Acerca de Covid-19: El gran reinicio
Desde su entrada en la escena mundial, la COVID-19 ha dado al traste con las
premisas establecidas sobre cómo gobernar países, convivir y participar en la economía
global. Escrito por Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, y Thierry
Malleret, autor de Monthly Barometer, el libro COVID-19: El gran reinicio es una
reflexión sobre las enormes y dramáticas implicaciones que tendrá esta pandemia para
el mundo del mañana.
Su objetivo principal es ayudar a que se comprenda lo que está por llegar en
multitud de campos. Publicado en julio de 2020, en plena crisis y cuando todavía
pueden producirse nuevas oleadas de contagios, es una mezcla de ensayo
contemporáneo y fotografía académica de un momento crucial de la historia. Contiene
razonamientos teóricos y ejemplos prácticos, pero es sobre todo explicativo y propone
numerosas hipótesis e ideas sobre cómo podría ser (y quizá debería ser) el mundo
posterior a la pandemia.
El libro se divide en tres capítulos principales, que presentan una panorámica del
futuro. En el primero, se analiza el impacto que tendrá la pandemia en cinco categorías
clave en el nivel macro: los factores económicos, sociales, geopolíticos, ambientales y
tecnológicos. En el segundo, se consideran sus efectos en el nivel micro, en industrias y
empresas específicas. En el tercero, se proponen hipótesis sobre la naturaleza de las
consecuencias que pueden producirse en el plano individual.
Los autores de COVID-19: El gran reinicio creen que, a principios de julio de 2020, nos
encontramos en una encrucijada. Un camino nos llevará a un mundo mejor, más
inclusivo, equitativo y respetuoso con la Madre Naturaleza. El otro nos llevará a un
mundo que se parece al que acabamos de dejar atrás, pero peor y constantemente
salpicado de sorpresas desagradables. Por tanto, debemos hacer las cosas bien. Los
inminentes desafíos que tenemos por delante podrían ser más importantes de lo que
hasta ahora hemos querido imaginar, pero nuestra capacidad para reiniciar también
podría ser mayor de lo que nos habíamos atrevido a esperar.
Sobre los autores
El profesor Klaus Schwab (1938, Ravensburg, Alemania) es fundador y presidente
ejecutivo del Foro Económico Mundial. En 1971, publicó el libro Modern Enterprise
Management in Mechanical Engineering (Gestión de la empresa moderna en la ingeniería
mecánica), en el que argumenta que una empresa debe servir para lograr crecimiento y
prosperidad a largo plazo, no solo para los accionistas, sino para todas las partes
interesadas (stakeholders). A fin de promover el concepto de partes interesadas, ese
mismo año fundó el Foro Económico Mundial.
El profesor Schwab es doctor en Economía por la Universidad de Friburgo y doctor en
Ingeniería por el Instituto Federal Suizo de Tecnología y realizó un máster de
Administraciones Públicas (MPA, por sus siglas en inglés) en la Escuela de Gobierno
Kennedy de la Universidad de Harvard. En 1972 obtuvo un puesto de profesor en la
Universidad de Ginebra, que combinaría con su labor de liderazgo en el Foro. Desde
entonces, ha recibido numerosas distinciones nacionales e internacionales, incluidos 17
doctorados honorarios. Sus últimos libros son The Fourth Industrial Revolution (2016), un
éxito de ventas mundial traducido a 30 idiomas y publicado en español con el título de
«La cuarta revolución industrial», y Shaping the Future of the Fourth Industrial Revolution
(2018), que podría traducirse como «Dando forma al futuro de la cuarta revolución
industrial».
Thierry Malleret (1961, París, Francia) es socio gerente de Monthly Barometer, un
conciso análisis predictivo destinado a inversores privados, directores ejecutivos
globales, creadores de opinión y líderes tomadores de decisiones. De su experiencia
profesional cabe destacar que es el fundador de la Red de Riesgos Globales del Foro
Económico Mundial y dirige el equipo de su programa.
Malleret se formó en la Sorbona y en la Escuela de Estudios Superiores de Ciencias
Sociales de París, así como en St. Antony's College, Oxford. Es doctor en Economía y
posee maestrías en Economía e Historia. Ha desarrollado su carrera en entidades de
banca de inversión, centros de pensamiento (think tanks), instituciones académicas y
órganos de gobierno (con una etapa de tres años en la oficina del primer ministro en
París). Ha escrito varios libros de negocios y académicos y ha publicado cuatro novelas.
Vive en Chamonix (Francia), con su esposa Mary Anne.
INTRODUCCIÓN
La crisis mundial provocada por la pandemia de coronavirus no tiene parangón en
la historia moderna. No se nos puede acusar de caer en la exageración si decimos que
está arrastrando al mundo entero y a cada uno de nosotros a la situación más difícil que
hemos vivido en generaciones. Es nuestro momento decisivo: sufriremos sus secuelas
durante años y muchas cosas cambiarán para siempre. Está provocando alteraciones
económicas de proporciones monumentales, abriendo una época peligrosa y volátil en
múltiples frentes —política, social y geopolíticamente—, suscitando una profunda
preocupación por el medio ambiente e incrementando, además, la influencia (perniciosa
o no) de la tecnología en nuestras vidas. No habrá industria o negocio que se libre de las
consecuencias de estos cambios. Millones de empresas corren el riesgo de desaparecer y
muchas industrias se enfrentan a un futuro incierto; unas pocas prosperarán. A título
individual, muchas personas están viendo cómo la vida que han conocido se está
desmoronando a una velocidad alarmante. Pero las crisis profundas y existenciales
también favorecen la reflexión y pueden ofrecer oportunidades de transformación. Los
grandes problemas del mundo, especialmente las divisiones sociales, la injusticia, la
falta de cooperación o el fracaso de la gobernanza y el liderazgo globales, han quedado
más al descubierto que nunca, y la gente cree que ha llegado el momento de
reinventarse. Surgirá un nuevo mundo, cuyos contornos nos corresponde a nosotros
imaginar y trazar.
En el momento de escribir estas líneas (junio de 2020), la pandemia continúa su
avance en todo el planeta. Muchos nos preguntamos cuándo volverán las cosas a la
normalidad. La respuesta corta es... nunca. Nada volverá a tener jamás el sentido de
normalidad «defectuosa» que prevalecía antes de la crisis porque la pandemia del
coronavirus marca un punto de inflexión fundamental en nuestra trayectoria global.
Algunos analistas lo llaman una gran bifurcación, otros aluden a una profunda crisis de
proporciones «bíblicas», pero el fondo de la cuestión sigue siendo el mismo: el mundo
que conocíamos en los primeros meses de 2020 ya no existe, se ha desvanecido en el
contexto de la pandemia. Se están produciendo cambios radicales de tal calibre que
algunos comentaristas hablan de una era «antes del coronavirus» (a.C.) y «después del
coronavirus» (d.C.). Continuaremos viéndonos sorprendidos tanto por la rapidez como
por lo inesperado de dichos cambios, ya que al combinarse provocarán consecuencias
de segundo, tercer, cuarto y sucesivos órdenes, efectos en cascada y resultados
imprevistos. De esta manera, conformarán una «nueva normalidad» radicalmente
diferente de la que vamos a ir dejando progresivamente atrás. Muchas de nuestras
convicciones y premisas acerca de cómo podría o debería ser el mundo quedarán
hechas añicos en el proceso.
Sin embargo, hay que tener cuidado con los pronunciamientos genéricos y radicales
(del tipo de «todo va a cambiar») y los planteamientos de todo o nada, o blanco o negro.
Sin duda, la realidad tendrá muchos más matices. Puede que la pandemia por sí sola no
transforme el mundo por completo, pero es probable que acelere muchos de los
cambios que ya se estaban produciendo antes de que estallara, y que a su vez pondrán
en marcha otros cambios. La única certeza es que los cambios no serán lineales y que
predominarán los dientes de sierra. COVID-19: El gran reinicio es un intento de
identificar y arrojar luz sobre los cambios que se avecinan, y de contribuir
modestamente a definir cómo podría ser su forma más deseable y sostenible.
Comencemos por poner las cosas en perspectiva: los seres humanos existen desde
hace aproximadamente 200.000 años, las bacterias más antiguas desde hace miles de
millones de años y los virus desde hace al menos 300 millones de años. Esto significa
que, con toda probabilidad, las pandemias siempre han existido y han formado parte de
la historia de la humanidad desde que la gente comenzó a desplazarse; durante los
últimos 2.000 años han sido la regla, no la excepción. Dada su naturaleza
intrínsecamente disruptiva, las epidemias han demostrado a lo largo de la historia ser
agentes de cambios duraderos y a menudo radicales, provocando disturbios y
enfrentamientos entre poblaciones y derrotas militares, pero también impulsando la
innovación, modificando las fronteras nacionales y, a menudo, allanando el camino a
las revoluciones. Los brotes de enfermedades obligaron a los imperios a cambiar de
rumbo, como cuando el Imperio bizantino fue golpeado por la plaga de Justiniano entre
541 y 542, y algunos incluso desaparecieron por completo, como cuando murieron los
emperadores aztecas e incas junto con la mayoría de sus súbditos a causa de los
gérmenes europeos. Además, las medidas de autoridad para tratar de contenerlas
siempre han formado parte del arsenal de políticas. Por lo tanto, los confinamientos y
cierres impuestos a gran parte del mundo para controlar la COVID-19 no son algo
nuevo. Han sido práctica habitual durante siglos. Las primeras formas de
confinamiento llegaron con las cuarentenas instituidas en un esfuerzo por contener la
peste negra que mató aproximadamente a un tercio de todos los europeos entre 1347 y
1351. La idea de confinar a la población durante 40 días («cuarentena» viene de
quaranta, que significa «cuarenta» en italiano) se originó sin que las autoridades
entendieran realmente lo que querían contener, pero estas medidas fueron una de las
primeras formas de «salud pública institucionalizada» y ayudaron a legitimar la
«acumulación de poder» por parte del Estado moderno [1]. El período de 40 días carece
de base médica; se estableció por razones simbólicas y religiosas: tanto el Antiguo como
el Nuevo Testamento a menudo se refieren al número 40 en el contexto de la
purificación, en particular los 40 días de la Cuaresma y los 40 días del Diluvio Universal
en el Génesis.
La propagación de enfermedades infecciosas tiene una capacidad inigualable para
alimentar el miedo, la ansiedad y la histeria colectiva. Con ello, como hemos visto,
también pone a prueba nuestra cohesión social y nuestra capacidad colectiva para
manejar una crisis. Las epidemias son por naturaleza traumáticas y son factores de
división. Luchamos contra algo invisible; nuestros familiares, amigos y vecinos pueden
ser focos de contagio; todos esos pequeños rituales cotidianos que tanto apreciamos,
como encontrarnos con un amigo en un lugar público, pueden convertirse en un
vehículo de transmisión; y las autoridades que intentan mantenernos a salvo aplicando
medidas de confinamiento a menudo son percibidas como agentes de opresión. A lo
largo de la historia, se ha optado de manera recurrente por buscar chivos expiatorios y
culpar ardientemente al extraño. En la Europa medieval, los judíos casi siempre se
encontraban entre las víctimas de los pogromos más notorios provocados por la peste.
Sirva un ejemplo trágico para ilustrar este punto: en 1349, dos años después de que la
peste negra comenzase a recorrer el continente, los judíos de Estrasburgo, acusados de
propagar la plaga contaminando los pozos de la ciudad, se encontraron ante la
exigencia de convertirse al cristianismo en el día de San Valentín. Alrededor de un
millar de ellos se negaron y fueron quemados vivos. Durante ese mismo año, las
comunidades judías de otras ciudades europeas fueron aniquiladas y forzadas a
emigrar masivamente a la parte oriental de Europa (Polonia y Rusia), hecho que alteró
la demografía del continente de forma permanente. Lo que provocó el avance del
antisemitismo europeo es lo mismo que impulsó el auge del Estado absolutista, el
retroceso gradual de la Iglesia y muchos otros episodios históricos que pueden
atribuirse en gran medida a las pandemias. Los cambios fueron tan diversos y
generalizados que marcaron «el final de una era de sumisión» —dándose por terminada
la etapa del feudalismo y la servidumbre— y el principio de la era de la Ilustración. En
pocas palabras: «La peste negra tal vez fue el comienzo no reconocido del hombre
moderno» [2]. Si la peste pudo provocar cambios sociales, políticos y económicos tan
profundos en el mundo medieval, ¿podría la pandemia de COVID-19 marcar el inicio
de un punto de inflexión similar de consecuencias duraderas y dramáticas para el
mundo actual? A diferencia de ciertas epidemias pasadas, la COVID-19 no representa
una nueva amenaza existencial. No va a provocar sorpresivas hambrunas masivas o
grandes derrotas militares y cambios de régimen. No se producirá el exterminio ni el
desplazamiento de poblaciones enteras a causa de la pandemia. Sin embargo, esto no
implica que podamos hacer un análisis tranquilizador. En realidad, la pandemia está
agravando dramáticamente los peligros que ya existían y que llevamos demasiado
tiempo sin afrontar adecuadamente. También acelerará tendencias inquietantes que se
han ido gestando durante mucho tiempo.
Para comenzar a elaborar una respuesta constructiva, necesitamos un marco
conceptual (o un sencillo mapa mental) que nos ayude a reflexionar sobre lo que se
avecina y a encontrarle sentido. La historia ofrece perspectivas que pueden resultar
particularmente útiles. Es por eso que a menudo buscamos un «anclaje mental» que nos
dé tranquilidad y sirva como referencia cuando nos veamos obligados a hacernos
preguntas difíciles sobre qué es lo que va a cambiar y en qué medida. Al hacerlo,
buscamos precedentes, con preguntas como: ¿Es esta pandemia como la gripe española
de 1918 (que se calcula que mató a más de 50 millones de personas en todo el mundo en
tres oleadas sucesivas)? ¿Podría parecerse a la Gran Depresión que comenzó en 1929?
¿Hay alguna semejanza con la conmoción psicológica que supusieron los atentados del
11 de septiembre? ¿Hay similitudes con lo que sucedió con el SARS en 2003 y con el
H1N1 en 2009 (aunque a diferente escala)? ¿Podría ser como la gran crisis financiera de
2008, pero mucho mayor? Todas estas preguntas tienen una sola respuesta correcta,
aunque incómoda: ¡no! Nada se ajusta al patrón y la magnitud del sufrimiento humano
y la destrucción económica causados por la pandemia actual. Sus consecuencias
económicas, en particular, no guardan semejanza con ninguna otra crisis de la historia
moderna. Como señalaron muchos jefes de Estado y de Gobierno en plena pandemia,
estamos en guerra, pero con un enemigo que es invisible y, por supuesto,
metafóricamente: «[...] si lo que estamos viviendo es una guerra, ciertamente no es una
guerra al uso. La primera gran diferencia es que, en este caso, el enemigo es compartido
por el conjunto de la humanidad» [3].
Dicho esto, la Segunda Guerra Mundial podría ser, pese a todo, uno de los anclajes
mentales más pertinentes para intentar analizar lo que se avecina. La Segunda Guerra
Mundial fue la guerra transformadora por excelencia, ya que no solo provocó cambios
fundamentales para el orden mundial y la economía global, sino que además alteró por
completo las actitudes y convicciones sociales que finalmente allanaron el camino a la
adopción de políticas y disposiciones del contrato social radicalmente nuevas (como la
incorporación de la mujer al trabajo antes de adquirir el derecho al voto). Obviamente,
existen diferencias fundamentales entre una pandemia y una guerra (que analizaremos
con cierto detalle en las páginas siguientes), pero la magnitud de su poder
transformador es comparable. Ambas tienen la capacidad de desencadenar una crisis
transformadora de proporciones anteriormente inimaginables. No obstante, debemos
cuidarnos de realizar analogías superficiales. Incluso en el peor de los escenarios más
horrendos, la COVID-19 matará a muchas menos personas que las grandes plagas,
incluida la peste negra, o la Segunda Guerra Mundial. Además, la economía actual no
se parece en nada a las de siglos pasados, que dependían del trabajo manual y la
agricultura o la industria pesada. Sin embargo, en este mundo tan interconectado e
interdependiente, el impacto de la pandemia tendrá un alcance mucho mayor que el
que reflejan las (ya abrumadoras) estadísticas que «solo» nos hablan de muerte,
desempleo y quiebra.
COVID-19: El gran reinicio se ha escrito y publicado en medio de una crisis cuyas
consecuencias tardarán muchos años en revelarse por completo. No es de extrañar que
todos nos sintamos un tanto desconcertados, una sensación muy comprensible cuando
se sufre una conmoción extrema, que trae consigo la certeza inquietante de que sus
resultados serán inesperados e inusuales. Albert Camus reflejó esta extrañeza a la
perfección en su novela de 1947 La peste: «Pero todos estos cambios eran, en un sentido,
tan extraordinarios y se habían ejecutado tan rápidamente que no era fácil considerarlos
normales ni duraderos» [4]. Ahora que ha ocurrido lo inconcebible, ¿qué sucederá a
continuación, inmediatamente después de la pandemia y más adelante, en el futuro
previsible?
Por supuesto, es demasiado pronto para predecir con una precisión razonable qué
cambios «trascendentales» traerá la COVID-19, pero el objetivo de este libro es ofrecer
orientaciones coherentes y conceptualmente sólidas sobre lo que podría suceder, y
hacerlo de la manera más exhaustiva posible. Nuestro objetivo es ayudar al lector a
comprender el carácter polifacético de los cambios que se avecinan. Cuando menos,
como argumentaremos, la pandemia acelerará cambios sistémicos que ya eran
evidentes antes de la crisis: el retroceso parcial de la globalización, el creciente
alejamiento entre Estados Unidos y China, la aceleración de la automatización, la
preocupación por el incremento de la vigilancia, el creciente atractivo de las políticas de
bienestar, el auge de los nacionalismos y el consiguiente miedo a la inmigración, el
creciente poder de la tecnología o la necesidad de que las empresas refuercen todavía
más su presencia en internet, entre muchos otros. Pero podría ser algo más que una
simple aceleración y alterar cosas que antes parecían inmutables. De este modo, se
podrían producir cambios que habrían parecido inconcebibles antes de la pandemia,
como la adopción de nuevas políticas monetarias de estímulo como el denominado
«dinero de helicóptero» (algo que ya se ha producido), la reconsideración o
recalibración de algunas prioridades sociales y una mayor búsqueda del bien común
como objetivo político, la potenciación política del concepto de justicia, medidas
sociales y fiscales radicales y drásticos realineamientos geopolíticos.
La cuestión fundamental es que las posibilidades de cambio y de que se establezca
un nuevo orden son ahora infinitas y el límite esta únicamente en nuestra imaginación,
para bien o para mal. Las sociedades podrían situarse en disposición de volverse más
igualitarias o más autoritarias, de avanzar hacia una mayor solidaridad o un mayor
individualismo, de favorecer los intereses de unos pocos o de la mayoría; las economías,
cuando se recuperen, podrían seguir un camino de mayor inclusión y sintonía con las
necesidades de nuestros bienes comunes globales o volver a funcionar como antes. Es
fácil de entender: deberíamos aprovechar esta oportunidad sin precedentes para volver
a imaginar el mundo, para que salga de esta crisis mejor y más resiliente.
Somos conscientes de que los asuntos que tratamos en este libro son de tal alcance y
amplitud que intentar abarcarlos constituye una tarea tan enorme que quizá ni siquiera
sea posible. El tema y todas las incertidumbres que entraña son de orden colosal y
podrían haber llenado las páginas de una publicación cinco veces el tamaño de esta.
Pero nuestro objetivo era escribir un libro relativamente conciso y sencillo, para ayudar
al lector a comprender lo que se avecina en multitud de ámbitos. A fin de que la lectura
sea lo más fluida posible, se ha incluido la información bibliográfica al final del libro y
se han reducido al mínimo las atribuciones directas. Publicado en plena crisis y cuando
cabe esperar la llegada de nuevas oleadas de contagios, está sujeto a una evolución
continua en consideración de la variabilidad de la materia objeto de discusión. Las
futuras ediciones se actualizarán en función de los nuevos descubrimientos y estudios,
de las políticas que se vayan revisando y de las continuas aportaciones de los lectores.
Este volumen es una mezcla de ensayo y libro divulgativo. Contiene razonamientos
teóricos y ejemplos prácticos, pero es sobre todo explicativo y propone numerosas
hipótesis e ideas sobre cómo podría ser (y quizá debería ser) el mundo posterior a la
pandemia. No ofrece generalizaciones simples ni recomendaciones para un mundo en
camino hacia una nueva normalidad, pero confiamos en que sea útil.
El libro está estructurado en torno a tres capítulos principales, que presentan una
panorámica del futuro. En el primero, se analiza el impacto que tendrá la pandemia en
cinco categorías clave en el nivel macro: los factores económicos, sociales, geopolíticos,
ambientales y tecnológicos. En el segundo, se consideran sus efectos en el nivel micro,
en industrias y empresas específicas. En el tercero, se proponen hipótesis sobre la
naturaleza de las consecuencias que pueden producirse en el plano individual.
1. REINICIO MACRO
En la primera etapa de nuestro viaje exploraremos cinco categorías macro que
constituyen un marco analítico integral para comprender los hechos que se están
sucediendo en el mundo en la actualidad y cómo podrían evolucionar. Para facilitar la
lectura, nos desplazaremos temáticamente por cada uno de ellos por separado. En
realidad, son categorías interdependientes, y empezaremos por ahí: nuestro cerebro nos
hace pensar de forma lineal, pero el mundo que nos rodea no es lineal, sino complejo,
adaptativo, rápido y ambiguo.
1.1. Marco conceptual: tres características definitorias del
mundo actual
El reinicio macro se producirá en el contexto de las tres principales fuerzas seculares
que determinan el mundo actual: interdependencia, velocidad y complejidad. Estas tres
fuerzas influyen en mayor o menor medida sobre todas las personas, no importa
quiénes sean o dónde se encuentren.
1.1.1. Interdependencia
Si tuviéramos que elegir una sola palabra que condensara la esencia del siglo XXI,
esa palabra tendría que ser «interdependencia». Se trata de un subproducto de la
globalización y el progreso tecnológico que se puede definir básicamente como la
dinámica de la dependencia recíproca entre los elementos que componen un sistema. El
hecho de que la globalización y el progreso tecnológico hayan avanzado tanto en las
últimas décadas ha llevado a algunos expertos a declarar que el mundo está ahora
«hiperconectado», que es lo mismo que interdependiente pero a lo grande. ¿Qué
significa esta interdependencia en la práctica? Simplemente que el mundo está
interrelacionado o «concatenado». A principios de la década de 2010, Kishore
Mahbubani, académico y exdiplomático de Singapur, reflejó esta realidad con la
metáfora de un barco: «Los 7.000 millones de personas que habitan el planeta Tierra ya
no viven en más de cien barcos [países] separados. En lugar de ello, viven todos en 193
camarotes distintos de un mismo barco». En sus propias palabras, esta es una de las
mayores transformaciones de la historia. En 2020, llevó esta metáfora todavía más lejos
en el contexto de la pandemia al escribir: «Si ahora estamos 7.500 millones de personas
atrapadas en un crucero infectado por un virus, ¿tiene sentido desinfectar solo nuestro
camarote personal haciendo caso omiso de los pasillos y los conductos de ventilación de
ahí fuera por los que se desplaza el virus? La respuesta es claramente un no. Sin
embargo, esto es lo que hemos estado haciendo. [...] Dado que ahora estamos todos en
un mismo barco, la humanidad tiene la obligación de cuidar el barco global en su
conjunto» [5].
Un mundo interdependiente es un mundo con una conectividad sistémica profunda,
en el que todos los riesgos están interconectados a través de una red de interacciones
complejas. En estas condiciones, ya no se sostiene la afirmación de que los riesgos
económicos se limitan a la esfera económica o de que los riesgos ambientales no afectan
a otros riesgos de distinta índole (económica, geopolítica, etc.). Todos podemos pensar
en riesgos económicos que se convierten en políticos (como un fuerte aumento del
desempleo que genera focos de agitación social), o en riesgos tecnológicos que se
transforman en sociales (como la cuestión del rastreo de la pandemia a través de los
teléfonos móviles, que provoca una reacción negativa en la sociedad). Considerados de
forma aislada, los riesgos individuales, sean de carácter económico, geopolítico, social o
ambiental, dan la falsa impresión de que pueden ser contenidos o mitigados; en la vida
real, la conectividad sistémica demuestra que este es un constructo artificial. En un
mundo interdependiente, los riesgos se amplifican entre sí y, de este modo, producen
efectos en cascada. Es por este motivo que el aislamiento o la contención son
incompatibles con la interdependencia y la interconexión.
Esto queda claro en el gráfico siguiente, extraído del Informe de Riesgos Globales 2020 [6]
del Foro Económico Mundial. En él se ilustra cómo los riesgos que afrontamos
colectivamente están interconectados; cada riesgo específico se combina siempre con los
de su propia categoría macro, pero también con los riesgos específicos del resto de
categorías macro (los riesgos económicos aparecen en azul, los geopolíticos en naranja,
los sociales en rojo, los ambientales en verde y los tecnológicos en morado). De este
modo, cada riesgo puede provocar otros riesgos por un efecto rebote. Como puede
verse claramente en el gráfico, el riesgo de «enfermedades infecciosas» tiene
forzosamente repercusiones para el «fracaso de la gobernanza global», la «inestabilidad
social», el «desempleo», las «crisis fiscales» y la «migración involuntaria» (por nombrar
algunos). Cada uno de estos influye a su vez en otros riesgos, lo que significa que el
riesgo específico que ha iniciado la cadena de efectos (en este caso concreto,
«enfermedades infecciosas») termina por amplificar muchos otros riesgos, no solo en su
propia categoría macro (riesgos sociales), sino también en las otras cuatro categorías
macro. Esto demuestra el fenómeno del contagio por conectividad sistémica. En las
siguientes secciones, analizamos las consecuencias que pueden derivarse del riesgo de
pandemia desde una perspectiva económica, social, geopolítica, ambiental y
tecnológica.
Figura 1
Fuente: Foro Económico Mundial, The Global Risks Report 2020, Figura IV: Mapa de interconexiones de riesgos globales 2020, encuesta de
percepción de riesgos globales del Foro Económico Mundial 2019-2020
La interdependencia tiene un importante efecto conceptual: invalida el
«pensamiento silo». Dado que lo verdaderamente importante es la combinación y la
conectividad sistémica, analizar un problema o evaluar un asunto o riesgo de forma
aislada es un ejercicio inútil y sin sentido. Si volvemos la vista atrás, esta «mentalidad
de silo» explica en parte por qué tantos economistas fueron incapaces de predecir la
crisis crediticia (en 2008) y por qué tan pocos politólogos vieron venir la Primavera
Árabe (en 2011). Hoy nos encontramos el mismo problema con la pandemia. A los
epidemiólogos, especialistas en salud pública, economistas, sociólogos y demás
científicos y expertos que tienen la misión de ayudar a los responsables de las
decisiones a comprender lo que se avecina les resulta difícil (y a veces imposible) cruzar
los límites de su propia disciplina. Es por esta razón que resulta tan extremadamente
difícil resolver dilemas complejos, como la contención de la pandemia frente a la
reapertura de la economía. Es comprensible que la mayoría de los expertos acaben por
especializarse en campos cada vez más acotados. Por lo tanto, carecen de la amplitud de
miras precisa para combinar las numerosas perspectivas distintas que conforman la
visión panorámica que los responsables de las decisiones tanto necesitan.
1.1.2. Velocidad
De lo que acabamos de ver se desprende claramente que el progreso tecnológico y la
globalización son los principales «culpables» del incremento de la interdependencia.
Además, han creado tal cultura de la inmediatez que no es exagerado afirmar que, en el
mundo actual, todo se mueve mucho más rápido que antes. Si solo hubiera que señalar
una cosa para explicar este asombroso incremento de la velocidad, sin duda sería
internet. Más de la mitad (52 %) de la población mundial dispone actualmente de
conexión a internet, frente a menos del 8 % hace 20 años; en 2019, se vendieron en todo
el mundo más de 1.500 millones de teléfonos inteligentes, un símbolo y vector de
velocidad a través del cual se puede contactar con nosotros en cualquier momento y
lugar. Hay ya unos 22.000 millones de dispositivos conectados a la internet de las cosas
(IdC) en tiempo real, desde automóviles hasta camas de hospital, redes eléctricas y
bombas de agua, pasando por hornos de cocina y sistemas de regadío. Cabe esperar que
lleguen a ser unos 50.000 millones o más en 2030. Otras explicaciones del aumento de
velocidad apuntan al elemento de «escasez»: a medida que las sociedades se
enriquecen, el tiempo se vuelve más valioso y, por tanto, se percibe como cada vez más
escaso. Esto puede explicar que haya estudios que demuestren que los habitantes de las
ciudades ricas siempre caminen más rápido que los de las ciudades pobres: ¡no tienen
tiempo que perder! Sea cual sea la causa, la conclusión es clara: como consumidores y
productores, cónyuges y padres, líderes y seguidores, todos estamos sujetos a cambios
rápidos y constantes, aunque discontinuos.
La velocidad puede apreciarse en todas partes; ya sea una crisis, el descontento
social, el desarrollo y adopción de tecnologías, la agitación geopolítica, los mercados
financieros y, por supuesto, la manifestación de enfermedades infecciosas... todo avanza
ahora de forma acelerada. En consecuencia, funcionamos en una sociedad en tiempo
real, con la persistente sensación de que el ritmo de vida va en constante aumento. Esta
nueva cultura de la inmediatez, obsesionada con la velocidad, se hace patente en todos
los aspectos de nuestras vidas, desde las cadenas de suministro «justo a tiempo» hasta
las operaciones bursátiles de «alta frecuencia», desde las citas rápidas hasta la comida
rápida. Está tan generalizada que algunos expertos llaman a este nuevo fenómeno la
«dictadura de la urgencia». De hecho, puede adoptar formas extremas. Por ejemplo, un
estudio realizado por científicos de Microsoft demuestra que basta que un sitio web sea
tan solo 250 milisegundos (un cuarto de segundo) más lento para que pierda visitas en
favor de sus competidores «más rápidos». El resultado universal es que la vida útil de
una política, un producto o una idea y el ciclo de vida de un órgano de decisión o de un
proyecto se están acortando rápidamente y, a menudo, de manera impredecible.
Nada resulta más ilustrativo de esto que la vertiginosa velocidad a la que avanzó la
COVID-19 en marzo de 2020. En menos de un mes, pareció que de la vorágine
provocada por la asombrosa velocidad a la que la pandemia se extendió por la mayor
parte del mundo había de surgir una era completamente nueva. Se pensó que el brote se
había iniciado en China poco tiempo antes, pero la progresión exponencial de la
pandemia sorprendió a muchos altos responsables y a la mayoría de los ciudadanos
porque, en general, nos resulta cognitivamente difícil comprender la importancia del
crecimiento exponencial. Analicemos la situación a la luz de los «días para duplicar»: si
una pandemia crece a razón del 30 % diario (como hizo la COVID-19 a mediados de
marzo en algunos de los países más afectados), los casos registrados (o muertes) se
duplicarán en poco más de dos días. Si crece al 20 %, tardará cuatro o cinco días; y si lo
hace al 10 %, poco más de una semana. Dicho de otro modo: a escala planetaria, la
COVID-19 tardó 3 meses en llegar a 100.000 casos, 12 días para doblar a 200.000 casos, 4
días para llegar a 300.000 casos, y luego se alcanzaron los 400.000 y los 500.000 casos a
intervalos de 2 días. Se trata de cifras mareantes... ¡velocidad extrema en acción! El
crecimiento exponencial es tan desconcertante para nuestras funciones cognitivas que a
menudo tratamos de asumirlo desarrollando «miopía» exponencial [7], viéndolo
simplemente como algo «muy rápido». En un famoso experimento realizado en 1975,
dos psicólogos descubrieron que cuando tenemos que predecir un proceso exponencial,
a menudo lo subestimamos por un factor de 10 [8]. Cuando se comprende esta dinámica
de crecimiento y el poder de lo exponencial, se aprecia claramente por qué la velocidad
constituye un problema y por qué es tan crucial intervenir con rapidez para frenar la
tasa de crecimiento. Ernest Hemingway lo entendió. En su novela Fiesta, dos personajes
tienen la siguiente conversación: «—¿Cómo llegaste a la quiebra? —preguntó Bill. —De
dos maneras —contestó Mike—. Primero poco a poco y luego de golpe». Lo mismo
tiende a suceder con los grandes cambios sistémicos y las disrupciones en general: las
cosas tienden a cambiar gradualmente al principio y luego de repente. Y eso es lo que
cabe esperar también del reinicio macro.
La velocidad no solo adopta formas extremas, sino que también puede generar
efectos perversos. Uno de ellos, por ejemplo, es la «impaciencia», cuyos efectos se
pueden ver de manera similar en el comportamiento de los participantes en los
mercados financieros (con un nuevo estudio que indica que las operaciones de impulso,
basadas en la velocidad, hacen que los precios de las acciones se desvíen
persistentemente de su valor fundamental o precio «correcto») y en el de los votantes en
unas elecciones. Esto último tendrá una importancia crítica en la era pospandemia. Los
gobiernos, por necesidad, se toman su tiempo para adoptar decisiones y aplicarlas:
están obligados a tener en cuenta a muchos grupos diferentes de electores e intereses
contrapuestos, a equilibrar los problemas nacionales con la política exterior y a
garantizarse la aprobación legislativa antes de poner en marcha la maquinaria
burocrática para implementar todas estas decisiones. Por el contrario, los votantes
esperan que las políticas produzcan resultados y mejoras prácticamente de inmediato y,
cuando esto no ocurre, se genera una decepción casi instantánea. Este problema de
asincronía entre dos grupos (los responsables políticos y la ciudadanía) que manejan
horizontes temporales tan diferentes se presentará de forma aguda y muy difícil de
manejar en el contexto de la pandemia. La velocidad del impacto y (la profundidad) del
dolor que ha infligido no llevarán ni pueden llevar aparejada una reacción política de
idéntica velocidad.
También fue la velocidad lo que llevó a muchos observadores a establecer una falsa
equivalencia al comparar la gripe estacional con la COVID-19. Esta comparación, que
fue constante en los primeros meses de la pandemia, fue engañosa y conceptualmente
errónea. El ejemplo de los Estados Unidos nos servirá para aclarar este extremo y
comprender mejor el papel que ha desempeñado la velocidad en todo esto. Según los
Centros para el Control de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés), durante el
invierno de 2019-2020, de 39 a 56 millones de estadounidenses contrajeron la gripe, que
causó entre 24.000 y 62.000 muertos [9]. En cambio, según la Universidad Johns Hopkins,
más de 2,3 millones de personas habían sido diagnosticadas de COVID-19 a 24 de junio
de 2020 y casi 121.000 habían fallecido [10]. Pero la comparación acaba ahí, ya que carece
de sentido por dos razones: 1) los números de la gripe corresponden a la carga de gripe
total estimada, mientras que las cifras de COVID-19 son casos confirmados; y 2) la gripe
estacional llega en olas «suaves» durante un período de (hasta seis) meses siguiendo un
patrón uniforme, mientras que la COVID-19 se propaga como un tsunami siguiendo un
patrón de puntos críticos (en un puñado de ciudades y regiones en las que se concentra)
y, de este modo, puede sobrecargar y provocar el colapso de las capacidades de
atención médica, monopolizando los hospitales en detrimento de los pacientes que no
padecen COVID-19. La segunda razón —la velocidad de aparición de la pandemia de
COVID-19 y lo repentinamente que surgen los brotes aislados— es la que marca la
diferencia y hace que la comparación con la gripe sea irrelevante.
La velocidad se encuentra en la raíz de ambas razones: en la gran mayoría de los
países, el rápido avance de la epidemia hizo que no fuera posible disponer de
suficientes capacidades de prueba y sobrecargó muchos sistemas nacionales de salud
equipados para hacer frente a una situación predecible, como una gripe estacional
recurrente y bastante lenta, pero no a una pandemia «superrápida».
Otra consecuencia importante y de gran alcance que tiene la velocidad es que los
responsables de las decisiones tienen más información y más análisis que nunca, pero
menos tiempo para decidir. Para los políticos y los líderes empresariales, la necesidad
de obtener una perspectiva estratégica choca cada vez más con las urgencias cotidianas
de las decisiones inmediatas, particularmente evidentes en el contexto de la pandemia y
reforzadas por la complejidad, como veremos en la siguiente sección.
1.1.3. Complejidad
En su forma más simple posible, la complejidad se puede definir como aquello que
no comprendemos o nos resulta difícil de comprender. En cuanto a lo que es un sistema
complejo, el psicólogo Herbert Simon lo definió como «aquel sistema formado por un
gran número de partes distintas que mantienen entre sí una serie de interacciones
complejas» [11]. Los sistemas complejos a menudo se caracterizan por la ausencia de
nexos causales visibles entre sus elementos, lo que hace que sean prácticamente
imposibles de predecir. En lo más profundo de nuestro ser, notamos que cuanto más
complejo es un sistema, mayor es la probabilidad de que algo salga mal y de que se
produzca un accidente o una aberración y se propague.
La complejidad se puede medir de forma aproximada por tres factores: «1) la
cantidad de contenido informativo o el número de componentes de un sistema; 2) la
interconexión, definida como la dinámica de respuesta recíproca entre estos elementos
de información o componentes; y 3) el efecto de la no linealidad (los elementos no
lineales a menudo se denominan “puntos de inflexión”). La no linealidad es una
característica clave de la complejidad porque significa que un cambio en un solo
componente de un sistema puede producir un efecto sorprendente y desproporcionado
en otra parte» [12]. Es por esta razón que los modelos pandémicos a menudo generan una
gran variedad de resultados: una diferencia en la premisa relativa a un solo componente
del modelo puede afectar drásticamente al resultado final. Cuando hablamos de «cisnes
negros», de «incógnitas conocidas» o de «el efecto mariposa», hablamos de la no
linealidad en acción; por lo tanto, no es sorprendente que a menudo asociemos la
complejidad mundial con «sorpresas», «turbulencias» e «incertidumbre». Por ejemplo,
en 2008, ¿cuántos «expertos» anticiparon que los valores respaldados por hipotecas
firmadas en Estados Unidos perjudicarían a los bancos de todo el mundo y finalmente
llevarían al sistema financiero global al borde del colapso? Y en las primeras semanas
de 2020, ¿cuántas personas con poder de decisión fueron capaces de prever el alcance
de los estragos que podría causar una posible pandemia en los sistemas sanitarios más
sofisticados del mundo y que infligiría un daño tan importante a la economía global?
Una pandemia es un sistema adaptativo complejo que comprende numerosos
componentes o elementos de información diferentes (tan diversos como la biología o la
psicología), cuyo comportamiento está influenciado por variables tales como el papel de
las empresas, las políticas económicas, la intervención gubernamental, la política
sanitaria o la gobernanza nacional. Por esta razón, puede y debe considerarse una «red
viva» que se adapta a circunstancias cambiantes... no algo inamovible, sino un sistema
de interacciones complejo y adaptativo. Es complejo porque representa una maraña de
relaciones de interdependencia e interconexiones que le dan origen, y adaptativo en el
sentido de que su «comportamiento» es impulsado por interacciones entre distintos
nodos (las organizaciones, las personas... ¡nosotros!) que pueden resultar confusas e
«ingobernables» en tiempos de estrés (¿nos adaptaremos a las normas de
confinamiento?, ¿las acataremos o no la mayoría de nosotros?, etc.). La gestión (en este
caso concreto hablaríamos de contención) de un sistema adaptativo complejo requiere
una colaboración en tiempo real, continuada pero sujeta a constantes cambios, entre una
gran variedad de disciplinas y entre diferentes campos de estas disciplinas. Solo a modo
de ejemplo de carácter genérico y simplificado en exceso, la contención de la pandemia
de coronavirus requerirá una red de vigilancia global capaz de detectar nuevos brotes
tan pronto como surjan, laboratorios en muy distintos lugares del mundo que puedan
analizar rápidamente nuevas cepas virales y desarrollar tratamientos efectivos, grandes
infraestructuras tecnológicas de información (TI) para que las comunidades puedan
prepararse y reaccionar de manera efectiva, mecanismos de regulación apropiados y
coordinados para aplicar las decisiones adoptadas eficientemente, etcétera. Lo más
importante es que cada actividad por sí sola es necesaria para hacer frente a la
pandemia, pero es insuficiente si no se plantea conjuntamente con las demás. De ello se
desprende que este sistema adaptativo complejo es mayor que la suma de sus partes. Su
efectividad depende de lo bien que funcione como un todo, y solo es tan fuerte como su
eslabón más débil.
Muchos expertos han caracterizado la pandemia de COVID-19 de forma errónea
como un suceso de cisne negro, simplemente porque exhibe todas las características de
un sistema adaptativo complejo. Pero en realidad es un cisne blanco, algo que Nassim
Taleb presenta expresamente como tal en su libro El cisne negro, publicado en 2007: un
suceso que finalmente ocurrirá con un alto grado de certidumbre [13]. ¡En efecto! Durante
años, organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS),
instituciones como el Foro Económico Mundial y la Coalición para las Innovaciones en
Preparación para las Epidemias (CEPI, por sus siglas en inglés, creada en la Cumbre
Anual de Davos en 2017) y personas como Bill Gates nos han estado advirtiendo sobre
el próximo riesgo de pandemia, incluso especificando que: 1) surgiría en un lugar con
una elevada densidad de población donde el desarrollo económico fuerza la
convivencia entre las personas y la fauna; 2) se extendería de forma rápida y silenciosa
aprovechando las redes humanas de viaje y comercio; y 3) llegaría a multitud de países
burlando las medidas de contención. Como veremos en los siguientes capítulos,
caracterizar adecuadamente la pandemia y comprender sus características es vital
porque es lo que explica las diferencias en términos de preparación. Muchos países
asiáticos reaccionaron rápidamente porque estaban preparados en términos logísticos y
organizativos (debido al SARS) y, por lo tanto, pudieron amortiguar el impacto de la
pandemia. Por el contrario, muchos países occidentales no estaban preparados y fueron
devastados por la pandemia: no es casualidad que sean aquellos que más pábulo daban
a la falsa noción de un suceso de cisne negro. Sin embargo, cabe afirmar con seguridad
que la pandemia (un suceso de cisne blanco de alta probabilidad y graves
consecuencias) provocará muchos sucesos de cisne negro a través de efectos de
segundo, tercer, cuarto y sucesivos órdenes. Es difícil, si no imposible, prever lo que
podría suceder al final de la cadena cuando se produzcan estos efectos de orden
múltiple y sus consiguientes consecuencias en cascada después de que el desempleo
alcance sus máximas cotas, las empresas quiebren y algunos países se sitúen al borde
del colapso. Nada de esto es impredecible per se, pero es su propensión por crear
tormentas perfectas en combinación con otros riesgos lo que nos tomará por sorpresa.
En resumen, la pandemia no es un suceso de cisne negro, pero algunas de sus
consecuencias sí lo serán.
La cuestión fundamental en este punto es que la complejidad pone límites a nuestro
conocimiento y comprensión de las cosas; por lo tanto, puede que la creciente
complejidad actual sea literalmente abrumadora para la capacidad de los políticos en
particular y de los órganos de decisión en general para tomar decisiones con
conocimiento de causa. Un físico teórico convertido en jefe de Estado (el presidente
Armén Sarkisián de Armenia) hizo esta argumentación para acuñar la expresión
«política cuántica», que describe cómo el mundo clásico de la física postnewtoniana
(lineal, predecible y, hasta cierto punto, incluso determinista) había dado paso al
mundo cuántico: altamente interconectado e incierto, increíblemente complejo y
también cambiante en función de la posición del observador. Esta expresión alude a la
física cuántica, que explica cómo funciona todo y es «la mejor descripción que tenemos
de la naturaleza de las partículas que forman la materia y las fuerzas con las que
interactúan» [14]. La pandemia de COVID-19 ha dejado este mundo cuántico al
descubierto.
1.2. Reinicio económico
1.2.1. La economía de la COVID-19
La economía contemporánea es radicalmente diferente de la de siglos anteriores, de
naturaleza infinitamente más interconectada, intrincada y compleja. Se caracteriza por
una población mundial que ha crecido exponencialmente, por aviones que conectan dos
puntos cualesquiera del planeta en tan solo unas horas —lo que hace que más de mil
millones de personas crucen una frontera cada año—, por seres humanos que invaden
la naturaleza y los hábitats silvestres, y por megaciudades ubicuas y en constante
expansión donde se hacinan millones de personas (a menudo sin saneamientos y
atención médica adecuados). En comparación con la situación de hace tan solo unas
décadas (no digamos de hace siglos), la economía actual es simplemente irreconocible.
No obstante, algunas de las lecciones económicas que se pueden extraer de las
pandemias históricas todavía son válidas hoy para ayudar a comprender lo que
tenemos por delante. La catástrofe económica mundial a la que nos enfrentamos en la
actualidad es la más grave de que se tiene constancia desde 1945; considerada
estrictamente en términos de velocidad, no tiene parangón en la historia. Aunque no es
comparable con las calamidades y la absoluta desesperación económica que sufrieron
las sociedades en el pasado, hay algunos aspectos muy reveladores que se antojan
inquietantemente similares. Cuando en 1665, en el transcurso de 18 meses, la última
peste bubónica había aniquilado a una cuarta parte de la población de Londres, Daniel
Defoe escribió lo siguiente en su Diario del año de la peste [15] (publicado en 1722): «[...] que
en ningún oficio había nada que hacer, que despedían gente de todos los empleos, y que
el trabajo, y por lo tanto el pan de los pobres, había sido suprimido; y al principio la
verdad es que las quejas de los pobres eran muy lamentables de oír, [...] millares de
ellos se quedaron en Londres hasta que sólo la desesperación les hizo escapar, la muerte
les sorprendió por el camino y no consiguieron otra cosa que ser mensajeros de la
muerte». El libro de Defoe está lleno de anécdotas evocadoras de la situación actual: nos
cuenta cómo los ricos escapaban al campo «llevando la muerte consigo» y señala que
los pobres estaban mucho más expuestos al brote, o describe cómo «curanderos y
charlatanes» vendían falsos remedios [16].
Lo que la historia de epidemias anteriores nos enseña una y otra vez es que las
pandemias aprovechan las rutas comerciales y que existe una contraposición entre los
intereses de la salud pública y los de la economía (algo que constituye una «aberración»
económica como pronto veremos). Como describe el historiador Simon Schama:
En medio de la calamidad, la economía siempre estaba enfrentada a los intereses de
la salud pública. Si bien, hasta que se comprendieron las enfermedades transmitidas por
gérmenes, la peste se achacaba principalmente al «aire fétido» y a los vapores nocivos
que se decía que provenían de ciénagas de aguas estancadas o contaminadas, se tenía
no obstante la sensación de que las mismas arterias comerciales que habían generado
prosperidad se habían transformado en vectores de ponzoña. Pero cuando se
propusieron o impusieron cuarentenas (...), quienes tenían más que perder a causa del
cese de actividad de los mercados, las ferias y el comercio —los comerciantes y, en
algunos lugares, los artesanos y los trabajadores— opusieron fuerte resistencia. ¿Debe
morir la economía para que pueda resucitar con buena salud? Sí, dijeron los guardianes
de la salud pública, que se convirtieron en parte de la vida urbana en Europa a partir
del siglo XV [17].
La historia demuestra que las epidemias han sido las grandes reiniciadoras de la
economía y el tejido social de los países. ¿Por qué no habría de ser lo mismo con la
COVID-19? Un influyente estudio sobre las consecuencias económicas a largo plazo de
las principales pandemias de la historia revela que sus importantes efectos secundarios
en el orden macroeconómico pueden perdurar hasta 40 años y reducir notablemente las
tasas de retorno reales [18]. Esto contrasta con el efecto contrario que se produce en las
guerras, ya que estas destruyen el capital; a diferencia de las pandemias: las guerras
hacen que suban los tipos de interés reales, lo que implica una mayor actividad
económica, mientras que las pandemias hacen que bajen, lo que enlentece la actividad
económica. Además, los consumidores tienden a reaccionar ante la convulsión
incrementando sus ahorros, bien porque sienten la necesidad de tomar precauciones o
bien para reemplazar la riqueza perdida durante la epidemia. En el ámbito laboral, se
obtienen beneficios a expensas del capital, ya que los salarios reales tienden a aumentar
después de una pandemia. Ya cuando la peste negra devastó Europa de 1347 a 1351
(liquidando al 40 % de la población de Europa en muy pocos años), los trabajadores
descubrieron que por primera vez en su vida tenían en sus manos el poder de cambiar
las cosas. Apenas un año después de que la epidemia hubiese menguado, los
trabajadores del textil de Saint-Omer (una pequeña ciudad del norte de Francia)
exigieron y recibieron sucesivos incrementos salariales. Dos años después, numerosos
gremios negociaron horarios más reducidos y salarios más altos, a veces hasta un tercio
por encima del nivel anterior a la plaga. Otras pandemias ofrecen ejemplos similares,
aunque no tan extremos, que apuntan a la misma conclusión: los trabajadores ganan
poder en detrimento del capital. Hoy en día, este fenómeno puede verse intensificado
por el envejecimiento de gran parte de la población en todo el mundo (África y la India
son excepciones notables), pero existe el riesgo de que esta situación quede
radicalmente alterada por el auge de la automatización, tema sobre el que volveremos
en la sección 1.6. A diferencia de lo ocurrido en pandemias anteriores, no está nada
claro que la crisis de la COVID-19 incline la balanza a favor del trabajo y en contra del
capital. Por razones políticas y sociales, podría ser así, pero la tecnología cambia las
cosas.
1.2.1.1. Incertidumbre
El alto grado de incertidumbre que genera la COVID-19 hace que sea increíblemente
difícil evaluar con precisión el riesgo que entraña. Como ocurre con todos los riesgos
nuevos que infunden miedo, se genera una gran ansiedad social que afecta al
comportamiento económico. Existe un consenso abrumador en la comunidad científica
mundial sobre que Jin Qi (uno de los principales científicos de China) tenía razón
cuando dijo en abril de 2020: «Es muy probable que se trate de una epidemia que
conviva con los seres humanos durante mucho tiempo, que se vuelva estacional y
permanezca en el organismo humano» [19].
Desde los inicios de la pandemia, nos han bombardeado diariamente con un flujo
incesante de datos, pero en junio de 2020, aproximadamente medio año después de que
estallara el brote, todavía no conocemos bien el virus de la COVID-19 y, por tanto,
todavía no sabemos exactamente lo peligroso que es. Pese al aluvión de artículos
científicos publicados sobre el coronavirus, su tasa de mortalidad por infección (es
decir, el número de casos de COVID-19, diagnosticados o no, cuyo resultado final es la
muerte) sigue siendo objeto de debate (alrededor del 0,4 % o 0,5 % y posiblemente hasta
un 1 %). La relación entre casos no detectados y confirmados, la tasa de transmisión de
individuos asintomáticos, el efecto de la estacionalidad, la duración del período de
incubación, las tasas nacionales de infección... se están realizando progresos para
comprender todos estos elementos, pero estos y muchos otros siguen siendo en gran
medida «incógnitas conocidas». Este nivel de incertidumbre prevalente hace que sea
muy difícil para los responsables políticos y los funcionarios públicos diseñar la
estrategia de salud pública correcta y la correspondiente estrategia económica.
