de asegurarse el apoyo de
los alemanes para derrocarlo? ¿Sería él quien pensaba en una reconciliación
con Hitler y quiso, entonces, deshacerse previamente de todos aquéllos que
podrían haberle censurado? Según una versión, Benes, Presidente de la
República checoslovaca, descubrió que Tukhatchevsky y otros negociaban
con Hitler, lo cual puso en conocimiento de Stalin. Según otra, se trató de una
maquinación del servicio secreto alemán que hizo llegar a Benes unos
documentos falsos. Nada preciso se sabe, ni, sin duda, nunca se sabrá. Casi
todos los observadores occidentales llegaron a la conclusión de que Rusia no
podría ser un aliado seguro, de que su amo era un dictador salvaje y sin
escrúpulos, de que su ejército estaba en vías de descomposición y de que su
régimen se derrumbaría a la primera prueba por la que tuviese que pasar.
Joseph Davies, embajador americano, fue la única excepción. Había habido
una conspiración, afirmó, los procesos habían sido justos y el poderío
soviético se había reafirmado. Pero también él se limitaba a conjeturar, puesto
que nadie supo entonces la verdad ni nadie la sabe hoy. Los ejércitos rusos se
mantuvieron firmes frente a los alemanes, en 1941, después de los espantosos
desastres iniciales, lo que probaría que su valor databa de 1936 ó de 1938,
aunque también probaría que no estaban preparados para la guerra de 1941.
Toda especulación al respecto sería vana. El resultado práctico fue que las
potencias occidentales se replegasen a la defensiva con más firmeza que
nunca, resultado sorprendente si se piensa que el pacto francosoviético sirvió
de pretexto a Hitler para denunciar los acuerdos de Locarno.
Las dos democracias del Oeste no permanecieron inactivas a raíz de los
acontecimientos de marzo de 1936. Se pusieron a mejorar, o creyeron que
mejoraban, sus posiciones defensivas, por temor, sobre todo, a Alemania,
pero también para aflojar los lazos que les unían a Rusia. Cuando Hitler
volvió a ocupar la Renania, el gobierno británico cambió la garantía bilateral
de Locarno por un compromiso directo de asistencia si Francia se veía
atacada. Vio en esta medida un arreglo provisional, en tanto unas
negociaciones llevasen a la conclusión de un sustitutivo de Locarno; pero las
negociaciones no dieron resultado y el sustitutivo se quedó en el aire. Fue así
cómo Inglaterra se comprometió, en tiempo de paz, por primera vez en su
historia, en una alianza con una potencia continental. El cambio era realmente
importante y probaba que Gran Bretaña había adquirido una conciencia más
aguda de los asuntos del Continente, o, quizá, de que se estaba volviendo
menos fuerte. Pero no fue un cambio profundo, puesto que sus intereses
estaban ligados a los de Francia desde hacía mucho tiempo. Aquella alianza
formal, aunque llevaba consigo una obligación precisa, no fue concebida
como un paso previo a la acción, sino, al contrario, como una fórmula para
impedir una respuesta efectiva de los franceses ante la ocupación de la
Renania. Una alianza supone unas conversaciones entre estados mayores. Y
las hubo, pero duraron cinco días y no se reanudaron hasta febrero de 1939.
Con la alianza, los franceses no vieron reforzada ni su seguridad ni su
poderío. Se encontraron, más bien, con un aliado que no dejaba de retenerlos,
por miedo a que la alianza llegase a ser efectiva —aunque, en verdad, los
franceses no preciasen de nadie para retenerse—.
La nueva ocupación de la Renania no debilitó directamente la posición
defensiva de Francia, pero sí entorpeció sus planes ofensivos, si es que los
tenía. Sin embargo, tuvo consecuencias indirectas graves. Bélgica era aliada
de Francia desde 1919, y los ejércitos de las dos naciones se mantenían
estrechamente coordinados. Ahora que los belgas tenían en sus fronteras a
una Alemania rearmada, ¿podían seguir contando con sus aliados franceses,
unos aliados que acababan de mostrarse inoperantes, o bien, debían echarse
atrás, en la esperanza de escapar de la amenazadora tormenta que se
avecinaba? Se inclinaron por la segunda de las soluciones. En el otoño de
1936, rompieron la alianza con Francia y, a principios de 1937, volvieron a la
neutralidad que habían mantenido en los años anteriores al 1914. Esto planteó
a los franceses un tremendo problema estratégico. La Línea Maginot, zona
altamente resistente, se extendía tan sólo desde la frontera suiza a la frontera
belga. Hasta entonces, los franceses habían supuesto, aunque sin grandes
fundamentos, que los belgas levantarían unas fortificaciones, análogas a las
de la Línea, a lo largo de su corta frontera con Alemania. ¿Qué iban a hacer
en adelante? No podían insistir sobre la construcción de tales fortificaciones,
ni siquiera pedir información acerca de ellas, porque habrían violado,
entonces, la neutralidad belga. La frontera francesa con Bélgica era muy
larga. El fortificarla hubiera supuesto un gasto enorme. Además, no podían
emprender semejante tarea sin admitir implícitamente que renunciaban a
defender a su vecina y que, incluso, la consideraban como un enemigo
eventual. Reaccionaron como suele reaccionar la gente ante un problema
insoluble: cerraron los ojos y pretendieron que el problema no existía. No se
llevó a cabo ninguna tentativa para proteger aquella frontera y esta actitud
negligente continuó hasta después de la ruptura de las hostilidades. Algunas
fuerzas británicas fueron establecidas en aquella zona durante el invierno de
1939-1940, y muchos oficiales señalaron esta ausencia de defensas. Sus
quejas llegaron a oídos de Hore-Belisha, a la sazón Secretario de Estado para
la Guerra; planteó la cuestión en más altas esferas y fue obligado a dimitir de
su cargo. Algunas semanas más tarde, los alemanes invadieron, como estaba
previsto, Bélgica, y —con la ayuda de los errores estratégicos de Gamelin—,
consiguieron la victoria decisiva, la victoria que en 1914 se les había
escapado.
La visión de estos acontecimientos nos impide comprender, en su
auténtica dimensión, los argumentos elaborados en torno a las políticas
inglesa y francesa inmediatamente anteriores a la guerra. Sabemos que los
ejércitos aliados fueron derrotados y concluimos fácilmente que estarían
insuficientemente preparados desde un punto de vista militar. Algunos
números parecen confirmar esta conclusión. En 1938, mientras Alemania
consagraba el 16,6% de su producción a los armamentos, Francia y la Gran
Bretaña dedicaban sólo un 7%. Sin embargo, antes de admitir que la derrota
de las potencias occidentales nació de su incapacidad para rearmarse de
manera adecuada, hemos de preguntarnos: ¿adecuada a qué? Un incremento
de los gastos, por ejemplo, ¿habría compensado la negligencia estratégica de
Bélgica? Entonces, como ahora, se suponía que el ideal era la igualdad de
armamentos con un adversario o con un grupo de eventuales adversarios.
Ahora bien, esto no quiere decir nada: resulta excesivo si lo que un país
pretende es defenderse, e insuficiente si espera llegar a hacer imperar su
voluntad sobre la de su contrincante. El Almirantazgo británico no se sintió
nunca satisfecho con la igualdad; aspiró en todo momento a tener una
superioridad decisiva sobre Alemania e Italia y, a partir de 1937, también
sobre el Japón. No lo logró, pero por falta de tiempo, no por falta de dinero.
Sin embargo, por lo que se refería a Europa, la cuestión de los
armamentos militares tenía una importancia decisiva, y, en este punto, la
noción de igualdad resultó particularmente engañosa. Durante la Primera
Guerra Mundial, la defensa fue infinitamente más poderosa que el ataque, que
exige una superioridad de tres a cinco contra uno. La campaña de Francia, en
1940, parece contradecir esta experiencia: los alemanes consiguieron su
victoria sin disponer de una superioridad mucho mayor ni en efectivos ni en
material. Pero, en la actualidad, aquella campaña no nos demuestra nada, sino
que los ejércitos, incluso aquéllos que están debidamente preparados para la
defensa, pueden ser vencidos si están mal mandados. Tiempo después, la gran
coalición que integraban la Gran Bretaña, los Estados Unidos y la Rusia
soviética, tuvo que esperar a tener una superioridad de cinco contra uno para
vencer a Alemania. En consecuencia, si Inglaterra y Francia pretendían sólo
defenderse, con un ligero aumento de sus armamentos terrestres lo habrían
conseguido, y ese incremento fue más que alcanzado entre 1936 y 1939. Por
otra parte, si lo que deseaban era vencer a Alemania y volver a su dominio
triunfador de los años 1919, habrían tenido que multiplicar sus armamentos
no por dos, sino por seis, incluso por diez, lo cual era, evidentemente,
imposible. Nadie supo comprenderlo. Todo el mundo se aferró a la
concepción errónea de la igualdad, pensando que la igualdad les
proporcionaría la seguridad y el poderío. Los ministros hablaban de
«defensa», pero querían significar que una defensa afortunada era igual a una
victoria; en tanto, sus críticos suponían que una defensa victoriosa o era
imposible o equivalía a una derrota. Tampoco es fácil contestar a esta
pregunta: «¿Eran adecuados los armamentos ingleses y franceses antes del
1939?». Lo eran para defender a los dos países, siempre y cuando fuesen bien
utilizados; y no lo eran para impedir que el poderío alemán se extendiese por
la Europa oriental.
El cálculo de tres contra uno parecía resultar inaplicable en un terreno. Era
creencia universal que no existía defensa contra un ataque aéreo. «Los
bombarderos no dejarán de pasar», decía Baldwin. Se esperaba que todas las
grandes ciudades quedarían arrasadas tan pronto como empezase la guerra. El
gobierno inglés, de acuerdo con este criterio, se preparó para que, en Londres,
durante la primera semana, se produjese un número de pérdidas superior, en
realidad, al que se produjo en todo el país y durante el curso de los cinco años
de hostilidades. Se imaginó que sólo cabía una réplica: una «fuerza de
disuasión», es decir, una aviación de bombardeo tan poderosa como la del
enemigo. Ni la Gran Bretaña ni Francia pretendieron tenerla en 1936, ni
siquiera en 1939; de ahí, en gran parte, la causa de la timidez de sus
estadistas. Todos estos cálculos se revelaron falsos. Los alemanes no
previeron una aviación de bombardeo independiente; la consideraban como
auxiliar del ejército y tuvieron que improvisar los ataques perpetrados contra
Inglaterra en el verano de 1940. Fueron vencidos no por los bombarderos
ingleses, sino por los cazas que tan despreciados y tan descuidados habían
sido antes de la guerra. Cuando los ingleses empezaron a su vez a bombardear
Alemania, fueron ellos más perjudicados que los propios alemanes; es decir,
perdieron más hombres y más material de los que perdió Alemania. Nadie
podía imaginar lo que iba a suceder antes de que se produjesen los
acontecimientos y muchos siguieron sin comprenderlo cuando éstos hubieron
pasado. La sombra de una espantosa y falsa inquietud pesó sobre los ánimos
durante los años que precedieron a la guerra.
Cuando estalla una guerra, resulta siempre distinta de lo que se esperaba.
La victoria se inclina del bando que ha cometido menos errores, no de aquél
que «ha adivinado». En este sentido, ni Francia ni Inglaterra se prepararon de
manera adecuada. Los expertos militares dieron opiniones equivocadas y
siguieron una mala estrategia; los ministros no comprendieron lo que les
decían los expertos; los políticos y el común de la gente no penetraron en las
declaraciones de los ministros. Tampoco los críticos se acercaron mucho más
a la verdad. Winston Churchill, por ejemplo, tuvo razón sólo cuando pidió
más de todo. No exigió, sin embargo, ni unas armas ni una estrategia
diferentes y, en ciertos puntos —tales como el valor del ejército francés y la
eficacia de los bombardeos—, se obstinó en mantenerse en el error. Los
juicios técnicos, erróneos, constituyeron la causa principal del fallo
anglofrancés. También las dificultades políticas desempeñaron un papel, pero
menos importante de lo que comúnmente se cree. En Francia, el gobierno del
Frente Popular, que subió al poder, podría haber sido considerado como
firmemente opuesto a las potencias fascistas; pero he aquí que tuvo que
ocuparse de realizar una serie de reformas sociales, que se implantaban en
Francia con retraso. Aquellas modestas reformas causaron un gran
resentimiento entre las clases dominantes, y los armamentos fueron los que
pagaron las consecuencias. Cuando los jefes militares, que eran
conservadores, pedían un incremento del presupuesto del ejército, planteaban,
sin duda, unas necesidades auténticas, pero suponían igualmente que el
aumento de los gastos militares contribuiría a dar al traste con el programa de
reformas sociales. Los partidarios del Frente Popular —es decir, la mayoría
del pueblo—, reaccionaron como era de esperar: se negaron a creer que un
aumento del presupuesto del ejército fuese indispensable.
El equipamiento del ejército inglés se vio dificultado por una razón
diferente. El gobierno, es cierto, proclamó en diversas ocasiones que se veía
frenado por el pacifismo de la oposición laborista; esta disculpa, con el
tiempo, se llegó a exagerar, sobre todo, cuando empezó a ponerse de
manifiesto la incapacidad del gobierno. Éste, en realidad, se inclinó pura y
simplemente por la limitación de los gastos militares a una cifra modesta.
Disponía de una enorme mayoría —250 votos— y los laboristas hubiesen
sido incapaces de resistir a las propuestas gubernamentales, especialmente si
se tiene en cuenta que no pocos eran los laboristas que también querían
aumentar los armamentos. Si los estadistas ingleses obraron con tanta
parsimonia, fue más por motivos políticos que por temor a la Oposición. Los
ataques iniciales de Winston Churchill contribuyeron también a que el ritmo
del rearme no se acelerase. Después de que los ministros habían rechazado las
acusaciones de aquél, no podían en modo alguno confesar que tenía razón.
Incluso cuando empezaron a aumentar los armamentos, lo hicieron con una
prudencia excesiva, postura totalmente opuesta a la de Hitler que llegó a
presumir con frecuencia de unas armas con las que no contaba. Hitler deseaba
que sus adversarios perdiesen la sangre fría; los ministros querían
reconciliarse con él para poder elevarlo al terreno de unas negociaciones
pacíficas. También, y en atención a Hitler, el gobierno inglés se empeñó en
hacer ver que las medidas que tomaba eran inofensivas, carentes de eficacia;
y, al mismo tiempo, aseguraba a su público que pronto quedaría garantizada la
seguridad, y trataba de convencerse a sí mismo de que esto era cierto.
Baldwin se negó firmemente a crear un Ministerio de la Producción, y,
cuando se vio en la obligación de fundar uno para la coordinación de la
Defensa Nacional, ministerio que, por otra parte, carecía de significado, se lo
confió no a Churchill o a Austen Chamberlain, sino a Sir Thomas Inskip —
nombramiento que fue considerado, con justicia, como el más extravagante
desde que Calígula elevara a su caballo a la condición de cónsul. Y lo cierto
es que los ingleses, por aquel entonces, cometieron tantos yerros de parecida
índole como para proporcionar a Calígula todo un regimiento de caballería—.
El gobierno británico temía más todavía atacar los principios económicos
que disgustar a Hitler. Continuaba ignorando el secreto de la caja de Pandora
que Schacht había abierto en Alemania y que el New Deal americano acababa
igualmente de revelar. Clavado en la estabilidad de los precios y en la de la
libra, consideraba el incremento de los gastos públicos como una calamidad,
que se justificaba, aunque siempre fuese de lamentar, sólo en tiempos de
guerra. No tenía idea de que un aumento de cualquier especie, incluso de
armamentos, es generador de prosperidad. Siguiendo el ejemplo de todos los
economistas de la época, excepto el de J. M. Keynes, por supuesto, trataba las
finanzas públicas con el mismo criterio que si fuesen las de un individuo
cualquiera. Cuando una persona malgasta su dinero en objetos inútiles,
dispone de un menor caudal para otras cosas, y la «demanda» decrece. Y lo
cierto es que cuando el Estado aumenta sus gastos, aumenta también la
«demanda», elevándose la prosperidad colectiva. Esto es evidente para
nosotros, pero entonces pocos lo sabían. Antes de condenar despectivamente
a Baldwin y a Neville Chamberlain, hay que recordar que, todavía en 1959,
un economista fue elevado a la Cámara de los Lores por haber defendido
aquella teoría económica paralizadora de la política inglesa en los años
inmediatamente anteriores a 1939. Quizá no estemos en lo cierto, pero nos
espanta más la explosión popular que se produciría si los economistas
adoptasen sus fórmulas y se volviese a un paro masivo. Antes de 1939, el
paro era considerado como algo natural, y los gobiernos proclamaban con su
mejor buena fe que no existían recursos sin explotar en un país en el que cerca
de dos millones de hombres no trabajaban.
También en este aspecto Hitler aventajaba a las democracias. Su más
destacada hazaña consistió en acabar con el paro, y la mayoría de los
alemanes no se preguntó si se había valido para conseguirlo de medios poco
ortodoxos. Aunque los banqueros tuviesen que hacer algunos reparos, no
contaban con un poder efectivo para manifestarlos. Cuando el propio Schacht
empezó a sentirse inquieto, tuvo que limitarse a presentar la dimisión sin que
sus conciudadanos se preocupasen demasiado por ello. Una dictadura del tipo
de la de Hitler podía escapar a las consecuencias normales de toda inflación.
Al no existir sindicatos, los salarios mantenían su estabilidad y también la
mantenían los precios, en tanto un riguroso control de las divisas —ejercido
por la policía secreta por medio del terror— impedía cualquier depreciación
del marco. El gobierno inglés seguía viviendo en la atmósfera sicológica de
1931: una depreciación de la libra le asustaba más que una derrota militar. En
las medidas que tomó con respecto al rearme, se vio más influido por las
sumas que el contribuyente estaba dispuesto a pagar que por las necesidades
estratégicas, si es que se puede hablar de unas necesidades estratégicas que no
llegaron a ser conocidas; y hay que destacar que los contribuyentes, a quienes
el gobierno había logrado convencer de que Gran Bretaña era lo
suficientemente fuerte, no querían cotizar ni una libra más. Una limitación del
impuesto sobre la renta y la confianza en la City londinense eran más
importantes que cualquier armamento. En semejantes condiciones, no era
necesario invocar la oposición laborista para comprender las razones por las
que se retrasó Inglaterra en rearmarse, con respecto a Alemania. El verdadero
milagro es que cuando estalló la guerra, el país estuviese tan bien preparado
como lo estuvo; fue en definitiva un triunfo del ingenio de los sabios y de los
técnicos sobre los economistas.
Sería, sin embargo, demasiado sencillo explicar cuanto sucedió entre los
años de 1936 a 1939, limitándonos a decir que Gran Bretaña y Francia se
encontraban peor armadas para la guerra que Alemania e Italia. Es evidente
que todo gobierno debería valorar su fuerza y sus recursos antes de decidirse a
actuar… o a no actuar, valoración de la que la mayoría de las veces se
prescinde. En la práctica, los que se niegan en redondo a hacer algo son los
que están firmemente convencidos de la debilidad de su país; cuando quieren
entrar en acción, adquieren instantáneamente confianza en su fuerza. Por
ejemplo, Alemania no estuvo mejor preparada para una guerra de 1933 a 1936
de lo que había estado antes de que Hitler asumiese el poder. La diferencia
está en que éste tenía los nervios más templados que sus antecesores. Y el
gobierno inglés no tenía demasiadas razones para creer que la Gran Bretaña
estaba más capacitada que antaño para correr el riesgo de una guerra —desde
el punto de vista técnico, sucedía más bien lo contrario—. El cambio fue de
carácter sicológico: un ataque de obstinación, tan irrazonable como la anterior
timidez. Nada hay que demuestre que los dirigentes de los países
democráticos (ni de los dictatoriales tampoco) consultasen en ningún
momento, libres de prejuicios, a sus expertos militares, antes de detener su
política. La detuvieron primero, y luego pidieron a los expertos en
armamentos un parecer que justificase su medida. Esto fue lo que sucedió
cuando los ingleses y los franceses titubearon antes de apoyar a fondo a la
Sociedad de Naciones, en el otoño de 1935, y otro tanto sucedió en 1936,
cuando sintieron escrúpulos de adoptar una postura firme frente a los
dictadores. Los ministros ingleses querían la paz para ofrecérsela a los
contribuyentes y los ministros franceses la querían para poder llevar a cabo su
programa de reformas sociales. Unos y otros eran hombres de edad avanzada,
ponderados, que se asustaban, y con razón, ante la posibilidad de una gran
guerra, y que trataban de evitarla; iba en contra de su naturaleza el dejar a un
lado, dentro del terreno internacional, la política de compromisos y de
concesiones que aplicaban en el interior.
Su reacción habría sido muy otra si, tras la ocupación de la Renania,
Hitler hubiese lanzado un nuevo desafío, más directo, a la organización
territorial de Europa, o si Mussolini hubiese emprendido nuevas conquistas
después de la de Abisinia. Pero Hitler se mantuvo tranquilo, e Italia había
agotado sus recursos. El gran acontecimiento de 1936, la Guerra Civil
española, se desarrolló en otros lugares, y fue, al parecer, un conflicto de
ideologías, no un choque directo de unas potencias. En 1931, España se había
convertido en una República. En 1936, las elecciones dieron el poder, como
en Francia, a una coalición de los radicales, de los socialistas y de los
comunistas; otro Frente Popular.
En 1934 se empezó a bosquejar un plan de revuelta que recibió el vago
beneplácito de Mussolini.
En julio 1936, aquel plan se transformó en una rebelión militar abierta.
Por aquel entonces, llegó a ser creencia universal que se trataba de una nueva
etapa dentro de una estrategia fascista de conquista deliberada: conquista de
Abisinia, ocupación de la Renania, y, luego, España. Se supuso que quienes se
habían levantado no eran sino marionetas entre las manos de los dos
dictadores. Un conocimiento de la historia del país y del carácter español
habrían podido evitar este error. Incluso los falangistas eran tan ferozmente
independientes como para no convertirse en marionetas de nadie, y el
levantamiento se preparó sin que se evacuase ninguna consulta seria ni con
Roma ni con Berlín. Mussolini facilitó algunos aviones por resentimiento
hacia las democracias; algunos agentes alemanes simpatizaron con los
alzados, pero Hitler no supo, previamente, más que cualquiera otro.
Las fuerzas que se habían levantado contaban con una rápida victoria, y la
mayoría de los españoles se la deseaba. Sin embargo, la República consiguió
la adhesión de los obreros de Madrid, expulsó de la capital a los
conspiradores militares y se aseguró el control sobre la mayor parte del país.
Se anunciaba una larga guerra civil. Mussolini aumentó su ayuda, primero,
con material, más tarde, con hombres; Hitler envió un socorro aéreo que no
pasó de modesto. A los diez días de empezar la guerra, la Unión Soviética
empezó a mandar material de guerra a los republicanos. Las razones que
movieron a ambos dictadores son bastante fáciles de comprender. Mussolini
quería desacreditar a la democracia y esperaba, equivocadamente, que podría
obtener el uso de unas bases españolas para poder enfrentarse a Francia en el
Mediterráneo. Confiaba en que los militares venciesen lo más rápidamente
posible, y que no tuvieran que recurrir con exceso a los exiguos recursos
italianos. Hitler también estaba contento de que las democracias se
desacreditasen, pero no tomó demasiado en serio esta guerra civil. Concedía
más interés a estimular el desacuerdo entre Italia y Francia, que a la victoria
de los españoles que se habían levantado contra la República. La aviación
alemana se valió de España como de un campo de experiencias para sus
aparatos y para sus pilotos. Por añadidura, Hitler apoyó, sobre todo con
palabras, la campaña española. Se creyó por aquel entonces que Alemania e
Italia entrarían decididamente en lid si su intervención no bastaba para que se
inclinase la balanza. Y esto, cosa curiosa, no era verdad. Uno de los pocos
hechos que han quedado claramente sentados es que ni Hitler, ni Mussolini,
estaban dispuestos a entrar en guerra por España. Si su colaboración hubiese
fracasado, se habrían retirado. Su actitud fue la misma que la de Gran Bretaña
y Francia con respecto a Abisinia: llegar hasta la orilla de la guerra, pero no
pasar de allí. En 1935, Mussolini desafió el bluff de las democracias; en 1936,
las democracias no se atrevieron a hacer otro tanto ante el bluff de los dos
dictadores.
Fue la política, o la falta de política, de los ingleses y de los franceses, no
la política de Hitler o la de Mussolini, la que decidió la Guerra Civil española.
La República contaba con grandes recursos. El primer impulso de los
franceses, cuyo gobierno era también del Frente Popular, fue enviar armas a la
República española. Después, se vio asaltado por las dudas. Los radicales,
aunque colaborasen con los socialistas, sentían algunos escrúpulos de apoyar
a una causa pretendidamente comunista; los socialistas temían verse
arrastrados a una guerra con las potencias fascistas. León Blum, Presidente
del Consejo, fue a recoger opiniones a Londres, en donde lo frenaron con
firmeza. El gobierno inglés hizo una propuesta en apariencia seductora: si
Francia se abstenía de ayudar a los republicanos, se podría insistir cerca de
Italia y de Alemania para que cesasen en su colaboración. El pueblo español
decidiría por sí mismo su suerte y, si se lograba una no-intervención, sería
posible que la República ganase. Ignoramos por qué el gobierno inglés hizo
esta propuesta que era contraria a su tradición. Cien años antes, cuando otra
guerra civil hacía estragos en España, Inglaterra había apoyado activamente,
por las armas, a la monarquía constitucional, y había soslayado el principio de
la no-intervención que preconizara la Santa Alianza. En 1936, lo único que
pretendió fue actuar en interés de la paz general. Si todas las grandes
potencias se abstenían de intervenir, aquella guerra se extinguiría sola, al
margen de la civilización, como Metternich había esperado que sucediese con
la revuelta griega de los años 1820. Algunos críticos de izquierdas han
pretendido que el gobierno sentía simpatía por los militares que se habían
levantado y que deseaba su victoria. Los financieros, que tenían intereses en
España, no eran muy partidarios de la República, y podían ejercer su
influencia sobre el gobierno. A los jefes de las fuerzas armadas no les
agradaba el Frente Popular. Quizá los ministros ingleses hubiesen insistido
menos sobre la no-intervención si las cosas se hubieran planteado al revés,
esto es, si hubiesen sido los comunistas, o incluso los socialistas, los que se
hubieran levantado contra un régimen fascista. No podemos saberlo. La causa
principal de que se adoptase aquella postura, fue, muy probablemente, la
timidez, el deseo de evitar un nuevo motivo de conflicto en Europa; si se
experimentó alguna simpatía por los elementos que se habían alzado, esa
simpatía debió de ocupar un segundo plano.
Sea como fuere, el caso es que el gobierno británico obtuvo una
satisfacción. Blum aceptó la política de no-intervención. Es más, persuadió a
los dirigentes laboristas de que lo apoyasen, para que, de este modo, su
posición en Francia no resultase demasiado difícil. El gobierno inglés impuso,
pues, aquella política a Blum, después, a los laboristas, y, por fin, a sus
propios partidarios, y, siempre, actuando en nombre de la paz europea. Se
estableció en Londres un comité de no-intervención. Todas las grandes
potencias de Europa estuvieron representadas en él y todas elaboraron
solemnemente una serie de planes para impedir el envío de armas a España.
Alemania e Italia ni siquiera fingieron el cumplimiento de sus promesas;
siguieron mandando material, e incluso, la segunda, envió hombres. La
República española parecía condenada a un fin rápido, pero la Rusia soviética
hizo que la espera se prolongara. Los rusos declararon que respetarían los
compromisos en la medida que los italianos y los alemanes los respetasen.
Continuaron, pues, enviando armas a España, lo cual permitió a los
republicanos resistir por más de dos años.
Es poco probable que Rusia interviniese en España por cuestiones de
principio. Bajo la dirección de Stalin, la Unión Soviética no se destacó por su
ayuda al comunismo ni, mucho menos, a la democracia. Permitió, sin
rechistar, que Chan Kai-Chek aniquilase a los comunistas chinos, y habría
entablado relaciones amistosas con Alemania si Hitler lo hubiese querido.
Según Schülenberg, embajador alemán en Moscú, la URSS sostuvo a los
republicanos españoles para recuperar el prestigio que, a raíz de la gran purga,
había perdido entre los comunistas de la Europa occidental[4]. No cabe duda
de que hubo razones más sólidas. La guerra de España resultaba más grata a
los rusos que cualquier conflicto en las proximidades de sus fronteras;
esperaba, igualmente, que aquella guerra produciría una escisión entre las dos
democracias occidentales y las dos potencias fascistas. Desde luego, ellos no
querían verse implicados en nada. Su interés radicaba en alimentar aquella
guerra, no en que la República triunfase; exactamente la misma postura que la
adoptada por Hitler con respecto a los nacionalistas españoles.
La Guerra Civil de España se convirtió en un asunto capital de la política
internacional, y fue objeto de debates apasionados tanto en Francia como en
la Gran Bretaña. La suerte de la lucha entre la democracia y el fascismo
parecía dirimirse en ella, lo cual no pasaba de ser una apariencia engañadora.
La República española no había sido nunca francamente democrática y,
siguiendo un proceso natural, con el tiempo, fue cayendo cada vez más bajo el
control de los comunistas, que eran quienes le procuraban las armas. Además,
los alzados eran ciertamente enemigos de la democracia, pero se preocupaban
sobre todo de España, no de «la internacional fascista», y Franco, su jefe, no
tenía ninguna intención de unirse a causa extranjera alguna. Si pagó a Hitler y
a Mussolini con sonoras declaraciones sobre su solidaridad ideológica, se
mostró muy difícil cuando se trató de negociar alguna concesión económica y
no consintió ninguna en el terreno estratégico. Las fuerzas nacionales ganaron
la guerra y, ante la general extrañeza, su victoria no afectó al equilibrio de
Europa. Los franceses no hubieron de mandar fuerzas a los Pirineos si bien no
dejaron de afirmar que la existencia de una tercera frontera hostil contribuiría
a debilitarlos más aún. Y los ingleses no tuvieron por qué inquietarse por
Gibraltar. Franco, ante la decepción de Hitler, proclamó su neutralidad
durante la crisis checa de 1938. España mantuvo esta neutralidad durante la
Segunda Guerra Mundial, excepto por lo que se refiere a Rusia, e, incluso
aquí, la División Azul no pasó de ser un gesto moral[5].
Pocos habían previsto este extraño final. La Guerra Civil española, en
tanto duró, ejerció una gran influencia internacional. Fue en gran parte causa
de que la unión nacional no se realizase ni en la Gran Bretaña ni en Francia.
Quizá la amargura producida por la victoria electoral del Frente Popular hacía
de cualquier modo imposible tal unión en Francia, pero en Inglaterra se
llevaron a cabo, poco después de la ocupación de la Renania, serios esfuerzos
para constituir un gobierno verdaderamente nacional. La controversia sobre la
no-intervención puso fin a estos esfuerzos. Los liberales y los laboristas
acusaron a los ministros de traicionar la causa de la democracia, y los
ministros, por su parte, que pretendían disimular la falacia del comité de no-
intervención, se exasperaron cuando la falta de honradez de dicho comité se
puso en evidencia. La Guerra Civil española desvió la atención de los graves
problemas planteados por el resurgir del poderío alemán. Algunas personas
pensaron que todo se perdería si Franco era vencido y dejaron de prestar
atención a los medios con los cuales se podría tener a Hitler en jaque. A
principios de 1936, se creyó que Winston Churchill constituía el paladín de la
opinión patriótica y democrática. Durante la guerra de España, fue neutral, o,
quizá, ligeramente partidario de Franco. Su prestigio quedó seriamente
quebrantado y las izquierdas no volvieron a concedérselo hasta el otoño de
1938.
La Guerra Civil española clavó también una nueva cuña entre la Rusia
soviética y las potencias occidentales —o, más bien, entre la Rusia soviética y
la Gran Bretaña, que era la principal responsable de la política del Oeste—.
Al gobierno de Londres le importaba poco quién venciera, lo que quería era
que la guerra de España terminase pronto. El gobierno italiano también quería
que se llegase rápidamente al fin, siempre y cuando Franco saliese victorioso.
Los estadistas ingleses llegaron a la misma conclusión. La victoria de Franco
supondría el final del conflicto, lo cual era indiferente, excepto para los
españoles. El propio Hitler debió de sentirse contento con la victoria de
Franco, aunque desease que las hostilidades se prolongasen. Como
consecuencia, el resentimiento británico se volvió contra Rusia. Maisky, que
era su representante en el comité de no-intervención, expuso las deficiencias
de éste y habló en términos altamente democráticos; los suministros
soviéticos permitían que los republicanos españoles pudieran mantenerse. Y
los estadistas ingleses se preguntaban a título de qué la Unión Soviética
defendía la democracia. ¿Por qué intervenía gratuitamente en España, un país
que estaba tan lejos de sus fronteras? Únicamente para hacer daño o, lo que
era peor, para promover el comunismo internacional. Un observador
imparcial habría podido pensar que la intervención italiana, primero, y la
alemana, más tarde, habían sido las causantes de que la Guerra Civil española
degenerase en un problema internacional; los ministros ingleses, que estaban
preocupados ante la perspectiva de otras crisis y a los que la oposición no
dejaba de hostigar, veían sólo que aquella guerra habría terminado antes si los
rusos no hubiesen ayudado a los republicanos. Los dirigentes comunistas de
Moscú albergaban, por su parte, muy parecidas sospechas. Pensaban que los
estadistas ingleses no se preocupaban mucho más de la democracia de lo que
ellos se preocupaban del comunismo internacional, y pensaban también que
los británicos no se inquietaban ni por sus intereses nacionales. Para Moscú,
la política inglesa sólo tenía sentido si a lo que aspiraba era al triunfo del
fascismo. Los ingleses habían permitido a Hitler que se rearmase y que echase
por tierra el sistema de seguridad, y, ahora, ayudaban a Franco a vencer en
España. Con toda seguridad, pronto verían con contento, e incluso tal vez
llegasen a colaborar en la empresa, como Hitler atacaba Rusia.
Estas mutuas desconfianzas debían de marcar con su sello el porvenir. El
efecto inmediato de la Guerra Civil española consistió en precipitar a los
estadistas ingleses en busca del favor de Mussolini, que era quien parecía
tener la clave de la paz. Algunos de aquéllos, como Vansittart, esperaban
poder volver a incorporarlo al frente de Stresa y oponerlo a Hitler; otros, más
modestos, aceptar el Eje, confiando en que Mussolini apaciguaría a Hitler.
Mussolini estaba dispuesto a prometer, pero no a obrar. Italia, y él lo sabía,
había salido beneficiada en otro tiempo del simple hecho de mantener la
balanza equilibrada entre las dos partes, sin comprometerse con ninguna de
ellas, e imaginándose siempre libre. Pero esperaba de los ingleses más de lo
que éstos estaban en condiciones de poder ofrecerle. Ellos pensaban que una
victoria de Franco satisfaría a Mussolini, y Mussolini lo que quería era
obtener de Francia una serie de concesiones que permitiesen a Italia el
dominio en aguas del Mediterráneo. Pero los republicanos españoles, con la
ayuda soviética, no sólo dificultaban aquella victoria, que los ingleses
trataban de apañar, sino que llegaban a derrotar a las tropas italianas en
Guadalajara. Los británicos, no obstante, siguieron adelante con sus
esfuerzos. En enero de 1937, Italia y la Gran Bretaña concluyeron un
gentleman’s agreement; por él se aseguraron mutuamente, con toda
solemnidad, que no tenían la menor intención de modificar el statu quo que
existía en el Mediterráneo. En mayo, cambió el gobierno inglés. Baldwin, que
era un experto en destronar reyes pero que no llegaba a tan felices resultados
con los dictadores, presentó su dimisión. Fue sustituido como primer ministro
por Neville Chamberlain. Era éste un hombre más enérgico, de espíritu más
práctico, contrario a la fórmula de dejar pasar todo en materia de política
internacional. Lo que le pareció más urgente fue llegar a un acuerdo con
Mussolini. El 27 de julio, le escribió personalmente, expresándole su pesar
porque las relaciones angloitalianas no fuesen demasiado buenas, y le propuso
celebrar unas conversaciones para tratar de mejorarlas. Mussolini respondió
amablemente, de puño y letra, como no hacía mucho había respondido a
Austen Chamberlain y a Mac Donald.
Un incidente desdichado vino a interponerse en estos planes. Unos
submarinos «desconocidos» habían torpedeado a los barcos soviéticos que
aprovisionaban a los republicanos españoles. Algunos de aquellos torpedos se
habían descontrolado y habían hecho blanco en unos buques ingleses. Por una
vez, el Almirantazgo se agitó, y se agitó también Eden, secretario de Estado
para Asuntos Exteriores. Hasta entonces, no había sido un «hombre fuerte».
Aunque fuera elevado a sus funciones a causa de la indignación general que
despertó el plan Hoare-Laval, había invitado a la Sociedad de Naciones a
abandonar Abisinia, había aceptado la reocupación de la Renania sin elevar
una protesta seria y había favorecido la mera apariencia que adoptó el comité
de no-intervención. Quizá se mostrara débil en tanto Baldwin dejó la
responsabilidad en sus manos, pero, cuando Chamberlain se la retiró, se sintió
cargado de rencor y de resolución, incluso. Fuere como fuese, el caso es que
Gran Bretaña y Francia convocaron una conferencia en Nyon, en el curso de
la cual se creó una patrulla naval del Mediterráneo que puso fin a los estragos
de los misteriosos submarinos. Fue una demostración, que nunca volvió a
repetirse, de que Mussolini se inclinaría ante una manifestación de fuerza.
Pero aquella medida no podía, por sí misma, solucionar nada. Las razones que
llevaron a respetar la intervención alemana e italiana en España, seguían en
pie. La conferencia de Nyon sólo impidió que aquella intervención llegase a
adquirir la forma de un conflicto entre las grandes potencias.
El Extremo Oriente procuraba a los ingleses algunos otros motivos para
no decidirse a una acción de mayor magnitud en el Mediterráneo. En julio de
1937, la China y el Japón entraron en guerra. En menos de dieciocho meses,
establecieron su control a lo largo de toda la costa china, aislando al país de
cualquier ayuda exterior, y amenazando los intereses británicos en Shanghai y
en Hong-Kong. Una vez más, los chinos recurrieron a la Sociedad de
Naciones, pero aquella institución moribunda no pudo hacer otra cosa más
que trasladar el asunto a una reunión de potencias convocada en Bruselas. En
el caso de la Manchuria, los ingleses habían sido objeto de una desaprobación
moral, injustificada, al dar la impresión de que se oponían a la doctrina
americana de no-reconocimiento, en vez de demostrar que no prestaban
ninguna ayuda a la China. En Bruselas, se anticiparon al brindar un
incondicional apoyo a la China, apoyo que, sin duda, los americanos iban a
ofrecer. Pero los americanos no estaban dispuestos a hacer nada. Aspiraban a
la satisfacción moral del no-reconocimiento y a la satisfacción material de su
jugoso comercio con el Japón. El no-reconocimiento era un modo
inconsciente de empujar a los demás —particularmente a los ingleses—
contra el Japón. Los americanos se indignarían, los ingleses se limitarían a
mostrar una oposición pura y simple; la oferta no era muy tentadora. La
conferencia de Bruselas no hizo nada por ayudar a la China, ni siquiera
intervino contra la entrega de armas al Japón. Los ingleses mandaron algún
material a través de Birmania, pero se ocuparon sobre todo de consolidar su
posición en Extremo Oriente con vistas a las futuras dificultades. Es difícil
trazar de nuevo la correlación que existió entre los problemas de Europa y los
del Extremo Oriente, puesto que cada departamento del Foreign Office siguió
un camino distinto, pero lo cierto es que aquella correlación fue un hecho. Tan
sólo la Gran Bretaña trataba de ser una potencia mundial y una potencia
europea, lo cual estaba más allá de sus fuerzas. Las dificultades con las que
tropezaba en un terreno la frenaban cuando trataba de operar en el otro.
La conferencia de Bruselas tuvo igualmente una influencia decisiva en las
relaciones entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos. Inglaterra se había
establecido como principio el no tener nunca fricción alguna con los Estados
Unidos, y había mantenido su postura. En el curso de los años veinte, fue
incluso más lejos cuando trató de atraer a los Estados Unidos a los asuntos
europeos, y, por ejemplo, saludó con gozo la participación americana en las
cuestiones del desarme y de las reparaciones. Esta participación acabó con el
«aislacionismo» que acompañó a la victoria de Roosevelt y de los
demócratas. Los americanos estaban demasiado ocupados con el New Deal
para dedicarle algún tiempo a Europa o, incluso, al Extremo Oriente. Todo lo
que podían ofrecer era su desaprobación moral que se dirigía menos a los
dictadores que a los países que no eran capaces de oponerles resistencia.
Condenaron a Inglaterra y a Francia por no haber salvado a Abisinia, por su
timidez durante la guerra de España, por su cobardía, en general, ante Hitler.
Sin embargo, en ninguno de estos casos habían hecho ellos algo, excepto el
mantener una neutralidad que beneficiaba al agresor. La conferencia de
Bruselas demostró que otro tanto sucedería en Extremo Oriente. Las grandes
potencias fueron invitadas a aceptar la fórmula del no-reconocimiento por
deferencia hacia los Estados Unidos, pero éstos no ofrecieron su ayuda para el
supuesto de que aquéllas resistiesen al Japón. Muy por el contrario, llegado el
caso, los nipones hubieran vencido equipados con material americano.
El aislacionismo de América terminó con el aislamiento de Europa.
Algunos comentaristas académicos hicieron observar, muy justamente, que el
problema de los dos dictadores quedaría «resuelto» si las dos grandes
potencias mundiales, la Rusia soviética y los Estados Unidos, intervenían en
los asuntos europeos. Pero esto no pasaba de ser un deseo, no una política.
Los estadistas occidentales se habrían sentido muy felices si hubiesen
obtenido el apoyo material de allende el Atlántico. No llegó una oferta tal.
Los Estados Unidos estaban inermes, excepto en el Pacífico, y la legislación
sobre la neutralidad les vedaba cualquier actuación, incluso la de servir como
base de avituallamiento. El presidente Roosevelt no podía hacer más que dar
consejos, y esto era precisamente lo que los estadistas occidentales temían.
Las recomendaciones de Roosevelt les atarían las manos para tratar con Hitler
y con Mussolini, y les impedirían llevar adelante las concesiones que estaban
dispuestos a hacer. La Gran Bretaña y Francia tenían un buen caudal ético, lo
que les faltaba era la fuerza material. No podían esperar que les llegase de los
Estados Unidos.
La colaboración con la Unión Soviética planteaba otros problemas. Los
estadistas rusos no querían, o, al menos eso era lo que parecía, más que
representar un papel en Europa. Apoyaban la Sociedad de Naciones,
predicaban la seguridad colectiva, se convertían en España en paladines de la
causa republicana… Sus verdaderas intenciones eran oscuras. ¿Sentían un
auténtico entusiasmo por la seguridad colectiva o bien creían que
impulsándola llevarían a las potencias occidentales a una difícil situación?
¿Tenía Rusia alguna fuerza efectiva? En caso afirmativo, ¿llegaría a usarla? El
gobierno soviético adoptó una línea irreprochable en el comité de no-
intervención. Otra cosa sucedía en España, donde la ayuda rusa servía para
establecer una dictadura comunista sobre las fuerzas democráticas. Los
estadistas occidentales pensaban que la guerra de España terminaría pronto si
Rusia abandonaba la causa de la República. Prácticamente eran, pues, los
rusos y no los dictadores fascistas los que parecían perturbar la paz. El fin de
la política occidental, que Eden había definido, era «la paz a cualquier
precio». La presencia de la Unión Soviética y de los Estados Unidos hacía
difícil pagar aquel precio. Las potencias occidentales podían indignarse, pero,
en definitiva, tenían que vivir con los dos dictadores. Los estadistas
occidentales querían que Europa solucionase por sí misma sus asuntos, sin
que se les hablara constantemente de democracia, de seguridad colectiva y de
la santidad de los tratados.
Quizá también existía una irritación contra toda injerencia exterior, un
deseo, formulado sólo a medias, de mostrar que los Estados europeos seguían
siendo unas grandes potencias. La llamada al Nuevo Mundo para que
equilibrase la balanza del Viejo ya había sido hecha en el curso de la Primera
Guerra Mundial. La intervención americana se había mostrado decisiva y
había hecho posible la victoria. Veinte años más tarde no parecía que el
desenlace fuera a ser tan feliz. Aquella victoria no había resuelto la cuestión
alemana; la Gran Bretaña y Francia se encontraban nuevamente enfrentadas al
problema, que se presentaba más insoluble que antes. Y, después de la
experiencia anterior, ¿no habría sido preferible llegar a un compromiso con la
Alemania más o menos moderada de 1917? En último extremo, ¿no habría
que buscar el compromiso para el futuro? Incluso si era posible animar a los
Estados Unidos a una intervención, éstos se retirarían en seguida de Europa
inmediatamente después de terminado el conflicto, y las potencias
occidentales tendrían, una vez más, que arreglárselas a solas con Alemania.
En cuanto a una intervención soviética, ¿qué era más de temer: su éxito o su
fracaso? Alemania adquiriría una fuerza intolerable si vencía a los rusos. Pero
aún era peor la otra posibilidad: representaría el comunismo en toda Europa.
Los estadistas occidentales querían mantener el statu quo en la medida de lo
posible, y no podían alcanzar su aspiración ni con la ayuda americana ni con
la ayuda rusa.
Ésta fue la gran decisión de aquellos años de paz inacabada.
Probablemente, en tiempos normales, ni la Rusia soviética ni los Estados
Unidos se habrían aproximado por nada del mundo a Europa. Por razones que
entonces parecían convincentes, los estadistas occidentales se esforzaron en
mantenerlos al margen. Los dirigentes de Europa se comportaron como si
hubiesen vivido en la época de Metternich o de Bismarck, cuando Europa era
el centro del mundo. El destino europeo se resolvía en un círculo estrecho.
Las negociaciones para la paz seguían siendo llevadas por las potencias
europeas. La guerra, si llegaba a producirse, sería una guerra europea.
CAPÍTULO VII

