Méndez Pereira, O. (2013) - Núñez de Balboa
Méndez Pereira, O. (2013) - Núñez de Balboa
NÚÑEZ DE BALBOA
Octavio Méndez Pereira
Edición conmemorativa de la
Academia Panameña de la Lengua en el VI CILE
© Academia Panameña de la Lengua
© De «Homenaje de Panamá al descubrimiento del mar del Sur»:
Aristides Martínez Ortega
© De «Una epopeya homérica»: Luis Blas Aritio
© De «Donde hollaba su pie, calza el mío; ella se llamó Anayansi»: Berna Pérez
Ayala de Burrell
© De «Los primeros gobiernos de Tierra Firme. 1510-1565»: Alfredo Castillero
Calvo
© De «Núñez de Balboa» y «Dr. Octavio Méndez Pereira»: Diógenes Cedeño
Cenci
© De «Vasco Núñez de Balboa y el reino mítico del Dabaibe»: Carmen Mena
García
© De «Vasco Núñez de Balboa y la geopsiquis de una nación»: Ariadna García
Rodríguez
© De «Vasco Núñez de Balboa y la integración de la historia universal»: Omar
Jaén Suárez
© De «Vasco Núñez De Balboa y el descubrimiento de la Mar del Sur»: Pedro
Martínez Cutillas
© De «La apertura de un océano»: Aristides Royo
© De «Las paradojas de la historia en la novela Núñez de Balboa, de Octavio
Méndez Pereira»: Rafael Ruiloba
© De esta edición:
Grupo Santillana Panamá
Vía Transístmica, Urb. Industrial Orillac,
Calle segunda, local No. 9
Ciudad de Panamá
Tel. (507) 378-2200
ISBN: 978-9962-8968-3-8
Presentación 13
Núñez de Balboa 77
DIÓGENES CEDEÑO CENCI
Vasco Núñez de Balboa y el reino mítico del Dabaibe 89
CARMEN MENA GARCÍA
PRÓLOGO AL LECTOR
NÚÑEZ DE BALBOA
Referencias 435
13
Por ello y por todo lo que significa el hecho, no juzgue-
mos al hombre en un contexto histórico lejano, con premisas
actuales. No obstante sus actos, impensables hoy; recorde-
mos a Ortega y Gasset: las circunstancias nos definen. De una
forma u otra, su vida y sus hechos signaron y signan aún la
nuestra.
La recapitulación no es solo por el hecho histórico, inde-
fectible, que realizó Balboa, independientemente de la cruel-
dad que revistiera en algunos momentos por su condición de
aventurero. También es por Panamá, nuestro país. Y por la
novela misma, una de las más importantes para nosotros.
Este libro que hoy nos representa, y al que se han unido
historiadores, ensayistas y críticos literarios panameños para
dejar su impronta en una edición conmemorativa que nos
enorgullece, por ser la nación anfitriona de una remembran-
za de cinco siglos por hechos históricos, ocurridos entre un
puñado de hombres que nos trajo el otro mar y que, marca-
dos por la avaricia, fueron desmedidos; por la superstición,
asustadizos; crueles por el miedo; y por la ignorancia, más
salvajes que los inocentes que masacraron. Aun así, el acto
mismo de descubrir un mar, protagonista vital y definitorio,
nuestro mar del Sur, ese Pacífico incansable que, allí, a nues-
tra vera y junto al hermano, lleva casi un siglo otorgándonos
privilegios.
No condenemos al hombre que lo hizo posible. No hubo
hazaña similar que no se manchara de horror y ocurriera a
veces a las puertas del infierno. Quizás, si ese hombre hubiera
sido diferente, no habría podido encontrar un mar.
14
Homenaje de Panamá
al descubrimiento del mar del Sur
15
propuso el novelista español: «Yo había de contribuir con los
documentos históricos y él pondría la relación y los detalles
que habían de darle vida y ambiente al descubridor del mar
del Sur» (p. 225).
La visita de Blasco Ibáñez a Panamá y el acuerdo con
Méndez Pereira de escribir la novela sobre el descubrimiento
del mar del Sur fue en 1923, cuando ya tenía el español pro-
blemas de salud que se agravan en 1928, año en el que muere.
El proyecto lo continúa Méndez Pereira, quien escribe la obra
y la publica en 1934, reeditada en España y Argentina, pero
con el título de Núñez de Balboa.
Es importante destacar que esta obra de Méndez Pereira
fue la primera novela histórica de la narrativa panameña.
Pero, además, la novela trasciende lo nacional, pues su
autor sostiene una tesis sobre el realismo y lo maravilloso,
mucho antes de que lo señalara Alejo Carpentier, motivado
por un viaje que hizo el cubano a Haití en 1943, visita que le
inspiró el tema de su novela El reino de este mundo, publicada
en 1949.
En la ya comentada nota «Al lector», dice Méndez Perei-
ra lo siguiente: «No hay en esta relación nada que no sea es-
trictamente histórico. Y no podía ser de otra manera. La expe-
riencia me ha enseñado que la verdad sola, lo maravilloso
real, es más maravilloso que las maravillas imaginarias» (p. 225),
y termina unos comentarios sobre este tema de lo real mara-
villoso con una pregunta: «¿Pero qué es la historia de la Amé-
rica toda sino una crónica de lo real maravilloso?».
Esta tesis, que fue enriqueciéndose en la narrativa hispa-
noamericana hasta llegar a lo que se llamó «realismo mági-
co», estuvo en el pensamiento de Méndez Pereira, y de allí su
interés de apegarse al máximo a las crónicas del descubri-
miento y la conquista de América, como lo demuestra la bi-
bliografía que incluye en la obra.
16
La novela tiene cuarenta y un capítulos, en los cuales el
narrador va resaltando las virtudes del héroe y a la vez inclu-
yendo los datos y los personajes históricos que están relacio-
nados con Núñez de Balboa, desde que parte de Santo Do-
mingo de la Española en 1510, hasta que es decapitado en la
plaza pública de Acla en 1519.
El lector encuentra una serie de nombres conocidos que
van fortaleciendo la verosimilitud del relato. El bachiller En-
ciso, el capitán Ojeda, el padre Las Casas, Juan de la Cosa,
Pizarro, Nicuesa, Pedro Mártir, Oviedo, Diego Colón, Valdi-
via, todos ellos y otros citados en las crónicas del descubri-
miento y la conquista de América.
Hasta el capítulo XXVII la narración se concentra más en
los castigos de la naturaleza y en las guerras con los indios,
logrando el novelista marcar el carácter épico de la obra, y
engrandecer la hazaña de los españoles, sobre todo la de
Núñez de Balboa.
Pero, a partir del capítulo XXVIII, titulado «La llegada de
Pedrarias», el narrador va acentuando gradualmente el desen-
lace trágico de la obra.
Aunque Méndez Pereira afirma que se apega a lo real,
que es maravilloso, su propósito y compromiso es una nove-
la, y no un relato histórico, y mucho menos una biografía no-
velada. Sabe que la ficción es un componente que le exige el
género, por lo que crea personajes como Leoncico, el perro
guerrero, un compañero casi humano; y detalles de la relación
amorosa del héroe y Anayansi, la hija del cacique Careta.
En el capítulo XI, titulado «La danza del amor», Méndez
Pereira se vale de un poema anónimo titulado «La bailarina
desnuda», que se encuentra en el poemario El jardín de las ca-
ricias, el cual transcribe, pero en prosa, su segunda estrofa,
para describir el inicio de las relaciones de la «bella india» y el
«valiente español»: «Había bailado ya la danza del sol, que
17
era una danza alegre y vertiginosa; la danza de la luna, que era
una danza melancólica y lenta; y la danza de la muerte, que
era una danza dolorosa e inamovible. Pero aún no había bai-
lado la danza del amor» (p. 280).
Y acentúa lo ficticio en el último capítulo, que titula «El
espíritu de Balboa y la sombra de Anayansi», en el que la fan-
tasía marca el carácter literario de la obra: «Y todos vieron
erguirse en el vacío la figura luminosa de Vasco Núñez de
Balboa, tendida la mano derecha hacia el mar del Sur, la iz-
quierda hacia el Atlántico, como un hombre transfigurado en
cruz. A su lado, inmóvil, las orejas erguidas, Leoncico aullaba,
aullaba lúgubremente» (p. 433).
No cabe la menor duda de que la novela de Méndez Pe-
reira contribuye a que se afirme la tesis del buen Balboa y el
mal Pedrarias, juicio que tiene su origen en los cronistas más
conocidos que se ocuparon del descubrimiento del mar del
Sur. Sin embargo, quinientos años después del descubrimien-
to del llamado océano Pacífico, un número importante de histo-
riadores han revisado el «caso Balboa», editando documentos
que destacan los méritos del severo gobernador; pero se man-
tiene intacta la simpatía hacia el extremeño.
Con la reedición de la novela Núñez de Balboa en ocasión
de conmemorarse los quinientos años del descubrimiento del
mar del Sur, se rescata y destaca la solitaria novela con que
Panamá le rinde homenaje a una hazaña de valor universal.
18
ENSAYOS CRÍTICOS SOBRE
NÚÑEZ DE BALBOA
Una epopeya homérica* 1
* Extracto del capítulo XIV del libro Vasco Núñez de Balboa y los cronistas de
Indias, publicado en la conmemoración del Quinto Centenario del Descubrimiento
de la mar del Sur.
21
Las Casas, de construir un campamento en mitad del camino
transístmico: «Tornó luego Vasco Núñez a enviar a Compa-
ñón con ciertos españoles y treinta negros a la cumbre de las
sierras, de donde ya las aguas a la mar del Sur vertían, para
que hiciese una casa donde descansasen los que habían de
llevar a cuestas la madera labrada y las anclas y jarcias de los
bergantines, y se tuviesen los bastimentos y comida y armas y
lo demás para su defensa».1 De nuevo Balboa se revelaba
como un gran estratega, al establecer un campamento a mitad
del camino para que sus hombres descansaran y recuperaran
fuerzas durante la ciclópea misión que les había ordenado.
Sin prisa pero sin pausa, con las ideas muy claras de lo que
tenía que hacer, el extremeño iba llevando a buen término su
ambicioso proyecto.
En agosto de 1517, una vez construido el bohío en lo alto
de la sierra, con un contingente de doscientos hombres y
treinta esclavos negros que habían llegado con él desde Santa
María, a los que acompañaban un gran número de indios, el
de Jerez de los Caballeros comenzó a trasladar, una a una, las
piezas de los bergantines al otro lado del istmo. Españoles e
indios cargaron por igual y el propio Balboa no tuvo ningún
empacho en echarse sobre sus espaldas un tablón de unos cin-
cuenta kilos. Así lo describió Oviedo: «e a fuerza de brazos,
con la gente que le siguió, y por él su persona, traía la madera
a cuestas del monte hasta el astillero donde se hacían para
seguir esta empresa».2 Las Casas también dejó constancia de
que en este arduo transporte de materiales intervinieron in-
dios, esclavos negros y españoles: «Esta madera se cargó so-
bre los indios que tenían por esclavos y los que iban a saltear
1 Las Casas, Bartolomé de, Historia de las Indias, libro III, capítulo LXXIV,
volumen III, p. 79.
2 Fernández de Oviedo, Gonzalo, Historia general y natural de las Indias, Ma-
drid, libro X de la segunda parte, capítulo XII, tomo III, p. 253.
22
cada día, y su parte llevaron los negros, que no era sino obra
de treinta, y también cada uno de los españoles llevaba lo que
podía».3
Hay que recordar aquí que en esta expedición, en la que
no iba Francisco Pizarro, se encontraba una serie de españoles
que posteriormente adquirieron fama por sus hazañas como,
entre otros, Hernando de Soto, Diego de la Tobilla y Pascual
de Andagoya.
La dureza de este transporte de materiales a hombros a
través de selvas casi impenetrables, profundas quebradas,
caudalosos cursos fluviales, terrenos cenagosos y altas mon-
tañas también la narró Las Casas: «Hecha la casa en lo alto de
la sierra, puso por obra luego Vasco Núñez de subir la madera
que estaba ya labrada de los bergantines hasta ponella en la
casa, que habría sus doce leguas de selvas y ríos, que ya se
bajaban, ya se subían, hasta llegar a la sierra muy alta donde
se asentó aquella guarida».4 Antonio de Herrera, tras copiar
literalmente al dominico, apostilló: «ni hombre vivo de cuan-
tos en las Indias entonces se hallaba entendió que osara aco-
meter tal empresa ni salir con ella sino Vasco Núñez; y así
decían los émulos de Pedrarias que de envidia de que este le
oscureciese su gloria, le tenía aniquilado conociendo su ex-
traordinario valor».5
Hablando de esta dura travesía, el fraile dominico se que-
jó de que en ella no muriera ningún español ni ningún esclavo
negro, pero, por el contrario, sí centenares de indios. «Los tra-
bajos que aquí llevando y subiendo esta madera y clavazón y
herramientas, y después las anclas y la jarcia y todos los de-
más parejos necesarios a los bergantines, y después bajándola
23
hasta el río, que por todos se padecieron, no pueden ser creí-
dos, que no se halló que negro ni español muriese dellos, mas
de los infelices indios no tuvieron número los que parecieron
y concluyeron sus tristes días».6
En esta larga y penosa actividad de transporte murieron,
como comentó Oviedo, al menos quinientos indios: «Pero
mató quinientos indios, haciéndoles acarrear cables e áncoras
e jarcias e otros materiales e aparejos, de una mar a otra, por
sierras e montes e asperísimos caminos, y pasando muchos
ríos, para efectuar la obra de los navíos».7 Las Casas afirmó
que hubo cuatro veces más de indios muertos en esta empre-
sa, basándose en un escrito del obispo del Darién que él dijo
que lo leyó posteriormente: «Yo vi firmado de su nombre del
mismo obispo. En una relación que hizo al emperador en Bar-
celona el año de 519, cuando él de la Tierra Firme vino, como
más largo adelante, placiendo a Dios será referido, que había
muerto el Vasco Núñez, por hacer los bergantines, 500 indios,
y el secretario del mismo obispo me dijo que no quiso poner
más número, porque no pareciese cosa increíble, pero la ver-
dad era que llegaban o pasaban de 2000».8
Una vez más, y siempre poniéndose al lado de los para
él siempre buenos e infelices indios, el fraile dominico expli-
caba con datos muy concretos el porqué la cifra de más de dos
mil indios muertos durante el traslado de los materiales para
construir bergantines de costa a costa fue una triste realidad:
«... y según el trabajo era, cierto cualquiera lo debe tener por
posible y haber pasado con verdad así, porque llevar hom-
bres desnudos en cueros 24 o 25 leguas de sierras altísimas,
subidas y descendidas, a cuestas madera labrada para hacer
24
cuatro navíos y anclas de hierro de tres o cuatro y cinco y seis
quintales, y cables, que son las maromas para las anclas, que
pesaban otro tanto y muy poco menos, y otros mil aparejos
cuasi tan pesados que los navíos requieren, y todo esto sin co-
mer sino un poco de grano de maíz aún no hecho pan, sino
como lo comen las aves o las bestias, ¿qué hombres, aunque
tuvieron cuerpos en parte formados de materia de hierro, lo
pudieran sufrir sin morir?».9
Para sustituir la mano de obra que se quedaba en el ca-
mino, Vasco Núñez envió a sus capitanes a reclutar indios a
la fuerza por las comarcas que atravesaba.10 Pascual de An-
dagoya escribió: «Y esta provincia de estos indios, que era
harta gente, acabamos llevándolos a Acla a traer los materia-
les para los navíos, y en acarrear la comida misma que ellos
tenían para los carpinteros y gente que los hacían».11 Las Ca-
sas realiza una acusación muy seria contra Vasco Núñez de
Balboa, haciéndole culpable de las diversas matanzas e inju-
rias realizadas contra los indios de la región a los que saca-
ban de sus escondites, los hacían prisioneros y, como para
poder justificarse, les leían el Requerimiento mientras los ata-
ban en las traíllas».12 Y concluyó el dominico: «y puesto que
25
todas o muchas veces desta manera se hacía, en especial se
hizo entendiendo Vasco Núñez en la obra destos navíos».13
Es necesario comentar aquí que la actitud de Balboa
frente a los indios a lo largo de este viaje es diametralmente
opuesta a la que mantuvo durante su periplo en el que descu-
brió la mar del Sur. Y es que la política que imperaba con re-
lación a la población indígena en Castilla del Oro había dado
un giro de más de ciento ochenta grados con la llegada de
Pedrarias y sus capitanes. Ahora los indios ya no eran sus
amigos, sino sus violentos enemigos que se habían rebelado
contra los que habían llegado para usurpar sus tierras y vio-
lentar a sus mujeres e hijos. En la carta de Balboa al rey del 16
de octubre de 1515 y en la que el Adelantado le dice de una
manera muy gráfica al monarca que los indios de Tierra Fir-
me se habían transformado de dóciles ovejas en feroces leo-
nes.14 Incluso su gran amigo, el cacique Careta, padre de Bal-
cainés [Anayansi], en cuyas tierras se concluyó el puerto de
Acla, se había tomado la justicia por su mano indignado por
las tropelías que con sus hombres realizara Bartolomé Hur-
tado, matando, como lo dejó por escrito el madrileño Fernán-
dez de Oviedo, al entonces alcaide de la ciudad de Acla, Lope de
Olano, «hasta con otros doce o quince cristianos que con él
estaban».15
abismos; después que hacían alguna cara juntos para resistir a los españoles, y como
vían no poder contra ellos prevalecer, se desparcían, escondiéndose por las montañas
a cuadrillas o a linajes o a familias; y destos sabían, porque cuando tomaban algún
indio a poder de grandes tormentos le hacían descubrir los lugares secretos donde se
habían metido. Daban en ellos cuando más olvidados y secretos creían que estaban y
muertos los primeros que topaban a cuchilladas y estocadas, y de perros desgarrados
y despedazados, a los demás que tomaban a vida leíanles el Requerimiento, estándo-
los atando en traíllas». Las Casas, libro III, capítulo LXXIV, volumen III, p. 80.
13 Las Casas, libro III, capítulo LXXIV, volumen III, p. 80.
14 Archivo General de Indias de Sevilla (en adelante AGI). Patronato 26, R. 5 (5).
15 Fernández de Oviedo, libro X de la segunda parte, capítulo XII, tomo III,
p. 253.
26
La manera de pensar de Vasco Núñez de Balboa había
experimentado unos profundos cambios desde la llegada
del gobernador Pedrarias Dávila a Santa María la Antigua del
Darién. Toda su medida planificación para conseguir una pa-
cificación de la región, como escribió al rey, se había ido al
traste debido a las nefastas políticas de Pedrarias y de sus capi-
tanes. Era consciente de la imposibilidad de regresar al pasa-
do. Las heridas infligidas a la población india eran tan grandes
que ya no cabía una reconciliación.
En este momento de su vida, cuando creía que Pedrarias
le había dado luz verde para su proyecto, tenía un entusiasmo
incluso mayor que cuando descubrió la otra mar. Su única
prioridad era conseguir poner a flote sus bergantines para ir
en busca de ese oro del que le había hablado por primera vez
el joven Ponquiaco unos años atrás. Y para lograrlo, si era ne-
cesario hacer cautivos por la fuerzas a los indios para que ejer-
cieran de portadores, con objeto de sustituir a los que se que-
daban desfallecidos o muertos en el camino, no tenía ya
ningún escrúpulo en hacerlo. Repitámoslo una vez más, mien-
tras ejerció de gobernador en el Darién los indios eran para
Balboa, y los españoles que con él estaban, sus fieles amigos,
pero con la actitud de los hombres de Pedrarias se habían con-
vertido en sus irreconciliables enemigos.
El astillero se montó a las orillas del río Balsas, posible-
mente se tratara del río Sabanas, y como narró en su Rela-
ción Pascual de Andagoya, que había formado parte de esta
expedición: «y de allí le dio gente que fuese al río de la Bal-
sas y hiciese dos navíos para bajar por él a la otra mar del
Sur, y descubrir lo que en ella había... En este río hicimos
dos navíos».16 Su testimonio, aunque no se explaya mucho,
tiene el valor de proceder de una persona que estuvo allí
27
presente mientras se construían las naves en tan improvisa-
do astillero.
Aunque Balboa pensaba que la madera de Tierra Firme
era de tal calidad que no le afectaría la broma ni sería atacada
por los insectos, gran parte de esta llegó al astillero del río
Balsas, como contó el dominico, podrida, literalmente comida
por los insectos xilófagos: «Cuando trabajaron en cortar la
madera y aserrarla en Acla y mar del Norte, y después en lle-
valla los tristes indios a cuestas por tan aspérrimos e intolera-
bles caminos, todo se les convirtió en vacío, por ser la madera
de allí, en tierra que estaba muy cerca de la mar, salada, y así
fue luego de gusanos comida, de donde sucedió serles necesa-
rio cortalla de nuevo en el río».17
Pero Balboa no se desanimó por este serio incidente que,
lógicamente, retrasaba la construcción de los bergantines. Or-
ganizó entonces a sus hombres dividiéndoles en tres grupos a
los que confió determinadas funciones. Unos se encargaron
de la tala de árboles para obtener la madera que necesitaban
para sustituir la que se había deteriorado por el camino ataca-
da por los gusanos. Otros se dedicaron a la búsqueda de víve-
res y a conseguir hacer indios cautivos por los alrededores del
astillero. Los demás se dedicaron al transporte de las mercan-
cías entre ambos mares. De esta manera lo explicaba Las Ca-
sas: «Repartió Vasco Núñez toda la gente que tenía, españo-
les, negros e indios, en tres capitanías. A la una dio cargo que
cortase y aserrase madera; a la segunda, que acarrease de Acla
las anclas y clavazón y jarcia y todos los demás instrumentos
y aderezos; a la tercera, que fue a robar los mantenimientos
que por toda la tierra de los alrededores hobiese, y, a vueltas,
cuantos indios pudiesen traer cautivos».18
28
Cuando todo estaba preparado para empezar a construir
los bergantines, una enorme crecida del Balsas arrasó todo el
campamento destruyendo el trabajo de todo un año. Los
hombres, como narró el cronista dominico, apenas pudieron
salvar sus vidas, encaramándose a los altos árboles: «Habien-
do pues cortado della y quizá también aserrándola, ya que
querían poner en astillero, que es comenzar los bergantines,
vinieron de súbito tan grandes avenidas que les llevó el río
parte de la madera y parte soterró la lana y cieno, subiendo el
agua dos estados encima. No tuvieron todos otro remedio
para no se ahogar, sino subirse sobre los árboles, adonde
puestos no estaban sin mucho peligro».19
Este nuevo desastre sí afectó mucho a Balboa y así lo si-
guió contando Las Casas: «Aquí desmayó Vasco Núñez, vien-
do tanta dificultad en la obra de sus negros navíos, por la cual
quiso volverse a su villa de Acla y dejarse de aquella deman-
da, como aborrido».20 A este estado anímico del extremeño,
muy poco habitual en él, contribuía la hambruna que estaban
pasando a orillas del curso fluvial, ya que, como escribió el
cronista dominico, el grupo encargado de conseguir alimen-
tos tardaba en regresar: «Ayudábale a se volver el hambre que
padecían; parez que los de la tercera cuadrilla, a quien dio car-
go de ir a robar mantenimientos y indios, no acudían... Anda-
ba Vasco Núñez comiendo raíces...».21
Pero el Adelantado se sobrepuso rápidamente a ese esta-
do de pesimismo, por otra parte lógico, debido a los grandes
e imprevistos daños causados por el repentino desbordamien-
to del río. Por lo pronto, y a ofrecimiento de su subalterno,
envió a Francisco Compañón a la otra orilla del río en busca
de alimentos y de indios, improvisando un puente con bejucos
29
y raíces para atravesarlo y jugándose la vida al hacerlo,22 y
luego se volvió a Acla, no para abandonar el proyecto, como
escribió Las Casas: «sino para proveer de algún manteni-
miento y de gente española, si del Darién o de las islas de
nuevo viniese, para lo cual envió al Darién a Hurtado, y traer
las anclas y jarcia y dar en todo priesa».23
Mientras todo esto sucedía a orillas de la mar del Sur, en
la colonia de Santa María la Antigua los enemigos de Balboa
no dejaban de convencer a Pedrarias de que, al no tener noti-
cias del Adelantado y acabándose el plazo limitado que el go-
bernador le había concedido para su expedición, este con sus
hombres y sus navíos se habría dedicado a recorrer dicha mar,
independizándose y no sometiéndose a la obediencia del rey
y del gobernador. Fue tanta la insistencia de los oficiales y del
bachiller del Corral que Pedrarias se lo creyó.24 Tampoco de-
bió ser muy difícil convencer al viejo gobernador, ya que en el
fondo este seguía dudando de su nuevo yerno, al que consi-
deraba su principal competidor y del que continuaba celoso
de su indiscutible liderazgo, y al que nunca le llegó a perdo-
nar la proeza que realizó descubriendo la mar del Sur para la
Corona española, quitándole a él la gloria de este hecho histó-
rico. Lo que sí desde entonces debió pensar el duro Pedrarias
22 «Francisco Compañón se ofreció a pasar a la otra banda del río a buscar gen-
te y comida, y pasó con algunos por cierto puente que hicieron de ciertos bejucos y
raíces, que ataron algunos nadadores de las ramas de los árboles; aunque la puente
fue tal, que pasaron el agua sobre la cinta y algunas veces llegábalesa los pechos».
Las Casas, libro III, capítulo LXXV, volumen III, p. 81.
23 Las Casas, libro III, capítulo LXXV, volumen III, p. 81.
24 «Pasose aquel tiempo limitado e licencia que el gobernador había dado al
Adelantado por ir a aquel viaje que pensó hacer por la mar del Sur; e diéronle a en-
tender a Pedrarias que, pues, el Adelantado no venía ni enviaba a dar razón de sí e
de su tardanza, que debía estar alzado e se querría ir por la mar del Sur, con aquellos
navíos que había hecho, a poblar en otras partes, donde fuese señor e no obedeciese
al rey ni al gobernador. Lo cual Pedrarias creyó». OV, libro X de la segunda parte,
capítulo XII, tomo III, p. 254.
30
es que estas acusaciones le abrían un amplio portón para po-
der quitarse de encima, de una vez por todas, al extremeño.
Balboa envió a Bartolomé Hurtado a Santa María, no
solo para conseguir hombres, sino también para solicitar de
su suegro una prolongación del permiso de expedición que le
había concedido con una fecha límite. La petición la hizo ofi-
cialmente Hernando de Argüello el 13 de enero de 1518 y el
gobernador accedió a concederle solo cuatro meses más, gra-
cias a que en el consejo intercedió una vez más el obispo Que-
vedo. Sería el último servicio del obispo al conquistador, ya
que pocos días más tarde regresaría a España abandonando
definitivamente la colonia darienita. En el Acta del Consejo
puede leerse: «En trece de enero de quinientos e diez e ocho
años estando juntos los señores Pedrarias Dávila, lugartenien-
te general, y don fray Joan de Quebedo, obispo desta ciudad, e
Alonso de la Puente, tesorero, e Diego Marques, contador,
presentó esta petición Fernando de Argüello e por sus seño-
rías e mercedes vista dixeron... habiendo platicado sobre ello
mucho acordaban e acordaron de prorrogarles e alargarles el
dicho término que les fue dado para hazer el dicho viaje por
otros quatro meses cumplidos primeros siguientes, los queales
mandaban que comenzasen a correr después de pasado y
cumplido el dicho término»...25
Bibliografía
31
FERNÁNDEZ DE OVIEDO, Gonzalo (1992), Historia general y natu-
ral de las Indias, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles,
5 vols.
HERRERA Y TORDESILLAS, Antonio (1991), Historia general de los
hechos de los castellanos en las islas y Tierra Firme del mar
Océano, tomo I, Madrid, Universidad Complutense de
Madrid.
LAS CASAS, Bartolomé de (1992), Historia de las Indias, colección
Biblioteca Americana, México, Fondo de Cultura Económi-
ca, 3 vols.
32
Donde hollaba su pie, calza el mío;
ella se llamó Anayansi
33
ño que repercute en los siglos y permea nuestra existencia
como nación. Y, por qué no, el pábulo histórico, económico,
político y social que ha definido nuestros intereses intrínsecos
desde la conquista hasta la era actual, el mar del Sur (a propó-
sito, es justo que, si desde aquí se descubrió y se le dio nombre
al mayor océano del mundo, aquí pertenece; añadimos: el
otro nombre que le diera Magallanes, a quienes lo hemos vis-
to en sus diferentes estados de ánimo y demostrando sus
americanas pasiones, nos parece una ironía), ese mar que se
convirtió en el mejor pretexto: ser necesitado por el otro mar
para obsequiarle un puente al mundo. Esta tierra, sus rique-
zas, su cielo y sus hombres propiciaron dos de los aconteci-
mientos más dramáticos de la historia de la humanidad, el
descubrimiento de un mar y la construcción de un canal entre
dos. El puente que, hendiendo un país, unió al mundo, y que
fue vislumbrado por los primeros españoles que dejaron su
huella en esta tierra. Ya Oviedo, en misivas a su rey y con el
fin de llegar más pronto que los demás interesados a la espe-
ciería del planeta, le sugiere la conveniencia de aprovechar la
estrecha cintura del istmo como paso expedito entre mares.
Y, sagaz, el cronista de América, menciona, premonitorio, va-
rias veces la palabra puente:
34
como comienza la puente, mirando a la mano derecha ve debajo
de sí un río, que desde donde el hombre tiene los pies hasta el
agua hay dos lanzas de armas, o más, en hondo o altura, y es pe-
queña agua, o hasta la rodilla, la que puede llevar, y de treinta o
cuarenta pasos en ancho; el cual río se va a meter en el otro río de
Chagre [...], pero la puente está, en lo que se pasa, tan ancha como
quince pasos, y es luenga hasta setenta o ochenta [...]; de piedra y
peña viva natural, que es cosa mucho de ver, y para maravillarse
[...] de este edificio hecho por la mano de aquel soberano Hacedor
del universo. Así que, tornando al propósito de la dicha Especería,
digo que cuando a nuestro Señor le plega que en ventura de vues-
tra majestad se halle por aquella parte y se navegue hasta la con-
ducir a la dicha costa y puerto de Panamá, y de allí se traiga, según
es dicho, por tierra y en carros hasta el río de Chagre, y desde allí,
por él se ponga en estotra mar del Norte, donde es dicho, y de allí en
España, más de siete mil leguas de navegación se ganarán [...].1
35
efecto, tan suave y tan enigmática la mirada de sus ojos negros, tan
fresca y graciosa la sonrisa de sus labios húmedos color de mamey,
tan incitante el aleteo de su naricilla semichata, tan genuina y tan
natural su distinción de princesa salvaje, que el conquistador se
sintió al punto conquistado.
Tenía Anayansi un pequeño cuerpo de carnes morenas, du-
ras y bien torneadas, que modelaba muy bien un ligero lienzo
colorado ceñido a la cintura por una cadena de oro. Llevaba el
cabello lacio y negro como azabache, recogido en dos grandes
trenzas, y al caminar o al andar infundía a todos sus gestos o
movimientos una gracia y una sensualidad de tigresa domestica-
da (pp. 272-273).
36
El camino que recorreremos es el de la metaficción, si-
tuándonos en la idea cimentada en que la literalidad —si te-
nemos en cuenta a Jakobson— cobra vida, según el desarrollo
del personaje o la contundencia de la acción. No olvidemos,
ni dudemos, el Quijote existe, es real, pues, vulnerando las
leyes de la física y entronizado en una ficción que las ha reba-
sado, ¡cabalga! En su andadura, adquirió la savia para honrar
la nobleza hispana. Y más allá, la universal. Es tan gloriosa-
mente loco, que es todos y cada uno de nosotros cuando so-
mos mejores: valiente, justiciero, compasivo, fiel, libertario,
vulnerable, enamorado... Todo en un corazón de caballero
ubicuo e inmortal.
Hemos sabido en algún momento de mujeres como la
creación de Flaubert, Emma Bovary, quien aun en la trama
cobra vida para y por la literatura; —de ella, dijo Ortega y
Gasset, «es un Quijote con faldas»—. Como al Señor de los
Molinos, la ficción que leía, la transformó. A él, en ese impe-
nitente caballero que amamos, y a ella, en otra Emma que no
existía, pero que era necesitada, que conocemos, y que nos
sorprende a veces en la vida real. En otro acto de prestidigi-
tación literaria, Úrsula Iguarán, esencia de la mujer caribe-
ña, con los pies en la tierra, vive. Y da vida sin denuedo.
Refiriéndose a la protagonista universal de esa macondiana
historia embellecida por nuestro real maravilloso, García
Márquez dijo alguna vez: «En nuestra América mandan las
mujeres, aquí existe un matriarcado disimulado».
De las páginas de grandes obras de la literatura universal
han escapado mujeres que conocemos de siempre y que no son
solo iconos, y no solo las admiramos, sino que en ellas hasta
descubrimos a veces leves rasgos de nosotras mismas: Antígo-
na, Helena, Electra, Julieta, Esmeralda, Madre Coraje, la Maga...
Podría entonces Anayansi emerger por la puerta dora-
da de la inspiración creadora y, posicionándose en la histo-
37
ria de un país para el que tenía que existir, ser blasón vívi-
do de todas y de una, de esa primera mujer que no siempre
fue sometida, sino también amada; claro que en la medida
en que esos hombres, que solo vinieron por aventuras, po-
sesiones y riquezas, eran capaces. «Servían a Balboa nume-
rosos criados —indios esclavos—, y Anayansi misma, que
ya lo llamaba con mucha dulzura “señor y amo mío”, aten-
día solícita a los menesteres caseros y cuidaba cariñosa del
perro Leoncico, que fue desde el primer día su gran amigo,
a pesar de que conocía su ferocidad para con los de su
raza» (p. 276). Que se propiciara en su seno un mestizaje
tan sistémico que conjuró no solo la historia de quienes lo
llevan en sus cromosomas y, no solo sus vidas, sino sus
dogmas, esencia, el amor y el odio en la sangre que aún
palpita en un modo de ser; en la totalidad de los mismos
pecados y redenciones, oscuridad y esperanza, vergüenza,
castigo y muerte; pero también, indefectiblemente, la del
arrojo, la ciencia, vida y esperanza; una humanidad que, a
partir de esa fusión, aun diferente y, precisamente por eso,
se renueva cada día.
Y así como Anayansi, la indígena que —sin importar su
existencia fabulosa o real— vive en la historia panameña; igual
perduran, redivivas seculares, en otras partes de América, es-
pañolas que vinieron con sus hombres y, no solo creyeron en el
sueño, lo hicieron suyo y, para darle vida, la canjearon a veces
por la suya o la de un hijo. Recordamos especialmente a una
de ellas quien, con justa razón, alguna vez dijo: «Supongo que
pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá de Pe-
dro de Valdivia y otros conquistadores; pero cientos de esfor-
zadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hom-
bres peleaban, serán olvidadas»2. Es Inés Suárez, esa española
38
cuya historia fascina, solo fue una «joven y humilde costurera
extremeña, que se embarca hacia el Nuevo Mundo para bus-
car a su marido, extraviado en sus sueños de gloria al otro lado
del Atlántico. Anhelaba también vivir una vida de aventuras,
vetada a las mujeres en la pacata sociedad del siglo XVI. En
América, Inés no encuentra a su marido, pero si un amor apa-
sionado: Pedro de Valdivia, maestre de campo de Francisco Pi-
zarro, junto a quien Inés se enfrenta a los riesgos y las incerti-
dumbres de la conquista y la fundación del reino de Chile»3.
Aguerrida, digna y de una sola pieza, aun después de haberlo
perdido todo, encontró su destino a miles de millas de donde lo
había soñado.
39
En su memoria existe, también en la provincia de Panamá,
distrito de San Miguelito, el Corregimiento Rufina Alfaro.4
40
Estas palabras vuelven a Enciso a la realidad. Reconoce en-
seguida, en el que las pronuncia, al mismo hombre que días antes
le había negado rotundamente enganchar en la expedición, tal
como se lo había negado también el capitán Ojeda. Y entra enton-
ces en cólera incontenida [...] (pag. 238).
Su suerte dependía ahora del fallo del bachiller. Pleno aún
de vigor juvenil, bien formado, valiente, audaz, allí esperaba su-
miso como un criminal cogido in fraganti. Su noble figura de hi-
dalgo, la rubia cabellera descubierta al sol, brillando cual si refle-
jara ya todo el oro de Tierra Firme, el pecho levantado, los brazos
musculosos, el ademán resuelto, los ojos azules llenos de bondad
y de franqueza, parecía ahora la de un semidiós de la Ilíada que
aguardara una sentencia del Olimpo (p. 238).
41
Pedrarias y Balboa... quién, el héroe; quién, el verdugo
cruel y capaz de todo. Aunque conozcamos la historia, y lo
que leemos lo sepamos ficción; como en cualquier suceso pro-
tagonizado por antagonistas, tomamos partido. Anayansi
tuvo que existir... Balboa necesitó amarla como se nos dice en
la novela, así debió ser. Si su amor hubiera sido tal como nues-
tro autor lo describe, y, si tal como fue la mujer que nos obse-
quió la ficción, hubiere sido la de la historia real, será plausible
imaginar que quizás ese Balboa ficcional, héroe, enamorado y
que enriquecido de nuestro imaginario, vive para siempre, no
hubiera muerto del modo cruel que sucedió. ¿Acaso no dispo-
nía ella, la protagonista verdadera, de cientos de guerreros
capaces de vengarse de Pedrarias por todo lo sufrido y todas
sus víctimas? Aun cuando el gobernador fingió olvidar todo
el proceso, solo para realizarlo después, y aun cuando Balboa
no tuviera defensa alguna; tomando en cuenta la intuición
que se nos confiere a las mujeres, Méndez Pereira concede
que no engañó a Anayansi, y nos hace partícipes en sus pala-
bras, de la angustia de la mujer por su hombre, de lo que
teme; sabemos que quedó
42
Y la brava indiecita lloraba de rabia y le ofrecía a Balboa,
para anular a Pedrarias, el contingente de toda su raza (p. 380).
43
lor de los trópicos...» (p. 269), Anayansi debió existir. Habrían
valido las empresas aventuradas, las incursiones a la natura-
leza virgen de un mundo cruel por ingenuidad; hasta fueran
aceptables sacrificios y muertes. Hubiera sido un paliativo
para el Balboa que la historia reivindicó, pero que no compen-
só jamás; el héroe que queremos que exista, no por la manida
e inocente idea de la princesa y el aventurero, sino porque
urge a la ficción que hicimos realidad solo para que no sea el
hombre que algunos arguyen, para justificar lo imperdonable
y por lo que no podían culpar a un rey. También por los que
pensaron —y tenían razón— que solo era un hombre y que mo-
ría para salvar la gloria descubierta. Porque así lo sentimos al
hilvanar esta historia personal; porque una moneda no es solo
eso, y una avenida es un motivo enorme... Pero sobre todo,
para que dos estatuas cercanas una de la otra: la de una indie-
cita enamorada, y la del aventurero español que otea el mar
que le pertenece, vivan en la eternidad la historia que debió
ser y que les fue negada.
44
Los primeros gobiernos de Tierra Firme
1510-1565* 1
45
En sentido estricto, el primer gobierno establecido en
territorio panameño corresponde a la gobernación de Veragua.
Su límite oriental era el golfo de Urabá, en la actual Colombia, y
se extendía en dirección a occidente por el istmo centroameri-
cano, sin límites precisos, aunque según la capitulación de
Nicuesa y Ojeda, Veragua comprendía hasta «donde postri-
meramente fue el almirante Colón», lo que sugiere como lími-
te occidental el cabo de Gracias a Dios, en Honduras, que fue
por donde Colón empezó su recorrido centroamericano en el
Cuarto Viaje.1 He propuesto en otros trabajos que la elección
del istmo panameño para dar el salto al continente respondió
a dos factores fundamentales. Por una parte, en su Cuarto
Viaje, Colón había señalado que Panamá era un istmo y que
este podía cruzarse por tierra en pocos días. Era una posibili-
dad que urgía verificar, empezando por buscar una ruta por
donde cruzarlo y, una vez descubierta, continuar las expedi-
ciones por mar hasta llegar a Cipango, Cathay o las Molucas,
entonces un asunto prioritario para la Corona y objetivo final
de las expediciones por el Nuevo Mundo. Por otra parte, de-
bía esperarse a que la producción agrícola de La Española y
Jamaica estuviera en condiciones de avituallar las expedicio-
nes hacia las islas cercanas y a Tierra Firme continental con
maíz, cazabe y carnes. Según Pedro Mártir de Anglería la
producción agrícola empieza a ser suficiente entre 1508 y 1510,
y así se explica que no sea hasta entonces cuando finalmente
puedan organizarse las expediciones al territorio que entonces
se le daría el nombre impreciso de Tierra Firme.2 Para Veragua,
46
se nombró gobernador a Diego de Nicuesa, y para la goberna-
ción de Urabá (entre el cabo de la Vela y el golfo de Urabá), a
Alonso de Ojeda.
Gracias a los cronistas, los hechos son bastante conoci-
dos. La expedición de Nicuesa fue un desastre y este final-
mente desaparece en un naufragio. Ojeda también fracasa y
regresa a La Española, donde se refugia en un convento fran-
ciscano, acosado por las autoridades, mientras le reemplaza
en el gobierno el bachiller Martín Fernández de Enciso, hábil
abogado y cosmógrafo, al que había nombrado su lugarte-
niente y alcalde mayor.
Enciso, sin embargo, tampoco se libró de la adversidad.
Cuando llegó a sus dominios, encontró destruido el poblado
o fuerte de San Sebastián de Buenavista (en la actual Colom-
bia), que había fundado Ojeda, y al verse asediado por indios
hostiles que usaban flechas envenenadas, se retiró hacia Occi-
dente, saliéndose de su jurisdicción. De esa manera, al abando-
nar San Sebastián y fundar Santa María la Antigua, a orillas del
río Darién, que quedaba en parajes de Veragua, los colonos ale-
garon que este territorio se encontraba en la jurisdicción de Ni-
cuesa, y fuera de la de Ojeda. Según esta interpretación, la jefa-
tura de Enciso carecía de legitimidad y procedieron a negarle
sus derechos sobre el nuevo territorio, despojándole de su
autoridad y eligiendo un Cabildo.3 Al desconocerse de este
modo la autoridad del alcalde mayor y sustituírsele por un
gobierno municipal, la comunidad se colocaba en posición de
dependencia directa de la Corona de Castilla. De esta guisa,
la deposición de Enciso y la apropiación del gobierno queda-
ba legitimada.
3 Este episodio lo relata Bartolomé de Las Casas (1951), en Historia de las In-
dias, Biblioteca Americana, México, Fondo de Cultura Económica, México, tomo II,
p. 415.
47
El Cabildo darienita quedó constituido por dos alcaldes
ordinarios, uno de los cuales sería Vasco Núñez de Balboa
—elegido alcalde de primer voto—, tres regidores, un alguacil
y un tesorero. La composición de este gobierno replicaba el mo-
delo peninsular: los co-alcaldes para impartir justicia, el algua-
cil para ejecutarla (cuya primera misión fue poner preso a
Enciso, expropiarle sus bienes y remitirle prisionero a Espa-
ña), el tesorero, para la custodia de los fondos coloniales y el
regimiento, cuyo número de tres estuvo basado al parecer en
el número de los colonos presentes y en la normativa de las
ordenanzas municipales castellanas.
Conviene destacar que el legalismo de esta hábil manio-
bra política se ajustaba a estrictos cánones doctrinarios cas-
tellanos. Ello explica que rápidamente fuese sancionado por
las autoridades superiores, resultando de ese modo asegura-
da la legitimidad de Balboa y sus seguidores. En efecto, Diego
Colón, en su condición de máxima jerarquía política en el
Nuevo Mundo, como virrey que era de las Indias en Santo
Domingo, le confirió a Balboa en 1511 el título de su lugarte-
niente en Darién y, en tal calidad, el de gobernador, lo que
confirmó el rey, aunque en interinidad, mediante R. C. del 23
de diciembre del mismo año.4 Con esta maniobra política, que
reunía —al menos formalmente— todos los requisitos de la
legitimidad, y que luego es confirmada con la expulsión de
Nicuesa (todo ello por decisión democrática del «común»), se
abría exitosamente el primer capítulo en la historia del istmo
panameño de la lucha por el poder.
Lo cierto es que este episodio prefiguraba el largo desfile
de conflictos que dominarían la política panameña del período
colonial, caracterizada por los constantes forcejeos entre gru-
48
pos rivales por controlar las riendas del poder local y domi-
nar la vida económica y social.
Aunque fuese con carácter interino, Balboa sería en sen-
tido estricto el primer gobernador en ejercer el cargo nombra-
do expresamente para Panamá (ya que en aquel entonces Santa
María la Antigua de Darién quedaba en parajes panameños), si
bien que en varias R. C. se le da tratamiento de alcalde mayor.
Con el cambio de circunstancias, Veragua cae en el olvido, y
es entregada a Diego Colón como posesión hereditaria, «por
lo haber descubierto el almirante su padre». De este modo, el
interés de la Corona se concentra en la zona de Darién, que
pronto adquiere fama por su riqueza aurífera, por lo que es
rebautizada Castilla del Oro. Dada su creciente importancia,
el rey Fernando II de Aragón decide nombrar a un perso-
naje «principal» y de confianza para gobernar este promete-
dor territorio. Para el cargo escoge a Pedrarias Dávila, y por
R. C. de 27-VII-1513, le confiere el título de capitán general y
gobernador de Castilla del Oro y Darién; también lleva la mi-
sión de seguirle juicio de residencia a Balboa y deponerle
(R. C. del 28-VII-1513).5 Pero mientras Pedrarias organiza su
expedición, llegan noticias a España de que Balboa había des-
cubierto el mar del Sur, por lo que se olvidan las graves acusa-
ciones que se le hacían, y por R. C. del 23-IX-1514 se le nombra
Adelantado «de las costas de la mar [...] que vos descubristeis»,
y además gobernador de Panamá y Coiba, un territorio im-
preciso, situado en la vertiente del Pacífico.6 De esta manera,
cuando llega Pedrarias, Balboa debe entregarle la gobernación
de Darién, luego de cerca de tres años de ejercer el cargo, pero
se le confirma el de gobernador, ahora como titular, aunque
49
de un territorio contiguo y sin límites precisos. En cuanto a
Veragua, la capitulación de Nicuesa es anulada, y Veragua
queda reducida a un pequeño espacio indefinido al occidente
de los gobiernos de Balboa y de Pedrarias.
Para agregar más confusión, los nombramientos de Bal-
boa serían de distinta duración, pues el de Adelantado tendría
carácter vitalicio, mientras que el de gobernador quedaría su-
jeto a la voluntad regia, pero subordinado a Pedrarias. Y es
que la Corona habría advertido la necesidad de mantener la
unidad del gobierno en una sola cabeza superior. De esa ma-
nera, en la misma fecha de la R. C. en que se nombra a Balboa
como gobernador y Adelantado de Panamá y Coiba, la Coro-
na expide otra R. C. dirigida a los oficiales reales de Castilla
del Oro donde, a la vez que les anuncia el nombramiento de
Balboa, aclara como para despejar cualquier duda, que: «y
porque mi voluntad es que en esas partes aya una sola perso-
na y una caveza y no mas para que todos sigan lo que aquel
ordenare en la provision de la gobernacion queste [que esté]
debajo de Pedrarias davila nuestro lugarteniente general de la di-
cha Castilla del Oro».7 Asimismo, en el título de gobernador de
Balboa se dice claramente: «quel dicho Vasco Núñez de Balboa
esté debaxo y so la governaçion de Pedro Arias de Avila, nues-
tro lugartheniente de general de la dicha Castilla del Oro».8 En
pocas palabras, el superior jerárquico era Pedrarias y Balboa
su subordinado. Pedrarias sería solo gobernador de Castilla
del Oro mientras que Balboa de Panamá y Coiba, pero en tan-
to que lugarteniente general, Pedrarias tendría el gobierno su-
premo. A partir de entonces, cada vez que el rey se dirige o
refiere a Pedrarias ya no solo le da el tratamiento de goberna-
dor y capitán general, sino también el de lugarteniente general.
50
Como ahora veremos, la clave para comprender la naturaleza
y proyecciones del gobierno de Pedrarias es este último título
de lugarteniente general.
De hecho, la conducta que asume Pedrarias durante su
incumbencia no solo es imputable a su condición de superior
jerárquico del territorio, sino al propio carácter de la desig-
nación real, un hecho que es crítico para comprender algu-
nos de sus actos. Su nombramiento era el primer título en
propiedad otorgado directamente por el rey para Panamá, y
con atribuciones virtualmente omnímodas, prácticamente
como las de un virrey. En sus Décadas, Pedro Mártir de An-
glería alude a Pedrarias como «gobernador del supuesto
continente».9 No le faltaba razón, pues en una R. C. dirigida
a Pedrarias, el 18-VII-1513, el rey expresa claramente que
Darién quedaba fuera de la jurisdicción de Diego Colón,
«nuestro almirante visorrey y gobernador de la isla Españo-
la».10 Se trata de una advertencia necesaria, dado que don
Diego pretendía ejercer autoridad, como virrey que era, así
como heredero de su padre, de todos los territorios que este
había descubierto.
Ya el rey había rechazado las pretensiones de Diego Co-
lón de extender su gobierno a la isla de San Juan Bautista de
Puerto Rico, alegando que no había sido descubierta por su
padre, sino por Martín Alonso Pinzón (un argumento espe-
cioso ya que, después de todo, Pinzón había actuado como
subalterno suyo). Mas este no era el caso de Veragua (es de-
cir, el istmo de Panamá) donde, como ya mencioné, se reco-
nocen sus derechos «por lo haber descubierto el almirante su
padre». Pero sucede que Colón había recorrido en el Cuarto
Viaje no solo las costas de Veragua sino la casi totalidad de
51
las costas caribeñas del actual Panamá, incluyendo extensos
parajes de Castilla del Oro.11 No obstante, la Corona hace
caso omiso de los supuestos derechos colombinos y se reser-
va para sí a Castilla del Oro, nombrando a Pedrarias para
que la gobierne.
Pero no hay que olvidar que a) el rey estaba por encima
de la ley y que podía acomodar los acuerdos con terceros a su
conveniencia y b) que Castilla del Oro no era lo mismo que
Borinquén. San Juan Bautista de Puerto Rico era ciertamente
una isla «muy muy hermosa y muy fértil» (al decir, del físico
Diego Álvarez Chanca), pero a la luz de las expectativas rea-
les del momento con muy poco que ofrecer; mientras que
Castilla del Oro era el primer territorio realmente rico en oro
hasta entonces descubierto en América y, además, un istmo
desde el que podía lanzarse la ofensiva para ir en busca de los
míticos Tarsis, Ofir y del Gran Khan, razón de mucho peso
para que fuese colocado directamente bajo jurisdicción real.
El hecho es que, cuando Pedrarias toma posesión de Cas-
tilla del Oro, no había otra autoridad superior en todo el terri-
torio continental, es decir en la tierra firme del Nuevo Mundo,
ya que Veragua era solo una posesión hereditaria de los Colón
52
sin jurisdicción fuera de sus muy limitados territorios, y la
gobernación de Panamá y Coiba estaba subordinada a la auto-
ridad de Pedrarias. Pero más importante es el hecho de que en
las reales cédulas el tratamiento que le da el rey a Pedrarias es
de «lugarteniente general», al que se agregan los títulos de
capitán general y de gobernador. A veces se le da tratamiento
de «teniente general», pero el más frecuente y desde luego el
correcto es el de «lugarteniente general».12 Y es igualmente
significativo que en la documentación enviada a las autorida-
des de Castilla del Oro se les conmina a que obedezcan a Pe-
drarias «como a nuestra persona».
Conviene destacar este tratamiento de «lugarteniente ge-
neral», que a todas luces corresponde al de álter ego del rey, es
decir, a una figura equivalente a virrey, porque no otra cosa
quiere decir el rey cuando exige que se le obedezca como si
fuera su mismísima real persona. Los títulos de Pedrarias como
gobernador, capitán general y lugarteniente general, corres-
pondían a Castilla del Oro «en el Darién», aunque sus límites
no estaban (ni podían estarlo) claramente definidos y la topo-
nimia utilizada se presta a mucha confusión. Pero cuando la
Corona nombra a Balboa como gobernador con jurisdicción
sobre los imaginarios territorios de Panamá y Coiba, establece
con claridad su subordinación a Pedrarias, ya que este, siendo
el lugarteniente general del rey, era la suprema autoridad en
aquellos ignotos territorios (pues Panamá y Coiba eran parte
de Castilla del Oro). Lo que no deja lugar a dudas cuando a
Balboa se le da tratamiento de alcalde mayor, un cargo obvia-
mente subalterno a los que ostenta Pedrarias. Y es que, como
álter ego del rey, el ámbito de influencia jurisdiccional de Pe-
drarias no tenía límites definidos y su autoridad desbordaba
la del Adelantado.
53
Esta indisputable superioridad jerárquica es la que pro-
bablemente explique las medidas extremas y desde luego
cuestionables (aún para los criterios de valoración de la épo-
ca) que Pedrarias dispuso durante su incumbencia, como la
de ajusticiar a Balboa; o reclamar las tierras descubiertas en
Centroamérica por Gil González Dávila y Andrés Niño, y
para justificar la decapitación de Francisco Hernández de
Córdoba, al que acusó de querer «alzarse» con sus dominios
nicaragüenses, es decir, de usurpar territorios bajo su juris-
dicción.
Otra prueba que parece confirmar lo anterior es la insu-
bordinación de Pedrarias a las pretensiones de los padres je-
rónimos, que habían sido nombrados en La Española como
instancia judicial superior en las Indias. En 1519, molestos por
las arbitrariedades de Pedrarias y por la decapitación de Bal-
boa, trataron de someterle, ordenándole consultar sus deci-
siones con el Cabildo de Santa María la Antigua del Darién.
Pero Pedrarias no les hizo el menor caso y por el contrario
disolvió el Cabildo, «quitándole las varas a los capitulares».
Así demostraba no estar dispuesto a aceptar ninguna instan-
cia de poder en el Nuevo Mundo que estuviese por encima de
él. Finalmente, no puede olvidarse que, pese a todas las de-
nuncias, acusaciones y cargos que llovieron contra Pedrarias,
de gente como Oviedo o Las Casas (entre muchos otros), por
sus arbitrariedades, abusos de autoridad, maltrato a los in-
dios o cosas peores, la Corona nunca le castigó ni consideró
deponerle, y por el contrario le premió con la gobernación de
Nicaragua, y le mantuvo allí hasta su muerte, como si cual-
quier cosa de que se le acusara estuviese enmarcado en sus
ilimitadas atribuciones y bajo el amparo de la legalidad.
No se han encontrado pruebas donde se reconozca explí-
citamente a Pedrarias como virrey; sin embargo, aparte de los
hechos que he mencionado, quedan todavía otros indicios
54
que refuerzan esta posibilidad. Se trata, en primer lugar, de la
figura jurídica de «lugarteniente general-virrey» en el dere-
cho de Aragón y que arraiga en los siglos XIV y XV, un tema en
el que han terciado varios destacados historiadores del Dere-
cho Indiano e incluso relacionado con el caso de Pedrarias.
Dado que Fernando el Católico era rey de Aragón, debía re-
sultarle natural aplicar ese título a sus reinos de Indias, con
iguales o muy parecidas atribuciones que las acostumbradas
en su reino peninsular. Analizando las raíces históricas de
esta figura de gobierno, Rubio Mañé, afirma que lugartenien-
te general y virrey «significan lo mismo filológicamente»; sin
embargo, a fines del siglo XV el primero empieza a ceder en
favor del segundo, que acaba desplazándolo y es este el que
se implanta en América al crearse los primeros virreinatos el
siglo siguiente.13 Por otra parte, en la legislación indiana de
los tiempos de la conquista, aparece con frecuencia la figura
de «lugarteniente», aunque sin el atributo de «general», claro
indicio de que se trata de un cargo cuya esfera de poder es
más limitado. Y finalmente, si lugarteniente general equivale
a virrey y Pedrarias recibe aquel título, y el propio rey ordena
que se le obedezca como si fuera su real persona, o su álter
ego, ¿qué otra posibilidad queda? Aun así, cabe esperar que,
55
al menos para el caso de Pedrarias, el debate siga enriquecién-
dose con nuevas aportaciones.14
Es comprensible que en sus confusos y vacilantes co-
mienzos, el sistema institucional y jurídico americano estu-
viese caracterizado por tales ambigüedades, contradicciones
e imprecisiones. Era inevitable que así fuera, dado que la geo-
grafía aún era muy mal conocida y que las novedades y sor-
presas asediaban constantemente las complejas realidades del
Nuevo Mundo. El conquistador, por supuesto, trató de tras-
plantar desde que puso aquí sus pies, los modelos institucio-
nales y jurídicos de la Madre Patria, como lo hizo con casi
todo lo demás, transformando el mundo americano de arriba
abajo, desde la organización espacial y el paisaje natural, hasta
la dieta. Pero esta revolución ecológica, espacial y urbanística,
que permitió en muy poco tiempo dominar los vastos territo-
rios americanos, debía estar sustentada sobre bases jurídicas.
Eran bases jurídicas de profunda raigambre en la Península
pero que, sin embargo, no podían aplicarse así sin más, de
manera que muy pronto el Nuevo Mundo se convirtió, tam-
bién en este aspecto, en un gigantesco laboratorio donde los
56
viejos modelos tuvieron que adaptarse a su intrincada y va-
riable realidad.
La propia experiencia de Santa María la Antigua del Da-
rién ilustra este punto. Como vimos, Balboa no había hecho
otra cosa que apelar a la tradición legalista peninsular para
asegurar su legitimidad. Su actuación reproduce fielmente lo
que cualquier otro grupo de españoles habría hecho, ajustán-
dose a ciertos códigos, sometiéndose a conocidos postulados
legales. Era un juego del poder con sus propias reglas. Una de
ellas era la irrenunciable fidelidad al monarca, es decir, la
aceptación de un poder central contralor al cual deben vincu-
larse los súbditos en condición subordinada. Otra regla hacía
referencia a una mentalidad urbana, profundamente enraiza-
da en la Península, y no es casual que el objeto de la disputa
haya sido precisamente el control de una ciudad, Santa María
la Antigua del Darién. Es así porque el hecho urbano constitu-
ye esencialmente un título jurídico de ocupación y población,
con el que se complementa el título de descubrimiento del
territorio; de ahí la proliferación e importancia de las actas
levantadas por los escribanos en las tomas de posesión y en la
fundación de ciudades. Tercero, la necesidad de constituir
una forma de gobierno local, como lo era el Cabildo, ya que el
Cabildo es la representación jurídica de la ciudad. Por consi-
guiente, el Cabildo de Santa María la Antigua del Darién es la
primera autoridad judicial con carácter permanente que se
establece en Panamá.
Estos tres factores son, en efecto, los principios regulado-
res del comportamiento tanto jurídico como político del con-
quistador. Tales hechos merecen resaltarse, ya que fue sobre
esta trilogía que se originó su experiencia jurídico-política y
sobre esas mismas bases legales fue que se desencadenó, en
gran parte al menos, la lucha por el poder durante los tres si-
glos de vida colonial.
57
El primero y más importante —porque los otros dos se
derivan de este—, se refiere al acatamiento a un mando supre-
mo y al sentido de pertenencia a una unidad superior que
excede y trasciende a los distintos territorios donde el con-
quistador realiza sus hazañas. La fidelidad incondicional al
monarca y la noción de Estado como organismo unificador,
son dos postulados básicos que presiden todos los actos del
Descubrimiento, la Conquista y la Colonización, y a la vez le
dan un sentido moderno al proceso de incorporación de las
tierras del Nuevo Mundo a la Corona española. Desde el co-
mienzo de la conquista, los colonos ajustaron su compor-
tamiento político a una insobornable fidelidad al monarca, cuya
figura se asimila a la noción de Estado, un concepto todavía
reciente pero que cobraba cada vez más fuerza en Castilla y
Aragón. Prueba de ello es que no solo se toma posesión de las
nuevas tierras o se asientan las nuevas comunidades urbanas
en nombre del rey, sino que también estos actos se consignan
por escrito, en presencia de notario y siguiendo rigurosos for-
malismos legales. Esta preocupación jurídica indica la necesi-
dad de legitimar cada acto ante el soberano.
El mismo sentido tiene la preocupación administrativa
de los colonos por instalar en las nuevas tierras formas de go-
bierno que, como el Cabildo, vinculan la comunidades de ve-
cinos directamente a la Corona. O la misma preocupación de
la Corona, desde fechas muy tempranas, por establecer en
América instituciones de gobierno, como las audiencias o las
gobernaciones (o los virreinatos, desde la década de 1530),
donde el poder real queda expresamente delegado para ejer-
cer a través de ellas su autoridad.
Una de las evidencias más fuertes de que la acción con-
quistadora estaba subordinada a un poder central es la funda-
ción de ciudades, puesto que ellas adquieren una extraordina-
ria importancia política para el Estado como instrumento de
58
control y dominación de los territorios recién sometidos. Don-
de quiera que vaya, el conquistador debe ir sembrando ciuda-
des conforme se le ordena en sus capitulaciones. De hecho, la
ciudad americana adquiere una significación antes desconoci-
da en la vieja España, convirtiéndose en una de las manifesta-
ciones más representativas del imperialismo español. La rica
tradición urbícola de la Reconquista (intensificada durante la
campaña de Granada por los Reyes Católicos) se redimensio-
na en América a escalas nunca antes conocidas y ciertamente
la función de la ciudad desempeña en el Nuevo Mundo un
papel instrumental mucho más efectivo que el que había teni-
do en la Península.
El sistema de gobierno que se implantó en Panamá (como
en el resto del Nuevo Mundo) descansaba sobre seis grandes
pilares e instancias distintas, dos con sede en España, los otros
cuatro en América. En primer lugar, por supuesto, el propio
rey, que es el supremo árbitro, la instancia última e inapelable
y el juez de jueces. Le seguía el Consejo de Castilla, hasta que
en 1524 se creó el Real y Supremo Consejo de Indias, precisa-
mente para atender las apelaciones procedentes de Indias. En
el peldaño siguiente estaban, al principio, los gobernadores,
los cuales tenían atribuciones judiciales, como en los casos de
Balboa y Pedrarias; por debajo de estos estaban los alcaldes
mayores, que ya avanzado el siglo XVI asumen las funciones
que antes tenían los gobernadores, y en ambos casos con juris-
dicción limitada a un determinado ámbito territorial. Enca-
bezados por sus dos alcaldes ordinarios, en la última escala
estaban los Cabildos o Ayuntamientos, auténticos represen-
tantes del poder local, al principio con mucha interferencia del
poder central pero, desde la segunda mitad del siglo XVI, cada
vez más autónomos.
Finalmente, a partir de la década de 1530, se establece
en Panamá y en otros territorios del continente americano la
59
institución audiencial como primer tribunal de apelación y
que constituye en realidad el primer organismo de justicia
corporativo integrado por letrados de carrera. Para complicar
las cosas, estos cuatro últimos órganos de justicia tenían tam-
bién atribuciones gubernativas, y aunque estaban situados
jerárquicamente a niveles distintos, todos se fiscalizaban en-
tre sí, a menudo enfrentándose y neutralizándose mutuamen-
te en un permanente forcejeo. Se ha calificado este sistema
como uno de check and balances, sugiriendo que fue delibera-
damente concebido por la Corona para ejercer desde la Penín-
sula un control más efectivo sobre las lejanas posesiones ul-
tramarinas, con un rey en la cumbre del sistema como juez
supremo y como recurso final al que cualquiera podía acudir
en busca de justicia. El que cualquier colono pudiera elevar
quejas al rey, en efecto, quedó desde muy temprano expresa-
mente establecido.
Todas estas figuras institucionales tenían claros antece-
dentes en Castilla. De hecho, todavía en el siglo XVI, algunas
se encontraban en proceso de perfeccionamiento y adapta-
ción a las especificidades propias de cada región peninsular.
Incluso algunas surgieron con posterioridad a las que se crea-
ron en América, como en el caso de las Audiencias de Sevilla
y Canarias, que se establecen en 1525 y 1526 respectivamente,
es decir, años más tarde que la primera Audiencia americana,
la de Santo Domingo. En las instrucciones y ordenanzas que
establecen las primeras Audiencias de Indias se indica casi
siempre que el modelo son las Audiencias de Valladolid y
Granada. Pero, años más tarde, otras ordenanzas y reales cé-
dulas, como las que se expiden para Panamá, evidencian nu-
merosas innovaciones y adaptaciones, revelando que el mo-
delo peninsular ya había quedado atrás. De hecho, se ha
sugerido que las nuevas ordenanzas de las Audiencias ameri-
canas sirvieron de modelo para las que surgieron después en
60
la Península. Sucedió, como con muchas otras cosas, que el
modelo americano rebotó hacia España, como se sabe que
ocurrió con diversas expresiones culturales, sobre todo en los
campos urbanístico, arquitectónico y artístico.
No se debe olvidar que el español, tanto de España
como de América, tenía una acusada mentalidad jurídica y
las normas que regulaban su conducta en sociedad estaban
dictadas por un conjunto de representaciones mentales am-
pliamente compartidas. Por eso, desde que se puso en mar-
cha la conquista (y no obstante los horrores e injusticias que
en ella se cometieron, no solo contra los indios sino entre los
propios peninsulares), cada proceder estaba regido por, o
inspirado en, muy estrictos marcos jurídicos. Viene a la men-
te de inmediato el célebre Requerimiento de Palacios Rubio,
que invocaba el poder terrenal del emperador sobre el Nue-
vo Mundo y del papa sobre todo el orbe, resumía la historia
del cristianismo, y era leído apresuradamente a los indios en
castellano, para conminarles a someterse o sufrir las conse-
cuencias. O la sublevación de Balboa contra Enciso, asumiendo
el gobierno en Santa María la Antigua del Darién, eso sí, am-
parado en la legalidad de una elección de alcaldes y regido-
res para constituir un órgano de gobierno municipal. O las
rivalidades entre Oviedo y Pedrarias, rigurosamente enmar-
cadas en patrones de comportamiento cortesano rígidamente
prescritos, y en normas jurídicas que les imponían límites que
no osaban transgredir, y que les obligaban a reprimir el odio
mortal que mutuamente se tenían. Por eso, aunque desde
temprano, debido a las quejas de los primeros colonos, la pro-
pia Corona había prohibido la presencia de abogados en el
Nuevo Mundo, muy poco después, los propios colonos le su-
plicaron que volviera a enviarles letrados, ya que eran indis-
pensables para el funcionamiento diario de las colonias, don-
de casi cualquier acto público o privado requería de sustento
61
legal.15 Tal era su proclividad a apegarse a las formalidades
de la ley, o al menos a buscar en ella referentes, para dar asi-
dero a sus actos.
Desde la fundación de Santa María la Antigua del Darién
y luego de Panamá (hacia donde se traslada en 1519 la capita-
lidad de Tierra Firme), el gobierno superior había recaído en
los gobernadores, y así continuaba hasta que se creó la prime-
ra Audiencia en 1538. Durante este período, aunque el Cabil-
do o Ayuntamiento conservaba nominalmente su carácter de
órgano de representación local, dejó de exhibir sus originales
atributos de autonomía. Pero estos privilegios empezó a recu-
perarlos en la década de 1540, una vez se estableció la Au-
diencia. No están claras las razones de este cambio de política
en favor de los Cabildos, aunque la proximidad de los hechos
sugiere que están relacionados. Lo cierto es que, en el caso de
Panamá, la Corona incluso favoreció al Cabildo con sucesivas
prerrogativas.
En sus comienzos, además, el Cabildo había exhibido
cierto talante democrático, cuando lo integraron hasta plate-
ros, sastres y carpinteros. Pero luego las cosas cambiaron y
nunca más volvió a repetirse esta situación. Por otra parte,
como resultado de las pretensiones autonomistas de los gobier-
nos locales que, contemporáneamente a la conquista, comen-
zaron a manifestarse tanto en América como en España, la
Corona había optado por limitar sus libertades, incrustándolo
dentro de su estructura política e interviniéndolo profunda-
mente. Lo hizo mediante sucesivas medidas de control, reser-
vándose el derecho a nombrar cierto número de regidores a
título de merced, y con carácter «perpetuo» (y de esa manera
dejaban de ser elegidos libremente por los vecinos); delegan-
62
do la elección hasta de los alcaldes ordinarios en los represen-
tantes del poder real, es decir, los gobernadores o los alcaldes
mayores; o autorizando a los oficiales de Real Hacienda (con-
tador, tesorero, y factor y veedor), que también eran de nom-
bramiento regio, a participar ex officio en las deliberaciones
del Ayuntamiento.16
Algunas de estas medidas se aplicaron en Panamá tan
pronto como llegó Pedrarias. Así se observa en los textos fun-
dacionales de la ciudad de Natá (20-V-1522), cuya Acta es la
más antigua que se conserva en todo el continente, lo que le
confiere una importancia referencial particularmente valiosa.