Esto no debería sorprendernos. Anne Rimoin, profesora de epidemiología en la
UCLA, confiesa: «Este es un virus novedoso, nuevo para la humanidad, y nadie sabe lo
que sucederá» [20]. En estas circunstancias hace falta una buena dosis de humildad
porque, en palabras de Peter Piot (uno de los principales virólogos del mundo):
«Cuanto más sabemos del coronavirus, más preguntas surgen» [21]. La COVID-19 es una
maestra del disfraz que se manifiesta con síntomas proteicos que confunden a la
comunidad médica. Ante todo es una enfermedad respiratoria pero, para un pequeño
pero considerable número de pacientes, los síntomas van desde inflamación cardíaca y
problemas digestivos hasta infección renal, coágulos sanguíneos y meningitis. Además,
muchas de las personas que se recuperan siguen sufriendo problemas renales y
cardíacos crónicos, así como efectos neurológicos duraderos.
Ante la incertidumbre, es lógico utilizar escenarios para hacernos una mejor idea de
lo que se avecina. Con esta pandemia, sabemos bien que pueden producirse resultados
muy diversos, en función de sucesos imprevistos e incidencias aleatorias, pero cabe
destacar tres escenarios plausibles. Cada uno de ellos puede ayudarnos a determinar
cómo podrían ser los dos próximos años.
Estos tres escenarios plausibles [22] se basan en la premisa fundamental de que la
pandemia podría seguir afectándonos hasta 2022, de modo que pueden ayudarnos a
reflexionar sobre lo que nos espera. En el primer escenario, la ola inicial de marzo de
2020 es seguida por una serie de olas más pequeñas que van produciéndose hasta
mediados de año y después a lo largo de un período de uno o dos años, para disminuir
de forma gradual en 2021, a modo de «picos y valles». Dichos picos y valles presentan
variaciones geográficas de incidencia y amplitud, en función de las medidas de
mitigación específicas aplicadas. En el segundo escenario, la primera ola es seguida por
una ola mayor que tiene lugar en el tercer o cuarto trimestre de 2020, y por una o varias
oleadas posteriores más pequeñas en 2021 (como durante la pandemia de gripe
española de 1918-1919). Este escenario requiere volver a aplicar medidas de mitigación
alrededor del cuarto trimestre de 2020 a fin de contener la propagación de la infección y
evitar la sobrecarga de los sistemas sanitarios. En el tercer escenario, que no se ha dado
en anteriores pandemias de gripe pero que podría ocurrir con la COVID-19, la primera
ola de 2020 iría seguida de un lento avance de los contagios y de la incidencia de casos,
pero sin un patrón claro, simplemente con pequeñas subidas y bajadas. Al igual que en
los otros escenarios, este patrón presenta variaciones geográficas y viene determinado
en cierta medida por la naturaleza de las primeras medidas de mitigación aplicadas en
cada país o región en particular. Continúan produciéndose contagios y muertes, pero
no es necesario volver a adoptar medidas de mitigación.
Muchos científicos parecen estar de acuerdo con el marco establecido por estos tres
escenarios. Sea cual sea el camino que siga la pandemia, todos los escenarios implican,
como afirman expresamente los autores, que los responsables políticos deben
prepararse para gestionar «al menos entre 18 y 24 meses más de actividad significativa
de COVID-19, con la aparición periódica de puntos críticos en diversas áreas
geográficas». Como veremos a continuación, la recuperación económica no podrá ser
total hasta que hayamos derrotado o dejado atrás al virus.
1.2.1.2. La falacia económica de sacrificar algunas vidas para salvar el crecimiento
A lo largo de la pandemia, se ha producido un debate permanente entre «salvar
vidas o salvar la economía»... la vida o el medio de vida. Este es un falso dilema. Desde
el punto de vista económico, el mito de que hay que elegir entre la salud pública o un
impulso al crecimiento del PIB se puede refutar fácilmente. Dejando a un lado el
problema ético (que no es baladí) de si sacrificar algunas vidas para salvar la economía
es una proposición social darwiniana (o no), la decisión de no salvar vidas no va a
mejorar el bienestar económico. Y ello por dos razones:
1. Por el lado de la oferta, si el alivio prematuro de las distintas restricciones y de
las reglas de distanciamiento social provoca una aceleración de la transmisión
(como casi todos los científicos creen que ocurriría), aumentaría el número de
empleados y trabajadores contagiados y de empresas que simplemente dejarían de
funcionar. Tras el inicio de la pandemia en 2020, la validez de este argumento se ha
demostrado en varias ocasiones: por ejemplo, fábricas que tuvieron que cesar sus
operaciones porque demasiados trabajadores habían enfermado (sobre todo en
centros de trabajo donde se fuerza la proximidad física entre los trabajadores, como
en los mataderos), o barcos navales varados porque demasiados miembros de la
tripulación se habían contagiado, de modo que el buque no podía funcionar con
normalidad. Un factor adicional que afecta negativamente a la oferta de mano de
obra es que en todo el mundo se dieron casos reiterados de trabajadores que se
negaron a regresar al trabajo por temor a contagiarse. En muchas grandes
empresas, los empleados que se consideraban vulnerables a la enfermedad
iniciaron una ola de activismo que incluyó paros laborales.
2. Por el lado de la demanda, el argumento se reduce al determinante más básico,
pero fundamental, de la actividad económica: los sentimientos. Dado que los
sentimientos de los consumidores son los que realmente impulsan las economías,
solo se podrá volver a algún tipo de «normalidad» cuando vuelva a haber
confianza, y no antes. La percepción de la seguridad es lo que motiva las decisiones
de consumo y de negocios, de modo que para que se produzca una mejora
económica sostenida se necesitan dos cosas: la confianza de que hemos dejado la
pandemia atrás, sin la cual no habrá ni consumo ni inversión, y la prueba de que el
virus ha sido derrotado en todo el mundo, sin la cual la gente no se podrá sentir
segura, primero en su ámbito local y posteriormente estando lejos.
La conclusión lógica de estos dos puntos es que los gobiernos deben hacer todo lo
que sea preciso y gastar lo que sea necesario en interés de nuestra salud y de nuestra
riqueza colectiva para que la economía se recupere de manera sostenible. Como lo
expresaron un economista y un especialista en salud pública: «Solo salvando vidas se
salvarán los medios de subsistencia [23] —dejando así claro que solo las políticas que
pongan la salud de las personas en el centro harán posible la recuperación económica, y
agregando que—: Si los gobiernos no salvan vidas, la gente que tiene miedo al virus no
volverá a salir de compras, de viaje o a cenar. Esto dificultará la recuperación
económica, con confinamiento o sin él».
Solo los datos futuros y su análisis posterior proporcionarán pruebas incontestables
de que no existe dilema entre salud y economía. Dicho esto, algunos datos de Estados
Unidos recopilados en las primeras fases de reapertura de algunos estados reflejan una
caída del gasto y de la actividad laboral incluso antes del cierre [24]. Una vez que la gente
comenzó a preocuparse por la pandemia, la economía comenzó a «cerrarse» de hecho,
incluso antes de que el Gobierno lo exigiese de manera oficial. Algo parecido ocurrió
cuando algunos estados decidieron reabrir (parcialmente): el consumo se mantuvo en
niveles moderados. Esto demuestra que la vida económica no se puede activar por
decreto, pero también pone de manifiesto la disyuntiva en la que se encontraron la
mayoría de las personas en cargos de responsabilidad al tener que decidir si reabrían o
no. El daño económico y social que causa un confinamiento es claramente evidente para
todo el mundo, mientras que apenas se aprecian sus efectos de contención del brote y
prevención de la mortalidad, que son indispensables para el éxito de la reapertura. No
hay celebración pública cuando se evita un contagio o muerte por coronavirus, lo que
refleja la paradoja de la política de salud pública de que «cuando lo haces bien, no pasa
nada». Esta es la razón por la cual retrasar el cierre o abrir demasiado temprano siempre
ha sido una tentación tan fuerte para los políticos. Sin embargo, ya hay distintos
estudios que demuestran que esta tentación entraña un riesgo considerable. En
particular, dos de ellos modelizaron lo que podría haber sucedido sin confinamiento y
llegaron a conclusiones similares utilizando metodologías diferentes. Según el estudio
realizado por el Imperial College de Londres, los rigurosos confinamientos a gran escala
que se impusieron en marzo de 2020 evitaron 3,1 millones de muertes en 11 países
europeos (entre ellos, el Reino Unido, España, Italia, Francia y Alemania) [25]. Por su
parte, el estudio dirigido por la Universidad de California en Berkeley concluyó que se
evitaron un total de 530 millones de contagios (correspondientes a 62 millones de casos
confirmados) en seis países (China, Corea del Sur, Italia, Irán, Francia y Estados
Unidos), gracias a las medidas de confinamiento impuestas por cada uno de ellos [26]. La
conclusión es sencilla: en los países afectados por casos registrados de COVID-19 que,
en el momento de alcanzarse el pico, se duplicaban aproximadamente cada dos días, los
gobiernos no tenían más alternativa razonable que imponer confinamientos rigurosos.
Pretender lo contrario es ignorar el poder del crecimiento exponencial y los
considerables daños que puede infligir en una pandemia. Dada la velocidad extrema de
avance de la COVID-19, era esencial intervenir en el momento oportuno y con
contundencia.
1.2.2. Crecimiento y empleo
Hasta marzo de 2020, la economía mundial nunca había sufrido un parón tan brusco
y brutal; ninguna persona viva había experimentado jamás un colapso económico tan
dramático y radical, tanto por su naturaleza como por su celeridad.
La conmoción sufrida por la economía global a causa de la pandemia ha sido la más
severa y precipitada que jamás se haya registrado en la historia de la economía. Incluso
en la Gran Depresión de principios de la década de 1930 y en la crisis financiera
mundial de 2008, hicieron falta varios años para que el PIB llegara a contraerse un 10 %
o más y para que el desempleo se disparase por encima del 10 %. Con la pandemia,
bastaron tres semanas de marzo de 2020 para que se produjeran resultados
macroeconómicos de orden catastrófico, en particular la explosión de los niveles de
desempleo y el desplome del crecimiento del PIB. La COVID-19 generó una crisis de
oferta y demanda que provocó el mayor hundimiento de la economía mundial en más
de cien años. Como advirtió el economista Kenneth Rogoff: «Todo dependerá del
tiempo que dure, pero si esto sigue así mucho tiempo, sin duda será la madre de todas
las crisis financieras» [27].
El tiempo que se prolongue la recesión y su intensidad, así como su posterior
impacto sobre el crecimiento y el empleo, dependerán de tres cosas: 1) la duración y la
gravedad del brote; 2) el éxito de cada país en la contención de la pandemia y la
mitigación de sus efectos; y 3) la cohesión de cada sociedad en la gestión de las medidas
posteriores al confinamiento y las diversas estrategias de apertura. En el momento en
que se escriben estas palabras (finales de junio de 2020), estos tres aspectos siguen
siendo incógnitas. Ante los rebrotes (grandes y pequeños) que se están produciendo,
puede que los países logren seguir conteniendo la enfermedad o que esta retorne en
nuevas oleadas, y puede que la cohesión de las sociedades se ponga a prueba por el
renovado dolor económico y social.
1.2.2.1. Crecimiento económico
En diferentes momentos entre febrero y mayo de 2020, en un intento por contener la
pandemia, gobiernos de todo el mundo tomaron la decisión deliberada de cerrar buena
parte de sus economías respectivas. Estos acontecimientos sin precedentes han traído
consigo un cambio fundamental en el funcionamiento de la economía mundial,
marcado por un regreso abrupto y no deseado a una especie de relativa autarquía, con
el intento de todos los países de avanzar hacia unas ciertas formas de autosuficiencia,
así como por una reducción de la producción nacional y mundial. Las consecuencias de
estas decisiones se antojaron todavía más dramáticas porque afectaron principalmente
al sector servicios, tradicionalmente más invulnerable que otros (como la construcción o
la fabricación) a los cambios cíclicos del crecimiento económico. Por consiguiente, el
sector servicios, que es con diferencia el mayor componente de actividad económica de
cualquier economía desarrollada (alrededor del 70 % del PIB y más del 80 % del empleo
en Estados Unidos), fue el más damnificado por la pandemia. También padeció otros
efectos que le son propios: a diferencia de lo que ocurre en la fabricación o la
agricultura, las pérdidas de ingresos en los servicios no se recuperan jamás. No se
pueden aplazar porque las empresas de servicios no manejan existencias ni almacenan
materias primas.
Tras varios meses de pandemia, parece que incluso una apariencia de retorno a la
actividad habitual resulta inconcebible para la mayoría de las empresas de servicios
mientras la COVID-19 siga amenazando nuestra salud. Esto indica, a su vez, que no se
vislumbra una vuelta total a la «normalidad» hasta que haya una vacuna. ¿Y eso
cuándo podría ser? Según la mayoría de los expertos, es poco probable que sea antes del
primer trimestre de 2021, como muy pronto. A mediados de junio de 2020 había ya más
de 135 ensayos en marcha, lo que supone un ritmo de avance notable si tenemos en
cuenta que, en el pasado, podía costar hasta diez años desarrollar una vacuna (cinco en
el caso del ébola), así que la cuestión no es la ciencia, sino la producción. El verdadero
desafío es la fabricación de miles de millones de dosis, que requerirá una ampliación y
diversificación masiva de la capacidad existente. El próximo obstáculo es el reto político
que supone vacunar a un número suficiente de personas en todo el mundo
(colectivamente somos tan fuertes como el eslabón más débil) con una tasa de
cumplimiento suficientemente elevada pese al aumento de los antivacunas. Durante el
periodo intermedio, la economía no funcionará a plena capacidad: un fenómeno que
depende de cada país y que recibe el nombre de «economía del 80 %». Las empresas de
sectores tan diversos como los viajes, la hostelería, el comercio minorista o los deportes
y eventos sufrirán un triple contratiempo: 1) el descenso de clientes (que responderán a
la incertidumbre volviéndose más reacios al riesgo); 2) quienes consuman reducirán su
media de gasto (porque ahorrarán por precaución); y 3) los costes de transacción serán
más elevados (atender a un cliente costará más debido a las medidas de distanciamiento
físico e higienización).
Teniendo en cuenta la trascendencia que tienen los servicios para el crecimiento del
PIB (cuanto más rico es el país, mayor es la importancia de los servicios para el
crecimiento), esta nueva realidad de una economía al 80 % plantea la cuestión de si los
posibles cierres sucesivos de la actividad empresarial en el sector servicios tendrán
efectos duraderos en la economía en general en términos de quiebra de empresas y
pérdida de puestos de trabajo, lo que a su vez plantea la cuestión de si estos posibles
efectos duraderos podrían ir seguidos del colapso de la demanda a medida que los
ciudadanos pierdan sus ingresos y su confianza en el futuro. En esta situación, será casi
inevitable que se produzca el colapso de la inversión entre las empresas y un
incremento del ahorro por precaución entre los consumidores, lo que dejará secuelas en
toda la economía mundial a través de la fuga de capitales: la salida rápida e incierta de
grandes cantidades de dinero de un país, que tiende a agravar las crisis económicas.
Según la OCDE, el impacto anual inmediato de la «desconexión» de la economía
podría ser una reducción del PIB de los países del G7 de entre el 20 % y el 30 % [28]. Pero
nuevamente, esta estimación depende de la duración y la gravedad del brote en cada
país: cuanto más tiempo duren los cierres, mayor será el daño estructural que causarán
al dejar cicatrices permanentes en la economía en términos de pérdida de empleos,
quiebras y cancelaciones de gastos de capital. Como regla empírica, cada mes que
permanezcan cerradas grandes partes de una economía, el crecimiento anual podría
caer dos puntos porcentuales más. Pero como cabría esperar, la relación entre la
duración de las medidas restrictivas y su correspondiente efecto sobre el PIB no es
lineal. La oficina central de planificación neerlandesa determinó que cada mes adicional
de contención provoca un deterioro mayor, no proporcional, de la actividad económica.
Según su modelo, un mes entero de «hibernación» económica provocaría una pérdida
del 1,2 % del crecimiento neerlandés en 2020, mientras que tres meses causarían una
pérdida del 5 % [29].
En el caso de los países y regiones que ya han reactivado su economía, es demasiado
pronto para saber cómo evolucionará el crecimiento del PIB. A finales de junio de 2020,
algunos datos en forma de V (como los Índices de Gestores de Compras (PMI) de la
eurozona) y algunas evidencias anecdóticas generaron una narrativa de recuperación
más fuerte de lo esperado, pero no deberíamos entusiasmarnos demasiado por dos
razones:
1. la notable mejora del PMI en la eurozona y EE. UU. no significa que estas
economías hayan pasado lo peor. Simplemente indica que la actividad empresarial
ha mejorado en comparación con los meses anteriores, lo cual es natural, ya que el
período de inactividad causado por los confinamientos rigurosos debería ir seguido
de una recuperación importante de la actividad.
2. En términos de crecimiento futuro, uno de los indicadores más significativos a
tener en cuenta es la tasa de ahorro. En abril (cierto es que durante el cierre de la
actividad), la tasa de ahorro personal de EE. UU. se elevó al 33 %, mientras que la
tasa de ahorro familiar de la eurozona (que no se calcula igual que la tasa de ahorro
personal estadounidense) alcanzó el 19 %. Ambas tasas sufrirán importantes caídas
a medida que se reabran las economías, pero ello probablemente no evitará que
estas tasas se mantengan en niveles históricamente elevados.
En su «Actualización de las perspectivas de la economía mundial», publicada en
junio de 2020, el Fondo Monetario Internacional (FMI) advirtió acerca de «una crisis
como ninguna otra» y una «recuperación incierta» [30]. Revisó a la baja sus proyecciones
de crecimiento global con respecto a abril, anticipando una caída del 4,9 % del PIB
global en 2020, casi dos puntos porcentuales por debajo de su estimación anterior.
1.2.2.2. Empleo
La pandemia enfrenta a la economía con una crisis del mercado laboral de
proporciones gigantescas. La devastación ha sido tan repentina y de tal magnitud que
incluso los responsables políticos más experimentados se han quedado casi sin palabras
(y, lo que es peor, casi sin «políticas»). En su declaración del 19 de mayo ante el Comité
de Banca del Senado de los Estados Unidos, el presidente del Sistema de la Reserva
Federal, Jerome «Jay» Powell, confesó: «Esta precipitada caída de la actividad
económica ha provocado un nivel de dolor difícil de expresar con palabras, ya que la
vida de la gente ha sufrido un cambio radical en medio de una gran incertidumbre
sobre el futuro» [31]. Solo en los meses de marzo y abril de 2020, más de 36 millones de
estadounidenses perdieron sus puestos de trabajo, con lo que se ha vuelto diez años
atrás en términos de empleo. En Estados Unidos como en el resto del mundo, los
despidos temporales causados por los confinamientos iniciales pueden convertirse en
permanentes y provocar un intenso dolor social (que solo unas redes de protección
social sólidas podrán aliviar) y profundos daños estructurales en las economías de los
países.
El nivel de desempleo global dependerá en última instancia del grado de colapso de
la actividad económica, pero es seguro que se rondarán o superarán niveles de dos
dígitos en todo el mundo. En Estados Unidos, heraldo de las dificultades que están por
llegar a otros lugares, se estima que la tasa oficial de desempleo podría alcanzar una
cota máxima del 25 % en 2020 (un nivel equivalente al de la Gran Depresión), que sería
aún mayor si se tuviera en cuenta el desempleo oculto (como los trabajadores que no
computan en las estadísticas oficiales porque están tan desanimados que han
abandonado la población activa y han dejado de buscar empleo, o los trabajadores a
tiempo parcial que buscan un trabajo a jornada completa). La situación de los
trabajadores empleados en el sector servicios será especialmente grave. La de los
trabajadores que no están oficialmente empleados será aún peor.
En cuanto al crecimiento del PIB, la magnitud y la gravedad de la situación de
desempleo dependerá del país. Cada país se verá afectado de manera diferente, según
su estructura económica y la naturaleza de su contrato social, pero Estados Unidos y
Europa ofrecen dos modelos radicalmente diferentes en cuanto al tratamiento del
problema por parte de los responsables políticos y a lo que tenemos por delante.
En junio de 2020, el incremento de la tasa de desempleo fue mucho mayor en
Estados Unidos (era de apenas un 3,5 % antes de la pandemia) que en cualquier otro
lugar. En abril, la tasa de desempleo de EE. UU. había subido 11,2 puntos porcentuales
con respecto a febrero, mientras que en Alemania, durante el mismo período, aumentó
menos de 1 punto porcentual. Dos razones explican esta notable diferencia: 1) en el
mercado laboral de Estados Unidos rige una cultura del despido libre que en Europa no
existe y a menudo está prohibido por ley; y 2) desde el inicio de la crisis, Europa puso
en práctica medidas fiscales destinadas a favorecer el empleo.
En Estados Unidos, las ayudas del Gobierno han sido hasta la fecha (junio de 2020)
mayores que en Europa, pero de una naturaleza fundamentalmente diferente. Ha
brindado ayuda económica a quienes perdieron su empleo, con el resultado ocasional
de que las personas desplazadas están mejor de lo que estaban cuando trabajaban a
jornada completa antes de la crisis. En cambio, los gobiernos de Europa optaron por
apoyar directamente a aquellas empresas que mantuviesen a los trabajadores
formalmente «empleados» en sus puestos de trabajo, aunque ya no trabajasen o no lo
hiciesen a jornada completa.
En Alemania, el régimen de trabajo a jornada reducida (denominado Kurzarbeit, un
modelo que ha sido emulado en otros lugares) suplió hasta el 60 % de los ingresos de
diez millones de empleados que de otro modo habrían perdido sus empleos, mientras
que en Francia un régimen similar compensó a un número parecido de trabajadores
proporcionándoles hasta el 80 % de su salario anterior. Muchos otros países europeos
adoptaron soluciones similares, sin las cuales se hubieran producido muchos más
despidos, tanto temporales como permanentes. Estas medidas de apoyo al mercado
laboral van acompañadas de otras medidas gubernamentales de emergencia, como las
que ofrecen a las empresas insolventes la posibilidad de ganar tiempo. En muchos
países europeos, si las empresas están en condiciones de demostrar que sus problemas
de liquidez han sido causados por la pandemia, pueden retrasar la declaración de
quiebra (posiblemente hasta marzo de 2021 en algunos países). Esto tendrá mucho
sentido si la recuperación se afianza, pero podría ser que esta política solo estuviera
aplazando el problema. A escala mundial, el mercado de trabajo podría tardar décadas
en recuperarse por completo, y en Europa como en el resto del mundo existe un gran
temor a que se produzcan quiebras masivas que irían seguidas de un desempleo
masivo.
En los próximos meses, será inevitable que la situación de desempleo se deteriore
todavía más por la sencilla razón de que no puede experimentar mejoras significativas
hasta que comience una recuperación económica sostenible. Esto no sucederá hasta que
se encuentre una vacuna o un tratamiento, lo que significa que muchas personas estarán
doblemente preocupadas por perder su trabajo y por no encontrar otro si efectivamente
lo pierden (lo cual conllevará un fuerte incremento de las tasas de ahorro). Dentro de
algún tiempo (que pueden ser meses o años), habrá dos clases de personas que se
encuentren en una situación laboral especialmente sombría: los jóvenes que accedan por
primera vez a un mercado laboral devastado por la pandemia y los trabajadores
susceptibles de ser reemplazados por robots. Estas son cuestiones fundamentales en la
intersección de la economía, la sociedad y la tecnología, cuyas implicaciones definirán el
futuro del trabajo. La automatización, en particular, será motivo de gran preocupación.
La tesis de que la tecnología siempre ejerce un efecto económico positivo a largo plazo
es bien conocida. La esencia del argumento es que la automatización es disruptiva, pero
mejora la productividad y aumenta la riqueza, lo que a su vez genera mayores
demandas de bienes y servicios y, por tanto, la necesidad de nuevos tipos de empleos
para satisfacer esas demandas. Esto es correcto, pero ¿qué sucederá entre el presente y
el futuro?
Con toda probabilidad, la recesión inducida por la pandemia desencadenará un
fuerte incremento en la sustitución de mano de obra, de modo que la mano de obra
física será reemplazada por robots y máquinas «inteligentes», que a su vez provocarán
cambios duraderos y estructurales en el mercado laboral. En el capítulo de tecnología,
analizamos con más detalle cómo está afectando la pandemia a la automatización, pero
ya existen amplias evidencias de que está acelerando el ritmo de transformación. El
sector de los centros de atención telefónica es paradigmático de esta situación.
En la época anterior a la pandemia, se estaban introduciendo gradualmente nuevas
tecnologías basadas en la inteligencia artificial (IA) para automatizar algunas de las
tareas realizadas por las personas empleadas. La crisis de la COVID-19 y sus medidas
de distanciamiento social han acelerado repentinamente este proceso de innovación y
cambio tecnológico. Rápidamente se están introduciendo chatbots, que a menudo usan
la misma tecnología de reconocimiento de voz que Alexa de Amazon, y otros
programas capaces de realizar tareas que normalmente llevan a cabo las personas
empleadas. Estas innovaciones nacidas de la necesidad (es decir, medidas sanitarias)
pronto acarrearán la pérdida de cientos de miles y quizá millones de empleos.
Dado que es posible que los consumidores prefieran los servicios automatizados a
las interacciones personales en los tiempos venideros, lo que está sucediendo
actualmente con los centros de atención telefónica ocurrirá igualmente de manera
inevitable en otros sectores. Por lo tanto, se dan las condiciones para que resurja la
«ansiedad de automatización» [32], que la recesión económica intensificará. El proceso de
automatización nunca es lineal; tiende a producirse en oleadas y, a menudo, en tiempos
económicos difíciles, cuando la disminución de los ingresos de las empresas hace que
los costes laborales sean relativamente más elevados. Es entonces cuando los
empleadores sustituyen a los trabajadores menos cualificados por sistemas
automatizados, a fin de incrementar la productividad laboral [33]. Los trabajadores de
renta baja que realizan trabajos rutinarios (en la fabricación y en servicios como la
alimentación y el transporte) son los que tienen más probabilidades de verse afectados.
El mercado laboral se polarizará cada vez más entre el trabajo de alta remuneración y
gran cantidad de trabajos que irán desapareciendo o no estarán bien pagados y no serán
muy interesantes. En los países emergentes y en desarrollo (especialmente los que
tengan gran cantidad de jóvenes), se corre el riesgo de que la tecnología transforme el
«dividendo demográfico» en una «pesadilla demográfica», porque la automatización
hará que sea mucho más difícil acceder al ascensor del crecimiento económico.
Es fácil que cunda un pesimismo excesivo porque a los seres humanos nos resulta
mucho más fácil visualizar lo que está desapareciendo que lo que viene después.
Sabemos y entendemos que es inevitable que el desempleo aumente en todo el mundo
en el futuro previsible, pero quizá nos sorprendamos en los próximos años y décadas.
Podríamos presenciar una ola de innovación y creatividad sin precedentes impulsada
por nuevos métodos y herramientas de producción. También podría producirse una
explosión global de cientos de miles de nuevas microindustrias que, con suerte,
emplearán a cientos de millones de personas. Por supuesto, no podemos saber qué nos
depara el futuro, excepto que dependerá en gran medida de la trayectoria del
crecimiento económico futuro.
1.2.2.3. Cómo podría ser el crecimiento futuro
En la era posterior a la pandemia, según las proyecciones actuales, la nueva
economía «normal» puede caracterizarse por un crecimiento mucho menor que en las
últimas décadas. Cuando comience la recuperación, puede que el crecimiento del PIB
trimestral se antoje impresionante (porque partirá de una base muy baja), pero pueden
pasar años antes de que el tamaño general de la economía de la mayoría de las naciones
vuelva a su nivel anterior a la pandemia. Esto también se debe al hecho de que la
gravedad del choque económico causado por el coronavirus se combinará con una
tendencia a largo plazo: el descenso y el envejecimiento de la población en muchos
países (la demografía es el «destino» y un factor crucial de crecimiento del PIB). En estas
condiciones, cuando parece casi seguro que el crecimiento económico será menor,
puede que mucha gente se plantee si vale de algo «obsesionarse» con el crecimiento,
para acabar concluyendo que no tiene sentido perseguir un objetivo de crecimiento del
PIB cada vez más alto.
La profunda disrupción provocada por la COVID-19 a escala mundial ha forzado a
las sociedades a hacer una pausa que les ha ofrecido la oportunidad de reflexionar sobre
lo que es realmente valioso. Una vez que se han adoptado medidas de respuesta de
emergencia económica a la pandemia, se puede aprovechar esta oportunidad para hacer
cambios institucionales y tomar decisiones políticas que sitúen a las economías en un
nuevo camino hacia un futuro más justo y más ecológico. La historia del
replanteamiento radical que se produjo en los años posteriores a la Segunda Guerra
Mundial, que incluyó la creación de las instituciones Bretton Woods, las Naciones
Unidas y la Unión Europea y la expansión de los estados del bienestar, revela la
magnitud de los cambios que son posibles.
Esto nos lleva a plantearnos dos preguntas: 1) ¿cuál debería ser la nueva brújula del
progreso?; y 2) ¿cuáles serán los nuevos factores de una economía inclusiva y
sostenible?
En relación con la primera pregunta, para cambiar de rumbo haría falta que los
líderes mundiales cambiaran de mentalidad para dar mayor importancia y prioridad al
bienestar de todos los ciudadanos y del planeta. Históricamente, la elaboración de
estadísticas nacionales tenía principalmente por objeto facilitar que los gobiernos
tuvieran un conocimiento más profundo de los recursos disponibles con fines
impositivos y bélicos. Con el fortalecimiento de las democracias, las estadísticas
nacionales se utilizaron además en la década de 1930 para determinar el bienestar
económico de la población [34], si bien sintetizado en el PIB. El bienestar económico se
convirtió en equivalente a la producción y el consumo actuales sin tener en cuenta la
disponibilidad futura de recursos. La excesiva confianza de los responsables políticos
en el PIB como indicador de prosperidad económica nos ha llevado al actual nivel de
agotamiento de los recursos naturales y sociales.
¿Qué otros elementos deben incluirse para mejorar el cuadro de mandos del
progreso? Primero es necesario actualizar el propio PIB para que refleje el valor creado
en la economía digital, el valor creado a través del trabajo no remunerado y el valor que
se puede destruir a través de determinados tipos de actividad económica. La omisión
del valor creado a través del trabajo realizado en el hogar viene siendo un problema
desde hace mucho tiempo y será necesario dar un nuevo impulso a los estudios
dirigidos a crear un marco de medición. Además, con la expansión de la economía
digital, la brecha entre la actividad medida y la actividad económica real se ha
ampliado. Por otra parte, ciertos tipos de productos financieros que se consideran
creadores de valor por su inclusión en el PIB no hacen sino cambiar el valor de un lugar
a otro y, en ocasiones, incluso destruirlo.
En segundo lugar, no solo importa el tamaño general de la economía, sino también
la distribución de los beneficios y la evolución progresiva del acceso a las
oportunidades. Con una desigualdad de renta más marcada que nunca en muchos
países y con la mayor polarización promovida por los avances tecnológicos, el PIB total
o promedios como el PIB per cápita son cada vez menos útiles como verdaderos
indicadores de la calidad de vida de las personas. La desigualdad de la riqueza es una
dimensión significativa de la actual dinámica de desigualdad y debe ser objeto de un
seguimiento más sistemático.
En tercer lugar, será necesario medir y controlar mejor la resiliencia de la economía
para conocer su verdadero estado de salud, incluidos los factores determinantes de la
productividad, como las instituciones, las infraestructuras, el capital humano y los
ecosistemas de innovación, que son críticos para la fortaleza general de un sistema. Por
otra parte, será necesario un seguimiento sistemático de las reservas de capital a las que
puede recurrir un país en tiempos de crisis, incluido el capital financiero, físico, natural
y social. Aunque es difícil medir en particular el capital natural y social, son recursos
críticos para la cohesión social y la sostenibilidad ambiental de un país y no deben
subestimarse. Desde la comunidad académica se está comenzando a abordar
recientemente el problema de la medición agrupando fuentes de datos de los sectores
público y privado.
Están apareciendo ejemplos reales de cambio en las prioridades de los responsables
políticos. No es casualidad que, en 2019, uno de los países situados entre los diez
primeros de la clasificación del Informe Mundial de la Felicidad diese a conocer un
«presupuesto de bienestar». La decisión de la primera ministra de Nueva Zelanda de
destinar dinero a asuntos sociales como la salud mental, la pobreza infantil y la
violencia familiar convirtió el bienestar en un objetivo explícito de las políticas públicas.
De este modo, la primera ministra Ardern convirtió en política lo que todo el mundo
sabe desde hace años: que el incremento del PIB no garantiza la mejora del nivel de vida
y bienestar social.
Además, varias instituciones y organizaciones, desde ayuntamientos hasta la
Comisión Europea, están reflexionando sobre las opciones que mantendrían la
actividad económica futura en niveles que equilibrasen la satisfacción de nuestras
necesidades materiales con el respeto a las limitaciones de nuestro planeta. El
ayuntamiento de Ámsterdam fue el primero del mundo en comprometerse
formalmente con este marco como punto de partida para las decisiones de política
pública que se tomen en el mundo posterior a la pandemia. Este marco se asemeja a un
«donut» cuya circunferencia interior representa el mínimo que necesitamos para vivir
dignamente (tal como establecen los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones
Unidas), mientras que la circunferencia exterior representa el techo ecológico
establecido por los expertos en ciencias de la Tierra (que pone de relieve los límites que
no debe sobrepasar la actividad humana para evitar su impacto ambientalmente
negativo sobre el clima, el suelo, los océanos, la capa de ozono, el agua dulce y la
biodiversidad). Entre estas dos circunferencias está la «masa», que es el punto óptimo
en el que se satisfacen las necesidades humanas y las del planeta [35].
Todavía no sabemos si la «tiranía del crecimiento del PIB» llegará a su fin, pero hay
señales de que la pandemia puede acelerar cambios en muchas de nuestras normas
sociales más arraigadas. Si reconocemos colectivamente que, al margen del nivel de
riqueza que representa el PIB per cápita, la felicidad depende más bien de factores
intangibles como la accesibilidad de la atención médica y un tejido social robusto que
del consumo material, entonces valores tan diferentes como el respeto por el medio
ambiente, una alimentación responsable, la empatía o la generosidad pueden ganar
terreno y llegar progresivamente a caracterizar las nuevas normas sociales.
Al margen de la crisis que nos ocupa, la importancia del crecimiento económico para
elevar los niveles de vida ha variado en los últimos años según el contexto. En las
economías de renta elevada, el crecimiento de la productividad ha ido en constante
descenso desde la década de 1970, y se ha justificado por la ausencia de vías políticas
claras para reanimar el crecimiento a largo plazo [36]. Además, el crecimiento que
efectivamente se ha materializado ha beneficiado de manera desproporcionada a las
personas situadas en el extremo superior de la distribución de la renta. Un enfoque más
efectivo podría ser que los responsables políticos apuntasen más directamente a las
intervenciones para mejorar el bienestar [37]. En los países de renta baja y media, los
beneficios del crecimiento económico han sacado a millones de personas de la pobreza
en los grandes mercados emergentes. Las opciones políticas para impulsar el
rendimiento del crecimiento son más conocidas (por ejemplo, corregir las distorsiones
fundamentales), pero habrá que encontrar nuevos enfoques, ya que el modelo de
desarrollo liderado por la fabricación está perdiendo fuerza rápidamente con el
advenimiento de la Cuarta Revolución Industrial [38].
Esto nos lleva a la segunda pregunta clave sobre el crecimiento futuro. Si la
dirección y la calidad del crecimiento económico son tan importantes, quizás incluso
más que su velocidad, ¿cuáles serán los factores que probablemente fomenten dicha
calidad en la economía pospandemia? Varias áreas tienen el potencial de ofrecer un
entorno capaz de impulsar un dinamismo más inclusivo y sostenible.
La economía verde comprende diversas posibilidades, desde la energía verde hasta
el ecoturismo y la economía circular. Por ejemplo, la sustitución del presente modelo de
producción y consumo basado en «extraer, producir, desperdiciar» por otro que sea
«restaurador y regenerativo desde el diseño» [39] puede servir para preservar los recursos
y minimizar el desperdicio mediante la reutilización del producto cuando llega al final
de su vida útil, creando así un valor adicional que puede a su vez generar beneficios
económicos al contribuir a la innovación, a la creación de empleo y, en última instancia,
al crecimiento. Se está produciendo una rápida expansión de las empresas y estrategias
que favorecen los productos reparables con una vida útil más larga (desde teléfonos y
automóviles hasta la moda), que incluso ofrecen reparaciones gratuitas (como la marca
Patagonia de ropa para actividades al aire libre), así como de las plataformas de
comercialización de productos usados [40].
La economía social comprende otras áreas de fuerte crecimiento y creación de
empleo en los ámbitos de los cuidados y los servicios personales, la educación y la
salud. Las inversiones en el cuidado de los niños, el cuidado de las personas mayores y
otros elementos de la economía de los cuidados crearían 13 millones de empleos solo en
Estados Unidos y 21 millones de empleos más en otras siete economías, y generaría un
incremento del 2 % en crecimiento del PIB en los países analizados [41]. La educación es
también un área de creación masiva de empleo, especialmente cuando se consideran
conjuntamente la enseñanza primaria y secundaria, la educación y formación técnica y
profesional, la formación universitaria y la formación para adultos. La sanidad, como se
ha demostrado con la pandemia, requiere una inversión mucho mayor tanto en
infraestructura e innovación como en capital humano. Estas tres áreas crean un efecto
multiplicador por su propio potencial de empleo y por los beneficios a largo plazo que
generan en las sociedades en términos de igualdad, movilidad social y crecimiento
inclusivo.
La innovación en los modelos de producción, distribución y negocios puede acarrear
incrementos de eficiencia y productos nuevos o mejorados que creen mayor valor
añadido, generando nuevos empleos y prosperidad económica. Por lo tanto, los
gobiernos tienen a su disposición herramientas para promover el cambio hacia una
prosperidad más inclusiva y sostenible, combinando el establecimiento de directrices e
incentivos desde el sector público con la capacidad de innovación comercial a través de
un replanteamiento fundamental de los mercados y de su papel en nuestra economía y
nuestra sociedad. Para ello será necesario invertir de manera diferente y deliberada en
los mercados fronterizos anteriormente descritos, áreas en las que las fuerzas del
mercado podrían tener un efecto transformador en las economías y las sociedades, pero
que todavía carecen de algunas de las condiciones indispensables para funcionar (por
ejemplo, no existen suficientes capacidades técnicas para producir un producto o activo
en serie de manera sostenible, los estándares no están bien definidos o los marcos
jurídicos aún no están bien desarrollados). La configuración de las normas y los
mecanismos de estos nuevos mercados puede tener un impacto transformador en la
economía. Si los gobiernos desean impulsar un nuevo y mejor tipo de crecimiento,
tienen ahora la oportunidad de actuar incentivando la innovación y la creatividad en las
áreas descritas anteriormente.
Hay quien plantea la necesidad de optar por el «decrecimiento», un movimiento que
abraza el crecimiento cero o incluso negativo del PIB que está ganando cierta fuerza (al
menos en los países más ricos). A medida que el análisis crítico del crecimiento
económico vaya tomando protagonismo, se revisará el dominio financiero y cultural del
consumismo en la vida pública y privada [42]. Así lo demuestra el activismo en favor del
decrecimiento impulsado por las decisiones de los consumidores en algunos segmentos
nicho, como la defensa de la reducción del consumo de carne o del uso del transporte
aéreo. Al desencadenar un período de decrecimiento forzado, la pandemia ha suscitado
un renovado interés en este movimiento que quiere revertir el ritmo del crecimiento
económico, lo que llevó a más de 1.100 expertos de todo el mundo a publicar en mayo
de 2020 un manifiesto en el que se presentaba una estrategia de decrecimiento para
hacer frente a la crisis económica y humana provocada por la COVID-19 [43]. En su carta
abierta, se insta a adoptar democráticamente «una economía planeada pero adaptable,
sostenible, y en reducción progresiva y equitativa, guiando hacia un futuro donde
podamos vivir mejor con menos».
Sin embargo, hay que tener cuidado en la búsqueda del decrecimiento cuando esté
tan falta de dirección como la búsqueda del crecimiento. Los países más progresistas y
sus gobiernos darán prioridad a un enfoque más inclusivo y sostenible en la
administración y medición de sus economías, que también favorezca el crecimiento del
empleo, mejoras en los niveles de vida y la protección del planeta. La tecnología para
hacer más con menos ya existe [44]. No hay un dilema fundamental entre los factores
económicos, sociales y ambientales si adoptamos este enfoque más holístico y a más
largo plazo para definir el progreso e incentivar la inversión en mercados fronterizos
verdes y sociales.
1.2.3. Políticas fiscales y monetarias
La respuesta a la pandemia en el ámbito de la política fiscal y monetaria ha sido
decisiva, masiva y rápida.
En países sistémicamente importantes, los bancos centrales decidieron,
prácticamente nada más empezar el brote, bajar los tipos de interés por medio de
grandes programas de expansión cuantitativa, comprometiéndose a imprimir el dinero
necesario para que los costes de la deuda pública se mantuvieran en niveles bajos. La
Reserva Federal de EE. UU. se comprometió a comprar bonos del Tesoro y valores de
agencias con garantía hipotecaria, mientras que el Banco Central Europeo prometió
comprar cualquier instrumento que emitieran los Estados (una medida que logró
reducir el diferencial del coste de endeudamiento entre los miembros más débiles y más
fuertes de la eurozona).
Al mismo tiempo, la mayoría de los gobiernos respondieron con políticas fiscales
ambiciosas y sin precedentes. Se tomaron medidas urgentes y expansivas desde el
principio de la crisis, con tres objetivos específicos: 1) combatir la pandemia realizando
todo el gasto necesario para controlarla lo más rápidamente posible (mediante la
producción de pruebas, capacidades hospitalarias, investigación en medicamentos y
vacunas, etc.); 2) proporcionar fondos de emergencia a hogares y empresas al borde de
la quiebra y el desastre; y 3) respaldar la demanda agregada para que la economía
pudiera operar lo más cerca posible de su potencial [45].
Estas medidas generarán déficits fiscales muy importantes, con un incremento
probable del 30 % del PIB en la ratio de deuda/PIB de las economías ricas. A escala
mundial, es probable que el estímulo total derivado del gasto público supere el 20 % del
PIB mundial en 2020 con variaciones significativas según los países, desde el 33 % de
Alemania hasta más del 12 % en Estados Unidos.
Esta expansión de las capacidades fiscales tiene implicaciones radicalmente
diferentes según se trate de un país avanzado o emergente. Los países de renta elevada
tienen mayor margen fiscal porque la elevación del nivel de endeudamiento resultaría
sostenible y conllevaría un nivel viable de coste del bienestar para las generaciones
futuras, por dos razones: 1) el compromiso de los bancos centrales de comprar la
cantidad de bonos que sea necesaria para mantener los tipos de interés bajos; y 2) la
confianza en que los tipos de interés seguirán siendo bajos en el futuro previsible
porque la incertidumbre continuará frenando la inversión privada y justificará elevados
niveles de ahorro precautorio. Por el contrario, la situación no podría ser más severa en
las economías emergentes y en desarrollo. La mayoría de ellas carecen del margen fiscal
necesario para reaccionar ante el impacto de la pandemia; ya están sufriendo
importantes fugas de capitales y una caída en los precios de las materias primas, lo que
implica que su tipo de cambio sufrirá un duro golpe si deciden lanzar políticas fiscales
expansivas. En estas circunstancias, las ayudas en forma de subvenciones y medidas de
alivio de la deuda, así como posiblemente una moratoria total [46], no solo serán
necesarias, sino que serán críticas.
Se trata de programas sin precedentes para una situación sin precedentes, algo tan
nuevo que la economista Carmen Reinhart lo ha descrito como «un momento para
“hacer lo que sea necesario” en términos de política fiscal y monetaria imaginativa de
gran escala» [47]. Medidas que habrían parecido inconcebibles antes de la pandemia
podrían llegar a ser normales en todo el mundo cuando los gobiernos intentan evitar
que la recesión económica se convierta en una depresión catastrófica. Cada vez será más
frecuente que se pida al Estado que actúe como «pagador de último recurso» [48] a fin de
prevenir o detener la avalancha de despidos masivos y la destrucción de empresas a
causa de la pandemia.
Todos estos cambios están alterando las reglas del «juego» de la política económica y
monetaria. Se ha desmantelado la barrera artificial que hace que las autoridades
monetarias y fiscales sean independientes entre sí, mientras los bancos centrales han
quedado (relativamente) subordinados a los políticos electos. Ahora es imaginable que,
en el futuro, el Estado intente ejercer su influencia sobre los bancos centrales para
financiar importantes proyectos públicos, como infraestructuras o fondos de inversión
verdes. Del mismo modo, es posible que el precepto de que el Estado puede intervenir
para mantener el empleo o la renta de los trabajadores y evitar la quiebra de las
empresas perdure cuando estas políticas lleguen a su fin. Es probable que la presión
pública y política para que se mantengan este tipo de medidas persista, incluso cuando
la situación mejore. Una de las mayores preocupaciones es que esta cooperación
implícita entre las políticas fiscales y monetarias provoque una inflación incontrolable.
Tiene su origen en la idea de que los responsables políticos pondrán en marcha un
estímulo fiscal masivo que será monetizado por completo, es decir, que no se financiará
mediante deuda pública normal. Es aquí donde entra en juego la teoría monetaria
moderna (TMM) y el dinero de helicóptero: con los tipos de interés aproximándose al
cero, los bancos centrales no podrán estimular la economía con herramientas
monetarias clásicas como la bajada de los tipos de interés... a menos que decidan optar
por tipos de interés muy por debajo de cero, un movimiento problemático que la
mayoría de los bancos centrales se resisten a realizar [49]. Por lo tanto, el estímulo debe
provenir de un incremento del déficit fiscal (es decir, aumentar el gasto público en un
momento en que la recaudación tributaria disminuye). Dicho del modo más simple
posible (y, en este caso, simplista), la TMM funciona así: los gobiernos emitirán deuda
que será adquirida por el banco central. Si nunca la vuelve a vender, ello equivaldrá a
financiación monetaria: el déficit es monetizado (por el banco central que compra los
bonos del Estado) y el Gobierno puede usar el dinero como considere conveniente. Por
ejemplo, puede lanzarlo metafóricamente desde un helicóptero a las personas
necesitadas. La idea es atractiva y realizable, pero conlleva un importante problema de
expectativa social y control político: una vez que los ciudadanos se den cuenta de que se
puede encontrar dinero en un «árbol de dinero mágico», los políticos electos se verán
sometidos a una presión pública feroz e implacable para que sigan emitiendo cada vez
más, momento en el que se planteará el problema de la inflación.
1.2.3.1. ¿Deflación o inflación?
Dos de los elementos técnicos integrados en la financiación monetaria están
asociados al riesgo de inflación. Primero, la decisión de aplicar una expansión
cuantitativa perpetua (es decir, la financiación monetaria) no tiene que tomarse cuando
el banco central compra la deuda emitida por el Estado; se puede esperar a ver lo que
depara el futuro para ocultar o soslayar la idea de que el dinero «crece en los árboles».
Segundo, el impacto inflacionario del dinero de helicóptero no tiene que ver con si se
financia el déficit o no, sino que es directamente proporcional a la cantidad de dinero
que se maneja. No hay límites nominales para la cantidad de dinero que puede crear un
banco central, pero sí límites razonables para la cantidad que desearían crear para
lograr la reflación sin arriesgar demasiada inflación. El incremento resultante del PIB
nominal se dividirá entre un efecto de producción real y un incremento del efecto de
nivel de precios: este equilibrio y su naturaleza inflacionaria dependerán de lo rigurosas
que sean las limitaciones de la oferta, y por tanto, en última instancia, de la cantidad de
dinero que se cree. Los bancos centrales pueden decidir que no hay nada de qué
preocuparse con una inflación del 2 o el 3 %, y que un 4 o un 5 % también está bien,
pero tendrán que definir un límite máximo superior a partir del cual la inflación se
vuelva disruptiva y sea un motivo de preocupación real. El desafío será determinar en
qué nivel se convierte la inflación en corrosiva y en una preocupación obsesiva para los
consumidores.
Por el momento, hay quien teme la deflación y quien recela de la inflación. ¿Cómo se
explica que el futuro genere estos diferentes tipos de ansiedad? Quienes se preocupan
por la deflación temen el colapso del mercado laboral y las fluctuaciones en los precios
de las materias primas, y se preguntan si puede existir alguna posibilidad de que se
genere inflación pronto en estas condiciones. Quienes se preocupan por la inflación
observan los importantes incrementos en los balances de los bancos centrales y los
déficits fiscales y se plantean cómo no van a provocar en algún momento inflación y
posiblemente una inflación elevada e incluso hiperinflación. Ponen el ejemplo de
Alemania después de la Primera Guerra Mundial, que eliminó su deuda interna de
guerra gracias a la hiperinflación de 1923, o el del Reino Unido, que con un poco de
inflación redujo la enorme cantidad de deuda (250 %) que se le había generado en la
Segunda Guerra Mundial. Estos reconocen que, a corto plazo, la deflación puede ser el
riesgo mayor, pero argumentan que la inflación es en última instancia inevitable debido
a las masivas cantidades de dinero que deberán utilizarse de forma ineludible como
medida de estímulo.
En esta coyuntura, es difícil imaginar cómo se podría generar inflación pronto. La
relocalización de las actividades de producción podría generar bolsas ocasionales de
inflación, pero es probable que sigan siendo limitadas. La combinación de potentes
tendencias estructurales a largo plazo como el envejecimiento y la tecnología (ambas de
naturaleza deflacionaria) y una tasa de desempleo excepcionalmente alta que limitará
los incrementos salariales durante años ejerce una fuerte presión a la baja sobre la
inflación. En la era posterior a la pandemia, es poco probable que se produzca una
fuerte demanda de consumo. Es probable que el dolor infligido por el desempleo
generalizado, la reducción de la renta en grandes segmentos de población y la
incertidumbre acerca del futuro se traduzcan en un aumento del ahorro por precaución.
Cuando finalmente se relaje el distanciamiento social, la demanda refrenada podría
provocar un poco de inflación, pero es probable que sea temporal y, por lo tanto, no
afectará a las expectativas de inflación. Olivier Blanchard, ex economista jefe del FMI,
cree que solo la combinación de los tres elementos siguientes podría generar inflación:
1) un incremento muy grande de la ratio deuda/PIB, por encima de la previsión actual
del 20 al 30 %; 2) un incremento muy grande del tipo neutral (es decir, el tipo real
seguro que hace falta para mantener la economía en su potencial); y 3) dominio fiscal de
la política monetaria [50]. La probabilidad de que se dé cada uno de ellos por sí solo es ya
baja, de modo que la probabilidad de que ocurran los tres conjuntamente es bajísima
(pero no nula). Los inversores en bonos piensan igual. Esto podría cambiar, por
supuesto, pero el bajo diferencial actual entre los bonos nominales y los indexados a la
inflación apunta a que la inflación será muy baja en el mejor de los casos.