EL ANSCHLUSS Y EL FIN DE AUSTRIA


Exactamente dos años separaron el período que siguió a la Primera Guerra
Mundial del que precedió a la Segunda. La «postguerra» terminó el 7 de
marzo de 1936, cuando Alemania volvió a ocupar la Renania. La
«anteguerra» comenzó el 13 de marzo de 1938, cuando se anexionó Austria.
A partir de aquel momento, los cambios y las transformaciones se sucedieron
casi sin interrupción hasta la reunión en Potsdam, en julio de 1945, de los
representantes de las potencias vencedoras. ¿Qué es lo que hizo estallar la
tormenta y desencadenar la marcha de aquellos acontecimientos? La respuesta
que se acepta unánimemente es categórica: Hitler. Se está igualmente de
acuerdo sobre el momento en que lo hizo: el 5 de noviembre de 1937.
Poseemos un informe de lo que declaró aquel día, es el Memorándum de
Hossbach, llamado así en atención al nombre del coronel que lo redactó. Se
supone que este informe revela los planes de Hitler. Fue muy utilizado en
Núremberg; «facilitó un resumen de la política exterior alemana entre los
años 1937 a 1938», dicen los editores de los Documentos sobre la política
exterior alemana[1]. Conviene, pues, examinarlo con detalle; tal vez
encontremos en él la explicación de la Segunda Guerra Mundial o, tal vez,
sólo el origen de una leyenda.
En la tarde de aquel 5 de noviembre de 1937, se celebró una conferencia
en la Cancillería. Asistieron a ella: Blomberg, Ministro de la Guerra; Neurath,
Ministro de Asuntos Exteriores; Fritsch, Comandante en Jefe del Ejército;
Raeder, Comandante en Jefe de la Marina, y Göring. Comandante en Jefe de
la Aviación. Fue, sobre todo, Hitler quien habló. Empezó con unas palabras
sobre la necesidad que tenía Alemania de un Lebensraum. No precisó en
dónde lo encontraría —probablemente en Europa, aunque cupiera pensar en
unas colonias—. Pero eran necesarias unas tierras de nadie. «Alemania tiene
que hacer frente a dos antagonistas odiosos: Inglaterra y Francia… Su
problema sólo puede ser resuelto por la fuerza, lo cual no deja de entrañar
riesgos». ¿Cuándo y cómo se recurriría a la fuerza? Hitler planteó tres
«supuestos». El primero sería el «período 1943-45». Después de 1945, la
situación empeoraría; 1943 sería el momento de actuar. El segundo supuesto
era una guerra civil en Francia; si se producía, «habría llegado el momento de
atacar a los checos». El tercero era una guerra entre Francia e Italia. Podía
estallar en 1938, y entonces «nuestro objetivo será acabar con Checoslovaquia
y con Austria al mismo tiempo». Ninguno de los tres supuestos se realizó y
por consiguiente no pudieron facilitar el trazado del plan preparatorio de la
política alemana. Hitler no volvió a insistir sobre ello. Siguió tratando de
demostrar que Alemania conseguiría sus objetivos sin necesidad de recurrir a
una gran guerra; en apariencia, la fuerza significaría para él la amenaza de la
guerra, no forzosamente la guerra misma. Las potencias occidentales se
encontrarían demasiado entorpecidas e intimidadas para intervenir. «Casi con
seguridad, Inglaterra y, muy probablemente, Francia, habían borrado ya a los
checos de su lista y se habían hecho a la idea de que esta cuestión con
Alemania se aclararía en circunstancias normales». Ningún otro país
intervendría. «Polonia, con Rusia a sus espaldas, abrigaría pocas intenciones
de lanzarse contra una Alemania victoriosa». El Japón mantendría a Rusia en
jaque.
El planteamiento de Hitler fue una especie de sueño, sin relación alguna
con lo que habría de producirse en la realidad. Incluso en el caso de que sus
intenciones fuesen sinceras, sus palabras no encerraban una llamada a la
acción, cuando menos, no encerraban una amenaza de una gran guerra, sino
una prueba de que la guerra no era necesaria. A pesar de las indicaciones
preliminares sobre el período 1943-1945, el núcleo concreto de exposición
estaba en el examen de las posibilidades para obtener un triunfo pacífico en
1938, en un momento en que Francia habría de tener otras preocupaciones.
Los demás participantes en la conferencia se mostraron escépticos. El ejército
francés, subrayaron los generales, seguiría siendo superior al alemán, incluso
en el supuesto de que tuviese que enfrentarse simultáneamente a Italia.
Neurath puso en duda la inminencia de un conflicto mediterráneo entre
Francia e Italia. Hitler desechó estas objeciones: «Estaba convencido de que
Inglaterra se abstendría de intervenir, y, por consiguiente, no creía en la
probabilidad de una acción beligerante de Francia contra Alemania». Esta
exposición un tanto incoherente permite sólo llegar a una conclusión: Hitler
contaba con que algún toque de la Fortuna le proporcionase un éxito en
política exterior, del mismo modo que un milagro le había permitido
convertirse en Canciller alemán en 1933. No tenían plan concreto alguno, ni
directiva para la política alemana de los años 1937 y 1938. O, si tenía una
directiva, dependía de los acontecimientos[2].
Entonces, ¿por qué Hitler celebró la conferencia? La cuestión no llegó a
plantearse en Núremberg ni ha sido abordada por los historiadores. Sin
embargo es una obligación elemental de la disciplina histórica el preguntarse
no sólo lo que un documento es en sí, sino por qué ha nacido. La reunión del
5 de noviembre de 1937 resultó bastante curiosa en cuanto a sus participantes.
Sólo Göring era nazi. Los demás eran conservadores de la vieja escuela que
habían permanecido para ejercer un control sobre Hitler; todos, excepto
Raeder, serían despachados a los tres meses. Hitler sabía que, salvo Göring,
los demás se oponían a su política, y, en cuanto a Göring, tampoco le
inspiraba demasiada confianza. ¿Por qué reveló sus pensamientos más
íntimos a unas personas de las cuales no se fiaba y de las que pronto se habría
de separar? La respuesta es fácil: porque no revelaba sus pensamientos
íntimos. No existía crisis extranjera alguna que justificase tan larga discusión
ni tan importantes decisiones. La conferencia no fue sino una maniobra de
política interior. Se avecinaba una tormenta. El genio financiero de Schacht
había permitido el rearme y el pleno empleo, pero Schacht se ponía nervioso
ante el acentuamiento del problema militar. Hitler lo temía y no podía
responder a sus argumentos financieros. Sabía únicamente que eran falsos y
que el régimen nazi no podía perder su impulso. Hitler pretendía aislar a
Schacht del resto de los conservadores y debía conseguir, pues, que éstos
apoyasen el aumento del programa. Su discurso sobre geopolítica no tenía
otro fin. El Memorándum de Hossbach lo demuestra. «La segunda parte de la
conferencia se consagró a las cuestiones de armamentos», dice en su último
párrafo. Ésta era, indiscutiblemente, la razón por la cual se había convocado
la conferencia.
Los propios participantes llegaron a la misma conclusión. Una vez se
hubo marchado Hitler, Raeder se lamentó de que la Marina alemana no fuese
lo suficientemente fuerte como para poder pensar en una guerra con varios
años de antelación. Blomberg y Göring se lo llevaron aparte para explicarle
que la única finalidad de la conferencia era obligar a Fritsch a reclamar un
programa de armamentos más desarrollado. Neurath no hizo ningún
comentario por el momento. Se dice que no se dio cuenta de la malicia de
Hitler hasta pasados algunos días y, entonces, sufrió «varios ataques cardíacos
graves». De estos ataques no se tuvo noticia hasta 1945, cuando Neurath era
juzgado como criminal de guerra; en 1937 no había dado señal alguna de
mala salud, ni tampoco la dio en el curso de los años siguientes. Fritsch
redactó una nota, en la que insistía para que no se expusiese el ejército a un
riesgo de guerra con Francia, y se la entregó a Hitler el 9 de noviembre. Hitler
replicó que no existía verdadero riesgo y que lo mejor que podía hacer Fritsch
sería acelerar el rearme, antes que mezclarse en cuestiones políticas. A pesar
de este exabrupto, la maniobra de Hitler había alcanzado su meta; a partir de
aquel momento, Fritsch, Blomberg y Raeder no sintieron la menor simpatía
por los escrúpulos financieros de Schacht. Por otra parte, ninguno de los
participantes en la conferencia volvió sobre el asunto hasta el momento en
que el informe fue presentado en Núremberg como prueba de la culpabilidad
de Göring. A partir de este momento, el Memorándum pasó a ocupar un
primer plano en las investigaciones históricas. Constituye la base de aquella
opinión según la cual nada nuevo queda por descubrir en cuanto a los
orígenes de la Segunda Guerra Mundial. Se afirma que Hitler decidió la
guerra y ultimó sus detalles el 5 de noviembre de 1937. Sin embargo, el
Memorándum no contiene ningún plan de tal especie y nunca, antes de que
fuera presentado en Núremberg, se estimó que lo contuviera. Nos informa
sobre lo que ya sabíamos: que Hitler (como todo estadista alemán) pretendía
hacer de Alemania la potencia dominadora de Europa y que se entregaba a
ciertas especulaciones sobre la manera de conseguirlo. Estas especulaciones
eran falsas. No guardan relación alguna con la ruptura de hostilidades que se
produjo en 1939. Las hipótesis que se han montado sobre la conferencia se
han revelado falsas. Hitler no hizo planes ni para la conquista del mundo ni
para nada. Supuso que los demás le facilitarían las oportunidades y que él
sabría aprovecharlas. Aquéllas que, en noviembre de 1937, supuso que se le
presentarían, no se le presentaron; pero tuvo otras. Se impone, pues, encontrar
al hombre que dio una ocasión a Hitler y que, por consiguiente, fue el primer
impulsor de la guerra. Neville Chamberlain es sin duda un candidato para
cubrir ese vacío. Desde que, en mayo de 1937, subió al poder, decidió hacer
algo. Por supuesto, algo para impedir la guerra, no para desencadenarla, pero
no creía que pudiese ser impedida sin hacer nada. Le disgustaba la política
escéptica y fácil de Baldwin y no tenía ninguna fe en el idealismo vacilante
que emanaba de la Sociedad de Naciones y que Eden llevaba adelante sin
demasiada convicción. Chamberlain insistió sobre la necesidad de aumentar
los armamentos de la Gran Bretaña. Al mismo tiempo lamentó los gastos que
dicho aumento llevaba consigo y que él no estimaba necesarios. A su juicio, la
carrera de los armamentos procedía de un error de las grandes potencias, no
de unas rivalidades profundas ni del siniestro deseo de dominar el mundo. Los
países que no estaban satisfechos —en particular Alemania—, tenían
legítimos motivos de queja que era necesario satisfacer. Aceptaba, hasta cierto
punto, el planteamiento marxista, que muchas personas que no eran marxistas
habían adoptado, y que pretendía que el descontento alemán procedía de
causas económicas, tales como la falta de acceso a los mercados extranjeros.
Aceptaba aun más convencido el parecer de los «liberales», según el cual los
alemanes eran víctimas de una injusticia; Chamberlain veía dónde estaba la
injusticia. Existían seis millones de alemanes en Austria, a los cuales se les
había cerrado el camino de la reunificación en virtud de los tratados de 1919;
otros tres millones vivían en Checoslovaquia y a estos tres millones de
alemanes no se les había pedido nunca su opinión; por último cabía recordar
las 350 000 personas de Dantzig que, sin duda, eran alemanes. La experiencia
universal y reciente demostraba que el descontento nacional no puede ser
desafiado ni reducido al silencio; el propio Chamberlain tenía que admitirlo
por lo que se refería a Irlanda y a la India. Era una creencia extendida, aunque
no la apoyasen los hechos, que se debía satisfacer a los pueblos y que tenían
que ser pacíficos una vez que hubiesen sido atendidas sus reivindicaciones.
Esto era todo un programa para la pacificación de Europa. El programa
fue ideado por Chamberlain, nunca impuesto por Hitler. Sólo dos grupos no
estaban de acuerdo. Uno, pequeño, rechazaba la validez de las
reivindicaciones nacionales. La política debía venir determinada por
cuestiones de fuerza, no de ética, y el nacionalismo debía subordinarse a la
seguridad. No hacía mucho que Churchill había emprendido, completamente
solo, una campaña contra las concesiones a la India, de la cual derivó
lógicamente su oposición a las concesiones a Alemania. Vansittart y algunos
otros altos funcionarios del Foreign Office pensaban sensiblemente lo mismo.
Pero aquella manera de ver las cosas chocaba con la de la mayoría de los
ingleses y, a causa de su aparente cinismo, impedía a sus representantes el
ejercicio de alguna influencia sobre la política. Se sostenía que durante la
Primera Guerra Mundial, e incluso después, se había empleado la fuerza. Al
fracasar la fuerza, debía ser reemplazada por la moral. Otro grupo, más
numeroso, integrado sobre todo por los liberales y por los laboristas,
consideraba como justas las reivindicaciones alemanas, pero creía que no
podrían ser satisfechas en tanto Hitler se mantuviese en el poder. Este núcleo
detestaba a Hitler por la tiranía que ejercía en el interior de su país,
particularmente por la persecución de los judíos, pero atacaba sobre todo su
política exterior, que tendía a la conquista, no a la consecución de que
Alemania fuese juzgada de acuerdo con un criterio imparcial. Se podría haber
respondido a esto que la no-injerencia en los asuntos de otro país estaba
dentro de una larga tradición británica, que había sido predicada por John
Bright y por el padre de Chamberlain, en su época radical, y que Chamberlain
adoptaba, con respecto a la Alemania nazi, la misma actitud que los laboristas
reclamaban para con la Rusia soviética. Se podía objetar, igualmente, que el
hitlerismo era un fruto de «Versalles» y que perdería su carácter amenazador
no más se hubiese acabado con «Versalles». Eran todos estos argumentos
poderosos, pero no decisivos. Quedaban todavía muchas personas que querían
resistir a Hitler, pero su posición presentaba un punto débil: admitían la
justicia de sus supuestas reivindicaciones, pero le negaban el derecho a
formularlas. Trataban de distinguir entre Alemania y Hitler, subrayando que la
primera tenía razón y que el segundo estaba equivocado. Por desgracia, los
alemanes no estaban dispuestos a aceptar esta distinción.
En todo caso, Chamberlain creía que su programa resultaría válido.
Aspiraba a la pacificación general de Europa, y le movía en su anhelo la
esperanza, no el miedo. No se le ocurrió pensar que Gran Bretaña y Francia
eran incapaces de oponerse a las peticiones alemanas; más bien creía que los
alemanes, y Hitler en particular, manifestarían su agradecimiento por las
concesiones voluntarias que se le habrían hecho —concesiones que, si Hitler
no respondía con idéntica buena voluntad, podrían ser anuladas—.
Chamberlain tomó como primer consejero para asuntos exteriores a Sir
Horace Wilson, conciliador profesional que se había labrado una reputación
en los litigios industriales; cuando contó con su nuevo consejero, prestó poca
atención a las opiniones del Foreign Office. Se acercó a Hitler por vez
primera por medio de Lord Halifax, a la sazón Lord Presidente, y no por
medio de Eden, Secretario de Asuntos Exteriores. Halifax tenía un don
particular: el de encontrarse siempre en medio de los acontecimientos, dando
al mismo tiempo la impresión de no tener ninguna relación con ellos.
Chamberlain, y todos cuantos estuvieron asociados a la política británica de
antes de la guerra, quedaron irremediablemente desacreditados cuando se
produjo el choque. Halifax, cuya responsabilidad sólo fue menor, las más de
las veces, a la de Chamberlain, salió indemne y pudo ser propuesto con la
mayor seriedad por Jorge VI y por otros muchos —incluidos los dirigentes
laboristas— como jefe de un gobierno de salvación nacional. Es imposible
explicar cómo pudo suceder semejante cosa.
El 19 de noviembre de 1937, Halifax tuvo un encuentro con Hitler en
Berchtesgaden. Fue una visita totalmente improvisada: oficialmente, Halifax
había acudido a Alemania para ver una exposición sobre caza que se
celebraba en Berlín. Halifax dijo a Hitler todo lo que éste deseaba oír. Alabó a
Alemania en cuanto a «baluarte de Europa contra el bolchevismo», y expresó
su simpatía por alguna de las reclamaciones alemanas. Señaló, en particular,
algunas cuestiones sobre las que «con el tiempo podrían llegar a ser posibles
ciertas modificaciones»; se refería a Dantzig, Austria y Checoslovaquia.
«Inglaterra estaba interesada en que todos los cambios fuesen fruto de una
evolución pacífica, y en evitar los métodos capaces de producir alguna
perturbación que llevase consigo grandes consecuencias»[3]. Hitler le
escuchó, y, de vez en cuando, se puso a divagar. Se mantuvo a la expectativa,
según era costumbre en él, aceptando las ofertas que se le hacían, pero sin
formular ninguna petición. Las palabras de Halifax no fueron más que una
confirmación de lo que el propio Hitler había dicho a los generales quince
días antes: Inglaterra no trataría de mantener la organización existente en la
Europa central. Se había añadido una condición: los cambios debían
producirse sin una guerra general («alguna perturbación que llevase consigo
grandes consecuencias»). Esto era exactamente lo que Hitler quería. Las
observaciones de Halifax, si es que tenían algún sentido, le invitaban a
fomentar una agitación nacionalista en Dantzig, en Checoslovaquia y en
Austria y le aseguraban que aquella agitación no sería contrariada desde el
exterior. No fueron las de Halifax las únicas incitaciones hechas a los
alemanes; Eden declaró a Ribbentrop: «En Inglaterra, todo el mundo reconoce
que algún día debería establecerse un vínculo más estrecho entre Alemania y
Austria»[4]. Otro tanto puede decirse de los franceses. Papen, de paso por
París, «se extrañó al oír» que Chautemps, Presidente del Consejo, y Bonnet, a
la sazón Ministro de Finanzas, «consideraban susceptible de discusión una
nueva orientación de la política francesa en Europa central». No tenían
«objeciones que hacer a que se extendiese a Austria la influencia alemana,
siempre que esto se realizase por la vía de la evolución», ni a Checoslovaquia,
«sobre la base de una reorganización en una nación de nacionalidades»[5].
Todo lo que antecede reforzaba la convicción de Hitler de que encontraría
poca oposición por parte de la Gran Bretaña y de Francia; pero no quedaba
resuelto el problema de la estrategia práctica: de qué modo se habría de
presentar la extensión del poderío alemán como resultado, según las palabras
de Halifax, «de unos acuerdos razonables, obtenidos razonablemente».
Alemania podía ocupar Checoslovaquia y Austria, pero era más difícil llevar
a ambos países a la consumación de un suicidio, que es lo que deseaban los
estadistas ingleses y franceses. Las incitaciones de Londres y París ofrecían
otra dificultad al cargar el acento sobre Austria. Hitler, cuando se planteaba
las cosas en un terreno práctico, pensaba en invadir primero Checoslovaquia,
orden de prioridad que se reflejaba ya en el Memorándum de Hossbach. Los
checos tenían un ejército poderoso y algún sentido político; podían, pues,
inclinarse a ayudar a Austria. Los austríacos no tenían ni una ni otra cosa, y
en ningún supuesto socorrerían a Checoslovaquia. Además —y éste era el
punto más importante—, Mussolini no se interesaba por este último país, en
tanto le preocupaba muy seriamente la independencia austríaca; los ingleses y
los franceses tal vez no lo olvidaban cuando situaban la cuestión austríaca en
primer término. Hitler no tenía ninguna intención de complacerlos: relegó
decididamente este asunto a un último plano. En el otoño de 1937, estimuló la
agitación alemana en Checoslovaquia, y la desalentó en Austria, declarando
resueltamente: «Seguiremos buscando una solución por la vía evolutiva»[6].
Hitler no deseaba empezar por Austria. Estaba lejos de tomar semejante
iniciativa, que tampoco nacería de los estadistas ingleses o franceses. Halifax
y los demás hicieron, en el curso de diversas declaraciones conciliadoras, una
simple propuesta académica, como Hitler lo hiciera en su conferencia del 5 de
noviembre: sería grato, se venía a decir, que Alemania extendiese
pacíficamente su hegemonía sobre sus dos vecinos. Ni los políticos
occidentales ni Hitler precisaron el método para conseguir aquella hegemonía.
Fueron simples palabras.
Sin embargo, de alguien tuvo que partir la iniciativa. Quizá sea necesario
buscar en el bando austríaco. Schuschnigg seguía siendo el Canciller de una
Austria oficialmente independiente, pero que venía sufriendo no pocas
molestias desde la conclusión del gentleman’s agreement del 11 de julio de
1936. El Canciller austríaco supuso ingenuamente que aquel acuerdo, por el
contrario, acabaría con sus preocupaciones. Austria proclamaría su carácter
alemán, un cierto número de respetables representantes de la «oposición
nacional» se incorporaría al gobierno, y los nazis que habían sido detenidos
serían puestos en libertad. Terminaría, así, la agitación y las conspiraciones;
se acabarían las armas ocultas y la propaganda ilegal. Schuschnigg se vio
pronto decepcionado. La agitación nazi siguió como antaño; ni siquiera las
órdenes de Hitler pudieron poner fin a ella. Los colegas del Canciller
empezaron a intrigar con Berlín y a oponérsele. Entonces, Schuschnigg se
lamentó a su antiguo jefe y protector, Mussolini, y recibió de él poco
consuelo. A Mussolini le gustaba representar el primer papel, el de garante de
la existencia austríaca —algo así como un Metternich, pero al revés, que
vengara las humillaciones que Italia había sufrido un siglo antes—. Mussolini
escuchó las advertencias de los dirigentes fascistas —empezando por las de su
yerno, Ciano, Ministro de Asuntos Exteriores—, según las cuales Hitler era
un socio peligroso, capaz de acabar con Italia, una vez que hubiese devorado
a las demás potencias. Pareció que les prestaba atención, pero, cuando hubo
de decidir, no hizo caso de sus consejeros. En el fondo Mussolini era el único
espíritu realista del fascismo italiano, el único que comprendía que Italia tenía
poco poderío real y que sólo podría aparentar grandeza en tanto fuese
servidora de Hitler. Ya podía hablar de seguir una política independiente o de
defender los intereses italianos en la Europa central; en el fondo, se daba
perfecta cuenta de que, llegado un momento de crisis, debería dejar a Hitler
que actuase. Se mostró, pues, impaciente con Schuschnigg, el hombre que se
venía tomando en serio sus pretensiones. A pesar de sus bravatas, se
encontraba exactamente en la misma situación que los estadistas occidentales:
estaba dispuesto a abandonar Austria con tal que la absorción de aquel país se
hiciese pacífica y decentemente. Schuschnigg no recibió ningún apoyo
concreto, sólo el consejo de que se produjese razonablemente y de que
cuidase de que todo se mantuviera tranquilo.
Schuschnigg fue, sin embargo, víctima, la última víctima, de una ilusión
austríaca muy peculiar: el convencimiento de que la conciencia de Europa
llevaría a las potencias occidentales a intervenir, si las intrigas y la agitación
nacionalistas se manifestaban claramente. Los estadistas austríacos habían
abrigado esta ilusión a propósito del nacionalismo italiano, allá, a mediados
del siglo XIX, y a propósito del nacionalismo de los eslavos del sur, en los
comienzos de los años veinte. En 1859, consideraron como algo axiomático el
que Cavour, una vez se demostrase su complicidad en la agitación
nacionalista, sería abandonado por Napoleón III e infamado por las demás
potencias; en julio de 1914, les pareció igualmente indudable que todas las
grandes potencias se desentenderían de Serbia si resultaba que el asesinato de
Francisco Fernando en Sarajevo era imputable a los agentes serbios. Para
cada uno de los casos, fueron encontrando pruebas que les parecieron
convincentes y, en cada uno de ellos se sintieron estimulados a seguir un
camino que habría de llevarlos al desastre: la derrota en la guerra de 1859 y la
disolución de la monarquía a raíz de la guerra mundial. Schuschnigg respiraba
el mismo aire. También él suponía que los nazis austríacos serían
universalmente condenados si podían aportarse pruebas decisivas contra ellos
—y serían condenados por las potencias occidentales, por Mussolini, e,
incluso, por Hitler, que era, después de todo, el jefe oficial de un gobierno
legalmente constituido—. Y encontró las pruebas. En enero de 1938, la
policía austríaca ocupó el cuartel general de los nazis y descubrió en él los
planes detallados para una rebelión armada. Hitler ignoraba aquellos planes,
que habían sido elaborados a pesar de sus órdenes. En este sentido,
Schuschnigg tenía razón: los nazis austríacos actuaban por su propia cuenta.
Quedaba por ver si Hitler se excusaría por el celo intempestivo que habían
demostrado sus partidarios.
Fuese como fuere, Schuschnigg contaba con algo palpable. Faltaba ver
cómo lo utilizaría. El Canciller se fue con sus pruebas y con su problema a
Papen, Embajador de Alemania, quien, después de todo, era un caballero rico
y con título, un conservador de pura cepa y un católico más o menos
irreprochable. Aquellos documentos no podían dejar de conmoverlo. Y,
efectivamente, las quejas de Schuschnigg le sonaron a Papen como música
celestial. A él también le molestaba la acción clandestina de los nazis de
Austria, porque ponía en situación dudosa su propia buena fe y perturbaba sus
esfuerzos para llegar a una «solución por la vía evolutiva». Berlín había
desdeñado todas sus advertencias. Schuschnigg ponía en sus manos algo con
que poder sostenerlas. Papen le sugirió que fuese inmediatamente a exponer
personalmente sus quejas a Hitler. ¿Quién podría decir cuáles eran las
intenciones del embajador? Quizás esperase que Hitler amonestase a los
extremistas o que Schuschnigg se viese obligado a hacer nuevas concesiones
a la causa nacionalista. Es probable que pensase ambas cosas, y, en cualquier
caso, Papen saldría ganancioso: desacreditaría a sus rivales poco dóciles o
aumentaría su prestigio. Conseguiría pacíficamente un éxito como
pacíficamente había llevado a Hitler al poder. Sin embargo, aquel 4 de
febrero, Papen recibió una llamada telefónica de Berlín: se le informó de que
era relevado de sus funciones.
La destitución de Papen no tenía nada que ver con el problema de Austria,
sino que era un efecto accidental del conflicto entre Hitler y Schacht. El 8 de
diciembre de 1937, éste había presentado la dimisión. Hitler, que no deseaba
revelar la ruptura, mantuvo el asunto en silencio. Inopinadamente se le
presentó una solución. El 12 de febrero, Blomberg, Ministro de la Guerra, se
casó, y Hitler y Göring actuaron como testigos. Inmediatamente después,
Himmler, jefe de la policía secreta, demostró, con pruebas en la mano, que la
nueva señora de Blomberg era una antigua prostituta, y que tenía un buen
expediente judicial. Nunca sabremos si todo fue una racha de suerte o si se
trató de una intriga montada en todos sus detalles. Poco importa, puesto que el
resultado fue el mismo. Hitler se indignó de haber representado un papel en
aquella ceremonia. Los generales se indignaron de la conducta de Blomberg,
insistieron para que abandonase su puesto y propusieron a Fritsch como
sustituto. Pero éste era un antinazista aun más convicto. Había que eliminarlo
y Himmler facilitó, complacido, pruebas, completamente falsas, de que era
homosexual, pero que en medio del barullo general fueron de momento
creídas. Hitler había hecho una buena barrida: Blomberg desaparecía de
escena y el propio Führer ocupó su lugar. Todos los conservadores que
todavía se mantenían en sus puestos fueron igualmente separados de sus
funciones. Ribbentrop sustituyó a Neurath; Papen y Hassel, Embajador este
último en Italia, fueron relevados de sus funciones. Y, lo que era más
importante, podía, ahora, pasar inadvertida la dimisión de Schacht. Éste era,
por supuesto, el fin de toda aquella maquinación, pero nadie, o casi nadie, con
semejante desbarajuste, llegó a darse cuenta de nada.
En Berlín, los «despedidos» dejaron sus puestos sin protestar. Neurath se
convertiría, tiempo después, en «Protector» de Bohemia; los demás se
esfumaron de la vida pública. Tan sólo Papen permaneció impávido. Había
conocido ya muchos momentos difíciles, muy especialmente el 30 de junio de
1934, pero de todos había salido airoso y contaba que lo mismo le ocurriría
esta vez. El 5 de febrero se fue a Berchtesgaden para ver a Hitler y, en
apariencia, para despedirse de él. Habló de los éxitos que había conseguido en
Austria, describió las dificultades que aguardaban a su sustituto y, de paso,
dio a entender en el curso de la conversación, que Schuschnigg quería
reunirse con Hitler. Sin duda, esta magnífica ocasión se perdería. El efecto
que estas palabras produjeron en Hitler fue el que esperaba Papen. El Führer
se preguntaba sombríamente cómo iba a presentar ante el Reichstag,
convocado para el 20 de febrero, la marcha de Schacht. Y he aquí que se le
presentaba un espléndido motivo para distraer la atención de la asamblea: la
visita de Schuschnigg constituiría un éxito bastante para que perdiese
importancia cualquier posible objeción sobre el asunto de Schacht. Hitler
tomó inmediatamente una decisión: «¡Excelente idea! Sírvase volver
inmediatamente a Viena y arregle una entrevista para los próximos días»[7].
Papen fingió oponer alguna resistencia: ya no era embajador. Hitler insistió y
el otro terminó por aceptar. El 7 de febrero volvía a estar en Viena llevando
consigo la invitación. Schuschnigg no vaciló. La idea de la entrevista le
pertenecía, o, al menos, así lo creía. Papen garantizaba que todo iría bien. El
12 de febrero, el Canciller austríaco llegó a su vez a Berchtesgaden; Papen ya
estaba allí. La cuestión austríaca estaba en marcha. La iniciativa no había sido
de Hitler, pero, como siempre, cogió la ocasión por los pelos. No se había
planeado ninguna agresión; se habían improvisado las cosas a toda prisa.
Papen, y no Hitler, había puesto en marcha el asunto, y lo hizo por razones de
prestigio personal. El azar, sin duda, se había valido de él para que apretase el
botón; sin embargo, no podemos por menos que admitir que el hombre que,
por ligereza, había llevado a Hitler al poder, fuese el mismo que, también por
ligereza, lanzase a Alemania hacia la dominación de Europa.
Schuschnigg contaba con aparecer en Berchtesgaden como defensor de
sus justas quejas, sin ofrecer, en ningún caso, concesiones a los nacionalistas
respetables como no fuera a cambio de una condena de los extremistas. El
plan se vino por tierra. Hitler consideraba que el ataque era la mejor de las
defensas y dio primero. No más llegar, Schuschnigg se vio abrumado por las
acusaciones que se le lanzaban por no haber hecho honor al «gentleman’s
agreement» del 11 de julio de 1936. Fue Hitler quien estableció las bases de la
futura colaboración. Schuschnigg nombraría Ministro del Interior a Seyß-
Inquart, nacionalista al que se consideraba respetable, y le confiaría la
autoridad sobre la policía. Austria pondría su política económica y su política
exterior de acuerdo con las de Alemania. Schuschnigg opuso algunas
objeciones de índole constitucional: no podía comprometerse a nada sin
consultar con su gobierno y con el Presidente. Hitler lo trató duramente: llamó
con ostentación a algunos generales alemanes que esperaban fuera. Sin
embargo, a pesar de la grosería de los métodos del Führer, Schuschnigg
obtuvo la mayor parte de lo que quería. Sus escrúpulos fueron respetados: en
la redacción final de las conclusiones se dejó sólo entrever que él «apoyaría
las siguientes medidas…». Seyß-Inquart no era peor que cualquiera de los
demás nacionalistas que ya estaban en el gobierno y, además, era un antiguo
condiscípulo del Canciller. Schuschnigg había reconocido hacía tiempo que
Austria era un «Estado alemán», lo que implicaba una coordinación de las
políticas de los respectivos países. Se le hizo una concesión que, para él, era
capital: la actividad ilegal de los nazis austríacos fue desautorizada, y se
admitió que los que llegasen a ser considerados como indeseables, «fuesen
obligados a trasladar su residencia al Reich».
El acuerdo del 12 de febrero no constituyó el final de Austria; fue sólo un
paso hacia la «solución por la vía evolutiva» que Hitler había adoptado.
Schuschnigg, una vez estuvo fuera de la presencia de Hitler, no intentó
desprestigiar el acuerdo. Muy por el contrario, hizo que fuese debidamente
confirmado por el gobierno austríaco. Por su parte, Hitler pensó que la crisis
había quedado resuelta. El 12 de febrero dijo a sus generales que tenían que
ejercer «una presión militar que se pareciese a la acción» hasta el día 15, y
que, pasada esta fecha, podían dejar de mantener la ficción. El día 20, Hitler
habló en el Reichstag. Su principal cuidado consistió en explicar la expulsión
de los ministros conservadores, pero el acuerdo del 12 le permitió extenderse
sobre un proyecto más grato. No se metió en modo alguno con Schuschnigg,
lo cual no habría dejado de hacer si hubiese tenido ya fraguada una agresión a
Austria. Muy por el contrario, anunció en tono amable que «una colaboración
amistosa entre los dos países, en todos los terrenos, está asegurada para el
futuro», y concluyó: «Quisiera agradecer al Canciller austríaco en mi propio
nombre y en el de todo el pueblo alemán, su espíritu de comprensión y su
condescendencia». A partir del día siguiente, Hitler empezó a cumplir sus
compromisos: llamó a Leopold, jefe del movimiento clandestino austríaco, le
dijo que su actitud era «idiota» y le ordenó que abandonase Austria
acompañado por sus principales acólitos. Pocos días después volvió a verlo,
lo amonestó nuevamente y reafirmó: «Ha de adoptarse la solución por la vía
evolutiva, aunque hoy no pueda preverse la posibilidad de un éxito. El
protocolo firmado por Schuschnigg lleva implícitas tan graves consecuencias
que, si se aplica plenamente, el problema austríaco se resolverá de modo
automático»[8].
Hitler estaba satisfecho. No se preparó para la actuación; se limitó a
esperar su famosa solución automática. Los demás se resignaron con menos
facilidad a lo inevitable (o trataron de sacar provecho de lo inevitable). En
Italia, Mussolini se inclinaba siempre, a pesar de sus arrebatos de cólera, a
aceptar un éxito de Hitler; Ciano estaba menos dispuesto a representar el
papel de comparsa. Su sueño de llegar a una política exterior e independiente
no se realizó nunca, y, quizá, nunca pasó de ser un sueño. Fuese como fuere,
intentó explotar la situación. El 16 de febrero escribió a Grandi, Embajador en
Londres, indicándole que era la última oportunidad favorable de conseguir
una reconciliación con la Gran Bretaña: «Una vez se haya dado cumplimiento
al Anschluss… será cada vez más difícil que nos entendamos, incluso que
podamos hablar con los ingleses»[9]. Grandi aprovechó la ocasión; siempre
había deseado que la política italiana volviese a su línea tradicional, en la
medida en que un fascista podía respetar la tradición. También Chamberlain
se alegró. Pero Eden se opuso a la idea. Estaba ya resentido con Chamberlain
porque había rechazado, sin consultarle, una propuesta del Presidente
Roosevelt de reunir una gran conferencia internacional en la que fuesen
discutidos todos los motivos de agravio que imaginar se pudiera. Suponía, tal
vez con sinceridad, que semejante conferencia hubiese llevado a los Estados
Unidos a alinearse al lado de las potencias occidentales. Chamberlain temía,
con mayores razones, que fuese a repetirse la conferencia de Bruselas sobre el
Extremo Oriente: los Estados Unidos volverían a enunciar unos principios de
índole moral, y dejarían que Gran Bretaña y Francia se encargasen de
hacerlos aplicar por la fuerza.
El intento italiano de aproximación a Inglaterra llevó al paroxismo la
tensión existente entre Chamberlain y Eden. Éste no había olvidado la
humillación sufrida cuando la cuestión de Abisinia y la ruindad del comité de
no-intervención lo exasperaba. No podían entablarse conversaciones con los
italianos, insistió, en tanto éstos no hubiesen cumplido su promesa de retirar
los pretendidos voluntarios que luchaban en España. Chamberlain se
inclinaba a tolerar una victoria del fascismo en este país, siempre y cuando
pudiese obtener el apoyo de Italia para moderar a Hitler en sus aspiraciones
La disputa entre Eden y Chamberlain tuvo lugar el 18 de febrero en presencia
de Grandi. Eden se mantuvo firme en lo que se refería a los voluntarios
italianos en España. Chamberlain descartó estas objeciones con la anuencia y
la ayuda de Grandi. Eden presentó la dimisión dos días más tarde, y Halifax
ocupó su puesto, con el propósito de ejecutar la política de Chamberlain. El
precio que los italianos habían reclamado se pagó: se iniciaron de inmediato
unas conversaciones, de las que previamente se sabía que Italia obtendría
cuanto deseaba: sería reconocido el Imperio de Abisinia y los italianos
obtendrían un trato de igualdad en el Mediterráneo. No se trató de Austria.
Grandi indica al respecto que la actitud británica habría seguido siendo de
«resignación indignada»[10]. Y era así. Chamberlain no tenía la intención de
hacer nada por Austria, pero esperaba que el simple hecho de que se
entablasen aquellas conversaciones con los italianos movería a Hitler a dudar
y, tal vez, llegase incluso a lograrse que Mussolini opusiese alguna resistencia
a los planes del Canciller alemán. Pero no era tan fácil engañar a Hitler. Los
italianos lo tuvieron al corriente de las negociaciones y le aseguraron que no
se plantearía la cuestión de Austria: «Ellos no tolerarían una tentativa para
alterar las relaciones germanoitalianas»[11]. Italia no tenía otra alternativa;
carecía de medios para detener a Hitler. Así lo señaló Ciano el 23 de febrero:
«¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Entrar en guerra con Alemania? Al primer
disparo, todos los austríacos, sin excepción, se pondrían al lado de los
alemanes, contra nosotros»[12]. Indudablemente, Chamberlain no ofrecía a los
italianos un precio muy alto, pero también es cierto que nada habría llevado a
éstos a luchar por la tambaleante causa de la independencia austríaca.
Los acontecimientos que tenían a Londres por escenario fortalecieron la
confianza de Hitler. Sus adversarios se escabullían. El Eje imprimía, cada vez
en mayor grado, su sello a los asuntos europeos, y determinaba la política
europea. Sin embargo, el Führer seguía sin actuar, esperando, como siempre,
que el tiempo trabajase para él. Nuevamente, y por última vez, la iniciativa
vino de Schuschnigg. Vacilando, como embarazado, empezó a experimentar
algún resentimiento por el trato de que había sido objeto en Berchtesgaden, y
a sentirse molesto de su propia debilidad. Decidió detener la inevitable
marcha hacia una Austria nacionalsocialista, para lo cual lanzó un dramático
desafío. Quizá su embajador en París le asegurase que los franceses
intervendrían en caso de amenaza descarada. Quizá la idea fuese
exclusivamente suya. No podemos saberlo. El caso es que decidió emplear el
mismo método que Hitler: el plebiscito; un plebiscito en el que se preguntaba
al pueblo austríaco si deseaba seguir siendo independiente. El 7 de marzo,
Mussolini, que había sido consultado, contestó lacónicamente: «¡Es una
equivocación!». Schuschnigg no hizo caso de la advertencia. El día 8 anunció
el plan a sus ministros. El plebiscito tendría lugar tres días más tarde, el 12.
No había hecho ningún preparativo, ni había reflexionado sobre la manera de
dirigir la votación; lo único que quería era actuar rapidísimamente, antes de
que Hitler reaccionase. Fuese cual fuere la cuestión que se planteaba en el
plebiscito, todo el mundo sabía que se trataba de un desafío a aquél. Acababa
de sonar la hora del conflicto entre la Alemania nacionalista y la Austria
independiente. Schuschnigg habría podido meditar sobre las palabras que
antaño dirigiera Andrassy a otro Primer Ministro austríaco que se había
lanzado a una política atrevida: «¿Está preparado para apoyar su política con
los cañones? Si no es así, ¡no se embarque en ella!».
Hitler reaccionó como si le hubiesen pisado un callo. No había sido
advertido de la medida del Canciller austríaco, no había podido hacer ningún
preparativo. Estaba claro que la «solución por la vía evolutiva» acababa de
morir. Tenía que actuar o padecer una humillación, humillación que no podría
afrontar en un momento en el que acababa de eliminar de su gobierno a los
ministros conservadores. Convocó a toda prisa, en Berlín, a los jefes militares.
El ejército alemán no estaba todavía preparado para emprender una campaña
medianamente seria, pero las tropas estacionadas cerca de la frontera austríaca
recibieron orden de estar listas para franquearla el día 12. Hitler escribió una
carta a Mussolini[13] en la que se enumeraban las tentativas que se habían
llevado a cabo para llegar a un entendimiento con Schuschnigg y que
terminaba con estas tranquilizadoras palabras: «He trazado una frontera
definitiva… entre Italia y nosotros: el Brennero». El Príncipe de Hesse fue el
encargado de llevar la carta. Ribbentrop hizo sus visitas de despedida en
Londres; Neurath fue llamado para dirigir los asuntos rutinarios del
Ministerio de Asuntos Exteriores. Todo el peso del asunto austríaco cayó
sobre los hombros de Göring, el cual debería permanecer en Berlín cuando
Hitler se uniese a las fuerzas de ocupación.
Schuschnigg acababa de quitar el seguro a una bomba de efectos
retardados, y fue, sin embargo, el más sorprendido de la explosión. El 11 de
marzo se enteró de que la frontera entre Austria y Alemania había sido
cerrada. Siguiendo instrucciones de Göring, los ministros nacionalistas
reclamaron una anulación del plebiscito. Schuschnigg, desesperado, se volvió
hacia las potencias que no hacía mucho garantizaban la independencia
austríaca, pero recibió muy escasos consuelos. Mussolini se negó a responder
a su llamada telefónica. En Londres, Halifax declaró a Ribbentrop que la
amenaza de emplear la fuerza constituía un método intolerable. El efecto de
esta bravata se atenuó cuando Chamberlain observó que se podría trabajar
seriamente en la consecución de un acuerdo germanobritánico, «tan pronto
concluyese aquel desagradable asunto»[14]; aun más, en Berlín, Neville
Henderson manifestó, de acuerdo con Göring, que, «el doctor Schuschnigg ha
actuado con una precipitación loca»[15]. La única respuesta que Viena recibió
de Londres fue que el gobierno inglés no podía tomar sobre sí la
responsabilidad de dar un consejo que fuese susceptible de causar perjuicios a
Austria[16]. El gobierno francés se encontraba enfrentado, desde tres días
antes, a una crisis de política interior. Los ministros, que pasaban por una
situación precaria, decidieron tomar algunas «medidas militares» —es decir,
llamar a unos pocos reservistas— si los ingleses estaban de acuerdo. Como no
llegara la aprobación de Londres, no se llamó a ningún reservista.
Schuschnigg había sido abandonado por todos. En las primeras horas de la
tarde del 11 de marzo, consintió en retrasar el plebiscito. Esto no bastó.
Göring declaró por teléfono a Seyß-Inquart que los alemanes habían perdido
la confianza en Schuschnigg y que éste tenía que marcharse y ceder su puesto
a Seyß-Inquart. Fue éste un episodio único en la Historia: una crisis
internacional llevada del principio al fin por medio de amenazas telefónicas.
Schuschnigg dimitió, pero el presidente Miklas se negó a nombrar Canciller a
Seyß-Inquart —¡último gesto de la independencia austríaca!—. Por teléfono
nuevamente, Göring anunció que las tropas alemanas se detendrían en la
frontera tan sólo si Seyß-Inquart era nombrado Canciller antes de las 19 horas
30 minutos. Miklas mantuvo su negativa y Seyß-Inquart procedió a su propio
nombramiento a las 20 horas. Era demasiado tarde. Se le ordenó que
reclamase la ayuda alemana para mantener el orden, lo que hizo por medio de
un telegrama a las 21 horas, 10 minutos. Hitler no había esperado esta
petición de ayuda: decretó que fuese invadida Austria a las 20 horas, 45
minutos. Los alemanes dudaron, sin embargo, hasta el último momento.
Cuando se recibió la noticia de la dimisión de Schuschnigg, se habían
suspendido los planes de invasión fijados para aquella tarde. Si bien es cierto
que los germanos daban poca importancia a los reproches británicos, temían
una intervención de los checos. «Le doy mi palabra de honor de que
Checoslovaquia no tiene por qué inquietarse», declaró Göring al embajador
checo. Los checos contestaron inmediatamente que no procederían a la
movilización. No creían en las palabras de Göring, pero pensaban, como los
demás, que no podían hacer nada. Mussolini fue el último en definirse. A las
22 horas, 25 minutos, Hesse telefoneó a Hitler desde Roma: Mussolini le
enviaba sus saludos y, añadió, «Austria no le interesa en absoluto». Las
inquietudes que Hitler había abrigado bajo su aparente resolución se
tradujeron en una actitud emocional: «Diga a Mussolini que nunca olvidaré
esto… nunca, nunca, pase lo que pase… No lo olvidaré, pase lo que pase…
¡Si alguna vez necesita ayuda o se encuentra en peligro, puede contar
conmigo, pase lo que pase, aunque el mundo entero se vuelva contra él!». Y
Hitler cumpliría esta promesa.
El ejército alemán invadió Austria, o, más bien, avanzó en medio del
entusiasmo general de la población. Pero ¿cuál era el fin de la ocupación?
Seyß-Inquart era Canciller. Göring había dicho a Henderson que «las tropas
se retirarían una vez se estabilizase la situación» y que, inmediatamente «se
celebrarían unas elecciones absolutamente libres, sin que se ejerciese la
menor intimidación»[17]. Éste era el plan nazi, hilvanado a toda prisa el día 11
de marzo. Seyß-Inquart estimó que su nombramiento lo arreglaba todo y a las
2 horas, 30 minutos del día 12 pidió que las tropas se detuvieran. Se le
contestó que era imposible y el avance continuó, aunque con alguna
dificultad. Las fuerzas no estaban listas para la acción, el 70% de los
vehículos tuvieron avería entre la frontera y Viena. El propio Hitler entró en
Austria en la mañana del 12 de marzo. En Linz, lugar en el que había
estudiado, habló a una multitud delirante y sucumbió él mismo a la excitación
general. Cuando se asomó al balcón del ayuntamiento de Linz, tomó una
decisión súbita e imprevista: en lugar de establecer un gobierno dócil en
Viena, incorporaría Austria al Reich. Seyß-Inquart, Canciller por un solo día,
fue encargado de promulgar una ley, en la que él y Austria quedaban
suprimidos. La ley fue ejecutada el día 13. Se sometió el Anschluss a la
aprobación del pueblo de la gran Alemania. El 10 de abril, el 99,08% de los
votos se pronunció a favor, lo que traducía fielmente el sentir del pueblo
alemán.
Hitler había ganado. Acababa de obtener el primer objetivo de su
ambición, pero no de la manera que había previsto. Contaba con absorber
Austria imperceptiblemente, sin que nadie pudiese decir en qué momento
había dejado de ser independiente, utilizar unos métodos democráticos para
acabar con aquella independencia, como había hecho para acabar con la
democracia en Alemania. En vez de esto, había tenido que recurrir al ejército.
Por primera vez había perdido el triunfo que suponía hablar de la moral
conculcada, para situarse en la postura de un conquistador que se apoyaba en
la fuerza. Pronto cundió la creencia de que la ocupación de Austria era fruto
de una conspiración deliberada, preparada mucho tiempo antes, y de que
aquél era el primer paso hacia la dominación de Europa. Esta impresión no
pasaba de ser un mito. Había sido el propio Schuschnigg, y no Hitler, quien
provocara la crisis de marzo de 1938. Los alemanes no llevaron a cabo
preparativos de ninguna clase, ni militares ni diplomáticos. Se improvisó todo
en un par de días. Hitler contaba con extender su control sobre Austria, pero
la manera de lograrlo fue para él un accidente desagradable, una interrupción
de su política a largo plazo; nada de lo que había sucedido lo fue porque
hubiesen madurado unos planes estudiados cuidadosamente. Pero los efectos
estaban allí. Y sobre el primero que dejaron caer su peso fue sobre Hitler. Se
encontró con una muerte sobre los hombros, la muerte de un Estado
independiente, aunque tal independencia fuera sólo aparente. Aumentó su
confianza en sí mismo, y, con la confianza, su desprecio por los estadistas
extranjeros. Se hizo más impaciente, menos comedido, más dispuesto a
acelerar cualquier negociación por medio de amenazas. Como contrapartida,
los demás estadistas empezaron a dudar de su buena fe. Incluso los que
siempre habían esperado apaciguarlo, se pusieron a pensar en la posibilidad
de resistirle. La balanza se inclinó, aunque ligeramente, del lado de la paz al
lado de la guerra. Los objetivos de Hitler podían seguir pareciendo
justificados, pero se condenaron sus métodos. A causa del Anschluss, o, mejor
dicho, a causa de la manera como fue aplicado, Hitler entró en el camino que
habría de hacer que llegase a ser considerado como el mayor de todos los
criminales de guerra. Sin embargo, todo había ocurrido inintencionadamente.
A decir verdad, ni el mismo Hitler tuvo conciencia de haber puesto el pie en
aquel camino.
CAPÍTULO VIII