En la formación del primer Cabildo, el 26-V-1522, los cuarenta
y tres pobladores presentes eligieron «doblados» cuatro can-
didatos para alcaldes y doce para regidores, para que «su se-
ñoría» (es decir Pedrarias, o en su defecto el licenciado Gas-
par de Espinosa que actuaba como su lugarteniente) escogiera
dos alcaldes ordinarios y siete regidores. A nombre del gober-
nador, Espinosa escogió a dos alcaldes ordinarios de los cua-
tro propuestos y a siete regidores de los doce propuestos; lue-
go se procedió a entregar a los primeros las varas de justicia y
a juramentar a los regidores. El día siguiente se reunió el pri-
mer Cabildo y se escogió al procurador de la ciudad y al ma-
yordomo de la iglesia; el 28 el Cabildo nombró al escribano de
la corporación. El texto fundacional evidencia, por tanto, que
el gobernador, o su lugarteniente, intervenía directamente en
la elección, escogiendo entre los candidatos a los alcaldes y los
regidores.17
63
Más tarde, se abolió el derecho de los gobernadores a es-
coger los alcaldes ordinarios, aunque en la práctica siguieron
interviniendo en las elecciones para imponer a sus propios
candidatos, siendo esto causa de conflictos permanentes entre
el gobierno superior y el gobierno local hasta fechas muy avan-
zadas del siglo XVIII. Pero aunque se eliminó esta restricción, y
algunos regidores pudieron ser elegidos libremente, la mayo-
ría siguió siendo nombrada por el rey en calidad de merced y
con carácter vitalicio, lo que por supuesto viciaba el carácter
supuestamente representativo de la corporación municipal.18
Sin embargo, para la década de 1540, como ya mencioné,
la Corona empezó a devolver al Cabildo algunas de sus prerro-
gativas, aunque sin por ello renunciar a los controles que ve-
nía ejerciendo, como los referentes al nombramiento por mer-
ced de la mayoría de los capitulares. Para esas fechas restituyó
al Cabildo panameño la facultad de elegir a sus propios alcal-
des ordinarios y la de que, en Cabildo Abierto, los vecinos
más conspicuos pudieran escoger libremente a por lo menos
un regidor. A estas concesiones se fueron agregando otras,
como la facultad de los capitulares de escoger entre sí mis-
64
mos, o entre los vecinos, a los alféreces reales, al alcalde ma-
yor de Cruces, al procurador general, al mayordomo, al por-
tero y al fiel ejecutor. Aunque la potestad electoral fue una de
las grandes piezas de resistencia de la organización munici-
pal, los munícipes aspiraban además a otras conquistas de
interés material que aseguraran a su corporación mayor sol-
vencia y potestad económicas. De hecho, también esto lo
lograron a partir de la década de 1540, mediante concesio-
nes reales en materia de recaudación de impuestos y exen-
ciones fiscales.19
Hasta la creación de la Audiencia, se habían nombrado
siete gobernadores, aunque solo ejercieron seis. Pero desde
muy temprano se formaron banderías y facciones en torno a
los propios gobernadores, quienes solían llegar acompañados
de un nutrido séquito de amigos, socios, parientes y criados, o
en torno a otros funcionarios, o bien hombres de negocios,
que acogían a los aventureros que se amontonaban en Pana-
má, a la espera de alguna empresa de Conquista. El resultado
fue que hasta la creación de la primera Audiencia, la colonia
pasó por un largo período de violencia, con innumerables
asesinatos, venganzas y traiciones. Esta situación fue particu-
larmente grave durante las rebeliones en Perú, en las décadas
de 1530 y 1540, cuando Panamá se convierte en teatro de fre-
cuentes choques sangrientos entre las facciones rivales.
Ante la anarquía prevaleciente la Corona decidió crear la
Real Audiencia de Panamá, confiando que con ella se resta-
blecería el orden. Con ese propósito, el 26-I-1536, el Consejo
de Indias dirigió Consulta al emperador.20 Pero no fue hasta
el 26-II-1538 cuando el tribunal se estableció oficialmente.21
65
La Audiencia empezó a funcionar poco después, cuando llegó
el oidor doctor Francisco Pérez de Robles, al que luego se
agregaron otros dos oidores, Pedro de Villalobos y Lorenzo
Paz de la Serna.22 Según las ordenanzas, esta primera Audien-
cia habría de funcionar con solo tres oidores y tendría no solo
funciones de justicia sino también de gobierno.23 El cargo de
gobernador desaparece al crearse la Audiencia, aunque sus
funciones recaen, por vía de comisión, en los oidores. Esto
constituía una novedad, a saber, el ejercicio colegiado del ofi-
cio de gobernación, una práctica antes desconocida en España
y que se crea por primera vez en el Nuevo Mundo.24
Fecha Toma
Nombre Cargo
del título de posesión
Oidor
Dr. Francisco Pérez de Robles 7-XII-1537 10-VII-1538
decano
66
corrupción, dedicándose más a sus negocios privados que a
desempeñar sus funciones, y contrabandeando indios de Ni-
caragua que vendía en Panamá como esclavos para suplir la
menguada mano de obra local. Cuando llegaron los demás
oidores, la situación no mejoró. Como resultado de la acumu-
lación de escándalos de esta primera experiencia audiencial y
bajo la presión de Bartolomé de las Casas, alarmado por el
maltrato a los indios (que en Panamá casi se habían extingui-
do), la Corona decidió suprimir la Audiencia de Panamá
en 1543, transfiriendo su sede a Comayagua, en Honduras. Se
le dio el impreciso nombre de Audiencia de los Confines, que-
dando los panameños sujetos a esta nueva jurisdicción. Pero
Comayagua (al igual que Gracias a Dios, también en Hondu-
ras, adonde se mudó la Audiencia en 1544) era entonces inac-
cesible para los vecinos panameños, quienes protestaron por
los inconvenientes de la distancia, suplicando que se les deja-
ra elevar sus apelaciones a Lima, donde se acababa de crear
otra Audiencia. La subordinación a la Audiencia de los Confi-
nes continuó hasta 1550, cuando finalmente la Corona accedió
a las peticiones de los panameños y Panamá quedó subordi-
nada a la Audiencia de Lima, que les quedaba más accesible
por mar y donde tenían sus negocios.25
Alertada por los problemas de la primera Audiencia pa-
nameña, luego de haberla suprimido en 1543, la Corona resol-
vió retornar al régimen de los gobernadores, a quienes duran-
te esa década se les daba indistintamente el tratamiento de
gobernador, alcalde mayor, o de corregidor, aunque el título
67
correcto era gobernador. El primer gobernador nombrado fue
el licenciado Pedro Ramírez de Quiñones, quien había llega-
do para residenciar a la Audiencia. Le sucedieron doce gober-
nadores más, algunos con carácter interino, hasta Juan de
Céspedes, que ocupa el cargo en noviembre de 1564.
Causa
Fecha
Nombre Título Posesión de salida
salida
y/o destino
Pedrarias JR/CG/GB,
30-VI-1514 1526 GB, NA
Dávila 27-VII-1513
GB,
Lope de Sosa No lo hizo 18-V-1520 MT
3-III-1519
Juan de AM/JR,
1529 OD, ME
Salmerón 9-VI-1528
Francisco de
GB 18-XII-1533 1-XI-1536
Barrionuevo
Lic. Pedro
Vásquez de JR 1-XI-1536 10-VII-1538
Acuña
Lic. Pedro
Ramírez de JR 15-I-1544 8-I-1544 OD, GT
Quiñones
Pedro de
AM 1-XII-1544 XII-1545
Casaus
68
Gobernadores y alcaldes mayores de Castilla del Oro
(años 1511 a 1565)
Causa
Fecha
Nombre Título Posesión de salida
salida
y/o destino
Alonso de CO/GB
6-IV-1547 12-VIII-1548
Almaraz 6-IV-1547
Sancho GB,
28-II-1549
Clavijo 7-VIII-1548
Álvaro de GB,
I-1558 (?)
Sosa 31-V-1552
D. Rafael de GB,
V-1559 V-1560 RM
Figuerola 16-III-1558
D. Luis de GB,
10-I-1561 5-IX-1563 MT
Guzmán 23-XII-1560
Juan de
GB (a.i) 30-XI-1563 23-X-1564
Céspedes
Juan del
GB,
Busto 23-X-1564 25-IX-1564 MT
30-IV-1564
Villegas
Juan de
GB 25-XI-1564 V-1565
Céspedes
69
NOTA: Los JR hacen el Juicio de Residencia a sus inmediatos prede-
cesores. Cargos anteriores de los gobernadores: Pedro de los Ríos había
sido regidor en Cartagena; Alonso de Almaraz contador en Panamá;
Luis de Guzmán, gobernador en Popayán; Del Busto Villegas, goberna-
dor en Cartagena y Juan de Céspedes, gobernador en Panamá. Ruiz de
Monjaraz ya se encontraba en Panamá ejerciendo la gobernación interi-
na, lo que explica que este tenga fecha posterior a su posesión.
70
cincuenta seguidores contra el gobernador Álvaro de Sosa;28
las agitaciones y altercados promovidos por el grupo de Juan
Fernández de Rebolledo (hijo de Martín Fernández de Enci-
so), también contra el gobernador Álvaro de Sosa;29 el enfren-
tamiento armado en el río Gatú entre los conquistadores de
Veragua y el gobernador Juan Ruiz de Monjaraz; el alzamien-
to de Antonio de Córdoba y otros seguidores de Alonso Vás-
quez en Veragua contra el gobernador Figuerola;30 y final-
mente el motín de Rodrigo Méndez en 1562, que cierra este
ciclo de violencia.31
Los contemporáneos imputaban este ambiente de pasio-
nes y revueltas al hecho de haberse concentrado en Panamá
desde 1550 demasiados aventureros, camorristas, desterrados
y delincuentes vinculados a las rebeliones peruanas de Gon-
zalo Pizarro y Hernández Girón, que habían quedado inmo-
vilizados en el istmo por causa de las recientes órdenes reales
que prohibían nuevas campañas de conquista. No podían sa-
lir del país ni sumarse a nuevas aventuras, teniendo que per-
manecer ociosos en Panamá, convirtiéndose en material dis-
puesto para secundar «alteraciones» y «motines».32 Fue con
esta masa de inquietos aventureros que Fernández de Rebolle-
do trató de derrocar al gobernador Sosa y fue con ellos que
Francisco Vásquez organizó la conquista de Veragua, cuan-
71
do recién se había levantado la prohibición de hacer nuevas
conquistas.33
Cobijados y alimentados en las casas y haciendas de los
caudillos locales, aguardaban impacientes la primera oportu-
nidad para entrar en acción y secundar sus planes. La frecuen-
cia de los choques internos lejos de disminuir aumentaba. Pero
esta situación no sorprendía a Lope García de Castro, presi-
dente de la Audiencia de Lima, que pasó por Panamá en 1564,
y quien comentaba a raíz del motín de Rodrigo Méndez: «Esta
tierra no me espanto de las alteraciones que ha habido en ella,
sino cómo no ha habido más». Lo que atribuía, a «que esta
tierra está hinchada de desterrados del Perú por delito... que
los dejan estar aquí y estos son los que amotinan esta tierra».34
Otro problema que vino a agravar esta situación fue el
conflicto jurisdiccional entre las gobernaciones de Castilla del
Oro y Veragua. El gobernador de Panamá, Rafael Figuerola,
pretendía refundir ambas gobernaciones respaldado por otras
autoridades, incluyendo capitulares de Natá, Nombre de Dios
y Panamá, donde tenía compinches, criados y paniaguados.35
Es posible que esta alarmante situación aconsejara a la Co-
rona a crear la segunda Audiencia en 1563. No está claro si la
expulsión de Figuerola de la gobernación y el alzamiento de
Rodrigo Méndez están relacionados con la creación de la
Audiencia, aunque la proximidad de las fechas así lo sugieren.
Lo cierto es que al establecerse la Audiencia, Veragua y Castilla
del Oro quedaban refundidas bajo una sola cabeza central, cuya
autoridad era superior a la de los gobernadores provinciales.
72
Era de esperarse que una vez instituida la Audiencia, el orden
finalmente imperase, como así sucedió en efecto.
Ya para entonces la Corona empezaba a materializar su
gran proyecto de estabilidad institucional para todo el Conti-
nente, con la organización política del espacio en grandes cir-
cunscripciones virreinales, audiencias, corregimientos, gober-
naciones, alcaldías mayores y municipios. Como parte de este
vasto programa se crea la nueva Audiencia y Chancillería
Real de Panamá en 1563, esta vez con carácter definitivo, aun-
que la misma no se instala efectivamente hasta mayo de 1565,
cuando llega el primer oidor, doctor Barros de San Millán.
Lic. Alonso
Arias de Presidente 14-IX-1565 17-VII-1566 14-VIII-1566
Herrera
Dr. Manuel
Barros de San Oidor 1565 15-V-1565 3-XI-1569
Millán
Dr. Gabriel
Oidor 27-VIII-1565 II-1566 3-XI-1568
Loarte
Lic. Jofre de
Oidor 5-I-1568
Loaisa
Dr. Andrés de
Oidor 23-XI-1566 12-II-1569
Aguirre
Lic. Pedro
Oidor 25-IX-1565 Declinó
López de Lugo
73
Barros fue promovido a la Audiencia de Charcas. Loaisa regresó a la de
Guatemala. Loarte fue ascendido a la Audiencia de Lima como oidor
alcalde del crimen. Aguirre murió en el cargo en Panamá. El fiscal Zara-
za venía de ocupar el cargo de gobernador de Cuba y Puerto Rico. Murió
en el cargo en Panamá. Gabriel Loarte fue luego nombrado presidente en
propiedad por «provisión especial de su majestad» desde 30-IV-1576.
74
cuando se le nombra formalmente como gobernador de Pana-
má y Coiba, y que ejerce hasta 1519, año en que muere deca-
pitado. Pero a partir de 1514, todo el istmo de Panamá (o Cas-
tilla del Oro, que incluía Panamá y Coiba) quedaría bajo el
mando del capitán general, gobernador y lugarteniente gene-
ral (o virrey) Pedrarias Dávila, cuyos dominios se extendían
mucho más allá de los límites del istmo y de manera impreci-
sa por los vastos territorios continentales. Y de ser cierto que
Pedrarias era virrey en tanto que lugarteniente general del
rey, Castilla del Oro sería virreinato, y en tal caso el segundo
virreinato del Nuevo Mundo, aparte del de don Diego Colón.
Luego, hasta la instauración de la nueva Audiencia, y salvo el
paréntesis del transitorio ensayo audiencial de 1538 a 1543,
el territorio panameño quedó bajo la autoridad de los gober-
nadores. En este período, el gobierno estaba formado, en pri-
mer lugar, por el gobernador. Le seguía en jerarquía, el tenien-
te general, que era nombrado por el propio gobernador entre
sus allegados (un pariente, un amigo, un socio o un criado)
y cuyas funciones eran las de asesor legal o simple consejero.
También el gobernador solía nombrar un teniente de gober-
nador en las cabeceras importantes (Nombre de Dios, por
ejemplo), cargo que usaron durante algunos años los gober-
nadores para hacer innecesarias las alcaldías ordinarias de los
Cabildos y tener mayor control sobre los gobiernos locales.
Cuando llega a Panamá el oidor Barros de Santillán, pro-
cedía de Guatemala portando consigo el sello real. Fue recibi-
do por el Cabildo «con la veneración y autoridad que conve-
nía, y [como si] se recibiera la persona real de vuestra majestad
si aquí llegara». De esa manera, fue el doctor Barros el que
«fundó y asentó en esta dicha ciudad la dicha real Audiencia
y las demás cosas que se requerían y conforme a las ordenan-
zas reales hizo luego Audiencia y oyó a todos los negocios y
causas que a ella ocurrieron, haciendo justicia a las partes con
75
gran rectitud y mucha diligencia». Los capitulares agregaban
que tras sus primeras diligencias, se restableció la paz en el
reino y «cesaron en él muchos desórdenes y bandillos que ha-
bía entre gentes particulares».36
Bueno, esto fue así por el momento. Y aunque las rivali-
dades entre grupos y los conflictos entre los distintos sectores
de poder en realidad nunca cesó, la creación de esta segunda
Audiencia cerró un capítulo y abrió otro nuevo en la historia
del poder en Tierra Firme.
36 Carta del Cabildo de Panamá al rey del 25-VII-1567, AGI Panamá, 30. Ha-
bían demorado más de dos años en informar al rey de tan importante asunto, como
debían hacerlo, por lo que en la misma carta se excusaban, aunque sin justificación
convincente.
76
Núñez de Balboa1
77
riador se cumple dentro de dos grandes zonas de actividad.
Nos interesa la que se refiere al acopio, ordenamiento y crítica
de fuentes, tarea que exige un desempeño científico y que
atiende a la función de interpretar y exponer luego, de modo
sintético y sistemático, los hechos objeto de estudio, ejercicio
este donde la perspicacia y capacidad individuales resultan
decisivas. Esta afirmación se cumple en la novela de Méndez
Pereira, El tesoro del Dabaibe o Núñez de Balboa, ya que al escri-
birla se valió de informaciones y citas extraídas de las cróni-
cas de fray Bartolomé de las Casas, de Gonzalo Fernández de
Oviedo y Valdés, de Pedro Mártir de Anglería, de Francisco
López de Gómara, de Manuel José Quintana, entre otros, en
cuyas crónicas y escritos se apoyó para resaltar su relato his-
tórico y evitar que se viera como producto de la fantasía lite-
raria. Esos autores dejaron sus referencias sobre los aconteci-
mientos que sucedieron en el istmo de Panamá durante la
época de los descubrimientos y conquista, escritos que ade-
más de su valor histórico, tienen la virtud de iniciar la litera-
tura panameña, tal como acontece con los demás países de
América. Porque, si bien es cierto que las referencias históricas
que ellos nos legaron no se refieren exclusivamente a Panamá,
sino más que a todo a otros países de América hispana, el hecho
de haber sido el istmo el centro de la conquista y colonización de
América y que de él partieran las expediciones para la porten-
tosa hazaña de civilizar el Nuevo Mundo determinó que di-
chos autores comenzaran sus crónicas con valiosas referencias
sobre lo acontecido en el istmo de Panamá. Este material regis-
trado en las cartas, crónicas y relaciones constituye la fuente de
donde extrajo el autor el material histórico que le sirvió de mar-
co para revestirlo con los ingredientes novelescos de su creati-
vidad literaria, sin que perdiera su veracidad histórica.
Octavio Méndez Pereira, uno de los más ilustres escritores
de nuestro país, escribió la novela El tesoro del Dabaibe en 1934.
78
Posteriormente fue reeditada con el nombre de Núñez de Bal-
boa, en España y Argentina. Se trata de una novela histórica
sobre la vida del descubridor del mar del Sur, en nuestro
istmo, hasta su muerte ocurrida en Acla en 1519, por orden
del gobernador Pedro Arias Dávila. La obra por la entusiasta
acogida que tuvo lo llevó a publicar posteriormente Tierra Firme,
novela que trata sobre aspectos de nuestra vida colonial y que
pareciera ser la continuidad de El tesoro del Dabaibe.
La biografía es un género literario situado entre la histo-
ria y la novela; de allí que la obra que comentamos se conside-
re como una biografía novelada, porque, utilizando materia-
les de la historia, Méndez Pereira da a conocer la figura de
Núñez de Balboa a través de sus actuaciones —positivas o
negativas— más relevantes, en una prosa diáfana, artística-
mente concebida sin afectar el fondo histórico de la obra. De
allí que el mismo Méndez Pereira hubiese escrito en su men-
saje «Al lector» que «no hay en esta relación nada que no sea
estrictamente histórico».
La figura de Vasco Núñez de Balboa ha sido objeto en
nuestro país de las más encendidas polémicas. Nuestros indí-
genas manifiestan su repudio al histórico personaje, protes-
tando en el acto que todos los años se realiza el 25 de septiem-
bre en el monumento erigido en su honor en la avenida
Balboa, en ocasión de la conmemoración del descubrimiento
del mar del Sur. Otros consideran que no deja de ser un exa-
brupto que la persona que las crónicas señalan como un des-
piadado exterminador de la cultura y de la raza indígena sea
honrado poniéndole su nombre a una de nuestras más her-
mosas avenidas o a la máxima condecoración que se otorga
en nuestro país, o que nuestro más importante puerto en el
Pacífico lleve su nombre, así como una de las bebidas nacio-
nales y que se le haya erigido un imponente monumento en
su condición de «héroe nacional».
79
¿Es que realmente este hombre, que como conquistador
atravesó el istmo a sangre y fuego ultrajando a todos los caci-
ques istmeños del área, se preguntan muchos, merece tan ele-
vada distinción de parte de nosotros? Lo cierto es que, como
lo señala Matilde Edward, «por más que Méndez Pereira
trata de exaltar o reivindicar hasta el máximo la conducta de
Balboa con el indio istmeño, no puede evitar, al referirse a
aquellas actuaciones negativas del Adelantado que salpiquen
de manchas oscuras, el fondo claro y luminoso que el autor le
forja».
Es posible que estas distinciones se la hayan hecho, por-
que históricamente es innegable que Vasco Núñez de Balboa
registra entre sus hechos los logros siguientes:
— Fue el primer capitán español que gobernó y mantu-
vo la primera población española permanente en el
continente americano, ya que Santa María de Belén,
fundada por el almirante Cristóbal Colón en la comar-
ca de Veragua, en 1503, tuvo vida efímera, al ser des-
truida por el cacique veragüense conocido como el
Quibián.
— Fue el primer hombre blanco que atravesó y volvió a
atravesar el continente americano.
— Fue el primer europeo que vio el mar del Sur, que
construyó naves en su orilla y que navegó por las cos-
tas americanas del océano Pacífico.
— Además, la famosa carta de Balboa del 20 de enero de
1513 es el primer documento que describe la región
del Darién-Urabá del continente americano.
De manera, pues, que, si la obra del Dr. Octavio Méndez
Pereira puede interpretarse como un alegato a favor del des-
cubridor del mar Pacífico, cabe la suposición de Ariadna
García R. de que «se sintió impelido a restaurar o defender el
honor del Adelantado» por las hazañas históricas menciona-
80
das. Por lo demás, Méndez Pereira da a conocer claramente la
intriga feroz que se dio entre los españoles en su lucha por el
poder, intriga en la que la astucia y la habilidad de Balboa lo lle-
van a ocupar el cargo de alcalde de Santa María la Antigua, por
lo que se creó el primer concejo del Nuevo Mundo.
La novela, a pesar de ser una apología de Vasco Núñez
de Balboa, le hace justo y sincero reconocimiento a la divini-
dad, arrojo y valentía de nuestros aborígenes, quienes, pese a
los sufrimientos y ultrajes a los que fueron sometidos por los
españoles, defendieron con hidalguía y coraje la dignidad
de su etnia. La exaltación de la raza indígena es motivo de
preocupación de Méndez Pereira. La fuerza novelesca de la
obra se derrama en sus páginas al pintarse su vida y sus cos-
tumbres. Es allí donde el maestro nos ofrece toda la dinámica
de sus aptitudes líricas y artísticas al ofrecernos más intensa-
mente el desarrollo novelesco de su obra. Veamos un ejemplo,
cuando Anayansi acepta ejecutar para Balboa una de las dan-
zas de su tribu llamada «la danza del amor»:
81
fauna de la región nos las describe con toda la grandiosidad
telúrica. Observémoslo en el capítulo «Atravesando el istmo»:
82
Panquiaco, el mayor de los hijos de Comagre, un mocetón for-
nido, de ojos relampagueantes, altivo y lleno de dignidad... (p. 288).
83
Anayansi representa simbólicamente el ingrediente más
novelesco utilizado por Méndez Pereira para dar a conocer el
sentimiento que como humano embargaba a Balboa: el amor
que la hermosa doncella indígena hace brotar en él; dentro de
su actuación dura e inmisericorde, como militar y conquista-
dor. Para lograrlo, Anayansi, en el calor de su vida hogareña,
asimila las costumbres y la cultura de su amo y señor, así
como el habla castellana, indiscutiblemente instrumento de con-
quista, como lo señaló Antonio de Nebrija en el prólogo de su
Gramática castellana. A través de la transformación de Anayansi
a la cultura occidental europea, subyace el culto que el maestro
tenía por la enseñanza, por la educación. A la princesa indíge-
na no se le puede señalar en la narración un solo gesto o actitud
que no sea el de una persona culta, sensible, leal a sus compa-
ñeros. Observemos cómo nos la describe Méndez Pereira:
84
Allá lo esperaba, en efecto, la princesita, con una eterna son-
risa suave y sus ojos negros, llenos de luz, vestida para recibirlo
completamente en traje europeo, que llevaba ahora con una gracia
natural y elegante desenvoltura (p. 356).
Y la brava indiecita lloraba de rabia y le ofrecía a Balboa,
para anular a Pedrarias, el contingente de toda su raza (p. 380).
85
nuevo ciclo de sufrimientos y martirios para los ya ultrajados
indígenas de la región. Esta se convierte ahora en un verdade-
ro holocausto para nuestros aborígenes, ya que el gobernador,
bajo la aureola de la nobleza de sus canas, como dice de él un
historiador, era «un demonio perversamente amado por la
diosa Fortuna».
Como Vasco Núñez de Balboa constituye el tema central
de la obra, por lo que alrededor de él giran los demás perso-
najes, Pedrarias, por el oro y sus ansias de ejecutar él la haza-
ña del descubrimiento, a pesar de que conocía que ya Balboa
lo había hecho, acrecienta su odio y animadversión en contra
del Adelantado. Y su perversidad llega a tal grado, que fray
Bartolomé de las Casas, al referirse a él, expresa que, porque
Pedrarias «no fue sino una llama de fuego que muchas pro-
vincias abrasó y consumió, lo llamábamos furor domini: la ira
de Dios». Por eso, mientras que Balboa, Anayansi y los indios
aparecen como el lado positivo de la obra, Pedrarias y los es-
pañoles que lo apoyaron constituyen el lado negativo, la bar-
barie, el ultraje, la crueldad y el crimen.
Hay que destacar que el pasaje completamente noveles-
co que aparece en el último capítulo es en el que Méndez Pe-
reira hace derroche de sus virtudes como escritor y literato.
En dicho capítulo aparece el espíritu de Balboa hacia el que se
dirige Anayansi en pos del encuentro con su amado para
transitar juntos el sendero de la eternidad. La escena, que es
realmente conmovedora, cierra el capítulo también del descu-
brimiento del mar del Sur:
86
Eran oscuras notas de camó, sonatas de queja y melancolía,
cantos anhelantes con que las flautas de los indios sumisos pare-
cían llorar la endecha de la raza vencida. [...]
Una gran paz envolvía las cosas. [...]
De repente, todos los oídos se aguzaron. [...]
—¡Helo allí! —gritaron todos, movidos por una sola emo-
ción de misterio. [...]
Y todos vieron erguirse en el vacío la figura luminosa de Vasco
Núñez de Balboa, tendida la mano derecha hacia el mar del Sur, la
izquierda hacia el Atlántico, como un hombre transfigurado en cruz.
A su lado, inmóvil [...] Leoncico aullaba, aullaba lúgubremente.
Hubo enseguida un movimiento en la multitud consterna-
da. Todos se apartaban en silencio, respetuosamente, para dar
paso a Anayansi.
Y, caminando hacia Vasco Núñez, la vieron perderse como
una sombre en las sombras de la noche (p. 433).
87
a esta la ruta trasatlántica a seguir —del Atlántico al Pacífico.
La referencia histórica aquí no es otra que la implícita construc-
ción del Canal de Panamá por los norteamericanos; esta pre-
monición o visión del Canal transforma a la figura histórica en
profeta de su tierra y lo convierte así en emblema por excelen-
cia de lo nacional, ya que, junto con la construcción del Canal,
se inicia el proceso de monumentalización de la historia».
Núñez de Balboa, de Octavio Méndez Pereira, está, pues,
dentro de la bibliografía que indica quiénes fueron los visio-
narios de la división del istmo, para hacer realidad la cons-
trucción de su Canal.
Bibliografía
88
Vasco Núñez de Balboa
y el reino mítico del Dabaibe* 1
* Ofrecemos aquí un breve fragmento de nuestra obra El oro del Darién. Entra-
das y cabalgadas en la conquista de Tierra Firme (1509-1526), Sevilla, Centro de
Estudios Andaluces/Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2011, que re-
producimos en homenaje a Octavio Méndez Pereira, pedagogo y político panameño,
autor de la famosa novela Núñez de Balboa. El tesoro del Dabaibe, Panamá, 1934,
(1ª ed.).
89
La fiebre del oro no se inicia con la llegada de Colón al
Nuevo Mundo. Desde mediados del siglo XIV la necesidad de
numerario de los países europeos había incentivado el des-
plazamiento de las colonias mercantiles del Mediterráneo
oriental hacia el Atlántico a la búsqueda de nuevas rutas y
nuevas fuentes de aprovisionamiento del codiciado metal.
Pero no será hasta el siglo XVI cuando comience a tomar cuer-
po la doctrina económica del mercantilismo que postula el
enriquecimiento económico de las naciones mediante la acumu-
lación de metales preciosos. La Europa mercantilista sufría
una escasez crónica de oro y plata, cuya posesión era el índice
más seguro para evaluar el éxito o fracaso de los individuos y
las naciones. Los conquistadores, como hombres de su tiem-
po, no eran ajenos a estos incentivos y una vez en suelo ame-
ricano se lanzaron a la búsqueda desesperada de metales pre-
ciosos, allá dondequiera que hubiese indicios de ellos. El afán
de oro y la búsqueda constante de un medio de enriquecerse
con rapidez para regresar a España cargados de riquezas y pres-
tigio se convierten desde muy pronto en el leitmotiv de la con-
quista e incorporación de nuevos territorios a la soberanía
española, en el motor más poderoso que impulsa a aquellos
invasores. «Las Indias no son tierra para viciosos y regalados
—moraliza Oviedo—, cuanto más entendida son las cosas
acá, más desviada es la ganancia para los que a tan oscuras
vienen a buscar oro nuevamente y tanto más se torna lloro y
desventura».
Pero junto a este impulso material, de carácter colectivo e
individual, opera todo un imaginario que no debe desdeñarse:
gigantes, amazonas, islas encantadas, fuentes de la eterna ju-
ventud... Muchos eran, en efecto, los mitos que trastornaban la
mente del conquistador y sus coetáneos mientras se lanzaban
a esa aventura que había inaugurado Colón, pero el que persi-
guieron con mayor insistencia fue, desde luego, la leyenda de
90
El Dorado.1 En la Tierra Firme este mito toma forma por pri-
mera vez a través de Vasco Núñez de Balboa. La capacidad de
ensoñación sin límites fomentada en la mente de los conquis-
tadores por los libros de caballerías y sus fabulosas historias,
junto con algunos indicios locales basados en las muestras
suministradas por los indígenas, son los que impulsan a Bal-
boa a la búsqueda del reino mítico de Dabaibe y a penetrar
por el golfo de Urabá en la desembocadura del río Atrato que
él denominó río Grande de San Juan.2 Dabaibe era la madre
del dios creador del sol, la luna y todos los elementos natura-
les. Tenía un templo de oro macizo en su honor en el que se
celebraban sacrificios humanos.3 La leyenda, tan sugestiva
91
como la de El Dorado, lo ubicaba en el corazón de la montaña
y a las orillas del Atrato, aproximadamente a unas cuarenta
leguas del poblado español de Santa María de la Antigua.4 En
busca de este territorio y del cacique así llamado emprende
Balboa varias expediciones con desigual fortuna a las que ha-
bremos de referirnos más tarde. Y así en una carta escrita a la
Corona el 20 de enero de 1513 relata con entusiasmo la amis-
tad entablada con los indios de las provincias del oeste, los
mismos que habían proporcionado a los españoles las noti-
cias del otro mar; a estos los sitúa junto a unas serranías en cuyas
orillas se encontraban abundantes yacimientos perlíferos y so-
bre todo oro, oro en abundancia dentro de las tierras del gran
cacique Dabaibe: «En esta provincia del Darién —escribe—
donde hay descubiertas muchas y muy ricas minas, hay oro en
mucha cantidad. Están descubiertos veinte ríos y treinta que
tienen oro, salen de una sierra que está hasta dos leguas de
esta villa (de Santa María de la Antigua)... Yendo este río gran-
de (de San Juan) arriba... está un cacique que se dice Dabaibe:
es muy gran señor y de muy gran tierra y muy poblada de
gente, tiene oro en mucha cantidad en su casa, y tanto que para
quien no sabe las cosas de esta tierra será bien dudoso de creer;
de casa de este cacique Dabaibe viene todo el oro que sale por
este golfo y todo lo que tienen estos caciques de estas comar-
cas; es fama que tienen muchas piezas de oro de extraña ma-
nera y muy grandes... señalan los indios que son del tamaño
de naranjas y como el puño». Costa arriba, costa abajo, en la
culata del golfo de Urabá o en las costas de la mar del Sur, ya
sea en tierras de Cémaco, Careta, Comogre o en Tubanamá,
había ríos de oro y minas riquísimas por doquier: «Están allí
en aquellas sierras ciertos caciques que tienen oro en mucha
92
cantidad en sus casas; dicen que lo tienen todo aquellos caci-
ques en las barbacoas como maíz, porque es tanto el oro que
tienen que no lo quieren tener en cestas; dicen que todos los
ríos de aquellas sierras tienen oro e que hay granos muy gor-
dos en mucha cantidad».5 Todas estas noticias, confiesa Bal-
boa, «nos hacen estar a todos fuera de sentido». Pero estos
sueños no son exclusivos de un líder ni de un territorio; en
diferentes escenarios de la costa caribeña se reproducen tam-
bién por doquier las fantasías de El Dorado que operan como
un poderoso imán. Y así el Dabaibe fue para los del Darién, lo
que la Ramada para los de Santa Marta, desde la época de
Bastidas o el Zenú buscado por Pedrarias y luego por Pedro
de Heredia en Cartagena cuando en 1535 decide enviar a su
hermano Alonso, acompañado por ciento cincuenta hombres,
rumbo al golfo de Urabá para «desentrañar el secreto de los
Davayba que tantos años ha que se tiene noticia que es la más
rica cosa que hay descubierto».6 La marcha en pos de El Dora-
do llevaría a los españoles a penetrar en el interior de Nueva
Granada, en donde se localizaba la mayor producción de oro
de toda la América hispana.
93
EN BUSCA DEL REINO MÍTICO DEL DABAIBE
94
Cuando se piensa en un golfo caribeño inmediatamente
la imaginación se tiñe de bellos colores, del azul cobalto de
unas aguas profundas y del verde brillante de las altas palme-
ras. Pero no todas las bahías y ensenadas de ese litoral ofrecen
semejante atractivo. El golfo de Urabá, aun cuando en ocasio-
nes muestra una espectacular belleza, exhibe por lo general
tonos plomizos, dorados al sol cuando este tímidamente se
muestra, o de un gris intenso y triste por el azote del agua.
Ubicado en el centro noroccidental de la actual Colombia, y
de enorme importancia geoestratégica, ya que constituye el
punto de unión entre Centroamérica y Sudamérica, es una re-
gión selvática y extremadamente húmeda, pues constituye
una de las zonas más lluviosas del mundo. Las dos terceras
partes del litoral son pantanosas y sembradas de manglares.
Sus playas, abiertas a un mar frecuentemente agitado, apenas
ofrecen abrigo contra los vientos alisios y están repletas de
peligrosos arrecifes y bancos de arena.
Balboa y sus hombres desembarcaron en la orilla este
del golfo de Urabá, probablemente el más adecuado y ajeno a
la presencia de los feroces urabaes. Una vez en tierra, decidie-
ron atacar la provincia cuna de Ceracana, cuyo cacique, lla-
mado Abraibe, residía a unas veinticinco millas del golfo,
sobre un río que fue bautizado por Balboa con el nombre de
río de las Redes (hoy río León). Los indios, que se dedicaban
fundamentalmente a la pesca —avisados oportunamente por
Cémaco—, habían huido a las montañas y abandonado el po-
blado. Al llegar a la aldea desierta, los españoles la saquea-
ron a su antojo, consiguiendo un botín de siete mil pesos de
oro, así como cestos, redes y algunas embarcaciones de buen
tamaño. No encontraron los alimentos que deseaban, pues
como anota Anglería, aquellas tierras son «lagunosas y pa-
lustres, nada a propósito para sembrar ni plantar árboles».
Con el refinamiento clasicista que imprime a su relato anota
95
también que los de La Española llamaban a aquellas embar-
caciones canoas, mientras que los de Urabá las conocían como
urus.7 Por razones que se desconocen, Balboa decidió dividir
en ese momento su compañía, dejando una parte de los hom-
bres al mando de Colmenares, quien exploró el río León,
mientras que él mismo, acompañado del resto, se dirigió a la
costa con la intención de regresar a Santa María, probable-
mente para poner a buen recaudo el botín obtenido. Esta pru-
dente decisión tuvo un resultado inesperado. En efecto,
cuando los hombres de Balboa se internaban en el golfo de
pronto se levantó una enorme tormenta que hizo naufragar a
las canoas con el oro que transportaban «y así ni el oro ni los
hombres aparecieron más». Las Casas, quien solía celebrar
todas las calamidades que acontecían a los conquistadores,
juzgó que Dios castigaba de este modo las fechorías de sus
compatriotas y la avaricia que anidaba en sus corazones.8 Se-
guramente Balboa no opinaba lo mismo que el fraile de
aquella desgracia y es seguro también que debió de suspirar
aliviado cuando puso pie en el poblado de Santa María, asus-
tado, pero a salvo, con la certeza de que había nacido por se-
gunda vez. Allí permaneció por algún tiempo reponiendo
fuerzas y organizando a los hombres que debían acompañar-
le en esta segunda etapa de su exploración. Luego regresó a
Urabá.
Ahora se propone explorar un gran río, el Atrato, que
bautiza como río de San Juan por la festividad en que lo des-
cubre (24 de junio de 1512). El nombre no perduró y por mu-
cho tiempo los españoles lo conocieron como el río Grande
del Darién. Y en verdad que era grande y caudaloso. El Atrato
96
es un grandioso río de 750 kilómetros de longitud, navegable
durante todo el año en las dos terceras partes de su trayecto.
Se desliza lento y majestuoso «como una laguna en movi-
miento» hacia el golfo de Urabá, en donde vierte sus aguas
por dieciocho bocas que conforman el delta del río. Balboa lo
exploró unas ochenta millas hasta llegar a uno de sus afluen-
tes. Hoy se conoce como río Sucio, aunque Balboa lo bautizó
originalmente como río Negro por el turbio color de sus
aguas. En el delta de su desembocadura, el extremeño instaló
el campamento y preparó su ataque. Durante los días que
permanecieron allí los españoles, desesperados por el ham-
bre, se lanzaron a devorar unos frutos apetitosos y aprendie-
ron que la cañafístola silvestre tiene efectos purgativos. «Desa-
tadas las tripas», dice Las Casas, a punto estuvieron de morir
todos. Una vez recuperados de aquel percance, se dispusieron
a proseguir la exploración. Balboa desechó la ruta del río Su-
cio, que lo hubiera conducido directamente hacia el Dabaibe,
y avanzó por la orilla izquierda del Atrato. La provincia india
de Abanumaque se encontraba treinta leguas arriba de su de-
sembocadura. Se trataba de un pueblo importante, pues dis-
ponía de más de quinientas casas muy dispersas entre sí. Los
indios apenas ofrecieron resistencia y fueron fácilmente captu-
rados. En el encuentro alguien amputó, de un certero mando-
ble, el brazo del cacique, lo que al parecer contrarió a Balboa,
pero el mutilado salvó milagrosamente la vida y consiguió
huir, no así un hijo de este, que fue conducido más tarde a
Santa María.
Con esa natural fantasía con que solía adornar sus escri-
tos, Balboa informaba al rey meses más tarde de que la citada
provincia de Abunamaque «tiene muy gran disposición de
oro; tengo nuevas muy ciertas que hay en ella ríos de oro muy
ricos, lo sé del hijo de un cacique de aquella provincia que
tengo aquí y de otros indios e indias de aquella tierra que yo
97
he tomado».9 Pero lo cierto es que en sus correrías por este
territorio no había encontrado ni rastro de oro. Los indios le
informaron de que lo había y en abundancia en otra provincia
situada más al sur, llamada Abibeiba, y hacia allí se dirigió sin
perder tiempo, dejando en Abunamaque un retén con la mi-
tad de sus hombres y Colmenares al frente. Los guías indios
condujeron a Balboa durante cuarenta millas hacia tierras
pantanosas. Allí en el recodo de un río, surgió a la vista de los
españoles una extensa explanada con árboles gigantescos.
Los indios habían construido sus casas sobre estos árboles con
tal ingenio que causaron el asombro de los españoles. Nunca
habían visto nada igual. Cada una de estas sólidas viviendas,
construidas con recias vigas de madera y cubiertas de pal-
ma, disponía de varias habitaciones tan espaciosas como para
permitir que en ellas se alojaran familias enteras, aunque se
utilizaban también como almacén para guardar sus alimen-
tos. Se subía a las casas por una doble escalera, fabricada con
gruesas cañas, que era izada por la noche para evitar el ataque
de las alimañas. Todos los mantenimientos se almacenaban en
estos bohíos palafíticos, a excepción del vino. Los indios ha-
bían observado que el vino se enturbiaba si se almacenaba en
las viviendas y achacaban este efecto al balanceo de los árbo-
les. Por eso solían depositarlo en tierra en grandes vasijas que
eran vaciadas cuando la ocasión lo requería. Algunos indios
adolescentes servían las comidas de sus señores tras un conti-
nuo subir y bajar de las escaleras. Los españoles se maravilla-
ron al contemplar su destreza, pues «no tardaban más que si
lo sirvieran del aparador a la mesa».
El poblado de Abibeiba fue conquistado a golpe de ma-
chete. Cuando los indios contemplaron desde lo alto la llegada
98
de los españoles, horrorizados por la invasión de aquellos in-
trusos, izaron sus escaleras y se negaron a bajar de sus vivien-
das. Por un instante Balboa pudo adivinar dónde se alojaba el
cacique y se dirigió a él a grandes voces conminándolo a bajar.
Ante la negativa del asustado jefe, lo amenazó con prenderle
fuego. Al fin Balboa decidió pasar a la acción y dio orden a sus
hombres de derribar los árboles a hachazos. La amenaza sur-
tió efecto. El cacique Abibeiba, sintiéndose perdido, descen-
dió por el grueso tronco, en compañía de su mujer y dos de
sus hijos con la intención de parlamentar. Manifestó que a su
pueblo no le interesaba el oro, pero que podía indicarles el
lugar en donde podían hallarlo en abundancia. Por lo pronto
y para calmar los ánimos, se ofreció a entregarles un tributo en
oro que él mismo —aseguró— se encargaría de traer desde las
montañas. Por supuesto, no cumplió su palabra y buscó refu-
gio en la selva.
Estos intempestivos encuentros entre los hombres de
Balboa y los caciques con los que entraron en contacto se re-
solvían siempre de la misma forma. Los españoles exigían oro
y los indios respondían con evasivas indicando su existencia
en lugares cada vez más remotos. En esta ocasión el lugar se-
ñalado era Dabaibe y los propios indios se ofrecieron a condu-
cirles hasta aquel territorio. Nació así el mito de un reino mí-
tico y con él una temprana leyenda que Balboa, en persona, se
encargaría de propagar en su famosa misiva dirigida al mo-
narca español el 20 de enero de 1513.
La noticia de la presencia de los invasores blancos y las
atrocidades que iban cometiendo a su paso corrió como un
reguero de pólvora por los cacicazgos vecinos. Balboa, al ver
que no regresaba el cacique Abibeiba, decidió regresar a Abu-
namaque para reunirse con sus hombres. Pero allí la situación
se había vuelto insostenible. Como luego destacaría el extre-
meño al rey para subrayar los méritos propios, los negocios
99
de la guerra se torcían cuando él no dirigía personalmente a
su hueste. Porque «yo he visto que las personas que yo envia-
ba en mi lugar no lo han hecho como era razón y se ha visto la
gente que con ellos ha ido en mucho aprieto a causa de darse
poco por lo que llevan a cargo». En este caso el culpable no era
otro que un oscuro capitán, apellidado Raya, quien había con-
ducido a sus hombres a una temeraria emboscada de triste
resultado. Este pequeño triunfo envalentonó a los indios de
los alrededores. Los caciques de Abraiba, Abanumaque y Abi-
beiba organizaron un ataque en masa contra la pequeña guar-
nición española. Luego se supo que el instigador de aquella
revuelta había sido Abraibe que, por cierto, todavía se dolía
del robo de los siete mil pesos de oro. El ataque fue rechazado
por los hombres de Balboa, quien finalmente decidió regresar
a Santa María dejando tras él un pequeño destacamento de
treinta hombres, al mando de Bartolomé Hurtado. Segura-
mente Balboa tenía la intención de convertir a Abunamaque
en la base de futuras operaciones, pero aún no había llegado
el momento. Por lo pronto regresó confiado al Darién con la
convicción de que había dominado definitivamente la resis-
tencia indígena. Si no podía tener indios aliados, habría que
doblegarlos como vasallos. Por lo pronto renunció a empren-
der la marcha al reino mítico de Dabaibe. Ni siquiera un loco
se atrevería con los medios de que él disponía a embarcarse
en semejante aventura. Había que avanzar con cautela.
Las sucesivas expediciones se apoyaron en los datos su-
ministrados por el cacique Abibeiba y por otros indios, a los
que los españoles interrogaron con métodos expeditivos, ya
sea mediante tortura o con procedimientos más amables. Ha-
bían recogido una información prometedora sobre un país que
ningún español había visitado todavía. Se trataba de una pro-
vincia grande y populosa ubicada en las estribaciones de una
larga cordillera, al este del río San Juan. No se conocía la exten-
100
sión de la cordillera que ocupaban los de Dabaibe, aunque Col-
menares informó más tarde de que se extendían por las tierras
bajas hasta el golfo de Urabá, a la altura del río León. Averigua-
ron que se trataba de un lugar inmensamente rico, no porque
tuviese minas de oro, sino porque los indios monopolizaban
todo el oro que se manufacturaba en la región.10 Allí en el Da-
baibe existían fundiciones donde trabajaban —de sol a sol—
más de un centenar de artesanos fabricando las preciosas joyas
y figurillas antropomórficas que habían visto en el Darién. En
tierras de Dabaibe se desarrollaba también un activo comercio
doble con parajes remotos. Los indios permutaban el oro en
grano que traían a fundir a Dabaibe por suculentos mancebos
para ser comidos, también por jóvenes doncellas para el servi-
cio de sus mujeres, así como puercos, pescado, mantas de algo-
dón, sal, cuentas de hueso, piezas de cerámica pintada y figu-
ras de oro labrado. Las minas de donde los indios obtenían el
oro, «las más ricas del mundo» según averiguó Balboa, se en-
contraban a dos días de viaje de las tierras de Dabaibe, hacia el
este, y estaban en manos de unos indios caníbales, tremenda-
mente fieros. «Y cerca de este principal Dabaibe —anotaba
Colmenares en su famoso Memorial de 1516— hay una gente
que los indios les llaman caníbales o caribes, los cuales comen
carne humana, porque comen unos a otros, no comen ellos de los
10 «... y dicen que el oro no se saca en casa de este tiba Dabaibe sino en otros dos
tibas sus vecinos. Dicen que llaman al uno Tirrofi y al otro Maelay y que el tiba Dabai-
be ha de estos por sus tratos que tienen los unos con los otros, porque en unas provincias
se labran mantas de algodón y en otras se labran cuentas de hueso y en otras unas tazas
muy pintadas que los indios las tienen en mucho y en otras hacen sal y con esto traen
ellos sus tratos y mercaderías». Memorial de Rodrigo de Colmenares (¿1516?), AGI,
Patronato 26, R. 9. Por ser de interés crucial, este informe ha sido publicado en va-
rias ediciones. La más reciente la de Carol Jopling, Indios y negros en Panamá en los
siglos XVI y XVII: Selecciones de los documentos del Archivo General de Indias, South
Woodstock, Vt. y Antigua, Guatemala, es de 1994, pero conviene advertir que la tras-
cripción de los documentos que encontramos en esta obra está plagada de errores. Por
esa razón hemos consultado el original que reposa en el AGI en el lugar arriba indicado.
101
que comen carne de hombre, sino de los indios que no la comen.
Y estos caníbales tienen trato con este Dabaibe, y este Dabaibe
hace guerra a otros sus vecinos y tómales indios en la guerra
y estos que toma dalos a los caribes que comen; dáselos por
oro que le traen por fundir. Y estos caribes tienen muy buenas
minas en su tierra». El mismo capitán Colmenares aseguraba
que cuando participó en la expedición al Dabaibe había esta-
do muy cerca de estos indios caribes, a tan solo ocho leguas,
según sus cálculos. Pues había navegado «por un río muy
grande que tiene allí cerca del Darién» hasta cuarenta y cinco
leguas tierra adentro, justo hasta la provincia de un principal
«que se dice Ibebaiba». Este cacique —confesaba nuestro in-
formante— había solicitado a los españoles que le hiciesen
la guerra a los fieros caribes «porque los caciques les hacen la
guerra a ellos y los comen». Finalmente desistieron porque
solo habían sobrevivido cincuenta españoles y estos tan flacos
y hambrientos que eran incapaces de empuñar las armas.11
Sauer opina que las informaciones que habían recogido
los españoles eran en líneas generales ciertas y que los lugares
señalados de forma vaga e imprecisa pueden identificarse, si
se repasa con cuidado la topografía colombiana actual. Dice
así: «Las laderas orientales de la cordillera Occidental que
desaguan por el río Cauca estaban efectivamente ocupadas
por un tipo de aborígenes diferente y desusadamente feroz.
Una marcha de dos días hacia el otro lado de la cordillera hu-
biera llevado al grupo a las templadas colinas occidentales de
Frontino-Dabeiba o Urrao, al río Cauca, en las inmediaciones
de Antioquia. Allí había placeres de oro, explotados por los
indios, que en la época colonial llegaron a ser una de las fuen-
tes de mayor producción de oro en donde todavía hoy se ex-
plotan». Por último, el mencionado autor señala como posible
102
emplazamiento de las famosas minas de oro de Dabaibe al
oeste del río Cauca, en Buriticá.12
Bartolomé Hurtado y el pequeño destacamento que per-
maneció en Abunamaque apenas pudieron resistir varias sema-
nas. Enfermos y asediados por los miles de indios hostiles que
poblaban los cacicazgos del río, decidieron un buen día que ha-
bía llegado la hora de abandonar aquel lugar salvaje y en me-
dio de la nada. Todos tenían la certeza de que la muerte los
aguardaba en aquel rincón perdido de la selva, oculta tras la
maleza o en cualquier escollo del gran río. La partida se preci-
pitó cuando Bartolomé Hurtado supo por unos indios, a los
que hizo hablar con métodos expeditos, que se preparaba un
gran alzamiento indígena para acabar con todos los hombres
blancos. Balboa debía saberlo. No había tiempo que perder,
de manera que embarcaron en sus canoas y emprendieron la
retirada. Días después llegaban, exhaustos, al asiento de San-
ta María doce hombres y un sacerdote —el padre Sánchez—.
Eran los supervivientes del destacamento de Abunamaque.
La primera expedición al río Atrato había finalizado y los re-
sultados no eran demasiado alentadores.
Aquella entrada había proporcionado a Balboa una in-
formación valiosísima sobre los territorios aledaños al río
Grande. Eso nadie podrá negarlo. Pero ¿cuándo estaría en
condiciones de aprovechar aquellos conocimientos? Mientras
no llegaran nuevos refuerzos en hombres y armamento, su de-
bilidad era más que manifiesta. Por lo pronto, la pequeña co-
lonia de Santa María corría un grave peligro, el mayor desde
su fundación. La amenaza de la confabulación indígena pla-
neaba como una sombra siniestra sobre el poblado español.
12 Sauer, Carl O. (1966), The Early Spanish Main, Berkeley, University of Ca-
lifornia Press. La edición española: Descubrimiento y dominación española en el
Caribe, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 342.
103
Vasco Núñez de Balboa
y la geopsiquis de una nación
105
de Balboa se convierte en el signo proliferado de lo auténtica-
mente panameño: Balboa es el puerto canalero en el Pacífico,
es la máxima condecoración otorgada en el país, es la estatua-
monumento del héroe nacional, es el símbolo de la moneda
de Panamá, es el nombre de una cerveza popular, es incluso
parte de un estribillo de carnaval. Mi interés surge, entonces,
a partir de este nacimiento doble, el histórico real en 1510 y la
re-creación o mitificación del mismo a partir de 1903, al cual
habría que agregarle una tercera fecha, que si bien no es un
«origen» per se, sí es el principio o comienzo de una nueva
historia: me refiero al año 2000, fecha de entrega del Canal a
manos panameñas.
Con relación a lo anterior, mi investigación se enfoca en
torno a la formación de un concepto de identidad nacional
como forma de un discurso de «orígenes» en donde la distin-
ción entre conquistador vs nativo pierde su pureza para dar
paso a lo que posteriormente se conoce como lo propio ameri-
cano, y en el caso específico que me concierne, como lo propio
panameño. Ahora bien, aunque se pueden identificar varias
modalidades o narrativas en dicho discurso, dado el alcance
polimórfico de este fenómeno de identidad nacional, en este
artículo me ceñiré al análisis de la novela Núñez de Balboa. El
tesoro del Dabaibe (1934), de Octavio Méndez Pereira, educa-
dor y político panameño, en la medida en que la misma se
convierte en la «biografía novelada» de la nación al incorpo-
rar lo geográfico como razón de ser y justificación del dis-
curso de lo nacional. Pero antes de abordar la novela misma
me gustaría contextualizar y describir, utilizando una anécdo-
ta más reciente, en qué consiste este fenómeno discursivo que
yo denomino geopsiquis.
Vasco Núñez de Balboa, conquistador español del si-
glo XVI, adquiere la ciudadanía panameña durante los pri-
meros años de la República, a principios de este siglo. Este
106
«panameño nacido en España», tal como se lo describe en 1975
durante la ceremonia de inauguración de una estatua en ho-
nor al mismo con motivo de la conmemoración del centenario
del natalicio del descubridor del mar del Sur en su ciudad
natal, Jerez de los Caballeros, España, se convierte en un «ciu-
dadano» de las Américas gracias, no ya al hecho histórico,
sino a un mito geográfico.2 El entonces embajador panameño,
en el discurso que abría el acto oficial, calificó de justo home-
najear la figura de Balboa ya que el Adelantado fue el produc-
tor (en el sentido de hacedor) «del tercer hecho histórico más
grande del mundo, siendo el primero la venida de Jesucristo
y el segundo la venida de Cristo»; posteriormente, el diplo-
mático finalizó agradeciendo el gesto de los jerezanos de ren-
dirle homenaje a un «panameño nacido en Jerez de los Caballe-
ros» (La Estrella de Panamá).3
Quizás parezca redundante enfatizar algo cuya relevan-
cia no necesita ser proclamada. No obstante, más allá de una
defensa de lo obvio el fin de dicho «recordatorio» es reiterar-
la primacía del conquistador extremeño y por añadidura sa-
car a la luz el hecho geográfico, es decir, poner de manifiesto
la localización del evento.4 Un detalle curioso pero a la vez
107
sintomático y relevante enmarca la anécdota que acabamos
de señalar; el fragmento del discurso, en un gesto que no nos
parece fortuito, parafrasea un segmento de la dedicatoria con
que empieza la Historia general de las Indias, de Francisco López
de Gómara, en donde se coloca el descubrimiento de América
en tercer lugar de importancia después de la creación del
mundo y la venida de Jesucristo. En nuestra anécdota no solo
se altera el orden de prioridad (Jesucristo-América-Mar del
Sur), sino que se hace hincapié en la universalización del even-
to al vincularlo con lo religioso, y además se destaca ensegui-
da el hecho de la apropiación o «nacionalización» del descu-
bridor en el discurso oficial.
En una estrategia discursiva que recuerda el concepto
meridiano de suplemento, el gesto arriba descrito conlleva
una doble vertiente puesto que se añade a lo ya existente (la
historia, la genealogía, etc.), reiterando la importancia del
Pacífico como hecho trascendental, y en este sentido la acla-
ración termina siendo un exceso. Al mismo tiempo, al ameri-
canizar la figura se sustituye o suple la ausencia fundamen-
tal (es decir, el lugar del evento) tornándola en el eje generador
de la representación, con lo cual la aclaración crea o repre-
senta una nueva imagen que toma el lugar de la antigua figu-
ra histórica y por consiguiente no es ya exceso sino imperati-
vo. En una misma imagen convergen los opuestos, lo propio
y lo foráneo, exceso y ausencia. Y esta dualidad o hibridez
americana, este continuo intercambio y/o coexistencia de con-
108
trarios, que hace de un conquistador español un panameño
nacido en España, tiene un alcance que abarca todas las esfe-
ras de la cultura, desde lo literario e histórico a lo geopolítico
y etnográfico, y lo popular, fenómeno que ya ha sido expre-
sado de una manera u otra por Fernando Ortiz y Néstor Gar-
cía Canclini, entre otros. Es dentro de este vasto contexto en
donde ubico mi estudio sobre la figura del conquistador ex-
tremeño como el punto de enlace entre lo histórico, lo litera-
rio y lo geográfico.
Detrás del gesto de reafirmación y localización (en el
sentido geográfico) de la identidad nacional, mencionado an-
teriormente, subyace todo un complejo sistema de apropia-
ción y recuperación de la historia patria cuyo fin es lograr ese
«criterio de representatividad» que Ángel Rama, en su libro
Transculturación narrativa en América Latina, describe como
«impulso modelador» de la cultura y que se gesta en Latinoa-
mérica durante el período nacionalista de principios de siglo
hasta más o menos los años cuarenta.5 En el caso de la novela
de Méndez Pereira trato de mostrar cómo dicho criterio de
representatividad justifica la construcción de una imagen de lo
nacional a partir de una relectura y reescritura del «archivo»,6
basándome en tres elementos principales: la función o rol que
la figura femenina tiene como «madre» fundadora, la cons-
trucción del héroe como lo propio americano y la temática de
lo telúrico como resorte subyacente de la obra.
En 1934, Méndez Pereira publica un libro titulado El te-
soro del Dabaibe, narración de los hechos del descubrimiento del
océano Pacífico en 1513, en el cual utiliza información y citas
5 Estas ideas y frases en comillas provienen del primer capítulo del libro de
Ángel Rama.
6 El concepto de «archivo» se refiere al expuesto por Roberto González Eche-
varría, en su libro titulado Myth and Archive. A Theory of Latin American Narrative,
quien lo relaciona con los conceptos de ley, poder, secreto y origen (pp. 31-32).
109
directas de las crónicas para darle al relato un tono de veraci-
dad.7 Es por esto que Méndez Pereira abre la novela con una
nota al lector en donde asegura que en su relación no hay nada
«que no sea estrictamente histórico», y según él esto no po-
dría ser de otra forma ya que «la verdad sola, lo maravilloso real,
es más maravilloso que las maravillas imaginarias» (p. 225, la
cursiva es mía). Dos cosas sobresalen de inmediato: primero
el énfasis en lo verídico del relato y segundo la descripción o
clasificación del mismo como una «relación».
Empezaré por lo segundo. En el contexto colonial el tér-
mino «relación» se refería a un relato o informe de las cosas
acaecidas solicitado por la corona (Mignolo, pp. 70-75). Uni-
do a esto, González Echevarría, en Myth and Archive, nos re-
cuerda que la «relación» a su vez era el medio con el que el
individuo contaba para establecer un lazo (textual) con el po-
der burocrático ya bien como reporte, confesión penal o refu-
tación; en otras palabras, la relación era una forma de legiti-
mización (pp. 56-57). En la novela de Méndez Pereira no se
encuentra el sello distintivo de la narración en primera perso-
na del documento legal colonial, sino un narrador omniscien-
te en tercera persona, quien a lo largo de la obra intercala en
los diálogos y descripciones información entre comillas ex-
traída de las crónicas (Oviedo y Las Casas) para validar así su
propia versión. Es necesario, entonces, suponer que el autor
se siente impelido a «restaurar» y/o defender el honor del
Adelantado, refutando las versiones oficiales que lo condena-
ron por sedición y por asesinato (contra Diego de Nicuesa).
Este afán se destaca en la obra en la medida en que se presen-
ta al héroe como una víctima de las circunstancias, aunque
110
esto contradiga las versiones de Fernández de Oviedo y Las
Casas.8
Por otra parte, el criterio de verdad al que alude el autor
al inicio de la obra no se refiere a la veracidad de las crónicas
sino que sugiere una nueva «verdad», la que instituye la obra
de ficción; en este sentido la obra puede leerse como un alega-
to a favor del Adelantado. Se acude a un modo discursivo le-
gal predominante durante la colonia, la relación, como forma
argumentativa y punto de partida de la narración, a la vez
que se socaba, cuestiona y contradice la autoridad de las cró-
nicas para narrar la historia a su modo. También según Gon-
zález Echevarría, una de las características más persistentes
de la novela moderna es precisamente su afán en no parecer o
no ser literatura, y a razón de esto adopta muchas veces for-
mas híbridas en las que se crea «otro» texto permeado de las
circunstancias socioeconómicas que lo rodean y que estará
dotado con la capacidad de dar testimonio de una verdad
contingente con su momento histórico (p. 7). En este caso, las
circunstancias que propician esta narración son el incipiente
nacimiento de la nación panameña a partir de su recién gana-
da independencia de Colombia (1903), y la íntima conexión
de este hecho con la preocupante presencia norteamericana
en el istmo debido a la construcción del Canal por estos.
Encuentro pertinente en este momento referirme a la
idea de «nación» que Benedict Anderson desarrolla, en su li-
bro Imagined Communities, ya que creo que la misma toca muy
de cerca la problemática del caso. Según este crítico, la nación
111
es una comunidad política imaginaria cuyos rasgos definido-
res son el límite (la frontera) y el Estado soberano; a su vez,
Anderson también señala que la novela y la prensa sirven de
medios para representar dicha comunidad imaginaria nacio-
nal (pp. 6-7). En relación con la anterior definición de nación,
el caso panameño difiere de la misma en tanto que la legiti-
midad de la nueva república se pone en duda a partir preci-
samente de la problemática fronteriza (Panamá, el país de las
cinco fronteras como se lo ha llamado algunas veces) y de la
carencia de una soberanía absoluta, elementos ambos inhe-
rentes al concepto de nación que provee Anderson. Tal situa-
ción anómala, en la que se cuestiona la validez de dicha inde-
pendencia y el origen mismo de la nación, hace que frente al
Otro-invasor (USA) el criterio de «representatividad» busca-
do por la nueva república, conceptuado justamente como ori-
gen e independencia según Rama, aquí sea asumido post facto
como la lucha por la soberanía en su propio territorio a ma-
nera de efecto reiterativo, y no como causa a priori, de una
razón de ser que supera/trasciende lo histórico. De allí surge
la necesidad, lo cual es sintomático, de dirigirse, formar o
moldear a esta «nueva» comunidad cuyo «mal más hondo es
la ausencia del sentimiento de la nacionalidad en el pueblo
y la falta de fe en la existencia soberana» según lo diagnostica
en 1916 Eusebio A. Morales, uno de los fundadores de la Re-
pública (p. 6). Es por esto, y quizás como medida preventiva,
que una de las premisas o «causas» de la separación de Panamá
de Colombia se explica en términos de un llamado trascen-
dental a cumplir con la obligación a la que estaba sujeto el
istmo dada la situación de su territorio como paso de tránsito.9
112
Es aquí cuando la figura del conquistador asume su papel de
símbolo de lo nacional en la medida en que el mismo represen-
ta el «inicio» del país a nivel histórico-geográfico. La «relación»
que la novela anuncia ser responde entonces a ese llamado de
la nación que busca legitimar su existencia tornando una figu-
ra de su pasado colonial en un foundational father, para parafra-
sear el título del libro de Doris Sommer Foundational Fictions,
siendo esta esa «nueva» verdad histórico-geográfica a la que
me refería anteriormente.
Pero primero, para poder incorporar al Adelantado den-
tro de la galería de panameños ilustres era imperativa su «na-
turalización». Esta forma de legitimización responde al orden
de lo genealógico y lo territorial, por lo tanto, en la novela la
figura histórica es asociado con lo autóctono, es decir, con el
paisaje y lo indígena. Lo interesante es que el puente o lazo de
unión entre ambos conceptos, y por ende con el Nuevo Mun-
do, es precisamente una figura femenina cuya veracidad his-
tórica ha sido cuestionada por muchos historiadores paname-
ños en vista de que la misma carece de un nombre en las
crónicas y de que Balboa nunca la menciona; la existencia de
esta figura histórica solo se indica en las crónicas como hija
del cacique Careta que fue regalada a Balboa.10 A esta figura
sin nombre se le ha bautizado como Anayansi, nombre que
adopta Méndez Pereira. Por si fuera poco, las crónicas también
registran la presencia de otra mujer amerindia cuyo nombre es
Fulvia, según Mártir de Anglería (p. 156),11 y cuya existencia
bia en 1903. En dicho documento se menciona como motivos de la separación del istmo
el deseo de «recobrar su soberanía» y el deber que tiene el pueblo del istmo de desem-
peñar el papel a que está llamado a ejecutar dada la situación de su territorio (pp. 7-8).
10 En cuanto a la discusión sobre la veracidad histórica de la misma, ver Castille-
ro Calvo en Mitos y Chong.
11 Aunque existen referencias a la existencia de esta figura amerindia en las
crónicas de Las Casas y López de Gómara, pero no en Oviedo, solo P. Mártir de
Anglería cita el nombre de «Fulvia».
113
es verificada en las distintas crónicas aunque no se la nombre.
Esta otra amante india del Balboa-histórico, Fulvia, traiciona
no solo a su pueblo, sino que es la causa de la tortura de su
propio hermano al comunicarle a Balboa el ataque que este y
su gente planean contra él. Este detalle de intriga y traición
familiar no es pasado por alto por Méndez Pereira, quien de
una manera curiosa incorpora a la Fulvia-histórica (y con este
mismo nombre) como personaje menor en su novela.
Las dos figuras históricas femeninas carecen de una voz
propia, y al no darles un nombre (especialmente a «Anayan-
si») son prácticamente borradas de la historia, confundiéndo-
las con la nada, como dice Paz con respecto a la figura mexi-
cana de la Malinche en las cartas de Cortés. Esto contribuye
así a ese «silencio fundacional» de la conciencia americana
que describe Eduardo Subirats en su libro El continente vacío.
Empero, en la novela tal ausencia se convierte en uno de los
ejes principales de la narración, ya que a la desconocida prin-
cesa amerindia (la hija de Careta) se la representa como la fi-
gura materna fundacional de la nueva raza híbrida. Es decir,
es ella el punto de contacto o comunicación entre el extranjero
y la tierra. Anayansi-personaje, «reconoce o entiende» la su-
perioridad del invasor y se ve impelida a unirse a él; ella es el
vehículo por medio del cual Balboa se entera de las riquezas
increíbles de un lugar llamado Dabaibe y de la existencia del
Pacífico, aunque en las crónicas es otro el informante. Cabe
señalar que con respecto al personaje de Anayansi en la nove-
la, si bien en el mismo se canalizan todos los estereotipos a
partir de los cuales se construye la imagen del Yo-Europeo y
que hicieron posible la conquista (sumisión, sensualidad, de-
bilidad, inferioridad, ingenuidad), se introduce una variante
al caracterizarla como una «seductora Salomé» que hechiza a
Balboa, planteando con esto una colonización a la inversa dada
en términos de lo erótico. Nos encontramos con una femme
114
fatale que es capaz de encantar por medio de un sensual bai-
le, llamado por el autor «La danza del amor» (p. 42). Dicha
escena, descrita a la manera del modernismo exoticista lati-
noamericano decimonónico y que merece ocupar todo un
capítulo de la novela, plantea la «conquista» del «Otro» ex-
tranjero.
Las discrepancias y similitudes entre las crónicas y la no-
vela, es decir, lo que se dice y lo que se oculta, son reveladoras.
En la novela se sugiere que las acciones del conquistador llevan
el sello del amor especial que por la amerindia sentía el español,
aunque en realidad las Anayansis de Balboa hayan sido mu-
chas como apuntan las crónicas. Además, se presenta en la
obra de ficción una escena de seducción a través de la danza,
cosa que no existe en las crónicas. Y posteriormente, se identi-
fica a Anayansi-personaje como la motivación o razón de la
decapitación del héroe. Esto se explica en términos de un
triángulo amoroso en el que los celos que uno de los soldados
de Balboa (Garavito) sentía, debido a su interés por la hija de
Careta, lo llevan a traicionar al Adelantado revelándole infor-
mación a Pedrarias. Si bien es cierto que en Las Casas se men-
cionan las tensiones entre Balboa y este soldado, este factor no
deja de ser presentado como un elemento menor dentro de
toda la intriga de la que Balboa es víctima.
El problema surge cuando es necesario disculpar o ate-
nuar en la novela el gesto fratricida de la Fulvia-histórica an-
tes mencionada; es decir, cómo representar la traición que
permitirá la formación de otra raza. Para esto se recurre a la
Anayansi-ficticia como la portavoz del mensaje y no a la pri-
mera (Fulvia-personaje). En otras palabras, la Fulvia-ficticia le
confiesa a Anayansi-personaje lo que trama su hermano y es
esta última la que le revela todo al conquistador. Con esto,
técnicamente, en la novela no es la hermana la traidora sino
un tercero (Anayansi-ficticia) cuya motivación es el amor.
115
Este intercambio en los roles en contraste con la versión histó-
rica real es contradictorio, ya que si bien se pretende disculpar
o disimular la traición fratricida como el origen de la nación,
esto se cancela en el momento en que la Anayansi-personaje
se refiere a la Fulvia-ficticia como «nuestra esclava» (p. 56).
Esta Salomé o «Venus de cobre», como la describe el autor en
la novela (p. 39) —causante de la decapitación simbólica de
un pueblo— de conquistada pasa a ser conquistadora y alia-
da. Y aunque para salvaguardar la pureza de la unión entre el
colonizador y la amerindia se solapa la promiscuidad del es-
pañol al hacer de la segunda concubina una esclava, se sigue
manteniendo el paradigma de subyugación a través de un
proceso de asimilación.
Esta integración a la cultura del Otro —por parte de Ana-
yansi— se explica en la novela sobre la base de un providen-
cialismo cuyo comportamiento del personaje responde al lla-
mado superior de la formación de una nueva raza. Aunque
mucho más se podría añadir en este punto, me restrinjo a se-
ñalar dos cosas: primero, que con la imagen de Anayansi
como «conquistadora» en la novela se reinscribe la relación
jerárquica de poder colonial (amo/esclavo) desde el interior,
en la medida en que se despoja al ente real de su propia me-
moria histórica y se le impone una identidad desde el exte-
rior; proceso descrito por Subirats como un vaciamiento de la
conciencia americana. Y en segundo lugar, es que ¿no está
acaso la misma traición fratricida contenida en la separación
de Panamá de Colombia a los ojos del resto de Latinoamérica
en ese momento? ¿No es acaso el llamado de Anayansi-perso-
naje una alusión al deber trascendental del istmo dada su si-
tuación geográfica? Como resultado directo del gesto anterior,
la desconocida no solo adquiere un nombre, «Anayansi», sino
que además se convierte en un elemento crucial del discurso
panameño de identidad nacional.