En los próximos años, los países de rentas altas pueden enfrentar una situación
similar a la de Japón en las últimas décadas: demanda estructuralmente débil, inflación
muy baja y tipos de interés bajísimos. La posible «japonización» del mundo (rico) se
representa a menudo como una combinación desesperada de crecimiento cero, inflación
cero y niveles de deuda insufribles. Esto es engañoso. Cuando los datos se ajustan a la
demografía, Japón obtiene mejores resultados que la mayoría de los países. Su PIB per
cápita es alto y está creciendo y, desde 2007, su PIB real por miembro de la población en
edad de trabajar ha aumentado con más rapidez que en ningún otro país del G7.
Naturalmente, existen muchas razones de carácter idiosincrático para esto (un nivel
muy elevado de capital social y confianza, pero también un crecimiento de la
productividad laboral por encima de la media y una buena absorción de los
trabajadores de edad avanzada en la fuerza laboral), y se demuestra que el descenso de
población no tiene por qué implicar anulación económica. Los elevados niveles de vida
e indicadores de bienestar de Japón son una saludable demostración de que hay
esperanza frente a las dificultades económicas.
1.2.3.2. El destino del dólar estadounidense
Durante décadas, Estados Unidos ha disfrutado del «privilegio exorbitante» de
poseer la moneda de reserva mundial, una circunstancia que durante mucho tiempo ha
supuesto «una ventaja del poder imperial y un elixir económico» [51]. En gran medida, el
poder y la prosperidad estadounidenses se han construido y reforzado gracias a la
confianza mundial en el dólar y a la voluntad de los clientes extranjeros de tener una
reserva, casi siempre en forma de bonos del Gobierno de los Estados Unidos. El hecho
de que tantos países e instituciones extranjeras quieran tener dólares como depósito de
valor y como instrumento de cambio (para el comercio) ha consolidado su condición de
moneda de reserva mundial. Esto ha permitido a Estados Unidos obtener préstamos
baratos en el extranjero y beneficiarse de bajos tipos de interés nacionales, lo que a su
vez ha permitido a los estadounidenses consumir más allá de sus posibilidades.
También ha hecho posible que el Gobierno de Estados Unidos haya generado
recientemente grandes déficits públicos, que haya manejado importantes déficits
comerciales, reducido el riesgo del tipo de cambio y conferido mayor liquidez a sus
mercados financieros. La causa fundamental de que el dólar estadounidense goce del
estatuto de moneda de reserva es una cuestión crítica de confianza: los no
estadounidenses que tienen dólares confían en que Estados Unidos protegerá tanto sus
propios intereses (administrando con sensatez su economía) como los del resto del
mundo, al menos en lo que respecta al dólar estadounidense (administrando con
sensatez su moneda, por ejemplo dotando de liquidez en dólares al sistema financiero
mundial de manera eficiente y rápida).
Algunos analistas y responsables políticos llevan bastante tiempo considerando la
posibilidad de poner fin al dominio del dólar de manera progresiva. Ahora creen que la
pandemia podría ser el catalizador que les dé la razón. Esgrimen dos argumentos
relacionados con ambas caras de la cuestión de la confianza.
Por un lado (la administración de la economía con sensatez), quienes dudan del
dominio del dólar estadounidense señalan el rápido e inevitable deterioro de la posición
fiscal de Estados Unidos. En su opinión, su insostenible nivel de endeudamiento
acabará por debilitar la confianza en el dólar estadounidense. Justo antes de la
pandemia, el gasto de EE. UU. en defensa, más los intereses de la deuda federal, más los
pagos anuales por prestaciones (Medicare, Medicaid y seguridad social) representaban
el 112 % de los ingresos fiscales federales (frente al 95 % en 2017). Este camino conduce
a una mayor insostenibilidad en la era posterior a la pandemia y al rescate público. Este
argumento apunta que, por lo tanto, tendrá que producirse algún cambio importante,
por ejemplo una notable reducción del papel geopolítico o una subida de impuestos, o
ambas cosas, ya que, de lo contrario, el creciente déficit alcanzará un umbral por encima
del cual los inversores no estadounidenses no estarán dispuestos a financiarlo. Después
de todo, la moneda de reserva solo podrá seguir siéndolo mientras se mantenga la
confianza extranjera en la capacidad de su poseedor para cumplir con sus pagos.
Por otro lado (la administración del dólar estadounidense de manera sensata para el
resto del mundo), quienes dudan del dominio del dólar señalan la incompatibilidad de
su condición de moneda de reserva mundial con el creciente nacionalismo económico
del país. A pesar de que la Reserva Federal y el Tesoro de Estados Unidos administran
el dólar y su red de influencia mundial con eficacia, los escépticos destacan que la
voluntad de la Administración estadounidense de utilizar el dólar como arma
geopolítica (por ejemplo, para castigar a los países y empresas que comercien con Irán o
Corea del Norte) inevitablemente incentivará a los poseedores de dólares a buscar
alternativas.
¿Hay alguna alternativa viable? Estados Unidos sigue siendo una formidable
potencia hegemónica en el sector financiero mundial (la importancia del dólar en las
transacciones financieras internacionales es mucho mayor, aunque menos visible, que
en el comercio internacional), pero también es cierto que a muchos países les gustaría
desafiar el dominio global del dólar. A corto plazo, no hay alternativas. El renminbi
chino (RMB) podría ser una opción, pero no hasta que se eliminen los estrictos controles
de capital y el RMB se convierta en una moneda determinada por el mercado, lo que es
poco probable que suceda en el futuro previsible. Lo mismo cabe decir del euro: podría
ser una opción, pero no hasta que las dudas sobre una posible implosión de la eurozona
se disipen de manera definitiva, lo que nuevamente es una perspectiva poco probable
en los próximos años. En cuanto a una moneda virtual global, todavía no hay ninguna a
la vista, pero se han producido intentos de lanzar monedas digitales nacionales que
podrían llegar a poner fin a la supremacía del dólar estadounidense. El más importante
tuvo lugar en China a finales de abril de 2020, con la prueba de una moneda digital
nacional en cuatro grandes ciudades [52]. Este país va años por delante del resto del
mundo en el desarrollo de una moneda digital combinada con potentes plataformas de
pago electrónico; este experimento demuestra claramente que hay sistemas monetarios
que están tratando de independizarse de los intermediarios estadounidenses mientras
avanzan hacia una mayor digitalización.
Finalmente, el posible fin de la primacía del dólar estadounidense dependerá de lo
que ocurra en Estados Unidos. Como dice Henry Paulson, ex Secretario del Tesoro de
los Estados Unidos: «La prominencia del dólar estadounidense comienza en casa (...).
Estados Unidos debe mantener una economía que inspire credibilidad y confianza
global. De lo contrario, con el tiempo, pondrá en peligro la posición del dólar
estadounidense» [53]. En gran medida, la credibilidad global de los Estados Unidos
también depende de la geopolítica y del atractivo de su modelo social. El «privilegio
exorbitante» está estrechamente relacionado con el poder global, la percepción de
Estados Unidos como socio confiable y su papel en el funcionamiento de las
instituciones multilaterales. «Si ese papel se considerase menos cierto y esa garantía de
seguridad menos invulnerable —porque Estados Unidos se estuviera desconectando de
la geopolítica mundial en favor de políticas más independientes e introvertidas—, la
prima de seguridad de que disfruta el dólar estadounidense podría disminuir»,
advierten Barry Eichengreen y representantes del Banco Central Europeo [54].
Las preguntas y las dudas acerca del futuro del dólar como moneda de reserva
mundial son un buen recordatorio de que la economía no existe de forma aislada. Esta
realidad es particularmente dura en los países emergentes y pobres sobreendeudados
que ahora no pueden pagar su deuda, a menudo denominada en dólares. Para ellos,
esta crisis adquirirá enormes proporciones y tardará años en solucionarse, con daños
económicos considerables que se traducirán rápidamente en dolor social y humanitario.
En todos estos países, la crisis COVID puede terminar con el proceso gradual de
convergencia que debía aproximar a los países más desarrollados y a los países
emergentes o en desarrollo. Esto supondrá un incremento de los riesgos sociales y
geopolíticos: un crudo recordatorio de cómo los riesgos económicos se entrelazan con
los problemas sociales y la geopolítica.
1.3. Reinicio social
Históricamente, las pandemias han puesto a prueba a las sociedades y la crisis de la
COVID-19 no será una excepción. La convulsión social desencadenada por la COVID-19
—comparable a la económica que acabamos de ver y a la geopolítica que veremos en la
próxima sección— nos afectará durante años y, posiblemente, durante generaciones. El
efecto más inmediato y visible es que muchos gobiernos serán sometidos a duras
críticas, con un alto grado de indignación contra los responsables políticos que
aparentemente no estaban preparados o actuaron de forma inadecuada para responder
a la COVID-19. Como dijo Henry Kissinger: «Las naciones se cohesionan y prosperan
con la convicción de que sus instituciones pueden prever las calamidades, frenar sus
efectos y recuperar la estabilidad. Cuando termine la pandemia de COVID-19, en
muchos países se tendrá la percepción de que las instituciones han fallado» [55]. Así será
en particular en algunos países ricos dotados de sofisticados sistemas sanitarios y
potentes recursos de investigación, ciencia e innovación, donde los ciudadanos se
preguntarán por qué sus autoridades lo hicieron tan mal en comparación con otros. En
estos países, puede que se denuncie el fundamento mismo de su tejido social y sistema
socioeconómico como el «verdadero» culpable de no garantizar el bienestar económico
y social de la mayoría de los ciudadanos. En los países más pobres, la pandemia se
cobrará un peaje dramático en términos de costes sociales. Agravará los problemas
sociales que ya les aquejan, en particular la pobreza, la desigualdad y la corrupción. En
algunos casos, esto podría producir resultados extremos, tan severos como la
desintegración social (obsérvese que el término «social» se refiere tanto a las
interacciones entre ciudadanos o grupos de ciudadanos como a la sociedad en su
conjunto).
¿Podemos extraer alguna conclusión de carácter sistémico acerca de lo que ha
funcionado y lo que no en la lucha contra la pandemia? ¿Hasta qué punto revela la
respuesta de diferentes países algunas fortalezas y debilidades internas de
determinadas sociedades o sistemas de gobernanza? Parece que a algunos, como
Singapur, Corea del Sur y Dinamarca (entre otros), les ha ido bastante bien y
ciertamente mejor que a la mayoría. Otros, como Italia, España, Estados Unidos o el
Reino Unido, parece que no lo han hecho tan bien en distintos aspectos, por ejemplo en
su grado de preparación, gestión de la crisis, comunicación pública, número de casos
confirmados y fallecimientos, y otros parámetros varios. Países vecinos que tienen
muchas semejanzas estructurales, como Francia y Alemania, registraron cifras
aproximadamente equivalentes de casos confirmados, pero un número
sorprendentemente diferente de muertos por COVID-19. Aparte de las diferencias en la
infraestructura sanitaria, ¿cómo se explican estas aparentes anomalías? A día de hoy
(junio de 2020), se nos siguen planteando múltiples «incógnitas» en cuanto a las razones
que pueden explicar la particular virulencia del impacto y la propagación de la COVID-
19 en unos países y regiones, y no en otros. Sin embargo, y con carácter general, los
países que van mejor comparten los siguientes atributos generales y comunes:
Estaban «preparados» para lo que venía (logística y organizativamente).
Tomaron decisiones rápidas y decisivas.
Tienen un sistema sanitario rentable e inclusivo.
Son sociedades cuyos ciudadanos tienen un elevado grado de confianza tanto en
su liderazgo como en la información que les proporcionan.
Parecen mostrar un verdadero sentido de solidaridad bajo presión, de modo que
ponen el bien común por delante de las aspiraciones y necesidades individuales.
Con la excepción parcial de los dos primeros atributos, que son más técnicos
(aunque su tecnicismo incorpora elementos culturales), todos los demás pueden
clasificarse como características sociales «favorables», lo que demuestra que los valores
fundamentales de inclusión, solidaridad y confianza son importantes factores
determinantes del éxito en la contención de una epidemia.
Por supuesto, es demasiado pronto para describir con alguna precisión cómo será el
reinicio social en distintos países, pero ya se pueden apreciar algunas de sus líneas
generales. Primero y sobre todo, la era pospandemia marcará el comienzo de un
período de redistribución masiva de la riqueza, de los ricos a los pobres y del capital al
trabajo. Segundo, es probable que la COVID-19 anuncie la muerte del neoliberalismo,
un corpus de ideas y políticas que podría decirse que favorecen la competencia frente a
la solidaridad, la destrucción creativa frente a la intervención pública y el crecimiento
económico frente al bienestar social. La doctrina neoliberal lleva años en decadencia y el
número de comentaristas, líderes empresariales y responsables políticos que denuncian
su «fetichismo del mercado» va en aumento, pero la COVID-19 le ha dado el golpe de
gracia. No es casualidad que los dos países que en los últimos años han adoptado las
políticas neoliberales con mayor fervor —Estados Unidos y Reino Unido— se
encuentren entre los que más víctimas mortales han sufrido durante la pandemia. Estas
dos fuerzas concomitantes —la redistribución masiva por un lado y el abandono de las
políticas neoliberales por el otro— tendrán un impacto definitivo en la organización de
nuestras sociedades, desde la agitación social que podría producirse a causa de las
desigualdades hasta la creciente intervención del Estado y la redefinición del contrato
social.
1.3.1. Las desigualdades
Un cliché muy engañoso sobre el coronavirus reside en la metáfora de la COVID-19
como «la gran igualadora» [56]. La realidad es que es más bien lo contrario. No importa en
qué lugar o momento haya golpeado, la COVID-19 siempre ha exacerbado las
condiciones de desigualdad que ya existían. En este sentido, no es una «igualadora», ni
médica ni económicamente, como tampoco social o psicológicamente. La pandemia es
en realidad una «gran desigualadora» [57] que ha agravado las divergencias de renta,
patrimonio y oportunidades. Ha dejado a la vista de todos no solo la gran cantidad de
personas que son económica y socialmente vulnerables en el mundo, sino también su
grado de fragilidad; este fenómeno se da todavía más si cabe en países con redes de
protección social escasas o inexistentes o relaciones sociales y lazos familiares débiles.
Esta situación, por supuesto, es anterior a la pandemia, pero, como hemos visto en otros
problemas mundiales, el virus actuó como amplificador, forzándonos a reconocer y
asumir la gravedad de los problemas relacionados con la desigualdad, que
anteriormente habían sido dejados de lado por demasiada gente durante demasiado
tiempo.
El primer efecto de la pandemia ha sido amplificar el reto macro de las
desigualdades sociales poniendo el foco en las impactantes divergencias respecto al
nivel de riesgo al que se exponen las diferentes clases sociales. Durante los
confinamientos surgió en buena parte del mundo una narrativa bastante parecida y
reveladora, que describe una dicotomía: las clases medias y altas podían teletrabajar y
escolarizar a sus hijos desde sus hogares (la residencia principal o, de ser posible, una
segunda residencia más lejana que se consideraba más segura), mientras que los
miembros de la clase trabajadora (los que conservaban su empleo) no estaban en casa y
no podían supervisar la educación de sus hijos, sino que estaban trabajando en primera
línea ayudando a salvar vidas (directamente o no) y la economía: limpiando hospitales,
cobrando en las cajas de los supermercados, transportando artículos esenciales o
velando por nuestra seguridad. En el caso de una economía de servicios altamente
desarrollada como la de Estados Unidos, alrededor de un tercio del total de puestos de
trabajo pueden desempeñarse desde el hogar o a distancia, con considerables
discrepancias que presentan una marcada correlación con los ingresos por sectores. Más
del 75 % de los trabajadores estadounidenses del sector financiero y de seguros pueden
hacer su trabajo de forma remota, mientras que solo el 3 % de los trabajadores de la
industria alimentaria, cuya remuneración es mucho más baja, están en condiciones de
hacerlo [58]. En plena pandemia (mediados de abril), la mayoría de los nuevos casos de
contagio y el recuento de muertos dejaron más claro que nunca que la COVID-19 estaba
lejos de ser la «gran igualadora» de la que tantos hablaban al principio de la pandemia.
En cambio, lo que rápidamente quedó de manifiesto fue que el virus no tenía nada de
justo o imparcial en su letal actividad.
En Estados Unidos, la COVID-19 se ha cebado de forma desproporcionada con la
comunidad afroamericana, con las personas que tienen ingresos bajos y con los sectores
de población más vulnerables como, por ejemplo, las personas sin hogar. En el estado
de Michigan, donde menos del 15 % de la población es negra, los residentes negros
representan alrededor del 40 % de los muertos por complicaciones derivadas de la
COVID-19. El hecho de que la COVID-19 haya afectado a las comunidades negras de
manera tan desproporcionada es un mero reflejo de las desigualdades existentes. En
Estados Unidos, como en muchos otros países, los afroamericanos son más pobres y
tienen más probabilidades de encontrarse en situación de desempleo o subempleo y de
sufrir condiciones de vida y de vivienda deficientes. En consecuencia, padecen más
patologías previas como obesidad, enfermedades cardíacas o diabetes, que favorecen
que la COVID-19 sea especialmente mortal.
El segundo efecto de la pandemia y del estado de confinamiento posterior fue poner
de relieve la profunda desconexión entre el carácter esencial y el valor intrínseco de un
trabajo y la compensación económica que se le atribuye. Dicho de otro modo:
económicamente valoramos menos a las personas que la sociedad más necesita. La triste
verdad es que los héroes de la crisis inmediata generada por la COVID-19, quienes
cuidaron de los enfermos y mantuvieron la economía en marcha (corriendo un riesgo
personal), se encuentran entre los profesionales peor pagados: personal de enfermería,
de limpieza o de residencias de mayores, repartidores, trabajadores de fábricas de
alimentos y almacenes, entre otros. A menudo su contribución al bienestar económico y
social es la que menos se reconoce. Este fenómeno es global pero especialmente notable
en los países anglosajones, donde la pobreza se combina con la precariedad. Los
ciudadanos de este grupo no solo son los peor pagados, sino también los que corren
mayor riesgo de perder sus empleos. En el Reino Unido, por ejemplo, una gran mayoría
(casi el 60 %) de los profesionales de los cuidados que trabajan en la comunidad
funciona con «contratos de cero horas», lo que significa que no tienen un horario
regular garantizado y, en consecuencia, no tienen la certeza de obtener unos ingresos
regulares. Del mismo modo, los trabajadores de las fábricas de alimentos tienen a
menudo contratos de trabajo temporales con menos derechos de lo normal y sin
seguridad. En cuanto a los repartidores (la mayoría de las veces catalogados como
autónomos), cobran por «entrega» y no perciben prestación alguna por enfermedad o
por vacaciones, una realidad conmovedoramente retratada en la última obra Ken Loach
titulada Sorry we missed you, una película que muestra dramáticamente cómo estos
trabajadores están siempre a un solo traspiés de la ruina física, emocional o económica,
cuyas consecuencias son todavía peores a causa del estrés y la ansiedad.
En la era pospandemia, ¿aumentarán o disminuirán las desigualdades sociales?
Existen gran cantidad de evidencias testimoniales que indican que, al menos a corto
plazo, es probable que las desigualdades aumenten. Como ya se ha explicado, la
pandemia afecta a las personas sin ingresos o con ingresos bajos de forma
desproporcionada: son más propensas a sufrir problemas de salud crónicos y de
inmunodeficiencia y, por tanto, tienen más probabilidades de contraer la COVID-19 y
padecer infecciones graves. Esto seguirá siendo así en los meses posteriores al brote. Al
igual que en pandemias anteriores como la peste, no todo el mundo tendrá acceso por
igual a los tratamientos médicos y las vacunas. Particularmente en Estados Unidos,
como escribió en un artículo Angus Deaton (Premio Nobel y coautor del libro Deaths of
Despair and the Future of Capitalism junto con Anne Case): «las compañías farmacéuticas
y los hospitales serán más poderosos y más ricos que nunca» [59] para menoscabo de los
segmentos más pobres de la población. Además, las políticas monetarias
ultraacomodaticias que se han aplicado en todo el mundo incrementarán las
desigualdades patrimoniales porque dispararán los precios de los bienes, especialmente
en los mercados financieros e inmobiliarios.
Sin embargo, más allá del futuro inmediato, esta tendencia podría revertirse y
provocar lo contrario: menor desigualdad. ¿Cómo podría suceder tal cosa? Podría
ocurrir que hubiera suficientes personas lo suficientemente indignadas por la flagrante
injusticia del trato preferente del que disfrutan los ricos en exclusiva que se produjese
una fuerte reacción social generalizada. En Estados Unidos, puede que una mayoría o
una minoría muy expresiva exija que la atención sanitaria se ponga bajo control
nacional o comunitario, mientras que, en Europa, la subfinanciación del sistema de
salud dejará de ser políticamente aceptable. También puede ser que la pandemia
finalmente nos obligue a reflexionar sobre cuáles son las profesiones que realmente
debemos valorar y nos fuerce a replantearnos cómo las remuneramos colectivamente.
En el futuro, ¿aceptará la sociedad que un gurú de los fondos de inversión especializado
en la venta a corto (cuya contribución al bienestar económico y social es dudosa en el
mejor de los casos) pueda percibir una millonada anual mientras una enfermera (cuya
contribución al bienestar social es incontestable) gana una fracción infinitesimal de esa
cantidad? En un escenario tan optimista, a medida que fuéramos reconociendo cada vez
más que muchos trabajadores que ocupan puestos mal pagados y sin seguridad
desempeñan un papel esencial para nuestro bienestar colectivo, las políticas se
modificarían para mejorar tanto sus condiciones laborales como su remuneración. De
ello se derivarían mejoras salariales, aunque fueran acompañadas de reducciones de
beneficios para las empresas o subidas de precios; habría una fuerte presión social y
política para sustituir los contratos inseguros y los tecnicismos abusivos por empleos
fijos y una mejor capacitación. Por tanto, podría ser que se redujesen las desigualdades,
pero si algo nos enseña la historia es que es poco probable que este escenario tan
optimista se haga realidad si no se producen primero grandes turbulencias sociales.
1.3.2. Agitación social
Uno de los peligros más serios de la era pospandemia es la agitación social. En
algunos casos extremos, podría acarrear la desintegración social y el colapso político. Se
han publicado innumerables estudios, artículos y advertencias que han puesto de
relieve este riesgo concreto, basándose en la clara observación de que cuando los
ciudadanos no tienen ni trabajo, ni ingresos ni perspectivas de una vida mejor, a
menudo recurren a la violencia. La siguiente cita refleja la esencia del problema. Se
refiere a Estados Unidos, pero sus conclusiones son válidas para la mayoría de los
países del mundo:
Aquellos que se quedan sin esperanza, sin empleo y sin activos podrían fácilmente
volverse contra aquellos que están en mejor situación. Ya hay un 30 % de
estadounidenses que tienen patrimonio cero o negativo. Si aumenta el número de
personas que salen de esta crisis sin dinero, ni trabajo, ni acceso a la atención médica, y
si estas personas caen en la desesperación y la indignación, situaciones como la reciente
fuga de presos en Italia o el saqueo que siguió al huracán Katrina en Nueva Orleans en
2005 podrían convertirse en habituales. Si los gobiernos han de recurrir al uso de
fuerzas militares o paramilitares para sofocar, por ejemplo, disturbios o atentados
contra la propiedad, las sociedades podrían comenzar a desintegrarse [60].
La agitación social había aumentado en el mundo mucho antes de que se declarase
la pandemia, por lo que el riesgo no es nuevo, pero la COVID-19 lo ha amplificado. Hay
diferentes formas de definir qué constituye agitación social, pero en los dos últimos
años se han producido más de 100 importantes protestas antigubernamentales en el
mundo [61], en países ricos y pobres por igual, desde los disturbios de los chalecos
amarillos en Francia hasta manifestaciones contra líderes de países como Bolivia, Irán y
Sudán. La mayoría (de estas últimas) fueron desbaratadas por brutales represiones, y
muchas entraron en hibernación (como la economía global) cuando los gobiernos
obligaron a sus poblaciones a confinarse para contener la pandemia. Pero cuando se
levante la prohibición de reunirse en grupos y salir a la calle, resulta difícil imaginar
que no vuelvan a aparecer las mismas reivindicaciones y el malestar social
temporalmente reprimido, posiblemente con fuerza renovada. En la era posterior a la
pandemia, el número de personas desempleadas, preocupadas, tristes, resentidas,
enfermas y hambrientas se habrá incrementado dramáticamente. Se acumularán
tragedias personales, que fomentarán la ira, el resentimiento y la exasperación en
diferentes grupos sociales, incluidos los desempleados, los pobres, los migrantes, los
presos, las personas sin hogar, todas las personas excluidas... ¿Cómo podría no terminar
toda esta presión por estallar? Los fenómenos sociales presentan a menudo las mismas
características que las pandemias y, como se ha dicho en páginas anteriores, los puntos
de inflexión funcionan igual en ambos casos. Cuando la pobreza, la sensación de estar
privados de derechos y el sentimiento de impotencia alcanzan un cierto punto de
inflexión, la acción social disruptiva suele convertirse en la opción de último recurso.
En los primeros días de la crisis, destacadas personalidades se hicieron eco de estas
inquietudes y alertaron al mundo sobre el creciente riesgo de agitación social. Una de
estas personalidades es el industrial sueco Jacob Wallenberg, quien, en marzo de 2020,
escribió: «Si la crisis se prolonga durante mucho tiempo, el desempleo podría llegar a
ser del 20 % o 30 %, mientras que las economías podrían contraerse en un 20 % o 30 %.
[...] No habrá recuperación. Habrá agitación social. Habrá violencia. Habrá
consecuencias socioeconómicas: el desempleo alcanzará cotas dramáticas. Los
ciudadanos se verán expuestos a un sufrimiento atroz: algunos morirán, otros pasarán
terribles padecimientos» [62]. Ahora hemos sobrepasado el umbral de lo que Wallenberg
consideraba «preocupante», dado que el desempleo es superior al 20 % o 30 % en
muchos países y que la mayoría de las economías se han contraído en el segundo
trimestre de 2020 más de lo que antes se consideraba problemático. ¿Cómo se
desarrollarán los acontecimientos y dónde es más probable que se produzca la agitación
social y en qué medida?
En el momento de escribir este libro, la COVID-19 ya ha desatado una ola global de
agitación social. Comenzó en Estados Unidos con las protestas del movimiento Black
Lives Matter tras el asesinato de George Floyd a fines de mayo de 2020, pero se extendió
rápidamente por todo el mundo. La COVID-19 fue un elemento determinante: la
muerte de George Floyd fue la chispa que encendió el fuego de la agitación social, pero
las condiciones generadas por la pandemia —en particular, las desigualdades raciales
que dejó al descubierto y el creciente nivel de desempleo— fueron el combustible que
amplificó las protestas y las mantuvo activas. ¿Cómo? Durante los seis últimos años,
casi un centenar de afroamericanos han muerto mientras permanecían bajo custodia
policial, pero tuvo que producirse el asesinato de George Floyd para desencadenar un
levantamiento nacional. Por lo tanto, no es casualidad que este estallido de ira haya
ocurrido durante la pandemia que ha afectado desproporcionadamente a la comunidad
afroamericana de Estados Unidos (como ya se ha apuntado). A finales de junio de 2020,
la tasa de mortalidad por COVID-19 entre los estadounidenses de raza negra era 2,4
veces mayor que entre los de raza blanca. Al mismo tiempo, la crisis del coronavirus
destruyó gran cantidad de puestos de trabajo ocupados por estadounidenses de raza
negra. Esto no debería sorprendernos: la brecha económica y social entre los
afroamericanos y los estadounidenses blancos es tan profunda que, según indican casi
todos los parámetros, los trabajadores negros están en situación de desventaja frente a
los blancos [63]. En mayo de 2020, el desempleo entre los afroamericanos era del 16,8 %
(frente a la media nacional del 13,3 %), un porcentaje muy elevado que alimenta un
fenómeno descrito por los sociólogos como «disponibilidad biográfica» [64]: la ausencia
de puestos de trabajo a jornada completa tiende a aumentar el nivel de participación en
los movimientos sociales. No sabemos cómo evolucionará el movimiento Black Lives
Matter y, si persiste, qué forma adoptará. Sin embargo, hay indicios de que está
transformándose en algo que sobrepasa los problemas de una raza concreta. Las
protestas contra el racismo sistémico han suscitado llamamientos más genéricos sobre
justicia económica e inclusión. Se trata de un movimiento lógico a partir de los
problemas de desigualdad analizados en la sección anterior, que además viene a ilustrar
cómo interactúan los riesgos entre sí y cómo se amplifican mutuamente.
Es importante resaltar que ninguna situación es inamovible y que no hay factores
que provoquen «automáticamente» la agitación social: esta sigue siendo la expresión de
una dinámica y un estado de ánimo de un colectivo humano que depende de multitud
de factores. Fieles a las nociones de interconexión y complejidad, los estallidos de
agitación social son acontecimientos no lineales prototípicos que pueden
desencadenarse por una gran variedad de factores políticos, económicos, sociales,
tecnológicos y ambientales. Pueden ser cosas tan diferentes como problemas
económicos, adversidades causadas por episodios meteorológicos extremos, tensiones
raciales, la escasez de alimentos e incluso un sentimiento de injusticia. Todos estos y
otros factores interactúan casi siempre entre sí y generan efectos en cascada. Por lo
tanto, no es posible pronosticar situaciones específicas de turbulencia, pero sí se pueden
anticipar. ¿Qué países son los más susceptibles? A primera vista, los países más pobres
sin redes de protección social y los países ricos donde dichas redes son débiles
presentan mayor riesgo porque medidas políticas como las prestaciones por desempleo
para amortiguar el impacto de la pérdida de ingresos son escasas o inexistentes. Por
esta razón, el riesgo podría ser mayor en sociedades fuertemente individualistas como
Estados Unidos que en los países europeos o asiáticos que tienen un mayor sentido de
la solidaridad (como en el sur de Europa) o un sistema social mejor para ayudar a los
desfavorecidos (como en el norte de Europa). A veces, ambas cosas van unidas. Países
como Italia, por ejemplo, poseen una fuerte red de protección social y un gran sentido
de la solidaridad (especialmente en términos intergeneracionales). En una línea
parecida, el confucianismo predominante en tantos países asiáticos sitúa el sentido del
deber y la solidaridad generacional por delante de los derechos individuales; también
otorga gran valor a las medidas y normas que benefician a la comunidad en su
conjunto. Todo esto no significa, por supuesto, que los países europeos o asiáticos sean
inmunes a la agitación social. ¡En absoluto! Como demostró el movimiento de los
chalecos amarillos en Francia, pueden surgir formas violentas y sostenidas de agitación
social incluso en países dotados de una sólida red de protección social, pero donde la
población carece de expectativas.
La agitación social afecta negativamente tanto al bienestar económico como al social,
pero es esencial hacer hincapié en que no estamos desamparados ante la posibilidad de
que se produzca, por la sencilla razón de que los gobiernos y, en menor medida, las
empresas y otras organizaciones pueden prepararse para mitigar el riesgo adoptando
las políticas correctas. La principal causa de agitación social es la desigualdad. Las
herramientas políticas para luchar contra niveles inaceptables de desigualdad existen y,
a menudo, están en manos de los gobiernos.
1.3.3. El regreso del Estado intervencionista
En palabras de John Micklethwait y Adrian Wooldridge: «La pandemia de COVID-
19 ha vuelto a otorgar importancia al Estado. No solo vuelve a ser fuerte (fijémonos en
cómo empresas que un día fueron potentes suplican ahora ayuda), sino también vital: es
enormemente importante que el país en el que vivimos tenga un buen sistema sanitario,
burócratas competentes y finanzas sólidas. El buen gobierno marca la diferencia entre la
vida y la muerte» [65].
Una de las grandes enseñanzas que nos han dejado los cinco últimos siglos en
Europa y Estados Unidos es esta: las crisis graves contribuyen a reforzar el poder del
Estado. Siempre ha sido así y no hay razón para que sea diferente con la pandemia de
COVID-19. Los historiadores señalan el hecho de que el incremento de los recursos
fiscales de los países capitalistas desde el siglo XVIII siempre estuvo estrechamente
asociado a la necesidad de librar guerras, especialmente cuando tenían lugar en países
distantes y requerían capacidad naval. Este fue el caso de la guerra de los Siete Años de
1756-1763, considerada como la primera guerra verdaderamente global y en la que
participaron todas las grandes potencias europeas del momento. Desde entonces, las
respuestas a las grandes crisis siempre han venido a consolidar el poder del Estado,
empezando por los impuestos: «un atributo intrínseco y esencial de la soberanía que
pertenece como cuestión de derecho a todo gobierno independiente» [66]. Algunos ejemplos
que ilustran la cuestión apuntan claramente a que esta vez, como en ocasiones
anteriores, los impuestos subirán. Y como en ocasiones anteriores, la justificación social
y política de estas subidas se basará en el relato de «países en guerra» (solo que esta vez
contra un enemigo invisible).
El tipo máximo del impuesto sobre la renta de Francia fue cero en 1914; un año
después del final de la Primera Guerra Mundial, era del 50 %. Canadá introdujo el
impuesto sobre la renta en 1917 como medida «temporal» para financiar la guerra, y lo
amplió drásticamente durante la Segunda Guerra Mundial aplicando una sobretasa
universal del 20 % al impuesto sobre la renta que debían pagar todas las personas que
no fueran corporaciones e introduciendo elevados tipos impositivos marginales (69 %).
Los tipos bajaron después de la guerra, pero se mantuvieron notablemente más altos de
lo que habían sido hasta entonces. Del mismo modo, durante la Segunda Guerra
Mundial, el impuesto sobre la renta de Estados Unidos dejó de ser un «impuesto de
clase» para convertirse en un «impuesto de masas», elevándose el número de
contribuyentes de 7 millones en 1940 a 42 millones en 1945. Los años fiscales más
progresistas en la historia de Estados Unidos fueron 1944 y 1945, cuando se aplicó un
tipo del 94 % a cualquier renta superior a 200.000 USD (equivalentes a 2.400.000 USD de
2009). Estos tipos máximos, a menudo denunciados por confiscatorios por quienes
tuvieron que pagarlos, no bajarían del 80 % durante los siguientes 20 años. Al final de la
Segunda Guerra Mundial, muchos otros países adoptaron medidas impositivas
similares y a menudo extremas. Durante la guerra, el Reino Unido elevó su tipo
máximo del impuesto sobre la renta hasta un increíble 99,25 % [67].
En ocasiones, el poder soberano del Estado para exigir impuestos se tradujo en
beneficios sociales tangibles en diferentes ámbitos, como la creación de un sistema de
bienestar. Sin embargo, estas transiciones masivas a algo completamente «nuevo» se
definieron siempre en términos de respuesta a un choque externo violento o a la
amenaza de que este se produjera. La Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, dio lugar
a que se introdujeran sistemas estatales de bienestar vitalicios en la mayor parte de
Europa. Lo mismo ocurrió con la Guerra Fría: los gobiernos de los países capitalistas
estaban tan preocupados por una posible rebelión comunista interna que pusieron en
marcha un modelo de Estado para prevenirla. Este sistema, en el que los burócratas del
Estado manejaban grandes porciones de la economía, desde el transporte hasta la
energía, se mantuvo hasta bien entrada la década de 1970.
Hoy la situación es fundamentalmente diferente: en las décadas que siguieron, el
papel del Estado se redujo de manera considerable (en el mundo occidental). Esta
situación va a cambiar, porque es difícil imaginar cómo se podría resolver una crisis
exógena de la magnitud que ha provocado la COVID-19 con soluciones basadas
únicamente en el mercado. El coronavirus ya ha logrado, prácticamente de la noche a la
mañana, alterar la percepción del complejo y delicado equilibrio existente entre los
sectores público y privado a favor del primero. Ha puesto de relieve que la seguridad
social es eficiente y que seguir confiriendo cada vez más responsabilidades (como
sanidad y educación) a las personas y a los mercados quizá no sea lo mejor para la
sociedad. En un sorprendente y repentino giro de los acontecimientos, la idea (que
habría sido anatema hace tan solo unos años) de que los gobiernos pueden promover el
bien público, mientras que las economías desenfrenadas y exentas de supervisión
pueden causar graves perjuicios para el bienestar social, podría convertirse ahora en la
norma. En el dial que mide el equilibrio entre el Estado y los mercados, la aguja se ha
movido con decisión hacia la izquierda.
Por primera vez desde que Margaret Thatcher reflejó el espíritu de una época al
declarar que «no existe eso de la sociedad», el Estado ha tomado la delantera. Todo lo
que ocurra en la era pospandemia nos llevará a replantearnos el papel del Estado. En
lugar de limitarse a corregir los fallos del mercado cuando se produzcan, los gobiernos
deberían, como propuso la economista Mariana Mazzucato: «trabajar activamente en la
modelación y creación de mercados que ofrezcan un crecimiento sostenible e inclusivo.
También deben velar por que las colaboraciones con empresas en las que se utilicen
fondos públicos estén promovidas por el interés general, no por la búsqueda de
beneficios» [68].
¿Cómo se manifestará este rol ampliado del Estado? Ya existe un elemento
significativo de mayor intervencionismo del Estado con el control público enormemente
reforzado y cuasi inmediato de la economía. Como se explica con detalle en el capítulo
1, la intervención económica del Estado se ha producido muy rápidamente y en una
escala sin precedentes. En abril de 2020, justo cuando la pandemia comenzaba a
extenderse por el planeta, gobiernos de todo el mundo anunciaron programas de
estímulo por valor de varios billones de dólares, como si se hubieran puesto en marcha
ocho o nueve planes Marshall de forma casi simultánea para satisfacer las necesidades
básicas de las personas más pobres, mantener el empleo en la medida de lo posible y
ayudar a las empresas a sobrevivir. Los bancos centrales decidieron bajar los tipos y se
comprometieron a proporcionar toda la liquidez que fuera necesaria, mientras que los
gobiernos comenzaron a ampliar las prestaciones sociales, realizar transferencias
directas de efectivo, cubrir salarios y suspender el pago de préstamos e hipotecas, entre
otras medidas adoptadas. Solo los gobiernos tenían el poder, la capacidad y la
influencia para tomar esta clase de decisiones, sin las cuales habría sobrevenido la
calamidad económica y un colapso social total.
De cara al futuro, lo más probable es que los Estados decidan, si bien con diferentes
grados de intensidad, que lo mejor para la sociedad es reformular algunas de las reglas
del juego e incrementar permanentemente su papel. Como sucedió en la década de 1930
en Estados Unidos, cuando se ampliaron progresivamente las competencias del
Gobierno para afrontar el desempleo masivo y la inseguridad económica, hoy es
probable que el futuro previsible se caracterice por vías de actuación similares. En otras
secciones analizaremos cómo se hará esto (por ejemplo, en la próxima sección relativa al
nuevo contrato social), pero veamos brevemente algunos de los puntos más destacados.
El seguro de salud y desempleo deberá crearse partiendo de cero o reforzarse donde
ya exista. También deberán fortalecerse las redes de protección social: en las sociedades
anglosajonas, que están más «orientadas al mercado», tendrán que ampliarse las
prestaciones por desempleo, la baja por enfermedad y muchas otras medidas sociales
para amortiguar el efecto de la crisis y, a partir de entonces, se convertirán en la norma.
En muchos países, la renovada participación sindical facilitará este proceso. El valor
para los accionistas se convertirá en una consideración secundaria, otorgándose mayor
preponderancia al capitalismo de las partes interesadas. La financiarización del mundo
que ganó tanta fuerza en los últimos años probablemente entrará en retroceso. Los
gobiernos, especialmente en los países más afectados por ella, como son Estados Unidos
y el Reino Unido, se verán obligados a reconsiderar muchos aspectos de esta obsesión
por la gestión financiera. Puede que adopten una gran variedad de medidas, desde
ilegalizar las recompras de acciones hasta evitar que los bancos incentiven la deuda de
consumo. El escrutinio público de las empresas privadas aumentará, especialmente
(pero no de manera exclusiva) en todas las empresas que hayan recibido dinero público.
Algunos países nacionalizarán, mientras otros preferirán comprar participaciones de
capital o conceder préstamos. En general, habrá una mayor regulación de numerosos y
diferentes aspectos, como la seguridad de los trabajadores o el abastecimiento nacional
de ciertos productos. También se exigirán a las empresas responsabilidades por
fracturas sociales y ambientales en cuyas soluciones se esperará que participen.
Además, los gobiernos alentarán vivamente la formación de alianzas público-privadas
para que las empresas privadas se involucren más en la mitigación de los riesgos
globales. Al margen de los detalles, el papel del Estado aumentará y, de este modo,
tendrá una influencia trascendental en la forma de hacer negocios. En distinto grado, los
ejecutivos de todas las industrias y de todos los países tendrán que avenirse a una
mayor intervención del Estado. Se impulsará activamente la investigación y el
desarrollo en favor de bienes públicos planetarios, como la búsqueda de soluciones en
materia de salud y cambio climático. Los impuestos aumentarán, especialmente para los
más privilegiados, porque los Estados deberán fortalecer sus capacidades de resiliencia
y querrán invertir más en ellas. Como defiende Joseph Stiglitz:
La máxima prioridad es (...) aumentar la financiación del sector público, en especial
de aquellas partes del mismo concebidas como protección contra la multitud de riesgos
que enfrenta una sociedad compleja, y financiar los avances en la ciencia y una
educación de mayor calidad, de los que depende nuestra prosperidad futura. Estos son
ámbitos en los que se pueden crear rápidamente puestos de trabajo productivos:
investigadores, educadores y el personal que ayuda a administrar las instituciones que
los apoyan. Cuando salgamos de esta crisis, deberemos ser conscientes de que
seguramente nos acecha otra crisis a la vuelta de la esquina. No podemos predecir cómo
será la próxima, aparte de que será diferente a la última [69].
Esta intrusión del Estado, que puede ser benigna o maligna según el país y la cultura
en la que se desarrolle, no se manifestará en ningún aspecto con más fuerza que en la
redefinición del contrato social.
1.3.4. El contrato social
Es casi inevitable que la pandemia lleve a muchas sociedades de todo el mundo a
reconsiderar y redefinir los términos de su contrato social. Ya hemos mencionado el
hecho de que la COVID-19 ha sido un factor de amplificación de situaciones ya
existentes, que ha puesto en primer plano problemas que vienen de antiguo y que se
derivan de profundas fragilidades estructurales que nunca se habían abordado
adecuadamente. Este desajuste y el cuestionamiento emergente del statu quo están
encontrando expresión en un enérgico llamamiento a la revisión de los contratos
sociales que nos obligan a todos en mayor o menor medida.
En términos generales, entendemos por «contrato social» el conjunto de pactos y
expectativas que rigen las relaciones entre personas e instituciones. En pocas palabras,
es el «pegamento» que mantiene a las sociedades unidas; en su ausencia, el tejido social
se deshace. Durante décadas, ha evolucionado lenta y casi imperceptiblemente en una
dirección que ha obligado a los ciudadanos a asumir una mayor responsabilidad de su
propia vida y sus resultados económicos, lo que ha llevado a gran parte de la población
(sobre todo en los segmentos de renta baja) a concluir que el contrato social se estaba
erosionando en el mejor de los casos, si no desmoronándose por completo. La aparente
ilusión de baja o nula inflación es un ejemplo práctico e ilustrativo de cómo se produce
esta erosión en la vida real. Durante muchos años, la tasa de inflación de muchos bienes
y servicios ha disminuido en todo el mundo, con la excepción de las tres cosas que más
nos importan a la gran mayoría de nosotros: vivienda, atención médica y educación. Las
tres han sufrido importantes subidas de precios, absorbiendo una proporción cada vez
mayor de la renta disponible y, en algunos países, incluso obligando a las familias a
endeudarse para recibir tratamiento médico. Del mismo modo, en la era anterior a la
pandemia, las oportunidades laborales habían aumentado en muchos países, pero el
incremento de las tasas de empleo coincidió a menudo con el estancamiento de los
salarios y la polarización del trabajo. Esta situación terminó por erosionar el bienestar
económico y social de una gran mayoría de personas cuyos ingresos ya no eran
suficientes para garantizar un estilo de vida moderadamente digno (incluso entre la
clase media de los países ricos). Hoy, las razones fundamentales que explican la pérdida
de fe en nuestros contratos sociales giran en torno a cuestiones de desigualdad, la
ineficacia de la mayoría de las políticas redistributivas, una sensación de exclusión y
marginación, y un sentimiento general de injusticia. Es por eso que muchos ciudadanos
han comenzado a denunciar la ruptura del contrato social, expresando cada vez más
enérgicamente una pérdida general de confianza en sus instituciones y en sus líderes [70].
En algunos países, esta exasperación generalizada se ha expresado en forma de
manifestaciones pacíficas o violentas; en otros, ha supuesto la victoria electoral de
partidos populistas y extremistas. Sea cual sea la forma que adopte, el establishment se
ha quedado sin respuesta, mal preparado para la rebelión y sin ideas ni herramientas
políticas para hacer frente al problema. Aunque son complejas, las soluciones políticas
existen y consisten, en términos generales, en adaptar el estado de bienestar al mundo
de hoy empoderando a las personas y respondiendo a la demanda de un contrato social
más justo. En los últimos años, varias organizaciones internacionales y grupos de
expertos se han adaptado a esta nueva realidad y han propuesto procedimientos de
actuación [71]. La pandemia marcará un punto de inflexión acelerando esta transición. Ha
hecho que el problema cristalizase y que sea imposible volver al statu quo anterior.
¿Cómo podría ser el nuevo contrato social? No existen modelos ya establecidos,
porque cada posible solución dependerá de la historia y la cultura del país al que se
aplique. Como se puede comprender —y resulta inevitable—, un «buen» contrato social
para China será diferente del que sirva para Estados Unidos, que a su vez no se
parecerá al de Suecia o Nigeria. Sin embargo, todos podrían compartir algunas
características y principios comunes, cuya necesidad absoluta se ha hecho cada vez más
evidente ante las consecuencias sociales y económicas de la crisis pandémica. Cabe
destacar dos en particular:
1. Un acceso más amplio, si no universal, a los sistemas de asistencia social,
seguridad social, asistencia sanitaria y servicios básicos de calidad.
2. Mejorar la protección de los trabajadores y de las personas que se encuentran
actualmente en situación de mayor vulnerabilidad (como quienes trabajan en lo
que se ha dado en llamar gig economy o «economía del trabajo por encargo», en la
que los trabajadores a jornada completa son reemplazados por contratistas
independientes y autónomos).
A menudo se afirma que la respuesta de un país a una catástrofe dice mucho de sus
fortalezas y sus disfunciones y, por encima de todo, de la «calidad» y la solidez de su
contrato social. A medida que vayamos dejando atrás los peores momentos de la crisis y
comencemos a analizar a fondo lo que salió bien y lo que no, seguramente tendremos
que hacer un profundo examen de conciencia que finalmente nos llevará a redefinir los
términos de nuestro contrato social. En los países donde los ciudadanos consideren que
no se reaccionó adecuadamente a la pandemia, muchos comenzarán a plantear
preguntas críticas, como por ejemplo: ¿Por qué en plena pandemia, mi país a menudo
carecía de mascarillas, respiradores y ventiladores? ¿Por qué no estaba debidamente
preparado? ¿Tiene algo que ver con la obsesión por el cortoplacismo? ¿Por qué somos
tan ricos en términos de PIB y tan ineficaces para brindar una buena atención médica a
todos aquellos que la necesitan? ¿Cómo puede ser que una persona que ha pasado más
de 10 años formándose para ser médico y cuyos «resultados a cierre de ejercicio» se
miden en vidas reciba una compensación exigua en comparación con la de un agente de
bolsa o el administrador de un fondo de inversión?
La crisis de la COVID-19 ha dejado al descubierto el inadecuado estado de la
mayoría de los sistemas sanitarios nacionales, tanto en términos de coste en vidas de
pacientes como de personal de enfermería y médico. En los países ricos, donde los
servicios de salud financiados con cargo a los impuestos adolecen de falta de recursos
desde hace mucho tiempo (el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido es el ejemplo
más extremo) debido a la resistencia de los políticos a subir los impuestos, habrá una
exigencia cada vez mayor de que se incremente el gasto (con la consiguiente subida de
impuestos) ante el creciente discernimiento de que una «gestión eficiente» no puede
compensar la falta de inversión.
La COVID-19 también ha revelado la existencia de profundas brechas en la mayoría
de los sistemas de bienestar. A primera vista, los países que reaccionaron de manera
más inclusiva son los que disponen de un sofisticado sistema de bienestar, muy en
particular los países escandinavos. A modo de ejemplo, ya en marzo de 2020, Noruega
garantizó el 80 % de la renta media de los trabajadores autónomos (según las
declaraciones tributarias de los tres años anteriores), mientras que Dinamarca garantizó
el 75 %. En el otro extremo, las economías más orientadas al mercado fueron «haciendo
la goma» y se mostraron indecisas en cuanto a la forma de proteger a los segmentos
más vulnerables del mercado laboral, en particular a los trabajadores por encargo, los
contratistas independientes y los trabajadores temporales y según demanda, cuyo
empleo consiste en desarrollar actividades que generan ingresos al margen de la
relación tradicional entre empleador y empleado.
Un tema importante que puede tener consecuencias decisivas para el nuevo contrato
social es la baja por enfermedad. Los economistas tienden a estar de acuerdo en que la
ausencia de una baja por enfermedad remunerada hace que sea más difícil contener la
propagación de una epidemia, por la sencilla razón de que si se niega esta prestación a
los empleados, puede que se vean inducidos u obligados a ir a trabajar aunque estén
contagiados y, de este modo, extiendan la enfermedad. Así ocurre especialmente en el
caso de los trabajadores de renta baja y de servicios (ambas cosas van a menudo de la
mano). Cuando se produjo la pandemia de gripe porcina (H1N1) en 2009-2010, la
Asociación Estadounidense de Salud Pública calculó que habría alrededor de siete
millones de personas infectadas y otras 1.500 fallecieron porque los empleados
contagiosos no podían permitirse faltar a su trabajo. De las economías ricas, solo
Estados Unidos tiene un sistema que deja a discreción del empleador la decisión de
brindar la prestación remunerada de baja por enfermedad. En 2019, casi una cuarta
parte del total de trabajadores estadounidenses (unos 40 millones, concentrados
principalmente en puestos de bajos salarios) carecían de esta prestación. En marzo de
2020, cuando la pandemia comenzó a asolar Estados Unidos, el presidente Trump
promulgó una nueva legislación que obligaba temporalmente a los empleadores a
proporcionar dos semanas de baja por enfermedad más un permiso por asuntos
familiares parcialmente retribuido, pero solo para trabajadores con hijos a cargo. Queda
por ver cómo se incorporará este aspecto a la redefinición del contrato social en Estados
Unidos. Por el contrario, casi todos los países europeos obligan a los empleadores a
proporcionar a sus trabajadores una prestación remunerada de baja por enfermedad
por períodos de tiempo variables, durante los cuales están protegidos contra el despido.