LA CRISIS CHECOSLOVACA
«Hemos ganado la primera manga, ahora hemos de prepararnos para la
segunda, contra Austria», había dicho Pachitch, Primer Ministro serbio, a raíz
del reparto de los territorios otomanos de Europa, en 1913. Ésta fue la
impresión general después del Anschluss. La manga austríaca acababa de
terminar e iba a comenzar la checoslovaca. No había otra solución: la
Geografía y la Política inscribían automáticamente a Checoslovaquia en el
orden del día. Aliada de Francia, único país democrático al este del Rin,
adentrada profundamente en territorio alemán, constituía como un constante
reproche para Hitler. No era fácil acudir en su ayuda, pues estaba aislada por
todas partes. Alemania la separaba de Francia, Polonia y Rumanía, de Rusia.
Todos sus vecinos inmediatos le eran hostiles: Hungría, extremadamente
«revisionista», Polonia, a pesar de su alianza con Francia, también había sido
llevada al revisionismo, por Teschen, y confiaba ciegamente en su pacto de
no-agresión con Alemania. Por consiguiente, no existía posibilidad de
«ayudar» a Checoslovaquia.
Si sólo hubiese entrado en juego la geografía, la cuestión checa no habría
presentado un carácter hasta tal punto urgente. El régimen democrático y las
alianzas de Checoslovaquia no habrían bastado, tampoco, para provocar una
crisis; pero el país padecía una grave enfermedad. A pesar de las apariencias,
era un Estado nacionalista, no un Estado nacional. Sólo los checos eran
verdaderos checoslovacos. De ahí que concluyesen que la nación debía ser
centralizada y revestir un carácter fundamentalmente checo. Los demás,
eslovacos, húngaros, rutenos, y, sobre todo, alemanes, no eran sino minorías,
a veces tranquilas, a veces descontentas, pero que nunca se sumaban, por
convicción, al orden existente. Los tres millones de alemanes, impropiamente
llamados Sudetes, estaban íntimamente vinculados a los austríacos por la
historia y por la sangre. El Anschluss produjo en ellos una agitación
irreprimible. Quizás hubiese sido lo más prudente por su parte el contentarse
con su condición de ciudadanos libres, pero no iguales, de una comunidad
democrática; mas los hombres no son nunca prudentes cuando oyen la
llamada del nacionalismo. El gran Estado alemán, poderoso, unificado, se
encontraba junto a sus fronteras, y sus primos hermanos, los austríacos,
acababan de incorporarse a él. Ellos querían hacer otro tanto, pero, a la vez,
de manera bastante confusa, querían permanecer en Checoslovaquia, y no se
preguntaron nunca cómo se podían conciliar ambos deseos. Sin embargo, y
aunque oscuro, el movimiento nacionalista era un hecho y los que querían
«continuar en Checoslovaquia» no explicaron nunca de qué modo se
comportarían ante la postura nacionalista. Hitler no había creado dicho
movimiento, el movimiento lo esperaba, listo para ser utilizado. El Führer
precisaba aun de menos empuje que en el caso de Austria. Otros se
encargarían de hacer el trabajo. La crisis checa fue servida en bandeja a Hitler
y él se limitó a aprovecharla.
Indiscutiblemente, deseaba «liberar» a los alemanes de Checoslovaquia.
Con un sentido más práctico, quería también hacer desaparecer el obstáculo
que aquel país bien armado, aliado de Francia y de Rusia, representaba para la
hegemonía alemana; pero no tenía una idea precisa de cómo iba a lograrlo. Al
igual que el resto de los europeos, valoraba en exceso la fuerza y la resolución
de los franceses. Pensaba que un ataque directo provocaría la intervención de
éstos. Su solución inicial, revelada en el curso de la conferencia del 5 de
noviembre, era un conflicto mediterráneo entre Francia e Italia. Entonces,
como lo declaró en abril de 1938, «tendremos Checoslovaquia en el
bolsillo»[1]. El plan se basaba igualmente en un error: se exageraba la
capacidad italiana para llevar a cabo una agresión. Sin embargo, se realizase o
no la hipótesis, valía la pena preparar la situación estimulando el movimiento
de los Sudetes. En la medida en que algo pueda ser cierto, cabe asegurar que
Hitler no tenía la intención de derribar el sistema francés en Europa por medio
de un ataque de frente. «Múnich» seguía dominando en su ánimo, pero aquel
nombre significaba para él no la triunfal conferencia de septiembre de 1938,
sino el desastroso levantamiento nazi de noviembre de 1922. Pretendía vencer
con la intriga y la amenaza, no con la violencia. El 28 de marzo recibió a los
representantes de los Sudetes y nombró a Henlein, su jefe, «virrey» suyo.
Tenían que negociar con el gobierno checoslovaco, a lo cual Henlein
contestó: «Siempre tendremos que pedir tantas cosas, que nunca obtendremos
satisfacción»[2]. El movimiento conservaría un carácter legal y ordenado; no
se daría a los checos ningún pretexto para aplastarlo por la fuerza. Tal vez
éstos cometiesen un error, tal vez los franceses llegasen a inquietarse y
perdiesen el control de los nervios. En la primavera de 1938, Hitler no veía
claro el camino a seguir. Acentuó la tensión existente, en la esperanza de que
por algún sitio se abriría una brecha.
Benes, Presidente de la República checoslovaca, adversario de Hitler,
perseguía una meta análoga. Él también quería aumentar la tensión, pero por
un motivo totalmente distinto. Esperaba que, ante una crisis, los franceses, y
también los ingleses, recobrarían el valor y defenderían Checoslovaquia.
Hitler sería mantenido en jaque: una humillación de tal tipo no sólo detendría
su marcha hacia la dominación de Europa, sino que muy bien podría provocar
la caída del régimen nazi en Alemania. Benes tenía tras de sí veinte años de
experiencia y de éxitos diplomáticos. Era el Metternich de la democracia, con
la misma confianza que éste en sí mismo, con la misma habilidad en los
métodos y en la discusión, con la misma fe exagerada en los tratados y en el
Derecho internacional. Trató el problema de los Sudetes como Metternich
había tratado el problema italiano un siglo antes. Y un problema que era
insoluble, únicamente podía ser resuelto en la arena internacional. Benes
deseaba tanto negociar con los Sudetes, como los Sudetes deseaban negociar
con él; y abrigaba la misma menguada esperanza de llegar a un resultado
satisfactorio. Quizá menos, puesto que unas concesiones a los alemanes de
Checoslovaquia suscitarían forzosamente peticiones por parte de las otras
minorías nacionales, lo cual supondría la ruina del Estado existente. Benes y
los Sudetes negociaron sin dejar de prestar oído a la opinión pública de
Francia y de Inglaterra. Los jefes de los Sudetes trataron de dar la impresión
de que reclamaban tan sólo una igualdad de trato dentro del país. Benes
procuró acorralarlos para que pidiesen la disolución del Estado. Si lograba
esto, pensó, las potencias occidentales no podrían por menos de intervenir.
Juzgaba a éstas de acuerdo con la experiencia que había adquirido en Francia
durante la guerra y, más tarde, en la Sociedad de Naciones, dominada por
aquel entonces por dichas potencias. Como la mayoría de la gente, incluido
Hitler, no se daba cuenta de la debilidad, tanto moral como material de éstas,
en especial de Francia.
Las posibilidades de Benes eran también limitadas. Sobre el papel, las
alianzas de Checoslovaquia parecían extremadamente sólidas. Estaba el
acuerdo de defensa mutua, concluido con Francia, en 1925, la alianza con la
Rusia soviética, de 1935, alianza que, sin embargo, no actuaría hasta que
Francia no interviniese, y el Pequeño Acuerdo con Rumanía y Yugoslavia,
dirigido contra Hungría. Aun así, Benes no sacó partido de esta situación.
Dejó deliberadamente a un lado la alianza con Rusia que, a su juicio,
constituía sólo un complemento de la alianza con Francia, no un sustitutivo.
Algunos podrían preguntarse con escepticismo si los rusos ayudarían a
Checoslovaquia incluso en el supuesto de que Francia se mantuviese neutral;
Benes no llegó siquiera a plantearse esta posibilidad. Era un occidental,
heredero de Massaryk, que había obtenido la independencia de su país con el
apoyo del Oeste, no con el de Rusia. «Las relaciones de Checoslovaquia con
Rusia —declaró a Newton, embajador inglés— han merecido siempre y
seguirán mereciendo una consideración secundaria… Mi país estará siempre
al lado de la Europa occidental y permanecerá ligado a ella»[3]. La Guerra
Civil española constituyó una nueva advertencia contra cualquier tentativa de
defender la «democracia» con ayuda de los rusos. Pero Benes no precisó de
este toque de atención, puesto que su ánimo había sido siempre el mismo.
Aunque hubiera intentado otra cosa, se habría encontrado con un freno dentro
de su propio país. Los agrarios checos, que formaban el partido más nutrido
de la coalición gubernamental, temían cualquier asociación con el
comunismo. También ellos se inclinaban a pensar: «Antes Hitler que Stalin».
Además, Benes era un hombre pacífico. El ejército checoslovaco representaba
una fuerza muy poderosa; sus 34 divisiones bien equipadas hubiesen podido,
con toda probabilidad, hacer frente al ejército alemán, que, en 1938, estaba
preparado sólo a medias. Benes no tuvo nunca la intención de valerse de sus
tropas, salvo en el caso, no muy posible, de una guerra total. Los checos
constituían un pueblo pequeño. Habían necesitado tres siglos para recuperarse
del desastre de la Montaña Blanca, que habían sufrido en 1620. Benes estaba
totalmente resuelto a evitar que se repitiese una catástrofe semejante. Si bien
estaba decidido a hacer apuestas fuertes contra Hitler, no lo estaba a hacer la
definitiva. Al final, agacharía la cabeza bajo la tormenta, esperando que los
checos sobreviviesen, lo cual fue, en efecto, lo que sucedió.
Así, pues, tanto Hitler como Benes deseaban aumentar la tensión para
provocar una crisis. Los ingleses y los franceses se hacían las mismas
reflexiones, pero para llegar al resultado contrario: evitar la crisis, soslayar el
terrible dilema entre la guerra y la humillación. A los ingleses, especialmente,
les asustaba esta perspectiva, aunque, en realidad, fuesen los franceses los que
parecían estar más amenazados. Habían contraído unas obligaciones muy
concretas para con Checoslovaquia, en tanto los ingleses debían hacer frente
no más a aquéllas que les correspondían en su calidad de miembros de una
Sociedad de Naciones moribunda. Pero los franceses podían pasar la
«papeleta» a los ingleses, hablarles de resistir a Hitler, y si éstos se negaban a
apoyarlos, toda la responsabilidad caería sobre ellos. El resultado fue curioso.
Hitler, Benes, e incluso los franceses, estaban en condiciones de esperar que
la crisis madurase, seguros de que, entonces, los británicos habrían de tomar
una decisión. Y, en consecuencia, actuar. Aunque fuesen los menos afectados
por la crisis checoslovaca, no por ello dejaron los ingleses de estimular su
nacimiento. Obedecían a unos motivos muy elevados: el deseo de impedir una
guerra europea y de llegar a un arreglo que estuviese más de acuerdo con el
gran principio de la autodeterminación de lo que lo había estado la fórmula
adoptada en 1919. El resultado fue totalmente distinto de lo que esperaban.
Suponían que el problema de los Sudetes tenía una «solución», a la que se
llegaría a través de unas negociaciones. En realidad, el problema no podía
resolverse por el camino de los compromisos; cada paso que se daba en la vía
de las negociaciones lo demostraba más claramente. Los ingleses, en tanto
intentaban evitar una crisis, sólo hicieron provocarla. No crearon el problema
checo, pero la crisis de 1938 nació por culpa de ellos.
Se pusieron alerta a partir del Anschluss, mucho antes de que Hitler
hubiese manifestado sus intenciones. El 12 de marzo, cuando el Embajador en
París acudió a Londres para discutir la cuestión austríaca, Halifax le hizo la
siguiente pregunta: «¿Cómo conciben los franceses la asistencia a
Checoslovaquia?». El Embajador no supo qué contestar[4]. Diez días más
tarde, los ingleses dieron su propia respuesta, o, mejor dicho, su falta de
respuesta. En una nota al gobierno de París, hicieron hincapié sobre los
compromisos de Locarno. «Estos compromisos constituían, a su modo de ver,
una importante contribución al mantenimiento de la paz en Europa y, si bien
no tenían la menor intención de eludirlos, tampoco estaban dispuestos a
aumentarlos». Existían «pocas esperanzas» de que unas operaciones militares
por parte de Francia y de la Unión Soviética pudiesen impedir la ocupación de
Checoslovaquia por los alemanes. Incluso en el supuesto de que ambas
potencias entrasen en guerra, ellos no podrían ofrecer otra cosa que la
«presión económica» del bloqueo. Por consiguiente, había que incitar al
gobierno de Praga para que encontrase «una solución al problema de la
minoría alemana, solución que fuese compatible con la integridad de
Checoslovaquia»[5]. Halifax, en privado, añadió otros argumentos: «Hablando
con franqueza, el momento es desfavorable y nuestros planes, tanto los de
defensa como los ofensivos, no están lo suficientemente avanzados»[6]. «Los
franceses —dijo también el Embajador— se encuentran, quizá, más
dispuestos que nosotros mismos a dar mayor valor a ciertas declaraciones que
se hagan en términos de la más absoluta firmeza»[7]. Los ingleses ya habían
repudiado una de esas declaraciones. El 17 de marzo, el gobierno soviético
propuso una discusión, «en la Sociedad de Naciones o fuera de ella», que
girase en torno a unas medidas prácticas «para la salvaguarda de la paz».
Halifax pensó que esta idea «no tenía gran valor»; se contestó a los rusos en el
sentido de que una conferencia «destinada más a organizar una acción
concertada contra la agresión que al arreglo de los problemas urgentes no
produciría necesariamente un efecto favorable sobre las perspectivas de
mantenimiento de la paz en Europa»[8].
A los franceses, por supuesto, les molestó el que se les invitase a tomar
una decisión en uno u otro sentido. El 15 de marzo, el Consejo de Defensa
Nacional discutió la cuestión de una ayuda a Checoslovaquia. Los franceses,
declaró Gamelin, podían «contener» algunos de los efectivos alemanes, pero
no forzar la Línea Sigfrido (que todavía no existía); por tanto, no había más
que un medio eficaz de atacar a Alemania: pasar a través de Bélgica, para lo
cual se precisaba del apoyo diplomático inglés[9]. Como de costumbre,
Gamelin se mantuvo en una postura equívoca. Los políticos le planteaban una
cuestión militar, y él contestaba hablando de diplomacia. Paul-Boncour,
Ministro de Asuntos Exteriores, trató de adoptar, dentro de su terreno, una
actitud firme. El 24 de marzo declaró a Phipps, Embajador de Inglaterra, que
«una advertencia formal, hecha a Alemania por las dos potencias [Gran
Bretaña y Francia], constituiría el medio más eficaz de evitar la guerra… El
tiempo no trabaja para nosotros, ya que Alemania, cada día que pasa, es más
poderosa, hasta el extremo de que terminará por conseguir la hegemonía total
en Europa»[10]. Los ingleses no respondieron a estas observaciones que
venían oyendo con frecuencia. Ni tuvieron necesidad de hacerlo, puesto que
los días de Paul-Boncour estaban contados. El gobierno de León Blum, que
estaba en el poder desde hacía un mes, fue derribado el 10 de abril. Daladier,
que lo sucedió, pensó al principio en conservar a su lado a Paul-Boncour,
pero, más tarde, empezó a inquietarse al oírlo hablar de mantenerse firmes por
el momento, con objeto de no tener que luchar después en condiciones mucho
más desastrosas. «La política que usted propone es muy hermosa y digna de
Francia —le dijo por teléfono—, pero no creo que estemos en condiciones de
seguirla. Debo sustituirlo por Georges Bonnet»[11]. Daladier siguió siendo
Presidente del Consejo hasta abril de 1940, Bonnet continuó de Ministro de
Asuntos Exteriores hasta septiembre de 1939. Éstos serían los dos hombres
que condujeron a Francia a la Segunda Guerra Mundial.
La unión de ambos no resultó demasiado armoniosa. Daladier era un
radical de la vieja escuela que ardía en vivos deseos de proteger el honor de
Francia y que estaba convencido de que sólo una postura firme podía detener
a Hitler, pero que no sabía cómo lograría adoptarla. Había combatido en las
trincheras durante la guerra y temblaba de horror ante la posibilidad de un
nuevo holocausto. No dejaba de hablar en contra de la conciliación, pero,
luego, era el primero en adherirse a ella. Bonnet, por su parte, era la
conciliación personificada y estaba dispuesto a pagar cualquier precio con tal
de que Hitler se quedase tranquilo. Creía que los pilares del poderío francés se
habían venido abajo y trataba ante todo de descargar la responsabilidad que de
ello pudiera irrogarse sobre los hombros de los demás, de los ingleses, de los
polacos, de los checos, de los rusos, de cualquiera; intentaba librarse de toda
carga, cuando menos, mientras, sobre el papel, su conducta y la conducta de
Francia resultasen claras. Ni Daladier ni Bonnet intentaron en ningún
momento tomar la iniciativa con la esperanza de que los ingleses y algún otro
pueblo los siguiesen. Más bien, volvían la mirada doloridos hacia Londres,
con la esperanza de oír una palabra que les permitiese salir de aquella difícil
situación.
El equipo formado por Chamberlain y Halifax tampoco era totalmente
armonioso. De los cuatro hombres que determinaban la política inglesa y
francesa, Chamberlain era el que tenía un carácter más firme. Aunque sintiese
una aversión natural por la guerra, ni la timidez ni duda alguna sobre el
poderío británico afectaban sus cálculos. Creía que Hitler podía ser ganado
para la paz, pero creía igualmente que, en lo referente a Checoslovaquia, el
Canciller alemán tenía razón. A pesar de ambas convicciones, estaba
dispuesto a actuar fuere cual fuera la oposición que encontrara en el interior o
en el exterior. Se le ha acusado con frecuencia de desconocer los asuntos
internacionales, pero aquellos a quienes se suponía más al corriente de la
política mundial compartían sus opiniones. También Neville Henderson,
Embajador de Londres en Berlín, confiaba en que Hitler podría ser llevado a
la causa de la paz, y Vansittart lo había elegido como el mejor de los
diplomáticos del momento[12]. Proclamaba Henderson, como lo hacía Newton
en Praga, que las reivindicaciones de los Sudetes estaban justificadas, desde
un punto de vista moral, y señalaba que el gobierno checoslovaco no hacía
ningún esfuerzo por satisfacerlas. Phipps, en París, subrayaba, exagerándola
tal vez, la débil situación en que se encontraba Francia. Algunos miembros
del Foreign Office no aprobaban la política de Chamberlain, pero se
encontraban sensiblemente en la misma situación que Daladier: no tenían
ninguna otra fórmula que proponer. Lamentaban que Francia y Gran Bretaña
no hubiesen intervenido en el momento de la ocupación de la Renania, y
pensaban que era preciso «dar un golpe en la cabeza a Hitler», si bien no
tenían la menor idea de cómo iban a dárselo. Nadie abrigaba la esperanza de
que los Estados Unidos prestasen ayuda; Nadie, y menos todavía Chilston,
Embajador en Moscú, se atrevía a preconizar una alianza con la Rusia
soviética. El 19 de abril, por ejemplo, escribía: «El Ejército Rojo, aunque está
sin duda en condiciones de mantener una guerra defensiva en el interior de
sus fronteras, no es capaz de atacar en territorio enemigo… Personalmente,
considero que es harto improbable que el gobierno de Moscú declare la guerra
con la única finalidad de cumplir con las obligaciones que les imponen los
tratados; no lo haría ni siquiera para detener un golpe que afectase al prestigio
soviético ni para evitar una amenaza indirecta a su seguridad… La Unión
Soviética debe ser considerada al margen de la política europea».[13] El
Foreign Office compartió totalmente este punto de vista. Chamberlain se vio
en la necesidad de crear una política allí donde no la había.
Es difícil afirmar que Halifax aprobase esta política y, más todavía,
descubrir si es que en realidad tuvo una política propia. Era fértil en
negociaciones, despreciaba a los estadistas franceses, especialmente a Bonnet,
y parece que fue escéptico por lo que a Rusia y a los Estados Unidos se
refiere. No experimentaba ninguna simpatía por los checos y Benes tenía la
virtud de impacientarle. ¿Confiaba profundamente en la conciliación? Su
visita a Berchtesgaden le hizo, con toda probabilidad, odiar para siempre a
Hitler, pero se pasó la mayor parte de su vida rodeado de gentes a las que
detestaba. Un Virrey, capaz de dispensar una buena acogida en su palacio a
Gandhi, no podía ser susceptible de verse afectado por sentimientos
particulares. El objeto de su política, si es que la tuvo, fue ganar tiempo…
aunque no supiese lo que iba a hacer con él. Como Bonnet, quería ante todo
tener limpia su hoja de servicios, lo cual él consiguió y el ministro francés,
no. Halifax fue constantemente leal para con Chamberlain; y su lealtad
consistió en permitir que éste se endosase, tal y como deseaba, toda la
responsabilidad. De vez en cuando, Halifax dio un palo en dirección opuesta a
la del Primer Ministro, lo cual, a veces, causó su efecto. Éstos eran, pues, los
cuatro hombres que, simultáneamente, determinaron el destino de la
civilización occidental.
Actuaron no de muy buen grado, y si hubiesen sabido cómo hacerlo,
hubieran preferido volver la espalda a la Europa central. A primeros de abril,
Benes empezó a hacer conjeturas sobre las concesiones que podría hacer a los
Sudetes. Su meta era asegurarse el apoyo inglés; si los británicos
consideraban que las concesiones eran razonables, ¿no las recomendarían
como tales a Berlín? Los ingleses se negaron a mediar, porque no querían
adquirir ningún compromiso con respecto a Checoslovaquia. Si no decían
nada a Hitler, señalaron, tal vez el Canciller no volviese a ocuparse de la
cuestión checa. Bonnet, por su parte, también tenía que tomar una pronta
decisión. Noël, que era el embajador en Varsovia, después de haberlo sido en
Praga, visitó Checoslovaquia y volvió a París con sus impresiones. Ni la
alianza con Polonia ni la alianza con Checoslovaquia, señaló, habían sido
completadas con un convenio militar. Formaban parte de una serie de
garantías teóricas que la Sociedad de Naciones había dado y que no podían
ser llevadas a la práctica. «Vamos hacia la guerra o hacia la capitulación»,
dijo a Bonnet. A su juicio, había que dar a Benes un plazo hasta primeros de
julio para que concediese a los Sudetes lo que le pedían. Se le advertiría que,
una vez expirado, no podría contar más con el apoyo francés[14]. Semejante
decisión era superior a las fuerzas de Bonnet: no podía decidirse ni siquiera a
capitular. En consecuencia, pensó en traspasar el asunto a los ingleses: les
pediría que se declarasen firme y públicamente al lado de Checoslovaquia.
Pero ¿y si se negaban? Bonnet no sabía qué contestar.
El 28 de abril, Daladier y Bonnet se desplazaron a Londres para asistir a
una conferencia que duró dos días. Las respectivas políticas se fueron
perfilando. Los ingleses reafirmaron sus compromisos con Francia,
compromisos que resultaban de la garantía de marzo de 1936, pero plantearon
las cosas más como límite extremo de lo que podrían hacer que como una
promesa seria. No podrían armar ni siquiera dos divisiones «destinadas de
modo específico a una guerra en el continente»; y no entablaron
conversaciones sobre cuestiones navales por miedo de ofender a Italia.
Chamberlain declaró que la opinión pública no consentiría al gobierno que
corriese el riesgo de una guerra, aun en el supuesto de que sólo hubiese una
probabilidad entre cien de que estallase. Halifax y él volvieron a recapitular
sobre los argumentos contra la guerra. Inglaterra y Francia no podían salvar
Checoslovaquia, aun en el supuesto, harto dudoso, de que estuviesen en
situación de defenderse a sí mismas. Era inútil pensar en Rusia; en cuanto a
Polonia, su postura resultaba «incierta». «Si Alemania se decide a destruir
Checoslovaquia, no sé cómo vamos nosotros a evitarlo», dijo Chamberlain.
Luego, aventuró un juicio más optimista. La gente cree por lo común lo que
quiere creer, y Chamberlain estaba dispuesto a creer que Hitler quedaría
satisfecho si las reivindicaciones de los Sudetes eran atendidas. Así pues, lo
mejor sería que tanto los ingleses como los franceses apremiasen a Benes para
que cediese.
A Daladier no le gustó ninguno de estos argumentos. «La guerra sólo
puede evitarse si la Gran Bretaña y Francia manifiestan muy claramente su
resolución de mantener la paz en Europa mediante el respeto de las libertades
y de los derechos de los pueblos independientes… Si tuviésemos que
capitular una vez más ante una amenaza, dejaríamos abierto el camino que
conduce a esa guerra que estamos tratando de evitar». También Daladier creía
lo que quería creer: «La política alemana constituye un bluff… En todo
momento podríamos ponerles obstáculos». Los franceses estaban a su vez
decididos a obligar a Benes a que claudicase, pero los ingleses tenían que
comprometerse a apoyar a los checoslovacos en el supuesto de que las
concesiones no fuesen bastantes para satisfacer a Hitler. Los ingleses se
negaron. Era un callejón sin salida. El almuerzo al que todos asistieron, fue
«bastante lúgubre». Al fin, los franceses cedieron. Daladier creía que no
estaba preparado para entrar en acción, y no quería adelantarse a la Gran
Bretaña y a Europa toda. Sin embargo, Chamberlain se imaginaba en
condiciones para actuar: unas concesiones de los checos evitarían la guerra (y,
a él, en el fondo, lo que menos le importaba era la magnitud de aquellas
concesiones). Un «no» tiene siempre más fuerza que un «sí»; una negativa a
intervenir vale más que una acción emprendida sin demasiada convicción. Se
ideó una fórmula de compromiso que reflejaba prácticamente el punto de
vista inglés. La Gran Bretaña y Francia presionarían sobre los checos para
decidirles a las concesiones. Los ingleses insistirían cerca de Hitler para que
se mostrase paciente. Y si las concesiones no conseguían el efecto esperado,
los ingleses advertirían al gobierno alemán «de los peligros de los que eran
conscientes, a saber: de que Francia se vería obligada a intervenir… y de que
el gobierno de Su Majestad no podría garantizar que no hiciese otro tanto»[15].
De este modo, a finales de abril de 1938, el problema de la minoría
alemana de Checoslovaquia dejó de ser una cuestión entre el gobierno checo
y ella misma; dejó de ser, o mejor dicho, no llegó nunca a ser una cuestión
entre Checoslovaquia y Alemania. Los gobiernos de París y de Londres
pasaron a desempeñar los principales papeles y su objetivo, aunque
enmascarado, consistió en arrancar ciertas concesiones a los checos, no en
frenar a los alemanes. Los que más presión ejercieron fueron los ingleses. Los
franceses, siempre aliados teóricos de Checoslovaquia, siguieron sin tomar la
iniciativa.
El curso que tomaron las cosas dio al traste con los planes que Benes
había trazado. En abril, presentó algunas propuestas a los jefes de los Sudetes,
esperando forzarles a dar una negativa rotunda. Lo consiguió. El 24 de abril,
Henlein, en un discurso que pronunció en Carlsbad, reclamó la
transformación de Checoslovaquia en un «Estado de nacionalidades», en el
cual existiese una entera libertad para la propaganda nacionalsocialista y, lo
que era más grave, preconizó un cambio tal de la política exterior del país
que, de llevarse a cabo, convertiría Checoslovaquia en un satélite de
Alemania. Benes comprendió, y también lo comprendió Newton[16], que, si
tales exigencias eran atendidas, los checos perderían su independencia. Esta
demostración no ejerció, al parecer, efecto alguno sobre los gobiernos inglés y
francés: para conservar su tranquilidad de ánimo, siguieron exigiendo de
Benes el suicidio.
Esto no fue todo. Los ingleses apremiaron también a Hitler para que
formulase sus peticiones. Éste se vio sorprendido; los acontecimientos
marchaban más de prisa y más favorablemente de lo que esperaba, aunque no
tanto como era su deseo. El conflicto mediterráneo entre Francia e Italia no
parecía anunciarse. El 16 de abril, se firmó un acuerdo angloitaliano,
impuesto por Chamberlain a despecho de Eden. Por dicho acuerdo quedaban
mejoradas las relaciones entre ambos países y también, como consecuencia
lógica, entre Francia e Italia. Hitler se lo tomó tan en serio que se desplazó a
Roma a primeros de mayo, para demostrar que el Eje continuaba vivo.
Durante su estancia en la Ciudad Eterna se enteró de que apenas si tenía
necesidad de su aliado italiano; los ingleses deseaban ponerse de su parte y le
ofrecían garantías positivas. «Francia actuaba en favor de los checos y
Alemania en favor de los alemanes de los Sudetes; en esta cuestión, Inglaterra
apoyaba a Alemania», declaró Henderson[17]. Kirkpatrick, segundo de a bordo
de Henderson, dijo a un personaje oficial alemán, en el curso de un almuerzo:
«Si el gobierno alemán quisiese advertir confidencialmente al gobierno inglés
de la solución a que aspira en la cuestión de los Sudetes… El gobierno inglés
ejercería tal presión en Praga que el gobierno checo no tendría más remedio
que acceder a los deseos alemanes»[18]. Halifax reprendió a su subordinado
por haberse precipitado, pero él mismo no escarmentó. «Lo mejor sería que
tres naciones tan vinculadas entre sí como Alemania, la Gran Bretaña y los
Estados Unidos pudiesen unirse con el fin de laborar en común en pro de la
paz», declaró, «con una emoción manifiesta» al Embajador alemán[19]. Pero
Hitler no tenía prisa. Cuanto más se retrasaban las cosas, más aumentaba la
tensión y más harían las potencias occidentales en su favor. Checoslovaquia
podía hundirse sin necesidad de que los alemanes hicieran él menor esfuerzo.
Henlein fue, pues, enviado a Londres en donde hizo una exhibición de su
actitud conciliadora. Pretendió demostrar que actuaba sin ser dirigido desde
Berlín y llegó casi a persuadir de su sinceridad a críticos tan despiertos como
Vansittart y como Churchill. Existe aún una prueba más sorprendente, por
cuanto fue en su día un secreto, de la reserva observada por Hitler. El 20 de
mayo, el Estado Mayor Central le sometió, siguiendo sus instrucciones, un
proyecto de plan de operaciones contra Checoslovaquia. Empezaba con esta
frase restrictiva: «Mi intención no es aplastar Checoslovaquia, en un futuro
próximo, por medio de una intervención militar, a no ser que nos provoquen»,
y seguían las mismas viejas especulaciones sobre una guerra entre Italia y las
potencias occidentales[20].
Había otro país que estaba interesado en la cuestión checoslovaca, aunque
todo el mundo, incluidos los propios checos, tratase de ignorarlo; Rusia, a la
que un cambio del equilibrio de las fuerzas europeas debía afectar
profundamente. Los gobiernos inglés y francés hablaban de ella sólo para
destacar la endeblez de su ejército. Esta opinión, aunque se basase en algunos
informes, era, al mismo tiempo, un deseo. Las potencias occidentales querían
ver a Rusia al margen de Europa y suponían, sin más, que las circunstancias
forzaban la exclusión. Y, cabe preguntarse, ¿no iban más lejos en sus
intenciones? ¿No sería su propósito el organizar una Europa no sólo sin la
Unión Soviética, sino contra ella? ¿No proyectaban destruir la «amenaza
bolchevique», valiéndose de la Alemania nazi? Esto fue lo que los rusos
pensaron entonces y después. Pocas pruebas que abonen esta tesis pueden
encontrarse en los documentos oficiales y al margen de ellos. Los estadistas
ingleses y franceses estaban demasiado preocupados con el problema alemán
como para considerar lo que pasaría cuando Alemania se convirtiese en la
potencia dominadora de la Europa oriental. Claro es que preferían ver cómo
Alemania caminaba hacia el Este, antes que hacia el Oeste, pero siempre y
cuando un día se derrumbase. Ahora bien, la meta de las democracias
occidentales era impedir una guerra, no prepararla, y creían sinceramente —al
menos lo creía Chamberlain— que Hitler quedaría satisfecho y se tornaría
pacífico si sus reclamaciones eran oídas.
La política soviética era un misterio para los estadistas occidentales. Y
sigue siendo un misterio para nosotros. La posición de Rusia resultaba, sobre
el papel, inexpugnable. De acuerdo con los términos de su alianza con
Checoslovaquia, podía afirmar que estaba decididamente dispuesta a
intervenir, siempre que Francia lo hiciera primero. Y, como Francia no llegó a
intervenir, su bluff, si es que existió un bluff, no fue nunca descubierto.
Evidentemente, su interés se cifraba en reforzar la resistencia checa, estuviese
o no decidida a ayudar a los checos. ¿Qué es lo que, llegado el caso, habría
hecho? Es esta una pregunta que quedará para siempre sin respuesta. Tenemos
que limitarnos a enumerar los actos rusos en la medida en que puedan ser
determinados. En la primavera de 1938, el gobierno soviético empezó a
disminuir su apoyo a la República española y no tardó en suprimirlo por
completo. Algunos comentaristas ingeniosos han sugerido que éste fue un
paso previo para mejor entenderse con Hitler; pero éste hubiese preferido que
la Guerra Civil se prolongase en España, por consiguiente, habría visto con
buenos ojos que la ayuda rusa hubiese continuado. Podemos encontrar una
explicación más sencilla en los acontecimientos del Extremo Oriente, en
donde el Japón se había lanzado a una invasión en gran escala de la China; los
rusos podrían precisar de todas sus armas para su propia defensa. Si
albergaban alguna segunda intención con respecto a Europa, era
probablemente la de mejorar sus relaciones con Francia y con la Gran
Bretaña, cesando, para ellos, su intervención en España. Si fue así, se vieron,
sin duda, decepcionados.
Sobre el papel, la ayuda que Rusia prestó a Checoslovaquia, no fue en
modo alguno equívoca. El 23 de abril, Stalin discutió la cuestión con sus
principales colaboradores. «Si se lo piden —se declaró a los checoslovacos—,
la URSS está dispuesta —de acuerdo con Francia y con la Gran Bretaña—, a
tomar todas las medidas necesarias para mantener la seguridad [de
Checoslovaquia]. La URSS tiene medios para conseguirlo… Vorochilov [el
Comandante en Jefe] se muestra muy optimista»[21]. El 12 de mayo, Litvinov,
Comisario para Asuntos Exteriores, abordó la cuestión checa con Bonnet, en
el curso de una sesión de la Sociedad de Naciones, celebrada en Ginebra.
Bonnet preguntó que cómo podía Rusia ayudar a Checoslovaquia si los
polacos y los rumanos se negaban a dejar pasar sus tropas. Ya que Francia era
aliada de ambos pueblos, replicó Litvinov, tendría que obtener de ellos la
oportuna autorización. Tal vez, fuese ésta otra maniobra de los rusos, pero es
más probable que Litvinov no apreciase en su justo valor el debilitamiento del
prestigio francés y creyese que Francia podía imponer su voluntad a sus
aliados como Rusia la habría impuesto a los suyos si hubiese gozado de algún
prestigio. Bonnet se limitó a suspirar. Y así, según señala Litvinov, «terminó
la conversación»[22].
En efecto, no entraba en los cálculos de Bonnet el hacer posible una
intervención soviética. Tenemos otra prueba de ello. A mediados de mayo,
Coulondre, Embajador francés en Moscú, acudió a París; era uno de los pocos
hombres resueltos con que contaba el cuerpo diplomático francés. Insistió
para que se celebrasen sin demora conversaciones entre los estados mayores
soviético, checo y francés. Bonnet, con su habitual blandura, accedió. Una
vez hubo regresado Coulondre a Moscú, no se produjo nada ni recibió de
París indicación alguna sobre aquellas conversaciones. En julio, supo por su
colega checo que no habían tenido lugar por miedo de molestar a los
conservadores ingleses. Hay que señalar que no se llegó a hacer ninguna
insinuación a Londres. Bonnet renunció a las conversaciones por propia
iniciativa. De este modo, el gobierno soviético conservó su integridad moral y
las potencias occidentales se mantuvieron en su endeblez material.
Sin embargo, algunos pensaban que Hitler se echaría atrás en el momento
en que se produjese una manifestación de fuerza, y dicha manifestación se
produjo. El 20 de mayo, Checoslovaquia llamó a los reservistas e hizo ocupar
los puestos fronterizos; el gobierno de Praga anunció que Hitler estaba a
punto de lanzar un ataque inesperado, como el que había llevado a cabo
contra Austria. Los alemanes lo desmintieron categóricamente, dando
muestras de haber sido ofendidos en su honor. Sus archivos secretos,
capturados al final de la guerra, prueban que eran sinceros: no hubo ni un
movimiento de tropas, ni un solo preparativo. ¿Qué explicación dar a este
misterioso episodio? No ha podido encontrarse ninguna. Es posible que los
checos fuesen víctimas de una falsa alarma, incluso que algunos extremistas
Sudetes hubiesen pensado en perpetrar una acción semejante, a despecho de
las instrucciones, estrictísimas, que habían recibido en contrario. Tal vez los
alemanes lanzaran algunos falsos rumores para provocar una reacción checa.
Pero lo que es más probable es que los checos representaran una comedia con
objeto de desacreditar las teorías conciliadoras y para probar que Hitler se
echaría atrás ante una maniobra de fuerza. ¿Quién fue el que lo ideó todo?
¿Los propios checos? Desde luego, los rusos, no; se mostraron tan
sorprendidos como todo el mundo. Algunos vagos testimonios sugieren que la
inspiración hay que encontrarla en los «elementos duros» del Foreign Office,
que estaban en contra de la línea que se había adoptado y que, entonces, se
negaron a creer los mentís de Henderson, aunque, en realidad, fuesen
ciertos[23].
Fuese como fuere, Hitler había «recibido un golpe en la cabeza». En
apariencia, la maniobra tuvo éxito. Los alemanes insistieron formalmente en
que sus intenciones eran pacíficas, y la moral de los checos aumentó. Pero el
verdadero efecto fue totalmente contrario. El gobierno inglés y el francés se
vieron abocados al pánico que la perspectiva de la guerra les inspiraba.
Halifax declaró al Embajador francés que Gran Bretaña no prestaría apoyo a
Francia nada más que en el supuesto de una agresión no provocada[24], y
Bonnet dijo, no sólo a Phipps, sino también al Embajador de Alemania, que
«si Checoslovaquia se mostraba verdaderamente fuera de razón, el gobierno
francés podría muy bien declararse liberado de todo compromiso hacia aquel
país»[25]. Strang, miembro del Foreign Office, fue enviado a Praga y a Berlín
para recoger la opinión de los diplomáticos destacados en una y otra ciudad.
Regresó trayendo algunas proposiciones muy precisas: Checoslovaquia debía
renunciar a sus alianzas para convertirse en un satélite alemán; el territorio de
los Sudetes pasaría a ser autónomo o, incluso, podría ser incorporado a
Alemania. Los checos opondrían resistencia a estas medidas, en
consecuencia, el gobierno inglés habría de imponérselas. Sería «la primera
tentativa seria, desde que terminara la guerra, para atajar una de las causas (no
sólo un síntoma) del malestar europeo y para realizar una modificación
pacífica en uno de los lugares peligrosos [de Europa]»[26]. La maniobra
colocó a los ingleses en la vía de la acción, pero una acción muy distinta de
aquella con la que los checos contaban.
Estos acontecimientos del 21 de mayo produjeron un dramático efecto en
Hitler, a quien su aparente humillación puso furioso. Tomó de nuevo el
proyecto de instrucciones que había redactado Keitel, borró la primera frase y
escribió en su lugar: «Mi intención inquebrantable es la de aplastar a
Checoslovaquia por medio de una acción militar, en un futuro muy
próximo»[27]. Esta parece ser la prueba decisiva de que Hitler estaba
totalmente resuelto a atacar Checoslovaquia, fuesen cuales fuesen las
circunstancias. Y decimos que parece ser la prueba decisiva, porque en
realidad no lo es. El mismo documento en el que se encuentra la frase,
declara, según el modo habitual del Führer, que Francia vacilaría antes de
intervenir «a consecuencia de la inequívoca postura tomada por Italia, que la
pone a nuestro lado». Todo esto no pasó de ser una manifestación de mal
humor y Hitler adoptó de inmediato su antigua línea de actuación. Una
instrucción estratégica del 18 de junio declaraba: «No me decidiré a actuar
contra Checoslovaquia si, como en el caso de la ocupación de la zona
desmilitarizada y de la entrada en Austria, no tengo la firme convicción de
que Francia no se moverá y que, por consiguiente, tampoco intervendrá
Inglaterra»[28]. Por supuesto, Hitler sabía que sus generales temían una guerra
con Francia y pudo tener la idea de llevarlos a ella aun en contra de su
voluntad. Engañaba a todo el mundo: a las potencias occidentales, a sus
generales, a sí mismo, ya que se hicieron pocos preparativos incluso para una
guerra defensiva contra Francia. Fue estacionada una pequeña fracción de la
aviación en la Alemania occidental, «para impedir a Francia que gozase de
una libertad total de acción en el cielo»[29]. Dos divisiones del ejército se
situaron junto a la línea Sigfrido, y otras dos se les sumaron en septiembre —
en tanto los franceses podían situar más de 80—. Además, aunque Hitler se
fijase con el Estado Mayor Central una fecha límite, la del 1.º de octubre, no
la hizo pública. Mantuvo abierta la puerta a una posible retirada hasta el
momento en que pareció inútil.
El gobierno inglés estaba convencido, aunque no la conociese, de la
existencia de aquella fecha, y llegó incluso a persuadirse de que Hitler «no
esperaría por más tiempo». Debía de haber llegado al colmo de su paciencia,
cuando la paciencia había sido precisamente hasta entonces el rasgo
dominante de su quehacer político. Los estadistas británicos concluyeron,
basándose únicamente en su intuición, que aquella fecha era el 12 de
septiembre, último día del congreso nazi de Núremberg, y, a partir de este
momento, quedaron como hipnotizados por ella. Querían adelantarse a Hitler
y, pensando en el 12 de septiembre en vez de en el 1.º de octubre, lo
consiguieron. A su modo de ver las cosas, era preciso obligar a Benes, antes
del 12, a acceder a las concesiones definitivas, que eran lo único que podía
evitar la guerra. Checoslovaquia renunciaría a sus alianzas con Francia y con
Rusia y los alemanes de los Sudetes obtendrían lo que habían pedido. Pero
¿cómo conseguir todo esto? Benes era tozudo —«como un asno», según
expresión de Henderson—. Los ingleses se echaban atrás cuando llegaba el
momento de forzarlo; hubieran preferido que otros corrieran con la
responsabilidad, lo cual no era fácil. Evidentemente, los rusos no querían
romper su alianza; muy por el contrario, no dejaban de insistir sobre ella, en
medio de la inquietud de todo el mundo. ¿Se mostrarían, por ventura, más
tolerantes los franceses? Y, en este punto, se produjo una nueva decepción. Al
principio, aquéllos esquivaron la cuestión; más tarde, pidieron a Benes que
hiciese las concesiones, pero, para lograrlo, argumentaron que, de este modo,
sería más probable que los ingleses se decidiesen a prestar su apoyo. «Esta
nota no contiene advertencia específica alguna de que Francia volverá a
considerar su posición con respecto al tratado, en el caso de que el gobierno
checoslovaco no se muestre razonable en la cuestión de los Sudetes», se
lamentó Halifax[30].
No había escapatoria posible. Los franceses no querían actuar de acuerdo
con su alianza con Checoslovaquia, pero tampoco querían abandonar a los
checos. La debilidad es contagiosa. Arrastraron con ellos a los ingleses.
Inglaterra era el país menos interesado en la cuestión checa, y, sin embargo, le
correspondió tomar la iniciativa. No podía atacar directamente las alianzas de
Checoslovaquia; debía, pues, tratar de resolver el problema de los Sudetes —
el modo de resolverlo no tenía importancia, con tal que se lograse impedir la
guerra—. Los franceses se aferraron a esta idea, ya que eran otros los que
tomaban la responsabilidad. Los checos opusieron más resistencia. Benes
intentaba presentar el asunto como un conflicto entre su país y Alemania; la
propuesta británica transformaba todo en una fricción entre los alemanes de
los Sudetes y el gobierno checoslovaco. Una vez más, la escena quedó
iluminada por el fuego fatuo de un posible apoyo inglés. «Si el gobierno
checoslovaco se decidiese a pedir nuestra ayuda en este asunto, su petición
produciría indiscutiblemente un efecto favorable sobre la opinión pública
inglesa», escribió Halifax[31]. Benes, una vez más, cedió. El apoyo inglés se
revelaría más difícil de obtener de lo que él pensaba, pero tenía todavía la
impresión de que lo conseguiría si se mostraba razonable y conciliador. El 26
de julio, Chamberlain pudo anunciar en los Comunes que Lord Runciman se
desplazaba a Praga en calidad de mediador y «respondiendo a una petición de
Checoslovaquia». El lograr que se hiciese la petición había costado a los
ingleses no pocos esfuerzos. Runciman, antiguo presidente de la Board of
Trade[32], fue elegido por la supuesta habilidad que había demostrado cuando
solucionó los conflictos entre industriales; pero, a la hora de tal elección, tal
vez pesase más el hecho de que ignoraba lo que estaba en juego. Acudió a
Praga a título personal y no como representante del gobierno. «Me lanza usted
en pleno Atlántico a bordo de una pequeña embarcación», dijo a Halifax. Esta
frase revelaba el origen de Runciman que había empezado como armador.
La misión de Runciman ofrece al historiador un interés un poco
melancólico. Fue la última tentativa de la serie que se iniciara hacía, más o
menos, un siglo para encontrar una «solución» a las relaciones entre los
checos y los alemanes de la Bohemia, es decir, para descubrir un medio de
hacer vivir a ambos pueblos, de manera un tanto satisfactoria, dentro de un
mismo Estado. Esta solución había sido buscada en vano por otros hombres
que superaban a Runciman en competencia política y en inteligencia; en esta
ocasión, los resultados no fueron más halagüeños. El gobierno checoslovaco,
cuando fingió pedir aquella misión, se comprometió a aceptar la decisión que
se tomase. Runciman no tenía, pues, más que descubrir qué era lo que
complacería a los alemanes de los Sudetes, y a los checos no les quedaría sino
decir amén. Ahora bien, los dirigentes Sudetes, fieles a las instrucciones que
habían recibido de Hitler, se anticiparon y plantearon sus reivindicaciones. De
ahí el suplicio por el que tuvo que pasar Runciman, como antes lo había
pasado Benes. Lo peor fue seguir adelante. Benes, fueren cuales fueren sus
defectos, era un negociador incomparable y el mismo talento que le había
permitido mantener en jaque a Lloyd George en 1919, le hizo posible, en
1939, hacerse rápidamente cargo de las intenciones de Runciman. Este habla
sido enviado o bien para arrancar algunas concesiones a Benes, o bien para
demostrar la obstinación de los checos. Si Runciman acudía por la primera
razón, se evitaría la crisis, si lo hacía por la segunda, Benes quedaría
desacreditado y Checoslovaquia desautorizada, en tanto el honor de las
potencias occidentales se mantenía a salvo. Pero he aquí que Runciman se vio
conducido a una situación tal que tenía que considerar las ofertas checas
como razonables y condenar la obstinación, no de Benes, sino de los Sudetes.
Pronto se cernió la amenaza de una terrible consecuencia: si Benes hacía todo
lo que Runciman le pedía, e incluso más. Gran Bretaña se vería en la
obligación moral de apoyar a Checoslovaquia cuando se plantease la crisis,
que era inminente. Para evitarlo, Runciman, en vez de meter prisa a Benes,
tuvo que predicar la calma. Pero Benes no le permitió que se escabullese. El 4
de septiembre, convocó a los dirigentes Sudetes, les pidió que dictasen sus
condiciones y, como quiera que, desconcertados, dudasen, las puso él mismo
por escrito. Los Sudetes recibían todo lo que habían pedido. Por supuesto,
Benes ofreció esta capitulación cuando se enteró, de manera cierta, que sería
rechazada; pero él había ganado la batalla diplomática. Runciman tuvo que
confesar que los checos habían ido más allá de lo que él pensaba proponerles.
Los dirigentes Sudetes no sabían, tampoco, cómo iban a desechar las ofertas
del Presidente. Éste, en consecuencia, había logrado un verdadero triunfo.
Esta victoria moral no evitó el choque de fuerzas, pero no por ello dejó de
tener una importancia decisiva. A principios de 1938, casi todos los ingleses
simpatizaban con las reivindicaciones alemanas, aunque les repugnase la
forma en que Hitler las había presentado. La causa de los Sudetes era buena:
no gozaban ni de igualdad nacional ni de nada que se le pareciese. Ahora
bien, en septiembre, gracias a Benes, todo había cambiado. Fueron pocos los
que siguieron creyendo en la justicia de las reivindicaciones; ni los propios
Sudetes lo creían ya. Hitler dejaba de ser el liberador idealista de sus
hermanos de raza y aparecía como un conquistador sin escrúpulos que sólo
buscaba la guerra y el dominio. Al principio, el «apaciguamiento» había sido
una tentativa de elevada inspiración para deshacer imparcialmente algunos
entuertos. El giro que había tomado la controversia entre Benes y los Sudetes
hacía que el «apaciguamiento» se convirtiese en una capitulación cobarde,
aunque imposible de evitar, ante la fuerza. Antes, los ingleses se preguntaban:
«¿Están justificadas las reivindicaciones alemanas?». Ahora empezaban a
preguntarse: «¿Somos lo suficientemente fuertes para resistir a Hitler?».
Runciman, muy a pesar suyo, acababa de ayudar a abrir el camino que
llevaría a la Segunda Guerra Mundial. Había bailado al son que le tocara
Benes y, a partir de aquel momento, su único deseo fue hacer un agujero en el
fondo de su barco y volverse a casa. Su misión en Praga se prolongó aún
algunos días; después, volvió a Londres sin «solución» alguna a la cuestión de
los Sudetes. Más tarde, tras el viaje de Chamberlain a Berchtesgaden,
Runciman, por orden del Foreign Office, redactó un informe; se limitó a
aprobar el plan de desmembración de Checoslovaquia, cuando Chamberlain y
Hitler ya habían decidido ponerlo en marcha. Nadie se fijó en el plan, nadie le
dio el menor valor. No era más que el eco de un pasado que estaba muerto.
La política británica no había, pues, conseguido conjurar la crisis. Se
acercaba el 12 de septiembre. Ya no se planteaba el problema entre el
gobierno checoslovaco y los alemanes de los Sudetes, sino entre las grandes
potencias, que seguían sin definir su actitud. Hitler continuaba siendo el amo
de la situación; se negaba a enseñar su juego y, probablemente, como en
tantas ocasiones anteriores, ignoraba él mismo cómo iba a conseguir la
victoria. Hizo que se iniciasen los preparativos para atacar Checoslovaquia el
1.º de octubre. No estaba decidido, ni mucho menos, a declarar la guerra. Los
generales alemanes seguían insistiendo en el hecho de que no podían hacer
frente a un conflicto general y Hitler respondía que no se llegaría a tal
extremo. Algunos de estos generales hablaron de derribar a Hitler; tal vez
fuesen sinceros. Posteriormente, pretendieron que la falta de estímulo por
parte de las potencias occidentales y, más concretamente, la visita de
Chamberlain a Berchtesgaden, habían contrariado sus planes, cuando en
realidad fue Hitler el que los desbarató. Los generales estaban decididos a
actuar sólo en el supuesto de que el Canciller llevase a Alemania al borde del
abismo, y fue precisamente esto lo que no hizo. Amenazó con la guerra
únicamente cuando el otro bando ya había capitulado; hasta entonces,
conservó las manos libres. En el curso del mes de agosto, intentó todavía
encontrar una puerta de escape. El conflicto, con el que él contaba, entre
Francia e Italia, quedaba por completo descartado. Muy por el contrario,
Mussolini, que no hacía más que fanfarronear mientras veía lejos el peligro de
una guerra, se sentía cada vez más molesto, incluso cuando de apoyar a
Alemania contra Checoslovaquia se trataba. Quiso por lo menos conocer la
fecha en que Hitler pensaba lanzarse a aquella guerra. Hitler hizo que se le
contestase: «El Führer no puede precisar fecha alguna, ya que él mismo la
ignora»[33]. Una nueva posibilidad pareció ofrecerse cuando los húngaros
pidieron su parte en la desmembración de Checoslovaquia. También en este
punto se produjo una decepción. Los húngaros estaban dispuestos a seguir a
Hitler, pero, como se encontraban casi desarmados, no querían tomar la
iniciativa. Si Hitler deseaba la guerra, tendría que declararla él. De todo esto,
surgió un resultado sorprendente. La temida fecha del 12 de septiembre llegó.
Hitler pronunció un discurso apasionado en Núremberg; enumeró en él los
motivos de queja de los Sudetes y subrayó enérgicamente que el gobierno
checoslovaco debía poner remedio a tal situación. Todavía no se había
agotado su paciencia. Seguía esperando que los demás perdiesen el control de
los nervios.
La espera no fue estéril. Al día siguiente del discurso, el 13 de septiembre,
los dirigentes Sudetes rompieron las negociaciones con Benes y dieron la
señal para que estallase la sublevación. Fue un fracaso. Se restableció el orden
en menos de veinticuatro horas. Aún más: muchos alemanes de los Sudetes,
que hasta entonces se habían mantenido en silencio o indiferentes,
proclamaron su lealtad hacia Checoslovaquia y su deseo de no separarse de
ella. Contrariamente a lo que había pasado con Austria, o, anteriormente, con
la monarquía de los Habsburgo, Checoslovaquia no se desmoronó en el
interior. El derrumbamiento tuvo lugar en París, no en Praga. El gobierno
francés no se decidió a tomar una decisión hasta el último momento. Bonnet
sentía «la desesperante ansiedad de escapar de aquel callejón sin salida sin
verse obligado a luchar»[34]. Sentía de igual modo la desesperante ansiedad de
que toda censura fuese dirigida a los demás. Trató de encauzarla hacia Rusia.
Como había sucedido ya con anterioridad, Litvinov se mostró más enérgico
que él y dio una respuesta decidida. Había que recurrir a la Sociedad de
Naciones, de acuerdo con el artículo XI del Pacto, para que las tropas
soviéticas pudiesen atravesar Rumanía; tenían que iniciarse conversaciones
entre los estados mayores de Francia, Checoslovaquia y la URSS, y reunir en
conferencia a Rusia, a Francia y a la Gran Bretaña para formular una
declaración resonante contra la agresión alemana. En todo caso, Rusia
cumpliría con «todas las obligaciones» que emanaban del pacto
rusochecoslovaco; a Francia le correspondía, tan sólo, dar el primer paso[35].
Quizá todo esto no fuese más que una farsa. Se habría comprobado aceptando
las conversaciones entre los estados mayores. Sin embargo, al eludir la
contestación, Bonnet demostró su miedo a que la fórmula soviética no fuese
muy sincera.
Y no fue Bonnet quien peor lo hizo. El aislacionismo americano alcanzaba
por aquel entonces su máximo apogeo. El 9 de septiembre, en el curso de una
conferencia de prensa, Roosevelt declaró que era totalmente erróneo el
asociar los Estados Unidos con Francia y la Gran Bretaña para la constitución
de un frente de resistencia a Hitler. Todo lo que las potencias occidentales
recibieron de allende el Atlántico fue un reproche, nacido de los intelectuales
americanos, por haber sido un poco menos cobardes que los Estados Unidos.
Sin embargo, la respuesta definitiva había de venir de los ingleses.
Nuevamente se iban a repetir los argumentos de los viejos aliados: los
franceses subrayaron el peligro de capitular ante Hitler; Halifax se negó a
pronunciarse en favor de «un argumento que preconizase la guerra ahora,
contra la eventualidad de una guerra posterior, que quizá fuese librada en
condiciones menos desfavorables»[36]. Cada bando hizo maravillas en el arte
de la evasión. «Qué contestaría el gobierno de Su Majestad —preguntó
Bonnet—, si el gobierno francés le dijese, en el caso de que Alemania atacase
a Checoslovaquia: Hemos emprendido la marcha: ¿nos acompañáis?».
«Aunque la pregunta esté claramente formulada —contestó Halifax—, no
puede disociarse de las circunstancias en que sería hecha y que, en este
momento, resultan necesariamente hipotéticas». Bonnet pareció sentirse
«sinceramente feliz del carácter negativo de esta respuesta»[37], lo cual no
resulta sorprendente. Coleccionaba aquellas negativas, en parte para
protegerse a sí mismo, y en mayor parte para desanimar a sus colegas.
También Daladier se condujo como de costumbre: al principio, se mostró
lleno de ardor combativo, luego, irresoluto, para, al final, capitular. «Si los
alemanes franquean la frontera checa, los franceses emprenderán la marcha
como un solo hombre», declaró a Phipps, el 8 de septiembre[38]. Llegó el 13;
los alemanes de los Sudetes estaban al borde de la sublevación y Hitler, por lo
que se suponía, parecía dispuesto a correr en su ayuda. El Consejo de
Ministros francés se mostró dividido: seis votos en favor del apoyo a
Checoslovaquia; 4, entre ellos el de Bonnet, en favor de la capitulación.
Daladier no dio preferencia a ninguna de ambas actitudes. Al salir de la
reunión, Bonnet marchó a toda prisa a ver a Phipps para decirle: «La paz ha
de ser preservada cueste lo que cueste»[39]. Phipps quiso obtener
confirmación del hundimiento francés y pidió ser recibido por Daladier. A
primeras horas de la tarde, éste seguía dudando. A una pregunta que el
Embajador le hiciera a boca de jarro, contestó «con una falta manifiesta de
entusiasmo»: «Si los alemanes emplean la fuerza, los franceses se verán
obligados a hacer otro tanto». «Temo que los franceses traten de engañarnos»,
dijo Phipps, para concluir el mensaje que mandó a Londres[40]. A las 22 horas,
transmitió telefónicamente a Londres «un mensaje urgentísimo» de Daladier a
Chamberlain: «Las cosas evolucionan muy rápidamente y de una manera tan
grave que se corre el riesgo de perder todo control en el más breve plazo… Es
preciso evitar cueste lo que cueste que las tropas alemanas entren en
Checoslovaquia». Daladier insistió para que Runciman publicase
inmediatamente su plan. Si con esto no era suficiente, habría de celebrarse
una reunión de tres potencias: Alemania, que intercedería por los Sudetes;
Francia, que lo haría por los checos, y la Gran Bretaña, que defendería el plan
de Lord Runciman[41]. Daladier se sentía sin energías: había decidido
capitular.
Acababa de llegar la hora de que Chamberlain entrase en acción: desde
abril había tratado de que se decidiese entre la resistencia y la rendición, y se
había optado, al fin, por aquella rendición que él tanto preconizara. No intentó
organizar la reunión de las tres potencias, puesto que sabía por experiencia
que si alguien desafiaba a Daladier, éste podía tomar una decisión obstinada,
desesperada. El 15 de septiembre, partió en avión, rumbo a Múnich, llevando
consigo a Sir Horace Wilson, y se vio con Hitler en Berchtesgaden, sin que
interviniese en las conversaciones un intérprete británico. Daladier no pareció
«muy contento» cuando se enteró de que lo habían dejado a un lado, pero
consintió una vez más[42]. Si nos fiamos de lo que señalan los archivos,
Chamberlain no llevó ninguna documentación sobre la cuestión checoslovaca.
No se preguntó si una Checoslovaquia truncada podría seguir siendo
independiente, ni cuáles serían las consecuencias estratégicas de semejante
situación para las potencias occidentales; no examinó la manera en que se
llevaría a cabo la composición nacional de Checoslovaquia. Salió de Londres
tan sólo con el prejuicio que, contra «Versalles», alimentaba la mayoría de los
ingleses, y con la firme convicción de que Hitler se tornaría pacífico si se
daba satisfacción a las reivindicaciones alemanas. Tampoco Hitler se preparó
para la entrevista; como de costumbre, esperó que cayese del cielo el maná.
Su principal cuidado consistía en mantener la crisis hasta el momento en que
Checoslovaquia quedase desintegrada, y sostenía las reclamaciones de los
Sudetes en la creencia de que no serían satisfechas y de que, de todo ello, él
sacaría alguna ventaja moral. En las conversaciones, actuó en una situación
favorable: sus planes militares no madurarían para antes del 1.º de octubre,
por mucho que quisiera ponerlos en marcha antes; podía, pues, ofrecer el «no
hacer nada», sin que tal oferta supusiese concesión alguna.
Este encuentro en Berchtesgaden fue más amistoso y más feliz de lo que
los dos estadistas esperaban. Chamberlain se sintió desconcertado por el
discurso de energúmeno con el que Hitler empezaba todas sus
conversaciones, pero se mantuvo fiel a su política de conciliación. «En
principio —dijo—, no tengo que hacer ninguna objeción a que los alemanes
de los Sudetes se separen del resto de Checoslovaquia, a condición de que
puedan ser superadas las dificultades prácticas». Hitler no podía rechazar
semejante oferta, aunque no respondiese exactamente a su voluntad de
destruir la independencia de Checoslovaquia dentro del terreno internacional.
Prometió, por su parte, no efectuar ningún movimiento militar en tanto
durasen las negociaciones —promesa que impresionó fuertemente a
Chamberlain, aunque no significase nada—. La conciliación triunfaba; un
gran conflicto había sido arreglado sin tener que recurrir a la guerra. Sin
embargo, nada de lo que sucedía estaba de acuerdo con lo previsto.
Chamberlain tenía la intención de ofrecer una concesión, basada sobre una
fórmula imparcial. Por esta razón, los más clarividentes de entre los
defensores de esta política, como, por ejemplo, Neville Henderson,
subrayaban que las potencias occidentales vencerían si llegaba a estallar la
guerra. Sin embargo, «nuestra causa moral debería ser fundida en bronce», y,
en el caso de Checoslovaquia, no sucedía así[43]. En adelante, gracias al
derrumbamiento francés, la moral había sido arrinconada y el miedo había
pasado a ocupar su sitio. Ya no se acudía a Hitler con la justicia en la mano;
se le preguntaba qué pedía por no hacer la guerra. Los checos habían
empeorado las cosas al conseguir mantener el orden a pesar del llamamiento a
la revolución que habían hecho los Sudetes. En vez de salvarlos de la
desmembración, se les requería para que cediesen unos territorios que habían
guardado con firmeza; y todo, para que Francia pudiese escapar de un
conflicto armado.
Chamberlain volvió a Londres para obtener la aprobación de sus colegas y
la de los franceses. El gabinete británico se mostró de acuerdo, aunque, según
se dice, no sin mostrar alguna oposición. Runciman rompió el informe que
preparaba y, dócilmente, redactó otro en el que quedaban incorporadas las
reclamaciones de Hitler, informe, éste, que iba a ser manoseado
constantemente en el curso de los días que seguirían, cuando las
reclamaciones empezaron a multiplicarse. El 18 de septiembre, Daladier y
Bonnet acudieron a Londres. Chamberlain dio cuenta de sus discusiones con
Hitler, subrayando que la cuestión quedaba planteada en los siguientes
términos: aceptar la división de Checoslovaquia, o «el principio de la
autodeterminación», como él lo llamara. Daladier trató de cambiar de terreno.
«Temía —declaró—, que el verdadero fin perseguido por Alemania fuera el
de disgregar Checoslovaquia para realizar ciertos objetivos pangermanistas
mediante una marcha hacia el Este». Halifax sacó a la luz un argumento que
ya había utilizado con frecuencia:
«Nada más lejos del ánimo de los ministros ingleses que pensar que el gobierno francés no
cumpliría sus obligaciones con el gobierno checoslovaco… Por otra parte, todos sabían —y, en
este punto, estaba seguro de contar con la aprobación de los consejeros técnicos— que, fuera
cual fuere la acción que, en cualquier momento, emprendiesen los ingleses, los franceses o los
soviéticos, resultaría imposible facilitar una protección eficaz al Estado checoslovaco. Cabía
hacer la guerra para oponerse a una agresión alemana, pero, en la conferencia de paz que se
reuniría al final del conflicto, ningún estadista pretendería, a su juicio, volver a dar a
Checoslovaquia las mismas fronteras».

Chamberlain tuvo una idea ingeniosa. Los checos no querían ceder


territorio alguno después de un plebiscito, a causa del ejemplo que ello
supondría para los polacos y para los húngaros establecidos en
Checoslovaquia; que cedieran, entonces, el territorio sin plebiscito de ninguna
especie. «Podría presentarse [la cesión] como una elección hecha por el
propio gobierno checoslovaco… Así se disiparía la creencia de que somos
nosotros los que modelamos el territorio de Checoslovaquia». Daladier
aceptó, pero puso una condición esencial: la Gran Bretaña garantizaría la
integridad de lo que quedase de Checoslovaquia. La postura de Daladier no
procedía de un sentimiento de amor hacia los checos, puesto que tanto los
ingleses como los franceses estaban de acuerdo sobre la imposibilidad de
ayudarlos entonces y después. Se pidió a los ingleses que suscribiesen la
declaración de Hitler según la cual éste iba en pos de la justicia y no de la
dominación de Europa.
Daladier dijo que si hubiese tenido la certeza de que Herr Hitler decía la
verdad cuando se expresaba en los términos clásicos de la propaganda nazi, y
señalaba que lo único que quería era la incorporación al Reich de los
alemanes de los Sudetes y nada más, él, Daladier, no habría insistido para
obtener aquella garantía de los ingleses. Pero, en el fondo de su corazón, tenía
la seguridad de que Alemania aspiraba a algo más grande… Una garantía
británica en favor de Checoslovaquia serviría de ayuda a Francia, por cuanto
contribuiría a detener el avance alemán hacia el Este.
Los ingleses cayeron en la trampa. La política de Chamberlain descansaba
sobre el dogma de la buena fe de Hitler; no podía renegar de ese dogma sin
aceptar los argumentos de Daladier en favor de la resistencia. Por
consiguiente, había que dar la garantía. Los ministros ingleses se retiraron a
deliberar durante dos horas. Al regresar, Chamberlain declaró: «Si el gobierno
checoslovaco acepta las propuestas que en estos momentos se le hacen y si,
entretanto, no se produce ningún golpe militar, el gobierno de Su Majestad
está dispuesto a dar la garantía que se le pide». De este modo, en alguna
medida accidental, el gobierno inglés que se había negado constantemente a
extender sus obligaciones más allá del Rin y que se había proclamado incapaz
de asistir a Checoslovaquia cuando era fuerte, le ofrecía una garantía en un
momento en que empezaba a debilitarse y, todavía más, aceptaba
implícitamente garantizar la organización territorial existente en la Europa
oriental. Esta garantía fue dada con esperanza cierta de que nunca habría de
llevarse a la práctica; se pretendía sencillamente con ella vencer el último
vestigio de reserva. Sin embargo, Daladier había levantado un edificio más
sólido de lo que él imaginaba: acababa de lograr que Gran Bretaña se
comprometiese a oponerse a un avance de Hitler hacia el Este, y, seis meses
más tarde, el compromiso habría de volverse contra su propio autor. Hacia las
19 horas 30 minutos del 18 de septiembre de 1938, Daladier dio a la Gran
Bretaña el empujón decisivo, aunque de efecto retardado, que habría de
llevarla a la Segunda Guerra Mundial[44].
Chamberlain hizo una última pregunta: «¿Qué sucedería si el doctor
Benes decía que no?». «Se discutiría la cuestión en consejo de ministros»,
contestó Daladier. Los acontecimientos tomaron un giro diferente. El 19 de
septiembre, los ministros franceses ratificaron las propuestas anglofrancesas,
pero sin tomar decisión alguna sobre lo que habría que hacer en el caso de que
se produjese una negativa por parte de los checos. Teóricamente, el tratado
con Checoslovaquia conservaba todo su valor. Además, el día 19, Benes hizo,
a su vez, dos preguntas a la Unión soviética: ¿Prestaría la URSS una ayuda
inmediata y efectiva si Francia cumplía sus compromisos y también prestaba
ayuda? ¿Asistiría la URSS a Checoslovaquia en su calidad de miembro de la
Sociedad de Naciones y conforme a los artículos 16 y 17?[45]. El día 20, el
gobierno soviético respondió a la primera pregunta: «Sí, instantánea y
efectivamente», y a la segunda: «Sí. por todos los conceptos»[46]. Benes trató
también de saber por Gottwald, jefe de los comunistas checos, si la Unión
Soviética intervendría en caso de que Francia no lo hiciese. Gottwald eludió
la cuestión. «No podía responder en nombre de la URSS, pero nada hacía
suponer que este país no fuera a cumplir con sus obligaciones. Si se trataba de
algo que emanase de dichas obligaciones, Benes no tenía más que plantear el
asunto al gobierno soviético en términos precisos»[47]. Pero el estadista checo
no quería hacerlo. Al despedirse Runciman, le había dicho: «Checoslovaquia
no tiene ningún compromiso especial con Rusia, ni siquiera para el supuesto
de una guerra. Nunca ha hecho ni nunca hará nada, sin Francia»[48]. Seguía
siendo un «occidental» a pesar de sus decepciones; por otra parte, aunque se
hubiese inclinado a apoyarse sólo en Rusia, la mayoría del gabinete checo —
con Hodza, el Primer Ministro a la cabeza— era lo bastante fuerte para
impedírselo.
Sin embargo, no desesperó aún. Se mantenía en contacto con los grupos
más resueltos de París, en los que estaban incluidos ciertos ministros, y
continuaba creyendo que podría volver a ganarse el apoyo de Francia si
actuaba de manera lo suficientemente hábil. No dejó de exagerar la
posibilidad de hacer cambiar la política francesa, valorando sin duda por bajo
otra posibilidad: la de hacer cambiar la política inglesa. Fuese como fuere, en
aquel momento decisivo mantenía la mirada fija en París. El 20 de
septiembre, el gobierno checoslovaco rechazó las propuestas anglofrancesas y
recurrió al tratado de arbitraje con Alemania. Parece ser que media hora más
tarde Hodza dijo al representante francés y al inglés que si aquellas
propuestas fuesen presentadas «como una especie de ultimátum», Benes y el
gobierno podrían inclinarse al verse ante un caso de fuerza mayor[49]. De sus
palabras se desprendía que trataba de determinar si los franceses pretendían
verdaderamente abandonar a sus aliados; pero según el ministro francés,
Hodza imploró un ultimátum para «cubrir» al gobierno checo que deseaba
capitular. Nunca sabremos la verdad sobre este punto. Hodza y sus colegas
querían quizá ceder, pero, sin lugar a dudas, Bonnet también deseaba que
claudicasen. Si Benes se asoció a la maniobra de Hodza, lo hizo,
probablemente, en la esperanza de desencadenar la resistencia entre los
«elementos duros» de París. En todo caso, Bonnet se aprovechó de la ocasión,
le fuese o no ofrecida por Hodza. El ultimátum fue debidamente redactado en
París, aprobado a medianoche por Daladier y por el presidente Lebrun y
enviado a Benes a las dos de la madrugada del 21 de septiembre. Era muy
claro: si los checos rechazaban las propuestas anglofrancesas, correrían con la
responsabilidad de la guerra que tal postura derivase, la solidaridad
anglofrancesa se quebraría y, en semejantes condiciones, Francia no se
movería, puesto que «su asistencia no podría ser eficaz»[50]. Al día siguiente
por la mañana, algunos ministros se quejaron de que los checos hubiesen sido
abandonados sin que mediase una decisión del gabinete; Bonnet pudo,
entonces, contestarles que se había tomado la decisión a instancias de Hodza,
y, una vez más, los disidentes se mostraron de acuerdo. Fue una transacción
bastante oscura, pero que traducía lo que se había convertido en algo
inevitable a partir de abril, cuando el gobierno francés decidió no ir a la
guerra sin el apoyo inglés y cuando los británicos, por su parte, resolvieron no
dejarse llevar a un compromiso de defensa a Checoslovaquia. Sin duda alguna
habría sido más honrado y más honorable el habérselo hecho comprender a
Benes desde un principio; pero los países que durante mucho tiempo han sido
grandes potencias se niegan a admitir que ya no lo son. En 1938, la Gran
Bretaña y Francia se inclinaban por «la paz cueste lo que cueste». Ambas
temían más la guerra que una derrota; de ahí los errores de cálculo que
cometieron al establecer una comparación entre las fuerzas alemanas y las
aliadas, y las discusiones que se plantearon en torno a la cuestión de saber si
Alemania podía ser vencida. Hitler obtendría lo que quisiera amenazando
sencillamente con la guerra, sin tener necesidad de contar con la victoria.
Los checos no dudaron por mucho tiempo. El 21 de septiembre, al
mediodía, aceptaron incondicionalmente las propuestas anglofrancesas. Sin
embargo, Benes no se daba todavía por vencido. Supuso que, ante su éxito,
Hitler aumentaría las peticiones, y, entonces, la opinión pública francesa y la
inglesa se rebelarían por fin. No se equivocaba. El 22 de septiembre,
Chamberlain tuvo una nueva entrevista con Hitler en Godesberg, y el
Canciller declaró que las propuestas anglofrancesas no eran bastantes. Se
estaba asesinando a los alemanes de los Sudetes —lo cual era falso— y sus
tropas tenían que ocupar inmediatamente el territorio de éstos. ¿Por qué
adoptó Hitler esta postura, cuando iba a obtener, por medio de negociaciones,
cuanto quería? ¿Deseaba verdaderamente la guerra por sí misma? La mayoría
de los historiadores han admitido esta explicación; pero hay que tener
presente que Hitler seguía siendo el conspirador coronado por el éxito y
todavía no se había convertido en «el más grande capitán de todos los
tiempos». Existe otra explicación más plausible. Había otras naciones que,
siguiendo el ejemplo alemán, formulaban algunas reivindicaciones sobre el
territorio checoslovaco. Los polacos reclamaban Teschen, los húngaros, la
Eslovaquia. Todo parecía indicar que Checoslovaquia iba a disgregarse, como
efectivamente sucedió en marzo de 1939. Alemania se presentaría como
pacificadora, para crear un orden nuevo, no para destruir el antiguo. El propio
Hitler «podría haberse reído en las narices de Chamberlain»[51]. En
consecuencia, en Godesberg, Hitler jugaba para ganar tiempo. Los
argumentos y las amenazas de Chamberlain, incluso la sugerencia que le hizo
de que las nuevas fronteras de Checoslovaquia podrían ser modificadas una
vez más por medio de negociaciones, quedaban fuera de lugar. Hitler ya no se
interesaba por Checoslovaquia; preveía que, cuando estallasen la bomba
polaca y la bomba húngara, Checoslovaquia dejaría de existir.
El encuentro de Godesberg terminó, pues, en un fracaso. Chamberlain
volvió a Londres, enfrentado aparentemente a la elección entre la guerra y la
abdicación de Inglaterra como gran potencia. Parece que se inclinara por la
segunda solución, esperando obtener así un poco de gratitud. Después de
todo, a su juicio, nada podía impedir la división de Checoslovaquia. Entonces,
¿para qué ir a la guerra?, ¿para determinar el momento preciso en que se
procedería a tal división? Sin embargo, en Londres, Halifax se había revelado
—quizá, como se ha sugerido, porque le había remordido la conciencia «al
filo de la noche», aunque sea más probable que se enfrentara a Chamberlain
por instigación del Foreign Office—. El 23 de septiembre, había dicho a los
checos, en contra de la opinión que había expresado Chamberlain, que no
existía reparo alguno a que se movilizasen, lo cual hicieron. Halifax preguntó
también a Litvinov, que estaba presente en la sesión de la Sociedad de
Naciones, «qué haría la Unión Soviética si Checoslovaquia se veía arrastrada
a una guerra con Alemania». Era la primera vez, desde que se iniciara la
crisis, que los ingleses se acercaban a Rusia. Litvinov dio su respuesta
estereotipada: «Si los franceses ayudan a los checoslovacos, los rusos
intervendrán». Al parecer, los rusos veían más despejado su camino desde el
momento en que Polonia amenazó con intervenir contra Checoslovaquia. Se
les abría una vía hacia Europa y, en caso de guerra, podrían recobrar los
territorios que habían perdido en 1921, incluso en el supuesto de que ello no
sirviese de mucha ayuda a los checos. El 23 de septiembre, Moscú previno a
Varsovia que denunciaría de inmediato el pacto de no-agresión con Polonia, si
los polacos invadían Checoslovaquia. El 24 de septiembre, Gamelin preguntó
a su vez a los rusos qué era lo que estaban en condiciones de hacer.
Respondieron que treinta divisiones se encontraban en la frontera occidental
(los franceses sólo tenían, a la sazón, quince en la Línea Maginot); su
aviación y sus fuerzas blindadas estaban en «pleno estado de alerta».
Insistieron también para que se iniciasen en seguida conversaciones entre los
estados mayores francés, checo y ruso. Gamelin aceptó, creyendo que contaba
con la aprobación inglesa[52]. Sin embargo, no se inició ninguna
conversación.
Los franceses seguían dudando. El 24 de septiembre, Phipps telegrafió
desde París: «Lo mejor de Francia: está contra la guerra, casi a cualquier
precio», y puso en guardia contra «un estímulo, aunque fuese aparente, del
grupo belicoso, que no tenía muchos adeptos, pero que hacía ruido y estaba
corrompido»[53]. En un nuevo telegrama explicó que se refería a «los
comunistas pagados por Moscú». El Foreign Office no pareció muy contento
con esta respuesta y dijo a Phipps que llevase adelante la investigación. Lo
hizo así y, dos días más tarde, telegrafió lo siguiente: «La gente está
resignada, pero resuelta… El petit bourgeois[54] tal vez no esté muy inclinado
a arriesgar su vida por Checoslovaquia, pero la mayoría de los obreros, según
se dice, se muestran a favor de que Francia cumpla con sus obligaciones»[55].
El Consejo de Ministros francés no manifestó la misma disposición. El 24 de
septiembre no pudo llegar a un acuerdo sobre lo que Francia debería de hacer
en el caso de que Hitler invadiese Checoslovaquia. Daladier y Bonnet fueron
enviados a Londres en busca de una respuesta. Se reunieron con los ministros
ingleses el día 25 de septiembre. Como de costumbre, Daladier empezó en un
tono combativo. Había que invitar a Hitler a que accediese a las propuestas
anglofrancesas del 18 de septiembre. Si se negaba, «cada uno de nosotros
tendría que cumplir con su deber». Chamberlain replicó que «no se podía
entrar en un conflicto de tal magnitud cerrando los ojos y taponándose las
orejas. Antes de tomar una decisión, era indispensable conocer las
condiciones. Deseaba, pues, recibir más información y pidió a Sir John Simon
que expusiese a M. Daladier algunos extremos». El gran «abogado» interrogó
al Presidente del Consejo francés como si se tratase de un testigo hostil o de
un criminal. ¿Entrarían los franceses en Alemania? ¿Emplearían su aviación?
¿Cómo iban a ayudar a Checoslovaquia? Daladier empezó a agitarse y eludió
las preguntas; evocó el poderío soviético y volvió sobre la cuestión de
principio: «Había una concesión que no estaba dispuesto a hacer…, a saber:
[consentir] la destrucción de un país y [tolerar] que Herr Hitler se irrogase el
dominio del mundo»[56]. Volvían a encontrarse en el eterno callejón sin salida:
por una parte, sentían al temor a la guerra, por otra, les repugnaba tener que
capitular. Por fin, se decidió convocar a Gamelin y aplazar la reunión para el
día siguiente.
La opinión de Gamelin no fue muy útil. La aviación alemana estaba en
condiciones de superioridad. «Todos padeceremos mucho, en especial la
población civil; pero si se logra mantener la moral, nuestras armas
conseguirán una salida feliz». Pensaba que si los checos se replegaban a la
Moravia, podrían, con sus 30 divisiones, hacer frente a las 40 con que
contaban los alemanes[57]. Más tarde, declaró a los expertos británicos que los
rusos pensaban invadir Polonia —«perspectiva que no agrada demasiado a
nuestros aliados»—. Pero los ministros no consultaron a Gamelin ni
sopesaron sus opiniones. Cuando se reunieron, Chamberlain anunció que
enviaba a Horace Wilson con un mensaje personal para Hitler, en el que se le
llamaba a la paz. Los ministros franceses aceptaron esta solución y volvieron
a París. Halifax seguía estando inquieto. Winston Churchill acudió a verlo al
Foreign Office para animarlo a que se mantuviera firme. En presencia de
Churchill, un funcionario, llamado Rex Leeper, redactó un comunicado: «Si
Alemania ataca a Checoslovaquia… Francia deberá acudir en su ayuda; la
Gran Bretaña y Rusia apoyarán ciertamente a Francia». Halifax «autorizó» el
comunicado, pero no lo firmó, garantizando así su postura para entonces y
para después: conservó la confianza de Chamberlain, pero,
consiguientemente, fue el único hombre de Múnich que contó con el favor de
Churchill. De momento, el comunicado produjo poco efecto. En París, Bonnet
declaró que era falso y Chamberlain, por la noche, lo desautorizó
prácticamente por medio de una declaración en la que nuevamente prometía
dar satisfacción a todas las peticiones de Hitler.
Wilson vio al Canciller el 26 de septiembre, sin que obtuviese resultado
alguno de la entrevista. Muy por el contrario, en la noche de aquel mismo día,
Hitler pronunció un discurso en el que, por primera vez, hizo pública su
intención de ocupar el territorio de los Sudetes para el 1.º de octubre. Wilson
recibió entonces instrucciones de entregar un mensaje especial que inspirase
«más cólera que compasión»:
Si Alemania atacase a Checoslovaquia, Francia se vería precisada a cumplir con sus
obligaciones… Si esto significase que las fuerzas francesas habían roto las hostilidades contra
Alemania, el gobierno británico se encontraría en el deber de apoyar a Francia[58].

