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Bolivia Con Dios o Con El Diablo Cornelio Alapide

Este documento presenta un resumen de las primeras experiencias del autor al embarcarse hacia Bolivia desde Europa. Describe su partida desde Génova, Italia en un barco con destino a Sudamérica. Relata brevemente su primera noche a bordo y la llegada a Marsella, Francia, donde tuvo dificultades para comprar una gramática española. Finalmente zarpa hacia su destino a través del Atlántico, haciendo escalas en las Islas Canarias.
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Bolivia Con Dios o Con El Diablo Cornelio Alapide

Este documento presenta un resumen de las primeras experiencias del autor al embarcarse hacia Bolivia desde Europa. Describe su partida desde Génova, Italia en un barco con destino a Sudamérica. Relata brevemente su primera noche a bordo y la llegada a Marsella, Francia, donde tuvo dificultades para comprar una gramática española. Finalmente zarpa hacia su destino a través del Atlántico, haciendo escalas en las Islas Canarias.
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CORNELIO ALAPIDE

BX
1464.2
A 42
CORN ELIO ALÁPIDE

BOLIVIA
Con Dios o con el diablo
Al escribir los prim eros capítulos d e este libro, no
tenía la intención d e publicar estas m em orias; sim­
plem en te p en saba dejarlas a mis feligreses antes
d e desp ed irm e d e ellos.
Sólo cuando un am igo m e lo acon sejó en tal
sentido, tom é la decisión d e escribir esta p equ eñ a
obra: para contar la vida y las aventuras d e un
m isionero y con el propósito d e m ostrar los obs­
táculos q u e se opon en a los em peñ os d e un sacer­
d o te en ciertos países latinoam ericanos.
Pero m e propuse, tam bién, contribuir al progre­
so m ism o d e l qu erido pu eb lo boliviano, progreso
q u e no d ep en d e en prim er lugar d e la falta d e
m editerran eidad o d e otras causas físicas, sino fun­
dam entalm ente d e las virtudes y d e las fuerzas
m orales d e una nación.
El pu eb lo boliviano es católico y muy religioso
por naturaleza. Si viviese verdaderam en te según los
principios d e la f e católica sería un pu eblo grande
y próspero.
A costum brado a una vida casi estática qu e se
trasm itió d e generación en generación, no estaba
preparado para el cam bio brusco d e m entalidad
q u e conm ovió al m undo entero, fruto d e una m a­
quinación sin escrúpulos d e todos los m edios d e
com unicación.
Es el m odernism o q u e con sus alas izqu ierda y
d erech a —el com unism o y la m asonería— divulga
im punem ente su propaganda d e corrupción y d e
destrucción d el orden social.
L a f e católica es la única luz capaz d e mostrar
el v erdadero cam ino q u e con du ce a la paz y a la
felicidad.
Por m edio d e este libro, y con la gracia d e Dios,
quiero continuar mi apostolado en Bolivia trasmi­
tien do el m ensaje. “L a verdad os salvará”, dijo el
Señor.
E l Autor
¡BOLIVIA!... Como en sueños mis pensamientos
vagabundeaban hacia ese lejano país de Sudaméri-
ca, encerrado sólidamente en su continente como
un corazón en el cuerpo humano.
¿Por qué Bolivia, país tan poco conocido, casi
olvidado por el resto del mundo? Quizá la respuesta
esté en la pregunta. Lo desconocido y misterioso
excita la imaginación y hace descubrir un mundo
nuevo antes de verlo en la realidad.
Sabía que era un país donde hay mucho que
hacer... tentación para cualquiera que busca reali­
zar cosas grandes, que sea idealista o aventurero;
con mayor razón para el aventurero d e Dios, encar­
gado de la misión de continuar la obra de Nuestro
Señor Jesucristo: la salvación de las almas.
A cada uno Dios le ha determinado su vocación
en este mundo. Mi destino era irme a Bolivia,
cambiando la confortable vida de Europa, por otra
llena de privaciones. Lo sabía y no me importaba.
Todo estaba ya listo para embarcarme. En Gé-
nova, el C ab o San V icen te —barco español de la

13
ruta trasatlántica— hizo los últimos preparativos
para el viaje con destino a Sudamérica, cuando
llegué con dos o tres veces más equipaje del que
necesitaba. Había ya abandonado gran parte de
mis libros, pero me quedaba aún demasiado. ¡Ah,
esa avaricia intelectual!
Era la media noche del 7 de enero de 1964 cuan­
do levantaron el ancla. En medio del silencio de
una ciudad adormecida, el barco empezó a mover­
se en dirección al mar. Pañuelos y manos se agita­
ban: era el adiós entre los pasajeros y sus familiares
que esperaban en el muelle para ver la salida de
la nave alejándose del puerto.
Nos lanzamos así al mar, dejando detrás un
mundo de luces que poco a poco se perdían en la
oscuridad que lo envolvía todo. Solamente se oía
el batir penoso de las máquinas y el golpear monó­
tono de las ondas contra el barco.
Aún quedaban en cubierta algunos pasajeros que
miraban con melancolía las luces que nos acompa­
ñaban de lejos, en la costa. Unos tras otros bajaban
para encerrarse en su camarote. A mí no que que­
daba otra cosa que imitarlos.
La primera noche, el sueño no llegó pronto.
Los acontecimientos de los últimos días en Euro­
pa bailaban en carrusel en mi cabeza. Mi cama se
balanceaba dócilmente siguiendo los movimientos
del barco que se levantaba y bajaba llevado sobre

14
las olas de un mar tranquilo, pero siempre en
movimiento. ¿Qué importaba? Durante las pri­
meras tres semanas tendría veinticuatro horas por
día para descansar.
Pero a la mañana siguiente me levanté tempra­
no y subí a cubierta para contemplar el sol na­
ciente. No fui el primero en llegar. Varios pasajeros
miraban como perdidos en lontananza. Cada cara
parecía sonriente y satisfecha. La mía, con seguri­
dad, producía también la misma impresión. Las
ondas llegaban y pasaban perdiéndose poco a poco
en la lejanía.
Nacido entre dos mares, el mar me había fasci­
nado siempre. Siendo joven su voz me llamaba,
me parecía un canto de sirena. ¡Pero no! Aprendí
que el Señor me llamaba para algo mucho más
importante: atravesar el mundo para salvar almas.
De lejos ya veíamos la costa de Francia. En la tar­
de del mismo día entramos en el puerto de Marsella.
Un altoparlante anunció que teníamos dos horas
para bajar a tierra, si lo deseábamos. Pero no hubo
mucho entusiasmo entre los pasajeros.
Creo que el más feliz era yo. Por fin podría ir
a la ciudad para comprar una cosa que me hacía
mucha falta: una gramática. No sabía nada de
castellano, y por eso elegí un barco español. La
gramática que tenía, había desaparecido en uno
de los cinco cajones de mi equipaje. La solución:
comprar otra en Marsella, antes de dejar Europa.

15
Pero me alegré demasiado pronto. E l puerto de
Marsella y la ciudad son dos cosas bien distintas.
Para ir a la ciudad hay que tomar un tranvía y no
me quedaba un solo centavo en dinero francés.
Lo único que tenía eran dólares norteamericanos,
que se cambian fácilmente en bancos de cualquier
país, pero inútil era pensar en esta solución.
No sin aprehensión me arriesgué a subir a un
tranvía que iba a la ciudad y tomé asiento, espe­
rando que dos horas fuesen suficientes para el via­
je de ida y vuelta. Me preparaba, entretanto, para
el momento fatal en que el empleado me presenta­
ría un boleto para pagar el pasaje.
Pronto una voz fuerte me llamó a la realidad.
Saqué un dólar y se lo presenté al contralor, sa­
biendo bien que el hombre no tendría cambio y
que no sabría que hacer con un billete cuyo valor
no conocía. Siguieron unos momentos penosos en
que yo trataba de explicarme. Mientras tanto un
policía simpático que había escuchado atentamen­
te mi relato puso la mano en su bolsillo y pagó
por mí.
Entretanto el tranvía se puso en marcha ruidosa­
mente, pero sin apurarse. Pronto se paró para dejar
subir a otras personas. Sabía que los tranvías se
detenían a menudo para subir pasajeros, pero no
sabía que la distancia que me separaba de la
ciudad era tan larga.

16
Luego de cada parada continuaba su marcha,
implacablemente lenta, con la velocidad de un
caballo cansado. Mi reloj indicaba ya el transcurso
de treinta minutos del tiempo disponible, y no ha­
bíamos llegado aún a Marsella, aunque las calles
eran ya más pobladas.
Quizá el buque se iría sin mí. Me consolaba pen­
sando que, en último caso, podía tomar el tren o
el avión para llegar a Barcelona, Valencia, Lisboa
o Vigo, todos puertos donde el barco tenía que de­
tenerse antes de atravesar el Atlántico.
Todo no estaba perdido aún. Los pasajeros del
tranvía compartían mi inquietud y me consolaban
diciéndome que muy cerca se encontraba una
librería de cierta importancia.
Llegado al lugar, el tranvía se paró para dejar­
me bajar y corrí a la tienda. Tenían, por suerte,
el libro tan codiciado por mí, y les ofrecí pagar
con el único dinero que tenía. Esta buena gente
aceptó los dólares y me dieron en cambio dinero
francés.
Corriendo, más que andando, llegué a tiempo
para tomar otro tranvía que hizo el viaje de vuelta.
Medio ahogado alcancé el buque y pude em­
barcarme nuevamente, antes que levantaran el
puente, sin mucha compasión para quien no lle­
gaba a tiempo.
Cierta vez, en este mismo viaje, he visto llegar
un atrasado con una lancha a motor y acercarse a
nuestro barco. Tuvo suerte: fue izado a bordo.
Poco tiempo después de haber abandonado la
costa de Francia desapareció el viento glacial que
que se hizo sentir en Marsella y en el norte de
Italia, y comenzó a reinar un calor agradable.
Enero es el mes más frío de Europa.
Al día siguiente llegamos a Barcelona, y después
de parar en los otros puertos de la Península, deja­
mos el Viejo Continente para desaparecer defini­
tivamente en la inmensidad del Océano Atlántico.
Una última visita quedaba aún por hacer. El
barco se dirigió, en dirección sudoeste, a las Islas
Canarias, al oeste de Africa.
Llegamos a Santa Cruz de Tenerife: un puerto
libre, donde se compra de todo a precios muy
bajos. No era sin razón. Con tantos pasajeros a
bordo, el buque aprovechaba la ocasión para abas­
tecerse: quince días nos quedaban aún antes de
entrar al puerto de Río de Janeiro.
Se autorizó a los pasajeros a desembarcar por
algunas horas. Habíamos llegado a un pequeño
paraíso de hermosura. Todos volvieron con sus
compras: desde radios y telescopios hasta vinos
y puros cubanos.
A la noche siguiente el ancla se levantó defini­
tivamente, y emprendimos la travesía del Atlán­
tico. Los primeros días vimos aún unas naves

18
que se dirigían majestuosamente a la costa y em­
barcaciones de pescadores que parecían completa­
mente absorbidas en su afán de recoger lo que se
movía en el agua; después, nada más que cielo
arriba y agua abajo.
Un día observamos muy lejos otro trasatlántico
que navegaba majestuosa y silenciosamente en
dirección opuesta; como un fantasma, porque no se
veía la menor señal de vida a bordo a causa de la
distancia. Como lo vimos venir, desapareció en la
lejanía. Nos sentimos como un mundo pequeño,
perdidos en la inmensidad de las ondas.
Una sola vez observamos los curiosos peces vola­
dores, que después de levantarse del agua volaban
unos cien o doscientos metros, para zambullirse
nuevamente.
En otra ocasión vimos un pez gigantesco que
intentaba escapar del remolino mortal causado
por el movimiento de las hélices.
Estamos en las manos de Dios. En el silencio del
desierto y en la inmensidad del océano, su pre­
sencia se hace más sensible. No es casual que un
marinero, por lo general, sea más creyente que
otras personas.
La vida en un barco dista mucho de ser monó­
tona. Sé que no todos piensan así, pero a mí me
encantaba. Los pasajeros son como una gran fa­
milia. Uno se familiariza fácilmente con los otros
y con los miembros de la tripulación. Una orquesta
toca casi todo el día; durante la noche hay cine
para aquellos que les gusta. Cada dos o tres días
hay una fiesta a bordo.
Y pasamos el ecuador: día de gran fiesta para
los marinos en honor de Neptuno, el viejo dios del
mar, muerto hace ya mucho tiempo, pero no olvi­
dado por sus adeptos. Unos pasajeros voluntarios
se dejan echar, completamente vestidos, en la
gran piscina del centro de cubierta.
Las tres semanas que duraba el viaje pasaron
demasiado rápido.
Poco antes de que se pudiera divisar la costa,
las primeras gaviotas venidas del continente nos
anunciaban ya que no estábamos muy lejos.
A la mañana siguiente, después de subir a cu­
bierta, ¡oh sorpresa!, divisamos vagamente la lar­
ga costa de Brasil, tal como la habrá visto por pri­
mera vez Alvaro Cabral.
Se había apoderado de los pasajeros cierta ani­
mación al pensar que pronto pondríamos de nuevo
pie a tierra. E l buque se dirigió al puerto de Río
de Janeiro. Acercándose ya, se dibujaba en la
bruma, en la cima de un monte, la silueta de una
imagen gigantesca: la de Jesucristo extendiendo
sus brazos salvadores sobre este inmenso conti­
nente. E l mismo me había llamado para trabajar
en uno de los campos más duros de su viña.
No me quedaba mucho tiempo para aprender
el castellano. Al llegar dos días después al puerto

20
de Buenos Aires, estaba solamente a medio ca­
mino en mi estudio de la gramática.
Tenía que desembarcar y me costaba algo
hacerlo. ¿Cuándo volvería a ver el mar amigo de
mi juventud? ¡Pero, fuera ese sentimentalismo!
Me encontré solo, sobre mis dos pies, en un
mundo completamente diferente del que había
dejado.
Comencé a hablar con un portuario, que me
contestó amablemente. Luego me dijo súbitamente:
—¡Usted tiene plata!
Plata, el sueño de los pobres. Olvidaba decirle
que la plata hace la vida más fácil, pero no hace
más feliz.
En general, los que viajan con estos barcos lu­
josos no son pobres. Pero hay muchos inmigrantes
—familias enteras— que han vendido todos sus bie­
nes para reempezar de nuevo al otro lado del océa­
no. Estos han quemado sus naves; yo tenía más
afinidad con estos últimos.
E l que tiene más confianza en su dinero que en
Dios, es, en realidad, el más pobre de los pobres.
A mí la divina Providencia nunca me dejó faltar
nada. Esta era mi verdadera riqueza.

21
NO ESPER É la entrega de mi equipaje. Pensaba
que lo encontraría más tarde, con toda seguridad,
en el depósito. Me quedaba aún un largo trecho
por recorrer, antes de llegar a Bolivia. Visto que
un tren trasandino va directamente desde Buenos
Aires hasta La Paz me fui primero al ferrocarril
para informarme.
Contaba con un viaje confortable y agradable
como en los trenes de los países de Europa que
conocía: asientos cómodos, ventanas anchas por
donde se ven pasar los paisajes velozmente como
en una película, calefacción para el largo trayecto
a través de la Cordillera —en un lugar, llamado
E l Cóndor, el tren sube a los 5.000 metros de al­
tura—, y estaciones donde se puede bajar y des­
cansar para proseguir viaje al otro día. ¡Qué ilusión!
Llegado a la estación vi una fila de coches va­
cíos e inmóviles como durmientes. Una mirada
rápida me convenció: compartimientos medio os­
curos, con pequeñas ventanas, asientos estrechos
y duros... E l tren parecía hecho para trasportar

25
prisioneros de una cárcel a otra. Y ¡el colmo!, el
boletero me comunicó que, en mi calidad de pa­
sajero de tránsito, no me estaba permitido bajar
del tren para admirar un poco más de cerca este
mundo nuevo que debía, sin duda, ser muy her­
moso y acogedor. ¡Adiós buenos aires, para respi­
rar durante cuatro días una atmósfera de calabozo!
No dudé un momento en decidirme a tomar uno
de esos ómnibus confortables que viajan de ciudad
en ciudad.
Al día siguiente volví al puerto para reclamar
mi equipaje. Eran cinco cajones; pero uno de
ellos no se encontró. ¿Habría desaparecido entre
las mercaderías que se amontonaban o había sido
robado?
Los empleados buscaban por todos lados sin en­
contrar nada. Tenía que volver más tarde. Volví
dos veces, pero el cajón no había aparecido.
Entonces, un hombre bien intencionado me
aconsejó de avisar a la policía. Así lo hice y retomé
al depósito acompañado por un agente, que sin
otras formalidades dio orden de abrir el comparti­
miento de objetos perdidos. E l efecto fue ines­
perado. Apenas se abrió la puerta apareció e l pri­
sionero. La liberación no tardó.
En pocos días llegué a Salta, la última ciudad de
la Argentina antes de llegar a la frontera con
Bolivia. No me quedaba más que un salto para
llegar a la tierra prometida.

26
Después de viajar por mar y por tierra, terminaría
mi viaje por aire. Había vuelos directos desde Salta
a Sucre.
Llegado al aeropuerto vi por primera vez un
pequeño avión del Lloyd Aéreo Boliviano. Había
mucha carga y pocos pasajeros. Subir y tomar un
asiento fue cuestión de pocos minutos, pero ¿y
la carga?...
Todo el espacio de la parte posterior del avión
se llenó; y cuando estuvo llena, los empleados
no se dieron aún por satisfechos, empujaban y
empujaban, nada debería sobrar, hasta que, con
un golpe fuerte, la puerta se cerró. Todo estaba
listo para el viaje y el piloto puso los motores en
marcha. El avión obedeció y emprendió pesada­
mente su carrera. Le costaba despegar y subir con
tanto peso, pero una vez en el aire se levantó len­
tamente hasta que llegó a la altura requerida. En
apariencia todo andaba bien y empecé ya a olvidar
la pesadumbre del peligro a causa de la sobrecar­
ga. Pero raramente una desdicha viene sola.
Desde la cabina una voz nos anunció por alto­
parlante que el mal tiempo nos obligaba a aterri­
zar en Yacuiba. Sobrevolamos la región fronteriza
y el avión descendió. Estábamos en Bolivia. Esto
era, al menos para mí, una satisfacción.
Nos preparamos para bajar. Desde fuera, un em­
pleado corrió a la puerta para abrirla. ¡Imposible!

27
Llegaron otros para ayudarle. ¡Inútil! La puerta
resistió obstinadamente todos los esfuerzos. Es­
tábamos presos. No quedaba otra solución que
desarmarla completamente. Una vez terminada la
operación, pudimos bajar.
Yacuiba es un gran pueblo situado al borde de
la frontera; grande, porque tenía 5.000 habitantes,
como se me dijo, pero pobre y sin hermosura co­
mo tantos otros pueblos que conocería muy pronto.
No sabiendo bien qué hacer, me paseaba cada
día por las calles o los alrededores. Era asombroso
el número de perros que se encontraban por todos
lados: tanto que el número de la población podría
ser el doble si se incluyera a esos cuadrúpedos.
Para darme una explicación de este fenómeno se
me dijo que el hecho de no tener perro era una
señal de extrema pobreza.
Recuerdo que trece años después, pasando otra
vez por Yacuiba de viaje hacia la Argentina, me
asombré de no encontrar un solo perrito en las
calles. ¿Cómo explicar esto?
En el viaje en taxi que me condujo a la fron­
tera, sólo vi a una señora con un pequeño chuchu.
Ella nos contó que se lo habían prestado en La
Paz para la reproducción; todos los perros impor­
tados de la Argentina eran esterilizados. ¿Y los
autóctonos? ¿Habrán huido a lugares más seguros?
En realidad, la señal de la pobreza dejó lugar a la
señal del progreso.

28
Tuvimos que esperar cuatro días antes que otro
avión viniera para llevarnos al lugar de destino.
Después de conocer el primer pueblo de Bolivia
llegué a la primera ciudad, ciudad de la época co­
lonial, que fue anteriormente capital del país. Sus
numerosos monumentos y palacios históricos nos
recuerdan constantemente su gloria antigua.
Sabía hablar ya un poco de castellano, y algunos
de mis amables compañeros de viaje lo aprovecha­
ban para hacerme preguntas.
Entretanto llegamos a destino, y volando sobre
la ciudad con sus edificios blancos y sus techos
que parecieron extraños, uno me preguntó:
—¿Qué piensa usted de Sucre?
Contesté lo que pensaba:
—Es como Llasa, en Tibet.
Era mi impresión, de acuerdo con fotografías
que había visto. Rieron todos, pero espero que no
se sintieran ofendidos.
Para apreciar la hermosura de una ciudad hay
que verla desde las calles y no desde el aire.
Permanecí aquí unos meses antes de trasladarme
a Potosí, donde me parecía que podía ser más útil.
Escogiendo esta región desolada para dedicarme
a las almas, me daba cuenta de que me esperaba
una vida de austeridad y de privaciones, la que
no todos pueden resistir.
La ciudad de Potosí se levanta a casi 4.000 me­
tros sobre el nivel del mar. A pesar de la altura,

29
el sol es muy caliente durante el día; la piel se
quema fácilmente a causa de la falta de oxígeno
en el aire. Si llueve, el frío es intenso. Durante la
noche, la temperatura desciende siempre hasta
unos grados bajo cero.
La ciudad vive casi únicamente de la extracción
del estaño: es una ciudad de mineros.
Llegando desde Sucre un día de lluvia, el aspec­
to que presenta, es de tristeza y decepción.
E l obispo de esa época era Su Excia. Monseñor
Loayza. Lo encontré por primera vez en Sucre.
Me impresionó por la autoridad bondadosa que
irradiaba su rostro. Parecía un hermoso jefe de pura
raza quechua.
El me confió la vieja Parroquia de San Pedro con
sus cuatro templos en la ciudad y sus cinco ca­
pillas en las montañas.
En esta parroquia la vida cristiana faltaba casi
totalmente. Aunque la población adhiere entera­
mente a la religión católica, esa buena gente pa­
rece incapaz de salir de su vida materialista hacia
una vida más espiritual. Para ellos la función del
sacerdote se limita a bautizar a los niños y casar a
los adultos. Dan más importancia a sus fiestas, con
la misa, las campanas y las velas encendidas, que
al bien de sus almas.
No podía resistir mucho tiempo un clima tan
riguroso. La falta de oxígeno en el aire me privó

30
durante gran parte de la noche del sueño nece­
sario.
En tres años mis fuerzas disminuyeron de tal
modo que me sentí forzado a dejar la parroquia
para vivir unos mil metros más bajo. Mis orejas,
mi nariz y mis labios —continuamente helados por
la noche y quemados durante el día por el sol­
erán un problema de menor importancia, pero
me quedaban casi sin piel. Necesitaba unos meses
de descanso para reconstruir mis fuerzas y llegar
de nuevo a un estado normal.
¡Con cuánto gusto hubiera dado mi vida para
trasformar esta parroquia en un centro de vida
más cristiana!
Después de tres años de apostolado sentía que
solamente había empezado a preparar el terreno.
Toda una vida hubiera sido necesaria para derrum­
bar el muro que se levanta entre el ideal de la
vida cristiana y la triste herencia de un paganismo
que no ha muerto.

31
¡BOLIVIA! He aquí un país lleno de los con­
trastes más asombrosos. Aunque es uno de los
países más ricos de todo el continente, la gran
mayoría de sus habitantes vive en la miseria. Con
una población de unos 6.000.000 de habitantes,
sus llanuras fértiles y la riqueza casi inagotable
de sus minerales podrían proveer subsistencia a
unos cien o doscientos millones más. Causas de
naturaleza política, social, económica, etcétera, son
el origen de la tardanza en su progreso.
Un ministro clarividente había dicho hace ya
muchos años:
“Nos faltan tres cosas: la primera, carreteras-, la
segunda, carreteras; la tercera, carreteras.”
Es evidente: construir carreteras es abrir el
camino al comercio, a la industria; en una palabra,
al desarrollo del país.
En este sentido, el Gobierno del General Bán-
zer ha realizado obras de gran importancia.

35
Sin las reiteradas revoluciones que han con­
vulsionado el país continuamente, sin las guerras
desastrosas con Chile y Paraguay, Bolivia hubie­
ra podido ser una de las tres grandes potencias
del continente sudamericano.
Es también el único país de toda América que
cuenta con una población que en su mayoría es
indígena. E l 52 por ciento son de raza pura, el
13 por ciento son blancos, y el resto son mestizos.
E l paisaje cambia de aspecto de un departa­
mento a otro casi por completo. Cada una de las
pocas ciudades del país tiene sus particularidades,
que las diferencian unas de otras: el estilo de las
casas, el traje de las mujeres, la lengua, o por
lo menos el clima. Es como si cada una fuese la
capital de otro país.
Geográficamente los contrastes llegan al extre­
mo. De un lado, su suelo se levanta hasta llegar
a 6.710 metros sobre el nivel del mar —el Illima-
ni—; del otro, baja hasta solamente 150 metros en
la cuenca amazónica, aunque quedan más de
2.000 kilómetros antes de que las aguas de sus
ríos lleguen al Atlántico.
Bolivia, con sus variados paisajes y climas, sería
un país turístico por excelencia si hubiesen carre­
teras, hoteles confortables y medios de trasporte.
Además, la época colonial ha dejado en las ciu­
dades más importantes una riqueza considerable
de arte y de monumentos históricos. E l folklore

36
del país no es como en otras partes un pobre resto
de siglos pasados, sino un culto popular aún en
pleno vigor.
El pueblo boliviano es católico, pero el viejo
paganismo de los indígenas está lejos de haber
muerto. Los dos se mezclan según las regiones,
y ahora que la exaltación del folklore está de
moda, el paganismo vuelve a surgir. Los autócto­
nos se dejan bautizar y casar religiosamente, la
iglesia ocupa el centro de sus fiestas; pero el folk­
lore y las costumbres paganas ocupan, en realidad,
el primer lugar en la vida religiosa de la gran
mayoría de los indígenas.
Se han acomodado de buena fe a las fiestas de
la Iglesia Católica, trasformando la mayoría de
ellas en fiestas medio paganas, con el culto a la
Pachamama y a los espíritus.
En el fondo, el demonio del alcohol es el alma
de todas sus festividades. Sin este azote del alco­
holismo, Bolivia sería un país diferente. Los indí­
genas —de índole profundamente religiosa— se­
rían, sin duda alguna, buenos cristianos y más tra­
bajadores. E l país estaría mucho más desarrollado
y ninguno tendría que vivir en la miseria.
En Potosí se celebra cada año, durante el mes
de noviembre, por espacio de tres semanas, el
aniversario de la fundación de la C iudad Im perial.
Millares de mineros trabajan en las minas de esta­
ño, ya que sin el estaño Potosí dejaría de existir.