Las nuevas leyes que se promulgaron al principio de la pandemia también
contemplaban que el Estado compensara una parte o la totalidad del salario de las
personas confinadas en su domicilio, incluidas las que se dedican a la economía del
trabajo por encargo y los trabajadores autónomos. En Japón, todos los trabajadores
tienen derecho a un máximo de 20 días de permiso remunerado al año, mientras que en
China tienen derecho a percibir entre el 60 % y el 100 % de su salario diario en caso de
enfermedad, estableciéndose la duración de la baja contractualmente entre trabajadores
y empleadores. Según vayamos avanzando, cabe esperar que este tipo de problemas se
entremetan cada vez más en la redefinición de nuestro contrato social.
Otro aspecto crítico para los contratos sociales de las democracias occidentales es el
que se refiere a la libertad y a las libertades. Existe una creciente preocupación de que la
lucha contra esta y futuras pandemias lleve a crear sociedades sometidas a vigilancia
permanente. Este tema se analiza con más detalle en la sección sobre el reinicio
tecnológico, pero baste decir que una emergencia nacional solo puede justificarse
cuando la amenaza es pública, universal y existencial. Además, los teóricos de la
política resaltan a menudo que los poderes extraordinarios requieren autorización del
pueblo y deben ser limitados en el tiempo y proporcionados. Se puede estar de acuerdo
con la primera parte de la afirmación (amenaza pública, universal y existencial), pero
¿qué pasa con la segunda? Cabe esperar que este sea un tema destacado en el debate
futuro sobre cómo debería ser nuestro contrato social.
La redefinición colectiva de los términos del contrato social es una tarea histórica,
que liga los importantes desafíos del momento presente a las esperanzas del futuro.
Como nos recordaba Henry Kissinger: «El desafío histórico que se presenta a los líderes
es gestionar la crisis mientras construyen el futuro. Su fracaso podría hacer que el
mundo estallase en llamas» [72]. Mientras reflexionamos sobre las líneas que creemos que
podría seguir el futuro contrato social, hacemos caso omiso, con el riesgo que ello
conlleva, a la opinión de los jóvenes que tendrán que vivir con él. Su compromiso es
decisivo y, por tanto, para comprender mejor sus deseos, no debemos olvidar
escucharles. Esto cobra aún mayor relevancia por el hecho de que es probable que esta
generación de jóvenes sea más radical que la anterior en cuanto a la reformulación del
contrato social. La pandemia ha trastocado sus vidas, y toda una generación a lo largo y
ancho del planeta se verá determinada por la inseguridad económica y a menudo social,
con millones de personas pendientes de entrar en el mercado laboral en medio de una
profunda recesión. Esto les marcará para siempre. Además, el hecho de comenzar con
déficit (muchos estudiantes tienen deudas educativas) seguramente tenga efectos a
largo plazo. Los millennials (al menos en el mundo occidental) ya están peor que sus
padres tanto en renta como en patrimonio y tienen menos probabilidades que sus
padres de ser dueños de una casa o tener hijos. Ahora llega otra generación (la
generación Z) a un sistema que consideran en descomposición y que se verá afectado
por problemas muy arraigados que la pandemia ha revelado y agravado. Como lo
expresó un estudiante universitario citado en The New York Times: «Los jóvenes
deseamos profundamente un cambio radical porque vemos lo mal que se presenta el
futuro» [73].
¿Cómo responderá esta generación? Proponiendo soluciones radicales (y a menudo
acciones radicales) en un intento de evitar que ocurra la próxima catástrofe, ya sea el
cambio climático o las desigualdades sociales. Lo más probable es que exija una
alternativa radical al curso actual de los acontecimientos porque sus miembros se
sienten frustrados y perseguidos por la inquietante convicción de que el sistema actual
ha naufragado sin posibilidad de rescate.
El activismo juvenil va en aumento en todo el mundo [74], revolucionado por las redes
sociales que favorecen la movilización hasta un punto que antes hubiera sido imposible
[75]. Adopta muchas formas diferentes, desde la participación política no
institucionalizada hasta manifestaciones y protestas, y plantea cuestiones tan diversas
como el cambio climático, las reformas económicas, la igualdad de género y los
derechos LGBTQ. La generación de los jóvenes se sitúa con firmeza en la vanguardia
del cambio social. Quedan pocas dudas de que será la catalizadora del cambio y el
germen de un impulso crítico para el gran reinicio.
1.4. Reinicio geopolítico
La conectividad entre geopolítica y pandemia va en ambos sentidos. Por un lado, el
caótico fin del multilateralismo, un vacío de gobernanza global y el auge de diversas
formas de nacionalismo [76] hacen que sea más difícil lidiar con el brote. El coronavirus se
está propagando por todo el mundo y no perdona a nadie, mientras las fallas
geopolíticas que dividen a las sociedades inducen a muchos líderes a centrarse en las
respuestas nacionales, una situación que limita la eficacia colectiva y reduce la
capacidad de erradicar la pandemia. Por otro lado, está claro que la pandemia está
exacerbando y acelerando las tendencias geopolíticas que ya eran evidentes antes de
que estallara la crisis. ¿Cuáles eran esas tendencias y cuál es el estado actual de las cosas
en geopolítica?
El difunto economista Jean-Pierre Lehmann (que practicaba la docencia en el IMD de
Lausana) resumió la situación actual con gran perspicacia cuando dijo: «No hay un
nuevo orden mundial, solo una transición caótica a la incertidumbre». Más
recientemente, Kevin Rudd, presidente del Asia Society Policy Institute y ex primer
ministro australiano, expresó sentimientos similares, preocupado en particular por la
«anarquía que vendrá tras la COVID-19»: «El orden y la cooperación están siendo
sustituidos por diversas formas de nacionalismo rampante. La naturaleza caótica de las
respuestas nacionales y globales a la pandemia es, por tanto, una advertencia de lo que
podría venir todavía a mayor escala» [77]. Esto se ha venido gestando durante años por
multitud de causas interconectadas, pero el factor determinante de inestabilidad
geopolítica es la progresiva renivelación de la balanza Occidente-Oriente a favor de este
último, en una transición que genera tensiones y, en el proceso, también desorden
mundial. Esto se refleja en lo que se conoce como «trampa de Tucídides»: el estrés
estructural que inevitablemente se produce cuando una potencia ascendente como
China rivaliza con una potencia dominante como Estados Unidos. Esta confrontación
será un foco de perturbación mundial, desorden e incertidumbre en los años venideros.
Al margen de que los Estados Unidos «gusten» más o menos, es inevitable que su
progresivo retroceso en la escena internacional (equivalente a un «estrechamiento
geopolítico», como lo expresa el historiador Niall Ferguson) aumente la volatilidad
internacional. Cada vez más, los países que tendían a depender de los bienes públicos
mundiales proporcionados por la potencia hegemónica estadounidense (la seguridad
de las rutas marítimas, la lucha contra el terrorismo internacional, etc.) tendrán que
cuidar ahora de sus propios patios traseros. Lo más probable es que el siglo XXI sea una
época en la que ninguna potencia posea la hegemonía absoluta; en consecuencia, el
poder y la influencia se redistribuirán de manera caótica y, en algunos casos, a
regañadientes.
En este mundo nuevo y perturbado, definido por una tendencia a la multipolaridad
y una intensa competencia por la influencia, los conflictos o tensiones ya no estarán
alimentados por razones ideológicas (con la excepción parcial y limitada del islam
radical), sino espoleados por el nacionalismo y la competencia por los recursos. Si
ninguna potencia es capaz de imponer el orden, nuestro mundo sufrirá un «déficit de
orden mundial». A menos que los distintos países y organizaciones internacionales
logren encontrar soluciones para mejorar la colaboración a escala mundial, corremos el
riesgo de entrar en una «era de entropía» en la que el atrincheramiento, la
fragmentación, la ira y la estrechez de miras definirán cada vez más el paisaje global,
haciéndolo menos comprensible y más desordenado. La crisis pandémica ha expuesto y
exacerbado este triste estado de cosas. La crisis que ha creado es de tal magnitud y
consecuencia que ya no es posible descartar que se den situaciones extremas. La
implosión de algunos Estados o petroestados en descomposición, el posible
desmoronamiento de la Unión Europea, una ruptura entre China y Estados Unidos que
lleve a la guerra: todos estos escenarios y muchos otros son ahora verosímiles (si bien,
con suerte, improbables).
En las páginas siguientes analizaremos cuatro temas principales que adquirirán
mayor prevalencia en la era pospandemia y que están entrelazados: la erosión de la
globalización, la ausencia de una gobernanza global, la creciente rivalidad entre Estados
Unidos y China, y el destino de los Estados frágiles y en descomposición.
1.4.1. Globalización y nacionalismo
La globalización, una palabra que sirve para todo, es un concepto amplio y vago que
se refiere al intercambio entre países de todo el mundo de bienes, servicios, personas,
capital y ahora incluso datos. Ha logrado sacar a cientos de millones de personas de la
pobreza pero ya hace varios años que se ha puesto en cuestión e incluso ha comenzado
a retroceder. Como se ha destacado anteriormente, el mundo actual está más
interconectado que nunca, pero hace más de una década que el impulso económico y
político en favor de la globalización ha ido perdiendo fuerza. Las negociaciones
comerciales globales que comenzaron a principios de la década de 2000 no llegaron a
buen término, mientras que la reacción política y social contra la globalización se
fortaleció inexorablemente durante el mismo período. A medida que aumentaron los
costes sociales ocasionados por los efectos asimétricos de la globalización
(especialmente en términos de desempleo en el sector de fabricación de los países de
rentas altas), los riesgos de la globalización financiera se hicieron cada vez más
evidentes a raíz de la gran crisis financiera que comenzó en 2008. Esta combinación de
factores provocó la aparición de partidos populistas y de extrema derecha en todo el
mundo (especialmente en Occidente), los cuales, en el momento en que llegan al poder,
suelen retroceder a posiciones nacionalistas y promueven una agenda aislacionista, dos
conceptos que representan la antítesis de la globalización.
La economía mundial está tan estrechamente interconectada que es imposible poner
fin a la globalización. Sin embargo, es posible ralentizarla e incluso hacerla retroceder.
Nosotros creemos que eso es exactamente lo que hará la pandemia. Ya ha conseguido
que se vuelvan a levantar las fronteras con el máximo rigor, llevando al extremo
tendencias que ya estaban en pleno apogeo antes de que estallase con toda su fuerza en
marzo de 2020 (que fue cuando alcanzó la escala mundial de una verdadera pandemia,
sin perdonar a ningún país), como el reforzamiento de los controles fronterizos
(principalmente por miedo a la inmigración) y un mayor proteccionismo
(principalmente por miedo a la globalización). Es perfectamente lógico reforzar los
controles fronterizos con el fin de detener el avance de la pandemia, pero existe el
riesgo real de que el renacimiento del Estado nación intensifique progresivamente los
nacionalismos, una realidad reflejada por el «trilema de la globalización» de Dani
Rodrik. A principios de la década de 2010, cuando la globalización estaba
convirtiéndose en una delicada cuestión política y social, este economista de Harvard
explicó por qué sería la víctima inevitable si se produjera un auge del nacionalismo. El
trilema propone que los conceptos de globalización económica, democracia política y
Estado nación son irreconciliables, aplicando la lógica de que solo dos de los tres
pueden coexistir de manera efectiva en un momento dado [78]. La democracia y la
soberanía nacional solo son compatibles si se contiene la globalización. Por el contrario,
si tanto el Estado nación como la globalización prosperan, entonces la democracia se
vuelve insostenible. Finalmente, en un supuesto de expansión de la democracia y de la
globalización, no hay lugar para el Estado nación. Por tanto, solo es posible elegir dos
de los tres; esta es la esencia del trilema. La Unión Europea se ha utilizado a menudo a
modo de ejemplo para ilustrar la pertinencia del marco conceptual ofrecido por el
trilema. La combinación de integración económica (que viene a representar la
globalización) y democracia implica que las decisiones importantes deben tomarse en el
nivel supranacional, lo que de alguna manera debilita la soberanía del Estado nación.
En el contexto actual, lo que propone el «trilema político» es que la globalización debe
contenerse necesariamente si no queremos renunciar a un cierto grado de soberanía
nacional o de democracia. Por lo tanto, el auge del nacionalismo hace que el retroceso
de la globalización sea inevitable en la mayor parte del mundo y especialmente en
Occidente. El voto por el Brexit y la elección del presidente Trump en una plataforma
proteccionista son dos marcadores trascendentales de la reacción occidental contra la
globalización. Estudios posteriores no solo validan el trilema de Rodrik, sino que
demuestran además que el rechazo de los votantes a la globalización es una respuesta
racional en una situación de economía fuerte y alta desigualdad [79].
La forma más visible de desglobalización progresiva se producirá en el corazón de
su «reactor nuclear»: la cadena de suministro global que se ha convertido en el emblema
de la globalización. ¿Cómo y por qué ocurrirá esto? El acortamiento o la relocalización
de las cadenas de suministro será promovido por: 1) empresas que lo ven como una
medida de mitigación del riesgo de disrupción de la cadena de suministro (el equilibrio
entre resiliencia y eficiencia); y 2) la presión política tanto desde la derecha como desde
la izquierda. Desde 2008, el afán de relocalización se ha mantenido con firmeza en la
agenda política de muchos países (especialmente de Occidente), pero se intensificará
tras la pandemia. A la derecha, el rechazo de la globalización es promovido por
proteccionistas y halcones de la seguridad nacional que ya estaban cobrando fuerza
antes de que comenzara la pandemia. Ahora crearán alianzas y, en ocasiones, se
fusionarán con otras fuerzas políticas que consideren beneficioso adoptar una agenda
antiglobalización. A la izquierda, los activistas y los partidos ecologistas que ya estaban
estigmatizando los viajes aéreos y pidiendo el repliegue de la globalización se
mostrarán crecidos por el efecto positivo que tuvo la pandemia en el medio ambiente
(fuerte reducción de las emisiones de carbono y de la contaminación de la atmósfera y
de las aguas). Aun sin la presión de la extrema derecha y de los activistas verdes,
muchos gobiernos se darán cuenta de que algunas situaciones de dependencia
comercial ya no son políticamente aceptables. Por ejemplo, ¿cómo puede aceptar la
Administración estadounidense que el 97 % de los antibióticos que se comercializan en
el país sean de origen chino [80]?
Este proceso de reversión de la globalización no sucederá de la noche a la mañana;
acortar las cadenas de suministro será muy difícil y muy costoso. Por ejemplo, un
desacoplamiento exhaustivo y total de China exigiría que las empresas que diesen el
paso invirtiesen cientos de miles de millones de dólares en fábricas de nueva
localización, y que los gobiernos aportasen montos equivalentes para financiar nuevas
infraestructuras, como aeropuertos, nodos de transporte y viviendas, a fin de prestar
servicio a las cadenas de suministro relocalizadas. A pesar de que la voluntad política
de desacoplamiento puede ser en ocasiones mayor que la capacidad real de llevarlo a
cabo, la tendencia es evidente. El Gobierno japonés lo dejó claro cuando destinó 243.000
millones de su paquete de rescate de 108 billones de yenes japoneses a ayudar a las
empresas japonesas a retirar sus operaciones de China. La Administración
estadounidense ha insinuado en multitud de ocasiones su intención de adoptar
medidas similares.
El resultado más probable del tira y afloja a favor y en contra de la globalización
sería una solución intermedia: la regionalización. El éxito de la Unión Europea como
área de libre comercio o la nueva Asociación Económica Integral Regional de Asia (una
propuesta de acuerdo de libre comercio entre los diez países que integran la ASEAN)
son importantes casos ilustrativos de cómo la regionalización podría convertirse
perfectamente en una nueva versión diluida de la globalización. Incluso los tres países
que conforman Norteamérica comercian ahora más entre sí que con China o Europa.
Como señala Parag Khanna: «El regionalismo estaba superando claramente al
globalismo antes de que la pandemia dejara al descubierto las vulnerabilidades de
nuestra interdependencia a larga distancia» [81]. Durante años, con la excepción parcial
del comercio directo entre Estados Unidos y China, la globalización (medida por el
intercambio de bienes) ya estaba adquiriendo un carácter más intrarregional que
interregional. A principios de la década de 1990, Norteamérica absorbía el 35 % de las
exportaciones de Asia oriental, mientras que hoy esta proporción se ha reducido al 20
%, principalmente porque la cuota de las exportaciones de Asia oriental hacia sí misma
crece cada año: una situación natural a medida que los países asiáticos ascienden en la
cadena de valor, consumiendo más de lo que producen. En 2019, cuando Estados
Unidos y China iniciaron una guerra comercial, el comercio de Estados Unidos con
Canadá y México aumentó mientras se reducía con China. Al mismo tiempo, el
comercio de China con la ASEAN ascendió por primera vez a más de 300.000 millones
USD. En resumen, la desglobalización en forma de una mayor regionalización ya estaba
ocurriendo.
La COVID-19 no hará sino acelerar esta divergencia global a medida que
Norteamérica, Europa y Asia se preocupen cada vez más por la autosuficiencia regional
en lugar de por las distantes e intrincadas cadenas de suministro globales que antes
personificaban la esencia de la globalización. ¿Cómo podría ocurrir esto? La cadena de
acontecimientos podría ser parecida a la que puso fin a un período de globalización
anterior, pero con un giro regional. En el período previo a 1914 y hasta 1918, se produjo
un fuerte impulso antiglobalización, que disminuyó durante la década de 1920 para
reavivarse en la década de 1930 como resultado de la Gran Depresión, provocando un
incremento de las barreras arancelarias y no arancelarias que destruyó numerosas
empresas y causó muchos problemas a las mayores economías de la época. Lo mismo
podría volver a suceder en esta ocasión, con un gran ímpetu en favor de la
relocalización que vaya más allá de la asistencia sanitaria y la agricultura para incluir
grandes categorías de productos no estratégicos. Tanto la extrema derecha como la
extrema izquierda aprovecharán la crisis para promover una agenda proteccionista que
imponga mayores barreras a la libre circulación de capitales y de personas. Varias
encuestas realizadas en los primeros meses de 2020 revelan que las empresas
internacionales temen el retorno y agravamiento del proteccionismo en Estados Unidos,
no solo en el comercio, sino también en las fusiones y adquisiciones transfronterizas y
en la contratación pública [82]. Lo que suceda en Estados Unidos tendrá inevitables
repercusiones en otros lugares, como la imposición de más barreras al comercio y la
inversión en otras economías avanzadas, que desafiarán los llamamientos de los
expertos y las organizaciones internacionales en contra del proteccionismo.
Este sombrío escenario no es inevitable pero, en los próximos años, cabe esperar que
las tensiones entre las fuerzas del nacionalismo y la apertura se desarrollen en tres
dimensiones críticas: 1) las instituciones globales; 2) el comercio; y 3) los flujos de
capitales. En los últimos tiempos, las instituciones globales y las organizaciones
internacionales o bien se han debilitado, como la Organización Mundial del Comercio
(OMC) o la Organización Mundial de la Salud (OMS), o bien no han estado a la altura
de su misión, en este último caso más bien por «falta de financiación y exceso de
gobernanza» [83] que por ser intrínsecamente deficientes.
Como hemos visto en el capítulo anterior, es casi seguro que se producirá una
contracción del comercio global a medida que las compañías vayan acortando su
cadena de suministro y eviten depender de un único país o empresa extranjera para
obtener piezas y componentes críticos. En el caso de sectores especialmente sensibles
(como los productos farmacéuticos o los materiales sanitarios) o considerados de interés
para la seguridad nacional (como las telecomunicaciones o la generación de energía),
puede que se produzca un proceso de desintegración progresiva. Esto ya está
empezando a ser obligatorio en Estados Unidos y sería sorprendente que esta actitud no
se extendiera a otros países y otros sectores. La geopolítica también está causando
ciertos problemas económicos a raíz de lo que se conoce como «armamentización del
comercio», que está suscitando entre las compañías globales el temor de que ya no
puedan dar por sentado que los conflictos comerciales vayan a resolverse de manera
ordenada y predecible mediante la aplicación del derecho internacional.
En cuanto a los flujos de capitales internacionales, parece ya evidente que se verán
limitados por las autoridades nacionales y la oposición de la ciudadanía. Como ya ha
quedado demostrado en un gran número de países y regiones tan diferentes como
Australia, la India o la Unión Europea, las consideraciones proteccionistas estarán cada
vez más presentes en la era posterior a la pandemia. Los gobiernos nacionales
adoptarán medidas que irán desde la compra de participaciones en empresas
«estratégicas» para evitar absorciones extranjeras o la imposición de distintas
restricciones a este tipo de operaciones, hasta la obligación de que las inversiones
extranjeras directas (IED) reciban autorización gubernamental. Resulta revelador que la
Administración estadounidense decidiese, en abril de 2020, impedir que un fondo de
pensiones de gestión pública realizase inversiones en China.
En los próximos años, parece inevitable que se produzca una cierta desglobalización,
espoleada por el auge del nacionalismo y por una mayor fragmentación internacional.
No tiene sentido tratar de restablecer el statu quo anterior (la «hiperglobalización» ha
perdido todo su capital político y social, y defenderla ya no es políticamente sostenible),
pero es importante limitar los inconvenientes de una posible caída libre que provocaría
un gran perjuicio económico y sufrimiento social. El retroceso apresurado de la
globalización implicaría guerras comerciales y monetarias que dañarían la economía de
todos los países, causarían estragos en la sociedad y favorecerían el nacionalismo étnico
o de clanes. La única forma viable de gestionar este retroceso es establecer una forma de
globalización mucho más inclusiva y equitativa que la haga sostenible, tanto en
términos sociales como ambientales. Esto requiere soluciones políticas que veremos en
el último capítulo, así como cierta forma de gobernanza global efectiva. De hecho, es
posible avanzar en aquellas áreas globales que tradicionalmente se han beneficiado de
la cooperación internacional, como los acuerdos ambientales, la salud pública y los
paraísos fiscales.
Esto solo se logrará mejorando la gobernanza global: el factor mitigante más
«natural» y efectivo contra las tendencias proteccionistas. Sin embargo, aún no sabemos
cómo evolucionará esta en el futuro previsible. Por el momento, se observan signos
ominosos de que no va en la dirección correcta. No hay tiempo que perder. Si no
mejoramos el funcionamiento y la legitimidad de nuestras instituciones globales, el
mundo pronto se volverá imposible de manejar y muy peligroso. No podrá haber
recuperación duradera sin un marco estratégico global de gobernanza.
1.4.2. Gobernanza global
La gobernanza global se define habitualmente como el proceso de cooperación entre
los actores transnacionales destinado a dar respuesta a los problemas mundiales (los
que afectan a más de un Estado o región). Abarca la totalidad de las instituciones,
políticas, normas, procedimientos e iniciativas que utilizan los Estados nación para que
sus respuestas a los desafíos transnacionales sean más predecibles y estables. Esta
definición deja claro que cualquier esfuerzo global sobre cualquier problema o
inquietud global será inútil sin la cooperación de los gobiernos nacionales y su
capacidad para actuar y legislar para conseguir sus objetivos. Los Estados nación hacen
posible la gobernanza global (uno lidera al otro), que es la razón que lleva a las
Naciones Unidas a decir que una «gobernanza global efectiva solo se puede lograr con
una cooperación internacional efectiva» [84]. Los dos conceptos de gobernanza global y
cooperación internacional están tan entrelazados que es casi imposible que la
gobernanza global prospere en un mundo dividido que tiende al atrincheramiento y la
fragmentación. Cuanto más se impregne la política global de nacionalismo y
aislacionismo, mayores serán las probabilidades de que la gobernanza global pierda su
relevancia y se vuelva ineficaz. Lamentablemente, ahora nos encontramos en una
coyuntura crítica. Dicho sin rodeos, vivimos en un mundo donde no hay nadie al
mando.
La COVID-19 nos ha hecho recordar que los problemas más importantes a los que
nos enfrentamos son de naturaleza global. Ya sean pandemias, el cambio climático, el
terrorismo o el comercio internacional, todos ellos son problemas globales que solo
podremos afrontar y cuyos riesgos solo podremos mitigar de manera colectiva. Pero el
mundo se ha convertido, en palabras de Ian Bremmer, en un mundo G0, o todavía peor,
en un mundo G-menos-2 (Estados Unidos y China), según el economista indio Arvind
Subramanian [85] (para explicar la ausencia de liderazgo de estos dos gigantes en lugar
del G7 —el grupo de los siete países más ricos— o el G20 —formado por el G7 más
otros 13 países y organizaciones importantes—, que son los supuestos líderes). Cada
vez es más frecuente que los grandes problemas que nos aquejan se desarrollen fuera
del control incluso de los Estados nación más poderosos; los riesgos y problemas a los
que debemos enfrentarnos están cada vez más globalizados e interconectados y son más
interdependientes, mientras que las capacidades de gobernanza global que necesitamos
para ello están fallando peligrosamente, en riesgo ante el resurgimiento del
nacionalismo. Esta desconexión no solo significa que los problemas globales más
críticos se afrontan desde una situación muy fragmentada y por tanto inadecuada, sino
además que se están viendo de hecho exacerbados por esta incapacidad para
gestionarlos adecuadamente. Por lo tanto, lejos de permanecer constantes (en términos
del riesgo que representan), se agrandan y terminan por incrementar la fragilidad
sistémica. Esto se muestra en la figura 1; existen fuertes interrelaciones entre el fracaso
de la gobernanza global, el fracaso de la acción climática, el fracaso de los gobiernos
nacionales (con el que se produce un efecto autorreafirmante), la inestabilidad social y,
por supuesto, la capacidad de gestionar las pandemias acertadamente. En pocas
palabras, la gobernanza global es el nexo de todos los demás problemas. Por lo tanto, lo
preocupante es que, sin una gobernanza global adecuada, quedaremos paralizados en
nuestros intentos de hacer frente y responder a los desafíos globales, especialmente
cuando existe una disonancia tan fuerte entre los imperativos nacionales a corto plazo y
los desafíos globales a largo plazo. Esta es una gran preocupación, considerando que
hoy no existe un «comité para salvar al mundo» (expresión que se utilizó hace más de
veinte años en el apogeo de la crisis financiera asiática). Continuando con el argumento,
se podría incluso afirmar que la «decadencia institucional general» que Fukuyama
describe en su libro Orden y decadencia de la política [86] amplifica el problema de un
mundo carente de gobernanza global. Pone en marcha un círculo vicioso en el que los
Estados nación gestionan deficientemente los principales desafíos a los que se
enfrentan, lo que alimenta la desconfianza de los ciudadanos hacia el Estado, lo que a su
vez desposee al Estado de autoridad y recursos y le lleva a empeorar aún más su
desempeño y a mostrarse incapaz o falto de voluntad para afrontar los problemas de la
gobernanza global.
La COVID-19 nos habla precisamente de una gobernanza global fallida. Desde el
principio, el vacío en la gobernanza global, intensificado por las tensas relaciones entre
Estados Unidos y China, minó los esfuerzos internacionales para responder a la
pandemia. Al principio de la crisis, la cooperación internacional era inexistente o
limitada e incluso durante el período en que más se necesitaba (en el apogeo de la crisis,
durante el segundo trimestre de 2020) brilló por su ausencia. En lugar de ocasionar que
se adoptara un conjunto de medidas coordinadas a escala mundial, la COVID-19 causó
lo contrario: una oleada de cierres de fronteras, restricciones al comercio y los viajes
internacionales aplicadas sin apenas coordinación, la frecuente interrupción de la
distribución de suministros médicos y la consiguiente competencia por los recursos,
especialmente notoria en los diversos intentos de distintos Estados nación de obtener
los equipos médicos tan necesarios por cualquier medio posible. Incluso en la Unión
Europea, los Estados miembros optaron inicialmente por afrontar la situación de forma
aislada, pero esa forma de actuar cambió posteriormente, con asistencia práctica entre
países, modificaciones al presupuesto de la UE en apoyo de los sistemas sanitarios y la
agrupación de fondos de investigación para desarrollar tratamientos y vacunas (y ahora
se han adoptado medidas ambiciosas que habrían parecido inimaginables antes de la
pandemia y que podrían impulsar a la UE hacia una mayor integración, en particular la
propuesta de la Comisión de Europea de crear un fondo de recuperación de 750.000
millones EUR). En un marco de gobernanza global operativo, las naciones deberían
haberse unido para librar una «guerra» global y coordinada contra la pandemia. En
cambio prevaleció la reacción de «mi país primero», que perjudicó seriamente los
intentos de contener la expansión de la primera ola de la pandemia. También impuso
limitaciones a la disponibilidad de equipos de protección y tratamientos, que a su vez
debilitaron la resiliencia de los sistemas nacionales de salud. Además, este enfoque
fragmentado puso en peligro los intentos de coordinar las políticas de salida destinadas
a «volver a arrancar» el motor económico mundial. En el caso de la pandemia,
contrariamente a lo ocurrido con otras crisis mundiales recientes como los atentados del
11-S o la crisis financiera de 2008, el sistema de gobernanza global falló, demostrándose
inexistente o disfuncional. Estados Unidos dejó de financiar a la OMS, pero, al margen
de las razones que explican esta decisión, el hecho es que se trata de la única
organización capaz de coordinar una respuesta global a la pandemia, lo que significa
que, si bien está lejos de ser perfecta, la OMS es infinitamente preferible a la inexistencia
de tal organización, un argumento que Bill Gates planteó de forma concisa y
convincente en un tuit: «Su trabajo está frenando la propagación de la COVID-19 y si
ese trabajo se detiene, ninguna otra organización puede sustituirla. El mundo necesita a
la OMS ahora más que nunca».
Este fracaso no es culpa de la OMS. Este organismo de las Naciones Unidas es
simplemente el síntoma, no la causa del fracaso de la gobernanza global. La postura
deferente de la OMS hacia los países donantes refleja su completa dependencia de los
Estados que aceptan cooperar con ella. Esta organización no tiene poder para obligar a
compartir información ni a hacer preparativos para una pandemia. Al igual que otros
organismos similares de la ONU, como los dedicados a los derechos humanos o al
cambio climático, la OMS cuenta con recursos limitados y cada vez más escasos: en 2018
tenía un presupuesto anual de 4.200 millones USD, una cifra minúscula en comparación
con el presupuesto de sanidad de cualquier país. Además, está perpetuamente a merced
de los Estados miembros y en realidad carece de capacidad para monitorizar los brotes
directamente, coordinar la planificación de la pandemia o velar por que los países
adopten medidas de preparación efectivas, y mucho menos para asignar recursos a los
países más necesitados. Esta disfuncionalidad es sintomática de un sistema de
gobernanza global descompuesto, y habrá que juzgar si es posible readaptar
organismos de gobernanza global existentes como la ONU y la OMS para hacer frente a
los riesgos globales actuales. Por el momento, la conclusión es que, dado el vacío de
gobernanza global, solo los Estados nación están lo suficientemente cohesionados como
para poder tomar decisiones colectivas, pero este modelo no funciona en el caso de
riesgos mundiales que requieren decisiones globales concertadas.
El mundo será un lugar muy peligroso si no arreglamos las instituciones
multilaterales. La coordinación global será aún más necesaria después de la crisis
epidemiológica, ya que es inconcebible que la economía global pueda «volver a
arrancar» sin una cooperación internacional sostenida. Sin ella, nos encaminaremos
hacia «un mundo más pobre, más mezquino y más pequeño» [87].
1.4.3. La creciente rivalidad entre China y Estados Unidos
En la era pospandemia, puede que se recuerde a la COVID-19 como el punto de
inflexión que marcó el comienzo de un «nuevo tipo de guerra fría» [88] entre China y
Estados Unidos (las dos palabras «nuevo tipo» tienen una importancia considerable: a
diferencia de la Unión Soviética, China no pretende imponer su ideología en todo el
mundo). Antes de la pandemia, ya se estaban generando tensiones entre las dos
potencias dominantes en muchos ámbitos diferentes (el comercio, los derechos de
propiedad, las bases militares en el mar del Sur de China y, en particular, la tecnología y
la inversión en industrias estratégicas), pero después de cuarenta años de
enfrentamiento estratégico, Estados Unidos y China parecen ahora incapaces de salvar
la brecha ideológica y política que los separa. Lejos de unir a los dos gigantes
geopolíticos, la pandemia hizo exactamente lo contrario al exacerbar su rivalidad e
intensificar la competencia entre ellos.
La mayoría de los analistas estarían de acuerdo en que, durante la crisis de la
COVID-19, creció la fractura política e ideológica entre los dos gigantes. Según Wang
Jisi, un reconocido académico chino y decano de la Escuela de Estudios Internacionales
de la Universidad de Pekín, las consecuencias de la pandemia han llevado las relaciones
entre China y Estados Unidos a su peor momento desde 1979, año en que se
formalizaron. En su opinión, el desacoplamiento económico y tecnológico bilateral es
«ya irreversible» [89] y podría llegar tan lejos que el «sistema global se parta en dos»,
advierte Wang Huiyao, presidente del Centro para China y la Globalización de Pekín [90].
También ha habido personajes públicos que han expresado públicamente su
preocupación. En un artículo publicado en junio de 2020, Lee Hsien Loong, primer
ministro de Singapur, advirtió contra los peligros de la confrontación entre Estados
Unidos y China, que, en sus propias palabras: «suscita importantes dudas acerca del
futuro de Asia y la configuración del orden internacional emergente». Y agregó: «Los
países del sudeste asiático, incluido Singapur, están especialmente preocupados, ya que
se encuentran en la confluencia de los intereses de varias grandes potencias y deben
evitar quedar atrapados en medio o verse forzados a tomar decisiones injustas» [91].
Por supuesto, existen opiniones radicalmente diferentes acerca de qué país «tiene
razón» o va a quedar «por encima» al beneficiarse de las debilidades y fragilidades que
se perciben en el otro. Pero es esencial contextualizarlas. No existe una visión «correcta»
o «incorrecta», sino interpretaciones diferentes y a menudo divergentes que, con
frecuencia, están relacionadas con el origen, la cultura y la historia personal de quienes
las expresan. Continuando con la metáfora del «mundo cuántico» antes mencionada, se
podría inferir de la física cuántica que la realidad objetiva no existe. Creemos que la
observación y la medición definen una opinión «objetiva», pero el micromundo de
átomos y partículas (como el macromundo de la geopolítica) se rige por las extrañas
reglas de la mecánica cuántica según las cuales dos observadores diferentes tienen
derecho a su propia opinión (esto se llama «superposición»: «las partículas pueden estar
en varios lugares o estados a la vez») [92]. En el mundo de la política internacional, si dos
observadores diferentes tienen derecho a sus propias opiniones, eso las hace subjetivas,
pero no menos reales y no menos válidas. Si un observador solo puede entender la
«realidad» según el color del cristal de su particular idiosincrasia, esto nos obliga a
replantearnos el concepto de objetividad. Es evidente que la representación de la
realidad depende de la posición del observador. En ese sentido, la visión «china» y la
visión «estadounidense» pueden coexistir, junto con muchas otras visiones entre
medio... ¡y todas ellas reales! En gran medida y por razones fáciles de comprender, la
visión china del mundo y de su lugar en él está influenciada por la humillación sufrida
durante la Primera Guerra del Opio en 1840 y la posterior invasión en 1900, cuando la
Alianza de las Ocho Naciones saqueó Pekín y otras ciudades chinas antes de exigir una
indemnización [93]. Por el contrario, la visión que Estados Unidos tiene del mundo y de
su lugar en él se basa en gran medida en los valores y principios que han moldeado la
vida pública estadounidense desde la fundación del país [94] y que han determinado tanto
su preeminente posición mundial como su atractivo único para multitud de inmigrantes
a lo largo de 250 años. La perspectiva estadounidense también está enraizada en el
inigualable dominio sobre el resto del mundo del que ha disfrutado durante las últimas
décadas y en las inevitables dudas e inseguridades que surgen con la relativa pérdida
de su supremacía absoluta. Por razones comprensibles, tanto China como Estados
Unidos tienen una importante historia (la de China se remonta a 5.000 años) de la que
están orgullosos, y eso los lleva, como observó Kishore Mahbubani, a sobreestimar sus
propias fortalezas y subestimar las del otro.
Como justificación del argumento anterior, todos los analistas especializados en
China o Estados Unidos, o en ambos, tienen acceso más o menos a los mismos datos e
información (que ahora es una mercancía global) y ven, escuchan y leen más o menos
las mismas cosas..., pero a veces llegan a conclusiones diametralmente opuestas. Hay
quien cree que Estados Unidos será el ganador final, otros dicen que China ya ha
ganado, y un tercer grupo afirma que no habrá ganadores. Repasemos brevemente sus
argumentos uno a uno.
China como ganadora
Quienes afirman que la crisis pandémica ha beneficiado a China al tiempo que ha
dejado al descubierto las debilidades de Estados Unidos plantean tres argumentos.
1. Ha hecho que la fuerza de Estados Unidos como principal potencia militar
mundial quede en la irrelevancia frente a un enemigo invisible y microscópico.
2. En palabras del académico estadounidense que acuñó la expresión, menoscabó el
«poder blando» de Estados Unidos debido a «la incompetencia de su respuesta» [95]. (Una
advertencia importante: la cuestión de si la respuesta de un Estado a la COVID-19 ha
sido «competente» o «incompetente» ha suscitado multitud de opiniones y ha sido
motivo de grandes desacuerdos. Sin embargo, sigue siendo difícil emitir un juicio. En
Estados Unidos, por ejemplo, la respuesta política fue en gran medida responsabilidad
de los distintos estados e incluso de los ayuntamientos. Por lo tanto, de hecho no hubo
una respuesta política nacional de Estados Unidos como tal. Lo que estamos
discutiendo aquí son opiniones subjetivas que motivaron actitudes públicas.)
3. Ha expuesto aspectos de la sociedad estadounidense que algunos pueden
encontrar impactantes, como las profundas desigualdades ante el brote, la falta de
cobertura médica universal y la cuestión del racismo sistémico planteada por el
movimiento Black Lives Matter.
Todo esto llevó a Kishore Mahbubani, un influyente analista de la rivalidad que
enfrenta a Estados Unidos y China [96], a argumentar que la COVID-19 ha invertido los
papeles de ambos países en cuanto a gestionar catástrofes y ayudar a los demás. Afirma
que mientras Estados Unidos siempre era antes el primero en llevar ayuda adonde
fuera necesaria (como el 26 de diciembre de 2004, cuando un gran tsunami golpeó
Indonesia), este papel corresponde ahora a China. En marzo de 2020, China envió a
Italia 31 toneladas de equipos médicos (ventiladores, mascarillas y trajes de protección)
que la Unión Europea no pudo proporcionar. En su opinión, los 6.000 millones de
personas que viven en los 191 países que integran «el resto del mundo» han comenzado
ya a prepararse para la competencia geopolítica entre Estados Unidos y China.
Mahbubani afirma que serán sus decisiones las que determinarán quién gana esta
competencia de rivalidad y que se basarán en «el frío cálculo de la razón para analizar
los costes y beneficios de lo que Estados Unidos y China pueden ofrecerles» [97]. Es
posible que los sentimientos no desempeñen un papel importante porque todos estos
países basarán su elección en si al final será Estados Unidos o China quien mejore las
condiciones de vida de sus ciudadanos, pero la gran mayoría de ellos no querrán verse
atrapados en un juego geopolítico de «suma cero» y preferirán mantener abiertas todas
sus opciones (es decir, no verse obligados a elegir entre Estados Unidos y China). Sin
embargo, como el ejemplo de Huawei ha puesto de manifiesto, incluso aliados
tradicionales de Estados Unidos como Francia, Alemania y Reino Unido están siendo
presionados por Estados Unidos para que lo hagan. Las decisiones que tomen los
distintos países cuando se enfrenten a una elección tan difícil determinarán en última
instancia quién emerge como ganador de la creciente rivalidad entre Estados Unidos y
China.
Estados Unidos como ganador
En el bando de Estados Unidos como ganador final, los argumentos se centran en las
fortalezas intrínsecas del país, así como en las debilidades estructurales percibidas en
China.
Los defensores de «Estados Unidos como ganador» creen que es prematuro
pronosticar un fin abrupto de la supremacía estadounidense en la era pospandemia y
ofrecen el siguiente argumento: puede que el país vaya en declive en términos relativos,
pero sigue siendo una formidable potencia hegemónica en términos absolutos y
mantiene un nivel considerable de poder blando; quizá su atractivo como destino global
esté disminuyendo de alguna manera, pero mantiene su fortaleza pese a todo, como lo
demuestra el éxito de las universidades estadounidenses en el extranjero y el atractivo
de su sector cultural. Además, el predominio del dólar como moneda global utilizada
en el comercio y percibida como refugio seguro permanece en gran medida
incontestado por el momento. Esto se traduce en un considerable poder geopolítico, que
permite a las autoridades estadounidenses excluir a empresas e incluso países (como
Irán o Venezuela) del sistema del dólar. Como vimos en el capítulo anterior, esto puede
cambiar en el futuro pero, en los próximos años, no hay alternativa al dominio mundial
del dólar estadounidense. En una apreciación más elemental, los defensores de la
«irreductibilidad» de los Estados Unidos irán al debate con Ruchir Sharma con el
argumento de que: «la supremacía económica estadounidense ha demostrado
reiteradamente que los declinistas están equivocados» [98]. También estarán de acuerdo
con Winston Churchill, quien en su día observó que Estados Unidos tiene una
capacidad innata para aprender de sus errores cuando comentó que siempre ha hecho
lo correcto cuando se agotan todas las alternativas.
Dejando a un lado este argumento político de gran carga emocional (democracia
versus autocracia), quienes creen que Estados Unidos seguirá siendo el «ganador» por
muchos años insisten también en que China tiene sus propios obstáculos en el camino
para convertirse en superpotencia global. Los que se mencionan con más frecuencia son
los siguientes: 1) sufre una desventaja demográfica, porque su población envejece
rápidamente y el sector de población en edad laboral alcanzó su cota máxima en 2015;
2) su influencia en Asia está limitada por las disputas territoriales con Brunéi, India,
Indonesia, Japón, Malasia, Filipinas y Vietnam; y 3) tiene una elevada dependencia
energética.
Nadie gana
¿Qué piensan quienes afirman que «la pandemia es un mal augurio tanto para el
poder estadounidense como para el chino... y para el orden mundial» [99]? Estos
argumentan que, como casi todos los demás países del mundo, es seguro que tanto
China como Estados Unidos sufrirán daños económicos masivos que limitarán su
capacidad de expansión de su dominio e influencia. China, cuyo sector comercial
representa más de un tercio de su PIB total, tendrá difícil conseguir una recuperación
económica sostenida cuando sus grandes socios comerciales (como Estados Unidos) se
están atrincherando de forma drástica. En cuanto a Estados Unidos, su
sobreendeudamiento tarde o temprano limitará el gasto posterior a la recuperación, con
el riesgo siempre presente de que la crisis económica actual metastatice en una crisis
financiera sistémica.
En referencia al impacto económico y las dificultades políticas internas que sufrirán
ambos países, los escépticos afirman que es probable que uno y otro salgan de esta crisis
notablemente disminuidos. «De las ruinas no se alzará ni una nueva Pax Sinica ni una
renovada Pax Americana. Por el contrario, ambas potencias saldrán debilitadas, en su
ámbito nacional y en el exterior».
Una razón que sustenta el argumento de que «nadie gana» es una curiosa idea
presentada por varios académicos, en particular Niall Ferguson. En esencia, dice que la
crisis del coronavirus ha destapado el fracaso de superpotencias como Estados Unidos y
China al poner de relieve el éxito de los países pequeños. En palabras de Ferguson: «La
verdadera conclusión aquí no es que Estados Unidos está acabado y China vaya a
convertirse en la potencia dominante del siglo XXI. Creo que la realidad es que se ha
demostrado que todas las superpotencias —Estados Unidos, la República Popular
China y la Unión Europea— son altamente disfuncionales» [100]. Ser grande, como
argumentan los defensores de esta idea, implica deseconomías de escala: los países o
imperios han crecido tanto que han sobrepasado el umbral a partir del cual no pueden
gobernarse de manera efectiva. Esta es, a su vez, la razón de que pequeñas economías
como Singapur, Islandia, Corea del Sur e Israel parezcan haber tenido mejores
resultados que Estados Unidos en la contención y gestión de la pandemia.
Los pronósticos son un juego de adivinanzas para tontos. La pura verdad es que
nadie puede anticipar con ningún grado de confianza o certeza razonable cómo
evolucionará la rivalidad entre Estados Unidos y China, aparte de decir que
inevitablemente crecerá. La pandemia ha exacerbado la rivalidad que enfrenta a la
potencia actual y a la emergente. Estados Unidos ha dado un traspiés en la crisis
pandémica y su influencia ha disminuido. Mientras tanto, China podría estar tratando
de beneficiarse de la crisis ampliando su influencia exterior. Sabemos muy poco acerca
de lo que depara el futuro en términos de competencia estratégica entre China y
Estados Unidos. Oscilará entre dos extremos: desde un deterioro contenido y manejable
atemperado por los intereses comerciales hasta una hostilidad permanente y sin
paliativos.
1.4.4. Estados frágiles y en deterioro
Los límites entre fragilidad de un Estado, un Estado en deterioro y uno fallido son
fluidos y tenues. En el complejo y adaptativo mundo actual, el principio de no
linealidad implica que un Estado frágil puede convertirse de repente en un Estado
fallido y que, por el contrario, un Estado fallido puede mejorar su situación con igual
celeridad gracias a la intermediación de organizaciones internacionales o incluso a la
inyección de capital extranjero. En los próximos años, a medida que la pandemia cause
dificultades en todo el mundo, lo más probable es que la dinámica vaya en un solo
sentido para los países más pobres y más frágiles del mundo: de mal en peor. En
resumen, muchos Estados que exhiben características de fragilidad corren el riesgo de
fallar.
La fragilidad del Estado sigue siendo uno de los desafíos globales más críticos, con
especial prevalencia en África. Sus causas son múltiples y están entrelazadas: desde
desigualdad económica, problemas sociales, corrupción política e ineficiencias, hasta
conflictos externos o internos y catástrofes naturales. Se estima que actualmente hay
entre 1.800 y 2.000 millones de personas que viven en Estados frágiles, un número que
ciertamente aumentará en la era posterior a la pandemia porque los países frágiles son
especialmente vulnerables a un brote de COVID-19 [101]. La esencia misma de su
fragilidad —la debilidad del Estado y la incapacidad que ello conlleva para garantizar
las funciones fundamentales de los servicios públicos básicos y la seguridad— hace que
sean menos capaces de hacer frente al virus. La situación es aún peor en los Estados
fallidos y en deterioro, que casi siempre son víctimas de la pobreza extrema y la
violencia rebelde y, en este sentido, apenas pueden —o ya no pueden— desempeñar
funciones públicas básicas como la educación, la seguridad o la gobernanza. En este
vacío de poder, las personas indefensas son víctimas de las facciones enfrentadas y la
delincuencia, de modo que la ONU o algún Estado vecino (que no siempre tiene buenas
intenciones) se ve en la obligación de intervenir para prevenir una catástrofe
humanitaria. Para muchos de esos Estados, la pandemia será la fuerza exógena que los
lleve al fracaso y a un colapso todavía mayor.
Por todas estas razones, es casi una tautología afirmar que el daño infligido por la
pandemia a los Estados frágiles y en deterioro será mucho más profundo y duradero
que en las economías más ricas y desarrolladas. Algunas de las comunidades más
vulnerables del mundo quedarán devastadas. En muchos casos, el desastre económico
desencadenará alguna forma de inestabilidad política y brotes de violencia porque los
países más pobres del mundo sufrirán dos problemas: en primer lugar, el colapso del
comercio y de las cadenas de suministro a causa de la pandemia acarreará una
devastación inmediata, como el cese de las remesas o el aumento del hambre; y en
segundo lugar, en algún momento posterior sufrirán una pérdida prolongada y severa
de puestos de trabajo y de renta. Esta es la razón de que el brote global tenga tanto
potencial para causar estragos en los países más pobres del mundo. Es en ellos donde el
declive económico tendrá un efecto aún más inmediato en las sociedades. En grandes
extensiones del África subsahariana en particular, pero también en partes de Asia y
Latinoamérica, millones de personas dependen de una exigua renta diaria para
alimentar a sus familias. Un confinamiento o crisis sanitaria a causa del coronavirus
podría desatar rápidamente la desesperación y el desorden de forma generalizada, lo
que podría desencadenar perturbaciones sociales masivas que se extendiesen por todo
el mundo. Las consecuencias serán especialmente perjudiciales para todos los países
que se encuentren en medio de un conflicto. En ellos, la pandemia causará disrupciones
inevitables en la asistencia humanitaria y los flujos de ayuda. También limitará las
operaciones de paz y aplazará los esfuerzos diplomáticos para poner fin a los conflictos.
Las perturbaciones geopolíticas tienden a tomar a los observadores por sorpresa,
con efectos dominó y reacciones en cadena que crean consecuencias de segundo y tercer
orden y órdenes sucesivos, pero actualmente ¿dónde se encuentran los riesgos más
evidentes?
Todos los países productores de materias primas están en riesgo (Noruega y unos
cuantos más no cuentan). En el momento de escribir este libro, se están viendo
especialmente afectados por el desplome de los precios de la energía y los productos
básicos que agrava los problemas creados por la pandemia y todos los demás
problemas con los que se combinan (desempleo, inflación, sistemas sanitarios
inadecuados y, por supuesto, pobreza). En las economías ricas y con una dependencia
energética relativa, como la Federación Rusa y Arabia Saudí, el desplome de los precios
del petróleo «solo» representa un golpe económico considerable, que exige mucho de
unos presupuestos y reservas de divisas ya muy presionados, y entraña graves riesgos a
medio y largo plazo. Pero en los países de renta baja como Sudán del Sur, donde el
petróleo representa la casi totalidad de las exportaciones (99 %), el golpe podría ser
simplemente devastador. Así ocurre en muchos otros países frágiles productores de
materias primas. El colapso absoluto no es un escenario inconcebible para petroestados
como Ecuador o Venezuela, donde el virus podría sobrecargar muy rápidamente los
pocos hospitales que funcionan en esos países. Mientras tanto, en Irán, las sanciones
estadounidenses están agravando los problemas asociados con la elevada tasa de
contagio por COVID-19.
En especial situación de riesgo se encuentran ahora muchos países de Oriente Medio
y el Magreb, donde los problemas económicos ya eran cada vez más evidentes antes de
la pandemia para una población joven e inquieta que sufre un desempleo rampante. El
triple golpe de COVID-19, desplome de los precios del petróleo (para algunos) y
congelación del turismo (una fuente vital de empleo e ingresos en divisas) podría
desencadenar una ola de manifestaciones antigubernamentales masivas que recuerden
a la Primavera Árabe de 2011. En una señal ominosa, a finales de abril de 2020 y en
pleno confinamiento, se produjeron en Líbano disturbios motivados por problemas de
desempleo y una pobreza sofocante.