Hitler proclamó que se sentía ultrajado por aquella amenaza velada. Sin
embargo, no puede decirse que fuera muy seria. El gobierno británico ejercía
presión sobre los franceses para que no iniciasen el ataque aun en el supuesto
de que Checoslovaquia se viese invadida, ya que semejante actitud
«desencadenaría inmediatamente una guerra que desgraciadamente no serviría
para salvar a aquel país»[59]. Bonnet estaba enteramente de acuerdo, y Phipps
señaló: «Francia… no emprenderá contra Alemania una ofensiva en la que no
tiene ninguna esperanza y para la que no está preparada»[60]. Hitler siguió
recibiendo un mar de súplicas; súplicas de Chamberlain y de los franceses,
todos los cuales le aseguraban que podría obtener, de cualquier modo, las tres
cuartas partes del territorio de los Sudetes para el 1.º de octubre; y súplicas, en
fin, de Mussolini. Respondió favorablemente a este último, señalándole que
suspendería toda actividad por veinticuatro horas, para dar margen a que
pudiera reunirse en Múnich una conferencia cuatripartita. ¿Por qué Hitler
marcó una pausa en último momento? ¿Vio su decisión quebrantada por las
advertencias de sus generales? ¿Supuso que el pueblo alemán se oponía a la
guerra? ¿Le desconcertaron las vacilaciones de Mussolini? Cualquiera de
estas explicaciones es plausible, en el supuesto de que Hitler estuviese
dispuesto a entrar en guerra. Pero todo parece indicar que no era ésta su idea.
Los juicios que emitiera antes de que estallase la crisis, la habilidad que
demostró en mantener abierta la puerta a un compromiso —o, mejor dicho, a
una victoria pacífica— sugieren que nunca perdió el control de sí mismo.
Esperaba que Checoslovaquia se desmembrase, lo cual no llegó a producirse.
La reivindicación de los polacos sobre Teschen, aunque fuera presentada sin
reserva, no había resultado suficiente. Tan sólo una intervención húngara
podía hacer que Checoslovaquia se desmoronase, pero los húngaros, quizá
por miedo al Pequeño Acuerdo, quizá porque les repugnase ponerse
abiertamente al lado de Hitler, no entraron en acción. El 28 de septiembre era
la última oportunidad con que contaba el Führer de renunciar a la guerra. Le
era posible mostrarse conciliador y, a pesar de ello, embolsarse los beneficios
que había obtenido.
El 28 de septiembre, Chamberlain habló en la Cámara de los Comunes.
Había recurrido ya a la mediación de Mussolini y tenía buenas razones para
creer que su gestión resultaría fructífera. La opinión pública de Inglaterra se
había endurecido. Mucha gente consideraría en adelante que el pueblo que
estaba oprimido era el checo, no los alemanes de los Sudetes. Chamberlain
deseaba acallar esta oposición, y, en consecuencia, cargó el acento sobre el
peligro de una guerra y no sobre la justificación de las peticiones alemanas.
La maniobra consiguió el efecto previsto. Cuando, al final de su discurso,
anunció —de manera deliberadamente dramática— que las cuatro potencias
iban a reunirse en Múnich, la Cámara mostró un alivio histérico… por lo
menos, los conservadores. «Demos gracias a Dios por tener semejante Primer
Ministro». Fue éste un triunfo que daría frutos muy amargos. El
«apaciguamiento» había empezado bajo la forma de un examen imparcial de
ciertas reivindicaciones discutidas y de un deseo de reparar antiguo errores.
Mas luego, se había visto justificado por el temor que tenían los franceses a la
guerra. En el futuro, parece que se mantendría en pie por el miedo de los
propios ingleses. Chamberlain fue a Múnich no con el fin de obtener justicia
para los alemanes de los Sudetes, ni siquiera para preservar a los franceses de
la guerra, sino, o al menos así lo parece, para evitar que los ingleses
padeciesen un ataque aéreo. El apaciguamiento había perdido su fuerza moral.
Antes de marchar, Chamberlain envió un telegrama a Praga: «Sírvase
informar al doctor Benes de que no olvidaré en modo alguno los intereses de
Checoslovaquia»[61]. Y es que, en realidad, los checos no habían sido
invitados a la conferencia por temor a que creasen dificultades. Los rusos
quedaron igualmente excluidos. Halifax trató de que esta medida no resultase
perjudicial en el futuro, para lo cual aseguró a Maisky, Embajador soviético,
que la exclusión «no significaba en modo alguno el menor deseo por nuestra
parte, ni, ciertamente, por parte del Gobierno francés, de debilitar nuestro
buen entendimiento ni nuestras relaciones con el Gobierno soviético»[62]. La
actitud de Maisky pareció a Halifax «llena de recelo, como tenía que ser».
Chamberlain y Daladier no se entrevistaron previamente para coordinar su
política. Bien es cierto que no había necesidad de coordinar una capitulación,
y, quizá, Chamberlain temiera que Daladier tratara, una vez más, de oponer
resistencia. Hitler tuvo un encuentro con Mussolini y despertó en él una gran
inquietud cuando le puso al tanto de un plan de guerra relámpago contra
Francia, en el cual plan se había previsto que Italia desempeñaría un papel.
Justamente antes de iniciarse la conferencia, Mussolini recibió de Attolico, su
Embajador en Berlín, unas condiciones redactadas por el Ministro alemán de
Asuntos Exteriores, y que se pretendía que habían sido elaboradas a espaldas
de Hitler. Fuere cierto o falso, la maniobra era favorable al Canciller.
Mussolini presentó aquellas condiciones con aire de mediador imparcial, y
Hitler pudo dar prueba de su espíritu conciliador al aceptarlas. Se evitó toda
apariencia de Diktat. Hasta el final, Hitler no formuló peticiones, y fue
aceptando graciosamente lo que los demás le ofrecían. Se trató simplemente
de un compromiso en el sentido de que la ocupación del territorio de los
Sudetes se efectuaría gradualmente y terminaría el 10 de octubre en vez del
1.º (lo cual, además, hubiera sido técnicamente imposible). Nadie trató de
informarse sobre las zonas que serían cedidas. Chamberlain demostró un
interés pedante por los detalles financieros. Mussolini presentó las
reivindicaciones étnicas de los húngaros, que fueron rechazadas por Hitler,
quien señaló que los húngaros resultaban irrelevantes, puesto que no habían
conseguido acabar con Checoslovaquia. La discusión giró, sin orden ni
concierto, sobre unos asuntos y sobre otros, prolongándose, tras una larga
interrupción motivada por la cena, hasta poco más de medianoche. Las
condiciones que Mussolini había presentado al principio, fueron aprobadas
sin que se introdujera apenas cambio alguno. Cuando los cuatro estadistas se
dispusieron a firmar, observaron que no había tinta en el tintero ornamental.
Los representantes checoslovacos aguardaban en la antecámara, en espera
de poder soslayar las dificultades de aplicación que pudiesen plantear los
acuerdos. No fueron consultados. A las dos de la madrugada, Chamberlain y
Daladier los convocaron para comunicarles la decisión final. «Era un
veredicto sin posibilidad de recurso ni de modificación», precisó el segundo.
Checoslovaquia debía aceptarlo antes de 17 horas, o atenerse a las
consecuencias de su negativa. Chamberlain bostezó sin hacer comentarios;
«estaba cansado, pero agradablemente cansado». Al día siguiente, en Praga,
Benes se volvió desesperadamente al Embajador soviético. «Checoslovaquia
tenía que elegir entre empezar la guerra con Alemania, teniendo en contra de
ella a Inglaterra y a Francia… o capitular ante el agresor». ¿Cuál sería la
actitud de la URSS en uno y otro supuesto? Antes de que el gobierno ruso
hubiese podido discutir la cuestión, un telegrama le advirtió de que era inútil
que siguiese adelante: «El gobierno checoslovaco había decidido ya aceptar
todas las condiciones»[63]. Es difícil creer que la pregunta de los checos fuese
formulada en serio. Benes siguió fiel a su resolución de no luchar solo, ni de
luchar teniendo a Rusia por única aliada. En 1944, pretendió que la amenaza
polaca contra Teschen había supuesto el empujón final hacia la capitulación.
Si esto es verdad, se trataría del empujón final en la dirección que Benes
había ya decidido seguir. Continuaba creyendo, y el tiempo le daría la razón,
que Hitler presumía demasiado de sus fuerzas; pero el comprobarlo habría de
llevar muchos años todavía. Mientras tanto, los checos se vieron libres de los
horrores de la guerra, y no sólo en 1938, sino durante todo el tiempo que
duraron las hostilidades. En 1945, Benes, contemplando Praga desde el
palacio presidencial, pudo exclamar: «¿No es magnífico? Ésta es la única
ciudad de la Europa Central que no ha sido destruida. ¡A mí me lo debe!».
El 30 de septiembre, Chamberlain y Hitler volvieron a encontrarse.
«Estoy muy contento de los resultados de ayer», dijo el primero. Después, tras
una conversación vaga sobre el desarme y sobre la cuestión española,
concluyó: «Sería útil para ambos países y para el mundo en general, que
pudiese hacerse alguna declaración en la que se manifestase su acuerdo en
punto al deseo de mejorar las relaciones angloalemanas para conseguir una
mayor estabilidad europea». Y sacó un proyecto en el que se presentaba «el
acuerdo que se había firmado la noche anterior y el acuerdo naval
germanobritánico como símbolos del deseo que alimentan nuestros dos países
de no hacer nunca la guerra».
Seguía diciendo que «estamos resueltos de igual modo a tratar las
restantes cuestiones referidas a nuestros países por medio de consultas, y a
esforzarnos en evitar cualquiera nueva causa de divergencia de opiniones, a
fin de contribuir de esta manera al mantenimiento de la paz en Europa»[64].
El proyecto fue entregado a Hitler que se apresuró a aceptarlo. Lo
firmaron ambos. Luego, todos los estadistas que habían asistido a la
conferencia regresaron a sus países respectivos. Daladier esperaba ser acogido
por una multitud hostil. Se vio desconcertado por las aclamaciones que le
dispensaron a su llegada. Chamberlain no pasó por una inquietud semejante.
Al bajar del avión, agitó el documento que acababa de firmar con Hitler y
gritó: «¡Ya lo tengo!». Por el camino de Londres, Halifax lo apremió para que
explotase el estado de ánimo del momento y procediese a unas elecciones
generales; le señaló, igualmente, la conveniencia de constituir un gobierno
verdaderamente nacional en el que los liberales y los laboristas figurasen
junto a Churchill y a Eden. Chamberlain, según se dice, compartió las dudas
de Halifax y declaró, mientras hablaba de las aclamaciones: «Todo esto habrá
pasado dentro de tres meses». No obstante, por la noche, se asomó al balcón
del 10, Downing Street, y declaró a la multitud: «Es la segunda vez que llega
de Alemania a Downing Street una paz con honor. Creo que ésta es la paz
para nuestra generación».
CAPÍTULO IX

UNA PAZ POR SEIS MESES


La Conferencia de Múnich hubiera debido marcar el principio de una nueva
era en los asuntos europeos. «Versalles» (el sistema de 1919) estaba no sólo
muerto, sino enterrado. Ocuparía su sitio un nuevo sistema, basado en la
igualdad y la confianza entre las cuatro potencias. Chamberlain dijo que creía
que era la paz para «nuestra generación». «No tengo ninguna reivindicación
más que presentar en Europa», declaró Hitler. Pero quedaban por resolver
varias cuestiones importantes. La Guerra Civil española no había terminado.
Alemania no había recobrado sus colonias. Y, aunque quedase más lejana, era
preciso, antes de asentar la estabilidad, concluir ciertos acuerdos sobre la
política económica y sobre los armamentos. Ninguno de estos hechos
amenazaba con provocar una guerra. Había quedado demostrado que
Alemania podía obtener por medio de negociaciones pacíficas el puesto al que
sus recursos le hacían acreedora en Europa. El gran obstáculo había sido
felizmente salvado. El sistema, dirigido contra Alemania, había sido
desmantelado por mutuo consentimiento y sin guerra. Sin embargo, en menos
de seis meses, se elaboraría otro plan antigermano. Y, antes de que pasara un
año, Gran Bretaña, Francia y Alemania estarían en guerra. «Múnich» fue
desde el principio un engaño. ¿Sería para Hitler un paso más hacia la
conquista del mundo? ¿Sería para la Gran Bretaña y para Francia un medio
sólo de ganar tiempo con el fin de progresar en sus armamentos respectivos?
Esto es lo que, retrospectivamente, parece. Cuando la política de Múnich se
vino abajo, todo el mundo declaró que se veía venir. Los participantes en la
conferencia no sólo acusaron a los demás de haber hecho trampas, sino de
haberlas hecho ellos mismos. Pero en realidad nadie fue tan clarividente como
después pretendiera. Los cuatro estadistas de Múnich fueron sinceros, cada
cual a su modo, aunque todos abrigasen ciertas reservas, que se ocultaron
cuidadosamente entre ellos.
Los franceses fueron los que más cedieron, y con menos esperanza en el
porvenir. Abandonaron la situación de potencia dominadora que parecían
ocupar desde 1919. Pero sacrificaron algo que no existía, y lo que hicieron fue
rendirse más a la realidad que a la fuerza. No habían dejado de creer que las
ventajas adquiridas en 1919, y aun posteriormente —restricciones impuestas a
Alemania, alianza con los Estados de la Europa oriental— constituían otros
tantos triunfos de los que podían gozar con indolencia, y no unos beneficios
que habían de ser defendidos con uñas y dientes. Después de la ocupación del
Ruhr, en 1923, no movieron siquiera un dedo para fortalecer el sistema de
Versalles. Se desentendieron de las reparaciones, toleraron el rearme de
Alemania, consintieron la nueva ocupación de la Renania y no hicieron nada
para salvaguardar la independencia de Austria. Mantuvieron sus alianzas en la
Europa oriental en la única creencia de que, gracias a ellas, obtendrían ayuda
si eran atacados por los alemanes. Abandonaron a Checoslovaquia, su aliada,
en el momento en que ésta amenazó convertir la seguridad en un riesgo.
Múnich constituyó la culminación lógica de la política francesa, y no al revés.
Los franceses perdieron su predominio en la Europa oriental a sabiendas de
que no podrían recobrarlo. Esto no quiere decir que temieran por su propia
seguridad. Muy por el contrario, aceptaron la tesis británica, preconizada a
raíz de Locarno, de que quedarían más protegidos de un posible riesgo si se
retiraban al otro lado del Rin. Prefirieron la seguridad a la grandeza, actitud
que quizá no fuese muy brillante, pero que no llevaba consigo ningún riesgo.
Incluso en 1938, temían los bombardeos, pero no temían la derrota que
podrían sufrir si se veían obligados a entrar en guerra. Gamelin no dejó de
subrayar que las democracias vencerían y todos los políticos lo creyeron. Pero
¿para qué serviría una guerra? Éste fue el argumento que impidió actuar a los
franceses a partir de 1923 y que se lo seguiría impidiendo en 1938. Incluso en
el supuesto de que Alemania fuese vencida, seguiría en el mismo sitio,
grande, poderosa, resuelta a levantarse una vez más. La guerra podía detener
el tiempo, pero no hacerlo volver hacia atrás; y, luego, los acontecimientos
tomarían, de nuevo, el mismo curso de antes. Los franceses estaban, pues,
dispuestos a sacrificarlo todo, excepto su seguridad; y, en Múnich, no
creyeron sacrificarla. Abrigaban una fe sólida y justificada, como lo
demostrarían los acontecimientos, en la inexpugnabilidad de la Línea Maginot
(y al mismo tiempo suponían, equivocadamente en este caso, que la Línea
Sigfrido resultaría igualmente inviolable). No podían impedir la penetración
del poderío alemán en la Europa del Este, pero suponían que los alemanes no
estaban en situación de invadir Francia. Habían sido humillados en Múnich,
mas, contrariamente a lo que pensaban, no habían corrido ningún peligro.
La posición inglesa era más compleja. La moralidad no entraba dentro de
los cálculos franceses, o, si entraba, era dejada a un lado de inmediato. Los
franceses reconocían tener el deber de ayudar a Checoslovaquia, pero se
desligaron de él por considerarlo demasiado peligroso o demasiado difícil.
León Blum expresó perfectamente su modo de sentir cuando acogió el
acuerdo de Múnich con una mezcla de vergüenza y de alivio. Pero, para los
ingleses, la moralidad contaba mucho. Sus estadísticas hacían uso de unos
argumentos prácticos: el peligro de los bombardeos aéreos, el retraso con que
se producía su armamento, la imposibilidad, incluso contando con medios
adecuados, de ayudar a Checoslovaquia… Ahora bien, se servían de estos
argumentos para reforzar su eticidad, no para acallarla. En principio, su
política con respecto a los checos había nacido de la convicción de que los
alemanes tenían un derecho moral sobre el territorio de los Sudetes, basado en
el principio de las nacionalidades, y se había llegado a la conclusión de que el
triunfo de la autodeterminación procuraría a Europa una paz más estable y
más permanente. El gobierno de Londres no fue empujado, sólo por el temor
a la guerra, a admitir la desmembración de Checoslovaquia. Trató de imponer
la cesión de parte del territorio checo antes de que la amenaza de una guerra
asomase la oreja. El acuerdo de Múnich fue una victoria para la política
británica que iba, precisamente, en pos de aquella meta, y no lo fue para
Hitler, que no había emprendido el camino con ideas tan claras como las de
los ingleses. Y la victoria no lo fue únicamente de los estadistas cínicos y
egoístas, indiferentes a la suerte de un país tan alejado de Inglaterra, y que no
dejaban de pensar en la posibilidad de que Hitler se llegase a ver lanzado a
una guerra contra la Rusia soviética. Fue un triunfo para la flor y nata de la
sociedad política de la Gran Bretaña, para aquéllos que pregonaban la justicia
y la igualdad entre todos los pueblos, para los que habían denunciado
valerosamente la severidad y la estrechez de miras del tratado de Versalles.
Brailsford, elemento socialista cuya autoridad en materia de asuntos
exteriores era reconocida sobradamente, había escrito, en 1920: «El peor de
los errores ha consistido en someter a más de tres millones de alemanes al
dominio checo»[1]. Este error acababa de ser reparado en Múnich. Los
idealistas podían pretender que la política inglesa había sido perezosa y
vacilante. En 1938, se redimió. Chamberlain, con habilidad y persistencia,
llevó primero a los franceses y más tarde a los checos al camino de la
moralidad.
Existía un argumento en contra de la cesión del territorio de los Sudetes a
Alemania; y es el de que los lazos económicos y geográficos cuentan más que
los vínculos de nacionalidad. Este argumento ya había sido utilizado para
evitar la caída de la monarquía de los Habsburgo; pero los checos, que habían
estado en la vanguardia de aquéllos que acabaron con dicha dinastía, no
podían utilizarlo, como no podían utilizarlo los paladines de la Europa
occidental. La cuestión había de pasar del terreno de la ética al de las
consideraciones prácticas a lo que, con tono reprobador, se llamaba la
Realpolitik. Los más francos de entre aquéllos que se oponían a Múnich,
como Winston Churchill, sostenían sencillamente que Alemania se estaba
haciendo demasiado poderosa, y que hacía falta ponerle coto, bien
amenazándola con una gran coalición, bien, llegado el caso, con las armas.
Rechazaban, como si de una concepción vacía se tratase, el principio de la
autodeterminación, principio al que Checoslovaquia debía su existencia. Su
único argumento moral era el de que debían consagrarse las fronteras de los
Estados existentes y que, en el interior de esas fronteras, cada cual podía
hacer lo que le viniese en gana. Era el argumento de la legitimidad, el
argumento de Metternich y del Congreso de Viena. El aceptarlo hubiese
supuesto no sólo evitar la destrucción de la monarquía de los Habsburgo, sino
también que las colonias inglesas de América hubiesen conquistado la
independencia. Era curioso ver cómo la izquierda británica empleaba, aunque
no muy a gusto, la misma fórmula en 1938; de ahí las vacilaciones en que
incurrieron y la ineficacia de sus críticas. Duff Cooper, Primer Lord del
Almirantazgo, no abrigaba las mismas dudas cuando dimitió para protestar
contra los acuerdos de Múnich. Era autor de una biografía entusiasta de
Talleyrand y no prestaba el menor interés ni al equilibrio de fuerzas, ni al
honor británico, ni a la autodeterminación, ni a la injusticia del tratado de
Versalles. Para él, Checoslovaquia no constituía el fondo del problema, en
1938, como Bélgica no lo había constituido en 1914. Este argumento echaba
por tierra la validez moral de la postura que Inglaterra había tomado con
ocasión del primer conflicto mundial, pero produjo un notable impacto en la
mayoría conservadora de los Comunes. Chamberlain se encontraba en la
obligación de dar una respuesta. No podía insistir sobre la repugnancia que
demostraban los franceses por la lucha, la que había sido la debilidad decisiva
en el campo occidental; debía, pues, demostrar que la misma Gran Bretaña no
estaba en condiciones de medirse con Alemania.
Chamberlain se vio cogido por su propio argumento. Si la Gran Bretaña
era demasiado débil, había que acelerar el rearme, lo cual implicaba, se
confesase o no, que se ponía en duda la buena fe de Hitler. En este punto,
Chamberlain hizo más que nadie para aniquilar el valor de su propia política.
Además, una sospecha engendra otra. Podemos preguntarnos si Hitler creyó
seriamente, con anterioridad a Múnich, en la sinceridad de Chamberlain; lo
que sí es cierto es que, algunos días después de celebrada la Conferencia, ya
no creía en ella. Lo que había sido concebido como un apaciguamiento, se
había convertido en una capitulación. El propio Chamberlain lo demostró.
Hitler sacó de ello una lección: amenazar era su arma más poderosa. La
tentación de presentar Múnich como un triunfo de la fuerza era demasiado
intensa para que pudiese resistirla. Ya no contaba con obtener más ganancias
exhibiendo simplemente sus quejas contra Versalles, sino jugando con el
miedo de los ingleses y de los franceses. Confirmó las sospechas de quienes
calificaban Múnich de cobarde capitulación. La moral internacional estaba en
baja. Con el tiempo, Benes fue paradójicamente el vencedor de Múnich, pues
si Checoslovaquia perdió entonces parte de sus territorios y, más tarde, su
independencia, Hitler perdió la ventaja moral que hasta aquel momento lo
había hecho irresistible. Múnich se convirtió en una palabra emotiva, en un
símbolo de vergüenza, a propósito del cual los hombres no pueden hablar, ni
siquiera hoy, sin apasionarse. Lo que se fraguó en Múnich tuvo menos
importancia que el modo en que fue llevado a cabo; y lo que sobre este asunto
se dijera después, tuvo aun más importancia.
Dos sitios estuvieron vacantes en Múnich, o, mejor dicho, no llegaron a
ser ofrecidos a dos grandes potencias, aunque una y otra tuviesen derecho a
ser invitadas. En el momento álgido de la crisis, el Presidente Roosevelt pidió
que se celebrara una conferencia en una capital neutral. No indicó si asistiría a
ella un representante de los Estados Unidos, y declaró que, «en todo caso, el
gobierno de Washington no aceptaría ninguna obligación nacida de las
presentes negociaciones». Aplaudió a Chamberlain cuando le llegó la noticia
de la reunión de Múnich. Más tarde, al empezar a agriarse la conciliación, los
americanos se alegraron de no haber participado. Podían condenar a los
ingleses y a los franceses por haber hecho lo que, ellos, en su lugar, habrían
hecho igualmente. Su falta de apoyo contribuyó a que cediesen las potencias
«democráticas». Sin embargo, de todo esto sacaron la conclusión de que aun
tenían que ayudar menos a aquellas potencias impotentes. Roosevelt,
comprometido por las dificultades que se le planteaban en el interior de su
país, no deseaba de ningún modo aumentarlas provocando controversias en
torno a los asuntos exteriores. ¡Que Europa siguiese su camino sin América!
Los rusos se mostraron más precisos. Querían que se reuniesen las
«potencias amigas de la paz» para coordinar la resistencia contra el agresor.
También ellos podían adoptar una postura de superioridad moral. Haciendo
una demostración de su propia fidelidad a los tratados, consiguieron que
cayera sobre los franceses, a causa de debilidad, todo el oprobio. El 30 de
septiembre, un diplomático soviético declaró: «Hemos estado a punto de
poner el pie sobre un tablón podrido. Ahora caminaremos en otra dirección».
Potyomkin, Comisario adjunto, fue aún más claro cuando dijo a Coulondre:
«¿Qué han hecho ustedes, mi desdichado amigo? Por lo que a nosotros se
refiere, no veo otra posibilidad que un cuarto reparto de Polonia». Los rusos
afirmaban no tener garantizada en modo alguno su propia seguridad. «Hitler
podrá atacar Gran Bretaña o la URSS —dijo Litvinov a Coulondre—. Se
inclinará por la primera solución, y para llevarla a buen término, preferirá
entenderse con la Unión Soviética»[2]. En su fuero interno, los rusos no las
tenían todas consigo. Hitler no les hizo ninguna propuesta; muy por el
contrario, proclamó que acababa de salvar a Europa del bolchevismo.
Algunos observadores ingenuos esperaban verlo dar su próximo paso en
dirección a Ucrania, perspectiva ésta que los estadistas occidentales
consideraban con algún placer y que los rusos temían muy de veras. Los
dirigentes soviéticos hubiesen querido aislarse de Europa, pero no tenían la
certeza de que Europa quisiese aislarse de ellos. Así, pues, tras un período de
recriminaciones, tuvieron que volver sobre su petición de formar un Frente
Popular y de crear una seguridad colectiva contra la agresión. Cuesta creer
que esperasen ver triunfar esta política.
Todo el mundo hablaba de un próximo movimiento de Hitler en una u otra
dirección. El que menos pensaba en tal cosa, o, al menos, así lo parece, era el
propio Hitler. Ningún documento de la época confirma que tuviese el
programa preciso que le atribuyen muchos autores: Múnich, en septiembre de
1938; Praga, en marzo de 1939; Dantzig, en septiembre. Después de su
abrumador triunfo de Múnich, se retiró a Berghof, en donde se pasó el tiempo
trazando planes para la reconstrucción de Linz, ciudad austríaca en la que
había pasado una gran parte de su infancia. De vez en cuando lanzaba
exabruptos al pensar que se habían frustrado sus proyectos de guerra contra
Checoslovaquia, pero es preciso juzgar a las personas por lo que hacen, no
por lo que dicen después. Esperó, una vez más, que los acontecimientos le
deparasen nuevos éxitos. Los jefes militares pedían instrucciones. El 21 de
octubre les dio su respuesta: «La Wehrmacht debe estar lista en todo momento
para cumplir las siguientes misiones: I) Asegurar la defensa de las fronteras
del Reich y la protección contra ataques aéreos por sorpresa. II) Liquidar lo
que queda del Estado checo». Se trataba de medidas de cautela y no de
intentos de agresión; así se demostraba en el resto de estas instrucciones:
«Debe ser posible aplastar lo que queda del Estado checo si prosigue una
política antigermana»[3]. El 17 de diciembre, la Wehrmacht señaló: «Para el
exterior ha de estar bien claro que se trata solamente de una acción pacífica y
no de una operación militar»[4]. Se ha querido ver a menudo en estos hechos
la prueba de que Hitler no era sincero cuando aceptó el acuerdo de Múnich.
Pero es más cierto que el Canciller se preguntaba si el acuerdo tendría alguna
validez. Aunque se le haya considerado frecuentemente como un ignorante en
cuestiones políticas, comprendía, no obstante, mejor que cualquier estadista
europeo el problema de la Bohemia, y creía, sin abrigar por ello ninguna
intención siniestra, que una Checoslovaquia privada de sus fronteras naturales
y que había perdido su prestigio, no podía conservar su independencia; lo cual
no significa que fuera él quien quisiera acabar con ella. También Massaryk y
Benes lo creían cuando fundaron el país en 1918, y, desde los primeros
momentos, la independencia había descansado sobre este principio.
Si Checoslovaquia saltaba hecha añicos, ¿qué sucedería? En Godesberg,
en plena crisis, Hitler se había declarado en favor de un generoso reparto del
territorio checo entre Hungría y Polonia, para recompensar así a ambas de las
iniciativas que habían tomado. Ambos países habían mantenido su reserva
casi hasta el final de la crisis, esperando, manifiestamente, jugar con las dos
partes. «No tengo nada contra Hungría, pero ha perdido el autobús», declaró
Hitler a un representante húngaro, el 14 de octubre[5]. Prefería, para el futuro,
una Checoslovaquia sometida. Hitler era un estadista racional, aunque
realmente perverso. Aspiraba a desarrollar el poderío de Alemania, no a llevar
a cabo manifestaciones teatrales de vanidad. A este respecto, un satélite valía
más que una anexión directa de territorios; y, con mucha paciencia, fue
acumulando satélites. Era éste un aspecto de su método favorito que consistía
en dejar que los demás trabajasen por él. Inmediatamente después de Múnich,
los representantes alemanes en la comisión internacional aplicaron tan
radicalmente las reglas que ellos mismos habían fabricado en favor de los
Sudetes, que Checoslovaquia perdió más espacio del debido, según las
peticiones que se habían formulado en Godesberg. Cuando Ribbentrop y
Ciano se reunieron en Viena para determinar la nueva frontera entre Hungría
y Checoslovaquia, fue otro cantar. Ciano tenía la idea, bastante sutil y vana,
de que Hungría se convirtiese en una especie de barrera frente a Alemania.
Ribbentrop se dio cuenta inmediatamente y defendió con tanta firmeza la
causa eslovaca, que Ciano se lamentó en estos términos: «Emplea usted ahora
en favor de Checoslovaquia los mismos argumentos que usó contra ella en
septiembre». Los eslovacos se convirtieron entonces en un nuevo elemento
dentro de los cálculos de Hitler: estaban al margen de la devoción que por la
democracia tenían los checos y de las ilusiones de grandeza que alimentaban
los húngaros. «Lamentaba Hitler haber ignorado hasta aquel momento la
lucha que habían mantenido los eslovacos para conquistar su
independencia»[6]. Se ha querido ver a menudo en este fervor que manifestara
Hitler en favor de los eslovacos un intento preparatorio de una invasión de
Ucrania; pero la geografía hacía tan imposible semejante idea como la
contraria de una amenaza soviética contra Alemania, a través de
Checoslovaquia. Hitler apoyó a Eslovaquia por sí misma, considerándola un
satélite seguro y fiel, y, efectivamente, lo fue durante el curso de la Segunda
Guerra Mundial.
Si Hitler quería realmente llegar hasta Ucrania, tenía que pasar por
Polonia, lo cual, en el otoño de 1938, no tenía visos de ser más que una mera
fantasía política. Polonia, aunque nominalmente aliada de Francia, había ido
muy lejos con el pacto de no-agresión, en favor de Alemania. Y, sobre todo, a
causa de los polacos, el pacto francosoviético no había llegado nunca a ser
una realidad. Durante la crisis checoslovaca, su actitud había impedido a los
rusos toda posibilidad de ayuda a Checoslovaquia, y, al final de la crisis, su
ultimátum reclamando la reincorporación de Teschen a Polonia, decidió en
definitiva a Benes, según sus propias palabras, a abandonar la idea de resistir
al acuerdo de Múnich. Polonia sirvió mucho mejor los intereses de Alemania
en el Este, que Italia en el Mediterráneo. No había ninguna razón aparente
para que una y otra dejasen de representar su papel. Sin embargo, en ambos
casos existía un escollo: Italia tenía unos 300 000 alemanes en el Tirol y
Polonia cerca de un millón y medio en Silesia y en el pasillo. Pero este
obstáculo podía ser superado. Hitler estaba dispuesto a ignorar la existencia
de aquellos alemanes, a cambio de una colaboración o de una subordinación
política. Así lo hizo con Italia y aceptó retirar los alemanes del Tirol cuando,
como austríaco, le afectaba profundamente la causa de aquéllos.
Se sentía menos ligado a los alemanes de Polonia y, probablemente,
experimentó siempre más simpatía por los polacos que por los italianos. La
dificultad, en este caso, venía de los alemanes del Reich, no de él. La cesión
de algunos territorios a Polonia constituía, para ellos, uno de los agravios más
imborrables de Versalles, y Hitler adoptó una postura harto atrevida cuando
proyectó colaborar con los polacos; sin embargo, había una salida. Era posible
olvidar —o retirar— a los alemanes sometidos a Polonia; pero lo que no
podía ser borrado de la memoria era el «pasillo polaco» que separaba la
Prusia oriental del Reich. No obstante, también en este extremo parecía
factible llegar a un acuerdo: abrir un pasillo a través del pasillo. La idea era
sin duda complicada, pero no carecía de antecedentes en la historia alemana.
Esto parecía de fácil realización. Dantzig no formaba parte de Polonia; era
una ciudad libre, con una administración autónoma y un Alto Comisario
nombrado directamente por la Sociedad de Naciones. Los polacos, con su
orgullosa y falsa convicción de que constituían una gran potencia, habían sido
los primeros en desafiar la autoridad de la asamblea ginebrina. Ahora, no
podían oponerse a que Alemania pasase a ocupar el lugar de aquélla. Por otra
parte, el problema ya no era el mismo que en 1919. En aquella época, los
polacos necesitaban absolutamente el puerto de Dantzig, pero, con
posterioridad habían construido uno en Gdynia. En consecuencia, resultaba
que Dantzig precisaba más de Polonia que Polonia de Dantzig. Sería, pues,
fácil devolver Dantzig al Reich sin lesionar los intereses económicos de los
polacos. Así, quedaba eliminado el escollo. A partir de este momento,
Alemania y Polonia podían actuar conjuntamente en Ucrania.
El 24 de octubre, Ribbentrop hizo por primera vez a Lipski, Embajador de
Polonia, unas propuestas en tal sentido. Una vez solucionada la cuestión de
Dantzig y del pasillo, sería posible «una política común frente a Rusia, y que
se basase en el pacto anti-Komintern»[7]. Hitler fue aún más claro con Beck,
Ministro polaco de Asuntos Exteriores, que acudió a verlo en enero de 1939:
«Las divisiones polacas que están estacionadas en la frontera con Rusia,
dispensan a Alemania de poner en movimiento otras tantas tropas». Añadió,
desde luego, que «Dantzig es alemán, lo será siempre y, tarde o temprano,
volverá a formar parte de Alemania». Si este asunto se solucionaba, estaba
dispuesto a garantizar la situación del pasillo[8]. Quizá tratase de engañar a los
polacos, pidiéndoles la devolución de Dantzig como fase previa a su
aniquilamiento. Sin embargo, hay que decir que las ambiciones polacas con
respecto a Ucrania databan de mucho tiempo atrás; en comparación, Dantzig
no era más que una fruslería. Beck «no hizo ningún secreto del hecho de que
Polonia tuviese sus aspiraciones respecto a la Ucrania soviética», cuando, el
1.º de febrero, Ribbentrop le devolvió la visita en Varsovia[9].
No obstante, los polacos no respondieron a la oferta de Hitler. Tenían una
confianza ciega en sus propias fuerzas y despreciaban a los checos por su
blandura; por consiguiente, no estaban dispuestos a ceder ni una pulgada.
Creían que éste era el único método seguro de llevar las cosas con Hitler.
Además —y esto es lo que nunca comprendió el Canciller—, si no querían
colaborar con la Rusia soviética en contra de Alemania, estaban casi tan
firmemente decididos a no colaborar con Alemania en contra de la Rusia
soviética. Se consideraban una potencia grande e independiente y olvidaban
que debían su propia existencia al hecho de que Alemania y Rusia habían sido
derrotadas en 1918. Tenían que decidirse por una de las dos y no lo hicieron.
Únicamente Dantzig impedía la colaboración entre Alemania y Polonia.
Hitler quería, pues, eliminar este obstáculo; y Beck lo mantuvo, precisamente,
por la misma razón. No se le ocurrió que el resultado podía ser una ruptura
fatal.
La Europa occidental no supo darse cuenta de este ligero desacuerdo;
creyó, por el contrario, en la inminencia de una campaña en Ucrania.
Chamberlain preguntó a París, lleno de ansiedad, si el pacto francosoviético
entraría en juego «en el supuesto de que Rusia pidiese ayuda a Francia a
causa de un movimiento separatista provocado en Ucrania por los
alemanes»[10]. Resultaba evidente que deseaba mantenerse al margen de todo
conflicto que pudiera producirse en la Europa oriental. Halifax, a quien el
Foreign Office había catequizado, se mostró menos preciso. El 1.º de
noviembre, escribía a Phipps: «Permitir una expansión alemana en la Europa
central, es, a mi juicio, una cosa normal y natural; pero debemos resistir una
expansión de este tipo en la Europa occidental, so pena de minar las bases
sobre las que nos asentamos». Se necesitaba un contrapeso frente a Alemania.
«Sin duda, Polonia debe de caer, cada vez más, dentro de la órbita alemana.
La Rusia soviética… no puede convertirse en aliada de Alemania en tanto
Hitler viva». Por consiguiente, «a reserva de que, como espero, Francia no se
deje arrastrar —ni nosotros con ella— por Rusia a una guerra contra
Alemania, me abstendré de aconsejar al gobierno francés que denuncie el
pacto francosoviético; ¡el futuro se presenta incierto!»[11]. Dicho con otras
palabras, Rusia tenía que luchar por los intereses británicos, pero ni Gran
Bretaña ni Francia lo harían por los intereses rusos.
No se hizo nada, sin embargo, para reforzar la amistad con los soviéticos.
Los ingleses aspiraban más que nunca a desligarse de toda obligación en la
Europa central. La garantía que se había dado casualmente a Checoslovaquia,
les pesaba demasiado. Garantizar a un Estado impotente, al que había sido
imposible defender cuando estaba bien armado, constituía, a todas luces, un
absurdo. El 24 de noviembre, los ministros ingleses y franceses se reunieron
en París. Chamberlain subrayó que la garantía sólo podía ser colectiva: «Una
garantía dada únicamente por el gobierno de Su Majestad no tendría gran
valor… Nunca había concebido una situación en la que la Gran Bretaña se
viese en la precisión de cumplir sola sus obligaciones». Halifax pensaba que
una garantía común «no parecía estar contra la letra de la declaración
anglofrancesa». Bonnet se opuso, porque semejante garantía «resultaba
difícilmente conciliable con el espíritu [de la declaración]». Como los
franceses no querían ceder, se decidió pedir a los checoslovacos que sacasen a
los ingleses del apuro[12]. Si Checoslovaquia se contentaba con una seguridad
colectiva, también se contentaría la conciencia británica. Los checos no
contestaban y Halifax perdió la paciencia:
El gobierno de Su Majestad no está dispuesto a considerar una garantía que pudiese obligarlo, a
él solo o acompañado de Francia, a acudir en ayuda de Checoslovaquia en unas circunstancias
en que tal ayuda pudiese resultar ineficaz. Sería éste el caso si Alemania o Italia cometiesen una
agresión y la otra [Italia o Alemania] se negase a cubrir su garantía[13].