37
He observado que en esta ocasión los andarive­
les quedaban dos semanas enteras sin funciona­
miento.
Me acuerdo que un periódico publicó que el
promedio de los días de trabajo en las minas, per
cápita y por año, era de 160 días. Así se compren­
de porque Bolivía “es el p o b re que, sentado
sobre su tesoro, m uere d e ham bre p orqu e no sabe
abrirlo”.
¿Qué hace el Gobierno contra estos abusos?
¿Podría hacer algo? Una medida drástica desen­
cadenaría huelgas en masa y entrañaría el peli­
gro de una revolución.
E l Estado gana millones de dólares con los im­
puestos sobre la fabricación de alcohol. Pero si el
mismo Estado pagase los gastos de tratamiento
de las enfermedades que resultan del alcoholismo
y cubriese el vacío que provoca en la producción
y en la economía del país, quizá el décuplo no
bastaría.
Parece que nada se hace, ¡pero algo debe ha­
cerse!
Los indígenas —particularmente los quechuas
y los aymaras— no han olvidado la grandeza de
la época de los Incas. Deberían acordarse también
que, en esos tiempos remotos, el orden y el traba­
jo eran el fundamento de la legislación de ese
poderoso Imperio. Todos tenían que trabajar, has­
ta los mismos príncipes, y a ninguno le faltaba

38
nada. La borrachera, según parece, era autorizada
en ciertas ocasiones, pero en forma limitada. Cual­
quier infracción contra las leyes tenía casi auto­
máticamente su castigo. ¿Creen ellos que esa época
volverá algún día?
Muchos viven en una resignación obtusa como
si esperasen que el reloj del tiempo volviese a las
épocas del pasado.
Solamente el Cristianismo, vivido auténticamen­
te, bastaría para dar a todos los que viven en este
país, tan rico y hermoso, prosperidad y felicidad.

39
IV
¿Santa Rosa
es de
Bolivia?
CADA AÑO el 30 de agosto es día de gran fiesta
en Porco, la fiesta patronal de Santa Rosa de
Lima, que habría nacido en este lugar. Desde las
primeras horas de la mañana toda la población
está en movimiento. Ansiosamente se espera la lle­
gada del párroco. Sin la presencia del Sacerdote,
sin la misa, los bautismos y matrimonios, la fiesta
debe parecerles como la celebración de un matri­
monio sin la novia.
Inmediatamente se nota una señal de alivio en
las caras de esa buena gente una vez que el jeep
hace su entrada en el pueblo. Casi me recibieron
como si mi humildad fuese monseñor, el Obispo
en persona.
Temprano me dirigí de Potosí en dirección de
este pueblo perdido en medio de los cerros andi­
nos, pero colocado sólidamente entre las rocas co­
mo un nido de cóndores. Existía ya mucho tiempo
antes de la fundación de Potosí, siendo un centro

43
importante para la extracción de la plata. Hoy se
saca estaño del mismo subsuelo.
Un viejo camino tortuoso de unos 70 kilómetros
—que se remontaría al tiempo de los Incas— conec­
ta el pueblo con Potosí. Desde siglos antes de que
el primer tren pasase por Agua de Castilla, cara­
vanas de llamas y burros pasaban continuamente
por allí, cargados con el precioso mineral que tras­
portaban a lomo hasta Potosí o más lejos.
Ahora parece completamente abandonado. Ra­
ra vez se encuentra una camioneta o una manada
de llamas acompañada por unos indígenas, que
andan tan silenciosamente como sus llamas, y des­
confían de cualquier persona que no conocen.
E l jeep salta de roca en roca, haciendo zigzag
para evitar las grandes piedras diseminadas a
lo largo del camino. Atraviesa unas veinte veces
un pequeño río que corre caprichosamente una
vez a la derecha, otra vez a la izquierda del ca­
mino, antes de abandonarlo definitivamente.
Después de un viaje de dos horas, llegamos al
destino. A la entrada del pueblo se ha reunido un
tropel de niños curiosos y temerosos, que ha oído
de lejos el zumbido del motor y me espera. Me
paro un instante para saludarlos. Bastó dirigir la
máquina fotográfica en dirección a ellos para que
todos huyesen como una bandada de pájaros y
se escondiesen.

44
Todo el pueblo está de fiesta. Los hombres y
mujeres, vestidos con sus mejores trajes. En la pla­
za mayor, las autoridades me esperan para salu­
darme. Las campanas repiquetean jubilosas mien­
tras entro en la iglesia para la Misa de fiesta.
“Santa Rosa ha nacido en Porco”, es lo que la
gente de aquí dice y cree. No es sin razón. He
visto en Lima, sobre la pared de la basílica de
Santa Rosa, un gran letrero que enseña, con sus
respectivas fechas, que la Santa nació y fue bau­
tizada en Lima. Se puede dudar de la autenticidad
e historicidad de esas fechas. Habría nacido en
1586. Pero esto no es lo más importante.
Sabemos que los conquistadores del imperio
incaico esclavizaron sin compasión a los indios,
forzándoles a trabajar durante cierto tiempo en las
minas sin darles ninguna compensación por el
duro trabajo. Este sistema, llamado mita, estaba
en vigor aun antes de la conquista, pero en forma
más humana.
Así es como el futuro padre de Santa Rosa se
vio forzado, como tantos otros indígenas, a aban­
donar su hogar para trabajar en los ricos cerros
de plata de la región de Potosí. Fue destinado a
Porco.
Cumplida la mita, se los consideraba libres de
quedar o de volver a sus lugares de origen. E l
padre de Santa Rosa volvió; pero lo que es bas­
tante curioso, y parece históricamente cierto, él

45
hizo otra vez a pie —y esta vez voluntariamente—
el largo viaje desde Lima a Porco, viaje del cual
muchos nunca volvieron, muertos en el camino
de hambre o de extenuación.
¿Por qué volvió? ¿Tenía en Porco su pequeño
amor? Sin duda. ¿La madre de la Santa sería una
boliviana de este pueblo? Es probable.
Después, la pequeña familia se fue a Lima,
donde Santa Rosa ha vivido y muerto.
En mi calidad de párroco, encargado de Porco,
no tuve oportunidad de examinar el montón de
libros y papeles que había en la vieja sacristía en
el más desastroso desorden, pero guardado celosa­
mente por los indígenas del lugar.
No iba allí sino de vez en cuando y siempre por
un día. Solamente en ocasión de la fiesta hice una
excepción. Pero en estos días había mucho que
hacer: inscribir bautismos, matrimonios, intencio­
nes de misas, preparación para la recepción de los
sacramentos...
Fuera de estas ocupaciones, el intenso frío en
una altitud de más de 4.000 metros me quitó las
ganas de empezar un trabajo que se habría pro­
longado, por lo menos, durante unos días. Espero
que otro más capacitado que yo llegue un día a
revelar el secreto del verdadero origen de Santa
Rosa.
Después de la misa festiva se formó la proce­
sión con la imagen de la Santa. La desorganiza­

46
ción era total. Imposible de poner un poco de
orden en esa muchedumbre tan alegre y ya exci­
tada por la chicha. Tres grupos de músicos indí­
genas tocaban cada uno su propia música y se es­
forzaban a rompepulmones en aventajarse mutua­
mente. Resultado: una cacofonía horrible, que no
escandalizaba a ninguno.
La imagen quedaba en la plaza. Enseguida, un
grupo de muchachas, todas vestidas hasta los pies
de rojo y azul, ejecutaban un baile modesto y sen­
cillo cantando con sus voces extrañas —débiles,
pero muy altas— en honor de la Santa.
La voz de la mujer andina no tiene nada de
atractiva, sin duda a causa de la altitud y del
clima, pero aquí convenía a la sencillez de estas
niñas tímidas.
Siguieron otros bailes entre los adultos; los hom­
bres, cubiertos con pieles de pumas o con alas
de cóndores; las mujeres, con sus trajes pintores­
cos. Algunas con su nene atado sólidamente so­
bre el dorso en su inseparable chumbe.
Llegada la noche nada queda de este lindo
folklore con su gusto y su atractivo, aunque adap­
tado al rigor del paisaje andino.
Las fiestas terminan siempre mal. En una oca­
sión, después de una noche de borrachera, una
pareja encontró a su hijito muerto. Estaba ya en­
fermo y sus padres lo dejaron encerrado en la casa
para no faltar a la alegría nocturna. Inmediata­

47
mente y sin ceremonias se enterró al pequeño
muerto. La fiesta continuaba.
No me recuerdo si el hecho pasó en este o en
otro pueblo; pero en la fiesta, todo lo que no es
de la fiesta pierde —según parece— toda impor­
tancia.
En esta época, el frío más intenso del invierno
ya ha pasado, pero los vientos son glaciales. Du­
rante el día sentía como si sus ráfagas atravesa­
sen mis costillas. La escuela era mi alojamiento.
Algunos cristales estaban rotos, las corrientes de
aire se arrojaban sobre mis espaldas mientras
estaba sentado frente a una pequeña mesa para
recibir a la gente.
La noche era particularmente fría. Para hacer
mi cama, el cacique extendió unas pieles sobre el
suelo. Una media docena de frazadas pesadas,
de fabricación casera, la completaron.
E l sol es la única fuente de calefacción durante
el día. Para la noche cada uno hace como se puede.
Muchas veces volví de estos viajes a las montañas
con un fuerte resfrío, pero siempre con la satis­
facción de haber hecho un bien.
¡Si solamente hubiera podido hacerles compren­
der que hay UNO que es más grande que Santa
Rosa o que cualquier otro santo, estaría muy con­
tento!
La Navidad se celebra cada año en Potosí, en
la iglesia central de la parroquia: San Pedro.

48
No florecía ninguna vida parroquial entre los
10.000 feligreses. Los que practicaban, se iban
a las iglesias más lujosas del centro de la ciudad.
Llegó Navidad, y creció en mí la esperanza de
ver un poco más asistencia a la misa. Un pequeño
grupo de muchachas aprendió a cantar. Fuera de
ellas había apenas algunas viejitas, unos niños y
algunas personas más para asistir a la Misa de
Nochebuena.
Pensaba en Porco, pueblo de cierta importancia,
que había tenido años antes su propio párroco;
pero después, la Iglesia quedó desierta.
¿No sería, acaso, buena idea traer a este pueblo
el día de año nuevo un poco de la alegría de la
Navidad? “Van a estar muy contentos con una
misa”, pensaba en mis adentros. No era ésta la
costumbre. Mi inexperiencia me preparaba un
duro golpe.
En la mañana del primer día del año llegué al
pueblo de Santa Rosa. No sabían nada de mi
visita inesperada. “No importa; me verán pasar
por las calles y las campanas harán el resto.”
Me paré delante de la casa del sacristán. Le
costó mucho comprender que hubiese llegado pa­
ra celebrar la misa. Consintió en abrir la iglesia y
repicar, sin mucho entusiasmo, pues volvió a su
casa, aunque en verdad no tenía otra cosa que
hacer para ayudarme.
Mientras tanto esperaba a la gente, pero no
apareció nadie. Hice repicar una segunda vez...
una tercera... Algunas personas salieron de sus
casas y estaban discutiendo y mirando, a una
distancia bastante grande, para no comprome­
terse.
Finalmente, un chico entró y tomó asiento.
Todo estaba preparado; no me quedaba otra solu­
ción que empezar la misa. El pequeño, viéndose
solo, se levantó y salió. Tuve que celebrar la misa
en una iglesia completamente vacía.
Mi jeep me esperaba y tristemente volví a Po­
tosí, observado de lejos por la gente, como si
hubiese sido un marciano.
Así debutó el Año Nuevo.
¿No sería por tales razones que Santa Rosa ha
preferido quedarse en Lima?

50
V
¿Quo Vadis?
UN DESCANSO de unos meses era indispensa­
ble para recuperar el buen estado físico que había
traído de Europa. La Providencia divina dispuso,
cuando llegué a Cochabamba, que una comuni­
dad de padres me recibiera con tanta caridad
como si fuese uno de ellos. Nunca lo olvidaré.
De mi grupo de sacerdotes franceses en Suda-
mérica, yo era el único representante en Bolivia.
Esto tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Era
mi propio jefe; pero sin domicilio fijo, uno perte­
nece a la clase de los vagabundos. Necesitaba ur­
gentemente comunicarme con un obispo para arre­
glar mi nueva situación y para que me diese un
puesto en su diócesis.
Siempre había experimentado una preferencia
secreta para ser misionero en un país tropical.
Bolivia lo es en más de la mitad de su territorio.
A esto me llevaba la sangre de aventurero que
tengo en herencia de mis antepasados.
Era necesario realizar algunos viajes de inspec­
ción para examinar qué parte de Bolivia me con­
vendría más. Sería ésta, al mismo tiempo, la me­
jor ocasión para hacerme una idea más amplia de
ese país tan grande, pero a la vez casi impene­
trable.
A los lugares más remotos se llega por avión.
Si no se puede llegar en avión, se toma el jeep.
Y si no se puede llegar en jeep hay que usar el
caballo o la canoa.
Hice uno de estos viajes entre Santa Cruz y
Camiri.
Salimos en jeep a la mañana temprano bajo un
cielo cubierto de nubes oscuras. Eramos seis per­
sonas sentadas sobre cuatro asientos. E l boliviano
medio se conforma con poco. Yo tenía la suerte
de estar sentado entre el chofer y otro pasajero,
lo que me permitía observar mejor el paisaje sal­
vaje pero hermoso a ambos lados del camino.
Pronto llegamos a plena selva. El viaje debía du­
rar doce horas. El tiempo de las lluvias ya había
empezado y era arriesgado tomar el camino, malo
y empapado por los primeros temporales, pues po­
dría en pocos días quedar impracticable.
El jeep avanzaba con precaución, atravesando
fangales y pozos de agua si no podía evitarlos. El
chofer hacía contorsiones como un saltimbanqui,
pero no pudo impedir que el jeep se empantanara
súbitamente, con el motor en marcha y las ruedas

54
rodando en el fango desesperadamente. Aceleró,
el motor rugió, pero el jeep rehusó obedecer obs­
tinadamente.
Tuvimos que bajar y empujarlo, chapuceando
en el barro, para poder así liberarlo. Gracias a una
media docena de brazos, salió de su mala situa­
ción. Era solamente el preludio de lo que nos
esperaba.
Unos kilómetros más lejos quedaba parado en
medio de una laguna de barro que cubría todo
el camino. Esta vez todos los brazos y pies no
bastaban para moverlo de su lugar. Quedaba don­
de estaba.
Todos habíamos bajado y con nosotros tam­
bién el optimismo del principio. Los mosquitos
pronto nos descubrieron. Tuvimos que defendernos
contra esos sanguinarios insectos y empezó así una
batalla que no se terminaría hasta nuestro retiro.
Por cada uno que se mata, otros diez más llegan
al entierro.
E l chofer nos propuso ir en busca de leña para
echarla delante de las ruedas. Había que abrirse
camino entre los matorrales espinosos. Todos nos
dispusimos con entusiasmo a esta tarea. Había
leña en abundancia, y después de una hora de
esfuerzos pudimos continuar el viaje.
Otros insectos se habían juntado a nuestros
primeros enemigos para tener también su parte
en el festín. Vinieron tábanos y también una espe-
cié de escarabajos que atacaban preferentemente
las piernas y taladraban tranquilamente la carne
sin ocuparse de la reacción violenta que esto pro­
vocaba. En el interior del jeep la batalla continua­
ba hasta que el último enemigo cayó vencido al
suelo.
Felizmente tuvimos suerte. No era éste el caso
del gran camión que encontramos cargado con
azúcar para Camiri: estaba hundido en el barro
a un metro de profundidad. Estaban descargando
las bolsas en terreno húmedo. No pudimos ayudar­
les. No puedo comprender como esa carga haya
podido llegar sana y salva a su destino.
Después de un viaje difícil de más de quince
horas, el chofer se sentía acabado. E l abatimiento
se reflejaba en su cara. Era un joven valiente, pero
de poco vigor. Puso el jeep a un lado del camino
y paró el motor para dormir unas horas. Dormir
me parecía imposible en estas condiciones.
Algunos bajaron y yo también con ellos. La
noche era hermosa, pues la luz de la luna ilumina­
ba el ambiente. Todo estaba seco en este lugar;
no había llovido aún y lo más asombroso: ningún
mosquito vino a molestarnos. Era una noche en­
cantadora, bañada en la luz más clara de la luna.
Me puse a pasear, dando vueltas y rezando
mi rosario. De lejos oí una voz melodiosa que se
repitió varias veces. Era como un canto, pero no
era una voz humana. ¿Un pájaro? Tampoco lo

56
parecía. No sé, pero era impresionante en medio
del silencio profundo que dominaba todo.
Así pasó el tiempo. No me alejaba mucho del
lugar donde estaba el jeep. Andaba y volvía go­
zando de la frescura del aire nocturno. No sabía
que en esta región los tigres abundan. Son anima­
les feroces, pero cobardes; atacan raramente al
hombre.
Sin duda uno se había acercado a mí, atraído
por el agradable olor de carne humana.
Al momento oí un ligero rugido no lejos de don­
de estaba. ¿Tendría miedo de verme? Sin duda
me tenía por un cazador, pero no tenía arma.
Me paré un momento buscando ver algo, pero
no tuve éxito. Si corría podría tentarlo a seguir­
me. Me volví entonces lentamente al jeep para re­
tomar mi asiento; me sentí más seguro en su in­
terior. A las 6 de la mañana llegamos a Camiri,
después de un viaje de veinticuatro horas. Desde
allí un avión me llevó a otro departamento.
No me sentía inclinado a volver otra vez a los
cerros andinos, pero un día me vino la idea y me
dije:
“Si Dios quiere...”
Cierto día encontré a un sacerdote muy ocupado
que ganó toda mi simpatía cuando me habló de
su parroquia, un pueblo ubicado en un valle pro­
fundo de los Andes, con unas 25 capillas. Era
más joven que yo y me invitó a compartir su vida.
Su pueblo estaría unos 1.000 ó 1.500 metros más
bajo que Potosí. En esta altitud la altura no me
causaría tanto daño. No quise rechazar su invi­
tación para pasar unos días con él en su parroquia.
Quería saber si no era ése el lugar donde Dios me
llamaba.
Después de recorrer un largo trayecto de la
carretera que va a La Paz, mi jeep entró en un
camino estrecho llena de piedras entre la pared de
la montaña y un barranco, bajando y bajando
siempre hasta que llegó al pueblo.
E l párroco me recibió con alegría. No vivía solo;
tenía en su casa a un joven que era enfermero y
lo ayudaba en todo. Era de un país vecino y pare­
cía algo cultivado, pero era muy nervioso.
La fiesta patronal se celebraba a los pocos días,
y el párroco me pidió licencia para pasar unos
días en las montañas y así visitar a sus feligreses,
encargándome de su parroquia. Quedé solo con
el joven.
La tarde anterior a la fiesta, pequeños grupos
alegres de indígenas afluyeron al pueblo.
Al día siguiente fuimos a la iglesia para preparar
la santa misa. E l joven, que era también sacristán,
me acompañó y repicó. Esperamos. Curioso, la gen­
te no venía a la iglesia. Una segunda vez y una
tercera vez se repicó. Pocas personas habían lle­
gado, pero no me quedaba otra solución que em­
pezar la misa. ¿Habría un error de mi parte?

58
Después de la misa alguien vino a avisarme:
—Padre, la misa debe hacerse en la tarde.
—¿Por qué no me lo dijeron antes?
Quizá no comprendieron o no osaban decírmelo.
De todos modos me decidí a celebrar una segunda
misa antes de la noche.
Llegada la hora fui nuevamente con mi compa­
ñero a la iglesia. Esta distaba unos cien me­
tros de la casa parroquial. Ya se había repicado
y se percibía movimiento de gente en las calles.
Acercándonos, nos extrañó una música tumul­
tuosa que llegó desde el interior de la iglesia.
La gran puerta de entrada estaba abierta.
Entramos: nos vimos de improviso frente a una
multitud de hombres y mujeres que bailaban y
distribuían alcohol.
Dos grandes latas llenas de bebida y sin tapas
estaban puestas en el suelo.
Mi súbita indignación se comunicó como una
chispa eléctrica a mi compañero, que sin esperar
un segundo tomó con ambas manos una de las
latas y derramó su contenido sobre el suelo. Llenos
de horror los indígenas retrocedieron un instante,
aterrados, como esperando un rayo del cielo para
castigarlos.
La consternación general duró apenas unos se­
gundos. La rabia estalló, pues todos juntos avan­
zaban lentamente en nuestra dirección, los prime­
ros con sogas en sus manos. Avanzaron con pre­
caución como sintiendo miedo, pero listos para
echarse como un alud sobre nosotros para suje­
tarnos.
Mi compañero me hizo una seña y apenas tuvi­
mos tiempo justo para refugiarnos en la sacristía,
y cerrar tras de nosotros la puerta. Del otro lado,
los gritos furiosos y los golpes contra la puerta
para abrirla a la fuerza, nos decían a las claras a
qué suerte habíamos escapado. Pero no estábamos
aún en seguridad. La puerta no resistiría mucho
tiempo. Para nuestra suerte había otra puerta.
Salimos sin ser vistos. Toda la gente quedó en
el interior sin darse cuenta de que los pájaros
habían escapado.
Corrimos de inmediato a la casa parroquial, ase­
gurando puertas y ventanas. Y esperamos, rodeados
de un silencio extraño, lo que pudiera suceder.
E l tiempo pasaba y nada ocurrió.
Pero llegó el corregidor, seguido por algunos
que se ubicaron a la distancia. Lo dejamos entrar.
Era un indígena del pueblo, un hombre hermoso
y de talla grande. Como representante de la auto­
ridad del pueblo era respetado por todos. Una
persona razonable lo había llamado a tiempo.
Su sola presencia calmó el tumulto. Enérgica­
mente puso al cacique —el hombre responsable de
todo lo ocurrido— en el calabozo; después, la cal­
ma volvió por completo. Algunas mujeres entra­

60
ban enseguida en la casa, llorando y pidiéndonos
perdón por los culpables.
Pudimos entonces volver con toda seguridad a
la iglesia para celebrar la misa de la fiesta.
La providencia divina nos había salvado la vida.
En mi caso fue una más de las tantas veces que vi
la muerte cara a cara.
Después de esto, me pareció claro que no era
éste el lugar donde continuaría mi vida de misio­
nero.

61
VI
El Bautismo
de un
Párroco
EL BEN I ocupa solamente, a pesar de sus 100.000
kilómetros cuadrados de superficie, una pequeña
parte de la cuenca amazónica, que se extiende
casi en su totalidad sobre el norte del Brasil. La
parte que pertenece a Bolivia es una vasta región
de pampas verdes surcadas por todos lados por
ríos y coronadas con bosques donde el terreno
sube ligeramente, para formar curichis 1 y yomo­
mos 2 hacia donde baja.
Cuando llegué por primera vez, en 1967, no
existía aún ninguna carretera; el único acceso de
importancia con el resto del país era el río Mámore.
Casi todo el tráfico se hacía por aire.
Una embarcación me llevó en cuatro días des­
de Todos los Santos hasta Trinidad el centro de
ésta, E l D orado D esconocido. Desde allí una avio­
neta me condujo a mi nuevo destino: San Lorenzo.

1 Pantanos que se secan en parte durante el tiempo seco.


2 Pantanos que quedan inundados durante todo el año.

65
Esta parroquia se extiende sobre un territorio
de millares de kilómetros cuadrados, pero la po­
blación es muy escasa, como lo es en el resto del
Beni.
Los indígenas son de la raza de los moxos. Es
gente de índole pacífica y afable, que vive en el
sur del departamento. Hace tres siglos que fueron
cristianizados por los Padres Jesuítas.
Después de una media hora de vuelo, la Cesna
se posó sobre la alfombra verde de paja que ser­
vía de aeropuerto. Un padre de Trinidad, muy
conocido en el pueblo, me acompañaba.
Bajando de la avioneta, él me presentó a los
curiosos que habían acudido a la pista, como era
costumbre cada vez que se oía el zumbido de un
avión que aterrizaba. No sé si les he hecho una
buena impresión. Hice lo que pude, pero no pa­
recieron muy persuadidos.
Primero hicimos una corta visita a la casa don­
de permanecía el párroco, luego nos dirigimos a
mi futura vivienda, la casa parroquial.
Algunas mujeres estaban ya barriendo y limpian­
do las paredes cubiertas de polvo y de telas de
araña. Las ventanas tenían tela metálica en lugar
de vidrio. Esto tiene sus ventajas y también sus
inconvenientes.
Durante el día, la tierra fina levantada por el
viento pasaba fácilmente; de noche, a su vez, se
oía el canto fúnebre de los mosquitos atraídos por

66
el olor de carne humana. Pero la temperatura se
mantenía siempre fresca.
Había solamente dos salas: una grande, que
serviría como habitación, y una más pequeña co­
mo dormitorio. Una casa sin lujo ni confort- Des­
pués de la inspección en dos miradas me instalé
aquí.
La iglesia estaba al lado de mi habitación. Era
grande, pero vieja; se encontraba en un estado
lamentable y necesitaba urgentemente una repa­
ración. Desde el techo se desprendían pedazos de
revoque, capaces de matar a quien se encontrase
debajo, porque eran pesados como plomo.
La sacristía no tenía puertas y no había ningún
armario. Los ornamentos y los objetos sagrados se
guardaban en unos cajones sin chapas, y como la
iglesia tampoco tenía puerta, cada uno podía en­
trar y salir de día o de noche como en la mayoría
de sus propias casas. Con todo, no había mucho
para robar.
La impresión del resto del pueblo no era muy
diferente. Los pocos ganaderos que vivían aquí no
tenían casas de lujo. Todo era pobre y sencillo, cons­
truido con materiales hechos en el mismo pueblo.
E l único material que sabían fabricar bien era el
adobe.
Casi toda la gente indígena vivía en chozas con
paredes de chuchillo con o sin barro y con techos
de hojas de palmera.