116
Por una parte, quizás la mejor prueba de la relevancia de
esta figura amerindia en el proyecto de construcción de la na-
ción es el hecho de que si bien Anayansi-personaje es una in-
vención literaria, no es, como se cree, una invención de Mén-
dez Pereira, sino el producto de conversaciones y tertulias de
intelectuales en un café a principios de los años veinte. Dicho
grupo de letrados, movidos por un interés colectivo por pro-
veer a Balboa de una pareja, le dan vida y nombre a la desco-
nocida; tal vez con el afán de crear así el romance nacional
apropiado. Tal hecho explicaría entonces por qué el personaje
de Anayansi aparece, como compañera del Adelantado y con
dicho nombre, por primera vez en un libro de 1926 titulado
Caciques y conquistadores del nicaragüense Salvador Calderón
Ramírez. Dicho escritor no solo vivió y participó de la vida
intelectual en Panamá, sino que también fue amigo de Mén-
dez Pereira. Además, Calderón Ramírez fue catalogado, por
el presidente del país de aquel entonces, como el «Ricardo
Palma panameño» en vista de la naturaleza de su libro cuyo
formato es el de las «tradiciones»; un género literario que has-
ta ese momento hacía falta en un canon que estaba en el pro-
ceso de construirse.12
12 Hasta ahora no me ha sido posible esclarecer el origen y/o sentido del nombre
Anayansi, aunque he encontrado dos datos que, si bien pueden ser cuestionables, no
dejan de ser interesantes como posibles hipótesis sobre la procedencia de dicho
nombre. Mi primer dato proviene de la tesis o trabajo de graduación de Matilde
Edwards que trata sobre esta misma novela de Méndez Pereira. En dicho trabajo, la
autora establece que «Anayansi» parece el resultado de una mezcla del castellano
«Ana» con terminación indígena «Yansi», opinión esta que coincide con mi propia
hipótesis inicial sobre el significado del nombre. No obstante, según la autora de
esta tesis Méndez Pereira le confiesa que el nombre lo leyó en una vieja crónica
de difícil acceso o localización (p. 184), pero en vista de que el nombre de la cróni-
ca no se menciona la referencia adquiere un carácter informal que da pie a especular
sobre la veracidad de la información provista. Es decir, no podemos saber con exac-
titud si es la negligencia de Edwards o un olvido (intencional o no) o reserva de
parte del escritor lo que nos priva de la fuente bibliográfica. La otra pista sobre el
asunto, versión por la cual me inclino, ya que un origen colectivo del nombre expli-
117
Por otra parte, tenemos que Méndez Pereira, a través de
un proceso que llamo «naturalización», no solo establece la co-
nexión del héroe con la tierra por medio de la figura de la indí-
gena (en la medida en que a mayor amor mayor apego e interés
por cultivar la región) sino que además presenta al conquista-
dor, Balboa, como un profeta de su pueblo. Esto se manifiesta
en la novela en dos momentos cruciales: a la hora de la muer-
te, Balboa personaje ve el futuro del istmo, ve la tierra dividi-
da en dos y poblada de extraña gente «fornid[a] y rubi[a]»
(pp. 135-137); y una vez muerto, al aparecérsele como fantasma
a Anayansi le señala a esta la ruta transatlántica a seguir, del
caría el silencio u olvido de Méndez Pereira, me fue provista en una entrevista perso-
nal hecha al profesor Marcos A. Robles, historiador y jefe de la sección de libros raros
y antiguos de la biblioteca de la Universidad de Panamá. Según este historiador es
probable que dicho nombre tuviera un origen colectivo producto de alguna tertulia o
conversación informal en el Café Coca-Cola, lugar donde se reunían los intelectua-
les de la época durante los primeros años de la República. En dichas reuniones salió
a relucir la aparente soledad amorosa de Balboa, en comparación con otras figuras
españolas como Cortés, y en respuesta a esa preocupación se formalizó la idea de
acompañar a Balboa de una dama y de escribir sobre ella. Grosso modo, este es el
resumen de lo que parece ser un secreto a voces en los círculos académicos paname-
ños pero de lo cual no hay ninguna documentación o registro oficial que lo corrobo-
re. Lo que sí es incuestionable es la participación de Méndez Pereira no solo en di-
chas tertulias, sino en todo el ámbito intelectual de su época; se puede asumir
entonces que Calderón R., siendo residente de Panamá por este mismo período y
amigo de Méndez Pereira, también haya participado de dicho medio. Aunque no
podría determinarse si hubo un acuerdo entre ambos escritores con respecto al nom-
bre de la amerindia, lo cierto es que dicho nombre aparece por primera vez en 1926
en el libro del nicaragüense, cuya obra está hecha siguiendo el modelo de las Tradi-
ciones peruanas y en donde se narran hazañas y anécdotas de indios y conquistado-
res de la Tierra Firme (Panamá) y Nicaragua. Debido a este detalle, como ya men-
cioné anteriormente, se le adjudica a este escritor el título del «Ricardo Palma
panameño», según una carta del presidente de Panamá de ese momento, Ricardo J.
Alfaro, dirigida al autor con motivo de la publicación de la obra. Tanto dicha carta
del presidente como otra carta de Méndez Pereira para Calderón R. se incluyen a
manera de prólogo en la obra. El detalle del nombre, o mejor dicho de las historias
del misterio de su origen, lo cual trae a la memoria los cuentos de Borges, no debe
pasar desapercibido en vista de la relevancia que cobra la figura de «Anayansi»
dentro del discurso de identidad nacional que Méndez Pereira trata de fomentar.
118
Atlántico al Pacífico. La referencia histórica aquí no es otra
que la implícita construcción del Canal por los americanos.
Esta premonición o visión del Canal transforma a la figura
histórica en profeta de su tierra y lo convierte así en emblema
por excelencia de lo nacional, ya que junto con la construc-
ción del Canal se inicia el proceso de monumentalización de
la historia. Sin embargo, ¿no se trata una vez más de una
identidad impuesta desde el exterior, como en el caso de
Anayansi, pero ahora curiosamente aplicada al conquistador
mismo? Es decir, en el momento desde el cual se escribe la
novela, lo foráneo es el rubio americano y no ya el rubio es-
pañol (Balboa mismo). El conquistador al final de la obra ha
sido asimilado o transformado en lo propio o lo nacional por
oposición a todo lo que el nuevo conquistador americano re-
presenta.
La narración, como hemos visto, re-inscribe o re-escribe
el pasado incorporando el motivo geográfico de la agenda po-
lítica de autolegitimación y discurso de lo nacional de ese mo-
mento. Para la nueva República, dicho evento —el Canal— se
convierte en un elemento crucial en el desarrollo de la noción
de ciudadanía: la región —el istmo— había finalmente logrado
realizar su destino como vía de tránsito que conectaba los dos
océanos para el beneficio del mundo. Luego entonces, Mén-
dez Pereira (que en algunos de sus escritos políticos había ex-
presado ya la necesidad de educar y crear en el pueblo una
consciencia nacional), usa la figura del Balboa-personaje
como emblema de la herencia hispana en contra de la inmi-
nente amenaza del norte y así hace de Balboa el símbolo del
ideal nacional que se necesitaba.
Lo curioso de este hispanismo de Méndez Pereira es que
no coincide del todo con el tono nostálgico del hispanismo
puertorriqueño de principios de siglo; ni tampoco se plantea en
términos del ideal arielista que opone a la barbarie materialista
119
de la América anglosajona, una América Latina, aristócrata y
heredera de la cultura clásica grecorromana. Méndez Pereira
se sitúa más bien en un ambivalente plano intermedio, y pro-
pone un héroe nacional que apela tanto a la tradición y herencia
del pasado hispano como también a ciertos valores o catego-
rías pragmáticas que se acercan más al modelo nórdico. Esta
ambigüedad en la definición de la nueva nación es lo que le
permite a esta comunidad imaginaria panameña, para usar
los términos de Anderson, visualizarse de una manera abarca-
dora y global, a pesar o precisamente a causa de su problema
fronterizo y de ser un estado soberano a medias, incorporan-
do como ciudadanos suyos desde exnacionales colombianos
hasta antiguos conquistadores españoles. El mecanismo por
medio del cual se logra dicha «naturalización» de la figura
histórica se puede apreciar más claramente en un ensayo polí-
tico de Méndez Pereira de 1923, titulado Concepto de ciudada-
nía, en donde él plantea que la noción de ciudadanía se define
sobre la base de una categoría atemporal y ubicua que no es
otra que el trabajo (En el surco, p. 13). En otras palabras, la idea
de ciudadanía para el caso panameño no está limitada ya a
tener una tierra natal designada por nacimiento o por ser un
antiguo colono de la misma, como en Europa, sino que incor-
pora el concepto de trabajo como una virtud que puede in-
cluir a los nuevos colonos como candidatos a tal ciudadanía.
Quien trabaje la tierra o haga algo productivo de ella (como es
el caso de Balboa-personaje) puede convertirse en ciudada-
no de dicha nación. En la misma medida en que los panameños
de principio de siglo se veían a sí mismos como «constructo-
res» de una «nueva» nación (acto que les permitía ganarse su
ciudadanía), el conquistador español del siglo XVI que logró
organizar y construir una comunidad en medio de la selva,
según las crónicas, también puede ser percibido como otro
ciudadano.
120
La yuxtaposición, contraposición o coexistencia entre
tradición o costumbre vs productividad social o —para usar
los términos actuales relacionados con el Canal— entre sobe-
ranía vs servicio da cabida a un discurso de «orígenes» cuya
ambivalencia hace imposible la definición e incluso la «locali-
zación» de la identidad panameña. Tomando en considera-
ción lo anterior es indicativo, entonces, el uso de frases tales
como «Panamá y/o el Caribe, Centroamérica y/o Panamá» en
títulos de periódicos, revistas o libros, en las que las conjuncio-
nes «Y»/«O» son deícticos que introducen, simultáneamente
y por partida doble, a nivel lingüístico tanto la negación como
la reiteración de la problemática de la ausencia/presencia o
exclusión/inclusión de este fenómeno discursivo que denomi-
no geopsiquis. Y cuando de literatura se trata, este mismo fe-
nómeno de identidad nacional un tanto híbrida se manifiesta
a través de una polémica sobre el origen de la «presencia de
una sostenible faena literaria» (Jurado, pp. 31-32) en el istmo.
En la medida en que se cuestionan tanto el cuándo y el cómo
de la literatura nacional se pueden encontrar versiones que
abogan por un origen reciente del quehacer literario de la
nueva república, o por un origen cuyas raíces datan desde
la colonia. Por ejemplo, hay quienes plantean que Panamá ha
tenido una tradición narrativa que empezó en el siglo XIX con
la publicación de La verdad triunfante, de Gil Colunje, una no-
vela romántica de 1849, mientras que otros insisten en que tal
tradición no existe sino hasta el siglo XX.13 Por otro lado, para
13 La novela de Gil Colunje fue una novela por entregas (1849) luego hecha
folletín en 1901. En 1948, Rodrigo Miró, el más importante antologista e historiador
literario panameño, identifica como «primer ensayo» de novela la obra de Colunje
mientras señala como «punto de partida» de la novela en el istmo, la novela Josefina
(1903) de Julio Ardila. A partir de entonces, las opiniones y/o criterios sobre cuándo
o cómo empieza la tradición narrativa panameña divergen y se contradicen; al res-
pecto, se puede consultar las obras de Revilla, E. Ramírez, García S., Miró, Jurado,
Vergara Díaz.
121
algunos críticos, como Ramón H. Jurado, durante las prime-
ras décadas de la República el motivo telúrico es reemplazado
por una fe en el determinismo geográfico del istmo (p. 43),14
representado por historias como la de Méndez Pereira, en tan-
to que para otros por el contrario tal determinismo es el prin-
cipio mismo de la literatura panameña, un principio que se
puede rastrear hasta la colonia.
Quizás toda esta polémica explique un poco el porqué es
tan difícil «localizar» o situar la literatura panameña en los
manuales y antologías literarias tanto de la región como del
continente. En la mayoría de los casos dicha sección sobre la
literatura de Panamá brilla por su ausencia o es muy escasa.
Esto se debe a que acaso se le considera una literatura «me-
nor» con relación al resto de la literatura latinoamericana, o
bien porque a nivel conceptual el poder ubicar o imaginar la
problemática de lo propio panameño dentro de un contexto ya
sea caribeño, centroamericano o colombiano representa un
122
ejercicio mental de una validez cuestionable; tal como lo sería
cualquier taxonomía, clasificación, nomenclatura u organiza-
ción arbitrariamente impuesta, y cuyo carácter dice más de
nuestras propias limitaciones y necesidades como humanos
que de la cosa en sí.
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127
Vasco Núñez de Balboa
y la integración de la historia universal
Panamá, 2013.
La conmemoración del quinto centenario de la llegada
de los primeros europeos a las Indias Occidentales ha suscita-
do las más vivas polémicas y también innumerables celebra-
ciones, recordándose gestas destacadas y personajes que par-
ticiparon de manera singular en la conquista y exploración
del Nuevo Mundo. Se ha exaltado y denigrado, según el caso,
el atropellado acontecer de esos años últimos del siglo XV y
primeros del XVI cuando se encuentran, con mansedumbre o
con violencia, poderosas civilizaciones y numerosas culturas
que habían vivido, hasta entonces, en la ignorancia total de
su existencia. Continentes enteros chocan por primera vez
en su historia y de esta colisión surge un mundo nuevo que lle-
ga hasta nuestros días. Hoy, a cinco siglos de distancia, trata-
mos aún con pasión el comienzo de esa nueva etapa de la hu-
manidad. Intentemos, por igual, apreciar un significado de
conjunto que supere cada acontecimiento infeliz o afortunado,
pacífico o guerrero, que permita imponer marcas significativas
en la evolución de la raza humana. Tratemos de reflexionar
sobre el sitio que ocupó nuestra geografía ístmica en esos
129
acontecimientos de ruptura de un orden y de una estructura
antiguas, en la escala planetaria, global.
El llamado descubrimiento de América, empresa inmen-
sa bajo el liderazgo de Cristóbal Colón abre ya hace cinco si-
glos un nuevo capítulo de la historia humana. Surge, de este
hecho, la virtualidad de la integración plena del hombre al
revelarse mutuamente la existencia del último gran continen-
te de la Pangea original que derivó hacia el oeste centenares
de millones de años antes y que pobladores del Viejo Mundo
ocuparon desde quizás más de quince mil años atrás, en mi-
graciones de las cuales se perdió todo recuerdo histórico.
Cristóbal Colón simbolizará, en adelante, el esfuerzo por
reencontrarse los hombres de América, de Eurasia y África y
generar una nueva historia, la universal, confluencia de lo
que hasta entonces no eran más que historias parciales, que
manifestaban el quehacer más relevante y los logros del hom-
bre en diversos estadios de su evolución en cada parte del
planeta. Historia que en adelante fabricarán cada vez más
juntos, aunque no lo fuese, lo más a menudo, en armonía o en
paz. Historia que hacen desigualmente, en donde ha faltado,
casi siempre, la justicia y el respeto, en donde el fuerte domi-
nó imperialmente al débil y se impuso finalmente las formas,
las lenguas, las técnicas y los valores de la civilización europea
para convertirse simplemente en la cultura internacional pre-
sente hoy en todas partes. Pero también es la historia de ricos
y variados intercambios biológicos, culturales y humanos en-
tre hombres de tres continentes que no cesan de comunicar y
hasta de unirse en los últimos cinco siglos, a los que se aña-
den, en el mismo tiempo, los puñados de humanidad de
Oceanía. Sin embargo, 1492 representará el fin de una época y
el inicio de una nueva era que terminará posiblemente pronto
cuando el hombre se lance a la conquista definitiva de nuevos
espacios siderales, cuando ponga los pies por primera vez en
130
un planeta de nuestro sistema solar. Esa es, a mi juicio, la prin-
cipal significación del quinto centenario de acontecimientos
que van mucho más allá del encuentro, de por sí ya importan-
te, de hombres y de culturas. Es el surgimiento por primera
vez de una historia de la humanidad, la historia universal con
todos sus complejos y tortuosos acontecimientos y fenóme-
nos, con todas sus inmensas virtualidades de realización y de
desarrollo de la raza humana.
Aparejada a la primera gesta colombina y en línea direc-
ta con ese evento encontramos la epopeya de Balboa apenas
veintiún años después, escenificada en Panamá. Así como Co-
lón abre un nuevo continente que se integra al Viejo Mundo,
Balboa abrirá simbólicamente un océano, el mar del Sur, que
cerrará el círculo de esta integración, que unirá, definitiva-
mente, al planeta entero. Fenómeno que completa el viaje in-
augural, el periplo de circunnavegación de Magallanes-Elca-
no, solo unos años después. Tres eventos ocurridos en solo
treinta años, protagonizados por individuos de la Península
Ibérica, de España y Portugal, por navegantes y conquistado-
res, por exploradores y colonizadores que tendrán repercu-
siones inmensas, inimaginables, en la historia de la Tierra.
En 1501 un joven español de apenas veintiséis años de
edad, de Extremadura, seca tierra de conquistadores, a medio
camino entre Castilla y Andalucía, llega a Santo Domingo con
el ánimo de hacer fortuna, pero el destino lo llevará, nueve
años después, en 1510, al golfo de Urabá, en donde conocerá
su apoteosis. Allí, se eleva rápidamente al mando de un pu-
ñado de compañeros que conquistarán, poco a poco, el Da-
rién y las tierras del golfo mencionado. Loca aventura en busca
de oro y de gloria por los siniestros pantanos del Atrato, en-
tradas épicas en las playas del Darién, cabalgadas, guerra y
muerte llevan y también encuentran estos españoles atrapa-
dos en el mundo tropical, verdugos y víctimas en una historia
131
inevitable. Balboa se dedicará más al territorio actualmente
panameño, a la vertiente del Caribe del Darién y al valle alto
y medio del Chucunaque en donde establecerá alianzas con
los vencidos y estrenará una política de concertación ignora-
da infelizmente por su sucesor y asesino, Pedrarias Dávila, el
fundador de Panamá. Vasco Núñez de Balboa se curte bajo
los soles y el agua salobre de la costa panameña y colombiana
y se radica en Santa María la Antigua del Darién, ciudad per-
dida desde temprano, cuyo sitio desapareció para siempre. El
hace, con su gente, una epopeya grandiosa que exhumamos
de papeles viejos, recogida también por el distante humanista
Pedro Mártir de Anglería, por el incansable, prolijo y fanático
Bartolomé de Las Casas y, sobre todo, por Pascual de Anda-
goya, el historiador, vecino del Darién y por Gonzalo Fernán-
dez de Oviedo, renacentista exiliado por su propio gusto en
los trópicos, otro portento de la inteligencia, actor, cronista y
testigo de la grandeza. Ellos nos cuentan, desde su personal
enfoque y a veces con amplia distancia temporal, una serie de
datos y de hechos que unimos para recrear, con temor a errar
y elegida humildad, una época pasada, heroica, legendaria,
sin duda épica, que tiene por escenario nuestra misma geo-
grafía que trasciende, gracias a la historia, para ocupar un si-
tio destacado en el vértice de los grandes descubrimientos
que a través de los siglos han conformado nuestro mundo
actual.
Vasco Núñez de Balboa tiene todas las características del
héroe nuevo, del Renacimiento europeo. Para Las Casas era
«mancebo bien alto y dispuesto de cuerpo», blanco, pelirrojo
y apuesto, generoso y desmedido, elocuente, carcomido por
la sed de aventura, malicioso, astuto e ingenuo a la vez, ambi-
cioso, rectilíneo, con inusual sentido común, «magnífico cau-
dillo fronterizo», enérgico capitán y suave compañero, se ade-
lanta a sus hombres y enfrenta los peligros, toma el mando
132
y lo ejerce con eficacia. Político consumado que cuida todos
los frentes, en la sobrecogedora selva darienita, en la reciente
colonia dominicana y en la vieja corte castellana, Balboa lo
tiene todo al mismo tiempo y vivirá, con inusitada intensidad,
solo cuarenta y dos años, los suficientes para dejar su nombre
para siempre en la historia de la humanidad, para trascender
y colocar el nombre del Darién y en consecuencia el del istmo
panameño en el eje central de la gran cuenca del Pacífico,
océano destinado hoy a albergar en sus riberas el corazón y el
motor del mundo del futuro.
Vástago de una antigua y noble casa empobrecida, de
ministros y prelados medievales, originarios de Galicia y esta-
blecida en la áspera Jerez de los Caballeros, Balboa sirve de
paje en una casa noble, sigue luego la tradición aventurera
de muchos jóvenes de su condición y embarca para América,
en 1501, en pos de su destino. Después de una rápida visita al
golfo de Urabá regresa a La Española en donde se convierte
en criador de puercos, negocio en el que naturalmente fracasa
este hombre nacido para ser conquistador, gobernador del
Darién, capitán general y Adelantado del mar del Sur.
Panamá y Balboa unen sus destinos desde el principio.
Vasco Núñez de Balboa hará parte de la expedición de Rodri-
go de Bastidas que por marzo de 1501 llega, por primera vez,
a nuestras playas, que tocará, antes que ningún europeo, la
geografía de nuestra costa del Caribe. Ser y territorio están
predestinados podríamos decir, ambos serán actores del
acontecimiento geográfico más importante del quinto cente-
nario después del mismo descubrimiento de América. Ambos
unirán sus destinos en una era que, hoy, creeríamos sobrena-
tural, de leyenda, de mitos y milagros. Balboa y su tropa en-
frentan, con la tecnología precaria de su época y sobre todo su
determinación, un espacio desconocido y amenazador, con
vagas noticias sobre un gran océano que linda con riquísimos
133
parajes que estimulan la imaginación y son el mejor acicate
de su espíritu. Panquiaco, avispado hijo del cacique de Co-
magre, entra en la historia al informarle, de manera explícita,
sobre la existencia de otro mar allende las montañas, al sur
del Chucunaque, en cuyas riberas se asientan opulentos rei-
nos, llenos de oro y de humanidad. Alentado por estas noticias,
Balboa atraviesa el istmo del Darién en veintinueve largos
días de encuentros amistosos o penosos, batallas y descansos y
avista el océano Pacífico desde las bajas alturas de las últimas
estribaciones del sureste de la serranía de Majé, un 25 de sep-
tiembre de 1513, y llega a sus aguas cuatro días después, el 29
de septiembre, al tocar la orilla del golfo que él mismo llama-
rá de San Miguel. Allí, con veintiséis compañeros escogidos,
acuden a una ceremonia antigua, muy formal, a una orgía
verbal y gestual de posesión de un vasto océano para el cre-
ciente imperio hispánico. De un mar inconmensurable cuya
magnitud todavía no sospecha y cuyo futuro, extraordinario,
no podrá ni siquiera imaginar.
Hablando de Balboa y del Darién, su más grande biógra-
fo, Kathleen Romoli, declara que «el territorio y el hombre
están tan íntimamente unidos que no pueden contemplarse
separados». Es tan estrecha su relación que Vasco Núñez de Bal-
boa inicia la conquista del Darién y perece con él. Más que
toda su vida aventurera, su pulso vital se concentra en la epo-
peya que protagoniza en el istmo más oriental de la América
Central, con su hueste española y sus ayudantes indígenas.
Allí, en ese recóndito girón del trópico húmedo del Nuevo
Mundo sienta Europa la primera cabeza de playa en Tierra
Firme americana. Durante pocos años, los más intensos de
Balboa, será el Darién laboratorio de adaptación de los inmi-
grantes a un ambiente difícil y peligroso, con una naturaleza
densa, distinta y sobrecogedora pero también cargado de otra
humanidad, de lengua cueva, de seres humanos víctimas más
134
que actores de la nueva historia universal. Hombres de dos
continentes separados por un gran océano se miran y se en-
frentan por primera vez bajo el dominio arbitral de Balboa.
Plantas y animales del Viejo Mundo y seres humanos del yer-
mo paisaje del Mediterráneo se aclimatan en esta parte del
planeta, el verdadero desierto verde y feraz para los no inicia-
dos en sus secretos, en su mágica geografía. Acla y Santa Ma-
ría la Antigua, pobres aldeas incipientes, inauguran el modelo
urbano europeo en la América continental y en esta última
se establece la sede de la primera gobernación y el primer
obispado de Tierra Firme, símbolos del poder imperial y del
cristianismo, bases de la civilización occidental que se expan-
de, arrolladoramente, por el Nuevo Mundo. El corto ciclo del
Darién, de prueba y de aprendizaje, apenas supera en pocos
años la gran epopeya del descubrimiento del Pacífico y la
muerte de su héroe, el asesinato de Balboa en 1519. Se ha di-
cho con razón que con el holocausto de Vasco Núñez de Bal-
boa muere el Darién. Balboa no hubiese sido lo que fue sin el
Darién y el Darién no hubiese trascendido sin Balboa. Su re-
velación al resto del mundo, en la costa darienita, de un in-
menso océano que servirá para unir al mundo y crear al fin
una historia global, es un evento que desborda las fronteras
de la región, del país y hasta del continente. Supera la geogra-
fía pero también el tiempo y se proyecta para siempre al por-
venir. Así, el istmo panameño convierte a Balboa en ser intem-
poral, permanente, universal.
El descubrimiento del mar del Sur revela a los europeos
el carácter ístmico de Panamá, hecho indispensable para
crear el istmo en sentido funcional, unas décadas después,
como región privilegiada del paso de hombres y de bienes,
de intercambios y de encuentros, en el centro del continente
americano. En adelante surge la posibilidad, verificada por
su historia y transformada en realidad secular, de convertir
135
a Panamá en elemento clave de la nueva Economía-Mundo
que caracteriza a la Modernidad y que surge con el descubri-
miento, la conquista y la colonización de América, de su in-
tegración a la civilización occidental, hoy planetaria. Dos
acontecimientos geográficos e históricos fundamentales, el
descubrimiento del continente americano y luego del océa-
no Pacífico ocurridos hace cinco siglos harán del nuestro el
puente entre continentes y entre mares y otorgarán a Pana-
má, hasta hoy, un papel extraordinario en la comunicación y
el transporte internacionales. Durante siglos los europeos se
afanarán en la búsqueda de un paso marino entre los dos
grandes mares y finalmente lo lograrán mediante el esfuerzo
humano, con el trabajo de hombres y máquinas, con la aper-
tura de un estrecho artificial, del Canal de Panamá en 1914,
que cerrará una era de la historia del océano Pacífico y abrirá
otra, la actual.
La llegada de los europeos al océano Pacífico a princi-
pios del siglo XVI ofrece posibilidades extraordinarias a la evo-
lución de su amplia cuenca que ocupa casi la mitad del plane-
ta. El avistamiento del océano Pacífico por parte de Balboa
desde la costa del Darién abre, en diversas escalas de magni-
tud creciente, nuevas e insospechadas posibilidades a la acción
de los españoles en las inmediaciones y permitirá al nuevo
héroe, un poco después, en naves de madera y tablas, dimi-
nutos bergantines que atraviesan el istmo cargados en peda-
zos a lomo de hombre, las expediciones al sur, en el hermoso
archipiélago de las Perlas prolijamente recorrido y saqueado.
Permitirá a los conquistadores, todavía más tarde, las accio-
nes hacia el oeste, para fundar la ciudad de Panamá en 1519 y
conquistar y colonizar la vertiente del Pacífico que hoy cono-
cemos como provincias centrales. Lo harán a partir de la
diminuta ciudad de Natá, establecida formalmente pocos
años después, en 1522. A una escala más vasta, la llegada de
136
los españoles al océano Pacífico abre las posibilidades a las
expediciones ultramarinas hacia la América Central y sobre
todo hacia la América del Sur, en un amplio ciclo de conquista
de los espacios americanos repletos de oro, plata y productos
nuevos, de maíz y patatas, de más brazos y almas para la Co-
rona hispánica y su integración a un imperio europeo hege-
mónico y a la civilización occidental en inevitable expansión
que entra en contacto, más bien violento con resultados desi-
guales, con otras civilizaciones y otras culturas e inicia su fe-
nomenal marcha para alcanzar su forma actual. Hará también
posible, mucho más tarde, la exploración, conquista y coloni-
zación de la costa del Pacífico de Norteamérica hasta las ribe-
ras más septentrionales. Permitirá a los europeos, a una escala
todavía mayor si es posible, la conquista y exploración a lo
largo de los siglos siguientes, por parte de avezados marinos
que emprenden viajes interminables bajo duras condiciones que
duran años, de Portugal, España, Francia, Inglaterra, Holan-
da, en el siglo XVIII también de Rusia y en el XIX de Estados
Unidos y Alemania, del vastísimo océano, el más grande del
planeta. Hará posible el «descubrimiento» de otras tierras y
otros hombres, de millones de seres humanos y de millares de
islas regadas en la inmensidad acuática y hasta de un conti-
nente perdido desde la prehistoria, llamado finalmente Aus-
tralia y otro helado y vacío de humanidad, todavía más austral,
la Antártida cubierta de una gruesa capa de hielo que tiene,
en su centro, al Polo Sur. Permitirá a los hombres de todos los
continentes y por primera vez, tener conciencia recíproca de
su existencia, de inaugurar el concepto pleno de humanidad.
Establecerá las bases del encuentro complejo y delicado, vio-
lento y amistoso pero nunca indiferente, de hombres de Euro-
pa, Asia y Oceanía que estarán en sus riberas, a los que se
unirán pronto los del África que se asomarán también al Pací-
fico en contra de su voluntad.
137
La llegada al Pacífico de Balboa y su hueste castellana
supera los primeros tiempos del estrecho dudoso y permitirá,
en adelante, confirmar el carácter continental de América y su
singularidad, su diferencia con el Extremo Oriente; hará posi-
ble, también más tarde, la exacta cartografía de un Nuevo
Mundo y, en realidad, del mundo entero por primera vez des-
pués del viaje de Magallanes y Elcano, los pioneros al atrave-
sar el mar del Sur en 1520-1521 en el primer viaje de circun-
navegación planetaria y dejar testimonio de su incomparable
hazaña al llegar los sobrevivientes a Cádiz en 1522. Los ex-
ploradores que le sucederán los siglos siguientes revelarán
otras culturas fascinantes, plantas y animales desconocidos
que poblarán primero los jardines reales europeos, antes de
dominar otras geografías. En adelante se abrirán nuevas y va-
riadas rutas de comercio, desde el galeón anual de Manila-
Acapulco, como parte de la economía del Atlántico, es decir,
de la nueva Economía-Mundo, repleto de plata mexicana que
intercambia por ricas sedas y porcelanas chinas, de productos
del Extremo Oriente refinado y antiguo, antes de ser el cami-
no obligado de los grandes barcos de contenedores de los si-
glos XX y XXI, que comunicarán sus pujantes riberas distantes
y, a través de los estrechos de Malaca y del Canal de Panamá,
el mundo entero. Desde el principio, desde el siglo XVI co-
mienza a convertirse el Pacífico y su enorme cuenca en lugar
de encuentro de las hegemonías de las potencias por el poder
territorial y náutico mediante el uso de todos los recursos
económicos, diplomáticos y militares para controlar sus cos-
tas y sus rutas oceánicas. Se ofrecerá también al mundo un
nuevo espacio, grandioso, desmedido, descomunal, para los
devaneos geopolíticos de las potencias y sus conflictos por el
poder y el control de las costas y los mares, desde el corso
privado y estatal colonial en lo que fue el «lago español» du-
rante más de dos siglos. Sucede también en la época del «lago
138
inglés» y las flotas de guerra del siglo XIX ya de barcos a vapor
y, más recientemente, de los grandes portaviones en el «lago
americano» cuando se usa por primera y única vez el átomo
letal, para convertir el Pacífico en teatro de feroces y mortífe-
ras batallas navales, las mayores, que decidieron el destino de
la humanidad en el siglo XX.
La figura de Balboa se ha llenado de simbolismos y des-
pierta, más recientemente, pasiones encontradas, exaltación y
rechazo, admiración y condena, pero no indiferencia. Para
Germán Arciniegas es el arquetipo de nuestro antepasado his-
pánico que viene a hacer su América, héroe popular, prófugo
de la justicia que llega al istmo clandestinamente en un tonel
acompañado de su perro y descubre para Europa un océano,
el mayor del planeta. Para nosotros es igualmente el héroe
maravilloso del Caribe mágico. Dominicano y panameño; me-
dieval y moderno, renacentista al fin. Es hidalgo empobrecido
y ciudadano destacado de un mundo nuevo. Heredero de una
vieja tradición de mestizaje cultural ibérico, no duda en unir-
se repetidamente a las indias antes de desposar, por poder, a
doña María, la hija de su propio verdugo. Extremeño, habi-
tuado a una naturaleza yerma, al seco Mediterráneo, se adap-
ta al mundo del agua, del mar y del pantano, del inhóspito y
húmedo manglar, del clima torrencial del Urabá y del Darién.
Es conquistador que enfrenta a los adversarios indígenas con
ferocidad y es héroe político que fabrica alianzas y busca ami-
gos, que prefiere la concertación al enfrentamiento, que apre-
cia al diferente y trata de comprenderlo, que penetra en un
universo distinto, mental y espiritual. Español inmigrante
que afronta, con recursos harto limitados, peligros ingentes,
una naturaleza hostil y una humanidad desconocida, con astu-
cia y arrojo, con fino sentido de la oportunidad, se nos presen-
ta como ejemplo particularmente atractivo o como paradigma
de la opresión colonial.
139
Ni santo ni demonio, Balboa es en realidad un hombre
de su época y de su condición. Hábil espadachín, es un con-
quistador a sangre y fuego, pero también un notable visiona-
rio y pacificador. Su figura ha sido muy subestimada por
cierta historiografía panameña arcaica y limitada, en contra-
posición a la de un hombre relativamente menor, Pedrarias
Dávila, solo héroe de una historia local que no termina más le-
jos que Nicaragua. Este contrasentido, sin embargo, no nos
sorprende plenamente puesto que Balboa era de otra magni-
tud, de otra categoría podríamos decir, difícil de apreciar en
su justa perspectiva por los que no comprenden su tamaño
personal, la inmensa dimensión de su obra y el extraordina-
rio sentido geográfico e histórico de su hazaña, la revela-
ción al resto del mundo de un océano mayor de incalculable
proyección futura que supera, muy extensamente, nuestro pro-
pio porvenir. En su vida aventurera, de soldado, funcionario
y descubridor fue Balboa objeto de innumerables envidias y
víctima de sobradas intrigas. Los hombres comunes que le
rodeaban veían en él una amenaza permanente a su desluci-
da pequeñez, a su humana mediocridad. Individuo alegre,
jovial y de grata elocuencia, de cuya persona emanaba gracia
y sencillez según quienes le conocieron, no abriga soberbia
ni pretensión. Simplemente Balboa está por encima de todos;
se adelanta naturalmente a todos; llega antes que todos. Ese
rasgo singular de Balboa está resumido en su contemplación,
solitario, precediendo al resto de la tropa, del vasto océano
que baña a sus pies las costas del Darién meridional. Solo
por ser maestro de la primera escuela de conquistadores de
Tierra Firme y su estrategia de conquista y pacificación en el
Darién, Núñez de Balboa merecería un lugar destacado en la
historia ístmica, luego nacional, porque sustenta nuestro pa-
sado originario aunque disguste a algunos que existen, bio-
lógica y culturalmente, porque ocurrió y, en consecuencia,
140
fundamenta nuestra realidad actual. Pero por su epopeya
nunca superada verificada en nuestra tierra, en el istmo pa-
nameño, al ser el primer europeo en llegar en la costa del
continente americano al mar del Sur que integrará a todos los
pueblos y continentes del planeta y dará comienzo a la histo-
ria global, Balboa tiene, de por sí, un sitio enorme en la historia
universal. Por ello es Vasco Núñez de Balboa el primero y qui-
zás el único héroe universal de Panamá.
141
Vasco Núñez de Balboa
y el descubrimiento de la mar del Sur
143
Corona, pero la rivalidad que mantuvo con el gobernador, le
costó la vida.
De toda la bibliografía consultada, no he visto palabras
más apropiadas, para hacer una breve introducción a este esbo-
zo sobre la vida de Balboa, que las de Manuel Lucena Salmoral
en su libro: Vasco Núñez de Balboa, descubridor de la Mar del Sur:
«La vida de Balboa tiene un halo de Magia. Es una Historia de
buena y mala suerte en la que un hombre camina tras una es-
trella hasta que encuentra la mar que todos buscaban, y sufre
luego atroces afrentas por el único delito de haber efectuado el
hallazgo. Recogió los peores odios humanos contra su perso-
na, y particularmente los de su gobernador y suegro, el pre-
potente Pedrarias, que no descansó hasta cortarle la cabeza».
CAPÍTULO I
Vasco Núñez de Balboa:
El hidalgo de Jerez de los Caballeros
144
hijo de don Nuño Arias de Balboa de esclarecido linaje galle-
go, cuya noble ascendencia, se remonta hasta la época de los
reyes godos, y de una dama de Badajoz, de la que no hemos
podido averiguar su nombre, pero sabemos que dio a luz a
tres hijos más, Alvar, Gonzalo y Juan, el primero, nacido en 1449,
curioso detalle que indica la diferencia de edad con nuestro
personaje, unos veinticinco o veintisiete años, aproximada-
mente. Así lo afirma el genealogista agustino, Felipe de la
Gándara, en su obra Armas, i triunfos del reino de Galicia, edita-
da en 1662.
Como era habitual en aquellos tiempos, los hidalgos que
carecían de recursos, para dar una educación adecuada a sus
hijos los ponían de criados en las casas de los nobles de mejor
condición, así fue a parar nuestro Vasco Núñez a manos del
«Sordo Señor de Moguer», donde adquirió la formación pro-
pia de un hidalgo, aprendió a leer, escribir, buenos modales y
sobre todo el manejo de las armas, y en aquella villa de Mo-
guer, con su puerto sobre el río Tinto, que por aquellos tiem-
pos ya contaba con astilleros, muelle de carga y una incesante
actividad marinera relacionada con las Indias, transcurrió la
juventud del joven Balboa.
En el año de 1492, cuando aquel mancebo que vino de
Jerez de los Caballeros debía haber cumplido los diecisiete o
diecinueve años, ya contaba con la edad suficiente para esco-
ger su propio destino. Pasó de Moguer a la agitada ciudad de
Sevilla, y a finales del año 1501, por un disgusto de familia
(así lo refiere Manuel Lucena Salmoral), se enroló en la flota
que armó Rodrigo de Bastidas para viajar a Tierra Firme, pero
al final de esta expedición no regresó a Castilla, se quedó en
La Española.
El 13 de septiembre de 1510 embarcó como polizón, en la
nave de Martín Fernández de Enciso que se dirigía al golfo
de Urabá. A finales del mismo año fue uno de los fundadores
145
de Santa María la Antigua del Darién. En 1511 se quedó como
alcalde de la colonia y continuó la conquista de Tierra Firme.
En 1512, pidió ayuda al rey para llevar a cabo su expedición a
través del istmo, pero no obtuvo respuesta.
El 25 de septiembre de 1513 descubrió la Mar del Sur.
El 23 de septiembre de 1514 el rey le nombró Adelantado
de la Mar del Sur, y gobernador de Coiba y Panamá.
Y en enero de 1519 fue decapitado por orden de Pedrarias.
CAPÍTULO II
De Sevilla al Darién con Rodrigo de Bastidas
146
del Retrete, cerca de donde años más tarde se fundó la ciudad de
Nombre de Dios.
Llegó un momento en el que ya no podían sostener los
navíos porque hacían mucha agua, deteriorados por la «bro-
ma» (diminuto molusco que corroe la madera). Se dirigieron
a La Española después de haber rescatado mucho oro y per-
las, pero a duras penas pudieron llegar al golfo de Jaraguá,
donde actualmente se halla Puerto Príncipe, no les dio tiempo
a desembarcar porque se desmembraron las cuadernas de los
navíos y naufragaron. Con mucho esfuerzo pudieron salvar el
equipaje y continuaron por tierra hasta Santo Domingo. Este
último trayecto no resultó fácil, iban escasos de alimentos y
tuvieron que intercambiar con los indios algunas ropas por
comida y contratar guías para que les condujeran a través de
ciénagas y maleza.
Poco mencionan los cronistas a Vasco Núñez en sus rela-
tos sobre este viaje, pero no le olvida el ilustre coclesano Octavio
Méndez Pereira, primer rector de la Universidad de Panamá,
en su obra Núñez de Balboa.
147
tuvo ocasión de comprobarlos personalmente, y viendo la con-
siderable cantidad de oro que llevaban, escribió estas palabras:
«nunca tantas imaginadas».
Pero la sorpresa más ingrata la tuvieron en Santo Domin-
go donde les esperaba el comendador Obando para arrestarles,
por haber hecho intercambios ilícitos con los indios. Acusa-
dos por el fiscal de las islas y Tierra Firme, Alonso Gutiérrez, de
haber desembarcado en La Española sin licencia, de vender
armas a los indios, y hasta una muela para afilarlas, pero el
proceso quedó pendiente de ser resuelto por el Consejo de
Indias una vez llegados a Castilla.
Puesto en libertad provisional, Bastidas permaneció un
tiempo en La Española donde entabló buena amistad con el
padre Las Casas, y tuvo ocasión de comentar extensamente
los detalles de esta expedición. Finalmente regresaron a Cas-
tilla en la misma flota que partió Bobadilla; iban en uno de
los seis u ocho navíos que se libraron de la tormenta, llegan-
do a Cádiz por el mes de septiembre del año 1502 (fecha que
tomamos por las referencias de Bernáldez Díaz del Castillo,
«el Cura de los Palacios», en su Historia de los Reyes Católicos.
Pendiente de los cargos que el comendador le imputó en
Santo Domingo, fue procesado en España y absuelto por
una sentencia dada en Medina del Campo el 3 de diciembre
de 1503.
Respecto a Vasco Núñez de Balboa, sabemos que se que-
dó en La Española, y que participó en la campaña que llevó a
cabo Obando para concluir la «pacificación» de la isla. Debió
de ser uno de los fundadores de Salvatierra de la Sabana, por-
que hemos visto por Las Casas, que tenía «indios de reparti-
miento», luego, quiso probar suerte como granjero en aquella
población, pero esta profesión no era la más indicada para un
hombre como él. Las deudas se iban acumulando una sobre
otra y, perseguido por sus acreedores, como ya hemos visto,
148
se embarcó de polizón en la nave del bachiller Enciso, alcalde
mayor de Urabá, que, por indicación de Ojeda, llevaba provi-
siones al Darién.
CAPÍTULO III
Los primeros gobernadores de Tierra Firme:
Nicuesa y Ojeda
149
veneno de sus flechas y las dificultades propias de la navega-
ción, hicieron fracasar la misión colonizadora de ambos go-
bernadores así como la búsqueda del paso hacia el Oriente
por la vía de Occidente.
Hubo que esperar hasta 1513, año en el que Vasco
Núñez de Balboa descubrió la Mar del Sur, para que el istmo
panameño se convirtiera en la encrucijada de caminos que
facilitaba las comunicaciones entre Europa y la América me-
ridional.
EXPEDICIÓN DE NICUESA
150
Casas: «Allí echó fama Lope de Olano que Nicuesa era perdi-
do y ahogado».
El capitán Lope de Olano tomó el mando de la armada y
se dirigió hacia el río de Belén para establecerse en la colonia
que años atrás había fundado Cristóbal Colón, convirtiéndola
en campamento base para explotar los yacimientos de oro que
pudieran encontrar, debido a la popularidad que divulgó
Colón sobre este lugar. Pero la resistencia de los nativos arrui-
nó los planes de Olano en el emplazamiento veragüense.
Sobre el aislamiento de Nicuesa, dice Bartolomé de Las
Casas: «Estuvieron en aquella isla muchos días, y, según en-
tendí, más de tres meses, muriéndose dellos cada día de pura
hambre y sed y de las hierbas que comían y del agua salobre,
y los que quedaban vivos andaban ya a gatas, paciendo las
hierbas y comiendo crudo el marisco».
A finales de 1510, cuatro marineros que estaban con Ni-
cuesa, con la única barca que les quedaba, pudieron llegar a la
colonia de Belén, informaron a Lope de Olano del aislamiento
de Nicuesa y fueron a buscarles. Los encontraron en un esta-
do lamentable, tras ocho meses de haberse perdido. Nicuesa
tomó el mando de nuevo y arrestó a Lope de Olano. La situa-
ción en Belén era ya insostenible, debido al hambre que pasa-
ban y los incesantes ataques de los indios, y no les quedó más
remedio que retirarse. Dejó un pequeño grupo de españoles
en la colonia, al mando de Alonso Núñez, partió con una ca-
rabela y dos bergantines.
Pasaron Portobello y siguiendo rumbo este, llegaron al
poblado de los indios chuchureyes, y en aquel mismo lugar,
levantó la fortaleza de Nombre de Dios, donde nuevamente
quedaron aislados, hasta que Colmenares les rescató, como
más adelante se verá.
151
EXPEDICIÓN DE OJEDA
152
muertos sus matadores los habían hecho pedazos, y luego se
los habían comido. Juzgan, pues que los de Caramairí traen
su origen de los caribes, o sea, caníbales, comedores de carne
humana».
Se despidieron allí las dos armadas, y Ojeda zarpó hacia
el golfo de Urabá, región que los indígenas llamaban Cariba-
na, de aquí procede el nombre de caribes o caníbales. Entraron
por el golfo en busca del río Darién, que tenía fama de ser rico
en oro, aunque en sus márgenes habitaba gente muy belicosa,
pero como no lo encontraron, desembarcaron por allí, y sobre
un monte cercano construyeron un pueblo que llamaron San
Sebastián en honor al santo que invocaban para protegerles
de las flechas envenenadas, esta fue la segunda colonia que se
fundó en Tierra Firme, si contamos la primera que mandó
construir Colón en Veragua.
Corría el año 1510 y viendo Ojeda que tenía poca gente,
envió un navío a La Española con un puñado de indios y cier-
ta cantidad de oro que habían recogido para reclutar hombres
y abastecerse de armas. Construyeron alrededor de la villa
de San Sebastián, cuyas chozas eran de paja, una empalizada de
madera para resguardarse de los ataques de los indios.
Estando en aquella fortaleza, sufrieron una emboscada
que les causó graves pérdidas, al propio Ojeda recibió un fle-
chazo en el muslo, y aquí fue tocado por primera vez, porque
según decían: «Nunca hombre le había sacado sangre (sic)».
Se fueron acabando las provisiones y pasaron hambre hasta la
desesperación, Ojeda decidió ir a La Española en busca de
ayuda, dejando la colonia al mando de Francisco Pizarro, y
dijo a sus hombres que si pasados cincuenta días no regresa-
ba, que hicieran lo que creyeran oportuno.
Cuenta Las Casas que Ojeda llegó a La Española y murió
en la ciudad de Santo Domingo, habiendo gastado todo el oro
que había «rescatado» en sus viajes y lo enterraron en la en-
153
trada de la iglesia y monasterio de San Francisco. Esta fue su
última voluntad.
Sobre la muerte de Ojeda, López de Gómara difiere de
Las Casas, diciendo: «Al fin llegó a Santo Domingo muy malo
de su herida, por cuyo dolor, o por no tener aparejo para vol-
ver a su gobernación y ejército, se quedó allí, o como dicen,
se metió a fraile franciscano, y en aquel hábito acabó su vida».
Pasados los cincuenta días de plazo que les había impues-
to Ojeda, y viendo que no llegaba nadie en su auxilio, los que
quedaron en la colonia de San Sebastián armaron los dos ber-
gantines que les quedaban y partieron rumbo a la bahía de Car-
tagena, para aprovisionarse de agua y regresar desde allí a La
Española.
Estando por aquellas costas divisaron un navío y un ber-
gantín, era la flota del bachiller Martín Fernández de Enciso,
que llegaba cargado de provisiones para apoyarles en su
empresa descubridora y colonizadora. En la nave de Enciso,
escondido en un tonel o envuelto en una vela (según Oviedo),
iba un polizón llamado Vasco Núñez de Balboa.
Los cronistas de Indias empiezan a tomar en serio la figu-
ra de Balboa a partir del momento en que apareció por sorpre-
sa en la nave del bachiller Martín Fernández de Enciso, así lo
confirma con otras palabras el historiador Manuel Lucena Sal-
moral: «Vasco Núñez de Balboa nació para la historia a los
treinta y cinco años... Allí apareció milagrosamente, como llo-
vido del cielo, para asombro de la marinería, y sobre todo de
su capitán que no alcanzaba explicarse de dónde había salido.
Alto, barbado y flaco parecía el mismísimo san Roque de los
cuadros que por entonces se pintaban, pues iba acompañado
de un perro de aspecto feroz que su amo trataba de apaciguar».
Para abordar esta historia con absoluta rigidez, veamos
qué nos dice el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, que le
conoció personalmente: «Pero después que se hizo a la vela
154
este bachiller, fuese en busca de Ojeda; e al salir deste puerto,
sin que el Enciso lo supiera, se entró escondido en la nao un
hidalgo natural de Jerez de Badajoz, llamado Vasco Núñez de
Balboa, porque sus acreedores, a quien debía dineros en esta
isla (La Española), no le hicieron detener. El cual, por indus-
tria de un Bartolomé Hurtado que en la nao iba, se escondió
envuelto en la vela de la nao, porque no le hallasen, si busca-
do fuese, como lo fue; e así, defraudando a sus acreedores y al
Enciso, salió desta isla Vasco Núñez».
Bartolomé de Las Casas, que trató con él en La Española
y comparte autoridad en esta materia, añade que era vecino
de Salvatierra de la Sabana (el pueblo más occidental de La
Española), y nos dejó una breve descripción de su persona:
«Era mancebo de hasta treinta y cinco o pocos más años, bien
alto y dispuesto de cuerpo y buenos miembros y fuerza y gen-
til gesto de hombre muy entendido y para sufrir muchos tra-
bajos; este había venido a la tierra firme, cuando vino a descu-
brir e rescatar Bastidas...».
La severa descripción de los viejos cronistas no sería su-
ficiente sin la aportación de los historiadores contemporá-
neos que, para complacer a sus lectores, consiguen que ciertos
personajes cobren vida quinientos años después de su exis-
tencia. Aunque en algunas ocasiones, para magnificar sus
gestas, los representan como auténticos titanes. Así lo hace el
incomparable historiador panameño y maestro de las buenas
letras, Octavio Méndez Pereira, que con su magistral estilo y
cervantina pluma, rinde homenaje al descubridor de la Mar
del Sur, como si de Hércules o Aquiles se tratara. Veamos
pues aquí, la aportación del primer rector de la Universidad
de Panamá:
155
saltar con violencia la tapa de uno de los barriles de provisiones
que van sobre cubierta.
Se yergue enseguida como una figura de ultratumba el busto
de un hombre rubio, sin sombrero, cubierto con una cota de mallas
y al cinto una enorme espada de combate. Y surge al mismo ins-
tante un perro flaco, un sabueso que nadie supo después cómo se
había escapado a la jauría.
La tripulación, alarmada, acude a presenciar el raro espec-
táculo [...]
Es el primero en acercarse al intruso un soldado fanfarrón, el
siciliano Francisco Lentini, que ya antes se había permitido, para
congraciarse con el jefe, aconsejar en su media lengua que lo echa-
ran al agua. Más le valiera no haberlo hecho porque, antes de que
pudiera tocarlo siquiera, se siente cogido por la cintura de los gre-
güescos y el cuello del jubón y levantado al aire como un muñeco,
mientras el hércules dice con toda calma al bachiller:
—¡Señor, ved que a mí se me ha de tratar con más respeto! —Y
echa luego a un lado, como liviano fardo, al brabucón (pp. 235-236).
156
Varios amigos de Balboa: Juan Ezcaray, Diego de Albítez,
Juan de Valdivia y otros que le conocían de Salvatierra de la
Sabana, que se hallaban presentes en aquel discurso, asintie-
ron la veracidad de las palabras de Hurtado.
Enciso, acogiéndose a las leyes vigentes de la época, qui-
so abandonarlo en una isla desierta, pero todos los tripulantes
que le conocían abogaron por él y, finalmente, el bachiller acep-
tó que Balboa se incorporara a su armada.
La travesía no tuvo más novedad, hasta que llegaron a la
Tierra Firme y empezaron a recorrerla en busca de Ojeda. Na-
vegando por la costa de Cartagena se encontraron con el ber-
gantín en el que viajaba Pizarro con los supervivientes de la
colonia de San Sebastián. El desconfiado Enciso pensó que
aquellos hombres habían desertado, pero finalmente le con-
vencieron de la verdad, y asegurándole que no pudieron re-
sistir el hambre y los ataques de los indios, tuvieron que aban-
donar la colonia. El bachiller que había sido nombrado por
Ojeda alcalde mayor de su gobernación, y que ahora era el que
mandaba, les obligó a incorporarse en su armada.
Enciso quiso ir a la colonia de San Sebastián, pero allí no
encontraron más que desolación y cenizas porque el asenta-
miento había sido quemado y arrasado por los indios.
CAPÍTULO IV
Fundación de Santa María del Darién
157
do con Rodrigo de Bastidas a descubrir, entramos en este gol-
fo, y a la parte de Occidente, a la mano derecha, según me
parece, salimos en tierra y vimos un pueblo de la otra banda
de un gran río, y muy fresca y abundante tierra de comida, y
la gente della no ponía hierba en sus flechas».
Ante una perspectiva tan esperanzadora, los que escu-
charon el discurso de Balboa, cansados ya de tantas penalida-
des, vieron en ello la solución de todos sus males. Dice Octa-
vio Méndez Pereira:
158
lanzas con punta de hueso, flechas y azagayas agudas, no po-
dían competir con el acero templado de las espadas castella-
nas, lanzas afiladas, rodelas y una poderosa jauría de perros,
cuyas garras hacían estragos en los cuerpos desnudos de los
indios.
Los detalles de esta batalla, contados con absoluta preci-
sión por Las Casas y Oviedo, los describen posteriormente los
historiadores modernos, Manuel Lucena Calderón y el pana-
meño Octavio Méndez Pereira, quien dice así:
Tuvo, pues, Cémaco que huir, con los suyos, no sin dejar en
el campo y en el trayecto muchos muertos y varios prisioneros,
futuros esclavos para el servicio de los españoles.
Balboa había peleado como un Aquiles, con su tizona invenci-
ble, hiriendo incansable y múltiple, parando golpes, empujando al
enemigo desde lo alto del cerro, multiplicándose para infundir co-
raje y alientos a sus compañeros. Su espada parecía un extraño apa-
rato que se multiplicaba como si estuviera manejada por el gigante
Briareo, para despedazar cráneos y huesos y abrir carnes desnudas.
En la lucha lo había acompañado, con ferocidad sin igual, su perro
Leoncico, maestro de desgarramientos y de capturas. Él solo había
hecho más muertos y más prisioneros que su amo y que muchos
soldados juntos, por lo cual, desde entonces, se le reconoció el dere-
cho, por unánime acuerdo, tener su parte, como cualquiera de los
hombres, en el botín de oro y de esclavos (pp. 250-251).
159
Dieron gracias a Dios con sus oraciones, regresaron al
poblado y Enciso decidió establecer allí una villa, que bautizó
con el nombre de Santa María la Antigua del Darién. Todo
esto ocurrió a finales del año 1510.
Muchos alaban la victoria de esta guerra, pero Bartolomé
de Las Casas la condena con esta cita de san Crisóstomo que
escribe primero en latín, y luego el mismo la traduce, en su
Historia de las Indias: «¿Qué otra cosa era lo que allí, en aquellas
oraciones y votos hacían, sin hacer o tomar por compañero a
Dios y a su Madre Sancta María de los robos, homicidios y
captiverios e infamias de la fe y sangre que derramaban y ra-
piña que perpetraban partícipes? Daban a Dios y a su Madre
oficios, que no son de otros propio, sino de los demonios y de
sus ministros».
Tomó el mando del Darién el bachiller Martín Fernán-
dez de Enciso, que a decir de Gómara «era a la vez capitán y
Alcalde Mayor, conforme a la Cédula del Rey que para serlo
tenía».
Pero esta cuestión fue hartamente discutida por los pri-
meros pobladores de la colonia, que reprochaban la rígida
autoridad y avaricia de Enciso. Las críticas, en muchas oca-
siones, son mezcla de verdad y exageración, se apoyaban en
un hecho contundente, como se ha dicho antes el bachiller
Enciso fue designado alcalde mayor de la gobernación que
pertenecía a Ojeda, Nueva Andalucía, cuyo territorio partía
del río Darién, pero ahora, la ciudad de Santa María se halla-
ba en la otra ribera, dentro de las tierras de Nicuesa, Castilla del
Oro, y este argumento emplearon sus enemigos para despo-
seerle de su cargo. Sus contrarios, entre los que se hallaba Bal-
boa, constituyeron un gobierno municipal, eligieron un Ca-
bildo, que repartió la alcaldía entre Vasco Núñez de Balboa y
Martín Sánchez de Zamudio, vizcaíno, que desempeñaba a la
vez el cargo de veedor de fundiciones, y nombraron por regi-
160
dor a un tal Valdivia. Pero el reparto de poderes no acabó
aquí, porque algunos consideraban que debía haber un man-
do superior. Se dividieron en tres grupos; unos pretendían
restituir a Enciso hasta que el rey nombrase otro gobernador,
otros apoyaban la verdadera autoridad de Nicuesa sobre
aquellas tierras, y los terceros eran seguidores de Balboa, que
se había ganado el respeto por sus grandes dotes políticas y
persuasivas.
Tomó el mando del Darién el propio Fernández de Enci-
so, quien, tal como afirma López de Gómara, había sido in-
vestido «a la vez Capitán y Alcalde Mayor, conforme a la cé-
dula del Rey que para serlo tenía».
Sobre el poblado de Cémaco, los nuevos colonos urbani-
zaron a su gusto la nueva y floreciente población de Santa
María la Antigua del Darién. Para hacernos una idea de cómo
se transformó aquel modesto poblado en una ciudad donde
por fin los castellanos respiraban cierto aire de bienestar, to-
maremos la descripción que hace Octavio Méndez Pereira:
161
Pero Enciso, con su torpe proceder, cometió el error de
prohibir que se comerciara con los nativos, así como de repar-
tir el botín que con tanto esfuerzo habían conseguido, frus-
trando las inquietudes de aquellos que habían venido a las
Indias en busca de fortuna. Y así fue creciendo la rivalidad
entre Enciso y Balboa. Pero antes de continuar, veamos qué
ocurrió con Diego de Nicuesa.
En noviembre de 1510 llegaron dos naves procedentes de
La Española, al mando de Rodrigo de Colmenares, con la mi-
sión de socorrer a Nicuesa. Desembarcó en Santa María del
Darién y tras repartir los alimentos y provisiones que traía,
partió en busca del gobernador legítimo de aquellas tierras.
Lo encontraron en Nombre de Dios, aislado y en circunstan-
cias muy deplorables por las penalidades que había pasado, y
cuando le conducían al Darién, envió por delante a Juan de
Quinzedo para anunciar su llegada. Los vecinos de Santa Ma-
ría se sintieron amenazados porque había comentado que
confiscaría todo el oro que tenían, además de encarcelar a En-
ciso e incluso a Balboa. Pero una vez en la colonia no le permi-
tieron tomar el mando, fue hecho prisionero y embarcado en
un viejo bergantín en malas condiciones con algunos hombres
que le servían, pero nadie volvió a saber de él. Ni los cronistas
ni los historiadores modernos se ponen de acuerdo sobre
quién fue el responsable de su triste final.
El conquistador y cronista Pascual de Andagoya comen-
ta sobre este hecho: «Llegado al Darién, halló allí a Vasco
Núñez con aquella gente, al cual recibieron como hombre ex-
tranjero; y, presentadas sus provisiones, no le quisieron admitir
a la gobernación de ellos, antes, no le queriendo tener consi-
go, le hicieron embarcar en un barco con solo los marineros, y
aún decían que calafateado con ferro groso; esto, al mismo
calafate que lo aderezó, se lo oí yo; y así el dicho Nicuesa se
perdió, que nunca se supo dónde había aportado».
162
Unos dijeron que fue Zamudio quien le obligó a embar-
carse rumbo a La Española en un navío desmantelado a sa-
biendas de Balboa. Otros, aseguraban que fue Balboa quien
dio tales órdenes con la intención de tomar el mando del Da-
rién. Las Casas asegura que el 1 de marzo de 1511 fue embar-
cado hacia su triste destino.
CAPÍTULO V
Balboa toma el mando del Darién
163
Y cuando se vio libre, se embarcó para Santo Domingo, aun-
que le rogaron de parte de Balboa que se quedase como Alcal-
de Mayor; y de allí se vino a España, y dio grandes quejas e
informaciones de Vasco Núñez de Balboa al Rey, el año 12.
Los del Consejo de Indias pronunciaron una rigurosa senten-
cia contra él, pero no se ejecutó...».
Oviedo se expresa de otra manera: «Y en verdad, Vasco
Núñez tuvo valerosa persona; y era para muchos más que
otros. Ni tampoco le faltaban cautelas ni cobdicia, pero junto
con eso, era bien partido en los despojos y entradas que hacía.
Tenía otra cosa, especialmente en el campo, que si un hombre
se le cansaba y adolecía en cualquier jornada que él se hallase,
no le desamparaba; antes, si era necesario, iba con una balles-
ta a le buscar un pájaro o ave, y se la mataba y se la tría; y le
curaba como a hijo o hermano suyo, y lo esforzaba y animaba.
Lo cual ningún capitán de cuantos hasta hoy, que estamos en
el año de mil e quinientos e cuarenta y ocho, han venido a
Indias, en las entradas y conquistas que se hallaron, no lo ha
hecho mejor, ni aun tan bien como Vasco Niñez».
Pero Bartolomé de Las Casas, como era de esperar, resal-
ta la injusta agresión de Balboa contra los indios, y aunque
reconoce su buena disposición para hacerse amigo de los que le
aceptaron, cuando describe su decapitación vuelve a recordar
su pecado y purgatorio.
Pedro Mártir de Anglería critica duramente a Balboa por
la actitud tomada contra Enciso: «Si sucedió antes o después
de estas cosas, no lo entiendo bien; pero si sé que, después de
expulsado Nicuesa, Vasco y sus partidarios buscaron pretexto
contra el pretor Enciso, que fue preso y encadenado, y sus bie-
nes confiscados, fundándose en que el nombramiento de pre-
tor lo tenía solo de Ojeda, que decían había ya muerto; mas
no del Rey, y decía Vasco que no quería obedecer a ninguno
que no tuviera su poder del mismo Rey con diploma propio.
164
Sin embargo, a ruego de los buenos se aplacó y obró con más
suavidad el buen estoqueador, y le perdonó el infamarle.
»Mandó poner en libertad a Enciso, el cual, viéndose li-
bre, se embarcó gustoso para marcharse a La Española. Antes
de darse a la vela acudieron a él todos lo buenos; suplicándo-
le que bajara de la nave y prometiéndole hacer de modo que,
reconciliado con Vasco, se le devolviera toda su autoridad de
pretor; pero Enciso cuenta que lo rehusó y se marchó. No falta
quien murmure diciendo que Dios y los Santos han querido que
le pasara esto a Enciso en castigo de haber sido expulsado
Nicuesa por obra suya. Como quiera que sea, los investigado-
res de nuevas tierras se precipitan y se consumen en odios
intestinos, y no cuidan como correspondiera de tan grande
descubrimiento».
Como andaban faltos de armas y bastimentos, por los
continuos enfrentamientos con los indios, Balboa decidió en-
viar una carabela a La Española en demanda de ayuda para
seguir con la conquista.
Martín Sánchez de Zamudio, a quien Las Casas y Herre-
ra llaman Juan en sus respectivas historias, y Valdivia, amigo
personal de Balboa, partieron primero a La Española para so-
licitar ayuda del almirante Diego Colón, y de allí, el primero
seguiría hasta Castilla para informar al rey don Fernando de
que habían tomado posesión del Darién en nombre de la Co-
rona, cuyas tierras eran tan ricas en oro que según decían los
indios, no solo podía extraerse de las minas, sino que lo pes-
caban con redes en los ríos, y esta explotación proporcionaría
grandes beneficios al reino.
Llevaban consigo al bachiller Enciso como les había indi-
cado Balboa, y de esta manera quedaba amo y señor de la
colonia, que según algunos, así lo había previsto. Fueron pri-
mero a La Española donde se quedó Valdivia, y Zamudio con-
tinuó con Enciso hasta Castilla.
165
Para completar su ejército, Balboa decidió enviar dos
bergantines con el fin de traerse a los hombres que Nicuesa
había dejado en Nombre de Dios.
EN TIERRAS DE CARETA
166
Los castellanos de Nicuesa que se habían refugiado en el
pueblo de Careta animaron a Balboa para que fuera hasta el po-
blado y conociera al cacique; fueron con ellos, y una vez en su
presencia, sin andarse con rodeos, le dijo que debía propor-
cionarles alimentos, pero Careta les contó que estaban en con-
tinua pugna con otro cacique llamado Ponca y que por este
motivo no andaban sobrados de provisiones. El tal Alonso
convino con Balboa que fingieran marcharse y regresaran más
tarde para asaltarlos por sorpresa. Llegada la medianoche, se
acercaron al poblado por tres frentes y armas en mano carga-
ron contra los indios que dormían confiados, apresaron al caci-
que, esposa e hijos, cogieron todos los bastimentos que pudie-
ron llevar, cargándolos en la nave y regresaron al Darién.
El pobre Careta no dejaba de lamentarse por su desgra-
cia, decía que los había recibido cortésmente en su casa y ahora
estaba cautivo con su familia lejos de su pueblo. Balboa, que
siempre fue experto en sacar provecho de todas las circuns-
tancias, acordó con él que irían de nuevo a su tierra para atacar
a Ponca y que le compensaría sembrando una buena porción
de tierra para abastecerle de alimentos. El cacique agradecido
le cedió a una de sus hijas como esposa y Balboa aceptó gus-
toso aunque la tuvo de manceba. Dicen que la muchacha era
bellísima y llegó a quererle mucho.
La relación entre Balboa y Careta era buena, aunque em-
pezó por la traición de aquel Juan Alonso, que puso al caci-
que en manos de Balboa, o por lo menos así lo cuenta Tobilla
en su libro La Barbaría. Sobre las postreras relaciones entre
ambos, escribió Pedro Martín en su «Segunda Década», pero
de la traición de Juan Alonso nada dijo, tal vez porque no se lo
contaron, o por censurar la noticia, no olvidemos que este
cronista, ocupaba un lugar privilegiado en la Corte, donde
escribía sus décadas, tal como se las contaban los testigos y
protagonistas.
167
A lo dicho hay que añadir que en muchas de las alianzas
con los españoles jugó un papel más que importante las ren-
cillas o enemistades entre los diferentes caciques indígenas.
Bartolomé de las Casas deja constancia de ello al narrar la
alianza entre Balboa y Careta, señalando la enemistad de este
cacique con Ponca, jefe de otro poblado al que harán frente
uniendo sus fuerzas, y afirmando que en señal de amistad
Careta ofreció a su hija Anayansi a Vasco Núñez de Balboa. El
propio cronista dejó constancia en su Historia de las Indias de la
relación existente entre el descubridor y la nativa: «Rogole
que no le hiciese tanto mal, pues no se lo había merecido, y que
él le prometía de hacer cuanto pudiese por darle bastimentos
para los cristianos, y siempre ser su amigo, en señal de lo cual
le daba una de sus hijas en mujer, la cual era muy hermosa, y
que para que su gente tuviese lugar de hacer labranzas y se-
menteras para proveer, que le ayudase contra el señor y caci-
que Ponca, que era su enemigo [...] holgóse mucho con la hija,
la cual tuvo por manceba, puesto que Careta no entendió dár-
sela sino por mujer, como se acostumbra entre ellos. Esta qui-
so y amó Vasco Núñez mucho, y fue parte de causa por donde
al cabo se le rodeó al triste, como parecerá, la muerte sin culpa
empero del padre Careta y de ella, sino de los grandes peca-
dos y tiranía de él, que había el juicio de Dios comprenderle
algún día».
Soltó a Careta, y le hizo regresar a su tierra quedando
ambos comprometidos en lo acordado. Días más tarde, Bal-
boa viajó de nuevo a Cueva y con una guarnición de ochenta
hombres se dirigió al pueblo de Careta, mientras unos sem-
braban los campos, otros los acompañaron hasta el pueblo
de Ponca. El cacique, que los estaba observando, se retiró
con su gente a las montañas y cuando llegaron los cristianos
no vieron a nadie, así que recogieron bastimentos, joyas y
todo el oro que encontraron y quemaron el poblado. De aquí
168
se deduce que Balboa hacía justicia al que se lo pedía, sin pre-
guntar al otro, y este era su error.
Regresaron a la nave con todo el cargamento que pudie-
ron acumular y Balboa decidió seguir la conquista por la cos-
ta. Pasaron de las tierras de Cueva, hasta otra comarca vecina,
cuyo régulo era pariente del anterior, y se llamaba Comagre.
EL CACIQUE COMAGRE
169
o veneraban representaban verdaderas divinidades para ellos.
Así lo cuenta Las Casas en su Historia apologética.
Comagre les mostró todo su palacio, hasta los lugares
más íntimos como la cámara o templo que hemos menciona-
do, luego, el cacique mandó que les dieran a Balboa y Colme-
nares varias joyas de oro muy bien trabajadas. Dice el cronista
que debían de pesar unos cuatro mil pesos, y además le pro-
porcionó setenta indios para su servicio, los capitanes manda-
ron apartar la quinta parte del oro para el rey, y el resto lo re-
partieron entre ellos. No hicieron más que empezar el reparto
y surgieron las discusiones; «una vez más el diablo que no
descansa puso a los cristianos en prueba de codicia (sic)».
El hijo mayor de Comagre, Panquiaco, joven muy sensa-
to que habían sido educado para suceder a su padre, reaccio-
nó muy indignado dando un puñetazo sobre las balanzas que
usaban para medir el reparto, desparramó por el suelo todas
las joyas y amonestando a los ambiciosos capitanes, les dijo
que si por tan poca cosa entraban en conflicto, él mismo les
mostraría una tierra donde podrían saciar sus ambiciones. Pero
les advirtió que para ir hasta allí necesitarían no menos de mil
soldados, porque tendrían que enfrentarse a tribus muy po-
derosas y, sobre todo, que toparían con las tierras del cacique
Tubanamá, hombre muy belicoso que poseía grandes cantida-
des de oro cuya tribu se hallaba a seis días de camino.
Luego, en la misma conversación, señalando con el dedo
hacia la Mar del Sur, dijo que se hallaba al otro lado de las mon-
tañas, que en su ribera encontrarían grandes naves como las
que traían los castellanos, provistas de velas y remos, que na-
vegando por aquel mar verían tierras donde abundaba aquel
mineral hasta el punto que los nativos comían y bebían en
cuencos construidos con estos materiales, no cabe duda de que
se refería a las tierras del Perú, y esta debió ser la primera oca-
sión en que Balboa recogió las primeras noticias sobre la exis-
170
tencia del océano Pacífico y la civilización inca. Toda esta infor-
mación la tradujo Juan Alonso y su compañero que habían
aprendido el idioma cuando vivieron en tierras de Careta.