Y aquí quedó la cosa. Los ingleses mantenían una obligación que estaban
completamente decididos a no cumplir.
Durante el invierno de 1938-1939, los ingleses se vieron inquietados por
la situación planteada en la Europa occidental. Esta inquietud no tenía nada
que ver, pues, con aquellos compromisos, imposibles de cumplir, que habían
contraído en el Este. La declaración de amistad anglogermana, de la que
Chamberlain se sentía tan orgulloso, no tardó en perder su fuerza. Hitler
trataba de «dividir» la opinión pública inglesa. El aumento de los
armamentos, suponía, despertaría una cierta oposición entre los germanófilos;
denunció, entonces, a los «traficantes de la guerra» —Churchill, Eden y Duff
Cooper— en la convicción de que conseguiría desencadenar una tormenta
contra ellos. Obtuvo un resultado completamente distinto. A los
conservadores de los Comunes les irritaban las advertencias solemnes de
Churchill; hirvieron en cólera cuando Duff Cooper dimitió; pero se sintieron
molestos por la injerencia de Hitler en sus asuntos. ¡Que hiciese Hitler lo que
quisiera en la Europa oriental; que aniquilase Checoslovaquia o que invadiese
Ucrania; pero que no se metiese con los políticos ingleses! Habían
proclamado con frecuencia que quienes criticaban desde el exterior a Hitler
no hacían sino reforzar el prestigio de éste en Alemania. Y ahora, él, daba a
los «traficantes de la guerra» una popularidad que nunca habrían alcanzado
por sus propios medios. Esta actitud desconcertó a los estadistas ingleses.
Estaban llevando a cabo el rearme para reforzar su propia seguridad, lo cual
les permitiría aceptar más fácilmente los progresos que Alemania estaba
experimentando en la Europa del Este. Hitler, en vez de aplaudir esta política,
la minaba en sus cimientos y llegaba a justificar a aquéllos que la criticaban.
Sin embargo, sus ataques no quebrantaron la resolución de los dirigentes
ingleses de lograr, de un modo u otro, el apaciguamiento de Alemania. Las
concesiones de orden territorial y nacionalista no habían conseguido ablandar
a Hitler; en consecuencia, los ingleses adoptaron una especie de marxismo a
secas y argumentaron, una vez más, que tan sólo la prosperidad haría del
Canciller un hombre pacífico. Una ola de delegaciones comerciales cayó
sobre Alemania. Hacían ofertas de colaboración económica, ofertas que, por
otra parte, presentaban un interés para los ingleses; el de asegurarse la
asistencia alemana contra la competencia de los americanos. Cada vez que se
recibía la visita de un hombre de negocios o de un representante de la Board
of Trade, Hitler se afirmaba en su creencia de que Inglaterra seguía
debilitándose. No podía saber que aquella gente acudía tan sólo después de
haber leído las obras que, sobre las causas económicas de la guerra, habían
escrito ciertos autores de izquierdas.
Los ingleses se veían enfrentados, aún, a otras dificultades. Antes de
Múnich, habían sido los promotores del apaciguamiento y habían arrastrado
en pos de ellos a los franceses, que no dejaban de protestar. Después de
Múnich, fue al revés. Bonnet estaba celoso del acuerdo entre Chamberlain y
Hitler, y aspiraba a conseguir él algo más importante. Ribbentrop consideraba
que una declaración de amistad francoalemana contribuiría a quebrantar aun
más la decisión inglesa de intervenir en Europa. El 6 de diciembre acudió a
París, en donde se firmó una declaración de tal carácter. Intrínsecamente, no
representaba gran cosa: una buena voluntad mutua y el reconocimiento de las
fronteras; y un acuerdo para negociar en el supuesto de que volviesen a
producirse algunas dificultades internacionales. Quizá fuese importante para
los franceses obtener, por tan tortuoso camino, una renuncia de Hitler a
Alsacia y Lorena; también puede que les sedujese la perspectiva de futuros
«Múnichs». Los rumores fueron más lejos. Se llegó a decir que Ribbentrop
había aceptado no volver a insistir sobre la reclamación de las antiguas
colonias y Bonnet, a cambio, se había comprometido a abandonar todos los
intereses de Francia en la Europa oriental. Sin duda la discusión no fue ni tan
precisa ni tan siniestra. No debió Bonnet de manifestar una devoción
exagerada por el pacto francosoviético; pero ¿qué dijo con respecto a la
alianza entre Francia y Polonia? Más tarde, Ribbentrop pretendería que
Bonnet había renunciado virtualmente a ella. Bonnet lo desmintió. Parece que
lo más cierto sea que no se trató de Polonia. No es de creer que en diciembre
de 1938, Polonia supusiese ningún obstáculo entre Francia y Alemania. Los
dos estadistas creían que Polonia era un satélite leal a Alemania y que el
problema de Dantzig se resolvería pacíficamente sin causar una crisis en
Europa. Después de todo, los polacos eran también de esta opinión. No es,
pues, de extrañar que fuese compartida por Ribbentrop y por Bonnet.
La declaración francoalemana inquietó a los ingleses. Habían presionado
sobre Francia para conseguir que redujese sus compromisos en la Europa
oriental, pero no querían que renunciase por completo a su puesto en cuanto
gran potencia. Éste era el terrible dilema. Si Alemania conseguía libertad para
que se colmasen sus aspiraciones en la Europa del Este, sin temor a una
intervención francesa, podía llegar a ser tan fuerte que la seguridad de Francia
quedaría «bajo una inminente amenaza». Por otra parte, si el gobierno de
París no estaba dispuesto a dejar las manos libres a Alemania, la Gran Bretaña
corría el riesgo de verse arrastrada a una guerra para apoyar a Francia[14]. Los
ingleses volvieron a su antiguo método que consistía en tratar de utilizar a
Mussolini para que ejerciese una influencia moderadora sobre Hitler. El
acuerdo angloitaliano del 16 de abril fue «puesto en vigor», aunque Italia no
hubiese cumplido con la condición preliminar del mismo: retirar sus tropas de
España. Halifax escribió lo siguiente: «No pretendemos separar a Italia del
Eje, pero creemos que este acuerdo aumentará el poder de actuación de
Mussolini, lo cual hará que dependa menos de Hitler y, por consiguiente, que
sea más libre para volver a adoptar el papel clásico de Italia: mantener el
equilibrio entre Alemania y las potencias occidentales»[15]. Dicho de otro
modo: si cedían al chantaje de Mussolini, lo animaban para que aumentase
sus reclamaciones. Mussolini cumplió como Dios manda. Lanzó una campaña
para reivindicar algunos territorios franceses: Córcega, la Saboya y Niza. Los
franceses, aunque temiesen a Hitler, no sentían ningún miedo de los italianos.
Respondieron violentamente a este desafío. Los ingleses no habían hecho más
que ofenderlos, sin conseguir conciliarse con Mussolini. En enero de 1939,
Chamberlain y Halifax fueron a Roma, de donde volvieron con las manos
vacías. Mussolini daba por descontado que conseguiría ciertas concesiones, a
expensas de Francia, y se encontró con que Chamberlain le reclamaba la
seguridad de que Hitler no entraría en guerra. Mussolini «avanzó la barbilla»
y contestó con un ataque a la prensa británica. Esta visita a Roma, que había
sido concebida como el punto culminante de la política de Chamberlain,
marcó, por el contrario, el fin de las ilusiones que se tenían puestas en Italia.
Además, aunque los ingleses lo ignorasen, empujó a Mussolini, aun más
decididamente, al campo alemán. Inmediatamente después de su celebración,
anunció a Berlín que estaba dispuesto a concluir una alianza formal. Pero
Hitler, que quería darle una lección, le hizo esperar.
Los ingleses se habían colocado, por propia voluntad, en una situación de
extrema ansiedad, situación que habían agravado en su esfuerzo por tomar
precauciones. Halifax y el Foreign Office pensaron que Hitler «tenía la
intención de atacar a las potencias occidentales»[16]. Preveía una agresión
contra Holanda y decidieron considerarla, caso de producirse, como un casus
belli. Se suponía que también Suiza estaba en peligro y llegó a temerse un
ataque aéreo por sorpresa a Inglaterra. Estos temores carecían de fundamento.
No existe ni un documento que demuestre que Hitler tuviese, ni remotamente,
semejantes ideas. Neville Henderson se acercó más a la verdad cuando, el 18
de febrero, escribió: «Tengo la impresión clarísima de que Herr Hitler no
proyecta emprender ninguna aventura por el momento»[17]. ¿Por qué iba a
meterse en nada? La Europa oriental caía en sus manos. Hungría, Rumanía y
Yugoslavia se disputaban sus favores. Francia había abandonado a la Europa
del Este. Rusia se había distanciado de las potencias occidentales. Polonia
mantenía relaciones amistosas con Alemania, a despecho de la desesperante
cuestión de Dantzig. El problema checoslovaco no enturbiaba para nada el
firmamento europeo. Y no porque Checoslovaquia siguiere una política
extranjera independiente de Alemania u hostil a los germanos, sino porque,
como lo habían previsto Hitler y Benes, resultaba imposible que el país
conservase su coherencia después del duro golpe que habían sufrido su
prestigio y su poderío. En la Europa del Oeste fueron pocos los que se dieron
cuenta de este hecho, y los admiradores de Checoslovaquia guardaban
silencio con respecto al mismo. Los ojos de Occidente veían esta nación como
un Estado dichoso y democrático, que había sido desmembrado gratuitamente
por Hitler. Pero, en la realidad, no era más que un Estado de nacionalidades,
creado por iniciativa de los checos y mantenido merced a su autoridad. Una
vez la autoridad hubo desaparecido, tenía también que desaparecer el Estado
checo, del mismo modo que se había venido abajo la monarquía de los
Habsburgo después de haber sido derrotada.
Los eslovacos, en particular, no habían sido nunca aceptados en un plano
de igualdad de derechos. Y pocos de ellos fueron los que se mostraron
dispuestos a dejarse absorber dentro de la amalgama checoslovaca. La
reivindicación de su autonomía constituyó una corriente subterránea durante
los veinte años que duró la historia de Checoslovaquia. Después de Múnich,
los resentimientos salieron a la superficie. Hitler patrocinó a los autonomistas
eslovacos, para vejar así a Hungría, país al que, en tiempos, perteneciera
Eslovaquia. El Canciller no fue el creador del movimiento, sino que se limitó
a estimularlo, como había hecho con los alemanes de los Sudetes. Una
autonomía dentro de un Estado checoslovaco sometido le hubiese satisfecho,
pero no satisfacía a los eslovacos. Cuando perdieron su antiguo temor a
Praga, se hicieron turbulentos. A finales de febrero de 1939, Checo-
Eslovaquia (escrito así, con un guión, desde octubre), empezó a hundirse. El
gobierno de Praga conservaba poca independencia, pero se juzgaba aún lo
suficientemente fuerte para imponer disciplina a los eslovacos (lo cual le era
necesario, por otra parte, para que Checo-Eslovaquia pudiese sobrevivir). El 9
de marzo, el gobierno eslovaco autónomo fue disuelto y las tropas checas se
prepararon para intervenir. Una vez más, Hitler tuvo una sorpresa. La crisis le
pilló desprevenido. No podía permitir a los checos que volviesen a levantar su
prestigio. Además, si no consentía a sus tropas que penetrasen en Eslovaquia,
podían adelantársele los húngaros, tal y como lo habían pensado hacer en el
pasado mes de septiembre. Hitler era a la sazón hostil a los húngaros, y si el
ejército checo no podía evitar que éstos entrasen en Eslovaquia, tendría que
hacerlo él.
Alemania se apresuró a reconocer la independencia eslovaca y, por
consiguiente, terminó con Checo-Eslovaquia. ¿Qué iba a suceder en el resto
del país? No había nadie que pudiese guiar sus destinos. Benes había dimitido
y se había marchado al extranjero al día siguiente de la conferencia de
Múnich. Hacha, su sucesor, era un jurista de edad avanzada y sin experiencia
política. Se sentía desconcertado, impotente, y no estaba en condiciones de
hacer otra cosa sino volverse hacia el gran dictador alemán. En Berlín fue
recibido con los honores que corresponden a un Jefe de Estado; luego se le
invitó a firmar la renuncia de su país a la independencia. Todo deseo vano de
resistir fue disipado con la amenaza de bombardear inmediatamente Praga.
Ésta fue la más fortuita de las muchas improvisaciones de Hitler. Como más
tarde confesaría, la niebla inundaba todos los aeródromos alemanes y ningún
avión habría podido despegar. Pero Hacha no tenía necesidad de presión
alguna. Firmó lo que se le pedía que firmase y guardó por ello tan poco
rencor, que, hasta el final de la guerra, siguió siendo un fiel subordinado de
Alemania. El 15 de marzo, Bohemia se convirtió en un protectorado alemán y
las tropas germanas lo ocuparon. Hitler pasó la noche del 15 de marzo en
Praga (la única visita que, por lo que sabemos, hizo a esta ciudad). El mundo
entero creyó que todo esto era la culminación de una campaña preparada
desde hacía mucho tiempo. Pero, realmente, sólo fue un resultado imprevisto
de los acontecimientos que tenían lugar en Eslovaquia, y Hitler actuó más en
contra de los húngaros que en contra de los checos. Igualmente, el
protectorado de Bohemia se constituyó sin que mediara ningún propósito
siniestro ni premeditación alguna. Hitler, supuesto revolucionario, se
reincorporaba por el camino más conservador, a la vieja organización. La
Bohemia había formado siempre parte del Sacro Imperio Romano Germánico,
había pertenecido a la Confederación alemana de 1815 a 1866, y, más tarde,
había estado unida a la Austria alemana hasta 1918. La novedad, dentro de la
historia checa, era la independencia, no la sumisión. Por supuesto, con aquel
protectorado se implantó en ella la tiranía (policía secreta, S.S., campos de
concentración, etc.). Pero fue una tiranía no más dura que la que reinaba en la
misma Alemania. Esto fue lo que levantó la opinión pública inglesa. El
verdadero crimen que habría de conducir finalmente a Hitler al abismo —y a
Alemania con él—, fue su conducta en el interior de su país, no su política
exterior; sin embargo, por aquel entonces fue ésta la que más poderosamente
llamó la atención. Con la ocupación de Praga, el Führer dio el paso definitivo
de su carrera. Lo hizo sin pensar y no muchos beneficios logró con ello.
Actuó tan sólo cuando los acontecimientos dieron al traste con el acuerdo de
Múnich; pero fuera de Alemania se creyó que había sido Hitler quien
deliberadamente había acabado con él, y de esta opinión fueron
particularmente los firmantes del acuerdo.
El propio Mussolini se sintió molesto. Se lamentó ante Ciano de que
«cada vez que Hitler ocupa un país, me manda un mensaje». Soñó entonces
con crear un frente antigermánico que se apoyase en Hungría y en Yugoslavia.
Pero aquella misma noche recobró la calma: «No podemos cambiar ahora de
actitud. Después de todo, no somos unas prostitutas de la política», y,
nuevamente, hizo una demostración de su fidelidad al Eje. Los franceses
encajaron este otro golpe sin rechistar. Después de haber capitulado en
septiembre, no podían hacer otra cosa. Bonnet se limitó a decir, complacido:
«La fisura abierta entre los checos y los eslovacos prueba sencillamente que
hemos estado a punto de ir a la guerra el pasado otoño para apoyar a un
Estado que no era viable»[18]. La Gran Bretaña tomó una actitud más firme.
Hasta el 15 de marzo, todo el mundo trató de creer que Múnich constituía un
triunfo de la moral y no una capitulación ante la fuerza. A pesar de la alarma
que reinaba en el Foreign Office, los ministros estimaban que todo iba bien.
El 10 de marzo, Sir Samuel Hoare anunció a sus electores la proximidad de
una edad dorada; el rearme había concluido y la colaboración entre las
grandes potencias europeas «haría subir el nivel de vida a niveles que nunca,
hasta ahora, habíamos previsto». Ni siquiera la ocupación de Praga acabó, al
principio, con el optimismo oficial. «La única compensación que veo en esto
es que se extingue naturalmente la obligación de garantía, bastante engorrosa,
que nosotros y Francia habíamos contraído», declaró Halifax al Embajador de
Francia[19]. En la Cámara de los Comunes, Chamberlain expuso su punto de
vista, según el cual «el fin de Checoslovaquia resultaba apenas evitable», y
Sir John Simon aclaró que era imposible hacer honor a una garantía que se
había dado a un Estado que había dejado de existir.
Se produjo entonces, en el seno de la opinión pública, una explosión
subterránea que al historiador le cuesta trabajo describir en términos precisos.
La ocupación de Praga no constituía nada nuevo ni dentro de la política ni de
la habitual manera de comportarse de Hitler. El Presidente Hacha había
sucumbido más fácilmente y de mejor grado que Schuschnigg o que Benes.
Sin embargo, la opinión pública se sintió mucho más conmovida que cuando
la anexión de Austria o la capitulación de Múnich. Se creyó que Hitler se
había excedido. Nunca más se podría confiar en él. Quizás esta reacción se
produjese como consecuencia de las excesivas esperanzas que Múnich había
hecho concebir. En contra de toda evidencia, la gente había supuesto que la
«paz para nuestra generación» significaba que no se volvería a producir
cambio alguno en Europa. Tal vez se tuviese la convicción, igualmente sin
fundamento, de que el ejército británico estaba equipado más adecuadamente.
De nuevo, los conservadores se vieron perturbados por la «embarazosa»
cuestión de la garantía, la cual habían creído que realmente significaba algo.
Es imposible explicar cómo, en adelante, se empezó a escuchar a aquéllos que
aconsejaban ponerse en guardia frente a Hitler; eran los mismos a quienes
antaño no se hacía caso. Algunos de ellos, como Churchill y los miembros
antigermánicos del Foreign Office, veían sencillamente en Hitler el más
reciente portavoz del militarismo prusiano. Otros le atribuían unos proyectos
de lo más grandioso, que decían haber descubierto a través de la lectura de
Mein Kampf en su versión original (Hitler había prohibido que el libro se
publicase en inglés). Y había aun otros, especialmente gente de izquierdas,
que explicaron el nacionalsocialismo, valiéndose de términos marxistas, como
el «último estadio del imperialismo agresivo»; creían que Hitler seguía el
camino de la agresión para complacer a los capitalistas alemanes. Algunos se
sintieron influidos por el disgusto que les producía el antisemitismo. Y
también hubo quienes se dejaron impresionar por su simpatía hacia los checos
o hacia los polacos. Unos querían «liberar» Alemania, otros, vencerla.
También eran múltiples los remedios que se ofrecían para arreglar la
situación: seguridad colectiva, sanciones económicas, aumento de los
armamentos británicos… Las diferencias de matiz no tuvieron mayor
importancia. Todos los profetas habían proclamado que Hitler no estaría
nunca satisfecho, que iría de conquista en conquista y que sólo podía ser
detenido con la fuerza o con la amenaza de emplear la fuerza. Como la gota
de agua que acaba por abrir una cavidad en la piedra, así la voz de los profetas
rompió, de pronto, la corteza de la incredulidad. Pareció que ellos tenían
razón y que los «conciliadores» estaban equivocados. El cambio no era
definitivo ni decisivo. Subsistía la esperanza de hacer entrar a Hitler en razón
haciéndole ver que se estaba dispuesto a resistirle, como, anteriormente, había
existido una tendencia, encubierta por el «apaciguamiento», a hacerle frente.
Pero, para el futuro, los conciliadores se encontraban a la defensiva, y se
distraían fácilmente de su labor y no se extrañaban ya de su fracaso.
Este cambio de la opinión pública tuvo sus repercusiones sobre
Chamberlain (es éste otro proceso sobre el que el historiador no puede dar
detalles). Quizá los informadores políticos señalaron que existía descontento
dentro de los Comunes. Quizá los sueños de Halifax se vieran de nuevo
turbados por los remordimientos de conciencia. Quizá no ocurriese nada
concreto, sino sólo una serie de dudas y de resentimientos que acabaron por
quebrantar la confianza del Primer Ministro. No se sabe cómo llegó a pensar
que tenía que responder enérgicamente a la ocupación de Praga. El 17 de
marzo, Neville Henderson fue llamado, según se dijo, a consulta; pero, en
realidad, se le convocó para reprenderle. Aquella misma noche, Chamberlain
habló en Birmingham, y dijo: «¿Se trata del último ataque a un pequeño
Estado, o, a éste, seguirán otros? ¿No será en realidad un paso dado en
dirección al dominio del mundo por la fuerza?». Volvió a justificar el acuerdo
de Múnich. Nadie «habría podido salvar Checoslovaquia de la invasión y de
la destrucción»; ni siquiera tras una guerra victoriosa «habríamos logrado
reconstruir Checoslovaquia tal y como había sido creada en Versalles».
Seguía oponiéndose «a comprometer a nuestro país a unas obligaciones
imprecisas que habrían de ser cumplidas en unas condiciones imprevisibles».
Pero Chamberlain respondió también a la llamada que había recibido de los
observadores políticos, de la conciencia de Halifax, o de su propia conciencia:
no sacrificaría a la paz «las libertades de las que disfrutamos desde hace
siglos», y las «democracias deben resistir a toda tentativa de dominar el
mundo por la fuerza». Era una advertencia imaginaria, pues, para él, todo
intento de dominar el mundo resultaba «increíble». No obstante, la
advertencia había sido lanzada.
Éste fue el punto en que varió, inintencionadamente, la política británica.
Chamberlain sólo vio en ello un cambio de acento, no un cambio de
dirección. Con anterioridad, el gobierno inglés había advertido con frecuencia
a Hitler, pero privadamente; en público se hablaba de conciliación. En esta
ocasión le advirtió públicamente, y prosiguió la conciliación en privado —y
aun en ciertos momentos, también públicamente—. Los ingleses reconocieron
a las autoridades alemanas de Bohemia; el Banco de Inglaterra les transfirió
seis millones de libras esterlinas oro, que pertenecían a Checoslovaquia.
Posteriormente, Hoare ha definido así la postura del gobierno de Londres:
«La lección de Praga no significaba que fuesen vanos otros esfuerzos
destinados a la consecución de la paz, sino que los acuerdos y las
negociaciones no tenían ningún valor permanente si no eran apoyados por una
fuerza superior»[20]. El objetivo seguía siendo llegar a un arreglo con Hitler y
se le irían poniendo obstáculos hasta lograr que se hiciese más conciliador.
Los ministros ingleses no temían una derrota militar, aunque, naturalmente,
les molestase la guerra en sí misma. Consideraban perfectamente segura la
posición defensiva de la Gran Bretaña y de Francia y suponían, además, que
si llegaban a un conflicto armado con Alemania, ambas potencias saldrían
vencedoras; creían incluso que Hitler se daba cuenta de esta realidad. Lo que
temían con algún fundamento es que el Canciller contase con que Francia e
Inglaterra se mantuvieran al margen, y tomaron entonces medidas para
demostrar que no sería así. A final de abril, se impuso el servicio militar
obligatorio, aunque con carácter limitado; se ofrecieron garantías a los
Estados que se suponían amenazados. No se trataba de preparativos para una
guerra total, sino de una serie de advertencias destinadas precisamente a
evitarla. Hubo quien se lamentó de la timidez de aquellas medidas, sin darse
cuenta de que se trataba de una timidez mantenida de buen grado para dejar
abierto un camino que condujese a las negociaciones. Se siguió invitando a
Hitler a que se incorporase a él. El gobierno inglés buscaba el equilibrio; las
ofertas corrieron parejas con las advertencias. Había que «disuadir» a Hitler,
no «provocarlo».
Ésta fue la línea ideal que trató de seguir el gobierno británico. En la
práctica, se vio mucho más presionado por los acontecimientos y ejerció
sobre ellos un control inferior a lo que le gustaba suponer o inferior a lo que,
más tarde, diría. Inmediatamente después de la ocupación de Praga, se esperó,
sin motivo, que los alemanes se lanzasen sobre otro país. Los franceses
pensaron que Hitler iba a apoyar inmediatamente las reivindicaciones
italianas en África del Norte; los ingleses, que atacaría su flota por sorpresa.
Esperaban nuevas razones de alarma. Y se produjo una. El 16 de marzo, Tilea,
Embajador rumano en Londres, acudió al Foreign Office para anunciar que su
país corría un peligro inminente. Volvió al día siguiente y mostró aun mayor
insistencia: las tropas alemanas podían entrar en Rumanía de un momento a
otro. Era una falsa alarma. El gobierno de Bucarest y el Ministro británico en
aquella capital desmintieron formalmente el rumor. Rumanía se veía arrastra a
la órbita económica alemana, pero no porque las divisiones de Hitler cayesen
sobre su suelo, sino por necesidades de su comercio exterior. Valerse de las
garantías para hacer frente al bilateralismo que había inventado Schacht, era
como salir de caza mayor con los mismos perros que se emplean para cazar
zorros: elegante pero ineficaz. Cuando Tilea dio la alarma, tal vez pretendiera
conseguir un préstamo de los ingleses. O quizá compartiera las equivocadas
ideas británicas. El caso es que los ministros aceptaron la alerta y pasaron por
alto el mentís que les llegaba de Bucarest. Era preciso hacer sin demora
alguna demostración en contra de Alemania. El 19 de marzo, el propio
Chamberlain redactó una declaración de seguridad colectiva; los gobiernos
ruso y polaco fueron invitados a firmarla. Por dicha declaración se
comprometerían «a consultarse inmediatamente sobre las disposiciones que
habrían de ser tomadas para resistir a cualquier acción que constituyese una
amenaza para la independencia política de cualquier Estado europeo». Tras
esta fraseología confusa, estaba la intención de hacer frente a la pretendida
amenaza contra Rumanía; de ahí los signatarios que fueron sugeridos.
Los franceses aceptaron rápidamente. Y es que ya estaban comprometidos
para consultar a los ingleses, más o menos, sobre todo. Comprometerse un
poco más no podía perjudicarles; al contrario, les aliviaría del peso que para
ellos representaba su alianza con Rumanía, que seguía estando, teóricamente,
en vigor. Los rusos también aceptaron; precisamente ellos no se cansaban de
preconizar la seguridad colectiva. Pero estaban completamente resueltos a no
dejarse manejar hasta el extremo de encontrarse solos frente a Alemania.
Antes de sumarse a la declaración, querían que el «frente de la paz» fuese
sólido. En consecuencia, añadieron una condición: Francia y Polonia
firmarían en primer lugar. Francia se mostró conforme, pero Beck puso el
veto. Seguía queriendo mantener el equilibrio entre Alemania y Rusia; una
firma les habría llevado al campo soviético. Sin embargo, estaba dispuesto a
suscribir una declaración con la Gran Bretaña, lo cual, a su juicio, reforzaría
su postura con respecto a Dantzig, sin despertar la cólera de los alemanes.
Tuvo buen cuidado de no advertir a los ingleses de que las negociaciones con
Alemania se encontraban en un callejón sin salida; muy por el contrario, dio a
entender que la cuestión de Dantzig quedaría pronto zanjada. Los ingleses
volvieron a alarmarse. Temían que Polonia pudiese acercarse más a Alemania
de lo que se había acercado en 1938. La participación de Polonia en un
«frente de la paz» les pareció vital. Únicamente Polonia podía convertir en
realidad la amenaza de un segundo frente. El 21 de marzo, y con la
aprobación de Halifax, Bonnet declaró:
Es absolutamente esencial obtener la colaboración de Polonia, sin la cual el apoyo ruso no sería
efectivo. Si colabora Polonia, Rusia podrá prestar un gran concurso; si no colabora, la ayuda
soviética será inferior[21].

Los ingleses valoraban muy por bajo el Ejército Rojo. Exageraban, sin
haberse informado sobre él, el ardor combativo de los polacos, «esa nación
grande y viril», como la llamaba Chamberlain. Sin duda alguna se sentían
aliviados al no tener que asociarse con la Rusia bolchevique y al haberle
encontrado un sustituto. «He de confesar que desconfío enormemente de
Rusia —escribía Chamberlain el 26 de marzo—. No la creo capaz, aun en el
supuesto de que lo desease, de mantener una ofensiva eficaz. Y desconfío de
sus motivos, que me parecen tener poca relación con nuestras ideas sobre la
libertad; creo que lo que [los rusos] pretenden es confundir a todo el
mundo»[22]. Pero la simple geografía constituía el factor determinante:
Polonia tenía una frontera con Alemania; Rusia, no.
Los ingleses apenas pensaron que si se inclinaban por Polonia corrían el
riesgo de perder a Rusia. Halifax, dotado para ver las dos caras de una misma
situación, fue quien intuyó la realidad. «Sería lamentable hacer las cosas de
modo que el gobierno soviético tuviese la impresión de que lo damos de
lado»[23], dijo el día 22 de marzo. No se hizo nada para evitar que los rusos
tuviesen semejante impresión; no fue juzgado necesario. Los ingleses
alimentaban la convicción inquebrantable de que la Rusia soviética y la
Alemania nazi eran enemigas irreconciliables. Por consiguiente, no era
necesario conquistar la amistad soviética. Moscú respondería agradecido al
más ligero paso que los ingleses diesen hacia Rusia. Y si no sucedía así, no se
habría perdido nada. Una «neutralidad benevolente» de la URSS resultaría tan
útil como su participación en la guerra —incluso más, puesto que ni Polonia
ni Rumanía se sentirían alarmadas[24]—. El «frente de la paz» sería más
fuerte, más estable, inspiraría más respeto si la Rusia soviética no formaba
parte de él. De cualquier modo, no podía invitarse a los rusos a sumarse a él
en tanto los demás, especialmente Polonia, no estuviesen de acuerdo.
Entretanto se produjo otra alarma que pareció demostrar que Alemania no
cejaba en sus propósitos. Esta alarma nació a causa de Memel, ciudad situada
al nordeste de la Prusia oriental. Aunque su población fuese, en su mayoría,
alemana, como la de Dantzig, Lituania se la había anexionado, de manera un
tanto irregular, inmediatamente después de terminarse la Primera Guerra
Mundial. Los habitantes de Memel querían volver a Alemania. Hasta aquel
momento, Hitler había conseguido que se mantuviesen tranquilos, con el
deseo, tal vez, de utilizar a Lituania como aliada frente a Polonia; o, más
probablemente, para poder ofrecer una compensación a Polonia en el caso de
que se llegase a una alianza germanopolaca. La ocupación de Praga creó en
Memel una agitación incontrolable y no fue posible contener a la población
alemana de la misma. El 22 de marzo, el Ministro lituano de Asuntos
Exteriores acudió a Berlín en donde aceptó que Memel fuese inmediatamente
cedida a Alemania. La anexión tuvo lugar el día 23. Hitler, que acababa de
regresar de Praga, rindió visita a su nueva conquista. Llegó por barco, lo cual
no deja de ser extraño, y, según se dice, se mareó durante la travesía. Quizá
fuese ésta la razón por la que aumentó su resentimiento con respecto al pasillo
polaco. La anexión de Memel pareció ser la culminación de un plan
deliberado y madurado largamente. Sin embargo, en los archivos no hay
ninguna prueba de que así fuera. Parece que la cuestión de Memel estalló por
sí sola. En todo caso, el fin de toda esta historia, si es que se persiguió en ella
algún fin, sería el de preparar una transacción con Polonia. Memel podía ser
permutada por Dantzig. No cabe duda de que todo esto era un nuevo motivo
de alarma: lo que había sucedido en Memel podía reproducirse en Dantzig.
Pero estas posibles consecuencias no fueron seriamente consideradas; y
Memel no tuvo ninguna relevancia en las subsiguientes relaciones
germanopolacas.
Por aquel entonces, la anexión de Memel imprimió un carácter de
urgencia a la política inglesa. Pareció que era vital la inmediata creación de un
«frente de la paz», lo cual dependía absolutamente de Polonia. Si ésta se
adhería a él, el frente sería sólido; si no, apenas llegaría a tener existencia. Los
ingleses suponían que Polonia no corría ningún riesgo inminente por parte de
Alemania. Al contrario, temían que llegase a unirse a los alemanes, sobre todo
estando en juego Memel. Los propios polacos no se consideraban en peligro.
Se proponían seguir un camino distinto pero paralelo al del Reich, como
habían hecho durante la crisis de Múnich. No le perdonaban, sin embargo, a
Hitler el que hubiese creado Eslovaquia sin haberles consultado y sin
reservarles ninguna parte en el botín. Decidieron, entonces, reafirmar su
igualdad. El 21 de marzo, Lipski visitó a Ribbentrop para protestar contra la
conducta seguida por Alemania en la cuestión de Eslovaquia; la actitud de los
alemanes no podía ser considerada «más que como un golpe que se había
asestado a Polonia». Ribbentrop se encontraba, y lo sabía, en una postura
difícil. Para defenderse, también le presentó sus quejas. Se lamentó de que la
prensa polaca se portase tan mal: «Era evidente que las relaciones
germanopolacas tendían a atirantarse». Dantzig debía volver al Reich —lo
cual habría supuesto un acercamiento de Polonia a Alemania—. Entonces, los
alemanes podrían garantizar el pasillo, concluir un pacto de no agresión,
valedero por 25 años, y adoptar «una política común» en Ucrania[25]. Lipski
volvió a su país para presentar la oferta a Beck. La colaboración con Polonia
seguía siendo el objetivo alemán. Dantzig constituía una especie de seguridad
al respecto. Ésta era la idea de Hitler. El 25 de marzo dio una instrucción:
El Führer no desea resolver la cuestión de Dantzig por la fuerza. No quiere que, por esta razón,
los polacos se entreguen en brazos de los ingleses.

«Sólo podría pensarse en una ocupación militar de la ciudad si Lipski


indicara que el gobierno de Varsovia es incapaz de justificar ante su pueblo la
cesión voluntaria de Dantzig y que desea encontrarse ante el fait accompli[26],
lo cual haría que todo le resultase más fácil»[27].
Hitler buscaba la alianza de Polonia, no su destrucción. Dantzig constituía
un molesto preámbulo que había que eliminar lo antes posible. Beck, como ya
hiciera anteriormente, se negó a hacer desaparecer este obstáculo. En tanto
existiese, podría eludir la embarazosa oferta de una alianza con Alemania;
pensaba que de este modo podría preservar la independencia de su país.
Los cálculos de Beck se convirtieron en realidad, pero en una realidad
distinta de la que él deseara. El 26 de marzo, Lipski volvió a Berlín con la
firme negativa a ceder en la cuestión de Dantzig, pero no con una negativa
para negociar. Hasta aquel momento todo se había desarrollado en secreto, sin
que la tensión existente llegase a traslucirse. A partir de aquel instante, el
asunto quedó al descubierto. Beck, para demostrar claramente su resolución,
llamó a los reservistas. Hitler, por primera vez, permitió que la prensa hablara
de la minoría alemana de Polonia. Corrieron ciertos rumores acerca de un
movimiento de tropas en dirección a la frontera polaca; algo parecido a lo que
había sucedido con Checoslovaquia, el 21 de mayo de 1938. Dichos rumores
carecían de fundamento; parece que fueron extendidos por los polacos;
algunos generales, hostiles a Hitler, ayudaron a que se difundiesen. Esos
mismos generales «advirtieron» a los ingleses. ¿Con qué fin? ¿Para qué
Inglaterra detuviese a Hitler amenazándolo con la guerra? ¿O, para que se
presionase sobre los polacos con el fin de que cediesen en la cuestión de
Dantzig y quedasen así frustrados los planes bélicos de Hitler? Sin duda, hubo
algo de ambas cosas, aunque pesase más la segunda hipótesis. Fuese como
fuere, el caso es que pusieron al corriente de todo al corresponsal del News
Chronicle que acababa de ser expulsado de Alemania. Éste, a su vez, dio la
alerta al Foreign Office el día 29 de marzo. Allí encontró no pocos oídos
dispuestos a escucharle. Después de la ocupación de Praga y de la pretendida
amenaza contra Rumanía, los ingleses estaban verdaderamente dispuestos a
creer cualquier cosa. Ni siquiera pensaron en Dantzig. Supusieron que la
propia Polonia corría un peligro inminente; incluso, que estaba a punto de
sucumbir. Aunque el Embajador inglés en Berlín no señalase nada, el Foreign
Office ya había sido anteriormente engañado por él, o, por lo menos, creía que
había sido engañado. Prefirió dar crédito a un periodista. Pareció que era
indispensable una acción
inmediata que tranquilizase a los polacos y que permitiera salvar el
«frente de la paz».
El 30 de marzo, Chamberlain escribió de su puño y letra una nota
destinada a calmar al gobierno de Varsovia:
Si se produjese cualquier acción que amenazase claramente la independencia de Polonia y si,
como consecuencia, el gobierno polaco se sintiese obligado a resistir con sus fuerzas nacionales,
el gobierno de Su Majestad y el gobierno francés les prestaría inmediatamente todo el apoyo que
pudiesen.

Aquella tarde, Beck discutía con el Embajador inglés el modo de llevar a


la práctica la propuesta que hiciera ocho días antes sobre una declaración
general; en aquel momento llegó un telegrama de Londres. El embajador le
puso al corriente de las seguridades que ofrecía Chamberlain. Beck lo aceptó
«mientras, de dos papirotazos, sacudía la ceniza de su cigarrillo». Dos
papirotazos, y los granaderos ingleses irían a morir por Dantzig. Dos
papirotazos, y Polonia, imaginariamente grande, nacida en 1919, firmó su
sentencia de muerte. Las seguridades dadas eran incondicionales; los propios
polacos determinarían el momento en que habrían de recurrir a ellas. Los
ingleses ya no podían presionar para que se llegase a alguna concesión sobre
Dantzig, ni insistir para que Polonia colaborase con la Rusia soviética. En la
Europa occidental, se consideraba a Alemania y a la URSS como dos
potencias peligrosas, dictatoriales por su régimen y desprovistas de
escrúpulos en sus métodos. Sin embargo, a partir de aquel momento, la paz
descansó sobre el supuesto de que Hitler y Stalin se mostrarían más
razonables y más prudentes de lo que se había mostrado Chamberlain, de que
Hitler seguiría aceptando, en Dantzig, unas condiciones que, desde hacía
mucho tiempo, habían sido consideradas como intolerables por la mayoría de
los ingleses, y de que Stalin estaría dispuesto a colaborar sobre la base de una
desigualdad manifiesta. Semejantes suposiciones apenas tenían posibilidades
de resultar exactas.
Pero la política inglesa se apoyaba también en otro supuesto: el de que
Francia iría, sin rechistar, tras de la Gran Bretaña doquiera ésta quisiera
llevarla. En efecto, la nota del 30 de marzo fue comunicada a Beck tanto en
nombre de Francia como en el de Inglaterra; pero los franceses no habían sido
siquiera consultados. No podían hacer otra cosa sino asentir, si bien señalaron
agriamente que Polonia no corría ningún peligro inmediato. Los ingleses no
tenían miedo práctico alguno de cumplir con las garantías que habían
ofrecido; todo quedaba en palabras. Traducida a un lenguaje positivo, su
oferta significaba sólo que los franceses no se echarían atrás de su alianza con
Polonia, como habían hecho en el caso de Checoslovaquia. No obstante, los
franceses tenían serias razones para poner en duda el valor combativo del
ejército polaco, y se consideraban con pocas obligaciones morales para con
Polonia, después del papel que este país había desempeñado en el asunto
checo. Los dos papirotazos que Beck diera a su cigarrillo también resolvieron
esta cuestión. En septiembre de 1939, Francia lucharía por la sombra de su
antigua grandeza, cuya esencia había sido sacrificada en Múnich.
Apenas habían cerrado los ingleses su compromiso, cuando ya se daban
cuenta de los errores que acababan de cometer; no habían puesto ninguna
condición que moviera a los polacos a mostrarse razonables con respecto a
Dantzig; no habían hecho ninguna promesa de ayudar a Rumanía; no habían
apuntado ninguna perspectiva de colaboración entre Polonia y la Rusia
soviética… Decidieron eliminar todos estos fallos en el curso de la visita que
Beck hizo a Londres, en los primeros días de abril. Sus esperanzas se vieron
defraudadas. Beck, que se había mantenido firme frente a Hitler, no iba a
dejarse conmover por las amables invitaciones de Chamberlain y de Halifax.
Con su habitual arrogancia de jefe de una «gran potencia», se mostró
dispuesto a transformar la garantía unilateral de los ingleses en un pacto de
asistencia mutua —«única base que un país que se respete a sí mismo puede
aceptar»—. Por lo demás, dio muestras de una tozudez absoluta. No había
«observado ningún signo de acción militar, peligrosa, por parte de Alemania»;
«no estaba en curso ninguna negociación» con respecto a Dantzig; «el
gobierno alemán no había negado jamás los derechos de Polonia en Dantzig,
y recientemente los había confirmado»; «si tenía que guiarse por lo que los
alemanes decían, podría afirmar que la cuestión colonial era, de momento, la
más grave». De este modo dio a entender que Polonia hacía un favor a la
Gran Bretaña al aceptar su alianza. Pero, insistió, esta alianza debía limitarse
a las dos potencias; de golpe, el «frente de la paz» y la seguridad colectiva
desaparecían de escena. Extender el acuerdo a Rumanía resultaría peligroso.
Semejante medida llevaría a Hungría al campo alemán y, «en caso de
conflicto entre Polonia y Alemania, el socorro que se podría esperar de
Rumanía sería más bien despreciable». Beck se mantuvo todavía más firme
en punto a una posible asociación con la Rusia soviética. «Había cosas que
eran imposibles para Polonia; hacer depender su política ya de Berlín, ya de
Moscú… Cualquier pacto de asistencia mutua entre Polonia y la URSS
provocaría una reacción inmediata y hostil por parte de Berlín y aceleraría
probablemente la explosión de un conflicto». Los ingleses podían, si querían,
negociar con la Rusia soviética, incluso contraer compromisos con ella, pero
«esos compromisos no aumentarían de ninguna manera aquéllos que Polonia
hubiese adoptado»[28].
Chamberlain y Halifax acogieron esta demostración de virtuosismo sin
atreverse a protestar. Las declaraciones de Beck no encontraron las críticas
escépticas que habían acogido las que, tiempo antes, hiciera Daladier. No se
llegó a poner en duda el poderío polaco ni se alabaron los méritos de la
conciliación. La falsa alarma del 30 de marzo había llevado al gobierno inglés
a ofrecer precipitadamente una garantía. En adelante, Beck podía dictar sus
condiciones, y así lo hizo. Polonia no se unió a un «frente de la paz». No
prometió ayudar a Rumanía y puso prácticamente el veto al establecimiento
de unas relaciones más estrechas con la Rusia soviética. No se ofreció a los
ingleses ninguna posibilidad de actuar como mediadores en la cuestión de
Dantzig. La alianza anglopolaca seguiría siendo un asunto privado, en el que
únicamente participaría Francia; se convirtió, pues, en una alianza sin
aplicación general. Beck no creía que su país estuviese amenazado por
Alemania y quería simplemente reforzar su postura en el regateo que se había
establecido en torno a Dantzig. A los ingleses les traía sin cuidado esta
ciudad, o, a lo sumo, simpatizaban con la tesis alemana. Su intención era
hacer más lento el avance alemán por medio de algún gesto de una vaga
generosidad. Sólo tenían una débil escapatoria: al ser provisional la alianza
anglopolaca —estaba aún pendiente de concluirse el «acuerdo formal»—,
quedaba en pie la esperanza de que algún otro país, incluida la Rusia
soviética, se adhiriese a ella. Pero tal escapatoria no existía en realidad: Beck
podía eliminarla cuando la estimase conveniente. El gobierno inglés había
caído en la trampa, y no tanto por la garantía que había dado a Polonia, cuanto
por sus antiguas relaciones con Checoslovaquia. No podía volverse atrás, por
otra vez, de la palabra dada, so pena de perder la consideración en que todo el
mundo lo tenía, y de la que gozaba dentro de sus propias fronteras. En
aquellos momentos, la posibilidad de ganar una guerra era aun más remota
que antaño y a los alemanes les asistían muchas más razones en el caso de
Dantzig que en el caso de los Sudetes. Pero nada de esto tenía ya importancia
alguna. El gobierno inglés estaba irremediablemente comprometido a la
resistencia. Beck recogía lo que Benes había sembrado.
CAPÍTULO X

LA GUERRA DE NERVIOS
La alianza anglopolaca constituyó un acontecimiento revolucionario en el
campo internacional. Los ingleses, por primera vez en tiempos de paz, habían
contraído un compromiso con respecto a una potencia continental sólo tres
años antes, cuando se aliaron con Francia. Habían señalado a la sazón que se
trataba de un caso único, limitado estrictamente a la defensa de la Europa
occidental. Ahora, acababan de cerrar otro compromiso con un país situado
muy lejos, en la Europa oriental; con una nación que, hasta la víspera, se
había estimado que no llegaba ni a la suela de la bota de un granadero
británico. La política de las demás potencias giraría en el futuro en torno a
este hecho nuevo y sorprendente. Los alemanes se propusieron romper la
alianza anglopolaca y los italianos temieron las consecuencias que para ellos
tendría, y trataron de soslayarla. Europa fue un hervidero diplomático, que
tuvo por centro a Londres. Sin querer, la política acababa de convertir Dantzig
en la cuestión decisiva para 1939, como, con mayor reflexión, había
convertido en la cuestión decisiva para 1938 el problema de los alemanes en
los Sudetes. Existía, sin embargo, una diferencia: la segunda se había
planteado a los checos y a los franceses. Ellos habían tenido que salvar la
papeleta o de ceder o de hacer frente al riesgo de una guerra. En 1939, les
llegó el turno a los ingleses, que hubieron de elegir entre la resistencia y la
conciliación. Sus ministros se inclinaron por la segunda fórmula; eran los
mismos hombres pacíficos a quienes tanto había complacido el acuerdo de
Múnich. Les repugnaba cualquier perspectiva de guerra y esperaban poder
evadirse de ella por el camino de las negociaciones; por añadidura, en el
Extremo Oriente crecía la influencia japonesa, y de ahí que alimentasen un
deseo cada vez mayor de volver la espalda a Europa. Y de este modo, al
tomar una postura en el asunto de Dantzig, se encontraron en un terreno
especialmente resbaladizo. Dantzig era el más justificado de los motivos de
queja que tenía Alemania: la ciudad contaba con una población
exclusivamente alemana que, evidentemente, deseaba incorporarse al Reich, y
a la que Hitler conseguía contener muy a duras penas. La solución parecía
muy fácil. Halifax no se cansó de sugerir que Dantzig había de volver a la
soberanía alemana, ofreciendo algunas garantías para el normal
desenvolvimiento del comercio polaco.
Esto es también lo que quería Hitler. El aniquilamiento de Polonia no
formaba parte de su proyecto original. Muy por el contrario, deseaba resolver
el problema para que Alemania y Polonia pudiesen seguir en buenas
relaciones. ¿Era, pues, la obstinación polaca el único obstáculo que se
levantaba entre Europa y la posibilidad de un arreglo pacífico? En modo
alguno. Tiempo atrás, la cuestión hubiese podido arreglarse sin provocar
trastornos en el terreno de las relaciones internacionales. A partir de aquel
momento, la ciudad de Dantzig se había convertido en el símbolo de la
independencia polaca y, a causa de la alianza anglopolaca, en el de la
independencia inglesa. Hitler no quería ya tan sólo colmar las aspiraciones
nacionales de Alemania o dar satisfacción a los habitantes de Dantzig.
Pretendía demostrar que había impuesto su voluntad a los ingleses y a los
polacos. Éstos, por su parte, tenían que impedir que realizase su propósito.
Todas las partes en litigio aspiraban a un arreglo conseguido por medio de
negociaciones, pero sólo después de conseguir la victoria en una guerra de
nervios. Existe, naturalmente, otra explicación: algunos, o quizá todos,
buscaban deliberadamente la guerra. Nadie creerá que ésta era la intención de
Polonia; poca gente, incluso entre los propios alemanes, será de la opinión de
que los ingleses quisieran «acorralar» a Alemania para «esclavizarla». Pero
muchos ven en Hitler un Atila moderno, que destruía por destruir, y que
quería la guerra al margen de política alguna. Todo esto son dogmas que no
pueden ser discutidos; Hitler era un hombre extraordinario y cualquier
intención que se le atribuya puede ser aceptada. Pero su política tiene también
una explicación racional; y así es como se escribe la Historia. No cabe duda
que sería más fácil evadirse, refugiándose en la irracionalidad. La guerra
puede ser imputada al nihilismo de Hitler y no a los errores y a las faltas
cometidas por los estadistas europeos —errores y faltas que fueron
compartidos por su «público»—. Sin embargo, de ordinario, los
acontecimientos son modelados por los yerros de los hombres, no por su
maldad. Sea como fuere, éste es otro dogma que vale la pena desarrollar,
aunque sólo sea como ejercicio académico. Por supuesto, el carácter y las
costumbres de Hitler desempeñaron un papel. Amenazaba con facilidad y
apenas sabía mostrarse conciliador, pero esto no quiere decir que hubiese
previsto, o proyectado deliberadamente, la dominación de Europa que pareció
lograr en 1942. Todos los estadistas aspiran al triunfo y, a menudo, son ellos
los primeros en sorprenderse del alcance de su éxito.
Se han elaborado algunos argumentos lógicos, de acuerdo con los cuales
Alemania habría buscado deliberadamente la guerra en 1939. Uno de estos
argumentos es de orden económico; se trata de otro dogma, esta vez de signo
marxista. Se ha llegado a decir que el desarrollo industrial de Alemania
produjo una crisis de superproducción. Al verse bloqueada por las barreras
aduaneras que en torno a ella levantaban los demás países, se vio en la
necesidad de lanzarse a la conquista de nuevos mercados en los que poder
verter el exceso de su producción. Ahora bien, nadie puede probar este
argumento. El verdadero problema que se planteaba a Alemania era el de la
inflación, no el de la superproducción, como muy bien lo indicara Schacht
cuando dimitió en 1938. El poder de producción no bastaba para absorber la
circulación fiduciaria. La producción era fustigada, y no estrangulada por sus
propios excesos. En el curso de la guerra, las conquistas alemanas, lejos de
proporcionar mercados, fueron ávidamente explotadas para hacer funcionar la
máquina militar. Cada uno de los países satélites, excepto Hungría, tenía, al
terminar la guerra, un notable saldo en su haber; dicho de otro modo, los
alemanes habían importado mucho y exportado poco. Aun así, la producción
de armamentos se redujo en 1940 y todavía más en 1941; la tensión era
demasiado fuerte. Por consiguiente, el argumento económico opera en contra
de la guerra; o, en el mejor de los casos, se anula a sí mismo. Alemania
precisaba del botín sólo para aureolar la guerra.
La cuestión de los armamentos puede constituir otra argumentación.
Alemania llevaba, en este terreno, una ventaja a las demás potencias, ventaja
que desaparecería gradualmente. Hitler se valió de esta fórmula, pero sólo en
el verano de 1939, cuando ya estaba resuelto a ir a la guerra. Este argumento
no tiene más valor que aquel otro según el cual quería terminar lo antes
posible la guerra para consagrarse a la creación artística. Tiempo atrás, y con
mejor criterio, había declarado que la ventaja de Alemania alcanzaría su
punto más alto entre 1943 y 1945; esta afirmación significaba en realidad:
«Este año, o el año que viene, un día u otro…». Los generales, que estaban en
mejores condiciones para emitir un juicio, se opusieron incesantemente a una
guerra para 1939; presentaban, en defensa de su punto de vista, razones
técnicas. Y cuanto más preparados estaban, mayor era su oposición. Hitler no
negó valor a sus palabras, pero las consideró fuera de lugar. Pretendía vencer
sin guerra, o, en último extremo, mediante una guerra nominal íntimamente
vinculada a la diplomacia. No quería una guerra mundial; por tanto, poco
importaba que Alemania estuviese preparada o no para ella. Hitler rechazó
deliberadamente el «rearme en profundidad» que le recomendaban sus
consejeros técnicos. No le interesaba una guerra larga contra las grandes
potencias. Se inclinó, contrariamente, por un «rearme en extensión» —un
ejército de primera línea, sin reservas, capaz únicamente de llevar a cabo una
campaña rápida—. Alemania fue equipada, bajo su dirección, para ganar una
guerra de nervios, que era el solo tipo de guerra que él comprendía y que le
gustaba; la conquista de Europa fue descartada. Desde un punto de vista
estrictamente defensivo, la Gran Bretaña y Francia se encontraban ya bien
protegidas; y más se encontrarían con el tiempo. Pero la ventaja con la que
contaba Alemania para el caso de un choque inmediato, subsistía. El paso de
los meses no supondría perjuicio de ninguna especie, y, sin embargo,
permitiría avanzar mucho en el terreno diplomático. Cuando consideramos la
cuestión de los armamentos, conseguimos escapar de las regiones míticas de
la psicología de Hitler, para pasar al campo más concreto de los hechos. Y los
hechos nos dan una respuesta muy clara: el estado de los armamentos
alemanes en 1939 proporciona la prueba decisiva de que Hitler no buscaba
una guerra mundial y de que, probablemente, no tenía la menor intención de
meterse en un conflicto de tales características.
Alemania podría haber ido a la guerra en 1939 por alguna otra razón más
profunda. El equilibrio mundial se iba modificando en perjuicio de ella;
menos en el plano de los armamentos inmediatos que en el de las reservas
económicas. Económicamente, los alemanes constituían una potencia de
mayor calibre que Francia o Inglaterra, e incluso superior a ambas juntas.
Gran Bretaña seguía siendo una gran potencia, Francia había pasado a ocupar
un segundo puesto. Este estado de cosas debía transformarse constantemente
en favor de Alemania. Pero el cuadro adquiría un aspecto diferente si se
consideraba el resto del mundo. Los Estados Unidos contaban con recursos
económicos superiores a los de los tres grandes países reunidos; y, con los
años, no hacían sino aumentar su ventaja. Si Hitler hubiese proyectado unir
Europa para hacer frente al «peligro americano», la cosa hubiera tenido otro
color; pero no fue esto lo que hizo. Por alguna oscura razón —tal vez por la
ignorancia deliberada propia de un austríaco, con una visión exclusivamente
continental—, no tomó nunca en serio a los Estados Unidos, ni en lo que se
refiere a política, ni en el plano económico. Se los imaginaba podridos por la
democracia, como les sucedía a las potencias occidentales. Las advertencias
morales de Roosevelt no hicieron más que aumentar su desprecio. Le pareció
inconcebible que tales advertencias pudiesen materializarse en una fuerza, y,
cuando en diciembre de 1941, declaró la guerra a los americanos, no pensó
que acababa de buscarse un enemigo extremadamente peligroso.
Por otra parte, el progreso económico de la Rusia soviética obsesionaba a
Hitler, Y es que, en realidad, no dejaba de ser sorprendente. Mientras que de
1929 a 1939 la producción manufacturera de Alemania había aumentado en
un 27% y la de la Gran Bretaña en un 17%, la de la URSS había
experimentado un incremento del 400%; y esto no era más que el principio.
En 1938 se había convertido en la segunda potencia industrial del globo,
detrás de los Estados Unidos. Le quedaba un largo camino por recorrer: su
población seguía siendo pobre, sus recursos estaban apenas explotados. Pero
Alemania no disponía de mucho tiempo si quería evitar que la eclipsasen, y
de mucho menos tiempo si pretendía apoderarse de Ucrania. Si Hitler hubiese
proyectado una gran guerra contra Rusia, ello habría tenido sentido. Pero,
aunque se haya hablado de ello con frecuencia, no la preparó. Sólo aspiraba
con sus «armamentos en extensión» a apoyar una guerra diplomática de
nervios. Incluso el rearme en profundidad, preconizado por sus generales, no
hubiese proporcionado a Alemania más que los instrumentos para sostener
una larga guerra de desgaste, análoga a la Primera Mundial. Los alemanes
tuvieron que improvisar considerablemente cuando atacaron a Rusia en junio
de 1941. Y si entonces no lograron una victoria rápida y decisiva, fue en gran
medida porque no habían dispuesto los medios de transporte necesarios para
una guerra de tal naturaleza. En resumidas cuentas, resulta difícil decir si
Hitler tomó completamente en serio aquel proyecto de guerra contra Rusia, o
bien si se trató, para él, de una seductora ilusión, por medio de la cual
esperaba hipnotizar a los estadistas occidentales. Si se lo tomó en serio,
entonces el conflicto real de 1939 —no contra Rusia, sino contra las potencias
occidentales, con Alemania y Rusia a medio camino para concluir una alianza
—, sería aun más inexplicable. O, si se prefiere, cobraría nuevamente valor la
vieja y sencilla explicación: la guerra de 1939, lejos de haber sido
premeditada, fue un accidente, el resultado de los embustes diplomáticos en
que ambos bandos habían incurrido.
Hitler intervino poco en el curso de los acontecimientos diplomáticos que
se sucedieron entre abril y agosto de 1939. Como había hecho anteriormente,
se contentó con preparar y esperar, en la convicción de que los obstáculos se
esfumarían, de un modo u otro, a su paso. Conservaba en la memoria el
ejemplo que había recibido en la crisis checoslovaca. Entonces se había
encontrado ante el poderío del ejército checo y ante una alianza,
aparentemente sólida, entre Francia y Checoslovaquia. Al final, los franceses
habían cedido y los checos también. Otro tanto ocurriría con Polonia.
«Nuestros adversarios son unas pobres criaturas [unos gusanejos]. Ya los
conozco de Múnich». Así se expresaba Hitler cuando hablaba de los
estadistas occidentales. Los franceses no le preocupaban ya. Irían, y él lo
sabía, adonde los ingleses los llevasen, y actuarían como una especie de freno
en el camino hacia la guerra. En esta ocasión, eran los ingleses los que tenían
que decidir y Hitler contaba con que se decidirían por las concesiones.
¿Esperaba también que los polacos cediesen sin tener que llegar a la guerra?
La respuesta a esta pregunta es más difícil. El 3 de abril, las fuerzas armadas
recibieron orden de estar listas para atacar Polonia en cualquier momento, a
partir del 1.º de septiembre; pero se tenía la seguridad de que el ataque sólo se
produciría en el supuesto de que Polonia se encontrase aislada. Así lo repitió
Hitler, de manera algo brutal, el 23 de mayo. Pero aquellos preparativos eran
necesarios si proyectaba conseguir sus fines por medio de la guerra o de las
amenazas. Sin embargo, de todo esto no podemos sacar en claro cuáles eran
las verdaderas intenciones del Führer, aunque lo más probable es que no
estuviese dispuesto a volverse atrás de su decisión. Ya se encontraba bastante
ocupado con la guerra de nervios. En este punto, Hitler lanzó claramente su
desafío. El 28 de abril repudió a la vez el pacto de no-agresión, concluido con
Polonia en 1934, y el acuerdo naval angloalemán de 1935. Aquel mismo día
pronunció un discurso en el Reichstag. En él fue enumerando las ofertas que
había hecho a los polacos y denunció la provocación de éstos: los alemanes
deseaban arreglar la cuestión des Dantzig a través de unas negociaciones
libres, y los polacos respondían apoyándose en la fuerza. Estaba dispuesto a
firmar un nuevo acuerdo, pero sólo en el caso de que los polacos cambiasen
de actitud, es decir, si cedían respecto Dantzig o si renunciaban a su alianza
con la Gran Bretaña. Habló de los ingleses en términos muy diferentes; alabó
el Imperio Británico, considerándolo como «un factor de inestimable valor
para el bien de la vida económica y cultural», rechazó la idea de acabar con él
como si se tratase de «un reflejo del gusto humano por la destrucción en sí», y
saludó favorablemente la perspectiva de un nuevo acuerdo tan pronto los
ingleses entrasen en razón. El precio que puso a todo esto fue el mismo: que
los ingleses cediesen en la cuestión de Dantzig o que renunciasen a su alianza
con Polonia. Cuando hubo puesto sus condiciones, Hitler se sumió en el
silencio. Los embajadores no pudieron abordarlo; el propio Ribbentrop tuvo
apenas acceso a él. No se produjeron nuevos contactos diplomáticos con
Polonia antes de que estallaran las hostilidades. Con la Gran Bretaña no
estableció un nuevo trato directo hasta mediados de agosto.
La decisión estaba, pues, en manos de los ingleses; o, más bien, les venía
dictada por su alianza con Polonia. Ni aunque lo hubiesen querido habrían
podido eludir la papeleta. No sólo eran prisioneros de la opinión pública
inglesa, sino que se daban cuenta de que si se echaban atrás, volverían a tener
que enfrentarse con las mismas dificultades de antaño. Estaban dispuestos, es
más, lo deseaban fervientemente, a ceder en la cuestión de Dantzig, pero con
la condición de que Hitler se inclinase, entonces, por la paz. Pero he aquí que
Hitler se sentiría satisfecho únicamente si se le brinda la rendición
incondicional de Dantzig, y los polacos se negaban a retroceder ni una
pulgada. Tarde descubrieron los ingleses que Beck había sido «cualquier cosa
menos franco» en lo que se refería a Dantzig: les dio a entender que ya no
existía problema inmediato a causa de la ciudad, cuando, realmente, Hitler
empezaba a insistir sobre sus peticiones. Esto les sirvió de pretexto para pedir
a Beck que en el futuro les informase mejor, y añadieron que la garantía sería
válida sólo en el supuesto de que «el gobierno polaco decidiese resistir en el
caso de que la independencia de su país se viese seriamente amenazada»[1].
Fue ésta una indicación discreta de que no estaban dispuestos a mantener el
statu quo de Dantzig. Beck ni se inmutó: «La cuestión de Dantzig no
plantearía ningún casus belli, a menos que los alemanes recurriesen a la
fuerza»[2]; esta afirmación no resultaba muy agradable para los ingleses. En
efecto, ninguna de las dos partes se atrevió a discutir abiertamente sobre
Dantzig por temor de que sus relaciones se enturbiasen; en consecuencia, no
discutieron nada; y cada uno abrigó la esperanza de conseguir sus propósitos
en el momento decisivo. La alianza formal, que había sido bosquejada en
abril, no llegó a concluirse hasta el 25 de agosto.
Los ingleses hicieron cuanto pudieron para contener a los polacos, y se
valieron para ello de medios indirectos. En el curso de las conversaciones
entre los estados mayores de los dos países, no revelaron nada, si bien es
cierto que, cuando se celebraron, no tenían nada que revelar. No cabe duda de
que los polacos no contaban con ninguna ayuda militar, razón de más para
que solicitasen ayuda financiera. Sobre este particular, los ingleses se
mostraron especialmente inflexibles. Los polacos les pidieron un préstamo de
60 millones de libras esterlinas en especies. En principio, se les contestó que
sólo podrían concederles créditos, siempre y cuando el importe de los mismos
fuese gastado en la Gran Bretaña. Mas luego, se redujo la suma a 8 millones y
se declaró que como las fábricas inglesas tenían un exceso de trabajo, los
créditos no podrían ser empleados de modo alguno. Cuando estalló la guerra
no se había concedido ningún crédito; y ni una bomba inglesa, ni un solo fusil
británico fueron a parar a Polonia. La explicación que diera Halifax no bastó
para satisfacer a los polacos: «Si se llegase a una guerra, una de las armas más
poderosas con que contará la Gran Bretaña será el mantenimiento de su
poderío económico, que, por consiguiente, no debe ser alterado»[3]. Este
extraño comportamiento muestra bien claramente el carácter dualista de la
política británica, que se preocupaba tanto de moderar a los polacos como de
contener a Hitler. Vana esperanza: Beck no era Benes. Aquél creía que el más
ligero paso que diese en el camino de concesiones, llevaría a un nuevo
Múnich; por consiguiente, no dio ninguno. Lord Runciman no tenía, en 1939,
ninguna oportunidad de hacer otra vez las maletas para volver a emprender
viaje al continente.
Los ingleses deseaban vivamente emplear otra fórmula que, el año
anterior, se había revelado de gran utilidad. Esperaban poder recurrir, en
determinado momento, a Mussolini para pedirle que ejerciese sobre Hitler su
influencia moderadora; pero también esta posibilidad estaba un poco en el
aire. La ocupación de Praga fue para Mussolini el último motivo de
indignación. Él mismo actuó como agresor cuando convirtió su protectorado
sobre Albania en una anexión declarada. Este asunto hizo que se desplegara
una gran actividad diplomática: los ingleses ofrecieron garantías a Grecia y,
sin que existiese una razón especial, también a Rumanía; al mismo tiempo
negociaban con Turquía una alianza que estaba condenada a la inoperancia.
La consecuencia fue que el Foreign Office viese considerablemente
aumentado el volumen de documentos que tenía que despachar; pero la gran
cuestión alemana no se vio afectada en modo alguno. Italia, como Francia,
quedaban en una situación marginal; la suerte de ambos países vendría
determinada por la acción de Alemania o de Inglaterra, según el caso. Los
franceses se lanzaron sin más a refutar las reivindicaciones italianas en África
del Norte. Se veían enfrentados en esta lid a un adversario de su talla y
estaban dispuestos a hacerle frente. Por su parte, Mussolini se decidió, por fin,
a dar el salto y a formalizar una alianza con Alemania. El 22 de mayo se
firmó el Pacto de Acero, por el cual ambas naciones se comprometían a hacer
la guerra en común. Mussolini esperaba, sin lugar a dudas, poder decir lo que
le viniese en gana sin necesidad de los consejos alemanes. La circunstancia de
haberse obligado a ayudar a Alemania en caso de guerra, le daba derecho,
según él, a determinar cuándo habrían de romperse las hostilidades, y trató de
poner de relieve que Italia no estaría en condiciones de entrar en guerra hasta
1942 ó 1943. Los alemanes dieron menos importancia al pacto. Lo aceptaron
casi accesoriamente, como una especie de consuelo por no haber logrado
constituir una Triple Alianza con él Japón.
El Extremo Oriente integra una pieza que sigue siendo difícil de encajar
dentro de la diplomacia del año 1939. Es innegable que existió alguna
relación entre la situación existente en aquella parte del globo y la de Europa.
Pero ¿cuál fue esa relación? Los japoneses se encontraban en guerra con la
China y trataban de invadir la esfera de los intereses extranjeros, atacando
principalmente las concesiones inglesas. No hay duda de que los ingleses
hubiesen preferido terminar con los problemas de Europa, para poder, de este
modo, defender su posición en China; lo que no está muy claro es en qué
medida influyó este deseo en su actuación política. Hay otra cosa: los
alemanes querían que aumentasen las dificultades que encontraban los
ingleses en Extremo Oriente, como los japoneses querían que aumentasen los
escollos con que tropezaban en Europa. Se estableció como una especie de
lucha sorda entre las dos potencias «agresoras», que acabaron por ganar los
japoneses. Los alemanes intentaron transformar el pacto anti-Komintern en
una alianza contra todo evento; pero los japoneses sólo aceptaban colaborar
en contra de Rusia. Lo más seguro es que contasen con que los ingleses
cedieran sin necesidad de guerra; quizá les intimidase la flota americana.
Pero, ante todo, se preguntaban si una alianza general no tendría como
resultado la guerra en Europa; probablemente se llegase a un nuevo Múnich,
en el que las víctimas serían los polacos. En este caso, se encontrarían solos
frente a los ingleses. Las negociaciones entre Alemania y el Japón no
condujeron a nada. Los japoneses consiguieron, en efecto, algunas
concesiones británicas. Esto retrasó el conflicto en el Extremo Oriente, con lo
que el de Europa se hizo más probable.
Había otro obstáculo que se oponía a la colaboración entre Alemania y el
Japón; un obstáculo del que ninguna de las dos potencias hablaba claramente.
Los japoneses deseaban verse ayudados frente a Rusia. Los alemanes, que no
hacía mucho eran los paladines de la lucha contra el comunismo,
evolucionaban en dirección contraria. A partir del momento en que Polonia se
convirtió en el blanco inmediato de la hostilidad alemana, la URSS se
transformó automáticamente en un país neutral, incluso en un eventual aliado.
Los rusos no resultaban importantes tan sólo para los alemanes, sino que
todas las potencias europeas se veían en la precisión de contar con ellos. Éste
fue uno de los acontecimientos que hacen época. El año de 1939 conoció el
principio de la Segunda Guerra Mundial, pero también conoció la vuelta a
Europa de una Rusia que era una gran potencia y que estaba ausente desde
1917; con el tiempo, este regreso revestiría una importancia tan extraordinaria
como la propia Guerra Mundial. A partir de la revolución bolchevique, Rusia
había aparecido a menudo como un «problema»; el comunismo internacional
era, al menos en potencia, un peligro político. Pero Rusia no contaba como
gran potencia. Cuando Litvinov formulaba alguna propuesta en la Sociedad
de Naciones, parecía como si bajase de otro planeta. A pesar del pacto
francosoviético, las democracias occidentales no habían pensado jamás en
serio en colaborar con Rusia. Ni a aquéllas ni a Alemania se les había pasado
por la cabeza una intervención soviética cuando se planteó la crisis
checoslovaca. Parecía un país infinitamente alejado; y lo parecía, en parte, por
el abismo que separaba las concepciones políticas de unos y de otros, y, en
parte, por la larga y mutua tradición de un no-reconocimiento virtual.
También existía un motivo de índole práctica. Realmente, Rusia se hallaba
yugulada de Europa desde el momento en que se estableció el «cinturón
sanitario». Si actuaba, había de hacerlo desde el exterior, como el Japón o los
Estados Unidos. Todo cambió a partir del momento en que Polonia fue objeto
de litigio. Entonces, Europa se situó en el umbral de la Unión Soviética, que,
de este modo, gustase o no gustase, se convirtió de nuevo en una potencia
europea.
¿Qué papel desempeñaría Rusia a partir de aquel momento? Los ingleses,
los franceses, los polacos, los alemanes, todo el mundo se hizo esta pregunta
y, en especial, se la hicieron los propios rusos. Era imposible aventurar una
contestación, ni siquiera formular alguna hipótesis. La mayoría de los asuntos
políticos tienen antecedentes que datan de mucho tiempo atrás. Los estadistas
pueden recurrir a su experiencia anterior y seguir los surcos que ya están
trazados. En este caso, existían pocos precedentes, y los pocos que existían
resultaban muy difíciles de utilizar, por cuanto se remontaban a la época del
aislamiento, a los tiempos en que Rusia se había encerrado en sí misma; sin
embargo, no dejaron de tener su influencia. Los ingleses no pudieron
deshacerse de su costumbre de considerar a la Unión Soviética como una
potencia de menor cuantía; y los rusos estaban muy cerca de creer que,
cuando les viniera en gana, podrían volver la espalda a Europa. Los alemanes,
por su parte, tenían una ventaja. Contaban, a raíz de Rapallo y de la amistad
germanosoviética que entonces naciera, con un antecedente concreto. Pero los
tiempos habían cambiado. En Rapallo, dos potencias vencidas y preocupadas
habían llegado a un entendimiento para que no se utilizara a la una contra la
otra. Pero no existía ningún indicio sobre lo que serían las relaciones entre
dos naciones que habían pasado a ser las mayores potencias del continente.
Por enésima vez, Hitler se limitó a esperar que los acontecimientos trazasen la
línea de conducta a seguir. En Alemania, el anticomunismo fue frenado y
reemplazado por el antisemitismo. Se dio a entender que los alemanes querían
incrementar sus relaciones comerciales con Rusia, e incluso que deseaban
mejorar sus relaciones políticas. Pero Alemania no hizo ningún intento para
determinar la forma en que podía realizarse el acercamiento y los rusos se
mostraron todavía más reticentes. La iniciativa no vendría de ninguna de las
dos potencias.
En el polo opuesto, los franceses sabían bien lo que querían: un alianza
militar, de carácter formal, entre Rusia y las potencias occidentales. No creían
en la posibilidad de calmar a Hitler y, en consecuencia, no temían que una
alianza de tal signo contribuyese a provocarlo. Pensaban que únicamente un
despliegue de fuerzas superiores a las suyas podría intimidarlo; y la alianza
soviética lo haría posible. Y si sus previsiones fracasaban y estallaba la
guerra, la amenaza soviética obligaría a Alemania a dividir los medios con
que contaba, como en 1914; y si eran los rusos los que sufrían un ataque, los
franceses se encontrarían bien protegidos detrás de su Línea Maginot. No
concedían la menor importancia a las objeciones que los polacos harían, o, tal
vez, se sintiesen estimulados pensando en ellas. Las obligaciones de Francia
para con Polonia habían alcanzado su nivel más bajo. La defección polaca
durante la crisis checa había impedido la creación de un frente oriental; los
franceses esperaban pagarles con la misma moneda. Gamelin tenía una pobre
opinión del ejército polaco y, aunque no fuesen escasas sus dudas, se
inclinaba a dar más valor al Ejército Rojo. Tanto mejor, pues si los polacos
tomaban como pretexto la alianza con los rusos para denunciar la que habían
concluido con Francia. Los franceses se librarían de una responsabilidad, y,
en su lugar, se encontrarían con una buena carta en las manos. El 10 de abril,
Bonnet declaró al embajador soviético que había llegado el momento de
establecer una colaboración militar entre los dos países; y añadió:
«Tendremos también que decidir la actitud que habría de tomarse en el caso
de que o bien Polonia, o bien Rumanía negasen su ayuda»[4]. La solución era
muy sencilla, pero imposible. Los franceses podían dar de lado su alianza con
Polonia, pero no su alianza con la Gran Bretaña, de la que dependía toda la
situación mundial. La alianza anglopolaca constituía una verdadera catástrofe
para Francia. Los ingleses no tenían fuerzas en el continente; en
consecuencia, la garantía que habían dado a los polacos consistía en que los
franceses no los abandonarían, como habían abandonado a los checos. Sin
embargo, esto, precisamente, era lo que los franceses pensaban hacer. Al ver
cómo se les cerraba el camino, no les quedó más que tratar de llevar a los
ingleses a una alianza con los rusos.
La sugerencia no venía sólo de Francia. Todo observador inglés que fuese
competente, consideraba que era una obligación, después de la garantía que se
había dado a Polonia. Churchill lo destacó así, el 3 de abril, en los Comunes:
Contentarse con una garantía a Polonia seria como pararse en la no man’s land, entre el fuego de
las trincheras de ambos bandos y sin poder refugiarse ni en las de unos ni en las de los otros…
Después de haber comenzado a crear una gran alianza contra la agresión, no podemos
permitirnos un fracaso. Nos encontraríamos en un peligro mortal… La peor de las locuras, que a
ningún precio debemos de cometer, consistiría en tener miedo y en rehusar cualquier
colaboración natural que la Rusia soviética juzgase necesario ofrecernos, aunque fuese en su
propio interés[5].