67
Me sentí bien recibido por ellos, pero me di
cuenta enseguida que su religión era, como la igle­
sia, bastante caduca, a pesar de que acudían a la
misa en ciertas ocasiones particulares.
Llegué pocos días antes de la fiesta patronal de
San Lorenzo. De todos lados venían familias en­
teras en carretones traídos por yuntas de bueyes
y cargados con víveres del campo.
Pronto se notó cierta animación en el pueblo.
Todos estaban ocupados o preocupados con los
preparativos.
E l último día grupos de hombres y mujeres en­
traban y salían de la iglesia para preparar la ima­
gen del santo patrono: un busto de madera, colo­
cado sobre cuatro soportes. Sobre él se veía una
especie de cabeza de mandarino. Todo fue ejecu­
tado, por supuesto, por un indígena hábil, pero
primitivo. El busto era objeto de máxima venera­
ción como si fuese una verdadera reliquia de santo.
Una vez vestido con sus ornamentos, la piedad
popular hizo explosión. E l Señor en el Santísimo
Sacramento no existía para ellos a juzgar como
entraron en la iglesia sin hacer primero una ora­
ción, pasando frente al Santísimo sin ninguna ge­
nuflexión, sin la menor atención, charlando y rien­
do, o aun gritando. Todas las genuflexiones eran
solamente para su ídolo de madera.

68
Eran muy amables viéndome llegar para dar un
ojito en la ropa y pensando que me sentía satis­
fecho.
Tenía la esperanza de que este culto excéntrico
cambiaría con el tiempo.
E l repique jubiloso de las cuatro campanas,
acompañado por el trueno de tambores, anunció
desde la vigilia el comienzo de la fiesta.
A la mañana del día siguiente se esperaba la
llegada de monseñor, el obispo. Apenas se oyó el
motor de la avioneta, los que estaban menos ocu­
pados corrieron a la pista para darle la bienvenida.
Después de la misa solemne y la procesión, los
macheteros con sus exóticos trajes de fiesta con­
tinuaban bailando, mientras los más jóvenes ter­
minaban los preparativos para el ojeo: juego de
jóvenes que suben sobre el dorso de un toro enfu­
recido, hasta que son tirados por tierra mientras
que otros distraen a la bestia para impedirle que
embista a su jinete enfadoso. Es un juego tan
atractivo que a menudo muchos olvidan la hora de
ir a la iglesia para el bautismo de sus hijos; pero
es también igualmente peligroso, porque a veces
termina mal, con contusos y heridos, aunque nun­
ca tuve noticias de un accidente mortal.
Ese año yo mismo fue la única víctima de la
rabia de los toros sin haberlo provocado. En
un momento libre salí de mi casa para sacar
unas fotografías. Subí sobre la empalizada del

69
corral, que tenía casi dos metros de altura, y
me senté esperando el instante oportuno para
tomar de cerca una linda vista del toro endiablado
y sus atormentadores.
Llegó el momento favorable. En una carga fu­
riosa, el toro vino en dirección a mí mientras los
jóvenes escapaban por encima y por debajo de la
empalizada.
Ciega de rabia la bestia quería súbitamente lan­
zarse contra mí con sus cuernos enormes. Me que­
daban uno o dos segundos para retirar mis piernas
antes del terrible choque, que no pude evitar sino
dejándome caer por tierra. Me dolían las costillas,
pero intentaba disimularlo y olvidar lo ocurrido.
A la noche siguiente cuando estaba acostado
me di cuenta: una costilla estaba fracturada. No
era tan grave, pero me molestaba mucho para dor­
mir bien. El mejor remedio para curarlo es andar
lo más posible. Eso hice, y las dos partes se
autosoldaron, quedando la costilla quizá más só­
lida que antes.
Llegada la noche, la fiesta no terminaba aún; al
contrario, era como si empezara de nuevo. La
imagen era sacada de la iglesia para hacer el
velorio —velorio que no tiene ningún valor desde
el punto de vista religioso—. La gente se reunía
—ya sea en la iglesia, ya sea en una casa parti­
cular— para pasar una parte de la noche con la

70
imagen, para rezar y cantar, pero sobre todo para
tomar. Rezar y cantar no es lo que tanto importa;
lo que les interesa es el alcohol, esa es toda la
razón del velorio.
Hay que ver a la mañana siguiente a esa
gente en su estado de borrachera, algunos gritan­
do como animales, otros como muertos, extendidos
por tierra, otros agitándose como locos y hablando
como gallinas sin cabeza.
Me sentía muy solo en mi pena al ver la dege­
neración de esa curiosa piedad que terminaba in­
defectiblemente en orgías. Ninguno protesta. “Es
la fiesta”, se dice para disculparlo.
¿No será urgente de poner un fin a estas cos­
tumbres? Para un párroco solo será una tarea im­
posible. La prohibición tiene que venir de arriba.
Las autoridades eclesiásticas y civiles deben im­
poner en conjunto su voluntad para el bien de
todos y para el bien de la religión. Para mí fue el
bautismo: parecía más una ducha de agua fría.

71
[
VI I
En elReino
de los
Mosquitos
EN E L BEN I la naturaleza siempre ha reinado
como soberana. Es un país fértil gracias a los ríos
y arroyos que atraviesan sus pampas y al bajo
nivel de esta enorme llanura que queda, en su
mayor parte, inundada durante los tiempos de
lluvia.
Se puede decir del Beni lo mismo que el poeta
Boileau dijo de Holanda:
“Allá las montañas más altas son los dorsos de
las vacas”.
Sobrevolando este departamento en avión a gran
altura, se ofrece al espectador una vista impresio­
nante. Se observan los ríos que fluyen lentamente
hacia los poderosos afluentes del Amazonas, como
serpientes gigantes que descansan sobre la alfom­
bra verde que tapiza el suelo.
E l calor tropical junto con la vegetación lo hace
un paraíso para la fauna.

75
Apenas pisada por el hombre, esta región pro­
bablemente nunca ha sido conquistada antes de
la llegada de los españoles.
Históricamente cuentan que los Incas enviaron
desde Cuzco un ejército de 10.000 hombres. Pero
los pocos indios que vivían aquí tenían su línea d e
ag u a : una defensa natural formada por ríos y
pantanos.
E l enemigo fue derrotado; solamente unos cen­
tenares volvieron a su base de operaciones. E l
resto fue exterminado tanto por las pequeñas tri­
bus indígenas como por otros enemigos naturales
que abundan aquí.
Leamos estos versos poco líricos sobre el Beni,
que nos dejó un soldado español del tiempo de la
colonización:
Es Mojos * en pocas voces:
unas pampas pantanosas,
unas aguas cenagosas,
unos padres vice-dioses,
unos caimanes feroces,
dos telares de algodón,
tal cual caballo rabón,
una maligna terciana,
unas indias con sotana,
y unos indios sin calzón.

* Mojos es la región sur del Beni.

76
Es una región sin trigo,
es un perenne hormiguero,
es un terrible tigrero,
un Sur cruel enemigo,
es la muerte, poco digo,
es un infierno a los ojos,
es murciélago con piojos,
y si bien lo he de decir,
cuanto mal puede venir,
es definición de Mojos.

No comparto el pesimismo de este pobre fulano.


Tiempo después el paisaje de este país ha cam­
biado poco sino por las tropas de vacas medio
salvajes que se sumergen en la alta hierba de las
pampas y el alambre de púa que marca los límites
entre las estancias.
Adonde el hombre avanza, las fieras más temi­
bles —como el tigre y el caimán— son exterminadas
o se retiran. Las víboras constituyen siempre un
serio peligro para el hombre, pero instintivamente
éste camina siempre con cautela. E l chofer de la
ciudad es cien veces más peligroso.
En los ríos los peces abundan. Sus aguas no
han sido aún contaminadas por los residuos de
fábricas. Las numerosas pirañas no inspiran miedo
a los indígenas, que saben cómo evitar los ataques
terribles de este tigre d el agua.
E l Beni es, sobre todo, el Reino d e los m osquitos.
“El mosquito es el animal más salvaje”, me ase­
guró una persona, mostrando así su repugnancia
hacia ese insecto que no deja de atacar cualquier
carne viva de día o de noche. Desgraciado el pobre
que no sabe defenderse contra ellos.
Mi victoria más brillante sobre ellos ha sido una
colpa sobre mi pierna que dejaba seis cadáveres
en el campo de batalla. Un solo mosquito basta pa­
ra privar a uno de su sueño durante toda la noche.
Pero no se atormenten; el beniano sabe defenderse.
Me gustaba mucho la vida en el Beni a causa
de la integridad de su naturaleza y de la afabili­
dad de sus habitantes.
Al pasar del paganismo al cristianismo en el
siglo xvxi, la población indígena cambió completa­
mente de modo de vida.
Aceptaron concentrarse en unos pocos pueblos,
de los cuales Trinidad —la pequeña capital del
departamento— fue la primera población.
Mientras que los andinos perdieron su rica cul­
tura por completo, sin saber integrarse a la cultura
cristiana, las tribus salvajes del Beni la aceptaron.
De esta mezcla resultó un folklore riquísimo que
nos muestra que antes la gente vivía su fe con gran
devoción.
La expulsión de los Padres Jesuítas en el si­
glo xvm constituyó un desastre para la religión en

78
el Beni. Durante un siglo o más, la población que­
dó prácticamente casi sin sacerdotes.
He constatado en mi parroquia que de aquel
cristianismo ha quedado apenas un folklore: en
realidad, una religión sin alma.
La religión cristiana es, ante todo, una vida de
fe y de amor a Dios y al prójimo, de respeto a la
mujer, de trabajo para vivir y de descanso el día
domingo. Estos valores apenas existen en la men­
talidad de mis feligreses, y ellos mismos tampoco
parecen dispuestos a cambiar interiormente su
manera de pensar.
Buscaba recristianizar su folklore. Para llegar a
este fin, tenía que introducir cambios en sus cos­
tumbres. Pero modificar algún detalle de sus cos­
tumbres era como un atentado contra la vida de
ellos.
Otra circunstancia que llevó a la pérdida de la
mentalidad cristiana fue el cambio de ambiente
por la llegada de los primeros ganaderos. Los fun­
dadores de San Lorenzo fueron un grupo de indí­
genas que se marcharon de Trinidad con tal de no
verse obligados a pagar impuestos. Era gente va­
liente y trabajadora.
Pero no se puede decir lo mismo de sus descen­
dientes y de los otros que han llegado después.
Tenían sus chacos alrededor del pueblo. Vivían
casi sin dinero. Mas luego empezaron a ofrecerles
dinero a cambio de sus tierras para dejar trans-

79
formarlas en estancias. Quizá, como gente sencilla,
creían poder gozar toda su vida de lo que se les
pagaba.
Pero esto duró poco tiempo. Para poder vivir
tuvieron que asimilar otros terrenos para sus cha­
cos, más lejos del pueblo, a unos cuarenta o más
kilómetros de distancia. De esto resultó la funda­
ción de diferentes nuevos pueblitos. Otros se de­
jaron ganar para trabajar en las nuevas estancias.
Los primeros fundadores no tenían miedo.
Viajaban en carretón a Cochabamba para ven­
der sus cosechas: arroz, maíz, plátanos, etcétera,
atravesando la región inhóspita del sur del Secure
y a veces peleándose con los yuras: una raza de
indios medio salvajes y enemigos hereditarios de
los moxos.
Ahora los indígenas no trabajan sino para no
morir de hambre y para procurarse ropa, alcohol,
comestibles y otros objetos, atraídos por los avio­
nes carniceros que aterrizan en el pueblo.
Parece que la gente vive inmune de esa enfer­
medad de la sociedad moderna, que es ten er di­
nero, siem pre m ás dinero.
Son H ijos d el Sol, que viven de un día al otro.
¡Menos mal! E l inconveniente es que la ley d el
m ío y d e l tuyo no tiene para ellos límites precisos.
No son avaros, pero cuando uno no tiene para co­
mer piensa generalmente: “Otros tienen...” Es, sin

80
duda, una supervivencia de sus costumbres ances­
trales que tienen aún raíces profundas.
Su espíritu de hospitalidad es admirable. San
Lorenzo es como una gran casa de familia para to­
da la región. Llegan carretones de noche o de día,
y siempre hay una casa u otra donde alojarse. La
hora de llegada no tiene ninguna importancia. No
faltan camas; una piel de vaca sobre el suelo basta
y aun esto tampoco es tan necesario.
No sé como hacen para comer todos los días.
Cierta vez, cuatro hombres llegaron al pueblo,
a pie, desde una distancia de 25 kilómetros para
cumplir su prestación vial: trabajar unos días en
las obras mandadas por el Consejo Municipal. Este
es el único modo de pagar sus impuestos.
Se alojaron en una casa donde no había otra
cosa para comer que yuca. Este alimento está cons­
tituido solamente por fécula, sin tener siquiera
grasa o vitaminas. Sin adición de otra comida, uno
puede tener el estómago lleno y morirse al mismo
tiempo de hambre.
¿Cómo trabajar eficazmente en estas condicio­
nes? No saben, porque son anémicos o porque
tienen otras enfermedades que resultan lógica­
mente de la desnutrición.
Si no comen bien, no pueden tener deseos de
trabajar, y si no trabajan no tienen para comer:
he aquí el círculo vicioso.

81
Otra costumbre que tienen —ancestral, por su­
puesto— es la de dar sus hijas de doce a catorce
años en matrimonio a muchachos de mayor edad.
Si el sacerdote no acepta casarlos van a vivir en
concubinato.
Generalmente, las muchachas consienten el ma­
trimonio porque no tienen otra alternativa; pero
no siempre. Algunas que se han negado fueron
azotadas brutalmente, unas huyeron, otras han
desaparecido. ¡Cuántas tragedias conozco!
¿Cómo puede haber amor verdadero entre un
hombre y una mujer, entre padres e hijas, si éstas
tienen un presentimiento de lo que les espera un
día? No asombra, pues, que el amor familiar ten­
ga dimensiones tan restringidas.
La falta de amor se manifiesta particularmente
en la poca paciencia que tienen para con los en­
fermos, máxime cuando les parece que la muerte
está cerca. Hacen de la muerte un día de fiesta.
Por esto invitan a un doctrinario, y la choza se llena
de gente que permanece día y noche velando y be­
biendo, a veces con música, hasta que el condenado
a ser moribundo ha fallecido.
Pues, el doctrinario empieza a rezar devo­
tamente las oraciones de su ceremonial, varia­
das por los cantos de las mamitas y copitas de
alcohol, durante toda la noche hasta que el sol
aparece de nuevo en el horizonte.

82
Se dice del beniano que vela de noche y duerme
de día. Esto no deja de ser cierto.
Las fiestas son la ocupación principal en toda
su vida.
He debido acostumbrarme a oír el estallido de la
música a la hora que me disponía a acostarme, a
las once de la noche. No les importa que no dejen
dormir a los vecinos, o que haya enfermos en el
vecindario o aun en la propia casa. Hombres y
mujeres pasan toda 1 a noche en ebriedad. A
la mañana se les ve volver a sus casas para
dormir. Por la tarde continúan la fiesta interrum­
pida apenas por unas horas.
La promiscuidad en la semioscuridad de sus cho­
zas es un impacto para las relaciones entre los es­
posos, entre padres e hijos, testigos de cosas in­
decibles.
E l explorador inglés Faulkner —que viajó mucho
por el norte de Bolivia— hace en su libro alusión a
esto, sea sin llamar al diablo por su nombre.
Gracias al tráfico del alcohol por avión, el alco­
holismo ha tomado proporciones gigantescas. Vein­
te años antes el borracho era castigado pública­
mente. Ahora se quiere castigar a quien no quiere
tomar.
Si se realizara una fiesta y no hubiera alcohol,
se sentirían como prisioneros en el calabozo. En

83
estas condiciones, ¿cómo puede haber progreso
para esta pobre gente?
W hen the drink is in the man, is the w isdom in
the can.
Lo que equivale a decir que cuando la bebida
está en el hombre, la sabiduría está en el vaso.

84
VIII
Religión
a
Refaccionar
ES EV ID EN TE que la población indígena, de la
cual se habla en estos capítulos, tiene un fondo
muy religioso, pero debemos hacer una clara dis­
tinción entre lo que es religioso y lo que es cris­
tiano. Sus tradiciones y su folklore muestran que,
en tiempos anteriores, su cristianismo tenía un
papel muy importante en su vida. Con el tiempo
el observador paciente y objetivo advierte que
su vida interior no corresponde o lo hace muy
poco con sus manifestaciones de fe por sinceras
que fueren.
Parece que su religiosidad original ha perdido
el alma y no sirve más que para ser una capa de
protección de su folklore y sus malas costumbres.
Es como un sueño letal.
Ya enumeré algunos factores que han contribui­
do a esta decadencia moral y cultural que no pa­
rece importunar demasiado a sus conciencias, pero

87
sin la cual esa buena gente seña, sin duda, dife­
rente o al menos muy cristiana.
Creen en el Dios Invisible, pero sus manda­
mientos les importan poco. Además, sin imágenes
de santos la religión les parece sin mucho sentido.
¿Qué lugar tiene la oración personal en su vida?
Saben de memoria las fórmulas del Padrenuestro
y el Avemaria, pero no son capaces, parece, de
hablar con Dios individualmente. Sólo los he visto
rezar cuando había un sacerdote o un doctrina­
rio, o bien en la iglesia de un modo individual
delante de una imagen.
Que la Santa Misa es la renovación del Sacrifi­
cio de Nuestro Señor en la Cruz y fuente de gra­
cias, les escapa totalmente.
Van a la misa los días de sus fiestas o cuando
hacen celebrar una misa; durante la semana no tie­
ne ninguna importancia para ellos.
Pero impresionante es su confianza en lo que
es más accesible a su espíritu de fe. Mucha gente
va a la iglesia —tanto hombres como mujeres— con
el rosario al cuello. La oración del rosario atrae
cada noche a algunos adultos y un buen número
de niños a la iglesia.
En general, su vida religiosa es un vasto esque­
ma de costumbres en el que las fiestas constituyen
los puntos más salientes.
E l bautismo es parte integral de esa vida de
costumbre, sin excepción. También el matrimonio

88
religioso es considerado necesario, pero ya no tanto
como antes. Los otros sacramentos son como mar­
ginales —para los devotos— salvo en ciertas oca­
siones.
Cuando uno está en peligro de muerte se llama
al sacerdote para ayudarlo a morir. Al ver al mo­
ribundo —o a quien se cree que va a morir— me
ha sobrecogido siempre la serenidad con la cual
éste me esperaba y su resignación total en lo que
le parecía ya inevitable: listo para empezar el
gran viaje a la eternidad.
Estoy persuadido de que esta humilde gente
está más cerca de Dios que los cristianos para los
cuales el dinero tiene el primer lugar en su cora­
zón.
Pocos son aquellos que cumplen sus deberes de
Pascua. Cuando vienen para confesarse no quie­
ren p erd er su tiem po. De preferencia llegan cuan­
do estoy a punto de empezar la Santa Misa. Rara­
mente alguno se confiesa más de una o dos veces
al año.
Unas viejas mamitas vienen cada día a asistir a
la misa y comulgar piadosamente. ¿Saben bien lo
que hacen?
Una tarde entré en la iglesia en el momento que
una de ellas —que había venido a barrer— estaba
delante del altar gritando a su compañera como
si estuviese en el mercado. ¿Cuál era su fe?

89
Una puerta de la iglesia quedaba siempre abier­
ta como una invitación a entrar para rezar. (Las
mamitas la cerraban a menudo para que no en­
trasen las gallinas.) Pasaban cada día caravanas
de mujeres y niños para sacar agua en la noria al
lado del templo. Ni una vez vi entrar a alguien
para hacer una pequeña oración, aunque he reco­
mendado en mis sermones no sé cuántas veces la
visita al Señor que está día y noche en el taber­
náculo.
La juventud era mi esperanza. ¿Cómo hacer si
en la familia la educación cristiana falta por com­
pleto? Todo tenía que venir del sacerdote. Lo que
enseñaba en la escuela en el catecismo era como
la semilla sembrada entre las espinas.
Hay pequeños entusiasmos de vida cristiana
después de la Primera Comunión, pero no dura­
ban mucho tiempo pues el ambiente era más fuerte
que ellos. Si hubiera contado con una sola familia
verdaderamente cristiana, o siquiera una sola per­
sona para servir de modelo, los niños de la Prime­
ra Comunión habrían visto un ejemplo para dirigir
su fervor generoso en el camino de una verdadera
vida cristiana.
E l sacerdote sólo no basta. He oído decir más
de una vez: “E l Padre quiere que vayamos a la
Misa”. Esa era la razón por la que muchos niños
asistían el domingo a la Misa: para obedecer al
Párroco no a Dios. Mucha gente pensaba de la mis­
ma forma. No comprendían que es una obligación
grave que Dios nos impone.
Para otros la misa dominical era un pasatiempo.
Otros venían por simpatía, para dejar enseguida
—por una razón fútil— toda práctica religiosa.
La semilla sembrada en ese terreno tan duro
¿tendrá pronto o tarde sus frutos? Todavía sin sa­
cerdote o con él, cada uno es responsable de su
alma. La gracia de Dios basta para salvarnos.
Fuera de San Lorenzo —la capital de mi parro­
quia— había gran número de otros pueblitos lejos
del centro.
Trataba de visitarlos cada año. La gente del
campo es más dispuesta a dejarse enseñar y guiar.
Trabajan más y tragan menos. La mayoría recibió
siempre los sacramentos.
Pero allí donde viven, con ganaderos d e m ás
im portancia, hay generalmente una mentalidad
negativa en comparación con la de San Lorenzo.
¿Vacunación mental?
La aversión hacia la recepción de los sacramen­
tos de la gente de más categoría —cristianos de
adorno— no deja de tener influencia sobre la gente
indígena; bien merecería que viesen en ellos una
vida cristiana más ejemplar.

91
IX
Baco
y sus
Sacerdotes
FU E UN 24 de agosto. Dos días seguidos había
observado desde mi ventana un continuo ir y venir
de mujeres y niños con latas y baldes para sacar
agua. Me intrigaba. ¿Qué estarían haciendo? ¿Tan­
ta agua para beber? ¡Imposible!
A pesar del calor tropical y de la cantidad de
sudor que sale de una piel en buen estado higié­
nico —y generalmente es gente limpia; las muje­
res y las niñas, en particular—, para bañarse van
a los estanques, donde después de lavar la ropa
toman un baño mientras ésta se seca sobre la paja.
¿Sería sin duda para fabricar más chicha?
La fiesta de San Lorenzo con su doble octava
estaba ya enterrándose en el olvido...
—Señora, ¿qué pasa? —pregunté a una de ellas—
¿Por qué sacan tanta agua?
La respuesta no tardó un segundo:
—Padre —me contestó—, hoy es San Bartolomé,
mañana es San Luis y luego viene Santa Rosa
—30 de agosto—.

95
Con mis dos calendarios, uno sobre la mesa y
otro en la pared, casi sentía vergüenza frente a
esta aclaración impecable de una persona humilde.
Tengo mucha devoción por los Santos, pero a
los ojos de mis feligreses debo ser un hombre
ignorante y sin piedad. Por suerte, a mí no me nece­
sitaban.
Sabía ya, mucho tiempo antes, que había entre
los indígenas ciertos personajes oscuros, llamados
doctrinarios. Sólo los conocía vagamente.
El Cabildo los nombraba sin consultar previa­
mente al Párroco y sin avisarle. Tampoco el nuevo
doctrinario, venía a presentarse a mí en mi calidad
de Párroco. No les gustaba, parece, salir de la som­
bra y del misterio que los rodea.
Lo que sé de ellos es que no se distinguen en
nada de los demás: no van a la misa ni a los
sacramentos.
Son los jefes religiosos de una religión que ve­
geta como un parásito al lado de la vida parro­
quial. Tienen cierta autoridad, una voz bastante
fuerte y un ritual —libros de oraciones y novenas—
que yo buscaba a veces afanosamente en la sacris­
tía. Conocen de memoria el calendario de sus
fiestas: es todo lo que deben conocer de su latín.
Luego de sus pequeñas fiestas, comprobaba
que mucha gente, vestida con sus mejores plumas,
venía inesperadamente para asistir a la misa.
En su mayoría eran mujeres, pero siempre iban
acompañadas por algunos taitas. Ninguno parti­
cipaba de los sacramentos. Se quedaban al fondo
de la iglesia y miraban como esperando el fin de
la misa. La botella los esperaba.
Una vez terminada la ceremonia salían y se
iban discretamente, en pequeños grupos, al lugar
donde se había preparado el ágape.
Otros pasaban más tarde, por el mismo camino
—a menudo un hombre seguido por una mujer—,
silenciosamente, en fila india.
¿Por qué vinieron a la misa? ¿Sería por supers­
tición o para darse un motivo en el culto que pa­
gan a Baco? ¿O sería para tener más fácilmente
acceso a la casa de los anfitriones?
En ciertas fiestas de importancia mantenía la
costumbre que hay en la parroquia de hacer una
novena. Desde el primer día la asistencia al rezo
del rosario se doblaba y aun se triplicaba o más.
Al principio lo miraba con gran satisfacción,
hasta que un día me di cuenta. La mayoría de
estos devotos nunca se veía en la iglesia cuando
había obligación de ir.
E l día posterior a la novena vino el desencanto:
había menos personas en la oración que de cos­
tumbre.
En la casa del ágape, sobre un pequeño altar,
está la imagen del Santo con velas encendidas.
Allí el doctrinario se siente en su elemento.