Pedro Mártir, interpreta así el discurso del hijo de Coma-
gre: «¿Qué es esto, cristianos? ¿Tan pequeña cantidad de oro
estimáis tanto? Y queréis sin embargo, de alhajas primorosa-
mente labradas, fundirlo en rudas barras (pues llevaban con-
sigo instrumentos de fundir). Si tanta hambre tenéis de oro
que por él perturbáis a tantas gentes pacíficas, padeciendo
calamidades y molestias desterrados de vuestra patria por
todo el mundo, yo os enseñaré una región abundante de oro
donde podéis saciar la sed».
Permanecieron en Comagre varios días con la intención
de recuperar fuerzas y averiguar más detalles sobre aquella
gran noticia, pero en lugar de reposar, aumentaba su ambi-
ción y deseo de ponerse en marcha hacia el Darién para en-
viar algún emisario a La Española para solicitar ayuda al al-
mirante Diego Colón y convencerle de que pidiera al rey mil
soldados, provisiones y armas para dar el gran salto a través
de aquellas sierras.
Cometieron allí algunas torpezas que reprocha Las Ca-
sas, con el peso de su autoridad en materia religiosa. Dicen
que bautizaron a muchos nativos preguntándoles de antema-
no que si querían ser cristianos, y ellos respondían afirmati-
vamente, porque entendieron por aquella ceremonia que se
trataba de un rito para hacerse amigos. Sigue diciendo el ve-
nerable padre, «¡qué grave es el acto de bautizar a las gentes
sin informarles de antemano sobre las cosas de Dios!». Entre
otros, bautizaron también a Comagre con el nombre de don
Carlos, en honor al emperador Carlos I, que por aquellas fe-
chas era príncipe de España, nieto del rey don Fernando e hijo
de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, legítimos herederos de
la Corona de Castilla.
171
PRIMERAS NOTICIAS DEL PERÚ
172
ban en el Darién consumieron todos los alimentos y el hambre
no se hizo esperar, así que una vez más Balboa decidió salir a
explorar nuevas tierras del interior en busca de otros pueblos.
173
la atmósfera pululaban enormes vampiros y espesas nubes de vora-
ces insectos de toda clase. En la cúspide de la montaña se divisaba
un mar inmenso, desde cuyas lejanas orillas venían a traer ricas
ofrendas para el templo pueblos de extrañas lenguas... (p. 278-279).
174
sorprendió una fuerte tempestad, en la que perdieron la ca-
noa que llevaba el oro, ahogándose todos los que iban en ella.
Aunque Balboa sintió profundamente aquella pérdida, pron-
to recuperó el ánimo y emprendió nuevamente la marcha,
esta vez remontando el río Grande hasta las tierras del caci-
que Jurví.
Llegados al poblado, encontraron al grupo de Colmena-
res, y juntos de nuevo siguieron remontando el río doce le-
guas más arriba, hasta que vieron una isla que estaba en
medio del río; le pusieron el nombre de Cañafístula, por la
abundancia de ciertas cañas altísimas como no las hay en Es-
paña, con las puntas floreadas, salen de ellas unas bayas o
frutos de los que se extrae un zumo oscuro, que al tomarlo
pudieron comprobar las altas propiedades laxantes, hasta el
punto que enfermaron casi todos, revueltas las tripas hasta
la saciedad, pensaron que allí iban a dejar huesos y piel, porque
otra cosa no les quedaría de tal descomposición, pero recupera-
ron las fuerzas y continuaron la marcha por un río de aguas
oscuras que desembocaba en este y le llamaron río Negro.
Siguieron navegando por sus aguas hasta un poblado,
que resultó ser de un cacique llamado Abenamache, o Abena-
maquei, según Gómara (véase cómo los cronistas difieren a
veces en los nombres de los caciques). Los indios, al ver que
se acercaban los soldados, huyeron, pero salieron corriendo
tras ellos hasta alcanzarlos y viendo que no podían escapar,
indignados por tal injusticia, se revolvieron con furia, pero
como no usaban flechas venenosas, poco pudieron hacer ante
las afiladas espadas que abrían grandes heridas en los cuer-
pos desnudos; apresaron a muchos, incluso a su cacique,
que por lo visto fue herido por un castellano en la batalla, y
alcanzado luego por este, de un tajo le cortó el brazo y aquí
dejamos constancia sobre otra de aquellas peleas, que no son
orgullo de nadie, pero muy frecuentes en esta historia.
175
Balboa decidió que una parte de su ejército les esperara
allí, al mando de Colmenares, y él emprendió de nuevo la
marcha, tomando un afluente que desemboca en el río Negro,
se alejaron unas veinte leguas más arriba de la isla de Cañafís-
tula, y por aquellas zonas pantanosas encontraron las tierras
del cacique Abibeiba. Un nuevo y exótico escenario aparecía
ante sus ojos, el núcleo de la población se componía de caba-
ñas, construidas en las copas de los árboles, el agua y la hu-
medad que cubrían el suelo lo hacían poco habitable y dos
largos tramos de escaleras se enfilaban por los troncos, hasta
las puertas de sus casas. Allí arriba tenían sus dependencia,
almacenaban los alimentos y dormían tranquilos por la noche,
replegando la escalera, quedaba la entrada inaccesible. Solo
guardaban en el suelo las tinajas con vinos y caldos de frutas,
que como ya sabemos por las costumbres de nuestra tierra,
estas bebidas deben estar protegidas del viento, porque al
moverse se ponen agrias. Dice Pedro Mártir, con su elegante
forma de escribir: «Opinan los nuestros que los indígenas tie-
nen las casas en los árboles por las inundaciones de los ríos,
que allí son frecuentes, es tanta la altura de aquellos árboles, que
no hay hombre de tan robusto brazo que pueda hacer llegar
una piedra a la casa edificada. Y no me maravillo si hemos de
creer a Plinio y otros autores acerca de los árboles de las In-
dias, los cuales dicen que son tan altos, por la fecundidad del
suelo y la abundancia de agua, que no se pueden salvar con
una saeta; los campos de esta tierra, según todos opinan, no
son menos fértiles y abundantes de agua que otra tierra nin-
guna que el sol alumbra. Poniéndose a medir estos árboles,
entre siete hombres, y a veces ocho, apenas pudieron abarcar-
los con los brazos».
Llegaron Balboa y los suyos bajo la casa de Abibeiba, le lla-
maron para que bajase del árbol y les diese el oro que tenía.
Este les contestó que ni lo usaba ni tenía necesidad de él, pero
176
siguieron insistiendo, y amenazaron que cortarían el tronco si
se resistía. Finalmente, cedió, y les dijo que iría tras unos mon-
tes que había más allá de sus tierras, en la provincia de Dabai-
be, según cuenta Manuel Lucena Salmoral, y les traería oro
para que le dejasen en paz. Balboa accedió a la propuesta y le
permitió que fuera a buscarlo, quedándose como rehenes a
sus parientes. Partió el cacique de su tierra y, como no tenía
posibilidad de traerle oro, siguió vagando por aquellas tierras
hasta que se encontró con el cacique Abenamaguey, que tam-
bién huía con su brazo cortado y fueron a refugiarse en Abrai-
ba; allí, lloraron juntos por todas sus desgracias.
Se cansó Balboa de esperar, y al poco tiempo partieron de
aquel poblado de arborícolas, porque el cacique, como dice
Manuel Lucena Salmoral, «no volvió jamás».
Tomaron toda la comida que podían llevar, llevándose
cautivos algunos de sus parientes siguieron remontando el
río Grande viendo que todos los poblados estaban vacíos,
porque de algún modo sus habitantes estaban avisados sobre
lo que les esperaba. Finalmente, Balboa decidió regresar, para
reunirse de nuevo con el grupo de Colmenares, que estaban
asentados en las tierras de Abenamaguey, aunque mientras
aguardaban el regreso de Balboa hicieron algunas salidas en
las que habían caído nueve de los suyos, entre ellos, un tal
Raya, que murió en un ataque del cacique Abraiba, ya men-
cionado anteriormente.
Serenados los ánimos, los nativos decidieron que era
preferible morir en guerra contra los cristianos que vivir en
aquellas circunstancias. Acordaron reunir un ejército de qui-
nientos o seiscientos indios para intentar una ofensiva, pero
ocurrió que una noche antes de lo previsto llegó un pelotón
de treinta soldados como aves de rapiña, los indios, a pesar de
la sorpresa, se revolvieron con rabiosos alaridos y cargaron
contra ellos, pero los soldados que no andaban desprevenidos,
177
empuñadas las armas; espadas, saetas de ballesta y sus pode-
rosas lanzas, acometieron con tal fuerza, que pocos salieron
ilesos de aquel intento. Se llevaron muchos prisioneros que
más tarde emplearon en el Darién para cultivar la tierra. Bal-
boa y Colmenares regresaron, dejando una guarnición de trein-
ta hombres al mando de Bartolomé Hurtado.
Hurtado hizo algunos asaltos por aquellas tierras reco-
giendo a veinticuatro indios que hallaron desperdigados por
los últimos sucesos y vigilados por unos veinte soldados los
envió río abajo en una canoa enorme donde cabían todos, que-
dándose él con diez hombres para guardar la posición.
Andaban errantes por aquella ribera algunos súbditos de
Cémaco, el cacique del Darién, que como se ha dicho fue el
primer agraviado, y montados en cuatro canoas atacaron a la
que envió Hurtado, causando tal estrago que no se salvaron
más que dos soldados que lograron esconderse entre unos
troncos y ramas que bajaban por el río. Salieron a tierra como
pudieron y avisaron a Hurtado y los suyos. Estos, asustados
por todo lo que podía pasarles, siendo tan pocos, solos en
aquel paraje desconocido, empezaron a discutir la situación,
viendo que habían quedado a merced de cualquier ataque.
Instigaron a los indios que tenían cautivos y averiguaron que se
habían reunido cinco de los caciques afectados para formar
un ejército y atacar a Balboa en el Darién, y con esta informa-
ción levantaron el campamento y fueron a contárselo.
Parece que la información era cierta, porque luego se
supo que se juntaron Abibeiba, a quien le habían secuestrado
mujer e hijos en el poblado de los árboles, Cémaco, rey del
Darién, Abraiba el único que no fue atacado, Abenamaguey
cacique del río Negro, el del brazo cortado y Dabaibe, que
huyó cuando atacaron a su pueblo, llevándose los malogra-
dos siete mil pesos de oro. Todos estos jefes decidieron prepa-
rar un ataque contra la colonia del darienita.
178
Regresaron Santa María, de su larga expedición tierra a
dentro, por el río Grande y al poco tiempo llegó Hurtado, con
la información de que los indios preparaban una fuerte ofen-
siva. Aunque al principio quedaron preocupados, les costaba
creer que los habitantes de aquellas tierras, que vivían en paz
distribuidos en poblados independientes, fueran capaces de
ponerse de acuerdo para ir a la guerra.
EL SECRETO DE ANAYANSY
179
setenta hombres para ir al pueblo de Tichiri y envió a Colme-
nares con sesenta soldados en cuatro canoas con el hermano
de la muchacha para guiarles hasta el lugar donde se concen-
traban los rebeldes.
Balboa, por su parte, trató de buscar a Cémaco por las
cercanías de Tichiri pero no lo encontró, pues había en su lu-
gar otro jefe pariente suyo con unos cuantos indios y al cabo
los prendió.
Colmenares llegó al pueblo donde se concentraban los
indios, requisó una buena cantidad de provisiones, mató al
futuro capitán del ejército indio y al resto de los jefes, fusilán-
doles con las ballestas. Se llevaron muchos cautivos y basti-
mentos, quedando así frustrada la ofensiva, y de regreso al
Darién, Balboa hizo reconstruir la fortaleza con grandes ma-
deras para prevenirse de futuros ataques.
Había transcurrido un año desde que partió Valdivia con
la misión de pasar primero por La Española, explicar al almi-
rante las noticias sobre la existencia de un mar al otro lado del
istmo y seguir hasta Castilla para solicitar ayuda en la Corte,
que, como dijo Panquiaco, eran necesarios mil hombres para
atravesar las sierras y cacicazgos que les separaban del otro
océano.
Perdidas las esperanzas de que Valdivia hubiera cumpli-
do con su misión, llegaron a la conclusión de que pereció en el
intento y así se confirmó más adelante. No faltaron otras teo-
rías que, por ser falsas, dejaremos de mencionar. Por estas y
otras razones, Balboa decidió ir él mismo a cumplir con la mi-
sión que encomendó a Valdivia, ganarse así la confianza del
almirante y agradar al rey con sus nuevas perspectivas de
riqueza, pero los que estaban con él en el Darién argumenta-
ron que su presencia allí era imprescindible, porque los indios
le temían más que a cien soldados, así se lo dijeron sus más
allegados; los demás, que no le apreciaban tanto, barajaban la
180
posibilidad de que embarcado con sus pertenencias, los deja-
ría allí abandonados. Pensamiento nada extraño, si considera-
mos que entre los conquistadores y aventureros la codicia del
oro es motivo sobrado de sospecha.
Siguieron debatiendo y acordaron que iría Juan de Cai-
cedo, que vino a esta tierra siendo oficial de Nicuesa y habien-
do traído a su esposa, quedaba ella esperándole en el Darién.
Pero convenía enviar un segundo oficial por si algo le ocurría
al primero. Decidieron que fuera Rodrigo de Colmenares,
porque allí tenía una buena hacienda que garantizaba su re-
greso.
Recaudaron entre todos una buena cantidad de oro para
obsequiar al rey y asegurarse su estima, amén de que la no-
ticia iba cargada de fantásticas ilusiones, porque los indios,
viendo la ambición de oro que tenían aquellos aventureros,
con el fin de obtener su benevolencia, aumentaban la reali-
dad con estas palabras: «En ciertos ríos se pescaba el oro con
redes y algunas montañas tenían la cumbre obrada de este
metal».
Aunque estas exageraciones son poco creíbles, servía
para estimular la imaginación de los ambiciosos y necesita-
dos, por este motivo en Castilla sobraba gente dispuesta a
embarcarse.
Aparejaron un pequeño bergantín y se hicieron a la mar
a finales de octubre del año 1512. Tardaron tres meses en lle-
gar a la isla de Cuba, donde los indios, que eran gente pacífica,
siempre estaban dispuestos a cambiar comida por las chuche-
rías de Castilla. Pasaron a La Española con tan malos tiempos
que tardaron cien días en lugar de ocho como habría sido en
condiciones favorables. Pero allí no tuvieron que esperar mu-
cho porque informado el almirante y los jueces, pronto encon-
traron naves bien preparadas para cruzar el Atlántico. Llega-
ron a Castilla en mayo del año 1513.
181
Las noticias del Darién viajaron a Castilla con retraso y mu-
cha dificultad, y en la colonia surgían nuevas intrigas. Ocurrió
que Bartolomé Hurtado, muy favorecido de Balboa por los
servicios prestados, alardeaba de su posición en extremo
ofendiendo a los demás y, como esto se repetía constantemen-
te, acabó siendo aborrecido por todos, como era de esperar, el
disgusto se extendió hasta que llegó a oídos de su protector.
Poco a poco empezó a cocerse una conspiración para
sustituir a Balboa; tomó la iniciativa un tal Alonso Pérez de la
Rúa, que pretendía arrestarle con el pretexto de que no repar-
tía el oro correctamente, pero él, que siempre estaba alerta, se
anticipó a los hechos, encarceló al dicho Alonso Pérez y al ba-
chiller Corral, aunque las rencillas no se olvidaron y menos
entre gentes tan pendencieras.
Pero una nueva distracción que llegó inesperadamente
sorprendió a toda la gente del Darién; surgieron en el hori-
zonte dos naves castellanas enviadas por el almirante Diego
Colón, venían cargadas de bastimentos y ciento cincuenta
hombres al mando de un tal Cristóbal Serrano, que traía una
provisión del tesorero Pasamonte. Nombraba a Vasco Núñez
de Balboa capitán general de la Tierra Firme, y parece ser que
tenía poderes del rey para estos nombramientos. Ahora sien-
do legitimada su autoridad sobre los hombres que allí esta-
ban, se puso tan contento que dio amnistía a los presos que se
le habían revelado. Poco duró su gozo con aquel nombra-
miento, porque viajaron con la misma vela otras noticias no
tan agradables. Al parecer, alguien le informó de que no se
hablaba bien de él en Castilla, que tenía al rey en contra por lo
que había declarado Enciso en su proceso o porque se le cul-
paba de la muerte de Nicuesa. Pensamos que esta noticia se la
hizo llegar su compañero Zamudio por algún otro viajero, así
que Balboa vivía siempre bajo la tensión de que, algún día, lle-
garía alguien con provisiones reales para detenerle.
182
CAPÍTULO VI
El descubrimiento de la mar del Sur
183
Natural Historia, de Plinio, en su libro VIII, capítulo XL: «Dice
grandes cosas de algunos perros particulares y famosos; y
entre las otras cosas de tal animal, dice que este animal solo
conoce a su señor, y que entiende cuál no es doméstico, y
entiende su nombre, y entiende la voz doméstica, y acuérda-
sele cualquier camino o senda que haya andado, aunque
haya mucho tiempo que no lo vido, dice que no hay animal,
excepto el hombre, que tenga mayor memoria».
Vasco Núñez tenía un perro llamado Leoncico, compa-
ñero inseparable de Balboa, que surgió del barril con él cuan-
do se dejaron ver en la nave de Enciso. El animal era hijo de
otro de la isla de San Juan (Puerto Rico), llamado Becerrico,
también muy famoso.
184
mano traíale tan ceñidamente, sin morder ni apretar, como le
pudiera traer un hombre; pero, si se ponía en defensa, hacía-
le pedazos. Y era tan temido de los indios que, si diez cristia-
nos iban con el perro, iban más seguros y hacían más que
veinte sin él».
El jueves 1 de septiembre de 1513 soltaron las velas y
partieron de Santa María del Darién, costa arriba, hasta las
tierras de Careta, que como se ha dicho, Balboa tenía a su
hija por manceba. Y dice Pedro Mártir: «... el domingo si-
guiente, a cuatro días de aquel mes, llegó de esta armada a
Careta, con las canoas, la mitad de la gente, porque el galeón
quedó atrás con los restantes; y allí se desembarcó Vasco
Núñez, y el cacique don Fernando lo recibió a él y a toda la
gente muy bien, así a los que fueron en las canoas como a los del
galeón. Después que llegaron, como fueron todos juntos,
apartó el capitán Vasco Núñez los que le pareció que debía
de llevar, y dejó en aquel puerto los que habían de guardar el
galeón y las canoas, y partiose la tierra adentro a los seis días
de aquel mes».
El cacique Careta se había hecho muy amigo de Balboa
hasta el punto que lo habían de bautizar con el nombre de don
Fernando. Les recibió muy afectuosamente proporcionándo-
les información, y como dice Oviedo: «viéndose bien tractado
dijo en secreto muchas cosas a Vasco Núñez, que él holgó de
saber de los secretos y riquezas de la tierra; y entre las otras le
dijo que a ciertas jornadas de allí había otro pechry, que en
aquella lengua quiere decir mar...».
Y confirma Octavio Méndez Pereira:
185
Partieron de Careta hacia las tierras de Ponca, y viéndo-
les llegar se escondieron en las montañas como la otra vez.
Balboa mandó decirle al cacique que desde ahora podían con-
tar con su amistad. Ponca bajó al pueblo con su gente y les
obsequió con algunas joyas de oro, pero dijo que no podía
darle más, porque en su encuentro anterior ya se habían lleva-
do casi todo lo que tenía. Los castellanos les dieron a cambio
las típicas chucherías de Castilla, cascabeles, tijeras, hachas etc.
Ponca les facilitó varios indios que les guiaron por los cami-
nos más accesibles a través de las montañas. Y dice Méndez
Pereira:
186
unos cuantos disparos de ballesta y escopetas, tuvieron bas-
tante para dispersarlos. «Al ver salir el fuego de las escopetas
y oír los disparos, corrieron asustados pensando que se trata-
ba de algún tipo de magia y que aquellos infernales artefactos
lanzaban rayos y trueno (sic)». Cayeron algunos y los demás
salieron huyendo, pero fueron perseguidos con otra arma
más terrible para ellos, soltaron a los perros que les agredie-
ron con la furia rabiosa de los sabuesos adiestrados para la
guerra.
Vieron en aquel poblado algunos indios ataviados con
ropas de mujeres. Ya en otros pueblos habían advertido los
rudos castellanos que era habitual en algunas comunidades
del istmo encontrar cierta clase social formada por homo-
sexuales (sodomitas para los cristianos, que en aquellos tiem-
pos poco entendían de antropología, ciencia que no se de-
sarrolló hasta el siglo XIX), pero como en Castilla se castigaban
con la pena de muerte, les echaron los perros y de aquella
horrorosa sangría no dejaron uno vivo.
Cuenta Las Casas que los indios que vestían hábitos de
mujer parece que eran gentes respetadas y queridas por to-
dos, porque viéndose diferentes que los hombre y nada va-
roniles, sino afeminados y con la mentalidad de verdaderas
hembras, se dedicaban a los menesteres propios de estas,
tanto en comportamiento como en sus labores, pero como
para los antiguos cristianos, ignorantes de que esto es obra
de la naturaleza, interpretaban su comportamiento como
horrible pecado y por esta razón no tenían escrúpulo de casti-
garles, pensando que era lo más apropiado, así queda bas-
tante claro que la ignorancia a veces es motivo de grandes
injusticias.
Francisco López de Gómara lo cuenta de otra manera:
«Aperreó Balboa a cincuenta putos que halló allí, y después
los quemó, informando primero de su abominable y sucio
187
pecado. Conocida en la comarca esta victoria y justicia, le
trían muchos hombres de sodomía para que los matase. Y se-
gún dicen los señores y cortesanos usan aquel vicio, y no el
común...
»En esta batalla se cogió preso a un hermano de Torecha,
en hábito real de mujer, ya que no solamente en el traje, sino en
todo salvo en parir era hembra».
Y Pedro Mártir de Anglería lo explica así: «La casa de
este —se refiere al cacique Cuarecuá— encontró Vasco llena
de nefanda voluptuosidad: halló al hermano del cacique en
traje de mujer, y a otros muchos acicalados y, según testimo-
nio de los vecinos, dispuestos a usos licenciosos. Entonces
mandó echarles los perros, que destrozaron a unos cuaren-
ta..., de suerte que los perros guardaban en la pelea la primera
línea, y jamás rehusaban pelear».
Cayeron en aquel pueblo de Cuarecuá hasta seiscientos
indios, prendieron a otros que pudieron alcanzar y entraron
en el poblado tomando todo lo que encontraron que les podía
servir, alimentos y joyas.
Pero antes de seguir con el relato, queremos referir aquí
cierto misterio que hasta la fecha nadie ha podido resolver.
Dice López de Gómara: «Sin embargo halló algunos negros
esclavos del señor. Preguntó de dónde los tenían y no le su-
pieron decir o entender más que había hombres de aquel co-
lor cerca de allí, con quien tenían guerra muy a menudo. Estos
fueron los primeros negros que se vieron en Indias, y aún
pienso que no se han visto más».
Después de aquella horrible y vergonzosa batalla, dejó
Balboa en aquel pueblo algunos soldados que estaban real-
mente agotados y se llevaron algunos indios, súbditos de
Cuarecuá, para cargar con los fardos y proseguir el ascenso a
las montañas, y despidió a los de Ponca permitiéndoles que
regresaran a sus casas.
188
Emprendió la marcha con los demás por laderas y barran-
cos hacia la cumbre donde esperaban ver el otro mar. La dis-
tancia que recorrieron desde tierras de Ponca hasta la cima era
de unas cuarenta leguas, que pensaron andar en seis días,
pero tardaron veinticinco jornadas, aproximadamente.
Llegaron a la cumbre, del cerro que los arqueólogos to-
davía hoy no han podido determinar, el 25 de septiembre del
año 1513, y un pequeño tramo antes de coronarlo, Balboa
mandó detener la expedición, subió él solo con su perro Leon-
cico hasta la cima, y así fue cómo al llegar al punto más alto
vio ante sus ojos un infinito escenario que cubría el horizonte:
la Mar del Sur, así lo llamaron ellos, y años más tarde, Magalla-
nes le puso el nombre de océano Pacífico.
Una enorme masa de agua se juntaba con el cielo en el
horizonte. Cayó de rodillas, levantando los brazos y, agrade-
ciendo a Dios el privilegio que le había otorgado por aquel
gran descubrimiento, mandó subir al resto de los castellanos
hasta donde se encontraba. Nuevamente, hincado de rodillas,
repitió las oraciones, y los otros siguieron su ejemplo.
Para perpetuar la memoria de aquel momento, llamó a
Valderrábano, escribano real, nacido en San Martín de Valdei-
glesias, y le dijo que levantara testimonio de los que estaban
allí, documento que pasó por las manos del cronista Oviedo y
lo confirma con estas palabras en su Historia general y natural
de las Indias: «... el cual testimonio yo vi e leí, y el mismo escri-
bano me lo enseñó. Y después, cuando murió Vasco Núñez,
murió aqueste con él, y también vinieron sus escripturas a mi
poder, y aquesta decía desta manera: “Primeramente el señor
Vasco Núñez, y él fue el que primero de todos vido aquella
mar e la enseñó a los infraescriptos”.
»Andrés de Valderrábano, escribano de Sus Altezas en
la Corte y en todos sus reinos e señoríos, estuve presente e
doy fe dello, e digo que son por todos sesenta y siete hombres
189
estos primeros cristianos que vieron la mar del Sur, con los
cuales yo me hallé e cuento por uno dellos: y este era de San
Martín de Valdeiglesias».
Empezaron luego a practicar los clásicos ritos propios de
aquellas ocasiones. Cortaban árboles, construían cruces y amon-
tonaban piedras. La euforia de aquel descubrimiento les es-
timuló y renovó el ánimo, parece que se olvidaron del cansan-
cio y emprendieron la marcha montaña abajo, por la curiosidad
de ver qué encontraban por aquella costa.
Le dijeron que a pocas leguas de la cumbre había un po-
blado regentado por el cacique Chiapes, y cuando se acercaron
a sus tierras salieron muchos indios armados para hacerles
frente, pero aunque los cristianos eran pocos, sus armas im-
ponían mucho respeto y por eso no les amedrentó tanta gente
enfurecida. Se encararon a la multitud de indígenas, antici-
pándose en la lucha, disparando sus ballestas y escopetas.
Viendo los indios el fuego que salía con los disparos y oyendo
el trueno de los mismos, creyeron que venían del infierno y
más se asustaban aún, cuando advirtieron que caían heridos
algunos de ellos y la manada de perros desgarraba a todo
aquel que podía alcanzar. Llenos de espanto corrieron desper-
digándose por aquellos parajes; los soldados tras los perros,
espadas en mano salieron tras ellos, acuchillando unos cuan-
tos para darles cuenta de la superioridad de sus armas, y
apresando a otros para que les condujeran hasta su jefe, pues
la mejor estrategia para someter a los indios era prender a sus
caciques.
Llegaron al pueblo de Chiapes. Soltaron unos cuantos
cautivos para informar a sus compañeros de que no pretendían
hacerles más daño, pero que debían aceptar su amistad y
proporcionarles todo lo que les pidieran. El cacique, temien-
do que volvieran a rugir los cañones diabólicos de sus esco-
petas, quedó a merced de los cristianos. Abrieron los fardos
190
y les dieron unos cuatrocientos espejos, varios cascabeles,
tijeras y otras cosas que llevaban para cambiar por sus joyas,
y Balboa decidió que los súbditos de Cuarecuá podían regre-
sar a su pueblo, obsequiándoles con algunas de aquellas ba-
ratijas que tanto les gustaban, porque como se ha dicho en
otras ocasiones, a Balboa no le gustaba dejar enemigos a su
espalda.
Mandó llamar a los españoles que había dejado en Cua-
recuá y los esperaron en el pueblo de Chiapes, donde fueron
hospedados con muchas atenciones por parte de este cacique;
entre tanto, envió Balboa tres grupos de soldados para averi-
guar el camino más corto que llegara a la costa. Al mando del
primer grupo iba Francisco Pizarro, el otro lo dirigía Juan de
Ezcaray y el tercero iba a las ordenes de un tal Alonso Martín,
natural de Don Benito, este último dio con el sendero más
corto y en solo dos días llegó a una zona donde encontraron
canoas en seco, pero dice Las Casas que al principio no veían
el agua, y mientras reflexionaban sobre esto, llegó de repente
levantando las canoas casi un estadio. Así comprendieron
el gran desnivel de las mareas porque, en aquel mar, sube y
baja la marea cada seis horas, cosa de dos o tres estados y el
agua avanza y se retira media legua. Juan Martín subió a una
canoa y dijo con orgullo a los demás que eran testigos de que
entraba el primero en la Mar del Sur. Acto seguido Blas de
Atienza hizo lo mismo diciéndoles que él entraba el segundo.
Regresaron al pueblo de Chiapes para informar a Vasco Núñez
sobre lo que habían visto.
Cuando llegaron los españoles que dejaron en el pueblo
de Cuarecuá, y se juntaron todos en el de Chiapes, Balboa
pidió al cacique que les acompañara hasta la costa. Salieron
ambos con unos ochenta españoles (cifra dudosa, como se
verá) y bastantes indios hasta que llegaron al mar. En esto
coinciden en buena parte de los hechos López de Gómara,
191
Las Casas y Herrera, pero Oviedo dice sin embargo, que Bal-
boa partió de Chiapes o Chape con veintiséis hombres y fue
directo a la costa, saliendo al golfo que de San Miguel, el día
29 de septiembre de 1513, fecha que se venera al arcángel del
mismo nombre.
Reproducimos aquí las palabras de Oviedo, que por
aquellos días se hallaba en el Darién y recogió las noticias de
los testigos que lo vieron: «... llegó a la ribera a hora de víspe-
ras, e el agua era menguante. Y sentáronse él y los que con él
fueron, y estuvieron esperando que el agua creciese, porque
de bajamar había mucha lama e mala entrada; y estando así,
creció la mar, a vista de todos, mucho y con grande ímpetu.
Y como el agua llegó, el capitán Vasco Núñez... tomó en la mano
una bandera y pendón real de Sus Altezas, en que estaba pin-
tada una imagen de la Virgen Santa María, Nuestra Señora,
con su precioso Hijo, Nuestro Redentor Jesucristo, en brazos,
y al pie de la imagen estaban las armas reales de Castilla e de
León pintadas; y con una espada desnuda y una rodela en las
manos, entró en el agua de la mar salada, hasta que le dio a
las rodillas, e comenzó a pasear, diciendo: “Vivan los muy altos
e muy poderosos Reyes don Fernando e doña Joana, Reyes de
Castilla e de León e de Aragón, etc.; en cuyo nombre, e por la
corona real de Castilla, tomo e aprehendo la posesión real a
corporal, e actualmente, destas mares e tierras e costas e puer-
tos e islas australes...».
Con nueve canoas que allí había atravesaron un río muy
grande y se dirigieron al pueblo de otro señor llamado Cu-
quera, este viendo que se acercaban los castellanos salió a re-
cibirles como hicieron muchos caciques, bélicos y armados,
pero Balboa le envió varios indios súbditos de Chiapes para
advertirles que debían aceptarlos amablemente, o de lo contra-
rio les pasarían por las armas. Persuadidos por aquellas pala-
bras, le ofrecieron seiscientos cincuenta pesos en oro y recibie-
192
ron a cambio, algunas baratijas. Así lo cuenta Las Casas con
su sarcasmo habitual. «Se les tornó a todos en la de Judas y los
cascabeles cuentas que les daban en cebo de anzuelo y carne
de buitrera».
Regresaron al pueblo de Chiapes para descansar, pero
como Balboa era inquieto e impaciente quiso ir a descubrir,
navegando por un golfo que vieron, donde presentía que algo
bueno deberían encontrar, porque según dijo: «Dios le prote-
gía y guiaba», pero a pesar de que en Chiapes le advirtieron
que por los meses de octubre, noviembre y diciembre aquellas
aguas eran muy peligrosas, no pudo disuadirle, y para no de-
fraudarle le acompañó. Tomando los soldados más fuertes y
algunos indios, dejó al resto de la expedición en el pueblo
para descansar. Aparejaron las nueve barcas con todo lo que
solían llevar y entraron en el mar. De repente, se levantaron
unas olas tan grandes, que de puro milagro no se ahogaron to-
dos. Con mucho esfuerzo los indios, que eran expertos en es-
tas situaciones, ataron las canoas unas con otras y así resistie-
ron el envite de las olas. A duras penas pudieron llegar a una
pequeña isla, bajaron a tierra y ataron las canoas en unas pe-
ñas, el mar embravecido cubrió la isla por completo y que-
daron con agua hasta la rodilla. Se refugiaron donde pudie-
ron, y cuando recuperaron las fuerzas, repararon las canoas
y volvieron a embarcar, llegaron a tierra firme hambrientos y
desfallecidos.
Desde allí se dirigieron al poblado del cacique Tumaco y,
como tenía por costumbre, Balboa mandó llamarle, advirtiendo
que iban como amigos. Al principio se resistieron desconfia-
dos, pero cuando fueron advertidos por segunda vez, viendo
que no les quedaba otro remedio que acceder, salieron unos
cuantos indios al frente del propio hijo de Tumaco. Balboa le
dio una camisa y alguna cosa más y estos, confiados, entraron
de nuevo al pueblo.
193
Tumaco deliberó durante tres días y, viendo que trataron
bien a su hijo, salió a su encuentro persuadido por las pala-
bras de Chiapes, y les ofreció algunas joyas de oro y doscien-
tas cuarenta perlas de gran tamaño. Viendo que los forasteros
estimaban el valor de aquellas perlas, mandó algunos indios
a pescar más y regresaron unos días más tarde con tal canti-
dad, que debían pesar al menos doce marcos.
Luego supieron por boca de los indios que a cinco leguas
de allí había una isla poblada y regentada por cierto cacique
donde abundaban unas ostras que engendraban perlas de
gran tamaño. Balboa, impaciente, quería ir hasta allí, pero Tu-
maco le aconsejó nuevamente que esperara al verano, porque
la mar era muy peligrosa por aquellas fechas y finalmente, le
hizo caso.
Tumaco explicó a Balboa que sabía de unas tierras donde
abundaba el oro en grandes cantidades y que sus habitantes
disponían de ciertos animales muy grandes, parecidos a los
ciervos pero con largos cuellos y cuerpos muy robustos, que los
utilizaban para transportar carga. Esta descripción les recor-
daba a los camellos del Viejo Mundo, pero en realidad se refe-
ría a las llamas; sin duda, esta fue la segunda vez que tenían
noticias sobre las tierras del Perú. Quedó muy contento y ma-
nifestó que volvería el próximo verano para explorarlas.
CAPÍTULO VII
Regreso al Darién
194
da a entender Vasco Núñez en una carta que escribió al rey
en 1513: «Y las ciénagas desta tierra no crea vuestra alteza
real. que es tan liviana que nos andamos folgando, porque
muchas veces nos acaece ir una legua y dos y tres por ciéna-
gas y agua, desnudos y la ropa recogida puesta en tablanchi-
na encima de la cabeza, y salidos de unas ciénagas entramos
en otras, y andar desta manera dos y tres y diez días».
Partieron de Chiapes con varios indios que les llevaban
la carga. En el pueblo de Teoachán cambiaron los porteadores,
desde allí fueron a parar al pueblo de Parca, el indio más feo
que habían visto en su vida, y dice Las Casas, que para feal-
dad las aberraciones que contaban de él, que fuera o no verdad,
Dios lo sabe, pero aquel encuentro le costó la vida.
Fueron en busca del río Comagre, subiendo empinados
cerros que por su aridez no hallaron qué comer, hasta que lle-
garon a los poblados de Pocorosa y Tubanamá, este último
el más temido por los naturales de la región, pero también el
más rico porque después de tomar el pueblo, le sacaron todo
el oro que tenía y estudiando el suelo vieron que habían bue-
nas muestras de oro.
Por fin llegaron a tierras conocidas tras haber dado un
buen rodeo, era la provincia de Comagre, donde tiempo atrás
habían recogido noticias sobre la existencia del Pacífico y del
rico imperio del Perú. Llevaban a Balboa en una hamaca, con-
valeciente de unas fiebres que había contraído, pero el buen
recibimiento de Panquiaco (sucesor de Comagre) y su hospi-
talidad, facilitó su pronta recuperación. De Comagre pasaron
a los dominios de Ponca. Llegaron por fin al Darién un 19 de ene-
ro de 1514, entrando en el pueblo con la aclamación de todos
sus vecinos.
Una vez en el Darién, Balboa mandó a Castilla a Pedro de
Arbolancha, armador vizcaíno, para anunciar al rey «el descu-
brimiento de la Mar del Sur», y partió el mes de marzo de 1514.
195
CAPÍTULO VIII
Pedro Arias de Ávila, gobernador de Castilla del Oro
196
Queda claro por lo dicho que Pedrarias vino al Darién
por obra y gracia del obispo Fonseca, y real consentimiento,
para quitar el mando a Balboa y, cuando vio el mérito de su
descubrimiento, trató por todos los medios de frenarle, tomar
el protagonismo y enriquecerse al máximo sin escatimar una
gota de sangre a los infelices indios.
197
El cronista Herrera, que tuvo la suerte de tener en sus
manos innumerables documentos para escribir su Historia ge-
neral de los hechos de los castellanos en las indias y Tierra Firme del
mar Océano, incluidos los valiosos manuscritos de Pedro Pizarro,
Cieza de León, Andagoya, Garcilaso, Gonzalo Giménez de
Quesada etc., además de lo que él llama Los papeles guardados
en el colegio de San Gregorio de Valladolid, es decir: La Historia de
las Indias, de Bartolomé de Las Casas, apoya incondicional-
mente a este último, sobre lo que dice de Pedrarias, Altola-
guirre, en su obra Núñez de Balboa, hace referencia al memorial
de un religioso dominico, que titula Los desordenes de Pedrarias,
valioso documento que se guarda en el Archivo de Indias de
Sevilla.
198
Juan de Quevedo, y a partir de este momento sus partidarios
comenzaron a llamarle Adelantado. Pero no duró demasiado
la fortuna de Balboa, porque cuando iba a cruzar el istmo de
nuevo desde Nombre de Dios a la Mar del Sur, se enteró Pe-
drarias y le mandó arrestar, y tuvo que intervenir el obispo
para que le pusiera en libertad.
CAPÍTULO IX
Última misión y muerte de Vasco Núñez de Balboa
199
ofició la ceremonia con autorización del obispo y se casaron
por poderes.
Partió Balboa con ochenta hombres y un navío, costa
abajo, hasta el puerto de Acla, donde Pedrarias dejó a Gabriel
de Rojas construyendo una fortaleza. Llegados al puerto, vio
que estaba prácticamente abandonada por miedo a los ataques
de los indios. Designó de entre sus hombres alcalde y regidor,
y fundó la villa de Acla. El puerto es profundo y lo azotan
fuertes corrientes que no ofrecen mucha seguridad para las
naves.
Encargó a su gente que cultivasen la tierra para que no
escaseara la comida, y él mismo se puso manos a la obra dan-
do ejemplo a sus gentes, pues no se le caían los anillos, para ir
delante en todas las empresas. Herrera lo compara con los an-
tiguos capitanes romanos, que tenían esta forma de actuar.
Por aquel tiempo contaba con cuarenta años de edad, gozaba
de buena salud y fortaleza física.
Espinosa, que andaba de regreso a Santa María la Anti-
gua, pasó por allí con sus triunfos y cargado de oro; fue bien
recibido, y tras un breve descanso continuó su viaje hasta el
Darién. Balboa intuyó que era la ocasión de ir tras él, aprove-
chando la euforia de Pedrarias, para traerse más pobladores a
la villa recién fundada y tener más empleados para construir
los bergantines, que le hacían falta para navegar por la Mar del
Sur.
El regreso de Espinosa causo mucha alegría, y Balboa sa-
lió beneficiado porque Pedrarias le proporcionó doscientos
hombres, provisiones y herramientas para su misión. Sin pér-
dida de tiempo, Vasco Núñez salió con su gente en tres bergan-
tines, y se dirigió nuevamente a Acla.
Llegó a la villa recién fundada y le dijeron que Diego de
Albítez, capitán que dejó en su lugar mientras fue a visitar al
gobernador, había partido a La Española. Las Casas narra lo
200
siguiente: «Vino a esta isla Diego de Albítez con intención de
pedir a los religiosos de San Hierónimo que la gobernaban,
licencia para hacer un pueblo en Nombre de Dios, y de allí
tratar del descubrimiento de la mar del Sur. Los religiosos que
quisieron intervenir en esto y le dijeron que regresara al Da-
rién y consultara con el Gobernador. Armó un navío con se-
senta hombres y se dirigió al Darién. Le dijo a Pedrarias que
había ido a buscar gente y bastimento, y como esto complacía
al Gobernador, consiguió licencia para ir a ranchear por las
tierras de Veragua, famosa por su riqueza, y de paso ejercita-
ba a los nuevos soldados que había traído».
Esto sentó mal a Balboa, pero unos y otros disimularon,
esperando mejor ocasión para encararse. Días más tarde, Bal-
boa envió a Compañón, sobrino del tal Albítez, al río Balsas
que desemboca en la Mar del Sur para comprobar si el lugar
era apropiado para armar los navíos, y vino diciendo que reu-
nía buenas condiciones, pero regresó rancheando por los pue-
blos que le salían al paso.
Balboa empezó la tala de árboles para fabricar los ber-
gantines y, mientras estaban ocupados en estos trabajos, envió
de nuevo a Compañón con varios españoles, treinta negros y
bastantes indios hasta la cumbre de la sierra para construir
una pequeña fortaleza que sirviera de refugio y descanso a los
que más tarde, llevaría la madera montañas arriba hasta la
cumbre, que por la otra parte vertía las aguas a la Mar del Sur,
pues el trabajo que suponía llevar a cuestas la madera, anclas
y jarcias, requería un gran esfuerzo.
Terminada la casa en la sierra, empezaron a subir la ma-
dera hasta allí, que debían mediar unas doce leguas cuesta
arriba. Dice Herrera que este trabajo resultó increíble, y que
los castellanos y negros salieron todos con vida, pero que pe-
recieron muchos indios. Las Casas, en su relato, no dice que
muchos indios, sino muchísimos, y lo hace con estas palabras:
201
«Yo vi firmado de su nombre del mismo obispo en una rela-
ción que hizo al emperador en Barcelona el año 1519, cuando
él de la Tierra Firme vino, como más largo adelante, placiendo
a Dios, será referido que había muerto el Vasco Núñez por
hacer los bergantines quinientos indios, y el secretario del
mismo obispo me dijo que no quiso poner más número, por-
que no pareciera cosa increíble, porque la verdad era que lle-
gaban o pasaban de dos mil».
Cuando consiguió pasar la madera desde Acla al río Bal-
sas, vio que no llegaba para construir más que dos berganti-
nes y puesto que era necesario construir cuatro, nombró tres
capitanes, cada uno con un destacamento de hombres y un
cometido diferente. El primero se encargaría de cortar made-
ra; el segundo, de transportar las anclas y jarcias desde Acla y
el tercero buscaría alimentos y nativos para los otros trabajos.
Pero no todo salió según lo previsto, porque cuando tu-
vieron toda la madera preparada para armar las naves, esta,
por haber sido talada en Acla, junto a la Mar del Norte, cerca de
aguas saladas, se pudría con facilidad, y para su desgracia
tuvieron que volver a empezar. Fue necesario buscar lugares
próximos al río para cortar árboles nuevos. Cuando obtuvie-
ron la suficiente para comenzar los navíos, vinieron las lluvias
y el río se llevó parte de la madera labrada.
Crecieron tanto las aguas que tuvieron que subir a los
árboles para no ahogarse. Ante esta situación, tan desmorali-
zadora, Vasco Núñez estuvo a punto de desistir de la empresa
y volver a Acla, ya que escaseaban los alimentos y pasaban
hambre. Puesto que no regresaba la cuadrilla que debía en-
cargarse de buscar comida e indios Francisco Compañón se
ofreció para cruzar el río en busca de gente y comida. Cons-
truyeron un puente con bejucos y raíces, bien atado a ambas
partes del río. Sin embargo, las subidas del río les obligaron
a atravesarlo con agua hasta la cintura. Parte del grupo de
202
indios que acompañaba a Vasco Núñez, que eran unos qui-
nientos o seiscientos, se malnutrían comiendo raíces, murien-
do de hambre, así lo dice Las Casas, pero Herrera aclara que
el mismo Balboa también andaba buscando raíces para comer.
Aunque un hombre como él no abandona las cosas fácilmen-
te, y Herrera le honra con estas palabras: «Y este caso fue una
de las pruebas de la maravillosa constancia de la Nación Cas-
tellana, y de su sufrimiento en los trabajos de espíritu y de
cuerpo».
Regresó a Acla para conseguir más gente y bastimentos,
luego envió a Bartolomé Hurtado hasta el Darién para traer
anclas y jarcias.
Por aquellos días regresó Compañón con alimentos e in-
dios que cargaron con anclas, jarcias, velas, cables, clavos y
todo lo que tenían para llevarlo al río Balsas. También vino
Bartolomé Hurtado con sesenta hombres que le proporcionó
Pedrarias, y cobrando nuevas fuerzas volvieron al río para
continuar con la construcción de los bergantines, logrando con
gran esfuerzo acabar dos de ellos. Embarcaron, y se hicieron a
la mar. La isla mayor de las Perlas. Una vez allí, se abastecie-
ron de cuanto pudieron.
Del cronista nos llega cierta noticia de la cual él mismo
duda de su autenticidad, pero lo cuenta por la relación que
tiene con las noticias recogidas sobre el Perú. Narra que, en
aquel tiempo, Balboa recibió una carta del obispo de Sevilla,
don Diego de Deza, en la que decía que entendiendo que se
había descubierto La Mar del Sur, navegando al poniente halla-
ría indios de lanza y armaduras de cuerpo, y viajando al
oriente encontraría grandes riquezas y mucho ganado.
De manera que Vasco Núñez, habiéndose abastecido de
provisiones en la isla de las Perlas, puso rumbo a Tierra Firme
y cerca de la costa viró a oriente. Llevaba consigo unos cien
hombres y por medio de los indios que recogió supo que por
203
esta ruta hallarían mucho oro. He aquí nuevos indicios de las
riquezas del Perú.
Navegaron por el golfo de San Miguel y llegados a la
punta anduvieron veinticinco leguas más hasta el puerto de
Piñas, divisando gran cantidad de ballenas. Al caer la noche
se acercaron a la costa, y continuarían al día siguiente. Como
hacía viento contrario decidieron desembarcar en las tierras
del cacique Chochama. Nada más llegar, quisieron vengar la
muerte de los castellanos que habían sido abatidos durante
la expedición de Gaspar de Morales. En la batalla murieron
bastantes indios nativos, y el resto huyó a otras tierras. Des-
pués, Balboa y sus hombres se quedaron varios días en la pro-
vincia rancheando todo lo que pudieron.
Volvieron a la isla y Balboa mandó talar árboles para
construir otros dos bergantines. Puesto que les faltaba hierro
y pez, envió a sus hombres en busca de materiales a la villa de
Acla.
Por aquel tiempo ya se conocía que el rey Carlos V ocu-
paba el trono real en España y que había dispuesto que un
caballero de Córdoba, llamado Lope de Sosa, como sustituto
de Pedrarias en la gobernación de Tierra Firme. Balboa nece-
sitaba saber si había llegado o no el nuevo gobernador, por-
que desconfiaba de que Pedrarias pudiera quitarle las naves.
Un día que estaba Balboa conversando con Valderrábano
y con el clérigo Rodrigo Pérez dijo: «Según lo mucho que ha
que vinieron las nuevas que el rey tenía proveído por gober-
nador a Lope de Sosa desta Tierra Firme, no parece posible
que o no sea venido o no haya nueva ser cercana su venida; y
si es venido, Pedrarias, mi señor, ya no tiene la gobernación,
y así nosotros como en esto habemos puesto quedan perdidos;
paréceme, pues, que para haber noticia de lo que nos convie-
ne, será bien que vaya el capitán Francisco Garavito a la villa
de Acla, con demanda del hierro y pez que nos falta, y sepa si
204
es venido, porque si lo fuese se torne, y nosotros acabaremos
como pudiéremos estos navíos y proseguiremos nuestra de-
manda, y, como quiera que nos suceda, de creer es que el que
gobernase nos recibirá de buena voluntad porque le ayude-
mos y sirvamos; pero si Pedrarias, mi señor, todavía tuviere la
gobernación, de la parte del estado en que quedamos y pro-
veerá de lo que pedimos y partirnos hemos a nuestro viaje,
del cual espero Dios que nos ha de suceder lo que tanto desea-
mos (sic)».
Mientras Balboa comentaba estas confidencias con sus
interlocutores, el que hacía la guardia ante su cuarto se reco-
gió bajo el tejado o porche de la casa donde estaban reuni-
dos para guarecerse de la lluvia, y oyó parte de la plática,
cuando decía que convenía irse con los navíos, y sin haber
escuchado el resto de la conversación, malinterpretó estas
palabras, y debió entender que Balboa deseaba huir del go-
bernador. El guardia fue a ver a Pedrarias y le contó lo que
había interpretado.
Tras la conversación de Balboa, Valderrábano y el clérigo
Rodrigo Pérez llamaron a Francisco Garabito y le encargaron
que tomara cuarenta hombres y se dirigiera a Acla para llevar
a cabo lo acordado. Llegó el capitán Garabito a la villa y le
informaron de que Lope de Sosa no había llegado al Darién, y
que Pedrarias seguía en su cargo de gobernador. Andrés Ga-
rabito escribió a Pedrarias, dándole a entender que Vasco
Núñez se había revelado con la decisión de no volver a obede-
cer sus mandatos, y Pedrarias, que nunca había confiado ple-
namente en él, creyó toda la información. Dos días después
de que el capitán Garabito escribiera esta noticia, llegó Pedra-
rias muy indignado con la intención de detener a Balboa.
Preguntó el gobernador por la situación de Balboa y le
dijeron que estaba en la isla tratando de acabar de construir
los bergantines. Pedrarias, a través de un tal Alonso Montal
205
de la Puente, supo de la conversación anterior. Se enfadó mu-
chísimo y lanzó muchas injurias contra Balboa. Le escribió
una carta en la que le ordenaba que viniera a Acla, apuntando
como motivos cuestiones importantes sobre el viaje que de-
bían comentar. Posteriormente, envió a Francisco Pizarro con
gente armada para detenerle.
Las Casas narra una anécdota sobre lo ocurrido, que qui-
so dejar plasmada en sus escritos para conocimiento del lec-
tor: «Díjose que un italiano, llamado micer Codro, astrólogo
que andaba con Vasco Núñez, hombre que por ver mundo
había venido a estas partes, le dijo, estando en el Darién, que
el año que viese cierta estrella, que señalaba en tal lugar, corre-
ría gran peligro su persona, pero si de aquel peligro escapaba,
sería el mayor señor y más rico que hubiese por todas estas
tierras indianas; y pocos días antes desto, dijeron que una no-
che vido la estrella en aquel lugar y comenzó a ... profar... de
lo que había dicho micer Codro, y comenzó a decir a los que
con él estaba: Donoso estaría el hombre que creyese a hom-
bres adivinos, especialmente a Micer Codro que me dijo esto
y esto, y he aquí que la veo cuando me hallo con cuatro navíos
y trescientos hombres y en la mar del Sur y de propincuo para
navegarla, etc.».
Estando Balboa en una de las islas de las Perlas, llamada
Tortugas, construyendo los bergantines cuando le llegó la car-
ta de Pedrarias y, dejando al mando de las obras a Francisco
Compañón, se puso en camino atendiendo a la orden de Pe-
drarias. Balboa supo por los mensajeros del enfado del ante-
rior, pero al tener la conciencia tranquila pensó convencerle
de que no había motivo para sospechar de él.
Le salió al encuentro Francisco Pizarro con varios hom-
bres para prenderle y Balboa le dijo las siguientes palabras:
«¿Qué es esto, Francisco Pizarro? No solíades vos así salir-
me a recibir». Le prendieron y lo condujeron a la casa de un
206
tal Castañeda; y el gobernador envió a Bartolomé Hurtado a
las islas para que tomara los dos navíos que allí permane-
cían atracados. Mandó que Espinosa lo juzgara con todos
los cargos posibles que hallara para acabar para siempre con
Balboa.
Una vez en prisión, Balboa recibió la visita de Espinosa,
y este le dijo: «No tengáis, hijo, pena por vuestra prisión y
proceso que yo he mandado; por sacar vuestra fidelidad en
limpio lo he hecho».
Más tarde recibió la visita de Pedrarias quien le dijo: «Yo
os he tratado como hijo, porque creía que en vos había la fide-
lidad que al rey y a mí en su nombre debíades, pero pues os
queríades rebelar contra la corona de Castilla, no es razón de
tractaros como a hijo, sino como a enemigo, y por tanto de hoy
más no esperéis de mi obras otras sino las que os digo».
Balboa se defendió diciendo que habían levantado falso
testimonio contra él, y que si fueran ciertas sus palabras, no
habría acudido a su llamada, pues tenía trescientos hombres
y cuatro navíos con los que podía haber continuado tierras
adentro, donde no le habría faltado lugar donde asentarse.
Espinosa dijo al gobernador que por los cargos que se le
imputaban le correspondía la pena de muerte, sin embargo,
atendiendo a los grandes servicios hechos a la Corona real por
aquellas tierras, se merecía que le perdonaran la vida. Pedra-
rias respondió: «Si pecó, muera por ello».
El licenciado Espinosa no quería sentenciarlo a muerte, a
no ser por la petición que hizo Pedrarias, por escrito, lo habría
perdonado. Por consiguiente, Pedrarias dio su orden por es-
crito. Espinosa, para reforzar la acusación, añadió a los car-
gos la muerte de Nicuesa y prisión y agravios del bachiller
Enciso. La sentencia se cumplió y le cortaron la cabeza.
En la comitiva que conducía al reo, el pregonero iba de-
lante diciendo: «Esta es la justicia que manda hacer el rey,
207
nuestro señor, y Pedrarias, su lugarteniente, en su nombre, a
estos hombres, por traidores y usurpadores de tierras sujetas
a la real corona».
Así fue como al Descubridor de la Mar del Sur le cortaron
la cabeza sobre un repostero viejo, habiéndose confesado, co-
mulgado y ordenado su alma, según la costumbre. Lo mismo
hicieron con Valderrábano y con Botello, luego le tocó a Her-
nán Muñoz y, por último, ya cayendo la noche, y viendo que
solo quedaba Argüello, la gente pidió clemencia para él, pero
el gobernador no les escuchó y también hizo rodar su cabeza.
Como hemos visto, fue condenado y ejecutado por orden
de Pedrarias. Algunos historiadores fechan esta ejecución en
el año de 1517, y otros en 1519.
En cualquier caso, los celos del cruel gobernador impi-
dieron que Balboa llegara hasta Perú, dejando paso de esta
manera a Francisco Pizarro.
208
La apertura de un océano
ARISTIDES ROYO
209
cio marítimo mundial, y que también facilitó a países como
Ecuador, Perú y Colombia sus exportaciones a diversos países
de América y de Europa. Desde el pequeño istmo, cuya parte
más estrecha solamente tiene ochenta kilómetros, se abrieron
nuevas rutas que condujeron a la conquista y colonización de
pueblos pero también a la expansión del intercambio con leja-
nos países del Asia, tales como Filipinas. Ese mar del Sur, an-
tes del Canal, impulsó también la construcción en 1855 del
primer ferrocarril que unió dos océanos y que sirvió para lle-
var a los buscadores de oro del este de Estados Unidos a los
asentamientos auríferos de California. En la guerra civil ame-
ricana, el presidente Abraham Lincoln designó al coronel Sic-
kles para que negociara con Colombia, país al cual estábamos
unidos por voluntad propia, el transporte por el ferrocarril
istmeño, de tropas de la Unión hacia el oeste norteamericano.
Tal solicitud fue denegada, pues implicaba reconocer a uno de
los dos gobiernos en pugna, el del norte y el del sur, y se des-
conocía cuál de los dos triunfaría. También se negó otra soli-
citud para que se recibiera en Chiriquí a los antiguos esclavos
del sur que habían sido liberados por el norte y que carecían
de trabajo.
Razones sobran, pues, para conmemorar un hecho de
nuestra historia que ha tenido y sigue teniendo, tanta trascen-
dencia en la cultura y en la economía de nuestro país, al tiem-
po que también con el lema «pro mundi beneficio» de nuestro
escudo, el mar del Sur que se comunica con el Atlántico a
través del Canal ha beneficiado el desarrollo de muchas na-
ciones. Ello ha ocurrido tanto en tiempos de paz como en los
de conflictos bélicos internacionales. No olvidemos que en la
Segunda Guerra Mundial, dos de los tres países del eje quisie-
ron destruir el Canal, pues este era utilizado para el transpor-
te de tropas desde la costa este de Estados Unidos hacia el
Pacífico.
210
El mar del Sur, avistado por Balboa en 1513, ha sido, con-
juntamente con el Atlántico, factor determinante en nuestro
pasado y en el presente. Desde esa antigua vocación de país
hanseático que invocaron los próceres de 1821 en la primera
declaración de independencia, hasta la ampliación del Canal
en trance de ejecución, podemos concluir que los dos mares a
los que se asoma el istmo han condicionado el país amado no
solamente en nuestra economía, sino también en la idiosin-
crasia del panameño, pues somos un pueblo de gente abierta,
hospitalaria, servicial, pacífica, confiada, trabajadora, eficien-
te y optimista. Ah, y también con panameños que han sabido
luchar a lo largo de varias generaciones, por sus derechos y
por la justicia y prueba de ello es que el Canal, nuestro desde
el 31 de diciembre de 1999, lo administramos con la misma
connotación que le daba Simón Bolívar a las mejores campa-
ñas y convenciones, es decir, de forma «admirable».
211
Las paradojas de la historia
en la novela Núñez de Balboa,
de Octavio Méndez Pereira
RAFAEL RUILOBA
213
vés de la literatura, en su ensayo «Caminos de nuestra histo-
ria literaria».1 Se escriben novelas como Crisol, para propo-
ner un nuevo renacimiento de lo panameño a partir de un
crisol de razas en Panamá, el cual, en la fantasía racista de José
Isaac Fábrega, debía unir la tradición española al espíritu
norteamericano. Ramón H. Jurado, como respuesta, escribe
San Cristóbal, para dar una visión más nacional de ese renaci-
miento. Pero esta epifanía racial no tiene acogida. Por otra
parte, el famoso Día de la Raza como efeméride del descubri-
miento, conquista y evangelización había quedado obsoleto,
al ser cuestionado por Estados Unidos, por lo que deciden
conmemorar el Día de Colón, sacando a España de toda rele-
vancia en el descubrimiento de América, porque Cristóbal
Colón era italiano.
En 1927, Miguel de Unamuno acuña el concepto de «his-
panidad» como punto de encuentro entre la espiritualidad de
América y España. Este ideal lo asumen intelectuales como
Alfonso Reyes y en particular Pedro Henríquez Ureña, quien
reivindica la herencia cultural española en América y consi-
dera que todo nacionalismo en América tenía como raíz la
cultura hispánica y el idioma español.
De esta manera, Octavio Méndez Pereira escribe una
novela histórica sobre el descubrimiento del mar del Sur,
como parte de la epopeya del descubridor Vasco Núñez de
Balboa, para reivindicar la hispanidad como característica de
lo panameño, por tanto, usa a un personaje marginal en la his-
toria oficial de España, pues Vasco Núñez de Balboa, hasta
ese momento, es un oscuro conquistador, un delincuente de-
capitado por autoridades de la Corona española como Pizarro
y los suyos.
214
Desde 1531, la Historia general de las Indias, de Francisco
López de Gómara, que relata la acción de Balboa en el descu-
brimiento del mar del Sur, es prohibida por la Corona españo-
la. Las cartas de Balboa desaparecen. Incluso el único fedata-
rio que levantó el Acta del descubrimiento, el escribano Andrés
de Valderrábano, fue decapitado junto a Balboa. La misma
Corona española lo borra de la historia del descubrimiento
del mar del Sur. Pedro Arias Dávila envía una carta al rey ase-
gurando que el descubrimiento del mar de Sur lo había hecho
Nicuesa, y que Balboa se había apropiado del mérito.2 Es más,
él mismo Pedrarias realiza su propio descubrimiento del mar
del Sur y se le atribuye a él. Sobre esto Altolaguirre señala que
nada se hizo para reivindicar la memoria de Balboa.
Anteriormente, en 1845, Manuel José Quintana, en su
Vida de españoles ilustres, mantiene los parámetros de la histo-
ria oficial, justifica a Pedrarias y presenta a Balboa como un
rebelde causante de su propia desgracia, y además señala que
el Estado español le hace justicia a Balboa y les da derechos y
reivindicaciones a sus hermanos, lo cual es negado posterior-
mente por el historiador Altolaguirre y Duvale. De la versión
de Quintana, Méndez Pereira utiliza el dato anecdótico de que
Balboa llega a Panamá metido en un barril, para Quintana la
prueba de que Balboa es un advenedizo. En su novela Mén-
dez Pereira lo llama el «Caballero del Barril».
Para la política oficial española, no es hasta la publicación
de la Gaceta de Madrid de 9 de abril de 1913 que Alfonso XIII,
rey de España, reconoce oficialmente que el grupo de españo-
les capitaneados por Vasco Núñez de Balboa descubrió el mar
del Sur. Esto es así porque España tiene que reivindicar esta
memoria, para ser parte del momento estelar de la humani-
215
dad, porque está por terminar la construcción del Canal de
Panamá, y es la figura de ese español olvidado por la historia
oficial del Imperio español la única que le da a España parte,
justificación y protagonismo en esa epopeya de la moderni-
dad. Por eso, la historiografía española reivindica a Balboa.
No es hasta 1914, con la obra de Ángel Altolaguirre y
Duvale, miembro de la Academia de Historia de España, que
se corrige el olvido histórico de Balboa. Por tanto, Octavio
Méndez Pereira, al escribir una novela donde recurre al mito
de fundación de la identidad nacional, él también tiene que
inventar a un Balboa para convertirlo en héroe fundador de
la modernidad de Panamá: por eso su novela llena un vacío
histórico.
II
216
falsa o desconocida, por no decir ficticia; en cambio, la novela,
obra de ficción, se presenta como una relación histórica del
descubrimiento: «No hay en esta relación nada que no sea es-
trictamente histórico. Y no podía ser de otra manera. La expe-
riencia me ha enseñado que la verdad sola, lo maravilloso
real, es más maravilloso que las maravillas imaginarias», dice
Pereira, para caracterizar su novela como texto apegado a la
historia, pero esta declaración al principio de su novela no es
más que parte del pacto narrativo de su novela con el lector.
Asimismo, lo es la bibliografía histórica que pone al final de
su novela.
En realidad, la historia contada no es una relación, sino
una novela y lo estrictamente histórico es una declaración es-
tética de verosimilitud, porque, para que la historia de Balboa
sea parte de la identidad nacional panameña como mito de
fundación, el autor debe enlazar el pasado con el presente y
para hacerlo la retórica de su discurso recurre a los valores del
mito para convertir la historia en ficción representativa de la
identidad panameña.
Para Celia Fernández Prieto (2006, p. 165), la novela his-
tórica en nuestro siglo manifiesta dos tendencias. Una que
sigue el modelo tradicional que respeta los datos historiográ-
ficos y otra que no, que la transforma generando así una me-
taficción historiográfica.
Si aplicamos estas caracterizaciones a la novela de Octa-
vio Méndez Pereira, veremos que posee ambas características.
Tiene por un lado como fundamento básico la ficción apegada
a la historia, porque, al restaurar la historia heroica de Balboa,
debe ser no solo verosímil, como historia, sino que la verosimi-
litud histórica debe enlazarse con la modernidad política que
necesita un signo de identidad; y, para hacerlo, recurre a la
metaficción de la historia al inventar al personaje Anayansi, y
al caracterizar a Balboa como héroe de una fundación nacional
217
panameña. El otro elemento es el carácter telúrico de la natu-
raleza, el valor mítico agregado por la geografía.
Esto fue observado por la estudiosa norteamericana de
la Universidad de Nueva York, Adriana García Rodríguez, en su
ensayo «Vasco Núñez de Balboa y la geopsiquis de una nación».3
Eso lo logra Méndez Pereira, dotando a Balboa de un carácter
magnánimo; de conquistador desesperado descrito por Ló-
pez de Gómara; o el hombre taimado y traidor descrito por el
bachiller Enciso o por Manuel José Quintana. Balboa es ahora
un héroe trágico. Un hombre que ha pactado la paz con los
indígenas, que ha sido seducido por Anayansi (y como dice el
escritor austriaco Stefan Zweig, en su fantasía histórica, que le
fue fiel el resto de su vida). Pereira crea la figura de Anayansi
con tal acierto que muchos lectores pensaron que era un per-
sonaje histórico, pues, si bien en las crónicas aparece mencio-
nada «la india de Balboa» por López de Gómara, ella no era
«la princesa» indígena hija del gran cacique Careta que tiene
cualidades de heroína a la cual el espíritu de Balboa se le une
como un Cristo aparecido a María Magdalena.
En este caso la modernidad, no es «el crisol de razas»
entre lo anglosajón y lo español imaginado, por José Isaac Fá-
brega, sino el fundamento de la identidad nacional paname-
ña, que une la sensualidad la odalisca indígena, con la heroi-
cidad del conquistador español, sumado a la religiosidad
devota de Balboa en el contexto de una naturaleza telúrica
indomable. La naturaleza es el otro gran personaje de Mén-
dez Pereira. Anayansi es el complemento mitológico de la
epopeya nacional.
La tergiversación de la historia en torno a Balboa es su
mejor coartada; su novela está más cerca de la versión históri-
ca dada por Ángel Altolaguirre y Duvale (1914) que la de los
218
cronistas. La obra de Altolaguirre es contexto histórico de la
novela, no son las crónicas, que cita en el texto de la novela, es
la interpretación de Altolaguirre, quien, a su vez, correlaciona
cartas, documentos y crónicas, y hace una interpretación va-
lorativa de las crónicas relativas a Balboa. Todo esto con apén-
dices de los documentos originales. Quizá esto explique la
calidad literaria de la novela, el éxito de sus continuas edicio-
nes en España.
La novela histórica de Pereira es una historia híbrida en-
tre historia y ficción; no obstante, la diferencia entre el Balboa
histórico y el Balboa literario es necesaria porque Octavio
Méndez Pereira mejora la historia para crear un personaje que
pueda ser un símbolo nacional; el pacto narrativo que el autor
establece con el lector en el prólogo así lo determina: «No hay
en esta relación nada que no sea estrictamente histórico». Fí-
jense en el vocablo que usa en esta «relación» lo que le da al
lector un pacto de verosimilitud histórica. El novelista asume
el punto de vista omnisciente, al estilo de las crónicas de Ló-
pez de Gómara, pero como novela usa el narrador omniscien-
te no representado, porque, junto a la narración, va citando a
los cronistas para darle carácter histórico a su ficción literaria.
De esta manera, el narrador no solo asume el discurso
del cronista, sino que disfraza la metaficción de forma sutil
cuando caracteriza a Balboa como héroe trágico, y cuando
crea el personaje de Anayansi, el nombre es ficticio, al igual
que su acción y su caracterización, pues solo en la crónicas de
López de Gómara mencionan su existencia y la llama «la india
de Balboa». Otros cronistas no lo mencionan. Sí mencionan a
una indígena llamada Fulvia, que Octavio Méndez Pariera
utiliza como personaje secundario, para que su Anayansi no
sea vista con la malinche panameña.
De esta manera, el conquistador es conquistado para el
futuro, para que el mestizaje sea ese punto de encuentro entre
219
el pasado y el futuro. Esta «relación» como discurso histórico
de la novela marca un límite invisible entre historia y literatu-
ra, y esta es una de las características de la nueva novela his-
tórica hispanoamericana, por eso Octavio Méndez Pereira es
un pionero de la novela histórica, pues, según Magdalena
Perkowska (Historias híbridas, 2008). Este tipo de novela surge
cuando hay incertidumbre política o cuando se busca la defi-
nición de la identidad. Y este es el caso de Méndez Pereira, sin
duda; estas eran las condiciones de los años treinta del si-
glo XX en Panamá, cuando la identidad nacional estaba some-
tida a la incertidumbre de la desnacionalización colonialista.
Esto hace que la novela histórica de Méndez Pereira sea
una de las primeras novelas históricas modernas, publicada
antes de El reino de este mundo, de Carpentier (1949), conside-
rada el primer hito en la novela histórica hispanoamericana.
Este discurso de la novela histórica que encontramos en Núñez
de Balboa lo vemos después en Lope de Aguirre, príncipe de la li-
bertad (1979), de Miguel Otero Silva, Ursúa (2005), de William
Ospina, o la novela de Isabel Allende Inés del alma mía, sobre
Pedro de Valdivia, el conquistador de Chile.
Es por eso por lo que concluimos que la novela de Octa-
vio Méndez Pereira es un prototipo de novela histórica hispa-
noamericana.
Bibliografía
220
Gaceta de Madrid de 9 de abril de 1913.
GARCÍA RODRÍGUEZ, Adriana (2001), «Vasco Núñez de Balboa y
la geopsiquis de una nación», Revista Iberoamericana, julio-
septiembre de 2001, nº 196.
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ria literaria» en Ensayos, Madrid, Ministerio de Cultura de
Guatemala.
MÉNDEZ PEREIRA, Octavio (2003), Núñez de Balboa, Panamá,
Asamblea Legislativa.
MIRÓ, Rodrigo (1969), Sentido y misión de la historia en Panamá,
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MORALES, Eusebio A. (2000), Ensayos, documentos y discursos,
Panamá, Biblioteca de la Nacionalidad, Ediciones de la
Autoridad del Canal de Panamá.
PERKOWSKA, Magdalena (2008), Historias híbridas: la nueva no-
vela latinoamericana histórica, Madrid/Frankfurt, Iberoame-
ricana/Vervuert.
QUINTANA, Manuel José, Vida de españoles ilustres, Disponible
en www.biblioteca-antologica.org
ZWEIG, Stefan (1927), Momentos estelares de la humanidad, San-
tiago de Chile, Andrés Bello.