Lloyd George se expresó todavía más categóricamente:


Si nos lanzamos sin la ayuda de Rusia, corremos hacia una trampa. Es el único país que puede
intervenir con las armas… Si rechazamos a los rusos a causa de ciertos sentimientos de los
polacos que no experimentan ningún aprecio hacia ellos, seremos nosotros quienes habremos de
poner las condiciones. Si los polacos no quieren aceptar las únicas condiciones que nos
permitirían ayudarlos de un modo efectivo, que sean ellos los que, entonces, afronten las
responsabilidades[6].

Desde los bancos de la oposición se dejaron oír en varias ocasiones estos


argumentos. Muy especialmente, los grupos en conflicto del partido laborista,
se mostraron de acuerdo con el principio de una alianza con Rusia, unos, por
razones de índole militar, otros, por comulgar con el socialismo. El argumento
era prácticamente casi irresistible. Todo el mundo podía comprobarlo mirando
simplemente un mapa. Y, por primera vez, los críticos de Chamberlain fueron
oídos por el público. Anteriormente, el gobierno parecía preconizar una
guerra ideológica contra Hitler, y, más adelante, dio la impresión de que
Chamberlain practicase un alejamiento ideológico de la Unión Soviética.
Aquellos mismos críticos de la oposición empujaron sin duda al Primer
Ministro hacia unas negociaciones con Moscú; pero, simultáneamente,
hicieron que aumentase la repugnancia que Chamberlain sentía por la Rusia
Soviética. Fuere cual fuese la decisión que el gobierno tomara, quedaría
desacreditado. Si las negociaciones fracasaran, caerían sobre él los reproches;
si llegaban a buen fin, resultaría que Churchill, Lloyd George y los laboristas
tenían razón. Chamberlain sabía odiar, cuando menos, en el terreno de la
política interna; cuando miraba hacia el Kremlin, veía en él una serie de caras
que le recordaban a las del banco de la oposición.
Había otras consideraciones que hacían dudar al gobierno. Con la moral
estrecha de un borracho arrepentido, algunas personas que no habían sentido
ningún escrúpulo cuando se abandonó a Benes, se creían obligadas a
satisfacer el menor capricho de Beck. Los ingleses garantizaban los derechos
de las naciones pequeñas. ¿Cómo podían, entonces, no hacer caso de las
objeciones que opusieran los polacos a cualquier asociación con los rusos?
Así lo subrayó Halifax en la Cámara de los Lores: «Nuestra política se basa
en el principio de que los Estados fuertes no deben menospreciar los derechos
de los débiles, de que la fuerza no debe ser el elemento decisivo en las
relaciones entre los pueblos, de que las negociaciones no deben desarrollarse
a la sombra de la violencia»[7]. El gobierno no juzgaba, como la juzgaban sus
adversarios, la guerra inevitable. Ni siquiera aspiraba a «intimidar» a Hitler
mediante un gran despliegue de fuerza. El gobierno trataba de plantear las
cosas en el terreno de la moral; y el efecto moral de una alianza con la Unión
Soviética moriría si los Estados pequeños dejaban oír sus protestas. La
acusación de «acorralamiento» quedaría justificada. «Si renunciamos a todo
intento de seguir siendo imparciales, se dirá que tomamos deliberadamente
posiciones con vistas a una guerra entre dos grupos de potencias rivales».
Italia, España y el Japón se sentirían ofendidos; «no hay que olvidar que el
Vaticano ve más el Anticristo en Moscú que en Berlín»[8].
El gobierno británico trataba de salvaguardar la paz en Europa, no de
ganar una guerra. Su política venía determinada por la moral, no por cálculo
estratégico alguno. Sin embargo, esa misma moral gastaba anteojeras.
Reconocía el valor de las quejas formuladas por los alemanes contra los
acuerdos de Versalles; sin embargo, no reparó en que también los rusos
pudiesen estar poco dispuestos a mantener en la Europa oriental un statu quo
que derivase directamente de los humillantes tratados de Brest-Litovsk y de
Riga. La oposición de los rusos a mantener un frente de la paz resultaba
irritante, pero todavía resultaba más alarmante cualquier deseo que
demostrasen de hacer la guerra a Alemania. Era una moral que sólo quería
poder abrir y cerrar, a voluntad, la posibilidad de una ayuda soviética, como si
se tratase de un grifo que únicamente podían manejar los ingleses, o, quizá,
también, los polacos. Halifax puso al corriente de la actitud británica a
Gafenco, ministro rumano de Asuntos Exteriores: «Es de desear que no nos
alienemos a Rusia, mas al contrario, que la mantengamos constantemente en
el juego»[9]. Por aquella misma época, los estadistas rusos tenían la sospecha
de que los ingleses querían lanzarlos contra los alemanes, en tanto ellos se
mantenían neutrales. Algunos historiadores rusos han vuelto a hacer esta
misma acusación, que se basa en un desconocimiento absoluto de las
intenciones de Inglaterra. Los ingleses no querían ninguna guerra, ni de la
Gran Bretaña contra Alemania, ni de Alemania contra Rusia. Cualquier
guerra europea les parecía una catástrofe. Venciese Alemania o venciese
Rusia, la posición de la Gran Bretaña en cuanto gran potencia quedaría
debilitada, o aun destruida. La alianza anglopolaca constituía un instrumento
adecuadísimo para los fines perseguidos por los ingleses. Tanto Inglaterra
como Polonia se habían aprovechado de unas circunstancias extraordinarias
que se habían producido al terminar la Primera Guerra Mundial, en la que
Alemania y Rusia habían sido derrotadas. Polonia debía a aquellas
circunstancias su independencia, ilusoria, y la Gran Bretaña una grandeza y
una autoridad que, aunque también algo ilusorias, podían ser mantenidas sin
grandes esfuerzos. Ambos países deseaban que el mundo permaneciese igual
que en 1919. Polonia se negaba a asociarse tanto con Alemania como con la
Unión Soviética. Los ingleses se negaban a pensar en una victoria obtenida
por la una o por la otra. A la mayoría de los ingleses les desagradaba la
posibilidad de que la Europa oriental fuese conquistada por los bolcheviques,
lo cual justificaba en parte las sospechas de éstos. Pero una conquista de tal
género parecía lejana. La Gran Bretaña esperaba que Alemania venciese en
una guerra en la que se tuviese que enfrentar sólo a Rusia. Pero esta
eventualidad, si bien resultaba menos desagradable, parecía aun más
alarmante. Una Alemania que dominase Europa desde el Rin a los Urales
atacaría, según ellos, inmediatamente a los imperios británico y francés. Por
consiguiente, cuando los dirigentes rusos suponían que los ingleses deseaban
una guerra germanosoviética, se engañaban a sí mismos por partida doble. De
buen principio, los ingleses no se inquietaban demasiado por el «peligro
rojo», al menos, no lo suficiente como para desear que fuese aniquilado en un
conflicto armado; mas luego, estaban convencidos de que los alemanes
vencerían muy fácilmente —y muy peligrosamente—.
A decir verdad, los estadistas británicos se echaban a temblar cuando
consideraban los posibles cursos que podían tomar las cosas. Uno de sus
motivos de preocupación era que Rusia se mantuviese al margen de un
conflicto, mientras las potencias europeas se aniquilaban las unas a las otras.
«Si debe de haber una guerra, sería esencial que la Unión Soviética
participase en ella; de otro modo, al final de la guerra, con su ejército intacto,
en tanto la Gran Bretaña y Alemania estarían arruinadas, dominaría
Europa»[10]. Era, con otro collar, la teoría del grifo a manejar según a la Gran
Bretaña viniese en gana. Pero ¿y si los dirigentes soviéticos se negaban a
desempeñar este papel servil? Los ingleses fueron advertidos en repetidas
ocasiones de que Rusia y Alemania podían concluir un acuerdo, o, al menos,
de que la primera de ambas se mantendría a la expectativa, mientras el resto
de Europa se hacía trizas. Fueron prevenidos por Seeds, su embajador en
Moscú, por Daladier, e, incluso, indirectamente, por Göring, a quien le
disgustaba toda política que favoreciese a los rusos. Chamberlain, Halifax y el
Foreign Office siguieron mostrándose incorregibles. Rechazaron
sistemáticamente aquellas advertencias por considerarlas «inverosímiles en sí
mismas»[11]. ¿Cómo no veían que, a causa de su alianza con los polacos, se
habían comprometido a luchar para defender las fronteras soviéticas? ¿Cómo
podían suponer que la ayuda rusa fuese otra cosa que un beneficio no
estipulado por contrato? Es imposible dar una respuesta racional a estas
preguntas. Si la diplomacia británica deseaba seriamente, en 1939, llegar a
una alianza con la URSS, entonces las negociaciones que se iniciaron fueron
las más incoherentes desde aquellas otras que llevara a cabo Lord North y que
habían supuesto la pérdida de las colonias americanas. La explicación más
sencilla se llama «incapacidad». Los ingleses se encontraban abrumados por
las dificultades que suponía su situación; como potencia mundial, deseaban
dar la espalda a Europa y, sin embargo, se encontraban a la cabeza de los
asuntos europeos. Iban repartiendo garantías por la Europa oriental y
aspiraban a constituir ciertas alianzas militares. Sin embargo, querían la paz y
la revisión pacífica a expensas de unos Estados a los que, precisamente,
habían dado aquellas garantías. Desconfiaban de Hitler, como desconfiaban
de Stalin, a pesar de lo cual trataban de llegar a la paz con el primero y de
concluir una alianza con el segundo. Conociendo estas intenciones, ¿cómo
podemos extrañarnos del fracaso que sufrió la política británica?
La confusión aumentó a causa de ciertas divergencias en las concepciones
de los estadistas ingleses. Chamberlain no quiso nunca asociarse con Rusia, a
no ser que este país aceptase unas condiciones totalmente intolerables. Fue
Halifax, que también era un escéptico en cuanto a todo posible entendimiento
con Rusia, quien arrastró al Primer Ministro a adoptar aquella postura. Y
Halifax, a su vez, había sido arrastrado por el Foreign Office. Incluso los
funcionarios permanentes del mismo desconfiaban casi tanto de Stalin como
de Hitler; y, estaban tan preparados para advertir los peligros de una alianza
con los rusos, que nunca llegaron a vislumbrar las ventajas que de ella
podrían nacer. Nunca habría sucedido nada si no hubiera sido porque los
Comunes y la opinión pública no dejaban de presionar. Los ministros
acabaron por ceder no tanto porque consideraran que tal presión estaba
justificada, cuanto porque se sintieron incapaces de encontrar otra alternativa.
Pero tampoco la opinión popular era uniforme. Había, ciertamente, quienes
pedían una alianza con Rusia; sin embargo, la hostilidad contra la Rusia
bolchevique había anclado profundamente en muchos corazones,
especialmente en los de los conservadores. Cuando se tuvo noticia del fracaso
de las conversaciones, fue general el alivio; y de lo que nadie se dio cuenta es
de que había sido eliminado un obstáculo psicológico que se hubiera opuesto
a la guerra. Si nos atrevemos a afirmar que la política inglesa tuvo una
consecuencia lógica, esa consecuencia hubiese sido la neutralidad soviética,
aunque todo el mundo se mostrase indignado cuando, al final, fue ésa la
postura que Rusia mantuvo.
Y, ¿los dirigentes rusos persiguieron desde el principio llegar a una
conclusión lógica? Tan sólo Molotov, hoy exiliado, podría contestar; es poco
probable que nunca llegue a hacerlo. Carecemos de cualquier documento
sobre el particular. Ignoramos lo que los embajadores dijeron en Moscú, e
ignoramos si el gobierno soviético leyó sus informes. No sabemos cuáles
fueron las palabras que los estadistas se cruzaron, ni lo que sus consejeros
técnicos les señalaron. En el momento en que los archivos ofrecen una
laguna, los historiadores se ven condenados a las hipótesis, que formulan de
acuerdo con las apariencias o de acuerdo con sus propios prejuicios
personales. Los historiadores soviéticos, que parecen estar tan mal informados
como nosotros, admiten sin más la rectitud de su gobierno y la mala fe de los
demás. Para ellos, la URSS trató con toda su alma de que se llegase a un
frente de la paz, Francia y la Gran Bretaña pretendieron lanzarla a una guerra,
sola, con Alemania, y Stalin, con una decisión genial, logró evitar el peligro
en el último momento. Los historiadores occidentales, que están embarcados,
y no lo ocultan, en la guerra fría, ven las cosas al revés. De acuerdo con la
versión más extremista, el gobierno soviético intentó desde el primer
momento llegar a un acuerdo con Alemania, y si negoció con el Oeste, fue
para que los nazis aumentasen sus ofertas. Se ha dicho también que Rusia
negoció con las dos partes y se quedó con el mejor postor. Para unos, los
dirigentes rusos iban deliberadamente a una guerra europea; para otros,
estaban decididos, si estallaba, a quedarse al margen. Estas opiniones pueden
contener algo de verdad, pero padecen un mismo defecto. Atribuyen a los
dirigentes soviéticos un conocimiento previo de los acontecimientos futuros;
mas he aquí que, por muy perversos que dichos dirigentes fueran, resulta
dudoso que el demonio les inspirase a la hora de decidirse. Por ejemplo, se ha
dicho que el gobierno de Moscú supo desde un principio que Hitler declararía
la guerra el 1.º de septiembre, y que dispuso su táctica teniendo presente esta
fecha. Tal vez Hitler lo creyese así, pero, desde luego, los estadistas rusos, no.
Sobre este punto, como sobre tantos otros, los historiadores harían bien en
recordar la sabia observación de Maitland: «Es difícil tener presente que los
acontecimientos que hoy vemos perdidos en el pasado, pertenecieron, en su
día, al porvenir».
Algunas de las intenciones que se atribuyen a los dirigentes rusos no
resisten un serie examen. Se les acusa, por ejemplo, de haber prolongado las
conversaciones con las potencias occidentales para obtener que Hitler, en el
momento decisivo, aumentase sus ofertas. Ahora bien, los documentos
diplomáticos demuestran que los retrasos fueron motivados por los
occidentales y que el gobierno soviético les respondió casi instantáneamente.
Los ingleses formularon su primera propuesta de tanteo el 15 de abril; las
contrapropuestas rusas llegaron dos días más tarde, el día 17. Los ingleses
tardaron tres semanas en redactar una respuesta, que fue presentada el 9 de
mayo; correspondieron los rusos sólo cinco días después. Y de este mismo
modo siguieron las cosas: trece días los ingleses, cinco por parte de los rusos;
respuesta inglesa a los trece días, a la que los rusos contestan dentro de las
veinticuatro horas. A continuación se acelera el ritmo: los ingleses, cinco días,
veinticuatro horas los rusos; nueve días los ingleses, dos los rusos; los
ingleses cinco días, uno los rusos; ocho días los ingleses, los rusos menos de
doce horas; seis días los ingleses, respuesta rusa en el mismo día. Aquí
terminó el intercambio de notas. Si las fechas significan algo, fueron los
ingleses los que dieron largas al asunto, mientras los rusos mostraban su
deseo de terminar cuanto antes. Algunos otros documentos indican que el
gobierno británico llevó las negociaciones descuidadamente, preocupándose
más de satisfacer la opinión pública de su país que de obtener un resultado.
Anthony Eden se ofreció para ir a Moscú en misión especial, pero
Chamberlain rehusó el ofrecimiento. Un miembro del Foreign Office que
había sido enviado a la capital soviética con alguna oscura finalidad
(ciertamente no sería la de concluir una alianza), escribió, el 21 de junio, estas
ligeras palabras: «Me atrevería a decir que llegaremos al fin. Cuando digo al
fin, pienso en una observación que ha hecho Naggiar [embajador de Francia]
esta tarde, y según la cual él llegará al límite de la edad y será jubilado antes
de que yo me vaya de Moscú»[12]. ¿Habría escrito un funcionario con tanta
despreocupación si sus superiores y él mismo hubiesen considerado en serio
que la alianza con Rusia debía de constituir la diferencia que separa a la
guerra de la paz?
Estas conversaciones presentan otro curioso enigma. Fueron dirigidas con
una sorprendente falta de secreto, sorprendente incluso en una época en la que
los antiguos modos diplomáticos se habían esfumado en todas partes. Las
conversaciones que precedieron a la Segunda Guerra Mundial llegaron a ser,
tarde o temprano, del dominio público; cuando verdaderamente se quería
guardar el secreto, se tuvo que utilizar a los más extraños enviados. Sin
embargo, los detalles no eran ordinariamente conocidos de inmediato. Ahora
bien, en el caso de las negociaciones anglosoviéticas los detalles llegaban con
frecuencia antes a la prensa que a los propios interesados, y cuando no era a la
prensa, era a los alemanes. Es casi imposible llegar a la fuente de donde nacen
unas filtraciones de este tipo; sería imprudente trazar conclusiones muy
rápidas. Parece ser, aunque no con seguridad, que los periodistas recibieron su
información del gobierno soviético, ante la contrariedad de los ingleses. Las
propuestas rusas se publicaron inmediatamente, en tanto las propuestas
británicas sólo salieron a la luz después de haber sido enviadas a Moscú. Por
su parte, el ministerio alemán de Asuntos Exteriores, recibía su información
de una «fuente digna de crédito», en ocasiones incluso antes de que llegaran a
la prensa, e, incluso, a Moscú. El informador debía, pues, de encontrarse en el
Foreign Office, y obraba siguiendo instrucciones o por propia iniciativa. Y, en
este punto, aunque con ciertas precauciones, tal vez puedan sacarse algunas
conclusiones. El gobierno soviético no se preocupaba ciertamente de informar
a su pueblo, ni de influir sobre él; la opinión pública soviética podía ser
manejada con un simple gesto. Las revelaciones se dirigían, por consiguiente,
a la opinión pública británica, para forzar así al gobierno. Esto supondría que
Moscú deseaba sinceramente la alianza. Quizá jugase un juego político más
complicado, y pretendiese provocar un cambio en la opinión que hubiese
llevado a las izquierdas al poder. Pero también esta posibilidad habría de ser
interpretada como un deseo de concluir la alianza. Por otra parte, la «fuente
digna de crédito» de Londres trataría tal vez de alarmar a los alemanes hasta
el punto de que se mostrasen dispuestos a cerrar un compromiso con los
ingleses (si es que dicha «fuente» perseguía verdaderamente alguna intención
política). Pueden encontrarse, desde luego, explicaciones más sencillas. Los
rusos podrían querer tan sólo demostrar su rectitud, como posteriormente lo
intentarían en repetidas ocasiones, y el informador londinense podría obrar
por motivos personales, o para cobrar sus informes. Todo cuanto podemos
decir es que las faltas no las cometió una sola de las partes.
Resulta más fácil especular si olvidamos el resultado de las negociaciones
y si tratamos de reconstruir la imagen que los rusos tenían del mundo. No
cabe duda de que sus estadistas consideraban sospechosas a todas las
potencias extranjeras y de que estaban dispuestos a no mostrar, tampoco ellos,
escrúpulo alguno. Comprendían, a medias que, por vez primera, se
encontraban comprometidos en una diplomacia seria. Desde que, en 1918,
marchara Trotsky, habían abandonado los Asuntos Exteriores a comunistas de
segunda fila —Tchitcherin, primero, y, más tarde, Litvinov, ninguno de los
cuales pertenecía al Politburó—. El 3 de mayo, Molotov sustituyó a Litvinov.
A menudo se ha visto en esta medida una decisión en favor de Alemania;
probablemente se tratase del reconocimiento de la importancia que tenían los
Asuntos Exteriores. En la URSS, Molotov estaba situado en segundo lugar
con respecto a Stalin. Ocupó su puesto no sólo con desconfianza, sino con esa
preocupación pedante por la precisión verbal que distinguía a los
bolcheviques en sus disputas internas. Pero es indudable que se tomó sus
nuevas funciones muy en serio; y tampoco se puede dudar de cuál fuera el
principal motivo que actuaba sobre la política soviética: querían que los
dejasen tranquilos. Los rusos tenían conciencia de su debilidad, temían una
coalición de Estados capitalistas dirigida contra ellos, y aspiraban, ante todo,
a dar empuje a su expansión económica. Querían, como el gobierno inglés, la
paz. Sin embargo, el modo como esperaban lograrla no era el mismo. No
creían que Hitler se pacificara por medio de unas determinadas concesiones, y
pensaban que la única manera de impedir que actuase sería si una unión de
países le manifestaba resueltamente su oposición.
Existían otros puntos de divergencia. Si, al revés de Hitler, no abrigaban
ningún deseo de dar al traste con el statu quo, no sentían por dicho statu quo
el menor apego, ni el más mínimo entusiasmo; y cuando se les invitó a
intervenir para evitar que se viniese abajo, se dieron cuenta de hasta qué
punto les molestaba. Les repugnaba actuar, pero si se veían obligados a
hacerlo —especialmente en caso de guerra—, no sería para mantener las
disposiciones de los tratados de Brest-Litovsk y de Riga. Querían
incorporarse a los asuntos mundiales como una gran potencia, igual a la Gran
Bretaña, y que dominase en la Europa oriental. Rusia e Inglaterra tampoco
coincidían en la estimación que cada una de ellas hacía de las fuerzas de la
otra. Los ingleses pensaban que en una guerra contra Alemania, Rusia sería
decisivamente vencida. De ahí que deseasen casi tanto evitar una guerra de
este tipo como de evitar un conflicto armado contra Alemania y ellos mismos.
Los rusos creían, por su parte, que la Gran Bretaña y Francia mantendrían sus
posiciones defensivas y que una guerra en Occidente agotaría a todos los
beligerantes. Por consiguiente, si no podía salvaguardarse la paz, ellos
podrían aprovecharse de la guerra, lo que no sería dado hacer a los ingleses.
Éstos, en el supuesto de que no lograsen hacer entrar en razón a Hitler,
tendrían que resistirlo; en tanto, los rusos podrían elegir entre la guerra y la
paz —o, cuando menos, imaginaban que podrían elegir—.
Su libertad de elección había adquirido, incluso, una apariencia más
oficial. La alianza que los ingleses habían concluido en Polonia, les obligaba
a resistir. Era indispensable ganarse a los rusos y no se les ganaría con el trato
despectivo que se les daba desde Londres, sin hablar de la negativa obstinada
de los polacos a pensar en una posible ayuda soviética. Todas estas
diferencias condenaban de antemano al fracaso las negociaciones. Pero es
probable que ninguno de los dos bandos lo comprendiese cuando se iniciaron,
y quizá ni lo llegaran a comprender al final. Las potencias occidentales, según
pensaban los rusos, iban desesperadamente en busca de socorro, lo cual
debería haber sido así en la realidad. Los ingleses, por su parte, contaban,
confiados, con la oposición ideológica entre el fascismo y el comunismo e
imaginaban que el gobierno soviético se sentiría halagado si se recibía una
señal de consideración.
Desde buen principio, las divergencias quedaron claramente trazadas.
Inmediatamente después de la ocupación de Praga, Moscú propuso una
reunión de las potencias defensoras de la paz. Londres rehusó la propuesta por
considerarla «prematura» —palabra por la que sentía especial afecto—, y, en
su lugar, fue repartiendo garantías entre los países que, según pretendía,
estaban amenazados. Si le hubiesen dejado solo, el gobierno inglés
probablemente se hubiese dado por satisfecho, pero los Comunes no dejaban
de hostigarlo. Fue aún mayor su alarma cuando supo que los franceses
trataban de concluir un pacto de mutua asistencia con los rusos. Así
contestaban al modo de actuar que habían tenido los propios ingleses cuando
dieron la garantía a Polonia. Inglaterra corría el riesgo de verse precipitada a
una alianza con Rusia, como Francia se había visto obligada, muy a su pesar,
a suscribir la independencia de Polonia. Tenían, pues, que tomar la iniciativa
para escapar de aquel peligro; y sus negociaciones con los rusos fueron
inspiradas en gran manera por la preocupación de impedir la sincera alianza
que los franceses deseaban. El 15 de abril, el gobierno de Londres se acercó,
muy a su pesar, a Moscú para pedir que se declarase que si uno de los Estados
vecinos de Rusia se veía atacado, «el gobierno soviético prestaría asistencia,
siempre que le fuese pedida, y en la manera que le pareciese más
conveniente». Era, aunque con términos apenas diferentes, el mismo principio
unilateral que se reflejara en el pacto rusochecoslovaco y que había restado
todo valor a la política soviética en el año 1938. Entonces, los rusos no podían
intervenir si Francia no lo hacía antes; ahora, sólo lo harían en el supuesto de
que Polonia, Rumanía o cualquier Estado del Báltico se dignase recurrir a
ellos. En 1938, tal vez vieran con buenos ojos aquella excusa que los libraba
de toda intervención; seis meses más tarde, su actitud era diferente[13]. El
cordon sanitaire[14] se diluía y los rusos se encontraban en primera línea. Lo
que les interesaba no era apoyar a Polonia ni participar en demostración moral
alguna contra Hitler, sino conseguir una ayuda militar concreta y precisa de
las potencias occidentales en el caso de que Hitler atacase Rusia a través de
Polonia o más directamente.
El 17 de abril, Litvinov presentó una contrapropuesta: un pacto de
asistencia mutua, valedero por cinco o por diez años, entre Inglaterra, Francia
y la Unión Soviética. Este pacto supondría «todos los géneros de asistencia,
incluida la asistencia militar, a los Estados de la Europa oriental situados entre
el Báltico y el mar Negro, limítrofes a la Unión Soviética, en el caso de que
alguno de ellos fuese agredido»[15]. Ya era bastante desagradable para los
ingleses que Rusia se propusiese acudir en ayuda de Polonia, aunque no
hubiese sido requerida para ello, como para tener encima que oír aquella
propuesta de apoyar a los Estados bálticos. Los ingleses sospechaban que los
rusos querían deslizar fraudulentamente una ambición «imperialista»; esta
acusación se ha repetido después con mucha frecuencia. La inquietud que los
rusos sentían por aquellos Estados era, sin embargo, sincera. Temían un
ataque contra Leningrado, lo cual era harto probable, dada la superioridad
naval de los alemanes en el Báltico. Querían también consolidar su posición
militar en tierra ejerciendo un control de los Estados bálticos; sabían que si se
ponía a éstos entre la espada y la pared, se inclinarían posiblemente hacia
Alemania y trataban que se estipulase que podían prestarle «asistencia» sin
que se les hubiese solicitado. Este desprecio por la independencia de los
países pequeños revelaba una falta manifiesta de escrúpulos, pero, si tenemos
en cuenta que Rusia adoptaría una actitud hostil hacia Alemania, no podemos
negar que los temores de los soviéticos respondían a una realidad. La Gran
Bretaña había dado su garantía a Polonia y a Rumanía; en consecuencia, si los
alemanes atacaban a la URSS a través de cualquiera de estos dos Estados, los
ingleses se verían en la precisión de declarar la guerra a Alemania. Sin
embargo, Inglaterra no había contraído ningún compromiso con los países
bálticos; entonces, si el ataque a Rusia se producía a través de ellos, las
potencias occidentales se mantendrían en su neutralidad. Cuando los ingleses
rechazaron su propuesta, los dirigentes soviéticos llegaron a la conclusión de
que sus sospechas estaban fundadas. Y tenían razón. Los ingleses respetaban
sinceramente la independencia de los países pequeños; y llevaron tan lejos su
respeto por la independencia de los belgas, que, por ello, tanto ellos como los
franceses se vieron envueltos en el desastre estratégico de 1940. No obstante,
si se opusieron a la fórmula soviética fue, sobre todo, porque no deseaban que
fuesen los rusos quienes decidiesen entre la guerra y la paz. Los polacos
podían tener tal poder de decisión, los Estados bálticos también, pero el
gobierno ruso… nunca. «El gobierno de Su Majestad corre el riesgo de verse
arrastrado a una guerra no para proteger a un pequeño Estado europeo, sino
para apoyar a la Unión Soviética contra Alemania. Sobre una actitud de este
tipo nuestra opinión pública… puede mostrarse dividida»[16]. Esto era
precisamente lo que temían los rusos. Cuanto más defendían los ingleses la
independencia de los Estados del Báltico, más la atacaban los soviéticos; y
cuanto más arreciaban los ataques de los rusos, mayores eran los recelos de
los británicos. No se llegó a ningún acuerdo al respecto, y, precisamente, en
este punto las negociaciones abortaron. No es que la medida tuviese una
importancia particular en sí misma, sino que representaba la diferencia
fundamental que separaba a ambas partes. Los ingleses querían un pacto que
defendiese a los demás y que detuviese a Hitler sin necesidad de llegar a la
guerra; los rusos querían una alianza en su propia defensa.
Después de recibida la respuesta de Litvinov, los ingleses dudaron durante
quince días. Preguntaron a Polonia y a Rumanía qué tipo de acuerdo les
autorizarían a concluir con los rusos. Les contestaron que cualquier acuerdo,
siempre y cuando no se viesen implicados en él ni Polonia ni Rumanía. El
gobierno inglés trató entonces de recurrir al ingenio diplomático de los
franceses. Bonnet no les prestó atención. Reveló, «en medio del calor de la
conversación», al embajador ruso que Francia estaba a favor de un pacto de
asistencia mutua. Los ingleses insistieron, sin embargo, con una tozudez
digna de mejor causa. El 8 de mayo propusieron que, teniendo en cuenta la
garantía que habían dado a Polonia y a Rumanía, «el gobierno soviético se
comprometiese, si la Gran Bretaña y Francia se veían obligadas a romper las
hostilidades como consecuencia de aquella garantía, a prestarles una
asistencia inmediata, siempre que les fuese solicitada, asistencia que revestiría
la forma y se sujetaría a las condiciones que más tarde se determinasen».
Seguía siendo la fórmula del grifo manejable a voluntad por los ingleses, sin
intervención de los rusos. La recepción de esta propuesta constituyó la
primera aparición en escena del nuevo Comisario de Asuntos Exteriores,
Molotov… Y la oportunidad no era como para inspirar una confianza mutua.
Había cambiado la atmósfera, aunque Molotov declarase que la política
soviética permanecía invariable. Se acabaron los comentarios bonachones de
Litvinov, las sonrisas y las observaciones divertidas cuando se pronunciaba el
nombre de Beck o de otro polaco cualquiera. Se planteó un «cuestionario
incesante», el embajador inglés conoció un período «dificilísimo». El 14 de
mayo, Molotov rechazó formalmente la propuesta y reclamó una
«reciprocidad»; debía llegarse a un pacto de asistencia mutua, a una garantía,
fuese o no fuese querida, de todos los países de la Europa oriental, y a la
«conclusión de un acuerdo concreto sobre la forma y el alcance de la
asistencia».
En esta ocasión, el gobierno inglés estuvo a punto de renunciar por
desesperación… o por principio. No se sabe bien por qué decidió hacer un
nuevo intento. En los Comunes, por supuesto, seguían elevándose las críticas.
El 19 de mayo, Lloyd George declaró: «Hace ya meses que venimos
adoptando una postura arrogante… ¿Por qué no nos serenamos y, sin pérdida
de tiempo, nos entendemos con Rusia en los mismos términos con que nos
entendemos con Francia?»[17]. Estos argumentos, a pesar de su fuerza,
causaron poca impresión en Chamberlain y en los conservadores. Su efecto
fue, más bien, contrario. El resentimiento que se había experimentado contra
Alemania a raíz de la ocupación de Praga, empezaba a disiparse; y renacía la
antigua hostilidad hacia la Rusia Soviética, tanto más fuerte, cuanto los rusos
no parecían haberse impresionado por el hecho de que los ingleses se
dignasen solicitar su ayuda. La «obstinación» soviética hacía que se eclipsase
la agresividad de Hitler. Por añadidura, seguían en pie otros problemas. Las
quejas y las lamentaciones de los franceses constituyeron probablemente el
factor decisivo que movió a los ingleses a tomar la iniciativa. Los franceses
estaban cargados de pesadas responsabilidades para con Polonia, pero los
escrúpulos de los británicos les impedían asegurarse el apoyo de los rusos.
Para empeorar aún más las cosas, los polacos no hacían más que dilatar y
poner al día las obligaciones nacidas de la alianza. Querían obtener de los
franceses unos compromisos muy precisos a propósito de Dantzig,
compromisos que los ingleses habían eludido hasta entonces, y pedían,
además, y con sobrada razón que, la antigua alianza fuese reforzada por un
convenio militar. Daladier y Bonnet se opusieron tenazmente al primer punto,
ya que consideraban perfectamente lógico que Dantzig pasase a estar bajo la
soberanía alemana. Pero cedieron aparentemente ante el segundo. Daladier
dijo a Gamelin que negociase un convenio militar y que lo tuviese listo para
el 19 de mayo. Claro es que todo quedó en agua de borrajas, pues el convenio
debía de entrar en vigor tras un acuerdo de tipo político, y el acuerdo se
mantuvo en suspenso. Las hipotéticas promesas de los franceses eran en sí
mismas defectuosas. Gamelin se mostró conforme con que el grueso del
ejército francés iniciase la ofensiva tan pronto como Alemania atacase a
Polonia. Los polacos pensaron que aquel «grueso» constituía el conjunto del
ejército francés; dicho de otro modo, vieron en aquellas palabras la promesa
de una gran ofensiva. Gamelin pensaba sólo, o, al menos así lo dijo, en las
tropas estacionadas por aquel entonces en la Línea Maginot (o sea, una simple
operación fronteriza).
Resulta extraño que los polacos se dieran por satisfechos con tanta
facilidad; claro que, como se forjaban mil ilusiones sobre ellos mismos, se
dejaban engañar tranquilamente por los demás; quizá creyesen que no se
llegaría a ningún conflicto de importancia (piénsese que hasta el último
momento estuvieron seguros de que ganarían la guerra de nervios). Este juego
de evasión tranquilizó a Bonnet; Daladier, como de costumbre, tuvo
vergüenza y se irritó por lo que había hecho. En aquel preciso momento,
Halifax llegó a París, de paso para Ginebra. Se encontró a Daladier
desesperado a causa de los polacos y a punto de perder los estribos. Daladier
quería un pacto de asistencia mutua, completo, con Rusia. Halifax objetó que,
entonces, la Gran Bretaña y Francia se verían arrastradas a la guerra, incluso
en el supuesto de que Alemania atacase a la URSS con la connivencia o con
el consentimiento de los polacos o de los rumanos. «En tal caso —replicó
Daladier—, Francia tendría que cumplir con los compromisos del pacto
francosoviético y la Gran Bretaña no podría, ciertamente, mantenerse al
margen»[18]. Desde el punto de vista inglés, la perspectiva no era muy
halagüeña. Ser tercera parte en una nueva alianza francorrusa era lo último
que hubieran deseado los británicos. La única solución consistía en aceptar en
principio un pacto de asistencia mutua, pero fijando unos límites a su
aplicación. El gabinete británico aceptó esta solución el día 24 de mayo.
Las conversaciones con Moscú cambiaron a partir de este instante de
carácter. Antes, los ingleses venían negociando solos, y los franceses
aguardaban entre bastidores. Ahora, hubieron de ponerse de acuerdo con los
franceses sobre cualquier nuevo paso que se daba. De este modo, los retrasos
que se producían eran enormes. A pesar de esto, los franceses apoyaron todas
las objeciones soviéticas. El gobierno inglés tuvo que ir de concesión en
concesión. Fueron tragándose, cada vez con mayor repugnancia, uno tras otro,
los distintos trozos de la fraseología bolchevique. Pero se mantuvieron firmes
en el punto esencial, rechazando cualquier definición de la «agresión
indirecta», lo cual habría permitido a los rusos, y no a los Estados
amenazados, determinar cuándo se producía una agresión. Los Estados
bálticos no recibirían ayuda contra su voluntad. Aparentemente, de lo que se
trataba era de defender la independencia de los pequeños Estados; pero la
realidad era otra y muy diferente: los ingleses sólo colaborarían con Rusia en
el supuesto de que Polonia se viese atacada; únicamente entonces aceptarían
asistencia de los rusos. En otro caso, los rusos habrían de luchar solos. Estas
negociaciones incómodas y obstinadas duraron dos meses —del 27 de mayo
al 23 de julio—. Fue imposible salir de aquel callejón sin salida. Molotov
propuso, entonces, que se tratasen de obviar las dificultades mediante unas
conversaciones de carácter militar, con la esperanza de que la cuestión de la
«agresión indirecta» se resolviese por sí misma. A los franceses les pareció de
perlas esta posibilidad. Desde el primer momento se habían mostrado
dispuestos a aceptar las condiciones políticas de los rusos, con tal de obtener a
cambio una firme colaboración militar. Los ingleses, de nuevo, cedieron a
regañadientes, pero dejando a un lado el punto esencial. Aun cuando se
iniciasen las conversaciones militares, «estimamos que podemos adoptar una
línea de conducta más rígida sobre el único punto al que, en todo momento,
hemos dado una importancia capital»[19]. No fue necesario, porque las
negociaciones políticas no volvieron a iniciarse nunca más en serio. El
proyecto del tratado, tan minuciosamente elaborado, no llegaría nunca a
firmarse. Las misiones militares inglesa y francesa fueron formadas
apáticamente; y, dentro del mismo clima de apatía, llegaron, por vía marítima,
a Leningrado. Se estimó que no podían cruzar Alemania en tren, y, por
extraño concurso de circunstancias, no había ningún avión disponible. Los
ingleses procedieron como si dispusiesen de un tiempo ilimitado. Cuando las
misiones militares pisaron por fin Moscú, la crisis definitiva ya había
estallado.
¿Es que acaso aquellas negociaciones no tuvieron nunca el menor sentido,
la más ligera realidad? Resulta tentador contestar que no. Seguramente
contribuyeron a que se acentuasen los mutuos recelos. A finales de julio, los
rusos estaban sin duda convencidos de que los ingleses y los franceses
trataban de lanzarlos a una guerra contra Alemania, mientras ellos
conservaban su neutralidad. Por curioso que parezca, los ingleses, por su
parte, no preveían la posibilidad de un acuerdo entre Moscú y Berlín. La
barrera ideológica era, a su juicio, demasiado alta para que pudiese ser
salvada; aun en el supuesto de que los dirigentes soviéticos no fuesen unos
comunistas sinceros, el anticomunismo de Hitler nunca se quebrantaría. El 28
de julio, Halifax envió un telegrama a Moscú, redactado como sigue: «No
existe ningún peligro de que se produzca ninguna ruptura inminente dentro de
las próximas y críticas semanas». ¿Podría excusarse semejante ceguera? Los
ingleses habrían podido sospechar que los rusos trataban con los alemanes,
como los rusos pensaban que estaban haciendo los ingleses. En este sentido,
¿estaban justificados los recelos rusos? Ninguna otra cuestión ha dado lugar a
tantas controversias ni ha llegado a ser más confusa a causa de los
acontecimientos que se producirían más tarde. La publicación de los archivos
alemanes demostró que la Gran Bretaña y Rusia habían permanecido en
contacto con Alemania; ambos bandos proclamaron jubilosos que las
acusaciones de falta de probidad que se habían hecho los unos a los otros
estaban, pues, perfectamente fundadas. Pero los documentos soportan mal los
edificios de teorías que se pretende levantar sobre ellos. La iniciativa nació de
los alemanes. Los representantes ingleses y los rusos no hicieron otra cosa
sino escuchar, con sentido crítico, cuanto se les expuso. Es seguro que
ninguna de las dos partes advirtió a la otra de que había sido invitada a
desertar de la causa común; por consiguiente, ninguna de las dos tiene
tampoco derecho a quejarse. En definitiva, aquellas conversaciones sólo
fueron una especie de reaseguro, nunca el motivo principal ni de la
diplomacia inglesa ni de la diplomacia soviética.
Lo que antecede está muy claro por lo que se refiere a los rusos. Parece
que siempre hubo un «elemento proalemán» dentro de los círculos políticos
de los rusos —algunos individuos que anteriormente habían organizado el
floreciente comercio con Alemania, marxistas a los que disgustaba una
asociación con los «criminales de la Entente», determinados personajes de la
vieja escuela que no pensaban más que en Asia y que deseaban volver la
espalda a Europa…—. Todos ellos se impresionaban fácilmente cuando se
hablaba de una posibilidad de mejorar las relaciones rusoalemanas, y se
mostraban dispuestos a difundir por su cuenta cualquier rumor en este
sentido. Es poco probable que aguardasen instrucciones del Kremlin; y las
observaciones que en algún momento hicieron arrojan poca luz sobre la
política soviética. Sin duda, los acontecimientos son más reveladores. El
Extremo Oriente debió de pesar mucho en ella, aunque lo que no deja de ser
curioso, jamás fue mencionado en las conversaciones con la Gran Bretaña y
con Francia. Y no se trataba de un hipotético problema que fuera a plantearse
en el porvenir; el Extremo Oriente estaba ya en llamas. En el verano de 1939,
las tropas soviéticas y las niponas tuvieron un choque en la frontera entre
Manchukuo y la Mongolia Exterior; y aquellos choques se convirtieron en
una guerra abierta hasta el momento en que los japoneses fueron derrotados
en Nomunhan, en el mes de agosto; esta batalla costó a los nipones 18 000
hombres. No podía resultar agradable al gobierno soviético que los ingleses,
que no quitaban los ojos de Europa, se resignasen a ser humillados por los
japoneses en Tsien-tsin, y fue grande su contento cuando se enteró de que las
conversaciones entre Alemania y el Japón quedaban en suspenso. La Rusia
Soviética trataba de conseguir la seguridad en Europa, no de realizar
conquistas, y no deja de resultar extraño que no intentase antes realizar su
deseo por medio de un entendimiento con Alemania. La explicación, sin
embargo, es sencilla; los estadistas rusos temían el poderío alemán y
desconfiaban de Hitler. Una alianza con las potencias occidentales parecía la
solución más segura, por lo menos en tanto la anhelada seguridad quedase
acrecentada y no sólo se tratase de defender a una Polonia que tan poco dócil
se mostraba. Como no tenemos ninguna prueba en contrario y como la
política soviética no hace ninguna indicación en tal sentido, podemos
concluir, sin miedo a equivocarnos, que el gobierno de Moscú se volvió hacia
Berlín sólo cuando comprobó que aquella alianza era imposible.
Éste era también el razonamiento que se hacían los alemanes que
preconizaban la mejora de las relaciones con Rusia. También ellos eran de la
vieja escuela, supuestos herederos de Bismarck, generales y diplomáticos que
habían creado el sistema de Rapallo. Se daban perfecta cuenta de que tenían
que esperar que se les brindase una oportunidad. Por otra parte, debían
mostrarse muy circunspectos. Hitler había roto prácticamente con la URSS en
1934 y, con posterioridad, nadie se atrevió a discutir su postura anti-
Komintern. Como contrapartida, trataron de desplegar los atractivos de un
comercio con los rusos. Las perspectivas fueron un poco más gratas cuando
los soviéticos se vieron decepcionados por las potencias occidentales a raíz de
Múnich.
Luego, tras la ocupación de Praga, el panorama se ensombreció de nuevo.
Los expertos alemanes y rusos seguían queriendo colaborar, y se reunieron de
vez en cuando; cada vez que lo hicieron, atribuyeron sin duda la iniciativa a la
otra parte para no despertar las iras de sus respectivos amos. Pero el primer
paso serio se dio sólo a finales de mayo, y fueron incontestablemente los
alemanes quienes lo dieron. Schülenberg, embajador del Reich en Moscú, y
Weizsäcker, Secretario de Estado, continuaban echando de menos la política
de Rapallo; los dos querían hacer un amplio «ofrecimiento de orden político».
El 26 de mayo, el Ministro de Asuntos Exteriores fijó las condiciones:
Alemania serviría de mediadora entre Rusia y el Japón, y «tendría muy en
cuenta los intereses soviéticos» respecto a Polonia[20]. Este proyecto fue
inmediatamente anulado, quizá por deseo expreso del propio Hitler, por
cuanto cualquier intento de abrir negociaciones podía ser acogido «por una
carcajada de los tártaros».
Siguió un prolongado silencio. El 29 de junio, Schülenberg intentó él
mismo un acercamiento; no consiguió nada de Molotov, excepto la seguridad
de que Rusia deseaba mantener buenas relaciones con todos los países,
incluida Alemania, a lo cual replicó Ribbentrop que ya había dicho bastante.
Sin embargo, las conversaciones comerciales prosiguieron a fines de julio;
Ribbentrop, al amparo de las mismas, volvió a plantear algunas cuestiones
políticas. El 2 de agosto declaró al Encargado de Negocios ruso: «No existe
ningún problema entre el Báltico y el mar Negro que nosotros, unidos, no
podamos arreglar»[21]. Al día siguiente, Schülenberg encontró a Molotov
«excepcionalmente abierto» y dispuesto a la colaboración económica.
Políticamente, Molotov se encontraba más obstinado que nunca; se lamentaba
de que Alemania estimulase al Japón, la solución pacífica de la cuestión
polaca dependía de los alemanes y «no existía todavía ninguna prueba de que
fuese a producirse un cambio de actitud».
«Mi impresión general —resumió Schülenberg— es que el gobierno
soviético está actualmente decidido a concluir un acuerdo con la Gran Bretaña
y con Francia, siempre que estos dos países se muestren conformes con todos
los deseos de los rusos… Tendremos que realizar un esfuerzo considerable
para conseguir que la situación varíe»[22].
Nadie estaba en mejores condiciones de juzgar la política soviética que
Schülenberg y, todavía el 4 de agosto, seguía creyendo que se orientaba hacia
una alianza con las potencias occidentales. Cabe, desde luego, la posibilidad
de que Hitler llegase a un acuerdo con Stalin de un modo privado, sin que
nadie se enterase, pero, si los documentos sirven para algo, puede afirmarse
que la reconciliación entre Alemania y Rusia, lejos de haber sido proyectada
mucho tiempo antes, fue más bien una improvisación de los rusos y casi otra
improvisación de los alemanes.
También el «apaciguamiento» inglés fue improvisado en gran medida,
pero hubo una diferencia: la meta que los ingleses confesaron que perseguían
fue siempre el llegar a un acuerdo pacífico con Hitler, al precio de unas
concesiones muy considerables. Sin embargo, los estadistas británicos
esperaron, antes de lanzarse a la consecución de aquel fin, a que mejorase la
situación en que se encontraban para el regateo, para lo cual o bien habían de
lograr la alianza con los rusos, o bien habían de persuadir a los polacos para
que llegasen a un compromiso sobre Dantzig. A finales de julio, no habían
conseguido ninguno de los dos resultados; en consecuencia, Chamberlain y
Halifax no dieron ni un paso, limitándose, en sus discursos públicos, a hablar
de su política en términos generales. Hitler también esperó, contando con que
las esperanzas británicas sobre Polonia y Rusia no se realizasen; una vez se
llegase a un desenlace de tal índole, él también podría regatear en condiciones
más favorables. Prácticamente, desde finales de marzo a mediados de agosto,
no hubo negociaciones diplomáticas y oficiales entre la Gran Bretaña y
Alemania. Henderson no vio a Ribbentrop, y, mucho menos, a Hitler, y las
pocas conversaciones que mantuvo con Weizsäcker no fueron muy lejos, por
cuanto éste ni se atrevió a hacerle llegar a sus superiores. Ribbentrop
constituía un obstáculo casi infranqueable. Cuando fue embajador en Londres,
se vanaglorió de dar cima a la reconciliación angloalemana; como ésta
fracasara, creyó que ningún otro conseguiría lo que él no había conseguido.
Dirksen, su sucesor, no recibió instrucciones y sus informes fueron ignorados,
cuando no fueron condenados. Ribbentrop no dejó de repetir a Hitler que los
ingleses cederían sólo a las amenazas, nunca a la conciliación; y a Hitler le
convenía creerlo.
Estas ideas no eran unánimemente aprobadas en los medios de los
dirigentes nazis. Göring, a pesar de sus bravatas, deseaba evitar la guerra en la
medida de lo posible. Había cosechado bastantes laureles durante el primer
conflicto mundial, y ahora vivía como un emperador romano de la
decadencia; le gustaba presentarse como el portavoz de los generales
alemanes, que también temían la guerra, y, quizás, al ser el supremo director
de la economía del país, estimase que éste no estaba suficientemente
preparado para una guerra mundial. Fueron unos expertos económicos los que
intentaron un acercamiento ya a Rusia, ya a la Gran Bretaña, lo cual es una
prueba flagrante de que el segundo conflicto mundial no tuvo causa
económica. El primer acercamiento de Göring a Inglaterra fue llevado a cabo
por hombres de negocios de Suecia, a quienes había conocido durante su
exilio en aquel país; y los hombres de negocios de Inglaterra respondieron
con prontitud. Los intermediarios, de una y otra parte, exageraron en su deseo
de llegar a un compromiso, como suele suceder con los aficionados de la
diplomacia. Sin embargo, las respuestas malhumoradas de Halifax definieron
bastante claramente la postura inglesa; no sería difícil satisfacer los deseos
alemanes en el momento en que Hitler se mostrase dispuesto a mantener la
paz. Era sensiblemente lo mismo que venía diciendo desde noviembre de
1937, y ahí residió la causa fundamental del conflicto entre ambas partes. El
punto de vista de cada una de ellas era igualmente defendible. Resultaba
inútil, e, incluso, peligroso, según la teoría inglesa, hacer concesiones a Hitler,
en tanto éste hacía cada vez más graves sus amenazas. Pero Hitler podía
contestar, y también con razón, que no recibía ninguna de aquellas
concesiones «razonables» de las que hablaba Hitler hasta el momento en que
empezaba a proferir amenazas, como lo demostraban el caso de Austria, de
Checoslovaquia y de Dantzig. La «revisión pacífica» a la que los dos bandos
aspiraban, presentaba una contradicción en el propio modo de manifestarse.
Se presentaba la revisión como un medio de evitar la guerra, cuando en
realidad a la revisión sólo se podía llegar por sendas muy parecidas a las que
conducen a la guerra.
Los mediadores suecos, que actuaban oficiosamente, obtuvieron pocos
resultados en relación a los esfuerzos que desplegaron; pero uno de ellos,
Dahlerus, desempeñaría un papel importante en la crisis final. Wohltat, uno de
los principales agentes económicos de Göring, situó las negociaciones en un
plano más práctico. Era un personaje importante, a quien se debía el control
económico que Alemania ejercía sobre los Estados Balcánicos. Dispuesto
siempre a hablar de las necesidades que tenían los alemanes de materias
primas y de la falta de capital de su país, encontraba un favorable auditorio
entre los ingleses que aceptaban la doctrina en curso sobre las causas
económicas de la guerra. Wohltat estuvo en Londres del 18 al 28 de julio, y se
entrevistó con Sir Horace Wilson y con Hudson, Secretario del Departamento
del Comercio de Ultramar. Estos dos hombres subrayaron las ventajas que
Alemania obtendría si abandonaba su actitud ofensiva y entraba en tratos con
la Gran Bretaña. Hudson hizo que Wohltat se encandilara ante la perspectiva
de un importante préstamo inglés —según una versión, de mil millones de
libras esterlinas— que sacase a Alemania de las dificultades creadas por el
desarme. Añadió que: «Dantzig, dentro de una Europa movilizada, es una
cosa, y Dantzig, dentro de una Europa desarmada y comprometida en una
colaboración económica, sería otra cosa»[23]. Wilson presentó una nota,
escrita en papel con el membrete del 10, Downing Street, que ha
desaparecido, y no es de extrañar, de los archivos. En ella se proponía un
tratado de no-agresión y de no-injerencia, un acuerdo de desarme y una
colaboración en el comercio exterior. Con un tratado de este tipo, Inglaterra
podría «desembarazarse de sus compromisos para con Polonia»[24]. Se ha
dicho que Wilson era un perfecto ignorante en materia de asuntos exteriores.
Y, como nadie ha llegado a acusarle de deslealtad con sus superiores políticos,
sería inconcebible que aquellas propuestas se hiciesen a espaldas o sin
autorización de Chamberlain. No es de extrañar que todo fuese maquinado
por el Primer Ministro. Las propuestas en cuestión representaban el programa
de colaboración angloalemana que Chamberlain había esperado desde
siempre ver realizado. Pero el propio Wilson señaló que existía una condición
previa: habían de resolverse, por medio de negociaciones pacíficas, las
cuestiones que estaban pendientes entre Alemania y Polonia.
Se puede disculpar a los políticos ingleses el que siguiesen destacando las
ventajas que obtendría Alemania si se comprometía a una política
conciliadora. Lo que no tiene perdón es que no diesen a entender que estaban
firmemente resueltos a actuar en el caso de que Hitler eligiese el camino
opuesto. Los discursos de Chamberlain y de Halifax tenían poco peso; Hitler
había oído cosas análogas el año anterior y sabía bien dónde les apretaba el
zapato a los estadistas ingleses. El lento ritmo que llevaban las negociaciones
con Rusia no le causó impresión alguna. La firma inmediata de una alianza
habría podido suponerle un serio perjuicio; pero tres meses de estira y afloja
no hicieron sino aumentar su confianza en sí mismo. Neville Henderson se
quedó en Berlín; y se hace difícil creer que sólo expresase su hostilidad hacia
los polacos en las cartas que dirigía a su casa. Hay que señalar que los sabios
consejos abundaron. A primeros de julio, el Conde von Schwerin, miembro
del Ministerio alemán de la Guerra, fue a Inglaterra y habló con la mayor
sinceridad. «Para Hitler no cuentan las palabras, sólo cuentan los actos». Que
los ingleses lleven a cabo una demostración naval en aguas del Báltico, que
Churchill se incorpore al Gabinete; que envíen bombarderos a Francia[25]. Su
advertencia fue echada en saco roto. Aunque cambien de palabras los
hombres no cambian de naturaleza. Los estadistas ingleses trataron de jugar al
tiempo con dos barajas: por un lado, la de la firmeza, por otro, la de la
conciliación, y, siendo como eran, llevaron adelante su juego con la que
peores cartas tenía.
Las conversaciones entre Wohltat y Wilson dieron una visión exacta de las
intenciones de Chamberlain, pero no produjeron ningún efecto serio en
Alemania. Quizás impresionasen a Göring. Ribbentrop amonestó muy
seriamente a Dirksen por haber permitido que siguiesen su curso; y es poco
probable que Hitler oyera ni siquiera hablar de ellas. Las que se celebraron
entre Wohltat y Hudson, aunque de menor importancia, causaron mayor
impacto. Algunas indiscreciones, cometidas tal vez por los ingleses, hicieron
que fuesen conocidas por la prensa[26]. Se ignora con qué fin se produjeron
dichas indiscreciones. Tal vez Hudson se fuese de la lengua, o tal vez se
tratase de una tentativa deliberada de minar las negociaciones en curso con
los soviéticos; hay que tener presente que muchas personas, dentro de las
mismas esferas gubernamentales, lo deseaban. Chamberlain fue interpelado
en los Comunes; al contestar, su determinación de resistir a Alemania resultó
menos convincente de lo que fuera antaño. De momento, el gobierno ruso
aparentó ignorar el asunto, pero lo sacó a relucir a título de cómoda excusa
durante las propias conversaciones que mantenía con Hitler. Los historiadores
no tienen necesidad de detenerse en estas acusaciones recíprocas. Ingleses y
rusos aceptaron con simpatía cualquier movimiento de aproximación a
Alemania, y, hasta finales de julio, fueron los primeros los que mayor
simpatía demostraron. Sin embargo, estos contactos con Alemania no fueron
los que dieron al traste con las negociaciones en torno a la alianza. Su fracaso
se debió a una falta de acuerdo mutuo. Ambas partes deseaban llegar a una
conclusión, pero no a la misma conclusión. Los ingleses aspiraban a la
demostración de orden moral que les hubiera permitido llegar a un arreglo
con Hitler sobre bases más favorables. Los rusos querían una alianza militar,
perfectamente delimitada, en la que se estableciese un compromiso de
asistencia mutua; con ella se conseguiría disuadir a Hitler de sus propósitos o
se aseguraría su derrota. Los ingleses abrigaban algún temor respecto de
Polonia; los rusos temían por ellos mismos. Su pesadilla era que los alemanes
invadiesen Rusia, no que se produjese un desplazamiento del equilibrio en
favor de los alemanes. Buscaban unos aliados y les ofrecían tan sólo perder el
residuo de libertad de acción que todavía les quedaba.
Pero ¿aunque se hubiese concluido algún acuerdo anglosoviético se habría
evitado la guerra? Las alianzas no tienen valor en tanto no se conviertan en
una verdadera comunidad de intereses; de otro modo, conducen simplemente
a la confusión y al desastre, como ocurrió con las alianzas de Francia. En las
condiciones imperantes en la Europa de 1939, era inconcebible que los
ingleses pudiesen quedar irremisiblemente comprometidos, de una manera
decisiva, en favor de Rusia o contra Alemania, sencillamente, como también
era inconcebible que los rusos pudiesen adquirir cualquier compromiso de
defender el statu quo. Posteriormente, Alemania y la URSS llegaron a ser
aliados, pero su alianza no nació ni de la política ni de sus convicciones, sino
que les fue impuesta por Hitler. En 1941, el Führer había perdido su
característico don de la paciencia y se lanzaba en pos de una liebre cuando
aún no había cazado la anterior.
Pero, en 1939, seguía siendo maestro en el arte de esperar. Otros alemanes
podían sucumbir a sus inquietudes y lanzar las antenas hacia Londres o hacia
Moscú. Él se mantenía en silencio. Las negociaciones anglosoviéticas no
fueron contrarrestadas por las ofertas alemanas, sino por la carencia de
ofertas. Se iniciaron bajo la especie de una maniobra más de la guerra de
nervios y trataron de hundir la resolución de Hitler. Sin embargo, lo único que
consiguieron fue reforzarla. Hitler apostó a un nuevo fracaso, y volvió a
acertar. No se fiaba ni de la razón ni de unas informaciones lógicas, sino,
como siempre, de su sexto sentido, que nunca le había fallado. La guerra de
nervios era su especialidad, y, cuando se inició el mes de agosto de 1939,
parecía que había obtenido una nueva victoria. Es inútil preguntarse si una
alianza anglosoviética habría impedido que estallase la Segunda Guerra
Mundial; lo único que cabe decir es que el hecho de que no llegara a ser una
realidad contribuyó mucho a que se declarase el conflicto.
CAPÍTULO XI