97
Con voz emocionante reza según su propio ri­
tual. Toda la asamblea lo acompaña, aunada con
el de corazón en este acto de piedad. Se sienten
más católicos que el Párroco.
Al día siguiente, antes de la misa, los que pue­
den aún caminar retornan penosamente a sus casas.
Muchas veces los niños quedan toda la noche
solos.
Es también costumbre hacer una novena des­
pués de la muerte de una persona, pasado cierto
tiempo. Lo consideran como una obligación.
Generalmente se prefiere hacerlo en familia
con el doctrinario y con pompa, si se puede, y
sobre todo con alcohol, aunque no se pueda.
El Párroco no sirve —dicen— nuestras costum­
bres no le gustan.”
X
La Pesadilla
de
Navidad
LA NAVIDAD celebrada en el hemisferio norte
en un mundo sepultado bajo la nieve, con un frío
intenso, en una de las noches más oscuras del in­
vierno, no tiene el mismo encanto que en el otro
hemisferio. En lugar de una atmósfera de silencio
y de intimidad, tan propia allá, bulla y música
ruidosa determinan aquí la fiesta navideña.
Pero esta fiesta tan profundamente cristiana
se está hundiendo cada vez más en el paganismo
moderno. Nunca hubiera creído posible que esta
fiesta de paz y de piedad podría cambiarse en una
especie de pesadilla.
La riqueza del folklore de Navidad en San Lo­
renzo es verdaderamente impresionante. Con esto
el Párroco no tiene nada que ver. Casi toda la
población se dispone a colaborar al éxito de sus
festividades. La parte espiritual quedaba a mi
cargo.

101
Era el año 1972. Creo que nada faltaba a la
preparación de todo lo que podía atraerlos a la
iglesia. Tenía un pequeño coro de muchachas ya
acostumbradas a cantar sin acompañamiento por­
que no había organista.
Después del último ensayo todo prometió mar­
char a ruletas.
Antes de volver a sus casas, las muchachas, lle­
nas de ardor juvenil, habían preparado el pe­
sebre.
Cosa excepcional, el Cabildo tenía una nueva
sala de reuniones y vino con la solicitud de ben­
decirla la misma vigilia de Navidad. Y yo, cán­
dido, caí en la trampa. Sin pensar más lejos vine
antes de la noche para la inauguración. Después
permanecí en la Iglesia para preparar la misma y
esperar si alguno venía a confesarse.
A las 23.30 las campanas debían hacer su pri­
mer llamado a la población para la Misa de No­
chebuena. A esta hora los macheteros, los cajone­
ros y unos especialistas de repique de fiesta de­
bían estar fuera en el atrio, esperando la hora
exacta para empezar.
Mi joven sacristán había vuelto a su casa. Lo
esperaba ya hacía un tiempo. ¿Habría sucumbido
a la tentación de acostarse un rato? Quizá estaba
soñando en la Misa de Nochebuena. No lo vería
antes de la mañana siguiente.
Llegaron las 23.30. Desde fuera un silencio ex­
traño comenzaba a inquietarme: no había nadie
para el repique.
Me fui al Cabildo: parecía una colmena. Innu­
merables curiosos entraban y salían. Al ingresar al
lugar, con asombro, llegó hasta mí un entusiasmo
como de bodas. Alrededor de dos mesas largas
estaban los comensales sentados cómodamente, con
un plato bien lleno delante de cada uno, listos para
empezar la comilona. Y no hablemos de los vasitos.
Sorprendidos, y con alguna vergüenza, escucha­
ron el reproche que les eché a causa de su infor­
malidad. Los más responsables me prometieron
enviar los hombres que necesitaba para el repique,
y fiándome en sus palabras me retiré.
Esperé..., pero evidentemente ninguno de ellos
rumiaba abandonar su asiento con su copioso pla­
to. ¿Qué no sucedería en su ausencia?
Esperé... Como último recurso no me quedaba
otra solución que subir yo mismo a la plataforma
para repicar según el grado de mis capacidades.
No era para enorgullecerse, pero al menos repicaba.
Era un mal comienzo. Tuve que iniciar la cele­
bración de la misa sin la ayuda de mi sacristán
y sin el coro. No era la primera vez que las mucha­
chas brillaban por su ausencia. Quizá algunas te­
nían miedo de salir a medianoche sin compañía,
y otras dormían.

103
E l fin de la misa fue un alivio. Necesitaba des­
cansar y me propuse acostarme lo más pronto po­
sible.
Lo que había sucedido hasta ese momento era
solamente el principio de una pesadilla que pa­
recía interminable.
Una vez terminada la misa de Nochebuena em­
pezó el folklore: esto es de primera importancia.
Afuera, los Angelitos esperaban para hacer su
entrada en la iglesia, guiados por un joven con
flauta y otro con cajón. Son muchachos y chicos,
con dos alitas a sus espaldas, que venían a can­
tar y bailar delante del pesebre para continuar
después en el pueblo durante los tres días si­
guientes.
Luego de encargar a una persona que cerrara
las puertas de la iglesia, me retiré a mi dormi­
torio. Pero, muy sensible a cualquier ruido, no
podía dormir. E l canto y la bulla en la iglesia
duraba hasta la 1 y 30. Luego el tumulto alrede­
dor de mi casa disminuyó, y por fin pude des­
cansar.
A las cuatro, un estruendo infernal me desper­
tó brutalmente. Campanas, tambores y cohetes
rivalizaban en sobrepasarse los unos a los otros.
Era como el estallido de un huracán que se aba­
tía sobre mí. La pared que separaba mi dormi­
torio del atrio de la iglesia —teatro de esta caco­
fonía— era como un parche.

104

A
Después de unos quince minutos el concierto
se terminó, pero en la plaza la bulla continuaba
y el sueño me abandonó definitivamente.
Cuando me levanté a la mañana siguiente me
sentía enfermo.
Primero me fui a la sacristía para prepararme
a la misa de las ocho. Esta vez me esperaban
los macheteros, los cajoneros y otros para repicar,
todos llenos de buena voluntad y sin poder disi­
mular un sentimiento de culpabilidad por no ha­
ber venido para la Nochebuena.
Ya empezaba a olvidar el mal sufrido en la
noche pasada. E l recogimiento en el interior de la
iglesia durante la misa, la presencia del Señor
sobre el altar y la idea de que era Navidad me
consolaban. Esto no era precisamente lo que sen­
tían unos malvados que habían quedado fuera.
Súbitamente un repique salvaje de campanas
y nuevas explosiones de cohetes estremecieron
la asamblea de los fieles. De vuelta a la sacristía
con dolor de cabeza no pensaba en otra cosa
que en descansar.
De la Navidad no me quedaban más que re­
cuerdos lejanos de una fiesta celebrada con fie­
les piadosos, que venían a adorar al Señor en
verdadera alegría espiritual, en iglesias llenas de
gente, para quienes la primera ocupación era
recibir al Niño Jesús en la Santa Comunión y

105
celebrar el resto del día en la intimidad de su
familia.
Tenía primero que atender a los feligreses que
en semejantes ocasiones solían venir a mi casa
para saludarme y felicitarme.
Los dejaba entrar para cambiar unas palabras
con cada uno. No tenían ninguna idea de mi
estado físico en ese momento: era como si, en un
día de fiesta, uno no tuviera el derecho de estar
enfermo. Uno después de otro salieron alegre­
mente y cuando finalmente quedé solo me eché
en la cama creyendo por fin poder descansar,
sin sospechar siquiera de que lo peor no había
llegado aún.
Del otro lado de la pared estaban los machete­
ros vestidos con sus hermosas plumas multico­
lores, preparados para el baile de costumbre. Te­
nían que entrar a la iglesia para hacer su home­
naje al Niño Jesús en el pesebre. Después pa­
san por el pueblo, yendo de esquina en esqui­
na hasta la tarde, para alegrar a la gente con
su gracioso baile. Pero hasta ese momento algu­
nos no habían aún aparecido, estaban por su­
puesto en los brazos de Morfeo “durmiendo la
mona”.
Intentaba dormir, a pesar de las voces de los
macheteros que hablaban entre ellos del otro
lado de la pared. De vez en cuando mostraban

106
su impaciencia con unos golpes de cajones para
llamar a sus compañeros atrasados.
Así pasó una hora. Alrededor de las 11 resonó
de repente un ruido como de trueno. ¿Sería la
partida? E l retumbar de los cajones y el cabeceo
de los pies, ejecutado a un ritmo perfecto, tenían
sobre mi cabeza el efecto de un bombardeo. No
sabía hacia donde volverla. Era como si se hin­
chara.
¿A dónde podría irme? No veía otra salida que
quedarme mientras tanto en mi casa, pero todo
se prolongaba demasiado, pareciendo no termi­
nar nunca.
Finalmente entraron en la iglesia. Ahora el
¡estruendo venía del interior por las ventanas.
Era ya menos fuerte. Esperaba el fin, pero no
se daban tan pronto por vencidos.
Después de pasar largo tiempo allá, salieron
y empezaron de nuevo su baile en el atrio. Por
último se fueron. Eran las 11 y 45. Cobré aliento.
Pero no fue el fin. Apenas pasaron unos quin­
ce minutos, cuando, a las doce, otro bombardeo
de campanas y cajones se repitió por tres veces
como era costumbre.
Caí en somnolencia por una hora, interrumpi­
da de nuevo a las 14 por campanas y cajones.
Era la hora de salida de las parcialidades que se
suceden una tras otra con sus curiosas represen­

107
taciones, sin olvidar pasar primero por el atrio
de la iglesia.
Siempre me había costado mucho dormir du­
rante el día. ¿Y ahora? Me levanté para comer
algo y para esperar la noche siguiente. Quizá
tendría más suerte.
El día se terminó como había empezado... ¡Bu­
lla, bulla, bulla! Sin bulla no hay fiesta, y Navi­
dad en San Lorenzo es la fiesta más grande del
año.
¿Cómo hacer para cambiar al diablo en un
monaguillo?
E l pesebre que teníamos era de lo más senci­
llo. La Sagrada Familia, los pastores y los reyes
estaban bien representados. Solamente al burro
le faltaba una oreja y la vaca había perdido las
puntas de sus cuernos, maltratadas por las chicas,
como lo son los toros a los cuales se las cortan
también antes de dejarles pelear con los jóvenes
en la fiesta de San Lorenzo.
Había en la sacristía un cajón con paja arti­
ficial, pero las señoritas que arreglaron el pese­
bre prefirieron hierba natural sacada con tierra
para mantenerla fresca durante unos días. Les
dejaba hacer como querían.
Después de la Nochebuena llegó una fuerte
tempestad y de noche el viento abrió los portalo­
nes mal cerrados por la persona responsable.

108
Unas vacas —animales curiosos por naturaleza,
y vagabundos— lo percibieron y entraron para
examinar tantos objetos raros que no se ven en
las pampas.
¿Qué les habría interesado más: la vaquita del
pesebre con sus cuernos rotos o la paja fresca?
No sé, pero a la mañana siguiente descubrí
que la paja había sido comida y en la iglesia, sobre
el piso, quedaban como recuerdo dos enormes
tortas.
Se habían ido como si nada hubiera pasado.

109
XI
Perdido
en las
Pampas
PARA VIAJAR por la inmensidad del campo del
Beni hay que renunciar a las comodidades que
nos ofrece esta sociedad: buenos caminos, puen­
tes para ríos y arroyos, toda clase de trasporte
moderno y hasta un asiento seguro para no per­
der el equilibrio.
En lugar de coches y camionetas nos espera la
carreta de bueyes: el carretón, como lo llaman los
benianos; en lugar de subir en biciclo —con o sin
motor—, se toma el caballo. Los menos afortunados
deben contentarse con el medio de transporte más
original y más barato: los pies.
No espere encontrar un restaurante para descan­
sar un rato o para tomar una bebida fresca. Por
el contrario, es muy prudente llevar consigo algu­
nas provisiones y hasta un termo con agua, porque
se pueden atravesar diez o veinte kilómetros por
las pampas sin encontrar una choza o ni siquiera
una persona.

113
Los caminos son formados únicamente por las
huellas de los carretones y a menudo desaparecen
completamente bajo la vegetación. E l inexperto
que se aventurase en estas regiones arriesga per­
derse sin saber qué dirección tomar a fin de en­
contrar un refugio para pasar la noche.
E l carretón dista mucho de ser un medio de
trasporte seguro, aun cuando su marcha sea lenta.
Los bueyes que parecen tan mansos son en rea­
lidad medio salvajes. Sólidamente uncidos a su
yugo, se asustan por nada, y si se ahuyentan y em­
piezan a correr a toda prisa, el carretón vuelca
fácilmente. No es de extrañar, entonces, que su­
cedan graves accidentes.
Los caballos no son menos peligrosos. Con ellos
sucedieron dos accidentes mortales en menos de
un año en mi parroquia.
En cierta ocasión, yo mismo pasaba con mi ca­
ballo por un arroyo de un metro de profundidad,
cuando el animal dio un paso en falso y cayó sobre
un lado. Tuve apenas el tiempo suficiente para
retirar mi pie del estribo. E l animal quedó acos­
tado sobre el fondo con la cabeza fuera del agua
y no quiso levantarse.
Otra vez, viajaba hacia el río Sécure por un
yomomo de cinco kilómetros de travesía, que tenía
en cierto lugar un metro y medio de profundidad.
Todo caballo sabe nadar; yo, en cambio, no.
¿Qué hubiera pasado conmigo si el animal, en un

114
instante, continuase el paseo nadando sin ocupar­
se de su jinete?
Era un trecho de unos trescientos metros, y me
sentí aliviado cuando el dorso sumergido de mi
alto caballo asomó de nuevo a la superficie.
Pero para mi primer viaje en el campo me decidí
a utilizar mi nueva bicicleta.
Un pueblito, a unos treinta kilómetros, llamado
Victoria, me esperaba. Así lo había convenido con
algunos de sus habitantes. Un joven se había ofre­
cido generosamente a acompañarme: primero se­
ría a caballo; después, en bicicleta.
Convenimos en partir temprano por la mañana
para evitar lo más posible el calor del día.
E l amanecer del día proyectado empezó con un
mal presagio. En el momento decisivo, cuando todo
estaba ya listo, mi compañero in spe se desinfló
de repente: no tenía ni caballo ni bicicleta. Me
esperaban y no quería faltar a mi palabra. Decidí,
entonces, partir sin él.
Uno de mis feligreses me explicó el camino a
seguir y emprendí solo el viaje.
E l sol empezaba ya a subir. Por suerte, la pri­
mera parte del trayecto estaba en buenas condicio­
nes. En una hora llegué a la estancia llamada Car­
men, la única casa que había entre los dos pue­
blos. Me quedaban aún veinticinco kilómetros, por
un camino que iba resultando cada vez menos
practicable.

115
Sabía que me esperaba un río para atravesar a
pie, pero no resultó peligroso porque el nivel del
agua no estaba muy elevado.
Peores eran los curichis, que gracias al tiempo
seco no estaban muy hondos. Pero no se podía
atravesarlos sin hundirse en el barro.
No osaba utilizar el mismo lugar por donde
pasaba el camino, excavado por el tránsito de ca­
rretones y animales. Los bueyes no tienen pro­
blema y lo atraviesan, si es necesario, nadando y
llevando consigo al carretón.
Probé varias veces durante largo tiempo, ya a
la derecha, ya a la izquierda, antes de decidir por
donde pasar. Ubiqué bien la vegetación pantanosa
antes de arriesgarme. La bicicleta resultaba aquí
un obstáculo peligroso y muy incómodo. Pero mi
ángel custodio me guió siempre para llegar sano y
salvo al lado opuesto.
Más me alejaba de la estancia, peor se volvía el
camino: aquí, huellas hondas dejadas por los ca­
rretones; allá, arenas movedizas, terrenos movidos
por tropas de vacas o hierba alta.
Después de haber hecho en mi juventud carreras
de más de doscientos kilómetros al día, esto me
parecía más bien una práctica de acrobacia.
No podía retirar por un segundo una de mis
manos de la guía sin chocar inmediatamente con­
tra un obstáculo que me forzaba a pararme.

116
Y tenía que defenderme de los tábanos que me
siguieron salvajemente. Sus picaduras son muy
dolorosas. Uno se puso dos veces en el lugar más
estratégico de mi cabeza: es decir sobre la punta de
mi nariz. No me dejaban en paz, hasta caer aplas­
tados al suelo.
Adelantaba penosamente y cada vez más des­
pacio. El sol subía y las horas pasaban, sin que se
percibiera ninguna señal que indicara el final de
mi recorrido.
En estos viajes son inevitables los encuentros
con tropas de vacas —que son la riqueza del Beni—
medio salvajes. No sabía que también son peli­
grosas. Tienen respeto por un hombre que va a
caballo, pero no tanto por un caballero en bicicleta.
Mi primer encuentro con ellas resultó un duelo
que había podido terminar mal para mí.
De lejos vi la tropa que pacía pacíficamente en
la alta hierba. Apenas me vieron, todas interrum­
pieron su monótona ocupación de morder la hier­
ba; me miraban llegar con extrañeza, como se tra­
tara de una especie de acróbata de circo. Las más
alejadas se aproximaban para poder observarme
con más exactitud. Me dejaban pasar sin moles­
tarme, pero su conducta no me inspiraba mucha
confianza.
Una vez que las dejé atrás de mí, oí súbitamen­
te un estrépito tremendo y vi como toda la tropa
pasaba a mi lado en loca carrera, para pararse más

117
lejos, donde debía pasar, y esperando y mirándome
hasta que llegué nuevamente cerca de ellas.
Entonces corrieron de nuevo, a uña de caballo,
para pararse como la primera vez. Hicieron esto
una vez más, ubicándose cada vez más cerca.
Por último, me esperaron agrupadas en un se­
micírculo como preparadas para lanzarse sobre mí
y aplastarme bajo sus pezuñas.
Sentí el peligro e instintivamente lancé un fuer­
te grito. Todas corrieron como endiabladas, y dis­
persándose huyeron lejos de mí hasta que se sin­
tieron fuera de peligro. Desde lejos me miraban
aún, asustadas, pero sin duda aliviadas de no verse
perseguidas.
No vinieron más; siguieron con su tarea de cada
día de llenarse el estómago, como si nada hubiera
pasado.
E l calor era terrible, la sed me consumía y
sentía que mis piernas se aflojaban. Avanzaba ca­
da vez más despacio, creyendo siempre que no
debía estar muy lejos del pueblito.
Finalmente el camino me condujo a una pequeña
choza solitaria. Pensé que había llegado a una de
las primeras casas, pero estaba abandonada. Un
silencio de muerte la rodeaba.
Desde este lugar no partía ninguna huella. Días
más tarde me enteré que me encontraba a tan sólo
unos cinco kilómetros del pueblito.

118
“¿A dónde ir ahora?” —me dije en mi interior—.
“Mejor será esperar, quizá alguno pase por aquí.”
Decidí descansarme un poco.
Había un arbolito en el lugar y me tendí sobre
el suelo bajo su sombra. Quería dormir un rato,
pero cada vez que me adormecía una hormiga me
despertaba pasando sobre mi cara o mordiéndome
sin ocuparse de la suerte fatal que le esperaba.
No pasó nadie, y el último resto de esperanza
que tenía de llegar a destino se disipó.
¡Volver a San Lorenzo! No me quedaba otra
opción.
Atormentado por la sed entré a la choza en bus­
ca de agua. No encontré más que unos cántaros
vacíos. Detrás había un curichi; pero tenía miedo
de tomar ese líquido espantoso.
Llevaba conmigo agua para bautizar a los niños;
ahora podría servir para otra cosa. La tomé; era de
mal sabor, pero ¿cómo habría podido viajar de
nuevo, sin beber nada, con ese calor terrrible.
Tenía que apurarme si no quería verme forzado
a pasar la noche bajo las estrellas.
Me puse de nuevo en camino, cuidando de no
equivocarme de rumbo. Con mucha pena había
comenzado el viaje de retomo.
Cuando el sol desapareció en el horizonte esta­
ba aún lejos de San Lorenzo. La noche no se hizo
esperar. La peor parte del camino quedaba atrás,

119
pero la oscuridad cubría más y más el paisaje con
su manto sombrío.
¡Si pudiera al menos llegar hasta la estancia!
Esta estaba a unos cien metros del camino. Quizá
la hubiera ya pasado en la oscuridad. Apenas si
podía distinguir aún el camino. Me vería forzado
a pasar la noche en el campo para servir de ban­
quete a mosquitos y hormigas.
En medio de estos pensamientos pesimistas vi
súbitamente —¡oh milagro!— brillar una pequeña
luz. ¡La Providencia divina! Era la estancia por
la que había pasado esa misma mañana. ¡Gracias
a Dios!
¡Qué buena recepción me hicieron los propieta­
rios! ¡Inolvidable!
Mi hambre y mi sed tenían proporciones extra­
ordinarias. Nada alcanzaba para satisfacerlas.
Estaba al borde de mis fuerzas; pero dormí tan
bien toda la noche que a la mañana siguiente me
levanté renovado.
La experiencia es la madre de la ciencia. E l viaje
no fue del todo en vano.

120
XII
He Construido
una
Iglesia
EN LUGAR de este título hubiera preferido po­
ner: “Para castigar a alguno, mándalo a construir
una casa”. Esto se aplica admirablemente al hom­
bre, como el rayo perdido en el Beni. Los dos
títulos se complementan el uno al otro, como se
verá a lo largo de este capítulo.
Cuando llegué en 1967 a mi nueva parroquia,
mi primera preocupación fue la de saber en qué
estado encontraría la iglesia. ¿Sería nueva o anti­
gua, hermosa o fea, o ni siquiera tendría una?
¿Debería empezar con trabajos de restauración,
como lo hice anteriormente en cada parroquia que
he tenido en Europa o en Bolivia?
E l pueblo mismo es humilde como lo son sus
moradores. Por habitaciones se contentan con cho­
zas con paredes de chuchío o de barro, con techos
de hojas de palmeras; solamente en la plaza, don­
de vive la gente más afortunada, se ven algunas
casas de adobe, pero sin la menor pretensión.

123
La iglesia ofrecía el mismo aspecto de sencillez,
pero igualmente de una incuria y de un abandono
que no convienen a la Casa de Dios.
Observando de arriba a abajo el interior, ya sen­
tía pena de antemano pensando que debía celebrar
en este lugar la Santa Misa y dejar el Santísimo
en el tabernáculo en un ambiente de suciedad y
de envilecimiento que me parecían insoportables.
E l techo se encontraba en estado deplorable.
Grandes trozos de revoque estaban a punto de
caerse. Estos pedazos de barro, pesados como
plomo, constituían un peligro mortal para las per­
sonas que frecuentaban la iglesia.
Un día —unos meses después de mi llegada al
pueblo— uno de esos pedazos se desprendió de
improviso y cayó, con el estruendo de una bomba,
al lado de una señora. Solamente unos centíme­
tros, y...
Además, el techo ofrecía alojamiento a cente­
nares de murciélagos que con sus excrementos y
sus orinas ensuciaban diferentes partes de la igle­
sia.
Los gatos, por su parte, colaboraban también
al deterioro del templo. Subían de noche al techo
para cazar los ratones volantes; al salir éstos de sus
refugios, levantaban con sus patas las tejas, natural­
mente sin tener cuidado de reponerlas en donde
estaban antes.

124
r
Con las fuertes lluvias, tan frecuentes en el
Beni, grandes infiltraciones de agua aceleraban
inevitablemente la ruina del edificio.
Otros bichos —hormigas, arañas, escorpiones,
etc.— tenían instalados confortables escondrijos.
Al igual que en las habitaciones, también se po­
dían encontrar víboras.
Cierta vez, una de ellas se me cayó casi sobre
la cabeza mientras rezaba con la gente el rosario.
Sin duda había perdido el equilibrio mientras ca­
zaba por debajo del techo, lo que los gatos lo
hacían por arriba del mismo.
Se necesitaba una iglesia linda y limpia; antes
que nada, para la santidad de Dios, y luego para
aumentar la devoción de la gente, infundirles más
respeto por el lugar sagrado y hacerlos mejores
cristianos. “Iglesia nueva, gente nueva”, así pen­
saba.
Restaurar la iglesia fue mi primer pensamiento:
sería un trabajo de gran empeño.
No tenía los fondos necesarios, pero los países
de misiones fueron siempre ayudados por los cató­
licos de todo el mundo con monumentos de ge­
nerosidad.
Con el importe de dos viajes a los Estados Uni­
dos tendría lo bastante como para construir una
iglesia nueva y además una casa parroquial más
habitable.

125
No me daba cuenta aún de la montaña de
obstáculos que surgirían en esta tierra sin mon­
tañas. Dinero sólo no basta para construir iglesias.
El primer problema era el trasporte. No había
aún ni una sola carretera en todo el Departamento.
En el Beni, la carne de vaca constituye la única
industria de importancia. A cambio de la carne,
llevada por aviones de trasporte, éstos mismos aca­
rrean toda la mercadería necesaria desde otros
centros del país.
Para mis compras de materiales de construcción
y para conseguir maestros y albañiles, era nece­
sario hacer largos viajes por avión.
La ciudad más cercana y adecuada a este fin
era Cochabamba. Un solo viaje de ida y vuelta
recorre más de mil kilómetros; además, para poder
viajar y hacer llevar mis cargas, dependía del be­
neplácito de las empresas y de los señores gana­
deros. No era siempre fácil.
En el pueblo mismo, la única industria que ha­
bría podido tener importancia local era la tejería,
pero en este lugar el trabajo se hace con tanta len­
titud, que demoré cuatro años en conseguir los
primeros mil tubulares (huecos).
Para no perder a sus clientes, o quizá por razo­
nes oscuras, los fabricantes tenían la costumbre
de hacer pagar un anticipo correspondiente a la
mitad del valor de la mercadería.