221
PRÓLOGO AL LECTOR
Al lector
225
vegetación del trópico, cubriéndolas en parte con su follaje [...]
Entre las murallas todavía en pie de los caserones en otros
siglos guardaron las remesas de oro del Perú y de Chile, en
espera de la flota real, han crecido ramajes gigantescos, como
solo pueden verse en estas tierras. La torre de la catedral,
tapizada de plantas trepadoras, recuerda las eternas ruinas
que sirvieron de escenario a tantos episodios de la literatura
romántica.
»He visto los restos de Panamá la Vieja a la hora más fa-
vorable para estas visitas. Acababa de cerrar la noche. Árboles
enormes extendían sus masas, como borrones de tinta sobre la
lámina celeste acribillada de puntos de luz. Los faros de nues-
tro automóvil subieron y bajaron, abarcando en sus mangas
luminosas los restos de la antigua ciudad española. Así vimos
surgir del misterio de la noche, con un resplandor purpúreo
de incendio, el campanario de la derruida catedral y las mu-
rallas todavía en pie, de las casas del gobierno. Antes había
visto a la luz del sol la actual ciudad de Panamá, la que funda-
ron los españoles en sitio más favorable para la defensa, des-
pués del saqueo de los piratas, y que es hoy capital de la joven
República que lleva su nombre...».
Luego de su regreso a Europa visité a Blasco Ibáñez, tres
años más tarde. Vivía entonces en Menton, en su villa de Fon-
tana Rosa, frente a la Costa Azul. Ya el mal que lo llevó a la
tumba iba minando su organismo de trabajador incansable,
de espíritu inquieto y curioso, que había encarado el éxito a
golpes de pluma y de audacia. «Pobre luchador —escribía yo
poco después—. Murió en medio del esfuerzo intelectual,
mientras forjaba nuevos libros para nuevas conquistas, frente
al mar azul que tanto amó, frente al mare nostrum que llevó de
una parte a otra sus grandes ensueños de libertario y con-
quistador. Allí tendrá el autor de Los cuatro jinetes del Apoca-
lipsis su estatua a todos los vientos e irán a saludarla todos los
226
soñadores y todos los inconformes que entren en la tierra del
arte o salgan de ella por el camino de Menton...».
¿Sería una osadía dedicar hoy a la memoria del insigne
novelista este libro que, escrito por él, habría podido comple-
tar la trilogía de sus novelas históricas de la conquista, En bus-
ca del gran Kan y El caballero de la Virgen?
227
Señor
Dr. Octavio Méndez Pereira
Panamá
Querido amigo y compañero de letras:
Después que nos separamos he pasado varios días de in-
movilidad y de dolor, pero al fin estoy completamente resta-
blecido de mi reumatismo y me apresuro a escribirle durante
mi breve descanso en la tierra de la reina Calafia.
Crea que llevo en mi memoria, con un grabado muy pro-
fundo, el recuerdo de Panamá la Verde. Necesito volver ahí
—digo necesito porque eso vale más que decir deseo—, y, como
yo soy hombre de voluntad, ya verá usted con qué rapidez
cumplo lo que prometo.
Antes de dos años me verá llegar e instalarme ahí por
unas semanas. Lo único que pido es que usted me acompañe
en mis excursiones para preparar nuestra novela de «evoca-
ción» panameña.
Mientras tanto no olvide el envío de libros, fotografías,
etcétera, que me prometió. Puede usted añadir un retrato de
usted. Tal vez en algún magazine de Madrid o París o Nueva
York escribiré algo sobre su labor educativa, así como de sus
justas reivindicaciones históricas.
En fin: envíeme lo que tenga a mano; absolutamente
todo. No vacile al escoger; todo sirve de algo y yo lo leo todo.
229
Celebro muchísimo haberlo conocido y creo que nos hemos
encontrado en la vida para vernos algo más que una sola vez.
Guardo un recuerdo magnífico de nuestra comida en la
galería cubierta del Club de la Unión. Yo he corrido un poco
el mundo, resido en la Costa Azul, entre las magnificencias de
la vida elegante cosmopolita y, sin embargo, le aseguro que
no guardo recuerdo de una comida más agradable y simpáti-
ca, y con mejor telón de fondo.
Salude en mi nombre a los amigos que asistieron a ella
y tan agradable la hicieron con su inteligente conversación y
sus magníficos versos, sinceros y profundamente sentidos,
obra no de versificadores hábiles, sino de verdaderos poetas.
Espero, querido Méndez, que en el envío de libros sobre
Panamá incluya los suyos y me remita igualmente una copia
de su inscripción resumen sobre el Canal de Panamá.
Solamente puede conocer —por mi estado de salud— la
primera parte, admirando su concisión, clara y elocuente, a es-
tilo clásico, algo como la manera elegante y firme de Tito Livio
para contar la historia; una sencillez, noble, que es muy difícil
y penoso llegar a conseguirla.
No le canso. Mis cariñosos saludos al presidente y a los
demás panameños ilustres que conocí.
Reciba un abrazo de su amigo
230
NÚÑEZ DE BALBOA
I. El Caballero del Barril
233
retardar por diez meses su prometido socorro al capitán Oje-
da. Había empezado por fletar los cuatro buques de este, su
socio, todas sus economías de largos años de leguleyo en La
Española —más de doce mil duros— y ahora, a duras penas,
podía salir con esta pequeña flota de refuerzos.
No está, sin embargo, del todo insatisfecho: lleva con
destino a Tierra Firme ciento cincuenta hombres escogidos,
abundantes provisiones, trigo para sembrar, algunos caballos
y doce yeguas, un hato de puercos, una jauría de perros
alanos, semillas, aperos de labranza, vestidos, armaduras,
municiones y armas de combate. Lleva asimismo una gran
cantidad de espejos, agujas, collares de cuentas, cuchillos,
tijeras, martillos, hachas, camisas, pañuelos, telas de visto-
sos colores y mil otras baratijas destinadas al cambalache
con los indios. Además... Enciso se interrumpe aquí sobre-
saltado. Ha oído un ruido extraño, como el sacudir estrepi-
toso de una armadura, y ha visto saltar con violencia la
tapa de uno de los barriles de provisiones que van sobre
cubierta.
Se yergue enseguida como una figura de ultratumba el
busto de un hombre rubio, sin sombrero, cubierto con una
cota de mallas y al cinto una enorme espada de combate.
Y surge al mismo instante un perro flaco, un sabueso que
nadie supo después cómo se le había escapado a la jauría.
La tripulación, alarmada, acude a presenciar el raro es-
pectáculo.
Aúlla el perro con aullidos de satisfacción; responden a
coro los de la jauría; miran los marineros y soldados con ojos
de espanto... y nadie acierta todavía a explicarse el extraordi-
nario fenómeno, cuando se desprende del barril el aparecido
de la armadura. Paso a paso, entre corrido y medroso, va a
inclinarse respetuosamente, con toda la compostura de un
cortesano, ante el bachiller.
234
—Perdonadme —le dice— mi atrevida intrusión. Solo la
desesperación y el anhelo de redimirme de mis deudas han
podido colocarme en este trance. Yo os ofrezco serviros como
uno de vuestros más leales y denotados soldados.
Estas palabras vuelven a Enciso a la realidad. Reconoce
enseguida, en el que las pronuncia al mismo hombre que días
antes se había negado rotundamente enganchar en la expedi-
ción, tal como se lo había negado también el capitán Ojeda.
Y entra entonces en cólera incontenida.
¡Cómo! ¿Había, pues, un deudor moroso que así burlaba
su vigilancia y la de las autoridades y se permitía poner en
entredicho su empresa? ¡No! ¡Voto al diablo! Para un hombre
como él, conocedor de todas las formalidades de la ley, esto
era inaudito e imperdonable.
—Ponedle las esposas —ordena— y mantenedlo preso
hasta que podamos echarlo en la primera isla que encontremos.
—No, no es posible, señor bachiller, que así tratéis a un
caballero que sabe pelear con valor, que puede manejar la es-
pada como el más hábil esgrimidor, que conoce ya las tierras
adonde vais y que se ofrece ahora a vos como un simple sol-
dado dispuesto a todos los sacrificios.
Pero Enciso se muestra sordo a todo razonamiento y a
toda misericordia.
—¡Atadle, he dicho, o yo os enseñaré cómo se ha de obe-
decerme! —grita enfurecido.
Es el primero en acercarse al intruso un soldado fan-
farrón, el siciliano Francisco Lentini, que ya antes se había
permitido, para congraciarse con el jefe, aconsejar en su me-
dia lengua que lo echaran al agua. Más le valiera no haberlo
hecho porque, antes de que pudiera tocarlo siquiera, se siente
cogido por la cintura de los gregüescos y el cuello del jubón y
levantado al aire como un muñeco, mientras el hércules dice
con toda calma al bachiller:
235
—¡Señor, ved que a mí se me ha de tratar con más respe-
to! —Y echa luego a un lado, como liviano fardo, al bravucón.
Ese gesto acaba de ganar al héroe las simpatías de toda la
tripulación. Varios caballeros y soldados empiezan a protes-
tar en voz alta de la severidad con que se le quería castigar, y
don Bartolomé Hurtado, el único que, según parece, conoce el
secreto de la evasión, hace en público el elogio del aparecido
como soldado y como espadachín, y el elogio también del
perro que estaba a su lado.
—Este hombre que aquí veis, presentado de tan extraña
manera —dice—, se llama Vasco Núñez de Balboa, por otro
nombre el Esgrimidor, pues sabe manejar la espada como na-
die. Conoce las tierras a donde vamos y en ellas ha peleado en
más de un encuentro con los indios. Su bravura solo es com-
parable a la de su perro Leoncico, este animalejo que le lame
ahora las botas. Leoncico sabe clavar las garras en la carne
desnuda de los indios, sabe cazarlos ilesos para esclavos y di-
cen que puede hasta distinguir un indio guerrero y un indio
pacífico. Aseguran también que él solo es capaz, con su amo,
de hacer más estragos que todo un regimiento de soldados
aguerridos.
Varios amigos de Balboa asienten a este discurso de
quien ellos llaman cariñosamente Tomé, y en especial Juan
Ezcaray, Diego de Albítez, Juan de Valdivia y otros notables
de la expedición, que lo habían conocido en la villa de Salva-
tierra de la Sabana.
Era Vasco Núñez y son palabras del padre de Las Casas,
que lo conoció también y lo trató en La Española, «de buen
entendimiento y mañoso y animoso y de muy linda disposi-
ción y hermoso gesto y presencia». Contaba entonces «hasta
treinta y cinco o pocos más años, era bien alto y dispuesto de
cuerpo y buenos miembros y fuerza y gentil gesto de hom-
bre muy entendido y para sufrir mucho trabajo». Nacido de
236
padres hidalgos en Jerez de los Caballeros, había militado
bajo la bandera de don Pedro Puertocarrero, el sordo señor de
Moguer, y en el año 1500 parece que, por disgustos de familia,
se alistó en la primera flota del escribano de Triana en Sevilla,
don Rodrigo de Bastidas. Dirigida por el piloto Juan de la
Cosa, el mismo que guio la Santa María en el primer viaje
de Colón, esta expedición recorrió la costa de Tierra Firme desde
el cabo de la Vela hasta el puerto después llamado Nombre
de Dios. Ya de regreso, con una considerable carga de oro y
perlas, y cuando tenían a la vista las costas de La Española, las
carabelas se hundieron perforadas por la carcoma del mar.
A duras penas pudieron salvarse sus tripulantes y, divididos
en tres partidas, atravesaron la isla para llegar a la capital.
Balboa había quedado en el grupo dirigido por Juan de la
Cosa, y a su ánimo y esfuerzo se debió en gran parte el que no
perecieran durante las sesenta leguas de camino que tuvieron
que atravesar. Gobernaba entonces en Santo Domingo el
comendador Obando, hombre celoso y egoísta, que vio en el co-
mercio de los náufragos con los insulares una violación de sus
privilegios. Los hizo, por esto, poner presos a todos, y luego
despachó para España a Bastidas y a De la Cosa. A Balboa,
que no podía entonces, tan humilde y desconocido como era,
despertar celos, le permitió quedarse en La Española.
Se dedicó este, entonces, a la agricultura en Salvatierra
de la Sabana, el pueblo más occidental de la isla; pero la vida
reposada y tranquila del granjero no cuadraba con sus gran-
des alientos de aventurero. Además, la tierra se mostró hostil
con sus ensayos de semillas europeas; sus cosechas no corres-
pondieron a los gastos y pronto se vio acosado por la miseria
y las deudas. En vano Juan de la Cosa rogó a Ojeda que lo
admitiera en su expedición cuando se supo que Hernán Cor-
tés no podía ir por estar entonces con fiebres. En vano él mis-
mo, con igual objeto, había insistido ante el bachiller Enciso.
237
Ambos opusieron la prohibición oficial que les impedía aco-
ger a los deudores morosos. Fue entonces cuando se decidió a
hacer lo que había hecho. Su suerte dependía ahora del fallo
del bachiller. Pleno aún de vigor juvenil, bien formado, va-
liente, audaz, allí esperaba sumiso como un criminal cogido
in fraganti. Su noble figura de hidalgo, la rubia cabellera des-
cubierta al sol, brillando cual si reflejara ya todo el oro de Tierra
Firme, el pecho levantado, los brazos musculosos, el ademán
resuelto, los ojos azules llenos de bondad y de franqueza, pa-
recía ahora la de un semidiós de la Ilíada que aguardara una
sentencia del Olimpo.
Muy a pesar suyo, a regañadientes y sospechando ya de
la parcialidad de Tomé, Enciso tuvo que doblegarse y acep-
tar a Balboa como uno de sus futuros colonos, en calidad de
soldado.
238
II. El Caballero de la Virgen
239
—El capitán Ojeda —respondió este— nos ha abandona-
do. Salió con su amigo el pirata Bernardo de Talavera para
apurar el socorro que vos le prometisteis, ofreció volver antes
de que transcurrieran cincuenta días y no hemos sabido de su
suerte. Cansados de esperar y reducidas ya a unos sesenta
hombres, resolvimos embarcarnos para Santo Domingo en las
dos naves de que disponíamos. De estas dos naves, la otra, al
mando del teniente Valenzuela, se hundió a poco de haber
salido, en medio de una horrible tempestad, de la cual hemos
escapado milagrosamente.
—Nosotros —agregó uno de los soldados— vimos el bu-
que en medio de las olas enfurecidas hundirse para siempre
hecho pedazos. Se abrió, sin duda, al golpe de un pez enorme
capaz de tragarse un bergantín entero.
—Vednos aquí, señor bachiller —continuó Pizarro—. De
los trescientos que vinimos con Ojeda quedan unos treinta
y cinco guiñapos de hombres. Los demás han muerto a manos
de los indios, tragados por el mar o diezmados por el hambre
y las enfermedades.
Era tal, en efecto, la historia de miserias, privaciones y
desastres que contaban los hombres de Pizarro, último resto
de la famosa expedición de Ojeda, que, por lo exagerada, pa-
recía inverosímil.
Su primer intento de desembarco en Tierra Firme le había
costado la pérdida de sesenta hombres, entre ellos la del famo-
so piloto y cartógrafo Juan de la Cosa, empresario, guía y con-
sejero de la expedición. Había saqueado este a Turbaco, un
pueblo de indios gobernados por una princesa varonil y heroi-
ca llamada Metarap. Pero «parapetados en un bohío, rodeado
de empalizadas, los indios, dirigidos por Metarap, detuvieron
el avance de los peninsulares. Cien flecheros, mandados por la
heroína, peleaban en la principal entrada. La bella doncella
animaba con la palabra y con la acción a su gente. Conociendo
240
la codicia castellana, arrojábales desde su reducto lingotes de
oro. Los atacantes hacían entonces salidas para recoger el me-
tal y servían de blanco a los flecheros. Con este y otros artifi-
cios mantuvo la fortaleza. Hubo un momento en que para in-
fundir confianza a los suyos, Metarap saltó la trinchera y ella
personalmente mató a cuatro españoles. Ardiendo de indig-
nación, los aventureros prendieron fuego al bohío, y en aquel
anillo de llamas la doncella y su guardia prefirieron morir
abrasados en la hoguera antes que rendirse».
Después de esta refriega, sin embargo, Juan de la Cosa se
descuidó. Se echó confiadamente a descansar con los suyos
bajo una arboleda, y allí los sorprendieron los indios e hicie-
ron con ellos espantosa carnicería. El cuerpo del cartógrafo
fue hallado después «reatado a un árbol, como un lienzo asae-
tado» y deforme a causa del veneno de las flechas. El mismo
Ojeda, el Caballero de la Virgen, como lo llamaban sus com-
pañeros por su devoción a la Virgen que lo protegía milagro-
samente en sus mayores arrestos, estuvo a punto de perecer
en la emboscada que le prepararon los indios. Anduvo solo y
perdido durante varios días, hasta que sus marinos y una in-
dia, su amiga, lo encontraron casi exánime entre unos man-
glares. Ojeda fue ayudado y luego vengado por Nicuesa, pro-
videncialmente llegado, en su rumbo para Veragua, en el
momento más crítico. A pesar de sus rivalidades y diferen-
cias, Nicuesa se portó aquí con verdadera nobleza de hidalgo
castellano. Había bajado a tierra deseoso de medir de bueno a
bueno su espada con Ojeda; pero, al saberlo desbaratado y con
pérdida de la flor de sus hombres, arrasados de lágrimas sus
ojos, no pensó ya sino en reparar el desastre. Ayudado por el
mismo Ojeda, antes de las veinticuatro horas no quedaba con
vida uno solo de los indios agresores.
Siguieron luego los de Ojeda en busca del golfo de Ura-
bá, que era su destino. Pero, privados ahora de su más hábil
241
piloto, navegaron varios días sin rumbo hasta dar en una cos-
ta inhospitalaria y hostil. Lluviosa, estéril, sin recursos de nin-
guna clase, podía ser atacada fácilmente por todos sus lados. Allí
fundaron, sin embargo, la colonia de San Sebastián, llamada
así en honor del mártir de las flechas. Pero el santo patrono de
la colonia, en vez de protegerlos contra estas, parece que más
bien las atrajo como lluvia y, por añadidura, envenenadas. En-
venenadas con hierbas y raíces o con animales como las ser-
pientes, las arañas, los escorpiones y los alacranes emponzo-
ñados, y en especial con la rana amarilla que los indios ponían
vivas al fuego hasta que el calor las hacía transpirar su vene-
no, impregnadas las puntas de las flechas de esta sustancia,
eran más temibles que las balas de los arcabuces, y pronto lo-
graron infundir el pavor entre los europeos, que cuerpo a
cuerpo eran invencibles.
Fue dura y tenaz, en verdad, la resistencia y la hostilidad.
Espiaban todos los movimientos de los españoles, hasta el
grado de que resultaba de todo punto imposible hacer incur-
siones al interior del país en busca de alimentos. Envalentona-
dos con el triunfo de guerrillas, llegaron osadamente hasta a
mostrarse a campo abierto en los linderos del bosque. Las fle-
chas, el hambre, la inclemencia del clima y las enfermedades
empezaron a diezmar a los colonos. Ojeda mismo, el incansa-
ble e invencible Ojeda, «el primero que, después del almiran-
te, fue a descubrir», el hombre pequeñito de fuerza legenda-
ria, gran devoción religiosa y valor a toda prueba, fue herido
gravemente por primera vez en su larga y azarosa carrera de
guerrero y duelista. Debió su salvación al coraje y oportuni-
dad con que supo aplicarse un hierro candente en la herida que
le había producido el dardo emponzoñado. La compañía, re-
ducida a solo setenta hombres, comenzó al fin a desesperarse y
a perder toda esperanza en el auxilio de Enciso. Hubo protes-
tas, insultos, insubordinaciones, escenas horribles de hambre
242
y canibalismo. Una noche Ojeda sorprendió a un grupo de sus
hombres ocupados en cocinar el cuerpo de un indio descuar-
tizado. Fue entonces cuando el Caballero de la Virgen resolvió
salir en busca de socorros en la nave con la que el tal Bernardo
de Talavera había logrado escaparse de La Española en son de
piratería. Cansados de aguardarlo, decidieron los expedicio-
narios, que quedaron desamparados al mando de Pizarro, re-
gresar a Santo Domingo. Pero aún tuvieron que esperar a que
el hambre y las enfermedades los redujeran al número que po-
día caber en las dos naves y que podía sostenerse algunos días
con los cuatro caballos que todavía vivían.
Ni esta horrible odisea que la triste realidad de los náu-
fragos ilustraba pudo borrar enteramente las sospechas de
Enciso, hombre receloso, que en todo veía siempre un engaño,
o una traición. ¿Cómo era, pues, que él no se había encontra-
do ni en La Española ni en la travesía con Alonso de Ojeda? Si
en la colonia de San Sebastián no había oro, ¿cómo era que
Pizarro le ofrecía ahora dos mil onzas de este metal para que le
permitiera regresar con los suyos a La Española? Además, él
había concertado con Ojeda ir al golfo de Urabá, y allí tenía
que llegar, cualquiera que fuera el resultado.
Y no obstante las protestas, las advertencias y los consejos
de Pizarro y su gente, dio la orden imperiosa y brusca, una vez
que aquellos se repusieron y se repartieron en las diferentes
naves, de hacer rumbo de nuevo todos juntos a San Sebastián.
—En mi carácter de alcalde mayor —gritó—, y fallando
el capitán Ojeda, yo soy el que manda aquí. Y todos tuvieron
que inclinarse. ¿Qué podía hacer Pizarro en su miserable si-
tuación? A más de que, por naturaleza, si él era hombre que
sabía mandar, también era hombre de disciplina y obediencia.
Pizarro y Balboa, que eran viejos conocidos, se encontra-
ron poco después en la misma nave. Vasco Núñez, aún más
que Ojeda, era el héroe de Pizarro y, a pesar de ser un poco
243
mayor que él, lo respetaba como a su padre. Balboa, por su
parte, sentía una gran simpatía por este hombre, extremeño
como él, alto, de nariz fuerte, ojos grandes y negros, barba
larga y grandes bigotes caídos. Sobrio, infatigable, disciplina-
do, parco y firme en el hablar, pródigo para gastar el dinero,
había adquirido casi todas estas cualidades en sus guerras de
soldado por Italia, bajo el modelo del gran capitán Gonzalo
de Córdoba. Huérfano de madre y abandonado por su padre
—el capitán Pizarro de las guerras de Italia—, había guardado
cerdos cuando muchacho en los campos de Extremadura. No
sabía leer ni escribir a causa de este abandono, pero mostraba
un gran talento natural para las cosas de la guerra y el mando
de los hombres. Había hecho a pie el viaje a Italia para ser
soldado al lado de su padre. Cuando se vieron, los dos valien-
tes extremeños se comunicaron con recelos.
—Vamos a muerte segura si volvemos a ese lugar —dijo
Pizarro—. Es una costa estéril, abundan allí las fiebres y los
indios usan flechas envenenadas. Además atacan siempre a
mansalva.
—Y no hay duda de que allá iremos —le observó en voz
baja Balboa—, pues este bachiller es hombre de letra menuda;
suspicaz, terco y de limitado alcance. Cualquiera lo haría jurar
en este momento que Ojeda está aún en San Sebastián y que
vosotros volvéis allá en calidad de prófugos por él capturados.
Pizarro no respondió a esta observación. Reduciéndose
los bigotes hacia abajo, como era su costumbre de taciturno,
se quedó pensativo y triste, la mirada perdida en las lonta-
nanzas del mar. El crepúsculo, el crepúsculo del trópico, que
era un lujo de policromías, iba fraguando figuras caprichosas
y raras en el cielo.
244
III. La ciudad de la muerte
245
A este desastre, frente de muchos otros, en el futuro si-
guió enseguida uno para aumentar la desesperación de Enci-
so y los suyos. Y fue que, cuando al fin los colonizadores lle-
garon a San Sebastián y pudieron desembarcar abriéndose
paso denodadamente por entre la lluvia de flechas con que los
recibieron los indios, sus ojos atónitos y espantados solo con-
templaron un lugar de ruinas y desolación. Los indios habían
quemado el fuerte de madera y las treinta casas de paja que
hizo construir Ojeda. Solo quedaban ahora unos cuantos le-
ños quemados y un reguero de cenizas, que parecían arder de
nuevo bajo la acción de un sol de fuego.
—¡La ciudad de la muerte! —gritaron todos con angustia.
Sin techo para ampararse de las lluvias torrenciales, tan
frecuentes en esa costa; sin medios para defenderse de los ata-
ques de los naturales, viendo con horror cómo las provisiones
empezaban a escasear, el bachiller Enciso podía mediar ahora
toda la diferencia que hay entre el tranquilo oficio de picaplei-
tos y el azaroso de buscador de oro y colonizador.
Pocas horas después, este oficio se había tornado para él
en una simple, dura y desesperada lucha por la existencia.
Las provisiones se habían agotado completamente, la hostili-
dad de los indios se había renovado con mayor encarniza-
miento. La montaña oscura, impenetrable, que guardaba en
su seno toda clase de animales y vegetales comestibles, las
veían los españoles en los espejismos de su fantasía como una
selva de lanzas y flechas envenenadas. Solo contaban con el
recurso de los cocos, y luego el del palmito, miserable paliati-
vo para el hambre desencadenada. Las manadas de jabalíes
silvestres que al principio bajaban a la playa en busca de algas
marinas ya se habían ahuyentado. Todas las miserias que ex-
perimentó Ojeda con su gente, todas las angustias del ham-
bre, el insomnio y las alucinaciones volvían ahora a reprodu-
cirse, agravadas, para la expedición de Enciso.
246
Aquella noche, la primera que pasaban los conquistado-
res en las ruinas de San Sebastián, las luciérnagas, los cocuyos
y uno que otro relámpago del cielo alumbraron un grupo de
hombres pegados unos con otros en la oscuridad, como para
protegerse contra inminentes peligros y asechanzas.
A la mañana siguiente, en la desierta playa de Urabá, no
se oyeron más que protestas, maldiciones y lamentos entre los
náufragos. La terquedad y desconfianza de Enciso los había
traído a esta miseria. Y, sin embargo, nada se le ocurría a este
bachiller para aliviarlos... Con las manos en la cabeza, parecía
como si se la estrujara para que brotara alguna idea lúcida.
Todos discutían, todos gritaban, todos daban su opinión.
El pobre bachiller, amenazado hasta en su vida, había perdido
la autoridad y aun su capacidad de discurrir. ¿Adónde ir, por
lo demás, que no les sucediera otro tanto? Y regresar a Santo
Domingo, como le pedían muchos, era un imposible: ¿con
qué provisiones contaban para la travesía? Y luego —este era
un íntimo pensamiento de Enciso—, ¡qué vergüenza y qué ri-
dículo regresar así!, arruinados y vencidos, los que salieron
con la seguridad de volver como héroes, cargados de oro y de
gloria.
Era este el mismo pensamiento de Balboa, aunque sin
duda por otros motivos. Él había dejado Santo Domingo
burlando la ley y burlando a sus acreedores, seguro como
nadie de que en Tierra Firme iba a encontrar tesoros para
pagar con creces la avaricia de aquellos y hacerse él mismo
rico y famoso.
El bachiller Fernández de Enciso, que entonces contaba
unos treinta y un años de edad, tenía una vasta ilustración,
acreditada después con sus obras Suma de Geografía y El arte de
navegar; pero no era un hombre de letras ni de leyes lo que
necesitaban ahora y en el futuro los españoles del Darién, sino
un jefe de pronta resolución y grandes ánimos, capaz de dirigir
247
y de imponerse en los momentos difíciles. Ese jefe, por suerte,
surgió del montón cuando ya todos lo señalaban. Era Vasco
Núñez de Balboa.
Hombre que sabía someterse a los rigores del destino,
pero que atisbaba y aun preparaba pacientemente el momen-
to propicio para salir a la luz, había permanecido alejado de
las discusiones y, ahora, en el instante más crítico, se le veía
erguirse y tomar la palabra con calma y autoridad y con pleno
dominio de las circunstancias.
—Yo me acuerdo —dijo, imponiéndose con noble ade-
mán y pasándose la mano abierta por la barba rubia— que los
años pasados, viniendo por esta costa, con Rodrigo de Basti-
das, a descubrir, encontramos este golfo, y en la parte del oc-
cidente, a la mano derecha, según me parece, salimos en tierra
y vimos un pueblo de la otra banda de un gran río, y muy
fresca y abundante tierra de comida, y la gente de ella no po-
nía hierba en sus flechas. El río, que los indios llaman Darién,
parece que arrastra en sus arenas granos de oro. ¿Por qué,
pues, no intentamos llegar allá?
—¡Al Darién, al Darién! —gritaron todos, llenos ahora de
una gran esperanza y, otra vez, de su enorme ambición de oro.
Y hacia Balboa se volvieron con reconocimiento y respeto
todos los ojos, como si él fuera el único entre tanto aventu-
rero capaz de infundir valor y de imponer un norte a sus
destinos.
Al Darién, pues, tuvo que asentir Enciso, confiando hu-
mildemente, como uno cualquiera de sus soldados, a la inicia-
tiva viril de Vasco Núñez, el Caballero del Barril.
248
IV. Santa María la Antigua del Darién
249
Fue este otro momento de angustias para Enciso. Los in-
dios no eran menos de quinientos, más del triple de la expedi-
ción, tan debilitada esta, además, las privaciones y escasez de
armas y municiones. Pero no era posible la menor vacilación.
Había que jugar el todo por el todo.
Enciso se puso entonces de rodillas. Se arrodillaron tam-
bién los soldados y, bajo la invocación de santa María la Anti-
gua, virgen milagrosa de los sevillanos, juraron todos ir al
combate y no retroceder por ningún motivo.
Desnudas las espadas, la mano izquierda sobre el cora-
zón, aquellos aventureros volvieron entonces los ojos al cielo
en demanda de protección y fuerza. Y luego, precedidos por
Balboa, que para el peligro era siempre el primero, avanzaron
denodadamente hacia el cerro entre los gritos de los indios,
que salieron a su encuentro, y el aullido de los perros de pre-
sa, soltados como vanguardia por los invasores.
La lucha fue corta pero encarnizada. Los blancos pelea-
ron con furia de fieras acosadas; los nativos, con fanatismo de
salvajes, defendieron su refugio y su familia. Pero las armas
de estos, macanas de piedras, grandes espinas de pescado,
lanzas con puntas de huesos, dardos y azagayas agudas, no
podían competir con las espadas de templado acero ni podían
los cuerpos desnudos defenderse de las garras de la fiera jau-
ría. Para mayor fortuna de los invasores, la tribu de Cémaco
no había aprendido a envenenar sus flechas, y, así, de poco
servía la fuerza con que algunas veces lograban clavarlas a
través de corazas y escudos.
Tuvo, pues, Cémaco que huir, con los suyos, no sin dejar
en el campo y en el trayecto muchos muertos y varios prisio-
neros, futuros esclavos para el servicio de los españoles.
Balboa había peleado como un Aquiles, con su tizona in-
vencible, hiriendo incansable y múltiple, parando golpes, em-
pujando al enemigo desde lo alto del cerro, multiplicándose
250
para infundir coraje y alientos a sus compañeros. Su espada
parecía un extraño aparato que se multiplicaba como si estu-
viera manejada por el gigante Briareo, para despedazar crá-
neos y huesos y abrir carnes desnudas. En la lucha lo había
acompañado, con ferocidad sin igual, su perro Leoncico, maes-
tro de desgarramientos y de capturas. Él solo había hecho más
muertos y más prisioneros que su amo y que muchos soldados
juntos, por lo cual, desde entonces, se le reconoció el derecho,
por unánime acuerdo, a tener su parte, como cualquiera de los
hombres, en el botín de oro y de esclavos. Desde luego, esa
parte había de corresponderle a Balboa. Sobre el particular es
curioso oír aquí lo que Oviedo cuenta de Leoncico.
«Era hijo del perro Becerrico [...] y no fue menos famoso
que el padre [...]. Era [...] de un instinto maravilloso [...] y era
tan gran ventor que por maravilla no se le escapaba ninguno
que se les fuese a los cristianos. Y como le alcanzara, si el indio
estaba quedo, asíale por la muñeca o la mano [...] e traíale tan
ceñidamente, sin morder ni apretar, como le pudiera traer un
hombre; pero, si se ponía en defensa, hacíale pedazos. Y era
tan temido de los indios que, si diez cristianos iban con el
perro, iban más seguros y hacían más que veinte sin él [...] Y
era un perro bermejo y el hocico negro y medio y no alindado,
pero era recio y doblado y tenía muchas heridas y señales de
las que había herido en la continuación de la guerra peleando
con los indios».
Una vez enterrados los muertos y recogidos los heridos,
los vencedores tomaron posesión de la población abandona-
da. Eran humildes bohíos de estacas, cañas y pencas de pal-
mas con techumbre cónica de paja seca de los esteros. En su
interior, encontraron gran cantidad de alimentos, otoes, yu-
cas, cocos, melones y chicha de maíz fermentada en botijas de
barro. Encontraron también algunos objetos de oro de poco
valor. Más tarde, Tomé, que se salvó en Caribana con una
251
sarta de morcilla al cuello, descubrió, escondido en un pajo-
nal, el tesoro de los indios. Era una especie de urna o relicario
de madera, y en él un tótem de oro macizo cubierto de telas
de algodón pintadas y adornado con cuentas de oro, placas y
otros objetos en figura de animales, cuyo valor se calculó en
unos doce mil castellanos o pesos oro. ¡Más de cinco veces la
suma que Enciso había invertido en la expedición! Por medio
de señas, ademanes y gestos, más o menos expresivos o gro-
tescos, creyeron los españoles haber entendido a los prisione-
ros que el país era muy rico en oro. Y así se desató su fantasía,
se avivaron sus delirios aventureros, se imaginaron haber
arribado a un país encantado, tal vez a las tierras del gran
Kan soñadas por Cristóbal Colón, el descubridor.
Aquella misma noche quedó decidido que, en ese valle, a
la orilla izquierda del río Tarena, se establecería una colonia
con el nombre de Santa María la Antigua. Y, más tarde, al dor-
mirse, Enciso y muchos de sus soldados soñaron, sin duda,
con palacios de oro, con arenas de oro, con montañas de oro, con
tesoros fabulosos escondidos en medio de la selva tropical.
252
V. La codicia de un bachiller
253
interior del país. En cambio de oro, los españoles ofrecían a
los naturales espejitos, campanitas de bronce, cuentas de vi-
drio, telas y cintas de color y otras zarandajas y baratijas muy
del agrado de ellos. El primer contacto con los blancos había
infundido en los indios tal terror supersticioso, que los creían
seres superiores. Ahora, cuando no les huían despavoridos, se
acercaban a ellos humildemente, atraídos por el intercambio,
que los españoles llamaban rescate, o por el deseo de ver de
cerca a esos extraños hombres de piel blanca, barbudos, com-
pletamente vestidos, que usaban armas tan duras y brillantes
y tenían en el mar casas en vez de canoas.
Estos salvajes eran lampiños, de pelo negro, lacio y sedo-
so, de piel cobriza, pómulos salientes, ojos pequeños y miem-
bros bien desarrollados. Muy limpios, pues se bañaban dos o
tres veces al día, iban casi desnudos, apenas con pampanillas
de corteza o de algodón tejido las mujeres, y los hombres con
un canuto de oro o con caracoles para cubrir el sexo. Tenían
costumbres y leyes que a los españoles parecieron, desde lue-
go, muy extrañas. Por ejemplo, las mujeres daban a luz solas,
a la orilla de un río, y a poco continuaban su trabajo cotidiana-
mente como si nada les hubiera sucedido. Los hijos deformes
y los que tenía una mujer con hombre de otra tribu eran aho-
gados en el río. Las mujeres adúlteras sufrían la pena de ser
enterradas vivas. Un hombre podía tener tantas mujeres como
pudiera mantener. Había indios brujos, o tequinas, agoreros de
la tribu, y los leles, especie de sacerdotes que conservaban la
tradición médica y religiosa de la comunidad. Ahora, conven-
cidos por ellos de que los hombres blancos eran seres superiores
enviados por los dioses, venían con ofrendas de toda clase.
Así llegaba a mano de los colonos mucho oro, y como con-
secuencia comenzó a nacer entre ellos la rivalidad. Sobre
todo se despertó la codicia del bachiller Enciso, que ya se creía
un gobernador, y llovía leyes y prohibiciones sobre su pobla-
254
ción de aventureros. Prohibió, bajo pena de muerte, el tráfico
libre con los indios, y dispuso que todo el oro que allí se reco-
giera por saqueo o por rescate a él solo debiera entregarse; a él
que era el jefe y, como nadie lo ignoraba, el que había costea-
do toda esta expedición y la de Ojeda.
Naturalmente, esta disposición, tan drástica y tan ajena a
la mentalidad aventurera de todos, exasperó los ánimos, dio
margen a las intrigas y murmuraciones contra Enciso, y pron-
to surgió la conspiración. Una conspiración que debía encabe-
zar Vasco Núñez, a quien casi todos consideraban como el
verdadero salvador de la colonia, el hombre que los había
conducido a este lugar de riqueza y había sabido resolver to-
das las dificultades con ecuanimidad e inteligencia. En efecto,
todos los descontentos, que eran los más, volvieron a él los
ojos como antes, cuando se trató de salir de San Sebastián.
Había que encontrar, sin embargo, el pretexto, la forma legal
para no ejercer una violencia, a la que Balboa se oponía por
temperamento y por previsión. Y la forma hubo de encontrar-
la él mismo, siempre listo para aprovechar todas las oportuni-
dades y circunstancias que le salían al paso o que él hábilmen-
te preparaba.
Y fue que, recordando cómo la concesión real de Ojeda,
el socio de Enciso, solo comprendió la parte de la Tierra Firme
llamada Nueva Andalucía o Urabá, cuyo límite occidental era
el río Darién, vino en cuenta de que la colonia de Santa María
la Antigua estaba fundada en la jurisdicción de Veragua, asig-
nada a Nicuesa al mismo tiempo que se asignó Urabá al otro
capitán.
—Por consiguiente —concluyó Balboa—, si estamos en
la jurisdicción de Nicuesa, Enciso no tiene aquí ningún dere-
cho ni autoridad y no le debemos obediencia.
La solución fue encontrada ideal por todos y no pudo ser
rebatida airosamente por el bachiller, gran defensor y conoce-
255
dor de la ley. Además, no era él hombre para saberse imponer
en los momentos críticos ni hombre tampoco para jugarse la
vida con un espadachín como Vasco Núñez. Su corazón solo
podía abrigar odios y rencores, y su cerebro planes de futuras
y terribles venganzas.
Así las cosas y los ánimos, dividida en dos bandos anta-
gónicos, la gente de la colonia, era preciso restablecer la disci-
plina y la autoridad, determinar quién o quiénes debían go-
bernarlas. Después de mucho discutir, se acordó establecer un
régimen municipal, con elecciones y todo. Y, desde luego, por
ser numerosos los partidarios de Balboa, fue escogido este
para alcalde, y, para secundarlo, con el mismo cargo, su ami-
go Martín Samudio, un rudo soldado de Vizcaya. Bartolomé
Hurtado (Tomé), el mismo que ayudó a Vasco Núñez a fugarse
en el barril, fue elegido alguacil mayor, y Juan de Valdivia, un
noble que había cultivado amistad con el hidalgo extremeño
cuando este se dedicaba a la agricultura en Salvatierra, como
uno de sus regidores.
Así vio Enciso esfumarse en un instante sus sueños de man-
do, y, para colmo de amarguras, pasar su autoridad a las manos
de aquel deudor fugitivo que un día debió perdonar a pesar
suyo. Así se estableció también el primer consejo municipal
en el Nuevo Mundo.
256
VI. Disensiones en la colonia
257
playa, convencido de que un barco español se acercaba al golfo.
Encendieron fogatas para atraer a los navegantes y pocas
horas después entraban en la ensenada de Santa María dos
carabelas.
Venían bajo el mando de don Rodrigo de Colmenares y
en busca del capitán Nicuesa, para quien traían socorros de
toda clase.
Enterado luego de la disputa política y de los bandos que
dividían la colonia, quiso Colmenares sacar partido de ello a
favor de Nicuesa. Y no le costó mucho ganar adeptos con el
argumento concreto y elocuente de sus buques cargados de
provisiones, de armamentos, de ropas y de hombres nuevos.
A propuesta del mismo Colmenares se acordó en cabildo
abierto nombrar tres mensajeros que fueran con él a invitar a
Nicuesa para que asumiera el gobierno de Santa María. Re-
sultaron escogidos para esta misión Francisco de Agüeros,
Diego de Albítez y cierto bachiller de leyes, don Diego del
Corral, uno de los más fuertes opositores de Balboa, más tar-
de también uno de sus más encarnizados enemigos. Ni Enciso
ni Balboa, cada cual por razones distintas, favorecían este
plan, pero no tuvieron medios de evitar su cumplimiento.
Los mensajeros, con el esfuerzo de Colmenares, encon-
traron a Diego de Nicuesa y los suyos en el puerto que este
había llamado Nombre de Dios. Estaban en una situación deses-
perada: andrajosos, hambrientos, flacos, enfermos, contando
con un supremo consuelo los días que podían faltarles para
morir. De siete barcos que trajo Nicuesa cuando salió de Santo
Domingo, no le quedaba sino un bergantín viejo y, de ocho-
cientos hombres que compusieron su expedición, apenas si
restaban con vida unos setenta.
Poco después de haber salido del puerto de Cartagena,
una violenta tempestad separó su buque de los que llevaba a
su cargo el teniente Lope de Olano y lo estrelló contra las rocas.
258
La tripulación se salvó milagrosamente, pero perdieron todo
lo que en él traían. Después de muchas penalidades, ayuda-
dos por una panga que les había quedado del bergantín, fue-
ron a dar a una isla desierta, donde estuvieron a punto de
morirse de hambre todos.
Salvó a los pocos que quedaron un oportuno socorro de
Lope de Olano que, desde las márgenes del río Belén, avisado
por cuatro hombres que se habían escapado de la panga, les
envío un bergantín para recogerlos. La primera providencia
de Nicuesa, una vez que se vio seguro y en salvo, fue acusar a
Lope de Olano por haberlo, según él, abandonado intencio-
nalmente y hacerlo apresar como traidor con algunos de sus
compañeros.
Las márgenes del río Belén eran malsanas y carecían de
elementos de subsistencia, a tal punto que, según refiere el
padre Las Casas, una partida de treinta españoles acosados por
el hambre se comieron el cadáver de un indio en descomposi-
ción y luego murieron apestados. Refugiados, al fin, después
de haber sido rechazados de Puerto Bello por los indios; en
Nombre de Dios, en lugar malsano, pantanoso, de aguas im-
puras, rodeado de indios hostiles, allí veían morir a sus com-
pañeros sin tener, ya cuando llegó Colmenares, ni la fuerza ni
el ánimo para enterrar sus cadáveres.
Nicuesa tenía un perro, como Balboa, que lo había segui-
do en todas sus peripecias. Un día este fiel animal leyó quién
sabe qué siniestros designios en los ojos hambrientos de su
amo, que lo obligaron a salir, rabo entre piernas, rumbo a la
montaña para no volver más...
El colonizador de Castilla del Oro, noble de nacimiento,
hombre de larga fortuna y de agudo ingenio, gran cortesano,
hábil equitador y tañedor de la vihuela, pasaba ahora por las
mismas penalidades que el rudo y aguerrido capitán don
Alonso de Ojeda, el colonizador de Urabá.
259
Colmenares venía a salvarlo y los mensajeros de Santa
María a ofrecerle una colonia de porvenir, con más de dos-
cientos hombres, campos cultivados y otro en abundancia.
¿Qué más? Había que celebrar toda esta dicha inespera-
da, en un banquete, con los manjares y vinos que acababan de
llegar de España. Y el banquete se sirvió en la cubierta de las
carabelas fondeadas en la ensenada. En él, como en sus días
galantes de caballero, Nicuesa trinchó una gallina y la des-
cuartizó en el aire. Luego hizo cabriolar y danzar al son de la
música a una yegua amaestrada.
260
VII. El destino de Nicuesa
261
Juan de Caicedo, a quien Nicuesa envió pocos días des-
pués con su mujer para anunciar su próximo arribo a la Anti-
gua, acabó de exasperar a los colonos cuando, a guisa de coin-
cidencia, les dijo francamente:
—Qué tontos sois todos, señores, que dueños de oro y
dueños absolutos de vuestra suerte, invitáis para que os go-
bierne a ese ambicioso de Nicuesa. Sabed que es un sujeto
malagradecido, codicioso y avaro, y que no bien le hayáis ce-
dido el mando, os va a devorar a todos.
Fue Balboa de nuevo quien, en vista de la gravedad de la
situación, tuvo el consejo y la solución oportunos.
—Vosotros reconocéis —dijo acariciándose la barba—
que ha sido una tontería llamar a Nicuesa para sustituirnos a
Samudio y a mí. Bueno: ¿no creéis que es mayor tontería aún
dejarlo desembarcar cuando somos más y más fuertes que los
suyos?
Al divisarse más tarde en las costas los buques del gober-
nador de Veragua, los colonos corrieron a armarse y se con-
gregaron todos en la playa dispuestos a no dejarlo desembar-
car por ningún motivo. Así se lo hicieron saber apenas echado
a tierra el primer bote. Y no valieron promesas, ni reflexiones
ni súplicas ante la determinación de estos aventureros impla-
cables y endurecidos para la compasión.
Débil y decepcionado, pues hasta sus mismos compañe-
ros le volvían la espalda, Nicuesa se humilló hasta pedir que
lo aceptaran en la colonia como un simple soldado. A ello pa-
recía dispuesto Balboa, compadecido de la desgracia del go-
bernador y recordando, además, cuán generosamente se ha-
bía comportado con su enemigo Ojeda, cuando este capitán
sufrió la derrota de los indios. Pero Samudio y los demás viz-
caínos de la colonia, en un descuido de Balboa, lograron apresar
con engaño al desventurado Nicuesa y lo obligaron a trans-
bordarse y hacer rumbo a Santo Domingo en un buque des-
262
mantelado, probablemente comido por la carcoma de mar
que estaba fondeando en la ensenada. Con él se embarcaron
diecisiete de sus hombres, que no quisieron abandonarlo en el
momento de mayor desgracia.
—¡Que Dios nos proteja! —fueron las últimas palabras
que se oyeron al infortunado gobernador de Castilla del Oro.
Salió de la Antigua el 1 de marzo de 1511. Nunca más se supo
de él y sus compañeros; ni la Historia ha podido todavía ave-
riguar si se los tragó el océano o si perecieron en alguna costa
por el hambre o a manos de los indios.
Quedaron, pues, Vasco Núñez y Samudio otra vez due-
ños del poder. Pero la presencia del bachiller Enciso, que con-
servaba aún algunos adeptos, era para ellos una constante
amenaza. Fue Colmenares, ahora partidario de Balboa, cuyo
valor y superioridad reconocía, quien le sugirió la idea de
acusar al bachiller de usurpador de poderes por haber actua-
do como teniente de Ojeda en tierras de Nicuesa. Y, contra
toda justicia, los mismos que habían condenado a Nicuesa sin
oírlo, ahora, en un simulacro de proceso, juzgaban al bachiller
Enciso, le confiscaban sus bienes y lo condenaban a ser encerra-
do en la misma cárcel que él había hecho construir en la plaza,
cuando se comenzó a edificar la población.
Pero ahí no terminó el asunto. Balboa, en su deseo de
arreglar las cosas amigablemente, ofreció a Enciso restituirlo a
su cargo de alcalde mayor si reconocía su autoridad y se so-
metía a ella. Pero el bachiller, altivo y rencoroso, prefirió verse
deportado a España, como al fin lo decidieron Balboa y Samu-
dio, aun a sabiendas de que iría con la intención de acusarlos
ante el Consejo de Indias y malquistarlos en la Corte, tergiver-
sando los sucesos de la colonia.
Para este evento, sin embargo, ya Balboa había prepara-
do el viaje de su amigo y compañero Samudio, con el encargo
secreto de defenderlo y hacer valer sus merecimientos ante la
263
Corte. Había dispuesto, asimismo, el viaje de Juan de Valdivia
a La Española cargado con presentes de oro para el goberna-
dor don Diego Colón, hijo del descubridor, y para el tesorero
real de la isla, don Miguel de Pasamonte, un favorito de los
reyes que gozaba por esto de gran influencia. Valdivia llevaba
la comisión de solicitar refuerzos para la colonia y, sobre todo,
un encargo oficial que diera, al fin, autoridad y dignidad a
Balboa.
En la misma embarcación partieron Enciso y los dos co-
misionados, Samudio y Valdivia, pues aquella había de hacer
escala primero en Santo Domingo.
Y Balboa quedó, al fin, solo, al mando discrecional de la
colonia. Ojeda, retirado en un convento de La Española; Ni-
cuesa, perdido en el mar de las Antillas; Enciso, depuesto y
enviado a España; Samudio, alejado con el pretexto o el fin de
que fuera a defender los intereses comunes, nadie podía aho-
ra disputarle al fracasado agricultor de Salvatierra, al egregius
digladiator, como lo llamó su contemporáneo Pedro Mártir, la
autoridad que había venido preparándose. Fue tal, al princi-
pio, su ensimismamiento que, como dice Oviedo, «se le dobló
el favor e la soberbia e se hizo llamar de ahí en adelante go-
bernador». Se contaba que el clérigo Pedro Sánchez, de la ar-
mada de Nicuesa, a quien Balboa había elegido para su confe-
sor, lo hizo meter en la cárcel por no haberse quitado el
bonete en cierta ocasión en que se encontró con él en la calle.
Pero a poco el aventurero se transformará en un verda-
dero administrador; el intruso, en un capitán que solo tratará
ya de cubrir su pasado con una hoja de servicios heroica y
gloriosa.
Su primer cuidado fue enviar a por el resto de la expedi-
ción de Nicuesa, que padecía de hambre en Nombre de Dios.
Fue confiada esta misión a Colmenares, quien pronto regresó
con cincuenta hombres en el más miserable estado y con la
264
curiosa nueva de haber visto en su camino a dos hombres des-
nudos que le salieron al paso y le hablaron en perfecto espa-
ñol. Como luego pudo averiguarlo, eran dos desertores de la
gente de Nicuesa que habían sido acogidos y protegidos por
el cacique Careta, al cual servían todavía en calidad de guerre-
ros. Uno de ellos, Juan Alonso, para corresponder a la genero-
sidad de este cacique, que les había dado alimentos, aloja-
miento y hasta mujeres, informó a los españoles de la riqueza
de la tribu y se ofreció para ayudarlos a apresar al jefe y su
familia en caso de que se resolvieran a hacer una incursión
por sus dominios.
Balboa oyó con marcada curiosidad e interés estas noti-
cias y comenzó, desde luego, a madurar un plan de ataque
a los indios caretanos. Para ello dispuso antes que Pizarro, a
quien había hecho ya capitán, tomara seis hombres de su ejér-
cito e hiciera un reconocimiento de la tierra de Cueva. En el
camino fueron estos atacados por Cémaco con cuatrocientos
guerreros, pero los arcabuces lograron dispararlos y permitie-
ron a los españoles la retirada. Mas como Pizarro dejó a uno
de los suyos herido en el campo, Balboa se mostró muy enoja-
do y ordenó al capitán regresar enseguida y rescatarlo.
—Así como vos apreciáis vuestra vida —le dijo— nunca
más debéis dejarme uno solo de mis soldados vivo en el cam-
po de batalla.
265
VIII. Predicciones de un tequina
266
Había ganado ya este la prueba de la flecha, entre gritos
de júbilo y aplausos, pero ahora se le veía muchas veces bajo
el adversario, más fuerte y más robusto, que parecía tenerlo
dominado. Cuando los atabales dieron el repique final y los
contendientes levantaron en peso al vencedor en la cara sudo-
rosa del héroe al joven de sus simpatías.
Pero aún no había terminado el concurso. Después que
los luchadores hubieron respirado y descansado un rato bajo
la sombra de un coposo y alto panamá, se les vio de nuevo
disponerse para la gran carrera, que era la prueba más temi-
da. La liza tenía una extensión como cinco millas y la meta
consistía en un pendón rojo, todo de plumas, que el triunfa-
dor debía alcanzar y enarbolar en alto.
Desde un extremo al otro de la pista, el pueblo, acomo-
dado en dos filas, se preparaba para animar con gritos y ges-
tos especiales a los corredores. Se dio, al fin, la señal y todos
se lanzaron al mismo tiempo con ritmo igual y fresco. El pen-
dón rojo los atraía como a los ojos de una serpiente fascinada.
El vencedor en las dos pruebas anteriores había pasado a
la mayoría de sus rivales. Uno solo, el mismo que lo tuvo de-
bajo varias veces en el combate cuerpo a cuerpo, iba delante
de él y ya no faltaban más que unos cien pasos para llegar al
término.
—¡No, no me ganarás ahora tampoco! —le gritó.
Y sacando fuerzas del fondo de sus nervios agotados,
acelera el ritmo, lo alcanza, lo iguala, lo pasa y eleva en alto
con gesto de príncipe el pendón rojo, todo de plumas. Así,
agitando al aire el trofeo de la victoria y seguido por sus com-
pañeros de juego, se presenta orgulloso ante el grupo de los
ancianos, los cuales lo proclaman digno del nombre de la tri-
bu y digno hijo del Sol.
Entonces, conducido por el urania, el jefe militar de los
guerreros, se acerca al trono y se prosternan todos ante el
267
cacique o ságuila. Los recibe este con la majestad de un dios y
la tierna bondad de un padre. Al colocarle, temblante las ma-
nos, el collar de la tribu, le concede, con las palabras rituales
de los antecesores cunas, el derecho a formar parte de su con-
sejo y a elegir, entre todas las núbiles de su reino, la que más
le plazca como compañera. Entonan todos un himno al padre
Sol, dios bondadoso y protector que desde el misterio ígneo
de su reino bendecía sus tierras, daba agua clara y abundante
a sus ríos, fecundaba el maíz y hacía milagrosas las manos de
los artífices que modelaban ánforas, vasos y amuletos para las
sepulturas.
Los juegos iban a terminar en la noche con un festín en el
que las niñas púberes debían recibir un nombre público y el de-
recho a unirse al hombre de su agrado.
Ya por la tarde, cantando alabanzas al sol, el grupo de
indias jóvenes había comenzado a bailar el guayacán, su baile
favorito. Tomadas de la mano en danza ondulosa y suave, iban
dando vueltas alrededor del camotura, músico oficial de la tri-
bu, tañedor del camó, dulce y quejumbroso como una flauta.
Entrelazados los brazos redondos y duros, cimbreantes las
caderas y los pechos, los bustos formaban como una guirnal-
da misteriosa de flores abiertas a la vida y al amor. Apenas
cubiertas con un corto faldellín de ñomé —la corteza de una
palma—, el sol podía alumbrar sin ruborizarse la desnudez
gloriosa y limpia de sus encantos...
Luego de haber girado así, golpeaban todas el suelo dos
veces con el pie desnudo y polvoriento, lleno de gracia bíbli-
ca, daban dos pasos adelante, rompían las cadenas y se enla-
zaban en parejas con los hombres al ritmo de la música. Trenza-
ban los pies las parejas, hacia el hombre a veces hábil rueda en
torno a su pareja y en el vértigo del movimiento, animado con
palmadas y cantos, parecían dos cuerpos llamas que giraban y se
retorcían y temblaban voluptuosamente.
268
Entre todas las parejas, ponía la perfección de sus formas
y de su ritmo, una flor silvestre color de canela, la hija de Ca-
reta, la más bella princesa india que había incubado al calor
de los trópicos...
El cielo estaba sereno. El aire en calma y sin vapores. En
ese momento se hubiera podido tomar la puesta del sol como
una aurora.
De pronto, por el lado donde aquel se oculta, comenzó
a levantarse un nubarrón movible, como si fuera olas de san-
gre. Olas que crecían, se entrelazaban, se amontonaban cual
cimas de montañas incendiadas que salieron a atajar el paso
del astro del día. Que descendía lentamente, abriendo con
sus rayos las olas de la púrpura amenaza, que volvían a caer
sobre él, se empujaban y tornaban a romperse en una lucha
tenaz y rápida, hasta hundirlo al fin, ahogado en un mar de
lágrimas.
El coro de ninfas se había parado a contemplar estupe-
facto el extraño fenómeno y, avisados el ságuila, los ancianos y
el tequina o sacerdote, toda la tribu se agrupaba ahora horrori-
zada por el lado del templo. Al mismo tiempo, un signo aún
más siniestro se manifestaba en el cielo: un cometa, semejante
a una espada flamígera o a un dragón que vomitaba fuego,
con una cabellera incendiada alrededor de la cabeza, parecía
venir del oriente en persecución del sol.
El tequina, oráculo de la tribu, pozo de la tradición cueva,
pudo distinguir en él todos los rasgos de un monstruo fabulo-
so: lo veía respirar candela, sacudir las alas abrasadas y seguir
en el cielo, con enorme ojo ígneo, la carrera del sol hacia el
ocaso.
—Son honrosos —profetizaba— los signos que vemos
en lo alto. El uno me dice que del lado del saliente ha de
aparecer una guerra sangrienta que exterminará nuestra
raza; el otro me anuncia un enemigo terrible e invencible que
269
ha de venir contra nosotros por el occidente o en la dirección
del mar.
Y no había acabado de anunciar su triste pronóstico, que
sobrecogía de pavor místico las almas salvajes, cuando se
vieron rodeados por un ejército de blancos barbudos, blan-
diendo extrañas armas que copiaban los reflejos póstumos
del sol...
270
IX. El cacique Careta
271
despedida y caerles a los indios por sorpresa durante la no-
che. Que él los conduciría a la morada y los almacenes del
cacique.
Extrañamente sugestionado, Balboa accedió a esta trai-
ción y cobardía. Se despidió amigablemente con los suyos
de los ingenuos nativos, y cuando estos dormían ya profun-
damente invadió la población por tres lugares distintos y dio
la señal de ataque al grito de ¡Santiago!, que era su grito de
guerra.
El espanto y la sorpresa de los indios fueron indescripti-
bles. Huyeron muchos favorecidos por la oscuridad de la no-
che, y otros, los que se atrevieron a presentar resistencia, fue-
ron pronto dominados y hechos prisioneros. También cayó
prisionero el cacique Careta con toda su familia. La población
entera fue saqueada y, al amanecer, cargados con su «botín de
guerra», emprendieron los blancos su camino de regreso al
Darién.
Contra lo que pudiera creerse, Careta y su familia fueron
tratados por Balboa con gran cortesía y consideración. En par-
te, sin duda, por arrepentimiento de su perfidia para con el
pobre indio, en parte por el respeto innato a la majestad de los
reyes, en parte también, según después pudo comprobarse,
por la impresión que en él habían producido la belleza y la
dulzura de Anayansi. Era, en efecto, tan suave y tan enigmá-
tica la mirada de sus ojos negros, tan fresca y graciosa la son-
risa de sus labios húmedos color de mamey, tan incitante el
aleteo de su naricilla semichata, tan genuina y tan natural su
distinción de princesa salvaje, que el conquistador se sintió al
punto conquistado.
Tenía Anayansi un pequeño cuerpo de carnes morenas,
duras y bien torneadas, que modelaba muy bien un ligero
lienzo colorado ceñido a la cintura por una cadena de oro.
Llevaba el cabello lacio y negro como azabache, recogido en
272
dos grandes trenzas, y al caminar o al andar infundía a todos
sus gestos o movimientos una gracia y una sensualidad de
tigresa domesticada.
No escapó a Careta, despierto y astuto, la impresión que
su hija había producido en el jefe español y pronto supo sacar
partido de ella.
Un día, en efecto, hizo llamar a Balboa y le dijo sin amba-
ges ni preámbulos:
—Señor, ¿qué ganas tú con tenerme prisionero aquí con
mi familia? ¿Qué daño te hemos hecho? Si me pones en liber-
tad, yo te prometo cultivar el campo para proveerte de granos
y vivir en paz con tu gente. Si quieres, como prenda de amis-
tad, te doy a mi hija por compañera.
En un instante vio Balboa todas las ventajas que podían
derivar de la amistad con los indígenas y, sin vacilar siquie-
ra, aceptó con la misma simplicidad del cacique su cruda
proposición:
—Seamos, pues, buenos amigos —le contestó—. Yo te
prometo, por mi parte, ayudarte en la guerra que tienes con-
tra Ponca.
Enseguida lo hizo poner en libertad con todos los suyos
y, para halagarlos e impresionarlos al mismo tiempo, les mos-
tró todas las maravillas que los blancos poseían: trajes visto-
sos, armaduras y espadas de fino acero, ballestas y lanzas, em-
barcaciones y cañones. Estos últimos fueron disparados con
gran aparato en su presencia. Luego les repartió baratijas a
todos y los vio irse hacia Coiba sinceramente agradecidos y
llenos de admiración.
Anayansi, toda medrosa y triste, se quedó sola con el
dios blanco que gobernaba el trueno y el relámpago y tenía a
su disposición casas en el mar y tantas otras cosas raras, que
a la par le daban miedo y la atraían.
273
X. Anayansi y la leyenda del Dabaibe
274
Le encantaban al conquistador estas mutuas lecciones en
que las horas transcurrían gratas y veloces. Su ocupación de
maestro que enseñaba a conversar, a moverse, a usar el cu-
bierto, a pronunciar una palabra difícil le pareció maternal.
En poco tiempo aprendió la india a vestirse, a arreglarse el
cabello, a elegir los colores que mejor sentaban al tono de su
semblante. La vida regalada y el cambio de alimentación y de
ambiente hiciéronla engrosar un poquito, con lo que ganaron
mucho su esbeltez y su tersura de cutis. Los ojos negros per-
dieron esa actitud de la raza que los obliga a mirar hacia abajo
y se llenaron de encanto malicioso. Por dentro, no sabía Bal-
boa cuál había sido la transformación operada, pero, sin duda,
un cambio radical existía en su alma. Ocupada en hacer de
esta venus de cobre, con amor de escultor que pule y desbas-
ta, una mujer para él solo, íbansele los días sin dejarle señal,
como si fueran alados.
Por su parte, Anayansi lo adoraba. Sentía por él un cariño
que no razonaba; instinto, como el que deben sentir los perros
por su amo. Si le hubiera ordenado morir, había cumplido ella
la orden sonriendo. Eran felices: ella con su hombre rubio; él
con su venus cobriza, de ojos negros y alma insondable.
Vivía en una casa espaciosa de paredes de quincha, con
gran portal delante y atrás y un huerto lleno de ciruelos, jo-
bos, guayabos, guanábanas y arbolitos jóvenes de mamey,
guabas, nísperos y mangos que el mismo colonizador había
plantado. En el jardín, frente a la casa, tenía ya rosales silves-
tres, algunas orquídeas, otras flores raras y plantas medicina-
les, como la albahaca, la yerbabuena, el romero y el toronjil y
la yerba del gallo para estancar las heridas. A un lado, un pal-
mar cuasi silvestre alzaba sobre sus largos troncos delgados
airosos penachos de pencas.
Para Vasco el cocotero era como el emblema del triunfo,
de la audacia y de la fecundidad. Amplificación de la cima:
275
aéreo, alado, se lanza en las montañas con ansia de altura, alar-
gándose hacia el espacio y la luz. Y en los días cálidos, bajo la
caricia cenital del sol, abre sus palmas en un éxtasis feliz y, en
el punto donde se abren, muestra como cráneos de niños ha-
cinados las cabezas verdes o grises de los cocos.
Servían a Balboa numerosos criados —indios esclavos—,
y Anayansi misma, que ya lo llamaba con mucha dulzura «se-
ñor y amo mío», atendía solícita a los menesteres caseros y
cuidaba cariñosa del perro Leoncico, que fue desde el primer
día su gran amigo, a pesar de que conocía su ferocidad para
con los de su raza. Vivía, en cambio, constantemente en
guerra con los monos y los loros que tanto divertían a su amo.
La colonia crecía próspera y en la mejor armonía todos
los hombres, a quienes repartía su jefe con desprendimiento
y justicia los víveres y los productos del rescate con los in-
dios. Venían estos ya con frecuencia, sin ningún recelo ni
temor, de los lugares vecinos, para cambiar oro y cosas co-
mestibles por bagatelas españolas que encontraban en la po-
blación. Por todas partes comenzaban a verdear las siembras
y en todas las casas el gallo doméstico ponía la nota de su
canto acogedor y vigilante. La tierra era exuberante para la
agricultura. Había en el valle, fresco y fértil, muchos cocote-
ros, mameyes retorcidos y sin hojas, mangos coposos, mem-
brillos de hojas como abanicos, pomarrosas de frutas atercio-
peladas, nísperos y caimitos de follaje bicolor, guayabos
fragantes y grandes cacaotales silvestres. Y en la montaña
vecina se cazaban sin dificultad faisanes, palomas torcazas,
jabalíes, venados, armadillos, osos hormigueros, conejos mu-
letos y pintados, también el puma y uno que otro jaguar y la
iguana, que según Oviedo era «muy espantosa de ver y muy
buena de comer». En las lagunas y esteros no era raro encon-
trar bandadas de güíchiches, de zarcetas, de patos cucharos o
de garzas de fino y nítido plumaje. El tiempo lo pasaban así
276
los españoles, ya cazando por los alrededores, ya pescando a
lo largo de la costa o en río, ya, en fin, tallando figuras en ta-
gua o en los cocos o jugando por las noches a los dados.
El juego era el gran recurso contra el aburrimiento. Él
creaba las pasiones donde casi no existían otras, fomentaba las
rencillas, daba la ilusión de la ruina o de la riqueza en un país
donde estas palabras no podían tener significado. Balboa inten-
tó en varias ocasiones suprimirlo, pero no lo pudo conseguir.
Algunas veces venían a jugar o a comer con el jefe sus
amigos íntimos, Bartolomé Hurtado, el más asiduo, espíritu
genial, socarrón, práctico e interesado; Hernando Muñoz,
hombre maduro de edad, sencillo, rudo y franco en su con-
versación; Luis Botello, también algo entrado en años, tran-
quilo y taciturno, amigo de la caza y de la agricultura; y Andrés
Valderrábano, flaco, pequeñito, nervioso y decidor, que era el
periódico vivo de la colonia.
Atendía la mesa, callada y graciosa, la princesa Anayan-
si, y algunas veces, al terminar la comida, cuando Balboa se
cansaba de celebrar los gracejos de Tomé y de oír los chistes
de Valderrábano, bailaba para él danzas de su pueblo al son de
una guitarra que tañía el mismo Tomé, del camó y de los tam-
tan tocados por los indios esclavos.
Casi a medianoche se despedían todos. Balboa tendía su
hamaca en el portal, por el lado del frente, y se dormía luego
al fresco, arrullado por el canto monótono de las ranas o el
chillido de los grillos y chucurrines, y embriagado con el per-
fume de las hierbas aromáticas que impregnaban el ambiente
húmedo de rocío.
Anayansi, encerrada en su cuarto por el lado del jardín,
se acostaba sobre una estera de tallos de plátano. Cuando ha-
bía zancudos, las noches de calma, formaba un sahumerio
con cáscaras de algarroba, que impregnaba toda la casa como
un incendio.
277
Una vez se despertó la princesa sobresaltada. Cerca de
su ventana el sonido de un camó primero, luego una voz fami-
liar, removieron el fondo de sus recuerdos dormidos.
—Anayansi, ¿por qué me abandonaste? —decía en len-
gua cueva la voz—. Yo no puedo consolarme desde que te
arrancaron de la tribu. ¿Por qué no vuelves? Me parece que
ayer no más tu pequeña mano talló para mí un camó de hueso,
que yo toco y donde tú me enseñaste a imitar el canto de los
pájaros. Me parece que ayer no más recogíamos juntos piedre-
citas blancas en el río, trepábamos a los árboles en busca de
nidos o de frutas y corríamos por entre los maizales buscando
las mazorcas llenas de granos. Y por la noche, ¿lo recuerdas?,
sentados sobre este ras a la puerta de tu casa, nos repartíamos
las estrellas del cielo como cuentas de oro... ¿Por qué, por qué
me has abandonado, princesita?
Los lamentos, tristes y monótonos como quejas de escla-
vo, se repitieron así durante varias noches. Luego Anayansi
no oyó más que la flauta como un sollozo sofocado y lejano.
A fin, sucedió un gran silencio, como si le hubieran arrancado
el dolor a las noches.
Para olvidar y soñar, las vigilias siguientes, empezó a
contarle a Balboa las leyendas y consejas de su raza. Una vez
le relató la leyenda de la tribu blanca donde se adora al puma
sagrado, progenitor de la raza, y en su honor se extrae sobre
el ara de los sacrificios la entraña viva de un infante.
Otra vez le habló del Tuira, el genio creador, el dios que
tundía las montañas con el golpe de su puño y ponía pavor en
el cielo y en la tierra.
Y le habló también una noche la leyenda del Dabaibe.
Era un gigantesco templo todo de oro, adornado de perlas y
pedrerías y consagrado al culto de los astros. Estaba guarda-
do y defendido por sacerdotes y guerreros feroces e invenci-
bles, y situado en el corazón de la montaña. Rodeaban a estas
278
lagunas y ciénagas en cuyo fondo vivían cocodrilos y serpien-
tes alados y en la atmósfera pululaban enormes vampiros y
espesas nubes de voraces insectos de toda clase. En la cúspide
de la montaña se divisaba un mar inmenso, desde cuyas leja-
nas orillas venían a traer ricas ofrendas para el templo pue-
blos de extrañas lenguas y costumbres.
Vasco Núñez se durmió esa noche arrullado por la voz
dulce y embrujadora de Anayansi. Y en su sueño floreció la
leyenda del Dabaibe llena de oro y de luz, y con ella prendió
en su cerebro la quimera azul del otro océano.
279
XI. La danza del amor
280
zos imitaban el aleteo de alas de un pájaro herido. Y la música
y la danza eran una sola expresión de rendimiento y entrega.
Llevaba la bailarina un ligero vestido, que más que ves-
tido parecía una gasa hecha ex profeso para tamizar el perfu-
me de su carne de canela. Perfume penetrante y complejo de
cuerpo primitivo, lleno de sutiles esencias y variadas exhala-
ciones.
Balboa sabía distinguir en él la actitud deliciosa de los
cabellos negros, el salobre enervante de sudor perlado en la
garganta, el aliento, a la vez ácido y dulce, como una mezcla
de azúcar y limón, la emoción fecunda cargada de polen que
iba a mezclarse con el aire embalsamado de la noche.