LA GUERRA POR DANTZIG


La crisis de agosto de 1939, que condujo a la Segunda Guerra Mundial, nació,
o, al menos, lo pareció así, de una disputa en torno a Dantzig. La cuestión se
planteó a últimos de marzo, cuando los alemanes presentaron unas
reivindicaciones sobre Dantzig y el pasillo, reivindicaciones que los polacos
rechazaron. A partir de aquel momento, todo el mundo esperó que Dantzig se
convirtiese en el nuevo punto de fricción, del que podía surgir la guerra. Sin
embargo, por un curioso contraste con las crisis precedentes, no hubo
negociaciones a propósito de esta ciudad, ni tentativas para encontrar una
solución, ni siquiera maniobras para conseguir aumentar la tensión. Esta
calma paradójica se debió, en gran parte, a la situación local en Dantzig. Los
alemanes y los polacos ocupaban en ella una posición inexpugnable de la que
no se movían; un paso que unos u otros hubiesen dado habría bastado para
desencadenar el alud. Por consiguiente, no era dado presenciar unas
maniobras y unos regateos como los que habían caracterizado la crisis
checoslovaca. Los nazis de los Sudetes, como, antes que ellos, los austríacos,
hicieron que la tensión fuese en aumento, sin precisar de que Hitler los
estimulase. En Dantzig, la tensión existía de por sí y en su más alto grado, y si
Hitler llegó a hacer algo en este caso, fue retener a los nazis. Éstos ya habían
vencido en el interior: tenían firmemente bajo su control al Senado de la
ciudad libre; pero Hitler no podía sacar ventaja alguna de esta situación. Si los
nazis de Dantzig hubiesen desafiado abiertamente el tratado, votando por su
anexión al Reich, los polacos habrían podido intervenir libremente con la
aprobación de sus aliados occidentales, y su intervención habría resultado
eficaz. Dantzig, en efecto, estaba separado de la Prusia Oriental, que era el
único territorio alemán que tenían en su vecindad, por el Vístula, sobre el cual
no existía ningún puente; mientras tanto, los polacos controlaban las tres vías
férreas y las siete carreteras que conducían a la ciudad. Para ayudar a Dantzig,
no bastaba una especie de golpe de mano; era precisa una verdadera guerra, y
Hitler no estaba en condiciones de hacer frente a esta posibilidad hasta finales
de agosto, cuando hubiese concluido sus preparativos militares.
Hasta aquí, vemos que Dantzig estaba a merced de Polonia, pero tampoco
los polacos podían sacar ninguna ventaja de su situación. A pesar de la alianza
con la Gran Bretaña y Francia, no había obtenido una promesa formal de que
serían auxiliados si sucedía algo en la ciudad, y no ignoraban, por otra parte,
que sus aliados simpatizaban, en este caso, con la causa alemana. Sólo podían
esperar el favor de estos aliados en el caso de que se produjese una «amenaza
clara» a la independencia polaca. Debían dar la impresión de tener que
intervenir, y en Dantzig no se presentó una oportunidad para ello. En análogas
condiciones, Schuschnigg y Benes habían buscado desesperadamente una
puerta de escape y no habían parado de imaginar una larguísima serie de
compromisos que les permitiesen conjurar la crisis. Los polacos dejaron,
impertérritos, que se produjera la de Dantzig, en la seguridad de que Hitler se
convertiría en agresor y de que, a partir de tal momento, se olvidaría la
justicia de sus reivindicaciones. Pretendían no contestar a las provocaciones
de los nazis, pero, al mismo tiempo, ignorar las invitaciones a ceder que les
presentaban los occidentales.
En el vastísimo plano de la política de altos vuelos, Hitler y los polacos
mantuvieron unas posturas rígidas, en medio de la guerra fría. Desde el 26 de
marzo hasta la víspera del conflicto, el Führer no formuló ninguna otra
reivindicación a propósito de la ciudad. No es de extrañar su actitud, que
respondía al método que le era habitual. Había esperado las ofertas de
Schuschnigg sobre Austria, las de Benes, las de Chamberlain y finalmente las
que se le habrían de hacer en la conferencia de Múnich con respecto a
Checoslovaquia. Y en ningún caso había esperado en vano. ¿Pudo pensar que,
esta vez, los polacos no le brindarían nada? Así parecen darlo a entender los
documentos. El 3 de abril, dio instrucciones para que se preparase un ataque a
Polonia «de tal modo que la operación pudiese desencadenarse en cualquier
momento, a partir del 1.º de septiembre»[1]. Pero una nueva instrucción, que
se dio una semana más tarde, aclaró que aquellos preparativos se llevaban a
cabo sólo «para el caso en que Polonia cambiase su política… y adoptase una
actitud amenazadora para con Alemania»[2]. El 23 de mayo, habló, sin
embargo, con menos reserva, ante un grupo de generales: «Habrá guerra.
Nuestra tarea consiste en aislar a Polonia… Y de ella no debe nacer una
explicación [que tengamos que dar] a Occidente»[3]. Todo esto resulta muy
claro, pero, sin embargo, no resulta fácil saber cuáles eran las verdaderas
intenciones de Hitler. También, en 1938, había hablado en términos
igualmente oscuros de una guerra contra Checoslovaquia; aun así, parece casi
seguro que contara con ganar la guerra de nervios. Y aunque esperase lograr
la victoria por medio de la guerra o por medio de la diplomacia, era
igualmente necesario que se efectuasen unos preparativos militares. Cuando
hablaba a sus generales, trataba de causar efecto, no de revelar lo que le bullía
dentro de la cabeza. Sabía que los generales lo despreciaban y que
desconfiaban de él, y que algunos habían intentado derribarlo en septiembre
de 1938; probablemente, sabía también que, constantemente, corrían para
llevar la alarma a la Embajada francesa o a la inglesa. Quería impresionar a
aquellos generales, y, al mismo tiempo, asustarlos. El 23 de mayo, habló no
sólo de una guerra con Polonia, lo cual pudiera haber entrado en sus cálculos,
sino, al propio tiempo, de una gran guerra contra las potencias occidentales,
en la que, con toda seguridad, ni pensaba. Sus vaticinios se confirmaron; nada
más hubo terminado la conferencia del 23 de mayo, los generales, empezando
por Göring, suplicaron a las potencias occidentales que hicieran entrar a
Polonia en razón, mientras todavía fuese tiempo.
La conducta posterior de Hitler da a entender que su decisión no fue tan
firme como lo pareciera el día 23. Hasta el último momento, esperó una oferta
de los polacos, que nunca llegó. No contaba sin duda con que los polacos
perdiesen el control de los nervios, pero pensaba que las potencias
occidentales se lo harían perder, como, en 1938, había sucedido con Benes.
No alcanzaba a comprender cómo se vendría abajo el poder de resistencia de
los países del Oeste, ni qué repercusiones tendría una situación semejante
sobre los polacos. Tampoco le importaba que los polacos cediesen sin tener
que llegar a la guerra o que fuesen abandonados a su suerte: el resultado final
sería el mismo en ambos supuestos. Pero sobre la cuestión capital, a saber, el
desquiciamiento del sistema nervioso de los occidentales, no abrigó jamás la
menor duda. Se ha sugerido que, en el curso del verano, empezó a pensar
cómo sucedería esto. Pudo pensar que si naufragaban las negociaciones
anglosoviéticas, se produciría el fenómeno que tanto esperaba. La
certidumbre de Hitler de que dichas negociaciones fracasarían constituye un
hecho extraordinario, dentro de esta historia, de por sí extraordinaria. ¿Cómo
pudo estar tan seguro? ¿Por qué se esforzó tan poco en aproximarse a Rusia y
por qué supuso que los rusos se inclinarían, por propia iniciativa, hacia
Alemania? ¿Disponía de algún medio de información secreto, que los
historiadores no descubrirán jamás? ¿Contaba con algún agente en Whitehall
o en el Kremlin? ¿Estaba tal vez en contacto directo con Stalin? ¿Fue todo
fruto de un análisis social y profundo? ¿Adquirió conciencia de que los
estadistas bourgeois[4] no llegarían jamás a un entendimiento con los
comunistas? Todo pudo ser, pero nosotros no tenemos medio de saberlo. A lo
mejor, se trató del inquebrantable convencimiento que acompaña a todo
jugador de que su intuición no le va a engañar —de otro modo, no jugaría—.
Unas palabras accesorias dicen más sobre la política del Canciller que todos
los discursos grandilocuentes que pudiera dirigir a sus generales. El 29 de
agosto, Göring, que ansiaba llegar a un compromiso, le dijo: «Ya es hora de
que terminemos con este juego de doble o nada». Hitler le contestó: «Es el
único al que, desde siempre, he jugado»[5].
Hitler tuvo la mala suerte (y no la tuvo él sólo) de encontrar en los polacos
a unos jugadores políticos de su misma escuela. En este caso, además, el
juego les venía impuesto por su ilusoria posición de gran potencia
independiente. Unos estadistas de ánimo sereno se hubiesen rendido a
discreción al considerar los peligros que amenazaban a Polonia y la escasez
de medios del país; por un lado, tenía a Alemania, poderosa y agresiva; por
otro, a la Rusia Soviética, enemiga en potencia; allá, lejos, contaba con dos
aliados reticentes, que ardían en deseos de llegar a un acuerdo con Hitler y
que geográficamente estaban incapacitados para prestar una ayuda eficaz. Los
polacos quedarían reducidos a sus propios recursos, y sus propios recursos no
habían sido debidamente explotados. Apenas la mitad de sus hombres en edad
de quintas habían recibido instrucción militar, y no disponían de medios para
equiparlos a todos. Checoslovaquia, cuya población no llegaba a la tercera
parte de la de Polonia, tenía, el año anterior, unos efectivos más cuantiosos y,
además, dotados de armas modernas. Polonia no tenía prácticamente ni un
arma moderna: sólo unos 250 aviones caducos y un batallón de carros
anticuados. En estas condiciones, ¿qué podían hacer los polacos, sino
considerar las amenazas de Hitler como un bluff? Cualquier paso que dieran
les llevaría a ceder; por eso, no dieron paso alguno. Después de todo, la
inmovilidad constituye la mejor política, quizá, la única, que puede seguir
cualquiera que desee mantener un statu quo. Es claro que los aliados
occidentales daban una razón más que justificase aquel estancamiento de la
diplomacia; la Gran Bretaña y Francia cederían claramente sobre Dantzig si
los polacos abrían la puerta a las negociaciones. De ahí que la mantuviesen
cerrada. «Múnich» proyectaba su sombra. Hitler aguardaba un nuevo Múnich.
La suerte de Benes servía de advertencia a Beck.
Tanto Alemania como Polonia se quedaron en una postura rígida. Las tres
potencias occidentales —Italia lo mismo que Inglaterra y Francia— se
guardaron bien de abordar la cuestión de Dantzig por distinto motivo;
precisamente, porque su postura era muy flexible. Las tres naciones estaban
convencidas de que Dantzig no valía una guerra, las tres estimaban que la
ciudad había de ser devuelta a Alemania, previo el establecimiento de unas
garantías en favor del comercio polaco, pero las tres se daban también cuenta
de que Polonia no cedería sin lucha y de que Hitler no aplazaría la cuestión
hasta encontrar un momento de mayor calma. El Pacto de Acero unía a Italia
con Alemania; Francia y Gran Bretaña se habían comprometido con Polonia.
Ninguna de las tres querían ir a la guerra por Dantzig, ninguno de los dos
protagonistas pensaba en ceder. Sólo había posibilidad de adoptar una actitud:
ignorar la cuestión de Dantzig, con la esperanza de que los demás también se
olvidasen de ella. Las tres potencias occidentales hicieron lo que pudieron
para apartar Dantzig de sus pensamientos:
Cuando subía la escalera,
Vi a un hombre que no estaba allí.
Tampoco hoy estaba allí.
Deseé, entonces, que se marchase.

Con este talante actuó la diplomacia europea en el verano de 1939.


Dantzig no estaba allí; y si todas las potencias lo deseaban de todo corazón, se
marcharía.
A primeros de agosto, se hizo evidente que Dantzig seguía en su sitio. Los
nazis de la ciudad aumentaron sus provocaciones a los polacos, los cuales
contestaron poniéndose todavía más firmes. Se multiplicaron los rumores
anunciando movimientos de tropas, y, en esta ocasión, estaban perfectamente
fundados. Se previó que Hitler no tardaría en actuar. Pero ¿cómo, y, lo que era
más importante, cuándo? Ésta fue la cuestión capital que se planteó tanto en
la crisis checa como en la crisis polaca. Una y otra vez, los occidentales
supusieron que Hitler la haría estallar públicamente, en ocasión de celebrarse
en Núremberg el congreso del partido nacionalsocialista; y las dos veces se
equivocaron, pero, en el caso de la crisis checa, la equivocación resultó
favorable, y en la de la polaca, perjudicial. En 1938, el congreso tuvo lugar el
12 de septiembre, y los planes militares de Hitler habían sido fijados para el
1.º de octubre; por consiguiente, la labor de «apaciguamiento» pudo ser
llevada fortuitamente a cabo por un período de quince días. En 1939, el
congreso había sido señalado para la primera semana de septiembre, y Hitler
había decidido dejar zanjada antes la cuestión de Dantzig. En el Congreso de
la Paz anunciaría ya la victoria. Nadie podía adivinar que la fecha de entrada
en vigor de los planes militares era el 1.º de septiembre. Esta fecha —como,
el año anterior, la del 1.º de octubre— no fue elegida por razones de lógica, o
de meteorología o de otra índole, a pesar de lo que en este sentido hayan
podido decir, después, algunos autores; se determinó, como suele suceder con
fechas de este tipo, clavando un alfiler al azar en el calendario. De cualquier
modo, el margen que quedó para desarrollar unas negociaciones fue
demasiado justo; y si los planes de las potencias occidentales sufrieron
demora, fue, en parte, porque una semana era un plazo más corto de lo que
ellas tenían previsto.
A primeros de agosto, las democracias europeas seguían marcando el
paso, y tenían la esperanza de que sus contactos con la Unión Soviética, que
parecía que nunca iban a acabarse, intimidarían a Hitler. Hubo algunas
personas que no confiaron tan ciegamente. Por Berchtesgaden pasó un desfile
de visitantes que trataron de calar en las intenciones de Hitler. Quizás, a través
de los sondeos que realizaron, llegaron a saber, por vez primera, qué era lo
que el Canciller quería. Los primeros en intentar la experiencia fueron los
húngaros. Su Primer Ministro, Teleki, escribió dos cartas a Hitler. En una le
prometió que «en el caso de que produjese un conflicto general, Hungría
trazaría su política de acuerdo con la del Eje»; pero en la segunda señaló que:
«Por razones morales, Hungría no estaría en situación de intervenir con las
armas contra Polonia»[6]. El 8 de agosto, Csáky, Ministro húngaro de Asuntos
Exteriores, recibió en Berchtesgaden una respuesta categórica. Hitler no
quería la ayuda de Hungría, pero añadió: «Polonia no constituye para nosotros
un peligro militar… Es de esperar que vea claro en el último minuto… De
otra manera, no sólo será destruido el Ejército polaco, sino que también
quedará aniquilado el propio Estado… Francia e Inglaterra no estarán en
condiciones de impedírnoslo». Csáky se puso a balbucear, se excusó y retiró
las cartas de Teleki, «pues, desgraciadamente, parecía que habían sido mal
interpretadas»[7].
Tres días más tarde le tocó el turno a Burckhardt, Alto Comisario de la
Sociedad de Naciones en Dantzig. Hitler se mostró nuevamente belicoso:
«Atacaré con la rapidez del rayo y con todo el poderío de un ejército
mecanizado del que los polacos no tienen ni la más remota idea». Pero
también dio algunas pruebas conciliadoras: «Si los polacos dejan Dantzig
perfectamente en paz… yo puedo esperar». Hizo comprender claramente qué
era lo que aguardaba. El cumplimiento de las condiciones ofrecidas el 26 de
marzo lo dejarían satisfecho, «por desgracia, los polacos las rechazan
categóricamente». Después, hablando en términos generales, añadió: «No
quiero nada del Oeste… Pero tengo que tener las manos libres en el Este…
Deseo vivamente vivir en paz con Inglaterra y concluir con ella un pacto
definitivo que garantice todas sus posesiones en el mundo y que permita una
mutua colaboración»[8]. Hitler se dirigió tanto a Csáky como a Burckhardt
con la intención de producir un efecto; en determinados momentos se mostró
bélico, en otros, conciliador. Era exactamente la misma táctica del año
anterior. Y, ¿por qué no iba a ser la misma? Si es cierto que interpretaba una
comedia cuando hablaba de la paz, también lo es que hacía otro tanto cuando
hablaba de la guerra. Lo que fuera a hacer dependería de los acontecimientos,
no de una resolución que hubiese tomado previamente.
El 12 de agosto, acudió a verlo un visitante de mayor importancia: Ciano.
Los italianos se habían mostrado muy combativos en tanto la guerra pareció
quedar lejos, pero cuando pareció que empezaba a acercarse, empezaron a
abrigar algunas inquietudes. Italia se había agotado como consecuencia de su
prolongada intervención en la guerra civil española —y tal vez fuese éste el
único efecto notable que dicha guerra produjera en Europa—. Sus reservas en
oro y en materias primas se habían evaporado. Apenas había podido iniciar un
nuevo equipamiento de su ejército con armas modernas. No estaría preparada
para una guerra hasta el año 1942, e, incluso, esa fecha era imaginaria y no
quería decir otra cosa que «en un porvenir lejano». El 7 de julio, Mussolini
declaró al Embajador inglés: «Diga a Chamberlain que si Inglaterra lucha al
lado de Polonia por Dantzig, Italia luchará al lado de Alemania»[9]. Quince
días más tarde, cambió de parecer y solicitó una entrevista con Hitler en el
Brennero. Se proponía poner de relieve que era necesario evitar la guerra y
que Hitler conseguiría todo lo que quisiera en una conferencia internacional.
Los alemanes empezaron por oponerse a esta entrevista, para declarar, más
tarde, que podría celebrarse pero que en ella sólo se discutiría el inminente
ataque a Polonia. Mussolini no se creyó, tal vez, capaz de enfrentarse a Hitler;
fuese como fuere, el caso es que se hizo sustituir por Ciano. Le dio
instrucciones muy claras: «Tenemos que evitar un conflicto con Polonia,
porque sería imposible hacer de él una cuestión local; y una guerra total sería
desastrosa para todo el mundo»[10]. Ciano se mantuvo firme cuando, el 12 de
agosto, se vio en presencia de Hitler; pero sus observaciones no fueron
tenidas en cuenta. Hitler anunció que se proponía atacar a Polonia si no se le
daba completa satisfacción antes de finales de agosto; tenía «la absoluta
certeza de que las democracias occidentales se echarían atrás ante la
posibilidad de una guerra total»; la operación habría terminado para el 15 de
octubre. Esto era mucho más concreto que cuanto hasta entonces había dicho,
no obstante se mantenían algunos puntos dudosos. Sabía que todo lo que
declaraba a los italianos sería comunicado inmediatamente a las potencias
occidentales; lo que trataba era de destrozar los nervios de éstas, no de revelar
a Mussolini sus verdaderos planes.
Un curioso episodio indica en qué consistían aquellos planes. Mientras
Ciano hablaba con Hitler, «se entregó al Führer un telegrama de Moscú».
Hitler declaró su contenido: «Los rusos aceptaban que fuese enviado un
negociador político alemán a Moscú». De acuerdo con Ciano, «los rusos
pedían que fuese enviado a Moscú un plenipotenciario alemán para negociar
un pacto de amistad»[11]. No ha sido descubierto ningún telegrama de este
género en los archivos alemanes; y no se ha descubierto porque jamás existió,
ya que los rusos no aceptaron el envío de un negociador hasta el 19 de agosto,
y no el 12[12]. Por supuesto, Stalin pudo dar a conocer a Hitler su decisión, de
modo secreto, con una semana de antelación; pero esto no pasa de ser una
hipótesis fantástica que no se apoya en documento alguno. Es mucho más
probable que el telegrama fuese falso y que estuviese destinado a impresionar
a Ciano y a apaciguar a los demás. Sin embargo, aunque fuese falso, no
dejaba de tener un fundamento: «la intuición» de Hitler, su convicción de que
se realizaría cuanto deseaba. Hasta entonces, su «sexto sentido» no le había
engañado nunca. Esta vez, contó por completo con él, en la certeza de que las
negociaciones anglofrancosoviéticas fracasarían y de que las potencias
occidentales se hundirían.
El 12 de agosto, las negociaciones no habían fracasado. En aquel
momento, cobraban vigor. Las misiones militares de Inglaterra y de Francia
acababan, por fin, de llegar a Moscú. Daladier había dado instrucciones a los
miembros de la francesa para que ultimasen un convenio lo antes posible. Los
ingleses, por el contrario, llevaban la consigna de «actuar muy despacio»,
hasta que se concluyese un acuerdo político (aunque, y esto es lo paradójico
del caso, las negociaciones de carácter político se habían suspendido el 27 de
julio, pendientes de que se concertase un convenio militar). «Pueden pasar
meses antes de que se llegue a un acuerdo sobre los muchos puntos a
discutir»[13]. La realidad es que al Gobierno inglés no le interesaba una
colaboración militar, firme, con los rusos. Lo que le interesaba era sacar a la
luz el fantasma rojo, con la esperanza de que esto obligaría a Hitler a estarse
quieto.
Pero cuando empezaron las conversaciones, los portavoces ingleses se
vieron rápidamente precipitados por los franceses y por Vorochilov a una
discusión seria. Se expusieron con detalle los planes de guerra británico y
francés, se mostró la lista, redactada con bastante generosidad, de los medios
con que contaban cada uno de los dos países. El 14 de agosto, le tocó la vez a
los rusos. Vorochilov hizo esta pregunta: «¿Puede el Ejército Rojo pasar por
la Polonia Septentrional y por la Galitzia para entrar en contacto con el
enemigo? ¿Se autorizaría a las tropas soviéticas para que pasasen por
territorio rumano?»[14]. Ésta era la cuestión decisiva, y ni los ingleses ni los
franceses podían contestar. Las conversaciones llegaron a un punto muerto. El
17 de agosto fueron suspendidas y nunca más se volvieron a continuar en
serio.
¿Por qué los rusos plantearon las cosas de manera tan categórica y tan
abrupta? ¿No más para tener un pretexto que les permitiese negociar con
Hitler? Tal vez; pero lo cierto es que había de abordarse la cuestión… y había
que darle una respuesta. Polonia y Rumanía habían levantado en 1938 una
barrera insalvable contra cualquier posible intervención soviética. Era preciso
que desapareciesen aquellas barreras para que Rusia pudiese desempeñar con
absoluta entrega su papel de asociada; sólo las potencias occidentales podían
conseguirlo. Bajo una nueva forma, volvía a surgir una vieja disputa por
cuestiones de principio. Las democracias no veían en la URSS nada más que
un cómodo auxiliar; y los rusos estaban decididos completamente a que se les
reconociese como actores principales. También existía una diferencia en las
respectivas concepciones estratégicas, diferencia en la que no se ha solido
reparar. La Gran Bretaña y Francia seguían situándose en los mismos frentes
de la Primera Guerra Mundial, y, por consiguiente, exageraban el valor de las
posiciones defensivas. Se había dicho a las misiones que si Alemania atacaba
por el Oeste, aunque fuese a través de Holanda y de Bélgica, «este frente se
logrará estabilizar más tarde o más temprano». En el Este, Polonia y Rumanía
retrasarían un avance alemán; y, con la ayuda de Rusia, podrían detenerlo
completamente[15]. En cualquiera de los supuestos, el Ejército Rojo tendría
tiempo más que suficiente, una vez que se abriesen las hostilidades, para
disponer sus líneas defensivas. Después, todo el mundo se atrincheraría, se
pondría a buen recaudo, hasta el momento en que Alemania se viniese abajo.
Es fácil que, con semejantes ideas, las potencias occidentales no viesen en la
petición rusa de atravesar Polonia, nada más que una maniobra política.
Pensaron que los rusos querían solamente humillar a Polonia, quizás, incluso,
acabar con su independencia.
Nadie puede decir si los rusos abrigaban en efecto tales deseos, pero lo
que es evidente es que tenían unas concepciones estratégicas diferentes, que
se bastaban por sí solas para explicar su petición. Ellos partían de las
experiencias que habían adquirido en las guerras civiles y en las de
intervención, no en la Primera Guerra Mundial. En aquel tipo de conflictos, la
caballería había sido la que había logrado la victoria. Además, como
comunistas que eran, se mostraban automáticamente a favor de una doctrina
más dinámica, más revolucionaria que la del Occidente capitalista y
decadente. Estimaban que las ofensivas de la caballería, de la nueva
caballería, motorizada, serían irresistibles; aun más, no podrían ser
paralizadas sino por otras contraofensivas similares efectuadas desde otros
puntos del frente. En caso de guerra, tenían la intención de lanzar contra
Alemania una serie de columnas blindadas, sin tener en cuenta los ataques
que los alemanes llevasen a cabo en otros lugares. En 1941, mantenían el
mismo punto de vista y si no lo pudieron poner en práctica, fue porque Hitler
los atacó antes de que ellos estuviesen preparados. En realidad, esta doctrina
estaba equivocada, pero menos de lo que lo estaba la de los occidentales: y, en
1941, en el ataque por sorpresa de Hitler los salvó de un desastre que hubiera
sido irreparable. Pero esto no tiene nada que ver con la diplomacia de 1939.
Los rusos pidieron entonces que se les dejase atravesar Polonia porque veían
en ello la única posibilidad de ganar la guerra. Quizá persiguiesen también
unos fines políticos, pero si fue así, los subordinaron a unas necesidades
militares auténticas.
Los Gobiernos inglés y francés no apreciaron los cálculos soviéticos, pero
comprendieron que, puesto que había sido planteada, había que dar una
respuesta a la malhadada cuestión. Los dos volvieron la vista, aunque sin
muchas esperanzas, a Varsovia. Los ingleses recurrieron una vez más a los
argumentos políticos: «Un acuerdo con la Unión Soviética tendría como
efecto el detener a Hitler en el camino de la guerra». Si las negociaciones
fracasaban, «Rusia podría repartirse los despojos con Alemania… o constituir
la amenaza capital, una vez hubiesen terminado las hostilidades»[16]. Beck
contestó también en términos políticos: si se autorizaba a las tropas soviéticas
a atravesar Polonia, Hitler, en vez de sentirse intimidado, declararía
inmediatamente la guerra[17]. Los dos argumentos eran sensatos, pero no
guardaban relación alguna con la situación militar. Los franceses pensaban de
una manera más práctica. Sólo les interesaba una cosa: enzarzar a la Rusia
soviética en un conflicto con Hitler, y poco les importaba que fuese a costa de
Polonia. Si se les hubiese dejado sueltos, hubiesen arrojado alegremente a
Polonia por la borda, con tal de ganarse la colaboración rusa. Londres se lo
impedía, y entonces sólo les quedó recurrir a la persuasión. Bonnet creyó
vislumbrar una salida. Los rusos insistían en conseguir un acuerdo, acerca de
la colaboración militar con los polacos, antes de que estallase la guerra; los
polacos no querían aceptar ninguna ayuda soviética antes de que se abriesen
las hostilidades. Había llegado el momento, manifestó Bonnet, en que, lo que
para los rusos parecía ser todavía la paz, para los polacos, podía parecer ya la
guerra. La maniobra fracasó y Beck se mostró obstinado: «¡Nos pide que
firmemos un nuevo reparto de Polonia!». El 21 de agosto, los franceses
perdieron la paciencia. Decidieron pasar por alto la negativa polaca y seguir
adelante, en la esperanza de conseguir arrastrar a los polacos, quisieran o no
quisieran. Doumenc, jefe de la misión militar, recibió instrucciones de dar «en
principio, una respuesta afirmativa» a la pregunta rusa, y de «negociar y
firmar cualquier acuerdo susceptible de servir al interés común, a reserva de
que recibiese la aprobación final del gobierno francés». Los ingleses se
negaron a adherirse a esta acción, aunque tampoco protestasen contra ella.
De cualquier modo, si en algún momento existió la posibilidad de obtener
la alianza soviética, pudo darse ahora por perdida. El 14 de agosto, horas
después de que Vorochilov hiciese la pregunta fatídica, Ribbentrop envió un
telegrama a Schülenberg, su Embajador en Moscú; decía así: «No existe
ningún verdadero conflicto entre Alemania y Rusia… ni ninguna cuestión,
entre el Báltico y el mar Negro, que no pueda ser resuelta a entera satisfacción
de las dos partes». Ribbentrop estaba dispuesto a acudir a Moscú para «poner
los cimientos de un arreglo final de las relaciones germanosoviéticas»[18].
Este telegrama constituyó el primer paso real dado en el camino hacia la
mejoría de dichas relaciones. Hasta entonces, se habían mantenido en una
situación estacionaria; las discusiones entre personajes de segunda fila, de las
que, después, han sacado tanto partido los escritores occidentales, no fueron
más que sondeos, inspirados en el recuerdo de la antigua intimidad de
Rapallo. Por una vez, Hitler tomaba la iniciativa. ¿Por qué lo hizo en aquel
preciso momento? ¿El hecho de que coincidiesen la pregunta de Vorochilov y
la apertura de Ribbentrop nació de un previo acuerdo entre Stalin y Hitler?
¿Fue algún agente ignorado quien, desde el Kremlin, previno a Hitler de que
había llegado el momento? ¿Fue todo fruto del destino? Hitler dio a conocer
su plan de destrozar los nervios a los franceses y a los ingleses cuando enseñó
a Ciano, el 12 de agosto, una falsa invitación de Moscú; así, calmó los
temores de los italianos. Quizás Hitler, también en esta ocasión, no imaginó
su estrategia hasta el momento de ponerla en marcha. Después de todo, era
hombre dado a las improvisaciones atrevidas, y tomaba una decisión con la
rapidez del rayo; entonces, las presentaba como si fueran producto de una
política elaborada con tiempo y cuidado. Ribbentrop se quedó en
Berchtesgaden hasta el 13 de agosto, y, el 14, volvió a Berlín. No pudo, pues,
enviar el telegrama antes de esa fecha. Quizá, fue cosa del azar; no lo
sabemos ni nunca lograremos saberlo.
Schülenberg entregó el telegrama el 15 de agosto. Molotov no se dejó
atropellar. Mientras lo recibía «con el mayor interés», pensaba que las
negociaciones llevarían algún tiempo, y preguntó: «¿Cómo aceptaría el
Gobierno alemán la idea de un pacto de no-agresión con la Unión
Soviética?»[19]. La respuesta llegó en menos de veinticuatro horas: Alemania
ofrecía no sólo un pacto de no-agresión, sino una garantía común con respecto
a los Estados Bálticos y su mediación entre Rusia y el Japón. El punto
esencial era la visita de Ribbentrop[20]. Los rusos siguieron manteniendo la
puerta abierta a ambos bandos. El 17 de agosto, Vorochilov declaró a las
misiones militares de Occidente que no sería útil ninguna otra reunión en
tanto no pudiesen contestar a su pregunta sobre Polonia; sin embargo, después
de algunas peticiones, aceptó fijar otra para el 21 de agosto. Casi en el mismo
momento, Molotov señalaba a Schülenberg que una mejora de las relaciones
germanosoviéticas sería una cuestión que llevaría mucho tiempo. En primer
lugar, era necesario concluir un acuerdo comercial, y, luego, un pacto de no-
agresión. Sólo entonces sería posible pensar en una visita de Ribbentrop; pero
el Gobierno soviético «prefería llevar adelante las tareas prácticas sin
demasiado ruido»[21].
El 18 de agosto, Ribbentrop llamó aún más fuerte a la puerta de los rusos.
Las relaciones debían de clarificarse sin demora «para que el estallido de un
conflicto germanopolaco no cogiese a los rusos por sorpresa»[22]. Molotov
titubeó de nuevo. La fecha de la visita de Ribbentrop «no podía fijarse ni
aproximadamente». Antes de que pasara media hora, Schülenberg era llamado
al Kremlin; le dijeron que Ribbentrop podría ir al cabo de una semana[23].
Ignoramos qué fue lo que provocó esta súbita decisión. Schülenberg pensó en
una intervención personal de Stalin; pero esto no es más que una hipótesis,
una más entre las que más tarde se forjarían sobre este asunto. Hitler estimó
que eran muchos días; quería que Ribbentrop fuese recibido inmediatamente.
Tal vez pueda verse en esta premura la impaciencia en que siempre
desembocaban sus largas vacilaciones; pero puede encontrarse una causa más
profunda. El 26 de agosto era un buen momento si lo que quería era despejar
el camino para atacar a Polonia el 1.º de septiembre, pero no le permitiría
llevar a cabo una doble empresa: primero, desquiciar los nervios de los
occidentales por medio de un acuerdo con la Rusia soviética, y, segundo,
desquiciar los de los polacos, con la colaboración de las potencias del Este. Su
prisa hace pensar más bien en un nuevo «Múnich», no en una guerra.
Fuese como fuere, Hitler, a partir de este momento, actuó sin
intermediario alguno. El 20 de agosto, envió un mensaje personal a Stalin en
el que aceptaba todas las peticiones soviéticas y en el que insistía para que
Ribbentrop fuese recibido sin demora[24]. Este mensaje marcó un hito en la
Historia de la humanidad: fue el momento en el que la Rusia soviética volvió
a Europa en calidad de gran potencia. Ningún estadista europeo, hasta aquel
instante, se había dirigido directamente a Stalin. Los dirigentes occidentales
lo habían tratado como si se tratara de un ser distante y oscuro, una especie de
Bey de Bokhara. Hitler lo reconoció como jefe de un gran Estado. Se ha dicho
que Stalin era inaccesible a los sentimientos personales; no obstante, el
acercamiento de Hitler no pudo por menos de halagarlo. Acababa de sonar el
momento de la decisión. El 20 de agosto, se firmó el tratado comercial entre
Rusia y Alemania; se había dado satisfacción a la primera de las condiciones
presentadas por los rusos. En la mañana del 21 de agosto, Vorochilov se
entrevistó con las misiones militares. No tenían nada nuevo que decir y las
sesiones fueron aplazadas sine die. A las 17 horas del mismo día, Stalin dio su
conformidad a la fecha del 23 para que en ella acudiese Ribbentrop a Moscú.
La noticia fue anunciada aquella misma noche en Berlín, y, a la mañana
siguiente, en Moscú. Los franceses trataron una vez más de salvar la
situación. El día 22, Doumenc se entrevistó con Vorochilov para ofrecerle, de
acuerdo con las instrucciones de Daladier, aceptar la petición rusa, sin esperar
la respuesta de los polacos. Vorochilov rehusó: «No queremos que Polonia se
jacte de haber rechazado nuestra ayuda —ayuda que no tenemos la menor
intención de imponerles—»[25]. Las negociaciones anglofrancosoviéticas
llegaban a su fin. Al día siguiente, 23 de agosto, los franceses,
zalameramente, arrancaron de los polacos una fórmula que éstos concedieron
no sin reticencia. Los franceses quedaban autorizados para decir a los rusos
que: «Tenemos la certeza de que en la eventualidad de una acción común
contra una agresión alemana, la colaboración entre Polonia y la URSS no
quedaría excluida (o sería posible)»[26]. Esta fórmula no llegó a ser presentada
a los rusos. En el fondo, era un simple fraude. Beck sólo se decidió a
aprobarla cuando se enteró de que Ribbentrop estaba en Moscú; esta visita
eliminaba el peligro de una ayuda rusa a Polonia. Seguía creyendo que, en
tanto su país fuese independiente, tendría mayores oportunidades de llegar a
un entendimiento con Hitler. Pensó que la URSS se retiraba de Europa, lo
cual era una grata noticia para los polacos. Y, así, Beck pudo declarar
complacido: «Le ha llegado la hora a Ribbentrop de experimentar la mala fe
de los rusos»[27].
Ribbentrop no compartía esta opinión. Llegó a Moscú para cerrar un
acuerdo y lo consiguió de inmediato. El pacto público fue firmado el 23 y
constituyó un compromiso recíproco de no-agresión. Un protocolo secreto
excluía a Alemania de los Estados Bálticos y de la parte oriental de Polonia
(los territorios situados al este de la Línea Curzon, que estaban habitados por
ucranianos y por rusos blancos). Esto era, en suma, lo que los rusos habían
tratado de obtener de las potencias occidentales. El pacto germanosoviético
no era sino otro medio para llegar al mismo fin; quizás no fuese tan bueno,
pero valía más que no conseguir nada. Los acuerdos de Brest-Litovsk habían
muerto, ya que no con el apoyo de los occidentales, sí con el consentimiento
de Alemania. Sin duda era vergonzoso que la Rusia soviética concluyese un
acuerdo, del tipo que fuera, con la Alemania fascista, pero este reproche no se
lo podían hacer los mismos estadistas que habían acudido a Múnich y que
habían recogido los aplausos de la mayoría de sus conciudadanos. En
realidad, los rusos hicieron lo mismo que deseaban hacer los occidentales; y
la amargura de éstos fue una mezcla de la decepción y de la cólera que
experimentaron al comprobar que las profesiones de fe de los comunistas no
eran más sinceras que sus propias profesiones de fe democráticas. El pacto no
contenía ninguna de las desbordadas expresiones de amistad que Chamberlain
puso en la declaración que se firmó al día siguiente de Múnich. La verdad es
que Stalin repudió el acuerdo de modo expreso: «El gobierno soviético no
puede presentar de pronto a su pueblo una seguridad de la amistad
germanosoviética, después de haber sido cubierto de fango por el gobierno
nazi desde hace diez años».
Este pacto no era ni una alianza ni un acuerdo sobre el reparto de Polonia.
En Múnich, los ingleses y los franceses habían impuesto a los checos la
división de su país. El gobierno de Moscú no hizo nada parecido por lo que se
refiere a los polacos; prometió sencillamente permanecer neutral, que era lo
que los polacos le habían pedido siempre que hiciese y lo que implicaba,
igualmente, la política occidental. Y aun más: el pacto era, en último extremo,
contrario a los alemanes, puesto que limitaba su avance hacia el Este en caso
de guerra; así lo puso de relieve Winston Churchill en un discurso en
Manchester, inmediatamente después de concluir la campaña de Polonia. Los
rusos, en agosto, no pensaban todavía en términos bélicos. Suponían, como lo
suponía Hitler, que las potencias occidentales no lucharían si no contaban con
el apoyo de los rusos. Polonia tendría que ceder, y, una vez desapareciese el
obstáculo polaco, podría llegarse a una alianza defensiva con el Oeste en unas
condiciones más parejas. Y, si los polacos no claudicaban, tendrían que hacer
la guerra solos; sería entonces cuando se verían obligados a aceptar la ayuda
de la URSS El curso que tomaron los acontecimientos echó por tierra los
cálculos rusos; nunca pensaron en una guerra en la que participasen a la vez
Polonia y las potencias occidentales. Pero también esta situación supuso un
feliz desenlace para los dirigentes soviéticos: quedaba eliminado un ataque
combinado contra Rusia por parte de los Estados capitalistas; y esto era lo que
habían temido más. Pero su política no iba dirigida a esta meta. El 23 de
agosto era imposible prever los acontecimientos del 1 y del 3 de septiembre.
Hitler y Stalin se imaginaron que habían evitado la guerra, no que la
desencadenaban. El primero pensaba que se llegaría a un nuevo Múnich con
respecto a Polonia; el segundo, que, en todos los supuestos, había escapado de
una guerra entonces, y, tal vez, para siempre.
El 23 de agosto de 1939, los rusos hubiesen podido dar las vueltas que
hubieran querido a la bola de cristal, tratando de adivinar el porvenir;
difícilmente podrían haber encontrado otra fórmula. Sus temores a propósito
de una alianza europea contra Rusia eran exagerados, pero no carecían de
fundamento. Además, si se tiene en cuenta la negativa polaca a aceptar la
ayuda soviética e, igualmente, la política seguida por los ingleses, y que
consistía en prolongar las negociaciones de Moscú, sin tratar de llevarlas a
buen puerto, la neutralidad, con o sin pacto, era lo más a lo que los rusos
podían aspirar; la limitación a las conquistas alemanas en Polonia y en la zona
del Báltico, hacía aun más atrayente el pacto. Según los cánones de la
diplomacia, esta política era correcta; pero aun así estaba viciada por un grave
error: los estadistas soviéticos, al concluir un acuerdo escrito, creyeron, como
lo habían creído sus colegas de Occidente, que Hitler mantendría su palabra.
En verdad, Stalin abrigó sus dudas. Cuando se separaba de Ribbentrop,
declaró: «El gobierno soviético se toma este nuevo pacto muy en serio. Puede
dar su palabra de honor de que la Unión Soviética no traicionará a la otra
parte». Con esto quería decir claramente: «Hagan ustedes otro tanto». Sin
embargo, Stalin, al mismo tiempo, creyó de veras que el pacto tenía un valor,
y no sólo como maniobra inmediata, sino para un largo período de tiempo. El
hecho es curioso, pero no sorprendente. Los hombres sin escrúpulos se
lamentan frecuentemente cuando son engañados por los demás.
El caso es que había estallado la bomba. Hitler, radiante, pensó que
acababa de asestar el golpe decisivo. El 22 de agosto pronunció ante sus
generales el más salvaje de todos sus discursos: «¡Cerrad vuestros corazones a
la piedad! ¡Actuad brutalmente!». Esta diatriba no era una directiva seria para
la acción (piénsese que no se levantó acta de estas palabras). Hitler rendía
homenaje a su propia habilidad. Pero, en el discurso había algo sólido: «En el
futuro, es muy probable que el Oeste no intervenga»[28]. Por otra parte,
hablaba para la galería. Un informe sobre este discurso llegó casi
inmediatamente a la embajada británica[29]; con o sin intención, la sedicente
«resistencia» alemana prestó un favor a Hitler. El día 23, el Canciller dio un
paso más al fijar el ataque contra Polonia para el 26 de agosto a las 4 horas,
40 minutos. Era una comedia más para impresionar a los generales y, a través
de ellos, a las potencias occidentales. El programa alemán no podía empezar a
realizarse hasta el 1.º de septiembre. Antes, no era posible un ataque contra
Polonia, a no ser que ésta hubiese capitulado. Pero las consideraciones
técnicas parecían carecer de importancia. Se suponía que el pacto
germanosoviético había abierto una brecha en el ámbito diplomático de
Occidente.
Los polacos estuvieron a punto de darle la razón a Hitler. Bonnet quiso
siempre abandonar a los polacos a su suerte. No les perdonaba la conducta
que habían seguido cuando la crisis checa; consideraba, además, justa la
reivindicación alemana sobre Dantzig y no tenía ninguna fe en el ejército
polaco. Hacía observar que los rusos proclamaban que no podían luchar
contra los alemanes, puesto que no tenían ninguna frontera en común con
ellos; si Alemania conquistaba Polonia, ya existiría esta frontera y, a partir de
aquel momento, el pacto francosoviético recobraría todo su valor. El 23 de
agosto, cuando se enteró del viaje de Ribbentrop a Moscú, pidió a Daladier
que convocase el Consejo de Defensa Nacional. Ante él, dejó traslucir su
política: «¿Debemos aplicar ciegamente nuestra alianza con Polonia? ¿No
valdría más, por el contrario, presionar sobre Varsovia para que llegase a un
compromiso? De este modo podríamos ganar tiempo para completar nuestro
armamento, para acrecentar nuestra potencia militar y para mejorar nuestra
situación diplomática, de modo que estemos más capacitados para resistir a
Alemania en el caso de que, más tarde, se volviese contra Francia». Pero
Bonnet no era un luchador; no luchaba ni siquiera por la paz. Dejó que la
decisión la tomasen los demás. Los generales no querían confesar la endeblez
militar del país, de la cual eran responsables; o quizá no se diesen cuenta de
ella. Gamelin declaró que el ejército francés estaba «listo» (lo cual no tenía
una significación muy precisa); añadió que Polonia resistiría hasta la
primavera y que, para entonces, el frente occidental sería inexpugnable[30].
Nadie se preguntó si era verdaderamente posible, en las condiciones del
momento, ayudar a los polacos. No cabe duda de que los asistentes al Consejo
pensaron que el ejército francés se limitaría a ocupar la Línea Maginot, y que
no emprendería la ofensiva que había prometido Gamelin. No hubo ninguna
discusión de tipo político ni se hizo propuesta alguna de advertir a los polacos
del peligro que corrían. Polonia podía resistir a Hitler o llegar a un
entendimiento con él; podía hacer lo que le viniera en gana. Y hay un hecho
todavía más notable: los ingleses no hicieron ningún reproche; no tuvo lugar
ninguna reunión entre los ministros de los dos países, como había sucedido
cuando la crisis checa. También los ingleses eran libres de resistir a Hitler o
de llegar a un compromiso, sin que fuesen informados ni de las intenciones ni
de la fuerza de los franceses. Y, sin embargo, la decisión que tomasen
comprometería a Francia. Pero he aquí que el mutismo de los franceses sólo
podía conducirles o a abdicar definitivamente en Europa oriental o a soportar
casi solos el peso de una gran guerra en Europa, que, en el fondo, era lo que
hubiera querido Londres. No hubo más que silencio, silencio hacia los
ingleses, silencio hacia los polacos, silencio, casi, hacia los alemanes.
Daladier mandó una carta de advertencia a Hitler. Dicho de otro modo, los
estadistas franceses no hicieron nada en el curso de aquella semana que iba a
determinar, para muchos años, el destino de Francia.
Esta pasividad no dejaba de ser extraña, pero no más de lo que lo había
sido la política francesa durante los años anteriores. Los franceses no sabían
hacia dónde volverse. No querían renunciar deliberadamente a los acuerdos
de 1919, pero se sentían incapaces de mantenerlos. Se habían negado al
rearme alemán, mas no habían encontrado el medio de evitarlo. En el caso de
Austria habían dicho «no» hacia el Anschluss. Otro tanto habría sucedido con
Checoslovaquia, si no hubiesen intervenido los ingleses; éstos habían
insistido en la capitulación, y ellos habían cedido. En estos momentos, los
ingleses no decían nada y Daladier, el más representativo de los políticos
franceses, se encerró en una obstinada resistencia. Los franceses no se
preocupaban más por Dantzig de lo que se habían preocupado por los
territorios checoslovacos de lengua alemana, pero no querían ser ellos los que
destruyesen el edificio que, antaño, habían levantado. Querían, de un modo u
otro, llegar a una solución. En 1939, lo único que se decía es: «¡Hay que
terminar!». Pero nadie sabía cómo terminar. No había francés que pensase en
una derrota militar, pero tampoco nadie pensaba en la posibilidad de vencer a
Alemania. Existen indicios de que el servicio de información valoró por alto
la oposición interior en Alemania. Pero lo cierto es que la decisión del 23 de
agosto no se apoyó en ningún cálculo racional. Los franceses no sabían
realmente qué hacer, y resolvieron, pues, dejar venir los acontecimientos.
Por consiguiente, la decisión estaba sólo en manos del gobierno inglés,
cuya política tampoco parecía ser muy boyante. La alianza con los rusos se
había esfumado sin posibilidad de pensar nuevamente en ella. Fue éste un
error fundamental de la política inglesa, error, por otra parte, que contribuiría
en la misma medida que cualquiera otra causa a desencadenar la guerra. La
alianza con Rusia era la clave de la oposición: de los laboristas, de Winston
Churchill y de Lloyd George. Proclamaban que sólo esta alianza permitiría
resistir a Hitler. El gobierno no era del mismo parecer; nunca le dio un valor
práctico y emprendió las negociaciones contra su voluntad, influido por la
agitación que reinaba en el Parlamento y en el país. Se sintió aliviado, y tuvo
una gran alegría cuando pudo declarar a quienes lo criticaban: «¡Ya lo
habíamos dicho nosotros!». Los conservadores fueron más lejos. Muchos de
ellos habían presentado a Hitler como una especie de muralla frente al
bolchevismo; a partir de aquel momento, pasó a ser un traidor a la causa de la
civilización occidental. Simultáneamente, los laboristas se volvieron, casi con
amargura, contra Stalin, resueltos a demostrar que por lo menos ellos eran
sinceros en su antifascismo, aunque se viesen forzados con su postura a
sostener a Chamberlain. Lógicamente, el pacto germanosoviético debiera
haber desilusionado al pueblo inglés, pero el único que se lo tomó en serio fue
Lloyd George. Él fue quien, por otra parte, fomentó una resolución insólita,
única en los últimos veinte años de política inglesa. El 22 de agosto, el
gabinete, en medio de una unánime ovación, decidió mantener el compromiso
que había contraído con Polonia.
No se discutió cómo iba a dársele cumplimiento; en realidad, no había
manera posible de llevarlo adelante. Los consejeros militares no fueron
convocados, excepto para examinar la defensa de Londres. El gobierno seguía
pensando en términos políticos, no de acción. Sus intenciones no habían
cambiado y, por tanto, se advirtió con firmeza a Hitler de que si atacaba
Polonia desencadenaría una guerra mundial, y, al propio tiempo, se le aseguró
que obtendría lo que deseaba si se comportaba pacíficamente. Todos los
ministros estuvieron de acuerdo con esta política. En consecuencia, no
preguntaron a los franceses si la guerra era prácticamente posible, ni a los
polacos qué concesiones estarían dispuestos a consentir; estaban decididos, en
el caso de que Hitler se mostrase razonable, a hacer lo que fuera preciso, sin
importarles el parecer de los demás. El gobierno seguía estando de acuerdo
con Hitler respecto de Dantzig, pero, ni siquiera en aquellos momentos, se
llegó a plantear esta cuestión. El Führer esperaba que se le hiciesen unas
ofertas que él haría subir; los ingleses esperaban que se les planteasen unas
reivindicaciones que, por su parte, rebajarían. El que diera el primer paso,
perdería la partida; ninguno lo dio. La Gran Bretaña encontró una solución
intermedia: pondría a Hitler en guardia contra una guerra y, al mismo tiempo,
le daría a entender las recompensas que obtendría de una actitud pacífica. En
principio, pensaron en enviar un emisario, que, en esta ocasión, no sería
Chamberlain, sino, tal vez, el mariscal Lord Ironside. En medio del
desconcierto que se produjo a raíz de la firma del pacto germanosoviético, no
fue posible llevar a la práctica esta idea. Se confió el mensaje al Embajador,
Neville Henderson, que, el 23 de agosto, emprendió vuelo rumbo a
Berchtesgaden.
La elección había sido desdichada. Henderson trató, seguramente, de
hablar con firmeza, pero le faltaba la convicción. Con una constancia digna de
mejor causa, seguía convencido de que los polacos no tenían razón. Hubiera
querido que se hubiesen visto obligados a ceder, como sucediera, el año
anterior, con los checos. Pocos días antes de la entrega del mensaje, escribió a
un amigo del Foreign Office, y le dijo que, «la Historia podrá juzgar que el
gran responsable de la guerra es la prensa en general… Puede creerme si le
digo que, de todos los alemanes, Hitler es el que se muestra más moderado en
lo que concierne a Dantzig y al pasillo… El año pasado, cuando estábamos al
borde de un conflicto no pudimos decir “¡Basta!” a Benes, y ahora no se lo
podemos decir a Beck»[31]. Y seguramente tampoco se lo dijo a Hitler. Al
tiempo de transmitir fielmente el mensaje, dio nuevamente muestras del
espíritu conciliador de los ingleses. Dijo con franqueza a Hitler que: «La
prueba de la amistad de Chamberlain hacia usted, la encontrará en el hecho de
que se haya negado a incorporar a Churchill al gabinete»; y añadió que la
actitud hostil que imperaba en Gran Bretaña era obra de los judíos y de los
enemigos de los nazis, lo cual coincidía exactamente con la opinión de su
interlocutor[32]. Al verse ante un adversario tan grotesco, Hitler se engalló y
empezó a dar voces. Cuando Henderson salió de la estancia, el Führer se dio
una palmada en la cadera y dijo: «Chamberlain no sobrevivirá a esta
conversación; su gabinete caerá esta noche»[33]. Henderson se comportó como
Hitler suponía. Cuando estuvo de nuevo en Berlín, escribió a Halifax en estos
términos: «He pensado desde el primer momento que los polacos son unos
estúpidos y unos imprudentes», y añadió: «Personalmente, no veo ya
posibilidad de evitar la guerra, a no ser que el Embajador polaco reciba
instrucciones para que solicite, hoy o, a lo más tardar mañana, una entrevista
de Hitler»[34].
Pero en Inglaterra los acontecimientos no tomaron el rumbo que Hitler
había previsto; muy por el contrario, el Parlamento se reunió el 24 de agosto y
aplaudió unánimemente lo que creía que era una postura firme del gobierno.
Hitler empezó a tener sus dudas; parecía evidente que hacía falta algo más
para conseguir que el gobierno británico cediese. El 24 de agosto, el Führer
volvió a Berlín en avión. De acuerdo con sus instrucciones, Göring convocó
al sueco Dahlerus y lo envió a Londres con una petición oficiosa de que el
gobierno inglés meditase sus decisiones. La trampa era ingeniosa: si los
ingleses rehusaban la propuesta, Hitler podía pretender que él no hacía el
menor gesto imprudente; si la aceptaban, se verían obligados a ejercer presión
sobre los polacos. Aquella misma noche, Hitler reunió a Göring, a Ribbentrop
y a los principales generales. ¿Había que llevar adelante el ataque a Polonia,
que se había previsto para dentro de treinta y dos horas? Hitler declaró que
iba a hacer una nueva tentativa para separar a las potencias occidentales de
sus aliados, los polacos. Esta tentativa se realizó en forma de una «ultísima
oferta», que fue comunicada a Henderson poco después de la medianoche del
25 de agosto. Alemania, decía Hitler, estaba decidida a hacer desaparecer las
condiciones macedonianas que reinaban en la frontera Este del país. Los
problemas de Dantzig y del pasillo debían ser resueltos (pero no precisaba
cómo). Una vez tuviese el camino libre, Alemania haría «una oferta amplia,
comprensiva»; garantizaría el Imperio británico, aceptaría una limitación de
los armamentos y renovaría su promesa de considerar como definitiva la
frontera occidental[35]. Henderson, como de costumbre, se impresionó. Señaló
que Hitler hablaba «con mucha gravedad y con manifiesta resolución»[36].
Posteriormente, algunos autores han calificado esta oferta de fraudulenta, lo
cual es verdad en cierto sentido. Su finalidad inmediata era aislar a Polonia.
Sin embargo, no dejaba de estar dentro de los esquemas permanentes de la
política del Führer: aunque quisiera tener las manos libres en el Este, para
poder, así, destruir un estado de cosas que los occidentales de ideas más claras
consideraban intolerables, no abrigaba ninguna ambición concreta con
respecto a la Gran Bretaña ni a Francia.
Pero ¿qué podía esperarse de semejante oferta en las condiciones que
imperaban en aquellos momentos? Henderson ofreció llegar a Londres en
avión en la mañana del 26. El ataque a Polonia habría empezado
probablemente para entonces. Luego, ¿qué sentido dar a las palabras de
Hitler? ¿Quería purificarse con vistas a la posteridad o ante su propia
conciencia? ¿Se había olvidado de sus proyectos, sin darse cuenta de que, una
vez que se da una orden, ha de ser ejecutada? Parece que ésta sea la
explicación más verosímil. Durante la tarde del día 25, Hitler no hizo más que
dar vueltas por la Cancillería sin saber qué hacer. A las 15 horas dio orden de
que se efectuase el ataque contra Polonia. Tres horas más tarde, Attolico,
Embajador de Italia, le llevó un mensaje de Mussolini: aunque Italia estuviese
incondicionalmente dispuesta a seguir a Alemania, no podría «intervenir
militarmente» a menos que Alemania no satisfaciese todas sus necesidades de
material bélico; la lista de estas necesidades, que fue enviada a Hitler,
«hubiera bastado —según palabras de Ciano— para matar un buey, si es que
los bueyes saben leer». Mussolini había representado el papel de hombre
fuerte hasta el último momento; cuando le vio las orejas al lobo, escurrió el
bulto. A los pocos momentos sobrevino otro incidente. Ribbentrop anunció
que se acababa de firmar en Londres una alianza formal entre la Gran Bretaña
y Polonia. Hitler convocó a Keitel, Jefe del Estado Mayor: «Suspenda todo
inmediatamente, póngase sin demora en contacto con Brauchitsch
[Comandante en Jefe]. Necesito tiempo para negociar». Estas órdenes fueron
cursadas poco después de las 19 horas. La ofensiva, prematuramente
dispuesta, fue anulada con precipitación.
Éste es otro episodio misterioso. ¿Por qué Hitler se echó atrás en el último
momento? ¿Le habían fallado los nervios? ¿Le cogió de improviso la noticia
de la neutralidad italiana y la de la firma de la alianza anglopolaca? Él, con la
inclinación que distingue a todo estadista de echar a los demás la culpa de
todo, acusó a Mussolini de haber torcido las cosas; al saber que los italianos
estaban decididos a no combatir, los ingleses habían recobrado fuerzas,
justamente en el momento en que estaban a punto de ceder. Esto es una
bobada. Los ingleses ignoraban la decisión de Mussolini, aunque tuviesen
buenas razones para adivinarla, cuando firmaron la alianza con Polonia. El
momento de la firma no fue especialmente elegido. Las negociaciones con los
rusos lo habían demorado; después del fracaso de aquéllas, no había ya
motivo para esperar, y los ingleses firmaron tan pronto como se cubrieron las
formalidades preliminares. También ignoraban que Hitler hubiese escogido el
día 25 de agosto para hacer estallar la crisis; siempre habían pensado en la
primera semana de septiembre, como el propio Hitler pensara, tiempo atrás,
en el día primero del mismo mes. Ésta es, con toda probabilidad, la
explicación del porqué dudó tanto el 25. Adelantar la ofensiva a esta fecha
constituía una especie de ensayo, una prueba más de su obstinación; en suma,
algo parecido a lo que pasara el año anterior en Godesberg. Además, al
margen de los acontecimientos diplomáticos, tenía buenas razones de orden
militar para volver a la antigua fecha. El 25 de agosto, la frontera occidental
de Alemania estaba prácticamente indefensa. Quizás Hitler pensase entonces
que, a pesar de todo, habría una guerra. Pero lo más fácil es que dijese la
verdad a Keitel: necesitaba tiempo para negociar.
También los ingleses deseaban establecer contactos. La firma de la alianza
con Polonia constituía un preludio a unas conversaciones y no una decisión
firme de entrar en guerra. Los documentos demuestran que la Gran Bretaña
no se tomó la alianza muy en serio. El primer proyecto había sido redactado
con la intención de hacerlo concordar con una alianza anglosoviética. En
medio de la confusión que siguió a la firma del pacto germanorruso, fueron
incluidas unas cláusulas sacadas de un proyecto polaco, y una de ellas
contenía el compromiso ante el cual tantas veces se habían echado atrás: una
extensión de la alianza a la ciudad de Dantzig. Sin embargo, casi en el
momento en que se iba a proceder a la firma, un funcionario del Foreign
Office redactó unas «contrapropuestas eventuales destinadas a Herr Hitler»,
en las cuales se señalaba que Dantzig tendría «derecho a elegir su estatuto
político», siempre y cuando se reconociesen los derechos económicos de
Polonia[37]. El mismo Halifax declaró al Embajador polaco: «El gobierno de
Varsovia cometería un grave error si tratara de adoptar una postura que
excluyese una modificación pacífica del estatuto de Dantzig»[38]. Por tanto, el
gobierno inglés y Hitler estaban muy cerca de un acuerdo sobre el modo
cómo debía terminar la crisis; sólo los polacos no iban al mismo paso. No
obstante, el problema no consistía en saber cómo acabarían las
conversaciones, sino cómo empezarían, y, en este punto, no se había llegado a
ninguna solución.
Entre el 26 y el 29 de agosto se puso con ardor la primera piedra de lo que
debía ser el edificio de un acuerdo: los ingleses dejaron entrever qué era lo
que ofrecerían y Hitler apuntando lo que pensaba reclamar; pero ni una ni otra
parte se decidió a franquear el umbral. Los sondeos se llevaron a cabo en dos
planos, lo cual no hizo más que aumentar la confusión. Neville Henderson
actuó como mediador oficial; Dahlerus fue con frecuencia de Berlín a
Londres. El día 25 llegó en avión a la capital británica, de donde regresó el
26; el día 27 volvió a hacer el mismo viaje, y otro tanto el 30. En Berlín se
entrevistó con Göring y, en alguna ocasión, con Hitler; en Londres, donde sus
visitas fueron mantenidas en el mayor secreto, tuvo contactos con
Chamberlain y con Halifax. Los ingleses ponían de relieve que sus
declaraciones a Dahlerus «no eran oficiales»; Hitler debía de pensar a la
fuerza que se estaba fraguando un nuevo Múnich. Tal vez le desconcertara
verdaderamente la firma de la alianza anglopolaca, pero su confusión se
disipó a medida que Henderson y Dahlerus multiplicaban sus esfuerzos. Sin
embargo, los ingleses, cuando escucharon al enviado sueco creyeron que su
situación mejoraba. Un miembro del Foreign Office hizo el comentario
siguiente sobre las actividades del sueco: «Esto prueba que el gobierno
alemán vacila… Si podemos y debemos mostrarnos conciliadores en la forma,
hay que mantener una firmeza total en cuanto al fondo… Según los últimos
indicios, tenemos un juego de un valor inesperado». Con mucha ingenuidad,
Halifax creyó incluso que un segundo Múnich desacreditaría a Hitler y no al
gobierno británico. «Cuando hablamos de Múnich —escribió—, hemos de
recordar las modificaciones que ha experimentado la actitud y la fuerza de
nuestro país, y las que se han operado en la conducta de otros —Italia, y, es de
esperar, el Japón—. Si Hitler llega ahora a aceptar una solución moderada, no
podremos por menos de creer que sufrirá un cierto desprestigio dentro de
Alemania»[39].
Ambos bandos iban dando vueltas el uno en torno al otro, como dos
boxeadores que buscan una posición ventajosa para disparar sus puños. Los
ingleses ofrecían arreglar unas negociaciones directas entre Alemania y
Polonia si Hitler prometía comportarse pacíficamente; Hitler replicaba que no
habría guerra si se daba satisfacción a sus reclamaciones sobre Dantzig.
Algunos autores han afirmado que la respuesta de Hitler no era honrada, que
trataba de aislar a Polonia, no de evitar un conflicto. Quizá fuese así. Pero la
respuesta de Londres tampoco era honrada: no existía ninguna posibilidad de
que los polacos se decidiesen a hacer concesiones cuando se hubiese superado
el peligro de una guerra, y los ingleses lo sabían bien. El año anterior, Benes
había pedido ayuda a la Gran Bretaña, que le había contestado que si se
mostraba conciliador, se la concederían. El Presidente checo había mordido el
anzuelo. En esta ocasión, los ingleses estaban bien comprometidos; tenían las
manos atadas, no tanto por su alianza oficial con los polacos, cuanto por la
resolución demostrada por la opinión pública del país. No podían dictar a
Polonia las concesiones que tenía que hacer, ni permitir que Hitler se las
impusiera. Mas, los polacos no cederían por propia iniciativa. El 23 de agosto,
Sir Horace Wilson se entrevistó, en nombre de Chamberlain, con Kennedy,
Embajador de los Estados Unidos. Después de la conversación, este último
telefoneó al Departamento de Estado: «Los ingleses quieren una cosa, una
sola, de nosotros: que presionemos sobre los polacos. Piensan que ellos no
pueden hacerlo a causa de sus obligaciones, pero que nosotros podemos
encargarnos de ello»[40]. El Presidente Roosevelt rechazó la idea
inmediatamente. Chamberlain —y seguimos a Kennedy— perdió entonces
toda esperanza: «Lo que es terrible es la inutilidad de todo esto —llegó a
decir—. En definitiva, no pueden salvar a los polacos, sino sólo librar una
guerra de desquite que supondría la destrucción de toda Europa»[41].
El callejón siguió sin salida hasta el 29 de agosto. Fue abierto por Hitler.
Éste se encontraba en una situación de extrema debilidad, aunque los ingleses
lo ignorasen, ya que le quedaba poco tiempo para lograr un éxito diplomático
antes del 1.º de septiembre. A las 19 horas, 15 minutos, hizo a Henderson una
oferta y una petición formales: negociaría directamente con los polacos si
éstos enviaban un plenipotenciario a Berlín al día siguiente. Era una cesión
con respecto a la postura rigurosa que había preconizado el 26 de marzo, y
según la cual no trataría nunca directamente con los polacos. Henderson se
lamentó de que esta solicitud se pareciese peligrosamente a un ultimátum,
pero la aceptó con prontitud; a su juicio, era «la única oportunidad de evitar la
guerra». La transmitió urgentemente a su gobierno, y apremió al de París para
que aconsejase una inmediata visita de Beck e insistió sobre todo cerca del
Embajador Lipski[42]. Éste no prestó la menor atención y, al parecer, ni
transmitió la petición de Hitler a Varsovia. Los franceses, por su parte,
actuaron conforme a lo que se les indicaba y dijeron a Beck que acudiese
rápidamente a Berlín. Pero la decisión estaba en manos del gobierno inglés:
contaba al fin con la propuesta que había deseado desde el primer momento y
que no había dejado de sugerir a Hitler; se iban a entablar negociaciones
directas con los polacos. El Führer había representado su papel, pero la Gran
Bretaña no podía hacer otro tanto con el suyo. El gobierno inglés dudaba
seriamente de que los polacos acudiesen a Berlín ante una conminación de
Hitler. Kennedy dio a conocer a Washington los sentimientos de Chamberlain:
«Hablando francamente, encuentra más difícil hacer entrar en razón a los
polacos que a los alemanes»[43]. Los ingleses meditaron sobre el problema
durante todo el día 30, y, finalmente, hallaron una especie de solución. El día
31, a las 0 horas, 25 minutos, transmitieron a Varsovia la petición de Hitler, es
decir, veinticinco minutos antes de que expirase el ultimátum alemán, si es
que de un ultimátum se trataba. Tenían razón al temer la tozudez de los
polacos. Beck, no más hubo sido informado de la propuesta hitleriana,
respondió que «si se le invitaba a ir a Berlín, por supuesto no acudiría, pues
no tenía la menor intención de que se le tratase como al Presidente
Hacha»[44]. De este modo, los ingleses podrían argüir siempre que habían
hecho todo lo posible para llevar a Berlín a un plenipotenciario polaco,
cuando, en el fondo, sabían que eran incapaces de lograrlo.
Hitler no había previsto esta negativa. Contaba con que se iniciarían las
negociaciones y tenía la intención de romperlas basándose en la obstinación
de los polacos. Siguiendo sus instrucciones, fueron por fin preparadas unas
demandas concretas. Se reclamaba la inmediata reincorporación de Dantzig al
Reich y que se celebrase un plebiscito para decidir la suerte del pasillo[45]; es
decir, las mismas condiciones sobre las que el gobierno británico y el francés
estaban desde hacía tiempo de acuerdo. Pero, a falta del plenipotenciario
polaco, los alemanes se vieron con que no tenían a quien dar a conocer sus
condiciones. El día 30, a las doce de la noche, Henderson fue a decir a
Ribbentrop que el plenipotenciario polaco no acudiría aquel día. Ribbentrop
tenía, sólo, un borrador del proyecto, sobre el que figuraban las correcciones
que Hitler había estimado oportuno hacer y que, por consiguiente, no estaba
en condiciones de ser entregado a Henderson. Ribbentrop había recibido de
Hitler la consigna de no dárselo. Se limitó, pues, a leerle despacio. La leyenda
ha pretendido que el ministro alemán lo había «leído confusamente» y que el
Embajador se había visto decepcionado por unas condiciones presentadas por
pura fórmula. En realidad, Henderson comprendió perfectamente el sentido de
todo y se impresionó profundamente. Dichas condiciones, tomadas al pie de
la letra, «no estaban fuera de razón». De regreso a la Embajada, convocó a
Lipski a las 2 de la madrugada para apremiarle a que solicitara
inmediatamente una entrevista con Ribbentrop. Tampoco Lipski prestó
atención esta vez y se volvió a la cama.
Los alemanes temieron que Henderson no hubiese transmitido
correctamente las condiciones. Recurrieron nuevamente a Dahlerus para que
actuase como enviado oficioso. Göring, que pretendía actuar a espaldas de
Hitler, enseñó las peticiones al sueco que, a su vez, las cursó por teléfono a la
Embajada inglesa, hacia las 4 de la madrugada. Göring sabía que las
conversaciones telefónicas eran escuchadas por tres organismos
gubernamentales, como poco (de los cuales uno era el suyo); en consecuencia,
su pretensión de actuar a espaldas de Hitler era, naturalmente, una burda
mentira. A partir del día siguiente prescindió de ella. Dahlerus recibió una
copia de las condiciones alemanas y la llevó a la Embajada inglesa. Y otra vez
Henderson convocó a Lipski que se negó a ir. Dahlerus y Ogilvie-Forbes,
Consejero de la Embajada, fueron enviados a entrevistarse con el polaco. Éste
se mostró irreductible y no quiso ni siquiera leer el documento que le
presentaron. Cuando Dahlerus hubo abandonado la estancia, el Embajador
protestó contra la presencia de aquel intermediario, y declaró que estaba
«dispuesto a jugarse su reputación [apostando] a que la moral alemana se
estaba viniendo abajo, a que el régimen actual no tardaría en ser derribado…
Aquella oferta era una trampa, y también un signo de debilidad por parte de
los alemanes»[46]. Dahlerus hizo un nuevo esfuerzo para vencer aquella
obstinación y telefoneó a Londres, a Horace Wilson. Le dijo que las
condiciones alemanas eran «extremadamente liberales»; era evidente para
nosotros [¿para Dahlerus?, ¿para Göring?, ¿para Henderson?], que los polacos
ponían trabas a la posibilidad de entablar negociaciones. Wilson, que se dio
cuenta de que los alemanes estaban escuchando, le dijo que se callara y
colgó[47].
La precaución se había tomado demasiado tarde. Todo lo que había
sucedido en el curso de las últimas horas llegó a trascender hasta tal extremo
que los periódicos ya lo habían publicado. Los alemanes estaban al corriente
de todo, de las conversaciones entre Henderson y Lipski, y entre Dahlerus y
Henderson, de las idas y venidas entre la embajada inglesa y la polaca… Es
seguro que Hitler también lo supo. ¿A qué conclusión llegaría? A una sola:
que había logrado meter una cuña entre Polonia y sus aliados occidentales.
Esto era verdad por lo que se refería al gobierno francés y a Henderson. Este
último escribió el día 31: «Después de la oferta alemana, una guerra no
tendría justificación de ninguna clase… El gobierno polaco, una vez impuesto
de las condiciones que ya se han hecho públicas, debería de anunciar su
intención de enviar un plenipotenciario para discutirlas en términos
generales»[48]. Henderson no sabía que en Londres ya no gozaba del mismo
ascendiente que el año anterior. Ahora bien, el gobierno de Su Majestad
también empezaba a perder la paciencia con los polacos. Ya estaba avanzada
la noche del día 31, cuando Halifax telefoneó a Varsovia: «No veo por qué
encuentra dificultades el gobierno polaco para autorizar a su Embajador a que
reciba un documento que se le entrega en nombre del gobierno alemán»[49].
Veinticuatro horas más tarde, el abismo que había que salvar se habría abierto,
más todavía. Pero Hitler no contaba precisamente más que con veinticuatro
horas; era prisionero de su propio horario. Sus generales se mostraban
escépticos y no podía volver a retrasar el ataque contra Polonia si no tenía
nada sustancial que ofrecer, y los polacos le habían negado esta última
oportunidad. Las diferencias entre Polonia y sus aliados le ofrecían una
posible fórmula de actuación; y se decidió a apostar.
El 31 de agosto, a las 12 horas, 40 minutos, Hitler decidió llevar adelante
el ataque. A las 13 horas, Lipski telefoneó solicitando una entrevista con
Ribbentrop. Los alemanes, que habían interceptado las instrucciones recibidas
por el polaco, sabían que le habían prohibido «entrar en negociaciones
concretas». A las 15 horas, Weizsäcker le preguntó si acudía en calidad de
plenipotenciario, a lo que contestó: «No, en calidad de Embajador». Esto
bastó a Hitler. Al parecer, los polacos se mantenían en sus trece; por tanto,
podía seguir adelante con su juego y tratar de aislarlos por medio de una
guerra. A las 16 horas, Lipski pudo por fin ver a Ribbentrop y le declaró que
su gobierno «consideraba favorablemente la propuesta inglesa de iniciar unas
negociaciones directas entre Alemania y Polonia. Ribbentrop le preguntó, a su
vez, si se presentaba a él en calidad de plenipotenciario. Lipski respondió
negativamente. Ribbentrop no le hizo saber cuáles eran las condiciones
alemanas; aunque lo hubiese hecho, Lipski se habría negado a recibirlas. De
este modo terminó el primer contacto directo que, desde el 26 de marzo,
mantenían Alemania y Polonia. Los polacos conservaron el control sobre sus
nervios hasta el último momento. Al día siguiente» a las 4 horas, 45 minutos,
los alemanes atacaron. Sus aviones bombardearon Varsovia a las 6 horas.
La Gran Bretaña y Francia se encontraban ante un claro casus foederis. Su
aliada acababa de ser brutalmente agredida; no les quedaba nada más que
declarar la guerra a los atacantes. Sin embargo, no lo hicieron. Los dos
gobiernos cursaron a Hitler una amonestación severa y penosa, y le
advirtieron que se verían precisados a entrar en guerra si no suspendía
inmediatamente su acción. Entretanto, esperaron que sucediese algo, y así fue.
El 31 de agosto, Mussolini, siguiendo el ejemplo del año anterior, propuso
que se convocara una conferencia europea que se reuniría el 5 de septiembre;
en ella serían examinadas todas las causas del conflicto; pero, antes que nada,
Dantzig tenía que ser devuelto al Reich. El gobierno inglés y el francés
acogieron favorablemente la propuesta. Pero Mussolini había calculado mal el
momento. En 1938, se contaba con tres días para evitar la guerra; en 1939,
con menos de veinticuatro horas, plazo menos que suficiente. Cuando los
gobiernos occidentales le contestaron el día 1.º de septiembre, debieron exigir
el previo alto el fuego en Polonia. No lo hicieron así. Mientras Bonnet se
entusiasmaba con la proposición de Mussolini, en Inglaterra la opinión
pública se había desbordado. La Cámara de los Comunes mostró su
disconformidad cuando Chamberlain comunicó que Alemania había sido
sencillamente «advertida» y esperó que al día siguiente se ofreciese a su
consideración algo más substancial. Halifax, haciéndose, como siempre, eco
del sentir nacional, subrayó que la conferencia sólo se celebraría si los
alemanes evacuaban Polonia. Los italianos sabían que era inútil presentar a
Hitler una petición de este tipo y cesaron en sus esfuerzos de intentar la
reunión de una conferencia.
Sin embargo, el gobierno británico y el francés, sobre todo este último,
siguieron creyendo en una conferencia, de la cual sólo existió una idea muy
poco consistente. Al principio, Hitler contestó a Mussolini que si se le
invitaba a una conferencia, contestaría el 3 de septiembre al mediodía. De ahí
que Bonnet y Chamberlain se esforzasen desesperadamente en retrasar
cualquier declaración de guerra hasta pasado ese momento, aunque los
italianos, por su parte, hubiesen ya renunciado a convocar a Hitler. Bonnet dio
como excusa que los militares tenían necesidad de un plazo de tiempo,
durante el cual no se viesen perturbados por bombardeo alguno (si bien sabían
que no sería éste el caso, puesto que la aviación alemana estaba totalmente
ocupada en Polonia); en tanto procederían a la movilización. Chamberlain no
puso excusas, limitándose a señalar que los franceses pedían aquel plazo y
que seguía siendo difícil colaborar con semejantes aliados. En la noche del 2
de septiembre volvió a hablar en los Comunes de unas hipotéticas
negociaciones: «Si el gobierno alemán aceptase retirar sus tropas, el gobierno
de Su Majestad estaría dispuesto a considerar la situación como si las tropas
alemanas no hubiesen violado la frontera polaca. Dicho de otro modo, se
abriría el camino a una discusión entre el gobierno alemán y el polaco y se
plantearían las cuestiones litigiosas». Estas palabras colmaron la medida;
incluso los más fieles conservadores se indignaron. Leo Amery pidió a Arthur
Greenwood, jefe interino de la oposición: «¡Hable en nombre de Inglaterra!»,
tarea de la que era incapaz Chamberlain. Algunos ministros, dirigidos por
Halifax, declararon al Primer Ministro que el gobierno caería si no enviaba un
ultimátum a Hitler antes de la próxima reunión de la Cámara. Chamberlain
cedió, haciendo caso omiso de las objeciones de los franceses. El ultimátum
británico fue entregado a los alemanes a las 9 horas del día 3 de septiembre;
expiraba a las 11 horas; pasado este plazo, vendría la guerra. Al enterarse de
que los ingleses combatirían en cualquier caso, Bonnet tuvo buen cuidado de
no irles a la zaga. Se adelantó la hora del ultimátum francés, a despecho de los
reparos que hizo el Estado Mayor Central; se entregó el día 3 de septiembre al
mediodía y expiraba a las 17 horas. De esta extraña manera, los franceses,
que, desde hacía veinte años habían preconizado la resistencia a Alemania,
dieron la impresión de que eran arrastrados a la guerra por los ingleses,
quienes, muy por el contrario, habían sido defensores acérrimos de la
conciliación desde la misma época. Ambas partes tomaron las armas en
defensa de aquella parte de los acuerdos de paz que consideraban más dudosa.
Quizás Hitler hubiese tenido en la cabeza desde el primer momento la
intención de librar una gran guerra; sin embargo, si damos fe a los
documentos, podríamos pensar que se vio embarcado en ella por haber puesto
en marcha el día 29 de agosto una maniobra diplomática que debería haber
desencadenado el 28.
Éstos fueron los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, o, para ser más
exactos, de la guerra a la que se entregaron las tres potencias occidentales a
causa de los acuerdos de Versalles; es decir, Segunda Guerra que empezó a
fraguarse no más hubo terminado la Primera. Se discutirá por mucho tiempo
si hubiera podido ser evitada por medio de una mayor firmeza o de un
esfuerzo de conciliación de más vuelo; nunca encontraremos respuesta a estas
hipótesis. Una y otra fórmula hubieran podido tener éxito si se hubiesen
practicado con constancia. El método seguido por los ingleses y que consistió
en mezclar las dos, estaba condenado al fracaso. Hoy, todas estas cuestiones
parecen estar terriblemente lejos. Si Hitler se equivocó al suponer que las dos
potencias occidentales no irían a la guerra, estuvo, sin embargo, en lo cierto
cuando previó que no se la tomarían en serio. La Gran Bretaña y Francia no
hicieron nada por ayudar a los polacos, y muy poco por ayudarse a sí mismas.
La lucha europea que había empezado en 1918, cuando los delegados
alemanes se presentaron ante Foch, en el vagón de Rethondes, terminó en
1940, en el momento en que los delegados franceses se presentaron a su vez a
Hitler en el mismo vagón. En la Europa dominada por Alemania reinaba un
«nuevo orden».
El pueblo inglés se decidió a desafiar a Hitler, aunque no contase con
medios para dar al traste con su obra. Pero el propio Canciller acudió en su
ayuda. Su éxito estaba en función del grado de aislamiento al que consiguiese
reducir a Europa. Y él mismo se cerró la puerta. En 1941 atacó a la Rusia
Soviética y declaró la guerra a los Estados Unidos, dos potencias de primer
orden que sólo aspiraban a que se las dejase tranquilas. Fue entonces cuando
estalló una verdadera guerra mundial. Su sombra todavía se proyecta sobre
nosotros. La guerra que estalló en 1939 se ha convertido en un simple objeto
de curiosidad histórica.
A.J.P. TAYLOR (1906–1990). Historiador y periodista inglés.
Estudió en Oriel College de la Universidad de Oxford, siendo el número uno
de su promoción (1927). En 1931 comienza a escribir para el Manchester
Guardian (más tarde The Guardian). En el ámbito académico, fue profesor e
investigador docente en el Magdalen College de la Universidad de Oxford.
Asimismo, colaboró con la BBC, siendo muy frecuentes sus apariciones en
televisión. Aunque a menudo causaba controversias con sus opiniones, Taylor
mantuvo un alto nivel en su carrera académica.
Entre su obras destacan The Struggle for Mastery in Europe 1848–1918
(1954) y English History 1914–1945 (1965).
Notas
[*]
El Prólogo que aquí se reproduce apareció bajo el título «Second
Thoughts» en la segunda edición de esta obra (1963). [Nota del ed. digital].
<<
[1] Mr. A. L. Rowse, en su libro All Souls and Appeasement. <<
[2] Burton H. Klein, Germany’s Economic Preparations for War (1959). Mr.