126
Puede pasar que después de no ver más su dine­
ro, el fabricante tampoco se ve más.
Con la compra de la madera tuve más suerte por­
que ésta felizmente no crece en horno de tejería;
por el contrario, hay trabajadores que se han espe­
cializado en el corte de la madera de construcción.
Cierto día, dos jóvenes se presentaron para
ofrecerme sus buenos oficios. Conocidos como tra­
bajadores valientes, convenimos en hacer un con­
trato.
Apenas hechos los trámites, los dos desapare­
cieron en el monte, situado a unas leguas del pue­
blo, llevando consigo trabeadores, sierras y pro­
visiones.
Pasaron los meses, cuando finalmente reapare­
cieron para avisarme que habían cumplido con su
encargo.
Después de aquel período de privaciones y de
luchas contra los numerosos enemigos del hombre,
retornaron satisfechos y felices a la tranquilidad
de sus hogares.
Para recoger la madera de cedro para el templo
de Jerusalén, el Rey Salomón tenía sus propias em­
barcaciones que la trasladaban desde Tiro a Jaffa.
Yo, por el contrario, tenía que buscar otro tipo
de solución.
E l Cabildo Indígena de San Lorenzo vino en mi
auxilio: organizó una caravana de carretones con
bueyes y de este modo todo llegó a buen puerto,
era una preocupación menos, pero quedaban una
docena de otras por solucionar.
Mucho más grave era el problema de encontrar
obreros capacitados para las obras de construcción,
y antes aún, un buen maestro y buenos albañiles.
Pensando como si todavía viviese en Europa,
me imaginaba que un solo viaje a la ciudad de
Cochabamba era suficiente para encontrar a un
maestro, hacer un contrato y fijar una fecha para
empezar los trabajos.
Quien vive en la ciudad arregla tales asuntos
—si fuese necesario— desde su misma cama; le
basta, tan sólo, descolgar el teléfono.
Para mí, los asuntos de los trámites eran menos
sencillos: tenía que tomar el avión y ausentarme
por unos días o unas semanas; además, a los bue­
nos maestros no les faltaba trabajo. Acostumbra­
dos a la vida confortable de la ciudad, les costaba
cambiarla por una de privaciones en el campo.
El solo pensamiento de los tigres, las víboras y los
mosquitos, les ponía la piel de gallina. ¡Cuántos
viajes repetidos e inútiles, entre promesas, espe­
ranzas y decepciones!
También los trasportes de materiales de construc­
ción necesitaban mi presencia. Si no viajaba con
ellos, quedaban olvidados en los depósitos y se per­
dían. Pasó un año. Con el tiempo se hubieran amon­
tonado, y como la perspectiva de empezar los tra­
bajos estaba todavía en el aire, comenzarían a

128
deteriorarse bajo la influencia del clima húmedo
del Beni.
Pasó un año más. Finalmente creí haber encon­
trado la perla: llegaron de Cochabamba un maestro
y dos albañiles.
Poco tiempo después comenzó el trabajo, o sea
el gran asalto contra la vieja construcción, dente­
llada ya por los años, que habían visto desaparecer
toda una generación.
El Cabildo Indígena me ofreció generosamente
su ayuda poniendo a mi disposición la mano de
obra para los primeros trabajos. Un equipo de doce
hombres —en cumplimiento de su prestación v ia l-
fue destinado a ayudar al destejamiento de la igle­
sia. Se trajeron grandes escaleras para subir al te­
cho.
E l trabajo empezó con mucho entusiasmo. El
primer día los hombres trabajaban como diablos
enfurecidos; las tejas pasaban desde arriba de ma­
no en mano antes de llegar al suelo.
Pronto una nube de polvo se levantó del techo y
se fue dispersando lentamente en la dirección del
viento. Se veía aparecer las gruesas paredes de
ochenta centímetros que habían quedado sepulta­
das decenas de años bajo el polvo.
iQué gente titánica esos fundadores de San Lo­
renzo, que ellos solos hicieron este edificio de más
de sesenta metros de largo! Toda la población había
concurrido a su construcción; hasta las mamás, que

129
se habían especializado en la fabricación de estas
tejas pesadas. Se servían de moldes baratos, es de­
cir de sus propios muslos. Este sistema tenía un
inconveniente: los modelos tenían formas diferen­
tes, pero no importaba: el relleno con barro resol­
vía esta dificultad.
Para los murciélagos, totalmente desprevenidos
de la suerte que les esperaba, llegó el fin del mun­
do. Estaban aún soñando con sus locas aventuras
de la última noche en la oscuridad, de lo que ha­
bía sido un baluarte seguro contra sus enemigos na­
turales, y se vieron de pronto bañados en la luz del
día. Muchos pagaron con su vida la impertinencia
de vivir en el templo.
La prestación vial es para los indígenas el único
modo de pagar sus impuestos; pero, ¿a quién le gus­
ta pagar sus impuestos? E l entusiasmo de las pri­
meras horas no era durable. En la tarde, des­
pués del almuerzo, faltó ya uno de los hom­
bres. Al día siguiente unos y otros iban des­
apareciendo. Al tercer día me quedaban en total
uno o dos de ellos, los más valientes. Me vi forzado
a pagarles un sueldo si quería tener personal sufi­
ciente para la buena marcha de la empresa.
Normalmente, sólo la refacción del techo habría
durado tres meses. En este lapso, el interior del
edificio estaba a la merced de los temporales. Las
lluvias del Beni son casi siempre torrenciales y
-

trasforman por unas horas la región en un mar de


barro y agua.
Al fin de cinco meses de trabajo, mis alba­
ñiles apenas habían empezado a cubrir el te­
cho. Hay maestros que saben apurarse sin avanzar
para ganar más dinero. No faltaban obreros; el equi­
po se iba integrando con gente venida de la ciudad
de Trinidad. Despedir a uno u otro hubiera sido
imprudente.
Era ya el mes de octubre, y el período de lluvias
de ese año se inició con dos meses de anticipación.
Antes que nada había que terminar el trabajo prin­
cipal, cueste lo que costare.
Cuando finalmente se colocó la última teja, las
paredes de adobe, azotadas por todos lados por los
diluvios de agua, necesitaban a su vez una refac­
ción completa.
La restauración de edificios viejos implica siem­
pre una multitud de trabajos insospechados. Esta
era la razón por la que renuncié desde el principio
a un contrato.
En ausencia de toda autoridad competente, el
picaro trabaja siempre lo menos posible; pero, con
o sin contrato, el picaro siem pre es picaro.
En un principio, no imaginaba que ciertos maes­
tros son, en primer lugar, maestros en la picardía.
Tenía confianza... demasiada confianza... Hasta
que algo me llamó la atención.

131
Tenían dos modalidades para avanzar en los tra­
bajos. En mi presencia, se manifestaban con cierto
fervor, al menos al principio; en mi ausencia, cuan­
do viajaba al campo o me iba aún más lejos para
la compra de materiales o provisiones, poco o nada
trabajaban.
Los fondos recogidos en los Estados Unidos se
terminaron mucho tiempo antes de que la iglesia
estuviese terminada.
Los diversos maestros que sucedieron al primero
eran uno peor que otro.
“Para castigar a alguno, mándalo a construir una
casa”, me dijo un beniano.
He construido una iglesia y en verdad he sido
bien castigado. Sin embargo, lo importante es que
la obra ha llegado a feliz término, aunque se haya
empleado mucho tiempo.
Cuando se siembra una pepita de palta, se de­
ben esperar cinco años para ver los primeros fru­
tos; igual tiempo también han durado los trabajos,
pero tengo esperanza de que esta obra, con la gra­
cia de Dios, dé frutos espirituales en abundancia.
Seguro que algunos no verán en esta historia
nada de extraordinario, y tienen razón. Hay en Tri­
nidad un hospital nuevo cuya construcción ha du­
rado más de diez años.
Hemos sido creados por Dios para vivir eterna­
mente. ¿Por qué apurarse, pues, si tenemos tanto
tiempo por delante?

132
XIII
San Francisco
y sus
Angeles
E L SOLO NOMBRE de este pueblo excita ins­
tintivamente la curiosidad de quien se ha iniciado
algo en la historia de este Departamento. San Fran­
cisco de Mojos es un pueblo antiguo, elevado hace
ya tiempo al rango de parroquia, aunque nada in­
dica que alguna vez haya tenido párroco propio.
Convertido al cristianismo dos siglos antes, por
acción de los misioneros jesuítas que recorrían el
Beni de parte a parte, ¿en qué ha quedado su con­
versión?
De más está decir que en San Francisco de Mo­
jos el gran día del año es, como en todos los pue­
blos del país, el día de la fiesta patronal.
E l 2 de diciembre de 1971, en la vigilia del gran
día, una avioneta me llevó en pocos minutos al
pueblo hermano de San Lorenzo. En esos días toda
la población está esperando con inquietud a su pá­
rroco.

135
¿Qué sería su iglesia en esos días sin el sacerdote,
o su fiesta sin misa?
Con mi llegada se nota cierto alivio en el pueblo,
pero eso es todo. No es como en los pueblos más
pequeños donde mucha gente sale de sus habita­
ciones para darme la bienvenida.
Un lindo camino bordeado de verde conduce
desde la pista hasta la iglesia. E l portón, su única
entrada, estaba ampliamente abierto.
Desde el interior sale una bulla como de un ta­
ller en el mercado. Hombres y mujeres se afanan
febrilmente alrededor de dos grandes imágenes que
representan al santo: una a la derecha y otra a la
izquierda del presbiterio. Esto es su objeto de fe.
Es como si Dios estuviese ausente. Rezar me
resultaba imposible.
Desde el cielo, el gran San Francisco tiene que
aguantar la pobre devoción de flores y velitas: una
piedad que no se ocupa ni de los mandamientos
de Dios y de la Iglesia, ni de la práctica de la vida
cristiana.
Sólo los velorios son el verdadero objeto de ese
culto medio pagano.
Después de la procesión, las imágenes son saca­
das de la iglesia y trasladadas a ciertos lugares des­
tinados a las libaciones nocturnas, como para­
rrayos, delante de los cuales todo es permitido.
Hay que pasar al día siguiente delante de esas

136
casas para ver a hombres y mujeres echados por
tierra como trapos, o en sus hamacas como cadáve­
res. La gente humilde considera este modo de cele­
brar una fiesta religiosa como una cosa natural. Es­
ta triste mentalidad puede ser un resto del antiguo
paganismo.
E l siguiente acontecimiento muestra a qué ex­
cesos conduce una religiosidad desposeída de todo
sentimiento cristiano.
Cada vez que iba a pasar unos días a San Fran­
cisco, una familia honrada del pueblo me ofrecía
su hospitalidad.
Al terminar el primer día de la fiesta patronal,
pasaba las últimas horas en familia con mis anfi­
triones antes de retirarme a mi cuarto. Estaba can­
sado y, una vez en mi cama, no tardé en dormirme.
Eran las dos de la noche cuando el repique de
campanas de la iglesia me despertó. Me extrañé.
“Los borrachos, sin duda”, pensaba.
Pasado el primer asombro, otro sonido más le­
jano atrajo mi atención. Era el siniestro sonido de
una caja.
Cuando las campanas se callaron, el ruido de la
caja se escuchaba más y más, se acercaba. Era un
desfile de borrachos, conducidos por un tambor,
que se dirigía hacia la casa donde yo estaba alo­
jado.

137
Finalmente se pararon y oí la discusión que se
entabló entre ellos y el dueño de casa.
Algunas veces me parecía oír la palabra cura,
pero no me daba cuenta de nada; rendido por el
día muy fatigoso, pronto me volví a dormir.
La luz de la mañana me despertó; me levanté y
me dirigí a la iglesia para prepararme a la celebra­
ción de la Santa Misa. Ninguno me habló ni una
palabra de lo ocurrido en la noche.
Al entrar a la iglesia me encontré con la primera
sorpresa: un olor de humo y de quemado impreg­
naba el interior.
Acercándome más, caí en la cuenta de que en
el lugar donde estaba una de las imágenes, un gru­
po de gente excitada me esperaba, alrededor de
los restos calcinados de lo que había sido uno de
sus ídolos. Un montón de suciedad, restos de ma­
dera, trapos, floreros y latas, mezclado todo con
agua y cenizas, era lo único que había quedado.
Cerca de esta escena de desastre, una mujer es­
taba sentada y sollozaba histérica e inconsolable­
mente. Más tarde conocería los motivos de su llan­
to: había obsequiado a su santo una estolita nueva,
la que fue igualmente víctima de este atentado
criminal. Ha sido, quizá, la única manifestación de
religiosidad que he podido observar en su vida.
Pasado el primer instante de sorpresa, expresé
a la gente mi indignación por este acto de vanda­

138
lismo, pero ninguno me contestaba. La histérica
continuaba obstinadamente con sus sollozos, como
para acusarme de ser el autor del atentado e in­
citar a la gente a la venganza.
Llego la hora de celebrar la misa y no me que­
daba otra solución que dejar sacar a la fuerza a esa
mujer, que llenaba la iglesia con sus exclamaciones
pueriles de desesperación y no quería callarse; lue­
go pude empezar la misa.
¿Qué había pasado?
En el pueblo existía una banda de jóvenes, de
mala notoriedad, considerada una plaga. Por esta
razón se los conocía con el apodo de L os D iablos.
Fueron ellos los que a la misma hora del incendio
pasaban de casa en casa acusando al cura de haber
provocado el incendio en la iglesia. La conspira­
ción contra mi vida había sido bien maquinada.
Después de incendiar la imagen, encargaron a
uno de los sacristanes que repicara mientras ellos
recorrían las calles amotinando a la gente contra
mí. Un buen trinitario, que había venido a la fiesta,
aceptó conducir con su caja el desfile de borrachos
al lugar donde yo estaba alojado. E l resto... se
comprende.
Probablemente no habría escapado con vida a
sus intenciones criminales de no mediar la inter­
vención enérgica del dueño de la casa, que con su
autoridad impidió la entrada a los maleantes y re-

139
huso llamarme para darles cuenta. Toda la vida
le quedaré agradecido a persona tan noble.
Después de celebrar la misa aproveché un mo­
mento que estaba solo para arrojar por la ventana
lo que había quedado de la imagen: es decir, la
cabeza y dos trozos de manos. Creía evitar así
que los utilizasen para exponerlos a la veneración
de los fieles como auténticas reliquias de santo.
En el fondo, estaba contento de que quedara una
sola imagen del santo patrono, como es normal;
tendrían así menos velorios y no abusarían tanto de
la paciencia de Dios. Por otra parte, estas imáge­
nes no tenían ningún valor artístico; en realidad
no se había perdido nada.
No contaba con la piedad del gran Capitán de
la gente indígena. Los restos mortales, que yacían
en la paja para su descanso eterno, fueron descu­
biertos, recogidos y respetuosamente trasladados a
la cueva principal de los borrachos.
A la noche siguiente se hizo el velorio en repa­
ración delante de estos restos. Ha debido ser muy
triste, pero sabemos que el alcohol ayuda a supe­
rar la tristeza.
Por mi parte, me puse en camino para hacer una
investigación, yendo de casa en casa para conocer
los nombres de los que estuvieron en el desfile de
la noche pasada. Ninguno de los que interrogué,
quería hacer declaración alguna. ¡Pena perdida!

140
Sin embargo, el pollo dorado me voló directa­
mente a la boca. Interpelé a dos jóvenes que me
parecían sospechosos.
—Ustedes también estaban anoche en el desfile
—les dije, sin saber todavía nada de ellos.
—Sí —me contestaron.
Les pregunté cómo se llamaban y anoté sus nom­
bres, pero resultaron falsos.
Tenía, con todo, una pista, y gracias a ella lle­
gué a conocer su verdadera identidad; los dos eran
de la banda de L os D iablos.
Estos, los presumidos autores del acto criminal,
desaparecieron poco después, a pesar de la gran
fiesta que durante tres días atraía a la gente de to­
dos lados. Se escondieron en una estancia cercana
del pueblo en compañía del Jefe de la D.I.C., cóm­
plice él también, por haberse sustraído a su deber
de hacer una investigación.
Sabía ya lo bastante como para volar a Trinidad
y enterar a la Policía de lo ocurrido en San Fran­
cisco. Conclusión: el Jefe de la D.I.C. fue relevado
de sus funciones, por el delito de omisión.
¿Y L o s D iablos? A mi vuelta a San Francisco,
meses después, vi escrito en una pared de la posta
sanitaria: “L os D iablos incendiaron al Santo. ¡Fue­
ra d el pu eblo!” La banda se había alejado del lugar
y sin duda nunca más volverán.
Pasó un año y volví nuevamente a San Francisco
para la fiesta patronal.

141
Al entrar a la ig lesia... ¡caramba!. . . había otra
vez dos imágenes, exactamente como antes. Con
la cabeza, los pedazos de mano, una sotana nueva
y otros materiales más o menos secretos, el Santo
fin ado había resucitado.
Está claro: ¡El verdadero D iablo no se deja
expulsar sino por el exorcismo!

142
XIV
Dios
con
Nosotros
EMANUEL es el nombre que el profeta Isaías le
había dado al futuro Redentor, cuando anunció al
rey Acaz su nacimiento misterioso de una virgen
(Isaías V II, 15).
¿Por qué, pues, cuando el ángel se apareció a
la Virgen María y a San José les dijo que se le pu­
siera el nombre de Jesús? (Lucas I, 31; Mateo
I, 21). Es que el nombre de Em anuel —es decir,
Dios con nosotros—, que el Señor recibió primero,
era un nombre simbólico y profético para los siglos
venideros.
E l Señor tendría en el porvenir su morada entre
nosotros de un modo real, como lo tuvo antes en
el Arca de la Alianza de los judíos, aunque de mo­
do diferente.
En cada una de las 400.000 misas celebradas
diariamente en el mundo entero, a la palabra
“Esto es mi Cuerpo”, el Señor viene sobre el altar.
E l pan se cambia en su Cuerpo, y en las sagradas

145
hostias que quedan después de la Santa Comunión,
el Señor queda presente entre nosotros en los ta­
bernáculos de más de un millón de iglesias y
capillas diseminadas por todo el mundo, siendo
El, Jesucristo —Dios y Hombre—, adorado día y
noche por los ángeles.
Yo nunca lo hubiera creído si el Señor mismo
no nos hubiese enseñado esta verdad, como nos
lo cuenta en el Santo Evangelio.
Los tres primeros de los cuatro Evangelistas
—los únicos verdaderos—, son muy claros en su
relato.
“Mientras comían, Jesús tomó pan, y después
de pronunciar la bendición lo partió y lo dio a sus
discípulos diciendo: «Tomen y coman, esto es
mi Cuerpo». Después, tomando una copa de vino,
dando gracias se la dio diciendo: «Beban todos,
porque ésta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza,
que será derramada por los hombres para el per­
dón de sus pecados».” (Mateo XXVI, 26-28).
San Marcos y San Lucas lo narran en forma
algo diferente, pero todos afirman lo mismo: es
decir, que el Señor cambió pan y vino en su Cuer­
po y en su Sangre (Marcos XIV, 22-24; Lucas
X X II, 19-20).
Si esto no basta para aquellos que, como los
judíos, son duros para entender, está además el
testimonio de San Pablo:

146
“Yo recibí del Señor mismo lo que a mi vez les
he enseñado; que el Señor Jesús, la noche en que
fue entregado, tomó el pan y después de dar gra­
cias lo partió diciendo: «Esto es mi Cuerpo, que
es entregado por Ustedes; hagan esto en memo­
ria mía». De la misma manera, tomando la copa,
después de haber cenado, dijo: «Esta copa es la
nueva Alianza en mi Sangre»... Por tanto, si al­
guien come el pan y bebe de la copa del Señor
indignamente, peca contra el Cuerpo y la San­
gre del Señor... al no reconocer su Cuerpo” ( I
Corintios XI, 23-25 y 27-29).
Los católicos tenemos la conciencia muy tran­
quila en este asunto, después de leer estos cua­
tros testimonios de la Santa Escritura, tan claros
que hasta un niño los entiende sin pena.
Los protestantes se ven forzados a hacer un
juego de escamoteo para falsificar el sentido de
estas palabras discutiendo infinitamente sobre ellas,
sin poder llegar nunca a una conclusión satisfac­
toria. No quieren creer —como los judíos— en Je ­
sucristo.
San Juan, que escribió su Evangelio muchos
años después que los otros, no ha dicho nada sobre
este punto: no era necesario. Para los primeros
cristianos era algo tan natural que no tenían nin­
gún tipo de problemas. De lo contrario, San Pablo
y los demás apóstoles lo habrían sin duda señala­
do en las cartas que nos han dejado.

147
Lo que San Juan nos cuenta sobre la Santa Eu­
caristía no es menos importante.
Al día siguiente de la multiplicación de los pa­
nes encontramos al Señor en la Sinagoga de Ca-
farnaúm, donde tenía mucho ascendiente a causa
del gran número de milagros que había obrado
allí. Así habló el Señor:
“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo; el que
come de este pan vivirá para siempre. E l pan que
Yo daré es mi Carne y la daré para la vida del
mundo” (Juan VI, 50-51).
Su auditorio lo comprende perfectamente; los
judíos discuten entre ellos: “¿Cómo este hombre
va a darnos a comer su carne?”.
Pero en seguida oímos la voz del Señor que
toma un tono amenazante. ¿Cómo no? Si Dios
mismo nos habla, ¿cómo osaremos poner sus pa­
labras en tela de juicio?
“En verdad les digo —dice Jesús— si no comen
la Carne del Hijo del Hombre y no beben su San­
gre, no tendrán vida” (Juan VI, 53).
“Mi Carne es comida verdadera y mi Sangre
es bebida verdadera” (Juan VI, 55).
Queda claro, entonces, que el alma del que no
recibe la Santa Comunión es para Dios nada más
que un cadáver.
No solamente la gente, sino también los discí­
pulos murmuraban contra el Señor, y muchos lo
abandonaron (Juan VI, 66).
E l Señor quería ser tomado a la letra, a tal punto
que no hizo nada para retener a los discípulos que
dejaron de seguirlo.
Y se dirigió a los Doce diciéndoles:
“¿Acaso ustedes también quieren dejarme?”
Dios no necesita de nadie, somos nosotros los
que necesitamos de Dios; pero E l exige nuestra
fe de un modo incondicional.
San Lucas ha dicho algo más que los otros dos
evangelistas: “Hagan esto en memoria mía” (L u ­
cas XX II, 19). Es decir: hagan lo mismo; tomen
pan y vino para cambiarlos en el Cuerpo y la
Sangre del Señor. Basta que uno de los evange­
listas lo diga.
Si todavía para algunos no basta un solo tes­
timonio, San Pablo lo dice también para darle aún
más énfasis. Después de las palabras “Esto es mi
Cuerpo que es entregado para ustedes”, San Pa­
blo continúa: “Hagan esto en memoria mía... Es­
ta copa es la nueva Alianza en mi Sangre. Siem­
pre que beban de ella háganlo en memoria mía”
( I Corintios XI, 24-25). Es decir: hagan lo que
se hace en la Santa Misa, cambiando el pan y el
vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.
Nunca yo lo hubiera creído, pero está escrito
en el Nuevo Testamento, y lo que está escrito en
la Biblia es para creerlo. Nada más. Estoy tan se­
guro que daría mi vida por esta verdad. Si no es
así, yo no creería más nada.

149
Aunque los Apóstoles han muerto, sus sucesores
—los obispos y los sacerdotes— continúan la San­
ta Misa, cambiando pan y vino en el Cuerpo y la
Sangre del Señor.
“Hagan esto en memoria mía”: Es claro que
esto ha de durar para siempre.
“Estaré con vosotros hasta el fin del mundo”,
dijo el Señor (Mateo X X V III, 2 0 ). Los Apóstoles
han muerto, pero continúan viviendo en sus su­
cesores, en la tradición de la Iglesia.
¿Quién se hubiera atrevido a celebrar la misa
si no hubiera sido encargada por los hombres que
el Señor se escogió primero: los Apóstoles? Los
fieles, o al menos una parte de ellos, nunca les
hubieran dejado celebrar, y desde el principio hu­
bieran existido protestantes: es decir, una religión
sin sacerdotes ni misa.
Protestantes hay solamente desde el año 1517.
¿El Señor, acaso, hubiera dejado que toda su Igle­
sia viviera en el error hasta ese año? ¡Absurdo!
E l primer protestante fue Martín Lutero, un
monje indigno y orgulloso que por venganza se
rebeló contra el papa León X y en 1517 lo ame­
nazó diciéndole que haría temblar la Iglesia.
Empezó a predicar una nueva religión. Al prin­
cipio creía aún en la divina Eucaristía; después
cambió de idea y predicó que el Señor viene al
pan y al vino en apariencia, como si el Señor nos
hubiera engañado.

150
Algunas sectas protestantes —como los lutera­
nos, los anglicanos y los metodistas— celebran
siempre la misa, pero ésta no tiene sentido porque
no son sacerdotes verdaderos. Nunca podrían cam­
biar pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de
Nuestro Señor.
Llama la atención que los protestantes insistan
tanto en leer la Biblia y sin embargo no quieren
creer en lo más importante, que es como el cora­
zón de la vida cristiana. Por supuesto que no les
gusta estudiar los textos citados más arriba.
Si los católicos no leemos tanto la Biblia es
porque tenemos en la doctrina misma lo que de­
bemos saber, y esto es lo esencial. Creemos, tene­
mos fe: es esto lo que el Señor exige de nosotros.
La presencia divina en la Santa Eucaristía es la
razón de la hermosura y de la riqueza artística de
tantas catedrales y tantos edificios religiosos. No
son los mejores fieles los que se oponen a la cons­
trucción de hermosas iglesias. Aquellos que censu­
ran los gastos empleados para construirlas, que
lean la Biblia (I Reyes V II y V III,1-11) para con­
vencerse que este culto externo agrada a Dios y
conviene al grado de homenaje que debemos ren­
dir a la divina majestad del Altísimo.
Cada iglesia es Casa de Dios ( I Reyes V III,
10-11). Para Dios nada puede ser demasiado her­
moso.

151
Frente al argumento de la pobreza, basta la res­
puesta de Jesús a Judas (Mateo XXVI, 11).
Dichos gastos son, en realidad, una gota de
agua. Dinero no hace falta. Con los gastos de la
Segunda Guerra Mundial, solamente Francia —por
citar un caso— hubiera podido construir cuarenta
millones de casas. Esto no es más que un peque­
ño detalle; en realidad se gasta mil veces más.
Los que se quejan del lujo de las iglesias no
son, por lo general, gente pobre, sino gente mez­
quina. Los pobres se sienten felices al ver las co­
sas de lujo en las iglesias. Si no las tienen en pro­
piedad, al menos esos bienes son suyos porque son
los bienes de todos.
Recuerdo aquí la historia de un musulmán afri­
cano, al cual un sacerdote intentaba hacerle com­
prender cómo Dios está presente en la Hostia.
Después de escucharlo mucho tiempo y con
atención, el árabe le contestó:
—Señor, es hermoso lo que usted me ha dicho.
Todavía no puedo creerlo; pero si lo creyese, re­
correría de rodillas todas las iglesias.
Justamente este hombre se sentiría escandaliza­
do al observar la falta de respeto de tantos cris­
tianos que se conducen en la iglesia como si no
tuviesen fe. Si tienen fe y no tienen respeto, hacen
perder así la fe a otros. Por su culpa muchos in­
fieles se endurecen en sus errores y no se con­
vierten.