Más tarde, cuando ya todos se habían retirado y la luna
estaba a medio cielo, una luna protectora y propicia, Balboa
echó sobre Anayansi una mirada que la bañó cálidamente de
la cabeza a los pies. En aquellos momentos, más que nunca, el
conquistador la reconoció muy superior a las mujeres civiliza-
das del Viejo Mundo. Reconoció también con su ojo experto
que había llegado el momento de la madurez, en que el fruto
exótico se ofrecía para el injerto de la nueva raza.
Se oía el palpitar de sus corazones como el palpitar de la
montaña, cuajada de fieras. Afuera cantaban los gallos, los pá-
jaros se sacudían en los árboles, y el sol se asomaba tímida-
mente por las ventanas de la selva.
281
XII. Comagre
282
Fue un consejero que se había separado de Careta por
grave desacuerdo quien indujo a Comagre a proponer una
alianza a los españoles. Había presenciado él el ataque de su
anterior jefe, se había dado cuenta del poder y la superioridad
casi divina de los blancos y había llegado a la conclusión de
que sería infructuosa de parte de los indios cualquier resisten-
cia. ¿Por qué, pues, no anticiparse a los designios y facilitarles
lo que buscaban? Acaso así se irían más pronto del país y no
harían daño a sus habitantes.
Anayansi, que había hablado con los mensajeros, conven-
ció a Balboa de las buenas intenciones de Comagre y aconsejó
aceptar sin recelos la invitación. Sabía ella quién era el conseje-
ro disgustado con su padre. Nada menos que aquel héroe de
los juegos de la fiesta del sol, que un día hiciera palpitar su
corazón; nada menos que el tañedor de camó que varias noches
inquietó sus sueños de prisionera de amor. Sabía también la
compañera de Balboa que la separación de su tribu se debía a
la muda protesta por la entrega de ella al jefe blanco, por quien
mostraba, sin embargo, un respeto supersticioso y a quien agra-
decía la consideración en que tenía a la princesa cautiva.
¿Quién le hubiera dicho a esta que estaba señalándole a
su amo y señor el rumbo hacia el gran océano desconocido,
que ya le había hecho evocar una noche de consejas al amor
de la lumbre? Le habría de ayudar también, con sus indicacio-
nes y su conocimiento del país y sus habitantes, en muchas
circunstancias.
Fiel y leal siempre, en la desgracia como en el triunfo,
dulce y persuasiva, apasionada y digna, graciosa e inteligen-
te, Anayansi representa en la vida del conquistador la protec-
ción y la inspiración, el secreto de todos sus éxitos y de toda
su comprensiones y conmiseración con la raza sojuzgada.
Con ella ahora, y los dos españoles encontrados por Col-
menares en el reino de Careta, como intérpretes, se puso Vasco
283
Núñez al frente de un gran ejército rumbo a las tierras de Co-
magre. Temiendo siempre alguna sorpresa, despachó por de-
lante a Juan Alonso con algunos indios de Careta y varios pre-
sentes para el cacique. Esperaba este a los españoles con todos
los honores de la hospitalidad autóctona. Rodeado de los gran-
des de su reino y de sus siete hijos, nacidos de sus diversas
mujeres, iban todos vestidos apenas con un faldellín de plu-
mas vistosas. El cacique era corto de busto, ancho de espaldas,
de miembros atléticos... Llevaba estos y el pecho pintarrajeados
con dibujos multicolores, el pelo largo atado sobre el cogote,
y en los hombros, a manera de manto imperial, un largo lien-
zo de algodón rojo. Todo el cortejo tenía adornados los brazos
y los tobillos con brazaletes de oro, las orejas y las narices con
grandes argollas y el pecho con una gran placa del mismo
metal.
Estos salvajes fastuosos infundieron cierto temor supers-
ticioso a los españoles, el cual creció de punto cuando se vieron
rodeados por más de tres mil guerreros de cabellos largos, cuer-
po y caras pintados de rojo con dibujos caprichosos, penachos
de plumas y en las manos enormes lanzas y flechas con pun-
tas agudas de hueso o caña brava.
Las mujeres, de baja estatura y fornidas, llevaban, como
los hombres, sayas cortas de algodón, desnudos los pechos y
las piernas, cortas y firmes estas. Como los hombres, usaban
zarcillos en las orejas y argollas en las narices. En el cuello lu-
cían la chaquira, especie de rosario hecho de pequeños caraco-
les, pepitas rojas y cuentas de oro. El cabello largo, largo y
negro azabache, lo tenían cortado en la frente como cepillo
y lo llevaban anudado al cogote y en largas trenzas como colas
de caballo. Casi todas podían mostrar al reír una blanca den-
tadura de corte perfecto. Y reían como niños de las barbas lar-
gas de los extranjeros, de los vestidos y sus armas. Viéndolas
al lado de Anayansi, estas mujeres bajas y de pechos colgan-
284
tes parecían todas muy feas y desproporcionadas. Más feos aun
parecían los esclavos, prisioneros de una guerra que se distin-
guían por faltarles un colmillo, que se les extraía a propósito,
y por llevar, como un estigma, una quemadura de tizón en la
frente.
Sonaron los enormes caracoles marinos como trompas
guerreras, batió el parche sonoro de los tambores y entonces,
majestuoso, hierático, se adelantó el régulo con sus siete man-
cebos e hizo una reverencia al jefe español. Contestó este con-
movido y, por medio de sus intérpretes, agradeció a Comagre
los honores y la cordial acogida que les ofrecía y le manifestó
su admiración por la tribu que gobernaba, tan poderosa y tan
bien organizada. Presentó el cacique entonces a sus hijos y sus
mujeres a los jefes españoles y los invitó enseguida a pasar a
su palacio.
285
XIII. Panquiaco y el mar del Sur
286
Pero lo que más provocó la admiración y curiosidad de
los españoles fue el cuarto sagrado, donde se guardaban los
cadáveres momificados de los ilustres antecesores de Coma-
gre. Secados a fuego lento y envueltos en telas de algodón,
adornados casi todos con plumas, placas pectorales, cadenas
y objetos simbólicos de oro, se veían colgados en las paredes
en fila, como si veinte generaciones salieran a atestiguar la
prosapia ilustre de los jefes cunas.
Comagre obsequió a los extranjeros un gran banquete
servido por las mujeres y los esclavos, y puso a disposición de
aquellos las mejores habitaciones de que pudo disponer en la
población.
Así, cómodamente instalados, y obsequiados como dio-
ses —a Balboa, a pesar suyo, lo consideraban una divinidad,
algunas veces Tuira o espíritu del Mal—, pudieron los con-
quistadores quedarse algunos días en la tribu de Comagre,
que aprovecharon para incursiones por la comarca y obtener
de los indios todas las informaciones útiles que podían sacar-
les. Obtuvieron también algunos, mediante la astucia y el
cambio de cuentas de colores y pedazos de vidrios o de telas,
los favores de algunas indias, curiosas de entregarse por pri-
mera vez a un hombre blanco.
Antes de retirarse, Comagre, que se había dado cuenta
de la codicia de los blancos, y deseando, además, asegurarse
del apoyo y la simpatía de estos, les ofreció una cantidad de
esclavos y una porción apreciable de oro recogido entre los
suyos. Constituían este tesoro, piedras labradas en forma de
muñecos, águilas, murciélagos, ranas tigre y animales fabulo-
sos, con un valor total no menor de cuatro mil pesos.
No bien recibió Balboa tan valioso obsequio, dispuso ha-
cerlo pesar y dividir, según su costumbre, para repartirlo in-
mediatamente. En una especie de portal situado enfrente del
palacio del régulo y en presencia del veedor, fueron fundidas,
287
en efecto, todas las piezas ante los indios asombrados. Se se-
paró luego la quinta parte del total, destinada al rey, y comen-
zó enseguida la difícil operación de dividir el resto entre los
colonizadores. A pesar de todo el cuidado y todo el despren-
dimiento puestos por Balboa para evitar protestas y desacuer-
dos, cuando menos se esperaba, surgieron estos violentamen-
te y pronto de las palabras gruesas los descontentos se fueron
a las manos y hasta a las espadas.
Viendo tan lamentable espectáculo de parte de los extran-
jeros, Panquiaco, el mayor de los hijos de Comagre, un mocetón
fornido de ojos relampagueantes, altivo y lleno de dignidad, no
pudo contenerse. Se arrojó como un rayo en medio de los com-
batientes, los separó con sus vigorosos brazos y tiró a un lado,
con toda su fuerza indómita, la balanza de las particiones.
—¡Qué significa esto, hombres blancos! —gritó—. ¿Por
tan insignificante cosa, por un miserable pedazo de oro, qué
habéis formado, destruyendo las hermosas piezas que os
ofrecimos, así os querelláis y maltratáis? Si es por este metal
de tan poco valor para nosotros por lo que habéis abandona-
do vuestro país, yo voy a indicaros una región donde podréis
satisfacer toda vuestra avaricia.
Sorprendidos y aun amedrentados y avergonzados los
cristianos ante una actitud tan osada y decidida del joven in-
dio, despertada además su codicia cuando los intérpretes tra-
dujeron sus palabras, todos hicieron silencio y nadie osó le-
vantar la mano contra él.
—Queda hacia el otro lado de la montaña y a unos seis
soles de aquí. Se extiende por toda la costa frente a un vasto
mar donde navegan buques de vela y de remos casi tan gran-
des como los vuestros. Allí vive un pueblo muy numeroso y
rico, que come y bebe en vasijas de oro, y donde este metal es
más común, sin duda, que ese con que están forjadas vuestras
lanzas y espadas.
288
Era la primera noticia concreta que los europeos recibían
de otro océano hacia el sur y la primera indicación también de
aquel rico país, que después se llamó el Perú.
Francisco Pizarro, que estaba al lado de Vasco Núñez,
aguzaba sus cinco sentidos para oír y comprender la mara-
villosa historia del príncipe indio, y ya, sin duda, ¿por qué
no?, su esperanza se endilgaba, con la de Balboa, hacia la tie-
rra del sol.
—Pero, ¿cómo es que tú, viviendo tan lejos de aquellas
tierras, has llegado a saber lo que nos cuentas? —inquirió aún
el capitán cristiano, cada vez más curioso.
—Aquí hemos oído hablar de ellas muchas veces —res-
pondió Panquiaco. Y aún existe entre nosotros un viejo guerre-
ro que fue prisionero de aquellos indios. Para ir allá, desde
luego, hay que atravesar muchas montañas, cruzar llanuras y
ríos y lagunas y después navegar por el mar. En el camino,
además, viven poderosas tribus de guerreros y no será fácil
vencerlas con la gente que ahora tenéis. Más, mucho más, ne-
cesitaríais para llegar hasta allá. Pero yo estoy seguro de que
mi padre os prestará ayuda eficaz, pues algunas de estas tri-
bus son enemigas de las nuestras. Yo mismo, en prueba de lo
que digo, os prometo acompañaros si os decidís acometer la
empresa...
¡Y cómo no había de disponerse a ello este aventurero de
Balboa, para quien se abrían ahora, con todas las atracciones
de la realidad, los sueños dorados de Colón, los reinos del
gran Kan fabuloso, que huía ante las naves del descubridor
como un espejismo de los mares!
Cuando pudo recoger toda la información que le fue po-
sible sobre el misterioso océano que ya Balboa llamaba mar
del Sur en contraposición al Atlántico, el conquistador se
despidió cariñoso y agradecido de Comagre, Panquiaco y su
familia, no sin prometerles regresar pronto para ayudarlos
289
a combatir a sus enemigos y que ellos, a su vez, le ayudaran a
descubrir el otro mar.
Procedió a su despedida una ceremonia en la que toda
la familia de Comagre fue bautizada por el padre Andrés de
Vera, que acompañaba a los expedicionarios y había aprove-
chado su permanencia en la tribu para explicar a los indios
la verdadera religión. Desde entonces Comagre debió llevar
el nombre de don Carlos, que era del infante español herede-
ro del trono. Careta llevaba ya el de don Fernando, el rey
católico.
290
XIV. Carestía y sedición
291
habían reventado y volado en astillas. Del jardín de Anayansi
solo quedaban los troncos y algunas enredaderas en el suelo.
Las siembras en general estaban inundadas y los maizales, ya
a punto de madurar, arrancados de su raíz o despedazados.
¡Todo el afán y el trabajo previsor de varios meses destruidos
en una sola noche de tormenta!
Las provisiones que había traído el corregidor Valdivia
no podían durar hasta que se obtuviera una nueva cosecha.
Fue preciso, pues, despachar otra vez a este abnegado servi-
dor de la colonia en demanda de nuevos socorros. En de-
manda también de los mil hombres que más o menos había
aconsejado Panquiaco llevar a las costas del mar del Sur. Por-
que ya Balboa soñaba con este mar y, para conseguir el apo-
yo de las autoridades de Santo Domingo, les enviaba la noti-
cia de la riqueza de sus costas en oro y en perlas. Al tesorero
Pasamonte le enviaba, como primicias, el quinto real del úl-
timo botín obtenido de Ponca y Comagre, no menos de quin-
ce mil pesos oro. Además, las sumas que los colonos, lo mis-
mo que él, remitían para pagar deudas en La Española o en
España.
Cuando Valdivia salió para Santo Domingo —adonde,
como después veremos, no había de llegar nunca— el ánimo
de los colonos había decaído notablemente. Las lluvias, la hu-
medad, los zancudos, el canto de las ranas, el hambre, que ya
comenzaba de nuevo a hacerse sentir, la monotonía de la vida
recogida, pues no era posible ni siquiera salir a cazar, habían
llenado las almas de nostalgias y negros presentimientos.
También de malévolos intentos. Aquellos aventureros,
acostumbrados al peligro y a la lucha, al movimiento y al sa-
queo, no podían avenirse ya a la vida reposada y perezosa de
la hamaca o el jorón. Y la inquietud se traducía en intrigas y en
pasiones pequeñas, que se exaltaban con la pasión del juego,
ahora llevada a su extremo.
292
Un día Andrés de Valderrábano sorprendió a Balboa con
la noticia de que un grupo de malvados, los mismos que siem-
pre habían guardado un secreto rencor contra su jefe, tramaba
en la sombra una sedición, con el pretexto de ciertas rivalida-
des con Tomé, a quien acusaban de protegido arbitrario y
arrogante. Encabezaban la conspiración el bachiller en leyes
Diego del Corral, uno de los secuaces de Enciso; Alonso Pérez
de la Rúa, enemigo jurado de Tomé; Gonzalo de Badajoz,
uno de los tenientes más fieles de Nicuesa; y Francisco Bení-
tez, un soldado insolente, a quien Balboa había hecho azotar
cuando, caído ya Nicuesa, trató de ultrajarlo en su presencia.
El plan de estos conjurados era meter en la cárcel a Hur-
tado y, luego, generalizado el movimiento, adueñarse del go-
bierno y repartirse el oro que se guardaba para el rey o para
ser distribuido después.
Este hombrecillo enjuto y flaco, desdentado y lleno de
arrugas, decidor y retórico, que se llamaba Valderrábano, te-
nía por Vasco Núñez una simpatía y un afecto que rayaban
en la veneración. Él, Tomé, Luis Botello, Colmenares, Pizarro
y Hernando Muñoz se ofrecieron para acompañarlo ense-
guida a cualquier resolución que tomara para castigar a los
culpables.
Pero lo que Balboa dispuso los dejó atónitos.
—Mañana mismo —dijo— saldremos en persecución de
Cémaco. He sabido que este indio sigue hostil a nosotros y
debemos irlo a coger en su guarida antes de que nos pueda
dar una sorpresa.
Pasándose las manos por las patillas, como era su gesto
cuando algo le preocupaba, agregó:
—Y haremos de una vía dos mandados. Porque por las
orillas del Darién, donde vamos, río arriba, ha de quedar ese
famoso tesoro del Dabaibe, que ya se va haciendo una obse-
sión entre nosotros.
293
Nada podía parecer más descabellado que esta súbita
determinación del jefe. Pero Balboa tenía confianza en su
autoridad y sabía, además, que, dejados a su propio destino,
los ambiciosos acabarían por echarse unos contra otros y co-
merse recíprocamente, como los alacranes.
Esta vez, muy a pesar suyo, debió quedarse Anayansi.
Encargados de cuidarla fueron Botello, Muñoz y Argüello.
Desde la playa vio ella, con lágrimas en los ojos, alejarse las
naves y las canoas que ya llevaban a su amo y señor y a los cien-
to setenta fieles que lo acompañaban en su nueva arriesgada
aventura.
Era un día muy sofocante y húmedo. Las nubes, plomi-
zas y pesadas, se confundían con las cumbres de las montañas
oscuras. Los bambúes, flexibles y frondosos, anticipaban el
ruido de la lluvia con sus hojas. Del fondo de la selva parecía
oírse la palpitación de la vida animal y vegetal, jadeante de
calor. Las palmeras, rígidas, ponían en el paisaje la aristocra-
cia de la melancolía.
Anayansi, sola en la playa, parecía desde lejos una gavio-
ta abandonada.
Balboa sintió que se le inundaba el corazón de amargura
y que la ingratitud de los hombres se confundía con los tintes
sombríos del cielo y del mar.
294
XV. En busca del Dabaibe
295
ríos y los anegadizos en las piraguas abandonadas por los
indios, y, muchas veces, hambrientos y empapados, tenían
que guarecerse en las noches bajo las copas de los árboles,
oyendo de cerca el bramar de los pumas y jaguares o el silbido
penetrante de las culebras venenosas. Eran la hermosa ser-
piente de coral, con sus alternados anillos rojos, negros y
blancos; la culebra de dos cabezas con doble movimiento
y ojos casi invisibles; y la repugnante y venenosa culebra de
cascabel, de cabeza plana y ancha y lengua negra y bífida, que
exhala un fuerte olor a almizcle y va sacudiendo con ruido
siniestro los anillos de su cola.
En estos casos tenían los expedicionarios, sin embargo,
un gran guardián y auxiliar en Leoncico, que dirigía la jauría
de sabuesos. Leoncico husmeaba el peligro, espantaba las fie-
ras y reptiles, cazaba venados y saínos y, cuando menos se
esperaba, traía prisionero, fuertemente mordido por la muñe-
ca, algún indio rezagado o sorprendido en acecho. Precisa-
mente a la tercera noche de estar en la montaña, una noche de
luna, en el momento en el que la mayor parte de la expedición
dormía en chinchorros o en esteras o sobre la hojarasca, el si-
niestro rugido del jaguar los despertó a todos de un golpe. El
primero en saltar de su hamaca fue Balboa. Silbó a Leoncico y
lo soltó sobre la pista con otros perros de la jauría. Detrás, re-
sueltamente, se lanzó él, bien armado, seguido de cerca por
varios indios baquianos. A los pocos instantes un enorme ja-
guar se deslizó entre las matas de una espesura, acosado por
los perros, y se paró ante Balboa, que lo esperaba de frente. Se
echó sobre las patas traseras, levantó las manos y, dando un
salto inesperado, salvó el espacio que lo separaba del con-
quistador, para ir a caer precisamente al pie del árbol tras el
cual aquel se había guarecido. Sin perder un instante, Balboa
saltó a su vez sobre su presa y le tiró un machetazo, que logró
derribarle una de las patas delanteras. Al sentirse herido, el
296
jaguar retrocedió unos cuantos pasos, pero pronto volvió al
ataque con impulso brutal. Derribó a su enemigo, y ya iba a
morderlo en la cara cuando un nuevo tajo, hábilmente esgri-
mido, le cortó la cabeza por los ojos. Fue de uno de los indios
que acudía oportunamente a su socorro. Balboa regresó al
campamento orgulloso de haber dado caza, por primera vez,
a un tigre americano.
Así, entre peligros constantes, vagando a la aventura por
llanuras y selvas vírgenes, sin descubrir la menor huella de
Cémaco ni obtener la menor noticia del Dabaibe, llegaron los
exploradores, después de muchos días, a las tierras del cacique
Abibeiba. Eran tierras pantanosas, donde crecían, sin embar-
go, enormes palmeras y árboles corpulentos, cuyos troncos no
podían abrazar ocho o diez hombres juntos. Bien alto, cerca
de las copas de estos árboles, tenían sus viviendas los indios de
Abibeiba. Curiosas viviendas aéreas, que llamaron grande-
mente la atención de los europeos. Eran barbacoas de caña
brava y caña blanca, con pisos de madera y bahareque, ama-
rradas firmemente a los árboles.
Cuando los blancos se aproximaron al lugar, vieron, sor-
prendidos, cómo los indios suspendían ligeramente las esca-
leras colgantes, tejidas con fuertes bejucos. Por toda respuesta
a su intimación de que bajaran de sus nidos, los intrusos reci-
bieron una lluvia de piedras y de flechas.
Ante tal resistencia, Balboa ordenó que derribaran a ha-
chazos una barbacoa. Zumbó el acero en el aire, saltaron las
astillas de los troncos, crujieron estos, vencidos, y comenzó pron-
to a temblar al andamiaje lacustre. Visto esto, no quedó otro
recurso al pobre Abibeiba, maravillado y sobrecogido ante el
efecto de las hachas, que bajar a rendirse.
Bajó, en efecto, todo mohíno y medroso, de una barbacoa
que se extendía entre más de cincuenta árboles y que daba
cabida a sus mujeres y sus hijos.
297
Subieron entonces varios soldados a registrarla, pero solo
encontraron unas cuantas piezas de oro y algún alimento, chi-
cha, yuca, maíz, otoes y cocos.
—¿Dónde obtuviste este oro? —preguntó Balboa por me-
dio de sus intérpretes.
—Lo hemos cambiado con otras tribus —contestó Abi-
beiba.
—Si me dejas libre —agregó—, yo mismo iré a buscarte
una gran cantidad a las montañas vecinas.
—Aceptado —dijo Balboa—; pero, para más seguridad,
dejarás aquí a tus mujeres y tus hijos, y nosotros esperaremos
tu regreso.
Partió el cacique con algunos de sus servidores, y Vasco
Núñez se quedó por algunos días en la población lacustre.
Aislado del mundo, en medio de lo desconocido, en una na-
turaleza hostil, donde zumbaban los zancudos, picaban los
tábanos, se deslizaban las culebras, mordían los murciéla-
gos y los vampiros en la noche y llegaban desde la tierra
emanaciones mortíferas, hubo de dedicarse él mismo a cui-
dar a los enfermos con el cariño paternal que sabía poner en
estas cosas.
Pero el reyezuelo de los lagos no volvía y nuestro héroe
moría de impaciencia. No era él hombre para vivir encarama-
do como una lechuza en una vivienda arbórea. Se bajó un día,
pues, de las barbacoas, cuando toda la gente estuvo repuesta,
y, llevándose prisionera a la familia del cacique desleal, fue a
unirse con Colmenares, que se había quedado esperándolo, al
cuidado de las embarcaciones, en las riberas del río negro. Se
disponían ya a embarcarse para seguir otro rumbo en la bús-
queda, igualmente ilusoria, de Cémaco y del Dabaibe, cuando
cayó sobre ellos una avalancha de indios, dispuestos a hacer-
les pagar cara su intrusión. Fue una venganza tramada por
Abibeiba y su aliado Abraiba, que hubo de costarles a estos,
298
sin embargo, más de doscientos muertos y heridos y otros
tantos prisioneros. La mayor parte de los últimos quedaron
hundidos en los pantanos y fangales, donde se libró la encar-
nizada refriega.
Este contratiempo hizo que Balboa decidiera, siguiendo
el consejo de Colmenares, regresar a Santa María con el botín
obtenido, muy pobre, por cierto, en proporción a las penalida-
des y pérdidas sufridas. Dejó una guarnición de treinta hom-
bres, al mando de Hurtado, todavía creyendo en el retorno de
Abibeiba, y ordenó hacerse a la vela con rumbo a la colonia.
Desde su salida de esta, ninguna noticia habían tenido los ex-
ploradores de la sedición que habían dejado allá a punto de
estallar.
—Lo mejor será —decía Colmenares— que hagamos con
los traidores lo mismo que acabamos de hacer con estos infie-
les. Y, en todo caso, debemos ir preparados contra cualquier
sorpresa.
—Calma, calma —replicaba Balboa acariciándose las
barbas—. Tú verás cómo las cosas se han arreglado allá por sí
solas. Esa no es gente que debamos temer.
Y así fue, en efecto. Cerca ya de Santa María encontraron
una embarcación que había salido en su busca y era portadora
de albricias.
Las dieron a gritos, apenas enfrentaron con la flotita de
Balboa, Fernando de Argüello y el escribano Valderrábano.
El movimiento sedicioso había fracasado. Cuando sus
cabecillas quisieron alzarse con el oro del rey y aun con el de
otros, los mismos que los habían investido del poder se hicie-
ron cargo de apresarlos. Y ahora esperaban a Vasco Núñez
como a un redentor.
Al arribar este le hicieron una acogida de lo más entu-
siasta. Todos los habitantes de la colonia se habían congrega-
do en la playa ya para aclamar al héroe.
299
Anayansi, toda pudorosa, palpitante de emoción y de or-
gullo, lo esperaba en el portal de su casa. Para todas las heri-
das y todos los cansancios de su amo tenía ella el bálsamo
misericordioso de su dulzura y su suavidad.
300
XVI. Una conspiración de Cémaco
301
impaciencia, aguardando inútilmente en Abenamaguey el re-
greso de Abibeiba, fueron cayendo enfermos gran parte de
sus compañeros. Y fue preciso disponer el retorno a la colonia
de estos enfermos. Cuando atravesaban el río acompañados
por una pequeña escolta, fueron atacados por los indios de
Cémaco y volcadas las piraguas en las que navegaban. Casi
todos parecieron ahogados y solo dos pudieron regresar a
darle noticia a Hurtado de lo acontecido. Temiendo éste otro
ataque de los indios, que sabía estaban tratando de levantarse
en conjunto, había resuelto regresar rápidamente con los po-
cos hombres que le quedaban.
Y aquí estaba de nuevo Tomé, el simpático Tomé de las
sabrosas anécdotas y espíritu emprendedor y práctico. A la
luz de la luna, en estos días de paz y tranquilidad de la co-
lonia, relataba en los coros de amigos, exagerándolas, sus aven-
turas por las tierras de Abibeiba. Su mayor pena era no haber
podido continuar en busca del templo de oro del Dabaibe.
—Todo —decía— por creer en las promesas de ese pa-
jarraco que vivía en barbacoas tomando chicha de maíz mas-
cada por viejas y fermentada por la saliva y acrecentando, por
turnos, la prole de sus numerosas barraganas. ¡El muy bella-
co! ¡No sería raro que un día de estos nos cayera por aquí
unido a Cémaco y a otros de los congéneres!
Estas sospechas de Tomé, de que los indios tramaban
una conspiración general, fueron bien pronto confirmadas y
de una manera que solo el amor con sus misterios puede ex-
plicar y justificar.
Había notado Balboa, desde hacía poco tiempo, ciertas ra-
rezas en el carácter de Anayansi. Ordinariamente alegre y sen-
cilla, ahora parecía triste y taciturna. Espiaba los movimientos
de su marido y tenía para él arrebatos de cariño y de pasión.
Un día la tomó Balboa por la cabecita y, mirándola hasta
el fondo de sus ojos negros, le dijo:
302
—Ana, mi princesita, tú me ocultas alguna cosa. Yo sé
que tú quieres decirme algo y no te atreves. ¡Habla! ¿No soy
ya, pues, tu amo y señor?
Por toda respuesta, Anayansi comenzó a temblar y a
sollozar. De pronto no pudo contenerse más y gritó:
—Vasco, cuida tu vida. Los indios quieren matarte. Hay
espías entre los agricultores. Van a venir a atacar la colonia y a
quemar la población.
—¿Cómo sabes todas estas cosas querida? A ver, cuénta-
me —le dijo Balboa alarmado.
—El hermano de Fulvia, nuestra esclava, se lo ha dicho a
ella, y ella me lo ha confesado a mí. Son Cémaco, Abibeiba,
Abenameche, Abraiba y Dabaibe, el del templo de oro, los que
vienen contra ti con muchos guerreros. Han reunido armas,
canoas, provisiones y ahora están escondidos esperando el
momento de atacar. ¡Por favor, amo mío, ten cuidado!
—No te preocupes, Anayansi; todo se arreglará —le dijo
Balboa con calma, profundamente conmovido por tanta leal-
tad. Se había dado cuenta él de la lucha que había debido li-
brarse en el alma de su querida, entre su amor por él y la
traición de la raza, de la familia y del terruño. ¡Y había triun-
fado el amor, que en ella era veneración, respeto, agradeci-
miento, pasión!
La noche siguiente, cuando el hermano de Fulvia volvió
con nuevas noticias y el propósito de arrancarla del peligro,
fue apresado por los centinelas y llevado a la presencia del
conquistador. Al principio se negó bravamente el joven indio
a traicionar a los suyos. Pero, sometido luego a una bárbara
tortura, hubo de confesar todo lo que sabía.
Contó que Cémaco había logrado reunir una gran canti-
dad de indios (después se supo que eran como cinco mil) y
que los cuarenta esclavos que alguna vez había enviado a Bal-
boa en señal de amistad no eran sino otros tantas espías que
303
tenía en la colonia. Estos esclavos tenían instrucciones de ma-
tar a Balboa en la primera ocasión en que lo encontraran solo
y eran ellos los que enviaban noticias sobre las actividades de
los cristianos.
Era Cémaco un indio bravo y astuto, de fácil palabra e in-
usitada actividad. Él hizo reaccionar a su raza contra el blanco
invasor. Él fue el que destruyó la creencia de que el europeo era
un ser superior y sus caballos fieras temibles e inmortales. Él,
con París, con Urracá, fueron, sin duda, los antecesores de To-
más Herrera, de Morelos, de Bolívar y de San Martín.
Balboa, al oír el relato del hermano de Fulvia se dio cuen-
ta cabal del peligro en que estaba la colonia y resolvió, con la
clara visión de las cosas y la actividad que lo caracterizaban,
tomar él la iniciativa e ir a atacar al enemigo en su propio cam-
pamento. Con aquel indio como guía obligado y ciento cua-
renta hombres solamente se puso enseguida en camino hacia
Tichiri. Allí estaban refugiados los ejércitos de Cémaco y allí,
llegando por un atajo, cayó de improviso sobre estos en la no-
che, mientras dormían todos confiadamente. Despertaron so-
bresaltados al grito de ¡Santiago!, que les reveló la presencia de
los blancos, odiados y temidos. Vomitaron fuego los arcabu-
ces, brillaron los aceros a la luz de los fogones, ladraron los
perros al hincar los colmillos y las uñas en las carnes desnu-
das, y todo fue en un momento destrucción y confusión del
lado de los indios. Los que no pudieron escaparse cayeron pri-
sioneros o murieron a manos de los españoles y de los alanos.
Colmenares, que había atacado por un flanco distinto, hizo
asaetar y ahorcar a los principales promotores del levantamien-
to. Cruel carnicería, con la cual estuvo de acuerdo Balboa solo en
cuanto sirvió de escarmiento en el futuro.
En efecto, aunque Cémaco no pudo ser cogido ni nunca
más supieron de él los españoles, por mucho tiempo pudo
considerarse, pacificada la provincia de Urabá. Este triunfo
304
trajo, pues, para la colonia una seguridad nunca antes conoci-
da. Además salvó del hambre a sus moradores, pues fue enor-
me la cantidad de provisiones encontradas en poder de los
indios levantados. Enorme también la cantidad de esclavos y
esclavas que ingresaron en la colonia. Las mujeres de estas
bravas razas resultaban para los españoles dulces consolado-
ras de sus angustiosos días de pelea. Eran las primeras ma-
dres de esas generaciones bizarras que habían de poblar la
América reconquistada: mestizaje heroico, que estaba llama-
do a hacer más tarde la emancipación y la nueva civilización
del continente.
305
XVII. Las intrigas de Enciso
y una carta de Balboa
306
en busca de socorros. En aquella época, con tiempo favorable,
se empleaban entre ocho y diez días en la navegación de Tierra
Firme a La Española y cuarenta o cincuenta desde esta a la
Península. Había que contar, sin embargo, con las calmas y
tempestades frecuentes, y con las averías, también frecuentes,
en los cascos de madera de los buques.
Vasco Núñez se consumía de impaciencia. Aun teniendo
en cuenta todos estos inconvenientes, ya era tiempo de sobra
para que cualquiera de los dos comisionados hubiera resolla-
do. Hasta empezó a sospechar con los maldicientes que am-
bos se habían alzado con los fondos a ellos confiados.
Ignoraban todos la suerte del desgraciado Juan de Valdi-
via y sus compañeros. Arrastrados por las olas, fueron a dar
hasta Cozumel, un lugar de Yucatán, habitado por fieros caní-
bales, y a esa hora ya hacía tiempo que habían sido engorda-
dos, sacrificados y comidos todos en horrible festín por aquellos
salvajes.
Los miembros del Consejo determinaron al fin que par-
tieran a España, en una nueva comisión, Rodrigo Enrique
Colmenares y Juan de Caicedo o Quinzedo, los dos antiguos
subordinados de Nicuesa y buenos servidores de la colonia.
Colmenares, que había peleado en otro tiempo bajo las ban-
deras del gran capitán, era hombre de gran experiencia y
prestigio, y gozaba de la confianza de Balboa; Caicedo unía
a su reconocida instrucción y avanzada edad una notable fa-
cilidad de palabra. Fueron escogidos, pues, por estas cuali-
dades y, además, por ser ambos buenos conocedores de las
condiciones del Darién. Por otra parte, teniendo, como te-
nían, valiosas posesiones en Santa María y numerosos escla-
vos, era, por lo menos, cosa segura su regreso a Tierra Firme.
Caicedo tenía una especie de fonda, que administraba su
esposa, Inés de Escobar, la única mujer blanca o europea de
la colonia.
307
Con el encargo de obtener los auxilios solicitados para la
travesía del istmo y portando en sus valijas el obligado quinto
del rey, salieron Colmenares y Caicedo rumbo a España una
mañana de noviembre. Iban en un viejo barco, apenas calafa-
teado para que no hiciera agua, y habían de demorar en su
viaje no menos de seis meses.
A principios del año 1513 llegaron los buques a Santa
María con un cargamento de provisiones y doscientos hom-
bres, de los cuales ciento cuarenta eran soldados. Este socorro,
que venía al mando del capitán Cristóbal Serrano, fue envia-
do por el gobernador de Santo Domingo para responder a la
solicitud hecha por Valdivia desde hacía más de un año y me-
dio. Llegaba, sin embargo, en el momento más oportuno,
cuando la situación de la colonia se había tornado de nuevo
desesperada. El capitán Serrano le trajo también a Balboa una
comisión del tesorero Pasamonte, hecha en nombre del rey,
por la cual se le investía con el cargo de capitán general de la
Antigua y se le daba el mando supremo de la colonia. Era
la primera vez, desde su arribo al Darién, que Balboa obtenía
una sanción real de su gobierno, pues si bien anteriormente
el gobernador don Diego Colón le había conferido también
una investidura oficial, no fue sino como representante suyo
directo.
No duró mucho, sin embargo, a nuestro héroe la satisfac-
ción que hubo de causarle este nombramiento, tan esperado,
y que representaba para él una mera instauración jurídica de
justicia. El mismo buque que le trajo este honor de La Española
le trajo también una carta de Samudio —¡al fin!—, en la que le
daba cuenta del fracaso de su misión y de las intrigas del ba-
chiller Enciso en su contra. Había comparecido este ya ante el
Consejo de Indias y acusado formalmente a Vasco Núñez y
sus compañeros del maltrato y de la usurpación de pode-
res de que fue objeto. Los acusaba del mismo modo del desti-
308
no de Nicuesa y de las disensiones producidas entre los ex-
pedicionarios.
El error de haberle permitido a Enciso regresar a la corte
aparecía ahora bien claro a los ojos de Balboa. Allá había ejer-
cido aquel todas sus habilidades de abogado de mala fe y
puesto en juego su influencia con el todopoderoso obispo de
Burgos Juan Rodrigo Fonseca, que por ese tiempo tenía casi
completamente en sus manos la administración e intriga de
los negocios de Indias. El obispo Fonseca había patrocinado y
ayudado a Ojeda para obtener la concesión del Darién y goza-
ba de la confianza absoluta del rey.
Una real orden fechada en noviembre de 1512 reconoció
a Enciso veinte mil maravedíes2 como compensación parcial
por las pérdidas sufridas en la empresa de Ojeda. Poco más
tarde se le conocieron otros privilegios, entre ellos un fallo
contra el Consejo Municipal de Santa María, en el que se le con-
denaba a resarcir al bachiller por la pérdida de las cosas que
le habían sido confiscadas. Este fallo, sin embargo, parece
que nunca llegó a tener ejecución, pues dieciséis años más tar-
de todavía se ve a Enciso tratando de obtener reparación por
sus pérdidas en el Darién. Pero el inquieto leguleyo obtuvo,
en todo caso, hacer antipática la causa de Balboa y Samudio en
los círculos oficiales de la corte. Y a tal punto, que a este últi-
mo ni siquiera se le dejó comparecer ante el Consejo de Indias
y tuvo que esconderse para no caer en prisión. Desde su es-
condite escribía ahora a Balboa todas estas cosas y le advertía,
al terminar, del peligro de que pronto fuera enviado un nuevo
gobernador —como se pensaba— para arrestarlo y reempla-
zarlo en la administración de la colonia.
Todo el fruto de su prodigiosa labor de varios años, todos
los conocimientos que la experiencia le había proporcionado,
309
todos los secretos que había aprendido de los indios, toda la
política de amistad con las tribus, todas las esperanzas de des-
cubridor del mar del Sur y los tesoros se venían ahora abajo
como castillos de naipes, al soplo de una miserable intriga.
De nada servían, pues, los servicios que llevaba presta-
dos a la Corona; de nada sus privaciones y sacrificios; de nada
siquiera la simpatía y el reconocimiento de que ya gozaba en-
tre las autoridades de La Española. ¡Hasta el rey no llegaba el
eco de sus merecimientos y de sus capacidades!
Lleno de amargura, lleno de orgullo también, él, que te-
nía conciencia de su misión, se sentó a escribir aquella carta
famosa del 20 de enero de 1513. Era una defensa y una acusa-
ción y una relación de servicios al rey, como una suprema con-
minación. Escribió toda la noche, con toda simplicidad, con toda
ingenuidad, con toda franqueza, al correr de su pluma de
hombre educado en la escuela de la vida. Anayansi lo alum-
braba con una vela de sebo, le alargaba los papeles de apun-
tes, le pasaba la mano de cuando en cuando por la frente con
suavidad maternal, con inquietud de misterio, tratando ella
de comprender en silencio todo el torrente de signos misterio-
sos que brotaban de la punta de ave, todo el volcán que ardía
bajo la cabeza rubia de su señor.
310
porque es tierra que quiere que el que la regiere la pase e la ro-
dee muchas vezes, i como la tierra sea mui trabajosa de andar
a cabsa de los muchos ríos i ciénagas de grandes anegadizos i
sierras donde muere mucha del grand trabajo que se recibe,
hacénsele de mal ir a recibir malas noches i pasar trabajos, por-
que cada día es menester ponerse a la muerte mil vezes...
La mayor parte de su perdición ha sido el mal tratamien-
to de la gente, porque creen que desde que acá una vez lo tie-
nen, que los tienen por esclavos... Principalmente he procura-
do, por doquiera que he andado que los indios desta tierra sean
mui bien tratados, no consintiendo hacerles mal ninguno, tra-
tándoles mucha verdad, dándoles muchas cosas de las de Cas-
tilla por atraerlos a nuestra amistad. Ha sido cabsa tratándoles
verdad que he sabido dellos mui grandes secretos i cosas donde
se puede haver mui grandes riquezas en mucha cantidad de oro
de donde vuestra mui real alteza será mui servido...
Sabrá vuestra mui real alteza que después que aquí esta-
mos havemos corrido tanto a unas partes i a otras a cabsa de la
mucha necesidad que havemos tenido que me espanto como se
ha sufrido tanto trabajo y las cosas que han subcedido más han
sido por mano de Dios que por mano de gentes. Yo he procura-
do de nunca fasta oy haver dexado andar la gente fuera de aquí
sin ir delante, hora fuese de noche o de día, andando por ríos i
ciénagas i montes i sierras, i las ciénagas desta tierra no crea
vuestra real alteza que es tan liviana que nos andamos folgan-
do, porque muchas veces nos acaece ir una legua i dos i tres por
ciénagas i agua desnudos i la ropa cogida puesta en la tablan-
china encima de la cabeza, i salidos de unas ciénagas entramos
en otras i andar desta manera que todo lo que sea habido fasta
hoy de lo hacer mui bien repartir, ansi el oro como guanín y
perlas, sacando lo que pertenece a vuestra mui real alteza,
como todas las otras cosas, ansi de ropa como de cosas de co-
mer, que fasta aquí havemos tenido en más las cosas de comer
311
que el oro, porque teníamos más oro que salud, que muchas
veces fue en muchas partes que holgávamos de hallar una cesta
de maíz que otra de oro.
Mui poderoso señor, lo que yo con buena industria i mu-
cho travajo con la buena bentura he descubierto es esto. En esta
provincia del Darién hai descubiertas muchas i mui ricas mi-
nas, hai oro en mucha cantidad: están descubiertos veinte ríos,
i treinta que tienen oro salen de una sierra que esta fasta dos
leguas desta villa. Yendo este río grande (de San Juan) arriba
treinta leguas sobre la mano esquierda entra un río mui her-
moso i grande, yendo dos días por el arriba estaba en cacique
que se dice Dabaive, mui grande señor i de mui grande tierra i
mui poblada de gente, tiene oro en mucha cantidad en su casa,
i tanto que para quien no sabe las cosas desta tierra será bien
dudoso de creer...: dícenme muchos indios que lo han visto que
tiene este cacique de Vaive ciertas cestas de oro que cada una
dellas tiene un hombre que llevar a cuestas... Estos indios
que cogen este oro lo taren en granos como lo cogen por fundir
i lo rescatan con este cacique Davaive, dales en precio por res-
cate indios mancebos y muchachos para comer, i indias para
que sirvan a sus mugeres, no las comen, dales puercos en esta
tierra muchos, dales mucho pescado i ropa de algodón i sal,
dales piezas de oro labradas como ellos las quieren... este caci-
que Davaive tiene grand fundición de oro en su casa: tiene cient
hombres a la cantina que labran oro, esto es por todo nueva
cierta... Yendo más la costa abajo fasta quarenta leguas desde
villa entrando la tierra adentro fasta doze leguas esta un caci-
que que se dice Comagre, i otro que se dice Pocorosa... dícenme
todos los caciques i indios de aquella provincia de Comagre que
hai tanto oro cogido en piezas en casa de los caciques de la otra
mar que nos facen estar a todos fuera de sentido: dicen que hai
por todos los ríos de la otra costa oro en mucha cantidad i en
granos gordos... dícenme que la otra mar es mui buena para
312
navegar en canoas porque está mui mansa a la continua... Yo
creo que en aquella mar hai muchas isla, dicen que hai muchas
perlas en mucha cantidad mui gordas i que tienen cestas, de
ellas los caciques... Y pues que de tan grande tierra, a donde
tanto bien hai nuestro señor le ha fecho señor, no le deve echar
en olvido, que, si vuestra mui real alteza es servido de me dar e
enbiar gente, yo me atrevo a tanto mediante la bondad de nues-
tro señor de descubrir cosas tan altas i a donde pueda haver
tanto oro i tanta riqueza conque se puede conquistar mucha
parte del mundo...
(De la villa de Santa María del Antigua de la provin-
cia de Darién en el golfo de Urava oy jueves a 20 de enero
de 513 años. De vuestra alteza hechura y crianza de sus
mui reales manos i pies besa. Vasco Núñez de Balboa).
313
XVIII. Hacia el mar del Sur
314
ta aspiración de llegar a suplantar a Vasco Núñez en la empresa
del descubrimiento del mar del Sur.
A poco, junto con ordenar el rey al Consejo de Indias que
fuera preparando un refuerzo de ochocientos o mil hombres
para Tierra Firme, dispuso enviar a esta un comisionado se-
creto para investigar las condiciones de los colonos y prome-
ter a estos que pronto les llegaría un buen gobernador. ¡Como
si no estuvieran todos contentos con el que ya tenían y como si
hubiera podido otro cualquiera superar a Balboa en coraje,
lealtad al mismo rey, orgullo español, previsión y dotes admi-
nistrativas!
Los meses pasaban así, y las repetidas solicitudes de so-
corros de Balboa no parecían ser tomadas en cuenta. Ninguna
noticia había recibido del éxito de la misión de Colmenares y
Caicedo, y menos aún de la impresión que en el rey hubiera
producido la carta enviada con Sebastián del Campo.
Del Campo había llevado a España plenos poderes para
representar a Balboa como su procurador, y a fin de cumplir
su cometido se había establecido en Sevilla, cerca de la Casa
de Contratación. Pero aquejado de grave enfermedad y vien-
do acercarse la hora de su muerte, hubo de sustituir, el 26 de
julio de 1514, sus poderes a favor de su primo Alonso de Noya
y en el de Cobos, oficial dependiente del secretario Conchillos.
Vasco Núñez consumía sus horas de impaciencia haciendo
largas caminatas. Todos los días salía del pueblo, a pie, para
contemplar de cerca la montaña. Se sentaba sobre un pedre-
gón, prendía, como los indios, un envoltorio de hojas de taba-
co, y allí dejaba correr las horas aspirando humo y rumiando
sueños, hundido en remanso de frescura y de paz. No pensa-
ba en nada, pero por sus ojos se adentraban el paisaje y el si-
lencio. Muchas veces hallábalo la noche en el mismo lugar,
empapándose de inmensidad y a veces también de la vieja
plata de la luna.
315
Pero las aprehensiones de Vasco se hacían cada vez más
intensas y desesperantes. Quién sabe, se decía, si después de
todo tenga razón Samudio. El día menos pensado veremos
llegar aquí un nuevo gobernador con la orden de desposeer-
me, y hasta de ponerme en prisión. Y la gloria de descubrir el
mar del Sur será para mi sucesor. Aguadar, pues, los refuerzos
que he pedido, puede serme fatal. Anticipar mi destino e ir al
encuentro del soñado mar con los pocos valientes que quieran
acompañarme es una hazaña que puede decidir mi suerte y
hacerme merecer la gracia del monarca. Si perezco en la aven-
tura, habré encontrado la muerte gloriosamente en servicio
de España. Si triunfo, ¿quién podrá arrebatarme la gloria de
haber conquistado para mi pueblo un mar desconocido y tal
vez tesoros fabulosos?
Con estos pensamientos quedó echada la suerte de Vasco
Núñez. Hombre de acción, puso enseguida manos a la obra y
pudo reunir a poco ciento noventa hombres escogidos entre
los más intrépidos y los más fuertes de la colonia. Armados
con arcabuces, ballestas, espadas y escudos, llevaban además
sus perros, ahora rozagantes y descansados, y más de seis-
cientos indios de carga para la travesía.
El día 1 de septiembre de 1513, disfrazando el verdadero
motivo de su viaje, partieron de la Antigua, en un buque y
diez canoas indígenas, con destino a las tierras de Careta. Bal-
boa, bien informado y con muy buen criterio, había escogido
para el cruce del istmo una ruta más corta que la del Darién,
según algunos de los compañeros la más indicada. El punto
que después se llamó Acla iba a ser el punto de partida de
aquella ruta. Acla, en lengua de los indios, significa «huesos
humanos». Según la tradición, ese había sido el sitio de una
gran carnicería entre tribus hostiles.
Para no exponerla a los peligros y dificultades de una
travesía tan temida, Balboa había dispuesto que Anayansi se
316
quedara aguardándolo en casa de su padre, y allí siguiera sir-
viéndole de vínculo de alianza que asegurara sus espaldas.
Tendría ella, pues, que vivir de nuevo por algún tiempo
en medio de los suyos, y esto había llenado su alma de com-
plejos sentimientos. Esta última noche, próxima ya la expedi-
ción al puerto de Acla, Anayansi sentía revolverse en el fondo
de su ser todo lo que en ella había de salvaje y todo lo que
ahora tenía de civilizada...
Era una noche maravillosa. Una de esas noches puras y
plenas de seducciones, como solo pueden verse en los trópi-
cos. Una luna nueva bañaba de blanco las formas imprecisas
de la costa, y los cocoteros, alargándose como un suspiro de
amor, hacían el gesto de acercar su corazón al cielo. En la in-
mensidad de este resplandecían millares de estrellas, y del
seno de la selva venían extraños y enervantes olores silvestres.
Acostada sobre la cubierta al lado de Vasco, este la sintió
estrecharse contra él temblando en todas las células de su
cuerpecito dorado y limpio. ¿Qué memorias antiguas y an-
gustiosas surgían del fondo de su ser? ¿Qué extraña inquie-
tud? ¿Qué hondos atavismos despertaban en ella los olores de
la selva y la brisa cálida y el rumor de las olas? Anayansi mis-
ma era incapaz de analizar sus emociones, y Balboa no hubie-
ra podido nunca descubrirlas.
Sintieron ambos solamente que torturaba su espíritu una
angustia indecible, que era a la vez física y moral; que en el
alma de uno de ellos se operaba una transformación radical, y
esta transformación se hacía consciente y se revolvía en el ser.
Sin decirse una palabra, ella rompió a llorar con sollozos
entrecortados y profundos; él se quedó inmóvil y pensativo,
con los ojos fijos en la luna, que caía ahora como un alfanje
sobre el corazón de Tierra Firme.
317
XIX. Atravesando el istmo
318
de policromías de hojas y de flores y de música de pájaros e
insectos. El turpial, la oropéndola, el bimbín y el pájaro burlón,
que imita todos los sonidos con exactitud maravillosa, diri-
gían esta orquesta alada.
Una orquídea rarísima atrajo, entre todas las plantas, la
admiración de los españoles. La había descubierto sobre
unas rocas y observado luego en detalle el platero Cristóbal
de León, siempre en busca de modelos naturales para sus
trabajos de orfebrería. Blanca, con blancura eucarística, los
pétalos cóncavos, fragantes, carnosos y aterciopelados, for-
maban el nido de una palomita perfecta en actitud de em-
prender el vuelo como un espíritu santo. Los indios le expli-
caron que la palomita encarnaba el alma perfumada de la
selva virgen, y por eso ninguno de ellos se atrevía a tocar la
flor. Balboa arrancó una de las plantas con unción cuasi mís-
tica, y, con el propósito de que las sembrara en el jardín, pidió
a uno de los indios caretanos que le llevara algunas matitas a
Anayansi.
Al cabo de dos días de jornadas, cruzando bosques y
arroyos, llegó la expedición a su segundo destino, sin otro in-
cidente que la caza de algunas iguanas verdes, que aprendie-
ron a comer con los indios; la aparición entre la hojarasca de
dos o tres pericos ligeros y de otras tantas enormes culebras
bobas, temidas sin razón por los europeos, y la pérdida de
uno de los perros de la jauría, cazado y tragado íntegro, en
presencia de todos, por un caimán que saltó audazmente de la
orilla de un río.
Como la vez anterior, Ponca y los suyos habían huido y
dejado vacía la población. Pero Balboa no venía ahora en son
de guerra. Al contrario, era su propósito firme atraerse la bue-
na voluntad de los indios e ir dejando por todo el trayecto
amigos que le guardaran las espaldas. Envió, pues, una comi-
sión de indígenas a buscar a Ponca y a ofrecerle su amistad.
319
Entre tanto, respetando la casa del régulo y su familia, los ex-
pedicionarios acamparon en las otras cabañas de la población.
Estaban estas diseminadas en un pequeño valle y por las
laderas de montículos cuajados de guayabos. Un pequeño río
bordeado de árboles frondosos regaba las plantaciones y po-
nía su frescura de oasis en las horas pasadas del mediodía.
A sus orillas, cazando palomas, perdices, loros y ardillas,
pasaron los cristianos tres largos días de espera. Cuando el
calor era más bochornoso y las horas se hacían soñolientas y
en la selva solo se oía el zumbido constante y monótono de
los insectos, se echaron todos a dormir, todos bajo los árboles,
acostados sobre la hierba menuda. Cerca del río los grupos
de caña blanca se cimbraban con languidez de abanicos de
adorno...
Al fin, receloso y desconfiado, se presentó el viejo Ponca.
Traía como ofrenda de paz una cantidad de maíz y algunos
objetos de oro, jaspes y cornalinas para vasco Núñez. Le corres-
pondió este con las baratijas consabidas, y además le ofreció
una camisa y un hacha de acero, esta última el más valioso
regalo para un indio. Y sellaron así, enseguida, un pacto de
amistad.
Ya ganada la confianza del cacique, confió este al con-
quistador los secretos de su tierra, le trazó la dirección que
debía seguir y le indicó el pico de una montaña distante, des-
de la cual, según él, era posible divisar el mar que los españo-
les buscaban.
Devolvió entonces Balboa la gente de Cartea, con doce
españoles que habían enfermado en el camino, y Ponca pro-
veyó a su vez a la expedición de comestibles, cargadores y guías
conocedores del país.
Bajo los auspicios, pues, de su nuevo aliado, el conquis-
tador siguió su marcha rumbo al sur, hacia las tierras de Cua-
recuá. Era esta la provincia que gobernaba el cacique Torecha,
320
entonces en guerra con la tribu de Ponca. Para llegar a ella
había que atravesar una de las regiones más penosas y difíci-
les del país. No eran más que unas diez mil millas sembradas
de todos los obstáculos y hostilidades, casi insuperables, que
la naturaleza suele oponer en el istmo a las plantas del hom-
bre. Solo un corazón duro como el de Balboa y sus compañe-
ros pudo intentar y realizar una empresa que aún hoy no han
podido realizar de nuevo los que la han intentado.
Con un calor de más de treinta y cinco grados centígrados
y en una atmósfera cargada de humedad y de miasmas, tenían
estos aventureros que ir abriéndose paso entre la selva. Ni un
ligero soplo de aire podía llegar hasta ellos entre la densa ve-
getación o a través de esos enormes árboles tropicales que
cubren con sus copas la copa del cielo. De tronco a tronco,
entre una masa enmarañada de ramas y camas, se tendían
tupidos encajes de lianas, enredaderas y gruesos bejucos cu-
biertos de flores y cargados de invisible vida animal, cuando
no de raras y hermosas orquídeas que caían de los árboles
como lluvia polícroma; y en el suelo los helechos, enormes y
variados, formaban cercas a las márgenes, verdaderas trin-
cheras de hojas verdes. A trechos, espesos matorrales de pe-
queñas palmas espinosas impedían completamente cualquier
avance. Era preciso abrirse paso, palmo a palmo, entre esas
vegetaciones abigarradas, a golpe de hacha y de machete;
perforar las barreras de las lianas, como si fueran espesos mu-
ros, mientras los mosquitos y mil otros insectos, en nubes
zumbadoras, envolvían hostilmente a los hombres blancos.
Sobrevolaban enormes mariposas ligeras, frágiles y multico-
lores, como flores volantes; tábanos y moscardones de cora-
zas verdes, azules, rosadas, tornasoladas, que brillaban al sol
como gemas preciosas llenas de vida. Y no había, por otra
parte, quien no tuviera ya cubierto el cuerpo de garrapatas de
todos los tamaños, desde las más pequeñas casi invisibles al
321
ojo humano hasta las enormes characas que se hinchan como
pequeños globos de caucho con sangre que succionan a las
víctimas. Propagadas por la vaca de monte y los zaínos, caían
a millones de los árboles o de las briznas de las hierbas que
aquellos rozaban al huir, y en un minuto traspasaban los ves-
tidos, se metían por entre el cuero de las botas o las mallas de
las cotas y armaduras e iban a enterrarse en la carne viva para
chupar y chupar la sangre caliente de los cuerpos de los blan-
cos, llenos ya de ronchas y comezones desesperantes. Arma-
dos estos arácnidos de ocho patas, ocho corchetes taladran-
tes, para arrancarlos era necesario a veces arrancar con ellos
un pedazo de pellejo, y, con frecuencia, se quedaba asido a la
carne el chupón emponzoñado, que se irritaba luego y forma-
ba una pequeña úlcera.
Constituía a veces un alivio y una redención el dar sobre
los charcos de aguas estancadas, llenos de plantas acuáticas
de hojas redondas, carnosas y duros como escudos de suela, y
caminar con el agua a la cintura y los vestidos y armas sobre
la cabeza y los hombros... Pero, con frecuencia, aquí les sor-
prendía un enorme caimán o una tembladera, donde los espa-
ñoles se quedaban horas y horas agarrados del lodo, hasta
que venían en su socorro los indios expertos. Servían estos
también de baquianos para vadear los ríos o para ayudar a
pasarlos por el puente del tronco de un árbol para los cables
de los bejucos que caían de las ramas.
Entre tanto, bajo estas severas circunstancias, rendidos
de cansancio y de angustia, el cielo parecía abrirse en catara-
tas de lluvia, el viento desgarraba las hojas y las ramas, re-
tumbaba el trueno con ecos quejumbrosos, que la selva repe-
tía hasta el infinito, y el relámpago cegaba los ojos y metía
pavor en las almas. Y como no había manera entonces de ha-
cer alto, ni de prender fuego ni de abrir siquiera las mochilas
exhaustas. El hambre hincaba sus garras en los estómagos,
322
y con el hambre, la fiebre se iba infiltrando en la sangre y po-
niendo delirios en el cerebro. Por todo alimento, y para calmar
estos delirios, solo era posible mascar unas cuantas hierbas
desconocidas o el fruto amargo de la palmera de chonta.
Pero había que avanzar, avanzar siempre, avanzar hasta
que llegara la noche, con el espanto de las fieras, el sonido
espeluznante de la serpiente cascabel, las picadas de los insec-
tos, la algarabía de los monos aulladores, que se retiraban a
dormir en los árboles, o el canto agorero y lúgubre de las aves
nocturnas, el cocorito y la lechuza, y el machuelo y la gallineta
de monte y aun la tulivieja con un pie de gente y otro de galli-
na, habían de creerse las consejas de los indios ancianos. Para
estos el pájaro que los españoles bautizaron ya acabó por la
modulación de su canto era especialmente anunciador seguro
de la muerte y calamidades. Ciertamente, este espantoso y
monótono grito ¡ya acabó!, ¡ya acabó!, ¡ya acabó!, lanzado en
la noche tenebrosa, colmaba las almas de misterio y siniestros
presagios.
323
XX. Los indios y Balboa
324
del cuello y una enorme espada a la cintura, el padre Andrés
parecía un tipo escapado del Tartarín de Tarascón, de Daudet.
Y así, iban en busca de ídolos que destruir, blandiendo la cruz
como se blande una lanza. Buen andarín y buen intrigante,
gustábale siempre ir en el grupo de los principales, con Bal-
boa, Albítez, Pizarro y el asturiano Alonso Martín, Hernando
Muñoz y el escribano Valderrábano. Allí se mezclaba en todas
las conversaciones, daba su parecer, animaba en los desalien-
tos al pobre Muñoz, y, cuando alguno en son de chanza, le
llamaba el capitán Tonsurado, le soltaba una interjección
gruesa o una alusión bien intencionada, conocedor como era
de los pecados y debilidades de cada uno.
Lo que lo sacaba más de quicio era la risa estentórea y
flaca de Nuflo, un negrito africano escudero de Balboa a quien
el cura se había propuesto, durante el trayecto, instruir en la
religión católica que había abrazado. Cuando, al exponerle
uno de los misterios de esta, Nuflo, sin comprender mostraba
la perfecta hilera de su dentadura blanca, el padre Andrés lo
mandaba al diablo con un torniscón de orejas.
Solo por Balboa tenía este reverendo sacerdote un gran
respeto, mezcla de admiración y reverencia. Balboa solía in-
tervenir en sus disputas para imponer la paz. Llamaba enton-
ces al siciliano Lentini, aquel que una vez había pedido que
lo echaran al agua, cuando la escena del barril, para que les
dirigiera un discurso en italiano macarrónico, y todos reían a
carcajadas.
Cuando acabó de rezar el padre Vera, empezó a contar a
los españoles, por ver si faltaba alguno. Aunque compasivo y
caritativo con los indios, estos le preocupaban menos, como
que no conocían a Dios y no eran de la misma raza superior
europea.
Iban llegando los pobres indios, uno tras de otro en lar-
ga fila, silenciosos, abrumados bajo el peso de la carga y sin
325
preferir una queja. Sentados sobre sus propias corvas, espera-
ban inmóviles, con el alma cerrada, nuevas instrucciones del
jefe para la marcha o el descanso. Todos ellos consideraban a
Balboa como un ser superior. Lo veían siempre ser el primero,
abriendo paso con el hacha o la espada, el primero cuando ha-
bía que atravesar un torrente o un abismo sobre el tronco de
un árbol, o echándose a nado; el primero cuando había que
curar a un herido o infundirle ánimos a un desalentado. Los
espejismos del mar de Sur los traían sin duda, como el ojo fijo
de una inmensa serpiente enroscada en un abismo. «Su brazo
—como lo reconoce Quintana— era el más firme; su lanza, la
más fuerte; su flecha, la más inteligente y el de mayor poder.
Iguales a las dotes de su cuerpo eran las de su espíritu, siem-
pre activo, de una penetración suma y de una tenacidad y
constancia incontrastables...; todos se daban el parabién de la
superioridad que en él reconocían».
Ordenó ahora Balboa hacer un alto y acampar en este
montículo desnudo de malezas. Por primera vez iban a pasar
una noche sin los peligros de la selva espesa. Por precaución,
sin embargo, se encendieron las hogueras contra las fieras y
zancudos y se montó la guardia acostumbrada, mientras se
preparaba la comida y se acostaban a dormir.
Apenas llegados habían cazado los indios, con ayuda de
los perros, un venado de gran cornamenta, varios osos hormi-
gueros, iguanas y conejos muletos, que ahora se aprestaban
para asar con casi todas las entrañas.
Era preciosa para los españoles esta conmovedora devo-
ción y eficaz ayuda de los nativos, conocedores de todos los
secretos de la selva. Eran ellos los que sacaban fuego frotando
dos leños especiales de fácil combustión o sacando chispas de
un pedernal que siempre llevaban consigo; eran ellos los que,
cuando se abrazaban de sed los cristianos y no era posible dar
con un riachuelo o una fuente, sabían sacar agua fresca del
326
árbol de la leche o de una caña que crece alrededor de los
troncos de algunos árboles, o sabían treparse en las palmas
para bajar el coco providencial, lleno de líquido sabroso y car-
noso alimento nutritivo; eran ellos los que, en medio de las
tinieblas, se colocaban animosos en la avanzada con un trozo
de leño fosforescente en la espalda que brillaba como faro
misterioso en el laberinto de los bosques; eran ellos los que,
golpeando el tronco sonoro de ciertos árboles, se comunica-
ban con otros indios de la selva como por telégrafos inalám-
bricos; eran ellos, en fin, los que conocían las cortezas o las
hojas de las plantas que estancan la sangre o calman la sed y
el hambre, o curan las fiebres y alivian los dolores de estóma-
go; las hierbas que evitan la infección y la gangrena, refrescan
las heridas, sirven de antídoto contra las picadas o mordidas
venenosas.
¡Cómo no había de tratarlos Balboa con cariño, cómo no
había de oponerse, siempre que ello fuera posible, a usar de la
fuerza contra ellos!
Infatigables andarines, sin comer, sin beber, con solo un
puñado de hojas o de maíz en la chuspa, cuando descansaban
de las jornadas o los combates se convertían en unos contem-
plativos no igualados. Almas de abismo en sus vidas aquieta-
das, fijos los sentidos en la madre naturaleza, todo servía para
llenarlos de misterio, para meterlos en lo huraño de sus espí-
ritus medrosos. La fuerza y la dirección del viento, el retumbo
del trueno que dilata su eco quejumbroso en las serranías, el
golpe luminoso del rayo, la luna que se envuelve en sombras
a mitad de su marcha, el ojo fijo de la lechuza, todo tenía para
ellos un significado oculto y llenaba sus almas de temores y
presentimientos. Lo sufrían todo, mansos, resignados —ham-
bre, sed, fatiga, palos, hasta la muerte—, y nadie los oía que-
jarse, sino que era rimando su esfuerzo con un canto monó-
tono o por medio de sus flautas de cañas o de huesos, que
327
decían sus cuitas a los muertos, a los antepasados soñadores
y sufridos como ellos. Para estos eran sus lágrimas ocultas,
para estos, todas sus penas y sacrificios, para ellos su amor
permanente, concretado en el culto de las momias y las tum-
bas. ¡La muerte! Ella, ella sola podía librarnos de la esclavitud
y podía darles la dicha y el descanso que buscaban siempre
inútilmente.
328
XXI. Los guerreros de Torecha
329
un momento dado cayeron sobre los españoles con un voce-
río ensordecedor y salvaje, blandiendo macanas y lanzas afi-
ladas y endurecidas al fuego. Una sola descarga de los arca-
buces y cañones bastó para detener su impulsivo avance. El
relámpago de los disparos, el trueno insólito, el olor del azu-
fre, la vista de sus compañeros sangrando a sus pies, sin que
pudieran descubrir lo que había producido la herida, les in-
fundió un pavoroso terror. Y, sin que pudieran evitarlo, el ca-
cique y los jefes, empenachados, empezaron todos a disper-
sarse en fuga precipitada, perseguidos de cerca por los perros
y los españoles, a quienes tomaban por demonios con sus co-
razas y bacinetes y sus lanzas o tizonas relumbrantes al sol, con
sus armas flamígeras y retumbantes, llenas de humo sulfuro-
so, como humo de infierno. Cayeron así prisioneros mu-
chos indios, entre ellos algunos esclavos, negros como africa-
nos por efecto de la pintura, que pertenecían a una tribu
vecina, y más de seiscientos, incluso Torecha, quedaron muer-
tos y despedazados en el campo. Sin contar con los que, en
castigo de vicios y delitos monstruosos, fueron después des-
trozados por la jauría.
Sucedió que entre los cautivos había un grupo de hom-
bres a quienes sus mismos compañeros detestaban y acusa-
ban de crímenes horrendos e inmundos: robo de mujeres y de
niños de las tribus vecinas, violaciones, sacrificios humanos,
vicios infamantes, etcétera, etcétera. Un hermano de Torecha
fue encontrado «en hábito real de mujer —como refiere Góma-
ra—, y no solamente en el traje, salvo en parir, era hembra...».
Balboa se dejó convencer por el padre Vera y la soldadesca
excitada y, señalados por sus propios compañeros, fueron ca-
yendo uno a uno en las garras de los alanos, que los despeda-
zaron en un abrir y cerrar de ojos, más de cincuenta cautivos.
Fue preciso que el mismo Balboa, horrorizado ante la sangre
humeante de la carne viva de las víctimas, ordenara con im-
330
perio poner término a tan infame escena. También hubo de
oponerse luego, con toda su autoridad de jefe, a que las siete
mujeres de Torecha fueran enterradas vivas por los indios,
con el cadáver de su marido. Dando alaridos desesperantes,
puestas de hinojos ante el hueco de la sepultura que habían
cavado a este, arrojadas otras ya en el fondo, donde yacía el ca-
dáver, eran ellas mismas las que suplicaban se cumpliera con
este ritual salvaje. Habían cavado los indios un amplio hueco
y colocado con el cuerpo del cacique, para la sed y el hambre
de la última jornada, un cántaro de chicha, cestos de maíz y
algunos cacharros de barro cocido. Al lado dejaron un espacio
para las mujeres.
Perturbó a todos, a pesar del cansancio y los horrores
presenciados, el espectáculo de estas siete beldades desnudas,
que mostraban al llorar su sarta blanca de dientes puntiagu-
dos. Jóvenes todas, de cuerpos duros y cobrizos, bien formados
y modelados los brazos y las piernas, era, sin cruda, un grupo
bien escogido el del cacique Torecha.
Pero Balboa se opuso a toda profanación y reparto, ame-
nazando con severo castigo al primero que intentara profanar
a una de estas indias, transidas de angustia y de terror...
Siempre que se trataba de proteger al indio, y sobre todo
a la mujer, Balboa obraba bajo la influencia de Anayansi. Ella
le había enseñado que no había diferencias fundamentales en-
tre las dos razas, que las desigualdades en las costumbres y
los hábitos eran cuestión de ambiente y de grado de civiliza-
ción más bien que de vicios o de torpeza innata. Al hacerle
ahora este homenaje a la raza sojuzgada, el conquistador re-
cordaba a su compañera con tierna emoción.
Mujer extraña, dotada de una belleza singular y de un
espíritu sutil y delicado, Anayansi había logrado imponerse
al vencedor de los suyos. Sumisa en apariencia, pero en el
fondo firme y consciente, poco a poco, valida de una delicada
331
habilidad diplomática y del poder de sus atractivos y encan-
tos, había ido adquiriendo un ascendiente extraño sobre el
alma civilizada de Vasco Núñez. Y ya este la sentía en todo
instante cerca de sí y desde lejos seguía, por influjo mágico, su
inspiración y consejo.
El día 23 de septiembre tomaba posesión el capitán Bal-
boa del caserío de Torecha, y ese mismo día tuvo informes, sin
lugar a dudas, de que la montaña que se levantaba por el lado
occidental, en este valle dilatado y fértil de Cuarecuá, era la
última barrera que cubría el mar del Sur.
—Desde aquella cumbre —señaló uno de los indios pri-
sioneros— puede divisarse el agua salada.
Vasco Núñez se quitó el sombrero para mirar mejor. Y mien-
tras contemplaba abstraído, la mano en forma de visera sobre
los ojos, la lejana cumbre azul, los últimos resplandores del
sol pusieron en las laderas de estas, enormes manchas de san-
gre. Se volvió impresionado hacia el valle, y en el valle, sem-
brado de humanos despojos, vio nuevas manchas de sangre y
una bandada negra, siniestra, de gallinazos inmundos, que se
disputaban los cadáveres a garra y a pico.
Lleno entonces de extraños presentimientos, se entró
paso a paso en la choza de Torecha. Iba cayendo la noche len-
tamente. En la rama más alta de un nance cantaba lúgubre un
cocorito. Una melancolía punzante descendía de las estrellas.
332
XXII. La visión del mar
333
Todo el día 24 de septiembre, que era sábado, lo emplea-
ron el caudillo castellano y sus acompañantes en trepar por la
escarpada cuesta de la montaña, en dirección a la cresta más
alta. Lo noche los sorprendió antes de haber llegado a esta y
se vieron obligados a descansar entre las piedras y los escasos
matorrales de la altura. Muy temprano al día siguiente, con
un viento frío que cortaba las caras, emprendieron de nuevo
el ascenso, más despacio y con más dificultad, pues la sierra
estaba bien empinada.