La pandemia ha vuelto a poner en primer plano el tema de la seguridad alimentaria
con más fuerza que nunca, y en muchos países podría suponer una catástrofe en
términos humanitarios y de crisis alimentaria. Funcionarios de la Organización de las
Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estiman que la población
mundial que padece inseguridad alimentaria aguda podría duplicarse en 2020 hasta
alcanzar los 265 millones de personas. Las restricciones impuestas a los
desplazamientos y al comercio a causa de la pandemia junto con el incremento del
desempleo y el limitado o nulo acceso a los alimentos podría provocar perturbaciones
sociales de gran escala seguida de desplazamientos masivos de migrantes y refugiados.
En los Estados frágiles y en deterioro, la pandemia agrava la escasez de alimentos ya
existente con la imposición de barreras al comercio y la disrupción de las cadenas
mundiales de suministro de alimentos. Esto es así hasta tal punto que el 21 de abril de
2020, David Beasley, director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos de las
Naciones Unidas, advirtió al Consejo de Seguridad que existía la posibilidad de que
ocurriesen «multitud de hambrunas de proporciones bíblicas» en tres docenas de
países, muy en particular el Yemen, el Congo, Afganistán, Venezuela, Etiopía, Sudán
del Sur, Siria, Sudán, Nigeria y Haití.
En los países más pobres del mundo, los confinamientos y la recesión económica que
se producen en los países de rentas altas causarán enormes pérdidas de ingresos a los
trabajadores pobres y a todas las personas a su cargo. Un buen ejemplo es la reducción
de las remesas del exterior que representan buena parte del PIB (más del 30 %) de
países como Nepal, Tonga o Somalia. Esto supondrá un golpe devastador para sus
economías con dramáticas consecuencias sociales. Según el Banco Mundial, los
confinamientos y la consiguiente «hibernación» económica que se produjeron en tantos
países del mundo provocarán una disminución del 20 % de las remesas que reciben los
países de renta media y baja, de 554.000 millones USD el año pasado a 445.000 millones
USD en 2020 [102]. En países más grandes como Egipto, India, Pakistán, Nigeria y
Filipinas, donde las remesas son una fuente crucial de financiación externa, esto creará
muchas dificultades y hará que su situación económica, social y política sea aún más
frágil, con la posibilidad muy real de que se desestabilicen. Después está el turismo, uno
de los sectores más afectados por la pandemia, que es un salvavidas económico para
muchos países pobres. En países como Etiopía, donde los ingresos del turismo
representan casi la mitad (47 %) del total de las exportaciones, la correspondiente
pérdida de ingresos y puestos de trabajo causará importantes perjuicios económicos y
sociales. Lo mismo ocurre con Maldivas, Camboya y muchos otros.
Luego están todas las zonas de conflicto donde numerosos grupos armados están
pensando cómo utilizar la excusa de la pandemia para avanzar en el cumplimiento de
sus objetivos (como en Afganistán, donde los talibanes piden que sus presos sean
liberados, o en Somalia, donde el grupo al-Shabaab presenta la COVID-19 como un
intento de desestabilizarles). La petición de alto el fuego global realizada el 23 de marzo
de 2020 por el secretario general de la ONU ha caído en saco roto. De 43 países donde se
notificaron al menos 50 episodios de violencia organizada en 2020, solo 10 respondieron
de forma positiva (la mayoría de las veces con simples declaraciones de apoyo pero sin
comprometerse a nada). En los otros 31 países donde existen conflictos activos, las
partes no solo no tomaron ninguna medida para atender esta petición, sino que la
violencia organizada se intensificó de hecho en muchos de ellos [103]. Las esperanzas
iniciales de que los problemas derivados de la pandemia y la consiguiente emergencia
sanitaria pudieran frenar los conflictos de larga duración y servir de catalizador para las
negociaciones de paz se han evaporado. Este es otro ejemplo más de que la pandemia
no solo no logra detener una tendencia preocupante o peligrosa, sino que de hecho la
acelera.
Los países más ricos hacen caso omiso a la tragedia que se desarrolla en los países
frágiles y en deterioro, con el riesgo que eso conlleva. De una forma u otra, los riesgos
se reflejarán en una mayor inestabilidad o incluso el caos. Uno de los efectos
secundarios más obvios que se producirá en las zonas más ricas del mundo a
consecuencia de la miseria económica, el descontento y el hambre en los países más
frágiles y pobres será una nueva ola de migración masiva hacia ellas, como la que se
produjo en Europa en 2016.
1.5. Reinicio ambiental
A primera vista, puede parecer que la pandemia y el medio ambiente están
vagamente relacionados, pero sus vínculos son mucho más estrechos de lo que
pensamos. Ambos han interactuado y seguirán haciéndolo de maneras impredecibles y
características, desde la importancia de la pérdida de biodiversidad en el
comportamiento de las enfermedades infecciosas hasta el efecto que podría tener la
COVID-19 sobre el cambio climático, lo que ilustra el peligrosamente sutil equilibrio y
las complejas interacciones existentes entre la humanidad y la naturaleza.
Además, en términos de riesgo global, la pandemia se equipara fácilmente al cambio
climático y al colapso de los ecosistemas (los dos principales riesgos ambientales). Los
tres representan, por su propia naturaleza y en diversos grados, amenazas existenciales
para la humanidad, y se podría decir que la COVID-19 ya nos ha ofrecido un atisbo o
anticipo de las consecuencias que podría tener el desarrollo total de la crisis climática y
el colapso de los ecosistemas desde una perspectiva económica: la combinación de
alteraciones de la oferta y la demanda, y la disrupción del comercio y las cadenas de
suministro con reacciones en cadena que amplificarán los riesgos (y, en algunos casos,
las oportunidades) en el resto de categorías macro, como son la geopolítica, los
problemas sociales y la tecnología. Si el cambio climático, el colapso de los ecosistemas
y las pandemias parecen tan semejantes en su condición de riesgos globales, ¿cómo se
comparan realmente? Los tres factores poseen muchas características comunes pero
muestran grandes diferencias.
Los cinco principales atributos que comparten son los siguientes: 1) se trata de
riesgos sistémicos conocidos (es decir, cisnes blancos) que se propagan muy
rápidamente en nuestro mundo interconectado y, al hacerlo, amplifican otros riesgos de
diferentes categorías; 2) no son lineales, lo que significa que, más allá de un
determinado umbral o punto de inflexión, pueden tener efectos catastróficos (como la
«superpropagación» en un lugar concreto, que sobrecargaría las capacidades del
sistema sanitario en el caso de la pandemia); 3) es muy difícil, si no imposible,
determinar las probabilidades y la distribución de sus efectos: cambian constantemente
y han de reconsiderarse tras una revisión de las premisas establecidas, por lo que
resultan muy difíciles de gestionar desde una perspectiva política; 4) son de naturaleza
global y, por lo tanto, la única forma adecuada de abordarlos es a través de una
coordinación global; y 5) afectan de manera desproporcionada a los países y segmentos
de población que ya son más vulnerables.
¿Y cuáles son sus diferencias? Hay varias, la mayoría de ellas de índole conceptual y
metodológica (como el hecho de que una pandemia es un riesgo de contagio mientras
que el cambio climático y el colapso de los ecosistemas son riesgos acumulativos), pero
las dos más importantes son las siguientes: 1) la diferencia de horizonte temporal (que
tiene una influencia crítica en las políticas y las acciones de mitigación); y 2) el problema
de la causalidad (que hace que la aceptación pública de las estrategias de mitigación sea
más difícil).
1. Las pandemias son un riesgo casi instantáneo, cuya inminencia y peligro son
visibles para todos. Un brote amenaza nuestra supervivencia como individuos o
como especie y, por tanto, respondemos de inmediato y con determinación cuando
nos enfrentamos al riesgo. Por el contrario, el cambio climático y la pérdida de
naturaleza son graduales y acumulativos, con efectos que se pueden apreciar
principalmente a medio y largo plazo (y a pesar de que cada vez hay más episodios
de pérdida de naturaleza relacionados con el clima y de carácter «excepcional»,
todavía hay mucha gente que no está convencida de que la crisis climática sea
inmediata). Esta diferencia crucial entre los respectivos horizontes temporales de
una pandemia, por un lado, y del cambio climático y la pérdida de naturaleza, por
otro, hace que el riesgo de pandemia requiera una acción inmediata que irá seguida
de un resultado rápido, mientras que el cambio climático y la pérdida de
naturaleza también requieren una acción inmediata, pero solo se obtendrá el
resultado (o «recompensa futura», en la jerga de los economistas) al cabo de un
cierto tiempo. Mark Carney, exgobernador del Banco de Inglaterra y actualmente
enviado especial de la ONU para la acción climática y las finanzas, ha señalado que
este problema de asincronía temporal genera una «tragedia del horizonte»: al
contrario de lo que ocurre con riesgos inmediatos y observables, los riesgos del
cambio climático pueden parecer lejanos (temporal y geográficamente), en cuyo
caso no obtendrán respuesta con la seriedad que merecen y requieren. A modo de
ejemplo, el importante riesgo que el calentamiento global y la elevación del nivel
del mar entrañan para un activo físico (como un complejo vacacional junto a la
playa) o para una empresa (como un grupo hotelero) no será necesariamente
considerado importante por parte de los inversores y, por tanto, no será
justipreciado por los mercados
2. El problema de la causalidad es fácil de entender, al igual que las razones que
hacen que las políticas respectivas sean mucho más difíciles de aplicar. En el caso
de la pandemia, el nexo de causalidad entre el virus y la enfermedad es evidente: el
virus SARS-CoV-2 causa la enfermedad COVID-19. Aparte de un puñado de
conspiranoicos, nadie discutirá eso. En el caso de los riesgos ambientales, es mucho
más difícil atribuir la causalidad directa a un hecho concreto. A menudo, los
científicos son incapaces de señalar un nexo causal directo entre el cambio climático
y un episodio meteorológico específico (como una sequía o la gravedad de un
huracán). Del mismo modo, no siempre se ponen de acuerdo sobre cómo afecta una
determinada actividad humana a especies concretas en peligro de extinción. Esto
hace que sea increíblemente más difícil mitigar los riesgos del cambio climático y la
pérdida de naturaleza. Mientras la mayoría de los ciudadanos tenderá a estar de
acuerdo con la necesidad de imponer medidas coercitivas en una situación de
pandemia, ofrecerán resistencia a las políticas restrictivas en el caso de los riesgos
ambientales, cuyas evidencias pueden ser objeto de controversia. También existe
una razón más fundamental: combatir una pandemia no requiere cambios
sustanciales en el modelo socioeconómico subyacente ni en nuestros hábitos de
consumo. La lucha contra los riesgos ambientales sí.
1.5.1. El coronavirus y el medio ambiente
1.5.1.1. La naturaleza y las enfermedades zoonóticas
Las enfermedades zoonóticas son aquellas que se transmiten de animales a
humanos. La mayoría de los expertos y los conservacionistas coinciden en que han
aumentado de forma drástica en los últimos años, especialmente a causa de la
deforestación (un fenómeno también relacionado con el incremento de las emisiones de
dióxido de carbono), que aumenta el riesgo de que se produzca una interacción cercana
y contaminación entre humanos y animales. Durante muchos años, los investigadores
han creído que entornos naturales como las selvas tropicales y su abundante fauna
representaban una amenaza para los humanos porque aquí es donde se podían
encontrar los patógenos y virus causantes de nuevas enfermedades en humanos como
el dengue, el ébola y el VIH. Hoy sabemos que esto no es así, porque la causalidad va en
sentido contrario. Como dice David Quammen, autor de Spillover: Animal Infections and
the Next Human Pandemic: «Invadimos las selvas tropicales y otros espacios silvestres
que albergan gran cantidad de especies animales y vegetales y, dentro de estas, gran
cantidad de virus desconocidos. Cortamos los árboles, matamos a los animales o los
enjaulamos y los enviamos a los mercados. Alteramos los ecosistemas y liberamos los
virus de sus anfitriones naturales. Cuando eso sucede, necesitan un nuevo anfitrión. A
menudo, somos nosotros» [104]. A estas alturas, un creciente número de científicos han
demostrado que, de hecho, la destrucción de la biodiversidad causada por los humanos
está en el origen de la aparición de nuevos virus como el de la COVID-19. Estos
investigadores se han unido en torno a la nueva disciplina de «salud planetaria», que
estudia las sutiles y complejas relaciones que existen entre el bienestar de los humanos,
otras especies vivas y ecosistemas enteros, y sus conclusiones dejan claro que la
destrucción de la biodiversidad aumentará el número de pandemias.
En una reciente carta al Congreso de los Estados Unidos, un centenar de grupos
ecologistas estimaban que las enfermedades zoonóticas se han cuadruplicado en los
últimos cincuenta años [105]. Desde 1970, los cambios en el uso del suelo han causado el
mayor impacto perjudicial relativo en la naturaleza (y han generado además una cuarta
parte de las emisiones antropógenas). Solo la agricultura ocupa más de un tercio de la
superficie terrestre y es la actividad económica que más altera la naturaleza. Un reciente
estudio académico concluye que la agricultura está relacionada con más del 50 % de las
enfermedades zoonóticas [106]. Cuando actividades humanas como la agricultura (junto
con muchas otras como la minería, la explotación maderera o el turismo) invaden los
ecosistemas naturales, destruyen las barreras entre las poblaciones humanas y los
animales, creando las condiciones para que surjan enfermedades infecciosas que saltan
de los animales a los humanos. La pérdida del hábitat natural de los animales y el
comercio de animales salvajes son especialmente importantes porque cuando los
animales conocidos por estar relacionados con determinadas enfermedades (como en el
caso de los murciélagos y los pangolines con el coronavirus) son arrancados de su
hábitat y trasladados a las ciudades, simplemente se está transportando un reservorio
de enfermedades a una zona densamente poblada. Esto es lo que podría haber sucedido
en el mercado de Wuhan, donde se cree que se originó el nuevo coronavirus (desde
entonces las autoridades chinas han prohibido permanentemente el comercio y
consumo de animales salvajes). Hoy en día, la mayoría de los científicos estarían de
acuerdo en que cuanto mayor es el crecimiento de la población, cuanto más alteramos el
medio ambiente, cuanto más intensiva es la agricultura sin una bioseguridad adecuada,
mayor es el riesgo de nuevas epidemias. El antídoto clave del que actualmente
disponemos para contener el avance de las enfermedades zoonóticas es el respeto y la
preservación del medio ambiente natural y la protección activa de la biodiversidad.
Para hacer esto de manera efectiva, será responsabilidad de todos nosotros
replantearnos nuestra relación con la naturaleza y preguntarnos por qué nos hemos
alejado tanto de ella. En el capítulo final, ofrecemos algunas recomendaciones concretas
sobre cómo podría ser una recuperación «respetuosa con la naturaleza».
1.5.1.2. La contaminación atmosférica y el riesgo de pandemia
Se sabe desde hace años que la contaminación atmosférica, causada en gran medida
por emisiones que también contribuyen al calentamiento global, es un asesino
silencioso, relacionado con diversas patologías que van desde la diabetes y el cáncer
hasta enfermedades cardiovasculares y respiratorias. Según la OMS, el 90 % de la
población mundial respira aire que no cumple con sus directrices de seguridad, lo que
provoca la muerte prematura de siete millones de personas al año y lleva a esta
organización a calificar la contaminación atmosférica como una «emergencia de salud
pública».
Ahora sabemos que la contaminación atmosférica agrava los efectos que puede tener
cualquier coronavirus (no solo el actual SARS-CoV-2) para nuestra salud. Ya en 2003,
un estudio publicado en plena epidemia de SARS indicaba que la contaminación
atmosférica podría explicar la variación en el nivel de letalidad [107], dejando claro por
primera vez que cuanto mayor es el nivel de contaminación atmosférica, mayor es la
probabilidad de morir de la enfermedad causada por un coronavirus. Desde entonces,
ha aumentado el número de estudios que demuestran que respirar aire contaminado
durante toda la vida puede hacer que las personas sean más susceptibles al coronavirus.
En Estados Unidos, un reciente artículo médico concluyó que el riesgo de muerte por
COVID-19 será más elevado en las regiones con mayor contaminación atmosférica, lo
que demuestra que los condados de EE. UU. con mayores niveles de contaminación
registrarán mayor número de hospitalizaciones y de muertes [108]. La comunidad médica
y pública está de acuerdo en que existe un efecto sinérgico entre la exposición a la
contaminación atmosférica y la posible incidencia de COVID-19, así como el hecho de
que sus consecuencias son peores cuando el virus efectivamente ataca. La investigación,
que todavía está en fase embrionaria pero avanza rápidamente, no ha demostrado aún
que exista un nexo causal, pero expone de manera inequívoca una fuerte correlación
entre la contaminación atmosférica y la propagación del coronavirus y su gravedad.
Parece que la contaminación atmosférica en general y especialmente la concentración de
partículas afecta a las vías respiratorias —la primera línea de defensa de los
pulmones—, de modo que las personas que viven en ciudades muy contaminadas (al
margen de su edad) tienen mayor riesgo de contagiarse por COVID-19 y de fallecer por
su causa. Esto puede explicar por qué en Lombardía (una de las regiones más
contaminadas de Europa) se observó que las personas que habían contraído el virus
tenían el doble de probabilidades de morir por COVID-19 que los habitantes de casi
cualquier otro lugar de Italia.
1.5.1.3. El confinamiento y las emisiones de carbono
Es demasiado pronto para determinar cuánto se reducirán las emisiones globales de
dióxido de carbono en 2020, pero la Agencia Internacional de la Energía (AIE) estima en
su Global Energy Review 2020 que será un 8 % [109]. Esta cifra sería la mayor reducción
anual jamás registrada, pero sigue siendo minúscula en comparación con la magnitud
del problema y, aunque cumpla la reducción anual de emisiones del 7,6 %, la ONU cree
necesaria durante la próxima década para mantener el incremento global de las
temperaturas por debajo de 1,5 °C [110].
Teniendo en cuenta la severidad de los confinamientos, la cifra del 8 % se antoja un
tanto decepcionante. Parece indicar que las pequeñas acciones individuales (consumir
mucho menos, no usar el automóvil y no viajar en avión) tienen poca importancia en
comparación con la magnitud de las emisiones generadas por la electricidad, la
agricultura y la industria, los grandes emisores que continuaron funcionando durante
los confinamientos (con la excepción parcial de algunas industrias). Lo que también
revela es que los mayores «culpables» de las emisiones de carbono no siempre son los
que parecen evidentes. Un reciente informe de sostenibilidad demuestra que las
emisiones de carbono totales generadas por la producción de la electricidad necesaria
para alimentar nuestros dispositivos electrónicos y transmitir sus datos son
aproximadamente equivalentes a las del sector mundial de aerolíneas [111]. ¿Conclusión?
Ni siquiera los confinamientos draconianos y sin precedentes que mantuvieron a un
tercio de la población mundial recluida en sus hogares durante más de un mes se
aproximaron a una estrategia de descarbonización viable porque, aun así, la economía
mundial seguía emitiendo grandes cantidades de dióxido de carbono. Entonces, ¿cómo
podría ser dicha estrategia? Dada su considerable magnitud y alcance, este desafío solo
puede afrontarse mediante la combinación de: 1) un cambio sistémico radical y de gran
calado en nuestra forma de producir la energía que necesitamos para funcionar; y 2)
cambios estructurales en nuestro comportamiento de consumo. Si en la era
pospandemia decidimos seguir con nuestras vidas igual que antes (conduciendo los
mismos automóviles, volando a los mismos destinos, comiendo las mismas cosas,
calentando nuestra casa de la misma manera, etc.), la oportunidad que supuso la crisis
de la COVID-19 en lo que respecta a las políticas climáticas se habrá echado a perder.
Por el contrario, si algunos de los hábitos que nos vimos obligados a adoptar durante la
pandemia se traducen en cambios estructurales de comportamiento, el resultado
climático podría ser diferente. Reducir los desplazamientos al puesto de trabajo,
teletrabajar un poco más, circular en bicicleta y caminar en lugar de conducir para
mantener el aire de nuestras ciudades tan limpio como estaba durante los
confinamientos, pasar las vacaciones más cerca de casa... todas estas cosas, agregadas a
escala, podrían acarrear una reducción sostenida de las emisiones de carbono. Esto nos
lleva a plantearnos la importante pregunta de si la pandemia finalmente tendrá un
efecto positivo o negativo en las políticas de cambio climático.
1.5.2. El impacto de la pandemia en el cambio climático y otras
políticas ambientales
La pandemia está destinada a dominar el panorama político durante años, con el
grave riesgo de que pueda eclipsar los problemas ambientales. Un dato revelador es
que el centro de convenciones de Glasgow, donde debería haberse celebrado la Cumbre
Climática COP-26 de las Naciones Unidas en noviembre de 2020, se transformó en abril
en un hospital para pacientes con COVID-19. Ya se han retrasado las negociaciones
climáticas y aplazado las iniciativas políticas, lo que alimenta la narrativa de que,
durante mucho tiempo, los líderes gubernamentales solo prestarán atención a las
múltiples facetas de los problemas inmediatos generados por la crisis pandémica.
También ha surgido otra narrativa, elaborada por algunos líderes nacionales, altos
ejecutivos empresariales y destacados creadores de opinión, en la línea de que no se
puede desperdiciar la oportunidad que ofrece la crisis de la COVID-19 y que ahora es el
momento de adoptar políticas ambientales sostenibles.
En realidad, la lucha contra el cambio climático en la era pospandemia podría ir en
dos direcciones contrarias. La primera se corresponde con la narrativa mencionada: las
consecuencias económicas de la pandemia son tan perjudiciales y difíciles de resolver y
las soluciones tan complejas de implementar que es posible que la mayoría de los
gobiernos del mundo opten por dejar de lado «temporalmente» la preocupación por el
calentamiento global para centrarse en la recuperación económica. En tal caso, las
decisiones políticas que se tomen serán de apoyo y estímulo a las industrias pesadas
consumidoras de combustibles fósiles y emisoras de carbono mediante subsidios.
También revertirán las exigentes normativas medioambientales consideradas como un
obstáculo en el camino hacia una rápida recuperación económica y animarán a
empresas y consumidores a producir y consumir la mayor cantidad posible de «cosas».
La segunda sigue una narrativa diferente, en la que las empresas y los gobiernos se
sienten animados por la nueva conciencia social surgida entre grandes segmentos de la
ciudadanía de que la vida puede ser diferente, y que es impulsada por los activistas:
hay que aprovechar esta oportunidad única con el fin de rediseñar una economía más
sostenible en el interés general de nuestras sociedades.
Examinemos estos dos posibles resultados divergentes con más detalle. No hace
falta decir que dependen del país y de la región (UE). No hay dos países que adopten
las mismas políticas ni se muevan a la misma velocidad, pero, en última instancia, todos
deberían abrazar la tendencia menos intensiva en carbono.
Hay tres razones clave que podrían explicar por qué esto no puede darse por
sentado y por qué la perspectiva medioambiental podría desvanecerse cuando la
pandemia comience a retroceder:
1. Los gobiernos podrían decidir que lo mejor para el interés colectivo es perseguir
el crecimiento «a toda costa» para amortiguar el impacto sobre el desempleo.
2. Las empresas estarán sometidas a tal presión para aumentar sus ingresos que la
sostenibilidad en general y las consideraciones climáticas en particular se volverán
secundarias.
3. Los bajos precios del petróleo (si se mantienen, lo cual es probable) podrían
animar a consumidores y empresas a depender aún más de la energía intensiva en
carbono.
Estas tres razones son lo suficientemente convincentes como para que sean
persuasivas, pero hay otras que podrían conseguir que la tendencia fuese en la otra
dirección. Sobre todo hay cuatro que podrían lograr que el mundo sea más limpio y
sostenible:
1. Liderazgo ilustrado. Algunos líderes y altos responsables que ya estaban en la
vanguardia de la lucha contra el cambio climático pueden aprovechar el impacto
causado por la pandemia para realizar cambios medioambientales más amplios y
duraderos. En efecto, harán «buen uso» de la pandemia no dejando que se desperdicie
la oportunidad que ofrece la crisis. La exhortación de distintos líderes como el príncipe
de Gales o Andrew Cuomo a «reconstruir mejor» va en esa dirección. Lo mismo ocurre
con la declaración conjunta de la AIE con Dan Jørgensen, ministro de Clima, Energía y
Servicios Públicos de Dinamarca, en la que se dice que la transición a las energías
limpias podría ayudar a poner en marcha las economías: «Líderes de todo el mundo
están ya preparando importantes paquetes de estímulo económico. Algunos de estos
planes servirán de impulso a corto plazo, otros crearán las infraestructuras para las
próximas décadas. Creemos que la integración de las energías limpias en dichos planes
permitirá a los gobiernos generar empleo y crecimiento económico y velar al mismo
tiempo por que sus sistemas energéticos se modernicen, adquieran mayor resiliencia y
contaminen menos» [112]. Los gobiernos dirigidos por líderes ilustrados condicionarán sus
paquetes de estímulo a los compromisos ecológicos. Por ejemplo, ofrecerán condiciones
financieras más generosas a las empresas con modelos de negocio bajos en carbono.
2. Conciencia del riesgo. La pandemia supuso un gran «despertar al riesgo»,
haciéndonos mucho más conscientes de los riesgos a los que nos enfrentamos
colectivamente y recordándonos que nuestro mundo está estrechamente interconectado.
La COVID-19 dejó claro que corremos un riesgo cuando hacemos caso omiso a la
ciencia y los expertos, y que nuestras acciones colectivas pueden tener consecuencias
considerables. Con suerte, algunas de estas enseñanzas que nos permiten comprender
mejor lo que realmente significa y conlleva un riesgo existencial se transmitirán ahora a
los riesgos climáticos. Como dijo Nicholas Stern, presidente del Instituto de
Investigación Grantham sobre Cambio Climático y Medio Ambiente: «Lo que todo esto
nos ha hecho ver es que podemos hacer cambios (...). Tenemos que reconocer que habrá
otras pandemias y estar mejor preparados. [Pero] también debemos reconocer que el
cambio climático es una amenaza más profunda y mayor que no desaparece, y es igual
de urgente» [113]. Después de preocuparnos durante meses por la pandemia y sus efectos
en nuestros pulmones, nos obsesionaremos con el aire limpio; durante los
confinamientos, muchos de nosotros pudimos ver y oler los beneficios de la reducción
de la contaminación atmosférica, lo que quizás indujo una comprensión colectiva de
que tenemos pocos años para hacer frente a las peores consecuencias del calentamiento
global y del cambio climático. Si esto es así, se producirán cambios sociales (colectivos e
individuales).
3. Cambio de comportamiento. Como consecuencia del punto anterior, es posible
que las actitudes y demandas sociales evolucionen hacia una mayor sostenibilidad
en mayor medida de lo que comúnmente se supone. Nuestros patrones de
consumo cambiaron drásticamente durante los confinamientos al obligarnos a
centrarnos en lo esencial y no darnos otra opción que adoptar una «vida más
ecológica». Esto podría durar, induciéndonos a ignorar todo aquello que realmente
no necesitamos y poniendo en marcha un círculo virtuoso para el medio ambiente.
Del mismo modo, podríamos decidir que trabajar desde casa (cuando sea posible)
es bueno tanto para el medio ambiente como para nuestro bienestar individual (los
desplazamientos a trabajar «destruyen» el bienestar: cuanto más largos sean, más
perjudiciales serán para nuestra salud física y mental). Puede que estos cambios
estructurales en nuestra forma de trabajar, consumir e invertir tarden un tiempo en
generalizarse lo suficiente como para marcar una verdadera diferencia, pero, como
ya hemos dicho, lo que importa es el sentido y la fuerza de la tendencia. El poeta y
filósofo Lao Tzu tenía razón cuando dijo: «Un viaje de mil millas comienza con un
solo paso». Estamos apenas al principio de una recuperación larga y difícil y, para
muchos de nosotros, pensar en la sostenibilidad puede parecer un lujo, pero
cuando las cosas empiecen a mejorar, recordaremos colectivamente que existe una
relación de causalidad entre la contaminación atmosférica y la COVID-19.
Entonces, la sostenibilidad dejará de ser secundaria y el cambio climático (tan
estrechamente relacionado con la contaminación atmosférica) se situará en la
primera línea de nuestras preocupaciones. Puede que entonces surta efecto lo que
los sociólogos denominan «contagio conductual» (la forma en la que se difunden
actitudes, ideas y comportamientos en la población).
4. Activismo. Algunos analistas se aventuraron a afirmar que la pandemia
provocaría la obsolescencia del activismo, pero puede que se demuestre precisamente
todo lo contrario. Según un grupo de académicos estadounidenses y europeos, el
coronavirus ha reforzado la motivación para el cambio y ha dado lugar a la creación de
nuevas herramientas y estrategias en el ámbito del activismo social. En el transcurso de
apenas unas semanas, este grupo de investigadores recopiló datos acerca de distintas
formas de activismo social e identificó casi un centenar de métodos diferentes de acción
no violenta, que incluyen acciones físicas, virtuales e híbridas. Su conclusión fue la
siguiente: «Las emergencias a menudo demuestran ser la forja de nuevas ideas y
oportunidades. Si bien es imposible predecir cuáles pueden ser los efectos a largo plazo
de estas crecientes aptitudes y conocimientos, está claro que el poder de la gente no ha
disminuido. En cambio, movimientos de todo el mundo se están adaptando a la
organización remota, sentando sus bases, afinando sus mensajes y planificando
estrategias para lo que venga después» [114]. Si su análisis es correcto, el activismo social
—reprimido por necesidad durante los confinamientos y sus diversas medidas de
distanciamiento físico y social— puede resurgir con renovado vigor cuando terminen
los períodos de confinamiento. Animados por lo que vieron durante los confinamientos
(ausencia de contaminación atmosférica), los activistas climáticos redoblarán sus
esfuerzos para ejercer mayor presión sobre las empresas y los inversionistas. Como
veremos en el capítulo 2, el activismo de los inversionistas también será una fuerza a
tener en cuenta. Fortalecerá la causa de los activistas sociales añadiendo una poderosa
dimensión adicional. Imaginemos la siguiente situación para ilustrar el argumento: un
grupo de activistas ecologistas se manifiesta frente a una central térmica de carbón para
exigir una mayor aplicación de las normas sobre contaminación, mientras un grupo de
inversionistas hace lo mismo en la sala de juntas privando a la planta de acceso a
capital.
Las pruebas objetivas dispersas en estas cuatro razones nos dan esperanza de que la
tendencia ecologista finalmente prevalezca. Tiene su origen en diferentes ámbitos, pero
converge hacia la conclusión de que el futuro podría ser más verde de lo que
habitualmente suponemos. Para corroborar esta convicción, cuatro observaciones se
entrelazan con las cuatro razones proporcionadas:
1. En junio de 2020, BP, una de las «supermajors» del petróleo y del gas, redujo el
valor de sus activos en 17.500 millones USD, tras llegar a la conclusión de que la
pandemia acelerará un cambio global hacia formas de energía más limpias. Otras
compañías energéticas están a punto de dar un paso similar [115]. En la misma línea,
grandes compañías globales como Microsoft se han comprometido a tener balances
negativos de carbono para 2030.
2. El Pacto Verde Europeo impulsado por la Comisión Europea constituye un
esfuerzo ingente y la expresión más tangible hasta la fecha de autoridades públicas que
deciden no dejar que se desperdicie la oportunidad creada por la crisis de la COVID-19
[116]. El plan destina un billón de euros a reducir las emisiones e invertir en la economía
circular, con el objetivo de que la UE sea el primer continente que alcance la neutralidad
de emisiones de carbono (en términos netos) para 2050 y desacoplar el crecimiento
económico del uso de los recursos.
3. Diversas encuestas internacionales revelan que una gran mayoría de ciudadanos
de todo el mundo quiere que la recuperación económica de la crisis del coronavirus
priorice el cambio climático [117]. En los países que integran el G20, una considerable
mayoría del 65 % de los ciudadanos apoya una recuperación verde [118].
4. Algunas ciudades, como Seúl, están reforzando su compromiso con las políticas
climáticas y ambientales con la aplicación de su propio «Nuevo Pacto Verde»,
presentado como una forma de mitigar las secuelas de la pandemia [119].
La dirección de la tendencia está clara pero, en última instancia, el cambio sistémico
vendrá de los responsables políticos y líderes empresariales dispuestos a aprovechar los
paquetes de estímulo COVID para poner en marcha una economía positiva para la
naturaleza. Esto no solo se tratará de inversiones públicas. La clave para agrupar el
capital privado en nuevas fuentes de valor económico positivo para la naturaleza será
cambiar los instrumentos políticos esenciales y los incentivos de financiación pública
como parte de un reinicio económico general. Hay muchos argumentos que justifican
medidas más contundentes en las normas de ordenación territorial y uso del suelo, la
reforma de la financiación pública y las subvenciones, políticas de innovación que
ayuden a impulsar la expansión e implementación complementarias a la I+D, la
financiación mixta y una mejor valoración del capital natural como activo económico
clave. Muchos gobiernos están comenzando a actuar, pero hace falta mucho más para
inclinar el sistema hacia una nueva norma positiva para la naturaleza y conseguir que la
mayoría de los ciudadanos de todo el mundo se den cuenta de que esto no es solo una
necesidad imperiosa, sino también una oportunidad considerable. Un informe de
políticas preparado por Systemiq en colaboración con el Foro Económico Mundial [120]
calcula que construir una economía positiva para la naturaleza podría representar más
de 10 billones USD al año para 2030, tanto por las nuevas oportunidades económicas
generadas como por los costes económicos evitados. A corto plazo, la puesta en
circulación de fondos de estímulo por valor de unos 250.000 millones USD podría
generar hasta 37 millones de empleos positivos para la naturaleza con un alto grado de
rentabilidad. Recuperar el medio ambiente no debe considerarse un coste, sino más bien
una inversión que generará actividad económica y oportunidades de empleo.
Con suerte, la amenaza de la COVID-19 no durará. Algún día habrá quedado atrás.
Por el contrario, la amenaza del cambio climático y los episodios meteorológicos
extremos que lleva aparejados nos acompañarán en el futuro previsible y más allá. El
riesgo climático se está desarrollando más lentamente que la pandemia, pero tendrá
consecuencias aún más graves. En gran medida, su gravedad dependerá de la respuesta
política a la pandemia. Cada medida destinada a reavivar la actividad económica
tendrá un efecto inmediato en nuestra forma de vida, pero también en las emisiones de
carbono, lo que a su vez tendrá un impacto ambiental en todo el mundo y se valorará
de generación en generación. Como venimos explicando en este libro, nos corresponde
a nosotros tomar estas decisiones.
1.6. Reinicio tecnológico
Cuando se publicó en 2016, La Cuarta Revolución Industrial partía de la premisa de
que «la tecnología y la digitalización lo revolucionarán todo, lo cual validará el trillado
refrán “esta vez será diferente”. Por decirlo de manera más sencilla, las innovaciones
tecnológicas más importantes están a punto de generar un cambio trascendental en todo
el mundo» [121]. En los cuatro años que han transcurrido desde entonces, el progreso
tecnológico ha sido impresionantemente rápido. Ahora la IA está por todas partes,
desde drones y reconocimiento de voz hasta asistentes virtuales y software de
traducción. Los dispositivos móviles se han convertido en un elemento permanente e
integral de nuestra vida personal y profesional, que nos ayuda en muchos frentes
diferentes, anticipándose a nuestras necesidades, escuchándonos y localizándonos,
incluso cuando no se lo pedimos... La automatización y los robots están transformando
la forma de trabajar de las empresas con una velocidad asombrosa y con rendimientos
de escala que eran impensables hace tan solo unos años. La innovación en genética, con
la biología sintética en el horizonte, es otro tema apasionante, ya que abre el camino a
avances pioneros en materia de salud. La biotecnología todavía no está en condiciones
de detener (y mucho menos prevenir) el brote de una enfermedad, pero las
innovaciones recientes han permitido identificar y secuenciar el genoma del
coronavirus con mucha mayor rapidez que antes, así como elaborar diagnósticos más
efectivos. Además, las últimas técnicas biotecnológicas basadas en plataformas de ARN
y ADN permiten desarrollar vacunas más rápidamente que nunca. También podrían
contribuir al desarrollo de nuevos tratamientos de bioingeniería.
En suma, la Cuarta Revolución Industrial ha alcanzado y mantiene una velocidad y
una dimensión excepcionales. En este capítulo se plantea que la pandemia acelerará la
innovación todavía más, con un efecto catalizador de cambios tecnológicos que ya están
en marcha (comparable a su efecto de agravamiento de otros problemas globales y
nacionales subyacentes) y acelerando cualquier negocio digital o la dimensión digital de
cualquier negocio. También acentuará uno de los mayores desafíos sociales e
individuales que presenta la tecnología: la privacidad. Veremos cómo el rastreo de
contactos tiene una capacidad inigualable y un lugar casi esencial en el arsenal
necesario para combatir la COVID-19, al tiempo que se sitúa en disposición de
convertirse en un elemento facilitador de la vigilancia masiva.
1.6.1. Aceleración de la transformación digital
Con la pandemia, la «transformación digital» de la que tantos analistas llevan años
hablando sin estar exactamente seguros de lo que significaba ha encontrado su
catalizador. Un efecto importante del confinamiento será la expansión y progresión del
mundo digital de una manera decisiva y a menudo permanente. Esto es apreciable no
solo en sus aspectos más ordinarios y anecdóticos (más conversaciones en línea, más
entretenimiento en streaming, más contenido digital en general), sino también en que
forzará cambios más profundos en la forma de trabajar de las empresas, algo que se
analiza con mayor profundidad en el siguiente capítulo. En abril de 2020, varios líderes
tecnológicos observaron que las necesidades generadas por la crisis sanitaria habían
precipitado de forma rápida y radical la adopción de una gran variedad de tecnologías.
En solo un mes, parecía que muchas empresas habían avanzado tecnológicamente
varios años de golpe. Esto era muy positivo para las personas habituadas a lo digital,
pero ofrece perspectivas poco prometedoras (a veces catastróficas) para el resto. Satya
Nadella, CEO de Microsoft, ha señalado que los requisitos de distanciamiento físico y
social han creado «todo tipo de cosas remotas», adelantando dos años la adopción de
una gran variedad de tecnologías, mientras que Sundar Pichai, CEO de Google, se
maravilla del impresionante salto que ha dado la actividad digital, que anuncia un
efecto «significativo y duradero» en sectores tan diferentes como el trabajo, la
educación, las compras, la medicina o el entretenimiento [122].
1.6.1.1. El consumidor
Durante los confinamientos, muchos consumidores que antes eran reacios a utilizar
aplicaciones y servicios digitales en exceso se vieron obligados a cambiar sus hábitos
casi de la noche a la mañana: ver películas en línea en lugar de ir al cine, pedir comida a
domicilio en lugar de salir a restaurantes, hablar con amigos de forma remota en lugar
de reunirse con ellos en persona, hablar con compañeros a través de una pantalla en
lugar de charlar en la máquina de café, hacer ejercicio en línea en lugar de ir al
gimnasio, etc. Por lo tanto, casi de forma instantánea, la mayoría de las cosas se
convirtieron en «cosas electrónicas»: aprendizaje electrónico, comercio electrónico,
juegos electrónicos, libros electrónicos o asistencia electrónica. Ciertamente, algunos de
los viejos hábitos regresarán (la alegría y el placer de los contactos personales no se
pueden igualar... ¡somos animales sociales después de todo!), pero ahora que nos hemos
acostumbrado, muchos de los comportamientos tecnológicos que nos vimos obligados a
adoptar durante el confinamiento se volverán más naturales. Mientras persista el
distanciamiento físico y social, hábitos que antes teníamos muy arraigados irán poco a
poco cediendo terreno al uso de plataformas digitales para comunicarse, trabajar,
buscar consejo o hacer pedidos. Además, los pros y los contras de lo virtual frente a lo
presencial estarán sometidos a un escrutinio constante desde distintas perspectivas. Si
las consideraciones sanitarias se vuelven prioritarias, puede que decidamos, por
ejemplo, que una clase de ciclismo frente a una pantalla en casa no se puede comparar
con la sociabilidad y la diversión de hacerlo con un grupo en una clase presencial, pero
que de hecho es más seguro (¡y más barato!). El mismo razonamiento es válido para
muchas otras cosas, como subir a un avión para acudir a una reunión (Zoom es más
seguro, más barato, más ecológico y mucho más cómodo), ir en coche a una lejana
reunión familiar durante el fin de semana (el grupo familiar de WhatsApp no es tan
divertido pero, una vez más, es más seguro, más barato y más ecológico) o incluso
asistir a un curso académico (no es tan gratificante, pero sí más barato y más cómodo).
1.6.1.2. El regulador
Los organismos reguladores también respaldarán y acelerarán esta transición hacia
«todo tipo de cosas» más digitales en nuestra vida profesional y personal. Hasta ahora,
los gobiernos a menudo han ralentizado el ritmo de adopción de nuevas tecnologías con
largas reflexiones sobre la mejor manera de regularlas, pero es posible que se acelere de
forma drástica por necesidad, como demuestra ahora el ejemplo de la telemedicina y el
servicio de reparto mediante drones. Durante los confinamientos, la reglamentación que
anteriormente había frenado el progreso en campos en los que la tecnología había
estado disponible durante años se relajó en casi todo el mundo de forma repentina,
porque no había otra opción o no había ninguna mejor. Lo que hasta hace poco era
impensable, de repente se hizo posible, y podemos tener la seguridad de que ni los
pacientes que experimentaron lo fácil y conveniente que era la telemedicina ni los
reguladores que la hicieron posible querrán que se produzca una marcha atrás. Las
nuevas reglamentaciones permanecerán. En el mismo sentido, algo similar está
ocurriendo en Estados Unidos —pero también en otros países— con la aceleración por
parte de la Autoridad Federal de Aviación de la normativa que regula los repartos
mediante drones. El imperativo actual de impulsar a toda costa la «economía sin
contacto» y la consiguiente voluntad de los reguladores de acelerarla significa que no
hay limitaciones. Lo que vale para cuestiones tan delicadas como eran hasta hace poco
la telemedicina y el reparto mediante drones, vale igualmente para ámbitos de
regulación más ordinarios y bien cubiertos, como los pagos por móvil. Por poner un
ejemplo trivial, en pleno confinamiento (en abril de 2020), los reguladores bancarios
europeos decidieron aumentar la cantidad que los compradores podían pagar con sus
dispositivos móviles y reducir al mismo tiempo los requisitos de autenticación que
antes hacían que fuera difícil pagar utilizando plataformas como PayPal o Venmo. Este
tipo de movimientos no harán sino acelerar la «prevalencia» de lo digital en nuestra
vida diaria, aunque no sin problemas contingentes de ciberseguridad.
1.6.1.3. La empresa
De una forma u otra, es probable que las medidas de distanciamiento físico y social
se mantengan cuando la pandemia remita, lo que justificará la decisión de muchas
empresas de diferentes sectores de acelerar la automatización. Al cabo de un tiempo, la
persistente preocupación por el desempleo tecnológico disminuirá a medida que las
sociedades hagan hincapié en la necesidad de reestructurar el centro de trabajo de
manera que se reduzca al mínimo el contacto personal estrecho. De hecho, las
tecnologías de automatización son especialmente adecuadas para un mundo en el que
los seres humanos no pueden acercarse demasiado o quieren reducir sus interacciones.
El miedo que nos ha quedado (y que posiblemente permanecerá) a contagiarnos con un
virus (el de la COVID-19 u otro) acelerará la inexorable marcha de la automatización,
especialmente en los campos más susceptibles a la misma. En 2016, dos académicos de
la Universidad de Oxford llegaron a la conclusión de que hasta el 86 % de los empleos
en restaurantes, el 75 % en el comercio minorista y el 59 % en la industria del
entretenimiento podrían estar automatizados en 2035 [123]. Estas tres industrias se
encuentran entre las más afectadas por la pandemia y la automatización será en ellas,
por razones de higiene y limpieza, una necesidad que a su vez acelerará aún más la
transición hacia un funcionamiento más tecnológico y más digital. Otro fenómeno que
facilitaría la expansión de la automatización sería que el distanciamiento social fuera
seguido de un «distanciamiento económico». A medida que los países tiendan a la
introspección y las compañías globales acorten sus supereficientes pero muy frágiles
cadenas de suministro, habrá una gran demanda de automatización y robots que
permitan una mayor producción local manteniendo los costes bajos.
El proceso de automatización comenzó hace muchos años, pero la cuestión
fundamental tiene que ver una vez más con el ritmo acelerado de cambio y transición:
la pandemia precipitará la automatización del centro de trabajo y la introducción de
más robots en nuestra vida personal y profesional. Desde el inicio de los
confinamientos, resultó evidente que los robots y la IA eran una alternativa «natural»
cuando no se disponía de mano de obra humana. Además, se utilizaron siempre que
fue posible a fin de reducir los riesgos para la salud de los empleados humanos. En un
momento en que el distanciamiento físico se convirtió en una obligación, se desplegaron
robots en sitios tan diferentes como almacenes, supermercados y hospitales para
realizar una gran variedad de actividades, desde el escaneo de estanterías (un aspecto
en el que la inteligencia artificial ha realizado grandes avances) hasta la limpieza y, por
supuesto, el servicio de reparto robótico: un componente de las cadenas de suministro
de asistencia sanitaria que pronto adquirirá gran importancia y que, a su vez, dará lugar
al reparto «sin contacto» de alimentos y otros artículos esenciales. En cuanto a muchas
otras tecnologías cuya adopción se vislumbraba en un horizonte lejano (como la
telemedicina), las empresas, los consumidores y las autoridades públicas se apresuran
ahora a acelerar su adopción. En ciudades tan diversas como Hangzhou, Washington
DC o Tel Aviv, se está trabajando para pasar de los programas piloto a operaciones de
gran escala capaces de poner un ejército de robots de reparto en la carretera y en el
espacio aéreo. Gigantes chinos del comercio electrónico como Alibaba y jd.com creen
que el reparto autónomo podría generalizarse en China en un plazo de 12 a 18 meses,
mucho antes de lo previsto con anterioridad a la pandemia.
A menudo se pone toda la atención en los robots industriales, ya que son la cara más
visible de la automatización, pero también se está produciendo una aceleración radical
de la automatización en los centros de trabajo a través del software y del aprendizaje
automático. La denominada automatización robótica de procesos (ARP) hace que las
empresas sean más eficientes mediante la instalación de software capaz de imitar y
suplir las acciones de un trabajador humano. Esto puede tomar múltiples formas, desde
la consolidación y simplificación por parte del grupo financiero de Microsoft de
distintos informes, herramientas y contenidos en un portal personalizado,
automatizado y basado en roles, hasta la instalación por una compañía petrolera de
software que envía imágenes de un oleoducto a un motor de IA para compararlas con
una base de datos y alertar a los empleados correspondientes de posibles problemas. En
todos los casos, la ARP ayuda a reducir el tiempo que se dedica a recopilar y validar
datos y, de este modo, rebaja los costes (a expensas de un probable incremento del
desempleo, como se ha señalado en la sección «Reinicio económico»). Durante el pico
de la pandemia, la ARP adquirió reconocimiento al demostrar su eficiencia en el manejo
de grandes volúmenes; con esta ratificación, el proceso se implementará y acelerará
después de la pandemia. Dos ejemplos vienen a demostrar este argumento. Las
soluciones ARP ayudaron a algunos hospitales a difundir los resultados de la prueba de
COVID-19, ahorrando al personal de enfermería hasta tres horas de trabajo diario. En la
misma línea, un dispositivo digital de IA que normalmente se usa para responder a las
solicitudes de los clientes en línea se adaptó para ayudar a las plataformas digitales
médicas a examinar a los pacientes en línea para detectar síntomas de COVID-19. Por
todas estas razones, la consultora Bain & Company estima que el número de empresas
que aplicarán esta automatización de procesos de negocio se duplicará en los dos
próximos años, un horizonte temporal que la pandemia podría acortar aún más [124].
1.6.2. Rastreo de contactos, seguimiento de contactos y
vigilancia
Se puede aprender una lección importante de los países que fueron más eficaces en
la gestión de la pandemia (en particular, los países asiáticos): la tecnología en general y
la digital en particular son útiles. El adecuado rastreo de contactos ha demostrado ser
un componente clave de una buena estrategia contra la COVID-19. Si bien los
confinamientos son efectivos para reducir la tasa de reproducción del coronavirus, no
acaban con la amenaza que representa la pandemia. Además, tienen un coste
económico y social perniciosamente elevado. Será muy difícil luchar contra la COVID-
19 sin un tratamiento efectivo o una vacuna y, hasta entonces, la forma más efectiva de
reducir o detener la transmisión del virus es la realización de pruebas generalizadas
seguidas del aislamiento de los casos detectados, el rastreo de contactos y la cuarentena
de los contactos que hayan estado expuestos a las personas infectadas. Como veremos a
continuación, la tecnología puede ser un formidable atajo en este proceso, ya que
permite a los funcionarios de sanidad identificar a las personas infectadas muy
rápidamente y, de este modo, contener un brote antes de que comience a propagarse.
El rastreo y el seguimiento de contactos son, por tanto, componentes esenciales de la
respuesta sanitaria a la COVID-19. Ambos términos se utilizan a menudo
indistintamente, pero tienen significados ligeramente diferentes. Una aplicación de
seguimiento obtiene información en tiempo real, por ejemplo, determinando la
ubicación actual de una persona mediante geolocalización a través de coordenadas GPS
o mediante radiolocalización. Por el contrario, el rastreo consiste en obtener
información retrospectiva, como la identificación de contactos físicos entre personas que
usan Bluetooth. Ninguno de estos métodos es una solución milagrosa que pueda frenar
por completo la propagación de la pandemia, pero permiten hacer sonar la alarma casi
de inmediato, con lo que se puede realizar una intervención temprana para limitar o
contener el brote, especialmente cuando ocurre en ambientes de superpropagación
(como una reunión comunitaria o familiar). Por comodidad y para facilitar la lectura,
fusionaremos ambos términos y los utilizaremos indistintamente (como suele hacerse
en los artículos publicados en la prensa).
Obviamente, la forma más efectiva de seguimiento o rastreo es el uso de tecnología:
no solo permite rastrear todos los contactos con los que el usuario de un teléfono móvil
ha estado en contacto, sino hacer un seguimiento de los movimientos del usuario en
tiempo real, lo que a su vez ofrece la posibilidad de mejorar la aplicación del
confinamiento y advertir a otros usuarios de dispositivos móviles cercanos al portador
de que han estado expuestos a una persona infectada.
No sorprende que el rastreo digital se haya convertido en uno de los temas más
delicados en el ámbito de la salud pública, ya que suscita una gran preocupación por la
privacidad en todo el mundo. En las primeras fases de la pandemia, muchos países
(principalmente en Asia oriental, pero también otros como Israel) decidieron
implementar el rastreo digital bajo diferentes formas. Pasaron del rastreo retroactivo de
cadenas de contagio al seguimiento de movimientos en tiempo real a fin de confinar a
las personas infectadas por COVID-19 y hacer cumplir cuarentenas posteriores o
confinamientos parciales. Desde el principio, China, la RAE de Hong Kong y Corea del
Sur aplicaron medidas coercitivas e intrusivas de rastreo digital. Tomaron la decisión de
seguir a las personas sin su consentimiento, a través de los datos de sus móviles y
tarjetas de crédito, e incluso emplearon videovigilancia (en Corea del Sur). Además,
algunas economías impusieron el uso obligatorio de pulseras electrónicas para los
viajeros que llegaban al país y para las personas en cuarentena (en la RAE de Hong
Kong) a fin de alertar a las personas que podían contagiarse. Otros optaron por
soluciones «intermedias», entregando un teléfono móvil a las personas en cuarentena
para monitorizar su ubicación e identificarlas públicamente en caso de incumplimiento
de las normas.