152
Federico Ozanám —un conocido historiador fran­
cés del siglo pasado— no tenía fe en Dios.
Un día entró por curiosidad en una iglesia y vio
a un hombre de rodillas delante del Santísimo. Lo
reconoció. Era Ampére, gran científico de su
tiempo y gran católico, inventor de la electrodi­
námica.
Y Ozanám se decía con asombro: “¿El cree en
Dios?”
A partir de entonces se convirtió y murió luego
como un santo. Se habla ahora incluso de canoni­
zarlo.
He mostrado anteriormente que la fe de mis
feligreses en la Santa Eucaristía era muy defi­
ciente a pesar de su buena voluntad y de su fon­
do religioso.
Lo mismo he constatado en otras partes del
país donde la población vive igualmente en cir­
cunstancias primitivas.
Mi ejemplo personal —me parece— no les im­
presionaba de ningún modo. Mis empeños en con­
seguir más respeto por el lugar santo eran conside­
rados como la señal de un espíritu de dominación.
Solamente sus costumbres —malas o buenas—
son para ellos la norma de su vida. Es por esta
razón que los cambios de la liturgia de la misa
no quedarán sin impacto sobre su vida religiosa,
más aún para ellos que para los demás fieles.

153
He oído decir a muchos indígenas, que pre­
ferían la misa en latín a la misa nueva reformada.
¿De qué nos asombramos? Después de desnu­
dar a la Santa Misa del velo de misterio que la
rodeaba, de privarla de la música gregoriana —mo­
numento venerable de dos mil años—, de suprimir
la distancia entre altar y pueblo, las oraciones de
hermosura insuperable y el silencio sagrado, ¿qué
nos ha quedado? Nos ha quedado una misa de-
sacralizada.
Quizá esto es la única cosa que el indígena ex­
perimenta, pero lo experimenta profundamente.
La hermosura de la Misa antigua hace rezar y
cantar al alma espontáneamente y sin pena.
¿Y la nueva misa?
Una mamá de Estrasburgo preguntó a su hijo
que volvía de la misa:
—Hijo mío, ¿has rezado bien?
—Pero mamá —le contestó— no tenía tiempo pa­
ra rezar.
Esta respuesta es como un clavo con cabeza.
La misa reformada no nos deja tiempo para una
oración de corazón que necesita silencio y medi­
tación.
En lugar de las melodías antiguas, que como
incienso trasportan el espíritu hacia Dios, tene­
mos cantos mediocres: una música bárbara con
instrumentos medios exóticos. Se habla y se deja

154
hablar, pero los corazones no rezan con el Señor
en el silencio misterioso de su divina presencia.
Muchos fieles —sobre todo los mejores— se
sienten desilusionados.
Cierto filósofo oscuro ha llamado al hombre
“un animal de costumbre”. Esta sentencia tiene va­
lidez, en particular, en la gente primitiva, para
quienes la tradición es la trama de su vida. E l
cambio de costumbres es para ellos una destruc­
ción que no tiene remedio.
He oído decir a un indígena:
—Ahora podemos hacernos protestantes; es
igual.
Naturalmente no es igual. La fe en Dios no ha
cambiado, no puede cambiarse. Es un pecado gra­
vísimo pasar de la única verdadera religión de
Jesucristo a otra fabricada por hombres.
Pero, en realidad, la gente sencilla ha visto cla­
ro: algo anda mal.
Es natural para el buen cristiano ponerse de
rodillas cuando quiere rezar; uno siente que esto
le ayuda a formular las oraciones.
E l Señor mismo nos ha dado el ejemplo. En el
huerto de Getsemaní E l rezaba al Padre Celes­
tial de rodillas (Lucas X X II, 41). Sin duda lo
hizo siempre así.
Cuando los Apóstoles se convencieron final­
mente de su divinidad, cayeron de rodillas delan­

155
te de E l (Mateo X X V III, 17). ¿No es esta, enton­
ces, la actitud que conviene en la Santa Misa?
Pero ahora, cuando en la Consagración el Señor
vuelve a hacerse Dios con nosotros sobre el altar,
se obliga a los fieles a ponerse de pie. ¿Por qué?
¿Será para no adorarlo? ¡Parece!
“Solamente de rodillas el hombre es grande”,
dijo un gran católico francés del siglo pasado.
¡Cuánta verdad encierran estas palabras!
Se obliga a los fieles a quedar parados para re­
cibir la Santa Comunión y en ciertos lugares a
recibir la Sagrada Hostia en la mano. Esto último
es para muchos un golpe mortal para su fe.
No quiero contar aquí los graves escándalos
que han resultado de esta innovación. Da asco el
solo pensar en ellos.
Antes se consideraba sacrilegio si un laico to­
caba sin autorización un objeto sagrado. He visto,
en diferentes lugares, como un hombrecito sucio
traía antes de la misa el cáliz al altar. ¿Sería para
resaltar esa famosa dignidad del Hombre, que se
ha invalidado la dignidad de la Santa Misa?
E l Presbiterio se ha dejado abierto al público.
He visto cómo mujeres tocaban histéricamente
con sus manos el tabernáculo.
Respeto exige distancia. Y como en muchos lu­
gares el respeto por la Santa Eucaristía apenas si
existe, la fe se va a grandes pasos. Hay que ser
ciego para no haber experimentado lo dicho.

156
Cada iglesia tendría que ser como un centro
radiante de vida eucarística. E l cristiano autén­
tico vive en primer lugar en unión con Jesucristo
por la Santa Comunión. Esto fue siempre la prin­
cipal preocupación de toda mi vida sacerdotal y
más aún en el tiempo en que estuve en San Lo­
renzo.
Mi gran esperanza se basaba sobre todo en la
juventud, en los niños, en las Primeras Comunio­
nes. Ese paso tan importante en la vida cristiana
exige una preparación sólida.
La enseñanza del catecismo en la escuela está
lejos de ser suficiente. ¿Cómo los niños llegarán
a comprender bien si no tienen libros y no saben
bien el castellano? Olvidan pronto.
Con las huelgas, las vacaciones, las suspensio­
nes de clases y los viajes a la ciudad y al campo,
apenas si quedaban —en el mejor de los casos-
unos veinte días de enseñanza por año. Por esta
razón invité a los niños a venir a mi casa para
asistir a un curso diario de unas tres semanas de
preparación definitiva a la Primera Comunión.
No podía ser demasiado exigente con ellos, pues
no venían muy entusiasmados. La gran mayoría
de los niños no tenían interés, porque sus padres
no eran interesados.
Raramente el número excedía los veinte, y de
ellos una parte era siempre rechazada por no
venir regularmente. Esto último fue siempre un

157
problema para estos chicos orgullosos de su libertad
personal.
A menudo los propios padres les impidieron
venir. No veían de ningún modo la importancia y
la necesidad de la formación necesaria de la vida
cristiana o de la Primera Comunión.
Más de una vez toda la familia partía súbita­
mente al campo el día anterior a la fiesta, como
si tuviesen miedo de que yo fuese a recriminar a
sus hijos si no aparecían.
E l fervor de estos buenos niños cuando recibían
la Santa Comunión fue la alegría más grande que
he conocido en mi vida sacerdotal. Estos episodios
eran unos raros momentos de consolación espi­
ritual en los que abrigaba la esperanza de que la
semilla sembrada se multiplicase y diese origen al
surgimiento de una vida cristiana auténtica.
Era costumbre que para hacer la Primera Co­
munión el niño buscaba una madrina, general­
mente una persona más afortunada, que le compra
o le presta un vestido blanco si es una chica.
También aprenden algunos cantos para ento­
nar durante la misa.
Llegado el gran día entran en procesión a la
iglesia.
Hasta incluso en este día hay padres y madres
que no muestran el menor interés por sus hijos.
Pocos vienen a acompañarlos a la Santa Misa.

158
Una vez, recuerdo que tres hermanitas se acer­
caron a la Primera Comunión, pero ninguno de
sus padres las acompañaban, aunque eran practi­
cantes.
Terminada la misa, todos entran en la casa pa­
rroquial, donde les espera un pequeño desayuno
de fiesta y reciben todos un recuerdo. Después se
van felices.
Pero al poco rato se los puede encontrar en la
calle —con la ropa de todos los días— y un poco
tristes porque sus padres no comparten su ale­
gría. No comprenden; se sienten como traiciona­
dos y vuelven en poco tiempo a vivir como antes.
E l ambiente tiene más fuerza que su buena volun­
tad.
Algunos continúan aún por un tiempo comul­
gando cada domingo.
Si hubiera contado en mi parroquia con una
sola familia verdaderamente cristiana que sirviese
de ejemplo y de estímulo, quizá hubiera tenido
más éxito. Mi voz era como la del que llama en el
desierto.
Nunca olvidaré lo que pasó con uno de estos
niños.
Fue el último día antes de las Primeras Comu­
niones. Toda la banda estaba reunida en mi casa.
Estaban todos bien dispuestos, alegres y conten­
tos. Faltaba sólo una niña de unos diez años. ¡Ma­
la señal! Era fervorosa e inteligente.

159
—¿Dónde está Rosario? —pregunté.
—Se fue al campo —me contestaron.
Comprendí. Una más de las mil y tantas de­
cepciones.
Pasaron unos dos años y ya había olvidado el in­
cidente, cuando viajando por el campo llegué un
día en avioneta a San Ignacito.
Me instalé en la casa de una buena familia para
esperar las parejas que querían casarse, los pe­
queños para bautizar, los enfermos y los niños que
deseaban hacer su Primera Comunión.
Apenas llegado allá se me presentó una niña de
unos doce años. Me saludó alegremente, y sin per­
der su tiempo me preguntó:
—¿Usted se acuerda de mí, padre?
La miraba.
—No, hija mía —contesté.
Pero no se daba por vencida.
—Estaba en San Lorenzo —insistió con voz ale­
gre, y sus ojos investigaban los míos esperando
descubrir la respuesta antes que dijese algo.
Pero no me acordaba de nada.
—Fui al catecismo para la Primera Comunión.
Yo soy Rosario. ¿Ahora se acuerda usted de mí?
—Ah, ahora sí, mi hija.
En su interior la pequeña exultaba porque no
la había olvidado.
Entonces me contó que sus padres la habían
dejado en este pueblito con su tía. Ahora su gran

160
deseo de recibir al Señor en la Santa Comunión
podría realizarse.
En el campo la preparación es solamente de
unos tres días. Al cuarto día Rosario comulgó con
los otros niños.
Después de la misa de Primeras Comuniones
esperaba la avioneta para retomar a San Lorenzo,
como había convenido con su propietario: un
amigo que generosamente colaboraba conmigo.
Todo estaba listo: los matrimonios, los bautis­
mos y los enfermos; todos habían sido atendidos.
Pero la avioneta no llegó.
Seguro de que mi amigo no se olvidaría, espe­
ré algunos días más. La gente continuaba acu­
diendo a la capilla por la mañana para asistir a
la Misa y por la noche para rezar el rosario; los
niños continuaban recibiendo la Santa Comunión.
Todos estaban encantados del contratiempo que
tenía su Párroco, pues me podían tener más tiem­
po con ellos.
Pero Rosario no vino más. Me contaron que su
tía no quiso dejarla salir, y tuve que volverme a
San Lorenzo. Nunca más la vería.
Pasaron dos semanas y nuevamente estaba lis­
to para viajar al campo. Otra avioneta se ofreció
para llevarme. Entre tanto llegó de San Ignacito
la triste noticia de que Rosario estaba moribunda.

161
Desde hacía un tiempo una epidemia de tifus
circulaba en la parroquia. Rosario era una de las
víctimas.
Me decidí a volver primero a San Ignacito con
mi botiquín, esperando poder salvar su vida. La
avioneta no llegó a tiempo y Rosario murió.
E l Señor ha querido llevarse esta alma —her­
mosa como un lirio recién nacido— antes de mar­
chitarse, para vivir una Comunión etemal con
Dios en el cielo.

162
XV
Imágenes
e
Idolatría
“NO T E FA BRIQU ES estatua ni imagen alguna,
de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tie­
rra, y en las aguas debajo de la tierra. No te
postres ante esos dioses” (Exodo, XX, 4-5). Así
dice el segundo de los diez mandamientos que
Dios nos ha trasmitido por Moisés en el monte
Sinaí.
Con este texto algunas sectas protestantes quie­
ren probar que los católicos, que tributan honor
a las imágenes de Jesucristo y de los Santos, pe­
can contra Dios con el pecado gravísimo de la
idolatría.
Parece que tienen razón a juzgar por la severi­
dad que implican cada una de estas palabras
duras como diamante.
Ninguna imagen hace excepción. Cualquier
imagen constituiría una grave ofensa contra el
segundo mandamiento de Dios. No solamente
las imágenes de los Santos, sino también las de

165
los hombres históricos que se ven en las plazas
de las ciudades, las imágenes de animales, de
plantas o de objetos.
Debemos incluir también las fotografías de
personas queridas o de paisajes y las imágenes
de libros y periódicos, las que se ven sobre el
embalaje de los víveres y también en la televisión.
“No te hagas imagen alguna”, dice el manda­
miento. Ninguna imagen de cualquier clase que
sea: esculpida, pintada, modelada, grabada o im­
presa estaría autorizada.
Pero leamos bien el texto del segundo manda­
miento en todo su conjunto: “No te postres antes
esos dioses”; es decir, ante esos ídolos. Está claro:
ésta es la única razón. Están prohibidas las imá­
genes fabricadas para adorarlas: los ídolos o fal­
sos dioses, nada más.
En el tiempo del Antiguo Testamento todos los
pueblos eran muy proclives a la idolatría. Las
imágenes que se fabricaban, eran para ser ídolos
o falsos dioses. Los judíos estaban demasiado in­
clinados a imitar a los pueblos vecinos en la ido­
latría.
E l Antiguo Testamento está lleno de pruebas
de la perversión de ese pueblo a pesar de las
innumerables pruebas de la bondad de Dios para
con él. Por esta razón se hace fuerte hincapié
sobre cada palabra de este mandamiento.
Si fabricar imágenes de cualquier clase hubiera
sido un pecado tan grave, ¿cómo explicar que Dios,
poco tiempo después de la proclamación de los
diez mandamientos, haya podido encargar a Moi­
sés la fabricación de dos querubines de oro ma­
cizo, labrados a martillo para el Arca de la Alianza?
Veamos en el libro de Ezequiel (Cap. X L III)
la descripción del nuevo templo de Jerusalén, que
vio en visión.
Hallaba palmas talladas sobre ambos lados de
la fachada (X L , 27, 31, 34 y 36).
“Había querubines tallados, y entre ellos, pal­
mas; cada querubín tenía dos caras: una de hom­
bre hacia una palma, y otra de león hacia la otra
palma, esculpidas de relieve alrededor de todo el
templo. Estas esculturas estaban en la pared del
templo desde el pavimento hasta la altura de la
puerta (Ezequiel X L I, 17).
Esto es una prueba manifiesta de que Dios
prohibió solamente el fabricar imágenes para ado­
rarlas; es decir, para hacer idolatría.
Así piensan algunas de las sectas protestantes
más importantes de Europa y en Norteamérica,
como los luteranos, los anglicanos, los metodistas.
En estos países hay muchos templos protestantes
con imágenes de Santos, como en las iglesias
católicas.
De ningún modo las imágenes de Santos son
ídolos. No se las adora como los judíos adoraban

167
las imágenes antes del cautiverio de Babilonia o
como hacen los paganos en Africa y Asia.
Las imágenes de los Santos sirven solamente
para que nos acordemos de aquellos cristianos
que han vivido entre nosotros y que por los mi­
lagros hechos después de su muerte han demos­
trado que están en el cielo. Sus imágenes sirven
para ayudarnos a imitar sus virtudes y pedirles
su intercesión cerca de Dios por nosotros.
Esto no tiene nada que ver con la adoración.
Sólo a Dios podemos adorar.
Es verdad que mucha gente sencilla e igno­
rante de Sudamérica hace con las imágenes un
culto exagerado y ridículo.
Falta de formación y falta de fe verdadera son
las causas de esta triste situación. No es culpa de
las imágenes, pero sí de aquellos que han debido
luchar contra esos abusos.
Por las imágenes conocemos mejor a Nuestro
Señor Jesucristo, a la Santísima Virgen María y
a los Santos; tenemos también una cierta idea
de lo que son los ángeles.
Las imágenes nos ayudan a ver mentalmente
a las personas que representan, así como las fo­
tografías nos recuerdan a los parientes y amigos
fallecidos.
E l hecho de que gente primitiva las trate como
si ellas mismas fueran el Señor Jesucristo o los
Santos que representan no es una razón para 11a-

168
marlos idólatras. ¡No lo son! Son como niños que
no han llegado aún a la edad de la sabiduría. Un
poco más de cultura y todo se solucionaría por
sí mismo.
Creo que si se permiten las imágenes, la pri­
mera sería la de Nuestro Señor Jesucristo, para
recordamos continuamente los sufrimientos que
padeció por nuestra salvación, y luego las de los
Santos, para levantar nuestros pensamientos ha­
cia el cielo y a la feliz eternidad para la cual
hemos sido creados.

169
XVI
A dos Pies
por el
Campo
CON LA ESPERANZA de tener más suerte em­
prendí un segundo viaje con mi bicicleta por el
campo para visitar un pueblo a cuarenta kilóme­
tros de San Lorenzo. Llegué a destino más muerto
que vivo. El camino era aún peor que el otro, o
mejor dicho no había siquiera camino, sino unas
vagas huellas del paso de un carretón o de caballos.
La gente no entendía porque yo no hacía co­
mo mis predecesores que viajaban siempre mon­
tados a caballo, y tanto insistieron que me resolví
finalmente a intentarlo, aunque con mis 55 años
nunca había visto el mundo desde el dorso de un
animal.
Para ensayar subí primero a un caballo manso,
pero llegando arriba por un lado caí a tierra por
el otro. No me desanimé. Comprendí que me fal­
taba a mi pie derecho el pedal de la bicicleta.
Subí de nuevo —esta vez sin perder el equili­
brio—, y una vez sentado empujé al animal, y

173
acompañado por el amable propietario realicé con
éxito mi primer paseo.
Después —examinador y alumno al mismo tiem­
po—, me otorgué la licencia para conducir y me
dispuse a volver a caballo a San Lorenzo. La bici­
cleta se la llevaría luego en un carretón.
Pero mi preferencia era el andar a pie. Me can­
saba menos, aunque siempre existía el peligro de
los curichis y yomomos.
Solamente el período de tiempo seco es favora­
ble para viajar por el campo; es decir, desde junio
hasta noviembre. En tiempo de lluvia toda la
llanura queda inundada.
Para andar a pie... “un paso adelante y dos
para atrás”, me decía un indígena a quien no le
faltaba el sentido del humor.
Me esforzaba en visitar cada pueblito, al me­
nos una vez por año. Pero “el hombre propo­
ne, y...”
En 1974 tenía vacaciones. Hacía ya más de
diez años que mis ocho hermanos, que estaban
lii en Europa, no me habían visto. De vuelta a mi
parroquia, la lluvia me obligó a renunciar a visitar
a la gente del campo.
Al año siguiente —apenas empezadas mis vi­
sitas al campo— una paratifoidea me obligó du­
rante varios meses a ocuparme de mí mismo. De
nuevo la pobre gente me esperaría en vano.

174
Sólo en 1976 pude volver a cumplir esta mi­
sión tan necesaria, aunque una úlcera en el tobi­
llo me molestaba y no podía ponerme las botas.
La primera etapa de este viaje sería Monte
Grande, que está a 43 kilómetros de San Lorenzo.
Me interesaba el consejo de tomar una avioneta
expresa ya que había una nueva pista de aterrizaje
a sólo un kilómetro del pueblo; así me dijeron sin
más comentario.
Sabía que Monte Grande me esperaba en su
propia pista, pero ésta lamentablemente no estaba
en buenas condiciones.
Después de un vuelo de siete minutos llegamos
al lugar, pero no se podía aterrizar: una manada
de vacas estaba paciendo en el lugar sin preocu­
parse lo más mínimo por el ronquido amenazante
del motor.
Desde una estancia ubicada al lado de la pista
nos vino la tan necesitada ayuda. Un chiquillo,
corriendo como el viento despejó la pista de ga­
nado.
Después de haber descrito cuatro grandes círcu­
los en el aire y ver el terreno libre, descendimos
y nos paramos cerca de la casa. E l piloto me dejó
bajar y se volvió inmediatamente para no perder
un minuto de su tiempo.
Fui bien recibido en la pequeña estancia de la
familia Taraúde. Recibir la rara visita del Párro­

175
co en esos parajes aislados es siempre una sor­
presa para esa buena gente.
¿Qué no hicieron por mí para que todo fuera
lo mejor posible? Primero, la hamaca para des­
cansar; después, un refresco; más tarde, la co­
mida.
Por fin estaba solamente a un kilómetro de dis­
tancia de Monte Grande, pero entre la estancia y
el pueblo un curichi profundo e infranqueable
me impedía el paso. Para llegar al otro lado, ha­
bía que hacer un desvío de unos siete kilómetros.
Me sentía como los judíos en camino hacia la
Tierra Prometida delante del Mar Rojo, pero no
había ningún Moisés para dividir las aguas.
E l señor Taraúde me prometió trasportarme
al día siguiente en carretón. Pasaría la noche en
la estancia.
Cuando la oscuridad llegó, la señora ya tenía
dispuesta una cama con mosquitero, con el cielo
como dormitorio. Después de cenar todos nos
dispusimos a domir. Eran las nueve.
Todo en derredor parecía rendido por el sue­
ño. A lo lejos se oía el rechinar de un carretón
que se acercaba lentamente. E l lúgubre sonido
iba creciendo, al compás de cada paso de los
bueyes, hasta que la yunta se paró en el patio.
Monte Grande había sido avisado de mi llegada
y enviado sin tardar un carretón.

176
E l señor Taraúde salió, y yo también me levan­
té para saludar a los valientes jóvenes que vinie­
ron a llevarme.
¡Pero a esta hora y con tal oscuridad era peli­
groso!
Todos acordamos que nos iríamos al día si­
guiente. Sin embargo ellos no querían partir con las
manos vacías y prefirieron pasar allí la noche.
No había camas para ellos; esto, sin embargo,
parecía no importarles. Se acostaron sobre el mis­
mo suelo sin otro abrigo que sus propios trajes.
La noche era fría. A mí me daba mucha pena
verlos así.
Al día siguiente nos levantamos temprano. Nos
despedimos de nuestros amables anfitriones, no
sin antes tomar un vaso de leche recién salida
de la vaca y aún caliente.
E l camino era peligroso. En la oscuridad com­
pleta de la noche pasada el carretón hubiera po­
dido volcarse.
La recepción en el pueblo fue como siempre
muy cordial: como una fiesta.
Un kilómetro antes de llegar, un grupo de mu­
chachos salió de improviso del monte para darme
la bienvenida. Llegado a la plaza del pueblo, to­
dos salieron para verme y saludarme. Los días
siguientes me colmaron de satisfacciones.
La afluencia a la capilla —tanto de día como
de noche— y, sobre todo, a los sacramentos no

177
dejaba nada que desear. Tres matrimonios y quin­
ce Primeras Comuniones fueron la coronación de
esta misión.
El último día dejé al Santísimo en la capilla para
su adoración. A lo largo del día ninguno entró a
la capilla: la buena gente no tenía idea del por­
qué de mi propuesta.
Entonces los reuní a todos en el Cabildo y les
propuse velar durante la noche. Sería un velorio
clásico, pero con un nuevo sentido para ellos.
Dos hombres debían guardar el Santísimo duran­
te la noche por una hora. Dieciocho voluntarios
se ofrecieron. No fueron solamente dos, sino tres
y cuatro lo que he visto sucederse entre las 23 y
6 como Guardia d e l Señor, y con mucho respeto:
fue un velorio seco, pero por primera vez un velo­
rio v erdadero en la breve historia de Monte Grande.
E l 25 de junio, fiesta del Sagrado Corazón de
Jesús, me despedí. Tenía el propósito de celebrar
una segunda misa en Merced, un pueblito a
treinta kilómetros de distancia; pero llovió toda
la mañana. Cuando el cielo se entreabrió me fui
con mi equipaje, medio sentado medio acostado
en el carretón. No había tiempo que perder.
A los pocos kilómetros el camino estaba bas­
tante seco, la lluvia había cesado completamente,
y me decidí a andar a pie aunque la úlcera me
hacía sufrir. Gracias a mi bastón avanzaba bas­
tante rápido adelantándome al carretón y a sus

178
bueyes. Andando atrás del mismo no se puede re­
gular bien el ritmo de los propios pasos, con el
consiguiente cansancio.
Otro carretón marchaba delante de nosotros,
pero más lentamente.
Cuando lo alcancé y me dispuse a pasarlo, un
chiquillo malicioso que hacía de carrero fustigó
los bueyes forzándome cada vez a seguir su ve­
hículo nariz a la popa. Era gente que no me
conocía probablemente.
Hasta que algo se rompió en su atelaje. Se
pararon. ¡Qué alivio! Pude proseguir mi camino
tranquilo. Por suerte no los vería más.
Sabía de una estancia que estaba a medio ca­
mino. De lejos se avizoraron unos grandes gal­
pones ¡Qué sorpresa de entrar en un nuevo pue-
blito, brotado de la tierra en poco tiempo como
un hongo! Era Monte Cruz.
Inmediatamente los habitantes más cercanos
se juntaron para saludarme. No sabía cómo hacer
para no desagradar a esa buena gente. Consulté
a mi carrero.
—Son ya las cinco. ¿Qué hacemos? ¿Continua­
mos el viaje ahora mismo o mañana por la ma­
ñana?
Estábamos de acuerdo: pasaríamos la noche en
Monte Cruz.
La pequeña escuela me serviría como capilla,
comedor y dormitorio.