De pronto, como a eso de las diez de la mañana, uno de
los indios que servían de guía se volvió hacia el jefe y le seña-
ló con el dedo una cresta pelada.
—Desde allí —dijo— puede divisarse el agua.
Balboa mandó entonces hacer alto. Y luego, ante la ex-
pectación ansiosa de sus hombres, continuó subiendo solo
hacia la cumbre señalada. De improviso lo vieron clavar la
vista en el espacio, quitarse el sombrero empenachado y caer
las rodillas, en uncioso recogimiento. Así, desde lejos, mien-
tras el viento le azotaba la cabellera rubia y el sol quebraba
sus rayos como lampos de oro en las placas de la armadura,
los españoles tomaron a Vasco Núñez como un dios en el mo-
mento de una creación suprema.
Cuando este les hizo señas de que se acercaran, estaban
seguros de que había descubierto, de que había creado, con su
sueño, un océano.
Allí estaba, en efecto, el mar inmenso como una llanura
de plata, confundido en la lejanía con el claro cristal del cielo.
Las montañas descendían en escalas desnudas para ir a ba-
ñarse en sus playas o se hacían bosques de verdura para cu-
brir los brazos de sus esteros.
Cuando los soldados llegaron al lado de su jefe, que aho-
ra les mostraba con el alma en los ojos el espejo de plata y el
334
panorama tropical espléndido, cayeron también de rodillas,
sobrecogidos ante la grandeza del espectáculo.
—Ved allí, amigos míos —dijo Balboa—, lo que muchos
deseábamos. Debemos gracias a Dios, que tanto bien y honra
nos ha guardado y dado. Pidámosle por merced nos ayude y
guíe a conquistar esta tierra y nuevo mar que descubrimos
y que nunca jamás cristiano lo vido, pera predicar con ella el
santo Evangelio y baptismo y vosotros sed los que soléis y
seguidme; que con favor de Cristo seréis los más ricos españo-
les que las Indias han pisado; haréis el mayor servicio a vues-
tro rey, que nunca vasallo hizo a su señor, y habréis la honra y
prez de cuanto por aquí se descubriere, conquistare y convir-
tiera a nuestra fe católica.
Con lágrimas de gozo estos endurecidos aventureros
abrazaron a su capitán y juraron seguirlo hasta la muerte. El
padre Andrés entonó un Te Deum Laudamus y las voces de los
soldados, ennoblecidas y puestas al unísono con la grandeza
del momento, se elevaron solemnes aquel glorioso domingo y
se difundieron por los ámbitos de la montaña virgen. Enton-
ces, con voz estentórea y temblante de emoción, Vasco Núñez
de Balboa anunció a todos los vientos que tomaba posesión de
aquellas tierras y de todas las tierras bañadas por el mar del
Sur en nombre de los soberanos de Castilla. Y mientras algu-
nos soldados daban gritos y vivas de contento, otros se pusie-
ron a cortar un gran árbol, hicieron con él una cruz, grabaron
en ellas los nombres de los Reyes Católicos y la clavaron con los
brazos extendidos hacia los dos océanos. Luego, ayudados por
los indios, que no poseían comprender el motivo de tan extra-
ñas muestras de regocijo, rodearon el pie de aquella cruz con
un montón de piedras, a manera de pirámide.
No sospechaban los infelices que este símbolo de madera
anunciaba el fin de su raza y señalaba el camino de la que
había de llamarse civilización europea.
335
Terminada la exaltación de la cruz, el escribano Andrés
de Valderrábano comenzó a levantar acta de la ceremonia del
descubrimiento:
336
XXIII. La toma de posesión
337
Juan de Ezcaray y Alonso Martín, salieran a recorrer la región,
a fin de averiguar el camino más corto para llegar al mar.
Balboa se quedó con el resto de los expedicionarios en el
poblado. Chiapes, durante los días que estuvo el capitán espa-
ñol en su casa, se desvivió por atenderlo, y llegó a sentir por
él, como después lo demostró, un rendimiento y una adhe-
sión afectuosa solo comparables a los de Careta, el padre de
Anayansi.
La primera de las partidas exploradoras que llegó a la
costa fue la de Alonso Martín, y las tres regresaron bien pron-
to al caserío, con los datos precisos para el descenso. Entonces
Balboa, en compañía de veintiséis españoles, del cacique
Chiapes y algunos indios de carga, emprendió la marcha de-
finitiva y llegó a la playa.
Era el 29 de septiembre, fiesta de san Miguel, poco des-
pués del mediodía. El mar tenía la calma de un lago en calma,
y el cielo tropical y el paisaje todo estaban penetrados de una
indecible dulzura. De la espesura llegaba un perfume embria-
gante y pasaba por el viento a cortos intervalos la alharaca de
menudos loros verdes. A veces, con suaves remolinos de ho-
jas, surgía de la hojarasca el cuerpo de una enorme boa pere-
zosa. Bajo los enormes árboles y las lianas lascivas, abrazadas
sabiamente a las ramas, estos hombres del otro hemisferio
sintieron por primera vez, en todas las células del cuerpo, el
goce de la sombra y el calor, de los olores de la selva y el aire
yodado y salino de los manglares. Era un estado de nirvana,
de marasmo, de pureza sensual y soñadora, que iba invadiendo
los cuerpos y las almas a medida que la marea subía y subía y
el sol calcinaba las arenas de la playa, aún seca. El primero en
romper el silencio del grupo, sentado bajo los árboles, fue el
padre Vera:
—Alabado sea Dios —dijo—, que nos ha permitido lle-
gar a esta tierra, donde debió tal vez estar situado el paraíso.
338
—¿Sabe vuestra merced si en el paraíso había minas de
oro? —le preguntó, socarrón, el escribano. El negro Nuflo
de Olano, siempre al lado de Balboa, mostró la sarta de su
dentadura blanca.
—¡Per la Madona! —gritó Lentini; pero el capitán intervi-
no antes de que se mostrara el enojo del padre.
—Acaba de decirme Chiapes —manifestó— que por es-
tas tierras del sur encontraremos, en efecto, mucho oro, per-
las, reyes y pueblos poderosos. ¿No iremos a dar, al fin, con el
tesoro del Dabaibe, o tal con el reino del gran Kan?
Francisco Pizarro, silencioso como de costumbre, alzó
los hombros, se puso de pie y miró nerviosamente hacia el
sur, como siguiendo la estela imprecisa de una loca quimera.
La marea había subido ya hasta cubrir casi enteramente
la extensión de la playa, a la cual llegaba ahora el tumulto de
las olas.
Balboa se puso de un salto en pie. Sacó enseguida su espa-
da, la empuñó fuertemente con la diestra, enarboló en la iz-
quierda el pendón de Castilla y así, calado el yermo, embra-
zada la adarga y ceñido el coselete de su armadura, avanzó
arrogante y resuelto al encuentro de las olas que se empujaban
hacia la costa. Se puso en pie todo el acompañamiento y, en el
más solemne y respetuoso de los silencios, lo dejaron seguir
adelante por entre las ondas azules. Cuando el agua había lle-
gado a sus rodillas se le vio levantar la espada y se le oyó, desa-
fiando el rumor del mar, gritar a voz en cuello, mientras agitaba
el pendón, que tenía de un lado el escudo de Castilla y de León,
y el otro, la imagen de la Virgen y el Niño Jesús: «Vivan los altos
e poderosos monarcas don Fernando e doña Juana, soberanos
de Castilla e León e de Aragón, etcétera, en cuyo nombre e por
la Corona Real de Castilla tomo e aprehendo la posesión real e
corporal actualmente de estas mares y tierras e costas e puertos
e islas, australes con todos los anexos e reinos e provincias que
339
les pertenescen o pertenescer pueden en cualquier manera e
por cualquier razón e título que sea o ser pueda, antiguo o mo-
derno del tiempo pasado y presente o porvenir, sin contradic-
ción alguna. E si alguno otro príncipe o capitán, cristiano o in-
fiel o de cualquiera ley o secta o condición que sea pretende
algún derecho a estas tierras e mares yo esto presto e aparejado
de se lo contradecir o defender en nombre de los reyes de Cas-
tilla presentes y por venir, cuyo es aqueste imperio e señorío en
aquellas Indias, islas e Tierra Firme, septentrional e austral, con
sus mares así de la línea equinoccial, dentro o fuera de los tró-
picos de Cáncer e de Capricornio según que más cumplida-
mente a sus majestades e subcesores a todo ello e cada cosa e
parte dello compete o pertenesce, o como más largamente por
escrito protesto que se dirá o se pueda decir e alegar a favor de
su real patrimonio e agora e en todo tiempo en tanto quel mun-
do duranse hasta el universal final juicio de los mortales».
Una vigorosa aclamación acogió las últimas palabras del
capitán, y como nadie se presentó para oponerse a sus arro-
gantes pretensiones y desafío, el padre Vera bendijo las aguas
y todos se acercaron a probarlas para constatar si eran sala-
das como las del océano Atlántico. Se le dio luego a la ensenada
el nombre de golfo de San Miguel y, según lo habían hecho
antes en el cerro Atalaya, grabaron de nuevo en los árboles
Balboa, el padre Andrés y algunos otros files el símbolo de la
cruz y el nombre de los reyes. Construyeron, asimismo, una
pirámide de piedras de doce varas de cuadro por siete de alto.
Y procedió Valderrábano a levantar el acta de la toma de pose-
sión, que, al fin, cuando todos hubieron firmado, concluyó con
esta fórmula: «Estos veintidós y el escribano Andrés de Val-
derrábano fueron los primeros cristianos que los pies pusieron
en el mar del Sur y con sus manos todos ellos probaron el agua,
que metieron en sus bocas para ver si era salada, como la de
la otra mar; y, viendo que lo era, dieron gracias a Dios».
340
XXIV. Chiapes y Tumaco
341
cristiana y proporcionaría inmensos tesoros, nervios de las
próximas guerras, contra los enemigos de la fe».
El 17 de octubre, con sesenta hombres escogidos, su gran
amigo Chiapes y algunos indios remeros, se echó mar aden-
tro. Iban en nueve rudimentarias piraguas que les había pres-
tado Cuquera.
A poco de haber salido, tal como lo pronosticaron los
indios, estalló una violenta tempestad que ponía a cada mo-
mento las piraguas a punto de zozobrar. Se vieron obligados,
al fin, a seguir el consejo de Chiapes y arribar a la primera is-
leta que encontraron al paso. Era, por desgracia, una isleta
baja, un arenal que apenas se levantaba sobre las aguas. Y es-
tas iban creciendo y barriendo la arena hasta que, con gran
desesperación de los náufragos, lo inundaron todo. Así pasa-
ron la noche en la más horrible oscuridad, estrechados unos
contra otros, tiritando de frío, temblando de miedo por los ti-
burones, llamándose a cada instante para saber que estaban
todos, rezando en voz alta los cristianos bajo la dirección del
padre Vera.
Al llegar la mañana y retirarse las aguas, vieron con in-
decible angustia que las canoas que habían dejado atadas se
habían abierto o hecho pedazos, y que con ellas se habían per-
dido los pocos víveres y el agua dulce de que disponían. Sin
desmayar ni desalentarse un solo instante, Balboa se dedicó a
infundir ánimo a su gente; y, dando ejemplo, él mismo se
puso a calafatear y reparar las averías de las canoas todavía
aprovechables. Con pedazos de sus propias ropas, con hier-
bas y cortezas y astillas de las piraguas destrozadas, lograron
poner a flote algunas que sirvieron para alcanzar la costa.
Desde luego, tuvieron que hacer dos viajes en medio de las
mayores penalidades y con el más grande riesgo de perderse.
Cuando así, extenuados por el cansancio y por el hambre
y la sed, se hallaron todos en Tierra Firme, tuvieron aún que
342
hacerle frente a un cacique que en esa región, al parecer insu-
lar, les salió al paso con los suyos. Haciendo un supremo es-
fuerzo lograron derrotarlos y luego, valiéndose de los indios
del hermano de Chiapes, consiguieron también atraerse su
amistad. Poco después se presentó al descubridor un hijo del
cacique y luego el mismo Tumaco, que ese era su nombre, con
valioso donativo en oro y doscientas cuarenta perlas grandes
y con una gran cantidad de otras pequeñas, ante cuya vista
volvió la alegría y el ánimo de los españoles. Les dijo Tumaco
que de esas perlas había gran abundancia en una isla en el
fondo del golfo, a la que ellos llamaban Terarequi, y que los
españoles bautizaron sin conocerla como isla Rica.
Respondiendo a una pregunta de Balboa, les aseguró
que, continuando por la costa hacia el sur, mucho más lejos,
vivía un pueblo que era inmensamente rico, que navegaba el
mar en buques de vela y usaba bestias de carga en vez de in-
dios esclavos. A fin de darles una idea más exacta de estos
animales, Tumaco trazó sobre la arena una figura, que no era
la del caballo y que más tarde Pizarro había de identificar con la
de la llama, tan abundante en el Perú. Fue esta la segunda
noticia, ahora más precisa y más verosímil, que Vasco Núñez
tuvo de aquel reino austral. Y las dos noticias las había escu-
chado Pizarro de primera mano, silencioso y soñador.
Pero como la llama se parece al camello en sus rasgos
esenciales, al menos tal como los trazaba el indio en sus tos-
cos dibujos, los españoles se figuraron hallarse en la vecindad
de las Indias orientales que buscó Colón. Añádase a esto que
también las perlas eran consideradas entonces, como los ca-
mellos, productos de las tierras asiáticas.
El caserío de Tumaco, formado de cómodos bohíos de
madera, estaba situado en una tierra muy fértil llena de árbo-
les frutales y regada por arroyos de agua cristalina. Una infini-
ta variedad de pájaros cantaban entre los guayabales, mangos,
343
mameyes, cocoteros y palmeras, y varios saínos domesticados
hozaban la tierra blanda en busca del otoe, la yuca o del camo-
te dulce y feculento. Los conquistadores pudieron reponerse
aquí de sus fuerzas agotadas y sus hambres atrasadas. Al día
siguiente, caminando por el lado de la costa, vieron algunos,
maravillados, varias piraguas varadas en la playa, que tenían
remos incrustados de perlas y aljófares. Les parecía a todos
asistir a un cuento de Las mil y una noches. Y la maravilla creció
de punto cuando Tumaco, pocos días después, obsequió a Bal-
boa con algunas madreperlas que había mandado pescar para
él. Abrieron los españoles las ostras, vivas todavía, y en mu-
chas de ellas vieron, con los ojos atónitos, saltar perlas gran-
des y chicas de esplendoroso oriente. Habían observado los
europeos que las perlas que les había obsequiado al principio
Tumaco no tenían un oriente muy perfecto, sin duda, como
llegaron a descubrirlo, porque los indios acostumbraban cocer
las conchas para que se abrieran más fácilmente y para comer
su carne suave y exquisita.
Ya con esta experiencia, con las nuevas perlas se tenía el
mayor cuidado para no exponerlas al calor o al fuego. Así lo-
graron reunir los expedicionarios del mar del Sur un tesoro
que exaltó su ambición y su esperanza.
A ello contribuyó en gran parte también la relación que
les hizo Tumaco de que en la isla más grande del golfo se po-
dían pescar conchas tan grandes casi como las adargas de los
españoles y con perlas del tamaño de un huevo de paloma o
de una pomarrosa.
—Vive en esta isla —agregó Tumaco— un cacique po-
deroso que nos hostiliza y es nuestra constante amenaza.
Cuando la mar está en calma, ese cacique suele invadir nues-
tro dominio con una enorme flota de piraguas y se lleva todo
cuanto puede: nuestras cosechas, nuestras almas, nuestras
mujeres.
344
Ofreció Balboa, para acabar de ganarse el afecto del ré-
gulo, y, sin duda, excitada su codicia con la noticia de las per-
las, emprender enseguida una excursión a aquella isla y ata-
car a sus moradores por sorpresa. Pero tanto Tumaco como
Chiapes lo disuadieron de semejante empresa, que considera-
ban imposible durante estos meses del año. Se oía en ese mis-
mo instante el trueno de las olas al reventar contra las rocas de
la playa y el zumbido del viento que venía del mar a la mon-
taña en dirección del sureste. Una voz ronca salía del agua
espumosa y negruzca de las bocas de los ríos. Chapoteando
como náufragos pasaban por ellas árboles arrancados de cua-
jo, pájaros muertos o piedras que rodaban clamorosamente
hacia el abismo.
Balboa sintió el misterio de los elementos airados y tuvo
que contentarse con la seguridad que dio a sus aliados de vol-
ver muy pronto a cumplir su promesa. Pero antes, no satisfe-
cho aún, según parece, con la posesión que del mar descubier-
to por él había tomado para los reyes de España, quiso repetir
la ceremonia «... en la costa brava del mar...». Partió, pues,
acompañado del piloto Martín de los Reyes y de otros veinti-
dós españoles, el 29 de aquel mes de octubre. Atravesando pri-
meramente esteros y anegadizos en los que los guiaban los in-
dios, salió, por fin, al mar, y, después de desembarcar en la costa,
siguió por la playa descubierta hasta el extremo de la bahía de
San Simón. Allí tomó la bandera o pendón real de Castilla en
la mano y una espada desnuda y con una rodela embrazada
se entró en la mar, hasta que le dio el agua a las rodillas... «e
hizo todos los autos que en tal caso se requieren, como lo ha-
bía hecho en el golfo de San Miguel...». Y contento ya con los
descubrimientos hechos, con las riquezas que había acumula-
do y, sobre todo, con ciertos secretos muy importantes que ha-
bía recibido de Tumaco, resolvió emprender el camino de re-
greso al Darién.
345
Tres días después estaban los castellanos en los dominios
de Chiapes preparándose para volver a la colonia con la estu-
penda nueva del descubrimiento de otro océano. Se distribuía
la carga de los tesoros y muestras recogidas, se acomodaban
las provisiones en motetes y fardeles, se alistaban las armas,
se tomaban precauciones con los enfermos y convalecientes, se
daban, en fin, instrucciones a los indios que iban a servir de
guías.
Cuando Vasco Núñez dio la orden a su pequeño ejército de
ponerse en marcha y comenzó a despedirse de sus huéspedes, se
vio al indio Chiapes abrazarse a él entrañablemente y desha-
cerse en llanto ingenuo y cordial.
346
XXV. El regreso
347
tarde en tarde se tropezaba con una tribu y la caza era desde
luego escasísima. Por suerte, desde el comienzo, un cacique
de la región, Teoachán, quien simpatizó mucho con Vasco
Núñez, después de que con él hizo las paces, le proporcionó
guías, cargadores y provisiones. Le ofreció también a este una
gran cantidad de oro y perlas y hasta un hijo suyo que quiso
irse con el capitán español para aprender su lengua y sus artes
guerreras. Tal era la simpatía que Balboa iba despertando en-
tre los indios y la fama de valiente y magnánimo y aun de
invulnerable que todos le daban. Nadie se resistía a su in-
fluencia, aun cuando al principio fuera recibido a flechazos.
Una excepción fue, sin embargo, el cacique llamado Pacra.
De acuerdo con una carta del mismo Balboa, entre este indio
«tan deforme, tan sucio, tan horrible, que no era posible ima-
ginarse algo más abominable. La naturaleza se contentó con
darle forma humana. Por lo demás, era una bestia bruta, sal-
vaje, monstruosa y sus costumbres respondían a su actitud y
a su fisonomía...».
Pacra, no obstante esta pintura dantesca de su persona,
era al mismo tiempo hombre valiente y de carácter. Cuando
Balboa le exigió que le indicase la proveniencia del oro que
tenía en su poder, se negó rotundamente a darle el menor
informe.
—¡No! —le contestó con altivez—. Tú eres mi enemigo.
¡Tú vienes a robarnos las cosas que son nuestras! —Y no valie-
ron promesas, ni halagos ni amenazas.
—Ponedle en tortura hasta que hable —ordenó Balboa.
Pero Pacra, a pesar del horrible tormento a que se le so-
metió, siguió mudo. Y el descubridor del mar del Sur, que no
estaba acostumbrado a una resistencia así, lo hizo entonces
despedazar, junto con otros tres indígenas, por sus perros de
presa. Acto odioso y bárbaro que nada puede justificar y del
cual Balboa debió arrepentirse toda su vida. La noticia del duro
348
escarmiento infligido a Pacra hizo que espontáneamente se le
presentaran a Vasco y se le sometieran los caciques Mahe, Ta-
mao, Othoque y Bononiama. Este último, señor de numerosos
vasallos, se empeñó con nobleza inusitada en recoger a todos
los españoles que se habían quedado atrás, enfermos o reza-
gados, en darles auxilio y hospitalidad y luego en conducirlos
bajo escolta al capitán español. Se trasladó este luego con su
tropa al poblado de tan simpático cacique y allí permaneció
cerca de un mes para que se repusieran los hombres de su
tropa y para dar tiempo a los últimos rezagados a que se le
reunieran.
La travesía continuó el primero de diciembre y se hizo
cada vez más penosa. Escasearon aún más las provisiones,
mortificaron aún más las garrapatas y los chuzos y fue más
difícil abrirse trochas, por entre la selva o cruzar los barriza-
les, ahora con todo grueso y más pegajoso, debido a la escasez
de las lluvias en este mes.
Para colmo de males, a pesar de esta escasez, varias ve-
ces fueron asaltados en plena montaña por tormentas horro-
rosas o por fuertes chubascos de esos que se descargan de
improviso en pleno sol, que hacían crecer los ríos y que sacu-
dían y quebraban y volaban las ramas de los árboles con rui-
dos siniestros.
Una tarde estalló la tempestad en medio de la selva y de
entre el monte surgió y se elevó un murmullo sordo y terrible.
Los árboles parecían que tomaban vida al resplandor siniestro
de los relámpagos y que tendían sus brazos retorcidos y lar-
gos como para implorar misericordia. Huían los animales es-
pantados, se persignaban los españoles al golpe de los true-
nos o cuando los cegaba el relámpago, y tiritaban los pobres
indios de frío, con un silencio y una sonrisa estoica. Varios de
ellos, desfallecidos, sucumbieron así, silenciosos y sonreídos,
durante la ruta, y muchos de los blancos fueron presa otra vez,
349
de la fiebre y de los delirios y debilidad del hambre. Los últi-
mos tenían que ser transportados en hamacas en hombros de
los indios. Formaban un triste convoy donde solo se oían la-
mentos y quejidos alternando con el zumbido horrísono de
las ráfagas de viento y lluvia. De cuando en cuando también,
una invocación del padre Vera, que había caído de los prime-
ros, aniquilado por las fatigas.
El pobre escribano Valderrábano, por su parte, se retor-
cía desesperado con los agudos dolores de una mordedura de
culebra. Le había picado en un pie y, a pesar de haber sangra-
do, ahora se le iba hinchando toda la pierna y se le abrasaba
todo el cuerpo.
Balboa, que se multiplicaba para socorrer a los enfermos.
Dándoles de beber con sus propias manos, arropando a los
friolentos, sangrando a los exaltados, dispuso un remedio he-
roico para escribano: aplicarle un hierro candente en la herida.
—¡Me van a matar! —gritaba este, angustiado—. Que
me dejen, que Dios me salvará sin necesidad de ese remedio
salvaje.
—¡No seas cobarde! —le gritó Vasco Núñez—. Ahora ve-
rás que no duele tanto. ¿No te han contado que esta fue la
única salvación del capitán Ojeda?
Y cuando menos lo esperaba el paciente, ¡ay!..., gritó con
los ojos casi desprendidos de las órbitas. Pero ya el hierro ha-
bía penetrado achicharrando la carne viva del desgraciado
escribano. Pocos días después podía contar, sin embargo, el
cuento a sus compañeros, ya repuesto de la mordedura.
—Era —decía— una víbora voladora que me saltó a la
cara como si hubiera sido un pájaro. Hurté el cuerpo, salí hu-
yendo, pero el endiablado reptil me alcanzó y se prendió de
mi calcañar.
Todos reían alegremente y le tomaban el pelo al viejo
letrado.
350
El paisaje se había humanizado y comenzaban a encon-
trarse caseríos donde los indios los acogían con buena volun-
tad o huían a las primeras descargas de los arcabuces, no sin
dejarles oro y provisiones, como lo hizo el cacique Bocheribo-
ca con los suyos. De aquellos, los que mejores socorros les
prestaron fueron los que gobernaban los caciques Chioriso y
Pocorosa, en cuyos dominios pudo la expedición hacer un
descanso. Aquí tuvo noticias el descubridor de la existencia de
un poderoso y rico reyezuelo llamado Tubanamá, que se jacta-
ba de su fuerza y se creía invencible. Balboa, que veía a todos
sus hombres tan débiles, tan agotados, no podía pensar en un
ataque abierto a Tubanamá e imaginó, desde luego, una sor-
presa, para evitar una resistencia peligrosa de parte de este.
Reunió setenta hombres de los menos estropeados, esco-
gió algunos más de la gente de Pocorosa y, sin prevenir al
cacique ni dejarle tiempo para defenderse, cayeron en la no-
che sobre él, después de una marcha forzada que duró más de
doce horas. Sorprendido e indefenso, Tubanamá tuvo que en-
tregarse con sus servidores, sus ochenta mujeres y los solda-
dos de su tribu. Lloraba el pobre indio como un niño ante las
amenazas de un suplicio próximo y, dirigiéndose al capitán,
le ofreció una considerable cantidad de oro a cambio de su
libertad.
Fingiéndose conmovido, ordenó Balboa que lo soltaran,
y el régulo le entregó más de seis mil pesos oro y numerosas
provisiones. Pero por nada del mundo pudieron los españo-
les hacerle denunciar el lugar de donde había extraído ese
metal. Vasco Núñez hizo, sin embargo, explorar los ríos y tierras
vecinas, con tan excelente resultado, que en ellas descubrió la
existencia de una rica mina de oro. Para vengarse la expedi-
ción de la falta de sinceridad del indio Tubanamá, se llevaron
sus mujeres y un hijo de este que Balboa se proponía educar y
hacerlo más tarde su auxiliar.
351
Y pasando de nuevo por el caserío de Pocorosa, siguie-
ron su marcha hacia el Darién. Un día los españoles se divi-
dieron de lo lindo, observando el ingenioso método de los
monos para cruzar un río. Subieron primero a las ramas de un
árbol extendido sobre la corriente, los jefes de la banda, los
más fuertes. Uno de ellos aseguró luego el rabo enroscándolo
en la rama más saliente y, dejando colgar el cuerpo, sujetó por
el rabo al mono más próximo. Hizo este lo mismo con otro y
así sucesivamente los demás, hasta formar una especie de ca-
dena, péndulo viviente que oscilaba cada vez con más rapi-
dez y amplitud hasta alcanzar la orilla opuesta. Logrado esto,
el último mono consiguió asegurarse a un árbol de esta y en el
mismo momento se descolgó del primer árbol el resto de la
cadena, que fue arrastrada poco a poco hasta la otra orilla.
Solo se había ahogado «el último mono».
Próximo ya a la costa y muy cerca de los dominios de
su aliado Comagre, Vasco Núñez, el hombre invulnerable y
fuerte, se vio, al fin, rendido y agotado. «Después de algún
tiempo —dice Pedro Mártir— era preso de la fiebre que ha-
bía cogido por sus enormes fatigas, sus desvelos repetidos y
sus privaciones. Como los demás, tuvo que hacerse condu-
cir en hombros de los esclavos». En esta situación tan triste,
y a muy lentas y cortas jornadas, llegaron al fin los españo-
les a los dominios del cacique Comagre. Eran los días de
Navidad, como lo hizo recordar el padre Vera al celebrar
una misa en acción de gracias al Niño Jesús. Acción de gra-
cias por haberles permitido descubrir un mar, explorar dila-
tadas regiones, conquistar un cuantioso botín de oro y per-
las, numerosos esclavos, hombres y mujeres, y al llegar al
fin, con vida y con nuevas perspectivas de riqueza, al lado
del Atlántico.
El viejo Comagre había muerto durante la ausencia de
Balboa. Adornado con oro y envuelto en telas finísimas, su
352
cuerpo había sido sometido, según el ritual de la tribu, a los
efectos del fuego para que se derritiera su grasa y se disecara
la piel. Diez hombres de los más notables le hacían guardia
día y noche durante este proceso, tocando un tambor que
daba sonidos roncos acompasados y tristes como un quejido.
Al fin, colocado el cuerpo en el palacio de los antepasados,
Panquiaco, heredero del trono, el joven sagaz y valiente que
había revelado a Balboa la existencia del mar del Sur, tomó el
mando de la tribu.
Panquiaco había abrazado el cristianismo y había recibi-
do el nombre de Carlos. Acogió a los españoles con muestras
de profundo regocijo y de admiración por la hazaña que ha-
bían realizado, y les ofreció, como su padre antes, espléndida
hospitalidad. Abrazó Vasco Núñez con verdadera emoción al
joven cacique y le hizo ver toda su gratitud y cariño.
—Que el cielo te colme de bienes —le dijo— por el ina-
preciable servicio que has hecho al rey de España y a la santa
religión de Cristo.
Todos, hasta los más empecinados y crueles entre los
conquistadores, reconocieron ahora con satisfacción la sabia
política de su jefe al ganarse la buena voluntad de las tribus
con las cuales había tenido contacto. ¿Qué habrían podido ha-
cer ahora, débiles y enfermos como estaban casi todos, enfer-
mo su mismo capitán, si hubieran sido recibidos con hostili-
dad por Panquiaco?
Luego de descansar en casa de este, algunos días, el 14 de
enero reanudaron la marcha con rumbo a la tierra de Ponca.
Ponca informó a Balboa que al Darién había llegado una
nave y una carabela procedentes de La Española y cargadas
de hombres y de víveres. Esta iniciativa hizo que el descu-
bridor apresurara su marcha. Tomó consigo veinte hombres
de los menos estropeados y a poco llegó a Coiba, la playa de
Careta.
353
Allí se detuvo apenas unas horas, informado por el cacique
que Anayansi había regresado hacía muchos días a la colonia,
pues no se acostumbraba ya a vivir fuera de su casa. Se em-
barcó precipitadamente Balboa y arribó a los dos días, el 19 de
enero de 1514, a Santa María la Antigua, después de cuatro
meses y medio de ausencia. El mismo día envió por los espa-
ñoles que se habían quedado atrás con los prisioneros y los
tesoros recogidos durante la empresa.
354
XXVI. Al calor del hogar
355
incendiadas con los últimos resplandores rojizos del sol, agi-
taban, como para una apoteosis, los airones abiertos de los
penas.
La colonia había enarbolado por todas partes banderas y
flámulas, y Balboa, al verlas agitarse al unísono con las pal-
meras y rivalizando en oro con las llamas del sol, sintió que el
corazón se le salía del pecho. Desde la cubierta del barco vele-
ro donde venía se le vio enarbolar, templando de emoción e
inflamado de orgullo patriótico, su pendón victorioso, el mis-
mo que había flameado sobre las aguas azules del otro mar
misterioso. En la playa lo recibieron en brazos, entre los víto-
res atronadores de todos los colonos, sus grandes amigos Luis
Botello, Fernando de Argüello, Bartolomé Hurtado y Andrés
Garavito.
—Anayansi —le dijo este— os espera en vuestra casa.
Como sabéis, ella se oculta siempre para manifestar sus emo-
ciones...
Allá lo esperaba, en efecto, la princesita, con su eterna son-
risa suave y sus ojos negros, llenos de luz, vestida para recibirlo
completamente en traje europeo, que llevaba ahora con una
gracia natural y elegante desenvoltura.
Se abrazaron los dos amantes con entrañable cariño y
Balboa pudo notar pronto y con sorpresa que Anayansi había
hecho progresos extraordinarios en el castellano. «Esta hem-
bra linajuda, diría el padre Vera, habla la lengua castellana
con soltura y facilidad». Le contó ella cómo se había afanado
durante su ausencia para practicarla cada día y cómo había
logrado hasta aprender a leer y a escribir un poco. Se había he-
cho amiga íntima de la esposa de Juan de Caicedo, Inés de
Escobar, la única española de la colonia, pues le placía ir a
rumiar con ella las amarguras comunes de la separación. Y, en
la fonda de aquella, estudiando durante el día y conversando
durante la noche con algunos comensales amigos de Balboa,
356
había ido adquiriendo el dominio de la lengua de los con-
quistadores. Quería así darle una sorpresa a su amo y señor;
y, si no había progresado más, ello era debido a que en los
últimos días dejó de ir a casa de su amiga, pues le había cho-
cado mucho la asiduidad empalagosa con que allí la encon-
traba Garavito...
Vasco Núñez arrugó el entrecejo ante esta última indica-
ción; pero, conmovido por la ingenua y noble delicadeza de la
india, aquello pasó como una ligera nube. Nube, sin embargo,
que después veremos preñarse y reventar en tormenta.
Para premiarla le puso en el pecho una orquídea de oro
que le había hecho en sus ratos de descanso, en el poblado de
Chiapes, el orfebre Cristóbal de León. Era una copia de la flor
que él llamada del Espíritu Santo. Anayansi arrastró ensegui-
da a Balboa hasta el jardín y allí le mostró, agarrados entre
piedras, los tallitos de la misma orquídea que él le había en-
viado del camino.
—Yo la conocía bien —le dijo—. Hay que cuidarla mu-
cho y no florece sino una vez en el año, por el mes de agosto.
De hojas gruesas, como el lirio, es la única que se ha salvado
de las arrieras.
Volvió Vasco la vista hacia el centro del jardín y vio, en
efecto, cómo esas hormigas grandes habían arrancado y con-
tinuaban arrancando todas las hojas de los rosales, jazmines y
demás flores. Iban en fila, como ejército disciplinado, y cada
una llevaba encima, arrastrándola, una hoja o una brizna más
grande con mucho que su cuerpo. Parecía como si la tierra se
hubiera puesto en movimiento.
Sirvió más tarde Anayansi la comida, un verdadero ban-
quete para el fatigado descubridor: caldo de gallina con yucas
y otoes, tasajo de venado, tortilla de maíz y algunos higos, pa-
sas y vinos españoles... Y después, por la noche, acostado en
su hamaca de paja, Vasco Núñez le hizo a su compañera el
357
relato detallado de su aventura del mar del Sur. Sentada en una
estera, los codos en las rodillas y la cara en las manos, escucha-
ba ella con emoción y asombro crecientes, fijos los ojos amoro-
sos y ardientes en este guerrero blanco cuya audacia le atraía
extrañamente y cuyas hazañas, aunque fueran contra su raza,
la hacían vibrar de entusiasmo.
—¿Por qué, Vasco, señor y amo mío —le dijo de pronto,
exaltada—, no te haces tú el rey de todas nuestras tribus para
que las enseñes a vivir como los blancos a adorar vuestro dios,
a trabajar las minas y a cultivar las tierras?
Balboa no contestó. Le hizo un lado en la hamaca para
que se sentara, le dio un beso y se quedó pensativo mirando
hacia el sur, en dirección a la montaña, donde la luna se había
incrustado como una gran moneda de oro. Las sombras de las
palmeras vecinas se alargaban desmesuradamente y se impre-
cisaban en la noche. Así se alargaban y se imprecisaban los sue-
ños del descubridor en aquella hora silenciosa y cálida.
358
XXVII. La justicia humana
359
más tarde para llevar él mismo a España una exposición del
cabildo de Santa María a favor del descubridor, así como una
carta de este último donde hacía la relación detallada del
descubrimiento.
Desgraciadamente, no había en Santa María un solo bu-
que en condiciones de transportar con seguridad a Arbolan-
cha, y no fue sino en marzo, casi dos meses después del regre-
so triunfal de Balboa, cuando al fin pudo alistarse una buena
nave. Arbolancha había comunicado a este el proyecto del rey
de nombrar un nuevo gobernador para Tierra Firme. Precisa-
mente el gran interés que había despertado en la corte la carta
escrita por el conquistador el 20 de enero de 1513 para exage-
rar las riquezas del Darién, con sus ríos de arenas de oro, tuvo
para su autor un efecto contrario al que con ella se había pro-
puesto. El rey consideró que había llegado el momento de en-
viar a Tierra Firme un jefe de gran autoridad y capacidades,
con un ejército bien equipado, que fuera capaz de conquistar
aquellas tierras y de intentar la empresa de buscar el otro mar
cuya existencia le había revelado un indio a Balboa.
Pero tanto este como su amigo Arbolancha estuvieron de
acuerdo ahora en que el anuncio del maravilloso descubri-
miento efectuado con solo ciento noventa españoles, de los
cuales ni uno solo había perecido en el trayecto, y esto, acom-
pañado de doscientas perlas bien escogidas, más de veinte
mil pesos oro correspondientes al quinto real, y muestras de los
productos de la fauna y la flora tropicales acabarían de ganar
la buena voluntad del rey, y, con ella, la gobernación para el
descubridor. Eran tales los servicios prestados por este a la
Corona, que bien podían esperar imponer silencio a sus ene-
migos.
Pedro mártir, que conoció y tuvo en sus manos la carta
de Balboa para el rey, decía que en ella se vanagloriaba de
haber descubierto un océano con islas llenas de perlas y cos-
360
tas donde abundaban minas de oro y ciudades fabulosamente
ricas, para lograr lo cual había «librado varios combates, sin
haber sido jamás herido ni haber perdido enfrente al enemigo
ninguno de sus hombres».
A mediados de marzo partió, pues, Arbolancha en mi-
sión de Balboa, como antes lo habían hecho Samudio, Caicedo
y Colmenares.
Precisamente la llegada de los procuradores Caicedo y
Colmenares con la noticia de la existencia de otro mar y la
demanda de mil hombres para emprender su descubrimiento
y conquista, había determinado a la corte a dictar órdenes
para que, «sin pérdida de un solo día, que sería muy grande
pérdida perderlo», se procediera al apresto de una armada
y a la recluta de los mil hombres pedidos.
Y no es de extrañar tanta premura si se piensa que el
descubrimiento del mar que había revelado Panquiaco pare-
cía el ideal buscado constantemente desde la primera empre-
sa de Cristóbal Colón. Cuando propuso él a los Reyes Católi-
cos dirigir una expedición que navegando directamente al
oeste de las islas más occidentales de África llegase al extremo
oriental de Asia, aunque erradamente, había la intuición de
que podía encontrarse una vía entre Europa y Asia más segu-
ra que la del mar Rojo y más corta que la que acababan de
descubrir los portugueses dando la vuelta a la costa de África
por el cabo de Buena Esperanza.
La ambición íntima de los reyes de España era, sin duda,
arrebatar a El Cairo y a Venecia el monopolio del comercio
con el Oriente. Y no cabía duda, admitida ya la redondez de la
tierra, de que, traspuestas las regiones que habían descubierto
Colón y Bastidas, había de darse con el mar que según el pri-
mero de estos bañaba las costas orientales del Asia y rodeaba,
entre otras islas llenas de riqueza, la fabulosa Cipango de que
hablaba con tanto entusiasmo Marco Polo.
361
Algunos días después de su salida de Santa María, paró
Arbolancha en la isla La Española y allí logró hacer desapare-
cer —tarde, desgraciadamente— ciertos resentimientos que
contra Vasco Núñez tenía el tesorero Pasamonte. En efecto,
Pasamonte que, al principio, tocado por Balboa, se había mos-
trado tan partidario de este, ahora se había puesto contra él
parece que influido por Caicedo y Colmenares, quienes ya ha-
bían fraguado su intriga contra Vasco Núñez. Influido tam-
bién por el olvido en que, según él, lo tenía el gobernador de
Tierra Firme: «Hace mucho tiempo, debía decirse el interesa-
do tesorero para sus adentros, que este ingrato se ha desligado
de mí y no me muestra en forma efectiva su reconocimiento, a
pesar de que le conseguí un nombramiento y le hice enviar
dos socorros». Desde luego, Pasamonte ignoraba la suerte de
Valdivia, con el cual Balboa le había enviado un efectivo reco-
nocimiento en oro y esclavos. Y fue él, Pasamonte, quien deci-
dió al rey en contra de Vasco Núñez y a favor del envío de un
nuevo gobernador a Tierra Firme. Ahora, bien informado por
Arbolancha, escribió el tesorero al rey rectificando lo que an-
tes le había escrito contra el descubridor y proponiéndolo
para que continuase como gobernador efectivo.
La carta de Pasamonte y copia de la que con fecha 12 de
marzo escribió Vasco sobre su expedición y descubrimiento
llegaron a poder del rey antes de que el original y los presen-
tes que le llevaba Arbolancha, entre ellos el cuero de un tigre
macho, atestado de paja, que había cazado con grave peligro
en su viaje hacia el mar del Sur. El mismo rey, dirigiéndose a
Balboa con fecha 19 de agosto le decía:
362
partes de tierra nueva de la mar del Sur y del golfo de San
Miguel... a bos os agradezco y tengo mucho en servicio lo que
en ella avéis travajado y fecho que a sido como de muy cierto y
berdadero servidor... tened esperanza que a bos y a ellos [los
que con él fueron] a de ser bien gratificado y remunerado, y que yo
siempre abre respeto a vuestros servicios y suyos para que reci-
váis las mercedes y en lo que a bos toca yo lo haré de manera
que bos seáis onrrado y vuestros servicios se gratifiquen que
por cierto yo tengo bien conocido que en todo lo que abéis en-
tendido lo avéis hecho muy bien... quando vuestras letras llega-
ron ya Pedrarias era partido con la armada que mandamos fa-
zer para esta tierra de Castilla del Oro de que él va por nuestro
capitán general y gobernador della, agora le escrivo que mire
mucho por buestras cosas y os favorezca y trate como a persona
a quien yo tengo tanta voluntad de fazer merced y tanvién
me a servido y sirve.
363
XXVIII. La llegada de Pedrarias
364
semidesnudos que remendaban bajo su dirección el techo pa-
jizo de su modesta vivienda!
No era así, no, como ellos se habían figurado al audaz
conquistador, cuyo nombre había sonado tanto en sus oídos.
Su decepción fue, sin duda, grande y debió notarla Balboa en
la arrogancia despectiva con que le dijeron después de haber-
lo saludado.
—Venimos de parte del capitán general y gobernador de
Tierra Firme, don Pedro Arias Dávila. Desea su señoría saber
si estáis dispuesto a recibirlo como corresponde a quien viene
a mandar la colonia y todos sus dominios.
Nuestro héroe no pudo ocultar su emoción. Se puso mor-
talmente pálido y vaciló unos instantes antes de reponerse.
No era rebeldía lo que se agitaba en su interior. Era una gran
decepción, una horrible amargura del alma, un dolor agudo
en el corazón.
—Decidle al señor gobernador —contestó al fin, con la
calma y serenidad que le eran particulares— que aquí todos
estamos dispuestos a servirle y que al desembarcar iremos a
rendirle el homenaje que le es debido.
No compartieron esta resignación los compañeros del
descubridor. Hurtado, Argüello, Botello, Pizarro, Muñoz, Al-
bítez, sus más queridos y veteranos tenientes y soldados, fue-
ron llegando uno a uno para protestar y proponerle al jefe que
no recibiera a los intrusos.
—Es una injusticia del rey —decían unos.
—Sería una cobardía que dejáramos recoger el fruto de
nuestros trabajos a estos cortesanos afeminados —decían otros.
—¡Dadnos la orden —manifestó Hurtado— y no pondrá
pie en tierra uno solo de estos usurpadores!
—¡Silencio! —fue todo el comentario de Vasco Núñez—.
Que cada uno cumpla su deber y ayude a reunir a la gente de
la colonia en la playa.
365
Y luego, puestas las botas, calada la celada y colgada al
tahalí la tizona toledana, salió a dar las órdenes necesarias
para recibir y alojar a los recién llegados.
Fueron desembarcando por grupos y en son de combate,
pues Pedrarias no las tenía todas consigo. Rozagantes, visto-
sos, con brillantes palastrones, coracillas o brigantinas gabanes
y tabardos, jubones de brocados, celadas y cascos de llamati-
vos plumones, parecía como si se tratara de una campaña en
Italia o de una revista en Sevilla o en Madrid.
Contrastada su figura con la de estos pobres conquista-
dores de Santa María que ahora salían desarmados y cuasi
corridos a recibirlos.
Fue de los primeros en mostrarse delante del héroe un
hombre de corta estatura, rechoncho, de mirada baja y sonrisa
seudobonachona.
—Vengo —le dijo— en calidad de amigo y admirador de
vuestras hazañas. Lo pasado, pasado. Traigo el puesto de al-
guacil mayor de las villas y lugares de Tierra Firme, bajo la
dirección del gobernador y capitán general don Pedro Arias
Dávila.
Balboa le tendió la mano generoso. ¡Quien le hablaba era
nada menos que el bachiller Martín Fernández de Enciso!
Se la tendió también a Colmenares, que venía como de-
positario general de bienes de difuntos y con la promesa de
ser nombrado regidor en el cabildo de Santa María. Su com-
pañero Juan de Caicedo había muerto horriblemente hincha-
do, sin haber tenido la satisfacción de volver al Darién al lado
de su mujer con el nuevo cargo que había recibido de veedor de
las funciones reales.
Enciso fue haciendo luego la presentación de los más im-
portantes personajes: fray Juan de Quevedo, de la Orden
Franciscana de la Observancia, primer obispo de Tierra Fir-
me, predicador de la real capilla, que venía acompañado de
366
diecisiete clérigos y seis frailes franciscanos; Diego Márquez,
contador; Juan de Tavira, factor; Alonso de la Puente, tesorero
real; el alcalde mayor Gaspar de Espinosa, natural de Medina
del Rioseco, graduado de bachiller en leyes de la Universidad
de Salamanca, pero que desde entonces se hizo llamar licen-
ciado; y el teniente de capitán general Juan de Ayora, hidalgo
de Córdoba, hombre experimentado en la guerra.
Fueron presentados también Hernando de Soto, futuro
descubridor del Mississippi; Bernal Díaz del Castillo, que
después había de ser cronista de Hernán Cortés; Almagro,
más tarde uno de los compañeros de Pizarro en la conquista
del Perú y sucesor de este en la persona de Almagro el joven,
hijo suyo con una india panameña; Pascual de Andagoya, cro-
nista y conquistador, descubridor del Perú y uno de los pre-
cursores del canal de Panamá; Juan Rodríguez Serrano, piloto
mayor, el mismo que acompañó a Hernando de Magallanes
en su memorable viaje y que pereció con él; el clérigo Hernan-
do de Luque, doctrinero y mayordomo del hospital, futuro
socio de Pizarro y Almagro en la conquista del Perú; Francis-
co Vásquez Coronado de Valdés, quijotesco, burlador de las
siete ciudades de Cibola; Benalcázar, destinado a hacer la con-
quista de Quito, y González Fernández de Oviedo, que había
sido nombrado notario principal e inspector real de Minas y
que sería en la historia el celebrado cronista de Indias. Y los
capitanes Luis Carrillo, Francisco Dávila, Antonio Téllez de
Guzmán, Diego de Bustamante, Contreras, Yohan de Zorita,
Gamarra, Villafañe, Atienza, Gaspar de Morales, primo del
gobernador, Pedrarias, el mancebo, sobrino, Meseses y Gon-
zález Fernández de Llago.
Fue el último en llegar entre calles de honor y con todo el
aparato de un monarca el gobernador Pedrarias altivo, de ele-
vada estatura y lenguas barbas blancas, llevaba con garbo de
cortesano refinado la airosa capa de terciopelo, la clásica gor-
367
guera almidonada y la escarcela y la espada de damasquina-
da empuñadura. Detrás de él venía su esposa, doña Isabel de
Bobadilla, acompañada de otras damas españolas, ricamente
ataviada de seda, oro y brocados.
Balboa y Pedrarias se saludaron de jefe a jefe que iba a
ser subalterno. Hidalgo como era, nuestro héroe se inclinó
luego respetuoso y besó con elegancia y desenvoltura la mano
de doña Isabel, a cuya disposición puso su casa como la más
grande y cómoda de la población. Se dijo que desde entonces
doña Isabel sintió una gran simpatía por Balboa y se puso de
su parte.
—Los demás —dijo después, volviéndose a sus elegan-
tes huéspedes— se distribuirán como puedan y mejor les con-
venga en las otras viviendas de que disponemos, hasta que
lleguemos, con la ayuda de los indios, a construir las que sean
necesarias.
Hizo una inclinación y salió enseguida a tomar las dispo-
siciones del caso.
Él se fue a vivir con Anayansi a uno de los bohíos de paja
en el barrio de los esclavos y trabajadores. A estos indios no
parecía haberles afectado mucho el desembarco de nuestros
españoles en la colonia, ya acostumbrados a ver llegar refuer-
zos parecidos. Allí los encontró Vasco Núñez echados por
tierras, indolentes, dormidos de calor bajo los árboles, evocan-
do los viejos las sombras gloriosas de la perdida tierra, el re-
cuerdo de los antepasados libres y arrogantes, la visión de la
montaña y el mar abierto, que eran suyos. Cabía en sus almas
mucha bondad. Ni los torturaba ningún mal pensamiento, ni
la incertidumbre del más allá, ni el aguijón del interés, ni el
hastío de los places inconfesables, ni el ácido mordiente de la
miseria. El alma cerrada y la voz triste y cadenciosa como los
lamentos del camó, ellos eran, sin embargo, la providencia de
la colonia. Ellos, bajo la vigilancia del capitán, habían hecho
368
las siembras que ahora reverdecían por partes; ellos habían
construido las casas y jardines; ellos cargaban la leña para el
fuego y guiaban seguros a los españoles en la caza por los la-
berintos de la selva. Eran mil quinientos entre esclavos y tra-
bajadores libres y todos respetaban y amaban a Vasco Núñez,
que los guiaba en el trabajo con dulzura y aun daba el ejemplo
de ser el primero, como era siempre el primero en la guerra y
en los peligros.
Los recién llegados no iban a encontrar los palacios de
oro que soñaron, pero encontrarían, desde luego, una pobla-
ción organizada, con más de doscientas viviendas, una iglesia
a cargo de los franciscanos, un hospital y varias otras cons-
trucciones oficiales, carnicería, pescadería y un mercado don-
de se vendían provisiones y vestidos. Había, además, tierras
cultivadas, con promesa de óptimas cosechas, y confianza, y
paz entre las tribus de indios conquistadas. Todo demostraba,
en efecto, que se sentían felices los quinientos españoles y los
mil quinientos indios avecindados en Santa María. «El pueblo
estaba bien aderezado —refería el obispo—; la gente alegre y
contenta, cada fiesta jugaban cañas y todos estaban puestos en
regocijo; tenían muy bien sembrada la tierra de maíz y de yuca,
puercos hartos para comer al presente y, ordenado de descu-
brir la tierra, porque tenía mucha disposición para ellos».
369
XXIX. Pedro Arias Dávila
370
tumbre, pues estaba destinado a vivir una larga y vigorosa
vida este hombre extraño, que tanta influencia gozaba en la
Corte.
Contribuía en mucho a esta influencia su casamiento con
doña Isabel de Bobadilla, una mujer espiritual y llena de cora-
je, que le llevó en dote un millón de maravedíes y era sobrina
de la marquesa de Moya, la amiga íntima de la reina católica,
la misma que había entregado a esta la fortaleza de Segovia,
con los tesoros que en ella se guardaban del rey don Enrique.
Para la gobernación entregada a Pedrarias, que fue muy
disputada y rodeada de intrigas, valió mucho la intervención
de su mujer y al mismo tiempo el apoyo decidido y aun es-
candaloso del obispo de Burgos, don Juan de Fonseca, que
tenía a su cargo los asuntos de Indias y fue siempre un gran
protector de Pedrarias. Este Fonseca era el mismo que se ha-
bía distinguido ya por singular antipatía y sus malas artes
contra Colón, Balboa, Nicuesa y casi todos los que más se des-
tacaron en el Nuevo Mundo. Hizo valer ahora contra Vasco
Núñez todas las acusaciones envenenadas de Enciso, Caicedo
y Colmenares, y, poniendo en juego su incontrastable influen-
cia ante el rey don Fernando, consiguió no solo que se exalta-
ra con los mejores puestos a los mayores enemigos del héroe,
sino que se paralizaron su poder y su acción, ya tan temidos
por los nuevos conquistadores. Por real cédula de 18 de junio
se dispone que Pedrarias «cumplimentase ciertas ejecutorias
que el bachiller Enciso lleva contra el consejo de la villa de
Santa María la Antigua del Darién»; por real cédula de 4 de
julio «se ordena a Pedrarias dé al bachiller Enciso diez hom-
bres de los que van a sueldo para que ejecuten lo que dicho
bachiller de nuestra parte los mandare»; por otra de 28 del
mismo mes, se dispone, asimismo, que, cuando Pedrarias lle-
gue a Santa María la Antigua y se haga cargo del mando,
«haga pesquisa e inquisición» respecto a la conducta seguida
371
por Vasco Núñez y sus amigos contra el bachiller Enciso y el
oro que según denuncia de este habían defraudado. Y la ver-
dad habida, dice la cédula, «a los que por ella fallaren culpan-
tes en todo lo susodicho y ansí mismo al dicho Basco Núñez
de Balboa prenderlos los cuerpos e presos e a buen recaudo
proceded contra ellos e contra sus vienes a las mayores penas
cebiles e criminales que fallárades por juicio e por derecho.
E al dicho Basco Núñez de Balboa enbiadle preso a esta nues-
tra corte juntamente con la pesquisa». En la misma fecha se or-
dena a Pedrarias que al llegar a la colonia abra, durante sesen-
ta días, de acuerdo con la ley, el juicio de residencia de Vasco
Núñez y los otros alcaldes y justicias, para saber cómo han
usado de sus cargos; y por disposiciones subsiguientes se le
ordena, además, que haga justicia a Juan de Caicedo y a Ro-
drigo Colmenares, por agravios y sinrazones que Vasco
Núñez les había infundo.
No necesita más Pedrarias, ese furor domini, como lo lla-
maban los frailes del Nuevo Mundo, para dar rienda suelta a
sus pasiones, que exaltaban ahora la envidia, los celos y la
ambición de oro y de mando. Arbitrario y voluntarioso, im-
pulsivo, duro de corazón, injusto y grosero, así llega el gober-
nador y capitán general con todas las armas, poderes e in-
fluencias para saciar furores y venganzas.
Bajo la aureola de la nobleza de sus canas era, como dice
de él un historiador, «un demonio perversamente amado por
la diosa Fortuna».
No de otro modo se puede explicar el éxito extraordina-
rio de su expedición, que sucedió al descrédito de las colonias
y a la resistencia a ir a los territorios descubiertos a pesar de
las mercedes e indultos que se concedían para estimular la
emigración a ellas. Apenas se anunció, en efecto, por medio
de bandos y heraldos, la formación de una expedición a Tierra
Firme, una verdadera fiebre de aventura se apoderó de los
372
españoles. Y a las calles y plazas de Sevilla acudían en tropel
para enrolarse en la armada de Pedrarias, eclesiásticos, letra-
dos, nobles y plebeyos, marineros y soldados de los que des-
pués de la batalla de Rávena se habían enrolado en una pro-
yectada expedición a Italia del gran capitán Gonzalo de
Córdoba, que por celos del rey Fernando no pudo llevarse a
efecto.
Había exaltado la imaginación de los españoles, prime-
ro, la llegada de Caicedo y Colmenares con un indio y una
india que daban fe de sus asertos sobre la riqueza de las tie-
rras; luego, la carta del mismo Balboa que trajo Sebastián
Ocampo, donde describía la abundancia de los ríos que arras-
traban oro y dejaban entrever los fabulosos tesoros que ha-
bían de encontrarse en las costas del mar que debía de existir
al sur. Y estas noticias se llevaban y traían, por toda España,
con todos los espejismos del misterio, la aventura y la distan-
cia. El rey mismo, contagiado por la fiebre general, dispuso
bautizar la región que encerraba tantas riquezas con el nom-
bre oficial de Castilla del Oro o Castilla Aurisia.
«Yo oí decir —refiere el padre Las Casas— a un clérigo
que parecía cuerdo y de edad no muy moza, de los que por
esta nueva Castilla le movieron a pescar oro, estando yo en la
isla de Cuba, donde vino él a parar huyendo de la pesquería,
harto hambriento y flaco y sin un quilate de oro, que había
dejado en Castilla cien mil maravedíes de renta en un benefi-
cio que tenía, por venir a pescar oro, y que, si no creyese que
había de volverse a Castilla en breves días con el arca llena de
granos de oro tan gruesos como naranjas y granadas y mayo-
res, no saliera de su casa dejando lo que tenía por venir a bus-
car menos que aquel oro que decía».
¿No dejaba y vendía también don Pedro Arias Dávila to-
das las posesiones que tenían en Segovia para embarcarse con
los dos mil voluntarios que escogió entre los muchos que se le
373
ofrecieron, aun pagando sus pasajes, para la gran aventura
del mar del Sur?
Costó equipar la flota de Pedrarias no menos de cincuen-
ta mil ducados del tesoro real, una enorme suma para aquellos
días, que indicaba, sin duda, la importancia que el rey Fer-
nando le daba a la empresa, si ya no lo hubiera indicado el
interés personal que el mismo rey se tomó en todos los detalles
y en las instrucciones que le dio por escrito el gobernador.
«Debéis procurar —decían entre otras cosas esas instruc-
ciones— por todas maneras e vías que vierdes o pensardes... a
traer con buenas obras a que los indios estén con los cristianos
en amor e amistad e que esta vía se haga todo lo que se oviese
de hacer con ellos... e no habéis de consentir que se les haga
ningún mal e daño porque de miedo no se alboroten ni se le-
vanten... Porque soy informado que una de las cosas que más
les ha alterado en la isla La Española y que más les ha enemis-
tado con los cristianos, ha sido tomarles las mujeres e hijas
contra su voluntad, e usar de ellas como de las mujeres, ha-
beislo de defender que no se haga por cuantas vías e maneras
pudieres... Y en caso de que por esta vía no quisieran venir a
nuestra obediencia e se les hubiese de facer guerra no siendo
ellos los agresores e no habiendo fecho o provocado a hacer
mal e daño nuestra gente e, aunque los hayan acometido, an-
tes de romper con ellos les fagáis de nuestra parte los requeri-
mientos necesarios para que vengan a nuestra obediencia».
Y para este objeto se redactó por teólogos y juristas aquel
famoso requerimiento que había de ser leído —en español,
por supuesto— «una e dos e tres e más veces cuantas sean
necesarias» hasta convencerlos que debían deponer las armas.
Las minuciosas instrucciones del rey para Pedrarias se
extendían a las tierras de labranza, a las minas y al laboreo y
colecta del oro, a las urbanizaciones, denominación y em-
plazamiento de poblaciones, reparto de heredades y solares,
374
fundación de establecimientos y fortalezas que pusieran en
relación el lado del Atlántico con el mar del Sur, cuando este
se descubriera, a las violaciones de las leyes, de la moral y
de la religión, a la prohibición de los juegos de naipes, dados
u otra clase parecida, etcétera, etcétera.
A Pedrarias mismo, como gobernador, se le concedió el
poder de ejercer justicia civil y criminal, con apelación, no
obstante, ante el Consejo de Castilla; se le concedió, además,
el poder, entre muchos otros, de enviar a España a cualquiera
a quien él ordenase presentarse ante el rey.
Sin embargo, para prevenir los posibles abusos de tantos
poderes concentrados y para obviar los inconvenientes de las
largas y difíciles comunicaciones con la Corona, esta prescri-
bió al justador que todas las cosas arduas «concernientes a la
buena gobernación de la tierra y al buen común de los veci-
nos, las resolviesen de acuerdo con fray Juan de Quevedo,
obispo del Darién, y con el tesorero, el contador y el oficial».
375
XXX. Intrigas e intrigas
376
Pero, en la escogencia de sus miembros, que de acuerdo con
los acuerdos del rey debían ser de los amigos poblanos, la in-
fluencia del bachiller Enciso se hizo sentir, desde luego, en
forma que nada bueno auguraba para Balboa. Sin embargo,
hasta este momento, la actitud del gobernador hacia aquel
más bien parecía amigable y cordial. Bajo una máscara amiga-
ble y sonriente, el viejo Pedrarias sabía disimular, sin duda, la
malicia, la traición y los celos que le quemaban las entrañas.
Al día siguiente este hizo llamar secretamente a Vasco
Núñez y, encerrándose con él y el escribano general Fernán-
dez de Oviedo, que había de dar fe por escrito de la conferen-
cia, comenzó por decirle con refinada bondad y disimulo:
—Tengo órdenes del monarca de favoreceros de modo
especial por los servicios y por la administración de los asun-
tos del Darién. También me ha encargado su majestad de in-
formarme con vos detalladamente de las cosas de la tierra y
de atenerse a vuestros consejos y experiencia.
Balboa, sin sospechar lo más mínimo una traición, agra-
deció con toda ingenuidad la prueba de confianza y amistad
que se le daba.
—Os ofrezco de todo corazón —le dijo— los informes
que me pedís, pero os demando algún tiempo para ordenar
mis datos y presentarlo todo por escrito.
Así convenido, se despidió Pedrarias amigablemente.
Dos días más tarde, conforme a su promesa, le llevaba Balboa
un memorial con «muchas cosas bien dichas y convenientes»,
entre las cuales revelada, sin ocultar nada, los ríos y arroyue-
los donde hasta entonces se había hallado oro, los nombres
de los caciques que —más de veinte— estaban en amistad con
él y, por fin, los detalles del descubrimiento del mar del Sur y
la situación de las islas en donde las perlas se criaban. Agre-
gaba a todo esto algunas sugestiones de su propia cosecha,
que podían ser útiles a las expediciones del futuro.
377
Logrado así lo que deseaba Pedrarias, se quitó brusca-
mente la máscara de hipocresía y comenzó a revelar sus ver-
daderas intenciones con respecto a Balboa. Su primer acto fue
mandar arrestar a este y pregonar su residencia y la de sus
oficiales, de acuerdo con las instrucciones del rey, que Pedra-
rias sabía fueron dadas antes de tener noticias este del descu-
brimiento. Hubiera él interpretado el espíritu del rey Fernando
y el espíritu de la más elemental justicia; hubiera él consulta-
do, por otra parte, el interés de la Corona y su propio interés,
en lugar de aplicado con tanto rigor las órdenes que tenía,
habría usado la lenidad con el descubridor y se habría atraído
su inapreciable cooperación. Pero precisamente el descubri-
miento, que debía ser el acto redentor, era al mismo tiempo la
causa esencial de la envidia, la cólera y el rigor inexorable del
gobernador.
El licenciado Gaspar de Espinosa fue el encargado de abrir
el proceso. Espinosa era un joven recién graduado de bachiller
en Salamanca —ya sabemos que el título de licenciado se lo
adjudicó él mismo— y este era el primer caso que caía en sus
manos. Debía, pues, poner especial interés y entusiasmo en
ganarlo, para lo cual contaba con la experiencia y la preciosa
asistencia del bachiller Enciso. Pero Pedrarias, no contento
con esto, y resuelto a aplastar a toda costa al capitán Balboa,
comenzó a levantar por sí y ante sí una información secreta
encaminada a probar la responsabilidad de aquel en el destie-
rro y desaparición de Nicuesa.
En tan críticas circunstancias surgió para Balboa un amigo
poderoso en la persona del obispo fray Juan de Quevedo. Fray
Juan había simpatizado con el conquistador; desde el primer
momento se había dado cuenta de sus grandes capacidades de
colonizador y administrador y, por otra parte, había visto en él
un segundo aliado para la difusión de la fe y su beneficio per-
sonal, en caso de que se le dejara actuar libremente.
378
«Pensaba aquel prelado —decía Oviedo— ser muy rico
por la industria de Vasco Núñez». Tan pronto, pues, como el
obispo supo que Pedrarias levantaba una información secreta
entre los enemigos de Balboa, además de la que se le había
encargado a Espinosa, se apresuró indignado a comunicárse-
lo a este. Y picó el amor propio del juez haciéndole ver no solo
que era una gran injusticia valerse en secreto de los enemigos
de Balboa para perderlo, sino una falta de confianza en la ha-
bilidad y honradez de quien instruía las sumarias.
Espinosa, todavía inexperto en las artes de la intriga y
aun fuera de la influencia corruptora de Pedrarias, consideró,
en efecto, un agravio el que se atropellaran así las funciones
que le competían; se le encaró valientemente al gobernador, y,
después de una acalorada discusión, obtuvo que este le entre-
gara lo que había obrado.
Si bien quedó de este modo anulado el juicio criminal
por la muerte de Nicuesa, Espinosa, sin embargo, hubo de
declarar a Balboa culpable de la confiscación de los bienes
de Enciso.
Pero Pedrarias no podía quedar satisfecho con tan poca
cosa. Apoyado por casi todos sus consejeros y basado en que
los testigos de las sumarias secretas habían ratificado pública-
mente sus deposiciones, era su intención enviar ahora a Bal-
boa a España preso y cargado de grillos. Acaso era esta la me-
jor solución para Balboa, pues se le daría con ello oportunidad
de abogar él mismo ante el rey su propia causa sobre la plata-
forma inmensa del mar que había descubierto. Pero tal solu-
ción no convenía a los planes enredados del obispo Quevedo.
Y usando de nuevo de su astucia característica, y siempre en
el fondo a favor de Vasco Núñez —defiéndeme de mis ami-
gos, que yo me defenderé de mis enemigos, podía haber di-
cho el pobre descubridor—, hizo ver a Pedrarias el peligro
que había en enviar a la corte a un hombre que iba a presen-
379
tarse con la gloria de un gran descubrimiento y de muchos
otros servicios prestados a la Corona.
—Enviadlo ahora a España —le dijo— y pronto lo veréis
regresar con la gobernación de la parte más rica de Castilla
del Oro.
Vio inmediatamente Pedrarias la sabiduría del consejo,
lo aceptó sin titubear, y de ahí a los pocos días, urgido siem-
pre por el obispo, mandó restituir a Balboa los bienes que se
le habían secuestrado para responder de la residencia y aun le
acordó de nuevo un puesto para el cabildo. Pero dejó aún
pendiente sobre él, como una espada de Damocles, la famosa
residencia, que apenas había declarado en suspenso.
Cuando Balboa, libre ya, tomó el camino de su casa, esta-
ba lejos de imaginarse que apenas había terminado para él la
primera etapa de una larga y horrible persecución.
Razón tenía Anayansi cuando, en la intimidad del hogar,
le pedía, con lágrimas en los ojos, que no se fiara del nuevo
gobernador.
—Es tu rival —le decía— y te tiene envidia. Te tiene en-
vidia porque eres más joven y más fuerte y más sabio que él.
Te tiene envidia porque tú solo descubriste el mar del Sur y
fundaste esta colonia que él te fue robado.
Y la brava indiecita lloraba de rabia y le ofrecía a Balboa,
para anular a Pedrarias, el contingente de toda su raza.
380
XXXI. Hambre, expediciones
y expoliaciones
381
Nicuesa, guardaban avaramente lo poco que para ellos pu-
dieron reservar.
Los ánimos de los compañeros de Pedrarias, ya profun-
damente decaídos desde que se convencieron de que el oro no
se pescaba allí con redes, sino que era necesario procurárselo
a mano armada y, en medio de las mayores privaciones y es-
fuerzos, llegaron entonces al colmo del abatimiento. Y todos
vieron que Castilla del Oro se había tornado de pronto en
tierra de ruina, de desesperación y de muerte. La gente co-
menzó, en efecto, a morir súbitamente de hambre, y morían
ahora en una proporción de más de veinte cada día. No había
personal que diera abasto a enterrar a los muertos y era nece-
sario a que se llenaran las sepulturas para llegar a taparlos.
Había caballeros que ofrecían una fortuna por un pedazo de
tortilla y otros se caían exánimes por las calles al grito horri-
ble de: «¡Me muero de hambre! ¡Me muero de hambre!». An-
tes de que se cumpliera un mes de su desembarco, la tercera
parte de los hombres de Pedrarias, más de setecientos, había
muerto de fiebre o por falta de alimento.
Tan angustiosa y desesperada era la situación, que Pe-
drarias se vio forzado a permitir que partieran para Cuba y
para España todos los que cupieran en un buque que fue po-
sible equipar. Y hasta él mismo habría partido y abandonado
cobardemente a sus compañeros si no se lo hubiera impedido
el consejo con imperiosas razones.
La desaparición y la partida de un número tan grande de
colonos, algunos de los cuales, con Bernal Díaz, tomaron par-
te de la conquista de México, constituyeron un alivio momen-
táneo para la colonia, pero Pedrarias, a fin de reducir aún más
el número de bocas y para distraer a los que quedaban de sus
sufrimientos y angustias, determinó enviar enseguida una ex-
pedición al interior del país, tardíamente recordando las indi-
caciones de Balboa sobre colonización. Mas, en vez de poner
382
a este al frente de la expedición, como lo aconsejaba la más
elemental previsión, celoso aún del descubierto y con el pro-
pósito oculto de deslucir su hazaña, hubo de confiarla a su
teniente Juan de Ayora.
Partió este a mediados de julio en 1514, al frente de cua-
trocientos hombres, y desembarcó poco después en el territo-
rio de Comagre, en un lugar en donde enseguida fundó el
pueblo de Santa Cruz, que dejó a cargo del capitán Juan de
Zorita, con ochenta hombres, casi todos enfermos. Y luego se
internó en el país con los suyos, para caer por sorpresa sobre
los indios, como una bandada de langosta o de forajidos.
La conducta usada por Ayora y sus capitanes para con
los indios fue atroz. Sin hacerles requerimiento alguno, los
salteaban de noche mientras dormían; atormentaban a los ca-
ciques, echándolos a los perros para que los destrozasen vi-
vos; asaban a los otros al fuego vivo, les sacaban los ojos de las
órbitas, les tomaban sus hijos y mujeres; y hacían prisioneros
a cuantos podían para tener esclavos que repartir y vender a
su vuelta. Los que Balboa había dejado de paz y salían a reci-
birlo en son de amigo no se escapaban de llevar igual suerte;
«por donde ha sido causa —escribió Balboa mismo al rey—
que ya no hay caciques ni indios de paces en toda la tierra,
sino es el cacique Careta, que está a ama cara, porque está
cerca de aquí».