La solución de rastreo digital más alabada y comentada fue la aplicación
TraceTogether administrada por el Ministerio de Sanidad de Singapur. Parece ofrecer el
equilibrio «ideal» entre eficiencia y privacidad, ya que mantiene los datos del usuario
en el teléfono en lugar de enviarlos a un servidor y asigna el inicio de sesión de forma
anónima. La detección de contactos solo funciona con las últimas versiones de
Bluetooth (una limitación evidente en muchos países menos avanzados en lo digital,
donde un gran porcentaje de móviles carecen de capacidad Bluetooth suficiente para
una detección efectiva). Bluetooth identifica con precisión los contactos físicos del
usuario con otro usuario de la aplicación en un radio aproximado de dos metros y, si se
produce un riesgo de transmisión de COVID-19, la aplicación advierte al contacto,
momento en el que la transmisión de los datos almacenados al Ministerio de Sanidad se
vuelve obligatoria (pero se mantiene el anonimato del contacto). Por tanto,
TraceTogether no es intrusiva en términos de privacidad, y su código abierto hace que
pueda ser utilizada por cualquier país de cualquier parte del mundo, aunque los
defensores de la privacidad objetan que sigue entrañando riesgos. Si toda la población
de un país descargase la aplicación y hubiera un fuerte aumento de los contagios por
COVID-19, esta aplicación podría terminar identificando a la mayoría de los
ciudadanos. Las intrusiones cibernéticas, la desconfianza en el operador del sistema y
los plazos de conservación de datos suscitan problemas de privacidad adicionales.
Existen otras opciones. Se trata principalmente de la disponibilidad de códigos
fuente abiertos y verificables, y de las garantías relativas a la supervisión de los datos y
al tiempo de conservación de estos. Se podrían adoptar normas y estándares comunes,
especialmente en la UE, donde muchos ciudadanos temen que la pandemia obligue a
elegir entre privacidad y salud. Pero como dijo Margrethe Vestager, comisaria europea
de Competencia:
Creo que es un falso dilema, porque se pueden hacer muchas cosas con la tecnología
que no invaden la privacidad. Creo que, muy a menudo, cuando alguien dice que solo
se puede hacer de una manera, es porque quiere los datos para sus propios fines.
Hemos elaborado un conjunto de directrices y, junto con los Estados miembros, las
hemos convertido en una caja de herramientas que permite diseñar una aplicación
voluntaria con almacenamiento descentralizado, con tecnología Bluetooth. Se puede
usar la tecnología para rastrear el virus, pero seguir dando a la gente libertad de
elección y que, de este modo, confíen en que la tecnología tiene la finalidad de rastrear
el virus y ninguna otra. Creo que es esencial que demostremos que hablamos en serio
cuando decimos que debemos poder confiar en la tecnología cuando la usamos, que
esto no es el comienzo de una nueva era de vigilancia. Esto es para el seguimiento del
virus, y puede ayudarnos a abrir nuestras sociedades [125].
Una vez más, queremos resaltar que estamos en una situación de gran volatilidad
que evoluciona rápidamente. El anuncio que hicieron Apple y Google en abril en el
sentido de que están colaborando en el desarrollo de una aplicación que los
funcionarios de sanidad puedan usar para averiguar por ingeniería inversa los
movimientos y contactos de una persona infectada por el virus señala una posible salida
para las sociedades más preocupadas por la privacidad de los datos y que temen la
vigilancia digital por encima de cualquier otra cosa. La persona que lleva el móvil
tendría que descargar la aplicación voluntariamente y tendría que aceptar compartir los
datos, y las dos compañías dejaron claro que no facilitarían su tecnología a organismos
de salud pública que no cumplieran con sus directrices de privacidad. Pero las
aplicaciones voluntarias de rastreo de contactos tienen un problema: efectivamente
protegen la privacidad de sus usuarios, pero solo son eficaces cuando existe un nivel de
participación suficientemente elevado..., un problema de acción colectiva que pone de
relieve una vez más que, bajo la fachada individualista de derechos y obligaciones
contractuales, subyace el hecho de que la vida moderna está profundamente
interconectada. Ninguna aplicación voluntaria de rastreo de contactos funcionará si la
gente no está dispuesta a proporcionar sus propios datos personales al organismo
gubernamental que supervisa el sistema; si una persona se niega a descargar la
aplicación (y, por tanto, retiene información sobre una posible infección y sobre sus
movimientos y contactos), todo el mundo saldrá perjudicado. Al final, los ciudadanos
solo usarán la aplicación si la consideran fiable, lo cual dependerá de la confianza que
tengan en el gobierno y las autoridades públicas. A finales de junio de 2020, la
experiencia de uso de las aplicaciones de rastreo era reciente y contradictoria. Menos de
30 países las habían adoptado [126]. En Europa, países como Alemania e Italia
implementaron aplicaciones basadas en el sistema desarrollado por Apple y Google,
mientras que otros, como Francia, decidieron desarrollar su propia aplicación, lo que
plantea problemas de interoperabilidad. En general, los problemas técnicos y la
preocupación por la privacidad parecieron influir en el uso de la aplicación y la tasa de
adopción. Por poner algunos ejemplos: el Reino Unido, después de sufrir fallos técnicos
y críticas de activistas de la privacidad, dio un giro de 180 grados y decidió sustituir su
propia aplicación de rastreo de contactos por el modelo de Apple y Google. Noruega
suspendió el uso de su aplicación debido a problemas de privacidad, mientras que en
Francia, solo tres semanas después de su lanzamiento, se observó que la aplicación
StopCovid simplemente no había llegado a despegar debido a su bajísima tasa de
adopción (1,9 millones de personas) y a que frecuentemente se tomaba después la
decisión de desinstalarla.
En la actualidad hay alrededor de 5.200 millones de teléfonos inteligentes en el
mundo, todos ellos con la capacidad de ayudar a identificar quién está infectado, dónde
y, a menudo, por quién. Esta oportunidad sin precedentes puede explicar por qué
diferentes encuestas realizadas en Estados Unidos y Europa durante el confinamiento
indican que un número creciente de ciudadanos parece estar a favor del rastreo de
teléfonos inteligentes por parte de las autoridades públicas (dentro de límites muy
específicos). Pero como siempre, lo importante es la letra pequeña de la política y su
ejecución. Preguntas como si el seguimiento digital debe ser obligatorio o voluntario, si
los datos deben recopilarse de forma anónima o personal y si la información debe
recopilarse de forma privada o hacerse pública requieren respuestas con muy distintos
matices, por lo que es realmente difícil llegar a un acuerdo sobre un modelo unificado
de rastreo digital de manera colectiva. Todas estas dudas —y la inquietud que pueden
provocar— se vieron acrecentadas por la aparición, en las primeras fases de las
reaperturas en el ámbito nacional, de empresas que controlan la salud de sus
empleados. Su importancia irá en constante aumento mientras persista la pandemia de
coronavirus y surjan temores sobre otras posibles pandemias.
A medida que la crisis del coronavirus vaya remitiendo y la gente comience a
regresar a sus puestos de trabajo, las empresas tenderán a incrementar la vigilancia;
para bien o para mal, las compañías observarán y en ocasiones grabarán lo que hagan
sus empleados. Podrían hacerlo de muchas formas diferentes, desde medir la
temperatura corporal con cámaras térmicas hasta monitorear el grado de cumplimiento
de las medidas de distanciamiento social por parte de los empleados por medio de una
aplicación. Esto seguramente generará fuertes dudas en cuanto a la regulación y la
privacidad, que muchas empresas desestimarán alegando que, a menos que aumenten
la vigilancia digital, no podrán volver a funcionar sin riesgo de que se produzcan
nuevos contagios (de los que, en algunos casos, podrían ser responsables). Justificarán
el aumento de la vigilancia por razones de salud y seguridad.
La constante preocupación expresada por legisladores, académicos y sindicalistas es
que las herramientas de vigilancia seguramente se mantendrán después de la crisis e
incluso cuando finalmente se encuentre una vacuna, simplemente porque los
empleadores no tienen ningún incentivo para eliminar un sistema de vigilancia una vez
instalado, especialmente si una de sus ventajas indirectas es controlar la productividad
de los empleados.
Esto es lo que sucedió después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de
2001. En todo el mundo se normalizó la implantación de nuevas medidas de seguridad,
como el uso generalizado de cámaras, la obligatoriedad de las tarjetas de identificación
electrónicas y el registro de entradas y salidas de empleados o visitantes. En aquel
momento, estas medidas se consideraban extremas, pero hoy se usan en todas partes y
se consideran «normales». Un número creciente de analistas, responsables políticos y
especialistas en seguridad temen que ocurra lo mismo con las soluciones tecnológicas
aplicadas para contener la pandemia. Creen que vamos hacia una sociedad distópica.
1.6.3. El riesgo de distopía
Ahora que las tecnologías de la información y la comunicación impregnan casi todos
los aspectos de nuestra vida y de nuestras formas de participación social, cualquier
experiencia digital que tengamos puede convertirse en un «producto» destinado a
controlar y anticipar nuestro comportamiento. De esta observación se desprende el
riesgo de una posible distopía. En los últimos años, este ha sido el argumento de
innumerables historias, desde novelas como El cuento de la criada hasta la serie de
televisión Black Mirror. En el ámbito académico, encuentra su expresión en los estudios
realizados por investigadoras como Shoshana Zuboff. En su libro La era del capitalismo de
la vigilancia advierte acerca de la reinvención de los clientes como fuentes de datos, de
cómo el «capitalismo de la vigilancia» está transformando la economía, la política, la
sociedad y nuestra propia vida produciendo asimetrías de conocimiento
profundamente antidemocráticas y el poder que recae en el conocimiento.
En los próximos meses y años, el equilibrio entre los beneficios para la salud pública
y la pérdida de privacidad será objeto de un minucioso análisis y tema de muchas
conversaciones animadas y acalorados debates. La mayoría de las personas, temerosas
del peligro que representa la COVID-19, se preguntarán: ¿no es absurdo no aprovechar
el poder de la tecnología en nuestro favor cuando somos víctimas de un brote y
enfrentamos una situación de vida o muerte? Entonces estarán dispuestos a renunciar a
un alto grado de privacidad y aceptarán que, en esas circunstancias, el poder público
pueda anular derechos individuales legítimamente. Después, cuando la crisis haya
terminado, algunos quizá se den cuenta de que su país se ha transformado de repente
en un lugar donde ya no desean vivir. Este proceso mental no es nada nuevo. En los
últimos años, tanto los gobiernos como las empresas han venido utilizando tecnologías
cada vez más sofisticadas para monitorizar y en ocasiones manipular a ciudadanos y
empleados; si no estamos atentos, advierten los defensores de la privacidad, la
pandemia marcará un hito crucial en la historia de la vigilancia [127]. El argumento
planteado por quienes por encima de todo temen el control de la tecnología sobre la
libertad personal es claro y simple: en nombre de la salud pública, se dejarán de lado
algunos elementos de la privacidad personal con la finalidad de contener una epidemia,
al igual que los atentados terroristas del 11 de septiembre hicieron que se adoptasen
medidas de protección más rigurosas y permanentes en nombre de la seguridad
pública. Así, sin darnos cuenta, acabaremos siendo víctimas de nuevos poderes de
vigilancia que nunca retrocederán y que podrían ser reformulados como herramienta
política para fines más siniestros.
Como se ha puesto de manifiesto en las últimas páginas más allá de toda duda
razonable, la pandemia podría inaugurar una era de vigilancia sanitaria activa gracias a
los teléfonos inteligentes con detección de localización, cámaras de reconocimiento
facial y otras tecnologías que identifican focos de infección y rastrean la propagación de
una enfermedad casi en tiempo real.
Pese a todas las precauciones que algunos países toman para controlar el poder de la
tecnología y limitar la vigilancia (a otros no les preocupa tanto), algunos intelectuales
están preocupados por las repercusiones que algunas de las decisiones apresuradas que
tomemos ahora puedan tener en nuestra sociedad en los años venideros. El historiador
Yuval Noah Harari es uno de ellos. En un artículo reciente, argumenta que tendremos
que tomar la decisión fundamental de elegir entre la vigilancia totalitaria y el
empoderamiento ciudadano. Vale la pena exponer su argumento en detalle:
La tecnología de vigilancia se está desarrollando a una velocidad vertiginosa, y lo
que parecía ciencia ficción hace 10 años son hoy viejas noticias. Como experimento
mental, considere un gobierno hipotético que exige que cada ciudadano use un
brazalete biométrico que monitorea la temperatura corporal y la frecuencia cardíaca las
24 horas del día. Los datos resultantes son atesorados y analizados por algoritmos
gubernamentales. Los algoritmos sabrán que estás enfermo incluso antes de que te des
cuenta, y también sabrán dónde has estado y a quién has conocido. Las cadenas de
infección podrían acortarse drásticamente e incluso cortarse por completo. Tal sistema
podría detener la epidemia en cuestión de días. Suena maravilloso, ¿verdad? La
desventaja es, por supuesto, que esto le daría legitimidad a un nuevo y aterrador
sistema de vigilancia. Si sabe, por ejemplo, que hice clic en un enlace de Fox News en
lugar de un enlace de CNN, eso puede enseñarle algo sobre mis puntos de vista
políticos y tal vez incluso mi personalidad. Pero si puede controlar lo que sucede con la
temperatura de mi cuerpo, la presión arterial y la frecuencia cardíaca mientras veo el
video clip, puedo aprender qué me hace reír, qué me hace llorar y qué me enoja mucho.
Es crucial recordar que la ira, la alegría, el aburrimiento y el amor son fenómenos
biológicos al igual que la fiebre y la tos. La misma tecnología que identifica la tos
también podría identificar las risas. Si las corporaciones y los gobiernos comienzan a
cosechar nuestros datos biométricos en masa, pueden llegar a conocernos mucho mejor
de lo que nos conocemos a nosotros mismos, y no solo pueden predecir nuestros
sentimientos sino también manipularlos y vendernos lo que quieran, ya sea un
producto o un político El monitoreo biométrico haría que las tácticas de piratería de
datos de Cambridge Analytica parecieran algo de la Edad de Piedra. Imagine a Corea
del Norte en 2030, cuando cada ciudadano tiene que usar un brazalete biométrico las 24
horas del día. Si escuchas un discurso del Gran Líder y el brazalete recoge los signos
reveladores de ira, estás listo. [128]
¡Estaremos avisados! Algunos comentaristas sociales como Evgeny Morozov van
todavía más lejos, convencidos de que la pandemia anuncia un oscuro futuro de
vigilancia estatal tecnototalitaria. Su argumento, basado en el concepto de
«solucionismo tecnológico» presentado en un libro escrito en 2012, postula que las
«soluciones» tecnológicas ofrecidas para contener la pandemia llevarán necesariamente
el estado de vigilancia al siguiente nivel. Aprecia evidencias de ello en dos vías distintas
de «solucionismo» que ha observado en las respuestas gubernamentales a la pandemia.
Por un lado, hay «solucionistas progresivos» que creen que utilizar una aplicación para
recibir adecuadamente la información correcta sobre la infección podría hacer que las
personas se comportasen pensando en el interés general. Por otro lado están los
«solucionistas punitivos», decididos a usar la inmensa infraestructura de vigilancia
digital para restringir nuestras actividades diarias y castigar cualquier transgresión. Lo
que Morozov percibe como el mayor y definitivo peligro para nuestros sistemas
políticos y libertades es que el ejemplo «de éxito» de la tecnología en la monitorización
y contención de la pandemia «afianzará el conjunto de herramientas solucionistas como
la opción predeterminada para abordar todos los demás problemas existenciales, desde
la desigualdad hasta el cambio climático. Después de todo, es mucho más fácil
implementar tecnología solucionista para influir en el comportamiento individual que
plantear difíciles preguntas políticas sobre las causas profundas de estas crisis» [129].
****
Es bien sabido lo que dijo Spinoza, el filósofo del siglo XVII que se resistió a la
autoridad opresora toda su vida: «No puede haber miedo sin esperanza ni esperanza
sin miedo». Este es un buen principio básico para concluir este capítulo, junto con la
idea de que nada es inevitable y que debemos ser conscientes por igual de las
consecuencias buenas y malas. Los escenarios distópicos no son una fatalidad. Es cierto
que en la era posterior a la pandemia, la salud y el bienestar personales se convertirán
en una prioridad mucho mayor para la sociedad, que es la razón por la que el genio de
la vigilancia tecnológica no volverá a meterse en la lámpara. Pero corresponde a
quienes gobiernan y a cada uno de nosotros controlar y aprovechar los beneficios de la
tecnología sin sacrificar nuestros valores y libertades individuales y colectivos.
2. REINICIO MICRO (INDUSTRIA Y
EMPRESA)
En el nivel micro, el de las industrias y las empresas, el gran reinicio implicará una
larga y compleja serie de cambios y adaptaciones. Frente a esta situación, algunos
líderes industriales y altos ejecutivos pueden sentirse tentados de equiparar «reinicio» y
«reanudación», con la esperanza de volver a la normalidad anterior y restablecer lo que
funcionaba anteriormente: tradiciones, procedimientos probados y usos
acostumbrados... en resumen, volver a lo de siempre. Esto no sucederá porque no
puede suceder. Básicamente, «lo de siempre» murió (o al menos enfermó) de COVID-
19. Algunas industrias han quedado devastadas por la hibernación económica
provocada por los confinamientos y las medidas de distanciamiento social. Otras
tendrán dificultades para recuperar los ingresos perdidos antes de emprender un
camino cada vez más estrecho hacia la rentabilidad a causa de la recesión económica
que aqueja al mundo entero. Sin embargo, para la mayoría de las empresas que
caminan hacia el futuro posterior al coronavirus, la clave será encontrar el equilibrio
apropiado entre lo que funcionaba antes y lo que se necesita ahora para prosperar en la
nueva normalidad. Para estas empresas, la pandemia representa una oportunidad única
para replantear su organización y realizar un cambio positivo, sostenible y duradero.
¿Qué definirá la nueva normalidad del panorama empresarial posterior al
coronavirus? ¿Cómo podrán las empresas encontrar el mejor equilibrio posible entre el
éxito pasado y las cosas fundamentales que ahora son necesarias para triunfar en la era
pospandemia? La respuesta dependerá evidentemente de cada industria y de la
gravedad con la que haya sido golpeada por la pandemia. En la era posterior a la
COVID-19, aparte de los pocos sectores donde las empresas se verán impulsadas por
fuertes vientos favorables (especialmente la tecnología, la salud y el bienestar), el viaje
será difícil y en ocasiones traicionero. En algunos sectores, como el entretenimiento, los
viajes o la hostelería, es inimaginable que se pueda volver a una situación como la
anterior a la pandemia en el futuro previsible (y en algunos casos tal vez nunca...). En
otros, como la fabricación o la alimentación, se trata más bien de encontrar formas de
adaptarse a la crisis y aprovechar algunas tendencias nuevas (como la digital) para
prosperar tras la pandemia. El tamaño también marca la diferencia. Las dificultades
tienden a ser mayores para las pequeñas empresas que, por lo general, operan con
reservas de efectivo más pequeñas y márgenes de beneficio más reducidos que las
grandes empresas. En el futuro, la mayoría de ellas tendrán que manejar ratios de
costes-ingresos que las situarán en desventaja frente a sus rivales más grandes. Pero ser
pequeño puede tener algunas ventajas en el mundo actual, donde la flexibilidad y la
celeridad pueden marcar la diferencia en términos de adaptación. Una estructura
pequeña puede ser más ágil que un gigante industrial.
Dicho todo esto, y al margen de la industria y la situación específica en la que se
encuentren, casi todas las personas que tienen la responsabilidad de tomar decisiones
en el mundo se enfrentarán a problemas similares y tendrán que resolver algunas dudas
y desafíos comunes. Los más evidentes son los siguientes:
1. ¿Debo fomentar el teletrabajo para quienes puedan hacerlo (aproximadamente el
30 % de la fuerza laboral total de Estados Unidos)?
2. ¿Debo reducir los viajes aéreos en mi empresa? ¿Y cuántas reuniones presenciales
puedo sustituir por interacciones virtuales con buenos resultados?
3. ¿Cómo puedo transformar el negocio y nuestro proceso de toma de decisiones
para ser más ágiles y avanzar más rápidamente y de forma más decisiva?
4. ¿Cómo puedo acelerar la digitalización y la adopción de soluciones digitales?
El reinicio macro del que hemos hablado en el capítulo 1 producirá innumerables
consecuencias micro en el ámbito de las industrias y las empresas. A continuación
analizamos algunas de estas tendencias principales antes de pasar a la cuestión de
quiénes son los «ganadores y perdedores» de la pandemia y sus efectos en industrias
concretas.
2.1. Tendencias micro
Todavía estamos en los primeros días de la era pospandemia, pero ya se aprecian
tendencias nuevas o aceleradas muy marcadas. Para algunas industrias, serán una
bendición; para otras, un gran desafío. Sin embargo, en todos los sectores corresponderá
a cada empresa aprovechar al máximo estas nuevas tendencias adaptándose con
celeridad y decisión. Las empresas que demuestren ser las más ágiles y flexibles serán
aquellas que emerjan más fuertes.
2.1.1. Aceleración de la digitalización
Antes de la pandemia, la «transformación digital» era el mantra de la mayoría de los
consejos de administración y comités de dirección. Lo digital era «clave»... tenía que
implementarse «con determinación» y se consideraba «condición indispensable para el
éxito». Desde entonces, en tan solo unos meses, el mantra se ha convertido en una
obligación... e incluso, en el caso de algunas empresas, en una cuestión de vida o
muerte. Esto es explicable y comprensible. Durante el confinamiento, dependíamos
completamente de Internet para la mayoría de las cosas: desde el trabajo y la educación
hasta la socialización. Fueron los servicios digitales los que nos permitieron mantener
una apariencia de normalidad, y es normal que «lo conectado en línea» sea lo que más
se beneficie de la pandemia, que ha dado un tremendo impulso a las tecnologías y los
procesos que nos permiten hacer cosas de forma remota: internet universal de banda
ancha, pagos móviles y remotos, y servicios viables de gobierno electrónico, entre otras
cosas. Como consecuencia directa, es muy probable que las empresas que ya operaban
en línea disfruten de una ventaja competitiva durante bastante tiempo. A medida que
recibamos cada vez más cosas y servicios a través de nuestros teléfonos móviles y
ordenadores, las que prosperarán serán empresas de sectores tan dispares como el
comercio electrónico, las operaciones sin contacto, el contenido digital o los repartos
mediante robots y drones (por nombrar algunos). No es casualidad que empresas como
Alibaba, Amazon, Netflix o Zoom apareciesen como «ganadoras» de los
confinamientos.
En general, el sector de consumo fue el que se movió primero y más rápido. Desde la
necesidad de la experiencia sin contacto que se ha impuesto a muchas empresas
alimentarias y minoristas durante los confinamientos hasta las salas de exposición
virtuales en la industria manufacturera, que permiten a los clientes examinar y elegir
los productos que prefieren, la mayoría de las empresas enfocadas directamente al
consumidor (business-to-consumer) entendieron rápidamente que tenían que ofrecer a
sus clientes una experiencia digital integral, «de principio a fin».
A medida que algunos confinamientos llegaban a su fin y algunas economías
volvían lentamente a la vida, surgieron oportunidades similares en las aplicaciones
entre empresas (business-to-business), especialmente en el sector de fabricación, donde
hubo que aplicar normas de distanciamiento físico con muy poca antelación, a menudo
en entornos complejos (por ejemplo, en cadenas de montaje). Una consecuencia directa
de ello fue que la internet de las cosas (IdC) realizó impresionantes progresos. Algunas
empresas que antes del confinamiento se habían demorado en la adopción del IdC están
ahora acogiéndolo en masa con el objetivo concreto de hacer todo lo que sea posible de
forma remota. Mantenimiento de equipos, gestión de existencias, relaciones con
proveedores o estrategias de seguridad: todas estas actividades diferentes pueden
realizarse ahora (en gran medida) por medio de un ordenador. El IdC ofrece a las
empresas medios para ejecutar y mantener las normas de distanciamiento social, pero
también para reducir costes e implementar operaciones más ágiles.
Durante el pico de la pandemia, la omnicanalidad O2O (online-to-offline) ganó mucha
fuerza, destacando la importancia de tener presencia tanto en el mundo conectado en
línea como en el mundo no conectado y abriendo la puerta (o tal vez sea una presa) a la
eversión. Este fenómeno de difuminación de los límites entre lo conectado y lo no
conectado —identificado por el famoso escritor de ciencia ficción William Gibson, quien
declaró que «nuestro mundo está en eversión» [130] ante la apertura inexorable del
ciberespacio— se ha convertido en una de las tendencias más potentes de la era
posterior a la COVID-19. La crisis pandémica ha acelerado este fenómeno de eversión
porque nos ha obligado y animado a caminar más rápidamente que nunca hacia un
mundo digital, «ingrávido», dado que la actividad económica se encuentra cada vez
más sin otra opción que desarrollarse digitalmente, en la enseñanza, los servicios de
consultoría, las editoriales y un largo etcétera. Podríamos llegar incluso a decir que,
durante un breve espacio de tiempo, la teletransportación sustituyó al transporte: la
mayoría de las reuniones de dirección, consejos de administración, reuniones de
equipo, sesiones de lluvia de ideas y otras formas de interacción personal o social
tuvieron que llevarse a cabo de forma remota. Esta nueva realidad tiene su reflejo en la
capitalización de mercado de Zoom (la compañía de videoconferencias) que se disparó
hasta los 70.000 millones USD en junio de 2020, por encima (en aquel momento) de
cualquier aerolínea estadounidense. Al mismo tiempo, gigantes digitales como Amazon
y Alibaba ampliaron sus actividades de forma decidida al negocio O2O, especialmente
en los sectores de venta minorista de alimentos y logística.
Es poco probable que retrocedan tendencias como la telemedicina o el teletrabajo,
que tuvieron una gran expansión durante el confinamiento, ya que para ellas no habrá
retorno al statu quo anterior a la pandemia. La telemedicina, en particular, saldrá
notablemente beneficiada. Por razones obvias, la asistencia sanitaria es uno de los
sectores más regulados del mundo, un hecho que inevitablemente ralentiza el ritmo de
innovación. Pero la necesidad de hacer frente a la pandemia con todos los medios
disponibles (más la necesidad de proteger a los trabajadores sanitarios durante el brote
permitiéndoles trabajar a distancia) eliminó algunos de los impedimentos
reglamentarios y legislativos relacionados con la adopción de la telemedicina. En el
futuro, es seguro que se brindará más atención médica de forma remota. A su vez, esto
acelerará la tendencia a desarrollar diagnósticos más portátiles y a domicilio, como
inodoros inteligentes capaces de rastrear datos sanitarios y realizar análisis de salud.
Igualmente, la pandemia puede ser una bendición para la educación en línea. En Asia,
el cambio a la educación en línea ha sido especialmente notable, con un fuerte aumento
de las matriculaciones digitales de alumnos, una valuación mucho más alta para las
empresas de educación en línea y más capital disponible para empresas emergentes de
tecnología educativa o «ed-tech». La otra cara de esta particular moneda será un
incremento de la presión sobre las instituciones que ofrecen métodos de educación más
tradicionales para que validen su valor y justifiquen sus matrículas (como explicaremos
con más detalle un poco más adelante).
La velocidad de expansión ha sido simple y llanamente impresionante. «En Gran
Bretaña, menos del 1 % de las consultas médicas iniciales se realizaron a través de un
enlace de vídeo en 2019; durante el confinamiento, el 100 % se efectúan de forma
remota. Otro ejemplo es una empresa minorista líder en Estados Unidos que en 2019
quería poner en marcha un negocio de entregas a domicilio; su plan contemplaba que
tardaría 18 meses. Durante el confinamiento, se puso en marcha en menos de una
semana, lo que le ha permitido dar servicio a sus clientes y mantener el medio de vida
de sus empleados. Las interacciones bancarias digitales han pasado del 10 % al 90 %
durante la crisis, sin pérdida de calidad y con mayor cumplimiento, al tiempo que se
proporciona al cliente una experiencia que va más allá de la banca en línea» [131]. Hay
muchos ejemplos parecidos.
La respuesta de mitigación social a la pandemia y las medidas de distanciamiento
físico impuestas durante el confinamiento también harán que el comercio electrónico
emerja como una tendencia industrial cada vez más potente. Los consumidores
necesitan productos y, si no pueden ir a las tiendas físicas, inevitablemente recurrirán a
la compra en línea. A medida que se vayan acostumbrando, las personas que nunca
habían comprado en línea se sentirán cómodas haciéndolo, mientras que cabe
presuponer que las personas que ya lo hacían ocasionalmente lo harán cada vez más.
Así se observó durante los confinamientos. En Estados Unidos, Amazon y Walmart
contrataron entre ambas a 250.000 trabajadores para hacer frente al incremento de la
demanda y crearon una enorme infraestructura de reparto digital. Este crecimiento
acelerado del comercio electrónico significa que es probable que los gigantes del
comercio minorista en línea salgan de la crisis aún más fuertes de lo que eran antes de la
pandemia. Pero toda moneda tiene dos caras: a medida que aumente el hábito de
comprar en línea, las tiendas físicas (en calles y centros comerciales) se hundirán
todavía más... un fenómeno que analizamos con más detalle en las siguientes secciones.
2.1.2. Cadenas de suministro resilientes
La propia naturaleza de las cadenas de suministro globales y su fragilidad intrínseca
son las razones por las que el debate sobre la necesidad de acortarlas se ha estado
gestando durante años. Tienden a ser complejas y difíciles de manejar. También son
difíciles de controlar en términos de cumplimiento de la normativa ambiental y la
legislación laboral, por lo que pueden entrañar riesgos para la reputación de las
empresas y causar daños a sus marcas. En vista de este pasado problemático, la
pandemia ha acabado definitivamente con el principio de que las empresas deberían
optimizar las cadenas de suministro en virtud de los costes de sus distintos
componentes y la dependencia de una única fuente de suministro de materiales críticos,
lo que se resume como favorecer la eficiencia sobre la resiliencia. En la era
pospandemia, lo que prevalecerá es la «optimización del valor punto a punto», un
concepto que incluye resiliencia y eficiencia además del coste. Esto se refleja en la idea
de que la fórmula «justo a tiempo» (just-in-time) acabará siendo sustituida por la
fórmula «por si acaso» («just-in-case»).
Las alteraciones de las cadenas de suministro globales analizadas en la sección
macro afectarán a las empresas globales y a las empresas más pequeñas por igual. Pero
¿qué significa esto en la práctica? El modelo de globalización desarrollado a finales del
siglo pasado, concebido y construido por empresas manufactureras globales que
buscaban mano de obra, productos y componentes baratos, ha alcanzado sus límites.
Fragmentó la producción internacional en partes cada vez más intrincadas y el
resultado fue un sistema que funciona en virtud del principio «justo a tiempo», que ha
demostrado ser muy austero y eficiente, pero también excesivamente complejo y, como
tal, muy vulnerable (la complejidad implica fragilidad y a menudo provoca
inestabilidad). Por lo tanto, el antídoto es la simplificación, que a su vez debería generar
más resiliencia. Esto significa que las «cadenas de valor globales», que representan
aproximadamente las tres cuartas partes de todo el comercio mundial, inevitablemente
entrarán en declive. Este declive se verá agravado por la nueva realidad de que las
empresas que dependen de complejas cadenas de suministro justo a tiempo ya no
pueden dar por sentado que los compromisos arancelarios consagrados por la
Organización Mundial del Comercio los protegerán de un repentino auge del
proteccionismo en alguna parte. En consecuencia, se verán obligadas a prepararse
reduciendo o localizando su cadena de suministro y elaborando planes alternativos de
producción o adquisición para protegerse frente a una disrupción prolongada. Todas
las empresas cuya rentabilidad dependa del principio de la cadena de suministro global
justo a tiempo tendrán que replantearse su funcionamiento y probablemente sacrificar
la idea de maximizar la eficiencia y los beneficios en aras de la «seguridad del
suministro» y la resiliencia. Por lo tanto, la resiliencia se convertirá en la consideración
principal para cualquier empresa que se plantee seriamente protegerse contra la
disrupción, ya sea la disrupción de un proveedor concreto, de un posible cambio en la
política comercial o de un país o región en particular. En la práctica, esto obligará a las
empresas a diversificar su base de proveedores, incluso a costa de mantener existencias
e incorporar redundancias. También obligará a estas empresas a hacer lo mismo en su
propia cadena de suministro: tendrán que evaluar la resiliencia de toda su cadena de
suministro hasta el último de sus proveedores y, posiblemente, también los
proveedores de sus proveedores. Los costes de producción inevitablemente
aumentarán, pero este será el precio que habrá que pagar para generar resiliencia. A
primera vista, las industrias que se verán más afectadas porque serán las primeras en
cambiar sus pautas de producción son el sector de la automoción, la electrónica y la
maquinaria industrial.
2.1.3. Gobiernos y empresas
Por todas las razones que se detallan en el primer capítulo, la COVID-19 ha
cambiado muchas de las reglas del juego entre los sectores público y privado. En la era
posterior a la pandemia, las empresas estarán sometidas a un grado de injerencia del
Estado mucho mayor que en el pasado. La mayor intromisión del Estado (con buenas
intenciones... o no) en la vida de las empresas y la gestión de su actividad dependerá
del país y del sector, por lo que adoptará muchas formas diferentes. A continuación se
describen tres importantes efectos que se producirán en los primeros meses posteriores
a la pandemia: rescates condicionales, contratación pública y regulación del mercado de
trabajo.
Para empezar, todos los paquetes de estímulo que se están preparando en las
economías occidentales en apoyo de las industrias y empresas en crisis incorporarán
condiciones que limitarán concretamente la capacidad de los prestatarios para despedir
trabajadores, recomprar acciones y pagar bonificaciones a sus ejecutivos. En la misma
línea, los gobiernos (alentados, apoyados y a veces «presionados» por los activistas y
por la opinión pública) inspeccionarán las liquidaciones del impuesto de sociedades que
sean sospechosamente bajas y las remuneraciones generosamente elevadas de los
directivos. Tendrán poca paciencia con los altos ejecutivos e inversores que presionen a
las empresas para que gasten más en recompras, paguen los menos impuestos posibles
y repartan enormes dividendos. Las aerolíneas estadounidenses, vilipendiadas por
pedir ayuda al Estado tras haber utilizado recientemente y de manera sistemática
grandes cantidades de dinero en efectivo para repartir dividendos a los accionistas, son
un excelente ejemplo de cómo cambiará la actitud de los gobiernos. Además, en los
próximos meses y años, podría producirse un «cambio de régimen» cuando los
responsables políticos se enfrenten a la decisión de asumir una parte sustancial del
riesgo de impago del sector privado. Cuando esto suceda, los gobiernos querrán algo a
cambio. El rescate de Lufthansa por parte de Alemania encarna este tipo de situaciones:
el Gobierno inyectó liquidez al operador nacional, pero solo a condición de que la
compañía limitase los sueldos de sus ejecutivos (incluidas las opciones sobre acciones) y
se comprometiese a no repartir dividendos.
Un foco de especial atención en cuanto a la mayor injerencia del Estado será la
mayor armonización de las políticas públicas y la planificación de las empresas. Un
ejemplo paradigmático de ello es la disputa por los respiradores mecánicos durante el
pico de la pandemia. En 2010, Estados Unidos hizo un pedido de 40.000 respiradores
por medio de un contrato público, pero nunca se entregaron, lo que explica en gran
medida la falta de estos equipos en el país que tan evidente resultó en marzo de 2020.
¿Qué causó esta situación de escasez? En 2012, la empresa que había ganado
inicialmente la licitación fue comprada (en circunstancias algo dudosas y oscuras) por
un fabricante mucho más grande (una empresa que cotiza en bolsa y que también
produce respiradores): más tarde se supo que la empresa compradora quería evitar que
el licitante original fabricase un respirador más barato que hubiera perjudicado la
rentabilidad de su propio negocio. Esta compañía se mostró remisa en el cumplimiento
del contrato hasta que finalmente lo anuló para después ser adquirida por una empresa
rival. Ni uno solo de los 40.000 respiradores fue entregado jamás al Gobierno de los
Estados Unidos [132]. Es poco probable que este tipo de situación vuelva a darse en la era
pospandemia, ya que las autoridades públicas se lo pensarán dos veces antes de
externalizar proyectos que tengan implicaciones críticas para la salud pública (o incluso
implicaciones públicas críticas, para la seguridad o de otra índole). La conclusión final
es que la búsqueda del máximo beneficio y el cortoplacismo que a menudo lleva
aparejado raramente o, cuando menos, no siempre es coherente con el objetivo público
de prepararse para una crisis futura.
En todo el mundo aumentará la presión para mejorar la protección social y el nivel
salarial de los trabajadores peor pagados. Muy probablemente, en el mundo posterior a
la pandemia, la subida del salario mínimo se convertirá en un tema central que se
abordará a través de una mayor regulación de los estándares mínimos y una aplicación
más exhaustiva de las normas que ya existen. Lo más probable es que las empresas
tengan que pagar impuestos más elevados y sufragar distintas formas de financiación
pública (como los servicios de protección social). Los efectos de esta política se dejarán
sentir en la gig economy más que en ningún otro sector. Antes de la pandemia, ya estaba
en el punto de mira del escrutinio de los gobiernos. En la era pospandemia, por razones
que tienen que ver con la redefinición del contrato social, este escrutinio se intensificará.
Las empresas que utilicen trabajadores de la gig economy para desarrollar su actividad
también sentirán los efectos de una mayor injerencia del Estado, posiblemente hasta un
punto en que su viabilidad financiera pueda verse debilitada. Dado que la pandemia
alterará radicalmente las actitudes sociales y políticas hacia este tipo de trabajadores, los
gobiernos obligarán a las empresas que los emplean a ofrecer contratos adecuados con
prestaciones como seguridad social y cobertura sanitaria. La cuestión laboral será una
preocupación importante y, si tienen que emplear a trabajadores de la gig economy como
trabajadores normales, dejarán de ser rentables. Su razón de ser podría incluso
desaparecer.
2.1.4. El capitalismo de las partes interesadas y las
consideraciones ASG
A lo largo de los diez últimos años más o menos, los cambios fundamentales que se
han producido en cada una de las cinco categorías macro examinadas en el capítulo 1
han alterado profundamente el entorno en el que operan las empresas. Han hecho que
el capitalismo de las partes interesadas (stakeholder capitalism) y las consideraciones
ambientales, sociales y de gobernanza (ASG o ESG, por sus siglas en inglés) sean cada vez
más pertinentes para generar valor sostenible (los criterios ASG pueden considerarse
como la vara de medir del capitalismo de las partes interesadas).
La pandemia golpeó en un momento en el que había muchos problemas diferentes
—desde el activismo por el cambio climático y las crecientes desigualdades hasta la
diversidad de género y los escándalos del #MeToo— que habían comenzado ya a crear
conciencia y poner de relieve la importancia crítica que el capitalismo de las partes
interesadas y las consideraciones ASG tienen en este mundo interdependiente en el que
vivimos. Tanto si se admite abiertamente como si no, ahora nadie negaría que la misión
fundamental de las empresas ya no puede ser simplemente la búsqueda desenfrenada
del beneficio económico; ahora tienen el deber de servir a todos sus grupos de interés,
no solo a los propietarios de acciones. Así lo corroboran las primeras evidencias
testimoniales que auguran un futuro todavía más positivo en el ámbito ASG en la era
pospandemia. Esto puede explicarse en tres frentes:
1. La crisis habrá creado, o reforzado, un agudo sentido de la responsabilidad y de
urgencia en la mayoría de los asuntos relacionados con las estrategias ASG, siendo
el más importante de ellos el cambio climático. Pero otros, como el comportamiento
del consumidor, el futuro del trabajo y la movilidad, y la responsabilidad de la
cadena de suministro, pasarán al primer plano del proceso de inversión y se
convertirán en un componente integral de la diligencia debida (due diligence).
2. La pandemia no ha dejado en las reuniones de dirección margen alguno para
dudar de que la omisión de las consideraciones ASG puede destruir buena parte
del valor e incluso poner en peligro la viabilidad de una empresa. Por lo tanto, los
criterios ASG se integrarán e internalizarán más exhaustivamente en la estrategia
fundamental y la gobernanza de las empresas. También modificarán la valoración
que hagan los inversionistas de la gobernanza corporativa. Las declaraciones de
impuestos, los repartos de dividendos y las remuneraciones serán objeto de un
escrutinio cada vez mayor por temor a que supongan un coste de reputación en el
caso de que surja un problema o se hagan públicos.
3. Fomentar relaciones de buena voluntad con los empleados y la comunidad será
clave para mejorar la reputación de una marca. Cada vez más, las empresas
tendrán que demostrar que tratan bien a sus trabajadores, acogiendo
favorablemente la adopción de mejores prácticas laborales y prestando atención a
la salud y la seguridad, así como al bienestar en el lugar de trabajo. Las empresas
no aceptarán estas medidas necesariamente porque sean realmente «buenas», sino
más bien porque el «precio» de no adoptarlas será demasiado elevado en cuanto a
los efectos de la indignación de los activistas, tanto los inversores activistas como
los activistas sociales.
Varias encuestas e informes corroboran la convicción de que las estrategias ASG han
salido beneficiadas de la pandemia y que es muy probable que se beneficien aún más.
Los primeros datos demuestran que el sector de sostenibilidad ha obtenido mejores
resultados que los fondos convencionales durante el primer trimestre de 2020. Según
Morningstar, que realizó una comparativa de rendimientos del primer trimestre de más
de 200 fondos de capital de sostenibilidad y fondos negociados en bolsa, los fondos
sostenibles quedaron un punto porcentual o dos por encima, en términos relativos. Un
informe de BlackRock ofrece evidencias adicionales de que las empresas con fuertes
calificaciones ASG superaron a sus homólogas durante la pandemia [133]. Varios analistas
apuntan que este rendimiento superior podría ser simplemente reflejo de que los fondos
y estrategias de ASG están menos expuestos a los riesgos de los combustibles fósiles,
pero BlackRock afirma que las empresas que cumplen los criterios ASG (otra forma de
decir que se rigen por el principio del capitalismo de las partes interesadas) tienden a
ser más resilientes gracias a su concepto holístico de la gestión de riesgos. Parece que
cuanto más susceptible es el mundo a un amplio conjunto de riesgos y problemas
macro, mayor es la necesidad de adoptar el capitalismo de las partes interesadas y las
estrategias ASG.
El debate entre quienes creen que el capitalismo de las partes interesadas se
sacrificará en el altar de la recuperación y quienes sostienen que ahora es el momento
de «reconstruir mejor» está lejos de resolverse. Por cada Michael O'Leary (CEO de
Ryanair) que piensa que la COVID-19 dejará las consideraciones de ASG «en segundo
plano durante algunos años» hay un Brian Chesky (CEO de Airbnb) que tiene el
compromiso de transformar su negocio en una «empresa de partes interesadas» [134]. Sin
embargo, al margen de la opinión que cualquiera pueda tener acerca de los méritos del
capitalismo de las partes interesadas y las estrategias ASG y su papel en la era posterior
a la pandemia, el activismo marcará la diferencia reforzando la tendencia. Los activistas
sociales y muchos inversores activistas analizarán en profundidad cómo se
comportaron las empresas durante la crisis pandémica. Es probable que los mercados o
los consumidores, o ambos, castiguen a las empresas que no hayan actuado
correctamente en materia social. Un ensayo publicado en abril de 2020 del que es
coautor Leo Strine, un juez con gran influencia en el sector empresarial estadounidense,
insiste en este argumento sobre la necesidad de un cambio en la gobernanza
corporativa: «De nuevo estamos pagando el precio de un sistema de gobernanza
corporativa que no se centra lo suficiente en la solidez financiera, la creación sostenible
de riqueza y el trato justo a los trabajadores. Durante demasiado tiempo, el mercado de
valores ha ganado poder en la economía a costa de otras partes interesadas, en
particular los trabajadores. Aunque la riqueza general ha aumentado, lo ha hecho de
una manera sesgada que es injusta para la mayoría de los trabajadores estadounidenses,
los cuales son los principales responsables de ese aumento. La tendencia a satisfacer las
insaciables demandas del mercado de valores también ha ocasionado niveles crecientes
de endeudamiento de las empresas y riesgo económico» [135].
Para los activistas, la decencia que muestren (o no) las empresas durante la crisis
será primordial. Las empresas serán juzgadas en los años venideros por sus acciones, no
en función de criterios estrictamente comerciales, sino desde una perspectiva social
general. Pocos olvidarán, por ejemplo, que en los diez últimos años, las aerolíneas
estadounidenses gastaron el 96 % de su flujo de caja en recomprar acciones y que, en
marzo de 2020, EasyJet repartió un dividendo de 174 millones GBP a sus accionistas
(incluidos 60 millones GBP para su fundador) [136].
El activismo al que ahora pueden verse sometidas las empresas va más allá de los
límites tradicionales del activismo social (por parte de personas externas) y del
activismo de los inversionistas; con el activismo de los trabajadores, se está
expandiendo internamente. En mayo de 2020, justo cuando el epicentro de la pandemia
se trasladaba de Estados Unidos a Latinoamérica, los empleados de Google, animados
por un informe publicado por Greenpeace, lograron convencer a la empresa de que
dejase de crear algoritmos adaptados de inteligencia artificial y de aprendizaje
automático para las actividades de exploración y producción de petróleo y gas [137].
Varios de estos ejemplos en el pasado reciente ilustran el creciente activismo de los
empleados en ámbitos que van desde el ecologismo hasta los problemas sociales y de
inclusión. Son muy reveladores de cómo distintos tipos de activistas están aprendiendo
a colaborar para alcanzar sus objetivos con el fin de lograr un futuro más sostenible.
Al mismo tiempo, se ha intensificado la forma más antigua de activismo: la acción
industrial. Especialmente en Estados Unidos, mientras muchos trabajadores de cuello
blanco pasaron la pandemia trabajando desde casa, muchos trabajadores esenciales de
salarios bajos que no tenían más remedio que ir a trabajar «a las trincheras» organizaron
una ola de paros, huelgas y protestas [138]. A medida que los problemas de seguridad
ocupacional, salarios y prestaciones de los trabajadores se vuelvan más importantes, la
agenda del capitalismo de las partes interesadas ganará relevancia y fortaleza.
2.2. Reinicio industrial
A causa de los confinamientos, la pandemia tuvo efectos inmediatos en todas las
industrias posibles de todo el mundo. Dichos efectos persisten y seguirán sintiéndose en
los próximos años. A medida que se reconfiguren las cadenas de suministro mundiales,
cambien las demandas de los consumidores, aumente la intervención de los Estados,
evolucionen las condiciones de los mercados y se produzcan transformaciones
tecnológicas, las empresas se verán obligadas a adaptarse y reinventarse
continuamente. En esta sección no pretendemos exponer con precisión cómo podría
evolucionar cada industria, sino más bien ilustrar con trazo impresionista cómo se
verán afectados determinados sectores por algunas de las principales características y
tendencias asociadas con la pandemia.
2.2.1. Interacción social y desdensificación
Efectos sobre los viajes y el turismo, la hostelería, el entretenimiento, el comercio minorista,
la industria aeroespacial e incluso la automotriz.
La pandemia ha tenido una gran incidencia en la forma de interactuar de los
consumidores, en lo que consumen y cómo lo consumen. En consecuencia, el
consiguiente reinicio de distintas industrias presentará variaciones fundamentales en
función de la naturaleza de la transacción económica de que se trate. En las industrias
donde los consumidores realizan transacciones socialmente y en persona, los primeros
meses (y posiblemente años) de la era pospandemia serán mucho más difíciles que en
aquellas donde la transacción puede realizarse a mayor distancia física o incluso de
forma virtual. En las economías modernas, gran parte del consumo se basa en la
interacción social: viajes y vacaciones, bares y restaurantes, eventos deportivos y
comercios, cines y teatros, conciertos y festivales, convenciones y conferencias, museos
y bibliotecas, educación; todas estas son formas sociales de consumo que representan
una parte importante de la actividad económica total y del empleo (los servicios
representan aproximadamente el 80 % de los puestos de trabajo en Estados Unidos, la
mayoría de los cuales son «sociales» por naturaleza). No pueden tener lugar en el
mundo virtual o, cuando pueden, solo en un formato incompleto y que a menudo está
lejos de ser óptimo (por ejemplo, ver la actuación en directo de una orquesta en una
pantalla). Las industrias que se basan en la interacción social han sido las más afectadas
por los confinamientos. Entre ellas se encuentran muchos sectores que suman un
porcentaje muy importante de la actividad económica total y del empleo: los viajes y el
turismo, el ocio, el deporte, la organización de eventos y el entretenimiento. Durante
meses, y posiblemente años, se verán obligados a trabajar a menor capacidad,
doblemente golpeados por el temor de que el virus limite el consumo y por la
imposición de reglamentaciones destinadas a contrarrestar estos temores aumentando
el espacio físico entre los consumidores. La presión sobre los ciudadanos para que
respeten el distanciamiento físico se mantendrá hasta que se desarrolle y se comercialice
una vacuna a gran escala (lo cual, una vez más, es poco probable que ocurra antes del
primer o segundo trimestre de 2021 como muy pronto, según la mayoría de los
expertos). Entre tanto, es probable que la gente viaje mucho menos por vacaciones o por
negocios, que vaya con menos frecuencia a restaurantes, cines y teatros, y que decida
que es más seguro comprar en línea que ir de tiendas. Por estas razones fundamentales,
las industrias más afectadas por la pandemia también serán las que más tardarán en
recuperarse. Hoteles, restaurantes, aerolíneas, tiendas y espacios culturales en particular
se verán obligados a realizar costosas modificaciones en su oferta de servicios para
adaptarse a una nueva normalidad pospandemia que exigirá cambios drásticos que
requerirán espacio adicional, una limpieza regular, medidas de protección para el
personal y tecnología que limite las interacciones de los clientes con los trabajadores.