Klein es un economista de la Corporación Rand. <<


[3] Klein, pág. 16-17. <<
[4] Fritz Tobias, Reichstagbrand (1962). <<
[5] Keitel a Ribbentrop, 30 de nov. de 1938. <<
[6] Directiva de Keitel, 22 de marzo de 1939. <<
[7] Informe de Keitel, 4 de abril de 1939. <<
[8] Wolfgang Sauer en Die nationalsozialistische machtergreifung (año 1960).

<<
[9] Churchill, The Second World War. (La Segunda Guerra Mundial). <<
[10] Klein. <<
[11] Klein. <<
[12] Klein. <<
[13] Relación de Hossbach: Declaración jurada en el International Military

Tribunal y con variantes, en Von der militarischen Verahtwortlichkeit in des


Zeit vor dem zweiten Weltkrieg (1948). Copia de Kirchbach y subsiguientes
dudas: G. Meink, Hitler und die deutsche Aufrustung (1933-1937).
Contramemorándum de Beck: W. Foerster, Ein General kampftgegen den
Krieg (1949). Principio de la Resistencia: Hans Rothfels, Die deutsche
opposition gegen Hitler (1951). En Núremberg, Göring y Neurath testificaron
contra la autenticidad del memorándum. Su testimonio es generalmente
tenido como inútil, o más bien como útil únicamente en lo que dice contra
Hitler. <<
[14] Editadas en España por Luis de Caralt, editor. <<
[15] Ahora pueden detenerse también en el segundo libro de Hitler, o, como se

le ha llamado en Inglaterra, Libro secreto de Hitler, que éste escribió en 1928


y que permaneció inédito hasta hace poco tiempo. Por supuesto, no hay en él
nada secreto. Se trata de una recomposición de los discursos que Hitler hizo
en aquella época; y no se publicó sencillamente porque no valía la pena
hacerlo. Este «secreto» es típico de las románticas fantasías con que se trata
todo lo que tiene algo que ver con Hitler. <<
[16] Fritz Fischer, Grift nach der Weltmacht (1961). <<
[1] En alemán en el original. Significa cosa impuesta, lo impuesto (N. del T.).

<<
[2] El autor hace referencia a las consecuencias emanadas del Congreso de

Viena y de los Tratados de París, de los que pudo decir Winston Churchill que
«fueron los últimos grandes acuerdos europeos hasta 1919-20». (Cfr. Historia
de los pueblos de habla inglesa). <<
[3] En francés en el original. (N. del T.). <<
[1] Con un ingenio asombroso, aunque no singular, los generales alemanes

consiguieron hacer que el desarme resultase más oneroso de lo que había sido
el armamento. El contribuyente alemán pagaba menos por su imponente
ejército y su gran flota de los años 1914 que por las exiguas unidades de
después de 1919. <<
[2] Tras el acuerdo firmado por Inglaterra y Francia en 1904 (Entente
cordiale), Rusia se incorporó al grupo anglofrancés en 1907, naciendo así la
Triple Entente. (N. del T.). <<
[3] Los acontecimientos da junio de 1940 demostrarían que no tenía ni la

fuerza suficiente para defender el «territorio nacional». (N. del T.). <<
[1]
New Deal, política económica y social implantada por Roosevelt para
superar la crisis de 1930. (N. del T.). <<
[2]
Algunos autores (W. Theimer) han creído ver a Hitler influido por
Gobineau, Maquiavelo, Moeller van den Bruck, sin olvidar, por supuesto, a
Nietzsche, Spengler y Haushofer. (N. del T.). <<
[3] «Eso corresponde a los de la calle», o, quizás, «a los del arroyo». (N. del

T.). <<
[4] Phipps a Simon, 21 de noviembre de 1933. British Foreign Policy. <<
[5] Conversación de Mac Donald con Daladier, 16 de marzo de 1933. <<
[6] Memoria del Foreign Office, 25 de enero de 1934. <<
[7] Nota de Eden a Simon, 8 de marzo de 1934. Política exterior inglesa,

segunda serie, VI, n.° 337. <<


[8]
Reunión franco-británica, 22 de septiembre de 1933. British Foreign
Policy. <<
[9]
Conferencia de los ministros, 17 de octubre de 1933. Documents on
Germán Foreign Policy. Serie C., II, n.° 9. [En adelante, Política exterior
alemana. (N. del T.)]. <<
[10]
Conferencia de ministros, del 7 de abril de 1933. Política exterior
alemana, Serie C., I, n.° 142. <<
[11] Bülow a Nadolny, 13 de noviembre de 1933. Ibíd., II, n.° 66. <<
[12] Nota de Bülow, en 30 de abril de 1934. Política exterior alemana, serie

C., II, n.° 393. <<


[13] Nota de Neurath, en 15 de junio de 1934; y Hassel a Neurath, en 21 de

junio de 1934. Política exterior alemana, serle C, III, números 5 y 26. <<
[1] La flota patria. (N. del T.). <<
[1] En francés en el original. (N. del t.). <<
[2] Acuerdo entre caballeros. (N. del T.). <<
[3] Nota de Keppler, del 28 de febrero de 1938. Política exterior alemana,

serie D, I, n.° 328. <<


[4] Schülenberg al Ministerio de Asuntos Exteriores, en fecha 12 de octubre de

1936. Política exterior alemana, serie D, HE, n.° 97. <<


[5] Algunos especuladores ingeniosos han pretendido incluso que Hitler habría

invadido España, después de vencer a Francia, si los republicanos hubiesen


ganado la guerra. En consecuencia, la victoria de Franco constituyó una
ventaja para los aliados. Es posible llegar muy lejos con los «si…». También
puede sostenerse que una victoria republicana habría quebrantado hasta tal
extremo al fascismo, que ya no se habría llegado a una guerra mundial. Hitler
se detuvo en la frontera española, en parte, a causa de la falta de recursos, en
parte, porque no tenía ningún interés por el Mediterráneo occidental. <<
[1] Documentos sobre la política exterior alemana, serie D. i., nota al pie de la

página 29. <<


[2] Memorándum de Hossbach, de 10 de noviembre de 1937. Política exterior

alemana, serie D. I., n.° 19. <<


[3] Nota del 19 de noviembre; circular del Ministerio de Asuntos Exteriores

del 22 de noviembre de 1937. <<


[4] Ribbentrop a Neurath, 2 de diciembre de 1937. <<
[5] Informe de Papen al Führer, del 8 de noviembre, y a Weizsäcker, del 4 de

diciembre de 1937. Política exterior alemana, serie D. I., núms. 22 y 73. <<
[6] Memorándum de Keppler del 1.° de octubre de 1937. Política exterior

alemana, serie D. I, n.° 256. <<


[7] Von Papen, Memorias. <<
[8] Nota de Keppler de 21 y 26 de febrero de 1938. Política exterior alemana,

serie D. i. n.° 318 y 328. —(N. del T.). <<


[9] Ciano a Grandi, en fecha 16 de febrero de 1938. Documentos diplomáticos

de Ciano. <<
[10] Grandi a Ciano, en fecha 19 de febrero de 1938. Documentos
diplomáticos de Ciano. <<
[11] Memorándum de Ribbentrop del 23 de febrero de 1938. Política exterior

alemana, serie D. I., n.° 123. <<


[12] Diario de Ciano, 1937-1938. <<
[13] Hitler a Mussolini, en 11 de marzo de 1938. Política exterior alemana,

serie D. I., n.° 352. <<


[14] Memorándum de Ribbentrop del 11 de marzo de 1938. Política exterior

alemana, serie D. I., núms. 150 y 151. <<


[15] Henderson a Halifax, en 12 de marzo de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, n.° 46. <<


[16] Halifax a Pailaret, en 11 de marzo de 1938. Ibíd., n.° 25. <<
[17] Henderson a Halifax, en 12 de marzo de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, n.° 46 y 48. <<


[1] Nota de Schmundt, de abril de 1938. Política exterior alemana, serie D. II,

n.° 132. <<


[2] Informe de Henlein, de 28 de marzo de 1938. Ibíd., n.° 107. <<
[3] Newton a Halifax, en 18 de mayo de 1938. Política exterior inglesa,
tercera serie, I, n.° 229. <<
[4] Halifax a Phipps, en 12 de marzo de 1938. Política exterior inglesa, tercera

serie, I, n.° 62. <<


[5] Halifax a Phipps, en 22 de marzo de 1938. Política exterior inglesa, tercera

serie, I, n.° 106. <<


[6] Halifax a Phipps, en 23 de marzo de 1938. Ibíd., n.° 107. <<
[7] Halifax a Phipps, en 23 de marzo de 1938. Ibíd., n.° 109. <<
[8] Halifax a Maisky, en 24 de marzo de 1938. Ibíd., n.° 116. <<
[9] Gamelin, Servir, II, 324. <<
[10] Phipps a Halifax, en 24 de marzo de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, I, n.° 112. <<


[11] Paul Boncour, Entre Deux Guerres, III, p. 101. <<
[12] Vansittart hablaba a menudo de esta elección en un tono forzadamente

divertido. Nada permite creer que Henderson fuese elegido por Chamberlain
como elemento de conciliación. <<
[13] Chilston a Halifax, en 19 de abril de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, I, n.º 148. <<


[14] Noël, L’Agression allemande, pp. 198 a 202. —(N. del A.). <<
[15] Conversaciones anglofrancesas de los días 28 y 29 de abril de 1938.

Política exterior inglesa, tercera serie, I, n.° 164. <<


[16] Newton a Halifax, en 16 de mayo de 1938. Ibíd., n.° 221. <<
[17]
Woermann a Ribbentrop, en 7 de mayo de 1938. Política exterior
alemana, serie D. II, n.° 149. <<
[18] Memorándum de Bismarck, del 10 de mayo de 1938. Ibíd., n.° 151. <<
[19] Kordt a Ribbentrop, en 29 de abril de 1938. Política exterior alemana,

serie D, II, n.° 139. <<


[20] Redactado por Keitel el 20 de mayo de 1938. Ibíd., n.° 175. <<
[21] Fierlinger a Kofta, en 23 de abril de 1938. Nuevos documentos sobre la

historia de Múnich, n.° 7. <<


[22] Litvinov a Alexandrovsky, en 25 de mayo de 1939. Ibíd., n.° 14. <<
[23] Existe una enigmática nota a pie de página en los Documentos ingleses

(3.a serie, I, n.° 450), que señala: «teniendo en cuenta los documentos de que
disponía, el Foreign Office no estuvo de acuerdo con la opinión que, sobre
este punto, tenían Sir N. Henderson y el agregado militar». No se da ninguna
referencia. <<
[24] Halifax a Phipps, en 22 de mayo de 1938. Ibíd., n.° 271. <<
[25] Phipps a Halifax, en 23 de mayo de 1938. Política exterior inglesa,
tercera serie, I, n.° 286. Welszeck a Ribbentrop, en 26 de mayo 1938. Política
exterior alemana, serie D, II, n.° 210. <<
[26] Notas de Strang, en 26 y 27 de mayo y 28 y 29 de mayo de 1938. Política

exterior inglesa, tercera serie, núms. 349 y 350. <<


[27]
Instrucciones de Hitler, en 30 de mayo de 1938. Política exterior
alemana, serie D, II, n.° 221. <<
[28] Instrucción estratégica general del 18 de junio de 1938. Política exterior

alemana, serie D, II, n.° 282. <<


[29] Tomado de un estudio estratégico de fecha 2 de junio de 1938. Ibíd., n.°

235. <<
[30] Halifax a Bonnet, en 7 de julio de 1938. Política exterior inglesa, tercera

serie, I, n.º 472. <<


[31] Halifax a Newton, en 18 de julio de 1938. Política exterior inglesa,
tercera serie, I, n.° 508. <<
[32] Junta de Comercio. (N. del T.). <<
[33]
Felipe de Hesse a Mussolini, septiembre de 1938. Política exterior
alemana, serie D, II, n.° 415. <<
[34] Phipps a Halifax, en 10 de septiembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, II, n.° 843, nota a pie de página. <<


[35] Litvinov a Alexandrovsky, en 2 de septiembre de 1938; memorándum de

Potyomkin, en 5 y 11 de septiembre de 1938. Nuevos documentos, núms. 26,


27 y 30. <<
[36] Halifax a Phipps, en 9 de septiembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, II, n.° 814. <<


[37] Halifax a Phipps, en 12 de septiembre de 1938. Ibíd., n.° 843. <<
[38] Phipps a Halifax, en 8 de septiembre de 1938. Ibíd., n.° 807. <<
[39] Phipps a Halifax, en 13 de septiembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, IT, n.° 855. <<


[40] Phipps a Halifax, en 13 de septiembre de 1938. Ibíd., n.° 857. <<
[41] Phipps a Halifax, en 13 de septiembre de 1938. Ibíd., n.° 861. <<
[42] Phipps a Halifax, en 14 de septiembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, II, n.° 883. <<


[43] Henderson a Halifax, en 12 de agosto de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, II, n.º 613. <<


[44] Conversaciones anglofrancesas de 18 de septiembre de 1938. Política

exterior inglesa, tercera serie, II, n.º 928. <<


[45]
Alexandrovsky a Litvinov, en 19 de septiembre de 1938. Nuevos
documentos, n.° 36. <<
[46] Fierlinger a Krofta, en 20 de septiembre de 1938. Nuevos documentos, n.°

39. <<
[47] Alexandrovsky a Litvinov, en 20 de septiembre de 1938. Ibíd., n.° 37. <<
[48] Krofta a Maasaryk y a Osusky, en 16 de septiembre de 1938.

Ibíd., n.º 32. <<


[49] Newton a Halifax, en 20 de septiembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, II, n.° 979. <<


[50] Bonnet, De Washington au quai d’Orsay, 250. Krofta a Massaryk y a

Osusky, en 21 de septiembre de 1938. Nuevos documentos, n.° 42. <<


[51] Conversación entre Hitler y Csáky, en 16 de enero de 1939. Política

exterior alemana, serie D, V, n.° 272. <<


[52] Fierlinger a Krofta, en 29 de septiembre de 1938. Nuevos documentos, n.°

55. <<
[53] Phipps a Halifax, en 24 de septiembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, II, n.° 1.076. <<


[54] En francés en el original. —(N. del T.). <<
[55] Phipps a Halifax, en 26 de septiembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, II, n.° 1.119. <<


[56] Conversaciones anglofrancesas del 25 de septiembre de 1938. Ibíd., n.°

1.093. <<
[57] Gamelin, Servir, II, p. 352. <<
[58] Conversación entre Hitler y Wilson, en 27 de septiembre de 1938. Política

exterior inglesa, tercera serie, II, n.° 1.129. <<


[59] Halifax a Phipps, en 27 de septiembre de 1938. Ibíd., n.º 1.143. <<
[60] Phipps a Halifax, en 28 de septiembre de 1938. Ibíd., n.° 1.160. <<
[61] Halifax a Newton, en 28 de septiembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, II, n.º 1.184. <<


[62] Halifax a Chilston, en 29 de septiembre de 1938. Ibíd., n.° 1.121. <<
[63]
Alexandrovsky a Litvinov, en 30 de septiembre de 1938. Nuevos
documentos, núms. 57 y 58. <<
[64] Conversaciones entre Chamberlain y Hitler, en 30 de septiembre de 1938.

Política exterior inglesa, tercera serie, II, n.° 1.228. <<


[1] Brailsford, After the Peace, 1920, p. 47. <<
[2] Coulondre, De Staline à Hitler, pp, 165, 109, 171. <<
[3] Instrucciones dadas por Hitler el 21 de octubre de 1938. Política exterior

alemana, serie D, IV, n.° 81. <<


[4] Instrucciones dadas por Keitel el 17 de diciembre de 1938. Ibíd., n.° 152.

<<
[5] Instrucciones dadas por Keitel el 17 de diciembre de 1938. Ibíd., n.° 152.

<<
[6]
Conversación entre Hitler y Tuka, en 12 de febrero de 1939. Política
exterior alemana, serie D, IV, n.° 168. <<
[7]
Ésta es la versión de Lipski. Ribbentrop se limitó a anotar: «Polonia
accedería al pacto anti-Komintern», lo cual, en definitiva, significaba lo
misino. Política exterior alemana, serie D, IV, n.° 81. <<
[8] Conversación entre Hitler y Beck, en 5 de enero de 1938. Ibíd., n.º 119. <<
[9] Nota de Ribbentrop del 1.º de febrero de 1939. Política exterior alemana,

serie D, V, n.° 126. <<


[10] Reunión anglofrancesa del 24 de noviembre de 1938. Política exterior

inglesa, tercera serie, III, n.° 325. <<


[11] Halifax a Phipps, en 1.° de noviembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, III, n.° 285. <<


[12] Reunión anglofrancesa del 24 de noviembre de 1937. Política exterior

inglesa, tercera serie, ni, n.° 325. <<


[13] Halifax a Newton, en 8 de diciembre de 1938. Ibíd., n.° 408. <<
[14] Sargent a Phipps, en 22 de diciembre de 1938. Política exterior inglesa,

tercera serie, III, n.° 385, nota a pie de página. <<


[15] Halifax a Phipps, en 1.° de noviembre de 1938. Ibíd., n.° 285. <<
[16] Halifax a Lindsay, en 24 de enero de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, III, n.° 5. <<


[17] Henderson a Halifax, en 18 de febrero de 1939. Ibíd., n.° 118. <<
[18] Phipps a Halifax, en 14 de marzo de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, IV, n.º 234. <<


[19] Halifax a Phipps, en 15 de marzo de 1939. Ibíd., n.º 280. <<
[20] Templewood, Nine Troubled Years, p. 377. [Lord Templewood: título que

ostentaba Sir Samuel Hoare. (N. del T.)]. <<


[21] Conversación entre Halifax y Bonnet, en 21 de marzo de 1939. Política

exterior inglesa, tercera serie, IV, n.º 458. <<


[22] Feiling, Chamberlain, p. 403. <<
[23] Conversación anglofrancesa del 22 de marzo de 1939. Política exterior

inglesa, tercera serle, IV, n.° 484. <<


[24] Halifax a Kennard, en 27 de marzo de 1939. Ibíd., n.º 538. <<
[25] Memorándum de Ribbentrop del 21 de marzo de 1939. Política exterior

alemana, serle D, VI, n.º 61. <<


[26] En francés en el original. —(N. del T.). <<
[27]
Instrucciones del Führer del 25 de marzo de 1939. Política exterior
alemana, serie D, VI, n.° 99. <<
[28] Conversaciones inglesas con Beck, del 4 al 6 de abril de 1939. Política

exterior inglesa, tercera serie, V, núms. 1, 2 y 10. <<


[1] Halifax a Kennard, en 3 de mayo de 1939. Política exterior inglesa, tercera

serie, V, n.° 346. <<


[2] Kennard a Halifax, en 4 de mayo de 1939. Ibíd., n.° 355. <<
[3] Halifax a Kennard, en 1.º de junio de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, V, n.º 692. <<


[4] Bonnet, Fin d’une Europe, p. 178. <<
[5] Hansard, 5.a serie, 345, 2.500-2. <<
[6] Hansard, 5.a serie, 345, 2.507-10. <<
[7] Hansard, 19 de abril de 1939, 5.ª serie, 112-697-8. <<
[8] Memorándum del Foreign Office, del 22 de mayo de 1939. Política
exterior inglesa, tercera serie, V, n.° 576. <<
[9] Conversación entre Halifax y Gafenco, en 26 de abril de 1939. Política

exterior inglesa, tercera serie, V, n.° 280. <<


[10]
Memorándum del Foreign Office, del 22 de mayo de 1939. Política
exterior inglesa, tercera serie, V, n.° 576. <<
[11]
Nota del Foreign Office, a propósito de un informe de Henderson a
Halifax, del 8 de mayo de 1939. Política exterior inglesa, tercera serie, V, n.°
413. <<
[12] Strang a Sargent, en 21 de junio de 1939. Política exterior inglesa, tercera

serie, VI, n.º 122. <<


[13]
Los historiadores de la «guerra fría» condenan a la URSS por haber
respetado esta restricción en 1938 y la condenan también, con la misma
virulencia, por no haber aceptado la restricción análoga en 1939. <<
[14] En francés en el original. (N. del T.) <<
[15] Seeds a Halifax, en 18 de abril de 1939. Política exterior inglesa, tercera

serie, V, n.° 201. <<


[16]
Memorándum del Foreign Office, del 22 de mayo de 1939. Política
exterior inglesa, tercera serie, V, n.º 576. <<
[17] Hansard, 5.ª serie, p. 347, 1.815-19. <<
[18] Halifax a Cadogan, en 21 de mayo de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, V, n.º 576. <<


[19] Halifax a Seeds, en 28 de julio de 1939. Política exterior inglesa, tercera

serie, VI, n.º 447. <<


[20] Weizsäcker a Schülenberg, proyecto, en 26 de mayo de 1939, Política

exterior alemana, serie D, VI, n.° 441. <<


[21]
Ribbentrop a Schülenberg, en 3 de agosto de 1939. Política exterior
alemana, serie D, VI, n.° 260. <<
[22] Schülenberg a Ribbentrop, en 4 de agosto de 1939. Ibíd., n.º 766. <<
[23] Conversación entre Hudson y Wohltat, en 20 de julio de 1939. Política

exterior inglesa, tercera serie, VI, n.º 370. <<


[24]
Conversaciones entre Wohltat y Wilson, en 24 de julio; informe de
Dirksen, en 21 de julio de 1939. Política exterior alemana, serie D, VI, n.°
716. —Dirksen Papers, n.° 13. <<
[25] Conversaciones entre Schwerin, Marshall-Cornwall y Jebb, en los días 7 y

8 de julio de 1939. Política exterior inglesa, tercera serie, VI, núms. 269 y
277. <<
[26] Dirksen declaró que las indiscreciones no procedían ni de Wohltat, ni de

la Embajada alemana. Nota de Sargent, del 24 de julio de 1939. Política


exterior inglesa, tercera serie, VI, núm. 426. <<
[1] Instrucciones de Keitel, de 3 de abril de 1939. Política exterior alemana,

serie D, VI, n.° 149. <<


[2] Instrucciones de Hitler, de 11 de abril de 1939. Ibíd., n.° 185. <<
[3] Actas de la conferencia, de 23 de mayo de 1939. Ibíd., n.° 433. <<
[4] En francés en el original. (N. del T.) <<
[5] Weizsäcker, Erinnerungen, p. 258. <<
[6] Memorándum de Weizsäcker, de 24 de julio de 1939. Política exterior

alemana, serie D, VI, n.° 712. <<


[7] Memorándum de Erdmannsdorff, de 8 de agosto de 1939. Ibíd., n.° 784. <<
[8] Nota de Makins, del 14 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,
tercera serie, VI, n.° 659. <<
[9] Loraine a Halifax, en 7 de julio de 1939. Política exterior inglesa, tercera

serie, n.º 261. <<


[10] Diario de Ciano, 1939-1943, p. 123. <<
[11] Conversaciones entre Hitler y Ciano, en 12 de agosto de 1939. Política

exterior alemana, serie D, VII, n.° 43; I documenti diplomatici italiani, 8.a
serie, XIII, n.° 4. <<
[12] Hoy se admite unánimemente que el 12 de agosto no hubo ningún
telegrama de Moscú; pero se sugiere con frecuencia que la conformidad a la
visita de un negociador se dio por intermedio de Astakov, Encargado de
Negocios ruso en Berlín. Tampoco esto es exacto. Astakov declaró sólo que
los «soviéticos estaban interesados en la discusión de algunas cuestiones
individuales». No habló de ningún pacto de amistad, y «dejó en el aire la
cuestión de saber quién dirigiría las conversaciones en Moscú, si el embajador
u otra persona». Política exterior alemana, serie D, VII, n.° 50. Astakov
actuaba probablemente por propia iniciativa, como lo había hecho a menudo.
En todo caso, no existe ninguna prueba de que la información llegase a ser
transmitida a Hitler. <<
[13] Instrucciones dadas a la misión militar inglesa, en 2 de agosto de 1939.

Política exterior inglesa, tercera serie, VI, apéndice, V. <<


[14] Actas de la reunión del 14 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, VII, apéndice, II. <<


[15] Instrucciones a la Misión Militar, agosto de 1939. Ibíd., VI, apéndice, V,

párrafo 83. <<


[16] Halifax a Kennard, en 17 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, VII, núms. 38, 39 y 91. <<


[17] Kennard a Halifax, en 18 de agosto de 1939. Ibíd., n.° 52. <<
[18] Ribbentrop a Schülenberg, en 14 de agosto de 1939. Política exterior

alemana, serie D, VII, n.º 56. <<


[19] Schülenberg a Ribbentrop, en 16 de agosto de 1939. Política exterior

alemana, serie D, VII, n.° 70. <<


[20] Ribbentrop a Schülenberg, en 16 de agosto de 1939. Ibíd., n.º 75. <<
[21] Schülenberg a Ribbentrop, en 18 de agosto de 1939. Política exterior

alemana, serie D, VII, n.° 75. <<


[22] Ribbentrop a Schülenberg, en 18 de agosto de 1939. Ibíd., n.° 113. <<
[23] Schülenberg a Ribbentrop, en 19 de agosto de 1939. Ibíd., n.° 132. <<
[24] Ribbentrop a Schülenberg, en 20 de agosto de 1939. Política exterior

alemana, serie D, VII, n.° 142. <<


[25] Conversaciones entre Vorochilov y Doumenc, de 22 de agosto de 1939.

Política exterior inglesa, tercera serie, VII, apéndice, II, n.° 10. <<
[26] Kennard a Halifax, en 23 de agosto de 1939. Ibíd., n.° 176. <<
[27] Noël, L’Agression allemande, p. 424. <<
[28]
Memorándum sobre el discurso de Hitler, de 22 de agosto de 1939,
Política exterior alemana, serie D, VII, núms. 192 y 193. <<
[29] Ogilvie-Forbes a Kirkpatrick, en 25 de agosto de 1939. Política exterior

inglesa, tercera serie, VII, n.° 314. <<


[30] Bonnet, La fin d’une Europe, pp. 303-304. <<
[31] Henderson a Strang, en 16 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, VII, n.° 37. <<


[32]
Memorándum de Loesch, de 24 de agosto de 1939. Política exterior
alemana, serie D, VII, n.° 200. <<
[33] Weizsäcker, Erinnerungen, p. 252. <<
[34] Henderson a Halifax, en 24 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, VII, núms. 257 y 241. <<


[35] Henderson a Halifax, 25 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, VII, n.° 283. <<


[36] Henderson a Halifax, Ibíd., n.° 284. <<
[37] Memorándum de Makins, de 25 de agosto de 1939. Política exterior

inglesa, tercera serie, VII, n.° 307. <<


[38] Halifax a Kennard, en 25 de agosto de 1939. Ibíd., n.° 309. <<
[39] Borrador de Halifax, de 29 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, VII, n.º 455. <<


[40] Moffat Papers, 1919-43 (1956). Corder Hull da el nombre de Wilson.

Memoirs, I, p. 662. <<


[41] Kennedy a Hull, en 23 de agosto de 1939. Foreign Relations of the United

States, 1939, vol. I, general. <<


[42] Henderson a Halifax, en 29 y 30 de agosto de 1939. Política exterior

inglesa, tercera serie, núms. 449 y 518. <<


[43] Kennedy a Hull, en 30 de agosto de 1939, Foreign Relations of the United

States, 1939, vol. I, general. <<


[44] Kennard a Halifax, en 31 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, VII, n.° 575. <<


[45]
Schmidt, parte-circular, de 30 de agosto de 1939. Política exterior
alemana, serie D, VII, n.° 458. <<
[46] Henderson a Halifax, en 31 de agosto de 1939. Política exterior inglesa,

tercera serie, VII, n.° 597. <<


[47] Protocolo de Cadogan, de 31 de agosto de 1939. Ibíd., n.° 589. <<
[48] Henderson a Halifax, en 1.° de septiembre de 1939. Política exterior

inglesa, tercera serie, VII, n.° 631. <<


[49] Halifax a Kennard, en 1.° de septiembre de 1939. Ibíd., n.° 632. <<

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