El obispo Quevedo, indignado con semejante proceder,
escribía entonces a este respecto:
Diéronse tan buena maña los capitanes, que el que iba por te-
niente de capitán general, lo primero en que entendió fue en
tratar mal a los caciques y indios, y prenderlos porque le diesen
oro; hasta los que venían a serville y ofrecele oro los prendió y
atormentó porque le diesen más, y, teniendo preso a un cacique
de Comagre, que es el más principal de todas estas tierras, el
383
cual había venido a traelle dos mil pesos de oro, huyó con otro
hermano del cacique de Careta y soltó a los perros en pos de
ellos y mataron al hermano de Careta y el cacique de Comagre,
que se llamaba Panquiaco, por huir de los perros entró por tierra
de un su enemigo y matáronle; esto todo fue en una provincia
que se llama Pocorosa, y al cacique desta dicha provincia de
Pocorosa tenía también preso a la sazón, y es tan amigo de los
cristianos que nunca dexa de servilles, aunque después le han
robado. Otras veces de allí fue a Tubanamá y los indios le
salieron a limpiar los caminos por donde fuese, y él dice que iba
en una yegua y comenzó a alancear los indios.
384
contagiado ya con el ejemplo de Ayora, en el camino dio prue-
bas de una violencia y crueldad injustificadas.
Se apoderó de más de dos mil pesos oro y de más de cien
indios, entre ellos, por indigno subterfugio, de algunos del
mismo Careta, gran amigo suyo y de Balboa. En esta expedi-
ción se dice que Hurtado —y lo cuenta el mismo Oviedo—,
después de haber ordenado apresar y amarrar por el cuello a
una cantidad de indios, les hizo leer la requisición en lengua
castellana, sin siquiera hacerla interpretar.
De su famoso botín, Hurtado apartó el quinto destinado
al rey y se repartió el resto con Pedrarias, el obispo, el conta-
dor, el factor y el alcalde mayor, remedio eficacísimo, como
muy pronto se vio, para que estos altos dignatarios dieran por
concluida la residencia que se le seguía al teniente de Balboa.
A principios de octubre, ocho meses después de su sali-
da, llegó el capitán Ayora y, usando el mismo procedimiento
de Hurtado en el reparto de su rescate, obtuvo luego, so pre-
texto de mala salud, permiso para regresar a España a su casa
Adamuz, cerca de Córdoba. No solo no le reprendió por su
mala conducta con los indios y por sus expoliaciones, sino
que, según se decía, se le había dejado llevar una gran canti-
dad de oro que había escondido y de la cual no había deduci-
do ni siquiera el quinto del rey.
Mártir de Anglería contaba, en efecto, a este propósito:
«No falta quien piense que en su fuga consintió el mismo go-
bernador, Pedro Arias, porque este Juan de Ayora es hermano
del historiador regio Gonzalo Ayora, hombre erudito y perito
en asuntos militares, y tan amigo del gobernador que casi se
les puede contar entre las pocas parejas de amigos».
Después de la partida de Ayora para España, Pedrarias
organizó otras expediciones militares, sin duda con el único
fin de obtener oro y de hacer esclavos. Estos esclavos eran
herrados y luego vendidos en almoneda en la misma Santa
385
María o bien en Cuba o en La Española; cuando no se jugaban
a los dados, como rebaño humano. Se refiere que en una sola
apuesta el gobernador en persona perdió la cantidad de ¡cien
indios!
Entre aquellos expedicionarios se cuenta Francisco de
Vallejo, que penetró con ciento veinte hombres en las monta-
ñas de Urabá, y regresó con tres mil pesos en oro y gran sarta
de prisioneros; el bachiller Enciso y el sobrino de Pedrarias
que invadieron sin gran éxito la región del Cenú, por la costa
del golfo de Urabá; y Antonio Tello de Guzmán, quien llegó
hasta el mar del Sur, cerca del caserío indígena de Panamá,
donde poco después sería fundada la ciudad indígena de este
nombre. Entre expoliaciones y crueldades sin cuento cruzó
este el país por las tierras de Chepo, Chepavare y Pacora y se
detuvo a la orilla del mar del Sur en el caserío citado. «Vues-
tras altezas —escribía Pedrarias en 1516— sabrán que Pana-
má es una pesquería en la costa del mar del Sur e pescadores
dicen los indios panamá». Guzmán regresó en mayo de 1515
con un rico botín de más de veinte mil pesos oro, sin contar
los esclavos, pero con la amarga experiencia de lo que signifi-
caban la ferocidad y la venganza de los indios, ahora alzados
todos contra los españoles en irrevocable guerra a muerte.
Guzmán encontró destruida la estación de Santa Cruz y ma-
sacrados por los indios los ochenta españoles que allí había
dejado Ayora al mando de Carlos Aguilar. El cacique Pocoro-
sa, uno de los mejores amigos que tuvo Balboa, había dirigido
el ataque con sus guerreros, ansioso de vengar las afrentas
recibidas y la cautividad de su familia. Y una vez forzada la
fortaleza, no dieron cuartel ni tuvieron compasión; profana-
ban a los muertos, torturaban a los vivos, mutilaban los labios
y las lenguas de los heridos y, luego, les introducían oro fun-
dido por las gargantas. «¡Hártate de oro, hártate de oro», les
decían.
386
De la horrible carnicería solo pudo escapar doña Ma-
ría de Aguilar, la esposa del capitán que guardaba el reducto.
Y Pocorosa, para vengar la afrenta inferida a su familia y a su
raza, enamorado de improviso de la gentil castellana, con un
sentimiento mezcla de odio y de amor salvajes, la hizo su pri-
sionera y su manceba forzada. Y no valieron embajadas, ni
amenazas ni cuantiosos rescates; el indio apasionado no solta-
ba su presa y respondió a los emisarios de Guzmán enarbo-
lando las camisas ensangrentadas de los españoles. Fue
Yana, una de las mujeres nativas de Pocorosa, la que, por ce-
los, liberó de su tortura a doña María de Aguilar. La mató en
el río, mientras esta se bañaba, y luego la dio por ahogada o
tragada por un cocodrilo.
Los desgraciados resultados de estas expediciones y pri-
meros ensayos de colonización fueron achacados por Pedra-
rias y sus tenientes a los consejos de Balboa, sin ver que todo
habría resultado de otro modo si, en vez de convertirse en
bandas de salteadores y asesinos, hubieran seguido la política
de previsión y concordia puesta en práctica antes por el des-
cubridor. Con razón decía este, quejándose al monarca, que si
se hubiera castigado en su tiempo a Ayora, por sus excesos
con los indios, los demás tenientes se habrían contenido. «Si
ansi dura como va agora solamente un año —escribía— que-
dará la tierra tan asolada que después no será posible tornarse
a remediar».
Tan desolada quedó, en efecto, que en muy poco tiempo
llegaron a desaparecer los dos millones de indígenas que, se-
gún los cálculos más prudentes, poblaban el istmo a la llegada
de los europeos; y por todas partes no se veían sino signos de
desolación y muerte.
387
XXXII. Adelantado del mar del Sur
388
reclamó en nombre del interesado sus derechos. Y como nada
consiguiera, un domingo se subió al púlpito y abiertamente
predicó contra la tiranía y denunció a Pedrarias como viola-
dor de las órdenes del rey.
Intimado Pedrarias ante la osadía del obispo y temeroso
de las consecuencias que pudiera acarrearle su acto en la Cor-
te, determinó, por parecer de Espinosa, que ya se había pasa-
do de su lado, y, para darle al asunto visos de legalidad, some-
ter al juicio del consejo si debía entregarse a Balboa o no su
proceder de residencia.
Una residencia que de acuerdo con las instrucciones del
rey debían durar solo sesenta días y que llevaba ya más de
nueve meses.
Naturalmente, el tesorero De la Puente —el mismo que
disposición última del rey debía servir de mediador entre Bal-
boa y el gobernador—, el contador Diego Márquez y el juez
Gaspar de Espinosa sostuvieron la tesis que ya había sido fra-
guada. Por allí estaba el obispo Quevedo a que se le hiciera
justicia a Balboa. Lleno de ira, se levantó de su asiento, denun-
ció el complot que se tramaba contra el hombre a quien el rey
quería expresamente honrar con sus servicios y, encarándose
a Pedrarias, lo increpó de esta manera:
—¿Cómo es posible que os atreváis a discutir si quiera
un acto que su majestad el rey ha ordenado expresamente que
se cumpla? Solo pensarlo, señores, implica cierto principio de
desobediencia y deslealtad. Tanto más, que, haciendo en las
reales provisiones mérito de los servicios de Balboa, descarga-
ba el soberano conciencia con las mercedes que le confería.
¿Y sois vosotros los que pretendéis oponeros al juicio del rey
y a sus mercedes? ¡No, señores; no es un deseo de justicia y le-
galidad el que os mueve, sino la pasión y la envidia!
Firmó cada uno de los presentes su voto, pero Pedrarias
se manifestó «tan espantado del discurso del obispo que asin-
389
tió a cuanto dijo y obtuvo que se acordara, cuando ya era casi
media noche, que se le entregasen a Balboa sus títulos al día
siguiente, que era 23 de abril».
Y ese día, un mes después de haberlo recibido Pedrarias,
recibió Balboa su título de Adelantado, el segundo que en la
historia de España se concedía a un héroe. El primero le había
sido otorgado a Bartolomé Colón, el hermano del almirante.
Aunque al mismo tiempo se le hacía gobernador de las
provincias de Panamá y Coiba, sin duda las más ricas e im-
portantes de la Castilla del Oro, analizándolo bien y conocien-
do el carácter de Pedrarias, los títulos de Balboa iban a quedar
letra muerta, pues el rey disponía que el Adelantado quedara
sujeto a la autoridad del gobernador Pedrarias y sujeta a su
aprobación cualquier empresa que iniciara.
No obstante, el regocijo de Balboa y sus amigos fue gran-
de, y grande al mismo tiempo el rencor que ahondó en el
alma de Pedrarias.
No bien había recibido Balboa sus títulos, Pedrarias es-
cribió una larga carta al rey para que se le retiraran aquellos
títulos o, al menos, para que se interpretasen y aclarasen. En
ella le expresaba que la voz «Coiba» era muy vaga y no se
aplicaba a provincia alguna determinada; que nunca Balboa
había estado en tales partes; que el nombrarle Adelantado
de toda la costa del mar del Sur importaba tanto como hacer-
le señor de aquella tierra entera, cuando estaba informado de
que «el que descubrió la mar del Sur e gastó sus dineros e
hacienda en ello, Diego de Nicuesa, dicen que fue»; que a Bal-
boa se debía el fracaso de las expediciones que por sus indica-
ciones había despachado; que «por formar e cábalas e so color
de pedir justicia se pone en embarazar lo que ordeno y man-
do en las cosas que convienen al servicio de sus altezas estando
como está acusado de muchos crímenes y excesos e culpas»;
y «que, aun con todas estas quiebras se ha puesto en esto,
390
qué hiciera si se le hubiera dado la posesión e cargo de las
mercedes».
Luego, pintando el carácter de Balboa en negros térmi-
nos, decía de él que no sabía decir verdad, que era muy cruel
e ingrato, demasiadamente codicioso y de mala conciencia;
que no se sujetaba a ningún consejo, y cuando se le pedía uno
lo daba siempre al revés, etcétera, etcétera.
¡La cólera le reventaba por todos los poros del cuerpo a
su excelencia el señor gobernador don Pedro Arias Dávila!
391
XXXIII. Saqueo y destrucción
392
de la isla, auxiliados por los indios de Chiapes y Tumaco, que
eran, como se sabe, sus enemigos: les quemaron sus cosas y
sus trojes, le tomaron numerosos prisioneros y, al fin, lo obli-
garon a hacer la paz, en señal de lo cual les dio cuatro mil
pesos en oro y quince o dieciséis marcos de perlas, les llevó a
los sitios en que estas se cogían, hizo sacar algunas a la vista
de los españoles y se comprometió a contribuir cada año con
cien marcos de ellas.
Entre las perlas presentadas a Morales por el cacique de
la isla Rica, hubo una que ha llegado a ser famosa en la histo-
ria. Lució en el joyero de muchas testas coronadas, fue canta-
da por Cervantes y Lope de Vega, y todavía anda dando vuel-
tas por el mundo con el nombre de Peregrina. De figura de
una pera, pesaba treinta y un quilates y «era muy perfecta, sin
ninguna tacha ni mácula, y de muy lindo color, lustre y he-
chura». En la almoneda que se verificó del 19 al 21 de agosto
de 1515 la sacó un mercader, Pedro del Puerto, como interme-
diario de Pedrarias, por la suma de mil doscientos pesos de
oro. Más tarde, cuando doña Isabel de Bobadilla pasó a Espa-
ña, la vendió a la emperatriz con otra «chatá, a forma de pane-
cillos», por la suma de novecientos mil maravedíes. Permane-
ció desde entonces vinculada a la corona real hasta que Felipe II
la ofreció a María Tudor de Inglaterra, como regalo de boda.
Un retrato que de esta reina hay en el museo del Prado, otro
en Hampton Court y otro pequeño en la catedral de Winches-
ter donde se efectuó su matrimonio ostentan como adorno
descollante la famosa perla. Después de la muerte de María
Tudor, la Peregrina volvió a España y de soberano a soberano
fue a parar a manos de José Bonaparte, quien la sacó de la
Península con otras joyas de la Corte, cuando tuvo que aban-
donar esta. Al morir este malogrado monarca dejó la Peregri-
na a su sobrino, el príncipe Luis Napoleón, después Napo-
león III. Cuando el príncipe huyó a Londres, desterrado, se
393
llevó consigo la Peregrina y, allí, en uno de sus apuros mone-
tarios, debió venderla a su gran amigo lord Hamilton, cuya
familia la conserva aún con veneración y orgullo.
El regreso de Morales fue, como la ida, un viaje de sa-
queo y destrucción, a tal punto que, desesperados los indios,
se levantaron todos en armas para recobrar a los hijos y mujeres
que se llevaban cautivos, y se presentaron en son de guerra
cuando Morales se hallaba acampando en las tierras del caci-
que Chochama. La situación de aquel pareció desesperada, y
para escapar de ella solo se le ocurrió, como lo hizo, mandar a
degollar a los cien prisioneros «en cuerda» que llevaba, sin
perdonar ni mujeres ni niños. Espectáculo horroroso que,
como es natural, detuvo espantados a los padres, hermanos y
maridos, y permitió escapar a los españoles. «Traían hasta
cien indios e indias —refería Balboa al rey—, la mayor parte
mujeres y muchachos y trayéndolos atados en cadenas hizo e
mandó el capitán que a todos les cortasen las cabezas y les
diesen de estocadas, y ansí se hizo, que ningún indio ni india
de los que traía escapó».
Fue entonces cuando Balboa, persuadido de que no que-
darían hombres ni ayuda alguna para ir a poblar las provin-
cias de Coiba y Panamá, tomó la determinación de volverse a
España, de la cual se vio pronto obligado a desistir y quedarse
de nuevo a la expectativa.
Sucedió que por este tiempo Gonzalo Fernández de
Oviedo, asqueado por los horrores que estaba presenciando,
había decidido ir a poner él mismo en noticia al monarca de lo
que ocurría en la colonia. Y, a pesar de todos los obstáculos que
intentó presentarle Pedrarias, consiguió salir de la antigua a
principios de mayo de 1515. Pero en la misma embarcación
partieron también Colmenares, que iba como emisario directo
de Pedrarias, y fray Diego de Torre, provincial de la orden de
san Francisco, y fray Andrés de Valdés, emisario, por su parte,
394
del obispo Quevedo. Temían este y el gobernador lo que
Oviedo, testigo imparcial y preparado, pudiera contar al rey
don Fernando. Según Oviedo, Pedrarias era simplemente un
imbécil, el obispo Quevedo un avaro, y Balboa un aventurero
fumador de tabaco como los indios salvajes.
Nada, sin embargo, pudo contarle, a poco de haber llega-
do a la Corte, moría el rey en Madrigalejos, en enero de 1516.
Las instrucciones del obispo fray Diego de Torre tendían to-
das a defender a Balboa ante el rey católico de las acusaciones
que habría de hacerle Colmenares en nombre de Pedrarias.
«Le diréis —decía—, como después que su alteza escri-
bió al gobernador encomendándole a Vasco Núñez, diciéndo-
le que le honrase y que en las buenas obras que le hiciese co-
nocería su alteza la gana que el gobernador tenía de servirle y
que tomase su consejo y su parecer, desde aquel punto y hora
jamás le ha podido mirar pacíficamente y, aunque sepa que de
su mano se ha de cobrar la vida de los que estamos acá, no
hará cosa por manos del dicho Vasco Núñez».
«Cuando aquí venimos —decía en otra parte— valía la
hacienda de Vasco Núñez nueve mil o diez mil castellanos y
ahora no tiene un pan que comer. El gobernador tomole la
casa y diole poco más de lo que le rentaban las tiendas que
hay en ella: las tierras hánselas tomado para su alteza; los di-
neros hánselos hecho pagar a los que se le pedía; queda como
el más pobre hombre de la tierra, y no sería nada para él si lo
dexasen entender en lo que él sabe mejor que todos que po-
dría servir al rey...».
Ya antes de que Oviedo y los comisionados del obispo se
dieran al mar, Pedrarias, evidentemente con el propósito de
que estos salieran bien impresionados y de desvirtuar el car-
go de que se había negado a poner a Balboa en posesión de
las provincias que le estaban asignadas, hizo saber que se le
había de dar a aquel el comando de una expedición. No sería,
395
es claro, a aquellas provincias ni a las costas del mar del Sur,
sino a las montañas donde debía estar el templo de oro del
Dabaibe, que en vano el mismo Balboa había tratado antes de
localizar, y lo había intentado también Juan de Taviera, el fac-
tor, y Juan de Birnes. Pero este denodado aventurero Vasco
Núñez no sabía permanecer ocioso, que se sentía arrinconado
en la plenitud de sus fuerzas y que estaba persuadido como el
más de la existencia del Dabaibe misterioso, aceptó con toda
voluntad aquella comisión. Para lo cual Pedrarias y sus ofi-
ciales obtuvieron, con el voto de contra de Enciso, que se le
levantara temporalmente el juicio de residencia y, siempre
desconfiados, le nombraron otro capitán, don Luis Carillo,
para que fuera a su lado, y un tesorero de la jornada, don
Martín Martínez.
La expedición, tal como la había previsto Pedrarias,
quien sin duda no creía en la leyenda del templo, fue un com-
pleto fracaso. Al ejército de ciento noventa hombres que lo
componían no se le dieron suficientes provisiones y no era
posible obtenerlas en el camino, por donde los indios estaban
ya escarmentados y levantados contra los blancos. Todavía,
para colmo de males, mangas de langosta habían caído en
esas regiones sobre las pocas sementeras de maíz que habían
plantado los indios.
En tan difíciles circunstancias, Balboa logró, sin embar-
go, llegar con su gente a la provincia que se suponía del Da-
baibe. Allí los indios que cayeron prisioneros aseguraron al
Adelantado que a diez jornadas tierra adentro existían gran-
des y ricas minas de oro. Pero no fue posible, a pesar de que
los expedicionarios permanecieron diez días en un pequeño
pueblo de indígenas abandonado, obtener una entrevista si-
quiera con el cacique del Dabaibe. Convencidos, al fin, de que
sin provisiones era imposible pretender penetrar hacia el inte-
rior del país, resolvieron regresar a la costa divididos en dos
396
grupos. Uno de estos, mandado por Balboa en persona, y
compuesto de cincuenta hombres, se vio atacado repentina-
mente mientras navegaba río arriba en cuatro canoas por un
afluente pequeño del río Grande. Venían los atacantes en ocho
embarcaciones muy bien manejadas, armados de flechas y va-
ras de guerra. Antes de que los españoles pudieran intentar
una maniobra o una defensa, les tenían heridos treinta hom-
bres. Balboa perdió la canoa en que iba y fue herido malamen-
te en la cabeza. Los tripulantes de las otras tres lograron arri-
bar a tierra y defenderse a pie firme, pero con tan mala suerte
que perdieron a dos de sus compañeros en la refriega, y Luis
Carrillo recibió un varazo tan fuerte en el pecho que del resul-
tado de este murió apenas regresando a la Antigua.
Así, desbaratados, y después de muchas penalidades, lo-
graron regresar a la costa donde los que quedaron al cuidado
de las naves estaban ya pereciendo de hambre. Resolvieron, al
fin, de común acuerdo, volverse a la colonia, a la cual llegaron
a cabo de un mes de haber salido, maltrechos y con solo un
miserable botín de cincuenta pesos oro y unos pocos esclavos.
Aunque si Balboa hubiera regresado con los tesoros del
templo de Dabaibe, Pedrarias y sus oficiales no los habrían
desdeñado, ahora se burlaban del conquistador y se alegra-
ban perversamente «porque a Balboa se le aguase la fama que
tenía que hacer por allí aquellas hazañas y porque si ellos des-
pués errasen no se maravillase nadie». Y desde ahora el fraca-
so de Balboa fue el tema de las comunicaciones oficiales a la
corte, con una clara demostración de su incompetencia. Pero
el descubridor, sin perder fe en su propio valor y sin perder
tampoco la esperanza de hallar algún día los tesoros que una
noche alumbró en su fantasía la leyenda de Anayansi, le escri-
bió al rey que su frustrada expedición había servido para ha-
cer más cierta la noticia de las riquezas existentes en aquellos
parajes.
397
XXXIV. Críticas y quejas
398
llamado en cierta ocasión judío hereje, y al tesorero De la
Puente y al factor Márquez los trató varias veces, igualmente,
con dicterios injuriosos.
No había que contar, pues, con la diplomacia del obispo
para atraerse a los miembros del gobierno, ni para sacarlo a él
de la inacción y la prisión velada en la que lo mantenían ni
para poner remedio al caótico de las cosas que imperaba en la
colonia. Caótico estado que en los consejeros y capitanes no
tenía otro objetivo que el de enriquecerse pronto y por cual-
quier medio. Y escribía Balboa al rey:
399
nador ni entiende en otra cosa, porque no se le da nada que se
pierda todo el mundo o que se gane, como si no fuese gobernador.
En las cosas de la gobernación y en el poblar de la tierra
habría menester más consejo del que tiene y, si se lo dan, cree
que es para lo engañar; a todos da muy poco crédito, si no es a
alguna persona de quien él entiende a según interese, hase
mostrando muchas veces muy odioso e riguroso contra los re-
gidores, porque le decían algunas cosas que cumplían al servi-
cio de vuestra alteza y al bien común de la república, y ansí-
mismo contra cualquiera persona algo le contradice.
En las cosas de la hacienda de vuestra majestad por cierto
él tiene muy poco cuidado ni se le acuerda mucho della; es hom-
bre en quien reina toda la envidia del mundo y codicia; pésale
en grande manera si ve que hay amistad entre algunas perso-
nas de bien; aplácale ver y oír consejas y parlas de los unos y de
los otros; es hombre que muy ligeramente da crédito a las cosas
del mal antes que a las cosas del bien ni a las que le podrían
aprovechar: es persona sin ningún regimiento y sin ninguna
manera ni ingenio para las cosas de la gobernación; es hombre
que claramente parece que tiene pospuesto atrás y en el olvido
todo el servicio a vuestra alteza y las cosas de su propia honra
por solamente un peso de oro que se le siga de interese; y, por
no ser más prolijo, dejo de hacer a su real alteza otras infinitas
cosas que consisten en su mala condición, y que no habían de
caber en persona que tan gran cargo tiene y tanta y tan honra-
da gente ha de regir y administrar.
400
tampoco, las quejas que contra el mismo Pedrarias enviaba
Quevedo y las que comenzaban ahora, indirectamente, sus
mismos oficiales y hasta el tesorero Pasamonte de La Españo-
la. «Dura muy poco —decía Oviedo— la amistad que tiene
con ninguno de los oficiales, antes trae por granjería revolver-
los, porque nunca estén conformes, a él mismo reporta e dice
a los unos lo que dicen los otros en secreto de que se han se-
guido zizañas e discordias entrellos de que ningún servicio a
Dios, ni a su majestad ni bien a los pobladores se ha seguido,
antes mucha parcialidad».
Para colmo de suerte para Pedrarias y de desgracia para
Balboa, cuando estos informes comenzaban a menudear en la
Corte, falleció el rey católico y toda la atención de esta debió
concentrarse, por mucho tiempo, en la sucesión del monarca.
Desde agosto de 1515 hasta mediados de 1517 ni una sola or-
den real llegó de España a Santa María, y esta quedó al arbi-
trio de su gobernador.
401
XXXV. El tesoro de Badajoz. Capitulaciones
y desposorios de Balboa
402
dos en una creciente del río, sin duda enviada por el dios mis-
terioso y fastuoso de la montaña.
Encargó el gobernador, en efecto, al tesorero De la Puente
para que tuviera cuidado de Balboa y lo vigilara durante su
ausencia y, sin dar a conocer la verdadera ruta de su viaje,
pues los españoles se morían de miedo al solo nombre de los
indios de Urabá y del Cenú, que usaban flechas enherboladas,
y eran considerados como caníbales. Pocos días después
(30 de noviembre de 1519) se hizo a la vela en tres carabelas y un
bergantín, con doscientos cincuenta hombres de a pie y doce
de a caballo. Salieron las naves rumbo al poniente, pero luego,
durante la noche, por instrucciones secretas de Pedrarias a los
pilotos, enderezaron sus proas rumbo a Caribana, adonde lle-
garon a los tres días de navegación. Hizo desembarcar aquí
doscientos hombres, los cuales, siguiendo por las riberas del
mar, llegaron a un pueblo de indios, le prendieron fuego y lo-
graron apoderarse de algunos de sus moradores. Por estos su-
pieron la efectividad del desastre de Becerra y se dieron cuen-
ta también los soldados de que se hallaban en la tierra de los
indios caníbales. El pánico que se apoderó de ellos fue tan
grande que no hubo más remedio que regresar precipitada-
mente a los buques y hacer luego que estos volvieran sus proas
a la colonia. En el camino de regreso, Pedrarias tocó en el puer-
to de Acla y, encantado de sus buenas condiciones y recordan-
do que Balboa lo consideraba como centro de una región aurí-
fera y punto de partida indicado para las expediciones al mar
del Sur, resolvió fundar allí una fortaleza. Y para dar comienzo
a los trabajos y en parte también, sin duda, para ocultar la pifia
que acababa de darse, se quedó allá algunos días. Pero en Acla
se agravó Pedrarias de una enfermedad crónica de que sufría
y se vio obligado a regresar a la Antigua a fines de enero.
Dejó a cargo en la fortaleza de tierra y madera a la po-
blación que había empezado a levantar el teniente Lope de
403
Olano y despachó, a cargo del licenciado Espinosa, un desta-
camento de doscientos hombres para tratar de recuperar el
tesoro que a Gonzalo de Badajoz, que andaba en campaña por
allí, le había quitado el cacique París después de matarle la
mitad de su gente. Comenzaba Pedrarias a sobornos pública-
mente a Espinosa, y este a cambiar la toga del juez por el uni-
forme de militar. Y llevaba el licenciado este último con tanta
desenvoltura, que durante esta expedición, a la cual debían
seguir otras, echó a los perros a muchos indios para que los
despedazaran, mandó a ahorcar a otros o a cortarles las nari-
ces y las manos, «de manera —dice Las Casas— que en el
tiempo que anduvo por aquella regiones las destruyó casi por
completo, que alma viva no parecía». «Espinosa —agrega—
fue el espíritu de Pedrarias y el furor de Dios encerrado en
ambos».
Francisco de San Román, un monje que acompañó la ex-
pedición de Espinosa, decía más tarde en España que él había
visto pasar por las almas o devorar por los perros a más de
cuarenta mil salvajes. Añádase a esto que Espinosa trajo de su
primera salida, a más del tesoro, lo que pudo recuperar a Ba-
dajoz, la enorme suma de ochenta mil pesos oro y dos mil
prisioneros que habían de ser vendidos después como escla-
vos. Mucho de aquel oro llegó a manos de Espinosa debido al
terror supersticioso de los indios por las cosas que no cono-
cían. Familiarizados ya con las armas, los perros y los caballos
de los españoles huían aterrorizados ahora ante un asno que
montaba el licenciado. Les había hecho entender este que cada
rebuzno del asno era una solicitud de oro y que solo se apla-
caba su furor ante las dádivas en este metal. Y así, caballero en
su asno, iba el licenciado recogiendo el tributo espontáneo u
obligado de los pobres indios.
Se calculaba el tesoro de Badajoz, reunido a costa de la
sangre y las lágrimas de muchas tribus —la de Tataracherubi,
404
Mata, Tabor, Chirú, Escoria y otras—, en una suma no menor
de seiscientos mil pesos en oro. Cuando Badajoz, no conforme
con esta enorme suma, le exigió desde Natá al cacique París
que se rindiera con los suyos, este, cual un espartano, le dijo
al emisario: «Contesta a tu jefe que mis hombres no se rinden
sino después de vencidos». Y no pudo vencerlos Badajoz. Pa-
rís le arrebató el tesoro y le infligió derrota tan afrentosa, que
luego valió al español su destrucción.
Para reparar esta derrota fue comisionado Espinosa. Cru-
zó la montaña de Tubanamá, descendió la provincia de Chepo
y luego se estableció en Natá, donde él hubo de fundar una
villa española, para desde allí iniciar su campaña contra París.
Con un ejército numeroso bien armado y con la ayuda desleal
de los indios de Natá, Espinosa logró vencer al bravo cacique
París, pero solo para verlo quemarse vivo en su fortaleza con
su fiel compañero Matevil, sus más valientes servidores, sus
riquezas, sus provisiones y el famoso tesoro de Badajoz.
El alma libre de los indios cunas y guaimíes había des-
pertado en un sacudimiento trágico. La rebelión estallada
por todas partes y la capitaneaban los más altos jefes de las
tribus, con todo espíritu de libertad de sus mares y sus mon-
tañas. Ahora era este cacique París, bravo como un héroe ho-
mérico, más tarde había de ser aquel Urracá invencible, ner-
vudo y recio, que desafió inmune las furias de los españoles
envanecidos.
En su camino de regreso, Espinosa tuvo sus delicias de
Capua, en la provincia de Chiracona.3 Allí, donde las mujeres
guaimíes se distinguían por su rara belleza, se enamoró per-
didamente de Sinca, joven india de hermosura cálida y «fres-
ca como una flor de montaña». Arrancado al fin de sus brazos,
en marzo de 1517, después de un año de ausencia, Espinosa
405
regresó a Acla, y aquí fue sorprendido con la presencia de Bal-
boa y la existencia de una verdadera población organizada,
fortificada y provista de todos los medios de subsistencia.
Durante su ausencia, en efecto, habían sucedido en la co-
lonia cosas trascendentales. Balboa, reducido a la desespera-
ción, cansado de esperar el resultado de sus cartas al rey y de
sus interminables juicios en la Antigua, viendo ahora que, sin
ninguna consideración por los derechos que le habían sido
otorgados, se planeaba un verdadero complot entre los miem-
bros del gobierno y con el apoyo especial de Enciso, que re-
gresaba entonces a España y llevaba la solicitud del caso para
confiarle a Diego de Albítez la colonización de la costa sur,
resolvió no permanecer por más tiempo inactivo. El rey le ha-
bía concedido el gobierno de aquellas tierras y el derecho a
explotarlas y poblarlas, e iba ahora por sí mismo a tomar po-
sesión de ellas. No bien había partido, en efecto, Pedrarias en
su expedición a Caribana, cuando empezó a poner en ejecu-
ción su plan, el cual fue enviar, como lo hizo, a su amigo ínti-
mo Andrés Garabito con el dinero que había logrado reunir
secretamente entre sus partidarios, para que comprara en
Cuba un buque y trajera en él a los voluntarios que quisieran
enrolarse con Balboa en una expedición hacia el mar del Sur.
El solo nombre de Vasco Núñez, cuya fama era ya gene-
ral, fue suficiente para que, en menos tiempo y con menos
dificultades de las que se esperaban, Garabito lograra obtener
en Cuba sesenta hombres escogidos, con los cuales se puso en
ruta hacia el Darién. A poco ancló a cierta distancia de las cos-
tas de la Antigua y envió secreto aviso a Balboa, quien debía
reunírsele con el objeto de ir enseguida a Nombre de Dios e
iniciar allí la expedición.
Contaban para esto Balboa y Garabito con la ausencia de
Pedrarias; pero la repentina enfermedad de este en Acla y su
inesperado regreso vinieron a frustrar completamente su plan.
406
Porque avisado el gobernador por quien lo supo de que en las
cercanías había fondeado un buque con gente armada y de
que estaba en relaciones con Balboa hizo inmediatamente po-
ner preso a este y lo encerró en una jaula en su propia casa
para que estuviera más seguro.
Estos sucesos produjeron consternación y gran alboroto
en la colonia. Hubo desafíos, asonadas contra el gobernador,
insultos, discusiones. Pedrarias, por su parte, y con él los ene-
migos de Balboa, consideraba su actitud como un atentado
contra la autoridad del gobernador y el comienzo de ejecu-
ción de un plan de alzamiento. Los amigos del Adelantado y
en especial el obispo Quevedo, con cuya conveniencia se ha-
bía fraguado el plan, alegaban que Balboa estaba meramente
ejercitando un derecho y que no había entrado jamás en sus
cálculos alzarse contra la autoridad de Pedrarias, que siempre
había sido en respetar y acatar. El obispo mismo se apersonó
al gobernador para hacerlo entrar en razón. ¡Y no se sabe qué
elocuencia persuasiva empleó en sus argumentos; pero el he-
cho fue que llegó a convencer a Pedrarias no solo de la inocen-
cia de Vasco Núñez, sino, lo que es más extraordinario, de que
le convenía su amistad para su gobierno y aun para sus nego-
cios personales y de que el mejor medio de hacerla duradera
era darle en matrimonio una de sus hijas casaderas, que se
sabía tenía en un convento en España!
Este arreglo, que plugo de modo particular a doña Isabel
de Bobadilla, buena amiga, como se sabe, del Adelantado,
dejó consternados, maravillados, a tiros y troyanos en Santa
María.
¿Se sabía hecho todo esto de buena fe?, se preguntaban
todos. ¿No habrá en ello un nuevo lazo y una nueva astucia
del viejo zorro Pedrarias?, dudaban los amigos de Balboa.
407
XXXVI. La amargura de Anayansi
408
Adelantado, el mayor de todos estos el de poder explorar las
costas y las aguas del vasto océano que había descubierto.
Pero significaba también una gran ingratitud con la po-
bre Anayansi. Hasta ese momento habían vivido ambos en la
mejor armonía y se querían, al parecer como verdaderos espo-
sos. No había tenido hijos, pero representaba ella para él una
compañera fiel, una consejera desinteresada, un suave apoyo
y consuelo en los momentos más aflictivos de su vida. ¿Cómo
era posible, pues, que el héroe jugara ahora así sin consultar-
la, sin que pasaran siquiera en la balanza de sus intereses su
felicidad, su vida misma?
La noticia se clavó en el corazón de la princesa india
como un dardo envenenado. Pero con ese estoicismo de la raza
y esa dignidad que en ella era innata nada dijo ni nada dejó
entrever a Balboa de la tempestad que se desencadenaba en
su corazón y su cabeza.
—Si ella va —le dijo— en interés de tu porvenir y sirve al
tributo de tus proyectos, yo no debo ser un obstáculo. Solo
pido que me dejes aquí y no me mandes a vivir de nuevo con
mi padre. Me enseñaste a vivir como europea y ahora no me
acostumbraría a vivir otra vez como salvaje.
Y se separaron —pues era menester para guardar las
apariencias con el gobernador— sin una lágrima ni un gesto
de parte Anayansi.
Por la noche, Leoncico la sorprendió llorando amarga-
mente sobre una piedra de la playa. Más fiel que su amo, el
viejo lebrel, cargado de años y de cicatrices, se había resistido
esta vez a separarse de la india. Y allí estaba ahora, echado
sobre las patas traseras, mirándola con ojos tristes de compa-
sión y misericordia.
Se arrastraba el mar perezosamente a lo largo de la are-
na, tranquilo en su vasta extensión, bañado por los rayos de
la luna. Las montañas cubiertas de árboles fantásticamente
409
encorvados por los vientos, elevan con majestad sus cimas
hasta el cielo y sus contornos se suavizaban y redondeaban
en las tinieblas de la noche austral.
Así suavizaban con el llanto y el silencio y la soledad las
angustias en el alma de Anayansi.
410
XXXVII. Exploración del mar del Sur.
Acla y la traición de Garabito
411
a poner manos a la obra con el ardor y el entusiasmo que acos-
tumbraba en todas sus empresas, esta vez, además, con la ale-
gría de verse libre al fin y con alguna autoridad después de
dos años y medio de inacción, de angustias y de miserias. Lo
embargaban estos sentimientos cuando, mientras se paseaba
por la plaza de Acla, un ave negra pasó rozando su frente y
con las patas y las alas le arrojó al suelo el casco que llevaba en
la cabeza. Arrugó el ceño el Adelantado, recogió su casco y
con un vago escalofrío de superstición oyó que el ave se aleja-
ba graznando.
Muy poco después de arribar allí Espinosa, en marzo
de 1517, Balboa se embarcó con rumbo a la Antigua para anun-
ciar la conclusión de sus trabajos en Acla y tratar de arreglar
su proyectado viaje al otro mar. Para la construcción de barcos
y el establecimiento de una estación en la costa austral se ne-
cesitaban más de los ochenta hombres que se le habían dado,
aumento que creía fácil llegar a obtener de la gente que había
regresado con el licenciado.
Pero las cosas no iban a resultan tan sencillas como él se
lo había imaginado. Pedrarias, en vista de que ya el Adelanta-
do había terminado tan felizmente el establecimiento que ha-
bía de ser la base de la expedición austral, manifestó, cuando
menos se esperaba, su propósito de ir él en persona a descu-
brir por el mar del Sur. Esto, desde luego, era una violación
del pacto celebrado con Balboa, y el obispo Quevedo se vio de
nuevo en la necesidad de intervenir y protestar. Y por primera
vez en la historia del gobierno de Pedrarias contó para ello
con el apoyo de los demás miembros del consejo. No era, na-
turalmente, que estos hubieran cambiado su actitud y sus
sentimientos con respecto a Balboa, sino que se fincaban en la
empresa grandes esperanzas de lucro, que trabajaban en el
fondo por Diego de Albítez y que no creían en las capacidades
de su gobernador como explorador y colonizador.
412
El obispo, el tesorero De la Puente, el contador Márquez,
el factor Tavira, todos los del gobierno, resolvieron hacerle a
aquel una representación respetuosa, pero firme donde le de-
cían, entre otras cosas, que sus funciones no eran las de hacer
la labor confiado a los capitanes, sino la de atender a la admi-
nistración general de la colonia, que con su edad y sus enfer-
medades no era prudente que se expusiera a las fatigas de las
exploraciones; que su presencia era necesaria en la Antigua
para atender las cosas que podían llegar de España en esos
momentos de agitación política, etcétera, etcétera. Termina-
ban pidiéndole, y aquí se ve claro que cada uno trabajaba, en
el fondo, por su lado, que enviara al factor Tavira «e al Ade-
lantado Vasco Núñez de Balboa e al capitán Diego de Albítez
a las jornadas que está acordado que vayan en servicio de sus
altezas».
Pedrarias hubo de ceder al fin a esta petición y hasta se
dio de muy buen grado, pues en estos instantes llegó a sus
oídos que estaban al arribar a la Antigua los padres jeróni-
mos, enviados por el cardenal Jiménez, regente del trono, con
plenos poderes para investigar y remediar las condiciones de
las colonias que el padre Las Casas había denunciado con to-
dos sus horrores y todas sus crueldades contra los indios.
El comando de la expedición se le dio, como estaba con-
venido, al Adelantado del mar del Sur. Habían de componerla
doscientos españoles, treinta esclavos africanos, de los que ya
comenzaban a llegar para suplir los estragos hechos en los
indios, y una cantidad de estos de los que mejor podían resis-
tir las fatigas del trabajo y las largas jornadas.
De nuevo el astuto Pedrarias se dejaba, sin embargo,
una puerta abierta para poder faltar a su palabra cuando le
conviniera y aprovecharse del trabajo y los esfuerzos de su
supuesto yerno; que a su empresa se le puso un plazo peren-
torio que había de expirar el día de San Juan del año de 1518.
413
Además, los auxilios que se le dieron no eran suficientes para
construir embarcaciones, abrir trochas, proveer la expedición
y atender a todas las demás necesidades de una empresa de
proporciones semejantes. Fue preciso que Balboa se asociara
con varios vecinos y formara una compañía, que se llamaría
Compañía del Mar del Sur, «cuyos miembros principales fue-
ron, en primer término, Hernando de Argüello, que puso
para ello toda su hacienda y debió quedarse en la Antigua
como agente de Balboa; Diego de la Tobilla, el futuro historia-
dor que había de ser de aquellos sucesos; Rogel de Loria y
Beltrán de Guevara, que fueron elegidos diputados, y Diego
Rodríguez, su procurador».
Tomadas todas las disposiciones para el buen éxito de su
empresa y arreglados los tres navíos que habían de conducir-
lo a Acla, Balboa se embarcó al fin, con su gente, en los últi-
mos días del mes de junio.
Balboa había construido allí una casa para él, pero pron-
to notó que le hacía falta la compañía de Anayansi. Sin ella no
se sentía que tuviera hogar y las horas de descanso se le ha-
cían monótonas, largas y frías. Envió por ella secretamente a
la Antigua y volvieron a vivir juntos, como en los días felices
de la casa solariega, en la actualidad propiedad de Pedrarias.
Belleza pensativa y grave ahora, nostálgica como un atarde-
cer tropical, no había perdido Anayansi, sin embargo, su no-
ble e ingenua actitud de princesa primitiva.
En Acla se volvieron a ver casi diariamente Garabito
y Anayansi y la frecuencia de sus encuentros renovó en él
aquella pasión que empezó a germinar en la fonda de Inés de
Escobar. La india, sin embargo, fiel y fuerte, rechazaba todas
sus insinuaciones y acogía con dignidad despreciativa sus
cortejos.
Un día, Garabito no pudiendo ya resistir más, y aprove-
chándose de la ausencia momentánea de Balboa, trató de
414
forzar la voluntad de su mujer, con toda falta de respeto y de
hidalguía. Anayansi le increpó entonces por su deslealtad
para con el amigo y su irrespeto para con ella. Ayudaba por
Leoncico, que se dio cuenta inteligentemente de la situación
en que estaba su ama, logró echarlo de su casa. Y no conten-
ta con esto, sin medir el alcance de su actitud, sin sospechar,
desde luego, que iba a poner el elemento más activo para la
tragedia de Balboa le contó a este punto por punto todo lo
acontecido.
Lleno de ira Vasco Núñez, amargada más que todo su
alma por la perfidia del amigo, le pidió por su conducta y le
cruzó el rostro con rudas palabras, que Garabito oyó humilde-
mente y aire de arrepentido.
Alma grande, seguro además de la lealtad de su mujer,
Balboa perdonó pronto la ofensa y no volvió a acordarse del
incidente, pero no sucedió lo mismo a Garabito. Ardido por la
envidia y los celos, juró vengarse. Y lo primero que hizo fue
escribir una carta a Pedrarias donde le decía que Balboa pla-
neaba alzarse contra su autoridad y establecerse indepen-
dientemente en el mar del Sur, que, por otra parte, se jactaba
públicamente de su preferencia por la joven india, con la cual
había vuelto a juntarse, pues nunca pensó casarse con doña
María, etcétera. Entre tanto, aparentemente continuó en amis-
tad con Vasco Núñez.
En Acla, dando Balboa, como siempre, el ejemplo de ser
el primero en el trabajo empezó la labor de cortar la madera
—que él creía mejor que la del Pacífico para la carcoma del
mar—, labrarla y transportarla, con las anclas, jarcias, velas y
demás elementos náuticos al otro lado de la montaña hasta el
río Balsas,4 donde debían armarse los bergantines para llevar-
los hasta el océano.
4 Hoy, sin duda, el río Sabanas, que desemboca en el golfo de San Miguel.
415
Era una empresa de titanes. Por senderos inextricables
abiertos en la floresta, por desfiladeros cortados entre las rocas
y precipicios iban los españoles, negros e indígenas realizando
la tarea sobrehumana. Puesto los hombros para las enormes
piezas de madera o de hierro, bajo la lluvia, entre fangales o
bajo los rayos calcinantes de un sol tropical, iban estos hom-
bres, como hormigas escalando la montaña infranqueable.
En las cimas se habían construido casas de reposo. Allí
reparaban las fuerzas los trabajadores para emprender, carga-
dos siempre, la ruta del descenso, llena de precipicios, casca-
das y riachuelos, que iban a dar hasta la parte navegable del
río Balsas. Fue necesario mucho tiempo y sacrificio de mu-
chas vidas —en el camino murieron más de quinientos in-
dios— para reunir en aquel lugar, a unas veintidós leguas de
Acla, todos los elementos necesarios para construir la peque-
ña flota proyectada.
El plazo concedido por Pedrarias para la empresa estaba
por vencerse. Y desde aquí tuvo Balboa que solicitar una prórro-
ga que fue discutida largamente en el consejo de los oficiales
reales, pues no se le quería otorgar. Fue de nuevo la actitud
resuelta del obispo que los hizo acceder a alargar el plazo cua-
tro meses. Último servicio este que fray Juan de Quevedo
prestará a Balboa, pues pocos días más tarde iba a partir para
España, cansado de la vida y de las luchas de Tierra Firme. Se
iba, sin duda, confiado en que dejaba a su protegido en el ca-
mino del triunfo, cuando en realidad lo dejaba en el camino
de la muerte y lo abandonaba en el momento en el que más
falta le iba a hacer.
Cuatro meses no eran nada para acabar de transportar
los materiales, armar los navíos y verificar las exploraciones.
Pero ni esta contrariedad, ni las que había pasado ni las
que se aún se veían por delante vencieron el ánimo y la fe de
Vasco Núñez.
416
Dividió ahora este a su gente en tres cuadrillas: una para
continuar el acarreo de los materiales, otra para el corte de
maderas y la tercera para que recorriese las regiones vecinas
en busca de subsistencia e indios para los trabajos.
Cuando ya iban a ponerse los buques en astillero sobre-
vinieron enormes avenidas del río, que se llevaron parte de
las maderas labradas y soterraron otras en la lama y el cieno
que acarrearon las corrientes. Los mismos trabajadores, para
salvarse, tuvieron que treparse en los árboles y esperar hasta
que estas bajaran.
Entre tanto, se alimentaban con raíces, y para llegar a la
orilla debieron fabricar los indios un puente de bejucos en
la forma en la que ellos solían hacerlo.
Vencidos estos contratiempos y concluidos de armar los
bergantines, cuando ya el hambre y la fatiga habían diezmado
a los trabajadores, hubo todavía que ahondar el curso del río
en algunos trechos. Y cuando las naves llegaron al fin a orillas
del golfo de San Miguel se vio que la madera de estas estaba
toda apolillaba y por ella se pasaba el agua a raudales.
Lograron, sin embargo, llegar hasta la isla de las Perlas,
y allá las vararon para dar principio a la construcción de otras
de mayor capacidad.
Volvieron a repetirse en la isla los trabajos y las fatigas
pasadas en las montañas y también las escenas de pillajes y
apresamiento de indios que ayudasen en las nuevas construc-
ciones.
Terminados al cabo dos hermosos bergantines, Balboa
se embarcó en ellos, a principios de octubre, con sus solda-
dos; dio con una enorme cantidad de ballenas, que asustó a
los marinos; atravesó el golfo de San Miguel, que él había
descubierto, «en una provincia que se dice Pequeo, que esta-
ba poblada», según escribía Andagoya. Desembarcó la gente
y asentó real, donde estuvo dos meses tomando y prendiendo
417
indios para enviar a Acla a por más jarcia y pez, que faltaba
para los navíos.
Fue este el momento más feliz de la vida de Vasco Núñez.
Estaba a la cabeza de doscientos soldados adictos a su perso-
na y dispuestos a seguirlo donde él los condujera; tenía a sus
órdenes dos buenos bergantines, y en construcción dos más que
bien pronto surcarían las aguas. Todos los caciques de los al-
rededores le habían prometido, no solo proveerlo de combus-
tible sino aun tomar parte en la expedición que él proyectaba
hacia los grandes reinos del sur.
Sin embargo, corría el tiempo y se había vencido la
prórroga que le concediera Pedrarias para realizar su jorna-
da. Le había escrito ya a este para pedirle una nueva conce-
sión y no llegaba la respuesta ni llegaban tampoco las jarcias
y el pez que eran necesarios para poder echarse a navegar
con sus buques.
Parece que ya la carta de Garabito había empezado a sur-
tir sus efectos en el ánimo de Pedrarias. Se quejaba este de que
Balboa no le enviaba noticias de lo que se hacía en el mar del
Sur, quejas que coreaban y envenenaban el tesorero De la
Puente y el bachiller Corral, enemigos jurados del Adelanta-
do, ahora exasperados porque este no los tomaba en cuenta ni
les enviaba su parte en las presas de indios y rescates de oro.
De aquí el silencio y las evasivas de Pedrarias para res-
ponder al agente Argüello la solicitud de nueva prórroga
que, por su intermedio, hacía Balboa.
Acabó Argüello por darse cuenta de que no se iba a con-
ceder dicha prórroga, que lo que se buscaba era encontrar una
oportunidad para apoderarse del trabajar ya realizado por su
socio y echarlo a un lado, como antes se había hecho. Sin pér-
dida de tiempo, se le escribió así a Balboa, y le aconsejó que no
se preocupase más de tal licencia para hacer sus exploracio-
nes, pues para ellas tenía autorización de los padres jeróni-
418
mos, y no era cosa de exponer las sumas que ya traía compro-
metidas en la empresa. Esta carta, por desgracia, cayó en poder
de Pedrarias antes de llegar a su destino, y fue a aumentar la
irritación y las sospechas del quisquilloso viejo.
Mientras tanto, la impaciencia, las dudas y la espera for-
zosa empezaban a producir descontento y desconfianza de la
gente del mar de Sur, que se aumentaron con el rumor que
llegó hasta las islas de que, debido a las representaciones de
Oviedo y el padre Las Casas, Carlos V iba a nombrar a Lope
de Sosa en lugar de Pedrarias, y no se sabía si el nuevo gober-
nador habría de ratificar la comisión de Balboa. Lo dudaba,
por su parte, el Adelantado, y en este temperamento resolvió
un día reunir a sus amigos Andrés de Valderrábano, el capi-
tán Garabito, Luis Botello, Hernán Núñez y el arcediano Ro-
drigo Pérez, reunión de la cual salió acordado que partiesen
todos ellos para el Darién con algunos indios y que, una vez
cerca de Acla, enviasen adelante y en la noche un mensaje a la
casa de Balboa para que se informase de la venida del nuevo
gobernador. Siendo efectiva, debía el mensajero tornarse al
sitio en el que había quedado el resto de la gente, gritando:
«¡Albricias! ¡Albricias!, que el Adelantado Vasco Núñez es go-
bernador de Tierra Firme», y entregase ciertas cartas escritas
de antemano, por las cuales se daba como efectivo el hecho.
En caso de haber ocurrido novedad en el gobierno, referiría
que Pedrarias estaba bueno, que había recibido gran contento
de saber de su yerno y, por fin, que le concedía la prórroga
que tenía pedida.
Este plan, nimio e imprudente, llamado, como lo hemos
de ver, a fracasar, demuestra, desde luego, que Balboa de
quien desconfiaba en realidad era de la gente que lo acompa-
ñaba y que, una vez levantados los ánimos de esta, estaba
dispuesto a realizar de todos modos su jornada antes de que
fracasara. Pero no había en ello el menor asomo de rebelión,
419
como lo creyó o lo hizo creer la gente de Pedrarias cuando
Luis Botello, que hacía de mensajero, fue aprehendido junto
con las cartas que llevaba consigo. Fue una venganza planea-
da de acuerdo con Pedrarias, por el escribano Francisco Bení-
tez, aquel Benítez a quien Balboa había hecho azotar cuando
quiso irrespetar a Nicuesa.
Valderrábano y sus compañeros, en vista de que Botello
no regresaba, resolvieron, imprudentemente, llegar hasta el
pueblo. Fueron también apresados por Benítez y no se les dio
siquiera la oportunidad de avisar a Balboa de lo que estaba
pasando.
420
XXXVIII. Una profecía que se cumple
421
—Ved allá todos —dijo a los que estaban con él—, donoso
estaría el hombre que creyese a adivinos como Micer Codro,
quien me dijo una vez, en la Antigua, que el día que viese esa
estrella en el mismo lugar correría gran peligro mi persona;
pero, si de él escapaba, sería el más rico hombre de las Indias.
Se quedó luego mirando en la dirección del Atlántico,
como si quisiera perforar la sombra y perforar el porvenir.
Micer Codro era un extraño vagabundo, un astrólogo ve-
neciano que había llegado al Darién pronosticando la fortuna
por los astros y buscando él mismo su fortuna en la tierra del
oro. Vivía en una casucha destartalada y misteriosa, y desde
allí había pronosticado también el destino de Valdivia y sus
compañeros, cuando les dijo que tendrían en su contra el agua
y el fuego.
Cuando llegó la carta de Pedrarias para Balboa se halla-
ba este en la isleta de Tortugas y no tenía la menor noticia de lo
que había sucedido a sus comisionados ni de la trama que se
había urdido para atacarlos. Creyendo en la sinceridad de su
futuro suegro, se puso enseguida en camino sin el menor
recelo.
Ganados, sin embargo, los mensajeros de Pedrarias por
la ingenuidad de su conducta y compadecidos por la suerte
que le esperaba, en el trayecto, lo previnieron contra las ver-
daderas intenciones del gobernador. Era tiempo aún para que
el Adelantado regresara y con su gente se diera a la vela y se
pusiera fuera del alcance de sus perseguidores. Pero él tenía
su conciencia tranquila, no se sentía culpable de ninguna trai-
ción y estaba seguro de que podría defenderse airosamente.
No contaba el pobre con que ya no tenía en el consejo la ayuda
del obispo Quevedo y se olvidaba de que luchaban contra él
muchos enemigos aunados.
Siguió, pues, preocupado, pero sin miedo, su camino,
cuando, no lejos del fuerte de madera que él mismo había
422
hecho construir cerca del río Balsas, le salieron al paso Fran-
cisco Pizarro con un grupo de hombres armados, los más
audaces y arrojados secuaces de Pedrarias y le ordenaron
que siguiera preso.
—¿Qué es esto, Francisco Pizarro? —le dijo entonces Bal-
boa—. No solíais vos así salirme a recibir.
Pero Pizarro, el taciturno, el subordinado, no dijo nada a
su antiguo jefe y amigo. Él cumplía órdenes del gobernador.
Y, cumpliendo todavía estas órdenes, lo cargó de cade-
nas y lo encerró, bajo severa custodia en la casa más segura de
Acla, y que era la de Juan de Castañeda.
Allí se le acercó el pérfido justador y, para tratar de sacar-
le por bien lo que le interesaba saber, le dijo:
—No tengáis pena, hijo, por vuestra prisión y proceso,
que yo he mandado a hacer, porque, para satisfacer al tesore-
ro Alfonso de la Puente y sacar vuestra fidelidad en limpio, lo
hecho...
En efecto, ya había mandado a hacer el proceso, «con
todo rigor de justicia», al licenciado Espinosa y al escribano
Antonio Cuadrado. Había despachado, por otra parte, a Bar-
tolomé Hurtado para que se hiciese cargo de las naves de Bal-
boa, y había escrito a España dando cuenta de lo sucedido a
su manera. Al mismo tiempo había comenzado una serie de
intrigas, en Santa María y ante la Corte, del mismo Espinosa y
del tesorero De la Puente, cada uno de los cuales quería apo-
derarse de las naves de Balboa, en la cuales veían un medio
inapreciable de conquista y de riqueza.
Se apoderó, al fin, de ellas Espinosa, con la complicidad
de Pedrarias, y en las dos más grandes, llamadas por el mis-
mo Balboa San Cristóbal y Santa María de la Buena Esperan-
za, hizo algunas incursiones y exploraciones por la costa.
Más tarde Francisco Pizarro pudo comprar una de estas
dos naves para emprender la aventura del sur que soñara antes
423
del descubridor. Con aquel cura y maestrescuela Fernando de
Luque, a quien los panameños llamaban Luque Loco, y aquel
otro aventurero pequeñín y feo, rudo y violento, que se hacía
llamar Almagro, como su pueblo, y que era iletrado y cincuen-
tón, lo mismo que Francisco Pizarro, salió este algún día a la
conquista del Perú desde la naciente ciudad de Panamá.
Quién lo hubiera dicho a Espinosa, De la Puente y demás
enemigos de Balboa, especialmente interesados ahora en en-
contrar la prueba necesaria para condenar al Adelantado. Esa
prueba ellos habían de conseguirla a toda costa. Y aquí vino el
traidor Garabito —quien había de ser por ello colmado de fa-
vores— a declarar, bajo juramento, que él y sus compañeros
habían sido enviados en un complot de insubordinación.
No necesita más Pedro Arias Dávila. Ahora tenía en sus
garras al enemigo y ya no podría librarse de ellas. No había
ahora tampoco obispo Quevedo que lo defendiera, y de ser
cierto que venía otro gobernador no habría tiempo, pues el
precipitaría el proceso de que este conociera el asunto. Así,
seguro de su venganza, fuese ahora a la cárcel de su yerno, y
lo increpó de esta manera:
—Hasta ahora os he tratado como hijo, porque os creí fiel
al rey y a mí, su representante. Pero sabed que, de aquí en
adelante, os consideraré como enemigo.
A esto respondió Vasco Núñez con toda firmeza y
dignidad:
—Ha sido y es falsedad todo lo que me han levantado.
Porque nunca tal pensamiento me vino. Porque si yo tal in-
tención tuviera no tenía necesidad de venir a vuestro llama-
do, pues tenía trescientos hombres conmigo y cuatro navíos
con los cuales, sin vello ni oíllo vos, me fuera por esa mar
adelante donde no me faltara tierra en que asentar, pobre o
rico; pero, como venía por simplicidad y de tales propósitos,
no temí de venir a Acla por vuestro llamado, para verme así
424
preso y publicado por infiel a la corona real de Castilla y a vos
en su nombre, como decís.
«Fuese Pedrarias de la cárcel —dice Las Casas— y man-
dole poner más prisiones».
Tantas voluntades unidas para cavar con un solo hombre
inocente e indefenso tenían que apresurar todos los trámites.
De tal modo que el 12 de enero de 1519 Espinosa informó a
Pedrarias de que, al fin, el proceso estaba terminado. Un pro-
ceso donde se habían acumulado cargos y acusaciones, desde
las que se relacionaban con la deposición del bachiller Enciso
y la muerte de Nicuesa hasta el fracaso de la expedición del
Dabaibe y la frustrada expedición de Garabito en Cuba. Por-
que las declaraciones de Garabito sobre el supuesto plan de
insubordinación de Balboa no dieron base al principio por sí
solas para la condenación del reo.
Pero el falso licenciado tuvo aún un escrúpulo, que co-
municó, desde luego, a Pedrarias. Dado el carácter de Adelan-
tado que ya tenía Balboa, ¿no cree vuestra merced —le con-
sultó a Pedrarias— que el caso debe ser sometido en última
instancia al rey o al Consejo de Indias? Fríamente les contestó
este, sin embargo, que, según su concepto, correspondía a Es-
pinosa, como alcalde mayor, instaurar la acusación formal.
Y Espinosa tuvo, al fin, que dar su fallo. En él declaraba cul-
pados a Balboa y a sus compañeros Argüello, Muñoz, Botello
y Valderrábano; ordenaba la libertad incondicional del traidor
Garabito; y perdonaba a Rodrigo Pérez por su calidad de sacer-
dote. Pedrarias dictó y firmó entonces la sentencia de muerte.
Los cinco reos debían ser decapitados en la plaza de Acla, y,
desde luego, se les negaba el recurso de apelación ante el Con-
sejo de Indias.
425
XXXIX. La prisión de Balboa
y su sentencia de muerte
426
desfilando por la sub y la supraconciencia miasmas infectas,
cargadas de fiebres y gérmenes malsanos, cálculos y enferme-
dades de la sangre y los riñones, carroñas de la piel, pantanos
pestilentes y pegajosos, mosquitos, moscardones y tábanos zum-
bantes; soles de plomo derretido, «estíos eléctricos, colores aglu-
tinantes colocándose por embudos; cielos de mediodía carga-
dos y negros; pestes verdes y viscosas; dientes careados y labios
marchitos y la muerte inyectada hasta los huesos». Guacama-
yas, loros, cocoritos, lechuzas, tuliviejas, boas, cocodrilos, galli-
nazas «y las ratas, las ratas, las ratas..., comiéndose a los caba-
llos inflamados y al hombre asombrado».
«La montaña grita de pronto en brama, reventándose el
viento como un tonel. Volcán, víboras venenosas, abismos
candentes, montículos roídos por túneles felinos y haciéndose
migas»: Sal, agua, rayos, relámpagos, garrapatas, canibalis-
mos, horcas, incendios...
Vio luego desvanecerse en escombros las ciudades de
Santa María y la de Acla, y vio erguirse, al mismo tiempo fren-
te al mar del Sur, como punto de partida y teatro de aventu-
ras, una nueva ciudad de palacios y catedrales y conventos de
piedra.
Desde ella partieron sus naves Santa María de Buena Es-
peranza y San Cristóbal. ¿Quién las comandaba? ¿Eran semi-
dioses, héroes troyanos, bandidos españoles? ¿No se parece
aquel, acaso, a Francisco Pizarro? Iban derecho hacia el sur,
hacia el reino dorado del Dabaibe o del Perú, lleno de palacios
y de riquezas, gobernado por un poderoso monarca, más po-
deroso y más rico que el gran Kan de Cristóbal Colón. Y del
nuevo reino descubierto venían luego las naves cargadas de
oro y piedras preciosas, de esencias y raros productos, en tri-
buto constante para los reyes de España.
Oro y oro y oro; turmalinas, turquesas, perlas, zafiros, es-
meraldas, brillantes, amatistas, ópalos, topacios, jades, rubíes,
427
canela, pimienta, vainilla, tabaco, cacao; chinos, japoneses, ne-
gros, indios, españoles, portugueses, ingleses, italianos.
¿Quiénes son aquellos hombres nerviosos con bigote y
chivera que ahora cavan la tierra de Castilla del Oro, desde el
Atlántico hasta el Pacífico, para abrirles una brecha a las na-
ves? ¿Y esos otros, fornidos y rubios, rapados y simples como
niños gigantes, que han traído maquinarias y palas monstruo-
sas y compuertas enormes, que se abren y se cierran matemá-
ticamente?
Ved cómo pasan ya a través del istmo buques con todas las
banderas de todos los países de la Tierra. Ved cómo surgen las
ciudades al borde del canal, y se talan los bosques, y se abren
caminos, y se ciegan pantanos, y por todas partes se impone
una civilización nueva, más vigorosa aún que la europea...
Reflectores, tractores, grúas, esclusas, inalámbrico, sub-
marinos, dreadnoughts, aeroplanos, visiones monstruosas de
Julio Verne...
Balboa despertó sobresaltado. Habían llegado los solda-
dos de Pizarro y daban golpes en la puerta con los arcabuces.
Era el momento de prepararlo para los instantes supremos
del cadalso.
428
XL. Decapitaciones
429
Cerca ya del anochecer fue conducido aquí Balboa con
los otros reos, rodeados todos por una fuerte escolta, que al
son de los tambores y con gran aparato de fuerza encabezaba
Francisco Pizarro, henchido ya el corazón de la dureza y
crueldad con que había de caracterizarlo la historia. Iban los
cinco en mangas de camisa, descubierto el cuello y las ma-
nos atadas por la espalda.
De trecho en trecho un pregonero, después de leída la
sentencia dictada por Pedrarias, gritaba a voz en cuello: «Esta
es la justicia que manda hacer el rey, nuestro señor, y Pedra-
rias, su lugarteniente, en su nombre, a estos hombres, por trai-
dores y usurpadores de tierras sujetas a la real corona».
Vasco Núñez, que marchaba el primero, al oír esta ca-
lumnia, protestó con voz firme y clara:
—Es mentira y falsedad que se me levanta y, para el caso
en que voy, nunca por el pensamiento me pasé tal cosa ni pen-
sé que de mí tal se imaginara, antes fue siempre mi deseo ser-
vir al rey como fiel vasallo y aumentalle sus señoríos con todo
mi poder y fuerza.
Transcurrió un silencio largo y luego el héroe siguió su
marcha, pensativo y grave, levantado el pecho, la mirada per-
dida en una lejanía ignota.
Poco después subió el cadalso con estoica dignidad y co-
locó él mismo, sin ayuda de nadie, el cuello en el tajo.
Rodó su cabeza al primer golpe seco y fueron rodando
luego las de Valderrábano, Botello y Hernán Muñoz.
«Y porque, para degollar a Argüello —dice el padre Las
Casas— quedaba ya poco día, viniendo la noche hincose de
rodillas todo el pueblo ante Pedrarias pidiendo por merced que
diese la vida a Argüello, pues ya eran muertos los cuatro y pa-
recía que Dios, con enviar la noche, aquella muerte atajaba».
No se ablandó ni con esto el corazón del justador y a
poco todos oyeron, perforando las tinieblas de la noche, el
430
golpe siniestro con que cayó cercenada la cabeza de la última
víctima inocente.
Y no satisfecho todavía el furor domini, que había presen-
ciado las ejecuciones por entre las cañas de la pared de un
bohío cercano, ordenó que se expusiese al pueblo por varios
días la cabeza del Adelantado, clavada en una pica.
Y allí quedó, en la noche, callada y oscura, la noble cabe-
za, chorreando sangre en la estaca de ignominia...
Ante ella, la amargura en el corazón, las lágrimas en los
ojos, fueron desfilando en silencio los amigos de Balboa y
los indios todos, que aún no acababan de convencerse de que
el héroe a quien creían invulnerable estuviera muerto. A la luz
fugaz de las estrellas y las luciérnagas, la cabeza clavada de
Vasco Núñez les parecía erguirse viva, glorificada por el dolor
y el martirio. No se convencía tampoco Anayansi de que hu-
biera perdido para siempre a su amo y señor. Lo miraba, lo
miraba con los ojos agrandados por el asombro, secos de lá-
grimas, llenos de misterio y dolor contenido.
Todos los ruidos se habían ido extinguiendo poco a poco
y el silencio de la muerte parecía pesar ahora sobre Acla
como una losa sepulcral. Ladró a lo lejos un perro, luego otro
y otro, en un coro siniestro y lúgubre... Iba ascendiendo la
luna y derramando su cuerno de plata sobre las aguas y las
arenas...
431
XLI. El espíritu de Balboa
y la sombra de Anayansi
432
Todos esperaban. A lo lejos las últimas olas del reflujo del
mar arrastraban las piernas de la playa.
De la montaña llegaba confuso el rumor de la vida ani-
mal que se recogía. Aún estaba claro, con esa claridad murien-
te que se diluye a la proximidad de las sombras. Una gran paz
envolvía las cosas. El aire sonoro amplificaba los ruidos, cada
vez más y más raros.
De repente, todos los oídos se aguzaron. «Se diría que ya
llegó», dijo alguien.
No se veía nada aún, pero todos escuchaban como si su
cuerpo entero no fuera más que un solo oído. De lejos llegó un
lamento partido, como un grito desesperado y lúgubre de
algo que lloraba en las entrañas.
—¡Helo allí! —gritaron todos, movidos por una sola
emoción de misterio. Y ahora todos miraban hacía allá, hacia
la cresta, cual si las personas no fueran más que ojos fuera de
las órbitas.
Y todos vieron erguirse en el vacío la figura luminosa de
Vasco Núñez de Balboa, tendida la mano derecha hacia el mar
del Sur, la izquierda hacia el Atlántico, como un hombre trans-
figurado en cruz. A su lado, inmóvil, las orejas erguidas, Leon-
cico aullaba, aullaba lúgubremente.
Hubo enseguida un movimiento en la multitud conster-
nada. Todos se apartaban en silencio respetuosamente, para
darle paso a Anayansi.
Y caminando hacia Vasco Núñez, la vieron perderse
como una sombra en las sombras de la noche.
Las olas corrían todavía arrastrando las piedras de la
playa. Las palmeras temblaban y se replegaban como si trata-
ran de acurrucarse medrosas en el sudario nocturno.
La luna comenzaba a asomar tras la montaña, como un
disco de oro puro brotado del tesoro del Dabaibe.
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Referencias
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SEMBLANZA DE
OCTAVIO MÉNDEZ PEREIRA
Dr. Octavio Méndez Pereira
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méritos, más tarde, la rectoría de dicho plantel, en donde de-
sarrolló una fructífera labor, convencido de que «solo la cultura
bien orientada y dirigida puede despertar en nosotros la con-
ciencia plena de nuestros derechos y deberes, y ser una fuerza
espiritual capaz de imponerse al mundo por la labor y la sim-
patía. La labor del Instituto Nacional se medirá en el futuro
por la consistencia, intensidad y extensión de esa cultura».
Por la amplitud de sus conocimientos y dotes intelectua-
les, ingresó en el campo de la diplomacia en representación de
la República ante los gobiernos de Francia y Gran Bretaña,
experiencia que duró un lustro y que le sirvió para publicar
dos obras de primera magnitud: Emociones (1927) y Fuerza de
la unificación (1929).
En 1932, escribió El tesoro del Dabaibe, obra que fue reedi-
tada después en España y Argentina con el título de Núñez de
Balboa. Se trata, como bien observa Rodrigo Miró, de «una no-
vela histórica o de una biografía novelada del descubrimiento
del océano Pacífico». Más tarde, en 1940, publicó otra novela,
Tierra Firme, en donde dio a conocer importantes aspectos de
nuestra vida colonial.
En 1935, mediante sus gestiones, recibió el apoyo del Dr.
Harmodio Arias Madrid para que se fundara la Universidad
de Panamá, su obra cumbre, de la cual fue rector magnífico
casi por dos decenios y en donde, a juicio de Rodrigo Miró,
está lo más trascendente de su legado intelectual.
El Dr. Octavio Méndez Pereira, a quien la Facultad de
Derecho le confirió el título de doctor honoris causa, fue tam-
bién miembro fundador de la Academia Panameña de la Len-
gua y actuó como delegado de Panamá ante la Conferencia de
las Naciones Unidas para la Organización Internacional, que
tuvo lugar en Nueva York en 1947. De allí que, como dijera un
connotado autor, su presencia permanece por la actualidad de
sus ideas y de su obra.
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Este libro acabó
de imprimirse en Colombia el
15 de octubre de 2013.