En muchas de estas industrias, pero especialmente en la hostelería y el comercio
minorista, las pequeñas empresas serán las que peor lo pasen con gran diferencia, ya
que entre la supervivencia a los cierres forzados por los confinamientos (o la abrupta
reducción de actividad) y la declaración de quiebra habrá apenas un paso. Muchas no
sobrevivirán si tienen que trabajar a capacidad reducida con márgenes aún más
ajustados. Las consecuencias de su fracaso dejarán notables secuelas tanto en las
economías nacionales como en las comunidades locales. Las pequeñas empresas son el
principal motor de empleo y representan la mitad de los puestos de trabajo del sector
privado en la mayoría de las economías avanzadas. Si muchas de ellas desaparecen, si
hay menos tiendas, restaurantes y bares en un determinado vecindario, toda la
comunidad se verá afectada por el incremento del desempleo y la reducción de la
demanda, lo que pondrá en marcha un círculo vicioso y una espiral descendente que
afectará a un número cada vez mayor de pequeñas empresas en dicha comunidad. La
reacción en cadena sobrepasará los límites de la comunidad local, afectando, aunque
con suerte en menor medida, a otras zonas más alejadas. El alto grado de
interdependencia e interconexión de la economía, las industrias y las empresas en el
mundo actual —comparable a la dinámica que vincula las categorías macro— implica
que cada una de ellas provoca un rápido efecto dominó sobre el resto de infinitas
maneras diferentes. Consideremos los restaurantes. La pandemia ha golpeado a esta
actividad de manera tan dramática que ni siquiera se puede estar seguro de que el
sector de restauración se recupere jamás. Como dijo un restaurador: «Yo, como cientos
de chefs de esta ciudad y millares en todo el país, me enfrento ahora a la cuestión de
cómo serán nuestros restaurantes, nuestra carrera, nuestra vida, si es que algún día
podemos recuperarlos» [139]. En Francia y el Reino Unido, distintas voces del sector
calculan que hasta un 75 % de los restaurantes independientes podrían no sobrevivir a
los confinamientos y las medidas de distanciamiento social posteriores. Las grandes
cadenas y los gigantes de la comida rápida sí lo harán. Esto a su vez apunta a que las
grandes empresas crecerán mientras las pequeñas menguan o desaparecen. Una gran
cadena de restaurantes, por ejemplo, tiene mejores opciones de mantenerse operativa,
ya que tendrá acceso a más recursos y, en última instancia, encontrará menos
competencia a causa de la quiebra de las pequeñas empresas. Los pequeños
restaurantes que sobrevivan a la crisis tendrán que reinventarse por completo. Entre
tanto, en lo que respecta a quienes cierren sus puertas para siempre, el cierre no solo
afectará al restaurante y a su personal propio, sino también a todas las empresas que se
encuentren en su órbita: proveedores, agricultores y transportistas.
En el otro extremo, algunas de las empresas más grandes serán víctimas de la misma
situación que las más pequeñas. Las compañías aéreas, en particular, encontrarán
limitaciones parecidas en cuanto a la demanda de consumo y las normas de
distanciamiento social. Los tres meses de cierre han dejado a los operadores de todo el
mundo en una situación catastrófica, con prácticamente cero ingresos y la perspectiva
de que se pierdan decenas de miles de puestos de trabajo. British Airways, por ejemplo,
ha anunciado que despedirá hasta al 30 % de sus 42.000 trabajadores actuales. En el
momento de escribir este libro (mediados de junio de 2020), el reinicio puede estar a
punto de comenzar. Va a ser increíblemente difícil y cabe esperar que la recuperación
tarde años en llegar. Las cosas empezarán a mejorar en los viajes de ocio, seguidos de
los viajes de empresa. Sin embargo, como veremos en la siguiente sección, puede que
los hábitos de consumo cambien para siempre. Si muchas empresas deciden viajar
menos para reducir costes y sustituir las reuniones físicas por virtuales siempre que sea
posible, esto puede tener efectos dramáticos y persistentes para la recuperación y la
rentabilidad final de las aerolíneas. Antes de la pandemia, los viajes de empresa
representaban el 30 % del volumen de las aerolíneas, pero el 50 % de los ingresos
(gracias a la ocupación de asientos de precio más elevado y a las reservas de última
hora). Esto va a cambiar, lo que pondrá en cuestión la rentabilidad de algunas
aerolíneas y obligará a todo el sector a reconsiderar la estructura a largo plazo del
mercado de aviación global.
Al evaluar el impacto final sobre una industria concreta, en la cadena completa de
consecuencias habrá que incluir lo que suceda en las industrias adyacentes, cuyo
destino dependerá en gran medida de lo que suceda en los eslabones principales de la
cadena. Para ilustrar esta cuestión, veamos brevemente tres industrias que dependen
por completo del sector de aviación: aeropuertos (infraestructuras y comercio
minorista), aviones (aeroespacial) y alquiler de automóviles (automotriz).
Los aeropuertos enfrentan los mismos desafíos que las aerolíneas: cuantas menos
personas vuelan, menos personas transitan por ellos. Esto afecta a su vez al nivel de
consumo en los diversos comercios y restaurantes que conforman el ecosistema de
todos los aeropuertos internacionales del mundo. Además, la experiencia que ofrezcan
los aeropuertos en el mundo post-COVID-19, con mayores tiempos de espera, la
imposición de fuertes restricciones al equipaje de mano o incluso su supresión, así como
otras medidas de distanciamiento social que pueden ser inconvenientes, podría frustrar
los deseos de los consumidores de viajar en avión por ocio y por placer. Varias
organizaciones empresariales advierten que la adopción de políticas de distanciamiento
social no solo limitaría la capacidad del aeropuerto hasta entre un 20 % y un 40 %, sino
que además la experiencia sería tan desagradable que se convertiría en un elemento
disuasorio.
Gravemente afectadas por los confinamientos, las aerolíneas comenzaron a anular o
aplazar sus pedidos de aviones nuevos y a cambiar los modelos elegidos, lo que tuvo
un fuerte impacto en la industria aeroespacial. Como consecuencia directa y de cara al
futuro previsible, las principales plantas de montaje de aeronaves civiles trabajarán a
capacidad reducida, lo que afectará a toda su cadena de valor y red de proveedores. A
largo plazo, los cambios en la demanda de las compañías aéreas que reevalúen sus
necesidades forzará un completo replanteamiento de la producción de aviones civiles.
Esto convierte al sector aeroespacial de defensa en una excepción y un refugio
relativamente seguro. Para los Estados nación, las inciertas perspectivas geopolíticas
hacen que sea imperativo mantener los pedidos y las compras, pero los Estados faltos
de liquidez exigirán mejores condiciones de pago.
Al igual que los aeropuertos, las compañías de alquiler de automóviles dependen
casi por completo de los volúmenes de tráfico aéreo. Hertz, una empresa muy
endeudada, con una flota de 700.000 coches que estuvieron mayoritariamente inactivos
durante los confinamientos, se declaró en quiebra en mayo. Como en tantas empresas,
la COVID-19 resultó ser la proverbial gota que derramó el vaso.
2.2.2. Cambios de comportamiento: permanentes o transitorios
Efectos en el comercio minorista, el sector inmobiliario y la educación
Es poco probable que algunos cambios de comportamiento observados durante los
confinamientos se reviertan por completo en la era pospandemia e incluso puede que
algunos se hagan permanentes. Sigue sin estar nada claro cómo se desarrollarán los
acontecimientos. Algunos patrones de consumo pueden volver a situarse en la línea de
las tendencias a largo plazo (parecidamente a lo que ocurrió con los viajes aéreos tras
los atentados del 11 de septiembre), si bien con un ritmo alterado. Otros
indudablemente se acelerarán, como los servicios en línea. Puede que algunos se
aplacen, como la compra de un automóvil, mientras que pueden surgir nuevos patrones
de consumo permanentes, como las compras relacionadas con una movilidad más
ecológica.
Todo esto son en gran parte incógnitas. Durante los confinamientos, muchos
consumidores se vieron obligados a aprender a hacer cosas por sí solos (hornear pan,
cocinar, cortarse el pelo, etc.) y sintieron la necesidad de gastar con precaución. ¿Hasta
qué punto arraigarán estos nuevos hábitos de autoconsumo y «hágalo usted mismo» en
la era pospandemia? Lo mismo se podría decir de los estudiantes que en algunos países
pagan tarifas exorbitantes en la enseñanza superior. Al cabo de un trimestre viendo a
sus profesores a través de sus pantallas, ¿comenzarán a cuestionar el elevado coste de la
educación?
Para comprender la extrema complejidad e incertidumbre de esta evolución en el
comportamiento de los consumidores, volvamos al ejemplo de las compras en línea
frente a las compras presenciales. Como ya se ha dicho, es muy probable que las tiendas
físicas salgan fuertemente perdedoras frente a las compras en línea. Puede que los
consumidores estén dispuestos a pagar un poco más para que les entreguen a domicilio
productos pesados y voluminosos, como botellas y artículos para el hogar. Por lo tanto,
los supermercados reducirán su espacio comercial, llegando a parecerse a las tiendas de
alimentación donde van los compradores a comprar cantidades relativamente pequeñas
de productos concretos. Pero también puede darse el caso de que se gaste menos dinero
en restaurantes, de modo que, en sitios donde los ciudadanos gastaban
tradicionalmente un elevado porcentaje de su presupuesto de alimentación en
restaurantes (el 60 % en la ciudad de Nueva York, por ejemplo), estos fondos se
destinen y beneficien a los supermercados de barrio, a medida que los habitantes de la
ciudad redescubran el placer de cocinar en casa. El mismo fenómeno puede ocurrir en
el negocio del entretenimiento. Debido a la pandemia, es posible que nos entre mayor
ansiedad al pensar en tener que estar sentados en un espacio cerrado junto a completos
extraños, y puede que muchas personas decidan que la mejor opción es quedarse en
casa a ver una ópera o una película de estreno reciente. Esta decisión beneficiará a los
supermercados locales en detrimento de bares y restaurantes (aunque la opción de
compra en línea y reparto de comida a domicilio podría ser un salvavidas para estos
últimos). Esto sucedió de manera espontánea durante los confinamientos en ciudades
de todo el mundo, de lo cual hay numerosos ejemplos. ¿Podría ser este un elemento
importante del nuevo plan de supervivencia de algunos restaurantes después de la
COVID-19? Hay otros efectos directos que son mucho más fáciles de anticipar. La
limpieza es uno de ellos. No cabe duda de que la pandemia nos obligará a ser muy
cuidadosos con la higiene. Esta nueva obsesión por la limpieza supondrá en particular
la creación de nuevas formas de envase y embalaje. Nos animarán a no tocar los
productos que compramos. Sencillos placeres como oler un melón o palpar una fruta
estarán mal vistos e incluso pueden convertirse en cosa del pasado.
Un solo cambio de actitud tendrá muchas ramificaciones diferentes, cada una de las
cuales tendrá un efecto concreto en una industria en particular, pero al final afectará a
muchas industrias diferentes por un efecto dominó. La siguiente figura ilustra este
argumento en relación con un solo cambio: pasar más tiempo en casa:
Posibles implicaciones de pasar más tiempo en casa
Fuente: Reeves, Martin, et al., «Sensing and Shaping the Post-COVID Era», BCG Henderson Institute, 3 de abril de 2020,
https://www.bcg.com/publications/2020/8-ways-companies-can-shape-reality-post-covid-19.aspx
Desde que comenzó la pandemia, se ha mantenido un acalorado debate sobre si (o
hasta qué punto) el futuro está en el teletrabajo y, en consecuencia, si pasaremos más
tiempo en casa. Algunos analistas sostienen que se mantendrá el atractivo fundamental
de las ciudades (especialmente las más grandes) como pujantes centros de actividad
económica, vida social y creatividad. Otros temen que el coronavirus haya provocado
un cambio fundamental de actitud. Afirman que la COVID-19 ha sido un punto de
inflexión y predicen que, en todo el mundo, urbanitas de todas las edades enfrentados a
los problemas de la contaminación urbana y el excesivo precio y pequeño tamaño de los
alojamientos optarán por trasladarse a lugares con más vegetación, más espacio, menos
contaminación y precios más bajos. Es demasiado pronto para saber qué bando tendrá
razón, pero es seguro que aunque el porcentaje de gente que abandone las ciudades
más grandes (como Nueva York, la región administrativa especial de Hong Kong,
Londres o Singapur) sea relativamente pequeño, el efecto sería descomunal para
numerosas y diversas industrias (los beneficios siempre están en el margen). En
ninguna industria es más evidente esta realidad que en el sector inmobiliario y, en
particular, el de bienes inmuebles comerciales.
El sector inmobiliario comercial es un motor esencial de crecimiento global. Tiene un
valor total de mercado superior al de todas las acciones y bonos combinados a escala
mundial. Antes de la crisis pandémica, ya había un exceso de oferta. Si el teletrabajo que
se ha impuesto como práctica de emergencia se convierte en un hábito establecido y
generalizado, es difícil imaginar qué empresas (si las hay) serán capaces de absorber
este exceso de oferta apresurándose a arrendar su espacio de oficina sobrante. Quizás
haya algunos fondos de inversión dispuestos a hacerlo, pero serán la excepción, por lo
que cabe esperar que el sector de inmuebles comerciales tenga todavía bastante margen
de caída. La pandemia hará en el sector inmobiliario comercial lo mismo que en tantos
otros ámbitos (tanto macro como micro): acelerará y amplificará la tendencia
preexistente. Debido al incremento del número de quiebras de empresas «zombis»
(aquellas que usan deuda para financiar más deuda y que no han generado suficiente
efectivo en los últimos años para cubrir los intereses que han de pagar) y al incremento
del número de personas en teletrabajo, se reducirá mucho el número de personas
interesadas en alquilar edificios de oficinas vacíos. Los promotores inmobiliarios (en su
mayoría ya muy endeudados) comenzarán a sufrir una ola de quiebras, y los más
grandes y sistémicamente importantes tendrán que ser rescatados por sus respectivos
Estados. Por lo tanto, en muchas grandes ciudades de todo el mundo, los precios de los
inmuebles caerán durante un largo período de tiempo, pinchándose la burbuja
inmobiliaria mundial que se había estado gestando durante años. Hasta cierto punto, la
misma lógica se aplica a los inmuebles residenciales en las grandes ciudades. Si la
tendencia al teletrabajo se impone, la desaparición de la necesidad de desplazarse al
puesto de trabajo y la parálisis del empleo harán que los jóvenes dejen de alquilar o
comprar su vivienda en ciudades caras. Inevitablemente, los precios caerán. Además,
mucha gente se habrá dado cuenta de que trabajar desde casa es más respetuoso con el
clima y menos estresante que tener que desplazarse a una oficina.
El teletrabajo puede hacer que las ciudades más grandes que se han beneficiado de
un mayor crecimiento económico que otras ciudades o regiones cercanas comiencen a
perder trabajadores en favor de la siguiente categoría de ciudades en auge. Este
fenómeno podría generar a su vez una ola de ciudades o regiones estrella en ascenso
que atraigan a personas que busquen una mejor calidad de vida, con más espacio a
precios más asequibles.
Pese a todo lo anterior, tal vez sea demasiado descabellado pensar que el teletrabajo
pueda generalizarse hasta el punto de que se convierta en lo normal. ¿No hemos
escuchado tantas veces que la optimización del «trabajo de conocimiento» (en realidad,
el sector que más fácilmente puede pasarse al teletrabajo) depende de que el entorno de
oficina esté bien diseñado? El sector tecnológico que se ha resistido a dar este paso
durante tanto tiempo realizando ingentes inversiones en sofisticados campus está
cambiando ahora de opinión en vista de la experiencia del confinamiento. Twitter fue la
primera empresa en comprometerse con el teletrabajo. En mayo, su CEO, Jack Dorsey,
informó a los empleados de que muchos de ellos podrían seguir trabajando desde casa
incluso después de que la pandemia de COVID-19 remitiese... en otras palabras,
permanentemente. Otras compañías tecnológicas como Google y Facebook también se
han comprometido a permitir que su personal continúe teletrabajando al menos hasta
finales de 2020. Hay evidencias testimoniales que indican que otras empresas globales
de diversos sectores tomarán decisiones similares, permitiendo que parte de su personal
teletrabaje parte del tiempo. La pandemia ha hecho posible algo que parecía
inimaginable a semejante escala hace tan solo unos meses.
¿Podría suceder algo parecido, e igualmente disruptivo, con la enseñanza superior?
¿Sería posible imaginar un mundo en el que haya muchos menos estudiantes que
reciban su educación en un campus? En mayo o junio de 2020, en pleno confinamiento,
los estudiantes se vieron obligados a estudiar y graduarse a distancia, sin que muchos
sepan a final de curso si volverán físicamente a su campus en septiembre. Al mismo
tiempo, las universidades comenzaron a recortar presupuestos, con la necesidad de
reflexionar sobre lo que puede suponer esta situación sin precedentes para su modelo
de negocio. ¿Deberían digitalizarse o no? Antes de la pandemia, la mayoría de las
universidades ofrecían algunos cursos en línea, pero siempre se abstuvieron de
implantar la educación en línea de forma generalizada. Las universidades más famosas
se negaron a ofrecer grados virtuales, temerosas de que esto pudiera diluir su exclusiva
oferta, las obligara a despedir a parte de su personal o incluso la propia existencia del
campus físico se viera amenazada. Esto cambiará en la era pospandemia. La mayoría de
las universidades, sobre todo las más caras del mundo anglosajón, tendrán que
modificar su modelo de negocio o declararse en quiebra porque habrán quedado
obsoletas a causa de la COVID-19. Si la educación en línea hubiera de continuar en
septiembre (y posiblemente a futuro), muchos estudiantes no aceptarían pagar una
matrícula tan elevada por la enseñanza virtual y exigirían una reducción de sus
matrículas o aplazarían su inscripción. Además, muchos estudiantes potenciales
cuestionarían la pertinencia de pagar precios prohibitivos por la enseñanza superior en
un mundo marcado por elevados niveles de desempleo. La solución podría ser un
modelo híbrido. Las universidades ampliarían enormemente la educación en línea
manteniendo la presencial en el campus para una población diferente de estudiantes.
Esto ya se ha hecho con éxito en algunos casos, como el grado de Informática impartido
en línea por Georgia Tech [140]. Gracias a esta vía híbrida, aumentaría el acceso a las
universidades al tiempo que se reducirían los costes. Sin embargo, la cuestión es si este
modelo híbrido puede trasladarse a las universidades que carecen de recursos para
invertir en tecnología y en una biblioteca exclusiva de contenidos de primer nivel. Pero
hay otras formas de hibridación de la educación en línea, como combinar el estudio
presencial y virtual en un plan de estudios por medio de chats y el uso de aplicaciones
para tutoría y otras formas de asistencia y ayuda. Esto tiene la ventaja de que se
racionaliza la experiencia de aprendizaje, pero la desventaja de que se elimina el
importante aspecto de la vida social y las interacciones personales en el campus. En el
verano de 2020, la tendencia parece ir claramente en una dirección: el mundo de la
educación, como tantos otros sectores, se volverá en parte virtual.
2.2.3. Resiliencia
Efectos en los gigantes tecnológicos, la salud y el bienestar, la banca y los seguros, el sector
automotriz y eléctrico
Durante la pandemia, la resiliencia —o la capacidad de prosperar en circunstancias
difíciles— adquirió la condición de imprescindible y se convirtió en la palabra de moda:
¡aparecía por todas partes! Comprensiblemente. Para quienes tienen la fortuna de
encontrarse en sectores «naturalmente» resilientes a la pandemia, la crisis no solo fue
más soportable, sino incluso una fuente de oportunidades de rentabilidad en un
momento de desazón para la mayoría. Tres sectores en particular prosperarán (en
conjunto) en la era posterior a la pandemia: los gigantes tecnológicos, la salud y el
bienestar. En otros sectores que han sido duramente golpeados por la crisis, la
resiliencia será lo que marque la diferencia entre recuperarse del repentino choque
exógeno que ha supuesto la COVID-19 o caer víctima del mismo. Los sectores de la
banca, los seguros y el automotriz son tres ejemplos diferentes de industrias que tienen
que desarrollar una mayor resiliencia para superar la profunda y prolongada recesión
causada por la crisis sanitaria.
En líneas generales, los gigantes tecnológicos fueron el ejemplo de resiliencia por
excelencia, ya que surgieron de este período de cambios radicales como principales
beneficiarios. Durante la pandemia, cuando las empresas y sus clientes por igual se
vieron obligados a digitalizarse, acelerar sus planes de posicionamiento en línea,
adoptar nuevas herramientas de trabajo en red y comenzar a implantar el teletrabajo, la
tecnología se convirtió en una necesidad absoluta, incluso entre los clientes
tradicionalmente reacios. Por esta razón, el valor de mercado combinado de las
principales compañías tecnológicas marcó un récord tras otro durante los
confinamientos, volviendo a situarse incluso por encima de los niveles anteriores al
brote. Por razones que se explican con más detalle en otro apartado de este libro, es
poco probable que este fenómeno pierda fuerza a corto plazo... más bien lo contrario.
La resiliencia, como todas las buenas prácticas, comienza por nosotros mismos, por
lo que cabe suponer que, en la era posterior a la pandemia, seremos colectivamente más
conscientes de la importancia de nuestra propia resiliencia física y mental. Debido al
deseo —motivado por una necesidad mayor— de sentirnos bien física y mentalmente y
a la necesidad de fortalecer nuestro sistema inmunológico, el bienestar y los sectores de
la industria del bienestar posicionados para ayudar a conseguir estos objetivos
emergerán como grandes ganadores. Además, la sanidad pública evolucionará y
aumentará sus funciones. El bienestar debe abordarse de manera integral; no podemos
estar bien individualmente en un mundo que no está bien. Por lo tanto, el cuidado del
planeta será igual de importante que el cuidado personal, una equivalencia que
favorece en gran medida la promoción de principios de los que ya hemos hablado,
como el capitalismo de las partes interesadas, la economía circular y las estrategias
ASG. En el ámbito de la empresa, donde los efectos de la degradación ambiental para la
salud son cada vez más claros, temas como la contaminación atmosférica, la gestión
hídrica y el respeto por la biodiversidad serán de suma importancia. La «limpieza» será
un imperativo industrial, así como una imperiosa necesidad impuesta por el
consumidor.
Al igual que en cualquier otra industria, lo digital desempeñará un papel importante
en el futuro del bienestar. La combinación de IA, IdC y sensores y tecnología ponible
proporcionará nuevas perspectivas acerca del bienestar personal. Controlarán cómo
estamos y cómo nos sentimos, y poco a poco difuminarán los límites entre los sistemas
de sanidad pública y los sistemas personalizados de creación de salud, una distinción
que acabará por desaparecer. Los flujos de datos en muchos y distintos ámbitos, desde
nuestro entorno hasta nuestras circunstancias personales, nos proporcionarán mucho
mayor control sobre nuestra propia salud y bienestar. En el mundo post-COVID-19, la
disponibilidad de información precisa sobre nuestra huella de carbono, nuestro impacto
sobre la biodiversidad, sobre la toxicidad de todos los ingredientes que consumimos y
los entornos o contextos espaciales en los que evolucionamos generará importantes
avances para nuestra conciencia del bienestar colectivo e individual. Las industrias
tendrán que tomar nota.
La búsqueda colectiva de la resiliencia también favorece a la industria del deporte,
estrechamente relacionada con el bienestar. Como ahora es bien sabido que la actividad
física es muy positiva para la salud, el deporte será cada vez más reconocido como una
herramienta de bajo coste para una sociedad más saludable. Por lo tanto, los gobiernos
alentarán su práctica, reconociendo la ventaja añadida de que el deporte constituye una
de las mejores herramientas disponibles para la inclusión y la integración social.
Durante algún tiempo, el distanciamiento social puede limitar la práctica de ciertos
deportes, lo que a su vez favorecerá la expansión cada vez más impetuosa de los
deportes electrónicos. ¡La tecnología y lo digital nunca están muy lejos!
Cuatro industrias que han tenido que hacer frente a una serie de desafíos concretos
planteados por la crisis pandémica ilustran la naturaleza diversa de la resiliencia. En la
banca, se trata de estar preparados para la transformación digital. En los seguros, se
trata de estar preparados para los litigios que se avecinan. En la automotriz, se trata de
estar preparados para el próximo acortamiento de las cadenas de suministro. En el
sector eléctrico, se trata de estar preparados para la inevitable transición energética. Los
desafíos son los mismos en cada sector, y solo las empresas más resilientes y mejor
preparadas de cada uno de ellos serán capaces de «diseñar» un buen resultado.
Debido a la naturaleza de su actividad, cuando ocurre una crisis económica, los
bancos tienden a encontrarse en el epicentro de la tormenta. Con la COVID-19, el riesgo
duplicó su intensidad. Primero, los bancos han de prepararse para la posibilidad de que
la crisis de liquidez de los consumidores se transforme en una gran crisis de solvencia
corporativa, en cuyo caso se pondrá seriamente a prueba su resiliencia. Segundo, han de
adaptarse al modo en que la pandemia desafía los hábitos bancarios tradicionales, una
forma diferente de resiliencia que requiere mayores capacidades de adaptación. El
primer riesgo pertenece a la categoría de riesgos financieros «tradicionales», para los
que los bancos han tenido años para prepararse. Se está gestionando por medio de
amortiguadores de capital y liquidez que tienen que ser lo suficientemente robustos
como para soportar un choque importante. En el caso de la crisis de COVID-19, el test
de resiliencia vendrá cuando el volumen de préstamos dudosos comience a aumentar.
La situación es completamente diferente en la segunda categoría de riesgos. Casi de la
noche a la mañana, los bancos minoristas, comerciales y de inversión se enfrentaron a la
situación (a menudo) inesperada de tener que posicionarse en línea. La imposibilidad
de conocer en persona a colegas, clientes u homólogos negociantes, la necesidad de
realizar pagos sin contacto y el llamamiento de los reguladores a utilizar la banca en
línea y el comercio en línea en condiciones de teletrabajo... todos estos factores
implicaban que todo el sector bancario tenía que avanzar hacia la banca digital de un
plumazo. La COVID-19 ha obligado a todos los bancos a acelerar una transformación
digital que ha llegado para quedarse y que ha intensificado los riesgos de
ciberseguridad (que podrían tener a su vez implicaciones para la estabilidad sistémica si
no se mitigan adecuadamente). Quienes se han quedado atrás y han perdido el tren de
alta velocidad digital encontrarán grandes dificultades para adaptarse y sobrevivir.
En el sector de los seguros, se han realizado muchas reclamaciones diferentes por
causa de la COVID-19 a diversos tipos de seguros de hogar y comerciales, como los de
fincas comerciales y lucro cesante, viajes, vida, salud y responsabilidad civil (por
ejemplo, los seguros de indemnización por baja laboral o los seguros de responsabilidad
civil para prácticas laborales). La pandemia entraña un riesgo concreto para el sector
seguros porque su existencia y su funcionamiento se basan en el principio de
diversificación de riesgos, que efectivamente quedó suprimido cuando los gobiernos
decidieron imponer un confinamiento. Por esta razón, cientos de miles de empresas de
todo el mundo han visto denegadas sus reclamaciones y se enfrentan a meses (si no
años) de litigios o a la ruina. En mayo de 2020, el sector seguros calculó que la
pandemia podría costarle más de 200.000 millones EUR, por lo que sería uno de los
hechos más caros de la historia para este sector (el coste aumentará si los
confinamientos se prolongan más allá del período estimado cuando se realizó el
pronóstico). Para el sector seguros, el desafío tras la COVID-19 consistirá en satisfacer
las necesidades de protección de sus clientes a medida que vayan evolucionando
mediante la generación de una mayor resiliencia a una gran variedad de crisis
catastróficas potencialmente «no asegurables», como las pandemias, los episodios
meteorológicos extremos, los ciberataques y el terrorismo. Y tendrá que hacerlo
moviéndose en un entorno de tipos de interés bajísimos mientras se prepara para los
litigios que se anticipan y la posibilidad de reclamaciones y pérdidas sin precedentes.
En los últimos años, la industria automotriz ha tenido que soportar un creciente
chaparrón de problemas, desde la incertidumbre comercial y geopolítica, la
disminución de las ventas y las sanciones por las emisiones de CO 2 hasta la rápida
evolución de la demanda de los clientes y las distintas facetas de la creciente
competencia en materia de movilidad (vehículos eléctricos, coches autónomos o
movilidad compartida). La pandemia ha agravado estos problemas al incrementar la ya
considerable incertidumbre que enfrenta la industria, en particular con respecto a las
cadenas de suministro. En las primeras fases del brote, la escasez de componentes
chinos afectó negativamente a la producción mundial de automóviles. En los próximos
meses y años, la industria tendrá que repensar toda su organización y sus formas de
operar en un contexto de cadenas de suministro reducidas y una probable caída en las
ventas de vehículos.
A lo largo de las sucesivas etapas de la pandemia, y en particular durante los
confinamientos, el sector eléctrico desempeñó un papel esencial al permitir que la
mayor parte del mundo mantuviese su actividad de forma digital, que funcionasen los
hospitales y que todas las industrias esenciales operasen con normalidad. A pesar de los
considerables desafíos que presentan las ciberamenazas y los cambios en los patrones
de demanda, la electricidad aguantó, lo que demuestra su resiliencia a las crisis. En el
futuro, el sector eléctrico tendrá que aceptar el desafío que supone acelerar su transición
energética. La combinación de inversiones en infraestructuras energéticas progresivas
(como energías renovables, tuberías de hidrógeno y redes de carga de vehículos
eléctricos) y la reconstrucción del clúster industrial (como la electrificación de la energía
requerida para la producción química) podría facilitar la recuperación económica
(mediante la creación de empleo y actividad económica), aumentando al mismo tiempo
la resiliencia general del sector energético en términos de producción de energías
limpias.
*****
El reinicio micro obligará a todas las empresas de cada industria a experimentar con
nuevas formas de hacer negocios, de trabajar y de funcionar. Quienes se sientan
tentados a volver a las viejas formas de hacer las cosas fracasarán. Quienes se adapten
con agilidad e imaginación, acabarán por utilizar la crisis de la COVID-19 en su favor.
3. REINICIO INDIVIDUAL
Al igual que con los efectos macro y micro, la pandemia tendrá consecuencias
profundas y diversas para todos nosotros a título individual. Para muchos, ya han sido
demoledoras. Hasta la fecha, la COVID-19 ha obligado a la mayoría de la gente de todo
el mundo a aislarse de sus familiares y amigos, ha desbaratado por completo sus planes
personales y profesionales, y ha debilitado profundamente su sensación de seguridad
económica y, en ocasiones, también psicológica y física. Para todos ha sido un
recordatorio de la fragilidad intrínseca del ser humano, de nuestras flaquezas y
nuestros defectos. Esta percepción, junto con el estrés causado por los confinamientos y
la profunda sensación de incertidumbre sobre lo que vendrá después, podría cambiar,
si bien de manera subrepticia, nuestra forma de ser y de relacionarnos con otras
personas y con nuestro mundo. Para algunos, lo que comienza como un cambio puede
terminar como un reinicio individual.
3.1. Redefinir nuestra humanidad
3.1.1. Lo mejor de nosotros mismos... o no
Los psicólogos señalan que la pandemia, como la mayoría de los acontecimientos
transformadores, tiene la capacidad de sacar lo mejor y lo peor de nosotros. Ángeles o
demonios: ¿qué hemos demostrado hasta ahora?
A primera vista, parecía que la pandemia podía unir a la gente. En marzo de 2020,
las imágenes de Italia, el país más afectado en ese momento, transmitían la impresión
de que el «esfuerzo de guerra» colectivo era uno de los pocos aspectos inesperadamente
positivos que había tenido la catástrofe de COVID-19 que estaba devorando el país.
Cuando toda la población se confinó en sus casas, hubo innumerables ejemplos de que,
a consecuencia de ello, la gente no solo tenía más tiempo para los demás, sino que
también parecía conducirse con más amabilidad. Las válvulas de escape de esta mayor
sensibilidad colectiva fueron desde cantantes de ópera famosos que actuaban para sus
vecinos desde su balcón hasta un ritual nocturno de la población en reconocimiento de
los trabajadores sanitarios (un fenómeno que se extendió a casi toda Europa), así como
diversos actos de ayuda mutua y apoyo para quienes lo necesitaran. En cierto sentido,
Italia abrió el camino y, desde entonces, durante todo el período de confinamiento y en
todo el mundo, ha habido ejemplos comparables y generalizados de extraordinaria
solidaridad personal y social. En todas partes, los sencillos actos de amabilidad,
generosidad y altruismo parecían convertirse en la norma. Si hablamos de valores, los
conceptos de cooperación, las ideas comunitarias, el sacrificio del interés propio por el
bien común y los cuidados pasaron al primer plano. Por el contrario, las
manifestaciones de poder, popularidad y prestigio individual estaban mal vistas,
eclipsando incluso el atractivo de los «ricos y famosos», que se desvaneció a medida
que avanzaba la pandemia. Un comentarista observó que el coronavirus tuvo el efecto
de «desmontar rápidamente el culto a la fama», una característica clave de nuestra
modernidad, y señaló: «El sueño de la movilidad de clases se disipa cuando la sociedad
se cierra, la economía se atasca, el recuento de muertos sube y el futuro de cada persona
queda congelado, ya sea en el interior de un apartamento atestado o de una gran
mansión. La diferencia entre ambas cosas nunca ha resultado más evidente» [141]. La
diversidad de observaciones de este tipo ha llevado no solo a los analistas sociales sino
también a la ciudadanía en general a reflexionar sobre si la pandemia ha logrado sacar
lo mejor de nosotros y, con ello, impulsar la búsqueda de un fin más elevado. Se han
suscitado muchas preguntas, como por ejemplo: ¿podría la pandemia hacernos mejores
y mejorar el mundo?; ¿irá seguida de un cambio de valores?; ¿estaremos más dispuestos
a cultivar nuestros lazos humanos y nos preocuparemos más por mantener nuestros
contactos sociales? En pocas palabras: ¿seremos más atentos y compasivos?
Si hemos de guiarnos por la historia, las catástrofes naturales, como los huracanes y
los terremotos, unen a las personas, mientras que las pandemias hacen lo contrario: las
separan. La razón podría ser la siguiente: ante una catástrofe natural repentina, violenta
y a menudo breve, las poblaciones se unen y tienden a recuperarse con relativa rapidez.
Por el contrario, las pandemias son situaciones más duraderas y prolongadas en el
tiempo que a menudo provocan un creciente sentimiento de desconfianza (frente a los
demás) que nace de un miedo primario a la muerte. Psicológicamente, la consecuencia
más importante de la pandemia es que genera un impresionante grado de
incertidumbre que a menudo se convierte en fuente de ansiedad. No sabemos qué
traerá el mañana (¿habrá otra ola de COVID-19?, ¿afectará a mis seres queridos?,
¿conservaré mi empleo?) y esa falta de seguridad nos incomoda y preocupa. Como
seres humanos, queremos certezas; de ahí la necesidad de un «cierre cognitivo»,
cualquier cosa que pueda ayudar a eliminar la incertidumbre y la ambigüedad que
paralizan nuestra capacidad de funcionar «normalmente». En el contexto de una
pandemia, los riesgos son complejos, difíciles de comprender y en gran medida
desconocidos. Enfrentados a esta situación, es más probable que nos centremos en
nosotros mismos en lugar de considerar las necesidades de los demás, como tiende a
ocurrir con las catástrofes naturales repentinas (o no) (y de hecho en sentido contrario a
las primeras impresiones generales transmitidas por los medios de comunicación). Esto
a su vez se convierte en fuente de profunda vergüenza, un sentimiento clave que
impulsa las actitudes y las reacciones de la gente durante las pandemias. La vergüenza
es una emoción moral que equivale a sentirse mal: un sentimiento incómodo que
mezcla arrepentimiento, odio a uno mismo y un vago sentido de «deshonor» por no
estar haciendo lo «correcto». La vergüenza ha sido descrita y analizada en innumerables
novelas y textos literarios sobre epidemias históricas. Puede adoptar formas tan
radicales y horrendas como la de unos padres que abandonan a sus hijos a su suerte. Al
principio de El decamerón, una serie de novelas que cuentan la historia de un grupo de
hombres y mujeres refugiados en una villa mientras la peste negra asolaba Florencia en
1348, Boccaccio escribe que: «los padres y madres procuraban no atender y visitar a los
hijos, como si no fuesen suyos». En la misma línea, numerosos relatos literarios de
pandemias pasadas, desde el Diario del año de la peste de Defoe hasta Los novios de
Manzoni, describen con frecuencia como el temor a la muerte acaba por imponerse a
todas las demás emociones humanas. En todas las situaciones, las personas se ven
obligadas a tomar decisiones para salvar su propia vida que producen una profunda
vergüenza debido al egoísmo de su elección final. Afortunadamente, siempre hay
excepciones tan conmovedoras como las que pudimos ver durante la COVID-19, por
ejemplo entre el personal médico y de enfermería que actuó en multitud de ocasiones
demostrando un valor y compasión muy por encima de su deber profesional. Pero
parece tratarse solo de eso... ¡de excepciones! En su libro The Great Influenza [142], que
analiza los efectos de la gripe española en Estados Unidos al final de la Primera Guerra
Mundial, el historiador John Barry relata que los trabajadores sanitarios no podían
encontrar suficientes voluntarios para ayudarles. Cuanto más virulenta se volvía la
gripe, menos personas estaban dispuestas a colaborar. El sentimiento colectivo de
vergüenza que esto produjo podría ser una de las razones por las que nuestro
conocimiento general sobre la pandemia de 1918-1919 es tan escaso, a pesar de que solo
en Estados Unidos causó 12 veces más muertos que la propia guerra. Quizás ello
también explique por qué hasta la fecha se han escrito tan pocos libros u obras de teatro
al respecto.
Los psicólogos dicen que el cierre cognitivo a menudo requiere planteamientos en
blanco y negro y soluciones simplistas [143]: esto es terreno abonado para teorías de la
conspiración y para la propagación de rumores, noticias falsas, infundios y otras ideas
perniciosas. En un contexto de este tipo, buscamos liderazgo, autoridad y claridad, de
modo que la cuestión clave es cómo saber en quién podemos confiar (dentro de nuestra
comunidad inmediata y entre nuestros líderes). En consecuencia, igualmente clave es lo
contrario: de quién debemos desconfiar. En circunstancias estresantes, la cohesión y la
unidad adquieren mayor atractivo, y esto nos lleva a unirnos en torno a nuestro clan o
nuestro grupo y a ser en general más sociables dentro de él, pero no fuera de él. Parece
natural que aumente nuestra sensación de vulnerabilidad y fragilidad, al igual que
nuestra dependencia de quienes nos rodean, como en el caso de un bebé o una persona
que no goza de buena salud. Se fortalece el apego a nuestras personas más allegadas,
con un renovado aprecio por todos aquellos a quienes amamos: familiares y amigos.
Pero esto tiene un lado oscuro. También aumentan los sentimientos patrióticos y
nacionalistas, y entran en juego inquietantes consideraciones religiosas y étnicas. Al
final, esta mezcla tóxica saca lo peor de nosotros como grupo social. Orhan Pamuk
(autor turco que recibió el Premio Nobel de Literatura en 2006 y cuya última novela,
Noches de peste, se publicará a finales de 2020) relata cómo la gente siempre ha
respondido a las epidemias difundiendo rumores e información falsa y tildando la
enfermedad de extranjera y traída con malévolas intenciones. Esta actitud nos lleva a
buscar un chivo expiatorio —la característica común a todos los brotes epidémicos a lo
largo de la historia— y es la razón por la cual «los estallidos inesperados e
incontrolables de violencia, rumores, pánico y rebelión son comunes a todos los relatos
de epidemias de peste desde el Renacimiento» [144]. Y agrega Pamuk: «La historia y la
literatura de las plagas nos muestran que la intensidad del sufrimiento, del miedo a la
muerte, del temor metafísico y del sentido de lo extraño que experimenta la población
afectada determina también la hondura de su ira y descontento político».
La pandemia de COVID-19 ha demostrado de forma inequívoca que vivimos en un
mundo interconectado y que, sin embargo, adolece en gran medida de falta de
solidaridad entre naciones y, a menudo, incluso dentro de cada nación. A lo largo de los
períodos de confinamiento, se han visto ejemplos notables de solidaridad personal, así
como ejemplos contrarios de comportamientos egoístas. A escala global, la virtud de
ayudarse mutuamente ha brillado por su ausencia, pese a la evidencia antropológica de
que lo que nos distingue como seres humanos es la capacidad de cooperar entre
nosotros y crear así algo mayor y más grande que nosotros mismos. ¿Hará la COVID-19
que los ciudadanos se vuelvan introvertidos, o alimentará su sentido innato de la
empatía y la colaboración, animándoles a mostrar mayor solidaridad? Los ejemplos de
anteriores pandemias no son muy esperanzadores, pero esta vez hay una diferencia
fundamental: existe una conciencia colectiva de que, sin una mayor colaboración, no
podremos resolver los desafíos globales a los que nos enfrentamos como colectivo.
Dicho de la forma más sencilla posible: si no colaboramos como seres humanos para
hacer frente a nuestros desafíos existenciales (el medio ambiente y la caída libre de la
gobernanza global, entre otros), estamos condenados. Por lo tanto, no tenemos más
remedio que sacar lo mejor de nosotros mismos.
3.1.2. Opciones morales
La pandemia nos ha obligado a todos, ciudadanos y responsables políticos por igual,
voluntariamente o no, a entrar en un debate filosófico sobre cómo alcanzar el máximo
bien común de la manera menos perjudicial posible. En primer lugar, nos ha hecho
reflexionar más profundamente sobre el verdadero significado del bien común. El bien
común es lo que beneficia a la sociedad en su conjunto, pero ¿cómo decidimos
colectivamente qué es lo mejor para nosotros como comunidad? ¿Se trata de preservar
el crecimiento del PIB y la actividad económica a toda costa para intentar evitar que
aumente el desempleo? ¿Se trata de cuidar a los miembros más frágiles de nuestra
comunidad y hacer sacrificios mutuos? ¿Se trata de algo intermedio y, si es así, qué
equilibrios habrá que hacer? Algunas escuelas de pensamiento filosófico, como el
libertarismo (para el cual la libertad individual es lo más importante) y el utilitarismo
(para el cual es más lógico buscar el mejor resultado para el mayor número de personas)
pueden incluso cuestionar que el bien común sea una causa por la que valga la pena
luchar, pero ¿es posible resolver los conflictos entre teorías morales contrapuestas? La
pandemia ha llevado el debate a ebullición, con furiosos argumentos entre los bandos
contrarios. Muchas decisiones calificadas de «frías» y racionales, motivadas
exclusivamente por consideraciones económicas, políticas y sociales, están de hecho
profundamente influenciadas por la filosofía moral: el esfuerzo por encontrar una teoría
que sea capaz de explicar lo que debemos hacer. En realidad, casi todas las decisiones
relacionadas con la mejor forma de gestionar la pandemia podrían replantearse como
una opción ética, lo que refleja que, en casi todos los casos, las prácticas humanas se
basan en consideraciones morales. ¿Debo dar a quienes no tienen nada y mostrar
empatía con quienes no opinan como yo? ¿Está bien mentir al público por un bien
mayor? ¿Es aceptable no ayudar a mis vecinos contagiados de COVID-19? ¿Debo
despedir a algunos empleados en la esperanza de mantener mi negocio a flote para los
demás? ¿Está bien escaparme a mi casa de vacaciones para estar más seguro y cómodo
o debería ofrecérsela a alguien que la necesite más que yo? ¿Debo saltarme la orden de
confinamiento para ayudar a un amigo o familiar? Cada decisión, grande o pequeña,
tiene un componente ético, y la forma en que respondemos a todas estas preguntas es lo
que finalmente nos permite aspirar a una vida mejor.
Como todas las nociones de filosofía moral, la idea del bien común es esquiva y
discutible. Desde que comenzó la pandemia, ha provocado encendidos debates sobre si
debemos aplicar un cálculo utilitario para intentar controlar la pandemia o apegarnos al
sacrosanto principio de la santidad de la vida.
Nada hace que cristalice la cuestión de la opción ética como el debate que se
desencadenó durante los confinamientos iniciales acerca del dilema entre salud pública
y el crecimiento económico. Como ya hemos dicho, casi todos los economistas han
desmentido el mito de que la economía pueda salvarse sacrificando algunas vidas pero,
con independencia del criterio de estos expertos, el debate ha continuado con
argumentos a favor y en contra. En Estados Unidos en particular, pero no
exclusivamente, algunos responsables políticos plantearon la idea de que era justificable
dar prioridad a la economía por encima de la vida, apoyando así una opción política
que habría sido inimaginable en Asia o Europa, donde hacer este tipo de
pronunciamientos habría sido tanto como suicidarse políticamente (esta percepción
probablemente explique por qué el primer ministro británico Boris Johnson se echó
atrás rápidamente tras abogar en un principio por la inmunidad colectiva, a menudo
señalada por los expertos y los medios de comunicación como un ejemplo de
darwinismo social). La priorización de la actividad económica sobre la vida tiene una
larga tradición, desde los comerciantes de Siena durante la peste negra hasta los de
Hamburgo, que intentaron ocultar el brote de cólera de 1892. Sin embargo, parece casi
incongruente que se mantenga en la actualidad, con todo el conocimiento médico y los
datos científicos que tenemos a nuestra disposición. El argumento planteado por
algunos grupos como Americans for Prosperity es que las recesiones matan. Aunque no
cabe duda de que esto es cierto, es un hecho que tiene su origen en decisiones políticas
basadas en consideraciones éticas. En Estados Unidos, es verdad que las recesiones
matan a mucha gente porque la ausencia o las limitaciones de cualquier tipo de red de
protección social son potencialmente fatales. ¿Cómo es esto posible? Cuando los
ciudadanos pierden su empleo sin ayudas del Estado y sin seguro de salud, tienden a
«morir de desesperación» a causa de suicidios, sobredosis de drogas y alcoholismo,
como demuestra el exhaustivo estudio realizado por Anne Case y Angus Deaton [145]. Las
recesiones económicas también provocan muertes fuera de Estados Unidos, pero las
opciones políticas relativas al seguro de salud y a la protección de los trabajadores
pueden hacer que el número sea considerablemente inferior. Al final, se trata de una
opción moral: priorizar las cualidades del individualismo o aquellas que favorecen el
destino de la comunidad. Es una opción individual y colectiva (que se puede expresar a
través de una elección), pero el ejemplo de la pandemia demuestra que a las sociedades
altamente individualistas no se les da muy bien expresar solidaridad [146].
En la era inmediatamente posterior a la pandemia, después de la primera ola de
principios de 2020 y en un momento en que muchas economías de todo el mundo están
cayendo en profundas recesiones, la perspectiva de un confinamiento más severo
parece políticamente inconcebible. Ni los países más ricos pueden «permitirse» un
encierro indefinido, ni siquiera un año o algo así. Las consecuencias serían terribles,
especialmente en lo que respecta al desempleo, y dejarían secuelas dramáticas para las
personas más pobres de la sociedad y para el bienestar individual en general. Como lo
expresó el economista y filósofo Amartya Sen: «La presencia de la enfermedad mata y la
ausencia de medios de vida también mata» [147]. Por lo tanto, ahora que se ha extendido la
capacidad de realizar pruebas y rastrear contactos, muchas decisiones individuales y
colectivas implicarán la necesidad de realizar complejos análisis de coste-beneficio e
incluso a veces un cálculo utilitario «cruel». Cada decisión política se convertirá en un
compromiso extremadamente delicado entre salvar tantas vidas como sea posible y
permitir que la economía funcione al máximo posible. Los bioeticistas y los filósofos
morales discuten a menudo sobre si se deberían contar los años de vida perdidos o
salvados, además de las muertes que se han producido o que podrían haberse evitado.
Peter Singer, profesor de bioética y autor de Salvar una vida, es una voz destacada entre
quienes se suman a la teoría de que debemos tener en cuenta el número de años de vida
perdidos, no solo el número de vidas perdidas. Y ofrece el siguiente ejemplo: en Italia,
la edad media de las personas muertas por COVID-19 es de casi 80 años, lo que podría
llevarnos a plantear la siguiente pregunta: ¿cuántos años de vida se perdieron en Italia,
considerando que muchas de las personas que murieron a causa del virus no solo eran
ancianos sino que también tenían patologías previas? Algunos economistas calculan
que los italianos perdieron quizás unos tres años de vida por término medio, un
resultado muy diferente de los 40 o 60 años de vida que se pierden cuando mueren gran
cantidad de jóvenes en una guerra [148].
La finalidad de este ejemplo es la siguiente: en la actualidad, prácticamente todo el
mundo en todo el mundo tiene una opinión sobre si el confinamiento en su país fue
demasiado severo o no lo suficientemente severo, si debió acortarse o prolongarse, si
fue apropiado imponerlo o no, o si se hizo cumplir debidamente o no, planteando a
menudo el tema como un «hecho objetivo». En realidad, todos estos juicios y
pronunciamientos que emitimos constantemente están determinados por
consideraciones éticas subyacentes que son eminentemente personales. En pocas
palabras, lo que exponemos como hechos u opiniones son opciones morales que la
pandemia ha dejado al descubierto. Se plantean en nombre de lo que creemos que es
correcto o incorrecto y, por lo tanto, nos definen. Baste un sencillo ejemplo para ilustrar
el argumento: la OMS y la mayoría de las autoridades sanitarias nacionales
recomiendan que llevemos mascarilla en público. Lo que se ha planteado como una
necesidad epidemiológica y una sencilla medida de mitigación de riesgos se ha
convertido en un campo de batalla político. En Estados Unidos y también (aunque no
tanto) en otros países, la decisión de llevar mascarilla o no ha adquirido una carga
política, ya que se considera una violación de la libertad personal. Pero al margen de la
declaración política, negarse a llevar mascarilla en público es una opción moral, como lo
es de hecho la decisión de llevarla. ¿Nos dice esto algo de los principios morales en los
que se sustentan nuestras opciones y decisiones? Probablemente sí.
La pandemia también nos ha forzado a considerar (o reconsiderar) la importancia
crítica de lo justo, un concepto muy subjetivo pero esencial para la armonía social. El
planteamiento de la justeza nos recuerda que algunas de las premisas más básicas que
establecemos en economía incorporan un elemento moral. Por ejemplo, ¿deberían
tenerse en cuenta la justeza o la justicia en la consideración de las leyes de la oferta y la
demanda? ¿Y qué nos dice la respuesta acerca de nosotros mismos? Este problema
moral por antonomasia pasó al primer plano durante la fase más aguda de la pandemia
a principios de 2020, cuando comenzó a haber escasez de algunos artículos de primera
necesidad (como el aceite o el papel higiénico) y suministros críticos para hacer frente a
la COVID-19 (como mascarillas y respiradores mecánicos). ¿Cuál era la respuesta
correcta? ¿Dejar que las leyes de la oferta y la demanda actuasen por sí solas para que
los precios subieran lo suficiente y equilibrasen el mercado? ¿O más bien regular la
demanda o incluso los precios durante algún tiempo? En un famoso artículo escrito en
1986, Daniel Kahneman y Richard Thaler (que posteriormente recibirían el Premio
Nobel de Economía) exploraron este tema y concluyeron que la subida de los precios en
una emergencia es simplemente inaceptable desde el punto de vista social porque se
percibirá como algo injusto. Algunos economistas pueden alegar que la subida de los
precios provocada por la oferta y la demanda es eficaz en la medida en que es un factor
disuasorio de las compras de pánico, pero la mayoría de la gente consideraría que este
problema tiene poco que ver con la economía y más con un sentimiento de justeza y,
por tanto, de juicio moral. La mayoría de las empresas entienden esto: subir el precio de
un bien necesario en una situación tan extrema como una pandemia, especialmente si se
trata de una mascarilla o de gel desinfectante para las manos, no solo es ofensivo, sino
que va en contra de lo que se considera moral y socialmente aceptable. Por esta razón,
Amazon prohibió las subidas abusivas de precios en su portal web, y las grandes
cadenas minoristas no respondieron a la escasez elevando el precio de los productos,
sino limitando la cantidad que cada cliente podía comprar.