179
Después de la cena rezamos el rosario, y ense­
guida me alcanzaron la mejor cama que había
en el pueblo a mi lugar de descanso. Su propieta­
rio estaba desde hacía un tiempo de viaje.
Llegada la noche me acosté y después de una
verdadera batalla con los mosquitos —pensaba
poder dormir sin mosquitero, pobre— dormí un
poco.
Era ya tarde cuando oí de lejos el lúgubre so­
nido de un cajón: un velorio, ¿en honor del Sa­
grado Corazón? ¡Gente malvada, que ni siquiera
vino a participar ni a la oración de la noche ni
a la misa de la mañana! ¿Esto no clama el castigo
de Dios sobre ellos?
La Santa Misa del día siguiente me consoló:
ocho comuniones y tres bautismos.
Me había levantado temprano, antes del ama­
necer. En la semioscuridad comprobé con estu­
por que el carretón había... desaparecido silen­
ciosamente. Si hubiera convenido que otro rele­
vara la tarea, ya los bueyes estarían listos. Pero
a los indígenas no les gusta apurarse. Otro medio
día se perdió.
Eran ya casi las doce cuando estaban todavía
buscando los bueyes. Estos, si no trabajan, son
dejados en libertad. Hay que buscarlos. Impacien­
te me puse en camino, esperando poder cubrir los
quince kilómetros a pie a pesar de que andaba
mal. El camino pasaba por un terreno más eleva­

180
do y estaba en mejores condiciones que lo reco­
rrido el día anterior.
Andando con calma y apoyándome sobre mi
bastón llegué, en la tarde, a la primera casa del
pueblo que se llama Merced. Esta está un poco
alejada del camino y me dispuse a saludar a los
primeros habitantes que encontraba.
Al acercarme, me asombró ver sentados, delan­
te de la casa a tres hombres que me parecieron
extranjeros. Eran un gringo y dos indígenas.
Reconocí en el primero un pastor protestante:
una persona muy simpática, pero enterada de que
a mí no me gusta que sectarios se ocupen de mis
feligreses.
De los indígenas, uno era de Monte Cruz, un
nuevo convertido. Ambos estaban vestidos como
turistas a quienes nada les falta. ¿Qué los condu­
jo a este pueblo aislado? No creo que fuera el
Espíritu Santo. Después de una charla de cortesía
con ellos, me fui.
Llegué a la casa siguiente: no había nadie, la
puerta estaba con candado. La tercera casa: igual.
¡Incomprensible! No sabían qué día debería lle­
gar; sin embargo, no había gente en las casas.
¿Estarían todos en sus chacos?
Fue un alivio encontrar finalmente a una per­
sona con quien poder hablar, pero ésta no quiso
decirme que en este pueblo también se hizo un
velorio.

181
Poco a poco el rancho despertó como de un
sueño letal después que se supo que había llegado.
De noche casi toda la población se reunió en la
escuela para rezar el rosario.
E l día siguiente era domingo. En los últimos
días del mes de junio llega, como de costumbre,
el terrible viento del sur. Son los días más fríos
del año. No recuerdo un día más frío en el Beni
que ese domingo 27 de junio.
Mi habitación consistía en un techo y cuatro
paredes de chuchillo de la altura de un hombre.
Un viento glacial entraba por arriba y por todos
lados a través de las paredes. No había traído ves­
timenta para una temperatura tan baja. Era co­
mo si el aire me atravesara las costillas. Todo el
mobiliario de la habitación consistía en una ca­
ma, una mesita y una silla. No sabía dónde escon­
derme.
Por la mañana celebré la misa en la escuela.
Las paredes de chuchillo eran tapadas con fraza­
das, pero olas de viento entraban por arriba. Las
velas, apenas encendidas, se apagaban. Solamen­
te una pequeña lamparilla a querosén resistía al
viento. Les costó a la gente venir a misa, pero
casi todos estaban presentes.
Renuncié a toda otra reunión durante el día;
solamente anuncié una segunda misa hacia la no­
che esperando que la tempestad habría pasado.

182
Durante el día la gente pasaba por las calles
de prisa y cubierta con frazadas y trapos de
cualquier clase. Ellos sufrieron más que yo que
soy del norte de Europa. Se los veía en sus caba­
ñas haciendo fuego de leña, acurrucados alrede­
dor y mirando con resignación las llamas.
La noche llegó con un frío aún más intenso.
Autoridades del pueblo se presentaron delante
de mí, inopinadamente, para aconsejarme desis­
tir de la misa anunciada. Era lo que ya preveía.
A pesar de este sur implacable, que apenas aflo­
jaba, el éxito de esta misión fue comparable al
de Monte Grande. Una hermosa conclusión de
cuatro matrimonios y quince Primeras Comunio­
nes marcó el día de mi vuelta hacia San Lorenzo
el 30 de junio.
A las diez de la mañana un carretón estaría lis­
to, así se había convenido. Llegada la hora —vie­
ja historia—, no había bueyes...
Hubo matrimonios, fiesta y... —no podía fal­
tar—, la chicha. Esperaban sin duda que me hu­
biera dejado engañar y me contentaría con irme
a San Lorenzo como había llegado... a pie. Pero
lamentablemente no podía ponerme mis botas, y
además una de mis sandalias estaba rota. Hasta
San Lorenzo son veinte kilómetros. E l camino
pasa por terrenos pantanosos y por un río que no
se puede atravesar a pie.

183

J
Finalmente, a las dos de la tarde el carretón
estaba listo. Para no llegar hecho pedazos, me dis­
puse a andar a pie lo más posible y caminando
siempre delante, para subir cuando lo necesitaba.
Después de haber pasado por un primer curi-
chi vi que el carretón con sus dos jóvenes detrás
de mí entraba en el agua pantanosa. Podía enton­
ces andar aún bastante rápido y atravesar otros
curichis sin mucha pena. Después de haber andado
casi una hora llegué a una tranquera que abrí
completamente para dar paso libre a mi escolta.
En aquel momento me di cuenta de que estaba
solo. Un silencio mortal me rodeaba. “¿Qué pasa
con el carretón?”, pensaba.
Miré durante un tiempo hacia donde venía y
subí sobre un hormiguero, escrutando el hori­
zonte por todos lados sin percibir la menor señal
de vida. ¿Habrían tomado otro camino o se ha­
brían accidentado? Esto último me preocupaba y
me decidí a retornar.
Sin ocuparme del agua y del barro, recorrí los
dos o tres kilómetros que me separaban del lugar
donde los vi por última vez.
Cerca de aquí encontré una bifurcación y cla­
ramente pude observar huellas frescas de las rue­
das de un carretón. Los jóvenes, sin duda, habían
tomado un camino más corto que yo no conocía.
¿Qué hacer ahora? ¿Seguirlos? Quizá tendría la

184
suerte de alcanzarlos. Me puse en camino sin per­
der un instante.
Pronto me percaté que este sendero era peor
que peor: un terreno lleno de curichis, donde
debía caminar por entre la hierba alta, llena de
agua y de barro. No me importaba ya más si me
mojaba o me ensuciaba. Tenía que llegar a des­
tino antes que la oscuridad me hiciese imposible
avanzar.
Las horas pasaban rápidamente. Si al menos
supiese algo más; pero nada se divisó delante de
mí que pudiese ser un carretón. Sólo las huellas
frescas indicaban que uno había pasado poco
antes.
Tenía, además, otra preocupación: cómo podría
pasar el río, si ellos lo hacían antes que yo. Con
estos pensamientos me acerqué al río. No había
una sola cabaña, pero ¡oh sorpresa! En la orilla
vi una canoa, precisamente de este lado, donde
estaba llegando.
La desaté, y subiéndome enfilé hacia la otra
orilla. La corriente era fuerte y el agua profunda.
Con un palo la iba empujando, y llegué sin pro­
blemas al otro lado. Luego, la saqué lo más po­
sible fuera del agua para que no se perdiera.
Proseguí mi camino, pero cada vez me sentía
menos seguro de transitar por la verdadera pista.
De este lado, por suerte, el terreno era más alto
y mejor para andar, pero las huellas del carretón

185
casi no se veían. Lo cierto era que me dirigía
hacia el sur y no podría faltar mucho. Sin em­
bargo, me sentía cada vez más lejos de San Lo­
renzo.
La sandalia rota se doblaba bajo la planta de
mi pie siempre que no ponía atención. Apenas si
las dos partes estaban unidas poco más que por
un hilo; pero, ¿por cuánto tiempo? La úlcera me
dolía, ¿qué importaba? ¡Adelante!
E l sol ya estaba por ocultarse, cuando divisé
frente a mí un rebaño de vacas: ¡lo que me fal­
taba! Era inevitable pasar por el lugar donde
apacentaban. Me esperaban en el camino, alerta­
das, mientras me aproximaba.
Sin moverse, me miraban con curiosidad. ¿Me
dejarían pasar? Contaba tan sólo con mi bastón.
Esto impresiona, pero tenía un presentimiento
de mal augurio. Cuanto menos ven al hombre,
son más agresivas.
Un toro gigantesco avanzaba lentamente hacia
mí, pues se paraba, acechándome como dispuesto
a la batalla. Campeón, sin duda, en muchos com­
bates, avanzaba siempre unos pasos más.
En el último momento lancé un grito con todas
mis fuerzas, y todo el ganado huyó, también el
toro; pero éste se paró y volvió otra vez para en­
frentarme. Una segunda y tercera vez lo ahuyenté,
pero cada vez con menos éxito.

186
Por último mi adversario endiablado, más y
más decidido, se paró frente a mí. Con un grito le
lancé un pedazo de tierra en su dirección. Esta
vez huyó definitivamente y me dejó en paz. E l
campeón esta vez fui yo, pero realmente me pa­
reció una salvación milagrosa.
Continué mi camino. Llegó la oscuridad y no
sabía donde me encontraba. Repentinamente apa­
reció un joven montado a caballo cruzando el
camino. No me vio; le grité, pero no me oyó y
volvió a alejarse.
De pronto vi un camino delante de mí, ancho,
fácil de andar y con arena que lo hacía más blan­
co: era el camino de San Lorenzo.
Cuando llegué al pueblo reinaba la oscuridad.
¡Gracias a Dios que no me abandonó ni por
un instante!
Ese terrible viaje finalizó bien, a pesar de las
dos mitades de mi sandalia, siempre unidas como
por un hilo, pero inseparables como si fueran un
matrimonio.
XVII
¿Por qué
me haría
Protestante?
¿CUANDO USTED se entregará a Dios?” Esa
palabra paternal y llena de unción podría haber
brotado de un corazón de sacerdote. Sin embargo
no las pronunció el Párroco que conoce a sus fe­
ligreses y que siempre se ha empeñado en indi­
carles el único camino que hay para entregarse
a Dios: es decir, la verdadera conversión de co­
razón y la confesión de los pecados.
La persona que pronunció estas palabras vive
muy alejada de este camino y rehúsa entregarse
realmente a Dios.
Para esto hay que creer primero todo lo que
Jesucristo nos ha enseñado en el Santo Evangelio.
Por el contrario, ciertos protestantes creen que
para entregarse a Dios uno tiene que entregarse
primero a ellos; el resto vendría por sí mismo.
En consecuencia: no hay más obligación de ir
a la misa, en la cual Dios se entrega a nosotros;

191
ni de confesarse, ni de recibir más la Santa Co­
munión.
Como se ve, parece bastante fácil. Es una ten­
tación peligrosa para la gente ignorante que cree
que una cosa vale tanto como la otra. Pero no lo
es. Aceptar estos principios protestantes es co­
mo empezar de noche un viaje por el campo
sin ver nada, sin saber donde poner los pies.
Algunos creen que sin leer la Biblia no pode­
mos salvarnos; es otra trampa. Los católicos tam­
bién leen la Biblia; en realidad es su libro. Cada
día se leen dos o tres lecturas de la Biblia en la
misa, oportunamente explicadas. ¿Qué tienen pues
para acusarnos? ¡Es injusto!
Pero leer la Biblia y comprender el sentido de
su enseñanza son dos cosas muy distintas. Para
poder comprender y explicar la Biblia se necesita
mucho sentido y estudio y además un conocimien­
to bastante adecuado de la historia antigua.
“E l Espíritu Santo nos ilumina y nos enseña el
sentido”, dicen ellos. ¡Imposible! ¿Cómo se expli­
ca el hecho de que los protestantes estén dividi­
dos en unas quinientas religiones diferentes que
se contradicen las unas a las otras?
Si fuera verdad que el Espíritu Santo nos ilu­
mina cuando leemos la Biblia y nos enseña el
sentido de lo que leemos, todos deberíamos tener
la misma religión, la misma que la Iglesia Cató­
lica. Ella también interpreta la Biblia.

192
Si ellos se dividen en tantas religiones diferen­
tes, y cada una de éstas explica la Biblia de un
modo diferente, es porque no son guiados por el
Espíritu Santo, sino por un espíritu de confusión.
El Espíritu Santo se encuentra donde está la
autoridad que el Señor Jesucristo ha dado a su
Iglesia; es decir, en la Iglesia Católica.
¿La prueba? E l Señor dijo al apóstol Simón,
cambiando su nombre en Pedro: “Tú eres Pedro
y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mateo
XVI, 18). No dijo mis iglesias, sino mi Iglesia.
Resulta claro que cambiando su nombre en
Pedro —que significa lo mismo que pied ra—, Je ­
sús lo nombró jefe de su Iglesia. Este jefe de su
Iglesia es la piedra sobre la cual la Iglesia ha sido
edificada.
Si la Iglesia ha sido edificada sobre Pedro, ¿se­
rá verdad que ha desaparecido con la muerte
de San Pedro? De ningún modo, porque el Señor
ha dicho también: “Estaré con vosotros hasta el
fin del mundo”.
Cuanto más la Iglesia se extiende por el mun­
do, más se necesita un jefe. San Pedro continúa
siendo jefe en sus sucesores. E l ha sido el pri­
mer Obispo de Roma; su sucesor fue el papa Lino,
y luego el papa Cleto. Ellos y todos sus sucesores
siempre han sido reconocidos como jefes de la
Iglesia.

193
En el curso de los tiempos se los ha llamado
papa. Que se los llame p ap a o de otro modo no
tiene mayor importancia.
E l Señor dijo también a San Pedro y a él sólo:
“Todo lo que ates en la Tierra será atado en el
Cielo; todo lo que desates en la Tierra será desa­
tado en el Cielo” (Mateo XX V III, 19). Por esto
el Señor garantizó que la enseñanza de San Pedro
y de sus sucesores estaría conforme con su propia
enseñanza que nos dejó en las Santas Escrituras.
Solamente la Iglesia Católica tiene la misión y
la calidad para comunicarnos la verdadera ense­
ñanza de la Biblia. Por consiguiente, si nunca lee­
mos nosotros mismos la Biblia, pero creemos lo
que la Iglesia Católica nos enseña, creemos al
mismo tiempo lo que la Biblia nos presenta como
verdad. Esto es lo esencial.
La Biblia es la única fuente de fe que los pro­
testantes aceptan, pero esto solo no basta. Existe,
además, la Tradición que rechazan sin poder re­
chazarla completamente.
San Pablo dijo: “Por este Evangelio ustedes se
salvan, con tal que lo guarden tal como yo se los
prediqué” (I Corintios XV, 2 ). Todo lo que los
Apóstoles han dicho —fuera de lo poco que nos
han dejado escrito— es parte de la Tradición.
Los protestantes no quieren creer nada fuera
de lo que está escrito en la Biblia. ¿Pero cómo
saben cuáles son los libros que forman parte de

194
la Biblia? Ningún texto nos lo indica. Sin la Tra­
dición, su religión pende de un hilo.
Casi todas las sectas protestantes toman el do­
mingo como día del Señor, pero la Biblia dice
que debemos santificar el sábado. Desde el tiem­
po de los Apóstoles se ha sustituido el sábado por
el domingo. No es la Biblia, sino la Tradición la
que nos lo indica. ¿Dónde queda, pues, esa pre­
tención de hacer de la lectura de la Biblia una
condición para salvarnos? Ningún texto de la
Biblia nos lo dice.
No quieren creer que el Papa es infalible, pero
se creen infalibles a sí mismos cuando leen la Bi­
blia.
San Pedro dice: “Sépanlo bien, nadie puede in­
terpretar por sí mismo una profecía de la Escri­
tura” ( I I Pedro I, 20). Solamente la Iglesia Cató­
lica tiene la autoridad.
Además no sería posible obligar a leer la Bi­
blia, porque muchos no saben leer. Antes del año
de la invención de la imprenta —1440—, casi nin­
guno sabía leer. No había libros, sino unas pocas
copias de la Biblia escritas a mano y conservadas
celosamente en los conventos y casas de familias
ricas. Es solamente desde principios de este siglo
que la Biblia adquiere tanta profusión, que cada
uno puede procurársela fácilmente.
No nos asombremos de que haya tanta gente
rebelde a la verdadera enseñanza de Jesucristo.

195
La rebeldía es una consecuencia de la naturaleza
humana y ya se manifestaba desde los tiempos de
los Apóstoles.
Escuchemos a San Pablo: “Te ruego que te que­
des en Efeso para impedir que cierta gente siga
enseñando otras cosas”: Así escribió a Timoteo
( I Timoteo 1 , 1 ) .
Durante los primeros siglos del cristianismo mu­
chos se separaban de la Iglesia y de los Apóstoles,
porque no querían someterse a la autoridad que
Jesucristo había dado a su Iglesia.
Particularmente doloroso ha sido el año 1517,
fecha en que nació el protestantismo.
Lutero fue un monje alemán que empezó a pre­
dicar una religión nueva. A los católicos que
permanecían fieles a su religión los llamaba h eré­
ticos.
Según Lutero la Iglesia Católica había vivido en
el error hasta el año 1517.
Pero si el Señor había dicho: “Estaré con voso­
tros hasta el fin del mundo” (Mateo XX V III, 20),
¿a quién vamos a creer: al Señor Jesucristo o a
Lutero? Es evidente que el mismo Lutero ha sido
el herético.
Las deficiencias religiosas y morales de ese
tiempo, los abusos en la Iglesia, y la avaricia de
los príncipes que se hicieron protestantes para
despojarla de sus bienes y forzar a sus súbditos

196
a adoptar la nueva religión: todo esto ha contri­
buido grandemente al cambio de la fe de una gran
parte del Norte de Europa.
Además, la rebelión de Lutero fue un acto de
venganza contra la autoridad de Roma después
de haberse sentido humillado.
Si los protestantes tienen 240.000.000 fieles, ¿qué
queda de este número después de dividirlo en
quinientas sectas, frente a los 650.000.000 de ca­
tólicos?
¿Por qué hacerse protestante? Nunca se ha vis­
to a un buen católico hacerse protestante; por el
contrario, muchos buenos protestantes se han he­
cho católicos. Son aquellos que estudiando la Bi­
blia sinceramente y con la gracia de Dios han lle­
gado al discernimiento entre lo verdadero y lo
falso.
En los Estados Unidos había un promedio de
120.000 conversiones al catolicismo. Actualmente
son muchas menos, debido a la crisis del moder­
nismo que afecta a todas las religiones del mun­
do, incluso a la religión católica.
Para entregarse en verdad a Dios, no hay otro
camino que el de vivir auténticamente el cristia­
nismo; es decir, ser un católico verdadero.
Por su muerte en la Cruz, el Señor Jesucristo
nos ha salvado a todos. El nos ha dejado la Igle­
sia como instrumento de salvación para todos los

197
que Lo buscan, para los hombres de buena vo­
luntad.
Pero la obra de la salvación quedará sin efecto
sin nuestra colaboración. Cada cristiano recibe,
de parte de Dios, la vocación y el deber de ser un
ejemplo, de ser un apóstol y de atraer a los demás
hacia una vida auténticamente cristiana en Je ­
sucristo.
El sentimentalismo de ciertos cristianos de ador­
no no sirve para nada; por el contrario, es causa
de su propia perdición y una descalificación de la
verdadera fe cristiana.
La indiferencia orgullosa de muchos conduce
finalmente a la apostasía total y a la ruina del
mundo.
El protestante no puede salvarse sino hacién­
dose católico de buena fe.
“Fuera de la Iglesia Católica no hay salvación.”

198
XVIII
Comunismo
en
Bolivia
E L COMUNISMO es nada menos que una anti­
religión, porque no solamente niega la existencia
de Dios y del alma, sino que también combate
todo sentimiento de fe en Dios. “La Religión es
el opio del pueblo”, dijo Marx.
Mientras el cristianismo enseña el amor a Dios
y del prójimo, el comunismo se reconoce en el
odio contra Dios, contra la religión y contra todos
y todo lo que va en contra de los principios mar-
xistas; es decir, es bárbaro e inhumano.
Si Bolivia se proclama un país católico, esto no
quiere decir que no haya cizaña en el trigo. Ac­
tualmente, ¿en qué país no se encuentran comu­
nistas?
A cualquier lugar del mundo donde haya cen­
tros mineros o fábricas de importancia llegan dis­
cretamente los emisarios enviados por Moscú o
por alguno de sus satélites para infiltrarse entre
las filas de los obreros. No vienen para trabajar

201
honestamente, sino con el solo objeto de incitar al
descontento, a la agitación y a promover huelgas
entre sus compañeros de trabajo.
Misteriosamente reciben dinero para viajar con
toda facilidad, para imprimir material de propa­
ganda y comprar una de sus armas especiales: esa
famosa pintura roja. Verdaderos hijos d e las ti­
nieblas hacen pintar de noche lemas subversivos
sobre las paredes de los edificios públicos y casas
particulares, sin ninguna vergüenza y sin ocuparse
del daño que causan.
Repetidos como lo son sus discursos, esta clase de
propaganda tiene igualmente el efecto del clavo
y del m artillo; por dura que sea la madera, con
cada golpe el clavo penetra más y más en pro­
fundidad. Saben perfectamente que oyendo y le­
yendo siempre la misma cosa, es inevitable ejer­
cer influencia en los espíritus desprevenidos.
Estos esbirros de Satán son las antenas de la
CIA rusa. En su afán de conquistar el mundo, esta
central de espionaje —mucho más hermética que
la CIA de los americanos— se sirve del mismo
método que tenían en la antigüedad los romanos.
Estos, después de concluir un pacto de amistad
con un pueblo extranjero, esperaban la ocasión
para ocupar el país pacíficamente, para promo­
verlo luego a provincia de su imperio, aunque sin
esclavizarlo como se hace en la Europa Oriental.

202
Los rusos obran con más astucia. Por lo gene­
ral, todo comienza por el intercambio de un em­
bajador. Que cada embajada de los países comu­
nistas es un centro de espionaje, no ha sido seña­
lado aún por los países occidentales, quizá por
miedo; por eso prefieren, como el avestruz, escon­
der la cabeza en la arena.
Una vez que tienen su embajada instalada, les
envían asesores y ayuda económica, y entonces
tienen la puerta abierta a la propaganda comu­
nista.
No se apuran. E l tiempo trabaja para ellos.
En un país poco desarrollado sus cantos de si­
rena encuentran fácil resonancia.
No faltan las ocasiones de conflictos entre el
Gobierno y los obreros o estudiantes. A los co­
munistas les gusta pescar en agua turbia. Cada
vez que una agitación conmueve las masas del
pueblo, lo aprovechan para reforzar la tela de
araña que han tendido.
Cuando finalmente una parte de la clase obrera
ha sido ganada para la revolución llegan en se­
creto armas. No olvidemos que en la revolución
de 1964 la embajada de Checoslovaquia en La
Paz distribuyó un arsenal de rifles checos a los
mineros con la esperanza de imponer la dictadura
roja.
Solamente después de inclinarse la balanza en
su favor, envían abiertamente armas y hombres

203
armados para hacer triunfar el nuevo régimen
comunista.
Esta forma de conquistar un país se llama, en
la lingüística bolchevique, pacificación. Hungría,
Checoslovaquia, y en los últimos días Angola,
nunca olvidarán los horrores de una guerra de
liberación contra el imperialismo ruso.
Comunistas sectarios, que forman sólo un diez
por ciento de un país, son capaces de hacer esta­
llar una revolución e imponer su régimen tiránico.
Es el caso de todos los países comunistas en el
mundo entero.
“Rusia es el país donde hay lo menos comu­
nistas”, declaró un sacerdote polaco que vivió allá
mucho tiempo.
Yo mismo lo constaté en Yugoslavia, cuando es­
tuve en 1954. Podía comprobar la aversión general
al régimen comunista. Como era uno de los pri­
meros extranjeros en visitar el país después del
fin de la Segunda Guerra Mundial, no tenían mie­
do de decirme francamente lo que pensaban.
¿Cómo una minoría del cinco al diez por ciento
es capaz de dominar a toda la población de un
país?
Una policía bien pagada y seleccionada entre
los partidarios más brutales es la primera condi­
ción; pues un sistema horrendo de espionaje im­
plica una disciplina de hierro. E l miedo de la
gente hace el resto. La más pequeña señal de

204
oposición contra el régimen es castigada con todo
rigor, sin la menor compasión.
Espías insospechables hay entre los compañeros
de trabajo o de estudio, en las oficinas, en los
restaurantes; por todos lados, hasta en la misma
familia. Los hijos delatan a sus propios padres.
E l calvario de Soljenitzyn empezó cuando, en
una de sus cartas a un amigo, criticó a Stalin. Fue
expulsado de su Compañía en plena batalla con­
tra los alemanes durante la Segunda Guerra Mun­
dial, y pasó gran parte de su vida en Siberia en
las condiciones más inhumanas.
Rusia prepara la conquista del mundo. En cada
mar ya se encuentra una parte de su flota de 1.600
barcos de guerra.
En Africa tiene ya una cintura de países bajo
su influencia que va desde una costa a la otra; es
decir, desde Angola hasta Madagascar.
En Sudamérica, Bolivia —el corazón del Conti-
mente— es para el comunismo mundial un país de
capital importancia. Una vez que este país pase
a su poder, lo transformará en una base de opera­
ciones para guerrilleros. Fuertemente armada por
Rusia —tan generosa en enviar material de guerra
a los países convulsionados por luchas internas—,
Bolivia resultaría una pesadilla para todos los paí­
ses vecinos, hasta ser decisiva en la suerte futura
de todo el Continente.
“E l comunismo es intrínsecamente perverso”,
ha dicho Pío X I en una de sus encíclicas.
En la legislación de la URSS se garantiza la
libertad de religión. Pero el comunismo-marxismo
niega con cinismo la existencia de Dios y del alma,
y combate sistemáticamente toda manifestación
de fe en Dios. En las escuelas, los niños reciben
forzosamente una enseñanza ateísta. Se prohíbe
toda forma de catecismo, se castiga a los que prac­
tican haciéndoles la vida imposible y quitándoles,
a veces, su trabajo.
Si a pesar de esto el 25 por ciento de los rusos
practica siempre, es porque el pueblo ruso —como
la mayoría de los pueblos de Europa Oriental­
es un pueblo muy religioso.
Si no se pueden destrozar las almas, los templos
sí. De las 79.767 iglesias y capillas que Rusia te­
nía en 1914, sólo quedan unas 7.500. Las otras han
sido destrozadas o transformadas en almacenes o
en locales de reunión.
Millares de sacerdotes han sido asesinados, so­
lamente por el hecho de haber cumplido con sus
deberes sacerdotales. Hacerse sacerdote es casi
imposible.
A pesar de esto, la prensa rusa se queja que aun
después de sesenta años de persecución no se ha
podido erradicar la superstición, como llaman ellos
a la religión.

206
Si en Polonia —como en todas las otras colonias
de Rusia— la Iglesia también es perseguida; con
todo, el puño de hierro que oprime estos pueblos
se siente aquí menos duramente. Esta nación gran­
de y heroica, en la cual el noventa por ciento de
los habitantes son católicos, no se deja amansar
y espera el día de poder pisar el yugo esclavizan­
te del comunismo, como esperamos en los otros
países comunistas.
E l odio contra Dios y la religión es la marca del
comunismo. En Bolivia hemos visto más de una
vez, luego de una revolución, que la rabia de los
comunistas se vuelve en primer lugar contra los
más meritorios de la Patria; los religiosos y reli­
giosas y sus instituciones. Es una prueba más de
que el comunismo es diabólico.
No distinguimos entre comunismo y marxismo:
son dos brazos al m ism o vientre.
Hay mucha miseria e injusticia en el mundo,
pero no es el comunismo el que nos dará la so­
lución.
La democracia tampoco conviene a cualquier
pueblo. Si este sistema de gobernar puede servir
a los países del norte de Europa o a Norteamérica,
no por eso es un ideal. La democracia en un país
cristiano podría funcionar, pero ¿cuál es el país
que en nuestro tiempo podríamos aún llamar cris­
tiano?

207
Bajo el gobierno de un hombre profundamente
católico e incorruptible —tal el caso del canciller
Adenauer—, Alemania se levantó pronto de las
ruinas dejadas por la trágica Segunda Guerra
Mundial.
El mismo ejemplo, aunque en circunstancias
muy diferentes, nos dejó García Moreno, presiden­
te de Ecuador, asesinado en 1875 por la masone­
ría, para la cual este gran católico era un obstáculo.
Por lo general la democracia conduce a la co­
rrupción. Los electores creen que son ellos los que
gobiernan, aunque en realidad lo hacen las su-
perpotencias detrás de la pantalla; ellos mismos
son dirigidos por la masonería que se transforma
más y más en un gobierno mundial (ONU, UNES­
CO, etc.).
Si la democracia en su mejor forma es acepta­
ble para ciertos países nórdicos, a los países más
efervescentes de Europa y América les conviene
más un hombre fuerte. La historia de cada país
lo demuestra claramente.
Esto no quiere decir que veo en la dictadura el
ideal de gobierno de un país. Pero los más desta­
cados dictadores de nuestro siglo han llegado al
poder cuando sus respectivos países estaban al
borde del caos. Gracias a ellos, cada uno de esos
países llegaron a una era de orden y de prosperi­
dad como quizá nunca tenían antes.

208
Infelizmente el orgullo de un Mussolini y de un
Hitler condujo no sólo a sus países sino a casi to­
do el mundo a la catástrofe de la Segunda Gue­
rra Mundial, dejando a Europa cubierta de rui­
nas y de cadáveres.
Cuando un país tiene como presidente a un
dictador, y goza de orden, paz y prosperidad, por
lenta que sea, ¿quiénes son los que quieren cam­
biar este régimen por el sistema democrático?
Son aquellos que por puro interés personal, no
por el bien de la Patria, se impacientan por tomar
el poder.
Son aquellos que, como hijos de Satán, quieren
hacernos gozar del sistema bárbaro del comunismo
a cualquier precio que sea, aun si deben pasar so­
bre montones de cadáveres para llegar a su fin.
Lenin, Stalin o Mao tse-Tung deberían repre­
sentarse sentados sobre un montón de calaveras.
E l comunismo es, de todas las soluciones, la peor
que pueda imaginarse.
Un joven de los yungas que estudiaba en La
Paz, al volver a su pueblo quería hacerse el impor­
tante y decía: “Cuando los comunistas lleguen al
poder en nuestro país, yo me sentaré en una silla
de oro”. E l pobre tonto me hace pensar en ese
loco que dijo a todos los que querían oírlo: “Yo
soy Napoleón”.
Ciertamente que algunos viven bien en los paí­
ses comunistas. Se ve claramente en el doble men­

209
tón de Brezhnev, que él no se priva de nada cuan­
do come; pero en los almacenes de Moscú y en
todo el país se ven largas colas donde la gente
espera horas enteras al frío para comprar su ra­
ción de carne o de otros víveres. Y esto después de
sesenta años de revolución.
La libertad es lo primero a lo que todos aspi­
ramos, ¿Por qué pues los millares de kilómetros
de alambre electrificado con minas enterradas en
el suelo? ¿Será para proteger el paraíso rojo? ¡Sí!
Pero contra sus propios hijos para que no se vayan.
¿Por qué tres millones de alemanes del Este hu­
yeron hacia Alemania Libre antes de la construc­
ción del muro de la vergüenza en Berlín? Ellos
abandonaron todos sus bienes y todo lo que que­
rían, prefiriendo la miseria y la libertad a una
vida de persecución y de esclavitud.
En los países comunistas no se puede siquiera
escoger, según el propio gusto, una profesión.
En un artículo de una revista que promocio-
naba la China Roja leí que en una ciudad de
70.000 habitantes toda la población —hombres y
mujeres— trabajaban en las fábricas: trabajo for­
zado, como es regla en estos estados - hom ohorm i-
gueros.
Me pregunté: “¿Cuántos serán los casos de sui­
cidio en una vida tan terriblemente monótona?
De esto ningún diario hará mención. No se puede.

210
Solamente se publica lo que está en favor del
comunismo.
Viví dos años —1956 y 1957— cerca de la cor­
tina de hierro en Austria. De mi lado, todas las
ruinas de la Segunda Guerra Mundial habían
desaparecido. Se veían casas nuevas y hermosas
con colores sonrientes como flores. Del otro lado,
en Checoslovaquia, un desierto. Gente pobre tra­
bajaba cerca del alambre electrificado. No nos
podíamos comunicar con ellos, porque desde sus
miradores los soldados nos espiaban, listos a tirar
sobre el indiscreto que osase enterarse de la si­
tuación del país.
¿Qué sería de Bolivia bajo una dictadura co­
munista? Nada hay más opuesto al alma del boli­
viano, tan ávido de libertad.
Primero se suprimirían todas las fiestas, dejan­
do únicamente unas pocas que durarían un solo
día. Todos tendrían que trabajar, hombres y muje­
res. Trabajo forzado en lugares alejados de la co­
munidad para aquellos que no cumplen con sus
deberes.
Quizá se pagara más sueldo, pero una buena
parte volvería en forma de impuestos y contri­
buciones a la bolsa del Estado.
E l nuevo régimen se procuraría una gran can­
tidad de armas: sea para la guerra, lo que sería
casi inevitable, sea para equipar una fuerza de po­

211
licía fuerte, capaz de sobrevigilar con todo rigor
la población y resguardar las fronteras.
La propiedad y la producción pasarían a ser
bienes del Estado. La gente del campo, forzada a
trabajar, lo haría sin gusto y lo menos posible. Los
víveres resultarían escasos y más caros. Todo esto
pasa en cada país comunista.
No hablemos de los millones de muertos por
oponerse al régimen comunista, ni de las cárceles
y campos de concentración llenos de prisioneros.
Por lo general, los mejores y los más inteligen­
tes de cada país son los que menos convienen a
un régimen que considera y trata a cada hombre
nada menos que como una unidad del conjunto,
de una clase de hormiga más desarrollada que los
nombrados insectos.
Introducir al comunismo en el país equivale a
dejar entrar al diablo en casa.

212
X IX
La Masonería
DOS SON las superpotencias que se disputan la
hegemonía absoluta sobre nuestro planeta. He­
mos tratado ya una de ellas —la más brutal y la
más cínica— en el capítulo precedente; la otra es
la masonería —llamada también la Logia— que se
afana en mantener el secreto más absoluto sobre
sus intenciones, sus decisiones y sus actividades,
que busca tener en sus manos todas las maniobras
de un gobierno mundial y que no cede en nada al
comunismo en su impiedad y su odio contra Dios,
contra la Iglesia Católica y contra toda autoridad
legítima que no la respete.
En cuanto al origen exacto de esta asociación
misteriosa no tenemos datos precisos.
Parece que la verdadera historia de la masone­
ría empieza en el año 1717, cuando algunas socie­
dades secretas en Inglaterra se fusionaron en una
mayor que llamaban L a Gran L ogia d e Londres.
En esta fundación podemos ver el origen de la
masonería aunque ellos, los masones, pretenden

215
que éste se remonte hasta el tiempo del rey Sa­
lomón o aún de tiempo inmemorial. Por todo ar­
gumento se basan en la mezcla de ritos sacados
de diferentes religiones monoteístas y paganas
y de la magia.
Favorecidos por el oscurantismo de esa época
y por el ejemplo de Inglaterra, nacieron ensegui­
da en diferentes países de Europa y de Norteamé­
rica gran número de logias. Independientes unas
de otras al principio, con el tiempo todas se han
reunido para formar grandes sociedades.
Una pregunta que es difícil de contestar es la
siguiente: ¿Qué es en realidad la masonería? El
Cardenal J. M. Caro nos da una respuesta que
es por lo menos irrefutable:
“La conspiración habilidosamente organizada y
disciplinada contra Jesucristo y la Iglesia y con­
siguientemente contra el mismo Dios y contra todo
lo que significa orden y respeto por alguna autori­
dad, reconocimiento de algún deber que cumplir
y de un freno a nuestras pasiones...”
Era lo que con todo desembozo confesaba el
H. Proudhon: “Nuestro principio propio es la ne­
gación de todo dogma; nuestro punto de partida,
la nada; negar, siempre negar; he ahí nuestro mé­
todo; él nos conducirá a poner como principios:
en religión, el ateísmo; en política, el anarquismo,
en economía política, la no propiedad” (Benoít,
F. M„ I, 17).

216
“Después de lo dicho —continúa el Cardenal
Caro en su obra E l M isterio d e la M asonería—,
también se puede definir la masonería: una so­
ciedad compuesta de dos clases de miembros:
unos pocos que engañan a los demás y por medio
de ellos al mundo profano.”
Hacerse miembro de la masonería no es fácil.
E l neófito tiene que pasar un cierto tiempo por
una serie de pruebas antes de poder afiliarse de­
finitivamente. Una vez admitido debe jurar de
guardar celosamente los secretos en los cuales
va a ser iniciado.
Ciertas fórmulas de este juramento son mezcla­
das con palabras blasfemas y maldiciones horren­
das con las cuales el candidato se responsabiliza
en caso de perjurio o de traición.
A pesar de los numerosos indicios de malicia
diabólica que caracteriza a la masonería, muchas
personas buenas y honestas se han dejado seducir
por la máscara de filantropía, de caridad y de
respeto por la fe religiosa con la cual oculta su
verdadera cara.
En realidad, no podemos saber con certeza ab­
soluta cual es el fin de la masonería. Pero por los
frutos se conoce el árbol.
Los miembros de la Logia —que se llaman en­
tre ellos herm anos— son por lo general clasificados
en 33 grados. Nunca un miembro de un grado in­
ferior debe conocer los secretos de un grado su­

217
perior. ¿Por qué esta mistificación? Es, por lo
menos, una falta de franqueza y de sinceridad.
Parece que el secreto pasa a ser la causa más im­
portante, la causa más esencial en el culto eso­
térico de la Logia.
Cuando en Suiza, hace algunos años, uno de
mis amigos me habló de la muerte de un masón
que era su amigo de confianza, me dijo que per­
tenecía a uno de los grados más altos en la Logia.
Antes de su muerte confió a su amigo que había
sido forzado a tomar una píldora. ¿Sería a causa
de un secreto revelado? Podría ser.
Es bastante conocido que los masones dan muer­
te a cualquier herm ano que por una indiscreción
ha hecho descubrir alguna de sus actividades an­
tisociales. Es un misterio más que nunca ha podido
ser revelado completamente.
Mientras el comunismo se presenta como una
anti-religión, la masonería pretende ser una super-
religión. Su dios es un fantasma que llaman el
Gran A rquitecto d e l Mundo. Es tan sólo una tram­
pa para todos aquellos que creen en Dios y que
se disponen a entrar en la masonería.
Nunca aparece el nombre de Dios en sus dis­
cursos o escritos. Su dios parece una mezcla de
divinidad con el ser humano. Ellos niegan la
creación; el Gran A rquitecto no es Dios, sino algo
natural: sea el Hombre, sea la Naturaleza.

218
Por esta razón, la masonería no es nada más
que una sendo-religión. Sus ceremonias —extraí­
das de la magia, de la Biblia, del paganismo o
inventadas por ellos mismos—, sus sacerdotes y
su culto son una pura monería sin sentido.
Masón o no masón, el hombre se siente incli­
nado a adorar algo; si no adora a Dios, cree al
menos en la Naturaleza, o sea una fuerza superior
que lo domina. Parece que ven en la personifica­
ción de esta fuerza natural lo que llaman el Gran
A rquitecto, sin embargo sin poder explicar exacta­
mente en qué consiste.
En ciertas logias la orgía anticatólica ha ido
un poco más lejos, desarrollando un verdadero
culto a Satán, el gran adversario de Dios. Su
ceremonial está lleno de blasfemias contra Dios
y Nuestro Señor Jesucristo.
Según Don Benoit (F . M., I, 460-462), este
culto ha adquirido en los últimos tiempos pro­
gresos espantosos.
No olvidemos, dice el Cardenal Caro, que la
masonería sostiene en sus estatutos que no se ocu­
pa de religión y que respeta la fe religiosa de sus
miembros.
En la Constitución de la Orden Masónica de
Chile en 1912 (Título I, artículo 2) se lee: “La
masonería respeta tanto la fe cristiana como las
simpatías políticas de sus miembros”.

219
Dejemos la palabra a los mismos herm anos
cuando dicen lo que piensan.
En 1902 se podía leer en L a A cacia, revista
masónica, lo siguiente: “La francmasonería es la
contra-iglesia, el contra-catolicismo, la Iglesia de
la Herejía”.
E l Boletín d el Gran O riente de Francia dijo
en setiembre de 1885: “E l catolicismo... nosotros
los masones debemos perseguir su demolición
definitiva”.
Ya en la revolución francesa de 1789, la maso­
nería mostraba su cara verdadera. La demolición
se hizo en dos etapas.
Primero se quería forzar a los sacerdotes a
jurar fidelidad a la Constitución Civil d el Clero.
Pocos consintieron; para los demás vino la perse­
cución. Setecientos sacerdotes, amontonados en
la rada de Rochefort, murieron en las cárceles o
fueron decapitados. La inmensa mayoría tenía
que expatriarse u ocultarse.
Después, el furor se volvió contra las mismas
iglesias que fueron destrozadas o profanadas.
En 1905 el Gobierno de Francia rompió con
la Santa Sede, expulsó casi todas las congrega­
ciones de religiosos y confiscó todos los bienes
de la Iglesia.
Poco a poco se ha dejado volver a los religio­
sos, pero la lucha contra la Iglesia dura siempre,

220
particularmente en el terreno tan importante de
la enseñanza católica.
E l H. Lucipia, que presidió el Consejo de la
Orden, pudo decir: “A la cabeza del Gobierno,
no hay porqué decirlo, sólo están los francma­
sones”.
Según el historiador Copin, los masones no
eran en la Francia de 1900 sino 25.000; sin em­
bargo, tenían más de 400 senadores y diputados
en el Gobierno.
La matanza y la expulsión de los jesuítas de
España y de Portugal en el siglo precedente se
debieron igualmente a las maquinaciones de la
masonería. Las numerosas manifestaciones de su
odio y de su responsabilidad en la campaña con­
tra la Iglesia, expresadas en la literatura masóni­
ca, no dejan ninguna duda al respecto.
Fuera de estas matanzas, hechas en nombre de
un Gobierno y por consiguiente legalizadas, no
desaprovechan tampoco el asesinato en mano de
los sicarios.
Los ejemplos abundan: la muerte de los reyes
Humberto I de Italia (1900), de Carlos de Por­
tugal (1908), del archiduque Fernando de Aus­
tria (1914) y de muchos otros grandes persona­
jes de la historia, se ha comprobado como obra
de la masonería.
Conocemos la historia del asesinato de García
Moreno, presidente del Ecuador: un gran cató­

221
lico que había librado a su país de la anarquía
y de las garras de las logias. Sabía que la Logia
buscaba matarlo; sin embargo, no quiso tomar
precauciones, dispuesto a morir como mártir y
como héroe. Murió, en efecto, acribillado a ba­
lazos cuando salía de adorar al Santísimo en la
Catedral.
No olvidemos que al fin de la Segunda Guerra
Mundial la masonería anglosajona entregó toda
la Europa Oriental al terror del comunismo bol­
chevique.
La muerte del héroe polaco, el general Szy-
korski, que luchó por la independencia de su país
y murió en un accid en te d e avión es con toda
seguridad obra de la masonería.
No sería nada asombroso que un día se tuviera
la prueba de que otro presidente católico, John
Kennedy, haya sido también una de sus víctimas.
Bastaría citar el motivo de uno de sus discur­
sos : la liberación de los países - cólonias del So­
viet ruso. Hasta ahora, después de tantos años,
el proceso sobre su asesinato sigue pendiente.
En el mismo lapso, unas diez personas —presun­
tos testigos que habrían podido revelar en algo
el misterio que envuelve su asesinato— han sido
liquidadas misteriosamente.
Sin duda resulta paradójico que gracias a la
masonería norteamericana el comunismo ruso ha­
ya podido triunfar en la revolución de 1917. Para

222
refrescar la memoria dura de los cabecillas rusos,
ella ha reivindicado el haber financiado la san­
grienta revolución que empezó con la matanza
salvaje de la familia imperial del zar Nicolás II,
para seguir con otros millares, por la sola razón
que pertenecían a la nobleza, a la clase burguesa,
o eran poseedores de tierras. Pero se han equivo­
cado en su afán de colonizar económicamente
ese gran país, considerado como la granja de tri­
go de Europa.
Gracias a la Logia, el comunismo ruso ha podi­
do mantenerse en pie y trasformarse en un estado
político donde reina el terror.
Cuando la Santísima Virgen María se apareció
en Fátima en 1917, y anunció que el fin de la
guerra se acercaba, Ella añadió que otra más
grande aún se avecinaba si el mundo no se con­
vertía, y que Rusia sería causa de mal para el
mundo entero.
¿Quién hubiera pensado que este país, consi­
derado como el gigante con piernas de barro, se
trasformaría en el poder militar más grande del
mundo?
No podemos pasar en silencio el hecho de la
predominancia de los judíos en la masonería.
En 1862 un masón de Berlín escribió en una
hoja de Munich: “Hay en Alemania una sociedad
secreta de formas masónicas que está sujeta a

223
jefes desconocidos. Los miembros de esta asocia­
ción son en su mayor parte israelitas”.
“En Roma, otra Logia, enteramente compuesta
de judíos, es el Supremo Tribunal de la Revolu­
ción. Desde allí son dirigidas las otras logias co­
mo por jefes secretos, de modo que la mayor par­
te de los revolucionarios cristianos no son más
que muñecas puestas en movimiento por judíos
mediante el misterio.”
“En Leipzig, con ocasión de la Feria, la Logia
Judía Secreta se reúne en asamblea permanente,
y jamás masón cristiano ha sido recibido en ella.
He ahí lo que hace abrir los ojos a más de uno de
nosotros...”
La R evue d es Sociétés S ecretes (págs. 118-
119, 1924) dice: “La Orden Judía Masónica de
los B nai - Brith no acepta sino judíos y cuenta
en el mundo más de 426 logias puramente judías”.
Estas páginas no pretenden ser una acusación
contra el pueblo judío, que siempre ha sido per­
seguido y sacrificado; pero es necesario demostrar
que el odio del Sanedrín y de los fariseos contra
Jesucristo no ha muerto.
“No olvidemos —dice Webster en la página 177—
que el judaismo rabínico es el declarado e im­
placable enemigo del cristianismo. E l odio al
cristianismo y a la persona de Jesucristo no es
cosa de historia pasada ni puede mirarse como el

224
resultado de una persecución: forma parte fun­
damental de la tradición rabínica originada antes
de que tuviera lugar cualquier persecución de
los judíos por parte de los cristianos.”
“Por lo demás —dice el Cardenal J. M. Caro—,
las relaciones de la masonería o del judaismo
perseguidor de la Iglesia Católica y, según los
casos, de todo cristianismo, con el bolcheviquis­
mo y comunismo, en Méjico, en Rusia, en Hun­
gría y con la amenaza de hacerlo en todas partes,
es cosa pública, como lo es la relación del judais­
mo con la masonería.”
“E l mundo quiere ser engañado”, dice un pro­
verbio holandés. ¡Cuánta verdad!
Tomemos, por ejemplo, esta expresión desa­
rrollada en el laboratorio del Kremlin: coexisten­
cia pacífica. E l único efecto bueno que tiene es
que algunos de corta vista pueden dormir tran­
quilos mientras los soviéticos trabajan febrilmen­
te en su enorme maquinaria de guerra. La sor­
presa será como el fin del mundo.
He comprobado en Europa, hace algunos años,
que casi toda la prensa vivía bajo la influencia del
comunismo; o mejor, de la fraternidad masonería -
comunismo. La voz de la Iglesia Católica, como
tal, apenas si se percibe aún. Hace falta una linter­
na para encontrar un diario católico. Holanda te­
nía 36 diarios católicos antes de la Segunda Guerra
Mundial; en 1974, el último de ellos, D e Tifcl,

225
cesó por quiebra. ¿Por qué? E l pernicioso espí­
ritu del liberalismo - marxismo se había infiltrado.
E l liberalismo católico ha caído en los brazos
del liberalismo rojo. Prensa, radio y televisión en
su conjunto coquetean con el marxismo. No quie­
ren darse cuenta de todo lo que ha pasado y con­
tinúa pasando detrás de la cortina de hierro.
La historia del caballo de Troya se repite. ¡Qué
tremendo e infernal poder ha podido destrozar
un baluarte que antes parecía invencible!
En apariencia la masonería no se mueve. No se
la ve moverse. Hace como las termitas que roen
imperceptiblemente las bases del edificio, hasta
que de improviso éste se desmorona.
E l mundo libre no es tan libre. Todos los go­
biernos de los países no-comunistas están bajo
su influencia, si no completamente bajo su con­
trol. Los establecimientos comerciales y banca-
rios, las corporaciones, las instituciones y socie­
dades internacionales tampoco escapan a la tela­
raña que envuelve la humanidad.
Dos son las especies —leí hace poco tiempo—
que siempre se pelean entre ellos: las hormigas
y los hombres.
La Tercera Guerra Mundial será una guerra
entre hombres que no serán ni comunistas ni ma­
sones, pero dirigidos por comunistas y masones.
Los dos se destrozarán mutuamente.

226
“Tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu co­
razón, con toda tu alma, con toda tu mente y
con todas tus fuerzas.”
E l Señor nos ha enseñado que es éste el pri­
mer mandamiento, el mandamiento más impor­
tante (Marcos X II, 28-30). ¿Quién le hace caso?
Por eso el mundo es tan profundamente infeliz.
Mahatma Gandhi dijo de los católicos que tie­
nen la religión más hermosa, pero que no la viven.
Felizmente no es la verdad para todos. Ninguna
religión tiene tan grandes santos como la Igle­
sia Católica.
Todo hombre es llamado a amar a Dios. El
mundo podría ser un paraíso; la impiedad y el
odio lo han cambiado en un infierno. La guerra
contra Dios es la verdadera causa de la guerra
entre los hombres.
Estamos en los últimos tiempos, el tiempo apo­
calíptico.
En los últimos tiempos —dice la Biblia— “Sa­
tán será desencadenado”; sin duda para castigar
al mundo por sus pecados. Pero Dios nos consue­
la con su promesa, que se cumplirá después del
castigo del mundo: “Ahora todo lo hago nuevo”
(Apocalipsis XXI, 5 ).
Estemos preparados para una verdadera reno­
vación del corazón.

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INDICE

Pág.
Prólogo .................................................................... 7
I. Del viejo al nuevo mundo .......... 11
II. De cero a cuatro mil metros ........ 23
III. Bolivia .................................................. 33
IV. ¿Santa Rosa es de Bolivia? ........... 41
V. ¿Quo vadis? ................... 51
VI. E l bautismo de un párroco .......... 63
VII. En el reino de los m osquitos.......... 73
V III. Religión a refaccionar ................... 85
IX. Baco y sus sacerd otes........................ 93
X. La pesadilla de Navidad ............... 99
XI. Perdido en las pampas ................... 111
X II. He construido una ig le s ia .............
X III. San Francisco y sus A n g eles.........
XIV. Dios con nosotros ..........................
XV. Imágenes e idolatría ......................
XVI. A dos pies por el campo .............
XV II. ¿Por qué me haría protestante? .
X V III. Comunismo en Bolivia .................
XIX. La Masonería ...................................
121
133
143
163
171
189
199
213

Se term inó de im prim ir


en ISAG,
Buenos Aires,
en el mes de noviembre de 1977.

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