Es difícil saber si estas consideraciones morales constituyen un reinicio, y si tendrán
un efecto duradero en nuestras actitudes y comportamientos con posterioridad al
coronavirus. Como mínimo, cabe suponer que ahora somos individualmente más
conscientes del hecho de que nuestras decisiones están impregnadas de valores y
basadas en opciones morales. De ello se desprendería que si en el futuro (siendo este
«si» un gran condicionante) abandonamos la postura del interés propio que contamina
muchas de nuestras interacciones sociales, puede que prestemos más atención a
cuestiones como la inclusión y la justeza. Oscar Wilde ya puso de relieve este problema
en 1892, cuando definió a un cínico como «un hombre que conoce el precio de todo y el
valor de nada».
3.2. Salud mental y bienestar
Hace años que una epidemia de salud mental se ha extendido por buena parte del
mundo. La pandemia ya la ha empeorado y continuará haciéndolo. La mayoría de los
psicólogos (y ciertamente todos aquellos con los que hemos hablado) parecen coincidir
con el criterio expresado en mayo de 2020 por uno de sus homólogos: «La pandemia ha
tenido un efecto devastador en la salud mental» [149].
A diferencia de las enfermedades físicas, las personas con problemas de salud
mental sufren a menudo heridas que no son apreciables a simple vista salvo para un
profesional. Sin embargo, en la última década, los especialistas han observado una
explosión de problemas de salud mental que van desde la depresión y el suicidio hasta
la psicosis y los trastornos adictivos. En 2017, se calculó que 350 millones de personas
de todo el mundo padecían depresión. En ese momento, la OMS predijo que la
depresión se convertiría en la segunda causa de la carga de morbilidad en 2020 y que
superaría a la cardiopatía isquémica como primera causa en 2030. Ese mismo año, el
CDC de Estados Unidos calculó que más del 26 % de las personas adultas sufrían
depresión. Aproximadamente una de cada veinte presenta síntomas entre moderados y
severos. También predijo que el 25 % de los adultos estadounidenses sufrirían
enfermedades mentales durante el año y que casi el 50 % desarrollarían al menos una
enfermedad mental a lo largo de su vida [150]. En la mayoría de los países del mundo se
registran cifras y tendencias similares (pero tal vez no tan severas). En el entorno
laboral, el tema de la salud mental se ha convertido en uno de los grandes «elefantes en
la habitación». La epidemia de estrés, depresión y ansiedad relacionados con el trabajo
parece empeorar constantemente. Un ejemplo revelador es el Reino Unido, donde el
estrés, la depresión y la ansiedad representaron más de la mitad (57 %) de los días de
trabajo perdidos en 2017 y 2018 a causa de problemas de salud [151].
Para muchas personas, las vivencias de la pandemia de COVID-19 supondrán un
trauma personal. Las cicatrices que dejará pueden durar años. Para empezar, en los
primeros meses del brote, era demasiado fácil ser víctima de los sesgos de
disponibilidad y notoriedad. Estos dos atajos mentales nos hicieron obsesionarnos y
cavilar sobre la pandemia y sus peligros (la disponibilidad nos hace confiar en ejemplos
inmediatos que se nos ocurren cuando evaluamos algo y la notoriedad nos predispone a
centrarnos en cosas que son más destacadas o emocionalmente impactantes). Durante
meses, la COVID-19 fue prácticamente la única noticia, y era inevitable que las noticias
fueran casi siempre malas. Incesantes informes de muertes, casos de contagio y todas
las demás cosas que podrían ir mal, junto con imágenes de una gran carga emocional,
hicieron que nuestra imaginación colectiva se desbocase con preocupaciones por
nosotros mismos y por nuestros seres queridos más allegados. Este ambiente tan
alarmante tuvo efectos desastrosos para nuestro bienestar mental. Además, la ansiedad
amplificada por los medios de comunicación puede ser muy contagiosa. Todo esto
alimentó una realidad que para muchos equivalía a una tragedia personal, ya estuviese
definida por el impacto económico de la pérdida de ingresos y empleos o por el impacto
emocional de la violencia doméstica, sentimientos agudos de aislamiento y soledad o la
imposibilidad de llorar debidamente la muerte de seres queridos.
Los humanos somos seres intrínsecamente sociales. El compañerismo y las
interacciones sociales son componentes vitales de nuestra humanidad. Si se nos priva
de ellos, sentimos que nuestra vida se ha trastornado. Las relaciones sociales quedan en
gran parte destruidas por las medidas de confinamiento y distanciamiento físico o
social y, en el caso de los confinamientos debidos a la COVID-19, esto ocurrió en un
momento de ansiedad agudizada, cuando más las necesitábamos. Los rituales que son
connaturales a nuestra condición humana (apretones de manos, abrazos, besos y
demás) fueron suprimidos. El resultado fue soledad y aislamiento. Por ahora, no
sabemos ni si podremos recuperar por completo nuestra antigua forma de vida ni
cuándo ocurrirá eso. En cualquier fase de la pandemia, pero especialmente hacia el final
de los confinamientos, el desasosiego mental sigue siendo un riesgo, incluso ya pasado
el período de estrés agudo... algo que los psicólogos han llamado el «fenómeno del
tercer trimestre» [152], en referencia a las personas que viven aisladas durante un período
prolongado de tiempo (como exploradores polares o astronautas): tienden a
experimentar problemas y tensiones hacia el final de su misión. Al igual que estas
personas, pero a escala planetaria, nuestro sentido colectivo de bienestar mental ha
sufrido un golpe muy severo. Tras superar la primera ola, ahora estamos anticipando
otra que puede venir o no, y corremos el riesgo de que esta mezcla emocional tóxica
genere un estado de angustia colectiva. La imposibilidad de hacer planes o de participar
en determinadas actividades que solían ser parte de nuestra vida normal y fuente vital
de placer (como visitar a familiares y amigos en el extranjero, planificar el próximo
trimestre en la universidad o presentarnos a un nuevo puesto de trabajo) puede
dejarnos confundidos y desmoralizados. Para muchas personas, la presión y el estrés de
los dilemas inmediatos que siguieron al final de los confinamientos durarán meses. ¿Es
seguro usar el transporte público? ¿Es demasiado arriesgado ir a uno de mis
restaurantes favoritos? ¿Es apropiado visitar a un familiar o amigo anciano? Durante
mucho tiempo, estas decisiones tan banales estarán contaminadas por una sensación de
temor, especialmente en personas vulnerables debido a su edad o estado de salud.
En el momento de escribir este libro (junio de 2020), no es posible cuantificar ni
evaluar de forma generalizada el impacto de la pandemia en términos de salud mental,
pero sí conocemos sus líneas generales. En síntesis: 1) las personas con patologías
mentales previas, como la depresión, sufrirán cada vez más trastornos de ansiedad; 2)
las medidas de distanciamiento social, incluso después de que se hayan revertido,
habrán empeorado los problemas de salud mental; 3) en muchas familias, la pérdida de
ingresos derivada del desempleo causará el fenómeno de «muerte por desesperación»;
4) la violencia doméstica y el maltrato, especialmente contra mujeres y niños,
aumentarán mientras dure la pandemia; y 5) los niños y las personas «vulnerables» —
personas bajo tutela, personas socioeconómicamente desfavorecidas y personas
discapacitadas que necesitan un nivel de apoyo superior a la media— correrán un
especial riesgo de mayor sufrimiento psicológico. Veamos a continuación un análisis
más detallado.
Para muchos, los primeros meses de la pandemia se caracterizaron por una
explosión de problemas mentales que continuarán después de la pandemia. En marzo
de 2020 (al inicio de la pandemia), un grupo de investigadores publicó un estudio en
The Lancet que determinó que las medidas de confinamiento produjeron una serie de
consecuencias graves para la salud mental, como trauma, ira o confusión [153]. Aunque
hayan evitado los problemas de salud mental más graves, una gran parte de la
población mundial seguramente ha sufrido estrés en diverso grado. En primer lugar, los
problemas inherentes a la respuesta al coronavirus (reclusión, aislamiento o angustia) se
agravarán en aquellas personas ya propensas a padecer trastornos de salud mental.
Algunos capearán el temporal, pero en ciertas personas, un diagnóstico de depresión o
ansiedad podría convertirse en un episodio clínico agudo. También hay un número
importante de personas que presentaron por primera vez síntomas de un trastorno
grave del estado de ánimo, como manía, signos de depresión y diversas experiencias
psicóticas. Todo esto fue provocado por hechos relacionados directa o indirectamente
con la pandemia y los confinamientos, como el aislamiento y la soledad, el miedo a
contraer la enfermedad, la pérdida del puesto de trabajo, el duelo y la preocupación por
los familiares y amigos. En mayo de 2020, el director clínico de salud mental del
Servicio Nacional de Salud de Inglaterra declaró ante una comisión parlamentaria que
«la demanda de atención de salud mental aumentaría “de forma significativa” cuando
finalizase el confinamiento y que habría personas que necesitarían tratamiento por
trauma durante años» [154]. No hay motivo para pensar que la situación vaya a ser muy
diferente en otros lugares.
La violencia doméstica ha aumentado durante la pandemia. Sigue siendo difícil
determinar este incremento con precisión debido a la gran cantidad de casos que no se
denuncian, pero no obstante está claro que el aumento de incidencias tiene su origen en
la ansiedad y la incertidumbre económica. Con los confinamientos, se combinaron
todos los elementos necesarios para que aumentase la violencia doméstica: aislamiento
de amigos, familiares y compañeros de trabajo, la proximidad física a una pareja
maltratadora (a menudo también sometida a un mayor estrés) que tiene la ocasión de
ejercer una vigilancia constante, y la inexistencia o escasez de oportunidades para
escapar. Las condiciones del encierro magnificaron los comportamientos abusivos ya
existentes, de modo que las víctimas y sus hijos tenían poco o ningún respiro fuera del
hogar. Las proyecciones del Fondo de Población de las Naciones Unidas indican que si
la violencia doméstica aumentase un 20 % durante los períodos de confinamiento, en
2020 habría 15 millones de casos adicionales de violencia conyugal en un encierro de
tres meses de duración media, 31 millones de casos en seis meses, 45 millones en nueve
meses y 61 millones si el período medio de confinamiento llegase a durar un año. Estas
son proyecciones globales, que incluyen a los 193 Estados miembros de las Naciones
Unidas, y que son representativas de los bajos niveles de denuncia que caracterizan a la
violencia de género. En total, habría que sumar otros 15 millones de casos de violencia
de género por cada tres meses de continuidad de un confinamiento [155]. Es difícil
predecir cómo evolucionará la violencia doméstica en la era posterior a la pandemia.
Las circunstancias adversas harán que sean más probable, pero en buena parte
dependerá de cómo controle cada país las dos vías que favorecen la violencia
doméstica: 1) la reducción de los esfuerzos de prevención y protección, los servicios
sociales y la asistencia; y 2) el aumento simultáneo en la incidencia de la violencia.
Esta sección concluye con un punto que puede parecer anecdótico, pero que ha
adquirido cierta relevancia en una época de incesantes reuniones en línea que podrían
continuar en el futuro previsible: ¿cómo afectan las conversaciones en vídeo al bienestar
mental? Durante los confinamientos, las conversaciones en vídeo fueron para muchos
un salvavidas personal y profesional, ya que nos permitieron mantener el contacto
humano, las relaciones a distancia y el contacto con nuestros colegas. Pero también han
generado un fenómeno de agotamiento mental, que se ha popularizado como «fatiga de
Zoom», aunque el problema es el mismo sea cual sea la interfaz de vídeo que se utilice.
Durante los confinamientos, se usaron tanto las pantallas y los vídeos con fines de
comunicación que se podría hablar de un nuevo experimento social a escala. La
conclusión es que a nuestros cerebros les resulta difícil y a veces desconcertante
mantener interacciones virtuales, sobre todo si dichas interacciones representan la
práctica totalidad de nuestros contactos personales y profesionales. Los seres humanos
somos animales sociales para quienes las numerosas pequeñas señales, a menudo no
verbales, que se producen normalmente durante las interacciones sociales físicas son
vitales para la comunicación y la comprensión mutua. Cuando hablamos con alguien en
persona, no solo nos concentramos en lo que dice, sino que también prestamos atención
a multitud de señales de infralenguaje que nos ayudan a entender el diálogo que
estamos manteniendo: ¿tiene nuestro interlocutor su parte inferior hacia nosotros o
girada?, ¿qué hacen sus manos?, ¿cuál es el tono de su lenguaje corporal general?,
¿cómo está respirando? En una conversación por vídeo es imposible interpretar estas
señales no verbales cargadas de sutiles significados, y nos vemos obligados a
concentrarnos exclusivamente en palabras y expresiones faciales que a veces se ven
alteradas por la calidad del vídeo. En una conversación virtual, no tenemos nada más
que un contacto visual intenso y prolongado, que fácilmente puede volverse
intimidatorio o incluso amenazador, especialmente cuando existe una relación
jerárquica. Este problema se ve magnificado por la vista de «galería», que es el riesgo de
que nuestro cerebro tenga problemas para mantener su visión central ante la gran
cantidad de personas a la vista. El número personas que somos capaces de descodificar
a la vez tiene un límite. Los psicólogos tienen una palabra para esto: «atención parcial
continua». Es como si nuestro cerebro intentara realizar varias tareas a la vez, por
supuesto en vano. Al final de la llamada, la constante búsqueda de señales no verbales
que no podemos encontrar simplemente abruma nuestro cerebro. Tenemos la sensación
de habernos quedado sin energía y con una sensación de profunda insatisfacción. Esto a
su vez afecta negativamente a nuestra sensación de bienestar mental.
El impacto de la COVID-19 ha generado toda una serie de problemas de salud
mental que afectan a un número mayor de ciudadanos, muchos de los cuales podrían
haberse evitado a corto plazo de no ser por la pandemia. Visto en estos términos, el
coronavirus ha reforzado —no reiniciado— los problemas de salud mental. Sin
embargo, lo que ha logrado la pandemia en el ámbito de la salud mental, como en
tantos otros, es acelerar una tendencia preexistente y, con ello, ha aumentado la
conciencia pública sobre la gravedad del problema. La salud mental, el factor individual
que más influye en el grado de satisfacción de las personas con su vida [156], estaba ya en
el radar de los responsables políticos. En la era pospandemia, estos problemas podrán
tener ahora la prioridad que merecen. Esto sería sin duda un reinicio vital.
3.3. Cambio de prioridades
Mucho se ha escrito sobre cómo la pandemia podría cambiarnos y cambiar nuestra
forma de pensar y actuar. Sin embargo, todavía estamos en los primeros días (ni
siquiera sabemos si la pandemia ha quedado atrás) y, a falta de datos e investigaciones,
todas las conjeturas sobre cómo seremos en el futuro no dejan de ser meras
especulaciones. No obstante, cabe prever que puedan producirse algunos cambios que
encajan con los problemas macro y micro que se analizan en este libro. La COVID-19
puede obligarnos a afrontar nuestros problemas interiores de maneras que no nos
hubiéramos planteado anteriormente. Podríamos empezar por hacernos algunas
preguntas fundamentales que nunca hubieran surgido sin la crisis y los confinamientos
y, de ese modo, reiniciar nuestro mapa mental.
Las crisis existenciales como la pandemia nos confrontan con nuestros propios
miedos y ansiedades y nos brindan grandes oportunidades para la introspección. Nos
obligan a plantear las preguntas que realmente importan y también pueden hacer que
seamos más creativos en nuestra respuesta. La historia demuestra que a menudo surgen
nuevas formas de organización individual y colectiva después de las depresiones
económicas y sociales. Ya hemos dado ejemplos de pandemias pasadas que cambiaron
radicalmente el curso de la historia. Las épocas de adversidad son a menudo buenos
tiempos para la innovación: es sabido que la necesidad es la madre de la invención. Esto
puede ser especialmente cierto en el caso de la pandemia de COVID-19, que a muchos
nos ha obligado a frenar y nos ha dado más tiempo para reflexionar, lejos del ritmo y el
frenesí del mundo «normal» (por supuesto, con la muy notable excepción de las
docenas de millones de heroicos trabajadores del sistema sanitario, tiendas de
comestibles y supermercados, y personas con hijos pequeños o a cargo de familiares
mayores o discapacitados que necesitan atención constante). Dado que nos ha
obsequiado con más tiempo, mayor quietud y mayor soledad (aunque esto último en
exceso pudo haber causado melancolía en algunos momentos), la pandemia nos ha
brindado la oportunidad de reflexionar en mayor profundidad sobre quiénes somos,
qué es lo verdaderamente importante y qué es lo que queremos, como individuos y
como sociedad. Este período de reflexión colectiva forzada podría acarrear un cambio
de comportamiento que, a su vez, provoque un replanteamiento más profundo de
nuestras creencias y convicciones. Esto podría llevar aparejado un cambio de
prioridades que, a su vez, modificaría nuestro enfoque de muchos aspectos de la vida
cotidiana: nuestra forma de socializar, cuidar de nuestros familiares y amigos, hacer
ejercicio, cuidar de nuestra salud, comprar, educar a nuestros hijos e incluso situarnos
en el mundo. Cada vez más, pueden plantearse preguntas obvias, como por ejemplo:
¿sabemos qué es lo importante?, ¿somos demasiado egoístas y egocéntricos?, ¿damos
demasiada prioridad y dedicamos demasiado tiempo a nuestra profesión?, ¿somos
esclavos del consumismo? En la era pospandemia, gracias al tiempo que algunos hemos
tenido para pensar, puede que nuestras respuestas hayan evolucionado con respecto a
cómo habrían sido antes de la pandemia.
Vamos a analizar, de manera arbitraria y sin exclusiones, algunos de estos cambios
cuya probabilidad —nos parece—, aunque no sea muy elevada, es no obstante mayor
de lo que se suele suponer.
3.3.1. La creatividad
Quizá sea un cliché decir que «lo que no nos mata nos hace más fuertes», pero
Friedrich Nietzsche tenía su parte de razón. No es que todos los que sobreviven a una
pandemia salgan de ella más fuertes, en absoluto. Sin embargo, algunas personas sí, con
acciones y logros que pueden parecer marginales en ese momento, pero que a posteriori
se aprecia que han tenido un impacto tremendo. Ser creativo ayuda. Al igual que estar
en el lugar correcto (por ejemplo, en la industria correcta) en el momento oportuno. No
cabe duda, por ejemplo, de que en los próximos años seremos testigos de una explosión
de creatividad entre las empresas emergentes y las nuevas iniciativas empresariales en
los espacios digitales y biotecnológicos. La pandemia ha soplado un viento favorable en
sus velas, lo que indica que veremos muchos progresos y mucha innovación por parte
de las personas más creativas y originales en estos sectores. ¡Llegan buenos tiempos
para los emprendedores con más talento!
Lo mismo puede suceder en los ámbitos de la ciencia y de las artes. Algunos
episodios ilustres del pasado corroboran que los caracteres creativos prosperan en
reclusión. Isaac Newton, por ejemplo, hizo grandes progresos durante la peste. Cuando
la Universidad de Cambridge tuvo que cerrar en el verano de 1665 después de un brote,
Newton regresó a su casa familiar de Lincolnshire, donde permaneció durante más de
un año. Durante este período de aislamiento forzoso, que calificó de annus mirabilis (un
«año excepcional»), tuvo una gran efusión de energía creativa que le permitió sentar las
bases de sus teorías de la gravedad y la óptica y, en particular, de la ley del inverso del
cuadrado o de la gravitación universal (había un manzano junto a la casa y la idea le
llegó al comparar la caída de una manzana con el movimiento de la luna en órbita) [157].
Un principio similar de creatividad bajo presión se encuentra en la literatura y es el
origen de algunas de las obras literarias más famosas del mundo occidental. Los
estudiosos argumentan que el cierre de los teatros de Londres forzado por la plaga de
1593 llevó a Shakespeare a escribir poesía. Fue entonces cuando publicó «Venus y
Adonis», un popular poema narrativo en el que la diosa implora un beso de un niño
«para desterrar la infección del año peligroso». Algunos años más tarde, a principios del
siglo XVII, los teatros de Londres permanecían más cerrados que abiertos debido a la
peste bubónica. Una norma oficial estipulaba que las representaciones teatrales tendrían
que cancelarse cuando la peste causara más de 30 muertos semanales. En 1606,
Shakespeare fue muy prolífico precisamente porque la epidemia cerró los teatros y su
compañía no podía actuar. En tan solo un año escribió «El rey Lear», «Macbeth» y
«Antonio y Cleopatra» [158]. El autor ruso Alexander Pushkin tuvo una experiencia
similar. En 1830, después de una epidemia de cólera que había llegado a Nizhni
Nóvgorod, se encontró encerrado en una finca del extrarradio. De repente, después de
años de confusión personal, se sintió aliviado, libre y feliz. Los tres meses que pasó en
cuarentena fueron los más creativos y productivos de su vida. Terminó Eugenio
Oneguin, su obra maestra, y escribió una serie de bosquejos, uno de los cuales se llamó
«El festín en tiempos de la peste».
Citamos estos ejemplos históricos de floreciente creatividad personal de algunos de
nuestros mejores artistas durante una plaga o pandemia, no para minimizar o
distraernos de las catastróficas consecuencias económicas que está teniendo la crisis de
la COVID-19 en el mundo de la cultura y el entretenimiento, sino para que sirva como
un rayo de esperanza y fuente de inspiración. La creatividad es más abundante en los
sectores culturales y artísticos de nuestras sociedades y la historia demuestra que esta
misma creatividad puede ser una importante fuente de resiliencia.
Existen multitud de ejemplos de este tipo. Esta es una forma de reinicio inusual,
pero no debería sorprendernos. Cuando suceden cosas devastadoras, la creatividad y el
ingenio a menudo prosperan.
3.3.2. El tiempo
En la novela de Joshua Ferris (2007) Then We Came to the End, un personaje dice:
«Algunos días parecían más largos que otros. Algunos días parecían dos días enteros».
Esto es lo que sucedió en todo el mundo debido a la pandemia: alteró nuestro sentido
del tiempo. En medio de sus respectivos confinamientos, muchas personas
mencionaron que los días de encierro parecían durar una eternidad y, sin embargo, las
semanas pasaban con sorprendente rapidez. Con la excepción fundamental, una vez
más, de quienes estaban en las «trincheras» (todos los trabajadores esenciales que ya
hemos mencionado), muchas personas encerradas sintieron la monotonía diaria, en la
que cada día era parecido al anterior y al siguiente, sin que apenas hubiera diferencias
entre los días laborables y el fin de semana. Era como si el tiempo se hubiera vuelto
amorfo e indiferenciado, habiendo desaparecido todos los marcadores y divisiones
habituales. En un contexto fundamentalmente diferente pero con un tipo de experiencia
similar, esto es corroborado por la población carcelaria, que está sujeta a la forma más
severa y radical de confinamiento. «Los días se hacen eternos y un día te despiertas y ha
pasado un mes y piensas: “¿Adónde diablos se ha ido todo ese tiempo?”». Victor Serge,
un revolucionario ruso que fue encarcelado en reiteradas ocasiones, dijo lo mismo:
«Hay horas rápidas y segundos muy largos» [159]. ¿Podrían estas observaciones llevarnos
a algunos de nosotros a reconsiderar nuestra relación con el tiempo, a valorar más lo
precioso que es y no dejar que pase inadvertido? Vivimos en una era de velocidad
extrema, donde todo va mucho más rápido que nunca porque la tecnología ha creado
una cultura de inmediatez. En esta sociedad «en tiempo real», donde todo se necesita y
se desea de inmediato, sentimos constantemente la presión del tiempo y tenemos la
sensación persistente de que el ritmo de vida siempre va en aumento. ¿Podría cambiar
esto con la experiencia de los confinamientos? ¿Podríamos experimentar en nuestro
propio nivel individual el equivalente de lo que harán las cadenas de suministro «justo
a tiempo» en la era pospandemia: acabar con la aceleración del tiempo en favor de una
mayor resiliencia y tranquilidad? ¿Podría la necesidad de ser psicológicamente más
resilientes obligarnos a frenar y ser más conscientes del paso del tiempo? Tal vez. Este
podría ser uno de los aspectos inesperadamente positivos de la COVID-19 y los
confinamientos. Ha hecho que seamos más conscientes de los grandes marcadores del
tiempo: los preciosos momentos que pasamos con nuestros amigos y familiares, las
estaciones del año y la naturaleza, la multitud de pequeñas cosas que requieren un poco
de tiempo (como hablar con un desconocido, escuchar a un pájaro o admirar una obra
de arte) pero que contribuyen al bienestar. El reinicio podría ser que, en la era
pospandemia, apreciemos el tiempo de forma diferente y lo busquemos para ser más
felices [160].
3.3.3. El consumo
Desde que se declaró la pandemia, muchas columnas y análisis se han dedicado a
hablar de cómo afectará la COVID-19 a nuestros patrones de consumo. Hay muchos
que dicen que tras la pandemia seremos más conscientes de las consecuencias de
nuestros hábitos y decisiones y decidiremos reprimir algunas formas de consumo. En el
otro extremo están los que pronostican el «consumo de desquite», que supondrá una ola
de gasto cuando finalicen los confinamientos, con un fuerte renacimiento de nuestro
espíritu animal y un retorno a la situación anterior a la pandemia. El consumo de
desquite todavía no se ha producido. Tal vez nunca se produzca si prevalece el
autocontrol.
El argumento que respalda esta hipótesis es el que hemos mencionado en el capítulo
sobre el reinicio ambiental: la pandemia ha supuesto para la ciudadanía una dramática
revelación de la gravedad de los riesgos derivados de la degradación del medio
ambiente y el cambio climático.
La mayor conciencia y preocupación acerca de la desigualdad, junto con la
comprensión de que la agitación social es una amenaza real, inminente e inmediata,
podrían tener el mismo efecto. Cuando se alcanza un punto de inflexión, la desigualdad
extrema comienza a erosionar el contrato social y produce cada vez más
comportamientos antisociales (incluso delictivos) que a menudo se dirigen contra la
propiedad. En respuesta, debe verse que los patrones de consumo están cambiando.
¿Cómo podría ocurrir esto? El consumo ostentoso podría caer en desgracia. Tener el
último modelo de lo que sea ya no será una señal de estatus, sino que se considerará, en
el mejor de los casos, fuera de la realidad y, en el peor, directamente obsceno. La
señalización posicional se invertirá. Puede que proyectar un mensaje acerca de uno
mismo comprando y haciendo alarde de «cosas» caras simplemente se considere pasado
de moda. Dicho de forma sencilla, en un mundo pospandémico acosado por el
desempleo, desigualdades insufribles y la preocupación por el medio ambiente, la
ostentación de la riqueza ya no será aceptable.
El camino a seguir quizá se inspire en el ejemplo de Japón y otros países. Los
economistas no dejan de preocuparse por la posible japonización del mundo (de la que
hemos hablado en la sección macro), pero la japonización tiene un aspecto mucho más
positivo que nos da una idea de hacia dónde podríamos querer llegar en materia de
consumo. Japón posee dos características distintivas que están entrelazadas: es uno de
los países de renta elevada con menor nivel de desigualdad y, desde el estallido de la
burbuja especulativa a finales de la década de 1980, se distingue por un menor nivel de
consumo ostentoso. Hoy en día, el valor positivo del minimalismo (viralizado por la
serie de Marie Kondo), la eterna búsqueda del sentido de la vida (ikigai) y la
importancia de la naturaleza y la práctica de los «baños de bosque» (shinrin-yoku) están
siendo emulados en muchas partes del mundo, a pesar de que todo ello supone adoptar
un estilo de vida japonés relativamente más «frugal» en comparación con las sociedades
más consumistas. Se puede apreciar un fenómeno similar en los países nórdicos, donde
el consumo ostentoso está mal visto y se contiene. Pero nada de esto los hace menos
felices, sino más bien lo contrario [161]. Como nos siguen recordando los psicólogos y los
economistas del comportamiento, el consumo excesivo no equivale a la felicidad. Este
podría ser otro reinicio personal: la comprensión de que el consumo ostentoso o el
consumo excesivo de cualquier clase no es bueno para nosotros ni para el planeta, por
lo que no tenemos que consumir sin parar para sentirnos realizados y satisfechos
personalmente... quizá más bien lo contrario.
3.3.4. La naturaleza y el bienestar
La pandemia ha resultado ser un ejercicio en tiempo real sobre la forma de manejar
nuestra ansiedad y nuestros miedos durante un período de extraordinaria confusión e
incertidumbre. De esto se desprende un mensaje claro: la naturaleza es un antídoto
formidable para muchos de los males actuales. Recientes y abundantes estudios
explican de forma incontestable por qué es así. Neurocientíficos, psicólogos, médicos,
biólogos y microbiólogos, especialistas en rendimiento físico, economistas, sociólogos:
todos ellos en sus respectivos campos pueden ahora explicar por qué la naturaleza nos
hace sentir bien, cómo alivia el dolor físico y psicológico y por qué está asociada a
tantos beneficios para el bienestar físico y mental. Por otra parte, también pueden
demostrar por qué estar separados de la naturaleza en toda su riqueza y variedad (flora
y fauna silvestre) afecta negativamente a nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestra vida
emocional y nuestra salud mental [162].
La COVID-19 y los constantes recordatorios de las autoridades sanitarias de que
debemos caminar o hacer ejercicio todos los días para mantenernos en forma sitúan
estas consideraciones en primer plano, al igual que la multitud de testimonios
individuales de gente confinada en las ciudades que anhelaba la vegetación: un bosque,
un parque, un jardín o simplemente un árbol. Incluso en los países donde el régimen de
confinamiento era más riguroso, como Francia, las autoridades sanitarias insistieron en
la necesidad de pasar un tiempo al aire libre todos los días. En la era pospandemia,
habrá muchas menos personas que ignoren lo esencial que es la naturaleza en su vida.
La pandemia hizo posible esta concienciación a gran escala (ya que ahora casi todo el
mundo lo sabe). De este modo, se establecerán conexiones más profundas y personales
a nivel individual con los argumentos macro que planteamos anteriormente sobre la
preservación de nuestros ecosistemas y la necesidad de producir y consumir de manera
respetuosa con el medio ambiente. Ahora sabemos que, sin acceso a la naturaleza y todo
lo que nos puede ofrecer en términos de biodiversidad, nuestro potencial de bienestar
físico y mental se ve gravemente afectado.
A lo largo de la pandemia, se nos ha recordado que las medidas indispensables para
protegernos de la COVID-19 son las reglas de distanciamiento social, el lavado de
manos y el uso de la mascarilla (más el autoaislamiento en el caso de las personas más
vulnerables). Sin embargo, hay otros dos factores esenciales que dependen en gran
medida de nuestro contacto con la naturaleza y que también juegan un papel vital en
nuestra resistencia física al virus: la inmunidad y la inflamación. Ambos contribuyen a
protegernos, pero la inmunidad disminuye con la edad, mientras que la inflamación
aumenta. Para mejorar nuestras opciones de resistencia al virus, debemos reforzar la
inmunidad y suprimir la inflamación. ¿Qué papel juega la naturaleza en este escenario?
¡Ahora la ciencia nos dice que es la protagonista! El bajo nivel de inflamación constante
que experimentan nuestros cuerpos acarrea todo tipo de enfermedades y trastornos,
desde afecciones cardiovasculares hasta depresión y reducción de la capacidad
inmunitaria. Esta inflamación residual es más prevalente entre las personas que viven
en ciudades, entornos urbanos y áreas industrializadas. Ahora se sabe que la falta de
contacto con la naturaleza es un factor que contribuye a aumentar la inflamación, con
estudios que demuestran que pasar tan solo dos horas en un bosque puede aliviar la
inflamación al reducir los niveles de citoquinas (un marcador de inflamación) [163].
Todo esto se reduce a tomar decisiones sobre nuestro estilo de vida: no solo el
tiempo que pasamos en la naturaleza, sino también lo que comemos, cómo dormimos o
cuánto ejercicio hacemos. Estas son decisiones que apuntan a una observación
alentadora: la edad no tiene que ser una fatalidad. Existen amplios estudios que
demuestran que, junto con la naturaleza, la dieta y el ejercicio físico pueden retrasar e
incluso a veces revertir nuestro deterioro biológico. ¡No hay nada fatalista al respecto!
Ejercicio, naturaleza, alimentos no procesados... Todo ello tiene el doble beneficio de
mejorar la inmunidad y suprimir la inflamación [164]. Esto encaja con lo que acabamos de
explicar acerca de los hábitos de consumo. Sería sorprendente que todas estas nuevas
evidencias no nos hicieran ser más conscientes del consumo responsable. Por lo menos,
parece que la tendencia va en un sentido claro: menos depredación y más
sostenibilidad.
El reinicio a título individual es que la pandemia nos ha hecho ver la importancia de
la naturaleza. En adelante, será cada vez más importante que prestemos más atención a
nuestros activos naturales.
CONCLUSIÓN
Es diferente. En este corto período de tiempo, la COVID-19 ha provocado cambios
trascendentales y ha magnificado los problemas que ya aquejaban a nuestras economías
y sociedades. El aumento de las desigualdades, una sensación generalizada de
injusticia, la profundización de las brechas geopolíticas, la polarización política, el
incremento del déficit público y los elevados niveles de endeudamiento, una
gobernanza global ineficaz o inexistente, una excesiva financiarización, la degradación
del medio ambiente... son algunos de los principales desafíos que existían antes de la
pandemia. La crisis del coronavirus los ha agravado todos. ¿Podría la debacle de la
COVID-19 ser el relámpago antes del trueno? ¿Podría tener la fuerza suficiente para
desatar una serie de cambios profundos? No podemos saber cómo será el mundo
dentro de diez meses, y mucho menos dentro de diez años, pero lo que sí sabemos es
que, a menos que hagamos algo para reiniciar el mundo de hoy, el mundo del mañana
se verá profundamente afectado. En Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García
Márquez, un pueblo entero prevé una catástrofe inminente y ninguno de sus habitantes
parece poder o querer actuar para evitarla, hasta que es demasiado tarde. No queremos
ser ese pueblo. Para evitar semejante destino, necesitamos poner en marcha el gran
reinicio sin demora. No es algo que «sería deseable», sino una necesidad absoluta. Si no
se abordan y se corrigen los males tan profundamente arraigados en nuestra sociedad y
nuestra economía, podría aumentar el riesgo de que finalmente, como ha ocurrido
siempre a lo largo de la historia, el reinicio venga impuesto por crisis violentas, como
conflictos armados e incluso revoluciones. Nos corresponde a nosotros tomar el toro
por los cuernos. La pandemia nos brinda esta oportunidad: «representa una
oportunidad inusual y reducida para reflexionar, reimaginar y reiniciar nuestro
mundo» [165].
La profunda crisis provocada por la pandemia nos ha brindado multitud de
oportunidades para reflexionar sobre cómo funcionan nuestras economías y sociedades
y cómo no. El veredicto parece claro: necesitamos cambiar; debemos cambiar. ¿Pero
podemos? ¿Aprenderemos de los errores que cometimos en el pasado? ¿Abrirá la
pandemia una puerta a un futuro mejor? ¿Pondremos nuestra casa global en orden? En
pocas palabras, ¿pondremos en marcha el gran reinicio? Reiniciar es una tarea
ambiciosa, quizás demasiado ambiciosa, pero no tenemos más remedio que hacer todo
lo posible para llevarla a cabo. Se trata de hacer que el mundo sea menos divisivo,
menos contaminante, menos destructivo, más inclusivo, más equitativo y más justo de
lo que era antes de la pandemia. No hacer nada, o demasiado poco, es caminar como
sonámbulos hacia una situación de creciente desigualdad social, desequilibrio
económico, injusticia y degradación ambiental. No actuar equivaldría a dejar que
nuestro mundo se volviera más mezquino, más dividido, más peligroso, más egoísta y
simplemente insoportable para grandes segmentos de la población mundial. No hacer
nada no es una opción viable.
Dicho esto, todavía falta mucho para que el gran reinicio sea un hecho consumado.
Puede que haya quien se resista a la necesidad de acometer esta tarea, temerosos de su
magnitud y deseosos de que el sentido de urgencia disminuya y la situación vuelva
pronto a ser «normal». El argumento a favor de la pasividad es el siguiente: ya hemos
pasado por crisis similares (pandemias, severas recesiones, brechas geopolíticas y
tensiones sociales) y volveremos a superarlas. Como siempre, las sociedades se
reconstruirán, y también sus economías. ¡La vida sigue! La lógica contraria al reinicio
también parte de la convicción de que la situación mundial no es tan mala y que solo
necesitamos limar algunas asperezas para mejorar. Es cierto que la situación mundial
actual es, por término medio, considerablemente mejor que en el pasado. Debemos
reconocer que, como seres humanos, nunca nos había ido tan bien. Casi todos los
indicadores clave que miden nuestro bienestar colectivo (como el número de personas
que viven en la pobreza o mueren en conflictos armados, el PIB per cápita, la esperanza
de vida o los índices de alfabetización e incluso el número de muertes causadas por
pandemias) han mejorado continuamente a lo largo de los siglos, de forma
especialmente notable en las últimas décadas. Pero han mejorado «en promedio», una
realidad estadística que no tiene sentido para quienes se sienten excluidos (casi siempre
porque lo están). Por lo tanto, la convicción de que el mundo actual es mejor de lo que
ha sido jamás, aunque correcta, no puede servir de excusa para conformarse con el statu
quo y no buscar soluciones a los numerosos males que lo siguen aquejando.
La trágica muerte de George Floyd (un afroamericano asesinado por un agente de
policía en mayo de 2020) ilustra vívidamente este punto. Fue la primera ficha del
dominó o la gota que derramó el vaso que marcó un punto de inflexión decisivo, el
momento en el que el profundo sentimiento de injusticia acumulado por la comunidad
afroamericana de Estados Unidos finalmente estalló en protestas masivas. ¿Se habría
apaciguado su ira si les hubieran explicado que a su gente, «por término medio», le va
mejor en la actualidad que en el pasado? ¡Por supuesto que no! Lo que les importa a los
afroamericanos es su situación actual, no cuánto han «mejorado» sus circunstancias en
comparación con las de hace 150 años cuando muchos de sus antepasados vivían en la
esclavitud (fue abolida en los Estados Unidos en 1865) o incluso hace 50 años cuando
casarse con una persona de raza blanca era ilegal (el matrimonio interracial no fue legal
en todos los estados hasta 1967). Hay dos cuestiones que son pertinentes para el gran
reinicio en este asunto: 1) nuestras acciones y reacciones humanas no están basadas en
datos estadísticos, sino que están determinadas por emociones y sentimientos... el relato
impulsa nuestro comportamiento; y 2) a medida que nuestra condición humana mejora,
nuestros niveles de vida aumentan y también nuestras expectativas de una vida mejor y
más justa.
En ese sentido, las protestas sociales generalizadas que tuvieron lugar en junio de
2020 reflejan la urgente necesidad de emprender el gran reinicio. Al conectar un riesgo
epidemiológico (COVID-19) con un riesgo social (protestas) se puso de manifiesto que,
en el mundo de hoy, lo que importa y lo que determinará el futuro es la conectividad
sistémica entre riesgos, problemas, desafíos y también oportunidades. En los primeros
meses de la pandemia, la atención pública se ha centrado comprensiblemente en los
efectos epidemiológicos y sanitarios de la COVID-19. Pero mirando al futuro, los
problemas más importantes radican en la concatenación de los riesgos económicos,
geopolíticos, sociales, ambientales y tecnológicos que se derivarán de la pandemia, y
sus efectos continuados para las personas y las empresas.
No se puede negar que el virus de la COVID-19 ha supuesto la mayoría de las veces
una catástrofe personal para los millones de personas infectadas y para sus familias y
comunidades. Sin embargo, a escala mundial, si se considera en porcentaje de población
mundial afectada, la crisis del coronavirus es (hasta ahora) una de las pandemias menos
letales que el mundo ha sufrido en los últimos 2.000 años. Con toda probabilidad, a
menos que la pandemia evolucione de manera imprevista, las consecuencias de la
COVID-19 en términos de salud y mortalidad serán leves en comparación con
pandemias anteriores. A finales de junio de 2020 (en un momento en que el brote
todavía está en su apogeo en América Latina, el sur de Asia y gran parte de Estados
Unidos), la COVID-19 ha matado a menos del 0,006 % de la población mundial. Para
poner esta letalidad tan baja en contexto, la gripe española mató al 2,7 % de la población
mundial y el VIH/sida al 0,6 % (desde 1981 hasta hoy). La peste de Justiniano, desde
que comenzó en 541 hasta que finalmente desapareció en 750, mató a casi un tercio de la
población de Bizancio según diversas estimaciones, y se considera que la peste negra
(1347-1351) acabó con entre el 30 % y el 40 % de la población mundial de la época. La
pandemia del coronavirus es diferente. No constituye una amenaza existencial, ni una
crisis que vaya a dejar su huella en la población mundial durante décadas. Sin embargo,
sí tiene aspectos preocupantes por todas las razones ya mencionadas; en el mundo
interdependiente actual, los riesgos se mezclan entre sí, amplificando sus efectos
recíprocos y magnificando sus consecuencias. Mucho de lo que vaya a ocurrir es una
incógnita, pero podemos estar seguros de que, en el mundo posterior a la pandemia,
cuestiones sobre lo que es justo ganarán visibilidad, desde el estancamiento de los
ingresos reales para una gran mayoría de la población hasta la redefinición de nuestro
contrato social. Del mismo modo, la profunda preocupación por el medio ambiente o
las dudas sobre cómo desplegar y controlar la tecnología en beneficio de la sociedad se
abrirán paso en la agenda política. Todos estos problemas son anteriores a la pandemia,
pero la COVID-19 los ha dejado al descubierto, a la vista de todos, y los ha amplificado.
Las tendencias no han cambiado de dirección pero, a raíz de la COVID-19, se han
acelerado mucho.
Una condición absolutamente indispensable para realizar un reinicio adecuado es
que exista una mayor colaboración y cooperación en el ámbito de cada país y entre
países. La cooperación —una «capacidad cognitiva absolutamente humana» que ha
situado a nuestra especie en su trayectoria única y extraordinaria— puede definirse en
pocas palabras como la «intencionalidad compartida» de actuar conjuntamente para
alcanzar un objetivo común [166]. Simplemente no podemos progresar sin ella. ¿Se
caracterizará la era pospandemia por una cooperación mayor o menor? Existe un riesgo
muy real de que en el mundo del mañana imperen, todavía más que hoy, las divisiones,
los nacionalismos y la propensión al conflicto. Muchas de las tendencias que hemos
analizado en la sección macro apuntan a que, en el futuro, nuestro mundo será menos
abierto y menos cooperativo que antes de la pandemia. Pero es posible un escenario
alternativo, donde la acción colectiva en las comunidades y una mayor colaboración
entre naciones permitan una salida más rápida y pacífica a la crisis del coronavirus. Al
reiniciarse las economías, habrá oportunidad de incorporar una mayor igualdad social y
sostenibilidad en la recuperación, que acelere en lugar de retrasar los progresos hacia
los Objetivos de Desarrollo Sostenible de 2030 y que desencadene una nueva era de
prosperidad [167]. ¿De qué manera se podría conseguir que esto fuera posible y aumentar
las probabilidades a favor de este resultado?
Ver los fracasos y los desequilibrios a la cruel luz de la crisis del coronavirus puede
obligarnos a actuar con más rapidez sustituyendo ideas, instituciones, procesos y
normas que han fallado por otros que se adapten mejor a las necesidades actuales y
futuras. Esta es la esencia del gran reinicio. ¿Podría la experiencia mundial compartida
de la pandemia contribuir a paliar algunos de los problemas que teníamos cuando
comenzó la crisis? ¿Puede salir una sociedad mejor de los confinamientos? Amartya
Sen, Premio Nobel de Economía, cree que sí, ya que «la necesidad de actuar juntos
puede ciertamente hacer que se aprecie el papel constructivo de la acción pública» [168], y
cita como prueba ejemplos como la Segunda Guerra Mundial, que hizo que la gente se
diera cuenta de la importancia de la cooperación internacional y convenció a países
como el Reino Unido de los beneficios de una alimentación y asistencia sanitaria más
compartidas (lo que dio lugar a la creación del estado del bienestar). Jared Diamond,
autor de Crisis: cómo reaccionan los países en los momentos decisivos, es de parecida opinión
y espera que la crisis del coronavirus nos obligue a abordar cuatro riesgos existenciales
que enfrentamos colectivamente: 1) las amenazas nucleares; 2) el cambio climático; 3) el
uso insostenible de recursos esenciales como los bosques, los frutos del mar, el mantillo
de la tierra y el agua dulce; y 4) las consecuencias de las enormes diferencias de nivel de
vida entre los pueblos del mundo: «Por extraño que parezca, el éxito en la resolución de
la crisis pandémica puede motivarnos a gestionar los grandes problemas que hasta
ahora nos hemos resistido a enfrentar. Si la pandemia efectivamente nos prepara al final
para hacer frente a esas amenazas existenciales, puede que la grave crisis del
coronavirus tenga un efecto positivo. Entre las consecuencias del virus, podría ser la
mayor, la más duradera... y nuestro gran motivo de esperanza» [169].
Estas expresiones de esperanza individual están respaldadas por multitud de
encuestas que concluyen que colectivamente deseamos un cambio. Desde una encuesta
en el Reino Unido que revela que la mayoría de la gente quiere cambios fundamentales
en la economía cuando esta se recupere, frente a una cuarta parte que quiere que vuelva
a ser como antes [170], hasta encuestas internacionales que concluyen que una gran
mayoría de ciudadanos de todo el mundo quiere que la recuperación económica de la
crisis del coronavirus dé prioridad al cambio climático [171] y favorezca una recuperación
verde [172]. En todo el mundo proliferan los movimientos que exigen un «futuro mejor» y
un cambio hacia un sistema económico que priorice el bienestar colectivo sobre el mero
crecimiento del PIB.
*****
Ahora estamos en una encrucijada. Un camino nos llevará a un mundo mejor, más
inclusivo, equitativo y respetuoso con la Madre Naturaleza. El otro nos llevará a un
mundo que se parece al que acabamos de dejar atrás, pero peor y constantemente
salpicado de sorpresas desagradables. Por tanto, debemos hacer las cosas bien. Los
desafíos que tenemos por delante podrían ser más importantes de lo que hasta ahora
hemos querido imaginar, pero nuestra capacidad para reiniciar también podría ser
mayor de lo que nos habíamos atrevido a esperar.
Agradecimientos
Los autores desean dar las gracias a Mary Anne Malleret por su inestimable
contribución al manuscrito y por mejorar en gran medida su estilo general con su
«pluma», así como a Hilde Schwab, por su colaboración como lectora crítica. También
desean dar las gracias a Camille Martin de Monthly Barometer por su ayuda en la
investigación, y a Fabienne Stassen, quien editó el libro diligentemente y prestando
atención a los detalles, a pesar de las evidentes limitaciones de tiempo.
Gracias también a los numerosos colegas del Foro Económico Mundial, especialistas
en economía, sociedad, tecnología, salud pública y políticas públicas que nos asesoraron
y leyeron, revisaron, formatearon, diseñaron, publicaron y promocionaron este libro
desde las oficinas de San Francisco, Nueva York, Ginebra, Pekín y Tokio. Un
agradecimiento especial a Kelly Ommundsen y Peter Vanham de la Oficina del
Presidente.
Por último, los comentarios que nos llegaron de socios del Foro de todo el mundo y
de personas de muy diversos ámbitos contribuyeron a hacer de este libro lo que
esperamos que sea: un libro oportuno, equilibrado e informativo sobre el mayor
problema de salud pública que ha sufrido el mundo en un siglo y que continúa, así
como sobre las formas de hacerle frente y paliar sus consecuencias futuras.
Klaus Schwab y Thierry Malleret
Ginebra, julio de 2020
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[12] Malleret, Thierry, Disequilibrium: A World Out of Kilter, BookBaby, 2012.
[13]A diferencia de los sucesos de cisne blanco, que es seguro que se van a producir,
los sucesos de cisne negro son muy raros y difíciles de predecir (no probabilísticos) y
tienen consecuencias formidables. Se les llama «cisnes negros» porque se suponía que
tales cisnes no existían hasta que fueron descubiertos por exploradores holandeses en
Australia Occidental a finales del siglo XVII.
[14] Webb, Richard, «Quantum physics», New Scientist, n.d.,
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[15] Daniel Defoe, «Diario del año de la peste», Alba Editorial, 2020
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[35]Boffey, Daniel, «Amsterdam to embrace “doughnut” model to mend post-
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[36] Banerjee, Abhijit V., y Esther Duflo, Good Economics for Hard Times, PublicAffairs,
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[37] Ibídem.
[38]Commission on Growth and Development, The Growth Report: Strategies for
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Development, Grupo Banco Mundial, 2018.
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Como ha demostrado la Plataforma para Acelerar la Economía Circular (PACE),
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[43] Degrowth, «Decrecimiento: Nuevas Raíces para la Economía», 2020,
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[46]Reinhart, Carmen M., y Kenneth Rogoff, «The Coronavirus Debt Threat», The Wall
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Reinhart, Carmen M., «Esta vez es realmente diferente», Project Syndicate, 23 de
[47]
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Estos tipos de interés muy por debajo de cero tendrían que ser respaldados con
[49]
medidas destinadas a evitar que las empresas financieras acumulasen efectivo, véase
Rogoff, Kenneth, «Razones para bajar las tasas muy por debajo de cero», Project
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Esto se refleja en particular en el Barómetro de Confianza Edelman, de
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periodicidad anual, https://www.edelman.com/trustbarometer.
[71]Dos ejemplos destacados se encuentran en las publicaciones de International
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[73]Hu, Katherine, «“I Just Don’t Think We Have the Luxury to Have Dreams
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A modo de ejemplo, en septiembre de 2019, más de cuatro millones de jóvenes se
[75]
manifestaron simultáneamente en 150 países para exigir medidas urgentes en relación
con el cambio climático; véase Sengupta, Somini, «Protesting Climate Change, Young
People Take to Streets in a Global Strike», The New York Times, 20 de septiembre de 2019,
https://www.nytimes.com/2019/09/20/climate/global-climate-strike.html.
Véase un análisis de las formas actuales de nacionalismo en Wimmer, Andreas,
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[98]Sharma, Ruchir, «The Comeback Nation», Foreign Affairs, mayo/junio de 2020,
https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2020-03-31/comeback-nation.
Este es el título secundario del artículo de Kevin Rudd ya citado: «The Coming
[99]
Post-COVID Anarchy: The Pandemic Bodes Ill for Both American and Chinese Power –
and for the Global Order», https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2020-
05-06/coming-post-covid-anarchy. Todas las citas de este párrafo están tomadas de este
artículo.
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[101]Signé, Landry, «A new approach is needed to defeat COVID19 and fix fragile
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